Pavese-Trabajar cansa y Vendrá la muerte y...

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trabajar cansa vendrá la muerte y tendrá tus ojos

Pavese, Cesare Trabajar cansa : vendrá la muerte y tendrá tus ojos / Cesare Pavese. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Griselda García, 2018. 200 p. ; 20 x 14 cm. - (Poesía / García, Griselda) Traducción de: Jorge Aulicino. ISBN 978-987-42-6654-5 1. Poesía. I. Aulicino, Jorge, trad. II. Título. CDD 851

CESARE PAVESE trabajar cansa vendrá la muerte y tendrá tus ojos

Al parecer, las fotografías de portada y contraportada habrían sido tomadas para una producción de moda de los años 50. La fotógrafa Meagan Abell encontró los negativos en una tienda de segunda mano en Virginia, Estados Unidos. A través de la publicación de las imágenes en las redes sociales intenta hallar al autor o a las modelos (#FindTheGirlsOnTheNegatives).

Diseño de portada e interiores: Peter Tjebbes © Traducción, Jorge Aulicino, 2018 © De esta edición, Griselda García, 2018 Esta traducción se publica por acuerdo con Visor Libros. Reservados los derechos de edición en lengua española para Argentina. Gascón 574, 3° 24 (1181) Ciudad Autónoma de Buenos Aires [email protected]

CESARE PAVESE Y LAS DERIVAS DEL REALISMO

Cesare Pavese tomó una considerable dosis de somníferos y se murió en el hotel Roma, de Turín, en 1950, en la cumbre de su éxito. Había nacido muy cerca de allí, entre las colinas, en el pueblo de Santo Stefano Belbo, en 1908. Acababa de recibir el premio Strega, que era ya, a tres años de su creación, el Pulitzer italiano (o mucho más que eso, políticamente). La guerra había terminado cinco años antes. La relación de la principal obra en poesía de Pavese –Trabajar cansa– con un movimiento general de la literatura en Occidente no parecía tan evidente como en realidad lo fue. En los años treinta Pavese, traductor de literatura estadounidense moderna, escribió un libro de poemas que lo relaciona hoy cómodamente con las derivas del realismo hacia la exageración del objetivismo francés y las fructíferas playas del imaginismo y el objetivismo de cuño americano. Cuando Pavese puso fin a su vida, los norteamericanos habían estado en Italia y el mafioso Lucky Luciano había asesorado al espionaje militar de Washington para el desembarco en Sicilia, con lo que obtuvo su libertad y el regreso a casa. A través de la mafia, Estados Unidos iniciaba una relación cultural duradera con los italianos, que unas décadas más tarde floreció en la industria del cine con unas de las más recordadas

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películas de todos los tiempos: la serie El padrino, de Francis Ford Coppola. La estructura familiar de los Corleone, en la película, se basa en la nostalgia del sistema familiar dinástico, una fedeltà – la mafia siciliana es esa nostalgia de tierra y lealtad– a la que la literatura de Pavese opone, de hecho, el mundo hosco del trabajo rural en el Piamonte, edificado con las herramientas de los narradores “duros” estadounidenses, donde no hay nostalgia. Un ida y vuelta cultural, como puede verse. En el norte de Italia los partisanos habían colgado de los pies el cadáver de Benito Mussolini. Pero casi todos los italianos parecían fascistas antes de la guerra; después, casi todos parecían comunistas. Muchos lo eran. Pavese fue miembro del PCI y, como editor de Einaudi, participó activamente de la fabulosa rinascita italiana, bendecida por el Plan Marshall. No había motivos visibles para que se matara, excepto la continuidad de un estilo que era una épica y que debía devorar al héroe lírico. Las relaciones con dos mujeres decidieron aleatoriamente hechos graves, la muerte incluida. Primero, su confinamiento durante el fascismo, antes de la guerra, debido a la posesión de cartas de una activa participante de la Resistencia, la mujer “de voz ronca”. Después, el suicidio, tras la relación con “la inquieta angustiosa que se sonríe sola” –se supone, la actriz norteamericana Constance Dowling, a quien dedicó los poemas titulados en inglés en Vendrá la muerte y tendrá tus ojos, una recopilación póstuma que no hizo Pavese–. El motivo de ambos desvíos de aquella voluntad suya de literatura viril está dicho en su famoso diario, publicado como El oficio de vivir. Se cita a menudo la última nota del cuaderno expurgado para la edición: Non parole. Un gesto. Non scriverò più (No palabras. Un gesto. No escribiré más). Se omite citar el recorrido de las semanas previas, incluso la línea, poco más 8

arriba, referida al suicidio, mezcla de misoginia y reclamo estoico: “Sin embargo, mujercitas lo han hecho…” Si escribió esto último el 18 de agosto de 1950, en marzo había escrito: “No nos matamos por el amor de una mujer. Nos matamos porque un amor, cualquier amor, nos revela en nuestra desnudez, miseria, desvalimiento, nada.” Y cuatro años antes había escrito: “Los dioses para ti son los otros, los individuos autosuficientes y soberanos, vistos desde afuera”. En los últimos días de su vida había comprendido que no podía poner en armonía aquella orfandad mortal de su alma –que ni el Strega ni Dios hubiesen consolado– y una literatura estoica, neoclásica: “Es inútil, no se puede acabar con estilo”. (Sí se podía. Oscar Wilde logró el hecho literario de que su último acto fuera transmitido –inventado o cierto– de este modo: “Recorrió con la mirada las paredes del cuarto miserable y le dijo a su amigo: ‘Me temo que uno de los dos no soportará esto por demasiado tiempo más’.”) Todo el instrumental literario que Pavese explicó en sus ensayos y aplicó a la construcción de un libro genial –Trabajar cansa–, media docena de novelas y otros relatos, está resumido en su diario: como estilo y con sus referencias a la poesía, a la prosa, a la traducción, a la política y a la condición mítica del ser humano, idea ésta que vertebra el conjunto de sus anotaciones. Pavese creía que hay en todas las vidas un núcleo mítico inicial que decide la visión del mundo y somete al autor a una especie de “espléndida monotonía”. Se es lo mismo a los siete años que a los treinta y cinco, se decía; la única diferencia es que uno ha adquirido trucos, oficio, tanto en el vivir como en el escribir. En su caso el poderoso núcleo mítico eran las colinas piamontesas, el silencio obstinado de los campesinos y el choque de ese mundo con el de la ciudad. El resto es el tránsito 9

entre la revelación primordial y la adultez, en la que se inicia el camino del regreso para descifrar el palimpsesto de la infancia bajo la nueva realidad que cubre los lugares antiguos, como lo hacen el protagonista de La luna y las fogatas y diversos personajes de su libro de poemas. En cuanto al estilo, “reducir a claridad el mito” exige precisión, un artificio que consiste en crear espacios entre línea y línea en los que se pueda leer aquella vida sagrada. Por este motivo, la poesía calificada de “narrativa” de Pavese es el rodeo en torno a instantes extáticos, más que la narración de una anécdota: la imagen del primo gigante vestido de blanco en lo alto de la colina, el perfil de Deola en el espejo del café a la mañana, el río junto al que se bebe la grappa temprana en verano, el gasolinero borracho que duerme bajo un cartel al costado del camino. Sus relatos más largos, es decir, sus novelas y cuentos, tienen ese aliento mítico también, ya sea que narren el camino de ida –del campo a la ciudad y el mundo– o el de regreso –del mundo y la ciudad a las colinas–. Su poesía, que también es prosa, se forjó entonces en los albores de la Segunda Guerra, en contra del decadentismo post romántico peninsular, a contramano del futurismo y de manera lateral al hermetismo atribuido a Giusseppe Ungaretti o a Eugenio Montale. En cierto modo es el resultado de un cruce de culturas, que la Guerra y la posguerra alimentarían para quienes crecieron con ellas, y que Pavese encontró en sus horas grises de traductor de Melville, Faulkner, Hemingway y los autores del policial negro norteamericano. Quizás en ese oficio, Pavese descubrió que toda lengua artística, y también la del mito, es una lengua extranjera.

trabajar cansa TRADUCCIÓN DE JORGE AULICINO

Jorge Aulicino

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A ntepasados

LOS MARES DEL SUR Caminamos una tarde sobre la ladera de una colina, en silencio. En la sombra del tardo crepúsculo mi primo es un gigante vestido de blanco, que se mueve tranquilo, el rostro bronceado, taciturno. Callar es nuestra virtud. Algún antepasado nuestro debe de haber estado muy solo, un gran hombre entre idiotas o un pobre loco, para enseñar a los suyos tanto silencio. Mi primo habló esta tarde. Me pidió que subiera con él: desde la cumbre se divisa en las noches serenas el reflejo del faro, lejano, de Turín. “Tú que vives en Turín –me dijo–... pero tienes razón, la vida se vive lejos de la tierra: se progresa y se goza; luego, cuando se regresa, como yo, a los cuarenta, se encuentra todo nuevo. Las Langas no se pierden”. Todo esto me dijo y no habla italiano sino el lento dialecto que, como estas mismas piedras, es tan áspero que veinte años de idiomas y de océanos diversos no consiguieron pulirlo. Y camina por la cuesta con la mirada ensimismada que vi, de chico, en los campesinos un poco cansados.

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Veinte años ha estado viajando por el mundo, se fue cuando yo era un nene en brazos de mujeres y lo dieron por muerto. Sentí después hablar de él a las mujeres, a veces, como en una fábula, pero los hombres, más graves, lo olvidaron. Un invierno, a mi padre, ya muerto, le llegó una postal con una gran estampilla verdosa de naves en un puerto y augurios de buena vendimia. Fue un gran estupor, pero el muchacho, crecido, explicó ávidamente que el billete venía de una isla llamada Tasmania circundada de un mar muy azul, feroz de tiburones, en el Pacífico, al sur de la Australia, y añadió que, seguro, el primo pescaba perlas. Y guardó la estampilla. Todos dieron su opinión, pero todos concluyeron que si no había muerto, moriría. Desde que jugué a los piratas malayos, ¡cuánto tiempo ha pasado!, y desde la última vez que bajé a bañarme a un sitio mortal y he seguido a un compañero de juegos sobre un árbol quebrando hermosas ramas y le rompí la cabeza a un rival y también me la dieron, cuánta vida transcurrió. Otros días, otros juegos, otros sacudones de sangre delante de rivales más evasivos: los pensamientos y los sueños. La ciudad me ha enseñado infinitas pavuras, una muchedumbre, una calle, me han hecho temblar; un pensamiento, a veces, espiado sobre un rostro. Todavía siento en los ojos esa luz burlona de millares de faroles sobre el ruido de pasos.

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Mi primo regresó terminada la guerra, gigantesco como pocos. Y tenía dinero. La parentela decía por lo bajo: “En un año, por decir mucho, se lo comió todo y vuelve a vagar. Así terminan los desesperados”. Mi primo tiene una cara rotunda. Compró un lote en el pueblo y se hizo construir un garaje de cemento con un flamante surtidor de nafta en el frente y sobre la curva del puente, bien grande, un cartel metálico. Después puso un mecánico adentro a cobrar el dinero y él se dedicó a recorrer las Langas, fumando. Se había casado. Tomó una chica rubia y delicada como las extranjeras que seguramente conoció en el mundo. Pero sale todavía solo, vestido de blanco, con las manos atrás y el rostro bronceado; por la mañana recorría las ferias, con aire cazurro, negociando caballos. Después me explicó, cuando fracasó el proyecto, que su plan era quitarle al valle todas las bestias y obligar a la gente a comprarle motores. “Pero la bestia más grande de todas”, decía, “fui yo al pensarlo. Debí saber que bueyes y personas son aquí la misma raza.” Caminamos más de media hora. La cima está cerca, aumentan alrededor el susurro y el silbido del viento. Mi primo se para de golpe y se da vuelta: “Este año escribo en el cartel: Santo Stefano ha sido siempre el primero en los festejos del valle del Belbo. Y que chillen los de Canelli”. Después, sigue la subida. Un perfume de tierra y viento nos envuelve en lo oscuro. 15

Algunas luces en la distancia, casitas, automóviles que se oyen apenas. Y yo pienso en la fuerza que me ha devuelto a este hombre, arrancándolo del mar, de las tierras lejanas, del silencio que dura. Mi primo no habla de los viajes que hizo; dice, seco, que ha estado en este lugar, aquel otro, y piensa en los motores. Sólo un sueño le ha quedado en la sangre. Se cruzó una vez, viajando como maquinista de un pesquero holandés, con el cetáceo, y ha visto volar los pesados arpones en el sol, vio huir las ballenas entre espumarajos de sangre y la persecución, y las colas alzadas y la lucha en la lanza. Me lo recuerda a veces. Pero cuando le digo que es de los elegidos que vieron la aurora sobre las islas más bellas de la tierra, sonríe al recordarlo y responde que el sol se levantaba cuando el día era viejo para ellos.

ANTEPASADOS

Aturdido por el mundo me llegó una edad en que tiraba golpes al aire y lloraba solo. Escuchar los discursos de hombres y mujeres, sin saber responder, es poca alegría. Pero aun esto pasó: no estoy más solo y, si no sé responder, sé arreglarme sin eso. He encontrado compañeros encontrándome a mí mismo. He descubierto que, antes de nacer, he vivido siempre en hombres sólidos, señores de sí, y ninguno sabía responder y todos eran calmos. Dos cuñados han abierto un negocio –la primera fortuna de nuestra familia– y el extraño era serio, calculador, despiadado, mezquino: una mujer. El otro, el nuestro, en el negocio leía novelas –en provincia era mucho– y los clientes que entraban se oían responder con breves palabras que azúcar no, que sulfato tampoco, que estaba todo agotado. Y ocurrió más tarde que este último dio una mano al cuñado quebrado. Al pensar en esta gente me siento más fuerte que delante del espejo alzando las espaldas y armando en los labios una sonrisa solemne.

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Ha habido un abuelo mío, remoto en los tiempos, que fue estafado por un campesino suyo y entonces zapó él mismo las viñas –en verano– sólo para ver un trabajo bien hecho. Así he vivido siempre y siempre he tenido una cara segura y pagado al contado. Y las mujeres no cuentan en la familia. Quiero decir, nuestras mujeres están en casa y nos traen al mundo y no dicen nada y nada cuentan y no las recordamos. Cada mujer nos infunde en la sangre algo nuevo, pero todas se anulan en la obra y nosotros, renovados de ese modo, somos los que duramos. Estamos llenos de vicios, de antojos y de horrores –nosotros, los hombres, los padres– alguno se mató, pero una sola vergüenza nunca nos ha tocado, no seremos nunca mujeres, nunca sombras de nadie. He encontrado una tierra encontrando compañeros, mala tierra, donde es un privilegio no hacer nada, pensando en el futuro. Porque el solo trabajo no nos basta a mí y a los míos; sabemos rompernos, pero el sueño más grande de mis padres fue siempre no hacer nada útil. Hemos nacido para vagar por esas colinas, sin mujeres, con las manos en la espalda.

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PAISAJE I (Al Pollo) No está ya cultivada la colina aquí arriba. Están los helechos y la roca pelada y la esterilidad. Aquí el trabajo no sirve de nada. La cima está quemada y la respiración es la única frescura. Cansa demasiado subir hasta aquí: el ermitaño pudo hacerlo un día y desde entonces se quedó a reponer las fuerzas. El ermitaño se viste con pieles de cabra y tiene un olor musgoso de animal y de pipa que ha impregnado la tierra, las matas y la gruta. Cuando fuma la pipa apartado en el sol, si lo pierdo, ya no puedo encontrarlo porque es del color de los helechos quemados. Aquí llegan visitantes que caen sobre una piedra, sudados y agitados, y lo encuentran tendido, los ojos en el cielo, respirando profundo. Un trabajo ha hecho: sobre el rostro ennegrecido dejó espesarse la barba, pocos pelos rojizos. Y pone el excremento sobre terreno abierto, a secarse en el sol. Cuestas y valles de esta colina son verdes y profundos. Entre las viñas, los senderos conducen arriba locos grupos de chicas vestidas de colores violentos, que hacen fiestas a la cabra y gritan hacia la llanura. 19

Algunas veces se ven filas de cestas con frutas, pero no van hacia la cima: los paisanos las llevan a casa sobre la espalda, contorsionados, y se pierden en el follaje. Tienen mucho que hacer y no van a ver al ermitaño los paisanos, pero bajan, suben y zapan fuerte. Cuando tienen sed, tragan vino: plantándose en la boca la botella, levantan los ojos a la cumbre quemada. En la mañana fresca están ya de regreso, cansados del trabajo del alba, y si pasa un vagabundo toda el agua en los pozos entre la vid cosechada es para que él se la tome. Sonríen a las mujeres con malicia y les preguntan cuándo, vestidas con pieles de cabra, se sentarán sobre aquellas colinas a quemarse en el sol.

GENTE FUERA DE LUGAR

Demasiado mar. Ya hemos visto suficiente mar. Al atardecer, cuando el agua se extiende pálida y esfumada en la nada, el amigo la mira y yo miro al amigo y no habla ninguno. A la noche terminamos recluidos en el fondo de una taberna, aislados en el humo, y bebemos. El amigo tiene sus sueños (son un poco monótonos los sueños junto al rumor del mar), donde el agua es no más que el espejo, entre una isla y otra, de colinas, jaspeadas de flores salvajes y cascadas. Su vino es así. Se contempla, mirando el vaso, alzando colinas de verde sobre el mar plano. Las colinas me van; y lo dejo hablar del mar porque es un agua tan clara que muestra hasta las piedras. Veo solo colinas y me colman el cielo y la tierra con las líneas firmes de los flancos, lejanas o cercanas. Sólo que las mías son ásperas y estriadas de viñas fatigosas en el suelo quemado. El amigo las acepta y las quiere vestir de flores y de frutos salvajes para descubrirles riendo muchachas más desnudas que los frutos. No es preciso: en mis sueños más ásperos no falta una sonrisa. Si mañana temprano nos ponemos en camino hacia aquellas colinas, podremos encontrar por las viñas alguna oscura muchacha, quemada por el sol, y, dándole charla, comerle un poco de uva.

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EL DIOS CABRÓN

La campaña es un lugar de verdes misterios para el muchacho, que viene en el verano. A la cabra, que muerde ciertas flores, se le hincha la panza y tiene que correr. Cuando el hombre ha gozado con alguna muchacha –tienen pelos ahí abajo– el chico le hincha la panza. Pastando las cabras, se hacen bravatas y burlas, pero en el crepúsculo cada uno comienza a cuidarse las espaldas. Los muchachos saben cuándo ha pasado la culebra por el rastro sinuoso que queda en la tierra. Pero ninguno sabe si pasa la culebra entre la hierba. Ahí están las cabras que van a pararse sobre la culebra, en la hierba, y gozan de hacerse chupar. Las muchachas también gozan, de hacerse tocar. Al levantarse la luna, las cabras no pueden quedarse quietas, es necesario reunirlas y arrearlas a casa, si no, se alza el cabrón. Saltando en el prado despanzurra todas las cabras y desaparece. Muchachas acaloradas, dentro de los bosques, van solas, de noche, y el cabrón, que bala tendido en la hierba, corre a su encuentro. Pero que despunte la luna: se alza y las despanzurra. Y las perras, que ladran bajo la luna, es porque han sentido al cabrón que salta sobre las colinas y han olisqueado el olor de la sangre. 22

Y las bestias se agitan en los establos. Solamente los perrazos más fuertes muerden la cuerda, y alguno se libera y corre a seguir al cabrón que lo rocía y embriaga de una sangre más roja que el fuego, y después balan todos, derechos y ululando a la luna. Cuando, de día, el perrazo regresa pelado y gruñón, los campesinos lo agarran a patadas en el traste. Y a la hija, que pasea de noche, y al muchacho que regresa cuando está oscuro, perdida una cabra, los aporrean en el cuello. Llenan mujeres, los campesinos, y las fatigan sin respeto. Salen de día y de noche y no tienen miedo de zapar, incluso bajo la luna, o de encender un fuego de pastos en la oscuridad. Por eso, la tierra es tan buena, verde; y labrada tiene el color, bajo el alba, de los rostros encendidos. Se va a la vendimia y se come y se canta; se va a pelar las mazorcas y se baila y se bebe. Se oyen muchachas que ríen, porque alguno menciona al cabrón. Arriba, en la cima, [en los bosques, entre los bordes rocosos, los campesinos han visto que buscaba la cabra y comía frutos de los troncos. Porque, cuando una bestia no sabe trabajar y se la tiene sólo de semental, le gusta destruir.

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PAISAJE II

La colina blanquea bajo las estrellas, de tierra desnuda; se verían los ladrones, allá arriba. Entre las escarpas de abajo, los viñedos están todos en la sombra. Allá, donde no estamos y que es tierra de quienes no padecen, no sube ninguno: aquí, en la humedad, y con la excusa de buscar trufas, entran a la viña y saquean las uvas.

Sobre las cuestas de arriba, que se extienden bajo el cielo, no hay sombra de árboles: la uva cuelga hasta la tierra, tanto pesa. Ninguno puede estar escondido: se distinguen en la cima las siluetas de los árboles, negros y ralos. Si tuviese la viña allá arriba, mi viejo haría guardia desde casa, en la cama, con el fusil apuntado. Aquí abajo, ni siquiera el fusil le sirve, porque en la oscuridad no hay más que follaje.

Mi viejo ha encontrado dos racimos pelados entra las plantas y esta noche rezonga. La viña está escasa: día y noche en la humedad, no da más que hojas. Entre las plantas se ve, bajo el cielo, la tierra desnuda que de día les roba el sol. Allá arriba arde el sol todo el día y la tierra es caliza: se ve hasta de noche. Allá no salen hojas, la fuerza va toda a la uva. Mi viejo, apoyado en un bastón sobre la hierba mojada, tiene la mano convulsa: si vienen los ladrones esta noche, salta en medio de las vides y les rompe la crisma. Son gente que merece un trato de bestias, y no van a contarla. Cada tanto alza la cabeza husmeando en el aire: le parece que llega en lo oscuro un atisbo de olor terroso, trufas desenterradas.

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EL HIJO DE LA VIUDA

Todo puede ocurrir en la oscura hostería, puede ocurrir que, afuera, haya un cielo estrellado, más allá de la niebla otoñal y del mosto. Puede ocurrir que lleguen desde la colina enronquecidas canciones sobre las eras desiertas y que regrese imprevista bajo el cielo de entonces la mujercita sentada en espera del día. Volverían, alrededor de la mujer, los aldeanos de escasas palabras, en espera del sol y del pálido gesto de ella, arremangados hasta el codo, inclinados, mirando la tierra. A la voz del grillo se unirían el estrépito de la piedra de afilar sobre el fierro y un suspiro más ronco. Callarían el viento y los rumores de la noche. La mujercita sentada hablaría con ira.

Bate el sol sobre la era y sobre los ojos enrojecidos parpadeantes. Una nube purpúrea vela el rastrojo sembrado de haces amarillos. La mujer vacilando, la mano sobre el regazo, entra a la casa. Mujeres corren con impaciencia por los cuartos vacíos gobernadas por la seña y los ojos que, solos, desde su lecho las siguen. La gran ventana que contiene colinas y viñas y el gran cielo, emite un zumbido débil que es el trabajo de todos. La mujercita de rostro pálido ha apretado los labios por las punzadas del vientre, y se tensa escuchando, impaciente. Las mujeres la sirven, prontas.

Trabajando, los aldeanos se vuelven a encorvar a lo lejos, la mujercita se ha quedado sobre la era y los sigue con la mirada, apoyada en la cepa, abatida por el gran vientre maduro. Sobre el rostro consumido tiene una amarga sonrisa impaciente, y una voz que no alcanza a los aldeanos le sube a la garganta.

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LUNA DE AGOSTO

Del otro lado de las colinas amarillas está el mar, del otro lado de las nubes. Pero jornadas tremendas de colinas ondeantes y crepitantes en el cielo se fragmentan antes del mar. Aquí arriba está el olivo con el charco de agua que no llega a espejarse, y los rastrojos, los rastrojos que no terminan nunca.

Se precipita afuera, en el horror lunar, y la sigue el susurro de la brisa sobre las piedras y una silueta tenue que le muerde los pies, y le duele en las entrañas. Regresa doblada a la sombra y se tira sobre las piedras y se muerde la boca. Abajo, oscura, la tierra se cubre de sangre.

Y se levanta la luna. El marido está tendido en un campo, con el cráneo partido de sol –una esposa no puede arrastrar un cadáver como un saco–. Se levanta la luna, que arroja un poco de sombra bajo las ramas torcidas. La mujer en la sombra alza una mueca aterrada al óvalo de sangre que coagula e inunda cada arruga en las colinas. No se mueve el cadáver tendido en los campos ni la mujer en la sombra. Pero el ojo de sangre parece guiñar a alguno y le señala un camino. Llegan largos escalofríos por las desnudas colinas, desde lejos, y la mujer los siente en la espalda, como cuando corrían por el mar de grano. También invaden las ramas del olivo perdido en ese mar de luna, y ya la sombra del árbol parece contraerse y tragarse también a ella. 28

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GENTE QUE HA SIDO

Luna tierna y helada sobre los campos en el alba asesina el grano.

Verán muy tarde brotar algún tímido verde sobre el campo desierto, sobre la tumba del grano, y deberán luchar para reducir también eso a abono, quemándolo. Porque el sol y la lluvia protegen sólo malezas, y la helada, cuando tocó el grano, no vuelve.

Sobre el campo desierto, aquí y allá putrefacto (se depende del tiempo porque el sol y la lluvia entierran a los muertos), era todavía un placer despertarse y mirar si la helada también los cubría. La luna desbordaba, y alguno pensaba, por la mañana, que la hierba brotaría más verde. A los aldeanos que miran les lloran los ojos. Por este año, al regreso del sol, si regresa, hojitas quemadas serán todo el grano. Triste luna –no sabe más que comer nieblas–, y las heladas al sereno tienen una mordida de serpiente que del verde hace abono. Nos dio abono para la tierra; ahora, convierte en abono incluso el grano y no sirve mirar, y quedará todo quemado, putrefacto. Es una mañana en que quita toda la fuerza, solamente despertarse y caminar como vivos a lo largo de los campos.

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PAISAJE III

LA NOCHE

Entre la barba y el solazo, la cara todavía pasa, pero está la piel del cuerpo, que blanquea temblorosa entre los remiendos. No basta la suciedad para taparla en la lluvia o el sol. Aldeanos renegridos lo han visto alguna vez, pero la mirada insiste sobre ese cuerpo, camine o se abandone al descanso.

Pero la noche ventosa, la límpida noche que el recuerdo rozaba solamente, es remota, es un recuerdo. Perdura una calma atónita, hecha, también ella, de hojas y de nada. No queda de aquel tiempo de más allá del recuerdo más que un vago recordar.

Por la noche, las grandes campiñas se funden en una sombra pesada que ahonda las hileras de viñas y las plantas: sólo las manos conocen los frutos. El hombre andrajoso parece un aldeano, en la sombra, pero rapiña todo, y los perros no sienten. Por la noche la tierra no tiene más patrones, sino voces inhumanas. El sudor no cuenta. Cada planta tiene su frío sudor en la sombra, y no hay más que un campo, para nadie y para todos.

A veces regresa en el día, en la inmóvil luz del día de verano, aquel remoto estupor.

Por la mañana este hombre harapiento y tembloroso sueña, tendido junto a un muro no suyo, que los aldeanos lo persiguen y quieren morderlo, bajo el solazo. Tiene una barba goteante de frío rocío y entre los agujeros, la piel. Llega un aldeano con la azada al hombro y se seca la boca. No lo esquiva siquiera, sino que lo pasa: uno de sus campos, este día, necesita su fuerza. 32

Por la vacía ventana el chico miraba la noche sobre las colinas frescas y negras, y se admiraba de encontrarlas muertas: vaga y límpida inmovilidad. Entre las hojas que retrocedían en la oscuridad, aparecían las colinas donde todas las cosas del día, los declives y las plantas y las viñas, eran nítidas y muertas, y la vida era otra, de viento, de cielo, y de hojas y de nada. A veces regresa en la inmóvil calma del día el recuerdo de aquel vivir absorto, en la luz atónita.

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Después

ENCUENTRO

MANÍA DE SOLEDAD

Estas duras colinas que han hecho mi cuerpo y lo agitan con tantos recuerdos, me han abierto el prodigio de ella, que no sabe que la vivo y no llego a comprenderla.

Como un poco de cena en la clara ventana. En la habitación ya está oscuro y se ve el cielo. Afuera, el camino tranquilo conduce, después de un poco, al campo abierto. Como y miro el cielo –quién sabe cuántas mujeres están comiendo a esta hora–, mi cuerpo está tranquilo; el trabajo aturde mi cuerpo y a cada mujer.

La encontré una noche: una mancha muy clara bajo las estrellas ambiguas, en la neblina de verano. Había alrededor el olor de estas colinas más profundo que la sombra, y de repente sonó como salida de estas colinas, una voz más limpia y áspera a la vez, una voz de tiempos perdidos. Alguna vez la veo, vívida delante, definida, inmutable, como un recuerdo. Nunca pude aferrarla: su realidad cada vez se me escapa y me lleva lejos. Si es bella no lo sé. Entre las mujeres es joven: me sorprende al pensarla un recuerdo remoto de la infancia vivida entre aquellas colinas, tan joven es. Es como la mañana. Me anuncia en los ojos todos los cielos lejanos de aquellas mañanas remotas. Y tiene en los ojos un propósito firme: la luz más limpia que haya tenido jamás el alba sobre esas colinas. La he creado desde el fondo de todas las cosas que me son más queridas y no llego a comprenderla. 34

Fuera, después de la cena, vendrán las estrellas a tocar, sobre la ancha llanura, la tierra. Las estrellas están vivas, pero no valen estas cerezas que como solo. Veo el cielo, pero sé que entre los techos de moho ya brilla alguna luz y que, abajo, se forman murmullos. Un gran sorbo y mi cuerpo saborea la vida de las plantas y de los ríos, y se siente unido a todo. Basta un poco de silencio y cada cosa se detiene en su lugar real, así como está detenido mi cuerpo. Cada cosa está aislada delante de mis sentidos que la aceptan sin turbarse: un rumor de silencio. Cada cosa en la oscuridad puedo saberla como sé que mi sangre transcurre en mis venas.

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La llanura es un gran fluir de agua entre la hierba, una cena de todas las cosas. Cada planta y cada piedra vive inmóvil. Escucho a mi alimento nutrirme las venas de cada cosa que vive sobre esta llanura. No importa la noche. El cuadrado del cielo me susurra todos los rumores, y una estrella menuda se debate en el vacío, alejada de los alimentos, de las casas, distinta. No se basta a sí misma y necesita de muchas compañeras. Aquí en lo oscuro, solo, mi cuerpo está tranquilo y se siente patrón.

REVELACIÓN

El hombre solitario vuelve a ver al muchacho de magro corazón absorto en escrutar a la mujer que ríe. El muchacho alzaba la mirada hacia aquellos ojos, cuyas rápidas miradas se estremecían, desnudas y distintas. El muchacho recogía un secreto en aquellos ojos, un secreto como el regazo escondido. El hombre solitario aprieta en el corazón el recuerdo. Los ojos ignotos ardían como arde la carne, vivos de una húmeda vida. La dulzura del regazo, palpitante de cálida ansiedad, se transparentaba en aquellos ojos. Brotaba angustioso el secreto, como una sangre. Cada cosa se volvía tremenda en la luz tranquila de las plantas y del cielo. El muchacho lloraba en la noche tranquila raras lágrimas mudas, como si ya fuese hombre. El hombre solitario encuentra bajo el cielo remoto esa mirada contenida que la mujer pone sobre el muchacho. Y ve aquellos ojos y aquel rostro recomponerse tranquilos en una sonrisa habitual.

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MAÑANA

VERANO

La ventana entornada contiene un rostro sobre el campo del mar. Los suaves cabellos acompañan el tierno ritmo del mar.

Hay un jardín claro, entre muros bajos, de hierba seca y de luz, que reseca despacio su propia tierra. Es una luz que sabe a mar. Tú respiras esa hierba. Te tocas los cabellos y sacudes el recuerdo.

No hay recuerdos sobre este rostro. Sólo una sombra fugitiva, como de nube. La sombra es húmeda y dulce como la arena de una cavidad intacta, bajo el crepúsculo. No hay recuerdos. Sólo un susurro que es la voz del mar hecha recuerdo. En el crepúsculo el agua blanda del alba, que se embebe de luz, aclara el rostro. Cada día es un milagro sin tiempo bajo el sol: una luz salobre lo impregna y un sabor de fruto marino vivo. No existe recuerdo sobre este rostro. No existe palabra que lo contenga o lo ligue a las cosas pasadas. Ayer, en la breve ventana se desvaneció como se desvanecerá dentro de un instante, sin tristeza ni palabra humana, sobre el campo del mar.

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He visto caer muchos frutos, dulces, sobre una hierba que sé, como un golpe en el agua. Así te sobresaltas con el temblor de la sangre. Mueves la cabeza como si alrededor ocurriese un prodigio de aire y el prodigio eres tú. Tienen el mismo sabor tus ojos y el cálido recuerdo. Escuchas. Las palabras que escuchas te tocan apenas. Tienes en el rostro calmo un pensamiento claro que parece en los hombros la luz del mar. Tienes en el rostro un silencio que cierra el corazón, como un golpe en el agua, y destila una pena antigua, como el jugo de los frutos caídos entonces.

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NOCTURNO

AGONÍA

Es nocturna la colina, en el cielo claro. Allí se encuadra tu cabeza, que se mueve apenas y acompaña ese cielo. Eres como una nube entrevista entre ramas. Te ríe en los ojos la extrañeza de un cielo que no es el tuyo.

Andaré por las calles hasta que caiga muerta de cansancio, sabré vivir sola y mirar a los ojos las caras que pasan y ser siempre la misma. Este fresco que sube a buscarme las venas es un despertar tan verdadero como nunca había probado en la mañana: sólo me siento más fuerte que mi cuerpo, y un temblor frío viene con la mañana.

La colina de tierra y de hojas encierra con su masa negra tu viva mirada, tu boca tiene el pliegue de una dulce cavidad entre las costas lejanas. Pareces jugar en la gran colina y el claror del cielo: para complacerme repites ese marco antiguo y lo entregas más puro. Pero vives en otra parte. Tu tierna sangre se hizo en otra parte. Las palabras que dices no se corresponden con la áspera tristeza de este cielo. No eres más que una nube dulcísima, blanca, atrapada una noche entre ramas antiguas.

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Quedaron lejos las mañanas en que tenía veinte años. Y mañana, veintiuno: mañana saldré por las calles, de las que recuerdo cada piedra y las estrías del cielo. Desde mañana la gente volverá a mirarme y estaré firme de pie y podré detenerme y verme reflejada en las vidrieras. Las mañanas de antes era joven y no lo sabía, y ni siquiera sabía que era yo la que pasaba –una mujer, dueña de sí misma. La flaca chica que fui se ha despertado de un llanto de años: ahora es como si aquel llanto no hubiese existido. Y deseo solo colores. Los colores no lloran, son como un despertar: mañana los colores volverán. Cada una saldrá por la calle, cada cuerpo un color –hasta los chicos. 41

Este cuerpo vestido de rojo ligero después de tanta palidez tendrá de nuevo su vida. Sentiré a mi alrededor deslizarse las miradas y sabré ser yo: echando una ojeada me veré entre la gente. Cada nueva mañana saldré por las calles buscando los colores.

PAISAJE VII

Basta un poco de día en los ojos claros como el fondo de un agua, y la invade la ira, la aspereza del fondo que el sol araña. La mañana que vuelve y la encuentra viva no es dulce ni buena: la mira inmóvil entre las casas de piedra, que encierra el cielo. Sale el pequeño cuerpo entre la sombra y el sol, como un lento animal, mirando alrededor, sin ver otra cosa sino los colores. Las sombras vagas que cubren la calle y el cuerpo le oscurecen los ojos, apenas entreabiertos como un agua, y el agua transparenta una sombra. Los colores reflejan el cielo calmo. Incluso el paso que aplasta los guijarros, lento, parece pisar las cosas igual que la sonrisa que las ignora y las recorre como agua clara. Dentro del agua pasan amenazas vagas. Cada cosa en el día se encrespa por el pensamiento de que la calle estaría vacía, si no fuera por ella.

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MUJERES APASIONADAS

Las muchachas en el crepúsculo descienden al agua, cuando el mar se desvanece, vasto. En el bosque cada hoja se estremece mientras emergen, cautas, sobre la arena y se sientan en la orilla. La espuma hace su juego inquieto a lo largo del agua remota.

Aquella desconocida extranjera que nadaba de noche, sola y desnuda en la oscuridad cuando cambia la luna, desapareció una noche, y no regresa jamás. Era alta y debió ser blanca, resplandeciente, para que los ojos, desde el fondo del mar, la alcanzaran.

Las muchachas tienen miedo de las algas enterradas bajo las ondas, que aferran las piernas y la espalda: todo lo que esté desnudo, del cuerpo. Suben rápidas a la ribera y se llaman por el nombre, mirando alrededor. También las sombras en el fondo del mar, en la oscuridad son enormes y se las ve moverse inciertas, como atraídas por los cuerpos que pasan. El bosque es un refugio tranquilo en el sol poniente, más que la arena, pero les place a las oscuras muchachas estar sentadas en lo abierto, sobre sus sábanas recogidas. Están todas acurrucadas, apretando la sábana entre las piernas, y contemplan el mar sereno como un prado en el crepúsculo. ¿Se atrevería alguna ahora a tenderse desnuda en un prado? Desde el mar saltarían las algas, que rozan los pies, y agarran y envuelven el cuerpo tembloroso. Hay ojos en el mar, que se entrevén a veces. 44

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TIERRAS QUEMADAS

Habla el joven esmirriado que ha estado en Turín. El gran mar se extiende, oculto por rocas, y da al cielo un azul pálido. Relucen los ojos de todos los que escuchan. A Turín se llega de noche y se ven enseguida por la calle las mujeres maliciosas, vestidas para los ojos, que caminan solas. Allá, todas trabajan por la ropa que visten, pero la adaptan a cada luz. Hay colores para la mañana, colores para salir a las avenidas, para gustar de noche. Las mujeres, que esperan y se sientan solas, conocen a fondo la vida. Son libres. A ellas no se les discute nada.

Quieren ojos y presteza en el hombre y que bromee y que sea siempre fino. Basta salir a las colinas y que llueva: se rinden como niñas, pero saben gozar el amor. Más expertas que un hombre. Son vivaces y lanzadas y, aun desnudas, charlan con ese brío que tienen siempre. Lo escucho. He mirado las ojeras del joven esmirriado, tan atentas. Han visto también ellas una vez aquel verde. Fumaré en la noche oscura, ignorando hasta el mar.

Siento el mar que bate y rebate fatigado en la orilla. Veo los ojos profundos de estos muchachos relampaguear. A dos pasos, la fila de higueras desesperada se aburre sobre la roca rojiza. Son tan libres que fuman solas. Se las encuentra de noche y se las deja de mañana en el café, como amigos. Son jóvenes siempre.

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TOLERANCIA

Llueve sin ruido sobre el prado del mar. Por las sucias calles no pasa nadie. Ha descendido del tren una hembra sola: entre el abrigo se vio la clara enagua y las piernas desaparecieron en la puerta ennegrecida.

ennegrecida y a la fuente desierta. La casa tiene los postigos cerrados, pero adentro hay una cama y sobre la cama una rubia se gana la vida. Todo el pueblo reposa a la noche, todo, menos la rubia, que se lava a la mañana.

Se diría un pueblo sumergido. La noche gotea fría sobre todos los umbrales, y las casas esparcen humo azulado en la sombra. Rojizas, las ventanas se encienden. Se enciende una luz entre los postigos arrimados en la casa ennegrecida. Al día siguiente hace frío y está el sol sobre el mar. Una mujer en enagua se cepilla la boca en la fuente, y la espuma es rosada. Tiene cabellos rubio-ásperos, como las cáscaras de naranja esparcidas por el suelo. Protegida por la fuente, atisba a un mocoso negruzco que la mira encantado. Mujeres oscuras abren los postigos sobre la plaza -los maridos dormitan todavía, en la oscuridad. Cuando vuelve la noche, recomienza la lluvia crepitante sobre muchos braseros. Las esposas, aventando el carbón, echan miradas a la casa 48

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LA PUTA CAMPESINA

le buscaba en el heno los miembros contraídos, la miraba fijo, aplastándola como si fuese su padre. El perfume eran flores pisadas sobre las piedras.

El muro de enfrente que ciega el patio tiene a menudo un reflejo de sol niño que recuerda el establo. Y la pieza desordenada y desierta a la mañana cuando el cuerpo se despierta, exhala el olor del primer perfume inexperto. Hasta el cuerpo, enredado en las sábanas, es el mismo de los primeros años, cuando el corazón saltaba descubriendo. Aquí se despierta desolada por el reclamo avanzado de la mañana y vuelve a emerger en la pesada penumbra el abandono de otro despertar: el establo de la infancia y el pesado cansancio del sol ardoroso sobre las puertas indolentes. Un perfume impregnaba ligero el sudor habitual de los cabellos, y los animales husmeaban. El cuerpo se gozaba furtivo de la caricia del sol, insinuante y pacífica como si fuese un contacto.

Muchas veces retorna en el lento despertar aquel deshecho sabor de flores lejanas y de establo y de sol. No hay hombre que sepa la sutil caricia de este acre recuerdo. No hay hombre que vea más allá del cuerpo tendido aquella infancia trascurrida en el ansia inexperta.

El abandono en el lecho aliviana los miembros tendidos, jóvenes y macizos, como aún niños. La chica inexperta olfateaba el aroma del tabaco y del heno y temblaba al contacto fugitivo del hombre: le gustaba jugar. A veces jugaba tendida con el hombre en el heno, pero el hombre no husmeaba los cabellos: 50

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PENSAMIENTOS DE DEOLA

Deola pasa la mañana sentada en el café y ninguno la mira. A esta hora en la ciudad corren todos bajo el sol todavía fresco del alba. Ninguno busca, tampoco Deola, pero fuma pacífica y respira la mañana. Hasta que estuvo en pensión, debía dormir a esta hora para reponer las fuerzas: la estera sobre el lecho la ensuciaban con los zapatones soldados y obreros, los clientes que rompen la espalda. Pero, sola, es distinto: se puede hacer un trabajo más fino, con poca fatiga. El señor de ayer, despertándola apurado, la ha besado y llevado (me iría, querida, contigo a Turín, si pudiese) con él a la estación para que le deseara buen viaje.

Deola se sienta mostrando el perfil a un espejo y se mira en el fresco del vidrio. La cara un poco pálida: no es el humo estancado. Frunce las cejas. Se necesita la voluntad que tenía Marì para durar en pensión (porque, querida señora, los hombres vienen aquí para sacarse caprichos que no les cumplen ni la mujer ni la novia) y Marì trabajaba incansable, llena de brío y regalaba salud. Los que pasan delante del café no distraen a Deola que trabaja solamente a la noche, con lentas conquistas en la música de su local. Echándole miradas a un cliente o buscándole el pie, le gustan las orquestas que la hacen parecerse a una actriz en la escena de amor con un joven rico. La basta un cliente cada noche, y tiene para vivir. (Quizá el señor de ayer me llevaba de veras con él). Estar sola, si quiere, a la mañana, y sentada en el café. No buscar a ninguno.

Está atontada pero fresca esta vez, y le gusta ser libre, Deola, y beber su leche y comer brioches. Esta mañana es medio señora y, si mira a los que pasan, es solo por no aburrirse. A esta hora en la pensión se duerme y hay olor a encerrado –la patrona sale de compras–, es estúpido estar ahí adentro. Para vagar de noche en locales, se requiere presencia y en pensión, a los treinta, lo poco que queda está perdido.

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DOS CIGARRILLOS

Cada noche es la liberación. Se ven los reflejos en el asfalto sobre las avenidas que se abren lustrosas al viento. Cada raro transeúnte tiene una cara y tiene una historia. Pero a esta hora no hay más cansancio: los miles de faroles son todos para el que se detiene a raspar un fósforo. La llamita se apaga sobre el rostro de la mujer que me ha pedido un fósforo. Se apaga en el viento y la mujer, desilusionada, no quiere que un segundo se apague: la mujer ahora ríe, sumisa. Aquí podemos hablar en voz alta y gritar, que nadie oye. Levantamos las miradas a las muchas ventanas –ojos apagados que duermen– y esperamos. La mujer abraza sus hombros y se lamenta de que ha perdido el chal de colores que a la noche le hacía de estufa. Pero basta con apoyarse contra la esquina y el viento no es más que un soplo. Sobre el asfalto extenuado hay ya una colilla. Ese chal venía de Río, pero dice la mujer que está contenta de haberlo perdido, porque me ha encontrado. Si el chal venía de Río, ha pasado de noche sobre el océano bañado por la luz del gran transatlántico. Por cierto, noches de viento. Es el regalo de un marino suyo.

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No está más el marino. La mujer susurra que, si subo con ella, me lo muestra en un retrato, con ricitos y bronceado. Viajaba en sucios vapores, y lustraba las máquinas: yo soy más bello. Sobre el asfalto hay dos colillas. Miramos hacia el cielo: la ventana allá arriba –me señala la mujer– es la nuestra. Pero allá no hay estufa. A la noche, los barcos solitarios tienen pocas luces o solamente las estrellas. Cruzamos la calle del brazo, jugando a calentarnos.

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DESPUÉS

La colina está tendida y la lluvia la empapa en silencio. Llueve sobre las casas: la breve ventana se llenó de un verde más fresco y más desnudo. La compañera estaba tendida conmigo: la ventana estaba vacía, nadie miraba, estábamos desnudos. Su cuerpo secreto camina a esta hora por la calle, con su paso, pero el ritmo es más blando; la lluvia desciende con ese paso, tenue y fatigada. La compañera no ve la muda colina amodorrada en la humedad: va por la calle y la gente que la choca no sabe.

En las hojas de las avenidas, en el paso indolente de las mujeres, en las voces de todos, hay un poco de la vida que los dos cuerpos han olvidado, pero que es un milagro. Como descubrir abajo, en el fondo de un camino, la colina entre las casas, y mirarla y pensar que conmigo la compañera la mira desde la breve ventana. En la oscuridad se ha hundido la desnuda colina y la lluvia murmura. No está la compañera que se ha llevado su cuerpo dulce y la sonrisa. Pero mañana bajo el cielo lavado del alba la compañera saldrá por las calles, tenue por su paso. Podremos encontrarnos, queriendo.

Hacia la noche, la colina es recorrida por retazos de niebla, la ventana recibe también ese aliento. La calle a esta hora está desierta; la solitaria colina tiene una vida remota en el cuerpo más oscuro. Yacíamos fatigados en la humedad de dos cuerpos, amodorrados uno sobre el otro. Una tarde más dulce, de sol tibio y de colores frescos, la calle sería una gloria. Es una gloria caminar por la calle, gozando un recuerdo del cuerpo, todo difuso alrededor. 56

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Ciudad en el campo

EL TIEMPO PASA

Aquel viejo astuto una vez, sentado en la hierba, esperaba que el hijo volviese con el pollo mal acogotado, y le daba dos cachetazos. Por el camino –caminaba al alba sobre aquellas colinas– le explicaba que el pollo se acogota con la uña –entre los dedos– del pulgar, sin ruido. En el crepúsculo fresco marchaban bajo las plantas repletas de fruta y el muchacho llevaba sobre el hombro un zapallo amarillento. El viejo decía que en los campos los víveres son de quien los precisa, tanto es así que bajo techo no crecen. Mirar bien alrededor, primero, y después elegir con calma la uva más negra y sentarse a la sombra y no moverse hasta que uno está lleno.

En otoño, de noche, el viejo camina pero no tiene más zapallo, y las puertas humosas de las cantinas arrojan borrachos que barbotean solos. Es una gente que bebe solamente de noche (desde la mañana piensan en eso) y luego se emborracha. El vejestorio, de joven, bebía tranquilo; ahora, sólo de husmear le baila la barba: hasta que le planta el bastón entre los pies a un ebrio que cae a tierra. Lo ayuda a alzarse, le vacía los bolsillos, (a veces al ebrio le sobra alguna cosa), y a los dos los tiran afuera de la taberna humosa, incluido él, que canta, que riñe, y que quiere el zapallo y tenderse bajo la vid.

Hay quien come pollo en la ciudad. Por las calles no se encuentran los pollos. Se encuentra al vejestorio –todo lo que queda del otro viejo astuto– que, sentado en una esquina, mira a los que pasan y, cuando quieren, le tiran dos monedas. No abre la boca el vejete: decir cualquier cosa da sed, y en la ciudad no se encuentran barriles que derramen, ni en octubre ni nunca. Está el mostrador del cantinero que tiene hedor a mosto, especialmente de noche.

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GENTE QUE NO ENTIENDE

Bajo los árboles de la estación se encienden las luces. Gella sabe que a esta hora su madre regresa de los prados con el delantal repleto. Mientras espera el tren, Gella mira entre el verde y sonríe al pensar en pararse ella también, entre los faroles, a recoger hierba. Gella sabe que su madre de joven estuvo en la ciudad una vez: ella, todas las tardes al oscurecer, regresa, y en el tren recuerda vidrieras espejantes y personas que pasan y no miran a la cara. La ciudad de su madre es un patio encerrado entre paredes, y la gente se asoma a los balcones. Gella regresa cada tarde con los ojos distraídos en colores y deseos y, mientras el tren se aleja, piensa, al ritmo monótono, netos perfiles de calles entre las luces, y colinas atravesadas de avenidas y de vida y alborozo de jóvenes, de andar franco y risa dominante. Gella está harta de ir y venir, y regresar a la noche y no vivir entre las casas y en medio de las viñas. A la ciudad la querría sobre aquellas colinas, luminosa, secreta, y no moverse más.

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Así es muy distinta. A la noche reencuentra a los hermanos, que vuelven descalzos de algún trabajo, a la madre atezada, y se habla de tierras y ella se sienta en silencio. Pero todavía recuerda que, muy chica, volvía ella también con su montón de hierba: sólo que aquellos eran juegos. Y la madre que suda recogiendo la hierba, porque hace treinta años la recoge cada tarde, bien podría una vez quedarse en casa. Nadie la busca. También Gella querría quedarse, sola, en los prados, pero llegar a los más solitarios, y tal vez a los bosques. Y esperar la noche y ensuciarse en la hierba y tal vez en el fango y nunca más volver a la ciudad. No hacer nada, porque no hay nada que le sirva a nadie. Como hacen las cabras, arrancar solamente las hojas más verdes, y que se le empapen los cabellos, sudados y quemados, de rocío nocturno. Endurecer las carnes y ennegrecer y arrancarse las ropas, para que en la ciudad no la quieran más. Gella está harta de ir y venir y sonríe con el pensamiento de entrar en la ciudad desfigurada y descompuesta. Hasta que las colinas y las viñas desaparezcan, y pueda pasear por las avenidas donde estaban los prados, cada noche, riendo, Gella tendrá estos deseos, mirando desde el tren.

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CASA EN CONSTRUCCIÓN

Con las cañitas, despareció también la sombra. Ya el sol, al sesgo, atraviesa las arcadas y se descarga por los huecos que serán ventanas. Trabajan un poco los albañiles, tanto cuanto dura la mañana. De vez en cuando se lamentan por el tiempo en que aquí susurraban las cañas y un caminante acalorado podía tirarse sobre el pasto. Los muchachos comienzan a llegar cuando el sol está más alto. No le temen al calor. Los pilares aislados contra el cielo son un campo de juego mejor que los árboles o la calle de siempre. Los ladrillos desnudos se llenan de azul, para cuando los huecos sean cerrados, y para ellos es una dicha mirarse desde abajo la cabeza sobre los recuadros de cielo. Lástima el buen tiempo, porque un chaparrón allá arriba, en aquellos vanos, le gustaría a los muchachos. Sería lavar la casa. Ciertamente anoche –se puede ir– era mejor: el rocío bañaba los ladrillos y, tendidos entre los muros, veían las estrellas. Hasta podían encender un buen fuego y alguno atacarlos, y agarrarse a piedrazos. Una piedra, de noche, puede matar sin ruido. Están, además, las culebras que bajan por los muros y que caen como una piedra, sólo que más blandas.

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Qué sucede de noche allí adentro, lo sabe solo el viejo, al que se ve por la mañana bajando las colinas. Deja brasas allí adentro y tiene la barba chamuscada por la llama y ya absorbió tanta agua que, como el terreno, no podría cambiar de color. Hace reír a todos porque dice que los otros se hacen la casa con sudor, y él duerme allí sin sudar. Pero un viejo no debería permanecer en la noche al aire libre. Se entiende de una pareja en un prado: están el hombre y la mujer que se tienen apretados y después vuelven a casa. Pero este viejo no tiene una casa y se mueve a duras penas. Realmente algo le sucede allí adentro, porque todavía a la mañana barbotea para sí. Después de un rato, los albañiles se tiran a la sombra. Es el momento en que el sol ha impregnado cada cosa y cada ladrillo quema las manos al tocarlo. Se ha visto ya una culebra desplomarse, huyendo, en el pozo de cal: es el momento en que el calor enloquece hasta a los animales. Se bebe una vuelta y se ven las colinas todo alrededor, quemadas, tremolar en el sol. Solamente un tonto seguiría trabajando y, de hecho, aquel viejo a esta hora atraviesa las viñas robando zapallos. Pero hay muchachos sobre los andamios, que suben y bajan. Una vez una piedra terminó sobre el cráneo del patrón, y todos interrumpieron el trabajo para llevarlo al torrente y lavarle la cara. 63

CIUDAD EN EL CAMPO

Papá bebe a la mesa rodeado de parrales verdes y el muchacho se aburre sentado. El caballo se aburre, cubierto de moscas: el muchacho querría cazarlas, pero Papá lo tiene bajo el ojo. Las parras dan al vacío, sobre el valle. El muchacho no mira más hacia abajo: le dan ganas de dar un gran salto. Alza los ojos: no hay más lindas nubes; los cúmulos resplandecientes se cerraron para esconder el fresco del cielo. Se lamenta, Papá, de que hay que sufrir más calor en el viaje, para vender la uva, que segando el grano. Quién ha visto alguna vez en setiembre este sol candente y que haya que parar al regreso, en la fonda, porque de otro modo revienta el caballo. Pero la uva está vendida; los otros pensarán en eso, de aquí a la vendimia: aunque granice, el precio está hecho. El muchacho se aburre; su trago, Papá ya se lo ha hecho beber. No hay más que mirar ese blanco maligno, bajo el negro bochorno, y confiar en el agua.

Si hacía ese calor en la ciudad, se quedaban a almorzar en la fonda. La polvareda y el calor no ensucian las paredes en la ciudad: a lo largo de las avenidas las casas son blancas. El muchacho alza los ojos a las nubes horribles. En la ciudad están al fresco sin hacer nada, pero compran uva, la trabajan en grandes bodegas y se hacen ricos. Si se quedaban más tiempo, veían en medio de los árboles, a la noche, cada avenida con una fila de luces. Entre las parras, se levanta un gran viento. El caballo se sacude. Y Papá mira el aire. Allá abajo en el valle está la casa en el prado y la viña madura. En un segundo, hace frío y las hojas se caen y el polvo vuela. Papá bebe siempre. El muchacho alza los ojos a las nubes horribles. Sobre el valle hay todavía una mancha de sol. Si se quedan aquí, comerán en la fonda.

Las calles frescas a media mañana estaban llenas de portales y de gente. Gritaban en la plaza. Iba y venía el helado blanco y rosado: parecía las nubes sólidas en el cielo.

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ATAVISMO

El muchacho respira más fresco, escondido detrás de los postigos, mirando la calle. Se ven las piedras por la clara abertura, en el sol. Nadie camina por la calle. El muchacho querría salir, así desnudo –la calle es de todos–, y hundirse en el sol. En la ciudad no se puede. Se podría en el campo, si no estuviese, sobre la cabeza, la profundidad del cielo que humilla y aterra. Está la hierba que, fría, hace cosquillas en los pies, pero las plantas que miran y los troncos y los arbustos son ojos severos para un débil cuerpo descolorido, que tiembla. Hasta la hierba es distinta y repugna al contacto.

Si se tiene un cuerpo, hay que verlo. El muchacho no sabe si cada uno tiene un cuerpo. El vejestorio arrugado que pasaba esta mañana no puede tener un cuerpo, tan pálido y triste, no puede haber nada que aterre de ese modo. Tampoco los adultos o las esposas que dan la teta al bebé están desnudos. Tienen un cuerpo sólo los muchachos. El muchacho no se atreve a mirarse en la oscuridad, pero sabe bien que debe hundirse en el sol, y habituarse a las miradas del cielo, para hacerse hombre.

Pero la calle está desierta. Si pasase alguno, el muchacho en la oscuridad osaría mirarlo y pensar que todos esconden un cuerpo. Pasa, en cambio, un caballo de músculos gruesos y atruenan las piedras. Hace tiempo que el caballo anda desnudo y sin impedimento bajo el sol: tanto, que anda en medio de la calle. El muchacho, que querría ser fuerte de ese modo, y renegrido, y tal vez tirar de un carro, osaría mostrarse.

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AVENTURAS

Corre el río tranquilo y lo espuman los pájaros. De entre las nubes rojas se tiran abajo, de la alegría de encontrarlo desierto.

Sobre la negra colina está el alba, y sobre los techos se adormecen los gatos. Un muchacho se ha caído desde el techo anoche, y se rompió la espalda. Vibra un viento entre los árboles frescos: las nubes rojas, en lo alto, son tibias y viajan lentamente. Abajo, en el callejón, asoma un perrazo que olfatea al muchacho sobre el empedrado, pero un ronco maullido se alza entre las cumbreras: alguien no está contento. A la noche cantaban los grillos y las estrellas se apagaban en el viento. Al claror del alba, se apagan también los ojos de los gatos en celo que el muchacho espiaba. La gata, si llora, es porque no tiene gato. No hay nada que hacerle –ni las puntas de los árboles ni las nubes rojas–: llora a cielo descubierto como si aún fuese de noche. El muchacho espiaba los amores de los gatos. El perrazo que olfatea su cuerpo gruñendo, ha llegado cuando aún no era el alba: escapaba desde la claridad de la otra vertiente. Nadando en el río que empapa como en los prados el rocío, lo alcanzó la luz. Las perras ululaban todavía. 68

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CIVILIZACIÓN ANTIGUA

Seguro, el día no tiembla al mirarlo y las casas son firmes, plantadas en el empedrado. El martillo de ese hombre sentado golpea una piedra sobre la tierra blanda. El muchacho que escapa a la mañana no sabe si ese hombre trabaja, y se para a mirarlo. Nadie trabaja en la calle.

Si la calle es de todos, hay que disfrutarla sin hacer otra cosa, mirando alrededor, a la sombra, al sol, en el fresco ligero. Cada calle se abre de par en par como una puerta, pero ninguno la traspasa. Ese hombre sentado ni siquiera se da cuenta, como si fuese un mendigo, de la gente que viene y va, en la mañana.

El hombre se sienta en la sombra que cae de lo alto de una casa, más fresca que una sombra de nube, y no las mira pero toca sus piedras, absorto. El ruido de las piedras resuena lejos sobre el empedrado velado por el sol. Muchachos no hay por las calles. El muchacho está solo; se da cuenta de que todos son hombres o mujeres que no ven lo que él ve y caminan apurados. Pero ese hombre trabaja. El muchacho lo mira dudando si es posible que un hombre trabaje sobre la calle, sentado como los mendigos. Y también los otros que pasan parecen absortos en terminar algo y ninguno mira hacia atrás o adelante, a lo largo de toda la calle.

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ULISES

Este es un viejo sin ilusión, porque ha hecho a su hijo demasiado tarde. Se miran a la cara cada tanto, pero antes bastaba un cachetazo. (Sale el viejo y regresa con el hijo que se aprieta una mejilla y no levanta más los ojos). Ahora el viejo está sentado hasta la noche delante de una gran ventana, pero no llega nadie y la calle está desierta.

El muchacho, que está por volver, no recibe más cachetazos. El muchacho comienza a ser joven y descubre cada día alguna cosa y no le habla a nadie. No hay nada por la calle que no pueda saberse sentado frente a esta ventana, pero el muchacho camina todo el día por la calle. No busca aún mujeres pero ya no juega en el piso. Cada vez regresa. El muchacho tiene un modo de salir de casa que, quien se queda, entiende que ya no puede hacer nada.

Esta mañana ha escapado el muchacho y regresa esta noche. Se sonreirá con burla. A nadie querrá decirle qué comió en el almuerzo. Tal vez tendrá los ojos pesados y se irá a la cama en silencio: dos zapatos embarrados. La mañana era azul, tras las lluvias de un mes. Por la fresca ventana corre amargo un olor de hojas. Pero el viejo no se mueve de la oscuridad, no tiene sueño de noche, y querría tener sueño y olvidar cada cosa, como en otro tiempo al regresar de un largo camino. Para calentarse, gritaba y pegaba.

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DISCIPLINA

PAISAJE V

Los trabajos comienzan al alba. Pero nosotros comenzamos un poco antes del alba a encontrarnos a nosotros mismos en la gente que va por la calle. Cada uno recuerda que está solo y tiene sueño, descubriendo los raros transeúntes – cada cual fantaseando a solas, porque sabe que al alba abrirá bien los ojos. Cuando llega la mañana nos encuentra estupefactos mirando el trabajo que ahora comienza. Pero no estamos más solos y nadie tiene sueño y pensamos con calma los pensamientos del día hasta sonreír. En el sol que regresa estamos todos convencidos. Pero a veces un pensamiento menos claro –una sonrisa burlona– nos toma de improviso y volvemos a mirar como antes de que saliera el sol. La ciudad clara asiste a los trabajos y a las sonrisas burlonas. Nada puede temer la mañana. Todo puede suceder y basta alzar la cabeza del trabajo y mirar. Muchachos fugitivos que no hacen todavía nada caminan por la calle y alguno hasta corre. Las hojas de las avenidas arrojan sombra sobre la calle y sólo falta la hierba entre las casas que asisten inmóviles. Muchos en la orilla del río se desvisten al sol. La ciudad nos permite alzar la cabeza para pensarlo, y sabe bien que después la inclinamos.

Las colinas insensibles que llenan el cielo están vivas al alba; después se quedan inmóviles como si fueran siglos, y el sol las mira. Recubrirlas de verde sería una dicha, y en el verde, dispersas, la fruta y las casas. Cada planta, al alba, sería un vida prodigiosa, y las nubes tendrían un sentido.

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Nos falta sólo un mar que resplandezca fuerte y que inunde la playa con un ritmo monótono. Sobre el mar no crecen plantas, no se mueven hojas: cuando llueve sobre el mar, cada gota se pierde, como el viento sobre estas colinas, que busca las hojas y no encuentra más que piedras. Hay un momento en el alba: se dibujan sobre la tierra las siluetas oscuras y las manchas bermejas. Después, vuelve el silencio. ¿Tienen un sentido las cuestas arrojadas al cielo como casas de una gran ciudad? Están desnudas. Pasa a veces un aldeano tallado en el vacío, tan absurdo que parece pasar sobre un techo de la ciudad. Viene a la mente la estéril mole de las casas amontonadas, que agarra la lluvia y se seca al sol y no da ni un poco de hierba.

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Para cubrir las casas y las piedras de verde –y que el cielo tenga sentido– hace falta hundir en la oscuridad raíces bien negras. Al volver el alba, correría la luz dentro de la tierra como un golpe. Toda la sangre estaría más viva: también los cuerpos están hechos de venas negruzcas. Y los aldeanos que pasan tendrían un sentido.

INDISCIPLINA El borracho deja atrás las casas perplejas. No todos, bajo la luz del sol, se atreven a caminar borrachos. Cruza tranquilo la calle, y podría ensartarse los muros, que ahí están los muros. Sólo un perro pasa de este modo, pero un perro se para cada vez que huele a la perra, y la olfatea con cuidado. El borracho no mira a nadie, ni siquiera a las mujeres. Por la calle la gente, turbada al verlo, no ríe y no quiere que haya un borracho, pero muchos tropiezan por seguirlo con los ojos, y vuelven a mirar adelante, imprecando. Después de que pasó el borracho, toda la calle se mueve más lenta en la luz del sol. Si alguno corre como antes, es uno que no será nunca el borracho. Los otros miran, sin distinguir, el cielo y las casas que continúan estando, aunque ninguno los vea. El borracho no ve ni casas ni cielo, pero sabe que están, porque recorre inseguro un espacio nítido como las estrías del cielo. La gente, confusa, no comprende para qué están las casas allí, y las mujeres no miran a los hombres. Todos tienen una especie de miedo de que en un instante la voz ronca estalle en una canción y los siga por el aire.

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Cada casa tiene una puerta, pero es inútil entrar. El borracho no canta, pero tiene un camino donde el único obstáculo es el aire. Suerte que de este lado no hay mar, porque el borracho, caminando tranquilo, entraría en el mar y, desaparecido, seguiría en el fondo el mismo camino. Afuera, la luz sería la misma, siempre.

RETRATO DE AUTOR (a Leone)

La ventana que mira al empedrado se ahonda, siempre vacía. El azul del verano sobre la cabeza parece en cambio más firme y despunta ahí una nube. Aquí no despunta nadie. Y estamos sentados en el suelo. El colega –que huele mal–, sentado conmigo sobre la vía pública, sin mover el cuerpo se sacó los pantalones. Yo me saco la camiseta. Sobre la piedra está frío, y el colega disfruta más que yo, que lo miro, y no pasa nadie. La ventana, de pronto, contiene una mujer de claro color. Tal vez sintió el mal olor y nos mira. El colega está ya de pie y observa. Tiene una barba, el colega, desde la cara a las piernas, que le excusa estar sin pantalones y brota entre los agujeros de la camiseta. Es una barba que se basta sola. El colega ha saltado por esa ventana dentro de la oscuridad, y la mujer desapareció. Se me van los ojos a la franja de cielo, bien sólido, desnudo también.

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Yo no huelo mal porque no tengo barba. Me hiela, la piedra, esta espalda mía desnuda, que les gusta a las mujeres porque es lisa: ¿qué cosa no les gusta a las mujeres? Pero no pasan mujeres. Pasa, en cambio, una perra seguida de un perro que seguro se mojó con la lluvia, porque huele muy mal. La nube sola, en el cielo, mira inmóvil: parece un montón de hojas. El colega ha encontrado la cena esta vez. Tratan bien, las mujeres, a quien está desnudo. Aparece finalmente en la esquina un muchachito que fuma. Tiene las piernas de anguila también, la cabeza rizada, piel dura: las mujeres querrán desvestirlo un buen día y olfatear si tiene buen olor. Cuando llega, extiendo un pie. Se va al suelo y le pido un pucho. Fumamos en silencio.

GRAPA EN SETIEMBRE

Las mañanas transcurren claras y desiertas sobre las costas del río, que al alba se enturbia y oscurece su verde, en espera del sol. El tabaco que venden en la última casa todavía húmeda, al borde de los prados, tiene un color casi negro y un sabor jugoso: humea azulino. Tienen también la grapa, color de agua. Ha llegado el momento en que todo se detiene y madura. Las plantas lejanas están quietas: se han vuelto más oscuras. Esconden frutos que caerían de un sacudón. Las nubes esparcidas tienen pulpas maduras. Lejos, sobre las avenidas, cada casa madura bajo la tibieza del cielo. No se ven a esta hora más que mujeres. Las mujeres no fuman y no beben, saben solamente detenerse en el sol y recibirlo sobre ellas tibio como si fuese fruta. El aire, crudo de niebla, se bebe a tragos como la grapa, cada cosa ahí exhala un sabor. También el agua del río ha bebido la orilla y la macera en el fondo, en el cielo. Las calles son como las mujeres, maduran inmóviles.

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A esta hora cada uno debería detenerse en la calle y mirar cómo todo madura. Hasta hay una brisa que no mueve las nubes pero alcanza a conducir el humo azulino sin romperlo: es un nuevo sabor que pasa. Y el tabaco se empapa de grapa. Y así las mujeres no serán las únicas que gocen la mañana.

BALLET

Es un gigante que pasa volviéndose apenas, cuando espera a una mujer, y no parece que espera. Pero no lo hace a propósito: fuma, y la gente lo mira. Cualquier mujer que va con este hombre es una nenita que se adosa a ese cuerpo riendo, feliz y asombrada por la gente que mira. El gigante se encamina y la mujer es una parte de todo su cuerpo, sólo que más viva. La mujer no importa, cada noche es distinta, pero siempre una pequeña que riendo contiene el culito que danza. El gigante no quiere un culito que dance por la calle, y pacífico lo lleva a sentarse cada noche a ver la pelea, y la mujer contenta. En el encuentro la mujer se aturde por los alaridos y, mirando al gigante, vuelve a ser nena. De los dos boxeadores se oyen los ruidos de los saltitos y de los puños, pero parece que bailan así desnudos y enlazados y la mujer los mira con los ojitos y se muerde los labios contenta. Se abandona al gigante y vuelve a ser nena: es un placer apoyarse en una roca que ampara.

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Si la mujer y el gigante se desnudan juntos –lo harán más tarde–, el gigante parece la placidez de una roca, una roca quemante, y la nena, para calentarse, se aprieta a esa mole.

PATERNIDAD

Fantasía de la mujer que baila, y del viejo que es su padre y una vez la tuvo en la sangre y la hizo una noche, gozando en un lecho, desnudo. Ella se apura por llegar a tiempo para desvestirse y allí hay otros viejos que esperan. Todos le devoran, cuando ella salta en el baile, la fuerza de las piernas con los ojos, pero los viejos tiemblan. Casi desnuda está la chica. Y los jóvenes miran con sonrisas, y alguno querría estar desnudo. Se parecen todos a su padre los viejos entusiastas y son todos, vacilantes, un resto de cuerpo que ha gozado otros cuerpos. También los jóvenes un día serán padres, y la mujer es para todos una sola. Ha ocurrido en silencio. Una alegría profunda invade la oscuridad delante de la joven viva. Todos los cuerpos no son más que un cuerpo, uno solo que se mueve clavando las miradas de todos. Esta sangre, que recorre los miembros firmes de la joven, es la que se hiela en los viejos; y su padre que fuma en silencio, acalorado, no salta, pero él ha hecho a la hija que baila.

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Hay un perfume y un estallido en el cuerpo de ella que es el mismo en el viejo, y en los viejos. En silencio fuma el padre y espera que vuelva, vestida. Todos esperan, jóvenes y viejos, y la miran fijo; y cada uno, bebiendo solo, volverá a pensar en ella.

ATLANTIC OIL

El mecánico borracho está feliz tirado en una zanja. Desde la piola*, de noche, en cincos minutos por el prado, uno está en casa; pero primero está el fresco de la hierba para gozarlo, y el mecánico duerme y ya llega el alba. A dos pasos, en el prado, se alza el cartel rojo y negro: quien se acerca mucho no llega a leerlo, tan grande es. A esta hora, está todavía húmedo de rocío. El camino, de día, lo cubre de polvo, como cubre los arbustos. El mecánico, abajo, se estira en el sueño. El silencio es extremo. Dentro de poco, bajo la tibieza del sol, pasarán los autos sin descanso, despertando el polvo. De golpe, en la cima de la colina, ralentan un poco; luego se tiran hacia la curva. Alguno se para en el polvo, frente al garaje, que lo llena de litros. Los mecánicos, un poco atontados, estarán a la mañana sobre los bidones, sentados, esperando un trabajo. Es un gusto pasarse la mañana sentado en la sombra. Aquí el hedor de los aceites se mezcla al olor de verde, de tabaco y de vino, y el trabajo los viene a buscar a la puerta de casa. Cada tanto, hay para divertirse: campesinas que pasan y le echan la culpa, de animales y esposas * Piola: modo dialectal piamontés por fonda (N. del T.)

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asustadas, al garaje que mantiene ese tráfico; campesinos que miran torvo. Cada uno, de vez en cuando, hace una bajada rápida a Turín, y regresa más despejado.

CREPÚSCULO DE ARENEROS

Después, entre reír y vender nafta, alguno se para: estos campos, si uno los mira, están llenos de polvo del camino y, si uno sienta en la hierba, se viene encima. Entre las cuestas, siempre hay una viña que gusta más: terminará en que el mecánico se casa con la viña que le gusta y con su chica, y saldrá con el sol, pero a zapar, y llegará con todo el cuello negro, y beberá de su vino, prensado las tardes de otoño en la bodega.

Las barcazas remontan despacio, a pulso, pesadas; casi inmóviles, espuman la viva corriente. Es ya casi de noche. Aisladas, se detienen: se debate y estremece la pala bajo el agua. De hora en hora, otras barcas han llegado hasta aquí. Muchos cuerpos de mujer han cruzado en el sol sobre esta agua. Han bajado al agua o saltado a la orilla a debatirse en pareja, alguna, sobre la hierba. En el crepúsculo, el río está desierto. Dos o tres areneros han bajado, con el agua hasta la cintura, y excavan el fondo. El gran frío en las ingles agota y adormece las espaldas.

También de noche pasan autos, aunque silenciosos, tanto que al borracho, en la zanja, no lo han despertado. En la noche no levantan polvo, y el haz de los faros revela todo el cartel, sobre el prado, en la curva. Bajo el alba, los autos van cautos y no se oyen ruidos, salvo el de la brisa que pasa, y, alcanzada la cima, se pierden en la llanura, hundiéndose en la sombra.

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Aquellas mujeres no son más que un blanco recuerdo. Las barcazas en la oscuridad descienden, pesadas de arena, sin un corcovo, rasantes: hay un hombre sentado en cada punta y un grano de fuego les arde en la boca. Cada par de brazos trajina su remo, una tibieza desciende sobre las piernas agotadas y lejos se encienden las luces. Desaparecieron las mujeres que a la mañana llevaban en las barcas, tendidas, mientras que un joven, parado en la punta, remaba sudando. Eran bellas esas mujeres: alguna descendía, semidesnuda y desaparecía riendo con algún compañero.

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Cuando cualquier atolondrado venía a buscar pelea, los areneros levantaban la cabeza y la injuria moría sobre la mujer acostada, como si estuviese ya desnuda. Ahora vuelven los estremecimientos, entrevistos en la hierba, a ocupar el silencio. Y cada cosa se concentra en la punta de fuego, que vive. Ahora el ojo se pierde en el humo invisible que sale de la boca y las piernas recuperan el empujón de la sangre. A la distancia, sobre el río, cintilan las luces de Turín. Dos o tres areneros han encendido, sobre la proa, el fanal, pero el río está desierto. La fatiga del día querría adormecerlos y sus piernas están casi destruidas. Alguno no piensa sino en atracar la barcaza y caer sobre la cama y comer en el sueño, quizá soñando. Pero alguno vuelve a ver aquellos cuerpos en el sol y tendrá aún la fuerza de ir a la ciudad, bajo las luces, a buscar, riendo, entre la muchedumbre que pasa.

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EL CARRETERO

El chirrido del carro sacude el camino. No hay cama más sola para quien, bajo el alba, duerme aún extendido, soñando la oscuridad. Bajo el carro se apaga –lo dice el cielo– la linterna que se bambolea noche y día. Va con el carro una tibieza que sabe a hostería, a tetas apretadas y a noche clara, de fatiga contenta, sin despertar. Va con el carro, en el sueño, un recuerdo ya despierto de palabras enronquecidas, calladas al alba. El calor de la viva chimenea encendida vuelve a encender el cuerpo, que siente el día. El chirrido más ronco del carro que va ha descubierto en el cielo, que pesa en lo alto, una raya lejana de luz fría. Es allá abajo que se enciende el recuerdo de ayer. Es allá abajo que hoy será el calor, la hostería, la vigilia, las voces roncas, la fatiga. Será sobre la plaza abierta. Allí estarán aquellos ojos que sacuden la sangre.

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También las bolsas, en el alba que se demora, sacuden a quien está tendido y las oprime, con los ojos en el cielo, que se abre –se aprieta el recuerdo en las bolsas. El recuerdo se hunde en la sombra de ayer, allí salta la chimenea y la llama viva.

TRABAJAR CANSA

Cruzar una calle para escapar de casa lo hace sólo un muchacho, pero este hombre que vaga todo el día por la calle ya no es más un muchacho y no escapa de casa. Hay en verano siestas en que hasta las plazas quedan vacías, tendidas bajo el sol que está por caer, y este hombre, que llega por una avenida de inútiles plantas, se detiene. ¿Vale la pena estar solo, para estar siempre más solo? Solamente vagar, las plazas y las calles están vacías. Hace falta parar a una mujer y hablarle y pedirle vivir juntos. De otro modo, uno habla solo. Es por esto que a veces hay un borracho nocturno que comienza a parlotear y cuenta los proyectos de toda la vida. No es cierto que esperando en la plaza desierta se encuentra a alguno, pero el que recorre las calles se para cada tanto. Si fueran dos, aun andando por la calle, la casa estaría donde estuviese esa mujer y valdría la pena.

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Maternidad

A la noche, la plaza vuelve a estar desierta y este hombre que pasa no ve las casas tras las inútiles luces, no levanta ya los ojos: siente sólo el empedrado que hicieron otros hombres, de manos endurecidas como las suyas. No es justo quedar en la plaza desierta. Vendrá ciertamente aquella mujer por la calle que, si uno le pide, querrá dar una mano en la casa.

UNA ESTACIÓN

Esta mujer una vez estuvo hecha de carne fresca y sólida: cuando llevaba un chico, se mantenía escondida y entristecía sola. No quería mostrarse deformada por la calle. Las otras veces (era joven y sin quererlo hizo muchos chicos) pasaba por la calle con un paso seguro y sabía disfrutar los momentos. Los vestidos se hacen viento las tardes de marzo y se aprietan y tiemblan alrededor de las mujeres que pasan. Su cuerpo de mujer se movía seguro en el viento que se desvanecía y lo dejaba firme. No tuvo nunca otro bien que ese cuerpo, que ahora está gastado, después de tantos hijos. En las tardes de viento se expande un aroma de savias, el aroma que tenía el cuerpo, de joven, entre los vestidos superfluos. Un sabor de tierra mojada, que en cada marzo regresa. También donde no hay avenidas en la ciudad, y no llega en el sol el respiro del viento, su cuerpo vivía, exhalando los jugos en fermentación, entre muros de piedra. Con el tiempo, [también ella, que ha nutrido otros cuerpos, se ha estropeado y doblado.

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No es lindo mirarla, ha perdido toda la fuerza; pero, entre tantos que tuvo, una hija vuelve a pasar por las calles, a la tarde, y a ostentar en el viento, bajo los árboles, sólido y fresco, su cuerpo que vive. Y hay un hijo que vaga, y sabe estar solo y se sabe divertir solo. Pero se mira en las vidrieras, complacido por el modo en que lleva del brazo a su compañera. Le gusta, en un juego de músculos, arrimársela, mientras ella lucha, y besarla en el cuello. Sobre todo le gusta, después de que ha engendrado sobre aquel cuerpo, dejarlo entristecer y volver a sí mismo. Una apretada lo hace solamente sonreír, y un hijo lo haría indignarse. Lo sabe la muchacha, que espera, y se prepara a esconder el vientre deformado y goza con él, complaciente, y le admira la fuerza de ese cuerpo que sirve para tantas otras cosas.

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PLACERES NOCTURNOS

También nosotros nos paramos a sentir la noche en el instante en que viento está más desnudo: las avenidas están frías de viento, todo olor ha cesado; las narices se levantan hacia las luces oscilantes. Tenemos todos una casa que espera en la oscuridad a que regresemos: una mujer que espera en la oscuridad, tendida en el sueño: el cuarto está caliente de olores. No sabe nada del viento la mujer que duerme y respira; la tibieza del cuerpo de ella es la misma de la sangre que murmura en nosotros. Este viento que lava, que llega desde el fondo de las avenidas abiertas de par en par en la oscuridad; las luces oscilantes y nuestras narices contraídas se debaten desnudos. Cada olor es un recuerdo. De lejos, de la oscuridad, salió este viento que se abate sobre la ciudad: de abajo, de prados y colinas, donde sólo hay una hierba que el sol ha calentado y una tierra ennegrecida de humores. Nuestro recuerdo es un áspero olor, la poca dulzura de la tierra desventrada que exhala en invierno el aliento del fondo. Se ha apagado cada olor en la oscuridad, y a la ciudad no llega más que el viento. 97

Volveremos esta noche a la mujer que duerme, con los dedos helados a buscar su cuerpo, y un calor nos sacudirá la sangre, un calor de tierra ennegrecida de humores: un aliento de vida. También ella se calentó en el sol y ahora descubre en su desnudez la vida más dulce, que de día desaparece, y tiene sabor de tierra.

LA CENA TRISTE

Justo bajo el emparrado, comida la cena. Allí abajo hay agua, que corre mansa. Callamos, escuchando y mirando el sonido que hace el agua al pasar por el surco de luna. Esta demora es la más dulce. La compañera, que se demora, parece que aún muerde ese racimo de uva, tan viva tiene la boca; y el sabor perdura, como el amarillo lunar, en el aire. Las miradas, en la sombra, tienen la dulzura de la uva, pero los sólidos hombros y las mejillas quemadas encierran todo el verano. Han quedado uva y pan sobre la mesa blanca. Las dos sillas se miran de frente desiertas. Quién sabe qué cosas alumbra el surco de luna, con esa luz, dulce, en los bosques remotos. Puede suceder, antes del alba, que un soplo más frío apague luna y vapores, y alguien aparezca. Una débil luz mostraría la garganta sobresaltada y las manos febriles cerrándose vanamente sobre la comida. Se sobresalta el agua, pero en la oscuridad. Ni la uva ni el pan se han movido.

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Los sabores atormentan a la sombra famélica que no llega ni siquiera a lamer, sobre el racimo, el rocío que ya se condensa. Y, cada cosa goteando bajo el alba, las sillas se miran solas. A veces, a la orilla del agua un aroma, como de uva, de mujer, se estanca sobre la hierba, y la luna fluye en silencio. Aparece alguien, pero atraviesa las plantas incorpóreo, y se queja con el gemido ronco de quien no tiene voz, y se tiende sobre la hierba y no encuentra la tierra: sólo le tiembla la nariz. Hace frío, en el alba, y apretar un cuerpo sería la vida. Más difusa que el amarillo lunar, que tiene horror de filtrarse en los bosques, es esta ansia inagotable de contactos y sabores que macera a los muertos. Otras veces, en el suelo, los atormenta la lluvia.

PAISAJE IV (A Tina)

Los dos hombres fuman en la orilla. La mujer que nada, sin romper el agua, no ve más que el verde de su breve horizonte. Entre el cielo y las plantas se extiende esta agua, que la mujer recorre, sin cuerpo. En el cielo se posan nubes, como inmóviles. El humo se detiene a medio aire. Bajo el hielo del agua está la hierba. La mujer la recorre suspendida; pero nosotros la aplastamos, a la hierba verde, con el cuerpo. No hay, a lo largo del agua, otro peso. Nosotros solos sentimos la tierra. Quizá el cuerpo alargado de ella, sumergido, siente el ávido hielo absorberle el sopor de los miembros soleados y derretirla viva en el verde inmóvil. Su cabeza no se mueve. Ella estaba tendida también, allí la hierba está doblada. Posaba entornado su rostro sobre el brazo y miraba la hierba. Ninguno hablaba. Se estanca aún en el aire aquel primer chapoteo que la recibió en el agua. Sobre nosotros se estanca el humo.

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Ahora, ha llegado a la otra orilla y nos habla, goteante su cuerpo atezado que surge entre los troncos. Su voz es el único sonido que se oye sobre el agua –ronca y fresca, es la misma voz de antes. Pensamos, tendidos sobre la orilla, en ese verde más hondo y más fresco que sumergió su cuerpo. Después, uno de nosotros se tira al agua y cruza, descubriendo los hombros en brazadas espumosas, el verde inmóvil.

UN RECUERDO

No hay hombre que llegue a dejar una marca sobre ella. Cuanto ha sido, se disipa en un sueño, como la calle en una mañana, y sólo queda ella. Si no fuese rozada la frente por un instante, parecería perpleja. Sonríen las mejillas, cada vez. Ni siquiera se acumulan los días sobre su mirada para cambiar la sonrisa ligera que irradia hacia las cosas. Con dura firmeza hace cada cosa, pero parece siempre la primera vez; sin embargo vive hasta el último instante. Se entreabre su sólido cuerpo, su mirada ensimismada, a una voz acallada y un poco ronca: una voz de hombre cansado. Y ningún cansancio la toca. Al mirarle la boca, entorna la mirada esperando: ninguno osaría un arrebato. Muchos hombres saben de su ambigua sonrisa o de la arruga imprevista. Si hubo ese hombre que la supo gimiente, humillada de amor, paga día tras día, ignorando por quién  ella vive este presente. Sonríe a solas la sonrisa más ambigua caminando por la calle.

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LA VOZ

Cada día el silencio de la habitación solitaria se cierra sobre el leve chapoteo de los gestos, como el aire. Cada día, la breve ventana se abre inmóvil al aire que calla. La voz ronca y dulce no regresa en el fresco silencio. Se abre como el aliento de quien va a hablar, el aire inmóvil, y calla. Cada día es lo mismo. Y la voz es la misma, no rompe el silencio, ronca e igual para siempre en la inmovilidad del recuerdo. La clara ventana acompaña con su latido breve la calma de entonces. Cada gesto golpea la calma de entonces. Si sonara la voz, volvería el dolor. Volverían los gestos en el aire perplejo y palabras palabras en la voz apagada. Si se oyese la voz, aun el latido breve del silencio que dura se haría dolor. Regresarían los gestos del vano dolor, golpeando las cosas en el fragor del tiempo. Pero la voz no regresa, y el susurro remoto no encrespa el recuerdo. La luz inmóvil da su latido fresco. Siempre el silencio callará, ronco y apagado en el recuerdo. 104

MATERNIDAD

Este es un hombre que ha hecho tres hijos: un gran cuerpo poderoso, que se basta a sí mismo; al verlo pasar, uno piensa que los hijos tienen la misma estatura. De los miembros del padre (la mujer no cuenta) debieron salir, ya hechos, tres jóvenes como él. Pero como sea el cuerpo de los tres, a los miembros del padre no les falta una pizca ni un resorte: se han separado de él caminando a su lado. La mujer existió, una mujer de sólido cuerpo, que volcó en cada hijo la sangre y murió junto al tercero. Parece extraño a los tres jóvenes vivir sin la mujer que ninguno conoce y los ha hecho, a cada uno, con esfuerzo, aniquilándose en ellos. La mujer era joven y reía y hablaba, pero era un juego riesgoso tomar parte en la vida. Es así que la mujer se quedó en silencio, mirando extraviada a su hombre. Los tres hijos tienen un modo de alzar los hombros que este hombre conoce. Ninguno de ellos sabe que tiene en los ojos y en el cuerpo una vida que en su tiempo era plena y saciaba a este hombre. 105

Pero, al ver doblarse a uno de ellos en el borde del río y zambullirse, este hombre no encuentra ya el movimiento [luminoso de los miembros de ella en el agua, y la alegría de dos cuerpos sumergidos. No encuentra más a los hijos, si los mira por la calle y los compara con él. ¿Cuánto tiempo pasó desde que hizo a los hijos? Los tres jóvenes andan, en cambio, jactanciosos, y alguno, por descuido, ha hecho ya un hijo, sin tener mujer.

LA MUJER DEL BARQUERO

Alguna vez, en el tibio sueño del alba, sola en el sueño, le sucede que ha desposado una mujer. Se despega del cuerpo materno una mujer magra y blanca que baja la pequeña cabeza en el cuarto. En el frío resplandor la mujer no espera la mañana, trabaja. Se mueve silenciosa: entre mujeres no hacen falta palabras. Mientras duerme, la mujer sabe de la barca sobre el río y la lluvia que humea sobre la espalda del hombre. Pero la pequeña esposa, rápida, cierra la puerta y se apoya y pone la mirada en sus ojos. La ventana tintinea por la lluvia que arrecia y la mujer acostada, que mastica despacio, tiende un plato. La pequeña esposa lo vuelve a llenar y se sienta sobre la cama y comienza a comer. Come de prisa la pequeña esposa furtiva, bajo los ojos maternos, como si fuese una niña, y resiste la mano que le busca la nuca. Corre en un instante a la puerta y la abre: las barcas están todas atracadas en el madero. Regresa con pies descalzos a la cama y se abrazan ágiles.

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Son gélidos y delgados los labios que arrima, pero difunde en el cuerpo un profundo calor tormentoso. La pequeña esposa ahora duerme, tendida al lado de su cuerpo materno. Es sutilmente áspera, como un muchacho, pero duerme como mujer. No sabría llevar una barca en la lluvia. Afuera arrecia la lluvia en la luz indecisa de la puerta entreabierta. Entra un poco de viento en la habitación desierta. Si se abriese la puerta, entraría también el hombre, que ha visto todo. No diría palabra: sacudiría la cabeza con mirada burlona a la mujer frustrada.

LA VIEJA BORRACHA

Le gusta también a la vieja tenderse al sol y estirar los brazos. El resplandor abruma el pequeño rostro como abruma la tierra. De las cosas que arden no queda más que el sol. El hombre y el vino traicionaron y consumieron esos huesos tendidos, oscuros, bajo el vestido, pero la tierra agrietada zumba como una llama. No hacen falta palabras, no hace falta lamento. Vuelve el día vibrante en que el cuerpo era aún joven, más ardiente que el sol. En el recuerdo aparecen las grandes colinas, vivas y jóvenes como el cuerpo; y la mirada del hombre y la aspereza del vino se vuelven ansioso deseo: un resplandor se encendía en la sangre, como el verde en la hierba. Por viñas y senderos se hace carne el recuerdo. La vieja, los ojos cerrados, goza inmóvil el cielo con su cuerpo de entonces. En la tierra agrietada bate un corazón más sano, como el pecho robusto de un padre o de un hombre: contra él aprieta la mejilla rugosa. También el padre, también el hombre, murieron traicionados. La carne se consumió también en ellos. Ni el calor de las caderas ni la aspereza del vino los despiertan ya más.

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Por las viñas tranquilas, la voz del sol, áspera y dulce, susurra en el diáfano incendio, como si el aire temblase. Tiembla alrededor la hierba. La hierba es joven como el resplandor del sol. Son jóvenes los muertos en el vívido recuerdo.

PAISAJE VIII

Los recuerdos comienzan por la noche, con el soplo del viento, a levantar su rostro y a escuchar la voz del río. El agua en la oscuridad es la misma de los años muertos. En el silencio de la oscuridad sube un chapoteo, en el que ocurren voces y risas remotas; se une al rumor un color vano, que es de sol, de riberas y de miradas claras. Un verano de voces. Cada rostro contiene, como un fruto maduro, un sabor que se ha ido. Cada mirada que vuelve conserva un gusto de hierba y cosas impregnadas de sol al atardecer sobre la playa. Conserva un aliento de mar. Como un mar nocturno es esta sombra vaga, de ansias y escalofríos antiguos, que el cielo roza y cada noche regresa. Las voces muertas parecen la rompiente de aquel mar.

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Leña verde

EXTERIOR

No vuelve el muchacho que se fue a la mañana. Dejó la pala todavía fría en el gancho –era el alba– y nadie quiso seguirlo: se habrá tirado sobre alguna colina. Un muchacho, de la edad en que se comienza a escupir juramentos no sabe hacer discursos. Nadie quiso seguirlo. Era un alba quemada de febrero, cada tronco color de sangre coagulada. Nadie sentía en el aire la tibieza futura.

El hombre es como un animal, querría no hacer nada. Son los animales los que sienten el tiempo, y el muchacho lo sintió desde el alba. Y hay perros que terminan podridos en un pozo: la tierra agarra todo. ¿Quién sabe si el muchacho no termina dentro de un pozo, hambriento? Escapó en el alba sin hacer discursos, con cuatro juramentos, alta la nariz en el aire. Piensan todos en eso esperando el trabajo, como un rebaño desganado..

La mañana pasó y la fábrica libera mujeres y obreros. En el buen sol alguno –regresa al trabajo dentro de media hora– se tiende a comer, hambriento. Pero hay una humedad dulce que muerde la sangre y le da a la tierra escalofríos verdes. Se fuma y se anota que el cielo está sereno, y a lo lejos las colinas son violetas. Sería bueno quedarse un tiempo largo sobre el suelo, bajo el sol. Pero, finalmente, se come, ¿quién sabe si comió ese muchacho testarudo? Dice un obrero flaco: está bien, uno se rompe el lomo trabajando, pero comer se come. Incluso, se fuma.

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FUMADORES DE PAPEL

Me trajo a escuchar su banda. Se sienta en un rincón y emboca el clarinete. Arranca un estruendo infernal. Afuera, un viento furioso y los cachetazos, entre los relámpagos, de la lluvia, hacen que la luz vacile cada cinco minutos. En la oscuridad, las caras se torturan adentro, trastornadas, al tocar de memoria un bailable. Enérgico, mi pobre amigo conduce a todos desde el fondo. El clarinete se retuerce, rompe el alboroto sonoro, demanda, se desfoga, como un alma solitaria, en un seco silencio. Estas pobres latas están demasiado a menudo abolladas: campesinas las manos que aprietan las teclas, y las frentes, duras, que apenas se levantan de la tierra. Miserable sangre agotada, extenuada por muchas fatigas, se la oye mugir en las noches y el amigo la guía con esfuerzo mortal, él, que tiene las manos endurecidas de tomar una maza, de mover el cepillo de carpintero, de romperse el alma. Tuvo en otro tiempo compañeros y no tiene más que treinta años. Fue de aquellos de después de la guerra, crecidos en el hambre. Fue también él a Turín, buscando una vida, y encontró la injusticia. Aprendió a trabajar 114

en las fábricas sin una sonrisa. Aprendió a medir, sobre su propia fatiga, el hambre de los otros, y encontró en todas partes injusticias. Intentó calmarse caminando, embotado, las avenidas interminables en la noche, pero vio solamente un millar de faroles resplandecientes sobre iniquidad: mujeres broncas, borrachos, tambaleantes fantoches perdidos. Había llegado a Turín un invierno, entre centelleos de fábricas y escorias de humo; y sabía qué era el trabajo. Aceptaba el trabajo como un duro destino del hombre. Pero si todos los hombres lo aceptaran, en el mundo habría justicia. Se hizo de compañeros. Soportaba las largas palabras y debía escucharlas, esperando el final. Tuvo compañeros. Cada uno en su casa tenía familia. La ciudad estaba cercada por ellos. Y la cara del mundo, ellos la cubrían. Sentían dentro de sí la gran desesperación de vencer al mundo. Toca seco esta noche, a pesar de la banda que ha instruido uno a uno. No atiende al estruendo de la lluvia ni a las luces. La cara severa mira atenta un dolor, mordiendo el clarinete. Le he visto esos ojos una noche en que, solos, con el hermano, diez años más triste, velábamos en una luz escasa. El hermano estudiaba sobre un inútil torno construido por él. Y mi pobre amigo acusaba al destino que lo tenía clavado al cepillo y a la maza para alimentar a dos viejos, sin pedirlo. 115

De repente gritó que no era el destino si el mundo sufría, si la luz del sol arrancaba blasfemias: el hombre era culpable. Si por lo menos pudiéramos irnos, libres con el hambre, responder no a una vida que usa amor y piedad, la familia, el pedacito de tierra, para atarnos las manos.

UNA GENERACIÓN

Un muchacho venía a jugar en los prados donde ahora llegan las avenidas. Encontraba en los prados muchachones descalzos, y saltaba de alegría. Era lindo descalzarse en el pasto con ellos. Un atardecer de luces lejanas, resonaban disparos, en la ciudad, y sobre el viento llegaba temeroso un clamor interrumpido. Callaban todos. Las colinas desgranaban puntos de luz sobre las laderas, avivados por el viento. La noche que caía terminaba por apagarlo todo, y en el sueño quedaban sólo frescuras de viento. (A la mañana, los muchachos vuelven a pasear y ninguno recuerda el clamor. En la prisión hay obreros silenciosos y alguno está ya muerto. En las calles han cubierto las manchas de sangre. La ciudad lejana se despierta en el sol y la gente sale. Se mira en la cara). Los muchachos imaginaban la oscuridad de los prados y miraban a las mujeres a la cara. Hasta las mujeres callaban y dejaban hacer. Los muchachos pensaban en la oscuridad de los prados donde iba alguna chica. Era lindo hacer llorar a las chicas en la oscuridad. Éramos los muchachos.

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La ciudad nos gustaba de día: a la noche, callar y mirar las luces en la distancia y escuchar los clamores. Vienen aún los muchachos a jugar en los prados adonde llegan las avenidas. Y la noche es la misma. Al atravesarlos se siente el olor de la hierba. En prisión están los mismos. Y están las mujeres, como antes, que hacen chicos y no dicen nada.

REVUELTA

Aquel muerto fue tumbado y no mira las estrellas: tiene los cabellos pegados al pavimento. La noche es más fría. Los vivos regresan a casa estremecidos. Es difícil andar con ellos; se desbandan todos y uno sube una escalera, otro baja a un sótano. Hay alguno que sigue hasta el alba y se tira en un prado, bajo el sol. Mañana, alguno reirá burlonamente, desesperado, en el trabajo. Después, pasa también esto. Cuando duermen, parecen el muerto: si hay una mujer, es más pesado el olor, pero parecen muertos. Cada cuerpo tumbado se aprieta a su cama, como al pavimento rojo: la larga fatiga, desde el alba, bien vale una breve agonía. Sobre cada cuerpo coagula una suciedad oscura. Solamente aquel muerto está tendido bajo las estrellas. Parece muerto también el montón de andrajos que el sol calienta fuerte, apoyado en una parecita. Dormir en la calle demuestra confianza en el mundo. Hay una barba entre los andrajos y la recorren moscas que tienen trabajo; los que pasan se mueven en la calle como moscas; el tumbado es una parte de la calle.

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La miseria recubre de barba la risa burlona, como una hierba, y da un aire tranquilo. Este viejo que podría morir tumbado, ensangrentado, parece en cambio una cosa y está vivo. Así, menos la sangre, cada cosa es una parte de la calle. Y en la calle las estrellas han visto la sangre.

LEÑA VERDE (A Massimo) El hombre quieto tiene delante colinas en la oscuridad. Mientras estas colinas sean de tierra, los aldeanos deberán zaparlas. Las mira fijo, y no ve, como el que cierra los ojos en prisión, bien despierto. El hombre quieto –que estuvo en prisión– mañana regresa al trabajo con algunos compañeros. Esta noche, está él solo. Las colinas le saben a lluvia: es el olor remoto que a veces llegaba a la prisión con el viento. Algunas veces, llovía en la ciudad: un abrirse de par en par, del aliento y la sangre, a la calle liberada. La prisión bebía la lluvia, en prisión la vida no terminaba, a veces se filtraba también el sol: los compañeros esperaban y el futuro esperaba. Ahora está solo. El olor increíble de tierra le parece salido de su propio cuerpo, y recuerdos remotos –él conoce la tierra– lo atan al suelo, a este suelo real. No sirve pensar que la zapa, los aldeanos, la clavan en tierra como en un enemigo, y que se odian a muerte, como muchos enemigos. Tienen, sin embargo, una dicha los aldeanos: ese pedazo de tierra labrado.

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¿Qué importan los otros? Mañana, las colinas estarán bajo el sol, y cada uno en la suya. Los compañeros no viven en las colinas, nacieron en la ciudad, donde en vez de hierba hay rieles. A veces, lo olvida también él. Pero el olor de tierra que llega a la ciudad ya no sabe a aldeanos. Es una larga caricia que hace cerrar los ojos y pensar en los compañeros en prisión, en la larga prisión que espera.

POGGIO REALE

Una breve ventana en el cielo tranquilo calma el corazón; alguno ha muerto contento. Afuera están las plantas y las nubes, la tierra y también el cielo. Llega aquí arriba el murmullo: los sonidos de toda la vida. La ventana vacía no revela que, bajo las plantas, hay colinas y que un río serpentea, lejos, desnudo. El agua es límpida como el soplo del viento, pero nadie se da cuenta. Aparece una nube sólida y blanca, que se demora en el cuadrado del cielo. Vislumbra casas azoradas y colinas, cada cosa que el aire transparenta, ve pájaros perdidos deslizarse en al aire. Viandantes tranquilos van a lo largo de río y nadie se percata de la pequeña nube. Ahora está vacío el azul en la breve ventana: se desploma el chillido de un pájaro, que rompe el rumor. Aquella nube quizá toca las plantas o desciende hacia el río.

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El hombre tendido en el prado debería sentirla en la respiración de la hierba. Pero no mueve la vista, solo la hierba se mueve. Debe de estar muerto.

PALABRAS DEL POLÍTICO

Se pasaba temprano por el mercado de pescado para lavarse la mirada: había de plata, bermejos, verdes, color del mar. Comparados con el mar, todo escamado de plata, ganaban los pescados. Se pensaba en el regreso. Bellas hasta las mujeres de cántaro sobre la cabeza, oliváceo, moldeado sobre la forma de las caderas, suavemente: cada uno pensaba en las mujeres, cómo hablan, ríen, caminan por la calle. Reíamos, cada uno. Llovía sobre el mar. Por las viñas, ocultas en las depresiones de la tierra, el agua macera hojas y ramitos. El cielo se colorea de nubes escasas, enrojecidas de placer y de sol. Sobre la tierra, sabores, y colores en el cielo. Nadie con nosotros. Se pensaba en el regreso, como después de una noche entera de insomnio se piensa en la mañana. Se gozaba de los colores de los pescados y del humor de la fruta, vivaces en el tufo del mar. Borrachos estábamos, en el regreso inminente.

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Paternidad

MEDITERRÁNEA Habla poco el amigo, y ese poco es diverso. ¿Vale la pena encontrarlo una mañana de viento? Uno de los dos, al alba, ha dejado una mujer. Se podría discurrir sobre el viento húmedo, sobre la calma o cualquier peatón, mirando la calle; pero ninguno comienza. El amigo está lejano, y cuando fuma no piensa. No mira. Fumaba también el negro que vimos una mañana juntos, firme, de pie en un rincón, bebiendo aquel vino –afuera, el mar esperaba. Pero el rojo del vino y la nube vaga no eran suyos: no pensaba en los sabores. Tampoco la mañana parecía una mañana de aquellas al alba; era un día monótono, fuera de los días, para el negro. La idea de una tierra lejana le hacía de fondo. Pero él no cuadraba.

que ni siquiera bajaba la mirada a las manos, demasiado oscuras, y ni siquiera se movía al respirar. Habíamos dejado una mujer, y cada cosa, bajo el alba, sabía de nuestra posesión: calma, calles y aquel vino. Esta vez los transeúntes me distraen y me olvido del amigo que en el viento húmedo se ha puesto a fumar, pero no parece que disfrute. Al rato me dice: ¿te acuerdas de aquel negro que fumaba y bebía?

Había mujeres por la calle y una luz muy fresca, y el aroma del mar corría por las avenidas. Nosotros, ni mujeres ni vagar: bastaba estar sentados y escuchar la vida y pensar que el mar estaba allá, bajo el sol, todavía fresco de sueño. Mujeres blancas, nuestras, pasaban frente al negro

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PAISAJE VI

Es el día en que suben las nieblas del río en la bella ciudad, en medio de prados y colinas, y la esfuman como a un recuerdo. La bruma confunde los verdes, pero aun así las mujeres, de vivos colores, caminan en la niebla. Andan en la blanca penumbra, sonrientes: por la calle puede suceder cualquier cosa. Puede suceder que el aire emborrache.

Hasta los grandes caballos, que habrán pasado entre la niebla, en el alba, dirán de este tiempo. O tal vez un muchacho escapado de casa vuelve justo este día en que se alza la niebla sobre el río, y olvida toda la vida, las miserias, el hambre y la fe traicionada, para pararse en una esquina, bebiendo la mañana. Vale la pena volver, aun distinto.

La mañana se abrirá de par en par, en un largo silencio, amortiguando las voces. Hasta el vagabundo, que no tiene una ciudad ni una casa, la habrá respirado, como aspira el vaso de grapa, en ayunas. Vale la pena tener hambre o haber sido traicionado por la boca más dulce, sólo para salir a este cielo, reencontrando, al respirar, los recuerdos más leves. Cada calle, cada arista nítida de casa en la niebla, conserva un antiguo temblor: quien lo siente, no puede abandonarse. No puede abandonar su ebriedad tranquila, compuesta de cosas de la vida preñada, descubiertas al constatar una casa o un árbol, un pensamiento imprevisto.

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MITO

Llegará el día en que el joven dios será un hombre, sin pena, con la muerta sonrisa del hombre que ha comprendido. También el sol pasa remoto, enrojeciendo las playas. Llegará el día en que el dios no sabrá ya dónde estaban las playas de aquel tiempo.

Ahora pesa el cansancio sobre todos los miembros del hombre, sin pena: el calmo cansancio del alba que abre a un día de lluvia. Las playas oscurecidas no conocen al joven, que en un tiempo bastaba con que las mirase. Ni el mar del aire revive ante su aliento. Se tuercen los labios del hombre resignado, al sonreír delante de la tierra.

Uno se despierta una mañana en que está muerto el verano y en los ojos se acumulan todavía resplandores, como ayer, y en los oídos, los fragores del sol hecho sangre. Ha cambiado el color del mundo. La montaña no toca más el cielo; las nubes no se amontonan más como frutos; el agua no transparenta más un guijarro. El cuerpo de un hombre pensativo se dobla donde un dios respiraba. El gran sol acabó, y el olor a tierra, y la calle libre, coloreada de gente que ignoraba la muerte. No se muere en verano. Si alguno desaparecía, estaba el joven dios, que vivía por todos e ignoraba la muerte. Sobre él, la tristeza era una sombra de nube. Su paso asombraba la tierra.

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EL PARAÍSO SOBRE LOS TECHOS

SIMPLICIDAD

Será un día tranquilo, de luz fría, como el sol que nace o muere, y el vidrio encerrará el aire sucio, fuera del cielo.

El hombre solo –que ha estado en prisión– regresa a la prisión cada vez que muerde un pedazo de pan. En prisión soñaba con las liebres que escapan sobre el manto invernal. En la niebla de invierno el hombre vive entre muros de calles, bebiendo agua fría y mordiendo un pedazo de pan.

Despertaremos una mañana, una vez para siempre, en la tibieza del último sueño: la sombra será como la tibieza. Llenará la habitación, a través del ventanal, un cielo más grande. Por la escalera que subimos un día para siempre, no llegarán más voces ni rostros muertos. No será necesario dejar la cama. Sólo el alba entrará en el cuarto vacío. Bastará la ventana para vestir cada cosa de una claridad tranquila, casi una luz. Se posará una sombra magra sobre el rostro tendido. Los recuerdos serán grumos de la sombra aplastados como viejas brasas en el camino. El recuerdo será la llama que hasta ayer mordía en los ojos apagados.

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Uno cree que después renace la vida, que la respiración se calma, que regresa el invierno con la fragancia del vino en la cálida hostería, y el buen fuego, la cuadra y las cenas. Uno cree, mientras está adentro, uno cree. Se sale una noche, y las liebres las cazaron y las comen al calor los otros, alegres. Hay que mirarlos desde el vidrio. El hombre solo se atreve y entra para beber un vaso, cuando ya se está helando, y contempla su vino: el color humoso, el sabor pesado. Muerde un pedazo de pan, que sabía a liebre en prisión, pero ahora no tiene sabor a pan ni a nada. Y el vino no sabe más que a niebla.

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El hombre solo piensa en esos campos, contento de saberlos ya arados. En el salón desierto, en voz baja, prueba cantar. Vuelve a ver, a lo largo del terraplén, el penacho de las zarzas despojadas, que en agosto fue verde. Le da un silbido a la perra*. Y aparece la liebre y ya no tienen frío.

EL INSTINTO

El hombre viejo, desilusionado de todo, en el umbral de la casa en el tibio sol, mira al perro y a la perra desfogar el instinto. Sobre su boca desdentada se persiguen moscas. Su mujer se le murió hace tiempo. También ella, como las perras, no quería saber nada, pero tenía el instinto. El hombre viejo olfateaba, -todavía no desdentado-, la noche llegaba, se metían en la cama. Era lindo el instinto. Lo que gusta del perro es la gran libertad. De la mañana a la noche vagabundea por la calle; y un poco come, un poco duerme, un poco monta a las perras: ni siquiera espera la noche. Piensa como olfatea, y los olores que siente son suyos.

* Hay probablemente un juego con el doble sentido de la palabra cagna: perra y ramera (N. del T.)

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El hombre viejo recuerda una vez, de día, en que hizo de perro en un campo de trigo. No sabe con qué perra, pero recuerda el gran sol y el sudor y las ganas de no terminar nunca. Era como en una cama. Si volviesen los años, lo querría hacer siempre en un campo de trigo.

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Baja por la calle una mujer y se para a mirar; pasa el cura y se da vuelta. En la plaza pública se puede hacer de todo. Incluso la mujer, que tiene recato de darse vuelta, por el hombre, se para. Solamente un muchacho no tolera el juego y descarga una lluvia de piedras. El hombre viejo se indigna.

PATERNIDAD

Hombre solo, delante del mar inútil, esperando la noche, esperando la mañana. Los chicos juegan, pero este hombre querría tener él un chico y mirarlo jugar. Grandes nubes forman un edificio sobre el agua, que cada día se desploma y resurge, y colorea la cara de los chicos. Estará siempre el mar. La mañana hiere. Sobre esta húmeda playa se desliza el sol y se aferra a las redes y las piedras. Sale el hombre por el turbio sol y camina a lo largo del mar. No mira la húmeda espuma que corre por la orilla y no tiene nunca paz. A esta hora, los chicos dormitan todavía en la tibieza de la cama. A esta hora, dormita dentro de la cama una mujer, que haría el amor si no estuviese sola. Lento, el hombre se queda desnudo, como la mujer lejana, y desciende al mar. Después, de noche, cuando el mar se desvanece, se oye el gran vacío debajo de las estrellas. Los chicos, en la casa enrojecida, se van cayendo de sueño y alguno llora. El hombre, cansado de esperar, levanta los ojos a las estrellas, que no oyen nada.

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Hay mujeres, a esta hora, que desvisten a un chico y lo hace dormir. Hay alguna en una cama, abrazada a un hombre. Por la negra ventana, entra un jadeo ronco, y nadie lo escucha si no el hombre, que conoce todo el tedio del mar.

LO STEDDAZZU *

El hombre solo se levanta cuando el mar está todavía oscuro y las estrellan vacilan. Una tibieza de aliento sube desde la orilla, donde está el lecho del mar, y suaviza la respiración. Esta es la hora en que nada puede suceder. Hasta la pipa, entre los dientes, cuelga apagada. Nocturno es el tranquilo chapoteo. El hombre solo ya encendió un gran fuego de ramas y lo mira enrojecer el terreno. También el mar, dentro de poco, será como el fuego, llameante. No hay cosa más amarga que el alba de un día en que no pasará nada. No hay cosa más amarga que la inutilidad. Cuelga cansada del cielo una estrella verdosa, sorprendida por el alba. Mira el mar todavía oscuro y la mancha de fuego con la que el hombre, por hacer algo, se calienta; mira, y cae del sueño entre las oscuras montañas, donde hay un lecho de nieve. La lentitud de la hora es despiadada para quien no espera ya nada.

* Dialectal, Calabria: la gran estrella, el lucero. Pavese escribió este poema durante su confinamiento en Brancaleone en 1936 (N. del T.)

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¿Vale la pena que el sol se levante del mar y la larga jornada comience? Mañana volverá el alba tibia con la luz diáfana y será como ayer y nunca pasará nada. El hombre solo querría solamente dormir. Cuando la última estrella se apaga en el cielo, lento el hombre prepara la pipa y la enciende.

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vendrá la muerte y tendrá tus ojos

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[1] LA TIERRA Y LA MUERTE

Tierra roja, tierra negra, tú vienes del mar, del verde seco, donde hay palabras antiguas y cansancio sanguíneo y geranios entre las piedras no sabes cuántas palabras y cansancio traes del mar, rica como un recuerdo, como el campo reseco, dura y dulcísima palabra, antigua de sangre recogida por los ojos; joven como un fruto que es recuerdo y estación tu aliento descansa bajo el cielo de agosto, las olivas de tu mirada endulzan el mar, y tú vives revives sin estupor, cierta como la tierra, oscura como la tierra, lagar

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de estaciones y de sueños que en la luna se descubre antiquísimo, como las manos de tu madre, el cuenco del brasero. 27 de octubre del ‘45

Eres como una tierra que nadie dijo jamás. No esperas nada sino la palabra que surgirá desde el fondo como una fruta entre las ramas. Hay un viento que te alcanza. Cosas secas y mortecinas te estorban y andan en el viento. Miembros y palabras antiguas, tiemblas en el verano. 29 de octubre del ‘45

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También eres colina y sendero de piedras y juego entre las cañas, y conoces la viña que de noche calla. Tú no dices palabras. Hay una tierra que calla y no es la tierra tuya. Hay un silencio que dura sobre colinas y plantas. Hay aguas y campos. Eres un cerrado silencio que no cede, eres labios y ojos oscuros. Eres la viña.

Encontrarás palabras tras la vida breve y nocturna de los juegos, tras la infancia encendida. Será dulce callar. Eres la tierra y la viña. Un silencio encendido quemará el campo como el atardecer las fogatas. 30-31 de octubre del ‘45

Es una tierra que espera y no dice palabra. Han pasado días bajo los cielos ardientes. Tú has jugado en las nubes. Es una tierra mala – lo sabe tu frente. También esto es la viña. Encontrarás las nubes y las cañas y las voces como una sombra de luna. 146

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Tienes rostro de piedra esculpida, sangre de tierra dura, has venido del mar. Todo recibes y escrutas y rechazas de ti como el mar. En el corazón tienes silencio, palabras engullidas. Eres oscura. Para ti el alba es silencio.

Eres la habitación oscura que se recuerda siempre, como el patio antiguo en que se abría el alba. 5 de noviembre del ‘45

Y eres como las voces de la tierra –el golpe del balde en el pozo, la canción del fuego, el ruido sordo de una manzana; las palabras resignadas y oscuras en los umbrales, el grito del nene – las cosas que no suceden nunca. Tú no cambias. Eres oscura. Eres la bodega cerrada, con piso de tierra donde entró una vez descalzo el chico y que recuerda siempre.

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No sabes de las colinas en que se derramó la sangre. Todos escapamos todos tiramos el arma y el nombre. Una mujer nos miraba escapar. Uno solo de nosotros se paró con el puño cerrado, vio el cielo vacío, inclinó la cabeza y murió bajo el muro, callando. Ahora es un andrajo de sangre y su nombre. Una mujer nos espera en las colinas. 9 de noviembre del ‘45

Salobre y de tierra es tu mirada. Un día chorreabas agua de mar. Hubo plantas a tu lado, cálidas, saben todavía de ti. El agave, la adelfa. Encierras todo en los ojos. Salobres y de tierra son tus venas, tu aliento. Baba de viento cálido, sombras del verano – todo encierras en ti. Eres la voz ronca de la campana, el grito de la perdiz escondida, la tibieza de la piedra. El campo es fatiga, el campo es dolor. A la noche el gesto del campesino calla. Eres la gran fatiga y la noche que sacia. Como la roca, la hierba, como tierra, eres cerrada: bates contra el mar.

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No hay palabra que pueda poseerte o contener. Recibes como la tierra los golpes, de ellos haces vida, aliento que acaricia, silencio. Eres reseca, como el mar, como el fruto de un escollo, y no dices palabra y ninguno te habla.

Siempre llegas del mar y tienes su voz ronca, siempre ojos secretos de agua viva entre zarzas, y frente baja, como cielo bajo de nubes. Cada vez revives como una cosa antigua y salvaje, que el corazón ya sabía, y se cierra.

15 de noviembre del ‘45

Cada vez un tirón, cada vez es la muerte. Combatimos siempre. Quien se decide al golpe ha saboreado la muerte y la lleva en la sangre. Como buenos enemigos que ya no se odian, tenemos una misma voz, una misma pena y vivimos enfrentados bajo un mísero cielo. Entre nosotros nada de trampas, nada de cosas inútiles – combatiremos siempre.

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Seguiremos combatiendo, combatiremos siempre, porque asediamos juntos el sueño de la muerte y tenemos voz ronca frente baja y salvaje y un idéntico cielo. Fuimos hechos para esto. Si uno cede al golpe, sigue una noche larga que no es tregua ni paz, ni muerte verdadera. No estás más, los brazos se debaten en vano. Hasta que tiembla el corazón. Han dicho uno de tus nombres. Recomienza la muerte. Cosa ignota y salvaje, has renacido del mar.

Y entonces, cobardes que amábamos la noche susurrante, las casas, los senderos del río, las luces rojas y sucias de esos lugares, el dolor dulzón y callado – arrancamos las manos de la viva cadena y callamos, pero el corazón se nos estremeció de sangre y no hubo más dulzura. No más abandonarse al sendero del río – no más siervos, sabemos de estar solos y vivos. 23 de noviembre del ‘45

19-20 de noviembre del ‘45

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Eres la tierra y la muerte. Tu estación es la sombra y el silencio. No hay cosa viva que esté más remota de ti que el alba.

[2] VENDRÁ LA MUERTE Y TENDRÁ TU OJOS

Cuando parece que despiertas eres solo dolor, lo tienes en los ojos y en la sangre, pero tú no sientes. Vives como vive una piedra, como la tierra dura. Y te visten sueños movimientos sollozos que ignoras. El dolor, como el agua de un lago, teme y te circunda. Son círculos en el agua. Tú los dejas desvanecer. Eres la tierra y la muerte.

You, dappled smile on frozen snows – wind of March, ballet of boughs sprung on the snow, moaning and glowing your little «ohs» – white-limbed doe, gracious, would I could know yet the gliding grace of all your days, the foam-like lace of all your ways – tomorrow is frozen down on the plain – you, dappled smile, you, glowing laughter.

3 de diciembre del ‘45

11 DE MARZO – 10 DE ABRIL DEL ‘50

TO C. FROM C.1

11 marzo ‘50

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IN THE MORNING YOU ALWAYS COME BACK

La rendija del alba respira con tu boca en el fondo de calles vacías. Luz gris tus ojos, dulces gotas del alba sobre colinas oscuras. Tu paso y tu aliento como el viento del alba inunda las casas. La ciudad se estremece, huelen las piedras – eres la vida, el despertar. Estrella perdida en la luz del alba, crujido de la brisa, tibieza, respiración – la noche terminó. Eres la luz y la mañana. 20 de marzo del ‘50

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Tienes una sangre, una respiración. Estás hecha de carne de cabellos de miradas también tú. Tierra y plantas, cielo de marzo, luz, vibran y se te parecen – tu risa y tu paso como aguas que se estremecen – tu arruga entre los ojos como nubes reunidas – tu tibio cuerpo terrón de hierba en el sol. Tienes una sangre, una respiración. Vives sobre esta tierra. Conoces sus sabores las estaciones los despertares, has jugado en el sol, hablaste con nosotros. Agua clara, retoño primaveral, tierra, germinante silencio, jugaste de chica bajo un cielo distinto tienes en los ojos su silencio, una nube que surge como manantial del fondo.

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Ahora ríes y te sobresaltas sobre este silencio. Dulce fruto que vive bajo el cielo claro, que respira y vive nuestra estación, en tu cerrado silencio es tu fuerza. Como hierba viva en el aire te estremeces y ríes, pero tú, tú eres la tierra. Eres raíz feroz. Eres la tierra que espera. 21 de marzo del ‘50

Vendrá la muerte y tendrá tus ojos –esta muerte que nos acompaña de la mañana a la noche, insomne, sorda, como un viejo remordimiento o un vicio absurdo–. Tus ojos serán una vana palabra, un grito callado, un silencio. Así la ves cada mañana cuando sobre ti sola te inclinas en el espejo. Oh, querida esperanza, ese día sabremos también nosotros que eres la vida y eres la nada. Para todos tiene la muerte una mirada. Vendrá la muerte y tendrá tus ojos. Será como dejar un vicio, como ver en el espejo resurgir un rostro muerto, como escuchar un labio cerrado. Descenderemos al abismo, mudos. 22 de marzo del ‘50

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LA CASA

YOU, WIND OF MARCH

El hombre solo escucha la voz calma, con la mirada baja, casi un aliento soplado en la cara, un aliento amigo que remonta, increíble, el tiempo transcurrido.

Eres la vida y la muerte. Has venido de marzo a la tierra muda – tu escalofrío dura. Sangre de primavera –anémona o nube– tu paso ligero ha violado la tierra. Recomienza el dolor.

El hombre solo escucha la voz amiga que sus padres, hace tiempo, han oído, clara, ensimismada, una voz que como el verde de las charcas y de las colinas oscurece de noche. El hombre solo conoce una voz de sombra, acariciante, que brota con tonos calmos de una fuente secreta: la bebe atento, los ojos cerrados, y no parece que la tuviera al lado. Es la voz que un día detuvo al padre de su padre, y a cada uno de su sangre, muerto. Una voz de mujer que suena secreta en el umbral de la casa, al caer la oscuridad.

Tu paso ligero ha reabierto el dolor. Estaba fría la tierra sobre un pobre cielo, inmóvil y cerrada en un tibio sueño, como el que ya no sufre. Hasta el cielo era dulce en su corazón profundo. Entre la vida y la muerte, la esperanza callaba. Ahora tiene un voz y una sangre cada cosa que vive.

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Ahora la tierra y el cielo son un fuerte escalofrío, la esperanza los retuerce, los turba la mañana, los sumerge tu paso, tu aliento de aurora. Sangre de primavera, toda la tierra tiembla de un antiguo temblor.

La esperanza se retuerce, y espera y te llama. Eres la vida y la muerte. Es tu paso ligero. 25 de marzo de ‘50

Has reabierto el dolor. Eres la vida y la muerte. Sobre la tierra muda has pasado ligera como nube o golondrina, y el torrente del corazón se ha despertado e irrumpe y se refleja en el cielo y se refleja en las cosas – y las cosas, en el cielo y en el corazón sufren, se retuercen en espera de ti. Es la mañana, la aurora, sangre de primavera, tú has violado la tierra.

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PASARÉ POR PIAZZA DI SPAGNA Será un cielo claro. Se abrirán las calles sobre las colinas de pinos y piedras. El tumulto de las calles no cambiará ese aire quieto. Las flores rociadas de colores en las fuentes harán guiños como mujeres alegres. Las escaleras las terrazas las golondrinas cantarán en el sol. Se abrirá aquella calle, las piedras cantarán, el corazón latirá estremecido como el agua en las fuentes – será esta la voz que subirá las escaleras, Las ventanas sabrán del olor de la piedra y del aire matutino. Se abrirá una puerta. El tumulto de las calles será el del corazón en la luz perpleja.

Las mañanas pasan claras y desiertas. Así tus ojos se abrían en un tiempo. La mañana transcurría lenta, era un abismo de luz inmóvil. Callaba. Tú, viva, callabas; las cosas vivían bajo tus ojos (sin pena sin fiebre sin sombra) como un mar a la mañana, claro. Donde estás tú, luz, es la mañana. Tú eras la vida y las cosas. En ti despiertos respirábamos bajo el cielo que todavía está en nosotros. Sin pena sin fiebre entonces, sin esta sombra opresiva del día atestado y distinto. Oh, luz, claridad lejana, vuelve los ojos inmóviles y claros hacia nosotros. Es oscura la mañana que pasa sin la luz de tus ojos. 30 de marzo del ‘50

Serás tú – quieta y clara. 28 de marzo del ‘50 166

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THE NIGHT YOU SLEPT

THE CATS WILL KNOW

También la noche se te parece, la noche remota que llora muda, dentro del corazón profundo, y las estrellas pasan cansadas. Una mejilla toca una mejilla – es un escalofrío, alguien se debate y te implora, solo, perdido en ti, en tu fiebre.

Aún caerá la lluvia sobre tus dulces empedrados, una lluvia ligera como un hálito o un paso. Aún la brisa y el alba florecerán ligeras como bajo tu paso, y tú regresarás. Entre flores y alfeizares, los gatos lo sabrán.

La noche sufre y anhela el alba, pobre corazón que te estremeces. Oh, rostro cerrado, oscura angustia, fiebre que entristece a las estrellas, hay quien como tú espera el alba explorando tu rostro en silencio. Estás tendida bajo la noche como un cerrado horizonte muerto. Pobre corazón que te estremeces, un día lejano eras el alba. 4 de abril del ‘50

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Llegarán otros días, llegarán otras voces. Sonreirás sola. Los gatos lo sabrán. Oirás viejas palabras, vanas y cansadas como vestidos usados de las fiestas pasadas. Tú también harás gestos. Responderás palabras – rostro de primavera, tú también harás gestos. 169

Los gatos lo sabrán, rostro de primavera, y la lluvia ligera, el alba de jacinto, que el corazón lacera de quien no te espera, son la triste sonrisa que tú sonríes sola. Llegarán otros días, voces y despertares. Sufriremos al alba, rostro de primavera. 10 de abril del ‘50

LAST BLUES, TO BE READ SOME DAY

‘T was only a flirt you sure did know – some one was hurt long time ago. All is the same time has gone by – some day you came some day you’ll die. Some one has died long time ago – some one who tried but didn’t know. 11 de abril del ‘50.

1

TRADUCCIÓN DE LA EDITORA Tú, / sonrisa moteada / en congeladas nieves – / viento de marzo, / ballet de ramas / que saltó sobre la nieve, / gimiente y brillante / con tus pequeños “oh” – / cierva de patas blancas, / elegante, / sería capaz de conocer / aun / la gracia deslizante / de todos tus días, / el encaje como espuma / de todos tus modos – / el mañana está congelado / allá abajo en la llanura – / tú, / sonrisa moteada, / tú, risa brillante. / el mañana está congelado / allá abajo en la llanura – / tú, / sonrisamoteada, / tú, risa brillante.

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INDICE Cesare Pavese y las derivas del realismo ................................................................................

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Trabajar cansa ............................................................................. 11 Antepasados Los mares del sur ............................................................................. Antepasados ..................................................................................... Paisaje I ............................................................................................. Gente fuera de lugar ........................................................................ El dios cabrón ................................................................................... Paisaje II ........................................................................................... El hijo de la viuda ............................................................................ Luna de agosto ................................................................................. Gente que ha sido ............................................................................. Paisaje III .......................................................................................... La noche ............................................................................................

13 17 19 21 22 24 26 28 30 32 33

Después Encuentro .......................................................................................... Manía de soledad .............................................................................. Revelación ......................................................................................... Mañana ............................................................................................. Verano ............................................................................................... Nocturno ........................................................................................... Agonía ............................................................................................... Paisaje VII ......................................................................................... Mujeres apasionadas .......................................................................

34 35 37 38 39 40 41 43 44

Tierras quemadas ............................................................................ Tolerancia ......................................................................................... La puta campesina ........................................................................... Pensamientos de Deola ................................................................... Dos cigarrillos .................................................................................. Después .............................................................................................

46 48 50 52 54 56

Ciudad en el campo El tiempo pasa .................................................................................. Gente que no entiende ..................................................................... Casa en construcción ....................................................................... Ciudad en el campo .......................................................................... Atavismo ........................................................................................... Aventuras .......................................................................................... Civilización antigua ......................................................................... Ulises ................................................................................................. Disciplina .......................................................................................... Paisaje V ............................................................................................ Indisciplina ....................................................................................... Retrato de autor ............................................................................... Grapa en septiembre ....................................................................... Ballet ................................................................................................. Paternidad ........................................................................................ Atlantic Oil ....................................................................................... Crepúsculo de areneros ................................................................... El carretero ....................................................................................... Trabajar cansa ..................................................................................

58 60 62 64 66 68 70 72 74 75 77 79 81 83 85 87 89 91 93

Maternidad Una estación ..................................................................................... 95 Placeres nocturnos ........................................................................... 97 La cena triste .................................................................................... 99 Paisaje IV .......................................................................................... 101 Un recuerdo ...................................................................................... 103 La voz ................................................................................................ 104 Maternidad ....................................................................................... 105 La mujer del barquero ..................................................................... 107 La vieja borracha ............................................................................. 109 Paisaje VIII ....................................................................................... 111 Leña verde Exterior ............................................................................................. 112 Fumadores de papel ........................................................................ 114 Una generación ................................................................................ 117 Revuelta ............................................................................................ 119 Leña verde ......................................................................................... 121 Poggio Reale ..................................................................................... 123 Palabras del político ........................................................................ 125 Paternidad Mediterránea .................................................................................... 126 Paisaje VI .......................................................................................... 128 Mito ................................................................................................... 130 El paraíso sobre los techos .............................................................. 132 Simplicidad ...................................................................................... 133 El instinto ......................................................................................... 135 Paternidad ......................................................................................... 137 Lo steddazzu .................................................................................... 139

Vendrá la muerte y tendrá tus ojos ...................................... 141 [1] La tierra y la muerte Tierra roja, tierra negra... ................................................................ 143 Eres como una tierra... .................................................................... 145 También eres colina... ...................................................................... 146 Tienes rostro de piedra esculpida... ............................................... 148 No sabes de las colinas... ................................................................. 150 Salobre y de tierra... ......................................................................... 151 Siempre llegas del mar... ................................................................. 153 Y entonces, cobardes... .................................................................... 155 Eres la tierra y la muerte... ............................................................. 156 [2] Vendrá la muerte y tendrá tu ojos To C. from C. ..................................................................................... 157 In the morning you always come back .......................................... 158 Tienes una sangre, una respiración... ............................................ 159 Vendrá la muerte y tendrá tus ojos... ............................................. 161 La casa .............................................................................................. 162 You, wind of March ......................................................................... 163 Pasaré por Piazza di Spagna ........................................................... 166 Las mañanas pasan claras... ........................................................... 167 The night you slept .......................................................................... 168 The cats will know ........................................................................... 169 Last blues, to be read some day ..................................................... 171

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Pavese-Trabajar cansa y Vendrá la muerte y...

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