Cuando llega un dragon

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Cuando llega un dragón

Cuando llega un dragón Maricel Palomeque Ilustraciones: Rosa Mercedes González

Mención Casa de las Américas 2015 en el género: Literatura para niños y jóvenes. Jurado: Ema Wolf, Edgar Allan García y Rubén Darío Salazar

A mis viejos. A Lilia Lardone. Dirección editorial: Tamara Pachado y Matías Lapezzata Diseño gráfico de colección: Ivana Myszkoroski

Primera edición, 2017 Palomeque, Maricel Cuando llega un dragón / Maricel Palomeque ; editado por Tamara Pachado ; Matías Lapezzata ; ilustrado por Rosa Mercedes González. - 1a ed . - Villa Allende : Los Ríos Editorial, 2017. 52 p. : il. ; 20 x 14 cm. - (Infantojuvenil / Lapezzata, Matías; Pachado, Tamara; 2) ISBN 978-987-45023-6-0 1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos Fantásticos. I. Pachado, Tamara, ed. II. Lapezzata, Matías, ed. III. González, Rosa Mercedes, ilus. IV. Título. CDD A863 CDD A863.9282

D.R. © 2017

Londres 547, Villa Allende, Córdoba, Argentina, cp x5105gra [email protected] [email protected]

Prohibida su reproducción total o parcial sin el consentimiento expreso de la editorial. Hecho el depósito que indica la ley 11.723. Impreso en Argentina.

Tú que exploras a tu alrededor y ves los signos, sabrás decirme hacia cuál de esos futuros nos impulsan los vientos propicios. ITALO CALVINO

Las ciudades invisibles

*

Fue antes, recuerdan los oderios. Incluso antes de que gruñera el volcán y antes de que el río encontrara su cauce. Venía de a pie. No porque estuviera herido, sino que prefería rastrillar el paisaje con la avidez del caminante que busca un destino. Era un dragón rojo, tan alto como las araucarias. Decía conocer el origen del fuego, hablaba de robalontes, podía atravesar los ciclos del sol y de la luna. Allá están las ruinas que cuentan su historia, tallada en el macizo de piedra que los oderios alzaron para no olvidarlo: dos esmeraldas por ojos y unas alas rojizas, teñidas con sangre de cochinillas, apenas desplegadas del cuerpo. Ahí está escrito: Ni el viento, ni el agua, ni el fuego borren la memoria de estas piedras

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*

El dragón está profundamente dormido. Y sin embargo nadie se atreve a acariciarlo.

Un camino –dice el dragón. ¿Adónde lleva? …

*

¿Qué hay después del sol? –preguntan los oderios.

El dragón no quiere ser hostil. Viene de un viaje fatigoso. Ha tomado un atajo sobrevolando el filo de los ventisqueros. Ha luchado contra el viento en un páramo de arena interminable. A duras penas pudo cruzar el mar. Se siente débil, sin ánimos para contestar. Apoya la cabeza sobre la tierra seca del corral y se echa, estirando el cuerpo, sin reparar en la suciedad que ha dejado el rebaño. No quiere probar bocado –en las totumas quedaron servidas la palta y el maíz. No quiere taparse con las cobijas. Cierra los ojos, manso. Algunos oderios se quedan a custodiar. Primero sentados en la pirca, luego más cerca, dejándose envolver por su respiración: un airecito húmedo, casi salvaje, que se filtra por la barrera de dientes y colmillos.

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Los oderios imaginan la aspereza de esa piel, la rugosidad de las escamas en las yemas de sus dedos. Se preguntan hasta dónde alcanzará el despliegue de su sombra… Ahora, acurrucado como un animal silvestre, es difícil calcular la extensión de las alas o adivinar el color del fuego que soplará por la boca.

*

Los dragones nacen de un huevo, explica el sabedor. Si son arrastrados por el oleaje del río, los cubre un musgo verde y resbaloso. Si ruedan cuesta abajo por la falda de los ventisqueros, la cáscara es blanca tornasol, por la escarcha. Golpean el cascarón con la punta de la cola hasta que las paredes crujen y se rajan. Primero aflora la cabeza, luego el resto, en un despliegue maravillosamente lento y desarticulado. Cuando llega un dragón

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Así como las demás criaturas, los dragones nacen dominados por una profunda modorra, envueltos en un almíbar que embadurna la levedad de su cuerpo. Una vez afuera, hay que acercarse para comprobar si respiran. Un aliento débil, minúsculo, sale de su nariz puntiaguda. Cuando nace un dragón, se hace un silencio tan insoportable que los rundunes suelen quedarse petrificados en los estambres, para no molestar.

*

¿Qué puedes ver en los ojos del dragón?, preguntan al sabedor. La incertidumbre de quien espera, responde. ¿Está perdido? No. Solo se ha desviado del camino.

*

El dragón tiene un sueño. Es de noche; los oderios se reúnen bajo el reparo de las hojas anchas y carnosas de la selva. Hablan

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en voz baja, tan discretamente, que casi no se oyen entre ellos. Pero a pesar del sigilo, el murmullo se cuela por la oreja del dragón. Las palabras corretean hasta su sueño, desprolijas, entrecortadas: no podemos fiarnos matarlo antes de que abra los ojos mala suerte traerá arrancarle las alas de cuajo machete si nos escupe fuego tortura alcen una mano los que Cuidado. Algo se mueve entre las hojas. Los oderios hacen silencio y apuntan con los arcos, espalda con espalda. Del follaje aparece un mono negro. Habla sin pausas, agitado. Anuncia que viene una bestia echando baba blanca por la boca, enfurecida, arrasando los árboles. Los oderios corren dentro del sueño del dragón. No saben hacia dónde, pero corren espantados, sin mirar atrás. El mono queda rezagado dando aviso al resto de los animales. El dragón resopla, molesto. Entreabre los ojos y cambia de posición la cabeza para espantar a la bestia. Ni bien los pierde de vista, despierta, desazonado, con la amarga sensación del presagio. Cuando llega un dragón

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*

los dragones atraen las pestes la mala suerte los infortunios las tempestades hay que matarlo cómo se mata a un dragón Mejor será bendecirlo, sugiere el sabedor. Y apaga el fogón.

*

El dragón aguarda en el corral. Contempla, impaciente, los preparativos. Los oderios han pasado la mañana adornándose con plumas y diademas. Esparcieron pétalos y semillas para marcar la huella hasta la costa; sacrificaron una yunta de venados, cocinaron yuca y maíz. Después de la ceremonia habrá festejos. Cuando el sol está encima de las montañas, y mientras duren las brasas del incienso que alumbra el interior del templo, es propicio celebrar.

El dragón se deja llevar, seducido por las vibraciones de la música. Mientras avanzan hacia la playa van cantando al ritmo de tambores: Otaja mem lienyu chumá / Otaja mem / Owate chimá Junto al templo los espera el oderio más viejo, el que sabe el ritual de memoria. Él indica que se tomen de las manos y rodeen al dragón, formando un círculo. El dragón espera, echado sobre la arena a que el viejo le cuelgue un collar de alambres dorados que los mayores han engarzado con corales negros. Luego lo coronan con plumas de águila y flores de amaranto y van frotándole aceites en el pecho. Tan suaves son las manos que debe contener la cosquilla… Ahora es tiempo de sumergirse y nadar, explica el viejo oderio. Para que el agua te reconozca y te proteja. El dragón obedece y se zambulle en el mar con el apetito de un pájaro que ha visto una presa bajo el agua. El oderio más viejo es el único que embarca tras él. Es un buen navegante. Va murmurando un rezo mientras las olas zangolotean al chinchorro como si el mar no perdonara su liviandad.

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Desde la orilla los oderios chapotean y hacen ritmos con las manos. Ya han comenzado a celebrar. Es la primera vez que bendicen a un dragón.

*

Una bestia avanza por la selva. Arrasa los árboles, pisotea las madrigueras. Por la boca va echando una baba espumosa que emponzoña la tierra donde pisa. Los oderios preparan los arcos. El dragón espera agazapado tras la pirca del corral. La bestia aparece precipitadamente: su aleta de pescado asoma por encima de las araucarias. Se anuncia con gritos desafinados, destrozando puentes y altares. Engulle a los animales que encuentra a su paso como a bocados de un festín interminable. Los guerreros atacan desde sus trincheras. Pero el filo de las flechas no perfora su caparazón, ni las piedras alcanzan a desestabilizarla. Sin dar aviso, el dragón lanza su fuego. Extiende una llama enfurecida, una cortina dorada parece surgir de la tierra y atravesar el campo de batalla hasta prender en los tobillos de la bestia, que retrocede unos pasos antes de encenderse.

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La bestia arde hasta el otro día, demorando el recuerdo, como una fogata de maderas verdes. De dónde vino, se preguntan los oderios, sin sospechar que es el dragón quien la ha soñado noches atrás.

*

Dice el dragón que el fuego crece de un árbol de flores amarillas. Ahí lo encontró el primero, y ahí lo buscaron otros dragones, cada vez que el fuego se debilitó por capricho del viento o porque se murió de viejo. El árbol crece en el fondo del mar, tras un velo de algas. Cuando florece suelta una esencia empalagosa que emerge entre las olas y se desploma en la playa. Los que siguen la huella del perfume encuentran el árbol de campanas amarillas. Apretujadas en los pétalos viven las llamas de un fuego inagotable. Jamás hay que abusar del árbol, advierte el dragón. Bastan dos o tres flores para avivar las cenizas. Tampoco tocar sus raíces, pues si alguna espina llega a enterrarse en las escamas el destino queda maldito para siempre.

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Los oderios saben que no es cierto. Ellos han visto el nacimiento del fuego. Los lengüetazos cobrizos del sol rozando la tierra, encendiendo el contorno de los cerros. Pero la palabra del dragón los adormece. Y se quedan junto al fogón, en silencio, imaginando las flores del árbol marino.

*

Si el cuerno suena tres veces, es que ha desembarcado el cazador. Los oderios dejan sus labores y salen a recibirlo haciendo ritmo con palmas y maracas. Esta vez, trajo algo especial. No son semillas, ni piedras, ni plumas. De su bolsón va sacando unos pétalos ásperos y brillantes. Son escamas, dice, y arroja un puñado al aire y habla de sus virtudes: Ambarinas, próspera cosecha Granate, enemigo que se aleja Verdes, milagrosas Blancas, nacimientos

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Los oderios compran confiados. Pagan con frutas secas, granos de cacao y caracoles. Algunos las enhebran con un hilo y las cuelgan como guirnaldas en los árboles. Otros las embeben en té de jengibre y las mastican cuando se ablandan. También servirán de mojones en los senderos de la selva, como amuletos y como ofrendas. El cazador se va, dejando en el aire una cosquilla que los hace sonreír en silencio. Reunidos en el fogón imaginan a la serpiente gigante que desolló al costado de la playa. A los peces marinos que atravesó con su lanza. Manglares, alimañas y templos… Tantas historias ha relatado que ya no saben de qué mar –¿o acaso era un desierto?– donde había conseguido las escamas. El dragón no asoma la nariz en todo el día, se siente descompuesto. El tremendo olor del cazador demora en irse, impregnado hasta en el musgo de las piedras.

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El dragón los espía desde el corral. Sentados en círculo, los oderios machacan raíces para fumar en la pipa. Uno por uno posan los labios en la boquilla y van absorbiendo el humo negro, cerrando los ojos cada vez que inspiran. Primero lo contienen en la boca, luego exhalan lentamente, como hamacándolo en el aire. El efecto es instantáneo: unos trepan a los árboles y rugen con idéntico sonido a los pumas en celo, otros se arrastran boca abajo hacia el río, zigzagueando igual que serpientes. El dragón cree oír monos y guacamayos en las voces de los oderios como si cada uno retuviera un animal adentro del cuerpo. Son animales que pueden correr a gran velocidad en la oscuridad de la selva, cazar presas de un solo salto, escarbar la tierra y masticar gusanos. Si tuvieran plumas en los brazos, también volarían. Son hermosamente salvajes, piensa el dragón. Al final de la noche, agotados por el peso de su furia, vuelven a ser lo que eran y se acomodan para dormir. Se recuestan en el suelo, de costado, sobre las hojas más grandes o donde los vence el sueño.

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Despiertan con rasguños o mordeduras, lamidos por el rocío, y por un rato andan a los tumbos, esquivando la luz del sol hasta recuperar el espíritu. Solo entonces el dragón abandona la guardia y se mete otra vez bajo las cobijas, a descansar.

*

La plaga llega de golpe. Es una nube gris, como la bocanada de humo del dragón aunque cargada de un zumbido. Una nube que aguijonea a los animales y se alimenta de hojas, raíces y maderas. Los oderios intentan escapar. Corren aturdidos, cubriendo sus cuerpos con trapos o se meten al río y asoman la cabeza para respirar. Algunos suben por el lomo del dragón, que se ha quedado a esperarlos para alzar vuelo. Se aferran a su cresta salvadora esperando el mágico despegue. Pero la plaga es más rápida y la estridencia del sonido parece ensancharse cuando la sombra los atraviesa y el aleteo de los bichos estalla en orejas, narices y bocas. El dragón, de pie, da manotazos en el aire; los oderios pierden el equilibrio y a medida que caen son atacados en el suelo.

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Hasta que la turba se va, igual que como vino, y el zumbido se oye lejano. Los oderios lloran tendidos boca arriba, sin entender la razón del ataque. El dragón se ríe, nervioso, al descubrir las aureolas estampadas en su barriga. Una constelación de motas coloradas que los oderios curan más tarde con jarilla y limón.

*

A veces, los oderios se entreveran, desnudos, uno encima de otro y lamen el sudor del cuerpo o se revuelcan rodando por el suelo, sin soltarse jamás. Lo hacen en parejas, encastrando las protuberancias de sus cuerpos sin preocuparse de romper el silencio de la noche o llamar la atención de los animales, a plena luz del día. El dragón los ha oído. Al principio suenan como una pelea de tigres, pero nunca se lastiman ni se golpean, sino que terminan abrazados, acariciándose las mejillas con la boca.

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*

Después de cada aguacero el dragón recorre el arco iris de punta a punta. No logra comprender quién lo sostiene en el aire. Tampoco lo saben los oderios que esperan abajo, expectantes, a que les revele el misterio.

*

Es día de siembra. Los oderios ya han quemado la superficie y la tierra está dispuesta a recibir las semillas. Ahuecan con cañas, avanzando por hileras sobre la extensión de la milpa. En cada orificio arrojan cuatro granos: para el sol, la lluvia, la hambruna y los muertos, si acaso les faltara el alimento. Al tiempo, las matas de maíz cuajan solas, absorbiendo del sol y de la lluvia. Los oderios van vigilando los brotes, espantan a los animales y a las plagas que acechan. Hasta que los tallos alcanzan buena estatura y a las mazorcas les crece una cabellera rubia y sedosa que marca el tiempo de la cosecha.

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*

Es día de cosecha. Los oderios se pierden entre el dorado de las hojas y vuelven con los canastos llenos de frutos. Van formando montículos de granos blancos, amarillos, negros y pintos. El sabedor bendice la milpa, agradece su bondad y le concede descanso, porque cuando la cosecha es abultada la tierra necesita respiro, como si quedara muda después de haber soltado un secreto. Ni bien terminan de tapiscar y desgranar, comienza la fiesta. Sobre las cenizas del fogón van a arder las mazorcas nuevas. Los oderios, fermentada su sangre en maíz, invitan al dragón a encender el fuego.

*

El dragón ha visto los nacimientos. Los oderios incuban a sus crías en la oscuridad de sus vientres. Allí las resguardan hasta que maduran o hasta que la piel se resquebraja y ya no puede retenerlas. Salen de entre las piernas, cabeza abajo, cubiertas por una melaza rosada. Lloran con desesperación, reptando por el mismo vientre que los contuvo y se prenden Cuando llega un dragón

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de esos mismos pechos para alimentarse. Ahí se calman y cierran los ojos. Cuando sorben el mundo por primera vez.

*

*

Los oderios no cierran los ojos de sus muertos. Tampoco les cubren las orejas, para que puedan oír el llamado. Encima de la tierra que alberga sus cuerpos, plantan un guayabo. Cuando el árbol echa raíces y las ramas son prósperas para que cuelguen los frutos y se arrimen los tucanes, la muerte también ha madurado. A veces se meten en los vientres para volver a nacer y nacen con la misma apariencia y con los mismos ojos con los que ya han vivido. O también es posible que retornen sus voces (es cuando tienen algo que decir, pues se los oye tararear como si fueran un coro de espectros).

Hay un ciclo de luces y sombras que se repite, exacto, cada vez. Los oderios más viejos lo han pintado en las piedras: Primero es el sol que despierta al río, a los animales, a las plantas. Los oderios abren los ojos, despabilan a su prole, trabajan la tierra, andan… Luego es la luna, el contrapunto blanco de la espesura que los cubre. Tiempo de cerrar los ojos y acunar a las crías. Y otra vez el sol. Y otra vez la luna. Luces y sombras como parte de una rueda de contrastes, infinita.

¿Vuelven a nacer?, pregunta el dragón. Cada vez que pueden, contesta el sabedor.

El dragón también quisiera contarles, aunque nada sabe de la muerte…

*

Así como el sol y la luna, es con los oderios, que un día nacen y otro día se mueren. Cuando nacen, nada recuerdan. Cuando mueren, han aprendido. Vuelven a nacer, y no recuerdan. Mueren, aprendidos.

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*

Dice el dragón que los robalontes andan de noche. Es más fácil oírlos que encontrarlos, a pesar de su altura colosal, como si veinte oderios, uno encima del otro, pudieran erguirse en línea recta hasta alcanzar su cabeza. Los robalontes se comunican con chistidos agudos e intermitentes, un lenguaje grácil que contrasta con la masa torpe y exagerada de su cuerpo. Los oderios suponen que un solo ejemplar bastaría para pasar la temporada de lluvias. También se figuran los peligros; no solo por las ventosas del cuello que describe el dragón, sino porque habitan en medio del pantano. Pronto trazan un plan ambicioso: bordear la selva, cruzar el río, adentrarse al pantano por donde nace el sol y esperar la noche entre las ramas bajas de los mangles. Preguntan al dragón si conviene atravesarle una lanza o mejor esperar a que llegue a la costa y se quede dormido para azotarle la cabeza. Pero el dragón no contesta. Jamás ha visto morir a un robalonte.

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*

La cacería del robalonte es brava. Los oderios atacan de noche. El robalonte se acerca a la orilla, desprevenido ante el acecho de los cazadores, que en cambio pueden escuchar nítidamente cómo el movimiento de su marcha remueve la quietud de la ciénaga y empuja en oleadas el barro hasta las raíces de los mangles. Desacostumbrado al peligro, se arrima lo suficiente. No llega a gritar ni a defenderse. Ni bien la pequeña lanza se ensarta en el cuello, el robalonte se desploma con un golpe seco y humillante. Tal es el efecto del veneno. La exuberancia los deja atónitos. Deberían meterse al pantano, trepar por su cuerpo, partirlo en trozos y descornarlo. Pero la piel es tan rígida que el cuchillo escasamente la traspasa. El pescuezo, más tierno, tiene unos filamentos que les queman las manos. En una lucha que los hace transpirar, luego de intentar toda la noche, consiguen arrancarle un ojo. Cuando empieza a clarear el hedor atrae a las fieras. El cuerpo del robalonte flota como un islote negro sobre la superficie plateada del pantano.

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Los oderios arman una fogata para espantar a las alimañas, y el humo se ahoga en la humedad de la tarde. Regresan del pantano arrastrando los pies, ojerosos, embarrados. Desenvuelven los trapos y muestran una bola viscosa con un punto gris en el centro. El dragón se resiste a mirar, teme que el ojo del robalonte lo señale con la indignación de quien descubre a un traidor.

*

Llueve. El agua resbala por el peñasco. Los oderios reconocen la furia de la tempestad y se alejan del río; controlan las ondulaciones barrosas desde el mangrullo. Pronto, el agua desobedece las líneas del cauce y desborda como si no pudiera resistir su propio exceso. Lenta y silenciosamente sube, borrando senderos, ahogando helechos y arbustos. Los oderios se refugian monte arriba, intentando arrear también a sus animales. El dragón es el único que no ha querido moverse: por capricho o por intriga se queda a esperar el estallido del río.

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*

Bajo el agua el dragón siente el temblequeo de la tierra, abre bien los ojos para ver el torrente turbio y desenfrenado: remolinos de piedras, palos, hojas y peces. El barro lo empuja y lo golpea, él se deja llevar, primero con fascinación, jugando a sentir el hormigueo que le provoca la presión del agua, luego temeroso cuando el cuerpo se desplaza sin rumbo por el río enfurecido. Después, ya no recuerda. Sabe que el agua ha entrado por sus fauces como un gusano empeñado en escarbar la pulpa de la fruta.

*

corriente y sin querer ataja a los peces que se azotan contra el murallón de escamas. Quedó atascado entre dos rocas, está asustado, no quiere moverse. Los oderios suben de rodillas por el lomo resbaloso del dragón. Le levantan los párpados, le hablan al oído, le acarician la cabeza y el cuello. El dragón hace un intento por abrir la boca y comer el puñado de quinoa que le ofrecen, pero ni para eso le alcanza el aliento. Algunos oderios se han metido al agua y desde allí controlan la respiración y los latidos. Otros esperan atentos en la orilla y tiran unas mazorcas al fogón, para calentarse. Cuando las aguas se aplaquen podrá zafarse, piensan los oderios, empapados de miedo, y se quedan en silencio velándole el sueño.

Al atardecer, cuando escampa, los oderios buscan al dragón. Van por el terraplén, desmoronado en tramos, sorteando la resaca de troncos y piedras que dejó la crecida. Lo encuentran en seguida tendido en medio del río, formando un dique con su cuerpo. En una de las orillas la cabeza, en la de enfrente, el último tramo de su cola. Apenas se mece por el movimiento de la

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*

La recuperación del dragón es lenta. No quiere comer, no vuela, duerme de a ratos. Los oderios han limpiado el barro, las algas y bichos que la creciente dejó entre las escamas. Han curado las llagas de su boca, han estirado las alas entumecidas para secarlas al sol. Por primera vez, intenta comunicarse: yos du gradon nis tempur a nij ejpacias do se envugo di cetrez almun idil yos atolar nij tam ol Los viejos oderios se enredan en distintas interpretaciones. Tal vez, solamente, quiera agradecer.

*

El sabedor consulta a la tierra cuando le viene un presentimiento. Espera a que el sol esté encima de su cabeza y con una caña traza un círculo sobre la arena. Se ubica en el centro y con los ojos cerrados arroja al aire las nueve piedras sagradas, mientras pregunta, en susurros, lo que necesita respuesta.

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Esta vez las piedras caen fuera del círculo, desconociendo las líneas que trazó con la caña. —La tierra nos previene del peligro: Las fronteras serán traspasadas –anuncia el sabedor.

*

El volcán escupe fuego por la boca. Es un fuego desparejo, asesino, que explota en el aire y ensordece a los animales. Los oderios nunca han visto nubes tan grises y abultadas, ni han imaginado al volcán desparramándose en regueros de hilos burbujeantes capaces de borrar la memoria de las plantas, dispuestos a surcar la tierra con ánimos de herirla.

*

La piel del dragón es rugosa, pero no llega a raspar los pies descalzos que escalan hasta acomodarse uno tras otro a lo largo de la cresta. Van apretados, los más jóvenes sobre los hombros de los mayores para que todos puedan salvarse. Se aferran a las escamas como si fueran riendas e inclinan sus cuerpos

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hacia adelante como jinetes ansiosos por abandonar un destino. A medida que se alejan las nubes del volcán se parecen a un biombo plomizo que los separa de su tierra. Ya no es posible oír el estruendo ni comprobar cómo la lava ha cubierto las chozas, la selva, los brotes de maíz. Cómo los animales marchan en grupos rumbo a las montañas altas. Cómo se alborota el río, resistiéndose a heredar las brasas humeantes.

*

El dragón aprovecha las corrientes cálidas para ascender. Vuela muy despacio, con cuidado de no perderlos. Sus alas refulgen al sol como dos paños de seda granate. Los oderios no preguntan adónde, ni se atreven a mirar hacia abajo. Sin soltarse de las escamas cierran los ojos para sentir el roce de sus cuerpos contra las nubes; saborean la humedad dulzona de la tarde, adormilados por el viento blando de la altura.

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*

El dragón desciende de golpe. La tierra nueva se parece tanto a la que acaban de abandonar que los oderios piensan que tal vez nunca se han ido. ¿Dónde estamos?, preguntan al sabedor. Pero el sabedor también está confundido. En su visión hay un torbellino potente y luminoso que lo enceguece. No tiene certezas, no alcanza a comprender. Las fronteras serán traspasadas, recuerda. El vuelo del dragón los ha llevado tan lejos que es imposible precisar cuántos soles y lunas han transcurrido en el camino.

*

Igual se escuchan las voces de los muertos, e idéntico al de antes es el perfume del guayabo. Los oderios reconocen el río, la selva, las montañas de hielo en el horizonte. El volcán ya no hace ruido. En la playa esperan los chinchorros, los animales no se han movido del corral. Dónde estamos, se preguntan, desconfiados, en el mismo lugar de siempre.

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Vamos a escribirlo en las piedras, para que no se borre jamás, dice el sabedor. Entonces los oderios comienzan a montar un macizo. Amarran a sus espaldas las rocas pequeñas y hacen rodar por atajos y abismos los bloques gigantes que recortan de la montaña a fuerza de golpes. No hablan durante el trayecto, ni secan el sudor de sus cuerpos, ni se espantan las moscas. Las únicas que interrumpen son las lechuzas que chistan a su paso, pero ellos pocas veces se distraen, concentrados en saltear las raíces para no tropezar. El dragón los ve aparecer fatigados entre las últimas luces de la tarde, las piernas temblorosas por el cansancio. Ni bien dejan la carga se recuestan boca arriba y respiran desde lo hondo del vientre así el cuerpo se reanima para la próxima carga.

*

Los oderios que reciben las piedras seleccionan por dureza y tamaño. Pasan jornadas enteras encastrando piezas y tallando perfiles. Una a una cincelan las escamas y las tiñen con sangre de cochinillas hasta lograr un tono rojizo. En la cavidad de los ojos irán dos esmeraldas inmensas y del cuello colgará el mismo amuleto de corales que le dieron para el bautismo. Sobre la base, escriben:

Ni el viento, ni el agua, ni el fuego borren la memoria de estas piedras

*

La descubren mientras vuela por encima del peñasco, en la playa. Encandilados por la claridad del mediodía, los oderios la confuden con un ave gigantesca y juegan a atrapar los pétalos nacarados que se van desprendiendo de sus volteretas, antes de que toquen la arena. Fascinados con el tesoro, corren a contarle al sabedor. Abren los puños para mostrar los pétalos. Imitan la

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figura del ave con granos de sal: dos enormes alas, una cola larga que termina en punta de lanza, una piel sin plumas, como si se hubieran mezclado un pájaro y una serpiente. ¿Una dragona blanca?, arriesga el sabedor, con la complicidad de los ojos del dragón, que ya puede adivinar el perfume.

*

La dragona viene de un viaje fatigoso. Ha sobrevolado el hielo de las montañas, ha cortado camino por la selva, cruzó un mar y quién sabe cuántos ríos. Prueba la quinoa y el maíz. Se echa sobre la tierra del corral y apoya la cabeza sobre el lomo del dragón. Necesita dormir, aunque no puede cerrar los ojos entretenida en contemplar a los oderios que se han sentado en la pirca, muy cerca, para sentir el aire tibio de su respiración.

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Los oderios quisieran tocarlo por última vez, pero el dragón prefiere apurar la despedida. Sobrevuela en círculos el macizo de piedra, como aprobando su propia réplica que perfila una sombra larga y escamosa sobre el corral. Abre sus fauces y echa un fuego naranja en el aire, que dura solamente el tiempo que le lleva desparecer entre las araucarias, hacia el mar, siguiendo el rumbo de la dragona blanca. A los pies del nuevo dragón –que no vuela, no respira, ni guarda llamas en la boca– los oderios cantan mirando al cielo como lobos entonando una alabanza. Por la tarde, cuando el sol está a punto de guardarse, la sombra de las alas recae sobre los techos de paja anticipando la negrura de la noche. ¿Volverán?, preguntan al sabedor, con las pupilas inflamadas de pena. Pero el sabedor ya no puede predecirlos.

Fin

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Agradecimientos: A Oscar Bracamonte, Javier Quintá y Santiago Ramírez, lectores minuciosos y exigentes desde el primer borrador. Y muy especialmente a Federico Falco.

Cuando llega un dragón se terminó de imprimir en los talleres gráficos de DOCUPRINT SA, Buenos Aires, en septiembre de 2017. La tirada consta de 1000 ejemplares.
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