Nuevas formas de pensar la enseñanza y el aprendizaje. Las concepciones de profesores y alumnos

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NUEVAS FORMAS DE PENSAR LA ENSEÑANZA Y EL APRENDIZAJE Las concepciones de profesores y alumnos

CRÍTICA Y FUNDAMENTOS

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NUEVAS FORMAS DE PENSAR LA ENSEÑANZA Y EL APRENDIZAJE Las concepciones de profesores y alumnos

Juan Ignacio Pozo, Nora Scheuer, María del Puy Pérez Echeverría, Mar Mateos, Elena Martín, Montserrat de la Cruz

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CRÍTICA Y FUNDAMENTOS

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Colección Crítica y fundamentos Serie Teoría y sociología de la educación Directores de la colección Graó: Rosario Cubero, José Escaño, Miquel Essomba, Juan Fernández Sierra, Ramón Flecha, Juan Bautista Martínez Rodríguez, Carles Monereo, Lourdes Montero, Javier Onrubia, Miguel Ángel Santos Guerra, Jaume Trilla © Juan Ignacio Pozo, Nora Scheuer, María del Puy Pérez Echeverría, Mar Mateos, Elena Martín, Montserrat de la Cruz © de esta edición: Editorial GRAÓ, de IRIF, S.L. C/ Hurtado, 29. 08022 Barcelona www.grao.com 1. a edición: mayo 2006 ISBN: 978-84-9980-773-7 Diseño de cubierta: Maria Tortajada Quedan rigurosamente prohibidas, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción o almacenamiento total o parcial de la presente publicación, incluyendo el diseño de la portada, así como la transmisión de la misma por cualquiera de sus medios tanto si es eléctrico, como químico, mecánico, óptico, de grabación o bien de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares del copyright.

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Índice Introducción: cambiando las mentes para cambiar la educación Estructura del libro Agradecimientos Acerca de los autores Primera parte: Las concepciones del aprendizaje ante la nueva cultura educativa 1.

La nueva cultura del aprendizaje en la sociedad del conocimiento, J.I. Pozo Educar en tiempos de crisis: despertando de un largo sueño Las concepciones sobre el aprendizaje: el legado de una doble herencia Del aprendizaje de la cultura a la cultura del aprendizaje Una breve historia cultural del aprendizaje de la lectura La nueva cultura del aprendizaje

Profesores y alumnos para el siglo XXI: las nuevas formas de enseñar y aprender 2.

Enfoques en el estudio de las concepciones sobre el aprendizaje y la enseñanza, M.P. Pérez Echeverría, M. Mateos, N. Scheuer, E. Martín El desarrollo de la metacognición El desarrollo de la teoría de la mente Creencias epistemológicas cotidianas Enfoque fenomenográfico Teorías implícitas sobre el aprendizaje El perfil del docente y el análisis de la práctica Alguna conclusión y muchas dudas

3.

Las teorías implícitas sobre el aprendizaje y la enseñanza, J.I. Pozo, N. Scheuer, M. Mateos, M.P. Pérez Echeverría Las concepciones sobre el aprendizaje como representaciones implícitas El origen de las representaciones implícitas Naturaleza y funcionamiento cognitivo de las representaciones implícitas El cambio de las representaciones implícitas

Las representaciones como teorías implícitas Las teorías implícitas del aprendizaje La teoría directa La teoría interpretativa La teoría constructiva ¿Una cuarta teoría? La visión posmoderna

El cambio de las concepciones sobre el aprendizaje y la enseñanza

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Segunda parte: Las concepciones en educación infantil y primaria 4.

Las concepciones de los niños acerca del aprendizaje del dibujo como teorías implícitas, N. Scheuer, J.I Pozo, M. de la Cruz, M. Echenique Las teorías implícitas de los niños acerca del aprendizaje del dibujo Procesos y dimensiones de cambio representacional en el desarrollo de las teorías implícitas del aprendizaje La reflexión sobre el aprendizaje como zona de desarrollo próximo

5.

Las teorías implícitas de los niños acerca del aprendizaje de la escritura, N. Scheuer, M. de la Cruz, J.I. Pozo, M.F. Huarte, M.B. Bosch, A. Bello, N. Baccalá El aprendizaje de la escritura: desde la perspective de los especialistas a la de los aprendices La perspectiva de los niños acerca del aprendizaje de la escritura Qué y cómo escribo en distintas edades Cómo aprendo a escribir y cómo me doy cuenta

Comentarios finales Apéndice 6.

Las concepciones de los profesores de educación primaria sobre la enseñanza y el aprendizaje, E. Martín, M. Mateos, P. Martínez, J. Cervi, A. Pecharromán, R. Villalón Introducción ¿Cómo acceder a las concepciones de los profesores? Constructivos, pero no tanto Estudiantes y profesores: antes y después de la práctica La importancia del contenido específico y del contexto Relación entre capacidades y contenidos Motivación y aprendizaje Evaluación Enseñanza y aprendizaje de conceptos Enseñanza y aprendizaje de procedimientos Enseñanza y aprendizaje de actitudes

Hacia dónde dirigir el énfasis de los cambios en la práctica docente: el «núcleo duro» de las concepciones 7.

Las prácticas discursivas de los profesores en clases de primaria: veo de dónde vienes y sé cómo hablarte, M. de la Cruz, N. Scheuer, M.F. Huarte Prácticas discursivas y concepciones educativas Un estudio de las prácticas discursivas en clase Prácticas discursivas en contextos socioculturales diferentes Comentarios finales

8.

Del dicho al hecho: de las concepciones sobre el aprendizaje a la práctica de la 6

enseñanza de la música, J.A. Torrado, J.I. Pozo Introducción: de las concepciones del aprendizaje a la práctica de la enseñanza Las concepciones implícitas en la práctica de la enseñanza de la música La concepción directa en la práctica docente La concepción interpretativa en la práctica docente La concepción constructiva en la práctica docente

Las teorías implícitas sobre el aprendizaje en la práctica de la enseñanza musical Las concepciones sobre el aprendizaje: del dicho al hecho, ¿hay de verdad mucho trecho? Tercera parte: Las concepciones en educación secundaria 9.

La percepción de profesores y alumnos en la educación secundaria sobre las tareas de lectura y escritura que realizan para aprender, M. Mateos, E. Martín, R. Villalón La alfabetización en la educación secundaria Análisis de las tareas de lectura y escritura para aprender en la educación secundaria Las concepciones sobre la lectura y la escritura que subyacen a las prácticas declaradas por los profesores y los alumnos en la educación secundaria

10. ¿Qué es el conocimiento y cómo se adquiere? Epistemológicas intuitivas en profesores y alumnos de secundaria, I. Pecharromán, J.I Pozo Introducción: las creencias en que vivimos ¿De qué hablamos cuando hablamos de concepciones epistemológicas cotidianas? ¿Cómo influyen las concepciones epistemológicas en el aprendizaje? Concepciones epistemológicas en educación secundaria A modo de conclusión 11. De fotógrafos a directores de orquesta: las metáforas desde las que los profesores conciben el aprendizaje, J.A. Aparicio, J.I. Pozo Introducción: de la psicología cognitiva a las concepciones implícitas sobre el aprendizaje Accediendo a las teorías implícitas: las metáforas sobre el aprendizaje ¿Cómo se representan los profesores el aprendizaje? Los procesos de aprendizaje Los contenidos del aprendizaje Los contextos del aprendizaje

A modo de conclusión: las metáforas desde las que los profesores viven el aprendizaje 12. Las concepciones de los profesores de educación secundaria sobre el aprendizaje y la enseñanza, M.P. Pérez Echeverría, J.I. Pozo, A. Pecharromán, J. Cervi, P. Martínez ¿Cómo estudiar las concepciones de los profesores de secundaria? 7

¿Cómo conciben el aprendizaje los profesores de secundaria? ¿Varían las concepciones de los profesores de secundaria según el ámbito de decisión? Entonces, ¿qué opciones eligen los profesores de secundaria? Cuarta parte: Las concepciones en educación universitaria 13. Las autobiografías lectoras como autobiografías de aprendizaje, G. Vélez La lectura invisible Las teorías visibles de la lectura y las concepciones sobre el aprendizaje La lectura vivida (y evocada) Los primeros contactos con la palabra escrita Aprender a leer La lectura se hace pública y fluida Lecturas adolescentes El lector en el «tiempo» de la universidad

Las teorías invisibles de la lectura 14. La representación de los procesos de aprendizaje en alumnos universitarios, M.P. Pérez Echeverría, A. Pecharromán, A. Bautista, J.I. Pozo Introducción ¿Cómo podemos estudiar la categorización de los objetos de aprendizaje? ¿Cómo influye la instrucción en psicología en la categorización de los objetos de aprendizaje? ¿Cómo reconocen los alumnos las categorizaciones realizadas por otros? Entonces, ¿cómo se representan los alumnos universitarios los objetos de conocimiento? 15. Resumir para estudiar: concepciones de estudiantes en primer año de la universidad, M.B. Bosch, N. Scheuer El resumen en el aprendizaje universitario Las concepciones de los estudiantes sobre la elaboración de resúmenes De las diferencias léxicas a las diferencias conceptuales Complejidad e internalización de la actividad de resumir Flexibilidad respecto de aspectos condicionales Autorregulación en la elaboración del resumen Función epistémica de la elaboración de resúmenes

Comentarios finales 16. Concepciones de enseñanza y prácticas discursivas en la formación de futuros profesores, M. de la Cruz, J.I. Pozo, M.F. Huarte, N. Scheuer Las concepciones de enseñanza en la universidad Un recorrido por las concepciones y prácticas de enseñanza en la formación de profesores Primer estudio: concepciones de enseñanza de los profesores

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Segundo estudio: las prácticas discursivas de enseñanza Tercer estudio: las concepciones de enseñanza de los alumnos

Reflexiones finales Quiénes aportan el conocimiento en la clase y qué dispositivos utilizan Quiénes facilitan el aprendizaje Quiénes contribuyen a la constitución de las concepciones de enseñanza de los alumnos Comentarios metodológicos

Quinta parte: El cambio de las concepciones para la nueva cultura educativa 17. ¿Qué cambia en las teorías implícitas sobre el aprendizaje y la enseñanza? Dimensiones y procesos del cambio representacional, N. Scheuer, J.I. Pozo Introducción Las concepciones de aprendizaje y de enseñanza como teorías implícitas Dimensiones de cambio representacional De la teoría directa a la teoría interpretativa De la teoría interpretativa a la teoría constructiva La posición posmoderna: ¿más allá o más acá de la teoría interpretativa?

Procesos de cambio representacional 18. El cambio de las concepciones de los alumnus sobre el aprendizaje, M. Mateos, M.P. Pérez Echeverría Introducción El diseño de nuevos espacios instruccionales para el cambio de las concepciones de aprendizaje Enseñar Enseñar Enseñar Enseñar Enseñar

a autoevaluar y autorregular el aprendizaje a fijarse y a revisar metas de aprendizaje a resolver problemas a ser crítico a cooperar

Entonces, ¿cómo podemos cambiar las concepciones sobre el aprendizaje de los alumnos? 19. Modelos de formación docente para el cambio de concepciones en los profesores, E. Martín, J. Cervi Introducción Qué es un buen profesor y cómo formarlo Reflexión e intuición: dicotomía o complementariedad Cómo promover el cambio conceptual desde la formación del profesorado El carácter sociocultural de las concepciones La naturaleza situada de la cognición La naturaleza encarnada de las teorías implícitas El proceso de explicitación de las representaciones

Referencias bibliográficas

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Introducción: cambiando las mentes para cambiar la educación Ante la permanente sensación de crisis y desasosiego que viven nuestros sistemas educativos –con noticias frecuentes sobre el bajo rendimiento escolar, casos episódicos pero frecuentes de acoso y violencia escolar y otras malas noticias sobre su funcionamiento–, una de las ideas más escuchadas en las tertulias educativas que se ocupan de esa crisis –ya sea en la radio, en las columnas de los periódicos, en la barra de un bar, en una comida familiar o en las propias salas de profesores de los centros educativos– es la sensación de deterioro continuo de nuestros espacios educativos. Se dice que los alumnos cada vez saben menos y están peor formados, por no hablar de la falta de valores y los graves problemas de conducta que manifiestan; que antes se leía más y mejor; que antes había más respeto en los centros y a los profesores, tanto por parte de los alumnos como de las familias; que antes los alumnos estaban más interesados en el estudio; que antes los profesores, y la educación en general, eran más valorados por la sociedad… No es exagerado decir que en muchos ambientes tiende a aceptarse que en educación cualquier tiempo pasado fue mejor. Esta sensación, sin duda apoyada en vivencias personales, en el día a día de las aulas y los claustros, resulta paradójica si consideramos cómo se ha ido extendiendo la educación, y en especial la educación obligatoria, en todos los países, si bien de modo desigual y a veces contradictorio. Pero, en todo caso, no se trata de demostrar aquí si hay datos objetivos o no para apoyar esa creencia bastante extendida. Lo que nos interesa más bien es destacar la importancia que esas «concepciones» –sean erróneas o no– tienen en la forma en que esos agentes educativos (profesores, pero también alumnos, padres, gestores, etc.) afrontan los retos que esa crisis educativa permanente les plantea. Tal vez en estos momentos de acelerados cambios sociales y educativos tendemos a recordar y añorar modelos de tiempos idos, tal vez algunas de nuestras creencias y supuestos no discutidos sobre la educación respondan más a la educación que en su día recibimos que a las necesidades del sistema educativo actual. De hecho, es posible que nos enfrentemos a esas demandas de cambio educativo movidos por la inercia de concepciones o creencias implícitas nunca articuladas en las que fuimos formados y que no podemos cambiar fácilmente. Enfrentados a las demandas de cambio –enfrentados a los alumnos y a sus nuevas formas de afrontar el aprendizaje– vivimos en buena medida disociados entre lo que somos y lo que fuimos, entre lo que hacemos y lo que creemos, entre lo que sabemos y lo que sentimos y, en último extremo, entre nuestras ideas y nuestras acciones, que no siempre apuntan en la misma dirección, de forma que si queremos cambiar nuestras prácticas, nuestras formas 11

de hacer, debemos necesariamente repensar las concepciones implícitas que subyacen a esas prácticas. Una vez superado el período de predominio de los modelos conductistas en educación –que suponían que una intervención directa sobre las conductas de profesores y alumnos cambiaría las prácticas escolares (por ejemplo, Nickel, 1978)– y también la influencia de ciertos modelos de racionalidad tecnológica, según los cuales sería suficiente con intervenir sobre los procesos cognitivos de los profesores y alumnos –ya fuera a través del llamado «pensamiento del profesor» (Clark y Peterson, 1986), o de la propia intervención en el funcionamiento cognitivo de los alumnos (Gagné, 1985)–, tiende a asumirse hoy que el cambio de esas prácticas escolares requiere modificar también las representaciones de profesores y alumnos sobre lo que está pasando en las aulas –sus concepciones, en forma de creencias, interpretaciones, supuestos, prejuicios, expectativas, etc.–, en el marco más general de las culturas educativas en las que esas prácticas se insertan (Atkinson y Claxton, 2000a; Bereiter, 2002). Sin duda, el cambio educativo implica intervenciones en muchos ámbitos de naturaleza diferente, desde el cambio de estas concepciones a la propia organización y estructura administrativa de los centros, sus culturas de enseñanza y aprendizaje, la normativa legal que los rige, las demandas de la sociedad y el entorno en que se desarrolla su actividad. Este libro está centrado en analizar el cambio educativo desde una de esas perspectivas, tal como indica su título: la influencia que tienen las concepciones de profesores y alumnos sobre el aprendizaje y la enseñanza en sus propias prácticas educativas. No se trata de minimizar la importancia de esos otros niveles de análisis y cambio educativo, ni tampoco de aislar esas concepciones del entorno sociocultural en que se generan y trasmiten, sino de destacar la importancia de cambiar las mentalidades de quienes enseñan y aprenden, si queremos realmente cambiar la educación. Como veremos, esencialmente en la primera parte del libro, en la que se presenta el marco teórico desde el que se analiza ese cambio de concepciones, no se trata de aislar esas mentalidades de las culturas educativas en las que se desarrollan, ni de suponer, como veremos en la parte final del libro, que pueden cambiarse unas sin las otras. Más bien, nuestro propósito es dirigir el foco hacia una dimensión de la práctica educativa que no siempre se ha tenido en cuenta: la forma en que la perciben o viven los agentes educativos. En nuestra opinión, conocer esas concepciones no sólo ayudará a comprender mejor algunas de las dificultades de nuestros sistemas educativos para responder a las nuevas demandas de la llamada «sociedad del conocimiento» sino que, en la medida en que ese conocimiento contribuya a comprender mejor esos cambios, puede ayudarnos también a promoverlos o dirigirlos en la dirección deseada. Pero la necesidad de focalizar con precisión nuestro objeto de análisis nos lleva no sólo a ocuparnos en primer plano de esas concepciones, y sólo en segundo plano, como fondo, de otros cambios –y resistencias al cambio– que están teniendo lugar y que deberían ser objeto de otros análisis, sino que incluso dentro del estudio de esas concepciones nos obliga a centrarnos esencialmente en las ideas o creencias sobre el aprendizaje y la enseñanza, o más bien en las concepciones sobre el aprendizaje en la 12

enseñanza, como núcleo de nuestras preocupaciones. Sólo de modo tangencial nos ocuparemos de otras concepciones sobre el funcionamiento cognitivo (por ejemplo, las creencias sobre la inteligencia, la memoria o la motivación) o de otros aspectos más generales del proceso educativo y su función social (por ejemplo, su función de inclusión o de selección social, las formas de organización educativa, etc.), no porque sean de menor importancia para la comprensión del cambio educativo, sino porque nos alejarían del foco principal que queremos abordar con profundidad en este libro: las concepciones sobre el aprendizaje en la enseñanza y la forma en que esas concepciones influyen en las actividades de enseñanza y aprendizaje y se ven influidas por ellas. Pero además, por mantener bien fijado el foco, nos ocuparemos de esas concepciones en contextos de educación formal y a través de sus agentes primarios, profesores y alumnos1, dejando por tanto al margen otros contextos de educación no formal, así como a otros posibles agentes (padres y madres, gestores y equipos directivos, etc.) cuyas concepciones también pueden estar impulsando o frenando el cambio educativo.

Estructura del libro Para acercarnos al análisis de estas concepciones y los cambios que en ellas están teniendo lugar –o deberían tener lugar–, Juan Ignacio Pozo analiza en el capítulo 1 lo que podríamos llamar la nueva cultura del aprendizaje en el marco de la sociedad del conocimiento que, nos guste o no, está definiendo nuevas metas y funciones para la educación en estos comienzos de siglo. Volviendo a esa sensación de añoranza a la que nos referíamos antes, no educamos en la sociedad que queremos, pero sí debemos hacerlo para cambiarla en la dirección que deseamos. En este sentido, las nuevas formas de gestionar y distribuir socialmente el conocimiento, las nuevas tecnologías para acceder a ese conocimiento, parecen estar definiendo una nueva cultura del aprendizaje que requiere una mentalidad nueva tanto entre quienes aprenden como entre quienes enseñan. Pero en algunos aspectos esos cambios sociales parecen ser más rápidos que los cambios de mentalidad requeridos y, desde luego, que la investigación psicológica y educativa que nos debe permitir conocer esas mentalidades o concepciones. De hecho, en el capítulo 2, María del Puy Pérez Echeverría, Mar Mateos, Nora Scheuer y Elena Martín revisan los diferentes enfoques, tanto teóricos como metodológicos, desde los que se ha intentado estudiar esas concepciones, mostrando no sólo la dispersión y el desencuentro entre ellos, sino también las posibles vías de convergencia o complementariedad entre esas diversas formas de entender las concepciones. De entre esas alternativas teóricas y metodológicas, este libro mantiene un acercamiento desde lo que se definen como teorías implícitas sobre el aprendizaje y la enseñanza, cuyos rasgos analizan con detalle Juan Ignacio Pozo, Nora Scheuer, Mar Mateos y María del Puy Pérez Echeverría en el capítulo 3, proponiendo tres teorías implícitas que guiarían la práctica de profesores y alumnos (denominadas respectivamente teoría directa, teoría 13

interpretativa y teoría constructiva), a las que podría sumarse una cuarta (teoría posmoderna). El capítulo termina analizando los procesos mediante los que puede promoverse el cambio representacional de esas concepciones, entendido como una integración jerárquica, basada en la explicitación, entre diferentes representaciones y prácticas educativas. El marco teórico desarrollado en esta primera parte es esencial para entender las propuestas mantenidas en el resto de los capítulos, ya que a continuación, con la excepción de la última parte, el libro está dedicado a presentar diversos estudios e investigaciones realizados desde ese marco teórico, que intentan iluminar la forma en que profesores y alumnos de diferentes niveles educativos conciben esos procesos de aprendizaje en la enseñanza, desde la educación infantil y primaria (segunda parte, capítulos 4 a 8), o la educación secundaria (tercera parte, capítulos 9 al 12) hasta llegar a la educación universitaria (cuarta parte, capítulos 13 al 16). La segunda parte propone conocer las teorías implícitas del aprendizaje que expresan y ponen en práctica alumnos y profesores en los niveles de educación infantil (o inicial) y primaria. Es de suponer que las formas de entender y promover el aprendizaje que se reconocen en estas etapas educativas básicas –teniendo en cuenta además que se pretende de ellas que integren a toda la población joven de nuestros países– tengan efectos fundacionales, masivos y persistentes en las formas de concebir, practicar y propiciar el aprendizaje en momentos posteriores y situaciones diferentes. Los estudios incluidos en esta parte han sido realizados en dos países y contextos educativos diferentes, pero que comparten, como se verá, rasgos educativos comunes. Esta segunda parte se abre con dos estudios evolutivos que, mediante entrevistas a niños de cuatro a trece años de distintos sectores socioculturales en Bariloche (Argentina), nos acercan a las teorías implícitas que éstos ponen en juego para referir, explicar, anticipar y valorar el aprendizaje de dos sistemas culturales de representación externa: en el capítulo 4, Nora Scheuer, Juan Ignacio Pozo, Montserrat de la Cruz y Mónica Echenique estudian las concepciones de los niños sobre el aprendizaje del dibujo, mientras que en el capítulo 5, con una metodología similar, Nora Scheuer, Montserrat de la Cruz, Juan Ignacio Pozo, María Faustina Huarte, María Belén Bosch, Alejandra Bello y Nora Baccalá estudian esas mismas concepciones en relación con el aprendizaje de la escritura. Los otros tres estudios incluidos en esta segunda parte se ocupan en cambio de las concepciones de los profesores en esta misma etapa educativa: sus modos de pensar, hablar o hacer, en relación con la propia práctica de enseñar o con relatos escritos de situaciones fácilmente reconocibles de enseñanza. Así, en el capítulo 6, Elena Martín, Mar Mateos, Patricia Martínez, Jimena Cervi, Ana Pecharromán y Ruth Villalón presentan un estudio realizado en Madrid con profesores de primaria en ejercicio y estudiantes universitarios que están finalizando sus estudios para ser profesores en esa misma etapa. La investigación se basa en un cuestionario consistente en una serie de «dilemas» que plantean diversas dimensiones de la toma de decisiones docente, ante las que es necesario optar entre diferentes respuestas, que implican distintas teorías implícitas sobre el aprendizaje y la enseñanza. A diferencia de este estudio, realizado en Madrid mediante cuestionarios, en 14

el capítulo 7 Montserrat de la Cruz, Nora Scheuer y María Faustina Huarte presentan un estudio de casos realizado en Bariloche, que explora las prácticas discursivas de docentes al enseñar diversas asignaturas a alumnos de sectores socioculturales medios y marginados que inician o finalizan la escolaridad primaria. Para concluir esta parte, en el capítulo 8 José Antonio Torrado y Juan Ignacio Pozo combinan estas dos aproximaciones, al analizar las relaciones entre las concepciones del aprendizaje y de la enseñanza de profesores de conservatorios de música de Madrid –expresadas al responder a un cuestionario similar al del capítulo 6– y sus propias prácticas docentes, puestas de manifiesto mientras enseñan a niños un instrumento de cuerda en clases individuales. La tercera parte del libro se dedica a estudios sobre concepciones de docentes y estudiantes de la etapa de educación secundaria. Los dos primeros capítulos presentan los resultados de dos investigaciones en las que se contrastan las concepciones de ambos colectivos, profesores y alumnos. En cambio, los capítulos siguientes se centran únicamente en las ideas de los docentes. El capítulo 9, escrito por Mar Mateos, Elena Martín y Ruth Villalón, analiza las concepciones acerca de la lectura y la escritura, pero no desde la perspectiva de los trabajos de la segunda parte del libro que estudian las ideas de los niños sobre el aprendizaje de estos códigos, sino desde el punto de vista de las tareas que implican leer y escribir para aprender otros contenidos, es decir, desde su función epistémica, estrechamente vinculada a las capacidades de aprender a aprender que la sociedad del conocimiento exige. En el capítulo 10, Isidro Pecharromán y Juan Ignacio Pozo estudian las concepciones epistemológicas de profesores y alumnos de educación secundaria obligatoria y bachillerato, atendiendo a la influencia del dominio de conocimiento y de la especialidad de los docentes. Al igual que en el trabajo anterior, los resultados muestran la distancia entre las representaciones de profesores y alumnos y ponen también de manifiesto que, aunque las de los docentes son más elaboradas, están todavía lejos en muchos casos de una concepción constructivista sobre la naturaleza y la adquisición del conocimiento. En este capítulo se analizan las repercusiones de las creencias espistemológicas sobre las concepciones del aprendizaje, tema que precisamente se aborda en los dos últimos capítulos de esta parte del texto, si bien con muestras, metodologías e incluso énfasis diferentes. Así, en el capítulo 11, José Alfredo Aparicio y Juan Ignacio Pozo estudian las teorías implícitas que sobre el aprendizaje mantienen profesores de educación secundaria en Colombia, usando para ello una tarea de selección de metáforas enfocada sobre todo a los procesos cognitivos que actúan en el aprendizaje. Por su parte, María del Puy Pérez Echeverría, Juan Ignacio Pozo, Ana Pecharromán, Jimena Cervi y Patricia Martínez presentan en el capítulo 12 otro estudio sobre teorías implícitas de profesores de educación secundaria, pero en este caso españoles, que resolvieron una tarea de «dilemas» sobre tomas de decisiones docentes ante diferentes problemas relacionados con la enseñanza cotidiana en los centros, similar a la utilizada en el capítulo 6 con profesores de primaria. Algunas de estas diferencias entre ambos trabajos tal vez puedan explicar los resultados parcialmente distintos que obtienen. 15

De modo claramente diferente a la sección que se acaba de describir, la cuarta parte del libro, centrada en la etapa universitaria, trabaja fundamentalmente las concepciones de los estudiantes. Sólo uno de los capítulos está dedicado a las concepciones de los profesores, lo que sin duda es más bien reflejo de los intereses que han guiado cada uno de esos estudios. Los otros tres capítulos están dedicados a analizar las concepciones de los estudiantes universitarios, partiendo de procedimientos relacionados con la gestión del conocimiento, como la lectura o la elaboración de resúmenes, desde los que se infieren las concepciones de estos alumnos sobre el aprendizaje. En el capítulo 13, Gisela Vélez se acerca al estudio de las concepciones desde el análisis de las autobiografías lectoras de estudiantes universitarios. Las narraciones de los alumnos muestran una evolución desde las preocupaciones más técnicas sobre los procesos de traducción, decodificación y comprensión de la estructura del texto hasta una visión de la lectura más epistémica. Este capítulo se dedica a analizar cómo se perciben estos estudiantes a sí mismos como lectores y cómo reconstruyen su historia personal de la lectura. En el capítulo 15, María Belén Bosch y Nora Scheuer estudian las concepciones de forma parecida, analizando las narraciones de los estudiantes sobre la utilización de una herramienta, en este caso el resumen. En estas narraciones, analizadas con técnicas lexicométricas, aparecen diferentes perspectivas sobre el resumen, desde la idea de que es una simple recopilación hasta una mirada también epistémica. Estas diferentes narraciones sobre el resumen correlacionan con la situación académica obtenida por los estudiantes mediante de sus calificaciones. Estos dos capítulos, por tanto, se basan en análisis cualitativos de las descripciones de los estudiantes sobre algunas de sus herramientas. El capítulo 14 plantea un acercamiento más experimental. Utilizando procedimientos de clasificación similares a los empleados por otros autores para analizar la formación de categorías en novatos y expertos de diferentes áreas, María del Puy Pérez Echeverría, Ana Pecharromán, Alfredo Bautista y Juan Ignacio Pozo estudian los criterios que emplean los estudiantes universitarios para organizar diferentes tipos de resultados de aprendizaje. Parece haber una relación entre el grado de instrucción en aprendizaje y la consideración de estos resultados de una manera más estática (como estado) o de manera más procesual (como proceso). En el capítulo 16, que cierra esta parte y con ella los estudios empíricos presentados en el libro, Montserrat de la Cruz, Juan Ignacio Pozo, María Faustina Huarte y Nora Scheuer analizan el discurso de diferentes profesores encargados de formar a futuros profesionales de la enseñanza en Bariloche. La variable independiente en este caso es el tipo de materia, más disciplinar o más pedagógica que imparten estos profesores. Los análisis mediante técnicas lexicométricas muestran que el lenguaje de estos profesores difiere entre sí y que, por tanto, las concepciones expresadas por ese lenguaje también difieren. En cada uno de estos niveles educativos se trata de presentar algunos estudios relevantes que, por supuesto, no agotan todos los perfiles o matices de esas concepciones, sino que solamente recogen los estudios realizados por los autores, que forman un equipo de investigación con un marco teórico común que, sin embargo, como 16

veremos, no sólo permite sino que en cierto modo exige acercamientos o metodologías diversas (desde los análisis experimentales o el uso de cuestionarios, hasta las entrevistas clínicas semiestructuradas, las observaciones y los registros del discurso en el aula, o los relatos autobiográficos) e incluso acentos diversos no sólo en la interpretación teórica sino también en el uso de la propia lengua que compartimos, que van desde el castellano de España al de Argentina o al de Colombia, acentos teóricos y lingüísticos que, desde esas ideas y palabras compartidas, hemos intentado respetar y que, de hecho, en algunos casos siguen siendo fácilmente reconocibles en los textos. En todo caso, la quinta parte del libro está dedicada a integrar estas diferentes aportaciones o estudios, intentando extraer unas conclusiones generales, bien sobre la naturaleza del cambio en las concepciones de aprendizaje, bien sobre las mejores formas de promoverlo, tanto en la instrucción como en la propia formación docente. Así, en el capítulo 17 Nora Scheuer y Juan Ignacio Pozo reflexionan acerca de las dimensiones y procesos que intervienen en el cambio de esas teorías y analizan si los estudios presentados en capítulos anteriores se ajustan al marco teórico propuesto, además de sugerir algunos de los retos pendientes, a partir de esos estudios, para futuras investigaciones. Entre esos retos están, sin duda, las decisiones que pueden tomarse para favorecer los cambios educativos deseados y buscados mediante un cambio representacional que favorezca concepciones del aprendizaje más complejas o evolucionadas tanto en los profesores como en los alumnos. En el caso de estos últimos, como muestran Mar Mateos y María del Puy Pérez Echeverría en el capítulo 18, se requeriría el diseño de nuevos espacios instruccionales que faciliten la transferencia del control y la gestión metacognitiva de su propio aprendizaje por parte de los alumnos. Pero el diseño de esos nuevos espacios de aprendizaje en la enseñanza requerirá, a su vez, un cambio en las concepciones de los profesores mediante nuevos modelos de formación docente, de los que se ocupan Elena Martín y Jimena Cervi en el capítulo 19, que cierra el libro, y que deberían basarse en reconciliar las concepciones de los docentes con sus prácticas, mediante un proceso de reflexión guiada que tuviera como meta promover cambios representacionales en las propias concepciones de los docentes que acabaran por dirigir, de forma más reflexiva o explícita, sus propias prácticas. Seguramente el lector –que según se reclama en los capítulos 9 y 13 debe construir su propia lectura de los textos– sabrá elaborar su propia guía o recorrido a través de las páginas y capítulos de este libro, en función de sus intereses y su metas. Pero dado que la lectura de un libro, como actividad de aprendizaje constructivo, es más bien una reconstrucción –o si se quiere en los términos que se desarrollan en las próximas páginas una redescripción representacional– de la estructura del propio texto escrito, un diálogo entre autor y lector, los autores de este texto quieren advertir a sus posibles lectores que los tres primeros capítulos constituyen el núcleo teórico imprescindible para dar sentido a los estudios de cada una de las etapas o niveles educativos que se analizan a continuación. Se pueden trazar muchos itinerarios distintos a través del libro, pero creemos que todos ellos deberían partir del mismo punto, deberían dar sus primeros pasos en esos tres primeros capítulos, que constituyen los cimientos de los estudios 17

desarrollados en niveles educativos concretos en los capítulos siguientes. Dependiendo de la formación del lector y de los intereses que le hayan traído hasta este libro, tal vez se sienta más cercano a alguna de estas etapas que a otras y pueda prescindir de la lectura de algunos de esos capítulos, aunque por nuestra parte creemos que unas etapas no pueden aislarse de otras, ya que los niveles educativos superiores hunden sus raíces en el pasado no tan remoto de sus alumnos y, a su vez, cada etapa de la educación debería mirar a un horizonte educativo más amplio para encontrar también su sentido. En todo caso, esos diversos recorridos deberían confluir en una misma plaza, la quinta y última parte del libro, que es el lugar de encuentro de todas esas rutas de lectura y escritura, un intento de síntesis de esos diferentes capítulos o estudios empíricos, desde el marco teórico desarrollado en la primera parte. Al final, al llegar a esa plaza, el lector se encontrará una vez más atrapado en un círculo vicioso, o virtuoso, en el que para cambiar las concepciones será preciso promover cambios en la práctica educativa, que a su vez no cambiará a menos que cambien las concepciones de los agentes, profesores y alumnos, implicados en ella, que a su vez no cambiarán a menos que la cultura del centro y los contextos mediante los que ésta se despliega no cambien, contextos que a su vez no cambiaran a menos que… En este libro, partiendo de uno de los momentos –las concepciones sobre el aprendizaje y la enseñanza entendidas como teorías implícitas– de esa espiral inacabable sin principio ni fin, proponemos al lector interesado en el cambio educativo que este viaje a lo largo de los capítulos que componen este libro conduzca a un destino común: repensar de forma conjunta nuestras concepciones y nuestras prácticas, sabiendo que más allá de sus frecuentes disociaciones son dos puntos de apoyo esenciales para mover la educación en la dirección que deseamos, en lugar de dejarnos arrastrar de forma inconsciente por las inercias y las añoranzas de nuestra propia historia educativa, tanto personal como cultural.

Agradecimientos La obra que el lector tiene en sus manos, como es fácil de apreciar, es el producto de un trabajo colectivo que integra a investigadores procedentes de diferentes universidades, de distintos países y con distinta formación académica. Pero siendo un trabajo colectivo no se trata, sin embargo, como sucede a veces en este tipo de obras, de una colección de estudios de diferente procedencia que el lector debe intentar integrar o conciliar. Este libro está escrito como una obra de colaboración, de discusión y reflexión conjunta en el que la mayor parte de los autores, y por supuesto los editores, hemos participado en el comentario o discusión del resto de los capítulos. Se trata, por tanto, de una obra en cierto modo coral, en la que sin embargo, como hemos señalado antes, hemos intentado no ahogar las voces y los acentos personales. En este coro de voces se pueden identificar aún esos acentos o notas personales y, de hecho, hacerlo sin desafinar es un 18

divertimento añadido a la escritura, y tal vez la lectura, del libro. Coordinar esas voces ha sido un trabajo arduo, que sin duda ha retrasado la escritura del libro en relación con nuestras previsiones iniciales, pero ya sabemos que todo proceso reflexivo, como el buen canto coral, tiene su tempo. Esta escritura colaborativa se ha visto posibilitada por el hecho de que los textos aquí recogidos se basan en estudios que hemos venido realizando en los últimos casi diez años en el marco de diferentes proyectos de investigación conjuntos, coordinados esencialmente desde la Facultad de Psicología de la Universidad Autónoma de Madrid y el Centro Regional Universitario de Bariloche de la Universidad Nacional del Comahue, en Argentina. La constitución de este equipo de investigación conjunto, ampliado a otras universidades de Argentina (Universidad Nacional de Río Cuarto) o Colombia (Universidad del Norte en Barranquilla) nació de una modesta investigación sobre las concepciones de los niños con respecto al aprendizaje (Pozo y Scheuer, 1999), que pudo consolidarse, en un marco más amplio, gracias a la concesión de un proyecto subvencionado por la Comisión Europea dentro del Programa Alfa (contrato num. 5.0157.8), en el que participaron también la University of Leeds, la Universitá de La Sapienza di Roma, la Universidad de Buenos Aires y la Universidad Federal de Minas Gerais (Brasil), y que dio lugar a dos seminarios de investigación, celebrados respectivamente en Bariloche, gracias también al apoyo de la Fundación Antorchas, y en Madrid, para los cuales elaboramos algunos de los documentos fundacionales de esta línea de investigación y en los que se basan los capítulos iniciales (Pozo y otros, 1998). Estas reuniones han tenido desde entonces continuidad en otros seminarios y actividades conjuntas realizados gracias al apoyo del convenio establecido entre la Universidad Autónoma de Madrid y la Universidad Nacional del Comahue, y a la ayuda de diversas instituciones financiadoras a los proyectos de investigación desarrollados por los grupos constituidos en ambas universidades. En los últimos años, y concretamente durante el período de redacción de este libro, hemos contado con una subvención de la Dirección General de Investigación del Ministerio de Ciencia y Tecnología de España, a través del Programa de Promoción General del Conocimiento, a un proyecto dirigido por Juan Ignacio Pozo (BSO200201557). Igualmente, la Comunidad Autónoma de Madrid ha apoyado diversos proyectos, el último de los cuales (06/0049/03), dirigido por Elena Martín, se ha ocupado de Las concepciones del profesorado y de los psicopedagogos sobre el desarrollo el aprendizaje y la enseñanza: su relación con la práctica docente. También hemos contado con el apoyo de la Universidad Nacional del Comahue a diversos proyectos dirigidos por Montserrat de la Cruz (el último es el B-117), del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas de Argentina a proyectos dirigidos por Nora Scheuer (el más reciente es PEI 6134) y de la Agencia Nacional de Promoción Científica de Argentina a un proyecto en curso coordinado por esta última (04-10700). Tal como se refleja en algunos de los capítulos de este libro, estos proyectos han facilitado la realización de algunos de los estudios o investigaciones concretos que aquí presentamos, pero en un sentido más general han hecho posible la movilidad y el intercambio entre los autores de este libro, permitiendo la constitución de un grupo de investigación distribuido no sólo en 19

universidades y países distintos, sino incluso en continentes, hemisferios y husos horarios tan distantes. Ese grupo ha podido consolidarse, a uno y otro lado del océano, gracias al apoyo y la participación de otras muchas personas, algunas de las cuales también colaboran en este libro y a las que queremos también agradecer su ayuda y su entusiasmo. Los cursos de doctorado realizados en la Facultad de Psicología de la Universidad Autónoma de Madrid en el marco del Programa de Doctorado Interuniversitario «Desarrollo psicológico, aprendizaje y educación: perspectivas contemporáneas» (mención de calidad MDC200400063) han sido uno de los espacios principales en los que hemos ido debatiendo y desarrollando como grupo buena parte de las ideas contenidas en este libro, gracias en buena medida a la participación y a la exigencia crítica de los alumnos. En el curso 20042005, el seminario de doctorado, prácticamente homónimo de este libro, sirvió para una discusión minuciosa de muchos de los contenidos de este libro, a la que contribuyeron también las preguntas de todos nuestros alumnos que guiaban el desarrollo de esas sesiones, con una mención especial para María Luna y Víctor Rodríguez, cuyo interés por estos temas va más allá de ese seminario de doctorado. Estos cursos no sólo han contribuido a mejorar muchos de los capítulos, sino que a lo largo de estos años han ido facilitando la incorporación de nuevas personas a estas investigaciones, algunas de las cuales, como José Antonio Torrado, Isidro Pecharromán o José Alfredo Aparicio, han contribuido con sus tesis doctorales a escribir este libro, sin olvidar a otras cuyo trabajo es muy cercano a los intereses de este libro, aunque finalmente no se haya recogido aquí, como Lorena Medina o Amalia Casas, o a quienes, como María Belén Bosch o Viviana Macchiarola, se han incorporado a estas investigaciones desde el Programa de Doctorado en Educación Científica y Educación Secundaria, realizado en colaboración con la Universidad Nacional de Córdoba, en Argentina, gracias en parte al apoyo de OREALCUNESCO a través de la Cátedra de Educación Científica, coordinada por José María Sánchez, y más recientemente a la concesión de una ayuda del Ministerio de Asuntos Exteriores de España por medio del Programa de Cooperación con Iberoamérica. Mención de calidad aparte merecen Alfredo Bautista, Jimena Cervi, Patricia Martínez, Ana Pecharromán y Ruth Villalón, quienes no sólo han contribuido sin desmayo a las discusiones de los cursos de doctorado, en los que algunos son ya alumnos eméritos, y a los estudios y los textos aquí recogidos, sino que se han ocupado de las numerosas e implícitas tareas de edición que subyacen a la difícil escritura de un texto coral como éste. Tal vez sin su entusiasmo, el de ellas y el de él, este libro no tendría el mismo sentido para nosotros y para los lectores; ahora bien, lo que es seguro es que quienes hemos coordinado esta obra, también ellas y él, no nos habríamos sentido igual durante su larga escritura. Pero si todas estas instituciones y personas han contribuido a este coro de textos escritos, no queremos olvidar tampoco que los estudios en que éstos se basan no hubieran sido posibles sin la participación de tantos profesores y alumnos, desde educación infantil a la universidad, en Argentina, en Colombia, en España, que con tanta generosidad nos han prestado sus voces, sus textos, sus prácticas, sus experiencias, su 20

tiempo. No podemos detallar aquí los nombres de esas personas, ni siquiera los centros e instituciones educativas que nos han abierto sus puertas, pero no queremos que esas voces caigan en el silencio, porque sin las concepciones implícitas o explícitas que esos alumnos y profesores compartieron con nosotros, este libro, con su coro de voces, tampoco existiría. Es el eco de sus voces el que intentamos redescribir o explicitar a través de nuestras teorías. En último extremo, son las voces a las que nos debemos.

Acerca de los autores José Alfredo Aparicio es profesor del Departamento de Psicología de la Universidad del Norte en Barranquilla, donde enseña materias relacionadas con la psicología cognitiva y del aprendizaje. Ha realizado investigaciones en el tema de concepciones sobre el aprendizaje en profesores y estudiantes universitarios y estudios acerca de las representaciones de los niños sobre fenómenos ecológicos. [email protected] Nora Baccalá es profesora adjunta en el área de Probabilidad y Estadística del Centro Regional Universitario de la Universidad Nacional del Comahue. Es doctora por la Universidad de Salamanca, realizando su tesis en el campo del análisis multivariante. Su área de investigación actual es la integración de la información proveniente de distintas tablas multivariadas. [email protected] Alfredo Bautista es becario del Programa de Formación de Profesorado Universitario en el Departamento de Psicología Básica de la Universidad Autónoma de Madrid. Actualmente está investigando sobre las concepciones de docentes y alumnos de los conservatorios de música (especialidad de piano), sobre las estrategias de aprendizaje en dicho dominio y sobre las concepciones del aprendizaje en alumnos universitarios. [email protected] Alejandra Bello es profesora de Psicología en el Centro de Educación Media n.o 99 en Bariloche (Argentina). Desde hace algunos años colabora ad honorem en investigaciones realizadas en el Centro Regional Universitario Bariloche, sobre el aprendizaje de la escritura. [email protected] María Belén Bosch es becaria de la Agencia Nacional de Ciencia y Tecnología de Argentina en el Centro Regional Universitario Bariloche de la Universidad Nacional del Comahue. Actualmente está investigando las estrategias de aprendizaje y participa en la investigación de las concepciones de los niños acerca de aprendizajes culturales específicos. [email protected] Jimena Cervi ha ejercido durante varios años como profesora de educación primaria y como asesora en centros escolares. Está estudiando las concepciones sobre la enseñanza y el aprendizaje en profesores y orientadores de escuela primaria. [email protected] Montserrat de la Cruz es profesora del área Psicología del Desarrollo en la Universidad Nacional del Comahue en Bariloche. Ha investigado en el área de 21

concepciones de enseñanza y aprendizaje en diferentes niveles educativos. Actualmente estudia las concepciones de los niños acerca de aprendizaje en distintos entornos socioculturales. [email protected] Mónica Echenique es docente e investigadora de la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional del Comahue. Se ha interesado por las estrategias de enseñanza en dominios específicos y dinámicas de interacción en el aula. Últimamente estudia las concepciones infantiles sobre el aprendizaje de dominios notacionales. [email protected] María Faustina Huarte es auxiliar de docencia en el área de Psicología del Desarrollo del Centro Regional Universitario de la Universidad Nacional del Comahue. Integra el equipo de investigación de las concepciones de enseñanza y aprendizaje. Actualmente investiga las concepciones de aprendizaje de la escritura en distintos entornos socio-culturales. [email protected] Elena Martín Ortega es profesora del Departamento de Psicología Evolutiva y de la Educación de la Universidad Autónoma de Madrid, donde enseña materias relacionadas con la psicología de la educación, el asesoramiento psicopedagógico y la evaluación de centros. Ha investigado en estos mismos ámbitos desde la perspectiva de los procesos de cambio educativo. Desde este enfoque, el tema de las concepciones le interesa especialmente por entender la formación del profesorado como un proceso de cambio conceptual. elena.martí[email protected] Patricia Martínez González ha colaborado en distintas investigaciones sobre las concepciones del aprendizaje y la enseñanza en la Universidad Autónoma de Madrid Su interés ha estado focalizado en el estudio de las concepciones implícitas de los profesores sobre la evaluación. [email protected] Mar Mateos Sanz es profesora del Departamento de Psicología Básica de la Universidad Autónoma de Madrid e imparte su docencia en materias relacionadas con la adquisición de conocimientos. Ha investigado el papel que desempeña la metacognición en el aprendizaje y, de manera más específica, en el aprendizaje a partir de la lectura y la escritura. Este interés ha desembocado también en el estudio de las concepciones sobre el aprendizaje. [email protected] Ana Pecharromán es colaboradora en diversas investigaciones en el departamento de Psicología Básica de la Universidad Autónoma de Madrid. En los últimos años ha compaginado el estudio de las concepciones sobre la enseñanza y el aprendizaje con la investigación sobre los procesos de instrucción, comprensión y utilización de los sistemas de representación externa y más concretamente sobre las gráficas matemáticas. [email protected] Isidro Pecharromán es profesor de educación secundaria en el IES Ágora (Alcobendas, Madrid), donde enseña Filosofía y Psicología. Ha investigado la aplicación de los gráficos a la enseñanza de la filosofía, y los valores y actitudes de los jóvenes en la educación secundaria. Partiendo del interés por la influencia de las creencias previas en el proceso de aprendizaje-enseñanza de la filosofía ha investigado las concepciones epistemológicas en distintos dominios y niveles educativos. [email protected] 22

María del Puy Pérez Echeverría es profesora del Departamento de Psicología Básica de la Universidad Autónoma de Madrid, donde enseña materias relacionadas con la psicología del pensamiento y estrategias de aprendizaje. Ha investigado el aprendizaje del pensamiento matemático y más recientemente el papel de las teorías en los procesos de pensamiento, lo que le ha llevado al estudio de las concepciones sobre la enseñanza y el aprendizaje. [email protected] Juan Ignacio Pozo es profesor del Departamento de Psicología Básica de la Universidad Autónoma de Madrid, donde enseña materias relacionadas con la psicología del aprendizaje. Ha investigado las estrategias de aprendizaje así como la adquisición de conocimientos específicos en diferentes dominios (física, química, geografía, historia, música, gramática). El interés por el cambio conceptual en esos dominios le ha llevado al estudio del cambio en las concepciones sobre los propios procesos de aprendizaje y enseñanza. [email protected] Nora Scheuer es investigadora del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de Argentina. Su lugar de trabajo es el Centro Regional Universitario Bariloche de la Universidad Nacional del Comahue. Ha investigado aspectos del desarrollo de la comunicación y del aprendizaje de la escritura y de la matemática, principalmente en niños preescolares y escolares. Desde hace algunos años investiga las concepciones de los niños acerca de aprendizajes culturales específicos. [email protected] José Antonio Torrado del Puerto es en la actualidad profesor del Departamento de Pedagogía del Real Conservatorio Superior de Música de Madrid e imparte la asignatura de Didáctica. Ha compaginado la enseñanza musical, como profesor titular de violín, coordinador y director de diferentes cursos de instrumentos de cuerda, con su labor como violinista. Esta experiencia le ha llevado a investigar las concepciones implícitas de los profesores de instrumentos de cuerda y su relación con las estrategias que utilizan en las aulas. [email protected] Gisela Vélez es profesora en el Departamento de Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de Río Cuarto (Argentina). Su trabajo de investigación se desarrolló en el campo de las estrategias de lectura y el aprendizaje a partir de textos. En los últimos años, se ha dedicado al análisis de autobiografías lectoras de estudiantes universitarios, con el interés de describir la constitución de las concepciones que ellos mantienen sobre la lectura. [email protected] Ruth Villalón forma parte del personal investigador en formación del Departamento de Psicología Básica de la Universidad Autónoma de Madrid. En los últimos años ha compaginado su campo de investigación prioritario, centrado en la lectura y la escritura como herramientas de aprendizaje, con los estudios sobre las concepciones acerca del aprendizaje y la enseñanza. [email protected]

1. Por razones de agilidad en la exposición, en este libro utilizaremos los términos «profesores» y «alumnos» de

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forma no genérica, es decir, para referirnos tanto a profesores y profesoras, como a alumnos y alumnas. Hay sin duda lenguas menos discriminatorias o menos marcadas por el género, pero por nuestra parte no encontramos en la lengua cervantina soluciones más ágiles, flexibles o elegantes que esta fórmula tan tradicional y tan poco satisfactoria.

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Primera parte Las concepciones del aprendizaje ante la nueva cultura educativa

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1 La nueva cultura del aprendizaje en la sociedad del conocimiento Juan Ignacio Pozo

Educar en tiempos de crisis: despertando de un largo sueño Los sistemas educativos en general, y la escuela en particular, están sometidos a una continua exigencia de cambio. La educación obligatoria está en la mayor parte de los países en un proceso de reforma educativa, que implica no sólo una extensión de sus límites, incluyendo a personas y grupos sociales hasta ahora excluidos, sino también una ampliación de sus horizontes, fijando nuevas metas y propósitos, definiendo nuevas formas de enseñar y aprender, creando nuevos espacios en los que se pueda no sólo transmitir sino compartir el conocimiento y las vivencias que ese conocimiento genera. Pero también la educación superior o universitaria está sometida a las exigencias del cambio. Así, por ejemplo, en el nuevo espacio educativo europeo se habla de una enseñanza universitaria dirigida por la formación de competencias, y en la que la unidad de gestión del conocimiento no debe ser la labor del profesor (las horas de enseñanza en el aula), sino el propio trabajo de los alumnos (sus actividades de aprendizaje autónomo). Igualmente, en otros muchos ámbitos educativos o instruccionales se fomenta cada vez más la cooperación entre los propios alumnos como motor del aprendizaje o se buscan nuevas formas de interactuar con el conocimiento, mediadas por nuevas tecnologías más abiertas y flexibles, todos ellos síntomas de que los modelos más tradicionales, y unidireccionales, de relación entre profesores y alumnos, requieren profundos cambios. Nuestros sistemas educativos formales, desde la educación infantil hasta la superior, están por tanto viviendo tiempos de cambio, en un proceso de reforma continua (Marchesi y Martín, 1998). Es la reforma que no cesa y que, como veremos, afecta no sólo a una reconsideración de sus contenidos, sino cada vez más a un cambio en las formas de enseñar y aprender, en suma, de gestionar el conocimiento en esos espacios instruccionales. Pero no son sólo los espacios educativos, o de instrucción formal, los que están cambiando. De hecho, esos cambios alcanzan más fácilmente a otros espacios o contextos menos formalizados o institucionalizados y por tanto más permeables a esas nuevas corrientes o demandas de aprendizaje. Se habla del aprendizaje para el ocio, del aprendizaje organizacional, del aprendizaje virtual o el e-learning, todas ellas nuevas 26

formas de aprender, de relacionarse con el conocimiento, que sin duda están alterando y van a alterar aún más nuestras formas de concebir el aprendizaje y de organizarlo socialmente. Por tanto, hay vientos de cambio, que fácilmente podemos reconocer a nuestro alrededor. De hecho, ese cambio, las nuevas formas de enseñar y aprender, se vende como un nuevo producto cultural (¡basta ver los idílicos anuncios de muchas universidades privadas!) en la medida en que la gente de la calle, la sociedad, percibe cada vez más su demanda. Pero más allá del revuelo y las retóricas con que se acompañan o se venden esos nuevos aires educativos, ¿están cambiando realmente nuestras escuelas?, ¿se aprende y se enseña hoy de forma distinta a como aprendimos nosotros cuando, según la feliz expresión de Gabriel García Márquez, éramos jóvenes e indocumentados? Sin duda, es imposible responder de forma unívoca a preguntas como éstas. Con certeza, en unos ámbitos (los informales, los menos institucionalizados), los cambios son más fluidos que en otros (la escuela, la universidad). Con certeza, en unos niveles educativos (la educación infantil), esos cambios se hacen más visibles que en otros (la universidad). Y con la misma certeza, algunos aspectos (las relaciones entre profesores y alumnos, las formas de hablar y de comportarse) han cambiado también más que otros (los propios contenidos de la enseñanza, las tareas escolares o los sistemas de evaluación). Pero centrándonos en las formas de aprender y enseñar, que constituyen el objetivo esencial de este libro, nos atrevemos a decir que, en general, los cambios predicados, las propuestas teóricas para el cambio han sido más fuertes y profundas que los verdaderos cambios que han tenido lugar en las prácticas educativas. En El Dormilón, una de sus películas más disparatadas, Woody Allen encarna a Milles Monroe, quien dos siglos después de haber sido congelado tras someterse a una simple operación para curar una úlcera que no acabó del todo bien, regresa a la vida, encontrándose en un mundo extraño, una cultura ajena, a la que no logra adaptarse (recordemos el «orgasmatrón») pero en la que reconoce conductas, valores, emociones (cómo no, el amor) que apenas han cambiado. Si en vez de dormir doscientos años, Milles Monroe se hubiera despertado tras sólo cuarenta o cincuenta años y se viera inmerso en estos contextos de aprendizaje y enseñanza que nos ocupan –supongamos que fuera un alumno especialmente apático que se duerme en clase para despertarse cuarenta años después–, nos tememos que reconocería fácilmente lo que está sucediendo en el aula (sin duda más fácilmente en unas aulas que en otras, como señalamos antes sin pretender señalar a nadie). No cabe duda de que en estos últimos años las formas de aprender y enseñar, al menos en los espacios educativos más formalizados, han cambiado más profunda o radicalmente en la teoría que en la práctica, en lo que se dice que en lo que se hace realmente. Lo que los investigadores, los gestores y los propios agentes educativos dicen que hay que hacer para favorecer el aprendizaje es, por supuesto, muy distinto hoy de lo que se decía hace cuarenta años. Ahí Milles Monroe (o Woody Allen) tendría que hacer un gran esfuerzo de actualización o perfeccionamiento, ya que en las teorías psicológicas 27

sobre el aprendizaje y la educación, con su decidida orientación constructivista, apenas quedan vestigios de aquel conductismo que hace cuatro o cinco décadas dominaba la psicología. En su lugar, predominan las teorías cognitivas (Pozo, 1989, 2003), los enfoques socioculturales (por ejemplo, Wells y Claxton, 2002), el estudio de la interacción entre profesores y alumnos y el análisis de los mecanismos de influencia social (Coll, Palacios y Marchesi, 2001). Pero si el conductismo descansa en paz entre los teóricos del aprendizaje y la adquisición del conocimiento, no sucede lo mismo en las aulas, en las propias prácticas escolares, donde, como se verá en bastantes páginas de este libro, las noticias de su muerte, recordando a Oscar Wilde, han sido un tanto prematuras o exageradas. Sigue habiendo un conductismo ingenuo larvado bajo muchas decisiones o acciones que profesores y alumnos ponen en marcha en su afán de enseñar o aprender. Si Milles Monroe (o Woody Allen) en vez de leer textos de psicología del aprendizaje y de la educación, se limitara a ir al aula, como profesor o como alumno, hay una alta probabilidad (nuevamente dependiendo de dónde y con quién despertara, por supuesto) de que pudiera reconocer ese espacio escolar y adaptarse a él más fácilmente que a otras muchas instituciones sociales (empezando por la familia) o de gestión social del conocimiento (los medios de comunicación, Internet, etc.). Tal vez incluso en el propio espacio escolar algunas prácticas le resultaran ajenas (¿activar conocimientos previos?, ¿cooperar?), pero nos tememos que en buena parte de las situaciones educativas nuestro bello durmiente se sentiría tan cómodo o incómodo como siempre (¡oh no, otro examen!). ¿A qué se debe esta mayor resistencia al cambio en las prácticas educativas en comparación con otros espacios o contextos sociales? ¿Por qué la teoría cambia más fácilmente que la práctica educativa? ¿Por qué esas teorías, que parecen estar comúnmente aceptadas, son tan difíciles de llevar a la práctica? ¿Y por qué podemos esperar que algunos aspectos o componentes de esa práctica cambien también más fácilmente que otros? ¿O que en unos niveles educativos, o contextos escolares, el cambio sea mejor asimilado o recibido que en otros? Seguramente no podemos obtener respuestas unívocas o cerradas, pero tampoco lo pretendemos. Más bien lo que nos proponemos al escribir un libro a partir de preguntas como éstas y otras similares es multiplicar e integrar esas posibles respuestas, con el ánimo no sólo de entender las resistencias al cambio en las culturas de aprendizaje, sino también, como veremos en la última parte del libro, de vislumbrar formas de promoverlo, de hacerlo más fácil tanto para profesores como para alumnos. Pero en todo caso las respuestas que encontremos y las vías de intervención que de ellas se deriven van a estar, cómo no, restringidas por nuestra propia mirada, la que nos proporciona la moderna psicología del aprendizaje y de la educación, y más específicamente, como veremos sobre todo en el capítulo 3, los estudios sobre el «conocimiento intuitivo» o las teorías implícitas de las personas en su esfuerzo por dar sentido al mundo (Atkinson y Claxton, 2000a; Pozo y otros, 1998; Rodrigo, Rodríguez y Marrero, 1993), el conocimiento de los procesos de cambio personal, y más específicamente, de cambio conceptual que se requieren para modificar esas teorías y 28

con ellas la propia práctica educativa (Pozo, 2003; Pozo y Rodrigo, 2001; Schön, 1987). Aunque, sin duda, hay otros muchos factores y niveles de análisis en la gestión del cambio educativo, de orden institucional u organizacional, profesional, social, e incluso económico, no menos importantes que el aquí vamos a abordar, estamos convencidos de que cambiar las prácticas escolares, las formas de aprender y enseñar, requiere también cambiar las mentalidades o concepciones desde las que los agentes educativos, en especial profesores y alumnos (aunque también cabría considerar a los padres y las madres, los gestores educativos, los políticos y los propios investigadores, que quedan fuera de la lupa de este libro), interpretan y dan sentido a esas actividades de aprendizaje y enseñanza. En suma, cambiar la educación requiere, entre otras muchas cosas, cambiar las representaciones que profesores y alumnos tienen sobre el aprendizaje y la enseñanza. Y para poder cambiar esas representaciones, es preciso primero conocerlas, saber cuáles son, en qué consisten, cuál es su naturaleza representacional y cuáles sus procesos de cambio y sus relaciones con la propia práctica. Como veremos, sobre todo en el próximo capítulo, esas representaciones son un objeto de estudio especialmente elusivo y resbaladizo, un objeto poliédrico o polifacético que se resiste también a cualquier simplificación. Pero los estudios que se han venido realizando en estos últimos años, entre ellos nuestras propias investigaciones (algunas de las cuales se presentan más adelante en este libro), nos permiten interpretar esas representaciones, según veremos en detalle en el capítulo 3, como verdaderas teorías implícitas sobre el aprendizaje y la enseñanza, producto de una doble herencia, biológica y cultural (por ejemplo, Tomasello, 1999), sin la cual es difícil entender no sólo el contenido de esas teorías, sino su naturaleza representacional y las dificultades para cambiarlas cuando los vientos de la educación y el aprendizaje, como está sucediendo en los últimos tiempos, y sucederá aún más en los próximos, cambian de dirección o se convierten en tempestades.

Las concepciones sobre el aprendizaje: el legado de una doble herencia Esas concepciones sobre el aprendizaje y la enseñanza, sean interpretadas como teorías implícitas o desde cualquier otro enfoque, son sin duda antes que nada una herencia cultural, un producto de la forma en que en nuestra tradición cultural (o en cualquier otra) se organizan las actividades de aprendizaje y enseñanza, o más en general, de educación y transmisión del conocimiento. Para comprender las concepciones de profesores y alumnos sobre lo que es aprender debemos situarlas en el contexto no sólo de la cultura de aprendizaje actual, vigente, sino sobre todo de la historia cultural del aprendizaje como actividad social. Como ya señalara Ortega y Gasset (1940), los seres humanos somos ante todo herederos, y tener conciencia de esa herencia es tener una conciencia histórica que nos humaniza en la medida en que nos ayuda a comprender 29

nuestra naturaleza y en esa medida hace posible repensarla y, si es necesario, cambiarla. Para Ortega y Gasset, esa herencia cultural –transmitida como dijera Hanna Arendt sin testamento, es decir, de forma más implícita que explícita– nos proporciona creencias que conforman nuestra realidad y con ella a nosotros mismos, por oposición a las ideas, lo que explícitamente sabemos del mundo: Las creencias constituyen la base de nuestra vida, el terreno sobre el que acontece. Porque ellas nos ponen delante lo que para nosotros es la realidad misma. Toda nuestra conducta, incluso la intelectual, depende de cuál sea el sistema de nuestras creencias auténticas. En ellas «vivimos, nos movemos y somos». Por lo mismo, no solemos tener conciencia expresa de ellas, no las pensamos, sino que actúan latentes, como implicaciones de cuanto expresamente hacemos o pensamos. Cuando creemos de verdad en una cosa no tenemos la «idea» de esa cosa, sino que simplemente, «contamos con ella». (Ortega y Gasset, 1940, p. 29, ed. 1999) Estas creencias que heredamos sin testamento, con frecuencia sin ni siquiera conocerlas, sin saber que las tenemos, nos proporcionan representaciones bastante eficaces sobre el mundo físico y social (Pozo, 2001), que en muchos casos están en el origen de las famosas concepciones previas de los alumnos, las mal llamadas misconceptions, que tanta importancia han cobrado en la investigación reciente sobre el aprendizaje y la enseñanza en dominios o materias específicas (por ejemplo, Coll, Palacios y Marchesi, 2001; Olson y Torrance, 1996; Schnotz, Vosniadou y Carretero, 1999). Pero no sólo nos proporcionarían creencias sobre los contenidos de muchas de esas materias (por qué caen los objetos, cómo se alimentan las plantas, cómo enfermamos y nos curamos o qué hace que una nación sea más rica), sino también sobre el propio conocimiento, en cuanto objeto social, y sobre el proceso mediante el que lo adquirimos, creencias que se basarían en supuestos profundamente aceptados sobre la propia naturaleza humana, sobre quiénes somos y por qué hacemos lo que hacemos, sin las cuales la vida social sería imposible. Pinker (2002) comienza su más reciente libro afirmando que: Nuestra teoría sobre la naturaleza humana es la fuente de buena parte de nuestras vidas. La consultamos cuando deseamos persuadir o amenazar, informar o engañar. Nos aconseja sobre cómo mantener nuestros matrimonios, criar a nuestros hijos y controlar nuestra propia conducta. Sus supuestos sobre el aprendizaje guían nuestra política educativa; sus supuestos sobre la motivación guían nuestras políticas con respecto a la economía, las leyes y el crimen. Más allá, o más acá, de lo que sepamos sobre el aprendizaje y la enseñanza, todos nosotros, profesores o alumnos, tenemos creencias o teorías profundamente asumidas, y tal vez nunca discutidas, sobre lo que es aprender y enseñar, que rigen nuestras acciones, al punto de constituir un verdadero currículo oculto que guía, a veces sin nosotros saberlo, nuestra práctica educativa. A pesar de la escasa formación teórica de algunos 30

profesores –especialmente en los niveles educativos superiores– y de prácticamente todos los alumnos –en todos los niveles– sobre el proceso de aprendizaje/enseñanza, sin duda tanto profesores como alumnos tienen sus propias teorías sobre lo que es aprender y enseñar, aunque muchas veces no sepan siquiera que las tienen y en qué consisten, de ahí que las llamemos teorías implícitas (véase con detalle el capítulo 3). Esas creencias o teorías procederían no tanto de la instrucción formal recibida sobre los procesos educativos, con la que de hecho en ocasiones colisionarían, como de su propia práctica diaria como profesores y, sobre todo, como alumnos. Se ha dicho en ocasiones que los profesores enseñamos en gran medida reproduciendo el modelo que vivimos cuando éramos alumnos. Sea o no así (y esperemos que en las próximas páginas el lector encuentre momentos para repensar esta idea), lo cierto es que todos somos herederos, o de hecho producto, de unas formas culturales de entender el aprendizaje profundamente arraigadas en nuestra mentalidad, ya que responden a una tradición que, como veremos en el próximo apartado, entre nosotros tiene al menos cinco mil años de historia (y muchos más de prehistoria, véanse Donald, 1991; Mithen, 1996; Pozo, 2003). Nuestras teorías o creencias implícitas, o intuitivas en la terminología de Atkinson y Claxton (2000a), suelen ayudarnos en muchas de nuestras actividades cotidianas, pero resultan inadecuadas cuando nos tenemos que enfrentar a nuevos problemas culturales. Sucede así con muchos de nuestros hábitos o representaciones sociales cotidianos (las formas de vestir, de comer o de saludar), que no nos damos cuenta de que están ahí y de lo que implican hasta que nos enfrentamos a otras culturas en las que incluso pueden resultan inconvenientes o muy embarazosas. O con las dificultades de adaptación de las personas adultas o maduras a los cambios en la cultura que les rodea (las nuevas tecnologías, las nuevas formas de vestir, las relaciones sociales y sexuales, etc.). En la organización de los espacios de aprendizaje y enseñanza estamos viviendo cambios culturales semejantes. Hemos iniciado estas páginas destacando precisamente que «los sistemas educativos en general, y la escuela en particular, están sometidos a una continua exigencia de cambio». Las culturas del aprendizaje evolucionan en cada sociedad a medida que cambian las demandas de conocimiento y con ellas las epistemologías y las tecnologías que soportan ese conocimiento. Y sin duda, si Milles Monroe (o Woody Allen) despertara ahora –sobre todo si despierta fuera de las aulas más que dentro de ellas– comprobaría lo mucho que han cambiado en estas últimas décadas los sistemas culturales de conocimiento y las formas de conservarlos, distribuirlos e incluso generarlos. Se sentiría asustado, con dificultades para adaptarse y cambiar sus creencias más profundas sobre lo que es aprender y enseñar, como de hecho se sienten muchos profesores, y también algunos alumnos, ante los cambios que se han producido y se están produciendo en la cultura del aprendizaje, de los que nos vamos a ocupar en detalle en las próximas páginas. Cambiar las mentalidades de profesores y alumnos sobre el aprendizaje y las formas de promoverlo, en suma de enseñar, requiere conocer los cambios que se están produciendo en la cultura del aprendizaje. Pero también, antes de entrar en esos cambios, requiere entender que esas diferentes culturas del aprendizaje que vamos a 31

contrastar, esas distintas herencias culturales transmitidas sin testamento, son también producto, como comentábamos unas páginas más atrás, de una segunda herencia, aún más primordial: la de un sistema cognitivo, una mente humana, que no sólo hace posible, sino necesario, el aprendizaje como una actividad social y cultural. Si todos somos herederos de una cultura de aprendizaje (o incluso, como está sucediendo hoy en día, de varias culturas en parte contradictorias), esa herencia cultural se apoya en otra herencia más básica, que constituye un rasgo básico del diseño cognitivo de la mente humana (Pozo, 2001): la capacidad de saber lo que sabemos y, por tanto, también lo que ignoramos; pero también de imaginar o intuir lo que otros saben y, por tanto, también lo que ignoran, así como la capacidad de compartir e intercambiar con los demás nuestras representaciones, en suma, de distribuirlas socialmente. La capacidad metarrepresentacional, de representarnos nuestras propias representaciones, parece ser un rasgo específicamente humano, un universal cognitivo que todas las personas, salvo en ciertas alteraciones cognitivas, compartimos por el mismo hecho de ser humanos, como parte de la herencia natural que constituye nuestra identidad cognitiva primordial de homo sapiens sapiens («el hombre que sabe que sabe»). Sólo las mentes capaces de saber lo que saben y lo que otros saben (o ignoran) pueden guiar su propio aprendizaje y, aún más, el de los demás. Sólo sabiendo lo que sé puedo proponerme enseñarlo; sólo sabiendo lo que no sabes puedo proponerme enseñártelo. Sería esa capacidad de conocer nuestras propias representaciones la que hará posible el desarrollo, tal como veremos en el capítulo 2, de una teoría de la mente, una psicología intuitiva que atribuye nuestra conducta y la de los demás a ciertos estados y procesos mentales (intenciones, emociones, pero también conocimientos y representaciones [D’Andrade, 1987]), que estaría en el origen de esas diferentes teorías implícitas sobre el aprendizaje culturalmente adquiridas de las que nos iremos ocupando en este libro. Obviamente, otros organismos aprenden tanto de los objetos como de los congéneres, pero no pueden aprender a aprender y desde luego no pueden enseñar a otros, ya que no saben que saben ni saben lo que los otros ignoran. Eso al menos es lo que argumentan, en nuestra opinión de modo convincente, Premack y Premack (1996) en un artículo expresamente titulado «¿Por qué los animales carecen de pedagogía y algunas culturas tienen más pedagogía que otras?». Su argumento básico, compartido por otros autores (véase Hauser, 2000 o también Pozo, 2003, capítulo 5, para un resumen de estos argumentos), es que sólo los humanos disponemos de esa capacidad de leer las mentes de los demás y, por tanto, atribuirles estados de conocimiento o ignorancia que hacen mentalmente posible y culturalmente necesaria la enseñanza, o la educación informal, mediante la organización de actividades sociales que implican ayudar a otros a aprender, una pedagogía implícita que es común a todas las culturas humanas, ya que la propia supervivencia de la cultura requiere una pedagogía implícita que haga posible esa transmisión cultural. Pero si la pedagogía es sin duda un universal cognitivo en la mente humana y también un universal cultural, significativamente, de acuerdo con 32

investigaciones recientes, parece estar ausente en otras especies, incluidos otros primates superiores. Aunque se han encontrado atisbos de esa capacidad en algunos primates (véanse Hauser, 2000; Povinelli, Bering y Giambrone, 2000), como mínimo podemos afirmar que nuestras capacidades mentalistas, imprescindibles para ayudar deliberadamente a otros a aprender, es decir, para enseñar (Strauss, Ziv y Stein, 2002), son cualitativa y cuantitativamente diferentes de las de cualquier otro organismo o sistema de representación conocido. Según estas investigaciones, aunque los primates imitan, es decir, aprenden de otros, no enseñan, es decir, no ayudan a aprender a otros. Mientras que en los humanos, desde una edad muy temprana, hay una intersubjetividad compartida, una creencia de que la conducta de las personas está guiada por sus intenciones, en los primates esa capacidad parece estar ausente. Por ejemplo, cuando un bebé observa a otra persona realizando una conducta fallida (que no logra su propósito) tiende a «imitar» la conducta que debería haber conducido al éxito (realmente no observada) más que la conducta fracasada observada. Los bebés imitan las intenciones de la conducta más que las acciones en sí mismas. En cambio, los primates tienden a reproducir las acciones directas más que las intenciones que guían la conducta (por ejemplo, Byrne y Russon, 1998; Tomasello, 1999). Por tanto, los aprendices humanos tienen dispositivos mentales de los que carecen otros organismos, sin los cuales, como señala Pinker (2002) no podrían aprender esas creencias básicas que según Ortega y Gasset (1940) constituyen nuestra realidad, y sin los cuales no sería posible la cultura ni la historia, de la que otros animales carecen (Premack y Premack, 1994). Pero las personas no sólo usamos implícitamente esos dispositivos como aprendices intuitivos, sino también como maestros intuitivos de otros, algo que tampoco se observa en otros primates, en los que no hay pruebas inequívocas de enseñanza, es decir, de diseñar acciones con la intención de ayudar a otros aprender. Aunque un animal aprenda de otro, imite su conducta (lo que hacen sin duda no sólo los chimpancés y los loros, sino también las ratas de laboratorio, ¡e incluso los pulpos!), no hay pruebas convincentes en otros animales de que el modelo haga su conducta para que otro aprenda (Byrne y Russon, 1998; Premack y Premack, 1994). Más que ante el homo sapiens estaríamos ante el homo discens (Pozo, 2003). Es la capacidad de aprender intencionalmente, y no sólo la de saber, la que nos identifica como especie; o tal vez es que ambas no son sino manifestaciones de una misma función cognitiva específicamente humana, la de elaborar metarrepresentaciones (Rivière, 2000; Sperber, 2000). Pero más allá de que ésta sea o no una capacidad cognitiva exclusiva de la mente humana, o incluso de que sea o no el rasgo cognitivo que más nos define como especie, algo abierto a un debate para nosotros apasionante pero que no vamos a abrir aquí (y que el lector puede abrir mediante obras como las de Donald, 1993, 2001; Hauser, 2000; Mithen, 1996; Pinker, 1997, 2002; Pozo, 2001), lo que queremos resaltar ahora es que esos dispositivos mentales que hacen posible el aprendizaje de la cultura son también dispositivos que restringen las culturas del aprendizaje, que hacen más probables, o tal vez inevitables, unas concepciones frente a otras. Por poner un solo ejemplo, sobre el 33

que habremos de volver en capítulos venideros, si las creencias sobre el aprendizaje tienen su origen en atribuir a los demás los propios estados mentales, será más difícil entender estados mentales y representaciones alejadas de las propias, como exigen las teorías cercanas a los enfoques constructivistas (véase el capítulo 3). De la misma forma, nos resultará mentalmente muy difícil poner en duda nuestros propios estados mentales, tendiendo a incurrir, como veremos también en el capítulo 3, según el cual el mundo es tal como nosotros lo vemos y, por tanto, aprender es adquirir una representación correcta o verdadera de las cosas, una posición epistemológica que posiblemente esté en el origen de buena parte de nuestras teorías implícitas en muchos dominios (véase el capítulo 10), incluido el aprendizaje y la enseñanza, y que resulta muy difícil de modificar, tanto en los alumnos como en los propios profesores. Por tanto, las concepciones sobre el aprendizaje y la enseñanza que se estudian en este libro tienen su origen en la interacción entre estas dos herencias que nos conforman. Según hemos visto, no sólo heredamos unas concepciones culturales compartidas que están sometidas en este momento a fuertes tensiones de cambio, sino que para que esas concepciones sean posibles hemos de disponer de un sistema cognitivo que haga posible y necesario un aprendizaje intencional y con él la transmisión cultural, pero que al tiempo restringe las formas culturales que puede adoptar el aprendizaje y la enseñanza, y en consecuencia nuestras concepciones sobre ellos. Como señalara el propio Ortega y Gasset, más que el contenido de nuestros pensamientos, las teorías implícitas serían el continente de nuestra mente, el sistema operativo que formatea o restringe nuestras representaciones, en este caso sobre el aprendizaje y la enseñanza. Superar algunas de esas representaciones requiere no sólo un cambio cultural, que ya se está produciendo, sino también un cambio conceptual o representacional (Pozo y Rodrigo, 2001), que requiere de algún modo reconstruir o, si se prefiere, redescribir representacionalmente (Karmiloff-Smith, 1992; Pozo, 2003), nuestras propias representaciones sobre el aprendizaje. En lo que resta de este capítulo, nos centraremos en el cambio que se está produciendo en las culturas del aprendizaje, y sus implicaciones para la función docente y discente, y en suma para las prácticas educativas, mientras que en los dos siguientes capítulos profundizaremos en la naturaleza de esas representaciones sobre el aprendizaje, que intentaremos entender, tal como hemos venido anunciando, como teorías implícitas sobre el aprendizaje y la enseñanza cuya modificación, al aire de estos nuevos vientos culturales, requiere un proceso de profundo cambio conceptual o representacional. Para cambiar las prácticas educativas será preciso cambiar esas teorías implícitas o intuitivas, pero, como veremos, para ello no bastará con proporcionar nuevos enfoques o modelos teóricos.

Del aprendizaje de la cultura a la cultura del aprendizaje 34

Según la argumentación anterior, las concepciones culturales sobre el aprendizaje son no sólo un producto, una consecuencia de la cultura que compartimos, sino también en cierto modo uno de los procesos, o causas, de esa misma cultura. Lo que separa a los humanos del resto de los organismos es, sobre todo, la capacidad de acumular conocimientos en forma de cultura, de conservar las soluciones culturalmente generadas a los problemas que la sociedad enfrenta (o inventa). La cultura implica no sólo generar conocimientos, sino sobre todo trasmitirlos a los nuevos ciudadanos. Si cada generación hubiera de generar por sí misma los sistemas de conocimiento en que se apoya (por ejemplo, la escritura, las matemáticas) no sería posible una sociedad como la nuestra. Es lo que Tomasello, Kruger y Ratner (1993) denominaron efecto engranaje: cada rueda de una maquinaria, por pequeña que sea, produce un efecto multiplicador sobre los siguientes elementos de la cadena. Por limitada que sea su comprensión, hemos de admitir que cualquiera de nuestros alumnos de secundaria, uno de esos que «no aprenden ni quieren aprender», tiene más información e incluso más conocimiento sobre muchas cosas del que tuvieron los grandes genios de la humanidad no hace tanto tiempo. Es el efecto engranaje. Si quien despertara de ese largo sueño fuera Leonardo da Vinci en vez de Milles Monroe (o Woody Allen), sin duda su sorpresa o perplejidad sería mayor, porque comprendería realmente lo extraordinario de muchas de las soluciones que nuestra cultura ha generado, y acumulado, para algunos de los problemas que él tan lúcidamente imaginó. Pero el efecto engranaje, el aprendizaje de la cultura, o al menos de algunos de sus componentes esenciales, por las nuevas generaciones, esa acumulación cultural que nos diferencia de otras especies (por ejemplo, Tomasello, Kruger y Ratner, 1993), requiere a su vez como uno de esos componentes esenciales la transmisión de una cultura del aprendizaje, un conjunto de actividades y formas de organizar socialmente el aprendizaje que hagan posible esa transmisión cultural. El aprendizaje de la cultura requiere, por tanto, una cultura del aprendizaje, una forma de relacionarse con el conocimiento, que está esencialmente mediada por los sistemas de representación en que ese conocimiento se conserva y transmite, en suma, por las tecnologías del conocimiento dominantes en una sociedad. No es casualidad, como ha mostrado Draaisma (1995), que la metáfora de la mente –la representación cultural de la naturaleza humana– en cada sociedad esté íntimamente ligada a la tecnología del conocimiento dominante en esa sociedad (desde las tablillas de cera de los sumerios, la tabula rasa, hasta la metáfora computacional en la psicología cognitiva, o aún más, las redes neuronales en la actual ciencia cognitiva [véase Pozo, 2001]). Esas tecnologías del conocimiento son metáforas de la mente porque guían –en el sentido de organizar pero también en el de restringir– las prácticas mediante las que esa mente adquiere el conocimiento. En ese sentido, son no sólo un soporte o formato del conocimiento, sino sobre todo un sistema para representarlo y organizarlo. La estructura social (por ejemplo, Burke, 2000), pero también psicológica (Martí, 2003; Pozo, 2001), del conocimiento está en buena medida mediada por los sistemas de representación en los que ese conocimiento se produce y mantiene. Y buena parte de esos sistemas son, en 35

nuestras sociedades complejas, sistemas de representación externa. Más allá de la tradición oral, en nuestra sociedad el conocimiento y el aprendizaje están soportados, pero también organizados, restringidos, por sistemas de representación externa como la escritura, las matemáticas, los mapas, los relojes y calendarios, los pentagramas, las grabaciones musicales, los medios audiovisuales o, en los últimos años, los sistemas informáticos. De hecho, la propia enseñanza toma como objetivo en gran medida la transmisión, la alfabetización de la población en cada uno de esos sistemas, ya que sin ellos no es posible acceder al conocimiento, con lo que a las alfabetizaciones tradicionales (escritura, sistema numérico elemental) se añaden en nuestra cultura educativa nuevas demandas de «alfabetización» (gráfica, informática, artística, científica, etc.), que constituyen una nueva exigencia, especialmente en la educación secundaria. Pero cada uno de esos sistemas no se limita a ser un soporte del conocimiento, un vehículo en el que ese conocimiento se transporta y que, por tanto, hay que saber manejar, sino que esos sistemas de representación, o tecnologías del conocimiento, acaban por formatear la propia mente que interactúa con ellos, creando nuevas posibilidades cognitivas, nuevas capacidades o competencias, o si se quiere nuevas estructuras y funciones cognitivas (Martí, 2003; Pozo, 2001). Podríamos decir que cada una de esas tecnologías no sólo proporciona un acceso cada vez más fácil y fluido a la acumulación de conocimientos culturales, nos permite el aprendizaje de la cultura, sino que además promueve una forma específica de aprender, una cultura del aprendizaje. La mente y la cultura se construyen, pero también se restringen, mutuamente (Pozo, 2003). Por tanto, los sistemas mentales de aprendizaje y las culturas de aprendizaje también se construyen mutuamente. Nuestras teorías implícitas sobre el aprendizaje y las culturas del aprendizaje en que están inmersos también se construyen y se restringen mutuamente. No podemos detenernos aquí a analizar cómo cada uno de esos sistemas culturales de representación ha generado, como ya anunciara Ortega y Gasset (1940), nuevas prótesis cognitivas en la mente humana y con ellas nuevas formas de relacionarse con el conocimiento y, por tanto, de concebir el aprendizaje. Pero sí podemos revisar, aunque sea someramente, la historia cultural del aprendizaje de uno de esos sistemas, quizá el más influyente o relevante en nuestra cultura, el sistema escrito, y a través de él vislumbrar los cambios que se han producido en las culturas del aprendizaje como consecuencia de los cambios en la cultura que hay que aprender1.

Una breve historia cultural del aprendizaje de la lectura Como hemos visto, la acumulación de conocimientos, su conservación y transmisión a través de las generaciones, es un requisito esencial para el desarrollo de las sociedades complejas. También hemos visto que esa acumulación requiere de sistemas externos de representación que a la vez que generan nuevas funciones cognitivas acaban por convertirse en el propio núcleo –modelo o representación– de la actividad de aprender. Un ejemplo claro de ello es cómo la historia de la escritura ilustra los cambios en las 36

culturas del aprendizaje. La historia de la educación, y sobre todo la historia de las culturas educativas, está estrechamente ligada a las formas de acceder al conocimiento escrito. De hecho, si las formas de aprender cambian con las tecnologías sociales del conocimiento, los principales cambios en esas tecnologías han estado relacionados con las formas de extender o publicar la palabra escrita. Así, la primera forma reglada de aprendizaje, la primera escuela históricamente conocida, las «casas de tablillas» aparecidas en Sumer hace unos cinco mil años, respondió a la necesidad de transmitir, de acumular y, por tanto, de enseñar el primer sistema de escritura conocido, que produjo también la primera metáfora cultural del aprendizaje, esa metáfora primordial que aún perdura entre nosotros (aprender es escribir en una tabula rasa, las tablillas de cera virgen en las que escribían los sumerios [Pozo, 1996]) y también las primeras «escuelas» históricamente conocidas, las «casas de tablillas», en las que se formaban los futuros escribas. Por lo que algunas de esas mismas tablillas nos informan, en ellas predominaba lo que hoy llamaríamos un aprendizaje repetitivo. [Los maestros ] clasificaban las palabras de su idioma en grupos de vocablos y de expresiones relacionadas entre sí por el sentido; después las hacían aprender de memoria a los alumnos, copiarlas y recopiarlas, hasta que los estudiantes fuesen capaces de reproducirlas con facilidad. (Kramer, 1956, p. 42 de la trad. cast.) Los aprendices dedicaban varios años al dominio de ese código, bajo una severa disciplina. La función del aprendizaje era meramente reproductiva, se trataba de que los aprendices fueran el eco de un producto cultural sumamente relevante y costoso, que permitiría con el transcurrir del tiempo un avance considerable en la organización social. Se trata de una concepción del aprendizaje como copia, que como veremos en el capítulo 3, aún perdura entre nosotros, e incluso constituye también la primera teoría o concepción del aprendizaje que encontramos en el desarrollo infantil (véanse los capítulos 4 y 5). La escritura comenzó a ser, desde entonces, «la memoria de la humanidad» (Jean, 1989) y pasó a constituir el objetivo fundamental de la instrucción formal. Pero además de ello, la escritura, como sistema de memoria externa que permitía que los conocimientos anotados «siguieran existiendo como tales a pesar de que no esté presente la relación entre productor y notación» (Martí y Pozo, 2000), va a hacer posible y necesaria una nueva forma de relacionarse con el conocimiento y, en suma, va a hacer posibles nuevas mentalidades sociales. En su excelente libro El mundo sobre el papel, Olson (1994) ha mostrado de modo concluyente algunos de los efectos de la alfabetización literaria sobre la mente humana, que tienen un alcance más profundo y sistemático de lo que se había supuesto, ya que la palabra escrita no es sólo un archivo cultural externo a la memoria humana individual, o a la propia memoria oral colectiva, sino que supone un verdadero amplificador cognitivo, una verdadera prótesis cognitiva que, al incorporarse a la mente humana, genera nuevas funciones mentales, nuevas 37

formas de relacionarse con el conocimiento que hasta entonces no eran posibles, reestructurando o reconstruyendo el propio funcionamiento cognitivo (Martí, 2003; Pozo, 2001). Las mentes letradas –que son con las que nosotros interactuamos la mayor parte del tiempo– son un nuevo sistema cognitivo que, según la idea de la doble herencia, hunde sus raíces en nuestra historia cultural pero también en nuestro pasado filogenético. Es una nueva mentalidad construida, y por tanto restringida, desde la vieja mentalidad del homo sapiens. Según Olson (1994), para comprender las consecuencias cognitivas del acceso al sistema escrito hay que partir de que, en contra de lo que comúnmente suele suponerse, la escritura no es una trascripción del habla ni una extensión del lenguaje, sino un sistema de representación que posee rasgos propios, que difieren de las formas de representación del habla. La escritura no es una extensión del lenguaje hablado, pero tampoco de la memoria, sino que tiene claramente una función epistémica tanto para el lenguaje como para la memoria: […] la magia de la escritura proviene no tanto del hecho de que sirva como nuevo dispositivo mnemónico, como ayuda para la memoria, sino más bien de su importante función epistemológica. La escritura no sólo nos ayuda a recordar lo pensado y dicho; también nos invita a ver lo pensado y lo dicho de una manera diferente. (Olson, 1994, p. 16 de la trad. cast.) Para Olson, la escritura es esencial para adquirir una conciencia del lenguaje hablado, sus estructuras y componentes. Lejos de ser un subproducto del lenguaje hablado, la escritura sirve sobre todo para redescribir representacionalmente el propio lenguaje, para reestructurarlo, ya que las unidades del lenguaje (palabra, fonema, letra) se han construido, tanto en nuestra historia cultural como en el propio desarrollo cognitivo o personal, a través del sistema escrito (véanse también Chartier y Hébrard, 2000; Martí, 2003). Utilizando datos históricos, antropológicos y psicológicos, Olson (1994) nos proporciona un fresco extraordinario de cómo la lectura de diferentes tipos de textos va generando nuevas funciones mentales, a través de un cambio en la naturaleza de las representaciones mentales y en las funciones de la memoria (véase también el ameno libro de Manguel, 1996). Así, la comparación entre culturas orales y escritas muestra los cambios que la escritura (y la lectura) ha introducido en la memoria individual y colectiva. Las culturas orales, según ha mostrado Vansina (citado por Olson, 1994, p. 123 de la trad. cast.) tienen dos tipos de discursos: «aquellos que conservan las palabras, principalmente la poesía, y aquellos que conservan el contenido, principalmente la narración». Para conservar esa memoria cultural, en ausencia de otras tecnologías, esos pueblos recurren a ciertos sistemas mnemotécnicos, ciertas tecnologías externas de memoria (como el sistema de nudos de los quipus incas) y a ciertos profesionales de la memoria (bardos, poetas), que se convierten en la verdadera conciencia del pueblo. Un ejemplo fascinante de esta figura lo encontramos en El Hablador, la novela de Vargas Llosa (1987), sobre un contador ambulante de historias que es la memoria viviente de los 38

machiguengas, un pueblo nómada que vive en el corazón de la selva amazónica, «el pueblo que anda». Ese hablador es el único vínculo que une ya a las diferentes familias dispersas que vagan en medio de la selva, porque en las culturas orales la narración es no sólo la memoria colectiva, sino también la conciencia, la propia identidad. Pero la naturaleza de esta mente va a cambiar radicalmente con la actividad de escribir y, sobre todo, de leer. Con ella aparece la memoria literal, al pie de la letra o el texto escrito, que es una función de la mente inexistente en las culturas orales. De hecho, durante muchos siglos, en los que el acceso a los textos escritos resultaba complicado, ya que existían muy pocos ejemplares manuscritos y no eran fácilmente accesibles, la escritura lejos de ser una memoria externa, una descarga, supuso una carga más, ya que leer era básicamente reproducir, «memorizar» el texto (Pozo, 1996). No en vano la Edad Media fue el período del florecimiento de los tratados de mnemotecnia (véase también Draaisma, 1995). Durante el largo período previo a la invención de la imprenta –una nueva tecnología del conocimiento que permitió un primer gran salto en la difusión de la lectura, pero que también hizo posible nuevas formas de leer–, la lectura consistía básicamente en recitar los textos, primero en voz alta y luego mediante lectura silenciosa (que no se impone como forma de leer hasta el siglo X [Manguel, 1996]). La función de la lectura, decía San Agustín, es «imprimir el texto sobre las tablillas enceradas de la memoria» (citado por Manguel, 1996, p. 77 de la trad. cast.). De esta forma, «recordando un texto, trayendo a la mente el libro que una vez tuvo entre las manos, ese lector puede convertirse en libro del que tanto él como otros pueden leer» (Manguel, 1996, p. 77 de la trad. cast.). Concebir así el aprendizaje –como un mecanismo para hacer copias o réplicas de la realidad o del mundo percibido– es, según veremos, uno de los rasgos que define a las teorías implícitas del aprendizaje basadas en un realismo ingenuo, a las que denominaremos teorías directas del aprendizaje (tal como se explica en detalle en el capítulo 3). Esta lectura recitativa o reproductiva se acompañaba también, en los centros de instrucción, con una lectura escolástica bajo la supervisión de un maestro, que será una de las formas características de leer los textos durante toda la Edad Media. Según el propio Manguel (1996, p. 94 de la trad. cast.): […] esencialmente, el método escolástico consistía en poco más que adiestrar a los estudiantes a considerar un texto de acuerdo con ciertos criterios preestablecidos y oficialmente aprobados, que se inculcaban cuidadosamente y con gran esfuerzo. Por lo que se refiere a la enseñanza de la lectura, el éxito del método dependía más de la perseverancia de los alumnos que de su inteligencia. Pero los pocos alumnos que podían acceder a esas escuelas, en su mayor parte gobernadas por la Iglesia, antes de llegar a leer esos libros tan escasos como valiosos debían pasar por un largo período de aprendizaje de la lectura, la escritura y las reglas básicas de la gramática, basado en la misma cultura del aprendizaje reproductivo: El profesor copiaba las complicadas reglas de la gramática en la pizarra, de ordinario sin explicarlas, ya que, según la pedagogía eclesiástica, entender lo que 39

se aprendía no era requisito del conocimiento, se les obligaba a aprender las reglas de la memoria. (Manguel, 1996, pp. 97-98 de la trad. cast.) Durante el largo y oscuro período de la Edad Media, leer implicaba repetir –primero en voz alta y luego en silencio– un texto, acompañado en ocasiones de la interpretación oficial del significado de ese texto. El lector no podía ni debía interpretar lo que leía, ya que esa tarea estaba reservada a las autoridades del saber. En último extremo, interpretar es traducir (y traducir es traicionar, es decir apropiarse del significado). Los cambios en los usos de la lectura y, más tarde, la invención de la imprenta, harán posible que se extienda una nueva relación entre el texto y la mente, un nuevo tipo de conocimiento, o función epistémica de la lectura, la llamada lectura analítica. Si el método escolástico «enseñaba a los alumnos a leer de cabo a rabo comentarios ortodoxos que eran el equivalente a nuestros apuntes de clase» (Manguel, 1996, p. 98 de la trad. cast.), ahora se trataba de instruir a los alumnos «en el uso correcto de las palabras, en el respeto por su sentido y sus connotaciones, de manera que estuvieran en condiciones de interpretar o traducir con autoridad… (de esta forma) a mediados del siglo XIV la lectura, al menos en una escuela humanista, se estaba convirtiendo en una responsabilidad de cada lector» (Manguel, 1996, p. 103 de la trad. cast.). Esta nueva lectura analítica se impondría poco a poco impulsada en buena medida por la difusión de la letra escrita, que democratizó de algún modo el conocimiento, y limitó su control por la autoridad, pero también por los cambios sociales y económicos que pusieron fin a la época medieval, y dieron paso al Renacimiento, a la recuperación de la cultura humanista clásica y con ella a la nueva era de la razón, que no hubiera sido posible sin estos nuevos usos culturales de la lectura, que hacen posible también la lectura del «gran libro de la Naturaleza», el desarrollo de la ciencia moderna, cuyo caudal de conocimientos constituye el núcleo básico de los contenidos escolares actuales: […] nuestra comprensión del mundo, es decir, nuestra ciencia, y nuestra comprensión de nosotros mismos, es decir, nuestra psicología, son producto de nuestras maneras de interpretar y crear textos escritos, de vivir en un mundo de papel. (Olson, 1994, p. 39 de la trad. cast.) La nueva forma de leer suponía que la lectura requería de algún modo del lector construir su propia interpretación del texto escrito. Pero esta nueva forma de leer está asociada a un nuevo tipo de texto, o, si se quiere, a una nueva forma de escribir. De las narraciones orales o la lectura reproductiva, literal, de los textos sagrados o al menos autorizados, se irá abriendo paso una nueva forma de leer, vinculada a los textos teóricos o expositivos, que exponen «principios» y no hechos (Olson, 1994). Estos textos se caracterizan por la descontextualización del discurso, que deja de localizarse en un tiempo y un espacio concretos, y la nominalización de las acciones que se convierten en entidades. Leer es atribuir significado a lo que otra persona ha escrito en un contexto y momento diferente, por lo que es necesario reconstruir la mente del escritor para comprender su escrito. 40

La invención del lector supone también el descubrimiento del escritor, de forma que el texto es un vehículo de comunicación entre ambos, no el contenido único de la lectura. De hecho, según Olson (1994), la cultura escrita es esencial para hacer explícita la idea de significación, ya que la descontextualización de los textos escritos –uno de los rasgos que caracterizan a todos los sistemas de memoria externa (Martí, 2003; Martí y Pozo, 2000)– obliga al lector, si quiere interpretar el significado del texto, a esforzarse en reconstruir el contexto y las intenciones del autor al escribir. Ir más allá del recuerdo literal, interpretar los textos, requiere por tanto explicitar lo que el escritor quiso decir, o mejor aún lo que el lector cree que el autor quiso decir. Por tanto, esta lectura analítica (Manguel, 1996) o hermenéutica (Olson, 1994) implica una mayor complejidad cognitiva, al tiempo que desplaza el objeto de la lectura, del contenido literal al significado del texto, que no puede reducirse a su contenido literal, sino a cómo el autor (y el lector) se relacionan con esos contenidos. En otras palabras, ir más allá del recuerdo literal, interpretar los textos requiere explicitar las actitudes proposicionales del autor y del lector, en el sentido utilizado por Dienes y Perner (1999) al proponer su teoría psicológica del conocimiento. Según estos autores (véase también Pozo, 2001), el conocimiento consiste en mantener una actitud proposicional, compuesta por tres componentes funcionales que sería necesario explicitar de modo progresivo, y en un orden establecido: 1. El contenido de la representación (en este caso, la parte del mundo a la que se refiere el texto). 2. La actitud (la relación epistémica con ese contenido, el contexto desde el que se lee o escribe el texto). 3. El sujeto agente (soy yo quien lee un texto que tiene un autor). La propuesta de Dienes y Perner de que estos tres aspectos se explicitan, para cada representación concreta, en una secuencia o jerarquía dada, les lleva a diferenciar tres niveles de explicitación: […] un conocimiento es «plenamente explícito» cuando todos sus aspectos se representan explícitamente, es «de actitud explícita» cuando se hace explícito todo hasta la actitud, y «de contenido explícito» si todos los aspectos del contenido se representan explícitamente. (Dienes y Perner, 1999, p. 740) Como ha mostrado la investigación reciente, la comprensión lectora requiere construir modelos mentales de los textos a partir de los contenidos de la propia memoria y al tiempo redescribir las propias representaciones a partir de esos modelos mentales (Kintsch, 1989, 1998; de Vega, 1995). Por supuesto, muchos lectores, entre ellos muchos de nuestros alumnos, siguen abordando los textos con una función pragmática, la de reproducir el texto sin cambiarlo ni cambiar su propia memoria (véase, por ejemplo, el capítulo 9). De hecho, como sucede con el resto de los sistemas externos de representación (Martí, 2003; Pozo, 2001), la internalización de las funciones epistémicas del sistema escrito –lograr que la lectura convierta al propio conocimiento en objeto de 41

conocimiento– va a requerir un importante esfuerzo instruccional que no siempre conduce al éxito. Más allá de la alfabetización inicial, esos efectos cognitivos dependen de los usos sociales que se hagan de la lectura y la escritura, sobre todo en los contextos de educación formal, pero también en otros escenarios más informales. Esta nueva actitud consciente, que toma por objeto de representación el propio conocimiento, y que según vimos implica una explicitación progresiva de las propias representaciones, se ha generalizado, según Olson (1994), a partir de los usos del sistema escrito, de modo que ahora impregna otras muchas actividades sociales, y otros muchos contenidos mentales. La ciencia o el arte no podrían entenderse sin los poderosos efectos de la escritura sobre la cultura y sobre esa «mente letrada» (Olson, 1994; Pozo, 2001). De hecho, la evolución en las formas de leer los textos refleja un cambio más general en las formas de conocer y de aprender, en las relaciones entre el sujeto y el objeto de conocimiento, desde las culturas orales (conservadoras del saber, pero nunca reproductivas o literales, como hemos visto), a la lectura o cultura reproductiva o repetitiva (en que el objeto de conocimiento está ya fijado, atrapado en el papel, para que el lector o aprendiz haga una copia interna, directa, de él), la lectura o cultura escolástica o interpretativa (en la que el texto se acompaña de una interpretación autorizada que lo desvela) hasta llegar a la lectura analítica o crítica (en la que es el propio lector quien debe desvelar o construir su propia comprensión del texto, en un diálogo demorado o diferido con el autor). Este papel más activo del lector ante el texto, del aprendiz ante el material de aprendizaje, ligado a las nuevas tecnologías del conocimiento y a los nuevos usos epistémicos del conocimiento que esas tecnologías hacen posible (Olson, 1994; Pozo, 2003), es aún más claro en el horizonte de la nueva revolución tecnológica que estamos viviendo en las últimas décadas. Hace quinientos años el texto escrito se convirtió en texto impreso, y hoy el texto impreso se ha informatizado. Esta nueva revolución tecnológica que estamos viviendo ahonda en esta necesidad de promover lectores activos, que construyan su propio texto a partir de los múltiples y variados textos (o fuentes de información) que tenemos a nuestra disposición.

La nueva cultura del aprendizaje Si la imprenta hizo posibles nuevas formas de leer, las tecnologías de la información están generando nuevas formas de distribuir socialmente el conocimiento, que sólo estamos empezando a atisbar, pero que sin duda hacen necesarias nuevas formas de alfabetización (literaria, pero también gráfica, informática, científica, etc.). (Monereo y Pozo, 2001; Postigo y Pozo, 1999.) Están generando una nueva cultura del aprendizaje, a la que la escuela no puede –o al menos no debe– dar la espalda. La informatización del conocimiento tiene consecuencias en apariencia contradictorias. Por un lado, ha hecho mucho más accesibles todos los saberes. Pero, al mismo tiempo, al hacer más horizontales y menos selectivos tanto la producción como el acceso al conocimiento –hoy cualquier persona alfabetizada informáticamente puede hacer su propia web y divulgar 42

sus ideas o acceder a las de otros; ya no es necesaria una imprenta y un editor para publicar tus ideas–, desvelar ese conocimiento, dialogar con él, y no sólo dejarse invadir o inundar en ese flujo informativo exige mayores capacidades o competencias cognitivas por los lectores de esas nuevas fuentes de información, cuyo principal vehículo sigue siendo, con todo, la palabra escrita, aunque ya no sea impresa. No es sólo –¡aviso para navegantes!– que hay que aprender a navegar por Internet para no naufragar definitivamente, sino que la construcción de la propia mirada o lectura crítica de una información tan desorganizada y difusa requiere del lector o navegante unas competencias cognitivas que tal vez no requería la lectura crítica de textos ordenados. En la medida en que en esas nuevas tecnologías la función del autor se diluye, la del lector o aprendiz se hace más exigente. Esa nueva cultura del aprendizaje del siglo XXI supone, por tanto, un nuevo reto para nuestras creencias más profundas sobre el aprendizaje, herederas de esta tradición cultural que acabamos de analizar al hilo de la historia de la lectura y la escritura, pero también herederas de aquel otro bagaje aún más ancestral que todos llevamos con nosotros como consecuencia de nuestra condición humana, de la humana/mente que todos compartimos (Pozo, 2001). De forma forzosamente resumida (véase Pozo, 1996 para un análisis más extenso) podríamos caracterizar esta nueva cultura del aprendizaje por tres rasgos esenciales: estamos ante la sociedad de la información, del conocimiento múltiple e incierto y del aprendizaje continuo. Conocer los rasgos que definen a estas nuevas formas de aprender es no sólo un requisito para poder adaptarnos a ellas, generando nuevos espacios instruccionales que respondan a esas demandas, sino también una exigencia si queremos desarrollarlas, profundizar en ellas y, en definitiva, si queremos, a través de ellas, ayudar también a cambiar esa sociedad del conocimiento, de la que, dicen, nos guste o no, ya formamos parte. En la sociedad de la información la escuela ya no es la fuente primera, y a veces ni siquiera la principal, de conocimiento para los alumnos en muchos dominios. Son muy pocas ya las «primicias» informativas que se reservan para la escuela. Los alumnos, como todos nosotros, son bombardeados por distintas fuentes, que llegan incluso a producir una saturación informativa; ya ni siquiera hemos de buscar la información, es ésta la que, en formatos casi siempre más ágiles y atractivos que los escolares, nos busca a nosotros. Como consecuencia, los alumnos, cuando van a estudiar historia, física o inglés tienen ya conocimientos procedentes del cine, las canciones que oyen o la televisión. Pero se trata de información deslavazada, fragmentaria y, a veces, incluso deformada. Lo que necesitan los alumnos de la educación no es tanto más información, que pueden sin duda necesitarla, como sobre todo la capacidad de organizarla e interpretarla, de darle sentido. Los futuros ciudadanos van a necesitar capacidades para buscar, seleccionar e interpretar la información, para navegar sin naufragar en medio de un flujo informático e informativo caótico. La escuela ya no puede proporcionar toda la información relevante, porque ésta es mucho más móvil y flexible que la propia escuela, lo que sí puede es formar a los alumnos para poder acceder y dar sentido a la información, 43

proporcionándoles capacidades de aprendizaje que les permitan una asimilación crítica de la información (Martín y Coll, 2003; Postigo y Pozo, 2000). Formar a ciudadanos para una sociedad abierta y democrática, para lo que Morin (1999) denomina la democracia cognitiva, y más aún, formarles para abrir y democratizar la sociedad, requiere dotarles de capacidades de aprendizaje, de formas de pensamiento que les permitan usar de forma estratégica la información que reciben, de forma que puedan convertir esa información –que fluye de manera caótica en muchos espacios sociales– en verdadero conocimiento, un saber ordenado, que permite dar sentido a ese flujo informativo, y para el cual los espacios de instrucción formal parecen cada vez más necesarios. Vivimos en una sociedad de la información que sólo para unos pocos, los que han podido acceder a las capacidades que permiten desentrañar, poner orden en esa información, se convierte en verdadera sociedad del conocimiento (Pozo, 2003). Como consecuencia en parte de esa multiplicación informativa, pero también de cambios culturales más profundos, vivimos también una sociedad de conocimiento múltiple e incierto. Apenas quedan ya saberes o puntos de vista absolutos que deban asumirse como futuros ciudadanos, la verdad es algo del pasado más que del presente o del futuro, un concepto que forma parte de nuestra tradición cultural (véase FernándezArmesto, 1997) y que, por tanto, está presente en nuestra cultura del aprendizaje, pero que sin duda es necesario repensar en esta nueva cultura del aprendizaje, sin caer necesariamente por ello en un relativismo extremo (véanse por ejemplo, los capítulos 3 y, sobre todo, el 10). Vivimos en la edad de la incertidumbre (Morin, 1999), en la que más que aprender verdades establecidas e indiscutidas, hay que aprender a convivir con la diversidad de perspectivas, con la relatividad de las teorías, con la existencia de interpretaciones múltiples de toda información, para a partir de ellas construir el propio juicio o punto de vista. No parece que la literatura, ni el arte, ni menos aún la ciencia asuman hoy una posición realista, según la cual el conocimiento o la representación artística reflejen la realidad, sino que más bien la reinterpretan o la reconstruyen. La ciencia del siglo XX se caracterizó por la pérdida de la certidumbre, no sólo en ciencias sociales, donde el perspectivismo es un punto de vista cada vez más aceptado, sino incluso en las antes llamadas ciencias exactas, cada vez más teñidas también de incertidumbre. Así las cosas, no se trata ya de que la educación proporcione a los alumnos conocimientos como si fueran verdades acabadas, sino de que les ayude a construir su propio punto de vista, su verdad particular a partir de tantas verdades parciales. O, como dice, Morin (1999, p. 76 de la trad. cast.) «conocer y pensar no es llegar a la verdad absolutamente cierta, sino que es dialogar con la incertidumbre», lo cual sin duda, como veremos en el capítulo 3, requiere cambiar nuestras creencias o teorías implícitas sobre el aprendizaje, profundamente arraigadas en una tradición cultural en la que aprender era repetir y asumir las verdades establecidas, sobre las que el alumno (¡pero tampoco el profesor!) no podía dudar, menos aún dialogar con ellas. Pero buena parte de los conocimientos que puedan proporcionarse a los alumnos hoy no sólo han dejado de ser verdades absolutas en sí mismas, saberes irremplazables, sino 44

que, como cualquier otro alimento envasado, listo para el consumo (en este caso cognitivo), tienen fecha de caducidad (Monereo y Pozo, 2001). Al ritmo de cambio tecnológico y científico en que vivimos, nadie puede prever qué conocimientos específicos tendrán que saber los ciudadanos dentro de diez o quince años para poder afrontar las demandas sociales que se les planteen. Lo que sí podemos asegurar es que van a seguir teniendo que aprender tanto dentro como fuera del sistema educativo formal, ya que vivimos también en la sociedad del aprendizaje continuo. La educación formal cada vez se prolonga más, pero además, por la movilidad profesional y la aparición de nuevos e imprevisibles perfiles laborales, cada vez es más necesaria la formación profesional permanente. El sistema educativo no puede formar específicamente para cada una de esas necesidades, lo que sí puede hacer es formar a los futuros ciudadanos para que sean aprendices más flexibles, eficaces y autónomos, dotándoles de estrategias de aprendizaje adecuadas, haciendo de ellos personas capaces de afrontar nuevas e imprevisibles demandas de aprendizaje (Monereo y Castelló, 1997; Pozo, Monereo y Castelló, 2001; Pozo y Postigo, 2000). Entre las metas esenciales de la educación, si queremos atender a las exigencias de esta nueva sociedad del aprendizaje, estaría por tanto fomentar en los alumnos capacidades de gestión del conocimiento, o si se prefiere, de gestión metacognitiva, ya que sólo así, más allá de la adquisición de conocimientos concretos, podrán enfrentarse a las tareas y a los retos que les esperan en la sociedad del conocimiento. Pero cambiar las formas de aprender de los alumnos requiere cambiar también las formas de enseñar de sus profesores. La nueva cultura del aprendizaje requiere, por tanto, un nuevo perfil de alumno y de profesor, nuevas funciones discentes y docentes, que sólo serán posibles desde un cambio de mentalidad, un cambio en las concepciones profundamente arraigadas de unos y otros, sobre el aprendizaje y la enseñanza para afrontar esta nueva cultura del aprendizaje.

Profesores y alumnos para el siglo XXI: las nuevas formas de enseñar y aprender Según hemos visto, la nueva cultura del aprendizaje, las nuevas formas de relacionarse con el conocimiento, que ya pueden respirarse en muchos espacios de gestión social del conocimiento, plantean nuevos retos a los sistemas educativos, cuya función social debe cambiar en un contexto cultural tan diferente (por ejemplo, Martín y Coll, 2003). Pero no está claro, como señalábamos ya al comienzo, que esos sistemas de educación formal sean permeables a esos nuevos vientos de cambio que se respiran fuera de las aulas, entre otras cosas, como también señalábamos, porque asumir esas nuevas demandas o funciones requiere un cambio en la forma de concebir la educación, el aprendizaje y la enseñanza, por parte de quienes la hacen posible, en especial profesores y alumnos. Como hemos visto, esa nueva cultura reclama que los espacios educativos no se 45

dediquen tanto a proporcionar información a los alumnos como a convertir la información que ya tienen en verdadero conocimiento (Pozo, 2003); entiende la gestión de ese conocimiento no como un proceso de transmisión directa de un saber establecido, sino como un diálogo con un saber incierto, en el que construir la propia voz; y, finalmente, asume que los contenidos de la enseñanza, dado su carácter en buena medida relativo y perecedero, no deben ser un fin en sí mismos, sino un medio necesario –y nunca arbitrario: unos contenidos serán mejores que otros– para promover ciertas capacidades en los alumnos (Martín y Coll, 2003; Pozo y Postigo, 2000). Pero concebir así el proceso de aprendizaje y enseñanza implica alejarse bastante de lo que vagamente podríamos llamar una concepción tradicional, que por ahora, a falta de mayores análisis (véase el capítulo 3), podríamos caracterizar siguiendo a Claxton (1990) por la transmisión del profesor a los alumnos de un conocimiento objetivo, que el alumno debe apropiarse sin interrogarlo de forma individual, de modo que el éxito del aprendizaje depende sólo de la habilidad y el esfuerzo del propio alumno. En este modelo, el profesor es la voz de ese conocimiento establecido. Es en los términos siempre irónicos del propio Claxton (1990) un gasolinero que llena el depósito (bastante limitado, por cierto) de conocimientos del alumno, o el proveedor de saberes del alumno (Pozo, 1996) o la autoridad que transmite esos saberes (Olson y Bruner, 1996). (Véase el cuadro 1.) En esta concepción, o manera de entender la función docente (y como consecuencia también discente), la enseñanza está centrada en contenidos verbales (si los pintores pintan, los músicos tocan y los futbolistas juegan, los profesores explican). Pero en ciertos niveles o materias también es necesario enseñar procedimientos, enseñar a hacer, para lo que los profesores deben asumir funciones de escultores (Claxton, 1990), de artesanos (Olson y Bruner, 1996) o de modelos y entrenadores de sus alumnos (Pozo, 1996). Incluso en una versión más tecnológica de esta cultura educativa, según Claxton (1990), los profesores asumen ser relojeros, montando pieza a pieza el conocimiento de sus alumnos según un diseño cerrado y previamente establecido. Cuadro 1. Diferentes perfiles docentes en una cultura educativa más tradicional (arriba) o en las nuevas formas de entender el aprendizaje (abajo)*

CLAXTON Gasolinero Escultor Relojero

OLSON Y BRUNER Autoridad Artesano

POZO Proveedor Modelo Entrenador

Sherpa Jardinero

Consultor Colega

Tutor Asesor

* (Aunque obviamente esas diversas formas de entender la enseñanza forman parte de una evolución, tal como se explica en el texto, no necesariamente tienen que entenderse como una jerarquía.)

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En todas estas funciones, el profesor tiene el conocimiento y se lo entrega, de modo más o menos directo, a sus alumnos bien a través de sus explicaciones verbales (proveedor, gasolinero, autoridad) o de sus propias acciones (modelo, artesano), corrigiendo o moldeando al alumno (escultor, entrenador), para que todos los componentes encajen entre sí de acuerdo con el diseño preestablecido (relojero). Esta forma de entender la enseñanza contrasta fuertemente con otros perfiles docentes, posiblemente más cercanos a las demandas de la nueva cultura del aprendizaje (véase el cuadro 1). Así, en lugar de gestionar directamente el conocimiento de los alumnos, el profesor puede asumir una función de guiar o acompañar el propio proceso de aprendizaje del alumno, con diferentes grados de implicación o dirección en ese proceso. Así, puede ser el sherpa, un guía local, conocedor del terreno, que guía y ayuda al alumno en su aventura de conocimiento (Claxton, 1990), o el tutor del aprendizaje, cediendo buena parte de la responsabilidad al alumno, pero manteniendo para sí la guía y la dirección del viaje, un viaje que además se hará casi siempre en grupo y en el que muchas veces el profesor cederá ese papel de guía a otros alumnos, o incluso dejará que sean ellos mismos los que, aprendiendo unos de otros, decidan el camino (Pozo, 1996). Puede incluso asumir un papel más secundario, menos intervencionista, convirtiéndose en asesor (Pozo, 1996) o consultor (Olson y Bruner, 1996) externo del aprendizaje del propio alumno; o convertirse en el jardinero que ve crecer los aprendizajes de los alumnos y sólo interviene para crear condiciones más favorables para ese crecimiento, que sin embargo no depende de él (Claxton, 1990), o incluso asumir que es un colega, un igual de los alumnos, que comparte con ellos el proceso de aprendizaje (Olson y Bruner, 1996). Cada uno de esos perfiles o personajes supone una forma distinta de concebir la enseñanza y el aprendizaje. No se trata aquí de entrar a juzgar la conveniencia de cada uno de estos papeles o funciones que puede atribuirse un profesor, y en consecuencia los papeles que atribuye a sus alumnos, análisis que puede encontrarse en las fuentes citadas. Tampoco se trata necesariamente de elegir entre ellos, ya que posiblemente en momentos distintos es preciso ejercer labores distintas, una función no tiene por qué sustituir necesariamente a otra, aunque algunas de ellas resultan más compatibles o complementarias entre sí que otras (tema sobre el que también volveremos en el capítulo 3 al analizar los diferentes modelos de cambio conceptual y sobre todo en la quinta parte del libro, al reflexionar sobre las propuestas para hacer efectivo ese cambio). Lo que nos interesa por ahora es que ejercer eficazmente esos diferentes personajes requiere creerse el papel, interiorizar y asumir sus implicaciones. La nueva cultura del aprendizaje, reflejada en las propuestas de reforma educativa en los diferentes niveles, está exigiendo de los profesores, pero también de los alumnos, que asuman nuevos modelos o funciones que probablemente entran en conflicto, si no en directa contradicción, con algunas de esas creencias profundamente arraigadas que constituyen ese doble legado, cultural y biológico, con el que todos, alumnos y profesores, llegamos a las aulas y más en general a los escenarios sociales de aprendizaje. Por ello, si queremos promover y consolidar esos procesos de cambio educativo, si 47

queremos que los vientos que soplan en esa nueva cultura del aprendizaje entren en todos esos escenarios de aprendizaje, en especial en los espacios educativos, es necesario considerar la función de las concepciones de profesores y alumnos sobre esos procesos de aprendizaje y enseñanza. Ya no basta con estudiar lo que los niños (y sus profesores) hacen, sino que en palabras de Bruner (1997, pp. 67 y 68 de la trad. cast.): El nuevo programa consiste en determinar lo que creen que hacen y cuáles son sus razones para hacerlo… Dicho llanamente, la tesis que emerge es que las prácticas educativas en las aulas están basadas en una serie de creencias populares sobre las mentes de los aprendices, algunas de las cuales pueden haber funcionado conscientemente a favor o inconscientemente en contra del bienestar del niño. Conviene explicitarlas y reexaminarlas. A esa explicitación y a ese examen está dedicado este libro. Para ello, antes de plantear en el capítulo 3 la forma en que nosotros interpretamos esas creencias, como teorías implícitas, y la relación entre las creencias y la práctica educativa, en el capítulo 2 vamos a analizar los distintos enfoques desde los que, en la investigación reciente, se ha intentado el estudio de estas concepciones de profesores y alumnos sobre el aprendizaje y la enseñanza.

1. Para un análisis detallado de cómo esos sistemas de representación externa se incorporan a la mente infantil y la reestructuran, véase el reciente libro de Martí (2003). Sobre la forma en que diversos sistemas culturales de representación externa devienen en sistemas mentales o de representación cognitiva (mente letrada, numérica, cronológica, científica), puede consultarse Pozo (2001). Sobre las dificultades para reestructurar la mente para formatearse, mediante procesos de cambio conceptual o representacional, de acuerdo con algunos de esos sistemas de conocimiento, véase por ejemplo, en el caso de la ciencia, Pozo y Gómez Crespo (1998, 2002).

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2 Enfoques en el estudio de las concepciones sobre el aprendizaje y la enseñanza María del Puy Pérez Echeverría, Mar Mateos, Nora Scheuer, Elena Martín Finalizábamos el capítulo anterior afirmando que los procesos de cambio educativo no pueden considerarse sin analizar cuáles son y qué función cumplen las concepciones de profesores y alumnos sobre los procesos de aprendizaje y enseñanza o, de forma más general y en palabras de Bruner (1997), las creencias sobre la mente de los aprendices y el conocimiento. Los diversos trabajos que vamos a presentar en este capítulo contribuyen precisamente a explicitar y examinar esas creencias, partiendo de la idea común de que éstas inciden en lo que las personas hacen y expresan, en cómo enseñan, aprenden o interpretan su manera de aprender o la de los otros. No obstante, aunque todos estos trabajos parten de esa premisa, existe una amplia variedad de enfoques, interpretaciones o maneras de abordar el estudio de las creencias de las personas acerca de la mente y el conocimiento. Algunos de estos enfoques tienen un carácter más básico o general, en la medida en que se interesan por las creencias sobre el funcionamiento mental y su influencia sobre la conducta, mientras otros enfoques se dirigen específicamente a estudiar cómo los aprendices, o los docentes, se representan los procesos de aprendizaje o enseñanza. Por tanto, no es de extrañar que, como se puede apreciar en el cuadro 1 (véase en la página siguiente), el conjunto de enfoques que revisamos en este capítulo varíen en las metodologías que emplean y en las características de las personas hacia las que dirigen su estudio. Así, por ejemplo, los investigadores que se dedican a los estudios sobre la teoría de la mente dirigen sus indagaciones a analizar cómo y cuándo los niños pequeños comienzan a concebir el conocimiento de los demás como fruto de una mente similar a la suya y cómo evolucionan esas ideas con el desarrollo. En otras palabras, este enfoque se pregunta por la atribución de una naturaleza mental al conocimiento y al conocer, diferenciada de los propios objetos de conocimiento. De forma similar, los trabajos sobre creencias epistemológicas se preguntan por las diferentes maneras en que las personas entienden la naturaleza del conocimiento y la forma de conocer y cómo estas maneras influyen en su manera de aprender o enseñar. Por tanto, aunque estos dos enfoques no dirigen su investigación directamente a la enseñanza y el aprendizaje, no cabe duda de 49

que sus contribuciones son relevantes para un examen profundo de las concepciones acerca del aprendizaje y/o la enseñanza. Los otros cuatro enfoques que hemos incluido en la revisión indagan directamente sobre las concepciones del aprendizaje y la enseñanza, pero en este caso se diferencian entre sí tanto por el tipo de pregunta que se hacen como por el grado de accesibilidad a la conciencia que atribuyen a estas concepciones. Así, mientras que los estudios sobre metacognición se interesan sobre todo por el conocimiento de los propios procesos cognitivos y la forma en que influye este conocimiento en los procesos de aprendizaje y su control, el enfoque fenomenográfico busca analizar la manera en que las personas (profesores, alumnos, etc.) interpretan y analizan sus propias experiencias de aprendizaje y pregunta directamente sobre estas experiencias, sin introducir apenas restricciones experimentales. A diferencia de los anteriores, el enfoque de las teorías implícitas asume que estas concepciones tienen fuertes componentes implícitos, no accesibles directamente a la conciencia. Además de los enfoques mencionados, acabaremos esta revisión haciendo alusión a un conjunto de investigaciones al que hemos denominado perfil del docente y análisis de la práctica que dirige sus esfuerzos al estudio de los diversos aspectos que influyen en la tarea del profesor tanto en la fase de planificación como en la de desarrollo en el aula y revisión posterior. Por tanto, también a diferencia de otros enfoques, los sujetos de sus investigaciones son sólo los profesores. Cuadro 1. Algunos enfoques en el estudio de las concepciones de la enseñanza y el aprendizaje

ENFOQUE

SU OBJETIVO ES ANALIZAR

PARTICIPANTES HABITUALES EN LAS INVESTIGACIONES

METACOGNICIÓN

El conocimiento consciente y el control de los Alumnos (niños y procesos cognitivos. adolescentes), adultos.

TEORÍA DE LA

El origen y la formación de la concepción implícita de la mente y su funcionamiento.

Niños pequeños.

Las creencias sobre qué es el conocimiento y el conocer.

Alumnos de diferentes edades y profesores.

FENOMENOGRAFÍA La manera personal en que se viven o interpretan explícitamente las experiencias de aprendizaje y enseñanza.

Alumnos de diferentes edades y profesores.

Las concepciones implícitas sobre el aprendizaje y la enseñanza como estructuras representacionales consistentes y coherentes.

Alumnos de diferentes edades y profesores.

MENTE

CREENCIAS EPISTEMOLÓGICAS

TEORÍAS IMPLÍCITAS

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PERFIL DEL DOCENTE Y ANÁLISIS DE LA PRÁCTICA

El análisis de la planificación y acción de Profesores. enseñar, del pensamiento del profesor y de sus reflexiones sobre la propia práctica.

En las próximas páginas vamos a exponer las características fundamentales de los trabajos sobre concepciones del aprendizaje y la enseñanza realizados desde las perspectivas que acabamos de citar. Existen muchas formas distintas de organizar una revisión de este tipo –a partir de las edades de los sujetos, del tipo de metodología, etc.–. No obstante, nosotros hemos elegido un orden temporal, comenzando por los enfoques más antiguos en su origen, aunque sigan hoy vigentes. Como en otros muchos aspectos de la psicología, Piaget (1923, 1926, 1974) fue uno de los primeros autores que se interesó por las concepciones de los niños sobre el mundo mental. No obstante, aunque destacó el interés temprano de los niños por el mundo mental, la valoración de este interés tenía un carácter fundamentalmente negativo, en la medida en que mostraba las dificultades del niño para diferenciar su propia perspectiva de la mantenida por otros. Piaget sostenía que los niños pequeños son cognitivamente egocéntricos y sólo poco a poco llegan a tomar conciencia de la existencia de otras perspectivas1. Siguiendo un recorrido temporal, aunque desde una orientación teórica y metodológica muy diferente, el segundo enfoque importante que se interesó por este tipo de problemas a partir de los años setenta fue la metacognición (véase Flavell, 1971), cuyo interés permanece vigente actualmente (por ejemplo, Mateos, 2001, Schneider y Pressley, 1998). No obstante, buena parte de los investigadores que realizaron trabajos con niños pequeños desde este enfoque metacognitivo, comenzaron a hacerse preguntas sobre el momento en que empieza a manifestarse el conocimiento infantil de la mente y lo mental, y comenzaron a trabajar a inicios de los años ochenta del pasado siglo en la perspectiva que se conoce como teoría de la mente (Flavell, 1999; Perner, 1991; Wellman, 1990). Realizando un recorrido temporal similar al anterior en las investigaciones sobre adolescentes y adultos, podemos distinguir los estudios sobre las creencias epistemológicas acerca de la naturaleza del conocimiento, de sus fuentes y su justificación, iniciados por Perry en los años 70 y que continúan realizándose en la actualidad (Hofer y Printich, 2002; Pecharromán, 2004); los trabajos sobre las concepciones del aprendizaje abordadas desde los enfoques fenomenográficos a partir de los años ochenta (Saljö, 1979) y los trabajos más recientes sobre las teorías implícitas acerca del aprendizaje y la enseñanza (Pozo y Scheuer, 1999; Pozo y otros, 1999; Rodrigo, Rodríguez y Marrero, 1993; Strauss y Shilony, 1994). Por tanto, en las próximas páginas comenzaremos exponiendo los principios y trabajos realizados bajo el paraguas de la metacognición para continuar con el enfoque de la teoría de la mente, las creencias epistemológicas, los estudios fenomenográficos y las teorías implícitas. Terminaremos esta revisión haciendo referencia a los trabajos realizados desde el análisis de la práctica, ya que muestran características e intereses muy diferenciados de los anteriores. 51

Como decíamos antes, estos enfoques presentan una gran variedad de perspectivas, tratan de contestar a preguntas diferentes y, sobre todo, dan respuestas diferentes acerca de la naturaleza y características de las concepciones sobre el aprendizaje y la enseñanza mantenidas por profesores y alumnos. En las próximas páginas revisaremos estos aspectos. Para ello nos serviremos de la organización expuesta más arriba. De manera general, trataremos de exponer las respuestas que estos enfoques dan a una serie de preguntas, aunque no siempre tengan una respuesta clara para todas ellas: ¿Cuáles son las concepciones que mantienen las personas (se trate de niños, jóvenes o adultos, de alumnos o de profesores) sobre la mente y su funcionamiento, el conocimiento, o más precisamente, los procesos de aprendizaje y enseñanza? ¿Qué forma adoptan? ¿Se trata de ideas aisladas o de conjuntos más o menos coherentes? ¿Cuál es su naturaleza representacional? ¿Son representaciones predominantemente explícitas de las que es consciente la persona o son más bien implícitas? ¿Dependen estas concepciones del contenido que se aprende y del contexto en que se aprende o son independientes de estos contenidos y contextos? ¿Cuáles son los procesos de cambio? ¿Cambian con el desarrollo y/o cambian en la medida en que participamos en situaciones de aprendizaje y enseñanza? Si es así, ¿en qué consisten esos cambios? ¿Cómo puede abordarse el estudio de estas concepciones? ¿Qué tipo de tareas nos permiten llegar a conocerlas?

El desarrollo de la metacognición Uno de los primeros enfoques en el estudio de las concepciones que las personas desarrollamos acerca de lo mental podemos encontrarlo en la investigación sobre la metacognición. La principal aportación de este enfoque reside en haber puesto de manifiesto que las personas no sólo elaboramos conocimientos sobre los fenómenos del mundo físico y del mundo social en el que vivimos sino que, además, nos interesamos por los fenómenos del mundo psicológico o mental, tanto propio como ajeno. Este interés es el que nos lleva a elaborar un conocimiento sobre nuestro propio conocimiento (sobre la propia cognición), es decir, sobre cómo percibimos, comprendemos, aprendemos, recordamos y pensamos. En este sentido, la metacognición se ha contemplado como un conocimiento de «segundo orden» –en cuanto se tiene a sí mismo como objeto (de ahí el prefijo «meta»)–. Las primeras aproximaciones a este concepto podemos encontrarlas en los trabajos de Flavell (1971, 1976), quien define la metacognición como «el conocimiento que uno tiene acerca de los propios procesos y productos cognitivos o cualquier otro asunto relacionado con ellos» (Flavell, 1976, p. 232). Así, por ejemplo, practicamos la 52

metacognición cuando nos damos cuenta de que suele ser más fácil reconocer la respuesta correcta a una pregunta que recordarla; cuando advertimos que deberíamos tomar nota de unos determinados datos porque podemos olvidarlos, etc. Ya en esta primera definición podemos reconocer la principal distinción que se ha establecido en este campo y que identifica dos facetas diferentes de la metacognición. Por una parte, se concibe como «producto», esto es, como un contenido más de nuestro bagaje de conocimientos. En este primer sentido, la metacognición se refiere al conocimiento que las personas adquirimos en relación con la propia actividad cognitiva. Más específicamente, el conocimiento metacognitivo comprende el conocimiento que tenemos de nuestras propias capacidades, habilidades y experiencia en la realización de las diversas tareas que demandan algún tipo de actividad cognitiva, el conocimiento de la naturaleza de la tarea y de todas aquellas características de la misma que influyen sobre su mayor o menor dificultad y el conocimiento de las estrategias que pueden emprenderse al abordar una tarea (Flavell, 1987; Flavell y Wellman, 1977). Imaginemos un alumno tratando de aprender un nuevo tema a partir del libro de texto de ciencias naturales. Nuestro alumno puede saber, por ejemplo, que el contenido del nuevo tema le resulta poco familiar (conocimiento de una característica personal), que la forma en que está organizado el texto afecta a la dificultad para comprenderlo (conocimiento de una característica de la tarea) y que tratar de organizar el contenido mediante, por ejemplo, la elaboración de un mapa conceptual es un procedimiento útil para facilitar el aprendizaje (conocimiento de una estrategia). Por otra parte, la metacognición se asimila a los procesos de control que ejercemos sobre nuestra propia actividad cognitiva cuando realizamos una tarea: de planificación de la actividad a llevar a cabo para alcanzar los objetivos de la tarea, de supervisión de esa actividad mientras está en marcha y de evaluación de los resultados que se van obteniendo en función de los objetivos perseguidos. Retomando el ejemplo anterior, para favorecer el aprendizaje del nuevo tema, el alumno planifica elaborar un mapa conceptual a partir del material de aprendizaje y, al realizarlo, comprueba que no ha comprendido bien las relaciones entre los conceptos nuevos, por lo que decide releer algunas partes del texto y consultar otras fuentes documentales antes de reconstruir el mapa. Este doble enfoque de la metacognición como conocimiento y como control de la propia actividad cognitiva ha estado presente en la mayoría de los trabajos realizados dentro de este dominio (por ejemplo, Brown, 1987; Pressley, Borkowski y Schneider, 1987). Uno de los supuestos básicos que se ha adoptado desde esta perspectiva es que ambas facetas son importantes para el aprendizaje y están estrechamente relacionadas entre sí, de modo que el aprendiz competente emplea sus conocimientos metacognitivos para autorregular eficazmente su aprendizaje y, a su vez, la regulación que ejerce sobre el propio aprendizaje puede llevarle a adquirir nuevos conocimientos relacionados con la tarea, con las estrategias para afrontarla y con sus propios recursos como aprendiz. De hecho, un resultado que se ha obtenido de forma consistente, particularmente en el caso de los niños más mayores y de los adolescentes, es la relación positiva entre un conocimiento metacognitivo más elaborado y la tendencia a hacer un uso más amplio de 53

las estrategias cognitivas y, consiguientemente, a alcanzar un mayor rendimiento en la tarea (Cornoldi, Gobbo y Massoni, 1991; Pintrich y de Groot, 1990; Schneider, 1985). No obstante lo anterior, la relación entre ambos planos de la metacognición dista de ser perfecta. En efecto, la posesión de un conocimiento metacognitivo particular no garantiza en muchos casos que ese conocimiento vaya a ser empleado para dirigir la propia ejecución en una tarea determinada. Por ejemplo, podemos haber aprendido en un manual de psicología que la práctica distribuida es más efectiva que la práctica masiva pero, a la hora de preparar un examen, concentrar nuestros esfuerzos en el último momento. Tampoco el hecho de que alguien muestre un cierto grado de control sobre el propio aprendizaje en el contexto de una tarea concreta se corresponde necesariamente con un conocimiento explícito del principio aplicado. Consideremos, por ejemplo, el caso de un alumno que dedica al estudio de un material más difícil un tiempo mayor que a otro más fácil, pero que no es consciente del diferente grado de dificultad de los materiales y que es incapaz de describir su estrategia de aprendizaje. En realidad, podemos interpretar, como lo haremos en el capítulo 3, que las dos facetas de la metacognición no siempre son coincidentes, por tratarse de representaciones de naturaleza diferente. El conocimiento metacognitivo se considera de naturaleza declarativa, puesto que se refiere a un «saber qué» acerca de nuestra propia actividad cognitiva (sobre cómo recordamos, aprendemos, comprendemos, razonamos, etc.). Al igual que el conocimiento declarativo en cualquier otro dominio, se trata de un conocimiento explícito y verbalizable, que se desarrolla con la edad y con la experiencia y que es relativamente estable. El control metacognitivo, en cambio, tiene un carácter procedimental ya que se refiere a un «saber cómo» que se concreta en un control activo de los recursos disponibles y se traduce en un funcionamiento eficaz del sujeto en el contexto de una determinada tarea. Se considera, en contraste con el componente declarativo, más inestable y dependiente del contexto y de la tarea, difícilmente verbalizable o más implícito, y menos dependiente de la edad (Brown, 1987). Desde algunos de los planteamientos más recientes, no obstante, en estrecha consonancia con la visión que se adoptará en este libro y que se describirá detalladamente en el próximo capítulo, habría que abandonar la idea de la separación neta entre una metacognición consciente y una metacognición no consciente, para sustituirla por la idea de la progresiva explicitación del conocimiento sobre la propia actividad cognitiva (Martí, 1995)2. Acorde con este planteamiento, el desarrollo metacognitivo podría avanzar desde un conocimiento más implícito, ligado al contexto específico de la tarea, propio de los niños más pequeños, hasta el conocimiento mas explícito y descontextualizado, que pueden llegar a manifestar los adultos (Lovett y Pillow, 1995; Schraw y Moshman, 1995). Centrándonos a partir de este punto en la investigación sobre el conocimiento metacognitivo, por ser la que se relaciona de manera más directa con nuestros objetivos, la metodología más empleada con el objeto de averiguar el alcance del conocimiento que adquirimos las personas sobre nuestras capacidades como aprendices y pensadores, sobre las exigencias de la tarea, y sobre las estrategias para su ejecución, ha sido el 54

informe verbal de los sujetos. En el caso de los niños, se ha utilizado sobre todo la entrevista estructurada, mientras que en el caso de los adolescentes y adultos se han empleado con mayor frecuencia los cuestionarios e inventarios de lápiz y papel. El tipo de cuestiones que se plantean suelen ir desde las que indagan conocimientos generales a aquellas que tratan de evaluar el conocimiento metacognitivo poniendo a la persona en una situación concreta. Un ejemplo del primer tipo de cuestiones sería pedir a la persona encuestada que exprese el grado de acuerdo con afirmaciones como la siguiente: «Sé cuándo puede ser más efectiva cada una de las estrategias que uso» (ítem del inventario desarrollado por Schraw y Dennison, 1994). Como ejemplo del segundo tipo de cuestiones incluimos uno de los ítems empleados en el estudio pionero sobre la metamemoria de niños de diferentes edades realizado por Kreutzer, Leonard y Flavell (1975), en el que se les solicitaba que pensasen en todo aquello que podrían hacer para no olvidar que tienen que llevar los patines a la escuela al día siguiente. El empleo de la entrevista, no obstante, tiene algunos inconvenientes (véase, por ejemplo, Alonso, Carriedo y Mateos, 1992). Una de las críticas más importantes vertidas sobre este tipo de instrumentos de evaluación es la relacionada con la validez de los informes verbales: ¿Hasta qué punto lo que se verbaliza sobre la propia actividad cognitiva refleja el conocimiento que se tiene de ella? Este problema se agrava cuando se evalúa el conocimiento metacognitivo de los niños pequeños, debido a que las dificultades que tienen para expresar verbalmente lo que saben son aún mayores. Para tratar de reducir las demandas de verbalización se han propuesto y empleado otros procedimientos alternativos. Por ejemplo, para evaluar el conocimiento de las estrategias de memoria, en un trabajo realizado por Justice (1986), se presentaron en vídeo varios modelos empleando distintas estrategias (mirar, nombrar, repetir, agrupar) y se pidió a los niños que comparasen la efectividad de cada par de estrategias, haciendo una predicción sobre cuál de los dos modelos podrían recordar mejor. A partir de la metodología descrita se ha estudiado el desarrollo del conocimiento metacognitivo en niños de diferentes edades y con distintos niveles de habilidad o experiencia, en relación con un amplio espectro de tareas que demandan diferentes tipos de procesos cognitivos, que incluyen, entre otros, la memoria, la atención, la comprensión y el aprendizaje de textos, la solución de problemas y la composición escrita. Tomadas en su conjunto, las investigaciones sobre el desarrollo del conocimiento metacognitivo muestran que, cuando se reducen las demandas de verbalización que se hacen a los niños y se les enfrenta con situaciones reales en las que tienen que desempeñar alguna tarea sencilla y cotidiana, incluso los niños en edad preescolar y aún más pequeños manifiestan un cierto grado de conocimiento, aunque sea rudimentario, frágil y restringido a dominios limitados. Ese conocimiento empieza a manifestarse más claramente durante los años de la educación primaria y es mucho más completo alrededor de los once o doce años. No obstante, algunos aspectos del conocimiento metacognitivo continúan desarrollándose hasta, al menos, la adolescencia. Desde la investigación que acabamos de describir, generalmente se han indagado conjuntos de conocimientos discretos. En cambio, desde las nuevas perspectivas en la 55

indagación del conocimiento metacognitivo, más próximas al enfoque que asumiremos en este libro, se presume que las personas, más que adquirir colecciones o conjuntos de ideas discretas, construimos teorías sobre la propia cognición que integran las relaciones entre los diversos aspectos del conocimiento metacognitivo y que, no sólo median nuestra actuación cognitiva, sino que además nos proporcionan una interpretación y explicación de la misma (Paris y Byrnes, 1989; Schraw y Moshman, 1995). En este sentido, ya Wellman (1985), en su capítulo «Los orígenes de la metacognición», sostenía que la «teoría de la mente» era una expresión que parecía especialmente útil para referirse a la metacognición, en tanto que el conocimiento de una persona sobre el mundo mental consiste en un amplio conjunto de conceptos interrelacionados. Sin embargo, en la práctica, el área de investigación sobre la teoría de la mente, de la que nos ocuparemos en el siguiente apartado, no se ha identificado con el dominio de la metacognición. Aunque, en principio, el término «metacognición» se aplica, en su acepción más general, a todo conocimiento sobre la cognición, lo cierto es que, como acabamos de ver, la mayoría de los investigadores en este campo han restringido su uso al contexto del conocimiento sobre la «propia» cognición cuando nos enfrentamos con la resolución de una tarea concreta. En este aspecto, el enfoque de la metacognición difiere de la teoría de la mente, que se ocupa, como veremos enseguida, de la comprensión que desarrollamos las personas sobre los fenómenos mentales, en general, y de la utilización que hacemos de esa comprensión en el contexto interpersonal para interpretar el comportamiento de los otros (Gutiérrez y Mateos, 2002; Martí, 1995; Mateos, 2001). En cualquier caso, como «cognición acerca de la cognición», la metacognición presupone, al menos, una capacidad mentalista que atribuya a las personas estados y actividades mentales (Wellman, 1985). En la medida en que la teoría de la mente postula, como veremos a continuación, una serie de constructos de estados y actividades mentales, constituye el marco que restringe el posterior desarrollo de la metacognición (Wellman, 1990).

El desarrollo de la teoría de la mente Como señalamos en el apartado anterior, el enfoque llamado «teoría de la mente» es un pariente próximo del de la metacognición, pues se interesa por la naturaleza y el desarrollo de unas representaciones y actividades mentales de segundo orden. Sin embargo, el enfoque de la teoría de la mente desplaza su foco a etapas más tempranas del desarrollo ontogenético y se concentra en el dominio psicológico e interpersonal, tomando distancia de los contenidos específicos sobre los que operan el aprendizaje y el pensamiento en los dominios de conocimiento clásicos que forman parte del currículo escolar. Podría decirse que en tanto que la metacognición suele investigarse en alumnos de primaria, secundaria y universidad, la teoría de la mente suele estudiarse en niños preescolares. Esta situación de la investigación psicológica presenta ciertas limitaciones 56

que recién en los últimos años comienzan a revertirse. Pese a que, como se planteó en el apartado anterior, el desarrollo de una metacognición que compromete procesos de mayor sofisticación y explicitación se manifiesta a partir de la escolaridad y tiende a potenciarse con la participación en contextos educativos propicios, en las próximas páginas veremos que sería absurdo pensar que la teoría de la mente es privativa de los niños preescolares, o que su desarrollo culmina con el ingreso en primaria. Pero, ¿qué se entiende por teoría de la mente? Esta denominación surgió hace casi tres décadas (Dennet, 1978; Premack y Woodruff, 1978) para designar el conjunto interrelacionado de representaciones acerca de los estados, contenidos y procesos mentales que las personas experimentan privadamente y que están en la base de su conducta e interacción social. La teoría de la mente articula así unas representaciones muy básicas, de carácter principalmente implícito, acerca de cómo funcionan las personas: qué las mueve a actuar, qué las conmueve, qué creen y piensan e, incluso, cómo se originan, entrelazan y cambian sus intenciones, emociones y creencias. Pese a que continuamente nos apoyamos en este conjunto de ideas para «leer», explicar y anticipar la conducta interpersonal humana (y frecuentemente también la de nuestros animales domésticos), somos escasamente conscientes que contamos con esta poderosa herramienta que empleamos en modo más bien automático. Las contribuciones más relevantes del extenso y polémico campo de investigación de la teoría de la mente para nuestros objetivos son las que se ocupan del desarrollo de lo que llamamos la teoría de la mente epistémica, o conjunto de ideas acerca de cuestiones como: ¿cuándo una persona está en condiciones de saber algo fehacientemente? O, inversamente, ¿cuando es imposible o improbable que lo sepa?, ¿cómo es posible constatar ese saber?, ¿cuándo y cómo se producen conocimientos erróneos, las denominadas «falsas creencias»? Las raíces de este desarrollo deben rastrearse muy tempranamente en la ontogenia. Actualmente se cuenta con considerable evidencia que ya en el transcurso del primer año de vida los bebés tratan a las personas como entidades netamente diferentes de los objetos inanimados: como seres cuyas acciones no derivan principalmente de factores mecánicos, sino que están orientadas por intenciones (Spelke, 1991). Un indicador clave en este sentido es la capacidad que manifiestan los bebés desde alrededor de los nueve meses de edad para participar e incluso para promover episodios de atención conjunta con personas significativas, tal como sucede cuando miran en la dirección hacia la que mira la madre u otra persona significativa, cuando le señalan un objeto de su interés u observan su reacción emocional ante un suceso novedoso (Bruner, 1996; Vigotsky, 1988). Tomasello, Kruger y Ratner (1993) han propuesto que en la base de estas conductas se encuentra una concepción implícita de las personas como agentes intencionales. Esta concepción se consolida y expresa de múltiples modos hacia los dos o tres años, cuando los niños manifiestan interpretar la conducta humana casi únicamente en términos de intenciones, deseos y gustos, mediante explicaciones que, desde una formulación adulta, podríamos ejemplificar del siguiente modo: «No vino a mi cumpleaños porque no quiso hacerlo». Este temprano sistema explicativo, la psicología o 57

teoría del deseo, de acuerdo con el cual la acción manifiesta está causada por unas entidades abstractas y no observables, ha sido ricamente descrito e ilustrado por Bartsch y Wellman (1995; véase también Wellman, 1990). Hacia los tres, cuatro o cinco años (como veremos a continuación, hay cierto desacuerdo entre los investigadores respecto de la edad de despegue de una teoría auténticamente representacional de la mente). Los niños comienzan a integrar una nueva categoría abstracta en su explicación de la conducta humana: las creencias de las personas acerca de situaciones del mundo. Notemos que las creencias constituyen estados epistémicos que pueden ser verdaderos o falsos, por ejemplo: «No vino a mi cumpleaños porque creyó que lo festejaba el sábado próximo, pero no era así». La integración de las creencias para dar cuenta de la conducta humana indica la emergencia de una concepción de las personas ya no sólo como seres intencionales, sino también mentales (Tomasello, Kruger y Ratner, 1993). Numerosos estudios coinciden en que, en estas edades, los niños comienzan a utilizar correctamente términos que designan estados epistémicos, tales como «sé» y «creo», e incluso algunos verbos mentales, como «pienso» 3. Este léxico mentalista se manifiesta más tempranamente en situaciones naturales (Bartsch y Wellman, 1995) que en situaciones de mayor artificialidad como son las entrevistas (Scheuer, de la Cruz y Pozo, 2002) o las pruebas experimentales (Sotillo y Rivière, 1997). Además, entre los cuatro y los cinco años, los niños logran resolver toda una gama de ingeniosas tareas experimentales, como la distinción entre apariencia y realidad (Flavell, Green y Flavell, 1986) o la prueba de la falsa creencia (Wimmer y Perner, 1983). Estas diversas tareas mentalistas asumen que la capacidad de atribución de creencias sólo puede ser evaluada mediante pruebas que involucran estados mentales no coincidentes con los propios ni con el mundo fáctico. A fin de ilustrar la lógica experimental característica de estos estudios, el cuadro 2 describe la clásica prueba de la falsa creencia en su versión original. Cuadro 2. Descripción y criterios de éxito de la tarea de la falsa creencia

En el experimento original conocido como prueba de la falsa creencia (Wimmer y Perner, 1983), se cuenta a los niños una historia escenificada con juguetes en la que Maxi, un niño representado mediante un muñeco, guarda un paquete de chocolate en un armario (A). Cuando Maxi se retira momentáneamente, alguien emplea parte del chocolate y lo guarda en otro lugar (B), a la vista del niño entrevistado. Cuando Maxi regresa, hambriento, el entrevistador pregunta al niño en qué lugar Maxi buscará el chocolate que había guardado antes. Los niños de cuatro y cinco años suelen responder tal como haríamos los adultos: Maxi buscará el chocolate donde lo había dejado (A). En cambio, en torno a los tres años, los niños suelen responder que Maxi buscará el chocolate donde se encuentra efectivamente (B). Es decir, los niños menores suponen que la búsqueda de Maxi se corresponderá con el estado real de las cosas, en vez de con la información de la que Maxi dispone (según la cual el chocolate 58

estaría en A). La interpretación de estos resultados ha generado una importante polémica teórica. Para atribuir a Maxi la creencia de que el chocolate está en A (en concordancia con la información a la que Maxi ha accedido, pero en contraste con la situación fáctica), los niños deben distinguir las creencias de Maxi de la información que ellos mismos poseen acerca de la ubicación actual del chocolate y además privilegiar las creencias de Maxi. Es decir, deben «desacoplar» su representación del mundo mental de Maxi de su propia representación del mundo fáctico. La capacidad para atribuir a alguien unos estados mentales que pueden diferir de los de otras personas, de los propios o de las situaciones fácticas, constituye un aspecto nuclear de las concepciones acerca del acceso al conocimiento y la veracidad del mismo. De acuerdo con Perner (1991), esa capacidad, sostenida por una teoría representacionalinformacional del conocimiento, se manifiesta mediante un modo particular de evaluación del conocimiento que tiene en cuenta el acceso a la información relevante (sabe que es así porque estaba cuando la maestra lo dijo). En cambio, los niños menores no son capaces de distinguir entre el saber fundado y la adivinación azarosa, puesto que operan según una teoría conductual de conocimiento que toma como criterio de conocimiento exclusivamente el éxito en la acción manifiesta (aunque éste sea casual). Desde esta perspectiva (Astington y Gopnik, 1991; Perner, 1991), la conjunción de la emergencia de un discurso mentalista y la superación de tareas mentalistas como las de la falsa creencia indican un verdadero cambio conceptual o teórico, a partir del cual los niños comienzan a operar en el marco de una teoría de la mente esencialmente similar a la de los adultos. Sin embargo, para el análisis pormenorizado de las concepciones de aprendizaje que emprendemos en este libro, nos interesa detenernos brevemente en posiciones que establecen más matices y transiciones en el desarrollo temprano de la teoría de la mente. De acuerdo con otros investigadores, los avances evidenciados hacia los cuatro o cinco años no indicarían un cambio sustancial en el pensamiento de los niños, ni un modo de pensar acerca de lo mental equiparable al de los adultos. Según Wellman (1990), ya a los tres años de edad los niños operan con una teoría representacional de la mente, aunque ésta todavía sea muy limitada. Es una teoría representacional de la copia directa, según la cual el conocimiento retrata fielmente la realidad (independientemente de que se haya accedido a la información relevante) y por lo tanto no permite distinguir entre conocimiento y creencia4. Se trata de una teoría representacional porque el conocimiento-copia es concebido como entidad ontológicamente diferente de aquella a la que se refiere. A través de una serie de estudios hábilmente diseñados, Wellman muestra que ya a los tres años los niños comprenden que a los pensamientos se accede mediante imágenes mentales y son privados (puedo «ver en mi cabeza» una taza cuando cierro los ojos y puedo girarla sin usar mis manos, pero tú no puedes ver cómo es esta taza), a diferencia 59

de las entidades materiales (que son públicas, se ven y oyen mediante los sentidos y se manipulan efectuando acciones motoras). Además de atribuir más tempranamente a los niños una teoría representacional, esta posición cuestiona que la superación de la prueba de la falsa creencia alcance para indicar una teoría de la mente similar a la característica en jóvenes y adultos, estructurada en torno a procesos mentales de carácter interpretativo. Se argumenta que para superar la prueba de la falsa creencia es suficiente una teoría de la copia con marcas temporales (time-tagged theory, en inglés) que permita atribuir a las personas creencias que son copias, ya no de la realidad actual, sino de aquella a la que estuvieron efectivamente expuestas5. Esta versión más elaborada de la teoría de la copia configura una metáfora de la mente como caja contenedora de la que se predican verbos posesivos y estáticos (Strauss y Shilony, 1994; Wellman, 1990). Así, se dice que la mente tiene, contiene o alberga deseos, temores, esperanzas, ideas, saberes y lagunas. De acuerdo con esta metáfora, la percepción y la memoria (concebidos como procesos directos en los que casi no intervienen mediaciones cognitivas) son los modos básicos de obtención, acceso y evocación del conocimiento-copia. Las diversas versiones de la teoría de la copia (y de la correspondiente metáfora de base) posibilitan considerar los estados epistémicos de ignorancia, conocimiento incompleto y erróneo como «causados» por la ausencia parcial o total de acceso perceptivo a la información relevante y correcta. Recientemente, Strauss, Ziv y Stein (2002) han propuesto extender la noción de teoría de la mente para incluir conocimientos procedimentales además de declarativos. Argumentan que esta extensión permite conectar el enfoque de teoría de la mente con la actividad de enseñanza, considerada como cognición natural. En síntesis, plantean que enseñar es una actividad específicamente humana, universal, que no requiere ser enseñada pese a implicar complejas capacidades metarrepresentacionales, entre las que destacan: representarse el estado epistémico de la persona a quien se enseña, el propio estado epistémico y las formas en que es posible intervenir sobre el estado mental de la persona enseñada para producir cambios y avances en el mismo. Al comparar cómo niños de tres y cinco años de edad resolvían dos versiones de la clásica tarea de la falsa creencia, así como algunas tareas mentalistas referidas específicamente a la enseñanza; cómo enseñaban a un compañero a jugar a un juego que acababan de aprender, y cómo respondían a unas preguntas acerca de cómo habían enseñado al compañero y se habían dado cuenta de que éste había aprendido a jugar, estos autores encontraron importantes diferencias evolutivas en casi todas las tareas y correlaciones entre las mismas. El único aspecto en el que no se encontraron diferencias fue el reconocimiento (compartido por todos los niños) de que un maestro enseñaría a un niño que carece de un conocimiento específico y no a quien ya lo posee. Es decir, reconocer la brecha de conocimiento, en palabras de los autores, sería una competencia mentalista muy temprana. Si bien los niños de ambos grupos de edad usaron estrategias de enseñanza que combinaban la demostración en la acción con la explicación verbal, la demostración prevaleció entre los menores y la explicación verbal entre los mayores. Además, sólo los niños mayores manifestaron tener en cuenta las acciones realizadas por el aprendiz y lo interrogaban 60

explícitamente acerca de su comprensión y recuerdo de las reglas del juego. Estas diferencias se mantuvieron a la hora de dar cuenta de cómo habían enseñado: para los menores, el núcleo de la enseñanza era la demostración, mientras que para los mayores lo era la explicación. Este hecho indica un desplazamiento desde un foco en aspectos conductuales hacia la atención a los estados mentales implicados, específicamente el conocimiento y la comprensión. En conjunto, los resultados de este estudio apoyan la idea de que tanto la comprensión de la enseñanza como las estrategias efectivas de enseñanza cambian durante los años preescolares y que estos cambios se corresponden con cambios en la teoría de la mente. Es ya durante la mediana infancia cuando los niños empiezan a elaborar una teoría de la mente de carácter interpretativo, próxima a la que sostienen los adultos6. En este período, los niños son crecientemente capaces de distinguir una mayor variedad de estados mentales (afectivos y epistémicos) y comienzan a integrar procesos mentales como la observación deliberada, la atención selectiva, la evaluación de productos o el control de la propia ejecución en su lenguaje y en su pensamiento acerca de la mente (Schwanenflugel, Fabricius y Alexander, 1994; Schwanenflugel, Fabricius y Noyes, 1996). Este conjunto de cambios indica la emergencia de una concepción de las personas como agentes reflexivos (Tomasello, Kruger y Ratner, 1993), que no sólo se mueven por intenciones o albergan estados mentales, sino que además efectúan procesos mentales dinámicos. Se configura así una nueva metáfora raíz acerca de la mente y su funcionamiento que tiende a perdurar aún en la adultez: la del homúnculo interior, o proyección en la cabeza de una pequeña persona activa capaz de autogestionarse (Wellman, 1990) –metáfora que, vale la pena destacar, no se corresponde con las bases neurológicas de la mente (véase Damasio, 1994)–. Así, solemos expresar y comprender con gran naturalidad formulaciones tales como que la mente va, se ausenta, quiere, decide, borra, descubre, esconde, etc. Contar con una teoría interpretativa supone importantes avances respecto de la teoría de la copia, puesto que permite dar cuenta de situaciones previamente incomprensibles. Por ejemplo, hace posible explicar que alguien sepa algo aunque no haya estado en contacto directo con la información pertinente (debido a procesos inferenciales), o que, aunque haya estado en contacto con esa información, no haya logrado elaborar una representación adecuada (debido a procesos de atención selectiva o próximos a la asimilación deformante). De acuerdo con Chandler (1987), una auténtica teoría interpretativa implica la aceptación de que dos o más personas puedan representarse una misma y única información en modos diferentes y sin embargo válidos, logro que los niños parecen manifestar a partir de los siete u ocho años de edad (Carpendale y Chandler, 1996). Estos autores apelan a la noción de dirección de ajuste desarrollada por Searle (1983) para subrayar el contraste entre las diferentes versiones de la teoría de la copia, por una parte, y la teoría interpretativa, por otra. Así, la teoría de la copia privilegia la dirección mundo mente (los contenidos mentales reflejan o se ajustan a los fenómenos del mundo), en tanto que la teoría interpretativa contempla asimismo la 61

dirección mente mundo (la mente influye en cómo el mundo es experimentado). Una dimensión crítica en la evolución posterior de la teoría de la mente involucra la noción de certeza. Un estudio en que se solicitó a niños de ocho y once años de edad, así como a adultos, que estableciesen relaciones de semejanza y diferencia entre un conjunto amplio de verbos mentales, muestra que las dos dimensiones básicas de organización en todos los grupos de edad fueron las fases en el procesamiento de la información y la certeza (Schwanenflugel, Fabricius y Noyes, 1996). Los niños más pequeños priorizaron la primera, en línea con una teoría interpretativa homuncular según la cual la mente manipula, digiere, asimila o elabora informaciones que provienen del mundo exterior y produce unos resultados o salidas que vuelven al mundo exterior bajo la forma de decisiones, juicios, etc. Los niños mayores y los adultos organizaron la actividad mental fundamentalmente en términos del grado de certeza implicado (por ejemplo, oponían saber a adivinar), lo que indica un cierto resquebrajamiento en la confianza en el absolutismo y estabilidad del saber. Los estudios realizados desde el enfoque de la teoría de la mente prácticamente no se han dedicado, hasta el presente, a analizar las posibles relaciones entre teoría de la mente, contenidos específicos y contextos particulares. Entre las excepciones, se ha investigado la influencia del tamaño de la familia sobre la edad en que los niños superan tareas mentalistas experimentales, registrándose una tendencia de los niños que conviven con más hermanos a hacerlo más precozmente (Jenkins y Astington, 1996), probablemente debido a que la interacción entre hermanos provee una rica base de datos para elaborar la teoría de la mente. Asimismo, se ha registrado un uso significativamente mayor de términos referidos a estados mentales por parte de niños preescolares en conversaciones con pares y hermanos que con la madre (Brown, Donelan-McCall y Dunn, 1996). Se ha estudiado también el efecto del entrenamiento relativo a los conceptos mentalistas de deseo, percepción y creencia, encontrándose que presenta un efecto positivo en el desempeño en la prueba de la falsa creencia (Slaughter y Gopnik, 1996). Pese a que la pregunta que formulábamos en la introducción acerca de cómo cada enfoque plantea la relación entre representaciones mentalistas y aspectos contextuales y de contenido queda en este caso sin una respuesta definida, la investigación de la misma parece ser un campo prometedor.

Creencias epistemológicas cotidianas En las páginas anteriores hemos visto cómo niños de distintas edades desarrollan teorías sobre sus propias capacidades cognitivas y las utilizan para controlar o explicar su actividad como aprendices (metaconocimiento) y las de los demás (teoría de la mente). Sin lugar a duda, en todas estas concepciones sobre el funcionamiento de la mente subyacen ciertas visiones sobre qué es el conocimiento y cómo se llega a conocer. Los trabajos que se ocupan de este análisis han sido tradicionalmente denominados creencias 62

epistemológicas7. Cuando un alumno afirma que para aprender matemáticas es necesario comprenderlas pero para aprender historia se tienen que hincar codos delante de un libro, está afirmando de manera más o menos consciente que las ciencias y la historia son conocimientos de naturaleza diferente y que la forma de adquirirlos es, por tanto, también diferente. También un profesor que pide una definición de libro para un examen o que piensa que los exámenes tipo test son los más «objetivos» está manifestando la idea de que el conocimiento es un reflejo de la realidad (véase Pérez Echeverría, 2000). De igual manera que los distintos científicos parten de presupuestos epistemológicos, más o menos conscientes y más o menos explícitos, que determinan el tipo de preguntas y problemas que se plantean sobre el objeto que desean investigar, podemos esperar que las personas desarrollemos y mantengamos una epistemología personal sobre la naturaleza del conocimiento que esté influida, e influya a su vez, en la forma en que nos acercamos y reflexionamos sobre el conocimiento. Así, si creemos que la historia es sólo una sucesión de acontecimientos, aprender historia será ser capaz de reproducir esos acontecimientos. Aunque las creencias epistemológicas no sean realmente concepciones sobre el aprendizaje y la enseñanza, no parece caber duda de que la manera en que concebimos la naturaleza del conocimiento influye en el tipo de procesos y estrategias que empleamos para aprender. Por tanto, contestando a la primera pregunta que nos hacíamos en la introducción de este capítulo, podríamos decir que las creencias epistemológicas se ocupan de los aspectos relacionados con la naturaleza del conocimiento. La mayor parte de los investigadores están de acuerdo en que podemos definir las creencias epistemológicas cotidianas como ideas sobre la naturaleza del conocimiento y la manera de conocer sostenidas de manera más o menos implícita por distintas personas (Hofer y Pintrich, 1997; Pintrich, 2002). El primer aspecto incluye las creencias relativas a la certeza del conocimiento, que irían desde la creencia en el conocimiento absoluto («los problemas matemáticos sólo tienen una solución posible» 8); a la creencia en el conocimiento relativo («los átomos son un modelo posible entre otros modelos de representar la materia»), y a las creencias acerca de la complejidad del conocimiento, que irían desde la creencia en el conocimiento como unidades discretas separadas entre sí («las matemáticas constituyen una serie de conocimientos sin ninguna relación entre sí, con otros conocimientos científicos o con cualquier tarea cotidiana que se realice fuera de la escuela») a la creencia en el conocimiento integrado en estructuras complejas («las matemáticas como lenguaje formal que permite expresar de manera diferente conocimientos científicos y cotidianos y permite plantearse problemas nuevos sobre estos conocimientos»). En cuanto al segundo aspecto, hace referencia a las creencias sobre la fuente del conocimiento, que irían desde la creencia en que el conocimiento es externo al sujeto que conoce y reside en una autoridad («los problemas matemáticos sólo tienen un método de solución correcto y es el que viene en el libro de texto o ha expuesto el profesor») a la creencia en el propio sujeto como constructor de conocimiento (un problema sobre un 63

área se puede resolver aritméticamente, midiendo directamente, por medio de dibujos, etc.; la forma en que se resuelva dependerá del interés, los conocimientos, etc. de quien lo resuelva), así como también a las creencias sobre el papel de la evidencia y los procesos de justificación, que irían desde la aceptación del conocimiento («lo pone en el libro») a la conciencia de la necesidad de justificar el conocimiento (demostración argumentada de cualquier solución). No obstante, el acuerdo parece terminar con esta definición y los límites entre este constructo y otros cercanos, como conocimiento o metaconocimiento, no son siempre claros (véanse para un revisión Pecharromán, 2004; Thompson, 1992). Así, por ejemplo, aunque podamos distinguir las creencias de los conocimientos por su diferente carga afectiva y por la diferente necesidad de fundamentación de uno y otro, o aunque, como veíamos en el capítulo anterior, podamos distinguir entre el mundo de las creencias en que vivimos y las ideas que tenemos (Ortega y Gasset, 1933, 1940; Pecharromán, 2004; Thompson 1992), no es difícil encontrar profesores y alumnos que traten sus creencias como si fueran conocimientos, incluso existen investigaciones en que uno y otro concepto se confunden (Thompson,1992; Pérez Echeverría, 2000). Tampoco parece haber mucho acuerdo sobre los rasgos fundamentales que componen las creencias; la relación entre estos rasgos; si constituyen una verdadera teoría o están compuestas por creencias independientes; su posible desarrollo o evolución, o sobre otros aspectos similares. De acuerdo con Hofer (2001; véase también Pecharromán, 2004) habría cuatro modelos en la investigación sobre concepciones epistemológicas. La primera perspectiva entendería las concepciones epistemológicas como concepciones globales y generales sobre el conocimiento con un carácter claramente evolutivo (Baxter Magolda, 1987, 1992; King y Kitchener, 1981; Perry, 1970, 1971). Desde esta perspectiva se partiría de que las creencias epistemológicas se desarrollan desde posiciones más simples o, en la terminología usada por Perry, más dualistas, que asumen la posibilidad de acceder a una única verdad absoluta, pasando por posiciones más pluralistas en las que se admite que puede haber distintas formas de conocer hasta posiciones más constructivas y relativistas. Aunque no están muy claros los mecanismos que hacen evolucionar estas posturas, parece que los mecanismos de cambio estarían relacionados tanto con la edad y las experiencias de aprendizaje que esta edad supone (King y Kitchener, 1981, 1994) como con la influencia de la instrucción. No obstante, según Chandler (1987), también puede ocurrir que el descubrimiento de que la relación entre realidad y conocimiento no es directa puede conducir a posiciones distintas de las constructivistas como, por ejemplo, al escepticismo nihilista, al dogmatismo o a soluciones relativistas «posescépticas» o «posmodernas» en las que impera un «todo vale» (o «nada vale»). Frente a esta visión general y global, la segunda perspectiva describiría las teorías personales como un sistema de creencias más o menos independientes (Schommer, 1990, 1994). Aunque los autores que se sitúan en esta posición admiten que la dirección de los cambios es similar a la indicada por los autores de la perspectiva anterior, también se plantean que pueden existir diferencias entre los distintos factores que componen las 64

creencias epistemológicas y en su evolución. De este modo, es posible que los aprendices tengan una visión muy simple sobre algún aspecto del conocimiento y otra más compleja y sofisticada sobre otros aspectos. Por ejemplo, como en la teoría interpretativa del aprendizaje que se discutirá en el próximo capítulo, se puede tener una concepción dicotómica y certera sobre el conocimiento (hay una sola realidad y ésta se conoce o no se conoce –o se soluciona un problema o no se soluciona–), aunque se conciba que la manera de llegar a conocer o de representarse esta realidad requiere un proceso de enseñanza-aprendizaje costoso y complicado (aprender a resolver correctamente los problemas de trigonometría es muy complejo, requiere poner en marcha muchos procesos cognitivos y poseer gran cantidad de conocimientos). De la misma manera, se puede encontrar que algunos estudiantes tienen una posición muy compleja sobre determinado tipo de conocimientos y muy simple sobre otros. La tercera posición, en la que se situarían Hofer y Printich (1997) o Pecharromán (2004), entiende que las creencias epistemológicas son verdaderas teorías en las que los distintos componentes son proposiciones interconectadas y que, por tanto, las creencias deben mostrar gran coherencia interna. En este sentido, las creencias epistemológicas cotidianas se asemejarían a las epistemologías científicas, aunque su coherencia sea necesariamente menor o más local (véase una defensa de esta posición en el capítulo 10). Esta perspectiva sería muy similar a las de las teorías implícitas que será presentada en el próximo apartado y, de forma más extensa, en el próximo capítulo. Por último, la cuarta posición señalada por Hofer (2002) mantendría que las epistemologías personales no son generales, ni tampoco sistemas ni teorías implícitas, sino que más bien dependen de un conjunto de recursos que se pone en marcha en función de los contextos y las situaciones, por lo que difícilmente podremos esperar consistencia y coherencia dentro de ellos. Aunque todos estos modelos difieren en su posición sobre la naturaleza de las creencias epistemológicas, la forma que adoptan y la relación entre sus elementos, sí parecen asumir que bien el desarrollo, bien la instrucción o los propios contextos pueden llevar a cambios en las creencias. Curiosamente, estos cambios siguen en todos los casos una dirección similar, que iría desde las posiciones más simples y realistas en que el conocimiento es concebido como una copia directa de la realidad hasta posiciones más complejas caracterizadas por su perspectivismo y constructivismo, pasando por visiones pluralistas. No obstante, la mayoría de las investigaciones empíricas encuentran muy pocos sujetos que se puedan clasificar en las posiciones más avanzadas y tampoco analizan cuáles son los mecanismos que hacen que avancen o, al contrario, que no avancen estas creencias. Por ejemplo, entre los estudiantes de primeros cursos de universidad estudiados por Perry apenas hay ninguno que pueda situarse claramente dentro de las posiciones, más evolucionadas, definidas por él como compromiso con el relativismo. Además, la mayoría de las personas que se presentan en estas posiciones suelen ser estudiantes de posgrado, formándose como investigadores, o profesores, obligados por su trabajo a reflexionar sobre el conocimiento y a acercarse a él con una perspectiva más epistémica que pragmática (Pecharromán, 2004). 65

La mayor parte de las investigaciones sobre las creencias epistemológicas han basado sus conclusiones en el análisis de cuestionarios o en entrevistas directas realizadas con estudiantes adolescentes y con adultos. Existen algunas excepciones en la utilización de este tipo de metodología. Así, por ejemplo, King y Kitchener (1994) o Kuhn (1991) planteaban una serie de problemas a los sujetos y a partir de sus respuestas y razonamientos inferían el tipo de creencias que podían poner en funcionamiento. No obstante, los métodos de investigación más utilizados son las entrevistas en sus diferentes modalidades (abiertas, estructuradas y semiestructuradas) y los cuestionarios de tipo likert en que se pide a los participantes que expresen su grado de acuerdo o su posición ante ciertas proposiciones. La mayor parte de los cuestionarios se han basado en el realizado inicialmente por Perry (1970) o en el diseñado posteriormente por Schommer (1990). Otros han añadido justificaciones y preguntas abiertas que matizan algunos de los aspectos tratados. Un ejemplo de este último tipo de investigaciones lo podemos ver en el capítulo 10 (véase también Pecharromán, 2004), en un trabajo en el que combina los cuestionarios likert con preguntas abiertas para justificar las respuestas o con tareas de elección, lo cual le permite estudiar la diferente elaboración de las teorías epistemológicas en función de la tarea o del tipo de acceso a la conciencia. No obstante, la mayoría de las investigaciones, aunque asumen el carácter implícito, difícil de verbalizar y acceder a la conciencia de las concepciones epistemológicas, utilizan medidas directas y explícitas, basadas en un solo instrumento, que pueden llevar a preguntarnos sobre el tipo de concepciones que se están midiendo. Como veremos más adelante, asumir que una determinada concepción tiene componentes implícitos obliga a preguntarse de qué manera podemos acceder a estos componentes y cómo debemos abordar las diferencias o semejanzas entre lo explícito y lo implícito.

Enfoque fenomenográfico Otro enfoque desde el que se ha abordado la investigación de las concepciones del aprendizaje es el fenomenográfico. A diferencia de los enfoques descritos en los apartados anteriores, desde esta perspectiva no se busca describir las representaciones que poseen las personas acerca de la naturaleza y de la adquisición del conocimiento, sino indagar los modos en que el aprendizaje es experimentado e interpretado. El análisis se dirige hacia los aspectos experienciales o fenoménicos que se definen a partir de nuestra relación interna con las situaciones del mundo en las que aprendemos (Marton, 1981; Marton y Booth, 1997). Se parte del supuesto de que las personas experimentamos los fenómenos de aprendizaje en formas cualitativamente diferentes, de tal manera que la atención de este enfoque se centra fundamentalmente en la descripción y categorización de esa variación y no tanto en las concepciones que podemos mantener individualmente. La metodología más empleada para alcanzar dicho objetivo consiste en recoger las descripciones verbales que las personas dan de estos fenómenos mediante 66

entrevistas semiestructuradas, en las que las preguntas que se hacen son lo bastante abiertas como para que sea el propio sujeto entrevistado quien elija las dimensiones o los aspectos del fenómeno que prefiera. Puesto que el acto de aprender se dirige siempre hacia algo, en otras palabras, es inseparable del contenido que se aprende, las cuestiones que suelen guiar estas entrevistas son las relativas al qué es o significa aprender y al cómo se aprende (Marton, Dall’Alba y Beaty, 1993). A partir de las respuestas verbales así recogidas se seleccionan los enunciados que parecen de interés, se agrupan en función de sus semejanzas y diferencias y se abstraen las diferentes concepciones. Se trata de un enfoque predominantemente inductivo y genuinamente interpretativo. A nuestro juicio, es muy probable que, en estas condiciones, las respuestas que dan los sujetos puedan interpretarse como construcciones condicionadas por la demanda de la situación de examen. Aunque para este enfoque no tiene sentido plantearse la posible inaccesibilidad de las concepciones a la conciencia, de acuerdo con el modelo de los niveles de representación que expondremos en el capítulo 3, se estaría accediendo sólo a los niveles más superficiales y fáciles de explicitar, constituidos por las interpretaciones que las personas elaboramos en respuesta a demandas específicas, pero no a los niveles más profundos de las representaciones que restringen y dan sentido a nuestra manera de interpretar las diferentes situaciones. La investigación sobre las concepciones del aprendizaje desde este enfoque ha sido muy fructífera en los últimos años. En el trabajo pionero llevado a cabo por Saljö (1979) se identificaron cinco concepciones del aprendizaje: incremento de conocimiento, memorización, aplicación de datos y procedimientos en la práctica, comprensión del significado y reinterpretación o visión diferente de las cosas. En sus investigaciones con estudiantes universitarios, Marton, Dall’Alba y Beaty (1993) encuentran, además, una sexta categoría que concibe el aprendizaje como cambio o desarrollo personal. Desde entonces se han multiplicado los estudios en los que se han tratado de identificar y categorizar las diferentes concepciones del aprendizaje que sostienen los estudiantes, tanto de enseñanza secundaria (Berry y Sahlberg, 1996), como universitaria (Tynjälä, 1997). Aunque las clasificaciones de las concepciones del aprendizaje identificadas varían de estudio a estudio, todas ellas pueden reducirse a dos concepciones más globales: una más superficial, cuantitativa y reproductiva y otra más profunda, cualitativa y transformadora o constructivista (Entwistle, 1998; Marton, Dall’Alba y Beaty, 1993; Marton y Saljö, 1976). También se han analizado las concepciones del aprendizaje que mantienen los profesores (Aguirre y Haggerty, 1995; Prosser, Trigwell y Taylor, 1994). La relación entre las concepciones del aprendizaje de los estudiantes, las estrategias para enfrentar las tareas de aprendizaje y los resultados del aprendizaje es otra cuestión que también se ha abordado en diferentes trabajos (Marton, 1988; Marton y Saljö, 1976; Saljö, 1987). En términos generales, se ha observado que los estudiantes que mantienen una concepción reproductiva tienden a adoptar un enfoque superficial de estudio. Los estudiantes que mantienen concepciones más transformadoras o constructivas, sin embargo, no siempre adoptan un enfoque profundo de estudio, ya que las demandas de la tarea pueden inducirles a enfrentarla de modo superficial. 67

Otros autores se han interesado directamente por el estudio de las concepciones de los profesores sobre la enseñanza. Gow y Kember (1993), por ejemplo, encuentran que estas concepciones se pueden agrupar básicamente en dos orientaciones: transmisión de conocimientos y facilitación del aprendizaje de los alumnos. Más recientemente, a partir de una revisión de los trabajos realizados durante la última década sobre las concepciones de la enseñanza que mantienen los profesores universitarios, Kember (1997) las sitúa bajo dos grandes orientaciones caracterizadas respectivamente por centrarse en el profesor y orientarse hacia el contenido y por centrarse en el estudiante y orientarse hacia el aprendizaje. Estas dos orientaciones, a su vez, están asociadas a distintas concepciones de la enseñanza que se distribuyen a lo largo de un continuo: 1. Impartir información. 2. Transmisión de conocimiento estructurado. 3. Interacción profesor-estudiante. 4. Facilitar el entendimiento. 5. Cambio conceptual y desarrollo intelectual. Además de la categorización de las concepciones sobre la enseñanza que mantienen los profesores, se han investigado, entre otros aspectos, su relación con las concepciones que sobre el aprendizaje de los alumnos manifiestan esos mismos profesores (Bruce y Gerber, 1995), con el enfoque de enseñanza que adoptan los propios profesores (Gow y Kember, 1993; Trigwell y Prosser, 1996) y con los enfoques de aprendizaje adoptados por sus alumnos (Kember y Gow, 1994). De los resultados obtenidos en estos estudios pueden extraerse algunas conclusiones de interés. Cuando las concepciones tanto del aprendizaje como de la enseñanza se han agrupado en dos categorías, cuantitativa y cualitativa, se ha encontrado alguna evidencia sobre su relación. Así, parece que las concepciones de la enseñanza como transmisión de información están ligadas a una concepción del aprendizaje del estudiante como incremento de conocimientos. También se ha observado una cierta consistencia entre la forma en que los profesores perciben que aprenden y el modo en que conciben la enseñanza, de manera que la adopción de un enfoque profundo de aprendizaje parece ir asociada a una concepción de la enseñanza como facilitación del aprendizaje y no como transmisión de conocimientos. Sin embargo, lo que los profesores hacen en el aula no se corresponde siempre con lo que dicen que hacen y pretenden hacer. Las causas de esta disonancia pueden ser diversas (deseabilidad social, métodos de indagación, etc.). En cambio, sí se ha observado el efecto que tienen las concepciones de la enseñanza que mantienen los profesores sobre el enfoque de aprendizaje que adoptan sus alumnos. Aquellos profesores que orientan la enseñanza hacia la transmisión de conocimientos tienden a fomentar un enfoque de estudio más superficial que aquellos profesores que pretenden facilitar el aprendizaje de sus alumnos. Esta relación entre las concepciones de la enseñanza y el enfoque de aprendizaje de los alumnos probablemente esté mediada por el enfoque de enseñanza que adoptan los profesores, es decir, por las estrategias de enseñanza que dicen emplear los profesores. En términos generales, la investigación fenomenográfica se ha preocupado más por 68

indagar la variación en los modos de concebir el aprendizaje y la enseñanza que por los problemas relacionados con la adquisición, el desarrollo y el cambio de las concepciones. A pesar de ello, hay algunos datos que sugieren que las concepciones del aprendizaje podrían tener su origen en las experiencias educativas previas (Saljö, 1987). Así, una concepción reproductiva podría derivar de la experiencia en situaciones de aprendizaje y enseñanza tradicionales, caracterizadas, como se ha descrito en el primer capítulo, por la demanda de memorización de datos y hechos (van Rossum y Schenk, 1984). Asimismo, en algunos trabajos se ha explorado el desarrollo de las concepciones del aprendizaje. Por ejemplo, en un estudio realizado por Pramling (1983) con niños de edades comprendidas entre los tres y los ocho años se encontró que los más pequeños tienden a concebir que aprender consiste en saber hacer algo, después entienden que aprenden cuando saben algo y finalmente llegan a pensar en el aprendizaje como comprensión de algo. Por último, algunos trabajos han explorado la posibilidad de modificar las concepciones mediante una instrucción específica, tanto con niños pequeños (Pramling, 1983) como con estudiantes universitarios (Tynjälä, 1997).

Teorías implícitas sobre el aprendizaje Si preguntásemos a un estudiante de psicología o psicopedagogía qué es el aprendizaje, seguramente nos encontraríamos –sobre todo si es un alumno que obtiene buenas notas– con una definición compleja que diferenciaría, por ejemplo, entre aprendizaje repetitivo y significativo, entre aprendizaje asociativo y constructivo, y que sería capaz de relacionar la forma en que actúan y se activan diferentes procesos cognitivos y diferentes resultados posibles de aprendizaje. Del mismo modo, si hablásemos con un profesor sobre métodos de enseñanza, seguramente también podríamos encontrar que nos habla de la importancia de los conocimientos previos, de la necesidad de adaptarse al ritmo de cada alumno, de atender a la diversidad y de cómo hay que valorar el trabajo individual. ¿Significa esto que necesariamente este alumno estudie teniendo en cuenta estos principios o que este profesor analice los éxitos y fracasos de sus alumnos siguiendo estas ideas? Es posible que en ambos casos la respuesta sea negativa. Puede que quieran quedar bien con quienes les entrevistan y ambos contesten aquello que creen que el interlocutor quiere escuchar o considera más aceptable. Otra posibilidad distinta es que contesten más en función de sus conocimientos que de sus creencias –según la diferenciación que hacíamos en el apartado anterior–, de la misma manera que contestar correctamente en una pregunta de examen no implica necesariamente que creamos en aquello que respondemos. Una tercera posibilidad es que esas personas contesten según actúan en algunas ocasiones y circunstancias, cuando reflexionan sobre lo que están haciendo, o que crean realmente que están respondiendo de forma totalmente coherente tanto con sus ideas como con sus acciones, y no sean conscientes de que actúan o analizan las situaciones de manera muy distinta a la que reflejan sus respuestas. La última 69

posibilidad es que todas estas interpretaciones sean correctas. Entender las concepciones como teorías implícitas asume esta última posibilidad, la idea de que las concepciones del aprendizaje son representaciones complejas y muestran diferentes aspectos según la mirada y el tipo de indagación que se realice. Así, este enfoque asume que es posible que si preguntamos a los alumnos qué es el aprendizaje, como hacen los estudiosos del enfoque fenomenográfico, nos encontremos con una respuesta distinta que la que pudiéramos extraer si preguntáramos a esos mismos alumnos qué han hecho para resolver un determinado aspecto de un problema (metacognición). Pero también reconoce que no basta con preguntar directamente sobre estos aspectos ni con observar lo que un alumno hace en alguna situación concreta para atribuirle una determinada teoría sobre el aprendizaje y la enseñanza. Una atribución de este tipo necesitaría del análisis de un conjunto de producciones e indagaciones que apuntasen en una misma dirección. Este enfoque, las concepciones del aprendizaje como teorías implícitas, constituye el marco teórico que mejor representa el pensamiento de los editores de este libro y de la mayor parte de los autores del mismo. Por este motivo dedicaremos el próximo capítulo a analizar con detalle sus características y las restricciones teóricas y metodológicas que supone asumirlo. No obstante, dedicaremos un poco de espacio aquí a su presentación. Como se explicará mucho más detalladamente en el próximo capítulo, entendemos las teorías implícitas como un conjunto de principios que restringen tanto nuestra forma de afrontar como de interpretar o atender las distintas situaciones de enseñanza-aprendizaje a las que nos enfrentamos. En este sentido, las concepciones del aprendizaje no constituirían ideas aisladas, como parecían pensar algunos de los teóricos del enfoque de creencias epistemológicas, sino verdaderas teorías que estarían respondiendo a un conjunto de restricciones cuya manifestación variaría en coherencia y consistencia según los contextos, situaciones y circunstancias. Por otro lado, adjetivar estas teorías como implícitas implica destacar que estas restricciones no son accesibles a la conciencia, aunque sí puedan serlo sus productos. La teoría de la mente descrita en las páginas anteriores constituiría en este sentido un ejemplo paradigmático de teoría implícita. No cabe duda de que nuestra forma de interpretar la conducta de los demás y a nosotros mismos está orientada por un conjunto de presupuestos teóricos que hacen referencia a que tenemos una mente con intenciones y deseos y que guía nuestra conducta, nuestra cognición y nuestros afectos. No obstante, esta teoría permanece implícita, sólo nuestra conducta, nuestra forma de resolver las tareas o la forma en que «mentalizamos» a los animales o los instrumentos (quién no recuerda el ordenador de 2001: una odisea del espacio o la visión posmoderna del mundo gobernada por máquinas de Mátrix) muestran que concebimos a los demás y a nosotros mismos como seres con mente. Precisamente, este carácter implícito influye en que estas teorías no puedan ser abordadas únicamente mediante entrevistas o cuestionarios directos. Por el contrario, deben ser inferidas a partir de métodos indirectos –tareas de solución de problemas, de clasificación, etc.– y/o por medio de la conjunción de una amplia variedad de métodos encaminados hacia un mismo objetivo. 70

Un claro ejemplo de la complejidad de estos métodos puede encontrarse en los trabajos llevados a cabo por el equipo dirigido por Rodrigo9. Así, por ejemplo, Rodrigo y Marrero (1993) realizaron en primer lugar un análisis de carácter histórico sobre los modelos curriculares occidentales, encontrando cuatro concepciones diferentes de la enseñanza. Estos cuatro modelos fueron sometidos a un complicado y largo procedimiento que incluía entrevistas con expertos y análisis de la tipicidad de los resultados por medio de los métodos empleados por Rosch (1973). El resultado de este proceso llevó al diseño de un cuestionario likert que, tras ser administrado a profesores y ser sometido a un análisis factorial, permitió diferenciar entre cinco factores o teorías implícitas personales que participarían en distinto grado de las teorías histórico-culturales de las que se había partido y que parecían correlacionar con distintas maneras de planificar las clases (Rodrigo y Marrero, 1993). Por su parte, Strauss y Shilony (1994) se sirvieron de entrevistas semiestructuradas para analizar las teorías implícitas que mantienen los profesores de secundaria sobre la mente de sus alumnos y sobre el aprendizaje. Su objetivo principal era encontrar un modelo mental común a los distintos profesores, a pesar de que los profesores pudieran diferenciarse en muchos aspectos. Entrevistaron a profesores expertos y novatos de distintas disciplinas a los que planteaban el caso de un profesor que debía sustituir a otro y que tenía libertad para enseñar durante este tiempo en una escuela de tipo comprehensivo. Sus resultados mostraban un modelo general con distintos factores en los que las teorías participarían con diferentes pesos. Aunque Strauss y Shilony entienden su modelo como una idealización sobre la mente del profesor, también afirman que, en un nivel muy general, todos los profesores estarían incluidos dentro de él y sería un modelo implícito, ya que son escasamente conscientes de estar utilizándolo. Aunque ambos trabajos parten de lo explícito para llegar a los modelos mentales, la complejidad de los análisis de los resultados en estos trabajos, así como de su forma de indagar les aleja bastante de los cuestionarios directos. A lo largo de este libro podremos observar varias investigaciones basadas en el enfoque de las teorías implícitas que emplean un conjunto de métodos experimentales, cuasiexperimentales u observacionales diferentes entre sí. No obstante, la mayoría de los autores parecen estar de acuerdo en que es necesario una convergencia de métodos que presten distintas perspectivas al mismo objetivo de estudio y que permitan diferenciar los aspectos implícitos de las concepciones de otros más explícitos o más relacionados con convenciones sociales.

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El perfil del docente y el análisis de la práctica Antes de cerrar este capítulo vamos a presentar una breve revisión de los estudios que se han centrado en el análisis de la práctica docente, a partir de distintas maneras de entender la tarea docente. Estos trabajos, a diferencia de los anteriormente expuestos, no podrían considerarse propiamente un enfoque ya que se sitúan dentro de marcos teóricos que, como a continuación analizaremos, han ido variando a lo largo de las últimas cuatro décadas y utilizan metodologías muy variadas que, en ocasiones, coinciden con las de algunos de los enfoques hasta ahora revisados. No obstante, sí creemos que la investigación que ha centrado sus indagaciones en el análisis y la reflexión de la práctica cotidiana de los profesores constituye un ámbito con identidad propia e imprescindible para poder avanzar en la comprensión del papel y la naturaleza de las concepciones de los profesores sobre la enseñanza y el aprendizaje. Lo primero que hay que señalar, sin embargo, es que no todos los estudios sobre la práctica en el aula tienen como objetivo acceder a través de su análisis a los conocimientos o creencias de los profesores ni establecer la relación entre ambos niveles. Muchos se han propuesto buscar relaciones entre determinadas formas de actuación de los profesores y el grado y calidad de los aprendizajes de sus alumnos. Los trabajos enmarcados en el paradigma proceso-producto y los más recientes sobre escuelas eficaces son un ejemplo de esta línea de investigación, si bien en este último caso la práctica no se limita a cada profesor individual, sino que se toma el centro escolar como unidad de análisis (Reynolds y Teddlie, 2000). La evolución de estos enfoques muestra, sin embargo, que se ha ido produciendo una clara toma de conciencia de que concepciones y práctica son dos aspectos indisociables del proceso de enseñanza. Como señala acertadamente Bullough (1997, p. 120): Las creencias subyacen bajo los hábitos de acción e interacción […] En efecto, todo conocimiento tiene su origen en las creencias. Las distinciones entre teoría y práctica no siempre son significativas puesto que toda práctica es en realidad teoría dirigida, en efecto todas las personas son teóricos, pero no necesariamente buenos, cuestión que no deben pasar por alto los profesores de formación del profesorado. Dado que el interés del libro es ayudar a desentrañar estas complejas relaciones, nos limitaremos a comentar los estudios que directa o indirectamente realizan aportaciones en esta línea. Revisaremos en primer lugar las principales perspectivas desde las que se ha abordado la investigación y a continuación analizaremos las distintas metodologías que se han empleado en estas investigaciones. Los primeros trabajos, enmarcados en el paradigma proceso-producto, se caracterizaban por buscar la relación entre determinadas conductas del profesor y los rendimientos de los alumnos con el fin de poder establecer un modelo de buena práctica que pudiera ayudar a la eficacia docente (Broophy y Good, 1986). La instrucción 72

directa es la propuesta en la que se resumen las estrategias instruccionales que se consideran más adecuadas (Rosenshine y Stevens, 1986). La racionalidad técnica de esta perspectiva, muy relacionada con el modelo conductista predominante en ese momento, no prestaba atención a las concepciones de los profesores. Frente a este marco teórico se desarrolla el conocido como paradigma del pensamiento del profesor que parte de entender al docente como un sujeto reflexivo y racional que toma decisiones, emite juicios, tiene creencias y genera rutinas propias de su desarrollo profesional (Marcelo, 1993; Clark y Peterson, 1986). Se postula en este caso que los pensamientos del profesor guían y orientan su conducta y se distinguen tres categorías distintas de procesos de pensamiento: 1. La planificación. 2. Los pensamientos y decisiones interactivos. 3. Las teorías y creencias. Estos tres tipos de pensamiento se influyen entre sí y tienen, a su vez, una relación recíproca con la acción del docente. Las acciones que llevan a cabo los profesores tienen su origen mayoritariamente en sus procesos de pensamiento que, a su vez, se ven afectados por las acciones. De acuerdo con la propuesta de Shavelson y Stern (1981), la relación entre las distintas fases puede describirse en términos de un proceso de toma de decisiones estratégicas. En la planificación, el profesor toma determinadas decisiones que le sirven como guión, como rutina para enfrentarse a la fase interactiva de una forma ordenada y no errática y superar la sobrecarga que de otro modo le supondría procesar toda la información de lo que sucede en el aula. En la fase interactiva, el profesor busca indicadores que le permitan valorar si la actividad se está desarrollando de manera adecuada y va tomando decisiones para reajustar lo que sea necesario, utilizando estrategias que en otros momentos le hayan sido de utilidad. Según Shavelson y Stern (1981), para tomar decisiones en cualquiera de estas fases, los profesores utilizan dos tipos de información: datos sobre las condiciones antecedentes –información sobre los alumnos, sobre la tarea de enseñanza y aprendizaje, y sobre el entorno de la clase y la escuela–, y sus propias creencias –ideas implícitas sobre el aprendizaje, concepciones sobre opciones didácticas, y sobre cómo aprenden y se desarrollan los alumnos–. El paradigma del pensamiento del profesor tiene sin duda el interés de haber desplazado el foco de análisis desde la conducta del profesor a los conocimientos y creencias que la guían, y haber destacado la toma de decisiones como uno de los factores fundamentales de la práctica docente. Pero los estudios son mayoritariamente descriptivos de los contenidos de los distintos tipos de pensamiento y apenas se plantean el problema de su naturaleza representacional, ni de la diferente función que los conocimientos y las creencias pueden cumplir, dado su distinto nivel de explicitación, en la acción del profesor. Esta preocupación se reconoce, en cambio, en el tercero de los enfoques desde los 73

que se aborda el análisis de la tarea docente: el profesor como un profesional reflexivo. Si bien el paradigma del pensamiento del profesor ya destacaba su dimensión reflexiva, la propuesta de Schön (1983, 1987, 1991), representante paradigmático de esta línea de pensamiento, supone un avance muy notable en la comprensión de las relaciones entre la práctica y el conocimiento. Este autor plantea una epistemología de la práctica en la que reconoce la influencia de la idea de Polany (1966) sobre el conocimiento tácito. Según él, un profesor, como cualquier otro profesional experto, se serviría de tres tipos de conocimiento: 1. El conocimiento en la acción. Remite a aquel que revelamos en nuestras acciones inteligentes –sean éstas observables u «operaciones privadas»–. El conocimiento está en la acción y se revela precisamente porque se produce de una forma espontánea y hábil, aunque somos incapaces de hacerlo explícito verbalmente. 2. La reflexión en la acción. Constituye, desde nuestro punto de vista, la aportación más novedosa de este enfoque. Para Schön, el docente puede reflexionar en medio de la acción sin necesidad de interrumpirla. Una sorpresa en el curso de la dinámica del aula, una variación inesperada en la aplicación de una rutina, suscitaría un proceso de reflexión dentro de una «acción-presente» que el autor considera que resulta en alguna medida consciente, aunque no se produzca necesariamente por medio de palabras. Tenemos en cuenta el acontecimiento inesperado y el conocimiento en la acción que preparó el terreno para ello. Nuestro pensamiento se vuelve, pues, sobre el fenómeno y, a la vez, sobre sí mismo. La reflexión en la acción puede permitir reestructurar estrategias de acción, la comprensión de los fenómenos o las formas de formular los problemas. Lo que distingue la reflexión en la acción de otros tipos de reflexión es su inmediata relevancia para la acción, tanto la presente como quizás otras que consideremos similares. Un buen profesor mostraría una alta capacidad para integrar la reflexión en la acción en una tranquila ejecución de su tarea. Al igual que el conocimiento en la acción, la reflexión en la acción no supone que seamos capaces de decir lo que estamos haciendo. 3. La reflexión sobre la reflexión en la acción. Supone la capacidad de describir la acción, la reflexión en la acción e incluso de reflexionar acerca de esta descripción, en un proceso de carácter recurrente. Para Schön (1987, p. 41): Mi reflexión actual sobre mi anterior reflexión en la acción comienza un diálogo de pensamiento y acción a través del cual me voy convirtiendo en un profesional más diestro. El enfoque de Schön se ha retomado en una propuesta más reciente que defiende la importancia de la intuición en la práctica docente (Atkinson y Claxton, 2000a). Los autores que colaboran en esta sugerente compilación aportan interesantes reflexiones acerca del valor que esta dimensión del conocimiento tiene en la práctica docente, y critican el excesivo peso que se otorga habitualmente a la razón y a la reflexión 74

consciente como camino privilegiado para construir un conocimiento útil para la práctica. Sin embargo, el propio Claxton (2000) admite en el primer capítulo que su propuesta no es esencialmente distinta a la de Schön, ya que la reflexión en la acción reúne las condiciones propias de la intuición. Lo que estos autores afirman es que se ha prestado atención sobre todo al aspecto de reflexión consciente del enfoque de Schön, olvidando que lo más novedoso de este enfoque es precisamente la reflexión que se produce de forma fundamentalmente implícita –y en este sentido intuitiva– durante la propia acción. La propuesta de Schön, en la que incluiríamos por tanto el enfoque del profesor intutitivo, presenta en nuestra opinión múltiples coincidencias con el enfoque de las teorías implícitas, a pesar de venir de tradiciones teóricas de investigación notablemente distintas (véase el capítulo 3 para una caracterización detallada de las teorías implícitas). La primera de ellas se refiere a la importancia que la reflexión tiene en ambos casos como mecanismo que permite avanzar en el continuo implícito-explícito. Sin referirse a ella, el modelo de Schön coincide en gran medida con la teoría de la redescripción representacional de Karmiloff-Smith (1992) en sus recurrentes niveles de toma de conciencia. No obstante, hay que hacer notar que el uso que Schön hace del término «reflexión» no se corresponde con el significado que se le da en el enfoque de las teorías implícitas. En este último caso, la reflexión sí supone un nivel de explicitación consciente, por lo que llamar al segundo proceso de construcción del conocimiento del docente «reflexión en la acción» resultaría desde la perspectiva de las teorías implícitas contradictorio, lo que no significa que no coincidamos en reconocer que en el aula hay momentos de reajuste de la práctica que, sin duda, suponen a su vez un ajuste de las representaciones. Un segundo punto de confluencia se refiere a que el paradigma del profesional reflexivo otorga a la práctica un papel decisivo en la construcción del conocimiento. El concepto de práctica es desde nuestra perspectiva semejante al de experiencia. En el marco de las teorías implícitas, se postula también que éstas se desarrollan a partir de experiencias sociales, es decir, de episodios personales que se producen dentro de determinadas pautas socioculturales recurrentes (Pozo, 2003; Rodrigo, Rodríguez y Marrero, 1993). La función pragmática que caracteriza las teorías implícitas frente al conocimiento explícito, que tendría una meta epistémica, se reconoce también en el modelo de Schön. Los niveles más implícitos de conocimiento de su propuesta, el conocimiento en la acción y la reflexión en la acción, tienen como objetivo resolver los problemas prácticos y no generar nuevo conocimiento. Finalmente, apreciamos otras dos afinidades que se refieren a la importancia del contexto en la activación del conocimiento implícito y a su naturaleza encarnada. La reflexión en la acción se provoca por cambios inesperados en el contexto y pone en marcha una reestructuración de la acción a partir de la información que la situación concreta ofrece. Así pues, no se trata de la aplicación de rutinas automatizadas, sino de una respuesta flexible a las claves contextuales. Claves cuya naturaleza representacional está más próxima a la imagen, al destello, que al lenguaje verbal. En palabras de Claxton (2000, p. 68), «la intuición es también física […] una sensación visceral es literalmente 75

eso, una sensación corporal». Sin embargo, a pesar del atractivo de la propuesta del profesional reflexivo e intuitivo, como un marco superador de algunas de las limitaciones del pensamiento del profesor y que viene a coincidir en muchos aspectos con otros enfoques más psicológicos, como el de las teorías implícitas, hay determinadas preguntas que siguen sin respuesta: ¿Cómo influye el conocimiento que se genera en la reflexión sobre la reflexión en la acción sobre la práctica? ¿Es su influencia mayor o menor que la del conocimiento que se genera en la propia acción? ¿La reflexión sobre la práctica nos lleva tan sólo a una comprensión más cabal o implica necesariamente una mejora de la práctica? Son, sin duda, preguntas muy difíciles de contestar. Parece, no obstante, que existe un cierto consenso en que habría al menos tres elementos que estarían participando en los procesos de enseñanza: las teorías implícitas o creencias, el conocimiento explícito fruto de una reflexión deliberada, y la práctica, entendida como teorías en acción que se encontrarían más o menos próximas a las creencias o al conocimiento, es decir, a lo implícito o a lo explícito, dependiendo de la demanda que la tarea y el contexto concreto activara: una demanda más pragmática o una demanda más epistémica. Seguir progresando en la comprensión de estas complejas relaciones no sólo exige una mayor profundidad teórica, sino un avance en los procedimientos metodológicos desde los que se ha venido estudiando la práctica docente. A la revisión de este aspecto dedicamos el final del apartado. En el cuadro 3 se presentan las principales técnicas y los procedimientos metodológicos más habituales en los estudios de análisis de la práctica docente. En muchos de ellos se lleva a cabo una combinación de estas técnicas para conseguir una mejor comprensión de los procesos. Todas las que se recogen en la tabla, a excepción del análisis del discurso, se utilizan en el paradigma del pensamiento del profesor (Clark y Peterson, 1986; Huberman, Thompson y Weiland, 1997; Marcelo, 1987). En los enfoques más recientes del profesor reflexivo o intuitivo, las técnicas más utilizadas son de carácter cualitativo: el pensamiento en voz alta, la estimulación del recuerdo, la observación, el diario y las técnicas narrativas. De hecho, los enfoques etnográficos y fenomenológicos han ido ganando peso en la última década, ya que son más acordes con la racionalidad crítica que subyace en este enfoque (Huberman, Thompson y Weiland, 1997; Yarger y Smith, 1990). El análisis del discurso surge dentro del marco teórico que entiende la enseñanza como un proceso lingüístico en cuyo estudio confluyen múltiples disciplinas (Coll, 2001; Gee y Green, 1998; Green, 1993). Desde esta perspectiva, la práctica de los docentes es ante todo una práctica discursiva inserta en la actividad conjunta del profesor y los alumnos en el aula. Por lo tanto, la comprensión de la práctica no puede hacerse al margen de la actividad que ambos llevan a cabo a partir de una demanda concreta, en un contexto específico y a lo largo de un período temporal que tiene sentido como unidad instruccional. Los distintos métodos de análisis que se vienen utilizando (Coll, Martín y Onrubia, 1992; Edwards y Mercer, 1987; Sánchez y otros, 1999; Wells, 1999) tienen como objetivo fundamental comprender los mecanismos de la enseñanza que producen 76

aprendizaje en los alumnos. Si bien no son estudios que se centren en las creencias o el conocimiento de los profesores, sí resultan muy valiosos para desentrañar lo que desde un enfoque de teorías implícitas consideraríamos las teorías en acción. El propio objetivo de este apartado y la limitación de espacio impiden detenerse en una explicación más detallada de cada procedimiento. No obstante, el lector puede encontrarla en los estudios a los que se hace referencia en el caso de los procedimientos menos conocidos. Cuadro 3. Procedimientos y técnicas metodológicas de análisis de la práctica docente

METODOLOGÍA PROCEDIMIENTO FASE DE ENSEÑANZA PENSAMIENTO El profesor verbaliza sus pensamientos mientras Planificación, EN VOZ ALTA realiza determinadas tareas (Marcelo, 1987; análisis de Tillema, 1984; Yinger y Clark, 1982). materiales. ESTIMULACIÓN DEL RECUERDO

CAPTACIÓN DE «POLÍTICA»

Se graba un episodio de enseñanza para que, posteriormente, el profesor lo vea y recuerde sus pensamientos y decisiones sobre el mismo (Calderhead, 1981; Krause, 1985; Marland, 1984).

Interacción.

Tarea de valoración en escala likert de descripciones de situaciones de enseñanza analizadas con regresiones matemáticas (Borko y Cadwell, 1982; Yinger y Clark, 1982).

Descripciones de alumnos, de situaciones de aula, de materiales curriculares.

TÉCNICA DE LA Categorización de tarjetas con palabras o frases MATRIZ DE de aspectos de enseñanza y justificación de la REPERTORIO categorización (Calderhead, 1983; Escudero y González, 1985; Kelly, 1955).

Planificación, interacción, revisión.

CUESTIONARIOS Preguntas abiertas, cerradas.

Planificación, interacción, revisión.

Y ESCALAS

ENTREVISTAS

Abierta, estructurada o semiestructurada.

Planificación, interacción, revisión.

DIARIO

El docente registra por escrito sus planes, el desarrollo de éstos y su valoración.

Planificación, interacción, revisión.

OBSERVACIÓN

No participante, participante.

Interacción.

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NARRACIONES

Historias de vida, biografías personales con una perspectiva del conjunto de la carrera docente.

Planificación, interacción, revisión.

ANÁLISIS DEL

Grabación y categorización de la actividad conjunta verbal y no verbal de profesor y alumnos (Coll, Martín y Onrubia, 1992; Edwards y Mercer, 1987; Sánchez y otros, 1999; Wells, 1999).

Interacción.

DISCURSO

¿En qué medida permiten las diversas técnicas y procedimientos acceder a los distintos niveles en el continuo implícito-explícito? Los que se centran en el registro directo de la acción (observación, análisis del discurso) serían los más próximos a las teorías en acción, lo que, sin embargo, no evita obviamente el problema de la interpretación que el investigador hace de esta conducta. En todos los otros casos, las respuestas implican una reconstrucción del conocimiento por parte de los docentes, reconstrucción que sería mayor –es decir, que se alejaría más del polo de las creencias– en la medida en que la tarea tenga una demanda más cercana a la conceptualización, a la función epistémica. Todo apunta, pues, a que es preciso combinar varias metodologías para poder acceder a los distintos niveles que implican las concepciones y contrastar los resultados. Los estudios sobre la práctica docente real resultan, sin duda, muy costosos. Quizá ello explique su menor número. En el libro se presentan, no obstante, algunos capítulos que se han enfrentado con esta tarea y que cumplen un papel fundamental para seguir desentrañando las complejas relaciones entre creencias, conocimiento y teorías en acción.

Alguna conclusión y muchas dudas En la introducción a este capítulo nos hacíamos una serie de preguntas sobre las características de las concepciones del aprendizaje. Esperamos que a lo largo de estas líneas se haya visto que no se puede responder de una manera unívoca y clara a estas preguntas. No obstante, nos serviremos de ellas para finalizar este capítulo y poner de manifiesto las muchas incertidumbres y dudas que nos planteamos sobre estos aspectos. Como veremos en el próximo capítulo, nuestras respuestas se aproximan a los trabajos que conciben las concepciones de la enseñanza y el aprendizaje sobre teorías implícitas. Pero, a pesar de esta opción o quizá debido a ella, también pensamos que la mayoría de las respuestas están abiertas y que se necesita mucha más investigación de diferente tipo tanto para analizar la naturaleza de las concepciones y su relación con la práctica, como para utilizar estos conocimientos en el diseño de modelos de instrucción 78

dirigidos hacia el cambio conceptual o a otros fines. La primera pregunta que nos planteábamos hacía referencia a la naturaleza de las concepciones. Veíamos que los distintos enfoques interpretaban de manera muy distinta esa naturaleza (véase el cuadro 4), ya sea como creencias sobre qué es y qué no es el conocimiento, como conocimiento acerca del propio conocimiento, como teorías implícitas que dirigen nuestra atención hacia determinados aspectos del aprendizaje y la enseñanza, como forma de redescripción y reflexión sobre nuestra propia práctica o como experiencia consciente. No obstante, todos los enfoques asumen que la presencia de diferentes concepciones sobre la mente y el conocimiento orienta nuestra manera de acercarnos a las distintas situaciones de enseñanza. Como veremos en el próximo capítulo, nosotros asumimos que estas concepciones forman parte de teorías caracterizadas por una serie de componentes de tipo epistemológico, ontológico y conceptual que se relacionan entre sí de una manera compleja. Cuadro 4. Componentes de los que se ocupan los diferentes enfoques

ENFOQUE METACONOCIMIENTO

SE PREGUNTA POR… El conocimiento consciente y el control de los procesos cognitivos.

TEORÍA DE LA MENTE

El origen y formación del concepto implícito de la mente y su funcionamiento.

FENOMENOGRAFÍA

La manera personal en que se vive o interpretan explícitamente las experiencias de aprendizaje y enseñanza.

CREENCIAS

Las creencias sobre qué es el conocimiento y el conocer.

EPISTEMOLÓGICAS

TEORÍAS IMPLÍCITAS

La coherencia y consistencia de las distintas concepciones implícitas sobre el aprendizaje y la enseñanza.

PERFIL DEL DOCENTE Y

El análisis de la planificación y acción de enseñar, del pensamiento del profesor y de sus reflexiones sobre la propia práctica.

ANÁLISIS DE LA PRÁCTICA

La manifestación de que las concepciones constituyen teorías implícitas indica cuál es nuestra contestación a la segunda pregunta que nos planteábamos, centrada en la forma que adoptan estas concepciones (véase el cuadro 5). Pero creemos necesario señalar que tampoco sobre esta pregunta parece haber una respuesta común desde los distintos enfoques. Así, los investigadores de la teoría de la mente parecen asumir también la presencia de una teoría implícita general que se manifestaría en nuestros intercambios sociales, en nuestra propia representación y en buena parte de los intercambios con otras especies y con los objetos (diferenciándolos de los seres con mente). De la misma 79

manera, las teorías implícitas asumen la presencia de componentes y principios generales, interrelacionados entre sí, que se manifestarían con diversos grados de coherencia y consistencia en función de los contenidos, dominios o contextos en que se examinaran. Sin embargo, para otros enfoques, como la metacognición, las concepciones más bien estarían constituidas por conjuntos de ideas relacionadas con distintos aspectos del conocimiento, aunque no estén articulados en torno a unos principios generales. Por otro lado, este enfoque parece asumir que los procesos de control metacognitivo son implícitos y se acercan mucho al conocimiento procedimental, mientras que el metaconocimiento es más explícito, ya que se acerca al conocimiento declarativo. En el caso de las creencias epistemológicas, como ya pusimos de manifiesto en su momento, hay discusiones sobre este aspecto, encontrando partidarios de ambas posturas. Los investigadores del enfoque fenomenográfico, por su parte, parecen inferir concepciones globales a partir de la experiencia. Como ya vimos, las investigaciones que hemos reunido bajo el epígrafe «El perfil docente y el análisis de la práctica» no constituyen un enfoque unitario. Mientras que algunos trabajos se dirigen a estudiar las estrategias instruccionales más eficaces y no se preguntan por las representaciones que las guían, otros se centran en los pensamientos que, desde el propio punto de vista del profesor, explican sus decisiones, y otros abordan las relaciones entre la acción y la reflexión precisamente como niveles de explicitación. Cuadro 5. Los diferentes enfoques, ¿qué forma adoptan? ¿Se trata de ideas aisladas o de conjuntos más o menos coherentes? ¿Son accesibles a la conciencia?

ENFOQUE METACOGNICIÓN

TEORÍA DE LA MENTE

CREENCIAS EPISTEMOLÓGICAS

FORMA QUE ADOPTAR Conjuntos de ideas discretas, explícitas en el caso del metaconocimiento y más implícitas en el caso del control de los procesos. Una teoría implícita general que «mentalizaría» todos nuestros intercambios con nosotros mismos y con los demás. Para algunos autores, teorías generales; para otros, ideas discretas. Tampoco habría acuerdo sobre si son implícitas o explícitas.

FENOMENOGRAFÍA Una conciencia general de la experiencia de aprender y de enseñar. TEORÍAS IMPLÍCITAS

PERFIL DEL DOCENTE Y ANÁLISIS DE LA PRÁCTICA

Principios generales implícitos que se manifiestan con diversos grados de coherencia y consistencia según los contextos y situaciones. Para los autores del pensamiento del profesor, serían un proceso de toma de decisiones estratégicas y, por tanto, básicamente explícitas. Para el enfoque del profesional reflexivo, existen distintos niveles de explicitación. 80

Aunque resulte reiterativo, tampoco parece haber mucho acuerdo sobre la relación existente entre estas concepciones y el contexto en el que se producen y el contenido que se aprende o se enseña. Seguramente, estas relaciones constituyen dentro de cada uno de los enfoques un tema polémico en el que muchas veces no hay posiciones unitarias. Por tanto, las afirmaciones siguientes deben leerse con precaución (véase el cuadro 6 en la página siguiente). Desde la teoría de la mente parece asumirse cierta independencia del contexto y contenido. El enfoque de las teorías implícitas, como veremos en el próximo capítulo, partiría de que una misma teoría puede manifestarse de formas diferentes en función del contenido o el contexto en el que se apliquen y que la coherencia y consistencia de estas manifestaciones dependerían de estos aspectos. Desde la perspectiva de los estudios metacognitivos, tradicionalmente se ha considerado que el conocimiento sobre los procesos cognitivos implicados en el aprendizaje tiene un carácter general, independiente del contenido aprendido. Desde la investigación sobre creencias epistemológicas, nos encontramos diferencias que manifiestan también la diversidad de objetivos de este enfoque. Así, aquellos estudiosos que analizan las creencias sobre el aprendizaje de determinados contenidos (por ejemplo, matemáticas) parecen creer que hay una dependencia mayor de las concepciones del contenido y del contexto que aquellos que estudian las creencias de una manera más global o general. Desde el enfoque fenomenográfico, se investigan las concepciones a partir de tareas con contenido muy concreto. No obstante, no hay una posición explícita sobre el grado de generalidad de las conclusiones. Esta misma afirmación puede aplicarse también a las distintas perspectivas del análisis de la práctica, con excepción del paradigma proceso-producto. A diferencia de las preguntas anteriores, la mayoría de los enfoques parecen estar de acuerdo en la dirección del cambio de las concepciones. En todos los casos se afirma que las concepciones avanzan desde posiciones más simples y reproductivas hacia posiciones más complejas y constructivas. De la misma manera, también parecen asumir que en este cambio influyen tanto factores evolutivos, educativos y la propia experiencia como aprendices o maestros (véase el cuadro 7). Cuadro 6. Las diferentes concepciones, ¿dependen del contenido que se aprende y del contexto en que se aprende o son independientes de estos contenidos y contextos?

ENFOQUE METACOGNICIÓN

TEORÍA DE LA MENTE

CREENCIAS EPISTEMOLÓGICAS

POSICIÓN CON RESPECTO AL CONTEXTO Y AL CONTENIDO Salvo algunas excepciones, la metacognición se ha concebido como un conocimiento general, independiente del contenido del aprendizaje. Sería independiente de estos aspectos. La teoría de la mente estaría presente en todos los contextos. Depende de los autores. En general, aquellos que estudian las creencias sobre determinados contenidos asumen que dependen de 81

estos contenidos y del contexto, mientras que aquellos que estudian las creencias sobre el conocimiento general asumen que son independientes de contexto. FENOMENOGRAFÍA No hay una posición explícita sobre este aspecto. TEORÍAS IMPLÍCITAS

PERFIL DEL DOCENTE Y ANÁLISIS DE LA PRÁCTICA

Teorías implícitas generales que se manifiestan con diversos grados de coherencia y consistencia según los contextos y situaciones. En el pensamiento del profesor y sobre todo en el enfoque del profesional reflexivo el contexto desempeña un papel fundamental.

Cuadro 7. ¿Cuáles son los procesos de cambio de los diferentes enfoques? ¿Cambian con el desarrollo? ¿Cambian en la medida en que participamos en situaciones de aprendizaje y enseñanza más variadas, complejas, etc.? Si es así, ¿en qué consisten esos cambios?

ENFOQUE METACONOCIMIENTO

TIPOS DE CAMBIOS Asumiría cambios evolutivos, pero también habría cambios relacionados con la adquisición de conocimiento y con el nivel de la instrucción.

TEORÍA DE LA MENTE Asumiría que los cambios son fundamentalmente evolutivos. FENOMENOGRAFÍA

La impresión es que el cambio se debe fundamentalmente a factores educativos.

CREENCIAS

La impresión es que el cambio se debe fundamentalmente a factores educativos.

EPISTEMOLÓGICAS

TEORÍAS IMPLÍCITAS

La impresión es que el cambio se debe a la experiencia acompañada de reflexión y los cambios más importantes se deberían a una acción educativa dirigida a ese fin.

PERFIL DEL DOCENTE Cambios en la práctica debidos a la reflexión en la acción y Y ANÁLISIS DE LA cambios en el pensamiento y en la práctica como consecuencia PRÁCTICA de la reflexión sobre la acción. No obstante, los resultados parecen mostrar que existen pocas personas dentro de lo que estos enfoques caracterizan como concepciones más avanzadas y tampoco se explicitan cuáles son los mecanismos psicológicos específicos de cambio que llevarían a estas posiciones. En general, los distintos enfoques hablan de estos cambios de una manera vaga y poco definida. La última pregunta que planteábamos al comienzo del capítulo se relacionaba con la 82

forma de estudiar las concepciones. La mayoría de los enfoques (véase el cuadro 8 en la página siguiente) utilizan las entrevistas con preguntas directas, los cuestionarios escritos o los informes como método fundamental de la investigación. Aunque este tipo de medidas, como hemos puesto de manifiesto a lo largo de este capítulo, resultan insuficientes, ya que sólo permiten analizar los aspectos más explícitos de las concepciones, también en algunos casos el análisis de las relaciones entre las respuestas ha permitido identificar algunos principios de carácter más general. A nuestro juicio, es necesario complementar estos análisis con los resultados obtenidos a través de otro tipo de medidas, tanto indirectas (solución de problemas, tareas de clasificación) como de observación de diferentes prácticas. Cuadro 8. ¿Cómo puede abordarse el estudio de estas concepciones? ¿Qué tipo de tareas nos permiten llegar a conocerlas?

ENFOQUE METACONOCIMIENTO

MÉTODOS DE INVESTIGACIÓN MÁS EMPLEADOS Entrevistas, autoinformes y cuestionarios para evaluar el metaconocimiento. En la investigación sobre el control, tareas específicas de aprendizaje.

TEORÍA DE LA MENTE Tareas de solución de problemas y análisis de la utilización y clasificación del lenguaje, fundamentalmente los verbos mentales. FENOMENOGRAFÍA

Cuestionarios tipo likert o de otros tipos.

CREENCIAS

Entrevistas abiertas.

EPISTEMOLÓGICAS

TEORÍAS IMPLÍCITAS

Entrevistas estructuradas, cuestionarios de tipo likert, de elección de alternativas, tareas de solución de problemas.

PERFIL DEL DOCENTE Entrevistas, cuestionarios, tareas de categorización, observación, Y ANÁLISIS DE LA diarios, autobiografías y análisis del discurso. PRÁCTICA

El análisis de las concepciones del aprendizaje y la enseñanza constituye un problema lo suficientemente complejo como para tratar de evitar las preguntas y los análisis demasiado simples o sencillos. La única manera de encontrar respuestas coherentes a nuestras preguntas es abordar distintos tipo de medidas y de respuestas, y analizar la coherencia o incoherencia entre ellas. A lo largo de este libro encontraremos una diversidad de investigaciones y de métodos (entrevistas, informes, cuestionarios, dilemas, utilización de metáforas, tareas de clasificación, observación de la práctica, análisis del discurso, etc.), pero en todos ellos subyace esta idea de que la única manera de abordar el problema es situarnos en una posición pluralista y perspectivista que asuma que el problema tiene muchas facetas y muchas formas de abordarlas. 83

1. Dado que el trabajo de Piaget es suficientemente conocido y su visión negativa se diferencia claramente del resto de los enfoques, no vamos a dedicar espacio a esta perspectiva. El lector interesado puede acudir a los propios libros de Piaget o al detallado análisis de Martí (1997). 2. Como no es éste el lugar para ocuparnos en detalle de estas nuevas perspectivas en el estudio de la metacognición, el lector interesado puede consultar a este respecto el trabajo de Mateos (2001). 3. Como señalan Barstch y Wellman (1995), los niños suelen emplear estos términos en situaciones en las que constatan un contraste entre sus estados mentales y los estados del mundo. Por ejemplo: «Es un autobús, pensé que era un taxi» (p. 52 de nuestra traducción). 4 Según esta perspectiva, los niños de alrededor de tres años que fallan en la prueba de la creencia falsa (véase el cuadro 2), estarían atribuyendo a Maxi una creencia que es una representación-réplica de la realidad actual (el chocolate efectivamente ahora está en B). 5. En esta línea, para anticipar que en la prueba de la falsa creencia (véase el cuadro 2) Maxi buscará el chocolate en el lugar donde lo había visto por última vez (A), es suficiente con que el niño atribuya al personaje las capacidades de registrar una situación tal cual la ha visto, de retener ese registro reproductivo en la memoria sin modificarlo hasta exponerse a una nueva y diferente información, y de apelar a ese registro al buscar nuevamente el chocolate. Según esta lectura, la creencia atribuida a Maxi no tiene por qué ser más que una copia –aunque ya no de la realidad actual, sino de aquella a la que Maxi estuvo expuesto. 6. Aunque Wellman (1990) suele emplear los términos «interpretativa» y «constructiva» de modo prácticamente indistinto para denominar esta teoría, nosotros preferimos reservar el primero para la misma. Como desarrollaremos en el capítulo 3, establecemos una distinción clave entre una teoría interpretativa y una constructiva. 7. Un resumen en pocas páginas de este tema lleva consigo una simplificación. Remitimos al lector interesado a la revisión realizada por Hofer y Printich (1997) o al libro compilado por estos mismos autores (Hofer y Pintrich, 2002), o, en nuestro idioma, al reciente e interesante trabajo de Pecharromán (2004). 8. Los ejemplos acerca del conocimiento matemático están adaptados a partir de los encontrados por Schoenfeld (1992) en un trabajo sobre creencias epistemológicas en matemáticas. 9. Un resumen de estos trabajos puede verse en el libro de Rodrigo, Rodríguez y Marrero (1993).

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3 Las teorías implícitas sobre el aprendizaje y la enseñanza Juan Ignacio Pozo, Nora Scheuer, Mar Mateos, María del Puy Pérez Echeverría Tal como hemos visto en el capítulo anterior, existen diferentes enfoques en el estudio de las concepciones de profesores y alumnos sobre el aprendizaje y la enseñanza. Aunque sin duda hay notables convergencias entre ellos, cada uno asume una posición en parte diferente con respecto al origen, la naturaleza cognitiva y los procesos de cambio de esas concepciones. En este capítulo vamos a desarrollar en profundidad los supuestos y las implicaciones de uno de esos enfoques, el que interpreta esas concepciones o creencias en términos de teorías implícitas sobre el aprendizaje y la enseñanza, ya que es la perspectiva teórica adoptada en nuestras investigaciones, incluida la mayor parte de los estudios que se presentarán en próximos capítulos. El capítulo está organizado en cuatro apartados. En el primero intentaremos mostrar que esas concepciones se basan en gran medida en representaciones de naturaleza implícita, por contraposición a los conocimientos explícitos. Este carácter implícito de las representaciones que subyacen a buena parte de las concepciones nos ayudará a entender algunos de sus rasgos esenciales y a concebir el cambio de esas representaciones sobre el aprendizaje y la enseñanza como un proceso de cambio conceptual (o, como veremos más adelante, de cambio representacional). Según esta interpretación, para progresar en los modos de enseñar y aprender no basta con presentar nuevas teorías o concepciones, ni tampoco con proporcionar nuevos recursos o pautas de acción eficaces, sino que hay que modificar creencias implícitas profundamente arraigadas que subyacen a esas concepciones mediante un proceso de explicitación progresiva de esas representaciones inicialmente implícitas. En el siguiente apartado, veremos que asumir que esas creencias se organizan en forma de teorías implícitas nos ayuda también a entender algunas de las dificultades para lograr ese cambio, que supone reestructurar ciertos principios o supuestos básicos que, por su carácter implícito, suelen organizar nuestras acciones o decisiones sobre el aprendizaje y la enseñanza, y subyacer a ellas. De hecho, podemos hablar de diferentes niveles representacionales –desde esos supuestos implícitos muy estables, y por tanto muy difíciles de cambiar, hasta las acciones fuertemente dependientes de contexto, y por tanto más variables– a través de los cuales deben transcurrir esos procesos de cambio conceptual entendidos como un proceso de explicitación y redescripción progresiva de las 85

teorías implícitas. En el tercer apartado describiremos las principales teorías implícitas sobre el aprendizaje y la enseñanza que hemos identificado en nuestros estudios, a las que denominaremos respectivamente teoría directa, teoría interpretativa, teoría constructiva y teoría posmoderna, identificando los supuestos epistemológicos, ontológicos y conceptuales en que se basan, que constituyen esos principios subyacentes que es necesario cambiar o reestructurar para promover el cambio de teorías. En el último apartado nos ocuparemos en mayor detalle de esos procesos de cambio conceptual o representacional, que según este modelo son necesarios para modificar, tal como planteábamos en el capítulo 1, esas creencias profundamente arraigadas sobre el aprendizaje y la enseñanza, producto de aquella doble herencia, biológica y cultural, y que las nuevas demandas de aprendizaje –orientadas a la construcción de conocimiento y no sólo a su transmisión– están reclamando. El análisis de esos procesos de cambio de las teorías implícitas –con el propósito de acercarlas a las teorías constructivistas que se defienden hoy en día en este ámbito– nos llevará a reconsiderar las relaciones entre el conocimiento explícito e implícito en la práctica docente, o si se prefiere, entre el conocimiento teórico y práctico de los profesionales de la educación, como un componente esencial que es necesario repensar para mejorar esa propia formación profesional de los docentes.

Las concepciones sobre el aprendizaje como representaciones implícitas Como señalábamos al comienzo de este libro, en las últimas décadas ha habido grandes cambios en las teorías explícitamente defendidas por los investigadores de los procesos de aprendizaje y enseñanza, e incluso en las ideas explícitamente mantenidas por los profesores, pero esos cambios no se han trasladado en la misma medida a la práctica de las aulas (recordemos la hipotética «resurrección» de Milles Monroe o Woody Allen). En educación tiene especial vigencia aquel viejo adagio según el cual del dicho al hecho hay mucho trecho. La mayor parte de los modelos de formación docente –inicial pero también permanente–, e incluso de los propios modelos de enseñanza de las materias a los alumnos, siguen confiando en el poder de la palabra, del conocimiento explícito y predicado, como el motor del cambio en la comprensión y en la acción. Sin embargo, los datos de la investigación en numerosos ámbitos muestran que cambiar lo que se dice –el conocimiento explícito– no suele bastar para cambiar lo que se hace –los modelos implícitos en la acción– ni en la formación docente (por ejemplo, Atkinson y Claxton, 2000a) ni en el aprendizaje por los alumnos de materias escolares como las ciencias (Pozo y Gómez Crespo, 1998, 2002, 2005), las matemáticas (Nunes y Bryant, 1997; Pérez Echeverría y Scheuer, 2005) o incluso el arte (Jové, 2001), o en la adquisición de conocimientos procedimentales (Pozo, Monereo y Castelló, 2001; Pozo y 86

Postigo, 2000). En nuestra cultura académica, como señalan Atkinson y Claxton (2000b, p. 13 de la trad. cast.), «la importancia de la articulación consciente y deliberada del aprendizaje, tanto de los demás como de uno mismo, está sobreestimada». En esta cultura profundamente dualista, según veremos más adelante, se valora más el conocimiento formal, explícito, que los saberes o las creencias intuitivas o informales. Se asume, de acuerdo con un modelo racionalista, que los saberes verbales, abstractos o formales son superiores a los saberes prácticos, concretos e informales, de forma que la palabra siempre guía la acción y que, por tanto, proporcionar conocimiento verbal o explícito es la mejor forma de aprender o cambiar las formas de actuar en el mundo. Es así en las clases de matemáticas o de ciencias (donde por supuesto la teoría es el origen de cualquier práctica, y la abstracción la guía para cualquier acción) y también en los cursos de formación de profesores (donde se explican nuevos modelos, teorías o recursos para que los profesores los apliquen o pongan en práctica). Parece darse por supuesto que si alguien sabe decir algo podrá hacerlo. Pero la investigación realizada por la psicología cognitiva en estas últimas décadas ha mostrado de modo convincente que esa supremacía de lo teórico sobre lo práctico, de lo explícito o formal sobre lo implícito o intuitivo, aunque pudiera ser deseable en algunos ámbitos (¡pero no en todos!), está muy alejada del funcionamiento cognitivo habitual, natural, de la mente humana, donde más bien tiende a suceder lo contrario: los procesos y las representaciones implícitas suelen tener primacía o prioridad funcional con respecto a los procesos y representaciones explícitas, es decir, suelen funcionar de manera más eficaz, rápida y con menor costo cognitivo, por lo que no resulta fácil que se abandonen al adquirir conocimientos explícitos o formales incongruentes con ellos. Lograr la primacía o el control del conocimiento explícito sobre esas creencias implícitas –actuar de acuerdo con nuestras ideas, en lugar de acabar pensando en función de nuestras acciones– es más una conquista cognitiva y cultural, un logro del aprendizaje y la instrucción que el modo defectivo o natural de funcionar de la mente humana (Pozo, 2003), por lo que no podemos darlo por supuesto, sino que es preciso diseñar deliberada o intencionalmente escenarios y situaciones sociales que lo favorezcan. Ésta sería una de las funciones de la educación formal. Aquí analizaremos las dificultades para cambiar nuestras representaciones sobre el aprendizaje y la enseñanza como una consecuencia más de esa primacía del funcionamiento implícito de la mente humana1, pero fenómenos similares pueden encontrarse en otros muchos ámbitos de la psicología cognitiva, como por ejemplo el aprendizaje en situaciones de laboratorio (Reber, 1993), o en diferentes áreas del currículo, como ciencias de la naturaleza, matemáticas, lengua, por no decir en el propio uso de la lengua oral o escrita, e incluso en nuestros procesos de razonamiento, que paradójicamente parecen ser también más intuitivos que formales o «racionales» (Hogarth, 2001) y, por supuesto, en buena parte de nuestra conducta social y de nuestras relaciones interpersonales (Kelly, 1955) y en la interpretación de nuestra propia conducta y actividad mental (Baumeister y otros, 1998; Perner, 1991). Siendo así, es natural que 87

ese funcionamiento cognitivo implícito prevalezca también en las situaciones de aprendizaje y enseñanza, muchas veces al margen o incluso en contra de nuestras intenciones, sobre el conocimiento explícito. Cambiar las formas de enseñar requiere cambiar no sólo nuestras creencias implícitas sino, como veremos también, la relación entre esas representaciones de carácter implícito y los conocimientos explícitos que mantenemos para esas mismas situaciones. Sólo conociendo las diferencias entre ambos tipos de representaciones y las relaciones existentes entre ellas podremos cambiar nuestras representaciones implícitas. Para ello, el cuadro 1 resume, mediante diferentes continuos o dimensiones, los principales contrastes entre las representaciones implícitas y explícitas, atendiendo a tres componentes esenciales: 1. Los procesos de aprendizaje de esas representaciones (cuál es su origen). 2. Su naturaleza cognitiva y representacional (cómo funcionan). 3. Los procesos de reconstrucción o reestructuración de ambos tipos de representación (cómo pueden cambiarse). Aunque la presentación en dos columnas, y el propio esfuerzo retórico de diferenciar entre ambos tipos de representación, pueda inducir en el lector una visión un tanto dicotómica, en blanco y negro, de la naturaleza de nuestras representaciones, se trataría en realidad, como intentaremos mostrar en las próximas páginas, de diferentes continuos, ocupados por muy diversas gamas cromáticas, que es preciso recorrer con el fin de promover el cambio conceptual o representacional necesario para lograr realmente cambiar nuestras concepciones sobre el aprendizaje y la enseñanza de forma que sirvan realmente de guía para unas nuevas prácticas educativas, tal como es el propósito de este libro. Cuadro 1. Diferencias entre las representaciones implícitas y explícitas sobre el aprendizaje y la enseñanza

¿CUÁL ES SU ORIGEN?

REPRESENTACIONES IMPLÍCITAS Aprendizaje implícito, no consciente.

REPRESENTACIONES EXPLÍCITAS Aprendizaje explícito, consciente.

Experiencia personal.

Reflexión y comunicación social de esa experiencia.

Educación informal.

Educación e instrucción formal.

¿CUÁL ES SU Saber hacer: naturaleza NATURALEZA? procedimental. ¿CÓMO Función pragmática (tener éxito). FUNCIONAN? Naturaleza más situada o dependiente del contexto. 88

Saber decir o expresar: naturaleza verbal, declarativa. Función epistémica (comprender). Naturaleza más general o independiente del contexto.

¿CÓMO CAMBIAN?

Naturaleza encarnada.

Naturaleza simbólica, basadas en sistemas de representación externa.

Activación automática, difíciles de controlar conscientemente.

Activación deliberada, más fáciles de controlar conscientemente.

Por procesos asociativos o de acumulación.

Por procesos asociativos pero también por reestructuración.

Difíciles de cambiar de forma explícita o deliberada.

Más fáciles de cambiar de forma explícita o deliberada.

No se abandonan o se Más fáciles de abandonar o de abandonan con mucha dificultad. sustituir por otras.

El origen de las representaciones implícitas Comenzando por su origen, nuestras creencias implícitas, a diferencia de los saberes explícitos, se adquieren en buena medida por procesos de aprendizaje implícito que, en palabras de Reber, el principal investigador en ese ámbito, consiste en una «adquisición de conocimiento que tiene lugar en gran medida con independencia de los intentos conscientes por aprender y en ausencia de conocimiento explícito sobre lo que se adquiere» (Reber 1993, p. 5). Los estudios sobre estos procesos de aprendizaje implícito o no consciente han crecido notablemente en los últimos años y, de hecho, constituyen hoy una de las áreas más prometedoras de la investigación sobre el aprendizaje (véanse, por ejemplo, las recopilaciones de Berry, 1997; French y Cleeremans, 2002). Según Reber (1993) se trataría de un proceso de aprendizaje básico que compartirían prácticamente todos los seres vivos en su necesidad de detectar regularidades en el ambiente mediante representaciones implícitas que hagan ese ambiente más predecible y controlable (Pozo, 1996, 2003). En su propuesta, Reber (1993) adopta una perspectiva evolucionista, al situar el aprendizaje implícito como un sistema primario con respecto al aprendizaje explícito. De modo muy sucinto2, ese aprendizaje implícito (no intencional o inconsciente) en comparación con las formas de aprendizaje explícito (deliberado y consciente) se caracterizaría por ser: deterioradas por lesiones o disfunciones cognitivas permanentes o temporales (amnesias, Alzheimer, estados de anestesia, etc.). Más antiguo en la filogénesis, ya que sería un dispositivo de aprendizaje común para la detección de covariaciones en el ambiente, apoyado en las formas elementales del aprendizaje asociativo y el condicionamiento comunes a todas las especies. Más antiguo en la ontogénesis, ya que sería previo en el desarrollo cognitivo al aprendizaje explícito, en la medida en que los bebés ya detectan regularidades en su 89

ambiente de las que, sin embargo, no son conscientes. Independiente de la edad y del desarrollo cognitivo, ya que su funcionamiento no dependería de la adquisición de otras funciones cognitivas posteriores. Independiente de la cultura y de la instrucción, ya que sería un sistema universal en el que apenas se observarían tampoco diferencias individuales. Más robusto que el sistema cognitivo explícito, ya que se preservaría allí donde las funciones cognitivas explícitas se ven alteradas o Más duradero en sus efectos que el aprendizaje explícito y menos susceptible de interferencia con otras tareas. Más económico desde el punto de vista cognitivo, o energético, ya que su funcionamiento se preserva en condiciones que alteran el funcionamiento del sistema cognitivo explícito (por ejemplo, falta de atención, de motivación o de intención de aprender). En suma, adquiriríamos buena parte de nuestras representaciones cotidianas, incluidas las que se refieren al aprendizaje y a la enseñanza, de forma implícita, no consciente, sin pretenderlo, como consecuencia de la exposición repetida a situaciones de aprendizaje, culturalmente organizadas, en las que se repiten ciertos patrones. Son la regularidad o el orden de esas situaciones los factores que hacen posible la adquisición de representaciones implícitas o intuitivas estables (Atkinson, 2000), de las que sin embargo muchas veces no somos conscientes, y que incluso pueden ser contrarias a nuestras representaciones explícitas o conscientes. Estos mecanismos de aprendizaje implícito estarían, de hecho, en el origen de buena parte de nuestras representaciones implícitas o intuitivas –o si se quiere, en la más clásica terminología didáctica, de nuestros «conocimientos previos» o «ideas alternativas», no muy distantes de los que tienen los alumnos– sobre el mundo físico y social (Pozo, 1996; Pozo y otros, 1992), pero también posiblemente explicarían cómo adquirimos la gramática de nuestra lengua (¡todos los niños hablan en subjuntivo antes de saber que existe tal cosa!) y buena parte de los estereotipos sociales que, con mayor o menor justicia y equidad, nos permiten poner orden representacional en el mundo. Y también estarían en el origen de las concepciones de profesores y alumnos sobre el aprendizaje y la enseñanza. Aunque un profesor no pueda explicitar o articular con claridad qué es para él la inteligencia o cómo hacer que sus alumnos le atiendan, tiene con certeza representaciones implícitas sobre la inteligencia o la atención que le permiten gestionar la clase y predecir la conducta de sus alumnos. Igualmente sus alumnos, que seguramente no dispondrán de una teoría elaborada de la evaluación, tienen representaciones implícitas muy arraigadas sobre cómo evalúan sus profesores y qué esperan de ellos en esas evaluaciones. Esas representaciones implícitas son en gran medida producto de la exposición reiterada e inconsciente a escenarios regulados por ciertos principios no articulados, igualmente implícitos, que dan sentido a esas prácticas y que hunden sus raíces en esas culturas del aprendizaje, que, como veíamos en el capítulo 1, heredamos sin testamento, sin que seamos conscientes con frecuencia de lo que estamos heredando y, por tanto, sin que podamos resistirnos a esa 90

herencia o cambiarla. Ese carácter inconsciente, no articulado, nos conduce a un segundo rasgo que diferencia a las representaciones implícitas de las explícitas en su origen (remitimos al lector a la consulta del cuadro 1 en la página 99). Según la definición de Anderson (1996, pp. 123-124) en psicología cognitiva se entiende que son «procesos explícitos aquellos de los que se puede informar y procesos implícitos aquellos de los que no [se puede informar]». Nuestras representaciones implícitas son resultado de la experiencia personal en esos escenarios culturales de aprendizaje y, como tales, no suelen ser fáciles de comunicar ni de compartir, porque posiblemente vienen representadas en códigos no formalizados. Son algo que sentimos, vivimos y experimentamos en nuestras propias carnes, y cualquier intento de verbalizarlas, de explicitarlas en un código compartido, no deja de ser una traducción, un proceso de redescripción representacional (KarmiloffSmith, 1992) o explicitación de esas representaciones (Pozo, 2001), que en sí mismo ya las transforma. Esta dificultad de acceso a las representaciones implícitas es uno de los problemas esenciales en su investigación, y es una prueba más de que cualquier intento de estudiar un objeto lo transforma. Al interrogar a una persona sobre sus creencias, o sobre las razones de sus acciones, o al hacerle resolver un problema o un dilema, o incluso al observar su acción, como haremos en diversos de los estudios presentados en este libro, estamos ya modificando sus representaciones, en la medida en que hacemos más probable la explicitación o conciencia de algunos de sus componentes. Por ello, como señalábamos en el capítulo 2, «Enfoques en el estudio de las concepciones sobre el aprendizaje y la enseñanza», no podemos separar la forma de recoger los datos o investigar esas representaciones de su propia interpretación, ni tampoco podemos asumir, como en nuestra opinión hacen algunos enfoques, como el fenomenográfico (véase el mencionado capítulo 2), que el propio sujeto tiene acceso directo, es un observador privilegiado de sus propios estados y contenidos mentales, lo que haría innecesaria la distinción entre representaciones implícitas y explícitas, e incluso el propio concepto de representación. La reflexión sobre nuestras experiencias de aprendizaje está necesariamente mediada por algún tipo lenguaje o sistema de representación culturalmente dado, por lo que es siempre una reconstrucción de esas experiencias. Pero aun con ese carácter de reconstrucción culturalmente mediada, nuestras experiencias de aprendizaje están en buena medida teñidas de emociones, de respuestas viscerales –«como lo es el hormigueo aprensivo o la inexplicable incapacidad para apartar la mirada de alguien que acaba de entrar en una habitación concurrida» (Claxton, 2000, p. 68 de la trad. cast.)– o corporales, que están en el origen de nuestras representaciones implícitas. Este carácter encarnado o incorporado (Pozo, 2001, 2003) es, como veremos luego, un rasgo esencial para entender el contenido y funcionamiento cognitivo de nuestras creencias implícitas. Muchas veces nuestro cuerpo (ese hormigueo, ese ardor que nos sube por el pecho, esa forma de sonreír) sabe antes que nosotros (¡si es que nosotros no somos nuestro cuerpo!) lo que esperamos y debemos hacer en muchas situaciones. Pero con el riesgo de que muchas veces nuestro cuerpo nos induce a hacer 91

cosas que nosotros (¡si es que nosotros no somos nuestro cuerpo!) no quisiéramos hacer, como gritar a ese alumno para que se calle de una vez y nos deje proseguir con la tarea que habíamos previsto, en lugar de, como creemos que debemos hacer, pedirle que explique lo que quiere decir y negociar con él un «turno de palabra». Un tercer rasgo que diferencia en su origen a las representaciones implícitas de las explícitas es que estas últimas suelen ser producto de la educación formal, se enseñan como tales, mientras que las representaciones implícitas, en muchos casos, se aprenden implícitamente pero no se enseñan. Diríamos que son producto de un aprendizaje informal, se adquieren en contextos de aprendizaje y enseñanza, incluso de educación formal, pero no son producto de enseñanza explícita; son parte de un currículo oculto compartido, a veces incluso instituido, pero casi nunca explicitado. Nadie, o casi nadie, dice a los alumnos cómo deben tomar apuntes en las clases, pero sus apuntes son bastante regulares y sistemáticos (Monereo y otros, 2000) porque responden al currículo oculto de sus profesores, a lo que hacen habitualmente pero no dicen. En las situaciones de aprendizaje informal se aprende a través de la acción, propia o vicaria, más que de la palabra, al contrario de lo que sucede en la educación formal. La cultura es, en gran medida, un conjunto de pautas compartidas, reguladas en la acción pero muchas veces no explicitadas, ya que los propios agentes culturales (los padres, los profesores) suelen desconocer, en todo o en parte, las reglas que las rigen, dado su carácter de representaciones implícitas o no conscientes. Con frecuencia nos acabamos percatando de algunas reglas de nuestra cultura cotidiana (por ejemplo, el significado de distintas formas de saludo) cuando estamos en otra cultura cuyas reglas implícitas son otras. Usualmente, necesitamos encontrarnos ante una situación que viola nuestras representaciones implícitas para comenzar a tomar conciencia de ellas (Bruner, 1997). Lo mismo sucede, y deberá suceder, con nuestras representaciones implícitas sobre el aprendizaje y la enseñanza. Son los cambios en la cultura del aprendizaje –el hecho de vivir en una cultura del aprendizaje en la que nos sentimos extraños, casi como extranjeros o en el mejor de los casos, como emigrantes, pero nunca como auténticos nativos– los que nos obligan a ocuparnos de nuestras representaciones implícitas, a explicitarlas y, en esa medida, a cambiarlas.

Naturaleza y funcionamiento cognitivo de las representaciones implícitas Algunos de estos rasgos que identifican a las representaciones implícitas en su origen (carácter implícito, personal, encarnado, etc.) nos informan ya sobre su funcionalidad cognitiva, el siguiente conjunto de rasgos, presentado en el cuadro 1 (p. 99). Así, las representaciones implícitas son ante todo un saber hacer más que, como en las representaciones explícitas, un saber decir. Diversos autores han destacado este rasgo en las concepciones intuitivas o implícitas al destacar su carácter procedimental (KarmiloffSmith, 1992), de teorías o conocimiento en acción (Karmiloff-Smith e Inhelder, 1974; Schön, 1987), de conocimiento práctico o en uso (Porlán y Rivero, 1998), etc. 92

Con sus diferencias, desde todos estos enfoques, se destaca que ese saber práctico o en acción no siempre puede ser traducido a un saber explícito o declarativo y que, con frecuencia, hay una notable disociación entre uno y otro, entre las representaciones implícitas y las explícitas, por utilizar nuestros propios términos, lo cual plantea importantes problemas tanto a la investigación (cómo diferenciar unas representaciones de otras, cómo saber a cuáles estamos accediendo), como a la intervención, ya sea en contextos de enseñanza (cómo convertir el saber declarativo de los alumnos en conocimiento procedimental, y viceversa) o de formación docente (cómo lograr que el conocimiento explícito modifique la propia práctica y cómo conseguir hacer explícita esa práctica para modificarla). Al final de este capítulo volveremos a reconsiderar estas relaciones, pero por ahora baste señalar que el saber hacer (representaciones procedimentales) y el saber decir (representaciones declarativas) constituyen desde el punto de vista cognitivo sistemas diferentes e incluso, en ciertas condiciones, sistemas disociables (véanse Anderson, 2000; Pozo, 1989, 1996). Pero no por ello tienen que funcionar de modo independiente. Al contrario, entre los objetivos de la educación –y de la formación docente– estaría integrar o coordinar ambos sistemas de representación o conocimiento, reduciendo la distancia entre lo que decimos y lo que hacemos, sobre todo en la medida en que nuestro conocimiento explícito cambia, como veremos, con más facilidad que las representaciones implícitas y, por tanto, puede crear por así decirlo, nuevas zonas de desarrollo próximo para nuestras prácticas de aprendizaje y enseñanza. Aun con todas las limitaciones de una y otra (por ejemplo, Claxton, 2000), nuestra intuición suele ser más conservadora que nuestra reflexión. Y ello es así porque como muestra el cuadro 1 las representaciones implícitas tienen una función pragmática (tener éxito y evitar los problemas) mientras que el conocimiento explícito tiene una función epistémica (dar significado al mundo y a nuestras acciones en él, para lo cual es necesario convertir el mundo en un problema, en una pregunta). Podríamos decir que nuestras representaciones implícitas nos proporcionan respuestas (acciones, predicciones, etc.) a preguntas que no nos hemos hecho y que con frecuencia tratamos de evitar. Están, por tanto, más cerca de la tecnología, mientras que el conocimiento explícito estaría más cerca de la ciencia (Claxton, 1984), ya que requiere hacerse preguntas que ponen en duda nuestras certezas más inmediatas, las creencias que, por su naturaleza implícita, damos por supuestas. Nuestras representaciones implícitas suelen funcionar bastante bien, aunque no sepamos cómo o por qué lo hacen. Las teorías científicas explican muy bien esos porqués, pero, como muchos profesores han podido comprobar personalmente, no siempre funcionan bien cuando uno intenta ponerlas en práctica o en acción. Esta diferente función cognitiva de unas y otras representaciones (Karmiloff-Smith, 1992; Pozo, 2001; Pozo y otros, 1992) tiene dos consecuencias importantes. En primer lugar, mientras la acción pragmática serviría para predecir o controlar lo que sucede en el mundo, y en esa medida estaría dirigida al objeto de la representación, la acción epistémica serviría para cambiar nuestra relación con el mundo a través del cambio de nuestras representaciones, y por tanto debería explicitar como mínimo nuestra actitud 93

representacional con respecto a ese objeto, por utilizar la terminología de Dienes y Perner (1999), mencionada ya en el capítulo 1. Sin duda se pueden encontrar viejos ecos en esta distinción, ya sea en términos de la diferencia funcional entre réussir (tener éxito) y comprendre (comprender) en el último Piaget (1974), o de la misma distinción entre herramientas y signos en la mediación instrumental de Vigotsky (1978). Mientras que la acción pragmática está centrada directa o inmediatamente en el mundo representado (el objeto), la acción epistémica tiene por función cambiar al propio agente a través de su relación con el objeto (actitud). Como veremos más adelante, esta distinción entre concebir el aprendizaje en términos de objetos (o contenidos) o en términos de actitudes (o procesos) es uno de los rasgos que diferencian a dos de las teorías implícitas sobre el aprendizaje más comunes, la teoría directa (centrada en los contenidos) y la teoría interpretativa (centrada en los procesos). Pero una segunda consecuencia, no menos relevante, de la naturaleza pragmática de nuestras representaciones implícitas es que lejos de constituir «concepciones erróneas», o misconceptions, tal como se han denominado frecuentemente las concepciones de los alumnos en diferentes dominios, son concepciones muy eficaces, útiles y verdaderas desde un punto de vista fenomenológico o personal, ya que permiten predecir con mucho acierto bastantes situaciones cotidianas. Aun cuando no tengan una teoría articulada de la inteligencia, no sepan decir lo que es, muchos profesores tienen una representación intuitiva que les permite predecir con bastante éxito el rendimiento de sus alumnos. Por tanto, el cambio de esas representaciones implícitas no puede estar basado, como suponían los modelos clásicos del cambio conceptual a partir de Posner y otros (1982), en destacar su carácter erróneo para sustituirlas por otras representaciones científicamente correctas. Los profesores no abandonarán sus creencias sobre la inteligencia de sus alumnos porque los datos de un test contradigan sus predicciones. Al igual que se ha mostrado en diferentes áreas del aprendizaje, donde el cambio conceptual ya no puede entenderse como la sustitución de unas ideas erróneas por otras científicamente correctas (por ejemplo, Pozo, 2002; Pozo y Gómez Crespo, 1998; Pozo y Rodrigo, 2001), tampoco la formación docente puede entenderse ya como la sustitución de unas ideas erróneas (las teorías implícitas y los modelos que de ellas se derivan) por otras científicamente aceptadas (el constructivismo). Como veremos al final de este capítulo, y especialmente en la última parte del libro, es necesario adoptar, en la teoría y en la práctica, modelos de cambio más complejos, basados en la redescripción representacional o integración jerárquica de unas representaciones más simples (las teorías implícitas) en otras estructuralmente más complejas (las teorías explícitas). Otro rasgo de las representaciones implícitas que ayuda a entender su éxito pragmático, a pesar de sus limitaciones epistémicas –de hecho funcionan, aunque muchas veces no sepamos cómo ni por qué– es su naturaleza situada o dependiente del contexto, frente al propósito universal o general de los saberes explícitos. Podemos montar una instalación eléctrica sin conocer las leyes físicas que la gobiernan, del mismo modo que podemos hacer una tortilla de patatas sin entender la química que subyace a la cocina. Igualmente, un profesor puede predecir la conducta de sus alumnos sin conocer 94

las leyes generales del aprendizaje o la motivación. Las representaciones implícitas funcionan aquí y ahora y en esos contextos locales suelen ser más eficaces que cualquier conocimiento explícito o científico. Un padre, o las más de las veces una madre, interpreta el llanto de su bebé con mucha mayor eficacia de lo que cualquier modelo psicológico podría lograr. Pero este carácter situado de las representaciones implícitas es al mismo tiempo una de sus mayores limitaciones: la dificultad de transferirlas o adaptarlas a nuevas situaciones. Sirven para contextos rutinarios, repetitivos, pero no para situaciones nuevas, para des-situaciones. La madre, o tal vez el padre, no podrían interpretar con el mismo éxito el llanto de otro niño. El profesor tal vez no pueda utilizar esa misma teoría implícita cuando sus alumnos cambien, ya sea porque él mismo se cambia de ciclo o de centro o, como está siendo el caso, porque la cultura del aprendizaje externa al aula cambie y sean sus alumnos los que cambien. Las representaciones implícitas resultan útiles cuando las condiciones de su aplicación se mantienen esencialmente constantes, pero son muy limitadas ante condiciones cambiantes, en situaciones o problemas nuevos. Y recordemos a Milles Monroy (Woody Allen): la cultura del aprendizaje está cambiando aceleradamente fuera de las aulas, con lo que muchas de las representaciones implícitas que los profesores tienen sobre sus alumnos, producto de esa herencia cultural, tal vez ya no sirvan y deban ser modificadas. Tal vez nuestras teorías implícitas sobre el aprendizaje y la enseñanza respondan más al allí y entonces que a ese aquí y ahora que suponíamos. Muchos profesores añoran un tipo de alumno –una forma de enseñar y aprender– que ya apenas existe y que en su imaginario o en su memoria reconstruida se corresponde con el alumno que ellos mismos fueron en un tiempo ya remoto. Vivimos tiempos, y espacios, de cambio educativo. Nos guste o no. Esta dificultad para des-situar o mover nuestras representaciones implícitas tiene que ver con otro de sus rasgos funcionales o cognitivos, ya apuntado, como es su naturaleza concreta y encarnada frente al carácter abstracto o racional de las representaciones explícitas. Nos cuesta trabajo ponernos en el lugar de nuestros alumnos, percibir que su perspectiva y experiencia es distinta de la nuestra, vivir su cultura del aprendizaje, porque para ponernos en su lugar debemos ponernos en su piel, lo cual es muy difícil porque las representaciones implícitas tienen su origen, como ya hemos visto, en nuestra experiencia personal. Son representaciones-ennosotros-mismos. Las concepciones implícitas son representaciones encarnadas en la medida en que todas nuestras representaciones del mundo físico y social, e incluso de nosotros mismos, están mediadas por la forma en que nuestro cuerpo se relaciona con el mundo (Pozo, 2001, 2003). Como hemos visto, muchas representaciones implícitas tienen un alto contenido emocional, son algo que sentimos y padecemos en nuestras propias carnes, más que algo que conocemos o sabemos. Como ha destacado con brillantez el neurofisiólogo Antonio Damasio (1994), en su intento de superar el viejo dualismo cartesiano que atraviesa en general nuestra cultura y con ella también las culturas del aprendizaje, nuestras representaciones primordiales están profundamente ancladas en la información que nuestro cuerpo nos proporciona sobre el mundo: 95

Si lo primero para lo que se desarrolló evolutivamente el cerebro es para asegurar la supervivencia del cuerpo propiamente dicho, entonces, cuando aparecieron cerebros capaces de pensar, empezaron pensando en el cuerpo. Y sugiero que para asegurar la supervivencia del cuerpo de la manera más efectiva posible, la naturaleza dio con una solución muy efectiva: representar el mundo externo en términos de las modificaciones que causa en el cuerpo propiamente dicho, es decir, representar el ambiente mediante las modificaciones de las representaciones primordiales del cuerpo propiamente dicho siempre que tiene lugar una interacción entre el organismo y el ambiente. (Damasio, 1994, p. 213 de la trad. cast., énfasis del propio autor) Este arraigo corporal, o encarnado, de las representaciones implícitas contrasta con la naturaleza abstracta, el desarraigo, del conocimiento formal o explícito usualmente asumido en nuestra cultura como el verdadero y único conocimiento, un efecto profundo del dualismo a partir del cual se ha construido nuestro saber académico (Claxton, 2000), y sobre el que habremos de volver en las próximas páginas. Y es que este carácter encarnado de nuestras representaciones implícitas, junto con otras muchas implicaciones de asumir que nuestro cuerpo restringe el funcionamiento de nuestra mente, que no podemos abordar aquí (véase, por ejemplo, Pozo, 2001, 2003), tiene un efecto directo sobre nuestras concepciones sobre el aprendizaje. Como veremos al analizar las diferentes teorías implícitas sobre el aprendizaje y la enseñanza, uno de los supuestos en que se apoyan las teorías implícitas más comunes, al menos en nuestra cultura, aunque cabe especular que suceda por igual en otras culturas aún no investigadas, es la asunción de un realismo ingenuo, producto de esa naturaleza encarnada de las representaciones implícitas. La psicología del aprendizaje y de la educación (por ejemplo, Claxton, 1984; Coll, Palacios y Marchesi, 2001; Pozo, 1996) e incluso la neuropsicología (Damasio, 1994) nos muestran que la realidad en que vivimos es una construcción mental, bastante alejada de los parámetros físicos u objetivos del mundo «real». Como mostrara tan lúcidamente Jorge Luis Borges en su alegoría del mapa y el territorio, nuestros mapas nunca podrán coincidir con exactitud con los territorios que representan, porque entonces serían por completo inútiles. O, como dice Rubia (2000) «el cerebro nos engaña», nos hace creer – mediante esas representaciones implícitas– que el mundo es tal como nuestro cuerpo nos dice que es, ya que ese cerebro, más que un traductor o un procesador de información como ha asumido la psicología cognitiva clásica, es un verdadero simulador de realidades o mundos construidos, que sin embargo damos por verdaderos, por reales. Como ya señalara Piaget (1926), al referirse en su caso al realismo infantil, tendemos a atribuir a los objetos las estructuras mentales que les imponemos como sujetos. Nuestras representaciones implícitas sobre el aprendizaje, por su naturaleza encarnada, tienden a asumir un realismo ingenuo que, volviendo a la metáfora de Borges, confunde el mapa con el territorio (Claxton, 1984). Este realismo implícito y encarnado hace que las concepciones constructivistas del aprendizaje y la enseñanza, que constituyen el núcleo 96

esencial de las teorías científicas vigentes en este ámbito, resulten profundamente contraituitivas y por tanto difíciles de asumir, de la misma forma que las vigentes teorías en el ámbito de la física o de la química son profundamente contraituitivas y por tanto muy difíciles de comprender o aceptar por los alumnos, en la medida en que se oponen en algunos de sus supuestos esenciales a nuestras representaciones implícitas y encarnadas en esos mismos dominios (Pozo, 2003; Pozo y Gómez Crespo, 1998, 2002). De esta forma, cambiar las representaciones implícitas sobre el aprendizaje y la enseñanza implicará un profundo cambio conceptual o representacional, ya que será preciso reconstruir o repensar algunos de los supuestos epistemológicos básicos desde los que nos representamos, de manera implícita y encarnada, el mundo, como por ejemplo que «el mundo es tal como lo vemos», lo que Chandler (1987) ha denominado irónicamente la «doctrina de la inmaculada percepción». Asumir el constructivismo supone aceptar una nueva epistemología, que podríamos llamar perspectivista, que ponga en duda nuestra experiencia personal y sensorial, lo que sin duda tiene implicaciones no sólo, como aquí veremos, para las concepciones del aprendizaje (Pérez Echeverría y otros, 2001), sino para la interacción social y la convivencia con la diversidad (¿por qué tolerar visiones del mundo que creemos falsas?) e incluso para las formas de institucionalización social del conocimiento (Burke, 2000). Pero esta pérdida de fe en la verdad, o en la realidad que tan creíblemente nuestro cuerpo nos proporciona, que define cada vez las formas de vivir y conocer en esta sociedad posmoderna que asiste a la muerte de casi todas las verdades (Fernández-Armesto, 1997), corre el riesgo de conducirnos, en el otro extremo, a un relativismo que acabaría por negar el propio sentido de la acumulación cultural de conocimientos y, muy especialmente, de su distribución a las nuevas generaciones a través de la enseñanza y el aprendizaje (véase al respecto el capítulo 10). Es necesario, por tanto, superar las restricciones que imponen nuestras representaciones implícitas, pero también evitar que su superación vacíe de contenido esos propios procesos de aprendizaje y enseñanza. Un último rasgo funcional de las concepciones implícitas, derivado de su carácter inconsciente y encarnado, que afecta a las dificultades para cambiar estas concepciones, es su naturaleza automática o no controlada frente al carácter deliberado de las representaciones explícitas. Nuestras creencias implícitas y las acciones que de ellas se derivan son algo que sucede o pasa en nosotros más que algo que nosotros hacemos o decidimos. O en palabras de Saramago (1998, p. 47): Si persistiéramos en afirmar que somos nosotros quienes tomamos las decisiones, tendríamos que comenzar discerniendo, distinguiendo, quién es, en nosotros, aquél que tomó la decisión y quién es el que después la cumplirá, operaciones imposibles donde las haya. En rigor, no tomamos decisiones, son las decisiones las que nos toman a nosotros. Aunque en la concepción dualista e idealista de la naturaleza humana que predomina en nuestra cultura (Pinker, 2002) resulte difícil aceptar lo que Bargh y Chartrand (1999) denominan la insoportable automaticidad del ser, la investigación viene mostrando que 97

buena parte de lo que somos y hacemos no podemos controlarlo, o como dice Saramago, en rigor no lo decidimos. Lo deciden por nosotros las representaciones implícitas arraigadas en nuestro cuerpo (¡si es que nosotros no somos nuestro cuerpo!). ¿Cuántas veces, como profesores o alumnos, como padres o madres, no nos hemos encontrado haciendo justamente lo contrario de lo que habíamos pensado y supuestamente deseado hacer? El conocimiento explícito, las teorías predicadas o expuestas por un profesor, puede ser muy distinto de su conocimiento-en-acción, o sus teorías implícitas, en la medida en que éstas resultan muy difíciles de controlar, ya que se activan de manera automática, lo cual tiene grandes ventajas cognitivas, al asegurar respuestas rápidas, estereotipadas y sin apenas consumo de recursos cognitivos, algo muy importante en un sistema cognitivo como el nuestro, con grandes limitaciones de recursos. Si, como un jugador de ajedrez, tuviéramos que calcular o decidir racionalmente cada una de nuestras jugadas o acciones en la vida, cómo reaccionar a cada respuesta de nuestros alumnos o ante cada escenario en el aula, nuestra capacidad de afrontar esas situaciones sería muy limitada. La intuición nos permite responder a numerosas situaciones sin apenas consumir recursos (que podemos dedicar a otras tareas más novedosas o inquietantes) con la seguridad añadida, aunque ilusoria, como consecuencia de nuestro realismo ingenuo, de que estamos dando la respuesta correcta. Pero no se trata de elegir entre intuición y razón, o entre representaciones implícitas y explícitas (Claxton, 2000; Hogarth, 2001). Se trata más bien de comprender su distinta funcionalidad y por tanto su complementariedad. Como hemos visto, las representaciones implícitas, por su carácter automático y estereotipado, son muy funcionales en situaciones rutinarias, sobreaprendidas, lo que podríamos llamar «ejercicios», pero son muy limitadas ante situaciones nuevas o verdaderos problemas (Pérez Echeverría y Pozo, 1994). Cuando las condiciones son muy cambiantes, como les sucede a los astronautas que flotan en ambientes de microgravedad, las representaciones implícitas (por ejemplo, sobre el movimiento de los objetos) habitualmente útiles, esas que nunca ponemos en duda, que ni siquiera conocemos o sabemos que las tenemos, dejan de ser suficientes y es necesario construir, de modo explícito o deliberado, una nueva representación para comprender y controlar ese nuevo ambiente. Algo así es lo que está sucediendo en nuestras aulas, donde los cambios en las culturas del aprendizaje, mencionados en el capítulo 1, están generando nuevos ambientes para los que no hemos sido preparados ni por nuestra herencia biológica (que, por ejemplo, nos hace asumir un realismo ingenuo, opuesto a la concepción constructivista predominante) ni por la herencia cultural (que, entre otros principios, asume una concepción transmisiva o directa del aprendizaje y la enseñanza, insuficiente para hacer que los alumnos sean capaces de gestionar por sí mismos el conocimiento, tal como ahora se demanda), por lo que necesitamos cambiar nuestras representaciones implícitas sobre el aprendizaje y la enseñanza. Pero teniendo en cuenta la naturaleza cognitiva de nuestras representaciones implícitas, tal como aquí se ha presentado, ese cambio no va a ser precisamente fácil.

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El cambio de las representaciones implícitas Según hemos visto, las representaciones implícitas son producto de la actividad de un sistema cognitivo implícito, un sistema primario no sólo filogenética y ontogéneticamente, sino también desde el punto de vista del funcionamiento cognitivo, que se dispara en gran medida automáticamente y no requiere de control consciente para su ejecución. El sistema cognitivo implícito, y con él los procesos de aprendizaje implícito, sería algo así como un sistema cognitivo de guardia que nos aseguraría representaciones eficaces en los escenarios cotidianos (Pozo, 2003), incluidas las situaciones de aprendizaje y enseñanza. Pero también hemos visto que ese sistema de aprendizaje implícito se apoya en procesos de naturaleza asociativa, cuya función es detectar covariaciones o contingencias entre sucesos y conductas, de forma que el ambiente, en este caso el ambiente de aprendizaje, resulte más predecible y controlable. La función del aprendizaje implícito es, por tanto, detectar regularidades en el ambiente, de tal modo que las representaciones implícitas tenderán a preservar estructuras regulares del ambiente, si bien, como toda representación, son verdaderas construcciones mentales (y por tanto mapas y no territorios). Dado su carácter implícito, estos mecanismos producen cambios lentos, acumulativos, mediante una exposición repetida a esas estructuras ambientales. Así pues, son mecanismos ineficaces para cambiar representaciones previamente adquiridas, y más aún cuando esas representaciones, como sucede en el caso del aprendizaje y la enseñanza, y en general en la mayor parte de las representaciones sociales, dan lugar a acciones que tienden a perpetuar esas mismas representaciones, actuando como auténticas profecías autocumplidas (el profesor que crea que las niñas son menos capaces en matemáticas, probablemente generará, aun de modo inconsciente, situaciones que tiendan a confirmar su representación; el alumno que se cree capaz de realizar una tarea tendrá más probabilidades de lograrlo). En suma, si las representaciones implícitas se adquieren por procesos de aprendizaje implícito, teniendo en cuenta la naturaleza asociativa de esos procesos y la naturaleza social de las representaciones sobre el aprendizaje, su cambio sólo puede producirse por procesos de aprendizaje explícito, que a diferencia del aprendizaje implícito puede apoyarse tanto en procesos acumulativos o asociativos (aprendizaje por repetición) como en procesos constructivos (aprendizaje por reestructuración [Pozo, 1989, 1996]). Como veremos en las próximas páginas, el progreso de una teoría implícita a otra más avanzada requiere reorganizar algunos de sus supuestos o principios básicos, de tal modo que puede entenderse como un proceso de cambio conceptual o representacional, que requiere una auténtica reestructuración de esos principios (Pozo, 2003). La paradoja es, pues, que la única forma de cambiar o reestructurar una representación implícita es mediante procesos explícitos. Esto es así no sólo en el ámbito que estamos analizando, sino en muchos otros dominios de la psicología, incluido por ejemplo el tratamiento clínico de conductas (podemos adquirir una fobia de forma implícita, sin ser conscientes de cómo la adquirimos y a veces ni siquiera de que la hemos adquirido, pero para superarla necesitamos un esfuerzo deliberado y en ocasiones incluso un apoyo profesional) o también la conducta social (también adquirimos 99

fácilmente estereotipos racistas, sexistas, etc., pero cambiarlos o superarlos requerirá también que nos hagamos conscientes de ellos para no perpetuarlos). Pero cambiar las representaciones implícitas de forma explícita no resulta fácil, como atestiguan las investigaciones sobre el cambio conceptual en diferentes dominios (por ejemplo, Limón y Mason, 2002; Schnotz, Vosniadou y Carretero, 1999) o los esfuerzos de cambio profesional en los docentes (Atkinson y Claxton, 2000a; Schön, 1987). La mayor parte de estos modelos –tanto de cambio conceptual como de formación docente o profesional– han asumido supuestos racionalistas en los que se hace que los alumnos o profesores reflexionen sobre sus propias creencias implícitas –sea sobre la propagación de la luz o sobre el aprendizaje– a la vez que se les hace acceder a nuevas teorías científicas –sobre la luz o sobre el aprendizaje– con el fin de que puedan compararlas con sus creencias y abandonar aquéllas. Pero hacer explícitas las representaciones implícitas no es suficiente para cambiarlas; ni siquiera conocer una representación explícita más eficaz para ese contexto asegura su uso práctico y la superación de las representaciones implícitas. De hecho, los resultados de esos intentos han sido más bien frustrantes, como muestra la afirmación de Duit (1999), referida en este caso a los estudios sobre cambio conceptual en el aprendizaje de la ciencia, pero posiblemente generalizable a los otros dominios que estamos considerando: No hay ni un solo estudio en la literatura de investigación sobre las concepciones de los estudiantes en la que una concepción concreta de las profundamente arraigadas en los alumnos haya sido totalmente extinguida y sustituida por una nueva idea. La mayoría de las investigaciones muestran que hay sólo un éxito limitado en relación con la aceptación de las ideas nuevas y que las viejas ideas siguen básicamente «vivas» en contextos particulares. (Duit, 1999, p. 270) Aunque hay diversas explicaciones de esas dificultades para lograr un verdadero cambio conceptual, en cuyo detalle no podemos entrar aquí (véase Pozo, 2002; Pozo y Gómez Crespo, 1998), una posible razón de la dificultad para lograr el abandono de las representaciones implícitas, sobre todo de esas «profundamente arraigadas» o encarnadas, tal vez sea que el cambio conceptual no requiere en absoluto abandonar esas representaciones implícitas en favor de un conocimiento más elaborado, sino, de acuerdo con el modelo de redescripción representacional, la integración jerárquica de unos sistemas de representación en otros (Pozo, 2002, 2003; Pozo y otros, 1999). Según esta idea, retomando la distinción de Dienes y Perner (1999), adquirir nuevos conocimientos explícitos no implica sustituir unas representaciones u objetos de conocimiento por otros, sino multiplicar las perspectivas o actitudes epistémicas con respecto a esos objetos, y finalmente integrarlas en una única teoría o agencia cognitiva que redescriba las relaciones entre esos componentes en un nuevo nivel. No basta ya con representar el mundo a través de las teorías, sino que hay que representar las propias teorías. Conocer implica de algún modo vernos reflejados en el objeto de nuestro conocimiento, identificarnos en nuestras teorías, que sólo así podremos modificar. Por tanto, cambiar las concepciones implícitas sobre el aprendizaje y la enseñanza 100

requiere no sólo explicitarlas, sino ser capaz de integrarlas jerárquicamente, o redescribirlas representacionalmente, en términos de Karmiloff-Smith (1992), en una nueva teoría o sistema de conocimiento que les proporcione un nuevo significado. Posiblemente nuestras teorías implícitas, en la medida en que constituyen representaciones encarnadas que nos proporciona nuestro equipamiento cognitivo de serie, no las abandonamos nunca. Todos somos intuitivamente realistas y lo seguimos siendo aunque sepamos que el conocimiento es una genuina construcción y que el mundo no es nunca como parece que es. Confundir el mapa con el territorio es un rasgo de identidad de nuestro sistema cognitivo básico. Es conveniente creer que el mundo es tal como lo vemos. El escepticismo sobre nuestras propias representaciones no forma parte de nuestro equipo cognitivo de serie, es un añadido cultural muy costoso y lujoso. Pero mediante la instrucción y el aprendizaje podemos llegar a explicitar nuestra creencia implícita y a controlarla en aquellas situaciones en las que pudiera impedirnos formas de conocimiento más complejas. El conocimiento científico, en nuestro caso las teorías psicológicas del aprendizaje y la enseñanza, no puede sustituir a otras formas de saber, pero sí puede integrar jerárquicamente a algunas de ellas, redescribiendo (es decir, explicando) sus predicciones, sus objetos. Seguramente no se trata de que los profesores abandonen sus intuiciones sobre la inteligencia o la motivación de sus alumnos, sino de que comprendan por qué a veces se cumplen y a veces no y que, en su caso, dispongan de otras representaciones más complejas y estructuradas que les permitan ir más allá de sus intuiciones primarias. Las teorías científicas –por ejemplo, la psicología cognitiva del aprendizaje o los modelos elaborados por la psicología de la educación– pueden redescribir nuestras experiencias encarnadas, sensibles, pero no al revés. Por tanto, frente a la idea de que el conocimiento explícito debe sustituir a las representaciones implícitas –que es la que ha predominado en los estudios sobre cambio conceptual y en buena medida sobre formación docente, justificando la anterior afirmación de Duit (1999)–, podemos asumir que para cambiar esas representaciones hay que promover una redescripción o explicación de esas representaciones intuitivas en términos de modelos científicos más complejos y potentes. Vimos que las representaciones implícitas tienen una función pragmática (predecir y controlar sucesos), mientras el conocimiento científico explícito tiene una función epistémica (entender por qué pasan las cosas), y ello debería ayudarnos a reestructurar las situaciones cuando las cosas, de hecho, no vayan bien (cuando la función pragmática de esas representaciones implícitas fracase, como sucede en la nueva cultura del aprendizaje). Como señalara Ortega y Gasset (1940), las ideas o conocimientos (explícitos, en los términos aquí empleados) surgen en los «huecos» que dejan las creencias (implícitas). Pero, como hemos visto, no se trata de separar ambas formas de saber, sino de construir y reconstruir unas a partir de otras, de construir conocimientos explícitos a partir de las restricciones que nos imponen nuestras creencias implícitas, y de reconstruir éstas de acuerdo con nuestros conocimientos explícitos. Aunque en nuestra presentación, por motivos expositivos, hayamos enfatizado las diferencias, o si se quiere, 101

los extremos de aquellos continuos que planteábamos en el cuadro 1 (p. 99) y que hemos venido explicando a lo largo de todas estas páginas, lo cierto es que, con frecuencia, más que contrastar representaciones implícitas y explícitas, deberíamos hablar de representaciones más o menos implícitas (o explícitas). De hecho, podríamos hablar de un proceso de explicitación progresiva de esas representaciones inicialmente implícitas a través de diferentes niveles de explicitación (Karmiloff-Smith, 1992; Pozo, 2001). Para entender mejor esta idea, debemos analizar los diversos niveles representacionales en los que pueden estudiarse las concepciones sobre el aprendizaje y la enseñanza, y las consecuencias de asumir que esas representaciones se organizan en forma de teorías implícitas, es decir, que constituyen representaciones restringidas o conformadas a partir de ciertos principios que les proporcionan una determinada organización y coherencia representacional. Eso es lo que intentaremos en el próximo apartado.

Las representaciones como teorías implícitas Si asumimos, como aquí hacemos, que nuestras representaciones intuitivas, en este caso sobre el aprendizaje y la enseñanza, constituyen verdaderas teorías implícitas, no sólo estamos sosteniendo que tienen una naturaleza implícita, es decir, que se acercan a los rasgos atribuidos al extremo más implícito en los continuos presentados en las páginas precedentes, sino también que tienen una naturaleza teórica, es decir, que son representaciones organizadas por ciertos principios que les dan cohesión y organización, y que por tanto su cambio implica cambiar esos principios o supuestos en los que se basan esas teorías implícitas. No todos los defensores de la naturaleza «tácita» o «implícita» de las representaciones cotidianas asumen este carácter teórico y sus implicaciones para el cambio representacional. Por ejemplo, desde la perspectiva del aprendizaje implícito, que antes hemos mencionado, tiende a asumirse que esas representaciones no son sino el resultado de la detección inconsciente de regularidades en el ambiente mediante reglas de asociación (Reber, 1993). Simplemente, tendemos a asumir, sin saberlo, que las cosas que tienden a ocurrir juntas volverán a ocurrir juntas, de tal modo que cuando dejen de ocurrir juntas, cambiaremos fácilmente nuestra expectativa o representación. El cambio de las representaciones se regiría por los mismos mecanismos de aprendizaje que su adquisición inicial, por tanto, no tendría sentido hablar de cambio conceptual (Pozo, 2003). Por el contrario, al suponer que esas representaciones implícitas se organizan en forma de teorías estamos asumiendo que ese aprendizaje implícito no se limita a detectar qué sucesos tienden a ocurrir juntos en el aula en un contexto de aprendizaje, sino que esa detección de regularidades está restringida por ciertos principios o supuestos, implícitos o no articulados, y son precisamente esos principios lo que hay que cambiar si queremos modificar en profundidad esas representaciones. Un ejemplo claro de esta interpretación de las representaciones en forma de teorías 102

basadas en ciertos principios lo proporcionan los estudios sobre teoría de la mente, que analizamos en el capítulo anterior. Como vimos, en ellos se supone que los niños, en torno a los tres o cuatro años, adquieren una teoría de la mente según la cual la conducta de las personas debe interpretarse en función de sus estados mentales (intenciones, deseos, creencias, etc.). Por supuesto, se trata de una teoría implícita, en el sentido de que los niños, y muchas veces tampoco los adultos que la seguimos usando, no pueden explicitarla (informar de ella), ya que ni siquiera son conscientes de que la están usando. Esa teoría de la mente aplicada al mundo de las personas se basa en ciertos principios (por ejemplo, la explicación intencional) que difieren de los principios subyacentes a las teorías que esos mismos niños tienen para interpretar los sucesos físicos (en términos de explicaciones causales o mecanicistas). Los niños, e incluso los bebés, no se limitan a detectar qué sucesos tienden a ocurrir con cuáles otros, sino que lo hacen asumiendo ciertas estructuras u organizaciones implícitas en esos sucesos, que restringen la interpretación que hacen de ellos (Leslie, 1994; Spelke, Phillips y Woodward, 1995). Así pues, atribuir un carácter teórico a las representaciones implícitas que tienen los profesores y los alumnos acerca del aprendizaje y la enseñanza implica atribuir el significado de esas representaciones a ciertos principios o supuestos implícitos desde los que se adquieren y construyen esas teorías, y que no podrían explicarse como un producto de ese aprendizaje asociativo (Pozo, 2003)3. Gopnik y Meltzoff (1997) consideran que para que una representación constituya en este sentido una teoría debe, de hecho, reunir cuatro rasgos: 1. Abstracción. Las teorías no son entidades observables, objetos del mundo real, sino leyes o principios de naturaleza abstracta. 2. Coherencia. Las representaciones surgidas de una teoría están «legalmente» relacionadas entre sí, de forma que no son unidades de información aisladas. 3. Causalidad. Los principios teóricos, y las representaciones que de ellos se derivan, sirven para explicar o dar cuenta de las regularidades del mundo. 4. Compromiso ontológico. Las teorías restringen las posibles representaciones, asumiendo la necesidad de un determinado orden ontológico, cuya violación exige una revisión de la teoría. Gopnik y Meltzoff (1997) ilustran claramente la naturaleza representacional de estas teorías específicas y sus consecuencias para el sistema cognitivo cuando comparan sus funciones con las de los esquemas. Así, nuestro esquema de «ir a un restaurante» o de «un examen tipo test» sirve, sin duda, para organizar, para reducir la incertidumbre en un escenario concreto, pero no asume ninguno de los supuestos anteriores, salvo la abstracción. No predice nuestra representación en otro escenario (coherencia), no explica lo que allí sucede (causalidad) y, sobre todo, no hay ningún compromiso ni necesidad ontológica en lo que sucede en un esquema (si vamos a un fast food, en contra de lo que predice el esquema, pagamos antes de comer, pero no por eso deja de ser un restaurante; en el examen tipo test, en lugar de marcar una respuesta correcta por pregunta pueden pedirnos marcar dos). En cambio, la representación que tenemos las personas sobre 103

cómo se mueven los objetos, sobre lo que es un «ser vivo», o sobre lo que es el conocimiento y cómo se adquiere estarían organizadas en forma de teorías (los seres vivos necesariamente se alimentan y necesariamente mueren: si algo no puede morir, es que no es un ser vivo). Según ha demostrado Keil (1989) en unos ingeniosos experimentos, los niños de tres y cuatro años comparten ya con todos nosotros la certeza representacional que, en un mundo tan incierto, proporcionan estos compromisos ontológicos, estas teorías. Otro tanto sucede con el aprendizaje. Para muchos profesores y alumnos tener un conocimiento, «saberse algo», es lograr recuperar ese conocimiento en ausencia de la fuente original de la que se extrajo. El conocimiento es individual y consiste en reproducir un saber previamente establecido. Estas ideas están basadas en supuestos o principios no articulados sobre la naturaleza del conocimiento y su adquisición que, como veremos, restringen o condicionan la forma de entender el aprendizaje, la enseñanza, la organización social del aula, la función social del profesor (y de los alumnos), la evaluación, etc. Cambiar las concepciones de profesores y alumnos requiere no tanto cambiar sus representaciones en cada uno de estos escenarios como modificar los principios o supuestos que subyacen a ellas. Así, diferentes teorías implícitas o explícitas sobre el aprendizaje se diferenciarían en los principios en que se basan y que dan significado a la forma en que se interpretan diferentes escenarios de enseñanza y aprendizaje. Como veremos en el próximo apartado, esas teorías difieren en sus principios epistemológicos (acerca de la naturaleza del conocimiento, de las relaciones entre el sujeto y el objeto de conocimiento), ontológicos (según el tipo de entidades desde las que interpretan el aprendizaje, en suma en qué consiste éste, si simplemente en adquirir resultados u objetos, o se trata más bien de cambiar algunos procesos implicados en ese aprendizaje o incluso el propio sistema de aprendizaje) y finalmente conceptuales (la estructura de relaciones conceptuales entre los componentes de la teoría, desde las simples estructuras asociativas, basadas en relaciones causales lineales, hasta las complejas estructuras sistémicas basadas en la interacción de sus componentes). Por tanto, las teorías implícitas sobre el aprendizaje y la enseñanza estarían regidas por ciertos principios –epistemológicos, ontológicos y conceptuales– que organizan o restringen la forma en que nos representamos ese tipo de situaciones. Esos principios, que tendrían una naturaleza esquemática o abstracta, proporcionarían una cierta consistencia o coherencia a nuestra representación de esos dominios, de forma que a partir de ellos construiríamos modelos mentales o situacionales para responder a las demandas concretas de cada escenario (Rodrigo, 1997; Rodrigo y Correa, 2001). Por tanto, al analizar la relación entre esos principios (el núcleo firme de nuestras teorías implícitas, por recurrir a la terminología de Lakatos, 1978) y las acciones de profesores y alumnos en escenarios educativos concretos (sus predicciones o acciones, en las que ese núcleo firme estaría, en términos lakatosianos, defendido por un cinturón protector) es conveniente diferenciar distintos niveles representacionales (Pozo y otros, 1999). Según vimos en el apartado anterior, nuestras representaciones implícitas tienen una fuerte dependencia del contexto, de forma que una misma persona podría elaborar o 104

construir diferentes representaciones en contextos o situaciones diferentes. A pesar de este carácter situado de las representaciones implícitas, de su activación o elaboración diferencial en respuesta a demandas específicas, las ideas, predicciones o acciones que las personas elaboran en esos diferentes contextos no constituirían unidades aisladas, que puedan analizarse de modo separado, sino que responderían a ciertas teorías de dominio, generalmente implícitas, que darían sentido a esas diferentes representaciones. Las relaciones entre el conjunto de representaciones activadas por un sujeto en diferentes contextos definirían su teoría de dominio. Aunque el concepto de dominio tiene una definición imprecisa, en función de que nos apoyemos en criterios epistemológicos, psicológicos o educativos para establecerlo4, podemos asumir aquí que un dominio es un conjunto de contextos que comparten ciertos rasgos estructurales, y que esos dominios son dinámicos, fluyen con la práctica de las personas y con la propia organización social de esa práctica. Por ejemplo, en términos educativos el «conocimiento del medio» es un dominio para los niños que al llegar a la secundaria se subdivide en otros varios dominios. Igualmente, en su práctica docente, para muchos profesores la selección de contenidos, la organización social del aula o la evaluación pueden ser dominios diferentes, es decir, un conjunto de situaciones que no necesariamente interpretan de acuerdo con los mismos principios o supuestos. Por tanto, las teorías de dominio vendrían a proporcionar, o a consistir en, los rasgos invariantes de los modelos mentales activados en diferentes contextos dentro de un mismo ámbito de conocimiento. ¿Pero de dónde provendría la regularidad de las teorías de dominio? Cabe pensar que esas teorías de dominio se organizarían o estructurarían a su vez a partir de una serie de supuestos o principios implícitos, que constituirían la teoría implícita subyacente. Las teorías implícitas tendrían un carácter más general que las propias teorías de dominio, ya que las representaciones activadas por los sujetos en diversos dominios podrían compartir las mismas restricciones de procesamiento, el mismo sistema operativo. Distintas teorías de dominio pueden sustentarse en los mismos supuestos implícitos. O dicho de forma, los mismos principios pueden dar lugar a teorías de dominio con contenidos representacionales distintos pero basadas en los mismos principios o supuestos estructurales. Al diferenciar estos diferentes niveles representacionales, o niveles de análisis de una representación, estamos estableciendo también un supuesto que no queremos dejar implícito: que el cambio de las teorías implícitas requiere una explicitación progresiva a través de esos niveles, de forma que los más cercanos a la acción, los más superficiales, son los más fáciles de explicitar, mientras que los más profundos, los principios que articulan las teorías implícitas, son los más difíciles de explicitar. Es relativamente fácil tomar conciencia o explicitar lo que hacemos (de hecho, ¡cuántas sorpresas nos llevamos cuando nos vemos en vídeo, cuántas cosas que no sabemos sobre nosotros mismos descubrimos! Y más aún, si nos vemos en un escenario de enseñanza, por ejemplo, dando clase). Pero mucho más difícil explicitar por qué hacemos lo que hacemos ¡y por qué no hacemos lo que pensamos (que deberíamos hacer)! Muchas veces, el conocimiento al que podemos acceder es sólo la punta del iceberg 105

bajo el que navegan buena parte de nuestros supuestos y creencias implícitas sobre el mundo. La explicitación de las representaciones implica también bucear de manera progresiva, cada vez más abajo, en muchas de las relaciones conceptuales que subyacen a nuestras teorías implícitas, lo cual conlleva no sólo explicitar, sacar a la luz, niveles o capas del iceberg cada vez más hundidos, más profundos, sino al tiempo, una reestructuración de esas teorías implícitas, que al convertirse en explícitas obtendrán nuevos significados de sus relaciones (Pozo, 2003). Explicitar nuestras representaciones, buceando en sus supuestos más profundos, es ya un primer paso para cambiarlas. Para cambiar nuestras teorías implícitas sobre el aprendizaje, debemos primero conocerlas, en el sentido de explicitarlas. Llegados a este punto, podemos por fin preguntarnos cuáles son las diferentes teorías sustentadas por los profesores sobre el aprendizaje y la enseñanza y cuáles son los supuestos implícitos subyacentes a esa punta del iceberg cognitivo que son nuestras acciones como profesores y alumnos.

Las teorías implícitas del aprendizaje En los últimos años hemos realizado varios estudios que nos permiten esbozar cuáles serían esas teorías implícitas que orientan no sólo las explicaciones, anticipaciones, valoraciones y juicios que las personas formulan en relación con situaciones de aprendizaje y de enseñanza, sino también sus propias prácticas de aprender y de enseñar contenidos específicos en contextos particulares. Para ello, nos resultó muy útil adoptar un enfoque evolutivo-educativo amplio, consistente en analizar, contrastar y articular resultados provenientes de estudios relativos a distintas etapas, contextos y contenidos de aprendizaje, tarea que este libro extiende y en la que profundiza. Para estudiar y formular estas teorías implícitas del aprendizaje nos basamos en el análisis del aprendizaje como un sistema que relaciona tres componentes principales (Pozo, 1996): las condiciones, los procesos del aprendiz y los resultados. Las condiciones incluyen aspectos que comprometen principalmente al propio aprendiz (su edad, estado de salud y estados mentales epistémicos: los clásicos «conocimientos previos», afectivos y motivacionales) o a su entorno (ámbitos socioculturales, materiales y artefactos). El componente de los procesos remite a las acciones manifiestas y mentales que el aprendiz lleva a cabo al aprender. Por último, el componente de los resultados, que refiere a lo que se aprende o se pretende aprender. ¿Cuáles serían entonces las principales teorías implícitas acerca del aprendizaje y en qué modos se relacionan unas con otras? A partir de esta revisión podemos encontrar básicamente tres teorías que organizan y median nuestra relación con el aprendizaje: la teoría directa, la teoría interpretativa y la teoría constructiva. Además de estas tres teorías, hemos diferenciado en algunos de nuestros trabajos una cuarta posición, a la que hemos denominado posmoderna. La reflexión sobre el conjunto de trabajos reunidos en este libro nos permitirá discutir si constituye o no una teoría independiente. Como 106

investigadores del aprendizaje, pensamos estas teorías como unos constructos organizadores que nos ayudan a visualizar los distintos modos en que se articulan las ideas que las personas ponen en juego al dar cuenta de las condiciones, procesos y resultados que intervienen en el aprendizaje.

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La teoría directa A partir de la revisión de las aportaciones de los estudios del desarrollo de la teoría de la mente y de las creencias epistemológicas (véase el capítulo 2; también Pérez Echeverría y otros, 2001) y de nuestros propios estudios de las concepciones de las personas acerca del aprendizaje en áreas específicas (Pozo y Scheuer, 1999; Pozo y otros, 1999; Scheuer y otros, 2001a), pensamos que la teoría implícita del aprendizaje más básica es una teoría directa. En su versión extrema, esta teoría se centra de modo excluyente en los resultados o productos del aprendizaje, sin situarlos en relación con un contexto de aprendizaje, ni visualizarlos como punto de llegada de unos procesos que comprometen la actividad del aprendiz. La teoría directa del aprendizaje está emparentada próximamente con la teoría directa de la mente (Wellman, 1990; Carpendale y Chandler, 1996), descrita en el capítulo 2, que a su vez se basa en una epistemología realista ingenua, de acuerdo con la cual la simple exposición al contenido u objeto del aprendizaje garantiza el resultado, concebido como una reproducción fiel de la información o modelo presentado. Nuestros trabajos anteriores indican que son los niños muy pequeños quienes manifiestan una versión pura o extrema de esta teoría ingenua (véanse Pozo y Scheuer, 1999; Scheuer y otros, 2001a). En tanto la versión extrema de la teoría directa representa un modo inocentemente optimista de concebir el aprendizaje, ya que no se preocupa siquiera de los contextos o procesos que lo posibilitan, el registro de fracasos al aprender posibilitaría el cambio y la evolución de esta teoría en la medida en que requeriría la integración de referencias a posibles fuentes de obstáculos. En efecto, una versión algo más sofisticada de la teoría directa vincula los resultados alcanzados (siempre concebidos de forma sumativa) a unas condiciones cuyo cumplimiento asegura el aprendizaje e, inversamente, cuyo incumplimiento lo obstaculiza. En los capítulos 4, 5 y 8, dedicados al análisis de las teorías de niños pequeños sobre el aprendizaje del dibujo, la escritura y la música, se pueden ver ejemplos de esta evolución y de las condiciones del aprendizaje que se vinculan a esta idea (véase también Pozo y Scheuer, 1999). A lo largo de este libro iremos viendo cómo esta versión algo más elaborada de la teoría directa, característica en principio de niños preescolares, es actualizada por aprendices que se encuentran en etapas más avanzadas del desarrollo o incluso por sus profesores. Para una primera aproximación, basta con evocar frases comunes en ámbitos educativos que expresan de diversos modos que el fracaso escolar de algunos alumnos es predecible a partir de las características de su entorno social, tales como «¿qué se puede esperar, con los padres que tiene?» (véase de la Cruz y otros, 2002) o la creencia de muchos profesores en que la fiel reproducción de los contenidos enseñados es la mejor prueba de aprendizaje por parte de los alumnos. Basta también con evocar la creencia de algunos alumnos en que los mejores apuntes o anotaciones de las explicaciones del profesor son los que mejor las reproducen (Monereo y otros, 1999; 2000). En las diversas versiones de la teoría directa, los resultados del aprendizaje se conciben como productos claramente identificables. Son logros de todo o nada, o piezas disjuntas que se acumulan sumativamente en el proceso de aprender, de modo tal que un 108

nuevo aprendizaje no afecta ni resignifica los anteriores. El aprendizaje, desde esta perspectiva, promueve un «saber más» en su sentido acumulativo extremo de saber hacer más cosas, conocer más palabras, tener información acerca de un mayor número de cuestiones. Es decir, el aprendizaje amplía o extiende el repertorio de conocimiento (principalmente procedimental o declarativo) del aprendiz. Como se propuso en el segundo apartado de este capítulo, tras las diversas teorías implícitas del aprendizaje subyacen unos supuestos o principios de carácter epistemológico, ontológico y conceptual. ¿Cuáles serían los principios sobre los que se basa la teoría directa del aprendizaje? En primer lugar, desde un punto de vista epistemológico, como apuntamos antes, la teoría directa se asienta en un realismo ingenuo, asumido a priori, según el cual el conocimiento se corresponde directa y unívocamente con la realidad. Los resultados del aprendizaje –se trate de conocimientos procedimentales o declarativos– son un retrato directo o una copia fiel de la realidad o del modelo percibido. En relación con la revisión de las creencias epistemológicas presentada en el capítulo 2, diríamos que este principio realista implica asumir una concepción dualista sobre el conocimiento (Perry, 1970), según la cual éste sólo puede ser verdadero (cuando refleja la estructura de la realidad) o falso (cuando se aleja de ella). Desde un punto de vista ontológico, diríamos que en las distintas versiones de la teoría directa que hemos señalado, el aprendizaje aparece como un estado o suceso aislado, no integrado en un marco temporal más amplio que lo precede y configura. En la versión más extrema de esta teoría no parecen intervenir supuestos conceptuales, ya que se contempla un único componente del aprendizaje (los resultados), que por lo tanto no puede siquiera ser puesto en relación con otros. La versión algo más elaborada de la teoría directa establece una relación automática entre unas condiciones y los resultados del aprendizaje. La teoría directa nos recuerda vagamente a las versiones más ingenuas de las teorías conductistas del aprendizaje. Dadas ciertas condiciones básicas del aprendiz, el aprendizaje tendrá irremediablemente lugar. Estas condiciones bastan, por tanto, para asegurar unos resultados del aprendizaje que serán siempre iguales, independientemente de quién aprenda y de cómo aprenda, y que reflejarán de modo claro, fehaciente y estable el objeto del aprendizaje.

La teoría interpretativa La evolución de la teoría directa, como discutiremos más adelante, daría origen a una teoría interpretativa. Desde nuestro punto de vista, no habría una ruptura radical entre ambas teorías en la medida en que comparten algunos de sus supuestos epistemológicos, aunque en otros aspectos se diferencian claramente. La teoría interpretativa conecta los resultados, los procesos y las condiciones del aprendizaje de modo relativamente lineal. Desde este marco, se concibe que las condiciones son necesarias para el aprendizaje, pero no bastan para explicarlo. La propia actividad del aprendiz es la clave fundamental para lograr un buen aprendizaje, cuyos resultados se conciben de la misma forma que en la teoría directa, es decir, como réplica de la realidad o de los modelos culturales. El 109

aprendiz se constituye en el eje del aprendizaje al poner en juego procesos que en muchos casos se caracterizan por introducir distorsiones indeseables (por ejemplo, «los alumnos no aprenden porque no prestan atención»), aunque según las distintas versiones de la teoría pueden ser de índole muy diversa. Para lograr un buen aprendizaje, es entonces necesario reducir al mínimo las distorsiones susceptibles de ser provocadas por esta actividad mediadora, interviniendo explícitamente sobre la misma para favorecer una apropiación lo más fiel y estable posible del objeto que hay que aprender. Si la teoría directa guarda una vaga similitud con el conductismo, la teoría interpretativa se halla más cercana a los modelos de procesamiento de información, en la medida en que asume la necesidad de procesos intermedios entre las representaciones internas y la entrada de información. Una versión embrionaria de la teoría interpretativa considera la actividad del aprendiz sólo en sus aspectos manifiestos: se aprende haciendo y practicando repetidamente una y otra vez aquello que se está aprendiendo. Esta versión, que es congruente con la concepción del aprendizaje como hacer, identificada por Pramling (1983, 1993), implícitamente conlleva la idea de que aprender no es algo fácil ni inmediato, sino que consume tiempo y demanda esfuerzo deliberado. En cambio, una auténtica teoría interpretativa requiere integrar en la explicación del aprendizaje la actividad del aprendiz en términos de procesos mentales. El núcleo explicativo reside en la intervención de procesos mentales que generan, conectan, amplían y corrigen representaciones internas (al «descubrir», recordar, relacionar, especificar, descartar), o que regulan las propias prácticas (al plantearse metas, evaluar los propios resultados y ajustar la ejecución). El componente de los resultados asume nuevos matices: en algunas ocasiones se describen los productos del aprendizaje como acumulación de conocimientos nuevos y disjuntos, pero se contempla también el aumento de la complejidad del conocimiento existente, así como la innovación y refinamiento en el uso de procesos mentales. Estas variantes comparten la noción de que el aprendizaje produce aproximaciones cada vez más fieles, completas o precisas de la realidad o del conocimiento que tiene que ser aprendido. Según nuestros estudios, aproximadamente a partir de los seis años los niños ponen en juego una versión de la teoría interpretativa para explicar el aprendizaje en áreas significativas, que llamamos teoría de la agencia interna (Scheuer y otros, 2001a; también Pozo y Scheuer, 1999; véanse los capítulos 4 y 5). Una vez que una teoría interpretativa comienza a operar, puede ir aumentando su complejidad mediante la consideración de más y diferentes procesos mentales. De acuerdo con los estudios de Schwanenflugel y otros (1996), comentados en el capítulo 2, el proceso de integración de esos nuevos procesos no es casual. Con el desarrollo (y nosotros agregaríamos, con el avance en los niveles educativos y también según la implicación en el aprendizaje) se integrarían procesos correspondientes no sólo a fases avanzadas en la elaboración del conocimiento, sino también a las fases iniciales. Es decir, incluso la adquisición de información se plantea como proceso cognitivamente mediado. Un ejemplo del grado de complejidad que puede asumir una teoría interpretativa es la sofisticada versión tecnológico-reproductiva que Strauss y Shilony (1994) atribuyen a los 110

profesores de secundaria que formaron parte de su estudio (véase el capítulo 2). El análisis de las diversas líneas de trabajo que aportan al análisis de las concepciones de aprendizaje y enseñanza (véase el capítulo 2), así como nuestras propias investigaciones desde el enfoque de las teorías implícitas, indican que la teoría interpretativa es la que predomina en los modos en que aprendices y profesores dan cuenta del aprendizaje –al menos en las sociedades occidentales contemporáneas en las que todos estos estudios se han llevado a cabo–. Como veremos más adelante, numerosos capítulos de este libro se orientan a precisar el contenido y los matices que esta formulación general de la teoría interpretativa asume en diferentes etapas evolutivoeducativas, en distintos contextos educativos y en relación con diversos contenidos de aprendizaje. ¿Cuáles son los principios ontológicos, conceptuales y epistemológicos en los que se sustenta la teoría interpretativa? Desde una perspectiva ontológica, el aprendizaje se presenta como un proceso, en su sentido más básico de entidad que ocurre a través del tiempo (véase Chi, Slotta y Leeuw, 1994). En cuanto a los principios conceptuales, la teoría interpretativa articula los tres componentes básicos del aprendizaje como eslabones de una cadena causal lineal y unidireccional. Es decir, las condiciones «actúan sobre» las acciones y procesos del aprendiz, los que a su vez «provocan» unos resultados del aprendizaje. Al mismo tiempo, este esquema puede articularse en forma de bucles, concibiendo que los resultados del aprendizaje producen nuevos estados de conocimiento y que éstos pasan a formar parte de las condiciones internas de partida para nuevos aprendizajes. Pese a que la teoría interpretativa implica una notable sofisticación de la teoría directa en lo referente a los supuestos ontológicos y conceptuales (al concebir como proceso lo que se concebía como estado o suceso aislado, y al establecer una relación entre tres componentes, en lugar de conectar sólo dos), le es muy próxima en sus supuestos epistemológicos. En efecto, la teoría interpretativa parte de un principio realista al asumir, en última instancia, que el «buen» conocimiento debe reflejar la realidad y, por tanto, que el aprendizaje tiene por meta captar esa realidad. Sin embargo, esta meta es muy difícil de alcanzar, si no imposible, ya que la producción cognitiva requiere inevitablemente de complejos procesos mentales mediadores, que a la vez que hacen posible asimilar el conocimiento, tienen por efecto distorsionar u obstaculizar el logro de copias completas y exactas.

La teoría constructiva De acuerdo con la teoría constructiva, el aprendizaje implica procesos mentales reconstructivos de las propias representaciones acerca del mundo físico, sociocultural e incluso mental, así como de autorregulación de la propia actividad de aprender. No se limita a suponer que esos procesos internos son esenciales para aprender, sino que además les atribuye un papel necesariamente transformador. En el marco de esta teoría, los resultados del aprendizaje implican inevitablemente una redescripción de los contenidos que trata e incluso de la propia persona que aprende. Por lo tanto, para 111

apreciar esos resultados es imprescindible considerar los cambios en los propios procesos representacionales del aprendiz, incluyendo tanto la manera de dar significado al objeto de aprendizaje como las metas de aprendizaje que se propone. Además, la conciencia por parte del propio aprendiz de las condiciones en las que ocurre el aprendizaje y de los resultados que va alcanzando funcionan como referentes clave que le permiten poner en marcha y ajustar procesos metacognitivos para regular su aprendizaje. No resulta fácil encontrar en investigaciones relativas a concepciones sobre la adquisición de conocimientos indicadores claros de una teoría propiamente constructiva del aprendizaje, ni de una teoría propiamente constructiva de la mente (entre las excepciones, véase Schwanenflugel y otros, 1996, comentado en el capítulo 2). Más bien, en algunos casos se infiere una teoría constructiva a partir de expresiones de los sujetos que, a nuestro criterio, sólo parecen tener en cuenta procesos internos mediacionales, más propios de una teoría interpretativa en el sentido que la hemos definido aquí, ya que no conducen a la construcción de representaciones cualitativamente diferentes o nuevas (por ejemplo, Triana y Rodrigo, 1985). Sería necesario analizar en cada caso en qué consiste la actividad o experiencia personales a los que se alude, qué función se atribuye a esa actividad o experiencia y, especialmente, cuáles son las relaciones que se establecen entre los resultados del aprendizaje y la realidad o modelo. Como es conocido, la mayor parte de las teorías científicas actuales sobre el aprendizaje asumen una posición constructivista. No obstante, desde nuestro punto de vista, pensar que los procesos o los conocimientos previos influyen en el aprendizaje no basta para considerar que una teoría es constructiva. Más bien, ésta se caracterizaría por asumir que esos procesos son también el fruto de una construcción (véase Pérez Echeverría y otros, 2001). Según nuestra hipótesis, la falta de diferenciación entre ambas teorías (interpretativa y constructiva) ayuda a explicar el éxito aparente (teórico) y el fracaso real (práctico) del constructivismo cuando se traslada al aula. Muchos profesores asimilarían el discurso constructivista a su propia teoría interpretativa, de forma que los conocimientos previos, la motivación, el desarrollo cognitivo explicarían por qué el alumno no aprende y serían requisitos para el propio aprendizaje. Sin actividad del alumno no hay aprendizaje, pero éste tiene un carácter reproductivo. Así, se cambiaría más fácilmente la forma de enseñar (hay que facilitar la actividad del alumno) que la de evaluar (¿hay otra forma de medir el aprendizaje que no sea comparar lo que el alumno sabe con «lo que tiene que saber»?). De hecho, en nuestra opinión, el paso de una epistemología realista (sea como supuesto de base de una teoría de la copia o de una teoría interpretativa) a una concepción constructivista implica un verdadero cambio conceptual o representacional, como se comentará en el siguiente apartado. No es extraño, por tanto, que los ejemplos de teorías implícitas indudablemente constructivas en la investigación sean relativamente escasos y provengan fundamentalmente de personas que, por su profesión o situación, parecen haber reflexionado de modo bastante sistemático sobre el aprendizaje. A diferencia de la teoría interpretativa, que se distingue de la teoría directa principalmente según los supuestos ontológicos en juego, pero asume similares supuestos 112

epistemológicos, el rasgo distintivo de la teoría constructiva es, precisamente, su base epistemológica. Es decir, se caracteriza por asumir que distintas personas pueden dar significado a una misma información de múltiples modos, que el conocimiento puede tener diferentes grados de incertidumbre, que su adquisición implica necesariamente una transformación del contenido que se aprende y también del propio aprendiz, y que esa transformación puede conducir incluso a una innovación del conocimiento cultural. Desde los puntos de vista ontológico y conceptual, la teoría constructiva se asienta sobre la noción del aprendizaje como sistema dinámico autorregulado que articula condiciones, procesos y resultados.

¿Una cuarta teoría? La visión posmoderna El último punto de vista del que vamos a hablar es el que hemos denominado posición posmoderna del aprendizaje. Aunque como señalamos antes, es dudoso que esta posición constituya una teoría de manera similar a las otras posiciones que hemos descrito, consideramos que merece la pena analizar sus características. Es más, distintos autores la entienden como una versión del constructivismo. Desde el punto de vista epistemológico, ambas compartirían la creencia de que el conocimiento no es un espejo de la realidad, sino una construcción. No obstante, mientras que la teoría constructiva partiría de que este conocimiento es el resultado de una serie de procesos de construcción y reconstrucción, así como que existen distintos grados de probabilidad en la adecuación del mismo, la posición posmoderna asumiría una postura relativista radical, según la cual no habría ninguna posibilidad de evaluar o jerarquizar las distintas representaciones del conocimiento. Todas ellas responderían a criterios situacionales. Por tanto, esta posición se diferenciaría claramente de la constructiva en este sentido, el conocimiento estaría siempre situado y sería esta situación el único criterio de construcción y validez del mismo. Otras versiones de esta teoría tendrían que ver más con posiciones subjetivistas emparentadas con el constructivismo radical e incluso con un relativismo extremo (véase al respecto el capítulo 10), que jerarquiza el mundo interno del aprendiz estableciendo, según una tradición cartesiana fuertemente arraigada en la cultura occidental moderna, una escisión con el mundo físico y cultural (Castorina y Baquero, 2005). Llevadas a su último extremo, estas posiciones, en la línea de las nuevas tendencias culturales y filosóficas, pondrían en duda muchas de las funciones tradicionales de la educación (como la transmisión de conocimientos, técnicas, valores, etc.) y con ellas muchas de las propias prácticas escolares. Aunque cabe pensar que una propuesta explícita de este tipo tendría poca credibilidad entre los enseñantes, se pueden encontrar ciertas versiones de esta teoría que asumen como objetivo fundamental del proceso enseñanza-aprendizaje el propio desarrollo de los procesos psicológicos, más que el cambio o el desarrollo conceptual. Así, desde este punto de vista, las actividades de enseñanza estarían configuradas más por el sujeto del aprendizaje y sus circunstancias que por el objeto del aprendizaje. Sería la otra cara de la moneda de la posición realista. 113

Mientras que en esta última posición el conocimiento está de forma casi exclusiva fuera del sujeto, en la posición posmoderna está exclusivamente dentro. No obstante, las decisiones tomadas desde ambas teorías en ámbitos docentes pueden en algunos casos llegar a ser similares. Por ejemplo, ni desde la teoría directa ni desde la teoría posmoderna se trabajarían diferentes procedimientos de adquisición de la información. Desde la teoría directa se darían por conocidos por haber sido expuestos, desde la teoría posmoderna se dejaría al alumno la libertad de construirlos por él mismo, sin imposiciones externas.

El cambio de las concepciones sobre el aprendizaje y la enseñanza Según hemos visto, existen diferentes formas de concebir el aprendizaje y la enseñanza, no sólo entre los estudios de la psicología educativa y la didáctica, sino, como hemos sugerido en el apartado anterior y analizaremos con bastante detalle a lo largo de las páginas de este libro, entre alumnos y profesores de muy diferentes niveles y culturas educativas. Pero antes de entrar a analizar esas diferentes concepciones como teorías implícitas, tal como hemos defendido en este capítulo, conviene detenernos aunque sea brevemente en esbozar unas ideas sobre los procesos mediante los que esas teorías cambian, ya que, finalmente, recordemos, nuestro objetivo (tal como se definió en el capítulo 1) es ayudar al cambio de esas concepciones con el fin de adecuarlas a los cambios que se están produciendo en las culturas educativas en esta mal llamada (ojalá lo fuera) sociedad del conocimiento. En este marco, entender las concepciones de los profesores y alumnos sobre cómo se aprende y se enseña como verdaderas teorías implícitas, fundadas en principios epistemológicos, ontológicos y conceptuales arraigados en una larga historia no sólo personal, sino también cultural e incluso filogenética, puede ayudarnos a entender por qué resultan tan difíciles de cambiar, tal como puede acreditar cualquiera que trabaje con esos alumnos –y más aún con esos profesores– intentando modificar sus formas de enseñar y aprender. Además de otras muchas dimensiones (cultural, institucional y en su caso profesional e incluso laboral), el cambio en las formas de enseñar y aprender implica, desde esta perspectiva, un auténtico cambio conceptual, o aún mejor un cambio representacional (Pozo, 1999; Pozo y Rodrigo, 2001), tal como ha sido estudiado en otros dominios más investigados, como es el aprendizaje de los alumnos en dominios de conocimiento específico, como las matemáticas, la ciencia o el conocimiento social, en los que adquirir los nuevos conocimientos académicos parece requerir de ellos no sólo acumular nuevos saberes, sino sobre todo cambiar profundamente los principios mediante los que interpretan esos saberes, es decir, promover un cambio conceptual a partir de sus teorías implícitas previas en ese dominio. Hay muchas formas diferentes de entender ese cambio conceptual. De hecho, se trata 114

de un tema muy controvertido en la investigación y la innovación educativa, por lo que no vamos a emprender aquí un análisis o una revisión cuidadosa de las diferentes posiciones al respecto (para ello pueden consultarse, por ejemplo, Limón y Mason, 2002; Pozo, 1994; Pozo y Gómez Crespo, 1998; Rodríguez Moneo, 1999; Schnotz, Vosniadou y Carretero, 1999), sino más bien justificar la posición que se va a adoptar en este libro con respecto a este cambio de concepciones y que responde a nuestra forma de entender las relaciones entre las representaciones implícitas y el conocimiento explícito (Pozo, 2003; Pozo y otros, 1999). Frente a los modelos de instrucción más tradicional, que asumen que la adquisición de nuevos conocimientos supone simplemente la acumulación de nuevos saberes (recordemos los perfiles docentes más tradicionales del cuadro 1 del capítulo 1, p. 51), los modelos de cambio conceptual, en cualquiera de sus versiones, asumen que ciertos aprendizajes (por ejemplo, en nuestro caso el paso de una teoría directa o interpretativa a una teoría constructiva) requieren cambiar en profundidad los supuestos o cimientos sobre los que se acumula todo ese conocimiento. Al igual que en la historia de la ciencia hay ocasionalmente, cada muchos siglos, cambios profundos, verdaderas revoluciones conceptuales que reestructuran en profundidad el conocimiento en ese dominio (Thagard, 1992), en el aprendizaje de esos mismos dominios puede ser necesaria también alguna de esas profundas reestructuraciones o revoluciones conceptuales, que cambien no sólo los conocimientos relevantes, sino los principios desde los que se organizan o estructuran esos conocimientos. Ése es nuestro caso. Tal como hemos intentado mostrar en el apartado anterior, para llegar desde las concepciones más primarias (basadas en los principios de una teoría directa del aprendizaje y la enseñanza) a las formas más complejas (que asumirían, según nuestro criterio, los principios de una teoría constructiva), hay que pasar por procesos de reestructuración y explicitación que nos remiten a ese mecanismo genérico de cambio conceptual y que, además, tal como hemos intentado mostrar (véase también el capítulo 2), guardan un cierto paralelismo con los propios cambios que se han producido en la psicología del aprendizaje como disciplina científica (Case, 1996; Olson y Bruner, 1996; Pozo, 1989). Ahora bien, ¿cómo podemos interpretar esos cambios que deberían producirse desde ese conductismo ingenuo que subyace a esas concepciones directas del aprendizaje hasta las formas más complejas del aprendizaje constructivo? Sin duda, las próximas páginas ayudarán al lector a tener una visión más compleja de esos cambios, que al final del libro intentaremos acercar al diseño de estrategias de intervención que favorezcan esos cambios tanto en los profesores (capítulo 19) como en los propios alumnos (capítulo 18). Pero en todo caso, tal como hemos argumentado anteriormente, creemos que esos cambios no deben entenderse como la sustitución de unas representaciones por otras, tal como fue sugerido por el modelo racionalista de Posner y otros (1982) que tanta influencia tuvo en los estudios sobre el cambio conceptual para el aprendizaje de la ciencia. Como recordábamos a través de la cita de Duit (1999), incluida unas páginas más atrás, esas concepciones –sea sobre la naturaleza de la materia, el movimiento de los 115

objetos o, en nuestro caso, la naturaleza del conocimiento y los procesos mediante los que se adquiere– están tan profundamente arraigadas en nuestra historia personal y cultural que pretender desarraigarlas, o abandonarlas, mediante una intervención instruccional específica resulta no sólo ingenuo, sino posiblemente contraproducente. Y, sin embargo, exactamente eso es lo que han intentado numerosas actividades y programas de formación permanente –a veces llamadas incluso de reciclaje– del profesorado, en las que se pretendía que, en unas cuantas horas, los profesores abandonaran su fe realista (o directa) y abrazaran para siempre la nueva verdad del constructivismo. O incluso, de forma más sofisticada, se ha intentado que a través de la reflexión sobre su acción los profesores lograran abandonar su intuición (o en nuestros términos, sus teorías implícitas) a favor de nuevas teorías docentes más elaboradas, con un éxito también escaso (por ejemplo, Aktinson y Claxton, 2000a). Muchos esfuerzos por cambiar las concepciones de los alumnos, y sobre todo de los profesores, pueden haber fracasado en parte por asumir un modelo de aprendizaje de esos alumnos, y sobre todo de esos profesores, que volvía a suponer una concepción directa del aprendizaje (la mera exposición a una teoría mejor debería hacer que se superara la anterior) o, en el mejor de los casos, modelos simplistas del cambio conceptual que, siguiendo a Posner y otros (1982), asumían que una reflexión sobre las propias concepciones, unida a una evidencia empírica de sus limitaciones y, en su caso, a la presentación de una teoría mejor (el llamado constructivismo educativo) conduciría necesariamente a un abandono de aquellas concepciones o teorías ingenuas (véanse los capítulos 18 y 19). Es lo que hemos llamado en algún momento la «búsqueda del constructivismo perdido» (Pérez Echeverría y otros, 2001), la dificultad de que los alumnos, y especialmente los profesores, asuman en su práctica diaria, en sus acciones, decisiones y predicciones en el aula, los principios en que se sustentan sus conocimientos explícitos, en lugar de seguir guiándose por los principios, en gran medida implícitos, que subyacen a esas teorías profundamente arraigadas. Desde nuestro punto de vista, para que ese cambio conceptual fuera más fructífero debería entenderse como un proceso de redescripción representacional, usando el término de Karmiloff-Smith (1992), por el que se trataría de que las nuevas formas de conocimiento explícito, más complejas, no intenten sustituir a esos hábitos profundamente arraigados, sino más bien redescribirlos, explicarlos (es decir, hacerlos explícitos en el marco de un nuevo sistema de conocimiento que les da un nuevo significado). Obviamente algunas prácticas docentes –y discentes– pueden ser erróneas e inadecuadas, pero no vamos a lograr superarlas pretendiendo cambiarlas directamente, sino más bien reconstruyéndolas, dándoles un nuevo significado en el marco de esa nueva teoría o estructura de conocimiento más compleja. No se trata, como con frecuencia se pretende, de que los alumnos cambien sus hábitos de estudio, sus formas de tomar apuntes o estudiar, por recibir un curso apresurado que condensa un buen número de nuevas técnicas avaladas por rigurosos estudios experimentales. Los alumnos deben repensar o redescribir sus formas de estudiar hasta asumir una nueva concepción 116

en la que aprender sea más importante que estudiar, en la que construir la propia mirada (teoría constructiva) sea más importante que reproducir la de otros (teoría directa), pero no les podemos pedir que abandonen sus hábitos de estudio, entre otras cosas, porque en muchos contextos (¡en los que sus profesores, de acuerdo con sus propias concepciones, les piden que estudien y no que aprendan!) esos hábitos siguen siendo muy útiles. Igualmente, no debemos esperar que los propios profesores cambien de modo inmediato sus formas de enseñar, abandonando sus rutinas que tanta seguridad les proporcionan, sino más bien que repiensen o redescriban esas formas de enseñar, intentando comprender cuándo y por qué funcionan (¿por qué en el grupo A la experiencia en el laboratorio ha funcionado bien y en el grupo B no? ¿Por qué unos grupos de alumnos cooperan y otros no? ¿Por qué esta forma de presentar el tema les ha interesado más que la que usamos el año anterior?). Pero para que ello sea así es necesario que la nueva teoría (en este caso la teoría constructiva) tenga mayor capacidad explicativa o mayor potencia representacional que la propia teoría implícita (que como veíamos, sirve más para predecir que para explicar). El cambio conceptual entendido como un cambio o una redescripción representacional requiere, por tanto, no sólo un proceso de explicitación y de reestructuración, sino también de integración jerárquica de unas representaciones o conocimientos más simples en otros más complejos. Así pues, acceder a las concepciones del aprendizaje más complejas implicará, como sucede en otros dominios (Pozo, 2003; Pozo y Gómez Crespo, 1998) un triple proceso de reconstrucción de las propias teorías implícitas: 1. Reestructuración teórica: las teorías implícitas se basan en modelos simplificadores: el aprendizaje como un producto directo de las condiciones o del ambiente, o como máximo la consecuencia de la aplicación lineal o mecánica de ciertos procesos (atención, motivación, repetición, etc.). Pasar de concebir el aprendizaje como un estado (teoría directa) a concebirlo como un proceso (teoría interpretativa) o como un sistema (teoría constructiva) requiere estructuras conceptuales más complejas, que reorganicen los niveles representacionales anteriores (Pozo y otros, 1999). Adquirir conocimientos más complejos requiere, por tanto, disponer de estructuras conceptuales más complejas en las que integrar las representaciones más primarias. 2. Explicitación progresiva de las representaciones implícitas así como de las estructuras subyacentes a ese iceberg de las teorías implícitas, diferenciándolos de las estructuras y modelos utilizados por las teorías científicas. Esas diferentes teorías requieren una explicitación cada vez más exhaustiva de los componentes representacionales, desde el objeto (teoría directa), a la actitud (teoría interpretativa) para alcanzar finalmente la explicitación plena de la agencia cognitiva (teoría constructiva). 3. Integración jerárquica de las diversas formas de conocimiento intuitivo y científico sobre el aprendizaje. Una vez más, no se trata de sustituir unas formas de aprender por otras, ya que posiblemente todas ellas son funcionales en diferentes contextos. De hecho, así sucede con las diferentes teorías científicas 117

sobre el aprendizaje, que lejos de ser incompatibles o excluyentes deben integrarse en un marco teórico común (Pozo, 1989, 1996). Como veremos en la parte final del libro, en la que retomaremos estos procesos de cambio representacional (véase el capítulo 17), fomentar el cambio de estas concepciones, tal como es nuestro propósito, requerirá diseñar espacios instruccionales o de formación que favorezcan estos procesos, tanto en el propio aprendizaje de los alumnos (capítulo 18) como en la formación permanente de los profesores (capítulo 19). Pero antes, en las tres partes que siguen encontraremos diferentes casos o estudios que nos ayuden a entender las concepciones de esos profesores y alumnos en la educación infantil y primaria (segunda parte del libro, capítulos 4 a 8), en la educación secundaria (tercera parte, capítulos 9 a 12) y en la educación universitaria (cuarta parte, capítulos 13 a 16), ya que sólo conociendo en detalle esas concepciones –y las teorías implícitas o explícitas en que se sustentan– podemos ayudar a cambiarlas o, si se prefiere, a redescribirlas representacionalmente.

1. Una justificación más amplia, en el marco de la psicología cognitiva, de las ideas que aquí defendemos puede encontrarse en Pozo (2001, 2003). 2. Para una exposición más sosegada y un análisis crítico del concepto de aprendizaje implícito, véanse por ejemplo, Dienes y Berry (1997), Froufe (1996), O’Brien-Malone y Maybery (1998) o Pozo (2003). 3. Por supuesto, no todos los autores están de acuerdo con este carácter teórico. Si el lector tiene interés, puede profundizar en los argumentos a favor (por ejemplo, Carey, 1985; Gopnik y Meltzoff, 1997; Karmiloff-Smith, 1992; Perner, 1991; Pozo y otros, 1992, 1999; Pozo y Rodrigo, 2001; Rodrigo, 1997; Rodrigo y Correa, 2001; Vosniadou, 1994, 2002) pero también en contra (DiSessa, 1993, 2002; Gellatly, 1997; Rivière, 2000) de la naturaleza teórica de esas representaciones implícitas o intuitivas. 4. Véase Pozo (2003, capítulo 6) para una contraposición de estos criterios, o también Hirschfeld y Gelman (1994), Sperber, Premack y Premack (1995) para una caracterización psicológica de los dominios, o Burke (2000) para un análisis histórico de la organización social del conocimiento.

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Segunda parte Las concepciones en educación infantil y primaria

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4 Las concepciones de los niños acerca del aprendizaje del dibujo como teorías implícitas1 Nora Scheuer, Juan Ignacio Pozo, Montserrat de la Cruz, Mónica Echenique En este capítulo presentamos un panorama de los estudios que hemos desarrollado en los últimos años acerca de cómo los niños conciben el aprendizaje en un área que les resulta familiar y significativa: el dibujo. Nuestro principal interés fue avanzar en la descripción del contenido y la naturaleza de los modos evolutivamente tempranos de pensar el aprendizaje y en la explicación del desarrollo de los mismos. Como se ha argumentado en el capítulo que abre este libro, «La nueva cultura del aprendizaje en la sociedad del conocimiento», el aprendizaje cultural, como proceso de adquisición de las formas de hacer y representar de otras personas, es un rasgo constitutivo de la especie humana, que compromete la capacidad –también específicamente humana– para representarse los estados y procesos mentales propios y de otros. Aunque esos procesos de aprendizaje cultural comienzan a operar desde el mismo nacimiento, la forma en que bebés y niños aprenden y participan de su ambiente varía con el desarrollo (Rogoff, 1990). De acuerdo con Tomasello, Kruger y Ratner (1993), ya a partir de los seis o siete años los niños ponen en juego diferentes formas de aprendizaje cultural. En diversos contextos y grados, aprenden imitando modos de hacer, apropiándose de conocimientos transmitidos en contextos instruccionales por personas más expertas e incluso colaborando con otros con quienes mantienen una relativa simetría epistémica. Ahora bien, ¿cuál es la perspectiva de los niños acerca de esos complejos procesos de aprendizaje que les posibilitan participar crecientemente en su cultura? Conocer esa perspectiva puede contribuir no sólo a que podamos sintonizar mejor con las expectativas y criterios de aprendizaje de los niños (de quienes podríamos decir que son aprendices a tiempo completo), sino quizá también a que podamos reconocer rastros de esa perspectiva casi inaugural en jóvenes y adultos que participan en situaciones de aprendizaje y de enseñanza. Ingrid Pramling, una de las investigadoras pioneras en este campo, ha expresado que en la medida en que el aprendizaje es «dependiente del contexto y del contenido», 120

también lo son las ideas acerca de ese proceso (Pramling, 1983, 1996). Por lo tanto, es necesario investigar el pensamiento acerca de aprendizajes que se configuran en contextos particulares en relación con unas metas, unas interacciones sociales, unos artefactos culturales y unas prácticas o áreas de conocimiento específicas. Desde un enfoque fenomenográfico (véase el capítulo 2), Pramling propuso a niños de tres a ocho años que pensaran sobre cómo han aprendido o están aprendiendo alguna habilidad o conocimiento específico, lo que le permitió identificar una progresión que va desde concebir el aprendizaje como hacer, a concebirlo como saber y, posteriormente, como comprender. Los niños pasarían de una concepción según la cual el aprendizaje surge espontáneamente, depende del crecimiento o es resultado de una influencia externa (como cuando alguien transmite conocimiento), a una concepción según la cual el propio aprendiz puede influir sobre su aprendizaje, inicialmente por medio de la experiencia personal y más adelante mediante la reflexión. Además, en sus estudios, Pramling encontró que la reflexión y expresión acerca del aprendizaje promovía el establecimiento de relaciones más complejas en los propios contenidos de aprendizaje. Tanto las investigaciones de Pramling como aquellas sobre teoría de la mente (véase el capítulo 2) y un estudio inicial que realizamos con niños de tres a nueve años (Pozo y Scheuer, 1999), indican que las concepciones o teorías iniciales suelen reducir el aprendizaje a componentes externos o manifiestos y que progresivamente lo van explicando en términos de procesos mentales internos. Por otro lado, esas teorías se van volviendo cada vez más complejas al integrar nuevos factores o variables en la representación del aprendizaje (condiciones de la tarea, del aprendiz, del enseñante, etc.). Sin embargo, a partir de estos estudios, dista de estar claro cómo se produce el tránsito desde una teoría inicial, muy próxima a la teoría directa de la mente descrita por Wellman (1990, véase el capítulo 2), hasta otra que integre los procesos mentales del aprendiz. Los estudios reunidos en este capítulo se orientan a caracterizar más precisamente la teoría directa en relación con el proceso específico de aprendizaje y a captar las transiciones hacia una teoría de carácter interpretativo. Elegimos el campo del dibujo figurativo porque su relevancia evolutiva, psicológica y social indica que se trata de un conocimiento con fuerte anclaje en la experiencia cotidiana de los niños (Bombi y Pinto, 1999; Vygotski, 1986). Hacia los cuatro o cinco años (edades de las que partimos en este estudio) los niños ya han transitado un largo camino como dibujantes. El foco inicial en la actividad motriz implicada y en el placer de constatar las marcas que ésta deja sobre las superficies al emplear instrumentos diversos se suele desplazar en este período hacia al interés por las formas particulares que pueden lograrse. En el curso de los años preescolares y de los comienzos de la escolaridad primaria, la producción gráfica suele dirigirse progresivamente al propósito de asegurar que los objetos y situaciones representados sean reconocibles para los demás. Para ello, los niños suelen integrar elementos-índices (como el moño en la cabeza de una niña, el asa lateral en una taza, o la chimenea en una casa) en dibujos canónicos para significar una clase de objetos más que un objeto particular y real (Martí, 2003). Al ser el dibujo una actividad de representación externalizada, que como tal deja unas 121

huellas «documentales» reencontrables y archivables (Martí y Pozo, 2000), facilita notablemente que los niños –incluso bastante pequeños– puedan reflexionar y hablar acerca del aprendizaje que ellos mismos u otros han transitado en esa área e incluso pensar en su proyección futura. Además, el que el dibujo comprometa una diversidad de aspectos (motrices, perceptivos, emocionales, cognitivos y metacognitivos) y no presente un patrón único de corrección parecen factores propicios para promover un compromiso reflexivo en torno a su aprendizaje.

Las teorías implícitas de los niños acerca del aprendizaje del dibujo Para estudiar las concepciones de los niños sobre el aprendizaje del dibujo según el enfoque de las teorías implícitas, empleamos como esquema organizador la formulación de Pozo (1996) del aprendizaje, como sistema de relaciones entre tres componentes básicos (véase también el capítulo 3): 1. Condiciones. 2. Acciones observables y procesos mentales del aprendiz. 3. Resultados, metas o contenidos del aprendizaje. Sobre la base de este esquema diseñamos un guión estructurado de entrevista individual. Tras unas tareas introductorias orientadas a favorecer el contacto con el niño o niña y a promover su focalización en la problemática del aprendizaje gráfico, se le proponen diversas tareas verbales y gráficas acerca de la intervención de los tres componentes en referencia al propio aprendizaje del dibujo y al de otros niños (véase el cuadro 1). Cuadro 1. Guión para la entrevista: principales tareas

Introducción 1. ¿Te gusta dibujar? ¿Te dan ganas de hacer un dibujo? Una vez que termina: ¿Me contás qué dibujaste? 2. ¿Me decías que te gusta dibujar? ¿Cuándo te dan ganas de dibujar? 3. ¿Dónde dibujás? Y cuando dibujás, ¿qué dibujás? 4. ¿Para qué dibujás? 5. ¿Qué hacés con tus dibujos? ¿Dónde están ahora algunos de tus dibujos? El aprendizaje del dibujo en sí mismo 6. ¿Cómo aprendiste a dibujar? ¿Cuándo? ¿Dónde? 7. ¿Alguien te ayudó a aprender? ¿Quién? 122

¿Cuando eras más chiquito, ya dibujabas? ¿Cómo? ¿Me mostrás cómo dibujabas 8. cuando tenías un año? (La edad inicial se corresponde con aquella referida por el niño como la de inicio de sus prácticas de dibujo.) ¿Y cómo sería cuando tenías dos, tres, cuatro… (Se da una hoja para cada edad solicitada.) ¿Y cómo dibujarás cuando tengas x años? (Se especifica una edad que supera en un año su edad actual.) 9. Entonces así dibujabas cuando tenías un año, así cuando tenías dos, así cuando tenías tres, etc. (Señalando dibujos correspondientes.)¿Y qué fue cambiando? 10. Entonces fuiste aprendiendo cada vez más y mejor. Pero, ¿cómo vas haciendo para dibujar cada vez mejor? ¿Vos hacés algo para aprender? ¿Qué? 11. ¿Creés que todavía podés seguir aprendiendo a dibujar? ¿Qué te gustaría seguir aprendiendo? 12. ¿Cómo podrías hacer para lograrlo? 13. Se presentan pares de tarjetas gráficas que ilustran diversas condiciones del aprendizaje. Se solicita al niño que elija la situación que considera más propicia para su propio aprendizaje y justifique su elección. Por ejemplo, ante una tarjeta que muestra un cuadro sencillo que representa un gato y otra que representa a una nena dibujando: ¿Qué te podría ayudar más para aprender a dibujar mejor: ver un dibujo ya listo o ver cómo lo va dibujando una nena? ¿Por qué? El aprendizaje del dibujo en otros 14. Conocí a un nene de tu misma edad, a quien le gustaría mucho dibujar tan lindo como vos, pero no sabe dibujar tan bien. ¿Por qué será que no aprendió tanto? 15. ¿Cómo le enseñarías a dibujar? 16. Se presentan tarjetas equivalentes a las de la tarea 13, en este caso con relación a otro niño. 17. Conocí a otro nene de tu edad que tampoco sabe dibujar tan lindo como vos. Pero a él no le dan ganas de dibujar. ¿Podrá aprender? ¿Por qué? ¿Cómo podrías hacer para que le den ganas, para que le guste dibujar? Cierre 18. ¿Te acordás que cuando empezamos a conversar habías hecho un dibujo? ¿Querés hacer otro dibujo ahora? Una vez que termina: ¿Me contás qué dibujaste? Al permitirnos registrar cómo los niños respondían a un conjunto de preguntas que suponen una relativa diversidad temática y de demandas en el área que nos ocupa, este instrumento nos posibilitó analizar las relaciones entre las ideas de los niños y así estudiar sus teorías implícitas. Entre los indicadores de esa cualidad teórica (véase el capítulo 3), consideramos el uso de una misma idea a través de tareas diferentes y la coherencia entre 123

las diversas ideas manifestadas. En un primer estudio entrevistamos 26 niños y niñas de cuatro, cinco y seis años de edad en Bariloche (Argentina). Estos niños y niñas integraban sectores socioculturales y económicos medios, vivían en ambientes urbanos o semiurbanos, asistían a escuelas públicas y no presentaban alteraciones declaradas del desarrollo. Los integrantes de los dos grupos menores cursaban educación infantil; los del grupo mayor cursaban primer grado del nivel primario. Tras obtener una impresión inicial de las aproximaciones de los niños a partir de la lectura de las transcripciones de las entrevistas, en una primera etapa de análisis clasificamos sus respuestas a cada una de las tareas en categorías de contenido de carácter descriptivo. Puesto que con relativa frecuencia los niños respondían a preguntas referidas a un componente del aprendizaje (por ejemplo, procesos: «¿Cómo aprendiste a dibujar?») centrándose en otro (por ejemplo, resultados: «Yo sé dibujar los soles»), empleamos un esquema de categorización común para todas las tareas. Los niños solían ofrecer para cada pregunta respuestas correspondientes a más de una categoría. En este caso se computaron todas las categorías de respuesta implicadas. Dos investigadores codificaron independientemente la totalidad de respuestas. El grado de acuerdo fue alto; en caso de no alcanzarse, se clasificaba la respuesta como «otra». En una segunda etapa aplicamos análisis factoriales de correspondencias, que posibilitan analizar la información proporcionada por diversas variables y visualizar relaciones entre ellas. En nuestro caso, las variables son: as categorías de respuesta. Las tareas propuestas. La variable evolutivo-educativa, fijada por el grado escolar. La aplicación de estos análisis nos posibilitó distinguir tres grupos de niños según sus formas de relacionar y jerarquizar ideas, que interpretamos en términos de unas teorías implícitas del aprendizaje del dibujo que progresan evolutivamente. Los dos primeros grupos expresan versiones de la teoría directa del aprendizaje expuesta en el capítulo 3; el tercero da cuenta de una versión de la teoría interpretativa. A continuación esbozamos cada una de estas versiones. Teoría directa focalizada en los resultados acumulativos del aprendizaje, expresada únicamente por algunos niños de cuatro años que se caracterizaron por apelar a una sola categoría: ampliación de resultados gráficos. Se trata de una versión muy simple de la teoría directa esbozada en el capítulo 3, ya que se centra en los productos del aprendizaje concebidos como logros inconexos y sumativos (saber más dibujos), para cuyo logro basta con actividades básicas y manifiestas del aprendiz (dibujar y copiar modelos). Esta concepción acumulativa y dicotómica de resultados que se dominan o se desconocen, sin integrar matices epistémicos, se expresa claramente mediante la forma en que estos niños ilustraron las variaciones en los productos gráficos que habrían 124

realizado a medida que avanzaron en este aprendizaje (tarea 8 de la entrevista; véase la figura 1). También las respuestas verbales de los niños de este grupo evidenciaron una focalización en los resultados como conquistas acumulativas, tal como se puede apreciar en algunos extractos de la entrevista a R. Figura 1. Ilustraciones realizadas por P. (de cinco años de edad) para la pregunta 8 (véase cuadro 1), referidas a su producción gráfica al año (que ella misma señaló con el número 1), a los dos (2), tres (3) y cuatro (4) años y a la anti-cipada para el año próximo (6). (Hemos yuxtapuesto en la misma figura ilustraciones realizadas en folios separados.)

ENTREVISTADORA (E.): ¿Cómo vas haciendo para dibujar cada vez mejor? ¿Cómo vas haciendo para aprender tanto? […] R.: Hago leñas, hago hago, hago nenes, hago fueguito, hago pelitos, hago dientitos. […] E.: Ah, bueno. Decime, vos que dibujás tan lindo, ¿creés que todavía podés seguir aprendiendo a dibujar? R.: (Asiente.) E.: ¿Y qué te gustaría seguir aprendiendo al dibujar? R.: Yo también sé hacer Drácula. Un vampiro. Y ésos los que vuelan así (gesticula). E.: Sí, ¿murciélagos? R.: Sí. También casa de va… de, de, de vampiros o de Drácula y también sé hacer pajaritos. […] E.: Me habías dicho que creías que todavía podías seguir aprendiendo a dibujar, ¿qué te gustaría seguir aprendiendo cuando dibujás? 125

R.: Nube, sol, también, también día de noche y también día de sol, también día de… del día (mira a su alrededor a medida que enumera más objetos, como si buscase ejemplares para ampliar su enumeración). También tacho (cesto) de basura y nada más. E.: Bueno, muchísimas cosas, y cómo podrías… R.: (Interrumpe a E., en su afán enumerativo.) Y soldaditos. […] E.: (Ante un par de tarjetas que presentan un cuadro sencillo que representa un gato y a una niña que está dibujando:) ¿Qué te podría ayudar más para aprender a dibujar mejor: ver un dibujo ya listo o ver cómo lo va dibujando una nena? R.: Gatitos sé hacer yo (alude al referente del cuadro). Teoría directa de la agencia del entorno, expresada por niños de los tres grupos de edad. Esta versión de la teoría directa articula condiciones y resultados del aprendizaje de acuerdo con una lógica lineal: si las condiciones se cumplen, el aprendizaje se producirá indefectiblemente; si se constata el aprendizaje, es porque las condiciones se habrán cumplido. Los factores que se destacan como condiciones son el crecimiento y la salud del aprendiz, su motivación para aprender y un entorno que ofrezca enseñanza y provea modelos de productos y procedimientos de dibujo. En síntesis, en conjunción con actividades básicas del aprendiz como dibujar y copiar, el cumplimiento de estas condiciones es suficiente para asegurar unos resultados que, como en la teoría anterior, son concebidos como acumulación sumativa de novedades. Esta versión de la teoría directa que enlaza linealmente condiciones y resultados da cuenta del aprendizaje en términos doblemente culturales, ya que a ese nivel corresponden tanto el objeto de aprendizaje, como la vía que asegura el aprendizaje. Aprender a dibujar aparece así como la adquisición de los modos en que realizan trazos figurativos sobre el papel otras personas más expertas, quienes estructuran una relación asimétrica de enseñanza y guían la actividad del aprendiz, quien parecería estar emergiendo, en un nivel postural y motriz, como sujeto del aprendizaje. Al implicar el reconocimiento de dos estados epistémicos polares (saber y no saber), adjudicando a quien sabe la función de transmisión unidireccional de conocimiento, esta teoría remite parcialmente al aprendizaje por instrucción (Tomasello, Kruger y Ratner, 1993). El aprendizaje aparece entonces como consecuencia de unos factores socioculturales (enseñanza deliberada y acceso a modelos) y biológicos (crecimiento y salud), cuyo control está a la vez más allá y más acá de la agencia del propio aprendiz. Los siguientes extractos de la entrevista a L. ilustran el énfasis que los niños de este grupo otorgaron a la agencia del entorno social en el aprendizaje. E.: Vos que dibujás tan lindo, ¿cómo aprendiste a dibujar? L.: Me enseñaron mi mamá, mi papá. […] E.: ¿Hacés algo para aprender para dibujar cada vez mejor? 126

L.: No, mi mamá y mi papá están haciendo. Me agarran la mano y el lápiz y empiezan a dibujar. E.: ¿Y vos entonces qué haces para aprender? L.: Yo agarro un lápiz y mi mamá, no, mirá mi papá me agarra el lápiz y mi mamá no me hace nada. Mi papá me agarra el lápiz y… E.: ¿Y vos? L.: Y yo… mirá mi papá me agarra el lápiz y yo eh y yo y él me muestra y me hace así, ¡tic! (gesto de dibujar una línea) y así. E.: ¿Te parece que todos los chicos hacen las mismas cosas para aprender a dibujar? Digamos, ¿que el papá les mueve el lápiz? L.: No, cuando son tan grandes no. Cuando son grandes, de la sala azul (cinco años), que está acá, son grandes los chicos, dibujan. E.: ¿Ahí ya no necesitan que alguien les enseñe? L.: Que el papá les enseñe no, ya son más grandes. […] E.: ¿Creés que todavía podés seguir aprendiendo a dibujar? L.: Creo que sí. E.: ¿Y cómo podrías hacer para aprender a dibujar todavía mejor? L.: Eh… y me tienen que enseñar, más, más, más. Teoría interpretativa de la agencia del aprendiz, expresada por niños de cinco y de seis años (los mayores de los entrevistados). Los niños de este grupo articularon los tres componentes del aprendizaje de acuerdo con un foco en las representaciones y procesos mentales del aprendiz. El aprendiz se constituye en el agente del proceso de aprender, no sólo a través del ejercicio de su actividad observable (dibujar, mirar modelos y copiarlos), sino fundamentalmente al generar y activar representaciones internas (registrar, recordar, anticipar, comprender) y ejercer autorregulaciones sobre las condiciones y curso de su acción (al plantearse metas y ajustar la ejecución a éstas, evaluar los propios resultados, emplear deliberadamente instrumentos de apoyo, como reglas o modelos). Al dar cuenta de los resultados, estos niños consideraron la complejización y los cambios cualitativos en productos gráficos ya conocidos, así como el pasaje de los trazos sin valor representacional al dibujo figurativo (véase la figura 2). Figura 2. Ilustraciones realizadas por M. (de seis años de edad) para la pregunta 8 (véase cuadro 1)

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Este modo de expresar los resultados es netamente procesual: no se trata de aprender a dibujar un objeto de una vez y para siempre, sino de enriquecer y refinar ese aprendizaje durante un período prolongado, lo que indica el reconocimiento de muchos grados y matices de saber. Además, en los resultados se incluyen factores que trascienden los productos gráficos, implicando acciones y procesos: el aprendizaje lleva a avanzar en el modo de dibujar, así como a generar nuevas representaciones mentales, como ilustra el extracto de la entrevista a L. E.: ¿Cómo aprendiste a dibujar? L.: Porque miraba cómo mi hermana dibujaba. […] E.: ¿Tu hermana te ayudó a aprender? L.: (Niega con la cabeza.) E.: ¿No te ayudó a aprender tu hermana? L.: No. E.: ¿No? Vos mirabas como ella dibujaba pero ¿hubo alguien que te ayudó a aprender a dibujar? L.: Sí. E.: ¿Quién? 128

L.: (Silencio, seguido por gesto de insight repentino.) ¡Mi hermana! Porque yo la miraba. E.: ¿Ella sabía que te ayudaba? L.: No. […] L.: (En referencia a los dibujos producidos para distintas edades.) ¿Qué es lo que fue cambiando? L.: Que me fue… que me fue… que fui aprendiendo. E.: ¿En qué se nota que fuiste aprendiendo? L.: (Observa los dibujos en actitud pensativa.) Que como mi hermana cada vez era más grande, yo me iba copiando todos los dibujos que hacía, porque yo no los hacía igual, los hacía distintos. E.: ¿Los hacías distintos? L.: Sí, entonces yo a medida que vaya creciendo me doy cuenta cómo tengo que dibujar y cómo no. E.: Pero, ¿cómo vas haciendo para dibujar cada vez mejor, vos qué vas haciendo? L.: Me imagino los dibujos. Sin embargo, consideramos que esta teoría de la agencia del aprendiz no implica una precoz versión de una teoría constructiva del aprendizaje, ya que la actividad mental del aprendiz referida por estos niños alcanza solamente la generación de representaciones mentales nuevas respecto de situaciones y objetos externos o como activación de representaciones existentes, sin aludir a la complejización o cambio de las mismas (como sí plantearon respecto de sus logros gráficos, véase la figura 2). Realizamos un segundo estudio con la intención de explorar si, y en su caso, cómo se integra la intervención de los estados y procesos mentales mediadores en la explicación del aprendizaje en un período caracterizado por una teoría de la mente más definidamente interpretativa (véase el capítulo 2). Entrevistamos en Neuquén (Argentina) 34 niños y niñas de seis y diez años que cursaban respectivamente primero y cuarto grado de nivel primario. El contexto sociocultural de los niños y la entrevista utilizada fueron básicamente equivalentes a los del estudio previo. En términos generales, los resultados corroboran, enriquecen y extienden aquellos anteriores. Por una parte, encontramos versiones relativamente elaboradas de la teoría directa en ambos grupos escolares –pero en ningún caso la versión más simple, focalizada en resultados acumulativos del aprendizaje, lo cual es congruente con el hecho de que en el estudio anterior haya sido manifestada únicamente por niños de cuatro años–. Las versiones de la teoría directa identificadas en niños de primero y cuarto grado enlazan condiciones y resultados con una incipiente consideración de los estados mentales epistémicos del aprendiz (además de aquellos afectivos como la motivación) o incluso de alguno de los dos extremos del flujo de actividad mental del aprendiz (Schwanenflugel, Fabricius y Noyes, 1996): la captura perceptiva de modelos externos, o bien la 129

constatación de los propios logros desde criterios fundamentalmente cuantitativos (tamaño, ampliación del repertorio gráfico). También la teoría directa de la agencia externa, manifestada por algunos de los niños mayores, integra referencias mentalistas (el enseñante tiene en cuenta en su accionar los estados mentales del aprendiz) así como matices en la apreciación de los resultados (referidos como complejizaciones reguladas desde acciones organizadas bajo la guía de otros). Por otra parte, algunos de los niños de diez años expresaron una versión más sofisticada de la teoría de la agencia del aprendiz que contempla la selección personal de modelos externos y la elaboración interna de los mismos («voy mirando qué detalles tiene, cómo es, de qué color es […]. Me fijo en las nubes, en el cielo si está nublado o si hay sol, en muchas cosas… Trato de acordarme y por ahí veo otro paisaje y los mezclo y pongo un paisaje hecho de dos […]. También le creo un personaje, me pongo a pensar y puedo poner un poquito de imaginación y le hago otra cosa, algo que la cambie»). Esta versión se caracteriza, además, por la alusión a cierta incertidumbre respecto del éxito en la consecución del aprendizaje, que recae sobre las posibilidades de los propios procesos mentales del aprendiz (lo difícil es «que no sé cómo imaginármelo para adelante»). Estos últimos rasgos podrían interpretarse como formas incipientes de cierto relativismo epistemológico (Hofer y Pintrich, 1997) o de cierta conciencia de la subjetividad constitutiva del conocimiento (Kuhn y Weinstock, 2002), que darían cuenta de una bisagra de cambio entre visiones dicotómicas del aprendizaje y del conocimiento, hacia visiones que valorizan la elaboración de significados mediante la suspensión y transformación de lo que las cosas son, para generar productos configurados por sentidos o modos de expresión personales.

Procesos y dimensiones de cambio representacional en el desarrollo de las teorías implícitas del aprendizaje En coincidencia con estudios sobre cómo los niños conciben la naturaleza y los orígenes del conocimiento (véase el capítulo 2), los resultados expuestos indican una línea evolutiva en la emergencia y cambio representacional de estas teorías. La teoría directa focalizada en los resultados acumulativos del aprendizaje se identificó exclusivamente en niños del grupo de menor edad (cuatro años), en tanto que ninguno de los niños menores expresó un patrón de respuestas correspondiente a la teoría interpretativa de la agencia del aprendiz. Además, la versión más sofisticada de esta teoría, que incluso comienza a poner en tela de juicio la misma posibilidad y valorización de un aprendizaje reproductivo, se manifestó exclusivamente en el grupo de niños mayores entrevistados (diez años). Parecería entonces que las teorías más mentalistas, con fuerte compromiso de agencialidad del aprendiz, emergen más tardíamente en el desarrollo, aun cuando 130

versiones de la teoría directa siguen siendo reconocibles en todos los grupos de edad. Esta tendencia indicaría que el desarrollo habilita el progreso hacia teorías más avanzadas, pero no lo asegura. Esta línea evolutiva puede comprenderse mejor en términos de procesos de explicitación progresiva que avanzan según dimensiones de creciente complejidad conceptual, interiorización de la agencia del aprendizaje y dinamización. La complejidad conceptual da cuenta de la diferenciación e integración de más y distintos: Componentes del aprendizaje. Factores en el interior de cada componente. Relaciones entre factores y componentes. Notemos que la emergencia de ideas nuevas y más complejas no conduce al abandono de las precedentes, sino que modifica el peso relativo de aquéllas y transforma la manera de concebirlas, por lo general aportando mayores niveles de precisión, generalización e interconexión de las ideas. Así, un niño que alude reiteradamente a los procesos mentales mediadores no deja de considerar a la salud como condición, pero la enfatiza menos (probablemente porque la concibe como obvia) y a su vez la vincula a otros procesos, resignificándola. Por ejemplo, A. explica la relevancia de un equipo de base saludable por las funciones de autorregulación que permite: no pueden aprender a dibujar las personas que están ciegas «porque no ven, entonces no saben lo que dibujan». La emergencia sucesiva de ideas nuevas y más complejas que implica el establecimiento de conexiones con ideas previas que se resignifican y reordenan sostiene la noción planteada al final del capítulo 3: que el cambio representacional de las teorías implícitas sobre el aprendizaje procedería según una integración jerárquica (véanse también Pozo y Gómez Crespo, 1998; Werner y Kaplan, 1963). La interiorización creciente de la agencia al aprender se manifiesta en que, en términos generales, parecería que los niños pasan de concebir que el aprendizaje se encuentra orientado desde el ambiente exterior (mediante el contacto con personas o con artefactos culturales, como son los materiales, instrumentos y modelos) o compromete aspectos objetivamente constatables relativos al propio aprendiz, como son su edad o sus acciones perceptivas y motrices manifiestas, a pensar que el aprendizaje tiene su sede en un aprendiz agente, quien al aprender pone en juego estados y procesos mentales. Por su parte, el cambio en la dimensión de dinamización se manifiesta en que los niños parecen pasar de pensar el aprendizaje en términos de factores estáticos escasamente relacionados unos con otros, a concebirlo como proceso dinámico en el cual se interrelacionan diversos componentes y factores.

La reflexión sobre el aprendizaje como zona de desarrollo próximo 131

Como hemos mencionado al inicio de este capítulo, hace ya más de dos décadas Pramling (1983) mostró que la inclusión en las prácticas educativas tempranas de intervenciones deliberadamente diseñadas para que los niños reflexionen sobre el aprendizaje de contenidos específicos puede promover la comprensión de esos contenidos. Desde nuestra perspectiva, esos resultados indican que la reflexión y expresión acerca del aprendizaje ofrecerían un espacio de avance cognitivo asimilable a la conocida noción vygotskiana de zona de desarrollo próximo (Vygotski, 1931), en el sentido de potenciar la explicitación por parte del aprendiz de los procesos involucrados en el aprender, así como de los contenidos del dominio implicado. No pensamos tanto en la acepción clásica de este concepto –como diferencia entre aquellas tareas que un aprendiz puede resolver por su cuenta y las que logra resolver con ayuda externa–, sino en la idea que favorecer en el aprendiz la recuperación, reconstrucción y tematización de experiencias, situaciones y productos de aprendizaje, puede potenciar su comprensión de las condiciones, procesos y resultados implicados en este proceso, de sí mismo como aprendiz e incluso del objeto del aprendizaje en cuestión. Es decir, ciertas actividades sociales, como en este caso una entrevista en profundidad, pueden extender la zona de desarrollo próximo del niño entrevistado, al provocar procesos de redescripción representacional (Karmiloff-Smith, 1992; véase también el capítulo 3). En nuestros estudios, hemos notado que el método usado para explorar el pensamiento de los niños acerca del aprendizaje les ofreció una instancia de aprendizaje, en el sentido de ampliar la zona de desarrollo próximo. En primer lugar, la entrevista pareció favorecer el avance en la representación de los niños acerca del dominio notacional del dibujo, especialmente a partir de la propuesta paradójica de dibujar como el año que viene (véase en el cuadro 1, la tarea 8). De todas las tareas propuestas, ésta es la que propicia más definidamente la extensión del desarrollo, ya que invita a anticipar expectativas de logros futuros en la ejecución actual o, en otras palabras, a actualizar el futuro. Los niños prefiguraron esos avances sobre el papel de acuerdo con diversos criterios: ampliación del repertorio de dibujos figurativos (por ejemplo, tras expresar reiteradamente que «dibujar a los papás es muy difícil porque tienen pantalones», L. ilustró cómo dibujará el año próximo produciendo efectivamente un papá ¡con pantalones!) y de géneros gráficos (por ejemplo, la incursión en el cómic); complejización de las partes y detalles incluidas o integradas en las figuras; o incluso avances en aspectos netamente procedimentales (como el control del trazo) o en las formas de representación gráfica (como la incorporación de la representación bidimensional; véase la figura 2). Las elaboraciones de los niños participantes ante las tareas de ponderación de escenarios (tareas 13 y 16) y las argumentaciones sobre posibles dificultades en el aprendizaje de otros niños (tareas 14 y 17) pueden interpretarse de modo semejante, insistiendo en la idea de que un aprendiz que ensaya comportamientos o situaciones según componentes mentales, estaría operando en una zona de desarrollo próximo. Una segunda vertiente que fundamenta la idea de que la entrevista funcionó como extensión de la zona de desarrollo próximo proviene de las notables diferencias 132

registradas en el primer estudio entre el dibujo libre inicial y final (véanse las tareas 1 y 18 en el cuadro 1; dado que el segundo estudio incluyó unas tareas suplementarias, se suprimió la solicitud de un dibujo libre final que hubiese supuesto una prolongación excesiva de la entrevista). Todos los niños de cuatro, cinco y seis años que produjeron dibujos comparables en ambos momentos mostraron alguna clase de progreso en la segunda instancia respecto de la primera (de los 26 niños entrevistados, tres no se mostraron interesados en realizar un dibujo final y otros cuatro realizaron dibujos difícilmente comparables, debido a que no estaban relacionados temáticamente). Este progreso, que revelaría el efecto de los procesos de explicitación representacional (Karmiloff-Smith, 1992; véase el capítulo 3) promovidos en nuestro caso por la entrevista, se manifestó principalmente a través de una o varias de las siguientes modalidades: Incremento en la variedad de dibujos figurativos incluidos, en algunos casos con la incorporación de figuras referidas explícitamente en las tareas de la entrevista (siete niños). G. ilustra claramente esta modalidad. G.: Quiero dibujar el gatito, eh, ese que ella está copiándolo de acá (en alusión a la tarjeta que presenta a una nena que mira un cuadro que representa un gato [tarea 13 en el cuadro 1], señalando la pila de tarjetas cara abajo). El gatito éste es muy difícil. (Lo dibuja y, al finalizar, señala las restantes tarjetas.) ¿Me podés mostrar estas cosas, que quiero ver? E.: ¿Qué querés copiar de acá? G.: La gallina. (Comienza a dibujar, interrumpe:) ¿Cómo es el pico? (tras completar su dibujo, chequea con el modelo:) La hice lo mismo pero más gordo. ¡Uy, me falta la… ah, la boca es el pico! (Este tipo de peticiones y usos de modelos específicos se prolonga varios minutos.) Pasaje a otro tipo de genero gráfico (caricatura) o sistema notacional (escritura), apreciados como más difíciles o avanzados (dos niños). Pasaje del dibujo de una figura única al dibujo reiterado de la misma figura o a su integración en una escena (cinco niños, véase la figura 3 en la página siguiente). Complejización intrafigural, generalmente acompañada del aumento de tamaño de la figura en cuestión y en ocasiones de la omisión de otras figuras que aparecían en el dibujo inicial, dando una impresión de zoom (nueve niños). Pasaje de la representación de figuras o escenas estáticas a la de aspectos funcionales y dinámicos; o de la representación del exterior de un objeto a la de su interior (tres niños, véase la figura 3). Las diferencias observadas sugieren que la actividad reflexiva sobre el aprendizaje del dibujo promovió que los niños emprendiesen la segunda instancia de producción gráfica 133

con mayor compromiso que la primera, al plantearse nuevos desafíos o incluso considerarse más capaces. Por ejemplo A., quien en ambas ocasiones dibujó una escena en la que aparecía el Pato Donald, al emprender el dibujo final anunció: «ahora me sale mejor el Pato Donald» (es de destacar que en el curso de la entrevista habló mucho de las dificultades que le suponía dibujar ese personaje). Figura 3. Dibujos libres realizados al inicio (A) y cierre (B) de la entrevista

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En suma, daría la impresión de que la participación en una interacción prolongada (dos encuentros cara a cara de 30 minutos en el curso de una semana) en la que se propone recuperar memorias relativas al propio aprendizaje del dibujo, reconstruir la 135

sucesión de resultados alcanzados previamente, proyectarse hacia el futuro mediante la identificación de metas, visualizar distintas condiciones de aprendizaje para seleccionar las más propicias, reflexionar acerca del aprendizaje y sus posibles obstáculos en otras personas, situarse mentalmente en la posición de enseñante e imaginar cómo se enseñaría a dibujar a otro niño que se encuentra en cierta desventaja, configura en sí misma una situación de aprendizaje. Por último, en el curso de la entrevista encontramos múltiples indicadores de que el modo de indagación empleado no sólo favoreció en los niños la explicitación de sus concepciones sobre este aprendizaje, sino que además promovió que éstas se tornasen más complejas o elaboradas. Los niños frecuentemente aludieron a experiencias ya vividas, refirieron explícitamente que recuperaban conocimientos («¡mirá! ahora me acordé de cómo se hacían los conejitos porque antes no los hacía como ahora, me acordé, antes los hacía sin bigotes, ahora me acordé, ahora, ahora recién, recién») e incluso expresaron que accedían a nuevas comprensiones. Se infiere así una forma de «conciencia extendida» que, en palabras de Damasio, sitúa a la persona «en un punto en el tiempo histórico individual, ricamente consciente del pasado vivido y del futuro anticipado» (de nuestra traducción, 1999, p. 16). Esperamos que el conjunto de resultados reseñados en este capítulo fomenten el interés de los docentes por integrar en las prácticas educativas escolares el diálogo, la reflexión y la formulación verbal y gráfica acerca de diversos aprendizajes –incluso desde el nivel educativo inicial o infantil–. De esta forma, la propia escuela ofrecería espacios para que los niños asuman perspectivas que potencien su resignificación como aprendices en diversos contextos y de diversos contenidos, y así desarrollen y profundicen una agencia personal en el aprendizaje.

1. Agradecemos a Silvina Neira y a Martina Sayago su colaboración en la transcripción de entrevistas y el análisis de algunas tareas. Durante la preparación de este capítulo contamos con el apoyo de la Universidad Nacional del Comahue (Proyecto B-117), el CONICET (PEI 6134) y la Agencia Nacional de Promoción Científica y Tecnológica (04-10700) de Argentina y de la DGICYT (BSO2002-01557) de España.

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5 Las teorías implícitas de los niños acerca del aprendizaje de la escritura1 Nora Scheuer, Montserrat de la Cruz, Juan Ignacio Pozo, María Faustina Huarte, María Belén Bosch, Alejandra Bello, Nora Baccalá A partir de nuestros estudios de las teorías implícitas de los niños acerca del aprendizaje del dibujo, presentados en el capítulo 4, nos interesamos por investigar su pensamiento en otra área notacional especialmente relevante para su desarrollo cognitivo, aprendizaje escolar y participación cultural: la escritura. Aunque, indudablemente, la alfabetización ha recibido mucha atención por parte de la investigación en psicología evolutiva y educacional, poco se conoce acerca de cómo los niños que están aprendiendo a escribir conciben su aprendizaje. Conocer esas concepciones es sumamente importante para la investigación, planificación y práctica educativas ya que, como se ha argumentado en los capítulos introductorios de este libro, las mismas operan implícitamente sobre el aprendizaje en calidad de mediadoras de los procesos que los aprendices ponen en juego al aprender, así como de los parámetros que orientan sus esfuerzos, metas e, incluso, la recurrente y en cierta medida tácita autoevaluación de los propios logros y capacidades. Podríamos decir que las ideas de los niños acerca de cómo aprenden a escribir y de qué cambia en ese proceso configuran un currículo implícito para la adquisición de la lengua escrita: no aquél oficial, formulado explícitamente por especialistas, sino uno más difuso, esbozado a partir de la representación de las propias experiencias de escritura.

El aprendizaje de la escritura: desde la perspectiva de los especialistas a la de los aprendices Pese a que el aprendizaje de la escritura por parte de los niños continúa suscitando debates en el terreno teórico y aplicado, es posible esbozar un panorama relativamente 137

consensuado de este proceso a partir del análisis de numerosas investigaciones, realizadas en su mayoría desde los años setenta (sugerimos al lector interesado consultar, entre otros: Baghban, 1990; Bereiter y Scardamalia, 1987; Ferreiro y Teberosky, 1979; Sulzby, 1996; Teberosky y Tolchinsky, 1995; Vygotski, 1931). Estos estudios muestran de muchas maneras que en una cultura letrada (Olson, 1994) los niños se aproximan muy tempranamente a diversas prácticas y productos notacionales. Hacia los dos o tres años de edad suelen comenzar a producir deliberadamente trazos sobre las diferentes superficies que tienen a mano y, en contextos informatizados, a apretar teclas para producir y combinar formas precocinadas sobre las pantallas de las computadoras. Cuando los trazos realizados con la propia mano comienzan a dar lugar a dibujos figurativos reconocibles para las personas próximas, suelen distinguirse a su vez los intentos de escribir, dedicados principalmente a representar los nombres de personas y objetos. Hacia los cuatro o cinco años, los niños suelen emplear la escritura con variados propósitos, aunque sus producciones aún disten de ser convencionales. «Escriben» para identificar sus dibujos, comunicarse con otros e influir sobre su comportamiento, representar situaciones y, también, para apropiarse de este lenguaje de tanta relevancia cultural y así incrementar su participación social. Eso es precisamente lo que expresa una niña de doce años cuando evoca cómo empezó a escribir: ¿Cómo empecé?… me acuerdo que estaba en un día de lluvia, me acuerdo que era un día de lluvia y yo estaba en la mesa, estaban mis hermanas, estaban jugando al tutti frutti o algo así y yo dije «yo quiero jugar, yo quiero jugar» y me dicen «pero si vos no sabés escribir». Yo tenía cuatro años y me digo, yo le digo «pero bueno, igual, igual, ¿y cómo?» y me dicen «tenés, acá tenés que poner nombres», qué se yo. Y yo sabía escribir Elizabeth, nada más y empecé a escribir Elizabeth y Elizabeth escribí. (Extracto de una entrevista realizada en el Proyecto B-117 de la Universidad Nacional del Comahue) Durante los primeros años de la educación primaria, a medida que los niños avanzan en la adquisición del código alfabético según principios convencionales de correspondencia grafofónica, la escritura comienza a adquirir una cierta hegemonía en la producción notacional, llevando por lo general a cierto abandono del dibujo. De acuerdo con Fitzgerald y Shanahan (2000), la superación de las dificultades que supone la interiorización del código alfabético posibilitaría el desplazamiento hacia nuevos focos de aprendizaje, evidenciándose una creciente preocupación por el conocimiento y utilización de las reglas ortográficas, de distintos formatos y géneros textuales, e incluso de las 138

relaciones intratextuales de coherencia y cohesión (véase también Scheuer y otros, en prensa). Durante los últimos años de la educación primaria se hace visible un giro notable en la relación epistémica de los niños con la escritura, ya que los niños incursionan en el uso de la escritura para el aprendizaje de nuevos conocimientos, así como para la elaboración y formulación de puntos de vista personales. No se trata ya sólo de aprender a escribir, sino de escribir para aprender, recordar y pensar, logro que requiere de intervenciones educativas específicas y, en ocasiones, no se alcanza siquiera en el nivel universitario. Un aspecto particularmente relevante en la configuración del aprendizaje de la escritura es el grado y modos en que ésta se hace presente, opera y se emplea en el entorno cotidiano (Borzone de Manrique, 1994; Ferreiro y Teberosky, 1979). De acuerdo con un estudio que hemos realizado con niños que viven en Bariloche, Argentina, (Scheuer y otros, 2001b), en el caso de los sectores socioculturales medios, la escritura impregna las prácticas cotidianas y la vida familiar, mientras que en los sectores marginados constituye una práctica ocasional que se suscita principalmente como respuesta a demandas externas provenientes de la escuela, los servicios sociales y el aparato burocrático del estado. En palabras de uno de los niños que entrevistamos: «pocas veces escriben mi papá y mi mamá, cuando tienen que hacer el documento (de identidad), cuando tienen que firmar papeles que les dan». Además de afectar a los ritmos del aprendizaje inicial, estas diferencias inciden en la percepción que los niños van construyendo acerca del sentido de ese aprendizaje y de su propia competencia para aprender. Los estudios de Goodman (1996) en Estados Unidos muestran que los alumnos de cuarto grado de sectores socialmente desfavorecidos se consideran a sí mismos malos candidatos para aprender a escribir, pese a haber superado la alfabetización básica.

La perspectiva de los niños acerca del aprendizaje de la escritura Nos interesó particularmente estudiar si, en modo semejante a lo registrado con relación al dibujo (véase el capítulo 4), también en este campo el aprendizaje está mediado por versiones de una teoría directa y de una teoría interpretativa, cuáles son en ese caso sus contenidos y matices y cómo se desarrolla la teoría interpretativa en la adolescencia temprana. Además, nos interesó explorar si y cómo el contexto sociocultural incide en los modos de concebir el propio aprendizaje de la escritura, teniendo en cuenta particularmente que el fracaso en la alfabetización básica en Argentina afecta especialmente a los sectores de menor participación económica, política y social. En función de estos objetivos, consideramos el período que se extiende desde los inicios de la alfabetización básica en contextos educativos formales hasta el logro de la misma en dos sectores socioculturales: medios y marginados. Participaron del estudio 80 139

alumnos de escuelas públicas en Bariloche, que cursaban preescolar (cuando los niños inician la escolarización formal), primer grado (cuando inician el aprendizaje sistemático de la escritura), cuarto grado (cuando es esperable un dominio relativamente fluido de los aspectos técnico-notacionales de la escritura) o séptimo grado (cuando se supone que la escritura se utiliza para la adquisición y elaboración de conocimientos nuevos). Los indicadores socioculturales claves fueron la ubicación de la escuela en la geografía urbana y el nivel educativo de los padres o tutores (los de sectores medios habían completado, como mínimo, la educación primaria; los de sectores marginados no contaban con estudios primarios completos). Entrevistamos a los niños individualmente en la escuela, adaptando el guión elaborado para estudiar las teorías del aprendizaje del dibujo (véase el capítulo 4). En el presente capítulo analizamos dos conjuntos de preguntas abiertas que indagan aspectos de las concepciones de aprendizaje de la escritura a partir de diversas formas de expresión. De acuerdo con la perspectiva de las teorías implícitas del aprendizaje (véanse los capítulos 2 y 3), anticipábamos que las respuestas a ambos conjuntos de preguntas estarían orientadas por teorías comunes y revelarían una progresión evolutivo-educativa similar. Con la intención de ofrecer a los lectores un contacto más directo con el camino que recorremos desde la realización de análisis pormenorizados de las respuestas de cada uno de los niños a cada pregunta, hasta la identificación de teorías implícitas del aprendizaje (o modalidad de análisis abajo-arriba), en este capítulo nos detendremos algo más que en el capítulo anterior en los pasos que seguimos en esta construcción.

Qué y cómo escribo en distintas edades El primer conjunto de preguntas explora cómo los niños se representan su historia como aprendices de la escritura, a través de la reconstrucción gráfica y oral de sus modos de escribir en diferentes edades. Éstas son las preguntas: ¿Qué hacías en el papel cuando empezaste a escribir? ¿Cómo sería? (Se proporciona al niño una hoja para que realice una demostración gráfica.) ¿Y después, por ejemplo, a los x años? (Un año más adelante.) ¿Y cuando tenías x años? (Un año después.) ¿Y ahora? ¿Cómo escribirás el año que viene? ¿Qué fue cambiando? Suponíamos que las respuestas de los niños informarían sobre sus criterios actuales para apreciar y ordenar los resultados de este aprendizaje y, de este modo, brindarían indicios acerca de su concepción de qué es aprender a escribir. Las respuestas se analizaron de acuerdo con un sistema de categorías descriptivas (véanse el cuadro 1 y la figura 1 en las próximas páginas). Sobre la base de la producción notacional y oral de los niños, este sistema consideró: 140

Qué productos incluyeron los niños en su pasado, presente y futuro como aprendices de la escritura (por ejemplo: dibujos, letras aisladas, palabras, textos complejos). Qué cambios indicaron en sus modos de producción para edades sucesivas (por ejemplo: tamaño de la producción, ajuste al código convencional de escritura). Dos investigadores codificaron independientemente la totalidad de respuestas. El grado de acuerdo fue alto; en caso de no alcanzarse, se clasificaba la respuesta como «otra». Los primeros análisis mostraron que la mayoría de los niños, con relativa independencia del grado escolar y del sector sociocultural, enraizaron la escritura en la representación gráfica figurativa (55% de los niños incluyeron dibujos) y marcaron el ingreso a la escritura a través de una vía global y autorreferencial (65% incluyeron nombres propios). Para estudiar las asociaciones entre categorías de respuesta, grado escolar y sector sociocultural, aplicamos un análisis factorial de correspondencias múltiples y un análisis de clasificación. Los resultados mostraron un ordenamiento evolutivo-educativo estricto (preescolar primer grado cuarto grado séptimo grado) que presenta una alta correlación con la cantidad de categorías de cambios en la producción (C = 0,93). Es decir, con el aumento en la escolarización, los niños tendieron a expresar los propios avances en el aprendizaje de la escritura según una mayor variedad de cambios en sus modos de hacer y representar sobre el papel y mentalmente. Cuadro 1. Categorías de respuesta (algunas de ellas se ilustran en figura 1)

PRODUCTOS Etapa de no producción sobre el papel. Identificación explícita de un momento temprano en el que aún no se realizaba producción gráfica alguna. Ejemplo: «A los dos (años), nada escribía yo. Jugaba y limpiaba la silla». Producto no representacional.Trazos que constituyen un ensayo motriz previo al dibujo figurativo o a la escritura reconocible. Ejemplo: «Cuando tenía tres hacía puras rayas».

CAMBIOS EN LA PRODUCCIÓN Extensión. Aumento en la cantidad de texto en el interior de un mismo tipo de producto para edades sucesivas. Ejemplos: «Ahora escribo palabras más largas», «En primero (primer grado) escribía una hoja y media, y después fui sumando más hojas y ahora escribo tres o cuatro, así que ocupo mucho más». Tamaño. Ejemplos: «A los seis, escribía letras grandes que ocupaban más de un renglón, grandes, desprolijas. Después, en segundo (grado), yo me acuerdo que escribía letra chiquita y muy prolija, yo me acuerdo porque tengo los cuadernos», «A los cuatro escribía bochornoso, escribía las letras así grandes».

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Control motriz. El trazo pasa de ser irregular o débil en edades tempranas, a más regular o firme en Pseudoletras.Caracteres que se edades más avanzadas. Ejemplos: [¿Qué cambió?] asemejan a las letras, pero no «La tembladura del lápiz», «Antes escribía remal, las son reconocibles. Los niños letras me salían pasadas de los renglones». menores solían referir las pseudoletras como si se tratase Completamiento. Avance desde la escritura de de auténticas letras; los mayores nombres, palabras o frases incompletas a la escritura las mencionaban como intentos completa de esos textos, o desde el dibujo de una fallidos de escritura. Ejemplo: figura fragmentada o con escasos componentes al de «Antes las hacía así que no lo la figura completa o que incorpora más partes y entendía nada, pero ahora, ahora detalles. las escribo». Tipografía. Cambios en el tipo de letra utilizada, principalmente el pasaje desde la imprenta mayúscula a la cursiva minúscula. Dibujos figurativos.

Orientación y proporción.Paso de la producción de dibujos, letras, nombres o palabras con inversiones respecto de su orientación convencional, a productos orientados convencionalmente («La “A”, cuando empecé, la hacía patas para arriba») y avances respecto de los tamaños relativos de partes o caracteres componentes («Me importaba mantenerlas [letras] todas así en un mismo nivel de altura, que se vean bien»). Pseudopalabras.Combinaciones Destreza. Alusión oral al avance en la prolijidad de letras y/o pseudoletras no («Cuando empecé a escribir, hacía todo desprolijo reconocibles. […] el año que viene voy a escribir más bien, más Ejemplo: «Yo me hacía la que prolijo») y la velocidad al escribir («Cuando pase a escribía». quinto (grado), voy a escribir rápido»). Numerales y cuentas. Ejemplo: Código convencional de escritura. Paso de «El año que viene escribiría pseudonotaciones a notaciones convencionales y cuentas de dividir». ajuste a reglas ortográficas. Ejemplos: «Voy cambiando la letra, voy aprendiendo qué va con ce y qué va con zeta, Letras. dónde van los acentos, qué va con ve corta, qué va Nombres. Escritura del nombre con be larga», «Poner mayúsculas, acentos, propio, de personas próximas o puntos». de apelativos parentales. Ejemplos: «A los cuatro años Modelos y ayudas. Cambios en los apoyos con los 142

aprendí a usar el lápiz y a escribir papá», «Antes escribía estos tres nomás: papá, mamá y Laura». Palabras. En su mayoría sustantivos. Ejemplos: «Escribía los nombres de las cosas que me daban», «El año que viene voy a aprender a escribir palo, casa, todo voy a aprender a escribir».

que se realiza la producción, con explicitación del incremento de la responsabilidad asumida por el aprendiz («Fue cambiando porque mi mamá me agarraba la mano y me hacía escribir y después, después empecé a escribir sola», «Antes copiaba de un libro y ahora no»); de la interiorización de acciones ejecutadas por los modelos («Y [me] dije: capaz que también tengo que hacer lo mismo que me hizo la seño») o de las ayudas y modelos que se necesitan para aprender ([¿Cómo te parece que vas a escribir el año que viene?] «Voy aprendiendo de a poquito con la ayuda de mi seño, para eso vengo a la escuela […] entonces le pido a mi seño cómo se escribe y ella me va dictando»).

Textos.Mensajes, frases, cuentos, poesías. Ejemplos: «Antes no escribía poemas, nada, ahora sí», «También Estados y procesos epistémicos.Referencia oral a escribo consignas, escribo estados y procesos epistémicos del autor, cartas, escribo muchas cosas». destinatario o lector de la producción. Ejemplos: «Mi mamá escribía “mamá, Laura y papá” y yo la veía y después lo entendí y decía Laura y papá y mamá», «Antes no pensaba tanto como ahora», «La idea la tenía pero no la sabía expresar bien en la hoja». Persona. Referencia a cambios en aspectos o cualidades de sí mismo y a la intención de dar una impronta personal a la propia producción. Ejemplos: «Ahora estoy como más vago», «Me gusta ser prolija y así voy haciendo mi letra», «Cambió que fui más suelto con la maestra y con los chicos (entonces) escribía mejor». Figura 1. Respuestas gráficas de niños de distintos grados escolares a las preguntas: ¿Qué hacías en el papel cuando empezaste a escribir? ¿Y después? ¿Y ahora? ¿Cómo escribirás el año que viene?

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El sector sociocultural también incidió en las respuestas de los niños, aunque con menor peso que el grado escolar. A partir de estos análisis, distinguimos tres grupos principales de asociaciones entre categorías de respuesta, grado escolar y sector 145

sociocultural, que en una segunda instancia interpretamos en términos de teorías implícitas del aprendizaje de la escritura. 1. Productos de escasa especificidad y convencionalidad, apreciados sumativamente. Este grupo muestra que son principalmente los alumnos de preescolar y de primer grado quienes refieren gráfica u oralmente una etapa temprana en la que aún no realizaban ningún tipo de actividad notacional (no producción sobre el papel), notaciones correspondientes a otros dominios (números), notaciones que revelan el intento no del todo logrado de reproducir caracteres y combinaciones del sistema de escritura (pseudoletras y pseudopalabras) y criterios acumulativos para registrar los cambios en el aprendizaje (extensión). El sector sociocultural marginado se aproximó a este primer grupo. 2. Cambios en los modos de escribir: los procedimientos. Este grupo muestra que la mayoría de los alumnos de cuarto grado y de séptimo grado refieren gráfica u oralmente productos escritos complejos (textos) y expresan numerosos cambios procedimentales que comprometen la organización visoespacial y la motricidad fina (proporción y orientación, tamaño, control motriz, tipografía, destreza). 3. Cambios en los modos de producción escrita: la persona del aprendiz. Este grupo muestra que algunos alumnos de cuarto grado y de séptimo grado explicitan cambios en el ajuste a normas convencionales que posibilitan la estabilidad y socialización de lo escrito (código convencional), así como en la significación y comprensión que intervienen en la elaboración y lectura de textos (estados y procesos epistémicos). Además, refieren cambios en la relación que el propio aprendiz mantiene con la escritura: su posicionamiento respecto de fuentes de aprendizaje (modelos y ayudas), el grado y modos en que sus características personales impregnan sus productos y en que estas características cambian a partir del aprendizaje (persona). El sector sociocultural medio se aproximó a este tercer grupo. En síntesis, las respuestas de los niños a este conjunto de preguntas diferencian, de acuerdo con las variables evolutiva-educativa y sociocultural, tres modos de referir los avances pasados y anticipados en el propio aprendizaje de la escritura, que remiten a la teoría directa del aprendizaje y a dos versiones de la teoría interpretativa. La teoría directa se reconoce en las respuestas de los alumnos de preescolar y de primer grado, quienes reconstruyeron la historia de su incipiente aprendizaje a partir del establecimiento de una dicotomía básica en el plano de la producción con lápiz y papel (al señalar que había una época en la que aún no producían marcas gráficas) y del recurso a criterios acumulativos de contrastación. En cambio, los alumnos de cuarto grado y de séptimo grado manifestaron dos versiones de una teoría interpretativa mediada por la agencia del aprendiz. En una de ellas, esa agencialidad compromete un plano procedimental que sostiene el logro y refinamiento de la maestría conductual (Karmiloff-Smith, 1992) en el dominio técnico-notacional de la escritura de productos complejos como son los textos. 146

En la versión más avanzada, la agencialidad se manifiesta en la gestión de una escritura significativa que es comprensible en un marco de consenso, a la vez que porta un sello personal distintivo. Se vislumbra, además, cierto reconocimiento de que, al aprender, es la propia persona quien cambia.

Cómo aprendo a escribir y cómo me doy cuenta El segundo conjunto de preguntas explora cómo los niños se representan los procesos que ponen en juego al aprender a escribir y los indicadores que les permiten tomar conciencia de sus avances. Estas preguntas son: ¿Cómo aprendes? ¿Qué haces para aprender? ¿Cómo te das cuenta de que aprendes a escribir cada vez mejor? En este caso, se requirieron de los niños respuestas exclusivamente orales, que analizamos mediante la lexicometría (véase el apéndice al final de este capítulo). La aplicación de esta metodología diferenció cuatro grupos léxicos ordenados según el grado escolar. El sector sociocultural también incidió en la conformación de estos grupos, aunque con menor peso que el grado escolar. A continuación describimos estos cuatro grupos, incluyendo ejemplos extraídos de respuestas típicas. En una segunda instancia, interpretamos esos grupos léxicos en términos de teorías implícitas del aprendizaje de la escritura.

La enseñanza, el ver y el hacer como vías directas de aprendizaje Este grupo muestra que son principalmente los alumnos de preescolar quienes usan en sus respuestas palabras que designan en plural las unidades básicas del sistema de escritura (letras) y la acción manifiesta de producir en términos inespecíficos, sea en infinitivo o en primera persona del presente (hacer, hago). El análisis de las respuestas típicas de los niños de preescolar indica que, para ellos, el aprendizaje de la escritura es producto de la enseñanza ejercida por miembros de la familia («Y aprendo porque mi papá me enseña y mi mamá»), intervención que marca un antes y un después correspondientes a dos estados epistémicos polares: cuando no sabían y eran enseñados, versus cuando pudieron o supieron hacer solos («Ya no me enseña más mi tío, ya lo sé solo»). Algo semejante sucede con el uso de materiales de apoyo, que marcan como necesarios en una etapa inicial y como prescindibles una vez que alcanzan un mayor dominio en el aprendizaje («Agarro una regla y lo marco así, y después hago así y hago como ésta, así una casa… mi hermana (mayor) lo hace así, sin regla»). La actividad de aprendizaje consiste en realizar –hacer– trazos definidos sobre la hoja, teniendo en cuenta productos gráficos disponibles como modelos («Hago como ésta, así una casa […] es la misma casa que yo me copié de mi hermana»). Estos niños sitúan el origen del aprendizaje de la escritura en el del dibujo y explicitan sus avances haciendo demostraciones gráficas. Manifiestan una particular preocupación por el logro de 147

producciones figurativas representacionalmente «válidas», al destacar recurrentemente la inclusión deliberada de fragmentos y detalles que funcionan como índices para el reconocimiento figural («Yo de chiquita empecé a hacer como… hacía una nena, como hacer así (mientras dibuja), una nena, así por ejemplo ésta soy yo, ¿no?, con el pelo, ¿no? y ahí tengo mi ropa para agarrar con las manos. Acá tengo el guardapolvo, ¿no? Y bueno, acá éste es mi pantalón, ¿no?, y mis zapatillas»). Formulan los resultados del aprendizaje como productos claramente identificables que se acumulan sucesivamente («Y después sé mi nombre y después papá y mamá […] no sé escribir Sebastián»). Para explicar cómo se dan cuenta de que aprenden, los niños de este grupo apelan a diversos indicadores manifiestos: mencionan que reciben enseñanza («Me doy cuenta porque mi papá me enseña un montón de veces. Me ha enseñado a escribir Carla, Chonino, Negrita»), que tienen acceso visual a textos escritos («Porque veo en los libro, las letras») y que alcanzan unos resultados que ellos mismos constatan, en algunos casos mediados por actividades mentales como la observación, atención, copia y valoración («Me fijo cómo son las letras de la regla y… después hago las letras. Me gusta como quedó. A veces no porque me sale mal», «No sé… así… hago así… así… y ay, ¡me salió!»). La toma de conciencia de este aprendizaje incluye referencias a procesos de autorregulación de la motricidad fina («Tengo que hacer así, tengo que hacer como una calesita (para hacer la o), hago así, así… hago… no es así tiqui tiqui, como una así, así, así, así, así, así, así…»).

La ejecución de acciones articuladas y prolongadas para el aprendizaje Este grupo indica que son principalmente los alumnos de primer grado quienes usan palabras que designan acciones de producción específicas en infinitivo (escribir) e hilvanan pasos en una sucesión temporal lineal (después). Las respuestas típicas de este grupo expresan que la realización de acciones de escritura que se extienden en el tiempo posibilita un aprendizaje progresivo («De a poquito […] poniendo las vocales, las consonantes […] porque estoy escribiendo y miro el pizarrón y ahí aprendo»). Mencionan numerosos componentes de la copia, expresada como actividad compleja y autorregulada: el modelo (texto, soporte, docente); los útiles para producir los trazos y para borrarlos; las actividades continuas y recurrentes de mirar, escribir y, tácitamente, chequear lo escrito («Aprendí… estudiando, estudiaba, escribía el día, escribía quién faltó, escribía de todo», «La seño escribe el día, todos los chicos van copiando y miran para el pizarrón. Miro el pizarrón también para copiar con el lápiz y cuando me atraso agarro la goma lo borro y hago otra vez de vuelta»). Pese a que, como hemos mencionado, estos niños inscriben el aprendizaje como proceso en un intervalo temporal amplio, dan cuenta de los resultados alcanzados en términos de las palabras aprendidas en forma acumulativa («Escribía el mono, el planeta tierra»). Establecen una distinción dicotómica entre un antes calificado negativamente y un ahora en el que obtienen logros en la producción y en las actividades mentales relacionadas («Antes me salían muy mal las letras y después cuando lo hacía bien suavecito, las aprendí a hacer las letras», «Antes, antes lo hacía así que no lo entendía nada, pero ahora, pero ahora lo escribo»). 148

Cuando responden a la pregunta «¿Cómo te das cuenta de que aprendes a escribir?», estos niños refieren, apoyándose en demostraciones gráficas, el progreso paso a paso en el propio aprendizaje («De a poquito, cuando tenía dos añitos empecé a escribir así con la “i”, con distintas cosas y después cuando tenía cuatro escribía así con curvitas», «Porque voy creciendo y por mi mente porque voy pensando»). Para ellos, darse cuenta supone diferenciar entre lo que saben «bien» y lo que no saben («Cuando yo quiero escribir todo me sale mal, eso está bien pero yo quiero aprender otros nombres que todavía no los sé») y dominar procedimientos mentales de correspondencia fonográfica que median la producción de la escritura alfabética («Ahí yo tengo un librito y yo voy diciendo esto es la…, entonces esto es la erre, entonces voy poniendo la erre, entonces esto es la e, voy poniendo la e»).

El aprendizaje procedimental orientado al refinamiento Este grupo muestra que son fundamentalmente los alumnos de cuarto grado quienes emplean palabras que sitúan actividades reiteradas en un contexto (cuando, veces). Estos niños describen en tiempo presente una actividad de aprendizaje ejercida con considerable autonomía («A veces agarro una hoja yo sola, sin que me digan», «Practicando, practico en mi casa bastante, haciendo la tarea»). La memoria de almacenamiento aparece como recurso crítico para la apropiación y conservación de modelos («Sí, a mí me enseñan y me lo dejo en la memoria, así después me acuerdo y todo eso», «Hago memoria de las cosas, por ejemplo me dan una tarea y yo no la copio y después hago memoria y después la copio igualita»). Expresan que este registro es fiel, aunque a veces es difícil de recuperar, ya que es susceptible de interferencias, entre las que especifican los estados emocionales («A veces, cuando lloro o algo, se me olvidan esas cosas, pero después cuando estoy aburrida las empiezo a recordar»). Pese a que estos niños destacan de múltiples maneras la actividad ejercida por sí mismos como aprendices, expresan que la enseñanza contribuye en ese proceso mediante la demanda de tareas escritas y la provisión de modelos e informaciones. A su vez, expresan que ellos mismos en ocasiones gestionan esas ayudas externas a través de la formulación de demandas al encontrarse con dificultades («Pido ayuda», «Le digo a mi maestra que me ayude», «Le digo a mi mamá que me ayude, que se quede un rato más conmigo, por si no entendí la tarea») o recurriendo deliberadamente a modelos legitimados de escritura, lo que indica que relacionan el aprendizaje de la escritura con el de la lectura («Agarro un libro o algo y me pongo a copiar, porque me sirve a leer, a escribir mejor»). Los niños de este grupo expresan que se dan cuenta de que aprenden a escribir porque constatan progresos en la presentación de sus producciones en cuanto a trazo, tamaño, proporción, orientación y tipografía («Ahora lo escribo por sobre el renglón», «Porque la letra de antes era un poco grande y para abajo, para el costado, para arriba. Ahora me sale derechito»), en cuanto a su autonomía para aprender («Mi mamá me tenía que ayudar y mis amigos, pero ahora yo lo hago todo sola») o en la valoración que otros significativos hacen de sus logros («Mi mamá me felicita»).

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El aprendizaje compromete el desarrollo personal Este grupo muestra que son principalmente los alumnos de séptimo grado quienes utilizan palabras que preceden la mención de un destinatario o propósito (para), expresan en primera persona la acción de escribir en un tiempo pasado extenso (escribía) y refieren cambios en la propia producción de caracteres del sistema de escritura (letra, en el sentido de «mi forma de trazar las letras»). Las respuestas típicas dan cuenta de un aprendizaje radicado en y mediado fundamentalmente por la propia persona del aprendiz, cuyos estados motivacionales y atencionales, preferencias y sesgos valorativos se articulan para precisar el objeto, propósitos, duración y estándares de una práctica que él o ella misma inicia y gestiona («Pongo mucho entusiasmo al estudiar», «Además de prestar atención, le dedico tiempo […] me gusta aprender a mí», «Practico mucho y por ahí leo las letras de mis hermanas, para ver cómo escriben ellas y escribir cada vez mejor. Para aprender, por diversión, porque me gusta», «Como tengo ratos libres y me quedan hojas de caligrafía […] entonces me pongo, agarro un libro que estoy leyendo y mientras lo voy leyendo, voy escribiendo»). En este contexto, la revisión y relectura de lo escrito orientan el proceso de producción («Leo, practico […] los errores de ortografía… escribo algo y no lo escribo con errores», «De lo que voy viendo lo voy practicando y si no me sale lo sigo practicando»). Estos niños explicitan la posición desde la que se relacionan epistémica y afectivamente con el objeto de conocimiento, lo que les posibilita apreciar sus logros de acuerdo con expectativas de superación personal («Y no sé, ir mejorándose a uno mismo porque si vos ves que lo estás escribiendo mal, ya la próxima vez no lo vas a escribís igual», «Como que cuando soy más grande, como que pienso mejor, yo creo que así sí. Pienso lo que escribo»). Sitúan las ayudas de los enseñantes mayores en un tiempo pasado, en tanto que refieren en tiempo presente las ayudas que solicitan o encuentran en sus pares («Y le pido ayuda amigas, «Yo trato de fijarme en las letras que tienen mis compañeros […] me fijo cómo hace para tener la letra tan linda»). Cuando los niños de este grupo responden acerca de cómo se dan cuenta de que aprenden, se sitúan plenamente en la posición autorreferencial a la que invita la pregunta. Refieren los criterios que les permiten reconocer avances en aspectos específicos de la escritura como la caligrafía y la ortografía («Porque miro la letra de antes y la letra de ahora y veo la diferencia que hay. Los errores de ortografía y la prolijidad también», «Porque yo a veces tengo muchos errores», «Yo me fijo, me doy cuenta que aprendí, yo veo lo que hago», «Voy notando la excelencia en las hojas») e incluso comparan la capacidad actual de mirarse a sí mismos con aquella de mirarse a través de otras personas de las que dependían cuando eran pequeños («Era la expresión de los otros al ver la letras porque yo mismo, para mí era una letra […] en cambio otro la veía y me decía “bien” y me sentía mejor»). El sector sociocultural marginado se acerca principalmente al segundo grupo, centrado en la adquisición y dominio de la escritura alfabética. El sector medio, en cambio, se acerca principalmente al último grupo, caracterizado por la expresión de un sentimiento de dominio de la escritura alfabética y por la explicitación de la propia posición en el 150

aprendizaje, al relacionar la constatación de logros con expectativas de superación personal. En síntesis, el análisis lexicométrico de estas respuestas diferencia y ordena evolutivamente, mostrando variaciones según la variable sociocultural, cuatro modos de referir el propio aprendizaje de la escritura que indican una teoría directa y versiones de la teoría interpretativa del aprendizaje. Se observa en preescolar la focalización característica de una teoría directa en los resultados acumulativos del aprendizaje y en sus condiciones externas. En primer grado se evidencia cierta integración de aspectos de la teoría interpretativa, cuyos principios de agencia y autonomía se afianzan e incrementan en cuarto grado, principalmente con relación al plano procedimental. En séptimo grado se aprecia una teoría interpretativa avanzada que integra la representación de la persona del propio aprendiz.

Comentarios finales Al articular el presente capítulo con el precedente encontramos que extender el período evolutivo-educativo considerado y abordar un área diferente de aprendizaje brindó ulteriores soportes empíricos a la interpretación del desarrollo de las concepciones de los niños sobre el aprendizaje como cambio de teorías implícitas, de acuerdo con un proceso de explicitación progresiva según dimensiones interrelacionadas de creciente complejidad conceptual, dinamización e interiorización de la agencia en el aprendizaje. El presente estudio sugiere que ese proceso de explicitación se sustenta en una creciente automatización de lo aprendido: los aspectos que los niños explicitaron en sus respuestas parecen ser aquellos que habían logrado dominar (relativamente) y que estaban en vías de refinar o perfeccionar. La complejidad creciente se manifiesta en la inclusión de referencias a más componentes, factores y relaciones del aprendizaje según el avance evolutivo-educativo. Los cambios en la dimensión de dinamización se evidencian en el desplazamiento desde el énfasis en productos de aprendizaje unívocos, modelos estáticos o estados de conocimiento polares, hacia la consideración de procedimientos de escritura y procesos epistémicos. Diríamos que en el período evolutivo-educativo considerado, los niños pasan de pensar que el aprendizaje conecta estados y situaciones netamente identificables, a que incluye procedimientos que se despliegan en un tiempo extendido y, posteriormente, que interrelaciona productos y procedimientos con procesos de orden representacional. Por otra parte, los cambios en la dimensión de interiorización se manifiestan en que los niños pasan de considerar que el aprendizaje compromete aspectos manifiestos y públicos de la actividad del aprendiz y de sus resultados, a pensar que involucra niveles más internos que, en el caso de los alumnos mayores, alcanzan incluso el núcleo de la persona del aprendiz. Esta última fase revela la profundización de la interiorización del 151

aprendizaje en el marco de una teoría interpretativa bastante más avanzada que la que habíamos descrito en los aprendices del dibujo de seis y diez años (véase el capítulo 4), ya que articula dos perspectivas complementarias: la representación de la agencia de quien aprende y la representación de su subjetividad. Es decir, para los aprendices de la escritura que hemos entrevistado en séptimo grado, el aprendizaje no sólo «pasa» por el aprendiz, sino que lo atraviesa, de modo que es una fuente para la constitución y cambio de ese aprendiz-persona. Parecería que la representación de la agencia como resorte interno, evidenciada por alumnos que promedian la escolaridad primaria (cuarto grado), posibilita posteriormente la emergencia de una «mirada interior» o representación de sí mismo-aprendiz (Dienes y Perner, 1999; Humphrey, 1986). Los resultados presentados en este capítulo indican también ciertas diferencias de acuerdo con la variable sociocultural, que implican fundamentalmente la comodidad y seguridad que los niños de diferentes sectores socioculturales manifestaron respecto del aprendizaje de la escritura. Los niños de sectores medios, cuya vida está impregnada por la escritura de múltiples maneras, tendieron a manifestar la asunción de una agencialidad que se sustenta en la constatación gozosa de los propios logros y en la justificación de los mismos. En cambio, los niños de sectores marginados tendieron a evidenciar ciertas restricciones en la asunción de la agencialidad, al expresar su preocupación por afianzar el ajuste a la convencionalidad, necesario para sostener un dominio fluido de la escritura y experimentar la sensación de haberlo alcanzado. En términos metafóricos, para los niños de sectores medios, podría parecer que pensar en el aprendizaje de la escritura convoca a un sentirse en casa. Para los de sectores marginados, en cambio, remite a una tarea que se emprende desde el ansiógeno, dificultoso e inseguro lugar del inmigrante, cuya zozobra se explicita con mayor claridad al focalizar en cómo ocurre ese aprendizaje. Al estudiar la perspectiva de los niños acerca de su aprendizaje en el campo de la escritura, volvemos a encontrar, tal como sucedió en el campo del dibujo (véase el capítulo 4), que la entrevista utilizada como vía de acceso a las ideas de los niños opera sobre las mismas, contribuyendo a su explicitación e incluso a su redescripción representacional (Karmiloff-Smith, 1992; véase también el capítulo 3). Sería simplista asumir que los niños entrevistados contaban, ya antes de participar en la entrevista, con las ideas que expresaron. Diríamos, más bien, que lo que la entrevista capta es aquello que los niños son capaces de elaborar en un contexto interactivo que amplifica y extiende su conciencia de qué y cómo han aprendido, aprenden y pueden continuar aprendiendo con relación a la escritura. Los análisis presentados en este capítulo muestran que las características de las tareas inciden en los niveles de complejidad conceptual, dinamización e interiorización de la agencia de las respuestas, potenciando diferencialmente la zona de desarrollo próximo según lo planteado en el capítulo 4. Al evocar sus experiencias sobre el aprendizaje, los niños ofrecen sus respuestas más sofisticadas cuando son convocados a pensar en cómo se dan cuenta de que aprenden o aprendieron, situación que promueve la valoración de sus resultados y, por lo tanto, de su propia capacidad para aprender a escribir. Por último, queremos destacar que transitar este espacio acotado de desarrollo resultó 152

una experiencia disfrutada no sólo por los adultos que realizamos la entrevista, sino también por muchos de los niños entrevistados, según expresaron mediante sus gestos, miradas, palabras, producciones (véase la figura 2) e incluso por el tiempo que dedicaron. Creemos que este es otro indicador de que la entrevista no sólo nos sirvió a nosotros como investigadores del aprendizaje, sino a los niños como aprendices. Figura 2. Escritura libre final de una niña de doce años

Apéndice Puesto que el uso de la lexicometría o análisis computacional de datos textuales (Lebart y Salem, 1994) no está muy difundido en psicología evolutiva y educacional, procedemos a mencionar brevemente sus principales pasos. Mediante la aplicación inicial de un análisis factorial de correspondencias simples (AFCS), la lexicometría estudia en un primer paso las asociaciones entre los individuos (los 80 niños en el presente estudio) y todas las palabras diferentes que han dicho en sus respuestas, sin ningún tipo de selección a priori. De acuerdo con las asociaciones encontradas, se procede a agrupar a los individuos según la o las variables más relevantes (en nuestro caso, el grado escolar, dando lugar a cuatro textos colectivos, cada uno de los cuales reúne las respuestas de todos los alumnos de ese grado) y a estudiar mediante un nuevo AFCS las asociaciones entre palabras y cada texto colectivo. Este segundo AFCS posibilita identificar grupos léxicos, caracterizados por el uso de algunas palabras y, por lo general, alguno de los textos colectivos (en este estudio: preescolar y las palabras letras, hago y hacer). Un procedimiento complementario (llamado respuestas modales) ordena de acuerdo con su tipicidad todas las respuestas que componen cada texto colectivo. Es decir, la respuesta que resulta ordenada en primer lugar es la que representa en forma más completa el texto colectivo y así sucesivamente. Este procedimiento resulta especialmente útil porque permite recuperar las respuestas originales completas y analizar aquellas que resultan emblemáticas de cada grupo léxico, para así completar la descripción del mismo (generalmente se considera el primer cuarto o tercio del total de respuestas, ya que una sola no alcanza a condensar las características del texto colectivo). Asimismo, este procedimiento ofrece criterios más objetivos para la selección de ejemplos ilustrativos que los habitualmente utilizados en la investigación psicoeducativa.

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1. Agradecemos a los directores, maestros y alumnos que posibilitaran el desarrollo del trabajo de campo, así como a Rosario Ayastuy, Graciela Caíno, Patricia Cortondo, Astrid Bengtsson, Bibiana Misischia, Silvina Neira y Florencia Sisterna su colaboración en la aplicación de las entrevistas. Durante la preparación de este capítulo contamos con el apoyo de la Universidad Nacional del Comahue (Proyecto B-117), el CONICET (PEI 6134) y la Agencia Nacional de Promoción Científica y Tecnológica (04-10700) de Argentina.

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6 Las concepciones de los profesores de educación primaria sobre la enseñanza y el aprendizaje Elena Martín, Mar Mateos, Patricia Martínez, Jimena Cervi, Ana Pecharromán, Ruth Villalón

Introducción Como ya se ha señalado en los capítulos de la primera parte del libro, las concepciones que los profesores mantienen acerca de los procesos de enseñanza y aprendizaje constituyen uno de los factores que influyen sobre su práctica docente, viéndose, a su vez, influidas por ésta. Comprender mejor cuáles son estas representaciones y cómo se construyen nos parece un campo de estudio muy relevante, tanto desde la perspectiva teórica como desde el punto de vista de la intervención para la mejora de las prácticas educativas. La formación del profesorado, inicial y permanente, debe incidir no sólo en el conocimiento, sino también en las creencias de los docentes, en sus teorías implícitas, como se plantea en el capítulo 19. Tomando como punto de partida el marco teórico expuesto en la primera parte del libro, se presenta aquí una reflexión acerca de las concepciones de los profesores de la etapa de educación primaria sobre algunos aspectos de los procesos de enseñanza y aprendizaje a partir de una investigación realizada con una muestra de maestros de Madrid1. Tras una breve explicación de las características del estudio, se exponen los resultados desde una doble perspectiva. Por una parte, se analiza la distinta frecuencia con la que se encuentra cada una de las teorías y, por otra, la influencia que en esta frecuencia parece tener la decisión concreta de la planificación y el desarrollo de la enseñanza sobre la que se les pregunta a los docentes. El texto incluye, por último, algunas reflexiones acerca de lo que estos resultados nos aportan a la comprensión de las teorías implícitas del aprendizaje y a la formación del profesorado.

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¿Cómo acceder a las concepciones de los profesores? Uno de los principales problemas que se plantea en este campo de investigación es cómo acceder a las concepciones de los profesores, cuando se postula que en ellas no sólo existe un nivel representacional explícito –el que Rodrigo (1993) llamaría conocimiento–, sino también teorías implícitas de las que el sujeto, en este caso el profesor, no es consciente y que, sin embargo, guían su acción (Pozo, 2001; Rodrigo y Correa, 2001). En realidad, no se trataría tanto de dos niveles dicotómicos de representación (explícitoimplícito), cuanto de un continuo en el que se podrían establecer diversos grados de explicitación. Pero los niveles más implícitos, que son los que en el caso de esta investigación constituían el objeto de estudio, resultan también más inaccesibles. Elegir la metodología adecuada para acceder a este nivel implícito ha sido y sigue siendo uno de los principales retos de la investigación (véase el capítulo 2). En el trabajo se optó por utilizar como instrumento un cuestionario de dilemas. Es decir, una serie de preguntas en cada una de las cuales se ofrecen distintas alternativas, como suele ser habitual en las pruebas dirigidas a explorar los conocimientos previos. En los dilemas se reflejaban situaciones conflictivas que se producen habitualmente en los centros escolares acerca de las cuales se presentaban cuatro opiniones distintas, mantenidas supuestamente por profesores del colegio, que se correspondían con cada una de las teorías analizadas: directa, interpretativa, constructiva y posmoderna (véase para una caracterización extensa de estas teorías el capítulo 3). Los profesores participantes en el estudio debían elegir aquella con la que estaban más de acuerdo. En el cuadro 1 se presentan dos ejemplos que exploran respectivamente las ideas de los profesores acerca del papel de los conocimientos previos y de las razones que explicarían las distintas formas de evaluar y su repercusión sobre la motivación. El tipo de tarea que supone contestar a dilemas de este tipo reúne una serie de rasgos que podrían estar permitiendo acceder a niveles más implícitos de las representaciones de lo que habitualmente se consigue con un cuestionario sobre la actividad del profesor en el aula. En primer lugar, al hacerles decidir a los profesores acerca de la práctica docente de otros colegas y no la suya propia, pretendíamos evitar que los profesores produjeran simplemente un nivel de conocimiento declarado de lo que sería una buena práctica «oficial». Se buscaba disminuir la deseabilidad social que se produce en este tipo de instrumentos y poder así acceder de forma más fiable a sus concepciones implícitas. Por otra parte, los dilemas, a diferencia de otro tipo de instrumentos como por ejemplo las escalas likert, obligan a decantar las posiciones de forma más clara. Si bien es cierto que, como puede observarse en los ejemplos, muchas de las alternativas hacen afirmaciones que pueden considerarse acertadas, el profesor tiene que inclinarse finalmente por una, aquella que, sin ser con seguridad la que reúne todos los matices que podrían reflejarse en una respuesta producida por el propio docente, más se aproxima a su concepción del problema planteado. Una tercera característica del instrumento se refiere a su carácter 156

argumentativo. Una misma posición puede defenderse por razones diferentes. En los ítems del cuestionario se ofrecen los argumentos de cada una de las alternativas, procurando además que éstas señalen aquellos aspectos que habitualmente se piensan, aunque no se suelen decir en público porque no responden a la «doctrina oficial». Finalmente, el instrumento intentó también ser coherente con el supuesto del carácter contextual de las teorías implícitas, presentando el dilema dentro de situaciones lo más reales posibles y pidiéndole al profesor que contestara pensando en la asignatura que de hecho impartía. Cuadro 1. Ejemplos de dilemas del cuestionario. (D = Teoría directa; I = Teoría interpretativa; C = Teoría constructiva; P = Teoría posmoderna)

Antes de empezar una lección o una unidad, es importante evaluar los conocimientos previos de los alumnos, porque: (D) Así conocemos las ideas equivocadas o ingenuas que tienen los alumnos y podemos ayudarles a entender por qué son erróneas y así evitar que interfieran en su aprendizaje. (P) No todos los alumnos tienen los mismos conocimientos sobre un tema, y esto puede ayudarles a formar su propia opinión, que es lo realmente importante. (C) Así los propios alumnos pueden tener en cuenta lo que saben y lo que piensan y entenderán mejor las diferencias con otras teorías y modelos. (I) Así conocemos lo que saben y lo que no, y podemos centrarnos en enseñarles lo que no saben. Algunos profesores opinan que la evaluación puede influir sobre la motivación de los alumnos. Quienes opinan de este modo ofrecen distintos argumentos y proponen diferentes estrategias de evaluación: (I) En el caso de los alumnos que no pueden alcanzar un nivel de rendimiento adecuado, ya que no van a aprender lo mismo que los demás, hay que animarles y alentarles siempre que consigan algún logro, por pequeño que sea, para incentivar su esfuerzo. (P) Lo que hay que hacer es permitirles que se evalúen ellos mismos. Son ellos los que deben valorar su trabajo para sentirse más a gusto. (C) Para motivarles hay que ayudarles a identificar tanto sus logros como los errores que cometen y a pensar en lo que han hecho para obtenerlo y en lo que pueden hacer para superar las dificultades. (D) Si no se evalúa y califica el nivel de rendimiento alcanzado por los alumnos, éstos dejan de esforzarse. Las notas constituyen un estímulo necesario para todos los alumnos, tanto si son buenas, porque les incentiva para seguir esforzándose, como si son malas, porque les motiva para superarse y no quedarse atrás.

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El objetivo del estudio era precisamente inferir el tipo de teoría mantenida por los docentes sobre el aprendizaje a partir de la alternativa que consideraban más adecuada en distintos momentos de la planificación y el desarrollo de la enseñanza. Se seleccionaron seis escenarios de actividad docente que considerábamos especialmente relevantes, cada uno de los cuales incluía, a su vez, seis preguntas. El primer escenario se refiere a la selección y organización de los contenidos y métodos desde lo que ello nos dice de la relación entre capacidades y contenidos. El segundo aborda dilemas sobre la naturaleza y el papel de la motivación. El tercero plantea problemas relacionados con la evaluación. Los tres restantes incluyen situaciones de aprendizaje de los diferentes tipos de contenido: conceptos, procedimientos y actitudes. La caracterización de los distintos escenarios según las cuatro teorías podría resumirse de la siguiente forma. Desde una posición directa, la motivación se entiende como un estado, una condición previa para el aprendizaje que se tiene o no sin que el profesor pueda apenas influir sobre ello y, de poder hacerlo, sería a través de refuerzos externos, desde una clara concepción de motivación extrínseca. La teoría interpretativa se caracteriza por admitir que en la motivación influyen determinadas condiciones, como los intereses de los alumnos o la ayuda que se pueden ofrecer entre ellos, pero las relaciones entre la motivación y el aprendizaje siguen respondiendo a una relación de causalidad lineal (no aprenden porque no están motivados) y a un dualismo entre cognición y emoción. La concepción constructiva supone, precisamente, la superación de ambos aspectos; el alumno necesita aprender para sentirse competente. Se entiende que aprender, cuando implica comprender el sentido de la tarea de aprendizaje, es decir, el sentido de lo que uno hace, es una experiencia intrínsecamente motivadora. Finalmente, la teoría posmoderna sitúa los intereses personales de los alumnos como eje central de la enseñanza al que se supeditaría cualquier otro criterio. En el caso de la evaluación, la teoría directa refleja una posición realista según la cual lo más importante es asegurarse de que se accede a una información «objetiva» que garantiza los aprendizajes «imprescindibles» de los estudiantes. En la teoría interpretativa, se admite que es necesario valorar el proceso que el alumno ha hecho, pero, si no ha alcanzado el nivel adecuado, aunque haya avanzado, no se le puede aprobar. Por otra parte, la evaluación debe servir para que el profesor regule el proceso. La posición constructiva implica supeditar la función acreditativa a la pedagógica, pero sin que ello suponga una renuncia a promover mayores niveles de aprendizaje en los alumnos, admitiendo que el progreso del alumno con respecto a su propio nivel es el criterio fundamental, y entender la función de autorregulación de la evaluación, es decir, que el alumno puede identificar por sí mismo cuando ha aprendido y cuando no y por qué. Como en el resto de los escenarios, la teoría posmoderna se caracterizaría por una visión de la evaluación supeditada a que el alumno no se vea obligado a forzar su propio camino y que sea él mismo quien tome todas las decisiones al respecto. La teoría constructiva supone, en el caso del escenario de las relaciones entre capacidades y contenidos, entender que no se pueden construir capacidades sin contenidos específicos, pero que la meta de la educación son las capacidades. La teoría 158

directa atribuiría sentido por sí mismo a los contenidos que serían, por tanto, el criterio de organización y selección de las intenciones educativas. La interpretativa seguiría ligada a los contenidos, aunque admitiría que a la hora de elegirlos es preciso tener en cuenta ciertos aspectos del aprendiz, como por ejemplo su nivel de desarrollo (habría que esperar a que el sujeto estuviera preparado para enseñarle determinados contenidos). La concepción posmoderna, por su parte, subordinaría los contenidos disciplinares al desarrollo personal del sujeto y sus intereses, sin otorgar apenas importancia a la dirección que se marca desde las intenciones educativas cuando se quiere ayudar a desarrollar determinadas capacidades. En el escenario de enseñanza y aprendizaje de actitudes y valores, la posición directa refleja un enfoque conductual en el que lo importante es instalar en el alumno determinados comportamientos, a través de una buena gestión de los premios y los castigos que aseguren el respeto a las normas establecidas. Esta manera de entenderlo se hace más compleja en la teoría interpretativa, que asume que el aprendiz tiene que hacer suyos los valores que subyacen a esas conductas pero considera que para ello basta con explicarle claramente cómo comportarse y las razones para ello. La opción constructiva asume que aprender actitudes y valores implica desenvolverse en un entorno en el que todo el centro favorezca determinadas formas de comportarse y se haga reflexionar a los alumnos sobre el porqué y las consecuencias de distintas formas de proceder en un progreso desde la heterorregulación a la autonomía moral. La concepción posmoderna respondería a una posición de relativismo radical. En el caso de la enseñanza y el aprendizaje de procedimientos, la teoría directa considera que la forma de enseñarlo es presentar un buen modelo verbal y/o práctico de las acciones que debe realizar el alumno. La teoría interpretativa responde a una visión técnica que prima la precisión y el automatismo en la ejecución de la secuencia de acciones, por lo que no bastaría con presentarlas o modelarlas, sino que habría que ayudar al alumno a superar las dificultades en su ejecución, pero siempre mediante un control externo, en detrimento del uso estratégico que caracterizaría la posición constructiva. La alternativa posmoderna refleja la originalidad y la creatividad como criterios fundamentales de un adecuado aprendizaje, de forma que no debería guiarse al alumno, sino dejar que fuera él quien encontrara sus propias soluciones. Finalmente, en la teoría directa los conceptos que los alumnos poseen, en forma de conocimientos previos, son irrelevantes, ya que una buena enseñanza de los conocimientos correctos debería hacerlos desaparecer. La posición interpretativa sigue anclada en una posición realista en la que las ideas de los alumnos se consideran incorrectas, si bien hay que tenerlas en cuenta al comienzo de un proceso de enseñanza cuyo objetivo, no obstante, sigue siendo enseñar lo correcto. La concepción constructiva destaca, en cambio, el proceso de transformación de estas ideas de partida a través del contraste con otras que se ofrecen desde una posición perspectivista, si bien no de relativismo radical, que sería precisamente lo que caracterizaría a la teoría posmoderna, en la que se trataría de respetar e incluso promover ideas diferentes mediante el diálogo, pero sin jerarquizarlas ni guiar ese proceso de cambio en una dirección determinada. 159

Por otra parte, varios estudios de concepciones de los docentes han mostrado la influencia sobre éstas, no sólo del contexto, sino también de otras características como la asignatura en la que se es especialista, el grado de experiencia en la enseñanza, o la etapa o ciclo escolar en el que se da clase (Strauss y Shilony, 1994; Hofer, 2000; véanse también los capítulos 6, 7, 10, 11 y 12). Por esta razón, en el estudio se tuvo en cuenta la distribución de estas variables en los docentes que participaron en la investigación: 386 profesores (92 de ellos estudiantes de último curso de formación inicial).

Constructivos, pero no tanto Los resultados del estudio pusieron de manifiesto que la teoría que con mayor frecuencia eligieron los profesores fue la constructiva. La directa y la posmoderna se eligen en muy pocos casos, sobre todo esta última. La interpretativa, por su parte, es la segunda más presente en las respuestas de los docentes. Cuadro 1. Frecuencia de las cuatro teorías en los profesores en ejercicio y en los estudiantes en formación

Los datos del cuadro 1 pueden, por tanto, interpretarse de forma optimista si ponemos el énfasis en el hecho de que muestran que en la mayoría de las decisiones de práctica docente que se sometían a análisis los profesores han optado por alternativas que reflejan una forma constructiva de entender el aprendizaje y la enseñanza. Sin embargo, otra forma no menos cierta de leer los resultados es que en más de la mitad de los casos fueron alternativas representativas de otras teorías las que eligieron los docentes. De ahí el título de este apartado: constructivos, pero no tanto. El hecho de que la segunda teoría más presente sea la interpretativa (27%) es un resultado que coincide con otros estudios, como el de Strauss y Shilony (1994) y varios de los recogidos en este volumen (véanse los capítulos 8 y 12). Es, por otra parte, un dato coherente con las características de esta concepción, ya que se trata de una posición 160

de transición desde representaciones que responden a una teoría directa hacia la constructiva. La teoría interpretativa está cerca de la directa en sus supuestos epistemológicos, pero se diferencia en la asunción del carácter activo del aprendizaje. Así, un aprendizaje es más eficaz cuando logra una reproducción más fiel, pero ello requiere una intensa actividad e implicación personal por parte de quien aprende. Podríamos resumir sus características asumiendo que es un aprendizaje activo, pero reproductivo (Pérez Echeverría y otros, 2001). Probablemente esta falta de diferenciación entre ambas posiciones (interpretativa y constructiva) ayude a explicar el éxito aparente (teórico) y el fracaso real (práctico) del constructivismo cuando se traslada al aula. Muchos profesores asimilarían el discurso constructivista a su propia teoría interpretativa, de forma que los conocimientos previos, la motivación, el desarrollo cognitivo explicarían por qué el alumno no aprende y serían requisitos para el propio aprendizaje. Sin actividad del alumno no hay aprendizaje pero éste tiene un carácter reproductivo. Lo que, por otra parte, los datos dejaron claro es que ninguno de los sujetos eligió en todos los dilemas la misma teoría. Aunque pudieran reconocerse profesores más «prototípicos» de alguno de los enfoques, es decir, con una frecuencia de respuestas alta en alguno de ellos, no aparecen docentes «puros» en sus concepciones, sino personas que utilizan distintos marcos representacionales para valorar la toma de decisiones a la que se les enfrenta. El título del epígrafe –«constructivos, pero no tanto»– tiene, pues, una doble razón. La de que más de la mitad de las respuestas se sitúan en otras teorías, y el que los profesores no son o no constructivos, sino que tienen mayor o menor probabilidad de explicarse un problema o planificar una actuación de acuerdo con los supuestos constructivos.

Estudiantes y profesores: antes y después de la práctica De las variables analizadas en la muestra –ciclo escolar en el que se impartía docencia, especialidad y experiencia– tan sólo está última ha mostrado relación con los resultados. El cuadro 1 revela una clara diferencia, estadísticamente significativa2 en todos los casos, en la frecuencia con que mantienen cada una de las posiciones los estudiantes universitarios que están finalizando sus estudios para ser maestros y los profesores en ejercicio. Este último grupo muestra, además, un comportamiento homogéneo. Los distintos niveles de experiencia que acumulaban los docentes del estudio (20% de 1 a10 años; 28% de 11 a 20 años; 52% 21 años o más) no produjeron diferencias en las respuestas elegidas. Como se observa en el cuadro 1, los estudiantes dan respuestas constructivas con mayor frecuencia (54%) que los docentes en ejercicio (40%). En el caso de éstos, si bien la teoría constructiva sigue siendo la más elegida, el porcentaje de alternativas directas e interpretativas de los dilemas es significativamente superior. 161

¿Cómo interpretar este resultado? Habría al menos dos posibles explicaciones. Una destacaría la influencia de la distinta formación inicial que han recibido ambos grupos. Esta interpretación no parece, sin embargo, ser coherente con el hecho de que no existen diferencias entre profesores en ejercicio de incorporación reciente y aquellos con más de veinte años de experiencia, que se han formado en culturas pedagógicas muy distintas. La segunda apuntaría a que es el contacto con la práctica la variable que modula las teorías que de forma implícita mantienen unos y otros docentes. Los resultados de otra investigación realizada con psicopedagogos3 arrojó un dato que apoyaría esta hipótesis: los profesionales que, además de llevar a cabo su labor de orientación educativa, ejercían como docentes mostraban con menor frecuencia posiciones constructivas que los psicopedagogos sin experiencia de práctica en el aula (Martín y otros, 2005). ¿Significan estos resultados que la práctica horada las creencias constructivas? ¿Puede que éstas no resistan al contacto con la cotidianeidad escolar porque no han sido verdaderamente asumidas por los profesores? ¿Podría ser que convivieran concepciones más y menos avanzadas sobre la enseñanza y el aprendizaje en el mismo sujeto que se activaran dependiendo de lo arraigadas que estuvieran determinadas creencias? No resulta fácil contestar a estas preguntas con los datos recogidos. Lo que sí parece poder afirmarse es que la práctica habitual en los centros escolares no responde a los principios de una epistemología constructivista. Es preciso haberlos asumido profundamente, es decir, haber redescrito (Karmiloff-Smith, 1992; Pozo, 1999; Pozo y Rodrigo, 2001) la realidad de acuerdo con sus supuestos, para «resistir» la tendencia a considerar que se trata de principios equivocados, ya que son muy infrecuentes en las aulas. Además, es probable que los profesores ni siquiera se cuestionen explícitamente los principios constructivistas, sino que asimilen las ideas aprendidas a sus concepciones más interpretativas creyendo que actúan de acuerdo con los supuestos constructivistas. Por otra parte, el modelo de cambio conceptual propuesto en el capítulo 3 nos llevaría, de hecho, a admitir la convivencia de distintos tipos de teorías en un mismo profesor. No sería difícil entender entonces que cuando los docentes en ejercicio se enfrentan a situaciones especialmente contraintuitivas puedan utilizar teorías implícitas menos elaboradas como la interpretativa o la directa, sin que ello impida que en otras decisiones de la práctica docente se sirvan de una concepción constructiva. Una forma de intentar comprobar en qué medida esta explicación es plausible es analizar los distintos escenarios que se presentaban en los dilemas. A ello se dedica el siguiente apartado.

La importancia del contenido específico y del contexto El análisis de los seis escenarios de práctica docente muestra que existen diferencias estadísticamente significativas en la frecuencia con la que aparece cada teoría. En el cuadro 2 se observa cómo las decisiones relativas a la selección de contenidos y su 162

relación con las capacidades y a la enseñanza y el aprendizaje de conceptos son enfrentadas por los docentes desde posiciones interpretativas y directas en una proporción mayor que en el caso de los otros cuatro escenarios: la motivación, la evaluación, y la enseñanza y el aprendizaje de procedimientos y actitudes. Cuadro 2. Frecuencia de las cuatro teorías en los distintos escenarios en profesores en ejercicio

Este resultado apoyaría la idea de que las teorías implícitas remiten a una serie de principios comunes que pueden luego concretarse en teorías de dominio en las que se aprecien diferencias por la influencia del contenido y/o del contexto concreto de la situación sobre la que se actúa o se razona. Pero, ¿a qué pueden deberse las diferencias encontradas? ¿Por qué son determinados escenarios los que activan con mayor frecuencia las teorías directa e interpretativa? El análisis de los diversos ítems que incluye cada uno de los escenarios permite aproximarse a la respuesta a estos interrogantes.

Relación entre capacidades y contenidos Comencemos por el que se refiere a la selección y programación de la enseñanza. Los dilemas presentados pretendían explorar en qué medida los docentes compartían la idea de que las intenciones educativas, expresadas en el momento de elegir los contenidos y de planificar cómo enseñarlos, deberían tener como meta la progresiva construcción de capacidades y no tanto la acumulación de contenidos. La tradición de la mayor parte de los sistemas educativos ha puesto el énfasis en los 163

contenidos por sí mismos y no como medio para poder adquirir determinadas capacidades (Martín y Coll, 2003; Pozo y Postigo, 2000). El cambio conceptual que supone entender que sin contenidos no se puede construir capacidades, pero que son éstas las que constituyen la finalidad esencial de la educación escolar y que ellas deben ser el criterio para seleccionar los contenidos, no parece haberse producido en más de la mitad de los docentes de la muestra. La pregunta que mejor lo refleja se refiere al dilema de si es preciso dar todo el temario a pesar de que pueda considerarse excesivamente largo y difícil. Un tercio de los profesores creen que es imprescindible porque si no fuera así se bajaría el nivel y luego los estudiantes tendrían problemas en secundaria. Otro tercio propone hacer grupos diferenciados para que los alumnos «con capacidad» lo den todo y el resto sólo hasta donde lleguen. Sólo un tercio elige la opción que defiende que es mejor seleccionar algunos temas y verlos en profundidad desarrollando con ello las estrategias que les permitirán enfrentarse a otros aprendizajes. En este mismo escenario, se refleja también la dificultad de los docentes de elegir los materiales didácticos con el fin de desarrollar el perspectivismo, a pesar de ser ésta una capacidad básica para construir conocimiento. Las respuestas de los docentes a las preguntas acerca de las características de los libros de texto y del papel de la biblioteca de aula muestran que lo que consideran más importante es que estos materiales resulten atractivos y que haya mucha variedad de fuentes, no para desarrollar un relativismo crítico, como postularía el constructivismo, sino para que los alumnos elijan cómo y cuándo trabajar, alternativa que representa la teoría posmoderna de relativismo radical.

Motivación y aprendizaje Los dilemas que indagan la naturaleza y el papel de la motivación en el aprendizaje permiten acceder también a determinadas ideas muy asentadas en las concepciones de los docentes, a pesar de que la teoría educativa actual las considere superadas. La primera se refiere a la dificultad de entender la bidireccionalidad entre motivación y aprendizaje: ¿los alumnos no aprenden porque no están motivados o no están motivados porque no aprenden? Cuando se planteó a los docentes del estudio varias alternativas para actuar ante un problema de falta de hábito lector, apenas un 39% eligió la que señalaba que la causa podía estar en que no comprendían lo que leían y eso les hacía sentirse incompetentes. Esta misma dificultad se puso de manifiesto en otro dilema en el que se preguntaba por qué determinados alumnos que mostraban dificultades de aprendizaje en las asignaturas obligatorias podían en cambio sentirse interesados en otro tipo de actividades complementarias. El 58% de los docentes eligió la opción que proponía como factores influyentes el menor número de alumnos y el que siempre gusta más lo que se puede elegir. Tan sólo un tercio se decantó por la explicación que aludía a que, al encontrarle más sentido, aprenden más y ello hace que se sientan más competentes. La motivación parece seguir asociándose por parte de un número elevado de profesores con factores afectivos o emocionales y no tanto cognitivos. Los sujetos del 164

estudio justifican la capacidad motivadora del trabajo en grupo, sobre todo porque así se sienten más a gusto, pero no porque una tarea realizada en equipo contribuya a tener en cuenta distintos puntos de vista, ni porque exija establecer metas acordadas entre todos y aprender a regular los procesos. Finalmente, las respuestas a otro de los ítems de este escenario revelan hasta qué punto se encuentra arraigada la denominada «cultura del esfuerzo» (Coll, 2003). De las explicaciones que se ofrecían al desinterés que los docentes parecen percibir en el alumnado actual de primaria, el 58% eligió la que entiende que esto pasa porque cada vez se les exige menos. Tan sólo el 28% consideró que podía deberse a que no llegaban a comprender lo que estudiaban porque no se partía de sus propios significados. Este resultado pone de manifiesto que se entiende la motivación como un estado, una condición previa para el aprendizaje, y no como un proceso, como algo que se construye en la medida en la que el estudiante se siente capaz de aprender y ello le motiva para el esfuerzo que, sin duda, supone construir nuevos conocimientos.

Evaluación Las concepciones de los docentes acerca de la evaluación son, de acuerdo con el cuadro 2, más próximas a posiciones constructivas (45% de las respuestas) que las de los escenarios revisados hasta aquí. Pero los datos permiten identificar dos aspectos en los que se aprecia una visión más tradicional. El primero refleja las resistencias a incorporar la evaluación formadora (Nunziati, 1990; Sanmartí y Jorba, 1995) a la práctica evaluativa. Ante un dilema que plantea la conveniencia de utilizar la autoevaluación, el 58% de los sujetos consideran que es bueno ir acostumbrándoles a esta actividad porque crea compromiso en los alumnos, siempre que se acompañe posteriormente de una corrección por parte del profesor que deje claro lo que está bien y lo que está mal. La preocupación por la objetividad, como reflejo de una clara posición realista, y la falta de conciencia sobre la necesidad de la autorregulación de los alumnos se ponen de manifiesto en este resultado, que coincide con otros estudios que muestran que la evaluación formadora es el aspecto más complejo de la innovación en la práctica en el aula (Martín, 2002). El realismo es también lo que predomina en otro dilema de este escenario que indaga acerca de la mejor forma de atender a la diversidad desde la evaluación. En este caso, la opción que se corresponde con la teoría directa es tan frecuente como la constructiva. La mitad de los docentes no creen que se pueda asumir el riesgo de plantear preguntas abiertas que permitan distintos grados de profundidad en su respuesta. Por el contrario, consideran que las preguntas deben ser las mismas y ser lo más objetivas posible para asegurar que los aprendizajes propios del curso se han alcanzado por parte de todos los alumnos. Por lo que se refiere a la evaluación de los procedimientos, se observa que un tercio de los profesores creen que la mejor forma de hacerlo es que el alumno explique todos los pasos para comprobar que lo hace en el orden correcto. Como plantean varios 165

autores (Pozo, 1992; Monereo, Pozo y Castelló, 2001; Valls, 1993), se entiende en este caso que el «saber hacer» es equivalente al «saber decir» y que el hecho de poder verbalizar un procedimiento es indicador suficiente de su aprendizaje, sin requerir la comprobación de las acciones del alumno ni su uso estratégico en función del contexto concreto.

Enseñanza y aprendizaje de conceptos En este escenario se aprecia con mayor claridad que en ningún otro el realismo que impregna las concepciones de muchos docentes. La teoría que domina en este caso es la interpretativa (44% de las respuestas; 18% directa; 26% constructiva; 12% posmoderna). Es decir, el aprendiz tiene que ser activo, pero el objetivo de la enseñanza es la reproducción fiel de lo enseñado. Los profesores son mayoritariamente partidarios de tomar en cuenta los conocimientos previos de los alumnos, pero la mitad de ellos lo hacen para superarlos – ya que se consideran errores– y no para que los alumnos se den cuenta de lo que piensan y lo puedan comparar con otras explicaciones y modelos. Este mismo supuesto realista se muestra cuando se defiende que es bueno que los estudiantes expresen sus ideas intuitivas en voz alta en clase, pero casi la mitad de los docentes lo justifican para contrastarlas con la explicación correcta que dará el profesor, y sólo un tercio elige la opción que explica que ello permitirá que entre todo el grupo se pueda ir mejorando esa explicación de partida. Resulta también sumamente interesante la posición que mayoritariamente mantienen los docentes del estudio acerca de las relaciones entre aprendizaje y desarrollo. Cuando se les pregunta si hay que esperar o no a enseñar determinados conceptos hasta que el alumno tenga el adecuado desarrollo cognitivo, el 63% considera que es mejor esperar porque de otro modo se favorecen errores y desviaciones conceptuales y sólo el 16% cree que siempre se puede trabajar un concepto en progresivos niveles de dificultad. Estas respuestas reflejan un enfoque de desarrollo necesario (Coll, 2001), según el cual el aprendizaje es subsidiario del nivel de desarrollo del alumno. La posición sociocultural del desarrollo mediado, que entiende que a través del aprendizaje provocamos el desarrollo, es totalmente minoritaria.

Enseñanza y aprendizaje de procedimientos Los docentes parecen compartir en mayor medida que con los conceptos las posiciones constructivas cuando se refiere al aprendizaje y la enseñanza de los procedimientos, como se observa en el cuadro 2 (40% de las respuestas). No obstante, sigue habiendo un aspecto explorado en los dilemas en el que se reconoce una posición interpretativa, el que se refiere a la comprensión de los procedimientos desde una perspectiva de uso técnico o estratégico (Pozo y Postigo, 2000). La mitad de los profesores del estudio, cuando se les ha preguntado cómo ayudar a los alumnos a que aprendan a usar los procedimientos adquiridos en nuevas situaciones, se inclinan por explicarles cómo deben hacerlo y darles 166

un buen modelo. Son menos de un tercio los que contestan que hay que ayudar a los alumnos a que se den cuenta de lo que deben mantener igual y lo que deben cambiar en cada situación. La comprensión de la importancia de los aspectos metacognitivos, del pensamiento condicional en el aprendizaje de los procedimientos desde un enfoque estratégico (Mateos, 2001; Monereo y otros, 1999, 2000), parece pues uno de los aspectos más difíciles de incorporar en las concepciones de los docentes.

Enseñanza y aprendizaje de actitudes Éste es el escenario en el que la frecuencia de respuestas constructivas es mayor (60% de las respuestas). Los profesores reflejan una concepción según la cual las actitudes se aprenden en la medida en que están presentes en los modelos de comportamiento que se les ofrece en los centros, son compartidas por el equipo docente en su conjunto y se enseñan mediante la participación de los alumnos en el establecimiento de las normas y la reflexión sobre situaciones que implican opciones morales. Se trata, pues, de respuestas que reflejan una teoría constructiva. Respuestas mayoritarias en el caso de dilemas relativos a actitudes racistas, poco respetuosas con el medio ambiente, vandálicas, o de maltrato entre iguales. Es interesante, sin embargo, que en una pregunta en la que se plantea el problema de la disrupción en el aula, es decir, de un alumno que no quiere hacer las tareas que se le mandan en clase, el 53% de los profesores eligen la opción interpretativa –el tutor debe hablar con el alumno y explicarle razonadamente por qué no debe reaccionar así–, y sólo un tercio de los docentes del estudio considera la más acertada la alternativa constructiva que propone que, si se negocian las tareas con los alumnos, dándoles cierta autonomía para configurarlas y exigiéndoles luego el compromiso al que se ha llegado, es menos probable que se produzcan este tipo de incidentes. Parecería que el discurso de la educación en valores, que tanto peso ha tenido en estos últimos años en el marco de la reforma del sistema educativo español, siguiera chocando con la realidad de las aulas cuando se trata de conflictos de disciplina, que según otras investigaciones (del Barrio y otros, 2000; Martín y otros, 2003) son los que más preocupan a los docentes.

Hacia dónde dirigir el énfasis de los cambios en la práctica docente: el «núcleo duro» de las concepciones Al comenzar el capítulo afirmábamos que el estudio de las concepciones de los profesores acerca de la enseñanza y el aprendizaje tenía un interés tanto teórico como práctico. ¿Qué nos aporta esta investigación desde el punto de vista de la mejor comprensión de la naturaleza de las teorías implícitas? Una primera aportación sería el apoyo al supuesto de que los docentes analizan la realidad de acuerdo con algunos 167

principios generales –teorías implícitas– que, no obstante, son sensibles a la influencia del contenido concreto de la representación y a la información contextual –teorías de dominio–. Los distintos niveles representacionales que se proponen en el capítulo 3 pueden reconocerse en los resultados de este trabajo. Las respuestas de los profesores del estudio ponen de relieve ciertas constantes, pero el peso de estos vectores no es el mismo en todos los escenarios, ni siquiera en todas las decisiones que éstos incluyen. El análisis de lo que varía se ha realizado en el apartado anterior. Querríamos ahora centrar la atención en lo común. ¿Qué supuestos de los que caracterizan las cuatro teorías del aprendizaje se reconocen en las respuestas de los docentes de la investigación? Ante todo, los resultados destacan la fuerte presencia de un realismo ingenuo, según el cual el conocimiento se corresponde directa y unívocamente con la realidad, y un dualismo del conocimiento (verdadero o falso): los conocimientos previos son representaciones erróneas de la realidad, la evaluación tiene que permitir acceder objetivamente al conocimiento del alumno para contrastarlo con el correcto, es mejor que haya un libro donde los conceptos científicos queden claros que una biblioteca de aula… Creencias en las que se refleja la idea del conocimiento como copia de la realidad. La elección de las alternativas diseñadas en los dilemas de acuerdo con la teoría directa revela este supuesto de realismo ingenuo, pero también lo hacen en muchos casos las opciones de la teoría interpretativa que, como se ha señalado, comparte con la directa el supuesto epistemológico del realismo ingenuo y del dualismo. Pero la alta frecuencia de las respuestas interpretativas traduce otro rasgo de las concepciones de un importante número de profesores: establecer una relación lineal y no interactiva entre los tres componentes del aprendizaje (condiciones, procesos, resultados). Este rasgo se identifica, por ejemplo, en la concepción de la motivación como una condición cuya naturaleza es la de estado y no un proceso: se tiene o no se tiene motivación. Si se tiene, se ponen en marcha determinados procesos (actividad del aprendiz) que garantizan con una alta probabilidad unos resultados (aprendizaje de los contenidos enseñados). Si no se tiene, esta cadena se rompe y el alumno no aprende. Desde la teoría interpretativa no se considera que la comprensión de la realidad –el aprendizaje– provoque motivación. La causalidad lineal, frente a una concepción recíproca e interactiva entre condiciones y procesos está estrechamente relacionada con otro dualismo muy presente en las respuestas de los docentes: la existencia como entidades independientes de la cognición y la emoción. La motivación se vincula fundamentalmente a la emoción y no a la cognición. O mejor dicho, no se analiza desde la indisociabilidad de ambas perspectivas y su influencia recíproca. Este dualismo se pone de manifiesto también en algunos de los dilemas de la evaluación: hay que aprobar a una alumna que no ha llegado al nivel de sus compañeros aunque ha avanzado con respecto al suyo propio no porque de hecho haya habido progreso, sino para que no se desanime. Asimismo, se identifica este dualismo en los dilemas acerca del trabajo en grupo, cuando se señala como explicación de su utilidad que les gusta más a los alumnos, y no que ayuda a tomar distintas perspectivas –vía 168

fundamental para superar el realismo ingenuo–, o que exige autorregular la conducta. Este último aspecto, la escasa importancia concedida a la autorregulación, constituye otro de los rasgos de muchas de las respuestas de los sujetos del estudio. La actividad que se considera necesaria para el aprendizaje no termina de entenderse como autorregulación, sino que es una actividad dirigida desde fuera. La dificultad de aceptar la autoevaluación, la tendencia a entender el aprendizaje de los procedimientos como técnicas y no como estrategias controladas por el aprendiz, son algunas de las manifestaciones de la ausencia de la teoría constructiva, en su supuesto de la actividad del sujeto que aprende como un progresivo avance en la dimensión de autorregulación. Una segunda aportación teórica de este estudio, además de los supuestos que parecen más arraigados en los profesores de primaria en España, sería la información que nos ofrece acerca de la teoría posmoderna. Los resultados de esta investigación no permitirían afirmar que se trate de una cuarta teoría del aprendizaje en el mismo sentido que las otras tres, es decir, con supuestos epistemológicos, ontológicos y conceptuales sustancialmente distintos de las anteriores. Su frecuencia en términos absolutos es muy baja (11%) y son muy escasos los ítems en los que la alternativa posmoderna es la más elegida. Sólo sucede en concreto en dos de los 36 que se proponen. Y en los dos casos, que plantean el tema del trabajo en grupo, lo que se pone de manifiesto es sobre todo el rasgo relativo a la libertad de elección del alumno de la dirección de sus procesos de aprendizaje, sin tener que verse sometido a la imposición externa que supone la enseñanza. ¿Es esto suficiente para otorgarle entidad a la teoría posmoderna? O, como se plantea en el capítulo 3, ¿es una posición o punto de vista que se reconoce en algunos discursos y prácticas escolares sin llegar a constituirse en principios generales que restrinjan las representaciones y prácticas de los docentes? La tercera y última aportación teórica del estudio se refiere a la importancia que según los resultados tiene la variable experiencia o, de forma más precisa, la influencia de tener o no experiencia de práctica en el aula. Lamentablemente, lo que la investigación no permite es identificar el porqué de esta influencia más allá de las especulaciones que se han presentado en el apartado correspondiente. Finalmente, creemos que el trabajo constituye también una aportación interesante desde el punto de vista práctico de la intervención. Si la mejora de la calidad de la enseñanza supone, como se postula en el capítulo 1, redescribir las concepciones de los docentes, conocerlas puede ayudarnos en los procesos de formación inicial y permanente (véase el capítulo 19). Obviamente, en estos procesos habrá que partir de los conocimientos y creencias de los profesores con los que de hecho se trabaje, pero saber que es probable que haya determinados supuestos que se compartan y que algunos pueden ser más resistentes al cambio podría contribuir, en nuestra opinión, a la puesta en marcha de procesos de cambio representacional más exitosos.

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1. Esta investigación ha sido subvencionada por la Comunidad Autónoma de Madrid en la convocatoria de Humanidades y Ciencias Sociales con el proyecto 06/0017/2001. En esta investigación participaron también María del Puy Pérez Echeverría y Juan Ignacio Pozo, a quienes queremos mostrar nuestro agradecimiento. 2. Para el análisis de los resultados se utilizó el paquete estadístico SPSS 12.0 y consistió en un análisis de varianza con medidas repetidas mediante el procedimiento modelo lineal general, con un nivel de confianza del 95% como mínimo. 3. El mismo equipo de investigación ha realizado otro estudio acerca de las concepciones sobre la enseñanza y el aprendizaje de los psicopedagogos, subvencionado por la Comunidad Autónoma de Madrid en la convocatoria de Humanidades y Ciencias Sociales (06/0049/03). Véase Martín y otros, 2005.

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7 Las prácticas discusivas de los profesores en clases de primaria: veo de dónde vienes y sé cómo hablarte1 Montserrat de la Cruz, Nora Scheuer, María Faustina Huarte

Prácticas discursivas y concepciones educativas En este capítulo presentamos un estudio descriptivo del discurso que profesores de nivel primario utilizan en sus encuentros cara a cara con los alumnos en clase (en el capítulo 16 se incluye un estudio semejante en el nivel universitario). Partimos de la idea de que el estudio de la dimensión pragmática del discurso de los profesores brinda un acceso indirecto y particularmente potente a sus concepciones implícitas acerca de la enseñanza, el aprendizaje y la mente del aprendiz. Tomamos como unidad de análisis los actos de habla (Searle, 1969; Stubbs, 1983; Van Dijk, 1980), ya que son una de las vías más relevantes a través de las cuales los profesores ejercen influencias sobre los procesos cognitivos, emocionales y sociales de sus alumnos. Pensemos, por ejemplo, en el continuo de situaciones en las que los profesores ordenan la participación de los alumnos, les proporcionan o aclaran informaciones e instrucciones, indagan sus conocimientos o experiencias biográficas, avalan sus respuestas o ellos mismos se comprometen en una acción futura. Llamativamente, los hablantes parecen ser escasamente conscientes de «las cosas que hacen con palabras» (Austin, 1962). Indudablemente, saben que hablan y son relativamente capaces de reconocer qué han dicho (aspecto locutivo), pero su conciencia de la fuerza de sus palabras en el acto llevado a cabo al hablar (aspecto ilocutivo) y de sus efectos (aspecto perlocutivo) es bastante restringida. Por ello, consideramos que el análisis de los actos de habla que los profesores realizan en clase puede echar luz sobre aspectos relativamente implícitos de las concepciones de la enseñanza y el aprendizaje escolar. Antes de presentar el estudio que realizamos, haremos un breve recorrido en torno a 171

trabajos que relacionan las concepciones de los profesores acerca de la enseñanza, el aprendizaje y la mente del aprendiz. Strauss y Shilony (1994) plantean que las prácticas de enseñanza de los profesores suelen estar guiadas en mayor medida por teorías ingenuas acerca de la mente de sus alumnos que por aquellas que les fueron enseñadas durante su formación como profesores. Tal como se plantea en este libro (véase el capítulo 2), estos autores entienden esas teorías ingenuas como filtros que orientan las interpretaciones y concepciones acerca de cómo opera la mente del aprendiz. Strauss y Shilony señalan además que las teorías ingenuas de los profesores presentan estrechas conexiones con las teorías que los niños tienen sobre la mente, en particular con la teoría de la copia y con la teoría interpretativa (Strauss, Ziv y Stein, 2002; Wellman, 1990; capítulo 2). Por su parte, Astington y Pelletier (1996) distinguen tres concepciones del aprendizaje, a partir de las relaciones que establecen entre las recientes investigaciones de las capacidades intencionales y mentalistas (Tomasello, Ratner y Kruger, 1993) y los enfoques maduracionista, conductista y constructivista que propone la literatura pedagógica tradicional. Estas concepciones (véase Pramling, 1996) podrían sintetizarse en: Los niños aprenden a hacer: los profesores funcionan como modelo, intencionalmente o no. Los niños aprenden a conocer: los profesores los instruyen enseñándoles las habilidades necesarias para adquirir el conocimiento escolar. Los niños aprenden a pensar: los profesores guían a los niños en las discusiones para que compartan e intercambien sus ideas y creencias con otros. Olson y Bruner (1996) formulan una cuarta concepción, según la cual los niños aprenden a manejar y discriminar el conocimiento objetivo: los profesores les ayudan a entender la distinción entre el conocimiento personal y lo que se da por conocido en una cultura. Además, estos autores señalan que las concepciones sobre el aprendizaje, la enseñanza y la mente del aprendiz cambian según los períodos históricos y enfatizan que pueden ser adoptadas por los propios aprendices: como una manera apropiada de pensarse a sí mismos, a sus aprendizajes y a sus habilidades para pensar […]. Las concepciones de sí mismo y de la mente pueden ser productos de la pedagogía y viceversa. (Olson y Bruner, 1996, p. 25) Las primeras tres concepciones presentan ciertas relaciones con las teorías implícitas del aprendizaje esbozadas en el capítulo 3, tanto en lo que hace a su función en el aprendizaje como a sus contenidos particulares. Las nociones básicamente externalistas de aprendizaje de habilidades prácticas a partir de modelos y de instrucción de habilidades cognitivas serían versiones de la teoría directa, mientras que la guía y promoción de la formulación e intercambio de ideas propias podría, según cómo opere, inscribirse en una teoría interpretativa, una posición posmoderna o incluso una teoría constructiva.

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Un estudio de las prácticas discursivas en clase Para obtener un panorama amplio de las prácticas discursivas de los profesores en el nivel primario, analizamos clases de todas las materias en los grados de inicio y finalización de este nivel educativo (primero y séptimo) en dos escuelas públicas de Bariloche (Argentina): una con población principalmente de sectores medios (jefe de hogar con empleo, secundaria completa, en familias que habitan en barrios con acceso a los servicios básicos) y otra con población principalmente de sectores marginados (jefe de hogar sin empleo estable, con escaso nivel de instrucción y residencia en barrios periféricos que no cuentan con servicios básicos). Cabe señalar que el fracaso escolar en Argentina se concentra en los sectores socioculturales marginados, es decir, aquellos que presentan una participación e influencia periféricas en el sistema político, económico, social y cultural (de la Cruz y Lolich, 1995; López y Tedesco, 2002), tendencia que se ha acentuado a partir de la crisis generalizada del año 2001 en este país. Se analizaron 22 clases completas de matemáticas, ciencias sociales, ciencias naturales, lengua, plástica, música y educación física. De acuerdo con la organización escolar habitual en nuestra región, en primer grado un mismo profesor o profesora enseñaba las primeras cuatro materias, en tanto que en séptimo grado un profesor enseñaba lengua y ciencias sociales y otro, matemáticas y ciencias naturales. Las escuelas contaban con un profesor específico para música, plástica y educación física, respectivamente. Los registros obtenidos a partir de las grabaciones y observaciones de las clases fueron cotejados por cada uno de los profesores observados. Todas las clases fueron analizadas y controladas por tres investigadores. El análisis se centró en el discurso oral de los profesores en clase, sin analizar gestos ni variaciones tonales. El discurso de los alumnos sólo fue considerado para la interpretación del discurso de los profesores. A partir de la identificación de los actos de habla en las intervenciones de los profesores, se realizó una doble clasificación de cada acto de habla, teniendo en cuenta la acción que realiza y el tipo de contenido al que hace referencia. Estas distinciones fueron depuradas y redefinidas hasta la formulación que se presenta en el cuadro 1 (véase en la página siguiente). Cuadro 1. Categorías para el análisis de los actos de habla en clases de primaria

ACTO DE HABLA Indaga, promoviendo procesos de reconocimiento: pregunta acerca de un referente externo, sea fenoménico o simbólico («¿quién trajo goma?»; «¿qué número es éste?», mostrando un cartel), o interno («¿entendés la

CONTENIDO REFERIDO Gestión social del aula y del ambiente de trabajo: conducta social y disposición atencional para posibilitar el trabajo en clase («silencio»; «se sientan»; «atiendan»; nombrar a los alumnos para llamarles la atención). 173

letra de la canción?»). Indaga, promoviendo procesos de evocación: pregunta por un conocimiento que puede ser recuperado como episodio vivido («¿qué hicimos ayer?») o como categoría semántica («¿qué significa las montañas limpias?»). Indaga, promoviendo procesos de anticipación, imaginación, deducción, inferencia: pregunta por un conocimiento que puede ser generado o desencadenado por el alumno a través de procesos mentales elaborativos. Da pistas, orientando la dirección del pensamiento. Informa, expone, describe, narra: enuncia o desarrolla un contenido temático. Ejemplifica: ilustra con casos. Aclara, amplía, justifica, contrasta. Ordena directo: emite una orden en forma directa. Ordena indirecto: emite una orden en forma indirecta, al expresarla en forma de pregunta y/o en primera persona del plural como sugerencia o recomendación («¿comenzamos?, «nos sentamos»). Confirma, acepta: reitera lo dicho o hecho por un alumno o el propio docente, expresando acuerdo («sí», «bueno», «de acuerdo»). Califica y corrige: asigna una valoración positiva o negativa a lo hecho o dicho por los alumnos («muy bien», «bien», «no», «mal»), señala errores, imperfecciones, omisiones. Da permiso, prohíbe y advierte:

Materiales de trabajo: lápices, pegamento, tijeras, goma, uso del pizarrón. Ritmo de trabajo: tiempos en que se debe ejecutar la tarea. Acciones concretas en la ejecución de la tarea: acciones aisladas al llevar a cabo la tarea («recorten», «escriban», «dejen un renglón», «salten»). Secuencias de pasos en la ejecución de la tarea: consignas de varios pasos («primero leen la pregunta, después se fijan en el manual y luego contestan»). En estos casos, se codifica una sola vez toda la secuencia. Procedimientos: conjunto de acciones ordenadas orientadas hacia la consecución de una meta («se toma el aire por la nariz y se saca por la boca»). Datos, hechos, resultados: los datos o hechos enuncian un objeto, suceso o símbolo discreto. Los resultados son productos objetivos de procesos. Conceptos: términos que designan conjuntos de objetos, sucesos o símbolos que tienen características comunes. Se alude al significado de los mismos, presentando definiciones o principios que favorecen avances desde el conocimiento cotidiano hacia el conocimiento científico. Experiencia de vida extraescolar («¿qué hiciste el fin de semana?»). Experiencia de vida escolar («¿se acuerdan ayer cuando…?»). Perspectiva cognitiva: apreciación subjetiva en torno a un conocimiento o situación («¿qué les parece?», «¿cómo entienden esto?»). Perspectiva emocional: apreciación subjetiva de carácter emocional («¿qué les pasa, por qué están tan enojados?»; «¿a ustedes les gustaría que…?»).

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acepta o niega un pedido, prohíbe una acción («a la escalera no», «nadie hable»), alerta sobre las posibles consecuencias de una acción. Enmarca la tarea: circunscribe el tema, plantea su sentido o lo relaciona con otros contenidos. Otras: pide («no te enojes»), estimula («dale»), controla el ritmo de trabajo («más rápido»), ironiza («cuando te cortaron el pelo se te fue la inteligencia»). El corpus consta de 2.721 actos de habla que corresponden a todo lo dicho por los profesores en cada una de las 22 clases registradas. Se evidenció una notable variación en la cantidad de actos de habla en las diferentes clases (entre 38 y 249 por clase). En una primera aproximación, llama la atención que aunque la combinación efectiva de tipos de actos de habla y contenidos es muy amplia (55 combinaciones), sólo cuatro combinaciones bastan para dar cuenta del 42% del total. Éstas son: Ordena la gestión social, de forma directa o indirecta: 430 actos. Ordena acciones en la ejecución de la tarea: 300 actos. Indaga datos: 284 actos. Confirma datos: 123 actos. La preeminencia de estas combinaciones revela una modalidad de enseñanza fuertemente controlada por el profesor mediante la provisión de instrucciones e informaciones fragmentadas y la reiteración de la supervisión (Schlemenson, 2003), en sintonía con la concepción de la enseñanza como instrucción (Olson y Bruner, 1996; véase también el cuadro 1 del capítulo 1, p. 51). Aplicamos un análisis de clasificación (véase el apéndice del capítulo 5, p. 170) con el propósito de identificar asociaciones entre actos de habla y contenidos, materias, grado escolar y sector social de los alumnos. Un primer análisis mostró que las combinaciones de actos de habla y contenido varían según el grado escolar y el sector social. Además, diferenció las materias de matemáticas, lengua, ciencias sociales y naturales por una parte, de plástica, educación física y música, por otra. Aplicamos entonces un análisis de clasificación sobre estos dos grupos de materias. La clasificación mostró que los actos de habla que caracterizan el discurso de los profesores de música, plástica y educación física conforman un grupo homogéneo a través de los grados escolares y el sector social, que revela una concepción de enseñanza centrada en una instrucción guiada externamente a partir de la frecuente indagación y comprobación de las ideas y habilidades de los alumnos, con la posterior calificación de sus productos. 175

Por razones de espacio, nos restringiremos en este capítulo al análisis de los resultados de la clasificación relativos a matemáticas, lengua, ciencias sociales y naturales (consideramos, además, que es notablemente mayor el tiempo escolar destinado a estas materias que a música, plástica y educación física2). El análisis diferenció los cuatro grupos que a continuación caracterizamos según los actos de habla, materias, grado escolar y población que concurre a la escuela. Interpretamos desde la perspectiva de la modalidad de enseñanza imperante y la concepción de aprendiz implicada, e ilustramos con fragmentos de una clase característica.

Grupo 1. El profesor instruye-el alumno ejecuta Este grupo se caracteriza por informa, ordena e indaga en referencia a acciones para favorecer la ejecución de las tareas, así como indaga y ordena con relación a los materiales de trabajo que los alumnos utilizan en dicha ejecución. También caracterizan a este grupo las órdenes sobre la gestión social, orientadas a la generación y mantenimiento de un ambiente de trabajo. Esta asociación de actos de habla-contenidos indica una enseñanza basada en la instrucción verbal de acciones concretas mediante la dirección y el control externos del comportamiento manifiesto del aprendiz, lo que a su vez sugiere una concepción del aprendiz como hacedor, en el sentido de ejecutor de demandas. Las combinaciones características de este grupo se asocian principalmente a las clases de matemáticas y ciencias naturales, primer grado y grupos escolares de sectores marginados. El fragmento de la página siguiente ilustra cómo estas prácticas discursivas se manifiestan en clase. El el diálogo muestra cómo el profesor ordena, informa e indaga, procurando que los alumnos se preparen para ejecutar acciones en una tarea sencilla. Para ello, se ocupa de la gestión social. Pregunta para comprobar el registro correcto por parte de los alumnos acerca de lo que han visto y tienen que hacer. Sus preguntas, que versan sobre una experiencia inmediatamente anterior, se limitan a convocar una memoria de reconocimiento de unidades simples. El grado de obviedad en el que se enmarca el discurso del profesor provoca emisiones de ruidos que el profesor intenta acallar e incluso confusiones terminológicas. Clase de ciencias naturales en primer grado con alumnos de sectores marginados (es llamativo el ruido en el transcurso de toda la clase). P ROFESOR: Mauricio, Margarita, chicos, dejamos de jugar a las bolitas, guardamos todo esto, la tarea, guardalo es de Johana…, chicos, ahora. Cada uno sentado en su lugar, bueno ahora están pintando el otro cartelito de lunes con sol. Sí, chicos, Estefanía guardá los números ahora, ¿sí? Los vas a tener vos, guardalos… Mirco, ¿vos tenés la nube? ALUMNO: La voy a pintar. P ROFESOR: Bueno, pintala. Estuvimos viendo el almanaque, ¿en el almanaque qué 176

habíamos visto?, chicos. ALUMNOS (a coro): Uno, dos… P ROFESOR: Dos… No están escuchando todos […] Si no entendemos esto que estamos haciendo, lo del almanaque, no lo van a poder hacer ustedes porque yo les voy a repartir una hoja a cada uno con los dibujitos que están ahí, con el registro de cada día, pero tenemos que entender qué es lo que tenemos que hacer… ALUMNA: Para después hacerlo. P ROFESOR: Claro, si no cómo vamos a saber lo que tenemos que hacer. Yo les traje el almanaque para que ustedes vieran qué aparecía en el almanaque. ALUMNOS (a coro): El día. P ROFESOR: Estaban los días, ¿qué más?… Enero, febrero, marzo, ¿qué son? ALUMNO: Día. P ROFESOR: Abril, mayo, junio… ¿Cuáles son los días? ¿Los días cuáles son? ALUMNO: Abril.

Grupo 2. El profesor indaga e informa-el alumno conoce. Este grupo se caracteriza por informa, indaga, confirma y aclara lo ya dicho por los alumnos en relación con datos. Esta asociación indica una enseñanza que combina la instrucción verbal de conocimiento fáctico con la indagación, recuperación y ampliación de conocimientos almacenados en la mente del aprendiz, concebido como conocedor. Las prácticas discursivas propias de este grupo se asocian a clases de ciencias sociales y naturales, primer grado y sectores medios. Veamos cómo se manifiestan estas características en un fragmento de clase. Clase de ciencias naturales en primer grado con alumnos de sectores medios. P ROFESOR: ¿Por qué se dice que hay que limpiar las montañas? ALUMNO: Porque se pueden contaminar. ALUMNO: Para que estén limpias. P ROFESOR: A. dice que las montañas se contaminan. Si hay mucha basura y si se contaminan las montañas… ¿quiénes viven en las montañas? ALUMNO: Los árboles. P ROFESOR: Los árboles. ALUMNO: Las plantas. P ROFESOR: Las plantas. ALUMNO: El pasto. P ROFESOR: El pasto. ALUMNO: Las personas. P ROFESOR: Las personas. ALUMNO: Seño, (gritando) los pajaritos. Seño, yo sé quién vive, los pajaritos. 177

ALUMNO: Seño, ¿vas muchas veces a las montañas? […] P ROFESOR: Vamos a hacer de cuenta que todos los árboles que existen en el mundo se enferman, se mueren, se secan y no hay ninguna hojita verde. ¿Qué podría pasar con este planeta? ALUMNO: No podríamos respirar. ALUMNA: No habría aire. ALUMNA: Hay unos hombres que cuando nosotros pasamos para ir a un lugar, pasamos y vemos que están cortando árboles. P ROFESOR: Eso, eso es en la ruta del Faldeo… Desde aportes que retoman sus experiencias de vida en el entorno de su cotidianeidad extraescolar (viven en una región montañosa y boscosa), los niños van dando significado a la idea de montañas limpias. El reconocimiento del profesor mediante la repetición de sus palabras, juntamente con el ejercicio de una escucha abierta, promueve en la clase un espacio dialógico que permite la expansión de lo que los alumnos expresan y piensan. A través de la secuencia de turnos en la conversación se incrementa y precisa la información que se formula y se establecen algunas relaciones simples.

Grupo 3. El profesor indaga y comunica perspectivas-el alumno se posiciona Se caracteriza por actos de habla referidos a una diversidad de contenidos. Indaga e informa conceptos y procedimientos; indaga e informa con relación a la experiencia de vida escolar y extraescolar de los alumnos, la del propio profesor y a las perspectivas cognitiva y emocional de uno y otros; aclara, ejemplifica o enmarca acciones para la ejecución de la tarea y califica diversos contenidos. Esta asociación indica una enseñanza que combina la instrucción verbal de conocimientos de diversa índole y complejidad con la indagación y apreciación de conocimientos, experiencias y perspectivas del aprendiz, lo que sugiere una concepción del aprendiz como conocedor y pensador. Este grupo se asocia principalmente a las clases de lengua, séptimo grado y sectores medios. Clase de lengua en séptimo grado con alumnos de sectores medios. P ROFESOR: ¿Qué es lo que dice la fotocopia? ALUMNO: Reglas que debemos respetar. P ROFESOR: Reglas que debemos respetar, o para que entre nosotros, entre toda persona que se comunica con otra, haya una buena comunicación… parte de las interferencias pueden venir de afuera, hay algunas reglas que si nosotros respetamos, va a ser más eficiente la comunicación. 178

ALUMNO: De cantidad y tu contribución que sea la necesaria, si no van a decir que sós charlatana. P ROFESOR: O sea que primero como una especie de regla de cantidad… […] P ROFESOR: ¿A ver a quién alguna vez, sin darse cuenta le pasó que se pusieron a hablar, hablar y hablar y de pronto se dieron cuenta que estaban confundiendo al otro, o que se estaban pasando de charlatanes o que bueno, como que hubo… no cumplían con lo mejor, con el objetivo de una buena comunicación? ¿Les pasó alguna vez? ALUMNO: A mí, sí… P ROFESOR: ¿Cuándo fue? ALUMNO: Vino mi abuela a comer y le empecé a hablar y parecía que se estaba reaburriendo porque decía «sí, sí». ALUMNO: Sí, si entonces parecía que… ALUMNO: No, yo, me aburro con mi abuela, porque mi abuela, porque vos sabés que cuando yo fui con mi hermana (con otro tono) yo le contesto «sí abuela, sí abuela» (parodiando, risas). P ROFESOR: ¿Y alguna vez le dijiste algo? ALUMNO: Sí: «abuela, pará de hablar». P ROFESOR: Bueno, a ver, la última regla (lee) «y no digas lo que crees que es falso, no digas nada a la ligera, que tu contribución sea veraz». Y acá, chicos, dice «en las vacaciones fuimos a pescar y salió una corvina de 250 kilos» (probablemente para llamar la atención de los alumnos). ALUMNO: Está loco. P ROFESOR: Bueno, ¿sobre esto? ALUMNO: Mi papá. P ROFESOR: ¿A nadie le pasó que de pronto quiere quedar bien? ALUMNO: Mi papá… P ROFESOR: ¿Y… de pronto exagera un poquito alguna cosa? ALUMNO: Yo. ALUMNO: Sí. En este caso, el conocimiento curricular se hace presente a través de la teoría que sustenta las reglas de una buena comunicación. En el desarrollo de la conversación con los alumnos, el profesor va aclarando estas reglas, poniendo especial énfasis en la recuperación de experiencias cotidianas y su conexión con el contenido curricular. De este modo, convoca a los alumnos a compartir recuerdos de episodios que se hacen relevantes y son pertinentes para la comprensión del contenido enseñado. El conocimiento curricular adquiere así especial significación en la búsqueda de respuestas ligadas a la vida extraescolar. Notemos que, tal como se manifiesta en este fragmento, para poder operar con el conocimiento cotidiano que aportan los alumnos, es necesario 179

que el profesor esté en condiciones de operar desde el conocimiento científico de un modo que le permita revisar y redescribir el primero.

Grupo 4. El profesor indaga los saberes del alumno Este grupo se caracteriza por indaga datos, confirma los datos dichos por los alumnos e indaga conceptos y procedimientos. Esta asociación de actos de habla-contenidos muestra una enseñanza basada en la instrucción verbal a partir de la indagación y recuperación de conocimiento fáctico, conceptual y procedimental de los alumnos, lo que sugiere una concepción del aprendiz como contenedor de lo enseñado (que como analizaremos más adelante, podría considerarse como una versión receptiva del conocedor). El grupo se asocia predominantemente a una clase de matemática en séptimo grado de sectores marginados, de la que a continuación se presentan algunos fragmentos. La alternancia de turnos en el siguiente fragmento no configura un auténtico diálogo, sino un diálogo aparente, dirigido por el profesor, compuesto por una sucesión de preguntas orientadas a asistir y guiar al alumno en la formulación de la respuesta esperada. Clase de matemática en séptimo grado con alumnos de sectores marginados. P ROFESOR: Vamos a mirar un poquito lo que hay ahí (coloca en el pizarrón una cartulina con varias cuentas, señalando 7 + 8 y 8 + 7). ALUMNO: Una suma. P ROFESOR: Una suma y… ALUMNO: Una suma y una resta. P ROFESOR: Bueno, ¿en la suma qué pasa? ALUMNO: Se suma. P ROFESOR: Sí, ya sé que se suma. ALUMNO: Siete y ocho y ocho y siete. P ROFESOR: Bueno (parece satisfecho). En efecto, el propósito del profesor parece ser que los alumnos reconozcan un algoritmo y ciertas propiedades a partir de su presentación en una lámina. Pero su pregunta acerca de la operación suma no permite que los alumnos recuperen el sentido de la misma: es sólo después del comentario «sí, ya sé que se suma», cuando un alumno parece encontrar la respuesta esperada. La pregunta pretende ser respondida de una única forma: está dirigida a obtener un producto más que a favorecer procesos cognitivos de reflexión, deducción, traducción simbólica, búsqueda de significados, etc. La clase continúa con otras preguntas hasta que los alumnos enuncian una de las propiedades de la suma: 180

P ROFESOR: Bueno, a ver ¿y qué se encuentra acá de diferente, de igual? (señala nuevamente 7 + 8 y 8 + 7). ALUMNO: Iguales son. P ROFESOR: ¿El resultado? ALUMNO: Es el mismo pero los números están puestos distintos. ALUMNO: En distinta posición. P ROFESOR: Ajá… ¿y qué quiere decir eso? Me dan el mismo resultado, ¿qué resultado tengo? ALUMNO: Quince. P ROFESOR: Quince, bueno. Pero los números, ¿cómo están? ALUMNO: Dados vuelta. ALUMNO: Al revés. ALUMNO: En distinta posición. ALUMNO: Están cambiados. ALUMNO: Permutados. P ROFESOR: ¿Permutados o camb…? ALUMNO: Cambiados. […] P ROFESOR: ¿Y acá qué pasó? (muestra 8 - 7 y 7 - 8) ¿Cuáles son? ALUMNO: Da distinto. ALUMNO: Da distinta la suma. P ROFESOR: ¿Por qué? ¿A ver? ALUMNO: Porque ahí no se puede hacer así o cambiar los números o poner los mismos números y… da distinto. P ROFESOR: ¿Por qué en la resta no puede hacer lo mismo que en la suma? (Silencio) P ROFESOR: ¿Si en la suma lo hice? Tenía los mismos números y los agrupé de distinta forma igual me dio el mismo resultado. ¿Y en la resta no? (Silencio) P ROFESOR: ¿A ver? ¿Por qué en la resta no puedo agruparlos? ALUMNO: No se puede. ALUMNO: Lo que ya habíamos dicho. ALUMNO: No se puede asociar. P ROFESOR: ¿No se puede qué? Este fragmento permite observar el manejo nominal del conocimiento que el profesor procura promover a partir de un ejemplo y la formulación de preguntas directas, unilaterales, repetitivas y algo forzadas. La reiteración de preguntas sobre lo que ya se ha respondido tiene también otros efectos: el desconcierto de los alumnos, siendo entonces el silencio su respuesta. Parecería que cuando la pregunta no facilita predecir la respuesta, opera deslegitimando a los alumnos y acallando su voz (Ducrot, 1984). Más allá de la preeminencia de unos pocos actos de habla referidos a su vez a unos pocos contenidos simples, los resultados del último análisis de clasificación muestran 181

variaciones relevantes según el grado escolar en que el profesor se desempeña, la materia que enseña y el sector social de sus alumnos. Respecto del grado escolar, es esperable que las prácticas discursivas del profesor presenten diferencias según la complejidad de los contenidos, ya que interactúa con niños en etapas evolutivo-educativas muy diferentes. Respecto de la materia, también parece esperable que el discurso del profesor se diferencie según ésta convoque más o menos a la subjetividad de los alumnos, como sucede cuando les enseña conocimientos de naturaleza epistemológica muy diferenciada en el marco de la trasposición escolar, como son la matemática o la lengua (Stodolsky, 1991; Strauss y Shilony, 1994). En cambio, nos impacta encontrar diferencias importantes en los modos en que los profesores se dirigen a sus alumnos según el sector social que los «marca». Este impacto se acentúa cuando tenemos en cuenta la naturaleza, el sentido y los efectos de esas diferencias en la configuración de los contextos educativos de los alumnos y de su relación con el aprendizaje escolar.

Prácticas discursivas en contextos socioculturales diferentes En términos generales, podría decirse que la enseñanza que caracteriza al grupo 2 y especialmente al 3, que se desarrolla en sectores medios, promueve un diálogo entre quienes participan en la clase con un eje en el profesor. En relación con el aprendizaje, este diálogo posibilita explicitar conocimientos cotidianos a través de la formulación de las experiencias de los alumnos y de relacionarlos con el conocimiento sistemático. Los profesores indagan y exponen apoyándose recurrentemente en la experiencia (en primer y séptimo grado) y perspectivas (en séptimo grado) de los alumnos. Las preguntas enraizadas en lo que los alumnos han vivido, saben o piensan alientan el compromiso dialógico y la articulación fluida entre conocimiento escolar y conocimiento cotidiano, ya sea en su condición de ejemplo o explicación. Es sobre estas bases que los temas tienden a precisarse y a ampliarse en una sucesión de conexiones crecientes. En sus interacciones pedagógicas con alumnos de sectores medios, los profesores guían a los niños en las discusiones para que compartan sus impresiones y a partir de ellas establezcan conexiones con el conocimiento escolar. Podríamos decir que en estas clases los profesores tienden a promover encuentros entre personas, a partir de (o para asegurar) la transmisión de conocimientos de corte más bien impersonal como es el conocimiento escolar, lo que indica que se aproximan a una enseñanza que se encuentra a mitad de camino entre la instrucción y el intercambio subjetivo, o quizás constructivo. En cambio, las clases que caracterizan los grupos 1 y 4, que se desarrollan con alumnos de sectores marginados, se basan en el énfasis en habilidades que sostienen el trabajo escolar (en primer grado) y en conocimientos que conforman la cultura escolar (en séptimo grado). Se impone una enseñanza basada en la reiteración de los contenidos que el profesor propone en forma directa o indirecta, a partir de secuencias de preguntas 182

«aparentes», en tanto se dirigen a obtener una única respuesta. Es probable que la falta de conexión de las preguntas formuladas por el profesor con la experiencia de la vida extraescolar de los alumnos y con el referente en el que se enmarca el conocimiento escolar conlleve, por una parte, la reiteración de ideas fragmentadas o datos inconexos, y por otra, la generación de dispersiones o interrupciones que motivan que el profesor intente ordenar la gestión social del aula –generalmente con escaso éxito–. Es el profesor quien estructura lo que los alumnos dicen y hacen en clase, promoviendo conductas de escasa complejidad y agencialidad (Huertas, 1997). Los enseñantes se muestran como proveedores de los conocimientos que los niños deberían incorporar. Además, en las clases registradas con alumnos de sectores marginados, tanto en primero como en séptimo grado, los profesores no suelen calificar explícitamente las respuestas de los alumnos. La ausencia de este acto de habla (que sí aparece en las clases con alumnado de sectores medios, así como en música, plástica y educación física en ambos grados y en ambos sectores) no permite a los alumnos elaborar criterios de corrección, autoafirmarse o cuestionar sus propias ideas. La reiteración de preguntas, que implícitamente descalifican las respuestas dadas por los alumnos, parece socavar la seguridad personal de los alumnos, la constitución de una autoestima positiva, el sentimiento de eficacia y, por tanto, el logro de una autonomía creciente en sus aprendizajes. En síntesis, parecería que el conocido anhelo de «una escuela igual para todos» está muy lejos de encarnarse en las prácticas discursivas que los profesores utilizan al interactuar con alumnos de distintos sectores sociales, principalmente al no contener elementos de equidad en cuanto a los recursos cognitivos y emocionales que potencian en ellos y a la posibilidad de encuentro interpersonal entre el docente y sus alumnos. El conjunto de diferencias señaladas nos hablan de una «adecuación» del discurso de los profesores en la sala de clase a sus concepciones, en gran medida implícitas, acerca de la enseñanza, el aprendizaje y, en particular, de la mente del aprendiz. Esta «adecuación» supone en los sectores marginados una minimización de los contenidos que se imparten (a mayor regulación de la gestión social y reiteración de lo dicho, menor caudal, complejidad y profundización de contenido), de los significados y perspectivas que se intercambian, un debilitamiento del enraizamiento de las respuestas de los alumnos en su experiencia de vida extraescolar y un socavamiento de la adquisición de criterios de autoevaluación y corrección. Manifestaciones similares se encuentran en las respuestas de alumnos de estas características sociocultuarles a preguntas sobre sus concepciones de aprendizaje de la escritura (véase el capítulo 5). Consideramos que a estas diferencias contribuyen el nivel diverso de rendimiento que logran los niños de distintos sectores al relacionarse con la cultura escolar (Scheuer y Germano, 2005) y las concepciones que los profesores sostienen respecto a la capacidad de los alumnos de sectores marginados (de la Cruz, Huarte y Scheuer, 2005; Filp, Cardemil y Espínola, 1986). Otro factor que podría operar en la escasa entrada que se da a la experiencia extraescolar en las clases analizadas con alumnos de sectores marginados, es la gran 183

distancia entre la experiencia de vida de los alumnos y la del propio profesor, quien característicamente pertenece a los sectores medios. Parecería que la experiencia de vida de los alumnos no es percibida como fuente de saberes culturalmente relevantes. Además, podría ser percibida por el profesor como difícil, conflictiva o incluso tan «densa» que se le hace inmanejable, en tanto está impregnada de la vivencia inquietante de los efectos de la marginación social en seres vulnerables como son los niños.

Comentarios finales A partir de los resultados se observa que la proximidad o distancia entre los entornos socioculturales de alumnos y profesor incide de forma relevante en la configuración de las prácticas discursivas de este último en clase. Parecería que cuando el contexto sociocultural en el que los profesores trabajan les resulta familiar, porque se reconocen en sus alumnos y encuentran en las ideas previas de éstos conexiones con el área de conocimiento que pretenden enseñar, conciben a sus alumnos como conocedores o incluso pensadores (según estén iniciando o finalizando la educación primaria) cuyo aprendizaje está mediado por una mente interpretativa. La tarea del profesor es entonces intervenir mediante sus prácticas discursivas favoreciendo procesos de identificación, recuperación, conexión y ajuste de las ideas de los alumnos. En cambio, cuando consideran que sus alumnos no poseen unas ideas específicas valiosas de partida, o que éstas son escasas, como sucede con los alumnos de sectores marginados, los profesores adoptan versiones de la teoría directa del aprendizaje. No se trata entonces de recuperar, precisar y ajustar en la mente de los niños ideas que ya poseen, como sucede con los niños de sectores medios, sino de imprimir en sus mentes ideas nuevas, validadas por la cultura dominante. Consideramos que el accionar desde una u otra teoría tiene consecuencias que se manifiestan no sólo en la extensión y calidad de los aprendizajes, sino también en la percepción y desarrollo de la agencia para aprender. En las clases analizadas, la teoría directa del aprendizaje se actualizó mediante una enseñanza basada en la transmisión reiterada de las habilidades y los conocimientos necesarios para manejar el aprendizaje, en tanto que la teoría interpretativa lo hizo a través de una enseñanza basada en la guía de los alumnos en las discusiones para que compartan, intercambien y elaboren sus comprensiones con otros. Lo argumentado hasta aquí echa una nueva luz sobre la inquietud formulada por Olson y Bruner (1996) acerca de cómo lograr un «encuentro de mentes» entre profesores y alumnos. Es decir, enfatiza la necesidad de generar formas de compartir o de comenzar a compartir experiencias, creencias, metas e intenciones cuando quienes aprenden y quienes enseñan desarrollan sus vidas en distintos contextos socioculturales y, en especial, cuando en uno de estos sectores los niños aparecen devaluados en su capacidad para aprender la cultura escolar. 184

1. Una versión preliminar de este trabajo fue publicada en de la Cruz y otros, 2001. 2. Para mayores precisiones acerca de los actos de habla utilizados en estas áreas, remitimos al lector a de la Cruz y otros, 2001.

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8 Del dicho al hecho: de las concepciones sobre el aprendizaje a la práctica de la enseñanza de la música José Antonio Torrado, Juan Ignacio Pozo

Introducción: de las concepciones del aprendizaje a la práctica de la enseñanza En el capítulo primero se decía que cambiar la educación requiere, entre otras muchas cosas, cambiar las representaciones que profesores y alumnos tienen sobre el aprendizaje y que, para ello, es necesario conocerlas. En este capítulo analizamos la forma en que profesores de música de conservatorios profesionales conciben el aprendizaje de sus alumnos. En particular, estudiamos la relación entre esas concepciones y la práctica docente de esos profesores. Consideramos que, como sucede en otras áreas de la enseñanza, los profesores de música mantienen diferentes concepciones implícitas sobre el aprendizaje de sus alumnos, que se diferencian en la forma en que interpretan los tres componentes principales de toda situación de aprendizaje (Pozo, 1996): 1. Los resultados, es decir, qué se aprende. 2. Los procesos mediante los que se aprende. 3. Las condiciones que favorecen la puesta en marcha de esos procesos. En el caso de la enseñanza instrumental, una de las posibles formas de entender la relación entre esos componentes –que según los criterios desarrollados en el capítulo 3, se correspondería con la teoría directa del aprendizaje– sería suponer que hay una relación directa entre las condiciones o situaciones de enseñanza y los resultados que se desean –reproducir fielmente la partitura– de forma que se debe enseñar directamente ese producto buscado (el sonido deseado). La concepción interpretativa consistiría, en cambio, en centrar la enseñanza en controlar y regular externamente los procedimientos mentales y motores implicados en la 186

interpretación musical, con el fin de reproducir fielmente la partitura, de forma que el logro de ese sonido deseado estaría mediado por el dominio de una serie de procesos o procedimientos cognitivos y motores. Por último, la concepción constructiva requeriría activar, estimular y desarrollar a través de la reflexión los procesos mentales que van a permitir al propio alumno regular y controlar sus procedimientos motores que hagan factible una mejor interpretación de la partitura. Sin embargo, tal como vimos también en la primera parte del libro, hay diferentes formas de acercarse, tanto teórica como metodológicamente, a las concepciones mantenidas por los profesores sobre el aprendizaje (véase el capítulo 2), que posiblemente se corresponden con diferentes niveles representacionales, con distintos grados de explicitación o control consciente, de esas mismas concepciones, de acuerdo con el continuo implícito-explícito que se definía en el capítulo 3. Tal como hemos visto en el capítulo 6, el uso de cuestionarios basados en dilemas o situaciones problemáticas puede permitir acceder a cómo se representan profesores y alumnos diferentes escenarios de enseñanza-aprendizaje. Pero, sin duda, las posiciones seleccionadas o reconocidas mediante esos cuestionarios no necesariamente se corresponden con la práctica de esos mismos profesores y alumnos en situaciones o contextos reales de enseñanza-aprendizaje. Como ya vimos en el capítulo 3, también aquí puede haber una cierta distancia entre el dicho y el hecho, mediada por muy diversos factores y variables. En el trabajo que aquí presentamos nos interesa estudiar cuál es esa distancia, qué relación hay entre cómo se representan esos escenarios y cómo actúan en la práctica profesores de música, en nuestro caso profesores de instrumentos de cuerda de conservatorios profesionales. Para ello comparamos las concepciones de esos profesores sobre el aprendizaje –estudiadas mediante la aplicación de un cuestionario similar a los descritos en el capítulo 7, pero específicamente diseñado a este efecto– con las concepciones sobre el aprendizaje implícitas en la práctica docente de esos mismos profesores, tal como se manifestaba a partir del análisis de sesiones de clase grabadas, transcritas y posteriormente interpretadas desde el marco teórico desarrollado en este libro. Para ello, se diseñó un cuestionario de concepciones implícitas sobre el aprendizaje de instrumentos musicales (para más detalle véase Torrado, 2003) con veinte preguntas, cada una de las cuales planteaba un escenario o situación que exigía tomar o valorar una decisión problemática con respecto a la cual se presentaban tres alternativas, correspondientes cada una de ellas a una de las tres teorías implícitas descritas (directa, interpretativa, constructiva1). Cuadro 1. Ejemplo de pregunta del cuestionario utilizado por Torrado (2003)2

Un grupo de profesores opina sobre los rasgos que identifican la buena práctica docente de un profesor. ¿Con cuál estás más de acuerdo? a) Evalúa con rigor y precisión lo que saben los alumnos además de trabajar la 187

programación de forma completa (teoría directa). b) Adapta la programación a las necesidades y conocimientos de los alumnos (teoría constructiva). c) Hace que los alumnos se sientan valorados por lo que hacen pero sin crear falsas expectativas en ellos, puesto que mantiene los niveles de exigencia (teoría interpretativa). El cuadro 1 presenta un ejemplo de esas situaciones, que se referían a cinco tipos de escenarios, donde se diferenciaban las tres teorías: 1. Conocimientos previos. Mientras que la concepción directa no hace un uso didáctico de los conocimientos previos, en la posición interpretativa los conocimientos previos se utilizan para conocer qué es lo que el alumno no sabe y así podérselo enseñar correctamente; en cambio, en la concepción constructiva esos conocimientos serían el principio o motor desde el que se construye todo el aprendizaje. 2. Motivación. Desde la posición directa se da por supuesta la motivación del alumno como una condición previa al aprendizaje, que eventualmente es preciso mantener y afianzar mediante una adecuada distribución de recompensas o castigos, generalmente en forma de evaluación. A su vez, la posición interpretativa entiende la motivación como un proceso cognitivo mediador en el aprendizaje que, aun siendo responsabilidad esencial del alumno, el profesor puede gestionar externamente, haciendo más agradable el aprendizaje y manteniendo una relación afectiva con el alumno que facilite su interés en el aprendizaje. Finalmente, desde la teoría constructiva la motivación se entiende como un proceso mediante el que el profesor debe ayudar al alumno a generar y reconstruir sus propias metas, haciéndole asumir una responsabilidad progresiva en su propio aprendizaje. 3. Organización de la enseñanza. En la concepción directa del aprendizaje las actividades de enseñanza se organizan exclusivamente en función del propio material/instrumento que debe aprenderse, es decir, desde los contenidos, que acaban siendo las obras que deben interpretarse. En cambio, la teoría interpretativa estructura esas actividades en función de las acciones – esencialmente motoras, externas, aunque también pueden ser actividades cognitivas, pero siempre reguladas externamente por el propio profesor– que producen esos resultados o contenidos musicales (es decir, la técnica para dominar el instrumento y sus dificultades inherentes). Por último, la teoría constructiva organiza la enseñanza desde el propio alumno, estimulando, a partir de los conocimientos previos, su reflexión sobre sus acciones y promoviendo una regulación interna, metacognitiva, de las mismas. 4. Estrategias didácticas. En la posición directa cualquier estrategia pasa por dar información al alumno sobre lo que debe hacer y cualquier valoración se hará comparando lo que el alumno finalmente haga con esas informaciones o 188

instrucciones previas. En la posición interpretativa, se explica al alumno el porqué de las cosas que hace, invitándole incluso a reflexionar sobre ellas, pero gestionando externamente (por parte del profesor) ese proceso de reflexión, de modo que no se desvíe de los resultados deseados. Finalmente, la concepción constructiva se basa en actividades guiadas por la necesidad de promover en el alumno procesos de reflexión y regulación sobre su propia práctica. 5. Mejora de la enseñanza (formación docente). Desde la concepción directa, la actividad docente mejorará si mejora la calidad como intérprete musical del profesor; los mejores músicos serán los mejores profesores, ya que sólo ellos conocen el «contenido» que debe transmitirse a los alumnos; en cambio, desde la posición interpretativa, se requieren además mejores técnicas y recursos didácticos, que permitan que esa información o contenido musical se transmita de la forma más limpia e interesante a los alumnos, para asegurar un mejor aprendizaje. En cambio, desde la posición constructiva, el buen profesor será aquel que organice la enseñanza desde los conocimientos previos y capacidades del alumno, promoviendo sus procesos de reflexión, por lo que se necesita un mayor conocimiento y adaptación a las características de cada alumno. Este cuestionario se aplicó a una muestra de 21 profesores de instrumentos de música de los conservatorios profesionales de Madrid. Aunque el objeto del presente capítulo no es presentar ni analizar en detalle los resultados así obtenidos (véase Torrado, 2003), la mitad de las respuestas se correspondían con posiciones constructivas (50% del total), el 39% eran interpretativas y apenas un 11% de las respuestas correspondían a concepciones directas. Sin embargo, en algunas de las dimensiones o ámbitos descritos, las respuestas constructivas eran menos frecuentes que en otros (Torrado, 2003). En concreto, aunque las posiciones interpretativas y constructivas suponían conjuntamente entre el 80% y el 90% de las respuestas en todos escenarios estudiados, las posiciones interpretativas eran mayoritarias en estrategias didácticas, mientras que predominaban las respuestas constructivas en motivación, organización y mejora de la enseñanza, estando igualadas respecto de los conocimientos previos. En todo caso, las respuestas directas apenas alcanzaban el 10% ó 15% en cualquiera de esos escenarios. Por último, es interesante destacar que todos los profesores daban respuestas correspondientes a más de una teoría distinta. Cabe preguntarse si es esto lo que realmente sucede en las aulas de los conservatorios de música. ¿Realmente casi la mitad de las clases se organizan a partir de los conocimientos previos de los alumnos, buscando inducir en ellos una reflexión y una autorregulación de sus propios aprendizajes y subordinando el aprendizaje de resultados concretos e inmediatos al desarrollo de capacidades en los alumnos? ¿Realmente se trabaja más desde modelos de motivación intrínseca que desde la simple distribución de premios y castigos en forma de valoraciones externas? En realidad, el objetivo del trabajo no era tanto identificar esas concepciones como analizar su relación con las prácticas docentes reales, para lo cual se procedió a una segunda fase en el estudio, consistente en 189

la grabación y posterior análisis de una serie de clases impartidas por algunos de los profesores que habían respondido al cuestionario, seleccionados en función del tipo de respuestas o teorías que habían mantenido en el mismo.

Las concepciones implícitas en la práctica de la enseñanza de la música Con el fin de observar su práctica real y comprobar la relación entre esa práctica y las interpretaciones teóricas que habían hecho en el cuestionario, nos propusimos realizar un estudio basado en un análisis de casos. Para ello seleccionamos a cinco profesores de entre los que habían contestado al cuestionario, de forma que nos aseguráramos que había al menos uno representativo de cada una de las tres teorías implícitas identificadas3. Se procedió a la grabación de ocho horas de clase por cada uno de los cinco profesores, correspondientes a dos alumnos (cuatro horas por alumno) de grado elemental con edades comprendidas entre siete y once años. Presentaremos a continuación la transcripción de algunos fragmentos de clase correspondientes a tres de esos cinco profesores4, con el fin de ilustrar en la práctica docente del aula las tres teorías (directa, interpretativa y constructiva) que hemos identificado. Si bien hemos intentado identificar el estilo predominante en la práctica de cada profesor, hay que decir que (al igual que sucedía en los cuestionarios, donde los profesores tendían a dar respuestas basadas en más de una teoría) en la práctica docente de un mismo profesor también se pueden observar acciones no siempre congruentes entre sí. Aunque obviamente eran muchos más los aspectos reflejados en las transcripciones (Torrado, 2003), centraremos el análisis de los fragmentos aquí presentados en ilustrar la diferente forma en que estas tres concepciones gestionan los diferentes escenarios o dimensiones desde los que antes comparamos las tres teorías implícitas descritas: el uso de los conocimientos previos, la gestión de la motivación, la organización de la enseñanza y las estrategias didácticas utilizadas5.

La concepción directa en la práctica docente La mayoría de las respuestas que dio en el cuestionario el profesor A, que es el que hemos seleccionado como representativo de la práctica directa, correspondían a la concepción interpretativa (55% de sus respuestas), mientras que las respuestas constructivas eran también abundantes, cercanas al 40%. En cambio, sólo un 5% de las respuestas correspondían a la teoría directa. Si se comparan estas respuestas con el total de la muestra estudiada, a las que nos hemos referido antes, se trataría de una respuesta bastante acorde con esa muestra, aunque en este caso las respuestas mayoritarias son interpretativas en lugar de constructivas. Sin embargo, como vamos a ver, su práctica 190

docente parece distar bastante de esa concepción. El aprendiz tiene siete años de edad y está en su primer curso, es el primer año que toma contacto con un instrumento. En el momento de efectuar estas grabaciones el alumno ha recibido unas diez clases. En las grabaciones observadas se suelen interpretar canciones y ejercicios siguiendo un determinado método. En cada obra surgen dificultades y diferentes problemas que se explican y/o corrigen al aprendiz. Cuando el profesor considera que una canción está correctamente interpretada o que el tiempo que lleva con ella es suficiente, pasa a la siguiente; cuando no, la repite. Las canciones se trabajan siguiendo el orden que propone el método elegido. En las grabaciones de este maestro se observa que los alumnos están poco centrados, en el sentido de tener metas claras en su actividad. Parece que tocar las canciones es un fin en sí mi mismo. Además, los alumnos se muestran habladores o distraídos con otros temas, pero apenas intervienen o interactúan verbalmente con su profesor. La clase es un monólogo unidireccional en que el profesor toma todas las decisiones e incluso interrumpe continuamente la actividad del alumno con su propio discurso. Veamos dos escenas prototípicas de las clases de este profesor, así como el análisis o interpretación de la misma. Escena 1 El alumno interpreta una canción y al finalizar… P ROFESOR (P.): Otra vez. El alumno comienza a tocar de nuevo y a la vez… P.: ¿Te la sabes con el nombre de las notas? Te la tienes que saber. El alumno no deja de tocar. P.: (Mientras el alumno toca.) A ver, la-si-do sostenido (el profesor canta las notas). El profesor se dirige al alumno y le intenta colocar la toma del arco y posteriormente la mano izquierda. P.: Coge bien el arco, quita la bandeja6. La-si-do sostenido. El alumno no para de tocar. P.: Otra vez la-si-do sostenido. Entre las pegatinas amarillas7, abrir y cerrar. Ahora muy flojito. El alumno, sin parar de tocar, lo intenta y repite constantemente. P.: Ahora con el instrumento muy alto. ALUMNO (A.): Pero… ¿muy alto?, ¿que suene muy alto? P.: No, no, no. Que esté en su sitio, no ahí caído y triste. El profesor coge el instrumento del alumno y lo sube provocando que el alumno se eche hacia atrás. P.: Si miras por aquí verás que la voluta está por encima del puente. El alumno toca de nuevo. El profesor interrumpe… P.: Ahora lo mismo sin ruidos. El alumno toca de nuevo. El profesor interrumpe… 191

P.: Está desafinado, ¿no? Bueno, otra vez afinado. El alumno vuelve a tocar y el profesor interrumpe… P.: ¿Está la voluta por encima del puente? Compruébalo antes de empezar.

Análisis de la escena El alumno interpreta la canción y al finalizar, el profesor, sin explicaciones, sin observaciones y sin ningún objetivo concreto, le manda repetir. El alumno la repite y al terminar no hay ningún comentario, observación o focalización sobre algún aspecto que deba mejorar o desarrollar, no se informa ni del error (si lo hubiera) ni del progreso (si lo hubiera). Sólo se le pregunta si la sabe con el nombre de las notas para, seguidamente, decir que se la debe saber. Sin tiempo a que el alumno responda, el profesor dice las notas, le ayuda a colocar el arco, le mueve la muñeca para que quite la «bandeja», y el alumno comienza una vez más a tocar, esta vez con la ayuda del profesor. El alumno repite una y otra vez las mismas acciones, mientras el profesor le va diciendo que quite la bandeja, que coja bien el arco, que el arco sólo debe estar entre unas pegatinas que hay puestas en éste y sólo lo debe efectuar abriendo y cerrando el antebrazo. El alumno insiste una y otra vez, sin parar, en tocar lo mismo. Al tiempo, el profesor le insta a que «ahora muy flojito», «ahora con el instrumento muy alto», momento en el que el alumno se para y pregunta. La escena es prototípica de lo que podríamos llamar una práctica docente basada implícitamente en una teoría directa. Por un lado, el alumno repite constantemente lo mismo, absorto en su ejecución. Por otro, el profesor da un sinfín de instrucciones que el alumno difícilmente puede asimilar, ya que no surgen de una lógica u organización predefinida, sino de la corrección on line de los errores que supuestamente va cometiendo. Como puede observarse, el alumno apenas habla o participa, más allá de intentar seguir, como buenamente puede, las instrucciones del profesor. De repente, ante la petición del profesor de tocar con el instrumento más alto, el alumno se para y, con cierto interés, pregunta al profesor por el sentido de su última instrucción (si más alto de volumen sonoro). La reacción del alumno parece lógica, al fin y al cabo le acaban de pedir que toque más flojito y sin apenas tiempo entre medias, le solicitan que «ahora con el instrumento muy alto». El alumno debió pensar que estaba tocando demasiado flojo. Esta reacción manifiesta con claridad que el alumno no está activado en la misma dirección que pretende el profesor. Pero el profesor no retoma o conecta con esa idea del alumno, para a partir de ella reconstruir su forma de interpretar. Su única guía parece ser acercarse lo más posible a la interpretación ideal que él sin duda tiene en mente, sin pensar en qué pasa mientras tanto por la mente del alumno –o suponiendo que pasa lo mismo que por la suya– y por tanto puede decirse que, aunque el profesor intenta que el alumno le siga, la mente de ambos no está, por decirlo en términos musicales, en sintonía. El profesor coloca materialmente el instrumento al alumno a la vez que le da una referencia óptica de la altura que debe ser. Efectuado esto, el alumno sigue tocando. Al acabar, le pide que lo haga de nuevo pero sin ruidos y 192

después afinado. El profesor le recuerda que la cabeza del instrumento debe estar por encima del puente (el violín debe estar, como mínimo, paralelo al suelo), etc. Como vemos, es un continuo fluir de información escasamente organizada (surge en función de esos supuestos errores) y que cae en un «recipiente» que apenas puede entender el porqué, y mucho menos ponerla en práctica.

Rasgos de una enseñanza directa De forma un tanto sintética, podemos identificar la práctica de esta concepción directa de la enseñanza para cada una de las dimensiones enunciadas: Conocimientos previos El profesor no tiene en cuenta los conocimientos previos del alumno ni la forma en que éste interpreta lo que está sucediendo en el aula. Hay un objetivo claro y concreto, reproducir fielmente la partitura, objetivo que sólo puede ser evaluado por el profesor, ya que al alumno no se le atribuye criterio propio. Tanto la definición de las metas como la evaluación de su logro están guiadas y dirigidas externamente. Motivación El aprendizaje se apoya en refuerzos externos, al alumno se le premia con halagos o con pasar las canciones, o se le castiga haciéndole repetir la canción para la siguiente clase, no se le insta, promueve, guía o ayuda a que sean el propio aprendizaje y las consecuencias de éste las que le muevan a aprender. Organización de la enseñanza Encontramos una organización en función de las dificultades de la tarea, no de las capacidades del alumno. Puesto que el resultado esperado, la meta de la enseñanza, parece ser el logro de una buena interpretación de la canción, las instrucciones del profesor se organizan en función de los errores que va cometiendo circunstancialmente el alumno, no de principios más generales que organicen esa práctica y que podrían facilitar su recuperación en situaciones futuras. Estrategias didácticas El resultado es el único fin buscado, de la forma más directa o inmediata posible. Al alumno se le manda reproducir de una determinada manera y debe, supuestamente, centrarse en la búsqueda de ese resultado, no en las dificultades para lograrlo. El alumno sólo debe atender a lo que el profesor le dice. Lo demás son distracciones o errores. Se seleccionan como relevantes todos aquellos aspectos que difieran de la «fotografía» ideal, es decir, de la posición del instrumento y del cuerpo que el 193

profesor considera adecuada y de la interpretación fiel de la partitura (afinación, ritmo, el arco entre las pegatinas amarillas, altura del instrumento, etc.). Tan pronto una cosa comienza a mejorar ya se exige otra, y así constantemente. No se espera a que lo trabajado se comience a automatizar y se permita con ello focalizar después la atención en otro aspecto. Con esta forma de trabajo se obliga a desconectar de un apartado para conectar con otro o a «estar constantemente desconectado». Aparentemente, el alumno nunca llega a entender cómo ha conseguido hacerlo bien, no se observa información sobre el progreso. De hecho, todo parece indicar que el alumno no sabe qué está mal ni qué está bien (observemos el pasaje cuando el alumno pregunta por qué está mal). Su función es estudiar (practicar reiteradamente lo que le dice el profesor) y eso es lo que le ayuda a mejorar. Cabe preguntarse qué sucederá con este alumno en las muchas horas de práctica que, entre clase y clase, debe realizar sin la supervisión del profesor. De esta forma, lo aprendido difícilmente será generalizable a nuevos contextos o situaciones, ya que lo que el alumno está aprendiendo es a interpretar, aquí y ahora, esta canción en concreto, en el supuesto, seguramente injustificado, de que más tarde logrará generalizar lo aprendido a una nueva situación.

La concepción interpretativa en la práctica docente El profesor B, seleccionado para ilustrar la práctica docente basada en la concepción interpretativa, dio en el cuestionario un 75% de respuestas constructivas, mientras tan sólo cuatro preguntas (25%) fueron contestadas desde la perspectiva interpretativa. Sin embargo, después de haber analizado su actuación durante las clases, hemos observado una práctica más cercana a la posición interpretativa. Como en el caso anterior, ilustraremos su actuación en el aula con la transcripción de algunos fragmentos. El aprendiz tiene diez años de edad. Está en tercer curso de música en un conservatorio profesional. Los cursos anteriores ha estudiado con el mismo maestro. Este profesor mantiene, salvo excepciones, una constante en la organización de las clases. Los alumnos tienen como tarea escalas y ejercicios técnicos, además de obras, que suelen ver en todas las clases. En concreto, con respecto a los ejercicios, utilizan unos cuantos métodos que van desarrollando progresivamente. En general, se observa una relación exquisita, agradable y cordial entre el maestro y sus discípulos. Es más, se percibe en la relación con sus discípulos un grado de afecto y cariño no observado en las grabaciones de otros maestros. Escena 2 P.: A ver, ¿podemos pasar el arco un momento? Posición de mirar la hora8. El alumno se coloca. P.: ¿Aquí (señala el hueco en la toma del arco) cabe un… (nombra a un pequeño 194

animal que pudiese caber en el hueco de la mano del arco)? El alumno estira los dedos. P.: (Mientras él mismo coloca al alumno.) Los nudillos más bien planitos, la muñeca por encima de la vara… Relaja el hombro, tienes que estar relajadito. Está duro todo, ¿por qué estás duro? Blandito, ¿esto era de primero de instrumento, no? Sabes lo que pasa, que en la orquesta no te fijas en lo que haces, te estás tensando y estás estropeando la posición. El profesor solicita al alumno que ponga el brazo en los diferentes niveles de las cuerdas sin tocar. Él le lleva el arco. P.: Estás duro. Estás duro aquí (señala el hombro). Es esto lo que cambia (señala el codo derecho). El alumno continúa haciéndolo solo. P.: Esto no se mueve (sujeta la muñeca). No se mueve ninguna articulación más. […]

Análisis de la escena El alumno, a petición del profesor, coloca el instrumento y éste comenta los aspectos posicionales externos: nudillos planos, muñeca más ahuecada, la muñeca por encima de la vara, relajar el hombro, «estar blandito». El propio profesor decide comenzar a trabajar estos aspectos con el alumno. La estrategia, aparentemente, es hacer ver al alumno qué es lo que no hace correctamente, por lo que él, llevando materialmente el arco al alumno, efectuando cambios de cuerda sin tocar (entendemos que para centrar la atención en un punto), le dice dónde se encuentran los puntos de tensión. Una vez explicado, el alumno lo realiza solo. Esta forma de tocar no le parece correcta al profesor y sujeta la muñeca del alumno diciéndole que la muñeca no se mueve. Es decir, hay una gestión externa (por parte del profesor) de los procedimientos técnicos del alumno. Antes de continuar, observemos los aspectos que, hasta ahora, el alumno debe solucionar: hueco de la mano, nudillos, muñeca por encima de la vara, relajar el hombro, no mover la muñeca, no mover ninguna articulación además del hombro. Obviamente, parecen aspectos no automatizados por parte del alumno, así lo reconoce también el profesor cuando manifiesta al alumno el origen de sus problemas «en la orquesta no te fijas en lo que haces, te estás tensando y estás estropeando la posición». Si estos aspectos estuviesen automatizados, no necesitarían de ningún esfuerzo cognitivo para su activación. En cambio, al no estar automatizados parece difícil que el alumno pueda controlar, sin ayuda externa, simultáneamente todas estas acciones motoras (bajar los nudillos y ahuecar la mano, al tiempo que la muñeca está por encima de la vara y, por supuesto, hacer todo esto sin tensión en el hombro). Por tanto, vemos que, a diferencia de la enseñanza basada en una concepción directa, aquí se asume que para lograr una buena interpretación se requiere enseñar el dominio de una serie de técnicas, de procedimientos motores, que sin embargo se enseñan nuevamente como productos acabados (respecto de la enseñanza basada en una teoría 195

directa, aquí la meta parece haberse desplazado de tocar la canción a dominar las técnicas que hacen posible tocarla) y cuya gestión sigue estando en manos (nunca mejor dicho) del profesor (que incluso mueve literalmente al alumno como si fuera un maniquí con el fin de que adopte la posición corporal requerida en lugar de ayudar al alumno a construir por sí mismo esa posición). Pero, además de esta gestión externa de los procedimientos motores, observamos también que el profesor parece asumir la mediación de ciertos procesos cognitivos del alumno, como por ejemplo, la atención. Al menos eso parece subyacer cuando le dice al alumno que no se fija en la orquesta, y es precisamente eso, el hecho de no fijarse, lo que le está impidiendo obtener éxito. Veamos ahora una nueva escena con el mismo profesor y el mismo alumno, en la que la práctica docente se fija precisamente en ciertos conceptos que deben regular la actividad motora del alumno al interpretar. Veamos cómo se enseñan. Escena 3 P.: A ver, varias cosas. ¿Qué te parece a ti cómo te ha salido el estudio? ¿Se podría grabar? ¿Podríamos grabar un disco de este estudio? A.: No. P.: A ver cómo está, bien, mal, pésimo, espantoso… […] P.: Estamos hablando entonces de la medida de todo el estudio, desde que empieza hasta que acaba, sin ninguna interrupción, o sea, no vale pararse. Hay que tocar de arriba a abajo sin interrupciones, haciendo correctamente las figuras que están puestas, ¿no? El ritmo, en el pulso que esté establecido, ¿no? Y luego la afinación, que las notas sean correctas. Eso es lo básico que tienes que hacer, y luego, hay más cosas. Tienes que hacer los matices, tienes que hacer los ritardandos, en definitiva, tienes que tocar bonito. ¿Qué es bonito? Pues bonito, no es lo mismo hacer una tarta de chocolate con peras que mezclar chocolate y peras sin más. Pues ahora yo quiero que eso esté correcto. Tenemos dos variables importantes. Esto está aplastado todo el tiempo (señala la toma del arco). Primero el ritmo y luego la afinación. Podemos coger una frase, para no hacerlo entero, y tocas hasta hacer el primer stop, digamos. ¿Podemos empezar?

Análisis de la escena En esta secuencia observamos que el profesor se centra en explicar al alumno dos conceptos básicos (ritmo y afinación) que según él constituyen la esencia, y posiblemente el objetivo, de esta secuencia didáctica. No se trata de tocar la pieza por tocarla, sino para lograr una interpretación «correcta» de acuerdo con dos «variables fundamentales», que en apariencia este profesor ya ha trabajado con anterioridad con este alumno. Al final de la secuencia se propone una nueva actividad cuya meta no es (directamente) tocar la pieza, sino lograr dominar esas dos «variables», o mejor, hacer una interpretación ajustada de acuerdo con los dos conceptos enunciados. Enseñar a 196

interpretar es ya enseñar a hacerlo con ritmo y afinación. Sin embargo, observamos que ante la pregunta inicial del profesor, que pide al alumno una autoevaluación de su interpretación, no hay respuesta del alumno, lo que, por otras secuencias observadas en el mismo profesor, indica que ya el alumno está habituado a que la respuesta la tenga siempre el profesor, que es quien, al igual que antes proporcionaba la regulación de la acción motora (véase escena 2), ahora proporciona los conceptos desde los que debe interpretarse o comprenderse esa acción. La clase sigue siendo un monólogo –al igual que sucedía en la práctica basada en la teoría directa–, si bien aquí los objetivos han cambiado y ya no están dirigidos a reproducir una pieza, sino a dominar los recursos técnicos y conceptuales que hacen posible esa correcta interpretación, o si quiere, también aquí, «tocar bien», o sea, reproducir fielmente la partitura.

Rasgos de una enseñanza interpretativa De acuerdo con las dimensiones que hemos señalado, esta enseñanza basada en una concepción interpretativa podría sintetizarse del siguiente modo: Conocimientos previos Aunque los contenidos no están organizados en función de los conocimientos previos y/o capacidades del alumno (de hecho no tiene respuesta alguna para las preguntas de su profesor, lo que muestra la desconexión conceptual entre uno y otro), el profesor parece asumir que el alumno debe superar algunos errores o dificultades tanto conceptuales como procedimentales. Motivación En general, se observa una concepción tradicional sobre la motivación, donde las recompensas en forma de premios son constantes. Del tono de voz, los ademanes del profesor, y en general el ambiente en el que se desarrollan las clases, se observa de forma implícita que la relación profesor-alumno es considerada como factor motivacional. Las metas de las actividades y su evaluación siguen estando en manos del profesor. Organización de la enseñanza La interpretación de las piezas está organizada según criterios técnicos y conceptuales. Es el dominio de ese conocimiento técnico y conceptual el que asegura los resultados últimos buscados. Los objetivos de las actividades parecen más claros y en ocasiones se define con claridad la meta de la actividad que debe realizarse, sin embargo, estos objetivos explicados por el profesor no parece que sean necesariamente compartidos o siquiera comprendidos por el alumno (no hay actividades o tareas dirigidas a comprobar si se ha producido esa comprensión o si las metas son compartidas). 197

Estrategias didácticas Se selecciona como relevante todo aquello relacionado con los procesos externos (hueco de la toma del arco, movimientos del codo en el cambio de cuerda, en suma, recursos técnicos). En consecuencia, son muchos los aspectos que se destacan y se exigen al alumno, cuando de forma manifiesta cada uno de ellos consume demasiados recursos cognitivos como para atenderlos a la vez. Se intenta explicar al alumno la naturaleza de los errores cometidos y la forma de superarlos, aunque parece difícil que esto se logre, dado que no hay participación ni activación de sus propias ideas por parte del alumno. Es el profesor quien toma todas las decisiones en las actividades que deben realizarse. Todo el control del aprendizaje está en sus manos. Con frecuencia, no se gradúa suficientemente (teniendo en cuenta el tiempo que toma la automatización) la presentación de información.

La concepción constructiva en la práctica docente Las respuestas del profesor C al cuestionario, cuya práctica vamos a usar para ilustrar una forma constructiva de enseñar la interpretación musical, reflejaron una posición teórica constructiva muy consistente, ya que con excepción de una respuesta interpretativa (5%), el resto de sus respuestas fueron constructivas (95%), no apareciendo ninguna posición propia de la teoría directa. En este caso, hemos podido comprobar además, en el análisis de su práctica docente, que sus acciones parecen no alejarse tanto de sus representaciones o concepciones teóricas. Veámoslas. La grabación de esta clase se ha efectuado a mediados de curso. Este aprendiz, de nueve años, está en su segundo curso de música dentro de un conservatorio profesional. El profesor es el mismo del año anterior. Desde el comienzo del curso pasado, la posición del cuerpo, instrumento y toma del arco han sido constantes de trabajo. El aprendiz conoce perfectamente la posición del arco y del violín, aunque todavía no son aspectos totalmente automatizados, de manera que aún consumen recursos cognitivos. A tenor de las grabaciones observadas, parece que el paso siguiente es adquirir control progresivo de esa posición lo que, en teoría, guiará o permitirá un control técnico, o una maestría conductual cada vez mayor. El alumno se muestra participativo en todas las clases, manifestando opiniones constantemente y haciendo valoraciones de sus propias acciones, así como, en general, bastante concentrado y atento. Los materiales que se utilizan en clase para el trabajo suelen ser escalas y después obras. Es una constante en las grabaciones observadas, excepto una. Las ventajas de trabajar escalas son, entre otras, que el dominio técnico o automatización de esas escalas no suele ser un problema para los alumnos, además permite centrar la atención en los aspectos que se quieran trabajar. Digamos que es un material sencillo desde el que progresivamente se pueden añadir dificultades. En las escalas se observa que se trabajan los siguientes aspectos: calidad del sonido, distribución del arco, posición, afinación y 198

preparación. En las obras, los aspectos que se trabajan son los mismos. Lo trabajado en una clase tiene continuidad en la siguiente. Aunque las obras se cambien de unas clases a otras el trabajo que se realiza sobre ellas es muy similar y está dirigido a los mismos objetivos. Los principios de calidad de sonido y lo que ello conlleva (preparación, toma del arco, etc.) guían, como hemos dicho, el trabajo con obras y escalas. Escena 4 El alumno interpreta una pieza completa sin interrupción ni comentario alguno por parte del profesor. Al finalizar: P.: A ver, dime una cosa que te haya gustado de lo que has tocado y una que tú creas que se puede mejorar. Pero quiero que me digas una que te haya gustado. El alumno se queda pensativo y el profesor le da tiempo para pensar. […] P.: ¿Qué notabas: mucho sonido o poco sonido? A.: Poquísimo. P.: Poco, ahora está mejor que el otro día porque me tocaste aquí (lo hace él). Ahora, hoy me has tocado aquí (lo hace), pero sigue sonando poco. ¿Qué podemos hacer para que…? A.: Pues… ¿Apoyar más? P.: Bravo, y eso cómo lo diríamos de otra manera. A.: Pues… P.: (Se apoya en el hombro del alumno.) Poniendo… A.: Poniendo más… (Parece no acordarse de la palabra, pero aparenta saber a qué se refiere el profesor). Poniendo más peso. P.: Eso. Ahora ya estás tocando en un sitio mejor (se refiere al punto de contacto) pero con este peso (se apoya suavemente en el hombro del alumno). Ahora deja un poquito más de peso (se apoya con más contundencia). A.: Vale. P.: A ver si así suena mejor. A.: Vale. P.: A partir de ahora quiero que además de fijarte en lo que sale mal, te fijes en lo que sale bien. A.: O sea en lo que he mejorado. P: Eso, en lo que has mejorado. A.: Ojalá que ahora mejorase la afinación (mientras se prepara para tocar de nuevo). P.: Bueno, de eso luego hablaremos. Ahora vamos a concentrarnos en tocar en ese carril que has tocado pero con un poco más de peso. Un poquito más, a ver lo que pasa. […] P.: Bueno, ahora vamos a descansar un poquito de la escala, luego volveremos, pero ahora vamos a ver la obra que me traes. Vamos a pensar un poquito en lo que 199

hemos estado trabajando, en lo del peso como en lo del comienzo. A.: Eso es lo que te iba a decir. […]

Análisis de la escena En primer lugar, cabe destacar que, a diferencia de otros, este profesor deja que el alumno complete su interpretación antes de interactuar con él. Uno de los aspectos llamativos de la enseñanza de este profesor es que establece claramente turnos para la participación del alumno (interpretando, pero también valorando, explicando), de forma que el propio alumno –y no la obra o el instrumento– se coloca en el primer plano de la actividad de enseñanza. Al acabar de tocar, la frase del profesor reclama más reflexión por parte del alumno: «Dime una cosa que te haya gustado y otra que creas que se puede mejorar». Tras tocar, el profesor no intenta corregir al alumno en todo lo que observa incorrecto (que sin duda lo observa), sino que invita al alumno a reflexionar, a buscar su propia respuesta y se muestra dispuesto a esperarla. Pide al alumno, por así decirlo, que pase en su mente el vídeo de lo que ha tocado, que lo repase mentalmente, pero no de cualquier manera, sino en función de ciertas metas que parecen previamente fijadas y, a diferencia de casos anteriores, compartidas. Aunque al alumno le cueste expresar verbalmente sus impresiones, en todo momento parece haber una sintonía entre lo que profesor y alumno están buscando. Aunque, sin duda, hay diferencias entre uno y otro, podemos pensar que profesor y alumno intentan repasar el mismo vídeo en sus mentes. Pero, además de compartir una misma representación de la actividad, el profesor induce al alumno a tomar decisiones, valorando lo que acaba de hacer. Hay también una cuidadosa planificación de la evaluación por parte del profesor, como se evidencia cuando en lugar de decir «una cosa que te guste y otra que no», dice «una que te guste y otra que se pueda mejorar». Desde un punto de vista motivacional, está no sólo evitando hacer valoraciones negativas de la actividad del alumno –como hemos visto repetidamente en los ejemplos anteriores–, sino también ayudando al alumno a fijarse sus propias metas. Es también destacable el tiempo que el profesor da al alumno para pensar. El hecho de dejar tiempo al alumno para dar una respuesta de este tipo implica, de un lado, que realmente espera del alumno una respuesta, espera una reflexión y valora su respuesta. Por otra parte, si el profesor espera una reflexión por parte del alumno es porque cree en los beneficios de esa reflexión. Obviamente, el profesor sabe qué está mal y qué no, pero quiere una respuesta del alumno, no sólo para que el alumno reflexione, sino para activar su atención sobre lo que van a trabajar y esto será, en parte, producto de la reflexión del alumno, como un modo de intentar ver los conocimientos previos. Otro aspecto destacable es el énfasis que pone el profesor en que el alumno le diga qué es lo que estaba bien mediante un proceso de autoevaluación que sirva al propio alumno para valorar sus progresos. El siguiente momento de la escena manifiesta de nuevo la exigencia del profesor en 200

fomentar un proceso de reflexión por parte del alumno. El alumno responde y el profesor le comenta por qué está mejor y sigue promoviendo su reflexión preguntándole cómo se puede mejorar, a la vez que informa sobre el error y sobre el progreso. Seguidamente, el alumno opina y el profesor continúa ayudándole a manifestar lo que piensa. Obsérvese que no le dice la palabra «peso», sino que le guía para que sea el alumno el que llegue a esa conclusión. Una vez conseguido el objetivo, hacer reflexionar al alumno y centrar su atención en un punto claro, el peso con relación al punto de contacto, comienzan a trabajar sobre el instrumento. La situación o el estado en que se comienza a tocar parece la siguiente: tenemos a un alumno con cierto grado de motivación intrínseca, ha obtenido feedback de su rendimiento, está informado de por qué han salido las cosas bien, lo que se puede mejorar sabe cómo hacerlo, o al menos cómo intentarlo, de hecho ése es el objetivo. La atención se ha focalizado sólo en un punto, de hecho el alumno expresa su deseo de que sea la afinación la que mejore, a lo que el profesor, con rotundidad, contesta: «Bueno, de eso luego hablaremos. Ahora vamos a concentrarnos en tocar en ese carril que has tocado pero con un poco más de peso…». Está claro el foco de atención, que además no es una orden del profesor, es algo que el propio alumno descubrió, empujado eso sí por el profesor, a veces casi literalmente, en la secuencia anterior cuando valoraba su ejecución. El profesor finaliza la frase diciendo: «a ver lo que pasa» (cuando ponemos más peso). Con esto consigue activar aún más la atención del alumno, quien no sólo debe prestar atención a la reproducción, sino que, además, debe valorar los resultados de haber actuado de tal manera. De este modo, el profesor está fomentando que el alumno tome sus propias decisiones y las valore, sabiendo que no va a ser criticado ni valorado negativamente por lo que haga, sino que va a recibir ayuda en las cosas que «pueda mejorar». Otro aspecto importante que observamos a continuación es la transferencia de lo aprendido. Ahora van a trabajar sobre una obra, la escala la dejan por el momento, pero van a seguir trabajando los mismos aspectos. El profesor dice: «Vamos a pensar un poquito en lo que hemos estado trabajando, en lo del peso como en lo del comienzo (la preparación)». Aunque se cambie de obra o de pieza, este profesor deja muy claro a los alumnos que su objetivo es lograr que ellos dominen y comprendan lo que hacen, al tiempo que intenta fomentar su autonomía, lo cual no quiere decir que lo logre siempre, o que su concepción constructiva de la enseñanza produzca necesariamente un aprendizaje constructivo por parte de sus alumnos, aunque cabe esperar que lo favorezca.

Rasgos de una enseñanza constructiva Veamos en resumen cómo se caracteriza esta forma de enseñar: Conocimientos previos El profesor no sólo tiene en cuenta los conocimientos previos del alumno, sino que 201

realiza actividades con el objetivo de activar esos conocimientos y hacer que el alumno reflexione sobre ellos. Se parte de una representación compartida sobre la que se realiza una reflexión conjunta, guiada por el profesor. Las tareas se adecuan a las capacidades y conocimientos del alumno. Motivación Se motiva al alumno a partir del establecimiento de metas conjuntas, definidas en objetivos claros, concretos y compartidos. Es el acercamiento a esas metas, definidas a partir de lo que el alumno ya sabe hacer, el que guía los esfuerzos por aprender. Se fomenta la valoración positiva y la definición de tareas que favorezcan las expectativas de éxito en el alumno, así como el esfuerzo para mejorar y acercarse a ese éxito. Parece darse, por tanto, más peso a la motivación intrínseca que a la meramente extrínseca: no se trata de que el profesor halague o valore positivamente, sino de fomentar la propia valoración. Organización de la enseñanza La enseñanza sigue una secuencia de objetivos claramente definida en función de la construcción de conocimientos y capacidades en el alumno, de forma que al cambiar de obra, los objetivos y la continuidad en el aprendizaje se mantienen. Los problemas que surgen on line en una actividad didáctica no suponen necesariamente la reorganización de esa actividad, que forma parte de un plan más general. Estrategias didácticas Los objetivos de las actividades se definen conjuntamente antes de su realización. El profesor intenta guiar e incluso modelar la toma de decisiones por parte del alumno, haciéndole asumir responsabilidades y guiando su atención. Parece dosificarse mejor la información nueva y focalizarse la atención del alumno con el fin de que sea capaz de aprender a percibir y controlar por sí mismo su propia actividad motora y cognitiva.

Las teorías implícitas sobre el aprendizaje en la práctica de la enseñanza musical Hemos podido identificar en la práctica de estos profesores las tres teorías implícitas descritas en el capítulo 3. Así, hemos observado que la teoría directa, tal como se apuntaba allí, reduce el aprendizaje a los resultados, constituyendo una especie de 202

conductismo ingenuo. Enseñar produce directamente aprendizaje. Basta con exponer al alumno a los contenidos del aprendizaje de la forma más nítida posible para que, con la práctica adecuada, sean aprendidos. En nuestro caso, el aprendizaje se reduce al dominio y la práctica de las obras que el alumno debe aprender a tocar. La enseñanza está centrada en la ejecución de las canciones. En la figura 1, que representa esta concepción, vemos al profesor, la partitura y el instrumento en primer plano, y a un lado, y más pequeña, la figura del alumno. Figura 1. Representación gráfica de la teoría directa

En la teoría interpretativa, el aprendizaje se concibe no sólo como un producto o resultado, sino como un proceso mediador entre las condiciones externas (la práctica) y esos mismos resultados, de tal manera que la enseñanza debe centrarse en promover en el alumno tanto un dominio técnico de los procedimientos motores que hacen posible el «buen sonido» como, en su caso, de los procesos cognitivos que puedan ayudar a gestionar mejor esos procedimientos técnicos (atención, comprensión, etc.). Pero las estrategias didácticas que emanan de esta posición se basan en que sea el profesor quien controle esos procesos intermedios, tanto motores como cognitivos, del alumno. Por tanto, esos procesos, ya sean internos al alumno o directamente observables, se gestionan externamente. Es el profesor el director de los procesos de aprendizaje del alumno. Especialmente en el caso de la enseñanza instrumental, enseñar esos procesos se traduce sobre todo en practicar la técnica –la regulación de acción y movimientos– que hace posible la producción o interpretación de los resultados, de las obras que el alumno aprende a tocar. En esta teoría, la enseñanza se centra en dominar el instrumento técnicamente, como medio para reproducir la obra de la forma esperada. La representación gráfica de esta concepción podría ser la de la figura 2, en la que el centro de la actividad didáctica es el instrumento, dentro del cual vemos no sólo la partitura – que ha pasado a un segundo plano– sino al profesor y al alumno. El alumno debe aprender a extraer el sonido que está en el instrumento, no en su cuerpo o en su mente. Figura 2. Representación gráfica de la teoría interpretativa

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Por último, la teoría constructiva entiende que el aprendizaje está centrado en los procesos cognitivos de los alumnos, pero gestionados ya por el propio alumno. No se trata sólo de dirigir externamente la atención del alumno sobre los componentes técnicos de la acción, sino de enseñarle a regular metacognitivamente su propia acción. Las estrategias didácticas propias de esta concepción se basan en fomentar la reflexión del alumno sobre su propia práctica, como vía principal para favorecer su comprensión y, con ello, generar una vía hacia la construcción de conocimientos en el marco de un aprendizaje cada vez más autónomo. Tal como representa la figura 3, en esta teoría la enseñanza se centra en la interacción entre el profesor y el alumno, que conjuntamente controlan el instrumento para producir la obra de la forma deseada. Seguramente, la meta del profesor constructivo es que sea el propio alumno el que guíe su propio aprendizaje, pero tal como lo hemos visto, ello requiere que la enseñanza constituya una construcción conjunta en la que la partitura y el instrumento son el medio, pero no el fin. Es el alumno el que produce la música con la ayuda del profesor. Figura 3. Representación gráfica de la teoría constructiva

Las concepciones sobre el aprendizaje: del dicho al hecho, ¿hay de verdad mucho trecho? Tal como acabamos de ver, el análisis de la práctica de la enseñanza de la música 204

instrumental permite identificar y diferenciar las tres teorías implícitas sobre el aprendizaje con las que hemos trabajado, descritas detalladamente en el capítulo 3. La organización de las sesiones de enseñanza es diferente desde cada una de las tres teorías (véase el cuadro 2): implica un uso didáctico diferente de los procesos cognitivos de los alumnos (atención, memoria, motivación, etc.); una diferente organización y evaluación de las actividades de enseñanza (basadas en los resultados esperados, en las actividades técnicas y los procesos que permiten llegar a ellos o en la propia reflexión de los alumnos sobre su aprendizaje), y en suma, un papel diferente de profesores y alumnos en las actividades de aprendizaje y enseñanza de la música, en nuestro caso de los instrumentos de cuerda (de una gestión externa en la que el profesor asume todas las decisiones a una regulación y control por parte del alumno de su propio aprendizaje). Cuadro 2. Principales diferencias en las formas de organizar las sesiones de enseñanza desde las tres teorías implícitas

Sin embargo, si el análisis de la práctica nos ha permitido discriminar esas tres teorías, también nos ha mostrado un claro desfase entre las posiciones mantenidas por los profesores en sus respuestas al cuestionario y su propia práctica docente. Aunque tanto las concepciones manifestadas en el cuestionario como esa práctica pueden ser interpretadas en términos de las tres teorías implícitas enunciadas, los profesores, al menos en el caso de este estudio, pero todos sospechamos e incluso sabemos que así sucede en otros muchos contextos, muchas veces no dicen lo que hacen (¿o tal vez sea que no hacen lo que dicen?). Hemos visto que cuando pedíamos a los profesores que 205

dijesen lo que habría que hacer ante una serie de situaciones, sus respuestas –o mejor, las respuestas que elegían o reconocían– eran mayoritariamente constructivas. En cambio, cuando hemos analizado la práctica de esos mismos profesores en contextos reales, hemos observado que sus formas de enseñar se acercan más a posiciones interpretativas e incluso directas (cuadro 3). De hecho, como hemos señalado, se observó y analizó la práctica de cinco profesores, aunque sólo hayamos presentado en las páginas anteriores ejemplos de tres de ellos para ilustrar esas diversas formas de enseñar. El cuadro 3 resume la categorización global de lo dicho y de lo hecho por cada uno de estos profesores (Torrado, 2003; Torrado y Pozo, 2004). Aunque obviamente hay que tomar con cautela estos datos, ya que se trata de un número muy reducido de casos, por lo que serán necesarios nuevos estudios que avalen y profundicen en estas tendencias (por ejemplo, Torrado, Casas y Pozo, 2005), los datos apuntan algo que no por esperable resulta menos importante: en general, lo que los profesores dicen suele ser más avanzado o complejo que lo que realmente hacen, entendiendo como entendemos que entre esas tres posiciones o teorías hay varias dimensiones de progreso en la concepción del aprendizaje (véanse los capítulos 3 y 17). Mientras que en el análisis global de los cuestionarios –y también en los pocos casos analizados cualitativamente– la posición más común es la constructiva, en el análisis de la práctica de ese grupo reducido –y nos tememos, tal vez también de la población en general– la posición predominante es la directa. Cuadro 3. Diferencia entre lo dicho y lo hecho por los cinco profesores cuya práctica docente analizamos. Cuando hay más de una teoría, la primera es la predominante. Los profesores cuya práctica se ha analizado aquí son A, B y C

PROFESOR

CONCEPCIÓN MANTENIDA EN EL

CONCEPCIÓN MOSTRADA EN LA

CUESTIONARIO

PRÁCTICA

A

Interpretativa-Constructiva.

Directa.

B

Constructiva.

Interpretativa.

C

Constructiva.

Constructiva.

D

Interpretativa-Directa.

Directa.

E

Directa.

Directa.

¿Cómo interpretar este desfase entre lo que los profesores dicen que hacen y lo que hemos observado que hacen? No es fácil hacerlo con los datos disponibles, pero podemos avanzar algunas hipótesis o interpretaciones que podrían guiar nuevos estudios. Una posible interpretación sería que, realmente, evaluar o medir las concepciones por procedimientos verbales, pidiendo a las personas, en este caso a los profesores, que expliquen sus ideas, o incluso que las seleccionen entre varias opciones posibles no es una forma fiable de acceder a sus verdaderas teorías implícitas, que sólo podrían 206

conocerse a través de su práctica en el aula, que es la que al fin y al cabo influirá en la forma de aprender de sus alumnos. Algo de ello hay en estos datos, ya que podemos afirmar sin duda que, al menos en el caso de estos cinco profesores estudiados, el discurso teórico no coincide con la práctica real. Pero comparando las dos columnas del cuadro 3 también podemos observar que ese desacuerdo entre lo que se dice y lo que se hace no sigue una pauta aleatoria, sino aparentemente ordenada, de modo que, en efecto, lo que los profesores dicen que harían sí tiene alguna relación (aunque no desde luego una identidad) con lo que hacen. Así, podemos ver que en todos los casos lo que los profesores dicen, de acuerdo con el modelo teórico asumido a partir del capítulo 3, se sitúa en posiciones más avanzadas de lo que realmente hacen. No hay ningún profesor cuya práctica docente sea más compleja que su discurso, lo que tiende a suceder es exactamente lo contrario. Podríamos decir que las concepciones con que se identifican a través del discurso explícito son más complejas y elaboradas teóricamente que las que realmente pueden poner en práctica. Pero además, la distancia entre lo que se dice y se hace, al menos por lo que refleja nuevamente el cuadro 3, parece responder a un cierto desfase crítico, de forma que cuando práctica y discurso no coinciden, lo que los profesores dicen que harían tiende a estar, por así decirlo, un paso (o una teoría) más avanzado de lo que realmente hacen. Vemos que hay, en los extremos de nuestra progresión teórica, dos profesores que dicen lo que hacen y hacen lo que dicen (el profesor E. es muy coherente en sus posiciones directas y el profesor C. en sus posiciones constructivas). De los otros tres casos, la teoría predominante en el discurso está un paso por delante de las propias formas de enseñar. Una interpretación posible de este desfase crítico, que sería preciso confirmar en nuevos estudios, sería que el discurso teórico actuaría en estos casos como una zona de desarrollo próximo de la propia práctica, lo cual tendría importantes consecuencias para la formación docente dirigida al cambio de sus concepciones (véase el capítulo 19). Los profesores no hacen efectivamente aquello que de modo más explícito creen conveniente, pero sólo podrán cambiar o progresar si previamente han concebido de forma más explícita aquello que quisieran hacer. Pero, al mismo tiempo, no basta con el discurso teórico explícito para cambiar esas prácticas (Atkinson y Claxton, 2000a). Puede pensarse que ésta es una interpretación aventurada y bastante optimista de los datos que hemos analizado. Y de hecho, lo es o quiere serlo, ya que, de confirmarse, el trecho que hay entre el dicho y el hecho en las formas de enseñar y aprender no sería un fracaso metodológico de la investigación, sino una buena vía para construir el cambio educativo que estamos deseando. En cualquier caso, serán necesarios más estudios que recorran ese trecho con los profesores, si es que queremos entender mejor por qué no siempre decimos lo que hacemos. O tal vez sea más bien que no somos capaces de hacer lo que realmente creemos y pensamos que deberíamos hacer, lo que requeriría un verdadero andamiaje que ayude a convertir el discurso explícito en nuevas prácticas educativas en nuestras aulas.

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1. En este caso se eliminó la opción correspondiente a la teoría posmoderna, por considerar que no era una opción posible en el caso de la enseñanza de instrumentos musicales. 2. Por supuesto, la especificación de la teoría correspondiente no se presentaba a los participantes. 3. De hecho, se realizaron grabaciones piloto a diez profesores seleccionados entre los participantes en el cuestionario. De éstos, en función de la práctica observada, se seleccionó a cinco, que fueron a los que finalmente se grabaron sus clases. 4. Los fragmentos transcritos en los siguientes apartados han sido tomados de la investigación de Torrado (2003). No obstante, se han efectuado algunas modificaciones en la expresión formal y se ha atribuido el mismo género (masculino) a todos los participantes, a fin de mantener el anonimato de los profesores y los alumnos, gracias a los cuales este trabajo ha sido posible. 5. Se excluye la dimensión de «mejora de la enseñanza» porque al referirse a las necesidades de formación docente no hay indicadores en la práctica docente observada de la misma. 6. No apoyar el violín sobre la muñeca de la mano izquierda como si ésta fuese una bandeja. 7. Marcas de color amarillo colocadas en el arco que indican desde dónde y hasta dónde debe pasarse éste. 8. Pronar con el antebrazo derecho.

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Tercera parte Las concepciones en educación secundaria

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9 La percepción de profesores y alumnos en la educación secundaria sobre las tareas de lectura y escritura que realizan para aprender Mar Mateos, Elena Martín, Ruth Villalón En el primer capítulo manteníamos que aunque las reformas educativas que estamos viviendo la mayor parte de los países plantean expresamente nuevos objetivos y nuevas formas de enseñar y aprender, los cambios en la práctica no son tan visibles. Señalábamos también que una posible explicación de esta resistencia al cambio puede encontrarse en las concepciones que los agentes educativos, fundamentalmente los profesores y sus alumnos, tienen acerca del aprendizaje y de la enseñanza, concepciones que, en gran medida, son el legado de una cultura tradicional basada en la transmisión y reproducción de saberes establecidos. En este capítulo se plantea el problema anterior en relación con las prácticas educativas ligadas al uso que se hace de la lectura y la escritura como herramientas de aprendizaje. Nos hemos preguntado si las intenciones declaradas en los documentos programáticos de las reformas que en los últimos diez años se han llevado a cabo en nuestro país se han traducido en cambios en las prácticas que conllevan leer y escribir para aprender. Para dar una respuesta a esta pregunta, se ha examinado la percepción que tienen los profesores y los alumnos en la educación secundaria de las tareas que implican leer y/o escribir para aprender los contenidos propios de distintas materias curriculares (Solé y otros, 2005)1. Aunque sólo hemos podido acceder a lo que el profesorado y el alumnado dicen que hacen y a su percepción de algunos rasgos de las tareas que realizan, pensamos que las prácticas declaradas nos informan aunque sea indirectamente de las concepciones en torno al papel que desempeñan la lectura y la escritura para aprender.

La alfabetización en la educación secundaria 210

De manera acorde con la cultura del aprendizaje y la enseñanza que ha imperado en nuestros sistemas educativos (véase el capítulo 1), la lectura y la escritura tradicionalmente se han concebido como medios transparentes para la transmisión y reproducción del conocimiento (Solé, 1997; Tynjälä, Mason y Lonka, 2001). Durante mucho tiempo, la alfabetización se ha identificado con el dominio de los sistemas de codificación del lenguaje escrito que debe alcanzarse en los primeros años de la escolarización. Una vez alcanzado ese dominio, las prácticas lecto-escritoras más habituales en los niveles siguientes de la educación primaria y también en la educación secundaria se han caracterizado por exponer a los estudiantes a una única fuente de información, generalmente el libro de texto o la exposición oral del profesor, para pedirles que recuerden, parafraseen o, a lo sumo, resuman, en definitiva, repitan las ideas contenidas en la misma (Alvermann y Moore, 1991; Goldman, 1997). Podríamos decir que la cultura tradicional del aprendizaje de la lectura, tal como la describimos en el primer capítulo, es la que ha pervivido en la escuela, que ha seguido formando lectores medievales, sólo capacitados para la lectura escolástica o reproductiva. No hay que olvidar que el cambio a la lectura analítica o hermenéutica que ha creado al lector activo, capaz de interpretar y de atribuir significado a los textos, es un invento cultural relativamente reciente. Como señala Isabel Solé (1997, p. 103): Quizá ello explique que, a pesar de lo que ya sabemos acerca de la lectura y de los lectores, ese conocimiento no siempre encuentre traducción en lo que se enseña y aprende, y convivamos con fenómenos muy preocupantes, como el analfabetismo funcional, que de hecho impide el uso de la lectura –y de la escritura– en situaciones que la requieren, ya sea en el ámbito personal, académico, cívico o laboral. En contraste con este enfoque tradicional, las reformas educativas actuales identifican la alfabetización en todas las áreas curriculares (content literacy) como una prioridad en la educación secundaria (Lewis y Wray, 2000; Martín y Coll, 2003; Pozo y Postigo, 2000). Como señalábamos en el capítulo 1, los sistemas de alfabetización no pueden concebirse como meros soportes o vehículos del conocimiento y del pensamiento ya que, al adquirirse, se convierten en herramientas epistémicas que transforman nuestras capacidades cognitivas y generan nuevas formas de aprender (Olson, 1994). En la medida en que se conciben como herramientas para aprender y pensar, no pueden aislarse y separarse del aprendizaje de los diferentes contenidos curriculares. Ahora bien, la alfabetización por sí misma no suele conducir a cambios profundos en la forma de aprender; su impacto psicológico depende de las prácticas en las que se inserte. Como ha puesto de manifiesto la investigación, no todas las tareas que implican el uso de la lectura y la escritura promueven el mismo tipo de aprendizaje (Langer y Applebee, 1987; Tynjälä, 2001). Las diversas tareas pueden ordenarse en un continuo, desde las que se realizan a partir de un procesamiento muy superficial de las fuentes empleadas y que demandan un aprendizaje reproductivo, tales como recordar un texto, subrayarlo y responder a preguntas literales, hasta las que promueven una implicación 211

más activa con el material y requieren examinar las ideas en profundidad, integrarlas y evaluarlas de forma crítica y, por ello, pueden redundar en un nivel más constructivo y profundo de aprendizaje. Entre estas últimas se encuentran la argumentación, sobre todo cuando se realiza a partir del uso de múltiples fuentes, la síntesis de múltiples textos, la discusión de textos, la realización de un informe de investigación, la realización de un ensayo o los diarios de aprendizaje. Además, el impacto de la tarea sobre los procesos en los que el aprendiz se implica para abordarla, más reproductivos o más constructivos, depende de la percepción o representación de la tarea, es decir, de cuál sea la idea que se forme de lo que ha de aprender y de lo que ha de hacer para conseguirlo, aún más que de la tarea en sí misma (Simpson y Nist, 2000; Flower, 1990; Mateos y Peñalba, 2003). En algunos trabajos se han explorado no ya las representaciones que se forman los estudiantes de una tarea concreta, sino las representaciones que tienen de los distintos usos que hacen de la lectura o de la escritura. En relación con la lectura, de acuerdo con los resultados de un trabajo realizado por Lorch, Lorch y Klusewitz (1993), los estudiantes universitarios diferencian claramente la lectura que llevan a cabo en contextos académicos de aquellas situaciones en las que la lectura es una tarea elegida personalmente. A su vez, dentro del contexto académico diferencian aquellas situaciones en las que leen con la finalidad de prepararse para realizar una prueba de evaluación inmediata de otras en las que leen para realizar un proyecto de investigación, para prepararse para una clase y para aprender. En comparación con estas tres últimas situaciones, los estudiantes universitarios conciben la lectura para preparar un examen como una tarea que implica un mayor grado de memorización, autoevaluación, relectura y repaso, uso de técnicas de apoyo (por ejemplo, subrayado, toma de notas) y atención a los detalles. En el caso de la escritura, podemos citar un trabajo análogo al anterior realizado en España por Castelló (1999) con estudiantes de secundaria y de universidad. Los resultados de este trabajo muestran que los estudiantes universitarios utilizan la escritura sobre todo como un instrumento para mejorar y facilitar el recuerdo a través del registro, copia y repaso de la información que, generalmente, proviene del profesor. Por su parte, los estudiantes de secundaria escriben de forma prioritaria por obligación, para cumplir con la exigencia académica de demostrar lo que saben sobre algún tema, mediante la realización de ejercicios, trabajos, apuntes, resúmenes o esquemas, en los que se limitan a leer, buscar información, subrayar, copiar y escribir lo que saben. Escribir para generar nuevo conocimiento no es un objetivo que los estudiantes consideren prioritario y, curiosamente, los universitarios le otorgan menos importancia que los estudiantes de secundaria. Por último, es importante tener en cuenta, por sus implicaciones para la práctica educativa, que los resultados de muchas investigaciones muestran que estudiantes y profesores a menudo tienen diferentes percepciones acerca de los procesos que consideran esenciales para enfrentarse con una determinada tarea de lectura y/o escritura (Ackerman, 1990; Simpson y Nist, 2000). La falta de acuerdo entre las representaciones de profesores y alumnos podría explicar en buena medida por qué muchas veces los 212

alumnos logran un aprendizaje diferente del esperado por sus profesores.

Análisis de las tareas de lectura y escritura para aprender en la educación secundaria El trabajo que exponemos a continuación se llevó a cabo precisamente con el objetivo de conocer cuáles son las tareas que implican leer y escribir para aprender más habituales en la educación secundaria, así como la percepción o representación que tienen profesores y alumnos de algunos aspectos de las mismas. Para ello, encuestamos a un total de 96 profesores y 293 alumnos (aproximadamente tres alumnos de cada uno de los profesores que participaron) de los dos ciclos de la educación secundaria (12-16 años) de diferentes centros públicos y privados de Madrid y Barcelona, tanto en materias pertenecientes al área de ciencias sociales como al área de ciencias naturales. Se les presentaba una lista de posibles tareas de lectura y/o escritura que se pueden realizar con la finalidad de aprender y se les pedía, en primer lugar, que señalasen aquellas que, de hecho, hubieran propuestorealizado durante el curso para aprender los contenidos de una asignatura concreta y, seguidamente, que respondieran a un conjunto de preguntas diseñadas para caracterizarlas. Concretamente, se les preguntaba por la fuente de información empleada prioritariamente para realizar la tarea, el grado de dificultad percibida, el grado de interés, el grado de iniciativa en su realización, el tipo de aprendizaje que creían favorecía prioritariamente y la organización social. Por último, se les pedía que seleccionasen, entre las tareas analizadas, las dos que considerasen más útiles para aprender. Los resultados obtenidos revelan, como se muestra en el cuadro 1, que las tareas que más profesores dicen proponer y, simultáneamente, más alumnos dicen realizar2, incluyen: Tomar apuntes. Leer un texto y subrayarlo. Leer un texto e identificar las ideas principales. Leer un texto y responder preguntas por escrito. Leer un texto y elaborar un resumen. Leer un texto y elaborar un esquema o mapa conceptual. Entre las tareas más frecuentes se encuentran las consideradas más útiles para aprender, especialmente: La toma de apuntes, en el caso de los alumnos (seleccionada en primer o segundo lugar por el 46,9%). La identificación de las ideas principales de un texto, en el caso de los profesores (seleccionada en primer o segundo lugar por el 50%).

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Para realizarlas se utiliza una única fuente, preferentemente el libro de texto y, en el caso particular de la toma de apuntes, la fuente prioritaria de información es la exposición oral del profesor. Son tareas que se realizan de forma individual. Los alumnos las consideran muy fáciles; en cambio, los profesores encuentran que estas tareas presentan una dificultad media3. Los alumnos las consideran bastante interesantes; en cambio, los profesores las encuentran menos interesantes que sus alumnos y también menos interesantes que otras tareas que se realizan en menor medida. Tomadas en su conjunto parecen cubrir distintas necesidades de aprendizaje, en la medida en que en opinión de profesores y alumnos algunas sirven para aprender nuevos conocimientos (tomar apuntes), otras para repasarlos (responder preguntas, copiar textos) o incluso para profundizar en ellos (identificar ideas principales). No obstante, los alumnos también atribuyen en un elevado porcentaje la función de repasar conocimientos ya adquiridos a otras tareas (resumir, elaborar un esquema). Cuadro 1. Tareas de lectura y escritura más frecuentes

Las tareas menos propuestas por los profesores y menos realizadas por los alumnos (seleccionadas por menos de un 40%), tal y como puede apreciarse en el cuadro 2, son las que implican leer dos o más textos para elaborar un esquema o mapa conceptual, leer dos o más textos para elaborar una síntesis, realizar un comentario de texto, elaborar un ensayo o escrito de opinión y realizar una reflexión por escrito sobre el aprendizaje realizado. En contraste con las más frecuentes, estas tareas no se encuentran entre las consideradas más útiles para aprender. En la opinión de los profesores, para realizar algunas de ellas se utilizan prioritariamente otras fuentes escritas distintas del libro de 214

texto; los alumnos, en cambio, dicen emplear sobre todo el libro de texto. Son tareas que se realizan también de forma individual. Son tareas que los profesores consideran difíciles, y concentran también el mayor grado de dificultad percibida por los alumnos (pese a que éstos tienden a ver las tareas de forma mayoritaria como fáciles). Ambos colectivos las consideran interesantes. Los profesores creen que estas tareas son útiles, sobre todo, para profundizar conocimientos y relacionarlos; los alumnos, en cambio, tienen una visión más confusa de la funcionalidad que tienen estas tareas para el aprendizaje. De hecho, la mayoría de los alumnos tienden a considerar que algunas de ellas (síntesis, comentario de texto o la reflexión sobre el aprendizaje realizado) sirven fundamentalmente para repasar, consideran que leer dos o más textos para realizar un esquema o mapa conceptual sirve en igual medida para repasar o para profundizar y que escribir un ensayo sirve para repasar o para adquirir nuevos conocimientos. Cuadro 2. Tareas de lectura y escritura menos frecuentes

Por último, como puede verse en el cuadro 3, las tareas que presentan un nivel medio de propuesta y de realización incluyen la elaboración de trabajos monográficos y de informes de prácticas, así como la ampliación y organización de apuntes. A éstas habría que añadir la tarea de copiar textos que los alumnos dicen realizar en un 34,8 %, aunque sólo un 22,3% de los profesores dicen proponerla. Con la excepción de esta última, que es la tarea más reproductiva entre las analizadas y que no plantea apenas dificultad, se trata de tareas que se realizan a partir de otras fuentes escritas diferentes del libro de texto y que presentan un grado de dificultad intermedio. La realización de trabajos monográficos y de informes de prácticas son las tareas consideradas más interesantes, tanto por los profesores como por los alumnos, aunque no se encuentran entre las más útiles para aprender. Mientras que los profesores consideran que sirven de forma prioritaria para profundizar, los alumnos opinan que ayudan sobre todo a adquirir nuevos 215

conocimientos. Ambas tareas son las únicas que, en opinión de un número considerable de profesores y de alumnos, se realizan en grupo. Cuadro 3. Tareas de lectura y escritura con un nivel medio de propuesta y realización

En cuanto al grado de iniciativa que los alumnos dicen tener para realizar las tareas, cabe señalar que, con la excepción de las tareas que implican leer un texto y subrayarlo, identificar las ideas principales y tomar apuntes, y organizarlos o ampliarlos, la mayoría de ellas se realizan de forma obligatoria, a petición del profesor. A la vista de esta caracterización, puede afirmarse que las tareas que más se proponen y realizan implican un nivel escaso de complejidad cognitiva, ya que enfrentan a los alumnos con una única voz (un texto o la explicación de un profesor) y sólo suelen exigir una transcripción de las ideas contenidas en la fuente, al menos tal y como se llevan a cabo a menudo en la práctica: el alumno copia literalmente las explicaciones del profesor; subraya pero no genera las ideas principales; busca respuestas literales a las preguntas, etc. En cambio, las tareas menos comunes invitan al diálogo con múltiples fuentes de información y reclaman la explicitación de los propios conocimientos y su redescripción. A la luz de los resultados expuestos, podemos afirmar que las prácticas de lectura y escritura que hoy se realizan en la educación secundaria, al menos desde la perspectiva de los profesores y de los alumnos, pese a los cambios que las reformas educativas han tratado de impulsar, siguen respondiendo, en general, a los formatos más tradicionales y están lejos de cumplir una función epistémica que permita a los estudiantes ir más allá de la reproducción de las ideas contenidas en las fuentes empleadas para construir nuevos conocimientos. Estos resultados son, como puede comprobarse fácilmente, compatibles con los hallados en otros trabajos, como el realizado por Castelló (1999). Otra conclusión 216

que queremos poner de relieve se refiere al hecho de que los profesores y los alumnos, a pesar de compartir una visión similar, en términos generales, de la mayoría de las tareas más comunes, discrepan en su percepción de las tareas menos habituales. A este respecto, mientras que los profesores identifican claramente las tareas que requieren una producción escrita y la integración de la información a partir de múltiples fuentes con las más difíciles y con las que favorecen una mayor profundización del conocimiento, los alumnos consideran esas mismas tareas más fáciles y más útiles para el repaso y la adquisición de nueva información que para la profundización del conocimiento. Estas diferentes representaciones podrían ser uno de los factores que explicara la falta de ajuste de los alumnos a las demandas de sus profesores.

Las concepciones sobre la lectura y la escritura que subyacen a las prácticas declaradas por los profesores y los alumnos en la educación secundaria La constatación del hecho anterior nos lleva a reflexionar sobre las causas que pueden estar motivando esta resistencia al cambio de las prácticas. Aunque no podemos extraer conclusiones a partir de nuestros datos, podemos encontrar algunas respuestas a esta cuestión en la investigación de las concepciones sobre la lectura y la escritura. Son cada vez más numerosas las voces que reclaman la necesidad de explorar las creencias de profesores y alumnos sobre el conocimiento y sobre los propósitos de la lectura y de la escritura como un medio para entender y abordar los obstáculos para promover el uso de la lectura y de la escritura como herramientas para el aprendizaje constructivo en las aulas de la educación secundaria (Bean, 2000). Estas creencias estarían actuando como filtros que llevan a representarse la tarea de un modo determinado (Simpson y Nist, 2000). Las distintas formas de concebir la lectura y la escritura y su relación con las estrategias para abordarlas y con los productos obtenidos se han investigado desde los diferentes enfoques que hemos descrito en el capítulo 2. Dentro del enfoque de la metacognición pueden encontrarse algunos trabajos en esta dirección. Entre ellos, cabe citar, por su enorme repercusión dentro de este campo, los trabajos de Scardamalia y Bereiter (1987). De acuerdo con estos investigadores, pueden distinguirse dos modelos o formas de concebir el proceso de escritura, que ellos denominan decir el conocimiento y transformar el conocimiento. Los escritores pueden enfrentarse a la tarea limitándose a «contar lo que saben» acerca del tema sobre el que escriben, reproduciendo sobre el papel la organización que ese conocimiento tiene en su memoria, sin hacer ninguna planificación global ni revisión del producto escrito. En el modelo decir el conocimiento, la escritura tiene únicamente una función comunicativa. Según estos autores, es el 217

modelo que suelen adoptar la mayoría de los alumnos de primaria y secundaria, pero también algunos adultos. En cambio, los escritores expertos adoptan el modelo transformar el conocimiento, que conlleva la elaboración y reorganización del propio conocimiento mediante la regulación continua del propio proceso de producción. La tarea se plantea en este caso como un proceso complejo que implica la solución de dos problemas de distinta naturaleza pero estrechamente relacionados: el problema del contenido (qué decir) y el problema retórico (cómo decirlo). Para los escritores expertos, por lo tanto, la escritura tiene también una función epistémica. Desde el enfoque fenomenográfico, la distinción entre el enfoque superficial y el enfoque profundo también pretende dar cuenta de los modos cualitativamente diferentes de entender y de abordar las actividades de lectura y la escritura. Los estudiantes que adoptan un enfoque superficial tienden a concebir la lectura como una tarea impuesta desde fuera para demostrar su conocimiento, principalmente mediante la reproducción del contenido estudiado, y a percibir el texto como si estuviera aislado de otros materiales y de su propia realidad (Marton y Saljö, 1976). En consecuencia, centran su atención en las palabras del texto como tal. En cambio, los estudiantes que adoptan un enfoque profundo definen la lectura de un texto como un medio para comprender el mundo, lo que les lleva a centrarse en lo que el texto significa y a ir más allá del mismo para integrarlo en su propia realidad. Estos diferentes enfoques o formas de concebir y de abordar la tarea se relacionan con productos de la comprensión del texto también cualitativamente distintos. De manera análoga, un enfoque profundo se asocia a concepciones de la escritura de un ensayo como interpretación e integración de las ideas en torno a una posición, mientras que un enfoque superficial identifica el ensayo con la presentación ordenada de ideas no relacionadas con un argumento (Hounsell, 1984). Recientemente, se han investigado también las concepciones de la lectura adoptando el enfoque de las teorías o modelos implícitos. Schraw y Brunning (1996) examinan en su trabajo la relación entre los modelos implícitos del proceso de la lectura que tienen los lectores, entendidos como presupuestos tácitos y sistemáticos sobre el rol del lector, y el compromiso del lector ante un texto. Estos autores diferencian un modelo de transmisión que supone creer que el significado se transmite desde el autor y/o el texto, y un modelo transacccional que implica la creencia en que el significado se construye mediante una transacción entre el lector, el autor y el texto. El análisis de los ensayos de opinión mediante los cuales los lectores que participaron en este estudio respondieron a un texto mostró que aquellos que adoptaron un modelo transaccional realizaron más evaluaciones críticas, relacionaron en mayor medida la información textual con los conocimientos previos e incluyeron más reacciones afectivas. Por último, encontramos un conjunto de trabajos que han investigado, entre otros aspectos, la relación entre las creencias epistemológicas y la interpretación de información conflictiva en tareas que implican leer y escribir (Mason y Boscolo, 2004; Schommer, 1990). Cuando se ha enfrentado a estudiantes, tanto de secundaria como universitarios, con la lectura de un texto en el que se exponen puntos de vista diferentes y conflictivos sobre un determinado tema y se les ha pedido que completen el texto 218

escribiendo la conclusión que falta, se ha encontrado que los estudiantes que adoptan una posición epistemológica dualista y absoluta experimentan mayores dificultades para integrar aspectos de las distintas perspectivas expuestas. En suma, todas estas distinciones establecen dos formas de concebir la lectura y la escritura: como herramientas para copiar y reproducir el conocimiento elaborado por otros y como herramientas para redescribir y construir nuevo conocimiento, las cuales pueden relacionarse, a su vez, con la distinción entre las concepciones más realistas y reproductivas del aprendizaje (teoría directa o interpretativa) y las concepciones más constructivas. En algunos estudios se ha investigado precisamente esa relación entre la manera de concebir la lectura y la escritura y la forma de concebir el aprendizaje. Lonka, Maury y Heikkilä (1997) mostraron que los estudiantes universitarios que veían la escritura como transformación del propio conocimiento también tendían a ver el aprendizaje como una construcción activa de conocimiento. En cambio, los estudiantes que percibían el aprendizaje como acumulación de conocimientos tendían a pensar en la escritura como un instrumento para «contar» lo que uno sabe. Si partimos de la base de que las diferentes formas de concebir la lectura y la escritura conducen a diferentes formas de relacionarse e implicarse en la tarea, el hecho de que se realicen predominantemente aquellas tareas que son más consistentes con los modelos de transmisión y de decir el conocimiento, o enfoques más superficiales, que con los modelos transaccionales y de transformar el conocimiento, o enfoques más profundos, nos lleva a pensar que las prácticas más habituales, al tiempo que se sustentan en las concepciones más reproductivas del aprendizaje, las continúan reforzando. Si los profesores creen que la enseñanza y el aprendizaje se dirigen fundamentalmente a la transmisión y reproducción del conocimiento, es más probable que diseñen y propongan a sus alumnos tareas de lectura y escritura para transmitir o para decir el conocimiento. En cambio, si conciben el aprendizaje como un proceso constructivo, asignarán tareas de lectura y escritura que impliquen un mayor nivel de transacción y transformación del conocimiento. Las percepciones de los estudiantes acerca de la lectura y escritura pueden estar, en buena parte, condicionadas por el tipo de prácticas a las que se ven expuestos. En un trabajo reciente, Prain y Hand (1999) mostraron que, cuando a un grupo de estudiantes de secundaria se les enseñaba en la clase de ciencias mediante una diversidad de tareas de escritura creativa (elaboración de carteles, mapas conceptuales, artículos periodísticos, transparencias, etc.), los alumnos las encontraban más interesantes y consideraban que les ayudaban a aprender mejor que las tareas más tradicionales y pasivas, como copiar o tomar apuntes. No obstante, aunque percibían que con la realización de las tareas de escritura más innovadoras lograban un aprendizaje más profundo, su capacidad para reconocer la función epistémica de la escritura seguía siendo limitada, de tal modo que continuaban concibiendo que la escritura es sólo una herramienta para comunicar el producto del aprendizaje realizado y no el proceso responsable del mismo. Los resultados del trabajo de Prain y Hand ponen de manifiesto que, aún siendo ya de por sí difícil e infrecuente trabajar en el aula actividades de lectura y escritura que 219

contribuyan verdaderamente a reelaborar el conocimiento, esto no es suficiente. Parece necesario ayudar a los alumnos a que se den cuenta de que son precisamente los procesos que leer y escribir ponen en marcha los que permiten que estén aprendiendo con mayor profundidad. Ello requeriría ayudar a los estudiantes a tomar conciencia de la función epistémica de la lectura y la escritura y, sobre todo, de ambas combinadas. Explicárselo colaborará a que lo comprendan, pero lo esencial es hacerles reflexionar acerca de sus propias experiencias al realizar actividades enjundiosas de lectura y escritura, con el fin de que puedan en el futuro hacer un uso estratégico de estas capacidades de alto nivel cognitivo. Si se comparte este planteamiento, no hay que olvidar que la formación del profesorado, de todo el profesorado y no sólo de los que enseñan lengua, debería hacer hincapié en la enseñanza de estas competencias básicas, como un proceso deliberado y no un mero «subproducto» que los alumnos aprenden. Es preciso planificar intencionalmente cómo van a enseñarse y evaluarse, y entender que no se trata tan sólo de que los estudiantes aprendan la dimensión procedimental de estos contenidos (leer y escribir para aprender), sino que además deben tomar conciencia (conceptualizar) de la función que estos procesos desempeñan. Así como el primer paso está presente en la mayoría de las reformas curriculares de esta última década, la dimensión metacognitiva a la que se ha aludido en estos últimos párrafos no se recoge en los documentos programáticos, probablemente porque supone un profundo cambio en las concepciones dominantes en este momento.

1. El trabajo que se expone en este capítulo forma parte de un proyecto más amplio sobre «Lectura, escritura y adquisición de conocimientos en la educación secundaria y en la educación universitaria» financiado por el Programa General de Promoción del Conocimiento del Ministerio de Ciencia y Tecnología (BSO2001-3359-C0202) en el que participan la Universidad de Barcelona (investigadora principal: Isabel Solé) y la Universidad Autónoma de Madrid (investigadora principal: Mar Mateos). 2. Como criterio general, se ha considerado que una alternativa de respuesta era mayoritaria cuando era seleccionada por más del 60% de los profesores y/o de los alumnos. 3. Las diferencias que se establecen entre las opiniones de los profesores y los alumnos se basan en los resultados de los análisis estadísticos realizados mediante la prueba Chi-cuadrado de Pearson (p < 0,5).

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10 ¿Qué es el conocimiento y cómo se adquiere? Epistemológicas intuitivas en profesores y alumnos de secundaria Isidro Pecharromán, Juan Ignacio Pozo Las creencias que mantenemos sobre el conocimiento ejercen una importante influencia cuando nos enfrentamos con una información nueva en la vida cotidiana y en nuestra búsqueda de conocimientos más complejos. (Hofer, 2002, p. 3)

Introducción: las creencias en que vivimos En nuestras creencias, escribe Ortega y Gasset (1940), «vivimos, nos movemos y somos» pero, sobre todo, desde ellas «pensamos», es decir, evaluamos –nos evaluamos– y aprendemos. Si es así, la actividad escolar, como el resto de la vida cotidiana, se asienta sobre un fondo de creencias más o menos implícitas. Recurriendo a nuestro olfato detectivesco, podríamos sacar a la luz concepciones subyacentes a algunas escenas escolares: —Lo he puesto calcadito de cómo está en el libro y me pones un cinco; para esto no vuelvo a estudiar. —Usted dijo que no teníamos que repetir como papagayos lo que dice en el libro, yo he puesto mi opinión y me suspende. No es justo, no le entiendo. ¿Qué profesor con cierta experiencia en secundaria, y sobre todo en las llamadas de ciencias «humanas», no se ha visto sorprendido por estas reclamaciones o situaciones? Tampoco es infrecuente encontrarse con alumnos que con cierta rebeldía, después de leer una única vez un ejercicio, confiesan desalentados: «No lo entiendo, no lo puedo hacer», o que se lamentan de lo bien que iban en la educación secundaria obligatoria y lo mal que les «pinta» en bachillerato. Y, ya puestos a evocar experiencias educativas mortificantes, recordemos a tanto profesor bienintencionado que soporta la protesta de 221

media clase porque «no explica y quiere que nosotros elaboremos los temas», mientras que otra mitad defiende su forma más participativa y constructiva de aprendizaje. Otra sorpresa puede llevarse el profesor cuando, en las reuniones de evaluación, constata cómo los alumnos que en una clase participan y discuten en otra materia reciben pasivamente la explicación del profesor. Seguro que hemos sospechado que en el fondo de estos «encuentros» y «desencuentros» académicos puede haber distintas concepciones sobre el conocimiento y la «verdad», es decir, diferentes creencias epistemológicas y, en ocasiones, una profunda sima entre las posiciones de alumnos y profesores al respecto. Probablemente, tampoco las creencias de los profesores sobre el tema son uniformes y, haciendo un nuevo alarde de nuestra psicología intuitiva, nos atreveríamos a aventurar posibles epistemologías que subyacen a los distintos modelos de profesor recogidos por Claxton (1990) (véase también el capítulo 1): los «gasolineros», los «regurgitadores», los «domadoresescultores», los «relojeros», «sherpas», «jardineros», a los que tal vez añadiríamos algunos más, como los «magíster díxit», dispensadores de verdades desde la distancia o los «animadores culturales», que aplauden igualmente cualquier opinión. Estas concepciones sobre el conocimiento, que hemos supuesto en el fondo de las «experiencias» relatadas, formarían parte, una parte muy importante, de lo que se ha llamado conocimientos previos y se activarían como metacognición epistémica. Algunos han calificado estas creencias como concepciones alternativas, inconexas y erróneas que constituyen un obstáculo para el conocimiento «científico»; otros, aun reconociendo un cierto grado de incoherencia en estas concepciones (Pecharromán, 2004; Pozo y Carretero, 1987; Pozo y Rodrigo, 2001) consideran a estos conocimientos o creencias como representaciones no exentas de organización y con gran potencial explicativo y práctico, es decir, como teorías implícitas, según el término utilizado por Rodrigo (1993) y Claxton (1990). Limitándonos a nuestras concepciones sobre el conocimiento, mantenemos, en cuanto alumnos o profesores, unas concepciones epistemológicas (Perry, 1970); cogniciones epistémicas (King y Kitchener, 1994); modos de conocer (Belenky y otros, 1986); epistemologías personales (Hofer y Pintrich, 1997); creencias epistemológicas o epistémicas (Schommer, 1990); teorías epistemológicas implícitas (Pecharromán, 2004), epistemologías cotidianas (Montgomery, 1992). Tales creencias están «enervando cada aspecto de la vida cotidiana», en palabras de Schommer (1994), ya que están en el fondo no sólo de cómo los alumnos se autoevalúan, sino de otras múltiples respuestas cognitivas y afectivas, y, sobre todo, están afectando a las prácticas y procesos de aprendizaje. La psicología de la instrucción, comprometida en investigar y proponer estrategias para aprender a aprender (Pozo, 1996), debe considerar la naturaleza de estas concepciones e investigar su relación con el aprendizaje y la instrucción. En este capítulo se pretende hacer una pequeña aportación en esta dirección en busca de «pistas» que permitan interpretar y corregir las experiencias a las que se ha aludido.

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¿De qué hablamos cuando hablamos de concepciones epistemológicas cotidianas? En todos o casi todos anida una filosofía «mundana», una respuesta más o menos implícita a la trascendente cuestión kantiana: ¿Qué puedo conocer? Esta respuesta constituiría lo que Marías (2002, p. 10) denomina la verdad en que se está, nuestra epistemología cotidiana. La «verdad en que se está» no se refiere a una teoría del conocimiento filosófica y conscientemente conseguida y sistematizada, sino a ese conocimiento tácito al que se refiere Polany (1966, p. 4): «conocemos más de lo que podemos decir»; aunque no tan implícito que no se exprese a un nivel coloquial en rotundos refranes como «al pan pan y al vino vino», o en cantares, como el conocido de Campoamor: «en este mundo traidor nada es verdad ni es mentira». El carácter parcialmente implícito de estas representaciones (véase el capítulo 3) plantea especiales dificultades a la hora de su investigación y quizá pueda explicar los importantes desacuerdos («escándalo» en palabras de Chandler, Hallett y Sockol, 2002) en la consideración de la naturaleza de las concepciones epistemológicas. Estas discrepancias se hacen ya presentes en el estudio de su naturaleza estructural (Hofer, 2004; Pintrinch, 2002): para algunos (modelo holista) presentan una predominante globalidad y sistematicidad y claras vinculaciones con aspectos de la personalidad y el desarrollo (por ejemplo, Chandler, 1988; King y Kitchener, 1994); en el polo opuesto, los modelos contextualistas proponen una consideración más situada y fragmentaria de estas concepciones (Hammer y Elby 2002; Louca y otros, 2004). Por último, los modelos multidimensionales prefieren distinguir dimensiones o componentes independientes (Hofer, 2002; Schommer, 2002, 2004; Schraw, Bendixen y Dunkle, 2002). Nos hemos inclinado por considerar a estas concepciones como teorías que se organizan teniendo en cuenta los diferentes campos de conocimiento, es decir, teorías epistemológicas específicas de dominio (Pecharromán, 2004). Las personas mantendríamos creencias epistemológicas aglutinadas en dos grandes vertientes o dimensiones de relativa independencia: las concepciones sobre la naturaleza del conocimiento y las concepciones sobre adquisición del conocimiento. En cuanto a las creencias sobre la naturaleza del conocimiento se consideran dos componentes: 1. Concepciones sobre la certeza del conocimiento. Se tienen en cuenta aspectos complementarios: Grado de convicción cuando se trata de la verdad o falsedad del conocimiento. Ciertos presupuestos ontológicos implícitos, por ejemplo, sobre la naturaleza de la relación sujeto-objeto y la contribución de cada uno de estos polos al conocimiento. Posible consideración y discriminación de campos y subcampos con distintas categorías de certeza (hasta aquí, verdad; más allá, opinión). Amplitud o restricción del contexto de verdad, es decir, si se trata de verdad 223

«universal» o relativa a determinados contextos o redes conceptuales dentro de las que tiene significación. 2. Criterios de verdad. Exige tener en cuenta cuatro indicadores esencialmente relacionados: La fuente de evidencia heterónoma o autónoma. El modelo de justificación: por adecuación, por coherencia interna, pragmática, etc. La simplicidad o complejidad de recursos. El carácter absoluto o problemático de la justificación. Una consideración global de estos aspectos permite situar la epistemología de la persona en referencia a tres posiciones: 1. Objetivista. 2. Relativista. 3. Constructivista. La posición objetivista se caracteriza por el predominio de una creencia especular del conocimiento; el «objeto» se considera como «cosa», totalmente independiente del sujeto, que es mera receptividad que busca «adecuarse» al objeto. Los problemas de conocimiento aparecen al sujeto como problemas bien estructurados, aunque su solución se pueda demorar. Dentro de esta posición global, los sujetos pueden situarse en subposiciones específicas (conocimiento copia, dualismo, certeza/incertidumbre), que, con bastante frecuencia, constituyen fases por las que transita cada persona en camino a posiciones relativistas o constructivistas. La justificación de la verdad pretende mostrar la correspondencia entre la mente y la realidad, lo pensado o afirmado y lo que «realmente es». A esta adequatio rei et intellectus subyace una concepción ontológica de la verdad en el sentido de «ser de la cosa», la veritas rei como última garantía. La posición relativista se atribuye a creencias de que la «verdad» o «falsedad» de una afirmación no se puede establecer total ni parcialmente, sino que queda íntegramente referida al polo emisor, sea sujeto o cultura, sin que se puedan compartir criterios transubjetivos o transculturales de verificabilidad. Los problemas de conocimiento aparecen generalmente ante el sujeto como problemas mal definidos para los que, en último término, no hay una solución mejor que otra. Partiendo del polo de referencia, se pueden considerar dos subposiciones o enfoques más específicos: el subjetivismo y el sociologismo. La posición constructivista requiere la creencia y capacidad del sujeto para concebir el conocimiento como juego o construcción en que no sólo se cuenta con un polo «objetivo» sino también un polo «subjetivo», y ambos se definen recíprocamente. El conocimiento presenta un carácter problemático, dialéctico y constructivo, siempre abierto a replanteamientos; significa «la revisión de la idea de correspondencia total (directa o parcial) entre conocimiento y realidad» (Pozo y Scheuer, 1999). Los 224

problemas pueden estar más o menos definidos, pero, aun en este fondo de indefinición, no todas las soluciones son iguales; se trata de un pensamiento reflexivo en cuanto «implica la integración y evaluación de los datos; la relación de estos datos con la teoría y el sistema de opiniones, y por último crear una solución al problema que pueda ser defendida como razonable y plausible» (King y Kitchener, 1994, p. 8) o de un saber en condiciones (Broncano, 2003). Esto supone ir más allá de las teorías cognitivistas de primera generación (Mateos, 1995), que se mantienen en un realismo metafísico, pero sin escorarse hacia un subjetivismo radical; en suma, un constructivismo fecundado de aportaciones piagetianas y vygotskianas, pero también de la fenomenología y la filosofía hermenéutica. En cuanto a la segunda de las dimensiones, las creencias sobre adquisición del conocimiento, señalamos, a su vez, dos componentes básicos: 1. La inmediatez del conocimiento. Recoge las creencias, acuerdo o desacuerdo, con una consideración del contenido del conocimiento que hay que adquirir como más o menos simple y necesitado de «mediaciones» y relaciones conceptuales; por tanto, en segundo lugar, y desde el punto de vista temporal y de los procesos requeridos, esta adquisición aparece como más o menos inmediata en el sentido de rápida, espontánea, no demorada, fácil (si no te das cuenta a la primera… de poco sirve…). 2. En la distribución del conocimiento se consideran concepciones en torno a quiénes adquieren este conocimiento y son, por lo tanto, depositarios y fuentes privilegiados. Estas creencias pueden situar el conocimiento en expertos o personas «inteligentes» (conocimiento restringido) o, por el contrario, considerarlo uniformemente distribuido y vinculado a cierto innatismo (conocimiento compartido). Se integran aspectos que en otras propuestas se trataban como fuente del conocimiento, en relación con la autoridad (Schommer, 1990) o naturaleza de la inteligencia (Hofer y Pintrich, 1997). ¿Se puede establecer una prioridad o jerarquía en nuestras concepciones o posiciones epistemológicas? ¿Cómo justificar la calificación de unas posiciones o estadios como más maduros o evolucionados? Perry (1970) reconoce que hay en ello mucho de compromiso, de opción y hasta de posible carga ideológica. En línea con gran parte de los investigadores (Belenky y otros, 1986; Baxter Magolda, 1992; King y Kitchener, 1994, 2004; Perry, 1970), nos inclinamos por admitir que las concepciones constructivistas significan una posición más elaborada y compleja, que supone y engloba las concepciones anteriores; en apoyo de nuestro punto de vista, podemos reclamar no sólo al proceso de desarrollo epistemológico (Chandler y otros, 2002; King y Kitchener; 1994), sino también las recientes aportaciones de la filosofía de la ciencia y la mayor complejidad e inclusividad de unas concepciones frente a otras. Las posiciones relativistas suponen un reconocimiento de los factores subjetivos y una crítica al objetivismo innato (Gelman, Coley y Gotfried, 1994) o al «realismo ingenuo que tiñe gran parte de nuestras teorías implícitas» (Pozo, 2001, p. 197). En tal sentido pueden 225

suponer un paso adelante; este avance se hace más evidente cuando el sujeto es capaz de superar la soledad epistemológica a que se siente condenado por sus escrúpulos el escéptico radical (todo está infectado de subjetividad) y se abre a posiciones de racionalismo posescéptico (Chandler, Boyes y Ball, 1990), es decir, se acerca al constructivismo. En realidad, si exceptuamos el «sarampión» escéptico de algunos adolescentes, frecuentemente nos encontramos con momentos de transición que combinan, por ejemplo, realismo y escepticismo, pues como comenta Broncano (2003, p. 291): «[…] nadie es escéptico full-time, sino que lo es localmente frente a las creencias que, según él, deben ser rebajadas de su status dogmático». Así pues, las posiciones constructivistas aparecen como un desiderátum y en su favor también puede argüirse una mayor capacidad adaptativa tanto en el aspecto afectivo e interpersonal como en el aprendizaje (Chandler, Boyes y Ball, 1990); este punto vuelve a recordarnos la importancia de las concepciones epistemológicas en la educación (véase Pecharromán, 2004). Nadie debe deducir de estas palabras que el proceso sea simple, ni siquiera lineal: objetivismo-relativismo-constructivismo. Como nuestra propia experiencia podría mostrar, tal vez deberíamos hablar de un cierto dinamismo, un viaje en espiral o recursivo. «Nos enamoramos varias veces», apostilla Chandler (1988) para ejemplificarlo; es decir, podemos volver a visitar las mismas posiciones varias veces pero –¿también como en el amor?– de distinta manera.

¿Cómo influyen las concepciones epistemológicas en el aprendizaje? Desde las primeras investigaciones se dieron por establecidas la existencia y reciprocidad de la relación entre estos dos constructos (Hofer, 2001; Perry, 1970). Schommer (2004) ha insistido recientemente en un modelo sistémico en el que las creencias sobre el conocimiento y el aprendizaje se relacionan con perspectivas culturales o la actuación en la clase. Aunque la influencia de la instrucción sea compleja y no sea fácil separar su efecto del producido por el desarrollo cognitivo, es indudable su incidencia en las concepciones epistemológicas. Así, podríamos contemplar el efecto propio del nivel de instrucción (King y Kitchener, 1994; Perry, 1970), de la instrucción específica (Hofer, 2002) o la influencia de la práctica y contexto didáctico (Smith y otros, 2000). Retomando el segundo sentido, cómo las concepciones epistemológicas influyen en el aprendizaje (véanse los cuadros 1 y 2 en las páginas siguientes), Perry (1970) ya sugirió que las dificultades académicas de los alumnos podrían tener que ver con sus teorías implícitas acerca del conocimiento. Estas relaciones han sido puestas de manifiesto no sólo en universitarios, sino también en niños; si éstos, señala Montgomery (1992), persisten en la confusión entre «saber» y «adivinar», y en no dar la debida importancia a la información como fuente del conocimiento, probablemente prestarán poca atención a las instrucciones de tarea y sobreestimarán su comprensión al respecto; sólo cuando se 226

considera el carácter constructivo del conocimiento se empiezan a valorar factores psicológicos como la atención o la utilización de estrategias. Se han constatado importantes relaciones entre las creencias epistemológicas y la comprensión (por ejemplo, Schommer, 2004), y la utilización de estrategias cognitivas (Jenhg y otros, 1993, King y Kitchener, 1994), especialmente la autorregulación (Butler y Winne, 1995); Hofer (2004) ha mostrado la importancia de desarrollar la metacognición epistémica para mejorar el pensamiento crítico, la búsqueda y evaluación de la información en contextos como el de Internet. La influencia de las creencias epistemológicas sobre el conocimiento y el aprendizaje se lleva a cabo también a través de su incidencia en la motivación, y no sólo en la cognición (Hofer y Pintrich, 1997; Qian y Pan, 2002). En la reciente conceptualización de Hofer (2004), el efecto de las epistemologías personales puede considerarse en cuanto que constituyen no sólo un sistema de creencias sobre el conocimiento, sino también como metacognición epistémica, especialmente decisiva en los procesos de búsqueda de información. En último término, el cambio conceptual y los resultados académicos en general se ven afectados por las creencias epistemológicas. Es una cadena que admite pocas discusiones (véase el cuadro 2 en la página 251): Si un alumno cree que el conocimiento es fácil y que no hay que esforzarse no se preocupará por elegir estrategias para mejorar su aprendizaje y, lógicamente, cosechará resultados bajos. (Butler y Winne, 1995, p. 253) Cuadro 1. Influencias de las concepciones epistemológicas en el aprendizaje de los alumnos y en las prácticas de los profesores

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Cuadro 2. Relación entre las concepciones epistemológicas, las estrategias de aprendizaje y los resultados, según algunas investigaciones

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Sin duda, en este sentido hay que considerar no sólo el aprendizaje estratégico, sino también la importancia de las teorías implícitas respecto del aprendizaje, teorías implícitas que tienen un importante componente epistemológico. Esta carga epistemológica se asocia con presupuestos ontológicos relativos a los resultados del 229

aprendizaje, y con presupuestos conceptuales que se refieren a las relaciones entre las condiciones y los resultados del aprendizaje (véase el capítulo 3). «Aprender a aprender» exige hacer explícitos estos supuestos y, probablemente, su modificación o reestructuración, en suma su «redescripción» a un nivel progresivamente explícito (Pozo, 2001). Hay, además, otro aspecto que debemos considerar y que tiene mucho que ver con las experiencias a que aludíamos al comienzo de este artículo; nos referimos a las concepciones epistemológicas de los profesores. Estas teorías implícitas son constructos personales que comprenden ideas y creencias difusas, no fácilmente verbalizables, adquiridas por currículo oculto y que se activan espontáneamente en la toma de decisiones curriculares; así lo señala Gimeno (1988, p. 218): Esa epistemología implícita del profesor respecto del conocimiento es una parte sustancial de sus perspectivas profesionales, configuradas a lo largo de su experiencia, en la formación inicial como profesor e incluso como alumno… Perspectivas que pondrá en acción cuando él tenga que enseñarlo o guiar a los alumnos para que lo aprendan. La práctica didáctica de los profesores, sus metas, métodos y procedimientos de evaluación, están condicionados por las creencias epistemológicas que mantienen (Currais y Pérez-Froiz, 1995; Monereo, 1999; Monereo y Pozo, 2001; Velaz, 2001). Por tanto, las concepciones epistemológicas de los profesores tienen una importante incidencia en la educación epistemológica de los alumnos y, también por esta vía, en su aprendizaje. Pintor (2004) hace observar que los profesores con concepciones empiristas-conductuales están más inclinados a la utilización de ejercicios (drills), los profesores que mantienen concepciones cognitivo-constructivistas prefieren la reestructuración como metodología, y aquéllos con epistemologías situadassociohistóricas se inclinan por el multiperspectivismo. En general, la imagen que nos dan estos estudios de las epistemologías implícitas en los profesores no es plenamente satisfactoria: encuentran que se trata de concepciones positivistas y empiro-inductivistas, relacionadas con una epistemología absolutista (Marrero, 1993; Vélaz de Medrano, 1997). Por otra parte, el resultado del proceso de enseñanza y aprendizaje tiene mucho que ver con el «encuentro» que se produce entre las ideas epistemológicas del profesor y las creencias epistemológicas de los alumnos; es en esta confluencia donde se genera la construcción de la «realidad», tal como señala Glaserfield (1995). Por eso Perry (1970) señala que a medida que se produce progreso en las posiciones epistemológicas, se promueven cambios paralelos en la visión del papel del profesor (de ser visto como autoridad y fuente de verdad, a experto con el que se participa) y el papel del estudiante (desde una visión pasiva a una activa, definiendo y construyendo conocimiento). Asimismo, las estrategias didácticas de los profesores funcionan mejor o peor en relación con las teorías epistemológicas implícitas de los alumnos (Windschitl y André, 1998): los alumnos que conciben el conocimiento como simple y cierto rinden más con una 230

pedagogía directiva, mientras que aquellos con epistemologías más complejas consiguen mayor provecho de ambientes que facilitan la investigación personal. Así pues, los resultados del aprendizaje tienen que ver con la interacción de las «cosmovisiones» del profesor y de los alumnos, la «ecología de la clase» (Roth y Rouchoundhury ,1994), aspectos mediados por sus epistemologías implícitas. En esta interacción alumno-profesor, sus concepciones sobre la verdad también están afectando a aspectos como la empatía, las relaciones interpersonales y, en último término, el desarrollo de la personalidad (Chandler y otros, 1992). No es fácil desde posiciones objetivistas acceder a la capacidad de tener en cuenta que el otro (sea profesor o alumno) tiene «otra perspectiva, conocimiento o interpretación de las situaciones» (Benack, 1984, p. 342), a no ser desde el dualismo verdad-error. Por el contrario, cuando el profesor o alumno accede a un pensamiento constructivista (posformal), tiene presente que nuestras relaciones son complejas, las elegimos dentro de múltiples posibilidades, están basadas en una consideración del contexto y necesidades del interlocutor (Sinnot, 1994). De estas apreciaciones y con la intención de buscar indicios que expliquen los «desencuentros» señalados, nos surgen algunas preguntas: ¿Qué concepciones epistemológicas predominan en alumnos y profesores? ¿Favorecen el aprendizaje, la utilización de estrategias, el tratamiento de la información, la práctica didáctica? ¿Mantienen los profesores creencias epistemológicas «maduras», más sofisticadas, que permitan orientar de manera más eficaz sus procedimientos didácticos y sus relaciones con sus alumnos? ¿Tienen los alumnos concepciones específicas según el dominio o aula? ¿Cambian conforme avanza su nivel de instrucción? ¿Comparten los profesores de las distintas materias o áreas las mismas concepciones epistemológicas? Nuestro reconocimiento de la importancia de responder a estas cuestiones no es ajeno a la conciencia de la dificultad metodológica que entraña su investigación. La utilización de cuestionarios facilitaría en el sujeto el reconocimiento de sus creencias parcialmente implícitas, pero a riesgo de perder importantes matices de sus concepciones; las cuestiones abiertas conceden más libertad, pero exigen del sujeto una importante capacidad de explicitación. En nuestro afán por contribuir a la estimación de las concepciones epistemológicas en alumnos y profesores, hemos llevado a cabo una investigación (Pecharromán, 2004) en la que se optó por una convergencia de métodos, tareas diferentes que nos permitan un acercamiento complementario (véase el cuadro 3). Se trataba de estimar las concepciones epistemológicas en la educación secundaria, por lo que se contó con alumnos de educación secundaria obligatoria y de bachillerato, y con un importante grupo de profesores, tanto de las materias de ciencias, como de humanidades y filosofía. Cada sujeto respondía a tareas dirigidas a tres dominios o materias fundamentales (ciencias naturales, ciencias sociales y ética), por lo que el comentario de los resultados puede darnos una idea aproximada sobre las concepciones del conocimiento que predominan en la educación secundaria en general y en las distintas materias o aulas.

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Cuadro 3. Tareas y variables utilizadas en la investigación de Pecharromán (2004)

(*) En cursiva, variables cuantitativas; en negrita, variables nominales.

Concepciones epistemológicas en educación secundaria Nos preguntábamos en nuestra investigación empírica cuáles serían las concepciones epistemológicas en alumnos y profesores; también si habría o no diferencias al respecto entre estos dos grupos y, por otra parte, entre alumnos de ESO y bachillerato. Habíamos supuesto una mayor sofisticación epistemológica en los profesores; se entendía por tal un predominio de concepciones epistemológicas de carácter constructivista y la consideración de la complejidad en la adquisición del conocimiento. Los resultados, que aquí resumimos, confirman esta hipótesis1. En sus concepciones 232

sobre la naturaleza del conocimiento, los profesores se muestran significativamente más constructivistas, y, por el contrario, menos relativistas y objetivistas que sus alumnos. Esto se aprecia en los dos componentes considerados al respecto: sus creencias sobre la certeza y sus criterios epistemológicos (véase el cuadro 4). En sus creencias sobre la certeza del conocimiento, los alumnos muestran un significativo mayor objetivismo y relativismo: manifiestan un mayor acuerdo que los profesores con los ítems o principios de estas posiciones, eligen en mayor medida que sus profesores principios de estas posiciones –objetivistas y relativistas– y, aún con mayor claridad, justifican estas elecciones desde estas mismas perspectivas. Por el contrario, los profesores muestran un significativo mayor constructivismo, junto con el menor objetivismo y relativismo. En sus criterios epistemológicos –en una tarea en la que pedíamos a los sujetos que explicaran cómo podrían saber quién tiene la verdad o más razón en sus afirmaciones– se repite el mismo esquema de mayor sofisticación epistemológica en profesores: éstos recurren con mayor frecuencia a criterios de tipo constructivista y menos a criterios objetivistas y relativistas. Este desnivel epistemológico se aprecia, con mayor detalle, en sus expresiones concretas, acerca de los criterios específicos a que hacen referencia. Así, por ejemplo, los alumnos de ESO dan gran importancia a criterios externos o heterónomos: el 23% de las estrategias-criterio que proponen se refieren a lo que podemos denominar objetivismo dependiente, en el sentido de que recurren a la autoridad (profesor, libro, la gente en general), y también a la simple apreciación de cualidades del que afirma («el que sea sincero»). El objetivismo contrastado (demostrar, probar, experimentar…) ocupa un alto porcentaje de todas las respuestas, pero fundamentalmente en bachillerato. Las reflexiones propias del escepticismo («no hay forma de conocerlo») o subjetivismo («cada uno su opinión o punto de vista igualmente verdadero») abundan en ESO más que en otros grupos, pero también encontramos estas alusiones subjetivistas en bachillerato; los profesores muestran el más alto porcentaje en cuanto a criterios que aluden a una construcción justificada («el conocimiento tiene dependencias subjetivas pero hay que justificarlo y no todo vale igual»), criterio que escasea en grupos de menor instrucción, como ESO; la misma descompensación a favor de los profesores hallamos en otros criterios constructivistas como el reconocimiento de la contradicción («puede haber distintas interpretaciones razonables y justificables») y la integración dialéctica («buscar nuevos modelos o paradigmas que superen y reinterpreten las contradicciones»). Las alusiones a la necesidad de información (requerimientos informativos) es frecuente en los tres grupos, sobre todo en los profesores. Cuadro 4. Concepciones sobre la naturaleza del conocimiento en secundaria

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Al considerar otra dimensión de las creencias epistemológicas, las concepciones sobre la adquisición del conocimiento, volvemos a constatar la mayor madurez epistemológica de los profesores (véase el cuadro 5). Éstos rechazan con más énfasis que esa adquisición sea un proceso simple e inmediato, un proceso de todo o nada que no exija esfuerzos y demora (variable «conocimiento inmediato»). Los alumnos de la ESO, que puntúan significativamente más alto en esta variable, muestran, a nuestro parecer, pervivencias de una teoría directa del aprendizaje (Pozo y Scheuer, 1999; Pérez Echeverría y otros, 2001) en la que se considera la exposición al objeto de aprendizaje como condición necesaria y suficiente para que automáticamente se produzca. Además, se observó una importante correlación ente los alumnos que entienden el conocimiento como simple y rápido y una concepción del conocimiento como copia, es decir, un objetivismo muy elemental, cercano al «dogma de la purísima percepción» al que se refiere Chandler (1988, p. 408) y que se trasluce en algunas respuestas a las preguntas abiertas («si lo veo ya se quién tiene verdad»). Sin embargo, ya en las concepciones sobre la distribución del conocimiento, los grupos de profesores y alumnos comparten posiciones intermedias (ni acuerdo ni desacuerdo) en cuanto a valorar la «inteligencia» o la competencia de los expertos para acceder al conocimiento (variable «conocimiento restringido»). Sí apreciamos, y no deja de sorprender, la mayor «humildad» socrática de los profesores que, a pesar de su alto nivel de estudios, rechazan con mayor fuerza que sus alumnos la afirmación de que «sus compañeros y ellos mismos sean tan competentes como cualquier otro –incluidos los expertos– en el dominio de que se trate» (variable «conocimiento compartido»). Por el contrario, los alumnos de ESO muestran la mayor confianza en la competencia propia y de sus compañeros. Cuadro 5. Concepciones sobre la adquisición del conocimiento en secundaria

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Esta mayor sofisticación epistemológica de los profesores, sobre todo en comparación con los alumnos, coincide con los datos ofrecidos en las investigaciones más optimistas sobre adultos universitarios (Baxter Magolda, 2002) o con lo observado por Kuhn y otros (2000) en los expertos profesores de filosofía. Supone una constatación de cómo la persistencia en un ambiente de estimulación intelectual, más allá del título universitario, impulsa el desarrollo epistemológico. Los profesores de secundaria constituyen grupos altamente instruidos; están además comprometidos en una actividad profesional que les induce a una reflexión constante sobre la educación en general y su materia en particular, y más en etapas de cambios de planes de educación como es la presente. Todos, o casi todos estos profesionales, se han beneficiado (con menor o mayor entusiasmo) de reciclajes didácticos de orientación constructivista. Suponemos, ante los resultados, que esta trayectoria ha ido configurando una madurez epistemológica generalizada, vinculada al constructivismo. Resulta especialmente satisfactorio constatar la madurez epistemológica de los profesores, ya que repercutirá, sin duda, en la educación epistemológica de los jóvenes. Sin embargo, como señalábamos al principio de este capítulo, no todos los estudios se han mostrado tan optimistas respecto a sus epistemologías de los profesores, sobre todo, al observar sus prácticas académicas. Así pues, puede darse una importante diferencia entre la teoría y la práctica y pudiera ser que el constructivismo predominante fuera sólo una hojarasca más o menos retórica. Pero no minusvaloremos este hallazgo, aunque sea una teoría más o menos implícita y confesada que necesita el paso a una teoría «en acción». Los resultados comentados pueden dar pistas para explicar las situaciones a que aludíamos al iniciar este artículo, esto es, desajustes en la interpretación de la evaluación entre alumnos y profesores y, también, en la práctica didáctica de la clase: un alumno objetivista reclamará, probablemente, lo que entiende como exposición clara de la verdad y una evaluación que tenga como criterio estas «verdades de manual», más que la reflexión crítica e interpretación personal razonada. Esta constatación significa una llamada de atención a los profesores para que tomen conciencia de este dato como punto de partida en su práctica docente. El profesor, consciente –más allá de una teoría de la 235

mente espontánea– de esta posible distancia entre sus concepciones epistemológicas y las de sus alumnos, se verá impelido a preguntarse: ¿me pongo en su lugar?, ¿será adecuado una didáctica constructivista en un grupo predominantemente objetivista?, ¿qué metodologías emplear para facilitar la maduración epistemológica de mis alumnos? Recojamos, al respecto, unas palabras de Perry (1970, p. 210), pionero en estas investigaciones: Los profesores deben saber interpretar las dificultades de relación con los alumnos (en especial en algunos cursos de la enseñanza secundaria) desde el desconcierto que supone para estos estudiantes la superación del objetivismo y sus esfuerzos para situarse en unas creencias epistemológicas más complejas: «la transición de una concepción del conocimiento como incremento de certezas… a la concepción del conocimiento como evaluación cualitativa de observaciones y relaciones contextuales». Además de estas aseveraciones relativas a las diferencias en las concepciones epistemológicas de alumnos y profesores, merece la pena comentar otras conclusiones a las que, a nuestro entender, dan pie los datos de nuestra investigación. 1. Se constata la existencia de amplias diferencias intragrupo Si bien se detectan unas posiciones o concepciones predominantes en un grupo, otra proporción de alumnos comparte creencias diferentes. Esta observación, aun a riesgo de parecer simplista, incide y repercute en la práctica de los profesores. ¿Cómo adaptar la didáctica y programación a esta diversidad epistemológica? Schommer y Walker (1995, p. 430) señalan: «Gran parte de estas creencias se modifican en la interacción dentro de la clase». Pero, ¿cómo organizar la interacción en la clase para que se produzca una coeducación epistemológica? 2. Los alumnos (y en menor medida los profesores) muestran en las tareas más simples, que no implican explicitación sino simplemente reconocimiento (señalar grado de acuerdo o desacuerdo con unos ítems, elegir entre principios epistemológicos), una mayor sofisticación epistemológica, un mayor constructivismo, que en aquellas tareas que suponen una mayor explicitación o verbalización de sus concepciones De aquí que parte de los alumnos que eligen o muestran acuerdo con principios constructivistas, en sus justificaciones o explicación de criterios se remitan a concepciones de tipo objetivista (puede apreciarse en el cuadro 4, al comparar la proporción de «preferencias» o elecciones constructivistas y la proporción de «justificaciones» o explicaciones de tipo constructivista). Este dato pone de manifiesto la importancia de la elección de medida o de tarea en la estimación de estas creencias; al tiempo, nos puede indicar cómo los tópicos de la epistemología constructivista, sobre todo a partir de las epistemologías de sus docentes supuestamente inducidas por las reformas educativas, van calando en la comunidad 236

escolar; pero esta impregnación aún no es suficiente y está reclamando, en alumnos y profesores, un esfuerzo por explicitar, verbalizar y aplicar estas concepciones epistemológicas más elaboradas. 3. Se han encontrado también diferencias epistemológicas entre los dos niveles de instrucción en alumnos En ESO, coincidiendo con gran parte de las investigaciones sobre alumnos de estas edades, encontramos un predominio de posiciones objetivistas referidas al «conocimiento como copia» (King y Kitchener, 1994; Chandler, Boyes y Ball, 1990; véase también el capítulo 3) que aparecen en expresiones como «si conoces los hechos puedes estar seguro», «por sólo tener los hechos y detalles ya sabes lo que pasa». Pero también hay que señalar, y esto no aparece en todas las investigaciones antes citadas, una importante proporción de sujetos relativistas en este nivel; este relativismo es particularmente notable en moral, lo que podría indicar que es en este dominio en el que se da antes la transición del objetivismo al relativismo y no constituye, como señalan Kuhn y otros, (2000), un reducto de objetivismo. Pudiera relacionarse este relativismo moral de los alumnos de ESO (menos en bachillerato) con la «regresión» adolescente en el desarrollo moral, señalada por Kohlberg (1973): el adolescente se desliza desde el estadio 4 a una etapa mixta entre los estadios 2 y 4. Kohlberg lo reinterpretó más tarde como un estadio intermedio entre el 4 y el 5 (estadio 4,5), que se caracteriza por un relativismo-escepticismo ético extremo. Este relativismo-escepticismo se presenta también, en este nivel de instrucción, difundido por otros dominios, aunque con menos amplitud que en el moral. Observamos, así mismo, en gran parte de los alumnos «relativistas» un empeño, adolescente, en defender el preciado valor de su opinión vinculado a su dignidad, libertad e identidad: «porque la gente puede pensar libremente»; «cada uno tiene su opinión y hay que respetarla»; «porque creo que todas las opiniones son válidas porque al estar en un país libre cada persona pude pensar o tener su propia opinión». Estos datos darían la razón a Chandler, Boyes y Ball (1990), cuando señalan que en esta edad gran parte de los que no se sitúan en un «realismo a la defensiva» reaccionan ante el relativismo desviándose hacia el escepticismo. Los alumnos de bachillerato de nuestro estudio permanecen firmemente anclados en el objetivismo cuando se trata de los dominios de ciencias naturales y sociales, ya que en moral se observa un importante relativismo. Algunos de sus comentarios lo expresan claramente: «La verdad científica no tiene más que un camino»; «no pueden tener los dos razón porque en ciencias o las cosas son o no son»; «porque las leyes físicas están escritas». Encontramos, al respecto, una importante coincidencia con investigaciones (por ejemplo, King y Kitchener, 1994; Perry, 1970) que sitúan tardíamente el acceso a posiciones relativistas y, más aún, constructivistas. Otros estudios, sin embargo, detectan al final de la adolescencia un predominio de posiciones relativistas y posrelativistas (Chandler, 1990). Su objetivismo ha madurado respecto de los alumnos de ESO: es 237

capaz de expresar con claridad su objetivismo cuando se le pide justificaciones (hay menos respuestas «no sé») y manifiesta, como hemos visto, una gran confianza en la ciencia, sobre todo en las ciencias naturales; sin embargo, teniendo en cuenta sus justificaciones y criterios, se aprecia que esta confianza no está tan basada sólo en la mera «observación» (conocimiento copia), como en ESO, sino que ha evolucionado hacia mayor abstracción y se presenta más consciente del acceso complejo y, a veces, indirecto a la realidad y la verdad. Por otra parte, encontramos, junto a un descenso del relativismo en los dominios de ciencias, un perceptible incremento de las concepciones constructivistas. Si a esto añadimos que se advierte en bachillerato una significativa mayor conciencia de la complejidad del conocimiento, podemos concluir que se da un progreso epistemológico en relación con el nivel de instrucción de los alumnos; es decir, que la instrucción puede tener un efecto positivo en la maduración epistemológica pero, en bachillerato, todavía insuficiente. 4. Alumnos y profesores mantienen concepciones epistemológicas diferentes según el dominio de que se trata Sin embargo, es necesario hacer algunas precisiones en cuanto al sentido de estas diferencias en los grupos considerados (véase el cuadro 6). Los alumnos se muestran más relativistas y menos objetivistas en el dominio moral que en ciencias naturales o sociales; el predominio de su objetivismo se hace aún más patente en los dominios de ciencias que en moral, y los alumnos de bachillerato extreman este objetivismo en naturales. Los profesores, por el contrario, muestran un rechazo generalizado al relativismo en todos los dominios; su objetivismo es importante en ciencias naturales y menor en sociales, pero a gran distancia del mostrado por sus alumnos. Sin embargo, se aprecia, en el dominio moral, que las diferencias en objetivismo entre alumnos y profesores quedan casi anuladas; un notable porcentaje de profesores se muestran objetivistas, vinculando generalmente este objetivismo a la conciencia o a la profesión de los derechos humanos, tal como aparece en sus respuestas a las cuestiones abiertas: «Hay buenas y malas conductas per se, independientemente de modas, religiones, etc. Está impreso en la conciencia humana»; «Detrás está la utópica propuesta de los derechos universales»; «Hay valores éticos universales porque tienen su fundamento objetivo en aspiraciones esenciales de todo ser humano». En cuanto a sus concepciones sobre la adquisición del conocimiento, el moral aparece como significativamente más simple y compartido (sobre todo en los alumnos de ESO) mientras que, tanto alumnos como profesores, consideran el conocimiento en ciencias naturales como significativamente más restringido a expertos y personas inteligentes. Esta relativa confianza que tienen los alumnos en su propia pericia puede señalar al profesor la oportunidad de proponer y compartir experiencias con datos anómalos que cuestionen las «certezas» y les haga conscientes de la complejidad del conocimiento. Esto vale sobre todo para el dominio moral; la alta «autoeficacia» que muestran los alumnos puede explicar cierto desdén ante el debate moral en profundidad («saben de ello como 238

cualquier experto»), pero esta seguridad, probablemente, puede madurar ante la consideración de dilemas éticos. Cuadro 6. Tipo de justificaciones que ofrecen alumnos y profesores de secundaria de los principios epistemológicos que han elegido en los diferentes dominios

Así pues, los alumnos de nuestro estudio mostraron una importante aceptación del relativismo sobre conocimiento moral, mientras que en ciencias sociales y sobre todo naturales predominaban las concepciones objetivistas. ¿Son estas epistemologías adecuadas para buscar soluciones a las cuestiones que hoy tiene planteadas la sociedad? ¿Debe un sistema educativo que pretende, en la educación secundaria, preparar ciudadanos capaces de integrarse activamente en la sociedad permitir que en los alumnos sigan perviviendo concepciones extremadamente objetivistas en ciencias y subjetivistas en moral? Nosotros creemos que no. Ni un subjetivismo ético extremo puede gestar o asumir propuestas sociales viables que inviten al compromiso, ni unas concepciones objetivistas sobre las ciencias preparan a las personas para comprender la naturaleza de este conocimiento y la práctica de los científicos, que tanto compromete hoy a toda la sociedad. Recogiendo la pregunta de Monereo y Pozo (2001, p. 51): «¿estamos formando a nuestro alumnado en las competencias que necesitarán para vivir (o quizás sobrevivir) en este siglo?». Parece necesario un replanteamiento de la educación en estos niveles que incluya entre sus objetivos la formación epistemológica; urge promover epistemologías constructivistas (Pérez Echeverría y otros, 2001). Sólo así, por ejemplo, podrán hacer frente al reto de un mundo complejo, plural social y culturalmente, en el que la información y la «realidad» se multiplica, aguijonea, nos aturde y atiborra (Pozo, 1996) y parece diluirse virtualmente tal como apareció. La comprobación del importante grado de especificidad que presentan las concepciones epistemológicas de los alumnos según la materia –en cada aula, podríamos decir– también entraña otras cuestiones ineludibles: en primer lugar, nos compromete a implementar, dentro de cada dominio (área, departamento, etc.) las medidas o estrategias para la instrucción epistemológica específica, pero al mismo tiempo, en segundo lugar, 239

debemos tener presente el posible efecto o generalización de las concepciones de un campo a otras materias. Probablemente, los alumnos mantienen concepciones epistemológicas más sofisticadas en aquellas que les son más familiares (Pecharromán, 2004) y se habrá de utilizar esta experiencia para optimizar su educación epistemológica. 5. Se ha insistido con ocasión y sin ella en la excelencia epistemológica de los profesores No obstante, no debemos ocultar que hay un resto importante de objetivismo, sobre todo en el dominio moral y ciencias naturales. Además, no pocos se expresan mediante un lenguaje objetivista en sus justificaciones y/o en sus criterios, aunque hayan elegido principios constructivistas. Señalan algunos (Manassero y Vázquez, 1999) que la comprensión inapropiada de la naturaleza de la ciencia en los alumnos se debe no sólo a la inadecuación de los currículos, sino también a las concepciones de los profesores como mediadores del currículo. Los profesores aparecen como elemento decisivo en la educación epistemológica, por lo que, en algunos casos, deberíamos plantearnos el cambio epistemológico en estos profesionales, dada la «importancia de conseguir una formación adecuada del profesorado sobre los temas de la naturaleza de la ciencia» (Manassero y Vázquez, 1999, p. 330). Este «cambio epistemológico», al parecer, tampoco es fácil en los profesores. En relación con estas reflexiones, también nos preguntábamos en nuestra investigación si habría diferencias en las epistemologías de los profesores según el área a que pertenecían, es decir, según la instrucción específica recibida. Algunas investigaciones, cotejando las concepciones epistemológicas de alumnos universitarios en carreras o campos «blandos» (humanidades) y «duros» (ciencias), parecían apuntar afirmativamente (Jenhg y otros, 1993; Paulsen y Wells, 1998). La comparación se hizo entre profesores de humanidades (lengua, historia, etc.), profesores de ciencia (físicaquímica, matemáticas, etc.) y profesores de filosofía. Los resultados (véase el cuadro 7) no detectaron diferencias entre profesores de letras y de ciencias, pero sí apuntaban a una mayor sofisticación epistemológica de los profesores de filosofía: se observaba en su tendencia a un mayor constructivismo y menor objetivismo. Además, son estos profesores de filosofía los que rechazan más vehementemente las creencias del conocimiento relacionado con la «inteligencia» de las personas y restringido a expertos. La mayor sofisticación epistemológica en los profesores de filosofía posiblemente indica un cierto efecto de la instrucción y dedicación profesional específica, si bien no es posible afirmarlo (¿tal vez las personas epistemológicamente más sofisticadas o preocupadas se inclinen por estudiar filosofía?). Aunque no se tienen referencias de investigaciones que consideren de manera similar estos grupos de profesores, sí hay algunos datos en esta misma línea; así, la investigación de Kuhn y otros (2000) señala a su grupo de expertos, que eran graduados en filosofía, como significativamente más constructivistas («evaluativistas») que el resto de los grupos. Esta mayor elaboración de las concepciones epistemológicas en profesores de filosofía parece sugerirnos una pista para abordar la instrucción epistemológica de los profesores: introducir en los currículos 240

de las distintas especialidades actividades, ámbitos o perspectivas que inciten a la reflexión epistemológica. Cuadro 7. Justificación epistemológica en profesores de distintas áreas didácticas

A modo de conclusión Volviendo a nuestro punto de partida sobre la importancia de tener presentes las representaciones de los sujetos sobre el conocimiento y aprendizaje, entre ellas, las concepciones epistemológicas, hay que seguir investigando cómo afectan estas creencias a los procesos y resultados del aprendizaje, y, en su caso, plantearse la necesidad, posibilidad y estrategias que permitan promover un cambio epistemológico, es decir, una instrucción en concepciones epistemológicas. Algunas investigaciones de las concepciones epistemológicas (King y Kitchener, 1994; Pecharromán, 2004; Perry, 1970) han sugerido ciertas pautas que hay que tener en cuenta en la instrucción. En conjunto, nuestra propuesta puede resumirse, siguiendo a Schraw (2001, p. 461), en «ayudar a los profesores a comprender sus propias creencias, comprender los factores que inciden en las creencias de los estudiantes, promover un pedagogía orientada al pensamiento crítico, e introducir el cambio conceptual en la clase»; una pedagogía que se aleje del magister dixit. Estas sugerencias tienen una pretensión: lograr que los alumnos y personas en general tomemos progresiva conciencia del valor de nuestro conocimiento como «saber en condiciones» (Broncano, 2003) y de nuestra razón como «razón vital», superadora del realismo y subjetivismo (Ortega y Gasset, 1923); consideramos, siguiendo a nuestro filósofo, que éste sigue siendo «el tema de nuestro tiempo». Para ello, los profesores deben contribuir al diseño de «escenarios sociales para la reconstrucción de la mente» (Pozo, 2001, p. 203); contextos instruccionales en los que el sujeto pueda explicitar, «redescribir» o «reconstruir» sus teorías epistemológicas implícitas a la luz de la nueva 241

cultura constructivista; así delinearemos el espacio que permita gestar y compartir respuestas para un mundo complejo y plural social y culturalmente, nuestro mundo.

1. No vamos a referirnos en ningún caso a los análisis estadísticos que justifican las afirmaciones que hacemos con respecto a los resultados obtenidos. Véase para ello Pecharromán (2004).

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11 De fotográfos a directores de orquesta: las metáforas desde las que los profesores conciben el aprendizaje1 José Alfredo Aparicio, Juan Ignacio Pozo

Introducción: de la psicología cognitiva a las concepciones implícitas sobre el aprendizaje Durante la segunda mitad del pasado siglo, la psicología del aprendizaje pasó de ser un ámbito de investigación y aplicación de las teorías conductistas, que ponían el acento en manipular directamente el ambiente para cambiar la conducta y el conocimiento, a adoptar un enfoque crecientemente cognitivo, en el que esos mismos cambios de conducta y conocimiento se entienden esencialmente como una consecuencia de la activación, por influencias ambientales pero también internas, de los propios procesos cognitivos del aprendiz (Pozo, 1989). Los modelos vigentes en psicología del aprendizaje asumen, por tanto, que están superados aquellos modelos conductistas de «caja negra» y que para favorecer el aprendizaje mediante la enseñanza es necesario intervenir sobre los procesos cognitivos que hacen posible que los conocimientos y las conductas de los alumnos cambien. Por supuesto, hay muy diversos modelos y teorías cognitivas del aprendizaje que proponen interpretaciones y pautas de intervención en parte distintas, pero aquí no vamos a entrar en esas distinciones (véanse, por ejemplo, Olson y Bruner, 1996; Pozo, 1989 y 2003). Lo que nos interesa en este trabajo no son las teorías elaboradas por los psicólogos del aprendizaje, sino las concepciones que de modo más o menos implícito mantienen los profesores sobre el funcionamiento de esos procesos cognitivos que median en el aprendizaje, que pueden ser diferentes de las sostenidas por los investigadores. En otros capítulos del libro se analizan las concepciones o teorías implícitas de los profesores 243

sobre cómo pueden gestionar en el aula alguno de estos procesos (por ejemplo, en los capítulos 6 y 12), sus creencias sobre la naturaleza del conocimiento (capítulo 10) y sus creencias sobre la enseñanza (capítulo 16). En este capítulo nos centraremos en estudiar la representación que los profesores –en este caso profesores de secundaria en Colombia– tienen de lo que sucede con la información y el conocimiento en la mente de sus alumnos y cuál es la naturaleza de los procesos cognitivos que activan para retener, organizar, relacionar y recuperar los conocimientos que tienen que aprender. Pero si queremos acceder a esas representaciones, tal como se planteaba en el capítulo 3, debemos diferenciar entre el conocimiento explícito que esos profesores puedan tener de las elaboraciones teóricas de la psicología cognitiva y sus propias concepciones o teorías implícitas sobre esos mismos procesos en acción. Partiendo de las teorías implícitas sobre el aprendizaje, descritas en la parte final del capítulo 3, ¿qué teorías implícitas predominarán en las concepciones que los profesores tengan de los procesos cognitivos? Aquellos profesores que asuman la teoría directa –a la que aquí nos referiremos también como teoría realista, ya que pone énfasis en que el aprendizaje consiste en hacer réplicas o copias fieles de una realidad externa al aprendiz– concebirán los procesos de aprendizaje como la elaboración de copias, lo más fieles posibles, de la información procesada, acercándose a una especie de «conductismo mediacional» (Pozo, 1989), según el cual existen procesos mediadores entre sujeto y objeto en el aprendizaje que actúan como espejos o reflejos del mundo objetivo. En cambio, quienes asuman una teoría interpretativa supondrán que en el aprendizaje median una serie de procesos que transforman o interpretan el objeto de aprendizaje pero sin alterarlo en lo esencial. Desde una posición más cercana al procesamiento de información clásico (Strauss y Shilony, 1994), se asume que el sistema cognitivo produce un cierto «ruido» en el procesamiento, pero que finalmente ese ruido no puede alterar la verdadera esencia de la realidad, que podrá ser capturada, con ciertas modificaciones, por los procesos de aprendizaje. Desde esta posición interpretativa, al igual que sucede con el procesamiento de información al que de algún modo emula (véase Pozo, 1989), tal como se señalaba en el capítulo 3, se sigue manteniendo una posición realista con respecto al aprendizaje, si bien se trata de un realismo crítico, al asumir que el sujeto, en parte, altera el objeto de aprendizaje, pero sin trasformarlo. Es en la posición constructiva donde el aprendizaje se concibe, al igual que en las teorías constructivistas elaboradas por los psicólogos (Bransford, Brown y Cocking, 2000; Coll, Palacios y Marchesi, 2001; Pozo, 1989, 1996), como un proceso de transformación o construcción del objeto de aprendizaje, de forma que ya no se trata de procesos que alteran o deforman ese objeto, sino que realmente lo reconstruyen2. Pero junto a estas teorías implícitas, muchos profesores han recibido instrucción formal en algunas de las teorías elaboradas desde la psicología cognitiva del aprendizaje y de la educación, en las que se sustentan, al menos parcialmente, las reformas educativas impulsadas en nuestros países. De ser ciertos los planteamientos desarrollados en la primera parte de este libro, especialmente en el capítulo 3, esas teorías formalmente instruidas entrarían en conflicto con algunos de los supuestos básicos sobre el funcionamiento de la mente humana y del propio aprendizaje desde los cuales los 244

profesores organizan y viven buena parte de sus prácticas docentes. Cabe esperar, por tanto, al igual que sucede en otros muchos estudios presentados en este libro, una cierta disociación o disonancia entre las teorías implícitas de esos profesores sobre el aprendizaje y su conocimiento explícito de la psicología del aprendizaje. Así pues, un aspecto esencial de este trabajo será desarrollar una metodología que, complementariamente a las que se han ido presentando en otros capítulos, nos permita diferenciar esas teorías implícitas del conocimiento psicológico explícito. Esta coexistencia entre diferentes representaciones del aprendizaje, con distintos grados de explicitación, en una misma persona, en este caso en un mismo profesor, plantea además otro reto: conocer cuáles son los factores que influyen en la activación o uso preferente de unas representaciones u otras. En nuestro caso, se trataría de saber si la representación que tienen los profesores de los procesos de aprendizaje es unitaria o depende de otros componentes del aprendizaje. Si asumimos, a partir de Pozo (1996), que en el aprendizaje podemos identificar tres componentes esenciales –los procesos (tal como hemos venido tratándolos en esta introducción), los resultados o contenidos del aprendizaje (es decir, lo que se aprende o cambia como consecuencia de esa actividad cognitiva) y las condiciones (o el conjunto de factores o variables externas que pueden modificar la práctica de los aprendices y con ella su aprendizaje)–, podemos considerar si la representación que tienen los profesores de los procesos de aprendizaje varía en función del contenido de esos aprendizajes y de las condiciones en que tiene lugar. Un último aspecto que vamos a considerar en este trabajo, ya que podría estar relacionado con las teorías implícitas de los profesores sobre los procesos de aprendizaje, es la formación disciplinar de los propios profesores. En el capítulo 10 se han comparado las diferencias en las epistemologías intuitivas de profesores de diferentes áreas de especialidad (Pecharromán, 2004), que resultan ser bastante escasas. ¿Sucede lo mismo con la forma en que se conciben los procesos de aprendizaje? ¿Hay relación entre el área de especialidad docente y las concepciones mantenidas? ¿Tienen todos los profesores las mismas concepciones implícitas o éstas varían en función del área y del tipo de conocimiento con el que trabajen?

Accediendo a las teorías implícitas: las metáforas sobre el aprendizaje El reciente interés por investigar la función de las metáforas en la vida cotidiana ha extendido su uso más allá de la noción de metáfora como una figura del lenguaje empleada sólo en la literatura y poesía. Es un lugar común atribuir a Lakoff y Johnson (1980) el haber redescubierto el importante papel que tienen las metáforas en todas las esferas de nuestra vida. Para estos autores, el sistema conceptual que guía nuestra percepción, nuestros pensamientos y acciones en el mundo, es de naturaleza metafórica. A partir de la publicación del libro de Lakoff y Johnson (1980), investigadores de 245

diversas disciplinas, especialmente psicólogos y educadores, se han interesado en el uso de las metáforas como medio para comprender el pensamiento y las acciones humanas. En el campo de la educación en particular, las metáforas –símiles y analogías– han sido utilizadas para muy diversos fines de investigación, como estrategia de enseñanzaaprendizaje (Muscari, 1988; Duit, 1991; Dagher, 1995; Ogborn y Martins, 1996; Oliva, 2004), como medio para crear una tipología de profesores a partir de sus roles (Tobin, 1990; Berliner, 1990), para conceptualizar los procesos que se dan en el aula (Marshall, 1990), para desarrollar el conocimiento profesional de los profesores (Munby y Rusell, 1990; Johnson, 2001), para estudiar su pensamiento (Knowles, 1994; Earle, 1995), para cambiar sus creencias sobre la enseñanza (Tobin, 1990; Robertson, 2003) y, finalmente, como una forma de estudiar las concepciones sobre el aprendizaje en estudiantes (Thomas y McRobbie, 1999) y profesores (Martínez, Sauleda y Huber, 2001). ¿Pero qué características especiales tiene la metáfora, para generar este creciente interés por usarla como una herramienta de estudio del pensamiento y, en particular, de la cognición implícita? El rasgo más sobresaliente de las metáforas es que nos permiten expresar conceptos e ideas que son difíciles de enunciar por medio del lenguaje literal. Dada la limitación que en ocasiones tenemos para traducir nuestro pensamiento en palabras, es posible que esta «condensación de sentido» propia de las metáforas nos ayude a expresar de mejor forma aquello que de otra manera sería muy difícil verbalizar. Además, las metáforas parecen ser modos de representación que sintetizan formas de comprender la realidad que anteceden a la reflexión consciente. Así, por ejemplo, Cicone, Gardner y Winner (1981) encontraron que un grupo de niños de educación preescolar eran capaces de usar metáforas mucho antes de que pudieran dar explicaciones de sus significados concretos. Por todo ello, para nuestros propósitos, pueden ser un recurso especialmente eficaz para acceder a las representaciones implícitas. Como vimos en capítulos anteriores (véase sobre todo el capítulo 3), las concepciones implícitas sobre el aprendizaje pueden ser consideradas como síntesis abstractas que realiza nuestro sistema cognitivo a partir de las regularidades percibidas en nuestro mundo experiencial. Si es cierto, como ha dicho Black (1979), que las metáforas representan la punta de un modelo sumergido, ¿puede este modelo ser el de las concepciones implícitas? No tenemos suficientes datos aún para responder con certeza a esta pregunta, pero algunos autores como Bullough (1991) se atreven a afirmar que un cuidadoso análisis de las metáforas nos permitiría empezar a discernir los patrones que dan coherencia a las experiencias que vivimos los seres humanos. Ya que gran parte de la dificultad del estudio de las concepciones proviene de su carácter implícito, una de las mayores dificultades es encontrar técnicas e instrumentos que nos permitan acceder de manera más o menos directa a este mundo «sumergido», al iceberg de nuestras teorías implícitas (Pozo, 2001). Apoyados en los antecedentes teóricos que señalamos líneas atrás, decidimos construir un instrumento basado en metáforas para evaluar las concepciones implícitas sobre el aprendizaje (cuya construcción se detalla en Aparicio, en preparación). La única investigación que sabemos 246

ha utilizado las metáforas para evaluar las concepciones de los profesores es la de Martínez, Sauleda y Huber (2001), pero su propuesta de investigación es cualitativa y no se ajustaba a los objetivos de nuestro estudio cuantitativo. Por tanto, debimos empezar el proceso de construcción de un cuestionario que nos permitiera abarcar una muestra importante de profesores en pocas aplicaciones. Como una etapa previa a la construcción del instrumento, realizamos una aplicación de un cuestionario abierto con el fin de recolectar entre una muestra de más de ochenta participantes, que eran estudiantes universitarios con diferente grado de conocimiento explícito sobre los procesos de aprendizaje, metáforas que se les ocurrieran para representar cómo se llevaban a cabo cada uno de los cuatro procesos del aprendizaje estudiados. De todas las metáforas sugeridas por los participantes, se seleccionaron aquellas que tenían una mayor frecuencia de aparición, con el fin de asegurarnos de que, al ser las más comúnmente utilizadas, no serían extrañas para la muestra de profesores a la que sería finalmente aplicada. Además de ser las más comunes, estas metáforas debían cumplir el requisito de ser prototípicas de cada una de las tres categorías de las concepciones sobre el aprendizaje: directa (o realista), interpretativa y constructiva (véase el capítulo 3). Para esta selección se contó con la opinión experta de tres docentes del área de psicología cognitiva. Esta colaboración fue primordial, especialmente en la creación y selección de las metáforas constructivas, pues debemos reconocer que muy pocas metáforas de este tipo surgieron espontáneamente de la muestra consultada en esta aplicación piloto. Resuelto el problema de la construcción de las metáforas, con la confianza de que los expertos podían ver claras diferencias cualitativas entre ellas, aún quedaba la preocupación de si lo mismo sucedería con los participantes. Para tener un cierto control sobre esta variable, aplicamos a una nueva muestra piloto un instrumento en el que se les solicitó que en cada uno de los cuatro procesos categorizaran las seis metáforas presentadas, en tres grupos de dos metáforas cada uno, y que, a su vez, ordenaran en una secuencia de uno a tres estos grupos. Los resultados encontrados nos permiten demostrar que los participantes eran capaces de reconocer entre las metáforas presentadas (aunque por supuesto no les puedan dar las etiquetas de directas, interpretativas y constructivas) tres categorías cualitativamente diferentes y, además, en un alto porcentaje, eran capaces de identificar un orden creciente de complejidad que va desde las metáforas realistas a las constructivas, pasando por las interpretativas (Aparicio, en preparación). Terminadas estas dos pruebas, se construyó el instrumento final que incluye una serie de enunciados en los que se presentan narraciones de situaciones de aprendizaje. Seguidamente aparecen seis metáforas que se corresponden, en grupos de dos, con las teorías directa, interpretativa y constructiva del aprendizaje. Como ya dijimos anteriormente, decidimos estudiar el concepto de aprendizaje subdividiéndolo en cuatro procesos. Por ello fue necesario crear un grupo de seis metáforas para evaluar cada uno de ellos. Así, en total, el cuestionario incluyó 24 metáforas (seis por cada uno de los 247

cuatro procesos). La tarea de los participantes consistía en elegir dos metáforas de cada grupo de 6 y justificar sus elecciones (véase el cuadro 1 en la página siguiente). La justificación de cada respuesta tenía la intención de hacer que los participantes reflexionaran sobre su elección, disminuyendo la probabilidad de que sus respuestas fueran al azar, pero, en general, no era pretensión de este estudio hacer un análisis cualitativo de estas respuestas. Aparte del instrumento para evaluar las concepciones, utilizamos un cuestionario para evaluar los conocimientos explícitos de los profesores sobre las teorías del aprendizaje. Esta prueba estaba formada por 22 preguntas de selección múltiple que evaluaban conocimientos ampliamente difundidos de las más comunes teorías psicológicas sobre el aprendizaje. Las primeras preguntas de este cuestionario recolectaban información sobre el área y nivel de formación de los docentes. Cuadro 1. Ejemplo de ítem utilizado en la tarea de metáforas para estudiar las concepciones implícitas para el proceso de retención, donde las respuestas A y E son propias de la teoría directa, las B y D lo son de la interpretativa, y las C y F de la constructiva

Imagínate un grupo de estudiantes que están aprendiendo en clase de química por qué diferentes materiales conducen más o menos el calor. Ahora nos gustaría saber qué piensas acerca de cómo estos estudiantes retendrán o fijarán en su mente estos conocimientos. Señala en la hoja de respuestas, las dos metáforas (de las seis que encontrarás a continuación) que a tu juicio sean las más adecuadas para ilustrar de qué manera quedarán retenidos o fijados estos conocimientos en la mente de estos estudiantes, una vez los han aprendido. A. Este conocimiento quedará fijado en la mente de los estudiantes como las imágenes del Palacio de Nariño en las cintas de vídeo que un grupo de turistas graba con sus cámaras. Si todos filman desde el mismo lugar las imágenes quedarán grabadas de igual manera en las cintas. Me parece una metáfora adecuada porque si los alumnos retienen correctamente un conocimiento, todos van a aprender exactamente lo mismo. B. Para mí, este conocimiento se retendrá de la misma manera que los dibujos que hacen varios retratistas de la cara de una persona. La cara y el conocimiento que se va a aprender, son los mismos para todos. Pero cada individuo (retratista o alumno) utiliza una técnica distinta, por lo cual, habrán resultados diferentes. Pero sin duda, si hiciéramos un análisis de todos los dibujos podríamos elegir uno que representaría más fielmente la cara de el/la modelo. De igual forma, el alumno que haya utilizado la mejor técnica será quien más fielmente retenga este conocimiento en su cabeza. C. La retención de este conocimiento es análoga a la interpretación que diferentes directores de orquesta hacen de una misma obra musical. Aunque la partitura es 248

igual para todos los directores, cada uno hace una interpretación subjetiva de ella. Así, los que escuchen los conciertos sabrán que todos han dirigido la misma obra, pero no habrá habido una interpretación igual a otra. D. Este conocimiento quedará fijado en la mente de los estudiantes como la imagen de la columna vertebral que se logra a partir de una resonancia magnética. Para que la imagen sea nítida, la máquina deberá pasar varias veces por la zona. Del mismo modo, cuanto más repasen los estudiantes un conocimiento, más fielmente podrán aprenderlo. E. A mí me parece que este conocimiento quedará fijado en la mente de los estudiantes como cuando se obtienen imágenes con una cámara de fotos. Los conocimientos son lo que son y por esto sólo puede ser que los sabes o no los sabes. F. Me parece que este conocimiento quedará fijado en la mente los estudiantes como los cuadros que varios artistas hacen de un mismo objeto. Aunque todos los artistas pinten el mismo objeto, el resultado será que cada uno pintará un cuadro diferente y no podrá decirse que alguno de estos cuadros representa más fielmente el objeto en cuestión. Me parece que esta metáfora es adecuada porque ni al momento de aprender, ni al hacer un cuadro, las personas deberían tener como intención principal hacer sólo una copia.

¿Cómo se representan los profesores el aprendizaje? A continuación vamos a presentar los principales resultados obtenidos en este estudio en relación con las principales variables o aspectos estudiados. Partiremos de los tres componentes esenciales del aprendizaje (Pozo, 1996): 1. Los procesos. 2. Los resultados o contenidos. 3. Las condiciones o los contextos. Analizaremos qué metáforas de entre las que les ofrecemos (dos correspondientes a la teoría realista o directa, dos a la interpretativa y dos a la constructiva) seleccionan esos profesores para cuatro procesos cognitivos relacionados con el aprendizaje (retención, relación, organización y recuperación), intentando comprobar si para ellos el aprendizaje es un proceso unitario o cabe distinguir subprocesos diferenciados. El proceso de relación se refiere a la forma en que se conectan o enlazan los nuevos conocimientos que se pretenden aprender con la información o conocimiento ya presente en la memoria del aprendiz. El proceso de retención, que se ilustra en el cuadro 1, remite a cómo se fija o almacena3 esa información o conocimiento nuevo en la memoria. La organización se 249

refiere a la forma o estructura adoptada por los nuevos conocimientos una vez «almacenados» en la memoria. Y finalmente, la recuperación se refiere a los procesos necesarios para activar o usar en el futuro los conocimientos aprendidos. También nos interesa saber si su forma de concebir el aprendizaje, evaluada mediante esa selección de metáforas, varía en función de la naturaleza de los contenidos aprendidos. En concreto, comparamos el aprendizaje de hechos y el aprendizaje de conceptos, ya que, mientras las teorías psicológicas que conciben el aprendizaje de un modo más directo, en términos asociativos, no diferencian en la forma en que esos distintos contenidos se aprenden, de acuerdo con el principio de equipotencialidad (Pozo, 1989), las modernas teorías cognitivas del aprendizaje tienden a aceptar que el aprendizaje de hechos tiene más bien una naturaleza asociativa, mientras que el de conceptos requiere procesos más complejos, que se corresponderían, en nuestros términos, con visiones interpretativas, si no constructivas (Pozo, 1996). Por último, comparamos también las concepciones de aprendizaje de los profesores en dos condiciones o contextos diferentes, uno de aprendizaje escolar y otro de aprendizaje informal, ya que, como se señalaba en el capítulo 1, las culturas de aprendizaje posiblemente no sean las mismas en unos y otros. Además de estos tres componentes esenciales, que se estudian a través de variaciones introducidas en las tareas presentadas a los profesores, nos interesa conocer la relación de esas mismas concepciones con ciertas variables correspondientes a los propios profesores. En concreto, consideraremos la relación entre el conocimiento explícitamente acumulado sobre las teorías del aprendizaje –evaluado mediante un cuestionario específico– y las representaciones implícitas manifestadas a través de la selección de metáforas. Y también consideramos la posible relación entre la formación de los profesores y sus concepciones implícitas para los distintos procesos, contenidos y contextos estudiados, diferenciando tres grupos: especialistas en la enseñanza de ciencias sociales, especialistas en ciencias naturales, y profesores sin formación docente4. En total, la muestra se componía de 100 profesores de secundaria pertenecientes a instituciones de educación pública de la ciudad de Barranquilla. De ellos, 37 tenían la especialidad docente en ciencias sociales, 30 en ciencias naturales y 33 eran profesores sin formación o especialidad docente. ¿Cuáles son las concepciones implícitas más frecuentes entre los profesores estudiados? En nuestro estudio, los profesores eligen mayoritariamente metáforas realistas o directas (43% del total de respuestas) e interpretativas (46%) y en menor medida (11%) metáforas constructivas5. Esta elección de metáforas se ve completada con los datos encontrados en la aplicación del cuestionario de conocimiento explícito – que como se recordará medía el conocimiento de las teorías psicológicas del aprendizaje–, en el que más del 70% de los profesores no respondían correctamente a la mitad de las preguntas, siendo la proporción media de respuestas correctas de 0,41. Es interesante que el rendimiento en este cuestionario de conocimiento explícito sólo correlacionaba, aunque negativamente, con la selección de metáforas directas o realistas. Es decir, cuanto menor era el conocimiento de esas teorías psicológicas más frecuentes 250

eran las concepciones implícitas realistas. En cambio, ni las concepciones interpretativas ni las constructivas podían predecirse a partir del conocimiento explícito sobre el aprendizaje, avalando la idea de que hay una cierta disociación entre las representaciones implícitas y explícitas, al menos entre aquellos profesores que tienen un mayor conocimiento explícito. Pero esta pauta general resulta más rica y compleja si analizamos las concepciones implícitas para cada uno de esos tres componentes principales. A continuación resumiremos los principales datos al respecto e iremos indicando cómo influyen en ellos las variables estudiadas en relación con los profesores, así como las posibles interacciones entre esos componentes.

Los procesos de aprendizaje ¿Conciben los profesores el aprendizaje como un proceso unitario o lo desglosan en varios procesos cognitivos? Como muestra el cuadro 2, mientras que en los procesos de retención y organización las posiciones mayoritarias son interpretativas, en el caso de la relación y la recuperación hay mayor número de metáforas directas elegidas. En cambio, las concepciones constructivas son igualmente escasas en todos los procesos. Haciendo un análisis proceso por proceso, podemos ver que un porcentaje mayoritario de profesores considera que la retención de los conocimientos es un proceso interpretativo que se sustenta en las habilidades del aprendiz y en la creencia de que existe un conocimiento más valido que otro, que se podrá adquirir más fielmente con la mediación de técnicas y procesos que utilice el alumno para aprenderlo. Aunque esta concepción interpretativa es mayoritaria, tanto si se trata de profesores sin formación o especialidad docente, profesores especialistas en ciencias naturales o en ciencias sociales, en este último grupo es mayor que en los demás (véase el cuadro 3). En el caso de los profesores de ciencias naturales, la mayoría comparten también una posición interpretativa como la descrita más arriba, sin embargo, también hay entre ellos un número significativamente mayor de profesores (si lo comparamos con los de ciencias sociales) que piensan que el objetivo de la retención de conocimientos debería ser intentar hacer una copia lo más fiel posible del conocimiento que debe ser aprendido. Cuadro 2. Porcentaje de respuestas de cada concepción implícita en función de los procesos de aprendizaje

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Esta relación entre la formación docente y las concepciones mantenidas se observa también en el proceso de organización del conocimiento. Como muestra el cuadro 4 (en la página siguiente), la mayoría de los profesores especialistas en ciencias naturales y sociales mantienen concepciones interpretativas, es decir, basadas en la idea de que esos conocimientos se organizan según pautas significativas propias del área o dominio estudiado. Sin embargo, los profesores sin formación docente tendrían en su mayoría la creencia de que los conocimientos están organizados de forma meramente asociativa, en orden cronológico o en módulos aislados unos de otros. Es también interesante que, en este proceso, los profesores que más conocimiento explícito tenían sobre las teorías del aprendizaje, medido a través del cuestionario, eran los que más respuestas constructivas daban, es decir, quienes consideraban que los conocimientos en nuestra mente están organizados como una red de conceptos interconectados que está en continua transformación. Cuadro 3. Porcentaje de respuestas de cada concepción implícita en el proceso de retención en función del área de formación de los profesores

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Cuadro 4. Porcentaje de respuestas de cada concepción implícita en el proceso de organización en función del área de formación de los profesores

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Cuadro 5. Porcentaje de respuestas de cada concepción implícita en el proceso de relación en función del área de formación de los profesores

En cuanto al proceso de relación, veíamos ya en el cuadro 2 que había posiciones mayoritariamente directas o realistas según las cuales los nuevos conocimientos tan sólo son unidades discretas que se relacionan con el conocimiento que ya poseíamos, sumándose a él, sin llegar a transformarlo. Estos resultados coinciden con los de Strauss y Shilony (1994), quienes hallaron que algunos de los profesores de su investigación creían que el conocimiento nuevo tan sólo cambiaba la cantidad y la amplitud del conocimiento que ya poseían, y con los resultados de Marentič-Počarnik (1998), quien encontró en una muestra de profesores de primaria y secundaria de Eslovenia que dos terceras partes de ellos tenían una idea del aprendizaje como acumulación de conocimientos. Por otra parte, analizando la relación con la formación docente (véase el cuadro 5), aunque la concepción realista es mayoritaria, tanto si se trata de profesores sin formación docente como de profesores especialistas en la enseñanza de ciencias naturales o de ciencias sociales, los primeros se muestran bastante más realistas que los demás al pensar en la relación de conocimientos. Por su parte, los profesores formados para enseñar ciencias naturales se manifiestan más interpretativos, y menos constructivos que los demás profesores. A partir de estos datos, podemos concluir que la formación docente de los profesores y el área en que se realiza condicionan las concepciones que poseen sobre la relación de conocimientos. Finalmente, en cuanto al proceso de recuperación los resultados muestran (cuadro 2) 254

que nuestros profesores se dividen entre los que creen que es posible recuperar el conocimiento exactamente igual a como se aprendió (concepción realista o directa), y aquellos que conciben que la probabilidad de recuperar con exactitud esos conocimientos es función de una serie de procesos y condiciones que median en esa recuperación de lo aprendido (concepción interpretativa). Dentro del primer grupo destacan especialmente los profesores sin formación docente y los profesores de ciencias naturales. En cambio, los profesores de ciencias sociales tienden a adoptar más una versión interpretativa del proceso de recuperación (véase el cuadro 6 en la página siguiente). Al relacionar las concepciones implícitas sobre este proceso con el nivel de conocimientos explícitos sobre las teorías del aprendizaje, se comprobó también que los profesores que más conocimiento tenían sobre las teorías del aprendizaje eran los que menos respuestas directas y más respuestas interpretativas elegían. Es decir, que a medida que aumenta el nivel de conocimientos sobre el aprendizaje los profesores abandonan progresivamente la idea de que podemos recuperar de nuestra mente los conocimientos exactamente como los aprendimos, para empezar a pensar que la recuperación fiel de los conocimientos dependerá de las condiciones y procesos que median en el aprendizaje. Recordemos que encontramos una relación similar en el caso de la organización del conocimiento, pero no en el caso de los procesos de relación y retención, una pauta diferencial de difícil explicación y que tal vez merece ser estudiada. Cuadro 6. Porcentaje de respuestas de cada concepción implícita en el proceso de recuperación en función del área de formación de los profesores

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Los contenidos del aprendizaje Otro de los componentes que hemos analizado son los contenidos y resultados del aprendizaje. Según las teorías psicológicas del aprendizaje, los hechos y los conceptos implican procesos de aprendizaje diferentes, ya que los conceptos requerirían procesos constructivos mientras que los hechos se aprenderían de forma asociativa (Pozo, 1996). ¿Qué representaciones tienen los profesores al respecto? Tal como puede verse en el cuadro 7, hay una tendencia en esa dirección, al aumentar las concepciones interpretativas para el aprendizaje de conceptos, en el que son mayoritarias, mientras que el aprendizaje de hechos se interpreta de forma principalmente directa. Sin embargo, sigue sin haber muchas respuestas constructivas, ni siquiera para el aprendizaje de conceptos, al contrario de lo que establecen las teorías cognitivas del aprendizaje. Pero esta representación distinta de los procesos de aprendizaje implicados en la adquisición de diferentes contenidos está relacionada también con el área de formación docente, como se muestra en el cuadro 8 (véase en la página siguiente). En términos estrictamente estadísticos, sólo los profesores de ciencias sociales conciben de modo distinto el aprendizaje de hechos y conceptos, al asociar más claramente, como hacen las teorías psicológicas, hechos con concepciones realistas y conceptos con concepciones interpretativas, si bien los profesores de ciencias naturales manifiestan una tendencia similar, aunque no fuera significativa estadísticamente (Aparicio, 2004). En cambio, para los profesores sin formación docente no hay diferencia ninguna en el aprendizaje de hechos y conceptos, ya que en ambos casos sus interpretaciones son mayoritariamente realistas, o directas, es decir, tienden asumir el aprendizaje como un proceso de réplica o copia de la realidad. Cuando analizamos si los diferentes procesos de aprendizaje estudiados (retención, relación, organización y recuperación) se conciben igual para ambos tipos de contenidos, encontramos también otra tendencia interesante. Sólo dos de esos procesos parecen sensibles al contenido de aprendizaje implicado y son precisamente aquellos que, a partir del cuadro 2, mostraban una tendencia más realista en su interpretación: la relación y la recuperación de conocimientos. En ambos casos, como muestra el cuadro 9 (véase en la página siguiente), aunque las concepciones directas o realistas son mayoritarias para ambos contenidos, hay un aumento acusado de la selección de metáforas realistas en el aprendizaje de hechos con respecto al aprendizaje de conceptos, pero también en el caso de la relación hay un aumento de las posiciones constructivas, si bien siguen siendo minoritarias. Estos efectos diferenciales no se producen para los otros dos procesos, retención y organización de la información, lo cual nuevamente resulta tan interesante como difícil de explicar. Cuadro 7. Porcentaje de respuestas de cada concepción implícita en función del contenido del aprendizaje

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Cuadro 8. Porcentaje de respuestas de cada concepción implícita en función del contenido del aprendizaje para cada área de formación docente

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Cuadro 9. Porcentaje de respuestas de cada concepción implícita en función del contenido del aprendizaje para los procesos de relación y recuperación del conocimiento

Los contextos del aprendizaje El último de los componentes del aprendizaje según el modelo del que partimos (Pozo, 1996) serían las condiciones del aprendizaje, que en este estudio se redujeron a la comparación entre las representaciones que los profesores tenían de los aprendizaje en dos contextos diferentes, uno de aprendizaje escolar, con enseñanza, y otro de aprendizaje informal, sin enseñanza, en los que se planteaban la adquisición de los mismos contenidos. Como se muestra en el cuadro 10, no hay un efecto claro del contexto, si bien al pasar del contexto con enseñanza al de sin enseñanza disminuyen las respuestas directas y aumentan las interpretativas y constructivas, aunque no de forma significativa. Seguramente un análisis de «grano más fino», que hubiera incluido variables contextuales más precisas, hubiera podido acentuar este efecto. Cuadro 10. Porcentaje de respuestas de cada concepción implícita para cada uno de los contextos estudiados

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Esta tendencia a mantener concepciones más simples o tradicionales en los contextos formales, cuando hay enseñanza, que en los contextos informales, sin enseñanza, sí se muestra significativa en el caso de los profesores sin formación o especialidad docente – que, recordemos, según los datos que hemos ido viendo son los que mantienen, a su vez, concepciones más tradicionales sobre el aprendizaje, tal vez porque, a diferencia de los otros grupos de profesores, no han recibido ninguna instrucción formal sobre docencia–. El cuadro 11 compara cómo se representan el aprendizaje en ambos contextos los profesores de las diferentes áreas de formación. En ella puede verse que sólo en el caso de los profesores sin formación docente se manifiesta este efecto, ya que tanto los profesores de ciencias sociales como los de ciencias naturales mantienen las mismas concepciones con independencia del contexto, lo cual no excluye, como hemos señalado, que un análisis más detallado de algunas variables contextuales específicas no pueda, en futuros estudios, mostrar la existencia de concepciones situadas para ciertas condiciones contextuales. En cuanto a la posible interacción entre los contextos de aprendizaje y los otros componentes anteriormente analizados, no encontramos diferencias globales en la representación de los contenidos o procesos en función de que el contexto de aprendizaje sea formal o informal. Únicamente apareció una relación menor entre el contexto y la representación implícita del proceso de retención de conocimientos en el que, como mostraba el cuadro 2, eran mayoritarias las posiciones interpretativas. Este efecto (véase el cuadro 12) es, sin embargo, más acusado en el contexto sin enseñanza, apuntando 259

nuevamente en la misma dirección que todas las diferencias producidas por el contexto. Cuadro 11. Porcentaje de respuestas de cada concepción implícita en función de contexto del aprendizaje para cada área de formación docente

Aunque, en general, no parece haber grandes diferencias en la representación de los procesos de aprendizaje en contextos con y sin enseñanza, cuando esas diferencias aparecen es para indicar que en las situaciones de enseñanza predominan más las concepciones directas, o realistas, mientras que las interpretativas se hacen más probables en situaciones sin enseñanza, donde parece que el sujeto del aprendizaje cobra algo más de protagonismo con respecto a la exigencia de replicar o copiar el objeto de aprendizaje, aunque sin abandonar en ningún caso la idea de que la función del aprendizaje es apropiarse de la manera más fiel posible del objeto de aprendizaje, ya que la frecuencia de posiciones constructivas es en todo caso muy baja. Esta tendencia a asumir que el aprendizaje en situaciones de enseñanza se basa en procesos más repetitivos, en los que el aprendiz pone muy poco de su parte, es coherente sin duda con el análisis presentado en el capítulo 1 sobre la evolución de las culturas del aprendizaje y la impermeabilidad de los espacios institucionalizados a las nuevas formas de gestionar el conocimiento en los espacios sociales, pero, en todo caso, debería confirmarse de manera más detallada en otros estudios. Cuadro 12. Porcentaje de respuestas de cada concepción implícita en el proceso de retención en función del contexto de aprendizaje

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A modo de conclusión: las metáforas desde las que los profesores viven el aprendizaje Tal como mencionábamos al comienzo, en su ya clásico libro Metaphors we live by, Lakoff y Johnson (1980) mostraban cómo de hecho las metáforas se acaban convirtiendo en algo que atraviesa nuestras vidas, de tal modo que como dice el título original acabamos viviendo en ellas o por ellas. Al igual que sucede con las teorías implícitas, que tienden a naturalizarse o volverse transparentes representacionalmente (véase el capítulo 3), nuestras metáforas tienden también a confundirse con la realidad, a volverse reales. En el caso del aprendizaje y los procesos cognitivos, esta fuerza de las metáforas es aún mayor, tal vez porque, como recordara Borges (1984, p. 85) en Atlas, «todas las palabras abstractas son de hecho metáforas». Draaisma (1995) sostiene de modo convincente que la representación de los procesos mentales en todas las culturas está sostenida en metáforas que articulan la vida social, esencialmente ligadas a las tecnologías del conocimiento dominantes en esa sociedad, desde la famosa y aún vigente tabula rasa, la primera tecnología de escritura documentada en la historia, hasta las más recientes metáforas de la «memoria fotográfica», «el canal de comunicación», por no decir la «metáfora computacional» o las más recientes «redes neuronales». En este estudio hemos partido de que existe una estrecha vinculación entre las teorías implícitas que nosotros queremos estudiar, y que constituyen el objeto de este libro, y esas metáforas a través de las que vivimos. De hecho, más allá de otras elaboraciones 261

teóricas sobre esas relaciones y la naturaleza metafórica de nuestras representaciones (véase por ejemplo, Aparicio, en preparación), el uso de metáforas se ha manifestado como un recurso metodológicamente útil para acceder a las representaciones implícitas no sólo de los profesores, como hemos mostrado en estas páginas (también Martínez, Sauleda y Huber, 2001), sino también de los estudiantes universitarios (Aparicio, en preparación). Hemos visto que, tal como preveíamos, la elección de metáforas sobre el aprendizaje no siempre correlaciona con el nivel de conocimiento explícito que tienen los profesores sobre las teorías psicológicas del aprendizaje. Esta disociación entre diferentes niveles representacionales –en el caso de este libro, con respecto al aprendizaje y la enseñanza, pero la disociación entre los niveles representacionales más implícitos y explícitos es un problema cognitivo de naturaleza más general (Dienes y Perner, 1999; Karmiloff-Smith, 1992; Pozo, 2003)– hace necesario disponer de metodologías diferentes, que permitan acceder a cada uno de esos niveles de representación, y nos permitan comprobar su grado de convergencia o divergencia. Creemos que las metáforas son una buena forma de acceder a las representaciones implícitas sobre el aprendizaje. ¿Pero desde qué metáforas viven los profesores colombianos de secundaria que nosotros hemos estudiado el aprendizaje? En general, los datos apuntan como hemos visto a un predominio de las concepciones directas e interpretativas y a una muy escasa presencia de posiciones constructivas. Este dato es consistente con los resultados encontrados por otros autores (por ejemplo, Strauss y Shilony, 1994; véase también el capítulo 2). Parece que los profesores estudiados se mueven mayoritariamente entre una concepción directa o realista (el aprendizaje como copia) y una posición interpretativa (el aprendizaje mediado por procesos dirigidos a apropiarse de la forma más fiel posible del objeto). Aunque en los datos aquí presentados no analicemos cómo coexisten distintas teorías o concepciones en la misma persona –en general los profesores estudiados recurrían siempre a más de una teoría en sus respuestas–, según Strauss y Shilony (1994) las concepciones del aprendizaje que en este libro vienen llamándose directa (o realista) e interpretativa pueden coexistir en las mismas personas, lo cual va en la misma dirección de la propuesta realizada en el capítulo 3, según la cual la teoría interpretativa sería sólo un perfeccionamiento o ajuste de la teoría realista, pero sin un abandono de sus supuestos o principios epistemológicos, y tal vez tampoco de algunos supuestos ontológicos o conceptuales. Desde esta perspectiva, podríamos asumir que los profesores estudiados manifiestan, a través de las metáforas que seleccionan, concepciones tradicionales del aprendizaje, en el sentido de la cultura tradicional del aprendizaje desarrollada en el capítulo 1. Sin embargo, estos datos contrastan no sólo con otros resultados obtenidos con estas mismas tareas en otras poblaciones, sino también con otros datos presentados en este libro. En el primer caso, un estudio realizado con las mismas metáforas pero en alumnos universitarios de diferentes carreras, tanto españoles como colombianos, ha mostrado una mayor frecuencia de respuestas correspondientes a la teoría constructiva, especialmente entre aquellos estudiantes que habían recibido instrucción formal sobre las teorías del aprendizaje (Aparicio, en preparación). Recordemos, no obstante, que entre 262

nuestros profesores, aunque podemos afirmar que un menor conocimiento académico sobre esas mismas teorías favorece la adopción de posiciones más realistas, no encontramos en general una relación sistemática entre nivel de conocimiento explícito sobre el aprendizaje y concepciones implícitas, si bien los niveles globales de conocimiento psicológico explícito eran bastante bajos. Pero estos datos tampoco coinciden con los encontrados en otras poblaciones de profesores mediante tareas distintas de las aquí empleadas. Así, en los estudios presentados en este mismo libro con profesores de primaria (capítulo 6) y de secundaria (capítulo 12), realizados mediante cuestionarios basados en dilemas o problemas ante los que los profesores debían elegir una de entre varias opciones posibles, correspondientes como aquí a la teoría directa (o realista), interpretativa y constructiva (además de, en algún caso, la concepción posmoderna), las posiciones constructivas eran mucho más frecuentes que en los datos que aquí hemos presentado (véase también Martín y otros, 2002, 2004). ¿A qué puede deberse esta aparente discrepancia? Dado que las poblaciones estudiadas y las tareas empleadas son diferentes, es difícil dar una respuesta cierta. Tal vez la muestra de profesores colombianos de colegios públicos6 sea diferente de la muestra de profesores españoles estudiada en el capítulo 12. O tal vez el uso de metáforas permita acceder a niveles representacionales más implícitos mientras que los cuestionarios evoquen un conocimiento más explícito, dentro del extenso continuo planteado en el capítulo 3. Aunque no sea fácil dar una respuesta cierta, la disociación encontrada entre el conocimiento explícito y la selección de metáforas en este estudio parece mostrar que, con la excepción de los profesores menos formados cuyo nivel de conocimiento permite predecir una posición más realista, los profesores aquí estudiados tenían conocimientos explícitos sobre el aprendizaje que no se reflejaban en su selección de metáforas. Pero dado que los niveles de conocimiento tendían a ser bastante bajos, queda la duda de si en personas con mayor nivel de conocimiento explícito no cabría esperar una mayor relación entre su saber explícito y su selección de metáforas, un dato de algún modo avalado por el estudio con alumnos universitarios antes mencionado, en el que los estudiantes que habían recibido más instrucción en las teorías psicológicas eran los que adoptaban posiciones más constructivas en la tarea de las metáforas. Con respecto a otro de los objetivos de este estudio, analizar si los profesores conciben el aprendizaje como un proceso unitario o como un sistema que puede ser desglosado en diferentes subprocesos, como en buena medida ha hecho la psicología cognitiva reciente, los datos apuntan a que de los cuatro procesos estudiados (retención, relación, organización y recuperación) se pueden constituir dos subgrupos: uno formado por los procesos de relación y recuperación del conocimiento, en los que abundan más las posiciones realistas o directas, lo que podríamos llamar la «teoría de la copia», y otro por los procesos de retención y organización, donde hay un mayor avance hacia posiciones interpretativas, que atribuyen mayor influencia a los procesos mediadores en el aprendizaje, pero sin llegar a transformar lo aprendido como sucedería en las posiciones constructivas. Aunque no es fácil explicar estos datos, parece que las personas que participaron en este estudio tienden a tener una representación más directa de 263

aquellos procesos de entrada (relación) y salida (recuperación) de la información, mientras que admiten metáforas más complejas para lo que podríamos llamar el «procesamiento interno de la información», los procesos intermedios de retención y organización, dato que vendría a coincidir con el obtenido por Schwanenflugel, Fabricius y Noyes (1996) en un estudio realizado tanto con niños como con adultos. Parece, por tanto, que los profesores aquí estudiados mantienen un modelo reproductivo del aprendizaje y la memoria –como un sistema de adquisición y recuperación fiel de la información– claramente opuesto a lo que hoy viene mostrando la investigación psicológica en dicha área. Aunque admiten más fácilmente que pueda haber procesos intermedios (de retención y organización), éstos parecerían actuar como un «ruido» que puede modificar lo aprendido, porque el verdadero aprendizaje –la adquisición y recuperación de la información– se concibe como aquel que, de acuerdo con el supuesto realista, asegure una copia lo más fiel posible de la información. Si esta interpretación fuera avalada por nuevos datos, nos encontraríamos ante una concepción implícita próxima a la caja negra skinneriana, en la que la entrada y la salida de la información no funcionan de acuerdo con esos procesos intermedios. En cuanto a la relación entre la formación previa de los docentes y sus concepciones implícitas sobre el aprendizaje, los datos obtenidos apuntan, de una manera muy general, a que las concepciones más tradicionales corresponden a los profesores sin formación docente, donde son predominantes las posiciones realistas o directas, mientras que tanto los profesores de ciencias naturales como de ciencias sociales parecen acercarse más a posiciones interpretativas, siendo estos últimos los que muestran concepciones más avanzadas, aunque sin llegar a acercarse, tampoco ellos, a posiciones constructivas. La investigación de Marrero (1993) también halló diferencias entre los profesores de ciencias y letras, pero su estudio fue sobre las concepciones sobre la enseñanza. Por su parte, el estudio de las concepciones epistemológicas de los profesores realizado por Pecharromán (2004; véase el capítulo 10) no encontró diferencias en las concepciones epistemológicas entre estos dos grupos de profesores, pero sí en aquellos que habían recibido una instrucción más formal en este dominio, en su caso los profesores de filosofía. Tal vez, como plantean Yaakobi y Sharan (1985), puede haber una mayor tendencia en el área de ciencias naturales (esto está cambiando) a concebir los conocimientos como verdaderos y verificables, mientras que en las ciencias sociales tiende a creerse en mayor medida que los conocimientos de esas disciplinas tienen una dimensión más subjetiva. De hecho, estas diferencias epistemológicas entre dominios se encuentran entre los alumnos (véanse; Schommer, 1993; Jehng, Johnson y Anderson, 1993; también el capítulo 10) y tal vez entre algunos profesores, como sugieren nuestros datos y algunos otros estudios (Marrero, 1993). Por tanto, no sería de extrañar que tales creencias epistemológicas condicionen en alguna forma las concepciones que los profesores tienen sobre la adquisición de estos conocimientos. Pero, sin duda, faltan más investigaciones para arrojar datos concluyentes. Esta mayor sofisticación de las concepciones del aprendizaje en los profesores de ciencias sociales se manifiesta de hecho en nuestro estudio cuando se analiza la relación 264

con los contenidos del aprendizaje, otro de los aspectos estudiados. Ahí vimos que en los profesores de ciencias sociales hay una tendencia significativa a concebir el aprendizaje de conceptos de forma más compleja o sofisticada que el aprendizaje de hechos, mientras que en los profesores sin formación docente no habría ninguna diferencia y en los profesores de ciencias naturales la tendencia apuntaría pero no llegaría a ser significativa en términos estadísticos (Aparicio, 2004). Pero, en todo caso, hay que recordar que esa mayor complejidad de las concepciones alcanza sólo a incrementar la selección de metáforas acordes con la teoría interpretativa, no con la constructiva, como postulan las teorías psicológicas del aprendizaje y la educación (Bransford, Brown y Cocking, 2000; Coll, Palacios y Marchesi, 2001; Pozo, 1996). Un último aspecto estudiado fue la posible relación entre el contexto –con o sin enseñanza– y las concepciones sobre el aprendizaje. Aunque el efecto encontrado es escaso, tal vez debido a que el contraste establecido era muy general y hubiera sido necesario analizar el efecto de variables contextuales concretas, los datos apuntan en la dirección anunciada en el capítulo 1 al contrastar las culturas del aprendizaje, y que es exactamente la contraria de la que se espera en términos del cambio educativo –y también del cambio conceptual (véase el capítulo 18)– deseable: las concepciones más complejas, que dan un mayor peso al aprendiz, tienden a ser más probables en contextos sin enseñanza. Según las representaciones implícitas de los profesores, la enseñanza, lejos de promover concepciones más complejas y abiertas del aprendizaje, tiende a generar aprendizajes más tradicionales, reducidos a la mera reproducción de saberes establecidos. Teniendo en cuenta que son esos mismos profesores los que gestionan en buena medida desde sus teorías implícitas esos espacios de enseñanza, cabe preguntarse si la propia enseñanza no se está convirtiendo en un freno, en lugar de, como cabría desear y esperar (véanse los capítulos 18 y 19), en un motor del cambio de las culturas de aprendizaje, y en última instancia del propio cambio educativo. Finalmente, las metáforas en que viven los profesores, tal vez de modo implícito, sin saberlo, pueden acabar siendo realidades en las que no sólo ellos, sino también sus alumnos, acaban viviendo, también de un modo implícito, también sin saberlo, sus aprendizajes. Seguramente unas no cambiarán si las otras no cambian. ¿Por dónde empezamos?

1. Esta investigación se inscribe en el marco de la financiación de COLCIENCIAS y la Universidad del Norte a un proyecto dirigido por el primer autor (contrato num. 095-2002). 2. No incluimos una versión de la teoría posmoderna en este trabajo porque, aunque sin duda existen concepciones de este tipo en la epistemología (véanse Blanco, 2002; Broncano, 2003; y el capítulo 10) y en la propia enseñanza (véanse Kincheloe, Steinberg y Villaverde, 1999; también el capítulo 3), no existen, en nuestra opinión, versiones cognitivas de esta posición, a pesar de algunos intentos de repensar la psicología desde esta perspectiva (por ejemplo, Burman, 1994). 3. Es difícil eludir la fuerza de las metáforas en nuestro propio discurso, pero en todo caso el uso de esta palabra

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no supone que consideremos la mente como un almacén en el que se «apilan» conocimientos. 4. En Colombia, los profesores con especialidad docente son aquellos que, además de haber realizado estudios en un área disciplinar (humanidades, matemáticas, ciencias, música, etc.) han sido formados en una facultad de educación para ejercer como docentes de esas disciplinas. En cambio, los profesores sin formación o especialidad docente son aquellos que han recibido formación disciplinar pero no se han capacitado para el ejercicio de la actividad docente en esa área. 5. No detallaremos ni aquí ni en el resto del capítulo los análisis estadísticos a los que fueron sometidos los datos, pero los resultados a los que hacemos referencia están justificados estadísticamente (véase Aparicio, 2004). 6. Aunque la ley 115 de 1994 propuso directrices claras para la mejora de la educación pública en Colombia, Barranquilla es una de las pocas ciudades colombianas en las cuales algunas de estas directrices siguen sin aplicarse, teniendo como consecuencia una deficiente formación pedagógica en algunos de sus docentes.

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12 Las concepciones de los profesores de educación secundaria sobre el aprendizaje y la enseñanza1 María del Puy Pérez Echeverría, Juan Ignacio Pozo, Ana Pecharromán, Jimena Cervi, Patricia Martínez En el capítulo 6 presentábamos un trabajo sobre las concepciones de los docentes de educación primaria, realizado al amparo del enfoque de las teorías implícitas sobre el aprendizaje y la enseñanza, tal y como fue presentado en el capítulo 3. El trabajo que vamos a exponer en las próximas páginas puede entenderse como una continuación del mismo a otros niveles educativos, ya que trata de indagar acerca de estas mismas teorías, sirviéndose del mismo método de investigación, en los profesores de educación secundaria. Por este motivo, no abordaremos con detalle los aspectos generales del método ni de las justificaciones del mismo, que ya han sido tratadas en el capítulo 6, centrándonos sólo en los aspectos propios de este trabajo. De la misma manera, la presentación de resultados y conclusiones se centrará exclusivamente en características propias de las teorías de los profesores de secundaria, y en las diferencias y semejanzas entre los profesores de secundaria y los de primaria. Analizar las concepciones del aprendizaje en muestras con características distintas tiene para nosotros interés por varias razones. En el capítulo 2 analizábamos las diferencias entre las consideraciones sobre el carácter general o específico –dependiente del contexto, contenido, dominio, o de las etapas en que se aprende– de las teorías implícitas. Esta discusión sobre la dependencia-independencia de las teorías está vinculada con discusiones psicológicas sobre los distintos modos y procedimientos de adquirir conocimientos (véase, por ejemplo, Pozo, 2004). Por tanto, desde el punto de vista de la investigación psicológica, la comparación entre muestras diferentes tiene un claro interés. Pero, además, en este caso, esta comparación está relacionada con aspectos concretos de las diferentes culturas educativas presentes en España, lugar en el que se ha realizado el estudio, y que se manifiestan tanto en aspectos relacionados con la formación de profesores, como con la organización del currículo o los objetivos de las distintas etapas de la enseñanza anterior a la universidad o a la formación profesional. Aunque, sin duda, los profesores de educación primaria y secundaria comparten la misma cultura del aprendizaje, también presentan características diferentes tanto en su formación como en los objetivos de la enseñanza que nos permitirían hablar de la 267

presencia de dos subculturas, con algunos rasgos que las caracterizan y al mismo tiempo las diferencian entre sí. Así, la formación inicial de los profesores de primaria y los profesores de secundaria difiere en varios aspectos. Mientras que los estudios de los profesores de primaria están desde el comienzo dirigidos, con mayor o menor éxito, hacia el desarrollo de competencias y habilidades de enseñanza, la formación inicial de los profesores de secundaria tiene una orientación claramente disciplinaria, idéntica a la recibida por otros estudiantes que quieren dedicarse al desarrollo de los trabajos propios de cada uno de los campos del conocimiento, pero no tienen interés por su enseñanza. La titulación de estos docentes les capacita como especialistas en un determinado campo de la ciencia o la tecnología, pero no tienen formación como profesores de esa materia, al menos durante los años de licenciatura precedentes a la obtención de su título. Por otro lado, a diferencia de los profesores de primaria, cuyo interés inicial, al comenzar sus estudios, parece dirigirse más hacia la enseñanza que hacia lo contenidos disciplinares, en el caso de los profesores de secundaria el interés primario es el contenido disciplinar y en segundo lugar su enseñanza. El acceso a la enseñanza requiere que los licenciados realicen un curso de formación pedagógica, que tiene distinta duración y exigencia en función de la universidad que lo imparte, y en el que la relación con la práctica –al menos con prácticas tuteladas, reflexivas y relacionadas con la formación teórica– también presenta grandes variaciones tanto entre las diferentes universidades, como incluso en una misma universidad. La relación con los alumnos también es diferente en estos dos ciclos de la enseñanza. En educación primaria los profesionales permanecen durante un ciclo (dos años) con los mismos alumnos impartiendo todas las materias, salvo en el caso de las especialidades (educación física, idioma y música). Por el contrario, los docentes de secundaria son esencialmente especialistas en materias disciplinares concretas y su responsabilidad se centra en esas materias. Los alumnos de educación secundaria tienen entre ocho y doce profesores diferentes en cada curso académico. Cada uno de ellos tiene relación con un grupo de alumnos alrededor de tres o cuatro horas semanales. Por otro lado, un mismo profesor imparte docencia en varios cursos y grupos distintos, por lo que tiene a su cargo un número de alumnos mucho mayor que en la educación primaria. Los objetivos de ambos niveles de educación son muy diferentes. En educación primaria los objetivos se centran en el desarrollo de capacidades y herramientas básicas, mientras que en la educación secundaría, especialmente en el período postobligatorio, el interés se desplaza hacia el aprendizaje y el dominio de contenidos concretos, más determinados por la lógica disciplinar que por otras consideraciones. Por tanto, estas diferentes subculturas o formas de abordar la enseñanza están determinadas por tipos diferentes de formación y objetivos, y prácticas también diferentes, aunque en la medida en que forman parte de los mismos grupos culturales y sociales también compartan buena parte de una misma cultura educativa general. Además de estudiar las concepciones de los profesores de secundaria, uno de los objetivos que nos hemos planteado ha sido analizar si estas características que acabamos de mencionar se ven reflejadas en diferencias en la probabilidad de activación de 268

diferentes concepciones sobre el aprendizaje y la enseñanza. Por otro lado, la importancia del contenido disciplinar en la educación secundaria, así como el análisis de la literatura revisado en el capítulo 2, nos llevó a plantearnos la posibilidad de que las epistemologías disciplinares se refleje en la activación de las diferentes concepciones (para una justificación de esta hipótesis véanse, por ejemplo, Perry, 1970; Schoenfeld, 1992; revisiones de este tema se pueden encontrar en Hofer y Printich 1997; Pecharromán, 2003 o en el capítulo 11 de este volumen). Por otro lado, esperábamos también que la formación disciplinar de los profesores de secundaria y los diferentes métodos de enseñanza ligados a esta formación, podrían contribuir a que hubiera una mayor variedad de concepciones sobre el aprendizaje y la enseñanza entre los docentes de secundaria que entre los de primaria. Por último, otro aspecto que nos interesaba contrastar es cómo influye la experiencia en el aula en la activación de estas concepciones. Expresado de otra manera, nos interesaba analizar si los profesores en ejercicio y los futuros profesores, los estudiantes, activan las mismas teorías en los mismos contextos y situaciones educativas, o, por el contrario, existen diferencias que podamos achacar a las prácticas. Como se recordará en el caso de los profesores de primaria, los estudiantes de profesorado optaban más por las respuestas constructivas que los profesores con experiencia en la enseñanza. Todos estos elementos están presentes en la investigación sobre concepciones de la enseñanza de los profesores de secundaria que expondremos a lo largo de las próximas páginas. En cada uno de los diferentes apartados analizaremos qué teoría es más probable que se activen en cada escenario y compararemos estos resultados con los mostrados en el capítulo 6, cuando esta comparación sea factible. Pero antes de comenzar dedicaremos unas líneas a la manera en que hemos realizado nuestra investigación.

¿Cómo estudiar las concepciones de los profesores de secundaria? Para analizar las concepciones de los profesores de secundaria nos servimos de un cuestionario de dilemas similar al empleado en la investigación descrita en el capítulo 6, pero adaptado a las características de la educación secundaria, que fue enviado a un alto número de centros de secundaria para que fuera distribuido entre sus profesores y al que respondieron 97 profesores de secundaria en ejercicio (20 de matemáticas, 15 de lengua y literatura, 19 de ciencias sociales, 23 de ciencias naturales y ciencias físicas, y 20 de educación física, música y plástica, que fueron agrupados juntos). Por otro lado, la tarea fue resuelta también por 287 estudiantes del FIPS (Formación inicial del profesorado de secundaria), profesores en formación que estaban realizando el curso al que nos referimos en el apartado anterior, al describir las subculturas de la educación primaria y de la educación secundaria. El cuestionario estudiaba siete ámbitos de decisión de la práctica docente, construidos 269

de forma similar al cuestionario descrito en el capítulo 6, aunque se indagara sobre aspectos ligeramente diferentes, ajustados los escenarios más propios de la educación secundaria. Como en aquel caso, se presentaba una situación enmarcada dentro de un escenario habitual de la enseñanza y se pedía a los profesores que marcaran la decisión que considerasen más adecuada entre las cuatro presentadas –cada una de ellas correspondiente a una de las teorías (directa, interpretativa, constructiva y posmoderna), y construida de acuerdo con los principios epistemológicos, ontológicos o conceptuales, (presentados en el capítulo 3)– y con un análisis de los escenarios de toma de decisiones más habituales en el trabajo de los profesores de educación secundaria. Estas presentaciones no hacían alusión a ninguna disciplina concreta, aunque se pedía a los profesores que respondieran a las preguntas pensando en el ámbito de su especialidad. Uno de los escenarios que estudiamos fue la relación entre capacidades y contenidos. Tratábamos de indagar dentro de este escenario qué objetivos de la enseñanza consideraban más aceptables los profesores. Las distintas opciones de respuesta fueron diseñadas partiendo de que, desde las teorías directa e interpretativa, el centro de la enseñanza estaría constituido por el contenido disciplinar. La consecución de este logro podría estar mediada por una serie de procesos individuales que se deberían tener en cuenta en el diseño de los procesos de enseñanza (teoría interpretativa). En cambio, las teorías constructiva y posmoderna enfatizarían la importancia de los factores psicológicos y sociales en la definición de las metas del currículo, y por tanto de sus contenidos, si bien en el caso de la teoría posmoderna se asumiría la subordinación de esos contenidos disciplinares al desarrollo personal, mientras que en la constructiva esos contenidos serían una vía necesaria para la formación de capacidades en los alumnos. Las opciones desarrolladas dentro de este escenario son, por tanto, similares a las desarrolladas en el trabajo con los profesores de primaria. Las actividades de enseñanza, aprendizaje y evaluación de conceptos, procedimientos y actitudes constituyeron otros tres escenarios. A diferencia del cuestionario de primaria presentado en el capítulo 6, incluíamos dentro de cada uno de los escenarios preguntas sobre cómo evaluar los diferentes tipos de contenido. Las opciones fueron diseñadas de tal manera que se pudiera diferenciar desde las actividades derivadas fundamentalmente a partir de la lógica disciplinar (teoría directa) hasta las actividades organizadas exclusivamente en función de los intereses de los alumnos (teoría posmoderna), pasando por situaciones en que se deben tener en cuenta los procesos y condiciones de los alumnos, bien para acceder al conocimiento disciplinar (teoría interpretativa), o bien para una construcción personal de este contenido (teoría constructiva). En el quinto escenario, exclusivo del cuestionario de secundaria las dificultades de aprendizaje, los profesores debían optar entre la idea de que los problemas de aprendizaje responden a causas individuales apenas influidas por las actividades del aula (teoría directa); la afirmación de que se debería crear grupos especiales de aprendizaje que acercasen a los alumnos con problemas al nivel de los demás (teoría interpretativa); la visión de que el aula tiene que atender a la diversidad de alumnos, con el objetivo de integrarlos progresivamente (teoría constructiva) y, por último, el énfasis en que los 270

problemas de aprendizaje están motivados por la separación entre el aula y la vida real y desaparecerán si disminuyera esta diferencia (teoría posmoderna). Por su parte, en el escenario sobre la organización social en el aula, la opción directa partía de que esta organización debería estar más centrada en el profesor que en los alumnos, primándose el trabajo individual, la disciplina y la homogeneidad de los grupos. La teoría interpretativa asumiría la diversidad de los alumnos y que la cooperación, aunque necesaria en ciertas condiciones, no debería impedir una enseñanza unidireccional y homogénea que asegure los saberes necesarios para todos. La teoría constructiva, en cambio, promovería una estructura dialógica y trataría de fomentar tanto la diversidad en el aula como la cooperación entre los alumnos, y un aprendizaje más «horizontal», mediado por la acción docente y las finalidades que la promueven. Esta horizontalidad del aprendizaje será el único criterio de organización social del aula desde los supuestos de la teoría posmoderna. En el escenario sobre motivación se presentaría la ausencia de motivación como una causa personal del fracaso escolar, independiente de otros procesos de enseñanza y aprendizaje, cuyo origen estaría bien en el propio individuo y, por tanto, sería muy difícil de modificar en el aula (teoría directa), o bien tendría un origen social, lo cual permitiría cierto trabajo y que en algunos casos pudiera modificarse (teoría interpretativa). En cualquiera de estas opciones, la motivación sería un requisito para que se produjera el aprendizaje, no una consecuencia del mismo. En un sentido opuesto, desde la teoría constructiva se aceptaría que los intereses de los alumnos no tienen que coincidir necesariamente con los de los profesores, pero que un objetivo de la enseñanza es precisamente ayudar a los alumnos a fijarse metas de aprendizaje y discriminar entre estas metas. Desde esta perspectiva, la principal fuente de motivación sería, por otro lado, la sensación de la propia competencia. Desde la teoría posmoderna se concebiría la motivación desde los intereses personales de los alumnos que deberían ser el eje central y casi único de la enseñanza.

¿Cómo conciben el aprendizaje los profesores de secundaria? De manera semejante a los profesores de primaria presentados en el capítulo 6, los profesores de secundaria no pueden retratarse apelando exclusivamente a una de las teorías que hemos descrito. No hubo un solo profesor que escogiera todas las respuestas diseñadas a partir de una concepción determinada. Parece que cuando se analizan las concepciones de una misma persona en diferentes contextos o escenarios de aprendizaje, como ocurre con este cuestionario, se activan diferentes representaciones. Una de nuestras primeras conclusiones, acorde tanto con los resultados del capítulo 6 como con otras investigaciones nuestras (véase Martín y otros, en prensa) y de otros autores (Rodrigo y Correa, 2001), es que los profesores cuentan con diversas 271

representaciones que se activan dependiendo del tipo de demanda que se les propone. En el próximo apartado analizaremos las diferencias encontradas en cada uno de los escenarios. No obstante, a pesar de las diferencias que acabamos de señalar, los datos también muestran que las opciones más escogidas en este trabajo son las que presentan decisiones más acordes con las teorías interpretativas y constructivas respecto a las directas, y sobre todo a las posmodernas2, que fueron las menos escogidas de todo el cuestionario (véase el cuadro 1). La tendencia general es la misma en los estudiantes y en los profesores en ejercicio, aunque de manera significativa, los estudiantes son más constructivos (42% de las respuestas)3 que los profesores (32%). De hecho, las opciones más elegidas por los estudiantes fueron las constructivas, mientras que los profesores optaban más por las respuestas de carácter interpretativo. En este sentido, se diferencian tanto de los profesores en ejercicio de primaria como de los estudiantes. Estas tendencias, tomadas globalmente, serían similares a las encontradas en otros trabajos (véase el capítulo 2). Sin embargo, en trabajos realizados en otros países (véase el capítulo 11 con profesores colombianos) y en los que se ha utilizado un método de indagación también diferente, posiblemente más implícito que el presentado aquí, se ha encontrado un mayor número de profesores con concepciones realistas, bien de tipo directo, o bien de tipo interpretativo. No encontramos ninguna diferencia significativa referente a la especialidad de los profesores. Este resultado contrasta con otros que muestran que la epistemología de cada una de las disciplinas influye en la manera en que se concibe el conocimiento y su adquisición (véase una revisión en el capítulo 10). No obstante, estos trabajos mostraban que las diferencias de respuestas se debían más a los dominios de conocimiento por los que se preguntaba que a la especialidad de las personas que contestaban. Los dilemas que formaban nuestro cuestionario presentaban situaciones válidas para cualquier materia o dominio. Es más, cuando los dilemas requerían que se presentasen ejemplos concretos de enseñanza-aprendizaje (por ejemplo, en el caso de los procedimientos), se cuidó que hubiera más de un ejemplo y que éstos pertenecieran a diferentes dominios de conocimiento. En la misma línea que señalábamos al comienzo de este apartado, es posible que estas diferencias entre trabajos estén mostrando la convivencia de diferentes representaciones en función del contexto, la situación o el tipo de demanda planteados a los participantes en las investigaciones. Cuadro 1. Proporción media de respuestas elegidas para cada teoría en el conjunto del cuestionario

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En resumen, nuestros datos analizados de manera global, muestran la presencia de concepciones similares entre los profesores de primaria, que veíamos en el capítulo 6, y los profesores de secundaria. Este resultado se puede interpretar apelando a que ambos colectivos forman parte de una misma cultura educativa y podemos esperar, por tanto, que tengan influencias y conocimientos similares. No obstante, más allá del hecho de que estos profesores parecen reconocer como más adecuadas las decisiones interpretativas y constructivas que las directas y posmodernas, podemos encontrar ciertas diferencias entre ellos. Mientras que no hay diferencias estadísticamente significativas en los profesores de secundaria entre las opciones interpretativa (35%) y constructiva (32%), los profesores de primaria parecían elegir en primer lugar las opciones constructivas (40%) y de forma significativamente menor las opciones interpretativas (véase el capítulo 6). También los estudiantes parecen compartir una misma cultura educativa. En ambos casos, las opciones más elegidas fueron las representativas de una concepción constructiva del aprendizaje y de la enseñanza, y las menos elegidas fueron las opciones correspondientes a las teorías posmodernas y directas. No obstante, de la misma manera que los profesores en ejercicio, los estudiantes procedentes de las facultades de formación del profesorado parecían elegir en mayor medida las opciones constructivas (54%) que los licenciados que optaban por ser profesores de secundaria (42%). Parece, por tanto que, como en otras investigaciones (Strauss y Shilony, 1994), la mayoría de los profesores de enseñanzas no universitarias optan por opciones interpretativas y constructivas, prefiriéndolas claramente a las directas y posmodernas. Es posible que la evolución social destacada en el capítulo 1 esté marcando una tendencia general dentro de las concepciones del aprendizaje hacia teorías cada vez más pluralistas, al menos en lo referente a las concepciones declaradas. Pero dentro de esta línea, tanto los profesores como los futuros profesores de educación primaria prefieren las opciones constructivas en mayor medida que los profesores de educación secundaria. De la misma manera, los 273

estudiantes, provengan de opciones más pedagógicas o más disciplinares, muestran también una tendencia a escoger más las respuestas constructivas que los profesores de su nivel respectivo. A nuestro juicio, estos dos aspectos nos están remitiendo, por un lado, a las dos subculturas de las que hablábamos en la introducción, y por otro, al papel de la práctica en las concepciones que ya fue comentado en el capítulo 6. En definitiva, parece que la probabilidad de optar por respuestas constructivas es mayor en primaria que en secundaria y entre los estudiantes respecto a los profesores. Nuestros datos no nos permiten inferir qué aspecto de cada una de las subculturas –tipo de formación, objetivos en el aula, importancia del contenido disciplinar, etc.– tiene un peso mayor en estas diferencias. No obstante, como se veía en el capítulo 6, tenemos la impresión de que la inmersión en la práctica tiene un efecto muy importante. En otro trabajo realizado por este mismo grupo de investigación sobre las concepciones de los asesores psicopedagógicos (Martín y otros, en prensa), se encontró que había diferencias significativas entre los asesores que además de su trabajo de asesoramiento daban algunas horas de clase y los asesores que no lo hacían. Los asesores con experiencia docente en el momento de administrar las pruebas elegían menos respuestas constructivas que los que no trabajaban directamente en el aula.

¿Varían las concepciones de los profesores de secundaria según el ámbito de decisión? Como veíamos al introducir la metodología, presentábamos los dilemas dentro de siete escenarios. El porcentaje medio de cada tipo de respuesta escogida por los profesores en cada escenario puede observarse en el cuadro 2 (véase en la página siguiente), mientras que las respuestas dadas por los estudiantes se pueden observar en el cuadro 3 (véase en la página siguiente). Basta con mirar superficialmente ambos cuadros para advertir que hay una distribución muy desigual de respuestas en cada uno de los escenarios, aunque la tendencia general que hemos comentado en el apartado anterior se repite. Dentro de cada uno de ellos, la mayoría de los profesores y estudiantes optan por las opciones más cercanas a las teorías constructivas e interpretativas, frente a las más extremas, ya sean directas o posmodernas. También de la misma manera que en la tendencia general, los estudiantes son más constructivos que los profesores. No obstante, la probabilidad de escoger una determinada opción varía claramente en función de los distintos tipos de escenarios. Así, casi la mitad de las respuestas de los estudiantes se concentran en la teoría constructiva, tanto en la organización social del aula (54%) como en la enseñanza de valores (49%), respuestas que se reducen casi a la tercera parte en las situaciones de enseñanza y aprendizaje de procedimientos (36%) y de motivación (36%), y se reducen aún más para la enseñanza y el aprendizaje de conceptos (29%)4. En este último escenario, la enseñanza de conceptos es el único caso en que la mayoría de las respuestas, tanto de profesores como de alumnos, se centran en las opciones de tipo 274

interpretativo. Da la impresión, por tanto, que cuanto más se acercan las preguntas del cuestionario a los contenidos más específicos, menor es la elección de respuestas constructivas. Cuadro 2. Media de proporciones de cada tipo de respuesta en cada escenario de los profesores de secundaria

Cuadro 3. Media de proporciones de cada tipo de respuesta en cada escenario de los estudiantes para profesores de secundaria

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Dentro de los diferentes contenidos del aprendizaje, se considera tradicionalmente que el contenido de tipo declarativo (hechos y conceptos) depende mucho más del campo o disciplina que estemos trabajando que los procedimientos, normalmente comunes o muy similares en un conjunto de disciplinas. A su vez, los procedimientos son más específicos que los valores o actitudes, que tienen un carácter más transversal o interdisciplinario (véase Pozo, 1996). También la forma de organizar socialmente el aula o de trabajar las dificultades de aprendizaje parece tener este carácter menos dependiente de los contenidos. En este análisis de los datos generales, llaman la atención los resultados presentados en el escenario de motivación. En el caso de la motivación, las opciones elegidas se repartían prácticamente por igual entre las opciones constructivas e interpretativas, marcando una clara diferencia con los resultados sobre profesores y estudiantes de profesores de primaria, que escogían mayoritariamente repuestas constructivas en lo referente a este aspecto. Nos gustaría resaltar el número de respuestas constructivas escogidas dentro del escenario sobre la relación entre capacidades y contenidos, por un lado, y el porcentaje de este mismo tipo de respuestas en las preguntas sobre enseñanza de conceptos y procedimientos, por otro lado. Cuando se enfrenta a los profesores con decisiones que implican establecer cuál es el papel de las capacidades y de los contenidos y cuál de ellos debe constituir la meta fundamental del aprendizaje, se observa que un porcentaje relativamente alto opta por respuestas constructivas (44%), lo cual implicaría que estos profesores señalan las respuestas en que los contenidos disciplinares son fundamentalmente un medio para el desarrollo de capacidades. Sin embargo, ante las preguntas acerca de cómo se deben enseñar y evaluar los conceptos (29%) o los 276

procedimientos (36%), es decir, a la hora de determinar cómo enseñar esos contenidos disciplinares, este porcentaje decrece considerablemente, proporcionando una imagen muy distinta de las concepciones de los profesores. Esta aparente contradicción puede en parte explicarse cuando analizamos las diferencias en las respuestas de profesores en ejercicio y de estudiantes. Mientras que en las preguntas sobre la relación entre contenidos y capacidades, los estudiantes dan un 49% de respuestas constructivas, sólo un 32% de las respuestas de los profesores hacen lo mismo en esas preguntas, un porcentaje similar al de respuestas basadas en la teoría interpretativa. En este caso, los profesores se decantan de igual manera por las opciones constructivas e interpretativas, mientras que los estudiantes eligen mucho más las respuestas constructivas. En definitiva, los profesores parecen optar por la importancia de los contenidos disciplinares en ambos escenarios. Además, las preguntas sobre la enseñanza y la evaluación de conceptos constituyen el único ejemplo en el que los estudiantes son menos constructivos que los profesores en ejercicio. Por tanto, parece que las representaciones activadas en cada uno de estos escenarios presentan más diferencias en el caso de los estudiantes. No debemos olvidar que la formación de estos estudiantes es fundamentalmente disciplinar. Como hemos comentado previamente, cuando respondieron a este cuestionario estaban realizando un curso de formación psicopedagógica que constituía su única formación en aspectos que no fueran puramente disciplinares. Es posible que esta formación y su escasa experiencia en el aula como profesores influyan en que mantengan representaciones distintas sobre cuáles son los elementos más importantes del conocimiento disciplinar y sobre cuáles son los objetivos con los que se enseña. Excepto el caso que acabamos de comentar, la probabilidad de elegir una respuesta constructiva era mayor entre los estudiantes que entre los profesores. Las diferencias más altas se produjeron en los escenarios que trataban la relación entre capacidades y contenidos y en el caso de la organización social del aula en que una media del 57% de los estudiantes optó por respuestas constructivas frente a una media del 42% de los profesores. Tanto estudiantes como profesores siguen las mismas tendencias generales que comentábamos respecto a las respuestas constructivas. En ambos casos, la probabilidad de elegir una respuesta constructiva es mayor en el escenario de organización social del aula (42% en los profesores y 57% en los estudiantes) que en el referente a la enseñanza y evaluación de procedimientos (34% y 37% respectivamente para profesores y estudiantes) y a la enseñanza y evaluación de procedimientos (23% en profesores y 31% en estudiantes). Por otro lado, la probabilidad de elegir una respuesta interpretativa no parece variar mucho a lo largo de los distintos escenarios, si exceptuamos las preguntas sobre enseñanza y evaluación de conceptos y sobre motivación, comentados más arriba. En los otros escenarios, las respuestas interpretativas de los profesores varían entre el 23% y el 30%. Los escenarios en que menos adecuadas parecen estas repuestas son aquellos en que se pregunta por la organización social del aula (23%) y por la enseñanza y el aprendizaje de procedimientos (24%). Los profesores optan más por las respuestas 277

interpretativas que los estudiantes en lo referente a la enseñanza y evaluación de procedimientos y valores, a la relación entre contenidos y capacidades, y en lo referente a la organización social del aula. Esta tendencia se invierte en dos situaciones. Los estudiantes son más interpretativos que los profesores cuando escogen las respuestas sobre la enseñanza y el aprendizaje de conceptos, como ya hemos comentado, y cuando analizan las situaciones de motivación. En el caso de las dificultades de aprendizaje, las opciones interpretativas son elegidas prácticamente por el mismo número de profesores y estudiantes. Las respuestas basadas en la teoría directa fueron elegidas con menor probabilidad que las respuestas constructivas e interpretativas, tanto por profesores como por estudiantes. Sin embargo, también existen diferencias en la elección de estas respuestas en función de los escenarios que creemos merece la pena destacar. De manera significativa, hay más respuestas directas en el escenario que relaciona los contenidos con las capacidades (22%) que en los escenarios sobre enseñanza y evaluación de conceptos y de valores (12% en ambos casos). De la misma manera, el porcentaje de respuestas directas es menor en la enseñanza y la evaluación de procedimientos que en el caso de los conceptos y los valores. Las tareas sobre la organización del aula son las que menos evocan respuestas directas. Por otro lado, y de forma totalmente coherente con los resultados anteriores, los datos muestran que los profesores eligen más que los estudiantes las respuestas directas y que estas diferencias son significativas en el caso de los escenarios que versan sobre la relación entre contenidos y capacidades, en la enseñanza y evaluación de conceptos y en el escenario sobre evaluación. Por tanto, parece que los profesores en ejercicio tienden más que los estudiantes a considerar que los conceptos tienen una representación correcta que se corresponde con la realidad, que los contenidos tienen un valor en sí mismos y que la motivación es un rasgo de los alumnos en el que influyen muy poco las actividades, las actitudes y otros aspectos relacionados con la forma de enseñar y aprender. Aunque en general las respuestas directas elegidas fueron pocas comparadas con las respuestas interpretativas y constructivas, cabe destacar que en el caso de la relación entre contenidos y capacidades no había ninguna diferencia significativa en el porcentaje de respuestas directas, interpretativas y constructivas escogidas por los profesores en ejercicio. Una media de 29% se basaba en la teoría directa frente a un 32% de respuestas interpretativas y el mismo porcentaje de respuestas constructivas. Como se puede ver, este escenario en el que se pregunta sobre los objetivos de la enseñanza es el escenario en que las opciones de los profesores son más diversas, y, como planteábamos antes, aparecen mayores contradicciones con otras opciones. Las opciones interpretativas y directas dan un énfasis mucho mayor a los contenidos que a las capacidades frente a las opciones constructivas y posmodernas en las que la relación se invierte. Algo más del 60% de las respuestas de los profesores en ejercicio eran directas e interpretativas en nuestra investigación. En este sentido, se diferencian claramente de los profesores de primaria, tal y como fueron identificados en el capítulo 6, y de los estudiantes, que optaban con la misma frecuencia (19%) por las respuestas 278

directas en el escenario contenidos que en el escenario procedimientos. Los estudiantes adoptaban significativamente menos posiciones directas que interpretativas (25%) o constructivas (49%). Las respuestas posmodernas fueron las menos elegidas en conjunto. No obstante, pero de la misma manera que en los casos anteriores, podemos encontrar también diferencias entre ellas en función del escenario al que nos estemos refiriendo. De manera significativa hay un número mayor de respuestas posmodernas en la enseñanza y la evaluación de procedimientos (20%) que en cualquiera de los otros escenarios. También en organización social del aula y en dificultades del aprendizaje hay un número relativamente alto de respuestas de este tipo (16% y 14%, respectivamente). No hay apenas diferencias entre profesores y estudiantes en lo referente a estas respuestas, excepto en el caso de la enseñanza y el aprendizaje de los procedimientos (16% y 22%, respectivamente). Aceptar el punto de vista posmoderno en el aprendizaje de procedimientos está implicando creer que los profesores no deben enseñar procedimientos a los alumnos. Su labor en este sentido se centra en dar oportunidades para que los alumnos desarrollen los procedimientos por sí mismos, pero que no se deben enseñar o imponer unos procedimientos sobre otros.

Entonces, ¿qué opciones eligen los profesores de secundaria? Como veíamos antes, las representaciones de los profesores de secundaria sobre la enseñanza y el aprendizaje no son homogéneas ni responden a un mismo patrón en todas las situaciones. Las concepciones del aprendizaje mostradas por los profesores en este trabajo responden siempre a más de una de las teorías implícitas caracterizadas en el capítulo 3. Por tanto, parece necesario asumir un pluralismo representacional en las respuestas elegidas por los diferentes profesores y estudiantes. Este pluralismo puede estar respondiendo a que, como afirman Rodrigo y Correa (2001), los modelos mentales construidos ante cada una de las preguntas o de los escenarios dependen no sólo de las teorías implícitas subyacentes, sino también de las demandas de la tarea o de la actividad. En este caso, las demandas propuestas a los profesores y estudiantes se centraban en opciones teóricas. Es posible que un análisis de las prácticas de enseñanza de estos profesores, o de la manera en que tanto profesores como alumnos se enfrentan a situaciones de aprendizaje, nos prestase aún más elementos diferentes de este mosaico. Como veíamos en el capítulo 8, existen diferencias entre las opciones teóricas elegidas y las prácticas en el caso de los profesores de música y es posible que encontrásemos estas mismas diferencias en los profesores con los que hemos trabajado en este capítulo. También hemos visto que otros trabajos que utilizan métodos diferentes y más indirectos en su indagación muestran también resultados diferentes de los nuestros (véase el capítulo 10). 279

Los análisis de estos escenarios nos muestran, por tanto, que el retrato de los profesores de secundaria, de forma similar a como ocurría también con los profesores de primaria estudiados en el capítulo 6, no es un retrato en blanco y negro, sino que está lleno de matices y que la fotografía puede cambiar en función del contexto en el que sitúan sus opciones. Podemos ver que sus respuestas se agrupan de maneras diferentes en función del escenario en el que se sitúan las preguntas. En los escenarios sobre la relación entre contenidos y capacidades, y sobre la enseñanza y el aprendizaje de los conceptos, la mayoría de los profesores (en torno a un 65% como media) escogen las opciones que parecen indicar que el objetivo de la enseñanza es proveer al alumno de conocimientos disciplinares y que estos conocimientos pueden medirse en presencia de una realidad fácilmente contrastable. Es cierto que dentro de estas tendencias los profesores matizan esta imagen, tendiendo en la mayoría de las ocasiones a escoger respuestas más interpretativas. No obstante, de acuerdo con la tradición disciplinar propia de la enseñanza secundaria, estos docentes parecen dar más importancia a los contenidos conceptuales descritos por la materia científica referente que a otro tipo de contenidos u objetivos de la enseñanza. En este sentido se diferencian claramente de los profesores de primaria. Los estudiantes, por otro lado, parecen dar mucha importancia también a estos contenidos conceptuales, pero, al mismo tiempo, y posiblemente de forma contradictoria, parece que subordinan los contenidos a la formación de capacidades. Un segundo conjunto de escenarios parece estar constituido por las respuestas sobre organización social del aula, dificultades del aprendizaje y la enseñanza y la evaluación de valores. En este caso, tanto los profesores como los futuros profesores escogen más las respuestas correspondientes a teorías relativistas, como son las teorías constructivas y posmodernas. En este caso estamos ante los escenarios menos vinculados con disciplinas o materias concretas. Los contenidos sobre valores son transversales y no están ligados a dominios concretos de la enseñanza. Algo similar ocurre en el caso de la organización social del aula y en la manera de trabajar con los alumnos con dificultades. Estos escenarios se centraban fundamentalmente por un lado, en preguntas acerca de la organización de grupos, de las fuentes del aprendizaje y por otro lado, en la forma de organización de la enseñanza de los alumnos con dificultades. Por último, las respuestas en el tercer grupo de escenarios, aprendizaje y enseñanza de procedimientos y motivación, estaban más repartidas entre el conjunto de las opciones, aunque resultaba sorprendente el alto número de respuestas posmodernas en el aprendizaje y la enseñanza de procedimientos si las comparamos con el aprendizaje y la enseñanza de otros contenidos y el bajo número de respuestas constructivas en el caso de la motivación. Si retomamos la historia de Milles Monroe, El Dormilón, recogida en el primer capítulo, y admitiésemos –de manera algo arriesgada– que existe una relación directa entre las prácticas y las concepciones de los profesores tal y como han sido estudiadas en este trabajo, nos encontraríamos que en nuestras aulas de secundaria parecen haberse dado más cambios en lo referente al clima social y la forma de organizarse las actividades que en los fines de la enseñanza y en el papel que se otorga a los contenidos 280

disciplinares. Cuando el escenario, el contexto en el que la pregunta adquiere sentido, se acerca a los contenidos conceptuales que se deben enseñar y a los objetivos por los que se enseñan estos contenidos, es más probable que se opte por respuestas más realistas, sean interpretativas o directas. Y, al contrario, cuando los escenarios se alejan de los contenidos específicos, propios de cada materia, las respuestas son más relativistas, especialmente en su aspecto constructivo. De la misma forma, observaríamos que los profesores de primaria parecen adaptarse más a la sociedad del conocimiento que los profesores de secundaria, y que los estudiantes que están formándose para ser profesores también son más constructivos que sus profesores. No obstante, para realizar estas afirmaciones deberíamos estudiar si la activación de las diferentes representaciones en el aula responde o no a la misma pauta que hemos descrito.

1. La investigación que se expone en este capítulo ha podido realizarse gracias a una ayuda concedida por la Comunidad Autónoma de Madrid en el plan de ayuda a la investigación (060049/03). La investigadora principal era Elena Martín. Aunque no firmen este capítulo, también formaron parte de este trabajo la propia Elena Martín, Mar Mateos y Ruth Villalón, a quienes queremos mostrar nuestro agradecimiento. 2. Los resultados que vamos a comentar surgen a partir de diferentes análisis ANOVA. Dado que no estamos presentando un informe de investigación, no presentaremos los datos concretos. No obstante, siempre que hablemos de preferencias o diferencias vamos a hacer referencias a diferencias estadísticamente significativas, como mínimo a un nivel de probabilidad del 5%. El lector interesado puede acudir a Martín y otros, 2000, 2004. 3. Aunque los análisis estadísticos se hacen sobre las proporciones medias de respuestas, en el texto expresamos los datos en términos de porcentajes para hacer más ágil su lectura. 4. Las diferencias entre el porcentaje de respuestas constructivas escogidas en los escenarios organización social del aula y valores son significativas estadísticamente frente a los escenarios enseñanza de conceptos y procedimientos y motivación. A su vez, organización social del aula es significativamente diferente respecto a dificultades de aprendizaje.

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Cuarta parte Las concepciones en educación universitaria

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13 Las autobiografías lectoras como autobiografías de aprendizaje Gisela Vélez

La lectura invisible La mente alfabetizada se fue conformando a lo largo de los veinticinco siglos que ha recorrido la cultura escrita en Occidente; a través de ese tiempo, los seres humanos no sólo leímos y escribimos de distintos modos, sino que también concebimos al mundo, a la lectura y a la escritura de diferentes maneras. Pero mientras la escritura conquistó el espacio para la palabra, concretó su posibilidad de fijación y dio oportunidad al pensamiento de superar el tiempo; la lectura permanece y se evanesce en el tiempo. Mientras la escritura remite a lo fijo y estable, la lectura es efímera; mientras la acción de escribir deviene en objeto, la acción de leer se resuelve en sí misma como verbo. Es por eso que leer difícilmente deja huellas; asimismo, lo que sabemos y lo que creemos sobre la lectura raras veces se explicita. La invisibilidad de la lectura aparece así en una doble dimensión, una derivada de su condición temporal, resuelta en gran medida por acciones internas del pensamiento; otra relacionada con las prácticas culturales, que en las sociedades alfabetizadas han naturalizado el acto de leer; parecería que una vez superadas las instancias del aprendizaje de la lectura inicial, parafraseando al Principito, «leer se hace invisible a los ojos». Un tercer aspecto de esa invisibilidad de la lectura estaría constituido, como hemos visto en los capítulos anteriores, por un conjunto de representaciones implícitas construidas a lo largo de la vida, a partir de nuestra mente encarnada (Pozo, 2001), en nuestras experiencias personales y prácticas culturales, fuertemente configuradas por los sistemas de representación externos, entre los que el sistema alfabético ocupa un lugar central (Martí, 2003). Leemos, hemos aprendido a leer y continuamos aprendiendo al interactuar con diversos tipos de textos, portadores y herramientas de la cultura escrita. Esas prácticas y experiencias, vividas y sentidas, configurarían nuestras representaciones, en gran medida implícitas, en el dominio de la lectura y su aprendizaje. Estas representaciones implícitas, en tanto que integradas por principios que las organizan y les dan coherencia, pueden concebirse como teorías implícitas en el dominio de la lectura. Estas teorías podrían ubicarse en el dominio más extenso del lenguaje escrito, pero como señala Teberosky (1997, p. 249), aunque la escuela continúa hablando del área de la 283

lectoescritura, ambas (lectura y escritura) «constituyen dos dominios distinguibles en las prácticas ordinarias». Desde una perspectiva cultural, Olson (1994) también destaca esta diferencia, postulando que las consecuencias epistémicas de la cultura escrita no surgen de los modos de escribir, sino de los modos de leer; a lo largo de la historia, junto a las prácticas de lectura se van generando nuevas funciones mentales, nuevos modos de relación con el conocimiento y nuevas metáforas del mundo y del yo (capítulo 1). Sin embargo, la historia de la lectura reconoce que la experiencia de la gran masa de lectores ha quedado fuera del alcance de la investigación (Darnton, 1991). Desde el punto de vista educativo, la importancia de estas teorías implícitas es considerable, dado que para acceder a formas de conocimiento más complejas en términos de su organización, abstracción y modos de validación, las representaciones implícitas deben explicitarse y redescribirse. Tal como plantea Pozo (2003), la adquisición del conocimiento no supone el abandono de las teorías implícitas, sino su «reestructuración teórica, su explicitación progresiva, su integración jerárquica y un cambio en las actitudes epistémicas» (capítulos 3 y 17). Por todo ello, necesitamos explicitar nuevamente el verbo «leer» y ubicarlo en el tiempo; y aunque el tiempo no puede ser burlado, quizá sea posible refigurarlo (Ricoeur, 1985) apelando a los relatos autobiográficos de los mismos lectores. Y aunque no escapamos a la paradoja de convertir al lector en escritor, nos acercamos al sujeto lector y a la acción de leer, puesto que en la autobiografía el yo se hace presente, organiza sus experiencias, les otorga significados y las sitúa en el tiempo (Bruner, 1990). El carácter peculiar del relato autobiográfico nos permite analizar en secuencia la relación que los sujetos construyen con la lectura a lo largo de su vida, e intentar explicitar el modo en que se han ido configurando sus representaciones. Esto nos exige ir más allá de los relatos para ubicarlos sobre los contraluces (y las contrasombras) de las teorías de la lectura. En este capítulo nos ocuparemos de las representaciones sobre la lectura que mantienen los ingresantes universitarios. Nuestro interés reside, por una parte, en la persistencia de las problemáticas planteadas por los alumnos ingresantes en su relación con el conocimiento y en el modo en que acceden a él a través de la lectura. Si bien el problema tiene una antiquísima historia (Ilich, 1993)1, se mantiene vigente y es señalado de manera recurrente por estudios realizados en universidades de diversos países2. Por otra parte, los ingresantes universitarios ya han transitado una historia evolutivoeducativa, de tal modo que sus relatos nos ofrecen una mirada retrospectiva acerca de cómo reconstruyen la historia de su paso por el sistema educativo y sus experiencias durante etapas significativas, y relativamente extensas, de su relación con la lectura en situaciones formales e informales de aprendizaje. En síntesis, creemos que el formato narrativo permite que se exprese la agencia de una mente con imágenes, episodios, significados y contextos. En la primera parte del capítulo sintetizamos los principios y supuestos de tres teorías científicas sobre la lectura y los relacionamos con las concepciones sobre el aprendizaje identificadas en los estudios presentados en este libro. Estos conceptos nos ayudarán a comprender algunos rasgos de las representaciones sobre la lectura y su aprendizaje 284

presentes en las autobiografías lectoras, que presentaremos en la segunda parte del capítulo.

Las teorías visibles de la lectura y las concepciones sobre el aprendizaje Las teorías de la lectura y sus supuestos nos ofrecen un marco de contraste para comprender las teorías implícitas que los sujetos mantienen en este dominio; en el campo de la lectura, Dubois (1987) distingue tres grandes concepciones teóricas, a las que subyacen distintos supuestos epistemológicos, ontológicos y conceptuales. Nos referimos a las teorías que consideran a la lectura como conjunto de habilidades, a los modelos interactivos y a los modelos transaccionales. Resulta de interés para nuestros propósitos mostrar las relaciones que se presentan entre estas teorías científicas y los supuestos de las concepciones del aprendizaje descritas en los estudios que las interpretan como teorías implícitas. Estas investigaciones han identificado configuraciones de teorías implícitas que estarían mostrando una evolución en el modo en que profesores y alumnos conciben el aprendizaje, las teorías directa, interpretativa, constructiva y posmoderna (capítulo 3). En la teoría que explica a la lectura como conjunto de habilidades, leer se concibe como un fenómeno observable en el que el lector decodifica para extraer el significado que está en el texto; presenta un modelo secuencial y jerárquico de habilidades lectoras (decodificar, comprender, interpretar, criticar), que se deben enseñar de manera gradual y acumulativa. El texto, se compone de elementos identificables por separado (letras, palabras, oraciones) que se articulan en un todo. Este enfoque se adscribiría a una epistemología dualista y objetivista, en la que lector y texto se consideran entidades independientes. La ontología se reconoce realista en términos de un texto-objeto portador de significados, el conocimiento es una entidad, por lo tanto tiene «un lugar» en el texto. En cuanto a su organización conceptual, por una parte la teoría presenta un modelo jerárquico-lineal que corresponde con habilidades ordenadas «de lo simple a lo complejo», relacionadas asimismo por una causalidad simple en la que se espera que a partir de las habilidades básicas para decodificar y oralizar, surja como consecuencia «natural» la comprensión. La teoría directa del aprendizaje y la teoría de la lectura como conjunto de habilidades compartirían el dualismo epistemológico (separación sujetoobjeto y lectortexto), como así también el realismo ontológico (el significado está en el texto, el conocimiento se ajusta a la realidad y se extrae de ella). Asimismo, en ambas se asume una causalidad directa entre condiciones y resultados (del aprendizaje y de la lectura). El enfoque interactivo (Rumelhart y Ortony, 1977; Smith, 1977) propone un modelo sistémico de la lectura entendida como procesamiento de la información; este modelo asume la metáfora computacional y reconoce que la información entrante provista por el 285

texto debe ser procesada por los esquemas del sujeto para elaborar un producto de salida que se corresponda con la información inicial. La lectura así entendida supera desde el punto de vista epistemológico el dualismo sujeto-objeto a través de la interacción, pero la objetividad permanece como «ideal regulatorio», que se expresa tanto en consideración del error (una interpretación no coincidente con el autor), como en el papel asignado al texto para la validación, que reclama la correspondencia con los datos expuestos en el texto. Ontológicamente, la lectura se considera un proceso activo (en el que la mente procesa símbolos). La organización conceptual de la teoría remite a un sistema formal simple. Además, se presume una organización de la mente en esquemas cuyo funcionamiento se explica identificando componentes y explicando cómo trabajan de manera interdependiente en el proceso de lectura. La teoría interpretativa del aprendizaje da cuenta de supuestos similares a los del enfoque interactivo de la lectura. La ontología subyacente a la primera asume, según Pozo (2000), el realismo interpretativo. De modo semejante, Cunningham y Fitzgerald (1996) reconocen en el enfoque interactivo una posición realista, aunque admitiendo que la realidad es aprehensible de manera imperfecta y probabilística. Epistemológicamente, en ambos casos se reconocen transformaciones (del objeto de conocimiento y del texto) que devienen de la actividad del sujeto, pero los resultados del aprendizaje y de la lectura, se consideran «verdaderos» si se corresponden con el objeto en el primer caso, y con el texto en el segundo; se plantea así una idea cercana a la verdad «objetiva». Por último, el enfoque transaccional desarrollado por Rosenblatt (1994) y Goodman (1994) concibe una representación cíclica de la lectura en la que no pueden separarse lector, texto y contexto. Esta transacción adquiere características de experiencia, guiada por la postura que asume el lector dentro de un continuo entre la lectura estética y la lectura eferente. Se reconoce así un subsuelo epistemológico en el que los resultados de la lectura se validan intersubjetivamente, sobre la base de criterios que incorporan el contexto, las metas del lector y el texto. En estos criterios se reconocen exigencias para establecer el valor de una interpretación, puesto que se espera una pluralidad de interpretaciones posibles. La ontología inherente reconoce a la realidad como (re)construida en redes de relaciones complejas. En consonancia, la estructura conceptual de la teoría se configura en sistemas dinámicos complejos y la mente no se concibe como «entidad» sino como interpretante. Los criterios de validación de los resultados obtenidos son los que distinguen con fuerza las teorías implícitas del aprendizaje caracterizadas como interpretativas de las constructivas. En estas últimas, el producto del aprendizaje rompe la correspondencia y admite la pluralidad de un conocimiento que elabora modelos alternativos del objeto. Con una explícita referencia a sus bases constructivistas, los modelos transaccionales de la lectura la conciben como construcción de significados a partir del texto, asumiendo que el contexto y la postura del lector durante la transacción afectan fuertemente a los procesos y a los resultados, por lo tanto postulan el perspectivismo de las interpretaciones. Este perspectivismo «fuerte», planteado por los enfoques 286

transaccionales podría acercar su posición epistemológica a las concepciones caracterizadas como posmodernas (capítulo 3). Sin embargo, los exigentes criterios expuestos por Rosenblatt para la validación de los significados construidos por el lector, orientados a la búsqueda de una «interpretación bien fundada», que requiere información, explicación y análisis bajo el principio de no contradicción, alejan su posición del relativismo y del subjetivismo que distinguen a las concepciones posmodernas (Cunningham y Fitzgerald, 1996; Vélez, 2000)3. Vayamos ahora a interpretar la lectura desde «la vida evocada», acercándonos a las representaciones de los estudiantes universitarios a través de sus autobiografías lectoras.

La lectura vivida (y evocada) Las evocaciones que presentamos en este apartado toman como fuente un corpus de 35 autobiografías lectoras escritas por ingresantes universitarios. Los estudiantes reconstruyeron su historia con la lectura en situación de clase, a partir de una consigna abierta que dio lugar a la escritura de los relatos de manera «no guiada». Las autobiografías se analizaron identificando en primer término las fases delimitadas por marcadores evolutivos y educativos presentes en los escritos, y también los temas que señalan situaciones de cambio en las historias. Posteriormente se realizó un análisis categorial del contenido de cada una de las fases, procurando reconocer las peculiaridades que asumen en ellas el lector, el texto y el contexto (Bolívar, 2002). La delimitación de las fases y el reconocimiento de los temas fueron corroborados apelando al análisis lexicométrico (Baccalá y de la Cruz, 2000) (véase el apéndice del capítulo 5). Nuestro recorrido por estas vidas escritas permitió diferenciar cinco fases, que asumen características distintivas en la relación con la lectura que establecen los estudiantes. Las evocaciones iniciales se refieren a los primeros contactos con la palabra escrita. Una segunda fase se concentra en la iniciación en el sistema de escritura (aprender a leer). La tercera se distingue por la búsqueda de fluidez en la lectura y la ampliación del universo textual. Mientras que el cuarto momento se manifiesta particularmente por el reconocimiento de procesos, y el cambio y delimitación de preferencias. Por último, la quinta fase se caracteriza por el protagonismo del sujeto lector. Estos «nombres» de las fases intentan sintetizar los temas claves que pueden reconocerse en cada una de ellas, así como las modalidades que éstos asumen en los relatos. Identificaremos en cada fase la consideración del contexto, del texto y del lector, que se presenta en las autobiografías como agente, por lo tanto, permite reconocer no sólo sus experiencias, sino también sus actitudes epistémicas y afectivas.

Los primeros contactos con la palabra escrita Las experiencias iniciales con el lenguaje escrito son reconocidas en los recuerdos de los 287

estudiantes a partir de los tres años, edad en la que Nelson (1993) ubica los inicios de la memoria autobiográfica. Cuatro temas caracterizan a esta fase asociados a los primeros contactos con la lectura: 1. Compartir experiencias. 2. Escuchar cuentos. 3. Reconocer palabras. 4. Identificar letras. La manera peculiar en que los sujetos reconstruyen experiencias que preceden a la lectura convencional da cuenta de un saber preescolar en el que se destacan los contextos informales de iniciación a la cultura letrada. Estos contextos se ubican de manera predominante en el hogar, en el que se identifican las figuras familiares con las que se comparten experiencias de lectura, asumiendo funciones de lectores, enseñantes y acompañantes. En esta fase se reconocen «objetos de lectura», entre los que pueden diferenciarse los textos leídos por otros (que comienzan a ser considerados como objetos para el aprendizaje de la lectura) y aquellos que los sujetos consideran textos que podían leer por sí mismos (aun desde una posición de «actuación»). Las lecturas personales encuentran su posibilidad en la palabra, que se constituye en la unidad de lectura propia de esta fase; la palabra se ejemplifica en todos los casos con un sustantivo, asimilado al nombre propio o a otros «nombres». En algunos casos, las palabras se «forman» a partir de las letras, y en otros se consideran el punto de partida para su reconocimiento en portadores tales como libros, revistas y carteles. Sin embargo, no son las letras las únicas «marcas» reconocidas. Las notaciones gráficas (dibujos, imágenes o fotografías) aparecen como objeto de interpretación en dos modalidades diferentes: contribuyendo a la búsqueda de significado y como recurso para el reconocimiento de las letras. El lector que se evoca en esta fase reúne la lectura, la escritura, la escucha y el habla. Los procesos relacionados con la lectura se refieren mayoritariamente a mirar (ver, observar), escuchar (oír) y hablar (contar). Por su parte, algunos estudiantes mencionan procesos orientados al significado de lo que se oye y mira (significar, interpretar, imaginar) mientras que otros mencionan procesos orientados al código (identificar, reconocer y pronunciar). Los estudiantes reconocen los propósitos de quienes les leen cuentos y que son asumidos por ellos; algunos se refieren al propósito social de aprender a leer: «para poder entender de qué hablaban mis hermanos», «para ser como mi hermano». Los relatos expresan claramente actitudes afectivas del lector respecto de las actividades de lectura, que en su mayoría se manifiestan en términos positivos y superlativos: «hermosos momentos», «era tanto el gusto que me causaban…». Las expresiones epistémicas respecto de la lectura manifiestan la conciencia de «ser como» lector («yo hacía como si leyera, pero en realidad no sabía leer») o la explicitación de saberes respecto del código («yo sabía que tales signos ordenados querían decir…»). 288

Aprender a leer El comienzo de esta fase se identifica por expresiones tales como «aprendí a leer», «empezamos a leer»; esto es, cuando los sujetos se reconocen a sí mismos como «iniciados» en la lectura. El modo en que los estudiantes recuerdan haber aprendido a leer se describe en una secuencia típica que se inicia con el reconocimiento grafofónico de las letras, continúa con la formación de palabras y luego de oraciones: «Nos enseñaban a juntar las letras y su pronunciación para luego leer». Como es esperable, el contexto se ubica prioritariamente en la escuela, la mención de los otros significativos disminuye en esta fase, pero se destaca «la maestra», reconocida en su función de enseñante. Las unidades y conjuntos del sistema alfabético tales como letras, vocales y consonantes, son mencionadas en la mayoría de las autobiografías como objetos centrales de conocimiento. Algunas descripciones de esta fase identifican el aprendizaje del abecedario como condición para saber leer: «Así fuimos adquiriendo las primeras escrituras, pero luego, para saber leer necesitábamos conocer el abecedario». El aprendizaje del código alfabético se relaciona también con reiteradas menciones de las notaciones gráficas; el dibujo de un objeto se reconoce como facilitador de la identificación de la letra inicial de la palabra que aquél representa: «Al comenzar la primaria aprendí el abecedario donde cada letra la relacionaba con un dibujo por ejemplo A = árbol, B = barco, etc.». Otros relatos consideran al dibujo como complemento del texto escrito, como elemento facilitador e incentivador de la lectura. Si bien se continúa mencionando a las palabras como unidades de lectura, éstas se incorporan como parte integrante de las oraciones, y varios sujetos se asumen explícitamente en esta fase como lectores de textos. Palabras, oraciones y textos se encuentran en diferentes portadores, entre los que se mencionan, en orden decreciente, libros, carteles (didácticos y comerciales) y, en menor medida, revistas. El contenido de las lecturas es predominantemente escolar, aunque las «lecturas ambientales», tales como publicidades, listas de compras y mensajes domésticos, integran también estas experiencias iniciales. El lector aprendiz de esta segunda fase expone los procesos seguidos para aprender en términos de composición de unidades de lectura, de oralización y de significación. La composición es expresada como identificar, unir, formar, juntar, armar. Asimismo, adquiere importancia la pronunciación o el reconocimiento del sonido de las letras. A este proceso se refieren también los casos que advierten alguna dificultad en la lectura durante esta fase. Otros procesos que se explicitan remiten a la significación: imaginar, interpretar, entender, etc., dan cuenta de la búsqueda de significado. Se agregan a éstos practicar (la lectura oral), repetir y memorizar (las letras y sus nombres). Los propósitos se concentran en el aprendizaje de la lectura: leer para aprender a leer, leer para practicar la lectura y leer para mostrar que se aprendió a leer. Las actitudes afectivas valoran de manera positiva este aprendizaje, en repetidas ocasiones con expresiones de entusiasmo. La actitud epistémica se explicita en pocos casos, por una parte, en referencia a la 289

conciencia-no conciencia del aprendizaje o sus dificultades: «aprendí sin darme cuenta…»; «ya sabía medianamente leer»; por otra parte, algunos sujetos emplean verbos mentales que relativizan sus afirmaciones: «no sé si leía, creo que…»; «creo que ahí pude descifrar algunas palabras».

La lectura se hace pública y fluida Conquistada la lectura inicial y avanzando en la escolaridad primaria, se perfila un nuevo modo de relación con la lectura que se distingue de la fase previa en tres aspectos: la adquisición de la «lectura corriente», la extensión del universo textual y la lectura eferente (Solé, 1992). 1. La lectura corriente se presenta como la conquista de mayor velocidad y fluidez, que aparecen como logro central de esta fase (y también como fuente de dificultades), estrechamente relacionado con la lectura en voz alta, como demostración de la habilidad lectora en el espacio público del aula. 2. La extensión del universo textual reúne las referencias a la ampliación del vocabulario, a los textos más extensos y al conocimiento de nuevos tipos de textos. 3. La lectura eferente sintetiza los propósitos asignados a la lectura, reuniendo objetivos tales como leer para practicar la lectura, para dar cuenta de que se ha comprendido y leer para aprender. Disminuye sensiblemente en esta fase la mención de otros sujetos significativos, así como la función del enseñante; la figura del docente aparece en algunos relatos como evaluadora y, en otros, incentivando la lectura. Las referencias al texto están asociadas a tres modificaciones: mayor extensión, incremento de la complejidad y ampliación del conocimiento de géneros. Por una parte, se expresa un cambio cuantitativo de las unidades de lectura mientras que la mayor complejidad se refiere al vocabulario, al contenido y a la forma gráfica del texto: «con letras muy chiquitas y muy pocos dibujos». Con excepción de esta referencia indirecta, no encontramos ya en esta fase ninguna mención al sistema gráfico. En cuanto al sistema de escritura, se menciona la ortografía y/o la gramática como conocimientos adquiridos en esta etapa; sin embargo, muy pocos relatos explicitan la relación entre estos aprendizajes y la lectura. El libro es el portador por excelencia de un universo textual en el que se va ampliando el conocimiento de géneros: a la mención de los manuales escolares se agregan novelas, poesías e historietas. La relación de los lectores con los textos es predominantemente eferente, presentando matices: algunos están orientados a responder a las demandas de las tareas escolares; mientras que otros reconocen a la lectura como mediadora del conocimiento, éstos se distinguen de los anteriores pues expresan «un deseo de saber». Por último, en unos pocos relatos de esta fase los mismos sujetos muestran propósitos eferentes y estéticos remarcando sus diferencias. En contraste con la explicitación de propósitos, los procesos 290

involucrados en la lectura son escasamente mencionados: seleccionar, comprender, sintetizar, explorar se refieren a la lectura eferente, practicar a la lectura corriente, y en unos pocos casos los verbos descubrir, imaginar e inventar se asocian a la lectura de cuentos y novelas. La actitud afectiva en esta fase expresa cambios en la relación con la lectura. Estos cambios adquieren en igual medida connotaciones negativas («ya no me gustaba leer») y positivas («mi período de aburrimiento comenzó a desaparecer y lo hacía realmente porque me gustaba»). Las autobiografías que dan cuenta de actitudes afectivas sobre aspectos particulares de la lectura se refieren a textos específicos y al gusto o al rechazo de leer en público. Aunque escasamente expresada en esta fase, la actitud epistémica explicita en algunos relatos el «descubrimiento del significado»: «[…] comprendí que esta actividad no respondía sólo a la utilidad de comprender palabras, evitar errores ortográficos o cumplir con la tarea […] Fue así como cambió mi manera de pensar y comencé a otorgarle sentido a la lectura». Este sentido se expresa con mayor fuerza en la siguiente fase.

Lecturas adolescentes Los sujetos nombran la adolescencia y aluden a características que consideran propias de esta etapa de la vida; el período de la escuela secundaria es también otro indicador importante. Son tres los temas que caracterizan a esta fase: la relación entre leer para aprender y leer por placer, el cambio y la definición de preferencias y el reconocimiento de procesos. 1. La relación entre leer para aprender y leer por placer da cuenta de la exposición conjunta de lecturas «de estudio» y de lecturas cuyo sentido se encuentra en el placer de leer. 2. El cambio y la definición de preferencias se refleja en expresiones que dan cuenta de alguna modificación en la relación con la lectura y la posterior especificación de la misma. 3. El reconocimiento de procesos, sólo mencionados anteriormente con alta frecuencia en la segunda fase (reconocimiento y composición), emerge ahora relacionado con procesos internos. Las experiencias se ubican en el contexto escolar y, aunque las lecturas personales impregnan la fase, el ambiente en que éstas se sitúan está poco o nada explicitado. Los «otros significativos», aunque poco mencionados, se distribuyen en orden decreciente entre la figura de los docentes (específicamente de literatura) que se presentan mostrando nuevos autores y títulos y estimulando la relación con los textos; amigos y compañeros que comparten la lectura e intercambian libros, y por último, miembros de la familia que recomiendan o proveen material de lectura. Los textos cobran fuerte presencia en esta fase en relación con el cambio y 291

delimitación de preferencias y el conocimiento de nuevos géneros. El portador por excelencia es el libro; se nombran también en menor medida revistas, periódicos y fotocopias. El contenido de las lecturas se especifica en referencia a los libros leídos. Son reiteradas y extensas las menciones a títulos y autores, a lo que se agrega la expresa alusión a las preferencias por nuevos géneros literarios: se nombran cuentos, poesías, novelas y libros de autoayuda; también se incluyen textos de información (relato histórico, enciclopedia, psicología, periodísticos y revistas de actualidad). Las lecturas aparecen orientadas por propósitos diversos que reúnen posturas eferentes y estéticas. Un número importante de ellas pueden ubicarse en un continuo entre la lectura eferente y la lectura estética. Estos estudiantes manifiestan por una parte disfrutar de la lectura de textos «para aprender» y a la vez reconocen que las lecturas literarias contribuyen a ampliar sus conocimientos. En otro grupo, la presencia conjunta de lecturas estéticas y eferentes se manifiesta claramente diferenciada, sin mostrar relación alguna entre ambas posturas. La definición de los propósitos incluye leer por placer, conocer e informarse, cumplir con la demanda de tareas escolares y en unos pocos casos se incorpora la reflexión como objetivo de la lectura. Más allá de los propósitos, muchos sujetos expresan lo que ha provocado en ellos la lectura de determinados textos; muestran así su actitud afectiva, que se expresa en la mayoría de manera positiva hacia determinados géneros, temas o autores que fueron descubiertos durante esta etapa. Contrastando con este grupo, aunque en menor medida, otros estudiantes identifican materiales de lectura que no son de su preferencia o que les han dejado de entusiasmar durante esta etapa («las revistas ya no me gustaban»). Como habíamos adelantado, la mención de los procesos que pone en juego el lector se distingue como tema en esta fase; se expresan como procedimientos amplios en verbos mentales: contextualizar, seleccionar, analizar, comprender, interpretar, reorganizar, criticar, memorizar. Se agregan a éstos las acciones externas que dejan huellas de algunos de estos procesos: subrayar, hacer gráficos y esquemas, mapas conceptuales, escribir notas al margen y resúmenes. En algunos casos, estos procedimientos se presentan sujetos a la demanda («debíamos analizar para una mejor comprensión»), pero en otros se reconocen como aprendizajes propios de esta fase con clara conciencia del mismo. Asimismo, las dificultades reconocidas se refieren a procesos, particularmente a la comprensión y a la interpretación. La actitud epistémica se manifiesta en la presentación de hechos como evocaciones: «Recuerdo más precisamente que…». En otros relatos se interpreta una experiencia particular: «Creo que fue un libro muy significativo debido a que…». O se afirma un conocimiento respecto a la lectura: «Comprendí que para conocer…».

El lector en el «tiempo» de la universidad La quinta fase se ubica en el contexto de la universidad, en el «tiempo presente», y constituye a la vez el fin del relato. Es casi nula la referencia a otros sujetos. Aquí 292

claramente el protagonista es el propio lector, quien, más que relatar experiencias, se describe a sí mismo y revisa su recorrido con la lectura. Dos temas se destacan: la reflexión sobre sí mismo como lector y la explicitación de las condiciones para leer. 1. La reflexión sobre sí mismo como lector se refiere a descripciones de carácter generalizador acerca de sí mismos. Estos autorretratos lectores se acompañan de revisiones y valoraciones de la propia historia con la lectura. 2. La explicitación de las condiciones para leer, es decir, de aquellas que favorecen u obstaculizan la lectura, se produce en relación con el nuevo rol de estudiantes universitarios. La condición mencionada con mayor frecuencia es el tiempo, que se presenta como necesario para las lecturas académicas, y limitando las «lecturas personales». Los textos se presentan en menciones generales de «los materiales de estudio» o «textos de la universidad» para los que no se identifican portadores. El contenido de las lecturas se refiere predominantemente a estos materiales («textos de cada cátedra», «los apuntes que debo estudiar»), aunque, como en estas expresiones, no se especifican los temas. Algunos estudiantes califican el contenido del material de estudio como más extenso y complejo. En menor medida, los relatos aluden a lecturas personales, con escasas menciones de temas, títulos y autores, que mayoritariamente se nombran en la fase precedente. El lector, protagonista de este tiempo, reconoce los propósitos que orientan las lecturas presentando de diferentes maneras la relación entre posturas estéticas y eferentes. Aquí se incrementan los casos que integran ambas posturas en un continuo, pero un grupo importante, al situar a la lectura en la universidad, sólo hace mención a la lectura eferente, algunos de estos sujetos expresan que en esta etapa han debido abandonar la lectura «por placer». Las dificultades, mencionadas en pocos relatos, se refieren nuevamente a la comprensión del vocabulario. También son escasas las menciones de procesos; muy pocos sujetos dan cuenta de ellos, aludiendo a selección, resúmenes y esquemas. En contraste, al describir su situación como lectores en la universidad, la mayoría de los estudiantes señalan las condiciones que favorecen u obstaculizan sus contactos con la lectura. La condición a la que parece asignarse mayor importancia es la disponibilidad de tiempo, que se presenta o bien como limitante («Hoy en día no me dedico a leer más de lo que me exija el estudio, por falta de tiempo») o bien, en otros casos, mostrando la conciencia de la necesidad de asignar tiempo al estudio («Pero desde que ingresé a la universidad [la lectura] ha recobrado valor para mí. Durante el cuatrimestre tuve que dedicarle gran parte del tiempo…»). Otras condiciones, mencionadas en menor medida, son el interés, la soledad y el silencio del ambiente, el esfuerzo y el conocimiento previo como facilitador de la comprensión. Las actitudes afectiva y epistémica se reúnen en las descripciones que los estudiantes hacen de sí mismos. En cuanto a la primera, distinguimos valoraciones en las que los sujetos se consideran buenos lectores y otras, registradas en menor medida, expresan una 293

relación negativa, aunque cabe distinguir entre ellos quienes reconocen alternativas de cambio y quienes la plantean como una cuestión ya cerrada. La explicitación de la conciencia de ser lector refleja la actitud epistémica de los estudiantes, en algunos casos con una clara descripción del dinamismo de la relación entre lector y textos. Este dinamismo se expresa en el reconocimiento de la variedad de textos, condiciones y modos de leer y, como consecuencia de ello, en que se sigue aprendiendo a leer. En síntesis, las autobiografías dan cuenta de experiencias, teñidas de interpretaciones y valoraciones; la secuencia de las evocaciones de los lectores se expresa en contenidos episódicos y semánticos difíciles de categorizar o de intentar modelizar. En el próximo apartado sintetizamos algunos rasgos presentes en los relatos, cuya interpretación, a la luz de las teorías de la lectura y del aprendizaje, puede darnos indicios de las concepciones que subyacen en estas «vidas escritas».

Las teorías invisibles de la lectura Las autobiografías redescriben las experiencias evocadas desde la posición y conocimiento actual de sus protagonistas. Esto supone un proceso de selección y a la vez de exclusión, que nos permite identificar aspectos a los que los sujetos otorgan relevancia en diferentes momentos de su aprendizaje de la lectura. Desde la perspectiva de esta evocación, puede identificarse en los autorrelatos el desplazamiento del foco por diversos aspectos del aprendizaje; a medida que se evoca el dominio por parte del aprendiz de ciertos aspectos en una fase, éstos van desapareciendo paulatinamente en las siguientes. Durante los primeros contactos con la palabra escrita, se reconocen con énfasis el valor del contexto y la presencia de otros sujetos como mediadores del aprendizaje; éstos se relativizan en la segunda fase, que muestra una detallada descripción de la secuencia seguida para aprender a leer, basada en el código alfabético y apoyada por las notaciones gráficas. La preocupación por la fluidez lectora y por la lectura eferente resta importancia en la tercera etapa a los aspectos relacionados con el código, para centrarse en aspectos públicos de la lectura, cuyo «producto» se expresa en la oralización y en prácticas que permiten «demostrar» la comprensión. El lector de la adolescencia se concentra en una relación de carácter más íntimo entre lector y texto, mostrando con mayor frecuencia sus preferencias, los procesos internos orientados a la elaboración de significado y reconociéndose en la distinción de posturas eferentes y estéticas frente a la lectura. Desde la evocación de los lectores, se advierte que las referencias al contexto, a la función del enseñante y a las acciones orientadas al aprendizaje explícito de la lectura, van disminuyendo significativamente a lo largo de las fases; podría hipotetizarse aquí la expresión de una mayor agencia del lector. Pero quizá esto pueda asociarse también a la reconstrucción de un currículo doblemente tácito (Scheuer y otros, 2004), que reflejaría 294

ciertas creencias de algunos estudiantes en el sentido de que el aprendizaje de la lectura culmina con la decodificación, lo que restringiría sus metas personales para seguir aprendiendo a leer. Asimismo, esta restricción podría relacionarse con las prácticas escolares, si atendemos a los estudios que muestran que en los niveles medio y superior de la educación formal los saberes más complejos que están en juego en la lectura (y su enseñanza) asumen en gran medida un carácter tácito (Carlino, 2003; Mateos y otros, 2004). Por otra parte, a medida que se avanza en los relatos, se expresan en mayor medida los procesos internos que intervienen en el acto de leer. Así, los procesos iniciales identificados como sensoriales (ver, oír) que adquieren relevancia en las evocaciones de la primera fase, se desplazan hacia procesos aditivos (unir, juntar, formar) referidos a diferentes unidades del sistema alfabético durante el aprendizaje inicial de la lectura, para desplegar más adelante acciones internas de pensamiento (analizar, interpretar) y las actitudes afectivas y epistémicas que expresan a un «yo lector». En la secuencia de las autobiografías, es posible reconocer también que el papel protagónico de los componentes del acto de leer que se rememoran con mayor fuerza en cada fase se van desplazando desde el contexto (como escenario «más visible») hacia el código y el texto (en la apropiación de un sistema de representación, sus materiales y sus prácticas), para concluir en la quinta fase con la expresión de la interioridad del lector. Resulta interesante advertir que Fitzgerald y Shanahan (2000), citando un estudio ya clásico de Perry (1970), caracterizan esta última etapa como de tránsito hacia una concepción de conocimiento más subjetiva y cualitativa. Es esta subjetividad la que entendemos se muestra con mayor plenitud al finalizar los relatos. Aunque la metodología que hemos utilizado en nuestro estudio no nos permite arriesgar hipótesis en este sentido, cabría preguntarse aquí si no es posible reconocer una doble dimensión de implicitación-explicitación (Scheuer, Pozo y de la Cruz, 2002), que quizá se acentúe en el dominio de la lectura, dado que por una parte requiere la interiorización de un complejo sistema externo de representación cultural (el sistema de escritura) y, por otra, supone la conciencia creciente de procesos que no dejan «huellas visibles» de su acción y requieren ser verbalizados. Por último, nos preguntamos cuáles son las teorías que se insinúan en las autobiografías. Al respecto, la revisión retrospectiva de los estudiantes parece mostrar diversas representaciones acerca de la lectura y su aprendizaje, cuyos indicadores adquieren distinta relevancia en diferentes momentos de la relación con la lectura. Así, la mayoría de los relatos muestran que se aprende a leer (o que se les enseñó a leer) identificando letras (aprendiendo el abecedario), reuniéndolas en sílabas y formando palabras. En gran medida, las descripciones del aprendizaje inicial pueden asociarse a una teoría de la lectura como conjunto de habilidades, en la que el sentido de lo leído «llega de afuera»: se parte de la decodificación, y en ella, desde lo que parece más simple, la letra, hasta llegar a la oración. Posteriormente, la lectura debe ser bien leída (pronunciada y entonada). En etapas posteriores, el foco puesto en leer para aprender, centrado en nuevas representaciones de los textos, en los procedimientos para comprender, 295

reorganizar y recordar los significados, sugiere, en gran parte de las autobiografías, aspectos relacionados con un enfoque interactivo de la lectura y una concepción interpretativa de su aprendizaje. Finalizando los relatos, las teorías «sobre uno mismo» (y la lectura) manifiestan el protagonismo del sujeto lector. En algunos casos este protagonista se presenta no sólo como un lector activo sino también con una visión perspectivista; estos estudiantes, a la vez que reconocen la «variación en la interpretación», asumen que siguen aprendiendo a leer, puesto que las propiedades de los textos, de las demandas de las tareas y las metas asumidas en el estudio universitario hacen de la lectura un aprendizaje de carácter más constructivo, abierto y continuo… Pienso que tanto en la secundaria, como ahora que estoy en la universidad sigo aprendiendo lo que es leer y voy obteniendo distintas relaciones con la lectura, ya que a pesar de que sé leer, en distintas situaciones es necesario seguir aprendiendo… Parecería entonces que gran parte de los sujetos al evocar recuperan o activan ciertas explicaciones, propias de las etapas que se están rememorando, en particular al referirse al aprendizaje inicial de la lectura, aunque estas explicaciones asumen versiones más complejas al concentrarse en otros aspectos de su relación con la lectura, con lo cual la relación entre lector, texto y contexto se reconstruye desde la posición actual de los estudiantes. Sin embargo, las versiones más complejas, perspectivistas y abiertas, aun entre los estudiantes universitarios, encuentran pocos representantes en los relatos; de allí que la «alfabetización académica» se constituya en necesidad, para hacer visible la lectura, en el más genuino sentido de su potencial para recrear y crear otros mundos posibles.

1. En el siglo XII, Hugo de San Víctor lamentaba que los estudiantes «ya sea por ignorancia o desinterés no consiguen un método adecuado de estudio» (Ilich, 1993-2002, p. 49). 2. Brunetti, Stancato y Subtil, 2002; Carlino, 2003; Mateos y Peñalba, 2003; Rinaudo, 1999; Teberosky, Guardia y Escoriza, 1996; Teobaldo, 1996. 3. Las exigencias epistemológicas del perspectivismo en una concepción constructivista del conocimiento y del aprendizaje son planteadas también por Bruner (1990, pp. 38-47), que las distingue del «todo vale» asumido por el relativismo y adopta un «modelo transaccional de la mente» (p. 47).

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14 La representación de los procesos de aprendizaje en alumnos universitarios1 María del Puy Pérez Echeverría, Ana Pecharromán, Alfredo Bautista, Juan Ignacio Pozo

Introducción La revisión sobre las distintas formas de entender las concepciones del aprendizaje, que realizábamos en el capítulo 2 permitía inferir que éstas se sitúan en un continuo que va desde posiciones muy simples, en las que el conocimiento y su adquisición son un proceso todo-nada, hasta posiciones más complejas y constructivas (por ejemplo, Baxter Magolda, 1987, 1992; Belenky y otros, 1986; King y Kitchener, 1981; Marton, Dall’Alba y Beaty, 1993; Perry, 1970, 1971; Saljö, 1979). Estas últimas posturas, consideradas más útiles y acordes con nuestra sociedad de la información (capítulo 1), suelen aparecer –cuando aparecen– en estudiantes universitarios inmersos en complicados procesos de enseñanza-aprendizaje, como los que tienen lugar durante la realización de una tesis doctoral (Marton, Dall’Alba y Beaty, 1993). De acuerdo con ellas, el aprendizaje sería concebido como un sistema en el que los resultados dependerían de una interrelación compleja entre las características de las tareas, los conocimientos y objetivos del aprendiz, y los procesos puestos en marcha a partir de los elementos anteriores. Expresado con otras palabras, estaríamos ante una perspectiva estratégica del aprendizaje, que, además se correspondería con la descripción de las teorías constructivas que fueron descritas en el capítulo 3. No obstante, las distintas investigaciones encuentran muy pocos ejemplos de adultos que presenten inequívocamente un perfil similar al que acabamos de esbozar, de tal manera que, a veces, estas descripciones pueden parecer más un deseo del investigador o del educador que una realidad. En el capítulo 3 veíamos que uno de los principios ontológicos subyacente a las teorías implícitas estaría constituido por las distintas formas en las que se interpretan los resultados del aprendizaje dentro de la dimensión «estados-procesos-sistemas». Esta 297

dimensión se ocuparía del tipo de entidades desde las que se interpreta el objeto de aprendizaje: como una sucesión de estados, como un conjunto de procesos o como un sistema. En las teorías directas, tal y como eran presentadas en el capítulo 3, el aprendizaje se entendería fundamentalmente como un resultado, un suceso que se manifiesta en sus productos finales, en los cambios generados en la conducta y el conocimiento. En las teorías interpretativas, el aprendizaje se concebiría como un proceso o conjunto de procesos mediadores entre condiciones y resultados, que hacen posible que éstos se produzcan. Los procesos en este tipo de teorías tendrían la entidad de causas eficientes. Finalmente, las teorías constructivas entenderían el aprendizaje como un sistema compuesto tanto por resultados y procesos como por las condiciones contextuales de la tarea y del aprendiz. Todos estos factores interactuarían y se condicionarían mutuamente entre sí (Pozo, 1996). En este capítulo vamos a presentar un grupo de trabajos que tiene como objetivo fundamental explorar esta dimensión de las teorías implícitas del aprendizaje en estudiantes universitarios por medio de tareas de categorización o clasificación. El uso de estas tareas está inspirado en la metodología empleada en varios trabajos clásicos sobre diferencias entre novatos y expertos2 en los que se solicitaba a los participantes que organizaran en grupos distintas tareas o problemas atendiendo a la semejanza entre estas tareas o problemas. La idea básica que subyace a este requerimiento es que tanto la forma de agrupar (número y tamaño de los grupos; estabilidad de las clasificaciones, etc.) como los criterios explícitos (título de los grupos, criterios expresados verbalmente, etc.) o implícitos (elementos que se ponen juntos, etc.) constituyen una expresión de las representaciones de estos contenidos en la mente. Habitualmente se pide a los participantes que realicen varias veces sus clasificaciones, con el objetivo de captar tanto la estabilidad de la organización personal de la estructura de los conocimientos de cada uno de los participantes, como de analizar relaciones de subordinación entre los elementos que no podrían observarse de otra manera. Tomados de forma global, los resultados pusieron de manifiesto, entre otros factores, que los expertos estructuran su conocimiento a partir de leyes o principios generales que interactúan con las características más contextuales de los problemas y, por tanto, pueden dar sentidos diferentes a sus organizaciones en función de la demanda de la tarea u otros factores. Por su parte, la organización de los novatos se realiza fundamentalmente a partir de los propios escenarios o situaciones a las que se enfrentan, como, por ejemplo, el enunciado del problema. Por tanto, podríamos resumir estas diferencias con la idea de que los expertos basan sus clasificaciones en criterios sistémicos y conceptuales mientras que los novatos se centran sobre todo en características más relacionadas con la forma de expresar la tarea. El aprendiz ideal, experto y estratégico que demanda la universidad y la sociedad del siglo XXI (capítulo 1) debería ser capaz de representarse el aprendizaje de manera experta y, por tanto, de analizarlo como un sistema en el que los resultados se construyen en función de las condiciones y los procesos, dependiendo tanto de las metas que se persiguen en cada momento como de las características de las tareas, de sus 298

conocimientos y otros factores (el lector interesado puede acudir a Monereo y Pozo, 2003). La universidad, por su parte, debería proporcionar a los estudiantes las experiencias y oportunidades de reflexión necesarias para que pudieran desarrollar las habilidades y competencias que les permitieran convertirse en aprendices estratégicos. Una de las condiciones de un aprendiz estratégico sería, por tanto, la capacidad de evaluar las tareas y objetos de aprendizaje para adecuar las estrategias a sus propias metas, sus conocimientos y los recursos disponibles. En los estudios que presentaremos a continuación, nuestro objetivo más importante ha sido analizar cómo los estudiantes universitarios evalúan los objetos de aprendizaje utilizando tareas de categorización similares a las comentadas más arriba. Además, pretendíamos estudiar otros aspectos relacionados con el tipo de formación de estos estudiantes y el contenido de las tareas. De manera más concreta, nos planteábamos la influencia que estudiar procesos psicológicos, especialmente los relacionados con la adquisición de conocimientos, podría tener en esta categorización. Por último, también queríamos analizar si la manera de clasificar variaba en función del contenido de los aprendizajes. Vamos a presentar resultados pertenecientes a dos estudios, uno de ellos parcialmente publicado en Pérez Echeverría, Pozo y Rodríguez (2003). Los resultados del segundo estudio y una parte de los del primero constituirán el material de este capítulo. No obstante, dado que la metodología y los resultados han sido similares en ambos, realizaremos una presentación de forma integrada, haciendo referencia a las diferencias sólo en los casos en que fueran importantes o el texto así lo requiera.

¿Cómo podemos estudiar la categorización de los objetos de aprendizaje? Para responder a esta pregunta diseñamos una tarea en la que se presentaba a estudiantes universitarios una lista de veinte resultados del aprendizaje, que debían organizar a partir de la consigna: «Haz grupos con aquellos resultados que se aprenden de la misma manera». Los estudiantes debían poner un título a cada conjunto, argumentar las diferencias entre ellos y explicar los criterios que habían seguido para organizar estos conjuntos. En uno de los estudios, la tarea se realizó mediante entrevistas individuales (Pérez Echeverría, Rodríguez y Pozo, 2003), mientras que en el otro nos valimos de tareas isomórficas de lápiz y papel. Los estudiantes podían hacer el número de clasificaciones que considerasen necesarias y, especialmente en el caso de la entrevista, se les instaba a que hicieran más de una clasificación. En ambos estudios utilizamos dos listas paralelas. En una de ellas los contenidos eran propios de la educación secundaria en España (véase el cuadro 1 más adelante), mientras que la otra presentaba contenidos característicos del currículo de psicología que se enseñaba en la universidad a la que pertenecían los estudiantes. La presencia de estos dos tipos de contenido tiene también una doble justificación, 299

una más relacionada con nuestra actividad como profesores y otra más acorde con los objetivos propios de la investigación. Así, nos interesaba saber cómo concebían nuestros alumnos los objetos de estudio de la psicología, con lo cual necesitábamos poner tareas con contenido psicológico. Por otro lado, como veremos más adelante en la muestra, había un grupo de estudiantes de distintas disciplinas diferentes de la psicología. Acudimos a los contenidos característicos de la educación secundaria porque de esta manera podíamos garantizar que el tipo de contenido era conocido por todos ellos. Asimismo, estos dos contenidos en tareas isomórficas nos permitían indagar en el grupo de psicólogos la posibilidad de que se concibiera de distinta manera los aprendizajes en los que se está centrando la actividad actual de aprendizaje de los sujetos (psicología), de aquellos que se aprendieron en otros momentos (por ejemplo, educación secundaria). No obstante, no hemos encontrado ninguna diferencia entre las dos versiones de la tarea en ninguno de los dos estudios y, por tanto, a partir de este momento realizaremos la exposición como si sólo hubiera habido un contenido de la tarea, mencionando las diferencias sólo en algunos momentos que consideremos especialmente pertinentes. Para la confección de la lista de resultados de aprendizaje tuvimos en cuenta varios criterios: En primer lugar, la resolución de la tarea exigía que los participantes fueran capaces de identificar algunas características de los conocimientos que se presentaban en la lista, por lo que incluimos sólo contenidos sobre los que habían sido instruidos previamente. En segundo lugar, estos contenidos debían ser susceptibles de organizarse de distintas maneras y estas organizaciones diferentes nos debían permitir extraer inferencias sobre las representaciones de los alumnos. Con este objetivo, seleccionamos los contenidos atendiendo a dos tipos de categoría. Por un lado, todos ellos podían organizarse en función de cinco asignaturas o materias diferentes (columnas del cuadro 1 de la página siguiente). Por otro lado, se presentaban cuatro tipos de resultados de aprendizaje dentro de cada una de las materias, dos de ellos de naturaleza más declarativa (hechos y conceptos) y los otros dos de naturaleza procedimental (técnicas y estrategias [filas del cuadro 1]). Por tanto, presentábamos cinco datos, cinco conceptos, cinco procedimientos técnicos y cinco estratégicos, y cada uno de ellos perteneciente a una materia disciplinar diferente. Las materias o asignaturas son seguramente la forma más fácil de categorizar los resultados del aprendizaje. En un estudio piloto previo encontramos que, cuando no se daba ningún tipo de consigna para realizar los agrupamientos, todos los participantes los organizaban en función de las asignaturas o materias disciplinares en las que esos contenidos se enseñan habitualmente. A nuestro juicio, este criterio se basa en características superficiales y familiares de los objetos de aprendizaje, sobre todo si lo comparamos con el tipo de resultado que expresa cada uno de los contenidos (hechos, conceptos, técnicas y estrategias). La categorización por medio de materias se basa en condiciones del aprendizaje relacionadas más con dónde o en qué contexto se han 300

aprendido los contenidos (en el aula de…) que con cuestiones sobre cómo se aprenden. Por otro lado, los tipos de resultado del aprendizaje difieren entre sí tanto por el contenido que se aprende como por el proceso puesto en marcha para su adquisición.Para aprender un hecho o dato basta con repetirlo un número suficiente de veces, mientras que la adquisición de un concepto requiere procesos y condiciones previas mucho más complejas. Un mismo contenido puede ser un hecho o un concepto en función de la actividad mental puesta en marcha para aprenderlos. En resumen, el cuadro 1 muestra que los datos proporcionados a los participantes permitían que pudieran realizar distintas categorizaciones atendiendo a dos posibles criterios: 1. Las disciplinas en torno a las cuales se organizan los contenidos en el aula (materias). 2. Los procesos empleados para adquirir estos conocimientos (procesos). Como veremos más adelante, al mostrar los resultados obtenidos, los participantes podían emplear otros criterios (dificultad de la tarea, etc.). Una tercera posibilidad, considerada antes de analizar los resultados, es que los estudiantes pudieran realizar clasificaciones más sistémicas que atendiesen a la relación entre procesos, resultados y condiciones. Esta concepción del aprendizaje como un sistema sólo puede ser observada en esta tarea si los participantes realizan más de una clasificación y crean relaciones de subordinación o supraordinación entre ellas, o si estas distintas clasificaciones relacionan directamente procesos y objetos de aprendizaje. Así, por ejemplo, «comprender la diferencia entre la Edad Media y la Edad Moderna» puede ser clasificada como un hecho o como un concepto en función de los procesos de significación puestos en marcha, o la «elaboración de planos…» puede ser un procedimiento estratégico o técnico dependiendo de los conocimientos previos de la persona que realiza la labor de cartografía. Cuadro 1. Contenidos de secundaria empleados en la investigación organizados en función de asignaturas y tipos de resultado

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Nuestros resultados muestran que, efectivamente, la mayor parte de los estudiantes de nuestras muestras se sirvieron de las distintas materias (asignaturas) o de diferentes procesos ligados al tipo de contenido para realizar sus categorizaciones (véase el cuadro 2 302

en el próximo apartado). La actuación de los alumnos no nos permitió inferir la presencia de criterios más sistémicos, sin duda difíciles de observar con esta tarea. No obstante, como veremos en el siguiente apartado, había diferencias entre estos universitarios relacionadas con su instrucción.

¿Cómo influye la instrucción en psicología en la categorización de los objetos de aprendizaje? Los participantes de esta investigación fueron estudiantes universitarios con diferente grado de instrucción en psicología. Los estudiantes con menor conocimiento psicológico estaban cursando materias introductorias de psicología, pero su formación estaba dirigida a obtener su licenciatura en otras especialidades (biología, derecho, ingeniería, historia, etc.). A partir de este momento le denominaremos grupo de bajo conocimiento. El segundo de los grupos (grupo de conocimiento intermedio) estaba formado por alumnos de la licenciatura de psicología, que habían recibido instrucción explícita sobre procesos psicológicos, pero aún no habían cursado materias relacionadas con la adquisición de conocimientos o con la psicología de la educación. Este grupo sólo participó en el estudio realizado mediante entrevistas. Finalmente, el tercero de los grupos (grupo de alto conocimiento) estaba integrado por alumnos de los últimos cursos de la licenciatura de psicología que habían cursado asignaturas clave que podían promover la reflexión sobre la naturaleza de los procesos de aprendizaje. Todos los participantes llevaban más de dos semestres realizando estudios universitarios y, por tanto, podemos suponerles cierta complejidad en su experiencia como aprendices. En este sentido, nosotros no hemos trabajado con los extremos del continuo expertos-novatos, sino con alumnos con una experiencia semejante como aprendices, aunque con distinto grado de formación en algunos aspectos específicos. Esta experiencia similar ha podido contribuir a que no hubiese ninguna diferencia significativa entre los grupos3 en lo relativo al número de clasificaciones que hacían los estudiantes, ni tampoco en lo referente al número de grupos dentro de cada clasificación ni en el número de elementos dentro de cada grupo. Como mencionábamos antes, el número de conjuntos construidos por los estudiantes y el número de elementos dentro de cada uno de estos conjuntos son dos medidas relacionadas entre sí que muestran, de forma indirecta e implícita, la estabilidad y la organización de las categorías. Así, por ejemplo, si una persona en una misma clasificación hace sólo dos conjuntos, uno de ellos con 18 elementos y el otro con 2, se podría inferir que tiene dificultades para encontrar un criterio que guíe la categorización. Otros trabajos que han utilizado este tipo tareas muestran que los novatos suelen utilizar criterios más inestables que los expertos (véanse, por ejemplo, Chi, Feltovich y Glaser, 1981; Weiser y Shertz, 1983). En nuestro trabajo, sin embargo, la mayor parte de los alumnos hacían conjuntos de tamaño similar, independientemente de la tarea o de la especialidad de los estudiantes. Podríamos 303

concluir, por tanto, que la estructura interna de las representaciones inferida a partir de las clasificaciones era semejante en todos los estudiantes, independientemente del carácter de sus estudios, del curso que estuvieran realizando o del contenido de la tarea que estaban resolviendo. Tampoco encontramos diferencias significativas en el número de clasificaciones realizadas dentro de cada uno de los estudios. Sin embargo, en este aspecto sí había diferencias entre los dos estudios. Ninguno de los estudiantes que realizó la tarea con lápiz y papel hizo más de una categorización, mientras que más del 80% de los entrevistados realizaron como mínimo dos clasificaciones. Parece, por tanto, que estas diferencias tienen que ver más con el método utilizado que con el tipo de representación de los estudiantes. Por este motivo y por otros a los que nos referiremos más adelante, el tipo de tarea propuesta parece adaptarse mejor al formato de entrevista que al formato de tarea de lápiz y papel. No obstante, todos los alumnos que hicieron más de una categorización utilizaban criterios del mismo nivel, sin que ninguna clasificación pudiera subsumirse dentro de otra. Habitualmente, los expertos son capaces de realizar distintas agrupaciones, cada una de ellas coherente internamente, organizadas jerárquicamente entre sí (Chi, Feltovich y Glaser, 1981; López Manjón, 1991, 1993). Esta ausencia de jerarquías en todos los grupos podría indicar que, en este aspecto, los estudiantes actuaban en las tareas de forma más parecida a los novatos que a los expertos, a pesar de su experiencia como aprendices y de las diferencias en instrucción entre ellos. Sin embargo, no haber obtenido diferencias en estas medidas no indica necesariamente que los grupos actuaran de la misma manera. Los resultados obtenidos en ambos trabajos indican que el grado de instrucción en psicología afecta a los criterios explícitos e implícitos de los que se sirven los estudiantes para categorizar los distintos resultados de aprendizaje4/5. Como puede verse en el cuadro 2, la mayor parte de los alumnos organizaban su clasificación atendiendo bien a las materias disciplinares de las que habían sido extraídos los contenidos, bien al tipo de procesos de adquisición de conocimientos que consideraban necesario para apropiarse de estos resultados. En el apartado «otros» de la tabla, hemos incluido a aquellos alumnos que o bien no han seguido el mismo criterio sistemáticamente (debían realizar el 75% de los conjuntos valiéndose del mismo tipo de categorización para que los asignásemos a cada grupo), o bien han utilizado otro tipo de categorías diferentes, que no permitían que se agruparan en un conjunto. Este apartado ha resultado significativamente más numeroso en el segundo estudio que en el primero, y dentro del grupo de menor conocimiento respecto al que presenta mayor conocimiento. Cuadro 2. Porcentaje de estudiantes que utilizaba cada uno de los criterios en los dos estudios. El primer porcentaje (E1) corresponde al primer estudio y el segundo porcentaje (E2) al segundo

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Hemos podido observar dos tipos de clasificación dentro de estas diferentes categorías. Por un lado, hemos encontrado una serie de categorizaciones que hemos denominado personales y que hacen referencia a las dificultades o a las preferencias de esas personas por aprender determinadas cosas (20% y 37% de los estudiantes de bajo nivel incluidos en el apartado «Otros» en el primer y segundo estudio respectivamente). Una clasificación basada en la dificultad de adquisición puede entenderse en ciertas circunstancias como un tipo de categorización basada en el metaconocimiento sobre las propias capacidades y conocimiento, por un lado, y en la exigencia de la tarea, por otro. Por ejemplo, una clasificación que incluyera como más difíciles los procedimientos estratégicos respecto a los técnicos o los conceptuales respecto a los datos implicaría un conocimiento de las exigencias de la tarea en el aprendizaje. Veremos más adelante que otros estudiantes utilizaban este criterio ligado al tipo de resultados y los diferentes procesos que cada uno de ellos requiere (clasificación mediante procesos). En estos últimos casos, se incluían reflexiones sobre las exigencias de los diferentes contenidos, pero no ocurría de esta manera en los estudiantes incluidos en el grupo «otros», cuya forma de agrupar no permita inferir un criterio claro de atribución de dificultad. Sus conjuntos no respondían a ninguno de los criterios empleados por nosotros para diseñar la tarea, ni pudimos encontrar ningún factor que determinase las razones por las que un determinado conjunto de conocimientos se concebía más difícil de entender que otros. Un segundo grupo de estudiantes fue incluido por nosotros dentro de la categoría «inclasificable», debido a que cada uno de los conjuntos que formaron respondía a un criterio diferente. Por ejemplo, podríamos encontrar a un alumno que hiciera claramente un conjunto basado en el conocimiento disciplinar (lo más habitual era agrupar los conocimientos de inglés), un segundo conjunto al que denominaba verlo y aprenderlo y en el que se mezclaban elementos tanto declarativos como procedimentales, un tercer conjunto que se denominaba aprendizajes básicos y un cuarto denominado aprendizajes elementales útiles. A ello se añadía un conjunto formado por un elemento en el que se incluía la expresión «memoria visual». Un 63% de los estudiantes de menor conocimiento entre los clasificados como «otros» en el segundo estudio realizaban agrupaciones similares a las que hemos descrito. En el primer estudio este porcentaje se reduce de manera considerable en cualquiera de los grupos. A nuestro juicio, este resultado puede ser consecuencia de los diferentes métodos de obtención de la 305

información. En el primer estudio, las entrevistas obligaban por su propio formato a que los estudiantes explicaran detalladamente el criterio y las diferencias entre los conjuntos. Es posible que esta manera de hacer explícitos los criterios hiciera también más conscientes las inconsistencias de los conjuntos realizados y los alumnos modificaran las explicaciones. No obstante, a pesar de este problema metodológico, cabe destacar que el número de criterios que no pudimos identificar fue significativamente mayor en los grupos con menos conocimiento que en los grupos con más conocimiento en los dos estudios. En el segundo estudio, a pesar de ser realizado mediante un cuestionario escrito, no había ningún alumno que incluyéramos dentro de este grupo. Todos los que estaban dentro de la categoría «otros» estaban incluidos en el criterio «personal». Por otro lado, entre los clasificados como «Otros» dentro del primer estudio encontramos también un número pequeño de alumnos que realizaban clasificaciones mixtas (mitad basadas en procesos, mitad basadas en materias) y otros que utilizaban criterios cercanos a las condiciones de enseñanza para realizar sus clasificaciones: «basta con leer para aprender estos conocimientos», «es necesario que alguien te enseñe, sino no lo aprendes». No encontramos ningún ejemplo que respondiese a estas categorías en el segundo estudio. En cuanto a los demás resultados presentados en el cuadro 2, puede observarse que en ambos estudios aparecen diferencias claras y significativas entre los grupos en los criterios utilizados para clasificar los contenidos. Entre el 66% y el 88 % de los estudiantes con mayor conocimiento psicológico organizaron sus conocimientos en torno a los procesos necesarios para aprender estos resultados, mientras que sólo utilizaban este criterio entre el 23% y el 34% de los otros grupos. Por su parte, estos estudiantes con menor conocimiento o bien basaban sus clasificaciones en las materias disciplinares, o como hemos visto más arriba utilizaban criterios muy inestables o muy difíciles de inferir por nosotros. Estos estudiantes con mayor formación, tanto en las tareas con contenidos psicológicos como en las de contenidos propios de la educación secundaria, establecían distinciones entre los diferentes tipos de procesos implicados en el aprendizaje de hechos («se aprenden “memorizando”», «repitiéndolos»), conceptos («razonando», «relacionando la información», «reflexionando»), técnicas («practicando de forma repetitiva») y estrategias («aplicando los conocimientos adquiridos»). No obstante, aunque los títulos dados a los diferentes conjuntos eran similares a los que acabamos de reseñar, un análisis de cluster 6 sobre los elementos que se incluían dentro de cada conjunto nos muestra que a veces las diferencias no son tan claras como puede parecer con el ejemplo. En general, los estudiantes hacían un conjunto muy diferenciado de los demás con los resultados que consideraban se aprenden mediante repetición de información verbal («Hechos»), pero no parecen diferenciar de la misma manera los procesos más complejos implicados en el aprendizaje de conceptos, especialmente el conocimiento condicional, propio de un uso estratégico de la información. Este último tipo de contenidos, los procedimientos estratégicos, resultó especialmente difícil de clasificar y diferenciar de otros resultados. Así, muchas veces se agrupaban junto con los 306

resultados más técnicos y otras con los contenidos conceptuales, e incluso con los hechos o datos. Aunque algunos alumnos añadieron un criterio de dificultad, diferente al que hemos explicado más arriba y basado en la complejidad de los procesos necesarios y su conocimiento o capacidad para enfrentarse a esta complejidad, no encontramos ningún alumno que manifestara claramente una concepción sistémica del aprendizaje según la cual los resultados pueden variar en función de los procesos puestos en marcha y éstos dependan, a su vez, del tipo de conocimientos previos, del objetivo final del aprendizaje, etc. El análisis de la forma en que se agrupan los distintos elementos realizado mediante un análisis de cluster o conglomerados viene a confirmar los resultados que acabamos de exponer. Los estudiantes que hacen su clasificación siguiendo el criterio disciplinar organizan los resultados del aprendizaje en cinco conjuntos que coinciden básicamente con la organización de columnas presentada en el cuadro 1. Sin embargo, en el caso de los estudiantes cuya categorización se asemeja más al criterio «Procesos», el tipo de agrupamiento está mucho menos claro. El análisis de conglomerados muestra la presencia clara de un conjunto organizado en torno a los contenidos que nosotros incluíamos dentro de la categoría «Hechos», y que vendría a corresponderse con procesos de retención basados en la repetición. Pero no ocurre lo mismo con el resto de los elementos, ya que se agrupan de muy diferentes maneras, sin que puedan establecerse conglomerados claramente diferenciados. Estos resultados constituyen otra posible explicación para la ausencia de diferencias entre grupos en los factores más cuantitativos que comentábamos al comienzo de este apartado. La propia tarea hace que una categorización basada en criterios menos sofisticados, aparentemente más estáticos y, por tanto, más característica de los novatos en un área del conocimiento determinada (Chi, Feltovich y Glaser, 1981), sea al mismo tiempo una categorización más estable y organizada. Es posible que en este caso estemos ante una curva con forma de U invertida, característica de otras muchas tareas psicológicas. Tanto los expertos como los novatos podrían hacer un número similar de conjuntos de tamaño también similar que proporcionaran una idea de estabilidad de sus criterios. No obstante, estos criterios estarían basados en principios diferentes. Por su parte, las personas con un grado de pericia intermedio, mantendrían criterios que muestran el cambio que se está produciendo en sus representaciones y, por tanto, más inestables. No obstante, con los datos que tenemos no podemos comprobar esta hipótesis.

¿Cómo reconocen los alumnos las categorizaciones realizadas por otros? Al terminar la tarea cuyos resultados acabamos de exponer, se presentaba a los estudiantes una nueva tarea; en ella debían reconocer dos categorizaciones realizadas por unos supuestos alumnos que les habían precedido en la investigación: una de las 307

clasificaciones mostraba cinco conjuntos organizados en torno a las materias disciplinares (columnas en el cuadro 1), mientras que la segunda contenía sólo cuatro conjuntos realizados según el tipo de resultado del aprendizaje (filas en el cuadro 1). Con esta tarea pretendíamos analizar posibles diferencias entre reconocimiento y producción en las tareas de clasificación. Los resultados muestran que prácticamente todos los estudiantes reconocían sin ningún problema la clasificación realizada en función del contenido disciplinar, sin que hubiera diferencia entre los grupos ni entre los estudios. Tampoco tenían problemas en reconocer las asignaturas o materias en las que se organizaban los conocimientos. Sin embargo, resultaba significativamente más difícil reconocer la segunda clasificación basada en los tipos de resultado del aprendizaje a partir de los procesos empleados para adquirirlos. Sólo el 48% del grupo de los alumnos con menor conocimiento como media entre los dos estudios y el 70% del grupo con mayor instrucción fue capaz de encontrar el criterio que guiaba esta categorización. Esta dificultad era mayor en ciertos conjuntos que en otros. Prácticamente todos los estudiantes con mayor formación (más del 94% en cada uno de los estudios) y más del 70% de los de menor formación se daban cuenta de que el conjunto de «Hechos» estaba constituido por «cosas que se aprenden de forma repetitiva». Sin embargo, resultaba mucho más difícil de reconocer el conjunto de resultados que representaban a los procedimientos estratégicos. En este aspecto se asemejaban bastante las tareas de reconocimiento y de producción. El grado de instrucción en psicología parecía influir en esta tarea de reconocimiento. Los alumnos con conocimiento medio y conocimiento alto de la psicología identificaban mejor los criterios empleados para la categorización basada en el tipo de resultado de aprendizaje que los estudiantes con bajo conocimiento. En este sentido, había diferencias entre las tareas de producción y de reconocimiento. En las tareas de producción, las diferencias estaban entre el grupo con mayor conocimiento y los otros dos. En el primer estudio, en las tareas de reconocimiento las diferencias estaban entre los alumnos con menor conocimiento y los otros dos (véase el cuadro 3 en la página siguiente). Encontramos dos tipos de dificultad, relacionados con el grado de instrucción y con la actuación en la tarea previa, en el reconocimiento de la segunda clasificación. Por un lado, había alumnos que no encontraban ningún sentido a la organización de los conjuntos y, por tanto, se declaraban incapaces de expresar un criterio para la misma. Como máximo, notaban la presencia de un elemento de cada disciplina en cada uno de los conjuntos, pero no eran capaces de encontrar ningún otro factor que prestara coherencia a esta organización. Este tipo de dificultad se encontraba fundamentalmente entre los estudiantes con menor conocimiento que habían utilizado previamente un criterio disciplinario. A diferencia del caso anterior, el segundo tipo de dificultad se produjo exclusivamente entre los alumnos que habían organizado los elementos en función de los diferentes procesos de aprendizaje. Aunque la mayoría de estos alumnos reconocieron los diferentes tipos de conocimiento que estaban sirviendo como criterio para organizar la clasificación, había algunos casos en los que el esfuerzo realizado en la 308

tarea de producción parecía influir en el reconocimiento de los conjuntos. Un ejemplo puede servir para ilustrar este tipo de dificultad. Una estudiante que había hecho cuatro conjuntos con los veinte elementos muy semejantes a las filas del cuadro 1, introdujo el resultado «formular algoritmos útiles para calcular el perímetro de un trapecio» dentro de un conjunto con el título «pensar y relacionar cosas entre sí». Este elemento se presentaba en la tarea de reconocimiento ligado a conocimientos que ella había incluido dentro de «cosas que se aprenden sólo de forma memorística». La diferente inclusión de este elemento hacía que esta estudiante se viera incapaz de reconocer que los dos conjuntos seguían el mismo criterio, aunque se diera cuenta de que había ciertas semejanzas entre la clasificación que se le presentaba y la que había realizado ella misma. Este tipo de dificultad muestra, a nuestro entender, que la relación entre procesos y productos de aprendizaje se concibe de una manera estática. Así, a cada producto del aprendizaje le correspondería una y sólo una forma de ser aprendido. Cuadro 3. Porcentaje de estudiantes que utilizan o reconocen el criterio «procesos» según grado de conocimiento de la psicología en el estudio 1

De manera general, los estudiantes que se centraron en las materias disciplinares en la tarea de categorización reconocían sólo las clasificaciones basadas en estos mismos principios, mientras que aquellos cuyas categorías se basaban en los procesos de aprendizaje reconocían las dos clasificaciones (véase el cuadro 3). No obstante, podemos hacer varias matizaciones a este resultado que muestran una cierta evolución de las concepciones. La mayoría de los alumnos del grupo con conocimiento medio en el primer estudio utilizaba un criterio disciplinar en sus clasificaciones, lo cual no impedía que fueran capaces de reconocer además la otra clasificación, basada en los diferentes resultados del aprendizaje. En resumen, encontramos que el grupo con mayor 309

conocimiento clasifica los resultados del aprendizaje en función de los procesos necesarios para su adquisición y reconoce los dos tipos de categorizaciones; el grupo con conocimiento medio clasifica en función de las materias disciplinares, pero reconoce ambos tipos de categorización, y el último grupo sólo es capaz de clasificar y reconocer criterios disciplinares. Esta evolución podría entenderse acudiendo al concepto vigotskiano de zona de desarrollo próximo (ZDP). Los estudiantes del grupo medio no parecían capaces por sí mismos de realizar una clasificación basada en los procesos de aprendizaje, pero eran capaces de identificarla cuando se les ofrecía o presentaba (o de otro modo, cuando recibían una «ayuda») y eran conscientes de que se trataba de una categorización más adecuada que la realizada por ellos mismos. En este sentido, las clasificaciones mediante procesos estarían dentro de la zona de desarrollo próximo de estos alumnos.

Entonces, ¿cómo se representan los alumnos universitarios los objetos de conocimiento? Los resultados que acabamos de exponer nos permiten oscilar entre los dos extremos del polo optimismo-pesimismo al tratar de responder a la pregunta que encabeza esta sección. Empezando por esta última tonalidad, la pesimista, estos resultados no presentan una imagen demasiado favorable de las habilidades o capacidades con las que se enfrentan los alumnos universitarios a los objetos de aprendizaje académico. La manera de clasificar los diferentes tipos de conocimientos en las dos tareas no parece la más propia de un aprendiz estratégico que evalúe la tarea a la que se enfrenta y ponga en marcha diferentes maneras de abordar su aprendizaje en función de las condiciones en las que se produce. Buena parte de los estudiantes que participaron en nuestro estudio utilizaban como criterio para organizar los resultados de aprendizaje la materia o disciplina. Es cierto que las distintas disciplinas pueden tener epistemologías muy diferentes y su adquisición puede también requerir diferentes herramientas intelectuales. Pero ni los cuestionarios escritos ni las entrevistas realizadas a los alumnos nos permiten inferir que se produjera este tipo de reflexión. Más bien, a nuestro juicio, nos está indicando que estos estudiantes estaban actuando de manera similar a los novatos en otros trabajos de categorización (véase la nota 1), valiéndose de aspectos más superficiales, relacionados con la organización académica, para realizar sus categorizaciones. Además, esta forma de clasificar nos presenta una concepción estática –como estado– de los objetos de aprendizaje, próxima a la caracterización de los supuestos ontológicos de las teorías directas del aprendizaje que realizábamos en el capítulo 3. Según estas teorías, el aprendizaje se definiría fundamentalmente como un estado, que se posee o no se posee, más que como un proceso de cambio. Desde el punto de vista de la enseñanza, el énfasis en la lógica disciplinar como eje central de los procesos de enseñanza podría responder claramente a este tipo de concepción. 310

No obstante, no todos los estudiantes respondían de esta manera. Un porcentaje también apreciable de estudiantes universitarios organizaba sus conjuntos en función de los procesos psicológicos que habría que poner en marcha para adquirir esos contenidos. Fundamentalmente, parecían darse cuenta de la diferencia entre los resultados cuya adquisición exigía sólo la puesta en marcha de procesos asociativos de carácter repetitivo y otro tipo de procesos, aunque en este último caso estuviese mucho menos clara su cualidad. Sin embargo, aunque buena parte de estos estudiantes tenían conocimiento psicológico, no relacionaban aparentemente sus conocimientos explícitos con esta tarea. Las justificaciones dadas por los estudiantes de los criterios empleados para hacer los conjuntos, los títulos puestos a cada conjunto y las dificultades para relacionar ciertos elementos (fundamentalmente los resultados estratégicos) parecen mostrar más una primera aproximación o un indicio de que se está comenzando un cambio en la manera de afrontar el aprendizaje que el resultado de una reflexión sobre las exigencias de los distintos tipos de conocimientos. Este tipo de actuación nos evoca versiones poco elaboradas de las teorías interpretativas tal y como eran presentadas en el capítulo 3. Los diferentes tipos de contenido estaban asociados a diferentes tipos de procesos, pero aparentemente esta relación entre procesos y resultados era poco dinámica. Más bien parecía tener un carácter directo y fijo, de tal manera que a cada contenido le correspondía uno y sólo un tipo de proceso. La relación entre procesos y contenidos no se expresaba como una relación flexible en la que el resultado dependía del tipo de proceso puesto en marcha y éste, a su vez, de los objetivos, conocimientos previos, metaconocimiento, análisis de la tarea, etc. Pero también debemos tener en cuenta que la ausencia de una concepción sistémica, más próxima a las teorías constructivas, puede haberse debido a características de la propia tarea. Una tarea de clasificación, de organización en conjuntos, no es una tarea que permita observar directamente cómo se adecuan los procesos a los objetos de aprendizaje en función de las condiciones. Además, el tipo de demanda, clasificar, parece relacionarse más con la creación de categorías estáticas, de prototipos, que con la construcción de sistemas interactivos. Sin embargo, tanto la ausencia de clasificaciones supraordinadas o subordinadas como las dificultades para entender otras clasificaciones cuando un elemento estaba incluido en un conjunto distinto apuntan a nuestro entender en la dirección de que las relaciones entre procesos y resultados puestas de manifiesto por estos estudiantes no eran muy dinámicas. Con un tono más optimista, podríamos decir que los resultados de este trabajo parecen también mostrar una cierta progresión en la manera de clasificar los objetos del aprendizaje. La dirección de los cambios coincide con la tendencia reflejada en algunas de las investigaciones comentadas en el capítulo 2, pero el progreso mostrado en esta investigación no es suficiente para dar la imagen del estudiante universitario como profesional reflexivo. Por otro lado, la progresión de un tipo a otro de concepción en estas investigaciones está relacionada de manera más o menos explícita con las propias experiencias de aprendizaje. En nuestro trabajo, sin embargo, la progresión está más relacionada con la instrucción explícita. La enseñanza y la familiaridad con los procesos 311

psicológicos aumentaban la probabilidad de que éstos se utilizaran como criterio para categorizar el aprendizaje. Si atendemos a los años que llevan como aprendices, todos los estudiantes tenían una experiencia similar. Es cierto que los distintos centros universitarios pueden proporcionar estilos y culturas de enseñanza y aprendizaje también muy diferentes entre sí. No obstante, el grupo con conocimiento medio realizaba sus calificaciones de forma muy similar a los alumnos de otras licenciaturas. Esta influencia de la instrucción se puede percibir de manera más clara en la tarea de reconocimiento. Prácticamente todos los estudiantes de los dos estudios reconocen la clasificación por materias. La mayor parte de los alumnos que se valen de algún tipo de procesos reconocen la categorización basada en este criterio. Pero sólo los estudiantes con alguna formación en psicología reconocen la clasificación establecida a partir del tipo de resultados del aprendizaje, de manera independiente de su actuación en la tarea de categorización. Además, la mayoría de estos estudiantes expresaban de manera explícita que esta clasificación se emparejaba mejor con las instrucciones recibidas que la realizada en función de las asignaturas. Una posible explicación de este resultado es el conocido principio que indica que siempre es más fácil reconocer que producir. Otra posibilidad, que no excluye la explicación anterior, es, como planteábamos antes, acudir al concepto de zona de desarrollo próximo de Vigotsky. La capacidad de reconocer más allá de lo que pueden producir podría estar mostrando aquello que los alumnos podrían aprender fácilmente, con muy poca ayuda externa. Esta idea, por otro lado, se vería reforzada por los resultados encontrados por Aparicio (2004). Este autor encontró que los estudiantes de psicología eran capaces de reconocer metáforas sobre el aprendizaje basadas en los principios constructivistas, aunque no siempre las escogieran como las más adecuadas. Por otro lado, los estudiantes de otras licenciaturas no eran capaces ni de reconocer ni de escoger estas metáforas. En cualquier caso, a nuestro entender, estos resultados parecen apoyar la idea, tantas veces puesta de manifiesto a lo largo de este libro, de que los cambios en el aprendizaje se realizan de forma progresiva mediante redefiniciones o redescripciones representacionales de algunos elementos (Karmiloff-Smith, 1992). El trabajo mostraría un progreso en la forma en que se concibe la relación entre procesos y productos del aprendizaje, de tal manera que el cambio podría comenzar primero por el reconocimiento de ciertas posiciones para más tarde asumir o interiorizar estas posiciones como algo propio. En nuestro trabajo, parece que este progreso está relacionado con el tipo de instrucción. Es cierto que no hemos encontrado categorizaciones muy complejas y que las diferencias entre unos y otros estudiantes no son muy pronunciadas, pero también es cierto que la instrucción juega un papel importante en el progreso de las concepciones sobre el aprendizaje. Cómo debería ser esta instrucción, cuál es la relación entre métodos y contenidos de la enseñanza excede los propósitos de este capítulo. No obstante, parece que la enseñanza y la instrucción pueden ser una importante vía para adaptar mejor a las exigencias de las nuevas culturas educativas las representaciones de los objetos y procesos de aprendizaje de los estudiantes universitarios.

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1. Este estudio forma parte de un proyecto subvencionado por la Dirección General de Investigación del Ministerio de Ciencia y Tecnología de España, a través del Programa de Promoción General del Conocimiento (BSO2002-01557), del que es responsable el último autor. 2. Además del trabajo clásico de Chi, Feltovich y Glaser (1981), puede consultarse también López Manjón (1991, 1993); Ormerod, Fritz y Ridgway (1999). 3. En este caso, nos referimos a medidas ANOVA de las que no vamos a presentar aquí los datos detallados. Las personas interesadas pueden acudir a Pérez Echeverría, Pozo y Rodríguez (2003). 4. La categorización de estas respuestas se realizó mediante un análisis interjueces y los resultados fueron sometidos a un Chi Cuadrado. Todas las diferencias a las que hacemos referencia son significativas como mínimo al nivel de confianza del 95%. 5. Dado que no hemos encontrado ninguna diferencia referente al contenido de las tareas, hablaremos siempre de diferencias entre grupos. En aquellos casos en que esté implicado el grupo 1 (menor conocimiento en psicología), estas diferencias han sido obtenidas siempre con la tarea con contenidos propios de la educación secundaria. 6. Los análisis de cluster o conglomerados son análisis estadísticos de tipo descriptivo que representan gráficamente, mediante configuraciones, las frecuencias con las que aparecen juntos determinados elementos.

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15 Resumir para estudiar: concepciones de estudiantes en primer año de la universidad1 María Belén Bosch, Nora Scheuer

El resumen en el aprendizaje universitario En este capítulo presentamos un estudio descriptivo de cómo un grupo de estudiantes que inician sus estudios universitarios en Argentina conciben la actividad de resumir. Adoptamos en este caso un enfoque metacognitivo de investigación (véase el capítulo 2), ya que nos basamos en aquello que los propios estudiantes escriben sobre cómo elaboran este texto particular al estudiar. De acuerdo con lo expresado por los propios estudiantes universitarios, resumir es uno de sus procedimientos preferidos cuando ingresan en este nivel educativo, tal como lo señalan estudios anteriores realizados en Argentina y en otros países de Latinoamérica (Rinaudo, 2000; Torres, 2004). Esa preferencia parece estar ampliamente justificada ya que, como analizaremos a continuación, resumir es un procedimiento de notable riqueza potencial para aprender a partir de textos escritos de características expositivas y/o argumentativas. Precisamente, este tipo de textos (en su soporte de libro, pero más frecuentemente de fotocopias de fragmentos de una unidad textual más amplia) constituye una fuente clave de conocimiento en el ámbito universitario, especialmente en el campo de las ciencias humanas y sociales. No es sorprendente entonces que en las últimas décadas muchas investigaciones se hayan ocupado de los procesos implicados en la escritura de resúmenes. Elaborar un resumen, al igual que otras tareas de escritura a partir de fuentes bibliográficas, implica una relación particular entre las actividades de leer y de escribir (Chou Hare, 1996), ya que requiere condensar e integrar la información contenida en un texto que llamamos fuente, para componer un texto nuevo que sea, a la vez, más breve y formalmente distinto, pero informacionalmente fiel con respecto a aquél (Kaufman y Perelman, 1999). Ahora bien, generar una versión condensada e integrada de un texto fuente supone una 314

actividad compleja que incluye una diversidad de aspectos procedimentales y condicionales que no suelen resultar fáciles de manejar. Los aspectos procedimentales comprometen en este caso habilidades de supresión (y su reverso, de jerarquización), generalización y construcción (véase Brown, Campione y Day, 1981), así como la gestión y regulación de los procesos de lectura del texto fuente y de composición escrita del nuevo texto resumen (Rinaudo, 2000). Desde un punto de vista condicional, resumir (como tantas otras actividades productivas complejas) abre el abanico a una amplia gama de decisiones en relación con variables de la tarea, el texto y la persona (Chou Hare, 1996). Sin embargo, en muchos casos la realización de resúmenes dista de comprometer algunos o muchos de esos aspectos procedimentales y condicionales, sin dar lugar a un nuevo texto que cumplimente los requisitos de condensación, integración y fidelidad respecto del texto fuente, ni llegar a constituirse en un medio útil de aprendizaje. En efecto, cuando se utiliza la escritura de resúmenes como procedimiento rutinario de supresión de información que combina el afán por la literalidad con la búsqueda de máxima reducción de aquello a ser registrado, independientemente del contexto y de los objetivos de aprendizaje, resumir se asemeja más a una técnica que a una auténtica estrategia de aprendizaje (Pozo y Postigo, 2000). En suma, considerar el resumen como estrategia de aprendizaje implica que su elaboración comprometa un alto grado de intencionalidad, autorregulación, flexibilidad y sofisticación cognitivas, que sostengan las decisiones tomadas para el desarrollo de secuencias de acciones pertinentes y adecuadas a las condiciones relevantes del contexto de aprendizaje, y posibiliten alcanzar objetivos epistémicos de naturaleza reelaborativa o niveles avanzados de redescripción representacional (Karmiloff-Smith, 1992). Sin embargo, poco se conoce sobre cómo conciben la realización de resúmenes quienes suelen utilizarlos para estudiar. Fundamentamos el interés por estudiar estas concepciones principalmente desde dos vertientes: 1. Conocer las concepciones de los estudiantes sobre la elaboración de resúmenes es relevante para la investigación y para la intervención psicopedagógica pues, como se ha argumentado en diferentes capítulos de este libro, las concepciones de los estudiantes impregnan sus prácticas, al influir sobre sus modos de hacer en la elaboración de resúmenes así como en las tomas de decisiones relacionadas con tales prácticas. Al respecto, en el marco de la escasez de estudios específicos de las concepciones de estudiantes universitarios sobre las estrategias de aprendizaje y sobre el proceso de composición escrita, se ha señalado que la elaboración efectiva de resúmenes para aprender se ve afectada por las concepciones del resumen como tarea de escritura y de sus objetivos en el aprendizaje (Chou Hare, 1996; Kaufman y Perelman, 1999). Por ejemplo, concebir el resumen como tarea reductiva de registro parece relacionarse con la implementación de acciones tendientes a la supresión de gran parte de la información y a la copia literal de aquella que se preservó. 2. En la medida en que resumir implica una particular relación entre lectura y 315

escritura (y por ende, entre la adquisición de conocimiento externo y su reelaboración interna, personal), estudiar las concepciones relativas a esa actividad podría aportar a la comprensión de las concepciones más básicas sobre el aprendizaje de conocimiento académico, tal como se ha señalado para las estrategias de aprendizaje consideradas genéricamente (Simpson y Nist, 2000). Teniendo en cuenta los supuestos ontológicos, conceptuales y epistemológicos de las teorías implícitas del aprendizaje formulados en el capítulo 3, parecería que concepciones técnicas que restringen la actividad de resumir a la supresión y registro rutinarios de información se vincularían con la teoría directa y reproductiva del aprendizaje, en tanto que concepciones próximas a un polo estratégico se relacionarían con la teoría interpretativa o incluso constructiva del aprendizaje, que enfatizan la operación de mediaciones elaborativas.

Las concepciones de los estudiantes sobre la elaboración de resúmenes Sobre la base de las consideraciones expuestas, hemos investigado cómo estudiantes universitarios de primer año conciben la escritura de resúmenes en el contexto de sus estudios. Analizamos sus concepciones en términos de: Complejidad e internalización. Flexibilidad. Autorregulación de la actividad de resumir. Función epistémica atribuida a la actividad. A partir de la estrecha relación señalada entre las concepciones y las prácticas relativas a la escritura de resúmenes, nos interesó analizar si y cómo esas concepciones se relacionan con el rendimiento académico de los estudiantes, particularmente cuando éste da cuenta del desempeño en cursos referidos específicamente a las estrategias de aprendizaje. Los participantes fueron los 85 alumnos de la asignatura «Estrategias para el trabajo intelectual» en una universidad pública nacional en Argentina, que se cursa durante el primer año en carreras relacionadas con la educación. Para determinar la condición de rendimiento académico de los alumnos, se consideró la condición final alcanzada en el curso. La evaluación del mismo, de orientación continua e integral, contemplaba trabajos prácticos, evaluaciones formativas, evaluaciones parciales integradoras y un escrito académico. De acuerdo con un sistema habitual en las universidades argentinas, los estudiantes en condición libre incluyeron tanto a quienes no cumplieron las exigencias mínimas que suponía el cursado de la asignatura como a unos pocos que optaron por no asistir a las clases (19 estudiantes), los de condición regular2 manifestaron un rendimiento satisfactorio que aún debía ser constatado en un examen final (22 316

estudiantes) y los estudiantes en condición promocional manifestaron un rendimiento muy bueno, que hacía innecesaria la instancia de evaluación final (44 estudiantes). En el contexto natural de una clase, propusimos a los participantes un cuestionario escrito individual que contemplaba las dos dimensiones clásicas de la metacognición: conocimiento metacognitivo y autorregulación (Cerioni, 1998). En este capítulo nos focalizamos en el análisis de una pregunta abierta: «Supongamos que usted suele usar el resumen para estudiar. Describa cómo los hace». Para analizar las respuestas obtenidas, aplicamos la lexicometría, cuyos principales pasos se presentan en el apéndice del capítulo 5. Este método permitió analizar las principales asociaciones en el interior del léxico empleado por los participantes y su relación con la variable considerada: condición de rendimiento académico. Para ello aplicamos un análisis factorial de correspondencias simples y el procedimiento de selección automática de respuestas modales. En primer lugar, los resultados muestran algunos rasgos compartidos por los participantes, a partir de la identificación de las palabras que todos han tendido a usar con una frecuencia relativa similar: leo, más, palabras y texto. El uso de estas palabras sugiere una visión del resumen como proceso secuenciado de jerarquización de la información («subrayando las ideas más importantes») que considera a la palabra como unidad básica del texto («busco palabras claves») y comienza con una fase de lectura, a la que se añaden sumativamente otras acciones posteriores («leo […] y luego procedo al resumen […] y luego trato de […] y luego lo estudio»). A partir de este marco común, se diferencian cuatro grupos léxicos que revelan distintas formas de verbalizar la elaboración de resúmenes y que se ordenan según el rendimiento académico. A continuación, describimos cualitativamente estos grupos, incluyendo la especificación y comentario de sus palabras características3, la especificación de la condición de rendimiento académico principalmente asociada4 a las mismas y la inclusión entre paréntesis de fragmentos de las respuestas textuales típicas. En el apartado siguiente analizamos las diferencias progresivas entre estos grupos según la complejidad e internalización, flexibilidad y autorregulación de la actividad de resumir, y según la función epistémica atribuida a la misma. En un tercer paso, interpretamos estos grupos en términos de teorías implícitas del resumen para el aprendizaje.

Grupo 1: Resumir como secuencia fija lineal: leer

extraer

traspasar

Este grupo indica que son principalmente los estudiantes de menor rendimiento en la asignatura y aquellos pocos que han elegido no asistir a clase (condición libre) quienes utilizan en sus respuestas palabras que refieren a la singularidad de la información importante (lo, idea, importante, principal), acciones secuenciadas (primero) de jerarquización, extracción y copia que producen un registro observable sobre un soporte material (subrayo, saco, paso, en, hoja). El análisis de las respuestas características completas de los estudiantes libres corrobora que, para ellos, elaborar un resumen requiere extraer la información importante de un texto, considerada como idea única 317

(«saco lo que para mí es lo más importante»; «saco la idea principal»). Hablan de lo importante como dado, lo que sugiere que la selección y extracción de esta información clave son, en estos casos, acciones que se implementan en forma más bien tácita. Al explicar cómo elaboran sus resúmenes, estos estudiantes refieren la puesta en marcha de una secuencia lineal de acciones, que se inicia con la lectura del texto fuente, continúa con la realización de marcas visibles en el texto que les permiten identificar la información importante y finaliza con el registro posterior de la información extraída («primero leo el material, luego subrayo lo más importante y después escribo lo subrayado en hojas»; «tercero, reúno en una hoja todo lo importante»). Estos estudiantes expresan cierta preocupación por alcanzar una comprensión unívoca y quizá literal del texto, principalmente en función de sus unidades mínimas («leo el texto, una y otra vez, detenidamente…»; «busco en el diccionario las palabras que no entiendo»).

Grupo 2: Resumir como conjunto articulado de procedimientos de reducción y traducción, útilpara adquirir conocimiento Este grupo indica que son principalmente los estudiantes que alcanzaron un rendimiento satisfactorio que aún requiere ser chequeado en un examen final (condición regular) quienes emplean palabras referidas a la pluralidad de la información importante (ideas, principales, importantes), a la adquisición sistemática de conocimiento en primera persona (estudio), a procedimientos que se suceden en un continuo temporal y se orientan a propósitos cuya consecución es algo incierta (tratando, voy, luego) y a las propias representaciones preexistentes (mis, como modificador de las palabras y las ideas utilizadas en el texto resumen). El análisis de las respuestas completas típicas de los estudiantes de rendimiento académico regular corroboran esta visión del resumen como extracción laboriosa de una pluralidad de informaciones («voy extrayendo las ideas principales») entre las que establecen diferentes niveles de importancia («destaco las ideas más importantes y luego analizo los detalles»). Parecería que, a modo de una particular búsqueda del tesoro, estos estudiantes consideran implícitamente que la importancia de esas ideas nucleares preexiste a la actividad que ellos realizan con el texto fuente («cuando identifico las ideas…»). Estos estudiantes manifiestan que elaboran sus resúmenes mediante una secuencia progresiva de acciones que conjuga la lectura con la realización de marcas para distinguir la información importante, a la vez que con el propósito de comprender el texto como totalidad articulada («voy leyendo y tratando de comprender […] voy subrayando […] y voy extrayendo…»; «leo superficialmente, releo con mayor profundidad […] y luego analizo los detalles que se aportan sobre ellas [ideas importantes]»). Al dar cuenta de la escritura del nuevo texto, la mayoría refiere una especie de traducción de la información extraída del texto fuente en términos de un léxico personal y del conocimiento específico preexistente («luego las paso a una hoja con mis palabras»; «lo paso tratando de intercambiarlo con mis ideas y conocimientos previos»), así como la reorganización de la información aportada por ese texto fuente («organizarlas de manera coherente»). Por último, los estudiantes de condición regular explicitan qué hacen con el 318

resumen una vez que lo han producido, en función de su utilidad para el estudio académico («procedo al resumen […] y luego lo estudio»). Los estudiantes que alcanzaron el mejor rendimiento durante el curso (condición promocional) se encuentran entre los dos grupos siguientes, lo que indica que entre ellos pueden reconocerse dos modalidades de expresar la elaboración de resúmenes para estudiar.

Grupo 3: Resumir como proceso de supresión y composición textual En este grupo se encuentran ampliados y desarrollados algunos rasgos del grupo anterior, a la vez que se revelan características que lo distinguen. Algunos estudiantes que promocionaron la asignatura utilizan principalmente palabras que sugieren que abordan la fuente que hay que resumir como estructura textual en la que se articulan componentes de diferente orden (que, un, una, párrafo, información), cuyo resumen requiere considerar criterios normativos (tengo), descartar la información que no resulta relevante e identificar aquella que no se alcanza a comprender (no). Así, las respuestas de los estudiantes próximos a este grupo expresan el resumen como proceso simultáneo de reducción y reelaboración, con conciencia de que la selección de la información importante compromete procesos complejos de jerarquización y de abstracción más que de reconocimiento de algo dado y conlleva la supresión o pérdida de informaciones que resultan irrelevantes («voy construyendo la idea principal, voy suprimiendo la información innecesaria»). El uso de la palabra «no» en estas respuestas remite fundamentalmente a un proceso complejo que requiere de revisiones de la comprensión del texto fuente y avanza hacia el control de la fidelidad del texto resumen («releo lo que no entiendo»; «hago un resumen transcribiendo lo que yo entendí de cada párrafo con cuidado de no poner otra cosa que no dice…»). Estos estudiantes se valen de estructuras textuales para reelaborar la información mediante procesos de composición escrita que implican condensación, reorganización, construcción e integración («trato de armar un nuevo texto, las corto con frases importantes extraídas de diferentes párrafos […] busco palabras claves, las uno en forma coherente en un párrafo siempre más condensado que el texto»; «integro toda esa información escribiendo un texto»; «requiere elaborar un nuevo texto»).

Grupo 4: Resumir como proceso controlado y flexible de integración epistémica Este grupo indica que algunos de los estudiantes que promocionaron la asignatura se caracterizan por emplear palabras que remiten a la actividad propia, intencional y flexible (hago, trato, si, o). Para estos estudiantes, resumir es un proceso que se ajusta en función de las tres conocidas variables de la metacognición (véase el capítulo 2). En efecto, matizan cómo elaboran sus resúmenes teniendo en cuenta de forma ocasional o incluso interrelacionada atributos del texto fuente («si el texto es largo trato de buscar un párrafo que condense la idea principal…»; «si hay frases medio difíciles las parafraseo»), 319

del propio conocimiento temático y de la propia habilidad para resumir («si voy activando mis conocimientos previos hago anotaciones al margen»; «me fijo en el título si me es familiar se que me va a resultar mas fácil elaborar el resumen…»), así como de una diversidad de condiciones de la tarea. Entre estas últimas, mencionan las exigencias de los docentes, el tiempo disponible, los propósitos y destinatarios del resumen («y si me piden un resumen los profesores, lo que subrayé lo paso»; «leo el texto marcando las ideas importantes o necesarias según el objetivo de la tarea o del estudio»; «otras [veces] lo hago como si se lo estuviera explicando a alguien»; «según el tiempo disponible si la bibliografía es poca y el tiempo suficiente, leo el material y luego saco la idea principal del mismo. En caso contrario, si es mucha la bibliografía y dispongo de escaso tiempo, entonces a medida que leo sustraigo la información»). Los propósitos que estos estudiantes asignan al resumen trascienden la elaboración de un nuevo producto textual, puesto que enfatizan la generación de una representación epistémica del texto fuente. Ofrecen precisiones sobre las dificultades que esta generación implica («para empezar tengo que leer el texto, analizarlo y comprenderlo»; «al pasarlo por escrito, trato de sintetizar las ideas y relacionarlas si no son coherentes») y sobre instancias tanto de control y reparación on-line de la comprensión del texto y de la selección de ideas («si por ejemplo hay un párrafo que no me parece claro o que no le veo sentido sigo leyendo hasta darme cuenta de qué se está hablando, vuelvo a dicho párrafo y veo si es importante»; «vuelvo a leer para ver si me faltan algunas ideas»), como de revisión del resumen escrito para chequear que sea comprensible («una vez listo lo leo para saber si lo puedo entender»). Estos estudiantes muestran una particular preocupación por la condensación, integración y reorganización coherente del texto fuente, que no se limita a la selección y jerarquización de ideas y relaciones conceptuales en el texto original, sino que contempla la reelaboración de las mismas por medio de la escritura («por escrito trato de sintetizar las ideas y relacionarlas si no son coherentes»; «si hay información que se repite varias veces trato de armar una oración con eso y lo escribo tomándolo como idea principal»).

De las diferencias léxicas a las diferencias conceptuales A partir de la aplicación de un análisis lexicométrico, en el apartado anterior hemos descrito cuatro diferentes modos en que los estudiantes verbalizan su elaboración de resúmenes para estudiar que se asocian a las diferentes condiciones de rendimiento académico que ellos mismos alcanzaron en una asignatura de estrategias de aprendizaje. Asumiendo que las regularidades léxicas características de los distintos grupos reflejan modos particulares de posicionarse frente a la elaboración de resúmenes, a continuación interpretamos el sentido conceptual de las mismas. Para ello, consideramos los principales matices y diferencias en el contenido de las respuestas de los estudiantes 320

según los tres criterios que hemos apuntado anteriormente, los que permiten ubicar el uso de resúmenes en el continuo que se extiende entre las técnicas y las estrategias de aprendizaje: complejidad e internalización, flexibilidad y autorregulación que asume la actividad de resumir. Asimismo, en función de analizar cómo conciben los estudiantes el valor de la elaboración de resúmenes para el aprendizaje de conocimiento académico, consideramos como cuarto criterio la función epistémica atribuida a esa actividad.

Complejidad e internalización de la actividad de resumir Para analizar la complejidad del proceso de resumir, tenemos en cuenta la cantidad de pasos referidos en la actividad de resumir, el nivel de elaboración cognitiva de los procesos mentales que se mencionan (Rinaudo y Vélez, 2000) y la clase de unidades y relaciones establecidas al expresar las ideas del texto fuente que se consideran importantes. El grado de internalización distingue las respuestas según se focalicen en aspectos públicos o visibles de la actividad de resumir o integren aspectos de carácter mental. De acuerdo con estos criterios, el grupo 1, al que se asocian los estudiantes en condición libre, expresa la elaboración de resúmenes como secuencia simple y lineal de acciones concretas, materiales y objetivas. Congruentemente, este grupo considera la información importante provista por el texto fuente como una idea única que se extrae en un acto acabado, casi sin tematizar los procesos de selección que se encuentran en su base. El grupo 2, al que se asocian los estudiantes en condición regular, coincide con el grupo anterior respecto de la percepción del resumen como secuencia fija de pasos, pero manifiesta una visión más compleja e internalizada del proceso. En efecto, estos estudiantes expresan la información importante del texto fuente en términos de una pluralidad de ideas presentes de manera poco transparente, cuya extracción y transcripción requiere poner en marcha una secuencia amplia de acciones y procesos cognitivos de diferente nivel: buscar, identificar y seleccionar la información importante, para luego traducirla a marcos lingüísticos y epistémicos disponibles y subsiguientemente estudiar a partir del resumen elaborado. Los estudiantes que alcanzaron mejor rendimiento académico, próximos a los grupos 3 y 4, evidencian una visión aún más compleja y sin duda internalizada, al considerar habilidades cognitivas tanto de selección como de supresión, generalización y construcción necesarias para resumir (Brown, Campione y Day, 1981), así como múltiples lecturas del texto, la activación de conocimientos previos, la elaboración de inferencias y, particularmente en el grupo 3, la reorganización de las ideas del texto fuente en una nueva estructura textual.

Flexibilidad respecto de aspectos condicionales En relación con la flexibilidad atribuida al proceso de resumir para ajustarlo a aspectos relevantes de los diversos contextos de elaboración, los dos primeros grupos (a los que se 321

asocian los estudiantes con condición de rendimiento académico libre y regular, respectivamente) expresan una visión del resumen restringida ante todo a sus aspectos procedimentales. En este sentido, se refieren principalmente a la aplicación más bien rígida de secuencias de acciones, sin mencionar explícitamente aspectos condicionales. En cambio, algunos de los estudiantes que alcanzaron el mejor rendimiento académico (condición promocional) en la asignatura articulan los aspectos procedimentales del resumen con sus aspectos condicionales, al expresar recurrentemente las posibilidades de modificación de las acciones que realizan al resumir para adaptarlas a atributos específicos de los textos, de la tarea en diferentes contextos de producción e incluso de sí mismos como estudiantes. La referencia al resumen como procedimiento que puede ser realizado de diversas formas de acuerdo con diferentes contextos, propósitos y capacidades indica que estos estudiantes exhiben una considerable maestría conductual (Karmiloff-Smith, 1992) que ha sentado las bases para plantearse nuevos focos de trabajo cognitivo respecto del resumen como herramienta para estudiar, o que tienen esa percepción de sí mismos en este terreno.

Autorregulación en la elaboración del resumen En relación con la autorregulación, el grupo 1, al que se asocian los alumnos en condición libre, limita las instancias autorregulatorias al uso de estrategias locales de control de la comprensión del significado de las palabras (concebido en términos unívocos) y de reparación mediante fuentes externas al texto original. Tomar únicamente ese criterio para evaluar la comprensión del texto, sin tener en cuenta los criterios dirigidos a la comprensión global del mismo, constituye según algunos autores una característica común a los lectores jóvenes o menos expertos (Baker, 1994). De igual manera, las estrategias externalistas para reparar las dificultades referidas por estos estudiantes nos recuerdan estrategias propias de los lectores menos expertos (Mateos, 2001). El grupo 2, al que se asocian los alumnos con condición regular, plantea instancias autorreguladoras referidas especialmente a estrategias de control de la comprensión de las ideas principales del texto fuente y de las relaciones entre ellas, lo que remite a los criterios usados por los lectores competentes (Baker, 1994). A su vez, las actividades orientadas a reparar las dificultades mediante la relectura y la búsqueda de información clarificadora en el interior del mismo texto fuente remite a estrategias propias de los lectores expertos (Mateos, 2001). Notemos que, sin embargo, la conciencia de la necesidad de autorregulación para controlar la lectura del texto fuente se limita en este grupo a las instancias iniciales de la elaboración del resumen, lo que sugiere que consideran la generación de la comprensión del texto como producción relativamente fija, que una vez alcanzada permanece más bien intacta. En cambio, los grupos 3 y 4 muestran instancias dirigidas a gestionar la elaboración del resumen durante diversos momentos de esa actividad, lo que indica que conciben esta actividad en términos de fases recurrentes (Karmiloff-Smith, 1992; Scardamalia y Bereiter, 1992). El grupo 3 manifiesta un control algo más superficial de la comprensión, 322

privilegiando en cambio el control de la fidelidad del texto resumen respecto del texto fuente original, mientras que el grupo 4 destaca el control de la comprensión del texto fuente, así como la propia evaluación final del resumen escrito según sus posibilidades de ser comprendido. También se destaca en el grupo 4 el uso de estrategias para reparar los fallos en la comprensión, atendiendo al contexto textual y a la relectura. Es interesante notar que son los estudiantes de mejor rendimiento académico (que están más estrechamente relacionados con estos dos últimos grupos), quienes se detienen en señalar cuestiones que les resultan problemáticas a la hora de resumir. Parecería que están orientados a avanzar en la dificultad en lugar de limitarse a confirmar lo conocido. Nuevamente apelando al modelo de redescripción representacional formulado por Karmiloff-Smith, la maestría conductual alcanzada abre paso al control representacional. Estos estudiantes manifiestan un elevado nivel de intencionalidad en los procesos que realizan, con una conciencia bastante amplia de los mismos, así como de las decisiones que toman, argumentando sus decisiones con considerable precisión. Así, se infiere en los estudiantes de mejor rendimiento una noción más amplia de autorregulación, que incluye instancias de control intencional de los procesos parciales implicados en la elaboración de un resumen y de evaluación final de los resultados alcanzados.

Función epistémica de la elaboración de resúmenes El primer grupo, alumnos en condición libre, muestra una visión del resumen subordinada a una función de registro, lo que podría interpretarse desde un modelo de «contar el conocimiento» (Scardamalia y Bereiter, 1992). El resumen se considera así como una suerte de memoria externa, que fija el conocimiento mediante la extracción directa y la copia de los contenidos esenciales en una nueva hoja. Esta función de registro asignada a los procedimientos orientados a aprender coincide con la forma en que algunos estudiantes toman apuntes en clase (de Torres Curth, de la Cruz y Bruschi, 2004; Monereo y otros, 1999). El grupo 2, al que se asocian los estudiantes con rendimiento académico regular, expresa la preocupación por adquirir o incorporar las ideas contenidas –o incluso escondidas– en el texto fuente, recurriendo al parafraseo personal del mismo. Al resumir, parece operar una reorganización dirigida a cambiar la forma de decir del texto original, que nos recuerda las concepciones de los docentes sobre el resumen, como instrumento para estudiar que debería realizarse con las propias palabras en una etapa previa al estudio propiamente dicho (Kaufman y Perelman, 1999). Estas maneras de considerar al resumen en su utilidad para el recuerdo y el estudio en ámbitos académicos no resultan tan descabelladas cuando las consideramos en el marco de las demandas y las tareas de escritura más frecuentemente propuestas por los docentes universitarios (Mateos y otros, 2004). Estas demandas, que en muchas ocasiones implican bajos niveles de complejidad cognitiva, son percibidas por los alumnos como eminentemente evaluativas, por lo que buscan responder a ellas mediante una demostración de lo que saben con las concomitantes dificultades motivacionales, 323

lingüísticas y conceptuales ligadas a esta visión (Pano y otros, 2004). Los grupos 3 y 4, a los que se aproximan los estudiantes de mejor rendimiento académico, hacen referencia explícita a la elaboración o construcción de representaciones novedosas, en un caso con énfasis en cuestiones textuales (grupo 3) y en otro, en cuestiones epistémicas (grupo 4). En efecto, en tanto el grupo 3 se explaya sobre los procesos de composición escrita característicos de los escritores maduros (Castelló, 1997), al referir la elaboración de unidades o totalidades textuales nuevas que presenten una organización plausible, el grupo 4 se distingue por atender a la condensación, integración y redescripción de la información importante del texto fuente, sin explicitar tan marcadamente los procesos de composición implicados. De esta manera, el resumen parece asumir en estos dos últimos grupos una función más cercana a la redescripción y transformación del conocimiento que a su reproducción literal, lo que a su vez lo convierte en instrumento que orienta el aprendizaje y proporciona criterios para autorregularlo, ya no sólo en una instancia posterior de estudio, sino además, a medida que se lo está elaborando. También esta función ha sido señalada en relación con la toma de apuntes en estudiantes universitarios (de Torres Curth, de la Cruz y Bruschi, 2004; Monereo y otros, 1999). Nos interesa situar los cuatro criterios que hemos utilizado para diferenciar las respuestas de los estudiantes respecto a cómo elaboran sus resúmenes en relación con las dimensiones de cambio o diferenciación entre teorías implícitas del aprendizaje (véase el capítulo 3). Pese a haber sido elaborados desde un marco más específico, resulta evidente la correspondencia casi estricta entre los criterios de complejidad e internalización utilizados en este estudio específico y las dimensiones más generales de cambio teórico que llevan ese nombre. Por su parte, el criterio de autorregulación, característico de las estrategias de aprendizaje, sería una faceta de la dimensión de internalización, en tanto que el de flexibilidad y la función epistémica atribuida a la actividad de resumir aportarían la caracterización de la dimensión de dinamización. En síntesis, podemos decir entonces que las diferencias entre las respuestas de los estudiantes referidas a cómo resumen pueden interpretarse según las dimensiones generales de cambio teórico del aprendizaje, aportando además mayor sustento empírico a las mismas.

Comentarios finales Los análisis y descripciones desarrollados mostraron diferencias en las respuestas de los estudiantes con diferente condición de rendimiento académico en el curso de la asignatura «Estrategias para el trabajo intelectual», según los criterios de complejidad e internalización, flexibilidad y autorregulación que permiten caracterizar las estrategias de aprendizaje. Las diferencias identificadas en las respuestas de los estudiantes hacen 324

posible distinguir concepciones del resumir como técnica rutinaria de concepciones estratégicas de esta actividad, evidenciando además ciertos matices en el seno de cada una de estas concepciones. Tales visiones parecen diferenciarse en unas dimensiones más que en otras. Podrían pensarse entonces como desplazándose entre diferentes puntos (no siempre alineados) de las dimensiones consideradas (véase el cuadro 1). Al mismo tiempo, los análisis realizados permiten inferir indicios de concepciones más profundas sobre el conocer que parecerían estar en la base de las concepciones sobre el aprendizaje del resumen, en calidad de supuestos epistemológicos en los sentidos esbozados en el capítulo 3. Cuadro 1. El resumen como procedimiento de aprendizaje: dimensiones que ordenan la polaridad visión técnica-visión estratégica

En primer lugar, algunos estudiantes, particularmente los de condición libre (recordemos que en su mayoría no han logrado cumplir con los requisitos mínimos del cursado de la materia), conciben el resumen como un conjunto de pasos objetivos, más o menos simples y relativamente estereotipados, aplicables a todas las situaciones de estudio con independencia de sus condiciones particulares y que, por ende, se realizan de manera relativamente automática. Desde una visión fragmentada del conocimiento, esta concepción del resumen aparece ligada a la extracción directa de ideas como copia literal de extractos. En este marco, se infiere una concepción epistemológica sustentada en supuestos propios de un realismo ingenuo de corte dualista y absolutista (Chandler, 1987), según el cual el conocimiento está en fuentes externas –en este caso los textos autorizados– y existe aparte y anteriormente a la actividad de conocer. Esta visión del resumen parece relacionarse con una teoría implícita directa y reproductiva del aprendizaje, cuyos resultados son considerados como copia fiel de la fuente o modelo presentado, sin casi explicitar la incidencia de los contextos de actividad ni la mediación de procesos mentales. En segundo lugar, podríamos inferir otro matiz de una concepción técnica del resumen, relacionada con la anterior por la rigidez de los procesos involucrados, pero 325

diferenciada especialmente por la complejidad y por la internalización que les atribuye. Se trata de la concepción sostenida principalmente por estudiantes con condición regular, que alcanzaron un rendimiento satisfactorio que aún requiere ser chequeado mediante una evaluación final. El resumen sería una traducción del texto a las propias palabras en conexión con el conocimiento previo disponible, que sirve para organizar la información del texto fuente y para estudiarla posteriormente. Esta concepción mantiene rasgos similares a la concepción de las estrategias de aprendizaje sostenida por algunos docentes, como conjuntos de técnicas que favorecen la fijación de los contenidos durante instancias de estudio individual (Castelló y Monereo, 2000) y, más específicamente, con las concepciones del profesorado sobre el resumen como instrumento de estudio realizado con palabras propias (Kaufman y Perelman, 1999). En otras palabras, esta concepción manifiesta una visión más compleja del resumen que, sin embargo, no se desprende aún de una rutina prefijada. Podemos suponer que opera un nivel de considerable maestría conductual que permite alcanzar buenos resultados cuando las condiciones externas permanecen relativamente constantes, pero limita aún la toma de decisiones para la autorregulación intencional a los primeros momentos de realización de este procedimiento, sin posibilitar ajustes a características contextuales particulares. Esta versión más compleja e internalizada de una concepción técnica remite a una búsqueda deliberada del conocimiento, en la que «lo importante» no es directamente accesible en el texto, visible a los ojos de quien quiera verlo. Otro indicador de cierto grado de internalización en los procesos intervinientes es que los estudiantes que manifiestan esta concepción marcan su impronta personal cuando expresan que subrayan lo que «a su propio criterio» parece relevante. Podríamos inferir unos supuestos epistemológicos que, en cierta medida, integran la subjetividad de quien conoce en una visión aún extractiva, ya que se intenta identificar la información importante «en el texto», a través de una búsqueda «opaca», mediada por la propia subjetividad, que no siempre garantiza los mejores resultados (tal como ilustra muy elocuentemente un estudiante que expresa: «trato de sacar mi propia conclusión lo más semejante a la idea del autor»). En este sentido, podríamos inferir posiciones epistemológicas próximas a un pluralismo objetivo, de acuerdo con el cual las personas elaboran diferentes representaciones epistémicas, pero sólo una de éstas se aproxima más a aquella (única) verdadera o correcta (Chandler, 1987). Esta concepción del resumen parece relacionarse con una teoría implícita interpretativa del aprendizaje, en tanto mantiene una dimensión reproductiva pero reconoce la complejidad del proceso y la necesidad de la agencia del estudiante (tanto material como cognitiva) para lograr un aprendizaje que conlleva procesos activos orientados a la consecución de un conocimiento reproductivo. Según muestra nuestro estudio, ciertas características de las concepciones infantiles sobre el resumen en particular (Perelman, 2003) y sobre aprendizajes notacionales específicos (capítulos 4 y 5) parecen mantenerse en los estudiantes que inician la educación superior. La concepción técnica del resumen, la visión de la información que ofrece el texto fuente y de su aprendizaje a través del resumen que sostienen con diferentes matices estos grupos de estudiantes, mantendría continuidad con concepciones 326

sobre el conocer y el aprender elaboradas en etapas evolutivo-educativas considerablemente más tempranas y que, al parecer, no se abandonan necesariamente con el desarrollo. Por otra parte, son principalmente algunos de los estudiantes de mejor rendimiento académico en la asignatura considerada quienes expresan claramente una visión estratégica del resumen. El resumen se concibe en estos casos como un proceso complejo, flexible, ajustado a las condiciones relevantes del contexto, que se lleva a cabo de manera intencional y consciente y requiere autorregulación constante. Las concepciones de estos estudiantes, que han sido documentadas en este nivel educativo en relación con la toma de apuntes (Monereo y otros, 1999), mantienen cierto correlato con las concepciones de algunos docentes sobre las estrategias de aprendizaje (Castelló y Monereo, 2000). Estos estudiantes conciben el resumen como proceso a la vez reductivo y reconstructivo de un texto fuente mediante la condensación, transformación y construcción de sus ideas y relaciones en una nueva versión del texto, fiel al original y cuya composición sirve para aprender. En este sentido, estos estudiantes parecen sostener una concepción epistemológica según la cual el conocimiento no está ni en el texto ni en el sujeto, sino, más bien, en la interacción entre ambos. Esta manera de entender el resumen parece asumir una relación estrecha con el aprendizaje, en tanto algunos estudiantes llegan a decir que a medida que elaboran sus resúmenes, aprenden. En suma, la concepción estratégica del resumir parece relacionarse con una teoría interpretativa avanzada del aprendizaje (capítulo 5). Sin duda, resulta difícil identificar una teoría constructiva del aprendizaje a partir de expresiones relativas a una actividad que, por definición, está fuertemente restringida por la adecuación a una fuente o modelo externo. Sin embargo, la versión de esta concepción expresada por el grupo 4, al que llamamos de «integración epistémica», podría interpretarse como indicadora de una teoría constructiva, ya que implica una reelaboración del objeto, generando así una representación epistémica cualitativamente diferente a otras, cuya potencia varía en función de objetivos y contextos. Las asociaciones y tendencias registradas a partir del análisis lexicométrico entre las concepciones de los estudiantes sobre su elaboración de resúmenes y el rendimiento académico que alcanzan en una asignatura específicamente relacionada con este tema, permiten aproximarnos al análisis de la relación escasamente estudiada entre concepciones y logros. En una primera mirada, podríamos suponer que concepciones más técnicas y extractivas del resumen (asociadas en su versión más simple y objetivista con los estudiantes libres) mediarían las prácticas de los estudiantes en la asignatura, y en consecuencia, podrían incidir negativamente en los logros alcanzados. En nuestro caso, la mayoría de los estudiantes en esa condición final tuvieron dificultades para relacionarse con los contenidos de la asignatura. Eso no sería casual a la luz de los planteos sobre la influencia que las concepciones tienen sobre los modos de hacer. Sin embargo, una concepción extractiva del resumen como procedimiento de estudio que ayuda a fijar los conocimientos de modo básicamente reproductivo, al parecer puede 327

permitir a los alumnos lograr sus objetivos de aprendizaje. Tal es el caso de los estudiantes en condición regular, lo que indica que no siempre una concepción rutinaria, extractiva y reproductiva del resumen repercutiría negativamente en los logros alcanzados. Aun así, debemos considerar también que la mayoría de estudiantes con condición promocional (quienes ostentaron los mayores logros en la asignatura) fueron quienes más se aproximaron a una concepción estratégica y reconstructiva del resumen como procedimiento orientado a aprender. De todas maneras, no podemos afirmar que esa concepción estratégica del resumen sea exclusiva de estudiantes promocionales, ya que en algunas de sus dimensiones es compartida por estudiantes de condición regular y se reconoce en menor medida en unos pocos estudiantes libres. Esta situación, unida al hecho de que el análisis de los grupos léxicos 1 a 4 permite apreciar un desplazamiento gradual en los focos de atención en los que se centran las respuestas de los estudiantes, alerta sobre el riesgo de simplificación que supondría establecer distinciones tajantes entre grupos de alumnos con una u otra condición. Sin duda, es preciso considerar las relaciones que hemos esbozado entre el rendimiento académico de los estudiantes y sus concepciones del resumen como procedimiento de aprendizaje como resultados de un estudio descriptivo y exploratorio. Investigaciones futuras en este campo deberían precisar y esclarecer el análisis de estas relaciones, y profundizar en él, especialmente en asignaturas como la que aquí contemplamos, que tiene por objeto de enseñanza a las estrategias.

1. El capítulo se basa en el trabajo tutelado realizado por la primera autora y supervisado por la segunda en el marco del Programa de Doctorado en Educación Científica y Educación Secundaria de la Universidad Autónoma de Madrid (julio 2004). Ha sido subvencionado por el Proyecto PICT 04-10700. Las autoras agradecen muy especialmente a Montserrat de la Cruz el asesoramiento metodológico y las fructíferas discusiones mantenidas. 2. Cabe señalar que el término «regular» no se refiere a aptitudes particulares del estudiante, sino que en el sistema universitario argentino designa una modalidad de cursado. 3. Las palabras características de cada grupo léxico quedan conformadas según las frecuencias relativas con que cada uno las usa. No se trata de la presencia o ausencia de las palabras, sino que las palabras características de un grupo son aquellas cuyo uso está sobrerrepresentado, sin que por ello estén ausentes en el léxico de los demás grupos. 4. La asociación entre grupo léxico y modalidad de rendimiento debería ser interpretada en modo semejante a la asociación entre palabras que conforman un grupo léxico (véase la nota 1). Así, por ejemplo, el que la modalidad libres se asocie al primer grupo informa de que el léxico de la mayoría de los alumnos de esa condición se aproxima a este grupo, y que la mayoría de los estudiantes con un léxico próximo a ese grupo corresponden a esa condición. Sin embargo, esta asociación no expresa una correspondencia plena, siendo posible que haya algunos alumnos libres cuyo léxico se aproxime a otros grupos y viceversa.

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16 Concepciones de enseñanza y prácticas discursivas en la formación de futuros profesores Montserrat de la Cruz, Juan Ignacio Pozo, María Faustina Huarte, Nora Scheuer

Las concepciones de enseñanza en la universidad Existe un número importante de investigaciones acerca de las concepciones de enseñanza de profesores de nivel universitario que, si bien provienen de marcos teóricos y metodológicos diferentes, comparten, como lo plantean los primeros capítulos de este libro, el supuesto de que esas concepciones orientan la acción, la interpretación, la experiencia, el posicionamiento y la toma de decisiones con relación a situaciones y prácticas de enseñanza. Estas concepciones que orientan el modo en que los profesores (adultos expertos en la enseñanza, que se han educado en contextos formales durante al menos veinte años) anticipan y llevan a cabo su tarea, comienzan a desarrollarse desde edades tempranas. Como vimos en el capítulo 1, sólo los humanos podemos diseñar acciones con el propósito de ayudar y enseñar a otros sobre la base de una lectura o mirada mental que nos permite atribuir a otros estados de conocimiento y de emoción (Rivière, 1991; Tomasello, Kruger y Ratner, 1993). El desarrollo temprano de las concepciones de enseñanza explica en parte la huella identitaria de las mismas, así como también su arraigo y resistencia al cambio. Metafóricamente, diríamos que nos miramos y sostenemos en nuestras concepciones al tiempo que pretendemos que los otros nos miren y reconozcan en ellas. Cambiar nuestras concepciones, entonces, puede no sólo producir cambios en nuestras formas de actuar en el mundo y de interpretarlo, sino también en nuestros modos de representarnos y reconocernos. Debido a las relaciones entre concepciones y prácticas de enseñanza, el conocimiento de las concepciones resulta de fundamental importancia para facilitar procesos de cambio en el sistema educativo. Si pretendemos mejorar la enseñanza, es preciso que los 329

profesores y también los alumnos puedan explicitar y contrastar las concepciones que subyacen a las distintas prácticas de enseñanza, abriendo de este modo el difícil y largo camino de su transformación, ya que una cosa es conocer lo que concebimos, otra es transformar esas concepciones y aún otra es llevar esos cambios a una dimensión práctica. El estudio de las concepciones de enseñanza cobra especial importancia en el contexto de la formación de futuros profesores en la universidad, debido al impacto indirecto que esas concepciones podrían tener a medio plazo en los modos de enseñar y aprender de los ciudadanos. Interesados por profundizar en el conocimiento de las concepciones de enseñanza de profesores y alumnos en instituciones de formación de profesores, desarrollamos tres estudios. Antes de presentarlos, haremos una breve reseña de investigaciones llevadas a cabo en este ámbito. Al comparar las concepciones de enseñanza de profesores universitarios con las de otros niveles educativos, Boulton-Lewis y otros (2001) señalan que no todos los profesores universitarios se asumen como tales, sino más bien como expertos en su disciplina (Kember, 1997). Esto último probablemente haga que las diferencias que a veces se observan entre concepciones y prácticas de enseñanza en otros niveles educativos, no se manifiesten del mismo modo en el nivel universitario. Kember (1997), al revisar trece trabajos que se ocupan de las concepciones de enseñanza de profesores de nivel universitario, identifica un conjunto de temas comunes que le permiten delinear tres modelos de enseñanza, según el profesor se oriente hacia el contenido, el alumno o, como modelo intermedio, la interacción con los alumnos. Cabe señalar que la mayoría de los estudios considerados por Kember adoptan un enfoque fenomenográfico de investigación y se basan en el estudio de un número más bien reducido de casos (véase el capítulo 2, para más detalles sobre este enfoque). A continuación mencionamos las categorías específicas que algunos de estos estudios proponen. Martin y Balla (1991) describen tres concepciones de enseñanza y las sitúan en un continuo que avanza desde la enseñanza centrada en el contenido hacia la enseñanza centrada en la actividad y experiencia de los alumnos. En un estudio llevado a cabo mediante entrevistas a profesores universitarios de distintas disciplinas, Dall’Alba (1991) propone siete categorías: las tres primeras colocan el foco de atención en el profesor, mientras que las cuatro últimas lo hacen en la interacción con los alumnos y la facilitación de sus comprensiones. Samuelowicz y Bain (1992), a través de análisis comparativos de entrevistas a profesores, proponen cinco concepciones de enseñanza que también pueden ordenarse desde un foco en el conocimiento hacia la referencia a actividades genuinas de colaboración con los alumnos, orientadas a fomentar su comprensión. Mediante entrevistas y cuestionarios aplicados a profesores universitarios, Gow y Kember (1993) encuentran dos orientaciones básicas en las concepciones: una orientada hacia la transmisión de los contenidos y la otra hacia la facilitación de los aprendizajes. La primera sitúa el foco en los conocimientos que los alumnos deben aprender, considera importante que los profesores sean expertos en el conocimiento que enseñan y que lo presenten con claridad usando medios y objetivos orientados a formar 330

profesionales. La segunda orientación, que en cambio prioriza la facilitación del aprendizaje de los alumnos, privilegia que los profesores interactúen con los alumnos en la clase, muestren un interés personalizado hacia sus aprendizajes y se preocupen por promover la motivación e interés de los alumnos. Por último, el dominio en el que se sitúan los conocimientos enseñados parece incidir en las concepciones de enseñanza de los profesores universitarios. Por ejemplo, numerosas investigaciones encuentran que la mayoría de los profesores de ciencias (suponemos que las llamadas ciencias «duras») se focaliza en la transmisión de conocimientos y en la adquisición de los mismos por parte de los alumnos (Trigwell, Prosser y Taylor, 1994).

Un recorrido por las concepciones y prácticas de enseñanza en la formación de profesores Como hemos señalado, el interés por estudiar las concepciones de enseñanza de los profesores se basa principalmente en dos nociones: 1. Estas concepciones son un componente relevante en la configuración de sus propias prácticas de enseñanza. 2. Esas concepciones y prácticas se «trasladan» de algún modo a los alumnos, quienes gradualmente van «impregnándose» de las mismas hasta asumirlas como naturales y propias. Sin embargo, resulta llamativo que estas nociones no hayan merecido mayor atención por parte de la investigación educativa. En cierto sentido, adoptan así el carácter de un supuesto de fondo más que el de unas relaciones complejas pero susceptibles de ser investigadas. En efecto, tal como plantea Wittrock, 1989), son pocos los trabajos que estudian las relaciones entre concepciones y prácticas de enseñanza, y menos aún los que estudian las relaciones entre las concepciones de enseñanza de profesores encargados de la formación de futuros docentes y las de éstos, en tanto que alumnos. Estos temas constituyen el foco de atención de los tres estudios que a continuación presentamos, realizados en una universidad pública en Argentina: El primero da cuenta de las concepciones de enseñanza de los profesores encargados de la formación de futuros profesores de nivel medio o secundario, a partir de la realización y análisis de encuestas. El segundo se ocupa del discurso en clase del mismo grupo de profesores, en este caso mediante el análisis de registros textuales de sus clases. El tercero se ocupa de las concepciones de enseñanza de los alumnos de esos profesores, también mediante una encuesta. En conjunto, esta sucesión de estudios ofrece un recorrido desde las concepciones de 331

los profesores hacia sus prácticas y desde estas concepciones y prácticas docentes hacia las concepciones de los alumnos, lo que adquiere especial relevancia al tratarse de alumnos que se encuentran en proceso de formación como futuros enseñantes. Cabe anticipar que el estudio de las concepciones de enseñanza y del discurso en clase de un mismo docente nos permitió encontrar importantes conexiones entre sus concepciones y sus prácticas discursivas. Así también, el estudio de las concepciones de enseñanza de los alumnos de esos mismos profesores nos permitió inferir la incidencia de sus concepciones y prácticas sobre las de sus alumnos.

Primer estudio: concepciones de enseñanza de los profesores Se propuso una encuesta escrita individual sobre la noción de enseñanza a la totalidad de profesores (45) de tres carreras universitarias de formación de futuros profesores para el nivel secundario: matemática, ciencias biológicas y educación física. La encuesta, que los profesores eran invitados a completar y entregar en el lapso de una semana, comprendía preguntas acerca del concepto de enseñanza, una asociación libre a partir de la palabra «enseñar», preguntas acerca de los criterios que orientan la organización e implementación de sus clases y aún otras acerca de los aspectos valorados en una buena clase. En cuanto a su formulación, algunas de las preguntas eran directas, aproximándose en este sentido a las que suelen utilizarse en el enfoque fenomenográfico de investigación (véase el capítulo 2), mientras que otras eran indirectas, tal como la asociación de palabras. Cabe señalar que, como la mayoría de los profesorados de nivel secundario en Argentina, estos profesorados contienen dos líneas de formación escasamente articuladas: una se relaciona con la disciplina específica o contenido que el futuro profesor deberá enseñar y la otra, que recibe la denominación de formación pedagógica, se focaliza en el aprendizaje y la enseñanza. El análisis de las respuestas de los profesores mostró principalmente dos orientaciones en las concepciones de enseñanza, que se corresponden con las dos líneas de formación. En una de ellas, la enseñanza está centrada en el docente, el conocimiento y su transmisión; en tanto la otra se centra en la actividad del alumno y la facilitación de sus aprendizajes (Kember, 1997; Samuelowics y Bain, 1992). En la primera orientación se sitúa la neta mayoría de los profesores a cargo de las disciplinas específicas (biología, matemática, educación física) y en la segunda, la neta mayoría de los profesores a cargo de la formación pedagógica (pedagogía, psicología, didácticas general y especiales). Si bien los profesores de las diferentes disciplinas específicas coinciden en la misma orientación general hacia la enseñanza, se observan diferentes matices según la especificidad disciplinar. Éstas se manifiestan en los aspectos que destacan de la transmisión, las condiciones que consideran necesarias para que ésta se produzca, la organización del conocimiento y la consideración de los conocimientos previos de los alumnos. Los profesores de biología expresan que el conocimiento que enseñan es el científico y que, para transmitirlo, lo estructuran en conceptos con el 332

propósito de provocar cambios cognitivos y actitudinales en los alumnos. Según estos profesores, los alumnos tienen conocimientos ingenuos que deben ser modificados. Para los profesores de matemática, el conocimiento se encuentra fuertemente estructurado y su transmisión se desarrolla siguiendo la lógica y estructura «propia» de ese conocimiento. Consideran que lo importante para enseñar es la actualización de los conocimientos matemáticos previos de los alumnos, que son necesarios para que la incorporación de los conocimientos nuevos sea posible. Para los profesores de educación física, enseñar es transmitir o tras-pasar un conocimiento que se adquiere mediante la experiencia en el propio cuerpo. Para ello, es preciso que los alumnos reconozcan o «tomen conciencia» de sus conocimientos procedimentales previos. En cambio, para los profesores de la formación pedagógica, enseñar es ofrecer apoyos o andamios para que los alumnos accedan al conocimiento conectándolo con su propia experiencia de aprendizaje. Este grupo no plantea diferencias entre conocimiento científico y conocimiento de sentido común, entre los cuales suponen una relación de continuidad. Las diferencias entre las orientaciones (generales) y concepciones (más específicas) de enseñanza que aquí se resumen fueron corroboradas por los resultados de la lexicometría1 , sobre el corpus conformado por las respuestas de los profesores.

Segundo estudio: las prácticas discursivas de enseñanza A partir de las diferencias observadas en el primer estudio entre las concepciones de los profesores en función del área de conocimiento, nos preguntamos cómo dichas diferencias se manifestaban en sus discursos en la clase. Es decir, si el análisis de su discurso revelaría agrupamientos semejantes a los generados por el análisis de sus concepciones sobre la base de la encuesta. Este segundo estudio se aproxima entonces al enfoque que refiere el estudio de las prácticas de los docentes (véase el capítulo 2) como medio de acceso a los conocimientos o a las concepciones que las sustentan. Para el análisis de las clases, focalizamos en la dimensión pragmática del discurso de los profesores en la situación de clase. Utilizamos una modalidad de registro y análisis similar a la que se describe en el capítulo 7, de modo que estudiamos la totalidad del discurso enunciado oralmente por el profesor o la profesora en cada clase, en vez, por ejemplo, de seleccionar párrafos de las clases (Stodolsky, 1991) o focalizar en el estudio de un único tipo de intervenciones como son las exposiciones (Sánchez y otros, 1994). A fin de efectuar un análisis relativamente sistemático de la totalidad de textos (correspondientes a once clases de aproximadamente hora y media de duración cada una), elaboramos una herramienta que nos permitió comparar entre clases que podían ser bastante diversas en la modalidad de presentación de los conocimientos. Consideramos los actos de habla como la unidad de análisis del discurso docente en clase. Como se argumenta en el capítulo 7, los actos de habla (Austin, 1962; Searle, 1969) son una de las vías más relevantes a través de las cuales los profesores ejercen influencias sobre los procesos cognitivos, emocionales y sociales de los alumnos (Stubbs, 1987; Van Dijk, 1980), de modo que su estudio posibilita inferir propósitos claves que se articulan en las 333

concepciones de enseñanza que los sustentan. En un primer paso se describieron los actos de habla de cada una de las intervenciones de los profesores en la clase, es decir, de enunciados en los que podíamos identificar distintos actos de habla. Una vez identificado el tipo de acto de habla, se caracterizó el tipo de conocimiento al que se refiere en el mismo. Es decir, se realizó una doble clasificación de cada acto de habla: de qué acto se trata y qué tipo de contenido refiere, de acuerdo con las categorías enunciadas en el cuadro 12 (véase en la página siguiente). Es importante destacar que, al igual que en las clases del nivel primario (capítulo 7), el análisis se focalizó en el discurso del profesor. El discurso de los alumnos sólo fue considerado para la interpretación del discurso de los profesores. No se incluyeron los gestos o las variaciones tonales de profesores y alumnos. El análisis de la combinación de tipos de actos de habla y tipos de contenido al que hacen referencia nos permitió diferenciar los discursos entre profesores. Así, por ejemplo, notamos que los actos de habla característicos de los profesores de biología y matemática (expone, indaga y expone usando recursos didácticos) se centran en el conocimiento conceptual y, en el caso de matemática, también en procedimientos lógicos. En educación física, a través de los actos de habla (expone, corrige y ordena) los profesores se refieren a procedimientos físicos o corporales y a la organización de tareas (acciones concretas, secuencias de acciones). Los actos de habla de los profesores de las materias pedagógicas (indaga, aclara, argumenta, ordena) se refieren a una diversidad de contenidos, evidenciando un ligero predominio de hechos y datos. Otros contenidos son los conceptos, las experiencias externas, los procesos de acceso al conocimiento, la organización de las tareas. La relación de continuidad entre el conocimiento científico y de sentido común que caracteriza a las concepciones de enseñanza de este grupo de profesores se manifiesta en el discurso en clase mediante la inclusión de una amplia gama de contenidos. A través de ellos, los profesores procuran facilitar la participación de los alumnos en la organización de las tareas, la presentación de trabajos y la comunicación de sus conocimientos propios. Parecen evitar la corrección directa de los conocimientos de los alumnos, así como la indagación de los conocimientos científicos orientada al control o evaluación de los mismos –como, en cambio, se registra en biología y matemática–. Daría la impresión de que lo jerarquizado en el caso de los profesores encargados de la formación pedagógica es la construcción de conocimientos según criterios internos de los alumnos, prescindiendo del conocimiento científico o de otras «presiones» externas, lo que sugiere cierta proximidad con la postura relativista radical o posmoderna, esbozada en el capítulo 3. Cuadro 1. La herramienta para el análisis de los actos de habla en clases de universidad: categorías

ACTO DE HABLA Indaga. Expone oralmente sin apoyo. de recursos 334

CONTENIDO REFERIDO Contenido referido. Organización de tareas.

Acciones concretas. Secuencias de acciones. Procedimientos lógicos. Procedimientos de acceso al conocimiento. Hechos y datos. Conceptos. Actitudes. Experiencias sobre el mundo externo. Experiencias sobre el mundo interno.

didácticos. Expone usando recursos didácticos. Controla. Ordena. Aclara. Sugiere. Argumenta. Sintetiza. Reformula. Califica. Corrige.

En síntesis, el análisis de las prácticas discursivas de los docentes en clase (teniendo en cuenta los actos de habla realizados y los tipos de contenidos referidos) permite reconocer los mismos grupos evidenciados en el primer estudio a partir del análisis lexicométrico de sus respuestas escritas en la encuesta.

Tercer estudio: las concepciones de enseñanza de los alumnos Respecto de las diferencias halladas en las orientaciones de las concepciones de enseñanza de los profesores según las dos líneas de formación en los profesorados (una relacionada con la disciplina específica o área de conocimiento que el futuro profesor deberá enseñar y la otra con la formación en la actividad de enseñar) y de la concordancia entre esas concepciones y la conducta discursiva en clase, nos interrogamos acerca de si esas diferencias se manifestaban a su vez en las concepciones de enseñanza de sus alumnos. Este tercer estudio se llevó a cabo con el 20% de los alumnos de los mismos profesorados de matemática, biología y educación física. Los alumnos habían cursado dos años de su carrera y habían aprobado por lo menos dos asignaturas de la especialidad y dos de la formación docente. La encuesta utilizada incluía preguntas similares a las efectuadas a los profesores, relativas en este caso a las concepciones de enseñanza propias de los alumnos y a las concepciones que dichos alumnos atribuyen a sus profesores. Las respuestas fueron analizadas mediante el método lexicométrico, el mismo que se utilizó en el análisis de las respuestas de sus profesores. El análisis de las respuestas mostró que las concepciones de enseñanza de los alumnos se aproximan a la orientación de las concepciones de enseñanza que atribuyen a los profesores de los respectivos profesorados (matemática, biología y educación física). Los alumnos coinciden, en su amplia mayoría, en que enseñar es transmitir conocimientos. Si bien comparten la orientación general de esta concepción de enseñanza, presentan, como sus profesores, algunas variaciones según los profesorados. Estas variaciones se expresan fundamentalmente en las referencias a las condiciones, los procesos y los resultados que 335

intervienen en la enseñanza y también en el aprendizaje. Para los alumnos del profesorado de biología, enseñar es transmitir conocimientos científicos con el propósito de promover procesos de incorporación, asimilación, conexión e interrelación entre dichos conocimientos. Consideran que corroboran sus aprendizajes cuando los aplican en la resolución de problemas. Entre las condiciones de la enseñanza, mencionan la pericia del profesor y la actitud de respeto y consideración que debe mostrar hacia los conocimientos de los alumnos. Según este grupo, la motivación de los alumnos se suscita en la motivación o entusiasmo que el profesor les trasmite o, en las palabras de algunos de ellos, les «contagia» al enseñar. También los alumnos del profesorado de matemática consideran que enseñar es transmitir conocimientos científicos, pero incluyen la supervisión de la comprensión de los alumnos. Al precisar las actitudes de los enseñantes que favorecen estos aprendizajes, destacan: El respeto. La aceptación de los estados de conocimiento por los que transitan los alumnos para aprender. La tolerancia hacia los errores. La consideración de los tiempos personales de elaboración. La paciencia para reiterar las explicaciones sin perder el entusiasmo. Como los profesores de matemática, los alumnos (y futuros profesores de esa disciplina) manifiestan que la adquisición de nuevos conocimientos se produce a partir de conocimientos previos específicos de dicha área y supone dos momentos: 1. Actualización y toma de conciencia de conocimientos previos. 2. Supervisión y autocontrol de la comprensión sobre los conocimientos nuevos. Los alumnos del profesorado de educación física consideran, como sus compañeros, que enseñar es transmitir conocimientos, pero señalan la importancia que adquieren en este aprendizaje los señalamientos de los profesores en torno a los errores de los alumnos. La enseñanza para ellos comprende una serie ordenada de pasos: 1. Demostración de las actividades por parte de los profesores. 2. Ejecución inmediata por parte de los alumnos. 3. Corrección por parte de los profesores. Cuando los alumnos se refieren a las concepciones de enseñanza de los profesores a cargo de la formación pedagógica, se observa entre sus propias concepciones y las de estos profesores una polarización semejante a la que se observó en el estudio de las concepciones de los profesores de la formación pedagógica y los de matemática, biología y educación física. Las concepciones de los alumnos de los tres profesorados muestran importantes coincidencias con las concepciones de los profesores del área respectiva de conocimiento en que desarrollan la formación, pero se contraponen a las concepciones de enseñanza de los profesores a cargo de la formación pedagógica. La comparación entre 336

las respuestas a las preguntas relativas a las propias concepciones de enseñanza y aquellas que atribuyen a sus profesores revela que los alumnos reconocen las concepciones de los profesores de las dos líneas de formación en sus profesorados, pero no suelen adoptar las de los profesores a cargo de la formación pedagógica, es decir, las de quienes explícitamente se ocupan de la actividad de enseñar. Este contraste remite a la distinción establecida por Rodrigo, Rodríguez y Marrero (1993) entre conocimiento y creencia: los alumnos conocerían las concepciones características de los profesores de cada una de las dos líneas de formación, pero creerían en, o compartirían, las concepciones características de los profesores de la disciplina específica que ellos se preparan para enseñar.

Reflexiones finales El recorrido brindado por los tres estudios presentados nos posibilita reflexionar acerca de cómo operan en las clases universitarias de formación de futuros profesores de secundaria ciertos aspectos centrales que configuran una cultura de la enseñanza y el aprendizaje. En particular: quiénes y qué dispositivos aportan al conocimiento, qué tipo de conocimiento predomina en el discurso docente y quiénes facilitan el aprendizaje. Asimismo, la conjugación de distintos focos (concepciones-práctica discursiva; profesores-alumnos) y abordajes (encuesta-observación y registro de clases) suscita algunos comentarios de orden metodológico que no queremos dejar de señalar.

Quiénes aportan el conocimiento en la clase y qué dispositivos utilizan Claramente, en las clases de los profesorados de matemática, biología y educación física, cuyos profesores han demostrado en la encuesta una orientación centrada en el conocimiento, es el profesor quien lo selecciona, lo organiza y lo expone. La presentación del conocimiento se lleva a cabo en matemática y biología mediante el discurso verbal y el uso de recursos didácticos en los que éste se apoya. En educación física, en cambio, el conocimiento se presenta mediante la demostración de procedimientos físicos o corporales. En las clases de las tres disciplinas, el modo privilegiado de integrar al alumno es el chequeo sistemático a través del cual el profesor indaga el grado de ajuste entre el conocimiento que pretende enseñar y el conocimiento que el alumno manifiesta. En biología y matemática es recurrente el uso de recursos didácticos fuertemente apoyados en sistemas externos de representación (Martí, 2003), probablemente porque éstos permiten «encarnar» los conocimientos biológicos y matemáticos en medios más objetivables y revisables, y por ende más propicios para la explicitación y ajuste de ideas y procedimientos. En efecto, el alumno puede acercarse al conocimiento visualmente a través de dibujos y/o de esquemas o, como sucede en 337

matemática, tiene la oportunidad de seguir en el pizarrón el itinerario del pensamiento matemático vehiculizado y desplegado por el docente. En educación fisica, en cambio, el principal recurso didáctico es el cuerpo del docente, que funciona casi permanentemente como modelo, así como el cuerpo de los alumnos, que constituyen los «objetos» sobre los cuales los profesores llevan a cabo la corrección, provocando ajustes y autorregulaciones. ¿Qué sucede con los profesores de la formación pedagógica, quienes en la encuesta expresaron una orientación hacia la enseñanza centrada en la actividad de los alumnos y la facilitación de su aprendizaje? En el desarrollo de sus clases, estos profesores suelen invitar a los alumnos a «traer» a clase sus conocimientos y posteriormente seleccionar el conocimiento relevante o pertinente. En este contexto, sería entonces el alumno el que presenta o aporta el conocimiento en clase, en tanto que el profesor indaga y a partir de lo que dice el alumno aclara, argumenta, sugiere. La corrección, en este caso, se muestra en la reformulación particularmente mediante el planteo de sugerencias. La presentación del conocimiento científico se lleva a cabo a través de intervenciones relativamente indirectas y difusas, como las aclaraciones, las argumentaciones y las sugerencias, que casi siempre se estructuran a partir de los aportes de los alumnos. En síntesis, parecería que el tipo de conocimiento que predomina en la enseñanza de las tres disciplinas específicas es el conocimiento validado y consensuado por la comunidad académica. En las disciplinas pedagógicas o de la formación docente, en cambio, predomina fundamentalmente el conocimiento aportado por el alumno con el andamiaje provisto por los interrogatorios del profesor, o a través de la presentación de trabajos previamente elaborados a partir de las lecturas, guías de preguntas o consignas propuestas por el profesor.

Quiénes facilitan el aprendizaje Todos los profesores, en mayor o menor grado y con mayor o menor éxito, procuran facilitar el aprendizaje de sus alumnos. Sin embargo, y mostrando por lo general un notable acuerdo con las concepciones de enseñanza que expresan verbalmente fuera de clase, son distintos los modos a través de los cuales los profesores plantean esa facilitación en la práctica. Mientras los profesores de las disciplinas específicas (matemática, biología, educación física) procuran promover el acceso o la adquisición de un conocimiento científico, en las asignaturas pedagógicas este acceso no es un fin, sino más bien un medio para promover otros procesos, tales como la reflexión, la explicitación, la expresión y comunicación de las ideas propias del alumno. Es en este sentido que en las clases del área pedagógica el conocimiento de los alumnos suele adquirir mayor o igual importancia que el conocimiento científico.

Quiénes contribuyen a la constitución de las concepciones de enseñanza de los alumnos 338

Los resultados de los tres trabajos aquí presentados muestran concordancias entre las concepciones de enseñanza de los profesores y sus prácticas, y entre las concepciones de enseñanza de los profesores de matemática, biología y educación física y las concepciones de enseñanza de los alumnos de los respectivos profesorados. Informan además sobre la escasa incidencia de las concepciones de enseñanza de los profesores a cargo de la formación pedagógica en las concepciones de los alumnos. Curiosamente, los alumnos que cursan los profesorados no adoptan ni adaptan las concepciones de los profesores a cargo de las disciplinas que se relacionan específicamente con la actividad de enseñar, sino las de los profesores del área de conocimiento de su especialidad. En este sentido, podríamos decir que los futuros profesores toman como modelo de enseñantes a quienes los forman en el conocimiento específico que ellos se preparan para enseñar, pero no a quienes los forman en la enseñanza. Este resultado parece tener fuertes implicancias educativas, al cuestionar las mismas bases sobre las que se asienta el modelo de formación de profesores de secundaria en nuestro país. En efecto, la presencia de dos líneas de formación paralelas parece ser una opción poco propicia para las metas pedagógicas enunciadas. Claramente, no alcanza con «introducir» una línea de formación pedagógica en la formación disciplinar específica, sino que sería imprescindible avanzar en la integración de ambas vertientes.

Comentarios metodológicos Respecto a los dos estudios relativos a los profesores, queremos destacar que analizar en unos mismos grupos de docentes sus respuestas escritas en una encuesta sobre sus concepciones de enseñanza y sus actos de habla en situación de clase, nos ha permitido aproximarnos a las relaciones entre los modos de producción de representaciones de distinto nivel de explicitación. Teniendo en cuenta la naturaleza de los procesos mentales que intervienen al escribir, diríamos que en las respuestas escritas intervienen en mayor medida representaciones de carácter más explícito que en el discurso oral de la clase. En este caso, la demanda no asume la urgente inmediatez característica de la interacción didáctica en clase. Debemos tener en cuenta que se daba a la persona encuestada un tiempo acordado para responder, y que la escritura permite desplegar procesos de planificación y corrección que en el discurso oral en una interacción grupal adoptan una relevancia mucho menor y un ritmo generalmente vertiginoso. Sin embargo, hemos encontrado estrechas conexiones entre lo que estos profesores han escrito acerca de la enseñanza, por una parte, y lo que dicen y cómo lo dicen en situación de clase, por otra. En síntesis, los resultados presentados muestran una concordancia entre los contenidos representacionales que los profesores expresan sobre la enseñanza y la conducta discursiva que despliegan en clase. Podríamos decir que a través de dos producciones tan diversas (tanto por el tipo de discurso producido como por el propio contexto de producción), se reconoce al «mismo» docente. Concepciones y prácticas expresadas por los profesores de este estudio no parecen disociadas, sino que se corresponden notablemente, en coincidencia con lo planteado por Kember (1997) y Trigwell y Prosser 339

(1996) en torno a los profesores universitarios. Nos parece importante tener en cuenta, sin embargo, que se trata de una correspondencia en relación con un mismo objeto o problemática (la enseñanza no está vinculada aquí, por ejemplo, con unas concepciones epistemológicas o políticas, sino con el discurso en clase) y que el discurso escrito obtenido en la encuesta ha sido analizado a través de la estadística textual o lexicometría, que al basarse en la repetitividad de las unidades léxicas accedería a regularidades que caracterizan niveles representacionales bastante implícitos (Baccalá y de la Cruz, 2000). La utilización de la lexicometría en el análisis de las respuestas de profesores y alumnos de los tres profesorados, nos permitió encontrar asimismo importantes concordancias entre las concepciones de los profesores del área de matemática, biología y educación física y las concepciones de enseñanza de sus alumnos. La «herencia cultural» que opera en la adquisición de las concepciones de enseñanza de los alumnos de los tres profesorados parece encontrarse mediada principalmente por las concepciones y prácticas discursivas de los profesores del área de los conocimientos que en el futuro tendrán que enseñar, y suponemos que también, aunque esto último no se desprende de los estudios aquí presentados, por las de los enseñantes formales e informales que en otros niveles y contextos educativos despertaron su interés por el área de conocimiento en el que desarrollan su formación. A partir de los resultados alcanzados, nos parece de interés que la problemática de las concepciones de enseñanza de profesores y alumnos integre el plan de formación de los profesorados de los distintos niveles educativos. Muy en particular, en los que se desarrollan en los ámbitos universitarios, en donde la mayoría de los profesores, al considerarse profesionales más que enseñantes (Kember, 1997), no suelen asignar un lugar central a la problemática de la enseñanza (Pérez Echeverría, Pozo y Rodríguez, 2003) ni al modo en que desarrollan sus prácticas, aunque quizá sin saberlo constituyan modelos persistentes de enseñantes para sus alumnos.

1. La lexicometría es un método computacional de análisis de textos, que utiliza entre otros procedimientos el análisis factorial de correspondencias (Lebart y Salem, 1994). Uno de los estudios incluidos en el capítulo 5 da cierta idea de cómo se utiliza la lexicometría para analizar las concepciones de las personas acerca del aprendizaje. 2. Puesto que las categorías son post-hoc, es decir, se establecen sobre la base de lo efectivamente registrado en el corpus, no coinciden completamente con las utilizadas con relación al corpus de clases de primaria cuyo estudio se presenta en el capítulo 7.

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Quinta parte El cambio de las concepciones para la nueva cultura educativa

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17 ¿Qué cambia en las teorías implícitas sobre el aprendizaje y la enseñanza? Dimensiones y procesos del cambio representacional Nora Scheuer, Juan Ignacio Pozo

Introducción En este capítulo nos interesa retomar las reflexiones e inquietudes formuladas en la primera parte del libro, con el propósito de precisarlas, enriquecerlas y profundizar en ellas a partir de los resultados de los estudios que componen las partes segunda, tercera y cuarta. Para recuperar en unas pocas palabras el camino que hemos recorrido, podríamos decir que comenzamos con la identificación y justificación de un campo de investigación psicoeducativa relativamente novedoso: las concepciones implícitas de profesores y alumnos acerca del aprendizaje y la enseñanza, como factores claves –aunque ciertamente no únicos– de los cambios educativos requeridos para promover formas de aprender acordes con las nuevas demandas que plantea la participación en la emergente sociedad del conocimiento (capítulo 1). Luego, presentamos diferentes enfoques teóricos y metodológicos desde los cuales en las últimas dos o tres décadas se han abordado cuestiones emparentadas de forma más o menos directa con este campo (capítulo 2). A partir de esta revisión, optamos explícitamente por un enfoque, el de las teorías implícitas, justificamos esa opción y delineamos los principales rasgos de las teorías implícitas que mediarían las prácticas de aprender y, por tanto, también las de enseñar: la teoría directa, la teoría interpretativa, la teoría constructiva y una posición más difusa que llamamos posmoderna (capítulo 3). Creemos que los estudios que se incluyen en este libro (capítulos 4 a 16) contribuyen 342

globalmente a sostener empíricamente el enfoque de las teorías implícitas como marco teórico útil para describir y explicar las representaciones y prácticas que profesores y aprendices ponen en juego al transmitir y adquirir conocimientos. A la vez, este conjunto de estudios aporta nuevos matices para repensar esas teorías implícitas, sus relaciones con el conocimiento explícito y con la práctica, así como sus dimensiones y procesos de cambio. En este capítulo nos proponemos articular una revisión de las principales contribuciones de los estudios empíricos presentados. No se trata de ofrecer un resumen de estos trabajos, sino de atender tanto a aquellos aspectos que se reencuentran a través de los mismos y adquieren así mayor sustento, como a aquellas cuestiones que suscitan interrogantes o abren nuevas reflexiones. El capítulo está organizado en tres apartados. Tras situar el conjunto de estudios en un mapa común (según el objeto particular en el que focalizan y las metodologías en que se basan), el primer apartado revisa de qué forma, y con qué límites, los resultados obtenidos apoyan la perspectiva de las teorías implícitas. El segundo apartado repasa las teorías implícitas del aprendizaje y la enseñanza reconocibles en alumnos y profesores de los distintos niveles educativos, considerando especialmente dos transiciones claves: el paso desde una teoría directa a una teoría interpretativa y desde ésta a una teoría constructiva, en términos de cambios en las dimensiones de interiorización, complejidad y dinamización. También discutiremos brevemente cómo se sitúa la posición posmoderna en relación con las principales teorías según las dimensiones de cambio apuntadas. En algunas ocasiones, este repaso nos permitirá reflexionar sobre las relaciones entre las concepciones de alumnos y profesores, o entre concepciones y prácticas. En el tercer y último apartado analizamos los procesos de cambio representacional de esas teorías implícitas, centrándonos en la explicitación, la reestructuración y la integración jerárquica.

Las concepciones de aprendizaje y de enseñanza como teorías implícitas Según hemos señalado ya, en los capítulos 4 a 16 se presentan estudios empíricos sobre las concepciones de profesores y alumnos con respecto al aprendizaje y la enseñanza –o más bien, como se señalaba en la introducción general del libro con respecto al aprendizaje en la enseñanza– que están basados, en términos generales, en el marco teórico presentado en el capítulo 3, pero que difieren entre sí en muy diferentes aspectos. El cuadro 1 permite apreciar la riqueza y variedad de esos trece estudios –pero también sus limitaciones– según los participantes sean aprendices o enseñantes, según el nivel educativo en el que éstos se desempeñan (infantil, primaria, secundaria, universidad), la entidad psicológica que se investiga (teorías implícitas de aprendizaje343

enseñanza, concepciones de aprendizaje-enseñanza, creencias epistemológicas, prácticas declaradas de aprendizaje-enseñanza, prácticas de enseñanza, conocimientos teóricos explícitos), el dominio de referencia (dibujo, música, ciencias naturales en general y biología y física-química en particular, ciencias sociales en general y ética, historia y geografía en particular, lengua en general y escritura y lectura en particular, matemáticas, educación física, asignaturas pedagógicas, psicología) y diversas variables de los participantes (grado de instrucción general o específica, contexto sociocultural, rendimiento académico, situación profesional, especialidad, experiencia docente, etc.). Cuadro 1. Objeto de los trece estudios presentados en las partes segunda, tercera y cuarta del libro. (Entre paréntesis se identifican el o los capítulos correspondientes. Es preciso aclarar que varios estudios incluyen variables de la tarea que, pese a su interés, no recuperamos aquí)

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Por otra parte, el cuadro 2 muestra que otro importante factor de diversidad de estos trece estudios deriva de las metodologías de acceso y análisis de los datos. En cuanto al acceso a los datos, se ha apelado a técnicas tan diversas como son el registro de prácticas 345

de enseñar y aprender en contextos educativos naturales; entrevistas cara a cara con presentación de preguntas abiertas y tareas orales, gráficas y escritas de diverso tipo; autorrelatos escritos; cuestionarios escritos en escenarios más controlados, con formulación de preguntas abiertas y cerradas, así como de tareas de diverso tipo. Entre los procedimientos de análisis se encuentran la aplicación tanto de análisis cualitativos como cuantitativos, apoyados en técnicas de estadística descriptiva o inferencial. En suma, los estudios reunidos en este libro abordan una problemática común desde focos, ángulos y procedimientos que se diferencian a la vez que se complementan. Muestran por un lado la naturaleza caleidoscópica de nuestro objeto de estudio, que no puede ser apresado de forma simple y directa mediante una única metodología y con un único sistema de análisis, sino que debe considerar los múltiples niveles representacionales y la variedad de contenidos y contextos. Este carácter polifacético, o dinámico, de las concepciones entendidas como teorías implícitas justifica, en nuestra opinión, un abordaje como el adoptado en el conjunto de investigaciones presentadas en este libro, que se basa en la convergencia metodológica (Pozo y Rodrigo, 2001) más que en la aceptación de una metodología única o incluso de algunas tareas paradigmáticas (como ha predominado hasta la fecha en los estudios sobre teoría de la mente, que suelen adoptar la tarea de la «falsa creencia» como una prueba inequívoca y definitiva). Cuadro 2. Metodología de acceso y análisis de la información en los trece estudios. (Entre paréntesis se identifican el o los capítulos correspondientes. Como muchos de los estudios presentan una metodología convergente que combina diversas técnicas de acceso o de análisis, la referencia a un mismo capítulo puede encontrarse en más de una alternativa)

ACCESO A LA INFORMACIÓN

ANÁLISIS DE LA INFORMACIÓN

Registro de prácticas de enseñanza en contextos «naturales» (7, 8, 16). Entrevista individual con preguntas abiertas y con tareas de producción gráfica-escrita, selección y justificación (4, 5).

Análisis cualitativos a partir de categorías (4, 5, 7, 8, 10, 13, 14, 16), con aplicación de análisis estadísticos de diversos tipos.

Entrevista individual con tareas de producción, reconocimiento, denominación y justificación de clasificaciones (14). Autobiografía específica por escrito (13).

Análisis estadísticos de datos textuales o lexicometría (5, 13, 15, 16).

Cuestionario escrito individual con: – Preguntas abiertas (9, 15, 16). – Tareas de selección de respuestas dadas referidas a: tipos y características de prácticas habituales específicas (9),

Análisis estadísticos cuantitativos (6, 8, 9, 10, 11, 12, 14).

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dilemas habituales de enseñanza (6, 8, 12), clasificaciones de resultados de aprendizaje (14), creencias epistemológicas (10), metáforas de procesos de aprendizaje (11), conocimientos teóricos explícitos (11). – Tareas de justificación y explicitación de criterios (10, 11, 14). Esta convergencia metodológica se ve apoyada además porque esos diferentes métodos y enfoques usados en esos trece estudios confluyen, no obstante, en una pauta de resultados compleja, pero relativamente coherente, que en nuestra opinión podría resumirse así: 1. Niños, jóvenes y adultos, en situación de aprendices o de enseñantes, mantienen representaciones acerca de las entidades no directamente observables relacionadas con el aprendizaje y la enseñanza –aun cuando carezcan de conocimiento explícito o sistemático al respecto–. 2. Estas representaciones subyacen a una amplia gama de conductas: las respuestas orales, gráficas o escritas a preguntas que requieren describir, explicar, anticipar, evocar o reconstruir situaciones de aprendizaje o de enseñanza; las formas de resolver tareas de elección, reconocimiento o categorización relativas a componentes del aprendizaje o de la enseñanza, así como el discurso y las prácticas al aprender o al enseñar en escenarios supuestamente representativos de las prácticas habituales en el aula. 3. Esas representaciones pueden interpretarse de acuerdo con principios subyacentes o supuestos implícitos de naturaleza ontológica (qué tipo de entidad configura el aprendizaje), epistemológica (cuáles son los atributos del conocimiento que se aprende o enseña, cuáles son sus fuentes y cuáles son las relaciones entre el sujeto y el objeto de conocimiento) y conceptual (cómo se relacionan los componentes reconocidos en el aprendizaje). 4. Por lo tanto, en la medida en que pueden cobrar sentido a partir de esos principios, las concepciones muestran una tendencia hacia la coherencia conceptual, desde el punto de vista del investigador, e incluso una consistencia relativa en su uso por parte de profesores y alumnos, ya que se manifiestan en una diversidad de situaciones. 5. A su vez, el uso de estas representaciones o su activación en escenarios más o menos concretos pone de manifiesto ciertas variaciones en referencia a dominios, posiciones y contextos particulares (lo que indicaría un relativo pluralismo representacional), así como ajustes en función de las características particulares del escenario (lo que indicaría una relativa flexibilidad y capacidad de reconfiguración). 6. Esas representaciones son persistentes y suelen «sobrevivir» a muchas experiencias de formación específica (aunque es esperable que no a todas; remitimos a los capítulos 18 y 19), de modo que es posible identificar versiones de 347

teorías semejantes en personas de condiciones evolutivas y educativas muy diferentes –aunque, como veremos en el siguiente apartado, se registra un orden evolutivo en la emergencia de las teorías iniciales (el paso de una teoría directa a una teoría interpretativa)–. En síntesis, creemos que este conjunto de resultados sostiene globalmente la perspectiva según la cual las representaciones que las personas elaboran y usan –muchas veces con escasa conciencia– para dar cuenta del aprendizaje y de la enseñanza conforman teorías implícitas, en el sentido en el que las hemos definido en el capítulo 3. Si retomamos los criterios que Gopnik y Meltzoff (1997) establecen para caracterizar estas teorías, podemos apreciar que, de acuerdo con nuestros estudios, se cumplen los requisitos generales de abstracción (véase el punto 1 en el listado anterior), causalidad (punto 2), coherencia (punto 4) y compromiso ontológico (punto 3). A su vez, encontramos apoyo para otras características que en el capítulo 3 proponíamos para definir las teorías implícitas en el campo del aprendizaje y la enseñanza: unos supuestos de orden epistemológico y conceptual (punto 3), así como la noción de que esas teorías funcionan como un fondo preorganizado que se actualiza o incluso reconfigura en situaciones particulares de activación (puntos 4 y 5). Tanto este carácter relativamente dinámico de las concepciones acerca del aprendizaje y la enseñanza, como la tendencia aparentemente opuesta a su pervivencia a lo largo y ancho de la vida (punto 6) indican que las concepciones en este campo no dan lugar a etapas evolutivas cerradas. Esto sugiere que profesores y alumnos (desde un punto de vista educativo) o niños, jóvenes y adultos (si adoptamos una mirada más bien evolutiva) comparten en ocasiones su perspectiva acerca del aprender y del enseñar, lo que nos lleva a pensar que la promoción de procesos de cambio representacional necesarios para potenciar formas de aprender de mayor flexibilidad y autorregulación debería atender tanto a quienes asumen principalmente la tarea de enseñar (véase el capítulo 19), como a quienes asumen principalmente la tarea de aprender (véase el capítulo 18). Retomando la idea de que los estudios que se incluyen en este libro sustentan una interpretación relativamente común de las formas y los principios según los cuales se organizan las concepciones de las personas acerca del aprendizaje y de la enseñanza, resulta interesante enfatizar una vez más que estos resultados han sido alcanzados apelando a métodos muy diversos (véase cuadro 2). Como señalábamos antes, esta congruencia a través de una diversidad de procedimientos de acceso, registro y análisis de la información sirve para validar la estrategia de convergencia metodológica adoptada en su conjunto en estos estudios, ya que enfrentados a un objeto tan complejo y sinuoso como las concepciones sobre el aprendizaje y la enseñanza entendidas como teorías implícitas, todo acercamiento al tiempo que ilumina algunos componentes de esas concepciones oculta otros, por lo que no hay una única metodología que permita acceder a todos los componentes de esas concepciones. Sin embargo, por ello mismo, es preciso notar que estamos lejos de haber realizado un recorrido exhaustivo por el territorio de las teorías implícitas del aprendizaje y la 348

enseñanza. Para comenzar con los huecos más evidentes, no contamos en todos los niveles educativos con fuentes comparables de información en lo que hace a alumnos y a profesores, o a concepciones y prácticas. Por ejemplo, la segunda parte del libro, dedicada a educación infantil y primaria, nos acerca tanto a las concepciones de los profesores como a las prácticas que ejercen en clase (e incluso a la relación entre unas y otras, véase el capítulo 8), pero en el caso de los alumnos sólo se ocupa de sus concepciones. En el otro extremo de la educación formal, la parte cuarta se concentra en los alumnos universitarios, atendiendo tanto a sus prácticas declaradas como a sus concepciones, pero sólo uno de los estudios se ocupa de las formas en que los profesores se representan y ejercen la enseñanza (capítulo 16). Una limitación quizá más importante es que en este conjunto de estudios no contamos con ningún análisis de procesos dinámicos de cambio, tales como los que podrían provenir de estudios longitudinales o de estudios experimentales que midan el efecto de intervenciones educativas específicas sobre las concepciones y prácticas de aprendizaje y enseñanza (una excepción es el capítulo 14 que toma como variable el grado de instrucción en psicología). Podríamos decir que disponemos de un álbum bastante nutrido de fotografías (algunas panorámicas, otras con alta graduación de zoom) de las representaciones y prácticas de aprendizaje y enseñanza de distintos agentes en una variedad de circunstancias. Pero no tenemos por ahora ningún vídeo de cómo esas representaciones y prácticas cambian de acuerdo con distintos factores. No obstante, creemos que la contrastación del repertorio de fotografías del álbum que ofrece este libro hace posible reflexionar acerca de cuáles serían las principales dimensiones y procesos de cambio representacional entre las principales teorías implícitas que inferimos. Los siguientes apartados de este capítulo se proponen avanzar en esa dirección.

Dimensiones de cambio representacional De la teoría directa a la teoría interpretativa Un primer repaso general de los resultados de los trece estudios muestra que prácticamente en todos ellos encontramos respuestas, formas de resolver tareas o prácticas de aprendizaje o enseñanza (on line o declaradas) acordes con la teoría directa del aprendizaje, según se describió en el capítulo 3. Es decir, parecería que, a pesar de las diferencias encontradas en la forma de manifestar esa teoría, tanto los profesores como los alumnos de todos los niveles educativos apelan, al menos en algunas ocasiones, a los principios de esta teoría simplificadora del aprendizaje. Pero, ¿se trata en todos los casos de una «misma» teoría directa? Y, ¿su presencia o importancia es pareja a través de los distintos niveles educativos, según consideremos a los alumnos o a sus profesores, o según otras condiciones de los propios participantes? Creemos que en el conjunto de resultados es posible distinguir básicamente dos versiones de esta teoría, según se privilegie el componente de las condiciones del 349

aprendizaje o sus resultados. La versión que se infiere principalmente en el nivel infantil y primario se centra en el componente de las condiciones, ya que se caracteriza por enfatizar la agencia, no de quien aprende, sino de quien tiene la competencia o autoridad para enseñar. Se da por sentado que es el enseñante quien dirige y controla la conducta del aprendiz, al presentarle modelos acabados de productos o procedimientos, o al indicarle la realización de acciones concretas sin proveerle ni la información ni la retroalimentación necesarias para la construcción progresiva de procesos de autorregulación. Este enfoque se advierte en algunas entrevistas a alumnos de educación infantil, primero y cuarto grado, con relación al aprendizaje del dibujo y de la escritura (capítulos 4 y 5), pero también en las respuestas de unos pocos profesores ante dilemas que involucran la enseñanza procedimental (capítulos 6 y 8), en las prácticas de una profesora que enseña matemáticas y ciencias naturales en primer grado (capítulo 7) y en las de un profesor de conservatorio de música (capítulo 8). Las observaciones realizadas ponen de manifiesto que estos dos profesores emiten continuamente demandas de actividad que casi no enmarcan, justifican, ni explican. Parecen ejercer la enseñanza principalmente mediante el ordenamiento unidireccional de la postura o las acciones de sus alumnos, lo que sugiere que los conciben como ejecutores de demandas externas. Da la impresión de que para estos profesores, el fundamento de sus demandas proviene de un valor a priori inherente a la autoridad epistémica, pedagógica y social que encarnan como responsables de la transmisión del conocimiento curricular. ¿Se encuentran rastros en niveles educativos posteriores de una teoría directa centrada en las condiciones? En términos generales, diríamos que, sin ser ya dominante, sigue teniendo una presencia nada desdeñable en los resultados de los estudios realizados en el contexto de la educación secundaria o universitaria. Así, encontramos una versión de esta teoría que atribuye la agencia o el origen del conocimiento al enseñante, en las respuestas de justificación y explicitación de criterios respecto de la naturaleza epistemológica del conocimiento dadas por la mayoría de los alumnos de secundaria y bachillerato (capítulo 10), quienes, por ejemplo, se basan en la autoridad y cualidades del enseñante para establecer quién tiene más razón en sus afirmaciones. Otra concepción del aprendizaje reducida a las condiciones la encontramos entre los alumnos universitarios con escaso nivel de conocimiento específico en psicología, quienes tienden a organizar los contenidos de aprendizaje en función de la materia o asignatura en la que los han estudiado (capítulo 14). A su vez, la forma en que alumnos universitarios ingresantes refirieron un tiempo inaugural en la propia relación con la lectura (capítulo 13) jerarquiza las condiciones del aprendizaje, ya que relatan que su participación en situaciones de lectura consistía en «recibir» la lectura ejercida por otros –y disfrutarla–. Una segunda versión de la teoría directa se centraría en el componente más estático del aprendizaje: los resultados. Aunque esta versión se reconoce en alumnos y profesores de todos los niveles educativos, no sorprende que quienes la expresen de forma más clara y sobre todo consistente sean niños que cursan educación infantil o inician la primaria (capítulos 4 y 5). Se trata de algunos de los preescolares menores cuando se refieren al aprendizaje del dibujo y de niños algo mayores cuando se refieren a 350

la escritura. Al dar cuenta del aprendizaje, estos niños se focalizan en los productos, concebidos como logros aditivos para cuya adquisición basta exponerse a modelos de productos convencionales, o ejecutar una actividad global de producción. El leve desfase evolutivo entre la manifestación de esta versión de la teoría directa según se trate del dibujo o la escritura podría estar indicando un efecto de la experiencia y conocimiento específicos, de modo que a menor conocimiento específico (escritura) se recurra a una teoría más simple del aprendizaje a edades más avanzadas. También en las respuestas y prácticas de algunos profesores de primaria encontramos una visión similar del aprendizaje, de acuerdo con la cual la enseñanza debe promover la adquisición de copias fidedignas de conocimientos externos, fijos y absolutos. Se trata de las respuestas de unos pocos profesores y estudiantes de profesorado a dilemas de planificación y desarrollo de la enseñanza (capítulo 6), para quienes no parecen caber muchas dudas acerca de cuál es el conocimiento verdadero, los conocimientos previos son errores que la enseñanza debe erradicar, las mejores fuentes de conocimiento son productos impresos de autoridad epistémica acreditada académicamente, la evaluación no sólo debe, sino que también puede distinguir objetivamente entre lo que los alumnos saben y no saben… Llama la atención que estas respuestas sean más frecuentes entre los profesores en ejercicio que entre quienes se están educando para serlo. Como se reflexiona en el capítulo 6 –y también en relación a la educación secundaria en el 12–, este resultado podría explicarse de diversas maneras, desde la idea de que la cultura educativa y la organización características de los ámbitos escolares podría estar potenciando un acercamiento directo en mayor medida que los ámbitos de formación, hasta la gran dificultad para relacionar las teorías psicológicas y educativas con las que se contacta durante la etapa de formación (que en su mayoría postulan procesos mediacionales de distinta índole) con los problemas y requerimientos de la práctica docente diaria. Esta versión marcadamente objetivista de la teoría directa también identifica las prácticas discursivas de una profesora de primaria al enseñar matemáticas a alumnos mayores (capítulo 7), caracterizadas por la preeminencia de preguntas concretas que tienden a activar en los alumnos procesos de reconocimiento de unidades aisladas de conocimiento nominal. Asimismo en el nivel secundario se encuentran distintas huellas de la teoría directa centrada en la reproducción de productos externos. Por ejemplo, un tercio de los alumnos y casi un cuarto de los profesores asignan a la copia de textos un nivel medio de frecuencia entre las tareas escolares de escritura y lectura (capítulo 9); una importante proporción de alumnos (especialmente en el primer ciclo) conciben la adquisición de conocimiento como generación rápida y simple de copias (capítulo 10) y aproximadamente el 20% de los profesores en ejercicio expresa que los contenidos de enseñanza configuran un fin en sí mismos (capítulo 12). Pero es en la selección de metáforas por parte de profesores en Colombia (capítulo 11) referidas a los procesos de relación (o incorporación) y recuperación que intervienen en el aprendizaje donde una teoría directa se manifiesta con mayor frecuencia. En efecto, las metáforas según las cuales los conocimientos escolares sustituyen a los conocimientos previos y que dan por 351

supuesto que una vez que un conocimiento se graba en la mente estará siempre disponible para ser recuperado (lo que podría explicar en parte por qué la enseñanza no suele preocuparse por la transferencia del aprendizaje), superan el 40% de las elecciones, siendo aún más frecuentes al dar cuenta de aprendizajes de hechos fragmentados y entre profesores que no han participado de procesos de formación docente. En la línea de este último resultado, la elección de estas metáforas «directas» correlaciona con un bajo nivel de conocimiento explícito acerca de las teorías psicológicas del aprendizaje. Incluso entre alumnos universitarios encontramos algunos indicios de la focalización en los resultados del aprendizaje. Al realizar y reconocer clasificaciones de contenidos específicos de aprendizaje, la mitad de alumnos con poco conocimiento psicológico se basaron principalmente en criterios disciplinares, sin tener en cuenta la diversidad de procesos implicados al aprender hechos, conceptos, técnicas o estrategias enmarcados en una misma asignatura (capítulo 14). A su vez, los autoinformes respecto de cómo resumen para estudiar prevalecientes entre alumnos que inician sus estudios universitarios con un rendimiento académico poco satisfactorio indican que, para ellos, resumir es una tarea básicamente extractiva de unidades simples de conocimiento (capítulo 15). En un marco diferente, también nos remite a esta forma de pensar el aprendizaje la evocación que estudiantes universitarios ingresantes ofrecen de sus pasos iniciales en la lectura ejercida por sí mismos (capítulo 13), ya que destacan principalmente los productos objetivos que, según ellos, eran capaces de reconocer o producir oralmente (letras) y combinar en unidades de orden superior (palabras, frases). En conjunto, parecería que los resultados presentados a lo largo de este libro apoyan la idea de que la teoría directa caracteriza las formas en que niños pequeños y aprendices «novatos» en un área conciben el aprendizaje. No obstante, esta teoría aparece en forma residual en aprendices más avanzados e incluso en profesores, evidenciando cierta correlación con bajos niveles de rendimiento académico o de formación docente o psicológica. En estudios futuros sería interesante deslindar las variables evolutiva y de aprendizaje, con el fin de analizar si el recurso a esta teoría se reconoce en las primeras fases de aprendizajes diversos, más allá de la edad de los aprendices. Podríamos pensar que la teoría directa ofrece una herramienta relativamente funcional a la hora de comenzar a aprender en un campo, al no poner en duda el valor de los contenidos que deben aprenderse. Incluso, fragmentar esos contenidos en «trozos» claramente identificables podría tener cierta funcionalidad, al ofrecer al propio aprendiz unos parámetros visibles de sus avances, ya se trate de dominar una pieza musical, de escribir o expresar oralmente unas palabras, de realizar una secuencia de movimientos, o de reconocer un concepto. Esta teoría directa se apoya en una ontología cosificadora de acuerdo con la cual el aprendizaje es un hecho o producto que tiene o no tiene lugar, implica una epistemología netamente dualista según la cual el conocimiento es la realidad como imagen fija e inapelable que el aprendiz debe ser capaz de captar fielmente y se organiza de acuerdo con una lógica lineal simple de tipo causa/efecto. Por tanto, no es de extrañar que constituya un marco demasiado restringido para dar cuenta de aprendizajes prolongados, complejos y abiertos que requieran de la intervención de un aprendiz agente 352

y reflexivo. De hecho, todos los estudios que componen las partes segunda, tercera y cuarta de este libro muestran que muchas de las respuestas y prácticas que alumnos y profesores manifiestan en los distintos niveles educativos remiten a los principios de una teoría interpretativa del aprendizaje. Como se propuso en el capítulo 3, el paso hacia esta teoría implica mayores niveles de complejidad y dinamización en la conceptualización del aprendizaje, ya que integra el componente de las acciones y procesos mentales del aprendiz como eslabón crítico entre las condiciones del aprendizaje y los resultados que se alcanzan o se pretende alcanzar. En este mismo sentido puede leerse el que los resultados, lejos de pensarse únicamente en términos de todo o nada, se conciban en función de cambios cuantitativos recurrentes o incluso de cambios cualitativos en las formas de hacer y representar. A su vez, jerarquizar la actividad del aprendiz indica cambios en los modos de concebir la agencia de aprendizaje, que comienza a situarse en el aprendiz en lugar de exclusivamente en el mundo externo, aunque no alcance a tocar los supuestos epistemológicos más básicos, ya que se mantiene la preocupación por el logro de un aprendizaje reproductivo. En efecto, la exhaustividad y fidelidad del conocimiento aprendido con respecto al conocimiento fuente o modelo siguen considerándose como parámetros principales de éxito, sin valorar procesos de cambio con respecto a la fuente o modelo. Pero, ¿qué matices asume la teoría interpretativa en los estudios realizados? En el caso de los niños, una versión básicamente agentiva de esta teoría es reconocible a partir de la última etapa de la educación infantil con relación al dibujo (capítulo 4) y del inicio de la escolaridad primaria en lo que respecta a la escritura (capítulo 5)1. En sintonía con los avances esperables en su comprensión de la mente (Wellman, 1990; véase también el capítulo 2), estos niños expresan de muchas maneras que el aprendiz media el aprendizaje a partir de sus estados mentales y de su actividad, tanto manifiesta como mental. En primer lugar, la disposición afectiva positiva aparece como condición básica, indispensable, para el aprendizaje. Además, aprender requiere elaborar representaciones internas de lo que se aprende y supone realizar secuencias complejas de acciones dirigidas a metas y orientadas por criterios interiorizados de corrección. Se aprende haciendo, pero ese hacer no se reduce a la ejecución automática de acciones aisladas o carentes de sentido, sino que implica relacionar las acciones entre sí, así como con fines y estándares bastante precisos. Se trataría, recuperando el modelo de redescripción representacional de Karmiloff-Smith (1992), al que hemos aludido en repetidas ocasiones en este libro, de procedimientos desempaquetados y, por tanto, parcialmente explicitados. Llama la atención que cuando los alumnos universitarios evocan cómo leían al avanzar en su escolaridad primaria, expresan un enfoque muy similar al que acabamos de describir, al dar cuenta de los estados afectivos que sostenían o bloqueaban su relación con la lectura y enfatizar el logro de una maestría procedimental que posibilitó que la lectura se hiciese pública y fluida (capítulo 13), en estrecha consonancia con la fase de confirmación, fluidez y despegue de lo impreso identificada por Fitzgerald y Shanahan (2000). También remiten a esta versión agentiva de la teoría interpretativa las prácticas de enseñanza de un profesor de música que, en un marco afectivo armonioso, orienta 353

sus esfuerzos a promover en los alumnos la realización de procedimientos complejos y a transmitir criterios estrictos de corrección (capítulo 8). Esta modalidad de enseñanza difiere de aquellas enraizadas en una teoría directa en que integra importantes grados de información y justificación en las indicaciones que imparte. Además, este profesor se dedica a gestionar las representaciones y procesos mentales del aprendiz, al abocarse a iniciar y guiar procesos de autoevaluación y de establecimiento de metas2. En el nivel secundario, el capítulo 9 muestra la concepción de un aprendizaje reproductivo pero no inmediato, sino laborioso y extendido en el tiempo, a través de la predilección de profesores y alumnos por tareas de escritura y lectura de una única fuente. Aunque esas tareas se dirigen a incorporar y reproducir conocimientos dados y unívocos, requieren procesos mentales de selección, jerarquización y repaso. Algo muy similar suelen expresar alumnos universitarios de rendimiento académico satisfactorio respecto de cómo realizan sus resúmenes para estudiar (capítulo 15), cuando integran en sus reconstrucciones unos procesos mentales de carácter elaborativo aunque enmarcados en una orientación eminentemente reproductiva, como son la intención y el control de la comprensión, el análisis de ideas principales y subordinadas o incluso el propósito de traducir lo nuevo de acuerdo con lo conocido. Otros resultados acordes con una teoría interpretativa del aprendizaje parecen remitir a una versión sustitutiva del aprendizaje, que acentúa la necesidad de contemplar los conocimientos de los alumnos para reemplazarlos o corregirlos de acuerdo con los conocimientos disciplinares escolares, científicos o «correctos». Por ejemplo, las prácticas discursivas de una profesora al enseñar ciencias naturales y sociales a alumnos de primer grado de primaria (capítulo 7) se orientan principalmente a la gestión externa de las ideas de los niños, mediante la recuperación, ajuste y ampliación de las mismas. A su vez, los estudios de las teorías implícitas de profesores de primaria y secundaria, sea en ejercicio o en formación (capítulos 6 y 12), revelan una perspectiva semejante. En efecto, la teoría interpretativa –básicamente según esta versión sustitutiva– predomina globalmente en las respuestas de profesores y futuros profesores de secundaria para los escenarios de enseñanza de conceptos y motivación y es la segunda teoría más frecuente en las respuestas de profesores y estudiantes de profesorado de primaria ante diversos dilemas de enseñanza. En todos los casos, se trata de la teoría predominante cuando se abordan escenarios relacionados con el uso de los conocimientos previos de los alumnos en la adquisición de conceptos, seguramente el contenido nuclear de una enseñanza basada en criterios disciplinares. No es casual que así sea, ya que, desde este enfoque, la enseñanza tiene como meta la acumulación de contenidos; la formulación de los conocimientos previos es útil para compararlos con los conocimientos escolares y reemplazarlos por éstos; el desarrollo pone un límite a la enseñanza, que debe «esperar» a que ciertas capacidades se constaten para no provocar errores innecesarios. La motivación es indispensable para aprender, pero es una condición afectiva de partida, tal como sucede con las emociones y los sentimientos en general, que se consideran como carriles separados de los procesos cognitivos. Pueden usarse diferentes métodos de evaluación, siempre que en última instancia quede bien en claro qué es lo que está bien y 354

qué es lo que está mal. Este panorama se completa cuando apreciamos que, tanto cuando definen la enseñanza y hablan sobre ella como cuando la ejercen, los profesores universitarios que enseñan biología o matemáticas a futuros profesores de secundaria de esas especialidades se centran en los contenidos de aprendizaje e intentan recurrir de diferentes modos a los conocimientos previos de sus alumnos, principalmente para descartarlos o corregirlos (capítulo 16), al igual que se observaba también en niveles educativos inferiores, en los que el tratamiento de los conocimientos previos es similar (capítulos 6 y 12). Es decir, estos especialistas que, por lo general, no han participado de una formación pedagógica sistemática y que, según los resultados del estudio, funcionan como auténticos modelos para los futuros profesores, parecen considerar que para adquirir el conocimiento científico es preciso superar unos conocimientos iniciales erróneos o insuficientes. El hecho de que, según muestra el capítulo 11, la mayoría de los profesores de secundaria estudiados en Colombia seleccionen metáforas interpretativas para los procesos de retención y organización apunta en el mismo sentido: especialmente en lo que hace al aprendizaje de conceptos, la «grabación» fiel del conocimiento en la mente del aprendiz refleja la lógica disciplinar y requiere la intervención de procesos y técnicas deliberadas. Por último, en algunos estudios se reconoce una versión de la teoría interpretativa de tinte subjetivista que, al considerar de diversas maneras las perspectivas emocionales e incluso epistémicas del aprendiz, anuncia los rasgos de la teoría constructiva. Este enfoque sugiere un comienzo de integración de las dos direcciones de ajuste señaladas por Searle (1983): no sólo la dirección desde afuera hacia adentro, manifestada por la preocupación por la incorporación de conocimiento externo, sino también la dirección de adentro hacia fuera, de modo que el aprendizaje se representa en términos de una relación bidireccional. Esta versión de la teoría interpretativa que parece expresar mayores grados de interiorización en el aprendizaje, pero también de complejidad y dinamización de las relaciones que intervienen en este proceso, se reconoce principalmente en estudios dedicados a captar la perspectiva de los alumnos. Algunos alumnos de cuarto grado y especialmente los alumnos de séptimo grado de primaria manifiestan que para ellos aprender a dibujar3 o a escribir implica cambios no sólo en sus estados sino también en sus procesos mentales e incluso en su propia persona (capítulos 4 y 5). Aprender a dibujar o a escribir no se reduce para ellos a incorporar reproductivamente un sistema complejo de representación; también implica seleccionar lo que les interesa desde un punto de vista que les es propio y los identifica, así como combinar en su producción las convenciones preexistentes, que la harán comprensible a los demás, con un sello personal, que a su vez la distinguirá de las producciones de otros. Nuevamente, encontramos un notable paralelismo entre la voz de los niños mayores y adolescentes, por una parte, y la de los alumnos universitarios que reconstruyen sus modos anteriores de leer, por otra. Precisamente, el reconocimiento y la valoración de las improntas personales caracterizan los relatos de estos últimos sobre la lectura en el tiempo de la adolescencia, como actividad que se elige y configura según preferencias personales 355

(capítulo 13). Por último, sólo el caso de una profesora que enseña lengua a alumnos de séptimo grado (capítulo 7) parece indicar una versión subjetivista de la teoría interpretativa, ya que combina la instrucción verbal con la indagación y apreciación de conocimientos, experiencias y opiniones de los alumnos, en el marco de diálogos que favorecen la conexión entre el conocimiento escolar y las experiencias extraescolares y perspectivas de los alumnos.

De la teoría interpretativa a la teoría constructiva Tal como acabamos de reseñar, es fácil encontrar manifestaciones de una teoría implícita interpretativa del aprendizaje, tanto en el discurso como en las prácticas de profesores de diversos niveles educativos, así como en las propias concepciones de los alumnos en esos mismos niveles educativos, e incluso entre algunos de los niños más pequeños estudiados aquí. De hecho, esos estudios (capítulos 4 y 5) han mostrado cómo se construyen a partir de los cinco o seis años esas posiciones interpretativas mediante un proceso de interiorización de las actividades de aprendizaje –que pasan de ser conductas externas a actividades mentales o cognitivas, gestionadas no sólo externamente, sino también internamente, por el propio niño– que se acompaña también de un aumento de la complejidad de esas concepciones –al incorporar nuevos elementos y factores que van exigiendo relaciones y estructuras causales cada vez más sofisticadas, múltiples, bidireccionales, etc.– y de una creciente explicitación de esas concepciones, que se van haciendo más conscientes y por tanto más controlables por el propio aprendiz. Parece que esa transición, al menos en los contextos de enseñanza formal en que se socializan la mayor parte de los niños en nuestras sociedades, se produce con una cierta facilidad o generalidad, haciendo que los niños asuman su condición de agentes de su propio aprendizaje. Este dato es congruente con la caracterización que en el ya remoto capítulo 3 hacíamos de estas dos teorías. De acuerdo con aquélla, entre las teorías directa e interpretativa no existía una verdadera ruptura epistemológica, al asumir ambas un mismo realismo epistemológico, según el cual el aprendizaje consiste en apropiarse de un conocimiento previamente establecido, ya sea de modo directo o reproductivo (teoría directa) o con la mediación de ciertos procesos (teoría interpretativa). Tampoco existía una ruptura radical en las entidades ontológicas desde las que implícitamente se representa el aprendizaje, si asumimos con Chi y Roscoe (2002) o Pozo y Gómez Crespo (1998) que el paso de los estados a los procesos de aprendizaje no implica tal ruptura. Y finalmente, las relaciones causales y las estructuras a que dan lugar –si bien aumentan, como hemos visto en complejidad, al multiplicarse esas relaciones e incluso hacerse bidireccionales– siguen apoyándose en estructuras de causalidad lineal, por lo que tampoco supondrían una reestructuración radical en el sentido defendido en aquel capítulo 3. En cambio, se defendía allí que el paso de una teoría interpretativa a una teoría constructiva sí suponía un cambio representacional radical en cada una de esas tres 356

dimensiones señaladas, al superar el realismo epistemológico y requerir interpretaciones en términos de sistemas basados en estructuras de interacción. ¿Se produce ese cambio representacional entre los alumnos y profesores estudiados en los distintos capítulos de este libro? ¿Podemos encontrar entre ellos ejemplos de una teoría constructiva del aprendizaje? Y si es así, ¿qué condiciones favorecen ese cambio representacional? ¿Se trata de un cambio tan exigente y difícil como se anticipara en el capítulo 3, o más bien de un cambio que acaba por producirse de forma más o menos «espontánea», dadas unas condiciones mínimas o normales de exposición a contextos de educación formal, como parece suceder, según hemos analizado, con el paso de una teoría directa a una teoría interpretativa? Aunque no podemos detenernos aquí en todos los datos referidos en los trece estudios diferentes que se recogen en este libro (véase el cuadro 1), un esbozo de sus principales tendencias resulta, creemos, bastante clarificador sobre la naturaleza de ese cambio, al tiempo que abre nuevas preguntas. Tal como hemos visto, en el período de la educación primaria los niños llegan a adoptar posiciones interpretativas, algunas de ellas bastante sofisticadas (véanse los capítulos 4 y 5), pero nada nos autoriza a hablar, al menos entre los niños aquí estudiados, de concepciones constructivas. Incluso cuando algún profesor muestra una enseñanza constructiva, como parece suceder con uno de los profesores de música cuya práctica se analiza en el capítulo 8, no hay pruebas de que su alumno adopte, a su vez, una concepción constructiva del aprendizaje, posiblemente porque, entre otras muchas razones no analizadas aquí, ese cambio en caso de producirse requeriría una práctica mucho más sostenida de la que se analiza en ese estudio. Aunque a partir de los análisis hechos en los estudios presentados en las partes tercera y cuarta no podemos conocer las prácticas de enseñanza a que han sido sometidos los alumnos estudiados, si la exposición a una enseñanza constructiva promoviera, como es de esperar, concepciones del aprendizaje constructivas en los alumnos cabría esperar que, en caso de haberse producido esas prácticas, las concepciones constructivas aparecieran con más probabilidad en alumnos de más edad, que de acuerdo con las investigaciones sobre metacognición (por ejemplo, Martí, 1995; Mateos, 2001) tienen una mayor capacidad de explicitación de sus propios procesos de aprendizaje. El estudio presentado en el capítulo 10 sobre las creencias epistemológicas implícitas, si bien no se ocupa como tal del aprendizaje, proporciona datos que podrían interpretarse en ese sentido, ya que en él los alumnos de educación secundaria tienden a preferir las posiciones constructivistas sobre las objetivistas o las relativistas cuando se trata de dar cuenta de la naturaleza del conocimiento. Pero esta conclusión debe ser atemperada cuando se compara esta preferencia, evaluada mediante una tarea de reconocimiento, con las justificaciones proporcionadas por esos mismos alumnos para sus elecciones o con los criterios en los que se basan para decidir la validez del conocimiento. A diferencia de lo que sucede con los profesores de secundaria, de los que luego nos ocuparemos, estos alumnos, cuando la tarea, en lugar de reconocer una posición, exige explicarla o explicitarla, recurren a posiciones epistemológicas más simples, esencialmente objetivistas o realistas. Parece que aunque los alumnos reconocen la conveniencia de una posición 357

constructiva sobre la naturaleza del conocimiento, no son efectivamente capaces de desplegarla o ponerla en práctica. Como veremos, esta disociación entre diferentes niveles representacionales va a ser uno de los rasgos recurrentes en esta transición hacia una visión constructiva del aprendizaje. Según comentamos en el apartado anterior, en otro de los estudios que analiza las concepciones del aprendizaje de los estudiantes de secundaria, en el capítulo 9 se observa que, de hecho, cuando tienen que informar de algunas de sus actividades más usuales en las aulas, como leer y escribir, tienden a referirse –en este caso, al igual que sus profesores– a prácticas más cercanas a una epistemología objetivista que constructiva, o, si se prefiere, y tal como se señala en el propio trabajo, sus concepciones de la lectura y la escritura están más próximas, en los términos de Scardamalia y Bereiter (1987), a los modelos de «decir el conocimiento» que a los de transformar ese conocimiento. Dicen leer y escribir más para reproducir el conocimiento –en ocasiones con la mediación de ciertos procesos o actividades interpretativas– que para construirlo o reconstruirlo. Este dato es, por lo demás, consistente con otros estudios que analizan las prácticas de esos mismos alumnos de secundaria en la propia escritura (por ejemplo, Castelló, 1999) o en la toma de apuntes (Monereo y otros, 2003) en estudiantes de secundaria e incluso de universidad: lejos de servir como recursos epistémicos para construir nuevos significados o sentidos en lo aprendido, los alumnos escriben para repasar o, en el mejor de los casos, retocar –o «interpretar»– lo que creen que deben aprender. Aunque con algunas diferencias relevantes, en el estudio presentado en el capítulo 9 los profesores parecen compartir esas mismas metas, o al menos reconocen promoverlas. Como vimos, algo similar se encuentra en el capítulo 15 cuando se analizan concepciones sobre la elaboración de resúmenes, pero en este caso en estudiantes universitarios. La dificultad de los alumnos, incluso de los universitarios, para asumir posiciones constructivas se ve avalada por otro estudio, presentado en el capítulo 14 que adopta una metodología diferente, más indirecta y, por tanto, más dirigida al estudio de los niveles representacionales más implícitos. Mediante tareas de clasificación de contenidos de aprendizaje, se muestra el predominio entre los alumnos universitarios de representaciones basadas en los objetos del aprendizaje, una nueva versión del objetivismo y de la reducción ontológica del aprendizaje a estados de conocimiento. Sólo entre aquellos que han recibido instrucción explícita en psicología del aprendizaje aparecen sistemáticamente interpretaciones basadas en procesos (que en nuestro análisis teórico se corresponderían con posiciones interpretativas), no encontrándose formas de estructurar esas situaciones de aprendizaje que adopten los rasgos dinámicos y complejos de una posición constructiva, ni siquiera entre los estudiantes con formación explícita en procesos de aprendizaje. Si bien cabe pensar que la propia naturaleza de la tarea de categorización restringe el uso de esas representaciones más dinámicas –de hecho, otros estudios con muestras comparables han encontrado, también con técnicas indirectas, una mayor presencia de posiciones constructivas en los estudiantes de psicología (Aparicio, en preparación)–, no puede afirmarse que los estudiantes universitarios, incluidos los que 358

están terminando la carrera de psicología, recurran a la teoría constructiva para organizar los problemas de aprendizaje a los que se enfrentan. Sin embargo, el lector atento y paciente de los capítulos que anteceden a éste sí puede encontrar dos estudios en los que algunos estudiantes universitarios recurren a esa teoría constructiva no sólo de forma frecuente, sino incluso mayoritaria. En contraste con todos los datos que acabamos de ver en los capítulos 6 y 12 que se apoyan en una metodología similar, basada en el reconocimiento de ideas a través de una tarea de dilemas, estudiantes universitarios que se están formando para ser profesores de primaria (capítulo 6) o de secundaria (capítulo 12) usan de modo mayoritario la teoría constructiva en sus opciones de respuesta para la mayor parte de los escenarios o dimensiones estudiados, con la excepción del aprendizaje de conceptos, que suele ser el que constituye el núcleo del aprendizaje de las disciplinas universitarias, en el que se acercan más a posiciones interpretativas. Tal vez este dato ayude a entender la aparente contradicción con los datos presentados en el capítulo 16, en el que con una metodología diferente, se comprueba que estudiantes universitarios de profesorado, cuando se trata de pensar en la enseñanza de su disciplina, no recurren a su conocimiento explícito de las teorías psicopedagógicas, sino que se acercan al discurso, más cercano a las posiciones interpretativas, e incluso directas, de los profesores especialistas en su materia (biología, matemáticas, etc.). Cabe señalar también las diferencias en los contextos de formación de los estudiantes de profesorado: la formación docente parece tener mayor peso en la formación de profesores de primaria (capítulo 6) que en un profesorado de secundaria (capítulo 16) y en el período abocado exclusivamente a la formación pedagógica para profesores de secundaria (capítulo 12) que en un profesorado que, según se expresa en el capítulo 16, yuxtapone dos líneas de formación (disciplinar y psicopedagógica), sin integrarlas. Parece que el alejamiento de los discursos teóricos o hipotéticos, o si se prefiere, el acercamiento a la práctica de la enseñanza de las disciplinas, modera en buena medida esas posiciones constructivas mantenidas en una tarea de reconocimiento. Esta disociación entre lo que se dice y lo que se hace, o si se quiere, entre los niveles representacionales más explícitos y los más implícitos –de la que ya nos ocupamos en el capítulo 3– se ha observado en diversos estudios de los aquí presentados (claramente en el capítulo 8, pero también, como hemos visto, en el capítulo 10, o incluso en el capítulo 14, al observar el desfase entre reconocimiento y producción de categorías). En el caso de los capítulos 6 y 12, observamos una diferencia clara entre los estudiantes de profesorado (mayoritariamente constructivos) y los profesores en ejercicio (más moderadamente constructivos, especialmente en secundaria). Esta moderación del constructivismo entre los profesores podría interpretarse en términos generacionales –son las nuevas promociones las que están siendo expuestas de modo sistemático a esas nuevas teorías constructivistas–, pero hay otra interpretación menos benévola –pero también más congruente con los datos aquí presentados y con otras investigaciones (Martín y otros, 2005)– según la cual es la inmersión en la práctica real de las aulas la que modera de modo significativo las creencias constructivas de los profesores, de modo 359

que ese constructivismo teórico asumido en contextos de formación docente –como un conjunto de bientencionados principios urbi et orbi, desligado de su desarrollo en contenidos y contextos escolares concretos– no resistiría, como el peor de los barnices, un mínimo roce con la realidad de la docencia. Lejos de apoyarse en un verdadero cambio representacional, se sustentaría en un conocimiento explícito de los principios de esas teorías constructivistas, que sin embargo no permitirían redescribir representacionalmente, y por lo tanto guiar, las propias prácticas docentes. Entre otras cosas, esto podría deberse a que se trata de un constructivismo general –desligado de los contenidos en contextos concretos en los que debe generar pautas de acción– que no da recursos para pensar, por ejemplo, la enseñanza de conceptos, que en sí son específicos. Se trataría del problema clásico en psicología del aprendizaje (por ejemplo, Pozo, 1996) de la disociación entre el conocimiento declarativo (lo que se dice) y el conocimiento procedimental (lo que se hace) como consecuencia de una instrucción generalista que una vez más sobrevalora el conocimiento abstracto y formal –los principios– en detrimento de la acción (véase al respecto el capítulo 19). De hecho, entre los profesores de los diversos niveles educativos estudiados, se observa con frecuencia esa misma disociación entre sus representaciones más explícitas y sus acciones más implícitas. Cuando se pide a unos profesores que informen sobre las prácticas de lectura y escritura que llevan a cabo realmente en sus aulas (capítulo 9), sus respuestas están más cercanas a la teoría directa y/o interpretativa que cuando se pide a otros profesores que reconozcan de forma más explícita las opciones deseables ante situaciones similares (capítulo 12). Las formas de hacer de los profesores de primaria estudiados en el capítulo 7, analizadas a través de sus discursos en el aula, son también bastante más directas o interpretativas que las que se deducen de las opciones elegidas para situaciones similares por otros profesores, tal como manifiestan sus respuestas a un cuestionario (capítulo 6). Incluso cuando comparamos lo que unos mismos profesores de música dicen que harán con lo que realmente hacen (capítulo 8), vuelve a existir esa misma distancia: lo que dicen que harán tiende a ser más complejo –en términos de concepciones de aprendizaje– que lo que en efecto hacen. Podría entenderse que los resultados encontrados en el capítulo 16, en el que no se muestra desfase entre las respuestas explícitas de los docentes universitarios y su práctica (analizada a través de su discurso docente en el aula), se alejan de esta pauta de disociación entre niveles representacionales, pero en ese caso las concepciones sostenidas por los profesores no están vinculadas tanto a la teoría constructiva. Tal vez en el caso de otras teorías implícitas, adquiridas como veíamos en el capítulo 3, a través de la propia práctica resulte más fácil ese ajuste entre esos niveles representacionales. Sin embargo, de acuerdo con nuestro modelo teórico, poner en práctica la teoría constructiva requeriría un verdadero cambio representacional de algunos de los principios subyacentes a las propias teorías implícitas. Parece que el discurso constructivista –que como sabemos impregna casi todos los textos teóricos para la renovación educativa– es reconocido con una cierta facilidad como un ideal educativo por alumnos y profesores expuestos a ese discurso, pero no impregna 360

con la misma facilidad sus prácticas docentes y discentes, ya que ello requeriría un verdadero cambio representacional. Seguimos en busca del constructivismo perdido (Pérez Echeverría y otros, 2001), pero ahora al menos ya creemos saber dónde lo hemos perdido, y por tanto, dónde debemos buscarlo: en las aulas, o más concretamente en la dificultad de promover cambios representacionales en las prácticas discentes (capítulo 18) y docentes (capítulo 19). Esta disociación, o falta de integración jerárquica (véase el capítulo 3), entre formas o niveles de conocimiento no es muy distinta de la que se encuentra en otras áreas de estudio del cambio conceptual o, en nuestros términos, representacional (por ejemplo, Pozo, 2003; Pozo y Gómez Crespo, 1998). Los alumnos reconocen la teoría darwiniana, pero no la asumen como un buen modelo explicativo (Arnay, 1993); reconocen las ideas de Newton, pero no interpretan con ellas o desde ellas el movimiento de los objetos o los problemas físicos a los que se enfrentan (Pozo, 1987), sino que tienden a crear representaciones mixtas o de síntesis (Vosniadou, 1994) en las que, en lugar de redescribir su experiencia personal y sus intuiciones con la teoría científica, lo que exigiría una verdadera integración jerárquica, tienden a no diferenciarlas y, en consecuencia, a asimilar o reducir esa teoría más compleja (en este caso, la constructiva) a sus creencias implícitas más simples, lo que en nuestros términos conduce a ese remix representacional que viene a ser la teoría interpretativa, sin duda la concepción predominante en términos globales a lo largo de los trece estudios empíricos presentados en este libro.

La posición posmoderna: ¿más allá o más acá de la teoría interpretativa? ¿Cómo se sitúa la posición posmoderna en relación con las transiciones reseñadas? En primer lugar, cabe señalar que esta forma de entender el aprendizaje tiene una presencia más bien marginal, en comparación con las tres teorías presentadas en el capítulo 3, y estudiadas en los capítulos posteriores. En términos generales, las concepciones posmodernas o relativistas son menos frecuentes que las directas, interpretativas o constructivas en todos los estudios que las consideran. No obstante, en algunos de ellos tienen una presencia relevante. Así sucede, por ejemplo, con la importancia que los profesores universitarios a cargo de la formación pedagógica de futuros profesores de secundaria conceden al conocimiento personal del alumno como manifestación de su subjetividad, sin pretender articularlo con el conocimiento científico vigente (capítulo 16). También hay abundantes respuestas posmodernas en las estimaciones y especialmente las justificaciones epistemológicas de alumnos de secundaria en el dominio del conocimiento moral (capítulo 10). En los capítulos 6 y 12, vemos también que aproximadamente un 10% de las opciones elegidas por profesores y estudiantes de profesorado de primaria y secundaria ante diferentes dilemas de enseñanza se corresponden con posiciones posmodernas. Este tipo de respuestas se incrementa levemente al considerar la enseñanza de procedimientos y la organización social del aula, mediante opciones que consideran que los alumnos son libres de hacer o elegir a su 361

criterio. ¿Pero en qué consisten esas posiciones posmodernas? ¿Son un avance hacia la elaboración de una posición subjetivista compleja, más allá de la concepción constructiva, un relativismo posconvencional en términos de Kohlberg (1973)? ¿O más bien sólo un reconocimiento de las variables personales y la individualidad sujetiva más cercano a lo que sería una concepción interpretativa? Desde nuestro punto vista, la posición posmoderna, manifestada en los estudios mencionados, supone escasa complejidad conceptual, ya que se centra en modo casi excluyente en un único factor del aprendizaje (las formas de hacer, ideas y valores del aprendiz) y tácitamente parece considerarlo «más allá» de la esfera de la intervención educativa. Desde un punto de vista ontológico, parece revelar un escaso nivel de dinamización, ya que esas perspectivas personales aparecen como estados más bien fijos, que provienen naturalmente de características inherentes al aprendiz (estilos, preferencias, experiencias previas) o que reflejan sin más el contexto cultural próximo. Desde un punto de vista epistemológico, el foco en el mundo interno (que como dijimos puede incluso concebirse como espejo del mundo cultural) supone un dualismo de base, aunque a diferencia de la teoría directa jerarquice el polo interno en lugar del externo. En suma, no sólo no creemos que estas posiciones posmodernas supongan una superación del constructivismo, desde el escepticismo y las lógicas discursivas que caracterizan al pensamiento débil o posmoderno en la cultura actual, sino que incluso aunque a primera vista esta posición podría parecer un caso extremo de la teoría interpretativa, más bien puede implicar concebir el aprendizaje en formas más simples y estáticas que las que caracterizan a esta última.

Procesos de cambio representacional Tal como hemos señalado, los estudios empíricos presentados aquí, a pesar de su diversidad, tienen una limitación esencial: nos ofrecen un conjunto de fotografías, de estados representacionales, pero apenas nos permiten intuir la dinámica, los procesos de cambio que han conducido a esos estados. Sin embargo, como ocurre en las pantallas de un cine, si una secuencia de fotogramas está bien articulada y ordenada, puede producir una sensación de movimiento, de cambio. Creemos que con sus limitaciones, este conjunto de estudios sugiere secuencias y trayectorias de cambio, que si bien no han sido directamente investigadas, pueden abrir nuevas vías y direcciones para futuros estudios. En este apartado, que cierra este capítulo, intentaremos sugerir cuáles son las principales dimensiones a través de las cuales transcurren esas trayectorias de cambio representacional, cuáles son los principios (epistemológicos, ontológicos y conceptuales, descritos en el capítulo 3) en torno a los que se organizan esas dimensiones y cuáles los procesos de cambio representacional que movilizan esas trayectorias o cambios a través de esas dimensiones. 362

En el cuadro 3 representamos de modo esquemático estas complejas relaciones (entre las principales dimensiones de cambio representacional, los principios fundamentales sobre los que operan y los principales procesos de cambio implicados), desde las que podríamos analizar la evolución de las teorías implícitas sobre el aprendizaje y la enseñanza estudiadas en este libro. Así, los estudios evolutivos presentados en los capítulos 4 y 5, han mostrado cómo la transición en niños en edad escolar de una concepción directa del aprendizaje (centrada esencialmente en los resultados o en las condiciones) a una teoría interpretativa supone el cambio a través de una dimensión de interiorización de la gestión del aprendizaje en un doble sentido: 1. El paso de focalizarse en los cambios externos, observables, a los cambios internos, representacionales. 2. El paso de una gestión externa del aprendizaje, realizada por otros, a una agencia interna, en la que el propio aprendiz debe asumir la gestión de sus propios procesos de aprendizaje. Cuadro 3. Relaciones entre los diferentes procesos y dimensiones en el cambio representacional de los principios subyacentes a las teorías implícitas, tal como se explican en el texto

Esta doble interiorización implica por tanto un proceso de explicitación progresiva de esa agencia interna, en términos de un reconocimiento creciente de aquellos procesos y 363

representaciones mediadores (atención, motivación, conocimientos previos, metas, etc.). De esta forma, el aprendizaje comienza a concebirse no como la simple apropiación de saberes y conocimientos externos (ya sean declarativos, procedimentales o actitudinales), sino como el cambio de esos procesos mediadores que facilitan esa apropiación, lo que implica, a su vez, un cambio en la dimensión ontológica, ya que el aprendizaje se interpreta según procesos mediadores y no sólo según estados de conocimiento. Sin embargo, como hemos visto, esa transición desde una teoría directa del aprendizaje hacia una teoría interpretativa, aunque supone un cambio importante en la dimensión de interiorización, no implica aún superar los principios epistemológicos realistas en que se sustenta esa teoría directa y, quizá en parte por esta misma razón, se reencuentra entre estudiantes más avanzados (por ejemplo, en los capítulos 6, 9, 12 y en todos los de la cuarta parte) e incluso entre profesores, tanto de educación primaria (capítulos 6, 7 y 8), como de secundaria (capítulos 9 y 11) e incluso de universidad (capítulo 16). De hecho, será necesaria una mayor profundización en esa dimensión de interiorización, a través de la explicitación de los supuestos que subyacen a esa teoría, así como de la integración jerárquica de los diferentes componentes identificados en el aprendizaje que dará lugar a estructuras de complejidad creciente, para avanzar –sólo eventualmente, como muestran en general los estudios reunidos en este libro– hacia una teoría constructiva (por ejemplo, en los capítulos 6, 8, 10, 12 o 15), que asuma que esos procesos y representaciones del aprendiz no son sólo mediadores para el acceso a un conocimiento supuestamente «verdadero». Más bien, la potenciación de esos procesos y la redescripción de esas representaciones son la meta del proceso de aprendizaje, el que a su vez se orienta por formas culturales de construir la realidad reguladas por criterios de validación, justificación y evidencia, entre otros (Olson, 1998). En suma, una teoría constructiva pone de manifiesto que el cambio representacional se ha profundizado a través de esos procesos de explicitación, integración jerárquica y reestructuración, ya que son los conocimientos los que se consideran como un medio imprescindible para modificar las estructuras y modos de funcionar del aprendiz, con el fin de generar en él nuevas capacidades, mediadas o estructuradas por esos conocimientos que las hacen posibles y necesarias. Aprender no es ya activar procesos para sustituir o cambiar conocimientos, sino activar y gestionar procesos en la adquisición de conocimientos específicos para cambiar a la propia persona que aprende y profundizar su participación en el intercambio, la transmisión e incluso producción cultural. En la medida en que concebir el aprendizaje de acuerdo con una teoría constructiva requiere entonces de niveles crecientes de explicitación, cabe preguntarnos si ese enfoque mantiene los rasgos de una teoría implícita, según se han delineado en el capítulo 3. En nuestra opinión, en este caso el apellido «implícita» subrayaría que un conocimiento al que se ha accedido simbólicamente llega a encarnarse (Pozo, 2001). En otras palabras, no se trata de un conocimiento que sólo se declara o se «sabe», sino de un conocimiento que se ha enraizado en formas profundas de pensar y tiene la capacidad para guiar la acción, así como la producción y revisión de representaciones en relación con escenarios 364

particulares, aunque quizá no siempre pueda justificarse suficientemente. Tal vez el cambio representacional no sólo requiera hacer explícitos los supuestos implícitos, sino también llegar a sentir, vivir, y en esa medida convertir en hábito –hacer implícitas– las nuevas prácticas, las formas de hacer propias de la nueva teoría. Pero a medida que se produce esa interiorización de la agencia del aprendizaje – primero como mediación y luego como meta– se producen también cambios en una dimensión de dinamización de los componentes que constituyen el modelo de aprendizaje, que implican una revisión de los supuestos ontológicos desde los que se interpreta el aprendizaje o, si se prefiere, de la naturaleza de las entidades desde las que se lo explica. En un primer momento, como manifiestan aquellos estudios en los que predomina la teoría directa (véase apartado anterior), el aprendizaje se concibe como una sucesión de estados de conocimiento, de forma que la meta del aprendizaje es alcanzar un estado superior de conocimiento, tanto para los niños pequeños (capítulos 4 y 5), como para los estudiantes universitarios (capítulos 13, 14 y 15) o incluso los profesores de secundaria (capítulos 9 y 11). Igualmente, la meta de la enseñanza sería promover ese paso en el alumno (capítulos 6, 8 y 16). El paso a la teoría interpretativa supone, como hemos visto, enfatizar los procesos mediadores entre esos estados, de forma que, como se manifestaba por ejemplo en el capítulo 8, se trata ya de enseñar los procesos (en este caso técnicas de interpretación musical así como algunos procesos mediadores en su gestión) que hacen posible el acceso a esos estados (la producción de un «buen sonido»). En el capítulo 14 también observamos que a medida que evolucionan las concepciones de los estudiantes universitarios se pasa de una organización basada en los contenidos del aprendizaje a una centrada en los procesos mediante los que se aprende. Sin embargo, en esos mismos estudiantes, se observaba la dificultad para pasar de ese análisis en términos de procesos a una interpretación en términos de sistemas dinámicos. Al igual que sucedía en el caso del proceso de interiorización, en el que veíamos que esta segunda transición –de la teoría interpretativa a la constructiva– era la más difícil de lograr, aquí también vemos la dificultad de relacionar en un sistema dinámico diferentes niveles representacionales. De hecho, hemos visto que una de las principales dificultades para asumir la teoría constructiva es la de convertir un discurso explícito constructivista en prácticas educativas que dinamicen ese discurso y sean capaces de relacionarlo con el resto de los componentes de la acción docente y discente. Según hemos defendido, el proceso de cambio representacional no implicaría tanto la sustitución de unos conocimientos por otros, o de unos niveles representacionales por otros, sino su integración jerárquica en una concepción dinámica, lo que implica también un proceso de reestructuración que genere marcos conceptuales cada vez más complejos (Pozo y Gómez Crespo, 1998). Esta complejidad creciente de las concepciones del aprendizaje se relaciona con otra de las dimensiones a través de las cuales parecen evolucionar las teorías que aquí hemos analizado, a medida que se explicitan e integran esos niveles representacionales. Las teorías implícitas directas parecen asumir una causalidad simple y lineal que conduce de 365

las condiciones a los resultados del aprendizaje (capítulos 4, 5, 7 y 8). Esas relaciones causales lineales se van complicando, como señalábamos antes, al ir introduciendo nuevos factores y componentes en el aprendizaje, de forma que aunque se mantiene la causalidad lineal, se trata ya de una causalidad múltiple e incluso en ocasiones multidireccional (véanse los capítulos 6, 12, 13, 15 y 16). Por tanto, aunque la cantidad de elementos, e incluso su cualidad se diversifica, siguen manteniéndose principios conceptuales propios de la causalidad lineal que define las formas más simples del aprendizaje implícito (Pozo, 2003). Es nuevamente la transición difícil e infrecuente hacia la teoría constructiva la que implica un cambio profundo en esos principios conceptuales que requiere, según hemos visto, una reestructuración de esas teorías, que en lugar de asumir los principios de la causalidad lineal comiencen a interpretar los fenómenos de aprendizaje y enseñanza en términos de interacción en el marco de sistemas complejos (capítulos 6, 10 y 12). Vemos, por consiguiente, que mientras los cambios requeridos para pasar de una teoría directa a una teoría interpretativa a través de esas tres dimensiones principales de interiorización, dinamización y complejidad creciente, no requieren en lo esencial poner en duda los principios epistemológicos, ontológicos y conceptuales subyacentes a esa teoría directa, la transición hacia la teoría constructiva, tal como aquí se ha definido, requiere remover, o redescribir representacionalmente, esos principios, lo que explicaría la dificultad para lograr esta segunda transición. A diferencia del paso de la teoría directa a la interpretativa, asumir una concepción constructiva del aprendizaje requiere un verdadero cambio representacional, tal como ha sido definido en el capítulo 3. No es extraño que resulte tan difícil dar ese salto hacia nuevos principios y supuestos. Mientras que la transición de la concepción directa a la interpretativa requiere muchos pasos de distinta magnitud y dificultad, pero cuyas huellas pueden observarse en muchos niveles educativos e incluso en niños de cuatro o cinco años, y en muy diferentes dominios, según hemos visto en capítulos anteriores, la transición de la concepción interpretativa a la constructiva requiere un salto cualitativo arriesgado que, por lo que vemos, o no deja huellas visibles o son tan esquivas e infrecuentes que nosotros apenas las hemos encontrado. Tal vez en este punto, más que continuar con estas reflexiones, convenga preguntarse cómo podemos impulsar ese salto. ¿Podemos empujar a profesores y alumnos a saltar hacia la teoría constructiva? Los dos próximos capítulos sugieren algunas formas de impulsar ese cambio representacional tanto en alumnos (capítulo 18) como en profesores (capítulo 19).

1. Nuevamente, se registra un pequeño desfase evolutivo, que en este caso indica que una teoría del aprendizaje más elaborada como es la interpretativa se manifiesta desde edades más tempranas en el campo del dibujo que en el de la escritura.

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2. Cabe señalar, sin embargo, que el alumno permanece en silencio ante estas intervenciones del profesor, lo que indica cierta falta de sintonía en el encuentro pedagógico analizado. 3. Es necesario recordar que no contamos con entrevistas a alumnos de séptimo grado con relación al dibujo (la obtención de las mismas se encuentra en curso).

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18 El cambio de las concepciones de los alumnos sobre el aprendizaje Mar Mateos, María del Puy Pérez Echeverría

Introducción En las primeras páginas de este libro describíamos los rasgos esenciales de la nueva cultura del aprendizaje que, de manera progresiva, se está haciendo cada vez más necesaria. En la sociedad que hemos caracterizado como la sociedad de la información, del conocimiento múltiple e incierto y del aprendizaje continuo, los futuros ciudadanos, más que aprender sólo contenidos específicos, cada día más heterogéneos, relativos y que pueden quedarse enseguida obsoletos, van a requerir capacidades o competencias para gestionar y dar sentido a toda esa información con la que tienen que enfrentarse. El perfil del alumno que esta cultura demanda de manera mucho más acusada que en otras épocas es el de un aprendiz capacitado para aprender de manera autónoma, en otras palabras, para aprender a aprender. Entre las capacidades que un alumno debería desarrollar para sobrevivir en el siglo XXI, tal y como se han perfilado en otros lugares (Monereo y Pozo, 2001, 2003), se destacan como fundamentales: aprender a buscar, seleccionar, interpretar, analizar, evaluar y comunicar la información, así como a empatizar y cooperar con los demás y a automotivarse. En definitiva, se trataría de aprender a construir el conocimiento, para no tener que limitarse a reproducir los puntos de vista establecidos por otros. Venimos manteniendo que las formas de aprender están mediadas por nuestras concepciones sobre el aprendizaje. Cambiar las formas de aprender para adecuarlas a la nueva cultura educativa supone un reto para nuestras concepciones sobre el aprendizaje, profundamente arraigadas en una tradición cultural en la que aprender ha consistido en repetir y asumir como verdades absolutas los saberes establecidos. Una de las conclusiones a las que nos conducen los estudios que hemos descrito a lo largo de este texto, tal y como se ha señalado en el capítulo 17, es la coexistencia de diferentes teorías en la misma persona, ya sea profesor o alumno. Pero, también hemos visto que suele haber una diferencia entre las teorías declaradas (medidas, por ejemplo, mediante dilemas como en los capítulos 6 y 12) y las teorías que pueden inferirse a partir de la 368

actuación (véase el capítulo 8). Tal y como destaca el capítulo 17, los trabajos aportados en este libro parecen mostrar una evolución en los estudiantes según la cual el paso de una teoría directa del aprendizaje a una teoría interpretativa resultaría relativamente generalizado y se produciría sin necesidad de una instrucción diseñada específicamente para ello (véanse los capítulos 4 y 5 sobre las concepciones del dibujo y de la escritura en niños pequeños de educación infantil y primaria). Este avance, aunque sin duda supone una considerable evolución en los principios epistemológicos, ontológicos y conceptuales desde los que implícitamente se representa el aprendizaje, no implica una ruptura radical. Sin embargo, el acceso a la teoría constructiva, más compleja, supone una ruptura radical de esos principios que sólo es posible mediante un verdadero proceso de cambio representacional. No es de extrañar, por tanto, que los trabajos muestren también que estas teorías directa e interpretativa están presentes en los estudiantes en la educación secundaria (véanse los capítulos 9, 10 y 12) e incluso en la universidad (véanse los capítulos 13, 14 y 15). Cuando se pide a estudiantes universitarios que elijan las decisiones más adecuadas en situaciones de enseñanza (capítulos 6 y 12) o que describan por escrito su manera de enfrentarse a tareas de aprendizaje como el resumen (capítulo 15), una parte parece optar por alternativas acordes con las teorías constructivas. No obstante, no está tan claro si sus prácticas como aprendices se rigen por estos mismos principios o se basan más en las teorías directas e interpretativas. Cuando la demanda de la tarea cambia, sólo algunos de los estudiantes universitarios, con instrucción específica en psicología del aprendizaje, llegan a concebir estos procesos de un modo más sofisticado y algo más cercano a la visión constructiva que presentábamos en el capítulo 3 (véanse los capítulos 14 y 15). Estos resultados son coherentes con los encontrados en otros trabajos que desde otros enfoques también han indagado las concepciones de los alumnos (véase el capítulo 2), en los que apenas se han encontrado algunos indicios de una concepción constructiva del aprendizaje. En todo caso, la escasa presencia de las concepciones constructivas parece estar relacionada con la experiencia en situaciones de aprendizaje y enseñanza bastante complejas y demandantes, restringida a los niveles educativos más elevados y en las que el conocimiento y su generación son objeto de reflexión. Esta escasa presencia de las concepciones constructivas del aprendizaje así como las diferencias entre distintas medidas nos deben hacer reflexionar tanto sobre las dificultades del cambio representacional en este dominio como sobre la convivencia de distintas teorías en la misma persona. Como hemos visto en el capítulo 3, el cambio conceptual no resulta nada fácil, debido a la naturaleza encarnada e implícita de los principios que organizan y restringen nuestras representaciones sobre el aprendizaje. En este capítulo, tal como se ha adelantado en el capítulo anterior, trataremos de sugerir algunas formas de impulsar el salto hacia las concepciones constructivas del aprendizaje en los alumnos. De acuerdo con el modelo de cambio representacional que hemos defendido en este libro (véase el capítulo 3), no podemos asumir que exponiendo a los alumnos a los contenidos de las teorías constructivistas del aprendizaje vayan a poder apropiarse de 369

ellos directamente y a modificar sus formas de aprender o, como se tratará en el próximo capítulo, de enseñar. En esta suposición puede radicar una de las causas de las diferencias que aparecen entre las concepciones declaradas y las inferidas a partir de otras medidas tanto de estudiantes como de profesores. Pero, además, también radica en ella el fracaso de la mayoría de los cursos de técnicas de estudio dirigidos a mejorar el aprendizaje de los estudiantes. Estos cursos se basan en una concepción del aprendizaje excesivamente simple, muy próxima a las visiones directa e interpretativa, de acuerdo con las cuales la exposición y el ejercicio repetido de los procedimientos enseñados conduce directamente a su adquisición por parte de los alumnos. Tal como se ha argumentado en otros lugares (Mateos, 2001; Pozo, 1996), esta práctica más bien «ciega», mediante la que el alumno responde a la instrucción sin una comprensión del por qué, ni del cuándo y dónde debe utilizar los diferentes procedimientos, conduce a su dominio técnico pero difícilmente lleva a su empleo autónomo y autorregulado. No basta con saber qué procedimientos pueden emprenderse para enfrentarse a una situación de aprendizaje (conocimiento declarativo); ni siquiera es suficiente con saber cómo aplicarlos (conocimiento procedimental). Además, es necesario llegar a ser consciente de su valor y utilidad para el aprendizaje, así como de las condiciones en las que pueden resultar más adecuados, que es lo que muchos han dado en llamar conocimiento condicional o estratégico (Monereo, 1999; Paris, Lipson y Wixson, 1983). Desde nuestro punto de vista, la apropiación de las capacidades de aprendizaje necesarias para hacer frente a las demandas de la nueva sociedad del conocimiento va a exigir un proceso de explicitación o toma de conciencia de los propios procesos de aprendizaje. Sin embargo, como hemos visto, no se trataría de llevar a nuestros alumnos a tomar conciencia de sus formas de aprender para mostrarles sus limitaciones y obligarles a que las abandonen y las sustituyan por otras nuevas, sino de ayudarles a contrastarlas y a reestructurarlas o redescribirlas a la luz de las nuevas formas de aprendizaje y a integrarlas jerárquicamente, con el fin de capacitarles para decidir de manera autónoma las metas y estrategias más adecuadas en cada situación de aprendizaje con la que tengan que enfrentarse. Se trataría de ayudarles a ser más conscientes de lo que saben y lo que no saben, de lo que se proponen aprender, de lo que hacen para aprender y de lo que van logrando en ese proceso; en definitiva, se trataría de ayudarles a desarrollar el metaconocimiento con el objetivo último de facilitar el avance en la dirección de la autorregulación de su propio aprendizaje. Expresado de otra manera, se trataría de diseñar nuevos espacios instruccionales para aumentar la probabilidad de que se empleen los modos de aprender que se desprenden de una visión constructiva en situaciones prácticas de aprendizaje. Pese a que los capítulos del libro no se centran en el análisis de prácticas de enseñanza que promuevan un cambio representacional –más bien, nos muestran que este cambio es necesario y difícil–, podemos conectar sus resultados con los criterios que se desprenden de algunas 370

investigaciones sobre la enseñanza y el aprendizaje, y que en este capítulo se acercan al lector.

El diseño de nuevos espacios instruccionales para el cambio de las concepciones de aprendizaje Tal como venimos defendiendo, si queremos ayudar a nuestros alumnos a cambiar las concepciones con las que llegan a las aulas y promover cambios en las formas de aprender, tenemos que incluir entre nuestros objetivos la formación no sólo en los contenidos específicos de una materia o disciplina, sino también en las capacidades necesarias para aprender esos contenidos. No se trataría de que cada uno de los profesores impartiera cursos sobre cómo aprender, sino más bien de dar oportunidades a los alumnos para que reflexionen sobre los procesos que siguen para apropiarse de los diferentes contenidos en tareas y escenarios de aprendizaje también diversos. De esta manera los alumnos pueden llegar a construir conocimientos y los diferentes contenidos pueden trascender el estrecho ámbito del aula para transformarse en capacidades o habilidades aplicables en distintos campos y situaciones. Somos conscientes de que esta reflexión necesariamente tomará formas distintas en los diferentes niveles educativos, pero no por ello creemos que sea imposible promoverla en los niveles iniciales (como se muestra en los capítulos 4 y 5) ni que se vuelva innecesaria en los niveles superiores (véanse todos los capítulos de la cuarta parte). Promover en los alumnos la reflexión sobre los propios procesos de aprendizaje y no centrar el aprendizaje en el logro de ciertos resultados exige de los profesores nuevas prácticas de enseñanza y de evaluación. El cambio en la forma en que los alumnos conciben el aprendizaje puede ser inducido a través de escenarios de instrucción explícitamente diseñados para ello. En este sentido, las estrategias para la formación de estudiantes reflexivos y estratégicos en distintas áreas (Monereo, 2000; Pozo y Postigo, 2000; Brockbank y McGill, 2002) parecen converger con los cambios que es necesario promover para acercar a los alumnos a las concepciones constructivas del aprendizaje necesarias para afrontar las crecientes exigencias del sistema educativo. El resto del capítulo lo dedicaremos a proponer algunas estrategias de instrucción dirigidas a fomentar en los alumnos esa reflexión sobre el aprendizaje, propuestas que pueden ser útiles para lograr el cambio representacional que requiere la adaptación a la nueva cultura del aprendizaje. Estas formas de enseñar buscan crear alumnos cada vez más autónomos, capaces de fijar sus propias metas y los medios para alcanzarlas, capaces de construir sus propias representaciones e ideas, capaces de pensar críticamente y de admitir e integrar diferentes posturas, siempre que estén claramente fundamentadas y argumentadas, capaces de relacionarse con distintas personas –no necesariamente el 371

profesor instituido como tal– para aprender de y con ellas. Se trataría, por tanto, de que los profesores fuesen cediendo progresivamente el control del aprendizaje a los alumnos para que éstos pudieran ir asumiendo también paulatinamente la responsabilidad en la gestión de su propio aprendizaje. Pero, al mismo tiempo, también parece necesario proporcionar a estos alumnos la suficiente confianza y seguridad en sus conocimientos como para que sean capaces de ponerlos en duda y de enfrentarse con la incertidumbre.

Enseñar a autoevaluar y autorregular el aprendizaje Las concepciones más sofisticadas del aprendizaje, como concluíamos en el capítulo 17, implican un mayor grado de agencia o control del propio aprendizaje por parte de los estudiantes. Así, por ejemplo, hemos podido ver que los niños más mayores conciben cómo interviene la regulación de sus propias acciones en el aprendizaje del dibujo o de la escritura y cómo esta regulación supone un avance hacia teorías interpretativas más sofisticadas (véanse los capítulos 4 y 5). También el uso de la lectura y la escritura como herramientas epistémicas exige un uso reflexivo y autorregulado de las mismas (véanse los capítulos 9, 13 y 15). Sin embargo, la enseñanza tradicional no fomenta precisamente la auto-evaluación y autorregulación del aprendizaje (Mateos, 2001; Pozo, Mateos y Pérez Echeverría, 2002). Generalmente, se ha considerado que la evaluación y regulación de los aprendizajes que realizan los alumnos es una responsabilidad exclusiva del profesorado. Veíamos en el capítulo 8 sobre el aprendizaje de la música que los profesores más cercanos a las teorías directa e interpretativa se caracterizaban, precisamente, porque otorgaban a sus alumnos muy pocas posibilidades de ejercer un control sobre sus propios procesos de aprendizaje. Se tiende a asumir que son los profesores los únicos responsables de fijar los objetivos que tienen que alcanzar sus alumnos, planificar las tareas, identificar las dificultades que experimentan, evaluar el logro de los objetivos y determinar el tipo de actividades que tienen que llevar a cabo cuando no han alcanzado satisfactoriamente los objetivos marcados. Pero, además, ese control que ejerce el profesor sobre el aprendizaje de sus alumnos suele realizarse de un modo implícito. Aunque los profesores sean conscientes de lo que pretenden que aprendan sus alumnos a través de las actividades que plantean, no suelen explicitarlo, creyendo que éstos comparten sus objetivos, es decir, que pueden identificar fácilmente lo que pretenden que aprendan (cuando, en realidad, los alumnos suelen tener bastantes dificultades para establecer los objetivos de las tareas que les proponen otras personas). Tampoco suelen hacer explícitos los criterios de evaluación porque, en opinión de muchos profesores, eso equivaldría a «decir a los alumnos lo que saldrá en el examen» y, entonces, se les estaría orientando sobre los resultados que se espera que obtengan y sobre el modo de alcanzarlos. Pero si el aprendizaje está orientado hacia unas metas, los procesos que hay que poner en marcha dependerán de los resultados que se busquen. Como también es habitual en las aulas tradicionales, muchos profesores, cuando evalúan, se limitan a dar una calificación, sin acompañarla de una explicación de 372

los errores cometidos ni de alguna pauta sobre lo que pueden hacer para corregirlos. La idea que se trasmite a partir de este tipo de prácticas evaluativas es que la única función, o la función prioritaria, que tiene la evaluación es la de acreditar o «medir» los conocimientos de los alumnos, algo sin duda necesario e importante en muchas ocasiones, pero no suficiente. En otras palabras, no se potencia la evaluación formadora (Coll, Martín y Onrubia, 2001), en el sentido de que ayude a los alumnos a aprender y a regular su propio aprendizaje. En definitiva, los alumnos están habituados a moverse bajo control externo. Se proporciona a los estudiantes muy pocas oportunidades para que reflexionen sobre sus propias dificultades y para que controlen y conozcan sus propios procesos de aprendizaje. Esta falta de conocimiento y control del propio aprendizaje puede contribuir a explicar el hecho de que los estudiantes universitarios conciban el aprendizaje más como un resultado que como un proceso o un sistema, como veíamos en el capítulo 14. Este acatamiento ciego de las pautas dadas por el profesor resulta difícilmente compatible con la gestión autónoma del conocimiento que la sociedad va a demandar a estos alumnos. Si lo que pretendemos es favorecer el desarrollo de la autonomía para aprender, parece necesario enseñar a los alumnos a enfrentarse a las tareas de aprendizaje de forma reflexiva y autorregulada, de tal manera que terminen siendo ellos mismos quienes asuman la responsabilidad en la planificación, supervisión y evaluación de sus propios aprendizajes (Mateos, 2001). Aunque es evidente que el profesor no debe declinar su responsabilidad en el proceso de evaluación y regulación del aprendizaje, sí la puede compartir con los alumnos. Como decíamos en el primer capítulo, el profesor, en lugar de gestionar directamente el conocimiento de los alumnos, actuando únicamente como proveedor, modelo o entrenador, puede asumir la función de guiar o acompañar el proceso de aprendizaje del alumno, como tutor o asesor. Se trataría de ir haciendo partícipes, progresivamente, a los alumnos de las decisiones que inicialmente han tenido que ser asumidas por el profesor. Mediante la reflexión conjunta, profesor y alumnos pueden explicitar, negociar y llegar a compartir los objetivos de una actividad, el plan de acción que hay que seguir, los criterios de evaluación, los logros y dificultades, y los medios para superarlas. Gracias a esta guía, los alumnos pueden participar desde el primer momento en la realización de una tarea compleja que no serían capaces de llevar a cabo por sí solos y pueden llegar a percibir, antes de asumir completamente el control de su actividad, cómo la actividad compartida con el profesor contribuye a una meta de aprendizaje. En definitiva, se trata de facilitar el paso de la regulación externa a la regulación interna o autorregulación mediante un proceso de transferencia gradual del control, en el que el profesor irá ajustando el nivel de ayuda o andamiaje (Wood, Bruner y Ross, 1976) que ofrece a sus alumnos en función del grado de autonomía que éstos puedan asumir en cada momento, hasta que ese apoyo deje de ser necesario.

Enseñar a fijarse y a revisar metas de aprendizaje 373

La gestión autónoma del propio aprendizaje requiere, como acabamos de ver, que los alumnos desarrollen unas metas de aprendizaje, en otras palabras, que estén motivados para aprender (Alonso Tapia, 1997; Huertas, 1997). Aprender, especialmente cuando se realiza de un modo explícito, suele exigir un esfuerzo considerable, por lo que siempre tiene que haber algún motivo que justifique ese esfuerzo; en otras palabras, sin motivación no hay aprendizaje, al menos explícito. No obstante, como hemos visto en diferentes trabajos a lo largo del libro, existen diferentes concepciones sobre la motivación, que seguramente influyen en las metas que se proponen los estudiantes y en el mantenimiento de las mismas. Veíamos, por ejemplo, que los estudiantes que aspiraban a ser profesores de educación primaria (capítulo 6) y educación secundaria (capítulo 12) elegían opciones basadas en distintas concepciones cuando se enfrentaban al papel de la motivación en la enseñanza y en el aprendizaje. En conjunto, menos del 40% de ellos escogían respuestas que mostraran una concepción de la misma como un proceso que se construye y modifica en el transcurso del aprendizaje y en el que la percepción de la propia competencia constituye uno de los motores más importantes. Buena parte de estos estudiantes parecían decantarse por la idea de que la motivación es una condición previa para el aprendizaje, relativamente estática y ajena a los procesos que se producen en el aula. En consecuencia, es posible que la falta de esfuerzo que observamos en muchos alumnos no se deba tanto a una falta de motivación como a las concepciones sobre la motivación que mantienen y, por tanto, a las metas hacia las que dirigen las tareas de aprendizaje. En muchos casos, la principal motivación del alumno no es aprender, su motivación no es intrínseca a la propia actividad de aprender. Lo que realmente preocupa e importa a muchos alumnos son los resultados que obtienen, el logro del éxito académico y la evitación del fracaso, resultados que tienden a interpretar como indicadores de su propia valía. Para preservar su autoestima, estos alumnos tienden a atribuirse a sí mismos los éxitos, en términos de una mezcla de capacidad elevada (concebida como algo estable y no controlable) y de esfuerzo (que perciben como variable y controlable). En cambio, los fracasos tienden a achacarlos a causas que perciben fuera de ellos y que no están bajo su control (la dificultad de la tarea, la manía que les tiene el profesor, la mala suerte) y, por ello, en lugar de orientarse hacia la identificación de las dificultades y hacia la búsqueda de soluciones, tienden a no esforzarse y a abandonar la tarea. Otros alumnos, en cambio, tienden a atribuir sus fracasos a la propia incapacidad y los éxitos a factores externos incontrolables, patrón característico de la indefensión, que tiene unas consecuencias muy negativas no sólo para el aprendizaje, sino también para la autoestima. La creencia de estos alumnos en que no pueden controlar su propio aprendizaje porque hagan lo que hagan van a fracasar suele llevarles a abandonar cualquier intento o esfuerzo por aprender y puede conducirles a un estado de desesperanza y de baja autoestima. Una condición indispensable para que los alumnos adquieran el interés por aprender es que puedan percibir que actúan con cierta autonomía, en otras palabras, que son 374

capaces de regular su propio aprendizaje, fijando por sí mismos las metas y los medios, supervisando su propio progreso y evaluando sus logros. La motivación intrínseca es muy difícil de promover cuando la tarea es impuesta por el profesor y su sentido no llega a ser compartido y comprendido por los alumnos. La necesidad de autonomía se satisface cuando el alumno puede comprender y controlar su propio aprendizaje. Consiguientemente, lograr que los alumnos aprendan a autorregular su aprendizaje y, por tanto, a orientarse hacia el propio proceso de aprendizaje antes que hacia los resultados, redunda positivamente no sólo sobre el aprendizaje, sino también sobre la motivación. Los aciertos y los errores –más que poner de manifiesto lo que una persona vale o deja de valer– permiten al alumno constatar su progreso, es decir, le informan de lo que ha aprendido y de lo que aún no ha logrado aprender. En lugar de atribuir los fracasos a causas incontrolables, los alumnos pueden llegar a la convicción de que la competencia – lejos de ser inalterable e incontrolable– es algo que depende sobre todo del propio aprendizaje, en definitiva, pueden llegar a sentirse competentes y a percibirse a sí mismos como agentes capaces de controlar su propio aprendizaje. Esta misma sensación de competencia y de control sobre el aprendizaje cambiará también seguramente la manera en que se concibe e interpreta la motivación en situaciones de aprendizaje y enseñanza.

Enseñar a resolver problemas Para que los alumnos asuman finalmente las decisiones que les permitan regular su propio aprendizaje, sería necesario enfrentarles con situaciones y tareas que constituyan un problema que, de alguna manera, les obligue a tener que tomar esas decisiones. Una definición clásica afirma que un problema surge cuando un organismo vivo tiene un objetivo y no sabe cómo conseguirlo (Duncker, 1948; véanse también Pérez Echeverría, 1994, 2004). Atendiendo a esta definición, podríamos decir que un alumno se enfrenta a un problema cuando comparte y asume los objetivos de una tarea pero carece de recursos inmediatos y aparentes para alcanzar ese objetivo. Expresado con otras palabras, un alumno se enfrenta a un problema cuando no sabe qué tiene que hacer para resolver una tarea interesante pero tiene los suficientes conocimientos –y según veíamos en el apartado anterior, motivos– para construir un camino que posibilite la búsqueda de una solución. La enseñanza tradicional ha estado claramente dominada por el modelo del «dominio de destrezas», basado en una concepción del aprendizaje cercana a la teoría directa, más que por el de la solución de problemas. El supuesto básico de ese modelo es que toda tarea de aprendizaje puede descomponerse en un conjunto de destrezas o técnicas discretas que el experto emplea de modo rutinario. La instrucción, desde esta perspectiva, se centra en la práctica repetida de las destrezas componentes de la tarea, mediante ejercicios aislados del contexto real de su práctica, hasta lograr su automatización. Algunos aspectos de este modelo se pueden observar en las autobiografías lectoras de diferentes estudiantes (capítulo 13). Su descripción de las primeras etapas como lectores, en las que la lectura se entiende más como un proceso de 375

decodificación y traducción que como un problema de construcción del significado, nos recuerda a esta visión del aprendizaje como fundamentalmente creador de técnicas y destrezas. El dominio técnico de los procedimientos enseñados se convierte así en el fin de la instrucción y no en un medio para alcanzar la meta específica de aprendizaje para la que han sido seleccionados. Un ejemplo de esta forma de concebir el trabajo académico se encuentra en los cursos clásicos de enseñanza del pensamiento que tienen su origen en el libro de Polya (1949) sobre cómo resolver problemas. Estos cursos asumen que los estudiantes deben adquirir una serie de hábitos que, en forma de preguntas o de planes de acción rutinarios, prescriben su forma de resolver las tareas. Así, ante cualquier tarea matemática, independientemente de sus características y de sus conocimientos, los alumnos deberían responder a cuestiones sobre cuál es la pregunta o la incógnita, cuáles son los datos de que disponen o necesitan, etc. Estos cursos aparentemente compartirían algunos principios de las teorías interpretativas que basan la enseñanza en la regulación externa de los procesos del aprendiz. Un ejemplo de estas teorías en relación con la enseñanza de la música se puede encontrar en el capítulo 8. Frente a estos modos de enseñanza en que la regulación de los procedimientos procede de restricciones muy marcadas por las propias tareas o reside en el profesor, en los que los objetivos consisten fundamentalmente en alcanzar un estado final del problema prefijado previamente, una instrucción auténticamente dirigida a resolver problemas se diferencia según dos criterios básicos. Por un lado, se trata de que las tareas respondan a problemas que son asumidos como tales por los propios alumnos, que respondan a preguntas que, aunque dirigidas y fomentadas por el profesor, se relacionen con sus inquietudes, dudas u objetivos. Un segundo aspecto se centra en la idea de que los problemas no tienen siempre una respuesta fija o determinada que debe necesariamente alcanzarse. A veces, los problemas se transforman en otros problemas o preguntas, otras veces la solución puede consistir precisamente en darse cuenta, en percibir de forma reflexiva y razonada que no podemos alcanzar una solución, y otras veces hay muchas soluciones posibles y distintas en función de las restricciones y significados que introduzcamos en cada una de las tareas. Como muestra Schoenfeld (1992), los alumnos de matemáticas de secundaria suelen creer que todos aquellos que tienen conocimiento de una determinada materia alcanzan siempre ante una misma tarea una misma solución y en muy poco tiempo. Esta visión estática de las tareas y de su solución se puede reflejar en concepciones también estáticas del aprendizaje, próximas a los principios de las teorías directas e interpretativas, tal y como eran descritos en el capítulo 3. Las destrezas y técnicas, aunque son muy útiles en muchos aspectos y como tales deberían enseñarse y aprenderse, difícilmente pueden ayudar a que los alumnos reflexionen sobre sus propios conocimientos y se planteen, por tanto, objetivos determinados ante una tarea o problema. Seguramente, este interés se ve facilitado si se enfrenta a los alumnos con tareas complejas y abiertas, que no siempre pueden descomponerse en partes discretas, que obligan a entrar en un proceso de toma de decisiones al no existir una única vía para su solución y a veces tampoco una única 376

solución. Así, por ejemplo, en el capítulo 9 veíamos que las tareas complejas de lectura y escritura que implican enfrentar a los alumnos con múltiples textos para componer un texto propio pueden fomentar la construcción de conocimiento en mayor medida que las que sólo exigen consultar un texto para reproducir su contenido. Pero, además, nos gustaría insistir en la importancia de que las tareas de aprendizaje sean «auténticas», en el sentido de que se planteen, no como una finalidad en sí mismas, sino como actividades para alcanzar algún objetivo que tenga sentido para los estudiantes, en definitiva, como una actividad que genere y responda a alguna necesidad real de aprendizaje.

Enseñar a ser crítico A menudo escuchamos a los profesores quejarse de que sus alumnos no piensan. En las aulas más tradicionales, en las que la única voz o la voz más importante suele ser la del profesor, esta queja implica habitualmente que los alumnos no han encontrado la manera de explicar algo que ha propuesto el profesor o que no se han escuchado apenas palabras cuando se ha abierto un debate. No obstante, no pueden extrañarnos estas supuestas deficiencias en un ámbito en el que, como veíamos en el apartado anterior, el aprendizaje se concibe como un producto o estado que hay que alcanzar, independiente de la actividad del alumno y en el que habitualmente los profesores son los encargados de transmitir los conocimientos correctos y adecuados, en el que los profesores o los libros poseen un valor de verdad del que carecen los alumnos, salvo en algunas ocasiones contadas. Desde estas posturas sobre la verdad de los conocimientos, cercanas al realismo propio de las teorías directas e interpretativas, sólo se concede importancia a la opinión de los alumnos sobre otras cuestiones que no tienen que ver con los conocimientos y su organización. Así, por ejemplo, en el capítulo 12 veíamos que tanto los profesores en ejercicio como los profesores en formación admitían que la organización del aula en grupos de iguales resulta muy útil en la medida en que fomenta que los alumnos expresen sus propias opiniones. Sin embargo, estas opiniones, que tan beneficiosas parecen en ese contexto, no son valoradas positivamente cuando se trata de adquirir conceptos. En este último caso, la existencia de una verdad científicamente reconocida hace inútiles otras opiniones. Frente a esta enseñanza tradicional, la perspectiva constructiva asume que necesariamente todas las monedas tienen una segunda cara y que cualquier conocimiento, sea del tipo que sea, es susceptible de ser modificado, analizado y criticado. Es más, frente a la idea de que el objetivo de la enseñanza es transmitir las leyes, normas y reglas científicas, esta posición asume que un objetivo de la enseñanza sería precisamente aprender a criticar esas leyes, normas y reglas científicas. Según Correa, Ceballos y Rodrigo (2003), el pensamiento crítico exige una serie de habilidades entre las que están la capacidad para evaluar los datos, evidencias y argumentos, para emitir juicios razonados y tomar decisiones consecuentes. Difícilmente podemos desarrollar estas capacidades si sólo tenemos oportunidad de escuchar una voz o un 377

punto de vista, si estamos acostumbrados a que los resultados del aprendizaje en una clase con veinticinco alumnos sean veinticinco reproducciones más o menos fidedignas de un mismo punto de vista o perspectiva. Una enseñanza basada en la solución de tareas abiertas y significativas en la que se persigue que el propio alumno llegue a crear sus metas y objetivos, a regular sus actividades y a evaluar los resultados que obtiene, debe asumir la necesidad de perspectivas y resultados diferentes, y también asumir e impulsar que en el aula se escuchen y se atiendan voces diferentes, todas ellas más o menos críticas. Pero esta asunción lleva consigo algunos inconvenientes. Admitir que los alumnos tienen distintas perspectivas exige al profesor atender a esas posiciones distintas y tenerlas en cuenta en su discurso y en su diseño de las actividades del aula. Asumir la presencia de distintas perspectivas implica perder el «objetivismo» de la evaluación. No todos los alumnos que obtengan el mismo resultado alcanzarían en este sistema la misma calificación, ya que la solidez de los argumentos en que se basen puede ser diferente. Y a la inversa, estudiantes con distintas representaciones de un acontecimiento o fenómeno podrían obtener la misma puntuación, siempre que esas diferentes posiciones estuvieran bien fundamentadas. Por tanto, si queremos alumnos críticos ante la sociedad o ante los acontecimientos, capaces de valorar las aportaciones que proceden de puntos de vista muy dispares y capaces de enfrentarse con su propia incertidumbre, como profesores tenemos que aprender a enfrentarnos con la diversidad en nuestras aulas y asumir nuestra propia pérdida de certidumbre, con los sentimientos de inseguridad e indefensión que esta pérdida lleva consigo. La afirmación anterior no nos conduce a admitir la afirmación posmoderna del «todo vale». Por el contrario, enseñar a pensar críticamente implica que se valore más la calidad de las argumentaciones que sostienen cada perspectiva que la conclusión final. Según el filósofo Hudson (1980), un argumento o pensamiento puede ser considerado racional o correcto si atiende a tres razones: 1. No se contradice a sí mismo. 2. Se basa en hechos relevantes. 3. Puede ser modificado por esos hechos. En definitiva, no se trata de promover en el aula las tertulias que ocupan buena parte de nuestra vida y de la de nuestros alumnos, sino que más bien se trataría de analizar con los estudiantes qué argumentos o razonamientos son más adecuados según en qué circunstancias, qué hace que unos datos sean más válidos que otros en un contexto determinado, qué afirmaciones llevadas a sus últimas consecuencias conducen a contradicciones en nuestro pensamiento sin que apenas nos demos cuenta de ello, qué otros datos o puntos de vista no hemos tenido en cuenta y cuáles matizan aquello que estamos diciendo o pensando. Por tanto, pensar críticamente implica atender y valorar la diversidad, todo lo que es distinto de nuestros pensamientos, sentimientos y costumbres, como una riqueza; implica cooperar con otros para negociar significados y construir representaciones compartidas, aunque a veces no estemos totalmente de acuerdo ni en 378

desacuerdo con ellas.

Enseñar a cooperar La asunción del perspectivismo característico de las concepciones constructivas del aprendizaje, tal y como acabamos de señalar, exige la cooperación con otros que mantienen puntos de vista diferentes del propio. La escuela, sin embargo, no suele fomentar el aprendizaje cooperativo. El tipo de organización de la actividad escolar dominante en la cultura tradicional del aprendizaje ha sido el trabajo individual. Las interacciones entre los alumnos han tendido a limitarse por considerarse una fuente de perturbación. Como mucho, se ha considerado que el trabajo en grupo podía ser interesante porque ayuda a los alumnos a aprender a participar y a colaborar en la consecución de unos objetivos comunes. Ejemplos de este tipo de ideas se pueden encontrar en las respuestas de algunos estudiantes universitarios que se estaban preparando para ser profesores de secundaria, que analizábamos en el capítulo 12. No obstante, la gestión compartida de una actividad no es la única bondad del trabajo en grupo. Tal como han mostrado muchas investigaciones, el trabajo cooperativo constituye una estrategia instruccional muy potente para favorecer la construcción de nuevos conocimientos (véanse por ejemplo, Jonhson, Jonhson y Holubec, 1999; Fernández y Melero, 1995). Aunque la idea de la interacción entre iguales como fuente y motor del conocimiento no es precisamente una idea intuitiva, su eficacia se debe a que propicia la confrontación entre perspectivas diferentes, al tiempo que fuerza a los participantes del grupo a explicitar y a redescribir su propia perspectiva para poder integrarla con las de los demás y poder así tomar decisiones conjuntas, potenciándose en cada uno de ellos una mayor conciencia y control de sus propios procesos de aprendizaje. Al intentar comprender las ideas de los otros y reconciliarlas con las propias, los aprendices se implican en un proceso de negociación de significados que puede resultar en la co-construcción o construcción conjunta de nuevos conocimientos, de nuevos procesos de pensamiento y de estrategias de solución de problemas. Los nuevos conocimientos y procesos construidos en el transcurso de la actividad conjunta pueden manifestarse más adelante en la aparición de nuevas competencias individuales, al ser interiorizadas por los miembros del grupo. Promover en los alumnos concepciones constructivas del aprendizaje requiere, por tanto, crear nuevos espacios educativos en los que la organización individual y competitiva del trabajo dé paso a una organización basada en el aprendizaje cooperativo.

Entonces, ¿cómo podemos cambiar las concepciones sobre el aprendizaje de los alumnos? 379

Como se desprende de nuestras reflexiones anteriores, el cambio de las concepciones de los alumnos sobre el aprendizaje no se lograría llevándoles a hacer una reflexión teórica y general sobre qué es el conocimiento, cuáles son las diversas formas de conocer, qué es el aprendizaje y cómo funciona la mente humana, sino con relación a contenidos y contextos particulares. Aunque hemos podido comprobar que algunos estudiantes universitarios, cuyo objeto de estudio se centra en el aprendizaje y otros procesos psicológicos (por ejemplo, los estudiantes de psicología de los últimos cursos que participaron en el trabajo expuesto en el capítulo 14), realizan esta reflexión y muestran concepciones más constructivas, no parece muy sensato convertir a todos los estudiantes en psicólogos o epistemólogos. Desde nuestra perspectiva, el cambio representacional requiere el diseño de nuevos espacios instruccionales que permitan el desarrollo de nuevas formas de enseñar y aprender basadas principalmente en la transferencia del control y la gestión cada vez más autónoma del aprendizaje por parte de los alumnos. Todas nuestras reflexiones han ido en esta dirección. Por un lado, se trata de que el profesor vaya cediendo cada vez más responsabilidad a los alumnos en la regulación de sus aprendizajes y para ello proponga actividades, reflexiones y tareas, progresivamente más abiertas y complejas, que les permitan determinar las metas de su aprendizaje y los procedimientos mediante los que intentan conseguir esas metas, dentro de cada uno de los campos de conocimiento a los que se enfrenten. Nos gustaría insistir en la idea de que esta cesión de la responsabilidad debe ser progresiva, de tal manera que el estudiante tampoco se sienta perdido sin saber qué hacer y sin el mínimo de certidumbre que le permita gestionar su propia incertidumbre. Por otro lado, la reflexión sobre las actividades y los resultados obtenidos por parte de los alumnos facilitaría tanto el desarrollo del metaconocimiento como la gestión, también progresivamente más eficaz, de su propio trabajo. La reflexión individual o grupal, mediante el contraste de opiniones bien fundadas y de diferentes formas de acercarse a los mismos objetivos, contribuye a su vez, como hemos planteado, a crear representaciones más flexibles. Como han mostrado los trabajos sobre cambio conceptual en otros campos del conocimiento, tal como veíamos en el capítulo 3, el cambio de cualquier tipo de concepción es lento y paulatino, y responde más al esfuerzo y al trabajo desde distintas posiciones o tareas que a una toma de conciencia súbita. También se ha resaltado varias veces a lo largo de las páginas de este libro la idea de que el cambio no consiste en la sustitución de unas concepciones por otras, en la medida en que diversas concepciones siguen conviviendo. El tipo de enseñanza que hemos esbozado más arriba tiene el objetivo de aumentar la probabilidad de desarrollar y activar las concepciones constructivas dentro de cada uno de los escenarios, contextos y situaciones de aprendizaje y de enseñanza, más que de producir una sustitución de unas teorías por otras. Pero, además, tiene el objetivo de generar un aprendizaje más significativo y profundo, y fundamentalmente un aprendiz más flexible, autorregulado y consciente de sus logros y desafíos. Todo esto, a su vez, requiere un profesor capaz de llevarlo a cabo, como veremos enseguida en el último capítulo. 380

381

19 Modelos de formación docente para el cambio de concepciones en los profesores Elena Martín, Jimena Cervi

Introducción A estas alturas del libro no parece necesario insistir en la importancia de las concepciones de los profesores –implícitas y explícitas– como guía de su práctica. Esperamos compartir ya con el lector esta idea. En lo que querríamos hacer énfasis ahora es en que este supuesto tiene importantes repercusiones en la manera de entender la formación inicial y permanente del profesorado. ¿Qué relaciones entre teoría y práctica dejan traslucir los estudios que preparan para ser docente? ¿Y los que se dirigen a los profesores y profesoras en ejercicio? ¿Su organización y contenidos reflejan ser concientes de la necesidad de partir de concepciones implícitas ya existentes y muy resistentes al cambio? ¿Qué papel otorgan a la práctica reflexiva? En este capítulo pretendemos acercarnos a algunas de las respuestas a estas preguntas desde una opción teórica concreta: entender la formación del profesorado como un proceso de cambio conceptual, o más exactamente, como se plantea en el capítulo 3, de cambio representacional. Para ello, en la primera parte del texto revisaremos cómo ha ido evolucionando la idea de lo que es un buen docente y cómo, por ello, han cambiado también los modelos de formación del profesorado y los modelos más generales de cambio educativo. Intentaremos mostrar además que, en nuestra opinión, estos cambios no son ajenos a los distintos paradigmas que han sido predominantes en cada momento en la psicología. El segundo apartado del capítulo resumirá los supuestos básicos del enfoque del profesional reflexivo que consideramos el marco teórico más potente con el que contamos en el momento actual para comprender la naturaleza del conocimiento propio de los docentes. La tercera parte del capítulo, la más extensa, se dedica a analizar qué características deberían garantizarse en los procesos de formación inicial y permanente del profesorado 382

si queremos favorecer a través de ellos un cambio en sus concepciones que les permita desarrollar a lo largo de su carrera una progresiva capacidad de reflexionar y mejorar su práctica docente.

Qué es un buen profesor y cómo formarlo Los estudios sobre el conocimiento profesional de los docentes han avanzado desde posiciones ligadas al enfoque proceso-producto hasta las propuestas del profesional reflexivo (Hoban, 2002; Day, 1999; Fullan, 1999; Schön, 1983). Como ya se recogió en el capítulo 2, en el paradigma del proceso-producto la atención se centra fundamentalmente en identificar aquellas características de la práctica docente que mejores resultados de aprendizaje consiguen en los alumnos (Broophy y Good, 1986). La propuesta de la instrucción directa (Roseshine y Stevens, 1986) constituye desde esta perspectiva un ejemplo paradigmático. Un buen profesor sería aquel que organizara su actividad docente de acuerdo con los requisitos que desde este marco teórico se propugnan. El paradigma del pensamiento del profesor desplaza el foco desde las conductas del profesor y el alumno hacia los pensamientos del primero (Clark y Peterson, 1986; Shavelson y Stern, 1981; Marcelo, 1987). La afirmación del conocido artículo de Clark y Peterson (1986) «La conducta de los profesores está sustancialmente influida e incluso determinada por los procesos de pensamiento de los profesores» sintetiza la posición teórica de este enfoque. Se entiende al profesor como un sujeto estratégico que toma decisiones a partir de sus teorías y creencias antes, durante y después de la interacción con los alumnos. El contenido del pensamiento es el objetivo básico de estudio en este enfoque. Sin embargo, se trata de trabajos que no hacen apenas énfasis en la naturaleza representacional de este pensamiento, ni, por tanto, en su carácter implícito o explícito, ni en lo que de ello se deduce para la posibilidad de cambiarlas. Por otra parte, adoptan en la mayoría de los casos un supuesto excesivamente lineal y unidireccional de las relaciones entre pensamiento y acción1. El tercero de los enfoques, el del profesional reflexivo (Schön, 1983, 1987; Argyris y Schön, 1978, 1996) supone una ruptura clara con respecto a la racionalidad técnica que caracteriza el enfoque proceso-producto, y a la predominancia de los niveles explícitos de pensamiento del paradigma del profesor. Schön propone una epistemología de la práctica que identifica tipos de conocimiento muy valiosos desde el punto de vista pragmático, y que, sin embargo, no son necesariamente accesibles a la conciencia, ni pueden verbalizarse. Pero plantea también niveles recursivos de reflexión como mecanismo para mejorar la acción. La relación entre concepciones y práctica no es ya unidireccional. En el siguiente apartado analizaremos con más detenimiento esta teoría, pero antes querríamos revisar la evolución en las otras dimensiones recogidas en la el cuadro 1. Por lo que se refiere a los enfoques psicológicos, es llamativa la relación que las 383

perspectivas hasta aquí presentadas tienen con los tres grandes paradigmas de la psicología del aprendizaje. No es difícil reconocer los supuestos del conductismo en el énfasis de la perspectiva proceso-producto en los comportamientos del docente. Asimismo, el auge del procesamiento de la información tuvo también su reflejo en el paradigma del pensamiento del profesor. Las representaciones pasaron lógicamente a ser el objeto de estudio de la investigación. Pero la manera de concebir el contenido del pensamiento en este enfoque, desde el punto de vista de su naturaleza representacional, pone de manifiesto una concepción excesivamente simplista en la que el énfasis se pone en la información de las representaciones y no tanto en los procesos de elaboración de éstas, desde un modelo mecanicista del aprendizaje (Pozo, 2001). El enfoque del profesional reflexivo, supone, en cambio, una perspectiva del conocimiento y el aprendizaje coherente con los supuestos constructivistas. A pesar de que el autor que ha dado origen a esta propuesta, Donald Schön, no expresa explícitamente esta conexión de enfoques, un análisis de su fundamentación teórica desde una lectura psicológica permitiría hacer esta afirmación. Como señala Marton (1994), la actividad de los profesores no se entiende ya como un puro producto del racionalismo, éstos no se limitan a tomar decisiones deliberadas, sino que dan sentido a la realidad en la que se mueven y dentro de ella a su práctica. Desde la perspectiva teórica expuesta en la primera parte del libro, nosotros diríamos, construyen, o mejor dicho, reconstruyen esa realidad generando representaciones y metarepresentaciones con distinto nivel de explicitación. Cuadro 1. Relación entre los enfoques psicológicos y los enfoques de perfil profesional, formación del profesorado y cambio educativo

Dentro de esta manera de entender la práctica docente y su relación con las 384

representaciones se ha producido, a su vez, un avance desde posiciones más cognitivas, centradas en los mecanismos propios del sujeto que aprende –en este caso el profesor– hacia posturas socioconstructivistas que destacan la co-construcción de las representaciones en situaciones de interacción entre docentes (Putnam, 1997; Engeström, 1994; Zeichner, 1994). Asimismo se han ido incorporando las posiciones de la cognición distribuida y situada. Los mecanismos de construcción y reconstrucción de las representaciones no se conciben desde esta perspectiva como procesos individuales, sino generados en el discurso conjunto. Asimismo se postulan como procesos de elaboración o activación de conocimiento en los que los elementos contextuales o situacionales desempeñan una función fundamental. La tercera fila del cuadro 1 ilustra la relación entre las dimensiones analizadas y la evolución en los modelos de formación de profesorado. En la primera de las casillas situaríamos el modelo de aprendiz, que se sustenta, en palabras de Atkinson y Claxton (2000b), en la inducción no reflexiva. Desde esta perspectiva, la intuición se considera necesaria y suficiente para progresar en el conocimiento profesional. La competencia no necesita ser explicada, ya que se concibe al profesional como un experto meramente técnico. Tendría, por tanto, una estrecha relación con el paradigma proceso-producto y el enfoque conductista. El segundo modelo de formación, el escolástico, responde a una lógica racionalista cartesiana. Cambiar las concepciones de los profesores, mediante la comprensión intelectual, cambiaría su práctica haciendo de ellos competentes profesionales. También en este caso, parecen claras las conexiones con el enfoque del pensamiento del profesor y el marco del procesamiento de la información. Finalmente, las propuestas de formación basadas en la práctica reflexiva pretenderían superar este falso dualismo entre práctica y teoría, otorgando como veremos en siguiente apartado un papel distinto a cada una en la construcción del conocimiento profesional de los docentes. La última dimensión, que engarza lógicamente con las anteriores, se refiere al modo en el que se conciben los procesos de cambio educativo y no sólo de formación del profesorado. Los modelos de gestión del cambio, tal y como los analizan, entre otros, Hoban (2001), Fullan (1994, 2001), Hargreaves (2001), Hargreaves y Fullan (2000), podrían encuadrarse en dos grandes posiciones, y no en tres como en los casos anteriores. El modelo mecanicista de gestión del cambio intenta producirlo actuando de forma aislada sobre los distintos elementos que influyen en la calidad del sistema educativo (Hoban, 2002). Asimismo, responde a una causalidad lineal según la cual se introduce una innovación en el aula, el profesor la aplica, y eso genera cambio en el profesor, lo que en términos de Argyris y Schön (1994) sería un aprendizaje de bucle único (single-loop), en el que además se considera ingenuamente que el profesor quiere cambiar, sin prever las resistencias, tanto cognitivas como emocionales, que en la mayor parte de los casos se producen. Sarason (1990) señala claramente la debilidad de este enfoque: [..] porque los profesores no pueden crear ni mantener las condiciones para un 385

desarrollo adecuado de los alumnos si estas condiciones no las tienen los propios profesores. (p. 14, la traducción es nuestra) Por otra parte, desde este paradigma se considera a menudo que el conocimiento que generan los académicos de la universidad es más valioso que el de los docentes. En la década de los noventa se va produciendo una progresiva toma de conciencia de la enorme complejidad del cambio, al aceptar su carácter sistémico e incierto. Gestionar cambio desde este modelo supone actuar a la vez sobre múltiples dimensiones cuya relevancia ha puesto de manifiesto la investigación, y entender las relaciones de interacción y de causalidad múltiple que ello genera (Fink, 2000; Hargreaves y otros, 1997). El centro educativo en su globalidad y no los profesores aislados son desde esta perspectiva el eje del cambio. Los equipos docentes y las condiciones de la institución que los sustentan, sobre todo la cultura educativa de los centros, pasan pues a ser el foco de intervención. De acuerdo con el análisis de Hoban (2002) este modelo de gestión del cambio sólo coincidiría con el enfoque del profesional reflexivo, que parte, como Schön (1983) destaca, de entender que las situaciones educativas son complejas, inciertas, inestables, únicas, y generadoras de conflictos de valor. Un enfoque que reconoce la necesidad de contrastar con los otros el conocimiento profesional de cada docente mediante la reflexión para poder transformarlo. Así pues, todo apunta a que una apuesta por un modelo de formación de profesorado, entendido como cambio representacional, debe situarse en las cuatro dimensiones en las casillas de la derecha del cuadro 1. Sin embargo, son muchos los autores que coinciden en señalar que a menudo las experiencias de formación a través de modelos de reflexión no han conseguido sus propósitos (Claxton y otros, 1996; Atkinson y Claxton, 2000a). ¿Cómo podemos explicarnos este resultado?

Reflexión e intuición: dicotomía o complementariedad La teoría de Schön del profesional reflexivo parte, como ya se señaló en el capítulo 22, del supuesto de que la enseñanza reúne los rasgos de singularidad anteriormente citados – impredictibilidad, complejidad, incertidumbre y carga de valores–, por lo que no es posible aproximarse a ella desde una racionalidad técnica. Por tanto, los docentes deben construir un conocimiento sofisticado que les permita ajustar en cada momento la enseñanza a las características diversas del alumnado y a las cambiantes condiciones del aula. Para él no existe un único tipo de conocimiento sino que éste se elabora en tres niveles distintos: 1. El conocimiento en la acción. 2. La reflexión en la acción. 386

3. La reflexión sobre la acción y sobre la reflexión en la acción. El profesor activa durante su práctica un conocimiento que ya tiene y que le permite tomar durante la acción la gran cantidad de decisiones que su quehacer exige. Si en la práctica se produce algún acontecimiento inesperado, el profesor puede poner en marcha un proceso de reflexión, sin interrumpir la acción, on line. Este proceso, muy poco consciente, puede no obstante generar conocimiento. Pero para Schön estos dos niveles son insuficientes, junto con ellos es necesario contar con espacios en los que, fuera ya de la acción docente, se convierta ésta en objeto de conocimiento. Es el momento de la reflexión sobre la acción y sobre la reflexión en la acción, en cuya caracterización se reconoce la clara influencia de Dewey (1933). La propuesta del profesor intuitivo, por su parte, ha sido planteada por autores que consideran que sigue observándose mayoritariamente un sesgo racionalista en el estudio del conocimiento profesional de los docentes y que valoran negativamente muchos de los programas de formación sustentados en la práctica reflexiva como indicador de lo que denominan la crisis del profesionalismo (Claxton y otros, 1996; Atkinson y Claxton, 2000b; John, 2000; Furlog, 2000). Para ellos, se ha despreciado injustificadamente la intuición como una vía de acceso al conocimiento que, sin embargo, resulta muy útil. Los profesores expertos muestran, en su opinión, una capacidad de toma de decisiones que refleja una comprensión global del problema, que permite una actuación rápida, de cuya justificación verbal no tienen por qué ser capaces. La intuición se entendería según Claxton (2000) como una emergencia de la conciencia (a través de rutas que no están articuladas con claridad y que, a menudo, son débiles, efímeras, simbólicas o sensoriales) de hipótesis basadas en la integración inconscientes de patrones y analogías extraídos de la base de datos de experiencias anteriores. Esta manera de entender la intuición rescata el valor de lo «encarnado» y con ello de lo emocional, como un componente básico de las representaciones. ¿Supone la propuesta del profesional intuitivo algún elemento sustancial nuevo con respecto a los niveles de conocimiento profesional de Schön? No, desde nuestro punto de vista. Las características de la intuición pueden asimilarse básicamente al conocimiento en la acción, que sin duda es fundamental en la práctica docente. Sin embargo, se necesitan mecanismos que pongan a prueba las sugerentes y útiles «hipótesis» que la intuición genera. De no ser así, se corre el riesgo de dar por válidas concepciones que no necesariamente lo son, de reforzar las ideas que de hecho ya se tienen, aunque la visión global de sus relaciones pueda producirnos una experiencia fenomenológica de nuevo conocimiento. De hecho, estos mismos autores señalan la necesidad de compaginar el pensamiento analítico con el intuitivo. El propio Claxton (2000, p. 72 de la versión castellana) plantea: Las intuiciones son hipótesis instructivas pero falibles, que son útiles cuando se toman como tales. Los estados mentales intuitivos no antagonizan con otros modos de conocimiento más explícitos, verbales y conscientes, los complementan e interactúan productivamente con ellos. 387

Por otra parte, otros autores (Hogarth 2001; Erault, 2000) que, dándole importancia a la intuición, no comparten exactamente la misma línea, enfatizan la complementariedad de ambas sobre todo cuando lo que se quiere es «educar la intuición», es decir, aprovechar toda su potencialidad, pero ser conscientes también de sus limitaciones. Si el lector está de acuerdo con los argumentos esgrimidos hasta aquí, podría compartir la afirmación de que el marco teórico del profesional reflexivo puede dar cuenta, sin entrar en contradicción con sus supuestos, del papel de la intuición, pero ofrece una articulación de las dos vías, razón –a través de la reflexión– e intuición – mediante el conocimiento en la acción y en gran medida la reflexión en la acción– que resulta más completa para entender las concepciones y la práctica de los docentes. Podríamos hablar por tanto de una integración jerárquica, tal y como en este libro se entiende este concepto, de la dimensión intuitiva de la tarea docente dentro del enfoque del profesional reflexivo. Con lo que sí coincidimos con Atkinson y Claxton (2000b; Claxton y otros, 1996) es en que se ha desvirtuado la potente idea de Schön destacando el elemento de la reflexión y no los otros dos niveles anteriores, lo que ciertamente refleja de nuevo un sesgo racionalista (Engeström, 1994). Desde nuestra perspectiva, la propuesta del profesional reflexivo tiene, además, otro claro atractivo: resulta muy coherente con el marco teórico adoptado en este libro. Los distintos tipos de conocimiento profesional, y la diversidad de procesos mediante los cuales se generan, perfectamente podrían «redescribirse» en términos del continuo representaciones implícitas-explícitas. Los tres niveles de Schön marcarían, desde esta relectura, otros tantos hitos en este proceso de progresiva explicitación. La coincidencia en muchos puntos de la propuesta de Schön con la de Karmiloff-Smith (1992) de la redescripción representacional3, a pesar de que ambos autores provengan de campo muy distinto y no establezcan en ningún caso referencias mutuas, permite pensar en el conocimiento en la acción como un constructo con semejanzas al nivel E1 de Karmiloff-Smith –representaciones disponibles, presentes como tales en la memoria pero aún no conscientes–, así como reconocer en el resto de los niveles de Schön el avance en la toma de conciencia que la autora de la teoría de la redescripción representacional postula como mecanismo de progreso en la construcción del conocimiento. Así, podríamos también establecer conexiones entre la reflexión en la acción y los procesos de control y supervisión on line que propone el marco de la metacognición (véase el capítulo 2). Por otra parte, esta relectura de la propuesta añadiría algunos elementos que consideramos enriquecen la comprensión del objeto de estudio: la construcción del conocimiento profesional de los docentes. El primero sería la posibilidad de diferenciar en el proceso mediante el cual el profesor llega a tener un conocimiento en la acción que responde a la fluidez de la intuición. ¿Significa eso que se ha construido por una vía de conocimiento implícito? No necesariamente, puede haberse elaborado desde un proceso explícito –e incluso deliberado– y haberse ido automatizando hasta tener la experiencia, la sensación, de que se hace de forma «natural». Pudiendo en ambos casos cumplir la función pragmática de no exigir recursos cognitivos excesivos –no podríamos enseñar si 388

todo el tiempo tuviéramos que tomar decisiones por vía explícita–, la diferencia en el proceso de construcción tendría importantes consecuencias. La vía implícita tan sólo permitiría un uso técnico del conocimiento, mientras que la explícita –o para ser más exactos, la más próxima al polo explícito– podría llevar al profesor a «desempaquetar» el conocimiento construido para hacer de él un uso estratégico (Pozo y otros, 2001; Pozo y Postigo, 2000). Las consecuencias de ello a la hora de generalizar el uso del conocimiento serían claras. La vía alta, utilizando ahora la terminología de Salomón (1992), otorgaría al profesor una posibilidad de ajustar su práctica a la variabilidad y complejidad que, de hecho, supone mucho más que la vía baja. Por otra parte, la relectura nos permitiría entender que, aun admitiendo que la redescripción exige razón (reflexión), el mero cambio de las representaciones no asegura el cambio en la práctica. Como señala lúcidamente Erault (2000), la reflexión puede mejorar la comprensión, pero ello no se traduce necesariamente en un cambio en la práctica. Esas «nuevas» representaciones tienen que «encarnarse» para naturalizarse y esto significa que tienen que hacerse fluidas, convertirse en representaciones en acción, aplicarse, guiar la actividad. Además, el proceso no tiene por qué empezar desde la reflexión. Cambios en la práctica –buscados por el profesor o no– pueden ser el inicio del bucle, siempre que se tome conciencia de ellos y esto suponga una actitud perspectivista en la que se tienen en cuenta otras posibles explicaciones del fenómeno. No todo conflicto es percibido como una contradicción por el sujeto. La «sorpresa», de la que se habla desde la posición del profesional intuitivo, supone de hecho una contradicción tanto desde el punto de vista cognitivo como emocional, que puede suministrar la motivación necesaria para hacer el esfuerzo que supone la reflexión. Pero, como sabemos, no siempre lleva a poner en marcha procesos más analíticos. Finalmente, el marco teórico del continuo explícito-implícito postula que el cambio en las representaciones no supone la sustitución o desaparición de las anteriores, sino la convivencia de varias posibles concepciones que se usarían en distintos contextos dependiendo de que la meta de la acción fuera más epistémica o más pragmática, y también de lo consolidadas que estuvieran las distintas representaciones. Por tanto, no hablaríamos de profesores con unas u otras representaciones, sino de profesores que tienen mayor o menor probabilidad de activar unas u otras en función del contexto. Desde esta perspectiva, el cambio no sólo exige una «nueva representación», sino que su frecuencia de uso resultará también un factor predictivo de su probabilidad de activación. ¿Qué se deriva de esta manera de entender la naturaleza y génesis del conocimiento profesional para las actividades de formación del profesorado? ¿Cómo favorecer entonces el cambio representacional?

Cómo promover el cambio conceptual desde la formación del profesorado 389

Revisaremos las condiciones que contribuirían al cambio conceptual tomando como eje de análisis las características de las representaciones y de sus procesos de construcción a los que se ha hecho mención en el apartado anterior.

El carácter sociocultural de las concepciones La consecuencia más relevante de entender la génesis del conocimiento como un proceso de naturaleza sociocultural es que el cambio representacional supone un progreso desde la agencia externa a la interna, tal como muestra la evolución de las concepciones. Como se ha señalado en el capítulo 17, las concepciones del aprendizaje cambian en la medida en que el sujeto toma conciencia de la importancia de sus propios procesos. Aquí, no nos referimos al contenido de las concepciones, sino a cómo se construyen éstas. Y también en este caso, desde el punto de vista de los procesos de construcción, el cambio viene favorecido en la medida en la que los otros nos ayudan a tomar conciencia de nuestras propias teorías y a cuestionarlas, y nos ofrecen otras posibles maneras de representarnos la misma realidad, que finalmente llevan a una reconstrucción por parte del propio sujeto; en términos vygotskianos, mediante el paso del nivel interpersonal al intrapersonal. La presencia de los otros no asegura, sin embargo, un proceso de reflexión que suponga verdaderamente redescripción4. Si en el grupo los profesores no suscitan diferentes puntos de vista, las representaciones pueden no sólo no modificarse, sino reforzarse al ser apoyadas por muchas personas. De hecho, lo más difícil del cambio no es tanto poner en marcha nuevas prácticas, sino modificar las ya existentes. El perspectivismo –la contraposición o comparación de perspectivas– es, pues, un requisito de la redescripción de las teorías (Rodrigo, 1993; Keiny, 1994). Por otra parte, los conocidos efectos de la persuasión en la interacción en grupos pueden también ser un riesgo para este proceso de cambio; los miembros con más influencia pueden acabar «imponiendo» su concepción. Todo ello apunta a que es importante que en los espacios de reflexión se cuente con una persona más experta que pueda aportar, por una parte, concepciones alternativas, y por otra, guiar las dinámicas de los grupos. Los profesores en la formación inicial (Bullough, 1992; Jay y Jonson, 2002; Ward y McCotter, 2004), los profesores «mentores» en los primeros años de ejercicio (Hargreaves y Fullan, 2000), y los asesores de las estructuras de formación permanente deberían cumplir este papel, pero para esto ellos, a su vez, tendrían que ser formados adecuadamente. Si los otros son importantes en cualquier proceso de cambio conceptual, en el de los profesores lo son mucho más, ya que su trabajo es esencialmente social. Como ya se ha comentado en este mismo capítulo, la tarea docente no se concibe ya como una actividad solipsista sino en equipo. Por tanto, no se trata tan sólo de que los otros sean un instrumento de cambio, sino de que hay que cambiar con los otros. Los requisitos necesarios para formar un equipo docente no se agotan en compartir la manera de entender los procesos de aprendizaje y enseñanza, pero sin duda éste es un elemento básico de la coherencia en la práctica docente. Como señala Hargreaves (1994) el trabajo en equipo podría cambiar radicalmente la naturaleza del pensamiento del profesor. 390

Por otra parte, hay que recordar que la mediación social no sólo se ejerce mediante los otros sociales, sino también a través de herramientas culturales que ayudan a la explicitación, porque facilitan la toma de conciencia (Olson, 1994; Pozo, 2001; Martí, 2003). Así pues, es importante introducir en los procesos de formación estos instrumentos epistémicos. La escritura de un diario, el análisis de casos, la grabación y posterior revisión de situaciones reales de práctica, la resolución de dilemas, la simulación, son todos ellos recursos al servicio de la formalización y explicitación de las representaciones (Jay y Jonson, 2002). En la planificación de las actividades de formación conviene también combinar el análisis de la práctica propia con la de otros profesores (McIntyre, 1993). Esto contribuye al perspectivismo, pero tiene además otra razón de ser. Muchas veces, cuestionar la práctica de uno mismo resulta muy difícil por la descentración no sólo cognitiva sino emocional que ello supone. Estas resistencias pueden verse aminoradas cuando el problema se analiza «en cabeza ajena». Centrando ahora el foco en el aspecto cultural y no sólo social de las representaciones, hay que recordar que las representaciones implícitas se aprenden por la participación en contextos de práctica. Cambiar las prácticas contribuiría, pues, a modificar las representaciones, sobre todo si se estructuran procesos de reflexión sobre estos cambios. De hecho, determinadas prácticas, como las que en la última década se han propiciado de evaluación estandarizada, están teniendo en muchos casos una repercusión negativa en la autonomía profesional de los docentes, y a través de ello, en sus concepciones (Broadfoot, 2000; Ward y McCotter, 2004). Tanto Hogarth (2001) como Claxton (2000) señalan que es preciso controlar dentro de lo posible los entornos de práctica. En el caso de la formación inicial, esto puede resultar más sencillo, en el de la permanente supone tomar conciencia de que determinadas decisiones de organización –muchas de ellas favorecidas o dificultadas por el desarrollo normativo de la política educativa– tienen desde esta perspectiva una enorme importancia. Gestionar cambio educativo no supone, desde esta perspectiva, esperar necesariamente a que las concepciones hayan cambiado para introducir innovaciones. Si se produce de hecho la innovación, con condiciones de éxito, y se aseguran espacios de reflexión en los que se analicen las causas del cambio, puede producirse también una reconstrucción de las representaciones.

La naturaleza situada de la cognición Concebir los procesos cognitivos de forma situada supone ser consciente de la importancia que el contexto, por un lado, y el dominio específico, por otro, tienen en la construcción y activación de las representaciones. Del primer aspecto acabamos de ocuparnos en el punto anterior. Querríamos ahora analizar algunas consecuencias que para la formación del profesorado tiene postular que los principios que conforman las teorías implícitas dan lugar a distintas teorías de dominio, como se explica en el capítulo 3. Los datos de varias de las investigaciones recogidas en el libro apuntan en la dirección 391

de que los sujetos no activamos necesariamente las mismas teorías en diferentes dominios. Los profesores tanto de primaria, como de secundaria (capítulos 6 y 9), los profesores y estudiantes del estudio sobre concepciones epistemológicas (capítulo 10) así como los profesores de música (capítulo 8), utilizan con distinta frecuencia las teorías cuando se les enfrenta a problemas que se sitúan en ámbitos de conocimiento o decisiones de la práctica docente diferentes. En los programas de formación tanto inicial como permanente, esto se traduciría en varias directrices. Por una parte, hay que ayudar a los profesores o futuros profesores a que comprendan las dificultades de la generalización (John, 2000). No es fácil entender sus dificultades. El conocimiento cotidiano lleva más bien a pensar que las capacidades cognitivas son de carácter general –no por casualidad la psicología ha tardado en cuestionar este supuesto–. El profesor debe, por tanto, saber que un cambio en su manera de entender y de actuar sobre una parcela de la realidad educativa no supone necesariamente que ello se generalice a otras decisiones. Que el propio docente incorpore este elemento metacognitivo a su conocimiento es fundamental para que pueda autorregularlo, pero para ello quienes le enseñan tienen obviamente que mostrar también este enfoque estratégico y organizar la formación de forma deliberada para favorecer la transferencia entre dominios. Así pues, habría que trabajar a lo largo de los estudios iniciales de los docentes situaciones de práctica que abarcaran la mayor variedad posible de elementos del proceso de enseñanza y aprendizaje, así como contextos diferentes en los que estas decisiones se tomaran de forma distinta. Una vez más, exponer meramente a los alumnos –futuros profesores– a la práctica no sería suficiente; la clave estaría en ayudarles a identificar qué aspectos del dominio y del contexto justificarían las distintas prácticas y a valorar críticamente su adecuación. Es decir, realizar una formación que contribuya al desarrollo del pensamiento condicional que caracteriza la actuación estratégica de los profesionales reflexivos (Monereo y otros, 2001). Una última condición, desde esta perspectiva de la cognición situada, se refiere a tener en cuenta en la formación los procesos de integración que caracterizan la redescripción representacional. Las capacidades son de dominio, pero cuanta mayor posibilidad de generalizar, más potente resulta el aprendizaje (Pozo, 1996). Por lo tanto, las actividades de formación deben planificarse teniendo en cuenta que el resultado de la reflexión sobre diferentes dominios y contextos vaya más allá de una mera yuxtaposición, aproximándose progresivamente a representaciones integradas jerárquicamente. Por otra parte, en la selección de los dominios de práctica sobre los que se va a trabajar en la formación sería útil aplicar el concepto de zona de desarrollo próximo en el sentido de elegir en primer lugar aquellos aspectos en los que el cambio pueda ser en principio más fácil. Como se recoge en varios de los capítulos del libro, y en especial en el 6 y el 12, hay determinados ámbitos de las concepciones del aprendizaje que constituyen el «núcleo duro» de las representaciones de los docentes, mientras que otros muestran una comprensión más elaborada. Estos últimos pueden resultar un mejor punto de partida para la reflexión sobre la práctica. 392

La naturaleza encarnada de las teorías implícitas La naturaleza encarnada de las teorías implícitas supone a efectos de la formación del profesorado que tutores y profesores en formación, así como formadores de docentes en ejercicio, superen la simplista visión del dualismo entre cognición y emoción. Toda representación, y más las construidas por aprendizaje implícito, tienen como ingrediente fundamental las emociones que el acceso a la realidad suscita. Como señala Hogarth (2001), las emociones son datos que, en vez de ser negados, pueden también convertirse en objeto explícito de conocimiento. Es artificial y por tanto ineficaz ayudar a reconstruir las teorías intentando dejar al margen las emociones, desde un racionalismo ingenuo (Gilppin y Clibon, 2000). Si queremos que un profesor tome conciencia de que puede estar atribuyendo una competencia baja a un alumno sin datos que lo avalen, debemos tener en cuenta que es muy probable que en ese juicio de valor pueda estar influyendo, entre otras cosas, su aspecto físico. No es raro escuchar a profesores expresiones que manifiestan el profundo disgusto que el atuendo de algunos alumnos le provoca. De hecho, este elemento emocional tendrá importancia en la comprensión del problema por parte del profesor y en su práctica. No tenerlo en cuenta pondrá en riesgo el éxito de la formación. Por otra parte, reestructurar teorías tiene, sin duda, un importante coste emocional para los profesores. Es mucho más seguro ser realista que constructivista. Tener que poner en duda las ideas de uno mismo obliga a enfrentarse a niveles de incertidumbre que hay que aprender a controlar, más cuando no se trata de ideas aisladas, sino de auténticas teorías. Los profesores de profesores tienen que tener esto en cuenta. Deben ayudar a sus alumnos a que sean conscientes de que esto es algo que, de hecho, están aprendiendo, y deben ser conscientes de que en muchos momentos del proceso de aprendizaje la actuación de sus alumnos se explicará en parte por la resistencia emocional al cambio. Finalmente, entender la naturaleza encarnada de las representaciones implícitas tiene otra posible consecuencia. Desde nuestra perspectiva, el constructivismo es tan contra natura que es muy probable que, en el momento actual en el que los contextos informales de aprendizaje tampoco responden excepto contadas excepciones a una lógica constructivista, la mejor manera de construir una teoría constructiva de la enseñanza y el aprendizaje sea por instrucción formal. Construirla, es decir, redescribir aspectos de la realidad que hasta ese momento se venían interpretando desde los supuestos realistas o interpretativos, es ya un proceso costoso y que exige tiempo. Pero, tener accesibles en la memoria estos nuevos conocimientos declarativos no es suficiente. Hay que ponerlos en práctica, desarrollarlos como saber hacer y no sólo saber y ofrecer espacios de reflexión sobre esa práctica. Todo esto supone tiempo. Tiempo que tiene que estar planificado en los programas de formación inicial y, lo que es más difícil, en los de formación permanente. La actividad cotidiana de un docente no suele dar espacio a estos momentos de reflexión en equipo, a no ser que estén deliberadamente incluidos en la organización de los centros, y, sin embargo, como señala McMahon (2000), los profesionales expertos revisan su práctica 393

con regularidad. Por ello, las estructuras de coordinación horizontal y vertical de los centros (niveles educativos, comisiones de coordinación, equipos docentes, departamentos disciplinares…) deben entenderse como contextos de formación permanente en los que los profesores toman decisiones sobre su práctica, es decir, activan teorías. Una adecuada organización de los espacios, tiempos y liderazgos de estas estructuras sería, desde esta perspectiva, esencial para contribuir al cambio conceptual de los docentes de un centro. Además del tiempo, es preciso combinar conflictos empíricos, es decir, en los que la experiencia nos ofrece datos que van en contra de nuestras predicciones, y conflictos teóricos, en los que son los propios supuestos de las concepciones los que entran en contradicción. Y no limitarse a que los profesores expliquen su posición, sino plantearles tareas que supongan argumentar. La diferencia que se encuentra habitualmente entre explicar y justificar en los estudios sobre habilidades de razonamiento (Kuhn, 1991), también se producen en el caso de las concepciones de los docentes (véase el capítulo 10). Así pues, no basta con explicar. El cambio en las concepciones implícitas requiere argumentos que justifiquen las decisiones.

El proceso de explicitación de las representaciones La propuesta de integración jerárquica de las teorías, dentro del continuo implícitoexplícito, llevaría a replantear las relaciones entre teoría y práctica en la formación del profesorado, desde una posición superadora del racionalismo cartesiano. La teoría no tendría necesariamente que ser el punto de partida. Y la práctica no se debería entender como la mera aplicación de la teoría. Más bien se concebiría la teoría como unas «gafas» diferentes desde las que comprender la realidad. Las gafas «de serie» –las más encarnadas– estarían, al menos en nuestra cultura educativa, más próximas a explicaciones de los procesos de enseñanza y aprendizaje desde los supuestos de la teoría directa. En la formación se debería partir de la práctica –directa o simulada; propia o vicaria– e intentar ir «graduando» de nuevo de forma progresiva los cristales de las gafas. La teoría vendría, por tanto, a redescribir la interpretación de la práctica. Desde esta perspectiva, además de ofrecer un practicum reflexivo en toda formación inicial de profesorado (Schön, 1987), habría que organizar la secuencia de las enseñanzas de tal manera que la práctica no estuviera separada de la teoría y, desde luego, no se ubicara únicamente al final de la carrera, cuando habitualmente sólo los tutores profesionales están disponibles para apoyar al alumno. Por lo que se refiere a la formación permanente del profesorado en ejercicio, el modelo de formación en centros (Martín, 1998) sería el más coherente. Este modelo se basa en ayudar al equipo docente de un centro, o a una parte de él, a revisar algún aspecto de su práctica. Parte de la identificación de una necesidad que los propios profesores llevan a cabo, lo que garantiza una mayor motivación y un carácter más contextual de la formación. Se basa en la reflexión con ayuda de personas más expertas que pueden hacer tomar conciencia de las contradicciones, ofrecer teorías alternativas, supervisar la dinámica de los grupos para 394

evitar los fenómenos de persuasión; condiciones todas ellas necesarias según hemos argumentado más arriba. Por otra parte, se dirige a equipos docentes que comparten una misma práctica y no a profesores aislados, con lo que ello supone desde el punto de vista de la naturaleza sociocultural de las representaciones. Además de las relaciones entre teoría y práctica, otro rasgo de la naturaleza del proceso de explicitación es su carácter recursivo, que permite ir profundizando en los distintos niveles de los supuestos (Lougrhan, 2004). Este bucle, práctica-reflexión, siempre puede llevarse a un siguiente nivel, reflexión en la acción, reflexión sobre la reflexión en la acción, reflexión sobre la reflexión sobre la reflexión en la acción… No se trata de intentar enloquecer a los docentes, sino de que conceptualicen sus propios procesos de cognición. Este aspecto de la metacognición, la conciencia del propio conocimiento y de sus procesos de génesis (Mateos, 2001), debería ser, como ya se ha señalado, uno de los objetivos de la formación, ya que ayuda al cambio representacional, y, en principio, es además menos complejo que el de la otra dimensión metacognitiva: la regulación de esos procesos. Aunque los estudios actuales han superado en muchos casos este cuestionable dualismo (referencias), a efectos didácticos, puede seguir siendo útil para ayudar a los formadores de profesores y a los propios profesores a tenerlo en cuenta en su planificación. Es necesario que el profesor tome conciencia de que «las voces que oye» (Pozo, 2003) tenderán a no cuestionar lo que se piensa, a «cerrar» rápidamente el problema y de la forma más simple. Como señala Hogarth (2001), hay que provocar enfrentamientos controlados –para que quien diga las cosas sea menos importante que lo que se diga–. Hay que habituar a los profesores a introducir «cortocircuitos» en sus procesos de pensamiento: acostumbrarse a decir «¿qué pienso?», «¿por qué?», «si mi idea fuera equivocada, ¿cómo lo sabría?». Los procesos de enseñanza y aprendizaje serían cualitativamente distintos si, por ejemplo, un profesor, cuando el alumno no le ha traído el trabajo que pidió, y se le activa la explicación, «claro, mira que es vago», tuviera igualmente «naturalizado» el hábito de pensar si podría haber alguna otra explicación alternativa. Lo que, por otra parte, le resultaría más sencillo, si un otro –otro colega del centro, un asesor de formación, el propio alumno con el que se discute el tema, el conocimiento de la experiencia de otras escuelas– le ofrecieran otra perspectiva. Una última reflexión general. No resulta difícil darse cuenta de que muchos de los programas de formación no reúnen estas condiciones. Es lógico, puesto que son muy costosas en todos los sentidos. Pero no es menos cierto que una apuesta decidida por mejorar el trabajo de los docentes y con ello la calidad de la educación, adecuándola a las nuevas demandas de la sociedad del conocimiento, no debería desatender estas reflexiones. Por otra parte, avanzar en el camino de desarrollar la formación de acuerdo con lo que sabemos que supone la redescripción representacional de las teorías de los profesores, supone no sólo tener como horizonte el «estado final» que se dibuja desde estas orientaciones, utilizando la terminología de Sánchez (2001), sino también investigar con rigor las dificultades que supone pasar del «estado actual» al ideal al que nos gustaría contribuir y los pasos intermedios. Los estudios incluidos en este libro están 395

contribuyendo a ello y sus resultados y limitaciones iluminan las futuras líneas de trabajo.

1. El lector puede encontrar una explicación más amplia de estos enfoques en el apartado «El perfil del docente y el análisis de la práctica» del capítulo 2. 2. En el apartado «El perfil del docente y el análisis de la práctica» del capítulo 2 puede encontrarse una explicación más amplia de esta teoría. 3. El lector puede encontrar una explicación más amplia de las coincidencias entre ambos enfoques en el apartado «El perfil del docente y el análisis de la práctica» del capítulo 2. 4. No podemos detenernos en este texto en la interesante diferencia de Habermas (1984) entre reflexión técnica (valorar la eficacia de la acción sin cuestionar los fines), reflexión práctica (valorar los supuestas que subyacen a las actuaciones y su adecuación a las metas) y reflexión crítica (valorar desde la perspectiva moral y ética de los fines), pero refleja, desde otro punto de vista, los procesos tan distintos que se engloban bajo el concepto de reflexión y los muy diferentes procesos que implica.

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Índice Anteportada Portada Página de derechos de autor Índice Introducción: cambiando las mentes para cambiar la educación Estructura del libro Agradecimientos Acerca de los autores

2 3 4 5 11 13 18 21

Primera parte: Las concepciones del aprendizaje ante la nueva cultura educativa 1. La nueva cultura del aprendizaje en la sociedad del conocimiento, J.I. Pozo Educar en tiempos de crisis: despertando de un largo sueño Las concepciones sobre el aprendizaje: el legado de una doble herencia Del aprendizaje de la cultura a la cultura del aprendizaje Una breve historia cultural del aprendizaje de la lectura La nueva cultura del aprendizaje Profesores y alumnos para el siglo XXI: las nuevas formas de enseñar y aprender 2. Enfoques en el estudio de las concepciones sobre el aprendizaje y la enseñanza, M.P. Pérez Echeverría, M. Mateos, N. Scheuer, E. Martín El desarrollo de la metacognición El desarrollo de la teoría de la mente Creencias epistemológicas cotidianas Enfoque fenomenográfico Teorías implícitas sobre el aprendizaje El perfil del docente y el análisis de la práctica Alguna conclusión y muchas dudas 3. Las teorías implícitas sobre el aprendizaje y la enseñanza, J.I. Pozo, N. Scheuer, M. Mateos, M.P. Pérez Echeverría Las concepciones sobre el aprendizaje como representaciones implícitas El origen de las representaciones implícitas Naturaleza y funcionamiento cognitivo de las representaciones implícitas

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25 26 26 29 34 36 42 45 49 52 56 62 66 69 72 78 85 86 89 92

El cambio de las representaciones implícitas Las representaciones como teorías implícitas Las teorías implícitas del aprendizaje La teoría directa La teoría interpretativa La teoría constructiva ¿Una cuarta teoría? La visión posmoderna El cambio de las concepciones sobre el aprendizaje y la enseñanza

99 102 106 108 109 111 113 114

Segunda parte: Las concepciones en educación infantil y primaria

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4. Las concepciones de los niños acerca del aprendizaje del dibujo como teorías implícitas, N. Scheuer, J.I Pozo, M. de la Cruz, M. Echenique Las teorías implícitas de los niños acerca del aprendizaje del dibujo Procesos y dimensiones de cambio representacional en el desarrollo de las teorías implícitas del aprendizaje La reflexión sobre el aprendizaje como zona de desarrollo próximo 5. Las teorías implícitas de los niños acerca del aprendizaje de la escritura, N. Scheuer, M. de la Cruz, J.I. Pozo, M.F. Huarte, M.B. Bosch, A. Bello, N. Baccalá El aprendizaje de la escritura: desde la perspective de los especialistas a la de los aprendices La perspectiva de los niños acerca del aprendizaje de la escritura Qué y cómo escribo en distintas edades Cómo aprendo a escribir y cómo me doy cuenta Comentarios finales Apéndice 6. Las concepciones de los profesores de educación primaria sobre la enseñanza y el aprendizaje, E. Martín, M. Mateos, P. Martínez, J. Cervi, A. Pecharromán, R. Villalón Introducción ¿Cómo acceder a las concepciones de los profesores? Constructivos, pero no tanto Estudiantes y profesores: antes y después de la práctica La importancia del contenido específico y del contexto Relación entre capacidades y contenidos Motivación y aprendizaje Evaluación

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120 122 130 131 137 137 139 140 147 151 153 155 155 156 160 161 162 163 164 165

Enseñanza y aprendizaje de conceptos Enseñanza y aprendizaje de procedimientos Enseñanza y aprendizaje de actitudes Hacia dónde dirigir el énfasis de los cambios en la práctica docente: el «núcleo duro» de las concepciones 7. Las prácticas discursivas de los profesores en clases de primaria: veo de dónde vienes y sé cómo hablarte, M. de la Cruz, N. Scheuer, M.F. Huarte Prácticas discursivas y concepciones educativas Un estudio de las prácticas discursivas en clase Prácticas discursivas en contextos socioculturales diferentes Comentarios finales 8. Del dicho al hecho: de las concepciones sobre el aprendizaje a la práctica de la enseñanza de la música, J.A. Torrado, J.I. Pozo Introducción: de las concepciones del aprendizaje a la práctica de la enseñanza Las concepciones implícitas en la práctica de la enseñanza de la música La concepción directa en la práctica docente La concepción interpretativa en la práctica docente La concepción constructiva en la práctica docente Las teorías implícitas sobre el aprendizaje en la práctica de la enseñanza musical Las concepciones sobre el aprendizaje: del dicho al hecho, ¿hay de verdad mucho trecho?

Tercera parte: Las concepciones en educación secundaria 9. La percepción de profesores y alumnos en la educación secundaria sobre las tareas de lectura y escritura que realizan para aprender, M. Mateos, E. Martín, R. Villalón La alfabetización en la educación secundaria Análisis de las tareas de lectura y escritura para aprender en la educación secundaria Las concepciones sobre la lectura y la escritura que subyacen a las prácticas declaradas por los profesores y los alumnos en la educación secundaria 10. ¿Qué es el conocimiento y cómo se adquiere? Epistemológicas intuitivas en profesores y alumnos de secundaria, I. Pecharromán, J.I Pozo Introducción: las creencias en que vivimos ¿De qué hablamos cuando hablamos de concepciones epistemológicas cotidianas? 418

166 166 167 167 171 171 173 182 184 186 186 190 190 194 198 202 204

209 210 210 213 217 221 221 223

¿Cómo influyen las concepciones epistemológicas en el aprendizaje? Concepciones epistemológicas en educación secundaria A modo de conclusión 11. De fotógrafos a directores de orquesta: las metáforas desde las que los profesores conciben el aprendizaje, J.A. Aparicio, J.I. Pozo Introducción: de la psicología cognitiva a las concepciones implícitas sobre el aprendizaje Accediendo a las teorías implícitas: las metáforas sobre el aprendizaje ¿Cómo se representan los profesores el aprendizaje? Los procesos de aprendizaje Los contenidos del aprendizaje Los contextos del aprendizaje A modo de conclusión: las metáforas desde las que los profesores viven el aprendizaje 12. Las concepciones de los profesores de educación secundaria sobre el aprendizaje y la enseñanza, M.P. Pérez Echeverría, J.I. Pozo, A. Pecharromán, J. Cervi, P. Martínez ¿Cómo estudiar las concepciones de los profesores de secundaria? ¿Cómo conciben el aprendizaje los profesores de secundaria? ¿Varían las concepciones de los profesores de secundaria según el ámbito de decisión? Entonces, ¿qué opciones eligen los profesores de secundaria?

Cuarta parte: Las concepciones en educación universitaria 13. Las autobiografías lectoras como autobiografías de aprendizaje, G. Vélez La lectura invisible Las teorías visibles de la lectura y las concepciones sobre el aprendizaje La lectura vivida (y evocada) Los primeros contactos con la palabra escrita Aprender a leer La lectura se hace pública y fluida Lecturas adolescentes El lector en el «tiempo» de la universidad Las teorías invisibles de la lectura 14. La representación de los procesos de aprendizaje en alumnos universitarios, M.P. Pérez Echeverría, A. Pecharromán, A. Bautista, J.I. Pozo Introducción

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226 232 241 243 243 245 249 251 256 258 261 267 269 271 274 279

282 283 283 285 287 287 289 290 291 292 294 297 297

¿Cómo podemos estudiar la categorización de los objetos de aprendizaje? ¿Cómo influye la instrucción en psicología en la categorización de los objetos de aprendizaje? ¿Cómo reconocen los alumnos las categorizaciones realizadas por otros? Entonces, ¿cómo se representan los alumnos universitarios los objetos de conocimiento? 15. Resumir para estudiar: concepciones de estudiantes en primer año de la universidad, M.B. Bosch, N. Scheuer El resumen en el aprendizaje universitario Las concepciones de los estudiantes sobre la elaboración de resúmenes De las diferencias léxicas a las diferencias conceptuales Complejidad e internalización de la actividad de resumir Flexibilidad respecto de aspectos condicionales Autorregulación en la elaboración del resumen Función epistémica de la elaboración de resúmenes Comentarios finales 16. Concepciones de enseñanza y prácticas discursivas en la formación de futuros profesores, M. de la Cruz, J.I. Pozo, M.F. Huarte, N. Scheuer Las concepciones de enseñanza en la universidad Un recorrido por las concepciones y prácticas de enseñanza en la formación de profesores Primer estudio: concepciones de enseñanza de los profesores Segundo estudio: las prácticas discursivas de enseñanza Tercer estudio: las concepciones de enseñanza de los alumnos Reflexiones finales Quiénes aportan el conocimiento en la clase y qué dispositivos utilizan Quiénes facilitan el aprendizaje Quiénes contribuyen a la constitución de las concepciones de enseñanza de los alumnos Comentarios metodológicos

299 303 307 310 314 314 316 320 321 321 322 323 324 329 329 331 332 333 335 337 337 338 338 339

Quinta parte: El cambio de las concepciones para la nueva cultura 341 educativa 17. ¿Qué cambia en las teorías implícitas sobre el aprendizaje y la enseñanza? Dimensiones y procesos del cambio representacional, N. Scheuer, J.I. Pozo Introducción Las concepciones de aprendizaje y de enseñanza como teorías implícitas 420

342 342 343

Dimensiones de cambio representacional De la teoría directa a la teoría interpretativa De la teoría interpretativa a la teoría constructiva La posición posmoderna: ¿más allá o más acá de la teoría interpretativa? Procesos de cambio representacional 18. El cambio de las concepciones de los alumnus sobre el aprendizaje, M. Mateos, M.P. Pérez Echeverría Introducción El diseño de nuevos espacios instruccionales para el cambio de las concepciones de aprendizaje Enseñar a autoevaluar y autorregular el aprendizaje Enseñar a fijarse y a revisar metas de aprendizaje Enseñar a resolver problemas Enseñar a ser crítico Enseñar a cooperar Entonces, ¿cómo podemos cambiar las concepciones sobre el aprendizaje de los alumnos? 19. Modelos de formación docente para el cambio de concepciones en los profesores, E. Martín, J. Cervi Introducción Qué es un buen profesor y cómo formarlo Reflexión e intuición: dicotomía o complementariedad Cómo promover el cambio conceptual desde la formación del profesorado El carácter sociocultural de las concepciones La naturaleza situada de la cognición La naturaleza encarnada de las teorías implícitas El proceso de explicitación de las representaciones

Referencias bibliográficas

349 349 356 361 362 368 368 371 372 373 375 377 379 379 382 382 383 386 389 390 391 393 394

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Nuevas formas de pensar la enseñanza y el aprendizaje. Las concepciones de profesores y alumnos

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