Garcia Estebanez Renacimiento

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curre con las luces de la fe lo que la fe le enseña, obra por la gracia de Dios lo que la gracia le concede y no se molesta en producir nada porque no merece la pena de momento. El propósito de los humanistas no es incordiar a esta creación más reciente sino resucitar, hacer renacer, al primero y avenirlo con el segundo. El Humanismo podemos definirlo como un empeño por alcanzar una síntesis entre elementos que tradicionalmente se consideraban irreconciliables: razón y fe, virtud natural y sobrenatural, cultura y religión, vida civil y vida religiosa. La Reforma malogró este intento haciendo una reivindicación encarnizada del viejo régimen. Por eso es preciso encuadrarla y entenderla dentro del fenómeno renacentista respecto del cual es la postura reaccionaria. Este libro es el relato de esa empresa y de su magno contratiempo. De los hombres que intervinieron en ella nos interesan sólo los que encarnan los momentos principales de la misma. El Humanismo es un acontecimiento típicamente italiano en todas sus etapas significativas. Se expande luego en oleadas sucesivas a las otras regiones europeas. De ahí que nos hayamos ceñido con preferencia a los hechos y figuras de este país.

¿Qué es el Renacimiento?

1.1. Fechas El período histórico llamado «Renacimiento» comprende los siglos xv y xvi, el cuatrocientos y el quinientos como también se los llama, es decir, desde 1400 hasta 1599. Estas fechas no son, desde luego, inflexibles. Eugenio Garin (1981, p. 13) sitúa el momento culminante del mismo en la franja de tiempo que discurre entre Salutati (1331-1406) y Maquiavelo (1469-1527). A partir de la monografía que a finales del siglo pasado escribió Fierre Nolhac sobre Petrarca (1304-1374), cuya vida está toda enmarcada dentro del siglo xiv, se viene considerando a este último como el primer hombre moderno o renacentista. De otro lado, personajes tan característicos de este período como Campanella (1568-1639) y Galileo (1564-1642) entran, como se ve, muy adelante en el siglo xvii. Hasta no hace mucho los historiadores han estado bastante más seguros en cuanto a las fechas. El inicio del Renacimiento italiano, el primero de los europeos, se databa en 1453, cuando la caída de Constantinopla provocó una «huida de cerebros» de la península griega

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a la península italiana. El español en 1479, al unirse las coronas de Castilla y Aragón. El inglés después de la guerra de las Dos Rosas y el afianzamiento posterior de la dinastía Tudor con Enrique VII, año 1485. El francés en 1494, a raíz de la invasión de Italia por las tropas francesas. El alemán en 1519, con la subida al trono de Carlos V. Este confiado rigorismo en las dataciones se debió al influjo del historiador suizo Burckhardt quien en su excelente libro La cultura del Renacimiento en Italia, publicado en 1860, sostenía la tesis de una ruptura ideológica entre la Edad Media y el Renacimiento. Según este autor, la Italia del siglo xv había alumbrado una mentalidad cultural absolutamente nueva con respecto a la precedente con la que no guardaba ninguna relación y a la que expresamente repudiaba. Estudios subsiguientes, llevados a cabo sobre todo por los eruditos franceses, han desautorizado por completo esta tesis de la ruptura. Las ideas renacentistas, como luego expondremos, se hallan en los autores medievales de forma embrionaria e incluso explícitamente y, en ocasiones, expuestas con mayor profundidad y nervio. Estos estudios han conducido a un baile de fechas, a las que se ha hecho cada vez más tempranas. En Italia, antes de que arribaran los exiliados bizantinos con sus ideas platónicas y sus manuscritos griegos, el humanismo tenía ya unas bases sólidas, echadas por Petrarca y desarrolladas por los cancilleres florentinos (Salutati, Bruni, Bracciolini, etc.), los de Milán y por escritores de otros centros culturales de la península, sin olvidar que el sur de Italia había mantenido contactos ininterrumpidos con Bizancio. En España el movimiento humanista prendió en las cortes de Juan II de Castilla (1406-1454) y de Alfonso V de Aragón (1416-1458). Una de las figuras más sobresalientes del área alemana es Nicolás de Cusa (1401-1464), cuya obra más famosa, La docta ignorancia, publicada en 1440, aunque con resabios medievales, tiene ya un claro corte modernista. En los Países Bajos, de acuerdo con Huizinga, las ideas renacentistas están presentes en el siglo xiv y son coetáneas de las italianas. Francia entra más tarde en la senda del Humanismo, debido al fuerte arraigo de la filosofía escolástica en sus centros de enseñanza. 28

Es decir, a principios del cuatrocientos el Renacimiento es un fenómeno extendido por toda Europa, lo que obliga a buscar sus raíces en el siglo xiv. Para dar cabida a estos brotes primerizos los historiadores hablan hoy de «Prerrenacimiento». Kristeller (1982, p. 150), por ejemplo, lo emplaza entre el 1300 ó 1350 y el 1600.

1.2. La cuestión renacentista Ya hemos citado a Burckhardt para quien el Renacimiento es, en sus orígenes, un producto exclusivamente italiano que luego se propagaría a otras zonas de Europa. Pero la. inferencia más llamativa y polémica que hizo de su estudio fue la de que el Renacimiento es una no\edad respecto del Medievo. Entre ambas épocas hay una ruptura y no una evolución. Lo nuevo sería el lugar central que ocupa el hombre, el hombre natural, el de la antigüedad precristiana, que desplaza al hombre espiritual introducido por el cristianismo, sin autoncí mía, sin personalidad, librado a la fe y a la gracia que Dios quisiera darle. En esta interpretación es acompañado o seguido por Nietzsche, Michelet, Dilthey, Cassirer y otros, si bien cada uno de ellos introduce matices propios. Desde luego, el parecer de los humanistas mismos era que ellos estaban alumbrando una época nueva muy distinta de la precedente. La contraposición más frecuentemente aducida se articulaba en el binomio tinieblas-luz. Petrarca califica despectivamente a la Edad Media de «gótica». Rabelais cita la inscripción puesta a la puerta de la abadía de Thelema en que se prohibe la entrada a los santurrones, bobos más que los godos y que los ostrogodos, que en todas las naciones lo -fueron siempre todos (p. 154). Erasmo la llama «oscura» y este epíteto junto con el de «bárbara» será utilizada rutinariamente por los humanistas para referirse a la época medieval. Cuando escribían sobre la «dignidad del hombre», tema tópico abordado por casi todos ellos, no dejaban de contraponer el esplendor que descubrían en la naturaleza humana a la opacidad y tristeza con 29

que la habían visto sus bárbaros antecesores. Manetti argumenta de este modo contra las lúgubres reflexiones que Lotario, luego Inocencio III, vierte a propósito de la desnudez con que viene al mundo el cuerpo del hombre en su obra Desprecio del mundo, probablemente la más leída de la Edad Media: El (Inocencio III) se expresa asi: «Nace desnudo, desnudo retorna. Viene pobre, pobre se va.» Pero nosotros te respondemos que era preciso que el hombre naciera así justamente por su gracia y por su belleza. La naturaleza no habría permitido jamás que el cuerpo humano, la más hermosa de todas sus obras y, sin duda, la más maravillosamente ejecutada por ella, apareciese escondido bajo una indumentaria extraña que ocultase sus bellezas con velos deformes e inapropiados,

(Dignidad y excelencia del hombre, lib. IV) A este sentir se añaden los historiadores antes citados que ahondan aún más el abismo entre ambas edades y llevan la contraposición al nivel religioso. Nietzsche vislumbra en la cultura renacentista el surgimiento del superhombre, del titanismo humano que se afirma a sí mismo y los valores nobles contra las virtudes enclenques y moralizantes del cristianismo. El triunfo de la Reforma sumió de nuevo en las tinieblas del Medievo ,el intento. Con palabras más temperadas se expresa Burckhardt: En la Edad Media las dos vertientes de la conciencia humana, la que se mira en su interior y- la que tiende su vista al mundo externo, estaban cubiertas por un velo común, en un estado de sueño o de semivigilia. Este velo estaba tejido de fe, de temor y de ilusiones... Es Italia el primer país donde un viento renovador levanta este velo. Se despierta asi el sentimiento y el trato objetivo del Estado, lo que se refleja también en las demás cosas del mundo, pero a su lado surge, con toda su fuerza, la idea de lo subjetivo; el hombre se convierte en un individuo espiritual y es reconocido como tal. (p. 125) 30

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Esta dicotomía simplista no podía satisfacer a ningún espíritu crítico. A los intelectuales franceses les hería de una manera especial, ya que la filosofía medieval era un producto de rancio abolengo francés. Durante cinco siglos, desde el llamado renacimiento carolingio hasta principios del siglo xiv, el pensamiento europeo había sido generado en las escuelas y universidades de esta nación. Algunos negaron toda novedad al humanismo italiano. La era del auténtico racionalismo humanista fue la de la escolástica. Las artes y las ciencias alcanzaron su apogeo en la Edad Media y el Renacimiento se limitó a heredarlo. Peor aún, el Humanismo frenó el avance científico medieval. Escribe Thorndike, historiador norteamericano: El Humanismo ¿retrasó la ciencia o apagó el interés por ella? Ciertamente. Hizo poquísimo por favorecer el progreso de las ciencias naturales y matemáticas; tanto que el conocimiento científico del humanista medio raramente superó el nivel de los bestiarios * y lapiadarios * más corrientes del período anterior... Esto significa prácticamente que el humanismo y la ciencia se desarrollaron en forma independiente y produjeron escasos efectos recíprocos. (PP. 12-13)

Huizinga y Gilson mantienen dentro de la misma línea posiciones más moderadas, pero firmes. Hay una evolución y continuidad entre ambos períodos. Sólo la ignorancia de algunos historiadores ha convertido a la Edad Media en un banco de tinieblas en las que el individuo humano carecía de contornos: Un hombre sin individualidad, incapaz de analizarse, sin gusto por describir a los otros en forma biográfica ni de representarse a sí mismo en forma autobiográfica, he aquí a lo que el cristianismo ha reducido al hombre. Baste, para dar un ejemplo, citar a San Agustín. Mas, para no salir del siglo XII, comparemos sencillamente el Renacimiento de los profe* Los asteriscos hacen referencia a términos cuya explicación hallará el lector en el Glosario que aparece al final del libro, página 203.

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sores con los hechos que brotan de la correspondencia entre Abelardo y Eloísa. Si para hacer un Renacimiento son menester individualidades desarrolladas al máximo, ¿estas dos no bastarían? (1948, p. 132)

La historiografía actual está, naturalmente, por la evolución. Garin (1981, p. 42} piensa que el Renacimiento es la crisis de la Edad Media, esto es, una expliciíación de los problemas y contradicciones gestados en este tiempo, no de otros nuevos, si bien abordados más directamente. La misma dicotomía tinieblas-luz tan cara a los humanistas es de sabor medieval. Responde a la mentalidad, común entre los milenaristas *, de que el mundo y el hombre envejecen, se cubren de moho y suciedad, siendo necesaria una limpieza o renovación periódica de los mismos, cosa que ocurre o por una catástrofe apocalíptica o como simple resultado de la sucesión de las edades, al modo en que el día sucede a la noche. Haciéndose eco de la polémica en torno al ser o no ser del Renacimiento, Kristeller (1982 p. 115) también se inclina por una vía más conciliadora. Aunque los humanistas fueron los continuadores de una enseñanza que tenía una larga tradición, la perfeccionaron y, sobre todo, la enriquecieron notablemente al contar con nuevas fuentes de información, a saber, los clásicos griegos a los que ellos precisamente desenterraron y tradujeron.

1.3. Humanismo y Renacimiento Durante algún tiempo ha prevalecido la idea de que Humanismo y Renacimiento son cosas distintas. El primero supuso simplemente un mayor interés en el estudio de la gramática y sus ramas, a las que impulsó. En cambio, mantuvo una actitud hostil de cara a la filosofía, incluida la filosofía natural que era el equivalente de lo que hoy llamamos ciencias. El segundo, por el contrario, se centró en la filosofía, las ciencias y las artes, disciplinas ajenas a los humanistas. Serían, pues. 32

dos movimientos distintos no sólo por cuanto se suceden en el tiempo, sino también por cuanto tienen orientaciones y contenidos diferentes. En nuestros días, bajo el influjo de los analistas italianos, se tiende a definir el Renacimiento como un fenómeno unitario, en el que el Humanismo es su inicio, la emergencia del método científico en sentido moderno su resultado final y, al medio, la renovación, de las artes, de la filosofía y de la teología. a) Humanismo Un «humanista» era un profesor o un estudioso de los autores clásicos. La gramática, la latina se entiende, era su disciplina fundamental. El conocimiento del latín resultaba imprescindible en el mundo de la política, de la jurisprudencia y del comercio, pues en esta lengua se escribían las cartas, los discursos y los contratos comerciales. Se desarrolló un arte llamado del «dictado», consistente en la buena redacción de una carta, y otro llamado de «arengar», referido a los discursos públicos. En la Edad Media este segundo tuvo escasa incidencia, mientras adquirió gran prestigio en el Renacimiento. Durante muchos siglos los «dictadores», es decir, los burócratas de las cancillerías imperiales y reales, se reclutaban del clero. A partir del siglo xiv, con el advenimiento de la burguesía y la formación de las repúblicas italianas, este cargo lo ocupan laicos extraídos de esta clase que son empleados como cronistas de la ciudad, como secretarios, como cancilleres o como educadores. Los clásicos en que se inspiraban los medievales eran los latinos, ya que de los griegos apenas si tenían manuscritos o no los manejaban. Los renacentistas pudieron completar su.profesión con el estudio de los manuscritos de los autores griegos traídos a Occidente por los sabios bizantinos que asistieron al Concilio de Ferrara-Florencia (1437-39). El contacto con las obras de la antigüedad clásica griega despertó un interés inusitado entre los latinos que se entregaron con fervor a la «caza» de manuscritos por las bibliotecas de abadías y catedrales, a la compra 33

y colección de los mismos y a su traducción al latín. Esta fue, sin duda, una de las actividades más peculiares y meritorias de los humanistas. Una de las polémicas más fuertes y duraderas que sostuvieron éstos contra los prebostes de la filosofía escolástica giró en torno a la importancia de la gramática. Para los humanistas era la más fundamental de todas las disciplinas. Y no se trataba de una disputa entre profesionales celosos de sus respectivas áreas de conocimiento, sino de una disputa doctrinaria en toda regla. Para los escolásticos la gramática ocupaba el lugar ínfimo en la escala del saber. Formaba parte, junto con la retórica y la dialéctica del denominado trivio, une especie de formación general básica que capacitaba para emprender los estudios siguientes del cuadrivio (aritmética, música, geometría y astrología, las disciplinas matemáticas) y los superiores (derecho, filosofía, teología). En el fragor de las disputas se designaba a los humanistas con los epítetos despectivos de «gramáticos» o «retóricos», dando a entender que no tenían competencia alguna en áreas tan superiores como la filosofía u otras ciencias. Melchor Cano, que conocía las doctrinas de Valla, dirá que la retórica no es capaz de formular proposiciones verdaderas y graves, comparándola festivamente con una mujer acicalada. La cuestión de la retórica y de los «estudios de humanidades» fueron, no obstante, la causa de que el cristianismo renacentista entrara en crisis y de que se produjera la reacción reformista. Es necesario que conozcamos en qué basaban los humanistas su extraña pretensión de que la gramática era la suprema de las ciencias. Un humanista entendía por gramática no sólo el conocimiento de la morfología y sintaxis de una lengua, sino también su uso por medio de la elocuencia —oral o escrita— y la poesía. Es este uso el que convierte a la gramática en la reina de las ciencias, en una sabiduría. La elocuencia tiene un poder inductor, persuasivo, mueve a la acción. Tiene a este respecto una dimensión moral indiscutible, mayor incluso que la ciencia ética. Petrarca lo señala con apasionamiento: 34

Veo, en efecto, que Aristóteles define egregiamente la virtud, la divide y la expone agudamente, atendiendo • a las propiedades ya suyas, ya del vicio. Aprendido lo cual, sé un poquíllo más que sabía: sin embargo, el ánimo sigue siendo igual que era, como sigue la voluntad, como yo mismo. Una cosa es saber y otra amar, una cosa entender y otra querer. Aristóteles nos enseña qué es la virtud, no lo niego; mas aquellos acicates, aquellas palabras inflamadas que apremian e incendian el espíritu, para amar la virtud y odiar el vicio, no los hay en sus textos, o hay escasísimos. Quien los busque los encontrará en los latinos, especialmente en Cicerón y en Séneca, e incluso, para sorpresa de alguno, en Horacio. (p. XXIX)

Este valor persuasivo hace de la retórica un instrumento inapreciable e imprescindible para la educación de los jóvenes en orden a volverlos perfectos como individuos y como ciudadanos. También la pedagogía está estrechamente vinculada con la gramática. El lenguaje es el instrumento con que nos relacionamos con los otros. Salutati nos recuerda que la comunicación verbal o escrita es el substrato sobre el que se edifica la convivencia y el consenso sociales, así entre los ciudadanos como entre los Estados. Las medidas a tomar para el buen gobierno de la ciudad, de la familia o de uno mismo se aprenden de la historia que nos muestra cómo los antiguos, ante situaciones semejantes a las nuestras, decidieron de manera acertada o desacertada. La política y la historia son ciencias, pues, que dependen de la gramática y a las que ésta puede imprimir un carácter social y moral prácticos. Pero —lo que fue más decisivo en la historia del Renacimiento— la aplicación de los conocimientos literarios al análisis de los textos que nos han llegado de la antigüedad puede detectar incorrecciones y errores en los mismos. Así lo demostró Valla. Primero respecto del documento en que el emperador Constantino, supuestamente, había cedido territorios al Papa y a los obispos en diversas regiones. Luego, respecto de la Vulgata, escrito canónico en el que se fundamentaba la fe y la praxis eclesiástica. Las consecuencias eran 35

enormes, pues ponía en cuestión la correspondencia entre la doctrina cristiana profesada entonces y la doctrina del evangelio —redactado originariamente en griego, como se sabe. Veremos con mayor detenimiento el tema cuando expongamos a este autor. En todo caso, queda claro que la teología y la fe dependen de la gramática. Por lo que se refiere a la filosofía, en concreto la aristotélica, no cabe la menor duda, ya que la traducción latina de las obras de Aristóteles, en la que sé había informado la escolástica, estaba plagada de imprecisiones y falsedades, como proclamará Hermolao Bárbaro (1453-1493). En general, concluirá Valla, todas las ciencias están sometidas a la gramática, pues precisan de las palabras para exponer sus conceptos. La moral, la política, la pedagogía, la historia, la filosofía y la teología, así como cualquier otro conocimiento está librado a los servicios de la gramática. Esta, en cuanto teoría y praxis de la palabra o lenguaje, es una auténtica sapiencia. He aquí la importancia de las «humanidades» y la importancia de ser humanista. b) Renacimiento La conciencia que tenían los humanistas no era la de crear cosas nuevas, sino la de desenterrar las antiguas. La euforia que esto les producía se explica si tenemos en. cuenta que para ellos una cosa era tanto más verdadera cuanto más primitiva. Como ya hemos dicho, partían del supuesto de que tanto los objetos como las ideas habían sido creadas y formuladas respectivamente al principio de los tiempos y desde entonces acá, como es ley de naturaleza, se habían ido corrompiendo y deformando. Volverlas a su estado primitivo era como devolverlas el ser, permitirlas re-nacer. En dos direcciones principales cuajó esta mentalidad renacentista: en la búsqueda del nombre primero de las cosas y en la búsqueda de las primeras doctrinas e instituciones de la humanidad. En cuanto a la primera, respondía a la creencia de que la palabra es creadora, produce la esencia de la cosa que lleva su nombre. Nombres distintos se mate36

rializan en objetos distintos. El relato bíblico de la creación lo supone así. Dijo Dios: «Haya luz»; y hubo luz (Gen 1, 3), etc. La tradición hermética * se imaginaba la palabra de Dios saliendo de su boca, condensándose y solidificándose en la realidad pronunciada. El logos articulado saca a la materia de su informidad y la constituye en una esencia definida. Si se trata del caos, al que se concibe como gimiendo, con dolores de parto, pidiendo socorro, el logos, al extenderse sobre él, le ayuda a secretar o parir la multiplicidad de los seres, bien perfilados y jerarquizados. Si una persona se convierte íntimamente o se entrega a una misión nueva, este cambio exige o va acompañado de un cambio de nombre. Así, el apóstol Pedro recibe este nombre y abandona el de Simón para significar su nueva «naturaleza», la de ser fundamento y piedra angular de la Iglesia (Jn 1, 42; Mt 16, 17). Conocer el nombre de alguien o de algo es tanto como tener su intimidad ante nuestros ojos y a nuestra disposición. Adán fue llamando por su nombre a todos los ganados, a todas las aves del cielo y a todas las bestias del campo para indicar que era el señor de todas ellas (Gen 2, 19-20). En muchos pueblos primitivos es costumbre dar dos nombres al hijo: uno para uso público, otro sólo sabido por los padres. Con esto se intenta evitar que los extraños lleguen a averiguar la índole íntima del sujeto, expresada en el nombre, y puedan manipularlo a su capricho. Esta asociación estrecha entre el nombre de algo y su esencia en el proceso creativo determina el camino a seguir en el proceso cognoscitivo: hay que saber la palabra con que se designa algo para entender la naturaleza de este algo. Ahora bien, en el transcurso del tiempo la palabra sufre modificaciones debido a su mala transmisión o a que ha sido mal traducida, etc. Es perentorio entonces restablecer la denominación prístina, la pronunciada en el acto constitutivo de esa realidad. Tal denominación es como una cifra, una clave que obliga a la cosa denominada a abrirse ante nosotros y revelarnos su esencia. En el tratado XVI de los Libros Herméticos * le recuerda Asclepios al rey Ammón la necesidad de mantener esta exactitud en las voces: 37

Puttto que tienes el poder de ello, ¡oh rey!, preserva este discurso de toda traducción a fin de que tan grandes misterios no lleguen a los griegos y de que su dicción petulante, falta de nervio y llena de falsos ornatos, no haga palidecer y desvanecerse la gravedad, la solidez, la fuerza activa de los vocablos de nuestra lengua (la egipcia). Porque los griegos, ¡oh rey!, sólo hacen discursos vacíos, buenos para producir demostraciones, pues en eso consiste toda la filosofía de los griegos: en ruido de palabras. Nosotros, en cambio, no usamos simples palabras, sino sonidos llenos de eficacia.

Los humanistas acogieron esta doctrina. Ya vimos cómo Valla propone la vuelta a la verdad griega, al texto en que originalmente fue escrito el Nuevo Testamento. Para el Antiguo, Pico de la Mirándola considera mejor método el cabalístico, basado en la significación misteriosa de las palabras hebreas, conocida por la tradición (cabala *) judía. Para el conocimiento de la naturaleza física del mundo, lo más procedente es, según Luis Vives, averiguar cómo fueron llamadas las cosas por Dios o por Adán, es decir, hay que estudiar el hebreo, pues en esa lengua puso nuestro primer padre nombre a toda creatura. En fin, Lulero establece un nexo tan íntimo entre la palabra revelada y el «meollo» o mensaje encerrado en ella que éste sólo es accesible a quien directamente entra en contacto con ella. Si hay mediaciones, como son las interpretaciones de los teólogos o del Papa, la palabra divina se deforma, pierde su frescura original, arrastrando en su decadencia al espíritu de que es portadora. Su doctrina del libre examen y de la «sola Escritura» está en línea con el planteamiento renacentista que venimos exponiendo, de raíces herméticas. En cuanto a la segunda, el supuesto era que los primeros hombres, menos sometidos a la acción corrosiva del tiempo, poseían una mente más lúcida y unas costumbres más puras que los que vinieron después. Asimismo, por haber estado más cerca de Dios, son testimonios más fidedignos de las doctrinas y recomendaciones divinas para el buen gobierno de la humanidad. Cuanto más antiguo el sabio más venerable y verda38

dera su enseñanza. Se crea una cadena de transmisión, de la que forman parte Zoroastro, Ostanes, Moisés, Pitágoras, Platón, Jesucristo... Marsilio Ficino, que hizo la primera traducción en Occidente de los Libros Herméticos, resume este enfoque en su concepto de «teología prístina», con el que designa un cuerpo de verdades religiosas y filosóficas formuladas desde el principio, mucho antes del cristianismo, y profesadas por las distintas religiones y filósofos. La consecuencia inmediata de este enfoque se hizo sentir con violencia. El cristianismo dejaba de ser una «singularidad» en la historia, la única religión verdadera. Religiones más antiguas poseían credenciales mejores para arrogarse ese título. Muchos renacentistas, desde Petrarca hasta Bruno, fueron seducidos por esa idea de manera más o menos consciente. Moro, Erasmo, Luis Vives, entre los más destacados, abogaron por una concordia entre todas las religiones, pues, como dice el primero de ellos, cada religión refleja uno u otro de los atributos de la divinidad, por lo que no se oponen, sino que se complementan. El catalán Sibiude intentará probar la verdad de los misterios cristianos con el recurso a la razón natural y Campanella identificará la religión cristiana con la verdadera religión natural (ambos fueron, por supuesto, condenados). Igualmente, la Encarnación del Verbo perdía protagonismo. Los hombres habían conocido la verdad y practicado la virtud antes de su venida. El libro de la creación parecía manifestar tantas verdades o más que el libro de la revelación, como se expresa y afirma Campanella. Otros más osados vieron en la creación la revelación total: Jesucristo es tan sólo el ideal de hombre, el epítome de los valores nobles de la naturaleza humana, un nombre nuevo para lo que los griegos llamaron razón o logos. Es en este contexto en el que hay que ver la reacción reformista y contrarreformista: recaba para el Verbo revelado y encarnado el carácter de singularidad, de hecho único, de ruptura de la historia humana. Antes el error y el pecado, después la verdad y la salvación. Los renacentistas, buscando la palabra y la doctrina prístinas, la más antigua y cercana a Dios, dieron con 39

el hombre precristiano, con el hombre universal, un hombre nuevo para la tradición cristiana al que ellos hicieron renacer. SIGNIFICACIÓN DEL NOMBRE ADAM, SEGÚN ZOSIMO (Libros Herméticos): Al primer hombre, que entre nosotros es Thoyth, le han llamado aquellas gentes Adam, de un nombre tomado de la lengua de los ángeles. Y no sólo esto, sino que le han llamado simbólicamente designándole por las cuatro letras sacadas del conjunto de la esfera, según el cuerpo. Pues la letra A de este nombre designa el levante, el aire; la letra D designa el poniente, la tierra que se inclina hacia abajo a causa de su peso; la segunda A designa el norte, el agua; la letra M designa el mediodía, el fuego madurador, intermediario entre estos cuerpos y que se refiere a la zona intermedia, la cuarta. Así pues, el Adam carnal recibe el nombre de Thoyth según la configuración exterior. En cuanto al hombre que está en el interior de Adam, el hombre espiritual, tiene a la vez un nombre propio y un nombre común. El propio lo ignoro hasta hoy, pues sólo Nicotheos, el ilocalizable, lo ha conocido. Su nombre común es phos (hombre, en griego), de donde se ha llamado a los hombres photés (hombres). • Levante, poniente, norte y mediodía se dice en griego ávaToMj, Súffc. &PXTO^, piE
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