Drogas. Sujeto, Sociedad y Cultura (2019)

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DROGAS Sujeto, Sociedad y Cultura Claudio Rojas Jara EDITOR Prólogo de Héctor López

Nueva

Mirada EDICIONES

DROGAS Sujeto, Sociedad y Cultura Claudio Rojas Jara Editor ISBN: 978-956-9812-18-7 Primera Edición: Agosto 2019. Nueva Mirada Ediciones. Talca, Chile. Para contactar a los autores: [email protected] Revisión y corrección de textos: María José Riesco Mendoza Javiera Paz González Araya Universidad Católica del Maule, Talca, Chile. Ilustración de portada: Marcos Amador Rojas Psicólogo [email protected] Diseño y diagramación: Nueva Mirada Ediciones EIRL [email protected]

In memoriam Francisco Lara Rojas 1970 - 2018

Un hombre marcó mi vida y mi relación con las drogas desde muy pequeño. Quizás no fue del modo más agradable ni mucho menos reproducible, ¡pero ya está! A partir de ello, mi vínculo con las drogas fue de dulce y agraz. Aprendí que las drogas te pueden dar todo y quitar mucho. Te vi caer de rodillas por ellas y levantarte diáfano sin su presencia. Te vi dedicarles la vida al mismo tiempo que les permitías estropearla. Te vi esclavo de su peso y luego abandonarlas con gallardía. Te vi volver, reinventarte sin ellas, cambiar y renacer. Yo hice lo mismo. En esa travesía también noté que el mayor tesoro es la curiosidad por hacer algo con la propia historia y transformar los recuerdos grises en un lienzo donde pintar colores. Este libro va con cariño para ti papá.

ÍNDICE Prólogo Héctor López (Argentina)

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Capítulo 1 Regulación de drogas en Chile: perspectivas históricas y factores de debate actual Marcos Fernández Labbé Universidad Alberto Hurtado, Chile.

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Capítulo 2 El proceso de normalización del cannabis en Uruguay Juan E. Fernández Romar & Evangelina Curbelo Arroqui Universidad de la Republica, Uruguay.

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Capítulo 3 A ochenta años del nacimiento de una “droga maravillosa”: la LSD25 Hernán Scholten, Gonzalo Salas & Hernán Gustavo Elcovich Universidad de Buenos Aires, Argentina; Universidad Católica del Maule, Chile.

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Capítulo 4 Lugares transitorios para la reinvención del sujeto moderno Rodolfo E. Mardones, Rodrigo Aguirre, Evelyn Aranda & Javier Muñoz Universidad Austral de Chile

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Capítulo 5 Malestares, vulnerabilidades y riesgos: el abordaje del consumo de drogas en jóvenes desde una antropología médica crítica Natàlia Carceller-Maicas, Elisa Alegre-Agís & Oriol Romaní Medical Anthropology Research Center; Universitat Rovira i Virgili; Universitat Oberta de Catalunya, España.

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Capítulo 6 Drogas, drogos y drogodependencias: reformulando el objeto, el sujeto y el tratamiento psicológico del consumo problemático de drogas Claudio Rojas-Jara Universidad Católica del Maule, Chile.

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Capítulo 7 Las adicciones comportamentales Edwin Salas-Blas Universidad de San Martín de Porres, Perú.

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Capítulo 8 La psicología proscrita: limitantes formativas, teóricas y prácticas para los privilegios prescriptivos en psicología Roberto Polanco-Carrasco & José L. Troncoso Cuadernos de Neuropsicología, Chile.

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Capítulo 9 Acerca de los consumos problemáticos de sustancias: discursos, prevención e inclusión Laura Gersberg Equipo Argentino de Toxicomanías, Argentina.

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Capítulo 10 Resiliencia: una mirada sobre los recursos personales y del entorno frente al consumo de drogas Eugenio Saavedra Guajardo & Ana Castro Ríos Universidad Católica del Maule, Chile.

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Epílogo Por el editor

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PRÓLOGO Aún antes de conocer el libro, acepté la amable invitación de Claudio Rojas-Jara para escribir el prólogo. Sabía que siendo él responsable de su edición y publicación, no podía ser menos que un “buen libro”. Entiendo por tal a aquellos libros que resultan ser necesarios, que no son un libro más en el ancho mar de los libros, en este caso sobre el tema de las adicciones, sino aquellos que aportan novedades y se convierten en obra de consulta para lectores e investigadores. La enriquecedora diversidad de los enfoques que incluye, todos tratados con seriedad y rigor científico, ha sido para mí una fuente de nuevos conocimientos y de sugerencias para seguir pensando. Todos los capítulos contienen investigaciones originales a cargo de profesionales de amplia trayectoria y formación específica de Chile, España, Argentina, Perú y Uruguay. Entre ellas, las problemáticas de cada país con respecto a la legislación sobre sustancias ambiguas como el cannabis; las terapéuticas ancestrales de enfermedades mediante el uso de “plantas sagradas”; el posible empleo del LSD para producir un “trastorno psicótico transitorio” en la investigación neuroquímica de la esquizofrenia; la extensión del campo de la investigación a las “adicciones sin droga”, que vuelven cada vez más y más amplio e indeterminado el concepto de adicción; la espinosa controversia en torno a la habilitación de los psicólogos para prescribir psicofármacos; el énfasis en los recursos resilientes del sujeto; la importancia del medio socio-ambiental en el tratamiento de los adictos, y otras cuestiones desarrolladas a lo largo de los diez capítulos que componen el libro a cargo de veinte autores de diversas universidades y países. La historia del consumo de drogas es planteada en este libro tan antigua como el hombre mismo sobre la tierra. La génesis humana se sitúa, según la etnología moderna inspirada en Claude Levi-Strauss, en co-temporalidad con la cultura y el símbolo, por eso no es de extrañar que los primeros usos de 11

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las drogas hayan estado asociados a las ceremonias y ritos religiosos, que aún hoy conservan y transmiten muchos pueblos originarios. El éxtasis de las drogas comunicaba con los dioses, y así el shaman alcanzaba sus favores, tanto para producir fenómenos naturales como las lluvias, o aplacar a la divinidad si había sido ofendida por la tribu, o producir la curación de las enfermedades. Luego, ya en la época del Romanticismo y luego del Surrealismo, la intoxicación con drogas era, para la llamada generación beatnik, un medio para abrir “las puertas de la percepción” (Aldous Huxley) y estimular la creatividad artística con las propias experiencias oniroides y alucinatorias arrancadas de lo más profundo del inconsciente por la propiedad intoxicante de las plantas americanas o el opio. Para seguir la relación entre las drogas y la creación literaria me ha resultado muy relevante y sugestiva la obra de Alberto Castoldi: El texto drogado. Dos siglos de droga y literatura (Anaya & Mario Muchnik, Madrid, 1977). Luego sí, más cerca de nosotros, llegará la penosa época del “Yonqui”, sujetos destruidos por el consumo, cuyo tiempo, incluso su tiempo de vida, aquello que el novelista norteamericano William Burroughs llamó “el tiempo de la droga”, implica la captura de toda la existencia del adicto sobre una única experiencia: la intoxicación. Es el tiempo del Junkie, del adicto Junk (basura, chatarra industrial, desecho) en la calificación más discriminatoria que podamos concebir, pero que no dejan de aludir a la verdad. Ya que Claudio al confiarme el prólogo ha supuesto que yo tendría algo para decir sobre el contenido de este libro, lo haré ahora con gusto. Me referiré, desde el único punto de vista en que podría hacerlo que es mi condición de psicoanalista, a las reflexiones que me ha suscitado, a lo que ha movilizado en mí, y a todo lo que he podido aprender de él. Los autores de este libro emplean el término “consumo recreativo” para nombrar el tipo de consumo de sustancias que no tienen un fin medicinal. A mi entender, esa denominación tiene la finalidad de contrarrestar la demonización y la 12

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discriminación que se hace del sujeto consumidor, suponiéndolo sin más un adicto a las drogas, con todas las consecuencias morales y civiles que ese mote acarrea. Cuando hablamos de adicción a las drogas, nombramos en verdad a la toxicomanía, ya que el término adicción se aplica a ciertas necesidades crónicas y compulsivas de cualquier objeto con poder libidinal, que diluyen excesivamente el fenómeno “adicción”, haciendo muy difícil su conceptualización científica. A propósito, atravesando las categorías ambiguas de “enfermedad” o “delito”, la orientación general de este libro manifiesta una saludable postura que no deshumaniza al adicto, en un propicio intento de comprensión más profunda no estigmatizante. Sin embargo, y aún en contra de mis convicciones, me parece importante que nos detengamos a escuchar a ciertos estudiosos modernos del problema que ubican a las toxicomanías como uno de los flagelos modernos más dañinos para el sujeto y la sociedad (ver Alain Ehrenberg, Individuos bajo influencia, Nueva Visión, Buenos Aires, 1994, y Claude Olievenstein, No hay drogados felices, Grijalbo, Barcelona, 1979). Me resulta discriminatorio reducir la identidad de un sujeto únicamente a su relación con la droga, pero debo admitir que, en ciertos estados de compulsión incoercible y crónica, donde el sujeto se ha reducido a sí mismo a “ser” un Junk, a no existir en otro tiempo más que en el “tiempo de la droga”, sólo en estos casos podemos decir que tal paciente “es” un adicto, o “es” un toxicómano, ya que es todo su ser el dominado por el tóxico. Es un significante desgraciado pero forzoso que permite establecer diferencias clínicas, necesarias para organizar un tratamiento posible (ver Fernando Geberovich, Un dolor irresistible, toxicomanía y pulsión de muerte, Letra Viva, Buenos Aires, 1998). No aplicamos la misma clínica a un paciente, que si bien adicto, conserva la mayoría de los atributos del lazo social y diversidad de intereses, que a quien ha anulado todo deseo que no se refiera a su necesidad de la droga. Los capítulos 2 y 3 sobre el proceso de normalización del cannabis en Uruguay el primero, y sobre el LSD como “dro13

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ga maravillosa” el segundo, me sugieren una idea propia de la que me hago cargo. Se trata de un contrapunto entre los usos de las sustancias vegetales y las drogas sintetizadas en laboratorio, legales o ilegales. El caso es que las sustancias vegetales con propiedades psicotóxicas, esto es que provocan una alteración del estado de conciencia tal como alucinaciones visuales, o aperturas a una vivencia del tiempo, del espacio y de la realidad singulares y extrañas, no propias de los límites normales de la experiencia de sí mismo y del mundo, han tenido originariamente un uso ceremonial o recreativo y sólo después, con el progreso de la tecno-ciencia, han sido aprovechadas por los laboratorios medicinales para un, al parecer, exitoso empleo médico-terapéutico; el leading case actual en el mundo es el tan promocionado empleo de la marihuana bajo su forma específica de cannabis. En este caso la ciencia ha logrado aislar los componentes terapéuticos de la planta (El cannabidiol [CBD]) y producir un medicamento no sólo inocuo, sino de eficacia probada sobre un cúmulo bastante importante de síntomas orgánicos. Debo decir, sin embargo, que esto no está totalmente atestiguado pues ya muchos pacientes han dado cuenta de que los efectos de los componentes químicos psicotóxicos, el tetrahidrocannabinol (THC), siguen activos, aunque atenuados. En contrapunto con la historia de las sustancias vegetales, la historia de las drogas obtenidas en laboratorio gracias al progreso de la medicina química, han comenzado como aplicación terapéutica dentro del espectro de la ciencia médica, por ejemplo la cocaína e incluso las drogas de la psicofarmacología que ha tenido un extraordinario progreso desde mediados del siglo XX, y sólo a posteriori estos descubrimientos de laboratorio han sido, y siguen siendo, arrebatados por el negocio del tráfico de drogas alcanzando una difusión viral en todo el planeta. Todos conocemos los efectos arrasadores de todo este siniestro movimiento que son moneda corriente en la civilización actual. Por ejemplo, en los orígenes del descubrimiento del clorhidrato de cocaína hacia finales del siglo XIX, 14

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el uso comenzó siendo un recurso fundamentalmente médico. Un oftalmólogo vienés, Karl Köller lo descubrió y lo empleó como anestésico en operaciones de córnea. Por poco, el descubrimiento no le fue adjudicado a Sigmund Freud, que quedó fuera de carrera a pesar de haber publicado su Über Coca, antes de la publicación de Köller, porque se interesó en las propiedades analgésicas de la coca y dejó de lado las propiedades anestésicas que sí interesaron al oftalmólogo. Confiado en las propiedades analgésicas, Freud aplicó un tratamiento de desintoxicación con clorhidrato de cocaína, el remedio mágico recién descubierto, a su amigo el eminente médico y científico Dr. Fleischl-Marxow que padecía una adicción muy avanzada a la morfina, “curándolo en sólo 10 días”. Pero Freud mismo, quién consumió cocaína, en esos primeros tiempos contra una depresión, verificó el pasaje posible del uso médico de la coca a sus efectos psico-estimulantes y placenteros. Freud hace un “maravilloso descubrimiento”, cree haber encontrado la droga de la felicidad, que podía ofrecerse sin riesgos a quien quisiera. En ese entonces, la cocaína, era un componente no sólo de la farmacia, sino de la vida cotidiana en comidas, bebidas, etc., en absoluto una sustancia prohibida. Así se lo hace saber entusiastamente a su prometida Martha Bernays cuando preparaba el viaje para reunirse con ella, con el remedio ya en el bolsillo para sus periódicos episodios de angustia y depresión, y ya seguro de su energía y virilidad: “¡Ay de ti mi princesa cuando yo llegue! Te besaré hasta ponerte toda colorada y te voy a alimentar hasta que te pongas bien gordita. Y si te muestras díscola, verás quién es más fuerte, si una gentil niñita que no come bastante, o un salvaje hombrón que tiene cocaína en su cuerpo. Cuando mi última depresión tomé cocaína otra vez, y una pequeña dosis me elevó a las alturas de una manera admirable. Precisamente me estoy ocupando de reunir la bibliografía para una canción de loa a esta mágica sustancia” (“Carta a Martha Bernays del 2 de Junio de 1884”, en Cartas de amor, Sigmund Freud (1856-1939), Ed. Trasantier, Valladolid, España, 2015). Como es fácil de colegir, 15

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la sustancia que Freud ingiere como remedio a sus dolencias, inmediatamente se transforma en otra cosa, en fuente de felicidad y potencia. Pero muy pronto llegó, como un allotrión (en Freud: “suceso adverso”), la decepción y la triste realidad del poderoso efecto adictivo de la “droga maravillosa”, y la sufrió, justamente, en el campo de su actividad médica. Su amigo, Fleischl-Marxow, curado de su adicción a la morfina, había fallecido debido a la auto-aplicación de inyecciones subcutáneas de clorhidrato de cocaína, luego de haberse hecho compulsivamente adicto. Para finalizar, quisiera ahora detenerme en mi lectura particular de ciertos capítulos del libro. La cuestión planteada entre vegetales con propiedades psicoactivas y sustancias químicas, reaparece en el capítulo 4 desde una nueva perspectiva. Luego de desechar la “tensa discusión” acerca de si esas plantas y cactus deben ser consideradas como drogas o como medicina ancestral, los autores proponen una pregunta fundamental: ¿por qué el sujeto contemporáneo usa estas plantas con propiedades alucinógenas? La intención del trabajo es seguir una investigación acerca de las búsquedas del sujeto moderno en “la gestión de sí mismo”, para lo cual se interna en la descripción de una ancestral ceremonia de la cultura andina llamada Huachuma que consiste en el consumo grupal de un cactus San Pedro, experiencia facilitada por un maestro o curandero. Por mi parte me quedo con la pregunta inicial y me desvío hacia lo que el psicoanálisis nos enseña. Tanto en los capítulos anteriores como en éste, vemos que más allá de un uso práctico de la experiencia tóxica, se manifiesta una dimensión del sujeto que se impone con una fuerza inusitada; es lo que Freud entendió como búsqueda de la felicidad en un mundo donde nada hay preparado de antemano para alcanzarla. Pero las drogas allí están, como la promesa engañosa de que la felicidad está, como el amor, a la vuelta de la esquina, sin trabajo, sin demora, sin rechazos, casi milagrosamente. ¿Cómo resistirse a esa promesa? ¿cómo no caer en la tentación del placer que comienza ahuyentando el dolor y la insatisfac16

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ción, pero que termina, muchas veces, en el drama subjetivo y social de la toxicomanía? El contexto ritual y ceremonial del consumo en las tradiciones grupales, precisamente por sus características simbólicas, protege contra la adicción, o sea el consumo solitario (aunque haya otros) y apremiante, ya que la droga allí tiene un sentido transcendente. Pero ese “sujeto moderno”, al que se refieren los autores del capítulo 4, en su urgencia que no soporta demoras, ha desechado el auténtico lazo social y ha consumado un “feliz” matrimonio con la sustancia, tal como dice Freud de la relación íntima del alcohólico con el alcohol. Es la fuerza de la pulsión de muerte que domina sobre todo a aquellos sujetos que por su propia disposición inconsciente carecen de recursos simbólicos para orientar sus deseos por otras vías que no sean la de la inmediatez del goce. Nadie nace con el objeto de satisfacción dentro de sí mismo, lo buscamos fuera, en una serie de objetos tales como la religión, la ciencia, el arte, el amor, la misión, que si bien fracasan en darnos la felicidad absoluta, nos brindan satisfacciones mediadas por nuestro trabajo donde encontramos el goce la vida, la “joie de vivre” y la capacidad para “soportar la vida”, que según Freud es el deber primero de todo ser humano. Difícil tarea para quien no cuenta en su psiquismo con los recursos simbólicos para demorar la satisfacción, para obtenerla en el trabajo mismo de alcanzarla y en los resultados de ese trabajo. La tendencia del ser humano a valerse de “lenitivos” para enfrentar el “dolor de existir” es universal e inevitable, y es allí donde entran las sustancias psicotóxicas como el recurso más poderoso pero también más peligroso como solución. A tal punto que, según Freud, es más fácil comprender el motivo de un sujeto para recurrir a las drogas, que las razones para no hacerlo. Jacques Lacan extiende este problema a las sustancias farmacéuticas como los psicofármacos. En su artículo “Psicoanálisis y medicina” dice que al médico se le hace muy difícil distinguir en la demanda del paciente si se trata de su deseo de curar una dolencia o si, más allá, es el goce el que tironea hacia la farmacia. Él lo plantea como una cuestión éti17

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ca para la medicina, y de este problema, muy actual y cada vez más preponderante por el efecto de los nuevos psicofármacos, dice que es la “falla epistemo-somática” de la ciencia médica. Con el décimo y último capítulo, que es una reflexión muy actual sobre la noción de “resiliencia”, me he sentido identificado pues es el que pone el acento con propiedad en los “recursos del sujeto”, cuestión que me parece fundamental a tener en cuenta en la planificación del tratamiento de un adicto, porque como bien se deja escuchar en este y otros capítulos, la cura sobreviene por lo que un sujeto puede hacer, auxiliado por su entorno, no tanto para “adaptarse” a su medio, lo cual implicaría una suerte de renuncia a su singularidad, sino para producir una transformación de la orientación de su libido hacia otras satisfacciones más mediatizadas por la palabra, que lo alejen de la inmediatez del goce vacío de la droga. Inspirado por esta investigación, pienso ahora que es en el trabajo de transformación (más que adaptación) que realiza el propio paciente en tratamiento, conducido hacia allí por su terapeuta, en lo que consiste la resiliencia del toxicómano. Agradezco a Claudio Rojas-Jara la honrosa invitación a escribir estas líneas, pues gracias a tan afortunada circunstancia he podido conocer y leer esta importante obra titulada Drogas: sujeto, sociedad y cultura que tantas sugerencias y reflexiones me ha inducido, algunas de las cuales forman parte de este prólogo. Héctor López Psicoanalísta. Doctor en Psicología Buenos Aires, Argentina 03 de Mayo del 2019.

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CAPÍTULO 1 Regulación de drogas en Chile: perspectivas históricas y factores de debate actual Marcos Fernández Labbé1 Universidad Alberto Hurtado Introducción El presente capítulo persigue una tematización histórica de la regulación de drogas en Chile a lo largo del siglo XX, y a partir de ahí, establecer una serie de proposiciones quizás útiles para el debate contingente. De forma esquemática –y siempre a partir de una investigación anterior de mayor calado– se hará referencia así a la legislación en tanto tal, que transitó desde la regulación farmacéutica y vinculada a la Salud Pública hacia la prohibición estricta y la intervención policial; como a las representaciones que los agentes que analizamos –policías, médicos, juristas y cientistas sociales– elaboraron en torno al fenómeno de la articulación de un mercado de sustancias reguladas/prohibidas en Chile y la naturaleza de sus participantes. Finalmente, y a partir de todo lo anterior, se esbozan algunas consideraciones posibles de aplicar a la contingencia actual del debate en torno a la despenalización de la cannabis en Chile. Advertencia preliminar Las reflexiones que se exponen en este capítulo pueden ser entendidas como sintéticas de un trabajo mayor, publicado hace unos años en forma de libro bajo el título Drogas en Chi1. Doctor en Historia. Universidad Alberto Hurtado. Correspondencia dirigirla a: [email protected] 19

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le: representación, mercado y consumo (1900-1973) (Fernández, 2011). Esa investigación –financiada a través de un Fondecyt de Iniciación– buscó aportar referencias históricas a un tipo de práctica social que concebimos analíticamente como sobresignificada, es decir, que aún con una incidencia marginal, mínima y prácticamente invisible, provocó un despliegue discursivo, policial, médico y jurídico de gran magnitud, acentuando así un carácter ficcional en su construcción, en donde las referencias a situaciones externas a la realidad local, o la reproducción sin más de tópicos literarios o de la imaginería policial, buscaban “colonizar” la realidad, estableciendo con ello mecanismos y procedimientos ex ante de la configuración efectiva del fenómeno en cuestión. Así, el carácter ficcional de la construcción del debate y la regulación sobre las drogas en Chile –particularmente a partir de la publicación del Reglamento de Estupefacientes de 1936– no dispuso de prácticamente ninguna herramienta eficiente para la comprensión del tráfico o el consumo de sustancias prohibidas una vez que éstos iniciaron un derrotero de masificación a mediados de la década de 1960 y que hasta el día de hoy no se ha detenido. Con lo anterior lo que se quiere expresar es que la conclusión central de la investigación antes citada hacía referencia a la existencia de una brecha de significación social muy evidente entre las prácticas efectivas llevadas a cabo en torno a un puñado de sustancias reguladas y prohibidas –el opio y sus derivados, la cocaína y el cáñamo indiano–, y los dispositivos legales, médicos y policiales puestos en juego para comprenderlas. Esta brecha de significación –en donde el significante es desbordado por los significados en torno a él constituidos, los que “abandonan” la realidad en función de demandas de legitimación específicas y procesos de autoconstitución imitativa y representacional– demostró toda su profundidad al momento en que el consumo de cannabis se volvió visible y de alguna forma masivo a fines de la década de 1960, y tras ello se articuló una versión nacional de la cultura hippie y psicodélica, que ponía en el centro de su experiencia la alteración de 20

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estados de conciencia a través de una gama de drogas como la misma marihuana o el LSD. Pues bien, y esto es lo importante, para aprehender este fenómeno de masificación relativa de la circulación y el consumo de sustancias, las autoridades encargadas tenían en sus manos un conjunto de herramientas conceptuales y plataformas institucionales que habían sido elaboradas a partir de una suma de prejuicios y representaciones en torno al fenómeno –que discutiremos con algo de detalle en estas páginas– que no se condecían con el comportamiento efectivo del mismo, y que por ello profundizaban su dimensión ficcional, y con ello, la emergencia de medidas de corte policial que fueron tomadas como registro único de represión. Esta situación, insistimos, debe ser comprendida como efecto de la distancia entre lo que las instancias dedicadas al tratamiento del fenómeno “imaginaban” sobre éste, y el desenvolvimiento efectivo del mismo. En perspectiva teórica y metodológica, este tipo de hipótesis son posibles de enunciar a partir del reconocimiento de tres fenómenos centrales: por un lado, la elaboración histórica del fenómeno de las drogas en las sociedades contemporáneas ha estado definido por el triple acercamiento al mercado, el consumo y la reglamentación (Courtwright, 2002; Davenport-Hines, 2003; Gootenberg, 1999; Jankowiak & Bradburn, 2003; Mills, 2003). En segundo lugar, y en el caso de Chile en particular, la coincidencia temporal que se dio a lo largo del siglo XX entre un despliegue discursivo referido a lo “social” como categoría de cohesión nacional a la vez que mecanismo de acceso a los beneficios que las políticas referidas al mercado del trabajo y la participación política formal definieron un campo de visibilización del consumo de drogas –conceptuado como toxicomanía– que influyó profundamente en su comprensión como práctica (Fernández, 2012); y por último, a la reciente deriva de una epistemología disciplinar dedicada en lo fundamental al reconocimiento del carácter de-construccionista de su función, es decir, dedicado a relevar los factores discursivos que operan en la posibilidad de formu21

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lación de los fenómenos sociales y los alcances en la agencia de los sujetos que esta pre-.disposición discursiva promueve (Cabrera, 2001; Joyce, 2004; Laclau-Mouffe, 2004; Munslow, 2009). Del mismo modo, la naturaleza de las fuentes que esta investigación ha consultado –boletines institucionales, reportes oficiales, archivos sanitarios, prensa y textos provenientes del derecho, la criminología y las ciencias penales– obligan a reconocer su carácter profundamente referencial, es decir, asociadas mucho más que a la realidad en tanto tal, a lo que se concibe, interpreta y construye como “real”. Por decirlo de forma sintética, el conjunto de las fuentes que alimentan la investigación que alimenta este ensayo son ubicables en el plano de las interpretaciones que los agentes elaboraban en torno a lo que sucedía o esperaban que sucediese, y no necesariamente a lo fáctico ocurrido. De tal forma –y quizás los textos de inspiración jurídica y policial sean paradigmáticos en este sentido- una parte muy importante de los materiales presentes en la investigación responden a la dinámica experiencia/expectativa que ha sido tematizada por R. Koselleck (2009), en términos de que las formulaciones recogidas en la documentación dan cuenta tanto de los fenómenos que acontecían, como de los que de acuerdo a los emisores podían o debían ocurrir. A nuestro juicio –y apartándonos en esto de los resultados estrictos de la investigación antes comentada– hoy en día el debate público en torno a la necesidad, procedimientos y pertinencia de la legalización de la cannabis transita un camino de alguna forma homologable a lo anterior. Sí, puesto que, por un lado, la práctica efectiva del consumo de esta sustancia en Chile no es reconocida por gran parte de los agentes participantes en la discusión (empeñados en abonar un consumo “terapéutico” cuando la inmensa mayoría de los consumidores lo hacen de modo recreacional); y por otro, por la suposición de muchos de que es factible asumir medidas “legalizadoras” de forma aislada tanto con referencia a una sola sustancia, como con respecto al panorama regional. Ambos elementos 22

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serán desarrollados con más detalle en el segmento final del texto. La construcción del mercado de drogas en Chile: de la regulación a la prohibición Si algo debe llamarnos profundamente la atención en el recorrido de las relaciones establecidas por la sociedad chilena con las sustancias capaces de alterar el estado de conciencia de los individuos –aquello que por lo general denominamos drogas– es el hecho de que hasta muy entrado el siglo XX la cautela institucional por esta relación estuvo afincada en el ámbito de la salud pública, y no en manos de alguna organización policial. A partir de sus primeras menciones en los cuerpos legales, la elaboración, prescripción y distribución de sustancias como la morfina o la cocaína fueron adscritas a boticarios y médicos, en el entendido de que eran esos agentes los expertos en el tema, y que las sustancias en cuestión eran medicamentos, y como tales se importaban y producían en el país (Fernández, 2013) De tal forma, si las leyes establecieron algún tipo de restricción o vigilancia era sobre estos agentes expertos y los lugares de expendio de las sustancias, y no así sobre sus “consumidores”. Del mismo modo, y con toda claridad hasta 1936, el sentido de esta vigilancia o prevención institucional era resguardar la calidad de los productos –medicamentos– elaborados y vendidos, más aún cuando muchos de ellos, como los preparados continentes de opio, eran elaborados por los farmacéuticos, debiendo respetarse por ello tanto los ingredientes prescritos por el médico, como las dosis recetadas. Así, el mercado inicial de las drogas en Chile fue un mercado de farmacias que importaban sustancias que no eran ilegales, sino reguladas, y que elaboraban de forma situada medicamentos que contenían sustancias reguladas, sujetos siempre a la prescripción médica. Como no debe de sorprender, al alero de este mercado regulado e institucionalizado de sustancias floreció rápida23

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mente otro de carácter informal, que proveyó a todos aquellos y aquellas que no contaban con los recursos para hacerse con una receta médica, o que simplemente no deseaban pasar por ese trámite. Como en el siguiente apartado indicaremos, esta capa de tempranos “consumidores recreacionales” era muy delgada y casi invisible, refugiados en espacios de interacción muy restrictos y dotados de un aura de representación de enorme poder evocativo, pero en la práctica muy difícil de reconstruir históricamente. Lo que ahora interesa es referir que la articulación de un mercado informal de sustancias tomó como punto de origen las boticas y farmacias –en tanto dispensadoras legales de los drogas que se buscaba comerciar-, y que se desenvolvió a través de espacios muy específicos de tráfico, como los burdeles y las boites, es decir, los espacios predilectos de la bohemia citadina y los ámbitos de movimiento de la delincuencia profesionalizada. A estos espacios se sumaban los paradigmáticos fumaderos de opio evidenciables en aquellos lugares con presencia de población china, como Iquique y Valparaíso. Del mismo modo, en estos espacios es donde se dejaban ver los traficantes de drogas, una figura novísima de las primeras décadas del siglo XX, reconocidos siempre por un carácter esencial: su extranjería. Sobre ello volveremos en el apartado siguiente. Lo que aquí interesa reforzar es la idea de que al mismo tiempo que se constituyó este doble mercado regulado/ informal, el Estado persistió en la necesidad de regular (y debe entenderse regulación como un campo distinto al de la prohibición) el acceso que se podía tener a este tipo de sustancias. En tal sentido, el Reglamento de Estupefacientes de 1936 representó un esfuerzo político de magnitud, en tanto su elaboración contó con la activa participación de los directamente involucrados –médicos y farmacéuticos-, y buscó poner a Chile “a tono” con legislaciones de alcance internacional, pero sin caer en la retórica prohibicionista que los Estados Unidos impulsaban a todo lo largo y ancho del planeta desde fines del siglo XIX. Por ambas razones, la constelación de agentes, 24

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prácticas y discursos referidos a las sustancias fueron incardinados en el espacio de la salud pública, y se estableció a la Dirección General de Sanidad como entidad responsable de toda la circulación y producción de sustancias en el país. Este elemento permite destacar dos factores de importancia: por un lado, el reconocimiento por parte de los agentes sociales realmente vinculados al consumo de sustancias de la existencia de un minúsculo consumo recreacional, que fue sistemáticamente referido a la naturaleza moderna de la sociedad chilena; y por otro, la persistencia de medidas de sanidad destinadas al abordaje de la situación general de las sustancias en el país. Sobre lo primero, debe indicarse aun brevemente aquí el hecho de que las primeras décadas del siglo XX en Chile, y particularmente las de 1920 y 1930, han sido referidas como el espacio temporal de la modernización aguda, el periodo en el cual la aceleración de los cambios, la impresionabilidad de las novedades, el dinamismo de las transformaciones y su visibilización –ya fuese por la Cuestión Social o los “rascacielos” y las ondas de radio–, eran todas evidencias de que la vida social chilena se alejaba de la “siesta colonial” y se adentraba alucinada en el maremágnum de la modernización. Sin pretender entrar en detalles, como correlato de todo ello se multiplicó la incidencia del Estado en la vida social, se buscó modernizar el mercado del trabajo, se implementaron las primeras bases de una industrialización de matriz estatal, se multiplicaron los medios de prensa y de formación académica, se intensificó la migración campo-ciudad, etc. (Fernández, 2003; Rinke, 2002; Subercaseaux, 2007). Por todo lo anterior, a los agentes informados del periodo sobre nuestro tema en cuestión, no les resultó sorprendente que este contexto de profundos cambios incluyera la adopción, por parte de minorías muy específicas, de pautas de consumo de sustancias propias de sociedades modernas. En tal sentido, la fiebre de la transformación era aplacada por algunos por la paz de la morfina, o exaltada por otros con el “ficticio entusiasmo” de la cocaína. Lo que los observadores insistían –y es lo importante de destacar aquí– era 25

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el carácter marginal de estos consumidores, su posición entre las elites o los bajos fondos, y su nulo riesgo para el cuerpo social como conjunto. Tal como la trasmisión radial de peleas de box desde Nueva York, el consumo recreacional de drogas era un factor que la modernización traía consigo. Sobre el segundo elemento posible de destacar aquí, es decir, la persistencia de la aplicación de medidas de naturaleza regulatoria, hay al menos dos elementos interesantes de destacar. Por un lado, el hecho de que desde la década de 1920 se implementó por medio de la DGS un complejo sistema de regulación y fiscalización de la importación y circulación de la hoja de coca en el norte del país, por medio de la asignación de cuotas de importación a distintos comerciantes, con el fin de abastecer las faenas mineras que contaran entre sus trabajadores a ciudadanos peruanos y bolivianos, autorizados así para mantener un tipo de consumo “tradicional” que sin embargo se vedaba a sus pares chilenos, por razones que detallaremos más adelante. Lo que aquí interesa es remarcar el hecho de que con esta sustancia en particular no se recurrió a la prohibición, sino que se diseñó un sistema de licencias que permitieron así el comercio internacional de la coca, como su distribución organizada en el territorio. En el mismo sentido, a lo largo de la última parte de la década de 1930 quedó de manifiesto el ánimo regulador y no prohibicionista de la institucionalidad chilena con respecto a las sustancias, en tanto se impulsó e implementó la producción nacional de morfina, como parte de una estrategia de prevención de escasez del medicamento ante la inminencia de la Segunda Guerra Mundial. Con una capacidad de prognosis destacable, las asociaciones de farmacéuticos nacionales exigieron de parte del Estado que se tomaran las medidas necesarias para cultivar amapolas en Chile, elaborar opio a partir de éstas y luego destilar morfina con fines medicinales, tratando así de que no se repitiese la situación producida durante la Primera Guerra Mundial, que había dejado a los hospitales chilenos sin morfina, y por ello a los enfermos sumidos en in26

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descriptible dolor. Para tal efecto se trajo a Chile a campesinos húngaros conocedores de los procedimientos necesarios, y siempre bajo la vigilancia de la autoridad sanitaria, se lograron producir algunas remesas de opio de buena calidad, pero a la larga insuficiente para sostener una pretendida industria nacional de anestésicos que remediara de forma integral la dependencia del mercado internacional. Sin embargo, y a pesar del fracaso de la iniciativa recién comentada, lo importante es destacar aquí la persistencia de una mirada sanitaria sobre el asunto, característica a su vez de un acercamiento regulatorio antes que prohibicionista. En la perspectiva del tiempo, los cuerpos reguladores chilenos abundaron, desde la década de 1940 y hasta 1973, en la adscripción de cada vez más sustancias al listado de la regulación estricta o la derecha prohibición, siguiendo con ello el ejemplo global impulsado desde los Estados Unidos y las Naciones Unidas, y que en Chile fue inaugurado por la prohibición estricta de la heroína por el Reglamento de Estupefacientes de 1936. Tras ella vendría la cocaína en la reglamentación de 1969, y la cannabis sativa en la promulgada en mayo de 1973 (Merino, 2000), que sería la primera en perseguir estrictamente el tráfico de estupefacientes. Sin embargo, hasta este momento, la asignación institucional de responsabilidades seguía afincada en el ámbito de la salud pública, y la participación policial era escasa y bien delimitada. Así, y en apretada síntesis, puede definirse el ingreso de la lógica policial al campo de la circulación de las sustancias como tardía en comparación a otras latitudes, y quizás por ello, imitativa antes que creativa en su ejecución. Sí, puesto que el discurso policial-prohibicionista en torno a las drogas fue conocido en Chile en primer lugar a través de la Policía de Investigaciones, en tanto se le asignó desde su nacimiento la responsabilidad del registro de la delincuencia internacional, dentro de la cual se anotaban con claridad los circuitos de tráfico de drogas. Del mismo modo, era esta policía la que participaba sistemáticamente en la multitud de conferencias mul27

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tilaterales sobre el asunto, y sus funcionarios –siempre muy pocos– los que cumplían con la redacción de los informes consulares al respecto. De forma asociada, es al interior también de la policía civil –autorepresentada como “científica”– donde se incorpora la figura del “perito químico”, encargado de fiscalizar la buena composición de los preparados estupefacientes puestos a disposición regulada de la población. Más allá de ello –y siempre en los marcos de la precariedad institucional y la escasez de recursos–, el papel que el razonamiento policial jugó en la articulación del mercado de drogas en Chile es relevante por el hecho de que junto con incorporar visiones internacionales –en alguna medida apocalípticas– sobre el fenómeno, visibilizaron a todo lo largo del periodo que nos concentra la fisonomía práctica de éste, y sobre ello, construyeron imágenes y representaciones que tendrán una “eficiencia simbólica” de gran profundidad. En primer lugar, las policías insistieron desde un primer momento en su atribución específica sobre la regulación de drogas, publicando en sus boletines las distintas leyes y reglamentos, y con ello, institucionalizando una tutela que aunque legalmente afincada en el ámbito de la salud, fue materia de interés por parte de la policía civil. Más importante que aquello, lo que se debe resaltar es que fue este cuerpo policial el que periódicamente aportaba textura al fenómeno, al menos en sus publicaciones oficiales, dando publicidad a la detención de consumidores de opio chinos, a la señalización de alguna botica infractora o, ya pasada la década de 1950, informando sobre la detención de traficantes internacionales o la desactivación de redes de contrabando y elaboración de cocaína en el país. De forma paralela, y si se quiere necesaria, con la intensificación del rol policial salían a la luz casos de corrupción y connivencia entre policías y traficantes, tal como antes habían sido denunciadas las prácticas de médicos que lucraban con la adicción de sus pacientes o ponían negligentemente en el mercado recetas de estupefacientes al por mayor. Sin embargo, el “aporte” policial que debe llamar más 28

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profundamente nuestra atención, y que se desenvolvió en completa solidaridad con las formas del razonamiento jurídico de las décadas centrales del siglo XX chileno, fue la construcción de la figura de la asocialidad para referirse a consumidores y traficantes de drogas. Este dispositivo, hermanado con las lógicas de privación de derechos y de internación preventiva de los regímenes fascistas y nacionalsocialistas europeos, suponía la implementación de medidas parapoliciales para la definición y control del fenómeno de constitución de un mercado informal de sustancias y su consumo recreativo. En un ejercicio de conceptualización que emparentó a los consumidores y traficantes con los alcohólicos, los anarquistas y los infractores reincidentes, lo que el concepto de asocialidad –operativo jurídicamente desde 1954, y antecedente directo de nuestra legislación anti-terrorista– logró fue la patologización efectiva del consumo, y tras ello, la disposición de medidas de corte administrativo-jurídico que reuniendo operativamente medicina y “policía científica”, lograron dar un estatus de peligrosidad a un tipo de práctica minúscula en la realidad efectiva, pero requerida por el universo policial para su propia amplificación normativa (Fernández, 2012). La comprensión cabal de esto quizás se complemente con la descripción de las representaciones construidas en torno a los consumidores. Sobre los hombres-parásitos: representaciones del consumo de drogas Desde sus primeras apariciones evidenciables a través de fuentes documentales, la figura del consumidor de drogas sistemático –el toxicómano– fue construida a partir de una doble variable que puede resultar interesante de referenciar aquí. Por un lado, esta práctica fue asociada a los extranjeros; y en segundo lugar, concebida como un factor indiscutible de procesos de degeneración colectiva vinculados al contexto de modernización experimentado por la sociedad chilena. En un marco de incremento de protagonismo estatal y de des29

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pliegue de medidas legislativas de inclusión en proyectos de construcción social “desde arriba” (ejemplificados paradigmáticamente por la oleada de legislación que buscó atemperar la conflictividad propia de la Cuestión Social) (Yañez, 2008), la definición de todas aquellas prácticas sociales reñidas con los presupuestos de esta inclusión social mediada por el trabajo y la participación política formal encontró en la definición de la asocialidad su nicho de desenvolvimiento discursivo esencial, en tanto que este concepto –definido metafóricamente como propio de los parásitos sociales– reunió una serie de comportamientos en una misma figura relacional. Si bien la genealogía de la asocialidad debe remontarse a las primeras legislaciones anti-alcohólicas y la Ley de Residencia de 1917, sus efectos sobre la categorización de los consumidores de sustancias reguladas y luego prohibidas fue muy visible, en términos de que fueron las mismas cualidades de peligrosidad de unos y otros las que fueron aplicadas para hacer comprensible el fenómeno moderno del consumo recreativo de drogas. Así, por ejemplo, el modelo de tratamiento punitivo-médico del alcoholismo desenvuelto a partir de la Ley de Alcoholes de 1902, que establecía entre otras cosas la prisión por ebriedad, la interdicción del consumidor de alcohol consuetudinario y la internación en Asilos de Temperancia para los bebedores inmoderados, fue tomado como referencia inmediata para imaginar la terapéutica que debía aplicarse a los toxicómanos (Fernández, 2010). Es verdad, la suma de los observadores y comentaristas de época coincidían en que el único “vicio” efectivo que existía en Chile era el alcoholismo –y por ello se lo responsabilizaba de la “degeneración de la raza” y las lacras más visibles del pauperismo y la Cuestión Social–; pero no se mostraron hostiles a su proyección sobre tipos de prácticas distintos a la ingesta alcohólica inmoderada. De esa forma, las publicaciones jurídicas, médicas y policiales de la primera parte del siglo XX –como el Boletín Farmacéutico, la revista Farmacia Chilena, la Revista de Criminología y Policía Científica, el Boletín Oficial de Investigaciones, 30

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la revista Detective, etc.– reiteraron la familiaridad entre los tradicionales alcohólicos y los nuevos toxicómanos, adscribiendo similares tratamientos de internación para ambos. Lo que aquí debe ser destacado, sin embargo, es que desde un inicio el enfrentamiento a la toxicomanía se mantuvo ligada a la noción de salud pública –la salud del pueblo es la primera ley–, y por ello, asumió las formas del cuidado autoritario del cuerpo social. Los toxicómanos eran peligrosos para éstos por al menos dos razones, calcadas de los debates decimonónicos en torno al alcoholismo: su poder degenerador para la raza, y su potencialidad de contagio sobre otros agentes sociales. Para justificar ambas proposiciones no bastó la señalización fisiológica y pseudopsicológica de los efectos del consumo de sustancias reguladas o prohibidas, sino que además se dotó a este tipo de prácticas de la infamante cualidad de lo extranjero, lo extraño, lo anti-nacional. Como antes adelantamos, la relación establecida entre tráfico y consumo de drogas y lo extranjero encontró primero en la Ley de Residencia y luego en el debate e implementación jurídica de la Ley de Estados Antisociales un lugar de despliegue de gran interés e incidencia fáctica. Sí, puesto que una legislación elaborada en lo fundamental ante el temor de la invasión de “agitadores anarquistas” en la primera parte del siglo, definió junto con ello una multitud de prácticas intoleradas para los extranjeros, como la mendicidad, la prostitución, el contrabando y la asociatividad política considerada por el Estado como subversiva. Este mismo tipo de comportamientos serían luego tipificados por la Ley de Estados Antisociales de 1954, adelantada además por la atribución policial de la detención preventiva. En el caso específico de la condición de extranjero, los casos más sonados de vinculación con el tráfico y consumo de drogas justamente fueron referidos a extranjeros, por distintos motivos y bajo diversas circunstancias. Ya lo adelantábamos unas páginas más atrás: en primer lugar los ciudadanos chinos, luego los trabajadores peruanos y bolivianos, más tarde los artistas y “compadritos” argentinos, 31

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al final de nuestro periodo los hippies norteamericanos: todos ellos ejemplificaron el paradigma del consumidor o traficante de drogas, insistiéndose en su carácter foráneo, extraño a la nacionalidad y la raza. En el caso de los chinos, se habló de razas marchitas, debilitadas por la somnolencia del opio, fuentes de contagio de una debilidad irresistible. Por ello, el Estado asumió desde la década de 1920 políticas de deportación y restricción sistemática del ingreso de ciudadanos chinos al país, así como el control “desde adentro” de las comunidades largamente afincadas en el norte del país. En el caso de los trabajadores peruanos y bolivianos, la regulación específica del consumo de hojas de coca –vigente hasta 1957– cumplió la misma función de “marcación cultural” del consumo, estableciendo una diferencia étnica entre éstos y la “raza chilena”, potencialmente degradada por la comunicación con los altiplánicos y sus costumbres. De manera inversa, la presencia de artistas y delincuentes profesionales argentinos fue concebida también como indicador de degeneración, en tanto éstos eran representados como aficionados a la cocaína –droga ya no cultural, sino urbana–, y ansiosos de trasmitir sus hábitos perniciosos a la “juventud dorada” y la bohemia que frecuentaba los locales nocturnos y los recintos en los que se ejercía la prostitución. Finalmente, la oleada de la contracultura hippie de mediados de los 60 terminó por consolidar esta imagen ficcional del consumo como propio de extranjeros, en tanto los “melenudos” eran referenciados como europeos o norteamericanos de paso, y luego de ello, como modelos de imitación decadente que encontraban en el rock and roll y el consumo de marihuana o LSD procedimientos de distinción generacional modernos a la vez que distanciamiento con la identidad popular tradicional. Todo lo anterior derivó en que cuando el consumo de cannabis se masificó –de forma relativa– a partir de la segunda mitad de los años 60, los dispositivos discursivos a los que hemos hecho mención se replegaran en categorías de comprensión prejuiciada marcadas por dos elementos en particular: la 32

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patologización del consumo y su extrañeza con respecto a la cultura nacional, derivando por ello en una consecuencia única de peligrosidad y necesidad de aislamiento y prohibición. Es sin lugar a dudas sintomático que a inicios de la década de 1970 un grupo de sociólogas de la Universidad Católica llevaran a cabo y publicaran una investigación titulada: “¿Fuma marihuana el estudiante chileno?”, en la cual en lo fundamental advertían sobre dos fenómenos que caracterizarían el anidamiento social del consumo de la cannabis: por un lado, la baja peligrosidad que los consumidores jóvenes reconocían en su práctica (mucho más vinculada a un comportamiento generacional, de época); por otro, la “psicosis colectiva” con que ésta era asumida por los sectores más conservadores de la sociedad chilena, que veían en la marihuana un factor de disolución colectiva, visión representativa por ello de los modelos de representación que hasta aquí hemos reseñado (Richard, Viveros, & Ortiz, 1972). Así, la brecha de significación que antes anotábamos persistía a inicios de los años 70, es decir, en el umbral de la masificación efectiva del consumo y de la posterior amplificación del control policial sobre el mismo. Las trazas de todo este proceso pueden ser reconocidas en algunos puntos del debate que actualmente algunos sectores de la opinión chilena desarrollan sobre el tema. Criminalización, regulación y despenalización A partir de las últimas décadas, el fenómeno del consumo y tráfico de drogas en Chile presenta un conjunto de características que bien pueden ser puestas en relación con todo lo antes reseñado. Por un lado, la presencia del consumo tanto de cannabis, cocaína, pasta base de cocaína y las genéricamente denominadas drogas sintéticas ha experimentado un persistente crecimiento y diversificación, contándose hoy por hoy una ancha capa de consumidores recreacionales de estas sustancias en todos los estratos de la sociedad. Al mismo tiempo, Chile se ha consolidado como un lugar de tránsito entre los 33

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países productores –particularmente de cocaína– y los mercados de mayor consumo mundial, permitiendo esta situación que la provisión del mercado interno sea cada vez más variada y estable. Del mismo modo, la legislación ha profundizado el rol de las policías, especializándolas en la lucha contra el tráfico y amplificando los recursos puestos a su disposición para dichas tareas, aumentando con ello de forma coincidente la magnitud de las operaciones y de los decomisos efectuados. De forma paralela, han anidado en el país núcleos de organización criminal muy resistentes a la persecución policial, cada vez más adiestrados en sus prácticas delictivas y –quizás lo más relevante– con legitimidad y ascendiente social en segmentos precisos del mundo popular, particularmente en aquellas poblaciones que han encontrado en los narcotraficantes modelos de padrinazgo colectivo a la vez que alternativas a la incorporación a un mercado del trabajo neoliberal, precario, mal pagado e inestable. Por último, han aparecido en Chile sectores de asociatividad “cannábica” y agentes de opinión informada que han situado el problema del consumo de drogas –en particular la marihuana– en el plano restringido de la función terapéutica, y más allá de ello, de los derechos individuales. Pues bien, esta constelación de fenómenos ayuda a definir las características del debate actual, y permiten al mismo tiempo reconocer un aire de familia entre este momento y la trayectoria histórica que hasta aquí hemos referido. En primer lugar –e insisto, dejando ahora de lado los presupuestos que hicieron posible la investigación histórica que antes se resumió– debe llamar la atención el hecho de que una de las proposiciones que ha abierto el debate actual sobre despenalización de la marihuana en Chile ha sido el de vincularla con sus propiedades terapéuticas, en tanto su capacidad para inhibir el dolor y el malestar asociado a ciertos tratamientos y enfermedades es un hecho. Esta situación, de por sí positiva, representa sin embargo una doble arista de problematicidad: primero, aporta a la despolitización del debate, en tanto lo encuadra en una esfera técnica, haciendo de 34

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la asunción de derechos –como detallaremos en lo inmediato– una situación derivada de la definición terapéutica, siendo que es éste el problema que debe concentrar la atención de la regulación y la despenalización. No le hace bien ni al debate público ni a la esfera de lo público en Chile que una discusión de esta naturaleza se despolitice, pues ello implica la dificultad u oclusión de los argumentos democratizadores y ciudadanos que pueden ser puestos en juego al momento de su reflexión pública. De algún modo, la sociedad chilena debe re-politizar aspectos centrales de su convivencia, y no seguir dejándolos en manos de saberes formalizados y técnicos que no necesariamente –no digo obligadamente– contemplan el tipo de horizonte ciudadano que aquí se busca reseñar. Del mismo modo, la conceptualización terapéutica de la regulación de la marihuana es problemática, en tanto insiste –aun elusivamente– en la asociación entre enfermedad y consumo de cannabis; y junto a ello, asigna a los médicos y el saber médico un rol de tutoría social que debe ser discutido con mayor amplitud, más aún cuando el consumo busque ser puesto bajo la lógica de los derechos ciudadanos. Tal y como lo atestigua gran parte de la historia republicana de Chile, el papel social de los médicos en la definición de políticas sociales ha sido imprescindible para el desarrollo de lo que hasta 1973 se acercó a un Estado de Bienestar, y que derivó en cuotas crecientes de inclusión social a través de los mecanismos de seguridad asociados al trabajo y la provisión estatal de salud. Sin embargo, y de forma sincrónica, los mismos médicos han buscado incidir y han sido convocados en debates que –a mi juicio al menos– no deben ser socialmente anidados solo en la lógica de la medicalización o la referencialidad científica, tal y como sucede hoy con el debate en torno a la despenalización del consumo de la marihuana. Así, si bien el ingreso de mociones destinadas a certificar el uso terapéutico se mantienen en el campo del saber médico, su ampliación al consumo recreativo no debiera transitar la misma vía, en tanto debe ser diferenciado el plano de los derechos la suposición de que los 35

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sujetos son capaces de decidir lo que desean hacer con sus conciencias, independientemente de los efectos que sobre ellos mismos tengan sus prácticas. Sabemos que es una afirmación polémica, por varias razones. En primer lugar epistemológicamente, por la suposición del sujeto como entidad reconocible más allá de las ficciones jurídicas, y no solo como una posición que está culturalmente dispuesta y que por ello está plagada de limitaciones, vacíos y horizontes potenciales de desenvolvimiento autónomo a la definición individualista y liberal del “sujeto de derechos”. Ante ello, lo que hasta aquí hemos querido referir es justamente la construcción discursiva en Chile de una posición determinada para los consumidores de drogas –enfermos, extraños, asociales–, que la afirmación médica de la legitimidad o no del consumo no hace sino replicar. Así, y de acuerdo a la noción de “prelación discursiva” propuesta por Joan Scott, es posible aspirar a que el debate centrado en derechos se ubique fuera de la dicotomía salud/enfermedad, normal/anormal, y profundice una entidad anterior como es la del derecho social a la autodeterminación (Scott, 1991). Es decir, que contemple dentro de los atributos de la pertenencia a la sociedad la propia disposición al consumo de tales o cuales sustancias, siempre con el límite del consentimiento y el no daño a otros. Un segundo factor de problematización de esta reivindicación de derecho de los sujetos está justamente vinculada a esto último. Puede argumentarse con razón que la alteración voluntaria de la conciencia que provoca el consumo de sustancias debe ser tenida como un riesgo para multitud de desempeños sociales, en los cuales los consumidores se pondrían en riesgo ellos mismos y aquellos que los rodean. Sobre el particular –y teniendo como piso la superación de las nociones vinculadas a la foucaultiana “Defensa de la Sociedad”– creo podemos reconocer que la arquitectura normativa chilena ya posee multitud de herramientas de prevención y sanción de este tipo de situaciones, en particular a través de la ampliación de la legislación contraria al consumo de alcohol y su presencia 36

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en accidentes de tránsito. De tal modo, la reivindicación del consumo de marihuana no debería requerir una amplificación de este tipo de medidas –al parecer consideradas eficientes y socialmente legitimadas a través del uso–, sino a lo sumo una tipificación que la incorpore. Más allá de ello, en todo caso, lo que aquí interesa es discutir la suficiencia de este tipo de recursos, y no la homologación entre un tipo de sustancia y otro, en tanto este manido argumento –que lamentablemente se oye a veces en los defensores de la despenalización de la cannabis– a lo que lleva es a la colonización prohibicionista sobre sustancias que legítimamente están disponibles, y no a una profundización de la dinámica reguladora que supone la descriminalización. Sobre lo mismo, no debemos confundir la despenalización con la desregulación, en tanto cada una de las experiencias hoy concretadas sobre el particular insisten en la necesidad de una regulación precisa y eficiente, que es el mecanismo de hacer factible la despenalización de cualquier sustancia. Ello por dos razones: en primer lugar, para asegurar que la adquisición y el consumo sean consentidos y en aquellas categorías de personas legalmente autorizados para ello (por lo general debería bastar la mayoría de edad); y en segundo, para asegurar la calidad de las sustancias adquiridas, el respeto por sus cualidades específicas y la pronta prestación de apoyo profesional en casos de adicción o intoxicación. Es decir, la regulación cuidadosa y respetuosa del principio de derechos no es “individualista” (aun cuando sea difícil entender el hedonismo de las prácticas de este tipo sin su correlato individual), sino que está colectivamente consensuada, insistimos, como un atributo de nuestra ciudadanía y no como una excepción privativa a un tipo de sujeto en particular. Más allá de lo anterior, y como preocupación que a mi juicio debiera ser central en todo el debate actual, lo que la construcción del narcotráfico y el consumo de sustancias ha hecho a todo lo largo del siglo XX y hasta hoy ha sido asociar ambas figuras a la criminalización, transfiriéndose acrítica37

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mente los significados de la actividad delictiva desde el tráfico al consumo, creándose una suerte de culpabilidad social solidaria que tiene objetivamente como único punto de encuentro la sustancia que está prohibida. En tal sentido, la Ley 20.000 actualmente en vigencia es paradójica hasta el extremo (y con ello el absurdo): junto con asimilar a la cannabis con sustancias más adictivas y socialmente más agresivas como la pasta base de cocaína y la cocaína, establece que su consumo “personal y próximo en el tiempo” no sea sancionado, aun cuando todos los pasos previos requeridos para éste sí lo estén explícitamente. Así, un primer divorcio entre tráfico y consumo es inmediatamente anulado a través de la fantasía del consumo autónomo y la provisión del autocultivo. No digo que esta última opción no sea una alternativa, sino que su aplicación al cada vez más ancho campo del consumo recreativo es en el mediano plazo inviable. Todo lo anterior se relaciona, en el fondo, con el hecho de que la prohibición de este tipo de sustancias –de todo tipo de mercancía en realidad– lo que ha provocado de forma automática es la proliferación de un mercado negro que, en el caso de las drogas, tiene alcance global, se modela de forma trasnacional y reporta gigantescos márgenes de ganancia, que lo vuelven así tanto atractivo como muy difícil de combatir. En la historia reciente ha quedado de manifiesto el poder de desestabilización social “por arriba” y de construcción de solidaridades “por abajo” de las que las organizaciones de narcotráfico son capaces en todo el mundo. En una escala local, lo que estas organizaciones suponen es la territorialización del mercado ilícito en poblaciones populares, la adscripción temprana de niños y jóvenes a redes de actividad criminal y la consiguiente estigmatización social e intervención policial de estos territorios, que padecen así lo más cruento de la prohibición independientemente de su calidad de consumidores o intermediarios. Nuevamente, para resolver este nudo problemático, la hipótesis de la despenalización por sí misma no es suficiente, y en ello quisiera concentrar un último párrafo. 38

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Como lo advierte con claridad la estrategia que el Estado en Uruguay ha seguido en este sentido, el objetivo de la despenalización y control estatal de gran parte del mercado de la cannabis –conviviendo con agrupaciones de cultivadores y clubes con membresía– ha sido disminuir la criminalización que afectaba la armonía social, y en particular, la incidencia de grados cada vez más altos de delincuencia juvenil. Pues bien, el fondo de la estrategia es privar a las estructuras narcotraficantes de su campo de acción y sus recursos, dando por sentado que no es el consumo de marihuana el problema, sino que su apropiación por organizaciones criminales. En el caso de Chile, entonces, la dirección del debate debiera orientarse en una dirección similar: no es una cuestión de sustancias –terapéuticas o no, adictivas o no–, sino la gestión que de la prohibición hacen los grupos delictuales que hoy proveen al mercado. Y en ese sentido, claro que la posición de la cannabis junto a la cocaína con igual penalización es nociva, pues lo único que patrocina es el crecimiento de la provisión de cocaína, de la que se pueden extraer mayores márgenes de ganancia con el mismo riesgo. A una mayor escala –y así ha sido también asumido en Uruguay–, el tema de la regulación de este tipo de sustancia debe ser asumida de forma regional y global: no es posible que un Estado legalice una sustancia que produce otro Estado en condiciones de ilegalidad, pues ello solo alimenta una criminalidad trasnacional, que puede que mantenga sus efectos más brutales fuera de las fronteras de los Estados que legalizan, pero que a la larga horadan a las sociedades productoras. En tal sentido, la estrategia de provisión estatal uruguaya conviviente con el cultivo a pequeña escala por particulares pareciera ser una alternativa eficiente. Finalmente, y en el mismo plano global, debe reconocerse que un proceso de despenalización debe abarcar a la mayor cantidad posible de sustancias, al amparo de procedimientos de regulación bien definidos y mecanismos de información, asociatividad y autocontrol de consumidores que deben abrirse paso al mismo tiempo que el debate instalado en la sola 39

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cannabis. Es decir, es muy probable que al ser despenalizada una sustancia en particular, el mercado ilegal se atrinchere en las otras, y con ello –bajo una lógica implacablemente capitalista, que es la que caracteriza a las agrupaciones criminales de toda índole– haga los mayores esfuerzos para retribuir las ganancias perdidas por la despenalización en la oferta de sustancias más potentes, diversas, atractivas, adictivas o solo ilegales, como cualidad simbólica de interés. Así, el espectro de drogas sujetas a despenalización debiera superar solo a la marihuana. Desde la lógica de los derechos de ciudadanía ello es imperativo, pero desde la visión no individual-liberal de la misma, es más problemático. La figura de la marihuana como “droga de entrada” es aquí positiva, en tanto serviría de instructivo para modelar otras experiencias de despenalización posteriores. Sin embargo, lo relevante es el complemento de la regulación efectiva, así como de los mecanismos de certificación de las sustancias en cuestión. La cannabis por ser una especie vegetal es muy fácil de certificar, pero sustancias químicas como la cocaína y las drogas sintéticas no lo son tanto. Nuevamente, es la eficacia de la regulación la que permite una despenalización efectiva que no alimente estructuras criminales. Conclusiones Puesto así el debate, ante la pregunta si es mejor despenalizar o no, si es preferible la despenalización terapéutica a la recreacional, si basta con la cannabis o más sustancias deben ser sometidas a un régimen similar, la respuesta que estas páginas debieran inspirar es la siguiente: lo relevante en el debate social y político de hoy en Chile es legitimar una opción de derechos ciudadanos, que no se agota ni encuentra su lugar más relevante en el consumo de drogas (piénsese en la precariedad laboral, el sistema de pensiones, los derechos reproductivos, etc.), pero que se ha visibilizado en este tópico. Por ello, el factor de modelamiento de prácticas ciudadanas que este deba40

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te puede provocar es importante, y por ello debe tratarse con sumo cuidado, poniendo el acento en lo que pareciera tener mayor incidencia colectiva: la descriminalización de las prácticas y la promoción de un mercado regulado de sustancias. En ese doble objetivo, la clave terapéutica debilita el factor de derechos ciudadanos y acentúa la odiosa asociación entre enfermedad y consumo recreativo de drogas (independiente de la legítima y valiosa defensa de quienes padecen enfermedad y dolor por proveerse de aquellas sustancias que les reporten alivio y salud, defensa que debe instalarse a su vez en la clave de los derechos ciudadanos); y por ello, debe ser transferida hacia el derecho general al consumo regulado. Tras ello, y a partir de una conversación social que debe necesariamente escapar al secuestro que de ella puedan hacer grupos de interés parlamentario, económico o de normatividad científica, es decir, en la que participen activamente todas las asociaciones involucradas, debiera articularse una regulación centrada en el Estado y su capacidad de controlar la mayor cantidad posible de etapas de la producción, circulación y cautela del consumo posibles, adicionando por cierto un impuesto específico que cubra los costos de información, provisión y prevención que este tipo de medidas reporten. La reacción de las organizaciones criminales que hoy se enriquecen y legitiman socialmente a través del tráfico es una incógnita difícil de despejar aquí, pero no es improbable que éstas reaccionen trasladando sus activos hacia otros ámbitos de ilegalidad, particularmente hacia aquellas sustancias que permanezcan en la prohibición, lo cual a partir de la evaluación del modelo de despenalización de la cannabis debiera subsanarse con la despenalización de más sustancias, bajo el alero de la regulación estatal emanada del debate informado. Y así en adelante. El papel de las policías en esta etapa de trasferencia de activos criminales es clave, pues supondrá su concentración en aquellos ámbitos de ilegalismo que se destaquen como más atractivos para las organizaciones de narcotraficantes, y sobre ellos deberán actuar. El caso mexicano 41

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es muy expresivo de la multiplicación de ámbitos delictivos que los carteles desarrollan, particularmente el secuestro y el tráfico de personas. En el fondo, el único antídoto a este proceso de migración de ilegalismos es la legitimación social de los mecanismos que permiten la regulación inteligente de los derechos ciudadanos, equidistante por ello tanto del individualismo liberal que supone el acceso a cualquier mercancía como un derecho esencial sin responsabilidad social en sus efectos, como de la prohibición a destajo que ocluye derechos que son básicos para la convivencia social. Si la despenalización de la marihuana sirve en lo contingente para avanzar en un horizonte colectivo de mayor equidad y empoderamiento ciudadano, bienvenida sea. Referencias bibliográficas Cabrera, M.A. (2001). Historia, lenguaje y teoría de la sociedad. Valencia: Frónesis. Courtwright, D. (2002). Las drogas y la formación del mundo moderno. Breve historia de las sustancias adictivas. Barcelona: Paidós. Davenport-Hines, R. (2003). La búsqueda del olvido. Historia global de las drogas, 1500-2000. Madrid: FCE. Fernández, E. (2003). Estado y Sociedad en Chile, 1891-1931. Santiago: LOM. Fernández, M. (2010). La criminalización de la costumbre: discurso, práctica normativa y ebriedad en Chile (1870-1930). En J. Trujillo (Coord..), En la encrucijada. Historia, marginalidad y delito en América Latina y los Estados Unidos de Norteamérica (siglos XIX y XX) (pp. 107-163). México: Universidad de Guadalajara. Fernández, M. (2011). Drogas en Chile 1900-1970. Mercado, consumo y representación. Santiago: UAH. Fernández, M. (2012). Asociales: raza, exclusión y anormalidad en la construcción estatal chilena, 1920-1960. Revista de Historia Social y de las Mentalidades, 16(2), 167-194. Fernández, M. (2013). Boticas y toxicómanos: origen y reglamenta42

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CAPÍTULO 2 El proceso de normalización del cannabis en Uruguay Juan E. Fernández Romar1 Evangelina Curbelo Arroqui2 Universidad de la República, Uruguay Introducción A más de cuatro años del establecimiento del nuevo marco regulatorio del cannabis y a uno de las próximas elecciones nacionales, la ley uruguaya más controvertida del último quinquenio sigue promoviendo debates a nivel nacional e internacional. La Ley N° 19.172, Marihuana y sus derivados.Control y Regulación del Estado de la producción, adquisición, almacenamiento, comercialización y distribución, fue promulgada en diciembre de 2013 luego de un prolongado proceso de discusión, con una opinión pública mayoritariamente contraria a la misma (Draper & Müller, 2017; Lissidini & Pousadela, 2018; Repetto, 2014) aunque con el visto bueno de numerosos profesionales, técnicos y actores institucionales implicados en los distintos tipos de abordaje de usos problemáticos de drogas. Junto con la Ley Nº 19.075 que permite el matrimo1. Licenciado en Psicología, Universidad de la República, Uruguay. Doctor en Ciencias de la Salud, Escuela Nacional de Salud Pública, Cuba; Magíster en Psicología Social, Universidad de la República, Uruguay; Especializado en Procesos Regionales de Evaluación y Acreditación de la Calidad de la Educación Superior (Red Iberoamericana para la Acreditación de la Calidad de la Educación Superior – RIACES, Costa Rica). Correspondencia dirigirla a: [email protected] 2. Licenciada en Psicología y Magíster en Psicología Social, Universidad de la República, Uruguay. Diploma en Políticas de Drogas, Regulación y Control (Núcleo Interdisciplinario, Universidad de la República, Uruguay). Correspondencia dirigirla a: [email protected] 45

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nio entre personas del mismo sexo y la Ley n.º 19.807 que posibilita la interrupción voluntaria del embarazo, la Ley de la marihuana formó parte de un paquete de disposiciones innovadoras aprobadas en poco más de un año, despertando la curiosidad y el interés del mundo al trazar una senda social y política diferente aunque –a la postre– jalonada con inconvenientes de muy variada índole (Arocena & Aguiar, 2017). A diferencia de lo que ocurrió con las otras dos, la ley reguladora del cannabis presentó numerosas dificultades en su implementación, como ser demoras en la asignación de las licencias para las empresas productoras de cannabis (Draper & Capurro, 2017); errores de interpretación de la normativa que culminaron en la judicialización de autocultivadores (Galaín, 2017); sucesivas postergaciones en el inicio de la venta en farmacias; cierre de cuentas bancarias de las farmacias dispensadoras (Grupo 180, 2017) y por último problemas de abastecimiento de las mismas luego de instrumentado ese servicio (Garat, 2017). A partir de la promulgación del decreto reglamentario su instrumentación fue parcial y progresiva, seguida de un lento proceso de habilitación y puesta en funcionamiento de los registros de autocultivo y clubes cannábicos que comenzaron a desarrollarse durante el segundo semestre del 2014 y culminando en julio de 2017 con la habilitación del registro y venta en farmacias. La fórmula reguladora uruguaya que decantó luego de un extenso debate legislativo, exige una gran participación del Estado en todas las etapas del proceso, habiendo asumido la tarea de controlar en forma integral tanto el cultivo y la cosecha como todo el proceso ulterior de almacenamiento, distribución y comercialización; así como la eventual importación o exportación de cannabis y sus múltiples derivados (Baudean, 2014). La complejidad burocrática de todas esas funciones al igual que la falta de antecedentes configuran alguna de las explicaciones posibles de la ralentización de su implementación total. La Ley nº 19.172 (2013) establece tres formas 46

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mutuamente excluyentes de acceso al cannabis para usuarios registrados: el autocultivo doméstico; la membresía a clubes cannábicos o la compra del que es dispensado en farmacias. Concomitantemente esta ley ha determinado la creación del Instituto de Regulación y Control de Cannabis (IRCCA), la implementación de medidas sanitarias y educativas para la prevención del uso problemático y su eventual rehabilitación así como una serie de sanciones ante la infracción de la normativa de licencias que complementan el alcance de la ley penal vigente desde 1974 para el tráfico ilícito. Tres grandes objetivos fundamentan el nuevo marco regulatorio del cannabis: a) la protección, promoción y mejora de la salud pública; b) descriminalizar a los usuarios al tiempo que se los protege de los riesgos de exposición al narcotráfico; c) reducir la incidencia del crimen organizado en el país minimizando el mercado ilegal de marihuana. Se desprende del propio texto de ley, de las numerosas responsabilidades asumidas por el Estado y la complejidad de su fórmula, que la recaudación fiscal es sólo un objetivo secundario y que su redacción no fue animada por intereses mercantiles. A diferencia de los demás países de la región Uruguay presenta características geográficas y sociodemográficas que lo convierten en un potencial laboratorio social para evaluar resultados de las políticas instrumentadas. Es un país de tan sólo 176.215 km² (el segundo más pequeño de Sudamérica después de Surinam), llano, ligeramente ondulado, con menos de tres millones y medio de habitantes, una tasa baja de crecimiento poblacional, buen nivel de alfabetización y muy comunicado. Estas características resultan facilitadoras de proyectos de innovación social y legal así como de una evaluación posterior. No obstante, las diversas evaluaciones del proceso regulatorio han señalado múltiples dificultades que impiden pronunciamientos claros en cuanto a los logros de la citada ley.

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Resultados e impacto de la Ley N° 19.172 De acuerdo con los últimos datos actualizados al 19 de julio de 2018 por el IRCCA, existen en Uruguay 24.324 adquirentes en farmacias, 8583 cultivadores registrados (máximo seis plantas) y 91 clubes (con un promedio de 26 integrantes por club siendo el máximo admitido de 45 miembros y 99 plantas en total) lo que permite estimar en 2.339 personas que adhieren a esta modalidad. Estos datos indicarían un total de 35.246 personas integradas al sistema de adquisición legal de cannabis. De acuerdo a lo señalado por el IRCCA si se tiene en cuenta que en la última VI Encuesta Nacional en Hogares sobre Consumo de Drogas (Observatorio Uruguayo de Drogas/ OUD, 2016) 147.000 personas entre 18 y 65 años declararon haber consumido marihuana en el último año previo al estudio, las personas que apelan al mercado regulado son casi una cuarta parte de esa población (24%). A partir de otros estudios complementarios el IRCCA ha establecido como regla estadística que cada autocultivador y cada miembro de un club suele proveer de cannabis a otras dos personas mientras que quienes compran en farmacias sólo lo hacen con una persona más. En base a la última actualización de datos el 55% de los usuarios que han declarado un consumo frecuenten acceden en forma directa o a través de alguien próximo al mercado regulado. El cannabis que llega a las farmacias proviene de cultivos en invernaderos realizados bajo supervisión técnica por empresas privadas autorizadas por el IRCCA y habilitadas por el Ministerio de Salud Pública. Se busca así que todas las etapas cumplan con los estándares establecidos y con las normas de calidad y trazabilidad fijadas por el Estado.3 3. Los diferentes ajustes a las distintas normativas así como los diversos indicadores utilizados en el monitoreo de la reglamentación (farmacias habilitadas; cantidad de adquirentes; etc.) al igual que todo lo concerniente a 48

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El resguardo de la trazabilidad ha constituido un aspecto relevante para lograr un monitoreo global y continuo de las condiciones de cultivo, calidad y traslado a los puntos de dispensación. Otro aspecto importante ha sido la seguridad del Sistema de Registro de los adquirentes de cannabis mediante un proceso complejo de encriptación de datos cuyo acceso está resguardado por un sistema de llaves electrónicas asignadas a siete custodios, siendo el acceso a la información identitaria sólo posible mediante Orden Judicial escrita y la presencia simultánea de tres de ellos bajo la supervisión y documentación de un Escribano Público. Para poder comprar en farmacia es necesario realizar un trámite de registro en las oficinas del Correo Uruguayo donde se verifica que la persona no integra ningún club cannábico ni es autocultivador; que se trata de un ciudadano mayor de 18 años o bien que es un residente permanente debidamente acreditado. Luego, al concurrir a alguna de las farmacias habilitadas no es necesario presentar ningún documento sino que la misma cuenta con un lector de huellas dactilares que informa al farmacéutico la cantidad de gramos permitida en esa operación (no más de 40 gramos mensuales) sin revelar ningún otro dato sobre la persona. En las farmacias se dispensan cogollos desecados (flores de cannabis), envasados en estado natural sin moler o prensar de cuatro variedades, con niveles graduados de psicoactividad: ALFA I y II (clones de variedades híbridas con predominancia índica; aproximadamente 65 % índica y 35% sativa); y BETA I y II (clones de variedades híbridas con predominancia sativa; aproximadamente 65% sativa y 35% índica). los estándares de calidad, normas de trazabilidad y demás datos sobre el sistema, pueden ser consultados con facilidad en los portales gubernamentales de: http://www.infocannabis.gub.uy/; del IRCCA (http://www.ircca.gub. uy) o en la página de la Junta Nacional de Drogas: http://www.infodrogas. gub.uy/. Una serie de links redireccionan al internauta de uno a otro según el tipo de información buscada. 49

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Las diferentes variantes del producto se dispensan en envases de 5 gramos que garantizan su preservación y que cuentan con un sello de seguridad que confirman su autenticidad. En el etiquetado además de las características de la variedad elegida se incluyen advertencias sanitarias y recomendaciones de uso que responden a perspectivas de reducción de riesgos y daños. Como regla general se ha establecido para todos los casos que el máximo contenido del principal componente psicoactivo de la planta, el tetrahidrocannabinol (THC) sea siempre menor o igual al 9% y que el otro componente importante, el cannabidiol (CBD, que entre otras funciones modera los efectos del THC) sea siempre mayor o igual al 3%. En Uruguay hay actualmente 14 farmacias autorizadas, la mitad de ellas se encuentra en la capital. El precio oficial por gramo es de 1,30 dólares con una media de calidad y precio menor a la que se vende en el mercado negro, mayoritariamente el denominado “prensado paraguayo”. En 2018 se autorizó a las farmacias la adquisición de hasta cuatro kilogramos de cannabis en cada reposición, el doble de lo que se admitió en sus comienzos. En el último año (julio 2017- julio 2018), a pesar de las discontinuidades en el abastecimiento se han realizado 191.696 ventas lo que equivale a algo menos de una tonelada y un ritmo de comercialización que luego de crecer durante el verano de 2017 se ha mantenido estable. El 80% de las personas registradas han realizado al menos una compra en el año. El 73% de los adquirentes en farmacias son hombres, en su gran mayoría jóvenes dado que sólo el 17,4 % supera los 45 años. El 34,5% de ellos presentan un nivel educativo terciario. El Departamento de Maldonado, al este del país, es el que presenta mayor cantidad de adquirentes per cápita con 19 cada 1000 habitantes; superando en una unidad el porcentaje de la capital, Montevideo. El perfil que presentan los autocultivadores es similar, siendo el 60% menor a 35 años y dos terceras partes resi50

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den en el interior. Desde el inicio del sistema de registro de autocultivadores en agosto de 2014, el ritmo de inscripción ha mantenido un promedio 190 solicitudes mensuales y ha contabilizado 396 pedidos de baja. En cuanto a los clubes de membresía, de los 91 existentes, el 45% se encuentran en la capital y cinco clubes nuevos hicieron su registro en el primer semestre del año 2018. Indicadores, evaluación y después La experiencia uruguaya ha generado miles de artículos científicos y periodísticos en todo el mundo, ha inspirado numerosas tesinas de grado y tesis de posgrado de disciplinas diversas y también ha despertado el interés evaluatorio de organismos públicos y privados extranjeros. No es posible ordenar en este trabajo toda esa variedad, que mayoritariamente ha crecido a partir de enfoques disciplinares concretos y referidos a aspectos puntuales del proceso como pueden ser los clubes cannábicos; modalidades autorizadas de producción; economía industrial del cannabis; la participación de las farmacias en el dispensación de marihuana; afectación de las relaciones diplomáticas del país; o el potencial de la medicina cannábica entre muchos otros. Contrariamente a lo que podía suponerse, evaluar los resultados e impactos múltiples del marco regulatorio ha resultado una tarea ardua y en muchos aspectos infructífera aún contando con el apoyo de los organismos estatales más implicados como el Observatorio Uruguayo de Drogas o el IRCCA. Para realizar un adecuado seguimiento de los efectos sociales de un mercado regulado de cannabis un grupo de destacados expertos nacionales e internacionales elaboraron un sistema de indicadores referidos a cinco dimensiones de la realidad en la cual se esperaban cambios: seguridad, salud, aplicación de la justicia, economía y relaciones internacionales (Baudean, 2014). En la base de todos los supuestos de la regulación, sub51

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yacía la idea de que la disociación material y simbólica del mercado del cannabis del de otras sustancias psicoactivas, junto con la posibilidad de un fácil acceso a un producto de calidad con un precio competitivo, reduciría su comercio ilegal tanto en volumen como en cantidad de usuarios. Consecuentemente, la reducción del mercado ilegal ocasionado por la pérdida de un segmento importante de ese comercio, produciría una disminución de presencia y actividad del narcotráfico y por ende una reducción de la violencia asociada a éste. En el origen de la propuesta reguladora también se barajaron hipótesis conexas tales como que habría una reducción de las personas vinculadas al tráfico así como de la cantidad de procesos y sentencias condenatorias por delitos asociados a drogas. Ninguna de estas hipótesis pudo ser confirmada o descartada plenamente por tres razones (Baudean, 2018; Búsqueda, 2018; Garat, 2017): 1. La implementación parcial y gradual de la ley. La dilación en la instrumentación total de la ley no permite la realización de numerosas estimaciones sobre la base de los indicadores construidos con tales fines, ya que estos presuponen una instrumentación global de la reglamentación para una adecuada evaluación tanto de resultados como de impacto. Operativamente, se ha tomado el 2013 como punto 0 para una discusión de la evolución de la ley la fecha de promulgación a sabiendas de las imprecisiones que genera el que se haya desarrollado en etapas. 2. Dificultades en la producción y acceso a información fundamental para ciertos indicadores. Al intentar conciliar varias fuentes de datos se han observado contradicciones y errores. Por ejemplo, tal como ha señalado uno de los evaluadores oficiales, la policía y el poder judicial han ofrecido datos discrepantes de las cantidades incautadas con diferencias de hasta tres toneladas. Tampoco hay un sistema unificado de información que conjugue datos de la capital y del interior. 3. Los datos que sí han podido reunirse no revelan variaciones significativas desde el 2013. Como ejemplo, se pue52

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de citar que la cantidad relativa de delitos asociados a drogas, así como la frecuencia absoluta de procesamientos por leyes de drogas y la cantidad de personas prontuariadas se han revelado estables presentando escasas variaciones. El mercado ilegal de cannabis sigue siendo mayoritario y los conflictos territoriales de las organizaciones delictivas expresadas en acciones de venganza o consolidación de territorios evidencian un curso que no ha variado. Conflictos que dependen más del tráfico y comercio al menudeo del conjunto de drogas ilegales ofertadas (cocaína; pasta base; LSD; etc.) que de la cantidad de cannabis vendida en el mercado legal. Tampoco hay evidencia que la regulación haya generado algún efecto negativo. Al margen de las posibilidades actuales de un balance fundado de la ley y de la deriva del sistema evaluatorio que sin duda debe mejorar, es posible establecer algunas conclusiones referidas más que a los resultados objetivables de una ley al proceso de normalización de drogas en curso. Algunas conclusiones sobre el proceso de normalización del uso de drogas en Uruguay Dada la polisemia intrínseca del término normalización, aquí se emplea en términos generales el sentido que le confiere Oriol Romaní (2016) como “(…) un conjunto de procesos que han ido llevando al reconocimiento sociocultural de la pluralidad de usos de drogas, y de los significados asociados a ellos” (p. 72). Este fenómeno social y político incluyen dos tipos de procesos estudiados por Pere Martínez Oró y Xabier Arana (2015) que corresponden destacar: a) la normalización sociocultural como el resultado del asentamiento cultural de las substancias, donde las drogas han dejado de circular por los márgenes sociales para ser aceptadas como compatibles en determinados contextos y tiempos; y b) la normalización criminológica, es decir como un proceso de práctica política, mediante 53

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el cual los responsables de las políticas de drogas deben abandonar respuestas estigmatizantes y alarmantes, para dar una respuesta sensata a la “cuestión de las drogas”, con base en los principios y libertades propios del Estado social y democrático de Derecho, a la vez que se estimula a la opinión pública para que aumente su tolerancia hacia los consumidores. De diferentes modos estos dos procesos aparecen articulados en la historia reciente del Uruguay. El proceso de normalización de drogas es heteróclito (heterogéneo y compuesto de elementos disimiles) y de alcance global. Es cierto que en Asia y numerosos países de todo el orbe existen diversas variantes del prohibicionismo de drogas e incluso versiones extremas como la desarrollada por el Presidente Rodrigo Duterte en Filipinas, pero en un mundo interconectado los mensajes audiovisuales de las pantallas dotan a las drogas de una presencia, relevancia política y densidad simbólica sorprendente. En forma independiente a la gestión política y cultural de las representaciones sociales sobre drogas que desarrolle un país está en diálogo con lo que ocurre en el resto del planeta. Uruguay puede configurar una experiencia marginal y poco significativa pero que Canadá y nueve estados de los Estados Unidos admitan su uso recreativo interpela a todas las naciones. Asimismo la evolución de la temática cannábica aparece imbricada de múltiples formas con otras sustancias psicoactivas. La experiencia uruguaya sigue revistiendo un especial interés por haber sido la primera, por sus dimensiones y características sociodemográficas antes señaladas; así como por haber optado por un sistema de regulación diferente a los otros ensayados y propuestos basado en el monopolio estatal de la producción, distribución y venta de cannabis. Su escala permite observar en forma más clara la complejidad inherente de los fenómenos asociados a drogas y alerta sobre los errores derivados de los reduccionismos, simplificaciones y el establecimiento de relaciones causales lineales. A modo de ejemplo –tal como ya se ha señalado– las incautaciones de 54

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cannabis han permanecido estables el último quinquenio en un rango de 1,5 a 2,5 toneladas. Sin embargo, en 2016 las incautaciones (que dependen más de la eficacia de la acción policial y de la oferta que de los niveles de consumo) sumaron 4,4 toneladas. La explicación más consensual de este fenómeno ha sido que la crisis económica de Brasil llevó a la cancelación de los programas de cooperación para la erradicación de cultivos de cannabis en Paraguay generando una mayor producción y oferta de prensado paraguayo en la región y en particular en Uruguay (Baudean, 2017). Este hecho ilustra el carácter complejo y sistémico del mercado de drogas demostrando que el abordaje de los objetos y fenómenos que lo integran no debe contemplarlos en forma aislada sino como parte de un todo. Nunca se trata de una sumatoria lineal de elementos que se encuentran en interacción ni de una ecuación simple sino de la producción continua de características imprevistas cuyo resultado supera a los elementos que lo componen generando diferencias cualitativas inéditas. A pesar de las dificultades y déficits en la evaluación de resultados reseñadas y de que no hay evidencias suficientes para confirmar la eficacia de la Ley 19.172, está claro que tampoco hay razones que indiquen que la misma generó algún tipo de perjuicio. La evolución de la opinión pública indica una progresiva aprobación de la misma. A fines del 2013 el 66% de los uruguayos estaba en desacuerdo con la ley. Una medición reciente ha señalado que una mayoría del 44,3% la aprueba frente a un 41,4% que está en desacuerdo lo que estaría informando no sólo de una opinión sobre los efectos de la nueva regulación sino también de la normalización sociocultural del uso de cannabis (Garat, 2017). Resulta razonable suponer que el desarrollo de la medicina cannábica haya colaborado en los cambios operados en las representaciones sociales de la marihuana. A diferencia del devenir político de otros países de la región los usos medicinales del cannabis demoraron en institu55

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cionalizarse a pesar de la aprobación de la ley. Probablemente la oposición cerrada e insistente de la Sociedad Uruguaya de Psiquiatría (2012) haya generado cierto recelo en el campo de la salud produciendo un enlentecimiento en la difusión de información científica sobre el tema. El debate sobre el alcance y pertinencia de la medicina cannábica se instaló desde el inicio de la regulación pero las opiniones en el ámbito sanitario comenzaron a variar a partir del crecimiento internacional de esa perspectiva. Muy comentado a nivel de prensa resultó el inicio de la comercialización del Epifractán nacional en diciembre de 2017. Este extracto de cannabis sativa no psicoactivo, con una concentración de cannabidiol (CBD) del 2% empleado para el tratamiento de la epilepsia refractaria así como de dolores crónicos y neuropáticos, demostró ser una alternativa terapéutica nacional mucho más económica presentando un precio de venta de U$S 70 frente a los U$S 250 de su equivalente importado. En cuanto a los aspectos centrales del proceso de normalización criminológica inducido por la Ley 19.172 corresponde señalar que las diversas lecturas e interpretaciones que ha propiciado. La más inmediata y consensual es la misma se encargó de corregir una carencia fundamental del marco legal anterior procurando resolver algunas debilidades jurídicas de los marcos legales ya existentes, como ser el hecho de que el consumo no estaba penado mientras que sí lo estaban las formas de acceder a la sustancia (Bardazano & Salamano, 2016). Pero por otra parte, como ha señalado Pablo Galain, investigador del Instituto Max Planck, aunque la ley fue presentada y argumentada dentro de un conjunto de medidas para combatir la inseguridad mantiene a la “salud pública” como el bien jurídico tutelado que le da sentido (1917). Un bien jurídico que Galain caracteriza como “abstracto y maleable” facilitador de la potestad punitiva del Estado por razones muy variadas e inspirador tanto de políticas de reducción de daños y de respeto por los derechos humanos como de intensificación del derecho penal. 56

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La interpretación asumida (y más repetida) desde las agencias estatales durante el gobierno del Presidente José Mujica (2010-2015) fue el destaque de que se trataba de un marco regulatorio basado en las políticas de reducción de daños (RRDD). Esto constituyó un enfoque orientador de múltiples programas de RRDD que florecieron en ese período y que conocieron en este su mejor expresión. Aunque pertenecen al mismo partido político, Frente Amplio, durante el gobierno del Presidente Tabaré Vázquez (2015-2020), médico oncólogo de profesión que manifestó inicialmente reparos a la ley pero que terminó dándole continuidad, ha primado una interpretación diferente, reinscribiendo el marco regulatorio del cannabis en una política más amplia sobre drogas, que incluye y potencia políticas más restrictivas en relación con la comercialización de alcohol y tabaco, atendiendo a la evidencia estadística de que los consumos de esas sustancias ocasionan más problemas sanitarios que todas las demás drogas ilegales juntas. Esta línea interpretativa de cuño sanitarista –aunque compartible en términos generales– ha generado en la práctica una transformación cualitativa del tema, jerarquizando los enfoques biologicistas y medicalizantes de los usos de drogas como estrategia fundamental de aproximación e intervención. Por esta vía quienes trabajamos a nivel territorial en programas comunitarios desarrollados por la Universidad de la República hemos observado a nivel nacional, una notoria desvitalización de los programas de RRDD y una nueva primacía del enfoque médico-sanitario como interpretación hegemónica del complejo fenómeno de las drogas. Referencias bibliográficas Arocena, F., & Aguiar, S. (2017). Tres leyes innovadoras en Uruguay: Aborto, matrimonio homosexual y regulación de la marihuana. Revista de Ciencias Sociales, 30(40), 43-62. 57

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CAPÍTULO 3 A ochenta años del nacimiento de una “droga maravillosa”: la LSD25 Hernán Scholten1 Universidad de Buenos Aires Gonzalo Salas2 Universidad Católica del Maule Hernán Gustavo Elcovich3 Universidad de Buenos Aires Los inicios de la LSD25: del phantasticum al psicomimético En el transcurso de los últimos años, se le concedió un considerable espacio en diversos medios de comunicación a la 1. Lic. en Psicología. Docente e investigador en Historia de la Psicología, Facultad de Psicología, Universidad de Buenos Aires (Argentina). Integrante del Programa de Estudios Históricos de la Psicología en Argentina (UBA). Miembro del Consejo Asesor del Centro Argentino de Historia del Psicoanálisis, la Psicología y la Psiquiatría (Biblioteca Nacional de la República Argentina). Co-fundador y administrador de historiapsi.com, sitio web dedicado a la historia de la psicología y disciplinas afines. Correspondencia dirigirla a: [email protected] 2.  Académico del Departamento de Psicología Universidad Católica del Maule. Psicólogo, Universidad de La Serena y Doctor en Educación, Universidad de La Salle (Costa Rica). Estudios de Postdoctorado en la Universidad Nacional de Córdoba. Profesor del Doctorado en Psicología de la Universidad Católica del Maule. Fue Representante Nacional (Chile) de la Sociedad Interamericana de Psicología (20132017) y Presidente de la Sociedad Chilena de Historia de la Psicología (2016-2018). Actualmente es Coordinador del Grupo de Trabajo en Historia de la Psicología de la SIP (2017-2019). Premio Nacional del Colegio de Psicólogos de Chile, 2018. Correspondencia dirigirla a: [email protected] 3.  Lic. en Psicología. Profesor Adjunto a cargo de Historia de la Psicología en la Universidad de Favaloro, Argentina. Docente de Historia de la Psicología, Facultad de Psicología, Universidad de Buenos Aires, Argentina. Becario Doctoral en Psicología, Universidad de Buenos Aires. Correspondencia dirigirla a: [email protected] 61

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dietilamida de ácido lisérgico, más conocida como LSD –aunque su denominación científica sea LSD25–. Por ejemplo, en el mes de enero de 2018, la revista Forensic Science International publicó un informe sobre el uso de estimulantes sintéticos y alucinógenos en festivales de música electrónica que revela la persistencia en el uso esta sustancia (Mohr & Logan, 2018). Dos meses más tarde, en la misma revista, Nichols & Grobb (2018) se preguntan “Is LSD toxic?” [¿Es tóxica la LSD?]. Por su parte, en el sitio web Psypost se comentan los resultados de una nueva técnica de análisis de la actividad cerebral que echaría luz sobre las alteraciones en la conexión neuronal producidas por esta sustancia, permitiendo dilucidar finalmente su modalidad de acción (Dolan, 2018). No obstante, la LSD ha encontrado un considerable espacio más allá de estos medios más o menos especializados que continúan publicando una considerable cantidad de artículos sobre esta temática. En efecto, el 19 de abril de 2018, medios masivos de comunicación como el periódico español El País o el diario inglés The Guardian, entre muchos otros, conmemoraban el 75º aniversario del primer “viaje” por ingestión de LSD, al mismo tiempo que destacaban las nuevas investigaciones sobre sus propiedades médicas tras décadas de estigmatización (Fernández Jubitero, 19 de abril de 2018; Hardach, 19 de abril de 2018). Sin embargo, como podrá verse, la historia de la LSD comenzó hace ochenta años, cuando el químico Albert Hofmann (1906-2008) sintetizó esta sustancia por primera vez en 1938, al interior del laboratorio de la empresa Sandoz (que cambió su nombre por Novartis en 1996), ubicado en la ciudad de Basilea. El propio Hoffmann, años más tarde, se ocupó de relatar este acontecimiento en LSD - mein Sorgenkind. Die Entdeckung einer “Wunderdroge” [LSD - mi “niño problema”. El nacimiento de una “droga maravillosa”], publicado en 1979 y traducido al español con el título “LSD. Cómo descubrí el ácido y qué pasó después en el mundo” (Hofmann, 2013). Tomando como punto de partida este relato que propone su 62

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creador y algunas investigaciones históricas disponibles, a lo largo de este texto se tratará de destacar algunos hitos en la trayectoria que ha recorrido la LSD desde sus aquellos inicios hasta la actualidad. En este sentido, resulta pertinente destacar, como lo muestra el autor, que bajo la dirección del Dr. Arthur Stoll, fundador y director de la sección farmacéutica de Sandoz, le había sido encomendada la tarea de aislar los principios activos de ciertas plantas cuyo efecto medicinal estaba comprobado, y presentarlos en su forma pura. Este procedimiento permitía su producción de un modo estable y con una dosificación exacta. En este marco, Hofmann retomó las investigaciones sobre el cornezuelo de centeno que el propio Stoll había abandonado a finales de la década de 1910 y que, en adelante, se convertirá en su ámbito principal de investigación. En realidad, el ácido lisérgico ya había sido sintetizado a comienzos de la década de 1930, cuando Walter Jacobs y Lyman Craig aislaron del cornezuelo el componente fundamental común a todos los alcaloides en el Rockefeller Institute (New York) –el cual, unos años más tarde, tuvo su utilidad en el campo de la obstetricia–. No obstante, aplicando su propio método de síntesis química, Hofmann buscaba descubrir nuevas propiedades farmacológicas produciendo diferentes compuestos del ácido lisérgico. La dietilamida del ácido lisérgico fue la vigésimoquinta sustancia de esa serie de experiencias de las que esperaba obtener un estimulante para la circulación y la respiración (analéptico). Precisamente por ser la sustancia número 25 en aparecer recibió, en el año 1938, el nombre de LSD-25. Tras comprobar su efecto sobre la actividad uterina y luego de algunas experiencias con animales sobre las que se consignaba el estado de inquietud que generaba su ingesta, los farmacólogos y médicos de Sandoz no le prestaron mayor atención a esta sustancia y dejaron de realizar ensayos. Por su parte, Hofmann continuó sus investigaciones con el cornezuelo de centeno, las cuales permitieron la elaboración de 63

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la hidergina, medicamento de uso geriátrico y del dihydergot, estabilizador de la circulación y presión sanguínea. Cinco años después de sintetizar por primera vez la LSD25 y siguiendo un “extraño presentimiento”, Hofmann volvió a producirla y accidentalmente sufrió la primera intoxicación con esta sustancia. Con estas palabras le informó a Stoll sobre este suceso: El viernes pasado, 16 de abril de 1943, me vi forzado a interrumpir mi trabajo en el laboratorio a media tarde e irme a casa, afectado por una extraña intranquilidad combinada con una ligera sensación de mareo. En casa me acosté y caí en un estado de embriaguez no desagradable, que se caracterizó por una imaginación sumamente estimulada (Hoffman, 2013, p. 18. La traducción es nuestra).

Tres días después inició una serie de autoensayos que le permitieron comprobar los efectos de la LSD25, aún en dosis mínimas de 0,25 mg. Por este motivo, desde hace varias décadas, el 19 de abril se celebra anualmente el “Día de la bicicleta” ya que Hofmann, acompañado por su ayudante, utilizó ese medio para dirigirse nuevamente a su hogar para hacer reposo. Tras el desconcierto ante la lectura de sus informes sobre los autoensayos, el propio director de la sección farmacológica y dos de sus colaboradores repitieron la experiencia, pero con un tercio de la dosis empleada por Hofmann. De este modo, pudieron despejar todo tipo de dudas que pudieran albergar. Se le encargó entonces al Dr. Aurelio Cerletti realizar los ensayos iniciales con animales (arañas, peces, ratones, gatos, perros y chimpancés), los cuales incluían algunas cruentas experiencias sobre la toxicidad de la LSD25 que, como se podrá apreciar, fueron el comienzo de innumerables investigaciones realizadas posteriormente en todo el mundo. En 1947, se publicaron los primeros resultados de las aplicaciones de la LSD25 en el ámbito psiquiátrico, las cuales 64

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estuvieron a cargo del hijo del director de Sandoz y catedrático de la Universidad de Zurich, el Profesor Werner Stoll –quien incluyó el relato de su autoadministración–. En virtud de los síntomas que acompañan a la intoxicación, el autor caracterizaba a la LSD25 como un phantasticum, siguiendo la clasificación sugerida por el químico alemán Louis Lewin para las sustancias que modifican las percepciones sensoriales, generan alucinaciones y cambios en la conciencia. Por estos motivos se empezaba ya a considerar la posibilidad de utilizarla como instrumento de investigación en psiquiatría. Lo que diferenciaba a la LSD25 de otras sustancias similares que ya habían sido investigadas en las primeras décadas del siglo XX, como la mezcalina, era su elevada eficacia (5.000 a 10.000 veces mayor que esta última) y su acción sumamente específica. En 1947, dadas estas múltiples potenciales aplicaciones médico-psiquiátricas de la LSD25, que llevaron a caracterizarla incluso como una cura para la conducta criminal, las perversiones sexuales y el alcoholismo, la compañía Sandoz puso a disposición la nueva sustancia bajo la denominación Delysid y recomendó la autoadministración de la droga por los psiquiatras para que pudieran obtener una comprensión de las experiencias subjetivas de los esquizofrénicos (Ulrich & Petten, 1991). Los institutos de investigación y/o profesionales interesados soló debían solicitar su envío y, tras confirmar la lectura de la documentación correspondiente, recibían los frascos solicitados por correo postal. Podría decirse que es en ese momento que se inicia una nueva etapa en la historia de la LSD25, que comenzaba a obtener una visibilidad mucho más amplia. En efecto, durante la segunda mitad de la década de 1940, en plena posguerra, empieza a difundirse y concitar cierta atención a nivel internacional. Pero su éxito y difusión no resultaron inmediatos y fue recién en 1949 que se introdujo en EE. UU., importada por un médico de origen alemán que había emigrado huyendo del nazismo. Se trata del Dr. Max Rinkel (1894-1966) quien, en 65

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mayo de 1950, durante una reunión de la Asociación Psiquiátrica Americana en la que se discutían las orientaciones endocrinológicas en la atención de los desórdenes psiquiátricos, comentaba a sus colegas: En el esfuerzo por investigar el problema de la esquizofrenia, en el Boston Psychopathic Hospital, abordamos el problema desde un ángulo diferente. Para entender una enfermedad, o una psicosis, sería una gran ventaja si pudiera producirse experimentalmente una psicosis. Estamos en la afortunada situación de poseer un químico, un derivado del cornezuelo, con el que podemos producir un trastorno psicótico transitorio (Gildea, 1951, p.42. La traducción es nuestra).

De esta manera, presentaba en sociedad a la LSD25 la cual comenzará a ser considerada ya no como un phantasticum sino como una sustancia capaz de producir un estado análogo a la psicosis, y de este modo comienza a articularse con una tradición psiquiátrica que, para entonces, ya era centenaria: las psicosis experimentales. Emerge entonces la denominación de psicomimético [psychotomimetics] que, de acuerdo con Osmond (1957), fue acuñada pocos años después por Ralph Gerard. En un tiempo breve, la producción científica sobre LSD25 comienza a multiplicarse bajo la forma de programas de investigación, dispositivos experimentales, así como publicaciones (artículos y libros) que buscaban difundir dichas investigaciones. De todos modos, vale la pena aclararlo, hasta mediados de la década de 1950, la difusión de la LSD25 estaba reducida, básicamente, al ámbito médico-psiquiátrico y su aplicación, limitada de manera casi total al dispositivo experimental sobre la psicosis. Sin embargo, no fue necesario esperar demasiado para que se comenzase a difundir su utilización en el marco terapéutico; más precisamente, se inicia una paulatina imposición como coadyuvante de la psicoterapia –aplicación que, en realidad, ya había sido sugerida como conclusión de algunos ensayos experimentales–. Entre los impulsores de este uso de 66

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la LSD25 puede incluirse al psiquiatra inglés Ronald Sandison (1916-2010), quien propuso una terapia psicolítica, y al psiquiatra-psicoanalista checo Stanislav Grof (1931-), uno de los principales impulsores de la terapia transpersonal. De hecho, esta es la aplicación que se impondrá durante casi una década y facilitará su visibilidad a un público más amplio. En efecto, en el marco de la psicoterapia ya no será la psicosis la temática de investigación, sino que se consolidó como una modalidad de abordaje de sujetos neuróticos en tratamiento. Según Henderson y Glass (1994), hasta mediados de la década de 1960, las investigaciones sobre LSD25 generaron más de mil publicaciones científicas, varias docenas de libros, seis conferencias internacionales y más de 40.000 prescripciones a pacientes. Durante ese período la LSD25 comenzará a ser incluida en una categoría diferente y será incorporada a la cultura popular –bajo la cual fue conocida simplemente como LSD–. Aunque resulta difícil, o incluso imposible fijar una fecha precisa de inicio, es necesario hacer referencia al psiquiatra inglés Humphry Osmond (1917-2004) quien, en 1953, le administró tanto mezcalina como LSD25 al famoso escritor Aldous Huxley (1894-1963), autor de la novela Un mundo feliz [Brave New World] (Huxley, 1932). De este episodio surgió el término psicodélico [psychedelic], que es posible traducir como “manifestación del alma” y que, en adelante, le otorgará a la LSD25 un nuevo estatuto: alucinógeno. Además, Huxley publicó en 1954 un ensayo sobre estas experiencias titulado Las puertas de la percepción (Huxley, 1954), que años más tarde servirá de inspiración para The Doors, la banda de rock liderada por Jim Morrison entre 1965 y 1973. El Caso Leary Un caso bastante conocido y que tuvo una amplia repercusión fue el del psicólogo norteamericano Timothy Leary (19201996) quien, tras iniciarse en el consumo de Psilocybe –un 67

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hongo mexicano con propiedades alucinógenas–, se convirtió en un apóstol de la LSD25 con el correr de la década de 1960. Desde su sede de trabajo en el Harvard’s Center for Research in Personality [Centro de Harvard para la Investigación de la Personalidad] de la Universidad homónima, Leary participó en varios dispositivos experimentales. Por ejemplo, entre 1960 y 1962, junto a Richard Alpert, dirigió una serie de experimentos con alucinógenos como la psilocibina y la LSD25 de los cuales participan graduados de la propia Universidad. Leary sostenía que –en dosis adecuadas, en un entorno estable y bajo la guía de psicólogos– las sustancias psicodélicas podrían alterar el comportamiento de maneras beneficiosas que no se pueden lograr fácilmente a través de la terapia regular. Fue esta la premisa que, entre 1961 y 1963, guió el experimento que condujo en la Massachusetts Correctional Institution at Concord –una prisión de nivel medio del Estado de Massachusetts, Estados Unidos–. Allí buscaba evaluar si las experiencias producidas por sustancias psicoactivas, combinadas con la psicoterapia, podrían inspirar a los prisioneros a abandonar su estilo de vida antisocial una vez que fueran liberados (Doblin, 1998). Experiencias similares comenzaron a replicarse durante la primera década del siglo XXI (Dolan, 2014). Leary también supervisó un experimento realizado en la capilla Marsh, ubicada en la Universidad de Boston, con el cual buscaba comparar las experiencias con sustancias alucinógenas y las experiencias religiosas. Una serie de rumores, denuncias e investigaciones suscitadas por estas experiencias tuvieron como epílogo su despido de Harvard el 6 de mayo de 1963. Con el apoyo de fondos privados, Leary continuó sus investigaciones en la ciudad de Millbrook (Estado de New York) e incluso contó con su propia revista: Psychedelic Review4. En 4. Esta revista llegó a publicar once números entre 1963 y 1971, los cuales están disponibles en formato digital en el sitio web http://www.maps.org. 68

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1966 su fama se expandió a fuera del ámbito académico y científico a partir de la extensa entrevista que concedió a la revista Playboy, donde, entre otras cuestiones, llegó a afirmar que “...the fact is that LSD is a specific cure for homosexuality [el hecho es que la LSD es una cura específica para la homosexualidad]” (Lattin, 2010, p. 125), citando el caso del poeta Allen Ginsberg y varios casos de lesbianismo. Durante la segunda mitad de la década de 1960 Leary estuvo ligado a diversos movimientos contraculturales que surgieron en Estados Unidos (el hippismo, entre otros) y, en 1966, fundó junto a Nina Graboi –artista y exponente del Movimiento Psicodélico– la League for Spiritual Discovery’s New York Center [Centro de New York de la Liga para el Descubrimiento Espiritual], que por su sigla en inglés “LSD” aludía directamente a esta sustancia, la cual se incorporaba como sacramento, tomando como modelo el uso que algunas tribus originarias hacían del peyote. Según Jennifer Ulrich (2012), se trató de un intento por evitar la prohibición de la sustancia en base al argumento de la libertad de religión, pero no obtuvo los resultados esperados ya que el 6 de octubre de 1966, la LSD25 fue declarada ilegal en el Estado de California y, dos años más tarde, en todo el país. En 1969, tras lanzar su candidatura a Gobernador de California con el slogan “Come together, join the party”, Leary participó del famoso “Bed-In for Peace” [En cama por la paz] que John Lennon y Yoko Ono realizaron en Montreal, Canadá. Los miembros de The Beatles habían experimentado intensamente con la LSD25 poco tiempo antes y durante ese período publicaron el disco Sargent’s Pepper Lonely Hearts Club Band, que incluía la canción Lucy in the Sky with Diamonds5 escrita por el propio Lennon –quien posteriormente compondría el tema Come together, incluido en Abbey Road, para la campaña de Leary. 5. En un artículo publicado en BBC News (2004), Paul McCartney declaró que es “bastante obvio que Lucy en el cielo con diamantes” estaba inspirada en la LSD. 69

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Tras varios ingresos en prisión durante la segunda mitad de los años sesenta por diversos cargos (principalmente por posesión de marihuana), Leary fue condenado a un total de veinte años de prisión en 1970. En un episodio con ribetes novelescos, logró escapar de Folsom Prison –donde también se encontraba detenido Charles Manson– y se mantuvo fugitivo durante casi dos años hasta que finalmente fue arrestado durante un vuelo hacia Afganistán y, una vez de regreso en Estados Unidos, se le impuso la fianza más alta en la historia de ese país ya que el presidente Richard Nixon lo había descrito una vez como “el hombre más peligroso de Norteamérica”. Fue liberado en 1976 por el Gobernador de California. En adelante, si bien siguió ligado al ámbito de lo místico, el arte y la ciencia, el recorrido de Leary seguiría otros caminos: por ejemplo, hacia finales de la década de 1980 comienza a fascinarse con los desarrollos en el ámbito de la cibernética y la computación. Para ese entonces, hacía ya tiempo que la LSD25 abandonaba paulatinamente las páginas de la literatura científica y comenzaba a ocupar espacios en los noticieros y policiales, en virtud de los inconvenientes que generaba su producción casera y su uso por fuera de los propósitos médicos o terapéuticos, con fines esencialmente recreativos. Durante mucho tiempo han proliferado diversas hipótesis conspirativas con mayor o menor verosimilitud, que incluyen la intervención de la Central Intelligence Agency (CIA) en intoxicaciones masivas de grandes poblaciones o en la experimentación con LSD25 como suero de la verdad. La LSD25 en América Latina Habiendo llegado a este punto, resulta relevante señalar que América Latina no fue ajena a esta historia. La difusión de la LSD25 por la región es actualmente objeto de investigación y se han presentado algunos resultados parciales en revistas (Scholten, 2017) y eventos científicos como la V Jornada Chilena de Historia de la Psicología (Scholten & Elcovich, 2016) 70

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y el XVII Encuentro Argentino de Historia de la Psicología, la Psiquiatría y el Psicoanálisis (Elcovich & Scholten, 2016), en los que se buscó mostrar las figuras, instituciones y prácticas involucrados en su difusión. A modo de resumen, es posible plantear que las primeras experiencias con esta sustancia tuvieron lugar en Chile y Argentina hacia 1954, y muy poco después se sumaron Brasil, Perú, Venezuela, México, Ecuador y Uruguay (Scholten & Elcovich, 2016). Se trataba, como sucedía en otros lugares del mundo en ese momento, de un dispositivo en cuyo marco se buscaba, a partir de la administración de la LSD25, experimentar con la psicosis6. Sin embargo, si bien algunos profesionales dedicaron algunos años a esta tarea (como es el caso de Tallaferro en Argentina) e incluso llegó a proyectarse la conformación de un equipo de investigación en Perú, los estudios experimentales no llegaron a consolidarse como una tradición científica ni tampoco como un trabajo grupal –como pudo darse, por ejemplo, en Estados Unidos a partir de la producción de Max Rinkel–. Tampoco ha sido posible hasta el momento constatar la conformación de algún tipo de red o modalidad de intercambio entre los médicos y/o psiquiatras latinoamericanos que realizaron experimentos con la LSD25 durante la década de 1950. De todos modos, y aunque su productividad tampoco llega a los niveles que logró adquirir en Europa y especialmente en los Estados Unidos, en muchos casos adquirió una visibilidad en prestigiosos eventos y publicaciones que, si bien pudo ser fugaz, no resulta para nada despreciable (Elcovich & Scholten, 2016). Por otra parte, en una notable sintonía con los acontecimientos que tuvieron lugar en centros científicos de prestigio internacional, hacia finales de la década de 1950 se iniciaron 6. Estos experimentos revistieron diversas características: en algunos casos se trataba de producir psicosis artificiales en sujetos considerados normales o neuróticos; en otros casos, se trataba de indagar sus efectos en sujetos diagnosticados con distintos tipos de psicosis (esquizofrenia, hebefrenia, etc.) o con diversos grados alcoholismo, etc. 71

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las aplicaciones locales en el marco de la psicoterapia, que se prolongaron durante varios años (al menos hasta mediados de la década siguiente). Las figuras de psiquiatras como Claudio Naranjo (Chile) y Alberto Fontana (Argentina), entre muchas otras, son reconocidas no solamente a nivel regional, sino que recibieron también reconocimiento en EE.UU. y Europa. Para esa misma época, sobre todo durante la segunda mitad de los años sesenta, la LSD25 comienza a difundirse también en la cultura popular y, de este modo, a recibir atención por parte de los medios masivos de comunicación, atentos a la difusión local de un fenómeno que ya conocía su auge en Europa y Estados Unidos. Son estos últimos desarrollos, los que transcurren en el marco de la psicoterapia y su difusión en la cultura popular, los que comienzan incorporarse a la investigación histórica, buscando reunir los aportes de colegas de diversos países de nuestro continente, con el fin de iluminar este fenómeno complejo, que conecta con fluidez los ámbitos de la producción científica, las prácticas psicoterapéuticas y la cultura popular. Se trata, sin duda, de una historia que, habiendo transcurrido ya ochenta años desde su inicio, continúa su desarrollo y sigue incitando la curiosidad y la atención de públicos diversos. Referencias Bibliográficas BBC News. (2 de junio de 2004). Sir Paul reveals Beatles drug use. BBC News. Recuperado de http://news.bbc.co.uk/2/hi/entertainment/3769511.stm Doblin, R. (1998). Dr. Leary’s Concord Prison Experiment: A 34Year Follow-Up Study. Journal of Psychoactive Drugs, 30(4), 416-426. Dolan, E. (2014). Take LSD, stay out of prison? Huge study links psychedelic use to reduced recidivism. Recuperado de https://www.psypost.org/2014/01/take-lsd-stay-out-of-prison-huge-study-links-psychedelic-use-to-reduced-recidivism-22063. Recuperado el 28 de julio de 2018. 72

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CAPÍTULO 4 Lugares transitorios para la reinvención del sujeto moderno1 Rodolfo E. Mardones2 Rodrigo Aguirre3 Evelyn Aranda4 Universidad Austral de Chile Javier Muñoz5 Universidad Santo Tomás, Chile Introducción La existencia de plantas y cactus con propiedades alucinógenas han sido objeto de debate entre su concepción como 1. Este trabajo ha recibido financiamiento de la Vicerrectoría de Investigación, Desarrollo y Creación Artística de la Universidad Austral de Chile a través del proyecto S-2018-15. Quiebres ontológicos en la relación comunidad-naturaleza. ¿Del sujeto económico al sujeto psicológico-espiritual? 2. Psicólogo y Licenciado en Psicología por la Universidad del Bio Bio. Magíster en Ciencias Sociales Aplicadas. Dr.(c) en Ciencias Sociales por la Universidad de la Frontera. Representante nacional en Chile de la Sociedad Interamericana de Psicología por el periodo 2017-2019. Miembro de la Sociedad Chilena de Historia de la Psicología, de la Rede Iberoamericana de Pesquisadores em História da Psicologia y de la Sociedad Chilena de Psicología Comunitaria. 3. Psicólogo y Licenciado en Psicología, Universidad José Santos Ossa, Chile.  Máster en Neuropsicología clínica, Universidad Europea Miguel de Cervantes e Instituto de Neurociencias IAEU de Barcelona, España; Magíster (c) en Pedagogía Universitaria, Universidad Mayor, Chile; Especializado en Neuropsicología del adulto, Pontificia Universidad Católica de Chile - Universidad de Chile. Académico Instituto de Estudios Psicológicos, Universidad Austral de Chile, Valdivia. 4. Psicóloga, Licenciada en Psicología Universidad Andrés Bello, Chile. Magíster en Psicología Clínica mención Psicoanálisis, Universidad Andrés Bello, Chile. Académica Instituto de Estudios Psicológicos, Universidad Austral de Chile, Valdivia. 5.  Asistente Social y Licenciado en Trabajo Social por la Universidad de La Frontera, Chile. Magíster en Ciencias Sociales Aplicadas, Universidad de La Frontera, Chile. Académico de la Facultad de Ciencias Sociales y Comunicación en la escuela de Trabajo Social, Universidad Santo Tomás, sede Los Ángeles, Chile. 75

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drogas o como medicina ancestral. Sin embargo, más allá de abordar esta tensa discusión, y abogar por una de las dos posiciones, nos parece central preguntarnos por esta particular forma de relación con la naturaleza en la sociedad actual ¿por qué el sujeto contemporáneo usa estas plantas con propiedades alucinógenas? y ¿qué significados les entrega a sus usos? Basados en la literatura, partimos del supuesto de que se trata de espacios transitorios en el contexto de una sociedad que constriñe la existencia cotidiana y que el consumo de estas plantas, en espacios estructurados y guiados como instancias de ceremonias curativas, entrega la sensación de transformación al sujeto constituido bajo las premisas de la modernidad. Sobre el sujeto moderno, sus búsquedas y la gestión de sí mismo Para dar contexto a nuestras interrogantes y supuestos, constatamos que en la modernidad se constituye un sujeto racional que, en una separación binaria (e.g. mente-cuerpo, razón-emoción, etc.), comienza a devaluar las premisas irracionales sobre las que se sostenía el mundo (Beriain, 2005). En cambio, se beneficia la concepción de una interioridad psíquica que centra en el mundo a un individuo racional; un sujeto con capacidad de pensar su existencia y buscar explicaciones causales sobre su participación en el mundo (Taylor, 2006). Con ello, se cuestiona también la existencia de reglas generales y universales que determinan que la seguridad del sujeto no está en sus dioses o monarcas, sino que, en su propia capacidad reflexiva, de innovación y su tendencia a la libertad (Beriain, 2005). Pero al mismo tiempo, el sujeto se verá enfrentado a la ambivalencia de su entorno y a las constricciones socioinstitucionales que de una forma u otra lo determinan (Bauman, 2005). En este contexto, presenciamos el surgimiento de un sujeto tensionado y en constante búsqueda de referentes y experiencias que sostengan su diferenciación respecto de los otros. Con ello, las religiones y sus dioses, así como las institu76

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ciones sociales y científicas comienzan a perder la centralidad en la constitución de los sujetos y la búsqueda de referentes identitarios se expande de formas que desafían la linealidad moderna (Beriain, 2011). Con el predominio de la racionalidad y la capacidad para gestionar su mundo interno, el sujeto recurre a distintas prácticas que permiten su desarrollo, recurriendo a formas prístinas, biocéntricas o místicas (Huiliñir & Zunino, 2017). En este esfuerzo de individuación, encontramos impulsos que, más a allá de la mera búsqueda de sentido, proyectan formas ideales de existencia, o estilos de vida utópicos, que los llevan a movilizarse a espacios distintos de la cotidianidad urbana y concretar prácticas que permitan su autodesarrollo, estas pueden ser propuestas utópicas que depositan en el futuro situaciones ideales de existencia (Christian, 2009) o formas retrópicas, que buscan en un pasado lejano formas ideales para ser y estar en el mundo (Bauman, 2017). En la sociedad chilena, constatamos una amplia atención por espacios que permiten la experimentación transitoria, dónde se recurre a conocimientos y técnicas específicas orientadas a la sanación, desarrollo personal y expansión de la conciencia. Es en este gran espectro donde queremos situar nuestro capitulo, recogiendo una experiencia de transformación del sí mismo que concibe a una planta (el cactus de San Pedro) como protagonista de un espacio de sanación y terapia grupal. Mediante un caso único, mostramos una visión personal de la ceremonia huachuma, con la intención de acceder al relato de una persona que ha experimentado con el consumo del cactus San Pedro y que en la actualidad facilita ceremonias en donde se usa esta planta, que para el resguardo de su identidad llamaremos de forma ficticia: Arlen. Huachuma es una ceremonia de larga tradición de la cultura andina, en la cual se usa las propiedades del cactus San Pedro como medicina. Funciona como una instancia grupal y es facilitada por un maestro o curandero que maneja conocimientos ancestrales sobre el uso de la planta. Sin embargo, en la sociedad contemporánea también nos encontramos con 77

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facilitadores/as que hacen apropiaciones y adaptaciones diversas de esta ceremonia. Detenernos en esta experiencia se justifica en que asumimos ciertos supuestos teóricos que hablan de la gestión del self en el contexto de la sociedad neoliberal (Bröckling, 2015), en donde el sujeto acude a una serie de procedimientos orientados a la transformación personal para rendir en los requerimientos de la sociedad. Recurriendo a terapéuticas diversas que funcionan como dispositivos de (auto)gobierno. Pensamos que la psicologización de la sociedad (De Vos, 2016), graficada en las distintas terapias alternativas o incluso en apropiaciones sociales de lo ancestral o de la propia disciplina psicológica: terapias cognitivas, neuropsicología, psicoanálisis y/o psicología humanista, entre otras, son una fuente de saber importante para delimitar espacios de experimentación transitoria que se ofrecen en el mercado para proponer soluciones de gestión del sí mismo, asumiendo que los orígenes de todo malestar en esta sociedad provienen de causas internas al sujeto (de su cuerpo y su psique) y no a situaciones contextuales generadas en la misma sociedad. Drogas alucinógenas y plantas curativas como facilitadoras de la gestión del sí Compartimos que las premisas en que se sostiene el proyecto ontológico moderno y el positivismo, como enfoque hegemónico en las ciencias tecnificadas, prescribió una forma mecánica de acceder a la realidad, dejando fuera un sinfín de posibilidades de comprensión que escapan a esta lógica (Ferreira, 2013). Por lo tanto, las miradas científicas sobre el asunto que nos convoca se han sustentado en evidencia sesgada por este particular modo de comprender lo real. Por otro lado, sabemos que las ceremonias con plantas son muy antiguas y encierran una serie de significados culturales de orden ancestral que han sido utilizados para rituales de sanación. Desde otras concepciones de lo real, estas plantas son consideradas como sagradas y han sido 78

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una práctica terapéutica que se extiende a lo largo del mundo; como la amanita de los koryak de Siberia, el peyote ampliamente utilizado en América, la ayahuasca proveniente de la Amazonia o el San Pedro, una de las plantas más antiguas del América del Sur (Schultes, Hofmann & Blanco, 2000). Sin embargo, la mirada que ha gozado de estatus de verdad es la visión institucional sustentada en el discurso científico, se trata de elaboraciones de un discurso práctico predominante en la sociedad contemporánea. En este contexto, por ejemplo, las Naciones Unidas Contra la Droga y el Delito [UNODC] (2018), consideran que, para llamar droga a una sustancia de origen natural o sintético, esta, al ingresar al organismo debe generar cambios o alteración del funcionamiento habitual del sistema nervioso central, generar efectos sensoriales, en la consciencia, la cognición, la emoción y la conducta de los sujetos que la consumen. Si bien existen diversas formas de clasificar las drogas, la OMS (1994) las ha agrupado de acuerdo con sus efectos en el sistema nervioso central en drogas depresoras, estimulantes y alucinógenas. De acuerdo con la literatura, las drogas alucinógenas se refieren a un grupo de sustancias que, al ser administradas en el organismo, producen alteraciones sensoriales, perceptuales y del pensamiento, similares a las provocadas por estados psicóticos pero que, a diferencia de éstos, no resulta una alteración significativa y constante de las funciones cognitivas, ni tampoco genera efecto de tolerancia y/o dependencia (OMS, 1994). Este último punto abre la polémica sobre el uso de plantas con propiedades alucinógenas, debido a que la dependencia sería el foco principal para su prohibición social, pero en estas plantas no sería un antecedente crítico para su restricción. Schultes, Hofmann y Blanco (2000) puntualizan que los alucinógenos, en dosis no tóxicas, producen cambios en la percepción, en el pensamiento y en el estado de ánimo; pero casi nunca producen confusión mental, pérdida de memoria o desorientación en la persona, ni de espacio ni de tiempo. Desde esta mirada, se puede pensar que, en el contexto de la sociedad contemporánea, los sujetos que recurren al consumo este tipo 79

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de plantas buscan una manera distinta de percibir su mundo. Incluso, desde una mirada afirmativa del uso de estas plantas se plantea que gracias a sus principios químicos activos podrían ser de gran importancia curativa si se usan de manera precisa (Schultes et al., 2000). Para el campo de la psicología y la psiquiatría, tampoco es ajeno hablar de alucinógenos, existen antecedentes sobre su uso para la experimentación y tratamiento de trastornos mentales desde mediados del siglo XIX (Scholten, 2017). Las aproximaciones psicológicas que han experimentado con estas sustancias coinciden en que el uso de alucinógenos no sólo afecta la percepción del mundo exterior, que estaría dada por la alteración de los sentidos, sino que, la percepción del mundo interior del sujeto es aquello que mediatiza o influencia la cura. En este sentido, se afirma que el alucinógeno no cura por sí mismo, sino que es un auxiliar medicinal que, utilizado en el contexto de terapéuticas convencionales como el psicoanálisis o la psicoterapia en sus diversas variantes, torna más efectivos sus procedimientos y reduce el periodo requerido de tratamiento. Es decir, funcionaría como un facilitador para el acceso a los conflictos internos, haciéndolos más intensos, posibilitando revivirlos para acceder de mejor manera a intervenciones terapéuticas (Schultes et al., 2000). Respecto a los efectos, la literatura científica ha reportado consecuencias diferentes en el sistema nervioso central, siendo las más comunes aquellos asociados a las alteraciones sensoriales, en particular las alucinaciones en casi todas las modalidades, pero principalmente de tipo visual (Sanz, Zamberlan, Erowid, & Tagliazucchi, 2018). De hecho, se ha reportado que el componente activo presente en las plantas repercute a nivel cortical, siendo procesados principalmente por la corteza prefrontal, la cual genera la vivencia de un “viaje” que conlleva a una interpretación acorde a las experiencias vividas (Preller et al., 2017). La literatura científica advierte que el cactus San Pedro se clasificaría como una droga alucinógena, ya que su componente 80

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psicoactivo es la feniletilamina, en particular la mescalina, que tiene mayor relación con centros dopaminérgicos. El consumo de esta sustancia se relaciona con un aumento en la presión arterial. Sin embargo, no se han reportado evidencias sobre consecuencias directas en las funciones cognitivas posterior a su consumo (Cabieses, 1992). Aunque en altas cantidades puede generar sintomatología ansiosa relativa a las consecuencias perceptivas del fenómeno, es decir, se pueden acentuar las percepciones de los colores y de los movimientos, que en conjunto con los efectos cinestésicos y laberinto-vestibulares, dan las características simbólicas que las diversas culturas atribuyen al viaje. Los impactos en los sujetos dependerán de diversos factores: genéticos, psíquicos y biográficos, además de estar circunscritos a los contextos en los cuales se realiza la ingesta de este cactus (Butler, 1999). La trayectoria: búsqueda y encuentro con el cactus San Pedro Arlen estudió psicología e hizo un viaje al altiplano, fue ahí donde conoció las ceremonias ancestrales con plantas. En el altiplano, así como en otros lugares de América latina, existen una serie de espacios ceremoniales dirigidos a turistas y visitantes realizados por lugareños con conocimientos ancestrales (Winkelman, 2005). Para Arlen, se trató de una búsqueda de una experiencia intima experimental. “(…) yo cuando partí tomando medicina, no fue en una ceremonia, fue con gente también con la intención de experimentar, como del viajar hacia adentro, pero sin guía. (…) Esa fue una medicina como super importante para mi vida, nos cambió muchísimo la vida en todos los sentidos, a mí y a mi familia, a todos mis hijos…”.

Al volver, y después de varios procesos vitales, decidió generar espacios grupales de ceremonia Huachuma, usando las 81

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propiedades del cactus San Pedro como medicina. Reconoce una limitación de la psicología moderna y en cambio proyecta su labor terapéutica bajo esta comprensión del cuidado y la sanación. “(…) Empezó a pasar como de a poco, como primero empezan-

do a incursionar en las ceremonias, como para entrar en un proceso de sanación de mí, de mí misma, y estuve harto rato, fui a la selva (…). También desde la psicología siento que me afirma un poco en ese lugar, porque tengo la tranquilidad de ver las cosas y de saber de dónde vienen.

Arlen describe su proceso de aprendizaje como experiencial, en compañía con otros, y dirigida a reconocer el cambio que se concretiza después de que las personas hacen un proceso. “(…) Cuando conocí la medicina del Huachuma, ya la había vivido hace muchos años atrás, pero así en términos personales no más, cuando conocí la ceremonia andina, empezamos a vivir la experiencia de ir nosotros primero a participar invitados ahí por amigos que hacía ceremonias. Empezamos a vivir la experiencia de poder ayudar a otras personas que hacían ceremonias desde antes, ya tenían harto recorrido. Empezar a darte cuenta de que se puede, desde la experiencia de uno, tener ese maravilloso proceso de ver a las personas ¡tener esa medicina esa ceremonia y ver el cambio! las bendiciones que aparecen en la vida, la gente como hace sus procesos; es la parte más gratificante”.

Si bien, el grupo pareciera ser instrumental en el contexto del cambio personal, Arlen refiere que el impacto de participar de esta ceremonia debería trascender a otras esferas; más allá del mundo interno de cada persona. Incluso proyecta la utopía de un cambio social sostenido en estas terapéuticas experienciales, es decir, atribuye el cambio social al criterio intimo de cada persona, ignorando características sociales determinantes de la vida en sociedad (e.g. el trabajo, el sistema económico, la educación, relaciones comunitarias, etc.). 82

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“(…) me gustaría que todos los seres humanos tomaran medicina, siento que sería así como una de las cosas que puede cambiar el mundo, porque te conecta mucho con el amor, con la compasión, con la empatía, con las cosas lindas de la vida, con la familia, con los hijos, con hacer bien las cosas, con las virtudes de la vida. Entonces te conecta, en el fondo, con aspectos de armonía y el cuerpo empieza a buscar esa armonía, de hecho, es loco, pero uno después de tomar medicina empieza a tener hartas reacciones hostiles a los espacios hostiles y a las personas hostiles”.

A pesar de este vuelco al mundo interno de cada individuo y la invisibilización de las condiciones socioinstitucionales que organizan la vida social, Arlen también reconoce obstáculos de la sociedad para permitir el uso del San Pedro como medicina. No por su condición de planta con propiedades alucinógenas, sino que por lo que le permite en términos de despertar de la conciencia. “(…) veo como intenciones también, como de no facilitar, como de no querer, de mantener a la gente bien ignorante y con harto miedo respecto a la medicina. Quizás será algo como conspirativo que no querrá que se salga, porque en realidad esta es una medicina increíble, después de esto la gente despierta, deja de consumir muchas cosas (…). Siento que no se favorece para nada, sino que se mantiene harta ignorancia y harto miedo y eso hace que la gente tenga como hartos prejuicios, hartas dificultades para llegar, aquí el valiente es el que llega”.

La ceremonia: experiencia con el cactus San Pedro La ceremonia Huachuma es una ceremonia compleja y no es nuestra intención profundizar en sus detalles, más bien interesa comprender, desde la perspectiva de Arlen, cómo es y qué les permite a los sujetos que participan en ella. “(…) trabajamos con los cuatro abuelos elementales que son la tierra que representa el cuerpo, el agua que representa las 83

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emociones, el aire que representa el pensamiento y el fuego que representa el espíritu”.

El significado entregado al San Pedro confronta la concepción de la planta como una droga alucinógena con impactos perceptuales. Más bien se presenta en términos de su potencial para profundizar en asuntos de su vida interna de quien busca un cambio personal. “(…) Cada vez que uno va, implica un trabajo personal muy grande, tienes que enfrentar muchas cosas cuando uno va a tomar medicina, no es algo que uno diga ¡guau, que rico, con esto voy a evadir mi vida!, es al revés (…)”.

Según Arlen, involucrarse en una ceremonia Huachuma es una experiencia de desarrollo integral que tiene diversas dificultades, ya que se analizan profundamente los conflictos internos para lograr cambios que trascienden al individuo: “(…) la estructura de la ceremonia permite profundizar. Tú tomas la medicina, entonces primero la sientes en el cuerpo que es la tierra, luego nos trasladamos caminando; lo hacemos al aire libre. Luego al agua, entonces volvemos a hacer una segunda toma (solamente hacemos dos) y ahí las personas tienen una conexión super fuerte con las emociones, como la etapa de la purga donde la gente se libera de los dolores, de los traumas; los revive y los bota. Luego se va al viento, al aire, arriba como en una montañita, ahí las personas trabajan el pensamiento, los miedos, por ejemplo. Luego bajamos al fuego y trabajamos la parte del espíritu, abrimos lo rezos y se empieza a limpiar, así como los linajes, trabajamos harto los padres, los hijos… Entonces el Huachuma, lo que hace, es como conectarte con el corazón, sacarte las corazas, sacarte los juicios y permitirte que fluyan las emociones, poder sacar, soltar, ahí y sacar la carga que la gente lleva, sobre todo experimentar un amor muy grande y eso hace muchos, muchos cambios”.

En relación con la experiencia de los sujetos participantes, 84

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se intenciona que el uso de la planta sea catalizador de un proceso evolutivo y no solo una experiencia psicodélica anecdótica, en donde la relación con la naturaleza sea trascendental. “(…) Es como un milagro de la naturaleza, tenemos las plantas maestras, así como grandes catalizadoras de los procesos evolutivos, en el sentido como del darse cuenta, de consciencia. Siento que es una de las experiencias más potentes, pero también me doy cuenta de que depende mucho de la persona, por ejemplo, si va a vivir una experiencia psicodélica, si va con esa intención probablemente no va a tener un gran cambio en su vida porque eso viene desde adentro”.

Arlen observa que, en general, la búsqueda de los sujetos que participa en esta ceremonia se orienta a la sanación, expansión de la conciencia y soluciones de problemas psicológicos o de adicciones. La interpretación de nuestro/a entrevistado/a apela al sincretismo de saberes para referirse a las motivaciones que los participantes de la ceremonia manifiestan, lo cual evidencia que se trata de una instancia grupal adaptada a las características de la sociedad contemporánea y que integra saberes tradicionales con saberes disciplinarios modernos para una mayor efectividad y rapidez. “(…) principalmente la gente que llega es gente que ve cambio

en el otro. La gente, principalmente, viene a sanar traumas, a sacarse la mochila como de la neurosis, de vivir en la queja, la mala vida, las adiciones por ejemplo también, como a mejorar la vida. Vienen, como a sanar a dar un paso. A veces la gente como muy deprimida también buscando una solución, como también algo que ven que puede ser algo rápido. Siempre hay una limpieza en términos del canal que uno es (…)”.

Más allá de las interpretaciones disciplinarias, Arlen, describe que las manifestaciones observadas en los participantes de una ceremonia Huachuma son en distintos ámbitos: a nivel sensorial/físico, psíquico y espiritual. A nivel físico señala que 85

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pueden existir náuseas y vómitos, así como visiones. “(…) un poquito de mareo al principio, como de náuseas un poco, a veces también eso puede también llevar a purgar, como a vomitar o a aliviar como decimos nosotros (…) experimentan cosas, así como de visiones, también de ver colores mandálicos a nivel de la mente…”

A nivel psíquico, Arlen habla de experiencias diferentes según cada individuo. Estas se dirigen a una comprensión trascendental de lo psíquico, que, desde su perspectiva, va más allá de lo cognitivo y lo corpóreo. “(…) Hay gente que es como a nivel del cuerpo y les cuesta un poco soltar la cabeza para llegar a otros niveles de sentir. Lo que puede pasar es que sientas como una unión con el todo, así como una especie de sentir a Dios como en todas las cosas, como totalidad. La gente también [siente] eso de despersonalizarse un poquito generalmente no pasa, pero podría pasar, las dosis que nosotros manejamos en la ceremonia, por ejemplo, son dosis que te permiten hacer un trabajo bien, no como esos estados más alucinatorios”.

La concepción psíquica se desplaza a una espiritual, en donde los participantes buscan, en el plano de la conciencia, conexiones internas que desbordan la realidad material. En donde el individuo es protagonista: “Hay una apertura como de una conciencia, como te decía como de sentir a Dios adentro de uno, de darse cuenta de que cambian un poco prioridades, como del sentido de lo que es importante en la vida como por ejemplo no las cosas materiales. La gente se conecta, por ejemplo, con el amor sagrado, que es como el amor incondicional, abre como un espacio, se encuentra como un espacio interno”.

El impacto de la ceremonia Huachuma en los participantes puede ser muy poco significativo o de mucha trascendencia. Sin 86

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duda, Arlen nos deja claro que las motivaciones para participar en una ceremonia Huachuma son personales y la experiencia es fructífera si cada individuo tiene su conciencia preparada para evolucionar y para encontrarse consigo mismo. La condición, por lo tanto, es que sea una instancia bien guiada y dirigida a los propósitos descritos. Un espacio grupal transitorio e instrumental que pone como principio y fin al individuo y su potencial humano trascendental. “Depende de cada uno, depende de hasta donde tengas la conciencia de ti. Lo primero que hace el Huachumito es llenarte el corazón de amor, entonces esa sensación de sentir, por ejemplo, el amor de la tierra como una madre o el amor del sol como un padre, como sentir que no estás solo, que te encontraste a ti, porque te hace responsable de ti mismo de ahí en adelante (…) hay un cambio muy grande después de eso”.

Consideraciones finales A partir de esta experiencia podemos aproximarnos a nuestras preguntas de investigación con las cuales iniciamos este capítulo: ¿por qué el sujeto contemporáneo usa estas plantas con propiedades alucinógenas? y ¿qué significados les entrega a sus usos? Decíamos, al iniciar, que considerábamos que estos espacios transitorios permitirían al sujeto la sensación de transformación o reinvención, asumiendo que la vida en la sociedad actual genera sufrimiento, agobio o al menos apatía. Sin embargo, también nos encontramos con nuevas narrativas sobre el cactus San Pedro, las cuales se dirigen a explorar racionalidades no lineales y que desafían la herencia cartesiana que separa el cuerpo de la mente. Esto se grafica en el relato que nuestro/a participante hace de su propia búsqueda y experiencia en la ceremonia Huachuma, en donde reconoce saberes ancestrales y los traduce a las necesidades de los individuos de la sociedad contemporánea. Nos llama la atención la articulación que hace entre los saberes religiosos, ancestrales y disciplinarios para 87

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constituir un discurso de autodesarrollo que comienza y termina en la particularidad de cada individuo. En lo anterior vemos una paradoja de la evolución espiritual, ya que la ceremonia huachuma funcionaría como una instancia grupal transitoria, en donde el grupo es instrumentalizado a las necesidades de cada individuo en su particularidad. En este contexto, el individuo protagoniza una escena guiada por un libreto que lo lleva a iluminar cada espacio de su mundo interno, con el fin de que se autodesarrolle. Claro es para nuestro/a entrevistado/a que los logros alcanzados por cada persona dependen del estado de evolución de su conciencia y claro está que nadie puede intervenir en ese espacio íntimo. Finalmente, el sujeto, en encuentro consigo mismo, debe buscar en su interior la solución a sus problemas, agobios y ambivalencias y, si todo resulta bien, puede arrogarse la capacidad de ser evolucionado. Pero ¿esto funcionaría también como una prescripción? Consideramos que la paradoja aparece cuando se afirma que, gracias a la condición de una conciencia evolucionada, se pretende conseguir el cambio social mediante la trascendencia del individuo. Más allá de someter a evaluación la efectividad de este punto, nos resulta importante resaltar las coincidencias con la organización neoliberal de la vida social, en donde el individuo está llamado al rendimiento, emprendimiento y gestión de su propio self (Bröckling, 2015). De esta forma, nos parece que la búsqueda utópica toma dos sentidos: uno retrópico, que encuentra en los saberes ancestrales en torno al San Pedro, y otro utópico con connotación postmoderna porque sitúa como fin último al propio individuo (González, 2010). En ambos casos, se accede a racionalidades que son prescriptivas sobre la forma constituirse como sujetos evolucionados y configuran formas de gobierno en sintonía con el neoliberalismo (Castro-Gómez, 2015). Sin desvalorizar las posibilidades que entrega el desarrollo individual, nos parece que, la adaptación contemporánea de la ceremonia Huachuma que hemos presentado, se puede interpretar de esta esta forma, ya que se articula en la sociedad actual como una práctica terapéutica que, como el yoga, la meditación 88

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u otras terapias mente-cuerpo, contribuyen fundamentalmente al engrandecimiento del yo y no necesariamente al cambio social de orden colectivo (Gebauer et al., 2018). Justificamos este argumento en que desconocen los constreñimientos sociales e institucionales en los cuales nos hemos socializado. Sin embargo, en este esfuerzo por la búsqueda y desarrollo personal observamos la intención de acceder a las nuevas racionalidades que buscan opciones creativas para relacionarse con la naturaleza o para ser y estar en la sociedad contemporánea. Referencias bibliográficas Bauman, Z. (2005). Modernidad y ambivalencia. Barcelona: Anthropos Editorial. Bauman, Z. (2017). Retrotopía. México: Paidós Beriain, J. (2011). El sujeto transgresor (y transgredido). Modernidad, religión, utopía y terror. Barcelona: Anthropos. Bröckling, U. (2015). El self emprendedor: Sociología de una forma de subjetivación. Santiago de Chile: Ediciones Universidad Alberto Hurtado. Butler, A. (1999). Ayahuasca y San pedro; estados alterados de conciencia y teoría de sistemas. Una aproximación a su estudio. Natura Medicatrix, 52,12-17. Cabieses, F. (1992). Neuropsicología del Chamanismo. Revista de Neuro-Psiquiatría, 55, 107-117. Castro-Gómez, S. (2015). Historia de la gubernamentalidad I. Razón de Estado, liberalismo y neoliberalismo en Michel Foucault. Bogotá: Siglo del Hombre Editores. Christian, D. (2009). Finding community: how to join an ecovillage or intentional community. Canadá: New Society Publishers. De Vos, J. (2016). Autoayuda y psicología cultural. En R. Rodriguez (Ed.), Contrapsicología. De las luchas antipsiquiátricas a la psicologización de la cultura (pp. 411-434). Madrid: Dado Ediciones Ferreira, C. (2013) Modernidade: rupturas com a tradicao. Diálogos. Revista de Estudos Culturais e da Contemporanidade, 8(1), 119134. Gebauer, J., Nehrlich, A. D., Stahlberg, D., Sedikides, C., Hackens89

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CAPÍTULO 5 Malestares, vulnerabilidades y riesgos: el abordaje del consumo de drogas en jóvenes desde una antropología médica crítica Natàlia Carceller-Maicas1 Elisa Alegre-Agís2 Oriol Romaní3 Medical Anthropology Research Center Universitat Rovira i Virgili Universitat Oberta de Catalunya

1. Doctora Internacional en Antropología (PhD) por la Universitat Rovira i Virgili. Máster en Antropología Médica y Salud Internacional. Especialización Universitaria en Fundamentos de la Metodología Feminista. Máster en Formación del Profesorado de Educación Secundaria Obligatoria y Bachillerato. Formación Profesional y Enseñanza de Idiomas, especializada en Intervención Sociocomunitaria por la Universidad Católica de Ávila. Licenciada en Antropología Social y Cultural por la URV y Licenciada en Psicología por la Universitat Jaume I. Especializada en Drogodependencias y en Terapia Familiar Sistémica. Actualmente es Investigadora del Medical Anthropology Research Center, del Grupo de Investigación en Antropología Social (GRIAFITS) de la URV, de la Asociación Episteme, así como Profesora Colaboradora de la Universitat Oberta de Catalunya. Correspondencia dirigirla a: carcellermaicas@ gmail.com;[email protected] 2. Becaria predoctoral Martí Franqués (URV) del Doctorat d’Antropologia y Comunicació de la Universitat Rovira i Virgili. Licenciada en Antropologia Social i Cultural (URV). Master en Antropología Médica y Salud Internacional (URV) y Trabajadora Social por la Universitat de València. Correspondencia dirigirla a: [email protected] 3.  Doctor (PhD) en Historia (Antropología Cultural) por la Universidad de Barcelona. En la actualidad, Profesor Emérito de la URV, ha sido Catedrático de Antropología Social en el Departamento de Antropología, Filosofía y Trabajo Social de la Universidad Rovira i Virgili (URV); Coordinador, desde esta misma institución, del Master Interuniversitario en Antropologia Mèdica i Salut Global (URV-UB-CSIC). Miembro del Consejo Directivo del Master Interuniversitari en Joventut i Societat. Director del Medical Anthropology Research Center (MARC-URV, 2015-2016). Presidente del grupo interdisciplinar sobre drogas y salud GRUP IGIA (2002- 2012). Correspondencia dirigirla a: [email protected] 91

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Introducción Los estudios sobre salud y jóvenes confirman el estado de salud mayoritariamente bueno de la juventud española (Comas, 2008; Espluga, 2004; Romaní, 2006; Romaní & Casadó, 2014), aunque alertan sobre algunos riesgos estructurales y el uso simbólico de “la salud” como un arma de control social sobre los jóvenes. Reconocer esta función de control social sobre la salud juvenil permite señalar que hay problemas que no suelen estar donde la biopolíticas de la aflicción (Foucault, 1991; Martínez-Hernáez, 2006) dicen, sino en otros sitios, cosa importante cuando lo que pretendemos con nuestras investigaciones es orientar intervenciones sociales allí donde realmente se dan situaciones problemáticas, y no legitimar discursos hegemónicos. El objetivo de nuestra investigación es ver la relación entre los consumos problemáticos y determinadas situaciones –estructurales, grupales y personales– de riesgo. La última Encuesta Domiciliaria sobre Alcohol y otras Drogas 2013-2014 (EDADES) realizada en España, señala un aumento de los consumos de alcohol e hipnosedantes, un repunte del de tabaco, y un descenso de cannabis y cocaína. Situando los consumos en relación a las personas que los realizan y, sobretodo, a sus contextos, podremos detectar los que pueden ser problemáticos, desligándonos de interpretaciones ideológicamente sesgadas (Alexander et al., 1978; Romaní, 2004; Zinberg, 1984). Esta investigación surge de los resultados de la encuesta “Youth in Europe report 2016: Substance use and social factors”, del Programa “Youth in Europe - A Drug Prevention Program”, dirigido por el Icelandic Centre for Social Research and Analysis y el European Cities Against Drugs4. Nuestro análisis se focaliza en Tarragona, y cuenta con una muestra de 2058 adolescentes (todos los de 15 y 16 años escolarizados en la ciudad). Posteriormente, la subvención del Centro Reina Sofía de Investigación en Adolescencia y Juventud 2016 permitió realizar el estudio cualitativo. Nuestra 4. http://www.rannsoknir.is/en/youth-in-europe/ 92

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investigación es la única representante española del Youth in Europe y la única realizada con metodologías mixtas (cuantitativa/ cualitativa), un valor añadido que permite crear un análisis más adaptado a las complejidades de la vida social, y al mismo tiempo más funcional para orientar intervenciones. Metodología Partimos del paradigma que articula la consideración de las condiciones materiales de existencia con las experiencias fenomenológicas a través de las cuales los individuos viven la realidad y el filtro de la cultura a través de la cual perciben y gestionan su vida cotidiana (Berger & Luckman, 1976), enfoque que permite un análisis mucho más rico que el de aquellas orientaciones basadas en un positivismo formal y monocausal. En el campo de las drogas, esto significa atender a las relaciones intrínsecas entre contextos, sujetos y sustancias (Zinberg, 1984), es decir, a cómo los consumos de sustancias están mediatizados por factores como la biografía de quien los realiza (estado físico del sujeto, situación psíquica, experiencias de consumos...), el setting (técnicas de consumo, condiciones higiénicas, momentos de consumo, con quien, etc.) o las expectativas culturales (por ejemplo, seguir una norma o transgredirla), cuestiones que varían social e históricamente. El trabajo de campo se realizó en 2017-2018 e incluyó: 9 entrevistas a profesionales expertos en el campo de la juventud (profesores de instituto, educadores sociales, trabajadores sociales, técnicos de juventud, enfermeras, pediatras, juez de menores); 5 grupos focales con adolescentes (participantes en la fase cuantitativa previa); 2 grupos mixtos (adolescentes y profesionales) y observación participante. Las preguntas versaron sobre percepción de riesgos y vulnerabilidades, malestares sociales y emocionales, conductas y prácticas de riesgo y consumo de drogas, estrategias de afrontamiento y redes de apoyo. Dicha información fue grabada, transcrita y analizada con el software Atlas-ti. Es importante mencionar que en momento del análisis 93

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final se pudieron contrastar estos resultados con los de tipo cuantitativo de la encuesta antes mencionada. De los riesgos a los malestares emocionales: la investigación como herramienta para la prevención El riesgo: perspectivas teóricas En nuestra cultura, la juventud recibe incesantes mensajes de advertencia sobre los riesgos que pueden afectar a su salud, considerándose la etapa con mayor tendencia al riesgo (Funes, 2009). Por ello, la asociación juventud y riesgos motiva numerosas campañas preventivas en salud dirigidas a este colectivo. De manera esquemática, podemos considerar que en ciencias sociales hay tres corrientes teórico-conceptuales principales sobre el riesgo: las diferentes elaboraciones sobre las sociedades de “capitalismo tardío” como sociedades del riesgo, ligadas al desarrollo tecnológico y la impredecible aparición de sus peligros potenciales (Beck, 1998; Giddens, 1997).

La perspectiva de que en todas las sociedades la construcción social del riesgo se hace a partir de criterios culturales, políticos y morales (Castel, 1984; Douglas & Wildawsky, 1982). Mientras en muchas sociedades eso se ha reconocido “de facto”, en las sociedades de la modernidad contemporánea dichas opciones ideológicas quedan recubiertas por los “discursos expertos”, que a través de procesos de legitimación institucional, dictaminan el riesgo a partir de criterios supuestamente “objetivos y científicos” pero que, al no realizar la necesaria ruptura epistemológica con el sentido común dominante (Bourdieu et al., 2003), acaban legitimando ciertas visiones hegemónicas sobre el mundo. El riesgo como un agente activo en la gestión que del mismo se hace en las sociedades neoliberales, en las que el control social ya no está tan centrado en las instituciones coercitivas, 94

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como en la gestión diferencial del estímulo permanente de los deseos dentro del dominio del mercado y la hegemonía de las ideologías que justifican esta posición dominante (Lupton, 1993; Rose, 2007; Sepúlveda, 2011; Tulloch & Lupton, 2003). La gestión diferencial del riesgo dirigida a los jóvenes produce una paradoja: por un lado, se estimulan ciertos riesgos (deportes de riesgo o ciertas carreras profesionales dirigidas al famoso “emprendimiento”…), pero por otro se les intenta salvaguardar de riesgos –reales y/o imaginarios– en campos como el sexo, las drogas o la seguridad. Riesgo, vulnerabilidad e inserción Nuestra intención es situar las vulnerabilidades relacionadas con ciertos consumos de drogas considerando los condicionantes materiales, socioculturales y personales que los vinculan a las trayectorias vitales de transición al mundo adulto. La “vulnerabilidad” es aquella zona que quedaría en los procesos que van desde la integración social (tanto en el trabajo, como en los recursos y vínculos sociales) a la exclusión pura y dura (Castel, 1995). Esta situación de vulnerabilidad, repleta de tensiones y desequilibrios más o menos prolongados, es la que sufre una parte significativa de la juventud. Así, los índices de desempleo juvenil y desigualdad en España constituyen una emergencia con consecuencias sobre su salud mental, la incidencia de delitos, el aumento de los comportamientos antisociales y el aumento del número de suicidios juveniles (Olesen et al., 2010) siendo indicadores de esas vulnerabilidades que conforman los procesos de exclusión social juvenil (Castel, 2003; Romaní & Casadó, 2014; Subirats, 2004). Existe una relación entre contexto social, consumo de drogas, y problemas de salud mental, con una mayor proporción de casos de depresión, desórdenes psiquiátricos y psicosomáticos, y reducción de la autoestima entre jóvenes desempleados (Espluga et al., 2004; Kieselbach, 2004). 95

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Muchas veces, en este contexto de fragilización del vínculo social, ellos y ellas quieren que alguien les escuche. En cambio, institucionalmente, se les ofrece una medicalización de dichos malestares, contribuyendo, en ocasiones, a la creación de un bucle que los acrecienta, en lugar de ayudar a superarlos (Martínez Hernáez, 2006; Martorell Poveda et al., 2015). Malestares, aflicciones y vulnerabilidad Con frecuencia, la vulnerabilidad está relacionada con el mundo de las emociones. Estas son entes sociales y culturales y tienen una especial importancia en la configuración de nuestro objeto de estudio de forma transversal. Hablar de emociones es hablar de la sociedad (Lutz, 1988), pues los selves y los feelings están configurados por la cultura (Rosaldo, 1984). En función de las culturas, el género, las edades, las creencias, etc. existe un gran abanico de modos de sentir y de expresarlo, que divergen y se modifican. La interrelación entre emociones, sociedad y cultura se reconfigura y modifica a medida que la sociedad cambia, construyéndose ciertos “tipos/ideas de persona”, en base a los cuales somos, sentimos, nos expresamos y actuamos de diversos modos (Carceller-Maicas, 2017). El componente emocional que transita y conforma la vulnerabilidad, la marginación, la fragilización y la exclusión social, en torno al mundo adolescente en general y el consumo de drogas en particular, nos invita a enfocarnos en los aspectos subjetivos, personales e íntimos de dichos conceptos, sin dejar de considerar, si no todo lo contrario, su componente social y político-estructural. Las narrativas juveniles vinculan la vulnerabilidad con situaciones de intranquilidad (tanto respecto al presente como al futuro) y con aspectos de la vida preocupantes y angustiosos. Estos causan inseguridad y desasosiego, experimentando distintas formas e intensidades de malestar emocional. Entendemos por malestar emocional los sufrimientos psíquicos y emocionales emergentes de la condición de ser mujer/ 96

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hombre (Burin & Velázquez, 1990), “los cuales no implican necesariamente la posesión ni consecución de un diagnóstico psiquiátrico de depresión” (Carceller-Maicas, 2013, p. 299). Este concepto permite remarcar el carácter temporal, variable, modificable y cambiante de un mal, de algo (situación, persona, circunstancia, etc.) que produce desazón en la persona; esto se aleja de la noción estática característica del diagnóstico, desvinculándose de la inmutabilidad, cronicidad y patologización psiquiátrica. El malestar emocional es pues un “estado temporal circunstancial ligado al mundo afectivo, que compila un variado abanico de “padeceres” que pueden estar relacionados con la enfermedad o con percepciones y sentires cercanos a ésta” (Carceller-Maicas, 2018, p. 270). Voces adolescentes. Incertidumbre, exigencias y recursos: trabajo, estudio y trapicheo. Las narrativas de los/as adolescentes muestran la multiplicidad de complejidades, presiones y exigencias que deben afrontar y gestionar en los ámbitos de estudio y trabajo. En primer lugar, las tensiones se vislumbran en la obligada e ineludible elección con respecto a si seguir estudiando o no, y cuál es el mejor camino en pro de un porvenir favorable. “A mí me agobia el tema de elegir. Elegir lo que tienes que hacer. Pero es que yo soy mitad de ciencias mitad de artístico...” “a veces te equivocas de camino y tienes que retroceder, (…) tendré que compaginar ciclo con si encuentro trabajo y sino seguir dependiendo de mi madre, es como que te lo concentran todo en muy poco tiempo. Y que encontrar un trabajo en estos tiempos tampoco es una tarea fácil” (joven 1). Así, a la presión que sienten por tener que realizar la elección certera se les suma la precariedad laboral juvenil actual y la difícil situación económica acrecentada por el aumento en las tasas de acceso a los estudios universitarios, de lo cual son plenamente conscientes. “Si tienes que encontrar un trabajo y quieres estudiar una buena carrera, tienes que tener una buena economía en casa para poder permitírtelo (…)” (joven 3). “Aquí 97

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hemos tenido alumnos brillantes en Grado Superior que hubieran ido sobrados haciendo cualquier carrera universitaria, y por el coste económico no la han hecho. No la han hecho, o la han empezado y la han tenido que dejar, porque al final no han recibido la beca o lo que fuera. En ese sentido he visto pues un paso atrás en lo que serían las posibilidades de titularse con una formación superior” (profesor). Pero las vulnerabilidades que deben afrontar no quedan solo en estos dos ámbitos y se entrecruzan muy a menudo con otros factores, como las relaciones familiares, que según el caso pueden actuar como factor de protección o bien como factor precipitador de malestares y angustias, empeorando así la situación. “Pues... eso o te ayuda a madurar y apechugas o sigues, o si no te quedas en medio que no sabes que hacer, o abandonas” (joven 7). La constatación de los problemas en casa sirve para tomar conciencia sobre las dificultades y vulnerabilidades y, consecuentemente, plantea el reto que suponen estas situaciones en el camino de la maduración personal. Situaciones que se vinculan estrechamente a las estrategias de afrontamiento que poseen y a las diversas actitudes, visiones y expectativas de vida. Las entrevistas al profesorado evidencian las dificultades que los jóvenes tienen en seguir sus estudios, relacionadas principalmente con vulnerabilidades sociales, familiares y económicas. Además, señalan cómo algunos estudiantes que superan los problemas y obtienen su titulación, se marchan del barrio. Mientras que otros, en la misma situación y contexto de vulnerabilidad fracasan: “Esta alumna estuvo en una casa de acogida porque su padre murió, su madre no ejercía de madre. Era una chica de 16 años que ejercía de madre con sus hermanas pequeñas. La madre era alcohólica, le daba palizas a ella... cuando desde el centro nos dimos cuenta de esta situación, nos pusimos en contacto con las asistentas sociales y la pasaron a una casa de acogida; allí estaba vigilada, tenía un orden, tenía una disciplina. Entonces, claro, venía ella, te traía todos los libros, hacia todos los deberes, hacia absolutamente todo, ¿vale? Cuando dejó de estar en la casa de acogida (es solo durante un tiempo) y volvió a casa con 98

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la madre, bueno, empezaron otra vez con que ya no venía a clase… que cuando venía no traía lo que tenía que traer, y era una chica muy inteligente. Y luego ¿qué pasó?, que se puso a trabajar porque tenía que sacar dinero... y ahora ya lo ha dejado todo, totalmente. Me duele mucho porque es una de las personas por las que desde el centro se hizo mucho, Y porque es una persona inteligente, hubiera llegado lejos y su entorno social pues le ha impedido…” (tutora). A partir de la triangulación, fruto del análisis mixto realizado, se corrobora que distintas maneras los consumos de drogas se vinculan a las problemáticas anteriormente expuestas. El absentismo escolar se correlaciona con consumos más o menos intensivos de tabaco y cánnabis, que se dan en las puertas del instituto (tanto dentro como fuera del horario lectivo); y se aprecian diferencias de género: mayor absentismo y consumo de cannabis en chicos, pero menor absentismo y mayor consumo de tabaco en chicas. Ello no significa que haya una relación de causa-efecto entre estos factores, pues los datos de la encuesta nos muestran también que existe otra correlación, la que se da entre alumnos con las mejores notas y consumos moderados de sustancias. Lo que nos muestra, y que nos corroboran los datos cualitativos, es que hay determinadas situaciones en las que se densifican muchos factores problemáticos, de tipo personal, psicocultural, económico, de relaciones sociales, etc. entre los cuales están los consumos intensivos de sustancias y el absentismo y el consecuente fracaso escolar. Respecto al trabajo, algunos tienen experiencias laborales esporádicas y limitadas dada su edad (camareros, monitores, dependientas en tiendas familiares, clases de repaso, de pádel en el propio instituto, en el taller automovilístico del padre, etc.). Ellos reconocen sus limitaciones, entre la explotación y el aprendizaje: “tú quieres encontrar un buen trabajo, quieres encontrar un futuro, una estabilidad económica y te das cuenta de que no tienes nada (...) te tendrás que conformar con trabajos de mierda que te van a estar explotando y cobrando super poco” (joven 1), “la faena para la gente de nuestra edad está muy mal 99

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pagada pero es lógico somos gente que no ha trabajado en la vida entonces no estamos acostumbrados, no tenemos los hábitos ni la experiencia” (joven 3). Manifiestan preocupación por el trabajo con sentimientos de frustración e impotencia hacia un futuro que se ve muy negro, desde una sensación de bloqueo actual y teniendo unas expectativas que van más allá de lo estrictamente económico. Estos sentimientos aumentan cuando comparan su situación con la generación de sus padres. Tiempo atrás en España hubo una mayor correspondencia entre el nivel de estudios y las posibilidades de empleo, ligada a una conciencia de no ocupar puestos laborales inferiores a los que el nivel educativo da acceso. El discurso de la meritocracia, incorporado en su visión del mundo, aumenta su frustración y desconfianza al no corresponderse actualmente con la realidad laboral que ellos viven. Este panorama puede derivar en situaciones problemáticas. Las ganas de disponer de un empleo y unos recursos económicos propios junto con la falta de oportunidades, puede llevarlos a desarrollar estrategias vinculadas a la pequeña venta de drogas en el barrio (trapicheo) y otras actividades ilegales, que marcan su futuro: “a lo malo, a la calle, a robar o lo que sea (…) Sin hacer daño a nadie. De hecho, he llegado a hacerlo cuando era más pequeño y no pensaba, pero, esto tampoco te lleva a ningún lado” “yo sí que conozco, en mi barrio hay unos cuantos, han cogido el camino más fácil que son vender drogas, robar casas, estos líos, la mayoría van a un Centro o, si ya eres mayor de edad, vas a la cárcel. Cuando salen vuelven a repetir” (joven 4). Todos confluyen en expresar sentimientos y sensaciones de malestar, vinculadas a los ámbitos anteriormente expuestos, que les hacen sentir vulnerables e indefensos. Esta visión de la realidad les genera impotencia, pues es en esta etapa vital –en la que han dejado atrás la inocencia y seguridad de la infancia y se han ido asomando al mundo adulto– en la que sienten que han descubierto una realidad antes ignorada, ante al cual se sienten vulnerables: “como han dicho, impotencia” “es impotencia, pero claro, ahora mismo estamos aquí, lo ves y abres los ojos y dices 100

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tengo que hacer todo lo que sea para no seguir este camino, tengo que buscar algo que me guste, algo que tenga algún futuro, y si no tengo que yo crear el camino para llegar a ello.” (joven 5). Como vemos, impotencia, pero también resiliencia y capacidad de pensar en opciones para salir adelante. Conclusiones Los análisis longitudinales sobre usos de drogas a partir de los datos cuantitativos, –tales como la Encuesta sobre uso de Drogas en Enseñanzas Secundarias en España (ESTUDES)5 – confirman que son más los jóvenes que han probado las drogas alguna vez y/o las consumen de forma esporádica que aquellos que hacen usos intensivos o riesgosos. Estos datos no suelen explicitarse en investigaciones guiadas por apriorismos morales, cuando podrían ser muy útiles para la intervención. Sin embargo, desde el punto de vista de la Antropología Médica Crítica, un concepto útil del riesgo debe contemplar la complejidad de nuestra vida social. Detectar los distintos indicios, tanto los que confirman nuestros a prioris como aquellos que los contradicen, es básico para orientar correctamente una intervención social y un análisis científico de la realidad. Las drogas constituyen un caso clásico de aquellos criterios morales y culturales aplicados al riesgo, impregnados de discursos hegemónicamente tremendistas, avalados por el saber experto, los cuales se trasladan a lo social. Centrarse solo en los riesgos, descontextualizándolos de las percepciones juveniles, da una visión estereotipada. No relacionar riesgos con protección sobrevalora los riesgos, olvida a quienes no consumen o lo hacen esporádicamente, y desvaloriza su experiencia (Romaní, 2010). La antropología, por su potencial dialógico y su posición de escucha activa (Martínez-Hernáez, 2010) permite dar voz a los actores principales y recopilar por medio de las narrativas 5. Delegación del Gobierno para el Plan Nacional sobre Drogas, que desde 1994 se realiza de forma bienal. 101

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los saberes legos que de otro modo quedarían invisibilizados tras los discursos hegemónicos (Bruner, 2004). Atender a los explanatory models (Kleinman, 1980, 2013) permite contrastar los modelos expertos, con los modos en los que el malestar, el riesgo y la vulnerabilidad son entendidos, vividos y afrontados (Cabruja et al., 2000). Los consumos problemáticos y/o destructivos son síntomas de situaciones vitalmente conflictivas que la persona está sufriendo (Korman, 2017). Resulta por tanto imprescindible atender y entender los factores y circunstancias vitales que se articulan en la cotidianeidad juvenil, así como comprender los efectos que los riesgos y vulnerabilidades tienen en estas. Las intervenciones deben contemplar la multiplicidad y complejidad de factores procesuales implicados (estructurales, sociales, económicos, políticos, personales, biográficos, etc.) y no solo el síntoma, que es lo que suele abordarse desde las políticas públicas sanitarias, que han generado históricamente campañas más cercanas al control social y el prohibicionismo que a la subjetividad propia de los jóvenes. Las políticas públicas juveniles en materia de drogas precisan de una aproximación compleja y multidimensional que vaya más allá del discurso y las prácticas hegemónicas (centradas en la sustancia), que parten de una óptica simplista de causa-efecto, y atender el fenómeno desde el trinomio sujetocontexto-sustancia (Romaní, 1999; Zinberg, 1984). Esta visión caleidoscópica posibilita, a partir de la inclusión de los saberes legos, una mayor comprensión de la realidad juvenil. Así, a través de investigaciones como la presente, que pretende captar las complejidades de la realidad a través de la articulación de las voces de sus protagonistas con sus contextos personales y sociales, u otras, centradas concretamente en la investigaciónacción participativa, se pueden co-construir intervenciones y acciones funcionales y efectivas que tengan en cuenta las necesidades y preocupaciones reales de la juventud para tender a resolver o paliar algunos de sus problemas, también en el campo de las drogas. 102

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CAPÍTULO 6 Drogas, drogos y drogodependencias: reformulando el objeto, el sujeto y el tratamiento psicológico del consumo problemático de drogas1 Claudio Rojas-Jara2 Universidad Católica del Maule, Chile “No hay drogas mejores o peores, sino maneras juiciosas y maneras insensatas de usarlas” Antonio Escohotado

Introducción Platicar sobre drogas implica, de manera natural, una serie de ideas, juicios y suposiciones, algunas con fundamento y otras derivadas regularmente de la desinformación o de la parcialización del conocimiento. El abrazo irrestricto de concepciones clásicas, la falta de renovación en sus significados y la escasa actualización sobre sus explicaciones, han generado en el campo de las drogas un estancamiento que atenta contra su interpretación histórica y evolutiva. Así, el objetivo central de este capítulo recae en observar críticamente la conceptualización tradicional de las drogas, el uso de las mismas y el tratamiento 1. Este texto está íntegramente basado en el capítulo propio “Innovation in the field of drug: the need to rethink the use, the user, and the psychological treatment” presente en el libro de Julio César Penagos-Corso y María Antonia Padilla Vargas (Eds.), Challenges in creativity & psychology for the XXI century (2018). Guadalajara: UDLAP/Universidad de Guadalajara. ISBN: 978-607-7690-96-2. 2. Psicólogo. Magíster en Drogodependencias, Universidad Central de Chile. Máster en Prevención y Tratamiento de las Conductas Adictivas, Universitat de València, España. Académico Departamento de Psicología, Facultad de Ciencias de la Salud, Universidad Católica del Maule, Chile. Correspondencia dirigirla a: [email protected] 107

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psicológico. Las miradas clásicas en psicología sobre drogodependencias derivan de nociones más bien cognitivo-conductuales o del modelo biomédico. Esto ha implicado, en términos sencillos, la visión de la persona con problemas con el uso de drogas como enfermos o agentes pasivos de sus procesos de cambio, donde la acción terapéutica y la definición de los objetivos del tratamiento surgen desde el experto. De esta manera, la pretensión del siguiente escrito está dirigida hacia la innovación interpretativa y práctica sobre el fenómeno de las drogas, replanteando la función de sus usos, reorientando los procesos psicológicos de la intervención y reconociendo el valor sustancial del consultante en el desarrollo y éxito del tratamiento, en tanto, agente, actor, precursor y gobernante del proceso de toma de decisiones, construcción de objetivos, implicación en la terapia y en la evaluación de sus resultados. Psicología de los consumos problemáticos de drogas Variados enfoques médicos, morales, jurídicos, culturales, existencialistas y teorías biológicas, psicológicas, sociológicas, antropológicas y farmacológicas han albergado en sí las explicaciones y, por consiguiente, las prácticas sobre las personas que presentan un consumo problemático de drogas, con mayor preponderancia de uno sobre otro, en la medida que la ciencia y la discusión tienden, o pretenden, avanzar (Carroll, Rounsaville, & Keller, 1991; Fisher & Harrison, 2005; García, García, & Secades, 2011; González, 1987; Grigoravicius, 2006; Lettieri, Sayers, & Wallenstein, 1980; Rickwood et al., 2005; Muñoz, 2012; Rojas-Jara, 2015). Desde la psicología existen tantas explicaciones y métodos de tratamiento para el consumo de drogas como enfoques la constituyen (Rojas-Jara, 2016). Sin embargo, por una cuestión de extensión, me remitiré solo hacia aquellos mayormente consultados en el ejercicio. La intervención cognitivo conductual es referida regularmente como el modelo con mayor cantidad de evidencias 108

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científicas sobre su eficacia en el abordaje de los usos problemáticos de drogas (González, 2009; Llorente del Pozo & Iraurgi, 2008; Magill & Ray, 2009; McHugh, Hearon & Otto, 2010; Secades & Fernández, 2001), principalmente porque sus resultados son evidentes y cuantificables en el corto plazo, lo que le vuelve económicamente sustentable y apetecida para las políticas públicas, aunque las críticas regulares manifiestan, por una parte, que no hay certeza de que estos logros perduren en el tiempo y, por otra, se cuestiona habitualmente la superficialidad que presentaría su abordaje (Sparrow, 2008). Bajo esta perspectiva, la adquisición de la conducta de consumo de drogas deriva de una serie de variables ambientales en su aparición, estímulos y respuestas condicionadas particulares, como también diversas contingencias, atribuciones, creencias y pensamientos, tanto positivos como negativos, que reforzarían su habituación y/o extinción. Estas claves conductuales y cognitivas serían las que sustentan las acciones terapéuticas dirigidas, por ejemplo, a la prevención y manejo de recaídas. De este modo, cuando el sujeto ha logrado modificar positivamente su patrón de consumo y se busca evitar que retome un nivel problemático, la intervención se dirige acuciosamente sobre los elementos o situaciones de alto riesgo que aumentarían la probabilidad de que esto ocurra (Larimer, Palmer, & Marlatt, 1999; Marlatt, Parks, & Witkiewitz, 2002; Witkiewitz & Marlatt, 2004). La mirada sistémica nos ofrece un análisis de la conducta del uso de drogas centrada principalmente en elementos ecológico-contextuales y, puntualmente, sobre cómo se entiende el consumo de drogas dentro un sistema proximal e interactuante como la familia-cuidadores y el grupo de pares (Becoña & Cortés, 2010). En este sentido, se da un valor importante al rol de los familiares, amistades y/o figuras significativas como parte de la solución al problema de consumo en consideración del rol que cumplen elementos como: la comunicación, la socialización, la interrelación, las normas, los límites y las jerarquías en el seno familiar-social, lo que implica que el consumo 109

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de drogas en uno, o más, de sus miembros podría responder a un malestar del funcionamiento sistémico, a un síntoma familiar, a una deuda transgeneracional, a un mecanismo para mantener cierta homeostasis, a la pseudoinviduación de alguno de sus miembros o a la perpetuación de pautas de interacción y estructuras disfuncionales (Espinoza, Hernández, & Vöhringer, 2004; Fernández & Secades, 2002; Stanton, Todd, & Cols., 1990). De esta forma, el modelo otorga a los espacios primarios de referencia y socialización un rol esencial en la prevención, el diagnóstico e intervención al observar la conducta de consumo como un entramado sistémico complejo y amplio que trasciende a la sola persona que lo mantiene. De todos modos, quedan algunos puntos importantes que aclarar en este abordaje cuando se utiliza en drogodependencias, que según refieren algunos investigadores (Becoña & Cortés, 2008) implican determinar: a) qué técnicas dentro del abanico sistémico son las más eficaces, b) al ser combinadas con otros métodos (farmacológicos o la intervención netamente individual) cuál es la fracción de los resultados que le competen a la intervención familiar y, c) sobre qué aspectos de la disfunción que configura el trastorno ejerce mayor influencia el abordaje familiar. Desde la perspectiva psicoanalítica surgen importantes reflexiones comprensivas sobre las motivaciones y mecanismos defensivos, conscientes e inconscientes, que sustentarían la aproximación de las personas al consumo de drogas como también a su abandono (López, 2011). Desde las posiciones más clásicas, se sustenta la noción del uso de drogas como una sustitución del placer primario (masturbación) y como una pretensión de sobrevivencia al dolor, es decir, se le comprende como un rechazo al sufrimiento antes de la sola obtención de satisfacción (Freud, 1897; López, 2007). Según Kalina (2000) los consumos de drogas responderían a una modalidad oral-incorporativa para hacer frente a las angustias y ansiedades propias de la existencia. Refiere que el afrontar la realidad requiere de esfuerzo y tiempo, pero hacerlo por 110

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medio de las drogas y su omnipotencia mágica envasada resulta mucho más simple y solo implica esfuerzos mínimos. El sustento psicológico a la base sería la existencia de una réplica simbólica de las etapas infantiles de satisfacción oral con los objetos primarios, donde la madre y su pecho-alimento eran, originalmente, ese instrumento mágico omnipotente capaz de calmar las ansiedades provenientes del mundo externo. Para Héctor López (2007), el consumo de drogas responde a una estrategia, defensiva activa, del sujeto o pasión por evitar el dolor, es decir, se desmarca de la mera ejecución del acto como una búsqueda única de placer hedonista permitiendo que la evitación del dolor pase a ocupar ese sitial. El sujeto en este caso usaría las drogas no como una forma de sentirse libidinalmente en placer sino como una forma defensiva para soslayar el displacer. De esta forma el uso de drogas, quedaría descrito desde el psicoanálisis, como un síntoma emergente-consciente de un conflicto reprimido-inconsciente acuñado en lo profundo del sujeto, o desde la mirada más moderna de Cristián López (2006) como “un intento de solución a las faltas de ser y del goce” (p.75). Para Becoña & Cortés (2010), sin embargo, el punto débil de la mirada psicoanalítica no es su reconocida amplitud en la comprensión del fenómeno sino sus propuestas de intervención dada la falta de “estudios controlados y aleatorizados para poder concluir que este tipo de tratamientos son eficaces en el abordaje de las conductas adictivas” (p.163). Esto generalmente redunda en que se les reconoce a las propuestas psicodinámicas su valor explicativo del uso de drogas, pero se les resta impacto a sus intervenciones terapéuticas en el área. La imperativa relectura del objeto: el concepto droga La presencia y el uso de drogas en la historia de la humanidad es una cuestión regular (Brau, 1970; Escohotado, 2012; Schultes & Hoffmann, 2010). Existen suficientes antecedentes para reconocer que las drogas y el ser humano mantienen una his111

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toria común, creando una relación que (pese a declaraciones como “un mundo libre de drogas” o “vivir sin drogas”) pareciera ser eterna. Las drogas, en tanto elemento, son y serán parte de nuestra experiencia humana, y por tanto, partes esenciales de su configuración y definición. Lo que hoy es comprendido como el problema de las drogas no siempre lo fue como tal. Esta idea moderna de las drogas como el problema, determina una serie de dificultades para su entendimiento y abordaje. La droga puede ser una parte del problema, pero dista de ser el problema en sí mismo. Considerar esto implica dar una nueva mirada al tratamiento en tanto rompe con el esquema clásico moral del castigo de la droga para pasar a: 1) la visión comprensiva de los usos, 2) desmitificar su aparición como un estilo y estado de vida permanente (fundamento base de su visión como enfermedad crónica), y 3) concentrar las iniciativas terapéuticas hacia la experiencia humana del uso de drogas. El problema, por tanto, desde esta propuesta no se extingue repentinamente con la mera retirada de la droga, sino con la re-definición y re-presentación simbólica que la droga tiene para quien la usa. La revaloración del sujeto: no drogos sino personas que usan drogas Denominaciones como drogos, enfermos, dependientes, o adictos son una somera muestra de cómo la persona que alcanza un uso problemático puede verse, reduccionistamente, cosificada por sólo uno de los aspectos de su existencia: el uso de drogas. ¿Pero eso es todo en la persona? ¿Hay algo más que la mera compulsión fisiológica de consumir drogas en su definición? En la línea nosológica actual, el manual estadístico y diagnóstico en su quinta versión (DSM 5), realiza el ejercicio de excluir el uso del concepto de adicción o adictos de sus páginas refiriendo el carácter incierto de su definición y el tenor peyorativo que configura. En su lugar refiere el concepto más neutro de “trastorno relacionado con sustancias” como una alu112

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sión a las diversas formas y severidades que este puede alcanzar (Asociación Americana de Psiquiatría, 2014). Si nos quedamos con la mirada biomédica como única y exclusiva iluminación al fenómeno del que hablamos, y aceptamos el rótulo de enfermos para aquellos que tienen un problema con su uso de drogas, podemos elaborar una serie de reflexiones que revelan el hecho de que a pesar de entrar en un ámbito (como el médico) esto no se traduce necesariamente en el goce de todos sus beneficios. Esto se debe a que existen inexactitudes en la noción de uso problemático de drogas como una enfermedad. La primera, el rótulo de enfermo deforma la imagen e identidad de quien requiere soporte y lo transforma en un agente pasivo (paciente), que no solo está obligado a aceptar esta definición sino que entrega a manos del experto la posibilidad de recuperación, donde solo le resta seguir (al pie de la letra) las indicaciones incuestionables y los objetivos que le son profesionalmente impuestos. Esto trae consigo el insolente cuestionamiento sobre si las necesidades, deseos y opiniones del paciente tienen cabida aquí, ya que la insurrección a la orden médica puede ser fácilmente llamada falta de consciencia de enfermedad, baja adherencia, resistencia, o desmotivación, quedando fuera del campo de atención y de la responsabilidad del experto. De este modo, la recuperación y éxito del tratamiento es resorte médico, pero el fracaso le corresponde al enfermo. Interesante ¿no? La segunda, si aceptásemos el consumo problemático de drogas como enfermedad crónica (tal y como se propone desde el modelo biomédico) dicho estatus le debiese proveer de un grado y regularidad de atención similar al de otras enfermedades crónicas (e.g. asma, diabetes, hipertensión arterial). Sin embargo, la persona que tiene un problema con las drogas no goza necesariamente de la misma percepción social y profesional que se tiene con un sujeto con altos niveles de glicemia o con problemas de peso. Un paciente que consume problemáticamente drogas, no es observado de la misma for113

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ma que otros enfermos. Tercero, si las enfermedades crónicas implican que los Estados se han de responsabilizar por la entrega de los servicios sanitarios y prestaciones integrales a estas personas durante toda su vida ¿por qué esto no ocurre en los procesos de tratamiento con personas que consumen drogas de manera problemática? ¿por qué los tratamientos tienden a terminar cuando la persona acepta y alcanza la abstinencia? ¿es entonces una enfermedad crónica o solo lo es para su referenciación y no así para el tratamiento? Queda, entonces, el espacio abierto para este análisis y reflexión. El usuario problemático de drogas es, en primer e inamovible lugar, una persona. No es el problema en tanto este no le define en modo alguno ni ha de condicionar su construcción de identidad. No es enfermo ni enfermedad. Es una persona con una situación particular (el consumo problemático) que es, a la vez, una condición temporal dado que no define su vida por completo. Esta declaración permite mirar, desde la psicología, a un consultante con: - Derechos reconocibles y de necesario respeto - Un rol protagónico a adquirir en su recuperación - Capacidad de reinstaurar su autogestión y gobierno - Legítimo poder para definir sus objetivos, y - Potestad para aceptar, rechazar o negociar estilos y estrategias terapéuticas. Esto puede tornarse una amenaza a la vanidad terapéutica del agente de intervención, sea de la disciplina que sea, pero quien más conoce del problema y potencialmente de la solución, aunque no le sea evidente, es el propio involucrado. Él es el verdadero experto. El papel que juegan los profesionales en este escenario es el de facilitadores del proceso que éstas personas pueden (o no) iniciar para recuperar su autonomía y su potencial de agenciarse de manera natural. De este modo, el éxito o el fracaso de un proceso no ha de ser medido arbitrariamente por el profesional (en términos de abstinencia o reducción de los daños) sino por la significación que estos ob114

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jetivos alcanzan para la persona cuando son percibidos como una decisión propia, voluntaria y en libertad.  Repensando el tratamiento: el rescate de la función y el valor de la renuncia Generalmente la discusión sobre el tratamiento del consumo problemático de drogas se desarrolla en el plano del cómo, en qué medida y en qué momento la persona ha de abandonar irrenunciablemente el consumo de drogas. Sin embargo, en este apartado solo me referiré a dos pilares que considero fundamentales a la hora de desarrollar cualquier tentativa de intervención psicológica terapéutica. Sobre la definición acerca de qué tipo de cambio se espera (o impone) en el tratamiento me referiré puntualmente en el apartado siguiente. La función del uso de drogas como el eje central de toda acción terapéutica. En un texto pasado he planteado la necesidad de comprender la función que cumple el consumo de drogas para el sujeto y la necesidad de trabajar sobre esta y no exclusivamente sobre el consumo cuando se desarrolla un tratamiento (Rojas-Jara, 2015). En dicho escrito, propongo que el principal desafío, de una correcta identificación de las funciones que las drogas entregan a sus usuarios, es la definición de sustitutos terapéuticos. Hablo de los sustitutos para referir la búsqueda de los significados subjetivos del consumo de drogas y el reemplazo (o sustitución) de su función, de manera tal, que su uso pierda el sentido original favoreciendo en la persona una modificación de su patrón (desde la abstinencia hasta la regulación o reducción). Lo terapéutico alude al desarrollo de una solución para la persona que no implique únicamente equiparar la función de las drogas, sino que, además la sustitución alcanzada le entregue un estado de bienestar. El valor de la renuncia como eje central en la modificación de la conducta de consumo de drogas. Las personas que deciden 115

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modificar su conducta sobre el uso de drogas, sea parcial o totalmente, no establecen un abandono y un olvido irrestricto de ellas (Rojas-Jara, 2015). Existen toda una serie de elementos, ritos, conductas, significados, y el propio placer asociado a su ejercicio, que el sujeto no pierde al cesar o modificar su relación con las drogas. Estos permanecen incólumes formando parte de su repertorio de recuerdos, olores, sensaciones, colores e imágenes que han de pasar a un estado de relego, motivacionalmente impuesto, si se busca preservar el cambio conductual. En la modificación de los comportamientos de consumo de drogas no existe omisión del placer, (como tampoco de su función) sino una renuncia motivada por metas superiores (Rojas-Jara, 2015). Estar psicológicamente conscientes del valor de la renuncia favorece una comprensión empática de la persona en tratamiento, disminuye la frustración y genera el afianzamiento de una alianza terapéutica positiva, en la medida que reconocemos que el proceso en el cual logran un patrón no problemático puede resultar extenso temporalmente y no exento de recaídas. Nuevos objetos, nuevos sujetos, nuevos tratamientos Considerando las reflexiones previas, solo resta agregar algunas precisiones de lo que esperamos sean las direcciones que tomará el tema de las drogas en el futuro. Sobre las concepciones nosológicas, los próximos 20 o 40 años probablemente no traigan consigo cambios radicalmente discrepantes de los que hoy podemos observar sobre las drogas. Los manuales mantendrán invariante las miradas centradas en criterios cada vez más específicos, pero con poco reconocimiento y comprensión del consumo problemático de drogas como una situación que se desarrolla en el campo de la experiencia humana (en tanto individuo en un contexto social). En la misma dirección actual, las nuevas versiones del DSM que elabora la Asociación de Psiquiatría Americana seguirán progresivamente incorporando en sus páginas a otros 116

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trastornos adictivos no químicos (ya lo hizo con la ludopatía) como la adicción a las compras, los videojuegos (próximo a aparecer en el CIE-11), la vigorexia, el internet, la comida y el sexo, pero que por tintes económicos, culturales o conflictos de evidencia científica no se han sumados a las actuales revisiones de los catálogos internacionales de trastornos y enfermedades. Sobre los tratamientos y sus orientaciones futuras quisiera hacer algunas referencias previas. Si bien, la aparición del modelo biopsicosocial (Engel, 1977), cuya pretensión es amplificar la mirada sobre los fenómenos en salud y reconocer la muticausalidad de estos, y que se mantiene como el enfoque de mayor referencia actual para el abordaje de los problemas de consumo de drogas, el peso específico de lo bio, lo psico y lo social claramente no es ecuánime. La prevalencia médica sigue siendo preponderante relegando lo psico y lo social a ampliar la mirada comprensiva, y desde el tratamiento, a brindarle acompañamiento y “apoyo” a lo bio. ¿Quién tiene regularmente la última palabra en citas, asesorías, reuniones, seminarios y congresos multidisciplinares para evaluar temáticas sobre drogas? Este predominio biomédico también se ha reflejado en una protocolización y predeterminación de los objetivos para el tratamiento, donde la abstinencia es requisito de entrada y su mantención el fin último en los programas de alta exigencia, mucho antes de que la persona ingrese a tratamiento, dejando el criterio ideal de “construcción conjunta de objetivos” como un fantasma de las buenas intenciones. Además, este sesgo entrega un mensaje al menos contradictorio: “para que podamos ayudarle y tratar su problema procure asistir sin él”. En este sentido, tal como se observa hoy y se proyecta a futuro, son las propuestas centradas en la reducción del daño y la gestión del riesgo las que han de ir sistemáticamente tomando forma y fuerza. Esto no representa una renegación absolutista de la abstinencia como meta de tratamiento ni del modelo biomédico en sí mismo, sino una ampliación de la oferta y sus objetivos, en reconocimiento de derechos humanos esenciales 117

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y de elementos tan ciertos e importantes como que: a) no todas las personas que tienen problemas con su uso de drogas y solicitan apoyo terapéutico tienen la intención de dejarlas por completo, b) hay un gran diversidad de usuarios de drogas y por tanto una necesidad de tratamientos individualizados, y c) existen múltiples significados y valores adaptativos que el uso de drogas alcanza (Marlatt, 1996; Marlatt & Tatarsky, 2010; Tatarsky, 2003; Tatarsky & Kellogg, 2010). Con estos antecedentes, cabe hacer algunos mínimos cuestionamientos. Los usuarios problemáticos de drogas al no “aceptar” voluntaria o coercitivamente la abstinencia como única y exclusiva meta ¿dejan de ser sujetos de atención? ¿No son acaso, de igual modo, merecedores de un tratamiento que se adecue a sus demandas? Por tanto, la reducción del daño y sus principios no aparecen como una contramedida, un enemigo o una oposición, sino como un punto de complemento válido a las ya existentes propuestas de diagnóstico y tratamiento. Sobre los enfoques en psicología, me permito discrepar respetuosamente con la evidencia científica. Primero, por sus riesgos de responder científicamente a los modelos económicos y de mercado estandarizando la oferta de tratamiento (oponiéndose a la concepción de infinita diversidad humana) y, segundo, por el peligro inherente a perder el foco original de la disciplina: son los enfoques los que han de estar al servicio de las personas y no estas últimas al servicio de los enfoques (Rojas-Jara, 2016). Esto no implica dejar a la persona al libre arbitrio de cualquier mirada sino a que los oferentes psicólogos estén lo suficientemente informados y renovados como para identificar los aportes de cada uno de nuestros enfoques, y establecer, en conjunto con la persona que consulta, el estilo, forma, estrategias y herramientas que más se adecuan a su experiencia con el consumo problemático de drogas. La invitación a los colegas psicólogos es a cuestionar nuestras zonas cómodas terapéuticas, sean del enfoque que sean, y preguntarnos si ofrecemos un método de intervención porque es el que manejamos y conocemos con mayor experticia, porque se ajusta 118

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de mejor manera a nuestra psique de terapeuta o porque estos responden realmente a las necesidades y requerimientos del que pide ayuda. Esta invitación también incluye un llamado urgente a tornarse un profesional humano y científico. Es decir, humano, por que ha de comprender este fenómeno –como ya hemos señalado– como parte de la experiencia del ser y ha de ser tratada respetuosamente como tal, y científico, por su necesaria dedicación a la búsqueda de información y el deber de actualizarse e innovar cotidianamente en un fenómeno dinámico, flexible y diverso como el ámbito de las drogas. Referencias bibliográficas Asociación Americana de Psiquiatría (2014). Guía de consulta de los criterios diagnósticos del DSM 5. Arlington: American Psychiatric Publishing. Becoña, E., & Cortés, M. (2010). Manual de adicciones para psicólogos especialistas en psicología clínica en formación. Valencia: Socidrogalcohol. Becoña, E., & Cortés, M. (2008). Guía clínica de intervención psicológica en adiciones. Valencia: Socidrogalcohol. Brau, J. (1970). Historia de las drogas. Barcelona: Bruguera. Carroll, K., Rounsaville, B., & Keller, D. (1991). Relapse prevention strategies for the treatment of cocaine abuse. American Journal of Drug and Alcohol Abuse 17(3), 249-265. Conrad, P. (1992). Medicalization and Social Control. Annual Review of Sociology, 18, 209-232. Engel, G. (1977). The need for a new medical model: a challenge for biomedicine. Science, 4286(196), 129-196. Escohotado, A. (2008). Historia general de las drogas. Madrid: Editorial Espasa Calpe. Espinoza, M., Hernández, F., & Vöhringer, C. (2004). Trabajo con familias en dependencia a drogas y vulnerabilidad social desde el modelo de comunidad terapéutica. Santiago: CONACE-Fundación CREDHO. Fernández, J., & Secades, R. (2002). Intervención familiar en la prevención en drogodependencias. Madrid: Plan Nacional Sobre 119

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CAPÍTULO 7 Las adicciones comportamentales Edwin Salas-Blas1 Universidad de San Martín de Porres Definición La adicción es un concepto que tradicionalmente fue relacionado con el consumo de sustancias o de drogas, sin embargo, gran cantidad de evidencias empíricas surgidas a partir de Goldberg (1995) no dejan dudas de la existencia de otro conjunto de adicciones sin drogas (Rojas-Jara, Ramos-Vera, Pardo-González, & Henríquez-Caroca, 2018). Con referencia al significado de adicción, Chóliz (2006) sostiene que “según la ley romana significa la sumisión, o capitulación a un dueño, o amo. De hecho, se apelaba a la misma como justificación de la esclavitud” (p. 2). Con este punto de partida, se podría decir que la adicción en general se traduce a través de un comportamiento dependiente, sea a drogas-sustancias o a una actividad-comportamiento; este comportamiento adicto/dependiente domina y somete a las personas, los deja sin posibilidad de responder ni de alejarse de ellas, sin voluntad ni capacidad para luchar en su contra. Las adicciones, sea cual fuera su naturaleza y el objeto al que se es adicto, convierten en esclavos a quienes caen en sus garras, alejándolos de todo cuanto les rodea (Salas-Blas & Copez-Lonzoy, 2018). El Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM V) de la American Psychiatric Association 1.Psicólogo, de Licenciado en Psicología por la Universidad de San Martín de Porres (USMP); Maestro en Ciencias con Mención en Psicología por la Universidad Peruana Cayetano Heredia (UPCH); Doctor en Psicología por la USMP; Post Doctorado en Ciencias de la Educación por la Universidad Nacional de Educación Enrique Guzmán y Valle (UNE – La Cantuta). Correspondencia dirigirla a: [email protected] 123

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(APA, 2013), propone que existen otro grupo de adicciones sin sustancias; no existe acuerdo acerca de su definición, tampoco sobre la denominación o denominaciones que tienen, ni cómo se clasifican y tipifican. De hecho, en la literatura se encuentran varias denominaciones: adicciones comportamentales (AC), psicológicas o conductuales; nuevas adicciones, o no convencionales; adicciones sin drogas, sin sustancias, no químicas o no tóxicas; adicciones tecnológicas, adicciones sociales, etc. Se encuentra también una larga lista de conductas adictivas (Alonso-Fernández, 2007; Chóliz, 2006; Cruzado, Matos, & Kendall, 2006; Echeburúa, 1999; Fernández-Montalvo & López-Goñi, 2010; Luengo, 2004; Young, 1996), dentro de las cuales se puede reconocer: adicciones a internet y redes sociales, a tecnologías y móviles, a juegos de azar y videojuegos, al trabajo, a las compras, al sexo y cibersexo, a la comida y a los ejercicios físicos, al afecto y al amor, etc., y algunas adicciones poco imaginables como a la música, donde Dalia (2014) estudió esta adicción con músicos profesionales de Valencia, o bien, pueden surgir nuevas como las adicciones a las selfies. Desde esta perspectiva es conveniente tener en cuenta lo que Echeburúa, Amor y Cenea (1998), Echeburúa y Corral (1994), Fernández-Montalvo y Echeburúa (1998), sostuvieron hace más de dos décadas, donde cualquier tipo de conducta considerada normal, saludable y ligada a efectos placenteros podría convertirse en adictiva. Las AC se aprenden de igual forma que las adicciones a sustancias, estos comportamientos al inicio se mantienen en el repertorio conductual por reforzamiento positivo, pero en la medida que se van haciendo más frecuentes y de mayor magnitud, requieren de más tiempo (tolerancia) para desarrollar este comportamiento y terminan creando un estado de necesidad (abstinencia) que hay que satisfacer prioritariamente. Una especie de impulso que conduce a la realización de una conducta compulsiva (Salas, 2014). Para muchos investigadores tanto las adicciones a sustancias como las denominadas comportamentales, tienen 124

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características comunes; sobre la base de esa idea se han utilizado tanto el DSM de la APA y la Clasificación Estadística Internacional de Enfermedades y Problemas Relacionados con la Salud (CIE) de la Organización Mundial de la Salud (OMS), como criterios para construir instrumentos con los que se postula estudiar y hacer diagnósticos y descripciones de la adicción a Internet (AI). Young (1996) construyó el primer instrumento y posiblemente el más usado en la investigación de la AI, que ha sido validado y modificado en varias ocasiones (Rojas-Jara, Ramos-Vera et al., 2018), a redes sociales (Escurra & Salas, 2014), al móvil (Chóliz, Villanueva, & Chóliz, 2011), a videojuegos (Chóliz & Marco, 2011) y a otros tipos de adicción. Todas estas adicciones mencionadas no figuran en las listas de desórdenes o trastornos reconocidos por la OMS-CIE y por la APA-DSM, en la última versión del CIE 11 que entrará en vigencia más adelante, se habla del Gaming disorder como una entidad independiente; el DSM-III reconoció el juego patológico como un desorden de tipo compulsivo y, el DSM V reconoce la existencia de un conjunto de adicciones no relacionadas a sustancias (Cia, 2013). Para algunos especialistas en el tema, las adicciones comportamentales están constituyéndose en un nuevo problema de salud, de hecho, en algunos países desarrollados están haciendo esfuerzos por desarrollar acciones preventivas frente a algunas de estas adicciones. Características de las adicciones comportamentales Dentro de las características más importantes que se pueden considerar de las adicciones comportamentales, se encuentran: La conducta adictiva está reforzada negativamente. El principio que rige el desarrollo y mantenimiento del comportamiento adictivo, es el reforzamiento negativo. Si bien al 125

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inicio esta conducta es reforzada positivamente, paulatina y gradualmente va pasando a ser un comportamiento de huida, evitativo, es decir, que el refuerzo que mantiene la conducta deja de asociarse con consecuencias positivas (agradables) como al inicio; por el contrario, lo que busca el adicto es evitar sensaciones desagradables que siente, huir de lo doloroso o displacentero (reforzamiento negativo); las sensaciones de intranquilidad, ansiedad, deseo intenso y obsesivo, cuando no algunas sensaciones fisiológicas, son entre otras cosas, aquellas que producen la necesidad de realizar la acción que tiene como consecuencia el cese de los estímulos nocivos (Rojas-Jara, Henríquez et al., 2018). Esta característica resulta vital para entender la conducta adictiva y para proponer estrategias de intervención; muchos terapeutas parten de la idea (equivocada, por cierto) de que el adicto busca la droga porque esa sustancia le produce placer; tal vez inicialmente eso fue así, pero luego, drogarse tiene por objetivo evitar dolor, esto queda bien explicado con la descripción del síndrome de abstinencia. Lo que se ha manifestado de un drogadicto, es igualmente aplicable para un adicto a internet, a las compras, al sexo, o a cualquier comportamiento adictivo. De pronto sea conveniente que cuando se pretende hacer terapia con adictos, la primera cuestión que se debe aclarar es de qué huye o qué evita la persona a través del comportamiento adictivo. Sensación de malestar. Muy relacionado con la característica anterior, se encuentra el malestar que siente la persona adicta cuando no puede desarrollar el comportamiento deseado que alivia sus sensaciones de intranquilidad y de ansiedad. Chóliz y Marco (2012), hablando de las adicciones a internet y redes sociales, apuntan que este malestar es clínicamente significativo y que calza con el síndrome de abstinencia. La persona adicta se vuelve irritable en la medida en que por algunas circunstancias no puede desarrollar la conducta que logra evitar las sensaciones desagradables que lo impulsan. 126

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Mayor tolerancia. Para Cía (2013) toda conducta adictiva es excesiva, es decir, el comportamiento se repite con una frecuencia y magnitud que van más allá de lo que podría considerarse normal y adecuado. Las personas adictas dedican mucho tiempo al desarrollo de estas conductas, hay personas que dedican muchas horas del día a internet, a los juegos, a las compras, al trabajo, etc. El tiempo que el adicto destina para desarrollar la actividad cada vez va en aumento, aunque a la vez, siente que necesita de más tiempo, al punto que en determinado momento interfiere con otras actividades de tipo personal, de pareja, familiar, social, amical, de la escuela, del trabajo, etc., diríase que la persona se ve inundada por la urgencia de realizar este comportamiento que se convierte en un intenso deseo, ansia o necesidad imparable para concretar la actividad. Invade incluso el pensamiento, los adictos dicen que cuando no ejecutan la actividad, se imaginan lo que estarían haciendo, eso logra paliar ese deseo incontrolado (Chóliz & Marco, 2012). Incapacidad para controlar su conducta. Las personas adictas no pueden controlarse y hacen lo necesario para conseguir sus propósitos, de allí que en algunos casos desarrollen comportamientos antisociales y de ser el caso, hasta violentos. Varios instrumentos que miden adicciones comportamentales, consideran que este es un factor importante en el desarrollo de la adicción (Chóliz & Marco, 2011; Chóliz, Villanueva & Chóliz, 2011; Escurra & Salas, 2014). La incapacidad para controlar la conducta se traduce incluso en la voluntad de hacerlo (quiero controlar, pero no puedo) y se relaciona con intolerancia a la crítica de los demás sobre su conducta, cuando no a la pérdida de contactos con la familia, los amigos, la pareja, y en situaciones graves a posponer el sueño, el aseo, la alimentación. Existen muchas evidencias empíricas que relacionan directamente adicción con un factor como la impulsividad (Rojas-Jara, Henríquez et al., 2018) y dentro de este, con la búsqueda de sensaciones (Clemente, Guzmán, & Salas-Blas, 127

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2018). Cía (2013) sostiene que “si una persona pierde el control sobre una conducta placentera, que luego se destaca y sobresale del resto de actividades en su vida, se ha convertido en un adicto conductual” (p. 211). Dejan de lado otras actividades que interfieren con el comportamiento adictivo. Así dejan de lado relaciones directas con familiares y amigos, o bien, prefieren amistades virtuales (cosa que podría incluso traerles dificultades); descuidan la escuela, la universidad o el trabajo, etc. Postergan comportamientos relacionados con necesidades básicas. Dejan para después las comidas, duermen poco por estar concentrados en la conducta adictiva (Rojas-Jara, Henríquez et al., 2018). El adicto no se reconoce como tal. A pesar de conocer los efectos negativos de la adicción y conocer los riesgos que ella implica, de que es perjudicial para su salud y para su persona en general, el adicto no es capaz de esforzarse más por controlar su conducta porque está seriamente afectado cognitiva y volitivamente; muchos de ellos niegan estar involucrados en el problema. Evidentemente este es un problema común con otros desórdenes clínicos, se diría que existe una falta de conciencia de enfermedad (Pedrero, López-Durán, & Olivar, 2006). Cuando le hacen ver los problemas que en él observan, esto no detiene la actividad y por el contrario se ponen a la defensiva. Implicación en otros tipos de adicciones. Las personas que desarrollan alguna adicción comportamental, generalmente se implican también en otras adicciones, por ejemplo: las adicciones a juegos de azar o al juego patológico, se relacionan muy frecuentemente con adicciones al tabaco o al alcohol. Aun cuando se ha sostenido que las adicciones a sustancias y las adicciones comportamentales tienen características co128

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munes, se pueden realizar algunas distinciones entre ellas; Fernández-Montalvo y López-Goñi (2010) mencionan que en el caso de las adicciones a sustancias se puede encontrar comúnmente politoxicomanías, así hay personas consumidoras de tabaco, alcohol, cocaína y otras sustancias; en el caso de las adicciones psicológicas este fenómeno no es frecuente. Lo que se puede observar es que se encuentra con relativa frecuencia combinaciones de adicciones a sustancias y a la vez adicciones conductuales. El adicto piensa constantemente sobre la actividad adictiva. Pensamiento que aparece reiterativamente aun sin participación voluntaria de la persona adicta. Evidentemente, el tipo de pensamiento dependerá del tipo de actividad a la que es adicta la persona. Podría tratarse de internet y redes sociales, de aparatos móviles, de videojuegos, o de las compras, del sexo o del trabajo. Esta característica se relaciona con el pensamiento obsesivo, cuando no compulsivo (Escurra & Salas, 2014). Se sienten eufóricos cuando desarrollan la actividad adictiva. Se ven muy activados emocionalmente al ejecutar la conducta adictiva (Basteiro, Robles-Fernández, Juarros-Basterretxea, & Pedrosa, 2013). Esto podría tener relación con la consecuencia, que evita o libera de sensaciones de malestar que movilizan el desarrollo de la conducta adicta. Factores que favorecen a las adicciones comportamentales (1) Variables de personalidad Impulsividad y búsqueda de sensaciones Existen muchos estudios que demuestran la existencia de relaciones entre la impulsividad y las adicciones (Capa, Michelini, Acuña, & Godoy, 2015; Clemente et al., 2018; Marco & Chó129

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liz, 2017; Martínez-Fernández, Lloret-Irles, & Segura-Heras, 2018; Pedrero, 2007a, 2007b); Pedrero (2007b), publicó una revisión de estudios que relacionan impulsividad con adicción a sustancias. Asimismo, Nadal (2008) hizo una revisión relacionando adicción con búsqueda de sensaciones; ambos estudios revelan que las variables impulsividad y búsqueda de sensaciones tienen fuerte relación con las adicciones. Martinez et al. (2018) plantean que la impulsividad y la búsqueda de sensaciones pueden considerarse como factores predictores del consumo de sustancias por parte de los adolescentes. En el campo de las AI, Rojas-Jara, Henríquez et al. (2018) y Rojas-Jara, Ramos-Vera et al. (2018) han publicado estudios de revisión en los que encuentran estas variables muy relacionadas. La impulsividad y la búsqueda de sensaciones, han sido consideradas en casi todos los cuestionarios que miden adicciones comportamentales: Chóliz y Marco (2011) que validaron un cuestionario que mide dependencia a videojuegos; Chóliz y Villanueva (2011) que validaron el Test de Dependencia al Móvil (TDM); Escurra y Salas (2014) validaron un cuestionario de adicción a redes sociales (ARS); Lam-Figueroa et al. (2011) validaron la Escala de la Adicción a Internet de Lima (EAIL) y el clásico test de adicción a internet (Young, 1996) entre otros. También Chóliz y Marco (2012) y Marco y Chóliz (2017) sostienen que, en un plan terapéutico de un adicto, se tiene que trabajar seriamente la impulsividad, porque uno de los problemas de este tipo de personas, es que no pueden controlar su impulsividad y tienen serias dificultades para imponerse voluntariamente a ella. Autoestima Salcedo (2016) trabajó con jóvenes universitarios de Lima y encontró correlaciones inversas entre autoestima y adicción a redes sociales, de modo que una alta autoestima reduce las probabilidades para caer en adicciones y al revés si se obtiene puntajes de una autoestima baja, las posibilidades de adicción aumentan. 130

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Intolerancia a los estímulos nocivos Esta intolerancia está en relación con el reforzamiento negativo que sostiene el comportamiento del adicto, que en general no puede tolerar el malestar que genera la imposibilidad de desarrollar el comportamiento adictivo. Por ejemplo, en el caso de adicciones a internet y de redes sociales, al adicto le resulta intolerante un lugar en el que no puede conectarse a la red, o no tener el celular para hacerlo, o no tener los recursos para comprar, o apostar. Estilo de afrontamiento inadecuado de las dificultades Los adictos prefieren el afrontamiento de tipo emocional, este es de tipo no productivo, disfuncional y está orientado a evitar el problema, culpar a otros, negar, evitar son acciones típicas de este modelo de afrontamiento. El consumo de sustancias, así como el desarrollo de conductas adictivas, se relaciona con el intento de huir o de evitar situaciones que le crean malestar y estrés. Chávez (2015) considera que el consumo de sustancias (como la producción de un comportamiento adictivo) “sería una respuesta del consumidor a los estresores vitales a los que se enfrenta a lo largo de su vida. Así, el consumo reduciría los efectos negativos del estrés” (p. 12). Muy relacionado con este aspecto, se puede dar cuenta de la vulnerabilidad emocional del adicto, este cambia de humor constantemente, su estado de ánimo es oscilante, cambiante y disfórico. (2) Variables socioculturales Carencia de afecto, cohesión familiar débil y pobreza de relaciones sociales Existen estudios que han abordado el tipo de apego y la adicción, al igual que se han encontrado que las relaciones de los padres con los adolescentes pueden influir sobre el uso de redes sociales (Rojas-Jara, Henríquez et al., 2018). El adicto, suele alejarse de la familia, de los amigos, de la pareja, que son los que pueden generar relaciones afectivas positivas; esto se 131

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da en un marco de una familia disfuncional en la que existe pobreza de relaciones afectivas. Una de las dificultades para la prevención o la terapia es el entorno familiar que no constituye un soporte para apoyar el cambio. Otro factor a tener en cuenta es la soledad de quienes desarrollan sobre todo adicciones a internet y redes sociales, ellos están solos con su móvil o la PC, casi se diría que estos adictos rompen con la familia y con los amigos de relaciones cara-cara y optan por comprometerse con las amistades que tienen en la línea, amigos virtuales y en algunos casos familias virtuales. Algunas adicciones más comunes Por una cuestión de espacio y de los propósitos de este breve trabajo, sólo se expondrán tres de ellas que son las que más se han investigado en este campo. Pero no son las únicas, recordemos que toda conducta reforzada positivamente, puede constituirse en algo adictivo. Adicción a internet y redes sociales De todas las adicciones comportamentales, ésta es la que más se ha investigado. Goldberg (1995) dio inicio a este tema y a partir de allí hay mucha producción científica sobre ella, existen estudios descriptivos de la conducta adictiva y dentro de ellos, llama la atención la cantidad de horas que (sobre todo los adolescentes) dedican a internet y redes sociales. En estudios recientes, se encuentran porcentajes importantes de adolescentes que están conectados a internet por más de cinco horas diarias y un porcentaje menor sostiene que están “siempre conectados”; llama la atención también que el aparato con el que se conectan más actualmente sea el móvil (posiblemente esto se deba a la conectividad que aumenta constantemente en todos los países, a la facilidad de uso y portabilidad de estos equipos, y, al costo de internet que cada día está más al alcance de la mayoría de la población); igualmente se encuentra que 132

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actualmente las mujeres son las usuarias más importantes de internet y redes sociales, cuando hasta hace unos cinco años, eran los varones los usuarios más importantes. Se han construido varios cuestionarios para estudiar y diagnosticar este problema (Chóliz & Villanueva, 2011; Escurra & Salas, 2013; Lam-Figueroa, 2011; Young, 1996). Igualmente se han propuesto modelos de intervención para estas adicciones (Chóliz y Marco, 2012) y se han desarrollado estudios de correlaciones con múltiples variables como la depresión, la impulsividad, la autoestima, etc. (Carbonell, Fúster, Chamarro, & Oberst, 2012). Rojas-Jara, Henriquez et al. (2018) y Rojas-Jara, Ramos-Vera et al. (2018), han realizado estudios de revisión de la AI en donde dan cuenta de las dificultades para su conceptualización, sus características, prevalencia en adolescentes, riesgos, y de las relaciones estudiadas con variables de tipo psicopatológico, etc. Adicción a videojuegos Esta adicción ha sido trabajada con amplitud en España en donde existe mucha preocupación por el tema. Chóliz & Marco (2011) construyeron y validaron el Test de Adicción a Videojuegos (TDV) que ha sido validado en Perú por Salas-Blas, Merino-Soto, Chóliz y Marco (2017). Chóliz y su equipo han desarrollado también trabajos de intervención de esta adicción (Marco & Chóliz, 2017). Esta adicción comportamental, afecta a adolescentes y jóvenes, aunque actualmente existen evidencias de que el problema está comprometiendo a niños, a quienes los propios padres proveen de elementos tecnológicos para desarrollar su adicción. Los aparatos que utilizan son las consolas o las PC, laptops, y actualmente han entrado a tallar los smartphones. Adicción al trabajo Oates (1971) dio a conocer este fenómeno con el nombre de workaholism, como una combinación de trabajo y alcoholismo. En Japón se conoció de personas que enfermaban súbitamen133

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te e incluso llegaban a la muerte debido al exceso de trabajo, fenómeno al que se le denominó Karoshi (Kanai, 2009). Este tipo de adicción comportamental es de interés de investigadores y expertos en salud ocupacional. Según Moyer, Aziz, y Wuensch (2017) la adicción al trabajo, inicialmente posee consecuencias positivas (incremento de las remuneraciones, promociones, viajes de representatividad, incentivos, etc.), pero luego, este comportamiento se mantiene porque permite evitar o huir de estímulos nocivos, estos pueden pertenecer o no a los contextos laborales. La adicción al trabajo, que entre otras cosas, se refiere a quienes trabajan excesivamente (Aziz, Wuensch, & Shaikh, 2017), pero que no están motivados por factores de necesidad, ni por reforzadores positivos externos, ni por el disfrute que puede sostenerse en la motivación interna (Schaufeli, Taris, & Rhenen, 2008). Sienten necesidad de trabajar con mayor frecuencia y por más tiempo debido a presiones internas, en lugar de un disfrute por la actividad, esto genera mayor insatisfacción con el trabajo y la vida afectando su salud física y psicológica (Del Líbano et al., 2006); este síndrome afecta las relaciones interpersonales, las amicales y familiares. La dedicación al trabajo no solo involucra a lo físico sino también mental, lleva a las personas a desarrollar unas actividades desgastadoras y devastadoras, al grado tal que ellas dejan cualquier otra actividad por involucrarse totalmente en asuntos laborales (Quiceno & Vinaccia, 2007). Existen varios instrumentos construidos para su evaluación; Salas-Blas y Copez-Lonzoy (2018) dan cuenta de ellos. El más utilizado es el The Dutch Work Addiction Scale (DUWAS), construido por Schaufeli y Taris en el 2004 y adaptada por Del Líbano, Llorens, Salanova y Schaufeli (2010) a población española.

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CAPÍTULO 8 La psicología proscrita: limitantes formativas, teóricas y prácticas para los privilegios prescriptivos en psicología Roberto Polanco-Carrasco1 José L. Troncoso2 Cuadernos de Neuropsicología Panamerican Journal of Neuropsychology Introducción La posibilidad de que los psicólogos tengan autoridad para prescribir medicamentos es un tópico que no se desconoce del todo; sin embargo, muchos colegas profesionales de las ciencias sociales tienden a no relevarlo o discutir en serio este tema. Quizás sea por cierta pasividad formativa para comprender los aspectos biológicos que puedan estar involucrados en una patología mental; después de todo la psicología comprende lo social, no lo biológico, y su intervención es la palabra y no los neurotransmisores. Llegar a considerar que el efecto de la palabra del psicoterapeuta incide sobre los procesos biológicos que vive el paciente, o visualizar mentalmente el efecto de los medicamentos psicotrópicos y observar cómo éstos afectan el proceso psicoterapéutico, puede ser una forma de hacer “consciente” esta actitud pasiva y poner en acción el debate, el cuestionamiento de la práctica y la formación sobre psicofármacos en psicología. 1. Licenciado en Psicología. Editor científico Cuadernos de Neuropsicología-Panamerican Journal of Neuropsychology; Presidente Asociación Chilena de Revistas Científicas de Psicología. Correspondencia dirigirla a: cuadernos@neuropsicología.cl 2. Psicólogo, Universidad Católica del Norte. Equipo editorial Cuadernos de Neuropsicología-Panamerican Journal of Neuropsychology. Correspondencia dirigirla a: jose. [email protected] 139

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Esta pasividad en el debate de la prescripción psicotrópica es continua y manifiesta en América Latina y en casi toda Europa. Por ejemplo, en el Viejo Continente el estudio sobre utilización de drogas psicotrópicas en 6 países evidenció que toda la prescripción es realizada por médicos de cabeceras o psiquiatras, y sus resultados revelan que medicamentos como ansiolíticos y antidepresivos son los que tienen un mayor índice de prescripción entre personas mayores de 18 años, en la cual los psicólogos no tienen mayor injerencia en dichas decisiones prescriptivas (Ohayon & Lader, 2002). El panorama es diferente al de Estados Unidos, donde este debate comenzó por primera vez hace más de tres décadas y vertiginosamente este movimiento de psicólogos que buscaban la prescripción fue ganando terreno dentro de la Asociación Americana de Psicología. Esto culminó en iniciativas políticas e institucionales que han dado lugar a que más de 50 psicólogos, con una intensa formación, prescriban medicamentos psicotrópicos (Linda & McGrath, 2017; Levine, Wiggins & Masse, 2011; McGrath, 2010). A pesar de estos avances la discusión no está exenta de controversia, y se esgrimen argumentos que se centran en dos visiones antagónicas en cuanto a la posibilidad de que el psicólogo tenga la autoridad para prescribir medicación psicotrópica (Heiby, 2010; Robiner, Tumlin, & Tompkins, 2013). La primera a favor, justifica la labor prescriptiva basada en los argumentos de que con esto se busca aumentar y facilitar el acceso a una atención más amplia y menos costosa en salud mental, al contar con mayores profesionales especializados para integrar la atención en un único proveedor y mejorar el papel de los psicólogos dentro del sistema de atención en salud. Además, es posible que con psicólogos habilitados para prescribir se tienda más a reducir que a extender el uso general de medicamentos dentro del proceso psicoterapéutico, debido a que su base formativa es la intervención psicosocial en salud mental (Linda & McGrath, 2017; Stuart & Heiby, 2007). Unas de las tareas más importantes en la actualidad, y un gran 140

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desafío, es llegar a reducir la polifarmacia inapropiada en los contextos de salud mental, es decir, hacerse cargo del proceso de desprescripción (Scott et al., 2015). Desde la visión opuesta, es válido también pensar que la prescripción pueda llegar a suponer una pérdida de la identidad tradicional del psicólogo, cuyo enfoque es psicosocial y cuya práctica es la psicoterapia tradicional a través de la vinculación terapéutica y la palabra. Esta el miedo de sucumbir al reduccionismo biológico y adoptar el estilo de prescribir para solucionar por una vía exclusivamente biológica los problemas que muchas veces tienen un origen en lo social (Linda & McGrath, 2017; Lavoie & Barone 2006). Dejando de lado lo teórico y abordando el ámbito laboral, si un psicólogo con autoridad legal prescriptiva llegase a tomar puestos que tradicionalmente ejerce un psiquiatra, ¿no generaría un conflicto gremial (más que disciplinar) sobre el quehacer, los tipos de pacientes e intervención que por tradición histórica han pertenecido a este gremio de médicos? Aunque controversial, es necesario plantear este debate a la comunidad médica y psicológica para conocer a partir de investigaciones o publicaciones las posiciones de los gremios médicos y disciplinas, para propender a generar iniciativas que las vinculen en colaboración. Por último, en cuanto a las consecuencias legales y éticas de prescribir, existe la preocupación de parte de los investigadores por la inseguridad del psicólogo al prescribir, en cuanto a enfrentar demandas legales, sea por errores de prescripción, por iatrogenia, o por las dificultades de asegurar la eficacia y la seguridad a los pacientes que se les prescribe. Los psicólogos que toman decisiones sobre la medicación adecuada para el paciente deberían ser conscientes de los riesgos y las ambiguas implicaciones legales que podrían enfrentar. Además, debe haber un piso legal que proteja a los pacientes y a los terapeutas (Heiby, 2010; McGrath, 2010). Por lo que, si alguna vez se resuelve o se acuerda sobre prescripción en psicología, requiere de una larga revisión legislativa que se in141

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corpore a las políticas públicas que protejan y regulen a las disciplinas y los pacientes. Fronteras y límites de la psicología Para comprender –y tal vez resolver– el origen de la controversia que se discutió en los párrafos anteriores, es necesario ir a lo más profundo del asunto, es decir, ahondar en las bases epistemológicas e ideológicas del legado dualista que lleva más de trescientos años dividiendo las aguas entre las ciencias médicas y sociales, las duras y las blandas (Polanco, 2007). Esta dicotomía que opone una visión del cerebro desde un punto de vista biológico y de la mente desde una perspectiva cultural ha contribuido –o mal contribuido– por décadas a la confusión sobre aquello que está indiscutiblemente unido. Derivando en la creación de disciplinas científicas con fronteras ideológicas y disciplinares distintas que solo el tiempo y la investigación ha ido rompiendo. Gracias al rápido desarrollo tecnológico y científico de estas mismas disciplinas, sus fronteras son cada vez más imprecisas, llegando a compartir los objetos de estudios, haciendo esfuerzos para comprender la complejidad de la mente como un todo. En este sentido, concluimos que la defensa ciega de las fronteras de nuestros territorios disciplinares no sólo atenta contra la expansión del conocimiento, sino que contribuye a formar especialidades autocomplacientes con su cómodo presente, miopes al cuestionamiento y enemigas de las incursiones interdisciplinarias que nos ofrece la tecnología del presente siglo. Es también por estas razones que se hace necesaria que esta discusión cruce las fronteras angloparlantes y venga a agitar las calmadas aguas latinoamericanas de una disciplina joven, que aún está en búsqueda de su diversificada identidad y que trata de asegurar pequeñas victorias científicas en laboratorios de contadas universidades de todo el continente latinoamericano (Ardila, 2004). Si consideramos que la psicología latinoamericana se ha mostrado en contra de los discur142

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sos hegemónicos de las instituciones psicológicas americanas y europeas (Osorio, 2011), no es de extrañar que el debate de la prescripción no se haya instalado en el continente. Tomando en cuenta que la situación de la psicología, en cuanto a la especialización formativa y la ubicación de áreas de trabajo profesional no varían mucho en los países latinoamericanos y que, además, en sus sistemas de atención pública y privada no dan abasto a las serias prevalencias de los problemas de salud mental que los afectan y que no existe cantidad suficiente de profesionales idóneos especializados que le hagan frente (Kohn et al., 2005), el debate de la prescripción en psicología es más que necesario. Preocupa, por lo menos en Chile, una falta de cuestionamiento interno de la psicología en cuanto su rol y sus límites en el aporte que puede hacer a la sociedad, y en especial al sistema de salud. En la práctica pública, muchas veces las facultades de intervención del psicólogo se encuentran limitadas (y restringidas) a las decisiones de médicos que no son especialistas en salud mental para validar un informe o un diagnóstico, para que el paciente pueda optar a alguna red de salud mental. También en muchos casos es necesario la intervención del neurólogo para diagnosticar un caso de trastorno de déficit de atención cuando es un trastorno que se manifiesta en lo conductual, la especialidad del psicólogo. Dentro del ámbito privado la situación no es muy favorable, no es extraño observar que algunos psicólogos caigan en la actual tendencia de “lo natural” o lo “alternativo”, que ha acaparado la atención y teñido la práctica de muchos psicólogos que, buscando nuevas formas de incorporar herramientas terapéuticas a la práctica clínica, terminan asumiendo paradigmas con cuestionable base científica y con llamativos corolarios que invitan a asegurar una recuperación rápida y efectiva. Olvidan que esta es una disciplina cuya formación y proceso de intervención debería tener una sólida base científica, por lo que se hace necesario abandonar prácticas que no han sido probadas por la ciencia y que se debe considerar que esto tiene implicaciones 143

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éticas, ya que al usar tal tipo de técnicas se abre la puerta a procedimientos potencialmente iatrogénicos. En circunstancias de la atención mental clínica, y dejando fuera los limites autoimpuestos, es posible preguntarnos: ¿sería una alternativa sensata formar psicólogos expertos en psicofarmacología con la autoridad legal de prescribir medicamentos, regular su uso, solicitar exámenes y/u otorgar licencias médicas? Si bien el psiquiatra se forma en biología y luego en salud mental ¿es posible que el psicólogo con formación en biología y psicofarmacología esté en condiciones de prescribir? Quizás la pregunta central del texto sería: ¿está la psicología proscrita de ciertas áreas dentro de la atención en salud? Lo que resta de este texto es un análisis sobre las condiciones socio-históricas y formativas que existen en Chile y/o Latinoamérica para desarrollar una psicología que tenga la libertad e igualdad de condiciones para prescribir medicamentos que intervienen en lo mental. De este modo, se busca generar un debate, con la convicción de que, sin él, ninguna controversia en este ámbito puede ser abordada. Psicología y Psiquiatría, una relación complicada Tanto la psicología clínica como la psiquiatría asumen como propia la labor de dar tratamiento a las personas con trastornos mentales, no obstante, sus miembros están separados tanto por la formación de los profesionales, con instituciones de formación, planes de estudio y departamentos universitarios diferentes, así como de enfoques contrapuestos resumidos de manera grosera como mentalistas u organicistas. Ya no es posible culpar a un determinado articulador de estas divisiones, más bien debe entenderse como proceso de herencia cultural, el cual es el resultado de una concepción particular de ser humano dominante en un momento concreto de la historia, la tradición dualista. Las primeras controversias y enfrentamientos sobre los espacios de práctica entre estas disciplinas se dieron en Esta144

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dos Unidos, después de la II Guerra Mundial, cuando psicólogos y psiquiatras se debatían el privilegio de realizar psicoterapia que era tradicionalmente el terreno de la psiquiatría. La psicología se perfilaba como una disciplina para producir científicos psicólogos, enfatizando la investigación psicofisiológica y conductual para establecer los principios generales de la psicología. La capacitación en trabajo clínico, psicodiagnóstico y psicoterapéutico en este tiempo fue relegada a segundo plano o como formación complementaria. A pesar de esto, muchos psicólogos hicieron de su actividad principal la psicoterapia, aun cuando los psiquiatras clamaban sobre la falta de preparación y formación. El incipiente movimiento de psicólogos psicoterapeutas hizo mayor presión, y ya en la década de 1950, la psiquiatría perdió el monopolio de la psicoterapia y las academias de psicología incorporaron dentro de sus programas la formación psicoterapéutica (Lavoie & Fleet, 2002). Fue entre las décadas de 1950 y 1960, en medio de estas discusiones, que emerge el campo de psicofarmacología en la salud mental con el descubrimiento de los neurolépticos, de hecho, muchas de las medicaciones que se descubrieron en ese tiempo se continúan usando como la clorpromazina, antidepresivos tricíclicos y benzodiapezinas (Polanco, 2007). De este modo, la psiquiatría se consolidó como una rama de la medicina debido a que contaba con una relación clara entre lo químico, lo conductual y lo psicopatológico. Es importante recordar que la psiquiatría ha sido la última de las especialidades médicas en ser aceptada como tal. Esto se debe a que, si bien había alcanzado una nosología coherente y una fina descripción de cuadros clínicos, no contaba con “tratamientos” o “prescripciones” por lo cual era poco lo que podía hacer por sus pacientes. Los neurolépticos vinieron, retroactivamente, a dar sentido a esta especialidad permitiéndole formar parte reconocida de las especialidades médicas. Especialidades donde el médico sabe lo necesario acerca de la enfermedad que lógicamente el enfermo (paciente) no sabe, pero asume y tolera “ser sabido” por otro (especialista). 145

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Además, es posible observar que fruto del desarrollo y perfeccionamiento de los neurolépticos, comenzó una relativa disminución de los sujetos hospitalizados y, por otro lado, éste desarrollo y constante evolución –para aliviar de manera más rápida los síntomas– influyó significativamente en las personas que esperan soluciones más rápidas acordes al ritmo de vida actual (Polanco, 2007). Hasta la fecha, los psicólogos clínicos critican la eficacia de los nuevos (y antiguos) medicamentos psicotrópicos argumentando que solo tratan los síntomas, y no el trastorno psicológico subyacente, el cual puede ser tratado con psicoterapia de forma conjunta (Lavoie & Fleet, 2002). Por esto, el enfoque teórico de la psicología no promovió un modelo médico de enfermedad mental, sino que acentuó con fuerza la aplicación de teorías psicológicas para la comprensión y el tratamiento de los trastornos mentales desde el ámbito psicosocial. Por otra parte, las intervenciones y el uso de metodologías en la dimensión física del paciente practicadas por psicólogos, son una realidad: los tratamientos mediante biofeedback, detectores de humedad para el control de la enuresis, terapias bioenergéticas, masaje terapéutico, etc. (Sanz, 1992). Sobre la base de esta perspectiva, los tratamientos psicofarmacológicos pueden considerarse como una lógica extensión del desarrollo de herramientas terapéuticas de la psicología (Barron, 1989). Y tomando en cuenta cómo se ha desarrollado este debate a nivel internacional, se podría establecer una vía alternativa que pueda otorgar a los psicólogos herramientas y conocimientos especializados en intervenciones farmacológicas basadas en la evidencia. Esto no convertiría al psicólogo en un “mini psiquiatra”, ya que los enfoques teóricos de base del psicólogo tienen relación con el ámbito psicosocial, entendiendo su complejidad en la relación y los efectos psicoterapéuticos y farmacológicos (McGrath, 2010). De las diferencias mencionadas hay un punto que permite converger ambas disciplinas en su práctica profesional: es ese lenguaje sobre los aspectos fenomenológicos o conduc146

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tuales que permite determinar qué tipo de trastorno padece una persona con solo verificar que se cumplen criterios suficientes para encasillarla dentro de una etiqueta que refiere a un padecimiento mental determinado. Es ese lenguaje desarrollado en forma de manual en que ambas disciplinas pueden encontrar guía y sentido a su práctica. Este nuevo lenguaje en salud mental construye una identidad general de los que padecen dichos trastornos, por sobre la religión, el lenguaje, el territorio, la condición social, etc. Los profesionales de la salud mental consultan el manual para, de este modo, orientar la prescripción o enfoque teórico de tratamiento, olvidando la sugerencia de G. Bateson de atesorar las excepciones (Bateson, 1997). Los manuales actualmente utilizados por psicólogos y psiquiatras tienen su historia que va desde principios del siglo XX con el Primer Congreso Internacional de Estadística, CIE-1. En éste, las enfermedades del sistema nervioso y órganos de los sentidos, incluyeron cuatro subcategorías de enfermedades mentales: deficiencia mental, esquizofrenia, psicosis maniaco-depresiva y otras. Fue un primer intento por limpiar a los trastornos mentales de causalidades subjetivas. Posteriormente la OMS, en 1948, asumió la revisión del CIE6, apareciendo los trastornos mentales, psiconeuróticos y de personalidad. Las siguientes ediciones: CIE-7 (1955), CIE-8 (1965), CIE-9 (1978) y CIE-10 (1992), fueron incorporando nuevas categorías diagnósticas, de acuerdo con los avances de la psiquiatría. Por otro lado, el Comité de Nomenclatura y Estadística de la Asociación Psiquiátrica Americana, publicó en 1952 la primera edición del Manual Diagnóstico y Estadístico de Enfermedades Mentales (DSM-I). Desde entonces se han publicado otras cinco ediciones, más una revisada: DSM-II (1968), DSM-III (1980), DSM-III-R (1987) y DSM-IV (1994). El DSM-IV, y sus revisiones, intenta ser completamente compatible con el CIE-10. Finalmente, en el año 2014 surge el DSM V que incluye más psicopatologías y produce algunos cambios en la nosología de los trastornos. 147

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Resulta curiosa la importancia de conocer y manejar estos manuales por parte de las carreras de psicología, cuando en el fondo su intención es lograr limpiar de singularidades la psicopatología, singularidades que son parte esencial del trabajo psicológico. Esto obliga a cuestionarnos si basta con que se expongan opiniones o investigaciones procedentes de otras disciplinas para que podamos sentir que se fomenta la interdisciplina. Los psicólogos y la prescripción Podemos mencionar ciertos hechos que nos acercan a este incierto debate, por un lado, la convención de la American Psychological Association (A.P.A.) celebrada en agosto de 1995 en Nueva York. En esa oportunidad, el Consejo de Representantes votó, por abrumadora mayoría, reclamar a la sociedad “prerrogativas legales para poder recetar” (Linda & McGrath, 2017; McGrath, 2010). Así, en el año 1999, el estado norteamericano de Guam se convierte en la primera jurisdicción en ganar la autoridad prescriptiva para psicólogos debidamente entrenados y, en 2002 el estado de Nuevo México y Lusiana que permite adoptar medidas de autoridad prescriptiva para psicólogos. Desde ese momento, los psicólogos de estos estados llevan más de 15 años prescribiendo. Las mayores dudas y objeciones a la prescripción, se cernían sobre los aspectos formativos y prácticos, poniendo el foco en el plan de estudio que debiera continuar un psicólogo para prescribir medicamentos. Dichos estados han elaborado un completo plan de formación, que incluye aspectos teóricos y supervisiones clínicas (Linda & McGrath, 2017; McGrath, 2010). La implicancia formativa de la relación entre fármacos y psicoterapia ha llamado la atención en distintos lugares del mundo; por ejemplo, se puede observar en ciertos planes renovados de estudio de la carrera de la mayoría de las facultades de psicología de España, con la incorporación de una 148

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asignatura llamada “Psicofarmacología” para abordar esta relación (Sanz & Perez, 1992). Esto da cuenta de una mayor preocupación sobre este campo, que se refleja en la organización paulatina de cursos de psicofarmacología para psicólogos en diversas entidades públicas y privadas (Sanz, 1998). En Chile, el interés despertado por este tópico es considerable y preocupantemente menor, por no decir francamente nulo, lo cual evidencia una inquietante ceguera, pues no deberíamos restarnos de un debate que inevitablemente se asocia a la praxis clínica de la psicología y que, independiente de las opciones de cada uno o del gremio, contribuye a la revisión y desarrollo de una disciplina que cumple 70 años de formación en el país (Vera-Villaroel & Moyano, 2003). La gran cantidad de egresados por año, cerca 4.000 en el año 2016, pone de manifiesto la necesidad de diversificar las áreas de vacancia para psicólogos e invita a considerar que, si los psicólogos se formaran para prescribir, sería un aporte a esta diversidad, pese a que probablemente sólo una minoría accedería a estos planes, tal como el caso norteamericano (McGrath, 2010). De lo anterior, surge la pregunta ¿cómo iniciar una reflexión sobre los psicofármacos y su manejo por la psicología clínica? Ante todo, aclarando que la psicología clínica cuenta con tratamientos psicoterapéuticos y modelos de considerable efectividad para un número importante de alteraciones mentales. En este último punto, cabe mencionar las reflexiones de Mariane Krause, que critica la tendencia al bajo consumo de estudios científicos relacionados con la psicoterapia por parte de profesionales del área y el miedo a que la ciencia desdiga ciertos tratamientos o prácticas y que obliguen al psicólogo a salir de su comodidad clínica y lo inste a buscar nuevos tratamientos clínicos que tengan una base de evidencia científica. En resonancia con este escrito, el origen del problema que plantea es similar al nuestro, es un tema de falta de formación y discusión científica sobre los hallazgos que sustentan la práctica de la psicología en relación con otras disciplinas (Krause, 2011). Debemos plantear y replantear nuestras prác149

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ticas tanto en las aulas y como en la práctica profesional, se debe considerar la evidencia que nos presentan las revistas científicas y los estudios y que puedan dar cuenta de la efectividad de los tratamientos tanto psicoterapéuticos y farmacológicos. Esto implica vivir con el hábito de una formación constante, no exenta de autocrítica, para mejorarla profesionalmente (Krause, 2011). Si consideráramos como válido, para ciertos casos, el uso de medicamentos en complemento a la psicoterapia, lo usual sería entonces que esta prescripción la realizara un médico. Pero, ¿por qué no debería hacerlo un psicólogo? Si un profesional no se encuentra oficialmente autorizado para prescribir psicofármacos, tampoco lo estaría para poder retirarlos a ciertos pacientes, en esta situación al psicológico se le estaría limitando en sus facultades, ya que es posible que pueda evaluar que en casos resultan innecesarios o, más relevante aún, nocivos (Fox, 1988). Aunque es una práctica recomendable mantener un trabajo interdisciplinario y colaborativo entre profesionales, los psicólogos clínicos pocas veces desarrollan su trabajo junto a especialistas en psiquiatría, teniendo que derivar a sus pacientes para que reciban tratamiento psicofarmacológico, con la consiguiente pérdida de tiempo, sufrimiento para el enfermo y el sabido peligro de no concluir la psicoterapia (Sanz, 1998). Por otro lado, no se debe olvidar la influencia en las relaciones transferenciales entre pacientes y terapeutas por el uso de medicamentos (Pachman, 1996). Tampoco se puede obviar la influencia en el “locus de control” frente al efecto terapéutico del fármaco que podría generar una cierta ambivalencia del paciente frente al psicoterapeuta y/o el farmacoterapeuta, es decir, el paciente puede preferir al fármaco ante la psicoterapia. Lo anterior se suma a la dependencia del psicólogo clínico frente al médico psiquiatra, dependencia que puede ser nociva cuando el médico no comparte la opinión sobre el diagnóstico y/o tratamiento, frente a lo cual se cuestiona el vínculo entre paciente y psicólogo, además de entorpecer el tratamiento. 150

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Como toda propuesta nueva, la alternativa de que ciertos psicólogos puedan prescribir psicofármacos suscita fuertes “resistencias” no sólo dentro del colectivo médico, sino también dentro del propio gremio de la psicología (Fox, 1989). Dentro del gremio, esta opción puede ser vista como una pérdida de la identidad, sin embargo, afirmamos que la psicología es una disciplina con bastante “historia” como para temer perder su identidad. Sin embargo, si este temor persistiera y se acompañara del temor a que se escoja el camino cómodo de la medicación por sobre el tradicional trabajo de la palabra, podría ser evidencia de que no logramos ser lo suficientemente “especiales” como para considerarnos una disciplina particular. Por otro lado, si las reticencias surgen por parte del gremio médico, especialmente de los psiquiatras, se debería abrir el debate y la argumentación sobre bases científicas o publicaciones y no fundamentarse en intereses de tipo económico y posiciones corporativas (Pachter, Fox, Zimbardo, & Antonuccio, 2007). Esto, en la convicción de que ningún colectivo profesional debiera marcar las líneas o limitaciones del desarrollo profesional de otra disciplina. Los psicólogos que tengan autoridad prescriptiva continuarán interviniendo de forma consistente en base a sus raíces psicosociales, pero como al contrario de lo que argumentan algunos detractores, esperamos que con el tiempo no se encamine al modelo médico y psiquiátrico de la enfermedad. Y en caso de que suceda, dada el enfoque psicosocial de la psicología, sin duda existirán psicólogos que estén dispuestos a realizar investigación sobre el tema y que socaven cualquier exuberancia irracional en la medicación expresada por los prescriptores (Stuart & Heiby, 2007). Este debate y reflexión resultaría útil, pues la incorporación de los tratamientos psicofarmacológicos a la praxis de la psicología no puede hacerse de un modo improvisado.

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Formación universitaria, falencias de base en el campo biológico La formación universitaria de la psicología en Chile parte con el decreto del 20 de agosto de 1946, donde se aprueba el reglamento del Instituto Central de Psicología dependiente de la Facultad de Filosofía y Educación de la U. de Chile. Si bien esta disciplina o más bien dicho “lo psicológico” estuvo presente desde mucho antes en diferentes ámbitos de la educación universitaria, tanto nacional como regional, este acto oficial resulta ser pionero en el cono sur. Posteriormente, en la década de 1960, fue creado el Departamento de Psicología en la Universidad de Chile (Descouvières, 1999; Urzúa, Vera-Villarroel, Zúñiga, & Salas, 2015; Vera-Villaroel & Moyano, 2003). Lamentablemente, hoy en día la formación en las áreas biológicas que reciben los alumnos de pregrado en Chile (y Latinoamérica) resulta escasa o muy básica, con lo cual se aleja de uno de los lineamientos originales de su reglamentación, donde se señala que dentro de sus objetivos será promover las investigaciones psicobiológicas (Descouvières, 1999; Vera-Villaroel & Moyano, 2003). Por eso no es de extrañar que muchos psicólogos eviten el tema de lo biológico dentro de lo psicológico, quizás no sea por una pasividad consabida, sino más bien por una falencia en su formación dentro de la psicología. No podemos dejar de mencionar la atractiva influencia de la antipsiquiatria dentro de algunas escuelas de psicología, donde autores como Deleuze, Guattari, Basaglia, R.D. Laing, y en especial Thomas Szasz, cobran especial relevancia centrándose en un análisis crítico de los contextos sociohistóricos, así como los fundamentos lógicos, en los que se desarrolla y practica la psiquiatría (Szasz, 1994). Lo anterior atenta significativamente contra la posibilidad de considerar el tema de este texto como algo fácil de articular en las aulas, ya que para ello se debería desarrollar inicialmente un camino de formación que aborde las materias necesarias en el campo neurobiológico. Frente a esto, existen 152

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proposiciones de incluir estas materias añadidas al currículo ya existente como formación breve (DeLeon & Wiggins, 1996). Por otro lado, existen opiniones que consideran necesario que el psicólogo clínico consuma una parte importante de su formación orientado a estas materias, con lo cual podría descuidar otros aspectos fundamentales de su entrenamiento específico (DeNelsky, 1991, 1996). El informe elaborado por la “Task Force on Psychopharmacology” de la Asociación Americana de Psicología (APA) en 1992, revisado más recientemente por Lorion (1996), reconoce la conveniencia de desarrollar un programa de formación para los psicólogos clínicos que quieran prescribir, encaminándolos para el manejo de psicofármacos. Se proponen tres niveles para este entrenamiento, de una etapa de post licenciatura y post doctoral; un nivel de formación básica en psicofarmacología de tipo teórico, un segundo nivel de práctica en colaboración con el médico especialista y un tercer nivel incluiría la autorización restringida para la prescripción de psicofármacos de acuerdo con la legislación profesional y estatal desarrollada para tal efecto (Sanz, 1998). El informe señala además que es improbable conseguir un adecuado desarrollo de estas competencias en menos de dos años, con una dedicación de tiempo total. Hace hincapié, además, en considerar cuidadosamente los criterios de selección, focalizados en aquellos psicólogos con la base necesaria de conocimientos en ciencias neuroconductuales (Sanz, 1998). Aunque hay consenso en señalar que la formación en psicofarmacología debería realizarse a un nivel de post-graduado, un desafío en nuestro continente sería mejorar los planes de estudio en pregrado, dando más horas o créditos para la formación en biología o neurobiología. Esto facilitaría la incorporación en los planes formativos de especialización en psicología clínica para aquellos profesionales que aspirasen voluntariamente a obtener su certificación en prescripción en los lugares que asuman estas iniciativas (Sanz, 1998). De donde podemos obtener enseñanzas sobre este tema 153

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es en uno de los pocos estudios que muestra a los psicólogos prescribiendo exitosamente, de acuerdo a la percepción de colegas médicos y pacientes prescritos. No sólo los evalúan positivamente, sino que subrayan el trabajo experto y colaborativo al compartir experiencias y prácticas (Rae, Jensen-Doss, Bowden, Mendoza, & Banda, 2007). Es decir que, no solo los consideran competentes, sino también una fuente de información experta (Linda & McGrath, 2017). En comunicación personal con estos autores, sin embargo, en la actualidad no se ven avances o nuevas propuestas de acción, por el momento, en otros países europeos ligados a este tema. Conclusiones sobre una psicología proscrita Tanto la psicología clínica como la psiquiatría se enfrentan a la tarea de resolver las dificultades de los enfermos mentales y, por tanto, promover la salud mental es la respuesta a una demanda social cada vez más creciente. Las concepciones mentalistas, así como las organicistas de la función mental, han derivado en dos grandes enfoques de tratamiento: la psicoterapia y la farmacoterapia. La solución no debe suponer que una técnica terapéutica destierre a la otra o la haga proscrita de ciertos territorios de práctica y conocimiento. Debiera suponer, en cambio, que cada caso es particular y por tanto se debe abordar cada uno por separado ¿o en conjunto?, cuidando de no caer en un eclecticismo complaciente, sino más bien centrar la práctica en la honradez y en la colaboración profesional. No hay que olvidar que se trabaja con personas y no con objetos de estudios. Esto sobre todo cuando quedan muchas interrogantes acerca de la génesis de los trastornos mentales, desconociéndose de manera categórica las causas biológicas específicas para cualquiera de estos trastornos. Incluso se afirma que es un hecho no reconocido el que los psiquiatras son los únicos especialistas médicos que tratan trastornos que, por definición, no tienen causas o curaciones conocidas. 154

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En el campo de la formación profesional, la psicología no debería aceptarse cómodamente proscrita ya que se nutre de otras disciplinas para crecer, para transformarse, no se puede ni debe perder el aporte de quienes puedan pensar y actuar desde otros fundamentos. Sobre todo, en un mundo donde actualmente debe enfrentar casos clínicos relacionados con el uso de psicofármacos y polifarmacia en contextos educativos (Roberts, Floress, & Ellis, 2009), en trabajo con adultos y adultos mayores (Arnold, 2008) o en adicciones (Koechl, Unger, & Fischer, 2012). Si el psiquiatra puede hacer psicoterapia, luego de una determinada formación, ¿por qué no puede suceder lo mismo a la inversa? ¿Es acaso el psicólogo menos prolijo profesionalmente? ¿Es tan exclusivo un determinado cuerpo de conocimiento que se hace imposible a su práctica a quienes no lo dominan? Una argumentación de este tipo no se sostiene más que de suposiciones e imposiciones de poder, necesitamos construir más debate científico y menos una discusión ideológica sobre hacer proscrita una disciplina joven, en pleno crecimiento. Referencias bibliográficas Ardila, R. (2004). La psicología latinoamericana: el primer medio siglo. Interamerican Journal of Psychology, 38(2). Arnold, M. (2008). Polypharmacy and older adults: a role for psychology and psychologist. Professional Psychology: Research and Practice, 283-289. Barron, J. (1989). Prescription rights: pro and con. Should psychologist seek the same responsibilities as psychiatrists? The Psychoterapy Bulletin, 24, 22-24. Bateson, G. (1997). Espíritu y naturaleza. Buenos Aires: Editorial Amorrortu. DeLeon, P.H., & Wiggins, J.G. (1996). Prescription privileges for psychologists. American Psychologist, 51, 225-229. DeNelsky, G. (1991). Prescription privileges for psychology: the case 155

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CAPÍTULO 9 Acerca de los consumos problemáticos de sustancias: discursos, prevención e inclusión Laura Gersberg1 Equipo Argentino de Toxicomanías Antes de curar a alguien, pregúntale si está dispuesto a renunciar a las cosas que lo enfermaron. Hipócrates

Hace muchos años que “los especialistas” dan recomendaciones acerca del qué y cómo con el uso problemático de sustancias. Como señalan las investigadoras Sandra Lauritti y Carina Villamayor en su trabajo De las adicciones a los consumos problemáticos (2018): venimos observando (en el campo de la capacitación en la temática de las toxicomanías) el modo en que los diversos discursos y representaciones sociales acerca del consumo problemático de las sustancias psicoactivas sesgan, dificultan e incluso imposibilitan la adquisición de nuevos conocimientos creando, a su vez, estereotipos, que condicionan y determinan el modo de abordarlos… La temática del consumo problemático es el resultado de una construcción socio histórica, y resulta entonces necesario pensarla y analizarla en la época y el contexto en la que emerge… Pensamos que solamente a partir de la desnaturalización y deconstrucción de los discur1. Psicóloga, Licenciada en Psicología por la Universidad de Buenos Aires, Argentina; Maestría en Gestión Social y Gerenciamiento Público, Universidad del Salvador, Argentina. Directora General del Equipo Argentino de Toxicomanías. Miembro Honorario del Consejo Consultivo sobre Drogas de la ciudad de Querétaro, México. Miembro del Dispositivo Pavlovsky y del Grupo de Investigación Permanente en Consumos Contemporáneos. Correspondencia dirigirla a: [email protected] 159

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sos y representaciones que atraviesan esta problemática se hace posible una ética y un abordaje integral acorde al paradigma de los derechos vigente en Argentina. (pp. 87-88)

Definamos entonces a qué llamamos uso problemático de drogas. En Argentina, a partir de la Ley Nacional de Salud Mental y Adicciones en 2010, la 26.934, muy resistida y con grandes dificultades para su operativización, en el Plan para el Abordaje de los Consumos Problemáticos, Capítulo 1, Artículo 2 señala que: Se entiende por consumos problemáticos, aquellos consumos que –mediando o no sustancia alguna– afectan negativamente, en forma crónica, la salud física y psíquica de sujeto y/o relaciones sociales. Los consumos problemáticos pueden manifestarse como adicciones o abuso de alcohol, tabaco, drogas psicotrópicas –legales o ilegales– o producidos por ciertas conductas compulsivas de los sujetos hacia el juego, las nuevas tecnologías, la alimentación, las compras, o cualquier otro consumo que sea diagnosticado compulsivo por un profesional de la salud.

Repasemos un poco algunas afirmaciones, corroboremos su veracidad, en la realidad de la práctica diaria con los afectados, sus familias y contextos. Problematicemos algunas ideas que se reiteran producto de una cierta forma de incrustación en nuestros discursos acerca de uno de los peores males de nuestra época. Pocos temas, como el del uso problemático de sustancias están tan lleno de slogans apasionados que generan divisorias de aguas en las miradas, prácticas, profesionales e instituciones, y cuyo impacto en las políticas públicas, aquello que concierne cotidiana y directamente y más allá de lo que se considere, a los usuarios y sus familias, parece menospreciarse. Por ejemplo y sólo para empezar, una de las estrategias de mayor difusión y menor evidencia comprobable, son los discursos preventivos anunciados pomposamente por todos los funcionarios políticos, como el eje de una política de Estado 160

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centrado en el individuo. Cualquiera reconoce este enunciado, pero ¿es cierto? La realidad nos demuestra todo lo contrario. Los intentos de adecuar o adaptar las conductas humanas a través de la prohibición o punición, lisa y llanamente fracasan. Entre otras cosas porque la subjetividad humana no se constituye por la vía de lo adaptativo, ni resuelven las tensiones por la vía de encontrar un objeto preestablecido para saciar una necesidad, como es el caso del orden biológico (instinto). Los caminos del deseo en el ser humano encuentran múltiples posibilidades para su realización y de modos muy singulares. Lo que determina que una conducta se vuelva adictiva no está dado por el objeto en sí (la sustancia en este caso) sino por la relación que el sujeto (la persona) establece con un objeto determinado, el modo en cómo se relaciona, vale decir, el trato que le da o el lugar que éste ocupa. Sabemos que algunas sustancias tienen un poder adictivo mayor que otras, claro está, pero esto en sí, no explica nada. La adicción es un modo de relación específica que los sujetos establecen con las sustancias –en el caso que nos ocupa– que se caracteriza por las formas compulsivas y una dificultad para limitarlas. Pero no es la única. En otros casos es posible ver en el consumo un modo de búsqueda de placer, libertad y recreación, sin por ello volverse problemático o un motivo por el cual el sujeto se vea obligado a tener que renunciar. Datos de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC, en sus siglas en inglés), demuestran que la mayoría de la población que consume sustancias prohibidas no desarrolla un consumo problemático de las mismas. Tan sólo un 11% de la población usuaria, lo que representa 30,5 millones de personas a nivel global entre un universo estimado en 275 millones de personas entre 15 a 64 años que consumen sustancias al menos una vez por año (UNODC, 2018). Entonces, y desde mi perspectiva, hay consumos que no son problemáticos y personas que nunca se convierten en usuarios problemáticos de sustancias. Siguiendo las estadísticas 161

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y la información epidemiológica disponible, considero que cada adicción, cuando efectivamente lo es, es un punto de llegada, el fin de un largo y complejo proceso extendido en el tiempo. El inicio de este exitoso recorrido se ubica en el logro de la falla de la construcción de un sujeto (Prochaska & Velicer, 1997). Una primera noción recurrente es la de conflicto en las diversas áreas de la vida de una persona que usa sustancias, la cual nos remite a la de síntoma. Entiendo el conflicto como una cuestión de intereses en pugna, y al síntoma como el resultado de la negociación, una peculiar forma de consenso. El conflicto psíquico se manifiesta en el dolor de vivir, y las sustancias, son apaciguadores efímeros, exigentes y a la larga ineficaces. Algunas de las motivaciones iniciales, a las que se pueden agregar muchísimas otras (entendiendo que las sustancias son inertes y no piden ser usadas), están en las personas que por múltiples y personalísimas razones nos acercamos a ellas y lo problemático se ubica en las relaciones que establecemos con ellas, el lugar que ocupan en nuestra vida, el para qué. Decía entonces acerca de algunos para qué: la atenuación de un dolor físico, la búsqueda de una ensoñación pasajera como forma de romper la monotonía de una existencia displacentera, como antidepresivo, anti-inhibitorio, como una forma de encontrar placer, entre otras tantas. La respuesta que demos a estos para qué, la forma en que lo hagamos define nuestra posición profesional en relación a una problemática de alto impacto social, multiproblemática e hiperconflictiva, y a una cuestión que suele ser la causa del fracaso de las intervenciones: la suma de prejuicios que los profesionales que trabajamos en esta área cargamos y pocas veces interrogamos. ¿Qué pensamos los efectores de salud de los consumos y los consumidores de sustancias? ¿puede haber consumos no problemáticos? ¿es el prohibicionismo la mejor política? ¿la estrategia belicista qué nos demuestra? Vuelvo a la referencia de Hipócrates, con que inicia este capítulo, un poco más antigua y sabia. El uso compulsivo de sustancias en algunos sujetos enferma, muchísimas más veces de 162

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la que quisiéramos, invalida o mata, ahora, es parte del trabajo clínico, para mí imprescindible para el inicio de cualquier proceso terapéutico, que ese sujeto usuario problemático de sustancia tenga conciencia de su situación y de su enfermedad, cuando lo es. También es responsabilidad de los profesionales tratantes no confundir condiciones de admisión con criterio de alta, esto significa entender que pedirle a un consumidor de sustancias que las deje para iniciar un tratamiento es inútil, si pudiera hacerlo, no pediría ayuda. Parece ilógico y confuso: en este punto los pacientes parecen estar más claros que “los especialistas”. Esto lleva tiempo de entrevistas, de construir un vínculo empático y confiable que permita a una persona salir de un estado pre contemplativo que implica que la persona todavía no ha considerado que tenga un problema o que necesite introducir un cambio en su vida. En consecuencia, no suelen acudir por cuenta propia a terapia (Prochaska & Velicer, 1997), y acompañarlo a tomar una decisión a consciencia: la necesidad de un cambio, sabiendo que será un camino arduo, doloroso y prolongado. Es un desafío que generará la adherencia inicial para salir del laberinto de contradicciones en la que los usuarios problemáticos de sustancias se encuentran y padecen. Se trata de un sujeto libre de drogas no de deseos, de alguien que resuelve cambiar un estilo de vida y que esto lo enfrenta con un fracaso, y ahí tenemos uno de los problemas centrales y paradójicos, nadie renuncia tan fácilmente a aquello que cree que lo calma, satisface, lo hace feliz, querible, deseado, deseable, poderoso y afrontarlo con todo el esfuerzo que implica. Acerca de los discursos sobre el uso problemático de sustancias: prevención y políticas públicas En general, los artículos y diseños de políticas públicas acerca de prevención, recomiendan a los eventuales lectores “consejos para detectar si un hijo se droga”, “trabajo en los territorios arrasados” (arrasados por efecto de políticas públicas que generan el caldo de cultivo necesario) “capacitaciones para padres y 163

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maestros”, etc. Algunos un poco más pretenciosos intentan dar una explicación de las causales del flagelo que, como bien dicen, es un problema global. Incluso arriesgan alguna hipótesis sobre geopolítica del narcotráfico y sociología de las consecuencias de la posmodernidad, globalización, desaparición del rol del Estado y desorganización familiar. Todos tienen parte de la verdad, todos aparecen muy preocupados, y verdaderamente lo están, pero no estoy segura que lo estén por las razones que describen. Si así fuera se implementarían soluciones menos literarias, concretamente destino de recursos, atención a cargo de profesionales especializados, presupuestos acordes a “la preocupación”, verdadera lucha contra el narcotráfico: la regulación del mercado, posiblemente considerando los reportes internacionales acerca de drogas y delito: la regulación, gestión de riesgos daños, políticas visibles a la comunidad de reconstrucción del entramado social. Sería muy útil que los funcionarios y sus asesores dejaran de apostar a intervenciones moralizantes y probadamente ineficaces, sólo por citar un caso, en México hay más muertos por la “guerra contra las drogas” que por el abuso de las sustancias. En definitiva, respuestas creíbles y eficaces. Especialmente en tiempos de elecciones, la prevención es un caballo de batalla o de Troya de toda campaña, debido a que las agencias que sondean las preocupaciones de los ciudadanos así lo indican, especialmente ligado al tema de la inseguridad. Todas coinciden en incluir los siguientes ítems: - Desocupación - Falta de límites - Violencia familiar - Trastornos escolares - Falta de incentivos - Efectos publicitarios del alcohol - Drogadictos violentos - Falta de modelos - Caída de valores 164

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- Corrupción policial - Descrédito de los políticos Esto no es del todo errado, más bien hay bastante de realidad, lo que está ausente es que alguien crea que los que deben hacer, lo hagan. Prevención es no llegar a decir todo esto, es hacer que la dignidad del padre de familia no se pierda, que el maestro pueda trabajar estimulado por las actividades de su carrera y no preocupado por el presupuesto o las condiciones edilicias de su ámbito laboral. Prevención es también una decisión política Como profesional podría decir: un joven que altera su rutina, cambia sus horarios, grupo de amigos, modifica su carácter, hábitos deportivos y familiares, etc., está atravesando un cambio, que podría implicar una adicción o no. Es el momento de hablar y no esperar ingenuamente enterarse por terceros, ya sea la policía, un juez o un médico generalmente quien nos informe que nuestro hijo está involucrado con drogas. Pensar que nuestra familia y no sólo un miembro de ella tiene un problema de drogas es un acto duro, doloroso, amargo en el cuál las culpas se diseminan erráticamente, las internas se agudizan y lo que siempre estuvo latente se hace visible crudamente. Aparecen las soluciones voluntaristas, las vigilias y seguimientos, el corte de salidas, las escapadas, la falta de objetos en la casa y finalmente (y bastante tiempo después) la aceptación del fracaso y el pedido de ayuda del no afectado directamente. Esta secuencia es prácticamente habitual, y las respuestas ya no tienen tanto que ver con la prevención como con la asistencia. Pensar la prevención es o debería ser, sensibilizarnos ante una verdad sin desesperación y con herramientas idóneas, de poco sirven estrategias discursivas sin correlato ejecutivo. El objetivo es volver sobre ciertas cuestiones de vieja data que actualmente, son semantizadas de acuerdo a los nue165

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vos contextos, discursos y escenarios. El pensar explicaciones esencialmente humanas para los fenómenos colectivos, no es ajeno a estas circunstancias y revela amargamente en este turbulento fin de ciclo, el retorno a las vastamente conocidas conflictivas que las nuevas tecnologías ideológicas y modelos mentales no alcanzaron a resolver (Gersberg, 1999). Se trata de abordar la brutal expansión, que en estos últimos años ha cobrado una visibilidad notable debido al fracaso de las gestiones tendientes a contener a grupos poblacionales altamente estigmatizados entre ellos, los jóvenes marginales y consumidores problemáticos, cuya situación no ha variado al menos en las cuatro últimas décadas. Aquellos para los cuales la agenda mundial no prevé una habilitación e inserción en el ámbito de los intercambios sociales, aquellos para los cuales ya no hay un lugar en el mundo. Y frente a esta situación la reacción de autoconservación puede imaginarse y ya sucede, está lejana de ser pacífica. La pobreza, las necesidades básicas insatisfechas en todos los órdenes, la desocupación, la pérdida de la dignidad y la falta de espacio social y ambiental, minan los mecanismos de conductas racionales tanto en los no incluidos como en aquellos llamados a conducir este proceso, cuyo perfil dilemático, promueve acciones previsiblemente desesperadas. Quiero dejar aclarado que no es ni remotamente mi propósito, establecer alguna forma de taxonomía lombrosiana con aroma a chucrut. Decía, entonces que en los últimos cuarenta años se han escrito infinidad de libros y artículos sobre la marginalidad. Los diagnósticos se presentaron en términos de exclusión social, la cual progresivamente, iba degradando la vida de un número cada vez mayor de individuos. La desintegración del aparato productivo con su correlativa alza en las tasas de desocupación, sigue siendo el caldo de cultivo que alimentan estas hipótesis. Sin embargo, la marginalidad es un concepto paradójico. El contacto con los llamados “chicos de la calle” plantea la cuestión de la marginalidad como un imperativo que altera los tiempos lógicos: la exclusión está en el origen 166

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(Gersberg, 1999). De lo que se trata es de la imposibilidad de acceso como premisa. El problema es la inclusión Los hijos de los excluidos son los no incluidos de hoy. Cuarenta años después cientos de miles de adolescentes, que no tuvieron el privilegio de pertenecer, sólo obtienen su status legal a través de un delito que los legitima. Solos en la madrugada pierden su condición de N.N. en una comisaría. A esa hora el registro civil está cerrado. Para muchos, la existencia social es el resultado de un operativo policial. El ingreso en “La Tumba” (Instituto de Menores en el argot de este conglomerado social) sostiene burocráticamente la inscripción y la pesadez insoportable de ser ahí y sin zapatos de goma. De ahí en más, un universo de restricciones se abre. La ley de la calle como la supervivencia del más apto, procesa la selección. La imposibilidad de retorno a lo pre-social informa de la naturaleza de una cultura. Pero todo esto no afecta solo a los “chicos de la calle”, o a los “chicos en la calle”, sino que se extiende a todo tipo de familias y grupos socioeconómicos de la población. Aquí no hay discriminación alguna, cualquiera puede ser tal vez un grupo familiar con un problema de drogas. Muchas preguntas flotan, mientras masas de jóvenes se ahogan en las incertidumbres intelectuales de los decisores. En la Argentina y en el mundo. Luces y sombras definen un paisaje conocido en Occidente, pero los contrastes se exageran, aquí, por dos razones: nuestra marginalidad respecto al primer mundo (en consecuencia, muchos procesos cuyos centros de iniciativa están en otra parte) y la encallecida indiferencia con que el Estado entrega al mercado los distintos niveles de gestión social, sin plantearse una política como contrapeso. Como en otras naciones de América, la Argentina vive el clima de una Nación fracturada y empobrecida. Hoy, las identidades atraviesan procesos de balcanización; viven en un 167

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presente desestabilizado por la desaparición de las certidumbres tradicionales y por la erosión de la memoria; comprueban la quiebra de normas aceptadas, cuya debilidad subraya el vacío de valores y propósitos comunes. La solidaridad de la aldea fue estrecha y, muchas veces, egoísta, violenta, sexista, despiadada con los que eran diferentes. Esa trama de vínculos cara a cara, donde principios de cohesión pre modernos fundaban comunidades fuertes, se ha desgarrado para siempre. Las viejas estrategias ya no pueden soldar los bordes de las nuevas diferencias. Si en el pasado, la pertenencia a una cultura aseguraba bienes simbólicos que constituían la base de identidades fuertes, hoy la exclusión del consumo vuelve inseguras todas las identidades La disociación de la economía y la cultura conduce o bien a la reducción del actor a la lógica de la economía globalizada, lo que corresponde al triunfo de la cultura global o bien a la reconstrucción de identidades no sociales, fundadas sobre pertenencias culturales y ya no sobre roles sociales. Cuanto más difícil resulta definirse como ciudadano o trabajador en esta sociedad globalizada, más tentador es hacerlo por la etnia, la religión, o las creencias, el género o las costumbres, definidos como comunidades culturales. Se busca así una identidad cultural a partir de comunidades que detentan rasgos comunes. Llegamos así a preguntarnos por la identidad individual y social. ¿Qué es lo verdaderamente contemporáneo en los vínculos que se entablan entre la identidad propia y la sociedad? Los cambios en la organización social que ocurrieron en décadas recientes parecen ser inabarcables. La globalización, los sistemas de comunicación transnacional, las nuevas tecnologías de la información, la industrialización de la guerra, el consumismo internacional: los procesos de desterritorialización en general, nos interrogan acerca de cuáles son las relaciones entre los cambios en el nivel de las instituciones sociales y la vida cotidiana y cómo afectan los procesos sociales las instancias personales. El entrecruzamiento entre lo individual y lo institucional, puesto en actos. 168

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Más allá de cualquier comprobación basada en el marketing de los discursos sociológicos en boga, los conflictos que afectan a los seres humanos se nos presentan imperecederos. Es cierto que los modelos promovidos como paradigmas del éxito social generar la banalización de la existencia, un radical vaciamiento de sentido, y la estrategia para asegurar la supervivencia impone como condición el redoblamiento de la alienación de la identidad. En el caso que más conozco, los jóvenes marginales y adictos, podríamos decir parafraseando al grupo Hermética, que son víctimas del vaciamiento. A la vez, los adictos encarnan un vacío, vacío de ilusiones, de proyectos, de palabras. Como en una particular forma de afasia, el adicto gesticula su desesperación, forzando sus palabras atragantadas hasta el borde del silencio absoluto. Lo que quiero dejar claro es que hay una generación que está excluida y fuera de agenda en Lima, Boston, Merlo, Fuerte Apache, Ruanda, Sarajevo, Kosovo, San Isidro, Berlín o Budapest. No sólo no se trata de una cuestión menor, es también un destino trágico, desde cualquier perspectiva que se pretenda analizar. El principio del exterminio no es la muerte, es la indiferencia estadística Sostengo que los jóvenes de hoy –demográficamente se encuentran en estado de completa virtualidad– ni siquiera cuentan con un anclaje para ser incluidos en alguna estadística no estigmatizante, sólo son visibles públicamente a través de actos defensivos de transgresión con el objeto demostrar que existen, que son, aún fuera de los modelos socioeconómicos para los cuales son tan sólo un grupo para el cual se diseñan políticas de control social, para tranquilizar las conciencias de los funcionarios políticamente correctos y acallar los temores de los que sí han logrado pertenecer a la sociedad que prioriza desesperadamente lo arduamente obtenido. No logro percibir acciones al menos paliativas del sufrimiento de enormes grupos sociales cruelmente expuestos 169

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a planes que distan de valorar el perfil humano en juego. Más bien lo que impresiona es una profundización del desamparo y abandono de millones de seres que perecerán irremediablemente victimizados por la falta de oportunidades, la inequidad, y el escaso interés en su supervivencia debido a que son funcionalmente innecesarios, no hacen falta, sobran. Quisiera, honestamente, ser prospectivamente menos escéptica y creer verdaderamente que es posible salir, como diría Borges, de la terca neblina en que parecen deambular los así llamados gestores sociales. Quisiera creer aquello de Heidegger de que el sujeto se rescata como proyecto, no es sólo parte de una retórica oportunista. La caída en el tiempo, el tan rimbombantemente anunciado fin de la historia, la ingenua creencia de la muerte de las ideologías y el imposible ideal de la objetividad en las ciencias sociales, son la muestra más inobjetable de un presente despiadado y el preámbulo de una muerte anunciada. En las actuales contingencias, el holocausto de una generación más allá de la enunciación ininterrumpida de propuestas moralmente irreprochables, suena considerando la realidad de los posibles escenarios, por lo menos un acto de cinismo. Sin reparar en la recuperación de las utopías, de los valores dignificantes de las personas, de la potencia creadora de las comunidades, el no future, será el cadalso en que una vez más, otra generación será inmolada. Referencias bibliográficas Gersberg, L. (2018). La construcción del adicto y el fracaso de los tratamientos tradicionales. En L. Gersberg (Comp.), De las adicciones a los consumos problemáticos. Clínica de las adicciones, mitos y prejuicios acerca del consumo de sustancias: intervenciones, abordajes, proyectos y dispositivos. Buenos Aires: Editorial Noveduc. Gersberg, L. (1999). Prevención de las toxicomanías. Revista Acheronta, 10. Lauritti, S., & Villamayor, C. (2018). De las adicciones a los consu170

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CAPÍTULO 10 Resiliencia: una mirada sobre los recursos personales y del entorno frente al consumo de drogas Eugenio Saavedra Guajardo1 Ana Castro Ríos2 Universidad Católica del Maule Desarrollo del concepto de resiliencia En la historia reciente del concepto de resiliencia, encontramos dos épocas diferentes en su estudio y conceptualización, a saber, un primer momento en el cual se analizan los factores individuales que actúan como protectores del sujeto, para afrontar las circunstancias de adversidad y un segundo momento en donde se va reconociendo la influencia del ambiente, sobre la conducta del sujeto. De este modo se estudian los factores de protección que rodean al sujeto y que a la postre van modulando los efectos del obstáculo vivido. Dicho de otro modo, estos dos momentos se diferencian en un énfasis por las características personales, cuestión que será preponderante hasta mediados de la década del ’90 y un mayor énfasis por la interacción con el medio a partir de ese momento. Se transita entonces desde el estudio de lo personal, hacia el estudio de lo relacional. Desde los estudios longitudinales propuestos por Rut1. Psicólogo, PUC. Magíster en Investigación, Universidad Academia del Humanismo Cristiano. Doctor en Educación, Universidad de Valladolid, España. Terapeuta Cognitivo Procesal Sistémico. Académico Titular e Investigador, Universidad Católica del Maule. Correspondencia dirigirla a: [email protected] 2. Trabajadora Social, PUC. Magíster en Educación para el Trabajo Social, The Catholic University of America. Doctora en el Estudio de las Sociedades Latinoamericanas, mención Sociología. Académica Titular e Investigadora de la Universidad Católica del Maule. Correspondencia dirigirla a: [email protected] 173

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ter (1991), se aprecia que hay un camino desarrollado desde considerar a los sujetos resistentes o “invulnerables” hasta considerar a dichos sujetos como “resilientes” apartándose del concepto de invulnerables, ya que no sólo aquello es imposible, sino que además hace alusión a una característica intrínseca de los sujetos. En tanto cuando hablamos de resiliencia, nos referimos a una característica susceptible de promoción y estimulación desde el medio que rodea a la persona. Entonces la Resiliencia intenta describir a niños, jóvenes y adultos que son capaces de sobrevivir y superar las adversidades presentes en sus ambientes de pobreza, violencia o de catástrofes naturales (Luthar & Otros, 2000). A lo largo de la historia de este concepto podemos distinguir grupos de definiciones, que las podríamos categorizar como: - Aquellas que ven la resiliencia como adaptación. - Aquellas que la consideran una capacidad o habilidad. - Aquellas que la consideran como un resultado de la interacción entre factores internos y externos. - Aquellas que definen la resiliencia tanto como adaptación como también con elementos de proceso. En el primer grupo distinguimos definiciones que hacen alusión a factores de riesgo biológicos, a los cuales el sujeto se enfrenta efectivamente, logrando una supervivencia satisfactoria. En el segundo grupo podemos alojar aquellas definiciones que señalan que la resiliencia es una capacidad humana universal (Grotberg, 1995) para enfrentar adversidades, superarlas y transformarse a partir de ellas. En este mismo grupo de definiciones, Vanistendael (1994) diferencia dos componentes: uno de resistencia a la destrucción y otro en donde el sujeto construye conductas positivas logrando una integración social aceptable. El tercer grupo hace referencia a la combinación de elementos internos y externos que hacen viable el desarrollo del sujeto y que integran en primer lugar el suceso traumático o 174

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situación de adversidad, la adaptación positiva de la persona y la interacción con elementos emocionales, cognitivos y socioculturales (Luthar & Cushing, 1999). Finalmente, el cuarto grupo propone que la resiliencia puede ser entendida como un proceso, tanto intrapsiquico como un proceso social (Rutter, 1992). Años más tarde Suárez (1995) definirá la resiliencia como un proceso que combina factores personales y sociales, para enfrentar y superar los problemas cotidianos. Por otro lado, podemos distinguir una generación de investigadores, trabajando desde los años ’70 en adelante, cuya finalidad era describir factores tanto protectores como de riesgo, que intervenían en el surgimiento de una adaptación positiva (Kaplan, 1999). Estos factores ayudarían o dificultarían a la aparición de conductas resilientes, que en el caso de los factores protectores de alguna manera amortiguarían los efectos de situaciones adversas o incluso revertiría la situación misma (Garmezy & Masten, 1994). El segundo grupo de investigadores amplían la concepción de resiliencia agregando los elementos de proceso interactivo dinámico y buscan formas para la promoción de la resiliencia. En esta misma dirección, a mediados de la década del 90 en adelante, estos investigadores se abren a los conceptos de resiliencia familiar, grupal y comunitaria, dejando de lado la definición de resiliencia como una característica solamente individual (Luthar & Cushing, 1999; Masten, 2001). En este sentido, hoy se concibe a la persona en interacción con un medio que la rodea, que la influye y que está en un constante intercambio de estímulos y significados (Saavedra, 2011). De este modo los elementos en constante interacción van desde los estilos vinculares construidos, hasta la relación existente con los elementos sociales que se encuentran en el entorno de la persona. Al integrar a la comprensión de la resiliencia el elemento social, se nos abre la posibilidad de intencionar nuestras intervenciones y abocarnos a modelos de promoción y potenciar 175

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los recursos de los sujetos. Para Grotberg (1999) un elemento central en la comprensión del concepto es el apego, entendido como una aceptación incondicional de otra persona y que desarrolla fortaleza intrapsíquica y provee de una base sólida para el desarrollo de la personalidad. Es decir que a través de la interacción con un otro significativo, logramos construir conductas resilientes (Cyrulnik, 2001). Este “otro significativo” se caracteriza por: estar en presencia de la persona, desarrollar amor incondicional, reconocimiento y confirmación de los logros, creatividad, iniciativa, humor y una fuerte capacidad para asimilar nuevas experiencias y sacar aprendizaje de ellas. Cuando analizamos los elementos psicológicos a la base de la resiliencia, no podemos dejar de lado el concepto del funcionamiento de la mente, que actualmente considera la relación de ésta con el cuerpo y la interacción con el mundo que la rodea. Al respecto, Maturana y Varela (1984) ya consideraban la importancia de la interacción a través del lenguaje y nos señalaban que vivimos en el conversar. Por su parte, Clark (1999) nos señala que el cerebro humano supera su condición biológica al interactuar con el mundo, recibiendo la influencia que lo transforma en un elemento social. En esta misma línea podemos observar que la orientación que recibe un niño por parte de un adulto, ayudará a extender su aprendizaje generando “zonas de desarrollo proximal” más amplias (Vygotsky, 1978). Más tarde Bruner (1996) sostendrá que resulta imposible desarrollar el lenguaje, sin la presencia de un otro que estimule y signifique la relación. En esta misma línea se sitúa la resiliencia, en donde será imposible que se desarrolle en solitario y que necesita del otro significativo. La aparición de esta persona significativa, despertará en el niño el desarrollo de sus capacidades internas y sus recursos propios. Al distinguir las características de sujetos con conductas resilientes, se han podido diferenciar: tener un acercamiento activo hacia los problemas, lograr obtener atención de los otros, tener una visión optimista de sí mismo y de las situaciones, encontrar significado a las experiencia, 176

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capacidad de atención a los sucesos internos y externos, capacidad de autonomía sin aislamiento, comprensión de la realidad, aceptación de la situación adversa sin negarla, construir una vida con significado y ser generativo en dar respuestas alternativas. Luthar (2006) agrega algunas otras características de personalidad: buen nivel intelectual, temperamento fácil, control interno, autoestima positiva consistente, sentimiento de auto eficacia, capacidad de afrontamiento de los problemas, gestión de la autonomía personal, desarrollar la toma de decisiones y generar proyectos realistas en la vida. Siguiendo con el análisis anterior, varios autores de la resiliencia, han destacado el papel del temperamento en el desarrollo de esta característica. Señalan que el temperamento es el conjunto de elementos biológicos, que junto con los elementos psicológicos forman la personalidad (Bouvier, 2003), afirmando que habrían tres perfiles de temperamentos en los niños: aquello niños(as) fáciles, que afrontan con agrado los desafíos, aquellos que muestran una cierta lentitud para enfrentar la situación siendo más bien evitativos y aquellos poco adaptables que sobre reaccionan frente a la situación emergente (Chess & Tomas, 1990). Respecto a este concepto, diremos que los niños(as) resilientes, demuestran un temperamento fácil y tranquilo, en tanto aquellos más difíciles suelen presentar dificultades en la adaptación emocional (Bouvier, 2003). En esta misma dirección y estando de acuerdo que las relaciones de apego seguro facilitarán la generación de conductas resilientes, debemos ampliar este concepto circunscrito a la relación madre-hijo, abriéndonos a la posibilidad que otros actores relevantes participen de esta relación, sean familiares o no, pero que establezcan una relación positiva intensa y de incondicionalidad hacia el niño(a). Finalmente, en este apartado debemos hacer una última precisión, en torno a que la generación de una conducta resiliente no es producto de estar solo en presencia de situaciones traumáticas, sino que hay adversidades cotidianas, menos 177

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visibles, pero que van debilitando a la persona y la mantienen en estados de permanente riesgo, teniendo que enfrentar diariamente dichas dificultades (Vanistendael, 2003). Por otro lado, debemos tener en cuenta que, cada persona define lo que es un problema y que no existen dificultades objetivas, sino que cada sujeto elaborará dicha significación (Saavedra, 2011) y que cada cultura construirá sus estrategias para enfrentar los problemas, de acuerdo a los significados desarrollados en dichos grupos. Resiliencia familiar Por último, y dada la relevancia que han cobrado los temas de familias, vinculados a movimientos sociales feministas, investigaciones sobre sus transformaciones y temas más cotidianos (lamentablemente) como maltrato, abusos sexuales, negligencia de los cuidados de sus miembros, por nombrar algunos; nos detendremos el ámbito de la resiliencia familiar. Delange (2010) nos señala que la resiliencia es un concepto intersubjetivo y en especial en el plano de trabajos con familias, se comprende solo si se lo sitúa en la conjunción entre lo intra e interpersonal y en los vínculos significativos con el entorno. Asumiendo esa complejidad, optaremos por entender, a diferencia de lo que desarrolla el autor, que la respuesta resiliente familiar no solo estará vinculada al trauma, sino que estándolo indisolublemente, también comprenderá las adversidades cotidianas que las familias enfrentan y van generando dolor y agudización de situaciones negativas. La resiliencia familiar hará referencia a la capacidad de encontrar recursos, de perseverar en desplegar las acciones más apropiadas a las dificultades que se enfrentan. Y siguiendo esa línea, que tiene sus raíces en los enfoques de terapias familiares sistémicas (Delange, 2010), los recursos asociados que se presentan son: patrones positivos de la comunicación familiar, compromiso de la unidad familiar, actitud positiva 178

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de sus miembros hacia las nuevas experiencias y desafíos, actitud demostrativa de apoyos emocionales, complicidad y pertenencia grupal, habilidades para resolver problemas, pasar tiempo juntos y la búsqueda de sentido (Ahlert & Greeff, 2012; Greeff & Nolting, 2013; Walsh, 1998). Los recursos colectivos que las familias pondrán en marcha, le permitirán sostener y ayudar a uno a varios miembros, para trabajar en la búsqueda de soluciones de las situaciones que los aquejan. Esto no significa que la familia sea excepcional o especial respecto de otras, sino que está dispuesta a integrar las experiencias dolorosas vividas y generar respuestas más eficaces, que reorganicen a sus miembros para el enfrentamiento de estas. Siendo la resiliencia un proceso dinámico y no una condición siempre presente, tanto en las personas como en las familias, estas últimas, siempre deberán estar atentas a movilizar sus recursos para enfrentar las tensiones que el medio externo y sus propias relaciones provoquen. Delange (2010) señala que no existirá un único camino para que las familias desarrollen resiliciencia, sino que las vías son múltiples y dependerán de las características que las propias familias presenten, de su estructura de funcionamiento, de la cultura a la que pertenecen y de la propia situación que enfrentan. Aquí la flexibilidad de sus miembros y el espíritu colectivo también flexible, será uno de los elementos centrales a la hora de desarrollar la resiliencia familiar. Además de la flexibilidad, también el contar con redes (Castro, Saavedra, & Saavedra, 2010) es un componente que permitirá a las familias, sentirse acompañados en las dificultades que enfrentan y por sobre todo, encontrar colaboración en sus posibles soluciones; el aislamiento es el principal obstáculo para desarrollar resiliencia. Sumando condiciones o procesos que permitirían desarrollar resiliencia en las familias, podemos señalar, también basándonos en Delange (2010): a) La creencia desarrollada en la familia: “a pesar de 179

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todo se puede salir adelante”. Este convencimiento como grupo o colectivo familiar, será de gran importancia al momento de enfrentar una situación traumática o una situación que se ha vuelto aguda y negativa para sus miembros. b) La posibilidad de tener cierto dominio de la situación: acción y control. Esto implicará que la evaluación del grupo familiar de la situación enfrentada es acotada, dolorosa, pero no invalidante para ser intervenida. c) Continuidad de la funcionalidad familiar: roles tareas, normas. A pesar de la situación, la dinámica familiar puede continuar; posiblemente, no con la misma energía y disposición de todos sus miembros, pero funcional al día a día. d) Recuperación de cierta seguridad: interna y externa. Evaluar en el corto plazo, que los intentos de recuperación, aunque sean lentos, están dando resultados; ya sea en las interrelaciones, así como en los sistemas cercanos, que implican ayuda o colaboración (mesosistemas). Lograr identificarse como parte de una comunidad mayor. e) Ética relacional: la preocupación de cuidar al otro. Este aspecto guarda relación con lo denominado incondicional, en las relaciones de afectividad en las familias. Reconocer en los otros que, a pesar de las condiciones y posibilidades materiales, físicas y culturales, pueden estar atentos entre sí. f) La dimensión espiritual existente en la familia. Esto obedece a los sistemas de creencias que la familia desarrolle para comprender y dar sentido a su mundo, a su sistema de vida. g) Construcción de una historia válida de que lo acontecido, les posibilite a volver a encontrar sentido de futuro. Aprender a resignificar las experiencias vividas. En este sentido, recalcar que la perspectiva resiliente se centra en mirar las posibilidades, las potencialidades de las personas, las familias, los colectivos, las comunidades y no los déficits. Esto es de suma importancia para quienes trabajen profesionalmente con esta mirada. En todo espacio con caren180

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cias, o dificultades, siempre existirá una capacidad para desarrollar o potenciar. El consumo en los jóvenes desde la mirada de la resiliencia Claramente el consumo excesivo de sustancias cumple un rol en los jóvenes. Dicho rol viene a llenar algunos vacíos en los sujetos que principalmente tienen que ver con el ámbito afectivo, entre otros, la autoestima, la expresión emocional, el manejo de sentimientos, la empatía, el autocontrol, manejo del stress, la capacidad de gozar las experiencia, las habilidades sociales y la proyección al futuro. Del mismo modo, el dar sentido a la vida es otro de los pilares para construir resiliencia, apoyándose en redes internas y externas a la familia. En este sentido el sentirse parte de un colectivo, fortalecerá al joven y reflejará en él, el concepto de estar acompañado, ya que la soledad es un gran debilitador de nuestra capacidad resiliente (Saavedra, 2018). En esta dirección nuestra intervención fomentando resiliencia deberá estar encaminada a fortalecer la imagen de sí mismo, destacando sus cualidades, sin centrarse tanto en las debilidades. Lo anterior rompe la tradición de fijarnos en los déficits del sujeto, en lo que se distancia de lo “normal”, en lo desviado, y nos lleva a una vereda donde ponemos la atención en los aciertos del sujeto. Con ello evitamos el refuerzo involuntario que generamos de las respuestas negativas, al concentrarnos en ellas. Será vital el que la persona vaya reconociendo sus propios recursos y reforcemos aquello (Vanistendael, 2003). La opción por mirar los aciertos de los jóvenes, por sobre sus déficit, devuelve al sujeto la sensación de logro y mejora su imagen. Por el contrario, al fijarnos en sus déficits, reforzamos la idea de estar al margen de lo social y la imagen negativa. A través del fomento de la resiliencia deberemos traba181

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jar también la expresión emocional, en el sentido de ser capaces de reconocer emociones y tener la oportunidad de expresarlas. Con ello contribuiremos a un conocimiento mayor de sí mismo y desarrollaremos un lenguaje que va más allá de lo cognitivo. De lo anterior se desprende que el joven dispondrá de un lenguaje mayor y más integral para comunicarse con los otros (Saavedra-Guajardo, 2018). También la empatía será importante desarrollarla, ya que el joven tendrá la oportunidad de ver el mundo desde la mirada de los otros, ampliando sus puntos de vista y generando un análisis de la situación, que integra miradas alternativas. De esta forma aumentará la flexibilidad del análisis y se generará la convicción de que sus actos tienen consecuencias tanto en él, como en los otros. La dimensión del autocontrol también deberá desarrollarse, en el sentido de que quizás no controle todas las situaciones o problemas, pero que al menos una parte de los obstáculos los puede manejar, generando una sensación de mayor seguridad frente a las adversidades. Sumado a lo anterior, el manejo que el joven haga del stress desarrollado, será de importancia no menor, ya que la situación de consumo de por sí genera algún nivel de angustia o al menos intranquilidad. Por ello podremos entregar al joven algunas herramientas de relajación y ejercitar con él el manejo de la tensión. Si el joven logra progresivamente desarrollar niveles aceptables de tranquilidad, su disposición y adhesión a la intervención estarán en mejores condiciones (Saavedra, 2011). Una de las características centrales del joven que consume, es la pérdida de la capacidad de disfrutar de otras experiencias, encapsulando su placer solo en la actividad de consumo. Al ampliar el repertorio de conductas placenteras y devolver el significado a algunas actividades, lograremos que el joven compare y evalúe otros ámbitos de su vida que le pueden proveer placer. El retomar actividades y relaciones afectivas anteriores (familia, amigos, pareja, deporte, activi182

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dades de responsabilidad social, etc.) devolverán al joven una imagen de tener y ejercer un rol en su vida, dando sentido y proyección a sus acciones. Será vital que el entorno del sujeto tenga una actitud de apoyo y no juzgue las acciones de consumo del sujeto. Unido a lo anterior y quizás como condición de una buena comunicación con el entorno, deberemos apoyar al sujeto en el desarrollo de habilidades sociales, que serán el puente y conexión con los otros. Decíamos que el gran enemigo de la resiliencia es la soledad y justamente es lo que va ocurriendo con el sujeto que consume, al quedar aislado o distante de los otros, o bien su único nexo con el entorno es el consumo. Al desarrollar habilidades sociales, la persona tendrá la oportunidad de ampliar su círculo y generar mayores alternativas de contacto, accediendo con ello a otros ambientes (Cyrulnik, 2001). Finalmente, el lograr desarrollar proyecciones a futuro en la persona, contribuirá a fijar objetivos a corto y mediano plazo, contrarrestando la mirada inmediatista a la que está acostumbrado a través del consumo. El trazar un camino hacia adelante a demostrado ser un elemento decisivo a la hora de construir conductas resilientes, más aún si en estos proyectos involucran otros cercanos, estableciendo compromiso con aquellos. Resumiendo, diremos que hay algunos elementos centrales para generar resiliencia en las personas (Saavedra et al., 2017), estos serán: - Relaciones estrechas y nutritivas entre los miembros de la familia, libres de juicios. - Desarrollar sentimientos de éxito y control sobre la situación. - Valorar los recursos internos del sujeto y su entorno más cercano. - Desarrollar comunicación emocional y habilidades sociales. 183

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- Ejercitar la resolución de problemas al principio acompañados y luego de manera autónoma. - Generar la percepción de que los problemas son abordables, aunque sea de manera parcial. - Combatir la soledad de la persona. El trabajo de intervención profesional, debe a nuestro parecer, ir en la dirección del fomento de la resiliencia. Replantear los diagnósticos basados en lo que los jóvenes y las familias no presentan, no cumplen, no tienen; sino que rescatar de las trayectorias que traen, de las historias que han construido, las intencionalidades de afrontamiento ante las dificultades y colaborar en ampliar la batería de respuestas resilientes.

Referencias bibliográficas Bouvier, P. (2003). Temperamento, riesgo y resiliencia en el niño. En Resiliencia: resistir y rehacerse (Manseaux, M. 2005). Barcelona: Gedisa. Bruner, J. (1996) Realidad mental y mundos posibles. Barcelona: Gedisa. Castro, A., Saavedra, E., & Saavedra, P. (2010). Niños de familias rurales y urbanas y desarrollo de la resiliencia. Revista Iberoamericana de Psicología: Ciencia y Tecnología, 3(1),109-119. Chess, S., & Thomas, A. (1990). Origins and evolutions of behavior disorders. Nueva York: Paidos. Clark, A. (1999). Estar ahí. Cerebro, cuerpo y mundo en la nueva ciencia cognitiva. Barcelona: Paidos. Cyrulnik, B. (2001). La maravilla del dolor. Barcelona: Granica. Delange, M. (2010). La resiliencia familiar. Barcelona: Gedisa. Garmezy, N., & Masten, A. (1994). Chronic adversities. En M. Rutter, E. Taylor, & L. Herson (Eds.), Child and adolescent psychiatry. Oxford, UK: Blackwell Scientific. Grotberg, E. (1995). The international resilience project: promotiong resilience in children. Wisconsin: Universidad de Wisconsin. Grotberg, E. (1999). The international resilience project. En Psycho184

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EPÍLOGO Estos últimos cinco años en que me he aventurado a escribir sobre las drogas, las adicciones y sus complejidades me han dejado un sinfín de páginas, preguntas, respuestas, intereses y reflexiones. Sin embargo, todo ello ha trascendido más allá de mis propias expectativas. Compartir todos y cada uno de estos elementos con terceros es, tal vez, mi mayor satisfacción. La posibilidad de divulgar las propias ideas, como aquellas de los diversos autores que me han acompañado en esta y otras publicaciones, me llena de agrado al ver trascender mi pasión por este tema. En este recorrido hay hitos relevantes que quisiera rememorar para no olvidar el valor de pasado en la construcción del presente y la proyección del futuro. Las drogas son y serán parte de mi vida. Las personas que conocen mi trabajo saben que no hay falsedad en esta aseveración. Las drogas han estado conmigo desde lo vivencial, lo teórico y lo práctico. En ese idéntico e inmutable orden. Desde la vivencia, las drogas fueron parte del decorado de mis recuerdos de infancia con botellas de alcohol que pasaban juguetonas a mi alrededor hasta que aquello dejó de ser gracioso y travieso. Mi adolescencia y gran parte de mi juventud encontró en ellas la salida precisa a las presiones externas y la calma dulce a los dolores internos. Pero, sabemos, todo tiene un precio y con las drogas no es distinto. Desde lo teórico, busqué en la juventud las respuestas y explicaciones a lo que, en bruto, se encontraba en mi cabeza como experiencias vívidas. La universidad durante el pregrado me dio ese espacio. Todo, absolutamente todo, lo llevaba al plano de las drogas (y sí, a mis compañeros los agotaba con ello) pero la testarudez también me define un poco. Este lugar me permitió la especialización, encontrar el nexo de la ciencia con la vivencia y las respuestas teóricas a las preguntas de la experiencia. Desde lo práctico, este encuentro previo con las bases 187

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conceptuales y críticas de las drogas me incentivó a lo obvio: llevar mi profesión alcanzada desde lo teórico hacia la ayuda terapéutica de personas con usos problemáticos de drogas, y bueno, de eso ya van cerca de 12 años. ¡Como pasa grandiosamente el tiempo! En medio se suman perfeccionamientos diversos, dirigir equipos y coordinar programas, horas de psicoterapia y asesorías, viajes y capacitaciones, diversas historias de personas en consulta, resultados exitosos y otros –honestidad comanda– no tanto, y por supuesto muchas, muchas drogas. Estas mismas me reunieron con otra persona que también gustaba del tema tanto en lo vivencial, teórico y práctico, y como era de esperarse, me enamoré y me casé con ella! Ahora su compañía y nuestros hijos son mi adicción. Otro hito reciente, y creo uno de los más importantes, reside en la sutil (pero efectiva) presión de mi grandes amigos y colegas Gonzalo Salas –Premio Nacional del Colegio de Psicólogos de Chile 2018– y Claudia Cornejo –hoy doctorándose en Australia– quienes por el año 2014 me abren a la posibilidad de pasar al papel una serie de ideas repetitivas sobre las drogas que eran parte de mi discurso habitual pero que no se encontraban más que en mis conversaciones de bar y discusiones de aula. Ahí inició todo y ahora culmina un ciclo con este tercer libro. En este trayecto también he observado que no solo los traficantes se interesan por el dinero de los consumidores sino también aquellos que desde el tratamiento ven en las personas en problemas con las drogas una forma desvergonzada de lucrar, y aunque muchos sostengan el discurso de la abstinencia o de “un mundo libre de drogas” saben internamente que esa utopia no les resultaría del todo rentable (si usted lector/a le incomóda este párrafo ¿que hace leyendo un libro con mi nombre en la portada?). Afortunadamente existen excepciones, honrosas y muy bellas excepciones. El camino hasta este punto me ha mostrado la utilidad de las drogas en múltiples casos donde estas son una solución 188

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precaria pero efectiva para abordar de manera rápida una serie de experiencias traumáticas, recuerdos grises, dolores profundos y fantasmas persecutorios. El andar puso en mi ruta una diversidad de personas a quienes he podido ofrecer ayuda para replantearse su relación con las drogas. Niños, adolescentes, adultos, hombres y mujeres, de caminar libre o privados de libertad, con y sin recursos económicos, héterosexuales u homosexuales, creyentes o ateos, de izquierda o de derecha, por que si algo tienen las drogas es que son democráticas y nunca discriminan. Los libros anteriores “Drogas: conceptos, miradas y experiencias” (2015) y “Drogas: interpretaciones y abordajes desde la psicología” (2016), se ubican estratégicamente en dos elementos que considero fundamentales para la comprensión de este fenómeno. El primero de ellos se focaliza en el objeto-droga desde posiciones y disciplinas heterogéneas pretendiendo ampliar el campo de análisis de la droga, en tanto elemento. El segundo se ubica en el sujeto-persona (con sus representaciones, interpretaciones, significados, simbolismos y funciones) para dar cuenta, desde los distintos enfoques psicológicos y etapas del ciclo evolutivo, la relación que desde lo humano se establece con las drogas. Este tercer libro, como habrán notado en su lectura, se posesiona en el ámbito del contexto-espacio que nunca se exime, ni debe excluírse, de la interpretación de los fenómenos adictivos –con o sin drogas–. Su lectura no solo ofrece una visión de la comunión entre objeto, sujeto y contexto, sino también el valor que las variables socioculturales, geográficas e históricas imprimen de manera particular en la emergencia del uso de drogas en personas ubicadas en diferentes escenarios. En términos sencillos, “Drogas: sujeto, sociedad y cultura” (2019) viene a cerrar una triada no solo literaria. Reúne estos tres elementos básicos para plantearse el tema de las drogas con acento en sus pilares constituyentes que permiten ampliar la discusión, criticar prejuicios, humanizar la intepretación y empatizar con personas (sujetos) que en algún 189

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momento histórico y espacio puntual (contexto) establecieron una vinculación problemática con las drogas (objeto) buscando en ellas una función determinada. Para terminar, les invito a leer y platicar de drogas sin temor, a evitar la satanización o liberación a priori de un fenomeno que, como he tratado de exponer, es más complejo que solo la aparición de un objeto y su abordaje no resulta siempre existoso con su exclusiva expropiación. Si en la analogía cristiana el fruto prohibido permitió a la mujer y al hombre la desobediencia original, podemos aceptar que aunque exista una prohibición legal o social sobre las drogas esto no implica una restricción para (re)pensarlas críticamente, entenderlas en amplitud y abordarlas de manera humana, respetuosa y responsable. Claudio Rojas-Jara Talca, Chile 26 de enero del 2019

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