Historia de la Eclesiologia Contemporánea (ss. XIX y XX) - VV.AA

197 Pages • 78,907 Words • PDF • 1.4 MB
Uploaded at 2021-09-24 17:57

This document was submitted by our user and they confirm that they have the consent to share it. Assuming that you are writer or own the copyright of this document, report to us by using this DMCA report button.


HISTORIA DE LA ECLESIOLOGÍA CONTEMPORÁNEA (SIGLOS XIX - XX) Algunos aspectos

REPASO 2018 - 2019

BIBLIOGRAFÍA PARA EL REPASO 2018-19

1. P. Rodríguez, «La Unidad en la Iglesia» en la teología de Johann Adam Möhler, Scripta Theologica 28 (1996) 809-825. 2. Consideraciones de la Congregación sobre el Primado del Sucesor de Pedro, CONGR. PARA LA DOCTRINA DE LA FE, El primado del sucesor de Pedro en el misterio de la Iglesia, Palabra, Madrid 2003, 15-31. 3. Y. Congar, La idea de la Iglesia según Santo Tomás, en Id., Ensayos sobre el misterio de la Iglesia, Barcelona 1959, 47-69. 4. J. Ratzinger, La eclesiología de la Lumen Gentium (accesible en la web vaticana) 5. P. Rodríguez, La identidad teológica del laico, en Scripta Theologica 19 (1987), 265-302. 6. CONGR. PARA LA DOCTRINA DE LA FE, El misterio de la Iglesia y la Iglesia como comunión, Madrid 1994, que contiene la Carta Communionis notio (1992), y las Reflexiones sobre algunos aspectos de la relación entre Iglesia universal e Iglesias particulares, en L'Osservatore Romano (1993). 7. CONGR. PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Decl. Dominus Iesus (2000), y Nota doctrinal sobre algunos aspectos de la evangelización (2007).

Diciembre 2018

«LA UNIDAD EN LA IGLESIA» EN LA TEOLOGÍA DE JOHANN ADAM MÓHLER PEDRO RODRÍGUEZ SCRIPTA THEOLOGICA 28 (1996/3) 809-825

Johann Adam Mohler, cuyo II Centenario se cumple hoy, es uno de los más grandes teólogos de los tiempos modernos. Su obra teológica ha tenido una repercusión excepcional en el campo de la dogmática, de la apologética y de la historia de la Iglesia y del ecumenismo. Bien directamente, o bien a través de su influjo en los teólogos de la Escuela Romana (especialmente en Perrone), el pensamiento de Mohler entrará profundamente en la doctrina oficial de la Iglesia. Ya lo hemos escuchado al Prof. Harald Wagner y mi conferencia no va a ir en esta línea. Mi tarea consiste ahora en tratar de comprender el mensaje de La Unidad de Mohler en sí misma*. 1. Para ello debo decir ante todo que fue una constante preocupación de Mohler dar razón de la realidad viviente de la Iglesia. La teología —y esto me interesa mucho subrayarlo— nunca será para Mohler ni historia erudita ni especulación racionalista, sino tarea creyente que profundiza y organiza la fe revelada en Cristo, presente por su Espíritu en la Iglesia histórica. En este sentido, se ha podido decir con justeza que la importancia de la escuela de

Tubinga y especialmente de Mohler está en haber propuesto una consideración «verdaderamente teológica y sobrenatural de la Iglesia» (Congar). En esta perspectiva hemos de situar La Unidad en la Iglesia, o el principio del catolicismo según el espíritu de los Padres de los tres primeros siglos de la Iglesia, publicada por Mohler en 1825, y que constituye un hito en la historia de la teología moderna. Este es el libro que desde tanto tiempo tenía inscrito como «de próxima publicación» la colección «Biblioteca de Teología» de la Universidad de Navarra y que finalmente ahora, con ocasión del Centenario de Mohler, sale a la luz pública. La Unidad —se ha dicho muchas veces— fue una reacción contra la teología racionalista de la Ilustración, dominante en su época, que reducía la Iglesia a una sociedad humana de fines éticos y educativos. Quiere superar también una visión predominantemente jurídica y apologética de la Iglesia, como sola sociedad jerárquica. En los Padres de la Iglesia que estudia en La Unidad, Mohler encuentra los principios místicos que animan la vida de la Iglesia y de sus miembros, y el modo en que la vida de comunión en el amor se manifiesta «hacia afuera». Leyendo a Clemente de Roma, a Ignacio de Antioquía, a Cipriano de Cartago, Mohler descubre la comunión como el elemento interior de la Iglesia. Su exteriorización visible es la dinámica del germen puesto en las almas cristianas por el Espíritu Santo. De manera que la comunión espiritual se expresa visiblemente en la constitución de comunidades cada vez más universales, con un centro personal de referencia: la diócesis, con su Obispo; la provincia, en el metropolita; la Iglesia entera, en torno al Colegio de los obispos y al Papa como la incorporación universal y visible de la unidad. La división interna de La Unidad reflejará este proceso. El plan de la obra de Mohler es sencillo e imponente. Mohler la divide en dos grandes partes. La Primera parte se titula «Unidad del espíritu de la Iglesia». La Segunda parte, «Unidad del cuerpo de la Iglesia». La división es ya significativa de la visión de Mohler sobre la Iglesia: desde la realidad interior y espiritual, a la exterior y visible. La Primera parte, «Unidad del espíritu de la Iglesia», se divide en cuatro capítulos. El cap. I, «La unidad mística», estudia aquella «unidad» que es principio de todas las demás: la unidad en el Espíritu Santo, que une a todos los creyentes en una comunidad espiritual. El cap. II, «La unidad intelectual»,

considera cómo dicha unidad mística se traduce en conceptos y dogmas. En sus propias palabras, «la doctrina cristiana es la expresión conceptual del espíritu cristiano». El cap. III, «La variedad sin unidad», considera las heridas que se infieren a esta unidad, es decir, la pura multiplicidad que caracteriza la herejía y cuyo origen es el egoísmo: «La herejía nace del mal y se aleja del Cristo verdadero». El cap. IV, «La unidad en la variedad», en contraste con el anterior, observa que aunque «todos los fieles forman una unidad, cada uno conserva sin embargo su individualidad». De esta manera aparece el gran tema móhleriano: la unidad cristiana no es uniformidad, sino que implica la diversidad; y a su vez, la permanencia en el «Todo» de la Iglesia es la garantía para que la diversidad no degenere en antítesis —es decir, no se haga cismática ni herética—, sino que integre —no sólo complemente— la unidad. La Segunda parte, «Unidad del cuerpo de la Iglesia», estudia la exteriorización visible de la unidad espiritual. Mohler expone cómo el amor de los creyentes busca expresarse en una persona que le sirve de centro. Este centro es, en primer lugar, el obispo de la diócesis (cap. I, «La unidad en el obispo»), imagen personificada del amor de la comunidad. A continuación, esta función de símbolo y expresión de la unidad, la pone Mohler en el metropolita (cap. II, «La unidad en el metropolita»), sin el que los obispos individuales no deben tomar iniciativas importantes. Seguidamente, el cap. III considera «la unidad de todo el episcopado», y, con el episcopado unido, la unidad de todas las Iglesias. Finalmente, la universalidad de los creyentes necesita un centro vital de la unidad: cap. IV, «La unidad en el primado». La breve descripción anterior era necesaria para enmarcar el estudio del mensaje de este libro célebre, que me propongo ahora esbozar. Y lo voy a hacer con un método muy simple. Voy a leer unos cuantos textos del libro — ciertamente capitales— y los voy a subrayar. Al filo del comentario iré poniendo de manifiesto también los límites e insuficiencias de La Unidad. Pero antes de pasar al análisis y comentario de los textos quiero anticipar el que me parece ser el núcleo de ese mensaje, y lo voy a formular no con palabras de Mohler, sino con palabras del Cqncilio. Vaticano II, que parecen escritas por el teólogo de Tubinga: «El Espíritu Santo, que habita en los creyentes y llena y dirige a toda la Iglesia, es quien realiza la admirable comunión de los creyentes (communio fidelium) y tan estrechamente los une a todos en Cristo, que Él —el Espíritu— es el Principio de la unidad de la Iglesia» (Decr. Unitatis redintegratio, 2).

2. Comencemos nuestra lectura por el Prólogo, que es capital para la comprensión del libro. «La obra misma que el lector tiene ante los ojos —comienza Mohler— justificará por sí sola si he tenido motivos suficientes para escribirla. Huelga, pues, que me explaye especialmente sobre la ocasión y finalidad de la misma. Sólo unas palabras sobre su disposición. Comienza por el Espíritu Santo. Acaso sorprenda que no haya empezado más bien por Cristo, centro de nuestra fe. Pudiera desde luego haber comenzado contando que Cristo, Hijo de Dios, fue enviado por el Padre, para ser nuestro redentor y maestro, prometió el Espíritu Santo y cumplió su promesa. Pero no he querido repetir lo que es justo dar por sabido, sino entrar en seguida en materia. El Padre envía al Hijo y éste al Espíritu. Así vino Dios a nosotros. Pero nosotros seguimos camino inverso para llegar a El: el Espíritu Santo nos lleva al Hijo y éste al Padre. Así he querido comenzar por lo que, en nuestra 'cristianización', es cronológicamente lo primero. Más pormenores los dará la obra misma». Mohler ha percibido que esta dimensión pneumatológica es cronológicamente «lo primero» desde el punto de vista de la experiencia religiosa del creyente. Mohler aplica a la Iglesia el mismo principio: ir desde la vida eclesial (obra del Espíritu de Cristo) a la comprensión de la institución eclesial (históricamente originada en Cristo); o, según sus categorías, ir «de dentro hacia fuera», desde el «principio místico» hacia la realidad visible, institucional. No es el Espíritu Santo quien «funda» la Iglesia —de esto es consciente Mohler— sino Cristo. Pero lo que Cristo pone como realidad eclesial dada, el Espíritu lo despliega. Podríamos decir que en Mohler hay una «concentración» cristológica fundacional y una «dilatación» pneumatológica de esa cristología en la historia. Pero ha de quedar claro: para Mohler lo institucional no es creación del Espíritu Santo en sentido constitutivo —no es esa la idea de Mohler, a pesar de sus expresiones ocasionales— sino que es el despliegue visible de lo dado ya en Cristo. Véase por ejemplo esta afirmación del «mandato» histórico de Cristo que la Iglesia realiza en los sacramentos:

«Los signos simbólicos en general tienen estrecha relación con lo religioso; son misteriosos y, sin embargo, muy elocuentes. Hasta qué punto congenian, con el cristianismo, se ve claro por el hecho de que Cristo ofrece a sus fieles bajo un símbolo lo sumo que puede darse: a si mismo. La admisión a su Iglesia manda El que se cumpla bajo una acción simbólica. Cuando da a sus apóstoles el Espíritu Santo, sopla sobre ellos; cuando les quiere dar una lección de humildad, les lava los pies. De este modo, la naturaleza y el arte fueron, por así decir, consagrados para su Iglesia» (§ 47, 7) Ese despliegue, en cambio, sí es creación del Espíritu, ese «tomar forma» existencial que es, desde nuestro punto de vista, «lo primero» que encontramos aquí y ahora. Pero no es obra del Espíritu «independiente» de Jesús. El Espíritu Santo es el Espíritu de Cristo. Otra observación a propósito del prólogo. Me refiero a la distinción entre Espíritu Santo y «espíritu común o de comunidad». Gügler y Drey ya habían intentado, dentro de la teología católica una perspectiva pneumatocéntrica de la Iglesia. Por parte protestante, Schleiermacher había identificado el Espíritu Santo como el espíritu de la comunidad, negando su divinidad como Tercera Persona. Mohler en cambio va a distinguir con toda claridad el Espíritu Santo como Persona trinitaria que al ser enviado por el Padre y el Hijo se comunica a los creyentes y produce el «espíritu de la comunidad» (cfr. § 1, 5 y 7). Este espíritu común es, pues, efecto del Espíritu Santo, como dirá formalmente Mohler frente a Schleiermacher ya en el primer parágrafo de su obra: «Esta imagen del Pastor de Hermas, de que se valió ya Pedro (1 Petr 2, 1), expresa muy bellamente que Cristo anima a los fieles por medio del Espíritu Santo, por el que se traban y unen en un todo, de forma que el espíritu uno de los fieles es efecto del Espíritu divino, también uno» (§ 1, 4). Mohler criticará formalmente en su Atanasio la identificación herética entre el Espíritu Santo y el «espíritu común» que mantenía Schleiermacher. Estas citas de los Padres de los primeros siglos le llevan a Mohler a ver el «Espíritu de Cristo» actuante: Cristo por su Espíritu. Mohler reafirma el

fundamento cristológico de la Iglesia. A lo largo del libro Mohler utiliza la palabra Espíritu de varios modos: para designar el Espíritu Santo, persona trinitaria; el «espíritu común», que es su efecto; y, a veces, el espíritu entendido sencillamente como impulso interior. Los cristianos pueden discernir si el que adviene a la fe lo hace movido por el Espíritu Santo y por su efecto —el espíritu común—, o bien movido por otros principios extraños. El criterio lo pone en la unidad o disensión con los hermanos. Como en el original alemán se escribe siempre con mayúscula (Geist), no es fácil de interpretar en todos los casos el uso que Mohler hace de la palabra. Un caso típico de lo que decimos lo constituye el § 8. A veces se tiene la impresión leyendo a Mohler de que en esa doble consideración de Geist habla el tubinguense de manera análoga a como luego hablará el Cardenal Journet: alma increada y alma creada de la Iglesia. 3. Los desarrollos de La Unidad se sostienen, como en su clave de bóveda, desde la consideración del Espíritu Santo en cuanto principio interior de la Iglesia y del vivir cristiano. Para ello hemos de pasar del prólogo al capítulo primero del libro: «Jesús no considera la confesión de Pedro (Mt 16, 16-17) como obra del espíritu humano abandonado a sí mismo, sino que la declara fruto de actividades divinas que operaron sobre el discípulo; y Pablo describe a menudo la fe en Cristo como operación del Espíritu Santo». Con estas palabras inicia Mohler La Unidad en la Iglesia (§ 1, 1) y su idea esencial se expresa desde esta primera página. «Lo que Mohler quiere subrayar en la Iglesia es que, en el fondo, es la creación de un don espiritual interior; que este don espiritual está en ella principal y primordial-mente, y que todo lo demás deriva de él su sentido, y que las desviaciones del cisma y de la herejía son ante todo una traición de este 'principio del catolicismo', que es el don del Espíritu Santo. Este principio existe, en los cristianos, como una viva inclinación a la confesión de la verdad, al amor fraterno, a la vida de comunión en el amor, en el seno de la Iglesia. Es de su naturaleza y de su realismo el 'corporeizarse', es decir, reproducirse y expresarse en forma sensible: el dogma o la fe y la tradición viva, que se concretan en fórmulas intelectuales; el culto; en fin, una organización de la comunión eclesiástica»

(Yves Congar en Sainte Eglisé). La nueva construcción de La Unidad —ya lo hemos dicho— arranca del Espíritu Santo como principio invisible que da forma al organismo de la Iglesia. Del Espíritu Santo brota lo externo, el cuerpo de la Iglesia. Esta construcción surge de dentro, y por «dentro» entiende Mohler la conciencia de la Revelación de Cristo comunicada por el Espíritu Santo. Lo de dentro es lo primero y radical, y lo de fuera sigue siempre, porque es manifestación de lo interiormente poseído, que es el tema del § 8. El ser de la Iglesia brota desde el interior, y su estructura visible manifiesta externamente su ser. Y como para el Mohler romántico toda comunidad está fundada en el amor, la estructura de la Iglesia se remonta también a la caridad del Espíritu de Cristo, que funda la comunión. De ahí que la constitución de la Iglesia no sea otra cosa que «la concentración de la caridad», como dirá en el § 64, 2. La unidad de Espíritu e Iglesia es tan estrecha para el Mohler de La Unidad que no se comportan como magnitudes yuxtapuestas. El Espíritu Santo no elige por órgano suyo la comunidad ya existente por si misma, sino que esta comunidad de creyentes la ha formado El mismo, y la ha llamado a la vida al infundir en los corazones de los fieles la fuerza unitiva de la caridad. No es un elemento, externo lo que ha unido a los discípulos; lo que une desde dentro, haciendo surgir la comunidad, es la caridad del Espíritu Santo que los anima en lo más profundo, alejando todo amor propio, atrayéndolos a todos, uniéndolos en una unidad visible, una Iglesia, «cuyo vinculo es justamente la caridad, pues solo esta junta, une y forma» (S 49, 3). Podría decirse que para Mohler en La Unidad, la convocación de los creyentes que el Padre hace por Cristo —eso es la Iglesia— consiste en la donación del Espíritu de su Hijo, que hace surgir «desde dentro» lo que Cristo les ha hecho resonar en alteridad histórica («desde fuera», si es lícito decirlo así). Esto es lo propio de la economía cristiana. El Espíritu ha ligado su acción a la Iglesia. Así se ve en Pentecostés: el Espíritu Santo descendió sobre la comunidad entera reunida. Sólo esta vez —y para siempre— comunicó el Espíritu de manera inmediata el nuevo principio de vida. Pero el Espíritu donado en Pentecostés ya no abandona a la Iglesia, sino que permanentemente le da la Vida. En adelante, vige la ley de que nadie recibiría inmediatamente el nuevo principio de vida, como ellos [los Apóstoles], sino que la nueva vida nacida en ellos había de engendrar otra vida semejante en los otros (cfr. § 3, 2). La nueva vida sólo nace en nosotros

de la comunión de los creyentes, pues ella siempre ha considerado «idénticos el principio que engendra la fe y el que forma la comunidad» (§ 27, 2); y ella a su vez producirá vida igual en los que aún no viven, es decir, una transmisión por «generación» de la vida divina de quien ya la vive (cfr. § 3). La totalidad de los creyentes, llena del Espíritu, la Iglesia, es así principio vital, maternal, siempre renovado (cfr. § 2, 1) y el órgano de la acción sal-vífica del Espíritu. La Iglesia es madre y a la vez communio. La esencia del cristianismo es vida, y vida comunitaria. El individuo no puede, por sí solo, participar de los bienes de salvación; la salvación cristiana, que es santidad de vida, depende de la comunión con los otros, como mostrará en el Apéndice XII de su libro. Mohler dice citando a San Cipriano que «donde hay división, no mora Dios» (§ 27, 3). En la Iglesia, cada uno vive siempre del otro y con el otro: tema, como hemos visto que se inicia en el § 3. Ideas del Mohler de La Unidad en las que ha insistido especialmente Gei-selmann. 4. Pero vengamos ya a otro texto emblemático de La Unidad. Se encuentra en el parágrafo siguiente: «El Espíritu que forma anima y une la totalidad de los fieles, sólo esporádicamente, como por chispazos, descendía acá y allá en la época precristiana sobre los individuos, por lo que tampoco podía formarse una vida espiritual y religiosa comunitaria. Todo se reducía a pormenores y particularidades. Ese mismo Espíritu divino, empero, que vino en forma maravillosa sobre los apóstoles y sobre la entera comunidad cristiana, que sólo entonces empieza a ser propiamente Iglesia verdadera y viva; ese Espíritu, decimos, no se apartaría ya nunca de los creyentes. No vendría ya más, porque está constantemente en la Iglesia. Por el hecho de llenarla El, la totalidad de los creyentes, que es la Iglesia, es el tesoro inamisible, que a sí mismo se renueva y rejuvenece, del nuevo principio vital, la fuente inagotable de que todos se nutren» (§ 2, 1). Aquí expresa Mohler la ida directriz de La Unidad: la Iglesia es la presencia permanente del Espíritu. No hay nuevo Pentecostés en la Iglesia, sencillamente porque el Espíritu «no se apartaría ya nunca de los creyentes». Conviene notar cómo Mohler subraya la originalidad de Pentecostés y el

momento fundante de los Apóstoles: «Este principio había de comunicarse a partir de ellos dondequiera se diera receptividad para él, de modo que nadie lo recibiría inmediatamente como ellos; la nueva vida que había nacido en ellos, produciría una vida semejante en los otros» (§ 3, 2). A partir de ese momento, los Apóstoles y el Espíritu quedan asociados íntimamente. Prácticamente es la fórmula móhleriana la que pasará al Concilio Vaticano II. Así leeremos después en el Decr. Ad Gentes del Conc. Vaticano II, n. 4: «Para que esto se realizara plenamente Cristo envió de parte del Padre al Espíritu Santo, para que llevara a cabo desde dentro su obra salvífica e impulsara a la Iglesia a extenderse a sí misma. El Espíritu Santo obraba ya, sin duda, en el mundo antes de que Cristo fuera glorificado. Sin embargo, el día de Pentecostés descendió sobre los discípulos para permanecer con ellos para siempre». La Tradición será la fuerza espiritual transmitida continuamente: el conocimiento cristiano está condicionado por la presencia del Espíritu Santo que no se comunica sino en la comunión con la Iglesia (cfr. § 4, 1: «la verdadera fe, la verdadera gnosis cristiana depende, según la doctrina de la Iglesia primitiva, del Espíritu Santo y su comunicación por la unión con la Iglesia»). «Por el hecho de llenarla el Espíritu Santo, la totalidad de los creyentes, que es la Iglesia, es el tesoro inamisible, que a sí mismo se renueva y rejuvenece, del nuevo principio vital, la fuente inagotable de que todos se nutren» (§ 2, 1). Para situar esta frase de Mohler, hay que entenderla en su polémica antideísta. El Espíritu Santo no sólo llama a la Iglesia a la existencia en el comienzo, sino que actúa en ella siempre. En realidad no pretende dar una definición de la Iglesia sino subrayar la función permanente del Espíritu, frente a la tesis: «Dios ha creado a la jerarquía y con ello la Iglesia está del todo provista hasta el fin del mundo» (frase criticada por Móhler en Thelogische Quartalschrift, 1823, p. 467). Compárese esta descripción de la Iglesia en La Unidad con la que ofrecerá después en la Simbólica: «La Iglesia visible es el Hijo de Dios que se revela continuamente entre los hombres en

forma humana, que perpetuamente se renueva y rejuvenece; es su encarnación continua; por esto los fieles son llamados en la Escritura el cuerpo de Cristo» (§ 32). El principio vital que es el Espíritu Santo se completa en la Simbólica con el principio cristológico. Leamos este texto que de alguna manera cierra el bloque de estos primeros y fundamentales parágrafos del libro: «El gran pensamiento en que se funda todo lo dicho hasta aquí y forma su meollo es la idea de que el cristianismo no es un mero concepto, sino cosa que prende al hombre entero, que se enraiza en su vida y sólo en ésta puede ser comprendido» (§ 4, 6). Este es el descubrimiento que Móhler hace en su meditación de los Padres. No es sólo eclesiológico, sino antropológico. Su nueva visión de la existencia cristiana en la Iglesia le lleva a calar ahora en el reduccionismo de la fe que se operaba en la mentalidad de la Ilustración, dominante incluso en el campo católico. Móhler, pues, no se declara antiintelectualista sino, más bien, subraya la necesidad de la apertura total del ser humano a la Verdad divina en la comunión con la Iglesia, que no apela sólo a la inteligencia sino que reclama una recepción vital como condición de inteligencia del misterio de Dios, como ha tratado de exponer. 5. Del misterio de la Iglesia a la visibilidad de la Iglesia como institución. Este es el tránsito de la primera a la segunda parte del libro, que comienza en el § 49 con el capítulo dedicado a «la unidad en el Obispo». Móhler encuentra en los ambientes de la ilustración católica una presentación de la Iglesia según la cual lo exterior de la Iglesia —doctrina, culto, organización— tendría como fin asegurar a los individuos la mediación de los bienes espirituales de la religión cristiana. La Iglesia sería una institución fundada para mantener la fe cristiana, definida exteriormente. Supone que Cristo reúne a los suyos por un mandamiento meramente externo, sin despertar en ellos el deseo interior de unirse. La Iglesia institución sería externa a los propios fieles, algo en definitiva ajeno a ellos mismos. Esta noción de institución no puede separarse de la idea cercana de mecanismo, como muestra en el § 49. Es una definición que va de lo exterior a lo interior. Móhler se esfuerza por mostrar que el mantenimiento de la

revelación no responde al esquema de una obra puramente humana, en la que el magisterio es asistido meramente desde fuera, como si el Espíritu Santo dirigiera la Iglesia como el conductor dirige a su coche y su caballo (expresión de Mohler en Apéndice I, 3). No defiende, sin embargo, una acción del Espíritu ajena a la Iglesia, esa especie de misticismo separatista e individualista, que está en la base de las herejías, como si el Espíritu iluminara a individuos concretos, para retirarse enseguida (es la temática del § 26). Pero leamos ya el pasaje del que estas palabras son un comentario anticipado. Así comienza la segunda parte de la obra de Mohler, que citamos por extenso: «Sería definir parcialmente (einseitig) el concepto de Iglesia designarla como una institución o asociación fundada para conservar y propagar la fe cristiana». Es claro que Mohler no niega que la Iglesia sea el «lugar» y el «medio» de transmisión de la fe. Lo es, pero —y esto es lo que él quiere subrayar— no a modo de medio externo o yuxtapuesto, sino como órgano del principio de vida que actúa en ella por el Espíritu Santo; no mecánicamente, sino orgánicamente. El autor continúa: «La Iglesia es más bien producto de esta fe, efecto de la caridad que, por el Espíritu Santo, vive en los fieles. Si pensamos en la acción de un cristiano, tendremos que suponer siempre la intención o espíritu cristiano, cuya manifestación es aquella acción; por lo menos idealmente; pues el espíritu cristiano no puede estar un momento inactivo en ningún hombre, sin actuar por todos lados con fuerza creadora. Si decimos, pues, simplemente que la Iglesia es la institución antes dicha, daríamos a entender que Cristo, por decirlo así, mandó a los suyos que se congregaran, pero no excitó en ellos una necesidad íntima que los moviera a unirse y mantenerse unidos. La Iglesia, en ese caso, sería antes que los creyentes, pues sólo en ella habrían estos venido a ser tales. Y, de modo general, la Iglesia sería algo distinto de los fieles mismos; algo fuera, como si dijéramos, de ellos» (§ 49, 1. 2). El entero § 49 lo dedica Mohler a justificar la visibilidad de la Iglesia. En la

Iglesia, la visibilidad es el fruto necesario de la intervención del Espíritu divino en la humanidad. La nueva fuerza presente entre los hombres produce su manifestación proporcionada: la Iglesia en su dimensión visible es el resultado de su fuerza constituyente interna. De nuevo aquí, el movimiento va de dentro hacia el exterior, de la vida a sus formas, del don interior a su expresión. La unidad es germen espiritual puesto en las almas por el Espíritu que conduce a la comunión fraterna. La comunión en el mismo amor por Cristo se expresa externamente: la fe, en el dogma; la piedad, en el culto y la liturgia; la comunión fraterna, en la constitución de comunidades cada vez más universales. La Iglesia no es antes que los fieles. Esta expresión, que podría interpretarse en la línea de Schleiermacher (primero surgen los creyentes, que en un segundo momento se reúnen en iglesia), tiene en realidad un sentido plenamente católico. Nada más lejos de Mohler que pensar la Iglesia como fundación humana y no como fundación divina. Precisamente lo que quiere declarar es algo que hoy es patente y claro en eclesiología: la unidad de la acción divina, que al convocar a los creyentes los constituye, por ello mismo, en Iglesia, cuya visibilidad es la del cuerpo (organismo) y no la del mecanismo. Por eso, para Mohler —lo ha dicho ya repetidas veces— la Iglesia no es ante todo una institución que el individuo encuentra ante sí, como detenida y estática, y por eso más o menos extraña a él, sino la comunidad viviente en el amor de los fieles, amor que viene dado por el Espíritu Santo. Mohler sabe que la Iglesia también es «institución». Lo que quiere subrayar es que si solo se viera como institución sería considerada de manera unilateral: einseitig, como él dice. Por lo demás Mohler mismo se explica a continuación con toda justeza. Leamos el texto: «Ahora bien, el Espíritu divino, por cuya comunicación se da el espíritu cristiano a los fieles, no puede ni debe desaparecer jamás; no puede, por ende, abandonar jamás el cuerpo que lo llevará consigo hasta el fin del mundo. Ello significa que en ese cuerpo se propaga exclusivamente la fe» (§ 49, 11). Mohler comprende la acción del Espíritu Santo como necesariamente vinculada a la visibilidad de la Iglesia, como el alma humana al cuerpo. No gobierna la Iglesia desde fuera: esta «independencia» comprometería la

consistencia del cristianismo, pues como el alma humana separada de su cuerpo se separa de este mundo, así el espíritu cristiano, desvinculado de la Iglesia visible, carecería de verdadera existencia. Es el tema del Cristianismo sin Iglesia, que a Mohler le parece imposible y contradictorio. Sin cuerpo visible, ha dicho Mohler, andaría ese espíritu errante sin posibilidad de reconocerse como espíritu cristiano. Detengámonos finalmente en este pasaje con el que comienza el § 50: «Por la elección de los doce apóstoles sacó Cristo de entre la multitud de sus discípulos a los que habían de anunciar su doctrina al mundo y ejercer la inspección o vigilancia general sobre sus fieles; a imitación de Cristo, los mismos apóstoles pusieron al frente de las iglesias por ellos fundadas hombres escogidos, que ocuparan su lugar, de suerte que nunca se perdiera el oficio apostólico. Cristo no dejó al arar que se predicara y cómo se debía predicar su doctrina, y los apóstoles no lo dejaron tampoco. Sin esta predicación ordenada y regular del evangelio, seguramente uno que otro y acaso muchos hubieran comprendido algo del evangelio mismo y lo habrían transmitido a otros; pero hubiera quedado dudoso, vago, débil e impotente, y, en realidad, tonos inciertos y oscilantes del evangelio se hubieran perdido por el orbe de la tierra.» Este parágrafo ofrece un discurso prototípico de lo que nos parece ser la comprensión de la Iglesia propia del Mohler de La Unidad, o mejor del método eclesiológico que emplea. Comienza haciendo una explícita declaración de la fundación de la Iglesia por Cristo, en concreto de la institución de los Doce Apóstoles. Los Apóstoles, siguiendo a Cristo, nombraron sucesores. Cristo —dice Mohler— «no dejó al azar» la estructura magisterial de la Iglesia. Hasta aquí, el origen cristológico de la Iglesia. Pero Mohler en La Unidad se propone mostrar cómo el orden establecido por Cristo no le adviene a la Iglesia «desde fuera», sino que, en la misión del Espíritu Santo, se siembra una semilla que se desarrolla «desde dentro» (la organología móhleriana) y produce hacia fuera —en visibilidad histórica— el orden institucional querido por el Señor Jesús. Mohler concibe la Iglesia fundada por Jesús como inseparable de su propia historia, una historia que muestra al Espíritu de Cristo a la manera joánica: «recordando» lo que el Señor ha dicho, ayudando a la comprensión de sus palabras, haciéndoles

conocer lo que no estaban en condiciones de escuchar, es decir, uniéndoles y guiándoles. De esta manera, la historia de la Iglesia, en la que se expresa la libertad de los creyentes en su respuesta a la llamada, expresa a la vez y ante todo, la «lógica del Espíritu (Santo)». Por lo demás, Mohler presenta en este § una espléndida justificación de la necesidad del ministerio en la Iglesia a partir de los postulados mismos de la vida cristiana. Esa coherencia interna, tal vez sea una génesis existencial, pero no institucional. Quizá la historia (génesis existencial) le llevara a la comprensión de la génesis institucional. Mohler quiere defender la visibilidad de la Iglesia (en tono de controversia), y a la vez el carácter mistérico de esa visibilidad. La solución que él explícita en La Unidad: el Espíritu se da un cuerpo. 6. ¿Dónde están las limitaciones de esta profunda concepción de la Iglesia? El límite o la insuficiencia se encuentra, a mi parecer, allí mismo donde se encuentra la genial intuición. Podríamos decirlo con una palabra: el límite está en su unilateralidad pneumatológica. Pero algunos —hemos de agregar inmediatamente— se han engañado acerca del origen de esa polarización. «Han creído —como dijo el P. Congar— que la Iglesia visible era para él no tanto una institución procedente de Cristo como un producto espontáneo del Espíritu de amor, y han hecho de Mohler el padre de un modernismo de estilo tyrreliano. Hay aquí un error enorme. Que, en La Unidad, Mohler haya destacado muy poco el papel y el origen divino del elemento institucional, es un hecho que se puede conceder. Pero, incluso en La Unidad no niega este elemento, hace resaltar solamente que es secundario y por lo mismo, segundo. Su pensamiento acerca de este punto tendrá que completarse aún». Ya hemos dicho que es en la Simbólica donde todo esto se redimensionará. Pero ya ahora importa decir que el esencial núcleo cristológico de la eclesiología era patente y explícito también en el Mohler de La Unidad. Porque Mohler, al escribir La Unidad, presupone la originación histórica de la Iglesia en Jesús, como ya advirtió su contemporáneo Antón Staudenmaier al decir que Mohler «en su libro no trata formalmente de la divina fundación de la Iglesia por Cristo, sino solo de su desarrollo por el Espíritu Santo, por lo que no trata expresamente lo que da naturalmente por supuesto». Por eso Mohler, aunque no desarrolle el tema, de hecho se refiere con toda naturalidad a la institución por Cristo en varios momentos del libro. Paradigmático es el pasaje del Prólogo que estamos comentando y

en el que se diría busca anticiparse a las críticas. Leamos de nuevo: «Acaso sorprenda que no haya empezado más bien por Cristo, centro de nuestra fe. Pudiera desde luego haber comenzado contando que Cristo, Hijo de Dios, fue enviado por el Padre, para ser nuestro redentor y maestro, prometió el Espíritu Santo y cumplió su promesa. Pero no he querido repetir lo que es justo dar por sabido, sino entrar en seguida en materia». Afirmada, pues, la cristología que funda la Iglesia —que es lo conocido, «lo que es justo dar por sabido»— Mohler quiere exponer lo preterido, lo que ignoran los ilustrados, lo que en cambio conocían los Padres de la Iglesia y que a él, al descubrirlo, le ha llegado hasta las fibras más profundas de su alma: ¡la Iglesia viviendo por el Espíritu Santo! Y lo expone con pasión y fuerza juvenil. Con unilateralidad, como decíamos. Pero no de manera errónea. Hoy, en efecto, carece de todo crédito la teoría de algunos escritores franceses de principios de siglo (Vermeil y Fonck) que querían ver en Mohler un modernista avant la lettre. Se equivocaban de medio a medio por falta de comprensión histórica de los textos. La unilateralidad pneumatológica de La Unidad no procede de Schelling ni de Schleiermacher, sino de la impresión que produce en el Mohler ilustrado el descubrimiento de la realidad sobrenatural de la Iglesia, movida por el Espíritu Santo, que se le hace evidente —como decíamos— leyendo a los Padres de la Iglesia. Tal vez haya sido un teólogo de la Iglesia Ortodoxa, Paul Evdokimov, quien nos ha ofrecido —en su obra L'Esprit Saint dans la tradition orthodoxe— una fórmula que refleja perfectamente lo que Mohler pensaba en La Unidad acerca de Cristo y el Espíritu Santo en la originación de la Iglesia: «En el decurso de la misión terrena de Cristo la relación de los hombres con el Espíritu Santo se operaba sólo con y en Cristo. En cambio, después de Pentecostés es la relación con Cristo la que se opera solo en y con el Espíritu Santo. La Ascensión nos sustrae la visibilidad histórica de Cristo, pero en Pentecostés el Espíritu Santo restituye al mundo la presencia interiorizada de Cristo y la revela no delante sino dentro de sus discípulos». Este es el núcleo del pensamiento de Mohler. No desconoce, pues, el tubinguense la acción histórica fundacional de Jesucristo, ni la analogía de la Iglesia con el misterio de Cristo. Leamos para

comprobarlo tres pasajes de La Unidad. Primero, un texto del ya citado y fundamental § 49, en el que expresamente se refiere a la acción fundacional de Cristo y a los actos que la teología posterior calificará de «fundacionales»: «Ahora bien, la idea de una Iglesia invisible fundada por Cristo sobre la tierra, es tan contraria al cristianismo que la Iglesia visible se da por supuesta en todas partes; la supone Cristo, la suponen los apóstoles y la Iglesia primitiva misma, y, por mucho que nos remontemos, la hallamos siempre como un hecho. Cristo anticipa una Iglesia visible al mandar que se reciban en ella por el bautismo visible a los que creen en El; la anticipa al instituir la Eucaristía y al decir a Pedro: 'A ti te daré las llaves del reino de los cielos; todo lo que atares sobre la tierra, atado será también en el cielo; y todo lo que desatares sobre la tierra, desatado será también en el cielo'; y al repetir lo mismo a los otros apóstoles» (§ 49, 5.6). Segundo, un texto del capítulo tercero, en el que anticipa la analogía con el misterio de la Encarnación del Verbo: «Si partimos del origen de la Iglesia y tomamos como prototipo [Urbild] de ella la unión de la divinidad con el hombre Jesús o la comunidad de los discípulos con Cristo y entre sí (que en Juan se presenta como modelo de sus fieles), hemos de considerar el Espíritu Uno, que anima a los creyentes, la doctrina una y todas las prescripciones bíblicas: y entonces partimos de la unidad» (§ 32, 2). Tenemos, pues, que ya para el Mohler de La Unidad, la unión de divinidad y humanidad en Cristo es Urbild o prototipo de la Iglesia. La presencia de lo divino en la Iglesia, que toma como modelo la encarnación de Dios en Cristo, será, como sabemos, el tema característico de su Simbólica. En La Unidad en cambio la presencia de Dios por su Espíritu es la que une todos los elementos de la Iglesia en una unidad orgánica. Mohler en La Unidad —ya lo hemos dicho— trata de defender el principio divino en el cristianismo frente a una concepción puramente deísta del cristianismo que hace del mundo creación de Dios, pero que lo abandona a su suerte posteriormente. Tercer texto. La Unidad nos ofrece esta hermosa definición cristológica de

la Iglesia: «La Iglesia misma es la reconciliación de los hombres con Dios hecha realidad por obra de Cristo; y justamente por estar reconciliados con Dios, se reconcilian entre sí por obra también de Cristo y, por la caridad en El, forman una unidad con El y también entre sí y, pues la forman, también la representan. Tal es la esencia íntima de la Iglesia católica. El episcopado, la constitución jurídica de la Iglesia, es sólo la manifestación externa de esa esencia, no la esencia misma, distinción sobre la que hay que insistir siempre» (§ 64, 1). Todo este párrafo es característico de la teología móhleriana de Ecclesia e ilumina la proyección que ha tenido sobre la eclesiología contemporánea. Mohler formula aquí —en términos de «reconciliación»— la doctrina de la Iglesia sacramento que aparece propuesta —en términos de «unión»— en el n° 1 de la Constitución Lumen Gentium del Concilio Vaticano II. Sin embargo, precisamente esta perspectiva sacramental muestra el déficit eclesiológico que se advierte en La Unidad. Preocupado Mohler de explicar su descubrimiento —que la esencia íntima de la Iglesia es la com-munio (de los hombres con Dios y entre sí)—, subraya continuamente que lo externo (la socialidad visible) manifiesta esa communio —la «representa», dice en el texto—, pero no subraya con la misma fuerza —aunque está ciertamente presente, pero no lo sabe «categorizar» teológicamente— que esa socialidad visible y la estructura que la visibiliza es sacramento no sólo como manifestación y representación de la acción del Espíritu (signum), sino como instrumento en manos de ese mismo Espíritu (médium), que es lo que subrayará Lumen Gentium, n. 8/a: «Así como la naturaleza asumida sirve al Verbo divino como órgano de salvación a Él indisolublemente unido, de forma semejante la unión social de la Iglesia sirve al Espíritu de Cristo, que la vivifica, para el incremento del Cuerpo». Para Mohler la obra de la redención objetivamente cumplida en Cristo, pertenece a lo que «era justo dar por sabido». Pero Mohler está impaciente por «entrar en materia», es decir, por considerar la Iglesia como reconciliación cumplida realmente en los fieles por el Espíritu Santo. Los fieles son cuerpo en Cristo, y La Unidad se propone, desde su § 1, explicar que ese misterio acontece porque el Espíritu Santo, que es el Espíritu de

Cristo, engendra y forma este cuerpo. De modo análogo a como Dios actúa desde su presencia interior en el mundo, el Espíritu Santo actúa en la Iglesia estando interiormente en ella. Pero en La Unidad, quizá por su juventud y a pesar de la genialidad de su pensamiento, Mohler cometió una imprudencia que no puede cometer un teólogo: pensar que en eclesiología la cristología podía darse por supuesta —«por sabida», como él dice— y «agregarle», sin más, la pneumatología. La consecuencia de este modo de proceder es que, entonces, se introduce en el discurso pneumatológico una insuficiencia cristológica, que da lugar a formulaciones sorprendentes para el que no presuponga lo que Mohler presupone. Para ser más exacto, a mi entender, lo que hay en el Mohler de La Unidad es una insuficiencia en la captación de la sacramentalidad de la Iglesia en su vertiente cristológica. Es aquí donde la Simbólica opera un real avance respecto de La Unidad. Ha subrayado Geiselmann —y se ha hecho habitual afirmarlo en la interpretación del pensamiento mohleriano— que Mohler sólo logrará la síntesis eclesiológica de cristología y pneumatología en la madurez de la Simbólica. Su contacto más estrecho con los grandes escolásticos, y la necesidad metodológica de afirmar nítidamente la doctrina católica frente al protestantismo, le llevará a matizar reconsiderar algunas expresiones vertidas en La Unidad. Lo que en la obra juvenil había quedado implícito —o equívocamente formulado— sale ahora plenamente a la luz. La visibilidad de la Iglesia no se debe a una exigencia de adecuación a la naturaleza humana, ni tampoco es sólo la manifestación externa de una fuerza interior, como decía en La Unidad. La Iglesia es visible porque reitera la visibilidad de la encarnación: como Cristo es Dios y hombre, así la Iglesia es humana y divina, visible y espiritual. De aquí procede la realidad sacramental y jerárquica de la Iglesia. La Iglesia no es sólo la acción del Espíritu que expresa la unidad en los obispos y el papa, sino que es también la autoridad de Cristo, quien los ha constituido continuadores de su obra redentora. El Espíritu Santo continúa viviendo y actuando en la Iglesia, pero como Espíritu de Cristo, enviado por El. La Iglesia es una Pentecostés continuada, sí, pero del Espíritu del Verbo Encarnado. Y la acción del Espíritu se realiza por medio de signos visibles, en los sacramentos, en los predicadores de la verdad. La cristología en la Simbólica no queda presupuesta, como en La Unidad, sino que esta metodológicamente operativa.

Todo esto parece claro. Pero el estudio sereno de ambas obras pone de relieve que hay una continuidad de fondo en el pensamiento y que lo que se desplazan son, fundamentalmente, los modos de acceso y los acentos metodológicos. Todo su pensamiento se explícita en la Simbólica, pero permanece en la base la gran intuición de La Unidad, según la cual todo eso se da en la Iglesia por la presencia creadora del Espíritu Santo. Ahora, casi 175 años después de su publicación, los perfiles se decantan y —aparte algunas expresiones incorrectas o formulaciones desafortunadas— la gran imagen esbozada en La Unidad no ha hecho sino fecundar el desarrollo de la teología católica, integrada y equilibrada con aquellos elementos que Mohler no supo entonces explicitar y que hoy son patrimonio de una teología que le reconoce como precursor y pionero. Mohler no tenía a la espalda el Concilio Vaticano II y el «siglo de la Iglesia». Más bien lo preparaba... Por eso, cuando Mohler gusta de presentar el culto, el dogma, la jerarquía, como órgano de comunión de amor, expresión externa obrada en los cristianos por el Espíritu; cuando ve al Espíritu Santo como alma que modela el cuerpo, que comunica al corazón de los fieles la caridad de Cristo, y que constituye en la Iglesia los instrumentos de ese amor (el culto, el dogma, el ministerio); en todo esto Mohler nos ofrece unas perspectivas sobre Iglesia y el sentido de su estructura que tienen hoy un enorme valor, especialmente a la hora del diálogo ecuménico un valor añadido. Pedro Rodríguez Facultad de Teología Universidad de Navarra PAMPLONA * Las referencias a La Unidad en la Iglesia remiten, como es tradicional, a los números de los §§, pero aquí van seguidos de ordinario de otro número que corresponde a la numeración marginal de los párrafos en la edición en lengua castellana.

CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE

EL PRIMADO DEL SUCESOR DE PEDRO EN EL MISTERIO DE LA IGLESIA Consideraciones 1. En el momento actual de la vida de la Iglesia, la cuestión del Primado de Pedro y de sus Sucesores presenta una singular importancia, incluso ecuménica. En este sentido se ha expresado con frecuencia Juan Pablo II, de modo particular en la encíclica Ut unum sint, en la que quiso dirigir especialmente a los pastores y a los teólogos la invitación a «encontrar una forma de ejercicio del Primado que, sin renunciar de ningún modo a lo esencial de su misión, se abra a una situación nueva» [1]. La Congregación para la Doctrina de la Fe, acogiendo la invitación del Santo Padre, ha decidido proseguir la profundización de la temática convocando un simposio de índole estrictamente doctrinal sobre El Primado del Sucesor de Pedro, que se celebró en el Vaticano del 2 al 4 de diciembre de 1996, y cuyas Actas ya se han publicado [2]. 2. En el Mensaje dirigido a los participantes en el simposio, el Santo Padre escribió: «La Iglesia católica es consciente de haber conservado, en fidelidad a la tradición apostólica y a la fe de los Padres, el ministerio del Sucesor de Pedro» [3]. En efecto, existe una continuidad a lo largo de la historia de la Iglesia en el desarrollo doctrinal sobre el Primado. Al redactar este texto, que aparece como apéndice del citado volumen de las Actas [4], la Congregación para la Doctrina de la Fe ha aprovechado las contribuciones de los estudiosos que tomaron parte en el simposio, pero sin querer ofrecer una síntesis de las mismas ni adentrarse en cuestiones abiertas a nuevos estudios. Estas consideraciones, al margen del simposio, quieren sólo recordar los puntos esenciales de la doctrina católica sobre el Primado, gran don de Cristo a su Iglesia en cuanto servicio necesario para la unidad y que a menudo, como demuestra la historia, ha constituido también una defensa de la libertad de los Obispos y de las Iglesias particulares frente a las injerencias del

poder político.

I. Origen, finalidad y naturaleza del Primado 3. «Primero Simón, llamado Pedro» [5]. Con este significativo relieve de la primacía de Simón Pedro, san Mateo introduce en su Evangelio la lista de los doce Apóstoles, que también en los otros dos Evangelios sinópticos y en los Hechos comienza con el nombre de Simón [6]. Esta lista, dotada de gran fuerza testimonial, y otros pasajes evangélicos [7]muestran con claridad y sencillez que el canon neotestamentario recogió las palabras de Cristo relativas a Pedro y a su papel en el grupo de los Doce [8]. Por eso, ya en las primeras comunidades cristianas, como más tarde en toda la Iglesia, la imagen de Pedro quedó fijada como la del Apóstol que, a pesar de su debilidad humana, fue constituido expresamente por Cristo en el primer lugar entre los Doce y llamado a desempeñar en la Iglesia una función propia y específica. Él es la roca sobre la que Cristo edificará su Iglesia [9]; es aquel que, una vez convertido, no fallará en la fe y confirmará a sus hermanos [10], y, por último, es el Pastor que guiará a toda la comunidad de los discípulos del Señor [11]. En la figura, la misión y el ministerio de Pedro, en su presencia y en su muerte en Roma – atestiguadas por la tradición literaria y arqueológica más antigua– la Iglesia contempla una profunda realidad, que está en relación esencial con su mismo misterio de comunión y salvación: «Ubi Petrus, ibi ergo Ecclesia» [12]. La Iglesia, ya desde los inicios y cada vez con mayor claridad, ha comprendido que, de la misma manera que existe la sucesión de los Apóstoles en el ministerio de los Obispos, así también el ministerio de la unidad, encomendado a Pedro, pertenece a la estructura perenne de la Iglesia de Cristo y que esta sucesión está fijada en la sede de su martirio. 4. Basándose en el testimonio del Nuevo Testamento, la Iglesia católica enseña, como doctrina de fe, que el Obispo de Roma es Sucesor de Pedro en su servicio primacial en la Iglesia universal [13]; esta sucesión explica la preeminencia de la Iglesia de Roma [14], enriquecida también con

la predicación y el martirio de San Pablo. En el designio divino sobre el Primado como «oficio confiado personalmente a Pedro, príncipe de los Apóstoles, para que fuera transmitido a sus sucesores» [15] se manifiesta ya la finalidad del carisma petrino, o sea, «la unidad de fe y de comunión» [16] de todos los creyentes. En efecto, el Romano Pontífice, como Sucesor de Pedro, es «el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad, tanto de los Obispos como de la muchedumbre de fieles» [17] y, por eso, tiene una gracia ministerial específica para servir a la unidad de fe y de comunión que es necesaria para el cumplimiento de la misión salvífica de la Iglesia [18]. 5. La Constitución Pastor aeternus del Concilio Vaticano I indicó en el prólogo la finalidad del Primado, dedicando luego el cuerpo del texto a exponer el contenido o ámbito de su potestad propia. El Concilio Vaticano II, por su parte, reafirmando y completando las enseñanzas del Vaticano I [19] trató principalmente el tema de la finalidad, prestando particular atención al misterio de la Iglesia como Corpus Ecclesiarum [20]. Esa consideración permitió poner de relieve con mayor claridad que la función primacial del Obispo de Roma y la función de los demás Obispos no se encuentran en oposición sino en una originaria y esencial armonía [21]. Por eso, «cuando la Iglesia católica afirma que la función del Obispo de Roma responde a la voluntad de Cristo, no separa esta función de la misión confiada a todos los Obispos, también ellos “vicarios y legados de Cristo” (Lumen gentium, n. 27). El Obispo de Roma pertenece a su colegio y ellos son sus hermanos en el ministerio» [22]). También se debe afirmar, recíprocamente, que la colegialidad episcopal no se opone al ejercicio personal del Primado ni lo debe relativizar. 6. Todos los Obispos son sujetos de la sollicitudo omnium Ecclesiarum [23] en cuanto miembros del Colegio episcopal que sucede al Colegio de los Apóstoles, del que formó parte también la extraordinaria figura de san Pablo. Esta dimensión universal de su episkopé (vigilancia) es inseparable de la dimensión particular relativa a los oficios que se les ha confiado [24]. En el caso del Obispo de Roma –Vicario de Cristo según el modo propio de Pedro, como Cabeza del Colegio de los Obispos [25]–, la sollicitudo omnium Ecclesiarumadquiere una fuerza particular porque va

acompañada de la plena y suprema potestad en la Iglesia [26]: una potestad verdaderamente episcopal, no sólo suprema, plena y universal, sino también inmediata, sobre todos, tanto pastores como los demás fieles [27]. Por tanto, el ministerio del Sucesor de Pedro no es un servicio que llega a cada Iglesia particular desde fuera, sino que está inscrito en el corazón de cada Iglesia particular, en la que «está verdaderamente presente y actúa la Iglesia de Cristo» [28] y, por eso, lleva en sí la apertura al ministerio de la unidad. Este carácter interior del ministerio del Obispo de Roma en cada Iglesia particular es también expresión de la mutua interioridad entre Iglesia universal e Iglesia particular [29]. El Episcopado y el Primado, recíprocamente vinculados e inseparables, son de institución divina. Históricamente, por institución de la Iglesia, han surgido formas de organización eclesiástica en las que se ejerce también un principio de primacía. En particular, la Iglesia católica es plenamente consciente de la función de las sedes apostólicas en la Iglesia antigua, especialmente de las consideradas petrinas –Antioquía y Alejandría– como puntos de referencia de la Tradición apostólica, en torno a las cuales se desarrolló el sistema patriarcal; este sistema pertenece a la guía de la Providencia ordinaria de Dios sobre la Iglesia y comporta, desde los inicios, el nexo con la tradición petrina [30].

II. El ejercicio del Primado y sus modalidades 7. El ejercicio del ministerio petrino –para que «no pierda su autenticidad y transparencia» [31]– debe entenderse a partir del Evangelio, o sea, de su esencial inserción en el misterio salvífico de Cristo y en la edificación de la Iglesia. El Primado difiere en su esencia y en su ejercicio de los oficios de gobierno vigentes en las sociedades humanas [32]: no es un oficio de coordinación o de presidencia, ni se reduce a un Primado de honor, ni puede concebirse como una monarquía de tipo político. El Romano Pontífice, como todos los fieles, está subordinado a la Palabra de Dios, a la fe católica, y es garante de la obediencia de la Iglesia y,

en este sentido, servus servorum. No decide según su arbitrio, sino que es portavoz de la voluntad del Señor, que habla al hombre en la Escritura vivida e interpretada por la Tradición; en otras palabras, la episkopé del Primado tiene los límites que proceden de la ley divina y de la inviolable constitución divina de la Iglesia contenida en la Revelación [33]. El Sucesor de Pedro es la roca que, contra la arbitrariedad y el conformismo, garantiza una rigurosa fidelidad a la Palabra de Dios: de ahí se sigue también el carácter martirológico de su Primado que implica el testimonio personal de la obediencia de la cruz. 8. Las características del ejercicio del Primado deben entenderse sobre todo a partir de dos premisas fundamentales: la unidad del Episcopado y el carácter episcopal del Primado mismo. Al ser el Episcopado una realidad «una e indivisa» [34], el Primado del Papa comporta la facultad de servir efectivamente a la unidad de todos los Obispos y de todos los fieles, y «se ejerce en varios niveles, que se refieren a la vigilancia sobre la transmisión de la Palabra, la celebración sacramental y litúrgica, la misión, la disciplina y la vida cristiana» [35]; a estos niveles, por voluntad de Cristo, en la Iglesia todos – tanto los Obispos como los demás fieles – deben obediencia al Sucesor de Pedro, el cual también es garante de la legítima diversidad de ritos, disciplinas y estructuras eclesiásticas entre Oriente y Occidente. 9. El Primado del Obispo de Roma, por su carácter episcopal, se explicita, en primer lugar, en la transmisión de la Palabra de Dios; por eso incluye una responsabilidad específica y particular en la misión evangelizadora [36], dado que la comunión eclesial es una realidad esencialmente destinada a expandirse: «Evangelizar constituye la gracia y la vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda» [37]. La tarea episcopal que el Romano Pontífice tiene con respecto a la transmisión de la Palabra de Dios se extiende también dentro de toda la Iglesia. Como tal, es un oficio magisterial supremo y universal [38]; es una función que implica un carisma: una asistencia especial del Espíritu Santo al Sucesor de Pedro, que implica también, en ciertos casos, la prerrogativa de la infalibilidad [39]. Como «todas las Iglesias están en comunión plena y visible, porque todos los pastores están en comunión con Pedro, y así en la unidad de Cristo» [40], del mismo modo los Obispos son testigos de la verdad divina

y católica cuando enseñan en comunión con el Romano Pontífice [41]. 10. Junto a la función magisterial del Primado, la misión del Sucesor de Pedro sobre toda la Iglesia comporta la facultad de realizar los actos de gobierno eclesiástico necesarios o convenientes para promover y defender la unidad de fe y de comunión; entre éstos hay que considerar, por ejemplo: dar el mandato para la ordenación de nuevos Obispos, exigir de ellos la profesión de fe católica, y ayudar a todos a mantenerse en la fe profesada. Como es evidente, hay muchos otros modos posibles, más o menos contingentes, de prestar este servicio a la unidad: promulgar leyes para toda la Iglesia, establecer estructuras pastorales al servicio de diversas Iglesias particulares, dotar de fuerza vinculante a las decisiones de los Concilios particulares, aprobar institutos religiosos supradiocesanos, etc. Por el carácter supremo de la potestad del Primado, no existe ninguna instancia a la que el Romano Pontífice deba responder jurídicamente del ejercicio del don recibido: «prima sedes a nemine iudicatur» [42]. Sin embargo, eso no significa que el Papa tenga un poder absoluto. En efecto, escuchar la voz de las Iglesias es una característica propia del ministerio de la unidad y también una consecuencia de la unidad del Cuerpo episcopal y del sensus fidei de todo el pueblo de Dios; y este vínculo se presenta substancialmente dotado de mayor fuerza y seguridad que las instancias jurídicas –hipótesis que, por lo demás, no se puede plantear porque carece de fundamento– a las que el Romano Pontífice debería responder. La responsabilidad última e inderogable del Papa encuentra la mejor garantía, por una parte, en su inserción en la Tradición y en la comunión fraterna y, por otra, en la confianza en la asistencia del Espíritu Santo, que gobierna la Iglesia. 11. La unidad de la Iglesia, al servicio de la cual se sitúa de modo singular el ministerio del Sucesor de Pedro, alcanza su más elevada expresión en el Sacrificio Eucarístico, que es centro y raíz de la comunión eclesial; comunión que se funda también necesariamente en la unidad del Episcopado. Por eso, «toda celebración de la Eucaristía se realiza en unión no sólo con el propio Obispo sino también con el Papa, con el orden episcopal, con todo el clero y con el pueblo entero. Toda válida celebración de la Eucaristía expresa esta comunión universal con Pedro y con la Iglesia entera, o la reclama objetivamente» [43], como en el caso de las Iglesias que no están en plena comunión con la Sede Apostólica.

12. «La Iglesia peregrina lleva en sus sacramentos e instituciones, que pertenecen a este tiempo, la imagen de este mundo que pasa» [44]. También por esto, la naturaleza inmutable del Primado del Sucesor de Pedro se ha expresado históricamente a través de modalidades de ejercicio adecuadas a las circunstancias de una Iglesia que peregrina en este mundo cambiante. Los contenidos concretos de su ejercicio caracterizan al ministerio petrino en la medida en que expresan fielmente la aplicación a las circunstancias de lugar y de tiempo de las exigencias de la finalidad última que les es propia (la unidad de la Iglesia). La mayor o menor extensión de esos contenidos concretos dependerá en cada época histórica de la necessitas Ecclesiae. El Espíritu Santo ayuda a la Iglesia a conocer esta necessitas y el Romano Pontífice, al escuchar la voz del Espíritu en las Iglesias, busca la respuesta y la ofrece cuando y como lo considera oportuno. En consecuencia, no es buscando el mínimo de atribuciones ejercidas en la historia como se puede determinar el núcleo de la doctrina de fe sobre las competencias del Primado. Por eso, el hecho de que una tarea determinada haya sido cumplida por el Primado en una cierta época no significa por sí solo que esa tarea necesariamente deba ser reservada siempre al Romano Pontífice; y, viceversa, el solo hecho de que una función determinada no haya sido desempeñada antes por el Papa no autoriza a concluir que esa función no pueda desempeñarse de ningún modo en el futuro como competencia del Primado. 13. En cualquier caso, es fundamental afirmar que el discernimiento sobre la congruencia entre la naturaleza del ministerio petrino y las modalidades eventuales de su ejercicio es un discernimiento que ha de realizarse in Ecclesia, o sea, bajo la asistencia del Espíritu Santo y en diálogo fraterno del Romano Pontífice con los demás Obispos, según las exigencias concretas de la Iglesia. Pero, al mismo tiempo, es evidente que sólo el Papa (o el Papa con el Concilio ecuménico) tiene, como Sucesor de Pedro, la autoridad y la competencia para decir la última palabra sobre las modalidades de ejercicio de su propio ministerio pastoral en la Iglesia universal. ***

14. Al recordar los puntos esenciales de la doctrina católica sobre el Primado del Sucesor de Pedro, la Congregación para la Doctrina de la Fe está segura de que la reafirmación autorizada de esos logros doctrinales ofrece mayor claridad sobre el camino a recorrer. En efecto, tener en cuenta estos puntos esenciales es útil también para evitar las recaídas, siempre posibles nuevamente, en las parcialidades y en las unilateralidades ya rechazadas por la Iglesia en el pasado (febronianismo, galicanismo, ultramontanismo, conciliarismo, etc.). Y, sobre todo, viendo el ministerio del Siervo de los siervos de Dios como un gran don de la misericordia divina a la Iglesia, encontraremos todos, con la gracia del Espíritu Santo, el impulso para vivir y conservar fielmente la efectiva y plena unión con el Romano Pontífice en el camino diario de la Iglesia, según el modo querido por Cristo [45]. 15. La plena comunión querida por el Señor entre los que se confiesan discípulos suyos exige el reconocimiento común de un ministerio eclesial universal «en el cual todos los Obispos se sientan unidos en Cristo y todos los fieles encuentren la confirmación de su propia fe» [46]. La Iglesia católica profesa que este ministerio es el ministerio primacial del Romano Pontífice, Sucesor de Pedro, y sostiene con humildad y firmeza «que la comunión de las Iglesias particulares con la Iglesia de Roma, y de sus Obispos con el Obispo de Roma, es un requisito esencial –en el designio de Dios– para la comunión plena y visible» [47]. No han faltado en la historia del Papado errores humanos y faltas, incluso graves: Pedro mismo se reconocía pecador [48]. Pedro, hombre débil, fue elegido como roca, precisamente para que quedara de manifiesto que la victoria es sólo de Cristo y no resultado de las fuerzas humanas. El Señor quiso llevar en vasijas frágiles [49] su tesoro a través de los tiempos: así la fragilidad humana se ha convertido en signo de la verdad de las promesas divinas. ¿Cuándo y cómo se logrará la tan anhelada meta de la unidad de todos los cristianos? «¿Cómo alcanzarla? Con la esperanza en el Espíritu, que sabe alejar de nosotros los fantasmas del pasado y los recuerdos dolorosos de la separación; Él nos concede lucidez, fuerza y valor para dar los pasos necesarios, de modo que nuestro empeño sea cada vez más auténtico» [50]. Todos estamos invitados a encomendarnos al Espíritu Santo, a encomendarnos a Cristo, encomendándonos a Pedro.

JOSEPH Card. RATZINGER Prefecto + TARCISIO BERTONE Arzobispo emérito de Vercelli Secretario NOTAS [1] Juan Pablo II, Carta Encíclica Ut unum sint, 25 de mayo de 1995, n. 95. [2] Il Primato del Successore di Pietro. Atti del Simposio teologico, Roma dicembre 1996, Libreria Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano 1998. [3] Juan Pablo II, Carta al cardenal Joseph Ratzinger, en ib., p. 20; cf. L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 13 de diciembre de 1996, p. 8. [4] «Il Primato del Successore di Pietro nel mistero della Chiesa. Considerazioni della Congregazione per la Dottrina della Fede», en Il Primato…, Appendice, pp. 493-503. El texto se ha publicado también en un fascículo, editado por la Libreria Editrice Vaticana. [5] Mt 10, 2. [6] Cf. Mc 3, 16; Lc 6, 14; Hch 1, 13. [7] Cf. Mt 14, 28-31; 16, 16-23 y par.; 19, 27-29 y par.; 26, 33-35 y par.; Lc 22, 32; Jn 1, 42; 6, 67-70; 13, 36-38; 21, 15-19. [8] El testimonio en favor del ministerio petrino se encuentra en todas las expresiones, aun diferentes, de la tradición neotestamentaria, tanto en los Sinópticos –con rasgos diversos en Mateo y en Lucas, al igual que en Marcos– como en el cuerpo Paulino y en la tradición joánica, siempre con elementos originales, diferentes en lo que atañe a los aspectos narrativos pero profundamente concordantes en su significado esencial. Se trata de un signo de que la realidad petrina fue considerada un dato constitutivo de la Iglesia. [9] Cf. Mt 16, 18. [10] Cf. Lc 22, 32. [11] Cf. Jn 21, 15-17. Sobre el testimonio neotestamentario sobre el Primado, véase también la Carta Encíclica Ut unum sint del Papa Juan Pablo II, nn. 90 ss. [12] San Ambrosio de Milán, Enarr. in Ps., 40, 30: PL 14, 1134. [13] Cf., por ejemplo, san Siricio I, Carta Directa ad decessorem, 10 de febrero

del año 385: Denz-Hün, n. 181; II Concilio de Lyon, Professio fidei de Miguel Paleólogo, 6 de julio de 1274: Denz-Hün, n. 861; Clemente VI, Carta Super quibusdam, 29 de septiembre de 1351: Denz-Hün, n. 1053; Concilio de Florencia, Bula Laetentur caeli, 6 de julio de 1439: Denz-Hün, n. 1307; Pío IX, Carta Encíclica Qui pluribus, 9 de noviembre de 1846: Denz-Hün, n. 2781; Concilio Vaticano I, Constitución dogmática Pastor aeternus, cap. 2: DenzHün, nn. 3056-3058; Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium, cap. III, nn. 21-23; Catecismo de la Iglesia Católica, n. 882; etc. [14] Cf. San Ignacio de Antioquía, Epist. ad Romanos, Intr.: SChr 10, 106-107; San Ireneo de Lyon, Adversus haereses, III, 3, 2: SChr 211, 32-33. [15] Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium, 20. [16] Concilio Vaticano I, Constitución dogmática Pastor aeternus, proemio: Denz-Hün, n. 3051; cf. San León I Magno, Tract. in Natale eiusdem, IV, 2:CCL 138, p. 19. [17] Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium, n. 23; cf. Concilio Vaticano I, Constitución dogmática Pastor aeternus, proemio: DenzHün, n. 3051; Juan Pablo II, Carta Encíclica Ut unum sint, n. 88; Pío IX, Carta del Santo Oficio a los Obispos de Inglaterra, 16 de septiembre de 1864: DenzHün, n. 2888; León XIII, Carta Encíclica Satis cognitum, 29 de junio de 1896: Denz-Hün, nn. 3305-3310. [18] Cf. Jn 17, 21-23; Concilio Vaticano II, Decreto Unitatis redintegratio, n. 1; Pablo VI, Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, 8 de diciembre de 1975, n. 77: AAS 68 (1976) 69; Juan Pablo II, Carta Encíclica Ut unum sint, n. 98. [19] Cf. Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium, n. 18. [20] Cf. ib., n. 23. [21] Cf. Concilio Vaticano I, Constitución dogmática Pastor aeternus, cap. 3: Denz-Hün, n. 3061; Declaración colectiva de los Obispos alemanes, enerofebrero de 1875: Denz-Hün, nn. 3112-3113; León XIII, Carta Encíclica Satis cognitum, 29 de junio de 1896: Denz-Hün, n. 3310; Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium, n. 27. Como explicó Pío IX en la Alocución después de la promulgación de la Constitución Pastor aeternus: «Summa ista Romani Pontificis auctoritas, Venerabiles Fratres, non opprimit sed adiuvat, non destruit sed aedificat, et saepissime confirmat in dignitate, unit in caritate, et Fratrum, scilicet Episcoporum, jura firmat atque tuetur» (Mansi 52, 1336 A/B). [22] Juan Pablo II, Carta Encíclica Ut unum sint, n. 95.

[23] 2 Co 11, 28. [24] La prioridad ontológica que la Iglesia universal, en su misterio esencial, tiene con respecto a toda Iglesia particular (cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio, 28 de mayo de 1992, n. 9) subraya también la importancia de la dimensión universal del ministerio de cada Obispo. [25] Cf. Concilio Vaticano I, Constitución dogmática Pastor aeternus, cap. 3: Denz-Hün, n. 3059; Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium, n. 22; Concilio de Florencia, Bula Laetentur caeli, 6 de julio de 1439: Denz-Hün, n. 1307. [26] Cf. Concilio Vaticano I, Constitución dogmática Pastor aeternus, cap. 3: Denz-Hün, nn. 3060.3064. [27] Cf. ib.; Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium, n. 22. [28] Concilio Vaticano II, Decreto Christus Dominus, n. 11. [29] Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio, n. 13. [30] Cf. Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium, n. 23; Decreto Orientalium Ecclesiarum, nn. 7 y 9. [31] Juan Pablo II, Carta Encíclica Ut unum sint, n. 93. [32]) Cf. ib., n. 94. [33] Cf. Declaración colectiva de los Obispos alemanes, enero-febrero de 1875: Denz-Hün, n. 3114. [34] Concilio Vaticano I, Constitución dogmática Pastor aeternus, proemio: Denz-Hün, n. 3051. [35] Juan Pablo II, Carta Encíclica Ut unum sint, n. 94. [36] Cf. Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium, n. 23; León XIII, Carta Encíclica Grande munus, 30 de septiembre de 1880: ASS 13 (1880) 145; Código de Derecho Canónico, can. 782, § 1. [37] Pablo VI, Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, n. 14. Cf. Código de Derecho Canónico, can. 781. [38] Cf. Concilio Vaticano I, Constitución dogmática Pastor aeternus, cap. 4: Denz-Hün, nn. 3065-3068. [39] Cf. ib.: Denz-Hün, nn. 3073-3074; Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium, n. 25; Código de Derecho Canónico, can. 749 § 1; Código de cánones de las Iglesias orientales, can. 597 § 1.

[40] Juan Pablo II, Carta Encíclica Ut unum sint, n. 94. [41] Cf. Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium, n. 25. [42] Código de Derecho Canónico, can. 1404; Código de cánones de las Iglesias orientales, can. 1058; cf. Concilio Vaticano I, Constitución dogmática Pastor aeternus, cap. 3: Denz-Hün, n. 3063. [43] Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio, n. 14; cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1369. [44] Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium, n. 48. [45] Cf. Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium, n. 15. [46] Juan Pablo II, Carta Encíclica Ut unum sint, n. 97. [47] Ib. [48] Cf. Lc 5, 8. [49] Cf. 2 Co 4, 7. [50] Juan Pablo II, Carta Encíclica Ut unum sint, n. 102.

LA IDEA DE LA IGLESIA SEGÚN SANTO TOMÁS YM. CONGAR

Hasta hace pocos años era corriente afirmar que santo Tomás no había escrito ningún tratado de la Iglesia y que el primero de dichos tratados se remonta a la Summa de Ecclesia, escrita en el siglo XV por Juan de Torquemada [1]. Recientemente algunos historiadores han reclamado un origen más antiguo para el primer tratado de la Iglesia: así M. Arquilliére, al editar el De Regimine christiano de Jaime de Viterbo le daba el título de «El más antiguo tratado de la Iglesia». Indiscutiblemente tenía razón al reivindicar la prioridad para este escrito, 150 años más antiguo que la Summa de Torquemada; pero añadía a su vez: "Esta expresión (elaboración del tratado De Ecclesia) significa que por primera vez la especulación teológica no sólo se aplica a definir la Iglesia (lo cual ya se había llevado a cabo en los primeros siglos), sino también a disertar determinadamente sobre sus caracteres distintivos, su organización en forma de reino y la autoridad que la rige» [2]. M. Arquilliére provoca una reflexión de valor considerable: si el De regimine christiano de Jaime de Viterbo aparece como el primer tratado de la Iglesia, anteriormente a él no existía ningún tratado semejante. Esta afirmación se refiere necesariamente a un criterio, da cierta idea de lo que es un tratado de la Iglesia y por consiguiente de lo que es la misma Iglesia, cuya naturaleza estudia el tratado; es típica de cierta concepción de Iglesia desarrollada precisamente en tiempo de Jaime de Viterbo, en las discusiones con Felipe el Hermoso; en tiempo de Torquemada, durante las disputas sobre el Concilio y el Papa, recrudecidas con el gran Cisma; en fin, en tiempo de la Reforma y la Contrarreforma como reacción a la negación de la Iglesia institucional y visible por los protestantes. Es precisamente esta visión de la Iglesia lo que es objeto del movimiento actual de pensamiento y de vida que representa, en conjunto, remontarse más allá de las posiciones polémicas antigalicanas y antiprotestantes, hasta las posiciones mucho más amplias y más profundas de la gran tradición teológica de los Padres y de los grandes escolásticos, particularmente de santo Tomás. Es cierto que santo Tomás no ha dejado ningún tratado específico de la Iglesia, constituido por un estudio de los caracteres distintos de la Iglesia, de

su organización en forma de reino, de la autoridad que la rige. Pero parece ser que a lo largo de su obra, propone respuestas bastante firmes, aunque discretas, a estas cuestiones; incluso se ha dicho, y quizá es exacto, que ha sido el primero en introducir en la teología la doctrina de la infalibilidad pontificia [3] y sobre todo, parece ser que existen en su obra, dispersos, pero muy explícitos, los principios de una teología de la Iglesia orientada de manera distinta a la que se desarrollará a continuación y no es absurdo pensar — yo me inclinaría hacia ello— que santo Tomás sabía lo que se hacía al no redactar ningún tratado específico de la Iglesia y al concebir ésta según las líneas que voy a esbozar seguidamente. Añado una última observación previa: lo que digo de santo Tomás es igualmente válido para san Buenaventura, Alejandro de Hales, Alberto Magno y otros grandes escolásticos de la época. Salvo pequeñas diferencias que no alcanzan a las líneas generales de la construcción, poseen la misma eclesiología que santo Tomás y en aquel tiempo antes de nacer los «primeros tratados de la Iglesia», no se conocía otra [4]. * * * Los textos eclesiológicos de santo Tomás son muy numerosos y para empezar podemos hacer una selección. Tomaré como punto de partida uno de ellos que me parece ser uno de los más sintéticos, y que proviene de un escrito en el que el autor, hablando expresamente de la Iglesia, desarrolla con más libertad su pensamiento, sin estar limitado o determinado por consideraciones de construcción sistemática: se trata de la explicación de las palabras Sanctam Ecclesiam catholicam en la Expositio in Symbolum (donde santo Tomás sigue el texto del Símbolo llamado de los Apóstoles y no el Symbolum Patrum de Nicea-Constantinopla). A continuación reproduzco este texto casi por entero: «Así como un hombre tiene una sola alma y un solo cuerpo, pero diversos miembros, así la Iglesia católica tiene un solo cuerpo y diversos miembros. El alma que vivifica este cuerpo es el Espíritu Santo: así, por la fe en el Espíritu Santo somos llamados a poseer la fe en la Iglesia católica, según indica el texto del Símbolo. Iglesia es sinónimo de asamblea; santa Iglesia es sinónimo de asamblea de fieles, y cristiano es sinónimo de miembro de esta Iglesia... La Iglesia es una y dicha unidad consta de tres elementos: en primer lugar

proviene de la unidad de la fe, porque todos los cristianos pertenecientes al cuerpo de la Iglesia creen en la misma realidad como dice la Escritura: Que todos tengáis un mismo lenguaje y que no haya divisiones entre vosotros (I Corintios, I, 10). Uno es el Señor, una la fe, uno el bautismo (Efesios IV, 5). En segundo lugar proviene de la unidad de esperanza, porque todos descansamos en la misma esperanza de alcanzar la vida eterna, como dice san Pablo: siendo un solo cuerpo y un solo espíritu así como fuisteis llamados a una misma esperanza de vuestra vocación (Efesios IV, 4). Finalmente, proviene de la unidad de caridad, porque todos están unidos en el amor a Dios y en el amor mutuo entre ellos, según dice san Juan: Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean una misma cosa como lo somos nosotros (Juan XVII, 22). Este amor, si es verdadero, se manifiesta cuando los miembros se preocupan y tienen cuidado unos de otros y cuando se compadecen unos a otros... La Iglesia de Cristo es santa... con una santidad que comprende tres cosas: los fieles han sido lavados con la sangre de Cristo... la unión espiritual que han recibido y por la que han sido santificados... la cual no es otra cosa que la gracia del Espíritu Santo... y finalmente el hecho de que la Trinidad habita en ella... al hecho de que en ella se invoca en nombre de Dios... La Iglesia es, además, católica, es decir universal. Católica con una catolicidad local o geográfica, que proviene de su difusión por el mundo entero... católica porque abarca todas las condiciones humanas, ninguna permanece fuera de ella; es universal en el tiempo... durará desde Abel hasta la consumación de los siglos, continuándose después en el cielo... La Iglesia es firme... porque su fundamento principal es Cristo y su fundamento secundario los Apóstoles y sus enseñanzas... por esta razón se la denomina apostólica...» [5]. ¿Cómo define la Iglesia este pasaje en que el pensamiento de santo Tomás no está condicionado por ningún texto particular, por ninguna conexión sistemática?: como un cuerpo vivo que comporta pluralidad de miembros, animada y gobernada por un principio único de vida. Este principio de vida, o alma, es el Espíritu Santo. De manera más inmediata, los diversos miembros de este cuerpo vivo que es la Iglesia, forman una unidad, en virtud, no sólo de la presencia de Dios y de la Trinidad y por apropiación del Espíritu Santo; no sólo por la presencia de un alma divina que habita en ellos —uno de los motivos por los que la Iglesia es santa —, sino del hecho que Dios y por apropiación el Espíritu Santo, les otorga cierta disposiciones que proceden de El, derrama dones y gracias, que en

ellos son virtudes: la fe, la esperanza y la caridad. La Iglesia es una como cuerpo vivo, no sólo porque la habita una sola alma que hace de ella su templo, sino porque una sola alma anima interiormente sus miembros: las virtudes teologales que son la vida divina inmanente en los hombres [6]. Para comprender mejor estas ideas generales, base de la idea de Iglesia, según santo Tomás, expondré las siguientes observaciones: 1.° Los interesantes estudios del P. A. Darquennes, demuestran de qué manera la concepción corporativa explica los aspectos de la concepción tomista de la Iglesia. Pero, si la Iglesia es un cuerpo, no lo es solamente en el sentido sociológico de la palabra, definido por santo Tomás como «una multitud organizada unitariamente por el concurso de actividades y funciones diversas» [7], sino que lo es también en el sentido casi biológico de la palabra [8]. Así, cuando santo Tomás se pregunta cuál es la ley que rige la nueva alianza, responde que es principalmente la gracia del Espíritu Santo [9], es decir, una realidad interior sobrenatural y viva y no un texto o una disposición sociológica. 2.° No obstante, esta vida no nos identifica con Dios, viviendo la misma vida de Dios seguimos siendo personas; somos nosotros quienes vivimos esta vida. La unidad que constituimos con Dios es una unidad de sociedad entre individuos, a semejanza de la sociedad de las Tres Personas divinas. La manera como vivimos la vida de Dios es la manera que conviene a las personas y a los espíritus. Ahora bien, toda vida como todo movimiento, está determinado por sus objetos; la vida de Dios vivida por los hombres tiene por objeto el objeto de vida de Dios: es decir, lo que se opera por las virtudes teologales, por la fe que comienza a ver como Dios ve, por la caridad que ama como Dios ama y por todas las virtudes morales que organizan la vida humana en dependencia de las virtudes teologales. Así, definir la Iglesia que vive la vida de Dios, es considerarla como la humanidad que orienta su vida hacia Dios por medio de las virtudes teologales que tienen a Dios por objeto y que la organiza según Dios por medio de las virtudes morales. La eclesiología de santo Tomás es profundamente moral y teocéntrica. Según él, la Iglesia es una ex unitate fidei, quia idem credunt, ex unitate spei quia omnes sperant vitam aeternam, ex unitate charitatis quia omnes connectuntur in amore Dei; es una porque por la fe, la esperanza y la caridad todos tienen el mismo objeto de vida, que es el objeto de vida del mismo Dios. Toda la II Pars de la Summa Teológica es eclesiológica [10].

3.° El orden de los agentes corresponde al orden de los fines. Dios es el único que puede hacernos vivir la vida de Dios. Sólo un principio o motor propiamente divino puede orientarnos y movernos eficazmente hacia el objeto de la vida de Dios. Santo Tomás nos enseña también que el Espíritu Santo es el alma vivificante del cuerpo de hombres que viven la vida de Dios por medio de las virtudes teologales. Se trata de una idea completamente clásica en la tradición patrística y escolástica [11], pero santo Tomás la presenta de una manera muy viva, lejos de ser una piadosa metáfora, un hermoso motivo literario, una vaga exageración, representa un elemento técnico y efectivo de su pensamiento teológico [12]. Sólo expondremos tres ejemplos muy significativos: en los magníficos capítulos XX, XXI y XXII del libro IV de Contra Gentiles, santo Tomás explica cómo y por qué debe atribuirse al Espíritu Santo toda la vida sobrenatural del hombre, todo el motus creaturae in Deum [13]. Esta idea está particularmente explícita en la cuestión del mérito, el cual es precisamente el hecho de que la acción moral o la vida espiritual del hombre alcancen eficazmente su fin, ipsum Deum, santo Tomás, considerando que sólo esto puede alcanzar a Dios, que viene efectivamente de El y apoyándose en las palabras de Nuestro Señor Jesucristo en san Juan: fiet in eo fons aquae salientis in vitam aeternam (Juan IV, 14), juzga que la fuente del mérito es la siguiente: 1.°, el acto meritorio es libre, procede de nosotros, no hay que olvidar que se trata de una sociedad de personas; 2.° recibe de Dios su eficacia meritoria, ex hoc quod procedit ex gratia Spiritus Sancti, secundum virtutem Spiritus Sancti moventis nos in vitam aeternam [14]. Si consideramos los sacramentos que nos proporcionan la gracia, veremos que santo Tomás remonta su eficacia a la virtud del Espíritu Santo operante en ellos: «El agua del bautismo recibe su eficacia... del Espíritu Santo como de su causa primera»; «Todos nosotros estamos llenos de un mismo Espíritu, dice san Pablo, esto puede interpretarse... (llenos) de la plenitud espiritual que el Espíritu Santo consagra» [15]. Y lo mismo ocurre con todas las funciones y ministerios de la Iglesia, cuya eficacia, santo Tomás la hace remontar al Espíritu Santo, que es la verdadera alma de la Iglesia, el motor de esta vida humana orientada hacia la posesión de Dios, que, según santo Tomás es uno de los aspectos más decisivos de la Iglesia. Para resumir esta primera visión del ministerio de la Iglesia, expuesta en numerosos textos de santo Tomás, especialmente en su comentario del

Símbolo, diremos que es antropológica o moral, neumatológica o teocéntrica. La substancia de la Iglesia es la vida nueva que los hombres reciben por las virtudes de la fe, esperanza y caridad y que es una vida orientada hacia Dios, cuyo término es Dios y cuyos objetos específicos son los objetos de la vida divina. Según santo Tomás, la Iglesia de la II Pars, es todo el movimiento de retorno hacia Dios, motus creaturae rationalis in Domino. El Espíritu Santo es el motor y el agente de este motus, de este retorno, es el principio de esta vida divina, definida por la tendencia al objeto de vida de Dios, es el alma de la Iglesia. La definición de Iglesia según santo Tomás, responde a esta primera noción de Iglesia, clásica en la teología antigua, Iglesia, congregatio fidelium [16]: asamblea de aquellos que han recibido el donde de la fe y por él se han convertido en asociados, en vida, de Dios. *** Si la Iglesia es el movimiento de retorno de las personas hacia Dios, reditus creaturae rationalis in Deum, de hecho este retorno sólo puede realizarse in Christo, qui secundum quod homo, via est nobis tenendi in Deum [17]. Ya he dicho que la eclesiología de santo Tomás, así como su moral con la que está vinculada, es esencialmente teocéntrica, y lo mismo afirmaré de la eclesiología de san Pablo. Siempre que se intenta pensar en el misterio de la Iglesia de acuerdo con los principios de santo Tomás, se tiende a considerar primeramente el punto de vista teologal o teocéntrico, después el punto de vista «crístico» o cristocéntrico; y en las dos exposiciones sistemáticas de teología que aquél nos ha dejado — ambas inacabadas — estudia el aspecto teologal o teocéntrico antes que el aspecto crístico o cristocéntrico. Sin embargo, el primer aspecto no disminuye ni desvaloriza al segundo y después de haber encontrado en el comentario del Símbolo una primera noción de Iglesia antropológica o moral y neumatológica o teocéntrica, hallaremos una idea de Iglesia vigorosamente cristológica. Parece ser que así como santo Tomás es más original en cuestiones de moral que en cuestiones de dogma, también lo es más en su concepción moral y neumatológica de la Iglesia que en su concepción cristológica; si bien todo lo que concierne a Cristo y a las relaciones de Cristo con la Iglesia adquieren una fuerza, una profundidad y un vigor excepcionales; de hecho, el fondo mismo de estas

ideas, o sea, la noción de la gracia capital de Cristo, es un bien común de los grandes escolásticos del siglo XIII y santo Tomás lo hereda en gran parte de san Agustín, de Hugo de San Víctor y de Guillermo de Auxerre [18], sin contar la influencia de los demás Padres, en particular de los Padres griegos, en quienes esta corriente tiene su origen [19]. Santo Tomás, como los Padres de la Iglesia, ha experimentado el sentimiento muy vivo de incluir la Iglesia en Cristo y de la inmanencia de Cristo en la Iglesia, el sentimiento del valor o de la realidad cristológica de Cristo y del valor o de la realidad cristológica de la Iglesia. A) Valor o realidad eclesiológica de Cristo. — Desde la encarnación del mismo Dios, el ser divino-humano que constituye, la humanidad que en él se une a Dios in persona, se convierte en el caudillo de la creación. Santo Tomás ha considerado de manera muy profunda y firme las consecuencias que siguen a esta dignidad única [20]. La primera de ellas es la plenitud de la gracia en el alma de Cristo, la plenitud extensiva e intensiva, cualitativa y cuantitativa de todo lo que en un hombre se puede atribuir a la gracia creada por Dios: gracia santificante con las virtudes y los dones que proceden de ella, y gracias gratis datae. En el orden de la gracia se verifica una especie de platonismo: Cristo realiza en sí solo la plenitud de la especie gracia, así como, en Platón, el arquetipo hombre realizaba plenamente la especie humana. De suerte que si otros individuos deben recibir la gracia, la reciben por medio de Cristo y si se trata de los hombres cuyo único salvador es Cristo, sólo la recibirán de Él y a título de participación en la gracia de Él. Santo Tomás ha desarrollado este punto de vista en las cuestiones 7 y 8 de la III Pars sobre la gracia de Cristo; en tanto que es su propia gracia y en tanto que la posee como caput Ecclesiae, estas cuestiones son el centro de su eclesiología. Las ideas que aquí dominan son las siguientes: Cristo es el caudillo de la humanidad, hemos visto cómo recibe de Dios esta vida nueva, orientada hacia Dios y que tiene por objeto último, el objeto de vida de Dios y que regresa al seno del Padre. Cristo es el principio y la cabeza de este nuevo orden de cosas, así como Adán lo fue del primero. Contiene en él los efectos de la gracia que se desarrollarán en la Iglesia, a semejanza de la luz blanca que contiene todas las riquezas de color que emana el espectro. De suerte que Cristo y la Iglesia unidos, no son más efectivos de lo que sería Cristo por separado, así como Dios, junto con el mundo que procede de él y realiza en la

multiplicidad lo que es Dios simple y uno, no es más efectivo que Dios solo [21]. Porque el mundo es lo que es, por participación en Dios, lo toma todo de él sin añadirle nada, y la Iglesia, nueva vida de la humanidad encaminada a Dios, es lo que es, gracias a su participación en Cristo y lo toma todo de él sin añadirle nada... Santo Tomás, siguiendo la directiva de los Padres griegos, afirma [22] que el retorno de la humanidad a Dios, de donde ha salido y del que lleva la imagen; el retorno de las realidades o de los valores creados, de las naturales bonitates quas Deus creaturis influit, se lleva a cabo dos veces: la primera vez en Cristo, porque la naturaleza humana, en quien se concentra y resume toda la creación se une a Dios en el omnia flumina naturalium ad suum principium reflexa redierunt; la segunda vez se verifica, no en el misterio mismo de la Encarnación, sino en sus frutos, los tesoros de Dios humanizados en Cristo, que se derraman, por así decir, sobre la humanidad, para volver de nuevo a su principio. Así pues, según santo Tomás, la constitución de Cristo como hombre-Dios es esencialmente eclesiológica, porque Cristo lleva en sí todo el Orden de la vida nueva, toda la humanidad regenerada que vuelve a Dios y a la Iglesia, que es esta vida nueva, esta humanidad, no es más que una consecuencia, una explicación y el desarrollo de lo que desde el principio está realizado en Cristo. B) Valor o realidad cristológica de la Iglesia. — Es la contrapartida de lo que acabamos de decir. En el movimiento de retorno a Dios, no existe nada que no proceda de Cristo, que no haya sido causado en nosotros por él, que no haya sido conocido y querido por él, que no tenga su modelo en él y que no se asimile a su perfección, a imagen del Padre. Todo lo que hacemos en el orden de la nueva creación, es decir en la Iglesia, está en nosotros porque procede de Cristo — «una virtud emana de mí» — porque Cristo lo ha querido y lo ha causado. Es por esto por lo que en la humanidad nueva se vive verdaderamente la vida de uno solo, su vida que anima la Iglesia. En realidad, toda la II Pars, toda la vida teologal y moral, que es la vida nueva orientada hacia Dios, es la vida de Cristo en nosotros. El plan de análisis científico seguido por santo Tomás en la Summa y en el Compendium theologiae, no expresa esta verdad de manera favorable, siendo ciertamente un fallo de este plan, por otra parte tan hermoso y tan riguroso. Lo que es indudable es que para santo Tomás toda la vida

sobrenatural, teologal y moral es en nosotros «crística» y sacramental; nos lo revelan algunos pasajes notables de la Summa. Citaré uno de ellos que me parece de especial importancia. En el tratado de antropología, incluido en la I Pars, de Deo et de processu creaturarum a Deo, santo Tomás considera al hombre «prout dicitur factus ad imaginem et similitudinem Dei» [23]. Nos habla en términos teológicos del hombre, en tanto que lleva y realiza en sí la imagen de Dios: digo, en tanto que la lleva y la realiza, porque la imagen no es solamente un sello otorgado y poseído estáticamente, sino que comporta una tendencia hacia el objeto al cual se ha asimilado y se realiza enteramente en la operación, tanto más enteramente cuanto que la operación es perfecta. En la Ia q. 93, a. 4, santo Tomás distingue tres grados de realización de la imagen de Dios en nosotros, según la actualidad más o menos grande de nuestra referencia a él como objeto de conocimiento y de amor: en potencia, por las potencias naturales de la mens, habitual e imperfectamente por la gracia actual y perfectamente por nuestros actos y por la gloria. Toda la moral, toda la II Pars, todo el reditus creaturae rationalis in Deum es una realización de este transiré in imaginem de que hablan los místicos medievales [24]. A continuación, traduzco una parte del prólogo de la II Pars, que anuncia el estudio de este reditus ad Deum: «Según san Juan Damasceno, el hombre está hecho a imagen de Dios, en tanto que está dotado de inteligencia, de libre albedrío y es dueño de sus actos; después de haber considerado el modelo, es decir Dios y las criaturas salidas de su poder y de su voluntad, nos queda por considerar su imagen, es decir el hombre, en tanto que es el principio de sus actos al poseer libre disposición y dominio» [25]. Ahora bien, los tres grados que santo Tomás, al final de la I Pars, distingue en la realización de la imagen de Dios y en la asimilación a Dios, encuentran su exacta correspondencia en los grados de pertenencia en Cristo y de asimilación a Cristo, distinguidos en la pregunta de la III Pars: ¿Utrum Christus sit caput omnium hominum?[26]. Creo que no nos alejamos mucho del pensamiento de santo Tomás, al afirmar que los grados de realización de la imagen de Dios de los que la III Pars analiza toda la riqueza y todas las formas, son también grados de incorporación a Cristo, grados de asimilación a Cristo: pues así se expresa en el prólogo de la III Pars: via per quam ad beatitudinem inmortalitatis vitae resurgendo pervenire possimus y esto es

para todas las cosas, quae per ipsum sunt acta et passa [27]. Esto explica la insistencia de santo Tomás al hablarnos en esta III Pars, de las virtudes de Cristo y de todo lo que ha hecho o sufrido en su carne, en el tiempo que estuvo entre nosotros. Todo ello es redentor, meritorio y eficaz, todo ello es ejemplar y debemos imitarlo, debemos asimilarlo en el retorno a Dios analizado en la II Pars y completado en la III Pars, y en ello se realiza la Iglesia, nueva creación en Cristo. * * * Por esta razón, los dos puntos de vista que acabamos de examinar, el punto de vista neumatológico, moral o teocéntrico, y el punto de vista cristológico, no se contradicen, sino que se articulan y completan. Toda gracia proviene de Dios y del Espíritu Santo por apropiación, como de su causa primera; nuestra asimilación se hace en Dios, en la Santísima Trinidad, nuestro fin es la obra de Dios en nosotros; por ser una obra de amor, es especialmente la obra del Espíritu Santo y nos asimila a él. ¿Cómo se verifica la unidad de atribución entre Cristo y el Espíritu Santo y por qué la Iglesia es el cuerpo de Cristo y no el del Espíritu Santo? Porque todo esto se realiza para nosotros en Cristo y por Cristo — es decir, por Cristo y en Cristo hombre — qui est nobis via tendendi in Deum. Ahora bien, el Espíritu Santo, al menos según santo Tomás, no ejerce ninguna causalidad propia y particular en el don de la gracia y en la obra de nuestra asimilación con Dios, sino que actúa en virtud de apropiación [28], mientras que Cristo, con su humanidad unida a su divinidad in persona, tiene una causalidad verdadera y particular, aunque instrumental. Santo Tomás y con san Juan Damas-ceno, afirma que Cristo es el órgano, el instrumento conjunto y animado por la divinidad mediante el don de la gracia [29]. Como instrumento conjunto posee su causalidad en este don, como instrumento animado, tiene en él su iniciativa, interviniendo mediante su voluntad y conocimiento humanos de sacerdote-rey salvador [30]. Además, Cristo, en su humanidad llena de gracia, humaniza la vida divina que nos comunica; puede ser con toda propiedad cabeza de la Iglesia, y ésta puede verdaderamente ser su cuerpo, puesto que ambos poseen la misma naturaleza humana. En Él, Dios se transforma en miembro o elemento de humanidad, pudiendo por tanto ser su cabeza y hacer de ella su cuerpo [31].

He aquí como se distribuye entre el Espíritu Santo y Cristo la realidad de la vida nueva de la humanidad que vuelve a Dios, en la cual consiste la Iglesia. Dios, y por apropiación el Espíritu Santo, es término y agente de esta vida divina. Todo procede de él y nosotros nos asimilamos a él, viviendo su mismo objeto de vida. Cristo, en su humanidad santa y llena de gracia, es propiamente la causa instrumental, por otra parte, inteligente y voluntariosa, de los dones de Dios; y en el orden ejemplar y final nos propone una vida divina humanizada y adaptada a nuestra condición de pecadores regenerados; en primer lugar nos asimilamos a él, después, en él y por él, nos asimilamos a Dios, realizando vitalmente ante todo con él y en él, los objetos de su vida filial de Hijo de Dios, encarnado y salvador por la cruz [32]. * * * Hemos visto los rasgos más característicos de la Iglesia, según santo Tomás, con su triple carácter: neumatológico, antropológico o moral y cristológico. La Iglesia concebida en estos términos responde a la definición: Congregatio hominum fidelium. Según esta perspectiva y siguiendo una tradición universal en la teología latina desde san Agustín, santo Tomás considera también que la Iglesia es substancialmente una e idéntica a través de los siglos, a justo Abel usque ad finem saeculi [33]. No debe creerse, sin embargo, que los antiguos, y en especial santo Tomás, hayan ignorado las realidades — caracteres distintivos, organización en forma de reino, autoridad que la rige — estudiadas y defendidas en los tratados separados «de Ecclesia». En verdad, las consideraciones correspondientes a estos elementos más externos, son muy abundantes en santo Tomás, precisos y firmes. Expone doctrinas sobre los poderes de la Iglesia, el sacerdocio [34], la jurisdicción [35], la constitución de la Iglesia [36], el papado [37], el episcopado[38], el magisterio eclesiástico [39], las relaciones entre la Iglesia y el Estado, entre lo espiritual y lo temporal [40], posee también un estudio de las propiedades de la Iglesia [41], del que más adelante se intentarán extraer algunas notas apologéticas [42]. En la imposibilidad de exponer con detalle los elementos de esta doctrina, señalaré solamente su relación con lo que ya hemos visto. La Iglesiainstitución o la Iglesia-sociedad que constituyen la materia exclusiva de los

tratados de la Iglesia, en la teología de santo Tomás aparece estrechamente ligada a la Iglesia-Cuerpo místico, vida nueva en Cristo por el Espíritu Santo, que según hemos podido ver, representa la idea principal de Iglesia. La estrecha relación entre la unidad interna y los elementos de unidad externa —sin duda estos son los términos que adoptaría santo Tomás [43]— parece ser que los expresa mediante dos ideas principales: 1.°, la Iglesia-institución en la forma de existencia del Cuerpo místico y de la vida nueva en Cristo; 2.°, es el sacramento y el ministerio, en una palabra, el instrumento de realización del Cuerpo místico. 1.° La Iglesia-institución es la forma de existencia del Cuerpo místico y de la vida nueva en Cristo: Es en extremo digno de observación [44] el hecho de que santo Tomás no separa los elementos visibles de la Iglesia de sus elementos internos, espirituales e invisibles. Si recordamos el comentario del Símbolo nos sorprende ver «cómo el Doctor Angélico une y confunde en un todo indisoluble los elementos visibles y los elementos invisibles, cómo el Espíritu Santo sitúa la gracia y la santidad, las virtudes, la comunión de los Santos, en el cuerpo constituido, en la sociedad establecida por Cristo, propagada por los Apóstoles, extendida por el mundo, unida al Papa de Roma... cómo remonta el origen de esta sociedad, que él dice haber sido fundada por Cristo y por los Apóstoles a la época de nuestros primeros padres» [45]. Si consideramos el bello y profundo artículo 1.° de la IIa-IIae q. 39, referente al cisma [46], veremos que santo Tomás pasa, de manera natural, del pecado del cisma en relación a Cristo y a la unidad espiritual del Cuerpo místico, al pecado del cisma en relación a la unidad externa de la Iglesia-sociedad, y al papa, su cabeza visible. Para Santo Tomás la unidad externa de la Iglesia como sociedad, es decir como ayuda mutua, o cooperación organizada y como cuerpo jerárquico dependiente de una autoridad, es el cuerpo vivo de una vida nueva en Cristo, cuya alma es el Espíritu Santo. Esta es la realidad que responde internamente a la forma comunitaria, organizada y gobernada por la jerarquía. Santo Tomás no ignora que determinados hechos, ciertos problemas, obligan a diferenciar la condición del Cuerpo místico y la del aspecto social de la Iglesia. Sabe muy bien que la jerarquía de santidad y la unión con Cristo no responden necesariamente a la jerarquía social de las funciones sagradas

[47], sobre todo, que se puede permanecer dentro de la unidad visible de la Iglesia habiendo perdido la gracia santificante o incluso la fe y que, por el contrario, puede estarse interiormente justificado y poseer la gracia de la fe viva, sin pertenecer a la Iglesia de manera visible: el primer caso corresponde al numero tantum, y non mérito, el segundo al voto [48]. Pero estas distinciones o grados afectan a las personas no a la Iglesia en sí misma [49]. Un individuo puede pertenecer a la Iglesia secretamente, incluso sin saber de ella, pero esto no implica que la Iglesia sea puramente espiritual o nebulosa: el individuo pertenece invisiblemente a la Iglesia, una, visible y espiritual; y así podríamos citar otros ejemplos. La Iglesia comporta elementos espirituales e invisibles y elementos institucionales y visibles, pero, para santo Tomás, no hay más que una sola Iglesia, cuya sustancia interna se expresa en forma de sociedad organizada y cuyo aparato social es animado por las realidades espirituales de la gracia y en último fin por el Espíritu Santo: «Ecclesia catholica est unum corpus... Animae autem quae hoc corpus vivificat est Spiritus Sanctus» [50]. Adoptando muchos elementos de la tradición y de la vida concreta de la Iglesia, santo Tomás, en diferentes lugares de su obra, expone una teología profunda y bastante desarrollada de la Iglesia como cuerpo organizado. Por una parte, su obra sociológica nos ofrece todos los elementos de una teología de la Iglesia como sociedad, de esta cooperación organizada en vistas a un bien común, que constituye el ens sociale y que santo Tomás lo aplica a la Iglesia mediante una fórmula breve y concisa: «Est in Ecclesia invenire ordinis unitatem secundum quod membra Ecclesiae sibi invicem deserviunt et ordinantur in Deum» [51]. Por otra parte, en el final de la II Pars, en que después de analizar detenidamente los diferentes deberes comunes a todos los hombres, estudia lo que los distingue y diversifica, es decir los carismas [52], las «vías» activa o contemplativa y los estados de perfección, podríamos recoger ricos elementos para una teología de la Iglesia concebida como sociedad diferenciada y jerárquica; la idea general de dicha teología nos la proporciona el magnífico artículo 2 de la cuestión 183 Utrum in Ecclesia debeat esse diversitas officiorum seu statuum: «La diversidad de estados y funciones de la Iglesia tiende a tres cosas: 1.°, la perfección de la Iglesia, según la ley ya vigente en el orden de la creación natural, de que todo lo que está unido a Dios de manera simple se reproduce y es participado a las criaturas de manera múltiple y diversa; 2.°, a la distribución necesaria de las

tareas; 3.°, a la belleza y a la dignidad que en la Iglesia, como en todas las cosas, proviene del orden... esta diversidad de estados y de funciones no impide la unidad de la Iglesia, porque la perfección de dicha unidad radica en la unidad de la fe, de la caridad y del servicio mutuo, en la unión de los miembros que se prestan al mutuo socorro de que habla el Apóstol... Por el contrario, la diversidad de funciones favorece la paz y la unidad, multiplicando las ocasiones de cumplir una función que beneficio a todos y de practicar aquello de que nos habla san Pablo: Que no haya división en el cuerpo, sino que los miembros tengan cuidado unos de otros...» [53]. 2.° La Iglesia-institución es el sacramento, el ministerio, en una palabra el instrumento de realización del cuerpo místico: La Iglesia como cuerpo vivo se constituye con los hombres que se convierten en beneficiarios del tesoro de la gracia, de la salvación y de la vida nueva constituida en Cristo salvador, en Cristo crucificado; como Cuerpo místico se construye con los hombres incorporados a Cristo, que constituyen sus miembros vivos. Todavía falta que los hombres se unan a Cristo salvador, a la cruz vivificadora. Santo Tomás afirma que lo están en virtud de la fe [54]: en primer lugar porque se trata de regenerar un alma, una persona, y de regenerarla mediante una virtud espiritual, con la que nos debemos unir mediante un contrato espiritual [55], por los sacramentos de la fe, porque la causa inmediata de nuestra salvación es una realidad encarnada, la santa humanidad de Cristo crucificado [56]. Los sacramentos, de una manera o de otra, transportan hasta nosotros la virtud redentora y vivificadora de la cruz [57], bajo una forma sensible reclamada por nuestra naturaleza; pero entre los sacramentos hay uno que contiene y corona todos los demás: el sacramento de la Eucaristía, en que el cuerpo y la sangre redentoras están realmente presentes y que contiene substancialmente el bien común espiritual de toda la Iglesia [58]. He aquí por qué dice santo Tomás que la Iglesia está constituida, fabricada, instituida o consagrada por la fe y los sacramentos de la fe [59]. He aquí por qué siguiendo la tradición — que será fácil ilustrar con elementos iconográficos— la Iglesia ha nacido en el Calvario, ha brotado en forma de agua y sangre del costado de Cristo, dormido en la muerte, así como Eva fue creada del costado de Adán dormido [60]. La Iglesia nos aparece aquí bajo un nuevo aspecto y comportando los

elementos que complementan los ya vistos. Ya no es solamente el cuerpo de Cristo, sino que es también el medio de realización y de construcción de dicho cuerpo; es la madre, y por así decir, la matriz de los cristianos; comporta los medios para engendrar, educar y hacer crecer en Cristo a los miembros de este cuerpo, del que ella es su substancia interna. Estos medios se resumen esencialmente en dos cosas: la fe y los sacramentos de la fe y la Iglesia considerada como orden de los medios de realización del Cuerpo de Cristo; la Iglesia como institución se definirá por referencia a estas dos cosas: la fe y los sacramentos de la fe. La Iglesia visible, la Iglesia-institución es el ministerio de la fe y de los sacramentos de la fe, por medio de los cuales los hombres se incorporan a Cristo y realizan el Cuerpo místico que es la Iglesia en su substancia interna. Nos enfrentamos con una nueva determinación que nos permite definir la Iglesia no sólo teniendo en cuenta su condición terrenal de sociedad fundada por Cristo: Ecclesia constituitur per fidem et fidei sacramenta [61]. La Iglesia como realidad institucional y visible, a la que después de santo Tomás se le ha dedicado un tratado especial, aparece al Doctor Angélico como definida y constituida por el ministerio de la fe y de los sacramentos de la fe y finalmente — porque la Eucaristía es la causa final del resto [62] — por el ministerio de la sangre redentora. De ahí procede todo. La Iglesia tiene poder sobre el Cuerpo místico, porque posee el ministerio del verdadero cuerpo de Cristo. Dicho poder sobre el Cuerpo místico comporta principalmente el poder de purificar e iluminar a las almas por medio de la predicación de la verdad y el poder de prepararlos o disponerlas a la Eucaristía por las intervenciones de jurisdicción: por el ejercicio del poder de las llaves en el fuero interno y por el gobierno espiritual en el fuero externo. Santo Tomás afirma que los poderes así ejercidos por la Iglesia en las almas, proceden únicamente del poder o del ministerio que posee en la celebración de la Eucaristía, sacramento de Cristo crucificado, es decir, sacramento de nuestra salvación [63]. Su ministerio, sea por la celebración de la Eucaristía, sea por el ejercicio de todos los actos que proceden de ella y han sido instituidos para prepararla, consiste en aplicar en cada alma, a través del espacio y del tiempo, la causa universal de salvación y de vida realizada por Cristo en su Pasión [64]. En una palabra, la Iglesia como institución es el sacramento de la cruz, el sacramento de la única mediación de Cristo crucificado. Es más, es el sacramento, el signo

efectivo y realizador del don de la vida nueva y de la unión de los hombres con Cristo salvador: misterio que santo Tomás estudia con detalle en la III Pars: «De ipso Salvatore de sacramentis ejus quibus salutem consequimur» (prol.). Se comprende, por tanto, la literalidad, la profundidad y el realismo de esta doctrina, también perteneciente a la tradición común dentro de la teología católica posterior a san Agustín [65], según la cual la realidad del Cuerpo místico es la realidad procurada por el sacramento, que es origen y objeto, principio y consumación de todos los demás: el sacramento por el cual y para el cual la Iglesia ha sido creada — la Iglesia, misterio de la fe, así como la Iglesia-edificio, el templo material: la Eucaristía. Santo Tomás afirma en varias ocasiones que la res hujus sacramenti, es decir la cosa procurada por el simbolismo eficaz del sacramento, es unitas corporis mystici [66]. No puedo explicar con detalle esta doctrina, pero quiero hacer notar la importancia que tiene en el «Tratado de la Iglesia» de santo Tomás o al menos en el tratado de la Iglesia que podría escribirse basándose en sus principios. Toda la Iglesia es un gran sacramento, cuya alma es la Eucaristía, de ella proceden y para ella han sido instituidos los demás sacramentos o sacramentales, todos los poderes, todos los ministerios. Si consideramos este sacramente desde fuera, es un sacramentum tantum: es la Iglesia-institución con sus ritos, su organización, su jerarquía, su legislación, etc.. Pero implica, además, un sacramentum et res, es decir, está real y gradualmente ordenado, eficazmente ordenado para producir un efecto espiritual: en la eucaristía, el rito externo significa y procura la presencia real de Cristo bajo las dos especies. Por su parte esta res sacramentum es el signo y el realizador de una pura realidad interna de gracia, la res tantum. A imagen de la Eucaristía y gracias a ella, toda la Iglesia-institución, considerada como un gran sacramento, procura esta unitas corporis mystici que consiste en la fe y la caridad, en la vida de la fe viva. La acción del gobierno espiritual tiende a procurar, por su cuenta y a su manera, lo que los sacramentos procuran eficazmente. Santo Tomás nos lo dice de manera extraordinaria y profunda: tanto en el tratado de la ley nueva, que afirma que todas las disposiciones de ésta — y esto se puede aplicar a todo lo que depende de la Iglesia-institución, leyes, ritos, etc..— son «dispositiva ad gratiam Spiritus Sancti» [67], como en este texto magnífico de Contra errores Grecorum en el que nos dice que la misión del papa — y esto también puede aplicarse a toda acción de gobierno

espiritual por jerarquía — consiste en mantener a la Iglesia sometida a la acción interna de Cristo, quien por medio del Espíritu Santo consagra su Iglesia y le imprime su sello y su imagen [68]. Volvemos con ello a nuestro punto de partida: para santo Tomás, la Iglesia, tanto si es neumatológica y moral o cristológica o institucional y sacramental es una vida nueva de la humanidad, la vida divina vivida por los hombres cuando reciben el objeto de vida de Dios por su propio objeto de vida en la fe y la caridad. * * * Lamentamos dar fin a nuestro estudio sin mencionar muchas otras cosas, porque el pensamiento eclesiológico de santo Tomás es tan rico y existen en su obra tantos elementos eclesiológicos [69], que para reproducir la idea exacta que tenía de la Iglesia, sería necesario escribir todo un tratado de la Iglesia. Pero dicho tratado sería bastante diferente de los tratados más o menos derivados del De regimine christiano de Jaime de Viterbo y de los tratados derivados de las Controversias de san Belarmino. En realidad todo el pensamiento de santo Tomás es eclesiológico y el autor de una monografía sobre la teología del Cuerpo místico en el Doctor Angélico ha podido afirmar que esta doctrina era el centro de su teología [70]. La Iglesia no es precisamente una realidad especial y aislada, su única realidad es la del misterio cristiano-trinitario, antropológico, cristológico, sacramental de que trata la teología. De suerte que yo me pregunto si santo Tomás no ha escrito ningún tratado separado de la Iglesia con toda la intención, considerando que la Iglesia está presente en cada una de las partes de la teología. En todo caso, es evidente que si ahora fuera necesario construir un tratado De Ecclesia, especial y formal, dicho tratado no debería estar formado únicamente de elementos teológicos, sino también canónicos, jurídicos, sociológicos. Sin olvidar completar la doctrina esencialmente mística de la Edad Media con estudios que se han afirmado y desarrollado después [71], debe tender a separar del resto lo que llamaría la «dimensión» o el «momento eclesiológico» : Trinidad y misiones divinas, antropología y moral, cristología y soteriología, sacramentos y ministerio jerárquico... De esta manera guardará, como santo Tomás ha sabido hacerlo, la gran

tradición, la gran inspiración de los Padres de la Iglesia. Dicha tradición posee tres rasgos característicos: la Iglesia está considerada como una realidad neumatológica, un cuerpo cuya alma y cuyo fin último de unidad es el Espíritu Santo; en ella se concibe la Iglesia de Cristo, así como primero se ha visto a Cristo, incluyendo en la Iglesia: la Iglesia interior no figura como separada de la Iglesia externa, social, jerárquica y sacramental. Nadie puede negar que éstas son las características de eclesiología de los Padres; y creo haber demostrado que son también las características de la eclesiología de santo Tomás. [1] Así Ph. TORREILLES hace remontar su origen a la controversia protestante (Le mouvement théologique en France depuis ses origines jusqu’a nos ours, París, s.d., p. 172), M. D’HERBIGNY con Torquemada (Theologica de Ecclesia, t. I, p. 9, París 1920). [2] H. X. ARQUILLIÉRE, Le plus ancien traite de l'Eglise. Jacques de Viterbe. De regimine christiano (1301-1302), Etude des sources el édition critique, París, 1926, p. 10, comp. p. 20. [3] F. X. L EITNER , Der hl. Thomas von Aquin über das unfehlbare Lehramt des Papstes, Fribourg en Br. 1872, p. 101. Ad. HARNACK, Dogmengesch., t. III, p. 442, atribuye a santo Tomás la responsabilidad de haber introducido en la teología el concepto jerárquico o «papal» de la Iglesia, que se establecerá definitivamente durante la crisis abierta por la Reforma. [4] Para la eclesiología de santo Tomás puede consultarse: J. BAINVEL, S. J., L'idée de l'Eglise au moyen age: Saint Thomas, en La Science catholique, oct. 1899, pp. 975-988; M. GRABMANN, Die Lehre des hl. Thomas von Aquin von der Kirche ais Gotteswerk..., Ratisbona, 1903; J. GEISELMANN, Christus und die Kirche nach Thomas von Aquin, en Theol. Ouartalsch., CVII (1926), pp. 198-222 y CVIII (1927), pp. 233-255; Th. M. KAEPPELI, O.P., Zur Lehre des hl. Thomas von Aquin vom Corpus Christi mysticum, Fribourg (Suiza) y Paderborn, 1931. Sobre la eclesiología de Alberto el Magno, la monografía, por desgracia insuficiente, de W. SCHERER, Des sel. Albertus Magnus Lehre von der Kirche, Fribourg en Br., 1928. Sobre la eclesiología de san Buenaventura: D. C ULHANE , De corpore mystico doctrina seraphici, Mundelein, 1934; R. SILIC, O.F.M., Christus und die Kirche. Ihr Verhdltnis nach der Lehre des hl. Bonaventura, Breslau, 1938 (es la mejor monografía); H. BERRESHEIM, Christus ais Haupt der Kirche nach d¡em hl. Bonaventura. Ein Breitag zur Theologie der Kirche. Bonn, 1939. Se relaciona con estas doctrinas la de Ricardo de Mediavilla, sobre la cual cf. F. OTT, O.F.M., Der Kirchenbegriff bei den Scholastiken, besonders bei Richard von Mediavilla, en Franzisk. Studien, 1938, pp. 331-353.

[5] «Sicut videmus quod in uno homine est una anima et unum corpus, et tamen sunt diversa membra ipsius, ita Ecclesia catholica est unum corpus et tamen diversa membra. Anima autem quae hoc corpus vivificat, est Spiritus Sanctus. Et ideo post fidem de Spiritu Sancto jubemur credere sanctam Ecclesiam catholicam: unde additur in Symbolo: Sanctam Ecclesiam catholicam. Circa quod sciendum est quod Ecclesia est idem quod congregatio. Unde Ecclesia sancta est idem quod congregatio fidelium, et quilibet christianus est sicut membrum ipsius Ecclesiae... Sed Ecclesia est una (Una est columba mea, perfecta mea, Cant., VI). Causatur autem unitas Ecclesiae ex tribus. Primo ex unitate fidei. Omnis enim christiani qui sunt de corpore Ecclesiae idem credunt: I Cor. I, 10. Idipsum dicatis omnes et non sint in vobis schismata, et Ephes. IV, 5, Unus Deus, una fides, unum baptisma. Secundo ex unitate spei, quia omnes firmati sunt in una spe perveniendi ad vitam aeternam, et ideo dicit Apostolus, Eph., IV, 4 , Unum corpus, unus spiritus, sicut vocati estis in una spe vocationis vestrae. Tertio ex unitate charitatis, quia omnes conenctuntur in amore Dei, et ad invicem in amore mutuo. Joan., XVII, 22: Claritatem quam dedisti mihi dedi eis ut sint unum sicut et nos unum sumus. Manifestatur autem hujusmodi amor, si verus est. quando membra pro se invecem sunt sollicita et quando invicem compatiuntur... Ecclesia vero Christi est sancta... Sanctificantur autem fideles hujus congregationis ex tribus. Primo enim quia sicut ecclesia, cum consecratur. materialiter lavatur, ita fideles loti sunt sanguine Christi. Apoc. I , Dilexit nos et lavit nos a peccatis nostris in sanguine suo; Hebre. XIII, Jesús ut sanctificaret per suum sanguinem populum. Secundo ex inunctione quia sicut Ecclesia inungitur, sic et fidelis spirituali, inunctione unguntur ut sanctificantur, alias non essent christiani, Christus enim idem est quod unctus. Haec autem unctio est gratia Spiritus Sancti... Tertio ex inhabitationi Trinitatis... Quarto, propter invocationem Dei... Circa tertium et sciendum quod Ecclesia est catholica, id est universalis, primo quantum ad locum, quia est per totum mundum... Secundo est universalis quantum ad conditionem hominum, quia nullus objicitur, nec dominus, nec servus, nec masculus, nec femina... Tertio est universalis quantum ad tempus... quia haec Ecclesiae incoepit a tempore Abel et durabit usque ad finem saeculi... Circa quartum sciendum est quod Ecclesia Dei est firma. Domus autem dicitur firma, primo si habet bona fundamenta. Fundamentum autem Ecclesiae principale est Christus... secundarium vero fundamentum sunt Apostoli et eorum doctrina... Et inde est quod Ecclesiae dicitur apostólica...» Expot. in Symbolum, in art. 9. [6] Dios es nuestra vida efectiva o activa, la caridad lo es formaliter: III Sent., d. 13, q. 1, a. I , ad. 3m; I»II« q. 110, a. 1, ad. 2ra; a. 2, ad. I m ; q. 111, a. 2 ad. I m : IIa llae, q. 23, a. 2, ad. 2m y 3m; O. disp. de carit,, a. I, ad. Im. Así el Espíritu Santo habita en nosotros al poseer la gracia y la f e viva, como un alma inmanente e informante; santo Tomás se pregunta a menudo si los hombres pueden dar la gracia en esta forma: ¿Pueden dar el Espíritu Santo? IIIa, q. 8, a. 1, ad. l m ; in Gal., c. 3, lect. 2, etc.. [7] «Unum corpus similitudinariae dicitur una multitudi ordinata in unum, secundum

distinctos actus, sive officia.» IIIa, q. 8, a. 4. [8] Es frecuente en santo Tomás la comparación entre corpus Ecclesiae y el cuerpo natural III Sent., d. 13, q . 2, a. 2, sol. 2 ; IIa IIae, q. 183, a. 2, ad. 3m; Expos. in Symbol., art. 10 (Sanctorum communionem); in Coloss. c. 1, lect. 5; c. 2, lect. 4; in Ephes. c. 4, lect. 1 y 5; In I Corint. c. 12, lect. 3 , etc. No obstante el cuerpo místico sólo es cuerpo de Cristo metafóricamente: III a , q. 8, a. 1, ad. 2. [9] «Id quod est potisssimum in lege Novi Testamenti et in quo tota virtus ejus consistit est gratia Spiritus Sancti quae datur per fidem Christi. Et ideo principaliter lex nova est ipsa gratia Spiritus Sancti quae datur Christi fidelibus.» I a II ae , q. 106, a. 1; q. 107, a. 1, ad. 3m; q. 108, a. I, etc. [10] Para santo Tomás la susbtancia del Cuerpo místico es la fe viva. Numerosos textos, cf. por ejemplo: «Fides caritate formata est nova creatura... Sic ergo per novam creaturam, scilicit per fidem Christi et caritatem Dei, quae diffusa est in cordibus nostris, renovamur et Christo conjungimur.» In Gal. c. 6, lect, 4 fin.; in Joan. c. 7, lect. 7, n. 2, 3, 4, 6; IV Sent., d. 9, q. 1, a. 2, sol. 4; IIIa, q. 80, a. 2, c. ad. 2m y 3m y art. 4, etc. [11] Cf. S. TROMP, De Spiritu Sancto anima Corporis mystici. I Testim. sel. ex Patribus graecis. II Testim. sel. ex Patribus latinis, Roma, 1932; E. MURA, L'dme du Corps mystique. Est ce le Saint Esprit ou la gráce sanctifiante? en Rev. thomiste, 1936, pp. 233-252; KAEPPELI, op. cit., pp. 100 y sig. [12] Se encuentra ya en los textos citados (9). A la Expos. in Symb. citado en la nota 5 se añadirá in Gal, c. 5, lect, 4, III Sent., d. 13, q. 2, a, 2, sol. 2; IIa IIae, q. 183, a. 2, ad. 3m. Santo Tomás denomina también al Espíritu Santo corazón de la Iglesia: c. GRABMANN, op. cit., pp. 184 sig. Conviene señalar los textos en los que santo Tomás comenta las palabras del Credo: In unam sanctam... Ecclesiam, diciendo que esto significa: Credo in Spiritum Sanctum vivificantem (et sanctificantem et unientem) Ecclesiam: III Sent. d. 25, q. 25, q. 1, a. 2 , sol. y ad. 5m, Comp. Theol. 1, 147; IIa IIae q. I a. 9, ad. 5m etc. La misma idea se encuentra en los antiguos Padres y en los grandes escolásticos, cf. S. TROMP, Corpus Christi quod est Ecclesia, I, Roma, 1937, pp. 89-91; GRABMANN, op. cit., p. 122; M. J. CONGAR, Chrétiens desunís, París, 1937, p. 69. [13] Textos muy numerosos: Comp. theol, I, 147; in Galat, 5, lect. 4; C. Gent. IV, 20; Ia, q. 45, a. 6, ad. 2m, etc. [14] Ia IIae, q. 114, a. 3; Comp. theol., I, 147; In Rom., o 8, lect. 4; in Joan. c. 4, lect. 2, n. 4,

Comp. lo que dice santo Tomás acerca de la comunión de los santos y la comunicación de los bienes espirituales, que él atribuye siempre a la virtus Spiritus Sancti: IIIa, q. 68, a. 9, ad. 2m; q. 82, a. 6, ad. 3m; comp. IIa IIae, q. 183, a. 2, ad. 3m. [15] IIIa, q. 66, a. 11; in I Cor., c. 12, lect. 3. Monseñor GRABMANN, que cita estos textos (175), señala el interés que presentan con relación al problema de la epiclesis. De una manera general se observará la diferente aplicación e interés de los puntos que acabamos de ver, entre santo Tomás y los modernos. En la cuestión del mérito, estos últimos se interesan sobre todo por las condiciones y el valor humano del acto, en cambio santo Tomás señala con preferencia la fuente divina; en la cuestión de la Iglesia, los modernos señalan casi exclusivamente su fundación por Cristo, bajo la forma de sociedad organizada, mientras que santo Tomás se interesa por su alma interior; en la cuestión de los sacramentos, la institución de los mismos, primordial para los modernos, interesaba poco a los escolásticos, quienes tenían sobre este punto una gran libertad de espíritu (ver para Alejandro de Hales, Ephem. theol. Lovan., 1932, pp. 234-251 y para san Buenaventura, Etudes Jrancisc, 1923, pp. 129-152 y 337-355), y santo Tomás se muestra sobre todo interesado por el auctor de los sacramentos, es decir, por la causalidad que actúa en ellos, y de la cual depende su efecto. [16] La fórmula existe en los Padres, pero santo Tomás parece gustar mucho de ella: IV Sent. d. 20, q. 1, a. 4, sol. 1; De Verit, q. 29, a. 4, obj. 8; C. Gent. IV, 78; Comp. Theol. I, 147; Ia, q. 117, a. 2, obj. I; IIIa, q. 8, a. 4. ad. 2m; Expos. in Symbol., art. 9; in I Cor., c. 12, lect. 3; in Hebre., c. 3, lect. I, etc. Para los otros escolásticos, cf. R. SEEBERG, Dogmengesch., t. III, p. 567; F. OTT, art. cit., p. 332; ARQUILLIÉRE, op. cit., p. 89. [17] Ia, q. 2. prol.; comp. IIIa, prol. [18] Para san Agustín cf. entre otros, M. VETTER, Der hl. Augustinus und das Geheimnis des Leibes Christi, Maguncia, 1929, pp. 35 sig.; para Hugo de San Víctor, cf. De sacramentis, lib. II, pars 2 (P. L. 176, 415 sig.) y GRABMANN, op. cit., p. 17; para Guillermo de Auxerre, cf. Summa áurea, lib. III, c. 4 y GRABMANN, op. cit., p. 201. Se encontrarán otras referencias en F. OTT, art. cit., y se aplicará a los textos de Alberto Magno y de Ulrich de Strasbourg editados con los de santo Tomás por I. BACKES, en el Florilegium patristicum, fase. XL (Bonn, 1935). [19] Cf. I. B ACKES , Die Christologie des hl. Thomas von Aquin und die griechischen Kirchenväter, Paderborn, 1931. Puede consultarse también el hermoso libro de P. H. de LUBAC, S.J., Catholicisme, Les aspeets sociaux du dogme (Unam sanctam, 3 ) en donde son citados numerosos textos de los Padres. [20] IIIa, q. 7 y 8, Comp. theol, I, 213 y sig.; De Verit., q. 29. Esta q. 29 de De Verit. es muy

importante, pues entre la cuestión 27 y la 29 de este escrito, santo Tomás expone su opinión de la causalidad de la humanidad de Cristo (y por consiguiente de los sacramentos) en la comunicación de la gracia. Ha sido demostrado por GEISELMANN en el estudio citado en la nota 4. Después de él, BACKER (citado en la nota precedente) ha observado la lectura de los Padres griegos en esta evolución. [21] Cf. IV Sent., d. 49, q. 4, a. 3, ad. 4M: «In Christo bonum spirituale non est particulatum sed est totaliter et integrum, unde ipse est totum Ecclesiae bonum, nec est aliquod majus ipse et alii quam ipse solus»; De Verit., q. 29, a. 5; «Et quia Christus in omnes creaturas rationales quodammodo efectus gratiarum influit, inde est quod ipse est principium quodammodo omnis gratiae secundum humanitatem, sicut Deus est principium omnis esse: unde, sicut in Deo omnis essendi perfectio adunantur, ita in Christo omnis gratiae plenitudo et virtutis invenitur»; comp. IIa IIae, q. 183, a. 2, c.; IIIa, q. 7, a. 9; q. 24, a. 3 y 4; Expos. in Symb., art. 10. [22] III Sent., prol.; comp. Comp. theol., 1, 201 : «Perficitur etiam per hoc quodammodo totius operis divini universitas; dum homo, qui est ultimo creatus, circulo quodam in suum redit principium, ipsi rerum principio per opus incarnatonis unitus». [23] Ia q. 93, prol. [24] Cf. E. GILSON, Esprit de la Philos. médiévale, París, 1932, t. II, c. 1; La théologie mystique de saint Bernard, París, 1934. [25] Ia IIae, prol. Así por el punte» de vista que expresa y por la cita de san Juan Damasceno que ya se encontraba en la q. 93, a. 9, el prólogo de la Ia-IIae pone toda la IIa Pars bajo el signo de la imagen de Dios y la relaciona con la Ia Pars, p. 93. [26] IIIa, q. 8, a. 3 : «Membra corporis mystici accipiuntur non solum secundum quod sunt actu, sed etiam secundum sunt in potentia. Et qui in actu..., secundum triplicem gradum, quorum primus est per fidem, secundus per caritatem viae, tertius per fruitionem patriae. Sic ergo dicendum est quod accipiedum generaliter secundum totum tempus mundi. Christus est caput omnium hominum, sed secundum diversos gradus. Primo enim et principaliter est caput eorum qui uniunter ei per gloriam; secundo eorum qui actu uniuntur ei per caritatem, tertio eorum qui actu uniuntur ei per fidem, quarto eorum qui ei uniuntur solum in potentia nondum reducta ad actum...» [27] IIIa, prol. q. 62, a. 5, ad. Im; comp. IIa-IIae, q. 124, a. 5, ad. I m : «Christianus dicitur qui Christi est. Dicitur autem aliquis esse Christi, non solum ex eo quod habet fidem Christi, sed

etiam ex eo quod spiritu Christi ad opera virtuosa procedit, secundum illud Rom., VIH, 9 : «Si quis spiritum Christi non habet, hic non est ejus; et etiam ex hoc quod ad imitationem Christi peccatis moritur...» La idea de la imitación de Cristo no es, pues, extraña a santo Tomás, pero parece concebirla más bien en relación con la imitación de los padecimientos de Cristo. Véanse los textos reunidos por el P. Fr. FLORAND en la introducción a la Croix de Jésus, de Chardon, París, 1937, pp. XCVI sig. [28] Cf. los textos citados en las notas 6, 11 y 12 de este mismo capítulo, y CONGAR, op. cit, p. 67, n. 3. [29] Cf. GEISELMANN, citado en la nota (4), (19); GRABMANN, op. cit., pp. 221, 243-244. En esto consiste la principal diferencia entre san Buenaventura y santo Tomás. Aquél sostiene la teoría de que todo lo que hay de influxus in gratiam en Cristo va ligado a su divinidad. Cf. la edición de Quaracchi, t. III, p. 402. [30] Cf. IIIa, q. 8, a. 5, ad. Im; comp. In Ephes., c. 4, lect. 5 : «A capite Christo in membris ut augmententur spiritualiter influitur virtus actualiter operandi. Unde dicit: Secundum mensuram uniuscujusque membri augmentum corporis facit, quasi dicat: non solum a capite nostro Christo et membrorum Ecclesiae compactio per fidem, nec sola connectio vel colligatio per mutuam subministrationem caritatis, sed certe ab ipso est actualis membrorum operado sive ad opus motio secundum mensuram et competentiam cujuslibet membri...» [31] De Veritate, q. 29, a. 4 ; III Sent., d. 13, q. 2, a. 1 ; In Ephes., c. 1, lect. 8. [32] Cf. nota (27) y santo TOMÁS IIIa, q. 69, a. 3; Ia-IIae, q. 85, a. 5, ad. 2M; O. disp. de Malo, q. 4, a. 6, ad. 7M. BILLUART caracteriza la gracia concedida a la naturaleza rescatada, de acuerdo con esta doctrina de santo Tomás (Summa, t. III, p . 277); se distingue de la gracia concedida primitivamente a Adán, por la modificación que aporta a ella la causalidad final y eficiente de Cristo. [33] Textos muy numerosos. Cf. para santo Tomás GEISELMANN, art. cit., pp. 218 sig.; III Sent., d. 13, q. 2, a. 2, q.a 2, ad. 4m; IV, d. 2, q. 2, a. 1, q.a 2, ad 2m; d. 8, q. 1, a. 3, q. 2, ad Ira; d. 27, q. 3, a. 1, sol. 3; De Verit., q. 29, a. 4, ad 9m; etc., y véase nuestro estudio Ecclesia ab Abel en Abhandlungen über Theologie u. Kirche. Festsch. f . K. Adam. Dusseldorf, 1952, pp. 79-108. [34] C. Gent., IV, 74-76; IIIa, q. 22, etc. Los textos de santo Tomás sobre el sacramento del Orden han sido reunidos por el P. J. PERINELLE, La doctrine de saint Thomas sur le sacrement de l'Ordre, en Rev. des Sciences philos. et théol., 1930, pp. 236-250.

[35] Cf. entre otros, IIIa, q. 59; Ia-IIae, q. 108, a. 1 y 2; Quod l. II, n. 8; IIa-IIae, q. 39, a. 3 y sobre todo las cuestiones relativas a la penitencia (la clavis juridictionis: IV Sent., d. 19, 20 y 24, passim) o a la excomunión (IV Sent., d. 18, sobre todo q. 2, a. 2), etc. [36] Por ej. II Sent., d. 44, exp. text.; IV, d. 20, q. 1, a. 4, sol. 1; d. 24, q. 3, a. 2, so. 3, d. 25, q. I, a. I; in Psalm. 45, n. 3, etc. Deberían observarse con cuidado los textos en que santo Tomás dice: «Apostoli et eorum successores sunt vicarii Dei quantum ad régimen Ecclesiae constitutae per fidem et fidei sacramenta. Unde sicut non licet eis constituere aliam Ecclesiam, ita non licet eis tradere aliam fidem neque instituere alia sacramenta» (IIIa, q. 64, a. 2, ad 3m; IV Sent., d. 17, q. 3, a. 1, sol. 5; d. 27, q. 3, a. 3, ad 2m). [37] IIa-IIae, q. I , a. 10; Contra impugn., c. 4 ; Contra errores graec, v. 21 a 27, etc. [38] Principales textos: IV Sent., d. 7, q . 3, a. I , q.a 2, ad 3m; q.a 3, sol.; d. 23, q. I , a. 3, q.a 3, ad 1m; d. 24, q. 3, a. 2, sol. 1 y 2 ; d. 25, q. 1, a. 1, sol.; C. Gent., IV, 76; in I Tim., c. 3, lect. 1 ; c. 4, lect. 3 ; Quodl. III, a. 17, ad 5m; De per., vitae spir., c. 23-24 (ed. Parme), c. 27-28 (ed. Vives), IIIa, q. 82, a. 1, ad 4m, etc. [39] Cf. entre otros Quodl. I X , a. 16; IIa-IIae, q. I, a. 9 y 10; C. Gent., IV, 76; IV Sent., d . 24, q. I , a. 2, sol. 3, etc. En esta cuestión es también muy importante la precisión netamente sugerida por santo Tomás y formulada por Cayetano (in IIa-IIae, q. 1, a. 1, n. X y XII, y q. 6, n. I ) de que la Iglesia no es más que una condición de presentación del objeto de la fe. Comp. supra, nota (36). [40] Cf. entre otros, De regim. princ., lib. I, c. 14; II Sent., d. 44, expos, text. El pensamiento de santo Tomás sobre esta cuestión no está expresado con entera claridad, es por esto que sus discípulos han dado diferentes interpretaciones. La más fiel es quizá la de Juan de París, a pesar de que no fue su discípulo inmediato; es más fiel que la de Tolomeo de Luca que, en cambio, lo fue. [41] Expos. in Symb., art. 9 [citado en nota (5)]; In Boet. de Trin., q. 3 , a. 3 , «Utrum fides christiana convenienter nominetur catholica vel universalis», etc. [42] Cf. G. T HILS , Les notes de l'Eglise dans l'apologétique catholique depuis la Reforme, Gembloux, 1937. [43] Cf. por ej. in II Corint., c. 13, lect. 3.

[44]J. BAINVEL, art. cit., p. 979. [45] J. BAINVEL, id. [46] Cf. también nuestro estudio sobre el artículo Schisme, en el Dict. de théol. cath. [47] Cf. IIa-IIae, q. 184, a. 4, en que se distinguen bien los estados interior, que sólo Dios conoce y exterior, oficialmente homólogo en la sociedad. En el De perf. vitae spir. se aplica esta consideración en beneficio de las personas casadas: c 2 3 y 2 4 (Parme), o 2 5 y 26 (Vives). [48] Cf. IIa-IIae, q. 1, a. 9, ad 3»; IIIa, q. 69, a. 5, ad I m ; Com. in Psal. 14, n. I . Para los otros escolásticos cf. F. OTT, art. cit., pp. 335-340. [49] Santo Tomás dice muy bien que la misma fe de la Iglesia está siempre «formada» por la «caridad»: III Sent., d. 25, q. I , a. 2, ad 4m. La distinción entre «alma» y «cuerpo» de la Iglesia tiene el inconveniente de aplicar a la Iglesia en sí misma una diferencia que sólo atañe a los individuos. [50] Cf. supra, nota (5). [51] De Veritate, q. 29, a. 4. Comp. IIa-IIae, q. 183, a. 2, ad I m ; IV Sent., d. 19, q. 2, a. 2 sol. I y IIa-IIae, q. 39, a. 1, en que santo Tomás define con gran profundidad la unidad social de la Iglesia. [52] IIa-IIae, q. 171 y sig. SUAREZ observa (De fide, disp. VIII, sect. 1 Opera, XII, p. 219) que santo Tomás es el único teólogo que habla de los carismas en estos términos. [53] Se podría citar todo este texto magnífico. Comp. Ia-IIae, q. 112, a. 4; in Rom. c. 12, lect. 2. [54] De Veritate, q. 27, a. 4; q. 29, a. 7 ad 8m; comp. Expos. in Symb., art. 10: «Bonum Christi communicatur ómnibus christianis sicut virtus capitis ómnibus membris, et haec communicatio fit per sacramenta Ecclesiae in quibus operatur virtus passionis Christi». [55] IIIa, q. 48, a. 6, ad 2m. [56] «Sacramenta humanitatis ejus» : IIIa, q. 80, a. 5 , c. «Oportet quod virtus salutífera a divinitate Christi per ejus humanitatem in ipsa sacramenta derivetur», IIIa, q. 62, a. 5.

[57] Los sacramentos poseen toda la virtud de la cruz: IV Sent., d. 1, q. I, a. 4, q.a 3, sol.; d. 25, q. 1, a. 2, ad. 4m; C. Gent., IV, 56 y 57; IIIa, q. 52, a. 1, ad Im; q. 60, a. 3; q. 61, a. 1, ad 3M; q. 62, a. 5, c. y ad 2m; q. 83, a. 3, ad lm. [58] «Bonum commune spirituale totius Ecclesiae continetur substantialiter in ipso eucharistiae sacramento», IIIa, q. 66, a. 3, ad lm; comp. q. 79, a. 1, c. y Im. [59] Ecclesiae constituitur, jabricatur (IV Sent., d. 18, q. 1, a. 1, sol. 1; IIIa, q. 64, a. 2, ad 3M), fundatur (IV Sent., d . 17, q. 3, a. I, sol. 5), instituitur (Ia, q. 92, a. 3), consecratur (in Joan. c. 19, lect. 5, n. 4) per fidem et fidei sacramenta. Compárese con la idea muy frecuente de que los méritos de la Pasión de Cristo se nos aplican por la fe y los sacramentos de la fe: De Veritate, q. 27, a. 4; q. 29, a. 7, ad 8m y 11m; IIIa q. 49, a. 3, ad I m y a. 5, c.; q. 62, a. 5, ad 2m y a. 6; q. 79, a. 7, ad 2m; in Hebre., c. 3, lect. 3; Expos. in Symb., art. 10, etc. [60] Se encontrará una clasificación de los textos referentes a este punto en el artículo del P. S. TROMP, De nativitate Ecclesiae ex corde Jesu in cruce, en Gregoriarum, 1932, pp. 489527. Para santo Tomás cf. in Math., c. 16, n. 2; Ia, q. 92, a. 2 y 3; IIIa, q. 62, a. 5; q. 64, a. 9, ad 3m; q. 66, a. 3, ad 2m; IV Sent., d. 18, q. 1, a. 1, sol. 3 y a. 2, so). 2; in Rom., c. 5, lect. 4; in I Cor., c, II, lect. 2. Cf. también F. OTT, art. cit., p. 350; GRABMANN, op. cit., pp. 225, 232, etc. [61] Cf. nota (59). [62] IIIa, q. 65, a. 3 y q. 73, a. 3. [63] Cf. III Sent., d. 25, q. 1, a. 2, ad 10m; IV Sent., d. 18, q. 1, a. 1, q.a 2, ad l m ; C. Gent., IV, 74; De perl, vitae spir., c. 21 y 24, etc. y cf. GRABMANN, op. cit., p. 292. [64] De Veritate, q. 29, a. 7, ad 8m; q. 27, a. 4, c.; IIIa, q. 49, a. 1, ad 3m; Expos. in Symb. art. 10. [65] Los textos de santo Tomás sobre este punto son numerosos. Véase por ejemplo: IIIa, q. 73, 74, 79, 80, 83, passim; in I Cor., c. 11, lect. 5; In Joan. c. 6, lect. 7; IV Sent., d. 8, q. 2, a. 2, etc. Para los Padres cf.: GASQUE, L'Eucharistie et le Corps mystique, 1925; para san Buenaventura, S. SIMONIS. O.F.M., De causalitate euckaristiae in Corpus Christi mysticum doctrina s. Bonaventurae, en Antonianum, 1933, pp. 193-228; para Alberto Magno: el artículo de A. L ANG , Zur Eucharistielehre des hl. Albertus. Das Corpus Christi verum im Dienste des Corpus Christi mysticum, en Divus Thomas (Fribourg), 1932, pp. 258-274.

[66] Id. y cf. G RABMANN , op. cit., pp. 269 y sig. [67] Cf. IIIa, q. 106, a. 1 entera. [68] «Similis autem error est dicentium Christi vicarium, Romanae Ecclesiae, Pontificem non habere universalis Ecclesia primatum, errori dicentium Spiritum Sanctum a Filio non procederé. Ipse enim Christus Dei Filius suam Ecclesiam consecrat, et sibi consignat Spiritu Sancto quasi charactere seu sigillo. Et similiter Christi vicarius suo primatu et providentia universam Ecclesiam tanquam fidelis minister Christo subjectam conservat. «Contra errores Graecorum ( O p . omn., ed. Parme, XV, 256). Este texto contiene una idea extraordinariamente rica. Cristo continúa formando y gobernando su Iglesia, su Cuerpo, de dos maneras: interior o invisiblemente, y exterior o visiblemente («Ecclesiam meam», dirá a Pedro): cf. IIIa q. 8, a. 6; De Verit. q. 29, a. 4, ad 2m. Ambos gobiernos se adaptan uno al otro, la jerarquía no hace más que favorecer la acción interna y profunda del Espíritu de Cristo: comp. nota (67) y M. B. SCHWALM, O.P., L'inspiration intérieure et le gouvernement des âmes; Le respect de l'Eglise pour l'action intérieure de Dieu dans les âmes, en Revue thomiste, 1898, pp. 315-353 y 707-738. [69] Existen muchos de ellos sobre los que nada hemos dicho: Algunas visiones sobre el desarrollo concreto de la Iglesia, partiendo del estado de la Iglesia primitiva (cf. Quodl. XII, a. 19, I Sent., d. 16, q. 1, a. 3, ad 2m, etc.) sobre su relación con la Sinagoga (Ia-IIae, q. 98, y sig.). Las nociones sobre las jerarquías angélicas y la jerarquía humana (IV Sent., d . 9, y otros textos semejantes). La rica teología del culto: el culto como protestatio fidei ( I V Sent., d . 13, q. 2, a 1, ad 4m), la oración oficial del sacerdote (II Sent., d . 11, q. I , a. I , ad. 3m, etc.), el valor cultural del carácter sacramental, concebido por santo Tomás como una participación al sacerdocio de Cristo (IIIa, q. 63, a. 3 y 5; q. 65, a. 3, ad 3m), etc. [70] KAEPPELI, op. cit., p. 2. [71] Así, todo lo que concierne a la función del sacerdocio, y en general a la misión jerárquica en la constitución de la Iglesia visible; también los elementos de una apologética de vera Ecclesia, la cuestión de las relaciones entre la Iglesia y el estado.

CONFERENCIA DEL CARDENAL JOSEPH RATZINGER SOBRE LA ECLESIOLOGÍA DE LA "LUMEN GENTIUM" PRONUNCIADA EN EL CONGRESO INTERNACIONAL SOBRE LA APLICACIÓN DEL CONCILIO VATICANO II, ORGANIZADO POR EL COMITÉ PARA EL GRAN JUBILEO DEL AÑO 2000 En el tiempo de la preparación del concilio Vaticano II y también durante el Concilio mismo, el cardenal Frings me relató a menudo un episodio sencillo, que evidentemente le había impresionado profundamente. El Papa Juan XXIII no había fijado ningún tema concreto para el Concilio, pero había invitado a los obispos del mundo entero a proponer sus prioridades, de forma que de las experiencias vivas de la Iglesia universal brotara la temática de la que se debía ocupar el Concilio. También en la Conferencia episcopal alemana se discutió cuáles temas convenía proponer para la reunión de los obispos. No sólo en Alemania, sino prácticamente en toda la Iglesia católica, se opinaba que el tema debía ser la Iglesia: el concilio Vaticano I, interrumpido antes de concluir a causa de la guerra franco-alemana, no había podido realizar totalmente su síntesis eclesiológica; sólo había dejado un capítulo de eclesiología aislado. Tomar el hilo de entonces, tratando así de llegar a una visión global de la Iglesia, parecía ser la tarea urgente del inminente concilio Vaticano II. A eso llevaba también el clima cultural de la época: el fin de la segunda guerra mundial había implicado una profunda revisión teológica. La teología liberal, con una orientación totalmente individualista, se había eclipsado por sí misma, y se había suscitado una nueva sensibilidad con respecto a la Iglesia. No sólo Romano Guardini hablaba de un despertar de la Iglesia en las almas. También el obispo evangélico Otto Dibelius acuñaba la fórmula del siglo de la Iglesia, y Karl Barth daba a su dogmática, fundada en las tradiciones reformadas, el título programático de "Kirchliche Dogmatik" (Dogmática eclesial): como decía, la dogmática presupone la Iglesia, sin la Iglesia no existe.

Así, entre los miembros de la Conferencia episcopal alemana reinaba la opinión común de que el tema debía ser la Iglesia. El anciano obispo Buchberger, de Ratisbona, que, por haber ideado el Lexicon für Theologie und Kirche en diez volúmenes -hoy ya va por la tercera edición-, se había granjeado estima y fama mucho más allá de su diócesis, pidió la palabra -así me lo contó el arzobispo de Colonia- y dijo: "Queridos hermanos, en el Concilio ante todo debéis hablar de Dios. Este es el tema más importante". Los obispos quedaron impresionados por la profundidad de esas palabras. Como es natural, no podían limitarse a proponer sencillamente el tema de Dios. Pero, al menos en el cardenal Frings, quedó una inquietud interior, y se preguntaba continuamente cómo podíamos cumplir ese imperativo. Este episodio me volvió a la mente cuando leí el texto de la conferencia con la que Johann Baptist Metz se despidió, en 1993, de su cátedra de Münster. Quisiera citar de ese importante discurso al menos algunas frases significativas. Dice Metz: "La crisis que ha afectado al cristianismo europeo no es principalmente, o al menos exclusivamente, una crisis eclesial... La crisis es más profunda: en efecto, no sólo tiene sus raíces en la situación de la Iglesia misma; ha llegado a ser una crisis de Dios". "De forma esquemática se podría decir: religión sí, Dios no; pero este "no", a su vez, no se ha de entender en el sentido categórico de los grandes ateísmos. No existen ya grandes ateísmos. En realidad, el ateísmo actual ya puede volver a hablar de Dios, de forma serena o tranquila, sin entenderlo verdaderamente...". "También la Iglesia tiene una concepción de la inmunización contra las crisis de Dios. Ya no habla hoy -como sucedió, por ejemplo, todavía en el concilio Vaticano I- de Dios, sino sólo -como, por ejemplo, en el último Concilio- del Dios anunciado por medio de la Iglesia. La crisis de Dios se cifra eclesiológicamente". Estas palabras, en labios del creador de la teología política, deben llamar nuestra atención. Nos recuerdan, en primer lugar, con razón, que el concilio Vaticano II no fue sólo un concilio eclesiológico, sino ante todo y sobre todo, habló de Dios -y no solamente dentro de la cristiandad, sino también dirigiéndose al mundo-, del Dios que es Dios de todos, que salva a todos y es accesible a todos. ¿Es verdad que el Vaticano II, como parece decir Metz, sólo recogió la mitad de la herencia del anterior concilio? Es evidente que una relación dedicada a la eclesiología del Concilio debe plantearse esa pregunta.

Quisiera anticipar inmediatamente mi tesis de fondo: el Vaticano II quiso claramente insertar y subordinar el discurso sobre la Iglesia al discurso sobre Dios; quiso proponer una eclesiología en sentido propiamente teo-lógico, pero la acogida del Concilio hasta ahora ha omitido esta característica determinante, privilegiando algunas afirmaciones eclesiológicas; se ha fijado en algunas palabras aisladas, llamativas, y así no ha captado todas las grandes perspectivas de los padres conciliares. Algo análogo se puede decir a propósito del primer texto que elaboró el Vaticano II: la constitución Sacrosanctum Concilium sobre la sagrada liturgia. Al inicio, el hecho de que fuera la primera se debió a motivos prácticos. Pero, retrospectivamente, se debe decir que, en la arquitectura del Concilio, tiene un sentido preciso: lo primero es la adoración. Y, por tanto, Dios. Este inicio corresponde a las palabras de la Regla benedictina: "Operi Dei nihil praeponatur". La constitución sobre la Iglesia -Lumen gentium-, que fue el segundo texto conciliar, debería considerarse vinculada interiormente a la anterior. La Iglesia se deja guiar por la oración, por la misión de glorificar a Dios. La eclesiología, por su naturaleza, guarda relación con la liturgia. Y, por tanto, también es lógico que la tercera constitución -Dei Verbum- hable de la palabra de Dios, que convoca a la Iglesia y la renueva en todo tiempo. La cuarta constitución -Gaudium et spes- muestra cómo se realiza la glorificación de Dios en la vida activa, cómo se lleva al mundo la luz recibida de Dios, pues sólo así se convierte plenamente en glorificación de Dios. Ciertamente, en la historia del posconcilio la constitución sobre la liturgia no fue comprendida a partir de este fundamental primado de la adoración, sino más bien como un libro de recetas sobre lo que podemos hacer con la liturgia. Mientras tanto, los creadores de la liturgia, ocupados como están de modo cada vez más apremiante en reflexionar sobre cómo pueden hacer que la liturgia sea cada vez más atractiva, comunicativa, de forma que la gente participe cada vez más activamente, no han tenido en cuenta que, en realidad, la liturgia se "hace" para Dios y no para nosotros mismos. Sin embargo, cuanto más la hacemos para nosotros mismos, tanto menos atractiva resulta, porque todos perciben claramente que se ha perdido lo esencial.

Ahora bien, por lo que atañe a la eclesiología de la Lumen gentium, han quedado ante todo en la conciencia de la gente algunas palabras clave: la idea de pueblo de Dios, la colegialidad de los obispos como revalorización del ministerio episcopal frente al primado del Papa, la revalorización de las Iglesias locales frente a la Iglesia universal, la apertura ecuménica del concepto de Iglesia y la apertura a las demás religiones; y, por último, la cuestión del estado específico de la Iglesia católica, que se expresa en la fórmula según la cual la Iglesia una, santa, católica y apostólica, de la que habla el Credo, "subsistit in Ecclesia catholica". Ahora dejo esta famosa fórmula sin traducir porque, como era de prever, se le han dado las interpretaciones más contradictorias: desde la idea de que expresa la singularidad de la Iglesia católica unida al Papa, hasta la idea de que expresa una equiparación con todas las demás Iglesias cristianas y de que la Iglesia católica ha abandonado su pretensión de especificidad. En una primera fase de la acogida del Concilio, junto con el tema de la colegialidad, domina el concepto de pueblo de Dios, que, entendido muy pronto totalmente a partir del uso lingüístico político general de la palabra pueblo, en el ámbito de la teología de la liberación, se comprendió, con el uso de la palabra marxista de pueblo, como contraposición a las clases dominantes y, en general, aún más ampliamente, en el sentido de la soberanía del pueblo, que ahora, por fin, se debería aplicar también a la Iglesia. Eso, a su vez, suscitó amplios debates sobre las estructuras, en los cuales se interpretó, según las diversas situaciones, al estilo occidental, como "democratización", o en el sentido de las "democracias populares" orientales. Poco a poco estos "fuegos artificiales de palabras" (N. Lohfink) en torno al concepto de pueblo de Dios se han ido apagando, por una parte, y principalmente, porque estos juegos de poder se han vaciado de sí mismos y debían ceder el lugar al trabajo ordinario en los consejos parroquiales; pero, por otra, también porque un sólido trabajo teológico ha mostrado de modo incontrovertible que eran insostenibles esas politizaciones de un concepto procedente de un ámbito totalmente diverso. Como resultado de análisis exegéticos esmerados, el exégeta de Bochum Werner Berg, por ejemplo, afirma: «A pesar del escaso número de pasajes

que contienen la expresión pueblo de Dios -desde este punto de vista pueblo de Dios es un concepto bíblico más bien raro- se puede destacar algo que tienen en común: la expresión pueblo de Dios manifiesta el parentesco con Dios, la relación con Dios, el vínculo entre Dios y lo que se designa como pueblo de Dios; por tanto, una dirección vertical. La expresión se presta menos a describir la estructura jerárquica de esta comunidad, sobre todo si el pueblo de Dios es descrito como interlocutor de los ministros... A partir de su significado bíblico, la expresión no se presta tampoco a un grito de protesta contra los ministros: "nosotros somos el pueblo de Dios"». El profesor de teología fundamental de Paderborn Josef Meyer zu Schlochtern concluye la reseña sobre la discusión en torno al concepto de pueblo de Dios observando que la constitución del Vaticano II sobre la Iglesia termina el capítulo correspondiente "designando la estructura trinitaria como fundamento de la última determinación de la Iglesia". Así, la discusión vuelve al punto esencial: la Iglesia no existe para sí misma, sino que debería ser el instrumento de Dios para reunir a los hombres en torno a sí, para preparar el momento en que "Dios será todo en todos" (1 Co 15, 28). Precisamente se había abandonado el concepto de Dios en los "fuegos artificiales" en torno a esta expresión y así había quedado privado de su significado. En efecto, una Iglesia que exista sólo para sí misma es superflua. Y la gente lo nota enseguida. La crisis de la Iglesia, tal como se refleja en el concepto de pueblo de Dios, es "crisis de Dios"; deriva del abandono de lo esencial. Lo único que queda es una lucha por el poder. Y esa lucha ya se produce en muchas partes del mundo; para ella no hace falta la Iglesia. Ciertamente, se puede decir que más o menos a partir del Sínodo extraordinario de 1985, que debía tratar de hacer una especie de balance de veinte años de posconcilio, se está difundiendo una nueva tentativa, que consiste en resumir el conjunto de la eclesiología conciliar en el concepto básico: "eclesiología de comunión". Me alegró esta nueva forma de centrar la eclesiología y, en la medida de mis posibilidades, también traté de prepararla. Por lo demás, ante todo es preciso reconocer que la palabra comunión no ocupa en el Concilio un lugar central. A pesar de ello, si se entiende correctamente, puede servir de síntesis para los elementos esenciales del concepto cristiano de la

eclesiología conciliar. Todos los elementos esenciales del concepto cristiano de comunión se encuentran reunidos en el famoso pasaje de la primera carta de san Juan, que se puede considerar el criterio de referencia para cualquier interpretación cristiana correcta de la comunión: "Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos a vosotros, a fin de que viváis también en comunión con nosotros. Y esta comunión nuestra es con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Os escribimos esto para que nuestro gozo sea perfecto" (1 Jn 1, 3). Lo primero que se puede destacar de ese texto es el punto de partida de la comunión: el encuentro con el Hijo de Dios, Jesucristo, llega a los hombres a través del anuncio de la Iglesia. Así nace la comunión de los hombres entre sí, la cual, a su vez, se funda en la comunión con el Dios uno y trino. A la comunión con Dios se accede a través de la realización de la comunión de Dios con el hombre, que es Cristo en persona; el encuentro con Cristo crea comunión con él mismo y, por tanto, con el Padre en el Espíritu Santo, y, a partir de ahí, une a los hombres entre sí. Todo esto tiene como finalidad el gozo perfecto: la Iglesia entraña una dinámica escatológica. En la expresión "gozo perfecto" se percibe la referencia a los discursos de despedida de Jesús y, por consiguiente, al misterio pascual y a la vuelta del Señor en las apariciones pascuales, que tiende a su vuelta plena en el nuevo mundo: "Vosotros os entristeceréis, pero vuestra tristeza se convertirá en gozo. (...) De nuevo os veré, y se alegrará vuestro corazón (...). Pedid y recibiréis, para que vuestro gozo sea perfecto" (Jn 16, 20. 22. 24). Si se compara la última frase citada con Lc 11,13 -la invitación a la oración en san Lucas- aparece claro que "gozo" y "Espíritu Santo" son equivalentes y que, en 1 Jn 1,3, detrás de la palabra gozo se oculta el Espíritu Santo, sin mencionarlo expresamente. Así pues, a partir de este marco bíblico, la palabra comunión tiene un carácter teológico, cristológico, histórico-salvífico y eclesiológico. Por consiguiente, encierra también la dimensión sacramental, que en san Pablo aparece de forma plenamente explícita: "El cáliz de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión de la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo? Porque el pan es uno, aun siendo muchos, somos un

solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan..." (1 Co 10, 16-17). La eclesiología de comunión es, en su aspecto más íntimo, una eclesiología eucarística. Se sitúa muy cerca de la eclesiología eucarística, que teólogos ortodoxos han desarrollado de modo convincente en nuestro siglo. En ella, la eclesiología se hace más concreta y, a pesar de ello, sigue siendo totalmente espiritual, trascendente y escatológica. En la Eucaristía, Cristo, presente en el pan y en el vino, y dándose siempre de forma nueva, edifica la Iglesia como su cuerpo, y por medio de su cuerpo resucitado nos une al Dios uno y trino y entre nosotros. La Eucaristía se celebra en los diversos lugares y, a pesar de ello, al mismo tiempo es siempre universal, porque existe un solo Cristo y un solo cuerpo de Cristo. La Eucaristía incluye el servicio sacerdotal de la "representación de Cristo" y, por tanto, la red del servicio, la síntesis de unidad y multiplicidad, que se manifiesta ya en la palabra comunión. Así, se puede decir, sin lugar a dudas, que este concepto entraña una síntesis eclesiológica, que une el discurso de la Iglesia al discurso de Dios y a la vida que procede de Dios y que se vive con Dios; una síntesis que recoge todas las intenciones esenciales de la eclesiología del Vaticano II y las relaciona entre sí de modo correcto. Por todos estos motivos, me alegré y expresé mi gratitud cuando el Sínodo de 1985 puso en el centro de la reflexión el concepto de comunión. Sin embargo, los años sucesivos mostraron que ninguna palabra está exenta de malentendidos, ni siquiera la mejor o la más profunda. A medida que la palabra comunión se fue convirtiendo en un eslogan fácil, se fue opacando y desnaturalizando. Como sucedió con el concepto de pueblo de Dios, también con respecto a comunión se realizó una progresiva horizontalización, el abandono del concepto de Dios. La eclesiología de comunión comenzó a reducirse a la temática de la relación entre la Iglesia particular y la Iglesia universal, que a su vez se centró cada vez más en el problema de la división de competencias entre la una y la otra. Naturalmente, se difundió de nuevo el motivo del "igualitarismo", según el cual en la comunión sólo podría haber plena igualdad. Así se llegó de nuevo exactamente a la discusión de los discípulos sobre quién era el más grande, y resulta evidente que esta discusión en ninguna generación tiende a desaparecer. San Marcos lo relata con mayor relieve (cf. Mc 9, 33-37). De

camino hacia Jerusalén, Jesús había anunciado por tercera vez a sus discípulos su próxima pasión. Al llegar a Cafarnaúm, les preguntó de qué habían discutido entre sí a lo largo del camino. "Pero ellos callaban", porque habían discutido sobre quién de ellos era el más grande, es decir, una especie de discusión sobre el primado. ¿No sucede hoy eso mismo? Mientras el Señor va hacia su pasión; mientras la Iglesia, y en ella él mismo, sufre, nosotros nos dedicamos a discutir sobre nuestro tema preferido, sobre nuestros derechos de precedencia. Y si Cristo viniera a nosotros y nos preguntara de qué estábamos hablando, sin duda nos sonrojaríamos y callaríamos. Esto no quiere decir que en la Iglesia no se deba discutir también sobre el recto ordenamiento y sobre la asignación de las responsabilidades. Desde luego, habrá desequilibrios, que deben corregirse. Naturalmente, se puede dar un centralismo romano excesivo, que como tal se debe señalar y purificar. Pero esas cuestiones no pueden distraer del auténtico cometido de la Iglesia: la Iglesia no debe hablar principalmente de sí misma, sino de Dios; y sólo para que esto suceda de modo puro, hay también reproches intraeclesiales, que deben tener como guía la correlación del discurso sobre Dios y sobre el servicio común. En conclusión, no por casualidad en la tradición evangélica se repiten en varios contextos las palabras de Jesús, según las cuales los últimos serán los primeros y los primeros serán los últimos, como en un espejo, que afecta siempre a todos. Frente a la reducción que se verificó con respecto al concepto de comunión después de 1985, la Congregación para la doctrina de la fe creyó conveniente preparar la "Carta a los obispos de la Iglesia católica sobre algunos aspectos de la Iglesia considerada como comunión" (Communionis notio), que se publicó con fecha 28 de mayo de 1992. Dado que en la actualidad muchos teólogos, para cuidar de su celebridad, sienten el deber de dar una valoración negativa a los documentos de la Congregación para la doctrina de la fe, sobre ese texto llovieron las críticas, y fue poco lo que se salvó de ellas. Se criticó sobre todo la frase según la cual la Iglesia universal es una realidad ontológica y temporalmente previa a cada concreta Iglesia particular. Esto en el texto se hallaba fundado brevemente con la referencia al hecho de que según los santos Padres la Iglesia una y única precede la creación y

da a luz a las Iglesias particulares (cf. Communionis notio, 9). Los santos Padres prosiguen así una teología rabínica que había concebido como preexistentes la Torah (Ley) e Israel: la creación habría sido concebida para que en ella existiera un espacio para la voluntad de Dios, pero esta voluntad necesitaba un pueblo que viviera para la voluntad de Dios y constituyera la luz del mundo. Dado que los Padres estaban convencidos de la identidad última entre la Iglesia e Israel, no podían ver en la Iglesia algo casual, surgido a última hora, sino que reconocían en esta reunión de los pueblos bajo la voluntad de Dios la teleología interior de la creación. A partir de la cristología, la imagen se ensancha y se profundiza: la historia nuevamente en relación con el Antiguo Testamento- se explica como historia de amor entre Dios y el hombre. Dios encuentra y se prepara la esposa del Hijo, la única esposa, que es la única Iglesia. A partir de las palabras del Génesis, según las cuales el hombre y la mujer serán "una sola carne" (Gn 2, 24), la imagen de la esposa se fundió con la idea de la Iglesia como cuerpo de Cristo, metáfora que a su vez deriva de la liturgia eucarística. El único cuerpo de Cristo es preparado; Cristo y la Iglesia serán "una sola carne", un cuerpo, y así "Dios será todo en todos". Esta prioridad ontológica de la Iglesia universal, de la única Iglesia y del único cuerpo, de la única Esposa, con respecto a las realizaciones empíricas concretas en cada una de las Iglesias particulares, me parece tan evidente, que me resulta difícil comprender las objeciones planteadas. En realidad, sólo me parecen posibles si no se quiere y ya no se logra ver la gran Iglesia ideada por Dios -tal vez por desesperación, a causa de su insuficiencia terrena-; hoy se la considera como fruto de la fantasía teológica y, por tanto, sólo queda la imagen empírica de las Iglesias en su relación recíproca y con sus conflictos. Pero esto significa que se elimina a la Iglesia como tema teológico. Si sólo se puede ver a la Iglesia en las organizaciones humanas, entonces en realidad únicamente queda desolación. En ese caso no se abandona solamente la eclesiología de los santos Padres, sino también la del Nuevo Testamento y la concepción de Israel en el Antiguo Testamento. Por lo demás, en el Nuevo Testamento no es necesario esperar hasta las cartas deutero-paulinas y al Apocalipsis para encontrar la prioridad ontológica, reafirmada por la Congregación para la doctrina de la fe, de la Iglesia universal con respecto a las Iglesias particulares. En el corazón de las

grandes cartas paulinas, en la carta a los Gálatas, el Apóstol nos habla de la Jerusalén celestial y no como una grandeza escatológica, sino como una realidad que nos precede: "Esta Jerusalén es nuestra madre" (Ga 4, 26). Al respecto, H. Schlier destaca que para san Pablo, como para la tradición judaica en la que se inspira, la Jerusalén celestial es el nuevo eón. Pero para el Apóstol este nuevo eón ya está presente "en la Iglesia cristiana. Esta es para él la Jerusalén celestial en sus hijos". Aunque la prioridad ontológica de la única Iglesia no se puede negar seriamente, no cabe duda de que la cuestión relativa a la prioridad temporal es más difícil. La carta de la Congregación para la doctrina de la fe remite aquí a la imagen lucana del nacimiento de la Iglesia en Pentecostés por obra del Espíritu Santo. Ahora no quiero discutir la cuestión de la historicidad de este relato. Lo que cuenta es la afirmación teológica, que interesa a san Lucas. La Congregación para la doctrina de la fe llama la atención sobre el hecho de que la Iglesia tiene su inicio en la comunidad de los ciento veinte, reunida en torno a María, sobre todo en la renovada comunidad de los Doce, que no son miembros de una Iglesia local, sino que son los Apóstoles, los que llevarán el Evangelio hasta los confines de la tierra. Para esclarecer aún más la cuestión, se puede añadir que ellos, en su número de doce, son al mismo tiempo el antiguo y el nuevo Israel, el único Israel de Dios, que ahora -como desde el inicio se hallaba contenido fundamentalmente en el concepto de pueblo de Dios- se extiende a todas las naciones y funda en todos los pueblos el único pueblo de Dios. Esta referencia se ve reforzada por otros dos elementos: la Iglesia en este momento de su nacimiento habla ya en todas las lenguas. Los Padres de la Iglesia, con razón, interpretaron este relato del milagro de las lenguas como una anticipación de la "Catholica" -la Iglesia desde el primer instante está orientada "kat'holon"-, abarca todo el universo. A eso corresponde el hecho de que san Lucas describe al grupo de los oyentes como peregrinos procedentes de toda la tierra, sobre la base de una tabla de doce pueblos; así quería mostrar que el auditorio simbolizaba la totalidad de los pueblos. San Lucas enriqueció esa tabla helenística de los pueblos con un decimotercer nombre: los romanos; de esta forma, sin duda, quería subrayar aún más la idea del Orbis. No expresa exactamente el sentido

del texto de la Congregación para la doctrina de la fe Walter Kasper cuando, al respecto, dice que la comunidad originaria de Jerusalén fue de hecho Iglesia universal e Iglesia particular al mismo tiempo; prosigue: "Ciertamente, esto constituye una elaboración lucana, pues, desde el punto de vista histórico, probablemente ya desde el inicio existían más comunidades: además de la comunidad de Jerusalén, probablemente existía también la comunidad de Galilea". Aquí no se trata de la cuestión, para nosotros en definitiva irresoluble, de saber exactamente cuándo y dónde surgieron por primera vez las comunidades cristianas, sino del inicio interior de la Iglesia en el tiempo, que san Lucas quiere describir y que, más allá de toda indicación empírica, nos lleva a la fuerza del Espíritu Santo. Pero, sobre todo, no se hace justicia al relato lucano si se dice que la "comunidad originaria de Jerusalén" era al mismo tiempo Iglesia universal e Iglesia local. La primera realidad en el relato de san Lucas no es una comunidad jerosolimitana originaria; la primera realidad es que, en los Doce, el antiguo Israel, que es único, se convierte en el nuevo y que ahora este único Israel de Dios, por medio del milagro de las lenguas, aun antes de ser la representación de una Iglesia local jerosolimitana, se muestra como una unidad que abarca todos los tiempos y todos los lugares. En los peregrinos presentes, que provienen de todos los pueblos, esa Iglesia abraza inmediatamente también a todos los pueblos del mundo. Tal vez no es necesario atribuir demasiado valor a la cuestión de la precedencia temporal de la Iglesia universal, que san Lucas en su relato propone claramente. Pero sigue siendo importante que la Iglesia, en los Doce, es engendrada por el único Espíritu, desde el primer instante, para todos los pueblos y, por consiguiente, también desde el primer momento está orientada a expresarse en todas las culturas y precisamente así destinada a ser el único pueblo de Dios: no una comunidad local que crece lentamente, sino la levadura, siempre orientada al conjunto; por tanto, encierra en sí una universalidad desde el primer instante. La resistencia contra las afirmaciones de la precedencia de la Iglesia universal con respecto a las Iglesias particulares es teológicamente difícil de comprender o, incluso, incomprensible. Sólo resulta comprensible a partir de

una sospecha, que sintéticamente se ha formulado así: "Totalmente problemática resulta la fórmula, si la única Iglesia universal se identifica tácitamente con la Iglesia romana, de facto con el Papa y la Curia. Si esto sucede, entonces la carta de la Congregación para la doctrina de la fe no se puede entender como una contribución al esclarecimiento de la eclesiología de comunión; se debe comprender como su abandono y como el intento de una restauración del centralismo romano". En ese texto la identificación de la Iglesia universal con el Papa y la Curia se introduce primero como hipótesis, como peligro, pero luego parece atribuirse de hecho a la carta de la Congregación para la doctrina de la fe, a la que así se presenta como restauración teológica y, por tanto, como alejamiento del concilio Vaticano II. Este salto de interpretación sorprende, pero constituye sin duda una sospecha muy difundida. Es una expresión concreta de una acusación que se escucha en muchas partes, y que manifiesta también una creciente incapacidad de representarse algo concreto bajo la Iglesia universal, bajo la Iglesia una, santa y católica. Como único elemento configurante quedan el Papa y la Curia, y si se les da una clasificación demasiado alta desde el punto de vista teológico, es comprensible que se vean como una amenaza. Así, después de lo que sólo aparentemente ha sido un excursus, nos encontramos concretamente frente a la cuestión de la interpretación del Concilio. La pregunta que nos planteamos ahora es la siguiente: ¿Qué idea de Iglesia universal tiene propiamente el Concilio? No se puede decir, con verdad, que la carta de la Congregación para la doctrina de la fe "identifica tácitamente la Iglesia universal con la Iglesia romana, de facto con el Papa y la Curia". Esta tentación surge cuando anteriormente se identifica la Iglesia local de Jerusalén con la Iglesia universal, es decir, cuando se reduce el concepto de Iglesia a las comunidades que aparecen empíricamente y se pierde de vista su profundidad teológica. Conviene volver, con estos interrogantes, al texto mismo del Concilio. Inmediatamente la primera frase de la constitución sobre la Iglesia aclara que el Concilio no considera a la Iglesia como una realidad cerrada en sí misma, sino que la ve a partir de Cristo: "Cristo es la luz de los pueblos. Por eso este sacrosanto Sínodo, reunido en el Espíritu Santo, desea vehementemente

iluminar a todos los hombres con la luz de Cristo, que resplandece sobre el rostro de la Iglesia" (Lumen gentium, 1). En el fondo se aprecia ahí la imagen presente en la teología de los santos Padres, que ve en la Iglesia la luna, la cual no tiene de por sí luz propia, sino que refleja la luz del sol, Cristo. Así la eclesiología aparece como dependiente de la cristología, vinculada a ella. Pero, dado que nadie puede hablar correctamente de Cristo, del Hijo, sin hablar al mismo tiempo del Padre; y dado que no se puede hablar correctamente del Padre y del Hijo sin ponerse a la escucha del Espíritu Santo, la visión cristológica de la Iglesia se ensancha necesariamente hasta convertirse en una eclesiología trinitaria (cf. ib., 2-4). El discurso sobre la Iglesia es un discurso sobre Dios, y sólo así es correcto. En esta apertura trinitaria, que ofrece la clave para una correcta lectura de todo el texto, aprendemos, a partir de las realizaciones históricas concretas, y en todas ellas, lo que es la Iglesia una, santa, lo que significa "Iglesia universal". Esto se esclarece aún más cuando sucesivamente se muestra el dinamismo interior de la Iglesia hacia el reino de Dios. La Iglesia, precisamente porque se ha de comprender teo-lógicamente, se trasciende a sí misma: es la reunión para el reino de Dios, la irrupción en él. Luego se presentan brevemente las diversas imágenes de la Iglesia, todas las cuales representan a la única Iglesia: esposa, casa de Dios, familia de Dios, templo de Dios, la ciudad santa, nuestra madre, la Jerusalén celestial, la grey de Dios, etc. Al final, eso se concreta ulteriormente. Recibimos una respuesta muy práctica a la pregunta: ¿qué es esta única Iglesia universal, la cual precede ontológica y temporalmente a las Iglesias locales? ¿Dónde está? ¿Dónde podemos verla actuar? La constitución responde hablándonos de los sacramentos. En primer lugar está el bautismo: es un acontecimiento trinitario, es decir, totalmente teológico, mucho más que una socialización vinculada a la Iglesia local, como, por desgracia, a menudo se dice hoy, desnaturalizando el concepto. El bautismo no deriva de la comunidad concreta; nos abre la puerta a la única Iglesia; es la presencia de la única Iglesia, y sólo puede brotar a partir de ella, de la Jerusalén celestial, de la nueva madre. Al respecto, el conocido ecumenista Vinzenz Pfnür ha dicho recientemente: el bautismo es ser insertados "en el único cuerpo de Cristo, abierto para nosotros en la cruz (cf. Ef 2, 16), en el que... son bautizados por medio del único Espíritu (cf. 1

Co 12, 13), lo cual es esencialmente mucho más que el anuncio bautismal común en muchos lugares: hemos acogido en nuestra comunidad...". En el bautismo llegamos a ser miembros de este único cuerpo, "lo cual no debe confundirse con la pertenencia a una Iglesia local. De él forma parte la única esposa y el único episcopado..., en el cual, como dice san Cipriano, sólo se participa en la comunión de los obispos". En el bautismo la Iglesia universal precede continuamente a la Iglesia local y la constituye. Basándose en esto, la carta de la Congregación para la doctrina de la fe sobre la comunión puede decir que en la Iglesia no hay extranjeros: cada uno en cualquier parte está en su casa, y no es huésped. Siempre se trata de la única Iglesia, la única y la misma. Quien es bautizado en Berlín, está en su casa en la Iglesia en Roma o en Nueva York o en Kinshasa o en Bangalore o en cualquier otro lugar, del mismo modo que en la Iglesia donde fue bautizado. No debe registrarse de nuevo, pues la Iglesia es única. El bautismo viene de ella y da a luz en ella. Quien habla del bautismo, de por sí habla también de la palabra de Dios, que para la Iglesia entera es sólo una, y continuamente la precede en todos los lugares, la convoca y la edifica. Esta palabra está por encima de la Iglesia y, a pesar de ello, está en ella, ha sido encomendada a ella como sujeto vivo. Para estar presente de modo eficaz en la historia, la palabra de Dios necesita este sujeto, pero este sujeto, a su vez, no subsiste sin la fuerza vivificante de la palabra, que ante todo la hace sujeto. Cuando hablamos de la palabra de Dios, nos referimos también al Credo, que está en el centro del evento bautismal; es la modalidad con la que la Iglesia acoge la palabra y la hace propia, siendo de algún modo palabra y, al mismo tiempo, respuesta. También aquí está presente la Iglesia universal, la única Iglesia, de modo muy concreto y perceptible. El texto conciliar pasa del bautismo a la Eucaristía, en la que Cristo da su cuerpo y nos convierte así en su cuerpo. Este cuerpo es único; así, nuevamente la Eucaristía, para toda Iglesia local, es el lugar de la inserción en el único Cristo, el llegar a ser uno con todos los que participan en la comunión universal, que une el cielo y la tierra, a los vivos y a los muertos, el pasado, el presente y el futuro, y abre a la eternidad. La Eucaristía no nace de la Iglesia local y no termina en ella. Manifiesta

continuamente que Cristo entra en nosotros desde fuera a través de nuestras puertas cerradas. Viene continuamente a nosotros desde fuera, desde el único y total cuerpo de Cristo, y nos introduce en él. Este "extra nos" del sacramento se revela también en el ministerio del obispo y del presbítero: la Eucaristía necesita del sacramento del servicio sacerdotal precisamente porque la comunidad no puede darse a sí misma la Eucaristía; debe recibirla del Señor a través de la mediación de la única Iglesia. La sucesión apostólica, que constituye el ministerio sacerdotal, implica tanto el aspecto sincrónico como el diacrónico del concepto de Iglesia: pertenecer al conjunto de la historia de la fe desde los Apóstoles y estar en comunión con todos los que se dejan reunir por el Señor en su cuerpo. La constitución Lumen gentium sobre la Iglesia trató de forma destacada del ministerio episcopal en el tercer capítulo y aclaró su significado a partir del concepto fundamental del colegio. Este concepto, que sólo aparece de forma marginal en la tradición, sirve para ilustrar la unidad interior del ministerio episcopal. No se es obispo como individuo, sino a través de la pertenencia a un cuerpo, a un colegio, el cual a su vez representa la continuidad histórica del colegio de los Apóstoles. En este sentido, el ministerio episcopal deriva de la única Iglesia e introduce en ella. Precisamente aquí se puede comprobar que no existe teológicamente ninguna contraposición entre Iglesia local e Iglesia universal. El obispo representa en la Iglesia local a la única Iglesia, y edifica la única Iglesia mientras edifica la Iglesia local y aprovecha sus dones particulares para la utilidad de todo el cuerpo. El ministerio del Sucesor de Pedro es un caso particular del ministerio episcopal y está vinculado de modo especial a la responsabilidad de la unidad de la Iglesia entera. Pero este ministerio de Pedro y su responsabilidad ni siquiera podrían existir si no existiera ante todo la Iglesia universal. En efecto, se movería en el vacío y constituiría una pretensión absurda. Sin duda hubo que ir redescubriendo continuamente, incluso con grandes esfuerzos y sufrimientos, la correlación correcta de episcopado y primado. Pero esta búsqueda sólo se plantea de modo correcto cuando se considera a partir del primado de la misión específica de la Iglesia, y orientada y subordinada a él en todo tiempo; es decir, la tarea de llevar a Dios a los hombres, y a los hombres a Dios. El objetivo de la Iglesia es el Evangelio, y en ella todo debe girar en torno a él.

En este momento quisiera interrumpir el análisis del concepto de comunión y tomar posición, al menos brevemente, con respecto al aspecto más discutido de la Lumen gentium: el significado de la ya mencionada frase, en el número 8 de dicha constitución, según la cual la única Iglesia de Cristo, que en el Símbolo profesamos única, santa, católica y apostólica, "subsiste" en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con él. La Congregación para la doctrina de la fe, en 1985, se vio obligada a tomar posición con respecto a ese texto, muy discutido, con ocasión de un libro de Leonardo Boff, en el que el autor sostenía la tesis de que la única Iglesia de Cristo, al igual que subsiste en la Iglesia católica romana, de la misma forma subsiste también en otras Iglesias cristianas. Es superfluo decir que el pronunciamiento de la Congregación para la doctrina de la fe fue objeto de fuertes críticas y luego relegado al olvido. En el intento de analizar cuál es la situación actual de la aplicación de la eclesiología conciliar, la cuestión de la interpretación del "subsistit" es inevitable, y al respecto se debe tener presente el único pronunciamiento oficial del Magisterio después del Concilio sobre este palabra, es decir, la citada Notificación. Quince años más tarde, aparece con mucha mayor claridad que entonces que no se trataba meramente de un autor teológico concreto, sino de una visión de Iglesia que circula, con diversas variantes, y que sigue vigente en la actualidad. La clarificación de 1985 presentó con amplitud el contexto de la tesis de Boff, a la que hemos aludido. No es necesario profundizar más esos detalles, porque lo que nos interesa es algo más fundamental. La tesis, cuyo representante entonces era Boff, se podría caracterizar como relativismo eclesiológico. Encuentra su justificación en la teoría según la cual el "Jesús histórico" de por sí no habría pensado en una Iglesia y, por tanto, mucho menos la habría fundado. La Iglesia, como realidad histórica, sólo habría surgido después de la Resurrección, en el proceso de pérdida de tensión escatológica, a causa de las inevitables necesidades sociológicas de la institucionalización, y al inicio ni siquiera habría existido una Iglesia universal "católica", sino sólo diversas Iglesias locales, con diversas teologías, diversos ministerios, etc.

Por tanto, ninguna Iglesia institucional podría afirmar que es la única Iglesia de Jesucristo, querida por Dios mismo; todas las formas institucionales habrían surgido de necesidades sociológicas, y en consecuencia, como tales, todas serían construcciones que se pueden o, incluso, se deben cambiar radicalmente según las nuevas circunstancias. En su calificación teológica se diferenciarían de modo muy secundario. Así pues, se podría decir que en todas, o por lo menos en muchas, subsistiría la "única Iglesia de Cristo". A propósito de esa hipótesis, surge naturalmente la pregunta: ¿con qué derecho, en esa visión, se puede hablar simplemente de una única Iglesia de Cristo? La tradición católica, por el contrario, ha elegido otro punto de partida: confía en los evangelistas, cree en ellos. Entonces resulta evidente que Jesús, el cual anunció el reino de Dios, para su realización reunió en torno a sí algunos discípulos; no sólo les dio su palabra como nueva interpretación del Antiguo Testamento, sino también, en el sacramento de la última Cena, les hizo el don de un nuevo centro unificante, por medio del cual todos los que se profesan cristianos, de un modo totalmente nuevo, llegan a ser uno con él, hasta el punto de que san Pablo pudo designar esa comunión como formar un solo cuerpo con Cristo, como la unidad de un solo cuerpo en el Espíritu. Entonces resulta evidente que la promesa del Espíritu Santo no era un anuncio vago, sino que indicaba la realidad de Pentecostés; es decir, la Iglesia no fue pensada y hecha por hombres, sino que fue creada por medio del Espíritu; es y sigue siendo criatura del Espíritu Santo. Entonces, la institución y el Espíritu están en la Iglesia en una relación muy diversa de la que las mencionadas corrientes de pensamiento quisieran sugerirnos. Entonces la institución no es simplemente una estructura, que se puede cambiar o derribar a placer, que no tendría nada que ver con la realidad de la fe como tal. En consecuencia, esta forma de corporeidad pertenece a la Iglesia misma. La Iglesia de Cristo no está oculta de modo inaferrable detrás de las múltiples configuraciones humanas, sino que existe realmente, como Iglesia verdadera, que se manifiesta en la profesión de fe, en los sacramentos y en la sucesión apostólica. Por consiguiente, el Vaticano II, con la fórmula del "subsistit", de acuerdo con la tradición católica, quería decir exactamente lo contrario de lo que dice el

"relativismo eclesiológico": la Iglesia de Jesucristo existe realmente. Él mismo la quiso, y el Espíritu Santo la crea continuamente desde Pentecostés, a pesar de todos los límites humanos, y la sostiene en su identidad esencial. La institución no es una exterioridad inevitable, pero teológicamente irrelevante o incluso perjudicial, sino que, en su núcleo esencial, pertenece a la realidad concreta de la Encarnación. El Señor mantiene su palabra: "Las puertas del infierno no prevalecerán contra ella". Al llegar a este punto, resulta necesario analizar un poco más a fondo el sentido de la palabra "subsistit". Con esta expresión el Concilio se aparta de la fórmula de Pío XII que, en su encíclica Mystici corporis Christi, había dicho: la Iglesia católica "es" ("est") el único cuerpo de Cristo. En la diferencia entre "subsistit" y "est" subyace todo el problema ecuménico. La palabra "subsistit" deriva de la filosofía antigua, desarrollada ulteriormente en la escolástica. A ella corresponde la palabra griega "hypóstasis", que en la cristología desempeña un papel fundamental para describir la unión de las naturalezas divina y humana en la persona de Cristo. "Subsistere" es un caso especial de "esse". Es el ser en la forma de un sujeto "a se stante". Aquí se trata precisamente de esto. El Concilio quiere decir que la Iglesia de Jesucristo, como sujeto concreto en este mundo, puede encontrarse en la Iglesia católica. Eso sólo puede suceder una vez, y la concepción según la cual el "subsistit" se debería multiplicar no corresponde a lo que pretendía decir. Con la palabra "subsistit" el Concilio quería expresar la singularidad y la no multiplicabilidad de la Iglesia católica: existe la Iglesia como sujeto en la realidad histórica. Sin embargo, la diferencia entre "subsistit" y "est" encierra el drama de la división eclesial. Aunque la Iglesia sólo sea una y subsista en un único sujeto, también fuera de este sujeto existen realidades eclesiales, verdaderas Iglesias locales y diversas comunidades eclesiales. Dado que el pecado es una contradicción, en definitiva esta diferencia entre "subsistit" y "est" no puede resolverse plenamente desde el punto de vista lógico. En la paradoja de la diferencia entre singularidad y realidad concreta de la Iglesia, por una parte, y existencia de una realidad eclesial fuera del único sujeto, por otra, se refleja lo contradictorio que es el pecado humano, lo contradictoria que es la división. Esa división es algo totalmente diferente de la dialéctica relativista, antes descrita, en la que la división de los cristianos pierde su aspecto

doloroso y en realidad no es una fractura, sino sólo el manifestarse de las múltiples variaciones de un único tema, en el que todas las variaciones, de alguna manera, tienen razón y de algún modo no la tienen. En realidad no existe una necesidad intrínseca para la búsqueda de la unidad, porque de todos modos, en verdad, la única Iglesia está en todas partes y a la vez en ninguna. Por tanto, en realidad, el cristianismo sólo existiría en la correlación dialéctica de variaciones opuestas. El ecumenismo consistiría en que todos, de algún modo, se reconocen recíprocamente, porque todos serían sólo fragmentos de la realidad cristiana. El ecumenismo sería, por consiguiente, resignarse a una dialéctica relativista, dado que el Jesús histórico pertenece al pasado y, de cualquier modo, la verdad sigue estando escondida. La visión del Concilio es muy diversa: el hecho de que en la Iglesia católica esté presente el "subsistit" del único sujeto Iglesia no es mérito de los católicos, sino sólo obra de Dios, que él hace perdurar a pesar del continuo demérito de los sujetos humanos. Estos no pueden gloriarse de ello, sino sólo admirar la fidelidad de Dios, avergonzándose de sus pecados y al mismo tiempo llenos de gratitud. Pero el efecto de sus pecados se puede ver: todo el mundo contempla el espectáculo de las comunidades cristianas divididas y enfrentadas, que reivindican recíprocamente sus pretensiones de verdad y así aparentemente hacen inútil la oración que Cristo elevó en la víspera de su pasión. Mientras la división, como realidad histórica, es perceptible a todos, la subsistencia de la única Iglesia en la figura concreta de la Iglesia católica sólo se puede percibir como tal por la fe. El concilio Vaticano II advirtió esta paradoja y, precisamente por eso, declaró que el ecumenismo es un deber, como búsqueda de la verdadera unidad, y la encomendó a la Iglesia del futuro. Llego a la conclusión. Quien quiere comprender la orientación de la eclesiología conciliar, no puede olvidar los capítulos 4-7 de la constitución Lumen gentium, en los que se habla de los laicos, de la vocación universal a la santidad, de los religiosos y de la orientación escatológica de la Iglesia. En esos capítulos se vuelve a destacar una vez más el objetivo intrínseco de la Iglesia, lo que es más esencial a su existencia: se trata de la santidad, de cumplir la voluntad de Dios, de que en el mundo exista espacio

para Dios, de que pueda Dios habitar en él y así el mundo se convierta en su "reino". La santidad es algo más que una cualidad moral. Es el habitar de Dios con los hombres, de los hombres con Dios, la "tienda" de Dios entre nosotros y en medio de nosotros (cf. Jn 1, 14). Se trata del nuevo nacimiento, no de carne ni de sangre, sino de Dios (cf. Jn 1, 13). La orientación a la santidad es lo mismo que la orientación escatológica, y de hecho ahora esa orientación a la santidad, a partir del mensaje de Jesús, es fundamental para la Iglesia. La Iglesia existe para convertirse en morada de Dios en el mundo, siendo así "santa": por ser más santos se debería competir en la Iglesia, y no sobre mayores o menores derechos de precedencia, ni sobre quién debe ocupar los primeros lugares. Y todo esto, una vez más, se halla recogido y sintetizado en el último capítulo de la constitución sobre la Iglesia, que trata de la Madre del Señor. A primera vista, la inserción de la mariología dentro de la eclesiología, que realizó el Concilio, podría parecer más bien casual. Desde el punto de vista histórico, es verdad que esta inserción la decidió una mayoría muy relativa de padres. Pero desde un punto de vista más interior, esta decisión corresponde perfectamente a la orientación del conjunto de la constitución: sólo entendiendo esta correlación, se entiende correctamente la imagen de la Iglesia que el Concilio quería trazar. En esta decisión se aprovecharon las investigaciones de H. Rahner, A. Müller, R. Laurentin y Karl Delahaye, gracias a los cuales la mariología y la eclesiología se renovaron y profundizaron al mismo tiempo. Sobre todo Hugo Rahner mostró de modo notable, a partir de las fuentes, que toda la mariología fue pensada y enfocada por los santos Padres ante todo como eclesiología: la Iglesia es virgen y madre, fue concebida sin pecado y lleva el peso de la historia, sufre y, a pesar de eso, ya está elevada a los cielos. En el curso del desarrollo sucesivo se revela muy lentamente que la Iglesia es anticipada en María, es personificada en María y que, viceversa, María no es un individuo aislado, cerrado en sí mismo, sino que entraña todo el misterio de la Iglesia. La persona no está cerrada de forma individualista y la comunidad no se comprende de forma colectivista, de modo impersonal; ambas se superponen recíprocamente de forma inseparable. Esto vale ya para la mujer del Apocalipsis, tal como aparece en el capítulo 12: no es correcto limitar esta figura exclusivamente, de modo individualista, a María,

porque en ella se contempla al mismo tiempo a todo el pueblo de Dios, el antiguo y el nuevo Israel, que sufre y en el sufrimiento es fecundo; pero tampoco es correcto excluir de esta imagen a María, la madre del Redentor. Así, en la superposición entre persona y comunidad, como la encontramos en este texto, ya está anticipada la relación íntima entre María y la Iglesia, que luego se desarrolló lentamente en la teología de los Padres y, al final, la recogió el Concilio. El hecho de que más tarde ambas se hayan separado, de que María haya sido considerada como un individuo lleno de privilegios y por eso infinitamente lejano a nosotros, y de que la Iglesia, a su vez, haya sido vista de modo impersonal y puramente institucional, ha dañado en igual medida tanto a la mariología como a la eclesiología. Aquí han influido las divisiones, que ha realizado de modo particular el pensamiento occidental y que, por lo demás, tienen sus buenos motivos. Pero si queremos comprender correctamente a la Iglesia y a María, debemos saber volver a la situación anterior a esas divisiones, para entender la naturaleza superindividual de la persona y superinstitucional de la comunidad, precisamente donde la persona y la comunidad se remiten a su origen a partir de la fuerza del Señor, del nuevo Adán. La visión mariana de la Iglesia y la visión eclesial, histórico-salvífica, de María nos llevan en definitiva a Cristo y al Dios trino, porque aquí se manifiesta lo que significa la santidad, lo que es la morada de Dios en el hombre y en el mundo, lo que debemos entender por tensión "escatológica" de la Iglesia. Sólo así el capítulo de María se presenta como culmen de la eclesiología conciliar y nos remite a su punto de partida cristológico y trinitario. Para ofrecer una muestra de la teología de los santos Padres, quisiera proponer, como conclusión, un texto de san Ambrosio, elegido por Hugo Rahner: "Así pues, estad firmes en el terreno de vuestro corazón. El Apóstol nos explica lo que significa estar; Moisés lo escribió: "el lugar en el que estás es tierra santa". Nadie está, si no es quien está firme en la fe... y también está escrito: "Pero tú está firme conmigo". Tú estarás firme conmigo si estás en la Iglesia. La Iglesia es la tierra santa sobre la que debemos estar.... Por tanto, está firme, está en la Iglesia. Está firme donde quiero aparecerme a ti, allí estaré junto a ti. Donde está la Iglesia, allí es el lugar firme de tu corazón. Sobre la Iglesia se apoyan los cimientos de tu alma. En efecto, en la Iglesia yo

me he aparecido a ti, como lo hice en otro tiempo en la zarza ardiente. La zarza eres tú, yo soy el fuego. Fuego en la zarza yo soy en tu carne. Fuego yo soy, para iluminarte; para quemar las espinas de tus pecados, para darte el favor de mi gracia".

Card. JOSEPH RATZINGER Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe

LA IDENTIDAD TEOLÓGICA DEL LAICO PEDRO RODRÍGUEZ SCRIPTA THEOLOGICA 19 (1987/1-2) 265-302

Introducción El Concilio Vaticano II es, a los ojos de todos, una piedra miliar en la historia de la Iglesia, y ello, quizá ante todo, por su doctrina acerca de la posición de los laicos en la Iglesia. El capítulo IV de su documento central, la Const. Lumen Gentium, y un entero Decreto, el Apostolicam actuositatem, están dedicados expresamente a describir la «vocación y la misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo». Este es el tema en el que se concentra la reflexión que el Sínodo de los Obispos de 1987 se propone emprender. Su contenido pastoral es, pues, inequívoco, y evidente la trascendencia para la vida de la Iglesia que ese programa está llamado a tener. Es toda una movilización del Pueblo de Dios la que está implícita en esa reflexión, por medio de la cual debe expresarse lo que el Concilio Vaticano II supone para la Iglesia de hoy. a) «Clarificar y profundizar la 'figura' de los laicos» Ese impulso en el terreno de la misión, que cabe esperar del Sínodo, presupone, inseparable e ineludiblemente, la tarea de «clarificar y profundizar la 'figura' de los laicos». Con estas palabras los «Lineamenta» del Sínodo[1] señalaban la tarea primera a desarrollar por la Asamblea episcopal. Esto equivale a decir dos cosas: a) que el tema de la identidad teológica del

laico es la cuestión central a dilucidar, pues sólo desde una correcta teología del laicado puede plantearse un relanzamiento de la misión que los laicos tienen en la Iglesia. b) que esa teología dista mucho de haber obtenido un consenso: por eso necesita una clarificación. En los últimos veinte años hemos visto difundirse unas propuestas acerca del laicado que, de manera más o menos explícita, se presentan como superadoras de la «visión parcial» del Concilio; en realidad, a mi parecer, diluyen u oscurecen la figura peculiar del laico en la Iglesia[2]. Esto demuestra que los problemas actuales de la teología del laicado se reconducen a los de la eclesiología en general: no hay una teología «autónoma» del laicado, y esas propuestas a las que me refiero son los reflejos en nuestro asunto de las correspondientes concepciones eclesiológicas de fondo. Se pone así de manifiesto, a sensu contrario, que la identidad teológica del laico sólo puede lograrse en el seno de una «eclesiología total»[3]. Evidentemente no pretendo elaborarla, y menos en el breve espacio asignado a esta ponencia, pero lo que diré sobre el laicado será dicho dentro de un marco eclesiológico de mayor alcance, que necesariamente ha de ser sintético, pero que podrá ser puntualizado, si hace al caso, en la discusión subsiguiente a la ponencia. b) Incidencia pastoral de la cuestión El oscurecimiento paradójico de la identidad teológica del laico, que se ha operado en estos años recientes, precisamente por darse en el marco de la eclesiología en general, ha tenido como consecuencia la paralela deformación del sentido y de la misión de la figura del sacerdote y de la figura del religioso. De manera esquemática podría decirse que la mentalidad generalizada previa al Concilio tendía a ver la «vocación cristiana» realizada plenamente en el religioso o en el sacerdote: para ellos, incluso, en la manera corriente de expresarse, se reservaba la palabra «vocación». Los laicos —los fieles corrientes— eran considerados de hecho como cristianos de segunda fila: si aspiraban a una plenitud de vida cristiana, esa aspiración equivalía a «tener vocación», es decir, hacerse sacerdote o ingresar en un Instituto religioso; y si permanecían en el mundo, el analogatum princeps de su vida in Ecclesia les venía propuesto desde la figura del sacerdote o del religioso. Siendo ya una realidad la existencia de potentes movimientos de espiritualidad y apostolado, el Concilio Vaticano II propuso a toda la Iglesia un verdadero redescubrimiento de la «vocación cristiana» de todos los miembros del Pueblo de Dios, con la consiguiente llamada universal a la santidad y al apostolado. En este contexto, el Concilio pudo plantear, con toda su originalidad, la vocación propia de los laicos, su posición peculiar en la estructura y en la misión de la Iglesia; es decir, no desde el analogatum del ministerio sagrado o desde el estado religioso, sino desde la común dignidad de los hijos de Dios que el Señor da a todos sus fíeles por el Bautismo. Pero la época posconciliar ha sido testigo de un fenómeno de signo inverso al

de los siglos precedentes. Por una falsa inteligencia de la doctrina del Concilio, se ha producido un deslizamiento que ha identificado la «vocación cristiana» recibida en el Bautismo con la vocación propia de los laicos, sin más matices. El «laico» —a los ojos de muchos teólogos y, sobre todo, pastoralistas— ha pasado a ser el analogatum princeps de toda existencia cristiana. Lo cual traía como consecuencia que el sacerdote o el religioso sólo podían realizar verdaderamente su ser cristiano en la medida en que conservaban, o «recobraban», las características propias de la condición laical. Muchas manifestaciones en estos veinte años de la «desacralización» del ministerio y vida de los sacerdotes, o de la «secularización» de la vida religiosa, dicen íntima relación a este deslizamiento al que me refiero. La «crisis de identidad» de muchos eclesiásticos y de tantas instituciones religiosas tiene aquí, a mi manera de ver, una de sus causas más determinantes. Quiero con todo ello decir que una correcta teología del laicado, que identifique con rigor el proprium teológico de los laicos dentro de la común vocación cristiana del Pueblo de Dios, se nos presenta hoy, no ya como una necesidad para la vida de los laicos mismos, sino como un verdadero servicio a la identidad propia de las otras condiciones personales que se dan en la Iglesia. Se manifiesta así, también en el quehacer teológico, que la Iglesia es una comunión de carismas y ministerios diversos, una unidad-totalidad de elementos interrelacionados. Comprender el sentido de uno de ellos implica la comprensión de todos en su unidad. c) El laicado como tema teológico Mi exposición no será histórica, sino sistemático-teológica. No voy a hacer la historia de la cuestión, ni a describir el debate contemporáneo. Parto de la base de que todo esto es conocido por Vds. y sólo haré las alusiones imprescindibles. Lo que pretendo en mi ponencia es abordar la cuestión por sí misma, buscando captar la posición teológica de los laicos en la estructura de la Iglesia sacramento de salvación dado por Cristo al mundo. El presupuesto de esta opción es el haber llegado al convencimiento, después de muchos años, de que la cuestión de la identidad teológica del cristiano laico no entra, por supuesto, en la competencia de la antropología o de la sociología; ni, radicalmente, es un tema que pertenezca a la teología espiritual, a la teología pastoral o al derecho canónico; sino que el ámbito teológico en el que debe fraguarse es el de la eclesiología, y concretamente al estudiar la estructura fundamental de la Iglesia. La comprensión teológica de la figura del laico en la estructura de la Iglesia, elaborada en sede eclesiológica, se constituye, dentro de la orgánica de las ciencias sagradas, en un subsidium —no exclusivo, pero sí imprescindible— para la tarea propia que, sobre el tema, corresponde respectivamente a la teología espiritual, a la teología pastoral y al derecho canónico. Estos ámbitos científicos, por su parte, brindan materiales de primer interés para la elaboración propiamente eclesiológica.

d) Orden de la exposición El orden que seguiré será partir de lo más claro y obvio en la estructura para avanzar desde ahí poco a poco, hasta lograr hacer luz en lo más oscuro y problemático y captar así la identidad propia del laico en el seno de la Iglesia. El Concilio Vaticano II y sus documentos enmarcarán mi reflexión. La razón no es sólo el debido obsequium al Magisterio, sino la convicción de que la cuestión de los laicos, veinte años después del Vaticano II, debe entroncar con la doctrina fresca y viva del Concilio, que, ahora más que nunca, hay que comprender, desarrollar y llevar a la práctica.

1. El marco eclesiológico El capítulo II de la Const. Lumen Gentium es el lugar fundamental del Concilio Vaticano II para la comprensión de la estructura de la Iglesia histórica, es decir, para entender teológicamente cómo el misterio de la Iglesia se hace sacramento de salvación. En los números 9 a 13 encontramos el núcleo de esa teología. «La congregación de todos los creyentes que miran a Jesús como autor de la salvación y principio de la unidad y de la paz —dice el n. 9—, es la Iglesia convocada y constituida por Dios para ser el sacramento visible de esta unidad salvífica para todos y para cada uno». Poco antes el Concilio había declarado que este pueblo mesiánico, «constituido por Cristo para ser comunión de vida, de caridad y de verdad, es empleado también por El como instrumento de redención universal y enviado al mundo entero como luz del mundo y sal de la tierra». A esta Iglesia —sigue diciendo el Concilio— Cristo «la llenó de su Espíritu y la proveyó de los medios aptos para su misión visible y social». La comunidad que tiene este origen, cristológico y pneumatológico a la vez, es una comunidad sacerdotal —leemos en el n. 10— y su unión visible y social es calificada en el n. 11 como «organice exstructa», estructurada orgánicamente. Esa estructura orgánica viene determinada en su momento cristológico por los caracteres sacramentales, que producen los diferentes modos de participación en el sacerdocio de Cristo que el Concilio llama sacerdocio común de los fieles y sacerdocio ministerial; y en su momento pneumatológico por los carismas que el Espíritu otorga a los fieles, a los que se dedica el n. 12. De la conjunción de los caracteres sacramentales con determinados carismas proceden las tres grandes dimensiones personales de la estructura histórica y concreta de la Iglesia, que el Concilio llama: sagrado ministerio, laicado y estado religioso, a los que consagrará después sendos capítulos, pero cuya primera descripción se encuentra ya de algún modo en el n. 13 de la Constitución: «el Pueblo de Dios, en sí mismo, está integrado ex diversis ordinibus: hay, en efecto, diversidad entre sus miembros, ya según los oficios, pues algunos desempeñan el ministerio sagrado en bien de sus hermanos; ya según la condición u ordenación de la

vida, pues muchos en el estado religioso, buscando la santidad por un camino más arduo, estimulan a sus hermanos con el ejemplo». La estructura de la Iglesia y, en consecuencia, estas diferentes posiciones estructurales que en ella tienen las personas convocadas, manifiesta —ad intra y ad extra— el ser uno y plural de la Ecclesia in terris y, a la vez, la dinámica salvífica del sacramentum salutis; en otras palabras: es el ser y la misión salvadora de la Iglesia lo que se manifiesta a través de la concreta y específica vocación, responsabilidad y tarea de las personas convocadas por Dios en su Pueblo santo[4]. El carácter orgánico de la estructura de la Iglesia implica que no quepa una investigación de la identidad teológica de uno de sus elementos —en nuestro caso el laicado— si no es en el seno de la comprensión teológica de la estructura en cuanto tal.

2. Los «christifideles» en la estructura de la Iglesia[5] La Const. Lumen Gentium se ha pronunciado formalmente acerca de la condición laical en su cap. IV, como he dicho. Pero sería un falso camino para alcanzar teológicamente la «figura» del laico acudir directamente a ese lugar; como sería igualmente erróneo, para conocer la figura del Obispo o del presbítero, ir sin más a los textos del cap. III de la Constitución; o al cap. VI para identificar la «figura» de los religiosos. Pertenece, por el contrario, al núcleo mismo de la eclesiología del Concilio el que las diversas maneras de ser y de servir en la Iglesia sean comprendidas desde la fundamental perspectiva que brindan los cap. I y II, que describen la Iglesia como un «todo», que es Cuerpo de Cristo y Pueblo de Dios. Por lo demás, a la radical antropología del cap. II nos remite el propio cap. IV ya en sus primeras líneas, al declarar que «cuanto se ha dicho acerca del Pueblo de Dios se dirige por igual a laicos, religiosos y clérigos» (LG, 31). En esa perspectiva, lo que aparece en primer lugar es la «nueva criatura», es decir, los hombres y las mujeres redimidos por Cristo, transformados en hijos de Dios por la fe y el Bautismo, fortificados en su ser cristiano por la Confirmación, ofreciéndose con Cristo al Padre en el Sacrificio eucarístico y alimentando su vida nueva con el Cuerpo y la Sangre del Señor. La profunda antropología cristiana del cap. II de Lumen Gentium pone ante nuestros ojos la radical condición cristiana, la vocación cristiana simpliciter, la nueva criatura en Cristo, como dije antes. Por decirlo gráficamente, allí aparece el «común denominador» de los diversos «numeradores» que pueden darse y se dan de hecho en el

Pueblo de Dios. A ese común denominador lo llama el Concilio Vaticano II con una expresión bien precisa: christifidelis, que podemos traducir por cristiano, creyente, discípulo de Cristo, fiel de Cristo, etc. Todo esto es de sobra conocido, pero, por eso mismo, no es menos importante recordarlo y subrayarlo. Porque sería un error —debo decirlo ya desde ahora— ver en esa figura al laico, sin más. Laico = miembro del Pueblo de Dios es una interpretación equivocada del término, fruto de lo que Del Portillo llama la «falacia etimológica»[6]. La condición descrita en el cap. II de Lumen Gentium no es la propia —en sentido estricto— de los laicos sino de todos los miembros de la Iglesia, también de los clérigos y de los religiosos. Esto lo expresaba con toda la claridad deseable Agustín de Hipona en un célebre texto recogido por la citada Constitución, en el que no me parece improcedente detenerme: «Cuando me atemoriza lo que soy para vosotros, me llena de consuelo lo que soy con vosotros. Porque para vosotros soy el Obispo, con vosotros soy un cristiano; aquél es el nombre de mi oficio (nomen officii), éste es el nombre de la gracia (nomen gratiae); aquél es mi responsabilidad, éste es mi salvación».[7] Aquí tenemos, en efecto, condensada, toda la teología del cap. II de Lumen Gentium. San Agustín designa la condición de miembros del Pueblo de Dios y Cuerpo de Cristo con la palabra «cristianos» y él se incluye gozosamente dentro de ella. Con vosotros —es decir, en el nivel de lo que llama nomen gratiae, que es el del cap. II de Lumen Gentium— soy un cristiano, un christifidelis, es decir, un miembro del Pueblo de Dios. S. Agustín no es un laico, sino un ministro del Señor, un Obispo. Pero es un fiel cristiano. Y, permaneciendo un fiel cristiano, es, a la vez, para los demás fieles, un Obispo; para los de Hipona, «el» Obispo: vobis Episcopus. El Obispo Agustín es, en consecuencia, un cristiano que ha recibido por la ordenación episcopal el oficio del episcopado. Con ello no sólo no deja su condición de cristiano para adquirir la de Obispo, sino que precisamente aquélla es la condición de posibilidad de ésta. Ya se ve por lo dicho que la palabra christifidelis puede ser tomada en un doble sentido. Por una parte, designa la conditio o status propio de los cristianos en cuanto distintos de los demás hombres. Esa identidad radical, que se origina en la vocación bautismal es la que San Pablo describe con estas palabras: «El Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo; por cuanto nos ha elegido en El, antes de la creación del mundo, para ser

santos e inmaculados en su presencia por el Amor; eligiéndonos de antemano para ser hijos adoptivos por Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia, con la que nos agració en el Amado» (Eph 1, 3-6). Cuando Agustín dice: «con vosotros soy cristiano», el santo obispo de Hipona está nombrando la identidad propia de los creyentes en Cristo en el seno de la historia humana. El lenguaje clásico tiene aquí un rigor inapelable: lo distinto de los fieles son los infieles. Ante los demás hombres, por tanto, un cristiano —sea sacerdote, laico o religioso— es ante todo eso, un fiel cristiano, un miembro de la Iglesia de Cristo. Pero, ad intra del Pueblo de Dios organice exstructum, la palabra christifidelis designa «el sustrato común a todos los miembros de la Iglesia»[8], su ontología radical —el nomen gratiae—, cualquiera que sea la posición estructural que cada cristiano ocupa en la Iglesia, es decir, independientemente de su condición clerical, laical o religiosa. Este sentido es el que tiene la expresión en el Concilio Vaticano II, cuando dice —por ejemplo, en Lumen Gentium, 11—: «christifideles omnes, cuiusque conditionis ac status...». La teología del Concilio Vaticano II tiene en el concepto de christi fidelis uno de sus puntos neurálgicos. Ese concepto, —que, a su vez, protagoniza el nuevo Código de Derecho Canónico[9]— está perfectamente recogido, en su doble valencia, en el canon 204 § 1 con el que comienza el libro De populo Dei: «Christifideles sunt qui, utpote per baptismum Christo incorporati, in populum Dei sunt constituti, atque hac ratione muneris Christi sacerdotalis, prophetici et regalis suo modo participes facti, secundum propriam cuiusque conditionem, ad missionem exercendam vocantur, quam Deus Ecclesiae in mundo adimplendam concredidit». Si se toman en serio estas verdades tan obvias, es decir, si se comprende a fondo el sentido antropológico de la eclesiología de Lumen Gentium cap. II, dos consecuencias aparecen de manera inmediata: Primera. Todas las diversas y posibles posiciones estructurales en la Iglesia, cualquiera que sea su significación, asumen, íntegra e intocada, esa radical condición cristiana con todas sus exigencias. Más todavía, no son concebibles sino como fundamentadas en la permanencia de esa excelsa condición con todas sus implicaciones: no son sino desarrollos del «estado» de cristiano. Segunda. Siendo esto así, el proprium teológico de la figura del laico no puede consistir en el christifidelis descrito en el cap. II de Lumen Gentium, puesto que ese contenido —el ser cristiano originado en el Bautismo— es común a clérigos, religiosos y laicos. La antropología del cap. II sustenta las diversas maneras de ser in Christo et in Ecclesia que se describen tanto en el cap. III (ministros sagrados), como en el IV (laicos) y en el VI (religiosos) de Lumen Gentium, y desde ella deben ser comprendidas; pero cada una de esas posiciones estructurales en la Iglesia tiene su proprium. Desde el punto de vista de nuestra búsqueda de la identidad teológica del laico, lo hasta aquí investigado nos lleva a una primera y obvia conclusión: el

laico es, ante todo,' un fiel cristiano y con ello queda afirmada de la manera más positiva su dignidad cristiana, es decir, su condición de hijo de Dios, su participación en el sacerdocio de Cristo y su condición de miembro de pleno derecho del Pueblo de Dios. Pero con ello no hemos dicho todavía lo que hace de ese cristiano un «laico» en el sentido teológico de la palabra. Para lograrlo debemos seguir indagando en la estructura fundamental de la Iglesia.

3. El sagrado ministerio en la estructura de la Iglesia Este nuevo paso es el que podemos expresar con unas palabras tomadas del Decreto Presbyterorum Ordinis, 2: «El mismo Señor, para que los fieles se fundieran en un solo cuerpo, 'en el que no todos los miembros tienen la misma función' (Rom 12,4), de entre ellos a algunos los constituyó ministros, que en la societas fidelium poseyeran la sacra potestas Ordinis, para ofrecer el sacrificio y perdonar los pecados, y ejercieran públicamente el officium sacerdotale en el nombre de Cristo en favor de los hombres». De «entre los fieles, pues, algunos son ministros». Tocamos aquí un punto esencial de la eclesiología católica[10]: la existencia en la Iglesia, por institución que arranca del mismo Señor Jesús, de un ministerio sagrado de naturaleza sacerdotal, que se transmite por medio de un específico sacramento —el sacramento del Orden— y recae sobre algunos fieles, que pasan de este modo a ser los «ministros sagrados» («clérigos» en la terminología canónica). Pertenece a la esencia de la congregatio fidelium que es la Iglesia el ser, desde su mismo origen cristológico histórico, una comunidad organice exstructa (LG, 11); lo que significa en concreto que, siendo idéntico el nomen gratiae e idéntica la dignidad de los fieles por razón de la fe y el Bautismo, hay en esa communio una diferenciación originaria de base sacramental: de entre los que son fieles de Cristo por razón del Bautismo, algunos son ministros por razón del Orden. No podemos ni debemos ahora detenernos en esta decisiva afirmación eclesiológica[11]. Tan sólo debemos considerar lo que es inmediatamente necesario para nuestro propósito. Ante todo, que el sagrado ministerio comporta una nueva manera de participar en el sacerdocio del único Sacerdote, Cristo. Esa nueva manera determina el proprium de los ministros sagrados en la Iglesia, lo característico de su posición estructural en el Pueblo de Dios, y, en consecuencia, lo peculiar de su servicio: la «repraesentatio Christi Capitis»[12]. La sagrada potestad que les adviene por el sacramento los hace capaces de prestar este servicio a que han sido llamados. Esa nueva participación en el sacerdocio de Cristo difiere del sacerdocio

común de los fieles essentia et non gradu tantum. Paradójicamente, esta afirmación de Lumen Gentium ha sido mal entendida, como si fuera peyorativa para el sacerdocio común de los fieles, cuando en realidad es la defensa de la plena dignidad cristiana de la conditio fidelis: el sacerdote ministerial no es un «super-cristiano», sino un ministro, un .servidor gracias a la presencia, en sus acciones ministeriales, de Cristo Cabeza de su cuerpo. El sacerdocio ministerial o jerárquico no es, pues, un grado que haga los ministros más «fieles», más «cristianos» que los demás miembros de la Iglesia; sino que es algo esencialmente distinto, algo que se mueve en el plano del médium salutis, no del fructus salutis[13]. De ahí que en un fiel que es ordenado presbítero u obispo, el sacerdocio común, que ya tiene por el Bautismo, no venga «superado» o eliminado por la nueva participación del sacerdocio de Cristo que recibe en la ordenación, ni queda subsumido en ella, sino que permanece en él con su ortología y su operatividad específicas; el ordenado sigue siendo un christifidelis —ya lo hemos dicho— con todas las exigencias de su ser cristiano. La ordenación le otorga un proprium que, precisamente por ello, presupone la permanencia de lo común. A esto apuntaba San Agustín en su célebre texto: vobiscum christianus. De esta manera, en nuestra reflexión sobre los elementos de la estructura de la Iglesia ha surgido, después del elemento común y fundante que es la condición de christifidelis, un primer elemento específico, también de origen sacramental, que es el ministerio sagrado. Este binomio «fieles-ministros» representa la originaria estructura sacramental de la Iglesia fundada por Cristo, que es una estructura sacerdotal, cuya dinámica resulta de la interrelación entre el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial, descritos en el n. 10 de la Constitución Lumen Gentium.

4. Noción canónica y noción teológica de laico ¿Dónde aparece la «figura» del laico en esta consideración sacramental de la estructura originaria de la Iglesia? La respuesta es: en ninguna parte. El nivel sacramental de la estructura, si se consideran las cosas con rigor teológico, sólo permite establecer el elemento común y radical —el christifidelis: el bautizado (y el confirmado)— y el elemento específico ministerial: los «ministros sagrados». Nada más. Parece, sin embargo, históricamente demostrado que es en el contexto de una reflexión que se sitúa en este nivel sacramental, donde va a surgir, ya a finales del siglo I, el primer uso cristiano de la palabra «laico». En efecto, desde San Clemente Romano[14] se designa con el nombre de laicos la condición en el Pueblo de Dios de aquellos fieles —en realidad, la multitud de fieles— que no son ministros sagrados[15]. Podríamos decir en consecuencia que con esta palabra se designa la nuda condición de cristiano, de christifidelis, en cuanto se contra distingue de la posición estructural de los

que recibieron el sacramento del Orden. Comporta, pues, una inflexión respecto de las dos categorías más originarias —fieles, ministros—; de ahí que su primera acotación estructural sea eminentemente negativa —no ser ministros sagrados— y comporta siempre, en este sentido, una ambigüedad conceptual, porque también los ministros conservan su condición pura de fieles cristianos, prolongada en su nuevo servicio. Esta primera noción estructural de laico no dice nada positivamente acerca de su condición laical, pues todo lo que de positivo hay en ella es lo que le adviene por la condición de fieles que tienen los laicos igual que los ministros. Es tan sólo una designación de los fieles no ministros. Esta primera acepción, por razón de su origen, lo que busca en realidad no es la identidad de los laicos, sino identificar claramente quiénes son los titulares de la potestad eclesiástica y excluir en consecuencia pretensiones abusivas, carentes de soporte sacramental: a los que no tienen, por razón del Orden, la potestad sagrada en la Iglesia, se los agrupa bajo la designación común de «laicos». Esta primera acepción significativa será la dominante durante siglos y perdura hasta el actual Código de Derecho Canónico, en cuyo can. 207 § 1 se lee: «Por institución divina, entre los fieles hay en la Iglesia ministros sagrados, que en el derecho se denominan también clérigos; los demás se llaman laicos». El tenor de este canon, sustancialmente idéntico al correspondiente c. 107 del Código de 1917, nos ofrece lo que algunos han llamado «noción canónica» de laico[16], también calificada como «noción sacramental»: laico sería el no-clérigo, es decir, el cristiano que sólo ha recibido el Bautismo (y en su caso la Confirmación), pero no el sacramento del Orden. Esta definición, como he dicho, ha sido fuertemente criticada por su carácter negativo: nos dice lo que no es el laico, pero no dice lo que es. Esta crítica se comprende desde el poso histórico —indudablemente, clerical y reduccionista— de que se ha revestido con los siglos y desde la parcialidad de su enfoque[17]. Pero, si hacemos de ella una consideración sistemáticoteológica, es decir, si se contempla el sí mismo de las cosas en perspectiva formalmente eclesiológica, la calificación negativa no es del todo procedente. Pues el fondo real de esa noción es la condición fundante del christifidelis: no se limita a decir que el laico es el no clérigo, sino el cristiano no-clérigo. Con lo cual asigna al laico la condición cristiana en toda su simplicidad y en toda su grandeza: es nada más y nada menos que la nueva criatura en Cristo[18]. El clérigo sería el que, además, ha recibido por el Orden otras determinadas funciones en la Iglesia. Sólo es, pues, negativa en apariencia la «definición canónica» de laico; por lo demás su utilidad técnica en el derecho sacramental y en la regulación canónica de la potestad eclesiástica no ha sido discutida: de ahí su recepción en el reciente Código. Lo que en realidad ocurre es que esta noción es insuficiente en

eclesiología. Esa insuficiencia se hace evidente al considerar que, en el sentido del can. 207, son igualmente «laicos» una monja clarisa, un hermano marista, una madre de familia cristiana o un cristiano ingeniero de la Volkswagen. Es decir, en este sentido, hay «laicos» que son a la vez «religiosos». Lo que significa que la «noción canónica» de laico no puede dar razón del proprium de los laicos en cuanto distintos no sólo de los ministros sagrados, sino de los religiosos; del proprium, quiero decir, de los religiosos y de los clérigos. Ese proprium de los laicos en la Iglesia ha sido establecido con suficiente fuerza por la Const. Lumen Gentium en su ya célebre n. 31, que expresa la que ha sido llamada «descripción tipológica» de la figura del cristiano laico, pero que contiene en realidad todos los elementos que integran su identidad teológica. Después de afirmar que los laicos son todos los fieles cristianos, excluidos los ordenados in sacris y los religiosos, y que participan por su condición cristiana del triple munus de Jesucristo, el Concilio agrega: «El carácter secular es propio y peculiar de los laicos (..,). A los laicos pertenece por propia vocación buscar el reino de Dios tratando y ordenando, según Dios, los asuntos temporales. Viven en el siglo, es decir, en todas y cada una de las actividades y profesiones, así como en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social con las que su existencia está como entretejida. Allí están llamados por Dios a cumplir su propio cometido, guiándose por el espíritu evangélico, de modo que, igual que la levadura, contribuyan desde dentro a la santificación del mundo y de este modo descubran a Cristo a los demás, brillando, ante todo, con el testimonio de su vida, con su fe, esperanza y caridad. A ellos, muy en especial, corresponde iluminar y organizar todos los asuntos temporales a los que están estrechamente vinculados, de tal manera que se realicen continuamente según Cristo y se desarrollen y sean para la gloria del Creador y Redentor». Este texto, que tiene una interesante historia redaccional en el Concilio —y al que volveremos después más a fondo—, recoge lo más logrado de la experiencia espiritual y teológica de la Iglesia sobre el tema y afirma con toda claridad que la relación cristiana al mundo, en los términos que allí se establecen, constituye la nota teológica del laicado. Pero esto, afirmado aquí «tipológicamente», debe ser teológicamente elaborado, si se quiere lograr una verdadera noción eclesiológica del laico. Lo cual implica que nuestra reflexión debe dar nuevos pasos, volviendo a considerar el ser mismo de la Iglesia tal como se refleja en su estructura fundamental. Pero quede ya anotado que uno de los más serios obstáculos para una correcta teología del laicado ha sido de hecho la terminología misma, tanto por razones semánticas y etimológicas —que apuntamos al principio— como por la ambivalencia, por no decir equivocidad, que el término tiene en el uso eclesiástico, como acabamos de ver.

5. Los carismas del Espíritu y la estructura de la Iglesia El ser de la Iglesia, tanto in via como in Patria, tiene origen trinitario: surge del Padre a través de la doble misión del Hijo y del Espíritu. La caracterización cristológica y pneumatológica de la Iglesia y, por tanto, de su estructura, es la consecuencia inmediata. Cristo, de una vez por todas, ha dado a su Iglesia una determinada estructura; pero que efectivamente la tenga es obra del Espíritu. Y a su vez, es obra del Espíritu el que la Iglesia adquiera progresivamente conciencia de esa su estructura fundamental. En efecto, como hemos indicado más arriba, la Iglesia nace y se mantiene, como unidad estructurada, por la «unción del Espíritu», con la que el Padre y el Hijo «cristifican» a la Iglesia de manera análoga a como el Padre hizo, de su Hijo hecho hombre, el «Cristo». Esta acción trinitaria acontece en los sacramentos consecratorios, cauce instituido por Cristo para hacer que la fuerza del Espíritu haga surgir ese doble elemento de la estructura de la Iglesia, que hemos llamado christifidelesy ministri sacrí y que son ambos esencialmente sacerdotales. Es ésta la primera y más radical acción «estructurante» del Espíritu en la Iglesia. Las posiciones estructurales que de ahí surgen corresponden, por razón de su origen, a lo que podíamos llamar dimensión «sacramental» de la estructura de la Iglesia. Pero no acaba aquí la donación del Espíritu ni la acción «estructurante» del mismo. Cristo, Cabeza de la Iglesia, rige, enseña y santifica a su Pueblo — desde el origen mismo de la Iglesia— mediante un nuevo modo de donación del Espíritu que la Escritura llama «carismas». Junto al elemento «fieles» y al elemento «ministros», pertenece, en efecto, a la estructura originaria de la Iglesia la presencia en ella de los carismas del Espíritu. Las posiciones estructurales que surgen de aquí podrían ser consideradas en consecuencia como la dimensión «carismática» de la estructura de la Iglesia. Es por este camino por el que aparecerá la posición propia de los laicos en la Iglesia y por el que, en consecuencia, podremos descubrir su identidad teológica. La teología de los carismas, como es sabido, es uno de los aspectos de la eclesiología más necesitados de una correcta elaboración[19]. El Concilio Vaticano II —ya antes estaba el tema en la encíclica Mystici Corporis— hizo una recepción formal de esta doctrina en la Const. Lumen Gentium, 12, dentro del capítulo II, de tan decisiva importancia para nuestra investigación. El tema se repite, en términos muy semejantes, precisamente al describir la misión de los laicos en el Decreto Apostolicam Actuositatem, 3. Ambos pasajes recogen de manera compendiosa los principales elementos de la doctrina paulina sobre los carismas, que da la base a toda la reflexión teológica en nuestro asunto. Sin embargo, en los textos conciliares citados la significación de los carismas para la comprensión de la estructura de la Iglesia aparece todavía en estado embrionario. Entre otras razones porque el tema, en su consideración

propiamente eclesiológica, estaba casi sin abordar en la teología precedente al Concilio. La teología posconciliar, en cambio, ha empezado a captar la importancia estructurante del carisma[20]. Faltan, no obstante, estudios de amplio horizonte que, a partir de una buena exégesis paulina, profundicen en la teología de Lumen Gentium y se adentren en una consideración de la relación entre carisma y estructura en perspectiva sistemático-teológica [21]. Esto explica que la terminología «carisma» esté ausente por completo del Código de Derecho Canónico de 1983 y, por supuesto, falte toda utilización estructural del concepto. La consideración de los carismas se sitúa de manera inmediata en el nivel propio de las realidades vitales y existenciales de la Iglesia: determinan, en efecto, la vida y la existencia cristiana de los fieles y de la entera comunidad, y bajo esta perspectiva los contemplan los textos conciliares antes aludidos. Tan evidente es lo que decimos que algunos autores, como el P. Yves Congar en los años 50[22], han estimado que a la «estructura» de la Iglesia sólo correspondía el elemento sacramental y jerárquico, reservando el estudio de los carismas para la «vida» de la Iglesia en cuanto distinta de su estructura. Pensamos, no obstante, que el carisma es una magnitud que afecta a la estructura originaria de la Iglesia. Una reflexión temáticamente estructural sobre los mismos es una tarea incipiente, laboriosa —como he dicho—, pero no por ello menos necesaria. Esa tarea obliga a proceder con tiento, para no confundir los planos ni invadir el sentido y la función de los demás elementos de la estructura de la Iglesia[23]. Si tomamos el término carisma en sentido amplio —es decir, no técnico en el nivel de reflexión estructural—, la entera estructura de la Iglesia es efectivamente carismática, en cuanto que se suscita y se mantiene por la donación del Espíritu que le hace su Señor y Cabeza, Jesucristo. De la «unción del Espíritu» —que opera la caracterización de «fieles» y «ministros» a través de los sacramentos consecratorios— puede decirse con todo rigor que es el más radical de los carismas: en ella se da la abundancia del Espíritu. Es el caso de los ministros que han recibido el sacramento del Orden. La declaración de su naturaleza carismática es explícita en las epístolas pastorales: «No trates con negligencia el carisma que hay en tí, que te fue otorgado por la palabra profética unida a la imposición de las manos por parte del presbiterio» (1 Tim 4, 14). En este sentido, si hay un carisma del Espíritu para servicio de la comunidad, ése es precisamente el «ministerio sagrado». Pero éste no es el concepto teológico-estructural de carisma. A esta noción pertenecen unas notas que distinguen al «charisma» de las respectivas nociones estructurales de conditio fidelis y sacrum ministerium. Sabemos que en estos dos elementos de la estructura eclesial la donación del Espíritu por parte de Cristo está vinculada, según estableció el mismo Señor, a una «colaboración» de la Iglesia misma: en concreto, a la celebración de los sacramentos consecratorios (Bautismo, Confirmación, Orden). Por el contrario, el carisma en sentido técnico, es decir, como

elemento estructural diferenciado, hay que entenderlo como directa donación del Espíritu, en el sentido de no vinculada —por razón de su origen próximo— al sacramento: el Espíritu otorga los carismas a quien quiere y, sobre todo, como quiere. En este sentido, es lícito hablar —aunque la expresión puede ser malentendida— de «carisma libre»[24] en contraposición de lo que podría llamarse «carisma sacramental», y en el caso de los ordenados, «carisma ministerial». Las «posiciones» o «situaciones» originadas por los sacramentos consecratorios tienen una permanencia ontológica en los individuos (carácter) y una definitividad estructural, es decir, trascienden a las personas concretas en el sentido de que, para que haya Iglesia, es esencial que, de manera permanente (e institucional, por tanto), se den las situaciones estructurales representadas por los dos elementos: sin «fíeles» y sin «ministerio» no hay Iglesia. La «posición» eclesial en que la recepción del carisma sitúa al sujeto es, en cambio, teológicamente diferente. Aun en el caso de que el carisma sea una «determinación mayor» de la existencia del sujeto[25] y configure de manera total y permanente su servicio en la Iglesia, su origen —aunque sí siempre fundamento— no está en la ontología sacramental, sino en la continua donación del Espíritu, que exige la constante actitud de respuesta y compromiso personal (no se puede dejar de ser cristiano o sacerdote —por la ontología del carácter—, sí se puede ser infiel al carisma-vocación-misión). Desde aquí puede verse y enunciarse con propiedad cuál es la razón formal bajo la cual el carisma debe ser considerado como elemento de la estructura originaria de la Iglesia. Lo que pertenece a esta estructura es que sobre los fieles y los ministros el Espíritu otorgue sus carismas: que haya carismas en la Iglesia; no, en rigor, las situaciones originadas por los dones carismáticos, que son múltiples y pueden ser cambiantes, según los distribuye el Señor prout vult. Dicho de otra manera: lo que pertenece a la estructura originaria de la Iglesia es que las «situaciones» estructurales de fieles y de ministros vengan modalizadas y desarrolladas carismáticamente; que con los carismas se configure en cada época y lugar la existencia cristiana y la vida de la comunidad; y que deban ser discernidos y respetados, para no apagar el Espíritu. Al resultado de esta acción carismática del Espíritu en la estructura originaria de la Iglesia en cada momento histórico podría llamarse «estructura histórica» de la Iglesia. Por aquí puede deducirse que los carismas, en su concreta facticidad y multiplicidad, apuntan a las personas (fieles y ministros), no confieren la estructura originaria de la Iglesia, aunque pueden dar lugar a las diferentes formas de su estructura histórica. Podemos decir que la estructura originaria de la Iglesia está integrada por los tres elementos (conditio fidelis, ministerio y carisma) a través de los cuales la gobierna el Espíritu de Cristo. O si se prefiere, que la estructura originaria de la Iglesia tiene una doble dimensión: la dimensión sacramental, de la cual surgen las condiciones estructurales que originan el binomio fieles-ministros sagrados; y la dimensión carismática que,

modalizando aquellas situaciones estructurales, contribuye a configurar la estructura histórica de la Iglesia.

6 6. Las grandes direcciones carismáticas y su reflejo en la estructura de la Iglesia Es lógico, por otra parte, que, al no ser la libertad del Espíritu arbitrariedad voluntarista, sino Amor que se entrega —«hablar de Cristo» (Ioh 16, 14)—, la Iglesia discierna los modos ordinarios de manifestarse el Espíritu y pueda, por ejemplo, tener la audacia de llamar al «ministerio» —así para los presbíteros en la Iglesia latina— sólo a aquellos fieles en los que discierne el carisma del celibato apostólico. Esto nada resta, ciertamente, a la tesis teológica que hemos mantenido acerca de la naturaleza estructural del carisma, pero nos abre a una nueva consideración de la máxima importancia en nuestra búsqueda de la identidad teológica del laicado. En efecto, la teología posconciliar de los carismas se ha detenido casi exclusivamente en lo que podríamos llamar el «actualismo» de los carismas, en la dimensión «imprevisible» de la acción del Espíritu Santo, que sopla donde quiere; y no ha prestado la necesaria atención al aspecto permanente y configurador que tienen las grandes direcciones carismáticas del Espíritu. Cuando se procede así, el recurso al carisma, o queda al margen de toda reflexión estructural sobre la Iglesia, o significa en realidad disolver la estructura permanente de la Iglesia: habría Espíritu, pero no, en rigor, estructura, porque el Espíritu es Dios, no Iglesia. En esta perspectiva, el elemento «ministerio sagrado» —al que antes hemos aludido— se difumina con excesiva frecuencia, pero, sobre todo —que es lo que ahora nos interesa —, la identidad propia del laicado y, por contra-golpe, la del estado religioso, desaparecen en la práctica: se es y se actúa según lo que el Espíritu proponga en cada momento. Decir «laico» o decir «religioso» —a veces incluso decir «ministro sagrado»— en realidad no es decir nada. Como sucede con tanta frecuencia, esta visión de las cosas no es falsa por lo que afirma, sino por lo que niega o ignora. Este planteamiento de los carismas procede en el fondo de una lectura selectiva y polarizada de los textos paulinos, que pone su atención casi exclusivamente en 1 Cor 14, con su descripción de la acción carismática en las asambleas litúrgicas. Pero, para San Pablo, los carismas no señalan sólo la actividad «puntual» de los cristianos, ni sólo su acción en las reuniones de oración y culto. Los carismas configuran también situaciones permanentes del «christifidelis» en el modo de vivir la totalidad de su vocación cristiana bautismal. En este sentido, el cap. 7 de la 1 Cor es decisivo para comprender la dimensión carismática de la estructura de la Iglesia. San Pablo está hablando concretamente del matrimonio y del celibato como determinaciones de la existencia cristiana. El pasaje es de sobra conocido. A Pablo le gustaría que todos fueran célibes,

como él. Pero no se trata de opciones humanas: «Cada uno (ékastos) —dice el Apóstol— ha recibido de Dios su propio carisma, quien de una manera, quien de otra» (1 Cor 7, 7). Es difícil exagerar la importancia de esta declaración del Apóstol en lo que a nuestro tema se refiere. Ante todo, aparece claro que aquí el carisma no es una mera «función» externa, sino que afecta al núcleo de la existencia cristiana. Por ello mismo, San Pablo entiende que hay carismas que no son impulsos «ocasionales», «actualísticos», «transeúntes» del Espíritu, sino que envuelven de manera «habitual», incluso definitiva al sujeto, al ékastos cristiano. En el caso que San Pablo contempla, aparece incluso como carisma —don del Espíritu— algo que, en su contenido material, pertenece al orden de la Creación: el matrimonio, que es una realidad del mundo en cuanto mundo. Pero lo que sobre todo me interesa subrayar a los efectos de nuestra investigación, es que San Pablo —que sabe muy bien que el Espíritu tiene consecuencias imprevisibles— discierne, sin embargo, en la acción del Espíritu unas «constantes», unas determinaciones carismáticas permanentes en la dinámica de la Iglesia y de la existencia cristiana. Pero permanentes en el doble sentido de que comprometen al sujeto de manera total y abarcante y de que son, a la vez, maneras recurrentes de prodigarse el Espíritu, determinaciones «constantes» —dije hace un momento— de la manera de ser y vivir el cristiano en el misterio de Cristo y de la Iglesia. Este principio de discernimiento paulino es el que subyace al discernimiento histórico que la Iglesia ha hecho de la dimensión carismática de su propia estructura. La Iglesia ha comprendido que el binomio de origen sacramental «fieles-ministros sagrados», sobre el que recae la múltiple variedad de los carismas, se ha expresado y prolongado, en la realidad histórica de la existencia cristiana, fundamentalmente en dos nuevas «situaciones estructurales» que responden a dos grandes y permanentes direcciones carismáticas del Espíritu. Son el laicado y el estado religioso. En ellas la autoconciencia de la Iglesia ha visto dos elementos permanentes de su estructura fundamental. Establecer la identidad teológica del laicado en su concreta realidad eclesiológica se reconduce, en consecuencia, a la identificación de su carisma propio; carisma que, no sólo abarca la entera existencia de quien lo recibe —esto se da también en carismas no estructurales en sentido propio: por ejemplo, el celibato—, sino que determina en la Iglesia una posición estructural —la de los laicos— irreductible a otra; carisma, por tanto, que configura la manera de expresar el ser y la misión de la Iglesia en el mundo que es propia de los fieles laicos.

7. La estructura de la Iglesia: síntesis Pero antes de dar este paso ulterior —y en orden, sobre todo, a la claridad terminológica—, querría yo sintetizar en tres puntos lo hasta ahora adquirido acerca de la estructura de la Iglesia:

1. La «estructura originaria» —de origen cristológico— de la Iglesia tiene tres grandes elementos estructurales: la conditio fidelis, que nace del Bautismo y se robustece en la Confirmación; el sacrum ministerium, que nace del Orden sagrado; y el charisma, como permanente acción configuradora del Espíritu Santo, que es el Espíritu del Hijo, que el Padre por el Hijo envía a su Iglesia. El Concilio Vaticano II apunta al núcleo de esa estructura cuando dice que el Espíritu «Ecclesiam diversis donis hierarchicis et charismaticis dirigit ac instruit» (LG, 4). La Iglesia, gobernada por el Espíritu, ha discernido, en esa acción configuradora de los carismas a través de la historia, dos grandes direcciones permanentes que subyacen a la variedad cambiante y puntual de sus dones, y que son la condición laical y el estado religioso. De esta manera emerge en la Iglesia la conciencia de la permanente forma histórica de su estructura originaria, que llamamos «estructura fundamental» de la Iglesia y que tiene, por tanto, dos dimensiones: la dimensión sacramental, que se expresa en el doble elemento personal «fieles» y «ministros sagrados»; y la dimensión carismática, que modaliza las posiciones sacramentales y se manifiesta en los elementos personales que llamamos «laicos» y «religiosos». Así, sobre la base de la común condición de christifideles, la estructura fundamental de la Iglesia manifiesta tres condiciones personales: ministros, laicos y religiosos, cada una con su proprium a la hora de realizar la existencia cristiana y la misión de la Iglesia. Sobre la Iglesia así estructurada, es decir, sobre laicos, ministros y religiosos, el Espíritu continúa repartiendo prout vult la multiplicidad de sus carismas, que concretan en cada momento histórico los servicios y ministrationes de cada uno para común utilidad. De ellos, muchos son manifestaciones de la «vida» en cuanto distinta de la «estructura»; otros, representan formas nuevas, aunque provisionales, de estructuración de los servicios in Ecclesia. De este modo, la estructura fundamental de la Iglesia adquiere nuevas modalizaciones y formas que dan lugar a lo que podríamos llamar la concreta «estructura histórica» que la Iglesia tiene en cada momento o época, la cual, junto a los elementos «fundamentales», presenta, por tanto, otros elementos «derivados» o «secundarios».

8. Hacia la comprensión teológica del laico La profundización que la experiencia de la Iglesia ha realizado en la estructura del sacramento universal de salvación, ha hecho emerger la figura del laico como un elemento de su estructura fundamental, no ya negativamente contrapuesto al ministro sagrado, sino dotado de una originalidad eclesial, que el Concilio Vaticano II se ha esforzado por delimitar en términos teológicos. La palabra clave que usa la Const. Lumen Gentium a estos efectos es «secularidad»[26]: «Laicis índoles saecularis propria et peculiaris est». Estoy convencido de que el contenido de lo afirmado por el

Concilio por medio de esa expresión constituye efectivamente el proprium de los laicos en la Iglesia[27]. Ese proprium no le es adyacente al laico, no se superpone a su condición cristiana como fruto de una situación sociológica en el saeculum, en el mundo, sino que determina su auténtica posición teológica en la estructura fundamental de la Iglesia. Pero esta tesis, que es el punto central de mi ponencia, ha sido negada desde una doble vertiente. De una parte, por algunos teólogos y, sobre todo, canonistas, que califican la secularidad y la relación al mundo como magnitudes extraeclesiales y, por tanto, sin significación teológica para la comprensión de la estructura de la Iglesia[28]. De otra, por todos aquellos que afirman que la secularidad es una nota de la Iglesia en cuanto tal y, por tanto, carece —ahora «por exceso»— de específica significación para la comprensión teológica del laicado[29]. Tengo para mí que en la raíz de ambas posturas —tan opuestas entre sí— está una defectuosa captación de las relaciones Iglesia-mundo en su contenido teológico. El asunto es, a la vez, importante y complejo y ha sido uno de los temas mayores de la reflexión teológica posconciliar[30]. El I Sínodo Extraordinario (1970), con su documento sobre la justicia en el mundo; el IV Sínodo Ordinario sobre la evangelización, del que Pablo VI tomará ocasión para la Evangelii nuntiandi; y los documentos recientes sobre la teología de la liberación reflejan, en el nivel propio del Magisterio, distintos momentos de esa profundización. Sin embargo, a los efectos de nuestro discurso nos parecen fundamentales los textos mismos del Concilio. Trataremos, pues, de penetrar en el tema contemplando la misión de la Iglesia en su relación con el mundo al filo de los mismos textos conciliares.

9. El mundo en su relación con la Iglesia El pueblo mesiánico que es la Iglesia «tiene como fin —leemos en Lumen Gentium, 9— la dilatación del Reino de Dios, incoado por el mismo Dios en la tierra, hasta que sea consumado por El mismo al fin de los tiempos, cuando se manifieste Cristo, nuestra vida (cfr.Col 3, 4), y 'la misma criatura será liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la libertad de los hijos de Dios' (Rom 8, 21)». Por eso dirá a continuación el Concilio que ese pueblo mesiánico, «es empleado por Cristo como instrumento de redención universal y enviado al mundo universo como luz del mundo y sal de la tierra». Esta perspectiva abarcante de la Constitución Lumen Gentium, que expone el «fin» de la Iglesia en términos de Reino de Dios y de Redención, incluye dos aspectos de su «misión» que van a ser explicitados, primero en el Decreto sobre los laicos y después en la Constitución pastoral. Dice el n. 5 del Decreto: «La obra de la redención de Cristo, mientras tiende de por sí a salvar a los hombres, se propone la restauración incluso del orden temporal. Por tanto, la misión de la Iglesia no es sólo entregar el mensaje de Cristo y su

gracia a los hombres, sino también el impregnar y perfeccionar todo el orden temporal con el espíritu evangélico». A cada uno de estos dos aspectos de la misión se dedican los dos números siguientes del Decreto. Número 6: «La misión de la Iglesia tiende a la santificación de los hombres, que se consigue por la fe y la gracia». Número 7: «Este es el plan de Dios sobre el mundo, que los hombres restauren de manera concorde y perfeccionen sin cesar el orden de las cosas temporales (...). La Iglesia se esfuerza en trabajar para que los hombres se vuelvan capaces de restablecer rectamente el orden de los bienes temporales y de ordenarlos hacia Dios por Cristo». Gaudium et spes, en su capítulo sobre la misión de la Iglesia en el mundo contemporáneo, vuelve sobre estos conceptos. Se lee en el n. 40: «La Iglesia tiene un fin salvífico y escatológico, que sólo en el siglo futuro podría alcanzar plenamente (...). Pero al buscar su propio fin de salvación, la Iglesia no sólo comunica la vida divina al hombre, sino que además de alguna manera difunde sobre el universo mundo el reflejo de su luz, sobre todo curando y elevando la dignidad de la persona humana, consolidando la firmeza de la sociedad y dotando a la actividad diaria de la humanidad de un sentido y de una significación mucho más profundas». Lo que en este n. 40 se nos enseña en términos de «fin», el n. 42 lo expresa en término de «misión»: «La misión propia que Cristo confió a su Iglesia no es de orden político, económico y social, porque el fin que le asignó es de orden religioso. Pero precisamente de esta misma misión religiosa derivan tareas, luces y energías que pueden servir para establecer y consolidar la comunidad humana según la Ley divina».

10. La «secularidad general» de la Iglesia y la «secularidad propia» de los laicos El patrimonio doctrinal contenido en estos textos ilumina directamente nuestra reflexión. Ahora, lo decisivo es subrayar que, al servicio del fin único que la Iglesia tiene —que es escatológico y de salvación, cuya íntima naturaleza es religiosa y trascendente—, se constituye la misión de la Iglesia, con una doble modalidad: primero, la salvación y santificación de los hombres, «que se consigue por la fe y por la gracia» (AA, 6). Esta es la misión primaria de la Iglesia, dirigida a la evangelización y conversión del mundo, de los hombres del mundo, que apunta —por su propia naturaleza— a que esos hombres, por la conversión personal, entren en la Iglesia. Pero, con ella, inseparable de ella y derivando de ella, la Iglesia tiene la misión de contribuir «a la restauración de todo el orden temporal» (AA, 5), «de tal manera que se realice continuamente según Cristo y se desarrolle y sea para la gloria del Creador y Redentor» (LG, 31). Esto significa que el mundo humano —el «mundus hominum», de que habla Gaudium et spes, 2[31]— no es sólo el ámbito en el que la Iglesia realiza su

misión evangelizadora para la salvación de los hombres, permaneciendo externo a su misión; sino que ese mundo, en sí mismo, en su dinámica propia (y legítimamente autónoma), entra en orgánica relación con la Iglesia: «La Iglesia se esfuerza en trabajar para que los hombres se vuelvan capaces de restablecer rectamente el orden de los bienes temporales y de ordenarlos hacia Dios por Cristo» (AA, 7). La conclusión de todo ello es que la Iglesia en cuanto Iglesia dice interna relación teológica al mundo en cuanto mundo. Es decir, que el mundo, bajo la perspectiva de la restauración cristiana del orden temporal, entra en la misión de la Iglesia. Y ello, en última instancia, por la unidad escatológica (Reino de Dios) que tienen en Cristo la Iglesia y el mundo. «Ambos órdenes — dice Apostolicam Actuositatem, 5—, aunque se distinguen, se compenetran de tal forma en el único designio de Dios, que el mismo Dios busca, en Cristo, reasumir (reassumere) al universo mundo en la nueva criatura, incoativamente aquí en la tierra, plenamente en el último día». De todos es sabido cómo esta reassumptio puede ser mal entendida, incluyendo graves deformaciones acerca del fin y de la misión de la Iglesia: aquellas «teologías de la liberación» censuradas por la Sede Apostólica y los Episcopados son la manifestación más reciente de ese riesgo[32]. Pero estos errores no podrían en ningún caso invalidar lo afirmado más arriba, que es patrimonio firmemente asentado en la conciencia de la Iglesia. Es evidente, a partir de lo dicho, que es lícito hablar de una «secularidad» de toda la Iglesia, para dar con ello razón de la segunda modalidad de la misión que acabamos de describir. La Iglesia entera, a través de la estructurada operatividad del sacramentum salutis, debe contribuir a la restauración cristiana del mundo. Con lo cual, no hacemos sino establecer — también en la segunda modalidad de la misión— un estríete paralelo con la corresponsabilidad que todos los miembros del Pueblo dí Dios tienen en la misión religiosa y evangelizadora de la Iglesia. Pero la Iglesia no es ni un monolito uniforme, ni un agregado multitudinario y anárquico de creyentes. La Ecclesia in terris, la Iglesia enviada por Cristo al mundo, es una comunidad organice exstructa —hemos dicho ya tantas veces— dotada de una determinada estructura que expresa al sacramentum salutis. Es decir, una estructura dotada dí diferentes elementos —sacramentales y carismáticos— que dan lugar a diferentes posiciones estructurales precisamente en orden a la misión: en la Iglesia hay unidad —que surge de la común condición cristiana de sus miembros—, pero también diversidad, que surge de las diferentes posiciones teológicas que se dan en la estructura. Dentro de este marco eclesiológico debemos afirmar que la posición propia y peculiar del laico en la Iglesia tiene su fundamento y emerge de la consideración de la relación que la Iglesia dice al mundo en cuanto mundo; y toma su origen de un carisma del Espíritu, por el cual el Señor otorga al fiel bautizado como tarea propia in Ecclesia la santificación ab intra de la situación y de la dinámica in mundo en la que se encuentra inserto. Este

carisma es el que podríamos llamar «secularidad» en sentido estricto, a diferencia de la secularidad general de la Iglesia a la que hemos aludido antes. Por él, «la Iglesia se hace presente y operante en aquellos lugares y circunstancias en los que sólo a través de los laicos puede llegar a ser la sal de la tierra» (LG, 33) [33] es, sin duda, el más común de los carismas, puesto que recae, señalándoles su puesto estructural en el sacramentum salutis, sobre la inmensa mayoría de los fieles. De ahí que la intuición del pueblo cristiane designe a los laicos, en sentido teológico, con la expresión «fieles corrientes» «cristianos corrientes», prescindiendo de la terminología «laicos», cuya ambivalencia canónica es, precisamente para los laicos sumamente infusa. Dice la Const. Lumen Gentium, al comenzar el capítulo sobre los laicos, que «los sagrados Pastores saben bien que ellos no fueron constituidos por Cristo para asumir por sí solos toda la misión salvífica de la Iglesia hacia el mundo, sino que su excelsa función consiste en apacentar de tal modo a los fieles y de tal manera reconocer sus servicios y carismas, que todos, a su modo, cooperen unánimemente a la obra común» (LG, 30). Pues bien, el primero y fundamental carisma que los Pastores deben discernir es precisamente el que hace que un fiel cristiano sea un laico, sin identificarlo simpliciter con la condición de christifidelis y diferenciándolo teológica y pastoralmente del carisma propio de los religiosos y del carisma ministerial o sagrado ministerio propio de los clérigos. Sólo cuando se capta a fondo el sustrato común de la condición cristiana y el proprium de las condiciones respectivas de clérigos, laicos y religiosos, se hace posible una «pastoral» que responda realmente a la estructura fundamental de la Iglesia, es decir, a lo que la Iglesia es.

11. La identidad teológica del laico: el carisma «estructural» de la secularidad La Const. Lumen Gentium —como dije en su momento— no utiliza en sentido teológico-estructural el concepto de carisma, y desde luego, no lo hace aplicado a los laicos. De ahí que su utilización del término «laicos» sea fluida y que, según los contextos, utilice la acepción canónica o la acepción teológica. No obstante, su fundamental n° 31 contiene una descripción del ser y de la misión de los laicos en la Iglesia que apunta, sin decirlo expresamente, al discernimiento de un carisma estructural. Debemos, por tanto, releer ahora en esa perspectiva el texto conciliar que nos ocupa[34]. El n° 31 de la Constitución tiene dos párrafos perfectamente conexos. El párrafo inicial aborda la figura del laico en dos etapas. La primera tiene por objeto excluir de la consideración conciliar en este capítulo —el «De laicis»— tanto a los miembros del orden sagrado como a los religiosos. La segunda consiste sencillamente en atribuir formalmente a los laicos la dignidad propia de todos los miembros del Pueblo de Dios, la conditio christifidelis, de la que tanto hemos hablado. Es importante subrayar que esa atribución se hace no

en términos meramente ontológicos, sino en la perspectiva dinámica que es propia de la misión de la Iglesia. De ahí que a los fieles laicos se les califique de incorporados a Cristo por el Bautismo, de miembros del Pueblo de Dios y de partícipes del triple munus de Cristo, en orden a poder afirmar lo directamente intentado: que «ejercen en la Iglesia y en el mundo la misión de todo el pueblo cristiano pro parte sua, en la parte que les es propia». Subrayo este punto porque pone de relieve con toda claridad la intención que el Concilio tiene de situar la figura del laico en el contexto de la misión, contexto que es el determinante de la estructura del sacramentum salutis, es decir, de la forma propia de la Ecclesia in terris. Si la Iglesia tiene una determinada estructura sacramental y carismática, en la que se dan peculiares posiciones estructurales de los christifideles, ello es, ante todo, para la realización de la misión[35]. Así concebida, esa estructura y sus elementos peculiares pertenecen a «la figura de este mundo que pasa» (LG, 48), tienen su sentido aquí, en la peregrinación terrena, que es donde la Iglesia aparece como sacramento universal de salvación; no pertenecen a la Iglesia consumada, donde el sacramentum habrá dejado paso a la res, a la plena realidad de la communio, acabada finalmente la misión y alcanzado el fin. El elemento radical y fundante de la Iglesia-«congregatio fidelium» adquirirá su plenitud, como dice Tomás de Aquino, en la Iglesia-«congregatio comprehendentium ». Esta doble acotación de la figura del laico, que nos ofrece el párrafo primero, no contiene todavía la nota teológica específica que lo caracteriza. Nos revela, no obstante, que esa nota debe ser encontrada, cuando dice que los laicos ejercen la misión —así se lee en el texto— pro parte sua. ¿Cuál es, en efecto, «su» parte en la misión de la Iglesia, la parte que les es propia? A tratar de exponerla se consagra el fundamental párrafo segundo de nuestro texto. La Constitución capta perfectamente que esa «parte» no es el resultado de un reparto estratégico y mecánico de la misión, sino que está radicada en un «algo» que «se da» en laspersonas y las «configura». A ese algo lo he llamado «carisma estructural». La Constitución no se pronuncia sobre el tema: se limita a describirlo, aportando rasgos que nos permitirán identificarlo teológicamente. Precisamente por no tener ante todo —la «parte» de que hablamos— unos contenidos materiales, sino ser una modalización del ser cristiano del sujeto, el Concilio comienza con esta afirmación: «La índole secular es propia y característica de los laicos». «Secularidad» es el término ya clásico, del que la expresión latina «índoles saecularis» es una traducción. La cuestión es ésta: esa nota que «se da» como propia del laico, la «secularidad», ¿es una realidad teológica o es un dato sociológico? El Papa Juan Pablo II, hablando formalmente del tema, ha afirmado que «el Concilio ha ofrecido una lectura teológica de la condición secular de los laicos, interpretándola en el contexto de una verdadera y propia vocación cristiana (Lumen Gentium, 31/b)»[36]. Los Lineamenta del Sínodo recogen este pasaje e insisten, con toda razón en la idea[37]. Pero, ¿cuál es esa «lectura

teológica»? Mi respuesta es: a) que el Concilio entiende la secularidad como una realidad humana que por la vocación divina —de que hablará después— adquiere carácter escatológico; b) que esa «vocación» debe ser entendida como la donación de un carisma del Espíritu, que configura en consecuencia una posición estructural en la Iglesia. Veámoslo más despacio. Entiendo que el Concilio, con todo rigor, concibe la secularidad, en una primera aproximación, como una realidad antropológica, que los cristianos laicos tienen en común con los demás hombres que no pertenecen al Pueblo de Dios. Esa realidad humana aparece descrita con exactitud y belleza en esta breve síntesis: «Viven en el mundo, es decir, en todas y cada una de las actividades y profesiones, así como en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, con las que su existencia está como entretejida». Si el Concilio sólo nos dijera esto acerca de los laicos, no habría hecho, en efecto, sino una mera constatación sociológica: los laicos viven en las situaciones ordinarias de la vida del mundo, implicados en su dinamismo y, por tanto, en mayor o menor medida —con posiciones de mayor o menor relieve según los casos—, en las tareas de gestión y transformación del mundo. Pero ni la sociología, ni siquiera la mera antropología pueden determinar sin más a la teología. Por eso, si la doctrina conciliar restara aquí, la «secularidad» sería sólo una nota extrínseca a la condición cristiana del sujeto; y el saeculum, a lo sumo «ámbito» pastoral y «ocasión» para el ejercicio de las virtudes y el testimonio cristiano. Pero el Concilio no se queda aquí, sino que supera el extrinsecismo y pasa de la sociología a la eclesiología sirviéndose —como dije— del concepto de «vocación». Con una doble fórmula trata el Concilio de expresar su doctrina. Nos detendremos sobre todo en la primera, que es de una importancia capital para nuestro asunto. Dice así: «Pertenece a los laicos, por vocación propia, buscar el Reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios». En este texto encontramos en su núcleo lo propio de los laicos dentro de la estructura de la Iglesia y, por tanto, en su misión. Lo propio es una vocación con la misión que lleva aparejada. Pero precisamente eso es un carisma[38]. Sin embargo, esa vocación no se identifica, sin más, con la vocación cristiana. En los primeros esquemas de la Constitución se ponía, en efecto, esa tarea en el mundo en relación con la «vocación cristiana» de los laicos, expresión que en su contexto admitía una lectura sustancialmente semejante a la que estamos haciendo del texto definitivo, pero que podía malentenderse y de hecho fue eliminada. La «vocación cristiana», como conditio christifidelis, es, bien los sabemos, común a los ministros sagrados, a los religiosos y a los laicos. Si la tarea asignada a los laicos fuera una consecuencia inmanente a la vocación cristiana, esto podría significar: o bien que no sería propia de los laicos, en contra de la letra y del espíritu del texto; o bien que a clérigos y religiosos —al no tener esa vocación como propia— les faltaría algún rasgo característico de la vocación cristiana, lo cual es inadmisible. Por eso, el texto dice «vocación propia», que es cristiana — evidentemente—, pero no«la» vocación cristiana. El Concilio está, pues,

hablando aquí de un christifidelis, cuya vocación cristiana se hace laical por una modalización de la vocación cristiana, la que es propia de los laicos. ¿En qué consiste esa manera propia de la vocación-misión? La respuesta conciliar es inequívoca: en «buscar el reino de Dios a través de la gestión de las cosas temporales, ordenándolas según Dios». El Concilio explícita más la idea en las últimas palabras del párrafo: «A los laicos, pues, peculiari modo, corresponde iluminar y organizar todos los asuntos temporales, a los que están estrechamente vinculados, de tal manera que se realicen de continuo según Cristo, y se desarrollen y sean para la gloria del Creador y Redentor». La posición de los laicos en la dinámica inmanente al mundo en cuanto mundo constituye, pues, el humus de la vocación laical. Pero es necesario insistir: esa posición en el mundo no determina, sin más, la condición de laico en la Iglesia. Pretenderlo —dije antes— sería una ilegítima invasión de la sociología en la eclesiología teológica. Sólo la determina porque —por la vocación propia— guarda relación salvífico-escatológica con el Reino de Dios y, por tanto, con la misión trascendente de la Iglesia. Una advertencia. Sería ridículo —se ha dicho con toda razón[39]— interpretar lo que venimos diciendo como si hubiese dos esferas separadas: la «espiritual» para sacerdotes y religiosos, la «temporal» para los laicos; o si se prefiere, el clero en la sacristía y los laicos en el mundo. Estas dicotomías contradicen la esencia de la Iglesia y de lo cristiano. Porque es la Iglesia como tal —desde los diversos elementos de su estructura, también por tanto, los pastores y los religiosos—, la que debe contribuir, como ya vimos, a la restauración del orden temporal, en cuanto que esa restauración entra en su fin salvífico, que es «la dilatación del Reino de Dios». Lo que sucede es que cada posición estructural contribuye a ese aspecto de la misión pro parte sua. «Los que recibieron el orden sagrado —dice el párrafo de Lumen Gentium que comentamos— (...) están destinados de manera principal y directa al sagrado ministerio por razón de su vocación particular». Y «aunque algunas veces pueden tratar asuntos seculares, incluso ejerciendo una profesión secular», ésta no es su «vocación particular» —dice el Concilio—, no es éste —agregamos nosotros— su «carisma estructural» en la Iglesia. Lo propio de los ministros sagrados —en cuanto ministros— es eso, el sagrado ministerio para dirigir la Iglesia en representación de Cristo Cabeza. La tarea ministerial de los ministros —propia por tanto— en relación con el orden temporal está perfectamente expresada en el Decreto Apostolicam actuositatem, 7: «A los pastores compete manifestar claramente los principios sobre el fin de la creación y el uso del mundo, y prestar los auxilios morales y espirituales para restaurar en Cristo el orden de las cosas temporales». Por su parte —seguimos leyendo en Lumen Gentium, 31—, «los religiosos, en razón de su estado, dan un preclaro y eximio testimonio de que el mundo no puede ser transfigurado ni ofrecido a Dios sin el espíritu de las

bienaventuranzas». Su «carisma estructural» contribuye de esta manera a la restauración del mundo en Cristo. La vocación cristiana que surge de su condición bautismal (christifidelis) se concreta por su carisma-vocación en la posición estructural propia de la vida religiosa en la Iglesia, que anticipa, a manera de status institucionalizado en el Pueblo de Dios, la escatología del Reino. Así contribuyen los religiosos a que el mundo se realice «para gloria del Creador y Redentor». Lo cual implica la renuncia, precisamente por el carisma-vocación recibido, a la posición que, antes de recibir el carisma, tenían como laicos en la dinámica inmanente al mundo[40]. Vengamos de nuevo a los laicos. Lo característico de su posición en la estructura de la Iglesia, en contraste con las dos señaladas, puede ser expresado en dos proposiciones: La posición sociológica y antropológica del laico en el mundo, no viene superada ni abandonada, sino que constituye el supuesto humano de su concreta y propia posición eclesial (de la condición de laico en cuanto laico). Pero no determina por sí misma esa posición in Ecclesia. Esta, por el contrario, viene determinada por una determinación fundamental de la vocación divina, por la que el Espíritu «asigna» a ese cristiano, con finalidad escatológica —para «buscar el Reino de Dios», dice Lumen Gentium—, el «lugar» que ya tenía en el orden de la Creación. De esta manera, se nos hace evidente que la posición propia de los laicos «en la Iglesia» viene cualificada teológicamente por el lugar que ocupan «en el mundo», en la «gestión» del mundo en la perspectiva de la Redención. Esto es lo que afirma con fuerza el párrafo de Lumen Gentium que comentamos en su segunda alusión a la vocación propia de los laicos: «Ibi — es decir, en las condiciones ordinarias de la vida en el mundo— a Deo vocantur. allí son llamados por Dios para que, ejerciendo su propio munus a la luz del espíritu evangélico, a la manera de la levadura contribuyan desde dentro —ab intra— a la santificación del mundo». Lo propio, pues, de los laicos consiste en que su contribución a la santificación del mundo, a diferencia de la contribución propia de los clérigos y los religiosos, opera desde dentro, es decir, desde su inserción nativa y mantenida en la dinámica del mundo; y desde ella surge su peculiar posición en la Iglesia[41]. La identidad teológica del laico en cuanto laico proviene, pues, según el Concilio, de una vocación propia en orden a la misión. En el nivel de una reflexión sobre la estructura de la Iglesia, esa vocación-misión tiene su soporte en un «carisma estructural», que es el que brinda la identidad eclesiológica del cristiano laico en la estructura fundamental de la Iglesia[42]. Ese carisma del Espíritu recae sobre la inmensa mayoría de los fieles, otorgándoles su posición propia en la misión de la Iglesia. Este carisma, que podemos llamar «secularidad» en sentido estricto, consiste en la donación salvífico-escatológica —es decir, con vistas al Reino de Dios— que el Espíritu hace al sujeto cristiano de las mismas tareas del mundo en cuanto mundo en las que la ya se encuentra inserto, donación que

crea en el sujeto su peculiar vocación-misión en la Iglesia.

12. Tres implicaciones teológico-pastorales Aquí concluye, de alguna manera, nuestra investigación sobre la identidad teológica y eclesial de los fieles laicos: esa identidad viene determinada por ese carisma. No podría yo, sin embargo, acabar mi ponencia, dedicada a perfilar sistemáticamente la figura del laico, sin al menos glosar tres implicaciones de la definición que he propuesto de la «secularidad» como carisma estructural. a) Autonomía de las realidades terrenas Esa donación cristiana del mundo que hace el Espíritu a los laicos no significa de ninguna manera una «eclesiastización» del mundo. Pertenece, por el contrario, a la esencia de esa donación carismática que lo donado escatológicamente —con vistas al Reino de Dios— no cambie de naturaleza. La «gestión y ordenación de las cosas temporales» no pertenece a la Iglesia, ni a los cristianos en cuanto cristianos, sino a los hombres en cuanto hombres, al mundo en cuanto mundo. Esa tarea tiene su naturaleza propia — que los fieles deben conocer y respetar (LG, 36/b)—, la cual incluye una ordenación inmanente a Dios, e históricamente incluye también un elemento de desorden como fruto del pecado del hombre. Por el carisma de los laicos esas «cosas temporales» no cambian de naturaleza, no pasan, por tanto, a la «jurisdicción eclesiástica», sino que conservan la suya propia. Esto es lo que Gaudium et spes, 36, ha llamado la «justa autonomía de las realidades terrenas». En efecto, la donación escatológica de las mismas a los laicos significa que la conciencia de estos fieles cristianos —su libertad y su responsabilidad personales, iluminadas por la doctrina de la Iglesia, pero no la Iglesia en cuanto institución oficial—; esa conciencia, digo, se erige en mediadora insustituible para que aquellas «luces y energías» que provienen del fin salvífico de la Iglesia transformen desde dentro —desde la naturaleza íntima de las cosas— las «cosas de la tierra», imprimiéndoles un dinamismo salvador en dirección al Reino. Si los términos se comprenden en el contexto que estoy exponiendo, podríamos decir que la acción santificadora de las tareas del mundo que los laicos realizan, es una actividad «eclesial» pero no «eclesiástica». Las consecuencias pastorales de lo que acabo de decir son inmensas, sobre todo a la hora de comprender la función propia de los laicos y la propia de los ministros sagrados en la realización de la misión de la Iglesia en el mundo. De manera sintética están contempladas en el n° 43 de Gaudium et spes: «A la conciencia bien formada del seglar toca lograr que la Ley divina quede grabada en la ciudad terrena. De los sacerdotes, los laicos pueden esperar orientación e impulso espiritual. Pero no piensen que sus pastores están siempre en condiciones de poderles dar inmediatamente solución concreta

en todas las cuestiones, aun graves, que surjan. No es ésta su misión. Cumplan más bien los laicos su propia función, con la luz de la sabiduría cristiana y con la observancia atenta de la doctrina del Magisterio (...). Los obispos, que han recibido la misión de gobernar a la Iglesia de Dios, prediquen juntamente con sus sacerdotes el mensaje de Cristo, de tal manera que toda la actividad temporal de los fieles quede como inundada por la luz del Evangelio». Por lo dicho se ve que la estructura fundamental del sacramentum salutis no coincide, sin más, con la estructura de las «asambleas eclesiásticas», sino que las posiciones estructurales determinadas por el sacramento y el carisma «organizan» la misión de todo el Pueblo de Dios en la profundidad de las personas, misión que llega en su realización práctica hasta el mismo corazón del mundo. Esta es, sin duda, la razón por la que el moderno Código de Derecho Canónico —que ha hecho una recepción formal de Lumen Gentium, 31 en su can. 225— dedica tan escaso espacio a «legislar» sobre los laicos (en el sentido teológico del término): sencillamente porque a la ley eclesiástica no le compete regular el contenido de la vida del laico en cuanto laico. Ese contenido surge de la dinámica del mundo y lo regula —en la medida en que le compete, se entiende— el derecho civil de las naciones, no el derecho canónico. La inmensa mayoría de las normas canónicas que afectan a los laicos les afectan en cuanto que ellos son, ante todo, fieles cristianos. Pero esta última observación nos invita a pasar a la segunda implicación antes anunciada. b) Existencia cristiana laical En efecto, el «fiel laico» en la Iglesia, cuya identidad teológica hemos tratado tan laboriosamente de establecer, aparece en nuestros análisis de la estructura, ante todo, como «fiel cristiano» por razón de la fe y el Bautismo; en un segundo momento, como «laico», por razón del carisma de la secularidad. Pero el común denominador y el numerador propio entran —a pesar de lo obvio debo recordarlo— en la identidad teológica, total y existencial, de los fieles laicos[43]. Todo nuestro discurso en busca de la identidad peculiar partía del logro previo de su identidad cristiana radicada en el Bautismo. Una vez establecida aquélla debemos afirmar la perfecta integración de ambas. Por su condición de fiel adviene al laico la llamada a la santidad y al apostolado, participación en el ser y en la misión que es común a todos los miembros de la Iglesia; el carisma peculiar, por su parte, determina su puesto característico en la estructura de la Iglesia y el modo propio de responder a aquella llamada en la misión del Pueblo de Dios. Lo que ahora quiero subrayar es que en la Iglesia lo que es propio de cada posición estructural —ministros, laicos, religiosos— modaliza la totalidad del ser cristiano y de la misión cristiana de los fieles que, según la respectiva vocación, se encuentran en esas respectivas posiciones. Eso quiere decir que

la totalidad de la existencia cristiana del laico es laical. No sólo su concreta «gestión» de los asuntos temporales —que lógicamente consume la mayor parte de su tarea divina y humana—, sino su manera propia de evangelización y apostolado, el estilo de su piedad y su devoción, su concreta participación en la liturgia, su posible desempeño de oficios eclesiástico, etc.: todo ello pertenece a la condición común del christifidelis, pero ha de tener en los laicos la impronta del carisma de la secularidad. Sólo así podrán lograr la integración existencial del doble aspecto configurador de su vida, que es una —«unidad de vida»—, tanto en la sociedad eclesiástica como en las tareas del mundo. La trascendencia pastoral de lo dicho a nadie se le oculta. Para los pastores es de la máxima importancia discernir en toda su plenitud el carisma de la secularidad de los laicos. Ese discernimiento se constituye para los ministros sagrados en exigencia ministerial, desde la que reconsiderar todos los planes pastorales, pues éstos sólo tienen su razón de ser en el servicio a la comunidad cristiana —formada en su inmensa mayoría por laicos— y al mundo, en el que los laicos tienen la misión insustituible determinada por el carisma discernido. En este sentido, la predicación y la celebración de los sacramentos debe fomentar la plena identidad laical de los fieles laicos, sin la cual éstos no pueden responder a lo que la Iglesia espera de ellos. Ya se ve por lo dicho que una «promoción de los laicos», interpretada como simple participación en las actividades de la sociedad eclesiástica, sería en realidad una simple «clericalización del laicado», es decir, la negación de la verdadera «promoción de los laicos». Esta no consiste sino en fomentar en ellos la toma de conciencia de su carisma peculiar, como «lugar» existencial —en la Iglesia y en el mundo— de su responsabilidad cristiana. Ni qué decir tiene que esto es perfectamente compatible con que los cristianos laicos que lo deseen desempeñen los oficios y ministerios en la sociedad eclesiástica que están previstos por el Derecho. Pero ello ha de ser con plena conciencia —en los laicos y en los pastores— de estas dos cosas: primera, que de ordinario esos oficios son «laicales» no en el sentido teológico que hemos establecido, sino en el sentido de laico como no-clérigo; por tanto no propiamente laicales[44]. Segunda, que si esos servicios eclesiásticos impidieran la normal actividad laical en el mundo, significarían una deformación de la identidad teológica de sus titulares. c) Laicos y asociaciones Finalmente, una tercera implicación del carisma de la secularidad tal como lo hemos discernido. Es el más común de los carismas, hemos dicho; el Espíritu Santo lo concede a los fieles con el Bautismo (aunque no es efecto del Bautismo). Esto significa que responde a una falsa eclesiología la tendencia a reservar de hecho —o a monopolizar— el nombre de laicos para referirse a ciertos grupos de «laicos comprometidos» (comprometidos paradójicamente, las más de las veces, en actividades eclesiásticas oficiales) [45]. Esa tendencia es un elemento más de confusión dentro de la

equivocidad canónica y semántica que el término tiene en la tradición doctrinal. Esta deformación suele ir unida, por otra parte, a un concepto «institucional» de laico, que lo concibe como «encuadrado» en organizaciones cuyos staffs «representan» a los laicos ante la jerarquía eclesiástica y ante la comunidad misma. Detrás de esta postura hay una perfecta incomprensión de toda la teología del laicado que hemos tratado de exponer. En realidad, recae en una caracterización «eclesiástica» —de socialidad eclesiástica, quiero decir— de la figura del laico. Responde al «ordo laicorum» —en el sentido de noclérigos— de los viejos formularios litúrgicos, pero ahora con un sentido elitista, de laicos «especializados». Su analogatum sería la manera estructural de darse el ministerio sagrado y el estado religioso. Por la ordenación ministerial, en efecto, el fiel cristiano ingresa en una institución eclesiástica: el «ordo clericorum», que se concreta en los presbiterios diocesanos, etc; el carisma de los religiosos, discernido por la Iglesia como elemento de su estructura fundamental, es reconocido y regulado dentro de los Institutos, a los que el fiel que ha recibido este carisma se vincula con los sacra ligamina. Pues bien, por su propia naturaleza, el carisma de la secularidad no es un carisma «institucionalizado: no «sitúa» al cristiano en una «organización» eclesiástica de laicos; se recibe —dije— con el Bautismo y es, sencillamente, la tarea er¡ el mundo en cuanto donada por el Espíritu para buscar el reino de Dios. Y ello, sin la menor consecuencia «institucional» o societaria: el «laicado» no es una «organización», y los laicos, por razón de su carisma estructural, no tienen otra «congregación» que la congregatio fidelium. Se comprende, por otra parte, que sea así, si se tiene en cuenta que al laicado pertenece la inmensa muchedumbre de los fieles cristianos, cuya «organización» propia es, como acabo de decir, la Iglesia misma. Esa multitudo laicorum —con los problemas reales de su vida cristiana y la imperiosa necesidad de ser atendidos— es la que debe tener ante la vista el Sínodo de los Obispos al tomar sus resoluciones pastorales. Ellos representan de manera capilar la realidad de la Iglesia en la entraña de la sociedad. Si esto se olvidara, caeríamos, también bajo este ángulo, en una concepción clerical y «eclesiástica» —no «eclesial»— de la misión de los laicos en la Iglesia. Afirmar lo anterior en todo su rigor teológico, no significa desconocer la importancia pastoral, más aún, la necesidad práctica de las asociaciones de fieles laicos en la Iglesia, que auspicia y regula el Código de Derecho Canónico[46]. Pertenecen al ejercicio de la libertas in Ecclesia que tienen los fieles en general y los laicos en concreto. Debe manifestarse en ellas el carisma de la secularidad, que las precede en las personas de sus miembros. Pero de ninguna manera constituyen u «otorgan» el carácter de «laicos» a los que en ellas se inscriben. P. Rodríguez Facultad de Teología

Universidad de Navarra PAMPLONA

[1] SÍNODO DE LOS OBISPOS, Vocación y misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo veinte años después del Concilio Vaticano II. Lineamenta, p. 13. [2] Un ejemplo entre muchos: «La continuitá col Vaticano II implica necessariamente in ecclesiologia il superamento di esso» (B. FORTE, Laicato e laicitá, Genova21986, p. 44). Para el reciente debate sobre el tema en Italia, cuya teología ha sido especialmente sensible en los años recientes a la cuestión del laicado, vid. G. CANOBBIO, Si puó ancora parlare di laici e di laicato?, en «La Rivista del Clero italiano» 67 (1986) 215-224. Desde una perspectiva canónica plantea también la «superación» del Concilio J. A. KONOCHAK, Clergy, Laity and the Church's Mission in the World, en «The Jurist» 42 (1981) 422-447. [3] Ya lo apuntaba Y. CONGAR, en Jalons pour une théologie du laïcat, París 2 1954, p. 13. [4] Vid. sobre el tema P. Rodríguez, El concepto de estructura fundamental de la Iglesia, en Veritati Catholicae. Festschrift für Leo Schejfczyk zum 65. Geburtstag, herausgegeben von Antón ZIEGENAUS, Franz COURTH, Philipp Schaefer, Aschaffenburg 1985, pp. 237-246. Sobre el concepto de estructura de la Iglesia se había expresado antes, con enfoque distinto Y. CONGAR en Ministerios y comunión eclesial, Madrid 1973, pp. 48-50 (ed. francesa 1971).- H. KUNG, Strukturen der Kirche, Freiburg 1962, a pesar del título, no ofrece en realidad un concepto de estructura fundamental: el plural es significativo. [5] La eclesiología del concepto de «christifidelis», con su aplicación sistemática en el ámbito del Derecho Canónico, tiene un texto ya clásico: A. DEL PORTILLO, Fieles y laicos en la Iglesia. Bases de sus respectivos estatutos jurídicos, Pamplona 1969 21981. Hay traducciones en diversos idiomas. [6] A. DEL PORTILLO, ibidem, p. 26. Vid. infra nota 15. La propuesta de la Conferencia episcopal alemana, en su documento El laico, en la Iglesia y en el mundo (vid. «Ecclesia», 31-1987, p. 40), de «atribuir el nombre honorífico de laico también a todo miembro de la Jerarquía y del orden religioso» me parece reincidir en la confusión, dentro de un vocabulario ya en sí sumamente ambiguo. No obstante, hay que reconocer que la cuestión terminológica debería ser seriamente abordada. [7] S. AGUSTÍN, Sermo 340, 1; PL 38, 1483. Citado en LG, 32. [8] A. DEL PORTILLO, o.c en nota 5, p. 38 nota 36. [9] Vid. E. CORECCO, Il laici nel nuovo Códice di Diritto Canónico, en «La Scuola Cattolica» 112 (1984) 200.

[10] Vid. Conc. TRID., sess. 23, decr. De sacram. Ordinis, DS 1763-1778; todo el cap. III de la Const. Lumen Gentium y el documento El sacerdocio ministerial, del Sínodo de los Obispos de 1971, I, 4 (Salamanca 1972, pp. 23-25). [11] Vid. el documento de la Conferencia Episcopal alemana Schreiben der Bischófe des deustchspráchigen Raumes über das priesterliche Amts, 11-XI-1969, Trier 1970. Me he expresado sobre el tema en mi obra Iglesia y ecumenismo, Madrid 1971, cap. IV: «El ministerio eclesiástico en el seno de la Iglesia, Pueblo de Dios», pp. 173-220. [12] Vid. A. DEL PORTILLO, Escritos sobre el sacerdocio, Madrid 1970, pp. 106-111, donde se comenta la expresión de PO, 2, «in persona Christi Capitis agere». Juan Pablo II se ha ocupado abundantemente del tema en sus cartas del Jueves Santo a los sacerdotes. Vid. especialmente el n. 4, titulado «El Sacerdote, don de Cristo para la comunidad», de su primera carta, Jueves Santo de 1979. [13] Este punto lo ha visto bien B. FORTE, Laicato e laicitá, o.c. en nota 2, p. 42. [14] S. CLEMENTE ROMANO, Carta a los Corintios 40,5; PG 1, 290. [15] Ha marcado una época en la cuestión del origen del sustantivo laico el estudio de I. DE LA POTTERIE, L'origine et le sens primitif du mot «laic», en «Nouvelle Revue Théologique» 80 (1958) 840-852. Ver también J. B. BAUER, Die Vorgeschichte von «Laicus», en «Zeitschrift für katholische Theologie» 81 (1959) 224-228; M. JOURJON, Les premiers emplois du mot «laic» dans la littérature patristique, en «Lumiére et Vie» 65 (nov. 1963) 37-42 y J. HERVADA, Tres estudios sobre el uso del término «laico», Pamplona 1973. El tema ha sido objeto recientemente de una relectura filológico-teológica por B. GHERARDINI, Il laico. Per una definizione del l'identitü laicale, Genova 1984, pp. 1-20, subrayando el sentido cristiano del término. He aquí su conclusión: las fuentes paleocristianas demuestran «che il suo senso speciale rifletta, si, quello di laos, ma nel suo duplice contenuto concettuale di popólo eletto e di classi sottoposte» (p. 18). [16] Vid. Y. CONGAR, Jalons p. 35. El moderno Derecho canónico, sobre todo el que ha captado que la lex canónica debe reflejar una eclesiología profundizada y ahora en concreto la eclesiología del Concilio Vaticano II, sin abandonar esta «noción canónica» — por los evidentes servicios que presta en la legislación eclesiástica—, se ha abierto a la «noción teológica» de laico, que trataremos de exponer y que ha sido recibida en el Código de 1983, en su canon 225. Vid. sobre el tema J. HERRANZ, Le statut juridique des laics: l'apport des documents conciliaires et du Code de droit canonique, en «Studia Canónica» 19 (1985) 229-257. [17] Soy muy consciente, mientras expongo estos análisis, de la compleja problemática histórica —teológica, pastoral, canónica, ascética y debería agregar, social y política— en la que ha surgido y se ha desarrollado la definición compendiada en el canon que comento. Pero me he propuesto en esta ponencia hacer abstracción de esas complejidades, cuya

descripción aporta sin duda gran riqueza de matices, pero que, a la vez, aboca en discusiones sin fin. Por lo demás, el tema, bajo esta perspectiva, ya ha sido objeto de investigaciones solventes. Mi análisis presupone todo ese patrimonio histórico. [18] Desde el punto de vista del origen del término, este sentido positivo ha sido subrayado por B. GHERARDINI, o.c. en nota 15, pp. 1-20. [19] Una contribución sencilla y útil es la de D. GRASSO, Los carismas en la Iglesia, Madrid 1984. [20] Ver, por ejemplo, G. HASSENHUTZ, Carisma. Principio fondamentale per l'ordinamento della Chiesa. Bologna 1973, con planteamientos sumamente discutibles. [21] Esta escasez de estudios válidos sobre carisma y estructura es, en parte, consecuencia del planteamiento de Rudolph Sohm (1841-1917), que captó la importancia estructurante del carisma en la Iglesia, pero poniéndolo en formal oposición con su constitución jerárquica y con la existencia de Derecho en la Iglesia: «La esencia del Derecho Canónico está en contradicción con la esencia de la Iglesia» (R. Sohm, Kirchenrecht I: Die geschichtlichen Grundlagen, Berlín 1923 , p. 700). La primera reacción católica excluyó sin más matices la posición de Sohm. Está representada por K. Mórsdorf, que afirma tajantemente: «la estructura jerárquica de la Iglesia no hace posible la recepción de una estructura carismática; estructura jerárquica y carismática son conceptos que se excluyen recíprocamente» (K. MÓRSDORF, Das eine Volkgottes und die Teilhabe der Laien an der Kirche, en Ecclesia et Ius (Festgabe Schenermann), München 1968, p. 101). Esta posición ha sido la dominante en la escuela de Mórsdorf hasta nuestros días. En la teología católica, Y. CONGAR, en las obras citadas, y sobre todo, K. RAHNER, Das Dynamische in der Kirche, Freiburg 1964 contienen planteamientos interesantes, pero insuficientes. Por desgracia, la utilización estructural del carisma ha comenzado propiamente con las obras de H. KÜNG, Strukturen der Kirche, citada y Die Kirche, Freiburg 1967, con unos planteamientos que han llevado a los resultados conocidos de enfrentamiento a la tradición católica (vid. en AAS 72 (1980) 939-943, la Declarado de quibusdam capitibus doctri-nae theologicae Professoris Johannes Küng, de la Congr. para la Doctrina de la Fe). En la línea de H. Küng se encuentra L. BOFF, Igreja, carisma e poder, Petropolis 19812 (vid. de la misma Congregación en AAS 77 (1985) 756-762 la Notificado de scripto P. Leonardi BOFF OFM, «Chiesa: carisma e potere»). Hace falta una eclesiología que reflexione estructuralmente sobre los carismas, sin dejarse condicionar por Sohm, ni en el sentido negativo de Mórsdorf, ni en la aerifica recepción de Küng. Vid. sobre el tema P. KRAEMER - J. MOHR, Charis-matische Erneurung der Kirche, Trier 1980, pp. 85-90. [22] En Vrai et fausse reforme dans l'Eglise, París 1950. Cfr. Y. CONGAR, Ministerios y comunión eclesial, Madrid 1973, pp. 48-49. [23] Es lo que no ha hecho H. KÜNG, La Iglesia, Barcelona 1967, pp. 216-230 que viene a identificar la estructura de la Iglesia con su dimensión carismática.

[24] Vid. K. RAHNER, en Handbuch der Pastoral theologie, I (Freiburg 1964) 149 ss. [25] Vid. sobre este punto P. RODRÍGUEZ, Vocación, trabajo, contemplación, Pamplona 1986, pp. 25-35. [26] ¿Secularidad? ¿Laicidad? La cuestión terminológica, como ya se ha apuntado, es dificultosa en todo nuestro tema. La secularidad —se nos dice— no podría ser propia de los laicos, pues también lo es del «clero secular» ... En toda esta materia es preciso tener muy en cuenta que lis non est de verbis. Lo esencial es clarificar la teología y encontrar después un lenguaje adecuado que la exprese lo mejor posible. En principio, me atengo a la fórmula que emplea Lumen Gentium: «secularidad» para designar a los laicos en sentido teológico. De ahí que la palabra vulgar castellana seglares sea adecuada para designarlos en su posición eclesiológica. De la identidad propia del clero secular —en cuanto que se distingue del regular o religioso— no me puedo ocupar ahora. Apunto sólo que la nota propia del clero secular sería la «ministerialidad» simpliciter. [27] Así lo reconoce la doctrina más común y solvente. Vid., por ejemplo, los Jalons de Y. CONGAR, Fieles y laicos de A. DEL PORTILLO y el comentario de G. PHILIPS a la Const. Lumen Gentium (La Iglesia y su misterio en el Concilio Vaticano II, Barcelona 1969). B. GHERARDINI, Il laico. Per una definizione dell'identitá laicale,Genova 1984, sostiene que la «secularidad», al ser una relación, no puede brindar el soporte para la identidad del laico; el autor sostiene que esa identidad viene determinada por la manera peculiar que el laico tiene de participar en el triple munus. Los escritos de Mons. Escrivá de Balaguer contienen, passim, textos de excepcional penetración en toda esta materia. Vid., entre otros muchos lugares, Conversaciones, Madrid 1 1985, nn. 9, 21, 58 y 59. He estudiado estos pasajes en o. c. en nota 25, cap. V: «La economía de la salvación y la secularidad cristiana», pp. 124-218. [28] Es ésta la concepción dominante en la canonística alemana. Lo atestiguan afirmaciones como las de W. AYMANS (Lex Ecclesiae Fundamentalis, en «Archiv für Kath. Kirchenrecht» 140 [1971] 437), H. SCHMITZ (Die Gesetzessys-tematik des CIC, München 1963, p. 38) y M. KAISER (Die Laien, en «Handbuch des katholischen Kirchenrechts», Regensburg 1983, p. 186). Este último autor llega a decir que «cada intento de dar al laico un contenido positivo que vaya más allá de lo que es un miembro de la Iglesia o incluso lo restrinja (¡carácter secular!) está necesariamente condenado al naufragio» (ist notwendig zum Scheitern verurteilt). Estos canonistas tienen como punto de referencia inmediato a K. Morsdorf, el cual subrayó en numerosos artículos que la noción teológica de laico se puede enuclear únicamente en contraposición a la de clérigo (Die Stellung der Laien in der Kirche, en «Revue de Droit Canonique» 11 [1961] 217). El empleo del término «laico» en el sentido que defendemos en esta ponencia, se justifica, según el canonista alemán, por su valor práctico en cuanto a la técnica jurídica (ibidem., p. 217). La caracterización de los laicos propuesta por la Lumen Gentium con la «Índoles saecularis» no tiene, según MORSDORF, ningún valor teológico (Das eine Volk Gottes..., o.c. supra nota 21, p. 106). A mi entender, la incomprensión del valor teológico-estructural de la secularidad tiene en este autor una relación de origen con el rechazo del exclusivismo

carismático de Rudolf SOHM. Vid. supra nota 21. [29] En algunos autores esta postura es radical, pues implica la superación misma de la categoría «laicado»: «Al superamento della categoría 'laicato' in ecclesiologia deve coniungersi la positiva assunzione della 'laicitá' come dimensione di tutta la Chiesa (...) laicitá equivale in tal senso a 'secolaritá'» (B. Forte, Laicato e laicitá, o.c. en nota 2, p. 55). Esta visión de las cosas se extiende de manera acrítica fuera de los ámbitos científicos: vid., por ejemplo, el artículo Laicidade de toda a Igreja (sin firma) en la revista Ladeos 9 (1986) 227-229. [30] Vid. J. L. ILLANES, Cristianismo, historia, mundo, Pamplona 1973, especialmente la parte tercera, pp. 151-238, y la bibliografía allí indicada. [31] Vid. sobre el tema P. Rodríguez, o. c. en nota 25, cap. IV, titulado «El mundo como tarea moral», pp. 37-58; y P. Eyt, La «Théologie du monde» a-t-elle fait oublier la création?, en «La Documentation Catholique» 83 (1986) 472-478. [32] Ese riesgo consiste en «una politización de la existencia que, desconociendo a un tiempo la especificidad del Reino de Dios y la trascendencia de la persona, conduce a sacralizar la política y a captar la religiosidad del pueblo en beneficio de empresas revolucionarias» (S. C. para la Doctrina de la Fe, Instr. Libertatis nuntius, XI, 17; AAS 76 (1984) 9076). [33] La preocupación de hacer compatible y concorde la secularidad general de la Iglesia y la específica de los laicos se manifiesta en P. Escartín, Cómo definir al laico o la necesidad de superar los territorios, en «Ecclesia» 3-11987, pp. 6-7. [34] La documentación conciliar sobre el tema ha sido estudiada detenidamente por N. Weis, Das prophetische Amt der Laien in der Kirche. Eine rechtstheologische Untersuchung anhand treier Dokumente des Zweiten Vatikanische Konzils, Roma 1981. El autor señala expresamente (p. 378) la intencionalidad teológica de Lumen Gentium, 31, a pesar del contexto «tipológico» en que se presenta. Vid., sobre este número de Lumen Gentium, E. Schillebeeckx, Definición del laico cristiano, en G. Barauna, La Iglesia del Vaticano II, t. II, Barcelona 1966, pp. 977-997. Este autor, cuya teología ha evolucionado hacia posiciones incompatibles con la Tradición católica (vid. Notification de la Congregation pour la Doctrine de la Foi, 15-IX-1986, en «La Documentation Catholique» 83 (1986) 1034-1035), había hecho en este escrito una interpretación fundamentalmente acertada del cap. IV de Lumen Gentium. [35] La comprensión que proponemos de las posiciones estructurales en la Iglesia dimana de una reflexión sobre la relación entre estructura y misión de la Ecclesia in terris, que nos parece ser la teológicamente determinante en nuestro asunto; comprensión que no concibe esas posiciones como «estados» desde el punto de vista de la «perfección (evangélica)». Desde esta perspectiva —que es la que sigue H. U. von Balthasar, Christlicher Stand, Einsiedeln21977— no se llega a comprender adecuadamente, en mi opinión, lo que

es teológicamente el laico. [36] Juan Pablo II, A los miembros de la Secretaría General del Sínodo de los Obispos, 19-V1984, en AAS 76 (1984) 784. [37] Lineamenta, 9. En el n. 22 se lee: «El mismo Concilio presenta la inserción de los laicos en las realidades temporales y terrenas, o sea, su 'secularidad', no sólo como un dato sociológico sino también y específicamente como un dato teológico y eclesial, como la modalidad característica según la cual viven la vocación cristiana». La doctrina más solvente ya lo había establecido. A. Del Portillo, Fieles y laicos en la Iglesia, p. 199, después de una larga reflexión sobre el tema, concluía: «la secularidad no es simplemente una nota ambiental o circunscriptiva, sino una nota positiva y propiamente teológica». E. Corecco, que en 1981 consideraba todavía abierta la cuestión (cfr. su Riflessione giuridicoistituzionale su sacerdozio commune e sacerdozio ministeriale, en Parola di Dio e Sacerdozio. Atti del IX Congresso Nazionale dell'ATI. Cascia 14-18 septembre 1981, Padova 1983, 80-129; vid. p. 92), en 1984 consideraba ya la postura del Concilio como estrictamente teológica: «L'indole secolare propria e peculiare dei laici non puó essere interpretata, come tende a fare una parte della dottrina, solo come una qualifica sociológica. E vero che il Concilio non ha mai voluto definiré, ma l'insistenza insólita del Concilio sulla natura secolare del laicato, nella LG, nell'AA e nella AdG, non puó, lasciar dubbi sul carattere teológico e ecclesiologico dell'indole secolare» (E. Corecco, / laici nel nuovo Códice di Diritto Canónico, en «La Scuola Cattolica» 113 (1984) 206). [38] Cfr. P. Rodríguez, Carisma e institución en la Iglesia, en «Studium» 6 (1966) 490. [39] Vid. Y. Congar, Ministéres et laicat dans la théologie catholique romaine, Taizé 1964, p. 137. [40] Cuando aludo a los religiosos en esta ponencia trato de referirme siempre al «núcleo» de su posición estructural, siendo muy consciente de que el desarrollo histórico del estado religioso ha hecho surgir una gran riqueza de modalidades en la forma de darse el núcleo teológico y una variedad en la terminología, de las que no puedo ocuparme ahora. Una excelente reflexión sobre el tema, en el contexto de balance de los últimos veinte años, es la que ofrece A. Bandera, Santidad de la Iglesia y vida religiosa, en «Confer» 25 (1986) 559605. [41] A raíz del Concilio Vaticano II, en una entrevista que se publicaría después en «Palabra», hice a Mons. Escrivá de Balaguer esta pregunta: «La misión de los laicos se ejercita, según el Concilio, en la Iglesia y en el mundo. Esto, con frecuencia, no es entendido rectamente al quedarse con uno u otro de ambos términos. ¿Cómo explicaría usted la tarea de los laicos en la Iglesia y la tarea que deben desarrollar en el mundo?». Su respuesta es iluminante: «De ninguna manera pienso que deban considerarse como dos tareas diferentes, desde el mismo momento en que la específica participación del laico en la misión de la Iglesia consiste precisamente en santificar ab intra —de manera inmediata y directa— las realidades seculares, el orden temporal, el mundo. Lo que pasa es que,

además de esta tarea, que le es propia y específica, el laico tiene también —como los clérigos y los religiosos— una serie de derechos, deberes y facultades fundamentales, que corresponden a la condición jurídica de fiel, y que tienen su lógico ámbito de ejercicio en el interior de la sociedad eclesiástica: participación activa en la liturgia de la Iglesia, facultad de cooperar directamente en el apostolado propio de la Jerarquía o de aconsejarla en su tarea pastoral si es invitado a hacerlo, etc.» (Conversaciones, Madrid 141985, n. 9). [42] Cuando, sobre un fiel cristiano corriente, sobre un laico, recae la llamada de Dios al ministerio sagrado o a la vida religiosa, el Espíritu, que dirige a la Iglesia con sus dones jerárquicos y carismáticos, «sopla» ahora de otro modo sobre esas personas, que adquieren así una nueva posición estructural en la Iglesia —determinada por el carácter del Orden o el carisma religioso—, dejando de ser cristianos laicos para ser cristianos dotados de otros carismas estructurales. Su relación con la «restauración del orden temporal» cambia de signo y de contenido. [43] En la entrevista antes citada, me decía Mons. Escrivá de Balaguer: «Fijarse sólo en la misión específica del laico, olvidando su simultánea condición de fiel, sería tan absurdo como imaginarse una rama, verde y florecida, que no pertenezca a ningún árbol. Olvidarse de lo que es específico, propio y peculiar del laico, o no comprender suficientemente las características de estas tareas apostólicas seculares y su valor eclesial, sería como reducir el frondoso árbol de la Iglesia a la monstruosa condición de puro tronco.» (Conversaciones, Madrid I41985, n. 9). [44] Una descripción sintética de esos oficios según el Código de Derecho Canónico puede verse en J. Medina, Notas sobre los ministerios de la Iglesia confiados a fieles laicos, en «Teología y Vida» 27 (1986) 167-172. Digo que de ordinario no son laicales, porque hay oficios eclesiásticos que pueden ser asumidos por laicos precisamente en función de su secularidad teológica. Por ejemplo, ser miembro del Consilium de laicis, o del Consejo pastoral de una diócesis. [45] Este punto fue vigorosamente señalado por P. Lombardía, Los laicos, en «II Diritto Ecclesiastico» 83 (1972) 297. [46] Vid. cann. 225 § 1, 327 y 329.

PRESENTACIÓN DE LA CARTA «COMMUNIONIS NOTIO»1

1. Significado e importancia del Documento Inmediatamente después del Concilio Vaticano II el concepto de comunión referido a la Iglesia, junto al concepto de pueblo de Dios, fue una de las nociones que más atrajeron el interés de los teólogos. A pesar de los notables méritos y de los progresos reales de la reflexión eclesiológica postconciliar, aparecían también algunas tendencias que interpretaban reductivamente estos conceptos clave con el consecuente peligro de alterar radicalmente la eclesiología católica. La fórmula pueblo de Dios era concebida cada vez más en el sentido de soberanía popular, mientras parecía simplemente olvidado el elemento constitutivo de este pueblo, es decir Dios, el verdadero soberano de su pueblo, presente en todos los pueblos del mundo. De modo semejante aparecía la tendencia a reducir el concepto de comunión a una visión más o menos exclusivamente horizontal, sociológica; tal visión utiliza esta palabra para expresar una idea antijerárquica de una Iglesia que sería sobre todo una federación de Iglesias locales, precedentes de la Iglesia universal. Objetivo del presente Documento es iluminar el concepto correcto de comunión en la línea del Concilio Vaticano II y del Sínodo extraordinario de los Obispos de 1985, donde los Pastores han subrayado de nuevo la centralidad de este concepto para una visión adecuada de la Iglesia de Dios, en fidelidad a la enseñanza bíblica y a la tradición patrística (cfr n. 3). Las fuentes inmediatas del Documento son, por tanto, el Concilio y el Sínodo de 1985, pero los documentos magistrales sirven según su propia intención para una lectura profunda de la Biblia y de los Padres, y así también para una interpretación adecuada de los hechos eclesiológicos de hoy. Así el presente Documento supone que no se dan eclesiologías aisladas o yuxtapuestas, sino que al final existe únicamente una eclesiología fundamental, la cual ciertamente se puede elaborar de modos diversos,

según se acentúen o se subrayen algunos aspectos. Tal diversidad de elaboración sistemática es legítima y pertenece a la competencia de la teología. Sin embargo, cualquier tipo de articulación debe tener siempre en cuenta los diversos elementos esenciales de una eclesiología que pretende ser católica. En otras palabras, si es verdad que se pueden escoger diversos puntos de partida y articular la reflexión sistemática sobre conceptos diversos, es igualmente verdad que es necesario permanecer en el equilibrio de la Tradición doctrinal auténtica, conservando íntegramente el dato revelado. Para evitar, por tanto, interpretaciones confusas e insuficientes, la Carta de la Congregación para la Doctrina de la Fe pretende salvaguardar los criterios para una comprensión correcta de la noción de comunión, precisándola bajo tres aspectos fundamentales: a) El concepto de comunión en relación con otras nociones centrales de la eclesiología, como pueblo de Dios, cuerpo de Cristo, sacramento. b) El concepto de comunión en relación con la Eucaristía y el Episcopado, puntualizando así el significado de la unidad de la Iglesia, que se expresa en la interioridad recíproca que se da entre la Iglesia universal y las Iglesias particulares. c) El concepto de comunión en relación con el vínculo entre los Obispos, y entre ellos y el Sucesor de Pedro, que es el fundamento visible de la unidad de la Iglesia, teniendo presente la atención y las exigencias provenientes de la perspectiva ecuménica.

2. Las líneas esenciales del Documento Los puntos focales son esencialmente cinco, en correspondencia con los capítulos del Documento. En primer lugar, se reconoce que la noción de comunión es muy adecuada para expresar el núcleo profundo del misterio de la Iglesia. Tal noción conlleva tanto la dimensión vertical (comunión con Dios) y la horizontal (comunión entre los hombres), como la dimensión invisible (comunión íntima con la Santísima Trinidad y con los demás hombres) y visible (comunión en la doctrina de los Apóstoles, en los sacramentos y en el orden jerárquico). Esta comunión no es, por tanto, simplemente de naturaleza moral o psicológica,

sino ontológica y sobrenatural, e implica una solidaridad espiritual entre los miembros de la Iglesia, en cuanto son miembros de un único cuerpo, el Cuerpo de Cristo. Es importante destacar en este contexto el fuerte acento que pone el Documento en la autotrascendencia de la Iglesia, la cual no es una realidad replegada sobre sí misma, sino, por el contrario, abierta a la dinámica misionera y ecuménica, puesto que ha sido enviada al mundo a anunciar y a dar testimonio. En segundo lugar, se estudian las expresiones concretas del misterio de la Iglesia entendida como comunión. El concepto de comunión se aplica sobre todo a la realidad de las Iglesias particulares, las cuales son verdaderamente «Iglesias» en cuanto están constituidas a imagen de la Iglesia universal. Consecuentemente toda Iglesia particular es realmente Iglesia en cuanto en ella está presente y actúa la Iglesia, una, santa, católica y apostólica. Esto significa que la Iglesia de Cristo no puede ser concebida como una suma o federación de Iglesias particulares. En su misterio esencial, la Iglesia universal precede «ontológica y temporalmente a cada Iglesia particular» (n. 9), y estas tienen su origen en aquella. En la línea de la Escritura y de los Padres, el Documento subraya la doble prioridad de la Iglesia universal. La idea de Dios al crear su Iglesia en la historia es una sola: su Esposa, su Ciudad, la Jerusalén celestial, su único pueblo desde Abraham hasta el último elegido. Siguiendo las tradiciones judaicas los Padres hablan de la preexistencia de esta ciudad de Dios antes de la creación del mundo, y el objeto interior de la creación es esta ciudad definitiva, el lugar donde se realiza la voluntad de Dios y la tierra se convierte en cielo. Esta precedencia ideal de la Iglesia única, universal, se manifiesta en el día de Pentecostés también en una precedencia temporal: la comunidad apostólica reunida en torno a María y transformada por el Espíritu Santo en Iglesia no es la Iglesia local de Jerusalén. Cada apóstol tiene una misión universal y todos juntos son la única Iglesia naciente, por lo que de su predicación nacen después las Iglesias particulares, comenzando por aquella de Jerusalén: todas ellas son hijas y concretizaciones de la Iglesia universal, la cual, hablando todas las lenguas, se muestra católica ya desde el primer momento de su existencia, es decir el único pueblo de Dios reunido procedente de todos los

pueblos del mundo. En este contexto, el Documento subraya el carácter universal, «católico», del Bautismo. El Bautismo en su sustancia sacramental no es admisión a una cierta comunidad local, sino incorporación al único Cuerpo de Cristo. Quien es bautizado pertenece a la Iglesia, vaya donde vaya, o, como el Documento expresa de una forma muy hermosa: «en la Iglesia ninguno es extranjero». En todos los lugares y en todas las lenguas siempre es la misma Iglesia, la única Esposa de Cristo. En tercer lugar, el concepto de comunión se pone en relación con la unidad de la Iglesia de una parte, y con la Eucaristía y el Episcopado de otra. La comunión entre las Iglesias en la unidad de la Iglesia universal está enraizada en la Eucaristía, puesto que la celebración del sacrificio eucarístico en una comunidad particular o local no es jamás celebración sólo de esa comunidad: se llega a ser Iglesia únicamente acogiendo la totalidad del don sacramental de la gracia en la comunión con el único e indivisible Cuerpo eucarístico del Señor que implica la unidad y la indivisibilidad de su cuerpo místico que es la Iglesia. La unidad de la Iglesia está también enraizada en la unidad del Episcopado. Efectivamente, así como la idea misma de uncuerpo de las Iglesias reclama la existencia de una Iglesia Cabeza de las Iglesias, que es precisamente la Iglesia de Roma, así la unidad del Episcopado conlleva la existencia de un Obispo Cabeza del Cuerpo o Colegio de los Obispos, que es precisamente el Romano Pontífice. Unidad de la Eucaristía y unidad del Episcopado no son realidades extrínsecas o principios organizativos en relación con la unidad de la Iglesia, sino que son realidades teológicas recíprocamente vinculadas e intrínsecas al misterio de la Iglesia misma. Por otra parte, esta unidad de la Iglesia no obstaculiza la pluralidad y la diversificación relacionadas con la diversidad de los ministerios, de los carismas, de las varias formas de apostolado. La promoción de la unidad y de la pluralidad no sólo no se oponen, sino que se enriquecen recíprocamente en la medida en que son contempladas justamente para la edificación del único Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, mediante la caridad, que es el vínculo de la perfección. En este contexto se deben entender y se justifican tanto las instituciones y comunidades establecidas por la Autoridad Apostólica, que como tales pertenecen a la Iglesia universal, aunque sus miembros al mismo

tiempo sigan perteneciendo a las Iglesias particulares, como los múltiples institutos religiosos y sociedades de vida apostólica que, aunque no pertenezcan a la estructura jerárquica de la Iglesia, pertenecen a su vida y a su santidad. 5) Finalmente el concepto eclesiológico de comunión conlleva implicaciones ecuménicas de gran importancia. De la lógica del Documento resulta que la sucesión en el ministerio de Pedro, expresión visible y responsable de la unidad de la comunión, de la unidad del Cuerpo eucarístico, del que nace el único Cuerpo de la Iglesia como Cuerpo de Cristo, no es una realidad puramente organizativa, exterior a la verdadera esencia de la comunión, de su ser la Iglesia del Señor. Al mismo tiempo, el Documento subraya el concepto ecuménico de la eclesiología conciliar y habla de los muchos elementos de la Iglesia de Cristo presentes en las otras Iglesias y comunidades eclesiales no católicas -elementos que «permiten reconocer con gozo y esperanza una cierta comunión, si bien no perfecta» (n. 17). Señalado este principio doctrinal, la Carta pretende precisar a continuación la naturaleza de esta «comunión no perfecta», y a tal fin distingue entre la relación de comunión con las Iglesias ortodoxas y con las comunidades reformadas. Las Iglesias ortodoxas, que, aunque separadas de la comunión con el Sucesor de Pedro, permanecen unidas a la Iglesia católica por medio de estrechísimos vínculos, como son la sucesión apostólica y la Eucaristía válida, merecen, por tanto, el título de Iglesias particulares, como enseñaba ya el Vaticano II. Pero, al mismo tiempo, sigue siendo válido el principio de que la unidad de la Iglesia, expresado en el ministerio petrino, no es un añadido exterior a las Iglesias particulares ya completas en sí mismas y autosuficientes, sino que tal unidad es principio constitutivo de la misma Iglesia particular como tal. En consecuencia el Documento dice que «la situación de esas venerables comunidades implica una herida en su ser de Iglesia particular» (n. 17). Esta herida es todavía más profunda en las comunidades eclesiásticas que no han conservado la sucesión apostólica, de la que depende la validez de la Eucaristía. Para entender el apasionado empeño ecuménico del presente Documento es importante constatar que el texto reconoce con franqueza que tal situación implica también para la Iglesia católica una herida, aunque de diversa

naturaleza, en cuanto obstáculo para la plena realización de su universalidad en la historia. De ahí se sigue la necesidad de continuar con fuerza el compromiso ecuménico, cuya clave es según nuestro texto una renovada conversión al Señor. El Documento expresa la esperanza que, en la luz y en la fuerza de esa conversión, se haga posible a todos reconocer el primado de Pedro en sus sucesores, los Obispos de Roma, y ver llevado a efecto el ministerio petrino, tal como ha sido querido por el Señor, como universal servicio apostólico que está presente en todas las Iglesias particulares desde su interioridad y que, conservando su sustancia e identidad de institución divina, puede también manifestarse de formas diversas, según las circunstancias de lugar y de tiempo, como se ha demostrado a lo largo de la historia. Con la presente Carta la Congregación para la Doctrina de la Fe ha pretendido ofrecer a los Obispos, a los teólogos, y a todos los creyentes del pueblo de Dios, una ayuda doctrinal autorizada para que la comunión de los fieles, de todos los lugares y de todos los tiempos, sea vivida no como un elemento horizontal y exterior, sino como una gracia interior y, al mismo tiempo, como signo visible del don del Señor, que el único que puede realizar la unidad superando las fronteras y los límites debidos al pecado y a la fragilidad del hombre. JOSEPH Card. RATZINGER Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe.

[1] Intervención del Cardenal Ratzinger en la presentación de la Carta el 15 de junio de 1992. Trad. del editor.

CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE CARTA A LOS OBISPOS DE LA IGLESIA CATÓLICA SOBRE ALGUNOS ASPECTOS DE LA IGLESIA CONSIDERADA COMO COMUNIÓN (“COMMUNIONIS NOTIO”) INTRODUCCIÓN 1. El concepto de comunión (koinonía), ya puesto de relieve en los textos del Concilio Vaticano II[1], es muy adecuado para expresar el núcleo profundo del Misterio de la Iglesia y, ciertamente, puede ser una clave de lectura para una renovada eclesiología católica[2]. La profundización en la realidad de la Iglesia como Comunión es, en efecto, una tarea particularmente importante, que ofrece amplio espacio a la reflexión teológica sobre el misterio de la Iglesia, "cuya naturaleza es tal que admite siempre nuevas y más profundas investigaciones"[3]. Sin embargo, algunas visiones eclesiológicas manifiestan una insuficiente comprensión de la Iglesia en cuanto misterio de comunión, especialmente por la falta de una adecuada integración del concepto de comunión con los de Pueblo de Dios y de Cuerpo de Cristo, y también por un insuficiente relieve atribuido a la relación entre la Iglesia como comunión y la Iglesia como sacramento. 2. Teniendo en cuenta la importancia doctrinal, pastoral y ecuménica de los diversos aspectos relativos a la Iglesia considerada como Comunión, la Congregación para la Doctrina de la Fe, con la presente Carta, ha estimado oportuno recordar brevemente y clarificar, donde era necesario, algunos de los elementos fundamentales que han de ser considerados puntos firmes, también en el deseado trabajo de profundización teológica. I LA IGLESIA, MISTERIO DE COMUNIÓN 3. El concepto de comunión está "en el corazón del autoconocimiento de la

Iglesia"[4], en cuanto misterio de la unión personal de cada hombre con la Trinidad divina y con los otros hombres, iniciada por la fe[5], y orientada a la plenitud escatológica en la Iglesia celeste, aun siendo ya una realidad incoada en la Iglesia sobre la tierra[6]. Para que el concepto de comunión, que no es unívoco, pueda servir como clave interpretativa de la eclesiologia, debe ser entendido dentro de la enseñanza bíblica y de la tradición patrística, en las cuales la comunión implica siempre una doble dimensión: vertical (comunión con Dios) y horizontal (comunión entre los hombres). Es esencial a la visión cristiana de la comunión reconocerla ante todo como don de Dios, como fruto de la iniciativa divina cumplida en el misterio pascual. La nueva relación entre el hombre y Dios, establecida en Cristo y comunicada en los sacramentos, se extiende también a una nueva relación de los hombres entre sí. En consecuencia, el concepto de comunión debe ser capaz de expresar también la naturaleza sacramental de la Iglesia mientras "caminamos lejos del Señor"[7], así como la peculiar unidad que hace a los fieles ser miembros de un mismo Cuerpo, el Cuerpo místico de Cristo[8], una comunidad orgánicamente estructurada[9], "un pueblo reunido por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo"[10], dotado también de los medios adecuados para la unión visible y social[11]. 4. La comunión eclesial es al mismo tiempo invisible y visible. En su realidad invisible, es comunión de cada hombre con el Padre por Cristo en el Espíritu Santo, y con los demás hombres copartícipes de la naturaleza divina[12], de la pasión de Cristo[13], de la misma fe[14], del mismo espíritu[15]. En la Iglesia sobre la tierra, entre esta comunión invisible y la comunión visible en la doctrina de los Apóstoles, en los sacramentos y en el orden jerárquico, existe una íntima relación. Mediante estos dones divinos, realidades bien visibles, Cristo ejerce en la historia de diversos modos Su función profética, sacerdotal y real para la salvación de los hombres[16]. Esta relación entre los elementos invisibles y los elementos visibles de la comunión eclesial es constitutiva de la Iglesia como Sacramento de salvación. De esta sacramentalidad se sigue que la Iglesia no es una realidad replegada sobre sí misma, sino permanentemente abierta a la dinámica misionera y ecuménica, pues ha sido enviada al mundo para anunciar y testimoniar,

actualizar y extender el misterio de comunión que la constituye: a reunir a todos y a todo en Cristo[17]; a ser para todos "sacramento inseparable de unidad"[18]. 5. La comunión eclesial, en la que cada uno es inserido por la fe y el Bautismo[19], tiene su raíz y su centro en la Sagrada Eucaristía. En efecto, el Bautismo es incorporación en un cuerpo edificado y vivificado por el Señor resucitado mediante la Eucaristía, de tal modo que este cuerpo puede ser llamado verdaderamente Cuerpo de Cristo. La Eucaristía es fuente y fuerza creadora de comunión entre los miembros de la Iglesia precisamente porque une a cada uno de ellos con el mismo Cristo: "participando realmente del Cuerpo del Señor en la fracción del pan eucarístico, somos elevados a la comunión con El y entre nosotros: 'Porque el pan es uno, somos uno en un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan' (1 Cor 10, 17)"[20]. Por esto, la expresión paulina la Iglesia es el Cuerpo de Cristo significa que la Eucaristía, en la que el Señor nos entrega su Cuerpo y nos transforma en un solo Cuerpo[21], es el lugar donde permanentemente la Iglesia se expresa en su forma más esencial: presente en todas partes y, sin embargo, sólo una, así como uno es Cristo. 6. La Iglesia es Comunión de los santos, según la expresión tradicional que se encuentra en las versiones latinas del Símbolo apostólico desde finales del siglo IV[22]. La común participación visible en los bienes de la salvación (las cosas santas), especialmente en la Eucaristía, es raíz de la comunión invisible entre los participantes (los santos). Esta comunión comporta una solidaridad espiritual entre los miembros de la Iglesia, en cuanto miembros de un mismo Cuerpo[23], y tiende a su efectiva unión en la caridad, constituyendo "un solo corazón y una sola alma"[24]. La comunión tiende también a la unión en la oración[25], inspirada en todos por un mismo Espíritu[26], el Espíritu Santo "que llena y une toda la Iglesia"[27]. Esta comunión, en sus elementos invisibles, existe no sólo entre los miembros de la Iglesia peregrina en la tierra, sino también entre éstos y todos aquellos que, habiendo dejado este mundo en la gracia del Señor, forman parte de la Iglesia celeste o serán incorporados a ella después de su plena purificación[28]. Esto significa, entre otras cosas, que existe una mutua relación entre la Iglesia peregrina en la tierra y la Iglesia celeste en la misión

histórico-salvífica. De ahí la importancia eclesiológica no sólo de la intercesión de Cristo en favor de sus miembros[29], sino también de la de los santos y, en modo eminente, de la Bienaventurada Virgen María[30]. La esencia de la devoción a los santos, tan presente en la piedad del pueblo cristiano, responde pues a la profunda realidad de la Iglesia como misterio de comunión. II IGLESIA UNIVERSAL E IGLESIAS PARTICULARES 7. La Iglesia de Cristo, que en el Símbolo confesamos una, santa, católica y apostólica, es la Iglesia universal, es decir, la universal comunidad de los discípulos del Señor[31], que se hace presente y operativa en la particularidad y diversidad de personas, grupos, tiempos y lugares. Entre estas múltiples expresiones particulares de la presencia salvífica de la única Iglesia de Cristo, desde la época apostólica se encuentran aquellas que en sí mismas son Iglesias[32], porque, aun siendo particulares, en ellas se hace presente la Iglesia universal con todos sus elementos esenciales[33]. Están por eso constituidas "a imagen de la Iglesia universal"[34], y cada una de ellas es "una porción del Pueblo de Dios que se confía al Obispo para ser apacentada con la cooperación de su presbiterio"[35]. 8. La Iglesia universal es, pues, el Cuerpo de las Iglesias[36], por lo que se puede aplicar de manera analógica el concepto de comunión también a la unión entre las Iglesias particulares, y entender la Iglesia universal como una Comunión de Iglesias. A veces, sin embargo, la idea de "comunión de Iglesias particulares", es presentada de modo tal que se debilita la concepción de la unidad de la Iglesia en el plano visible e institucional. Se llega así a afirmar que cada Iglesia particular es un sujeto en sí mismo completo, y que la Iglesia universal resulta del reconocimiento recíproco de las Iglesias particulares. Esta unilateralidad eclesiológica, reductiva no sólo del concepto de Iglesia universal sino también del de Iglesia particular, manifiesta una insuficiente comprensión del concepto de comunión. Como la misma historia demuestra, cuando una Iglesia particular ha intentado alcanzar una propia autosuficiencia, debilitando su real comunión con la Iglesia universal y con su centro vital y visible, ha venido a menos también su unidad interna y, además, se ha visto en peligro de perder la propia libertad

ante las más diversas fuerzas de sometimiento y explotación[37]. 9. Para entender el verdadero sentido de la aplicación analógica del término comunión al conjunto de las Iglesias particulares, es necesario ante todo tener presente que éstas, en cuanto "partes que son de la Iglesia única de Cristo"[38], tienen con el todo, es decir con la Iglesia universal, una peculiar relación de "mutua interioridad"[39], porque en cada Iglesia particular "se encuentra y opera verdaderamente la Iglesia de Cristo, que es Una, Santa, Católica y Apostólica"[40]. Por consiguiente, "la Iglesia universal no puede ser concebida como la suma de las Iglesias particulares ni como una federación de Iglesias particulares"[41]. No es el resultado de la comunión de las Iglesias, sino que, en su esencial misterio, es una realidad ontológica y temporalmente previa a cada concreta Iglesia particular. En efecto, ontológicamente, la Iglesia-misterio, la Iglesia una y única según los Padres precede la creación[42], y da a luz a las Iglesias particulares como hijas, se expresa en ellas, es madre y no producto de las Iglesias particulares. De otra parte, temporalmente, la Iglesia se manifiesta el día de Pentecostés en la comunidad de los cientoveinte reunidos en torno a María y a los doce Apóstoles, representantes de la única Iglesia y futuros fundadores de las Iglesias locales, que tienen una misión orientada al mundo: ya entonces la Iglesia habla todas las lenguas[43]. De ella, originada y manifestada universal, tomaron origen las diversas Iglesias locales, como realizaciones particulares de esa una y única Iglesia de Jesucristo. Naciendo en y a partir de la Iglesia universal, en ella y de ella tienen su propia eclesialidad. Así pues, la fórmula del Concilio Vaticano II: la Iglesia en y a partir de las Iglesias (Ecclesia in et ex Ecclesiis)[44], es inseparable de esta otra: Las Iglesias en y a partir de la Iglesia (Ecclesiae in et ex Ecclesia)[45]. Es evidente la naturaleza mistérica de esta relación entre Iglesia universal e Iglesias particulares, que no es comparable a la del todo con las partes en cualquier grupo o sociedad meramente humana. 10. Cada fiel, mediante la fe y el Bautismo, es incorporado a la Iglesia una, santa, católica y apostólica. No se pertenece a la Iglesia universal de modo mediato, a través de la pertenencia a una Iglesia particular, sino de modo inmediato, aunque el ingreso y la vida en la Iglesia universal se realizan necesariamente en una particular Iglesia. Desde la perspectiva de la Iglesia

considerada como comunión, la universal comunión de los fieles y la comunión de las Iglesias no son pues la una consecuencia de la otra, sino que constituyen la misma realidad vista desde perspectivas diversas. Además, la pertenencia a una Iglesia particular no está nunca en contradicción con la realidad de que en la Iglesia nadie es extranjero[46]: especialmente en la celebración de la Eucaristía, todo fiel se encuentra en su Iglesia, en la Iglesia de Cristo, pertenezca o no, desde el punto de vista canónico, a la diócesis, parroquia u otra comunidad particular donde tiene lugar tal celebración. En este sentido, permanenciendo firmes las necesarias determinaciones de dependencia jurídica[47], quien pertenece a una Iglesia particular pertenece a todas las Iglesias; ya que la pertenencia a la Comunión, como pertenencia a la Iglesia, nunca es sólo particular, sino que por su misma naturaleza es siempre universal[48]. III COMUNION DE LAS IGLESIAS, EUCARISTIA Y EPISCOPADO 11. La unidad o comunión entre las Iglesias particulares en la Iglesia universal, además de en la misma fe y en el Bautismo común, está radicada sobre todo en la Eucaristía y en el Episcopado. Está radicada en la Eucaristía porque el Sacrificio eucarístico, aun celebrándose siempre en una particular comunidad, no es nunca celebración de esa sola comunidad: ésta, en efecto, recibiendo la presencia eucarística del Señor, recibe el don completo de la salvación, y se manifiesta así, a pesar de su permanente particularidad visible, como imagen y verdadera presencia de la Iglesia una, santa, católica y apostólica[49]. El redescubrimiento de una eclesiología eucarística, con sus indudables valores, se ha expresado sin embargo a veces con acentuaciones unilaterales del principio de la Iglesia local. Se afirma que donde se celebra la Eucaristía, se haría presente la totalidad del misterio de la Iglesia, de modo que habría que considerar no-esencial cualquier otro principio de unidad y de universalidad. Otras concepciones, bajo influjos teológicos diversos, tienden a radicalizar aún más esta perspectiva particular de la Iglesia, hasta el punto de considerar que es el mismo reunirse en el nombre de Jesús (cfr. Mt 18, 20) lo que genera la Iglesia: la asamblea que en el nombre de Cristo se hace

comunidad, tendría en sí los poderes de la Iglesia, incluido el relativo a la Eucaristía; la Iglesia, como algunos dicen, nacería "de la base". Estos y otros errores similares no tienen suficientemente en cuenta que es precisamente la Eucaristía la que hace imposible toda autosuficiencia de la Iglesia particular. En efecto, la unicidad e indivisibilidad del Cuerpo eucarístico del Señor implica la unicidad de su Cuerpo místico, que es la Iglesia una e indivisible. Desde el centro eucarístico surge la necesaria apertura de cada comunidad celebrante, de cada Iglesia particular: del dejarse atraer por los brazos abiertos del Señor se sigue la inserción en su Cuerpo, único e indiviso. También por esto, la existencia del ministerio Petrino, fundamento de la unidad del Episcopado y de la Iglesia universal, está en profunda correspondencia con la índole eucarística de la Iglesia. 12. Efectivamente, la unidad de la Iglesia está también fundamentada en la unidad del Episcopado[50]. Como la idea misma de Cuerpo de las Iglesias reclama la existencia de una Iglesia Cabeza de las Iglesias, que es precisamente la Iglesia de Roma, que "preside la comunión universal de la caridad[51], así la unidad del Episcopado comporta la existencia de un Obispo Cabeza del Cuerpo o Colegio de los Obispos, que es el Romano Pontífice[52]. De la unidad del Episcopado, como de la unidad de la entera Iglesia, "el Romano Pontífice, como sucesor de Pedro, es principio y fundamento perpetuo y visible"[53]. Esta unidad del Episcopado se perpetúa a lo largo de los siglos mediante la sucesión apostólica, y es también fundamento de la identidad de la Iglesia de cada época con la Iglesia edificada por Cristo sobre Pedro y sobre los demás Apóstoles[54]. 13. El Obispo es principio y fundamento visible de la unidad en la Iglesia particular confiada a su ministerio pastoral [55], pero para que cada Iglesia particular sea plenamente Iglesia, es decir, presencia particular de la Iglesia universal con todos sus elementos esenciales, y por lo tanto constituida a imagen de la Iglesia universal, debe hallarse presente en ella, como elemento propio, la suprema autoridad de la Iglesia: el Colegio episcopal "junto con su Cabeza el Romano Pontífice, y jamás sin ella"[56]. El Primado del Obispo de Roma y el Colegio episcopal son elementos propios de la Iglesia universal "no derivados de la particularidad de las Iglesias"[57], pero interiores a cada Iglesia particular. Por tanto, "debemos ver el ministerio del Sucesor de Pedro, no sólo como un servicio 'global' que alcanza a toda Iglesia

particular 'desde fuera', sino como perteneciente ya a la esencia de cada Iglesia particular 'desde dentro'"[58]. En efecto, el ministerio del Primado comporta esencialmente una potestad verdaderamente episcopal, no sólo suprema, plena y universal, sino también inmediata, sobre todos, tanto sobre los Pastores como sobre los demás fieles[59]. Que el ministerio del Sucesor de Pedro sea interior a cada Iglesia particular, es expresión necesaria de aquella fundamental mutua interioridad entre Iglesia universal e Iglesia particular[60]. 14. Unidad de la Eucaristía y unidad del Episcopado con Pedro y bajo Pedro no son raíces independientes de la unidad de la Iglesia, porque Cristo ha instituído la Eucaristía y el Episcopado como realidades esencialmente vinculadas[61]. El Episcopado es uno como una es la Eucaristía: el único Sacrificio del único Cristo muerto y resucitado. La liturgia expresa de varios modos esta realidad, manifestando, por ejemplo, que toda celebración de la Eucaristía se realiza en unión no sólo con el propio Obispo sino también con el Papa, con el orden episcopal, con todo el clero y con el entero pueblo[62]. Toda válida celebración de la Eucaristía expresa esta comunión universal con Pedro y con la Iglesia entera, o la reclama objetivamente, como en el caso de las Iglesias cristianas separadas de Roma[63]. IV UNIDAD Y DIVERSIDAD EN LA COMUNION ECLESIAL 15. "La universalidad de la Iglesia, de una parte, comporta la más sólida unidad y, de otra, una pluralidad y una diversificación, que no obstaculizan la unidad, sino que le confieren en cambio el carácter de 'comunión'"[64]. Esta pluralidad se refiere sea a la diversidad de ministerios, carismas, formas de vida y de apostolado dentro de cada Iglesia particular, sea a la diversidad de tradiciones litúrgicas y culturales entre las distintas Iglesias particulares[65]. La promoción de la unidad que no obstaculiza la diversidad, así como el reconocimiento y la promoción de una diversidad que no obstaculiza la unidad sino que la enriquece, es tarea primordial del Romano Pontífice para toda la Iglesia[66] y, salvo el derecho general de la misma Iglesia, de cada Obispo en la Iglesia particular confiada a su ministerio pastoral[67]. Pero la edificación y salvaguardia de esta unidad, a la que la diversidad confiere el

carácter de comunión, es también tarea de todos en la Iglesia, porque todos están llamados a construirla y respetarla cada día, sobre todo mediante aquella caridad que es "el vínculo de la perfección"[68]. 16. Para una visión más completa de este aspecto de la comunión eclesial unidad en la diversidad-, es necesario considerar que existen instituciones y comunidades establecidas por la Autoridad Apostólica para peculiares tareas pastorales. Estas, en cuanto tales, pertenecen a la Iglesia universal, aunque sus miembros son también miembros de las Iglesias particulares donde viven y trabajan. Tal pertenencia a las Iglesias particulares, con la flexibilidad que le es propia[69], tiene diversas expresiones jurídicas. Esto no sólo no lesiona la unidad de la Iglesia particular fundada en el Obispo, sino que por el contrario contribuye a dar a esta unidad la interior diversificación propia de la comunión[70]. En el contexto de la Iglesia entendida como comunión, hay que considerar también los múltiples institutos y sociedades, expresión de los carismas de vida consagrada y de vida apostólica, con los que el Espíritu Santo enriquece el Cuerpo Místico de Cristo: aun no perteneciendo a la estructura jerárquica de la Iglesia, pertenecen a su vida y a su santidad[71]. Por su carácter supradiocesano, radicado en el ministerio Petrino, todas estas realidades eclesiales son también elementos al servicio de la comunión entre las diversas Iglesias particulares. V COMUNION ECLESIAL Y ECUMENISMO 17. "La Iglesia se reconoce unida por muchas razones con quienes, estando bautizados, se honran con el nombre de cristianos, pero no profesan la fe en su totalidad o no guardan la unidad de comunión bajo el sucesor de Pedro" [72]. En las Iglesias y comunidades cristianas no católicas, existen en efecto muchos elementos de la Iglesia de Cristo que permiten reconocer con alegría y esperanza una cierta comunión, si bien no perfecta[73]. Esta comunión existe especialmente con las Iglesias orientales ortodoxas, las cuales, aunque separadas de la Sede de Pedro, permanecen unidas a la Iglesia Católica mediante estrechísimos vínculos, como son la sucesión

apostólica y la Eucaristía válida, y merecen por eso el título de Iglesias particulares[74]. En efecto, "con la celebración de la Eucaristía del Señor en cada una de estas Iglesias, la Iglesia de Dios es edificada y crece"[75], ya que en toda válida celebración de la Eucaristía se hace verdaderamente presente la Iglesia una, santa, católica y apostólica[76]. Sin embargo, como la comunión con la Iglesia universal, representada por el Sucesor de Pedro, no es un complemento externo de la Iglesia particular, sino uno de sus constitutivos internos, la situación de aquellas venerables comunidades cristianas implica también una herida en su ser Iglesia particular. La herida es todavía más profunda en las comunidades eclesiales que no han conservado la sucesión apostólica y la Eucaristía válida. Esto, de otra parte, comporta también para la Iglesia Católica, llamada por el Señor a ser para todos "un solo rebaño y un solo pastor"[77], una herida en cuanto obstáculo para la realización plena de su universalidad en la historia. 18. Esta situación reclama fuertemente de todos el empeño ecuménico hacia la plena comunión en la unidad de la Iglesia; aquella unidad "que Cristo concedió desde el principio a su Iglesia, y que creemos subsiste indefectible en la Iglesia Católica y esperamos que crezca hasta la consumación de los siglos" [78]. En este empeño ecuménico, tienen prioritaria importancia la oración, la penitencia, el estudio, el diálogo y la colaboración, para que en una renovada conversión al Señor se haga posible a todos reconocer la permanencia del Primado de Pedro en sus sucesores, los Obispos de Roma, y ver realizado el ministerio petrino, tal como es entendido por el Señor, como universal servicio apostólico, presente en todas las Iglesias desde dentro de ellas y que, salvada su sustancia de institución divina, puede expresarse en modos diversos, según los lugares y tiempos, como testimonia la historia. CONCLUSION 19. La Bienaventurada Virgen María es modelo de la comunión eclesial en la fe, en la caridad y en la unión con Cristo[79]. "Eternamente presente en el misterio de Cristo"[80], Ella está, en medio de los Apóstoles, en el corazón mismo de la Iglesia naciente[81] y de la Iglesia de todos los tiempos. Efectivamente, "la Iglesia fue congregada en la parte alta (del cenáculo) con María, que era la Madre de Jesús, y con sus hermanos. No se puede, por tanto, hablar de Iglesia si no está presente María, la Madre del Señor, con sus

hermanos"[82]. Al concluir esta Carta, la Congregación para la Doctrina de la Fe, haciendo eco a las palabras finales de la Constitución Lumen gentium[83], invita a todos los Obispos y, a través de ellos, a todos los fieles, especialmente a los teólogos, a confiar a la intercesión de la Bienaventurada Virgen su empeño de comunión y de reflexión teológica sobre la comunión. El Sumo Pontífice Juan Pablo II, en el curso de la audiencia concedida al infrascripto Cardenal Prefecto, ha aprobado la presente Carta, acordada en reunión ordinaria de esta Congregación, y ha ordenado su publicación. Roma, desde la Sede de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el 28 de mayo de 1992. Joseph Card. Ratzinger Prefecto + Alberto Bovone Arzobispo Tit. de Cesarea de Numidia Secretario [1] Cfr. Const. Lumen gentium, nn. 4, 8, 13-15, 18, 21, 24-25; Const. Dei Verbum, n. 10; Const.Gaudium et spes, n. 32; Decr. Unitatis redintegratio, nn. 2-4, 14-15, 17-19, 22. [2] Cfr. SINODO DE LOS OBISPOS, II Asamblea extraordinaria (1985), Relatio finalis, II, C), 1. [3] PABLO VI, Discurso de apertura del segundo período del Conc. Vaticano II, 29-IX-1963: AAS 55 (1963) p. 848. Cfr., por ejemplo, las lineas de profundización indicadas por la COMISION TEOLOGICA INTERNACIONAL, en Themata selecta de ecclesiologia: "Documenta (1969- 1985)", Lib. Ed. Vaticana 1988, pp. 462-559. [4] JUAN PABLO II, Discurso a los Obispos de los Estados Unidos de América, 16-IX-1987, n. 1: "Insegnamenti di Giovanni Paolo II" X,3 (1987) p. 553. [5] 1 Jn 1, 3: "Os anunciamos lo que hemos hemos visto y oído, para que estéis en comunión con nosotros. Nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo". Cfr. también 1 Cor1, 9; JUAN PABLO II, Exh. Ap. Christifideles laici, 30-XII-1988, n. 19; SINODO DE LOS OBISPOS (1985), Relatio finalis, II, C), 1. [6] Cfr. Fil 3, 20-21; Col 3, 1-4; Const. Lumen gentium, n. 48. [7] 2 Cor 5, 6. Cfr. Const. Lumen gentium, n. 1.

[8] Cfr. ibidem, n. 7; PIO XII, Enc. Mystici Corporis, 29-VI-1943: AAS 35 (1943) pp. 200 ss. [9] Cfr. Const. Lumen gentium, n. 11/a. [10] S. CIPRIANO, De Oratione Dominica, 23: PL 4, 553; cfr. Const. Lumen gentium, n. 4/b. [11] Cfr. Const. Lumen gentium, n. 9/c. [12] Cfr. 2 Pedro 1, 4. [13] Cfr. 2 Cor 1, 7. [14] Cfr. Ef 4, 13; Filem 6. [15] Cfr. Fil 2, 1. [16] Cfr. Const. Lumen gentium, nn. 25-27. [17] Cfr. Mt 28, 19-20; Jn 17, 21-23; Ef 1, 10; Const. Lumen gentium, nn. 9/b, 13 y 17; Decr. Ad gentes, nn. 1 y 5; S. IRENEO, Adversus haereses, III, 16, 6 y 22, 1-3: PG 7, 925-926 y 955-958. [18] S. CIPRIANO, Epist. ad Magnum, 6: PL 3, 1142. [19] Ef 4, 4-5: "Un solo cuerpo y un solo Espíritu, así como habéis sido llamados a una sola esperanza, la de vuestra vocación. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo". Cfr. también Mc 16, 16. [20] Const. Lumen gentium, n. 7/b. La Eucaristía es el sacramento "mediante el cual se construye la Iglesia en el tiempo presente" (S. AGUSTIN, Contra Faustum, 12, 20: PL 42, 265). "Nuestra participación en el cuerpo y en la sangre de Cristo no tiende a otra cosa que a transformarnos en aquello que recibimos" (S. LEON MAGNO, Sermo 63, 7: PL 54, 357). [21] Cfr. Const. Lumen gentium, nn. 3 y 11/a; S. JUAN CRISOSTOMO, In 1 Cor. hom., 24, 2: PG 61, 200. [22] Cfr. Denz.-Schön. 19, 26-30. [23] Cfr. 1 Cor 12, 25-27; Ef 1, 22-23; 3, 3-6. [24] Hechos 4, 32. [25] Cfr. Hechos 2, 42. [26] Cfr. Rom 8, 15-16.26; Gal 4, 6; Const. Lumen gentium, n. 4. [27] STO. TOMAS DE AQUINO, De Veritate, q. 29, a. 4 c. En efecto, "levantado en la cruz y glorificado, el Señor Jesús envió el Espíritu que había prometido, por medio del cual llamó y congregó al pueblo de la Nueva Alianza, que es la Iglesia" (Decr. Unitatis redintegratio, n. 2/b).

[28] Cfr. Const. Lumen gentium, n. 49. [29] Cfr. Heb 7, 25. [30] Cfr. Const. Lumen gentium, nn. 50 y 66. [31] Cfr. Mt 16, 18; 1 Cor 12, 28; etc. [32] Cfr. Hechos 8, 1; 11, 22; 1 Cor 1, 2; 16, 19; Gal 1, 22; Apoc 2, 1.8; etc. [33] Cfr. PONTIFICIA COMISION BIBLICA, Unité et diversité dans l'Eglise, Lib. Ed. Vaticana 1989, especialmente, pp. 14-28. [34] Const. Lumen gentium, n. 23/a; cfr. Decr. Ad gentes, n. 20/a. [35] Decr. Christus Dominus, n. 11/a. [36] Const. Lumen gentium, n. 23/b. Cfr. S. HILARIO DE POITIERS, In Psalm. 14, 3: PL 9, 301; S. GREGORIO MAGNO, Moralia, IV, 7, 12: PL 75, 643. [37] Cfr. PABLO VI, Exh. Ap. Evangelii nuntiandi, 8-XII-1975, n. 64/b. [38] Decr. Christus Dominus, n. 6/c. [39] JUAN PABLO II, Discurso a la Curia Romana, 20-XII-1990, n. 9: "L'Osservatore Romano", 21-XII-1990, p. 5. [40] Decr. Christus Dominus, n. 11/a. [41] JUAN PABLO II, Discurso a los Obispos de los Estados Unidos de América, 16-IX-1987, n. 3: cit., p. 555. [42] Cfr. PASTOR DE HERMAS, Vis. 2, 4: PG 2, 897-900; S. CLEMENTE ROMANO, Epist. II ad Cor., 14, 2: Funck, 1, 200. [43] Cfr. Hechos 2, 1 ss. S. IRENEO, Adversus haereses, III, 17, 2 (PG 7, 929-930): "en Pentecostés (...) todas las naciones (...) se habían convertido en un admirable coro para entonar el himno de alabanza a Dios en perfecta consonancia, porque el Espíritu Santo había anulado las distancias, eliminado la discordancia y transformado la reunión de los pueblos en una primicia para ofrecer a Dios Padre". Cfr. también S. FULGENCIO DE RUSPE, Sermo 8 in Pentecoste, 2-3: PL 65, 743-744. [44] Const. Lumen gentium, n. 23/a: "[las Iglesias particulares]... en las cuales y a partir de las cuales se constituye laIglesia Católica, una y única". Esta doctrina desarrolla en la continuidad lo que ya había sido afirmado anteriormente, por ejemplo por PIO XII, Enc. Mystici Corporis, cit., p. 211: "...a partir de las cuales existe y está compuesta la Iglesia Católica". [45] Cfr. JUAN PABLO II, Discurso a la Curia Romana, 20-XII-1990, n. 9: cit., p. 5.

[46] Cfr. Gal 3, 28. [47] Cfr., por ejemplo, C.I.C., can. 107. [48] S. JUAN CRISOSTOMO, In Ioann. hom., 65, 1 (PG 59, 361): "quien está en Roma sabe que los Indios son sus miembros". Cfr. Const. Lumen gentium, n. 13/b. [49] Cfr. Const. Lumen gentium, n. 26/a; S. AGUSTIN, In Ioann. Ev. Tract., 26, 13: PL 35, 1612- 1613. [50] Cfr. Const. Lumen gentium, nn. 18/b, 21/b, 22/a. Cfr. también S. CIPRIANO, De unitate Ecclesiae, 5: PL 4, 516-517; S. AGUSTIN, In Ioann. Ev. Tract., 46, 5: PL 35, 1730. [51] S. IGNACIO DE ANTIOQUIA, Epist. ad Rom., prol.: PG 5, 685; cfr. Const. Lumen gentium, n. 13/c. [52] Cfr. Const. Lumen gentium, n. 22/b. [53] Ibidem, n. 23/a. Cfr. Const. Pastor aeternus: Denz.-Schön. 3051-3057; S. CIPRIANO, De unitate Ecclesiae, 4: PL 4, 512-515. [54] Cfr. Const. Lumen gentium, n. 20; S. IRENEO, Adversus haereses, III, 3, 1-3: PG 7, 848849; S. CIPRIANO, Epist. 27, 1: PL 4, 305-306; S. AGUSTIN, Contra advers. legis et prophet., 1, 20, 39: PL 42, 626. [55] Cfr. Const. Lumen gentium, n. 23/a. [56] Ibidem, n. 22/b; cfr. asímismo n. 19. [57] JUAN PABLO II, Discurso a la Curia Romana, 20-XII-1990, n. 9: cit., p. 5. [58] JUAN PABLO II, Discurso a los Obispos de los Estados Unidos de América, 16-IX-1987, n. 4: cit., p. 556. [59] Cfr. Const. Pastor aeternus, cap. 3: Denz-Schön 3064; Const. Lumen gentium, n. 22/b. [60] Cfr. supra, n. 9. [61] Cfr. Const. Lumen gentium, n. 26; S. IGNACIO DE ANTIOQUIA, Epist. ad Philadel., 4: PG 5, 700; Epist. ad Smyrn., 8: PG 5, 713. [62] Cfr. MISAL ROMANO, Plegaria Eucarística III. [63] Cfr. Const. Lumen gentium, n. 8/b. [64] JUAN PABLO II, Discurso en la Audiencia general, 27-IX-1989, n. 2: "Insegnamenti di Giovanni Paolo II" XII,2 (1989) p. 679. [65] Cfr. Const. Lumen gentium, n. 23/d.

[66] Cfr. ibidem, n. 13/c. [67] Cfr. Decr. Christus Dominus, n. 8/a. [68] Col 3, 14. STO TOMAS DE AQUINO, Exposit. in Symbol. Apost., a. 9: "La Iglesia es una (...) por la unidad de la caridad, porque todos están unidos por el amor de Dios, y entre sí por el amor mutuo ". [69] Cfr. supra, n. 10. [70] Cfr. supra, n. 15. [71] Cfr. Const. Lumen gentium, n. 44/d. [72] Const. Lumen gentium, n. 15. [73] Cfr. Decr. Unitatis redintegratio, nn. 3/a y 22; Const. Lumen gentium, n. 13/d. [74] Cfr. Decr. Unitatis redintegratio, nn. 14 y 15/c. [75] Ibidem, n. 15/a. [76] Cfr. supra, nn. 5 y 14. [77] Jn 10, 16. [78] Cfr. Decr. Unitatis redintegratio, n. 4/c. [79] Cfr. Const. Lumen gentium, nn. 63 y 68; S. AMBROSIO, Exposit. in Luc., 2, 7: PL 15, 1555; S. ISAAC DE ESTRELLA, Sermo 27: PL 194, 1778-1779; RUPERTO DE DEUTZ, De Vict. Verbi Dei, 12, 1: PL 169, 1464-1465. [80] JUAN PABLO II, Enc. Redemptoris Mater, 25-III-1987, n. 19. [81] Cfr. Hechos 1, 14; JUAN PABLO II, Enc. Redemptoris Mater, cit., n. 26. [82] S. CROMACIO DE AQUILEYA, Sermo 30, 1: "Sources Chrétiennes", 164, p. 134. Cfr. PABLO VI, Exh. Ap. Marialis cultus, 2-II-1974, n. 28. [83] Cfr. Const. Lumen gentium, n. 69.

REFLEXIONES SOBRE ALGUNOS ASPECTOS DE LA RELACIÓN ENTRE IGLESIA UNIVERSAL E IGLESIAS PARTICULARES, A UN AÑO DE LA PUBLICACIÓN DE LA CARTA COMMUNIONIS NOTIO1 El pasado día 15 de junio se cumplió un año desde la publicación de la Carta Communionis notio, de la Congregación para la Doctrina de la Fe, a los Obispos de la Iglesia Católica, sobre algunos aspectos de la Iglesia considerada como comunión, aprobada por Juan Pablo II con fecha 28 de mayo de 1992. Es aún breve el tiempo transcurrido desde su publicación para poder valorar adecuadamente el influjo real del documento en el «deseado trabajo de profundización teológica», tal como recordaba la Carta en su número 2. Con ocasión de este primer aniversario de su publicación, parecen oportunas algunas reflexiones a la luz de las primeras reacciones suscitadas por la Carta en estos meses en los ambientes teológicos católicos y no católicos, al igual que en organismos ecuménicos internacionales. En primer lugar, se puede subrayar con satisfacción el reconocimiento general de la idea de comunión como noción adecuada para comprender la naturaleza de la Iglesia, a la luz de las fuentes neotestamentarias, como exponía la Carta en el capítulo primero, titulado La Iglesia, misterio de comunión. En efecto, el concepto de comunión ha sido reconocido como muy adecuado «para expresar el núcleo profundo del misterio de la Iglesia y, ciertamente, puede ser una clave de lectura para una renovada eclesiología católica» (n. 1). Por otra parte, muchos aspectos particulares, tratados en la Carta, han sido aceptados y comentados muy positivamente: desde la raíz trinitaria de la communio hasta la naturaleza eclesial de las instituciones establecidas por la Autoridad apostólica para ciertas obras pastorales, etc. Pero, de manera especial, tres de los temas centrales de la Carta íntimamente vinculados entre sí- han sido objeto de los comentarios más atentos, a veces también críticos, y conviene ahora someterlos a ulteriores reflexiones, dada su importancia para la eclesiología y el ecumenismo.

1. Iglesia universal e Iglesias particulares

El capítulo segundo de la Carta -Iglesia universal e Iglesias particularesafronta el tema de las expresiones del misterio de la Iglesia considerada como comunión; y más concretamente, la organicidad de la Iglesia como comunión de Iglesias (n. 8). En este marco, la Carta Communionis notio formula el principio que se puede considerar su clave hermenéutica: la mutua interioridad entre Iglesia universal e Iglesias particulares, que describe con las siguientes palabras: «Para entender el verdadero sentido de la aplicación analógica del término comunión al conjunto de las Iglesias particulares, es necesario ante todo tener presente que éstas, en cuanto «partes que son de la Iglesia única de Cristo», tienen con el todo, es decir con la Iglesia universal, una peculiar relación de «mutua interioridad», porque en cada Iglesia particular se encuentra y opera verdaderamente la Iglesia de Cristo, que es una, santa, católica y apostólica» (n. 9). Según este principio-guía, definido por algún comentador como una fórmula feliz, tanto las Iglesias particulares como la Iglesia universal se comprenden a la luz de una relación «que no es comparable a la del todo con las partes en cualquier grupo o sociedad meramente humana» (n. 9). Toda Iglesia particular es verdaderamente Iglesia, aunque no sea toda la Iglesia, al mismo tiempo, la Iglesia universal no se distingue de la comunión de las Iglesias particulares, pero sin ser meramente su suma. Esta relación de «naturaleza mistérica» (n. 9) es la que queda sintetizada en la célebre fórmula conciliar ex quibus et in quibus (Lumen gentium, 23) y que la Carta desarrolla ulteriormente con la expresión Ecclesia in et ex Ecclesiis: Ecclesiae in et ex Ecclesia (n. 9). Esta mutua interioridad, por medio de la cual en toda Iglesia particular exsistit, inest et operatur la Iglesia universal (cfr Lumen gentium, 23), es la que permite comprender el presupuesto implícito en todo el desarrollo de la Carta, a saber, que la Iglesia particular es sujeto en sí mismo completo solamente porque en ella se halla presente y actúa la Iglesia una, santa, católica y apostólica; esto es, en la medida en que posee interiormente todos los vínculos de la comunión universal. Más adelante analizaremos las consecuencias de esta afirmación. Antes conviene aclarar uno de los puntos que, con respecto a este principio de interioridad recíproca, ha provocado algunos comentarios críticos. En efecto, a algunos les pareció que la mutua interioridad quedaba comprometida por la afirmación contenida en la Carta, según la cual la Iglesia

universal «no es el resultado de la comunión de las Iglesias, sino que, en su esencial misterio, es una realidad ontológica y temporalmente previa a cada Iglesia particular» (n. 9). La cuestión que se plantea es clara. Si, mientras la Iglesia camina en la historia, se da una mutua interioridad entre la Iglesia universal y las Iglesias particulares, ¿quiere decir esto que antes existía la Iglesia universal, por sí misma, y luego las Iglesias particulares, como realidades distintas de ella? ¿En qué sentido, entonces, la Iglesia universal es al mismo tiempo inmanente y previa a cada Iglesia particular concreta? Para comprender el sentido de esta afirmación, como han puesto de relieve también algunos comentarios, es necesario considerar en primer lugar el párrafo de la Carta que afirma que sería una unilateralidad eclesiológica considerar que antes existe la Iglesia particular, mientras la Iglesia universal «resulta del reconocimiento recíproco de las Iglesias particulares» (n. 8). Frente a todo esto, el número 9 dice, citando a Juan Pablo II: «La Iglesia universal no puede ser concebida como la suma de las Iglesias particulares ni como una federación de Iglesias particulares». El objetivo de la Carta es; pues, en primer lugar, excluir la idea según la cual habría surgido primero una Iglesia local en Jerusalén, y a partir de ella se habrían formado progresivamente otras Iglesias locales que, agrupándose poco a poco, habrían dado así origen a la Iglesia universal. La exégesis reciente indica, por otra parte, la excesiva simplificación de esta idea, rechazada por la Carta Communionis notio (que coincide así también con el documento de trabajo de la Iglesia católica y el Consejo ecuménico de las Iglesias: Iglesia local y universal, n. 22). En efecto, del hecho evidente de que la expresión prioridad ontológica no se encuentra en la sagrada Escritura, no se puede deducir que su contenido sea extrabíblico. Más aún, la afirmación de la prioridad ontológica de la Iglesia universal con respecto a las Iglesias particulares está fundada en la eclesiología paulina, como se puede ver sobre todo en las cartas a los Efesios y a los Colosenses. Dicho esto, es preciso analizar la afirmación del número 9 en sí misma. La Iglesia que se califica como previa es ciertamente la Iglesia-misterio, pero también la Iglesia una y única que se manifestó el día de Pentecostés. Ahora bien, esta Iglesia de Jerusalén, que aparecía localmente determinada, no era una Iglesia local (o particular) en el sentido actual de esta expresión; es decir, no era una Portio populi Dei (cfr Christus Dominus, 11), una Iglesia particular concreta, como dice la Carta, sino el Populus Dei, la Ecclesia universalis, la

Iglesia que habla todas las lenguas y, en este sentido, madre de todas las Iglesias particulares, las cuales, a través de los Apóstoles, nacerán de ella como hijas. Tal vez el motivo por el que, en ocasiones, no se ha entendido bien la prioridad cronológica, que la carta atribuye a la Iglesia universal, es que, con excesiva frecuencia, se considera a la Iglesia universal como una realidad abstracta opuesta a la realidad concreta, que sería la Iglesia particular. La Carta, por el contrario, en esta frase sobre la prioridad, considera a la Iglesia universal del modo más concreto y al mismo tiempo más misterioso. La Iglesia universal de que se habla en ella es la Iglesia de Jerusalén en el acontecimiento de Pentecostés. Y no hay realidad más concreta y localizada que los ciento veinte reunidos allí. Pero la originalidad irrepetible y el misterio de los ciento veinte consiste en el hecho de que la estructura eclesial que los constituye como Iglesia es la estructura misma de la Iglesia universal: allí están los Doce, con Pedro a la cabeza, y en comunión con ellos toda la Iglesia que crece -los cinco mil- y que habla todas las lenguas, en un momento de unidad y universalidad que es, al mismo tiempo, muy local, sin ser -en cuanto Iglesia de Pentecostés- una Iglesia particular concreta, en el sentido que se da hoy a esta expresión. En Pentecostés no se da mutua interioridad de la Iglesia universal y de la Iglesia particular, puesto que estas dos dimensiones no existen aún como cosas distintas. Existe el ephapax cristológico (cfr Hb 7, 27), anticipación escatológica de la Iglesia, del Cuerpo de Cristo, simplemente. Diciendo que la Iglesia de Pentecostés, como el mismo Pentecostés, pertenece de alguna manera al ephapax de Cristo, a la irrepetible singularidad del acontecimiento salvífico, se quiere decir también que esta Iglesia que presiden Pedro y, con él, los demás Apóstoles, proyecta normativamente el modo en que se realizará la Iglesia en el tiempo futuro (la Iglesia que presiden el Sucesor de Pedro y, con él, los Sucesores de los Apóstoles). Porque la Iglesia que se manifiesta en Pentecostés, a pesar de su irrepetible singularidad, es simplemente la Iglesia de Cristo, la que en el Símbolo confesamos con sus cuatro propiedades y que por esto sigue siendo siempre matriz de la Iglesia universal -entendida como Communio Ecclesiarum- y de las Iglesias particulares, tal como se dan en el tempus Ecclesiae. Durante esta peregrinación terrena, la Iglesia universal, como concepto histórico, se convertirá en la Iglesia de la diáspora, la Iglesia de los

Apóstoles, esparcidos por el mundo, y de sus sucesores. Desde este momento, al concepto histórico de Iglesia particular pertenecerá el hecho de tener como cabeza ministerial no todo el Colegio apostólico, sino un Apóstol, o los sucesores de los Apóstoles. En este sentido se puede comprender la prioridad temporal y cronológica afirmada en la Carta, de la Iglesia universal con respecto a cada Iglesia particular concreta y que, por consiguiente, no está en contradicción, sino que más bien ilumina la mutua interioridad entre la Iglesia universal y la Iglesia particular.

2. Comunión eclesial, Eucaristía y Episcopado A la luz de la mutua interioridad entre la Iglesia universal y las Iglesias particulares, la Carta Communionis notio desarrolla algunas consideraciones que derivan de ella. En primer lugar, acerca de la incorporación bautismal a la Iglesia, que se describe como un acto único, con dos dimensiones, una universal y otra local, y por esto también «quien pertenece a una Iglesia particular pertenece a todas las Iglesias» (n. 10). En este sentido, y como han señalado oportunamente varios comentarios a la Carta, la incorporación a la Iglesia universal es tan inmediata como la incorporación a una Iglesia particular. La pertenencia a la Iglesia universal y la pertenencia a una Iglesia particular constituyen una única realidad cristiana. La Carta pasa, luego, a describir la índole eucarística de la Iglesia: en la celebración de la Eucaristía se realiza y manifiesta en el máximo grado la mutua interioridad entre la Iglesia universal y las Iglesias particulares, pues donde se celebra la Eucaristía se halla presente la Iglesia en su plenitud, no sólo la Iglesia local, sino la Iglesia católica, de la que hablaba San Agustín; de allí la catolicidad constitutiva de toda celebración eucarística local. Por esto, la Carta Communionis notio afirma en este punto que la celebración eucarística hace presente la totalidad del misterio de la Iglesia en cuanto acepta y vive en plenitud también todos los principios de unidad y universalidad eclesial que la misma celebración eucarística exige, incluido el principio episcopal de sucesión apostólica. Por ello, «la unidad o comunión entre las Iglesias particulares en la Iglesia universal, además de en la misma fe y en el bautismo común, está radicada sobre todo en la Eucaristía y en el Episcopado» (n. 11). La Carta prosigue, luego, poniendo en íntima relación la realidad eucarística

de la Iglesia y el ministerio episcopal y, dentro de este último, como elemento intrínseco al Colegio de los obispos, el ministerio petrino (cfr Lumen gentium, 22). Al hacerlo, no pretende, evidentemente, poner en el mismo plano el misterio eucarístico y el principio petrino, ni tampoco afirmar que éste es el único factor de eclesialidad; lo que quiere es simplemente subrayar que toda celebración eucarística legítima del pueblo de Dios requiere la estructura constitutiva de la Iglesia como cuerpo sacerdotal estructurado orgánicamente y, por tanto, el vínculo de comunión de la Iglesia local con su Obispo, y de éste con sus hermanos en el Episcopado y su cabeza, como Colegio «que sucede al Colegio de los Apóstoles» (ibid.). Por este motivo, la comunión con el Colegio episcopal y su cabeza no es elemento externo a la celebración eucarística y, en consecuencia, tampoco al ser mismo de las Iglesias particulares, sino una dimensión interna, un elemento interior. Esta última afirmación, que resulta decisiva en todo el documento, traduce precisamente en el nivel de la communio hierarchica la interioridad de la Iglesia universal en toda Iglesia particular. La Carta la aplicará, ciertamente, en relación al ministerio petrino (n. 13); pero conviene notar que el documento, al referirse a esta dimensión interna de la Iglesia particular, la afirmará también respecto al Colegio episcopal en cuanto tal. No existe, por consiguiente, en estas afirmaciones una supuesta unilateralidad papal, sino más bien una profundización en la comprensión de la interioridad -en el ser mismo de la Iglesia particular- de la dimensión orgánica de la Iglesia universal. En este sentido, llama la atención el hecho de que no siempre se haya tomado debidamente en cuenta esta verdad: el Colegio episcopal con su cabeza es quien constituye este elemento interno en toda Iglesia particular, y esto por el simple motivo de que toda Iglesia es realmente la Iglesia católica en un lugar determinado. En ningún momento la Carta pretende dar una nueva interpretación de la jurisdicción universal e inmediata del Romano Pontífice, sino que ofrece un esquema adecuado para la comprensión de la relación entre Colegio episcopal y Papa, así como entre Iglesia universal e Iglesias particulares.

3. Comunión eclesial y ecumenismo El principio de mutua interioridad permite comprender las consideraciones

ecuménicas de la carta, que comienzan recordando la doctrina del Concilio Vaticano II sobre la comunión ya existente (aunque aún no plena) con las Iglesias y comunidades cristianas no católicas. Existe ya una comunión que permite reconocer que las Iglesias orientales ortodoxas son Iglesias particulares (n. 17). Este aspecto, que no tienen suficientemente en cuenta algunos comentarios, es de gran importancia. En efecto, una Iglesia particular es aquella en que se da la mutua interioridad con la Iglesia universal, es decir, aquella en que está presente la Iglesia una, santa, católica y apostólica (n. 7). La razón profunda de esta presencia es la Eucaristía. Citando el decreto Unitatis redintegratio, n. 15, la Carta hace esta importante afirmación: «Con la celebración de la Eucaristía del Señor en cada una de estas Iglesias, la Iglesia de Dios es edificada y crece». La Eucaristía -prosigue la Carta- edifica y hace crecer la Iglesia «ya que en toda válida celebración de la Eucaristía se hace verdaderamente presente la Iglesia una, santa, católica y apostólica» (n. 17). En la celebración eucarística de estas Iglesias, como en las celebraciones de las que están en plena comunión con Roma, se hace presente la Iglesia católica. La importancia de estas afirmaciones es evidente. La Carta, con todo, no puede menos de continuar su esfuerzo por penetrar en el nexus mysteriorum, señalando aquí también la doctrina sobre la comunión con el Papa y con el Colegio como momentos internos de la eclesialidad de la Iglesia particular, y su manifestación objetiva en la celebración eucarística. Lo que la Carta quiere poner de manifiesto es la convicción de la Iglesia católica según la cual toda celebración válida de la Eucaristía edifica y hace crecer la única Iglesia, es decir, la Iglesia católica, indivisible en su unidad; la Eucaristía, por consiguiente, expresa o manifiesta la plena comunión con toda la Iglesia, con la Iglesia universal, representada por el Colegio episcopal y por su cabeza, el Papa (cfr n. 17). De allí se sigue que la ausencia de la comunión plena en los elementos de unidad eclesial implica, en mayor o menor medida (cfr n. 17), una separación que, según una expresión común y tradicional, se define como herida. No cabe duda de que éste es un aspecto sumamente delicado, y la Carta quiere alcanzar aquí, más que en otras partes, el equilibrio entre la claridad de la fe católica y el modo respetuoso de exponerla. Cuando afirma que estas Iglesias particulares, aun siendo tales, a causa de la ausencia de la comunión plena con la cabeza del Colegio episcopal, llevan una herida en su seno, quiere decir que eso implica una herida también para la Iglesia Católica (cfr n.

17), dado que «las divisiones de los cristianos impiden que la Iglesia realice la plenitud de catolicidad que le es propia en aquellos hijos que, incorporados a ella ciertamente por el Bautismo, están, sin embargo, separados de su plena comunión. Incluso le resulta bastante más difícil a la misma Iglesia expresar la plenitud de la catolicidad bajo todos los aspectos en la realidad de la vida» (Unitatis redintegratio, 4). No puede ser de otra manera, si la Iglesia que se edifica y crece en ellas es la única Iglesia de Cristo. La separación nos afecta a todos, y todos somos corresponsables en una medida que sólo Dios conoce. Por esto, a todos se nos pide un renovado esfuerzo de conversión al Señor, que llama a todos a ser «un solo rebaño y un solo pastor» (Jn 10, 16). Ahora bien, las consecuencias de la separación son teológicamente diversas. Mientras que la ausencia de la plenitud de la comunión se refiere a la eclesialidad misma de esas Iglesias particulares, para la Iglesia Católica la separación se refiere a la expresión de su catolicidad histórica (cfr n. 17). Por ello, la Iglesia Católica se ve impulsada a esforzarse por hacer posible «la permanencia del primado de Pedro en sus sucesores, los Obispos de Roma, y ver realizado el ministerio petrino, tal como es entendido por el Señor, como servicio apostólico universal, presente en todas las Iglesias desde dentro de ellas» (n. 18); o sea, la plena comunión exigida objetivamente por toda celebración eucarística válida. No debería causar asombro -cosa que ha sucedido, sin embargo, a algunos comentaristas- el hecho de que la Carta explique de manera diversa las consecuencias de la comunión no plena entre la Iglesia católica y las demás Iglesias y comunidades cristianas; y tampoco se puede definir como un endurecimiento de la posición doctrinal de la Iglesia Católica. El concilio Vaticano II pudo decir que la Iglesia Católica cree que la única Iglesia de Cristo «establecida y organizada en este mundo como una sociedad, subsiste en la Iglesia Católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con él, si bien fuera de su estructura se encuentren muchos elementos de santidad y verdad que, como bienes propios de la Iglesia de Cristo, impelen hacia la unidad católica» {Lumen gentium, 8). Esta identificación entre la Iglesia de Jesucristo y la Iglesia católica romana, no se debe entender como si fuera de ella no hubiera elementos de santidad y verdad de la Iglesia una y santa. Lo que la Iglesia Católica sostiene es que esa unidad que Cristo confió desde el principio a su Iglesia, nosotros «creemos que subsiste indefectible en la Iglesia católica y esperamos que crezca cada

día hasta la consumación de los siglos» (Unitatis redintegratio, 4). Conviene recordar, además, lo que el Concilio Vaticano II afirma sobre la relación entre la Iglesia Católica y las Iglesias y comunidades eclesiales no católicas (cfr ibid., 23). Resulta poco comprensible, por tanto, que en algunos comentarios las afirmaciones de la carta Communionis notio se hayan interpretado como una pretensión de querer ir más allá de la doctrina establecida por el Concilio Vaticano II sobre la unidad de la Iglesia, y del lugar que ocupa el Romano Pontífice en la plena comunión eclesiástica. La Carta recuerda solamente que considerar el primado del Obispo de Roma como un elemento perteneciente a la estructura constitutiva de la iglesia según la voluntad de Cristo, no constituye una doctrina nueva: «Creemos que el Señor encomendó todos los bienes de la Nueva Alianza a un único Colegio apostólico, al que Pedro preside, para constituir el único Cuerpo de Cristo en la tierra, al cual es necesario que se incorporen plenamente todos los que de algún modo pertenecen ya al pueblo de Dios» (ibid., 3) El Obispo de Roma es inseparable de los Obispos, sus hermanos, como Pedro de los Apóstoles. Y lo que se confió a los Doce con Pedro, lo recibe Pedro individualmente. Por ello, la doctrina sobre el primado papal el Concilio Vaticano II «la propone nuevamente como objeto de fe inconmovible a todos los fieles» (Lumen gentium, 18). La Iglesia Católica desea con esperanza que esta doctrina sea objeto de una profundización teológica, consciente de que el primado, «salvada su substancia de institución divina, puede expresarse en modos diversos, según los lugares y los tiempos, como testimonia la historia» (n. 18). Entre tanto, la Iglesia quiere continuar el diálogo ecuménico a partir de la propia identidad eclesiológica y este planteamiento no sólo resulta legítimo, sino también imprescindible según el espíritu y la letra del Concilio Vaticano II (cfr Unitatis redintegratio, 11). Por otra parte, no cabe duda de que la carta Communionis notio no pretende fomentar factores de regresión en el proceso de acercamiento entre cristianos y menos aún debilitar los vínculos reales de comunión que existen ya entre las Iglesias cristianas no católicas y la Iglesia Católica, y que fundan una verdadera fraternidad eclesial. La Iglesia católica persevera en su irrevocable disposición de proseguir el diálogo sobre las diversas cuestiones aún abiertas el día de hoy, también y sobre todo por su evidente importancia ecuménica, con respecto al ministerio del Sucesor de Pedro y de todo el Colegio episcopal al servicio de la comunión de las

Iglesias.*** [1] Nota publicada en L'Osservatore Romano el 23 de junio de 1993.

CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE

DECLARACIÓN DOMINUS IESUS SOBRE LA UNICIDAD Y LA UNIVERSALIDAD SALVÍFICA DE JESUCRISTO Y DE LA IGLESIA INTRODUCCIÓN 1. El Señor Jesús, antes de ascender al cielo, confió a sus discípulos el mandato de anunciar el Evangelio al mundo entero y de bautizar a todas las naciones: « Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación. El que crea y se bautice, se salvará; el que se resista a creer, será condenado » (Mc 16,15-16); « Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo » (Mt 28,18-20; cf. también Lc 24,46-48; Jn 17,18; 20,21; Hch 1,8). La misión universal de la Iglesia nace del mandato de Jesucristo y se cumple en el curso de los siglos en la proclamación del misterio de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, y del misterio de la encarnación del Hijo, como evento de salvación para toda la humanidad. Es éste el contenido fundamental de la profesión de fe cristiana: « Creo en un solo Dios, Padre todopoderoso, Creador de cielo y tierra [...]. Creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos: Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, consustancial con el Padre, por quien todo fue hecho; que por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre; y por nuestra causa fue crucificado en tiempos de

Poncio Pilato: padeció y fue sepultado, y resucitó al tercer día según las Escrituras, y subió al cielo, y está sentado a la derecha del Padre; y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su reino no tendrá fin. Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria, y que habló por los profetas. Creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica. Confieso que hay un solo Bautismo para el perdón de los pecados. Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro ».1 2. La Iglesia, en el curso de los siglos, ha proclamado y testimoniado con fidelidad el Evangelio de Jesús. Al final del segundo milenio, sin embargo, esta misión está todavía lejos de su cumplimiento.2 Por eso, hoy más que nunca, es actual el grito del apóstol Pablo sobre el compromiso misionero de cada bautizado: « Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio! » (1 Co 9,16). Eso explica la particular atención que el Magisterio ha dedicado a motivar y a sostener la misión evangelizadora de la Iglesia, sobre todo en relación con las tradiciones religiosas del mundo.3 Teniendo en cuenta los valores que éstas testimonian y ofrecen a la humanidad, con una actitud abierta y positiva, la Declaración conciliar sobre la relación de la Iglesia con las religiones no cristianas afirma: « La Iglesia católica no rechaza nada de lo que en estas religiones hay de santo y verdadero. Considera con sincero respeto los modos de obrar y de vivir, los preceptos y las doctrinas, que, por más que discrepen en mucho de lo que ella profesa y enseña, no pocas veces reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres ».4 Prosiguiendo en esta línea, el compromiso eclesial de anunciar a Jesucristo, « el camino, la verdad y la vida » (Jn 14,6), se sirve hoy también de la práctica del diálogo interreligioso, que ciertamente no sustituye sino que acompaña la missio ad gentes, en virtud de aquel « misterio de unidad », del cual « deriva que todos los hombres y mujeres que son salvados participan, aunque en modos diferentes, del mismo misterio de salvación en Jesucristo por medio de su Espíritu ».5 Dicho diálogo, que forma parte de la misión evangelizadora de la Iglesia,6 comporta una actitud de comprensión y una relación de conocimiento recíproco y de mutuo enriquecimiento, en la obediencia a la verdad y en el respeto de la

libertad.7 3. En la práctica y profundización teórica del diálogo entre la fe cristiana y las otras tradiciones religiosas surgen cuestiones nuevas, las cuales se trata de afrontar recorriendo nuevas pistas de búsqueda, adelantando propuestas y sugiriendo comportamientos, que necesitan un cuidadoso discernimiento. En esta búsqueda, la presente Declaración interviene para llamar la atención de los Obispos, de los teólogos y de todos los fieles católicos sobre algunos contenidos doctrinales imprescindibles, que puedan ayudar a que la reflexión teológica madure soluciones conformes al dato de la fe, que respondan a las urgencias culturales contemporáneas. El lenguaje expositivo de la Declaración responde a su finalidad, que no es la de tratar en modo orgánico la problemática relativa a la unicidad y universalidad salvífica del misterio de Jesucristo y de la Iglesia, ni el proponer soluciones a las cuestiones teológicas libremente disputadas, sino la de exponer nuevamente la doctrina de la fe católica al respecto. Al mismo tiempo la Declaración quiere indicar algunos problemas fundamentales que quedan abiertos para ulteriores profundizaciones, y confutar determinadas posiciones erróneas o ambiguas. Por eso el texto retoma la doctrina enseñada en documentos precedentes del Magisterio, con la intención de corroborar las verdades que forman parte del patrimonio de la fe de la Iglesia. 4. El perenne anuncio misionero de la Iglesia es puesto hoy en peligro por teorías de tipo relativista, que tratan de justificar el pluralismo religioso, no sólo de facto sino también de iure (o de principio). En consecuencia, se retienen superadas, por ejemplo, verdades tales como el carácter definitivo y completo de la revelación de Jesucristo, la naturaleza de la fe cristiana con respecto a la creencia en las otra religiones, el carácter inspirado de los libros de la Sagrada Escritura, la unidad personal entre el Verbo eterno y Jesús de Nazaret, la unidad entre la economía del Verbo encarnado y del Espíritu Santo, la unicidad y la universalidad salvífica del misterio de Jesucristo, la mediación salvífica universal de la Iglesia, la inseparabilidad —aun en la distinción— entre el Reino de Dios, el Reino de Cristo y la Iglesia, la subsistencia en la Iglesia católica de la única Iglesia de Cristo. Las raíces de estas afirmaciones hay que buscarlas en algunos presupuestos,

ya sean de naturaleza filosófica o teológica, que obstaculizan la inteligencia y la acogida de la verdad revelada. Se pueden señalar algunos: la convicción de la inaferrablilidad y la inefabilidad de la verdad divina, ni siquiera por parte de la revelación cristiana; la actitud relativista con relación a la verdad, en virtud de lo cual aquello que es verdad para algunos no lo es para otros; la contraposición radical entre la mentalidad lógica atribuida a Occidente y la mentalidad simbólica atribuida a Oriente; el subjetivismo de quien, considerando la razón como única fuente de conocimiento, se hace « incapaz de levantar la mirada hacia lo alto para atreverse a alcanzar la verdad del ser »;8 la dificultad de comprender y acoger en la historia la presencia de eventos definitivos y escatológicos; el vaciamiento metafísico del evento de la encarnación histórica del Logos eterno, reducido a un mero aparecer de Dios en la historia; el eclecticismo de quien, en la búsqueda teológica, asume ideas derivadas de diferentes contextos filosóficos y religiosos, sin preocuparse de su coherencia y conexión sistemática, ni de su compatibilidad con la verdad cristiana; la tendencia, en fin, a leer e interpretar la Sagrada Escritura fuera de la Tradición y del Magisterio de la Iglesia. Sobre la base de tales presupuestos, que se presentan con matices diversos, unas veces como afirmaciones y otras como hipótesis, se elaboran algunas propuestas teológicas en las cuales la revelación cristiana y el misterio de Jesucristo y de la Iglesia pierden su carácter de verdad absoluta y de universalidad salvífica, o al menos se arroja sobre ellos la sombra de la duda y de la inseguridad.

I. PLENITUD Y DEFINITIVIDAD DE LA REVELACIÓN DE JESUCRISTO 5. Para poner remedio a esta mentalidad relativista, cada vez más difundida, es necesario reiterar, ante todo, el carácter definitivo y completo de la revelación de Jesucristo. Debe ser, en efecto, firmemente creída la afirmación de que en el misterio de Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado, el cual es « el camino, la verdad y la vida » (cf. Jn 14,6), se da la revelación de la plenitud de la verdad divina: « Nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce bien nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar » (Mt 11,27). « A Dios nadie lo ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha revelado » (Jn 1,18); « porque en él reside toda la Plenitud

de la Divinidad corporalmente » (Col 2,9-10). Fiel a la palabra de Dios, el Concilio Vaticano II enseña: « La verdad íntima acerca de Dios y acerca de la salvación humana se nos manifiesta por la revelación en Cristo, que es a un tiempo mediador y plenitud de toda la revelación ».9 Y confirma: « Jesucristo, el Verbo hecho carne, “hombre enviado a los hombres”, habla palabras de Dios (Jn 3,34) y lleva a cabo la obra de la salvación que el Padre le confió (cf. Jn 5,36; 17,4). Por tanto, Jesucristo —ver al cual es ver al Padre (cf. Jn 14,9)—, con su total presencia y manifestación, con palabras y obras, señales y milagros, sobre todo con su muerte y resurrección gloriosa de entre los muertos, y finalmente, con el envío del Espíritu de la verdad, lleva a plenitud toda la revelación y la confirma con el testimonio divino [...]. La economía cristiana, como la alianza nueva y definitiva, nunca cesará; y no hay que esperar ya ninguna revelación pública antes de la gloriosa manifestación de nuestro Señor Jesucristo (cf. 1 Tm 6,14; Tit 2,13) ».10 Por esto la encíclica Redemptoris missio propone nuevamente a la Iglesia la tarea de proclamar el Evangelio, como plenitud de la verdad: « En esta Palabra definitiva de su revelación, Dios se ha dado a conocer del modo más completo; ha dicho a la humanidad quién es. Esta autorrevelación definitiva de Dios es el motivo fundamental por el que la Iglesia es misionera por naturaleza. Ella no puede dejar de proclamar el Evangelio, es decir, la plenitud de la verdad que Dios nos ha dado a conocer sobre sí mismo ».11 Sólo la revelación de Jesucristo, por lo tanto, « introduce en nuestra historia una verdad universal y última que induce a la mente del hombre a no pararse nunca ».12 6. Es, por lo tanto, contraria a la fe de la Iglesia la tesis del carácter limitado, incompleto e imperfecto de la revelación de Jesucristo, que sería complementaria a la presente en las otras religiones. La razón que está a la base de esta aserción pretendería fundarse sobre el hecho de que la verdad acerca de Dios no podría ser acogida y manifestada en su globalidad y plenitud por ninguna religión histórica, por lo tanto, tampoco por el cristianismo ni por Jesucristo. Esta posición contradice radicalmente las precedentes afirmaciones de fe,

según las cuales en Jesucristo se da la plena y completa revelación del misterio salvífico de Dios. Por lo tanto, las palabras, las obras y la totalidad del evento histórico de Jesús, aun siendo limitados en cuanto realidades humanas, sin embargo, tienen como fuente la Persona divina del Verbo encarnado, « verdadero Dios y verdadero hombre »13 y por eso llevan en sí la definitividad y la plenitud de la revelación de las vías salvíficas de Dios, aunque la profundidad del misterio divino en sí mismo siga siendo trascendente e inagotable. La verdad sobre Dios no es abolida o reducida porque sea dicha en lenguaje humano. Ella, en cambio, sigue siendo única, plena y completa porque quien habla y actúa es el Hijo de Dios encarnado. Por esto la fe exige que se profese que el Verbo hecho carne, en todo su misterio, que va desde la encarnación a la glorificación, es la fuente, participada mas real, y el cumplimiento de toda la revelación salvífica de Dios a la humanidad,14 y que el Espíritu Santo, que es el Espíritu de Cristo, enseña a los Apóstoles, y por medio de ellos a toda la Iglesia de todos los tiempos, « la verdad completa » (Jn 16,13). 7. La respuesta adecuada a la revelación de Dios es « la obediencia de la fe (Rm 1,5: Cf. Rm 16,26; 2 Co 10,5-6), por la que el hombre se confía libre y totalmente a Dios, prestando “a Dios revelador el homenaje del entendimiento y de la voluntad”, y asintiendo voluntariamente a la revelación hecha por Él ».15 La fe es un don de la gracia: « Para profesar esta fe es necesaria la gracia de Dios, que previene y ayuda, y los auxilios internos del Espíritu Santo, el cual mueve el corazón y lo convierte a Dios, abre los ojos de la mente y da “a todos la suavidad en el aceptar y creer la verdad” ».16 La obediencia de la fe conduce a la acogida de la verdad de la revelación de Cristo, garantizada por Dios, quien es la Verdad misma;17 « La fe es ante todo una adhesión personal del hombre a Dios; es al mismo tiempo e inseparablemente el asentimiento libre a toda la verdad que Dios ha revelado ».18 La fe, por lo tanto, « don de Dios » y « virtud sobrenatural infundida por Él »,19 implica una doble adhesión: a Dios que revela y a la verdad revelada por él, en virtud de la confianza que se le concede a la persona que la afirma. Por esto « no debemos creer en ningún otro que no sea Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo ».20 Debe ser, por lo tanto, firmemente retenida la distinción entre la fe teologal y

la creencia en las otras religiones. Si la fe es la acogida en la gracia de la verdad revelada, que « permite penetrar en el misterio, favoreciendo su comprensión coherente »,21 la creencia en las otras religiones es esa totalidad de experiencia y pensamiento que constituyen los tesoros humanos de sabiduría y religiosidad, que el hombre, en su búsqueda de la verdad, ha ideado y creado en su referencia a lo Divino y al Absoluto.22 No siempre tal distinción es tenida en consideración en la reflexión actual, por lo cual a menudo se identifica la fe teologal, que es la acogida de la verdad revelada por Dios Uno y Trino, y la creencia en las otras religiones, que es una experiencia religiosa todavía en búsqueda de la verdad absoluta y carente todavía del asentimiento a Dios que se revela. Este es uno de los motivos por los cuales se tiende a reducir, y a veces incluso a anular, las diferencias entre el cristianismo y las otras religiones. 8. Se propone también la hipótesis acerca del valor inspirado de los textos sagrados de otras religiones. Ciertamente es necesario reconocer que tales textos contienen elementos gracias a los cuales multitud de personas a través de los siglos han podido y todavía hoy pueden alimentar y conservar su relación religiosa con Dios. Por esto, considerando tanto los modos de actuar como los preceptos y las doctrinas de las otras religiones, el Concilio Vaticano II —como se ha recordado antes— afirma que « por más que discrepen en mucho de lo que ella [la Iglesia] profesa y enseña, no pocas veces reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres ».23 La tradición de la Iglesia, sin embargo, reserva la calificación de textos inspirados a los libros canónicos del Antiguo y Nuevo Testamento, en cuanto inspirados por el Espíritu Santo.24 Recogiendo esta tradición, la Constitución dogmática sobre la divina Revelación del Concilio Vaticano II enseña: « La santa Madre Iglesia, según la fe apostólica, tiene por santos y canónicos los libros enteros del Antiguo y Nuevo Testamento con todas sus partes, porque, escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo (cf. Jn 20, 31; 2 Tm 3,16; 2 Pe 1,19-21; 3,15-16), tienen a Dios como autor y como tales se le han entregado a la misma Iglesia ».25 Esos libros « enseñan firmemente, con fidelidad y sin error, la verdad que Dios quiso consignar en las sagradas letras de nuestra salvación ».26

Sin embargo, queriendo llamar a sí a todas las gentes en Cristo y comunicarles la plenitud de su revelación y de su amor, Dios no deja de hacerse presente en muchos modos « no sólo en cada individuo, sino también en los pueblos mediante sus riquezas espirituales, cuya expresión principal y esencial son las religiones, aunque contengan “lagunas, insuficiencias y errores” ».27 Por lo tanto, los libros sagrados de otras religiones, que de hecho alimentan y guían la existencia de sus seguidores, reciben del misterio de Cristo aquellos elementos de bondad y gracia que están en ellos presentes.

II. EL LOGOS ENCARNADO Y EL ESPÍRITU SANTO EN LA OBRA DE LA SALVACIÓN 9. En la reflexión teológica contemporánea a menudo emerge un acercamiento a Jesús de Nazaret como si fuese una figura histórica particular y finita, que revela lo divino de manera no exclusiva sino complementaria a otras presencias reveladoras y salvíficas. El Infinito, el Absoluto, el Misterio último de Dios se manifestaría así a la humanidad en modos diversos y en diversas figuras históricas: Jesús de Nazaret sería una de esas. Más concretamente, para algunos él sería uno de los tantos rostros que el Logos habría asumido en el curso del tiempo para comunicarse salvíficamente con la humanidad. Además, para justificar por una parte la universalidad de la salvación cristiana y por otra el hecho del pluralismo religioso, se proponen contemporáneamente una economía del Verbo eterno válida también fuera de la Iglesia y sin relación a ella, y una economía del Verbo encarnado. La primera tendría una plusvalía de universalidad respecto a la segunda, limitada solamente a los cristianos, aunque si bien en ella la presencia de Dios sería más plena. 10. Estas tesis contrastan profundamente con la fe cristiana. Debe ser, en efecto, firmemente creída la doctrina de fe que proclama que Jesús de Nazaret, hijo de María, y solamente él, es el Hijo y Verbo del Padre. El Verbo, que « estaba en el principio con Dios » (Jn 1,2), es el mismo que « se hizo carne » (Jn 1,14). En Jesús « el Cristo, el Hijo de Dios vivo » (Mt 16,16) « reside toda la Plenitud de la Divinidad corporalmente » (Col 2,9). Él es « el

Hijo único, que está en el seno del Padre » (Jn 1,18), el « Hijo de su amor, en quien tenemos la redención [...]. Dios tuvo a bien hacer residir en él toda la plenitud, y reconciliar con él y para él todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz, lo que hay en la tierra y en los cielos » (Col 1,13-14.1920). Fiel a las Sagradas Escrituras y refutando interpretaciones erróneas y reductoras, el primer Concilio de Nicea definió solemnemente su fe en « Jesucristo Hijo de Dios, nacido unigénito del Padre, es decir, de la sustancia del Padre, Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no hecho, consustancial al Padre, por quien todas las cosas fueron hechas, las que hay en el cielo y las que hay en la tierra, que por nosotros los hombres y por nuestra salvación descendió y se encarnó, se hizo hombre, padeció, y resucitó al tercer día, subió a los cielos, y ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos ».28 Siguiendo las enseñanzas de los Padres, también el Concilio de Calcedonia profesó que « uno solo y el mismo Hijo, nuestro Señor Jesucristo, es él mismo perfecto en divinidad y perfecto en humanidad, Dios verdaderamente, y verdaderamente hombre [...], consustancial con el Padre en cuanto a la divinidad, y consustancial con nosotros en cuanto a la humanidad [...], engendrado por el Padre antes de los siglos en cuanto a la divinidad, y el mismo, en los últimos días, por nosotros y por nuestra salvación, engendrado de María Virgen, madre de Dios, en cuanto a la humanidad ».29 Por esto, el Concilio Vaticano II afirma que Cristo « nuevo Adán », « imagen de Dios invisible » (Col 1,15), « es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado [...]. Cordero inocente, con la entrega libérrima de su sangre nos mereció la vida. En Él Dios nos reconcilió consigo y con nosotros y nos liberó de la esclavitud del diablo y del pecado, por lo que cualquiera de nosotros puede decir con el Apóstol: El Hijo de Dios “me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gal 2,20) ».30 Al respecto Juan Pablo II ha declarado explícitamente: « Es contrario a la fe cristiana introducir cualquier separación entre el Verbo y Jesucristo [...]: Jesús es el Verbo encarnado, una sola persona e inseparable [...]. Cristo no es sino Jesús de Nazaret, y éste es el Verbo de Dios hecho hombre para la salvación

de todos [...]. Mientras vamos descubriendo y valorando los dones de todas clases, sobre todo las riquezas espirituales que Dios ha concedido a cada pueblo, no podemos disociarlos de Jesucristo, centro del plan divino de salvación ».31 Es también contrario a la fe católica introducir una separación entre la acción salvífica del Logos en cuanto tal, y la del Verbo hecho carne. Con la encarnación, todas las acciones salvíficas del Verbo de Dios, se hacen siempre en unión con la naturaleza humana que él ha asumido para la salvación de todos los hombres. El único sujeto que obra en las dos naturalezas, divina y humana, es la única persona del Verbo.32 Por lo tanto no es compatible con la doctrina de la Iglesia la teoría que atribuye una actividad salvífica al Logos como tal en su divinidad, que se ejercitaría « más allá » de la humanidad de Cristo, también después de la encarnación.33 11. Igualmente, debe ser firmemente creída la doctrina de fe sobre la unicidad de la economía salvífica querida por Dios Uno y Trino, cuya fuente y centro es el misterio de la encarnación del Verbo, mediador de la gracia divina en el plan de la creación y de la redención (cf. Col 1,15-20), recapitulador de todas las cosas (cf. Ef 1,10), « al cual hizo Dios para nosotros sabiduría de origen divino, justicia, santificación y redención » (1 Co 1,30). En efecto, el misterio de Cristo tiene una unidad intrínseca, que se extiende desde la elección eterna en Dios hasta la parusía: « [Dios] nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor » (Ef 1,4); En él « por quien entramos en herencia, elegidos de antemano según el previo designio del que realiza todo conforme a la decisión de su voluntad » (Ef 1,11); « Pues a los que de antemano conoció [el Padre], también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera él el primogénito entre muchos hermanos; y a los que predestinó, a ésos también los justificó; a los que justificó, a ésos también los glorificó » (Rm 8,29-30). El Magisterio de la Iglesia, fiel a la revelación divina, reitera que Jesucristo es el mediador y el redentor universal: « El Verbo de Dios, por quien todo fue hecho, se encarnó para que, Hombre perfecto, salvará a todos y recapitulara

todas las cosas. El Señor [...] es aquel a quien el Padre resucitó, exaltó y colocó a su derecha, constituyéndolo juez de vivos y de muertos ».34 Esta mediación salvífica también implica la unicidad del sacrificio redentor de Cristo, sumo y eterno sacerdote (cf. Eb 6,20; 9,11; 10,12-14). 12. Hay también quien propone la hipótesis de una economía del Espíritu Santo con un carácter más universal que la del Verbo encarnado, crucificado y resucitado. También esta afirmación es contraria a la fe católica, que, en cambio, considera la encarnación salvífica del Verbo como un evento trinitario. En el Nuevo Testamento el misterio de Jesús, Verbo encarnado, constituye el lugar de la presencia del Espíritu Santo y la razón de su efusión a la humanidad, no sólo en los tiempos mesiánicos (cf. Hch 2,32-36; Jn 20,20; 7,39; 1 Co 15,45), sino también antes de su venida en la historia (cf. 1 Co 10,4; 1 Pe 1,10-12). El Concilio Vaticano II ha llamado la atención de la conciencia de fe de la Iglesia sobre esta verdad fundamental. Cuando expone el plan salvífico del Padre para toda la humanidad, el Concilio conecta estrechamente desde el inicio el misterio de Cristo con el del Espíritu.35Toda la obra de edificación de la Iglesia a través de los siglos se ve como una realización de Jesucristo Cabeza en comunión con su Espíritu.36 Además, la acción salvífica de Jesucristo, con y por medio de su Espíritu, se extiende más allá de los confines visibles de la Iglesia y alcanza a toda la humanidad. Hablando del misterio pascual, en el cual Cristo asocia vitalmente al creyente a sí mismo en el Espíritu Santo, y le da la esperanza de la resurrección, el Concilio afirma: « Esto vale no solamente para los cristianos, sino también para todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de modo invisible. Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina. En consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual ».37 Queda claro, por lo tanto, el vínculo entre el misterio salvífico del Verbo encarnado y el del Espíritu Santo, que actúa el influjo salvífico del Hijo hecho hombre en la vida de todos los hombres, llamados por Dios a una única meta,

ya sea que hayan precedido históricamente al Verbo hecho hombre, o que vivan después de su venida en la historia: de todos ellos es animador el Espíritu del Padre, que el Hijo del hombre dona libremente (cf. Jn 3,34). Por eso el Magisterio reciente de la Iglesia ha llamado la atención con firmeza y claridad sobre la verdad de una única economía divina: « La presencia y la actividad del Espíritu no afectan únicamente a los individuos, sino también a la sociedad, a la historia, a los pueblos, a las culturas y a las religiones [...]. Cristo resucitado obra ya por la virtud de su Espíritu [...]. Es también el Espíritu quien esparce “las semillas de la Palabra” presentes en los ritos y culturas, y los prepara para su madurez en Cristo ».38 Aun reconociendo la función histórico-salvífica del Espíritu en todo el universo y en la historia de la humanidad,39 sin embargo confirma: « Este Espíritu es el mismo que se ha hecho presente en la encarnación, en la vida, muerte y resurrección de Jesús y que actúa en la Iglesia. No es, por consiguiente, algo alternativo a Cristo, ni viene a llenar una especie de vacío, como a veces se da por hipótesis, que exista entre Cristo y el Logos. Todo lo que el Espíritu obra en los hombres y en la historia de los pueblos, así como en las culturas y religiones, tiene un papel de preparación evangélica, y no puede menos de referirse a Cristo, Verbo encarnado por obra del Espíritu, “para que, hombre perfecto, salvara a todos y recapitulara todas las cosas” ».40 En conclusión, la acción del Espíritu no está fuera o al lado de la acción de Cristo. Se trata de una sola economía salvífica de Dios Uno y Trino, realizada en el misterio de la encarnación, muerte y resurrección del Hijo de Dios, llevada a cabo con la cooperación del Espíritu Santo y extendida en su alcance salvífico a toda la humanidad y a todo el universo: « Los hombres, pues, no pueden entrar en comunión con Dios si no es por medio de Cristo y bajo la acción del Espíritu ».41

III. UNICIDAD Y UNIVERSALIDAD DEL MISTERIO SALVÍFICO DE JESUCRISTO 13. Es también frecuente la tesis que niega la unicidad y la universalidad salvífica del misterio de Jesucristo. Esta posición no tiene ningún fundamento bíblico. En efecto, debe ser firmemente creída, como dato perenne de la fe de la Iglesia, la proclamación de Jesucristo, Hijo de Dios, Señor y único

salvador, que en su evento de encarnación, muerte y resurrección ha llevado a cumplimiento la historia de la salvación, que tiene en él su plenitud y su centro. Los testimonios neotestamentarios lo certifican con claridad: « El Padre envió a su Hijo, como salvador del mundo » (1 Jn 4,14); « He aquí el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo » (Jn 1,29). En su discurso ante el sanedrín, Pedro, para justificar la curación del tullido de nacimiento realizada en el nombre de Jesús (cf. Hch 3,1-8), proclama: « Porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos » (Hch 4,12). El mismo apóstol añade además que « Jesucristo es el Señor de todos »; « está constituido por Dios juez de vivos y muertos »; por lo cual « todo el que cree en él alcanza, por su nombre, el perdón de los pecados » (Hch 10,36.42.43). Pablo, dirigiéndose a la comunidad de Corinto, escribe: « Pues aun cuando se les dé el nombre de dioses, bien en el cielo bien en la tierra, de forma que hay multitud de dioses y de señores, para nosotros no hay más que un solo Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas y para el cual somos; y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y por el cual somos nosotros » (1 Co 8,5-6). También el apóstol Juan afirma: « Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él » (Jn 3,16-17). En el Nuevo Testamento, la voluntad salvífica universal de Dios está estrechamente conectada con la única mediación de Cristo: « [Dios] quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad. Porque hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también, que se entregó a sí mismo como rescate por todos » (1 Tm 2,4-6). Basados en esta conciencia del don de la salvación, único y universal, ofrecido por el Padre por medio de Jesucristo en el Espíritu Santo (cf. Ef 1,3-14), los primeros cristianos se dirigieron a Israel mostrando que el cumplimiento de la salvación iba más allá de la Ley, y afrontaron después al mundo pagano de entonces, que aspiraba a la salvación a través de una pluralidad de dioses salvadores. Este patrimonio de la fe ha sido propuesto una vez más por el

Magisterio de la Iglesia: « Cree la Iglesia que Cristo, muerto y resucitado por todos (cf. 2 Co 5,15), da al hombre su luz y su fuerza por el Espíritu Santo a fin de que pueda responder a su máxima vocación y que no ha sido dado bajo el cielo a la humanidad otro nombre en el que sea posible salvarse (cf. Hch 4,12). Igualmente cree que la clave, el centro y el fin de toda la historia humana se halla en su Señor y Maestro ».42 14. Debe ser, por lo tanto, firmemente creída como verdad de fe católica que la voluntad salvífica universal de Dios Uno y Trino es ofrecida y cumplida una vez para siempre en el misterio de la encarnación, muerte y resurrección del Hijo de Dios. Teniendo en cuenta este dato de fe, y meditando sobre la presencia de otras experiencias religiosas no cristianas y sobre su significado en el plan salvífico de Dios, la teología está hoy invitada a explorar si es posible, y en qué medida, que también figuras y elementos positivos de otras religiones puedan entrar en el plan divino de la salvación. En esta tarea de reflexión la investigación teológica tiene ante sí un extenso campo de trabajo bajo la guía del Magisterio de la Iglesia. El Concilio Vaticano II, en efecto, afirmó que « la única mediación del Redentor no excluye, sino suscita en sus criaturas una múltiple cooperación que participa de la fuente única ».43 Se debe profundizar el contenido de esta mediación participada, siempre bajo la norma del principio de la única mediación de Cristo: « Aun cuando no se excluyan mediaciones parciales, de cualquier tipo y orden, éstas sin embargo cobran significado y valor únicamente por la mediación de Cristo y no pueden ser entendidas como paralelas y complementarias ».44 No obstante, serían contrarias a la fe cristiana y católica aquellas propuestas de solución que contemplen una acción salvífica de Dios fuera de la única mediación de Cristo. 15. No pocas veces algunos proponen que en teología se eviten términos como « unicidad », « universalidad », « absolutez », cuyo uso daría la impresión de un énfasis excesivo acerca del valor del evento salvífico de Jesucristo con relación a las otras religiones. En realidad, con este lenguaje se expresa simplemente la fidelidad al dato revelado, pues constituye un desarrollo de las fuentes mismas de la fe. Desde el inicio, en efecto, la comunidad de los creyentes ha reconocido que Jesucristo posee una tal

valencia salvífica, que Él sólo, como Hijo de Dios hecho hombre, crucificado y resucitado, en virtud de la misión recibida del Padre y en la potencia del Espíritu Santo, tiene el objetivo de donar la revelación (cf. Mt 11,27) y la vida divina (cf. Jn 1,12; 5,25-26; 17,2) a toda la humanidad y a cada hombre. En este sentido se puede y se debe decir que Jesucristo tiene, para el género humano y su historia, un significado y un valor singular y único, sólo de él propio, exclusivo, universal y absoluto. Jesús es, en efecto, el Verbo de Dios hecho hombre para la salvación de todos. Recogiendo esta conciencia de fe, el Concilio Vaticano II enseña: « El Verbo de Dios, por quien todo fue hecho, se encarnó para que, Hombre perfecto, salvara a todos y recapitulara todas las cosas. El Señor es el fin de la historia humana, “punto de convergencia hacia el cual tienden los deseos de la historia y de la civilización”, centro de la humanidad, gozo del corazón humano y plenitud total de sus aspiraciones. Él es aquel a quien el Padre resucitó, exaltó y colocó a su derecha, constituyéndolo juez de vivos y de muertos ».45 « Es precisamente esta singularidad única de Cristo la que le confiere un significado absoluto y universal, por lo cual, mientras está en la historia, es el centro y el fin de la misma: “Yo soy el Alfa y la Omega, el Primero y el Último, el Principio y el Fin” (Ap 22,13) ».46

IV. UNICIDAD Y UNIDAD DE LA IGLESIA 16. El Señor Jesús, único salvador, no estableció una simple comunidad de discípulos, sino que constituyó a la Iglesia como misterio salvífico: Él mismo está en la Iglesia y la Iglesia está en Él (cf. Jn 15,1ss; Ga 3,28; Ef 4,1516; Hch 9,5); por eso, la plenitud del misterio salvífico de Cristo pertenece también a la Iglesia, inseparablemente unida a su Señor. Jesucristo, en efecto, continúa su presencia y su obra de salvación en la Iglesia y a través de la Iglesia (cf. Col 1,24-27),47 que es su cuerpo (cf. 1 Co 12, 1213.27; Col 1,18).48 Y así como la cabeza y los miembros de un cuerpo vivo aunque no se identifiquen son inseparables, Cristo y la Iglesia no se pueden confundir pero tampoco separar, y constituyen un único « Cristo total ».49 Esta misma inseparabilidad se expresa también en el Nuevo Testamento mediante la analogía de la Iglesia como Esposa de Cristo (cf. 2 Cor 11,2; Ef 5,25-29; Ap 21,2.9).50

Por eso, en conexión con la unicidad y la universalidad de la mediación salvífica de Jesucristo, debe ser firmemente creída como verdad de fe católica la unicidad de la Iglesia por él fundada. Así como hay un solo Cristo, uno solo es su cuerpo, una sola es su Esposa: « una sola Iglesia católica y apostólica ».51 Además, las promesas del Señor de no abandonar jamás a su Iglesia (cf. Mt 16,18; 28,20) y de guiarla con su Espíritu (cf. Jn 16,13) implican que, según la fe católica, la unicidad y la unidad, como todo lo que pertenece a la integridad de la Iglesia, nunca faltaran.52 Los fieles están obligados a profesar que existe una continuidad histórica — radicada en la sucesión apostólica—53 entre la Iglesia fundada por Cristo y la Iglesia católica: « Esta es la única Iglesia de Cristo [...] que nuestro Salvador confió después de su resurrección a Pedro para que la apacentara (Jn 24,17), confiándole a él y a los demás Apóstoles su difusión y gobierno (cf. Mt 28,18ss.), y la erigió para siempre como « columna y fundamento de la verdad » (1 Tm 3,15). Esta Iglesia, constituida y ordenada en este mundo como una sociedad, subsiste [subsistit in] en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con él ».54 Con la expresión « subsitit in », el Concilio Vaticano II quiere armonizar dos afirmaciones doctrinales: por un lado que la Iglesia de Cristo, no obstante las divisiones entre los cristianos, sigue existiendo plenamente sólo en la Iglesia católica, y por otro lado que « fuera de su estructura visible pueden encontrarse muchos elementos de santificación y de verdad »,55 ya sea en las Iglesias que en las Comunidades eclesiales separadas de la Iglesia católica.56 Sin embargo, respecto a estas últimas, es necesario afirmar que su eficacia « deriva de la misma plenitud de gracia y verdad que fue confiada a la Iglesia católica ».57 17. Existe, por lo tanto, una única Iglesia de Cristo, que subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el Sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con él.58 Las Iglesias que no están en perfecta comunión con la Iglesia católica pero se mantienen unidas a ella por medio de vínculos estrechísimos como la sucesión apostólica y la Eucaristía válidamente consagrada, son verdaderas iglesias particulares.59 Por eso, también en estas Iglesias está presente y operante la Iglesia de Cristo, si bien falte la plena comunión con la Iglesia católica al rehusar la doctrina católica del Primado, que por voluntad

de Dios posee y ejercita objetivamente sobre toda la Iglesia el Obispo de Roma.60 Por el contrario, las Comunidades eclesiales que no han conservado el Episcopado válido y la genuina e íntegra sustancia del misterio eucarístico,61 no son Iglesia en sentido propio; sin embargo, los bautizados en estas Comunidades, por el Bautismo han sido incorporados a Cristo y, por lo tanto, están en una cierta comunión, si bien imperfecta, con la Iglesia.62 En efecto, el Bautismo en sí tiende al completo desarrollo de la vida en Cristo mediante la íntegra profesión de fe, la Eucaristía y la plena comunión en la Iglesia.63 « Por lo tanto, los fieles no pueden imaginarse la Iglesia de Cristo como la suma —diferenciada y de alguna manera unitaria al mismo tiempo— de las Iglesias y Comunidades eclesiales; ni tienen la facultad de pensar que la Iglesia de Cristo hoy no existe en ningún lugar y que, por lo tanto, deba ser objeto de búsqueda por parte de todas las Iglesias y Comunidades ».64 En efecto, « los elementos de esta Iglesia ya dada existen juntos y en plenitud en la Iglesia católica, y sin esta plenitud en las otras Comunidades ».65 « Por consiguiente, aunque creamos que las Iglesias y Comunidades separadas tienen sus defectos, no están desprovistas de sentido y de valor en el misterio de la salvación, porque el Espíritu de Cristo no ha rehusado servirse de ellas como medios de salvación, cuya virtud deriva de la misma plenitud de la gracia y de la verdad que se confió a la Iglesia ».66 La falta de unidad entre los cristianos es ciertamente una herida para la Iglesia; no en el sentido de quedar privada de su unidad, sino « en cuanto obstáculo para la realización plena de su universalidad en la historia ».67

V. IGLESIA, REINO DE DIOS Y REINO DE CRISTO 18. La misión de la Iglesia es « anunciar el Reino de Cristo y de Dios, establecerlo en medio de todas las gentes; [la Iglesia] constituye en la tierra el germen y el principio de este Reino ».68 Por un lado la Iglesia es « sacramento, esto es, signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano »;69 ella es, por lo tanto, signo e instrumento del Reino: llamada a anunciarlo y a instaurarlo. Por otro lado, la

Iglesia es el « pueblo reunido por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo »;70 ella es, por lo tanto, el « reino de Cristo, presente ya en el misterio »,71 constituyendo, así, su germen einicio. El Reino de Dios tiene, en efecto, una dimensión escatológica: Es una realidad presente en el tiempo, pero su definitiva realización llegará con el fin y el cumplimiento de la historia.72 De los textos bíblicos y de los testimonios patrísticos, así como de los documentos del Magisterio de la Iglesia no se deducen significados unívocos para las expresiones Reino de los Cielos, Reino de Dios y Reino de Cristo, ni de la relación de los mismos con la Iglesia, ella misma misterio que no puede ser totalmente encerrado en un concepto humano. Pueden existir, por lo tanto, diversas explicaciones teológicas sobre estos argumentos. Sin embargo, ninguna de estas posibles explicaciones puede negar o vaciar de contenido en modo alguno la íntima conexión entre Cristo, el Reino y la Iglesia. En efecto, « el Reino de Dios que conocemos por la Revelación, no puede ser separado ni de Cristo ni de la Iglesia... Si se separa el Reino de la persona de Jesús, no es éste ya el Reino de Dios revelado por él, y se termina por distorsionar tanto el significado del Reino —que corre el riesgo de transformarse en un objetivo puramente humano e ideológico— como la identidad de Cristo, que no aparece como el Señor, al cual debe someterse todo (cf. 1 Co 15,27); asimismo, el Reino no puede ser separado de la Iglesia. Ciertamente, ésta no es un fin en sí misma, ya que está ordenada al Reino de Dios, del cual es germen, signo e instrumento. Sin embargo, a la vez que se distingue de Cristo y del Reino, está indisolublemente unida a ambos ».73 19. Afirmar la relación indivisible que existe entre la Iglesia y el Reino no implica olvidar que el Reino de Dios —si bien considerado en su fase histórica — no se identifica con la Iglesia en su realidad visible y social. En efecto, no se debe excluir « la obra de Cristo y del Espíritu Santo fuera de los confines visibles de la Iglesia ».74 Por lo tanto, se debe también tener en cuenta que « el Reino interesa a todos: a las personas, a la sociedad, al mundo entero. Trabajar por el Reino quiere decir reconocer y favorecer el dinamismo divino, que está presente en la historia humana y la transforma. Construir el Reino significa trabajar por la liberación del mal en todas sus formas. En resumen, el Reino de Dios es la manifestación y la realización de su designio de salvación en toda su plenitud ».75

Al considerar la relación entre Reino de Dios, Reino de Cristo e Iglesia es necesario, de todas maneras, evitar acentuaciones unilaterales, como en el caso de « determinadas concepciones que intencionadamente ponen el acento sobre el Reino y se presentan como “reinocéntricas”, las cuales dan relieve a la imagen de una Iglesia que no piensa en sí misma, sino que se dedica a testimoniar y servir al Reino. Es una “Iglesia para los demás” —se dice— como “Cristo es el hombre para los demás”... Junto a unos aspectos positivos, estas concepciones manifiestan a menudo otros negativos. Ante todo, dejan en silencio a Cristo: El Reino del que hablan se basa en un “teocentrismo”, porque Cristo —dicen— no puede ser comprendido por quien no profesa la fe cristiana, mientras que pueblos, culturas y religiones diversas pueden coincidir en la única realidad divina, cualquiera que sea su nombre. Por el mismo motivo, conceden privilegio al misterio de la creación, que se refleja en la diversidad de culturas y creencias, pero no dicen nada sobre el misterio de la redención. Además el Reino, tal como lo entienden, termina por marginar o menospreciar a la Iglesia, como reacción a un supuesto “eclesiocentrismo” del pasado y porque consideran a la Iglesia misma sólo un signo, por lo demás no exento de ambigüedad ».76 Estas tesis son contrarias a la fe católica porque niegan la unicidad de la relación que Cristo y la Iglesia tienen con el Reino de Dios.

VI. LA IGLESIA Y LAS RELIGIONES EN RELACIÓN CON LA SALVACIÓN 20. De todo lo que ha sido antes recordado, derivan también algunos puntos necesarios para el curso que debe seguir la reflexión teológica en la profundización de la relación de la Iglesia y de las religiones con la salvación. Ante todo, debe ser firmemente creído que la « Iglesia peregrinante es necesaria para la salvación, pues Cristo es el único Mediador y el camino de salvación, presente a nosotros en su Cuerpo, que es la Iglesia, y Él, inculcando con palabras concretas la necesidad del bautismo (cf. Mt 16,16; Jn 3,5), confirmó a un tiempo la necesidad de la Iglesia, en la que los hombres entran por el bautismo como por una puerta ».77 Esta doctrina no se contrapone a la voluntad salvífica universal de Dios (cf. 1 Tm 2,4); por lo tanto, « es necesario, pues, mantener unidas estas dos verdades, o sea, la posibilidad real de la

salvación en Cristo para todos los hombres y la necesidad de la Iglesia en orden a esta misma salvación ».78 La Iglesia es « sacramento universal de salvación »79 porque, siempre unida de modo misterioso y subordinada a Jesucristo el Salvador, su Cabeza, en el diseño de Dios, tiene una relación indispensable con la salvación de cada hombre.80 Para aquellos que no son formal y visiblemente miembros de la Iglesia, « la salvación de Cristo es accesible en virtud de la gracia que, aun teniendo una misteriosa relación con la Iglesia, no les introduce formalmente en ella, sino que los ilumina de manera adecuada en su situación interior y ambiental. Esta gracia proviene de Cristo; es fruto de su sacrificio y es comunicada por el Espíritu Santo ».81Ella está relacionada con la Iglesia, la cual « procede de la misión del Hijo y la misión del Espíritu Santo »,82 según el diseño de Dios Padre. 21. Acerca del modo en el cual la gracia salvífica de Dios, que es donada siempre por medio de Cristo en el Espíritu y tiene una misteriosa relación con la Iglesia, llega a los individuos no cristianos, el Concilio Vaticano II se limitó a afirmar que Dios la dona « por caminos que Él sabe ».83 La Teología está tratando de profundizar este argumento, ya que es sin duda útil para el crecimiento de la compresión de los designios salvíficos de Dios y de los caminos de su realización. Sin embargo, de todo lo que hasta ahora ha sido recordado sobre la mediación de Jesucristo y sobre las « relaciones singulares y únicas »84 que la Iglesia tiene con el Reino de Dios entre los hombres —que substancialmente es el Reino de Cristo, salvador universal—, queda claro que sería contrario a la fe católica considerar la Iglesia como un camino de salvación al lado de aquellos constituidos por las otras religiones. Éstas serían complementarias a la Iglesia, o incluso substancialmente equivalentes a ella, aunque en convergencia con ella en pos del Reino escatológico de Dios. Ciertamente, las diferentes tradiciones religiosas contienen y ofrecen elementos de religiosidad que proceden de Dios85 y que forman parte de « todo lo que el Espíritu obra en los hombres y en la historia de los pueblos, así como en las culturas y religiones ».86 De hecho algunas oraciones y ritos pueden asumir un papel de preparación evangélica, en cuanto son ocasiones o pedagogías en las cuales los corazones de los hombres son estimulados a

abrirse a la acción de Dios.87 A ellas, sin embargo no se les puede atribuir un origen divino ni una eficacia salvífica ex opere operato, que es propia de los sacramentos cristianos.88 Por otro lado, no se puede ignorar que otros ritos no cristianos, en cuanto dependen de supersticiones o de otros errores (cf. 1 Co 10,20-21), constituyen más bien un obstáculo para la salvación.89 22. Con la venida de Jesucristo Salvador, Dios ha establecido la Iglesia para la salvación de todos los hombres (cf. Hch 17,30-31).90 Esta verdad de fe no quita nada al hecho de que la Iglesia considera las religiones del mundo con sincero respeto, pero al mismo tiempo excluye esa mentalidad indiferentista « marcada por un relativismo religioso que termina por pensar que “una religión es tan buena como otra” ».91 Si bien es cierto que los no cristianos pueden recibir la gracia divina, también es cierto que objetivamente se hallan en una situación gravemente deficitaria si se compara con la de aquellos que, en la Iglesia, tienen la plenitud de los medios salvíficos.92 Sin embargo es necesario recordar a « los hijos de la Iglesia que su excelsa condición no deben atribuirla a sus propios méritos, sino a una gracia especial de Cristo; y si no responden a ella con el pensamiento, las palabras y las obras, lejos de salvarse, serán juzgados con mayor severidad ».93 Se entiende, por lo tanto, que, siguiendo el mandamiento de Señor (cf. Mt 28,19-20) y como exigencia del amor a todos los hombres, la Iglesia « anuncia y tiene la obligación de anunciar constantemente a Cristo, que es “el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14, 6), en quien los hombres encuentran la plenitud de la vida religiosa y en quien Dios reconcilió consigo todas las cosas ».94 La misión ad gentes, también en el diálogo interreligioso, « conserva íntegra, hoy como siempre, su fuerza y su necesidad ».95 « En efecto, « Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad » (1 Tm 2,4). Dios quiere la salvación de todos por el conocimiento de la verdad. La salvación se encuentra en la verdad. Los que obedecen a la moción del Espíritu de verdad están ya en el camino de la salvación; pero la Iglesia, a quien esta verdad ha sido confiada, debe ir al encuentro de los que la buscan para ofrecérsela. Porque cree en el designio universal de salvación, la Iglesia debe ser misionera ».96 Por ello el diálogo, no obstante forme parte de la misión evangelizadora, constituye sólo una de las acciones de la Iglesia en su misión ad gentes.97 La paridad, que es presupuesto del diálogo, se

refiere a la igualdad de la dignidad personal de las partes, no a los contenidos doctrinales, ni mucho menos a Jesucristo —que es el mismo Dios hecho hombre— comparado con los fundadores de las otras religiones. De hecho, la Iglesia, guiada por la caridad y el respeto de la libertad,98 debe empeñarse primariamente en anunciar a todos los hombres la verdad definitivamente revelada por el Señor, y a proclamar la necesidad de la conversión a Jesucristo y la adhesión a la Iglesia a través del bautismo y los otros sacramentos, para participar plenamente de la comunión con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Por otra parte, la certeza de la voluntad salvífica universal de Dios no disminuye sino aumenta el deber y la urgencia del anuncio de la salvación y la conversión al Señor Jesucristo.

CONCLUSIÓN 23. La presente Declaración, reproponiendo y clarificando algunas verdades de fe, ha querido seguir el ejemplo del Apóstol Pablo a los fieles de Corinto: « Os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí » (1 Co 15,3). Frente a propuestas problemáticas o incluso erróneas, la reflexión teológica está llamada a confirmar de nuevo la fe de la Iglesia y a dar razón de su esperanza en modo convincente y eficaz. Los Padres del Concilio Vaticano II, al tratar el tema de la verdadera religión, han afirmado: « Creemos que esta única religión verdadera subsiste en la Iglesia católica y apostólica, a la cual el Señor Jesús confió la obligación de difundirla a todos los hombres, diciendo a los Apóstoles: “Id, pues, y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado” (Mt 28,19-20). Por su parte todos los hombres están obligados a buscar la verdad, sobre todo en lo referente a Dios y a su Iglesia, y, una vez conocida, a abrazarla y practicarla ».99 La revelación de Cristo continuará a ser en la historia la verdadera estrella que orienta a toda la humanidad: 100 « La verdad, que es Cristo, se impone como autoridad universal ». 101 El misterio cristiano supera de hecho las barreras del tiempo y del espacio, y realiza la unidad de la familia humana: « Desde lugares y tradiciones diferentes todos están llamados en Cristo a participar en la unidad de la familia de los hijos de Dios [...]. Jesús derriba los

muros de la división y realiza la unificación de forma original y suprema mediante la participación en su misterio. Esta unidad es tan profunda que la Iglesia puede decir con san Pablo: « Ya no sois extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios » (Ef 2,19) ».102 El Sumo Pontífice Juan Pablo II, en la Audiencia del día 16 de junio de 2000, concedida al infrascrito Cardenal Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, con ciencia cierta y con su autoridad apostólica, ha ratificado y confirmado esta Declaración decidida en la Sesión Plenaria, y ha ordenado su publicación. Dado en Roma, en la sede de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el 6 de agosto de 2000, Fiesta de la Transfiguración del Señor. Joseph Card. Ratzinger Prefecto Tarcisio Bertone, S.D.B. Arzobispo emérito de Vercelli Secretario Notas [1] Conc. de Constantinopla I, Symbolum Costantinopolitanum: DS 150. [2] Cf. Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 1: AAS 83 (1991) 249-340. [3] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes y Decl. Nostra aetate; cf. también Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi: AAS 68 (1976) 5-76; Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio. [4] Conc. Ecum. Vat.II, Decl.Nostra aetate, 2. [5] Pont. Cons. para el Diálogo Interreligioso y la Congr. para la Evangelización de los Pueblos, Instr. Diálogo y anuncio, 29; cf. Conc.Ecum. Vat II, Const. past. Gaudium et spes, 22. [6] Cf. Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 55. [7] Cf. Pont.Cons. para el Diálogo Interreligioso y la Congr. para la Evangelización de los Pueblos, Instr. Diálogo y anuncio, 9: AAS 84 (1992) 414446.

[8] Juan Pablo II,Enc. Fides et ratio, 5: AAS 91 (1999) 5-88. [9] Conc. Ecum Vat. II, Const. dogm.Dei verbum, 2. [10] Ibíd., 4. [11] Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 5. [12] Juan Pablo II, Enc. Fides et ratio, 14. [13] Conc. Ecum. de Calcedonia, DS 301. Cf. S. Atanasio de Alejandría, De Incarnatione, 54,3: SC 199,458. [14] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.Dei verbum, 4 [15] Ibíd., 5. [16] Ibíd. [17] 3 Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 144. [18] Ibíd., 150. [19] Ibíd., 153. [20] Ibíd., 178. [21] Juan Pablo II, Enc. Fides et Ratio, 13. [22] Cf. ibíd., 31-32. [23] Conc. Ecum. Vat.II, Decl.Nostra aetae, 2. Cf. también Conc.Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, 9, donde se habla de todo lo bueno presente « en los ritos y en las culturas de los pueblos »; Const. dogm. Lumen gentium, 16, donde se indica todo lo bueno y lo verdadero presente entre los no cristianos, que pueden ser considerados como una preparación a la acogida del Evangelio. [24] Cf. Conc. de Trento, Decr. de libris sacris et de traditionibus recipiendis: DS 1501; Conc. Ecum. Vat. I, Const. dogm.Dei Filius, cap. 2: DS 3006. [25] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.Dei verbum, 11. [26] Ibíd. [27] Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 55; cf. también 56. Pablo VI,

Exhort. ap. Evangelii nuntiandi, 53. [28] Conc. Ecum. de Nicea I, DS 125. [29] Conc. Ecum de Calcedonia, DS 301. [30] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Gaudium et spes, 22. [31] Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 6. [32] Cf. San León Magno, Tomus ad Flavianum: DS 269. [33] Cf. San León Magno, Carta « Promisisse me memini » ad Leonem I imp: DS 318: « In tantam unitatem ab ipso conceptu Virginis deitate et humanitate conserta, ut nec sine homine divina, nec sine Dio agerentur humana ». Cf. también ibíd.: DS 317. [34] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 45. Cf. también Conc. de Trento, Decr. De peccato originali, 3: DS 1513. [35] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 3-4. [36] Cf. ibíd., 7.Cf. San Ireneo, el cual afirmaba que en la Iglesia « ha sido depositada la comunión con Cristo, o sea, el Espíritu Santo » (Adversus Haereses III, 24, 1: SC 211, 472). [37] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 22. [38] Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 28.Acerca de « las semillas del Verbo » cf. también San Justino, 2 Apologia, 8,1-2,1-3; 13, 3-6: ed. E. J. Goodspeed, 84; 85; 88-89. [39] Cf. ibíd., 28-29. [40] Ibíd., 29. [41] 3 Ibíd., 5. [42] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past.Gaudium et spes, 10; cf. San Agustín, cuando afirma que fuera de Cristo, « camino universal de salvación que nunca ha faltado al género humano, nadie ha sido liberado, nadie es liberado, nadie será liberado »: De Civitate Dei 10, 32, 2: CCSL 47, 312. [43] Conc. Ecum. Vat.II, Const. dogm. Lumen gentium, 62.

[44] Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 5. [45] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 45. La necesidad y absoluta singularidad de Cristo en la historia humana está bien expresada por San Ireneo cuando contempla la preeminencia de Jesús como Primogénito: « En los cielos como primogénito del pensamiento del Padre, el Verbo perfecto dirige personalmente todas las cosas y legisla; sobre la tierra como primogénito de la Virgen, hombre justo y santo, siervo de Dios, bueno, aceptable a Dios, perfecto en todo; finalmente salvando de los infiernos a todos aquellos que lo siguen, como primogénito de los muertos es cabeza y fuente de la vida divina » (Demostratio, 39: SC 406, 138). [46] Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 6. [47] Cf. Conc. Ecum. Vat.II, Const. dogm. Lumen gentium, 14. [48] Cf. ibíd., 7. [49] Cf. San Agustín, Enarrat.In Psalmos, Ps 90, Sermo 2,1: CCSL 39, 1266; San Gregorio Magno, Moralia in Iob, Praefatio, 6, 14: PL 75, 525; Santo Tomás de Aquino, Summa Theologicae, III, q. 48, a. 2 ad 1. [50] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.Lumen gentium, 6. [51] Símbolo de la fe: DS 48.Cf. Bonifacio VIII, Bula Unam Sanctam: DS 870872; Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 8. [52] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, 4; Juan Pablo II, Enc. Ut unum sint, 11: AAS 87 (1995) 921-982. [53] 3 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 20; cf. también San Ireneo, Adversus Haereses, III, 3, 1-3: SC 211, 20-44; San Cipriano, Epist. 33, 1: CCSL 3B, 164-165; San Agustín, Contra advers. legis et prophet., 1, 20, 39: CCSL 49, 70. [54] Conc. Ecum Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 8. [55] Ibíd., Cf. Juan Pablo II, Enc. Ut unum sint, 13. Cf. también Conc.Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 15, y Decr.Unitatis redintegratio, 3. [56] Es, por lo tanto, contraria al significado auténtico del texto conciliar la interpretación de quienes deducen de la fórmula subsistit in la tesis según la

cual la única Iglesia de Cristo podría también subsistir en otras iglesias cristianas. « El Concilio había escogido la palabra “subsistit” precisamente para aclarar que existe una sola “subsistencia” de la verdadera Iglesia, mientras que fuera de su estructura visible existen sólo “elementa Ecclesiae”, los cuales —siendo elementos de la misma Iglesia— tienden y conducen a la Iglesia católica » (Congr. para la Doctrina de la Fe, Notificación sobre el volumen « Iglesia: carisma y poder » del P. Leonardo Boff, 11-III-1985: AAS 77 (1985) 756-762). [57] Cf. Conc. Ecum. Vat.II, Decr. Unitatis redintegratio, 3. [58] Cf. Congr. para la Doctrina de la Fe, Decl. Mysterium ecclesiae, n. 1: AAS 65 (1973) 396-408. [59] Cf. Conc. Ecum. Vat.II, Decr. Unitatis redintegratio, 14 y 15; Congr. para Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio, 17 AAS 85 (1993) 838-850. [60] Cf. Conc. Ecum Vat. I, Const. Pastor aeternus: DS 3053-3064; Conc. Ecum. Vat. II, Const dogm. Lumen gentium, 22. [61] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr.Unitatis redintegratio, 22. [62] Cf. ibíd., 3. [63] Cf. ibíd., 22. [64] Congr. para la Doctrina de la Fe, Decl. Mysterium ecclesiae, 1. [65] Juan Pablo II, Enc. Ut unum sint, 14. [66] Conc. Ecum. Vat. II, Decr.Unitatis redintegratio, 3. [67] Congr. para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio, 17.Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, n. 4. [68] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 5. [69] 3 Ibíd., 1. [70] 3 Ibíd., 4. Cf. San Cipriano, De Dominica oratione 23: CCSL 3A, 105. [71] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 3. [72] Cf. ibíd., 9. Cf. También la oración dirigida a Dios, que se encuentra en

la Didaché 9, 4: SC 248, 176: « Se reúna tu Iglesia desde los confines de la tierra en tu reino », e ibíd., 10, 5: SC 248, 180: « Acuérdate, Señor, de tu Iglesia... y, santificada, reúnela desde los cuatro vientos en tu reino que para ella has preparado ». [73] Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 18; cf. Exhort. ap. Ecclesia in Asia, 6-XI-1999, 17: L'Osservatore Romano, 7-XI-1999. El Reino es tan inseparable de Cristo que, en cierta forma, se identifica con él (cf. Orígenes, In Mt. Hom., 14, 7: PG 13, 1197; Tertuliano, Adversus Marcionem, IV, 33, 8: CCSL 1, 634. [74] Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 18. [75] Ibíd., 15. [76] Ibíd., 17. [77] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 14. Cf. Decr. Ad gentes, 7; Decr. Unitatis redintegratio, 3. [78] Juan Pablo II,Enc. Redemptoris missio, 9. Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 846-847. [79] 3 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm., Lumen gentium, 48. [80] Cf. San Cipriano, De catholicae ecclesiae unitate, 6: CCSL 3, 253-254; San Ireneo,Adversus Haereses, III, 24, 1: SC 211, 472-474. [81] Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 10. [82] Conc. Ecum. Vat. II, Decr.Ad gentes, 2. La conocida fórmula extra Ecclesiam nullus omnino salvatur debe ser interpretada en el sentido aquí explicado (cf. Conc.Ecum. Lateranense IV, Cap. 1. De fide catholica: DS 802). Cf. también la Carta del Santo Oficio al Arzobispo de Boston: DS 3866-3872. [83] Conc. Ecum. Vat.II, Decr. Ad gentes, 7. [84] 3 Juan Pablo II, Enc.Redemptoris missio, 18. [85] Son las semillas del Verbo divino (semina Verbi), que la Iglesia reconoce con gozo y respeto (cf. Conc.Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, 11, Decl. Nostra aetate, 2). [86] Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 29.

[87] Cf. Ibíd.; Catecismo de la Iglesia Católica, 843. [88] Cf. Conc. de Trento, Decr. De sacramentis, can. 8 de sacramentis in genere: DS 1608. [89] Cf. Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 55. [90] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 17; Juan Pablo II, Enc.Redemptoris missio, 11. [91] Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 36. [92] Cf. Pío XII, Enc. Myisticis corporis, DS 3821. [93] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 14. [94] Conc. Ecum. Vat. II, Decl. Nostra aetate, 2. [95] Conc.Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, 7. [96] Catecismo de la Iglesia Católica, 851; cf. también, 849-856. [97] Cf. Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 55; Exhort. ap. Ecclesia in Asia, 31, 6-XI-1999. [98] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decl. Dignitatis humanae, 1. [99] Ibíd. [100] Cf. Juan Pablo II, Enc. Fides et ratio, 15. [101] Ibid., 92. [102] Ibíd., 70.

CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE NOTA DOCTRINAL ACERCA DE ALGUNOS ASPECTOS DE LA EVANGELIZACIÓN I. Introducción 1. Enviado por el Padre para anunciar el Evangelio, Jesucristo invita a todos los hombres a la conversión y a la fe (cf. Mc 1, 14-15), encomendando a los Apóstoles, después de su resurrección, continuar su misión evangelizadora (cf. Mt 28, 19-20; Mc 16, 15; Lc 24, 4-7; Hch 1, 3): «como el Padre me envió, también yo os envío» (Jn 20, 21; cf. 17, 18). Mediante la Iglesia, quiere llegar a cada época de la historia, a cada lugar de la tierra y a cada ámbito de la sociedad, quiere llegar hasta cada persona, para que todos sean un solo rebaño con un solo pastor (cf. Jn 10, 16): «Id por todo el mundo y proclamad el Evangelio a toda la creación. El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará» (Mc 16, 15-16). Los Apóstoles, entonces, «movidos por el Espíritu Santo, invitaban a todos a cambiar de vida, a convertirse y a recibir el bautismo»[1], porque la «Iglesia peregrina es necesaria para la Salvación»[2]. Es el mismo Señor Jesucristo que, presente en su Iglesia, precede la obra de los evangelizadores, la acompaña y sigue, haciendo fructificar el trabajo: lo que acaeció al principio continúa durante todo el curso de la historia. Al comienzo del tercer milenio, resuena en el mundo la invitación que Pedro, junto con su hermano Andrés y con los primeros discípulos, escuchó de Jesús mismo: «rema mar adentro, y echad vuestras redes para pescar» (Lc 5, 4)[3]. Y después de la pesca milagrosa, el Señor anunció a Pedro que se convertiría en «pescador de hombres» (Lc 5, 10). 2. El término evangelización tiene un significado muy rico[4]. En sentido amplio, resume toda la misión de la Iglesia: toda su vida, en efecto, consiste en realizar la traditio Evangelii, el anuncio y transmisión del Evangelio, que es «fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree» (Rm 1, 16) y que en última instancia se identifica con el mismo Cristo (1 Co 1, 24). Por eso, la

evangelización así entendida tiene como destinataria toda la humanidad. En cualquier caso evangelización no significa solamente enseñar una doctrina sino anunciar a Jesucristo con palabras y acciones, o sea, hacerse instrumento de su presencia y actuación en el mundo. «Toda persona tiene derecho a escuchar la “Buena Nueva” de Dios que se revela y se da en Cristo, para realizar en plenitud la propia vocación»[5]. Es un derecho conferido por el mismo Señor a toda persona humana, por lo cual todos los hombres y mujeres pueden decir junto con San Pablo: Jesucristo «me amó y se entregó por mí» (Gal 2, 20). A este derecho le corresponde el deber de evangelizar: «no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1 Co 9, 16; cf. Rm 10, 14). Así se entiende porqué toda actividad de la Iglesia tenga una dimensión esencial evangelizadora y jamás debe ser separada del compromiso de ayudar a todos a encontrar a Cristo en la fe, que es el objetivo primario de la evangelización: «La cuestión social y el Evangelio son realmente inseparables. Si damos a los hombres sólo conocimientos, habilidades, capacidades técnicas e instrumentos, les damos demasiado poco»[6]. 3. Hoy en día, sin embargo, hay una confusión creciente que induce a muchos a desatender y dejar inoperante el mandato misionero del Señor (cf. Mt 28, 19). A menudo se piensa que todo intento de convencer a otros en cuestiones religiosas es limitar la libertad. Sería lícito solamente exponer las propias ideas e invitar a las personas a actuar según la conciencia, sin favorecer su conversión a Cristo y a la fe católica: se dice que basta ayudar a los hombres a ser más hombres o más fieles a su propia religión, que basta con construir comunidades capaces de trabajar por la justicia, la libertad, la paz, la solidaridad. Además, algunos sostienen que no debería anunciar a Cristo a quienes no lo conocen, ni favorecer la adhesión a la Iglesia, pues sería posible salvarse también sin un conocimiento explícito de Cristo y sin una incorporación formal a la Iglesia. Para salir al paso de esta problemática, la Congregación para la Doctrina de la Fe ha estimado necesario publicar la presente Nota, la cual, presuponiendo toda la doctrina católica sobre la evangelización, ampliamente tratada en el Magisterio de Pablo VI y de Juan Pablo II, tiene como finalidad aclarar algunos

aspectos de la relación entre el mandato misionero del Señor y el respeto a la conciencia y a la libertad religiosa de todos. Son aspectos con implicaciones antropológicas, eclesiológicas y ecuménicas. II. Algunas implicaciones antropológicas 4. «Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo» (Jn 17, 3): Dios concedió a los hombres inteligencia y voluntad para que lo pudieran buscar, conocer y amar libremente. Por eso la libertad humana es un recurso y, a la vez, un reto para el hombre que le presenta Aquel que lo ha creado. Un ofrecimiento a su capacidad de conocer y amar lo que es bueno y verdadero. Nada como la búsqueda del bien y la verdad pone en juego la libertad humana, reclamándole una adhesión tal que implica los aspectos fundamentales de la vida. Este es, particularmente, el caso de la verdad salvífica, que no es solamente objeto del pensamiento sino también acontecimiento que afecta a toda la persona – inteligencia, voluntad, sentimientos, actividades y proyectos – cuando ésta se adhiere a Cristo. En esta búsqueda del bien y la verdad actúa ya el Espíritu Santo, que abre y dispone los corazones para acoger la verdad evangélica, según la conocida afirmación de Santo Tomás de Aquino: «omne verum a quocumque dicatur a Spiritu Sancto est»[7]. Por eso es importante valorar esta acción del Espíritu Santo, que produce afinidad y acerca los corazones a la verdad, ayudando al conocimiento humano a madurar en la sabiduría y en el abandono confiado en lo verdadero[8]. Sin embargo, hoy en día, cada vez más frecuentemente, se pregunta acerca de la legitimidad de proponer a los demás lo que se considera verdadero en sí, para que puedan adherirse a ello. Esto a menudo se considera como un atentado a la libertad del prójimo. Tal visión de la libertad humana, desvinculada de su inseparable referencia a la verdad, es una de las expresiones «del relativismo que, al no reconocer nada como definitivo, deja como última medida sólo el propio yo con sus caprichos; y, bajo la apariencia de la libertad, se transforma para cada uno en una prisión»[9]. En las diferentes formas de agnosticismo y relativismo presentes en el pensamiento contemporáneo, «la legítima pluralidad de posiciones ha dado paso a un pluralismo indiferenciado, basado en el convencimiento de que todas las posiciones son igualmente válidas. Este es uno de los síntomas más

difundidos de la desconfianza en la verdad que es posible encontrar en el contexto actual. No se sustraen a esta prevención ni siquiera algunas concepciones de vida provenientes de Oriente; en ellas, en efecto, se niega a la verdad su carácter exclusivo, partiendo del presupuesto de que se manifiesta de igual manera en diversas doctrinas, incluso contradictorias entre sí»[10]. Si el hombre niega su capacidad fundamental de conocer la verdad, si se hace escéptico sobre su facultad de conocer realmente lo que es verdadero, termina por perder lo único que puede atraer su inteligencia y fascinar su corazón. 5. En este sentido, en la búsqueda de la verdad, se engaña quien sólo confía en sus propias fuerzas, sin reconocer la necesidad que cada uno tiene del auxilio de los demás. El hombre «desde el nacimiento, pues, está inmerso en varias tradiciones, de las cuales recibe no sólo el lenguaje y la formación cultural, sino también muchas verdades en las que, casi instintivamente, cree. De todos modos el crecimiento y la maduración personal implican que estas mismas verdades puedan ser puestas en duda y discutidas por medio de la peculiar actividad crítica del pensamiento. Esto no quita que, tras este paso, las mismas verdades sean “recuperadas” sobre la base de la experiencia llevada que se ha tenido o en virtud de un razonamiento sucesivo. A pesar de ello, en la vida de un hombre las verdades simplemente creídas son mucho más numerosas que las adquiridas mediante la constatación personal»[11]. La necesidad de confiar en los conocimientos transmitidos por la propia cultura, o adquiridos por otros, enriquece al hombre ya sea con verdades que no podía conseguir por sí solo, ya sea con las relaciones interpersonales y sociales que desarrolla. El individualismo espiritual, por el contrario, aísla a la persona impidiéndole abrirse con confianza a los demás – y, por lo tanto, recibir y dar en abundancia los bienes que sostienen su libertad – poniendo en peligro incluso el derecho de manifestar socialmente sus propias convicciones y opiniones[12]. En particular, la verdad que es capaz de iluminar el sentido de la propia vida y de guiarla se alcanza también mediante el abandono confiado en aquellos que pueden garantizar la certeza y la autenticidad de la verdad misma: «La capacidad y la opción de confiarse uno mismo y la propia vida a otra persona constituyen ciertamente uno de los actos antropológicamente más significativos y expresivos»[13]. La aceptación de la Revelación que se realiza

en la fe, aunque suceda en un nivel más profundo, entra en la dinámica de la búsqueda de la verdad: «Cuando Dios revela hay que prestarle “la obediencia de la fe”, por la que el hombre se confía libre y totalmente a Dios prestando “a Dios revelador el homenaje del entendimiento y de la voluntad”, y asistiendo voluntariamente a la revelación hecha por Él»[14]. El Concilio Vaticano II, después de haber afirmado el deber y el derecho de todo hombre a buscar la verdad en materia religiosa, añade: «la verdad debe buscarse de modo apropiado a la dignidad de la persona humana y a su naturaleza social, es decir, mediante una libre investigación, sirviéndose del magisterio o de la educación, de la comunicación y del diálogo, por medio de los cuales unos exponen a otros la verdad que han encontrado o creen haber encontrado»[15]. En cualquier caso, la verdad «no se impone de otra manera, sino por la fuerza de la misma verdad»[16]. Por lo tanto, estimular honestamente la inteligencia y la libertad de una persona hacia el encuentro con Cristo y su Evangelio no es una intromisión indebida, sino un ofrecimiento legítimo y un servicio que puede hacer más fecunda la relación entre los hombres. 6. La evangelización es, además, una posibilidad de enriquecimiento no sólo para sus destinatarios sino también para quien la realiza y para toda la Iglesia. Por ejemplo, en el proceso de inculturación, «la misma Iglesia universal se enriquece con expresiones y valores en los diferentes sectores de la vida cristiana, […] conoce y expresa aún mejor el misterio de Cristo, a la vez que es alentada a una continua renovación»[17]. La Iglesia, en efecto, que desde el día de Pentecostés ha manifestado la universalidad de su misión, asume en Cristo las riquezas innumerables de los hombres de todos los tiempos y lugares de la historia humana[18]. Además de su valor antropológico implícito, todo encuentro con una persona o con una cultura concreta puede desvelar potencialidades del Evangelio poco explicitadas precedentemente, que enriquecerán la vida concreta de los cristianos y de la Iglesia. Gracias, también, a este dinamismo, la «Tradición, que deriva de los Apóstoles, progresa en la Iglesia con la asistencia del Espíritu Santo»[19]. En efecto, el Espíritu que, después de haber obrado la encarnación de Jesucristo en el vientre virginal de María, vivifica la acción materna de la Iglesia en la evangelización de las culturas. Si bien el Evangelio es independiente de todas las culturas, es capaz de impregnarlas a todas sin

someterse a ninguna[20]. En este sentido, el Espíritu Santo es también el protagonista de la inculturación del Evangelio, es el que precede, en modo fecundo, al diálogo entre la Palabra de Dios, revelada en Jesucristo, y las inquietudes más profundas que brotan de la multiplicidad de los hombres y de las culturas. Así continúa en la historia, en la unidad de una misma y única fe, el acontecimiento de Pentecostés, que se enriquece a través de la diversidad de lenguas y culturas. 7. La actividad por medio de la cual el hombre comunica a otros eventos y verdades significativas desde el punto de vista religioso, favoreciendo su recepción, no solamente está en profunda sintonía con la naturaleza del proceso humano de diálogo, de anuncio y aprendizaje, sino que también responde a otra importante realidad antropológica: es propio del hombre el deseo de hacer que los demás participen de los propios bienes. Acoger la Buena Nueva en la fe empuja de por sí a esa comunicación. La Verdad que salva la vida enciende el corazón de quien la recibe con un amor al prójimo que mueve la libertad a comunicar lo que se ha recibido gratuitamente. Si bien los no cristianos puedan salvarse mediante la gracia que Dios da a través de “caminos que Él sabe”[21], la Iglesia no puede dejar de tener en cuenta que les falta un bien grandísimo en este mundo: conocer el verdadero rostro de Dios y la amistad con Jesucristo, el Dios-con-nosotros. En efecto, «nada hay más hermoso que haber sido alcanzados, sorprendidos, por el Evangelio, por Cristo. Nada más bello que conocerle y comunicar a los otros la amistad con Él»[22]. Para todo hombre es un bien la revelación de las verdades fundamentales[23] sobre Dios, sobre sí mismo y sobre el mundo; mientras que vivir en la oscuridad, sin la verdad acerca de las últimas cosas, es un mal, que frecuentemente está en el origen de sufrimientos y esclavitudes a veces dramáticas. Esta es la razón por la que San Pablo no vacila en describir la conversión a la fe cristiana como una liberación «del poder de las tinieblas» y como la entrada «en el Reino del Hijo predilecto, en quien tenemos la redención: el perdón de los pecados» (Col 1, 13-14). Por eso, la plena adhesión a Cristo, que es la Verdad, y la incorporación a su Iglesia, no disminuyen la libertad humana, sino que la enaltecen y perfeccionan, en un amor gratuito y enteramente solícito por el bien de todos los hombres. Es un don inestimable vivir en el abrazo universal de los amigos de Dios que brota de la comunión con la carne vivificante de su Hijo,

recibir de Él la certeza del perdón de los pecados y vivir en la caridad que nace de la fe. La Iglesia quiere hacer partícipes a todos de estos bienes, para que tengan la plenitud de la verdad y de los medios de salvación, «para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Rm 8, 21). 8. La evangelización implica también el diálogo sincero que busca comprender las razones y los sentimientos de los otros. Al corazón del hombre, en efecto, no se accede sin gratuidad, caridad y diálogo, de modo que la palabra anunciada no sea solamente proferida sino adecuadamente testimoniada en el corazón de sus destinatarios. Eso exige tener en cuenta las esperanzas y los sufrimientos, las situaciones concretas de los destinatarios. Además, precisamente a través del diálogo, los hombres de buena voluntad abren más libremente el corazón y comparten sinceramente sus experiencias espirituales y religiosas. Ese compartir, característico de la verdadera amistad, es una ocasión valiosa para el testimonio y el anuncio cristiano. Como en todo campo de la actividad humana, también en el diálogo en materia religiosa puede introducirse el pecado. A veces puede suceder que ese diálogo no sea guiado por su finalidad natural, sino que ceda al engaño, a intereses egoístas o a la arrogancia, sin respetar la dignidad y la libertad religiosa de los interlocutores. Por eso «la Iglesia prohíbe severamente que a nadie se obligue, o se induzca o se atraiga por medios indiscretos a abrazar la fe, lo mismo que vindica enérgicamente el derecho a que nadie sea apartado de ella con vejaciones inicuas»[24]. El motivo originario de la evangelización es el amor de Cristo para la salvación eterna de los hombres. Los auténticos evangelizadores desean solamente dar gratuitamente lo que gratuitamente han recibido: «Desde los primeros días de la Iglesia los discípulos de Cristo se esforzaron en inducir a los hombres a confesar Cristo Señor, no por acción coercitiva ni por artificios indignos del Evangelio, sino ante todo por la virtud de la palabra de Dios»[25]. La misión de los Apóstoles – y su continuación en la misión de la Iglesia antigua – sigue siendo el modelo fundamental de evangelización para todos los tiempos: una misión a menudo marcada por el martirio, como lo demuestra la historia del siglo pasado. Precisamente el martirio da credibilidad a los testigos, que no buscan poder o ganancia sino que entregan la propia vida por Cristo. Manifiestan al mundo la fuerza inerme y llena de amor por los hombres

concedida a los que siguen a Cristo hasta la donación total de su existencia. Así, los cristianos, desde los albores del cristianismo hasta nuestros días, han sufrido persecuciones por el Evangelio, como Jesús mismo había anunciado: «a mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros» (Jn 15, 20). III. Algunas implicaciones eclesiológicas 9. Desde el día de Pentecostés, quien acoge plenamente la fe es incorporado a la comunidad de los creyentes: «Los que acogieron su Palabra fueron bautizados. Aquel día se les unieron unas tres mil personas» (Hch 2, 41). Desde el comienzo, con la fuerza del Espíritu, el Evangelio ha sido anunciado a todos los hombres, para que crean y lleguen a ser discípulos de Cristo y miembros de su Iglesia. También en la literatura patrística son constantes las exhortaciones a realizar la misión confiada por Jesús a los discípulos[26]. Generalmente se usa el término «conversión» en referencia a la exigencia de conducir a los paganos a la Iglesia. No obstante, la conversión (metanoia), en su significado cristiano, es un cambio de mentalidad y actuación, como expresión de la vida nueva en Cristo proclamada por la fe: es una reforma continua del pensar y obrar orientada a una identificación con Cristo cada más intensa (cf. Gal 2, 20), a la cual están llamados, ante todo, los bautizados. Este es, en primer lugar, el significado de la invitación que Jesús mismo formuló: «convertíos y creed al Evangelio» (Mc 1, 15; cf. Mt 4, 17). El espíritu cristiano ha estado siempre animado por la pasión de llevar a toda la humanidad a Cristo en la Iglesia. En efecto, la incorporación de nuevos miembros a la Iglesia no es la extensión de un grupo de poder, sino la entrada en la amistad de Cristo, que une el cielo y la tierra, continentes y épocas diferentes. Es la entrada en el don de la comunión con Cristo, que es «vida nueva» animada por la caridad y el compromiso con la justicia. La Iglesia es instrumento – «el germen y el principio»[27] – del Reino de Dios, no es una utopía política. Es ya presencia de Dios en la historia y lleva en sí también el verdadero futuro, el definitivo, en el que Él será «todo en todos» (1 Co 15, 28); una presencia necesaria, pues sólo Dios puede dar al mundo auténtica paz y justicia. El Reino de Dios no es – como algunos sostienen hoy – una realidad genérica que supera todas las experiencias y tradiciones religiosas, a la cual estas deberían tender como hacia una comunión universal e indiferenciada de todos los que buscan a Dios, sino que es, ante todo, una

persona, que tiene el rostro y el nombre de Jesús de Nazaret, imagen del Dios invisible[28]. Por eso, cualquier movimiento libre del corazón humano hacia Dios y hacia su Reino conduce, por su propia naturaleza, a Cristo y se orienta a la incorporación en su Iglesia, que es signo eficaz de ese Reino. La Iglesia es, por lo tanto, medio de la presencia de Dios y por eso, instrumento de una verdadera humanización del hombre y del mundo. La extensión de la Iglesia a lo largo de la historia, que constituye la finalidad de la misión, es un servicio a la presencia de Dios mediante su Reino: en efecto, «el Reino no puede ser separado de la Iglesia»[29] 10. Hoy, sin embargo, «el perenne anuncio misionero de la Iglesia es puesto hoy en peligro por teorías de tipo relativista, que tratan de justificar el pluralismo religioso, no sólo de facto sino también de iure (o de principio)»[30]. Desde hace mucho tiempo se ha ido creando una situación en la cual, para muchos fieles, no está clara la razón de ser de la evangelización[31]. Hasta se llega a afirmar que la pretensión de haber recibido como don la plenitud de la Revelación de Dios, esconde una actitud de intolerancia y un peligro para la paz. Quién así razona, ignora que la plenitud del don de la verdad que Dios hace al hombre al revelarse a él, respeta la libertad que Él mismo ha creado como rasgo indeleble de la naturaleza humana: una libertad que no es indiferencia, sino tendencia al bien. Ese respeto es una exigencia de la misma fe católica y de la caridad de Cristo, un elemento constitutivo de la evangelización y, por lo tanto, un bien que hay que promover sin separarlo del compromiso de hacer que sea conocida y aceptada libremente la plenitud de la salvación que Dios ofrece al hombre en la Iglesia. El respeto a la libertad religiosa[32] y su promoción «en modo alguno deben convertirse en indiferencia ante la verdad y el bien. Más aún, la propia caridad exige el anuncio a todos los hombres de la verdad que salva»[33]. Ese amor es el sello precioso del Espíritu Santo que, como protagonista de la evangelización[34], no cesa de mover los corazones al anuncio del Evangelio, abriéndolos para que lo reciban. Un amor que vive en el corazón de la Iglesia y que de allí se irradia hasta los confines de la tierra, hasta el corazón de cada hombre. Todo el corazón del hombre, en efecto, espera encontrar a Jesucristo.

Se entiende, así, la urgencia de la invitación de Cristo a evangelizar y porqué la misión, confiada por el Señor a los Apóstoles, concierne a todos los bautizados. Las palabras de Jesús, «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado» (Mt28, 19-20), interpelan a todos en la Iglesia, a cada uno según su propia vocación. Y, en el momento presente, ante tantas personas que viven en diferentes formas de desierto, sobre todo en el «desierto de la oscuridad de Dios, del vacío de las almas que ya no tienen conciencia de la dignidad y del rumbo del hombre»[35], el Papa Benedicto XVI ha recordado al mundo que «la Iglesia en su conjunto, así como sus Pastores, han de ponerse en camino como Cristo para rescatar a los hombres del desierto y conducirlos al lugar de la vida, hacia la amistad con el Hijo de Dios, hacia Aquel que nos da la vida, y la vida en plenitud»[36]. Este compromiso apostólico es un deber y también un derecho irrenunciable, expresión propia de la libertad religiosa, que tiene sus correspondientes dimensiones ético-sociales y ético-políticas[37]. Un derecho que, lamentablemente, en algunas partes del mundo aún no se reconoce legalmente y en otras, de hecho, no se respeta[38]. 11. El que anuncia el Evangelio participa de la caridad de Cristo, que nos amó y se entregó por nosotros (cf. Ef 5, 2), es su emisario y suplica en nombre de Cristo: ¡reconciliaos con Dios! (2 Co 5, 20). Una caridad que es expresión de la gratitud que se difunde desde el corazón humano cuando se abre al amor entregado por Jesucristo, aquel Amor «que en el mundo se expande»[39]. Esto explica el ardor, confianza y libertad de palabra (parrhesia) que se manifestaba en la predicación de los Apóstoles (cf. Hch 4, 31; 9, 27-28; 26, 26, etc.) y que el rey Agripa experimentó escuchando a Pablo: «Por poco, con tus argumentos, haces de mí un cristiano» (Hch 26, 28). La evangelización no se realiza sólo a través de la predicación pública del Evangelio, ni se realiza únicamente a través de actuaciones públicas relevantes, sino también por medio del testimonio personal, que es un camino de gran eficacia evangelizadora. En efecto, «además de la proclamación, que podríamos llamar colectiva, del Evangelio, conserva toda su validez e importancia esa otra transmisión de persona a persona. El Señor la ha practicado frecuentemente —como lo prueban, por ejemplo, las conversaciones con Nicodemo, Zaqueo, la Samaritana, Simón el fariseo— y lo

mismo han hecho los Apóstoles. En el fondo, ¿hay otra forma de comunicar el Evangelio que no sea la de transmitir a otro la propia experiencia de fe? La urgencia de comunicar la Buena Nueva a las masas de hombres no debería hacer olvidar esa forma de anunciar mediante la cual se llega a la conciencia personal del hombre y se deja en ella el influjo de una palabra verdaderamente extraordinaria que recibe de otro hombre»[40]. En cualquier caso, hay que recordar que en la transmisión del Evangelio la palabra y el testimonio de vida van unidos[41]; para que la luz de la verdad llegue a todos los hombres, se necesita, ante todo, el testimonio de la santidad. Si la palabra es desmentida por la conducta, difícilmente será acogida. Pero tampoco basta solamente el testimonio, porque «incluso el testimonio más hermoso se revelará a la larga impotente si no es esclarecido, justificado –lo que Pedro llamaba dar “razón de vuestra esperanza” (1 Pe. 3, 15)–, explicitado por un anuncio claro e inequívoco del Señor Jesús»[42]. IV. Algunas implicaciones ecuménicas 12. Desde sus inicios, el movimiento ecuménico ha estado íntimamente vinculado con la evangelización. La unidad es, en efecto, el sello de la credibilidad de la misión y el Concilio Vaticano II ha relevado con pesar que el escándalo de la división «es obstáculo para la causa de la difusión del Evangelio por todo el mundo»[43]. Jesús mismo, en la víspera de su Pasión oró: «para que todos sean uno… para que el mundo crea» (Jn 17, 21). La misión de la Iglesia es universal y no se limita a determinadas regiones de la tierra. La evangelización, sin embargo, se realiza en forma diversa, de acuerdo a las diferentes situaciones en las cuales tiene lugar. En sentido estricto se habla de «missio ad gentes» dirigida a los que no conocen a Cristo. En sentido amplio se habla de «evangelización», para referirse al aspecto ordinario de la pastoral, y de «nueva evangelización» en relación a los que han abandonado la vida cristiana[44]. Además, se evangeliza en países donde viven cristianos no católicos, sobre todo en países de tradición y cultura cristiana antiguas. Aquí se requiere un verdadero respeto por sus tradiciones y riquezas espirituales, al igual que un sincero espíritu de cooperación. «Excluido todo indiferentismo y confusionismo así como la emulación insensata, los católicos colaboren fraternalmente con los hermanos separados, según las normas del Decreto sobre el Ecumenismo, en la común

profesión de la fe en Dios y en Jesucristo delante de las naciones – en cuanto sea posible – mediante la cooperación en asuntos sociales y técnicos, culturales y religiosos»[45]. En el compromiso ecuménico se pueden distinguir varias dimensiones: ante todo la escucha, como condición fundamental para todo diálogo; después, la discusión teológica, en la cual, tratando de entender las confesiones, tradiciones y convicciones de los demás, se puede encontrar la concordia, escondida a veces en la discordia. Inseparable de todo esto, no puede faltar otra dimensión esencial del compromiso ecuménico: el testimonio y el anuncio de los elementos que no son tradiciones particulares o matices teológicos sino que pertenecen a la Tradición de la fe misma. Pero el ecumenismo no tiene solamente una dimensión institucional que apunta a «hacer crecer la comunión parcial existente entre los cristianos hacia la comunión plena en la verdad y en la caridad»[46]: es tarea de cada fiel, ante todo, mediante la oración, la penitencia, el estudio y la colaboración. Dondequiera y siempre, todo fiel católico tiene el derecho y el deber de testimoniar y anunciar plenamente su propia fe. Con los cristianos no católicos, el católico debe establecer un diálogo que respete la caridad y la verdad: un diálogo que no es solamente un intercambio de ideas sino también de dones[47], para poderles ofrecer la plenitud de los medios de salvación[48]. Así somos conducidos a una conversión a Cristo cada vez más profunda. En este sentido se recuerda que si un cristiano no católico, por razones de conciencia y convencido de la verdad católica, pide entrar en la plena comunión con la Iglesia Católica, esto ha de ser respetado como obra del Espíritu Santo y como expresión de la libertad de conciencia y religión. En tal caso no se trata de proselitismo, en el sentido negativo atribuido a este término[49]. Como ha reconocido explícitamente el Decreto sobre el Ecumenismo de Concilio Vaticano II, «es manifiesto, sin embargo, que la obra de preparación y reconciliación individuales de los que desean la plena comunión católica se diferencia, por su naturaleza, de la empresa ecuménica, pero no encierra oposición alguna, ya que ambos proceden del admirable designio de Dios»[50]. Por lo tanto, esa iniciativa no priva del derecho ni exime de la responsabilidad de anunciar en plenitud la fe católica a los demás

cristianos, que libremente acepten acogerla. Esta perspectiva requiere naturalmente evitar cualquier presión indebida: «en la difusión de la fe religiosa, y en la introducción de costumbres hay que abstenerse siempre de cualquier clase de actos que puedan tener sabor a coacción o a persuasión inhonesta o menos recta, sobre todo cuando se trata de personas rudas o necesitadas»[51]. El testimonio de la verdad no puede tener la intención de imponer nada por la fuerza, ni por medio de acciones coercitivas, ni con artificios contrarios al Evangelio. El mismo ejercicio de la caridad es gratuito[52]. El amor y el testimonio de la verdad se ordenan a convencer, ante todo, con la fuerza de la Palabra de Dios (cf. 1 Co 2, 3-5; 1 Ts 2, 3-5)[53]. La misión cristiana está radicada en la potencia del Espíritu Santo y de la misma verdad proclamada. V. Conclusión 13. La acción evangelizadora de la Iglesia nunca desfallecerá, porque nunca le faltará la presencia del Señor Jesús con la fuerza del Espíritu Santo, según su misma promesa: «yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20). Los relativismos de hoy en día y los irenismos en ámbito religioso no son un motivo válido para desatender este compromiso arduo y, al mismo tiempo, fascinante, que pertenece a la naturaleza misma de la Iglesia y es «su tarea principal»[54]. «Caritas Christi urget nos» (2 Co 5, 14): lo testimonia la vida de un gran número de fieles que, movidos por el amor de Cristo han emprendido, a lo largo de la historia, iniciativas y obras de todo tipo para anunciar el Evangelio a todo el mundo y en todos los ámbitos de la sociedad, como advertencia e invitación perenne a cada generación cristiana para que cumpla con generosidad el mandato del Señor. Por eso, como recuerda el Papa Benedicto XVI, «el anuncio y el testimonio del Evangelio son el primer servicio que los cristianos pueden dar a cada persona y a todo el género humano, por estar llamados a comunicar a todos el amor de Dios, que se manifestó plenamente en el único Redentor del mundo, Jesucristo»[55]. El amor que viene de Dios nos une a Él y «nos transforma en un Nosotros, que supera nuestras divisiones y nos convierte en una sola cosa, hasta que al final Dios sea “todo en todos” (cf. 1 Co 15, 28)»[56]. El Sumo Pontífice Benedicto XVI, en la Audiencia del día 6 de octubre de 2007, concedida al Cardenal Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe,

ha aprobado la presente Nota, decidida en la Sesión Ordinaria de esta Congregación, y ha ordenado su publicación. Dado en Roma, en la sede de la Congregación para la Doctrina de la Fe, 3 de diciembre de 2007, memoria litúrgica de san Francisco Javier, Patrón de la Misiones. William Cardenal LEVADA Prefecto Angelo AMATO, S.D.B. Arzobispo titular de Sila Secretario [1] Juan Pablo II, Carta Encíclica Redemptoris missio (7 de diciembre de1990), n. 47: AAS83 (1991), 293. [2] Concilio Vaticano II, Constitución Dogmática Lumen gentium, n. 14; cf. Decreto Ad gentes, n. 7; Decreto Unitatis redintegratio, n. 3. Esta doctrina no se contrapone a la voluntad salvífica de Dios, que «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad» (1 Tim 2, 4); por eso «es necesario, pues, mantener unidas estas dos verdades, o sea, la posibilidad real de la salvación en Cristo para todos los hombres y la necesidad de la Iglesia en orden a esta misma salvación» (Juan Pablo II, Carta Encíclica Redemptoris missio, n. 9: AAS 83 [1991], 258). [3] Juan Pablo II, Carta Apostólica Novo millennio ineunte (6 de enero de 2001, n. 1: AAS 93 (2001), 266. [4] Cf. Pablo VI, Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi (8 de diciembre de1975), n. 24: AAS 69 (1976), 22. [5] Juan Pablo II, Carta Encíclica Redemptoris missio, n. 46: AAS 83 (1991), 293; cf. Pablo VI, Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi, nn. 53 y 80: AAS 69 (1976), 41-42, 73-74. [6] Benedicto XVI, Homilía durante la Santa Misa en la explanada de la Nueva Feria de Munich (10 de septiembre de 2006): AAS 98 (2006), 710. [7] «Toda verdad, dígala quien la diga, viene del Espíritu Santo» (Santo Tomás de Aquino,Summa Theologiæ, I-II, q. 109, a. 1, ad 1). [8] Cf. Juan Pablo II, Carta Encíclica Fides et ratio (14 de septiembre de 1998), n. 44: AAS91 (1999), 40. [9] Benedicto XVI, Discurso en la ceremonia de apertura de la asamblea eclesial de la Diócesis de Roma (6 de junio de 2005): AAS 97 (2005), 816.

[10] Juan Pablo II, Carta Encíclica Fides et ratio, n. 5: AAS 91 (1999), 9-10. [11] Ibidem, n. 31: AAS91 (1999), 29; cf. Concilio Vaticano II, Constitución Pastoral Gaudium et spes, n. 12. [12] Este derecho ha sido reconocido y afirmado también en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre del 1948 (aa. 18-19). [13] Juan Pablo II, Carta Encíclica Fides et ratio, n.33: AAS 91 (1999), 31. [14] Concilio Vaticano II, Constitución Dogmática Dei Verbum, n. 5. [15] Concilio Vaticano II, Declaración Dignitatis humanæ, n. 3. [16] Ibidem, n. 1. [17] Juan Pablo II, Carta Encíclica Redemptoris Missio, n.52: AAS 83 (1991), 3000. [18] Cf. Juan Pablo II, Carta Encíclica Slavorum Apostoli (2 de junio de 1985), n.18: AAS 77 (1985), 800. [19] Concilio Vaticano II, Constitución Dogmática Dei Verbum, n. 8. [20] Cf. Pablo VI, Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi, n. 19-20: AAS 69 (1976), 1819. [21] Concilio Vaticano II, Decreto Ad gentes, n. 7; cf. Constitución Dogmática Lumen gentium, n. 16; Constitución Pastoral Gaudium et spes, n. 22. [22] Benedicto XVI, Homilía durante la Santa Misa del solemne inicio del ministerio del Pontificado (24 abril de 2005): AAS 97 (2005), 711. [23] Cf. Concilio Vaticano I, Constitución Dogmática Dei Filius, n. 2: «Es, ciertamente, gracias a esta revelación divina que aquello que en lo divino no está por sí mismo más allá del alcance de la razón humana, puede ser conocido por todos, incluso en el estado actual del género humano, sin dificultad, con firme certeza y sin mezcla de error alguno (cf. Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, 1, 1)» (DH 3005). [24] Concilio Vaticano II, Decreto Ad gentes, n. 13. [25] Concilio Vaticano II, Declaración Dignitatis humanæ, n. 11. [26] Cf. por ejemplo, Clemente de Alejandría, Protreptico IX, 87, 3-4 (Sources chrétiennes, 2, 154); Aurelio Agustín, Sermo 14, D [=352 A], 3 (Nuova Biblioteca Agostiniana XXXV/1, 269271). [27] Cf. Concilio Vaticano II, Constitución Dogmática Lumen gentium, n. 5. [28] Cf. Sobre este tema ver también Juan Pablo II, Carta Encíclica Redemptoris missio, n. 18: AAS 83 (1991), 265-266: «Si se separa el Reino de la persona de Jesús, no existe ya el

reino de Dios revelado por él, y se termina por distorsionar tanto el significado del Reino — que corre el riesgo de transformarse en un objetivo puramente humano o ideológico— como la identidad de Cristo, que no aparece ya como el Señor, al cual debe someterse todo (cf. 1 Co l5, 27)» [29] Juan Pablo II, Carta Encíclica Redemptoris missio, n. 18: AAS 83 (1991), 265-266. Acerca de la relación entre la Iglesia y el Reino, cf. también Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración Dominus Iesus, nn. 18-19: AAS 92 (2000), 759-761. [30] Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración Dominus Iesus, n. 4: AAS 92 (2000), 744. [31] Cf. Pablo VI, Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi, n. 80: AAS 69 (1976) 73: «… ¿para qué anunciar el Evangelio, ya que todo hombre se salva por la rectitud del corazón? Por otra parte, es bien sabido que el mundo y la historia están llenos de "semillas del Verbo". ¿No es, pues, una ilusión pretender llevar el Evangelio donde ya está presente a través de esas semillas que el mismo Señor ha esparcido?». [32] Benedicto XVI, Discurso a la Curia Romana (22 de diciembre de 2005): AAS 98 (2006), 50: «… si la libertad de religión se considera como expresión de la incapacidad del hombre de encontrar la verdad y, por consiguiente, se transforma en canonización del relativismo, entonces pasa impropiamente de necesidad social e histórica al nivel metafísico, y así se la priva de su verdadero sentido, con la consecuencia de que no la puede aceptar quien cree que el hombre es capaz de conocer la verdad de Dios y está vinculado a ese conocimiento basándose en la dignidad interior de la verdad. Por el contrario, algo totalmente diferente es considerar la libertad de religión como una necesidad que deriva de la convivencia humana, más aún, como una consecuencia intrínseca de la verdad que no se puede imponer desde fuera, sino que el hombre la debe hacer suya sólo mediante un proceso de convicción». [33] Concilio Vaticano II, Constitución Pastoral Gaudium et spes, n. 28; cf. Pablo VI, Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi, n. 24: AAS 69 (1976), 21-22. [34] Juan Pablo II, Carta Encíclica Redemptoris missio, n. 21-30: AAS 83 (1091), 268-276. [35] Benedicto XVI, Homilía durante la Santa Misa del solemne inicio del Pontificado (24 abril de 2005): AAS 97 (2005), 710. [36] Ibidem. [37] Cf. Concilio Vaticano II, Declaración Dignitatis humanæ, n. 6. [38] En efecto, allí donde se reconoce el derecho a la libertad religiosa, por lo general también se reconoce el derecho que tiene todo hombre de participar a los demás sus propias convicciones, en pleno respeto de la conciencia, para favorecer el ingreso de los demás en la propia comunidad religiosa de pertenencia, como es sancionado por

numerosas ordenanzas jurídicas actuales y por una difusa jurisprudencia. [39] «che per l’universo si squaderna» (Dante Alighieri, La Divina Comedia, Paraíso, XXXIII, 87). [40] Pablo VI, Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi, n. 46: AAS 69 (1976), 36. [41] Cf. Concilio Vaticano II, Constitución Dogmática Lumen gentium, n. 35. [42] Pablo VI, Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi, n. 22: AAS 69 (1976), 20. [43] Concilio Vaticano II, Decreto Unitatis redintegratio, n. 1; cf. Juan Pablo II, Carta Encíclica Redemptoris missio, nn. 1, 50; AAS83 (1991), 249, 297. [44] Cf. Juan Pablo II, Carta Encíclica Redemptoris missio, n. 30s. [45] Concilio Vaticano II, Decreto Ad gentes, n. 15. [46] Juan Pablo II, Carta Encíclica Ut unum sint ( 25 de mayo de 1995), n. 14: AAS 87 (1995), 929. [47] Cf. Ibidem, n. 28: AAS 87 (1995), 929. [48] Concilio Vaticano II, Decreto Unitatis redintegratio, nn. 3, 5. [49] Originalmente el término «proselitismo» nace en ámbito hebreo, donde «prosélito» indicaba aquella persona que, proviniendo de las «gentes», había pasado a formar parte del «pueblo elegido». Así también, en ámbito cristiano, el término proselitismo se ha usado frecuentemente como sinónimo de actividad misionera. Recientemente el término ha adquirido una connotación negativa, como publicidad a favor de la propia religión con medios y motivos contrarios al espíritu del Evangelio y que no salvaguardan la libertad y dignidad de la persona. En ese sentido, se entiende el término «proselitismo», en el contexto del movimiento ecuménico: cf. The joint Working Group between the Catholic Church and the World Council of Churches, “The Challenge of Proselytism and the Calling to Common Witness” (1995). [50] Concilio Vaticano II, Decreto Unitatis redintegratio, n. 4. [51] Concilio Vaticano II, Declaración Dignitatis humanæ, n. 4. [52] Cf. Benedicto XVI, Carta Encíclica Deus caritas est (25 de diciembre de 2005), n. 31 c: AAS 98 (2996), 245. [53] Cf. Concilio Vaticano II, Declaración Dignitatis humanæ, n.11. [54] Benedicto XVI, Homilía durante la visita a la Basílica de San Pablo extramuros (25 de abril de 2005): AAS 97 (2005), 745. [55] Benedicto XVI, Discurso a los participantes en el Congreso organizado por la

Congregación para la Evangelización de los Pueblos con motivo del 40° aniversario del Decreto conciliar «Ad Gentes», (11 de marzo de 2006): AAS 98 (2006), 334. . [56] Benedicto XVI, Carta Encíclica Deus caritas est, n. 18: AAS 98 (2996), 232.
Historia de la Eclesiologia Contemporánea (ss. XIX y XX) - VV.AA

Related documents

90 Pages • 630 Words • PDF • 24.5 MB

8 Pages • 350 Words • PDF • 1.1 MB

14 Pages • 1,114 Words • PDF • 3.9 MB

289 Pages • 108,274 Words • PDF • 1.6 MB

1 Pages • 169 Words • PDF • 192.6 KB

219 Pages • 89,334 Words • PDF • 2.1 MB

4 Pages • 3,465 Words • PDF • 121 KB

587 Pages • 453,422 Words • PDF • 3.6 MB

5 Pages • 880 Words • PDF • 107 KB

3 Pages • 1,296 Words • PDF • 240.3 KB