Chacón Fuertes, Pedro - Filosofía de la psicología

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FILOSOFÍA DE LA PSICOLOGÍA

Colección Manuales Universitarios

Pedro Chacón Fuertes, Víctor Luis Guedán Pécker, José Antonio Guerrero del Amo, Juan Hermoso Durán, Juan Ignacio Morera de Guijarro, Mariano Rodríguez González

FILOSOFÍA DE LA PSICOLOGÍA

BIBLIOTECA NUEVA

Cubierta: A. Imbert

2ª Edición: 2009

© Los autores, 2001, 2009 Biblioteca Nueva S.L., Madrid, 2001, 2009 Almagro, 38 - 28010 Madrid (España) www.bibliotecanueva.es [email protected] ISBN: 978-84-7030-990-8 Depósito Legal: M-2009 Impreso en Rógar S.L. Impreso en España - Printed in Spain Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y sigs., Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

ÍNDICE

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Capítulo Primero.—La noción de paradigma y su aplicación a la psicología, por Víctor Luis Guedán Pécker ............................................................

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I LA RELACIÓN MENTE-CUERPO Capítulo II.—Aproximación histórica al problema mente-cuerpo, por Juan Ignacio Morera de Guijarro ..........................................................................

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Capítulo III.—El dualismo interaccionista de Popper y Eccles, por Juan Ignacio Morera de Guijarro...........................................................................

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Capítulo IV.—El conductismo filosófico, por Mariano Rodríguez González ...............................................................................................................

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Capítulo V.—Fisicalismos, por Pedro Chacón Fuertes y Mariano Rodríguez González......................................................................................................... 97 Introducción, por Pedro Chacón Fuertes .................................................... 97 5.1. La Teoría de la Identidad, por Pedro Chacón Fuertes ..................... 100 5.2. El Materialismo Eliminativo, por Mariano Rodríguez González ..... 109 Capítulo VI.—Funcionalismo, por Pedro Chacón Fuertes ............................ 117 Capítulo VII.—La computadora como metáfora, por Víctor Luis Guedán Pécker ............................................................................................................ 135 Capítulo VIII.—El naturalismo biológico, por José Antonio Guerrero del Amo ............................................................................................................... 153 II CONCIENCIA Y PERSONA Capítulo IX.—Perspectivas actuales sobre la conciencia, por José Antonio Guerrero del Amo ......................................................................................... 171 Capítulo X.—Una revisión funcionalista de la conciencia: Dennett, por Juan Ignacio Morera de Guijarro ................................................................. 205

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Índice

Capítulo XI.—Intencionalidad y contenido mental, por Mariano Rodríguez González ............................................................................................... 221 Capítulo XII.—La teoría representacional de la mente de Jerry Fodor, por Juan Hermoso Durán .................................................................................... 245 Capítulo XIII.—El problema de la identidad personal, por Mariano Rodríguez González ............................................................................................... 279 Bibliografía ......................................................................................................... 303

Capítulo primero

La noción de paradigma y su aplicación a la psicología Víctor Luis Guedán Pécker

Basta una rápida mirada al panorama de la psicología para percibir un universo rico, pero caótico, de ámbitos, enfoques, escuelas, metodologías, teorías, etc. Esa condición proteica hace que, más que ninguna otra ciencia, la psicología presente serias dificultades para precisar sin ambigüedades respuestas a preguntas de naturaleza filosófica, que, sin embargo, determinan la orientación en el trabajo de los psicólogos. ¿Qué puede esperarse de la evolución actual de esta ciencia? ¿Puede confiarse en la unificación futura de la psicología bajo una única teoría general? ¿Qué características debe ofrecer una teoría para ser aceptada como parte de esta ciencia? ¿Qué relación debe guardar la psicología con otras ciencias tales como la medicina, la biología o la sociología? ¿Hasta qué punto debe tomar en cuenta la voz de la filosofía o de otros saberes no científicos? La contestación rigurosa a estas y otras preguntas básicas referidas a la ciencia psicológica es difícil. Ahora bien, sean cuales sean esas respuestas, habrán de armonizar, siempre, con nuestra comprensión de la naturaleza de la ciencia, en general, entendiendo las garantías racionales en que se asienta, y que la diferencian de las demás formas de saber, y reconociendo los mecanismos que gobiernan su evolución y aseguran su progreso. Casi desde los mismos momentos de la fundación de la psicología como ciencia, y, por lo menos, hasta mediado el siglo xx, dominó todas estas cuestiones un modelo explicativo conocido bajo la denominación de «positivismo». El positivismo tenía respuestas aparentemente satisfactorias para la mayor parte de esas preguntas, concediendo al psicólogo los fundamentos necesarios para precisar el objeto de sus investigaciones, y los métodos adecuados y legítimos

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para alcanzarlos. Un resumen lo más económico posible, del ideario positivista, esperando a mejor momento para poder exponerlo con más detalle, se condensa en las siguientes palabras de David Hume (párrafo citado por Ayer, con un propósito similar al mostrado aquí, en Ayer, 1959-1986, 15): Tomemos en nuestra mano, por ejemplo, un volumen cualquiera de teología o de metafísica escolástica y preguntémonos: ¿Contiene algún razonamiento abstracto acerca de la cantidad y el número? ¿No? ¿Contiene algún razonamiento experimental acerca de los hechos y cosas existentes? ¿Tampoco? Pues entonces arrojémoslo a la hoguera, porque no puede contener otra cosa que sofismas y engaño.

Aún hoy, muchos científicos se mantienen anclados en el positivismo, orillando cualquier saber que no verse sobre «cantidades y números», o «experimentos acerca de los hechos y cosas existentes», y asumiendo, en definitiva, que hay un tipo de saber —y sólo uno— capaz de progresar, acumulando conocimiento de modo constante y seguro: la ciencia. Y ello a pesar de que cabe hacer dos objeciones poderosas a este marco explicativo positivista: a) Su visión de la historia de la ciencia como un proceso ininterrumpido de acumulación progresiva de conocimiento bien fundamentado racionalmente, choca con las conclusiones que se derivan de los estudios más rigurosos llevados a cabo por los propios historiadores. b) Las garantías filosóficas sobre las que el positivismo pretende fundar el valor del conocimiento científico no resisten una crítica filosófica rigurosa. En las últimas décadas, la historiografía de la ciencia ha ofrecido una visión alternativa de la evolución histórica de las distintas disciplinas científicas, apoyándose, de modo más o menos explícito, en la noción de paradigma. Y, a su vez, en torno a esta nueva categoría historiográfica, una nueva filosofía de la ciencia ha llevado a cabo la crítica de los supuestos filosóficos en que se asentaba la visión positivista de la ciencia, alumbrando una nueva forma de concebir el conocimiento científico y sus relaciones con otros saberes. No es, desde luego, ésta la única trinchera desde la que se ha disparado contra el positivismo; pero sí la que ha mostrado una mayor influencia en los científicos, en general, y en los psicólogos, en particular1. El propósito de este trabajo es introducir al alumno en los dos marcos explicativos citados, haciéndole conocer las causas de la entronización, primero, y del fracaso, después, del positivismo como visión dominante de la naturaleza de la ciencia; así como las consecuencias que la nueva filosofía de

1 Así, por ejemplo, uno de los ataques más tempranos y enérgicos contra el positivismo se debe a la pluma de Lenin, que en su obra Materialismo y empiriocriticismo hacía frente a las tesis de Avenarius —amigo y colaborador de Wundt— y de Mach, las dos principales figuras del positivismo en las últimas décadas del siglo xix y primeras del xx. Desde la aparición de esa obra en 1908, la posición antipositivista del marxismo ortodoxo ha sido constante.

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la ciencia tiene para la comprensión de la psicología, su naturaleza, historia y expectativas. Para la primera de estas dos tareas, se adoptará aquí una perspectiva diacrónica, mostrando los jalones más significativos en la historia del positivismo. Para la segunda, se abordará el estudio sistemático de la noción de paradigma y se mostrarán algunas de las principales consecuencias que dicha noción conlleva, por lo que atañe a la psicología. 1.1.

PRIMERA PARTE: DEL POSITIVISMO A LA NUEVA FILOSOFÍA DE LA CIENCIA

1.1.1.

El positivismo decimonónico

Es un dato significativo que el positivismo se constituyese en filosofía dominante en el ámbito científico en uno de los momentos de mayor esplendor del desarrollo de las ciencias: la primera mitad del siglo xix. Desde que los grandes astrónomos renacentistas, Copérnico, Képler y Galileo, parece que encontraron un «camino seguro» para la ciencia, es decir, el método científico2, la física había mostrado una capacidad de progresión inmensa. De hecho, sólo siglo y medio después, Newton pudo publicar sus Principios matemáticos de la filosofía natural (1687), obra que venía a consumar la primera gran síntesis de la ciencia moderna; capaz de mostrar la estructura y leyes del universo. A partir de ahí, el Método promovió el desarrollo igualmente espectacular de otras ramas de la física: óptica, hidrodinámica, electricidad… No es, pues, de extrañar que, tomando a la física como modelo, otros saberes buscasen su transformación en ciencias empíricas. A lo largo del s. xviii, aparecieron figuras relevantes para la ciencia, en ámbitos distintos a los de la física; por ejemplo, Linneo, para las ciencias naturales, y Lavoisier, para la química. Pero es el siglo xix el que verá la definitiva instauración y el despliegue poderoso de un gran número de ciencias nuevas: química, botánica, zoología, bacteriología, termodinámica, biología y un largo etcétera en el que hay que incluir, en las postrimerías de esta centuria, a la psicología. No es, por tanto, errada la consideración de este siglo xix como el verdadero comienzo de la era científica3. Pues bien, el positivismo es una corriente filosófica pujante en ese siglo y que participó, al mismo tiempo, de características del empirismo inglés y del idealismo alemán, adaptándolas a esa buena nueva del desarrollo espectacular de las ciencias decimonónicas: a) Al igual que el empirismo, sostuvo que sólo debe ser considerado como verdadero conocimiento acerca de la realidad (esto es, como saber positivo) aquel que esté anclado en la experiencia sensible; y éste no es otro que la ciencia. Ninguna otra forma de saber es, pues, aceptable.

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Ése es precisamente el significado etimológico de «método»: «camino seguro». Cfr. W. C. Dampier, Historia de la ciencia, Madrid, Tecnos, 1972, pág. 227.

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b) De manera semejante al idealismo, entendía la historia como el desenvolvimiento progresivo del Espíritu, desde las formas más arcaicas de interpretar la realidad y de organizar la vida humana hasta las más avanzadas; aunque ahora el Espíritu no estará encarnado principalmente —como para los idealistas— en la metafísica, con su sucesión inútil de sistemas y escuelas, sino en la fundación y desarrollo de las distintas ciencias. La figura principal del positivismo decimonónico es el filósofo francés Augusto Comte. Su interpretación de la naturaleza de las relaciones entre religión, metafísica y ciencia está expuesta en las páginas de su Curso de filosofía positiva (1830-1842), como una ley que rige la evolución de la historia: la Ley de los tres estadios. La idea de Comte es que el progreso está marcado por la sucesión de tres estadios, en cada uno de los cuales el espíritu humano ha ido adquiriendo un nivel superior de comprensión de la realidad: 1. Estadio teológico.—Corresponde al nivel en el que se explican las causas últimas de las cosas recurriendo a agentes sobrenaturales. Estas explicaciones se fundan más en la imaginación que en la razón. Dentro de este estadio es posible, con todo, la distinción de tres subestadios que revelan un proceso de desarrollo racional de las religiones: fetichismo, politeísmo y monoteísmo. 2. Estadio metafísico.—En este estadio se explican las causas últimas sustituyendo los agentes sobrenaturales por realidades abstractas, tales como el ser, la sustancia, la esencia… Si bien supone un avance respecto del estadio teológico, al abandonar el recurso a causas trascendentes al mundo, y ofrece, él mismo, su propio desarrollo interno, aún prima, según Comte, la imaginación sobre la razón crítica. 3. Estadio positivo.—En este estadio se reconoce la imposibilidad de explicar racionalmente la realidad por sus causas últimas y se sustituye ese tipo de explicación por el establecimiento de leyes, es decir, de relaciones entre variables. Dicho de otro modo: se abandona el empeño por explicar por qué ocurren las cosas, para conformarse con mostrar cómo suceden los fenómenos observados. Para Comte, este último estadio, que es el originado tras la aparición de la ciencia moderna a partir del Renacimiento, representa el definitivo. A su juicio, el espíritu humano habría descubierto, al fin, la vía segura hacia el conocimiento, una vez desembarazado de pretensiones que exceden sus fuerzas (aspiraciones tales como el descubrimiento de las causas últimas); pudiendo desplegar, así, todas las capacidades de su razón crítica. Dentro del estadio positivo puede observarse, de todos modos, un cierto progreso, pues las ciencias han ido independizándose de la metafísica a lo largo de los siglos, empezando por aquellas ciencias que investigan lo más simple, y terminando por las que estudian lo más complejo. Este proceso de constitución de las ciencias presenta, según Comte, las siguientes etapas, en la búsqueda de leyes naturales universales: fundación de las matemáticas (base de las demás cien-

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cias), siguiendo con la de la astronomía, la física, la química y la biología, hasta llegar a la más compleja de todas, la sociología, de la que Comte será su principal inspirador. El éxito de las tesis positivistas fue incontestable entre los científicos. Las razones de este triunfo no son ajenas a una larga disputa, iniciada a principios del siglo xix, entre filosofía y ciencia, en la que la primera se presentaba a sí misma como capaz de establecer síntesis de la máxima generalidad, tomando, para ello, como materiales los conocimientos fragmentarios que ofrecían las distintas ciencias particulares, y desechando, de entre ellos, como espurios aquellos que ofrecieran inconsistencia lógica con la síntesis establecida4. Sin embargo, el conocimiento científico iba aumentando a tal velocidad que era prácticamente imposible que nadie pudiera estar al tanto del mismo, en todas sus ramas. Por eso no es de extrañar que el empeño descomunal de Hegel, procurando plasmar en una síntesis general todos los saberes, diera unos resultados que muchos científicos consideraron poco menos que absurdos5. Por el contrario, el positivismo era una filosofía que venía a sancionar la definitiva mayoría de edad de las ciencias respecto de la metafísica, y su consiguiente derecho a desarrollarse sin la tutela de ésta. Así, durante buena parte del siglo xix, mientras que la filosofía académica era dominada por el hegelianismo, el positivismo se constituyó en el marco filosófico abrazado por los científicos para establecer las relaciones entre ciencia, filosofía y religión. ¿Y la psicología? ¿Cuál era la posición del positivismo respecto de ella? Comte había rechazado sus pretensiones de constituirse, también ella, en saber positivo: la psicología, a su juicio, ni era una ciencia ni podría llegar a serlo. Para empezar, Comte negaba la existencia de un núcleo de la vida psíquica, un soporte de los fenómenos mentales, una sustancia mental que pudiera ser el objeto de estudio de la psicología. La postulación de ese «yo» sustancial le parecía una hipótesis indemostrable y científicamente superflua; resto de las representaciones teológicas del alma. Sólo existe, en definitiva, una corriente de fenómenos mentales; pero, aun asumiendo esto, para Comte no hay modo de observarlos científicamente, dado que la introspección resulta una vía incompatible con los criterios de objetividad del método científico: El individuo pensante no puede dividirse en dos, uno de los cuales razonaría mientras que el otro lo vería razonar. Siendo el órgano observado y el órgano observador, en este caso, idénticos, ¿cómo podría realizarse la observación?6 4 El concepto alemán Weltanschauung, que suele ser traducido inadecuadamente por cosmovisión, recogía esas aspiraciones de la filosofía sobre las ciencias. 5 Se cita a menudo, como señal del desencaminamiento de la filosofía idealista de la época, que en su tesis de habilitación como profesor extraordinario en la Universidad de Jena, titulada De orbitis planetarum (1799), Hegel criticó agresivamente la visión newtoniana de la ciencia; al tiempo que defendía la imposibilidad lógica de que hubiera algún cuerpo estelar entre Júpiter y Marte… justo unos meses antes de que científicos «newtonianos» descubrieran precisamente en esa localización el asteroide Ceres. 6 Cfr. A. Comte (1830-1842), Curso de filosofía positiva, París, vol. I, pág. 32.

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La única aproximación científica, aunque indirecta, al estudio de los fenómenos mentales estaría, a juicio de Comte, en la frenología de Gall, según la cual, pueden establecerse interrelaciones entre las formas craneanas, las características anatómicas del cerebro y las capacidades intelectuales y morales del individuo. En este contexto tan poco propicio para ella, la psicología, siguiendo la estela de la física, pugnó, durante la segunda mitad del siglo xix, por constituirse en un saber positivo, perfilando un objeto de estudio que le hiciera hueco entre la biología y la sociología, y buscando procedimientos para convertir la introspección en un método riguroso, objetivo y fiable7. Nombres como los del alemán Wilhelm Wundt, el inglés Edward Titchener y todos los miembros del estructuralismo están ligados a ese empeño8. Esa adopción de la física como modelo, tanto por parte de la psicología como por la de las demás ciencias, ha propiciado, a la postre, que la filosofía de la ciencia haya sido tradicionalmente, y antes que nada, una filosofía de la física, de la que, con posterioridad, se han derivado concepciones aplicables al resto de las ciencias, dato importante para comprender la presencia, en las próximas páginas, de referencias constantes a la historia de la física. 1.1.2.

El positivismo lógico

El rechazo del hegelianismo entre los científicos tuvo una consecuencia indeseable. Tal y como escribía ya en 1862 el gran físico y naturalista alemán Hermann von Hemlholtz: los filósofos acusaban a los científicos de estrechez mental, y los científicos a los filósofos de locos. Con esto los hombres de ciencia empezaron a comentar la conveniencia de desterrar de su trabajo toda clase de influencia filosófica; y algunos, incluso entre los talentos más agudos, llegaron a condenar totalmente a la filosofía, no sólo como inútil, sino como positivamente dañina, además de fantástica. El resultado fue, fuerza es confesarlo, que no contentos con repudiar las pretensiones ilegítimas que quería arro-

7 El problema de la autonomía de la psicología respecto de la biología subsiste aún hoy, cuando determinadas posiciones materialistas respecto de la naturaleza de la mente (el llamado materialismo eliminativo) postulan que, tarde o temprano, las neurociencias terminarán por desvelar todos y cada uno de los secretos de la mente, haciendo, así, de la psicología una reliquia del pasado. 8 No todo el mundo estuvo de acuerdo en que la psicología siguiera esa senda. Así, filósofos como Franz Brentano o Wilhelm Dilthey criticaron, desde los primeros momentos, estos empeños de «naturalización» de la psicología, que a juicio de ambos eran incompatibles con la naturaleza peculiar de los fenómenos psíquicos respecto de los fenómenos físicos. Por otra parte, las críticas marxistas al positivismo, a las que ya hemos hecho referencia en una nota anterior, habían de afectar necesariamente al propósito de transformar la psicología en «ciencia positiva». La objeción fundamental era que tal empresa presuponía la descontextualización histórica de los fenómenos psíquicos y, en consecuencia, la alteración irremediable de su significación. Sin embargo, ni estos ni otros ataques posteriores consiguieron alterar dicho proceso de naturalización.

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garse el sistema hegeliano sobre todas las demás ramas del saber, pretendiendo que todas se subordinasen a él, cerraron también sus oídos a las reclamaciones justas de la filosofía, es decir, a su derecho a criticar las fuentes del conocimiento y la definición de funciones del entendimiento9.

Lo peor es que esas «reclamaciones justas de la filosofía» se refieren a problemas que el propio científico no puede soslayar en el ejercicio de su actividad. Como escribiría un siglo después Rudolf Carnap, uno de los principales filósofos positivistas del siglo xx, Aunque siempre sea necesario distinguir la labor del científico empírico de la del filósofo de la ciencia, en la práctica habitualmente las dos se confunden. Un físico activo constantemente se enfrenta con cuestiones metodológicas. ¿Qué tipo de conceptos usar? ¿Qué reglas gobiernan estos conceptos? ¿Mediante cuál método lógico puede definir sus conceptos? ¿Cómo puede unir los conceptos en enunciados y éstos en un sistema, o teoría, lógicamente conexo?10

Pues bien, para la física, este tipo de cuestiones se hizo acuciante en las primeras décadas del siglo xx, con la aparición de la Teoría de la Relatividad y de la Mecánica Cuántica. Así, por ejemplo, el empeño generalizado en los positivistas decimonónicos por eliminar de las ciencias conceptos que hicieran referencia a realidades inobservadas, bajo sospecha de tratarse de nociones metafísicas —lo que para ellos no era algo muy distinto de los mitos religiosos—, se vio truncado en la física con la aparición de estas teorías. En efecto, mientras que, por ejemplo, la psicología iba, poco a poco, arrumbando nociones tales como «mente», «conciencia» o «intencionalidad»11, los físicos introducían las de «átomo», «electrón» o «fotón», sin disponer de verdaderos fundamentos empíricos para sostener su existencia real, y sólo porque tales conceptos permitían resolver cuestiones importantes para su ciencia. Ahora bien, una vez postulados tales conceptos teóricos, ¿debía pensarse que correspondieran a realidades aún inobservadas, de manera que fuera tarea de la física la de llegar a constatar empíricamente su existencia?, ¿o bien se trataba de meros constructos teóricos con valor instrumental y destinados a ir desapareciendo, conforme las teorías fueran ajustándose más a «lo dado» por los sentidos? En esa época, se defendieron ambas posturas por parte de los más prestigiosos físicos; y la cuestión no era intrascendente para establecer el valor de una teoría, así como las líneas de investigación futuras12.

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Cfr. W. C. Dampier, Historia de la ciencia, Madrid, Tecnos, 1972, pág. 318. Cfr. R. Carnap (1966), Fundamentación lógica de la física, Buenos Aires, Editora Sudamericana, 1969, pág. 250. 11 En un artículo de 1913, Angell, maestro de Watson, pronosticaba que la conciencia estaba a punto de desaparecer del ámbito de la psicología científica. Con ello se hacía eco de su paulatina pérdida de peso en la explicación psicológica, y profetizaba el advenimiento cercano del conductismo. 12 Así, por ejemplo, el gran físico positivista Ernst Mach dudaba de que los átomos exis10

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No era éste el único problema epistemológico al que se debían enfrentar acuciantemente los físicos13. Así lo entendió Moritz Schlick, un físico interesado por las repercusiones filosóficas de estas teorías, que en 1922 ocupó la Cátedra de Ciencias Inductivas de la Universidad de Viena, uno de los focos positivistas más importantes de Europa, desde hacía casi tres décadas. En torno a Schlick se reunieron científicos, lógicos y filósofos, en lo que se ha venido en llamar el Círculo de Viena; y en su seno, principalmente, se gestó el positivismo lógico, que habría de imperar en la filosofía de la ciencia de la primera mitad del siglo xx. Idea rectora de los componentes del Círculo de Viena fue la de utilizar los impresionantes avances en lógica, ocurridos en torno al cambio de siglo, para desentrañar la naturaleza racional de las teorías científicas y para anclar empíricamente las nociones científicas cuyo referente real era problemático (de ahí el calificativo de «lógico», para esta versión novedosa del positivismo decimonónico). Advirtiendo de que las avenencias entre los miembros del positivismo lógico no fueron nunca totales, las principales tesis defendidas en su seno pueden ser resumidas en los puntos siguientes: a) La unidad de análisis para la filosofía de la ciencia es la teoría, entendida básicamente como un conjunto de enunciados referidos a las leyes que gobiernan un ámbito concreto de la realidad, e interaccionados de modo más o menos rígido. b) La filosofía de la ciencia debe tener como propósitos el de desentrañar la estructura lógica de las teorías científicas, así como el de descubrir su fundamentación racional. • Dicho de otro modo: lo importante no es cómo se ha llegado a imaginar y postular una teoría (problemas que constituyen el contexto de descubrimiento), sino qué hace de ella una teoría científica y qué garantías

tieran; y fue Albert Einstein quien demostró en 1906 su existencia. Ahora bien, los modelos diseñados acerca de la estructura del átomo proponían la existencia de partículas subatómicas, ante el escepticismo del no menos genial Erwin Schrödinger, quien, a mediados de los años 20, disponía de argumentos para poner en duda su existencia. El límite, en la introducción de este tipo de «realidades» subatómicas, está hoy en la noción de «supercuerda», con la que algunos teóricos se refieren a lo que sería el componente básico de toda la materia: a menos que haya algún gran descubrimiento tecnológico, a día de hoy, y para poder disponer de instrumentos capaces de comprobar o no la existencia de supercuerdas, se necesitaría construir un acelerador de partículas de dimensiones mucho mayores que el sistema solar. Como eso es, obviamente, imposible, ¿es legítimo que los físicos de la materia sigan usando esas nociones? Cfr. J. Horgan (1994), «La metafísica de las partículas», publicado en Investigación y Ciencia, abril de 1994. 13 Por ejemplo, la teoría relativista y, en mayor grado aún, la mecánica cuántica ofrecen una visión del mundo natural contraintuitiva, hasta el punto de que, en muchos aspectos, es incomprensible incluso para los mismos científicos. De este modo, la presunción clásica de que las teorías científicas debían ayudar a comprender la realidad se vio truncada: ahora se podía esperar de ellas que permitieran medir, prever, controlar; pero no comprender.

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racionales ofrece, en su condición de científica (cuestiones que forman el contexto de justificación)14. • De esta manera, lo que ahora caracteriza a la ciencia no es tanto el uso de un determinado método (asunto que corresponde al contexto de descubrimiento y por el que se guiaban los antiguos positivistas para discriminar la ciencia de lo que no lo es) cuanto la fundamentación lógico-empírica de sus teorías (problema que atañe al contexto de justificación y que será usado por los positivistas lógicos para llevar a cabo esa discriminación). • Un presupuesto del positivismo lógico es que las distintas ciencias comparten, en lo esencial, métodos de investigación, estructuras lógicas y fundamentos filosóficos. c) Esa estructura de las teorías científicas, investigada en el contexto de justificación, permite distinguir en ellas los componentes siguientes: • Existe siempre una base observacional independiente y previa a la formulación de la teoría, y con respecto a la que ésta debe quedar ajustada. Esa base observacional queda fijada en la teoría a través de un lenguaje observacional y unos enunciados protocolares, construidos a partir de ese lenguaje y que se refieren a los hechos que acaecen en el ámbito de observación propio de cada ciencia. • Las teorías incluyen, además, términos sin referencia observacional directa, que constituyen el lenguaje teórico de la teoría y mediante los cuales se construyen sus enunciados teóricos. • Las teorías científicas establecen conexiones lógicas, llamadas reglas de correspondencia, entre los términos teóricos y los términos observacionales. Estas reglas de correspondencia dotan de significación empírica a los conceptos y enunciados teóricos15. • El ideal de una teoría científica madura es que permita la axiomatización de todos sus enunciados, es decir, la deducción lógica de todos sus enunciados a partir de unos axiomas, y mediante el mero recurso a reglas lógicas16.

14 Esta distinción entre contextos de descubrimiento y de justificación fue propuesta, por primera vez, por Hans Reichenbach, en un trabajo de 1938, Experience and Prediction. An Analisis of the Foundations and Structure of Knowledge, Chicago University Press. 15 Según Carnap, un ejemplo de regla de correspondencia sería éste: «La temperatura (medida por un termómetro, por lo cual se trata de un observable…) de un gas es proporcional a la energía cinética media de sus moléculas». De ese modo, se liga el concepto teórico «energía cinética media de las moléculas» a un término observacional. Un ejemplo de lo que debería ser considerada una regla de correspondencia, en psicología, es la afirmación siguiente: «A partir de un cociente intelectual medido de menos de 70 se considerará al individuo deficiente intelectual». De este modo, ‘deficiente intelectual’, que es un término teórico, queda, mediante esta regla, dotado de contenido empírico, siempre que existan procedimientos objetivos y rigurosos para medir el CI. 16 El modelo clásico de axiomatización es la geometría euclidiana, en la que, a partir de cinco únicos axiomas, se derivan matemáticamente todos los teoremas de esta geometría.

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d) Respecto del problema de la fundamentación racional de las teorías científicas, el positivismo lógico sostiene la existencia de un criterio de demarcación, que permite distinguir las teorías científicas de las que no lo son. • Este criterio consiste en reconocer que los enunciados teóricos de las ciencias se caracterizan principalmente porque ofrecen predicciones que pueden ser comprobadas observacional o experimentalmente. A esta tesis se la conoce como teoría verificacionista, por cuanto sostiene que sólo las teorías cuyos enunciados están sujetos a verificación empírica son teorías científicas17. • A juicio del positivismo lógico, la teoría verificacionista fundamenta filosóficamente el valor racional de las teorías científicas, por cuanto descubre los mecanismos por los que sus enunciados teóricos se ajustan a «lo dado» por los sentidos; última fuente de garantías racionales, para todo positivista. • Los enunciados teóricos que no permiten verificación, en los términos descritos, carecen, para el positivismo lógico, de verdadero significado; son, en realidad, pseudo-enunciados, cuyo único peligro radica en que se los pueda tomar en cuenta, al confundirlos con enunciados científicos. Entre ellos estarían los que constituyen la metafísica y la religión18. • La sucesión de teorías científicas verificadas supone un progreso constante y por acumulación en el conocimiento de la realidad, de manera que las teorías sustituidas, por ofrecer un menor poder explicativo y predictivo, podrán ser interpretadas ahora como casos particulares de estas nuevas teorías más generales. A este proceso de inclusión de las viejas teorías en las nuevas se le denomina reducción teórica19. • En último término, cualquier teoría científica, sea cual sea la ciencia en que se dé, podría ser reducida a una teoría física, de manera que los diferentes dominios científicos han de considerarse como partes de una única ciencia unificada. Esta tesis, que, entre otras cosas, predice la

17 Ejemplo de verificación fue la predicción de Einstein de que la teoría de la relatividad predecía que los rayos de luz curvaban su trayectoria al pasar cerca de un cuerpo estelar, predicción que fue verificada por Eddington. 18 Precisamente por no permitir la verificabilidad de los enunciados en los que aparecían, nociones tales como ‘Conciencia’, ‘Inconsciente’ o ‘Intencionalidad’ fueron rechazadas por los conductistas. 19 En una de sus obras más importantes, el filósofo Karl Popper cita a su buen amigo Albert Einstein: «No puede haber mejor destino para una… teoría que el de señalar el camino hacia otra teoría más vasta, dentro de la cual viva la primera como un caso límite» (K. Popper [1963], El desarrollo del conocimiento científico. Conjeturas y refutaciones, Buenos Aires, Paidós, 1967, pág. 56). El concepto de reducción teórica es de una extrema complejidad y fuente de debates entre los filósofos de la ciencia, desde hace más de medio siglo. Una versión canónica del mismo es la de Ernst Angel: la reducción entre dos teorías se da cuando a) existe un lenguaje común para ambas teorías y b) los teoremas de la teoría reducida pueden ser deducidos de los teoremas de la teoría reductora (E. Nagel [1961], La estructura de la ciencia, Barcelona, Paidós, 1981, cap. XI).

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futura —aunque no próxima— reducción de las teorías psicológicas a la neurobiología, se conoce como fisicalismo20. Mientras el Círculo de Viena desarrollaba las líneas maestras del positivismo lógico, se estaba produciendo un cambio radical de orientación en el ámbito de la psicología científica: los empeños del estructuralismo por construir una ciencia positiva de la conciencia y la introspección habían fracasado. En su lugar, el conductismo de Watson se abrió camino, mediante la estrategia de eliminar términos mentalistas del vocabulario de la psicología. Los positivistas lógicos vieron en el conductismo la constitución de una teoría psicológica acorde con sus propios postulados epistemológicos: establecimiento de una base observacional exenta de cualquier tipo de distorsión teórica; introducción de conceptos teóricos con significación empírica bien delimitada; ausencia de prejuicios metafísicos, como los que parecen ligados a términos tales como «conciencia» o «intencionalidad»; aplicación de procedimientos observacionales y experimentales propios de las ciencias más rigurosas; sustituciones de unas teorías por otras más rigurosas y abarcantes, según las prescripciones reduccionistas; etc.21. Durante algunas décadas, tanto por parte de los filósofos positivistas como de los propios psicólogos conductistas, se tuvo la confianza de haber situado definitivamente a la psicología en el camino seguro de las ciencias positivas. Cuando las condiciones teóricas establecidas por Watson resultaron estrechas para explicar toda la complejidad de la conducta humana, psicólogos como Clack Hull y Edward Tolman, siguiendo el ejemplo de la física y atendiendo a los postulados epistemológicos del positivismo lógico, introdujeron, junto a las categorías clásicas conductistas de «estímulo» y «respuesta», otras entidades teóricas no directamente observables, pero ligadas a aquellas dos por reglas de correspondencia precisas, dando lugar a lo que se conoce como neoconductismo. 1.1.3.

El racionalismo crítico de Popper

Las tesis epistemológicas positivistas —y, consecuentemente, las conductistas— no estaban exentas de dificultades. Desde el mismo seno de ambas corrientes se pugnó denodadamente por corregir las insuficiencias, que se iban multiplicando en todos y cada uno de los puntos del programa positi-

20 Cfr. R. Carnap (1932-33), «La psicología en lenguaje fisicalista», publicado en A. Ayer (comp.) (1959), El positivismo lógico, México, FCE, 1965. 21 Puede leerse a Carnap las palabras siguientes: «La posición que defendemos aquí coincide, en sus líneas generales, con el movimiento psicológico llamado conductismo, siempre que prestemos atención a sus principios epistemológicos y no a sus métodos especiales ni a sus resultados.» Cfr. R. Carnap (1934), «La psicología en lenguaje fisicalista», en A. Ayer (1959), El positivismo lógico, México, FCE, 1986, pág. 186.

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vista pergeñado más arriba. Pero, por lo que respecta a la concepción del progreso científico, las objeciones más poderosas —dirigidas contra la validez lógica de la teoría verificacionista— procedieron de Karl Popper, filósofo austriaco cercano al mundo intelectual del Círculo de Viena, pero no coincidente con algunas de sus tesis más significativas. Ya en el año 1919, Popper se había planteado el problema de establecer un criterio de demarcación capaz de determinar el estatus científico de una teoría. En contra de las tesis del Círculo de Viena, a Popper le parecía que la verificabilidad de una teoría no servía como criterio, porque, en el fondo, es muy fácil aportar datos que confirmen cualquier teoría, por absurda que ésta sea. Así, por ejemplo, la astrología se apoya en una «enorme masa de datos empíricos basados en la observación, en horóscopos y en biografías», lo que, sin embargo, no se considera razón suficiente para equipararla a las ciencias22. Fijándose, en cambio, en la Teoría de la Relatividad, Popper descubrió que lo que la dotaba de garantías científicas no eran tanto los datos que la confirmaban cuanto que Einstein derivaba de su teoría predicciones tan precisas que existía un gran riesgo de que pudieran ser refutadas por la experiencia y, en consecuencia, de que la teoría tuviera que ser abandonada. Que se cumpliese cada una de esas predicciones puede decirse que constituía «pruebas de fuego» superadas por la teoría. En contraste con ello, las predicciones de la astrología son habitualmente tan vagas que es prácticamente imposible demostrar su falsedad. A esta cualidad de las teorías científicas la denominó Popper falsabilidad, y fue propuesta por él como el verdadero criterio de demarcación de las teorías científicas. De ello se deducía que la verificabilidad de una teoría sólo es valiosa, desde el punto de vista lógico, si antes ha existido la posibilidad de que dicha teoría sea falsada por los hechos, gracias al establecimiento de predicciones lo suficientemente precisas como para poder demostrar de manera inequívoca su cumplimiento o incumplimiento. Adoptando la falsación como criterio de demarcación entre la ciencia y las pseudo-ciencias, Popper creyó poder demostrar que, por lo que respecta a la psicología, ni el psicoanálisis freudiano ni la psicología del individuo de Adler —de moda, ambas, en los años en que Popper, Freud y Adler eran convecinos de la cosmopolita Viena— podían ser catalogadas de disciplinas científicas; y ello porque las predicciones de ambas teorías son tan generales que todo suceso psíquico puede ser explicado por cualquiera de las dos, sin que exista la menor posibilidad de falsación de ninguna de ellas. Esta crítica fue tomada en consideración para mantener ambas teorías psicológicas al margen de los ámbitos universitarios, bajo acusación de pseudo-cientificidad. Ahora bien, hay que indicar que Popper rechazaba también la tesis positivista de que sólo los enunciados científicos tienen verdadero significado. A su juicio, muchas teorías metafísicas habían anticipado ideas que tiempo después se

22 Cfr. K. Popper (1963), El desarrollo del conocimiento científico. Conjeturas y refutaciones, Buenos Aires, Paidós, 1967, pág. 58.

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demostraron científicamente correctas, por lo que carecía de sentido acusar a las primeras de meros sinsentidos23. En virtud de ello, la crítica popperiana al psicoanálisis no debía entenderse como la negación total de valor al trabajo teórico de Freud, de Adler y de sus respectivos discípulos, sino sólo como su caracterización fuera del estrecho marco de las ciencias, establecido por el criterio de falsabilidad. Por otra parte, una cosa es que una teoría sea admitida como científica, y otra muy distinta que se acepte como correcta. Así, por ejemplo, la teoría que relaciona el tamaño del cerebro con el grado de inteligencia es una teoría científica, por cuanto ofrece predicciones precisas, pero es falsa, como se ha comprobado al investigar si se cumplen o no tales predicciones. Pues bien, para Popper, una teoría merece ser aceptada sólo en la medida en que vaya superando los empeños falsadores propuestos por los científicos. De ello se derivan consecuencias metodológicas importantes: una tarea constante de la comunidad científica debe consistir no tanto en buscar confirmaciones empíricas para las teorías —como propugna el positivismo lógico— cuanto en buscar medios ingeniosos de falsar las teorías bien asentadas, de manera que sus reiterados fracasos supongan el mantenimiento de la confianza que haya de otorgársele a la teoría. Y uno de esos medios consistirá en la propuesta de teorías alternativas, con, al menos, igual poder explicativo y predictivo. En tales circunstancias, se le plantea a la comunidad científica el problema de decidir racionalmente a favor de alguna de las teorías. El procedimiento que se debe seguir —siempre según Popper— consistirá en diseñar un experimento crucial, mediante el cual se puedan poner a prueba, simultáneamente, predicciones contrarias de las teorías rivales24. 1.1.4.

La noche de «paradigma»

A finales de la década de los 50, las críticas dirigidas contra todos y cada uno de los postulados del positivismo lógico eran tan poderosas que se hacía urgente la concepción de un nuevo modelo explicativo de la naturaleza de la ciencia. Además del propio Popper, son varios los autores en los que se puede rastrear este empeño (Hanson, Quine, Toulmin, Lakatos, Feyerabend), pero 23

Uno de los últimos libros de Popper, publicado antes de morir, reúne artículos escritos a lo largo de varias décadas, en los que se muestra el importante papel precursor de los filósofos griegos, respecto de las propuestas actuales de muchas ciencias. Cfr. K. Popper (1998), El mundo de Parménides. Ensayos sobre la ilustración presocrática, Barcelona, Paidós, 1999. 24 Un conocido experimento crucial fue diseñado en el ámbito de la etología, para conocer el alcance de las tendencias innatas en un animal, frente a las tesis reflexológicas que daban primacía al aprendizaje sobre el instinto. El experimento consistió en aislar a un ave rapaz —un alimoche—, desde su nacimiento, esperando a que creciese en aislamiento respecto de su especie, para comprobar si, llegada la edad adulta, era capaz de poner en práctica la sofisticada técnica que usa esta especie para romper huevos de otras aves, con el objeto de alimentarse. El resultado fue positivo, de manera que el experimento crucial confirmó las tesis innatistas, frente a las reflexológicas.

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ninguna propuesta consiguió atraer más la atención de científicos, historiadores de la ciencia, lógicos y filósofos que la ofrecida por el filósofo norteamericano Thomas Kuhn, en su obra La estructura de las revoluciones científicas, publicada el año 1962, y modificada con una Posdata, en 1969, cuya función primordial era aclarar algunos malentendidos detectados en la primera edición. Hay que hacer constar que Kuhn no era un filósofo académico, sino un doctor en ciencias físicas, interesado por la historia de su ciencia y que, desde ese ámbito, había llegado a plantearse cuestiones filosóficas acerca de la naturaleza de la física, en particular, y de la empresa científica, en general25. La primera constatación que extrajo Kuhn de sus investigaciones historiográficas fue que el modo de actuar de los científicos, a la hora de decidir la sustitución de una teoría científica por otra, en nada se asemejaba a los dictados del positivismo lógico ni a los del racionalismo crítico popperiano: ocasiones muy relevantes en la historia de la ciencia indicaban que teorías muy contrastadas empíricamente y con un alto poder predictivo eran sustituidas por otras con no mayores méritos de esa naturaleza, así como también que teorías enfrentadas a hechos que las contradecían de modo radical no eran abandonadas por ello26. Dicho de otro modo, los científicos no hacen uso, exclusivamente, de procedimientos lógicos de decisión para resolver el problema de la pertinencia de adoptar una teoría u otra rival, sino que en semejante toma de decisiones entran en juego importantes factores profesionales, históricos, psicológicos, culturales, económicos, sociales, etc., que el contexto de justificación desatendía, dejando en manos del contexto de descubrimiento su estudio. Los libros de texto, así como las historias oficiales de la ciencia, se las arreglan para orillar todos esos aspectos extra-lógicos, mostrando el desarrollo de la actividad científica como gobernado por estrictos procedimientos lógicos y empíricos; pero nada hay más lejos de la verdad para un historiador meticuloso. La nueva filosofía de la ciencia, más que una lógica de la ciencia, se aproxima a una sociología de la ciencia.

25 Con Kuhn, así como con la mayoría de los restantes críticos del positivismo lógico, de nuevo será la física el ámbito privilegiado de investigación para la filosofía de la ciencia. 26 Un ejemplo clásico de esta situación lo representa la llamada «revolución copernicana». El sistema cosmológico de Tolomeo, en el que el sol ocupaba el centro del universo, tenía un poder notable para predecir sucesos estelares. Es verdad que había datos astronómicos que no encajaban en el mismo, pero, como reconoce Kuhn, en uno de los estudios más importantes acerca de esta revolución científica, ningún otro sistema astronómico podía hacerlos encajar, porque, simplemente, eran erróneos. Por otro lado, el sistema heliocéntrico de Copérnico no era el que mostraba mayor poder predictivo: Tycho Brahe, con un tercer modelo, en el que la Tierra seguía ocupando el centro, realizó portentosas hazañas de medición astronómica, no igualadas por ningún otro astrónomo renacentista. ¿Qué hizo, a la postre, que triunfase el modelo copernicano? No fue ajeno a ese triunfo algo tan poco «empírico» como que Copérnico, Kepler, Galileo y otros astrónomos renacentistas abrazaban determinados postulados neoplatónicos acerca de las cualidades del universo: la simplicidad y la armonía; cualidades presentes en el modelo heliocéntrico, pero no en el egocéntrico de Brahe. Cfr. T. S. Kuhn (1957), La revolución copernicana, Barcelona, Orbis, vol. II, cap. 5.

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La unidad de análisis de esa nueva teoría de la ciencia ya no puede ser la estructura lógica conocida como teoría, por cuanto en ella quedan ocultos todos esos factores antedichos, impidiendo comprender la verdadera naturaleza del cambio científico. Kuhn propone, para salvar esa insuficiencia, la noción de paradigma. Como el propio Kuhn reconoció en la Posdata de 1969, al concepto de paradigma lo dotó de una significación ambigua. Quizás la mejor manera de comprender el sentido de tal término es mostrando el modo en que explica Kuhn la constitución de toda ciencia. Las ciencias comienzan con una etapa pre-paradigmática, en la que diversas escuelas pugnan por el dominio, en el seno de un determinado campo de investigación. Esta etapa —que podríamos considerar como de formación de la propia ciencia como tal—, en la que no hay verdaderos avances en el conocimiento, sino más bien una intensa disputa por precisar los objetivos y métodos, suele terminar con el triunfo de uno de esas escuelas, una vez que la mayoría de la comunidad científica asume que se trata del enfoque más prometedor —y no necesariamente porque cuente con un número mayor de datos empíricos en su favor. Se aceptan, entonces, los compromisos básicos que ha defendido con éxito la escuela triunfante, y que son de cuatro tipos: — Las leyes o principios fundamentales de esa ciencia, avaladas por logros empíricos que se atribuyen a su aplicación (explicaciones de sucesos pasados, predicciones acertadas de sucesos futuros, desarrollos tecnológicos derivados de la aplicación de esas leyes, etc.). Esas leyes van inevitablemente acompañadas por todo un sistema de categorías, es decir, de conceptos básicos que articularán todo el entramado teórico futuro. — Compromisos ontológicos, acerca de lo que existe y debe ser objeto de investigación en el campo científico de que se trate. Estos compromisos acotan el tipo de preguntas que es pertinente que se haga esa ciencia. — Compromisos epistemológicos y metodológicos, en virtud de los cuales se precisa cómo debe ser llevada, de modo adecuado, una investigación. Entre ellos, está la apreciación de determinados valores tales como simplicidad, precisión, consistencia teórica o fecundidad, valores que variarán de unos paradigmas a otros y que servirán para juzgar el valor de las teorías y de los métodos de investigación. — Ejemplos paradigmáticos, mediante los que se enseñan, a los científicos en ciernes, todos y cada uno de los demás compromisos que constituyen el nuevo marco de esa ciencia. Kuhn rechaza la idea tradicional de que los científicos estudian fundamentalmente la teoría, y de que la práctica es sólo un mecanismo para ilustrar lo aprendido; a su juicio, sólo en la práctica se comprenden el significado y el alcance de una teoría. Pues bien, al conjunto de estos cuatro tipos de compromiso lo denomina Kuhn paradigma. A partir del momento en que se configura el primer paradigma, puede hablarse de que esa ciencia ha alcanzado su madurez como tal ciencia. Los científicos tienen bien delimitado su campo de investigación, los problemas

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que han de ser resueltos, los métodos que se deben utilizar y las leyes fundamentales que gobiernan dicho campo. La actividad que, siguiendo tales cauces, lleva a cabo la comunidad científica es denominada por Kuhn ciencia normal. En ella, nunca se ponen en cuestión ninguno de los compromisos del paradigma. La teoría que lo gobierna es aceptada universalmente en sus leyes fundamentales, y los problemas científicos se reducen, en último término, a completarla mediante la formulación de leyes adicionales, darle apoyo empírico mayor al representado por los ejemplos paradigmáticos, desarrollar procedimientos tecnológicos que permitan mayor precisión en las medidas, explotar todas las posibilidades de esa teoría, tanto para explicar sucesos pasados como para predecir futuros, etc. Mientras esas tareas vayan siendo cumplidas de forma paulatina, el paradigma se mostrará prometedor, y nada inducirá a los científicos a plantearse su validez. Es más, si alguno de esos problemas que plantea el marco paradigmático se resiste a ser resuelto, no se considerará tal fracaso como inherente al paradigma, sino, en todo caso, como signo de la impericia profesional de los científicos que trabajan en el mismo. Y si algún dato experimental no encaja en las predicciones teóricas, o bien contradice abiertamente la teoría, no por ello se abandona ésta; antes bien, se deja al margen ese dato, como un enigma, confiando en que el desarrollo futuro del paradigma termine por dar explicación del mismo. En contra de lo propugnado por Popper, no hay, pues, falsación de los paradigmas, aunque sí pueda haberla de las leyes y teorías con que se hayan pretendido completar éstos. Imre Lakatos ha expresado, quizás, con mayor precisión que Kuhn, la naturaleza de los períodos de ciencia normal, al proponer la noción de «proyecto de investigación», en vez de la de «paradigma»: la ciencia normal consistiría en el proceso de sustitución de una teorías por otras, en todas las cuales permanecería inmutable un núcleo de leyes fundamentales, así como un conjunto de compromisos ontológicos y metodológicos —al igual que en los paradigmas kuhnianos—. Las teorías que se vayan sucediendo habrán de tener un mayor poder explicativo y predictivo del campo que se vaya a investigar en cuestión, ajustándose al ideal positivista de la reducción teórica. Mientras se cumpla esa condición, podrá afirmarse que el proyecto de investigación es progresivo, y nada inducirá a los científicos a pensar en su sustitución por uno nuevo27. Ahora bien, puede llegar un momento en que el progreso, dentro del paradigma (o del programa de investigación) aceptado, se ralentice e, incluso, llegue a detenerse. Entonces, los científicos empiezan a dudar del propio paradigma y a cuestionarse los compromisos que implica. Se trata, pues, de un 27 Cfr. I. Lakatos (1970), «La falsación y la metodología de los programas de investigación científica», en I. Lakatos y A. Musgrave (eds.) (1970), La crítica y el desarrollo del conocimiento, Barcelona, Paidós, 1974. Hay que hacer constar aquí que la interpretación que Lakatos hace del progreso científico no es totalmente coincidente con la de Kuhn. Lakatos es mucho más proclive a buscar criterios lógicos que expliquen los cambios de una teoría por otra, así como los de un proyecto de investigación por otro; frente a la disposición de Kuhn a dar preponderancia a criterios de tipo sociológico.

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período en el que la actividad científica es muy diferente a la que corresponde a los períodos de ciencia normal, etapa en la que, según Kuhn, los científicos se preocupan, de manera muy especial, por los fundamentos filosóficos de su disciplina. Kuhn ha detectado, en su trabajo como historiador, que la comunidad científica no abandona nunca un paradigma en crisis, a menos que haya elaborado antes uno alternativo que parezca más prometedor. Precisamente, lo que Kuhn denomina período de ciencia extraordinaria tiene como meta la constitución de ese nuevo paradigma, su confrontación con el antiguo y la decisión de sustituir éste por aquél. Realizada semejante tarea, se vuelve a un nuevo período de ciencia normal, sólo que en un marco paradigmático nuevo28. 1.1.5.

La noción de «inconmensurabilidad»

Las ideas más polémicas del pensamiento de Thomas S. Kuhn son las que se refieren a los mecanismos que gobiernan los cambios de paradigma, en los períodos de ciencia extraordinaria. En contra de lo postulado por el positivismo lógico y por Popper —y que, en definitiva, es un lugar común entre los mismos científicos—, la comunidad científica no lleva a cabo la sustitución de un paradigma por otro mediante la aplicación mecánica de un algoritmo, sea éste la comparación de los respectivos respaldos observacionales de ambas teorías o bien el establecimiento de experimentos cruciales que permitan falsar algunas de las teorías competidoras. No sólo Kuhn niega que esto ocurra de facto, tal y como atestiguan sus estudios sobre historia de la ciencia. Si ése fuera el caso, entonces, por ejemplo, Popper podría proponer la falsación como una nueva estrategia metodológica para la ciencia futura. Lo que en verdad sostiene Kuhn es la improbabilidad de que pueda llegar a ocurrir nunca una toma de decisión en torno a dos paradigmas competidores, mediante la consideración exclusiva de los respectivos respaldos observacionales o bien mediante el establecimiento de experimentos cruciales. Por inconmensurabilidad entiende Kuhn precisamente la imposibilidad de establecer un criterio lógico que permita decidir racionalmente entre dos paradigmas en competencia. De ser cierta la tesis de Kuhn, supondría una crisis en el modo tradicional de entender la racionalidad científica, y según la cual los científicos, armados con determinadas herramientas experimentales

28 Un asunto sobre el que han discrepado Thomas S. Kuhn y Stephen Toulmin es acerca de la frecuencia y del alcance con que, en una ciencia, se presentan las crisis paradigmáticas. Inicialmente, Kuhn tendió a pensar que esas crisis se daban muy de tarde en tarde (de ahí su calificación de «extraordinaria» para la ciencia que se hacía en semejantes momentos) y que suponían «giros copernicanos» en el modo de concebir las ciencias en que se daban. Sin embargo, con el tiempo vino a aceptar la presencia de revoluciones paradigmáticas más frecuentes y de menor alcance, de ahí que Toulmin acuñase la expresión de «microrrevoluciones» y que prefiriese hablar más de «evolucionismo» que de «revolucionarismo». Cfr. S. Toulmin (1972), La comprensión humana, Madrid, Alianza, 1977, págs. 122-124.

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y lógicas, pueden establecer siempre, de modo objetivo y universal, la preferencia de una teoría sobre sus competidoras. Todo se reduce —según siempre los defensores de esta tesis— a darles los medios y el tiempo suficiente para que lleven a puerto esa tarea de aplicación de algoritmos. Este ataque contra la noción clásica de racionalidad científica ha traído como reacción la de tachar, a la filosofía de Kuhn, de relativismo y de irracionalismo. Las razones que aduce Kuhn en defensa de la inconmensurabilidad de paradigmas pueden resumirse en las siguientes: — La idea de que existan algoritmos que permitan juzgar entre teorías rivales se fundamenta en el presupuesto de que existe una base observacional previa a, e independiente de, las teorías (más atrás, vimos que éste era uno de los postulados del positivismo lógico, respecto de la estructura de las teorías científicas): si esa base es común a teorías rivales, entonces podrán establecerse experimentos cruciales que permitan saber cuáles de las predicciones observacionales hechas por las teorías rivales se cumplen y cuáles no. — Esa suposición de la existencia de una base observacional independiente de la teoría se asienta, a su vez, en la tesis empirista de que nuestros sentidos son capaces de captar la realidad, sin producir alteración ni deformación alguna. Ahora bien, ya Kant, en el siglo xviii, reprochó al empirismo su ingenuidad a la hora de concebir lo dado a los sentidos como mero reflejo de algo independiente del sujeto que lo percibe. En la misma línea abundarán los filósofos idealistas, durante el siglo siguiente; hasta que, ya en pleno siglo xx, estas objeciones sean recogidas por filósofos como Wittgenstein y Hanson, lingüistas como Sapir y Whorf, o psicólogos como Wertheimer. — Kuhn se adhiere a esas críticas —cuyo desarrollo vamos a obviar aquí. Su tesis es que toda percepción posee carga teórica, es decir, que está mediatizada por las expectativas que posee en ese momento el observador en cuestión. Aun cuando los estímulos sensoriales sean iguales en dos individuos, es frecuente que sostengan que ven cosas diferentes; y ello es, a juicio de Kuhn, consecuencia de que lo que perciben lo hacen desde distintas «teorías». Para ilustrar esta idea aparentemente paradójica, Wittgenstein y Hanson usaban las figuras reversibles popularizadas por los psicólogos de la Gestalt. Pero el ejemplo más famoso, al respecto, fue propuesto por Hanson: afirmaba que, cuando a las afueras de Praga, los astrónomos Tycho Brahe, defensor de la tierra como centro del universo, y Johanes Kepler, partidario del heliocentrismo, contemplaban juntos el cielo al amanecer de un día cualquiera a comienzos del siglo xvi, mientras que el primero sostendría ver moverse al sol, el segundo afirmaría, con igual rotundidad, ver girar a la tierra en torno a él29. — Ahora bien, si toda percepción tiene carga teórica, la base observacional de una teoría no es independiente de ésta; y, en consecuencia, no hay una base observacional común a teorías radicalmente distintas, como son las

29 Cfr. N. R. Hanson (1958), Patrones de descubrimiento. Observación y experimentación, Madrid, Alianza, 1977, págs. 79 y sigs.

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que constituyen paradigmas diferentes. En definitiva, Kuhn sostiene que todo paradigma configura un mundo propio de experiencias, de manera que observadores situados en paradigmas distintos verán la realidad de forma diferente. — Y si no hay base observacional común, entonces no es posible establecer un algoritmo del tipo de los experimentos cruciales que permita decidir, de modo automático, qué paradigma debe ser abandonado y cuál, asumido. Y ésta es, precisamente, la tesis que se esconde bajo la noción de inconmensurabilidad30. ¿Cómo deciden, entonces, los científicos, en las situaciones de ciencia extraordinaria, qué paradigma abrazar? Kuhn dedicó muchos de sus esfuerzos posteriores a su obra de 1962 a precisar los procedimientos por los que se orientan. Lo que Kuhn vino a defender es que la noción clásica de racionalidad, según la cual las decisiones racionales tienen que fundarse en algoritmos, es demasiado estrecha para explicar la ciencia. Pero que es posible reconstruir esa idea de racionalidad, con objeto de que se ajuste con mayor precisión a un tipo de empresa, la científica, que es el mejor modelo de racionalidad que conocemos los seres humanos. Para empezar, la inconmensurabilidad afecta no solamente a las leyes básicas de dos paradigmas, sino también al resto de compromisos que constituye un paradigma. Científicos que actúen en paradigmas distintos pueden aceptar o no determinados compromisos ontológicos (por ejemplo, que exista el inconsciente, o que no); pueden sostener la idoneidad de modelos distintos de investigación (que las computadoras sirvan para interpretar adecuadamente los procesos cognitivos humanos, o que no sirvan); pueden discrepar en los métodos (como en el caso de la introspección controlada experimentalmente); pueden diferir en los valores metodológicos (como en la importancia que se le conceda al uso sistemático de la estadística); pueden variar su valoración de determinados logros experimentales (por ejemplo, la conducta de personas hipnotizadas, considerada como clave para sostener la existencia de un inconsciente activo); etc. Sin embargo, entre todos los tipos de inconmensurabilidad que pueden detectarse entre paradigmas rivales, a Kuhn le interesa muy especialmente, por el alcance que tiene, la inconmensurabilidad entre los respectivos lenguajes científicos. A su juicio, la inconmensurabilidad no permite la traducción de todos y cada uno de los conceptos, de uno de estos lenguajes al otro; porque todo concepto recibe su significación a partir del entramado de relacio-

30 La noción de inconmensurabilidad ha sido desarrollada paralelamente por Paul Feyerabend, con un sentido más radical aún que el que adquiere en la filosofía de Kuhn. Para Feyerabend, la inconmensurabilidad entre teorías hace imposible la ciencia normal. Todo en la ciencia es, pues, una revolución permanente, en la que unas teorías sustituyen a otras, respecto de las que son necesariamente inconmensurables. Cfr. P. Feyerabend (1970), Contra el Método, Barcelona, Ariel, 1981.

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nes que guarda con todos los demás conceptos de un campo semántico; de manera que si éste varía —y ése es el caso entre lenguajes pertenecientes a paradigmas distintos—, entonces variará necesariamente su significado31. La consecuencia de este tipo de inconmensurabilidad es que, inevitablemente, siempre que un paradigma sea sustituido por otro, hay determinadas pérdidas teóricas, porque el nuevo paradigma, aun siendo más prometedor que el antiguo, no puede hacerse cargo de todo cuanto explicaba aquél. En definitiva, Kuhn rechaza la posibilidad de que pueda darse una verdadera reducción teórica entre teorías que pertenezcan a paradigmas distintos. Los ejemplos sacados de la historia de la física, por Kuhn, son muy convincentes32. Pero podría haberse inspirado igualmente en la historia de la psicología, que hemos esquematizado más arriba. Así, por ejemplo, si bien el conductismo supuso indudables ventajas respecto del estructuralismo, hubo también significativas pérdidas teóricas en la sustitución de un proyecto de investigación por otro, pérdidas tales como una teoría más o menos rigurosa de la mente humana, y que se fueron haciendo más patentes cuanto mayor fue resultando su estancamiento como proyecto de investigación dominante. No es de extrañar, por ello, que, como ya indicamos en otro lugar, el cognitivismo terminara por sustituir al paradigma conductista, con la significativa consigna de recuperar la mente. De este modo, en las últimas décadas, puede seguirse un empeño general en volver a introducir en el lenguaje psicológico determinadas categorías que el conductismo había desechado, pero sin las cuales no parece posible esa recuperación. Nos referimos a «conciencia», «intencionalidad», «qualia», etc. Pero el sentido que adquieren ahora estos conceptos no es exactamente el mismo que poseyeron, por ejemplo, a finales del siglo xix. Baste, por ejemplo, con pensar que muchos cognitivistas están dispuestos a admitir la posibilidad de que una máquina pudiera llegar a tener conciencia33. Ahora bien, si no es posible disponer de una base observacional común, para comparar empíricamente las leyes y predicciones pertenecientes a dos paradigmas distintos, y si tampoco es posible traducir los términos y enun-

31 Cualquier traductor sabe la imposibilidad de traducir determinados términos de una lengua a otra sin que ello suponga una pérdida de sentido. Así, es imposible traducir adecuadamente del español al inglés la palabra «trapío», porque no hay en inglés un campo semántico equiparablemente tan rico al que hay en español para hablar de toros de lidia. 32 Por ejemplo, aunque la teoría de la relatividad y la de la mecánica de Newton presentan determinadas fórmulas matemáticamente tan similares que parecen permitir la idea de la reducción teórica, si se interpretan los significados de las variables en una y otra se verá que no concuerdan. Así, para Newton el espacio era homogéneo, mientras que para Einstein es heterogéneo. Para aquél, la materia era invariante en los cuerpos; mientras que, para éste, varía con su velocidad. 33 Es famosa la anécdota según la cual preguntaron en cierta ocasión a Claude Shannon si una máquina podría llegar a pensar. Su respuesta fue que, puesto que el ser humano es una máquina, y piensa, entonces es obvio que una máquina puede llegar a pensar. Naturalmente, muchos no admitirían la respuesta de Shannon, porque el significado que conceden a la palabra «máquina» no les permite incluir al ser humano como referente de ese concepto.

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ciados establecidos en uno de ellos, al lenguaje del otro, para poder compararlos dentro de un mismo marco paradigmático, entonces, ¿cómo puede mantener Kuhn la naturaleza racional de la toma de decisiones de los científicos en épocas de ciencia extraordinaria? Hay que recordar que Kuhn sostiene que dos científicos, cada uno de los cuales se encontrase instalado en un paradigma distinto, estarían inmersos en «mundos diferentes»; y de ello parecería deducirse que su comunicación sea imposible, y los acuerdos entre ellos, mera quimera. La solución está, sin embargo, en la capacidad que, según Kuhn, tiene el científico para poder comprender más de un paradigma a la vez. Usemos una analogía: de igual modo que en las figuras reversibles podemos percibir en un primer momento una determinada figura, para pasar a un segundo momento en que percibimos otra diferente, a partir de los mismos estímulos visuales; y ese cambio de percepción podemos controlarlo a voluntad, una vez conseguido por primera vez; de modo similar, un científico que se ha formado en el seno de un paradigma puede, no sin un serio esfuerzo por su parte, llegar a comprender los valores y compromisos pertenecientes a un paradigma rival. Esta capacidad le permite al científico comparar ambos paradigmas. No se trata de una comparación concepto a concepto (porque se ha convenido que es imposible la traducción radical), ni ley a ley (porque no es posible establecer experimentos cruciales). Kuhn cree que esa comparación es de naturaleza global: consiste en comparar los valores globales del primer paradigma con los correspondientes al segundo; y decidir, después, el paradigma que parezca presentar globalmente mayores ventajas34. Según este procedimiento, cada científico establecerá un veredicto personal acerca del paradigma preferible, veredicto que dependerá, por ejemplo, del grado de importancia que dé a la pérdida teórica que suponga el cambio, o a los nuevos valores metodológicos, respecto de los antiguos. Ello no conduce, sin embargo, a convertir la ciencia en una mera actividad subjetiva. Para Kuhn, el protagonista de la actividad científica no es el investigador individual, sino la comunidad científica. Es ella quien decide los cambios paradigmáticos. Y lo hace gracias a que, por esa capacidad que tienen sus miembros de poder situarse simultáneamente en más de un paradigma, pueden mantener un diálogo racional acerca de las ventajas e inconvenientes de cada alternativa. Kuhn advierte de que, a pesar de que los científicos puedan discutir racionalmente acerca de las ventajas de dos paradigmas, puede que no lleguen a acuerdos. Se trata de una idea insólita para la noción clásica de racionalidad, según la cual, si dos investigadores actúan racionalmente, es necesario que coincidan en las conclusiones. Pero Kuhn cree que, aunque ambos científicos 34 Fue Quine quien, en 1951, llamó la atención acerca de la imposibilidad de juzgar una a una la validez de los enunciados pertenecientes a una teoría científica. A su juicio, era éste un dogma del empirismo, que debía ser repudiado. Por el contrario, proponía como único criterio posible la consideración de las teorías como totalidades que debían ser consideradas, aceptadas o rechazadas en pleno. Esta visión holista de las teorías científicas influyó más tarde en Kuhn. Cfr. W. v. O. Quine (1951), «Dos dogmas del empirismo», en W. v. O. Quine (1953), Desde un punto de vista lógico, Barcelona, Ariel, 1962.

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comprendan los valores respectivos de cada paradigma, pueden tener preferencias personales distintas acerca de cuáles de esos valores merecen mayor atención. Puede ser, por ejemplo, que uno prefiera la coherencia teórica interna a la eficacia práctica, mientras que otro muestre las preferencias contrarias. Estos desacuerdos, sin embargo, lejos de representar una deficiencia de la racionalidad científica, Kuhn los percibe como una ventaja: la sustitución de un paradigma por otro es una empresa muy arriesgada, por el alcance que entraña, y cuya corrección puede tardar mucho tiempo en poder comprobarse (algunas de las revoluciones científicas estudiadas por Kuhn se desarrollaron a lo largo de varias décadas). Por ello es bueno que el desacuerdo entre científicos les haga trabajar, a unos en el paradigma antiguo y a otros en el nuevo, hasta que resulte evidente si la decisión de sustituir uno por otro ha sido la más acertada35. 1.2. SEGUNDA PARTE: LA PSICOLOGÍA A LA LUZ DE LA NUEVA FILOSOFÍA DE LA CIENCIA 1.2.1.

La Psicología: ¿ciencia de la naturaleza o ciencia social?

La nueva filosofía de la ciencia ha modificado la consideración de tres problemas que guardan relación entre sí y que fueron muy importantes en el pasado: a) el establecimiento de un criterio de demarcación entre ciencias y no-ciencias; b) la distinción precisa entre las ciencias de la naturaleza (física, química, biología, etc.) y otro bloque de disciplinas que, para resumir, denominaremos con la expresión ya clásica de ciencias sociales (historia, sociología, etc.); y c) el encuadramiento de la psicología y de sus distintos paradigmas y escuelas dentro, o no, de las ciencias, y su consideración ya como ciencia natural, ya como ciencia social. Respecto a lo que Popper denominara criterio de demarcación entre las ciencias y otras formas de saber, la historia del empeño por establecerlo ha tenido varios episodios. Inicialmente, se asumió el uso del método experimental, creado por los grandes físicos renacentistas, como ese criterio demarcador buscado. La filosofía positivista se esforzó, entonces, por precisar los caracteres esenciales de ese método (conceder primacía epistemológica a los hechos sobre las teorías —éstas serán aceptadas o no, en virtud de su grado de ajuste a los hechos objetivos e independientes—; recurrir a los experimentos, como procedimiento fundamental para la contrastación de la validez 35 Larry Laudan ha mantenido que en las propuestas de Kuhn subsisten elementos que permiten catalogarlas de relativistas. A su juicio, la mejor vía para huir de los peligros del relativismo, manteniendo el grueso de las aportaciones de la nueva filosofía de la ciencia, consiste en mostrar que la inconmensurabilidad de teorías no impide la existencia de procedimientos rigurosos para la comparación de dos paradigmas rivales. Esos procedimientos tienen que ver con la tarea fundamental que Laudan adjudica a las teorías científicas: la de resolver problemas. Cfr. L. Laudan (1990), La ciencia y el relativismo, Madrid, Alianza, 1993.

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de las hipótesis; entender que «explicar» consiste, a la postre, en establecer conexiones causal-deterministas; conceder relevancia sólo a lo que es susceptible de tratamiento matemático; etc.). Los positivistas defendían, por lo tanto, un monismo metodológico: el método de las ciencias, sean cuales sean, es uno y el mismo. Toda disciplina que pretendiese quedar constituida como ciencia debería, por lo tanto, «naturalizarse», desembarazándose de aquellos aspectos que la hacían incompatible con el método experimental. El problema que ofrecía ese criterio de demarcación era que incluso en la misma física se terminó por hacer patente que las prescripciones metodológicas establecidas por los positivistas eran poco seguidas por los físicos de mayor capacidad36. La constatación de semejante hecho condujo a la filosofía de la ciencia a modificar el criterio de demarcación: ya no se referiría tanto al método o estrategias aplicadas por el científico en busca de la construcción de hipótesis y teorías (lo que sería objeto de estudio del contexto de descubrimiento) cuanto a los mecanismos justificadores de la validez de las teorías propuestas (contexto de justificación). En las primeras décadas del siglo xx el debate se centró en si esas garantías procedían de los mecanismos para la verificación de las teorías (positivismo lógico) o bien de los empeños de falsación realizados por los científicos contra ellas (racionalismo crítico de Popper). En todo caso, tanto los positivistas lógicos como Popper mantuvieron cierta forma de monismo: sólo era ciencia aquella actividad racional que hiciera uso de uno y el mismo procedimiento de justificación para la validez de sus teorías. Ahora bien, ya desde el mismo siglo xix se había constituido una oposición a cualquier forma de monismo metodológico en las ciencias. Pensadores de la talla del filósofo Dilthey o del sociólogo Weber llamaron la atención sobre la inadecuación de la física matemática para ser usada como modelo para determinadas ciencias que estaban emergiendo y cuyos objetos de investigación (el ser humano, su historia, su mente, la sociedad, etc.) distaban sobremanera de los propios de las ciencias naturales. A juicio de estos autores, era necesario reconocer la especificidad de tales ciencias, así como el desarrollo de métodos propios para la investigación en esos ámbitos distintos de los de las ciencias naturales: reconocer, en estas ciencias, la no primacía epistemológica de los hechos respecto de las teorías —se consideran relevantes, por ejemplo, no todos los datos a disposición del historiador, sino sólo los hechos históricos que parecen apoyar determinadas hipótesis explicativas de un acontecimiento—; el peso mucho menor de los experimentos; la necesidad de hacer uso de explicaciones finalistas, y no sólo causal-deterministas —los seres humanos actúan buscando determinadas metas, y no sólo movi-

36 Por ejemplo, Mach sostenía que la historia de las ciencias enseñaba que lo que conduce a las soluciones de los problemas científicos es la aplicación ora de unos determinados trucos, ora de otros; y no tanto el ejercicio de un presunto método universal. Einstein, por su parte, estaba tan convencido de ello que se declaraba un oportunista epistemológico. Cfr. P. Feyerabend (1980), ¿Por qué no Platón?, Madrid, Tecnos, 1985, pág. 176.

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dos por determinadas presiones—; el reconocimiento y valoración de todo aquello no susceptible de tratamiento matemático; etc. Hay que subrayar que estas posiciones dualistas no ponían en duda la interpretación positivista de las ciencias naturales, sino que pretendían conceder a otras disciplinas no susceptibles de encajar en semejante modelo de ciencia la consideración de auténticas ciencias. No hay aquí lugar para exponer en detalle el complejo y largo debate que se ha producido, a lo largo de siglo y medio entre las posiciones monistas y las dualistas37. Cabe, sin embargo, referir cómo queda la situación tras las aportaciones de Kuhn a la historia de la ciencia. Como él mismo expone, los análisis de Dilthey, Weber y otros, mostrando las especificidades propias de las ciencias sociales y defendiendo su valor como tales ciencias, son profundos y adecuados, pero estaban hechos dando por válida la visión que sobre las ciencias naturales ofreciera el positivismo. Una vez que esa visión positivista ha quedado desenmascarada, se comprueba que la posición adecuada en estos asuntos es, de nuevo, la del monismo; pero no porque haya que aceptar finalmente que las ciencias sociales hayan de «naturalizarse», sino porque, en resumidas cuentas, son las ciencias naturales las que, a la postre, resultan no ser tan diferentes a las ciencias sociales como se creía38. Kuhn ha abierto la brecha para que se descubra, por ejemplo, la importancia de los factores sociales, culturales, ideológicos y profesionales, incluso en las ciencias naturales más «duras»; y no sólo en la historia o la economía, por poner dos ejemplos especialmente sensibles de ciencias sociales. ¿En qué medida afecta esto a la consideración de la psicología? Recordemos que el padre del positivismo, Augusto Comte, creía incompatible la psicología con el ideal positivista de la ciencia, pero, también, que fue Wundt quien fundó el primer laboratorio de psicología experimental, haciendo de esta disciplina una más entre las ciencias naturales. Los empeños de autores de la relevancia de Brentano, Dilthey o Husserl por mantener a la psicología dentro del ámbito de las ciencias sociales fracasó ante el empuje de la psicología americana (especialmente, con la aparición del paradigma conductista); y con ello, por ejemplo, la Fenomenología quedó al margen de la psicología oficial; todo lo más, como una rama de la psicología filosófica (y recuérdese que Comte consideraba a la especulación filosófica como un estadio anterior e inferior al propio de las ciencias). Por otra parte, las dificultades del Psicoanálisis freudiano o de la Psicología individual de Adler para hacer uso canónico del método experimental de las ciencias naturales y, en definitiva, para permitir la falsación de sus hipótesis, fueron un argumento de peso para el destierro de ambas, más allá del estrecho redil que los positivistas concedían a la ciencia39.

37 Una exposición detallada de dicho debate puede encontrarse en J. M. Mardones (1982, 1991), Filosofía de las ciencias sociales, Barcelona, Anthropos. 38 Cfr. T. S. Kuhn (1991), «Las ciencias naturales y humanas», en Acta sociológica, número 19, UNAM, México, 1997, págs. 11-19. 39 Eysenck ha señalado, por ejemplo, que Freud no concedió especial atención a dos pro-

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Ahora bien, si las tesis de Kuhn acerca de la naturaleza de las ciencias apuntan en la buena dirección, los límites entre ciencias naturales y sociales se difuminan, y, consecuentemente, la psicología debería tender a establecer puentes entre posiciones teóricas y paradigmas que hasta hace poco parecían excluyentes: entre sus ramas más experimentales y las que muestran una propensión más racionalista y especulativa; entre aquellas que conceden un peso fundamental a la matematización y formalización y las que muestran una valoración mayor por lo cualitativo; o entre las que muestran predisposición hacia esquemas explicativos causal-deterministas y aquellas otras que se decantan más por las explicaciones teleológicas y funcionales40. 1.2.2.

Los paradigmas en la Historia de la Psicología

Tal y como ya se ha indicado más arriba, el pensamiento de Thomas Kuhn se ha convertido en el eje principal de la filosofía de la ciencia, a lo largo de las últimas décadas, hasta el punto de que si bien las reflexiones de algunos filósofos de la ciencia fueron independientes respecto de la teoría kuhniana de la ciencia, y las de muchos otros resultaron críticas, unos y otros pueden ser encuadrados sin dificultad dentro del debate suscitado por la filosofía de Kuhn. Excede los límites de este trabajo ni siquiera mostrar en líneas generales los hitos principales de la filosofía de la ciencia en los últimos cuarenta años. Sin embargo, hay que hacer constar la centralidad de las nociones kuhnianas para los investigadores empeñados en perfilar una historia veraz de las distintas ciencias y, entre ellas, de la psicología41. El uso de la noción de paradigma ha servido para clarificar la compleja historia de esta ciencia, permi-

cedimientos muy frecuentes para los investigadores de las ciencias naturales: pruebas clínicas con grupos experimentales de control y experimentación con modificación meticulosamente controlada de las variables independientes (cfr. H. Eysenck y G. Wilson [1973], El estudio experimental de las teorías freudianas, Madrid, Alianza, 1980). Por su parte, Popper ha llamado la atención acerca de la imposibilidad de falsar las hipótesis del Psicoanálisis y de la Psicología Individual (cfr. K. Popper [1965], Conjeturas y refutaciones, Barcelona, Paidós, 1982, cap. I). 40 Algunos empeños, en tal sentido, ya llevan produciéndose tiempo. Por ejemplo, Sherry Turkle ha mostrado las concomitancias entre dos ámbitos tan aparentemente alejados como el psicoanálisis y la Inteligencia Artificial, gracias al desarrollo en ésta de un nuevo paradigma: el conexionismo. Y ha defendido, consecuentemente, que el reconocimiento de tal paralelismo puede ser de gran utilidad para el psicoanálisis (cfr. S. Turkle [1988], «Inteligencia Artificial y Psicoanálisis: una nueva alianza», publicado en S. R. Graubard [1988], El nuevo debate sobre inteligencia artificial, Barcelona, Gedisa, 1993). 41 Cabe citar, entre otros, a A. R. Buss, quien, en 1978, publicó un artículo con evidentes resonancias, en él, de la obra maestra de Kuhn, «The structure of psychological revolutions», en Journal of the history of the behavioral sciences, 14, págs. 57-64. También debe ser mencionado D. S. Palermo (1971), «Is a scientific revolution taking place in Psychology?», en Sciencie Studies, 1, págs. 135-155. En España, ha sido muy interesante la labor realizada, en este sentido, por Antonio Caparrós, del que es ineludible su Introducción histórica a la psicología contemporánea, Barcelona, Rol, 1979.

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tiendo distinguir una línea más o menos precisa de evolución en medio del maremagnum de escuelas y teorías. Siguiendo a Caparrós, suele aceptarse como primer paradigma, en la historia de la psicología científica, el sistema teórico diseñado por Wundt, durante el último tercio del siglo xix, y culminado por Titchener; sistema conocido como estructuralismo. Como ya se ha indicado más arriba, nociones como las de ‘conciencia’ o ‘introspección’ formaban parte de los compromisos ontológicos y metodológicos del estructuralismo, que, como indica Antonio Caparrós, resultó, a la postre, un callejón sin salida para la psicología, debido a la constatación en él de serias deficiencias: Contradicciones en los resultados experimentales de los distintos laboratorios, insuficiencias metodológicas y expectativas excesivas en torno a las posibilidades de la introspección, deficiencias teóricas en la concepción subyacente de la conciencia, falsedad de los presupuestos fisiológicos, confusión en torno a los niveles teórico-metodológico y fenomenológico, artificiosidad experimental y analítica, ausencia de sentido funcional y diferencial, ciertos compromisos filosóficos y lógicos, etc.42.

En la segunda década del siglo xx, el estructuralismo se vio sustituido por una nueva forma dominante de entender la psicología: el conductismo. Los rasgos paradigmáticos del conductismo muestran una radical novedad respecto del paradigma anterior: negación de todo valor a la conciencia, como responsable de la dirección de la conducta humana; renuncia consecuente al uso de nociones mentalistas; negación de todo valor metodológico a la introspección; adopción, como esquema explicativo universal, para todo tipo de conducta, del reflejo condicionado E-R, descubierto por Pavlov en sus trabajos de psicología animal; adopción del atomismo (las conductas complejas no son sino la suma de conductas más simples), el externalismo (sólo serán objeto de atención científica los estímulos exteriores al sujeto y las respuestas detectables por un observador en tercera persona), el periferismo (se niega protagonismo al sistema nervioso central en el control de la conducta, de manera que carece de interés psicológico su estudio) y el positivismo; y, en fin, consideración, como ejemplos paradigmáticos, de los experimentos de Pavlov con perros o del experimento con Albert B., realizado por Watson, entre otros. En las décadas siguientes, el conductismo —enfrentado a problemas que el modelo teórico inicial no permitía resolver— fue evolucionando, desde las tesis iniciales de Watson hasta las elaboraciones neoconductistas más complejas y estructuradas —bajo la inspiración de las ideas dominantes entonces en filosofía de la ciencia, acerca de la estructura de las teorías científicas y de los procedimientos de confirmación de las teorías. Los principales responsables de esa transformación fueron Tolman, Hull, Skinner o Guthrie. Hasta

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Cfr. A. Caparrós (1979, 30 y 31).

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que, finalmente, se produjo la crisis conductista de los 50, como consecuencia de la incapacidad del conductismo para dar cuenta satisfactoria de conductas tan complejas como, por ejemplo, las del aprendizaje de la lengua materna. Y allí estaba preparado para tomar el relevo un tercer paradigma emergente, conocido como cognitivismo, empeñado en la recuperación de la mente43, y construido en colaboración de la psicología con otras disciplinas científicas que van desde la Teoría de la Información, a la Inteligencia Artificial, y desde la Semántica, a las neurociencias. Indicar con más precisión los rasgos principales de este paradigma resulta una empresa imposible en los estrechos márgenes asignables en este trabajo. Baste, para justificar omisión semejante, que en la actualidad hay extendida la duda de si todo cuanto ha sido subsumido bajo la denominación de «cognitivismo» puede y debe ser considerado como parte de un único paradigma científico, o bien si esa etiqueta sirve para confundir en una aparente unidad paradigmas distintos (y pertenecientes a varias ciencias), aunque temporalmente coexistentes y con algunos rasgos generales comunes44. A lo largo de esta serie de paradigmas sustituyéndose en un siglo largo de historia de la psicología científica, aparecieron otras opciones teóricas que, pese a su valor, sin embargo, no llegaron a concitar el suficiente consenso en su entorno como para poder ser catalogadas de paradigmas. Tales son los casos del funcionalismo de William James, o de la Psicología de la Gestalt. Ahora bien, además de la psicología general, cuya evolución histórica acabamos de señalar, Caparrós indica que la psicología diferencial ha contribuido al desarrollo de la ciencia psicológica desarrollándose en paralelo con aquélla, pero sin que pueda decirse que en su seno haya habido ninguna revolución paradigmática, desde su constitución en las obras de Galton o Binet. Un caso parecido ocurre con la psicología de lo profundo: se trata de un ámbito que Freud propuso como complementario al de la psicología científica centrada en la conciencia, y que, desde sus inicios, ha sido dominado por un único paradigma, el psicoanálisis, quedando teorías como la adleriana o la jungiana en una situación parecida al funcionalismo o la Gestalt en la historia de la psicología general. Hay, en fin, otras orientaciones teóricas que no encajan totalmente en el esquema presentado, pero que participan de muchas de sus aportaciones (Caparrós, por ejemplo, cita las distintas teorías acerca de la personalidad). Este panorama tan complejo, de una historia tan breve, plantea una cuestión importante, a la hora de valorar a la psicología como ciencia natural: dado que las ciencias maduras han conseguido, según el modelo explicativo de Kuhn, un con-

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Cfr. J. Bruner (1990), Actos de significado, Madrid, Alianza, 1995, págs. 20-22. Para resolver este tipo de cuestiones, se han propuesto ciertas modificaciones en las categorías kuhnianas, con objeto de hacer de la noción de paradigma un instrumento más útil para el análisis de la compleja historia de las ciencias cognitivas. Cfr. T. Lachman, N. J. Lachman y E. C. Butterfield, Cognitive Psychology and Information Processing: an Introduction, Hillsdale, N. J., Erlbaum, 1979. 44

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senso general en torno a un único paradigma, ¿habrá de aceptarse que la psicología está aún en el período pre-paradigmático de su constitución como ciencia? El propio Kuhn responde afirmativamente a esta pregunta, en 1962; y esa misma postura ha sido defendida por algunos importantes historiadores de la psicología45. Sin embargo, si volvemos la vista hacia la física actual, contemplaremos la existencia de, al menos, dos grandes marcos teóricos universalmente aceptados por la comunidad científica: en lo que atañe a la física de las partículas, la mecánica cuántica; y por lo que respecta a la cosmología, la teoría relativista. Pero a nadie se le ocurre poner en duda la condición madura de esta ciencia. El mismo Einstein, que obtuvo el Premio Nobel de física por sus aportaciones a la mecánica cuántica, fue el creador de la teoría de la relatividad; y sentía una clara incomodidad con esta bicefalia, hasta el punto de que tuvo como propósito en sus últimos años de vida, y propuso como una meta prioritaria para los teóricos que le sucediesen, la tarea de construir una teoría unificada, bajo la que quedasen reducidas ambas teorías actuales. Siguiendo, pues, el paralelismo, puede sostenerse la madurez de la psicología como ciencia, aun cuando se trate, al igual que la física actual, de una ciencia multiparadigmática (lo que no ocurre, por ejemplo, en la biología, donde el paradigma neoevolucionista impera de modo absoluto). Por último, al igual que hay físicos que desesperan del proyecto einsteniano de una ciencia unificada, en virtud de las sensibles diferencias existentes entre las teorías cuántica y relativista, que llegan a ofrecer visiones del mundo totalmente contradictorias46, hay psicólogos que tienden a postular como un empeño inútil el de unificar la psicología, proponiendo, más que una ciencia psicológica, la existencia de varias ciencias psicológicas. 1.2.3.

El método en la Psicología

En cualquier manual clásico acerca del método en las ciencias naturales, podemos encontrarnos una caracterización del mismo en términos más o menos parecidos a los siguientes47: — El punto de partida de toda ciencia natural —incluida la psicología científica— lo constituye la acumulación de diversos enunciados protocolares, esto es, enunciados acerca de fenómenos, que cumplen determinadas condiciones metodológicas48. 45 Cfr. R. J. Watson (1967), «Psychology: A prescriptive science», en American Psychologist, 22, págs. 435-443. 46 El principal escollo radica en que la teoría relativista ofrece una visión causal-determinista del universo, mientras que la interpretación más defendida del oscuro significado ontológico ligado a la mecánica cuántica muestra a la materia como gobernada por un dinamismo esencialmente azaroso. A Einstein le resultaba tan escandalosa esta interpretación que se ha hecho famosa su objeción al respecto, espetándole a su colega Niels Bohr: «¡Dios no juega a los dados!» 47 Cfr. I. M. Bochenski (1954), Los métodos actuales del pensamiento, Madrid, Rialp, 1988, págs. 191 y sigs. 48 La denominación de enunciado protocolar tiene que ver con el hecho de que siguen las

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— Como los enunciados protocolares forman una clase no ordenada y con tendencia a aumentar en número, los científicos se ven en la necesidad de ordenarlos, así como de dar una explicación de los fenómenos a que se refieren. Surge, así, un segundo nivel de enunciados científicos: • La hipótesis es un enunciado de mayor grado de generalidad que los enunciados protocolares que intenta agrupar y explicar (a menudo se trata de un enunciado universal), y de la que éstos pueden ser deducidos lógicamente. De ella se derivan, además, predicciones acerca de la naturaleza de otros fenómenos aún no observados, pero similares a los que han dado pie a la constitución de dicha hipótesis. • Cuando se ha alcanzado un grado suficiente de confirmación de la hipótesis, se habla de leyes. — A su vez, puede sentirse la necesidad de ordenar y explicar las leyes. En un proceso similar al anterior, pero de mayor alcance, surgen así las teorías de menor o mayor grado de generalidad, en función de las leyes, hipótesis y enunciados protocolares que sean capaces de subsumir. Hasta aquí, hay un acuerdo general acerca del método de las ciencias naturales. Ahora bien, los problemas filosóficos comienzan cuando es necesario precisar el significado y alcance de algunos de los conceptos que hemos usado para exponer la naturaleza del método. Y esos problemas se multiplican en el caso de ciencias cuyo objeto de investigación es tan complejo y delicado como el que corresponde a la psicología. Repasaremos, a continuación, algunos de esos problemas, a la luz de la nueva filosofía de la ciencia, y centrándonos en el caso específico de la psicología. 1.2.3.1.

La observación empírica

Para comenzar, ¿qué condiciones deben darse para que un hecho concreto sea considerado por una ciencia como un fenómeno, y acerca del cual esa ciencia en cuestión deba construir enunciados protocolares? Las ciencias naturales, en virtud de la necesidad de establecer mecanismos de control respecto de la validez de los datos empíricos, consideran fenómenos sólo aquellos susceptibles de ser observados por un número lo suficientemente amplio de investigadores. Esto suele implicar dos cosas: que sean observaciones realizadas a través de nuestros cinco sentidos externos y que, preferentemente, el suceso observado sea repetible. Pero, naturalmente, ello arroja una sombra

normas de los registros de datos establecidos por los protocolos diseñados para los laboratorios, la recogida de informes de campo, etc. Habitualmente, tales protocolos suelen recoger los datos siguientes: coordenadas espaciales y temporales de la observación, circunstancias y descripción del fenómeno, y nombre del observador.

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de duda sobre los informes introspectivos, debido a la inaccesibilidad que presentan para la percepción directa por parte de otros sujetos (y la psicología académica ha tomado en cuenta estas reservas, para desembarazarse de todo interés por el estudio y control de la introspección). Y otro tanto ocurre con informes referidos a sucesos excepcionales. ¿Puede, sin embargo, la psicología permitirse el lujo de ignorar unos y otros informes, sin que ello suponga una pérdida irreparable? La fenomenología y el psicoanálisis, por poner dos ejemplos muy significativos, responden negativamente. ¿Es posible establecer, entonces, mecanismos de control que, sin cumplir estrictamente las prescripciones del método experimental, den garantías racionales acerca de los datos que proporciona la introspección? El método fenomenológico y el método psicoanalítico pretenden ser, entre otros, mecanismos de esa naturaleza. 1.2.3.2.

La explicación

Un segundo problema filosófico consiste en precisar la noción de explicación. Aristóteles distinguía cuatro tipos distintos de «causas», esto es, cuatro modos diferentes de justificar un hecho acaecido a un ente particular: causa material, que atiende a la naturaleza de la que está constituido el ente; causa formal, que refiere a la forma y a la funcionalidad de que está dotado el ente; causa eficiente, que remite al agente que ha desencadenado el hecho en cuestión; y causa final, que señala hacia los propósitos que han inducido al agente a desencadenar el hecho. Según Aristóteles, una explicación es adecuada sólo cuando ofrece los cuatro tipos de causas49. Ahora bien, la aparición de la física renacentista mostró que, en la explicación de los hechos que le concernían, podía prescindirse de las causas finales50. El éxito de la física desacreditó también, entre las disciplinas aspirantes a ciencias, todo tipo de explicaciones teleológicas (es decir, referidas a causas finales). El rechazo de la psicología académica, durante décadas, hacia nociones tales como voluntad, propósito, intención, etc., y la primacía de esquemas explicativos como el E(stímulo)-R(espuesta), propio del conductismo, o los propios de las neurociencias, son reflejo de tal descrédito. Sin embargo, junto a la impresión de que negar la propositividad al sujeto humano constituye una forma de desnaturalizarlo, el tiempo parece haber demostrado la incapacidad de las explicaciones causal-deterministas (es decir, explicaciones que prescinden de las

49 Por ejemplo, se explica el movimiento de una pelota porque está fabricada de un material elástico y resistente a la patada de un niño (causa material), porque es esférica y, por lo tanto, posee la capacidad de rodar (causa formal), porque un niño concreto la ha golpeado (causa eficiente) y porque la patada del niño tiene como propósito hacer que la pelota entre en la portería (causa final). Sólo la combinación de las cuatro causas explica suficientemente el movimiento de la pelota. 50 Conociendo la fuerza aplicada a una pelota y la dirección de la misma, así como su naturaleza material y su forma, puede predecirse el movimiento de la misma, sin tener que tomar en cuenta el propósito del niño.

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causas finales) para dar cuenta por sí solas de la complejidad asociada a la conducta humana. De hecho, tal y como ha demostrado Jerry Fodor (1968), las explicaciones propias de la psicología —que deben ser, necesariamente, leyes intencionales— son lógicamente irreductibles a explicaciones de tipo causal-mecanicista; es decir, que lo que explican las primeras no puede ser explicado con igual grado de adecuación por las segundas. Si a ello añadimos que el filósofo británico David Hume ya demostró, en el siglo xviii, que no puede asegurarse que la causalidad sea una propiedad básica de los fenómenos que estudiamos, de manera que, en el fondo, parece ser sólo un procedimiento intelectual mediante el cual intentamos comprender las cosas, ¿qué justificación podemos encontrar para excluir otros procedimientos intelectuales que, como las explicaciones finalistas, podrían ayudarnos a comprender determinados fenómenos concernientes al ámbito de la psicología? El hecho es que la psicología cognitiva ha recogido finalmente el guante, reintroduciendo formas de explicación que desbordan el marco causal-determinista y que siempre fueron reivindicadas por corrientes al margen de los paradigmas dominantes. 1.2.3.3.

La confirmación de hipótesis

Un tercer aspecto problemático del método en las ciencias naturales se refiere a la confirmación de hipótesis de las cuales se derivan predicciones observacionales. Ya hemos indicado más atrás las diferencias, al respecto, entre la verificación, propuesta por el positivismo lógico, y la falsación del racionalismo crítico. Lo que tiene de importante esta cuestión es, entre otras cosas, la forma distinta de orientar la investigación que supone uno u otro procedimiento confirmador: — Mientras que los positivistas lógicos proponen que el investigador prepare cuidadosamente sus hipótesis, a partir de la acumulación meticulosa de un número significativo de enunciados protocolares, los racionalistas críticos proponen adoptar una posición mucho más creativa en la formulación de hipótesis, tomándolas en consideración no tanto por el apoyo empírico con que se ha contado previamente cuanto por el valor heurístico que, en principio, parezcan ofrecer para la actividad subsiguiente en esa ciencia. — Mientras que los positivistas lógicos sostienen que es tarea primordial del científico respaldar las hipótesis formuladas, buscando datos empíricos que coincidan con las predicciones que de ellas se derivan, para el racionalista crítico se trataría más bien de adoptar una postura eminentemente crítica frente a dichas hipótesis, incitándonos a encontrar argumentos empíricos descalificadores de las mismas y a proponer constantemente hipótesis alternativas.

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1.2.3.4.

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El experimento

Sea como fuere, la falsación o la verificación de hipótesis requieren, a menudo, del establecimiento de experimentos. Debe entenderse por ‘experimento’ toda observación controlada mediante la cual se pretende comprobar la veracidad de las predicciones observacionales que se derivan de una hipótesis científica. Ahora bien, la ciencia ha ido estableciendo ciertos cánones metodológicos cuyo propósito es, precisamente, el control riguroso de lo observado; y la psicología parece una ciencia especialmente problemática a la hora de cumplir con dichos cánones. Aquellas condiciones que se consideran relevantes para la comprobación de las hipótesis científicas reciben la denominación de variables. Pongamos un ejemplo sencillo, para comprender algunas características del método experimental, ligadas a la naturaleza de las variables: para la medición del peso (p) de un cuerpo, los físicos consideran variables su masa (m) y la constante gravitacional correspondiente al punto geográfico en que se mide dicho peso (g). Puesto que el peso depende de la constante gravitacional y de la masa, y no a la inversa, se dice que el peso es la variable dependiente, mientras que masa y constante gravitacional son variables independientes; o, de otro modo, que el peso es función (f) de la masa y la gravedad (p = f[m,g]). La hipótesis que los físicos pueden proponer es que la relación entre las variables la establece la fórmula siguiente: p = mxg. Se trata de una relación inmediata y simple entre una variable dependiente y dos variables independientes, que el experimentador intentará demostrar, llevando a cabo un control experimental exhaustivo de los parámetros matemáticos correspondientes a cada variable medida y comprobando si se ajustan a la fórmula propuesta. Si, como es el caso, las mediciones se ajustan a la hipótesis propuesta, estaremos en condiciones de considerar que p = mxg es una ley científica. Veamos ahora qué ocurre cuando el experimento se da en el ámbito de la psicología, y no en el propio de ciencias que, como la física, tienen objetos de estudio más simples. — Con respecto a la detección de variables: el número de condiciones potencialmente significativas para un experimento en psicología es, muchas veces, tan grande que no es anormal que los experimentadores dejen sin considerar, involuntariamente, algunas variables relevantes51.

51 Así, por ejemplo, la contemplación de alimentos es un estímulo (variable independiente) del que puede depender la activación del apetito (variable dependiente), cuando hace tiempo que no se alimenta un sujeto, pero siempre que no tenga una preocupación intensa por algo, que no esté excesivamente cansado, que no tenga un gran interés por atender a un suceso determinado, que no sufra algún dolor… ¿Puede estar seguro el experimentador de haber tomado en cuenta el cúmulo de variables que concurren en una situación natural como ésta, fuera del laboratorio? Un caso clásico respecto de este tipo de dificultades para la psicología es el que se refiere

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— Con respecto a la inmediatez y simplicidad del vínculo: el ideal experimental implica que el vínculo entre las variables independientes y las dependientes sea inmediato (en el ejemplo propuesto antes, ese vínculo lo refleja el producto de las variables independientes). Y a ese ideal se adscribió el esquema E-R del conductismo clásico. Sin embargo, conductistas de renombre terminaron por reconocer que dicho esquema era insuficiente, postulando, entonces, la existencia entre el E(estímulo) y la R(respuesta) de variables ocultas. Con ello, la inmediatez del vínculo se hizo problemática, no tanto por la introducción de dichas variables cuanto porque las mismas no eran susceptibles de observación directa. — Con respecto a la inocuidad de las condiciones experimentales: uno de los presupuestos del empirismo, y, por lo tanto, del método experimental desarrollado bajo su influjo, era el de que el mismo acto de observar un proceso inducido en laboratorio no puede ser un factor que influya sobre las variables experimentales. Sin embargo, en psicología resulta especialmente difícil de cumplir este precepto52. Los etólogos, por ejemplo, han llamado repetidamente la atención acerca de las distorsiones sutiles, pero importantes, que provoca un entorno experimental sobre los animales, aun cuando éste sea tan cuidadoso en la reproducción de las condiciones ambientales naturales como lo pueda ser un zoológico53. — Con respecto al control experimental: Todos los aspectos señalados en los puntos anteriores se refieren, en definitiva, a las dificultades que tiene el psicólogo para manejar adecuadamente las condiciones experimentales: la necesidad de controlar un número elevado de variables —aun si, como ya es difícil de por sí, todas las condiciones relevantes han sido tomadas en consideración—; la existencia, entre las variables, de variables ocultas; y el impacto que las propias condiciones experimentales puedan ejercer sobre el experimento, cuando el sujeto paciente es un animal o un ser humano. — Con respecto a la repetibilidad de los experimentos: si un mecanismo de control de los resultados de un experimento consiste precisamente en la posibilidad de repetirlo a voluntad, el mismo resulta problemático en psicología. En primer lugar, porque es difícil reproducir con exactitud el cúmulo, generalmente muy grande, de condiciones experimentales del experimento original. En segundo, porque los objetos de experimentación (seres humanos o animales) son afectados por el mismo experimento, de manera que ya no son los mismos tras éste y, por tanto, no pueden volver a formar parte de una repetición del mismo, sin que ello suponga una distorsión en las condiciones

al problema histórico de llegar a establecer el número, la naturaleza y las interrelaciones de los factores que deban ser tomados en consideración para caracterizar y medir la inteligencia humana. 52 Semejante aspiración quedó ya desmantelada en física con el descubrimiento, en 1927, del famoso Principio de Incertidumbre, por obra de Heisenberg. 53 La dificultad de la reproducción en cautividad de determinadas especies parece ser un reflejo de ese impacto.

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experimentales54. En tercer lugar, porque la naturaleza única de estos seres hace imposible, en sentido estricto, su sustitución por otros que no hayan pasado aún por el experimento. — Con respecto a las restricciones éticas: Un límite evidente a la aplicación del método experimental en psicología lo constituye la condición de persona atribuible al ser humano. La experimentación no puede atentar contra los derechos que dimanan de esa condición, por más que ello pudiera suponer un paso adelante para el conocimiento. Ahora bien, en los últimos años se está generalizando la idea de que también otras especies animales son sujetos de derechos y, consecuentemente, que los trabajos experimentales deben detenerse igualmente ante la posible violación de los mismos. Estas prevenciones se hacen mayores precisamente ante las especies animales que, por su proximidad en el árbol evolutivo, al lugar ocupado por el ser humano, podrían aportar mayor conocimiento acerca de nuestra propia naturaleza. Hablamos de los grandes simios (gorilas, orangutanes, chimpancés y bonobos), para quienes se reclama, incluso, su condición de personas55. Las dificultades que tiene la psicología para hacer efectivos los cánones del método experimental, tal y como se establecen en las ciencias naturales, y las restricciones teóricas a las que se ve sometida en virtud de la naturaleza de su objeto de estudio, han inducido a que los psicólogos busquen nuevos procedimientos para la confirmación de las hipótesis teóricas. El más importante de éstos es, probablemente, el de la construcción de modelos. Para ello ha sido de gran ayuda la introducción de las computadoras. Con ayuda de las mismas, la psicología cognitiva se ha lanzado a la construcción bien de modelos de la mente (tarea encomendada a la Inteligencia Artificial de sistemas simbólicos), bien del cerebro (propósito final del conexionismo). Pero este recurso de las ciencias topa con la dificultad de justificar la idoneidad del modelo propuesto, entre los muchos posibles que pueden ser construidos. Así, por ejemplo, ¿por qué la computadora es un mejor modelo de la mente humana que el representado por un sistema hidráulico constituido por fluidos, canales, presas, compuertas, etc., modelo que inspiró a Sigmund Freud? 1.2.3.5.

La comparación de teorías

Los experimentos no sirven sólo para confirmar una hipótesis científica, sino que, en el modelo positivista de la ciencia, deben ser usados como procedimiento para la elección entre teorías rivales. Sin embargo, tal y como ha mostrado Kuhn, las teorías científicas están íntimamente ligadas a compromisos ontológicos, epistemológicos y metodológicos. Si dos teorías ofrecen

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Un sujeto, por ejemplo, que haya realizado una prueba psicotécnica determinada es esperable que, de repetírsela, no reproduzca exactamente las pautas originales. 55 P. Cavallieri y P. Singer (eds.) (1998), El proyecto «Gran simio». La igualdad más allá de la humanidad, Madrid, Trotta.

La noción de paradigma y su aplicación a la psicología

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compromisos distintos, hablamos entonces de paradigmas diferentes, y, tal y como han mostrado Kuhn y otros autores, se hace imposible el establecimiento de experimentos cruciales que permitan decidir de modo forzado entre una y otra. Ahora bien, la diferencia de compromisos abrazados por teorías diferentes en psicología es algo muy frecuente. Veamos, a modo de ilustración, algunas de esas diferencias: — Respecto de los compromisos ontológicos: una de las cuestiones fundamentales para la psicología es la de establecer una solución al problema mente-cuerpo: ¿se trata de dos sustancias distintas, tal y como cree el dualismo? ¿O bien «cuerpo» y «mente» son conceptos que se refieren a una misma realidad ontológica, como sostienen los materialismos? Para comprender el alcance de estas cuestiones, piénsese, por ejemplo, que un materialista eliminativo cree perjudicial el uso de nociones mentalistas en la ciencia, de manera que rechaza como fenómenos susceptibles de estudio por la psicología todos aquellos ligados de una u otra forma a tales nociones (‘conciencia’, ‘inconsciente’, ‘voluntad’, ‘intencionalidad’, etc.), y espera que las neurociencias, por sí solas, puedan desentrañar, más pronto que tarde, todos los secretos de la conducta humana; mientras que para un dualista —y no sólo para él— los datos aportados por las neurociencias, sin carecer de importancia, no son los únicos que merecen atención como fenómenos para la psicología. — Respecto de los compromisos epistemológicos: es fuente de disputas el valor que deba o no concederse a la metáfora computacional («la mente no es sino el programa informático que corre en el cerebro»), porque de ese debate depende que se conceda crédito o no a los modelos computacionales de la mente, puestos a punto por la Inteligencia Artificial. Otro asunto de importancia consiste en la postura que se adopte respecto de la naturaleza de la verdad: el realista pretenderá que la ciencia aspire a desvelar la naturaleza última de la realidad, mientras que para el pragmatista las teorías científicas sólo tienen que mostrarse eficaces en la resolución de problemas pertinentes a esa ciencia. Así, por ejemplo, mientras que éste se sentirá a gusto con una mera definición operacional de la inteligencia, según la cual ha de entenderse por inteligencia aquello que miden los test de inteligencia, aquél aspirará a poder establecer una definición esencial para esa noción, esto es, a desvelar qué es verdaderamente la inteligencia, y no sólo cómo se mide. También es relevante el problema de establecer la verdadera naturaleza de las explicaciones científicas, aceptándose sólo las de corte causal-determinista, o ampliando ese espectro con las explicaciones funcionales. — Respecto de los compromisos metodológicos: es clave la valoración o no de los métodos empeñados en controlar los datos ofrecidos por la introspección, porque quienes niegan la validez de toda forma de introspección rechazarán, por fuerza, tomar en consideración informes que, por el contrario, serán significativos para los psicólogos que admiten la validez de algunas de tales formas.

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Otro tanto ocurre con el valor que se conceda a las matemáticas en el campo de la psicología. Ya Pitágoras sostuvo que la naturaleza estaba gobernada por leyes matemáticas. Semejante tesis metafísica fue abrazada por los físicos renacentistas y, sorprendentemente, resultó ser muy fructífera para la ciencia. Sin embargo, de ella se deriva el desinterés hacia todo cuanto no sea cuantificable. La psicología ha procurado sustituir nociones no susceptibles de matematización (entendimiento, razón, imaginación) por otras que se ajustan a ese precepto metodológico (inteligencia, creatividad), pero esas sustituciones no son siempre inocuas. Adoptar, pues, o no una postura «pitagórica» es relevante a la hora de tomar en consideración o no determinados aspectos de la realidad humana. Como es fácil deducir, dos psicólogos que, en los problemas que acabamos de citar, adoptan posiciones distintas dispondrán de conjuntos también distintos de enunciados protocolares sobre los que fundar sus hipótesis y respecto de los que contrastar sus experimentos; aceptarán como válidos métodos de investigación diferentes y se sentirán comprometidos con modos de explicación diversos. Por lo tanto, los experimentos cruciales y la reducción teórica serán, simplemente, aspiraciones inútiles. La contemplación del galimatías paradigmático en que se desenvuelve la psicología actual, si no nos dejamos engañar por la relativa coherencia académica alcanzada a base de situar al margen de las instituciones oficiales a corrientes minoritarias, se ajusta bastante a ese diagnóstico derivado de la aplicación a la psicología de las tesis kuhnianas acerca de la naturaleza de las ciencias. Resta sólo esperar que la prescripción hecha por Kuhn para salvaguardar la racionalidad en la ciencia, es decir, el esfuerzo sincero por considerar simultáneamente posturas distantes, se imponga en la psicología.

I LA RELACIÓN MENTE-CUERPO

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Capítulo II

Aproximación histórica al problema mente-cuerpo Juan Ignacio Morera de Guijarro

2.1. EL MUNDO ANTIGUO: GRECIA 2.1.1.

Alternativas iniciales

Dado el interés que despierta en nuestros días la cuestión de la relación cuerpo-mente, conviene aludir a aquellos planteamientos que son significativos como precedentes de ese pensamiento actual. Un análisis general sobre las distintas concepciones dualistas y materialistas pone en relación mundos tan diferentes como el antiguo y el moderno, siendo este último, con el incuestionable Descartes como referencia básica, el antecedente típico de las alternativas actuales. Pero veamos la secuencia histórica de algunos hechos. El tema del cuerpo y del alma o el espíritu está presente en todas las culturas, en sus mitos y en sus religiones. Las creencias religiosas, en su sentido más amplio, tienen que ver con concepciones animistas, dentro de las cuales la existencia de un alma inmaterial establece el dualismo como la teoría de mayor antigüedad y de mayor asentamiento en la tradición cultural, y por eso mismo muy acorde con el sentido común y el lenguaje corriente. El materialismo es más tardío y está asociado a concepciones que pretenden dar una visión naturalista y empírica de la realidad. De cualquier modo, en tanto que la relación entre un cuerpo y un alma, espíritu o mente, afecta, por un lado, a la constitución e identidad del hombre, a su capacidad cognoscitiva, y, por otro, a su posible inmortalidad o destino, al sentido de la vida y de la muerte, ha sido objeto permanente de referencia en la reflexión filosófica.

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Dentro del mundo griego se dan las líneas fundamentales que configuran las alternativas que hasta la actualidad se debaten. En un fondo incuestionable de reconocimiento al valor del cuerpo y sus atributos, de «culto al cuerpo», conviven interpretaciones naturalistas o materialistas con concepciones dualistas radicales y moderadas. Una valoración sobre el cuerpo preside la cultura griega, desde el antropomorfismo de la religión oficial hasta el campo de la expresión artística. Salud, belleza y juventud eran los bienes supremos para el griego clásico, a pesar de la consideración negativa que Platón realiza en alguno de sus diálogos, como Laín Entralgo nos recuerda en su libro El cuerpo humano. Oriente, Grecia Antigua (Madrid, Espasa Calpe, 1987). El término ‘alma’, ‘psique’, es el principio vital aplicable a todo ser viviente, desde los vegetales al hombre. En tanto principio biológico podrá ser interpretado, con distintos matices, o bien como identificable con la realidad corpórea o bien como elemento inmaterial distinto del cuerpo. Originariamente, al igual que en otras culturas, el término ‘psique’ es entendido como aliento, soplo, respiración sin la cual sobreviene la muerte, al igual que cuando se le asocia con el fuego, con el calor vital, que contrasta con la falta del mismo, con la frialdad que caracteriza al cuerpo muerto. Junto a esta concepción se da, con frecuencia, la del alma como sombra, como doble de cada individuo. En Homero se encuentran, por ejemplo, las dos significaciones: la psique como soplo, aliento, y la psique como sombra, como simulacro. En este autor todavía no hay distinción entre cuerpo y alma. La psique no es entendida en oposición al cuerpo, ni implica la individualidad del yo. Lo anímico tiene que ver con el carácter mortal del hombre, es el aliento que se detiene con la muerte al igual que se detiene la sangre. Tampoco existe un concepto unitario de cuerpo: el término ‘soma’ no es el cuerpo por oposición al alma, sino el cadáver, la figura inerte que queda en el momento en que se pierde la vida. Cuando Homero alude al cuerpo lo es a sus diversas partes y órganos y a la actividad o pasividad de los mismos. Según los poemas homéricos, la psique huye al mundo de los muertos, al Hades, lugar sin luz ni vitalidad, donde las distintas almas, imágenes con apariencia de seres vivos, no son más que evanescencia, meras sombras sin valor. No se puede hablar, por tanto, de vida auténtica tras la muerte. La muerte, y sólo ella, es fin. Lo único que queda en este mundo es el recuerdo en los que sobreviven y la fama, si se consiguió, como reconocimiento social. Entre Homero y Platón se desarrolla una literatura que habla ya de un juicio a los muertos y que atribuye distintas moradas según el comportamiento del hombre en vida. El Tártaro, como lugar de castigo, y los Campos Elíseos y la Isla de los Bienaventurados, como premio, son retomados para establecer una sanción moral según las acciones realizadas. Aquí, no estamos ya ante sombras impersonales, sino ante auténticas almas singularizadas. En este trasfondo mítico-religioso es donde se plantea, por tanto, el sentido de las cosas, de la existencia en general y de la procedencia y el destino del alma humana. Sobre todo, una marcada distinción cuerpo-alma se da en las llamadas religiones de los misterios, que recogían concepciones orientales y cultos cha-

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mánicos y que implicaban ritos de iniciación, purificaciones y éxtasis, entre otras actividades. En concreto, la religión del orfismo afirmaba que el cuerpo representaba un impedimento para el alma, la cual debía liberarse mediante una serie de acciones purificadoras. Autores significativos como Pitágoras, Empédocles y el mismo Platón se vieron influidos por esta doctrina de gran calado ético. Junto a este dualismo mítico-religioso se desarrolló una línea de pensamiento naturalista y materialista, que se hace presente en la medicina desde Hipócrates a Galeno y en la interpretación atomista de Demócrito y Epicuro. Coincidiendo con el planteamiento de Leucipo, del que no tenemos testimonio suficiente de sus escritos, Demócrito despliega toda una teoría sobre los átomos y el vacío. Los átomos, entidades indivisibles, son infinitos en número y de formas diferentes. Entre los átomos existe algún espacio vacío que hace posible el movimiento, permitiendo las agrupaciones de átomos, el surgimiento de diversos mundos, la variedad de la naturaleza así como el nacimiento y la muerte. El cosmos surge a partir de un torbellino en el caos de los átomos cuyo principio es el que lo semejante busca lo semejante. La mezcla de lo lleno y de lo vacío permite, pues, explicar cualquier tipo de realidad. El alma no constituye ningún misterio, resulta ser una conjunción de átomos muy sutiles y móviles que coincide con el hecho mismo de la respiración. En concreto, forman el alma átomos esféricos, como los que configuran el fuego, que se encuentran en el cuerpo al igual que un elemento fluido o gaseoso puede estar en un determinado recipiente. Con la muerte el alma, que no es inmortal, se dispersa al no haber nada que mantenga unidos los átomos. Sin entrar en la negación de los dioses, el atomismo niega cualquier intervención de los mismos en la realidad cósmica. Las representaciones que los pueblos tienen de lo divino, las creencias religiosas, se explican mediante el impacto que los fenómenos de la naturaleza producen en el hombre, fuente principal, junto con las apariciones que se dan en los sueños, de toda clase de mitos y supersticiones. En la misma línea argumental se va a manifestar Epicuro y, más tarde, el autor latino Lucrecio. Para Epicuro afirmar que el alma es incorpórea es hablar neciamente porque, si así lo fuera, no habría modo de actuar ni sufrir. Coincidiendo con todo esto, Lucrecio defiende que el alma está constituida por cuerpos minúsculos y está sujeta a la disolución. 2.1.2.

El hombre entre los trascendente y lo físico en Platón y Aristóteles

Contrapunto de las ideas atomistas, la relación cuerpo-alma en Platón se inserta en un dualismo más amplio, el que existe entre el mundo aparente de la experiencia sensible y el mundo de la verdadera realidad, el mundo de las ideas. Mientras el cuerpo humano pertenece al mundo de lo sensible, de lo limitado y cambiante, el alma pertenece al mundo de lo inteligible, por lo que tiende a lo inmortal y a lo divino. El alma se mueve, pues, entre los dos mun-

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dos: su naturaleza le hace encuadrarse en el mundo de las ideas, aunque se encuentre caída en el mundo sensible, inmersa en un cuerpo. El Fedón representa el diálogo donde se da una separación más tajante entre cuerpo y alma. Esta obra gira en torno al tema de la muerte y de la inmortalidad, describe las reflexiones que Sócrates, en los últimos momentos de su vida, mantiene con sus amigos en la prisión. «Es a lo divino, inmortal, inteligible, uniforme, indisoluble y constante en su identidad a lo que más se asemeja el alma, mientras, por el contrario, es a lo humano, mortal, multiforme, no inteligible, soluble, no constante en su ser a lo que más se asemeja el cuerpo» (Fedón, 80b). Esta contraposición posee un profundo carácter moral, que se manifiesta en la misma actitud ejemplar de Sócrates ante la muerte: su serenidad y su adecuada preparación para la definitiva liberación, lo que implica un alejamiento de quienes son amigos y simples servidores del cuerpo frente a los amigos del saber, a los que se ejercitan en pensar y contemplar la verdad. «¿Y no te parece que es indicio suficiente de que un hombre no era amante de la sabiduría, sino del cuerpo, el verle irritarse cuando está a punto de morir? Y probablemente ese mismo hombre resulte también amante del dinero, o de honores; o de ambas cosas a la vez» (Fedón, 67d). La unión alma-cuerpo es, pues, accidental, siendo el fin del alma la contemplación de la auténtica realidad que sólo conseguirá desembarazándose del cuerpo mediante un proceso purificador. Las etapas de este proceso se ponen de relieve en el mito de la caverna (República, VII, 514a-519d). Si, por el contrario, el alma es sometida por el cuerpo, no podrá conseguir su destino. En todo esto queda de manifiesto el conflicto que tiene el hombre entre lo racional y lo irracional, entre razón y pasión. El ideal de la vida humana reside, de modo general, en tratar de alcanzar el predominio de la razón como medio para conseguir trascender el nivel de lo sensible y de lo corpóreo. En el mito del carro alado (Fedro, 246a-249b) Platón expresa el hecho de que el alma en un determinado momento, al no controlar a los caballos, se precipita en el mundo sensible y queda atrapada en un cuerpo. La triple partición del alma está presente en este mito, en el que el cochero, el auriga, simboliza la razón, el caballo blanco simboliza lo irascible y el negro lo concupiscible. En el ámbito humano, el alma ejerce, por un lado, su dominio sobre el cuerpo, lo instrumentaliza, y por otro lado, en relación a sí misma, el gobierno corresponde al alma racional e inmortal, que se encuentra en la cabeza, mientras el alma irascible, situada en el pecho, despliega los sentimientos nobles, y el alma concupiscible, situada en el vientre, alberga los apetitos y las pasiones. Junto a una teoría en la que el cuerpo es valorado negativamente, también Platón, acorde con la mentalidad griega general, desarrolla una conceptualización más moderada en la que pone de relieve la importancia de lo corporal, de la armonía cuerpo-mente, de la necesaria colaboración del cuerpo mediante la gimnasia, y del alma mediante la música y la filosofía. Con este adiestramiento se trata de alcanzar el ideal de salud, belleza y bondad. Ciertamente, el concepto de salud moral sería el exponente de todas las virtudes personales y sociales. Sin embargo, históricamente, el Platón que ha trascendido y ha tenido máximo peso en el pensamiento posterior, sobre

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todo en el pensamiento medieval y renacentista, ha sido el Platón del dualismo más radical. El planteamiento de Aristóteles, al contrario que el de Platón, es naturalista y biológico. El alma pertenece al campo de la física, al campo de los seres naturales dotados de vida, es el principio vital de un cuerpo físico orgánico. Cuerpo y alma no son dos sustancias distintas, sino una sola, la que constituye al ser vivo. Aun cuando podamos hacer distinción entre lo corporal y lo anímico, éstos no son separables. Al igual que en cualquier ámbito de la realidad, también aquí se pueden aplicar las categorías aristotélicas de materiaforma y acto-potencia: el alma es la forma, el acto vital de un organismo, lo que le permite llevar a cabo sus funciones vitales. «Si el ojo fuera un ser vivo —nos dice el autor—, su alma sería la vista, pues ésta es la sustancia del ojo según su noción. El ojo es la materia de la vida, y si ésta falta ya no habría ojo, a no ser en un sentido equívoco como cuando hablamos de un ojo de piedra o de un ojo pintado… Así como la pupila y la vista constituyen el ojo, también el alma y el cuerpo constituyen un ser vivo» (Acerca del alma, II, 1). Desde la época arcaica, como ya dijimos, el alma ha sido considerada principio de vida, asociada a la respiración y a la sangre, e incluso a nivel cósmico se ha defendido un alma del mundo similar a un organismo. En esta misma línea, Aristóteles trata de dar a la perspectiva biológica la máxima consistencia científica, para lo cual será prioritario el valor de los hechos observados con el fin de alcanzar una suficiente descripción de las propiedades de los seres vivos, a la vez somáticas y psíquicas. La vida se caracteriza por las actividades básicas de nutrición, crecimiento, reproducción y muerte. En la naturaleza se dan las funciones vitales de un modo cada vez más complejo y desarrollado, lo que permite distinguir una serie de grados cuyos referentes esenciales son las plantas, los animales y el hombre. La complejidad creciente implica una especie de escala natural en la que los peldaños más superiores engloban las funciones de los inferiores y las suyas propias. En este sentido, el hombre representa el esquema de toda la naturaleza y, dada su complejidad, la unidad cuerpo-alma puede tornarse más problemática. Así, vemos que se da indudable conjunción cuando hablamos de funciones vegetativas, nutritivas y sensitivas, y también cuando tratamos de la memoria, la imaginación y las emociones. Sin embargo, la cuestión se torna distinta si nos preguntamos sobre la existencia de un intelecto puro, de un pensamiento como actividad exclusiva del alma. En el comienzo de su tratado Acerca del alma nos dice: «Si el pensar es una especie de imaginación o no puede darse sin la imaginación, el pensar no se dará sin el cuerpo. Pero, si hay una función del alma que sea propia y peculiar de ella, entonces podría ser separada del cuerpo». La teoría de un doble entendimiento, pasivo y activo, nos lleva a un terreno ambiguo y oscuro, en donde Aristóteles afirma que solamente es separable e inmortal el entendimiento activo o agente, mientras que el pasivo es perecedero. Así pues, a pesar de todo, junto a un monismo sustancial subsiste en este autor un cierto dualismo que entronca con una etapa inicial de su pensamiento marcada por la influencia platónica. La interpretación sobre el

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entendimiento agente ha sido objeto de controversia en épocas posteriores. Así, por ejemplo, una línea interpretativa que parte del comentarista del s. II Alejandro de Afrodisia, y que recogerá más tarde el pensamiento árabe con Averroes, considera a dicho entendimiento como único para todos los hombres, dándose en él la unidad de todas las mentes. Por su parte, Tomás de Aquino y la escolástica, en abierta contienda con las tesis averroístas, afirman que el entendimiento agente no es otra cosa que el alma que defiende el cristianismo. 2.2. EL MUNDO MODERNO 2.2.1.

Panorámica general

En el pensamiento antiguo y medieval la imagen que prevaleció sobre la realidad completa, sobre el universo, fue la de un organismo, un modelo dinámico-vitalista con su intencionalidad, propósito y fines. En el mundo moderno las explicaciones teleológicas y causales, el por qué una cosa se comporta de la manera que lo hace, qué sentido u orientación tiene, pasan a segundo plano: lo esencial al definir algo será saber cómo actúa. No se trata ya de fuerzas internas, vivas y animadas, sino de fuerzas mecánicas. Desde el siglo xv se viene dando un incremento en el número y variedad de las máquinas, que incluye la construcción de autómatas que parecen seres vivos, lo que favorece el desarrollo de teorías científicas y filosóficas que giran en torno al modelo de máquina como válido para el estudio de cualquier realidad y del propio hombre. Incluso en el campo religioso, los autores de los siglos xvii y xviii aplican ya esta idea y hacen referencia a Dios, metafóricamente, como el supremo relojero que puso en marcha y sincronizó todo el universo. Mecanicismo, por tanto, será la doctrina que considera que cualquier campo real posee una estructura similar a una máquina y puede explicarse según un modelo mecánico. El desarrollo de la ciencia renacentista, con su punto más destacado en Galileo, configuró una teoría mecanicista de la naturaleza que habría de culminar en Newton. La cuestión será ver hasta qué punto el hombre entra dentro de ese sistema explicativo del mundo. Para algunos autores, como el propio Newton, las cuestiones filosóficas están muy alejadas de sus intereses científicos. Para Descartes, sin embargo, el mecanicismo se aplica en el ámbito de la física, la sustancia extensa, pero no en el ámbito anímico, la sustancia pensante. En esta misma línea, el racionalismo de Malebranche, Spinoza y Leibniz se moverá en torno al problema del paralelismo, de cómo se relacionan no causalmente el cuerpo y el alma. Por otro lado, dentro de la concepción materialista, de autores como Hobbes, el mecanicismo se aplica a todos los ámbitos, estando el hombre en su totalidad sometido a las mismas leyes que los otros cuerpos. Dentro también de la interpretación materialista, a mediados del siglo xviii, La Mettrie pone a una de sus obras el título de El hombre máquina, con lo que defiende al máximo

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este modelo como apto para la comprensión de los procesos físicos y psíquicos humanos. En la filosofía del empirismo inglés, sobre todo en Locke y en Hume, hay un gran interés por cuestiones psicológicas, por cuestiones que afectan al funcionamiento de la mente humana, pero no se detienen en la problemática de la relación mente-cuerpo. Son críticos con el planteamiento racionalista de Descartes, con su innatismo y sustancialismo, centrándose en la capacidad de la mente para conocer, en el origen de las ideas, en su relación o asociacionismo y, en suma, en la necesidad de desarrollar una ciencia de la naturaleza humana basada en la experiencia. Tienen como punto en común con el pensamiento cartesiano el tomar en cuenta el campo de las representaciones mentales, el campo de la llamada «experiencia interna». En este sentido, Berkeley, como exponente de una teoría mentalista, va a ir más lejos que el propio Descartes al reducir el mundo de las cosas materiales a las sensaciones que tenemos de ellas: la mente es una sustancia espiritual, mientras que los cuerpos quedan a nivel de sensaciones de las mentes. Racionalismo y empirismo convergen a finales del siglo xviii en Kant, para quien el sujeto es el yo pienso, la conciencia o autoconciencia que determina y condiciona toda actividad cognoscitiva. Sin embargo, la metafísica carece de las condiciones necesarias para ser una ciencia y lo mismo le ocurre a la psicología, que vive una situación de ilusión o de autoengaño al hacer del yo una sustancia. Adelantándose a alguna de las tesis de Comte, afirma Kant la insuficiencia de la introspección: nuestra experiencia interna, el yo pienso, el yo que juzga, no puede ser a un tiempo juez y parte. Si bien los límites al conocimiento, establecidos por el empirismo y por Kant, no son aceptados por el idealismo de Fichte, Schelling y Hegel, en ningún caso se retoma el concepto cartesiano de sustancia y la problemática que ello conlleva. En el paso a la época contemporánea, nos encontramos con una orientación cientificista típica del siglo xix, dominada por el positivismo y el evolucionismo, que sientan las bases para el posterior desarrollo del conductismo, eminentemente hostil a cualquier tipo de dualismo. Sin embargo, ese mismo campo de influencia también permite que subsistan planteamientos dualistas, como es el caso de la concepción epifenoménica de la relación mente-cuerpo que defienden Huxley y Ribot entre otros. Según esta teoría la conciencia es un efecto consecutivo de los procesos fisiológicos. Se le niega a dicha conciencia el carácter de fenómeno, pero queda reconocida de algún modo como epifenómeno o sobre-fenómeno, un fenómeno secundario o accesorio que acompaña al ámbito corpóreo, algo que no es capaz de causar ninguna influencia en la realidad fenoménica, al igual que la sombra no actúa sobre el objeto que la produce. Por su parte, el surgimiento de la psicología científica en Alemania mantiene la doble consideración de lo mental y lo corporal, como es el caso de la teoría psicofísica de Fechner, también aceptada por Wundt y que más tarde también está presente en el isomorfismo de la escuela de la Gestalt, cuyos precedentes filosóficos nos llevarían al paralelismo de las teorías racionalistas posteriores a Descartes. De igual modo, en el ámbito americano, nos encontramos con un autor como William James, que afirma

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un paralelismo en la relación mente-cuerpo y aconseja a los psicólogos que defiendan una correspondencia total entre la sucesión de estados de conciencia con la sucesión de los procesos del cerebro. En el caso de Freud la orientación inicial y básica fue materialista, aunque luego conpatibilizó ese materialismo con su teoría sobre la psique y la pretensión de usar conceptos esencialmente psicológicos. Por otro lado, subsiste también un pensamiento filosófico tradicional abierto a los aportes científicos y crítico con los reduccionismos materialistas, como es el caso de Bergson en Francia. En esta línea, y bajo la influencia de Brentano, Husserl inaugura la fenomenología, una de las corrientes de pensamiento más importantes del siglo xx. En ella se recupera al máximo el campo de la conciencia a la vez que se revaloriza el papel del cuerpo como frontera entre lo interno y lo externo, como mediación de la conciencia con el mundo, del sujeto con su entorno. Pero será en 1949 cuando la publicación de la obra de Ryle El concepto de lo mental inaugure, simbólicamente, el inicio de una reflexión actual sobre la relación mente-cuerpo. En esta obra se critica la teoría de Descartes, a la que se tilda de «dogma del fantasma en la máquina». En el siguiente epígrafe analizaremos, al margen de Ryle, lo esencial del pensamiento de Descartes y su inmediata influencia. 2.2.2.

El dualismo cartesiano y su legado controvertido

El reconocimiento de la subjetividad humana y de su relación con el entorno, tema que surge con fuerza en el Renacimiento, va a alcanzar un nuevo rumbo y una nueva profundización en Descartes. Interesado en encontrar un criterio de certeza recurre al deliberado procedimiento de la duda, lo que le permitirá conseguir el punto clave del conocimiento indudable: el yo como pensamiento y existencia, con su bagaje de ideas innatas, ideas adquiridas e ideas que nosotros mismos elaboramos imaginativamente. Dado que el ser humano es imperfecto, la idea de perfección nos viene de Dios, el cual será la garantía que anule los efectos de la actitud dubitativa inicial. En tanto que ese yo se identifica con el propio sujeto y se le otorga autonomía respecto del cuerpo, se entra en una dinámica de contrastes, en una conceptualización dualista del ser humano. «Comprendí —nos dice— que yo era una sustancia, cuya esencia y naturaleza no es sino pensar, y que no necesita lugar alguno para ser ni depende de cosa material alguna. De suerte que ese yo, es decir, el alma por la cual soy lo que soy, es enteramente distinta del cuerpo y más fácil de conocer que él» (Discurso del método, IV). En principio, sobre la existencia de la mente no cabe dudar, mientras que sobre el cuerpo incluso cabría imaginar que no existiera. El mismo Descartes considera que esta afirmación se encuentra sujeta a objeciones y limitaciones, por lo que no cabe considerarla como una distinción suficientemente adecuada. Más decisivo es considerar que los objetos físicos son extensos, medibles, cuantificables, mientras la mente no lo es. En realidad, ésta es la distinción esencial: los cuerpos, las cosas, la sustancia física es extensa, en cambio, el

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alma, la conciencia, la sustancia mental es pensamiento. El concepto tradicional de sustancia tiene que ver con lo que es soporte de propiedades o características sin ser ella propiedad o característica, y, también, sustancia es lo que no necesita de otra cosa para existir, que posee autonomía o independencia. Ambos sentidos son aplicables al cuerpo y al alma, aunque el último significado conviene matizarlo, pues Dios es la única sustancia que no necesita de ninguna otra para su existencia, mientras que el cuerpo y el alma, siendo sustancias, dependen o necesitan de Dios. El cuerpo es una máquina «que habiendo sido hecha por las manos de Dios, está incomparablemente mejor ordenada y tiene en sí movimientos más admirables que ninguna de las que pueden ser inventadas por los hombres» (Discurso del método, V). Se trata de una máquina muy compleja que en su conjunción con el alma se convierte en instrumento de ella, pero también la interfiere y distorsiona en las intenciones del pensamiento a la vez que le propaga ideas confusas. El cuerpo, como objeto físico y como máquina, está regido por las leyes generales de la mecánica: la extensión, el reposo y el movimiento. No es adecuado creer que el alma es lo que otorga calor y movimiento al cuerpo: las funciones vitales son autónomas respecto al alma. Con ello, el cuerpo pasa a ser plenamente objeto para la ciencia, quedando al margen de lo científico el concepto del alma, siempre discutible y comprometido religiosamente. Estamos, pues, muy alejados de la concepción antigua del alma asociada al concepto de vida y presente en todos los niveles de la misma. Establecida la diferenciación del cuerpo y la mente como dos campos independientes, como dos sustancias, queda quizá el problema más difícil, el de saber cómo se comunican, cómo interactúan. Si el yo consiste en ser su alma, también consiste en estar unido a un determinado cuerpo. «Yo no sólo estoy presente en mi cuerpo como un piloto en su navío, sino que estoy unido a él muy estrechamente y de tal manera mezclado que formo un solo todo con él» (Meditaciones metafísicas, VI). Para Descartes ambos interactúan causalmente, pero el cómo tiene lugar la interacción representa un límite de su filosofía. Supone el autor que el punto de conexión es una parte determinada del cerebro que no es par: la glándula pineal. La sangre se compone de elementos vitales, de los cuales se forman unos fluidos muy sutiles, «sublimes y gaseosos», que se filtran en el cerebro y se ponen en contacto con el alma: son los llamados «espíritus animales». ¿Qué repercusiones inmediatas tuvieron estos planteamientos? Motivo de amplias controversias, la filosofía de Descartes tuvo un puntual y amplio eco en Europa con acaloradas discusiones entre defensores y detractores. Uno de los temas más debatidos fue el de la escisión dualista entre la sustancia pensante y la sustancia extensa, y en concreto el de la comprensión de su influjo recíproco. Las respuestas dadas desde dentro del racionalismo tienen como referencia la idea de la divinidad y la función que a ésta le otorgan en el mundo y en el propio hombre. Autores como Melebranche, Spinoza y Leibniz son los más representativos: todos ellos defienden, desde distintas perspectivas, la existencia de un paralelismo entre la mente o alma y el cuerpo.

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Nos detendremos más en el sistema de Spinoza, en su modelo de paralelismo por considerar que posee aspectos significativos para la época contemporánea. Malebranche acentúa el polo espiritualista de la concepción cartesiana mediante la teoría del ocasionalismo, según la cual la única causa de todo es Dios, por lo que cualquier otro tipo de causa es derivada, es sólo la ocasión de que se vale el ser divino para expresarse. El hombre toma como causas lo que, en realidad, no son más que ocasiones con las que se manifiesta la voluntad divina. No hay, pues, entre cuerpo y alma interrelación causal, como defendía Descartes, sino que es el mismo Dios quien con ocasión de una acción corpórea produce una impresión psíquica y con ocasión de un evento psíquico produce un movimiento corpóreo. Esta interpretación tan poco filosófica fue criticada ya por Leibniz, quien consideró que con ella Malebranche exigía un continuo milagro. En Leibniz el «milagro» se reduce a la creación del mundo. En este autor tenemos un concepto activo y pluralista de la sustancia: el universo está formado de infinitas sustancias, las hay simples, indivisibles, que son las mónadas, los verdaderos átomos de la naturaleza o los elementos de las cosas, y las hay compuestas, que son combinaciones de las simples. Las mónadas son, pues, los principios que construyen cualquier realidad, poseen individualidad, no son iguales, son como mundos aparte, sin ventanas, teniendo como ley que rige su interdependencia la doctrina de la armonía preestablecida por la divinidad. En el caso de la relación cuerpoalma, y a diferencia de Malebranche, no se exige de Dios una intervención continua, sino que en el momento de la creación es cuando se da ya una armonía perfecta. La hipótesis de la armonía preestablecida permite a Leibniz alcanzar una relación de concordancia mutua entre el cuerpo y el alma, por medio de la cual y siguiendo ambos sus propias leyes coinciden en los mismos fenómenos. El propio autor lo explica con una metáfora. Si imaginamos dos relojes que marchan perfectamente, el ocasionalismo supondría un relojero que los cuide, que los ajuste de forma continua, mientras que lo propuesto por Leibniz es que el relojero hizo una maquinaria tan perfecta que los dos marcharán siempre en armonía. Spinoza contrasta con los otros racionalistas al defender un monismo panteísta: no hay más que una única sustancia, identificada con la naturaleza y con Dios. Los atributos que conocemos de esta sustancia son el pensamiento y la extensión. El hombre, como parte también de dicha sustancia, posee dos modos paralelos de los atributos de pensamiento y extensión que son la mente y el cuerpo, dos aspectos de una misma realidad. Esta interpretación se opone al dualismo de Descartes, no dándose en ella interacción causal entre la mente y el cuerpo, ni reducción de ningún tipo de una al otro, ni superioridad jerárquica. La relación entre ellos es la existente entre una idea y su propio objeto. La mente para Spinoza es como el espejo del cuerpo, es la idea del cuerpo. Esto no hay que tomarlo en el sentido de que el cuerpo sea una mera representación o imagen inerte. La idea en este autor es principio de acción y potenciación por lo que, en relación al cuerpo, significa asumirlo en su dinámica plena, tanto en su actividad como en su pasividad. La mente no es un principio distinto del cuerpo, sino la expresión del propio

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cuerpo, del mismo modo que un círculo que se da en la naturaleza y la idea de ese círculo son una y la misma cosa, explicada desde dos dimensiones distintas. La mente humana es la idea de algo existente y real, es la idea del cuerpo, y a través suyo supone la idea de todas las modificaciones que son producidas en el propio cuerpo por los otros cuerpos. Junto a la idea hay que poner todo el campo de las afecciones del ánimo, las cuales forman con el campo de las afecciones corporales dos órdenes paralelos y coincidentes. Frente a quienes dan a la mente el privilegio de una independencia del cuerpo, Spinoza afirma que nuestras ideas dependen de la capacidad de nuestro cuerpo. «Por lo general —nos dice— cuanto más apto que los demás es un cuerpo para obrar o padecer muchas cosas al mismo tiempo, tanto más apta es su mente que las demás para percibir muchas cosas a la vez» (Ética, II, 13, escolio). Por ello es necesario un conocimiento del cuerpo lo más completo posible, aunque sus procesos y modificaciones sobrepasan a menudo la capacidad de conceptualización y clasificación de la mente. La igualdad y autonomía del pensamiento y la extensión es lo que ha permitido que Spinoza haya sido interpretado de idealista o materialista, aunque la vinculación entre los dos atributos hace que ninguna de las alternativas sea válida por separado. Una de las claves del paralelismo en este autor es que asume lo idéntico y lo diverso, lo uno y lo múltiple, sin caer en reduccionismos. Así, mente y cuerpo son una y la misma cosa expresada de dos maneras distintas. No se da, como ya apuntamos, superioridad de la mente sobre el cuerpo, sino diferenciación entre lo pensado y lo percibido. El poder que posee el cuerpo en el sentir y en el obrar impulsa la función mental y, a su vez, el poder de la mente en el conocer la impulsa a obrar. «La idea de todo cuanto aumenta o disminuye, favorece o reprime la potencia de obrar de nuestro cuerpo, al mismo tiempo aumenta o disminuye, favorece o reprime la potencia de pensar de nuestra mente» (Ética, III, 11). El hombre es cuerpo y mente al unísono, por lo que su esencia viene constituida por la relación entre ambos, y, de forma más concreta e individual, esa esencia humana se perfila en el deseo, exponente de la unión del conocer y del sentir. El fundamento del deseo gira en torno al esfuerzo de autoconservación personal. El concepto de esfuerzo o ímpetu (conatus) está presente en cualquier realidad. «El esfuerzo con el que cada cosa intenta perseverar en su ser no es sino la esencia real de la cosa misma» (Ética, III, 7). Se trata de la generalización del principio de la inercia y del principio de la identidad. Las cosas tienen una tendencia automática a perdurar. Los objetos físicos se modifican, cambian o permanecen de modo no consciente, siguiendo el principio de conservación de sus energías. La mente, por su parte, se mueve también hacia la realización de sus potencialidades, pero es consciente de su esfuerzo, de su cuidado o amor a sí misma y de su autodeterminación. Cuando el esfuerzo tiene que ver sólo con la mente, se llama voluntad; si combina lo mental y lo corporal, se llama apetito; o, si somos conscientes de él, deseo. «No hay diferencia alguna —nos dice— entre apetito y deseo, excepto que el deseo compete generalmente a los hombres en cuanto que son conscientes de sus apetitos» (Ética, III, 9, escolio). Por consiguiente, lo que

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caracteriza al hombre es su constante esfuerzo por ser, vivir, conocer, actuar, evitando el dolor y acrecentando la alegría, todo lo cual tiene que ver con el poder y la aptitud del cuerpo y de la mente. 2.2.3.

Planteamientos materialistas

La misma distinción de Descartes entre realidad pensante y realidad extensa facilita una gama de respuestas muy amplia, dentro de las cuales la intensificación de la perspectiva mecanicista y la reducción de lo mental o anímico a lo corpóreo nos sitúa ante posiciones materialistas. Algunos autores, como Gassendi y Hobbes, a los que aludiremos de inmediato, inician estos planteamientos, pero serán los autores de la Ilustración francesa los más representativos, en especial La Mettrie, en cuya exposición nos detendremos. Naturalismo, mecanicismo y escepticismo también los encontramos en la Enciclopedia, bajo la dirección de Diderot y D’Alambert, y de modo concreto en autores abiertamente materialistas que se mueven en ese contexto cultural, como Helvetius y el barón de Holbach. El materialismo de Gassendi es bastante moderado por cuanto corrige de la filosofía de Epicuro aquellos aspectos que estaban en contra de la fe cristiana. En polémica con el dualismo sustancial de Descartes realiza el intento de explicar el surgimiento de los eventos mentales desde la materia. Para ello habla de una doble alma: una material, sensible, constituida por átomos, y otra racional, intelectual, incorpórea, típica del hombre. Critica al innatismo cartesiano, defendiendo que todo conocimiento deriva de los sentidos. Por su parte, en Hobbes tenemos una clara interpretación materialista antitética a la de Descartes. Aplica el mecanicismo de la época a toda la realidad, de tal manera que el mundo físico es el mundo de las interacciones mecánicas de los cuerpos y no cabe ninguna otra realidad que la corpórea. Por consiguiente, la naturaleza humana al completo debe ser analizada con los mismos elementos que el resto del campo físico. Los eventos mentales, los procesos psíquicos, son explicables según las categorías de cuerpo y movimiento. La noción de una sustancia incorpórea se torna una contradicción en sí misma, pues significaría «un cuerpo incorpóreo». El yo como cosa pensante de Descartes es para Hobbes el propio cuerpo, todas las operaciones del pensamiento no son otra cosa que movimientos corpóreos. Podemos hablar del alma y de Dios siempre que los consideremos como materia, materia sutilísima, que por ello mismo no es perceptible, pero materia al fin. A mediados del siglo xviii La Mettrie, en quien confluyen el mecanicismo cartesiano y las teorías de Gassendi y de Hobbes, publicó El hombre-máquina. El título resulta por sí solo bastante explícito, y la obra provocó en su momento gran impacto y escándalo. Su formación científica como médico y naturalista se deja notar en relación a los otros autores. Su lenguaje es preciso, directo, sin ambigüedades y con abundantes ejemplos y comparaciones. «El hombre —nos dice— es una máquina tan compleja que, en un principio, es imposible hacerse una idea clara de ella y, por consiguiente, definirla. Con

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lo cual todas las investigaciones que los mayores filósofos han hecho a priori, es decir, queriendo servirse de las alas del espíritu, han sido vanas. Así, sólo a posteriori, o tratando de discernir el alma a través de los órganos del cuerpo, se puede, no digo descubrir con evidencia la naturaleza misma del hombre, pero sí alcanzar el mayor grado de probabilidad posible a este respecto» (El hombre-máquina, en Obra filosófica, Madrid, Editora Nacional, 1983, 210). Sus escritos están bajo el prisma de evitar las complicaciones, bajo un principio de economía que aplicado a la relación mente-cuerpo se concretaría en el hecho de que si tenemos cerebro nos sobra el alma. La conexión de los términos «hombre-máquina» expresa un concepto de la naturaleza humana en analogía con un conjunto o caja de resortes, mediante los cuales se explican funciones y acciones sin intervención ajena, en especial sin el recurso a la divinidad. Con ello se pretende borrar las características que Descartes otorgaba al alma. La fisiología y la anatomía prueban que los pretendidos estados del alma no son más que aspectos del cuerpo. Sin embargo, se puede conservar y utilizar el término ‘alma’ siempre que lo entendamos en la línea descrita, como un principio de movimiento o parte material sensible, incluso el resorte principal de toda la maquinaria, algo equivalente al instinto de los animales. «¿Hace falta más —se pregunta— para probar que el hombre no es más que un animal o un conjunto de resortes, que se montan unos sobre otros, sin que pueda decirse por qué punto del círculo humano empezó la naturaleza? Si estos resortes difieren entre sí, sólo se debe a su situación y a algunos grados de fuerza, y nunca a su naturaleza. Por consiguiente, el alma no es más que un principio de movimiento o una parte material sensible del cerebro» (240-241). Mientras Descartes afirmaba que el cuerpo era una máquina a la que le era ajeno el pensamiento, La Mettrie es partidario de que el conjunto de las funciones y actividades del hombres es producto de esa máquina. Ante la cuestión de cómo puede pensar la materia confiesa que no está en condiciones de dar una respuesta suficiente, pero mucho menos lo está de concebir una sustancia espiritual que además piense. Por ello, le parece más adecuado operar a nivel material, considerando que en la misma materia se encuentra desde el origen el poder del pensamiento. La única realidad aceptada es la naturaleza, y todas las posibilidades están en ella. El paso de los animales al hombre es progresivo, es un despliegue sucesivo sin saltos bruscos. La única diferencia con los animales es un mayor grado de desarrollo que, sobre todo, se manifiesta en el lenguaje. Por lo tanto, y al igual que el mundo animal, el hombre es una máquina cuyas actividades son el resultado de sus órganos corpóreos. «Puesto que todas las facultades del alma dependen a tal punto de la propia organización del cerebro y de todo el cuerpo, ellas visiblemente son esta organización misma» (235) ¿Cómo es posible —se interroga La Mettrie— que el hombre caiga en la orgullosa presunción de creer que posee una función anímica, la inteligencia, radicalmente distinta del resto de los animales? El ejemplo del comportamiento individual y social de las abejas podría valer por sí solo para dejar las cosas en su sitio. Es obvio que en la naturaleza la inteligencia está en cada especie animal en proporción a sus necesidades. Lo que,

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a nivel humano, la tradición denomina alma no es más que una serie de funciones que nuestro organismo necesita. El mismo cerebro humano, sede del pensamiento abstracto, de las funciones intelectuales y de la memoria, es una pequeña máquina que opera dentro de otra máquina mayor que es el organismo general o cuerpo de la persona. «Concluyamos osadamente —afirma al final de su libro— que el hombre es una máquina, y que en todo el universo no existe más que una sola sustancia diversamente modificada» (250). El eco de la teoría sobre el hombre-máquina de La Mettrie ha seguido activo hasta la actualidad, en donde, con el desarrollo de la inteligencia artificial y los modelos computacionales, ha recibido un nuevo auge y una nueva orientación. La cuestión no es ya si los hombres son máquinas o son como máquinas, se trata ahora de si las máquinas o algunas de ellas pueden realizar funciones similares a las realizadas por el hombre. Un último apunte. El siglo xix representa un auge del materialismo, propiciado por el positivismo, el evolucionismo y el desarrollo de las ciencias sociales, siendo Alemania uno de los focos más significativos, a partir de la llamada izquierda hegeliana y con exponentes de la talla de Feuerbach y Marx. En el tema que nos ocupa, el monismo materialista más radical lo defienden autores como Vogt, Büchner, Moleschott, entre otros. En concreto, algunas afirmaciones de Karl Vogt se hicieron muy populares y fueron muy debatidas. La más impactante fue la que consideraba que el pensamiento era secreción del cerebro al igual que la bilis lo es del hígado y la orina de los riñones. El escándalo y la polémica se desataron, siendo contestada tal sentencia incluso desde las propias filas materialistas. Así, para Büchner la comparación no es exacta por cuanto la inteligencia o el pensamiento no son una secreción, materia que unos determinados órganos segregan o expulsan, sino actividad o fuerza producida por el cerebro. 2.4.

A MODO DE CONCLUSIÓN

Una breve reflexión de la síntesis realizada pone de manifiesto que las teorías que se dan a lo largo de la historia, en su condición fundamental de modelos clásicos, aportan elementos y posicionamientos que subsisten en el tratamiento que los autores realizan en la actualidad. Hemos visto que las tendencias oscilan entre interpretaciones que otorgan prioridad al ámbito corporal, fisiólogico o material, y aquellas otras que reconocen un valor de equilibrio, contraste o autonomía entre lo mental y lo corpóreo. Materialismo y naturalismo, por un lado, a la par que dualismo y mentalismo, por el otro, son los polos en los que se concretan las distintas posiciones con sus variados niveles de tratamiento. Como nos dice Priest en el prefacio a Teorías y filosofías de la mente: «algunos filósofos piensan que tú, lector, y yo somos sólo objetos físicos complicados. Según otros somos almas inmortales, tenemos tanto características mentales como físicas o fundamentalmente no somos nada físico ni mental. Ciertos filósofos se inspiran en la religión, en las ciencias naturales o en el enigma total representado por nosotros mismos y el universo».

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A medida que avanzamos en el tiempo hacia análisis más actuales, resulta en ocasiones muy difícil y comprometido resolver con un simple término la índole de las teorías que se exponen, ya sea por su propia complejidad o bien porque el mismo autor varía su enfoque de una obra a otra, o, sobre todo, por la cantidad de autores que, con variaciones a menudo mínimas, encaran el problema desde planteamientos distintos. Esto, que se hace más patente en nuestros días, tendremos oportunidad de verlo a lo largo de los próximos capítulos1.

1 Para la referencia a las fuentes me remito a las obras citadas en el propio texto. Junto a la consulta de los manuales de historia de la filosofía y de historia de la psicología, lo más recomendable sería la utilización del Diccionario de Filosofía de Ferrater Mora. Algunos autores, al afrontar la problemática actual de la relación mente-cuerpo, dedican algún capítulo o apartado a los antecedentes históricos. Así, por ejemplo, Bechtel, Filosofía de la mente; Bunge, El problema mente-cerebro; y, especialmente, Priest, Teorías y filosofía de la mente.

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Capítulo III

El dualismo interaccionista de Popper y Eccles Juan Ignacio Morera de Guijarro

3.1. INTRODUCCIÓN En la actualidad la cuestión no resuelta de las relaciones mente-cuerpo o cerebro tiene un auge considerable por cuanto, desde distintos ámbitos científicos y distintas metodologías, se intenta aportar soluciones. Los avances obtenidos en neurociencia sobre la actividad cerebral han servido de acicate para intentar desarrollar interpretaciones que, no pudiendo ser todavía definitivas, nos aproximen a una clarificación cada vez mayor del problema. Sin embargo, la discrepancia entre teorías y autores, que en ocasiones se mueven con diferencias de matices, pone de manifiesto el campo especialmente dificultoso en el que nos encontramos. En este sentido, la reactualización del dualismo, en su versión interaccionista, representa un intento más por resolver dicha problemática, integrando en este caso los últimos avances científicos con los valores humanistas del pensamiento tradicional. Comenta Bechtel que «aunque Descartes se contempla a menudo como el dualista paradigmático, ha habido muchos otros desde su época. Brentano y William James son dos prominentes dualistas del siglo xix. En nuestros días el filósofo Karl Popper y el neurofisiólogo John Eccles han avanzado conjuntamente una versión del dualismo (en realidad un tri-ísmo) que prefieren denominar ‘interaccionismo’» (Bechtel, 1991, 114). Este enfoque interaccionista, si bien coincide con las tesis clásicas del dualismo de sustancias, despliega una teoría emergente fundada en los aportes de la biología, en concreto del evolucionismo y de la neurofisiología. Defiende que la mente, siendo el resultado de un complejo y largo proceso evolutivo de organización de la materia, no puede confundirse con lo físico. No se trata aquí de aludir a sim-

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ples rasgos configuradores de lo físico, con lo que las tesis materialistas estarían de acuerdo, sino de auténticas novedades, irreductibles a lo físico y con poder para llevar a cabo efectos causales sobre el cerebro y la conducta. Desde planteamientos materialistas, la crítica general que se hace a los dualismos es la de que duplican la problemática, cuando no la complican del todo, y no aportan suficientes ventajas explicativas. Como nos dice Paul M. Churchland en relación al carácter irreductible de lo mental o de ciertas propiedades mentales: «postular simultáneamente la aparición evolutiva y la irreductibilidad física es prima facie algo abstruso» (Churchland, 1992, 32). Mario Bunge (Bunge, 1985, 37 y 11), desde un planteamiento emergentista pero materialista, que él mismo denomina «monismo psiconeural emergentista», asegura que el dualismo es completamente estéril y que, concretamente, el emergentismo de Popper incurre en una posición idealista al defender su teoría de los tres mundos. Bechtel, al tratar las variadas perspectivas de la filosofía de la mente, recoge diversas críticas al dualismo y afirma que «el género más común de objeción que se ha planteado en contra del dualismo, ya sea de objetos o de propiedades, es que resulta extravagante. Se interpreta como violando ‘la navaja de Occam’, el principio de que… si podemos dar cuenta de todos los fenómenos sin postular entidades o propiedades mentales adicionales, deberíamos hacerlo así». Y comenta, a continuación, que «Popper presenta al dualismo como una posición que estaremos llevados a aceptar como resultado de los fallos de la investigación física a la hora de explicar los fenómenos mentales, no como una posición que debería guiar nuestra investigación» (Bechtel, 1991, 120). En contraste con estas críticas, Pinillos expresa una actitud positiva en relación a una interpretación emergentista de la realidad opuesta a los reduccionismos fisicalistas. O dicho de otro modo, propone la recuperación actualizada del importante campo de la experiencia interna. «Simpatizo —nos dice— con la postura de quienes piensan que ha llegado la hora de ir más allá del reduccionismo. Ese ir más allá no significa, por lo demás, la vuelta a ningún dualismo dogmático…, significa, muy al contrario, como ha señalado recientemente Popper y otros han sugerido antes, que el materialismo se trasciende a sí mismo, y que un monismo que acepte la condición evolutiva de la realidad se ve forzado a aceptar con Teilhard de Chardin que el camino hacia adelante es un camino hacia arriba en el que surgen formas y grados de realidad genuinamente inéditos». Dejando de lado los dualismos radicales, al modo del paralelismo psicofísico de Wundt, Pinillos opta por un interaccionismo emergentista que recupere el campo mental para el propio desenvolvimiento de la psicología científica. «El progreso de la ciencia psicológica ha terminado por poner al descubierto la insuficiencia de los reduccionismos, y por exigir de forma imperiosa la recuperación de unos eventos mentales imprescindibles para el desarrollo armonioso de la disciplina» (Pinillos, 1983, 156 y 160). Pero demos ya la palabra a los autores más directamente implicados.

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3.2. POPPER: METODOLOGÍA CIENTÍFICA Y VALOR DE LA FILOSOFÍA Los trabajos de Popper responden a una preocupación creciente en temas y ámbitos que tienen como centro de referencia el estudio del conocimiento científico. Ello le permitirá, como él mismo reconoce, elaborar un conjunto de teorías al hilo de un criticismo o realismo crítico que culminará en una interpretación cosmológica, a partir de la cual cobra máximo relieve el problema de las relaciones entre el cuerpo y la mente. Su concepción científica inicial se encuentra a la base de la posterior evolución de su pensamiento y de su interés por combinar la ciencia con los planteamientos de la filosofía. El tema que va a posibilitar la convergencia es ya, desde sus años de formación, el de las posibilidades, logros y limitaciones del conocimiento. Se trata de comprender al máximo el mundo, la realidad natural y social, y de comprendernos mejor a nosotros mismos. «Lo que queremos conocer, comprender, es el mundo, el cosmos. Toda ciencia es cosmología. Es el intento de aprender algo más acerca del mundo, acerca de átomos, de moléculas, acerca de organismos vivos y acerca de los enigmas relativos al origen de la vida en la Tierra, al origen de pensar, de la mente humana y de su funcionamiento» (Popper, 1992, 21-22). Tanto la ciencia como la filosofía responden a un reto y a un interés coincidente, lo cual no obsta para que exista entre ambos considerables diferencias. Lo que no hay entre ellas son barreras infranqueables. Frente a los criterios neopositivistas del Círculo de Viena defenderá una concepción de la filosofía libre de prejuicios excluyentes y de descalificaciones globales. Esto no significa ninguna posición de preeminencia de la filosofía, ni siquiera de equivalencia. Lo fundamental es la ciencia, pero una ciencia que admite en determinados puntos el aporte valioso de las interpretaciones filosóficas. El despliegue de la misma filosofía actual no puede llevarse a cabo si actúa de espaldas al campo científico. Así pues, teniendo competencias distintas, ambas están sometidas al método de la argumentación, de la crítica: ninguna está «en posesión de la verdad», por lo que las dos deben llevar a cabo una relación fructífera. Popper pone en cuestión algunos de los pilares esenciales del neopositivismo, como son el criterio de verificación y el procedimiento inductivo. Considera, además, que la crisis del Círculo de Viena se debió en gran parte al desinterés por los grandes problemas y al hecho de centrarse en cuestiones específicas que le llevaron a una escolástica de las palabras. Al rechazar toda metafísica el neopositivismo cerraba, a su vez, importantes posibilidades de revitalización. La defensa que hace Popper de que los enunciados científicos no se reducen a lo observable, por cuanto cualquier enunciado trasciende la experiencia, introduce un valor prioritario a la función de las hipótesis, expectativas e interpretaciones. Siendo la observación el referente básico para dejar de lado las hipótesis inadecuadas, no es ella, sin embargo, la clave del progreso y de la creatividad. Son las mismas hipótesis, que van siendo sustituidas y perfeccionadas, las que determinan qué tipo de observaciones deben hacerse.

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Popper utiliza un modelo o esquema tetrádico para dejar constancia de que la ciencia comienza y acaba con problemas, teniendo que ver necesariamente con contextos teóricos: P1

TT

EE

P2

En todo planteamiento científico se parte de un problema (P1), se trata en general de un problema práctico, aunque también podría ser teórico, al cual se le intenta dar una solución provisional o teoría tentativa (TT). Esta teoría es sometida a crítica para tratar de eliminar los errores (EE), con lo que llegamos a una situación en la que se alcanzan nuevos problemas (P2). No se trata de un proceso de tipo circular o cíclico, sino de un proceso de retroalimentación en el que, incluso cuando se evidencia la incapacidad para solventar un problema, se nos enseña algo nuevo sobre las dificultades, los límites y las condiciones mínimas que cualquier solución debe cumplir. Frente al rigorismo neopositivista que afirma que carecen de sentido los enunciados que no se prestan a una absoluta verificación empírica, Popper propone el criterio de falsabilidad: la labor del científico está en evitar la búsqueda de certezas absolutas para dedicarse a elaborar teorías que sean capaces de ser contrastadas, falsadas, si colisionan con los datos de la experiencia. En oposición al método inductivo que defiende el positivismo, la ciencia se caracteriza por el empleo de un método hipotético-deductivo: una hipótesis será científica cuando nuestras deducciones puedan ser confrontadas con la experiencia. Creatividad y crítica se combinan en esta propuesta. La creatividad posibilita el avance científico, establece hipótesis que serán controladas por la crítica. «No hay fuentes últimas de conocimiento. Debe darse la bienvenida a toda fuente y a toda sugerencia; y toda fuente, toda sugerencia, deben ser sometidas a un examen crítico… La función más importante de la observación y el razonamiento, y aun de la intuición y la imaginación, consiste en contribuir al examen crítico de esas audaces conjeturas que son los medios con los cuales sondeamos lo desconocido» (Popper, 1981, 51-52). La refutación de hipótesis y teorías no se entiende como un signo de fracaso, sino de superación del error y de apertura a mejores planteamientos para describir la realidad. Es decir, estamos ante un modelo pluriteórico y no monoteórico de la ciencia que no se centra en la mera refutación de una teoría, sino en la sustitución de unas teorías por otras que se muestran más aceptables. Sin caer en el relativismo y en el irracionalismo, este autor apuesta por una concepción científica que, como la teoría de la relatividad de Einstein, introduzca novedades importantes y no se reduzca a los meros datos empíricos. A partir de 1960 Popper se interesa de modo creciente por la biología, lo que le permite, sin abandonar los tema iniciales de su obra, el acceso a nuevas cuestiones, entre las que se encuentra la problemática de las relaciones cuerpo-mente. Junto a los logros de la investigación del mundo físico, basados en la interpretación de la mecánica cuántica y de la teoría de la relatividad, se añade ahora todo un campo de cuestiones de tipo antropológico. La realidad física, entendida en términos indeterministas, conecta con el evolu-

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cionismo biológico, completando de este modo su tesis de un universo abierto. La teoría cosmológica mantiene una fidelidad máxima a la metodología científica y a los aportes actuales de las diversas ciencias, conectando todo ello con ciertos aspectos de la tradición filosófica. En este sentido, uno de sus objetivos será la convergencia de las ciencias físicas y biológicas en una imagen cosmológica general, lo cual coincide con la aspiración propia de la filosofía. La misma idea de un universo abierto relaciona la cosmología con la antropología, la naturaleza física con la humana, el indeterminismo físico con la libertad del hombre. Este universo abierto está en continuo devenir, en continuo cambio posibilitante de novedades relativas: no hay orden intrínseco que determine los fenómenos físicos, éstos deben ser entendidos como ámbitos de propensiones dentro de un campo de conocimiento probabilístico. Se trata de sustituir «las ideas clásicas de posibilidad o potencialidad, o capacidad o fuerza, por su nueva versión: por probabilidad o propensión. Como hemos visto, la primera emergencia de una novedad como la vida puede cambiar las posibilidades o propensiones del universo. Podríamos decir que las entidades nuevamente emergentes, tanto micro como macro, cambian las propensiones, micro y macro, en sus inmediaciones…, crean nuevos campos de propensiones, del mismo modo que una estrella crea un nuevo campo gravitatorio» (Popper-Eccles, 1980, 34). Se da, con todo, una cierta liberalización del futuro respecto del presente y del pasado, esto es, una dependencia relativa de fases precedentes que no suponen un precontenido estático. Esto permite compaginar una base física general con la aparición de elementos cada vez más complejos y con estructuras muy diferenciadas respecto a aquella estructura física. Este carácter emergente es para Popper lo que mejor define la identidad del universo, en tanto nos permite explicar el surgimiento de la vida en general y, especialmente, de la vida humana y de toda su empresa cultural. El término ‘emergente’ significa lo que no se puede predecir del todo desde la perspectiva de lo conocido, de lo precedente. En suma: es aquello que escapa a una predeterminada dependencia causal. Popper compara este concepto con la producción de obras artísticas: se utilizan elementos preexistentes, pero el resultado no es reducible a esos productos ni predecible desde ellos. En este sentido, lo abierto, lo emergente, es a su vez «creativo»: dándose continuidad con lo anterior se da al mismo tiempo un nivel de discontinuidad. La vida, al igual que el arte, no se reducen a la pura explicación racional. «Parece así que en un universo material puede emerger algo nuevo. La materia muerta parece poseer más potencialidades que la simple reproducción de la materia muerta. En particular, ha producido mentes —sin duda en lentas etapas— terminando con el cerebro y la mente humana, con la conciencia de sí y con la conciencia humana del universo» (Popper-Eccles, 1980, 12).

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3.3. EVOLUCIONISMO EMERGENTE Y TEORÍA DE LOS MUNDOS El análisis del progreso científico se hilvana de forma explícita con los planteamientos del evolucionismo de Darwin. Desde los organismos más simples hasta las teorías más audaces y complejas de la ciencia actual, la constante es la necesidad de resolver problemas. Es una dinámica que no tiene fin: las teorías que sobreviven a la falsación, a la contrastación con los hechos, están más cerca de la verdad, aunque ésta resulta siempre inalcanzable. Toda la serie de tentativas de solución de problemas, y el enfrentamiento a nuevas situaciones problemáticas que exigen nuevas tentativas de respuesta eficaz, tienen a la base el resultado del proceso evolutivo. Mutaciones, selección natural, adaptación mediante cambios que representan éxito…, son elementos que configuran este proceso que no es totalmente aleatorio: el organismo aprende en función de los errores, estableciendo controles que le permitan la eliminación o la reducción de la frecuencia de dichos errores. La evolución no es, pues, reducible a determinismos ni a relativismos extremos, estando significada más bien por un carácter abierto, creador, emergente. «Hoy día, algunos de nosotros hemos aprendido a usar de modo distinto el término ‘evolución’, pues pensamos que la evolución —la evolución del universo y especialmente la coevolución de la Tierra— ha producido cosas nuevas: novedades reales» (Popper-Eccles, 1980, 16). Este carácter encuentra su punto definitorio con la aparición del hombre y, en concreto, con el consiguiente desarrollo de las funciones del lenguaje. Es precisamente el lenguaje el que se configura como el elemento más poderoso de la adaptación biológica, posibilitando el surgimiento de la razón, la conciencia del yo y el desarrollo del conocimiento científico. «Uno de los primeros productos de la mente humana —nos dice— es el lenguaje humano. De hecho, conjeturo que fue él el primero de estos productos, evolucionando el cerebro y la mente humana en interacción con el lenguaje» (Popper-Eccles, 1980, 12). La misma evolución de la vida lleva a Popper a distinguir entre un mundo de objetos físicos, un mundo subjetivo de capacidades y facultades mentales y un mundo de producciones humanas. La división propuesta no es estricta, es una clasificación de conveniencia, un modo de expresar algo que podría utilizar otro sistema clasificatorio o, incluso, otro modo de expresión al margen de cualquier clasificación. Lo más positivo de la enumeración elegida de Mundo 1, el campo físico, Mundo 2, el ámbito psicológico, y Mundo 3, los productos de la mente humana, es que su secuencia queda justificada desde la biología, desde el evolucionismo. El Mundo 1 preexiste al surgimiento de la vida orgánica, mientras el Mundo 3 se desarrolla con los logros del lenguaje humano. El autor propone el siguiente esquema de algunos estadios de la evolución cósmica:

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Mundo 1. El mundo de los objetos físicos (0) Hidrógeno y helio (1) Los elementos más pesados: líquidos y cristales (2) Organismos vivos Mundo 2. El mundo de las experiencias subjetivas (3) Sensibilidad (conciencia animal) (4) Conciencia del yo y de la muerte Mundo 3. Los productos de la mente humana (5) Lenguaje humano. Teorías acerca del yo y de la muerte (6) Obras de arte y de ciencia (incluyendo la tecnología) Quizá a partir de una primera explosión se originó el Mundo 1, el cual fue pasando por sucesivas fases hasta llegar a ser como lo conocemos. Este Mundo 1 engloba ya, a partir del campo físico-químico, el inicio de la vida. El Mundo 2 se configura con la formación de la conciencia animal y la autoconciencia humana, siendo el Mundo 3 el campo cultural por excelencia: mitos, teorías científicas y filosóficas, obras de arte… El Mundo 1 resulta ser un mundo abierto en un sentido doble, ya que posibilita la emergencia de novedades y, a su vez, permite recibir influencias causales de los otros dos mundos, con lo que se varía la futura evolución de la realidad. Los organismos vivos establecen campos de influencia y de posibilidad que antes de su surgimiento no existían. El universo se configura así como ámbitos o niveles estructurales en mutua implicación y retroalimentación, sobre una base conceptual indeterminista, dinámica y emergente. Con la teoría de los tres mundos Popper pretende dar una solución a la problemática general del hombre y, en concreto, a las respuestas que tradicionalmente se han dado en la relación entre el yo y el cerebro. Frente a los reduccionismos materialistas y al dualismo típico del pensamiento tradicional filosófico, su planteamiento aporta un pluralismo que otorga, según el autor, una clarificación importante. La división del mundo en «tres sub-mundos ontológicamente distintos» pone énfasis en que estamos ante una diferenciación en tres niveles con rango y autonomía propios y no reducibles entre sí. Su contraste con el dualismo tradicional reside también en la apoyatura científica y en el carácter emergente del universo al que venimos aludiendo. Veamos más detenidamente la caracterización que hace de cada uno de los mundos. El Mundo 1 es el mundo de la física, el mundo esencialmente material: de las rocas, árboles, campos físicos de fuerza, energía, es también el mundo de la química y de la biología. Es el mundo material en que vivimos, la tierra, todo el conjunto de cuerpos materiales incluyendo los cuerpos celestes. También forman parte de este Mundo 1 los cuerpos vivos, los organismos en cuanto tales. El Mundo 2 es el mundo mental, de las experiencias subjetivas, tanto conscientes como inconscientes, de las disposiciones para actuar, de los estados psicológicos en general. Es el mundo de la sensibilidad y de la con-

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ciencia, tanto animal como humana en lo que tiene de coincidencia con lo animal. Dado que en el Mundo 2 está presente el ámbito animal, el Mundo 3 se configura como un nivel estrictamente humano. El Mundo 3 es el mundo de los productos de la mente humana, que incluye obras de arte, teorías científicas, mitos, valores éticos, instituciones sociales, relaciones lógicas… Tiene como punto de arranque y fundamento la evolución del lenguaje humano, cuya función más específicamente humana es la argumentación. Estamos en el ámbito de la autoconciencia humana, la cual, según hipótesis de Popper, «sólo surge con el Mundo 3 y en su interacción con él. Me parece que la autoconciencia o la mente autoconsciente tiene una función biológica definida: a saber, construir el Mundo 3, entender el Mundo 3 y anclarnos a nosotros mismos en el Mundo 3» (Popper-Eccles, 1980, 497). A partir de estos tres niveles, la comprensión de la realidad cobra sentido merced al interaccionismo. Junto a una relación de emergencia entre los tres mundos se da también una comunicación causal entre ellos. El Mundo 2 se relaciona de forma directa con el Mundo 1 y con el Mundo 3, pero estos últimos sólo se relacionan entre sí a través del Mundo 2. Desde otro punto de vista, los objetos pueden pertenecer a más de un mundo. Así, por ejemplo, un libro o una escultura son objetos tanto del Mundo 1 como del Mundo 3, pues son objetos físicos a la vez que creaciones humanas. El Mundo 1 no puede dar cuenta de lo real por sí solo, necesita ser completado por el Mundo 2 y especialmente por el Mundo 3. «El Mundo 1 suministra un trasfondo general: sin duda eso es verdad. Sin la memoria del Mundo 1 no podríamos hacer lo que hacemos; pero el nuevo problema particular que deseamos plantear lo concibe el Mundo 2 directamente en el Mundo 3» (Popper-Eccles, 1980, 605). Este último es el que permite al máximo la manifestación del carácter abierto del universo. Aun existiendo el indeterminismo, si los respectivos mundos fueran cerrados la emergencia sería insuficiente. «El indeterminismo no basta: para entender la libertad humana necesitamos más; necesitamos la apertura del Mundo 1 hacia el Mundo 2; y del Mundo 2 hacia el Mundo 3, y la autónoma e intrínseca apertura del Mundo 3, el mundo de los productos de la mente humana y, especialmente, del saber humano» (Popper, 1984, 152). Esta interrelación tiene su mejor símil en el hombre, en la conexión existente entre su cuerpo y su mente, que poseyendo su propia autonomía conforman una unidad completa en cada sujeto humano. El Mundo 3 como específicamente humano es el más interesante a la vez que el más problemático. El primer problema que cabe plantearse es el de su propia realidad, es decir, hasta qué punto posee consistencia propia y no se encuentra «dividido» en los otros dos mundos, hasta qué punto es irreductible. Popper rechaza de entrada la reducción de la psicología a la biología y a la física, aunque esta última posea la clave del concepto de realidad. Algo es real en tanto sea capaz de interactuar con el Mundo 1, con el campo de los cuerpos físicos. El principio que rige el término realidad es que «podamos explicar cambios en el mundo material ordinario de las cosas por los efectos causales de entidades que conjeturamos como reales». Es decir, «aceptamos

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las cosas como ‘reales’ si pueden actuar causalmente o interactuar con cosas materiales reales ordinarias» (Popper-Eccles, 1980, 10 y 11). Con esto, el Mundo 3 queda validado porque interactúa causalmente con el mundo físico. En cuanto al Mundo 2, como mediador entre el 3 y el 1, también queda justificado: hay que captar y entender una teoría del Mundo 3 antes de usarla sobre el Mundo 1, lo que es competencia del Mundo 2. En el caso de la «producción de una teoría científica, su discusión crítica, su aceptación provisional y su aplicación…, el científico productivo parte de un problema. Tratará de comprender el problema, lo que constituye usualmente una tarea intelectual prolongada: un intento procedente del Mundo 2 que pone en conexión Mundo 3 y Mundo 1» (Popper-Eccles, 1980, 44 y 45). Cabría objetar que el Mundo 3 no es más que una parte, todo lo privilegiada que se quiera, del Mundo 2. Popper no duda en afirmar su autonomía, su dinámica peculiar, sus propias leyes de funcionamiento: «Hay que admitir, por supuesto, que las teorías son producto del pensamiento humano (o, si se quiere, de la conducta humana: no discutiré acerca de las palabras). Sin embargo, poseen determinado grado de autonomía: objetivamente, pueden tener consecuencias en las que nadie ha pensado todavía y que pueden ser susceptibles de descubrimiento… Las teorías, una vez que existen, comienzan a tener una vida propia: producen consecuencias anteriormente invisibles y producen nuevos problemas» (PopperEccles, 1980, 45). Cuando el autor habla de «determinado grado de autonomía» quiere expresar que no se da una autonomía absoluta: los tres mundos interactúan y ninguno es reducible al otro. La misma dinámica evolutiva e histórica impide hablar de autonomía absoluta. Los objetos que configuran el Mundo 3 son de diversa índole. Ante todo nos encontramos con objetos que pertenecen tanto al Mundo 1 como al 3 (libros, computadoras, aeroplanos…, la mayoría de las obras de arte). Otro tipo de objetos conecta con el Mundo 2, ya que lo peculiar suyo es un determinado estado mental o psicológico, «poemas, quizá, y teorías pueden existir también como objetos del Mundo 2, en forma de recuerdos, quizá también codificados como huellas mnémicas en ciertos cerebros humanos (Mundo 1), con los que perecen» (Popper-Eccles, 1980, 47). A continuación se pregunta Popper si existen o no objetos propios del Mundo 3 y qué grado de autonomía detentan. Veamos, al respecto, algunos ejemplos y argumentaciones: — En primer lugar, se dan objetos del Mundo 3 cuyas propiedades objetivas no han sido descubiertas o cuyos problemas no han sido resueltos. La matemática aporta multitud de ejemplos: «con la invención (¿o descubrimiento?) de los números naturales (cardinales) tomaron existencia los números pares e impares, incluso antes de que alguien señalara el hecho o llamara la atención acerca de él. Lo mismo se puede decir de los números primos…». Ello le lleva a concluir que «la búsqueda no se puede comprender sin comprender la existencia objetiva (o tal vez la inexistencia) de métodos y soluciones incorpóreos todavía sin descubrir». Muchas veces el mismo fracaso en la resolución de un determinado problema nos lleva a un problema como es el de «demostrar la imposibilidad objetiva de resolver el viejo problema (en

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las condiciones dadas)… Un ejemplo que parece haber atraído la atención de Platón es el problema de cuadrar el círculo: su imposibilidad (en las condiciones admitidas) no fue demostrada hasta 1882 por Lindemann» (PopperEccles, 1980, 47 y 48). — Por otra parte, dado que el Mundo 3 posee los registros de la evolución de la cultura, la herencia cultural de la humanidad, sugiere Popper llevar a cabo dos experimentos mentales (Popper, 1974, 107). En el primero, debemos imaginar que toda nuestra tecnología, máquinas y herramientas se han perdido, así como todo nuestro aprendizaje y conocimiento. Sobreviven, sin embargo, las bibliotecas y nuestra capacidad de aprender en ellas, por lo que, con gran esfuerzo, nuestro mundo sería reiniciado. En el segundo experimento, como antes, el aprendizaje subjetivo, las máquinas y las herramientas se han destruido, pero en esta ocasión las bibliotecas también han desaparecido. El hombre volvería a la prehistoria, en un punto que necesitaría milenios para evolucionar. — Si nos detenemos ahora en el ámbito literario o en el de las composiciones musicales, constatamos, por ejemplo, que no hay una sola representación de Hamlet que sea idéntica a la obra de Shakespeare. Sus distintas representaciones pertenecen tanto al Mundo 1 como al 3, pero la obra de Hamlet en sí misma es exclusiva del Mundo 3. Igual podemos decir de una de las Sinfonías de Mozart o de cualquier otro compositor. El Mundo 3 se nos revela, pues, como un mundo de objetos reales e ideales que existen incluso como meras posibilidades de reinterpretación por la mente humana. — Por último, resulta interesante la comparación que hace Popper de su teoría con la de Platón. Especialmente, el Mundo 3 es un producto de origen humano frente a la naturaleza divina que le concede Platón: se ocupa de problemas, mitos, teorías científicas no asimilables al mundo platónico. Este autor no hubiera admitido en su mundo inteligible entidades tales como problemas, hipótesis, errores y conjeturas falsas. El Mundo 3 no está a la altura del mundo ideal platónico que proporcionaba la posibilidad de explicaciones definitivas de las cosas, y cuyas tres ideas de Bien, Belleza y Justicia son inmutables, atemporales y eternas. El Mundo 3 es histórico, cambiante, sometido a todo un proceso dinámico de aumento y crecimiento del conocimiento, en concordancia con la tesis de un universo abierto. Con todo, Platón resulta ser un antecedente, un descubridor del Mundo 3, si dejamos al margen las diferencias señaladas. 3.4.

CARACTERIZACIÓN DE LA MENTE

Popper reconoce en El yo y su cerebro que el estudio del Mundo 3 ahonda en un objetivo central del libro: arrojar nueva luz sobre el viejo problema de las relaciones entre el cuerpo y la mente. Al respecto de tal problemática desarrolla sus argumentos. Ante todo, tomando en cuenta algunas consideraciones básicas de su teoría de los tres mundos, afirma que los objetos del Mundo 3 son abstractos,

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pero reales por cuanto son capaces de transformar el Mundo 1. Esta actuación sobre el Mundo 1 la realizan los objetos del Mundo 3 por medio de la intervención humana, a través de un proceso mental del Mundo 2 o, mejor, de un proceso en el que interactúan los Mundos 2 y 3. Esto conduce a la admisión y reafirmación de la realidad tanto de los objetos del Mundo 3 como de los procesos del Mundo 2. Partiendo de la interacción y realidad de los tres mundos, el modelo de la mutua relación entre los mundos 2 y 3, que entendemos hasta cierto punto, puede ayudarnos a comprender mejor la mutua relación entre los mundos 1 y 2, donde se sitúa la problemática cuerpo-mente. Por otra parte, la misma condición del lenguaje humano resulta para Popper un ejemplo importante. Mientras la capacidad de aprender una lengua nos conecta con la dotación genética, el aprendizaje concreto de un lenguaje determinado, aunque esté influido por motivos y necesidades innatas e inconscientes, es un proceso cultural regulado por el Mundo 3. «Así pues, el aprendizaje del lenguaje constituye un proceso en el que disposiciones con base genética, evolucionadas por selección natural, se imbrican en cierta medida e interactúan con procesos conscientes de exploración y aprendizaje, basados en la evolución cultural. Todo esto apoya la idea de una interacción entre el Mundo 3 y el Mundo 1 y, a la vista de nuestros argumentos anteriores, apoya la existencia del Mundo 2». A pesar de la base genética, el aprendizaje del lenguaje implica para el niño considerables esfuerzos, esfuerzos que inciden sobre la personalidad infantil, sobre sus relaciones con los demás y con su entorno material. «El yo, la personalidad, emerge en interacción con los otros yoes y con los artefactos y demás objetos de su entorno. Todo ello queda profundamente afectado por la adquisición del habla: especialmente cuando el niño se hace consciente de su nombre y cuando aprende a nombrar las distintas partes de su cuerpo, y, más importante aún, cuando aprende a usar pronombres personales» (Popper-Eccles, 1980, 55 y 56). Llegar a ser persona, en el sentido de sujeto responsable de sus actos, exige un proceso de maduración: así, «un bebé es un cuerpo —un cuerpo humano en desarrollo— antes de que llegue a ser una persona, una unidad de cuerpo y mente» (Popper-Eccles, 1980, 130). En este proceso, la adquisición del habla juega un papel esencial: aprendemos a percibir y a interpretar las propias percepciones a la vez que aprendemos a ser un yo, una persona. La toma de posición de Popper sobre el problema que nos ocupa la realiza a partir de la descripción de cuatro planteamientos principales (Popper, 1984, 176): 1. El inmaterialismo, de autores como Berkeley y Mach, que desde una concepción espiritualista o idealista radical niega la existencia de la materia, del Mundo 1 de los estados físicos. Es una forma fácil de solventar el problema mente-cuerpo defendiendo que sólo existen sensaciones, y que lo material se reduce a un puro ‘constructo’ de sensaciones. 2. Ciertas concepciones materialistas, fisicalistas, conductistas o de autores que defienden la identidad entre cerebro y mente, no consideran la

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existencia de los estados o sucesos mentales del Mundo 2. Al igual que el anterior, resulta un planteamiento demasiado fácil al negar entidad a uno de los elementos de la relación. 3. El dualismo que afirma un paralelismo absoluto entre estados mentales y cerebrales cuya teoría, defendida entre otros por Spinoza, Malebranche y Leibniz, surgió para solucionar las dificultades de la interpretación cartesiana. 4. El dualismo clásico de Descartes que considera la interacción entre estados mentales y estados físicos, y que para muchos autores fue reemplazado por el planteamiento anterior. Popper se considera más próximo al dualismo cartesiano, aunque sin hablar acerca de sustancias como haría Descartes. En lugar de preguntarnos qué es la mente, mejor es preguntar qué hace la mente. «Por supuesto, sólo en el cerebro puede haber una interacción entre el Mundo 1 y el 2, y en este punto hemos de decir que Descartes fue realmente un precursor. Aunque sea revolucionaria para la ciencia moderna, lo único que hacemos es retomar de un modo u otro la idea fundamental de Descartes de que el Mundo 1 (que para Descartes era el mundo mecánico) está abierto, en el cerebro, al Mundo 2» (Popper-Eccles, 1980, 606). Frente a Descartes, las convicciones de Popper son más bien pluralistas y defiende la tesis de que el Mundo 1 físico no está causalmente cerrado, sino abierto al Mundo 2, abierto a los estados mentales y a los sucesos mentales. «Ésta es, quizá, una tesis poco atractiva para el fisicalista, pero creo que está apoyada por el hecho de que el Mundo 3 (incluidas sus regiones autónomas) actúa sobre el Mundo 1 a través del Mundo 2» (Popper, 1984, 177). En su autobiografía refiere su distancia frente al materialismo radical y lo que podíamos denominar el punto de arranque de su formulación previo a la propuesta de solución, que sólo logrará consistencia con su teoría de los tres mundos. «También me pareció bastante obvio que somos mentes, o almas, o yoes encarnados. Pero ¿cómo puede ser entendida racionalmente la relación entre nuestros cuerpos (o estados fisiológicos) y nuestras mentes (o estados mentales)? Me pareció que esta cuestión formulaba el problema mente-cuerpo; y hasta donde a mí se me alcanzaba, no había esperanza de hacer nada que lo acercara a una solución» (Popper, 1977, 252). La introducción del Mundo 3 representa la clave del aporte de Popper al problema que nos ocupa, «porque puede ayudarnos a desarrollar, al menos, los rudimentos de una teoría objetiva —una teoría biológica— no sólo de los estados subjetivos de consciencia, sino también del yo». Apelando a la biología, como única apoyatura para enfrentar tan difícil cuestión, propone considerar a la mente humana como un órgano corporal altamente desarrollado, «como un órgano que produce objetos del hermano Mundo 3 (en el sentido más general) e interactúa con ellos. Así propongo que contemplemos a la mente humana como el productor del lenguaje humano, respecto del cual nuestras actitudes básicas son innatas; y como el productor de teorías, de argumentos críticos y de muchas otras cosas, tales como errores, mitos, historias, dichos,

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utensilios y obras de arte» (Popper, 1977, 253-254). Ante esta diversidad de ámbitos y objetos resulta difícil poner orden, pero se inclina a considerar que fue el lenguaje lo que vino primero. Es una conjetura con cierto valor explicativo, aunque resulte difícil de contrastar. Junto a las funciones de expresión y de comunicación, que se dan también en los animales, la función descriptiva y la argumentativa son características del hombre y las que permiten el establecimiento y desarrollo del Mundo 3. «Con la invención del lenguaje, se produce también la invención de excusas, de falsas excusas, y de explicaciones falsas producidas para ocultar algo que no está del todo bien y que hemos hecho, etc. Con ello surge la necesidad de distinguir la verdad de la falsedad… y eso, según creo, explica cómo surgió de hecho originariamente la crítica en el desarrollo del lenguaje y del Mundo» (Popper-Eccles, 1980, 508). La base fisiológica de la mente debe buscarse en el centro del habla y, al igual que Descartes buscara un asiento para el alma, Popper, consciente de resucitar ese antiguo problema, se inclina por ese «único centro de control del habla en los dos hemisferios del cerebro». Haciendo una distinción entre conciencia y autoconciencia, afirma, en la misma línea de Eccles, que «la autoconciencia es de algún modo un desarrollo superior de la conciencia y que quizá el hemisferio derecho sea consciente, pero no autoconsciente, si bien el izquierdo es tanto consciente como autoconsciente. Es posible que la función principal del cuerpo calloso sea, por decirlo así, la de transferir las interpretaciones conscientes, pero no autoconscientes del hemisferio derecho al izquierdo y, por supuesto, la de transmitir algo también en la otra dirección» (Popper-Eccles, 1980, 544). Así pues, el problema cuerpo-mente engloba, al menos, dos cuestiones diferentes: el de las relaciones entre estados fisiológicos y determinados estados de conciencia, y el de la emergencia del yo y su relación con el cuerpo. Junto a esto, hay que tener en cuenta que numerosas actividades mentales son inconscientes, una gran parte es disposicional y otra gran parte es fisiológica. «Una teoría de este tipo, concluye Popper, es claramente interaccionista: hay una interacción entre los diferentes órganos del cuerpo, como también entre esos órganos y la mente. Pero más allá de esto, pienso que la interacción con el Mundo 3 requiere siempre a la mente en sus estadios relevantes, aun cuando, como muestran los ejemplos de aprender a leer y a escribir, una gran parte del trabajo más mecánico de codificación y decodificación puede ser asumida por el sistema fisiológico, que realiza un trabajo similar en el caso de los órganos sensoriales» (Popper-Eccles, 1980, 258-259). 3.5. EL PLANTEAMIENTO DE ECCLES Junto con Popper, con el que escribió en 1977 El yo y su cerebro, Eccles, premio Nobel de Medicina en 1963, representa otro de los autores significativos en la defensa de un interaccionismo entre la mente y el cerebro. Su interpretación combina el uso de datos paleontológicos y neurológicos con la teoría de los tres mundos de Popper. El Mundo 2 se compone de las percep-

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ciones externas que vienen a través de los sentidos, de las percepciones internas que forman los pensamientos, recuerdos, representaciones, sentimientos, etcétera, y el yo como centro de la identidad personal. El cerebro forma parte del Mundo 1, en donde no se encuentran como tales los componentes del Mundo 2, y es entendido como una máquina neuronal de complejidad ilimitada que se encuentra abierta a la interacción con el mundo de la experiencia consciente. Dando por supuesto que una exposición completa del nivel de comprensión actual del cerebro humano es una tarea que desborda cualquier planteamiento, Eccles limita su propósito a «suministrar una explicación inteligible de los principios de operación cerebrales en las diversas manifestaciones que hacen referencia a la autoconciencia y al yo» (Popper-Eccles, 1980, 254). Los trabajos de Sperry y de Penfield se encuentran en esta misma línea y, como veremos enseguida, son utilizados por el propio Eccles para apoyar su teoría. La visión filogenética del género humano, que desde Darwin a nuestros días domina la comunidad científica, pone de manifiesto, según Eccles, las diferencias cualitativas existentes entre la actividad psíquica del hombre y los animales. Esto le va a permitir postular la posibilidad de caracterizar la mente autoconsciente en términos supraorgánicos. «Al alcanzar el cerebro un alto nivel de complejidad surgió finalmente una mente autoconsciente, probablemente durante la evolución de los homínidos. Esta mente autoconsciente proporcionó los mecanismos necesarios para la síntesis de las variadas y sumamente complejas pautas espaciotemporales de la actividad neuronal del cerebro. Pero con el cerebro y la mente humana surgió también la posibilidad de trascender el mundo hasta entonces incuestionable de la materia y la energía. Esta mutación fue la novedad trascendental que inició la progresiva transformación, relatada por la historia, del planeta tierra» (Eccles-Zeier, 1985, 166). Frente a las teorías materialistas, Eccles defiende una «hipótesis dualista fuerte» basada en la interacción entre el Mundo 1 y el Mundo 2 que tiene lugar en el cerebro, en las áreas asociativas del neocórtex. La causación bidireccional mente-cerebro culmina en el papel de control y de intérprete que lleva a cabo la mente autoconsciente sobre los eventos cerebrales. La mente autoconsciente interpreta activamente lo que se manifiesta en el nivel superior de la actividad cerebral, las áreas de relación del hemisferio cerebral dominante o izquierdo, siendo el cuerpo calloso un potente nexo entre casi todas las regiones de los hemisferios cerebrales. En torno a esto, Eccles apela con detalle a las investigaciones realizadas por Sperry y colaboradores (1974) sobre la distinción funcional existente entre el hemisferio izquierdo y el derecho del cerebro humano, a partir de los experimentos realizados con pacientes a los que se les había aplicado la comisurotomía (corte del cuerpo calloso que une los dos hemisferios). Estos experimentos se dieron a partir de intervenciones quirúrgicas en individuos que sufrían ataques epilépticos continuos y que eran refractarios a una intensa medicación. Considerando que los ataques tenían lugar en un hemisferio cerebral y afectaba al otro a través del cuerpo calloso, se seccionó éste para mantener libre de los ataques al menos

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uno de los hemisferios. A la vez que se lograba una notable disminución de los ataques en ambos hemisferios se trabajó también en orden a suministrar información sobre los hemisferios escindidos. Los procedimientos experimentales llevados a cabo sobre estos sujetos investigados, los pacientes afectados de comisurotomía, pusieron de manifiesto que tenían los centros del lenguaje en el hemisferio izquierdo o dominante. Lo que resultó más significativo es el hecho de que las actividades neuronales desplegadas por el hemisferio derecho o subordinado son desconocidas para el sujeto, el cual se relaciona sólo con las del izquierdo. El lenguaje y la conciencia de sí mismo se dan en el hemisferio izquierdo. Se proporcionó, por ejemplo, información visual que dio como resultado que las percepciones en el hemisferio derecho no fueran comunicadas verbalmente por el sujeto, mientras las percepciones en el izquierdo sí lo fueran. El derecho es una parte muy desarrollada del cerebro, pero no puede expresarse verbalmente ni manifestar experiencias conscientes, por lo que se ignora si existe alguna forma de conciencia. Así pues, según los aportes de Sperry cabe distinguir entre una conciencia de sí mismo asociada con el hemisferio izquierdo y una conciencia hipotética asociada con el hemisferio derecho. En condiciones normales, ambos hemisferios se complementan, se comunican y se hacen conscientes. Estudios paralelos se desarrollaron por parte de Penfield y colaboradores, en el Instituto Neurológico de Montreal, sobre las afasias y los centros del lenguaje humano. Para Penfield el sustrato de la conciencia se encuentra fuera de la corteza cerebral, probablemente en el diencéfalo (tronco cerebral superior). Este autor, desde planteamientos monistas iniciales, llegó a defender un dualismo fuerte merced a los trabajos realizados con pacientes epilépticos, a los cuales operaba en el cerebro con anestesia local. Les aplicaba un electrodo a distintas áreas cerebrales y el paciente respondía sobre las posibles sensaciones experimentadas. La conclusión resultó ser que no había nada en el cerebro que refiera a la actividad mental. «Si existiera en el cerebro un mecanismo —nos dice— capaz de realizar lo que hace la mente, podría esperarse que ese mecanismo delatara su presencia convincentemente por una mayor evidencia de la activación epiléptica o eléctrica. Pero debe aceptarse que nada de eso ocurre». A partir de ahí, Penfield va a considerar a la mente como una esencia distinta. «Por mi parte —afirma— tras un esfuerzo de varios años por intentar explicar la mente basándome tan sólo en la acción cerebral, he llegado a la conclusión de que es más simple (y más lógico) aceptar la hipótesis de que nuestro ser consta de dos elementos fundamentales» (Penfield, 1977, 116-117). La actividad cerebral es la base física de la mente, pero ésta despliega una actividad espiritual que permite el ejercicio de un cierto grado de iniciativa y de libertad que nos singulariza como humanos. Dentro de este contexto, las experiencias de la mente autoconsciente poseen para Eccles un carácter unitario que se manifiesta en el fenómeno de la atención. La acción de dicha mente consiste en escoger y en integrar los mensajes de los distintos centros cerebrales según la orientación de su atención y de sus intereses. En palabras de Eccles: «Nuestra actual hipótesis considera la maquinaria neuronal como un complejo de estructuras radiantes y

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receptoras: la unidad experimentada no procede de una síntesis neurofisiológica, sino del propuesto carácter integrador de la mente autoconsciente» (Popper-Eccles, 1980, 407). En este sentido, cabe destacar la función selectiva de la mente, la cual evita la sobrecarga de información suministrada por los sentidos y ha sido factor clave de la evolución humana. En lo que atañe a la distinta actividad cerebral y a los niveles de conciencia, toma Eccles ejemplos como el caso de las convulsiones, la situación de coma, el efecto de la anestesia quirúrgica, el sueño…, y afirma que «para la hipótesis del dualismo-interaccionismo existe una explicación plausible, a saber, el bajo nivel de la actividad cerebral durante el coma y la anestesia, y un nivel excesivo en las convulsiones. En tales situaciones, pueden deteriorarse o desaparecer por completo los vínculos entre la mente autoconsciente y los patrones espacio-temporales de actividad modular, llevando a la pérdida de conocimiento. Pero no es tan sencilla la explicación de la inconsciencia durante el sueño. Es posible que la responsabilidad sea de la alteración del patrón temporal de la actividad neuronal. Cuando hay cambios en ese patrón se producen los sueños» (Eccles, 1986, 152). En el estado de sueño, la mente autoconsciente se encuentra privada de datos, sin nada que interpretar, lo que equivale a la inconsciencia. Sin embargo, el sueño no significa el cese de actividad, sino una actividad desordenada que le permite algún tipo de acción. «Pienso que todo esto ha de interpretarse como si la mente autoconsciente hubiese estado probablemente, por así decir, sondeando o escudriñando la corteza cerebral a lo largo de todo el sueño, en busca de algunos módulos que estuviesen abiertos, pudiéndose utilizar para una experiencia. También sabemos que una buena porción de ‘sueños’ se producen en la mente autoconsciente, la cual sin duda está escudriñando continuamente y con efectividad el cerebro de relación, por más que no se recuerden al despertar» (Popper-Eccles, 1980, 417). Con todo ello, el carácter activo de la mente no se limita a su función selectiva de síntesis, integración o control, sino que va más allá, en el sentido de ser capaz de influir en los acontecimientos neuronales. Junto a la investigación selectiva de la actividad neuronal, se da la posibilidad de modificación de esas actividades de acuerdo con su deseo o interés, todo lo cual redunda en un protagonismo máximo de la mente autoconsciente en cuanto que es capaz de conferir al yo unidad en todas sus experiencias. Esta marcada autonomía de lo mental lleva a Eccles a plantearse qué ocurre con la muerte, con el hecho de que toda actividad cerebral cese permanentemente. La teoría interaccionista —reconoce el autor— se abre entonces a un campo de creencias personales y religiosas en donde el creacionismo y la inmortalidad de la mente cobran sentido. Cuando las teorías materialistas fracasan al intentar dar una explicación de nuestra experiencia de unicidad del yo, el interaccionismo dualista atribuye esta unicidad a una creación sobrenatural. Respecto a la muerte, el interaccionismo no garantiza una inmortalidad, pero sí deja lugar para la esperanza. Por supuesto, en estos planteamientos la ciencia, como algo limitado, deja paso a la teología, como lo ilimitado por excelencia.

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Sería conveniente, para terminar este breve recorrido, retomar las palabras que el propio Popper y Eccles expresan al comienzo de su obra conjunta El yo y su cerebro y que nos dan la situación actual de la problemática que hemos abordado. «El problema de la relación entre nuestro cuerpo y nuestra mente resulta en extremo difícil, especialmente por lo que respecta al nexo existente entre las estructuras y procesos cerebrales por una parte y las disposiciones y acontecimientos mentales por otra. Sin pretender ser capaces de prever futuros desarrollos, los autores de este libro consideran improbable que el problema llegue a resolverse algún día, en el sentido de que vayamos a comprender realmente dicha relación. A nuestro entender, tan sólo podemos tener la esperanza de progresar un poco aquí y allá, y es con esa esperanza con la que hemos escrito este libro. Somos plenamente conscientes del carácter considerablemente hipotético y modesto de lo que hemos llevado a cabo: somos conscientes de nuestra falibilidad. Con todo, creemos en el valor intrínseco de todo esfuerzo humano por profundizar en la comprensión de nosotros mismos y del mundo en que vivimos» (Popper-Eccles, 1980, IX).

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Capítulo IV

El conductismo filosófico Mariano Rodríguez González

4.1. GILBERT RYLE El concepto de lo mental, aparecido en 1949, constituye la exposición más representativa y conocida del Conductismo Lógico o Filosófico. Sus orígenes se retrotraen al famoso principio de verificabilidad del Positivismo Lógico1, y a los ensayos de Wittgenstein de disolver los problemas filosóficos analizando el uso efectivo de nuestro lenguaje cotidiano. La obra de Ryle nos ofrece una teoría de la mente cuya peculiaridad reside en que no pretende proporcionarnos nueva información sobre cosas que hasta ahora ignoráramos: atiende antes bien a rectificar la «geografía lógica» del rico conocimiento común del que disponemos sobre la vida mental, rectificar su ordenación conceptual, por tanto. Y es que el dualismo, ese «dogma del fantasma en la máquina», habría venido contaminando nuestra utilización de los principales conceptos psicológicos. Nos hallamos aquí ante un gran 1 Precisamente para convencernos de que el conductismo lógico constituye una aplicación de la filosofía neopositivista al caso concreto del lenguaje psicológico, un autor como Priest inicia su estudio de este movimiento con la exposición del escrito de uno de los representantes más tardíos, pero también más egregios, del Positivismo Lógico, Hempel, precisamente el que lleva por título «The Logical Analysis of Psychology», en el que se afirma, entre otras cosas, que la psicología es una parte de la física (Priest, 1991/1994, 57-64). Tenemos que advertir que la clase de conductismo en que nos vamos a centrar en este estudio es la del llamado conductismo filosófico, semántico o lógico: en psicología la expresión «conductismo lógico» se suele venir aplicando, en cambio, a la variante de conductismo psicológico que buscó aplicar a la ciencia de la conducta la metodología hipotético-deductiva, inspirada también en el neopositivismo, que va unida al nombre de Hull.

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«error categorial», es decir, la doctrina oficial representa los conceptos mentales como si pertenecieran a una categoría o tipo lógico, cuando en realidad pertenecen a otra2. Ryle nos quiere convencer de que el dualismo es un mito filosófico que ha echado a perder completamente nuestra comprensión del lenguaje psicológico. Es cierto que la mente y el comportamiento de las personas no se pueden describir sólo en el lenguaje de la física, la química y la fisiología. El vocabulario psicológico, reconoce Ryle, no puede interpretarse haciendo referencia al acaecimiento de procesos mecánicos. Pero la época moderna se deja llevar por la «metáfora paramecánica de la mente», de forma que pasa a suponer que la vida psicológica habrá de describirse en términos análogos: «Como el cuerpo humano es una unidad compleja organizada, la mente humana también debe ser una unidad compleja organizada, aunque constituida por elementos y estructura diferentes. Como el cuerpo humano, al igual que cualquier trozo de materia, está sujeto a causas y efectos, también la mente debe estar sujeta a causas y efectos, pero (Dios sea loado) de tipo no mecánico» (Ryle, 1949/1967, 21). Es decir, las diferencias entre lo físico y lo mental, que el dualismo tanto subraya, se representaron bajo un marco idéntico de conceptos, extraídos en lo fundamental de la revolución física moderna. Las mentes son cosas, aunque cosas distintas de los cuerpos, y las leyes de lo mental deberán dar cuenta de las operaciones mentales a partir de operaciones mentales anteriores, por supuesto no mecánicas. Las características de las cosas mentales se obtendrían simplemente negando las características de las cosas físicas. ¡Como si así lográsemos entender algo! En realidad, nada sabemos sobre el funcionamiento del fantasma, y mucho menos sobre cómo rige y regula el funcionamiento de esa máquina enigmática que es el cuerpo humano. Pero hay que ir con cuidado: no se está negando la existencia de procesos mentales, se está negando que «Existen procesos mentales» se halle al mismo nivel que «Existen procesos físicos», y, por tanto, que se trate de dos afirmaciones que puedan ensamblarse mediante las conectivas lógicas. Sería como decir que existe la Facultad de Psicología, y la de Filosofía…, y el Rectorado, y la Universidad Complutense. Lo cual implica que Materialismo e Idealismo son ambos respuestas a un problema, el de la Mente y el Cuerpo, que en realidad es un pseudoproblema: las dos reducciones, la de los estados mentales a procesos físicos y la de los estados físicos a procesos mentales, se fundamentan en una confusión lingüística de la que sólo salimos analizando el uso efectivo del lenguaje psicológico y su estructura lógica.

2 Cada categoría contiene el conjunto de todos los modos posibles de utilizar correctamente un concepto, y viene constituida por un repertorio de reglas de uso peculiares. Cometería un error categorial aquel visitante que nos pidió que le enseñáramos la universidad, y que, después de que le hubiésemos mostrado las diferentes facultades, aún siguió insistiendo en que dónde estaba la universidad, que él no la había visto: el término «universidad» no pertenece a la misma categoría que los términos «edificio» y «facultad».

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Ryle intentará alcanzar la representación correcta de los procesos psicológicos a través de la exposición de los absurdos que se seguirían si la doctrina oficial fuese verdadera. Así, los partidarios del mito del fantasma en la máquina no tienen otra opción que suscribir la leyenda intelectualista que pretende explicar la conducta inteligente a partir de una operación interna anterior que consiste en planear qué hacer: «Si somos tontos nuestro plan será tonto y si somos astutos nuestro plan será astuto» (Ryle, 28). La mente sería el lugar en el que se llevan a cabo los pensamientos secretos. Calificativos como «habilidoso», «sagaz» e «ingenioso» son predicados mentales que no pueden referirse simplemente a procesos musculares públicos. Ahora bien, los mismos que están prisioneros de la leyenda intelectualista han de admitir que nadie conoce aún las leyes que rigen las supuestas operaciones de la mente, y que resulta de todo punto imposible explicar la interacción que se afirma entre ellas y los movimientos físicos. Tales interacciones ni son físicas ni son mentales, con lo cual no les podemos aplicar ningún tipo de ley conocida. Lo que Ryle nos está diciendo es que el reconocimiento de nuestra enorme ignorancia es el punto de llegada necesario del mito del fantasma en la máquina. Hablar de «voluntad» y «voliciones» representa, por otra parte, una extensión inevitable del mito que se busca destruir. Y por aquí llegamos de nuevo al absurdo, porque resulta inconcebible el que los actos mentales puedan hacer que los músculos se contraigan. El lenguaje de las voliciones es justamente el de la metáfora paramecánica de la mente (Ryle, 57). De forma parecida, se nos presentan como «mitos paramecánicos» los impulsos emocionales que nos llevan a actuar, entendidos como antecedentes ocultos de las acciones. Las emociones no son sucesos internos de los que sea testigo su titular y no las demás personas: «no son episodios, y, por lo tanto, no son el tipo de cosas de las que se pueda ser testigo» (Ryle, 97). Además, los supuestos objetos de la conciencia y la introspección serían asimismo míticos. Simplemente, tales objetos no existen. «Nada tiene lugar en un segundo mundo, ya que no existe tal mundo y, por consiguiente, no es necesario postular formas especiales de relacionarse con los habitantes inexistentes del mismo» (Ryle, 144). El autoconocimiento se despliega al mismo nivel que el conocimiento del otro, no hay acceso privilegiado de ningún tipo. Cualquiera puede estar equivocado acerca de sus estados de ánimo, de lo que sabe e ignora, de si está despierto o soñando. La teoría de los sense-data forma parte muy importante del mito, y se basa, como denuncia Ryle, en la confusión de los conceptos de sensación y observación. En realidad carece de sentido decir de las sensaciones que son observadas por mí o por los otros. Se puede observar un pájaro, pero no un escozor. No hay, en definitiva, dos mundos, el de los objetos comunes de observación pública y el privado de mis sensaciones u observaciones privilegiadas. La expresión «dato sensorial», en conclusión, carece de empleo. Hemos, por otro lado, de guardarnos de malentender el concepto de imaginación: imaginamos cosas, es cierto, este concepto tiene un uso, pero no vemos imágenes o cuadros en la galería privada de la mente. Tales cuadros, sencillamente, no existen.

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Por último, Ryle arremete contra la idea de que procesos intelectuales ocultos causan y dan sentido a las expresiones lingüísticas que componen teorías, razonamientos, conferencias públicas y trabajos impresos. Como se comprende fácilmente, estamos aquí ante otra versión de la concepción paramecánica de la mente, quizás la más difícil de erradicar. La alternativa que se nos propone nos sitúa ya inmediatamente en la senda de la tesis positiva del filósofo: «Pensar cosas supone decirse cosas a sí mismo o decirlas a los demás con un propósito instructivo. La afirmación de cada proposición pretende equipar y preparar al que escucha para su utilización futura, por ejemplo, como premisa o como una máxima de procedimiento» (Ryle, 269-270). Saber una teoría significa estar preparado para hacer un gran número de cosas con ella, y hacerlo de determinada manera. Para caer en la leyenda de los dos mundos resulta casi imprescindible ser adicto a la superstición de que todas las oraciones en indicativo, para tener sentido, tienen que describir objetos existentes o informar sobre acontecimientos (Wittgenstein, ya lo veremos, también denunció la tiranía de la forma enunciativa). «Fulano sabe francés» nos pondría al corriente de un suceso peculiar, de la misma manera que «Fulano está hablando francés». Pero para descubrir que Fulano sabe francés no necesitamos descubrir en absoluto algo que ocurre tras el telón de acero de su fuero interno. Porque los enunciados disposicionales no pueden ser interpretados como enunciados categóricos singulares, sino como enunciados hipotéticos abiertos: no son informes de estados de cosas, observables o inobservables. «Fulano sabe francés» significa, entre otras muchas cosas, que, si alguien se dirigiera a él en francés, Fulano le contestaría en el mismo idioma. Que estoy sediento significa, entre otras muchísimas cosas, que si hubiese a mi alcance un vaso de agua me lo bebería. Cuando decimos de alguien que es habilidoso no estamos informando de ningún acontecimiento oculto, sino haciendo explícita una disposición o conjunto de disposiciones, «y una disposición es un factor de tipo lógico tal que no puede ser visto o no visto, grabado o no grabado» (Ryle, 33). Poseer una propiedad disposicional, entonces, se parece mucho a ser incluido en una ley: «ser un fumador no implica que en este o aquel instante esté fumando, sino que soy propenso a fumar cuando no estoy comiendo, durmiendo, leyendo, atendiendo un funeral, o cuando ha transcurrido algún tiempo después del último cigarrillo» (Ryle, 41). El conductismo lógico va más allá del comportamiento para explicarlo, pero no hacia un comportamiento oculto y fantasmal, sino hasta las inclinaciones y aptitudes de las que la conducta viene a ser la actualización. Los predicados mentales se refieren, en definitiva, a los poderes e inclinaciones de los cuales el comportamiento constituye la realización. «Descubrir que la mayoría de la gente tiene una mente (aunque los idiotas y los recién nacidos no la tengan) consiste simplemente en descubrir que es capaz y está dispuesta a hacer ciertos tipos de cosas. Este descubrimiento lo hacemos observando los tipos de cosas que hace» (Ryle, 55). Un análisis semejante tendría la consecuencia inmediata de hacer aparecer todo el tradicional problema de las relaciones entre la mente y el cuerpo como un absoluto sinsentido, algo parecido a preguntar «¿qué rela-

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ciones existen entre la Cámara de los Comunes y la Constitución inglesa?» (Ryle, 150). Porque «mi mente» no significa sino mi actitud a hacer determinado tipo de cosas. Y «entender algo» se refiere a que alguien habría hecho o dejado de hacer algo si se hubiesen dado tales y cuales condiciones. Se ha criticado a Ryle por la escasa relación que su proyecto de traducción de términos mentales a términos disposicionales ha tenido con la psicología científica (Martínez Freire, 1995). Es cierto que su obra tiene que ver con la psicología natural o del sentido común, pero sería una injusticia pasar por alto que el filósofo inglés fue perfectamente consciente de las relaciones de su pensamiento con la psicología de su época, así como de las consecuencias que para la psicología científica se derivarían de la destrucción del mito cartesiano: entre otras, abandonar la idea de que la psicología es una investigación única o un conjunto de investigaciones íntimamente conectadas. Pero el programa semántico que es el conductismo filosófico ha de enfrentar problemas mucho más serios. Bechtel, por ejemplo, señala tres de ellos (Bechtel, 1988/1991, 125-126): el problema de la imposibilidad de aprender el significado de los términos mentales, el problema del círculo de lo mental y el de la nueva orientación de la filosofía de la ciencia. Si los términos mentales son equivalentes a listas potencialmente infinitas de enunciados condicionales, ¿cómo podría un niño aprender su significado a partir de la experiencia? En segundo lugar, el análisis de un término mental en términos disposicionales llega por lo general, más tarde o más temprano, a un nuevo término mental: estamos atrapados en un círculo de términos mentales3. Por último, tras la crisis de la teoría verificacionista del significado, uno de los fundamentos más notorios del conductismo lógico, los filósofos de la ciencia han llegado a reconocer que es preciso aceptar en nuestro vocabulario científico términos teóricos que serían irreductibles a términos observacionales. Ahora bien, esto legitimaría la introducción en psicología de términos mentales en calidad de términos teóricos, sin necesidad de hacerlos equivaler a términos conductuales. El mismo Ryle reconoció que el conductismo psicológico había alentado la constitución del conductismo filosófico. En la era de la psicología cognitiva parece natural pensar que la validez de este último se halla seriamente puesta en cuestión. 4.2. LUDWIG WITTGENSTEIN La finalidad de la filosofía de la psicología, para el filósofo austriaco, sería el esclarecimiento de los conceptos psicológicos cotidianos, o la representación sinóptica de la gramática de las palabras psicológicas. La aplicación correcta de verbos psicológicos tales como «pensar» no es tan clara como la 3

«En el ejemplo de mi creencia de que tengo una cita a las diez en punto, he usado una oración condicional sobre lo que sucedería si me doy cuenta de la hora que marca mi reloj. El término me doy cuenta es también un término mental, al que se le debe dar a su vez una traducción en oraciones condicionales» (Bechtel, 125).

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de los términos de la mecánica, por ejemplo. A través de esto se conseguiría el objetivo final: disolver los problemas filosóficos de la naturaleza de la mente, en especial el eterno problema de la relación de la mente y el cuerpo, pues éstos surgen de nuestra confusión en el uso del vocabulario psicológico. En efecto, Wittgenstein no nos propone en realidad una solución determinada que añadir a las tradicionales, porque su idea es que el problema mismo carece de sentido. Hemos olvidado que lo que pensamos y decimos sólo puede ser entendido en su contexto cotidiano, en nuestro uso ordinario de las palabras. Pues bien, el problema de la mente no aparece jamás cuando usamos el lenguaje, es decir, cuando no dejamos de hallarnos insertos en una forma de vida. Sólo al hacer abstracción del contexto ordinario puede surgir la perplejidad ante la relación entre la conciencia y el cerebro. Encontramos en Wittgenstein, sobre todo, declaraciones acerca de lo que la mente no es, mucho más que tesis positivas (Moya, 1993, 126). Vamos a pasar revista apresurada a su crítica del dualismo y a sus dudas sobre el fisicalismo. A continuación veremos hasta dónde está justificado clasificar a Wittgenstein como conductista lógico. El ataque a la primacía del propio caso, y el argumento contra la posibilidad de un lenguaje privado4, se dirigen directamente contra la línea de flotación del dualismo cartesiano, la posición que fascinaba a nuestro autor hasta el punto de que algunos estudiosos lo han llegado a considerar un dualista. El significado de las palabras no puede estar determinado por mis experiencias o estados de conciencia: a partir de ahora las alioadscripciones van a prevalecer sobre las autoadscripciones (Gil de Pareja, 1992, 62), es decir, consideraremos primario el juego del lenguaje en el que atribuimos estados de conciencia a los demás, con lo que no se intenta negar la existencia de las experiencias internas, sino plantear una alternativa metodológica que reconoce la superioridad de un punto de partida objetivo, de tercera persona, en psicología (Schulte, 1993, 60). Dejar fuera de consideración a los objetos privados no significa pronunciarse acerca de su existencia, sino simplemente estar convencido de que el estudio de la experiencia interna sólo puede llevarse a cabo en el terreno de su expresión y sus consecuencias públicas. «Líbrate siempre del objeto privado asumiendo: está cambiando continua4 Con el célebre argumento del lenguaje privado, Wittgenstein pensaba haber demostrado que un lenguaje necesariamente privado, es decir, referido a objetos y sucesos a los que sólo yo puedo tener acceso, es de todo punto imposible. Ésta es la formulación que hace del argumento Alvin Goldman, algo simplificadora, pero creemos que útil: «Supón que intentas conferir significado al término ‘W’ asociándolo con alguna sensación puramente privada. Más tarde, tras sentir una sensación, quizás digas: ‘Se trata de otra W’. Pero, ¿cómo puedes estar seguro de estar usando el término correctamente en esta ocasión? ¿Tal vez estás siguiendo la regla de significado que fijaste para ‘W’ originalmente? Quizás no recuerdas bien la primera sensación y por eso tampoco eres capaz de recordar la regla que te diste a ti mismo. Así que, como no hay manera de distinguir un uso correcto de un uso incorrecto de ‘W’ (y nadie más puede ayudarte puesto que, por hipótesis, nadie más tiene acceso a los sucesos en cuestión), el término no tiene en realidad significado alguno. Las únicas reglas de significado legítimas son las que invocan objetos y sucesos públicos» (Goldman, 1993, 70).

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mente; pero tú no lo notas, porque tu memoria te engaña continuamente» (Wittgenstein, 1958/1988, 475). Para decirlo una vez más: hablar de un mundo interno sólo tendría sentido en la medida en que pudiera ser explicado por referencia a hechos externos y públicamente accesibles. Lo que se ha llamado «tiranía de la forma enunciativa» nos ha llevado a malentender el uso de los verbos psicológicos. Pensamos que las palabras adquieren significado cuando se refieren a objetos, prejuicio que también denunciaba Ryle, como vimos. Y es evidente que las declaraciones en la primera persona del presente de los verbos psicológicos tienen sentido. Por lo tanto… se referirán a objetos internos de naturaleza sumamente especial (y decimos «sumamente especial» porque no tenemos ni idea de cuál puede ser ésta: «cuando no se encuentra el objeto que da sentido al término nos inunda una perplejidad que proviene de la falta de comprensión ante el uso de esta palabra. Cuando esto sucede, el pensamiento ‘se interpreta como expresión de un proceso extraño’»[Gil de Pareja, 189]). Pero Wittgenstein constata una asimetría entre la primera y la tercera persona de los verbos psicológicos. En relación con otras personas, podemos intentar verificar si lo que dicen es verdadero cuando dicen «creo que va a llover», por ejemplo. Pero en mi propio caso, la cuestión de la verificación no puede surgir: cuando yo expreso mis propios pensamientos no estoy dando información de nada (Wittgenstein, 1967/1979, 87). No es que goce de un acceso privilegiado a ellos y a sus objetos, es que son expresiones, y no informaciones acerca de lo que ocurre en un presunto mundo fantasmal (Budd, 1989, 15). Wittgenstein denuncia la concepción de mi estado de conciencia como la observación de un objeto, que entonces sería «privado», concepción hecha posible por el modelo de la observación de objetos materiales. De lo que se trata es de minar la idea tradicional de que la mente tiene carácter sustancial5: lo mental no puede existir ni ser conocido independientemente de sus relaciones con otras entidades no mentales. Por eso la introspección no será nunca suficiente: la vida mental no podría concebirse al margen de un contexto público de objetos, personas, instituciones y actividades, porque, entre otras cosas, la normatividad del lenguaje, que es la de nuestras formas de vida, es constitutiva de la mente (Moya, 133). Wittgenstein cuestiona con intención polémica, en segundo lugar, lo que tantas veces damos por supuesto: que nuestra vida psicológica sea expresión de, o esté causada por, la fisiología del sistema nervioso. Si de repente reconozco a una persona a quien no había visto hace años, ¿por qué estamos tan seguros de que en mi cerebro ha debido ocurrir algo que se corresponda con ese reconocimiento? El concepto de memoria no requiere que cuando recordamos el nombre de una persona nuestro cuerpo tenga que estar en una con-

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Moya nos recuerda que «lo que caracteriza a aquello que puede ser considerado como sustancia es su independencia ontológica y conceptual» (127), y llega después a la conclusión de que «Frente a la concepción sustancial de la mente encontramos en Wittgenstein lo que podríamos denominar una concepción contextual de la misma» (127).

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dición que sea el resultado de nuestra experiencia previa con esa persona (Budd, 30). Los textos de nuestro autor que siguen esta línea han servido a algunos intérpretes para dirigir contra él la acusación de dualismo6, olvidando así, en primer lugar, que han de ser interpretados en el contexto polémico de la crítica del fisicalismo y, en segundo lugar, que lo que a Wittgenstein le interesa propiamente es el empleo de los predicados psicológicos: lo que se nos quiere decir es que no hay nada en el concepto de memoria, por ejemplo, que nos lleve a asegurar a priori una especie de almacenamiento físico de información en el cerebro: «sea lo que sea lo que el suceso deja en el organismo, eso no es la memoria» (Wittgenstein, 1980, 220). Hay una dimensión creativa en el recordar que permanece completamente inasequible para la noción materialista de la memoria como banco de datos. No tenemos ninguna razón, razón de tipo conceptual, para pensar que tiene que haber algo en la estructura del sistema nervioso del organismo que se corresponda con la estructura de determinados fenómenos psicológicos: el árbol procede de la semilla, pero no hay nada en la semilla que nos permita predecir la estructura del árbol, a no ser la historia del desarrollo de la semilla. Wittgenstein nos muestra que la derivación de la causalidad psicológica a partir de la causalidad cerebral no es una derivación en absoluto necesaria: desde el punto de vista conceptual, ¿por qué no íbamos a poder pensar en regularidades legaliformes psicológicas a las que no correspondiera ninguna regularidad en la fisiología cerebral? Subrayemos otra vez que nuestro autor se sitúa en los juegos de lenguaje psicológicos: por ejemplo, el juego del lenguaje del dolor, como tal, no establece requisito alguno sobre lo que tiene que ocurrir en el interior del cuerpo de las personas, no exige que cada experiencia particular de dolor sea idéntica a un suceso físico determinado en el cuerpo de una persona. La autonomía de la esfera psicológica se hallaría garantizada para Wittgenstein ya en el propio plano conceptual y lingüístico. En definitiva, pues, tanto los dualistas como los materialistas se hallarían atrapados en confusiones lingüísticas, en ficciones gramaticales. Parece que Wittgenstein lanza sus observaciones contra toda especie de reduccionismo. Pero ya es hora de decir que se le ha venido considerando mayoritariamente, hasta hace algún tiempo, un conductista lógico. Vamos a terminar formándonos una opinión en este importante punto, si bien su crítica al dualismo, por no hablar de su propia concepción de la filosofía de la psicología, habrá contribuido ya a aclarar algunas de nuestras ideas al respecto. Hoy muchos niegan tajantemente la idea de un Wittgenstein conductista. Insisten en que el pensador austriaco no se habría propuesto jamás eliminar la vida interna (hay juegos de lenguaje perfectamente autónomos para ella).

6 Incluso un autor como M. Bunge ha llegado a calificar la filosofía wittgensteiniana de la mente de «autonomista», posición que sin duda resulta del todo ininteligible (Bunge, 1987/1988), y se hace merecedora del escarnio del que se la ha inventado. El autonomismo no sería sino un extraño dualismo no interaccionista, que Bunge cree que se desprende de la lectura de un par de parágrafos de los Zettel.

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Pero está claro que esto lo único que establece es que Wittgenstein no avaló con sus reflexiones a una determinada clase de conductismo: negar los estados de conciencia supondría el resultado de otro error semántico como los que él mismo denunciaba en el dualismo o en el fisicalismo. Y lo que nunca se cansó de repetir es que la base sobre la que todos nuestros conceptos se vienen a apoyar, en último término, es la actividad, el comportamiento. ¿Aspira el conductista lógico a sustituir nuestro vocabulario psicológico completo por un equipo práctico de términos referidos directamente a conducta observable? Si su propósito fuera tan simple en realidad, Wittgenstein no sería un conductista lógico, sin duda: él mismo lo negó en más de una ocasión, como se sabe, y se refería exactamente a esto. Pero las cosas casi nunca son tan fáciles. Lo que tenemos que indagar es el nuevo modo que Wittgenstein nos ofrece de entender los términos psicológicos. ¿La referencia al comportamiento es un elemento importante en este nuevo entendimiento? Ésa sería la pregunta clave. Y la respuesta es desde luego afirmativa: en su aclaración de los conceptos psicológicos, Wittgenstein concede un papel absolutamente decisivo a la idea de conducta. En concreto, para determinar si un predicado psicológico resulta aplicable a un sujeto cualquiera, lo único que podemos hacer es observar el comportamiento de ese sujeto. Los términos psicológicos sólo pueden ser regidos en su uso por criterios comportamentales (Budd, 17)7. El conductismo de Wittgenstein se condensa en la negación de la concepción cartesiana y del sentido común según la cual los términos psicológicos (‘ver’, ‘visualizar’, ‘dolor’, ‘intención’, ‘alegría’, ‘creencia’…) se refieren a estados, eventos o procesos que causan la conducta en la cual «ver», «visualizar», «dolor», etc., se manifiestan. Para dar cuenta de la armonía entre pensamiento y realidad, así lo descubre Wittgenstein, hemos de referirnos a las disposiciones del sujeto, a lo que el sujeto haría, y no a sus estados de conciencia. Como vimos antes, el contexto público es constitutivo de la vida mental: pues bien, el elemento crucial de este contexto sería sin duda la actividad corporal y las circunstancias en que se produce. El comportamiento no es efecto de un proceso mental, sino un elemento del concepto mismo de ese proceso mental. Según Chihara y Fodor, la base de este conductismo lógico sería un análisis operacionalista del lenguaje, es decir, la doctrina para la cual las operaciones relevantes para determinar si un predicado se puede aplicar a un sujeto se hallan conceptualmente conectadas con el predicado (Chihara y Fodor, 1965/1991, 139a). Pero en el caso del lenguaje psicológico las operaciones 7 Budd añade a esto la concepción wittgensteiniana de la psicología: «Se mantiene que el psicólogo se dedica a observar y describir los fenómenos de la vida mental; pero como Wittgenstein se refiere con el término ‘fenómeno’ a algo que puede ser observado, esto significa que el psicólogo observa la conducta (exclusivamente). Sobre esta base distingue Wittgenstein la psicología de la física» (17). Más adelante Budd nos advierte de que el que la psicología se ocupe de la conducta no quiere decir en absoluto, según las coordenadas wittgensteinianas, que se desinterese de la mente, sino tal vez todo lo contrario.

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relevantes se refieren siempre a la observación y manipulación de la conducta. La conducta de dolor es un criterio para la aplicación de «dolor», y, mientras los síntomas se descubren por observación, los criterios vienen dados por las reglas del juego del lenguaje (en un partido de baloncesto, que el equipo de casa enceste sirve de criterio para que el público grite y aplauda). En suma, Wittgenstein deja muy claro que los estados internos requieren criterios externos, y que los criterios conductuales son los únicos plausibles. 4.3. B. F. SKINNER La complejidad de las relaciones del conductismo lógico con la psicología conductista se pone bien de manifiesto en la obra de Skinner. A veces hasta parecen confundirse, como cuando Skinner establece que el conductismo no ha sido más que «un cumplido análisis operacional de los conceptos mentalistas tradicionales» (Skinner, 1945/1975, 415)8. Porque ambos tendrían la misma meta: proporcionar una definición operacional para cada término mentalista de la psicología tradicional. El Skinner de los 40 aparece preocupado por lograr la traducción de los «términos subjetivos». Su planteamiento es en esencia el siguiente: estos términos son respuestas verbales a estímulos privados, y la acción reforzante de la comunidad verbal desempeña un papel decisivo en el establecimiento y el mantenimiento de la relación entre unas y otros. Nada hay de misterioso en esto: cada persona posee un mundo de estímulos que le es particular. Si consiguiéramos determinar las condiciones internas que controlan la respuesta «estoy deprimido», podríamos obtener los grados de control y predicción que son posibles con estímulos externos. Skinner estudia, en definitiva, los medios de los que se vale la comunidad verbal para generar una conducta verbal como respuesta a un estímulo privado de un individuo9. Sería la comunicación pública, por tanto, la que hace posible el acceso y la misma constitución de ese mundo «privado». «Tengo hambre» es una respuesta verbal que la comunidad lingüística me ha hecho enlazar a condiciones como «no he comido desde hace mucho tiempo» o «este manjar me hace la boca agua», y que describiría simplemente una tendencia a comer. Pero en otros textos Skinner rechaza que el psicólogo deba ocuparse de los análisis operacionales que definen conductualmente los términos menta-

8 Insistimos en que el operacionalismo, del que Skinner señala sus beneficios para la psicología a pesar de no estar libre de deficiencias, vendría a resumirse en la célebre frase de Bridgman: un concepto es sinónimo del correspondiente conjunto de operaciones que llevamos a cabo para aplicarlo. Desde luego, no resulta descabellado considerar la filosofía operacionalista como el fundamento del conductismo lógico. 9 Estos medios se reducen a cuatro: reforzamiento basado en concomitantes públicos; reforzamiento basado en consecuencias públicas; reforzamiento de la respuesta cuando ésta se hace a estímulos públicos; inducción del estímulo privado cuando es semejante al público (Skinner, 1945/1975, 419-420).

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listas. A la psicología científica no le hace falta la redefinición de lo subjetivo, le basta con su abandono. Definir conductualmente ‘voluntad’, por ejemplo, supondría conceder a la voluntad un lugar en la ciencia de la conducta. Pero no lo tiene, como no lo tiene el término ‘flogisto’ en la química. Skinner parece pasar con esto del conductismo metodológico u operacionalista al conductismo radical o metafísico. «Mi dolor de muelas es tan físico como mi máquina de escribir», en definitiva. Y en los años 70 el psicólogo americano volvería con un ensayo mucho más ambicioso de traducción conductual de los términos psicológicos tradicionales. Todos los análisis skinnerianos acabarán esta vez en el mismo punto de llegada: la denuncia de la inversión explicativa de la que sería culpable la psicología del sentido común. «Escucho discos de Brahms porque Brahms me entusiasma» nos hace creer que los sentimientos son causa del comportamiento, cuando lo que el psicólogo científico descubre es que la historia de los refuerzos del sujeto es lo que determina su conducta, y que sus sentimientos y estados internos no pasan de ser efectos colaterales de esos refuerzos. Hay una elevada probabilidad de que la respuesta reforzada en el pasado se vuelva a emitir, y eso es todo. La ciencia del comportamiento operante, a diferencia del conductismo primitivo, es capaz incluso de desmontar y traducir todo el discurso tradicional de la voluntad y la libertad de la voluntad: «la aparente falta de una causa inmediata en el comportamiento operante ha llevado a la invención de un hecho iniciador» (Skinner, 1974/1975, 57). Al llegar a eso tan extraño, la «volición», parece que nos damos por satisfechos y dejamos de preguntar. Skinner se muestra particularmente orgulloso del hecho de que su conductismo, a diferencia del de la fórmula estímulo-respuesta, sea capaz de acomodar, mediante la pertinente traducción, todo el ámbito de la intención y el propósito: por su propia naturaleza, el comportamiento operante se dirige al futuro. Pero no debe sorprendernos que la traducción sea aquí exactamente la misma: los motivos y los propósitos serían efectos de los refuerzos y no, de ningún modo, la causa del comportamiento. «Cuando la persona es consciente de su propósito, está sintiendo u observando introspectivamente una condición producida por el refuerzo» (Skinner, 1974/1975, 60). No es correcto decir que una persona ha dejado de ir a su trabajo porque está deprimida. Es el hecho de no ir, junto con el desánimo que siente, el efecto de la falta de refuerzo en el trabajo o en otro ámbito de su vida. Es importante saber distinguir, finalmente, entre conductismo filosófico y conductismo metodológico, y la obra de Skinner nos ofrece una gran oportunidad en este sentido. Como hemos ido viendo, el conductismo filosófico está comprometido principalmente en la aclaración semántica de los términos mentalistas. En cambio, para hacernos una idea del valor del conductismo metodológico, tendríamos que partir de los objetivos que para la psicología señalan los científicos conductistas. La ciencia de la conducta se debería orientar, según ellos, a la determinación de sus causas10, aspirando por enci10

Hay que tener en cuenta que, para Skinner, «causa» equivale a un cambio en la varia-

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ma de todo la explicación psicológica así lograda a posibilitar la predicción y el control del comportamiento. Es decir, si estudiamos la conducta es porque queremos hacer algo con ella, modificar las condiciones de las personas para que sean menos agresivas, por ejemplo. El mentalismo y la folk psychology deberán entonces ser juzgados a tenor de la ayuda que nos puedan prestar en la consecución de este objetivo supremo. Desde este punto de vista, Skinner nos presenta cuatro objeciones contra la psicología tradicional. En primer lugar, las explicaciones mentalistas caerían en el error de suponer la existencia de un agente mental privado para dar cuenta de los hechos públicamente observables (el organismo hace algo porque su mente hace algo). Podemos llamar a esta crítica la objeción del homúnculo: para Skinner estaríamos ante un proceder auténticamente animista que, desde luego, no consigue explicar absolutamente nada. Como el conductor del coche que pisa a fondo el acelerador, mi agente interno de repente me impulsaría a llevar a cabo tales y cuales actos. En segundo término, los introspeccionistas asumen que los eventos y estados mentales son los antecedentes causales del comportamiento. Ahora bien, el modo de establecer e identificar estos hechos subjetivos invalida toda pretensión de que sean tenidos por causas. Y es que los mismos mentalistas reconocen que estos hechos no poseen las características exigidas por las ciencias físicas. Sobre todo: no pueden someterse a observación pública. Ésta sería la objeción epifenomenista: en los términos skinnerianos, los hechos internos no tendrían más que un carácter puramente deductivo, es decir, sólo se pueden establecer de forma y manera que su observación pública resulta imposible. Y parece extraño que algo estrictamente privado genere efectos públicamente observables. Aun si los generara, ¿cómo íbamos nosotros a saber establecer las correlaciones pertinentes? Las explicaciones conductuales que parece posibilitar la dimensión de lo mental, en tercer lugar, no pasarían de ser descripciones redundantes absolutamente inservibles. La causa interna mental es ficticia porque es aducida enteramente «ad hoc». «Actúa brillantemente porque es muy inteligente», «no soporto los ascensores ni los féretros porque padezco claustrofobia» son afirmaciones que se limitan a referir dos veces la misma cosa. Ésta es la objeción de la circularidad: toca muy bien el piano porque tiene mucho sentido musical, pero sabemos que tiene mucho sentido musical exclusivamente porque toca muy bien el piano. Por último, el eslabón mental o intermedio de la cadena de la conducta puede ser puesto entre paréntesis sin la más mínima pérdida en la predicción o en el control. Skinner pone como ejemplo: Privación de Agua-Sed-Hecho de Beber. Podemos prescindir de la sed para dar cuenta del hecho de beber exclusivamente a partir de la privación de agua. Es más, debemos prescindir de la sed porque, en tanto fenómeno mental, resulta imposible de manipular.

ble independiente, y «efecto», a un cambio en la variable dependiente, de manera que la relación de causalidad la entiende simplemente como relación funcional (1953/1977, 53).

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Y sin manipular las variables no podemos llegar a las relaciones funcionales, a las leyes, a las que aspira el psicólogo. Es la objeción de la simplicidad. En definitiva, el conductismo metodológico consiste en la doctrina que, sin negar la existencia de los estados internos, afirma, en primer lugar, que no son importantes en un análisis funcional, y, en segundo término, que si les damos entrada en la psicología científica, nos encontraremos con graves dificultades a la hora de explicar la conducta (1953/1977, 64). Por muy saludables que en cierto momento de su historia hayan sido para la psicología las restricciones del conductismo metodológico, y por mucho que tengamos que celebrar la limpieza conductista de las pseudoexplicaciones psicológicas del sentido común, hay que decir que la concepción de la ciencia que formaba el núcleo de este movimiento no es ya la de nuestro presente: como nos enseña la física teórica, y como ya dijimos a la hora de criticar a Ryle, no todos los términos teóricos de una ciencia han de estar conectados directamente con los observacionales (y los términos mentalistas pueden hacer una labor en psicología muy parecida a la que desempeñan «neutrino», «protón», etc.). Son legítimas las entidades inferidas, cuando los procesos de inferencia se han controlado cuidadosamente, y cuando toleran predicciones independientes de las que las generaron. En este sentido, las bases mismas de la postura que conocemos con el nombre de «conductismo metodológico» nos aparecen hoy seriamente dañadas por la evolución de la filosofía de la ciencia: la misma observación de la acción humana podría exigir la postulación de estados y eventos mentales, por lo menos si nuestra aspiración es la de explicarla (más que predecirla y controlarla). En definitiva, no parece que hoy sea científicamente razonable ignorar la existencia de fenómenos internos. Justamente porque pensamos que sí desempeñan algún papel en la producción de la conducta.

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Capítulo V

Fisicalismos Pedro Chacón Fuertes Mariano Rodríguez González

INTRODUCCIÓN Las concepciones materialistas del ser humano y de sus actividades mentales se remontan al pensamiento griego (Leucipo y Demócrito), pero las formas de materialismo que nos limitaremos a analizar aquí son aquellas que se forjan a partir de la formulación moderna de la noción de «mente» y que intentan resolver el problema de sus relaciones con la materia, sea física u orgánica. A la dimensión ontológica de este problema (¿existe algo mental independiente de lo material?) están estrechamente unidos los problemas semánticos (¿el significado de nuestros términos psicológicos es traducible al de los términos físicos?) y los problemas epistemológicos (¿las explicaciones de la psicología son reducibles a las de la física o la neurología?). Sobre cada uno de ellos se han planteado respuestas que abogan por una concepción dualista o por un monismo materialista. De nuevo, es el dualismo de raíz cartesiana, con su radical separación entre la «res extensa» y la «res cogitans», quien está a la base de las formulaciones modernas del materialismo en filosofía de la mente, pues los materialistas vendrán, con argumentos diversos, a negar el dualismo defendiendo bien la inexistencia de entidades mentales, bien la posibilidad de identificarlas con entidades, cualidades y procesos materiales, bien la necesidad de traducir nuestro lenguaje mentalista a un lenguaje físico, bien la posibilidad de reducir las explicaciones psicológicas sobre lo mental a explicaciones físicas y orgánicas. Pero el dualismo cartesiano no es sólo el adversario natural de todas las teorías materialistas del problema mente-cuerpo. Paradójicamente, Descartes

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puede ser también considerado como el punto de partida, al menos histórico, de su planteamiento. Como es bien sabido, Descartes creyó legítimo establecer la línea divisoria entre lo físico y lo mental en el «Cogito», en el pensar, colocando en el ámbito de la materia extensa tanto a nuestro propio cuerpo orgánico como a los animales. Las actividades de estos organismos no son, a su juicio, más que el resultado de una compleja maquinaria. Pues bien, la alternativa estaba servida: ¿por qué la mente humana no podría ser explicada basándose en los mismos principios de las ciencias físicas? ¿Acaso los procesos y los productos cognitivos del hombre no podrían constituir más que un caso particular de los procesos y de productos materiales? ¿No será aquella mente independiente una realidad fantasmal pues sólo nos está acreditada la existencia real de cuerpos y estados de la materia física? Las respuestas materialistas al problema mente-cuerpo en el pensamiento moderno surgen, así, de una radical confrontación con el dualismo cartesiano: no existe la mente o, de forma más atenuada, deben identificarse y concebirse sus relaciones como relaciones entre sistemas físicos y/o orgánicos. Estas alternativas materialistas ya fueron defendidas, entre otros, en el siglo xvii por Hobbes y en el siglo xviii por La Mettrie. La teoría de la evolución, el progreso de las ciencias positivas en el siglo xix y, en particular, la aplicación de su metodología al ámbito de ciencias humanas y sociales comportaron un fuerte apoyo empírico a las concepciones materialistas de la mente humana. Los avances en el estudio fisiológico del sistema nervioso, en las localizaciones cerebrales, y los progresos tanto de la psicología animal como de la psicología experimental en estudios realizados con métodos de las ciencias naturales sobre procesos superiores de la conducta humana parecían cerrar la brecha, o, al menos, aproximar las dos orillas mental y física establecidas por Descartes. La mayor parte de los psicólogos científicos se adscribieron a posiciones materialistas, o bien, a fin de legitimar la autonomía de la psicología como ciencia, defendieron formas atenuadas del dualismo como el paralelismo psicofísico o el epifenomenismo. Sin embargo, justo es reconocer que el debate estaba (y sigue estando en nuestros días) muy lejos de quedar cerrado. Así, por ejemplo, todo el movimiento o «paradigma» de la psicología fenomenológica, que se remonta a la obra de Brentano, siguió defendiendo la radical distinción entre fenómenos físicos y fenómenos psíquicos, identificados estos últimos por su carácter intencional. Como señala Ferrater Mora, «el término ‘fisicalismo’ puede entenderse en cuatro sentidos. 1) Como la doctrina según la cual los procesos psíquicos pueden reducirse a procesos físicos. 2) Como la doctrina según la cual los procesos psíquicos pueden explicarse en términos de procesos físicos. 3) Como la doctrina según la cual la física constituye, o debe constituir, el modelo para todas las ciencias, cuando menos de las ciencias naturales. 4) Como una solución dada, dentro del Círculo de Viena, a los problemas de verificación interpretada en sentido radical». (Ferrater Mora, 1979, 1262). En efecto, los lógicos, filósofos y científicos agrupados en el llamado Círculo de Viena en torno a los años 30 se interesaron por el problema de establecer con nitidez un criterio de demarcación entre proposiciones científicas y no científicas, y un

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criterio de verificación de las proposiciones empíricas de toda ciencia no formal. Al menos en los inicios del Círculo de Viena, estos autores soñaban con el ideal de una Ciencia Unificada, que utilizando un método común se aplicara a distintos ámbitos de objetos. La Física representaba para ellos el ejemplar modélico de explicación que el resto de las ciencias debía imitar. Surgió así el programa epistemológico del fisicalismo defendido por los neopositivistas del Círculo de Viena. Dos de sus más insignes representantes, Neurath y Carnap, se encargaron de establecer su ampliación a las ciencias humanas, Neurath a la sociología y Carnap a la psicología. Las tesis de este fisicalismo fueron claramente enunciadas por Carnap al comienzo de su artículo del año 1932 «Psicología en lenguaje fisicalista»: «nos proponemos explicar y fundamentar la tesis de que toda proposición en psicología puede formularse en lenguaje fisicalista. Para decir esto en el modo material de hablar: todas las proposiciones de psicología describen acontecimientos físicos, a saber, la conducta física de los humanos y de otros animales. Ésta es una tesis parcial de la tesis general del fisicalismo, que reza que el lenguaje fisicalista es un lenguaje universal, esto es, un lenguaje al cual puede traducirse cualquier proposición» (Carnap, 1932, 171). Se trata, pues, de una tesis de identidad lógica entre proposiciones psicológicas y proposiciones conductuales externas. Los motivos que llevan a Carnap a defender esta posición son los siguientes: la verdad de cualquier proposición molecular o compuesta depende de la verdad de sus proposiciones atómicas o protocolares. Pero, en el caso de la psicología, éstas no pueden adquirir su significado objetivo a partir de los datos sensoriales de la experiencia subjetiva, pues ésta es privada e incomunicable. Por tanto, no consisten en descripciones de ningún mundo interno, sino que se refieren a acontecimientos físicos públicos. Los predicados mentales deben ser traducidos a predicados físicos. Carnap concluye que la psicología es una rama de la física y que sus proposiciones, tanto si se refieren a la mente de otros como a la propia, sólo describen comportamientos físicos o disposiciones conductuales. Por ejemplo, la proposición «el señor A está excitado ahora» puede y debe verificarse del mismo modo que una proposición del tipo «este soporte de madera es muy firme», pues, en ambos casos, sólo se pretende informar de que existe una entidad física caracterizada por la propensión a reaccionar de una determinada manera a determinado estímulo físico. Resulta fácil apreciar la estrecha relación que guarda esta formulación del fisicalismo en psicología realizada por Carnap en 1932 con las tesis metodológicas del conductismo radical. Pero el propio Carnap modificó en 1956 su primitivo planteamiento indicando que, si bien podía seguir resultando cierta para los términos psicológicos del lenguaje cotidiano, con respecto a los de la psicología científica consideraba ahora más acorde con los procedimientos científicos generales entenderlos no como conceptos meramente disposicionales, sino como conceptos teóricos o constructos hipotéticos. Este nuevo planteamiento guarda, en cambio, más estrecha relación con la tesis de la llamada «concepción heredada» neopositivista de la ciencia y con los presupuestos metodológicos asumidos por los psicólogos neoconductistas.

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Todo ello, sin embargo, se corresponde en cierta medida con la «prehistoria» de las concepciones materialistas en filosofía de la mente al igual que en psicología. Tanto las tesis verificacionistas del Círculo de Viena como los supuestos básicos del modelo neopositivista de ciencia entraron en crisis, del mismo modo que, en psicología empírica, el conductismo fue revelando sus insuficiencias como modelo explicativo del conjunto de las actividades humanas. A partir de los años 60, la alternativa fisicalista del problema mente-cuerpo tomó nuevas formas y se apoyó en nuevos argumentos para sostener su rechazo al dualismo psicofísico. De dos de ellas pasamos a ocuparnos en la páginas siguientes: la teoría de la identidad y el materialismo eliminativo. 5.1. 5.1.1.

LA TEORÍA DE LA IDENTIDAD Las tesis de la teoría de la identidad

En 1956, un filósofo australiano, U. T. Place, publicaba en el British Journal of Psychology un breve artículo que puede considerarse el acta oficial de nacimiento de la teoría de la identidad. El nombre del artículo era «Is Consciousness a Brain Process?» («¿Es la conciencia un proceso cerebral?»). Place comenzaba reconociendo que el fisicalismo moderno, a diferencia del materialismo de los siglos xvii y xviii, era conductista pues venía a identificar los estados mentales con determinadas conductas o con disposiciones conductuales, y mostraba su acuerdo en que podría ser correcto un análisis conductual del significado de conceptos psicológicos como «conocer», «creer», «recordar» y «querer». Pero, para otro gran conjunto de conceptos psicológicos, todos aquellos que se refieren a la conciencia, por ejemplo, la experiencia de un determinado dolor o de una sensación auditiva o de un sentimiento o de una imagen mental, le parece más correcto admitir que se refieren a procesos internos del propio sujeto que tiene tales experiencias. El artículo se propone defender «que la aceptación de procesos internos no implica dualismo y que la tesis de que la conciencia es un proceso cerebral no puede ser negada con argumentos lógicos» (Place, 1956, 43). Place tiene buen cuidado en matizar que lo que resulta identificado por la teoría de la identidad psicofísica no son las descripciones que podemos ofrecer de nuestros estados de conciencia y de nuestros procesos cerebrales. Esta tesis sería evidentemente falsa: podemos describir los primeros sin saber nada de los segundos y ambos tipos de descripciones se comprueban o verifican de modo muy diferente. Lo único que afirma es que aquello de lo que hablan, aquello a lo que se refieren ambos tipos de descripciones, la psicológica y la neurológica, es una misma realidad, un mismo estado de cosas. No existiría algo «mental» además de lo «cerebral». La teoría de la identidad propone un monismo materialista, aunque admita descripciones diferentes de un mismo hecho. En segundo lugar, Place tiene también buen cuidado en subrayar que la afirmación de que las experiencias psicológicas se identifican con estados

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cerebrales no es una verdad necesaria ni tampoco se trata de una identidad lógica del tipo «un cuadrado es un rectángulo equilátero». Se trataría de una hipótesis científica que expresa una verdad contingente: negarla no implica cometer ninguna contradicción lógica; pero, de hecho, las experiencias psíquicas se identifican con procesos cerebrales. Y, en tercer lugar, Place sostiene que la tesis defiende una identidad en sentido estricto, no de una mera semejanza, ni de un paralelismo: las experiencias psicológicas de nuestros estados internos no son paralelas ni están correlacionadas con determinados estados cerebrales: son lo mismo, se identifican con éstos. A juicio de Place, los rechazos que provoca esta hipótesis se fundamentan o bien en una confusión lógica o en una falacia fenomenológica. La confusión lógica consiste en no distinguir el «es» de la definición con el «es» de la composición. Así, la afirmación «un cuadrado es un rectángulo equilátero» es verdadera por definición, necesariamente. Por el contrario, la afirmación «esta mesa es un antiguo cajón de sastre» es una verdad de hecho, contingente. Aunque en ambos casos «es» indica identidades, son de distintos tipos. La teoría de la identidad sólo se comprometería con el segundo tipo. Por tanto, se trata de una tesis empírica, de una hipótesis científica que no puede ser negada por meros argumentos lógicos. La segunda confusión que provoca rechazos a admitir como verdadera la teoría de la identidad es la llamada «falacia fenomenológica»: el error de creer que cuando describimos nuestras experiencias psíquicas, como sensaciones o sentimientos, estamos describiendo propiedades literales de determinados objetos mentales internos; creer, por ejemplo, que cuando describimos una imagen verde estamos admitiendo la existencia de un objeto mental, no físico, coloreado de verde. Si esto fuera así, efectivamente la experiencia fenoménica no podría ser identificada con ningún proceso cerebral. Pero, a juicio de Place, podemos liberarnos de esta falacia: «cuando describimos la imagen como verde, no estamos diciendo que haya algo, la imagen, que sea verde; estamos diciendo que estamos teniendo la clase de experiencia que normalmente tenemos cuando, y que hemos aprendido a describir cuando, miramos a una parcela verde de luz» (ibíd., 50). Este «materialismo reduccionista» fue calurosamente acogido, aunque, como veremos a continuación, también suscitó fuertes críticas. Entre los autores que defendieron la teoría de la identidad psicofísica cabe destacar a H. Feigl (1958), J. C. Smart (1959) y D. M. Armstrong (1965, 1968). El profesor Herbert Feigl, de la Universidad de Minnesotta, en un extenso estudio («The ‘Mental’ and the ‘Physical’»), tras analizar las insuficiencias de las restantes respuestas ofrecidas al problema mente-cuerpo, concluye afirmando que los estados de experiencia directa que tenemos los seres humanos y que atribuimos a algunos animales superiores son idénticos a ciertos aspectos de los procesos neuronales de sus organismos, o, dicho en otras palabras, que «aquello de lo que se tiene experiencia y (en el caso de los seres humanos) es conocido experiencialmente (by acquaintance) es idéntico al objeto del conocimiento por descripción (knowledge by description) proporcionado en primer lugar por la teoría de la conducta molar, y éste a su vez es idéntico con

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lo que la ciencia de la neurofisiología describe (o, más bien, describirá cuando haya alcanzado un progreso suficiente) como procesos que ocurren en el sistema nervioso central, quizás especialmente en el córtex cerebral» (Feigl, 1958, 446). Por su parte, J. C. Smart, tan sólo dos años después de publicarse el artículo fundacional de Place, se ocupó en rebatir ocho objeciones que se habían planteado a la teoría de la identidad. Las más importantes son aquellas que defendían la existencia, no de procesos independientes, sino de propiedades mentales irreductibles a las propiedades neuronales, o que afirmaban que las imágenes no son espaciales como lo son los procesos cerebrales, o, en fin, que las sensaciones son privadas mientras que los procesos cerebrales son públicos. A todas ellas cree encontrar respuesta Smart: la cualidad de «amarillo» no sería de la imagen, sino del objeto percibido; la teoría de la identidad no afirma que sean procesos cerebrales las imágenes, sino las experiencias de tenerlas; y, en fin, sólo el progreso de la neurología nos permitirá informar con un lenguaje público lo que hasta ahora sólo puede informarse a través de un lenguaje introspectivo privado. Smart concluye su artículo de 1958 matizando que la tesis de la identidad psicofísica no puede considerarse, en rigor, como una tesis empírica, pues no existen experimentos que puedan decidir a favor de ella o del epifenomenismo. Se trata, más bien, de una hipótesis teórica que debe ser asumida por acomodarse con más fidelidad que sus rivales a los principios de parsimonia y simplicidad. En fin, D. M. Amstrong generalizó el alcance de la teoría de la identidad inicialmente propuesto por Place. No sólo los términos relativos a sensaciones como «dolor», sino también los términos disposicionales, como «inteligente» o «adicto al tabaco», debían ser identificados con estados neurológicos de los organismos. Al fin y al cabo, no existe duda alguna respecto a lo que sucede con términos físicos equivalentes como «fragilidad»: la aptitud para romperse ante un ligero golpe está causada por y se identifica con una determinada composición fisicoquímica del objeto al que atribuimos esta cualidad. Del mismo modo, todo el lenguaje psicológico relativo a creencias, deseos o aptitudes mentales tendría también como referente a los estados y procesos del sistema nervioso central. La teoría de la identidad podía ser presentada como una «teoría materialista de la mente» (Armstrong, 1968). La identificación entre lo mental y lo cerebral ha recibido diversos nombres: tesis de la identidad, teoría de la identidad, teoría de la identidad psicofísica, teoría de la identidad mente-cuerpo, teoría materialista del estado central, materialismo, fisicalismo o, por la razones que indicaremos más adelante, fisicalismo de tipos. Aunque las formulaciones comportaran ligeras diferencias, quienes las propugnaban compartían una misma convicción materialista y se vieron obligados, desde el principio, a analizar y precisar las relaciones que tal teoría tendría tanto con la llamada psicología natural o psicología del sentido común (folk psychology) como con las ciencias empíricas, en particular las neurociencias. A fin de explicar la compatibilidad de este monismo materialista con el dualismo mentalista inserto en el lenguaje cotidiano y en las explicaciones de

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la psicología natural, sus defensores solían recurrir a algunos otros ejemplos del tipo de identidad psicofísica: nuestra experiencia fenoménica y nuestra descripción psicológica de una nube o de un rayo son bien distintas de la que sobre esos mismos objetos pueda llevar a cabo un físico: la nube percibida es blanca o gris, mientras que la explicación física no incluye estas propiedades, sino que la define como masa de gotas de agua y otras partículas en suspensión, con propiedades como la de estar cargada eléctricamente. Nada se opone, sin embargo, a que las dos descripciones se refieran a una misma realidad: no se corresponden con la existencia de dos objetos en el mundo, sino con la de uno solo. Del mismo modo, nuestras descripciones de las experiencias psicológicas son diferentes de las que un neurólogo pueda dar de los procesos cerebrales, pero ello no impide que podamos afirmar la identidad ontológica entre ambos. Asimismo, los teóricos de la identidad suelen recurrir a una importante distinción establecida por el lógico Frege y utilizada por H. Feigl para explicar el alcance de su hipótesis. Según Frege, en el significado de los términos habría que distinguir entre Sinn (sentido) y Bedeutung (referencia). Dos términos pueden tener distinto sentido, es decir, implicar distintas connotaciones en su significado, y, sin embargo, compartir un mismo referente, es decir, pueden referirse a un mismo objeto. Por ejemplo, las expresiones «el lucero del alba» y «la estrella vespertina» tienen indudablemente sentidos diferentes, pero no por ello denotan dos entidades diferentes, sino que ambas se refieren a un mismo objeto físico, el planeta Venus. Del mismo modo, afirman los teóricos de la identidad, los términos, proposiciones, explicaciones y teorías psicológicas tienen un sentido distinto al de los términos, proposiciones, explicaciones y teorías de la neurología, pero tienen una idéntica referencia, denotan un solo acontecimiento en el mundo: un determinado estado del sistema nervioso. Al presentarse como una hipótesis empírica (Place) o como una teoría cuya aceptación frente a otras rivales está justificada por su congruencia con los datos científicos y por su fecundidad como programa de investigación (Smart), la teoría de la identidad implica que el progreso en las neurociencias será el encargado de mostrar las correlaciones biunívocas entre los términos psicológicos y los términos físicos y de establecer la reducción de las explicaciones mentalistas a explicaciones neurológicas, en forma similar a como el progreso de la bioquímica permitió reconocer la identidad entre los genes y las moléculas del ADN. Como argumentos a favor, los teóricos de la identidad subrayan tanto su congruencia con los datos obtenidos por la biología evolutiva y la neurología, como su mayor simplicidad con respecto a las teorías dualistas: utilizando la navaja de Ockham, no habría necesidad de postular la existencia de dos clases de procesos distintos cuando una sola (la neurológica) es suficiente para explicarnos las actividades psíquicas de los seres humanos y de algunos animales. En el ámbito hispano, ha sido sin duda Mario Bunge quien con mayor ardor ha defendido la identidad ontológica entre estados mentales y cerebrales, combatiendo militantemente en contra del dualismo del mismo modo

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que lo hace contra el psicoanálisis y los modelos computacionales de la mente. Dada la difusión que sus obras han tenido en nuestro país, resulta necesario hacer una breve referencia al parentesco y diferencias que guarda su posición sobre el problema mente-cuerpo con la teoría de la identidad que venimos analizando. Según sus propias y reiteradas afirmaciones, «el materialismo emergentista» que propugna se diferenciaría del «materialismo reductivo o fisicista» de la teoría de la identidad en rechazar que todos los eventos son reducibles a la realidad física. A su juicio, en el proceso evolutivo habrían surgido seres orgánicos con propiedades distintas e independientes de las que son propias de la materia física. Su materialismo no sería reduccionista. Sin embargo, debe tomarse en cuenta que la teoría de la identidad, en sentido estricto, se limita a afirmar, tal como venimos exponiendo, la identidad entre procesos mentales y procesos cerebrales, sin plantear directamente el ulterior problema de si estos últimos, a su vez, son reducibles e identificables con procesos físico-químicos. Con todo, similares razones a las que nos llevan a concluir la identidad entre propiedades mentales y estados neurológicos podrían llevarnos a concluir en la identidad entre las propiedades del sistema nervioso y estados determinados de su composición material físicoquímica. En cualquier caso, los teóricos de la identidad no tendrían objeción alguna en suscribir las tres tesis que Mario Bunge establece como constitutivas de su «monismo psiconeural emergentista»: «1) todos los estados, sucesos y procesos mentales son estados, sucesos o procesos en los cerebros de los vertebrados superiores. 2) Estos estados, sucesos y procesos son emergentes con respecto a los componentes celulares del cerebro. 3) Las relaciones denominadas psicofísicas (o psicosomáticas) son relaciones entre subsistemas diferentes del cerebro, o entre alguno de ellos y otros componentes del organismo» (Bunge, 1980, 42). 5.1.2.

Las dificultades de la teoría de la identidad

Como ha indicado Dennett, la identificación estricta entre procesos mentales y procesos cerebrales «divide a la gente de una manera curiosa. Para unos parece obviamente verdadera (aunque el expresarla apropiadamente pueda suponer pequeñas exigencias con los detalles), y para otros parece falsa de manera igualmente obvia. Los primeros tienden a ver todos los intentos de resistir a la teoría de la identidad como motivados por un miedo irracional al avance de las ciencias físicas, una especie de hylefobia humanista, mientras que los últimos tienden a descalificar a los teóricos de la identidad como cegados por una equivocada adoración a la ciencia para no ver el absurdo manifiesto de la tesis de la identidad» (Dennett, 1981, 206). Esta misma sensación de perplejidad ante la tesis de la identidad psicofísica es reconocida por Th. Nagel, quien, en un artículo dedicado precisamente a mostrar las insuficiencias de las críticas que se le habían dirigido, acaba reconociendo que el fisicalismo le repele «a pesar de estar convencido

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de su verdad» (Nagel, 1965, 25). La razón de este desasosiego no es otra que, por un lado, se le presenta como la teoría más coherente con la explicación científica del mundo, pero, por otra, el fisicalismo dejaría sin explicar la subjetividad esencial de los estados psicológicos, nada más y nada menos que al propio yo. Una cosa, sin embargo, resulta innegable y es reconocida hasta por los propios enemigos de la teoría de la identidad: su fecundidad. No sólo ha dado lugar a un amplio desarrollo de estudios en los que se intenta precisarla y corregirla, estudios que han sido recogidos en diversas antologías (O’Connor, 1969; Borst, 1970; Rosenthal, 1971; cfr. también MacDonald, 1985), la teoría de la identidad también ha provocado la profundización en problemas teóricos fundamentales como el de la identidad y el problema mente-cuerpo. En cualquier caso, gran parte de la filosofía de la mente contemporánea no sería comprensible sin la polémica suscitada por la teoría de la identidad y, en no escasa medida, es heredera de ella. Puede ser paradójico, pero no inexacto, afirmar que la «fracasada» teoría de la identidad de los años 60 y 70 constituyó un gran éxito. Las dificultades con las que se encontró la tesis de la identidad mentecerebro son de diversos tipos. A fin de ordenar las críticas que en ellas se sustentan, nosotros las dividiremos en tres clases: críticas referidas a la identidad, críticas referidas a su extensión y críticas referidas a su realización. 5.1.2.1.

Críticas referidas a la identidad

El primer y más amplio grupo de objeciones que se levantaron contra la teoría de la identidad tiene como fundamento la llamada Ley de Leibniz o el principio de indiscernibilidad de los idénticos. Dado que se defiende una estricta identidad entre lo mental y lo cerebral, debería cumplirse que todo lo que pudiera afirmarse de uno pudiera afirmarse del otro. A es idéntico a B si y sólo si el contenido de las expresiones que se refieren a A y son verdaderas con respecto a A pueden referirse y son verdaderas respecto de B, y viceversa. Únicamente si se cumple esta condición, podemos afirmar que dos entidades son idénticas, aunque las expresiones puedan ser diferentes; únicamente si se cumple esta condición, podemos afirmar que los sucesos y estados mentales son idénticos a sucesos y estados cerebrales, aunque sean bien distintas las formas lingüísticas de la psicología y de la neurología que podemos utilizar para referirnos a esa entidad única. Ésa es la condición que, según sus críticos, la teoría de la identidad no cumple de manera evidente. Seleccionamos algunos de los argumentos que esgrimen: en primer lugar, los estados mentales, si bien son temporales, no son espaciales, mientras que los cerebrales siempre ocurren en determinado espacio; en segundo lugar, sería absurdo atribuir las propiedades fenoménicas (tales como «rojo», «agradable» o «enojado») que son propias de las imágenes o de los procesos mentales a procesos y estados del cerebro; en tercer lugar, sería igualmente absurdo atribuir las propiedades intencionales de los

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procesos y contenidos mentales a ningún tipo de estado físico: Una determinada idea puede ser calificada de «ingeniosa» al igual que una determinada creencia (por ejemplo, Pedro cree que sus alumnos leen pocos libros de Psicología) puede ser verdadera o falsa, pero carecería de sentido atribuir la propiedad de «ingenioso» o de «falso» a un evento neuronal. En cuarto lugar, los fenómenos mentales serían «privados» y tendrían un acceso «subjetivo» a ellos, mientras que los cerebrales serían «públicos», podrían ser conocidos objetivamente. En fin, la tesis de identidad sólo podría cumplirse si pudiéramos atribuir propiedades mentales a eventos neurológicos, lo que, a juicio de sus críticos, resulta del todo punto imposible. Los partidarios de la teoría de la identidad han intentado, desde Smart, replicar a estas críticas con diversas estrategias: subrayando que no identifican los contenidos mentales, sino sólo sus procesos con estados cerebrales, negando la existencia real de «objetos mentales» y reconociendo sólo la de la experiencia de tales objetos, afirmando que las diferencias en el modo de conocer no implican diferencias en el modo de ser de lo conocido y, en fin, confiando en que el progreso de las neurociencias consiga eliminar algunas de nuestras reticencias a la teoría de la identidad, reticencias que sólo se fundamentarían en las concepciones heredadas de una precientífica psicología popular. Las ciencias han obligado, en no pocas ocasiones, a modificar los supuestos de una cultura, al igual que los significados de términos del lenguaje cotidiano. Atribuir propiedades intencionales y semánticas a los procesos cerebrales nos resulta extraño en nuestros días, pero sólo los progresos en la investigación empírica conseguirán revelar el carácter ilusorio de esa extrañeza, o, al menos, promoverán su debilitamiento. Con todo, subsiste el problema de cómo una concepción materialista pueda dar cabal cuenta de los «qualia» o cualidades psicológicas de nuestra experiencia fenoménica. Un sordo de nacimiento podría conocer a la perfección los procesos cerebrales involucrados en una determinada audición, pero seguiría «siendo» radicalmente sordo, incapaz de acceder, por ejemplo, a las cualidades sensoriales que suscita escuchar una pieza musical de Mike Oldfield o un «quejío» de Camarón. Como afirma Rabossi, el problema de los qualia es el «talón de Aquiles» de toda teoría de la mente materialista, tanto de la teoría de la identidad como del funcionalismo. Pero también las posiciones contrarias parecen tener problemas insolubles: «La mención de las dificultades que también afectan al funcionalismo y al dualismo sustancialista es pertinente a la hora de evaluar los méritos de la Teoría de la Identidad. Respecto de los qualia, la teoría de la Identidad tiene las mismas dificultades que afectan al funcionalismo. Y respecto al dualismo sustancialista, la versión física de los qualia que proporciona la Teoría de la Identidad es más creíble, menos ad hoc, que la historia interaccionista, paralelista o epifenomenista» (Rabossi, 1995, 27-28). Un fundamento distinto tiene la crítica que, a partir de sus análisis lógicos de las categorías de identidad y necesidad, dirigió Kripke a la teoría de la identidad psicofísica. Según se dijo, sus defensores la expusieron desde el principio como una tesis de identidad contingente, es decir, no necesaria. Se

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trataría de una identidad de hecho, aunque reconocían que la tesis contraria no era contradictoria lógicamente. Pues bien, Kripke defendió que una tesis de identidad, en sentido estricto, sólo es posible establecerla entre lo que él denominó «designadores rígidos», es decir, nombres que designaran las mismas entidades en cualquier mundo posible. Pero, en ese caso, las identidades no son contingentes, sino necesarias. Por lo que respecta a la identidad entre estados mentales y estados cerebrales no cumpliría las condiciones lógicas de una tesis de identidad: al no ser necesariamente verdadera, no puede ser verdadera en absoluto (cfr. Kripke, 1971). El destino de la teoría de la identidad no ha dependido, sin embargo, del tipo de argumentos lógicos como el de Kripke, sino del aspecto en que sus defensores más confiaban: el de ser una teoría, guía para un programa de investigación, que sería ratificada por los progresos de las ciencias empíricas, en especial las ciencias neurológicas. 5.1.2.2.

Críticas referidas a la extensión

El segundo grupo de críticas que suscitó la teoría de la identidad, tal como fue formulada originariamente, se refiere a la extensión en que cabe entenderla, o, si se prefiere, al problema de su generalización. En efecto, puede entenderse que lo que defienden los teóricos de la identidad es un llamado fisicalismo de tipos (type): cada clase o tipo de un evento o de un proceso mental se identificaría con un tipo o clase de evento cerebral. Así, cuando varios sujetos o un mismo sujeto en distintas ocasiones realizaran una misma actividad mental (por ejemplo, calcular que la suma de 5 más 7 es igual a 12), sus estados neurológicos serían también idénticos y tendrían, por tanto, unas mismas características. Pero, planteada de esta forma, la teoría de la identidad estaría muy lejos de ser una hipótesis plausible. Es fácilmente concebible y muy probable que una misma actividad mental no requiera corresponderse con idénticas características de un mismo proceso orgánico. Hasta es sensato pensar que los defensores de la teoría de la identidad nunca lo creyeron ni lo necesitan creer para mantener su propuesta. Surge, así, una formulación más débil de la teoría de la identidad, el llamado fisicalismo de casos o de instancias, que se limita a defender que cada caso particular, cada instancia en que se realiza un estado mental, se identifica con un determinado estado físico. Lo que sucede es que, formulada de esta manera, la teoría de la identidad es perfectamente compatible con otras propuestas materialistas como pueden ser el funcionalismo (véase tema correspondiente). De hecho, así ha sucedido tanto en el caso del funcionalismo analítico o causal (llamado también teoría de la identidad del rol causal) defendido por D. K. Lewis (1966 y 1972) como en el funcionalismo computacional de Putnam y Fodor. A su vez, teóricos de la identidad como Smart y Armstrong afirman la compatibilidad de su posición con la funcionalista, pues en ningún momento resulta esencial para ella la identificación biunívoca de cada tipo de estado mental con un tipo de estado físico: lo esencial es que se reconozca que en cada caso será realizado por un estado físico.

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5.1.2.3.

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Críticas relativas a su realización

Como se ha venido indicando, los teóricos de la identidad psicofísica confiaron en que su teoría sería confirmada, a la vez que completada, por las tesis particulares de identidad que las neurociencias fueran estableciendo entre estados mentales específicos y sus correspondientes estados de activación cerebral. La propia teoría comportaba un programa de investigación y una hipótesis de trabajo orientados a estimular la búsqueda de tales identidades y a extraer sus consecuencias. Como afirma Bechtel, las afirmaciones de identidad se hacen al principio de la investigación científica y no al final de la misma. Su fecundidad se revela cuando los investigadores creen que podría haber identidad entre entidades que previamente se habrían investigado de manera separada entre campos diferentes de investigación, y pueden aprovecharse de lo alcanzado en cada uno de ellos. Así sucedió, por ejemplo, con la identificación entre los genes y los cromosomas. «Aplicar la misma perspectiva al caso mente-cerebro exigiría tratar la Teoría de la Identidad como una hipótesis de trabajo que ha de ser investigada posteriormente. Si, sobre la base de las afirmaciones de identidad psicofísicas, podemos usar lo que se conoce sobre los eventos mentales para hacer avanzar nuestra comprensión de los procesos neurales y viceversa, entonces estará justificada una afirmación de identidad más bien que una afirmación de correlación» (Bechtel, 1988, 136). Similares ventajas pueden obtenerse cuando son posibles «identificaciones interteóricas» en los casos en que un nuevo marco conceptual viene a sustituir con ventaja a otro antiguo, aunque éste siga funcionando adecuadamente dentro de sus límites. Se produciría así una «reducción» de una teoría a la otra; en nuestro caso, una reducción de la psicología a la neurología. Pero para ello sería preciso, como ha indicado P. M. Churchland, que «alguna neurociencia con una buena capacidad explicativa se desarrollara hasta el punto de que se pudiese elaborar una ‘imagen refleja’ adecuada de los supuestos y principios que constituyen nuestro marco conceptual corriente para los estados mentales, una imagen en la que los términos referidos a estados mentales ocuparan el lugar que tenían los términos referidos a estados mentales en supuestos y principios relacionados con el sentido común» (P. S. Churchland, 1988, 52). Pero ¿es acaso ello posible? Resulta aventurado afirmarlo con rotundidad, y la historia del pensamiento está plagada de fracasados intentos a la hora de predecir lo que el progreso científico pueda o no alcanzar. Pero si la teoría de la identidad fue sustituida en la filosofía contemporánea de la mente por otras formas de materialismo fue, en gran medida, por los límites y dificultades inherentes a la realización del programa por ella propugnado. No sólo los filósofos de la mente y científicos cognitivos, sino también los neurofisiólogos empíricos, se negarían a aceptar como realizable una identificación estricta entre tipos de eventos mentales y tipos de eventos cerebrales. Por otra parte, los críticos de la teoría de la identidad han negado reiteradamente que una tal identificación teórica pudiera desprenderse de los hallazgos de la bioquímica y fisio-

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logía del sistema nervioso: a su entender, el aumento cuantitativo de esos hallazgos no modificaría cualitativamente sus implicaciones teóricas para el problema mente-cuerpo. Conoceríamos con más detalle y en mayor número los procesos físico-orgánicos que subyacen a las actividades mentales y el estricto paralelismo entre unos y otros, pero nada nos forzaría intelectualmente a reconocer su identidad. Esta tesis seguiría formando parte de una teoría no exigida de forma necesaria por los datos empíricos. En fin, desde el propio bando materialista la teoría de la identidad ha sido criticada por las consecuencias teóricas que cabría extraer de la realización de su programa. El progreso neurocientífico comportará un final bien distinto del que se había supuesto: en lugar de la identificación entre lo mental y lo cerebral, su desaparición. La teoría de la identidad es una teoría materialista que no niega la existencia de estados y sucesos mentales. Gran parte de las dificultades con las que tuvo que enfrentarse derivan justamente de este respeto a la existencia de lo mental. Quien la asuma tendrá graves e, incluso, insolubles problemas, tanto en el presente como en el futuro, para poder identificarla con lo cerebral. A pesar de constituir un monismo ontológico, la teoría de la identidad fue acusada por adalides más radicales del materialismo de seguir admitiendo un dualismo de propiedades. A su juicio, seguiría siendo una tesis conciliadora y demasiado indulgente con el valor teórico del lenguaje ordinario y de la psicología popular. Por el contrario, afirman, el progreso científico puede solucionarnos el problema en una dirección diferente: la eliminación de las entidades mentales de nuestro catálogo de cosas existentes y la traducción de todas nuestras engañosas explicaciones mentalistas a explicaciones proporcionadas por la neurociencia. Ésta es la posición defendida por el «materialismo eliminativo» que será analizado en el siguiente capítulo. Pero, antes de concluir, quizá sea oportuno, a manera de aviso para navegantes materialistas, recordar que «a decir verdad, explicar cómo se relacionan las propiedades psicológicas con las propiedades físicas, tratando de ser fiel a las presuposiciones del fisicalismo, sigue siendo un misterio» (Rabossi, 1995, 39). 5.2. EL MATERIALISMO ELIMINATIVO Podemos decir que, si la consideramos como programa de investigación, la Teoría de la Identidad, a los ojos de muchos, terminó en un estrepitoso fracaso, puesto que la neurociencia no consiguió demostrar una correlación estricta y precisa entre procesos mentales y procesos cerebrales. Ni qué decir tiene que los dualistas intentaron sacar partido de la decepción, pero lo que nos importa ahora es que el fracaso también hizo nacer la variedad más radical del materialismo contemporáneo. Su conclusión se enuncia con pocas palabras: no existen ni los estados ni los procesos mentales; pensar lo contrario es seguir en un error de milenios. Feigl nos ilustró la consecuencia de este fracaso al abandonar la Teoría de la Identidad para defender al Materialismo Eliminativo (en adelante ME).

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Pero es Feyerabend el que, aparte de los frustrantes resultados de la investigación neurocientífica, nos pone de manifiesto dónde se localizó exactamente la ruptura. Lo que define al teórico de la identidad es la defensa de la siguiente tesis, que él entiende, en realidad, como de valor hipotético: «X es un proceso mental de la clase A» = «X es un proceso cerebral de la clase alfa». Pues bien, esta hipótesis comprometería, para Feyerabend, la verdadera pretensión del materialista, pues no sólo implica que los procesos mentales tienen rasgos físicos, sino también que los procesos cerebrales poseen rasgos mentales, o sea, no físicos (leamos la identidad de derecha a izquierda y nos daremos cuenta de ello). De manera que la teoría de la identidad quiere acabar con el dualismo de eventos, pero lo que consigue a cambio es instaurar un dualismo de rasgos que en todo caso legitimaría el discurso mentalista (1963/1991b, 266a). Nos encontramos entonces con que, además de naufragar en cuanto hipótesis empírica, la teoría de la identidad ha fracasado porque el mismo modo en que está formulada contradice su talante monista, obligando a sus partidarios a suscribir el dualismo1. 5.2.1.

Contra la psicología natural

Decirlo es muy fácil, pero muy difícil entenderlo o darle sentido. ¿Cómo que no hay estados mentales? ¿Acaso no he tenido miedo, no he estado enamorado, no he deseado irme de vacaciones? Al argumento de la introspección, el más obvio, estos materialistas responden con una acusación de petición de principio. Pero hay algo más que surge inmediatamente: si no hay estados mentales, ¿de qué demonios hemos estado hablando estos miles de años, a qué se referían los poetas y los novelistas? ¿Cómo es posible hablar de la nada, en suma? Para solucionar esta inevitable perplejidad, los materialistas eliminativos recurren a diversas comparaciones, extraídas sobre todo de la historia de la ciencia. Así esperan, por lo menos, que les comprendamos. Feyerabend, por ejemplo, nos recomienda el abandono del lenguaje mentalista estableciendo el paralelismo con las posesiones demoníacas de los tiempos premodernos. ¿A qué se referían los medievales cuando aseguraban que los ataques epilépticos eran el signo de que el diablo se había adueñado del alma del enfermo? Sencillamente a nada, era una teoría coherente con la visión medieval del mundo, una visión que hemos dejado atrás con la ciencia moderna. Y la teoría científica de la epilepsia es la teoría verdadera, sin duda (1963/1970).

1 Años más tarde, Quine intentaría llevar la paz a la familia del materialismo al insistir en que no hay ninguna diferencia entre identificar los estados mentales con los estados neuronales y rechazar los primeros para admitir sólo los segundos. Y es que en ambos casos se eliminaría de los estados mentales todo lo que, supuestamente, no fuese físico. Parece entonces que Quine entiende la afirmación de la identidad en un sentido diferente del de Feyerabend (1985/1991, 287b-288a).

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Rorty ve una gran ventaja en el hecho de descubrir que hemos estado hablando de nada, porque así no tenemos que embarcarnos en dudosos análisis de los términos mentales a fin de ajustarlos a los términos neurales de los que tanto se diferencian en significado. «[No es que] hayamos estado llamando erróneamente ‘sensaciones’ a los procesos neurales, sino simplemente que no hay sensaciones» (1979/1983, 114). La gente habla del cielo, pero en realidad el cielo no existe; como todos sabemos, es sólo la apariencia de una cúpula azul provocada en nosotros por la refracción solar. No hay hechos mentales, y lo que hemos venido considerando hechos mentales son en realidad hechos físicos: vemos que el sol se levanta por encima del horizonte, pero en realidad se queda quieto2. En el escrito que ya hemos citado, Quine, por su parte, comparaba los estados mentales, entendidos como estados neuronales, con enfermedades infecciosas: una enfermedad de este tipo puede ser diagnosticada a partir de signos observables, a pesar de que la bacteria o el virus culpable sean aún desconocidos para la ciencia, sin olvidar, además, que lo que el paciente dice de su estado tiene también valor sintomático. Es decir, incluso si la neurociencia no ha identificado aún el estado central para el que usamos un término mental, sigue siendo legítimo suponer para este último un referente neurológico. Cuando hablamos de estamos mentales estamos hablando de estados neuronales, y de nada más. Lo sepamos o no. Y lo que controla nuestro discurso acerca de lo desconocido serían los síntomas, observables, de lo desconocido. P. M. Churchland, en nuestros días, se limita a caracterizar la buscada desaparición del lenguaje mentalista en los términos de la simple sustitución de una ontología avalada por una teoría caduca, por una ontología mucho más satisfactoria, introducida por la nueva teoría de la neurociencia3. No habría ninguna dificultad en entender este cambio, esta revolución conceptual, pues ya hemos asistido a muchos del mismo carácter a lo largo de la historia: pensemos en el «fluido calórico» comparado con la actual teoría corpuscularcinética del calor; en el papel que antes desempeñaba el «flogisto» y ahora juega el oxígeno en la explicación de la combustión y la oxidación; en la «esfera estrellada del cielo» frente a la astronomía moderna; en las «brujas» y la psicosis… Como ahora es evidente a todos, ni el calórico, ni el flogisto, ni la esfera estrellada del cielo, ni las brujas… existen en absoluto (1984/1992). La polémica del ME tenemos que enmarcarla, a tenor de estos paralelos históricos, en el espacio filosófico abierto por el impacto del progreso científico en nuestras intuiciones de sentido común, en nuestras formas de vida, en el esquema conceptual de nuestro lenguaje corriente. Para decirlo en los tér-

2 R. Rorty fue uno de los más vigorosos eliminativistas, sobre todo durante los años 60, pero en este texto que comentamos ya se había despedido definitivamente del materialismo radical. 3 La teoría caduca, que se ha revelado como inadecuada y falsa a golpes de investigación científica, es, desde luego, la de la psicología natural, o popular, o tradicional, o del sentido común. Más abajo nos referimos muy brevemente a ella.

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minos de Sellars (1962/1971), el ME representa la agudización psicológica del enfrentamiento de la imagen científica con la imagen manifiesta del hombre en el mundo. La ciencia natural nos ha hecho acceder a un universo muy diferente del cotidiano4, de forma que tenemos que decidir si imagen científica e imagen manifiesta son dos descripciones diferentes de lo mismo (Ryle, 1954), o si, por el contrario, son rivales y debemos declarar falsa, sin más, a la imagen manifiesta, como defiende el propio Sellars. Los eliminacionistas han decidido continuar hasta el final la campaña cientificista: sólo la ciencia tiene derecho a establecer «lo que hay». Pero ocurre, como veremos al final, que en el caso de la psicología la eliminación tendría un coste elevadísimo: las personas y sus acciones son ingredientes esenciales de la imagen manifiesta que se quiere erradicar. La psicología natural sería entonces el candidato a la eliminación. Casi todos entienden que este tipo de psicología folk incorpora una teoría que nos ha venido sirviendo para explicar la conducta humana por medio del entramado mentalista de las actitudes proposicionales. Para hacernos una idea más ajustada del objetivo que hay que eliminar por este materialismo, vamos a examinar la postura que defiende esa variante del funcionalismo denominada precisamente «funcionalismo de la psicología popular», tal y como ha sido expuesta, entre otros, por D. Lewis (1972). Términos clave como ‘deseo’, ‘creencia’… nos vendrían definidos por la mencionada teoría natural, definición que se hace posible al determinarse el lugar que ocupan los deseos y las creencias en el entramado de las relaciones causales que conectan a estados mentales con estímulos y respuestas5. Pero el ME arremeterá contra el núcleo mismo de la psicología natural, tal y como nos lo resalta Lewis: «Cuando alguien está en tal-y-tal combinación de estados mentales y recibe estimulación sensorial de tal-y-tal clase, él tiende con tal probabilidad a ser llevado por ello a pasar a tales-y-tales estados mentales y a producir tales-y-tales procesos motrices» (Lewis, 1972/1980, 212), argumentando que, simplemente, la ciencia no ha reconocido la carta de naturaleza de los deseos y las creencias, por lo que no hay nada que se corresponda con estos constructos antiguos. Y no le impresiona al ME el aspecto venerable de la psicología natural, de hecho no le tiene ningún respeto. Porque se podría pensar que nuestro esquema lingüístico de actitudes proposicionales ha sido seleccionado a lo largo de mucho tiempo, y ha demostrado entonces ser el más apto. Pero que la vida social e institucional de la comunidad lingüística haya seleccionado la psicología natural no implica de ningún modo que las entidades con las que ésta da cuenta de la acción humana se correspondan con lo que realmente hay. Así

4 ¿Cuál de las dos mesas que el físico Eddington tiene en el despacho de su laboratorio es la mesa real? ¿Esa tabla rectangular marrón, sólida y pesada en la que escribe sus notas o ese enjambre de electrones que giran a velocidades inimaginables, entre los cuales se extienden grandes zonas de vacío? 5 La psicología natural sería compatible, entonces, con el funcionalismo, al menos el de la vieja escuela, y hasta le podría servir de punto de partida, como también sostiene Fodor (1987/1994).

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responde el ME. Entre las dos teorías, la natural y la neurocientífica, no habría, entonces, reducción posible. 5.2.2.

La eliminación neurológica

En nuestros días, Patricia y Paul Churchland han retomado la tesis eliminativista, extremándola, si cabe, desde el terreno de la neurociencia (P. S. Churchland, 1986; P. M. Churchland, 1984-1992). El razonamiento se hace ahora más rotundo. Y es que los eliminacionistas de los 60, como vimos, deducían la inexistencia de los estados mentales del hecho de que la ciencia del cerebro había fracasado en su empeño de dar con correspondencias biunívocas entre tales estados y procesos nerviosos. Paul Churchland imprime a esta argumentación un giro muy peculiar, que casi equivale a una inversión del planteamiento histórico inicial, aunque el resultado, por supuesto, venga a ser el mismo: si no se ha logrado efectuar una reducción interteórica de la psicología popular es porque ésta constituye una concepción absolutamente falsa de la conducta y de la actividad cognitiva humanas. Lo que queremos señalar con todo esto es que en la actualidad el ME no es ya la consecuencia del fracaso de ningún materialismo anterior, tal vez menos radical, sino una convicción filosófica por derecho propio. La nueva explicación neurocientífica no podrá encajar jamás en las categorías de la psicología natural, pero porque se parte del convencimiento de que esta última es falsa e inadecuada. Y para descubrir esto no habríamos tenido que esperar al resultado de la investigación empírica: hubiera bastado con el estudio de las explicaciones psicológicas del sentido común. De modo que el fracaso de la teoría de la identidad se podría haber previsto. Porque la psicología natural, por ejemplo, no sabe qué hacer con asuntos psicológicos tan cruciales como el soñar, el aprendizaje, las diferencias de inteligencia, el funcionamiento de la memoria, la naturaleza de la enfermedad mental… a pesar de que lleva milenios enfrentada a ellos. Incluso limitándonos a esto deberíamos haber presentido hace mucho tiempo su total inadecuación. Además, Paul Churchland nos recuerda que el fenómeno de la consciencia es el más complejo de todos los fenómenos naturales, así que sería un verdadero milagro que una teoría tan antigua y rudimentaria como la de la psicología popular hubiera dado con la clave del enigma hace ya más de dos mil años. Y finalmente, desde el punto de vista del experto, parece que resultaría mucho más fácil desarrollar una neurociencia que no se preocupe de reflejar las estructuras de la psicología del sentido común que lo contrario… (P. M. Churchland, 80-82). No por evidente podemos pasarlo por alto: el programa de la eliminación neurológica forma parte esencial del progresismo cientificista. O sea, a nadie se le ocurre que, a estas alturas de la historia y la investigación, la neurociencia vaya a ser capaz de hacerse cargo de la totalidad de los menesteres explicativos de la psicología natural. Por muchas que sigan siendo sus deficiencias, la necesitamos todavía para entender a los demás y a nosotros mismos. Pero

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el futuro nos lo dibujan con nitidez los partidarios de la eliminación: cuando las explicaciones neurocientíficas hayan progresado lo suficiente, nuestro juicio del comportamiento ajeno será mucho más afinado (sobre la base de nuestro conocimiento neurofarmacológico y del saber que dispongamos sobre la actividad nerviosa en los diferentes subsistemas del cerebro). Hasta la introspección personal será más profunda y precisa (P. M. Churchland, 78). ¿El resultado? Un enorme beneficio para la humanidad: «la totalidad de la desdicha humana podría disminuir mucho», porque la comprensión mutua se habría incrementado espectacularmente (79). Por el momento, muchos estarían dispuestos a aceptar que determinados conceptos de la psicología natural habrían de ser sustituidos por otros provenientes de la investigación del sistema nervioso, lo cual es compaginable con la idea de que hay en la psicología del sentido común un «núcleo duro» que resistirá a todos los zarpazos de la ciencia: fundamentalmente, el par percepción/acción. Los materialistas eliminativos más extremistas, los que están fascinados por las neurociencias, hacen, sin embargo, la apuesta más fuerte: con el paso del tiempo, la investigación acabará con la totalidad de la psicología natural. 5.2.3.

La eliminación computacional

Desde la filosofía de la ciencia cognitiva se han alcanzado también, recientemente, conclusiones muy cercanas al ME, lo cual no deja de resultar sorprendente, pues bien es verdad que con la llegada del cognitivismo a la psicología muchos filósofos y psicólogos habían saludado con entusiasmo lo que para ellos iba a ser la definitiva reunificación de la imagen científica y la imagen manifiesta del hombre en el mundo6. La brecha la abriría Stich al presentarnos una teoría de la mente, sintáctica, pero no representacional. Frente a la concepción clásica fodoriana, Stich iba a investigar las posibilidades de negar que la computación exija un medio de computación (1983): la mente lleva a cabo operaciones formales, semejantes a las de una teoría lingüística, pero los objetos sobre los que recaen estas operaciones no tendrían por qué tener contenido, es decir, representar algo7, por mucho que esta idea desafíe las convicciones del sentido común. Pues bien, siguiendo esta línea de trabajo, Stich llegaría a la conclusión de que en la mente computacional no hay en absoluto nada que se corresponda con nuestro concepto de creencia. Así nos expone este autor la intención básica de su obra capital: «En las páginas que siguen me voy a centrar en el

6 La concreción de esta esperanza la iba a constituir el llamado funcionalismo de la psicología popular, al que nos hemos referido ya. 7 Y Stich insiste en que el trabajo real de la inteligencia artificial y del psicólogo cognitivo se halla desde luego orientado a dar cuenta de la conducta a partir de las operaciones sintácticas de la mente, pero que no asume el supuesto de las representaciones.

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concepto folk-psicológico de creencia, y mi tesis central será que este concepto no debe jugar ningún papel significante en una ciencia que tenga como objetivo la explicación de la cognición y la conducta humanas» (1983, 5). El camino abierto por Stich a comienzos de los 80 se vio reforzado notablemente por la popularización de los modelos conexionistas. Pues bien, los eliminacionistas han vuelto a desafiar en la actualidad a la psicología natural —y tal vez pueda ser este último el desafío más comprometido para ella— afirmando que el conexionismo tendría efectos letales para nuestros esquemas psicológicos de sentido común. El mismo Stich nos presenta el siguiente argumento, que a su juicio supondría el punto final para la psicología natural. Las creencias, los deseos, los temores… sólo pueden funcionar como el sentido común dice que funcionan si se acepta el principio de modularidad proposicional 8, cuyo sentido básico sería más o menos éste: los estados mentales que representamos como actitudes proposicionales tienen eficacia causal (en la conducta, en otros estados mentales), únicamente en virtud de sus propiedades semánticas, en virtud de que representan algo, en virtud de su contenido. O sea, una creencia que yo tenga influye en mi comportamiento, o en otras creencias o deseos míos, sólo porque es la creencia de que p. Mi miedo influye en mi conducta en la medida en que es miedo a volar en avión, o miedo a la muerte, o miedo a las arañas venenosas. Pues bien, si la mente humana encajara en los modelos conexionistas, lo cual es algo que sólo decidirá la investigación futura, entonces el principio de modularidad proposicional quedará excluido terminantemente, puesto que en el procesamiento distribuido de la información no se representa nada de forma localizada (Ramsey, Stich y Garon, 1991)9. En una palabra, las actitudes proposicionales, los estados mentales, carecen de existencia. 5.2.4.

Dos críticas

Si nos pusiéramos en el lugar del eliminacionista, comprenderíamos su esperanza en que el desarrollo de los modelos conexionistas neutralice la crítica que el funcionalismo de la vieja escuela ha venido dirigiendo contra su propuesta: la de que si el ME estuviera en lo cierto, entonces la investigación cognitiva tendría que ser abandonada (Bechtel, 1988/1991, 141). Porque el conexionismo avalaría, al parecer, la posibilidad de una ciencia cognitiva no mentalista. 8

Este principio combina las tres tesis siguientes: 1.ª Las actitudes proposicionales son discretas desde el punto de vista funcional. 2.ª Son interpretables semánticamente. 3.ª Son estados que tienen un papel causal en la producción de la conducta y de otras actitudes proposicionales. 9 Para decirlo un poco más al modo técnico: los sistemas conexionistas codifican la información holísticamente, a nivel subsimbólico.

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A la objeción de la introspección, mencionada antes, es comprensible que el eliminativista responda como responde, es decir, que dar por sentado que tenemos sensaciones de rojo y deseos de irnos de vacaciones no supone un argumento, sino una petición de principio. Tampoco es posible rechazar a priori la posibilidad de que los progresos de la ciencia cognitiva y la neurociencia incrementen en el futuro la probabilidad teórica de la desaparición de la psicología popular. Pero el ME pasa por alto los innegables éxitos de nuestros esquemas psicológicos de sentido común. Aun sin ser realistas en lo referente a la atribución de estados y procesos mentales a los sistemas que llamamos intencionales, autores como D. Dennett reivindican y demuestran la eficacia predictiva de la actitud intencional 10 (Dennett, 1987/1991). Y lo más importante: los partidarios de la eliminación de la psicología natural nos deben la demostración de cómo podríamos vivir sin ella una existencia propiamente humana. El discurso de las creencias y los deseos no es otro que el discurso de la acción, aquel en el que trazamos planes deliberando sobre fines y medios. Es decir, el plano científico de la neurofisiología y de la ciencia cognitiva es puramente descriptivo-explicativo, mientras que el plano de la acción implica necesariamente normas y valoraciones, normas y valoraciones que únicamente la psicología natural hace posibles. Y, como es obvio, la descripción nunca podrá reemplazar a la valoración (J. Kim, 1985, 386). Por muy espectaculares que sean sus avances en el futuro, la neurociencia nunca podrá integrar en su cuerpo teórico el fenómeno de un agente actuando según una norma, o haciendo valoraciones de racionalidad. Para decirlo de otro modo: la revolución conceptual de la ciencia cognitiva, para perpetuarse, habrá de ser compatible con el marco social e histórico en que se inserta la práctica humana. No podrá desafiarlo (Donagan, 1987, 17), a no ser que nos pueda proporcionar un marco alternativo. Y esto es impensable por razón de la inconmensurabilidad de descripción y valoración. Y, como nos descubría Wittgenstein, de aquí ya no se puede pasar; en este punto termina necesariamente la cadena de argumentos porque hemos dado con la roca viva de la forma de vida humana: «Pero la fundamentación, la justificación de la evidencia, llega a un punto final; —Y este punto final, sin embargo, no consiste en que determinadas proposiciones nos parezcan inmediatamente verdaderas, como si se tratase por tanto de una especie de ver por parte nuestra, sino en nuestro actuar, que se encuentra en el fondo del juego de lenguaje» (1969, 204).

10 «La gente tiene verdaderamente creencias y deseos en mi versión de la psicología popular del mismo modo que tiene centros de gravedad y la Tierra tiene un Ecuador» (Dennett, 1987/1991, 58).

Capítulo VI

Funcionalismo Pedro Chacón Fuertes

6.1. ¿QUÉ ES FUNCIONALISMO? El término «funcionalismo» estuvo asociado en la Historia de la Psicología con un movimiento que a finales del siglo xix reivindicó la necesidad de insertar el estudio científico de la conducta humana en su dimensión biológica, como conducta adaptativa a un medio y orientada a la satisfacción de sus necesidades. El estudio de los actos humanos como función de un organismo vivo vendría así a superar las limitaciones del análisis atomista de los contenidos de conciencia, tal como había sido planteado inicialmente por los primeros psicólogos experimentales. Representantes insignes de esta psicología «funcionalista», opuesta a la «estructuralista», cuyas raíces se remontan al propio Darwin y que enraizó con fuerza en Inglaterra y Estados Unidos, fueron William James, James Ward, G. Stanley Hall y J. R. Angell. Sin embargo, a partir de los años 70, el término ha venido a asociarse con una teoría general sobre la naturaleza de la mente, cuya validez está sometida en nuestros días a un amplio debate. Como tal teoría, pretende dar respuesta a los problemas epistemológicos y ontológicos de la psicología ofreciendo un planteamiento novedoso de su autonomía como saber explicativo y de las relaciones de lo psíquico con su infraestructura material. Se presenta como una alternativa, coherente con los nuevos desarrollos de la orientación cognitiva de la psicología, que vendría, a juicio de sus promotores, a sustituir con ventaja la concepción de lo mental sustentada tanto por el dualismo como por el conductismo y por los materialistas que propugnan la identidad mentecerebro.

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Si en la historia de toda ciencia y, en particular, en la historia de la psicología las metáforas subyacentes han cumplido un papel fundamental en la comprensión que en cada momento otorgaban a su objeto, en la formulación de sus problemas y en la orientación de sus respuestas (Leary, 1990), sin duda es la metáfora del ordenador la que se encuentra hoy día determinando gran parte de la investigación científica en psicología. No se trata tan sólo de que los espectaculares progresos tecnológicos en el campo de la informática hayan revolucionado en pocos años el modo de trabajo de los científicos del mismo modo en que han modificado también el mundo ecológico de nuestra existencia diaria y presumiblemente comporten en un futuro más amplias modificaciones (Terceiro, 1996). Ni siquiera se trata de las ventajas obtenidas en el estudio científico de los procesos psicológicos por la posibilidad, cada día más incrementada, de programar y simular actividades mentales en los ordenadores, haciendo posible la comprensión de mecanismos cuyo acceso objetivo nos estaría imposibilitado por introspección. La aportación teórica característica del funcionalismo implicada en la llamada «metáfora computacional» se deriva de la tesis según la cual el ordenador sería un adecuado modelo para la comprensión de la mente humana al compartir ambos la común característica de ser procesadores de información y poder identificarse en la ejecución de determinadas tareas una idéntica organización funcional. Esta propuesta funcionalista ha sido, sin embargo, formulada de diversos modos por sus representantes, lo que ha provocado que el «funcionalismo» como teoría de la mente abarque hoy una amplia variedad de planteamientos. Sin exageración podríamos decir de él casi lo mismo que, como ha subrayado Rivière, podemos afirmar de la noción de «mente»: se trata de un conjunto borroso de límites difusos (1991, 40). No es de extrañar, pues, que sea usual distinguir entre distintos tipos de funcionalismo. Si bien todos concordarían en identificar los estados mentales con sus roles funcionales e interacciones causales, existen profundas divergencias en la forma como se especifican tales funciones e interacciones. Así, Bechtel (1988) nos propone distinguir entre las siguientes variedades del funcionalismo: 1) Funcionalismo de la Psicología Popular (Folk Psychology), representado por David Lewis. 2) Funcionalismo de Tabla de Máquina, representado por Putnam. 3) Funcionalismo Computacional, representado por Fodor y Pylyshyn y 4) Funcionalismo Homuncular, representado por Dennett. Esta diversidad no impide identificar rasgos coincidentes, del mismo modo que tampoco ha impedido el éxito de la propuesta funcionalista en amplios ámbitos de la filosofía contemporánea de la mente, de la psicología y, en general, de las ciencias cognitivas. En cuanto a las características comunes del funcionalismo, puede afirmarse que «según el funcionalismo, el rasgo esencial o definitorio de todo tipo de estado mental es el conjunto de relaciones causales que mantiene con 1) los efectos ambientales sobre el cuerpo, 2) otros tipos de estados mentales, y 3) la conducta del cuerpo» (Churchland, 1984, 64). Pero no es del todo cierto, pues el funcionalismo no precisa para su caracterización ninguna referencia a los cuerpos orgánicos. El único rasgo común que le caracteriza, diferenciándolo de las propuestas conductista y

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fisicalista, es la identificación de los estados mentales de un sistema, orgánico o inorgánico, con las relaciones funcionales que mantiene con los inputs, con otros estados internos del sistema y con los outputs. Por ello, resulta más adecuada la caracterización ofrecida por N. Block (1978): «Una caracterización de funcionalismo que sea lo suficientemente vaga como para ser aceptada por la mayoría de los funcionalistas es la siguiente: cada tipo de estado mental es un estado que consiste en una disposición a actuar de ciertas maneras y a tener ciertos estados mentales, dados ciertos inputs sensoriales y ciertos estados mentales». Esta identificación de lo mental con determinados estados funcionales de un sistema, que podrían ser compartidos por seres humanos, máquinas y espíritus incorpóreos, a pesar de su carácter antiintuitivo y de eliminar la rica variedad cualitativa de nuestra experiencia fenoménica, se ha revelado en nuestros días como el fundamento de una provechosa línea de investigación tanto en psicología empírica como en filosofía de la mente. El presente tema no pretende analizar todas las variedades de «funcionalismo» anteriormente mencionadas ni valorar todas las implicaciones de la «metáfora computacional» en psicología. Nuestro objetivo se centra en el análisis de las tesis funcionalistas sobre la naturaleza de lo mental defendidas por el funcionalismo computacional, es decir, aquel que entiende las funciones mentales como cómputos sobre representaciones. Analizaremos las ventajas que, a juicio de quienes lo propugnan, comporta la propuesta funcionalista tanto para la autonomía de las explicaciones científicas de la psicología como para la comprensión del secular problema mente-cuerpo, así como las críticas más relevantes que ha suscitado. H. Putnam, lógico y filósofo de la ciencia de la Universidad de Harvard, puede ser reconocido como el inicial promotor del funcionalismo, aunque posteriormente él mismo haya rechazado la validez de la teoría computacional de la mente humana (Putnam, 1988). En estudios como «Minds and Machines» (1960), «The Mental Life of Some Machines» (1967) y «The Nature of Mental States» (1967) criticó las insuficiencias teóricas del conductismo lógico así como la identificación materialista entre estados mentales y estados cerebrales. Diez años antes (1950), el lógico Turing había publicado en la revista Mind un artículo («Computing Machinery and Intelligence») en el que provocativamente respondía de forma afirmativa a la pregunta de si pueden las máquinas pensar, al sostener que un computador digital podía ganar la partida en su «juego de imitación» de las actividades inteligentes, no pudiendo un observador externo diferenciar sus respuestas de las de un ser humano. Putnam asumió el modelo de la máquina de Turing para sustentar su teoría de la naturaleza funcional de los estados mentales. El significado de los términos que los designan no podría ser reducido al de las disposiciones conductuales. «Sentir dolor» no se identifica con el conjunto de conductas mediante las que puede manifestarse. Del mismo modo, tampoco resultaba legítima la identificación materialista entre «dolor» y un determinado estado del sistema nervioso humano. Lo mental podía y debía ser comprendido funcionalmente, con independencia del soporte material que ejecute esa función. Un ángel, un mar-

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ciano, una máquina o un hombre desarrollan una misma actividad mental si y sólo si sus estados funcionales son idénticos, aunque su realidad material sea bien diferente. «Lo que sugiero es esto: parece que saber con certeza que un ser humano tiene una creencia particular, o una preferencia, o lo que sea, implica saber algo acerca de la organización funcional de este ser humano. Aplicada a las máquinas de Turing, la organización funcional está dada por una tabla de máquina. Una descripción de la organización funcional de un ser humano bien podría ser algo diferente y más complicado. Pero lo importante es que las descripciones de la organización funcional de un sistema son de una clase lógicamente diferente de las descripciones de su composición físico-química, así como de su conducta efectiva y potencial» (Putnam, 1967, 28). Esta inicial caracterización del funcionalismo de Putnam ha sido denominada «funcionalismo de tabla de máquina» al postular la identificación funcional de cada estado mental con un posible estado de una máquina de Turing. Por ejemplo, «dolor» no sería idéntico a un determinado estado del sistema nervioso de un organismo vivo, sino que vendría a identificarse con un estado de un sistema, que a partir de determinados inputs produjera determinados efectos, de acuerdo con las instrucciones recogidas en su tabla de máquina, en otros estados internos del propio sistema y determinados outputs. Como indica García Carpintero, «la propuesta de Putnam es considerar que un estado mental es simplemente uno de los estados intermedios especificados por una descripción funcional capaz de dar cuenta de comportamientos detrás de los cuales característicamente suponemos una mente. Ésta es una propuesta revisionista: no se trata de pretender que el concepto habitual de lo mental sea funcional, sino más bien de proponer que se entienda así. No cabe otro modo de entenderla cuando pensamos en las descripciones funcionales pertinentes bajo el modelo de los programas propuestos por los psicólogos cognitivos para explicar la percepción del color o la comprensión del lenguaje» (García Carpintero, 1995, 58). Sin embargo, no todos los que siguieron la senda abierta por Putnam están de acuerdo con su inicial identificación de un estado mental con estado de la máquina de Turing. Uno de los máximos representantes del «funcionalismo computacional» en nuestros días, J. Fodor, ya afirmaba en 1968 que la prueba de Turing, correctamente interpretada, no proporciona una condición suficiente para la simulación satisfactoria de la conducta cognitiva humana, ya que tal prueba podría ser superada por máquinas que son realmente incapaces de llevar a cabo múltiples actividades que abarca la capacidad normal de los seres humanos. El criterio de que jueces competentes no supieran discriminar entre las respuestas de una máquina y de una persona no basta para atribuir a ambos la misma conducta ni el mismo estado mental. Al igual que dos máquinas pueden tener diferencias físicas y, sin embargo, realizar idénticas tareas, también una máquina y una persona, con independencia de su diferente composición física o biológica, pueden ejecutar la misma actividad mental. Pero para ello es preciso, además de la capacidad de indiscriminación de sus respuestas, que la ejecuten de un modo similar siguiendo pau-

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tas algorítmicas comunes. Se trata, en fin, de una identidad en la forma de computar sus representaciones: hombre y máquina comparten mente si comparten software. El problema es importante para la psicología empírica, pues lo que está en juego es la capacidad explicativa de la simulación de la conducta humana en ordenadores. Para que una simulación exitosa sea realmente explicativa, hay que asegurarse de que responde al funcionamiento de dos sistemas que utilizan los mismos procedimientos internos en el manejo de sus reglas y computación de sus símbolos. El interés del funcionalista computacional se centrará justamente en reconstruir de forma inferencial cuál sea, según la expresión de Pylyshyn (1980), «la arquitectura funcional» de las máquinas virtuales, artificiales u orgánicas, capaces de ejecutar tareas mentales. Su enfoque, al igual que el del psicólogo cognitivo que se sirve de la estrategia heurística de la simulación, difiere del que puede ser compartido por otros investigadores en Inteligencia Artificial. Como ha indicado Bechtel (1988, 158), «un enfoque que ha tomado el nombre genérico de inteligencia artificial considera que su tarea es simplemente diseñar máquinas que realicen funciones cognitivas sin preocuparse demasiado por la cuestión de si la realizan de alguna manera semejante en alguna medida a como los humanos la realizan. El otro, que ha adoptado el nombre de simulación cognitiva, considera como un objetivo principal el desarrollo de máquinas que realicen funciones cognitivas del mismo modo en que las realizan los humanos. Esta distinción es importante para el Funcionalismo Computacional. Si el Funcionalismo Computacional ha de ser una explicación de la cognición humana, entonces la meta debe ser una simulación cognitiva donde los programas de computador efectúen las mismas operaciones que los seres humanos». Como afirma Rivière, los funcionalistas computacionales se toman en serio el juego de Turing contestando afirmativamente a su desafiante pregunta acerca de si las máquinas pueden pensar. Al fin y al cabo mentes humanas y ordenadores compartirían la propiedad de computar representaciones simbólicas de acuerdo con un sistema de reglas y ellos se habrían limitado a extraer coherentemente las consecuencias abriendo las posibilidades de una nueva ciencia con un objeto propio: los sistemas o entidades que realizan actividades cognitivas mediante la computación de representaciones. «Ese rigor conceptual, unido a la evidencia de los avances en las tecnologías del conocimiento, proporciona una gran fuerza, y coherencia, a sus argumentos y permite hablar de la existencia de un paradigma unitario e interdisciplinar al mismo tiempo, de explicación del conocimiento» (Rivière, 1991, 89). El problema es si tal ciencia puede identificarse con la psicología y sus análisis de los procesos cognitivos pueden ser considerados una adecuada aproximación al estudio de la mente humana. De sus ventajas y limitaciones nos ocuparemos, en parte, a continuación, pero no sin antes añadir una precisión a lo ya dicho sobre la significación del juego de Turing. La importancia revolucionaria que tiene no radica en lo que aparentemente viene designado de forma directa en la pregunta acerca de si las máquinas piensan. Tampoco se trata de un mero cambio en el uso de nues-

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tras expresiones lingüísticas cotidianas que viniera forzado por los avances científicos y tecnológicos. Lo que el funcionalismo computacional subraya y lo que gran parte de la psicología contemporánea ha heredado de él se deja apresar con un cierto juego de palabras: las máquinas piensan, no porque tengan mente humana, sino que las mentes humanas piensan porque son máquinas. Bien es cierto que máquinas especiales, formales y abstractas. No son físicas, sino biológicas, pero si son capaces de sumar, resolver un problema, aprender un lenguaje… es porque, al igual que sus «compañeras de clase», las máquinas artificiales, pertenecen a la misma categoría de sistemas computacionales de conocimientos. Pensar sería una actividad mecánica, en contra de lo que afirmara Descartes, pero no sería una actividad física, tal como Descartes había sostenido, a lo que vendría a añadirse la afirmación de que sólo de este modo, sólo a partir de esta profunda revisión del concepto de lo mental, podría encontrar la psicología un nivel explicativo, autónomo con respecto a otras ciencias y objetivo, de las actividades cognitivas. Sólo así podría constituirse en una ciencia, mentalista y objetiva, de la mente. 6.2. VENTAJAS DEL FUNCIONALISMO Las últimas afirmaciones nos ponen ya en la pista para reconocer las razones que han llevado al funcionalismo computacional a convertirse en una exitosa teoría de la mente, que cuenta con numerosos adeptos, y fuente de fecundas investigaciones empíricas. Al igual que sucede en otros ámbitos, también en psicología y en filosofía de la mente la elección entre alternativas teóricas viene guiada por criterios de fecundidad explicativa. Así, el éxito del funcionalismo sólo puede ser comprendido analizando histórico-teóricamente sus ventajas con respecto a las otras alternativas de las que se diferencia y frente a las que se levanta: en concreto, frente al dualismo mentalista, frente al conductismo lógico y frente a la teoría de la identidad. Nuestro análisis se limitará a la contraposición de las tesis mantenidas por el funcionalismo con las de sus oponentes sobre la naturaleza de lo mental en dos ámbitos de problemas: la posibilidad de una ciencia psicológica autónoma y la comprensión de las relaciones entre lo psíquico y lo físico, es decir, el problema mentecuerpo. El dualismo mentalista es, sin duda, la concepción más difundida, pues está inserta en nuestro lenguaje cotidiano y forma parte de ese fecundo marco explicativo de las conductas propias y ajenas que constituye la psicología del sentido común o psicología popular (folk psychology). Que una parte significativa de nuestros comportamientos se manifiesten referidos de forma directa a nuestras creencias, deseos y motivaciones internas parece justificar la necesidad de una explicación psicológica de tales comportamientos, a la vez que parece implicar una causalidad recíproca entre lo psíquico y lo orgánico. Descartes creyó necesario establecer una neta separación entre dos sustancias: la res extensa, que abarcaría todas las realidades materiales, incluido nuestro propio cuerpo orgánico, y la res cogitans inespacial característica de

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la mente humana. Este dualismo sustancial se comprometería con la existencia de dos mundos, el externo y el interno, cada uno de ellos regido por leyes propias, con dos modos de acceso distintos, experiencia externa y experiencia interna, y objetos de saberes diferentes, física y psicología. A pesar del abismo ontológico y epistemológico existente entre ambas, las dos sustancias se influirían recíprocamente entre sí. Se trata, por tanto, de un dualismo interaccionista en el que la mente tiene influencia causal sobre el cuerpo y el cuerpo sobre la mente. Pero el dualismo mentalista no necesita comprometerse con el dualismo sustancial cartesiano. De hecho, gran parte de la psicología experimental que surge a mediados del siglo xix se adscribe a un dualismo de propiedades, es decir, admite la radical diferencia entre propiedades psicológicas, aquellas propiedades fenoménicas que son objeto de nuestra experiencia interna, y propiedades físicas que son objeto de nuestra experiencia externa, entre fenómenos psíquicos y fenómenos físicos. Lo mental es identificado con el ámbito de la conciencia y su vía privilegiada de acceso es la introspección. El dualismo interaccionista ha seguido teniendo, por otra parte, insignes representantes en la filosofía y en la ciencia del siglo xx, como Popper y Eccles. Los funcionalistas argumentan, por el contrario, que el dualismo debe ser descartado como una legítima teoría de la mente, pues ni ofrece una real posibilidad de desarrollo a la psicología como ciencia objetiva ni aclara satisfactoriamente las relaciones causales entre lo mental y lo físico. El fracaso de la psicología mentalista del siglo xix habría mostrado la imposibilidad de acometer un estudio científico de la vida mental a partir de la introspección subjetiva y, en todo caso, como afirma Fodor (1981, 62), «el dualismo es incompatible con las prácticas usuales del trabajo psicológico. El psicólogo aplica repetidamente al estudio de la mente métodos experimentales de las ciencias físicas. Si los procesos mentales fueran de otra especie que los físicos, no habría motivo para esperar que estos métodos fueran eficaces en el ámbito de lo mental». En este punto los funcionalistas están de acuerdo con el rechazo de los conductistas al dualismo introspeccionista al mostrarse impotente para garantizar una psicología como ciencia natural y objetiva. La impotencia explicativa del dualismo se muestra de nuevo en su incapacidad para aclararnos, una vez establecida la distinción entre fenómenos físicos y fenómenos psíquicos, la posibilidad de una interacción causal entre ellos. Su respuesta al problema mente-cuerpo constituye un enigma aún mayor, convierte el problema en un misterio. En efecto, si se trata de sustancias distintas o de fenómenos heterogéneos, resulta ininteligle cómo puedan influirse mutuamente. Si la mente es algo no espacial, parece difícil admitir una causalidad mental sobre algo físico como es nuestro propio cuerpo sin vaciar de contenido preciso a nuestro concepto de causalidad y sin violar leyes bien establecidas como la de conservación de la energía. De nuevo, el funcionalista computacional firmaría los reproches al dualismo interaccionista formulados tanto por el conductismo lógico con su denuncia del «fantasma en la máquina» como la acusación de materialistas como Churchland (1988, 42): «el

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dualismo no es tanto una teoría de la mente sino un vacío que aguarda que se lo llene con una auténtica teoría de la mente». No resulta, pues, extraño que, como reacción ante este ineficaz dualismo mentalista, surgiera la alternativa teórica del conductismo, o, mejor dicho, los conductismos. En primer lugar, el conductismo radical o metodológico propugnado por Watson y Skinner. Su propuesta no es otra que la eliminación de la referencia a estados o procesos internos, de carácter mental, en la explicación científica de la conducta. La psicología puede ser una ciencia natural si y sólo si se atiene estrictamente a los requisitos metódicos de un análisis funcional que persigue el establecimiento de relaciones objetivas entre estímulos y respuestas. Aunque Skinner declare que el conductismo no niega la existencia de estados mentales, éstos no pueden integrarse en el cuerpo explicativo de la psicología. Si forman parte de la cadena causal, la referencia a ellos resulta inútil y perjudicial al constituir pseudoexplicaciones que pueden sustituirse con ventaja y sin pérdida de poder explicativo por la constatación de relaciones objetivas entre los eslabones anteriores (estímulos) y posteriores (respuestas). Si ello fuera verdad, la psicología se vería liberada del problema de la causalidad mental y, en todo caso, ya no podría pretender ser ciencia de la mente, sino ciencia de la conducta. Si ello fuera verdad y nos atuviéramos a los criterios de nuestros «compromisos ontológicos» formulados por Quine, podríamos y deberíamos eliminar de nuestro catálogo de seres existentes a las fantasmales entidades mentales. Pero los funcionalistas replican que el propio desarrollo de la psicología científica se ha encargado de mostrar las deficiencias del programa conductista radical. En contra de lo que ellos esperaban, la eliminación de los estados y procesos internos mentales del organismo sí comporta una merma en el poder explicativo de las teorías que la asumen. La psicología cognitiva se habría encargado de poner de relieve la necesidad y la fecundidad de introducir en las explicaciones psicológicas tales referencias. Ni la causalidad mental ni el mentalismo han de ser desterrados por imperativos metodológicos, pues, como el propio funcionalismo propugna, existe una posibilidad de que la psicología sea mentalista y a la vez objetiva. Mayor respeto y atención le merecen a los funcionalistas el conductismo lógico, tal como fuera propugnado filosóficamente por Ryle a partir del análisis del lenguaje psicológico y desarrollado en la psicología científica por neoconductistas como Hull y Tolmann, que asumieron los postulados epistemológicos del positivismo lógico. Los conductistas lógicos proponían una teoría semántica de lo mental, es decir, una teoría acerca del significado legítimo de los términos mentales. Afirmaban que expresiones del tipo «me duele la cabeza» o «deseo viajar a Florencia» no son expresiones que denoten directamente estados internos cuyo significado derive de una privada experiencia interna. Si fuera así resultaría imposible la introducción de tales eventos en las explicaciones de la conducta. Pero, al igual que sucede en las ciencias físicas, resulta legítima la utilización de términos teóricos y la referencia a entidades inobservables siempre que se cumpla la exigencia de una

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precisa definición operacional de ellas y sin que ello suponga el compromiso de aceptar la existencia de propiedades internas. Así, la «flexibilidad» de un material o la «solubilidad» de un sólido no designan ninguna misteriosa cualidad interna, sino la disposición a comportarse de una determinada manera en unas determinadas condiciones. De igual modo, los términos de la psicología referidos a eventos o cualidades mentales debían ser traducidos operacionalmente a enunciados conductuales del tipo «si… entonces». De nuevo, en palabras de Fodor (1981, 64), «Al equiparar términos mentales con disposiciones conductuales, el conductismo lógico ha situado los términos mentales al mismo nivel que las disposiciones no conductuales de las ciencias físicas. Éste es un paso prometedor, ya que el análisis de las disposiciones no conductuales tiene una base filosófica relativamente sólida. Atribuir la ruptura de un vidrio a su fragilidad es una explicación que, sin duda, puede aceptar hasta el materialista más acérrimo. Al hacer ver que términos mentales y disposicionales son sinónimos, el conductista lógico ha ofrecido algo que el conductista radical no podía: una explicación materialista de la causalidad mental». Pero, de nuevo, el conductismo lógico se revela a los ojos del funcionalista como una teoría de la mente incapaz de proporcionar un marco explicativo adecuado a la psicología científica y de ofrecer una plausible respuesta a las relaciones mente-cuerpo. No es necesario recordar aquí las insuficiencias del programa conductista de traducir los términos mentales a disposiciones conductuales, tanto por la remisión casi al infinito de las condiciones hipotéticas que comportan como por la imposibilidad real de eliminar la referencia a otros términos mentales. Como un materialista como Churchland afirmó gráficamente, «tener un dolor, por ejemplo, no parece meramente algo que nos lleve a lamentarnos, sobresaltarnos, a tomar una aspirina, etc. Los dolores también tienen una cualidad intrínseca (espantosa) que se pone de manifiesto en la introspección, y cualquier teoría de la mente que ignore o niegue tales qualia simplemente no cumple con su deber». Para el funcionalista, sin embargo, la falla fundamental del conductismo lógico es que sigue sin ofrecer una satisfactoria explicación de la causalidad mental. Al reducir la significación de los términos psicológicos a las disposiciones conductuales, no sólo nos priva de la comprensión de las relaciones internas entre estados mentales, sino también nos escamotea la posibilidad de que la psicología pueda ofrecer explicaciones causales del tipo acontecimiento-acontecimiento, como las implicadas en las expresiones «el rayo partió el árbol» o «el recuerdo del amigo muerto le hizo llorar». En rigor, afirma el funcionalista computacional, el conductismo lógico no mejora nuestra posición sobre el problema mente-cuerpo, pues sigue sin ofrecernos una adecuada respuesta a la causalidad mental. Su referencia a estados y procesos mentales es meramente heurística. «Lo que no existe realmente no puede causar nada, y el conductista lógico, al igual que el radical, está profundamente convencido de que no existen causas mentales» (Fodor, ibíd.). Los materialistas reduccionistas o defensores de la llamada teoría de la identidad se encuentran en una mejor posición que los conductistas lógicos

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respecto al problema mente-cuerpo, puesto que ofrecen una explicación de la causalidad mental que se atiene al modelo más general de causalidad física, incluido el tipo de causalidad acontecimiento-acontecimiento. Su tesis fundamental se limita a reconocer la existencia de estados, propiedades y sucesos mentales identificándolos estrictamente con estados y sucesos del sistema nervioso superior de hombres y animales. No identifican el significado de los términos psicológicos con el significado de los términos neurológicos, pero afirman la identidad numérica entre cada evento psíquico y un evento cerebral: ambos lenguajes se refieren a una misma entidad y sólo cabe esperar que los avances de la neurociencia nos permitan conocer empíricamente tales identidades e ir traduciendo nuestro mentalista lenguaje psicológico por el físico-biológico. El viejo problema de cómo puedan influirse recíprocamente lo mental y lo corporal quedaría resuelto, pues se trata en verdad tan sólo de interacciones entre el cerebro y otra parte de nuestro cuerpo, o entre determinados subsistemas de ambos que compartirían una misma existencia material sujeta a las leyes de la causalidad física. Pero esta propuesta fisicalista tampoco satisface al funcionalismo, que en gran medida es, histórica y conceptualmente, una reacción contra la hipotética identificación entre la composición física de un organismo y su funcionamiento mental. El funcionalismo en general, y en particular el funcionalismo computacional del que nos ocupamos, rechaza frontalmente, al menos, el llamado fisicalismo de tipos (type), es decir, aquella formulación de la teoría de la identidad, originalmente presentada por Feigl, Place y Smart, según la cual cada tipo o clase de suceso mental (un dolor, la percepción de un color, la resolución de un problema etc.) se identifica ontológicamente con un tipo o clase de suceso cerebral. Para un teórico de la identidad resultaría imposible atribuir estados mentales, por tanto, a otros seres cuya constitución física fuera diferente a la que caracteriza a los seres orgánicos superiores y, en particular, a los seres humanos. Por el contrario, el funcionalismo sería compatible con un fisicalismo de casos o de instancias (token). A juicio de los funcionalistas, resulta difícil imaginar que en todos y cada uno de los casos de dolor o de percepción esté presente un mismo e idéntico estado cerebral, aunque están dispuestos a admitir que cada realización efectiva de un tipo de estado mental se identifique con un estado físico concreto. Sería lógica y realmente posible que un mismo estado mental se correspondiera en cada caso con diferencias en la activación efectiva de nuestras neuronas. Del mismo modo, es fácil imaginar, mediante un sencillo experimento mental, la existencia de seres extraterrestes cuya composición material fuera el silicio y que, sin embargo, manifestaran comportamientos mentales idénticos a los de los seres humanos dotados de neuronas. A fortiori, resulta justificado para el funcionalista la atribución de estados mentales a determinadas máquinas, aunque su forma de realización física sea bien diferente a la nuestra. Como afirmara ya en 1967 H. Putnam: «No podemos descubrir leyes en virtud de las cuales sea físicamente necesario que un organismo prefiera A a B si y sólo si está en un cierto estado fisicoquímico.

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Pues sabemos de antemano que tales leyes serían falsas. Serían falsas porque, aun a la luz de nuestros conocimientos actuales, podemos ver que una máquina de Turing cuya realización física sea factible puede serlo de una multitud de maneras totalmente diferentes. Por tanto no puede haber una estructura fisicoquímica cuya posesión sea necesaria y suficiente para preferir A a B, aun si tomamos «necesario» en el sentido de físicamente necesario y no en el sentido de lógicamente necesario» (1967, 19-20). El funcionalismo computacional, interesado en la constitución de las ciencias cognitivas, también rechaza la teoría de la identidad como una teoría que pueda servir de fundamento para una psicología como ciencia autónoma de la mente, o que pueda ser compatible con ella. El programa fisicalista propone hipotéticamente la paulatina traducción y reducción de los términos psicológicos a términos neurológicos. Si los referentes objetivos de nuestros conceptos mentales son físicos, si lo mental se identifica con lo neurólogico, la psicología tendría que dejar todo su campo abierto a los avances de las neurociencias en la explicación del conocimiento. Vendría a carecer de un nivel explicativo autónomo y las explicaciones psicológicas se verían condenadas a ser sustituidas por explicaciones neuronales. La situación es muy diferente, a los ojos del funcionalista. Al identificar cada tipo de estado mental con un tipo determinado de estado funcional —y no con un determinado estado físico— el funcionalista no sólo abre la posibilidad de atribuirlos a seres naturales o artificiales distintos del ser humano, sino que establece un nivel de explicación autónomo independiente de sus realizaciones físicas. La psicología cognitiva en particular se podría constituir en un saber independiente, pues su objeto sería el resultado de un proceso de abstracción mediante el que atenderíamos tan sólo a la organización funcional de los sistemas capaces de generar actividades cognitivas. En palabras de Johnson-Laird, «la mente puede estudiarse con independencia del cerebro. La psicología (el estudio de los programas) puede hacerse con independencia de la neurofisiología (el estudio de la máquina y del código máquina). El sustrato neuro-fisiológico debe proporcionar una base física para los procesos de la mente, pero, con tal de que dicho sustrato ofrezca el poder computacional de las funciones recursivas, su naturaleza no impone restricciones a las pautas de pensamiento» (1983, 9). La legitimidad e independencia de las explicaciones funcionalistas con respecto a las físicas se aprecian con toda claridad en el ejemplo de la máquina de Coca-Cola tan repetido desde que fuera expuesto en 1975 por Nelson: las máquinas que expenden de forma automática estos productos pueden tener y de hecho tienen muy diferente configuración física y constitución material. Pero si queremos explicarnos su funcionamiento, que es idéntico en todos los casos en que se comporten de similar forma, no necesitamos convertirnos en ingenieros, abrirlas y desmenuzar sus conexiones mecánicas y eléctricas, es decir, no precisamos conocer exhaustivamente su hardware. Podemos desvelar su comportamiento y funcionamiento interno atendiendo a su software, a la forma como está programada. Así, por ejemplo (en un caso simplificado), podemos distinguir en máquinas materialmente diferentes una

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identidad funcional abstrayéndonos de sus realizaciones físicas de la forma siguiente: inferir de su comportamiento la existencia de dos estados internos (E1 y E2). Si la máquina se encuentra en el estado E1 y se le introduce una moneda de 50 Ptas., no emite ninguna salida (no expide una Coca-Cola) y pasa a E2. Si se encuentra en E1 y se le introduce una moneda de 100 ptas., expide una Coca-Cola y permanece en E1. Si está en E2 y se le introduce una moneda de 50 ptas., expide una Coca-Cola y pasa a E1. Y, en fin, si está en E2 y se le introduce una moneda de 100 ptas., expide una Coca-Cola, devuelve una moneda de 50 ptas. y vuelve a E1. Las ventajas de estas explicaciones funcionalistas para una teoría de la mente no radican tan sólo en que, a diferencia de las conductistas, puedan hacerse cargo de los estados internos de un sistema y que, a diferencia de la teoría de la identidad, su nivel de explicación sea independiente del físico. Es que, según los funcionalistas computacionales, sólo así se abre la posibilidad de un mentalismo que sea a la vez objetivo y mecánico. La psicología puede seguir utilizando legítimamente términos referidos a estados internos del sujeto sin la falta de objetividad que acarreaba el dualismo mentalista basado en la introspección. No hay, por otro lado, nada de misterioso ni de inmaterial en una máquina de Turing ni en un programa de ordenador. La psicología puede ser mentalista sin dejar de ser materialista. Y puede ser materialista sin verse condenada a ser reduccionista. Si el funcionalismo, como teoría de la mente, es incompatible con un fisicalismo de tipos a quien considera probablemente como una teoría falsa, es compatible con un fisicalismo de casos. De hecho, la mayor parte de los funcionalistas lo consideran probablemente verdadero. A diferencia del anterior, el fisicalismo de casos se limita a afirmar que cada caso particular de un estado mental (este dolor de cabeza, este cálculo matemático o este recuerdo de un nombre) se identifica con un caso particular de un estado físico. Podría ser posible que los sucesos cerebrales fueran, de facto, los únicos sucesos capaces de tener aquellas propiedades funcionales que caracterizan a los estados mentales, pero cabe la posibilidad, en contra de lo que afirma el fisicalismo de tipos, que no sean los únicos. Lo mental y lo cerebral pueden ser coextensivos, pero no son idénticos. En todo caso, el funcionalismo se opone al reduccionismo, no al materialismo, puesto que, al admitir que los casos particulares de sucesos mentales pueden ser (y muy probablemente lo sean) físicos, la causalidad mental sería un tipo de causalidad física. «La tesis es, en suma, que existe un nivel mental autónomo, cuya descripción puede realizarse con completa independencia de la descripción del sistema que percibe, piensa, recuerda etc., como sistema biológico. «El dualismo funcionalista ha tenido, como mínimo, un efecto positivo en psicología: ha sido decisivo para la diferenciación de ese nivel autónomo, no reductible, de descripción que versa sobre representaciones (conceptos, proposiciones, esquemas, guiones, modelos mentales, estructuras profundas, etc.). Junto con la garantía de explicación clara y cientificidad que brinda el carácter mecanicista de las explicaciones computacionales,

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ha sido un papel decisivo para deshacer las viejas y profundas aprehensiones de los psicólogos sobre la posibilidad de una psicología científica» (Rivière, 1991, 69-70). Pero, ¿es oro todo lo que reluce en el funcionalismo? ¿Su identificación de lo mental con estados funcionales no deja fuera de la mente aspectos decisivos que siempre han ido asociados a ella? ¿Acaso su respuesta al problema mente-cuerpo no viene a plantearnos un nuevo problema, tan difícil de resolver como aquél, el de las relaciones entre la mente abstracta computacional con la encarnada mente humana? En fin, ¿en cuanto teoría de la mente, no elimina de la psicología demasiados temas relevantes? ¿No es excesivo el coste de adscribirnos a la propuesta funcionalista? A estas dudas se han dirigido las numerosas críticas que contra el funcionalismo computacional se han levantado en la filosofía de la mente y en la psicología contemporánea, una selección de las cuales pasamos a exponer a continuación. 6.3.

LAS CRÍTICAS AL FUNCIONALISMO

La batería de argumentos desplegados contra el funcionalismo está muy bien surtida y ha disparado desde distintos frentes contra diversos flancos de esta teoría. En general se ha criticado que una explicación de carácter mecánico y meramente formal de las actividades mentales, como es la propuesta por el funcionalismo computacional, pueda dar cabal cuenta de la mente humana. Un primer grupo de objetores ha reprochado al mecanicismo funcionalista una deshumanización inadmisible del sujeto de tales actividades mentales. Abstrayendo de su realidad sólo aquellas propiedades funcionales que comparte con una máquina, el funcionalista dejaría de lado justamente lo que le caracteriza y distingue como humano. Del mismo modo, se ha reprochado a los funcionalistas que se aparten de forma ilegítima del significado que los términos psicológicos tienen en nuestro lenguaje cotidiano. Ambas objeciones encuentran fáciles respuestas por parte del funcionalismo: al fin y al cabo, nuestra integración en una clase con otros objetos no humanos no atenta a nuestra dignidad ni debe ser considerada un ataque a nuestro narcisismo. De hecho, la ciencia nos ha hecho ver la fecundidad de tal integración con seres físicos o con monos a la hora de explicarnos muchos acontecimientos de nuestra realidad física u orgánica. En todo caso, la homologación a los ordenadores nos debiera resultar menos desagradable por cuanto viene a reconocer la existencia y eficacia causal de nuestros estados internos (Boden, 1981). Del mismo modo, como tantas veces en el pasado, nada tiene de extraño que una ciencia obligue a la rectificación del significado de los términos del lenguaje cotidiano, ligado a concepciones precientíficas. Así, la psicología cognitiva podría otorgar una significación a términos como «pensar» o «dolor» diferente a la que tienen en la psicología popular sin que ello pueda considerarse una objeción a la validez de sus teorías. El criterio seguiría siendo el de fecundidad explicativa y ésta

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está siempre a favor de una ciencia que cada día más se aleja del mundo del sentido común y de las experiencias fenoménicas. Mayor calado tienen las objeciones planteadas al funcionalismo que vienen a criticarle que su modelo de mente sea un modelo de mente sin conciencia. Las actividades computacionales de un sistema inteligente pueden ser cognitivas, pero el sistema no es consciente de tales actividades. La mente funcionalista es una mente inconsciente. En todo caso, el funcionalismo no otorga ningún poder explicativo a la conciencia ni resulta fácil cómo puede otorgar esta propiedad a sus sistemas mecánicos y formales de cómputos de representaciones. El funcionalismo es mentalista, como Descartes, pero radicalmente anticartesiano al dejar fuera de su teoría de la mente lo que para el autor del Discurso del Método constituía el rasgo distintivo de lo mental frente a lo físico. Tampoco resulta fácil entender cómo la conciencia habría emergido y permanecido en el proceso de evolución biológica sin tener ninguna virtualidad ni eficacia causal para los seres humanos. Es cierto que, en los últimos años, diversos autores se han esforzado por hacer comprensible una teoría de la conciencia compatible con las tesis funcionalistas (cfr. Baars, 1988; Jackendoff, 1987 y Johnson-Laird, 1988), pero no es menos cierto que el problema de la conciencia sigue siendo la gran asignatura pendiente no sólo del funcionalismo computacional, sino de la psicología cognitiva que navega bajo el paradigma del procesamiento de la información y de la contemporánea filosofía de la mente. Al viejo problema de las relaciones entre mente y cuerpo viene a añadirse uno nuevo: el de las relaciones entre la mente computacional abstracta y la mente fenoménica consciente. Y las alternativas abiertas para la comprensión del nuevo problema son casi tan numerosas como las que se abrieron para la comprensión del antiguo. Suscribimos, por tanto, las palabras de García Carpintero (1995, 74) cuando afirma que «el gran tema pendiente, sin embargo, es el de la consciencia… Parece muy difícil que la maquinaria funcionalista, con su apelación para la definición de lo mental a una ingente suma de relaciones causales, científicamente establecidas o folk, pueda acomodar las intuiciones sobre ese peculiar conocimiento de sí, con sus características de inmediatez y certidumbre, que es constitutivo de lo que paradigmáticamente llamamos estados conscientes… Formular una explicación satisfactoria del concepto de consciencia, dentro o fuera del marco funcionalista, es la tarea a la vez inaplazable e ingrata para esa aspiración a saber de qué se habla que, desde Sócrates, anima la empresa filosófica». Al concebir la mente como una máquina cognitiva que combina símbolos mediante reglas sintácticas estrictas, el funcionalista tiene, también, graves problemas para integrar en su sistema explicativo a las imágenes mentales. En contra de los resultados de psicólogos cognitivos empíricos (Paivio, 1977 y Kosslin, 1980), los funcionalistas no pueden otorgar funcionalidad alguna a nuestras representaciones por imágenes y, como reconoce el propio Pylyshyn (1988, 8): «No sabemos qué hacer con ellas». Sin conciencia y sin imágenes, el funcionalismo computacional se ve en dificultades para presentarse como una válida teoría general de la mente humana.

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Estrechamente vinculada con lo anteriormente dicho se encuentra la objeción que quizá ha sido más reiterada contra el funcionalismo y a la que los funcionalistas han sido más sensibles: la objeción de los qualia. Consisten éstos en esas cualidades sensoriales que se nos presentan de forma directa en nuestras experiencias psíquicas, por ejemplo, al percibir un color o al sentir un dolor. Con ellas se ha identificado tradicionalmente, y no sin buenas razones, nuestro psiquismo. Pues bien, el modelo computacional de la mente humana tiene limitaciones internas para poder integrarlas, como lo muestran tanto el fenómeno de los qualia invertidos como el de los qualia ausentes. Es perfectamente imaginable, tal como Block y Fodor (1972) nos invitan a hacer, imaginar dos sistemas conductual y funcionalmente equivalentes y que, sin embargo, tuvieran diferentes cualidades sensoriales en su experiencia psíquica ante un mismo objeto. Así, en el caso del espectro invertido, podían dos sujetos humanos reaccionar de igual forma y estar funcionalmente igual dispuestos en sus estados internos ante una manzana, viéndola uno de ellos verde y el otro roja. Al menos, una descripción funcional no podría hacer discriminación entre ellos y les atribuiría un mismo estado mental. Igualmente, podemos imaginar, tal como Block (1978) nos propone en un experimento mental, un robot gigantesco, o un cerebro compuesto de homúnculos u hombrecillos en miniatura, o un número inmenso de ciudadanos chinos conectados entre sí causalmente de modo que cada uno de ellos cumpliera una función concreta y cuyo sistema global simulara perfectamente el funcionamiento de una mente humana. Ese robot o ese cerebro homuncular cumplirían los requisitos del funcionalismo para la atribución de estados mentales, pero en ellos estaría ausente cualquier estado cualitativo. El propio Fodor (1981, 72) reconoce que «tal como están las cosas, el problema del contenido cualitativo constituye una seria amenaza a la afirmación de que el funcionalismo pueda presentar una teoría general de la mente». Otro frente por el que el funcionalismo computacional ha sido tradicionalmente atacado es el del contenido intencional o semántico de nuestros estados mentales. Al proponer un modelo estrictamente formal y sintáctico, el funcionalismo dejaría fuera un aspecto esencial de lo mental, como es el de estar referido a un contenido: pensar en algo, recordar algo, querer a alguien. Por otro lado, este contenido mental parece insoslayable en las explicaciones de nuestras actuaciones cognitivas tanto con el medio como en la relación entre estados mentales: me enojo porque entiendo el significado insultante de una palabra dirigida a mí y cojo el paraguas porque entiendo el significado del término «lluvia» emitido por quien pronostica el tiempo. Dreyfus (1979) ya consideró inviable el programa de la Inteligencia Artificial de reproducir los procesos mentales humanos fundándose en este carácter intencional de la mente que Husserl había subrayado. Pero, sin duda, ha sido el experimento mental de Searle sobre la «habitación china» el más divulgado para criticar las pretensiones funcionalistas que identifican estados mentales con estados funcionales y la mente con un sistema de cómputo de representaciones simbólicas.

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P. Chacón Fuertes

Imaginemos, nos propone Searle (1980), que se me encierra en una habitación a mí, que no entiendo el idioma chino, con numerosas tarjetas llenas de caracteres chinos y una tabla de instrucciones en las que se me indica pormenorizadamente los pasos que he de seguir para combinarlos con otra serie de símbolos chinos que tengo a mi disposición. Imaginemos que, fuera de la habitación y sin posibilidad de verme, se encuentra un experto conocedor del chino que plantea preguntas en ese idioma que se me entregan por escrito. Siguiendo fielmente las instrucciones, mi tarea consiste en combinar los caracteres, aunque ignoro absolutamente su significado, y tras haberlos seleccionado remitirlos como respuesta que es entregada al experto chino. Éste comprueba la corrección de tales respuestas escritas en su idioma y extrae la conclusión, de acuerdo con el modelo funcionalista de mente, de que la persona que se encuentra dentro de la habitación sabe chino, cuando en realidad sigo sin comprender absolutamente nada de este idioma. Carece de sentido alguno, afirma Searle, atribuirme la comprensión del chino porque me he limitado, como el ordenador del cual soy ahora metáfora, a combinar signos que carecen de significado para mí. De igual manera, resulta ilegítimo atribuir estados mentales a los ordenadores y afirmar que las máquinas piensan, puesto que sus sintácticos procesos de computación de símbolos carecen de cualquier significación semántica o de contenido para el sistema. En fin, dentro del propio campo de la psicología cognitiva han surgido críticas sobre la capacidad del modelo de cómputos de representaciones para representar la mente humana real. Al fin y al cabo, la «máquina» cognitiva que interesa a los psicólogos está limitada y condicionada por su integración en un sistema nervioso compuesto de neuronas. Al hacer abstracción del hardware, el funcionalismo computacional se aleja en sus explicaciones funcionales de aspectos relevantes de la mente, a lo que habría que añadir las insuficiencias del modelo de computación adoptado, que no es otro que el del ordenador digital, tipo Von Neumann, capaz sólo de procesar símbolos en forma serial, aunque sea a grandes velocidades. Características relevantes de la forma que tiene la mente humana de procesar información (como la flexibilidad, resistencia a la degradación, capacidad de afrontar múltiples tareas de forma simultánea o de poder realizarlas sin contar con todos los elementos lógicos necesarios, etc.) no se acomodan a los modos de proceder de un ordenador digital. Ya en 1943, W. McCulloch y W Pitts, en su artículo «Un cálculo lógico inmanente en la actividad nerviosa», propusieron un modelo computacional de las redes neuronales que mostraba la posibilidad que éstas tenían de incorporar principios lógicos en sus actividades, una línea de investigación que fue proseguida por el neuropsicólogo Hebb y, sobre todo, F. Rosenblatt en su obra Principios de Neurodinámica (1962). Por diversas razones, esta línea de investigación fue abandonada durante años, en beneficio del funcionalismo computacional que hemos analizado, hasta resurgir con fuerza a partir de los trabajos de D. Rummelhart y Jc. MacClelland junto con el grupo de investigación del PDP (Parallel Distributed Processing). Este nuevo enfoque que lleva el nombre de conexionismo se propone una reproducción más realista del funcionamiento cognitivo de nuestro sistema nervioso: el procesamiento

Funcionalismo

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sería en paralelo, no serial, fruto de la activación y conexión simultánea de redes neurales; un modelo en el que, en contra de lo afirmado por el funcionalismo computacional, no sería preciso para explicar el conocimiento apelar a cómputos de representaciones ni a símbolos inconscientes, pues bastarían los cambios cuantitativos en la activación y en la conexión de las redes neuronales. En el enfoque conexionista están hoy día depositadas muchas esperanzas de la psicología cognitiva en encontrar un modelo abstracto del funcionamiento mental de nuestro sistema nervioso. Pero eso es ya otra historia, aunque sea una muy actual y prometedora.

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Capítulo VII

La computadora como metáfora Víctor Luis Guedán Pécker

El filósofo norteamericano John Searle (1984, 51) comenta lo siguiente, respecto de la irrupción de las computadoras en la investigación psicológica: Puesto que no entendemos muy bien el cerebro, estamos tentados constantemente a usar la última tecnología como modelo para intentar entenderlo. En mi niñez se nos aseguraba siempre que el cerebro era una centralita telefónica. («¿Qué otra cosa podía ser?») Me divertía ver que Sherrington, el gran neurocientífico británico, pensaba que el cerebro funcionaba como un sistema telegráfico. Freud comparaba a menudo el cerebro con los sistemas hidráulicos y electromagnéticos. Leibniz lo comparaba con un molino, y alguien me dijo que alguno de los antiguos griegos pensaba que el cerebro funcionaba como una catapulta. En la actualidad, obviamente, la metáfora es el computador digital.

El influjo de la computadora como metáfora de la mente y de su sustrato material, el cerebro, no es, sin embargo, sólo una cuestión de modas, como parece sugerir este texto. Por un lado, hay algo de arcano en la atracción que las máquinas han ejercido en la fantasía de los hombres, quienes desde antiguo han imaginado la posibilidad de dotarlas de cuanto es más propio del ser humano: alma, mente, inteligencia… Por otro, hay razones filosóficas y científicas que explican esa apropiación de la computadora como metáfora, por parte de la psicología. En verdad, el empeño por hacer de las computadoras máquinas inteligentes se ha convertido no sólo en un interesante foro para la investigación científica y tecnológica, sino también en un contraste para la operatividad y validez de muchas teorías filosóficas; en especial, de aquellas que se baten entre sí, empeñadas en la tarea de resolver el problema mente-cerebro.

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La mejor manera de desvelar los lazos que hoy ligan a la psicología con los modelos computacionales puede que sea el relato del proceso histórico por el que se ha llegado a este punto. Relato tras el cual será pertinente desvelar los presupuestos filosóficos que subyacen a dichos modelos, así como un análisis crítico de su validez. Sólo entonces se estará en condiciones de hacer un juicio acerca del valor que pueda tener para la psicología el uso de las computadoras como metáforas de los procesos cerebrales y mentales. 7.1.

HISTORIA DE LAS METÁFORAS COMPUTACIONALES EN PSICOLOGÍA

Como es sabido, las primeras décadas del siglo xx representaron el auge arrollador del conductismo como paradigma dominante en la psicología. En consonancia con la corriente epistemológica más en boga en la época, el neopositivismo, los conductistas desterraban de la psicología científica todo el vocabulario que se refiriese a realidades o procesos no observables, de manera que el objeto de estudio de la psicología científica no podía ser otro, a juicio de Watson, que la conducta. Fuera de ese campo, la conciencia quedaba relegada a un pseudo-problema del que la psicología había conseguido desembarazarse al fin, al haber quedado constituida como un saber positivo. Pero el paso del tiempo vino a demostrar las graves insuficiencias explicativas del conductismo, en su versión primigenia. Algunos autores como Hull propusieron entonces una serie de modificaciones en el modelo explicativo conductista, asumiendo la relevancia científica de variables mediacionales no observables, pero que constituirían una «correa de transmisión» causal entre el estímulo exterior y la respuesta observable. Sin embargo, en último término, tampoco la postulación de esas variables fue suficiente, de manera que Tolman sugirió salvar las dificultades más recalcitrantes admitiendo de nuevo el carácter intencional del sujeto humano. El conductismo había derivado, así, hacia la postulación de tesis contrarias a las que le fueron dotadas por su fundador: se asumían de nuevo conceptos mentalistas, y se sustituía una concepción del sujeto humano como ser reactivo por otra en la que aparecía como un ser activo. A pesar de unos últimos esfuerzos por salvar el paradigma, como los realizados por Skinner, a mediados de la década de los 60 era ya evidente la crisis de todo el paradigma, y la necesidad de su sustitución1.

1

Cfr. J. L. Fernández Trespalacios (1986, 35).

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EVOLUCIÓN DEL CONDUCTISMO PARADIGMA CONDUCTISTA (1.ª versión) Estudio de la conducta observable, orillando todo cuanto ocurre «tras la piel» (Watson) DIFICULTADES para el paradigma conductista Incapacidad para explicar adecuadamente las conductas más complejas PARADIGMA CONDUCTISTA (versiones sucesivas) Introducción de variables mediacionales (Hull) y de consideración del carácter intencional del sujeto (Tolman) CRISIS definitiva del paradigma conductista Persistencia de las dificultades para explicar adecuadamente las conductas más complejas

Según Bruner (1990, 20-21), el propósito inicial de la psicología cognitiva, a finales de los años 50, era posibilitar a la psicología científica la «recuperación de la mente», en un proyecto revolucionario que desbordaba el afán reformador de psicólogos como Hull o Tolman. Y esa recuperación debía venir dada por la instauración del significado como objeto de investigación. Los nuevos problemas sobre los que habría de gravitar la psicología en adelante eran del tipo siguiente: ¿de qué modo construye el ser humano un mundo de significaciones, y cómo se maneja en ese entramado simbólico? Sin embargo, pronto se dio un giro en la orientación a ese proyecto original, y del estudio del significado en sí mismo, de su constitución, se transitó hacia la cuestión algo diferente de la naturaleza de los procesos de transmisión de los contenidos significativos. La causa principal fue el valor heurístico que algunos psicólogos descubrieron en la teoría de la información, propuesta por Norbert Wiener y desarrollada por Shannon: mientras que la comprensión de la naturaleza de los símbolos —tarea en la que estaban empeñadas muchas disciplinas diferentes— resultaba muy problemática, Wiener (1948) había mostrado que no ocurría lo mismo a la hora de investigar el procesamiento de la información contenida en los símbolos. Así pues, frente al hombre como animal simbólico —óptica originaria que proponía inicialmente el cognitivismo—, los psicólogos cognitivos comenzaron, entonces, a contemplarlo bajo otra de sus facetas: como uno más entre los sistemas capaces de procesar información. En este punto en el que la psicología había reorientado su ámbito de intereses, vino en su ayuda una nueva disciplina, la inteligencia artificial (IA), que inicialmente era sólo una rama tecnológica empeñada en conseguir computadoras capaces de realizar tareas que tradicionalmente se han asignado a la inteligencia humana y que, en muchos casos, por su carácter engorroso, sería muy benéfico que hiciesen las máquinas2. Cómo llegó a

2 «El diseño de computadoras es una rama de la ingeniería (incluso cuando lo que se diseña es software y no hardware), y la IA es una subrama de esa rama de la ingeniería. Si vale la

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darse esta colaboración y de qué modos fue entendida ésta tiene su propia historia. En gran medida, la historia de la IA comienza en el año 1937, fecha en la que el lógico inglés Allan Turing demostró que un determinado prototipo ideal de máquina, la Máquina Universal de Turing, era capaz de realizar cualquier «operación computable», es decir, resoluble mediante la aplicación de un número finito de algoritmos3. Ahora bien, como toda máquina es, en realidad, un sistema capaz de resolver determinadas tareas mediante la aplicación de un número limitado de algoritmos, la máquina universal de Turing podía, en principio, duplicar las capacidades de cualquier otra máquina. Se trataba, en definitiva, de un modelo lógico universal de toda máquina posible; y esa condición hacía de la máquina de Turing un instrumento muy estimulante. A esos desarrollos científicos hay que ligar determinada concepción metafísica, para comprender el interés que la máquina universal de Turing pudo despertar entre los psicólogos: en el siglo xviii el médico francés Julien Offray de La Mettrie había sostenido que la naturaleza humana no se diferenciaba en esencia de la de las máquinas, sino, a lo sumo, en el grado de complejidad4. Esta tesis, de corte materialista, no pasó desapercibida a los primeros investigadores interesados en explorar las aplicaciones de posibles realizaciones materiales del modelo de máquina propuesto por Turing; no en balde, si la máquina universal de Turing era un modelo lógico de cualquier máquina, también podía suponerse modelo de una máquina tan especial como el ser humano. Llegados a este punto, el uso de las computadoras como apoyo para la investigación psicológica adquirió, a mediados de siglo, dos modalidades: por un lado, se intentó establecer modelos computacionales de las estructuras cerebrales, con la esperanza de que, de la realización física de tales modelos, pudieran emerger cualidades mentales. Por otro, se buscó atacar directamente el problema de la naturaleza de las propiedades mentales, procurando crear modelos de las mismas. La primera de esas alternativas, por avatares que serán citados más adelante, fue abandonada a finales de la década de los 60, en beneficio de la segunda, y sólo resurgió tras el progresivo cúmulo de dificultades con que fue topándose ésta. Veremos, pues, en el orden de exposición de este trabajo, primero los empeños por simular las capacidades mentales (a lo que denominaremos IA de sistemas simbólicos), así como la naturaleza de sus límites, para pasar sólo después al estudio de

pena decir esto, es porque la IA se ha hecho notoria por formular reivindicaciones exageradas; reivindicaciones en el sentido de ser una disciplina fundamental e incluso de constituir ‘epistemología’. El objetivo de esta rama de la ingeniería es desarrollar software que permita a las computadoras simular o duplicar los logros de lo que intuitivamente reconocemos como ‘inteligencia’.» Cfr. H. Putnam, «Mucho ruido por muy poco», en S. R. Graubard, 1988, 307. 3 Cfr. A. Turing (1937), «On Computable Numbers with an Application to the Entscheidungsproblem», en Proceedings of London Mathematical Society, núm. 42. 4 Cfr. J. O. La Mettrie (1747), El hombre máquina.

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los modelos computacionales de las estructuras cerebrales (corriente a la que llamaremos conexionismo). El primero de esos programas de investigación, la IA de sistemas simbólicos, arranca con la invención, a principios de la década de los 40, de la primera computadora digital, por obra de John von Neumann. Pronto se hizo evidente que este tipo de máquina —denominado también máquina de von Neumann— poseía todas las características que Turing había imaginado para su Máquina Universal. Así pues, las computadoras de von Neumann resultaban ser igualmente modelos físicos capaces de duplicar cualquier capacidad que presentase otra máquina. En los primeros momentos, estas computadoras sólo habían sido utilizadas como operadoras de cantidades aritméticas. Fueron Newell, Simon y Shaw quienes tuvieron el mérito, hacia 1956, de programar este tipo de máquinas para la manipulación de símbolos, actividad que, por lo demás, es básica en la mente humana5. Faltaba un elemento para reforzar la legitimidad del uso de computadoras en el estudio de los procesos mentales de manipulación de símbolos; y ese elemento lo había donado Turing, quien, en un famoso artículo publicado el año 1950, propuso un test mediante el que podrían establecerse equivalencias funcionales entre determinadas máquinas universales de Turing —y, a fortiori, computadoras digitales— y las mentes humanas. Así pues, lo que venía a establecer el «test de Turing» era, en definitiva, el cúmulo de condiciones bajo las que sería legítimo el uso de una homología funcional entre mentes y máquinas, sobre esa base de su común carácter como procesadores de información. El valor de esta vía de investigación radicaba en que la psicología podría construir modelos computacionales efectivos de las hipótesis formuladas acerca de los procesos cognitivos —entendidos desde la perspectiva de la teoría de la información—, y ver en qué medida tales hipótesis producían los mismos resultados conductuales en una computadora que en un ser humano. Las computadoras eran, pues, un instrumento muy prometedor para la verificación de hipótesis acerca de la naturaleza de los mecanismos de procesamiento de información humanos. La propuesta de interpretar los procesos mentales a la luz de las computadoras recibió críticas desde el principio. Éstas, sin embargo, no fueron tan concluyentes como para frenar un proyecto de investigación al que se dedicaban muchos esfuerzos y medios. En realidad, la mayor objeción levantada contra dicho programa ha sido, a la postre, su estancamiento, después de una época inicial en la que, quizás, se desbordaron las expectativas. Ese agotamiento aparente de la metáfora computacional de sistemas simbólicos ha propiciado en los últimos años un renacimiento del conexionismo, aunque, en verdad, el conexionismo no reduce el número ni la virulencia de las objeciones contra la colaboración entre IA y psicología, y los resultados prácticos, respecto de las expectativas que algunos psicólogos hayan podido poner en

5 El Teórico Lógico era un programa para computadora digital, capaz de demostrar teoremas lógicos de los Principia Mathematica, de Russell y Whitehead.

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él, son aún muy escasos6. De hecho, en cierto sentido, todo el prestigio sobre el que se sustenta la posible colaboración entre la IA y la psicología, bien sea en la simulación de sistemas simbólicos, bien en la de redes neuronales, procede de la IA como mera rama técnica sin relevancia en la comprensión de la mente humana y sus mecanismos: son los denominados sistemas expertos, programas diseñados para realizar tareas muy engorrosas para la mente humana, por la gran cantidad de información manejada y la complejidad de los algoritmos aplicados, pero que difícilmente pueden considerarse inteligentes. EVOLUCIÓN DEL CONDUCTISMO PARADIGMA COGNITIVISTA (1.ª versión) Investigación de los mecanismos de formación de los significados construidos por la mente, así como del ser humano como animal simbólico (Bruner) DIFICULTADES de la 1.º versión del paradigma cognitivista Dificultad de establecer un tratamiento científico riguroso y productivo, en el estudio de la naturaleza de los símbolos PARADIGMA COGNITIVISTA (2.ª versión) Investigación de los mecanismos por los que el ser humano procesa información INSTRUMENTOS para el desarrollo de la 2.ª versión del paradigma cognitivista Teoría de la Información

Máquina de Turing

Test de Turing

Computadora digital

Redes neuronales artificiales

IA de sistemas simbólicos

Conexionismo

7.2. PRESUPUESTOS FILOSÓFICOS DE LA IA DE SISTEMAS SIMBÓLICOS El artículo que Allan Turing hiciera público en 1950 ha recibido en español un título que no es el que le dio su autor, pero que se corresponde a la perfección con el asunto que trata: «¿Puede pensar una máquina?» Comenzaba Turing su famoso trabajo indicando la dificultad de definir los términos ‘máquina’ y ‘pensar’, a pesar de que de esas definiciones depende uno de los procedimientos posibles de plantear rigurosamente la pregunta 6

Cfr. H. Putnam (1988), «Mucho ruido por muy poco», en S. R. Graubard, 1988.

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de si puede pensar una máquina. Sin embargo, a juicio de Turing, es posible redefinir la pregunta de manera que pueda orillarse ese escollo; porque la nueva pregunta, que Turing creía equivalente a la de si piensa una máquina, se expresa en términos de un tipo de máquina muy concreto —una computadora digital—, y sustituyendo el término ‘pensar’ por el nombre de un criterio capaz de comprobar si un ente piensa o no: juego de imitación. El juego de imitación consiste en que una máquina y un ser humano respondan anónimamente a preguntas formuladas por un segundo ser humano. Si se diera el caso de que el interrogador experto fuera incapaz de distinguir, a través únicamente de las respuestas, entre la máquina y el humano, debería concluirse, a juicio de Turing, que la máquina piensa, en los mismos términos en que usemos la palabra ‘pensar’ con el ser humano. No necesitamos, por ello, aclarar en qué consista pensar. El juego de imitación, convertido en un test para determinar la capacidad de una máquina para pensar, se conoce como test de Turing. Ahora bien, para saber si alguna máquina puede llegar a salvar el test de Turing, basta con estudiar si lo puede hacer la máquina ideal imaginada por Turing, su máquina universal, toda vez que esta máquina es capaz de hacer toda tarea realizable por cualquier otra máquina. Y resulta que el computador digital es, con diferencias prácticamente inapreciables, la realización material de una máquina universal de Turing. De modo que el problema de si pueden pensar las máquinas se puede concretar finalmente del siguiente modo: ¿Puede jugar eficazmente al juego de imitación una computadora digital? Éstos fueron los términos en que Turing transformó la pregunta inicial de si puede pensar una máquina. Las dos preguntas, sin embargo, son sólo equivalentes si se asumen como válidos determinados presupuestos filosóficos: — El computador digital es una máquina electrónica que materializa la máquina universal de Turing; pero la Máquina Analítica, que es un ingenio mecánico diseñado por el matemático inglés Charles Babbadge en el siglo xix, de haber sido construida, también hubiera materializado la máquina universal de Turing. En resumidas cuentas, para el test de Turing no es la naturaleza material de una máquina — su hardware — lo relevante a la hora de establecer si se trata o no de una máquina universal de Turing y, en consecuencia, de si puede pensar. Lo que viene a sostener este presupuesto funcionalista es que se da la misma relación entre cerebro y mente, en el ser humano, que entre hardware y software (programa) en las máquinas; y que el problema de si las máquinas piensan ha de estudiarse únicamente a nivel de las capacidades funcionales del software. — El test de Turing se desentiende de la naturaleza de los procesos «internos» que pudieran permitir a una computadora salvar con éxito el juego de imitación. Tanto si esos procesos se ajustan en algún sentido a los correspondientes mediante los que una mente humana procesa información, como si son totalmente disímiles, esta consideración carece aquí de relevancia. En el fondo, se trata de una postura clásica en el seno del paradigma conductista: tal y como expresara Skinner, a la psicología le ha de resultar irrele-

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vante cuanto acontece «tras la piel»7. Al test de Turing le subyace, pues, un presupuesto conductista. El conjunto de esos dos presupuestos se conoce como funcionalismo de tabla de máquina. Ya Jerry Fodor (1968, 163-164) indicó en su día las insuficiencias de este tipo de funcionalismo y la necesidad de completar el test de Turing con una restricción: que los procesos computacionales que llevan en la máquina y en el humano a conductas indistinguibles sean equivalentes, esto es, que operen con software semejante. El resultado de esta modificación propuesta por Fodor es lo que se conoce como funcionalismo computacional. Dos son los principales tipos de crítica que se han dirigido contra la validez del funcionalismo computacional dentro de lo que se conoce como el problema hombre-máquina, es decir, en lo relativo a la posibilidad de que una máquina llegase a duplicar las facultades mentales de un hombre: — Aun en el caso de que haya máquinas capaces de imitar el comportamiento humano hasta el punto de superar con éxito el test de Turing, gobernándose por procedimientos paralelos a los que parecen gobernar los procesos mentales, hay razones para sostener la invalidez del juego de imitación como test acerca de la posesión de mentes en las máquinas. — Aun aceptando la validez del test de Turing, bajo las restricciones del funcionalismo computacional, hay razones para sostener la incapacidad lógica de las computadoras digitales para salvar con total garantía dicho test y, por lo tanto, para ser funcionalmente equivalentes a la mente humana. Los argumentos más conocidos dentro de estas líneas de crítica son, respectivamente, el argumento de la sala china y el argumento matemático. A continuación, se revisarán ambos argumentos, sobre los que recae el peso de desmontar filosóficamente el proyecto de modelar computacionalmente la mente humana. 7.3.

EL ARGUMENTO DE LA SALA CHINA

En el artículo de 1950, Turing ya hizo referencia a algunas posibles objeciones dirigidas contra la validez del juego de imitación, concebido como test. La más importante es el «argumento de la conciencia», que podría rezar así, según Turing: Sólo cuando una máquina sea capaz de escribir un soneto o componer un concierto por haber experimentado pensamientos y emociones, y no por una conjunción casual de símbolos, admitiremos que pueda ser igual al 7

Esta expresión hace referencia al modo en que Skinner denomina todo lo que, perteneciendo a la interioridad del sujeto, carece de importancia desde el punto de vista de la psicología científica. Cfr. B. F. Skinner (1953), Ciencia y conducta humana, Barcelona, Martínez Roca, 1986, págs. 284-292.

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cerebro —es decir, que no solamente escriba, sino que conozca que escribe. Jamás mecanismo alguno podría experimentar placer en sus éxitos (y no sólo dar artificialmente señal de sentirlo, que es treta fácil), sentir pena cuando sus válvulas se fundiesen, excitación por el halago, entristecerse por sus errores, percibir el encanto del saxo, estar irritado o deprimido cuando no pudiese conseguir lo que deseara.

El argumento de la conciencia despertó desde un principio gran polémica, agudizada, en especial, tras la versión que le diera el filósofo norteamericano John Searle en el año 1980, mediante la propuesta de un experimento mental, el «argumento de la sala china»: Tomemos un idioma que no comprendemos; en mi caso, tal idioma puede ser el chino […]. Supongamos ahora que me instalan en una habitación que contiene cestas repletas de símbolos chinos. Supongamos también que me proporcionan un libro de instrucciones en español, con reglas que estipulan cómo han de emparejarse unos símbolos chinos con otros. Las reglas permiten reconocer los símbolos puramente por su forma y no requieren que yo comprenda ninguno de ellos […]. Imaginemos que personas situadas fuera de la habitación y que sí comprenden el chino me van entregando pequeños grupos de símbolos, y que, en respuesta, yo manipulo los símbolos de acuerdo con las reglas del libro y les entrego pequeños grupos de símbolos. Ahora, el libro de instrucciones es el ‘programa informático’; las personas que los escribieron son los ‘programadores’ y yo soy el ‘ordenador’. Los cestos llenos de símbolos constituyen la ‘base de datos’, los pequeños grupos que me son entregados son ‘preguntas’ y los grupos que yo entrego, las ‘respuestas’. Supongamos ahora que el libro de instrucciones esté escrito de modo tal que mis ‘respuestas’ a las ‘preguntas’ resulten indistinguibles de las de un chino nativo […]. Estoy superando el test de Turing en lo que a comprender el chino concierne. Y, al mismo tiempo, ignoro totalmente el chino. Y en el sistema que estoy describiendo no hay forma de que yo llegue a comprender el chino, pues no hay forma de que yo pueda aprender los significados de ninguno de los símbolos. Estoy manipulando símbolos lo mismo que un ordenador, pero sin adscribir significado a los símbolos […]. Si yo no comprendo el chino basándome solamente en el funcionamiento de un programa informático para comprender el chino, tampoco lo comprende entonces, con ese mismo fundamento, ningún ordenador digital. Los ordenadores digitales se limitan a manipular símbolos de acuerdo con las reglas del programa8.

Desde un punto de vista lógico, el argumento de la sala china pretende refutar la metáfora computacional de sistemas simbólicos apoyándose en tres axiomas:

8 Cfr. J. Searle (1990), «¿Es la mente un programa informático?», en Investigación y Ciencia, año 1990.

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V. L. Guedán Pécker Axioma 1. Los programas informáticos son formales (sintácticos). Axioma 2. La mente humana posee contenidos mentales (semánticos). Axioma 3. La sintaxis, por sí misma, no es constitutiva ni suficiente para la semántica. Conclusión 1. Los programas ni son constitutivos de mentes ni suficientes para ellas.

Las principales críticas que ha recibido el argumento de la sala china se dirigen contra el axioma 3, y el debate sobre el mismo ha derivado hacia ya viejos temas de la filosofía del lenguaje, disciplina en la que John Searle es una de sus más eminentes figuras9. Así, por ejemplo, el matrimonio Churchland ha argumentado que, mediante el recurso a «las nuevas tecnologías en paralelo, inspiradas y basadas en las redes neuronales», existen posibilidades de acelerar la capacidad de procesamiento de las computadoras de un modo tan excepcional que, a partir de determinado punto crítico, es posible que el mero cálculo sintáctico produjera la emergencia de semántica en las computadoras10. Se trata de una hipótesis holista, según la cual el oleaje de cálculos ciegos, pero extremadamente veloces, produciría la aparición de un epifenómeno, la «espuma de esas olas»: la semántica y la conciencia en la que ésta se asienta. Dificultades del estilo de las presentadas por Searle le han llevado finalmente a Fodor (1975) a sostener que los cerebros deben poseer de modo innato unos determinados contenidos semánticos, como condición necesaria para que en ellos el procesamiento de información devenga mente. Obviamente, si esos contenidos semánticos brillan por su ausencia en las computadoras, no debería esperarse la emergencia de mente en ellas. 7.4. EL ARGUMENTO MATEMÁTICO Siendo posible interpretar al ser humano como procesador de información, ¿en dónde radica la diferencia con los computadores digitales para que en el primer caso podamos hablar de mentes y en el segundo no? ¿No sería posible encontrar algún modo de equivalencia funcional entre mente y máquina, que permitiese hablar de ‘inteligencia artificial’, sin que este término comportase sólo una metáfora? Hemos visto poner como condiciones para esa equivalencia tanto el test de Turing como el paralelismo entre el software de la máquina y los procesos de la mente humana. ¿Son estas condiciones suficientes para poder confiar en la emergencia futura de inteligencia artificial? ¿En nada resulta relevante la diferencia entre el cerebro y el hardware

9 El filósofo austriaco Rudolf Carnap representa, con su trayectoria intelectual, el fracaso de intentar reducir la semántica a sintaxis. Sus posiciones iniciales, durante las primeras décadas del siglo xx, fueron paulatinamente corregidas por él mismo, hasta venir a reconocer la validez de lo que el tercer axioma de Searle defiende. 10 Cfr. P. M. Churchland y P. Smith Churchland (1990), «¿Podría pensar una máquina?», en Investigación y ciencia, 1990.

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de la computadora? Hemos visto también que Searle rechaza la suficiencia de tales condiciones, porque, aun cuando se salven ambas con éxito, la diferencia está en que mientras el cerebro procesa información comprendiendo, la computadora procesa sin comprender lo que hace. Pero hay otra línea de crítica a la inteligencia artificial: sostener que, simplemente, alguna de las condiciones antedichas, aunque sobre el papel sea correcta, es imposible de ser cumplida satisfactoriamente por una computadora, y que, por lo tanto, la equivalencia funcional a la que se aspira no llegará a alcanzarse nunca; que cerebro y máquina tienen características funcionales irremediablemente distintas. También esta línea de crítica fue tomada en consideración por Allan Turing (1950), quien precisamente la denominó argumento matemático; pero el filósofo que ha intentado convertirla en una refutación rigurosa de la inteligencia artificial es J. R. Lucas (1964). La base de esta crítica es un famoso teorema matemático: el teorema de la incompletud, o teorema de Gödel, y mediante el mismo Lucas cree posible demostrar la invalidez de toda explicación mecanicista de los procesos mentales. Expresado de forma muy poco técnica, el teorema de incompletud demuestra que determinados sistemas lógicos son, precisamente por su coherencia interna y su poder deductivo, incapaces de demostrar la verdad de algunas fórmulas que, sin embargo, son verdaderas a los ojos del matemático que trabaja con esos sistemas. Como afirma Hofstadter (1987, 21), «lo que demostró Gödel fue que la demostrabilidad es un concepto más endeble que la verdad, independientemente del sistema axiomático de que se trate». Ahora bien, basta con tener presente que los programas de las computadoras son sistemas axiomáticos como los analizados por Gödel, para deducir que también ellos sufren las consecuencias del teorema de incompletud, y que, por lo tanto, diseñados para trabajar en un ámbito específico, se encontrarán inevitablemente con algunos enunciados acerca de cuya verdad o falsedad no es posible que se pronuncien. Y, sin embargo —aquí está el punto principal de apoyo de la argumentación de Lucas—, un ser humano sabe que esos enunciados indecidibles en un sistema axiomático son verdaderos. Así pues, parece haber una capacidad de la mente humana que escapa a toda computadora. Con el argumento matemático no se quiere afirmar que el hombre sea más infalible que toda máquina, sino sólo que hombre y máquina son naturalezas esencialmente distintas, al menos en aquello a lo que se refiere el teorema de incompletud; que mientras que la máquina se encenaga ante la indemostrabilidad de determinados teoremas, para el hombre es obvia la verdad de los mismos. «De ello se infiere —concluye Lucas— que ninguna máquina puede ser modelo exacto o adecuado de la mente, y que las mentes son fundamentalmente distintas a las máquinas.» El argumento matemático está, al igual que el de la sala china, muy lejos de haber conseguido una aceptación universal. Desde que lo propusiera Lucas ha sido fuente de una larga polémica en la que, a lo largo del tiempo, han intervenido matemáticos como Turing, filósofos como el propio Lucas, expertos en inteligencia artificial como Hofstadter, e incluso físicos de primera línea como Penrose. De hecho, Penrose, a través de obras muy atracti-

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vas y llenas de erudición en distintos campos de la ciencia, se ha convertido, en los últimos años, en uno de los principales enemigos de la metáfora como modelo de la mente. Básicamente, su argumentación viene a generalizar la de Lucas: 1. Las computadoras, en tanto que realizaciones materiales de la máquina de Turing, sólo pueden resolver problemas mediante procedimientos algorítmicos. 2. Existen problemas cuya solución no es posible alcanzarla mediante procedimientos algorítmicos (tal es el caso de las fórmulas de Gödel). 3. La mente humana sí es capaz de resolver muchos de estos problemas. 4. Por lo tanto, la mente y las computadoras no son identificables.

A partir de aquí, Penrose (1989) se ha preocupado de investigar las causas que hacen posible que el cerebro disponga de un software capaz de hacer uso de procedimientos no algorítmicos, mientras que a las computadoras parece estarles vedado un programa de tal naturaleza. Como hipótesis, apoyada en ciertos indicios aparecidos en el estudio del sistema nervioso, propone que la diferencia puede estar en que en el cerebro son significativos, de alguna manera no comprendida bien aún, ciertos fenómenos cuánticos, mientras que en las computadoras no lo son. 7.5. EL NEO-CONEXIONISMO Las críticas filosóficas no fueron las responsables principales de la decadencia de la inteligencia artificial de sistemas simbólicos. Antes bien, fue la incapacidad de este programa de investigación para cumplir con las expectativas despertadas lo que indujo a los científicos a buscar otros derroteros. En efecto, suelen distinguirse tres etapas en el desarrollo de la creación de sistemas simbólicos en computadoras: entre 1955 y 1965, el propósito fue diseñar para las máquinas procedimientos de representación y de búsqueda; entre 1965 y 1975, se trataba de construir modelos computacionales de parcelas restringidas de actividad intelectual, y este empeño dio como fruto la aparición de los sistemas expertos; por fin, a partir de 1975, se propuso una meta mucho más ambiciosa: crear modelos eficaces del sentido común de los humanos; y hay que reconocer que, a día de hoy, tal empeño se ha saldado con un rotundo fracaso, que ha tenido embarrancada a la IA en un aparente callejón sin salida11. El diagnóstico dado por los investigadores destaca las siguientes causas: 1. Los programas escalan muy mal, es decir, podría esperarse que un programa que ofrece indicios de una conducta inteligente la pudiera des-

11 Cfr. H. L. Dreyfus y S. E. Dreyfus (1988), «Fabricar una mente versus modelar el cerebro: la inteligencia artificial se divide de nuevo», en S. R. Graubard (comp.), 1988, 44-45.

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arrollar con tal de dotarlo de una capacidad significativamente mayor para procesar información. Sin embargo, esta suposición se ve desmentida por los hechos: a menudo, a partir de cierto grado de complejidad, el aumento en la velocidad de procesamiento no supone un aumento significativo de las capacidades de la máquina. Por otra parte, el aumento de la velocidad de procesamiento tiene un límite en la máquina de von Neumann, derivada de la velocidad de la luz y de la complejidad del «cableado» utilizado; de manera que no puede ser aumentada indefinidamente. 2. Los programas no saben buscar objetivos insuficientemente definidos: el estilo de programación en que se basan requiere dotar a la computadora de una información exhaustiva, para que ésta pueda tomar decisiones. Y no es ésta la naturaleza del sentido común, quien puede suplir a menudo las insuficiencias de una información sólo parcial. 3. Los programas no saben reaccionar ante circunstancias cambiantes del entorno, tales que hagan inútiles algunas de las reglas que han sido establecidas en los mismos. Los programas informáticos son, en este sentido, rígidos en exceso. Y, de nuevo, la adaptabilidad a nuevas coordenadas es una de las características más interesantes del sentido común de los humanos12. Estas dificultades de naturaleza no circunstancial en la IA de sistemas simbólicos indujeron, a mediados de la década de los 80, a volver la vista hacia el antiguo proyecto conexionista, que había permanecido en el limbo durante tres lustros y cuya historia relataremos a continuación brevemente13. Ya en 1943, el mismo año en que se diseñaban y construían las primeras computadoras digitales, McCulloch y Pitts consiguieron establecer un modelo matemático del comportamiento de una neurona. En principio, pues, parecía factible la modelización computacional de las redes neuronales del cerebro, y con ello, una vía de acceso nueva para el estudio del cerebro y —en la medida en que las tesis fisicalistas fueran acertadas— de la mente. Algunas voces muy autorizadas mostraron recelos a hacer operativa la semejanza indicada por McCulloch y Pitts, porque les parecía que las diferencias tanto entre las neuronas cerebrales y las neuronas formales cuanto entre una red neuronal del cerebro y las llamadas, desde entonces, redes de McCulloch-Pitts eran demasiado significativas como para obviarlas14. Aun así, nuevos descubrimientos dieron vida al programa conexionista de simulación computacional de las estructuras cerebrales. En 1949, Donald O. Hebb indicó que los pro-

12 Cfr. D. L. Waltz (1988), «Perspectivas de la construcción de máquinas verdaderamente inteligentes», en S. R. Graubard (comp.), 1988, 221-224. 13 El texto fundacional del neo-conexionismo es D. E. Rumelhalt, J. L. McClelland y el PDP RESEARCH GROUP (1986), Parallel Distribuited Processing, Cambridge, MIT Press. 14 Cfr. Von Neummann (1951), «The General and Logic Theory of Automata», en L. A. Jeffress (ed.) (1951), Cerebral Mechanisms in Behavior, Nueva York, Wiley.

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cesos de aprendizaje de un organismo se traducen en modificaciones en las conexiones sinápticas; y una década después, Frank Rosenblatt (1958) diseñó un dispositivo computacional denominado perceptrón, que no era sino una red neuronal artificial con conexiones modificables. El perceptrón podía considerarse, al igual que la computadora digital, una realización material de la máquina de Turing, pero presentaba una sorprendente ventaja frente a las máquinas de von Neumann: podía ser «entrenado» para realizar determinadas tareas de naturaleza muy simple y para las que no había sido programado específicamente. Dicho de otro modo, frente a la programación de tareas concretas, como estrategia de la IA de sistemas simbólicos, ahora se imponía el aprendizaje. Los perceptrones no eran programados, sino sólo sometidos a un proceso sistemático de ensayo y error, tan querido por los conductistas, mediante el cual se iban modificando sus conexiones, hasta adquirir el tipo de conducta adecuado al caso. El año 1969 supuso un cambio radical en la consideración de esta vía para la investigación científica: un trabajo de Marvin Minsky y Seymour Papert parecía demostrar la incapacidad del perceptrón para la tarea de simular adecuadamente las redes neuronales. El influjo de este estudio fue tal que el programa diseñado por Rosenblatt, y que hoy denominamos conexionismo, quedó congelado durante casi dos décadas. Sin embargo, a raíz del estancamiento de la IA de sistemas simbólicos, el antiguo programa conexionista fue revisado; y, entonces, se descubrió que las objeciones vertidas contra él sólo eran pertinentes para un cierto tipo de perceptrones, los más simples (perceptrones de una sola capa), mientras que eran inoperantes, por el contrario, frente a diseños más complejos (perceptrones de varias capas, y otros tipos de redes neuronales artificiales). Los perceptrones de varias capas, para cuyo entrenamiento sólo a partir de 1985 se dispuso de métodos eficaces, tienen la naturaleza de pequeños sistemas expertos que, a la manera de redes neuronales locales, son capaces de realizar tareas muy específicas y, a menudo, extremadamente simples15. ¿De qué manera podían ser utilizados para la duplicación de facultades mentales? Una de las tesis básicas del conexionismo, propuesta precisamente por quien fue uno de sus primeros críticos, Marvin Minsky, es que la inteligencia es el resultado de la interacción de un número muy elevado de redes neuronales, cada una de las cuales tiene unas capacidades funcionales específicas y no necesariamente «inteligentes». De manera que quizás podrían ser duplicados los poderes de la mente haciendo interaccionar, a su vez, a un número significativo de perceptrones, cada uno de los cuales habría de ser entrenado para la realización de un tipo particular de tarea. Esas interacciones en masa de distintas redes artificiales son compatibles con otra característica de los modelos conexionistas, la programación en paralelo: al igual que en el cere-

15 Cfr. D. L. Waltz (1988), «Perspectivas de la construcción de máquinas verdaderamente inteligentes», en S. R. Graubard (comp.), 1988, 231.

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bro, el input (estímulo que desata el procesamiento de la máquina) dispara simultáneamente varios sistemas, que operan en paralelo e interactúan entre sí, antes de emitir un output (respuesta al estímulo). Las redes neuronales artificiales ofrecen otras características que le asemejan al cerebro, además de su capacidad de aprendizaje o su naturaleza masivamente paralela: disponen de una memoria asociativa, capaz de recuperar contenidos a partir de fragmentos; e, igualmente, de tolerancia a fallos en el hardware. Además, su programación en paralelo ha permitido aumentar de modo muy notable la capacidad de procesamiento de información, respecto de las computadoras von Neumann. A pesar de todo ello, no son pocas las objeciones que se le han puesto al programa conexionista. Para empezar, hay serias limitaciones de orden puramente técnico, para la realización de redes neuronales artificiales de las que pudiera esperarse la emergencia de facultades mentales. Por ejemplo, es impensable que las redes neuronales artificiales puedan llegar a constituir estructuras tan complejas como las cerebrales, en donde se estima que están interconectadas diez mil millones de neuronas. En el mejor de los casos, los sistemas conexionistas no alcanzarán, a medio plazo, más allá del uno por cien de la capacidad del cerebro. Pero también hay objeciones provenientes del ámbito de la neurobiología: las redes de McCulloch-Pitts son simplificaEVOLUCIÓN DEL NEO-CONEXIONISMO PRIMEROS DESARROLLOS TEÓRICOS Redes de McCulloch-Pitts modelo matemático de las neuronas

Descubrimiento de la relación entre el aprendizaje y las modificaciones en las conexiones sinápticas

PERCEPTRÓN DE UNA CAPA Paradigma CONEXIONISTA Simulación de las redes cerebrales, haciendo uso de perceptrones de una capa o de máquinas equivalentes DIFICULTADES DE CONEXIONISMO Los perceptrones de una capa no pueden simular adecuadamente las redes neuronales NUEVOS DESARROLLOS TEÓRICOS Y TÉCNICOS Perceptrones de varias capas capaces de simular redes neuronales

La mente como una sociedad (Minsky)

Paradigma NEO-CONEXIONISTA Simulación de las redes cerebrales, haciendo uso de perceptrones de varias capas, o de máquinas equivalentes, conectados en paralelo

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ciones excesivas de la complejidad de las redes neuronales. Así, por ejemplo, el modelo matemático considera a todas las neuronas como funcionalmente equivalentes, lo que está muy alejado de la realidad. Por último, hay objeciones de tipo filosófico, pero, antes de indicar las más significativas, es conveniente indicar qué supuestos filosóficos soportan el programa conexionista. 7.6. CONDUCTISMO Y HOLISMO Es habitual contraponer dos formas de concebir las relaciones entre las partes de un todo y la totalidad misma: los atomistas sostienen que el todo no es sino la suma de sus partes, mientras que los holistas afirman que el todo excede a la suma de sus partes y que, por lo tanto, no puede esperarse conocerlo a partir del análisis por separado de todas y cada una de las partes que lo componen. En la historia de la psicología, esa oposición se concreta en el conductismo, por un lado, cuya postura es inequívocamente atomista, y las interpretaciones gestálticas de los sucesos mentales, por otro, en donde el holismo es el marco interpretativo adoptado. La novedad que, en este sentido, supone el conexionismo es que resulta atractivo tanto para conductistas como para holistas, en la medida en que es capaz de reinterpretar aportaciones significativas de cada uno de esos bandos. Desde el punto de vista conductista, se hace hincapié en que la fuerza del proyecto conexionista descansa sobre la posibilidad de que las máquinas puedan aprender por sí mismas lo que no se sabe cómo programar de modo adecuado, entre otras razones porque carecemos de un conocimiento profundo de ello: determinadas capacidades intelectuales. Y ese aprendizaje se ajusta a pautas conductuales que, como el ensayo-error, son del más puro estilo skinneriano, bajo la denominación de condicionamiento operante. Por otra parte, la presunción de que las redes neuronales artificiales puedan llegar a producir inteligencia se sustenta sobre una visión holística del problema mente-cerebro: ya hemos indicado que, según Minsky, la mente es el resultado de la interacción continua entre estructuras cerebrales que, en sí mismas y consideradas una a una, pueden carecer de todo rastro de cualidad mental. Trataré, pues, de las objeciones filosóficas al conexionismo, agrupándolas en, primero, las que atacan el barniz conductista que lo tiñe y, segundo, las que encuentran de dudosa manejabilidad la noción de holismo. El uso con las máquinas del procedimiento de ensayo y error, como estrategia para su aprendizaje, recuerda el debate clásico entre Chomsky y Skinner acerca de la capacidad infantil de adquisición del lenguaje: algo similar ocurre cuando se comparan las capacidades de un niño y un chimpancé, que cuando se hace con una red neuronal cerebral y una red neuronal artificial: la reiteración y la eficacia del aprendizaje por ensayo y error son tan significativamente distintas en el hombre y en los simios y las máquinas que se hace necesario postular la diferente naturaleza entre uno y otros. Para que, por ejemplo, una red artificial aprendiera a distinguir, con cierta eficacia, entre las formas gráficas de las letras T y C, cualesquiera que fueran las posiciones de

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las mismas, fue necesario realizar entre 5.000 y 10.000 representaciones de los patrones T y C, lo que, indudablemente, excede con mucho lo que necesita un cerebro humano para satisfacer igual tarea16. Por casos así, tanto el mismo Chomsky como Fodor han propuesto la existencia en el cerebro de un precableado: de naturaleza básicamente sintáctica, en el caso de Chomsky, y de naturaleza semántica, en el de Fodor; y ambos han considerado la existencia de esas estructuras innatas como un objeción muy seria a la IA. La diferencia podría ser reducida integrando, si es que ello es posible, sistemas simbólicos —que representarían el precableado— y redes neuronales artificiales —que, a partir de ese precableado, serían capaces de aprender—. Con esta alternativa se abre un camino para la colaboración entre los dos paradigmas de la IA con la que sueñan muchos investigadores en este campo. Pero, ¿cómo hacer efectivo ese propósito de colaboración? ¿En qué ha de consistir el precableado necesario para que sea factible la emergencia de capacidades mentales? Esto resulta especialmente inconcebible si la tesis de Fodor es correcta, porque ya vimos que la IA de sistemas simbólicos cree posible crear inteligencia sin necesidad de tener que vérselas con la semántica. La segunda fuente de dificultades para el conexionismo es su postulación de la naturaleza holística de las facultades mentales, a partir de la interacción de diferentes estructuras cerebrales significativamente «no-inteligentes». El filósofo norteamericano Daniel Dennett ha profundizado en esta idea, postulando el funcionalismo homuncular como la teoría que, a su juicio, explica de un modo más adecuado el problema mente-cerebro. Por «homúnculo» (hombrecillo) entiende Dennett un ente no inteligente, capaz de realizar tareas sencillas, al modo de las llevadas a cabo por los perceptrones. A su juicio, la integración de varios homúnculos en estructuras posibilita la emergencia de niveles paulatinamente más ricos, desde el punto de vista cognitivo, hasta el punto de que la mente no será sino el poder funcional de una compleja estructura de redes neuronales conectadas a muy diversos niveles de organización. Por ejemplo, podría explicarse así la aparición de la intencionalidad, cualidad básica de muchos procesos mentales, a partir de procesos cerebrales no intencionales. Así pues, el conexionismo parece adecuado, a primera vista, para corroborar y, a la vez, beneficiarse de, las tesis del funcionalismo homuncular. Ahora bien, aun en el caso de que el funcionalismo homuncular triunfara frente a las críticas que pudieran hacérsele, desde un punto de vista filosófico (y está lejos su llegada a ese estatus de solución definitiva del problema mente-cerebro), sigue presentando serias dificultades para su aplicación en la construcción de inteligencia artificial. Y ello, básicamente, porque el concepto de «holismo» es en exceso ambiguo: entendemos lo que se quiere decir cuando se sostiene que la construcción de una estructura funcional hace emerger propiedades inexistentes a nivel de sus elementos separados, pero

16 Cfr. J. D. Cowan y D. E. Sharp (1988), «Redes neuronales e inteligencia artificial», en S. R. Graubard (comp.), 1988, 126.

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esa idea no nos orienta en absoluto hacia el modo de construir las estructuras adecuadas para la emergencia de propiedades específicas. Podemos asumir que la intencionalidad es una cualidad emergente a partir de la extremadamente compleja estructura cerebral; ahora bien, ¿cómo organizar nuestras redes neuronales artificiales, para hacer que emerja finalmente la intencionalidad? ¿Cómo descubrir el orden de prevalencia de los distintos homúnculos diseñados por separado? Esta línea crítica ha sido fuente de polémica entre el mismo Dennett y Hilary Putnam17, mientras la IA sigue imperturbable su marcha por proveernos de magníficos logros tecnológicos, al tiempo que nos mantiene en un ayuno ya algo incómodo y prolongado, respecto de los prometidos manjares que prometía a la cofradía de los psicólogos y filósofos de la mente.

17 Cfr. D. C. Dennett (1988), «Cuando los filósofos se encuentran con la inteligencia artificial» y H. Putnam (1988), «Mucho ruido por muy poco», en S. R. Graubard (comp.), 1988.

Capítulo VIII

El naturalismo biológico* José Antonio Guerrero del Amo

8.1. EL MITO DE LOS ORDENADORES QUE PIENSAN En 1980, John Searle, un pensador procedente de la filosofía del lenguaje, publicaba un artículo que convulsionó la filosofía de la mente1. El artículo se titulaba «Mentes, cerebros y programas» y en él su autor se enfrentaba directamente a la Inteligencia Artificial (IA) fuerte2 o funcionalismo de * Este trabajo se ha realizado con el apoyo del proyecto de investigación PB96-0586 de la DGICYT. 1 Con sus propias palabras, lo que llevó a Searle de la filosofía del lenguaje a la filosofía de la mente es que «un supuesto básico que subyace a su enfoque de los problemas del lenguaje es que la filosofía del lenguaje es una rama de la filosofía de la mente. La capacidad de los actos de habla para representar objetos y estados de cosas del mundo es una extensión de las capacidades biológicamente más fundamentales de la mente (o cerebro) para relacionar el organismo con el mundo por medio de estado mentales como la creencia o el deseo, y especialmente a través de la acción y la percepción» (Searle, 1983/1992, 13). En consecuencia, cualquier estudio completo del habla o del lenguaje requiere dar cuenta de cómo la mente/cerebro relaciona el organismo con la realidad. A esta tarea es a la que se ha dedicado nuestro autor desde mediados de los 70, y se ha visto reflejada en múltiples artículos, entre los que destaca el que comentamos y tres libros importantes: La intencionalidad. Un ensayo en filosofía de la mente (1983/1992); Mentes, cerebros y ciencia (1984/1985); y El redescubrimiento de la mente (1992/1996). 2 Searle distingue entre IA fuerte e IA débil. La IA fuerte es el punto de vista según el cual «el cerebro es sólo un ordenador digital y la mente es solamente un programa de ordenador» (1984/1994, 33). Por el contrario, para la IA débil los ordenadores son meras herramientas con las que formular y comprobar hipótesis de modo más riguroso en el estudio de la mente. Dicho de otra manera, para un defensor de la IA fuerte un ordenador puede pensar —duplicar el pensamiento—, mientras que para un defensor de la IA débil simplemente podría simular el pensamiento.

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ordenador (o computacional), una de las corrientes más en boga de la disciplina; aunque, indirectamente, su enfrentamiento se extendía también al conductismo, al dualismo y, en general, a la psicología cognitiva que aceptaba la tesis de que «la mente es al cerebro lo que un programa al ordenador». Su posición era que mientras el funcionamiento de una máquina —un ordenador— se defina sólo en términos de procesos computacionales de elementos definidos formalmente, no será capaz de reproducir la intencionalidad y la comprensión humanas. Esta tesis general se basaba, a su vez, en otras dos: 1) Los programas de ordenador son puramente formales y, en consecuencia, carecen de semántica, esto es, carecen de contenido, por lo que son incapaces de producir comprensión e intencionalidad. Esta afirmación la apoyaba con el conocido experimento de pensamiento de la habitación china. Supongamos que me encuentro encerrado en una habitación con un fajo de tarjetas escritas en chino, idioma que no entiendo. Además, se me proporciona un segundo fajo de tarjetas también en chino junto con las instrucciones en inglés, que sí entiendo, para relacionarlas con las del primer fajo. Imaginemos, por último, que alguien que se encuentra fuera de la habitación y que conoce el chino perfectamente va introduciendo tarjetas con caracteres chinos a las que yo debo responder con otras tarjetas. Para hacerlo, debo seguir una segunda serie de instrucciones, que se me han dado también en inglés, y que me indican cómo correlacionar esas tarjetas que me van introduciendo con tarjetas de los dos fajos primeros y así poder responder. Aunque yo no lo sé, las tarjetas que me van introduciendo son preguntas sobre una historia, que sería encarnada por el segundo fajo, representando el primer fajo un conjunto de informaciones semejantes al conocimiento que tienen los seres humanos acerca de una determinada área de su actividad, que serviría de trasfondo a la historia. Según Searle, yo sería capaz de ir respondiendo a las preguntas como lo haría alguien que dominara el chino y el experto conocedor del chino no se daría cuenta de que no sé nada de ese idioma. Por tanto, de acuerdo con el funcionalismo, se debería concluir que yo comprendo chino. Pero esto es absolutamente falso, yo me he limitado a combinar símbolos que no tienen significado para mí. Y eso mismo es lo que hace un ordenador cuando ejecuta un programa. Esta crítica de Searle implicaba el rechazo de dos de los, según él, supuestos fundamentales de la IA fuerte: a) la creencia de que el ordenador procesa información como lo hacen los seres humanos; b) la idea de que basta con criterios operacionales o conductistas para atribuir inteligencia o comprensión. Ni una cosa ni otra son ciertas. El ordenador se limita a manipular símbolos formales, pero en ningún caso es capaz de utilizar esos símbolos formales para reemplazar objetos del mundo como hace el programador y el usuario del mismo. La insuficiencia de los criterios operacionales o conductistas es puesta de manifiesto porque «Searle en la habitación china» superaría el test de Turing (1950), pero carece en absoluto de comprensión. 2) Sólo un sistema que posea los poderes causales del cerebro puede producir intencionalidad (o comprensión). La intencionalidad es un fenómeno

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biológico y como tal es dependiente de su bioquímica como lo es la fotosíntesis o la lactancia de la suya. Searle no negaba que esos poderes causales los pudieran poseer otros procesos y otras sustancias físico-químicas distintas de las de nuestro cerebro. Esto —sostenía— es un problema empírico. Sin embargo, ésta es sólo una parte del problema. La distinción entre el programa y su realización implicaba, de hecho, el prescindir de los poderes causales del hardware en el que se produce dicha realización. Un mismo programa se puede procesar en ordenadores hechos de distintos materiales y, por tanto, a priori se prescinde del poder causal de dichos materiales. En última instancia, en la base de la separación entre un programa y su ejecución estaba implícita una forma de dualismo —«dualismo conceptual», lo ha llamado después Searle (1992/1996, 40)—, la bestia más odiada de los funcionalistas. Las réplicas al artículo de Searle, en conjunto hostiles, no se hicieron esperar3 y han continuado hasta la actualidad. Éstas han adoptado, siguiendo en parte la línea argumentativa del propio Searle, tres formas distintas: 1) Las que atacaban la tesis de que un programa de ordenador es algo puramente formal; 2) las que cuestionaban la tesis de que es necesario que algo tenga los poderes causales del cerebro para producir la intencionalidad —o la comprensión—; 3) las que sostenían que el diseño del experimento mental de Searle no era el adecuado para representar la propuesta de la IA fuerte y el modo de funcionamiento del cerebro que ésta tenía. 1) Entre los autores que han negado que un programa de ordenador sea algo puramente formal cabe hacer dos grandes grupos. El primero de ellos rechaza que sea cierto que «Searle en la habitación china» carece totalmente de comprensión, bien porque al menos debe comprender las reglas —en inglés o en cualquier otro idioma que entienda— para poder manipular los símbolos (Boden, 1988/1994, 114), bien porque «la comprensión tiene tanto que ver con estructuras como con palabras individuales, y, mientras ejecuta algoritmos de este tipo, uno podría perfectamente empezar a percibir algo de la estructura que forman los símbolos sin comprender el significado real de muchos de los símbolos individuales» (Penrose, 1989/1996, 43), bien porque la comprensión del ordenador vendría dada en el conjunto de reglas del programador que el ordenador ejecuta (Abelson, 1980, 424). El segundo grupo no comparte la idea de que algo puramente sintáctico no pueda generar semántica: es algo que no podemos afirmar ahora dados nuestros pocos conocimientos de los fenómenos semánticos y cognitivos (Churchland y Churchland, 1990, 22). 2) El segundo tipo de objeciones dirigidas contra la necesidad de poseer poderes causales semejantes a los del cerebro para tener intencionalidad ha utilizado los dos argumentos siguientes:

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Además de que ya en el cuerpo del artículo Searle recogía y trataba de responder algunas de esas críticas, en el mismo número de The Behavioral and Brain Sciences en que se publicó el trabajo aparecían, como es habitual en dicha revista, veintisiete comentarios al mismo, la mayoría de los cuales adversos, y la respuesta del propio Searle a dichos comentarios.

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a) Searle no ha demostrado que sólo los sistemas que poseen poderes causales semejantes a los del cerebro humano puedan producir intencionalidad (Carleton, 1984; Fodor, 1980). Searle comete la falacia de la negación del antecedente al razonar que, dado que los procesos equivalentes a los procesos cerebrales producen intencionalidad, cualquier entidad que no tenga esos procesos equivalentes no posee intencionalidad (Carleton, ibíd.). Pero es claro que la intencionalidad podría ser producida de otra forma. Dicho con otras palabras, el tener poderes causales semejantes al cerebro es condición suficiente, pero no necesaria para producir intencionalidad. b) La intencionalidad no es comparable con la fotosíntesis, como pretende Searle. Mientras en ésta conocemos perfectamente todo el proceso, sabemos cómo se produce y entendemos por qué es así, no ocurre lo mismo con la intencionalidad. En este caso, ni siquiera tenemos la certeza de poder reconocerla cuando la vemos, sin contar la imposibilidad de ponernos de acuerdo sobre sus características (Boden, 1988/1994, 108-9; Bechtel, 1988/1991, 98). 3) El experimento mental de Searle no representa la propuesta de la IA, porque se basa en programas como el Schank (en los que las entradas y las salidas son de tipo lingüístico), que ya están superados (Dennett, 1980, 429; Carleton, 1984, 224; Rey, 1986, 170), y en ordenadores que funcionan serialmente, que no son los más adecuados según nuestros conocimientos de neurofisiología (Churchland y Churchland, 1990). Además, representa falsamente el tipo de reglas necesarias para entender el lenguaje y eso produce la impresión de que el individuo en esa situación no entiende chino (Bechtel, 1988/1991, 97; Rey, 1986, 172)4. Por todo esto, hay muchos que no creen que sea imposible para una máquina tener significado intrínseco o contenido. Piensan que Searle, en su ataque a la IA, limita ésta a programas formales y, puesto que por éstos entiende programas que carecen de parámetros o datos empíricos que los relacionen con el mundo, es evidente que, en ese caso, no hay comprensión. Pero no ocurre lo mismo si proporcionamos al ordenador los datos necesarios o medios para que él los adquiera, como hacen los niños. Entonces sería difícil negar que el ordenador tiene comprensión. Así, por ejemplo, de un piloto automático que discrimina estímulos de muchas clases y toma decisiones basadas en datos, podríamos decir, con toda corrección, que tiene significado o contenido intrínseco, aunque limitado (Gregory, 1987, 240-3; Bridgeman, 1980, 427; Fodor, 1980, 431; Haugeland, 1980, 432-433; Carleton, 1984, 224-6;

4 Para Bechtel, «Searle exige una regla separada para cada pregunta y para cada historieta, para la que se ha de dar una respuesta. [Pero] tal conjunto de reglas no podría, en principio, proporcionar respuestas a la infinita variedad de preguntas e historietas a las que un chino podría responder. Si pudiésemos habérnoslas con un conjunto de reglas que efectivamente pudiesen bastar para llevar a cabo el género de conversación que Searle ha imaginado, está lejos de ser claro que Searle pudiese convencernos de que el sistema no entiende chino» (1988/1991, 97). Para Rey, el tipo de reglas adecuado sería aquel que estableciera conexiones entre los símbolos del lenguaje y algunas percepciones, creencias, deseos, etc. (1986, 172).

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Bynum, 1985). Esta comprensión intrínseca se podría lograr, como ha propuesto la réplica del robot (Searle, 1980/1994, 91; Haugeland, ibíd.; Bynum, 1995; Rey, 1986, 172), construyendo un ordenador dentro de un robot, que haga algo parecido a percibir, desplazarse, actuar, comer, etc. El robot podría disponer de una cámara de televisión para «ver», de unos brazos y unas piernas para «actuar», etc., y todo controlado por su «cerebro» de ordenador. A todo esto habría que añadir que el tipo de ordenador que habría que usar, de acuerdo con los conocimientos actuales de fisiología, debería ser uno que funcione en paralelo, de modo analógico y con sus componentes elementales conectados en forma de estructura reticular (Churchland y Churchland, 1990, 22). Por otra parte, la interpretación que hace Searle del experimento de la habitación china es incorrecta. Searle en la habitación china no entiende chino, pero él, junto con las reglas y los fajos de símbolos chinos, sí. Es la réplica de los sistemas. Dicho de otra manera, él es sólo un elemento del sistema y, aunque él no entienda chino, el sistema del que forma parte sí lo entiende. Searle estaría cometiendo la falacia formal de la «composición»: de que una parte del sistema no tiene semántica, concluye que el sistema en su totalidad no la posee (Carleton, 1984, 221). La respuesta de Searle ha consistido en decir que bastaría con que el individuo en la habitación absorbiera todos los elementos del sistema, esto es, bastaría con que memorizara las reglas y los símbolos chinos y realizara los cálculos necesarios mentalmente, para que nos encontráramos en la misma situación que al principio: el individuo sigue sin entender chino (1980/1994, 88). Esta respuesta no ha convencido a sus oponentes. Así, Hofstadter ha señalado que la pretensión de Searle de que el individuo dentro de la habitación pueda memorizar todo el sistema resulta difícilmente aceptable, ya que es la pretensión de que pudiera memorizar millones e incluso billones de páginas de símbolos abstractos y, además, tener toda esta información disponible cuando fuera necesaria, sin problemas de recuperación (1981, 375). Otros muchos argumentan en una línea semejante al señalar que es el no hacer una exposición detallada de lo que ocurre, y especialmente el prescindir de los problemas que implicaría la complejidad de un programa que igualara la comprensión humana —podría existir un punto crítico de complejidad tal en un algoritmo, para que presente cualidades mentales, que no pudiera concebiblemente ser ejecutado a mano por ningún ser humano de la manera imaginada por Searle—, lo que hace pensar que una persona en la habitación china no entiende chino (Hofstadter, 1980, 433-4; 1981, 373; Penrose, 1989/1996, 43-44; Dennett, 1980, 429; 1987/1991, 293; 1991/1995, 447-452). En cualquier caso, muchos creen que una vez interiorizadas las reglas, es difícil negar que el individuo dentro de la habitación china carece de comprensión (Carleton, 1984, 229, n. 8; Rey, 1986, 173). La respuesta de Searle a este tipo de objeciones es que, para obtener el mismo resultado que con el experimento original, bastaría reemplazar al inquilino único de la habitación china por el número necesario de individuos que manipularan símbolos y, además, que dichos individuos estuvieran organizados en forma de red en paralelo (1990, 13). Evidentemente esta solución, una vez más, no ha dejado satisfechos a sus oponentes, que, además de seña-

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lar el número ingente de personas que se necesitarían, no ven en principio imposible que hubiera «un “entendimiento” incorpóreo asociado a las personas que ejecutan el algoritmo» (Penrose, 1989/1996, 45) o que se produjera pensamiento (Churchland y Churchland, 1990, 24). En el fondo lo que estas últimas objeciones vienen a poner de manifiesto es que Searle no ofrece un criterio claro para establecer una línea divisoria entre sistemas que tengan significado y sistemas que carezcan de él (Hofstadter, 1981, 74; Bridgeman, 1980, 427). Junto a estos argumentos elaborados en torno al experimento mental de la habitación china, Searle ha propuesto en los últimos años (1992/1996; 1997) otro argumento contra el funcionalismo computacional que considera tan importante como aquéllos. Dicho argumento pretende demostrar que el cerebro no es un ordenador. Si «los ordenadores se definen sintácticamente en términos de asignaciones de ceros y unos», «la física es irrelevante, excepto en cuanto que admite asignaciones de ceros y unos y la transición de unos estados a otros». «La realizabilidad múltiple [que defienden los funcionalistas computacionales] no es consecuencia del hecho de que el mismo efecto físico pueda lograrse en diferentes sustancias físicas, sino del hecho de que las propiedades relevantes son puramente sintácticas» (1992/1996, 212). Por tanto, la sintaxis no es intrínseca a la física, sino que depende del observador. El que algo lo consideremos como un proceso computacional no depende de rasgos físicos del sistema, sino de que un agente desde fuera dé una interpretación en ese sentido. Ahora bien, las consecuencias de esto son desastrosas para la IA fuerte: cualquier cosa podría ser un ordenador y no hay, por tanto, ningún hecho objetivo, intrínseco a los cerebros, que los convierta en ordenadores. Sólo en el sentido irrelevante de que cualquier cosa es un ordenador lo es también el cerebro. Al hilo de estas y otras discusiones Searle ha ido construyendo toda una propuesta alternativa a la filosofía de la mente de los últimos cincuenta años. Pasemos, pues, ya a analizar dicha propuesta. 8.2. EL NATURALISMO BIOLÓGICO Y EL PROBLEMA MENTE-CUERPO La posición de Searle con respecto a los hechos y fenómenos mentales cabe calificarla de realista. Piensa que hay realmente procesos y estados mentales que no pueden reducirse a ninguna otra cosa o eliminarse. «Los estados y procesos mentales son fenómenos biológicos reales en el mundo», tan reales como los estados y procesos físicos (neurofisiológicos) (1987/1995, 423); ambos «interactúan, esto es, los fenómenos mentales son causados por los procesos cerebrales y éstos, a su vez, pueden causar procesos físicos, pero no son cosas diferentes, puesto que los fenómenos mentales son solamente rasgos del cerebro» (1984b/1994, 31). A primera vista puede parecer difícil conciliar las dos afirmaciones que acabamos de hacer, a saber, que los procesos mentales están causados por los procesos neurofisiológicos

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(cerebrales) y que los fenómenos mentales son características del cerebro. Veamos cómo es posible esto. Searle piensa que la dificultad para conciliar ambas afirmaciones deriva de que actuamos con una idea de causación inadecuada, que debe ser sustituida por un tipo de causación más sofisticado. Y ese modelo más sofisticado de causación que nos va a permitir explicar las relaciones mente-cuerpo lo va a proporcionar la física. En física es habitual distinguir entre micro y macropropiedades de los sistemas. Cada sistema está compuesto por micropartículas y éstas tienen características en el nivel de las moléculas, los átomos y las partículas subatómicas. Pero, además, cada sistema tiene también ciertas propiedades, como la solidez de la mesa en que estoy trabajando, que son macropropiedades o propiedades de superficie de los sistemas físicos. Algunas de estas macropropiedades, pero no todas, se pueden explicar causalmente por el comportamiento de los elementos en el micronivel. Por ejemplo, la solidez de la mesa se explica (causalmente) por la estructura reticular de la que la mesa se compone. En estos casos en que las macropropiedades son explicadas causalmente por el comportamiento de los elementos en el micronivel, tenemos un modelo adecuado para explicar las relaciones entre la mente y el cerebro. En el caso de la solidez no tenemos ninguna dificultad en decir que los fenómenos de superficie son causados por el comportamiento de los elementos del micronivel y, al mismo tiempo, que esas propiedades de superficie sólo son rasgos (físicos) del sistema. Si aplicamos este modelo de causación al estudio de la mente, no parece que haya tampoco ninguna dificultad en aceptar que los procesos mentales son causados por los procesos neurofisiológicos y, al mismo tiempo, que los procesos mentales son rasgos (físicos) de esos procesos físicos. La cuestión que surge en este momento es ¿por qué, si el problema mente-cuerpo era tan simple, ha traído de cabeza a tanta gente durante tanto tiempo? La respuesta de Searle es que la asunción implícita de la filosofía de la mente de los últimos cincuenta años ha sido que la única manera de evitar el dualismo consistía en eliminar de algún modo los fenómenos mentales o, en caso contrario, nos encontraríamos con unas entidades que escapaban al dominio de la ciencia y con el problema de cómo relacionarlas con el mundo real (1983/1992, 267). Dicho de otra manera, si no eliminábamos de alguna forma los procesos mentales, nos enfrentaríamos de nuevo al dualismo cartesiano y todos los problemas que acarrea. Lo paradójico del caso, según Searle, es que en la base de esa asunción tácita está la aceptación de ese dualismo conceptual cartesiano que se quiere evitar, esto es, la aceptación de un sistema categorial que se constituye en torno a la oposición físico-mental: si algo es mental no puede ser físico y, si es físico, no puede ser mental (1984a, 8-9; 1992/1996, 40). Esa asunción tácita ha sido hecha no sólo por los dualistas, sea su dualismo de sustancias o de propiedades, sino también por los materialistas de todo tipo. La solución general del problema mente-cuerpo que acabamos de ver le va a permitir a Searle resolver el problema que aparentemente suponen para

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una concepción científica del mundo, las que considera, siguiendo al sentido común, como las cuatro características más propias de la mente, a saber, la conciencia, la intencionalidad, la subjetividad y la causación intencional. 8.2.1.

La conciencia

La conciencia hace referencia al hecho de que algunos de nuestros estados mentales son conscientes. Esto parece circular, y posiblemente lo es, como admite el propio Searle. Por eso prefiere ilustrar lo que entiende por «conciencia» por medio de ejemplos: Cuando me despierto, después de dormir sin haber soñado, paso a estar consciente, un estado que continúa tanto tiempo como estoy despierto. Cuando voy a dormir, o me ponen bajo una anestesia general, o muero, mis estados conscientes cesan. Si sueño mientras duermo, adquiero de nuevo conciencia, aunque las formas de conciencia en el sueño son, en general, de un nivel de intensidad mucho menor que la conciencia ordinaria mientras estamos despiertos. La conciencia puede variar en grado, incluso durante las horas de vigilia, como, por ejemplo, cuando pasamos de estar completamente despiertos y atentos a estar dormidos y relajados, o, simplemente, cansados y poco atentos. (…) La conciencia es como un mecanismo de encendido y apagado: un sistema es consciente o no lo es (Searle, 1992/1996, 95).

La existencia de la conciencia le va a resultar a Searle un hecho evidente, y no sólo eso, sino que, además, la va a concebir como «el hecho central de la existencia específicamente humana, puesto que sin ella todos los demás aspectos específicamente humanos de nuestra existencia —lenguaje, amor, humor y así sucesivamente— serían imposibles» (1984b/1994, 20). Sin ella el universo carece de significado. Además, también es la noción mental central, ya que todas las demás nociones mentales sólo pueden ser completamente entendidas a través de sus relaciones con ella. Ahora bien, al mismo tiempo es difícil ver cómo puede encajar en nuestra visión científica del mundo: ¿cómo un sistema físico puede tener conciencia? Esa dificultad habría llevado a muchas corrientes de la filosofía de la mente contemporáneas a negar la existencia de la conciencia o, cuando menos, a intentar separarla de la intencionalidad y prescindir de ella (Searle, 1991, 48). Searle cree que no hay necesidad de ninguna de las dos cosas, ya que la conciencia encaja perfectamente en la concepción que la ciencia nos da del mundo. «La conciencia es un rasgo biológico de los cerebros humanos y de ciertos animales. Está causada por procesos neurobiológicos y es una parte del orden biológico natural como cualquier otro rasgo biológico, como lo son la fotosíntesis, la digestión o la mitosis» (1992/1996, 102). Dicho de otra manera, la conciencia es una macropropiedad (física) del sistema que es el cerebro, que puede explicarse causalmente por los elementos del micronivel del propio sistema, esto es, por los procesos neurofisiológicos del cerebro. Ciertamente todavía no entendemos completamente el proceso, admite Sear-

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le, pero entendemos su carácter general, entendemos que hay ciertas actividades electroquímicas específicas que se desarrollan entre las neuronas o los módulos de las neuronas y quizás otros rasgos del cerebro, y esos procesos causan la conciencia. El único obstáculo para aceptar esto es el supuesto materialista —de raíces cartesianas— antes aludido de que el carácter mental de la conciencia le impide ser una propiedad física. No vamos a insistir otra vez en las discrepancias de otros autores (Boden, 1988/1994, 108/9; Bechtel, 1988/1991, 98) respecto de la comparación que hace Searle de los estados mentales con la fotosíntesis o la digestión, puesto que ya han sido señaladas más arriba. Pero sí queremos apuntar lo que parece ser un problema importante en el planteamiento searleano. Si, como reiteradamente señala (Searle, 1991; 1992/1996), pretende argumentar contra aquellas corrientes de la filosofía de la mente —especialmente el funcionalismo— que han intentado una separación entre conciencia e intencionalidad, no se ve cómo se puede sostener, sin caer en cierta inconsistencia, que hay estados mentales inconscientes y que son, al mismo tiempo, intencionales (Searle, 1991). Esto sólo es posible si separamos la conciencia de la intencionalidad (González-Castán, 1992). Por otra parte, su recurso a la disputa entre vitalismo y mecanicismo para ilustrar la situación actual y la resistencia a aceptar sus puntos de vista (Searle, 1984b/1994, 28) recuerda mucho a lo que él ha denunciado en sus oponentes como la maniobra de la «edad-heroica-de-la-ciencia», esto es, recurrir cuando uno «se encuentra en una dificultad profunda a establecer una analogía entre su propia afirmación y algún gran descubrimiento científico del pasado» que no se aceptó durante algún tiempo (1992/1996, 19). 8.2.2.

La intencionalidad

El segundo rasgo que atribuimos a la mente es la intencionalidad. Con este término nos referimos a la característica de muchos de nuestros estados mentales —no todos— consistente en «estar dirigidos a» o «ser acerca de» objetos y estados en el mundo distintos de ellos mismos. La intencionalidad es una característica intrínseca de los estados mentales frente al lenguaje, los programas, etc. que sólo tienen intencionalidad extrínseca o derivada. En los estados intencionales5, a su vez, hay que distinguir entre el contenido representativo y el modo psicológico en que se tiene ese contenido representativo. Por ejemplo, yo puedo desear que mis alumnos aprueben, puedo creer que van a aprobar o puedo esperar que aprueben. En los tres casos tenemos un mismo contenido representacional, que es «que mis alumnos aprueben»,

5 Todas las nociones que vamos a exponer brevemente a continuación Searle las había desarrollado para los actos de habla y ahora las va a aplicar a los estados intencionales. Para ese primer desarrollo puede verse (1975/1976, 46-48).

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pero distintos modos psicológicos: deseo, creencia, esperanza. Además, los estados intencionales tienen una dirección de ajuste y unas condiciones de satisfacción. La dirección de ajuste, que viene determinada por su modo psicológico, hace referencia a la «responsabilidad» de que el contenido representacional represente algo del mundo o se ajuste a él, para que los estados intencionales se cumplan o no se cumplan. Por ejemplo, si yo tengo la creencia de que hoy es lunes, es mi mente —el contenido de mi creencia— la que se debe ajustar al mundo para que mi creencia sea verdadera. Su dirección de ajuste es, pues, de mente-a-mundo. Si, por otra parte, yo deseo ganar mucho dinero, es mi sueldo el que se debe adaptar a mi deseo para que éste se cumpla. La dirección de ajuste, en este caso, es de mundo-a-mente. También hay estados intencionales que carecen de dirección de ajuste. Por ejemplo, si a mí me apena que mis alumnos suspendan la asignatura, mi pena carece de dirección de ajuste, aunque contiene la creencia de que suspenderán y el deseo de que no lo hagan, y tanto las creencias como los deseos tienen direcciones de ajuste. Lo que hace que un estado intencional tenga dirección de ajuste son las condiciones de satisfacción. Éstas son las condiciones que se han de cumplir para que un estado intencional sea satisfecho o tenga éxito. Así, por ejemplo, si yo creo que el PP es un partido de derechas, para que mi creencia sea satisfecha, esto es, para que sea verdadera, el PP tiene que ser un partido de derechas. Todos los estados intencionales con dirección de ajuste representan sus condiciones de satisfacción bajo un cierto aspecto y para que sean satisfechos no sólo es necesario el objeto intencional, esto es, aquello a lo que el estado mental está dirigido, sino que éste satisfaga el contenido intencional, esto es, las condiciones de satisfacción, bajo ese cierto aspecto (Searle, 1981/1987; 1983/1992). De nuevo el problema que se plantea con respecto a la intencionalidad es: «¿cómo pueden ser acerca de algo procesos en mi cerebro que, después de todo, consisten finalmente en ‘átomos en el vacío’? ¿Cómo pueden átomos en el vacío representar algo? Uno se inclina a decir: las cosas y los procesos en el mundo simplemente son. (…) ¿Cómo puede el acerca de algo ser un rasgo intrínseco del mundo?» (1987/1995, pág. 422). El modo de abordar este problema ha consistido, según Searle, en intentar naturalizar el contenido intencional, esto es, explicar la intencionalidad en términos de procesos no mentales, en términos de procesos físicos. Esto es lo que se habría propuesto el funcionalismo en unión con las teorías externalistas y causales de la referencia. Se pensaba que el contenido semántico, es decir, el significado, no puede estar en el interior de nuestras cabezas, ya que lo que hay en las cabezas no basta para determinar cómo el lenguaje se relaciona con la realidad, pues, además, se necesita un conjunto de relaciones reales causales con los objetos del mundo (Putnam, 1975b/1984). Aunque estas ideas se desarrollaron originalmente en filosofía del lenguaje, sus consecuencias se extienden a los contenidos mentales en general. Dicho con palabras del propio Searle, «si el significado de la oración “El agua es húmeda” no puede explicarse en términos de lo que sucede en el interior de las cabezas de los hablantes del castellano, entonces la creencia de que el agua es húmeda

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tampoco puede ser sólo asunto de lo que sucede en sus cabezas» (1992/1996, 63). Para Searle, estos intentos de naturalizar el contenido (y algunos otros a los que no hacemos referencia) no han dado una explicación que sea ni siquiera plausible del contenido intencional6. (La objeción técnica más importante a la que se enfrentan es el problema de la disyunción [Fodor, 1987/1994]. Si cierto concepto es causado por cierto tipo de objeto —por ejemplo, una vaca—, ¿cómo podemos dar cuenta de casos de identificación errónea? —creo que es un caballo). Él pronostica, además, que fracasarán, porque todos dejan a un lado la intencionalidad. La razón es que «no es posible reducir los contenidos intencionales a algo más, porque, si fuera posible, serían algo más, y no son algo más» (Searle, 1992/1996, 65). Frente a estos puntos de vista, Searle cree que, como en el caso de la conciencia, la manera de aclarar el misterio de la intencionalidad es describir con todo el detalle que podamos cómo los fenómenos son causados por procesos biológicos, al mismo tiempo que se realizan en sistemas biológicos. Consideremos, siguiendo al propio Searle, un caso concreto de estado intencional, como es la sed: Hasta donde sabemos, al menos ciertos tipos de sed son causados en el hipotálamo por secuencias de disparos de neuronas. Estos disparos son a su vez causados por la acción de la hormona peptídica angiotesina II en el hipotálamo, y la angiotesina II, a su vez, es sintetizada por la renina, la cual es secretada por los riñones. La sed, al menos la de estos tipos, es causada por una serie de eventos en el sistema nervioso central, principalmente en el hipotálamo, y se realiza en el hipotálamo (1989/1995, 434).

Algunos de los problemas que presenta esta concepción de la intencionalidad como un rasgo biológico ya han sido señalados más arriba. No obstante, por repetirlo en pocas palabras, el problema es que «la intencionalidad sigue siendo un misterio de acuerdo con el análisis de Searle» (Bechtel, 1988/1991, 98). Como señalábamos antes, no explica cómo el cerebro produce intencionalidad y esto lo reconoce hasta el propio Searle (1980b, 452). 8.2.3.

La subjetividad

Un tercer rasgo difícil de acomodar en nuestra concepción científica del mundo es la subjetividad de los estados mentales. Que yo puedo sentir mis dolores y tú no puedes parece evidente. Yo veo el mundo desde mi punto de vista y tú lo ves desde el tuyo. Yo soy consciente de mí mismo y de mis esta-

6 Para un seguimiento pormenorizado de la discusión técnica entre Searle y Putnam puede verse, además del citado Putnam (1975b/1984), Searle (1985, 206-214) y Putnam, (1988/1995, 55-60).

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dos mentales internos, como algo completamente distinto de los yoes y los estados mentales de otras personas. Por otra parte, la concepción científica de la realidad nos lleva a pensar que ésta tiene que ser objetiva, es decir, igualmente accesible a todos los observadores competentes. ¿Cómo es posible que la subjetividad sea una parte real del mundo? Parte de la dificultad de este problema deriva, según Searle, de los diferentes sentidos del término ‘subjetividad’ y la confusión de unos con otros. El sentido de subjetividad del que estamos hablando sería un sentido ontológico y no epistemológico. Es a la forma de ser de los estados mentales y no al modo de conocerlos a lo que se refiere Searle de una forma preponderante, aunque es evidente que, debido a esta subjetividad ontológica, los estados mentales no son igualmente accesibles a todo observador. Todo estado mental es siempre un estado de alguien, que tiene un relación privilegiada con él, que no posee con los estados mentales de otras personas. La ontología de la subjetividad es una ontología de la primera persona. Pretender lo contrario, esto es, pretender un planteamiento de tercera persona, es lo que nos ha llevado a no poder encajar la subjetividad dentro de nuestra imagen científica del mundo. Por decirlo con palabras del propio Searle, «encontramos difícil explicar satisfactoriamente la subjetividad, no sólo por haber sido educados en una ideología que dice que, en último término, la realidad ha de ser completamente objetiva, sino porque nuestra idea de una realidad objetivamente observable presupone la noción de observación que es en sí misma ineliminablemente subjetiva, y que no puede convertirse en el objeto de la observación, como sí pueden serlo los objetos y estados de cosas objetivamente existentes» (1992/1996, 109). Pero este problema es ficticio y su respuesta viene por sí misma con aceptar los hechos: «si ‘ciencia’ es el nombre del conjunto de verdades objetivas y sistemáticas que podemos enunciar acerca del mundo, entonces la existencia de la subjetividad es un hecho científico tan objetivo como cualquier otro» (1989/1995, 435). Una explicación científica del mundo que intenta describir cómo son las cosas debe explicar la subjetividad como uno de los rasgos de los estados mentales. Todo lo dicho aparentemente disuelve el problema, pero en realidad plantea una serie de cuestiones de difícil solución. ¿Cómo puede ser la subjetividad un hecho científico tan objetivo como cualquier otro si se nos acaba de decir que tiene una ontología de primera persona frente al resto de los hechos físicos que tienen una ontología de tercera persona, lo cual lleva aparejado un acceso privilegiado que no tenemos a los otros hechos físicos? ¿En qué consiste esa objetividad bajo la que se pueden agrupar tanto fenómenos físicos no mentales como fenómenos físicos mentales (subjetivos)? ¿Cuáles son los rasgos que hacen que consideremos algo como objetivo? Seguramente Searle respondería a estos interrogantes diciendo, de un modo insistente, que lo que subyace a ellos es que no nos hemos desprendido del dualismo conceptual de raíces cartesianas que nos lleva a ver como incompatibles los rasgos físicos y los rasgos mentales (1983/1992, 267; 1992/1996, 40), y que los rasgos mentales son macropropiedades físicas del cerebro y, por tanto, igualmente accesibles al estudio científico. Pero veamos lo que signifi-

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ca esto más detenidamente. Los estados mentales, en el nivel microfísico, esto es, en el nivel neurofisiológico, serían estados que tendrían una ontología de tercera persona, es decir, su existencia sería independiente de cualquier forma de subjetividad, y serían, por tanto, perfectamente accesibles al método objetivo de la ciencia. Sin embargo, en el nivel macrofísico, dichos estados tendrían una ontología de primera persona, es decir, su existencia no es independiente de la subjetividad de quien son estados mentales, y no serían, en consecuencia, accesibles al método objetivo de la ciencia, ni siquiera aunque éste fuera un método introspectivo (1992/1996, 109). Pero esto nos cierra cualquier salida. Por una parte, habría que cambiar nuestro concepto de ciencia para dar cabida a la subjetividad (1984b/1994, 30). Por otra, parece imposible hacerlo, puesto que la propia subjetividad «es ineliminablemente subjetiva y no puede convertirse en objeto de observación» (1992/1996, 109). 8.2.4.

La causación mental

Un cuarto componente de nuestra concepción de sentido común sobre la mente es que los procesos mentales tienen un efecto causal sobre el mundo físico, o, más concretamente, sobre nuestro cuerpo. Yo decido, por ejemplo, caminar y mis pies empiezan a moverse. El problema que se plantea en este caso es: ¿cómo algo mental, nuestros pensamientos y sensaciones, por ejemplo, puede tener influencia en algo físico, como es nuestro cuerpo? La respuesta, una vez más, es bastante simple para Searle. Cuando se tienen estados mentales, se está realizando actividad cerebral. «La actividad cerebral causa movimientos corporales por medio de los procesos fisiológicos. Ahora bien, puesto que los estados mentales son rasgos del cerebro, tienen dos niveles de descripción: un nivel superior en términos mentales y un nivel inferior en términos fisiológicos. Los mismos poderes causales del sistema pueden ser descritos en cualquiera de los dos niveles» (1984b/1985, 31). En el nivel superior de descripción, la intención de levantar mi brazo causa el movimiento del brazo. Pero, en el nivel inferior de descripción, una serie de activaciones neuronales comienza una cadena de eventos que da como resultado la contracción de los músculos. La misma secuencia de eventos tiene dos niveles de descripción. Ambos son causalmente reales, y los rasgos causales del nivel superior están a la vez causados por y realizados en la estructura de los elementos de nivel inferior. En resumen, la mente y el cuerpo interactúan, pero no son dos cosas diferentes, puesto que los fenómenos mentales son solamente rasgos del cerebro. La pretensión de Searle de seguir un modelo de causalidad semejante al de la física no está nada claro que sea aceptable. Una consecuencia que parece seguirse del planteamiento searleano de la subjetividad es que la distinción de niveles que presupone ese modelo no es semejante a la distinción que se hace habitualmente en física entre el nivel de las micropropiedades y el nivel de las macropropiedades (1984b/1994, 25-26; 1987/1995, 431-3). En física tanto las micropropiedades como las macropropiedades son accesibles al método objetivo de la ciencia; en el caso de la mente, al ser irreductiblemente subjetiva, no.

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8.3. PLURALISMO DE PROPIEDADES, EMERGENTISMO Y SUPERVENIENCIA La filosofía de la mente de Searle ha sido calificada por sus críticos de las más diversas formas: dualismo de propiedades (Bridgeman, 1980, 427), emergentismo, teoría de la superveniencia, etc. Searle se resiste a aceptar estas denominaciones e insiste en que el modo adecuado de denominar su teoría es llamarla naturalismo biológico. No obstante, en alguna ocasión (1989/1995 y 1992/1996), se ha detenido a considerar cada una de estas evaluaciones de su teoría, con vistas a lograr una mayor clarificación de su posición. Veamos, pues, sus reparos a las mismas. «Si por ‘dualismo de propiedades’ —nos dirá— se entiende, simplemente, el punto de vista de que el mundo contiene rasgos físicos que son mentales —mi actual estado de conciencia, por ejemplo— y algunos rasgos físicos que son no-mentales —el peso de mi cerebro, por ejemplo—, entonces mi punto de vista puede describirse correctamente como un dualismo de propiedades» (1989/1995, 437). Sin embargo, Searle cree que esta caracterización de su teoría puede inducir a error, puesto que al hablar de ‘dualismo de propiedades’ se suele implicar que existen dos y sólo dos tipos de propiedades en el mundo, a saber, el físico y el mental, tesis con la que él, como hemos visto, no está en absoluto de acuerdo. Su punto de vista sería descrito mucho mejor como polismo o pluralismo de propiedades, esto es, aceptando que «hay cantidades de tipos diferentes de propiedades de sistemas de alto nivel y que las propiedades mentales están entre ellas» (1989/1995, 438). Dicho de otra manera, lo mental y lo físico no se opondrían entre sí, porque lo mental forma parte de lo físico —las propiedades mentales son una clase de propiedades físicas—, sino que la oposición sería más bien entre propiedades físicas y propiedades lógicas o éticas, por ejemplo. Por lo que respecta a la denominación de emergentismo, su posición es muy semejante. Acepta dicha denominación, si por emergentismo se entiende la teoría que sostiene que las propiedades mentales son propiedades emergentes al modo en que lo son las características de alto nivel de los sistemas, como, por ejemplo, la solidez. La conciencia, pongamos por caso, es una propiedad causal emergente del cerebro y puede, en consecuencia, ser explicada por las interacciones causales de los elementos del cerebro en el micronivel. A esto es a lo que Searle denomina «emergente 1». Por el contrario, si por emergentismo se entiende una teoría que acepta que hay algo misterioso en la existencia de las propiedades emergentes, en este caso, de las propiedades mentales, como ha ocurrido con frecuencia históricamente, y que ese algo escapa al alcance de las ciencias físicas o biológicas, entonces rechaza tal denominación. Dicho de otra manera, Searle rechaza lo que denomina «emergente 2», que sería cuando un rasgo emergente 1 tiene, además, poderes causales que no pueden ser explicados por las relaciones causales de los elementos del micronivel (1992/1996, 122). En cuanto a la superveniencia, su posición es muy clara: dicha denominación es correcta, si entendemos la doctrina de la superveniencia de lo men-

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tal en lo físico de un modo causal7, sosteniendo que «no puede haber diferencias mentales sin las correspondientes diferencias físicas», ya que los estados físicos son causalmente suficientes (aunque no necesarios), para los estados mentales correspondientes. Y esto «es una consecuencia de la tesis de que los fenómenos mentales son causados por el cerebro y realizados en él, porque, si los efectos son diferentes, las causas tienen que ser diferentes» (1989/1995, 439). En cualquier caso, la superveniencia de lo mental no es nada más que un caso particular del principio general de la superveniencia de las macropropiedades físicas en las micropropiedades físicas. 8.4.

ALGUNOS PROBLEMAS DEL NATURALISMO BIOLÓGICO

En las secciones 8.1. y 8.2. ya hemos ido señalando los principales problemas de las propuestas concretas de Searle. No es nuestra pretensión, por tanto, volverlos a repetir ahora. No obstante, no queremos finalizar nuestra exposición sin referirnos, aunque sea brevemente, a los que consideramos problemas más generales de fondo en su planteamiento. Empezando por lo más general, la propuesta searleana, con frecuencia, presenta como hechos evidentes e incuestionables lo que sólo son interpretaciones, por supuesto, discutibles, o, cuando menos, hechos aceptables sólo sobre el fondo de una teoría que los constituye y les confiere su estatus como tales hechos. Su apelación frecuente a que los estados mentales o sus propiedades como la conciencia, la intencionalidad, etc., son hechos evidentes e incuestionables sería el caso más llamativo de esta tendencia. Dicho de otra manera, Searle defendería, al menos para los estados mentales, un realismo ingenuo y una independencia de los hechos con respecto a las teorías ya superados en epistemología hace tiempo. Un segundo problema del planteamiento de Searle consiste en que pretende conciliar una concepción materialista de la mente —los estados mentales son rasgos físicos del cerebro— y, al mismo tiempo, seguir manteniendo como características de los estados mentales las que tradicionalmente se les habían atribuido dentro de una concepción dualista de la mente (a saber, la conciencia, la intencionalidad, la subjetividad y la causación intencional) y eso es difícilmente alcanzable, ya que esos rasgos de sentido común de la mente presuponían una radical distinción entre lo mental y lo físico. Como hemos visto, el propio Searle insiste en que los rasgos mentales son irreductibles. Dicho de otra manera, no pensamos que se puedan seguir aceptando esos rasgos tradicionales de la mente y rechazar al mismo tiempo el dualismo que subyace a los mismos. De este modo, Searle se vería obligado a aceptar 7 La superveniencia en ética ha tenido un sentido constitutivo distinto del señalado por Searle. Según dicho sentido, las propiedades morales sobrevienen a las propiedades naturales, de manera que, si dos objetos difieren en su bondad, debe existir algún otro rasgo en virtud del cual se produce esa diferencia. Pero esos rasgos que hacen que un objeto sea bueno no causan su bondad, sino que la constituyen.

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un dualismo implícito entre rasgos físicos no mentales y rasgos físicos mentales mucho más profundo del que él está dispuesto a admitir. Por último, una de las ideas centrales de su teoría de la mente es que sólo algunos sistemas biológicos tienen intencionalidad intrínseca, pero Searle nunca nos dice qué rasgos de los sistemas biológicos les hacen ser intencionales (Bechtel, 1988/1991, 94). Ahora bien, si se sostiene que los modelos computacionales son incorrectos para representar los procesos internos que ocurren en nuestros cerebros, que hacen posible los estados intencionales que atribuimos a los seres humanos y a otros animales, parece lógico que se dé una explicación de lo que capacita a esos sistemas para mostrar intencionalidad. La respuesta de Searle de que «se debe a que soy cierta clase de organismo con una cierta estructura biológica (esto es: química y física)» lo que me permite tener intencionalidad, deja sin contestar el problema que planteábamos de por qué mi sistema biológico sí la posee y otros sistemas no. Dicho de otra manera, Searle pretende presentar hechos en lugar de explicaciones. Pero ni los hechos son independientes de las explicaciones, ni pueden, en ningún caso, sustituir a aquéllas.

II CONCIENCIA Y PERSONA

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Capítulo IX

Perspectivas actuales sobre la conciencia* José Antonio Guerrero del Amo

Al pensar sobre la conciencia, la perplejidad en la que uno a menudo se encuentra es bastante semejante al enigma de San Agustín en sus meditaciones sobre la naturaleza del tiempo: cuando no se le pregunta sabe lo que es, pero si se le pregunta entonces no lo sabe. Güzeldere, 1997, 1

9.1. LA RAÍZ CARTESIANA DEL PROBLEMA1 En este tema, como en otros muchos de la filosofía de la mente contemporánea, va a ser Descartes el primero en plantear gran parte de las cuestiones que todavía se discuten en la actualidad. Según el pensador francés, la propiedad fundamental del pensamiento es la conciencia: Tocante a la cuestión de si puede haber algo en nuestro espíritu, en cuanto que es una cosa pensante, de lo cual nuestro espíritu no sea consciente, me parece muy fácil resolverla: pues bien vemos que nada hay en él, así considerado, que no sea un pensamiento, o que no dependa por completo del pensamiento; de otro modo, eso no pertenecería al espíritu, en cuanto éste es una cosa pensante, pues bien: no puede haber en nosotros pen-

* Este trabajo se ha realizado con el apoyo del proyecto de investigación PB96-0580 de la DGICYT. 1 En esta parte histórica, como se verá por las referencias, somos especialmente deudores de los planteamientos de Villanueva (1995).

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samiento alguno del que no tengamos consciencia actual, en el mismo momento en que está en nosotros (Descartes, 1641/1977, 197-198. La cursiva es nuestra).

Por tanto, para Descartes, nada se puede considerar como mental a menos que sea consciente. Mente y conciencia se identifican2. Así, para el pensador francés, no se puede hablar de estados mentales inconscientes, ya que sería una contradicción3. La conciencia se manifiesta en la experiencia y por eso Descartes no ofrecerá nunca un análisis de la misma. La conciencia es una propiedad transparente, inmediata, con acceso epistemológico privilegiado e inanalizable (Villanueva, 1995, 385-386). Al ser la conciencia la propiedad esencial de la mente, y ser ésta radicalmente distinta del cuerpo, la conciencia no podrá ser una propiedad natural del tipo de las propiedades que explican las ciencias de la naturaleza (la física o las ciencias neurológicas, por ejemplo). La conciencia, por tanto, será, para Descartes, «una propiedad irreductiblemente no-natural, no-física» (ibíd.). Eso, para él, no implica, sin embargo, ningún problema, ya que al darse en la experiencia inmediata, todo lo que podemos saber de ella se nos muestra en ese contacto intuitivo en que consiste la experiencia consciente. Éste es el verificacionismo mentalista cartesiano (ibíd.)4. Aunque no se trata de escribir la historia del problema desde Descartes, sí parece conveniente citar algunos hitos importantes en su planteamiento y discusión, que se vuelven a repetir en el debate actual. Será Leibniz quien, poco tiempo después, cuestione la identificación que Descartes realiza entre pensamiento y conciencia: Hay signos a millares que hacen pensar que en todo momento existen en nosotros infinidad de percepciones, pero sin apercepción y reflexión, es decir, cambios en el alma misma de los cuales no nos damos cuenta… (Leibniz, 1765/1977, 46). …Hace falta considerar que pensamos simultáneamente en cantidad de cosas, pero sólo tenemos en mente los pensamientos más llamativos: y no

2 Hay que tener en cuenta que Descartes excluía a las sensaciones de lo mental y las asimilaba a lo corporal. En consecuencia, las afirmaciones que acabamos de hacer no se deben entender como si establecieran una identidad entre la conciencia (fenomenológica) y los estados psicológicos en el sentido en que los entendemos habitualmente. 3 Esta concepción tendrá una consecuencia epistemológica importante, a saber, si la esencia de lo mental es ser consciente, entonces no podemos explicar lo que convierte a un estado mental en consciente apelando a algo mental anterior, ya que cualquier fenómeno mental al que apelemos presupone la conciencia (Rosenthal, 1986, 330 y 340-341). 4 Quizás sea conveniente indicar que Descartes también va a sugerir otra idea que no es tan conocida, pero que vamos a encontrar de nuevo en los debates actuales, y es la idea de construir la conciencia como toma de conciencia (percatación/reflexión) de un orden más alto: «Cuando un adulto siente algo y simultáneamente percibe que no lo sentía antes, llamo a esta segunda percepción reflexión, y la atribuyo al entendimiento solo, a pesar de estar unida de tal manera a la sensación que las dos ocurren juntas y parecen ser indistinguibles la una de la otra» (Carta a Arnauld, 29 de julio de 1648, A. T. V., 221 —citado por Güzeldere, 1997, 12—).

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podría ser de otra manera, pues si tuviésemos todo en cuenta habría que pensar con atención en infinidad de cosas al mismo tiempo… (Leibniz, 1765/1977, 121).

Para Leibniz, por tanto, existen percepciones y pensamientos inconscientes, con lo cual se podrá llevar a cabo una investigación empírica del pensamiento y de otras propiedades mentales, que no dependa de la experiencia consciente y que, por lo tanto, sea similar a la física5. La teoría paralelista que va a defender respecto de las relaciones mente-cuerpo se concreta «en la tesis empírica de que nada hay en la mente que no se encuentre en el cuerpo, de manera que toda la investigación de los estados y procesos mentales se puede llevar a cabo en el cuerpo» (Villanueva, 1995, 387). Por otra parte, la razón última para defender la existencia de semejantes componentes mentales es, sin duda, el papel causal que ejercen los mismos (Leibniz, 1765/1977, 46). Dos siglos más tarde, Freud, en una línea que guarda ciertas similaridades con la inaugurada por Leibniz, sostendrá que muchas actividades de la mente son inconscientes y que hay cosas como creencias y deseos inconscientes. También Freud, aunque no de un modo completamente explícito, hará una interpretación causal de estos elementos inconscientes. Así, el deseo es normalmente interpretado como la clase de estado que causa un cierto tipo de conducta asociada con el objeto del mismo. Y algo similar cabe decir de las creencias. La accesibilidad a la conciencia no es, por tanto, esencial para la relevancia de un estado en la explicación de la conducta. El factor determinante es su papel causal. Mientras tanto, otros autores en la corriente cartesiana, como Franz Brentano o William James, van a ir proponiendo nuevos elementos para la elaboración de una teoría de la conciencia. Así, el primero va a señalar que la intencionalidad es una propiedad necesaria de la conciencia y, en consecuencia, va a añadir otro de los ingredientes fundamentales del debate actual. Para Brentano, «toda conciencia es intencional y toda intencionalidad es consciente o transparente. Toda conciencia tiene un objeto intencional el cual determina el contenido de esa conciencia» (Villanueva, 1995, 387). Eso hace que toda investigación de la conciencia haya de tener en cuenta esa dependencia de la intencionalidad y, al mismo tiempo, todo estudio de la intencionalidad requiere investigar la conciencia. Brentano entiende la conciencia como conciencia representacional, aunque mantenga la tesis cartesiana de que la conciencia es algo intrínseco a todo estado mental, tesis que está unida a una concepción fenomenológica de la misma (véase esta distinción más abajo). Por su parte, William James, mientras intenta mantenerse dentro del planteamiento cartesiano de que la conciencia es experiencia, señalará también la necesidad de que aquélla sea estudiada empíricamente.

5 Un planteamiento semejante será el que dará lugar en la actualidad a los enfoques naturalistas, de los que luego hablaremos.

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9.2. CLASES DE CONCIENCIA En esta breve introducción histórica que acabamos de hacer, aparecen ya apuntados dos conceptos de conciencia claramente diferenciados, que se van a seguir manteniendo, e incluso acentuando, en el debate actual y que se han denominado conciencia fenomenológica y conciencia representacional, proposicional, de contenido, de acceso (Block, 1995) o incluso psicológica (Chalmers, 1996/1999, 35). Esta multiplicidad de denominaciones para esta segunda clase de conciencia pone de manifiesto que no hay unanimidad en la forma de entender la clasificación que acabamos de hacer6. La conciencia fenomenológica se refiere al «darse cuenta subjetivo», a la experiencia (consciente) (Block, 1995, 228 y 230). «Sus propiedades son las de «la forma en que las cosas nos aparecen», «el carácter cualitativo», «los qualia», «las cualidades fenomenológicas inmediatas», «el cómo qué es ser x» (perspectivístico)» (Villanueva, 1995, 391). Ejemplos de estados de conciencia fenomenológica son ver, oír, oler, gustar o tener penas. Una característica de esta clase de conciencia, que a menudo se pasa por alto según Block, es que las diferencias en el contenido intencional llevan con frecuencia a diferencias en la conciencia fenomenológica. En consecuencia, este tipo de conciencia muchas veces tiene contenido y es representacional, pero sus propiedades son distintas de cualquier propiedad cognitiva (esto es, que supone de un modo esencial pensamiento), intencional (propiedad en virtud de la cual un estado o representación es sobre algo) o funcional (propiedad definible en términos de relaciones causales). La experiencia de oír un sonido que viene de la izquierda es diferente de la experiencia de oír un sonido que viene de la derecha, aunque su contenido representacional pueda ser el mismo (Block, 1995, 230). Algunos autores, además, frente a la que ha sido la opinión más común, que consideraba que era la conciencia representacional la que se debía explicar desde una perspectiva funcional, creen que esta clase de conciencia cumple un importante papel adaptativo en la vida mental de los sujetos, esto es, defienden un funcionalismo teleológico para la misma (Flanagan, 1992). Para una gran parte de los interesados en el tema, sin embargo, la naturaleza de la conciencia fenomenológica resulta enigmática, aunque tengamos una acceso inmediato a ella, produciéndose aquí lo que se ha denominado un hiato explicativo (Levine, 1983; Block, 1992/1997, 175). Eso llevará a dos planteamientos radicalmente diferentes de la misma: o bien se intenta

6 Otras distinciones de los diferentes sentidos de conciencia pueden encontrarse en Lycan, 1997; Goldman, 1993b; Natsoulas, 1983, 1986 y Rosenthal, 1997. Sin embargo, posiblemente ha sido el artículo de Block «On a confussion about a function of consciousness», publicado como artículo diana en Behavioural and Brain Sciences, uno de los que más ha fomentado el debate en torno a esta cuestión. Como es habitual en esta revista, se publicó junto con un gran número de críticas.

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deshacerse de ella por cualquier medio (es lo que ha hecho una gran parte de la filosofía de la mente contemporánea, como luego veremos), o bien se trata de encontrarle un difícil acomodo en la ciencia psicológica (es lo que hacen autores como Searle o Chalmers, por ejemplo), como una realidad irreductible a lo físico. La conciencia representacional se caracterizaría por proporcionarnos acceso a los contenidos o informaciones de los estados mentales. Es una característica fundamental de este tipo de conciencia su papel causal en la explicación de la conducta (Chalmers, 1996/1999, 35) o, en palabras de Block (1995, 231), que su contenido representacional se pueda usar como premisa en el razonamiento y en el control racional de la acción y del lenguaje. Por ejemplo, cuando yo veo la luz del semáforo en rojo, yo experimento una sensación del color rojo (conciencia fenomenológica), que me transmite la información de que me debo parar (conciencia representacional) (Villanueva, 1995, 392)7. En principio parece que no debería haber ningún tipo de competencia entre ambos conceptos, ya que aparentemente son conceptos complementarios que se refieren a diferentes fenómenos de los estados mentales y que interactúan entre ellos. Sin embargo, por desgracia, es frecuente que, en los debates sobre la conciencia, se dé lo que Güzeldere ha denominado «la intuición segregacionista», consistente en pensar, implícita e inadvertidamente, que «si la caracterización de la conciencia es fenomenológica, entonces ésta es esencialmente no causal, y si es causal, entonces es esencialmente no fenomenológica» (1997, 11). Quizás lo que se deba hacer, como propone este autor, es adoptar una «intuición integracionista», en la que «lo que la conciencia hace no pueda ser caracterizado en ausencia de cómo se siente (experimenta) y, más importante aún, que el modo como se experimenta no pueda ser conceptualizado en ausencia de lo que hace» (ibíd.).

7 Las diferencias, por tanto, entre los dos tipos de conciencia serían, según Block (1995, 232), las tres siguientes: 1) «El contenido de la conciencia fenomenológica es fenomenológico, mientras que el contenido de la conciencia de acceso es representacional. La esencia del contenido de la conciencia de acceso es jugar un papel en el razonamiento y sólo el contenido representacional puede realizar ese papel. Muchos contenidos fenomenológicos son también representacionales, sin embargo, es mejor decir que es por su contenido fenomenológico por lo que un estado es consciente-fenomenológico, mientras que es por su contenido representacional por lo que un estado es consciente-de acceso (...). 2) Una segunda diferencia es que la conciencia de acceso es una noción funcional, por tanto, el contenido de ella es relativo a un sistema: lo que hace a un estado consciente-de acceso es lo que una representación de su contenido hace en un sistema (...). 3) Una tercera diferencia es que los estados de la conciencia fenomenológica son de un tipo o una clase de estado. Por ejemplo, la sensación de un dolor es consciente fenomenológico de un tipo: cualquier dolor tiene que tener esa sensación. Sin embargo, cualquier pensamiento particular que es consciente-de acceso en un tiempo dado puede dejar de ser accesible en otro tiempo determinado», con lo cual dejaría de ser consciente-de acceso.

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La división que acabamos de establecer, aunque es un lugar común en filosofía de la mente, no es, sin embargo, aceptada por todos los autores, ya que algunos no creen que se pueda hablar de distintas formas de conciencia, bien porque estiman, como Searle (1992/1996, 139; 1999, 74-76), que ésta posee una forma unificada en la que no cabe hacer diferenciaciones, o bien porque piensan, como Dennett (1995a), que la distinción entre conciencia fenomenológica y conciencia de acceso es sólo una distinción gradual entre distintos estados de una sola clase de conciencia. Evidentemente, los defensores de la distinción en cuestión, con Block a la cabeza, critican los planteamientos de todos aquellos autores que no la han tenido en cuenta, entre los que se encuentran, por supuesto, Searle (1992), Dennett (1986; 1991) o Baars (1988), por caer en una confusión entre los dos tipos.

9.3. EL ESTADO ACTUAL DE LA CUESTIÓN: ENFOQUES CARTESIANOS Y ENFOQUES NATURALISTAS Los términos en los que se plantea el debate actual sobre la conciencia son, pues, en consonancia con lo que venimos diciendo, si ésta tiene, como proponía Descartes, un carácter experiencial y no-natural, o, por el contrario, tiene un carácter empírico, no-experiencial y natural. Los planteamientos del primer tipo han recibido la denominación de cartesianos (a veces neocartesianos) o de primera persona, y los del segundo, de naturalistas o de tercera persona. Pero, mientras estos últimos son los que más abundan, los planteamientos cartesianos en estado puro son hoy difíciles de encontrar. Por eso, a los enfoques naturalistas puros, en la actualidad, hay que unir todos aquellos que pretenden ser cartesianos y naturalistas al mismo tiempo, esto es, aquellos que pretenden que la conciencia tiene un carácter experiencial, subjetivo, de primera persona y, a la vez, natural, como es el caso de Searle (1999, 54) y Chalmers (1996/1999); y aquellos otros que, aun admitiendo todo eso, esto es, que la conciencia existe, e incluso es un fenómeno natural como cualquier otro, sugieren que es imposible tener un conocimiento científico de la misma (Nagel, 1974; Jackson, 1983; McGinn, 1991)8. Por último, hay que citar el planteamiento de los que radicalizan el naturalismo hasta negar que la conciencia exista y sea una propiedad de las personas y del mundo (los

8 Quizás cabría situar también en este grupo a Levine (1983, 1988), aunque difiere en muchos aspectos de los otros autores citados. Así, señala: «La hipótesis de los qualia ausentes e invertidos son experimentos mentales que dan una expresión concreta a lo que llamará, siguiendo a los Churchland, la intuición ‘proqualia’. Ésta es la intuición de que hay algo especial sobre la vida mental consciente que la hace inexplicable dentro del marco teórico del funcionalismo, y, más general, del materialismo» (1988, 272).

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Churchland, a la cabeza del materialismo eliminativo, serían en la actualidad los representantes más destacados de este planteamiento)9. En el estudio que vamos a hacer a continuación de estos distintos enfoques, nos ocuparemos tanto del planteamiento epistemológico, esto es, del modo que se propone para abordar el tema de la conciencia, como de la propuesta ontológica, esto es, de las tesis que se defienden acerca de su existencia y su naturaleza. 9.3.1.

Enfoques naturalistas puros

Como acabamos de sugerir, el enfoque que predomina, sin lugar a dudas, en los estudios sobre la conciencia que se han realizado en los últimos años es el enfoque naturalista. Dicho enfoque consiste en sostener que la conciencia es un fenómeno natural como cualquier otro que se refiere a fenómenos de tercera persona, públicamente observables y, en consecuencia, con ella habría que adoptar el mismo método de estudio que con los demás fenómenos de la naturaleza, esto es, se defiende que la conciencia se refiere a fenómenos de tercera persona, públicamente observables y, por tanto, accesibles desde un planteamiento científico, objetivo. Este enfoque, según sus proponentes, debería despojar a la conciencia de cualquier aura de misterio y solucionar el problema de una vez por todas. Sin embargo, algunos creen que la consecuencia lógica que parece que se debería extraer de este planteamiento es, más bien, que la conciencia fenomenológica no existe, ya que se refiere a estados mentales de primera persona, cualitativos, subjetivos e internos (Searle, 1992/1996, 21). No obstante, son pocos los que se atreven a dar ese paso tan radical10. Este enfoque ha sido adoptado por una gran parte de los filósofos funcionalistas, por los psicólogos cognitivos y, en general, por todos los materialistas. Algunos de los filósofos más representativos dentro de él son Armstrong (1968, 1980a), Lewis (1966, 1972, 1980, 1995), Shoemaker (1975, 1991, 1994), Dennett (1986, 1991/1996), Rosenthal (1986, 1997), Lycan (1987, 1997), Van Gulick (1988, 1989, 1993), Flanagan (1992) y, desde

9 Evidentemente cabe hacer otra clasificación distinta a la propuesta por nosotros de los diferentes enfoques de la conciencia. Por ejemplo, Chalmers (1996/1999) distingue entre enfoques cognitivos, enfoques neurobiológicos, enfoques basados en la nueva física y enfoques evolucionistas. Pero, además de que todos estos planteamientos son de tipo naturalista, dados nuestros propósitos de tratar las cuestiones epistemológicas y ontológicas de la conciencia, nos parece más adecuada nuestra clasificación. También Güzeldere ha propuesto una división en tres grupos: los misteriosos, los escépticos y los naturalistas. Aunque esta clasificación se aproxima más a la nuestra, difiere, sin embargo, sustancialmente de ella, ya que sitúa a McGinn (y al resto de los escépticos moderados) dentro de los misteriosos, a los eliminativistas dentro del grupo de los escépticos y a los naturalistas cartesianos junto con los naturalistas puros dentro del grupo de los naturalistas (1997, 3-6). 10 Georges Rey (1983, 1988) parece que es una excepción, ya que no tiene ningún inconveniente en hacer explícita dicha afirmación.

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un planteamiento más psicológico, Baars (1988). Dado que dentro de un planteamiento naturalista general caben propuestas muy diferentes, nos detendremos a analizar dos de ellas que consideramos representativas de lo que se está haciendo dentro de dicho planteamiento. Éstas son la de Baars y la de Rosenthal. 9.3.1.1.

Una teoría cognitiva de la conciencia

La concepción de la conciencia que vamos a exponer a continuación pertenece al grupo de teorías que pretenden realizar una modelización cognitiva, esto es, tratan de presentar «un modelo de la dinámica causal implicada en los procesos cognitivos, que explique las causas de la conducta de un agente cognitivo» (Chalmers, 1996/1999, 153). La propuesta de Dennett y la de Baars son posiblemente las más características de este grupo, aunque nosotros, como acabamos de indicar, nos centraremos sólo en el segundo11. La idea de la que parte Baars en su trabajo es que la experiencia consciente, cuya comprensión y explicación son sumamente problemáticas, debe ser considerada como «un constructo teórico que puede ser inferido de evidencia segura» (1988, 9). Este autor sugiere, en primer lugar, como método de aproximación, contrastar estados y procesos conscientes y no conscientes, que sean comparables, esto es, que parecen diferir sólo en que unos son conscientes y otros no, siempre que las propiedades de ambos se puedan inferir con base en evidencia pública. Esta comparación es posible, porque hoy los estados conscientes e inconscientes en psicología tienen el mismo status que otros constructos científicos. Este método, por tanto, se podría denominar «análisis comparativo» y proporcionaría la base empírica para el desarrollo teórico (1988, XVI-XVII y 18-19; 1997, 187). Además, Baars propone partir de los casos más simples y no de los más complejos, como la visión ciega, por ejemplo, que es lo que se ha estado haciendo hasta ahora (1988, XVIII). El planteamiento, por otra parte, debería ser global, intentando lograr una teoría integradora basada en los datos concretos acumulados, de manera que éstos restrinjan el tipo de hipótesis global que formulemos (1988, XIX). Por último, Baars propone que se utilice el lenguaje del procesamiento de la información, que es un lenguaje neutral respecto a la experiencia consciente y así nos permitirá libertad para hablar sobre procesos mentales inferidos sean conscientes o inconscientes (1988, 13). Dado este enfoque naturalista, Baars cree que su teoría puede cambiar en el futu-

11 No se ha elegido la propuesta de Dennett, que es quizás la más conocida desde la publicación de La conciencia explicada (1991), por una parte, porque ya se expone en otro capítulo de este volumen, y, por otra, porque los destinatarios primeros, aunque no los únicos, de este libro son los alumnos de psicología y la propuesta de Baars está hecha desde el campo de la psicología.

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ro en función de la evidencia nueva que vaya apareciendo y de los cambios que se produzcan en el pensamiento. La definición de conciencia de la que parte Baars es una definición operativa: Consideraremos que la gente es consciente de un evento si: 1) puede decir inmediatamente después que es consciente de él, y 2) podemos verificar independientemente la exactitud de su informe (Baars, 1988, 15).

El partir de esta definición operacional no supone, sin embargo, que no existan otras experiencias conscientes que no cumplan estos criterios. Formarían parte de la conciencia, por una parte, la experiencia consciente de los perceptos e imágenes y, por otra, los conceptos abstractos, aunque en este caso Baars propone que hablemos de acceso consciente en vez de experiencia consciente. Baars cree que el problema de la conciencia es un problema real, cuyo debate ha sido evitado hasta ahora en psicología cognitiva utilizando eufemismos científicos como «atención», «percepción», «exposición al estímulo», «informe verbal», «control estratégico» y otros semejantes. Pero ninguno de estos eufemismos expresa de un modo exacto lo que significa «experiencia consciente» (1988, 27). Para comenzar a explicar la conciencia, piensa que es necesario, en primer lugar, de acuerdo con su método de análisis comparativo, tener una concepción clara de los fenómenos inconscientes. Un fenómeno inconsciente es el resultado del funcionamiento de un sistema especializado. Todos podemos observar a diario cómo, a medida que dominamos una destreza o un conocimiento, éste deviene cada vez más inconsciente en sus detalles (por ejemplo, conducir). Esos sistemas especializados trabajan con representaciones. «Una representación es un objeto teórico que tiene una semejanza abstracta con algo fuera de ella» (1988, 44). Estas representaciones pueden sufrir cambios a través de procesos y, a su vez, «un conjunto de procesos relativamente unitario y organizado que trabajan juntos al servicio de una función particular» (1988, 50) forma un procesador. El sistema nervioso contiene muchos procesadores especializados que operan en gran medida inconscientemente. Estos procesadores se pueden ver como destrezas especializadas que han llegado a ser altamente prácticas, automáticas e inconscientes. La percepción y otros fenómenos conscientes como comprender un enunciado son descomponibles y pueden verse como el producto de numerosos sistemas altamente especializados o módulos, interactuando unos con otros para crear una experiencia consciente integrada, que es diferente de la suma de las partes. Esto significa que «el procesamiento detallado a lo largo de todo el sistema es ampliamente descentralizado o distribuido. Cada módulo puede ser compuesto o descompuesto variablemente, dependiendo de los objetivos perseguidos y de los contextos. Los procesadores especializados pueden ser capaces de adaptarse a una nueva entrada, pero sólo dentro de unos límites estrechos» (1988, 64).

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En contraste con los fenómenos inconscientes se halla la experiencia consciente, que está asociada a lo que Baars denomina un Espacio de Trabajo Global (ETG), que sirve de base a la misma. Los fenómenos conscientes son simplemente aquellos que tienen lugar en el ETG. Ese ETG es el órgano de publicidad del sistema nervioso. «Es semejante a una pizarra en una clase o a una estación de transmisión de televisión en una comunidad humana». En él se produce «un intercambio de información que permite a muchos procesadores especializados (inconscientes) diferentes interactuar unos con otros» (1988, 74). Los contenidos del ETG, que corresponden aproximadamente a la experiencia consciente, son distribuidos ampliamente por todo el sistema. Así, el cerebro es concebido como una vasta colección de procesadores automáticos especializados, algunos de ellos encajados y organizados dentro de otros. Los procesadores pueden competir o cooperar para ganar acceso al espacio de trabajo global que sirve de base a la conciencia, permitiéndoles este acceso enviar mensajes globales a cualesquiera otros sistemas interesados. Cualquier experiencia consciente emerge de la cooperación y la competición entre muchos procesadores de entrada diferentes. En un sistema distribuido como el que estamos describiendo «no hay un ejecutivo central, esto es, un sistema único que asigne los problemas a los especialistas específicos o los dirija para realizar la tarea. Para diferentes trabajos diferentes procesadores pueden comportarse como ejecutivos, ejerciendo unas veces unos y otras veces otros el control ejecutivo de un modo muy flexible. El control es esencialmente descentralizado» (1988, 87). Son los propios procesadores inteligentes los que «deciden» a qué informaciones atienden y a cuáles no. Sería como una economía de mercado en la que se deja actuar libremente a los distintos agentes, sin que haya un gobierno que adopte decisiones. Pero, incluso en esta situación, aún se necesita de un espacio central de intercambio de información entre los distintos especialistas. Una consecuencia de esto es que un mensaje global debe ser internamente consistente, o, en caso contrario, se degradará muy rápidamente debido a la competición interna entre sus componentes. Además, la experiencia consciente requiere que los sistemas receptores se adapten o actúen para alcanzar cualquier información que sea transmitida en el mensaje consciente global. Cualquier mensaje consciente también debe ser globalmente informativo. Finalmente, la adaptación a un mensaje informativo tiene lugar dentro de un contexto estable, pero inconsciente. Mientras los procesadores conscientes trabajan serialmente, los inconscientes lo hacen en paralelo. Además, aquéllos son computacionalmente menos eficientes que éstos. Sin embargo, el espectro de sus posibles contenidos es mucho más amplio y poseen una mayor flexibilidad y una mayor capacidad relacional para tratar con nuevos contextos en contraste con la relativa limitación, rigidez, aislamiento y autonomía de los procesadores inconscientes. Asimismo, los procesadores conscientes poseen una «sensibilidad de contexto», entendiendo por ésta «la forma en que los fenómenos conscientes son conformados por factores inconscientes» (1988, 79). Las experiencias conscientes son conformadas por estructuras relativamente duraderas, que no son conscientes, aunque pueden evocar y ser evo-

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cadas por eventos conscientes. A estas estructuras las denomina Baars contextos. Podemos tratar los contextos como un grupo de procesadores especializados cooperando con acceso real al espacio de trabajo global. El conjunto de contextos operativos en el presente es la Jerarquía de Contexto Dominante Actualmente. Ese Contexto Dominante es una mezcla coherente de contextos perceptuales, conceptuales y de objetivos, que controlan nuestra experiencia e imponen constricciones inconscientes a lo que puede convertirse en consciente. Los contenidos conscientes y los contextos inconscientes se entremezclan así para crear una corriente de conciencia. La interacción entre ellos es útil para resolver una gran variedad de problemas, en los que los componentes conscientes son utilizados para acceder a nuevas fuentes de información, mientras los contextos y los procesadores inconscientes se ocupan de los detalles rutinarios. Finalmente, parece que una de las funciones más importantes de la experiencia consciente es obtener, modificar y crear nuevos contextos que luego conformarán la experiencia consciente posterior. Otra noción clave en la propuesta de Baars es el concepto de información. Ésta debe ser entendida en el sentido ya clásico establecido por Shannon de reducción de la incertidumbre. «Somos conscientes de un suceso sólo cuando existe en un contexto estable, pero no cuando es tan predecible que no hay alternativas concebibles» (1988, 178). De este modo, la experiencia consciente del mundo no es una función directa de la estimulación física, sino que dependerá de la información real que aporte (la cantidad de incertidumbre que reduzca). En general, la probabilidad de que cualquier suceso sea consciente se incrementa con su valor informativo y disminuye con su redundancia. En resumen, la informatividad es una condición necesaria de toda experiencia consciente de un suceso. Relacionada con la información está la adaptación. Aquí entendemos por adaptación «el proceso de aprender a representar algún input, hasta el punto de poderlo predecir automáticamente. Cuando hay una correspondencia perfecta entre el input y su representación, el input es redundante con respecto a su representación. Así la redundancia es el producto final de una adaptación exitosa» (1988, 183). El ciclo de adaptación ante una nueva tarea que se ha de aprender estaría formado por tres etapas: 1) la primera, en la que se comienza sabiendo sólo que hay algo que aprender, consiste en la creación del contexto, en el que los elementos que van a ser aprendidos son definidos; 2) la segunda etapa consiste en entender el nuevo material dentro del contexto creado, de manera que ahora sea informativo; y 3) una vez que nos hemos adaptado completamente, en la tercera etapa, perdemos acceso consciente al material aprendido. La experiencia consciente correspondería principalmente a la segunda etapa (1988, 184). Esta teoría de la conciencia que acabamos de exponer es ampliada por Baars hasta intentar explicar desde ella nociones como la del control voluntario o del yo. Así, el control voluntario es considerado como el resultado de objetivos concretos (o intenciones) que son realizados de forma consistente con el contexto de objetivos dominantes. Una acción voluntaria es «aquélla

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cuyos componentes conscientes han sido editados antes de ser llevada a cabo» (1988, 266), esto es, una acción cuyos componentes han sido revisados previamente, como hace el editor con las pruebas para evitar errores en las publicaciones. Así, en estas acciones hay oportunidad de cambiarlas antes de su ejecución, frente a las acciones involuntarias en las que no sería posible hacerlo, al no producirse una edición previa. De modo semejante, el yo es entendido como el más alto y duradero de los niveles de la Jerarquía de Contexto Dominante, que crea una continuidad a lo largo del flujo cambiante de los sucesos. Así, el yo sirve para organizar y estabilizar experiencias a través de muchas situaciones diferentes. Por último, Baars cree que la evidencia neurofisiológica de la que disponemos apoyaría el modelo que él está proponiendo (1988, cap. 3). Expuesto de un modo simplificado: 1) El sistema nervioso es visto por muchos neurocientíficos como un sistema distribuido en paralelo, con muchos procesadores especializados diferentes. Asimismo, las estructuras más importantes del cerebro, especialmente el córtex, pueden considerarse como una colección de módulos distribuidos especializados. 2) Algunos de estos módulos pueden cooperar o competir para acceder a lo que Baars denomina Sistema de Activación Reticular-Talámico Extendido (SARTE), que sería la parte del sistema nervioso que realiza las funciones que venimos atribuyendo al ETG. El SARTE estaría compuesto por la Formación Reticular, que recibe información de todas las estructuras importantes del cerebro, y se extiende hacia arriba para incluir los núcleos no específicos del tálamo; además, se debe incluir en este amplio sistema el Sistema de Proyección Talámico Difuso, que envía numerosas fibras a todas las partes de la corteza, y, posiblemente, también deban ser incluidas las conexiones corticales. 3) La información que gana acceso puede ser transmitida globalmente a otras partes del sistema nervioso, especialmente al enorme manto cortical del cerebro. Para terminar con este tipo de enfoques, una reflexión crítica. El problema fundamental de estos planteamientos es que parece que se dejan fuera lo que hemos denominado conciencia fenomenológica. En la mayoría de los casos no es que la nieguen explícitamente, incluso en algunos se parte de su admisión explícita, pero luego, a medida que se va avanzando en su explicación, durante el camino, sin saber cómo, se convierte en conciencia representacional, olvidándose del concepto del que se partía. Dicho de un modo más explícito, estos modelos cognitivos explican muy bien el acceso del sujeto a la información, la atención, la informatividad de la conciencia, las capacidades introspectivas, etc., pero no proporcionan una explicación de por qué esos procesos deberían estar acompañados por una experiencia consciente (Chalmers, 1996/1999, 153-154). Creo que tanto la teoría cognitiva de Baars que hemos expuesto como La conciencia explicada de Dennett son ejemplos paradigmáticos de lo que estamos diciendo. El modelo de Baars, por ejemplo, no explica por qué la información del ETG es experimentada. «¿Por qué, en palabras de Chalmers, la accesibilidad global debería dar ori-

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gen a la experiencia consciente?» (ibíd.). Planteado desde otra perspectiva, es el viejo problema de los qualia, al que ni los fisicalismos (teoría de la identidad y materialismo eliminativo) ni el funcionalismo parecen capaces de responder (véanse los capítulos correspondientes). Los enfoques naturalistascartesianos, de los que hablaremos un poco más abajo, son precisamente un intento de solucionar ese gran problema de la conciencia fenomenológica, sin renunciar por ello al naturalismo. 9.3.1.2. La conciencia como pensamiento de orden superior monitorizador Dentro de los planteamientos naturalistas ha habido otras propuestas que son de un tipo completamente diferente del de la que acabamos de exponer, que representa el paradigma dominante de los mismos. Nos referimos a aquellas concepciones que defienden que la conciencia sería un pensamiento de segundo orden o una representación que tiene como objeto los estados mentales de primer orden. Se trataría de construir la conciencia en términos de «toma de conciencia» (percatación). David Armstrong (1981), David Rosenthal (1986, 1997), William Lycan (1990) y Carruthers (1989 y 1996) han defendido esta concepción, aunque con diferencias considerables. Mientras Armstrong y Lycan caracterizan esta representación de un orden más alto como semejante a la percepción, Rosenthal y Carruthers asumen que la conciencia es una forma de pensamiento de orden superior. Como hemos hecho en el punto anterior, expondremos la posición de Rosenthal como ejemplo representativo de estas concepciones, ya que es una de las más debatidas en la actualidad. La idea de la que parte este autor es que ha habido dos concepciones diferentes de la mente, una de tipo cartesiano, que identifica lo mental con lo consciente, con la consecuencia que eso tiene de imposibilitar una explicación de la conciencia desde lo mental (si lo mental se identifica con lo consciente, cualquier recurso a lo mental supone la conciencia), y otra, naturalista, que arrancaría de Aristóteles, que niega la identificación de lo mental con lo consciente y que sostiene que lo mental se puede estudiar como cualquier otro fenómeno natural y, a partir de ello, explicar la conciencia. Según este planteamiento lo que definiría los estados mentales es que tengan propiedades intencionales o propiedades fenomenológicas (o ambas a la vez), siendo la conciencia una característica externa a los mismos. Evidentemente, Rosenthal se sitúa en este segundo planteamiento, pero cree que eso no le va a impedir explicar muchas de las intuiciones del sentido común que están en la base del planteamiento cartesiano. «Los estados conscientes, para Rosenthal, son estados mentales de los que somos conscientes de estar en ellos. Y, en general, ser consciente de algo consiste en tener un pensamiento de alguna clase sobre ello. De acuerdo con esto, es natural identificar el ser consciente de un estado mental con tener un pensamiento simultáneo de que uno está en ese estado mental. Cuando un estado mental es consciente, la conciencia que tenemos de él es, intuitiva-

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mente, inmediata de alguna manera. Por tanto, podemos estipular que el pensamiento simultáneo que tenemos no está mediado por ninguna inferencia ni por ninguna entrada sensorial… [Pero,] dado que un estado mental es consciente si está acompañado de un pensamiento de orden superior adecuado, podemos explicar el ser consciente de un estado mental por medio de la hipótesis de que ese estado mental causa que ese pensamiento de orden más alto ocurra» (1986, 335-336). La conciencia, por tanto, para esta concepción, «es una propiedad relacional, la propiedad de ser acompañado por pensamientos de orden superior y, en consecuencia, ciertos procesos causales deben mediar entre los procesos mentales y nuestra conciencia de ellos. Y puesto que los estados mentales pueden estar conectados causalmente a diferentes pensamientos de orden superior, nosotros podemos ser conscientes de esos estados mentales de un modo diferente en distintos momentos. La apariencia de los estados mentales, por tanto, no coincide automáticamente con su realidad» (1986, 354-355). Lo que acabamos de decir no debe llevarnos, sin embargo, a pensar que todos los pensamientos de orden superior deben ser conscientes. Para que un pensamiento sea consciente, como decíamos, debe tener su correspondiente pensamiento de orden más alto. Esto quiere decir que para que un pensamiento de segundo orden sea consciente debe ir acompañado de un pensamiento de tercer orden de que uno tiene ese pensamiento de segundo orden. Esto, además, nos lleva a esperar que sean pocos los pensamientos de segundo orden que llegan a ser conscientes, frente a lo que se pudiera pensar en un primer momento. Por eso es importante distinguir entre ser consciente de un estado mental y ser introspectivamente consciente de ese estado. Sólo cuando somos conscientes introspectivamente de un estado mental somos conscientes también de nuestros pensamientos de orden más alto sobre ese estado mental. Pero no todos los pensamientos de orden más alto son automáticamente conscientes. Esto que estamos diciendo evidentemente choca con el punto de vista cartesiano de que ser consciente de un estado mental es lo mismo que ser introspectivamente consciente de él. Esperar que todos los pensamientos de orden superior fueran conscientes, como sostiene la concepción cartesiana, supondría que deberíamos tener infinitos pensamientos en cualquier momento que fuéramos conscientes de un estado mental. Aunque esta concepción que acabamos de exponer cree Rosenthal que «no implica una teoría materialista o naturalista de la mente, ya que de hecho es totalmente compatible incluso con un dualismo de sustancias cartesiano», no por eso deja de señalar que «encaja muy bien con los puntos de vista materialistas, ya que lo que hace a los estados mentales conscientes de que sean conscientes es su causar pensamientos de orden superior de que uno está en esos estados mentales. Además, los materialistas pueden sostener razonablemente que esta estructura causal es debida a las conexiones neuronales adecuadas» (1986, 339). Esta concepción, como decíamos, puede explicar los datos fenomenológicos de los que disponemos fácilmente. Por ejemplo, explica perfectamente la conexión estrecha que hay entre estar en un estado consciente y ser consciente, a la vez, de uno mismo. Para atribuir conciencia de un estado mental

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particular, el pensamiento de orden superior correspondiente debe ser sobre ese estado mental, y la única forma de que un pensamiento sea sobre un estado mental particular es ser sobre alguien estando en ese estado. No obstante, puede resultar más difícil aceptar el intento de explicar la conciencia de los estados sensoriales por medio de un pensamiento de orden superior. La conciencia parece casi inseparable de las cualidades sensoriales de un modo que no lo es de las propiedades intencionales. Este vínculo íntimo entre las cualidades sensoriales y la conciencia parece alcanzar a todos los estados sensoriales, pero parece más fuerte con las sensaciones somáticas, tales como el dolor. Estas apariencias fenomenológicas, sin embargo, también pueden ser explicadas sin dificultad en términos de pensamientos de orden superior: si el ser consciente de un estado sensorial es su ser acompañado por el pensamiento de orden superior adecuado, este pensamiento será sobre la cualidad de la que somos conscientes, será un pensamiento de que uno está en un estado que tiene esa cualidad. En consecuencia, será imposible describir esa conciencia, sin mencionar la cualidad. Por eso nos parece que las cualidades de nuestras experiencias conscientes son inseparables de nuestra conciencia de ellas12. Tampoco estos planteamientos se han librado de críticas. Además de la parte que les es aplicable de las objeciones hechas al grupo anterior (la confusión conceptual y la falta de explicación de algunos aspectos de la conciencia), ha habido otras específicas para ellos. Así, por ejemplo, Dreske (1993), basándose en una distinción entre conciencia de cosas y conciencia de hechos, argumentará, a través de una serie de ejemplos concretos, que puede haber conciencia sin que haya un pensamiento de segundo orden13. 9.3.2.

Enfoques naturalistas-cartesianos14

Lo que caracteriza a estos enfoques, como ya adelantábamos, es que sostienen que la conciencia tiene un carácter experiencial, subjetivo, de primera persona, pero que esto no impide que sea un rasgo natural de nuestros cerebros, y que, en consecuencia, se pueda estudiar de un modo científico, esto es, desde un planteamiento objetivo, de tercera persona. Los autores más representativos de este enfoque son Searle y Chalmers. Igual que hemos

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Para una argumentación más amplia de esta cuestión puede verse Rosenthal (1991a). Para abundar más en estas críticas específicas véase también Dretske (1995) y Shoemaker (1994). 14 Puede parecer contradictoria la denominación de enfoques naturalistas-cartesianos, pero la expresión pretende recoger las dos ideas fundamentales de este planteamiento, que son hacer un planteamiento naturalista de la conciencia y sostener, al mismo tiempo, que ésta tiene carácter experiencial (fenomenológico). Por tanto, la contradicción sería del propio planteamiento. 13

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hecho anteriormente, dado que la posición de Searle se expone en otro trabajo de este volumen, nos centraremos en la propuesta de Chalmers. Chalmers sostiene que la conciencia fenomenológica es algo irreductible a lo físico. La razón fundamental es que la conciencia no superviene lógicamente a lo físico, esto es, todos los hechos microfísicos del mundo no implican los hechos de la conciencia y, por tanto, ninguna explicación reductiva de la misma puede tener éxito, es decir, no es posible que una explicación realizada totalmente en términos físicos pueda dar cuenta de la experiencia consciente. La batería de argumentos que utiliza para apoyar dicha tesis está compuesta por los cinco siguientes. El primero se basa en la conceptibilidad, esto es, en la posibilidad de concebir que existan los zombis fenoménicos, seres idénticos físicamente a mí (o a cualquier otro ser consciente), pero que carezcan por completo de experiencias conscientes. Esta posibilidad lógica nos lleva a que la experiencia consciente no está lógicamente implicada por la organización funcional de los seres conscientes. En consecuencia, si sólo hablamos de la organización funcional, aún nos queda por explicar el componente fenomenológico de la conciencia. El segundo argumento está basado en la posibilidad del espectro invertido. Si podemos establecer «la posibilidad lógica de un mundo físicamente idéntico al nuestro, en el cual los hechos acerca de la experiencia consciente son diferentes de los hechos en nuestro mundo», entonces la conciencia no es lógicamente superviniente (1996/1999, 139). La posibilidad de imaginar de una forma coherente un mundo físicamente idéntico, en el cual las experiencias conscientes están invertidas (cuando yo tengo una experiencia de rojo, otros tienen una experiencia de azul, aunque todos digamos que estamos viendo algo rojo), mostraría esa posibilidad lógica y, en consecuencia, pondría de manifiesto que la conciencia no superviene a lo físico (ibíd.). La tercera clase de argumentos se basa en la asimetría epistémica. Las razones para creer en la conciencia tienen su origen únicamente en la experiencia subjetiva que cada uno tenemos de ella. Ningún conocimiento objetivo que pudiéramos tener del mundo físico, por muy grande que fuera, nos llevaría a postular su existencia. Es mi experiencia de primera persona lo que me lleva a afirmarla. En consecuencia, es esa asimetría epistémica con respecto a otros fenómenos lo que nos hace sostener su existencia. Una cuarta clase de argumentos está basada en el experimento mental propuesto por Jackson (1982) sobre la neurofisióloga María, que, a su vez, seguía argumentos propuestos anteriormente por Nagel (1974): María es una brillante científica que, por alguna razón, es forzada a investigar el mundo desde una habitación en blanco y negro a través de un monitor de televisión en blanco y negro. Se especializa en neurofisiología de la visión y adquiere, supongamos, toda la información física que se puede obtener sobre lo que ocurre cuando vemos tomates maduros, o el cielo, y usa términos como «rojo», «azul», y otros (…). ¿Qué ocurriría cuando María es liberada de su habitación en blanco y negro o se le da un monitor de televisión en color? ¿Aprenderá alguna cosa o no? Parece obvio que aprenderá algo sobre el mundo y nuestra experien-

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cia visual de él. Pero entonces es ineludible que su conocimiento previo era incompleto. Sin embargo, tenía toda la información física. Por tanto, hay que tener más que esto, y el Fisicalismo es falso (Jackson 1982/1990, 471-472).

De este experimento mental se deduce, por tanto, que los hechos sobre la experiencia subjetiva del color no están implicados por los hechos físicos. Por último, Chalmers sostiene que, si todos estos argumentos aún no resultaran del todo convincentes para los defensores del reduccionismo, éstos, al menos, nos tendrían que dar alguna idea de cómo la existencia de la conciencia podía estar implicada por los hechos físicos. Ahora bien, cualquier intento de demostrar una implicación semejante está condenado al fracaso, ya que, para llevarlo a cabo, necesitaríamos algún tipo de análisis de la noción de conciencia, pero no parece haber ningún análisis de esta clase. La consecuencia que va a sacar Chalmers de todos estos argumentos es que el materialismo es falso, porque en el mundo hay características físicas y características no físicas (la conciencia fenomenológica), que no supervienen lógicamente a aquéllas. Esto le lleva, pues, a defender un dualismo de propiedades. Este dualismo de propiedades no es, sin embargo, incompatible con una superveniencia de tipo natural: aunque los hechos físicos no implican lógicamente los hechos sobre la conciencia, sí es plausible que la conciencia surja de una base física y, de hecho, eso es lo que parece que ocurre. «La conciencia surge a partir de un substrato físico en virtud de ciertas leyes contingentes de la naturaleza que no están ellas mismas implicadas por las leyes físicas» (1996/1999, 169). Esta variedad de dualismo es totalmente científico y naturalista al mismo tiempo. Por una parte, es científico, porque está en armonía y complementa a la teoría física. La idea de Chalmers es que la física nos da una concepción del mundo consistente en una red de propiedades fundamentales, relacionadas por leyes básicas, que no pueden explicarse en términos de propiedades y leyes más básicas, sino que deben ser tomadas como primitivas y de las que surge todo lo demás. Sin embargo, al no supervenir lógicamente la conciencia a las características físicas, necesitamos introducir nuevas propiedades y leyes fundamentales. Estas nuevas leyes, que serán leyes psicofísicas (de superveniencia natural) y nos explicarán cómo surge la experiencia a partir de los procesos físicos, no interferirán con las leyes físicas, ya que éstas forman un sistema cerrado, sino que las complementarán, al ampliar el inventario de leyes (y propiedades) de la teoría física. Por otra parte, este enfoque es totalmente naturalista, porque permite explicar la conciencia en términos de leyes naturales básicas. Por eso Chalmers propone llamarlo dualismo naturalista. La piedra angular de esa teoría será, pues, un conjunto de leyes psicofísicas que gobiernen la relación entre la conciencia y los sistemas físicos. Dados los hechos físicos acerca de un sistema, estas leyes nos permitirán inferir qué tipo de experiencia consciente estará asociada con el sistema. Igual que ocurre con las teorías de la física, esta teoría no nos dirá por qué existe la conciencia, pero sí nos explicará instancias específicas de la misma en términos de la estructura física subyacente y las leyes psicofísicas. La elaboración de

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esta teoría, sin embargo, tiene un problema que no tienen las teorías físicas, a saber, cómo podemos obtener datos objetivos de la conciencia15. Llegados a este punto, veamos cuáles son esas leyes psicofísicas. En primer lugar, estarían los principios de coherencia. Estos principios se basan en la notable coherencia que se observa entre la experiencia consciente y la estructura cognitiva. Una y otra están relacionadas de un modo sistemático. El mejor modo de aprehender esta relación es centrarnos en los juicios fenomenológicos. Estos juicios representan un puente entre la psicología y la fenomenología, ya que, aunque pertenecen a aquélla, están estrechamente ligados a ésta. Entre estos principios se pueden citar los siguientes: — El principio de fiabilidad, que indica que nuestros juicios de segundo orden sobre la conciencia son, por lo general, correctos. — El principio de la detectabilidad, que dice que «cuando ocurre una experiencia, por lo general tenemos la capacidad de formar un juicio de segundo orden sobre ella» (1996/1999, 280). — El principio de coherencia entre la conciencia y la percatación16, que establece que, cuando tenemos una experiencia, nos percatamos del contenido de la misma. Obsérvese que el principio no es que cada vez que tenemos una experiencia consciente nos percatamos de la misma —eso sería un juicio de segundo orden—, sino del contenido de la misma —juicio fenomenológico de primer orden—. Igualmente este principio se puede formular en dirección contraria, donde hay percatación, en general hay conciencia. — El principio de coherencia estructural, que señala que «diversas características estructurales de la conciencia corresponden directamente a características estructurales que están representadas en la percatación» (1996/1999, 285) y viceversa. El proyecto que acabamos de esbozar lo presenta Chalmers como una concepción funcionalista de la conciencia, no reductiva. Es funcionalista en el sentido de que propone criterios funcionales de cuándo aparece la conciencia. Es no reductiva, en cuanto que no dice que el desempeño de algún papel funcional sea todo lo que hay. Es muy discutible, sin embargo, que este

15 Chalmers intenta soslayar este problema sosteniendo que «cada uno de nosotros tiene acceso a una rica fuente de datos en nuestra propia persona» (1996/1999, 276) y que «la evidencia empírica no es todo lo que tenemos para proceder a la formación de teorías» (ibíd., 277), sino que existen otros principios como el de plausibilidad, simplicidad, estética, etc. Pero, evidentemente, la respuesta no es del todo satisfactoria. Y el propio Chalmers admite que «una teoría de la conciencia tendrá un carácter especulativo no compartido por las teorías de la mayoría de los dominios científicos», debido a que la verificación intersubjetiva rigurosa es imposible. 16 La percatación, para Chalmers, es el correlato psicológico de la conciencia fenomenológica, esto es, «un estado en el que alguna información es directamente accesible y está disponible para el control deliberado de la conducta y para su información verbal. El contenido de la percatación corresponde al contenido de los juicios fenoménicos de primer orden, es decir, a los estados con contenido que no son acerca de la conciencia, sino paralelos a ella» (1996/1999, 281).

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planteamiento no sea reductivo, al menos en la media en que lleva a que «si damos por sentado la coherencia entre la estructura de la conciencia y la estructura de la percatación, entonces para explicar algún aspecto específico de la primera sólo necesitamos explicar el aspecto correspondiente de la segunda. El principio puente hace el trabajo» (1996/1999, 300)17. El paso siguiente que va a dar Chalmers consiste en proponer como hipótesis que los principios de coherencia sean leyes psicofísicas de la naturaleza. Las razones para aceptar unas leyes semejantes provienen de la evidencia básica proporcionada por las correlaciones familiares en nuestro propio caso. Leyes de este tipo harán una contribución significativa a una teoría de la conciencia, porque nos darán una respuesta parcial al problema de en virtud de qué propiedades físicas surge la conciencia: lo hace en virtud de la organización funcional del cerebro asociada a ella. Así, pues, Chalmers argumentará en favor de un principio de invariancia organizacional, que sostiene que, «dado cualquier sistema que tenga experiencias conscientes, cualquier otro sistema que tenga la misma organización funcional de grano fino [en un nivel lo suficientemente detallado como para determinar las capacidades conductuales] tendrá experiencias cualitativamente idénticas» (1996/1999, 317). La conciencia sería, por tanto, una invariante funcional, una propiedad que permanece constante en todos los isomorfos funcionales de un sistema dado, independientemente de que la organización funcional se realice en chips de silicio, en latas de cerveza, en neuronas o en la población china. El problema con las leyes de coherencia y el principio de invariancia organizacional es que ninguno de ellos es un candidato plausible para una ley fundamental de una teoría de la conciencia, ya que expresan regularidades en un nivel relativamente alto y dejan sin responder cuestiones importantes sobre la conexión psicofísica (por ejemplo, ¿qué clase de organización da origen a la experiencia consciente?). Para una teoría completa de la conciencia necesitamos, pues, un conjunto de leyes psicofísicas fundamentales análogas a las leyes fundamentales de la física, que conectan las propiedades básicas de la experiencia con características simples del mundo físico (1996/1999, 350-351). Para formular esas leyes psicofísicas fundamentales, Chalmers recurre a un concepto de información semejante al de Shannon (1948). Este autor se concentró en una noción formal o sintáctica de información, en la cual la clave es el concepto de un estado seleccionado a partir de un conjunto de posibilidades.

17 Ante la acusación de reduccionismo, Chalmers se defiende diciendo, primero, que este método no explica la naturaleza intrínseca de una experiencia…; y segundo, que «ninguna explicación de la estructura de la percatación explica en absoluto por qué existe una experiencia acompañante, precisamente porque no puede explicar, en primer lugar, por qué el principio de coherencia estructural es válido. Al tomar el principio como supuesto ya nos hemos movido más allá de la explicación reductiva: el principio simplemente supone la existencia de la conciencia y no hace nada por explicarla» (1996/1999, 300). Si aceptamos esta defensa, entonces Chalmers no cae en un reduccionismo, pero da por supuesto, sin explicación, lo específico de la conciencia, con lo cual no se sabe qué es peor.

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Las posibilidades (o los estados) entre las que se puede elegir constituyen el espacio de información. La cantidad de información de un estado viene determinada por los estados posibles que constituyen el espacio de información y entre los cuales se puede elegir. Los espacios de información y los estados de información son espacios y estados abstractos. Sin embargo, ambos los podemos encontrar realizados en el mundo tanto física como fenoménicamente. «Es natural suponer, piensa Chalmers, que esta doble vida de los espacios de información corresponde a una dualidad en un nivel más profundo. Podríamos así sugerir que esta doble realización es la clave de la conexión fundamental entre los procesos físicos y la experiencia consciente. [De este modo,] podría ocurrir que los principios concernientes a la doble realización de la información pudiesen especificarse en un sistema de leyes básicas que conecten los dominios físico y fenoménico» (1996/1999, 361). Se podría, pues, proponer «como principio básico que la información tiene dos aspectos, uno físico y otro fenoménico: allí donde hay un estado fenoménico, éste realiza un estado de información, que también se realiza en el sistema físico del cerebro. De modo recíproco, al menos para algunos espacios de información físicamente realizados, cada vez que un estado de información en ese espacio se realiza físicamente, también se realiza fenoménicamente» (ibíd.). Este principio todavía no proporciona una teoría completa de la conciencia, pero sí propone un marco general dentro del que formular leyes más detalladas. Este planteamiento lleva a que allí donde hay información realizada debería haber experiencia consciente (por ejemplo, en un termostato). Ahora bien, dado que, según la definición de información, la hay en todo lugar (donde hay alguna diferencia, que tiene efectos causales, habría información), la experiencia consciente está en todas partes, es decir, desembocamos en un panpsiquismo. Esta denominación no le gusta a Chalmers, pero en líneas generales creo que es acertada. Por último, la ontología a la que esto nos lleva es una ontología de doble aspecto. Tanto la física como la ontología exigen estados de información, pero a la primera sólo le importan sus relaciones, mientras que a la segunda lo único que le preocupa es su naturaleza intrínseca. Este enfoque, por tanto, unifica aquellos dos, al sostener que hay un solo conjunto de estados básicos de información. O dicho de otra manera, los aspectos internos de los estados de información son fenoménicos, mientras que los aspectos externos son físicos. De nuevo, una reflexión crítica para terminar. El gran problema de los enfoques naturalistas cartesianos, a mi juicio, es cómo lograr que la conciencia fenomenológica, que es subjetiva, se pueda constituir en un objeto de estudio de la ciencia que es objetiva. Tanto los intentos de Searle por lograrlo (véase el trabajo correspondiente) como los del propio Charmers creo que fracasan. Esto se concreta en el caso de este último, en que no basta con limitarse a señalar que hay correlaciones entre los estados cerebrales y los estados mentales. Como indica McGinn (1991), esas correlaciones son un hecho bruto que hay que explicar y no algo último a lo que hay que llegar. En ese sentido nos parece totalmente insuficiente un planteamiento, como el pro-

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puesto por Chalmers, que se limitara a establecer las leyes psicofísicas que conectan ambos campos18. Quizás ha sido la toma de conciencia de esa imposibilidad la que ha llevado a algunos autores a adoptar el planteamiento escéptico moderado del que hablaremos a continuación. 9.3.3.

Enfoques escépticos moderados

Los enfoques escéptico-moderados guardan bastante parentesco con los naturalistas cartesianos en el sentido de que también sostienen que la conciencia tiene un carácter experiencial, subjetivo, irreductible, y, al mismo tiempo, es una propiedad natural del cerebro (McGinn, 1991, 2), pero difieren de ellos en que creen que aquélla, o mejor el vínculo que mantiene con el cerebro, por ahora al menos, es difícilmente accesible a un estudio científico. Nagel (1974), Jackson (1982) y el citado McGinn (1991) han sido los defensores más destacados de esta corriente. Como hemos hecho en casos anteriores, expondremos la propuesta de McGinn como ejemplo paradigmático de este tipo de planteamientos. La idea central del planteamiento epistemológico de McGinn es la idea de clausura cognitiva: Un tipo de mente M es cognitivamente cerrada con respecto a una propiedad P (o teoría T) si y sólo si los procedimientos de formar conceptos a disposición de M no pueden extenderse a una captación de P (o una comprensión de T) (1991, 3).

Esta idea de clausura cognitiva nos lleva a que puede haber mentes equipadas de diferentes maneras, con distintos poderes y limitaciones, de modo que determinadas propiedades sean accesibles a unas, pero no a otras. Esto parece un hecho claro, ya que diferentes especies son capaces de percibir diferentes propiedades del mundo y no todas las especies pueden percibir cada propiedad que puedan tener las cosas. Por otra parte, eso no significa que esas propiedades, que algunas mentes no son capaces de captar, se vean afectadas en su realidad (ontología) por esa incapacidad. Una propiedad no es menos real porque haya mentes que no son capaces de percibirla y conceptualizarla. «La clausura cognitiva con respecto a P no implica irrealismo sobre P. Que P es (como podemos decir) noumenal para M no muestra que P no ocurra en alguna teoría científica naturalista (T) —muestra sólo que T no es cognitivamente accesible

18 Una discusión más amplia de los problemas del planteamiento de Chalmers puede encontrarse en nuestro trabajo «¿Mente consciente o mente sin conciencia?», Anábasis (en prensa).

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para M» (1991, 3-4). La incapacidad de la mente de los monos para captar la propiedad de ser un electrón ilustraría esta posibilidad. Volvamos ahora al problema de la conciencia. Según McGinn, hay tres tesis que resumirían su posición (1991, 5-6): 1) «Existe alguna propiedad del cerebro que explica de un modo naturalista la conciencia. 2) Nosotros estamos cognitivamente cerrados con respecto a esa propiedad. 3) Luego no hay problema filosófico mente-cuerpo (como opuesto al científico)». Evidentemente el peso del argumento recae sobre la premisa 2, y a fundamentarla va a dedicar McGuinn sus mayores esfuerzos. Parece innegable que los organismos son conscientes en virtud de alguna propiedad natural del cerebro. Por tanto, debe de haber alguna teoría que explique las correlaciones psicofísicas que observamos entre los estados cerebrales y los estados mentales y la dependencia de éstos con respecto a aquéllos. El problema, en consecuencia, es ver si una teoría semejante es accesible a nuestro conocimiento y si, así, podemos entender la naturaleza de esa propiedad que vincula la conciencia con el cerebro. Parece que hay dos vías abiertas para llegar al conocimiento de la citada propiedad: bien investigamos directamente la propia conciencia por medio de la introspección, o bien realizamos un estudio empírico del cerebro. Evidentemente, la primera vía sería la adoptada por los enfoques cartesianos y la segunda, la seguida por los materialistas. Ni una ni otra, piensa McGinn, nos lleva a la solución del problema. Por medio de la primera vía, esto es, por medio de la introspección, tenemos acceso inmediato a las propiedades de la conciencia. El problema es si entre esas propiedades que nos revela la introspección está la propiedad del cerebro en virtud de la cual aparece la conciencia. La respuesta es no. Por medio de ella tenemos «acceso a uno de los términos de la relación mente-cerebro, pero no podemos tener acceso a la naturaleza del vínculo, [ya que] la introspección no nos presenta los estados conscientes como dependiendo del cerebro en alguna forma inteligible» (1991, 8). Además, parece imposible que ampliemos nuestro número de conceptos con el correspondiente a dicha propiedad por medio de «una sostenida y cuidadosa introspección». Tampoco parece posible extraer el concepto de la susodicha propiedad por medio de un análisis conceptual a partir de los conceptos de la conciencia que tenemos ahora. Pero aún hay más. «Nuestros conceptos referentes a la conciencia están inherentemente constreñidos por nuestra propia forma de conciencia, de tal manera que cualquier teoría comprensiva de la misma que nos exija trascender esas constricciones sería ipso facto inaccesible para nosotros» (1991, 9). Es decir, que aun suponiendo que tuviéramos la capacidad de comprender el vínculo entre lo físico y lo mental en nuestro caso, no podríamos tener una teoría comprensiva general de otros tipos de conciencia diferentes como, por ejemplo, la de los murciélagos.

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También la vía que se centra en el estudio empírico del cerebro parece cerrada con respecto a la propiedad que vincula mente y cerebro. Aunque la neurociencia parece el lugar adecuado para buscar esa propiedad, ésta no puede proporcionarnos una comprensión de la misma. La razón principal es que «la propiedad de la conciencia misma no es una propiedad observable o perceptible del cerebro» (1991, 10). Tenemos acceso perceptivo a las distintas propiedades de un cerebro consciente, como el tamaño, la forma, etc. Pero no a los estados conscientes, en cuanto estados conscientes. Dependen del cerebro, pero no pueden ser observados en el cerebro. En otras palabras, «la conciencia es noumenal con respecto a la percepción del cerebro» (1991, 11). El argumento para esta clausura perceptual es que «nada que podamos imaginar percibiendo en el cerebro nos convencería de que hemos localizado el nexo inteligible que buscamos» (ibíd.). Cualquier propiedad que observemos en el cerebro siempre nos planteará el interrogante de cómo puede dar lugar a la conciencia. La raíz de este problema se halla en que los sentidos están adaptados para representar un mundo espacial, en el que los objetos son presentados con propiedades espaciales, pero «estas propiedades son precisamente las que inherentemente son incapaces de resolver el problema mentecuerpo: no podemos vincular la conciencia al cerebro en virtud de propiedades espaciales del cerebro» (ibíd.). Podría objetarse que clausura perceptual no implica clausura cognitiva, ya que podemos proponer hipótesis en las cuales objetos o fenómenos inobservables son conceptualizados. Sin embargo, dichas hipótesis, a juicio de McGinn, nunca recurrirían a la conciencia en sus explicaciones, ya que si los datos del cerebro captados por los sentidos no nos proporcionan ninguna información sobre los estados conscientes, entonces las propiedades teóricas necesarias para explicar esos datos tampoco incluirán referencias a los estados conscientes. «Cualquier cosa física tiene una explicación puramente física.» Por tanto, la propiedad del cerebro que da cuenta de la conciencia y, en consecuencia, el vínculo entre conciencia y cerebro «está cognitivamente cerrado con respecto a la introducción de conceptos inferidos por la mejor de las explicaciones de los datos observados sobre el cerebro» (1991, 13). Una objeción que se podría hacer a lo que llevamos dicho es que efectivamente ni la percepción sola ni la introspección sola nos llevan a captar la dependencia de la conciencia y el cerebro. Pero sí podría ser captada por las dos facultades juntas. Lo que ocurre es que, al reconocer la peculiaridad de la situación epistemológica, detenemos nuestra búsqueda de encontrar un sentido a ese nexo psicofísico como lo hacemos con otros nexos. Incluso aunque tuviéramos conceptos para las propiedades del cerebro que explican la conciencia, todavía tendríamos un sentimiento residual de ininteligibilidad debido al salto que hay que hacer de una facultad a otra. Este salto es lo que produce una ilusión de inexplicabilidad. Pero, de hecho, continúa la objeción, podemos explicar ese vínculo, aunque bajo la ilusión de que no podemos. La respuesta de McGinn es que la objeción se basa en la asunción de que, según nuestro sentido intuitivo de inteligibilidad, ésta se alcanzaría por una sola facultad. Pero no hay por qué hacer esa asunción: «¿Por qué los

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hechos van a parecer inteligibles sólo si podemos concebir su aprehensión por una sola clase de facultad? ¿Por qué no permitir que podamos reconocer conexiones inteligibles entre conceptos (o propiedades) incluso cuando esos conceptos o propiedades son necesariamente adscritos usando diferentes facultades?» (1991, 15). Parece mejor, por tanto, rechazar la sugerencia de la objeción y suponer que estamos permanentemente bloqueados para formar conceptos de lo que da cuenta de ese vínculo. La tesis que se está proponiendo no es una tesis radical de una clausura cognitiva absoluta, sino de una clausura relativa, esto es, no es que no haya ninguna mente capaz de resolver el problema, sino que algunas lo podrían resolver y otras no. Evidentemente la condición para que se produzca este segundo caso es que aceptemos que puedan existir mentes que formen sus conceptos del cerebro y la conciencia de un modo independiente de la percepción y la introspección. Esas mentes, por supuesto, serían bastante diferentes de las nuestras. En ese caso, el problema mente-cuerpo sería soluble fácilmente. La posición de McGinn, de acuerdo con lo que venimos diciendo, es, por una parte, pesimista y, por otra, optimista. «Es pesimista en cuanto a que podamos llegar a una solución constructiva del problema mente-cuerpo, pero es optimista por lo que respecta a aclarar la perplejidad filosófica del problema» (1991, 16). La naturaleza de la conexión psicofísica, piensa él, tiene una explicación completa y no misteriosa en una cierta ciencia, pero ésta es inaccesible para nosotros como una cuestión de principio. Ahora bien, eso no significa que haya ninguna dificultad conceptual o metafísica intrínseca en cómo la conciencia depende del cerebro. No debemos confundir nuestras limitaciones cognitivas con el misterio objetivo. «Esto hace desaparecer el problema filosófico porque nos asegura que las entidades mismas no poseen dificultad filosófica inherente» (1991, 17). «No hay nada misterioso sobre cómo el cerebro genera la conciencia. No hay problema metafísico» (1991, 18), aunque nosotros no podamos tener ese conocimiento. Los límites de nuestras mentes no son los límites de la realidad. Esta clausura cognitiva de la que venimos hablando no es, sin embargo, total. Afecta de modo completo al vínculo de dependencia entre la conciencia y el cerebro, como hemos venido explicando, pero afecta sólo parcialmente a la intencionalidad de los contenidos conscientes (al hecho de que éstos se refieran a algo distinto de ellos mismos). Más explícitamente, «la naturaleza de la intencionalidad (en qué consiste para una criatura tener estados intencionales) es cognitivamente cerrada para nosotros, pero no lo es la individuación del contenido (lo que da cuenta de la identidad y diferencia de los contenidos de los estados mentales conscientes)» (1991, 37). Las teorías teleológicas, según McGinn, habrían aclarado aspectos importantes acerca de las condiciones de individuación de los estados mentales, al decirnos qué es lo que diferencia unos estados mentales de otros, qué es lo que hace que tengan un contenido específico. Además, también nos dicen algo sobre los antecedentes naturales de la intencionalidad consciente. La conciencia construye la relación intencional sobre estados preconscientes, que tienen ciertas fun-

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ciones que los relacionan con las cosas del mundo. Ciertamente el «arco intencional» no se reduce a ese fundamento, pero tiene su origen en él. Aquí habría, pues, espacio para la especulación naturalista más modesta de estos tópicos sin necesidad de emprender la tarea de explicar totalmente la intencionalidad reduciéndola a algo que podamos entender, algo físico en sentido amplio. De hecho, algo semejante a esta perspectiva está ya implícito en mucho del trabajo actual sobre la referencia y el contenido. El planteamiento que acabamos de hacer es un planteamiento que pretende ser naturalista. Sin embargo, el naturalismo que propone es de un tipo diferente, más modesto en palabras de McGinn, que el naturalismo que ha predominado hasta ahora en filosofía de la mente. Este naturalismo se ha caracterizado por intentar explicar las relaciones que mantiene la conciencia con el mundo físico, es decir, la emergencia de la misma y la intencionalidad, por medio de conceptos que ya se han aplicado a otros aspectos de la naturaleza y que hay acuerdo en que son incontrovertiblemente naturales. La noción de causalidad se ha presentado como el concepto que llevaría a cabo esa labor de naturalización (véase el tema correspondiente al funcionalismo). Así, «la encarnación de un estado consciente consiste en el acto de que un cierto estado neuronal exhiba una estructura particular de causas y efectos (físicos)». Igualmente la relación intencional se ha explicado como «una clase especial de dependencia causal de los estados mentales de condiciones en el mundo externo» (1991, 49). La noción de causalidad, por tanto, permitiría introducir la conciencia de un modo armónico en la imagen general del mundo. Este naturalismo causal, sin embargo, no funciona, según McGinn. Especialmente por lo que respecta al problema de la intencionalidad. La razón es que «presupone una solución al problema de la encarnación, que se halla lejos de estar resuelto. Los dos problemas son de hecho interdependientes y la naturalización de uno necesita de la naturalización del otro» (1991, 50). Para McGinn, no podemos esperar una explicación de cómo una experiencia con contenido tiene una base física sin explicar cómo tiene ese contenido. Y viceversa, no podemos dar una teoría explicativa de la intencionalidad de los estados conscientes sin aventurar un tratamiento naturalista de su encarnación. Las pretensiones actuales de separar las teorías causales de la intencionalidad del problema de la encarnación en su intento de naturalizar aquélla fallan, porque es necesario que los relata envueltos en la relación causal puedan ellos mismos ser naturalizados, es decir, es necesario que se pueda naturalizar la conciencia, para tener una teoría naturalista de la intencionalidad. Y eso por ahora parece difícil. (Lo dicho de la noción de causalidad se puede extender a la noción de función de las teorías teleológicas.) La posición de McGinn, por tanto, sería de rechazo hacia lo que él llama naturalismo efectivo y de aceptación de un naturalismo existencial, esto es, de rechazo de «la tesis de que seríamos capaces de construir una explicación naturalista para cada fenómeno en la naturaleza» (incluida la conciencia), y de aceptación de «la tesis, de carácter metafísico, de que nada de lo que ocurre en la naturaleza en inherentemente anómalo, hecho por Dios, o resultado

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de una abolición de las leyes básicas, independientemente de que podamos o no podamos comprender esos procesos que se producen» (1991, 87). Además, la rama del naturalismo que se refiere a la conciencia, por todo lo dicho, cabría calificarla de trascendental: «los hechos naturales que hacen que la conciencia sea lo que nosotros conocemos que es, un fenómeno natural, trascienden nuestra capacidad para averiguarlos» (1991, 88). Dado lo que llevamos dicho, ¿se puede afirmar algo positivo desde este planteamiento acerca de la conciencia? La respuesta de McGinn es que debemos admitir que «la conciencia tiene una estructura natural oculta que media entre sus propiedades de superficie y los hechos físicos de los cuales ella depende constitutivamente» (1991, 100). Frente a la idea tradicionalmente aceptada de que la naturaleza de la conciencia era completamente transparente y de que nada sobre su carácter intrínseco estaba escondido y oculto para nosotros (en la introspección), McGinn cree que ésta tiene, como cualquier otro fenómeno en la naturaleza, propiedades de superficie y una estructura oculta que explica esas propiedades de superficie. «Las propiedades de superficie no son suficientes por ellas mismas para vincular los estados conscientes de una forma inteligible con el mundo físico, por eso necesitamos postular propiedades profundas que proporcionen la conexión necesaria» (ibíd.). En caso de no hacerlo no se entendería cómo los estados conscientes pueden ser gobernados físicamente de la forma en que lo son y, al mismo tiempo, no tener ningún vínculo con lo físico. Esa estructura natural oculta explicaría también, además de la dependencia de la conciencia con respecto al cerebro, las propiedades lógicas de los pensamientos conscientes (el hecho puesto de manifiesto, por ejemplo, por Russell y Wittgenstein, de que la forma manifiesta de las proposiciones no coincide con su forma lógica) y ciertos datos empíricos como la visión ciega (los estímulos externos activarían sólo las propiedades profundas, que no harían al sujeto ser consciente de ellos, mientras que no serían capaces de activar las propiedades superficiales). Una objeción importante que se puede hacer es que esa estructura oculta no pertenece a la conciencia. Pero McGinn cree que del hecho de que el sujeto no sea consciente de ella no se sigue que ese nivel no pertenezca intrínsecamente a los mismos estados conscientes. Sin embargo, el mayor obstáculo para aceptar un punto de vista semejante, piensa nuestro autor, es la reticencia a abandonar un empirismo radical con respecto a la conciencia, un sentimiento de que a la conciencia no se le puede atribuir una estructura oculta. Para terminar, creo que la crítica fundamental que se le puede hacer a este tipo de planteamientos es que no demuestran de una forma definitiva que el nexo que la conciencia tiene con el cerebro sea incognoscible. Es cierto que ahora mismo ninguna de las teorías propuestas es capaz de dar una respuesta totalmente satisfactoria al problema mente-cuerpo y al problema de la conciencia. Pero eso no significa que en principio sea incognoscible el vínculo entre lo mental y lo físico. Ciñéndonos a McGinn, la respuesta que da a la objeción, que se plantea él mismo, sobre la posibilidad de que se pueda concebir dicho vínculo a partir de la unión de las facultades de la introspección

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y de la percepción es totalmente elusiva, ya que deja sin responder lo que plantea la misma. Podría ocurrir que en el futuro seamos capaces de desarrollar otras formas de conceptualizar las cosas, sin necesidad de facultades nuevas, que nos permitieran comprender ese vínculo entre lo mental y lo físico. De hecho, históricamente creo que ya ha ocurrido eso con la polémica entre mecanicistas y vitalistas. Y, por supuesto, también cabe otra alternativa que es simplemente postular que la conciencia se reduce a sus bases neurofisiológicas y cualquier otra cosa distinta de éstas es pura fantasía. No hay nada más allá de la neurofisiología que tengamos que conocer. Es la posición de los enfoques eliminativistas que expondremos a continuación.

9.3.4.

Enfoques eliminativistas

Los enfoques eliminativistas se caracterizan por proponer la sustitución y, en el futuro, la desaparición, de las explicaciones basadas en la conciencia, y, en general, en los fenómenos mentales, en favor de explicaciones neurofisiológicas. Los autores que en la actualidad más se han destacado en la defensa de esas tesis han sido, sin lugar a dudas, Paul M. y Patricia S. Churchland. Tanto uno como otra han argumentado hasta la saciedad que la teoría de la mente basada en el sentido común (la psicología popular) carece de valor explicativo y su lugar debe ser ocupado por teorías neurofisiológicas (véase el tema del materialismo eliminativo). Evidentemente, este planteamiento lleva consigo la desaparición de los fenómenos mentales en general y de la conciencia en particular. Nos centraremos, por tanto, en la propuesta de ellos. Los Churchland parten del convencimiento de que la estrategia para entender las capacidades psicológicas, entre las que se halla la conciencia, es una estrategia reduccionista consistente en entender los mecanismos neurobiológicos que las realizan19. Esta asunción, que lleva consigo el rechazo de un alma cartesiana o espíritu, se propone como una hipótesis empírica altamente probable, basada en evidencia corriente disponible en física, química, neurociencia y biología evolutiva. Adoptar esta estrategia reduccionista significa intentar explicar los niveles macro (propiedades psicológicas) en términos de los niveles micro (propiedades de la red neuronal) (P. S. Churchland, 1997, 127). La naturaleza de la conciencia, según P. M. Churchland, nos resulta misteriosa y nos parece algo permanentemente inaccesible para los estándares de la ciencia debido a nuestra ignorancia y a nuestra pobreza conceptual

19 En la actualidad creo que los Churchland han suavizado sus posturas eliminativistas radicales de hace unos años y defienden, al menos como estrategia, una reducción de los estados mentales y no una eliminación. Por eso puede haber una pequeña diferencia entre lo dicho aquí, que se centra en los trabajos más recientes, y el capítulo dedicado al materialismo eliminativo, que se ocupa de los trabajos más clásicos de ambos.

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corriente, y no porque la conciencia misma posea un estatus metafísico especial (1995, 189). Nuestra incapacidad actual de imaginar modos de explicar la conciencia desde la neurofisiología no significa que eso no sea posible. A lo largo de la historia ha habido múltiples fenómenos con los que nos hemos encontrado, en determinados momentos, en situaciones similares a la que estamos ahora con la conciencia. Piénsese, por ejemplo, en la luz o en la vida. Sin embargo, en todos ellos el progreso de la ciencia ha ido deshaciendo lo que parecían misterios. Igualmente, el desarrollo de las neurociencias nos debe conducir a ver la conciencia como un fenómeno más de los que explican dichas ciencias, es decir, nos ha de llevar a poder hacer una reducción de la misma en términos neurofisiológicos. Todavía no podemos reconstruir todos los fenómenos mentales en esos términos, pero no existen razones para pensar que eso no pueda hacerse en el futuro (1995, 208-211)20. Más bien, hay razones positivas que nos llevan a pensar que eso será así. En primer lugar, se pueden citar algunos hechos que apoyarían la hipótesis de que los fenómenos mentales sean «la expresión sistemática de fenómenos físicos organizados sistemáticamente» (1995, 211): el que los seres humanos seamos el resultado de un proceso evolutivo puramente físico y biológico o el que cada individuo tenga su origen en unas moléculas de ADN a través de un proceso largo y complicado, pero puramente físico, serían dos de los más destacados de esos hechos. Estos apoyos, sin embargo, aunque de peso, sólo nos llevan a tener una presunción de que la reducción debe ser buscada. Pero, ¿hay alguna base más firme para las aspiraciones reductivas de la neurociencia? La respuesta de Paul Churchland es positiva. Hay muchos fenómenos mentales que ya han sido reconstruidos en términos puramente fisiológicos como pueden ser algunas modalidades sensoriales, las sensaciones de los colores, de los sabores, de las caras, la coordinación senso-motora, etc. Todo esto hace pensar que los fenómenos mentales son justo fenómenos cerebrales. Sin embargo, muchos pueden argumentar que la conciencia, que es el corazón de la verdadera mentalidad, escapa a cualquier reconstrucción plausible en términos neurocomputacionales. Todos los fenómenos citados antes pueden ser realizados en alguna red puramente física o electrónica y, sin embargo, no estar todavía claro que tal red, con todas sus capacidades sofisticadas, pueda por ello ser consciente. Todos esos éxitos no significan nada mientras no pueda ser reconstruida la conciencia, que es el misterio central, en términos físicos. La conciencia, por tanto, deber ser considerada como una de las metas explicativas importantes de la neurociencia. Para alcanzar la explicación de la misma, Paul Churchland cree que es necesario comenzar identificando algunas de las características más importantes de ella, para así tener claro qué es lo que la neurociencia tiene que reconstruir. Una vez que tengamos esas

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Consideraciones semejantes pueden encontrarse en P. S. Churchland (1997, 127).

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características, se tratará de reconstruirlas con los recursos de la neurociencia computacional21. Veamos, pues, en primer lugar, esas características22: 1. La conciencia implica la memoria a corto plazo. 2. La conciencia es independiente de las entradas sensoriales. 3. La conciencia exhibe atención dirigible. 4. La conciencia tiene la capacidad de realizar interpretaciones alternativas de datos complejos o ambiguos. 5. La conciencia desaparece en el sueño profundo. 6. La conciencia reaparece al soñar, al menos en una forma cambiada o deslavazada. 7. La conciencia encubre modalidades sensoriales básicas distintas en una experiencia singular unificada. Según Churchland, el modelo que resulta relevante para llevar a cabo la reconstrucción de esas características desde la neurociencia es un modelo basado en las propiedades especiales de la redes recurrentes, esto es, redes en las que una información es enviada de un lugar a otro y éste a su vez la envía de vuelta. Desde un punto de vista empírico, se trata de investigar «los comportamientos de un importante sistema de vías neuronales que conectan casi todas las áreas del córtex cerebral, y también las áreas subcorticales, con el área central del tálamo llamado núcleo intralaminar. (…) [Este núcleo intralaminar] proyecta largos axones que salen hacia fuera a todas las áreas de los hemisferios del cerebro. Al mismo tiempo, él también recibe proyecciones axonales sistemáticas retornando de esas mismas áreas, aunque las vías de retorno se originan en un nivel neuronal más bajo del córtex» (1995, 215). Este circuito de información se completa con las neuronas corticales y sus muchas conexiones interniveles. Tal conjunto de vías neuronales forma así una gran red recurrente que rodea todo el córtex cerebral y tiene «un cuello de botella» en el núcleo intralaminar. Hecho este planteamiento general, pasemos ya a ver la reconstrucción de cada una de las propiedades por separado. La primera de ellas era que la conciencia implica memoria a corto plazo. Cuando observamos el funcionamiento de una red recurrente elemental, lo primero que notamos es que sus vías recurrentes traen, de vuelta a su segundo nivel, información procesada sobre estados anteriores a ese mismo nivel y así continuamente. Este sistema contiene, por tanto, una forma elemental de memoria a corto plazo. Además, su captación del pasado comprende información de dos o tres ciclos anteriores que todavía puede estar implicada en el vector de activación. Esta capacidad

21 En la identificación de esas características de la conciencia y su reconstrucción en términos de la neurociencia, debido a su carácter especialmente técnico, seguimos, en algunos casos con bastante proximidad al texto original, la exposición que aparece en Churchland (1995, 213-226). 22 Una visión completamente distinta de los rasgos de la conciencia puede verse en Searle (1992/1996, 137-150).

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es una característica automática e inevitable de cualquier red recurrente. No sabemos todavía si un proceso semejante subyace realmente a nuestra memoria a corto plazo, pero es una hipótesis explicativa plausible. La segunda característica era que la conciencia es independiente de las entradas sensoriales. Una red recurrente puede generar vectores de activación continuos sin necesidad de entradas sensoriales. «Los vectores cifrados, llegando a su segundo nivel por medio de vías recurrentes, pueden ser suficiente para sostener actividad continua en la red libremente y el resultado es una secuencia continua de vectores de activación en el segundo nivel» (1995, 217). Así la actividad cognitiva continua (como soñar despierto, fantasear o deliberar pasivamente, por ejemplo), que es la conciencia a la que estamos tratando de aproximarnos, en una red recurrente no depende de una corriente ininterrumpida de entradas sensoriales externas. Esta actividad cognitiva puede ser autogenerada. La tercera característica era que la conciencia exhibe atención selectiva. «En una red neuronal, incrementar las posibilidades de un reconocimiento específico que se está haciendo es incrementar la probabilidad de que el vector prototipo apropiado sea activado por entradas sensoriales. Las vías recurrentes pueden influir, y de hecho influyen, en tales probabilidades activacionales por medio de una preactivación ligera del nivel neuronal relevante en la dirección específica de algún vector prototipo u otro» (1995, 218). Por ejemplo, la madre preocupada por su niño enfermo en la habitación próxima preactivaría sonido asfixiante, de manera que aumentan las probabilidades de reconocer cualquier sonido asfixiante para el niño frente a cualquier otro ruido. El vector prototipo específico temporalmente favorecido de esta forma es, por tanto, el foco corriente u objeto de atención de la red. Y tal atención es dirigible por la propia actividad cognitiva de la red, dado que diferentes manipulaciones recurrentes de los niveles relevantes producirán diferentes preactivaciones parciales. La cuarta característica se refería a que nuestra conciencia puede realizar distintas interpretaciones de datos ambiguos o complejos. «Una red recurrente —nos dice Churchland— tiene la capacidad, una vez más a través de la manipulación recurrente de su proceso cognitivo, de hacer interpretaciones cognitivas diferentes de una y la misma situación perceptual» (ibíd.). Esta capacidad, además, es complementaria de nuestra capacidad de atención dirigible. Las siguientes características son la desaparición de la conciencia en el sueño profundo y la reaparición de la misma cuando soñamos, aunque de una forma cambiada y deslavazada. Para explicar este hecho Churchland recurre a las investigaciones de Rodolfo Llinás y sus colaboradores. Este investigador ha desarrollado una nueva técnica no invasiva, denominada magnetoencefalografía (MEG), para «escuchar» la actividad colectiva de billones de neuronas en toda la corteza cerebral. Lo primero que descubrió es que «hay una pequeña, pero constante, oscilación en el nivel de actividad neuronal en cualquier área del córtex, una oscilación en torno a 40 ciclos por segundo» (1995, 219). Además de que encontró esta suave oscilación con la misma frecuencia en todas las áreas de la corteza, parecía que las distintas áreas mantenían una

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conjunción entre ellas como si fueran dirigidas por un director de orquesta común. «Esta actividad conjuntada indica que de alguna manera todas ellas deben formar parte de un sistema causal común» (ibíd.). La hipótesis de Churchland es que ese sistema conector común podría ser el sistema de vías neuronales constituido en torno al núcleo intralaminar, sobre todo porque se ha descubierto de forma independiente que éste tiene una tendencia intrínseca a emitir ráfagas de actividad a los 40 Hz requeridos. No obstante, durante los períodos de conciencia normal en la vigilia, se producen grandes variaciones no periódicas en el nivel de la actividad neuronal, que reflejan la actividad codificada del cerebro, y que encubren esa oscilación constante de fondo de 40 Hz. El carácter del flujo resultante de esas variaciones es único para cada área, y, además, dichas variaciones están fuertemente correlacionadas con los cambios en el entorno perceptual del sujeto, tales como luces encendiéndose o apagándose, tonos que se están escuchando, etc. De esta manera, la actividad cognitiva detectada en el córtex es representacional, al menos en parte, del entorno perceptual. Cuando la técnica MEG se utiliza con seres humanos mientras duermen y, por tanto, mientras el sujeto está inconsciente, Llinás encontró que, en el sueño profundo, la oscilación de 40 Hz se sigue produciendo, aunque su amplitud es mínima. Por el contrario, en ese estado, las ráfagas encubridoras, resultantes de la actividad representacional en los períodos de conciencia, desaparecen por completo. Igualmente, las neuronas en el núcleo intralaminar están inactivas durante el sueño profundo. No obstante, en los períodos de sueño REM, la fuerte actividad representacional vuelve a aparecer, de manera que la representación visual del MEG es semejante a cuando el sujeto está consciente. Sin embargo, la actividad representacional del cerebro, en el sueño REM, no está correlacionada con los cambios en el entorno del sujeto. Son factores internos, y no la percepción externa, los que generan cualquier historia representacional que se cuente dentro del cerebro que sueña. Es importante también mencionar que el daño producido en el núcleo intralaminar produce, según afecte a una cara o las dos del mismo, desde deterioro de todo lo que tenga que ver con el lado conectado del cuerpo, tanto sensorial como motor, esto es, agnosia y apraxia, hasta coma profundo e irreversible, con pérdida completa de conciencia. Por tanto, concluye Churchland, «parece que el núcleo intralaminar es esencial para que se produzca actividad cognitiva consciente» (1995, 221-222). Finalmente, la última característica de la conciencia era que ésta encubre modalidades sensoriales básicas distintas en una experiencia singular unificada. La explicación de ese hecho sería que el sistema recurrente extendido, del que venimos hablando, tiene un cuello de botella de información en el núcleo intralaminar. «Información de todas las áreas corticales sensoriales es suministrada al sistema recurrente y es representada conjunta y colectivamente en vectores codificados en el núcleo intralaminar y en la actividad axonal que sale hacia fuera desde allí. La representación en este sistema recurrente debe ser por tanto de carácter polimodal» (1995, 222). Todo esto, además, es consistente con el hecho conocido de que, por medio de la privación de oxígeno

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o de anestesia, uno puede perder la conciencia visual mientras conserva durante un poco de tiempo, por ejemplo, la conciencia auditiva o somatosensorial. Lo que podría ocurrir, en este caso, es que el sistema recurrente está todavía funcionando, pero el circuito que incluye el córtex visual lo ha dejado de hacer poco antes que otros circuitos. Todo lo expuesto, según P. M. Churchland, nos daría «una comprensión en términos neurocomputacionales de cómo cada una de esas características puede ser alcanzada en una estructura física real dentro de nuestro propio cerebro». La sugerencia que se está haciendo es que «una representación cognitiva es un elemento de nuestra conciencia ordinaria, si y sólo si es una representación —un vector de activación o una secuencia de vectores, dentro del amplio sistema recurrente constituido en torno al núcleo intralaminar. Nuestro cerebro tiene otras muchas representaciones, naturalmente, pero la historia que acabamos de resumir implica que ellas no forman parte de nuestra conciencia activa» (1995, 223). Esta teoría, además, es contrastable y puede ser o no correcta. Pero lo que es importante para P. Churchland es que «la historia que acabamos de contar es una explicación neurocomputacional lógica posible del fenómeno de la conciencia» (ibíd.). Para concluir, se puede decir, una vez más, que este planteamiento, a juicio de muchos, en vez de explicar la conciencia la hace desaparecer, con las consecuencias negativas que eso tiene para nuestra manera habitual, de sentido común, de ver las cosas. En cualquier caso, aunque nos resulte difícil imaginar un mundo humano sin conciencia, podría suceder que en el futuro ésta se llegara a explicar (reductivamente) sobre bases materialistas (neurofisiológicas), como ha ocurrido con otros fenómenos anteriormente. No estamos pretendiendo defender una postura eliminativista, sino sólo señalar que no es tan fácilmente rechazable como algunos, entre los que se encuentra Searle (1992/1996, 62), pretenden. Será el futuro, no sólo de las ciencias neurológicas, como dicen los eliminativistas, sino también del desarrollo conceptual, el que decidirá la cuestión en un sentido u otro. 9.4.

RECAPITULACIÓN FINAL Y CONCLUSIONES

El repaso que acabamos de hacer a los principales enfoques sobre la conciencia, a mi juicio, sugiere varias conclusiones: 1.ª El concepto de conciencia que se maneja en la literatura sobre el tema no es casi nunca unívoco, sólo en algunos casos análogo, y en una gran parte de ellos, mucho más frecuentemente de lo que cabría esperar, equívoco. Por poner dos ejemplos extremos, tómese el concepto de conciencia que tiene Searle y compárese con el que tienen los Churchland. Se verá que los elementos comunes son nulos. Esto lleva a menudo a que sea muy difícil el diálogo entre los estudiosos del tema. Ahora bien, mientras no se logre un acuerdo sobre aquello de lo que se está hablando, difícilmente se podrá encarar el problema. Por otra parte, cabría plantearse si los distintos sentidos de conciencia a los que hemos aludido tienen algo en común, que justifique el que

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se agrupen bajo un mismo concepto. La respuesta a esta cuestión conceptual también creo que es necesaria si queremos progresar en el tema. 2.ª Donde sí parece que hay una cierta unanimidad es en el método que hay que seguir en el estudio de la conciencia. A pesar de las divergencias, casi todos los autores estudiados aceptan un planteamiento general naturalista, esto es, pretenden estudiar la conciencia como cualquier otro fenómeno de la naturaleza. A mi juicio, ése es el planteamiento correcto. Ahora bien, lo que no está tan claro es cómo llevar a cabo esa naturalización. Por ahora, no parece que las propuestas materialistas reductivas sean el camino adecuado, pero tampoco los enfoques neo-cartesianos parecen solventar el tema satisfactoriamente. 3.ª También desaparece esa unanimidad que, en líneas generales, hay en el método, a la hora de explicar la naturaleza de la conciencia. Pero esto es consecuencia necesaria, por una parte, de la falta de acuerdo en el concepto, y, por otra, del estado de desarrollo de la ciencia. Creo que ambas dificultades son subsanables y por eso pienso que hay que ser optimistas y esperar que el futuro nos dé explicaciones mucho mejores de la conciencia.

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Capítulo X

Una revisión funcionalista de la conciencia: Dennett* Juan Ignacio Morera de guijarro

10.1. UN INTENTO DESMITIFICADOR Dennett defiende un enfoque científico de la conciencia, algunas de cuyas influencias más significativas son el conductismo filosófico de Ryle, que fue maestro del mismo Dennett en su estancia en Oxford, Wittgenstein, autor muy admirado desde su época de estudiante, y sobre todo el ámbito funcionalista, dentro del cual se muestra crítico con algunos planteamientos para fijar más nítidamente sus propias concepciones. De forma general, cabría caracterizar su línea de trabajo, dentro de la Inteligencia Artificial, como funcionalismo homuncular, es decir, los eventos mentales se abordan como el resultado de la labor conjunta de múltiples mecanismos a diferentes niveles (homúnculos), dotados cada cual con su respectiva tarea o propósito. La mente será entendida como un objeto de diseño analizable en términos de funciones. Nacido en Boston (1942), se doctoró en Oxford (1965), y de regreso a los Estados Unidos impartió clases en varias universidades. En la actualidad es catedrático de filosofía en la Tufts University de Massachussets, donde dirige el Center for Cognitive Studies, y es miembro de la American Academy of Arts and Sciences. Su punto de partida es el mundo objetivo, naturalista, tal como lo ve la perspectiva de tercera persona de las ciencias físicas. En este ámbito los misterios no han desaparecido, pero no nos aprisionan porque han sido en su * Este trabajo se ha realizado con el apoyo del proyecto de investigación PB96-0580 de la DGICYT.

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mayor parte domesticados. Sin embargo, para muchos autores, la conciencia sigue siendo un misterio, por lo menos provisional, un ámbito resistente a la desmitificación. Los misterios son la sal de la vida, algo emocionante y provocador, por eso mismo se multiplican los intentos de solucionarlos. En el caso de la conciencia, tanto en otras épocas como en el momento actual, estamos ante un campo fértil en confusiones. ¿Hasta qué punto puede esclarecerse y desmitificarse?, ¿a qué precio? Ése es el reto que asume Dennett, y lo asume desde el optimismo y la confianza que tiene en su orientación epistemológica. De hecho, una de las críticas más generalizadas que se le hace es la de su exceso de optimismo al llevar a cabo, al inicio de sus temas, unos planteamientos metodológicos desde los que se anuncian efectos de gran alcance. Lo frecuente es que, al final, las expectativas creadas al lector no sean satisfechas y las mismas conclusiones alcanzadas se canalicen entre ambigüedades y posibilidades de solución abiertas al futuro. Ante nosotros, con un estilo vibrante y sugestivo, sus preguntas y sus respuestas, sus críticas, sus múltiples ejemplos y metáforas mueven, de continuo, las alternativas realizadas y las por realizar. Entre las objeciones que se le hacen, con mayor o menor razón, parece excesiva la frontal descalificación realizada por Searle (Searle, 1997-2000) de que Dennett no explica la conciencia, sino que la niega. En un tema tan complejo y polémico tal interpretación debería ser más moderada y quedarse en el nivel de confrontación, es decir, en el hecho de que al defender Dennett un tipo de conciencia «niega» el tipo de conciencia que Searle defiende. Sobre la cuestión de si el campo científico, por su carácter minucioso, puede empobrecer el tratamiento que haga de la conciencia, puesto que ésta conlleva aspectos decisivos sobre la identidad de las personas, Dennett es rotundo al afirmar que eso no ocurrirá, y cualquier pérdida o menoscabo que hubiera sería compensada por las ganancias que se lograsen. En cierto sentido, lo que pasa con la conciencia es comparable a lo ocurrido con el amor. Hubo un tiempo en que se potenció la idea y la práctica del amor caballeresco, pero en la actualidad, al margen del género de novela rosa, la actitud de la persona adulta dista mucho de un referente en exceso idealista, o en exceso simplificado como se da en la infancia o en los comienzos de la pubertad. Sabemos que hay diversidad de modalidades de amor y que la complejidad es un ingrediente esencial. También sabemos que la misma cultura impone cambios en la sensibilidad, que ciertos sentimientos que en otro período apasionaron no se viven actualmente de la misma manera. Volviendo a la conciencia, quizá hoy en día la ilusión de considerarla, como el amor, una cosa única, preciosa y genuina se encuentra bajo sospecha. A pesar del contexto materialista existente, el tema de la conciencia no es fácil, por cuanto el dualismo tradicional conlleva una serie de conceptos y de contextos que forman parte de nuestro lenguaje y de nuestro modo de pensar. Precisamente, uno de los aportes más interesantes de Dennett reside, como él mismo nos confiesa, en tratar de desmontar esos hábitos tradicionales: esa tarea clarificadora es objetivo prioritario de su obra. Su misma forma de expresión, con frecuentes interrogantes y ejemplos, nos conduce a plantearnos el alcance de esos hábitos, al margen de que estemos o no de acuer-

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do con los hilos argumentales que se manejan, y al margen también de que los logros finales colmen, como ya hemos hecho notar, las expectativas creadas. La crítica al dualismo es radical por ser el causante de dificultar el problema y oscurecer las soluciones. En tanto que no parece aportar teoría alguna que explique el funcionamiento de la mente fomenta al máximo su condición de cosa misteriosa. Frente a él está justificado para Dennett asumir la postura dogmática de evitarlo a toda costa. «No es que yo piense —nos dice— que soy capaz de ofrecer una prueba definitiva de que el dualismo, en todas sus formas, es falso e incoherente, sino, simplemente, que, atendiendo a la forma en que el dualismo se refugia en el misterio, considero que aceptar el dualismo equivale a darse por vencido» (Dennett, 1991-1995, 49). Se trata de buscar, por tanto, una sustitución adecuada a esos modos de pensar tan arraigados. Para lograrlo, Dennett se moverá en el marco de la ciencia actual, poniendo cuidado en evitar otro peligro: el de la omisión, el de operar como si la conciencia no existiera, lo que él denomina «anestesias fingidas», o sea, el hecho de fingir estar ajenos a las experiencias de la conciencia y así evitarnos tener que enfrentarnos a ella. Cuando aludimos, como acabamos de hacer, a las «experiencias de la conciencia», a ese ámbito que nos es tan familiar e íntimo, ¿a qué nos estamos refiriendo? A principios del siglo xx, el método fenomenológico desplegado por Husserl abrió un camino descriptivo del mundo de nuestra experiencia consciente, muy en consonancia con los planteamientos cartesianos y la psicología popular. El campo de la conciencia aparece, entonces, formado por experiencias del mundo exterior (imágenes, sonidos, colores, sensaciones de calor y frío…), experiencias del mundo interior (fantasías, recuerdos, sueños, corazonadas…) y experiencias emotivas (dolor, felicidad, odio, asombro, temor…). Para Dennett esta clasificación tripartita, aunque nos sea muy familiar, resulta superficial y poco favorable al análisis objetivo. La razón principal de su inconsistencia reside en la autoridad que se le confiere a la introspección. En la época moderna, un autor como Descartes escribía en primera persona, esperando la coincidencia de sus lectores con sus observaciones. Lo mismo ocurrió desde el empirismo inglés con autores como Locke y Hume. En la época contemporánea, la fenomenología ha reactivado el ámbito de las descripciones introspectivas. Para Dennett la tendencia general de quienes han tratado el tema de la conciencia ha sido la de incurrir en «la presunción de la primera persona del plural: sean cuales sean los misterios que esconde la conciencia, nosotros (usted, mi querido lector, y yo) podemos hablar tranquilamente sobre conocidos mutuos, aquellos con los que nos encontramos en nuestras respectivas corrientes de conciencia. Con la excepción de algunas voces rebeldes, los lectores siempre han sido cómplices de esta conspiración» (Dennett, 1991-1995, 79-80). Aunque sea innegable que tenemos un acceso privilegiado a nuestra propia experiencia, lo cierto es que las controversias surgen de inmediato y ponen de manifiesto que somos muy limitados respecto a dicho privilegio y que somos más proclives al error de lo que creemos. Por el contrario, sin caer en los extremos, sin llegar a negar los eventos mentales, como hizo el conductismo, es necesario, según Dennett, dar a los

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mismos la mayor consistencia científica. Esta consistencia varía desde los datos físicos constatables hasta las teorías, también científicas, sobre los agujeros negros o los genes. Para operar dentro de los datos utilizados por el método científico es preciso que una teoría sobre la conciencia se construya a partir del punto de vista de tercera persona, es decir, desde la perspectiva objetiva, por medio de una descripción neutral de los datos que se manejen. Un enfoque con esos presupuestos deja de ser fenomenológico, se torna, como él dice, «heterofenomenológico». Coincidiría, en parte, con la labor descriptiva que hacen los antropólogos al estudiar de forma neutral, por ejemplo, el campo mental de las creencias religiosas de los individuos de una determinada cultura. Aunque todo fuera una ficción, al igual que las novelas o los relatos sobre zombis, nos están mostrando cómo es y cómo se comporta una persona creyente, cómo es y cómo se comporta un determinado colectivo. Los textos, extraídos de los sujetos, las ficciones a partir de esos textos, nos abren a la investigación empírica de los fenómenos de los que una teoría científica de la mente debe dar cuenta. 10.2.

LOS APORTES DE LA TEORÍA EVOLUCIONISTA

En los trabajos de Dennett se tiene presente en todo momento las oportunas referencias a las teorías evolucionistas, desde Darwin hasta la sociobiología, la psicología evolutiva y la etología. Cuerpo, mente, conciencia, persona… son términos que nos colocan en niveles temporales diversos, que nos hacen preguntarnos por sus orígenes, por el surgimiento de la vida y de sus variadas formas. Son términos que nos llevan hacia el contraste con las plantas y los animales, y a preguntarnos también hasta qué punto podemos decir de cualquier cosa que tiene o no tiene mente. Para ser más precisos, la cuestión debe formularse en un doble sentido: ¿qué tipos de mentes hay y cómo las conocemos? Con ello nos situamos en un terreno en el que se nos hace patente lo limitado del conocer humano. No hay acuerdo a nivel científico sobre qué especies poseen mente y qué tipo de mente es. Las teorías que defienden el carácter consciente de los animales no han sido confirmadas o están en punto de controvertidas argumentaciones. En realidad, no estamos en condiciones de trazar una línea divisoria de seres con mente y seres que no la tienen. Quizá deberíamos reformular la pregunta: ¿desde cuándo mentes? Se trata de ir tanteando los caminos con el fin de conseguir herramientas que nos permitan avanzar en la investigación. Las mentes humanas son complejas, similares en algunos puntos a las de los animales y muy diferentes en otros aspectos. La evolución nos clarifica la dinámica de las distintas formas, pero no hallamos una secuencia sencilla, unilineal, de lo más simple a lo más complejo. Por ello, hay que operar de continuo con el criterio de complejidad comparativa para lograr, desde el nivel humano, reconocer sus diferencias. «Hemos evolucionado a partir de seres con mentes más sencillas (si es que eran mentes) que evolucionaron a su vez de seres con presuntas mentes aún

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más simples. Y hubo un momento, hace cuatro o cinco millones de años, en que no había mente alguna, ni simple ni compleja… o, por lo menos, no en este planeta. ¿Cuáles fueron los cambios, en qué orden se dieron y por qué?» (Dennett, 1996-2000, 30). Dennett habla del surgimiento del «agente» en aquellas macromoléculas que tienen ya posibilidad de llevar a cabo acciones. Dicho agente no sabe lo que hace, no es consciente, pero es la base de nuestro modo de ser agentes. Nosotros sabemos lo que hacemos, deliberamos sobre nuestras acciones, somos intencionales. Esto es algo que sólo es posible a partir del origen y del fundamento de esas macromoléculas agentes, con capacidad para duplicarse desde hace tres millones de años. Pero, además del referente genealógico básico, seguimos hoy en día estando compuestos por esas macromoléculas, auténticos robots naturales. «Nuestras moléculas de hemoglobina, nuestros anticuerpos, nuestras neuronas, nuestra maquinaria de reflejo ocular-vestibular… en cualquier escalón de análisis de moléculas para arriba, nuestro cuerpo (incluyendo nuestro cerebro, por supuesto) se compone de una maquinaria que lleva a cabo estúpidamente una tarea maravillosa y elegantemente concebida» (Dennett, 1996-2000, 35). Si nos quedamos a nivel celular no encontramos mente, pero al juntar el suficiente número de agentes, los por sí solos «estúpidos» homúnculos, el resultado es una mente, una persona con conciencia. Estamos, por tanto, hechos de robots, aunque nos diferenciemos de ellos, porque hay en cada uno de nosotros un contingente inmenso de «máquinas» macromoleculares con capacidad de duplicarse. La evolución nos habla de una máxima simplicidad originaria a partir de la cual, en niveles de complejidad variable y ascendente, multitud de formas y principios de organización se concretan. A estos principios de organización, incluidos los más simples, con poder de adaptar la información que les conviene y de tener unos objetivos, los designa Dennett con el nombre de sistemas intencionales, y la estrategia que los aborde será el enfoque intencional. Para caracterizarlo conviene contrastarlo con el enfoque físico y con el enfoque de diseño, aunque los tres están interrelacionados. El enfoque físico es el que estudia la constitución física de las cosas y sus leyes; se ocupa tanto del nivel microfísico como del astronómico (la gravedad, la energía solar, las peculiaridades del agua hirviendo, etc.). Las predicciones sobre el enfoque de diseño son más arriesgadas. El diseño nos pone en contacto con objetos fabricados, en relación a los cuales tenemos que dar por supuesto que sean lo que parecen, que no estén mal diseñados, que no se estropeen, que funcionen según los objetivos para los que fueron construidos: pensemos en los aparatos eléctricos, los ascensores, los coches, los relojes digitales, etc. Un enfoque todavía más arriesgado es el intencional. Se puede entender como variante del enfoque de diseño, pero en el que el objeto diseñado es una especie de agente. Utilizar este enfoque es útil, casi imprescindible, cuando entramos en relación con mayores grados de complejidad. En él hay un antropomorfismo subyacente, existe la tendencia a interpretar lo ajeno poniéndonos en su situación, como si fuera igual que nosotros: la pregunta sería similar a ¿qué haría yo si estuviese en tal contexto o circunstancia? En la vida cotidiana,

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planteamos de continuo si determinados actos de una persona fueron intencionados o no lo fueron. Ejemplos de sistemas intencionales los tenemos, también, en los programas de ordenador, los termostatos, las plantas, las amebas, etc. En concreto, en el caso de un programa de ordenador para jugar al ajedrez predecimos su conducta en términos racionales: se predice en tanto se supone que sus movimientos sólo serán inteligentes. El enfoque intencional consiste, pues, en interpretar cualquier objeto investigado (artefacto, animal o persona) «como si fuera un agente racional que rigiera la elección de sus actos teniendo en cuenta sus creencias y sus deseos» (Dennett, 1996-2000, 40). En relación a la teoría evolutiva, tendríamos la posibilidad de predicción de los organismos basándonos en los ensayos de búsqueda de lo que juzgan que les beneficia y que constituye el campo de sus objetivos y necesidades. Quizá lo más sorprendente de la evolución sea la capacidad de la naturaleza, en su variado despliegue, por reflejar algunas propiedades de la mente humana mientras se priva de otras. Sin que exista representación alguna en el proceso de selección natural se puede, sin embargo, hablar de sus razones de ser a la vista de las elecciones realizadas en el diseño de rasgos. Y puestos a considerar alguna intencionalidad original, no derivada de ninguna otra, ésa sería la de la «madre naturaleza», una combinación de azar y necesidad, en la que la necesidad ostenta el carácter de sentido racional. «El matrimonio entre el azar y la necesidad —nos dice Dennett— es la marca característica de las regulaciones biológicas: A la gente, a menudo, le gustaría preguntar: ¿Es simplemente un hecho contingente sólido que las circunstancias sean como son, o podemos leer alguna necesidad profunda en ellas? La respuesta casi siempre es ésta: ambas cosas. Pero el tipo de necesidad que se acomoda tan bien con el azar de la ciega generación aleatoria es la necesidad de razón» (Dennett, 1995-1999, 204). Como hemos señalado, el punto inicial del proceso evolutivo partiría del surgimiento de los límites y de las intenciones de los replicadores simples. Éstos, para sobrevivir, deben contar con un entorno de condiciones propicias, con lo que entramos en la posibilidad de clasificar los acontecimientos del mundo en favorables, desfavorables y neutrales. Hacia unos se tiende, mientras a los otros se los evita: estamos ante un incipiente juego de intereses, ante un modo primario de afrontar los problemas, en suma, ante un modo de autoconservación. La misma lucha por la autoconservación establece los límites y las estrategias para el desarrollo de un egoísmo primordial, un egoísmo biológico que protege lo que está dentro de unos límites de todo lo que está en el mundo exterior (piénsese, por ejemplo, en la labor de defensa del cuerpo realizada por el sistema inmunológico). Lo interesante es que dentro de esos límites de defensa no tiene que existir un centro al estilo de un alto mando. La tarea de lo que llamamos mente es la de fabricar futuro, anticiparse, generar expectativas. En este sentido, el lento proceso de selección natural ha ido formando seres con previsión. Mayor capacidad informativa y mayor rapidez serían las dos características de los mejores cerebros. La estrategia comportamental de conseguir mayor grado de información es propia de los mamíferos, en especial de los primates. Con ello entramos en el nivel más alto, en el que la curiosidad permite a los organismos mostrarse insaciables

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con la información del entorno, de cualquier realidad del mundo y, sobre todo, en relación a sí mismos. Entramos ya en el ámbito de la especie humana. El cerebro del homo sapiens poseía una complejidad y una plasticidad incomparables, similares a las nuestras en tamaño y forma. El gran avance de los últimos diez mil años afecta al aprovechamiento de la plasticidad de sus cerebros desplegando algo similar a un software que potencia las facultades subyacentes, posibilitando el aprendizaje y la transmisión cultural de sus productos merced al desarrollo del lenguaje. Dennett recoge de Richard Dawkins el término «meme» como análogo cultural de la noción biológica de gen. Según esta controvertida teoría, mientras la evolución biológica se lleva a cabo a través de los genes, la cultura transcurriría a través de los memes, unidades de transmisión cultural mediante un proceso de imitación. El mismo Dawkins, en su obra El gen egoísta, nos lo describe así (citado por Dennett): «Ejemplos de memes son: tonadas o sones, ideas, consignas, modas en cuanto a vestimenta, formas de fabricar vasijas o de construir arcos. Al igual que los genes se propagan en un acervo génico al pasar de un cuerpo a otro mediante los espermatozoides o los óvulos, así los memes se propagan en el acervo de memes al pasar de un cerebro a otro mediante un proceso que, considerado en un sentido más amplio, puede llamarse de imitación» (Dennett, 1991-1995, 214). Por consiguiente, la mente, y con ella la conciencia humana, debe entenderse como el diseño llevado a cabo a través de tres medios: la evolución genética, la plasticidad fenotípica y la evolución memética; esta última es un fenómeno reciente y restringido a la especie humana. Llegados a este punto, Dennett considera que debemos utilizar un nuevo nivel descriptivo que sea capaz de darnos acceso a la estructura funcional de la mente. Ese nivel nos lo proporciona la perspectiva cognitiva, el símil computacional. La invasión de memes configura a la conciencia con unos contenidos y, sobre todo, unos efectos, cuyo funcionamiento es equiparable a una máquina virtual, según el diseño de la llamada arquitectura de von Neumann. Los ordenadores fueron concebidos en un principio como grandes calculadoras, pero el despliegue de las nuevas máquinas virtuales ha generado nuevos poderes extraordinarios. «De forma similar, nuestros cerebros no fueron diseñados (con la excepción de algunos órganos periféricos muy recientes) para procesar textos, pero ahora una gran porción —quizá incluso la parte del león— de las actividades que tienen lugar en los cerebros humanos adultos se dedica a una especie de procesamiento de textos: la producción y la comprensión del habla, así como el ensayo serial y el reajuste de los elementos lingüísticos, o mejor, sus sustitutos neuronales» (Dennett, 1991-1995, 238). 10.3. UN MODELO COGNITIVO DE CONCIENCIA En el artículo «Hacia una teoría cognitiva de la conciencia», publicado en una obra colectiva en 1978, Dennett llama la atención ante el hecho decisivo del desarrollo alcanzado por la psicología cognitiva a la vez que advierte de la poca atención que a los psicólogos cognitivos les merece la conciencia. En rea-

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lidad, se evita el tema como cuestión propia de filósofos, con lo que se crea un vacío entre los modelos de dicha psicología y cualquier teoría sobre la conciencia. Precisamente, el esfuerzo de Dennett va encaminado a llenar ese vacío. Siguiendo a Nagel, la pregunta que sintetiza el problema que nos ocupa es: «¿Qué se siente siendo algo?» La pregunta es útil, al margen de que existan otras más pertinentes, en tanto se manifieste capaz de asumir nuestro tema. Hay cosas que nos suceden de las que no somos conscientes y otras, en cambio, de las que sí lo somos. De estas últimas podemos decir que tenemos acceso personal, que las abarcamos desde la propia conciencia. Este tipo de acceso se diferencia del llamado acceso computacional y del acceso público, ambos muy significativos en ciencia cognitiva. La comparación con la operatividad del ordenador a nivel de subrutinas —el que una subrutina enlace informativamente con otra— no sería adecuada como acceso directo a la conciencia. Con mucho, estaríamos en paralelo con el hecho de las operatividades del sistema nervioso a las que tampoco tenemos acceso. Por otro lado, la noción de acceso público, la que tiene el usuario o el programador para saber lo que el ordenador está haciendo en cada momento, nos aproxima más al acceso personal, aunque siempre existe la diferencia de que los distintos sujetos no son el yo que posee acceso a sus propios contenidos. En principio, el propósito de Dennet es esbozar un diagrama cognitivo del flujo subpersonal que prepare los puntos de conexión, a diferencia de las otras psicologías cognitivistas, para un tratamiento posterior de la conciencia personal. «El diagrama de flujo —nos dice— será la producción primeriza de un filósofo, sobresimplificada en varias dimensiones, pero creo que quedará bastante claro cómo podrían irse agregando complicaciones» (Dennett, 1986-1989, 13). Por nuestra parte, aludiremos a la estructura básica de dicho diagrama y a sus consecuencias para la conciencia. Ante todo, se trata de descubrir el modo como la información circula a través de los diversos módulos: partiendo de los sentidos la información pasa a ser procesada por un conjunto de cajas negras de control, memoria y solución de problemas, todo lo cual revierte en el lenguaje y en las subrutinas motoras de la acción. Los detalles del esquema no aportan novedad en relación a los modelos con los que operan las ciencias cognitivas, por lo que es mejor situarse en el momento en el que Dennett recupera la pregunta de Nagel: si suponemos una entidad que realizara el proceso previsto en el diagrama, ¿qué sentiría (si es que siente algo)? Desde el exterior somos proclives a considerar que sí sentiría, pero en realidad no tenemos acceso directo a esa estructura de sucesos con contenido que acontecen en nosotros. «Todo el sistema ha sido diseñado para operar en la oscuridad, por así decirlo, cada uno de sus diversos componentes cumpliendo sus tareas sin ser percibidos y sin percibir… También en el interior del cráneo de usted todo es oscuridad, y cualesquiera que sean los procesos que ocurren en su materia gris, ocurren sin ser percibidos y sin percibir» (Dennett, 1986-1989, 28-29). Sin embargo, a partir del tipo básico de organización funcional, previo al tratamiento explícito de la conciencia, ésta se manifiesta como un nivel avanzado de desarrollo evolutivo y social.

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El modelo descrito es válido para explicar los circuitos de la información que manejamos, pero se muestra insuficiente para describir la función propia de la conciencia. El mismo Dennett realizó autocrítica al respecto reconociendo la poca especificidad de su primera aproximación. Consecuencia de ello fue el desarrollo de un segundo modelo, en el que la función de la conciencia consiste en la elaboración de diversos esbozos de lo que sucede en la mente, sin considerar a ninguno como único. Todo esbozo es aproximativo y revisable: se trata de una serie de estados de información que acontecen en el cerebro como si fueran múltiples borradores de un artículo. Con el fin de alejarnos de los hábitos de pensamiento de la «psicología del sentido común», en los que estamos instalados por la tradición, Dennett realiza una revisión del dualismo cartesiano al tiempo que lo compara con los aportes funcionalistas y va desarrollando su teoría de las versiones múltiples. La metáfora del «teatro cartesiano» nos facilita la comprensión de lo que sería la mente alojada en el cerebro, como un preceptor privilegiado ante el que se representa todo el espectáculo, lo visto y lo por ver, «un espectáculo de luz y de color ante una audiencia solitaria pero poderosa, el ego o el ejecutor central» (Dennett, 1991-1995, 241). Para Dennett no hay más referente que el cerebro, y carece de todo fundamento suponer un cuartel general, una especie de santuario interior, clave de las experiencias conscientes. La idea de ese centro especial en el cerebro es sumamente persistente y reaparece bajo diversas formas, incluso en planteamientos pretendidamente materialistas. La misma ciencia cognitiva, desde la neurociencia hasta la inteligencia artificial, atiende de modo específico a los sistemas periféricos de la mente-cerebro, lo que da lugar a un impreciso e imaginario «centro» consciente y experimental, que no resulta muy alejado del existente en el teatro de Descartes. En el modelo de Dennett las variedades de la percepción y del pensamiento, de toda la actividad mental, se llevan a cabo en el cerebro a través de procesos de elaboración e interpretación de los estímulos activados. «Los procesos de detección de rasgos o de discriminación tan sólo tienen que efectuarse una vez. Es decir, cuando una porción especializada y localizada del cerebro ha llevado a cabo la «observación» de un rasgo determinado, el contenido informativo queda fijado y no tiene por qué ser enviado a alguna otra parte para ser rediscriminado por un «maestro» discriminador. En otras palabras, el proceso de discriminación no conduce a una representación del rasgo discriminado en beneficio de los espectadores del Teatro Cartesiano porque no hay ningún Teatro Cartesiano» (Dennett, 1991-1995, 126-127). El proceso de fijación de contenidos, aunque sea localizable en el cerebro, no marca el inicio de la experiencia consciente que siempre es indeterminada o confusa. Las discriminaciones de contenidos no se sabe cuándo pueden llegar a la conciencia, son como un flujo o secuencia narrativa sujeta a un proceso de edición en distintos niveles y abierto al futuro, una especie de relato con múltiples versiones o fragmentos en diferentes puntos del cerebro. No hay, por tanto, un único relato canónico, una sola línea de meta, y siempre será arbitrario fijar un instante del procesamiento en el cerebro como el instante de la conciencia. Ésta, como campo cognitivo y de control, se distribuye por el

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cerebro sin ser necesario considerar el instante o instantes en que se produce un determinado evento consciente. Algunos ejemplos nos servirán para insistir en las tesis de Dennett en contraposición al planteamiento cartesiano. Supongamos —nos dice Dennett— que mientras una persona está parada en una esquina pasa corriendo delante de ella una mujer con pelo largo. De inmediato, el recuerdo oculto de otra mujer, con pelo corto y gafas, contamina el recuerdo de lo que acaba de presenciarse. Y al tratar de recordar algún detalle de la mujer vista se la representa ahora, de forma sincera pero errónea, con gafas. Estamos ante una «revisión orwelliana», término utilizado por Dennett en referencia a la novela de Orwell 1984, donde el pasado real se rescribe para que no sea accesible a las próximas generaciones. En este caso, a partir de la experiencia real de una mujer de pelo largo y sin gafas se ha pasado, mediante una revisión postexperiencial, a su contaminación por medio de la memoria. Pero no acaba ahí la cosa, también es posible generar un proceso falso en la experiencia, una situación de ilusiones previas inconscientes o preconscientes. Esta revisión preexperiencial será denominada «estaliniana» por referencia al período soviético presidido por Stalin, en el que era práctica habitual la utilización de falsos testimonios, falsas pruebas y confesiones. En el caso que nos ocupa: se alucina en el momento en que la mujer transita, y se recuerda después con claridad el hecho gracias al registro de la memoria. En Descartes hay un sujeto para quien el cerebro organiza la representación teatral y rellena cualquier laguna. Lo que allí ocurre posee entidad real al margen de que con posterioridad sea recordado correctamente: es el orden subjetivo de la experiencia quien fija el orden temporal de las discriminaciones. La distinción orwelliana y estaliniana poseen sentido desde esta perspectiva escénica en la que apariencia-realidad, falsedad-certeza, experienciamemoria… son los referentes de un campo de conciencia presidido por un sujeto-observador. Para Dennett el teatro cartesiano en su conjunto debe ser rechazado porque se halla bajo la extravagante categoría de lo objetivamente subjetivo. Pretender, por tanto, fijar un momento en el cerebro como el instante de la conciencia es arbitrario: la actividad se despliega por múltiples vías, en tiempos fugaces, a partir de los cuales se producen añadidos y correcciones en niveles distintos. Por ejemplo, en el mundo editorial se distingue entre la revisión de errores previa a la publicación de un determinado texto y lo que es la corrección posterior de las erratas. En el mundo académico, con las posibilidades de los programas de ordenador, a menudo se da el caso de que circulen a la vez versiones distintas de un artículo que el autor corrige y revisa a medida que le llegan las sugerencias. Pretender fijar una versión resulta arbitrario, pues sus efectos se reparten entre las distintas versiones del mismo. Incluso la versión que termine publicada puede quedar como simple material de archivo, por cuanto muchos lectores solamente leen la primera versión. Cualquier evento en el cerebro —nos dice Dennett— posee una localización espacio-temporal definida, pero preguntarse por el momento exacto en que alguien es consciente de un estímulo resulta excesivo. Es como si nos

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planteamos en qué momento exactamente quedó informado el imperio británico de la tregua en la guerra de 1812. Podemos aludir al abanico de unos determinados días, al momento en que los funcionarios y dirigentes fueron informados, a los protocolos que se llevaron a cabo en tal fecha, a la llegada de la noticia a Londres… Hasta que se oficializa todo, hasta que se entera el imperio británico, subsiste la dispersión. Así, se da la circunstancia de que la firma del acuerdo es algo oficial e intencionado por parte del imperio a la vez que también lo es la participación de las tropas británicas en la batalla de Orleans, lo cual se llevó a cabo por desconocimiento de que se había firmado la tregua. En correspondencia con el tema mental, «dado que la cognición y el control —y, por tanto, la conciencia— se distribuyen por el cerebro, ningún momento puede ser considerado como el instante preciso en que se produce un evento consciente determinado» (Dennett, 1991-1995, 183). La descalificación de los qualia o propiedades subjetivas de las sensaciones —las llamadas por Locke cualidades secundarias— que realiza Dennett también resulta sintomática de su desmarque del pensamiento tradicional. En opinión de este autor, dichas cualidades secundarias (colores, sonidos, gustos…) no son especiales frente a las primarias (solidez, extensión, figura, movilidad), por lo que carecen de la condición que se les atribuye de ser subjetivas, privadas, inefables, de acceso inmediato y constitutivas de la manera en que a nosotros nos parece que percibimos las cosas. Una formulación tal, incluyendo la cuestión de los qualia invertidos, sólo es comprensible en el supuesto de que existiera un teatro cartesiano, un lugar determinado donde se diese escenificada la experiencia consciente. La explicación naturalista de Dennett, desde el modelo de versiones múltiples que defiende, convierte a los qualia en simples sucesos neurofisiológicos acontecidos en el cerebro en interacción con el entorno. Afirmar un determinado quale no es otra cosa que aludir a un complejo idiosincrásico de disposiciones del sujeto que lo posee. No podemos, por ejemplo, hablar de la «idea de rojo» que afirmaba Locke, sino de estados discriminativos cuyo contenido es: rojo. La formación de estos estados discriminativos o de preferencia poseen también su componente evolutivo, pudiéndose haber formado por un proceso de presiones selectivas. En suma, la propuesta de Dennett, como venimos indicando, es la de un modelo de «pandemonio» en el que los pequeños y diversos agentes (homúnculos) compiten por ser protagonistas. No hay, por tanto, cuartel general central o mando único de control, sino diversidad de canales con influencia simultánea. En este sentido, lo que el propio Dennett llama «celebridad cerebral» sería la conciencia misma, aquellos contenidos que al perseverar son conscientes, es decir, son notorios, adquieren celebridad, porque monopolizan recursos de forma continuada y logran efectos sobre la memoria, el control de la conducta, etc. En opinión de nuestro autor, la referencia hecha al concepto de homúnculos o agentes, lugar común en inteligencia artificial, es muy útil por su carácter neutral y sus amplias aplicaciones. Las controversias pueden surgir sobre el modo de entender las relaciones de los homúnculos entre sí. En contra de aquellas teorías que los organizan en jerarquías prediseñadas, la interpretación del pandemonio defiende, como hemos visto, «mucha

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duplicación de esfuerzos, derroche de movimientos, interferencias, períodos de caos y muchos gandules sin un trabajo definido. En estas teorías, llamar homúnculos (o demonios, o agentes) a estas unidades es casi tan poco significativo como llamarles simplemente… unidades» (Dennett, 1991-1995, 275). 10.4. EL YO ENTRE LO BIOLÓGICO Y LO NARRATIVO El objetivo de la desmitificación de la conciencia que se propuso Dennett se ha cumplido, a su modo de ver, al considerar la dinámica de su formación y su continua dependencia de distintos elementos. La mente, y con ella la conciencia, resulta ser el producto de un complejo sistema de selección natural a la vez que un diseño cultural de grandes proporciones. Es el momento, quizá, conveniente para plantearnos la cuestión de la identidad personal, la cuestión del cuerpo y del yo o los yoes. Mientras el yo en Descartes es un punto de partida absoluto, referente básico de cualquier otra realidad, en Dennett es algo que exige una progresiva conquista, es un ámbito descriptivo y empírico al que se llega a través de caminos diversos, y donde el valor del cuerpo encuentra adecuado reconocimiento. A menudo, el modo estándar de afrontar las cosas nos lleva a centrarnos en el cerebro y la mente dejando de lado la labor lenta, sorda, pero constante del resto del cuerpo. Si no asumimos una visión integradora, si no dejamos que la mente y el cerebro se extiendan a las otras partes del cuerpo, no alcanzaremos a hacer justicia a la realidad de la persona. En nuestro cuerpo hay ya una sabiduría que utilizamos cotidianamente: a veces esa sabiduría está a nuestro servicio, pero otras nos evita o nos traiciona (nos hace sonrojarnos, sudar, o considerar que el momento para tener una relación sexual no es el más adecuado). Dennett nos recuerda que fue Nietzsche quien tuvo al respecto las ideas más claras cuando dijo en Así habló Zaratustra: El cuerpo es una gran razón, una multiplicidad con un sentido, una guerra y una paz, un rebaño y un pastor. También es instrumento de tu cuerpo tu pequeña razón a la que llamas espíritu. Tú dices «yo», y te enorgulleces de esa palabra. Pero lo más grande, aunque no lo creas, es tu cuerpo y su gran razón… En tu cuerpo hay más razón que en tu mejor sabiduría.

Si nuestros cuerpos poseen sus razones, si son ellos mismos razón, si poseen ya sus propias mentes, «¿por qué, se pregunta Dennett, tuvieron que adquirir mentes adicionales… nuestras mentes? ¿Es que no basta con una mente por cuerpo? No siempre» (Dennett, 1996-2000, 99). Las mentes corporales han trabajado bien en el proceso evolutivo a lo largo de millones de años, pero resultan lentas, con limitada capacidad discriminativa y siendo su intencionalidad de corto alcance. Por ello, para las relaciones más complejas con el mundo se precisa de una mente más veloz y mejor preparada, una mente que pueda prever y asegurar el futuro. Esta mente, a la que el dualismo ve como diferente, es un elemento más del cuerpo, un ingrediente que el

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mismo cuerpo ha integrado. Lo que somos es una organización de múltiples actividades competitivas entre los propios elementos que ha desarrollado nuestro cuerpo. Ahora estamos en condiciones de intentar asumir una aproximación al tema del yo, con la necesaria distancia del modo de pensar tradicional. Ante todo, es conveniente distinguir un yo biológico, del que partimos, y un yo narrativo o psicológico, al que llegamos. El primero nos conecta con el concepto de los límites existentes entre ese algo, al que denominamos yo, y el resto del mundo. El yo biológico no es una cosa concreta, es un principio de organización que al ahondar en él nos desvela algunas características significativas. De modo primordial, conlleva una noción de protección frente a cualquier otro, que viene asociada a su carácter diferenciador, presente en la más simple ameba. Sin embargo, a medida que la complejidad del organismo aumenta, los límites del yo biológico se tornan porosos e indefinidos. Por ejemplo, dentro de los propios cuerpos humanos habitan muchos intrusos, desde bacterias y virus hasta parásitos, siendo algunos miembros imprescindibles para nuestra vida y otros enemigos mortales. También resulta significativo el hecho de lo que Richard Dawkins llamó el fenotipo ampliado: las arañas tejen telas, el caracol produce una concha dura, los castores construyen presas en equipo, el cangrejo ermitaño utiliza una concha prefabricada, etc. «Pero las construcciones más extrañas y maravillosas de todo el mundo animal son las increíbles y complejas construcciones que levanta un primate, el Homo sapiens. Todo individuo normal de esta especie construye un yo. A partir de su cerebro teje una tela de palabras y de actos, y, como las demás criaturas, no tiene por qué saber qué está haciendo; sólo lo hace» (Dennett, 1991-1995, 426). Ese entramado de discursos es un producto biológico comparable a las construcciones que se dan en el mundo animal. Lo mismo sería aplicable a nuestros vestidos y a otros objetos, como los coches. Con todos ellos ensanchamos o reducimos nuestros límites. En el hombre, el elemento diferenciador por excelencia es el habla, es la herramienta mental más importante de nuestros cerebros. Continuamente nos estamos presentando a los demás, nos representamos, nos protegemos, nos autodefinimos… Se trata de controlar el diseño emitido, a las otras personas y a nosotros mismos, sobre quiénes somos y lo que pretendemos. Elaboramos historias a la vez que somos elaborados por ellas, por el entramado de nuestras historias y las ajenas. En este contexto, es fácil inclinarse a defender la existencia de un centro de gravedad narrativo. Dennett lo postula dejando claro que ese centro, como el yo biológico, es una abstracción, no es una cosa en el cerebro, aunque sea un referente necesario de propiedades y registros. «Un yo, de acuerdo con mi teoría, no es un viejo punto matemático, sino una abstracción que se define por la multitud de atribuciones e interpretaciones (incluidas las autoatribuciones y las autorepresentaciones) que han compuesto la biografía del cuerpo viviente del cual es su centro de gravedad narrativo» (Dennett, 1991-1995, 437). Cualquier otro modelo mental que se construya no tendrá la enorme importancia que tiene el modelo que el agente tiene de sí mismo. Todos los organismos están diseñados en términos

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de autoconservación, pero su posible yo es sumamente rudimentario en comparación con el nuestro. En la configuración de ese diseño, los seres humanos poseen más opciones que los demás animales: los procesos de aprendizaje y maduración les convierte en adultos autoconscientes. Ahí radica el hecho de la posible libertad de acción y de la capacidad de asumir responsabilidades, aspectos clave en todo proyecto social y educativo. Las características más conocidas sobre el concepto de persona apuntan a que es un ser racional, intencional, que implica reciprocidad, capacidad de comunicación verbal, y que desarrolla un tipo especial de conciencia o autoconciencia que es básica para su cualidad moral. Dennett aborda este concepto a partir de uno más amplio: el de sistema intencional. Un sistema intencional procura explicar y predecir cualquier realidad por medio de la atribución de creencias, deseos, expectativas, percepciones, esperanzas, etc. Así definido, es aplicable, por ejemplo, a los animales o a ciertos ordenadores, como ya dijimos con anterioridad. Para aplicarlo al concepto de persona se necesita pasar de un sistema intencional de primer orden, en el que las creencias, los deseos y las tendencias más simples se relacionan con muchas cosas, pero no revierten sobre sí mismas, no son objeto de autocuestionamiento, a un sistema de segundo orden, en el que las creencias, los deseos y demás intenciones se relacionan con creencias y deseos tanto propios como ajenos. El modo de pensar que nos caracteriza «tuvo que esperar a que surgiera el habla, que, a su vez, tuvo que esperar a que surgiera la capacidad de guardar secretos, que a su vez tuvo que esperar a que surgiera la adecuada complejización del entorno conductual. Nos sorprendería descubrir el pensamiento en cualquier especie que no hubiera llegado al final de esta cascada de cribas» (Dennett, 1996-2000, 155-156). Cuando actuamos sobre un deseo de segundo orden actuamos sobre nosotros mismos como si lo hiciéramos sobre otras personas: nos autopreguntamos, utilizamos argumentos, persuasiones, sobornos… Hay interrelación, por tanto, entre el desarrollo de la autoconciencia y el interés que demostramos por las mentes de los otros. Lo destacable es que tenemos la facultad de pensar acerca de nuestras creencias y, en especial, de plantearnos si son lo que deben ser, poniendo de manifiesto la cualidad normativa que poseen las personas: todo un mundo de valores, ideales, obligaciones, metas, etc. En consecuencia, lo definitorio para el yo, como ya aludimos antes, es el control, el autocontrol, como producto de todo un proceso de adquisición, y, por ello, un punto de llegada muy distinto del punto de partida defendido por Descartes. Somos, pues, a nivel de especie y a nivel de individuo, la suma total de lo poco o mucho que logramos controlar directamente, lo que nos desvela como limitados, imperfectos y fluctuantes. Por esos cauces tortuosos caminan, precisamente, las posibilidades de la libertad. A modo de conclusión, le cedemos la palabra al propio Dennett para que haga balance: «Mi explicación de la conciencia dista mucho de ser completa: podría decirse que no es más que el principio… No puede decirse que haya sustituido una teoría metafórica, el Teatro Cartesiano, por una teoría no meta-

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fórica (literal, científica). La verdad es que lo que yo he hecho no es más que sustituir una familia de metáforas e imágenes por otra, cambiando el teatro, el testigo, el Significador Central, por el software, las máquinas virtuales, las Versiones Múltiples, el pandemonium de homúnculos. Así que no es más que una guerra de metáforas, me dirán ustedes, pero las metáforas no son «sólo» metáforas; las metáforas son herramientas de pensamiento. Nadie puede pensar sobre la conciencia sin ellas, de modo que es importante equiparse con el mejor juego de herramientas posible» (Dennett, 1991-1995, 466).

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Capítulo XI

Intencionalidad y contenido mental Mariano Rodríguez González

11.1. EL PROBLEMA DE LA INTENCIONALIDAD Cuando Brentano quiso recuperar, a fines del siglo xix, la temática de la intencionalidad de las viejas discusiones escolásticas, lo hizo sin duda con el propósito de conseguir la pieza esencial de su programa dualista. Porque la meta no era otra que distinguir tajantemente, ontológicamente, entre «fenómenos psíquicos» y «fenómenos físicos», y la llamada inexistencia intencional de los estados mentales no se puede encontrar por ningún lado en los fenómenos físicos: «Todo fenómeno psíquico contiene en sí algo a título de objeto, por más que cada uno lo contenga a su manera. En la representación se trata de algo que es representado, en el juicio de algo que es admitido o rechazado, en el amor de algo que es amado, en el odio de algo que es odiado, en el deseo de algo que es deseado, y así en los demás casos. Esta presencia intencional pertenece exclusivamente a los fenómenos psíquicos. Ningún fenómeno físico presenta nada semejante. Podemos, pues, definir los fenómenos psíquicos diciendo que son los fenómenos que contienen intencionalmente en ellos un objeto» (Brentano 1874/1944, 102). La intencionalidad sería entonces la propiedad de estar dirigido a un objeto (aboutness, dicen en inglés): en un principio el término latino intentio venía a significar algo así como dirigir la atención hacia algo. Y lo que hace patente el sentido de lo que Brentano llamaba inexistencia intencional es el hecho de que ese objeto al que va dirigido el estado mental no necesita existir (por eso los escolásticos tuvieron que distinguir el esse intentionale del esse naturale). Es decir, los estados mentales representan las cosas como si fueran de tal y de cual manera, pero esto no implica en aboluto que sean en efecto

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así. Para formar parte del pensamiento, en suma, los contenidos no tienen que existir fuera del pensamiento, como objetos o sucesos del mundo. Justamente por eso hay un «problema de Brentano» en la filosofía de la mente de nuestro tiempo, por eso algunos filósofos han considerado la intencionalidad como un obstáculo para obtener explicaciones científicas de los estados y los procesos mentales. Ocurre que a través de nuestras actividades mentales nos conectamos con otros estados de la naturaleza, pero esto no se produciría, al parecer de muchos, en ningún sentido meramente causal, al modo en que se conectan habitualmente los eventos naturales. Además, por si todo esto fuera poco, la información que contienen los estados mentales es una información en perspectiva, viene interpretada en todo caso desde un cierto punto de vista: no importa cuánto sepa yo de algo, mi saber estará limitado a ciertas descripciones e interpretaciones. Un siglo después de Brentano1 toda esta doctrina ocupa un lugar preferente en la reflexión actual sobre la mente y en las discusiones en torno a la explicación psicológica. Pero se la enuncia de forma diferente. Los estados mentales son relaciones entre sujetos psicológicos y contenidos; las creencias, los deseos, expectativas y recuerdos son actitudes proposicionales, o sea, actitudes o modos psicológicos para con proposiciones o contenidos. Y así, un autor de nuestra hora define de la siguiente manera el concepto de «intencionalidad» tal y como lo emplea hoy la filosofía: «La intencionalidad cubre aquellas características de las actividades mentales para dar razón de las cuales decimos tanto que tales actividades tienen un contenido que contiene información acerca de algo más allá del contenido y la actividad, como que implican una clase particular de actitud hacia ese contenido. Además, es una peculiaridad del contenido mental el hecho de que sea necesariamente ‘perspectivístico’»2 (Lyons 1995, 1). Para ponerlo en la terminología de Searle, distinguiríamos entre contenido representativo y modo psicológico para poder hacernos una idea cabal de esa «direccionalidad» de los estados y eventos mentales en cuya virtud podemos decir de ellos que representan objetos y estados de cosas (Searle, 19831992, 20). El contenido representativo o proposicional determinaría un conjunto de condiciones de satisfacción bajo ciertos aspectos, mientras que el modo psicológico, una dirección de ajuste del contenido proposicional (las creencias pueden ser verdaderas o falsas, con dirección de ajuste mente-a-

1 Conviene recordar aquí, aunque sólo sea de pasada, que Husserl, en una tradición filosófica que no es en la que en este trabajo nos hemos situado, iba a recoger de su maestro Brentano esta idea de la intencionalidad, para a partir de ella sentar las bases de la Fenomenología en las «vivencias intencionales» de las que trata ya a partir de sus Investigaciones Lógicas. Asimismo, la intencionalidad llegó por esta misma vía a caracterizar radicalmente a la conciencia —«la conciencia es lo que no es y no es lo que es»— en planteamientos existencialistas al estilo del sartreano. 2 Y, en la misma línea, leemos un par de páginas después: «La estructura básica de los actos mentales paradigmáticos parece consistir en una actitud que opera sobre contenidos que contienen información sobre algo más allá de ellos mismos de una manera perspectivística».

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mundo; los deseos pueden cumplirse o no, con dirección de ajuste mundo-amente…). Searle mismo mantiene la tesis de que la intencionalidad forma parte de la biología humana, en la misma media que la digestión o la circulación de la sangre. Pero esto quiere decir, entre otras muchísimas cosas, que no podremos reducir jamás la intencionalidad a otras nociones más simples con el objetivo de entenderla y hacerla manejable. Sería una propiedad primaria de la mente. Con ello pretendemos señalar una de las coordenadas más importantes en el problema actual de la intencionalidad, el proyecto de naturalización, que buscaría precisamente incluir la intencionalidad en la naturaleza (aun a costa de reducirla, en esto contra Searle, a otros elementos más básicos). Pero el problema nos viene de que la inexistencia intencional de lo mental, como ya adelantamos, no está nada claro que pueda encajar o ser respetada por este programa naturalista. ¿Qué es lo que en definitiva persigue éste? Pues nada más y nada menos que «mostrar que hay un conjunto de condiciones físicas necesarias, y globalmente suficientes, tales que, si un agente se halla en un estado corporal sujeto a esas condiciones, ese estado corporal tiene un cierto contenido», de forma que «descubriendo esas condiciones, se demostraría que lo intencional es parte de lo natural» (Acero, 1995, 177). Pero, entre otros, ahí está el problema del error o de la disyunción, el problema del contenido incorrecto en definitiva, para hacernos vislumbrar la limitación inherente al programa naturalista3. La otra gran cuestión debatida que da forma hoy al problema de la intencionalidad es sin duda la que se refiere a las condiciones de individuación del contenido mental, cuestión que enfrenta a internistas y externistas. Vienen a defender los primeros que el contenido de los pensamientos no dependería de circunstancias externas, sino de rasgos intrínsecos del cuerpo o la mente de los agentes (lo que es perfectamente compatible con la admisión de que los pensamientos pueden venir causados por circunstancias externas), mientras que para el externismo, por el contrario, el contenido mental sería esencialmente dependiente del contexto natural y social, de forma que un cambio de entorno implicaría un cambio de contenido. Los dos últimos apartados de este trabajo estarán dedicados a profundizar en la polémica, dada la importancia de la misma para nuestra propia idea de mente. Aunque como bien advertía Searle conciencia e intencionalidad no son exactamente lo mismo (hay estados conscientes que no son intencionales, y estados intencionales que no son conscientes), no negaremos que se da una íntima relación entre ambas. Pues bien, es el caso que en las discusiones contemporáneas se ha seguido por regla general la estrategia de pasar por alto esta relación, tratando la intencionalidad completamente al margen de la con-

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En suma, ¿cómo se podría dar cuenta en términos exclusivamente naturalistas del hecho de que una actitud proposicional tenga un contenido incorrecto? En este problema de la disyunción, como veremos, que con tanto tesón ha tratado Fodor, entre muchos otros, vendría a cobrar cuerpo, como es fácil de ver, lo más específico de la inexistencia intencional brentaniana.

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ciencia porque pareció el único modo de hacerla tratable. Por eso hay autores, los que se han negado a seguir la estrategia mencionada, que nos aseguran que la naturaleza de la intencionalidad se halla cognitivamente cerrada para nosotros (en la medida en que la intencionalidad se vincula esencialmente a la conciencia y la conciencia sigue siendo hoy por hoy un enigma irresoluble), mientras que el problema de la individuación de los contenidos intencionales sería, en cambio, cuestión que nos resulta accesible (McGinn, 1991, 37). En definitiva, reparar en la unión de intencionalidad y conciencia acrecienta la dificultad del programa naturalista. Y finalmente, volviendo de nuevo a la terminología searleana, todo estado intencional tiene un contorno de aspecto, es decir, todas las representaciones representan sus objetos bajo aspectos (lo cual a lo mejor nos serviría para distinguir la intencionalidad intrínseca de la derivada o «como si»). Y sucede que estos aspectos tienen que importar al agente, por eso en el caso de los actos mentales conscientes el contorno de aspecto es más evidente4. Parece entonces que la intencionalidad tendría un componente subjetivo que también haría valer sus derechos ante las presiones del programa naturalista y de la polémica entre internistas y externistas. 11.2. LA RELACIÓN INTENCIONAL Lo que ante todo nos ha saltado a la vista como núcleo constitutivo de la intencionalidad es que se trata de una relación con la peculiaridad, sin duda curiosa, de que el segundo relatum, el segundo de los dos elementos unidos por la relación que justamente llamamos intencional, no necesita existir. Pues bien, justamente en esto se centró Chisholm cuando emprendió la tarea de poner la tesis de Brentano en términos lingüísticos5 (Chisholm, 1957): las relaciones que describimos en nuestras declaraciones psicológicas son de un tipo muy particular desde el momento en que uno de sus términos puede no existir. Podemos estar intencionalmente relacionados con algo que no existe.

4 «Obsérvese, además, que el contorno de aspecto tiene que interesar al agente. Es desde el punto de vista del agente desde el que él puede querer agua sin querer H2O. En el caso de pensamientos conscientes, el modo en que importa el contorno de aspecto viene dado porque constituye el modo en que el agente piensa o experimenta los objetos sobre los que piensa o experimenta: puedo pensar, estando sediento, sobre las ganas que tengo de un trago de agua sin pensar en absoluto sobre su composición química. Puedo pensar en él como agua sin pensar en él como H2O» (Searle, 1992/1996, 164-165). 5 Chisholm estaba llevando el estudio de la intencionalidad por un terreno controvertido cuando procedió a listar las peculiaridades lógicas del lenguaje en que describimos estados mentales, con la esperanza de llegar a identificar los estados intencionales en términos de las mismas. Porque mientras que para unos este enfoque tiene el mérito de liberarnos por fin del enojoso asunto del estatuto ontológico de los objetos intencionales, para pensadores como Searle no se trataría de hablar del lenguaje, sino de los estados mentales mismos, o sea, de rasgos del mundo (1981).

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Pero el aire de insondable misterio parece retirarse aquí por lo menos parcialmente si traducimos esto a la manera de Chisholm: «digamos que una oración declarativa simple es intencional si usa una expresión sustantiva —un nombre o una descripción— de tal manera que ni la oración ni su contradictoria implican ni que hay ni que no hay nada de aquello a lo que la expresión sustantiva realmente se aplica» (1991, 298a). Podemos utilizar el ejemplo de Acero: Ernesto puede creer o no que Raúl es un espía, pero ninguna de las dos actitudes implica que Raúl es un espía ni tampoco que no lo es. Si A es el portador de un estado mental M con un contenido C, de esto sólo se sigue la existencia de A. Así, «Ernesto cree que Raúl es un espía» es una oración intencional si el uso que se hace de la cláusula completiva no lleva consigo ni la verdad ni la falsedad de lo aseverado en ella (Acero, 1995). Pero hasta aquí nada más que hemos constatado hechos, otra cosa es hacerlos inteligibles. En este sentido de la carencia, se podría hablar de un «fracaso» de la intencionalidad, percatándonos de que hemos escrito la palabra entre comillas. Pues bien, el fracaso de la intencionalidad nos indica que estamos ante una relación que no sólo es fáctica sino también normativa6. Las creencias pueden ser verdaderas, pero asimismo falsas; las percepciones normalmente son verídicas, pero hay casos en que resultan ilusorias; los deseos son muchas veces consistentes, pero de vez en cuando deseamos cosas incompatibles… Esa incorrección o carencia del estado mental es el signo entonces de la normatividad de la relación intencional. Hay otra dimensión de la normatividad, que estaría estrechamente unida al holismo de lo mental: y es que los estados intencionales forman toda una red, un sistema intencional, de manera que la existencia de uno tiene implicaciones para la existencia de los demás. Moya nos presenta esta normatividad de lo mental en términos de compromiso: tener un estado intencional le compromete a uno a tener muchos otros también, en número indefinido, so pena de no tener ninguno, de no tener mente en absoluto (1990, 63). Así que naturalizar el significado y la intencionalidad llevaría necesariamente consigo naturalizar las normas en general, algo que desde luego no parece nada fácil. Ya hemos tenido ocasión de ver, por otro lado, aquello que haría de una oración una oración intencional, según el planteamiento de Chisholm. Volviendo ahora a él, recordaremos además cómo se traduce al modo formal la tesis de Brentano: «Podemos ahora reformular la tesis de Brentano —o una tesis que se parece a la de Brentano— por referencia a las oraciones intencionales. Digamos entonces 1) que no necesitamos usar oraciones intencionales cuando describimos fenómenos no psicológicos; podemos expresar todas nuestras creencias sobre lo que es meramente ‘físico’ en oraciones que no son intencionales. Pero 2) cuando deseamos describir cosas como percibir, asumir, creer, saber, querer, esperar, y otras actitudes por el estilo, enton-

6 ¿Y cómo puede ser una relación a la vez fáctica y normativa?, se pregunta Haugeland en su célebre trabajo del año 90.

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ces o bien a) tenemos que usar oraciones que son intencionales o bien b) tenemos que usar términos que no necesitamos usar cuando describimos fenómenos no psicológicos» (1991, 298b). Y, como sabemos, es en consecuencia este estrecho vínculo entre lenguaje intencional y fenómenos psicológicos que el replanteamiento de la tesis de Brentano enuncia lo que nos ha de llevar a la indagación de las características lógicas que distinguen al lenguaje intencional. Porque no es descabellado albergar la esperanza de que el análisis del lenguaje psicológico nos ponga en contacto finalmente con cuestiones sustantivas de la psicología misma… La concepción clásica del lenguaje intencional haría de él un lenguaje intensional, como opuesto a extensional. El discurso intencional genera contextos intensionales o referencialmente opacos, con lo que se quiere decir 1) que en este terreno no sería legítima la generalización existencial (lo que se corresponde con la inexistencia intencional brentaniana); 2) que el valor de verdad de la oración subordinada que expresa el contenido intencional no afecta en absoluto al valor de verdad de la oración principal; 3) que en este terreno tiene lugar, por norma, el fallo de sustitutividad o incumplimiento sistemático de la ley de Leibniz (es decir, cuando sustituimos un predicado por otro coextensivo no queda garantizada la verdad de la oración, como tampoco podemos sustituir expresiones denotativas correferenciales manteniéndose invariable el valor de verdad de la oración). «Edipo cree casarse con Yocasta», pero, desde luego, «Edipo no cree casarse con su madre», aunque resulte que Yocasta y la madre de Edipo son la misma persona. Nos volvemos a encontrar con que los contenidos mentales son muy sensibles a la perspectiva o punto de vista del agente. Hasta se podría decir, con Moya entre otros, que estos rasgos del discurso intencional «corresponden, en el aspecto lingüístico, a la importancia central que para el contenido intencional poseen la perspectiva o el modo de presentación en el marco de la concepción clásica de la intencionalidad» (2000, 201). La conclusión a la que parece que hemos llegado es a la de que, al lado de la normatividad, la subjetividad de lo mental sería la clave para entender la relación intencional. No en vano, los diferentes rasgos en los que vendría a tomar cuerpo ésta, y aunque no los consideremos más que en un plano lingüístico, parecen dar expresión o modular de formas diferentes a esa subjetividad. Así que la intencionalidad guarda una referencia esencial al punto de vista sobre el mundo de un sujeto. Por eso los contenidos intencionales desempeñarían un papel crucial en la causación, y por tanto en la explicación, del comportamiento. 11.3.

TEORÍAS DE LA INTENCIONALIDAD

11.3.1. Se ha podido retrotraer la aproximación instrumentalista hasta los intentos carnapianos de traducir el lenguaje psicológico al de la física. O sea, ni creencias ni deseos describirían lo que realmente está ahí, y por eso no es posible una ciencia de la intencionalidad. Sólo el lenguaje extensional

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es adecuado para los fines científicos, porque se refiere a lo que hay, sin ningún «slant» o aspecto. Pero los términos psicológicos son muy pobres en extensión y en cambio ricos en intensión7. Desde este punto de vista, Quine sería el continuador del programa de Carnap: ¡fuera con los modismos intencionales, creencias y deseos!, aunque no se niegue que puedan resultar útiles, e incluso indispensables, en la práctica diaria. Pero para fines científicos es preciso acabar con el mito mentalista del museo según el que habría estados mentales específicos, como ideas y pensamientos. Y es que ocurre que al intentar interpretar un contenido mental expresado lingüísticamente nos perdemos en la más completa indeterminación, de lo que inferimos que las personas no tienen estados internos con intencionalidad y que hay que limpiar la psicología de deseos y creencias. Pues bien, Dennett distingue muy bien la actitud intencional (intentional stance) de la «actitud del diseño», para luego emprender una decidida lucha por la legitimidad de adoptarla tanto en psicología como en las otras ciencias conductuales (1987). A no dudarlo, la actitud intencional resulta útil y económica cuando contempla a los humanos funcionando en términos de mapas y pinturas del mundo. Y es que nos pone en las manos un dispositivo de predicción sumamente eficaz. Ahora bien, nada de esto quiere decir que los sistemas intencionales tengan realmente deseos y creencias. No hay nada comparable a esto que tenga lugar dentro de nuestras cabezas, aunque, una vez más, pueda resultar útil a los psicólogos atribuir representaciones al cerebro. Y la contestación realista, como no puede ser de otro modo, siempre nos hace reparar en que parece demasiada casualidad el que la actitud intencional rinda tan magníficos servicios si en los sistemas intencionales no hay nada de lo que ella pone que realmente esté ahí. 11.3.2. Para la teoría computacional de la mente, en cambio, la intencionalidad sería un rasgo real de los estados y procesos mentales, del que en consecuencia deberán poder dar cuenta los procedimientos cognoscitivos característicos de las ciencias naturales. Desde esta perspectiva, que un autor como Haugeland llegó a denominar neocartesianismo, pero que otros se limitan a encasillar, como mucho, en la gran tradición racionalista, los estados intencionales son una clase natural, puesto que son una clase real de estado en que el cerebro se encuentra. En un sentido perfectamente literal, «nuestras cabezas» contienen proposiciones. Los contenidos de los estados mentales se hallan representados en el Lenguaje del Pensamiento, y son procesados o computados en ese medio lingüístico (no puede haber computación sin representación). 7 Lyons nos aclara así estos términos que venimos usando desde más arriba: «La extensión de un término es cualquier cosa real, u objeto, o propiedad o relación, o en general cualquier situación de hecho que usualmente (es decir, convencionalmente) se recoge o se refiere o se individúa o se selecciona por el uso de un signo o un símbolo en el lenguaje, código o cálculo en cuestión. Por otra parte la intensión de un término es su significado, o sentido o relevancia para cualquier usuario del término, o cómo se podría esperar que una persona tal entendiese el término» (14).

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Resulta entonces que la intencionalidad, la relación de los estados mentales con sus contenidos, se generaría a partir de las relaciones sistemáticas recíprocas entre los símbolos internos del lenguaje del pensamiento. Es decir, lo que genera la intencionalidad es la actividad semántica del sistema, habiendo de tenerse en cuenta que aquí lo fundamental es que la sintaxis de estos símbolos refleja «misteriosamente» las relaciones de significado que se establecen entre ellos. Y lo de «misteriosamente» sólo podría eliminarse si se hace de la mente/cerebro un ordenador digital (Haugeland, 394). Lo que se quiere decir con esto es que las proposiciones serían el análogo de los símbolos de un ordenador digital, y las actitudes el análogo de los modos en que el ordenador manipula y almacena configuraciones de esos símbolos (Fodor, 1975). Pues bien, el paralelismo de sintaxis y semántica apunta a que el cerebro opera causal e intencionalmente a la vez, de manera que el camino causal de los procesos cerebrales es el camino del juego racional de los contenidos que esos procesos cerebrales representan (Fodor, 1987). Dicho de otra forma: la metáfora computacional nos muestra que las propiedades causales de un símbolo se conectan con las propiedades semánticas vía su sintaxis. En todo caso, lo decisivo para la intencionalidad de las representaciones mentales sería su rol conceptual, es decir, la totalidad de sus conexiones con otras representaciones, con la estimulación sensorial y con las rutinas motoras que desencadenan la conducta subsiguiente (Acero, 185). De forma coherente con su teoría, el primer Fodor es internista, partidario, al menos desde un punto de vista metodológico, de estudiar los estados mentales en su contenido restringido. O sea que para la explicación psicológica lo que haya realmente en el mundo no importa. Al desafío de Putnam con el experimento mental de la Tierra Gemela, que ya examinaremos, Fodor respondería defendiendo una vez más su solipsismo metodológico: lo que el agente tiene en su cabeza es lo que causa su conducta, y no aquello a que sus estados mentales se refieren8. En favor de esta teoría representacional de la mente se acostumbra a alegar que nos permite afrontar con éxito el fallo de sustitutividad, al haberse respetado aquí lo que el mismo Fodor llama «la condición de Frege». Nos estamos refiriendo a que el lenguaje del pensamiento permitiría dar cuenta de la opacidad referencial de creencias y deseos. Edipo se casa con Yocasta, pero él no tiene la creencia de casarse con su madre, aunque Yocasta y su madre sean la misma persona. Lo que ocurre es que los contenidos de estas creencias están representados lingüísticamente, es decir, lo están siempre bajo una descripción determinada. Edipo, en su caja de creencias, guarda una muestra de #me casé con Yocasta#, pero le falta la muestra de #Yocasta=mi madre#. Así de fácil.

8 El solipsismo metodológico «equivale a la tesis de que los estados o procesos mentales son completamente individualizados por referencia a ítems internos al organismo cuyos estados son, y que la investigación psicológica de los estados o procesos mentales debería reflejar este hecho» (Lyons, 52). Como es bien sabido, no pasaría mucho tiempo antes de que Fodor se convirtiera al externismo.

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Pero la teoría computacional no consigue explicarnos la referencialidad de la mente al mundo, esto es, cómo conectan las representaciones con los objetos reales. Por eso Fodor cambiaría de estrategia radicalmente a partir de 1987 (Bechtel, 1988/1991, 84). Por si esto fuera poco, la crítica ha denunciado también la índole antibiológica del innatismo fodoriano, que sería por completo insensible a consideraciones evolucionistas. Finalmente, utilizar las actitudes proposicionales para explicar el comportamiento de las personas es una cosa y otra muy diferente afirmar que lo que dentro de ellas sucede es una computación de representaciones. Lo primero no implica en absoluto lo segundo, de manera que hay autores que niegan que la teoría representacional de la mente constituya un refinamiento y una elaboración de la psicología del sentido común (Lyons, 6). 11.3.3. Para el enfoque de la teleología (Millikan, 1984), la intencionalidad sería un rasgo completamente natural y objetivo de los organismos humanos, tanto el producto de la evolución como los pulmones o los ojos. Así que deseos y creencias forman clases naturales, y por lo tanto son los «soportes» de la intencionalidad, los «contenedores» del contenido, en un sentido perfectamente literal ya que biológico. Una mirada que sepa apreciar la índole natural de la intencionalidad habrá de ver los estados y los procesos mentales del mismo modo en que nos hemos acostumbrado a contemplar las actividades de nuestros órganos, esto es, atendiendo a su función propia, lo que quiere decir que intentamos aprehender los efectos para tener los que han sido diseñados por la evolución, en términos de selección natural. Por ejemplo, creer sería la actividad de un dispositivo diseñado por la evolución para tener el efecto de producir creencias verdaderas en el creyente. Que los estados mentales tengan contenido significa que los efectos de las funciones que les son propias tienen lugar sobre algo que se halla más allá de las funciones mismas. En definitiva, los contenidos de nuestros estados intencionales quedan fijados por los efectos de sus funciones biológicas propias en las circunstancias normales de los sistemas a los que corresponden tales efectos (Lyons, 78). Evidentemente ha sido la evolución la que ha asegurado el éxito de las creencias humanas cuando funcionan de manera estándar, sin olvidar que los hombres, a diferencia de los demás animales, pueden comprobar si sus creencias representan verdaderamente el mundo. Por otra parte, y como es obvio, la posición de Millikan conlleva un externismo radical: lo que se teoriza desde el enfoque teleológico es en todo caso el contenido amplio: «Por lo que nada que se halle meramente en la conciencia o meramente ‘en la cabeza’ despliega intencionalidad como tal. Por otra parte, esto significa que es imposible llevar la mirada sólo a la persona del momento presente, por ejemplo a sus disposiciones lingüísticas o a los modelos de su red neurológica, y que se nos ponga de manifiesto la naturaleza intencional de las frases que pronuncia o de sus representaciones internas… Ideas, creencias e intenciones no son tales por causa de lo que hagan o puedan hacer. Son tales por causa de lo que, dado el contexto de su historia, se supone que hacen y de cómo se supone que lo hacen» (1984, 93). En suma,

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son sus funciones biológicas, que se explican en términos de historia evolutiva, las que determinan las condiciones de identidad de los estados mentales9. Entre los méritos del enfoque teleológico se encuentra la aparente facilidad con que encaja en la normatividad de lo mental (la correcta realización de las funciones sería, desde luego, el canon básico de normatividad). En segundo lugar, haría gala de una gran flexibilidad ante el problema de la disyunción o del error (el de decidir cuál de entre varios contenidos alternativos corresponde a un estado mental de un organismo). Por cierto que, según algunos críticos, esta flexibilidad sería en realidad excesiva, y comprometería la validez de toda la aproximación (Acero, 195). Por último, habíamos venido a decir que el contenido de un pensamiento es aquello que se supone que el pensamiento hace. Por lo tanto, la aproximación teleológica sería además compatible con la noción brentaniana según la cual el contenido mental debe poder ser descrito al margen de cómo es el mundo en realidad aquí y ahora. «Aquello con lo que encaja mi pensamiento no es con el mundo tal y como es sino como se supone que es (o fuese a ser) si mi pensamiento fuera verdadero» (Lyons, 81). Pero ha sido Fodor el que se ha aplicado a la tarea de demoler el enfoque de la teleología. Para empezar, y en contra de las apariencias, no se habría logrado resolver el problema de distinguir entre las condiciones causales externas que generan una creencia verdadera y aquellas que generan una creencia falsa (el problema de la disyunción o del error, puesto en los términos más simples)10. En segundo lugar, Fodor nos hace ver la imposibilidad de que Darwin se case con Brentano, por lo que apelar a la evolución para dar cuenta del contenido no pasa de ser un acto de fe (no se puede excluir, por ejemplo, que nuestros mecanismos generadores de creencias sean en el fondo inútiles para nuestra supervivencia). En tercer término, para la aproximación teleológica todo lo que tiene función evolutiva propia tendría que acabar siendo un poseedor de contenido, de modo que deberíamos atribuir estados mentales genuinos a los pulmones o al hígado. Por último, el criterio teleológico no nos permite individuar estados mentales particulares, sino solamente

9 Acero ilustra esta conclusión sumaria con el ejemplo siguiente: habría una íntima conexión entre el mecanismo que lleva a los castores a golpear su cola contra el agua para avisar de la presencia de peligro, la historia evolutiva de ese mecanismo, y el hecho de que esta conducta signifique la presencia de peligro (195). 10 De este modo va a señalar Fodor el talón de Aquiles de la teleología en toda esta cuestión: «Y esto viene a parar, sin embargo, a que esta asunción clave —la de que cuando la situación es teleológicamente Normal, las muestras de símbolos ipso facto se aplican a lo que las ha causado— simplemente no sirve. Lo que es verdad, como mucho, es que cuando las muestras de símbolos están causadas por aquello a lo que ellas se aplican entonces la situación es de facto teleológicamente normal. Tal vez sea plausible que cuando todo va bien lo que crees tiene que ser verdadero. Pero ciertamente no es plausible que cuando todo va bien lo que causa tu creencia tiene que ser la satisfacción de sus condiciones de verdad. Si lo queremos decir todavía de otro modo, si todo lo que la apelación al funcionamiento Normal te permite hacer es abstraer de las fuentes de error, entonces las situaciones Normales no van a identificarse con las situaciones de tipo uno» (1990, 80).

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tipos como creencia, deseo, etc., así que la evolución resulta ser una herramienta demasiado tosca para llevar a cabo la tarea de especificar el contenido intencional. 11.3.4. La semántica informacional o aproximación del procesamiento de la información (Dretske 1981, 1988) nace con la pretensión de hacer frente al reto de explicar la intencionalidad de los estados cognitivos desde un punto de vista radicalmente materialista («Se tiene que dar alguna explicación de cómo un sistema puramente físico podría ocupar estados que tienen un contenido de esta clase» [Dretske, 1980/1991, 355a]). Así que el proyecto de Dretske se dirige, una vez más, a la naturalización de la intencionalidad, puesto que los ingredientes del enfoque del procesamiento de la información serían puramente físicos. Por lo demás, que el contenido intencional se reduzca a información viene a significar, entre otras cosas, que el contenido de un pensamiento depende de sus relaciones externas, de sus relaciones con el mundo y no con otros pensamientos (Moya, 1994, 240). Intencionalidad encontramos por doquier en la naturaleza: sería un rasgo de toda realidad, mental y física. Las teorías informacionales tratan el contenido intencional como un tipo de significado natural, algo semejante a los índices naturales (el humo señal del fuego). En todos los casos R se convierte en representación de que s, y por tanto en portador de la información de que s, cuando se establece un vínculo nomológico entre la aparición de R y la presencia de s (Acero, 196). Lo que entonces diferenciaría a nuestros estados cognitivos es su intencionalidad «de orden superior». El punto de partida radica en que la información tiene estructura intencional, una estructura que se deriva de las relaciones nómicas de que depende: «Cualquier sistema físico, entonces, cuyos estados internos son dependientes según ley, de algún modo estadísticamente significativo, del valor de una magnitud externa (del modo en que un instrumento de medida apropiadamente conectado es sensible al valor de la cantidad que está diseñado para medir) cualifica como un sistema intencional. Ocupa estados que tienen un contenido que sólo puede ser expresado de maneras no extensionales» (Dretske, 1980/1991, 357a). Así que la relación nómica que se establece entre las propiedades (magnitudes) F y G es una relación intencional (y la información sería la medida de esta dependencia mutua). Pero alguien puede saber que x es F sin saber que x es G (a pesar de que «F» y «G» son equivalentes extensionalmente) porque puede recibir información al efecto de que x es F sin recibirla al efecto de que x es G. La teoría de Dretske pasa por ser capaz de acomodar la llamada condición de Frege, y de hacerlo al hilo de una decisiva consideración acerca de la índole gradual de la intencionalidad. Porque resulta que según esta teoría tenemos que decir de un galvanómetro que tiene estados intencionales, mientras que resultaría a todas luces ridículo afirmar por ello que un galvanómetro tiene estados cognitivos. ¿Dónde está entonces el límite? Bueno, el conocimiento sería cuestión de algo más que simplemente tener estados intencionales: los estados intencionales de un galvanómetro no son capaces de distinguir entre informaciones diferentes, y por eso no son estados cogni-

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tivos, porque no son lo suficientemente intencionales (359b). Para el contenido cognitivo de los estados internos de un sistema no sólo resultaría decisiva la información que están diseñados para transportar, sino el modo en que esa información es codificada o representada: «Según esta explicación de las cosas, la diferencia entre un sistema que sabe que algo es F y un sistema que simplemente recibe, procesa y tiene su output controlado por la información de que x es F es que el primero tiene, mientras que el último carece de, un sistema representacional o de codificación que es suficientemente rico para distinguir entre que algo sea F y que sea G, cuando ocurre que nada puede ser F sin ser G» (360b). Así tenemos respetada la condición de Frege al mismo tiempo que introducida la distinción crucial entre los grados de intencionalidad que corresponden a la mera información y al conocimiento propiamente dicho. Aquellos mecanismos incapaces de representar de una manera singular los componentes individuales de la información que están incorporados en las señales que reciben son intencionales, pero no tanto como para ser cognitivos. Claro está que la crítica que por lo menos a primera vista resultaría demoledora para la semántica informacional concluye que la intencionalidad no puede consistir en información, porque puede haber creencias falsas, pero jamás informaciones falsas. Nos topamos otra vez con ese grave problema tan aludido que se interpone en el camino a la hora de concebir el contenido de las creencias en términos informacionales (por lo demás, en general, ¿qué sucede con los estados intencionales que no se refieren a nada real?, ¿qué ocurre en definitiva con la inexistencia intencional brentaniana?) El problema de la disyunción fue detectado por primera vez por Fodor, y hace referencia a la dificultad de dar cuenta del carácter exclusivo, no disyuntivo, del contenido intencional. Estrechamente vinculado a él tenemos el problema del error o de la representación errónea. Como nos indica Acero, el de Dretske es un enfoque etiológico: es el origen de los estados intencionales lo que fija su contenido («pirámide>R» sería una ley causal), con lo que nos hallamos otra vez ante un planteamiento radicalmente externista. Pues bien, justo a este tipo de planteamientos se les puede dirigir con toda claridad la objeción de la Disyunción o el Error: R está claro que puede ser activada por muchas cosas que carecen de las propiedades pertinentes de las pirámides (Acero, 198)11.

11 Acero nos manifiesta, además, en qué estribaría la importancia del problema: señala la tensión existente entre dos exigencias que a la mayoría de los autores les resultan insoslayables, la de respetar la normatividad del contenido y la de naturalizarlo. Y como es sabido, Fodor pretendió zanjar la cuestión con su propuesta de la dependencia asimétrica (el contenido sería igual a información más dependencia asimétrica): «si bien muchas cosas que no son pirámides producen ejemplares particulares de #pirámide#, los vínculos causales ‘no-pirámide>#pirámide#’ son asimétricamente dependientes del vínculo causal ‘pirámide>#pirámide#’» (Acero, 199). Pero acudamos a las palabras del propio Fodor: «Las vacas causan muestras de ‘vaca’ y (supongamos) los gatos causan muestras de ‘vaca’. Pero ‘vaca’ significa vaca y no gato ni vaca o gato, porque el que haya muestras de ‘vaca’ causadas por gatos depende de que hay muestras de ‘vaca’ causadas por vacas, pero no al revés. ‘Vaca’ signifi-

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11.3.5. En el caso de Loar (1981), no sería sino el deseo de dar con una teoría que nos aporte una explicación naturalizada (en el sentido de que encaje con las explicaciones de la ciencia natural) y realista (en el sentido de que tenga que ver con objetos, propiedades y eventos de los que haya razones para decir que existen) de las actitudes proposicionales, lo que nos lleva directamente a una explicación por el papel funcional de las mismas, en lo que un autor como Lyons (1995, 125) ha denominado la forma más pura de funcionalismo. Se intenta naturalizar la intencionalidad buscando una explicación fisicalista de lo que realmente son las actitudes proposicionales, y es que para Loar los deseos y las creencias serían estados físicos reales con poderes causales y papeles funcionales12. Y nuestras actitudes proposicionales se vertebran en dos formas diferentes: «Son relacionales desde el punto de vista funcional («functionally relational»), en la medida en que forman parte de una red de actitudes proposicionales, y son relacionales desde el punto de vista veritativo-funcional («truth-functionally relational»), en la medida en que tienen una conexión con un contenido que es ‘sobre algo’» (Lyons, 130). Así que las actitudes proposicionales tienen un papel funcional (conexiones con entradas sensoriales, salidas conductuales y otras actitudes proposicionales). Pero también se refieren a un contenido que implica relaciones de correspondencia con cosas extramentales tales como estados de hecho en el mundo (por eso las actitudes proposicionales tienen condiciones de verdad). Loar llama a las primeras relaciones de una actitud proposicional relaciones horizontales, y a las últimas, relaciones verticales. Aquí tendríamos el plano completo de la intencionalidad, por así decir. Pero sucede que el talante básicamente internista de la concepción de Loar se hace ver cuando descubrimos que es el aspecto horizontal de las actitudes, el de su papel funcional, el único que nos va a permitir identificar estados al nivel básico de la neurofisiología. Y es que de lo que ante todo se trata,

ca vaca porque, como diré a partir de ahora, las muestras de ‘vaca’ causadas por no-vacas son asimétricamente dependientes de muestras de ‘vaca’ causadas por vacas» (Fodor, 1990, 91). Con esto pretende Fodor haber encontrado el elemento que le faltaba a la información para convertirse en significado. 12 Y no sólo la intencionalidad, también el significado puede ser naturalizado en virtud de una explicación por el papel funcional. Porque éste depende de aquélla y no al revés. Se trataría de una teoría fisicalista del significado: lo que da significado a nuestras expresiones sería justamente la realización física de las actitudes proposicionales «en la cabeza», una teoría del significado, en suma, hecha con ingredientes en absoluto intencionales, como estados cerebrales y frases que se describen de un modo puramente sintáctico (Lyons, 135-6). Por otra parte, en su rechazo del lenguaje del pensamiento «a la Fodor» interviene la convicción de Loar de que la relación de las actitudes con las proposiciones no debe ser tomada acríticamente al investigar lo que realmente está pasando en el cerebro cuando creemos o deseamos esto o lo otro. Porque dentro de nuestra cabeza no hay proposiciones ni tampoco frases que expresen proposiciones, así que no hay lenguaje del pensamiento a partir del que construir tales frases.

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siguiendo la línea de la naturalización, es de trazar el isomorfismo entre los niveles intencional y cerebral. En relación con este objetivo es como cobra toda su importancia el aspecto internista de las relaciones horizontales13. En cualquier caso, lo importante para nosotros aquí es que las relaciones funcionales de las actitudes proposicionales seleccionan nuestro modo de concebir las cosas. El contenido restringido de un estado mental de un agente no representa propiamente un estado de cosas real al que el agente se halle vinculado, sino la forma en que el agente concibe ese estado de cosas. No un aspecto del mundo real, sino del «mundo nocional» del agente (Acero, 183-4). El contenido no tiene condiciones de verdad propiamente dichas, pero sí condiciones de realización14. Y, naturalmente, es el rol conceptual del estado mental en cuestión en la psicología general del agente lo que determina que ese estado mental adquiera tales y cuales condiciones de realización15. Hay dos críticas bastante comunes que se ponen de manifiesto en la obra de Lyons. En primer lugar, considerar reales a las creencias y a los deseos no implica necesariamente tomarlos por piezas materiales dentro de las cabezas humanas. Por otro lado, ¿es de verdad la naturalización que persigue Loar una naturalización de creencias, deseos, temores, etc., tal y como nosotros los conocemos en la psicología del sentido común?16. 11.4. INTERNISMO/EXTERNISMO No podemos pasar por alto, porque es innegable, el hecho de que el interés presente por la intencionalidad ha venido de la mano del desafío que las doctrinas externistas han dirigido contra el más tradicional internismo. No deja de verse una cierta relación entre las dos coordenadas mayores en la discusión actual de la intencionalidad, la de la polémica internismo/externismo,

13 En su obra principal Loar procede a depurar las dos dimensiones de la intencionalidad, precisamente con el mismo objetivo en mente: la dimensión del rol funcional quedaría depurada a través de la imposición de determinadas constricciones como son las de la lógica, la razón y la de intención-deseo-creencia, sobre toda adscripción de actitudes proposicionales; y la dimensión vertical se depuraría por la introducción de un lenguaje tarskiano sumamente formal y regimentado, con su teoría de la verdad incorporada. 14 Es decir, «el contenido σ restringido determina un conjunto de mundos posibles: el conjunto de mundos en los que sería el caso que σ. (El conjunto de los mundos en los que la creencia de A sería verdadera si M fuese una creencia; el conjunto de los mundos en los que el deseo de A se vería satisfecho si M fuese un deseo, etc.)» (Acero, 184). 15 «Esto quiere decir que el contenido restringido de M lo determina el rol (o papel) causal que M ejerce en la psicología de A: es decir, en el sistema de interacciones causales posibles de M con otros estados mentales del agente A (el rol funcional de M es su rol causal descrito en términos más abstractos que los de las ciencias del cerebro)» (Acero, 184). 16 Las depuraciones de Loar nos habrían distanciado excesivamente de la psicología natural. Por ejemplo, las actitudes proposicionales tendrían, dentro de su construcción, un contenido restringido, cuando él mismo acaba reconociendo que nuestras actitudes de sentido común tendrían un contenido amplio y social (Lyons, 148).

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y la del problema de la naturalización del contenido, relación que un autor como Heil acierta a situar en una preocupación que incluso pudiéramos llamar humanista por las consecuencias de los nuevos planteamientos radicales: «En segundo lugar, gran parte de la angustia actual en lo concerniente al lugar que ocupa la intencionalidad en el mundo natural se puede rastrear hasta los tan extendidos recelos acerca de las implicaciones del externismo. Casi con seguridad podemos decir, creo, que si estuviésemos en posesión de una teoría internista de la mente remotamente plausible, muchos, aunque de ningún modo todos, de estos recelos se evaporarían» (1992, 13). Cierto que a muchos les parece ya hoy insostenible el clásico internismo como concepción global de la mente, pero la aceptación sin más del externismo no deja por eso de intranquilizarles por las previsibles consecuencias corrosivas que tendría en relación con capacidades que parecen inseparables de lo que casi todos entenderíamos por mental, como la causación de la conducta y la autoridad de la primera persona, o incluso el supuesto apoyo que por lo visto debería prestar el externismo al anti-realismo en la eliminación de las actitudes proposicionales17. Lo peculiar del contenido de los estados intencionales es que parece ser, a la vez, interno y externo, estar al mismo tiempo en el sujeto y en el mundo. La tradición cartesiana, junto con Brentano, subraya el primer aspecto, mientras que el externismo actual el segundo. Pero desde luego coincidimos con Moya en que una concepción adecuada de la intencionalidad ha de poder dar cuenta de ambos aspectos (1994, 235). Otro modo de enmarcar la polémica consiste en distinguir entre contenido restringido (narrow content) y contenido amplio (wide content), para pasar a preguntarnos a renglón seguido cuál de los dos sería el concepto central en la explicación psicológica. Si contestamos lo primero, seremos internistas, como el Fodor del solipsismo metodológico. Si lo segundo, habremos negado el núcleo de la concepción tradicional de la mente, según la cual la naturaleza del mundo externo no entraría en absoluto en la constitución del contenido intencional, por mucho que, desde luego, tuviera influencia causal en el mismo (es el modo en que el sujeto se representa lo que teme, por ejemplo, lo único que tiene importancia para determinar la naturaleza del contenido intencional de su temor). «Los externistas argumentan que los contenidos de nuestros estados mentales, la ‘aboutness’ u ‘of-ness’ de nuestros pensamientos, dependen no sólo de cómo somos, sino de cómo son las cosas que hay fuera de nosotros, en nuestro medio social, biológico y físico. Los internistas imaginan que los pensamientos toman su significado de nosotros solamente, con independencia de nuestras circunstancias» (Heil, 35). A favor del internismo, en primer lugar, ha venido hablando en psicología un cierto sesgo fisicalista predominante desde el cual sólo había una

17 Los excelentes trabajos de Toribio (2000) y Moya (2000) plantean cada uno de ellos una forma original de salir de este atolladero.

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manera posible de entender la causación intencional. Y es que el contenido restringido de un estado mental se caracteriza en términos de las propiedades intrínsecas a la mente de la persona que se halla en tal estado mental, denominándose entonces internismo «al punto de vista que sostiene que el contenido de un estado mental sobreviene en propiedades intrínsecas de los estados físicos del sujeto y, por tanto, ha de ser individualizado sin referencia alguna al contexto físico y social en el que el sujeto se encuentra» (Toribio, 2000, 233). Precisamente porque sobreviene en propiedades físicas del sujeto, el contenido restringido sería relevante en la explicación y la predicción de la conducta. Los poderes causales de un suceso estarían, desde luego, completamente determinados por sus propiedades físicas. En segundo lugar, no hay que olvidar que el internismo tiene mucho que ver con la línea de pensamiento iniciada en la semántica fregeana y su concepto de sentido. Necesitaríamos un modo no puramente referencial de individuar estados mentales, porque, si no, seríamos incapaces de explicar cómo es posible que un sujeto actúe de manera diferente cuando cree que Fa en lugar de Fb, dado que a=b (Toribio, 2000, 240). E intuimos que esto tendría que ver con lo ya comentado acerca del carácter subjetivo de la referencia intencional. Para Frege, precisamente, los pensamientos o proposiciones que constituyen el sentido de las oraciones son el contenido de las actitudes proposicionales, mientras que la referencia de una oración o estado de cosas denotado por ella no forma parte del contenido de una actitud. Pero las llamadas teorías de la referencia directa como la de Kripke han supuesto un importante desafío para la semántica fregeana tradicional, desafío que se ha acabado por extender también a las teorías de la intencionalidad que podríamos llamar clásicas, es decir, las internistas. Así, el significado de los nombres propios, los demostrativos y los índices consistiría en el objeto denotado por ellos. Su referencia estriba en una relación externa con un objeto particular, que se concibe por lo general como una relación causal, y no en las imágenes o los conceptos que un individuo asocie con ellos. Y para los términos de clase natural ocurre asimismo que «es la relación con un factor externo, de cuya naturaleza el individuo puede no ser consciente, la que determina el significado» (Moya, 2000, 212), y no las descripciones que de ellos un individuo pueda tener en su mente. Los célebres experimentos mentales de Putnam y Burge18 suponen sin duda poderosas herramientas de convicción en

18 En «The Meaning of ‘Meaning’», Putnam (1975) presenta un argumento que llega a la conclusión de que el significado de los términos de clase natural no depende simplemente de los estados internos de los hablantes, sino de cómo son las cosas en su entorno. Se trata del experimento mental de la Tierra Gemela: un planeta en algún lugar del universo que es exactamente como nuestra Tierra, pero con una sola diferencia. Allí, el líquido inodoro, incoloro e insípido que llena lagos y ríos no es agua, no es H2O, sino una sustancia superficialmente indistinguible, pero de composición química diferente, XYZ. Algunos habitantes del planeta hablan español: cuando dicen «agua», sostiene Putnam, no significan agua, porque agua es H2O. Cuando ellos dicen «agua» se refieren a XYZ.

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favor del externismo como concepción general de la naturaleza de la mente. «De los dos aspectos del contenido que hemos señalado, el aspecto externo me parece básico. Los argumentos externistas de pensadores como Putnam, Burge o Davidson muestran, en mi opinión de forma concluyente, que el entorno de un sujeto contribuye de forma decisiva a determinar el contenido de sus estados mentales y el significado de sus emisiones» (Moya 1994, 239). De forma que, desde esta segunda posición, el contenido de los estados mentales dependería para su individuación del contexto físico (Putnam) y social (Burge) en el que el individuo se encuentra: el contenido amplio (wide content) de un estado mental está constituido por propiedades externas al sujeto que soporta tal estado mental; sería un «objeto abstracto que tiene asociado un conjunto de condiciones de verdad» (Toribio, 2000, 246 y sigs.), lo que implica, naturalmente, la negación de la doctrina anterior (la de que el contenido de un estado mental de un sujeto sobrevenga en propiedades intrínsecas de los estados físicos de ese sujeto). Pero los problemas planteados por el externismo son numerosos, y no es el menos importante el de la desaparición de cualquier sentido en que el conocimiento que el sujeto tiene de sus propios estados mentales pueda ser especial en comparación con el que el sujeto tenga de hechos externos o incluso de los estados mentales de los otros. La tesis externista eliminaría toda posibilidad, por lo menos así lo parece, incluso para la versión más débil de acceso privilegiado, aquella que rechaza como mítico el carácter infalible o incorregible de lo mental, pero sigue reconociendo una cierta inmediatez epistémica en la valoración de los contenidos mentales, es decir, una cierta autoridad del sujeto sobre el contenido de sus actitudes. El externismo nos distanciaría del contenido de nuestros propios pensamientos. Nuestro acceso al mismo nunca podrá ya ser inmediato.

Burge (1979, 1986) amplió esta línea de ataque al internismo con un experimento de pensamiento en que nos presenta a Clara, que padece de artritis en los tobillos y está convencida de que la enfermedad se le ha extendido a los muslos, acudiendo al médico para informarle del suceso. Pero el doctor le dice que esto es imposible: la artritis es una inflamación de las articulaciones, por lo que nadie puede tener artritis en los muslos. Clara no ha entendido bien la naturaleza de la artritis, por eso tiene unas creencias verdaderas y otras falsas acerca de ella. Imaginémonos ahora a un gemelo físico de la paciente de artritis, o a esta misma trasladada de repente a otro mundo, que vive en una sociedad en que la palabra «artritis» cubre una gama más amplia de inflamaciones, incluyendo inflamaciones del fémur del tipo que Clara está sufriendo ahora. Burge sostiene que, a pesar de todo su parecido, el gemelo no tiene en absoluto creencias acerca de la «artritis»: tanto Clara como su gemelo usan la palabra, sin duda, pero con significado distinto. Y lo que se requiere para dar cuenta de esta diferencia es la introducción del entorno social. Concepciones como la de Burge, pero también la semántica de Kripke, han sido criticadas desde el mismo bando externista por chocar supuestamente con el objetivo supremo de la naturalización de la intencionalidad. Y es que ambas pondrían en juego nuevos elementos intencionales para dar cuenta del contenido intencional (Kripke, la intención de preservar el referente en cada eslabón de una cadena causal de comunicación; Burge, la apelación a normas sociales e instituciones lingüísticas).

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Muchos externistas luchan ahora contra esta objeción, mientras que por otro lado, en segundo lugar, se han podido descartar otras, como por ejemplo la de que el externismo favorecía la eliminación de las actitudes propia de la postura eliminacionista, o la de que, en las versiones que subrayaban el origen social de la individuación del contenido, tornaba inviable la empresa general de la naturalización de la intencionalidad. En el presente, sus defensores pueden hacer compatible al externismo con el realismo intencional y con el naturalismo, como hemos tenido ocasión de apreciar en algunas de las teorías del contenido intencional antes examinadas. Por eso el problema más grave sigue siendo sin duda que el externismo parece entrar en conflicto con la denominada unidad semántico-causal del contenido. O sea, un agente puede tener creencias con el mismo contenido, individuado por sus condiciones de verdad, y estas creencias tener efectos muy distintos sobre su comportamiento. O al revés, creencias con diferentes contenidos que tuviesen los mismos efectos sobre el comportamiento. Si el contenido intencional de mis estados mentales depende, aunque sólo sea en parte, de cómo están las cosas fuera de mí, de mi posesión de ciertas propiedades relacionales, entonces no está nada claro cómo ese contenido puede tener una influencia causal en lo que yo haga. Parece entonces que lo que yo creo depende de mi «condición amplia», pero lo que yo hago depende de mi «condición restringida» (Heil, 37, 41). Por eso el solipsismo metodológico de Fodor contestaba al experimento mental de Putnam afirmando que allí donde las características «ser un pensamiento-de-agua» y «ser un pensamiento-de-agua gemela» son características diferentes, no implican ninguna diferencia relevante en las capacidades causales de las condiciones mentales de los agentes (Heil, 49). De manera que en la explicación psicológica se debería apelar exclusivamente al contenido restringido. Además, los que buscan combatir al externismo sostienen que las propiedades que le dan su identidad a un estado mental son justamente aquellas que lo convierten en algo causalmente eficaz19. A estas objeciones habría que añadir la de que el externismo difícilmente da cuenta de la opacidad referencial de los contextos intensionales, con lo que no recogería adecuadamente la subjetividad de la relación intencional. Pero tampoco podría la concepción opuesta acomodar la normatividad del contenido, mientras que el externismo, al centrarse en las categorías de referencia y verdad, sí que nos proporciona un canon externo para evaluar el contenido de nuestros pensamientos. En definitiva, las relaciones que guarda el agente con su entorno explicarían la normatividad de su pensamiento. Pero a lo mejor la alternativa no es excluyente. Tal vez podríamos combinar las ventajas respectivas de internismo y externismo en una «teoría del

19 La estrategia de los externistas ha consistido a menudo en negar esto, alegando que son propiedades diferentes. O también en mantener que el contenido amplio sí que tiene eficacia causal, como quedaría patente en la psicología natural y en la psicología cognitiva.

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doble factor» que, por poner un ejemplo, nos permita compaginar la dimensión explicativo-causal del contenido restringido con la de las condiciones de verdad de los estados mentales. Sin duda esto no será fácil porque las intuiciones que subyacen a las dos concepciones parecen opuestas (aunque no hay internismo ni externismo que excluyan absolutamente a la postura rival). Pero ya se han dado algunos pasos en esta dirección. Con toda claridad nos expone Acero la situación a este respecto: «Para la gran mayoría de filósofos del momento actual, el internismo y el externismo subrayan otros tantos aspectos fundamentales del contenido: el aspecto interno, cifrado en el rol causal de la representación o del estado mental, que captura el modo en que el agente o el organismo ven el mundo y que controla la conducta del primero en el segundo; y el aspecto externo, que se identifica con su referente o sus condiciones de verdad, responsable de las propiedades normativas del estado (o la representación). A cada uno le compete un cometido. El aspecto interno de una representación sería el elemento responsable de su conducta, el externo, el responsable de que esté con el mundo exterior en las relaciones que de hecho guarda con él» (200). El contenido mental, por tanto, es «un vector formado por la parte restringida y la parte amplia»20 (Acero, 201). 11.5. CONCLUSIÓN: LOAR VERSUS BURGE Para dar fin a este trabajo vamos a introducirnos someramente en la polémica que Loar mantuviera con Burge, para apreciar mejor cómo el debate del externismo, incluida su variante de anti-individualismo21, concluye de momento en lo que podríamos considerar una situación de equilibrio o empate técnico. En el escrito en que nos vamos a centrar (1988), Burge comienza atacando la idea de que, si asumimos el experimento mental característicamente cartesiano según el cual todos nuestros pensamientos presentes sobre el mundo empírico están en el error, todavía podríamos pensar los pensamientos que ahora estamos pensando. Lo que se afirma es que si el mundo fuese completamente diferente de como me lo representan mis pensamientos entonces yo no podría tener estos pensamientos. Semejante declaración externista no ten-

20 Cuestión importante, pero en la que no entraremos, es la de si las dos dimensiones del contenido son o no son independientes. El que se debata tanto hoy este asunto daría testimonio de la gran dificultad en la que se hallan los autores a la hora de articular coherentemente los contenidos amplio y restringido. 21 Un autor como Nelkin caracteriza así la oposición individualismo/anti-individualismo: «Los anti-individualistas mantienen que el contenido de los estados mentales de un individuo (…) se determina exclusivamente por referencia a interacciones entre los miembros de una comunidad de sujetos pensantes (conceivers). Los individualistas niegan esta tesis. Afirman por el contrario que una persona singular, como si dijéramos un Robinson Crusoe de nacimiento, puede, en principio, adquirir y poseer conceptos» (1996, 229-230).

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dría por qué entrar en conflicto, por otra parte, con una caracterización sensata de la autoridad de la primera persona (ya vimos que aquí se localizaba una de las críticas más socorridas contra el externismo). Es verdad que nuestros pensamientos están determinados a ser lo que son, en parte, por la naturaleza del entorno, y que no tenemos ninguna autoridad sobre la índole de tal determinación. Pero en este punto todo se hace una cuestión de grado: «Al oponerme al individualismo, sin embargo, me estoy oponiendo a la asunción racionalista tradicional de que, para tener autoridad acerca de los propios pensamientos, se tiene que tener autoridad acerca de (o al menos poder conocer a priori) todas las condiciones para determinar o individuar la naturaleza de esos pensamientos particulares» (Burge, 1988, 68). Tenemos una especial autoridad en lo que respecta a la naturaleza de nuestras percepciones visuales, y, sin embargo, Burge cree ser capaz de demostrarnos que el individualismo o internismo no es verdadero por lo menos en este caso. Para ello parte de tres premisas extraídas del estudio del error perceptivo: en primer lugar, nuestra experiencia perceptiva representa objetos, propiedades y relaciones que son objetivos (independientes de las acciones, disposiciones y fenómenos mentales del sujeto), por eso podemos tener percepciones equivocadas y alucinaciones; en segundo término, tenemos representaciones perceptivas que especifican tipos particulares y objetivos de objetos, propiedades y relaciones como tales (es decir, no los especifican sólo en términos del papel que desempeñan a la hora de causar estados perceptivos de una cierta clase, con lo que Burge está, entre otras cosas, rechazando la teoría representacional de la percepción); por último, algunos tipos perceptivos que especifican tipos objetivos de objetos, propiedades y relaciones como tales lo hacen así en parte a causa de las relaciones que se mantienen entre el perceptor y casos de estos tipos objetivos (70-1). Y, desde luego, estas relaciones incluyen interacción causal (si no se dieran, el perceptor carecería por lo menos de algunos de los tipos intencionales de los que ahora dispone). La representación perceptiva, en suma, se genera de forma empírica. Pues bien, la primera premisa nos indica la existencia de un espacio en blanco entre los estados físicos e intencionales de una persona y el estado del mundo que la persona puede ver, mientras que las dos restantes, que presuponen la primera, ya nos indican en conjunción que los estados perceptivos intencionales de las personas no se individualizan de hecho al modo internista o individualista… Burge diseña como ilustración el siguiente experimento mental. Alguien podría haber visto ciertas pequeñas sombras, y más tarde percibir falsamente una grieta de similar tamaño como sombra22. Luego se considera una situa-

22

«De acuerdo con la primera premisa, estipulo que ninguna de las representaciones o habilidades de esa persona podría discriminar esa grieta particular del tipo de sombra que se representa visualmente. Y asumo, de acuerdo con la segunda premisa, que el estado perceptivo de esa persona tiene que ser especificado como versando acerca de una sombra» (94).

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ción contrafáctica: en ella, el entorno del agente nunca incluyó sombras en la etiología de sus estados perceptivos, ni tampoco en la de sus compañeros. Ese entorno contrafáctico tendría leyes ópticas diferentes y compensatorias que permiten que las disposiciones físicas del perceptor sean tan adaptativas en él como en el actual. Aquí, grietas de tamaño adecuado fueron la fuente de los estados perceptivos de la persona y sus compañeros (teniendo en cuenta que la historia física de la misma, descrita al margen del entorno, iba a mantenerse constante en las situaciones actual y contrafáctica). Pues bien, la conclusión que parece imponerse es que mientras que es muy posible para la persona en cuestión tener estos mismos estados perceptivos intencionales de la situación contrafáctica en la situación actual (ver grietas como grietas), no es posible que tenga los mismos estados perceptivos intencionales de la situación actual en la situación contrafáctica (ver grietas como sombras). De manera que es el entorno el que determina el contenido perceptivo. Loar, en el bando contrario, se aplica en un primer momento a desmontar el argumento que Burge había consolidado con su experimento mental de la artritis (1988). Entonces el anti-individualista quería demostrar que el rol conceptual de una creencia o un deseo era algo completamente distinto del contenido psicológico de ese deseo (entendido como la adscripción de contenido de la psicología del sentido común23). Una cosa son los roles conceptuales de las creencias de alguien, pongamos por caso, y otra diferente las adscripciones de creencias que en el lenguaje corriente son verdaderas de él. Pues bien, lo que Loar quiere romper, para invalidar la argumentación tan aparentemente irresistible del externista, es la asimilación entre la adscripción de contenido en el lenguaje común y la caracterización del contenido psicológico. Toda su argumentación se va a dirigir contra la tesis siguiente, la tesis (A): «La igualdad de la ocurrencia oblicua o de dicto de un término general en dos adscripciones de creencia implica, si todo lo demás se mantiene igual, la igualdad del contenido psicológico de las dos creencias así adscritas» (102). Que haya dos términos iguales en un par de adscripciones de creencia no asegura que las creencias que se adscriben se individualicen como la misma creencia en la explicación psicológica de sentido común. Loar querrá ilustrarnos esto con una variante del célebre ejemplo de Kripke. En el original, Pierre creció en Francia como un niño monolingüe, y allí oyó hablar de una hermosa ciudad llamada «Londres», de manera que estaba dispuesto a asentir a la frase «Londres est jolie». Más tarde lo llevaron a vivir a «London», sin que llegara a saber que era el «Londres» del que tanto había oído hablar. La zona en la que vivía era bastante fea, y él creía que

23 Cuando el doctor mantiene la creencia de que X tiene artritis en los tobillos y cuando X piensa que tiene artritis en los tobillos, se trataría en realidad de dos creencias diferentes, puesto que X cree que no sólo tiene artritis en los tobillos, sino también en los muslos. Pero el sentido común enmascara este hecho, al atribuir a ambos exactamente la misma creencia (Loar, 100).

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«London is not pretty». Pues bien, nuestros principios ordinarios de adscripción de creencias nos llevan a decir, con Kripke, que Pierre cree que Londres es hermosa y que Pierre cree que Londres no es hermosa (estas adscripciones serán verdaderas en lo que hemos llamado una lectura oblicua). Pues bien, la variante de Loar, diseñada para aportar una razón para rechazar (A), es más o menos la siguiente. A Pierre le habrían llevado esta vez a una parte de «London» bastante atractiva, de manera que está dispuesto a asentir «London is pretty», aun cuando todavía no sepa que se trata del mismo «Londres» del que tanto había oído hablar. Resulta entonces que «Pierre cree que Londres es hermosa» es verdadero tanto en virtud de hechos anteriores como de hechos posteriores acerca de Pierre (dándose esta doble verdad en una lectura oblicua única). O sea que a la pregunta de que cuántas creencias tiene Pierre hay que responder que dos, dos creencias totalmente distintas que interactuarían de forma diferente con otras creencias en las explicaciones psicológicas ordinarias. Dos creencias también distintas desde el punto de vista de su contenido: es diferente cómo concibe Pierre las cosas en la una y en la otra, cómo asume que es el mundo, diferencia que por tanto se inscribe en una dimensión semántica o intencional. Y, con todo, una y la misma descripción es verdadera de Pierre unívocamente por virtud de esas creencias que son diferentes en contenido psicológico. Piensa Loar haber derrotado así a la conclusión anti-individualista para la que el contenido depende de factores sociales independientes24. En una explicación restringida o individualista de la intencionalidad como la que Loar quiere defender interesaría sobre todo lo que el sujeto piensa de las cosas, la perspectiva individual25. En definitiva, las cláusulas completivas de las actitudes proposicionales (las «cláusulas-que»: that-clauses), y en esto viene a concluir toda la argumentación de Loar, capturarían las condiciones de verdad de las mismas que están socialmente determinadas, imponiendo así un límite a las excentricidades de la psicología individual. Pero cuando atribuyen un contenido a los estados mentales de un agente las clásulas completivas no son capaces de captar cómo concibe las cosas ese agente, y por lo tanto no nos pueden ayudar en la explicación de su conducta. Una cosa es el contenido social y otra el contenido psicológico26.

24 Porque tal conclusión dependería de (B): que las diferencias en la adscripción oblicua implican diferencias en contenido psicológico, y a (B) lo rechazamos con la misma intuición que nos valió para despachar (A), la del caso Pierre (106). 25 Como ya vimos en el apartado anterior, esta perspectiva individual determina un conjunto de mundos posibles en los que los pensamientos del sujeto serían verdaderos en caso de no ser representaciones fallidas. Estas condiciones de realización reconciliarían el individualismo con el hecho innegable de que la intencionalidad consista en la «outward directedness of thoughts onto states of affairs» (108-109). 26 «Esto nos ayuda a indicar extrínsecamente el contenido psicológico, antes de que investiguemos en qué consiste intrínsecamente. Se trata de ese aspecto del pensamiento similar al contenido («that content-like aspect of thought»), de cómo conciben las cosas los pensamientos,

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En la polémica internismo/externismo, Loar termina reclamando un punto de partida muy específico. Se habrá de partir no de las cláusulas completivas, sino de cómo ven las cosas las personas. No sólo habrá de ser visto el contenido desde la perspectiva de la tercera persona, porque de lo contrario se impondría inevitablemente la tesis externista (desde esa perspectiva, se nos advierte, los hechos funcionales, neuronales y bioquímicos no determinan las propiedades representacionales [135]). También habremos de situarnos ante los modos de concebir las cosas que son nuestros estados psicológicamente explicativos. Y estos modos de concebir las cosas están relacionados con la conciencia de primera persona que tenemos de nuestras concepciones y del papel que éstas desempeñan en nuestra conducta27.

por referencia al cual consideramos si combinaciones de ellos son racionales, si motivan una creencia o una acción dadas, y cosas por el estilo» (127). 27 Y, en general, Loar dirige el mismo reproche a la filosofía de la mente cuando señala sus excesos antifenomenológicos: «A pesar de toda la tradición del último medio siglo, no resulta nada terrible reconocer que determinados aspectos de nuestro concepto de dolor se deben a la ‘definición ostensiva’, es decir, derivan directamente de lo que notamos del dolor en la experiencia» (135).

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Capítulo XII

La teoría representacional de la mente de Jerry Fodor Juan Hermoso Durán

Las primeras obras de Jerry Fodor, sobre temas de lingüística y filosofía, comenzaron a aparecer en los años 60, coincidiendo con los albores de la llamada «revolución cognitiva». Ya desde entonces, las ideas que Fodor ha venido planteando y desarrollando con incansable rigor han ejercido una descomunal influencia en los debates conceptuales sobre la mente y la psicología, unas veces erigiéndolo como representante de la ortodoxia cognitivista y otras despertando intensas polémicas en el corazón mismo de la reflexión sobre lo mental. Por esa razón, adentrarnos en su obra nos ofrece, más allá de su indudable interés intrínseco, una perspectiva excepcional sobre buena parte de los quehaceres de la filosofía de la psicología de nuestro tiempo. Las preocupaciones teóricas de Fodor se concentran en tres grandes áreas profundamente interrelacionadas: la naturaleza de la explicación psicológica (¿en qué consiste dar una explicación psicológica de un fenómeno?, ¿cómo son posibles y cómo funcionan tales explicaciones?, etc.), la arquitectura de la mente (¿cómo podría estar construida una mente para mostrar las características que de hecho muestra la mente humana?), y ante todo la integración del significado en el orden causal del mundo (¿cómo es posible que nuestros estados mentales, nuestras creencias, deseos o esperanzas, tengan un contenido —aquello que creemos, deseamos o esperamos— y que sea dicho contenido lo que influye causalmente en nuestras conductas?). A lo largo de las próximas páginas iremos ahondando en estos tres temas, ampliando la sintética visión ya ofrecida en otros puntos, y tratando de hacer máximamente accesible el complicadísimo entramado que constituye el pensamiento fodoriano.

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12.1. LA EXPLICACIÓN PSICOLÓGICA 12.1.1.

La crisis del conductismo

Cuando Fodor publicó La explicación psicológica, en 1968, no sólo había caído en desgracia el programa de investigación conductista (a modo de ejemplo, la demoledora reseña del libro de Skinner Conducta verbal, redactada por Chomsky, apareció en 1957), sino que su sucesor natural, el cognitivismo, estaba en marcha: el Simposio sobre Teoría de la Información del Instituto de Tecnología de Massachusetts, celebrado en 1956 y al que asistieron entre otros Newell, Simon, Shannon, Miller y el propio Chomsky, suele aceptarse como fecha fundacional 1. Paralelamente, la reflexión filosófica en torno a lo mental, que desde 1949 llevaba la marca de Ryle 2, había dado un giro decisivo con las propuestas funcionalistas esbozadas por Putnam (1960, 1967a, 1967b) en su célebre serie de artículos basados en la obra de Turing. Además, la concepción empirista de la ciencia que había sido articulada por el positivismo lógico (y de cuya aplicación a la psicología es un claro exponente Hempel) acababa de recibir los durísimos golpes que supusieron textos como «Dos dogmas del empirismo» (Quine, 1951), Patrones de descubrimiento (Hanson, 1958/1972) y La estructura de las revoluciones científicas (Kuhn, 1962/1971), quedando profundamente desacreditada. Pese a ello, la epistemología de la psicología no parecía haberse hecho eco de tanta agitación, y los modelos de explicación psicológica al uso permanecían anclados en la psicología (skinneriana), la filosofía de la mente (ryleana) y la filosofía de la ciencia (hempeliana) de la primera mitad del siglo, es decir, a fin de cuentas, en las diversas vertientes del conductismo. Es a este subdesarrollo de la metateoría psicológica a lo que Fodor se dispuso a poner remedio con su monografía; Chomsky, Putnam y Quine eran sus principales inspiradores. 12.1.2.

En defensa de la psicología: cómo no ser reduccionista

Como era de esperar, la elaboración de una epistemología de la psicología posconductista conllevaba una cruzada en favor de la legitimidad científica de apelar a eventos, estados y procesos mentales3 para explicar la conducta, y no sólo a factores ambientales. Pero antes era necesario hacer frente a críticas aún más básicas, las que atacaban a la psicología no ya por su expla-

1 Para un interesante relato de los primeros días del cognitivismo, puede verse H. Gardner, (1985/1987), en particular los capítulos 2 y 3. 2 Incluso los teóricos de la identidad presentaban todavía sus tesis fisicalistas no como una refutación, sino como una forma de completar las de Ryle. 3 De aquí en adelante, diremos en ocasiones «evento(s) mental(es)» para designar genéricamente, por mor de la brevedad, a eventos, estados y procesos mentales.

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nans (los eventos mentales), sino por la vaguedad de su explanandum (la conducta). A este respecto, Fodor admite que probablemente el término ‘conducta’ no esté definido muy claramente, pero lo atribuye a algo que sucede en todas las ciencias: en los momentos iniciales, una ciencia se identifica por el conjunto de fenómenos que le interesa explicar, y sólo según va avanzando ella misma proporciona mecanismos para delimitar qué fenómenos forman parte de su ámbito de estudio y cuáles no. En otras palabras, «una ciencia tiene, en cierto sentido, que descubrir aquello acerca de lo que versa» (Fodor, 1968/1980, 37). No tendremos un concepto claro de qué es la conducta hasta que nuestra ciencia de la conducta no haya avanzado lo suficiente, pero esto no es una peculiaridad de la psicología que pueda esgrimirse en su contra, sino algo perfectamente normal. En todo caso, el grueso del arsenal de argumentos antipsicológicos tenía que ver con la vaguedad de su explanans, los ‘eventos mentales’: si los psicólogos querían hablar de la mente, deberían decirnos qué es, planteando una alternativa coherente al dualismo cartesiano. Ahora bien, Fodor insiste en que cuando un psicólogo postula un evento mental en la explicación de una conducta, en ningún modo se ve forzado a comprometerse con que dicho evento mental no sea físico (es decir, no se ve forzado a comprometerse con una ontología dualista); lo único que afirma es que no se trata de un fragmento de conducta. El mentalismo, por tanto, es lo contrario del conductismo, pero no lo contrario del materialismo4. Por lo demás, será de nuevo el propio desarrollo de la psicología lo que nos vaya dando pistas sobre qué son los eventos mentales, de la misma forma que sólo el desarrollo de la genética permitió comprender qué eran los genes y cómo transmitían los rasgos hereditarios. Como veremos más adelante, Fodor dedicará buena parte de su obra a tratar de seguir esas pistas. Claro que para que el psicólogo se salga con la suya no basta con adoptar esa modesta neutralidad ontológica a la espera del progreso científico: si quiere que lo que hace pueda llamarse ciencia, tendrá por lo menos que convencernos de que las entidades que postula son el tipo de cosas que pueden actuar como causas. La idea de que los eventos mentales pudieran no pertenecer a ese tipo de cosas se nutría de la acuciante duda que había logrado levantar Ryle (1949/1967): ¿no será la idea misma de un evento mental fruto de una gran confusión conceptual?, ¿no será el concepto mismo de evento mental lógicamente incoherente? Si así fuera, desde luego, no serviría de nada mostrarnos neutrales sobre qué son los eventos mentales ni refugiarnos en el futuro progreso de la disciplina, ya que difícilmente podría darse tal progreso, ni por tanto resolverse los escrúpulos ontológicos, desde un punto de partida tan radicalmente erróneo. Para salvar a la psicología del reduccionismo conduc-

4

Confundir el mentalismo con el dualismo —o sea, pensar que sólo se puede utilizar un vocabulario mentalista a costa de caer en el dualismo cartesiano— sería, en síntesis, «el pecado original de la tradición wittgensteiniana», es decir, del conductismo filosófico heredero de Wittgenstein y Ryle (Fodor, 1975/1984, pág. 4).

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tista, por tanto, se hacía necesaria, en primer lugar, una defensa encarnizada de la idea de evento mental y su papel en la explicación de la conducta. Los campos en los que se celebrará el duelo entre Fodor y Ryle son los de la teoría de la percepción y del aprendizaje, pero las conclusiones se pretenden extensibles a toda la psicología. Veamos, a modo de ejemplo, el caso de la percepción. La concepción que habitualmente tienen los psicólogos sobre la teoría de la percepción, y que Fodor defiende, es que ésta debe responder a preguntas acerca de cómo logra el sistema perceptivo realizar determinadas tareas, y que la respuesta pasará por precisar determinados procesos internos (es decir, eventos mentales) responsables de dicho logro. Lo que Ryle denunció, como es sabido, es que esa concepción no es más que una «leyenda intelectualista» que forma parte de la «metáfora paramecánica de la mente» —todo ello consecuencia, al igual que el «mito del fantasma en la máquina», del verdadero pecado original de la filosofía de la mente y la psicología: el error categorial cometido por Descartes. Según Ryle, no hay eventos mentales que subyazgan a la conducta, sino que los supuestos eventos mentales son en realidad aspectos de la propia conducta, o lo que es lo mismo, no hay una relación causal entre eventos mentales y conducta, sino una relación conceptual. Por esa razón, las cuestiones paramecánicas (causales) sobre «cómo logra el sistema perceptivo ver tal objeto» deberán ser sustituidas por cuestiones de uso (conceptuales) sobre «cómo se usan descripciones tales como ‘ver tal objeto’». Ahora bien, para responder a esas preguntas basta con hacer referencia a ciertas disposiciones conductuales del sujeto y a la presencia de tal objeto en su entorno perceptivo; por tanto, la apelación a procesos internos es superflua, además de lógicamente confusa. El embate de Ryle es ciertamente duro, pero Fodor contraataca con contundencia: si nos limitamos a plantearnos cuestiones de uso sobre la percepción, como pretende Ryle, todo lo que conseguiremos será enumerar verdades necesarias, juicios analíticos que se derivan del significado del término «usar», al estilo de «‘X percibió el objeto Y’ se usa cuando había un objeto Y que fue percibido por X». En definitiva, «cualquier teoría empírica de la percepción quedaría sin objeto y sin poder articular cuerpo alguno de verdades contingentes» (Fodor, 1968/1980, 46). Y desde luego no es ésa la situación que le interesa al psicólogo, que aspira precisamente a proporcionar verdades contingentes —sintéticas, de origen empírico— sobre el sistema perceptivo. Sencillamente, «cómo funciona algo» y «cómo se usa la expresión ‘funcionar’» (o cualesquiera términos equivalentes) son dos preguntas distintas que dan pie a respuestas también distintas (sintéticas en el primer caso, analíticas en el segundo), y Ryle no es quien para imponer a los psicólogos la pregunta que él considera más adecuada. Quizás la siguiente analogía (adaptada de Fodor, 1975/1984, 27-29) ayude a comprender la polémica entre Fodor y Ryle, es decir, entre el mentalismo y el conductismo filosófico. Consideremos las posibles respuestas a la pregunta «¿Por qué el Cola-Cao es el alimento de los campeones?» Por un lado, parece razonable decir que el Cola-Cao es el alimento de los campeones porque un número significativo de quienes beben Cola-Cao son campeones; ésta es una

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respuesta conceptual. Pero, por otro lado, es obvio que también es razonable responder que determinadas características nutricionales del Cola-Cao hacen que un número significativo de quienes lo beben sean campeones; ésta es una respuesta causal. La primera respuesta correspondería a las cuestiones de uso preconizadas por Ryle: a una pregunta ryleana del estilo de «¿Cómo se usa la expresión ‘el Cola-Cao es el alimento de los campeones’?» tendríamos que responder diciendo que dicha expresión es verdadera cuando un número significativo de quienes beben Cola-Cao son campeones, y que se usa para afirmar precisamente eso. La segunda respuesta, por el contrario, correspondería a la «teoría paramecánica del Cola-Cao», que Ryle supuestamente despreciaría. Sin embargo, el ejemplo deja claro que ambos tipos de respuestas pueden ser coherentes y verdaderas al mismo tiempo, por lo que no hay razón para rechazar las cuestiones causales. Aun después de haber vencido los escrúpulos sobre la vaguedad del explanandum de la psicología (la conducta), sobre la vaguedad y carácter causal de su explanans (los eventos mentales), e incluso después de haber logrado dar respuesta a los argumentos en favor del conductismo, prácticamente cualquiera que reflexione sobre el tipo de explicación que nos ofrece la psicología —salvo que parta de fuertes convicciones dualistas— se encontrará en algún momento con la tentación del reduccionismo fisiológico: en el fondo, los eventos mentales tienen que ser alguna otra cosa, seguramente eventos cerebrales, así que al fin y al cabo la psicología acabará, más pronto o más tarde, por ser reducida a una ciencia más básica. Conseguir no caer en esta tentación a la vez que evitamos recurrir al dualismo es tarea más difícil de lo que parece, pero Fodor puede echarnos una mano. Para lograr mantener el equilibrio en ese terreno intermedio, sin ceder ni al dualismo ni al reduccionismo, necesitamos poder sostener que de que admitamos que los eventos mentales son eventos cerebrales no se sigue que el vocabulario teórico de la psicología sea reducible al de las neurociencias. Dicho de otro modo, necesitamos poder sostener que de que el dualismo sea falso no se deriva que el reduccionismo sea verdadero. El fisicalismo de casos nos proporciona precisamente —apunta Fodor— una forma de hacer coherente esa tesis. De hecho, el fisicalismo de casos ofrece las mismas ventajas que el reduccionismo, pero es preferible a éste porque no supone un requerimiento tan exigente que haga (empíricamente) poco viable la unidad de la ciencia, como sucede con el reduccionismo. En efecto, lo que exige el fisicalismo de casos es sencillamente que cada evento (a fortiori, cada evento mental) sea un evento físico. Pero lo que exige el reduccionismo es que, además de eso, cada género natural sea un género físico. Veamos por qué el reduccionismo ha de ceñirse a esa exigencia. En primer lugar, los géneros naturales de una teoría son (por definición) los rangos de eventos a los que se aplican las leyes propias de dicha teoría. Segundo, para reducir una teoría (y en último término una ciencia) a otra, debemos ir reduciendo cada una de las leyes propias de la teoría reducida a una ley propia de la teoría reductora (por medio de leyes-puente). Tercero, las leyes propias de la teoría reductora deben aplicarse al mismo rango de eventos al que se aplicaban

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las leyes propias de la teoría reducida, así que los géneros naturales postulados por la teoría reducida deben ser también géneros naturales de la teoría reductora y, en último término, de la física. Ahora bien, es bastante improbable que cada género natural sea un género físico, puesto que parece obvio que algunas de las generalizaciones más interesantes desde el punto de vista de diversas disciplinas científicas engloban eventos cuyas descripciones físicas no tienen nada relevante en común (Fodor, 1975/1984, 36), y desde luego nada que pueda ser reflejado en una ley (en concreto, en una ley-puente). Luego es bastante improbable que el reduccionismo sea verdadero, y si el reduccionismo es el instrumento con que aspiramos a lograr la unidad de la ciencia, es también bastante improbable que la logremos. O dicho de otra manera, el reduccionismo es tan exigente que hace poco viable la unidad de la ciencia. La aparente complejidad de este argumento se diluye si consideramos el ejemplo favorito de Fodor: ¿es posible reducir la economía a la física? (Fodor, 1975/1984, 36-38). Sigamos los pasos del argumento. Primero: algunas leyes económicas se aplican a los intercambios monetarios, de modo que los intercambios monetarios son un género natural de la economía. Segundo: si tratamos de reducir la economía a la física deberemos reducir dichas leyes a leyes físicas (por medio de leyes-puente). Tercero: esas leyes físicas deberán aplicarse a los mismos eventos, los intercambios monetarios; eso sí, bajo una descripción física. Ahora bien, ¿hay alguna descripción física que englobe (a todos los posibles y sólo) a los intercambios monetarios? ¿Qué tienen en común, en términos físicos, entregar unas monedas, entregar unos billetes, firmar un cheque, cargar a una tarjeta de crédito, y todos los demás sistemas de intercambio monetario que podamos imaginar? Naturalmente, nada relevante —aunque cada intercambio monetario es sin duda un evento físico. Lo mismo puede decirse si tratamos de realizar la reducción a través de una ciencia intermedia, como podría ser la psicología: ¿qué tienen en común, en términos de los estímulos, respuestas y eventos mentales implicados (todos los posibles y sólo) los intercambios monetarios? De nuevo, nada relevante. Y, por supuesto, lo mismo puede decirse también —al menos en opinión de Fodor— sobre la reducción de la propia psicología a través de las neurociencias. En efecto, resulta evidente que existen generalizaciones interesantes que se aplican, por ejemplo, a las intenciones, es decir, que las intenciones son un género natural de la psicología. Precisamente, una de las tareas que encomendamos a la psicología es la formulación de tales generalizaciones. Sin embargo, ¿qué tienen en común, en términos neurológicos (todos los posibles y sólo) los eventos mentales que consisten en una intención? Probablemente nada relevante5, por lo que dichas generalizaciones no podrán ser recogidas en un vocabulario neurológico —aun cuando cada intención, al menos en los seres humanos, sea un evento neurológico y, en último término, físico.

5 Sobre todo si tenemos en cuenta la posibilidad de que existan eventos mentales cuyos sujetos sean autómatas que carecen de descripciones neurológicas, como desde 1960 venía sugiriendo Putnam.

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En definitiva, parece bastante probable —por lo que sabemos— que el programa reduccionista no pueda llevarse a cabo. El fisicalismo de casos, en cambio, tiene visos de ser verdadero. Además, y lo que es más importante, el fisicalismo de casos es suficiente para garantizar que, aunque las leyes que se aplican a las intenciones (o a los intercambios monetarios) sean leyes psicológicas (o económicas) irreductibles a leyes físicas, los eventos en cuestión (intenciones o intercambios monetarios) son eventos físicos, y, por tanto, los mecanismos en virtud de los cuales dichos eventos cumplen las leyes psicológicas o económicas son, en último término, mecanismos físicos. Así que todo va bien: hemos logrado rechazar el reduccionismo sin caer en el dualismo. 12.1.3.

De la psicología de sentido común a la ciencia cognitiva: leyes intencionales, mecanismos computacionales

En una primera aproximación, ofrecer una explicación psicológica de un fenómeno consiste, pues, en mostrar su sometimiento a leyes6 cuyos predicados incluyan (además de estímulos y respuestas) eventos mentales. Esta forma de explicación queda legitimada por el hecho de que la irreductibilidad de tales leyes a leyes físicas es compatible, como hemos visto, con el fisicalismo de casos. Pero, para poder hablar propiamente de una explicación psicológica, parece evidente que los eventos mentales en cuestión deben intervenir en las leyes en tanto que eventos mentales, es decir, en virtud de su contenido intencional7. Las leyes psicológicas son, en definitiva, leyes intencionales. En este sentido, el marco explicativo en el que según Fodor ha de moverse la psicología científica presenta a fin de cuentas una significativa continuidad con el marco explicativo de la llamada folk-psychology (psicología popular o de sentido común, la que usamos cotidiana y espontáneamente), ya que ésta se rige precisamente por la atribución a los sujetos de eventos mentales, especialmente de estados intencionales tales como creencias, deseos, intenciones, etc. Aunque Fodor admite, ante los ataques eliminativistas, que la verdad del marco explicativo de la psicología popular seguramente sea una cuestión empírica, insiste en considerarla un punto de partida «innegociable en la práctica» (Fodor, 1994/1997, 4). Así, la defensa de la psicología de sentido común esgrimida por Fodor se articula en torno a su efectividad (con cuánta frecuencia funciona), su indispensabilidad (cuánto de nuestro comporta6 Al menos en la medida en que toda explicación científica consiste en subsumir fenómenos bajo leyes; véase Fodor (1997, 293). 7 Si no añadiéramos este requisito, cualquier ley científica podría ser una ley psicológica. La ley de gravitación universal, por ejemplo, se aplica (entre otros muchos objetos) a aquellos seres humanos que creen que hoy es fiesta, así que podríamos decir que es una ley psicológica de no ser porque la creencia de que hoy es fiesta no interviene, por supuesto, en su sometimiento a dicha ley. Lo crean o dejen de creerlo, la caída es la misma.

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miento depende de ella), y el grado de profundidad y complejidad que es capaz de alcanzar8. Por otra parte, la continuidad entre la psicología de sentido común y la psicología científica queda reforzada, en opinión de Fodor, por el hecho de que en ambos casos tratamos con generalizaciones y leyes que sólo se cumplen cuando todas las demás condiciones (no especificadas en la propia ley) permanecen iguales; en otras palabras, tratamos con leyes ceteris paribus. Por tomar un ejemplo clásico, consideremos que es una ley psicológica que si un sujeto S desea que Q y cree que una acción P causa Q, entonces, ceteris paribus, hará P; en este caso, ceteris paribus incluye cosas tales como que S no crea que P tiene además otras consecuencias indeseadas, o que S no olvide que P causa Q cuando llega el momento de actuar, etc. Pero, ¿que las leyes de la psicología sean leyes ceteris paribus no va en detrimento de su estatus científico? La respuesta de Fodor es tajante: no, porque todas las leyes de las ciencias especiales —es decir, todas excepto la física— son también leyes ceteris paribus. Que los intercambios monetarios produzcan determinados efectos en el mercado, o que un vegetal lleve a cabo la fotosíntesis cuando recibe luz solar, por ejemplo, son leyes de cumplimiento ceteris paribus —«siendo igual todo lo demás». Tan sólo las leyes de la ciencia básica —la física— especifican completamente sus condiciones de cumplimiento, por lo que no incluyen cláusulas ceteris paribus. Además, y muy en relación con esto, las leyes de las ciencias especiales comparten otra característica importante: como se insinuó al final del punto anterior, las leyes de las ciencias especiales —a diferencia de las leyes físicas— requieren mecanismos de implementación, mecanismos que expliquen por qué (o más bien, cómo) los eventos implicados se ajustan a la ley. Si una ley afirma que si un sujeto tiene determinadas creencias realizará una determinada acción (o que si se producen intercambios monetarios en determinadas circunstancias se producirán ciertos efectos en el mercado, o que si un vegetal recibe luz solar tendrá lugar un proceso de fotosíntesis), es legítimo preguntarnos cómo, por medio de qué mecanismos, se da la relación especificada por la ley. Ante una ley física, por el contrario, ya no quedan más preguntas que hacer —simplemente el mundo es así. En general, para describir los mecanismos que implementan las leyes de las ciencias especiales solemos necesitar apoyarnos en el vocabulario teórico de niveles explicativos inferiores. Así, la descripción de los mecanismos que implementan la fotosíntesis recurre al vocabulario de la bioquímica, la descripción de los mecanismos que implementan los intercambios monetarios probablemente habrá de recurrir al vocabulario de la psicología9… pero, ¿qué

8 Para un desarrollo más a fondo de estos argumentos, veáse el primer capítulo de Fodor (1987/1994), titulado «La persistencia de las actitudes». En el apartado 12.4.3 veremos, además, cómo la defensa de la psicología de sentido común encuentra un punto de apoyo en la arquitectura de la mente propugnada por Fodor. 9 Es fundamental recordar aquí que el hecho de que los mecanismos que implementan las

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vocabulario teórico resulta adecuado para describir los mecanismos que implementan las leyes intencionales? En la tradición reduccionista, la respuesta clásica es que las leyes psicológicas se implementan mediante mecanismos neurológicos10. Ahora bien, esta respuesta topa con dificultades si tenemos en cuenta ciertas características de los eventos mentales, como el hecho de que tengan tanto propiedades causales (creencias, deseos o intenciones, por ejemplo, pueden causar conductas) como propiedades semánticas (creencias, deseos o intenciones, por ejemplo, tienen un contenido intencional que es evaluable como verdadero o falso, satisfecho o insatisfecho, etc), y sobre todo el hecho de que las propiedades semánticas se conservan a lo largo de los procesos (causales) de inferencia (es decir, que de las creencias verdaderas se deducen otras creencias verdaderas y de las creencias falsas otras creencias falsas —lo que hace posible la racionalidad—). En efecto, uno de los problemas cruciales con los que nos encontramos si pretendemos defender la existencia de leyes intencionales (y por tanto la existencia de un vocabulario teórico autónomo para la psicología) es el de hallar unos mecanismos de implementación que sean capaces de explicar fenómenos como la conservación de las propiedades semánticas. Los mecanismos biológicos no reúnen, según Fodor, las condiciones para llevar a cabo esta tarea: es poco plausible que haya propiedades neurológicas tales que, por ejemplo, si mi creencia (falsa) de que «Hoy es fiesta» se identifica con un estado cerebral y mi deducción (también falsa) de que «Está cerrado el mercado», con otro estado cerebral, sean dichas propiedades neurológicas las que expliquen el hecho de que mi deducción es falsa al basarse en una creencia falsa, pero habría sido verdadera si hubiera partido de una creencia verdadera. La apuesta de Fodor es que, si nos preguntamos qué tipo de mecanismos podría rendir cuenta de estas características, sólo cabe una respuesta: los mecanismos que implementan las leyes psicológicas son mecanismos computacionales. Esta idea constituye la primera piedra del proyecto científico de la ciencia cognitiva, con el que Fodor se muestra estrechamente comprometido. De aquí a lo que se ha dado en llamar funcionalismo computacional, el camino es corto: basta con la afirmación de que una forma particularmente elegante y eficiente de presentar —por ejemplo— una teoría de un determinado proceso psicológico humano es presentar un programa de ordenador que realice ese mismo proceso del mismo modo que la mente humana (es decir, que realice una simulación del proceso); el propio programa constituiría entonces una teoría (a la vez que una instanciación en un medio físico diferente) de ese proceso psicológico. Pero para entender bien la idea de que las leyes de una ciencia especial deban ser descritos en el vocabulario de otra ciencia de un nivel explicativo inferior no implica que las leyes en cuestión sean reducibles a leyes de esa otra ciencia, por las razones que se expusieron al diferenciar entre reduccionismo y fisicalismo de casos. 10 O bien que los mecanismos neurológicos implementan las leyes asociativas propuestas por el empirismo —desde el empirismo británico clásico hasta el conexionismo pasando por el conductismo—, las cuales a su vez explican la coherencia semántica de los procesos intencionales; veáse Fodor, 1997, 295-296.

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leyes psicológicas se implementan mediante mecanismos computacionales debemos recordar de nuevo a quien la inspiró, Alan Turing. 12.2. 12.2.1.

EL LENGUAJE DEL PENSAMIENTO De las propiedades semánticas a las propiedades causales vía las propiedades sintácticas

Los estados mentales intencionales no son en realidad lo único que muestra tanto propiedades semánticas como causales: lo mismo sucede con los símbolos. Cualquiera de estas frases escritas, por ejemplo, tiene un contenido (y por tanto es semánticamente evaluable: es verdadera o falsa), pero también tiene propiedades causales (como que refleja la luz de un cierto modo, o que perdura un cierto tiempo en ciertas condiciones). Esta analogía entre estados mentales y símbolos cuenta con una larga genealogía filosófica11, pero no comenzó a perfilarse como una posible solución al problema de la implementación de las leyes intencionales hasta que a Turing se le ocurrió que tal vez fuera posible construir una máquina que opere con símbolos, y cuyo funcionamiento esté regido por propiedades sintácticas de los símbolos a la vez que ajustado de manera que conserve sus propiedades semánticas. Puesto que la sintaxis no consiste al fin y al cabo más que en propiedades físicas de orden superior (o sea, configuraciones de propiedades físicas, ya sea la forma de los símbolos, su conductividad eléctrica, etc.), no era demasiado difícil lograr que el funcionamiento de la máquina dependiera de dichas configuraciones. El reto era ajustar la relación entre las propiedades sintácticas y las propiedades semánticas para que el funcionamiento de la máquina respetara las propiedades semánticas de los símbolos —por así decir, para que las propiedades sintácticas hicieran de espejo de las semánticas. Podemos tratar de entender esto imaginando que tenemos varios cofres, en el interior de los cuales hay números inscritos, y que tenemos también varias llaves sobre las que grabamos sencillas fórmulas aritméticas, como «5+2». Cuidando la correspondencia entre las fórmulas y las llaves, no es difícil conseguir que cada llave abra el cofre en el que está la solución de su fórmula —en este caso, el cofre que lleva inscrito «7». Es decir, podremos conseguir efectos causales (que el cofre se abra o no) que dependen de la sintaxis (la forma de las llaves), la cual a su vez se ajusta a la semántica (el significado de las fórmulas)12; en definitiva, tendremos un sistema, aunque mínimo, que conserva propiedades semánticas. Si consiguiéramos que la forma de las llaves (y la de los cerrojos) se ajustara automáticamente a las fórmulas (y a los

11

Que Fodor (1997, pág. 299) hace remontarse hasta Platón. La metáfora de las llaves es sugerida por el propio Fodor (1987/1994, 40-41): «La sintaxis de un símbolo podría determinar las causas y los efectos de sus muestras de la misma manera que la geometría de una llave determina qué cerradura abrirá.» 12

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números), sin que tuviéramos que hacerlo nosotros mismos, tendríamos lo que Turing soñó: una máquina en la que las propiedades causales de los símbolos se conecten con sus propiedades semánticas a través de sus propiedades sintácticas. Si tal máquina era posible, nos daría la clave de qué tipo de mecanismos podrían implementar las leyes intencionales que gobiernan los eventos mentales (es decir, las leyes psicológicas): mecanismos igualmente basados en una conexión de la semántica con la causalidad vía la sintaxis. Y, como sabemos, tal máquina era en efecto posible —cualquier computadora de las que usamos cotidianamente hoy día es un buen ejemplo—; de ahí la idea de que los mecanismos que implementan las leyes psicológicas son mecanismos computacionales, o dicho de otra forma, de que «postular un nivel computacional de explicación psicológica proporciona una teoría de implementación para las leyes intencionales» (Fodor, 1997, 296). 12.2.2.

¿Por qué ha de existir un código interno?: no hay computación sin representación…

Ahora bien, un punto en el que Fodor tiene especial interés en insistir es que para que la solución de conectar las propiedades semánticas de los eventos mentales con sus propiedades causales a través de su sintaxis pueda funcionar —y ésta es a su juicio la única solución que tenemos—, es imprescindible que nos tomemos muy en serio la analogía entre eventos mentales y símbolos; más aún, que nos la tomemos literalmente. Para que tenga sentido postular mecanismos computacionales, tiene que haber símbolos (o, en términos más generales, representaciones) sobre los que computen dichos mecanismos —según el dictum fodoriano: no hay computación sin representación. Así pues, los eventos mentales consisten en (relaciones del organismo o sistema con) símbolos mentales. Pero para que con dichos símbolos se pueda computar, éstos han de formar un sistema de representación, es decir, un código o lenguaje. Así pues, los eventos mentales consisten en (relaciones con) símbolos mentales expresados en un código de representación interno. Y decir que en la mente humana existe un código de representación interno equivale según Fodor a resucitar la idea tradicional13, aunque polémicamente contraintuitiva, de que existe un lenguaje del pensamiento. Es interesante remarcar que el espíritu con que Fodor desarrolla esta hipótesis en El lenguaje del pensamiento (1975/1984) no es polémico, sino de consolidación: se trata de analizar y explicitar los presupuestos que desde años atrás venían cimentando la investigación cognitiva. La estrategia adoptada por Fodor (1975/1984, 27) consiste en demostrar que la hipótesis del lenguaje del pensamiento está implícita en las teorías cognitivas, ya

13 En una tradición que entronca con los numerosos intentos de crear una lengua perfecta (o a menudo, como en este caso, de descubrirla), que se han dado a lo largo de la historia, de los cuales el más conocido es el esperanto; véase Eco (1993/1994).

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que «su estructura general presupone procesos computacionales subyacentes y un sistema representacional en el que tienen lugar dichos procesos» (Fodor, 1975/1984, 28), y que por tanto, dado que éstas son las mejores teorías psicológicas de las que disponemos, nos hallamos comprometidos aunque sólo sea provisionalmente con la postulación de dicho sistema representacional interno o lenguaje del pensamiento. Veamos cómo se desarrolla esta estrategia. Para acometer la tarea de desvelar los presupuestos representacionalistas de la investigación cognitiva, Fodor elige los modelos al uso de tres dominios psicológicos fundamentales: la decisión racional, el aprendizaje (en particular, el aprendizaje de conceptos) y la percepción (Fodor, 1975/1984, 28-31, 34-42 y 42-51 respectivamente). ¿Qué sucede cuando cualquiera de nosotros decide llevar a cabo una de las posibles acciones entre las que puede elegir en una situación dada? A la vista de que los intentos conductistas de reducir las acciones deliberadas a meros hábitos resultaron inviables, las teorías cognitivistas de la decisión racional asumen que el sujeto realiza una serie de computaciones en las que asigna a cada una de las opciones disponibles en su situación una cierta probabilidad de que acarree unas ciertas consecuencias, ordena dichas consecuencias según su preferibilidad, y decide entonces qué hacer en función de alguna combinación de probabilidad y preferibilidad. Por ejemplo, decidir racionalmente qué carrera estudiar conllevaría evaluar las consecuencias personales y laborales de cada una de las opciones accesibles y la probabilidad de que de hecho sucedan, determinar cuáles de dichas consecuencias nos resultan más atractivas, y evaluar entonces qué carrera tiene la mejor relación entre preferibilidad y probabilidad —ya que inclinarse por, digamos, una preferibilidad altísima pero con probabilidad muy baja sería una decisión arriesgada14. Aunque esto es un esquema mínimo, común a múltiples teorías, muestra claramente que para explicar las decisiones de un sujeto hemos de recurrir a hechos tales como que el sujeto cuenta con medios para representar que se encuentra en un determinado tipo de situación, que tiene a su disposición determinadas conductas, que las conductas de tales tipos conllevan, con determinada probabilidad, determinadas consecuencias, que dichas consecuencias son más o menos deseables para él, etc. Y contar con los medios para representar todo esto supone, desde luego, contar con un sistema representacional extraordinariamente rico, tan rico que, desde el punto de vista de Fodor, sólo puede ser un lenguaje: el lenguaje del pensamiento. También en el terreno del aprendizaje de conceptos las teorías psicológicas presuponen, según el análisis de Fodor, la existencia de un potente sistema representacional interno. Al aprender un concepto —a diferencia de 14 Por supuesto, esto es una idealización: la teoría no afirma que siempre actuemos así, sino que cuando actuamos de forma plenamente racional lo hacemos así. La idealización es un mecanismo crucial en las teorías científicas, no un fallo; es de esperar que la propia teoría especifique qué condiciones (y de qué manera) pueden alterar las predicciones que se desprenden de la situación ideal (mediante una especificación completa en el caso de la física y mediante cláusulas ceteris paribus en las ciencias especiales; véase más arriba).

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otros tipos de aprendizaje, como por ejemplo el implicado en la memorización de una lista—, aprendemos algo que va más allá de los datos que recordamos: aprender un concepto pasa, precisamente, por aprender una generalización que podamos extrapolar a nuevos casos. Tomemos como ejemplo un paradigma experimental relativamente simple: tratamos de enseñar a un sujeto el concepto conífera. Para ello vamos presentándole imágenes de distintos objetos; el sujeto deberá decir en cada caso si es o no la imagen de una conífera, y le informaremos de si su respuesta es correcta o incorrecta. Naturalmente, sólo diremos que el sujeto ha aprendido el concepto cuando demuestre ser capaz de aplicarlo a imágenes que no se le habían presentado anteriormente, o lo que es lo mismo, cuando sea capaz de articular la generalización relevante y extrapolarla. Todo esto equivale a afirmar que el aprendizaje de conceptos es un proceso de formulación y comprobación de hipótesis: la única forma de explicarnos los resultados de este tipo de experimento es suponiendo que a lo largo de los ensayos experimentales el sujeto va formando y poniendo a prueba hipótesis sobre qué propiedad o combinación de propiedades debe tener el objeto de la imagen para que una respuesta afirmativa resulte correcta (y, por tanto —dada la organización del experimento— para que se trate de una conífera). Sean cuales sean los detalles de nuestra teoría del aprendizaje de conceptos, lo que está claro —al menos para Fodor— es que hará depender las respuestas del sujeto de que los datos con los que cuenta confirmen o no sus hipótesis. Pero toda teoría en esta línea sería incoherente salvo que atribuyera al sujeto la capacidad de representarse los datos, las hipótesis, y las relaciones de confirmación entre ambos, y, de nuevo, para tener esa capacidad, el sujeto habría de disponer de un código interno, un lenguaje del pensamiento15. Por último, Fodor señala que una característica básica de las teorías cognitivistas de la percepción es que entienden ésta como un proceso de solución de problemas, en el que el problema en cuestión no es sino el de inferir las características de los estímulos distales (el mundo que percibimos) a partir de dos fuentes de información: las características de los estímulos proximales (la estimulación sensorial que recibimos) y los conocimientos previos disponibles (lo que ya sabemos sobre nuestro entorno); una teoría de la percepción sería entonces una teoría sobre cómo el sistema perceptivo se las ingenia para

15 Un argumento adicional esgrimido por Fodor (1975/1984, 57-60) es que, además de una métrica de confirmación con la que evaluar qué hipótesis cuenta con mayor apoyo empírico, para poder aprender conceptos es necesario disponer de una métrica de simplicidad, ya que un número indeterminado de hipótesis más o menos complejas pueden ser igualmente compatibles con los datos, en cuyo caso es esperable que el sujeto prefiera las más simples. Ahora bien, la simplicidad de una hipótesis es una cuestión formal, por lo que para evaluarla el sujeto debe tener acceso a información sobre aspectos formales de las hipótesis que formula (como su sintaxis), y si existe tal información es que existe un lenguaje del pensamiento. De hecho, es bien sabido que, por ejemplo, los sujetos tienden a preferir hipótesis formuladas como conjunciones afirmativas (P y Q) frente a hipótesis equivalentes formuladas como disyunciones negativas (P o no-Q).

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resolver este problema. Al menos que sepamos —esto es, al menos salvo que se demuestre que existen mecanismos extrasensoriales como la telepatía o la clarividencia—, la estimulación que recibimos del entorno proviene de mecanismos sensoriales: mecanismos cuyos patrones de excitación e inhibición responden específicamente a (y por tanto codifican) determinadas propiedades físicas (tales como amplitud, frecuencia, etc.) de los eventos ambientales con los que interactúan causalmente. Es decir, los mecanismos sensoriales proporcionan información sobre determinadas propiedades físicas de los eventos del entorno, información que el sistema perceptivo, apoyándose en los conocimientos de los que ya dispone, utiliza para construir una descripción del entorno que no se restringe ni mucho menos a propiedades físicas —lo que vemos u oímos no son, desde luego, cosas como amplitudes o frecuencias, sino más bien como árboles o palabras. Por supuesto, esta tarea de integrar distintos tipos de información, a la que se enfrenta de continuo el sistema perceptivo, es típicamente una tarea computacional, y —ya sabemos— no hay computación sin representación… Además, los datos experimentales parecen indicar que dicha tarea probablemente se lleva a cabo a través de distintos niveles de redescripción de la información sensorial: en el ejemplo favorito de Fodor, la percepción del habla, se sucederían redescripciones del input en términos acústicos, fonológicos, morfológicos, sintácticos, etc., todas ellas imprescindibles para explicar cómo se produce la percepción; en otros procesos perceptivos habría otros tipos de redescripciones. Pero, una vez más, para que un sistema sea capaz de computar con distintas redescripciones ha de tratarse, indudablemente, de un sistema representacional muy rico16, tan rico que, en opinión de Fodor, el único candidato con posibilidades es un lenguaje: el lenguaje del pensamiento. Una forma más breve de llegar a esta misma conclusión es advertir que, en tanto que proceso de solución de problemas, la percepción pasa —al igual que el aprendizaje de conceptos— por la formulación y confirmación de hipótesis, lo cual requiere la disponibilidad de un lenguaje. Una aclaración antes de continuar: naturalmente, el cognitivismo podría ser radicalmente falso y los procesos psicológicos —ya sea la decisión racional, el aprendizaje de conceptos o la percepción— podrían no ser procesos computacionales; esto es una cuestión empírica. En lo que Fodor insiste es en que si son procesos computacionales —si el cognitivismo es en general verdadero—, su explicación presupone la existencia de un lenguaje de pensamiento.

16 Tanto que debe ser —por lo menos— un sistema representacional capaz de distinguir entre propiedades de distintos tipos que se aplican al mismo evento: de distinguir, por ejemplo, en el caso de la percepción del habla, ciertas propiedades acústicas, otras fonológicas, otras morfológicas y otras sintácticas, todas las cuales son propiedades, en distintos niveles de redescripción, de un mismo evento (a saber, la frase que oye el sujeto).

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12.2.3.

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¿Por qué el código interno ha de ser un lenguaje?

Hasta ahora hemos venido dando más o menos por sentado que la posesión de un sistema representacional interno equivale a la posesión de un lenguaje. Pero, al fin y al cabo, no todos los sistemas representacionales son lingüísticos: parece sensato preguntarse si no podría el código interno ser un sistema representacional de otro tipo, por ejemplo un sistema pictórico basado en imágenes mentales. El argumento de fondo para defender que el código interno es lingüístico parte de la idea de que para dar cuenta de ciertas características de los procesos psicológicos dicho código tendría que ser tan extraordinariamente rico y potente como sólo un lenguaje puede llegar a ser. Éste es el argumento que acabamos de esbozar en tres dominios psicológicos fundamentales, pero cabe tratar de organizar un poco más los datos y ver qué demandas concretas de riqueza y potencia expresiva plantean los procesos psicológicos humanos para que el sistema representacional que exigen tenga que ser lingüístico (Maloney, 1997). Dicho de otro modo, cuando afirmamos que el código interno tiene que ser tan rico y potente como sólo un lenguaje puede llegar a ser, ¿qué quiere decir exactamente «rico y potente»? Además, esto nos irá indicando algunas de las características que deberá tener el lenguaje del pensamiento para poder cumplir las tareas que se le encomiendan, es decir, nos irá proporcionando algunas pistas sobre cómo es el lenguaje del pensamiento. En primer lugar, no debe olvidarse que la necesidad de postular un código interno se origina porque los eventos mentales intencionales —las creencias, los deseos…— tienen, además de propiedades causales, ciertas propiedades semánticas entre las que destaca la de ser evaluables como verdaderos o falsos, satisfechos o insatisfechos, etc. en función de su contenido intencional. Esta misma propiedad es típica de los enunciados lingüísticos (por lo menos de los afirmativos), así que si el código interno es un lenguaje podemos explicar con relativa facilidad cosas como por qué una creencia tiene valor de verdad (es decir, es verdadera o falsa): porque consiste en estar en cierta relación con un enunciado del lenguaje del pensamiento que tiene valor de verdad. Por el contrario, si el código interno fuera —digamos— pictórico, la cuestión se complica: no está claro hasta qué punto, en qué sentido ni bajo qué condiciones podemos decir que una imagen sea verdadera o falsa. En definitiva, la evaluabilidad semántica que comparten eventos mentales y enunciados lingüísticos habla a favor del lenguaje del pensamiento. La razón crucial por la que los enunciados lingüísticos son semánticamente evaluables es que son capaces simultáneamente de denotar un objeto y de atribuirle ciertas propiedades y no otras. Al decir, por ejemplo, «La casa es roja», emitimos un enunciado que denota la casa y le atribuye la propiedad de ser roja —lo cual puede ser verdadero o falso, de ahí la evaluabilidad semántica—, pero que no dice nada sobre si la casa es grande o pequeña, de un piso o varios, con tejado plano o a dos aguas, etc. Una imagen de una casa roja, por el contrario, aunque pudiera también denotar la casa y atribuirle la

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propiedad de ser roja, difícilmente podría hacerlo sin pronunciarse sobre el tamaño, el número de pisos o el tipo de tejado —intentar dibujar una casa roja sin atribuirle ninguna otra propiedad sino el color basta para darse cuenta del problema. Ahora bien, esta capacidad de denotación y atribución precisa la tienen también los eventos mentales intencionales —sin duda, podemos pensar o desear cosas atribuyéndoles unas propiedades y no otras—, lo cual, de nuevo, resulta más explicable si asumimos que el sistema de representación interno es un lenguaje y por tanto cuenta también con dicha capacidad17. El reverso de esa exactitud con que el lenguaje puede atribuir propiedades a los objetos que denota es lo que conocemos como opacidad referencial. Que los pensamientos puedan ser opacos —por ejemplo, que uno pueda creer que Herman Melville escribió Moby Dick y no creer que el tercer hijo de Maria Gansevoort escribiera Moby Dick, cuando se trata en realidad de la misma persona— se vuelve más comprensible si los pensamientos consisten en que el organismo esté en cierta relación con una fórmula de un código interno, pero no con otra, pese a que esta otra denote de hecho al mismo objeto —en este caso, a Melville. Al menos a primera vista, por tanto, la opacidad referencial también favorece la hipótesis de que el código interno es lingüístico. Sin embargo, los argumentos que Fodor considera claves son los que se derivan de la productividad y, en especial, de la sistematicidad que exhiben tanto los eventos mentales intencionales como los lenguajes. Decimos que los eventos mentales intencionales son productivos porque hay, en principio, un número infinito de pensamientos —ya se trate de creencias, deseos, esperanzas, etc.— que es posible pensar, cada uno con su propio objeto y su propio papel causal en la vida mental y conductual del sujeto. Basta tratar de iniciar una enumeración para percatarse de esta potencial infinitud: entre los pensamientos que alguna vez podrían tenerse están, por ejemplo, que «Esta piedra es gris», que «Esta piedra es rojiza», que «1 es un número primo», que «2 es un número primo», que… Naturalmente, una forma razonable de explicarnos la productividad es asumir que los pensamientos (al igual que los enunciados lingüísticos) se construyen combinando de diversos modos ciertos elementos básicos —en otras palabras, que se fundamentan en una semántica combinatoria. Pero esto es precisamente lo que afirma la hipótesis del lenguaje del pensamiento: creer algo es estar en una determinada relación con fórmulas de un código interno estructuradas sintácticamente bajo una semántica combinatoria. Y, por supuesto, si un código tiene fórmulas cuya semántica es combinatoria, ese código es un lenguaje.

17 En la propuesta de Fred Dretske (1981) las representaciones que cuentan con esta capacidad se denominan «digitales» y las que no, «analógicas». La digitalización es para Dretske el proceso clave en la generación de estados cognitivos, lo que diferencia a éstos de los estados puramente perceptivos (que serían representaciones analógicas), y lo que nos permite identificar su contenido.

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Con todo, el argumento basado en la productividad tiene un pequeño problema, y es que requiere una cierta idealización: aunque en principio podamos albergar infinitos pensamientos distintos, es obvio que existen limitaciones prácticas de capacidad y tiempo —sencillamente, nuestros cerebros y nuestras vidas son limitados— que resultan aquí determinantes. El argumento dejaría de funcionar si, sencillamente, nos negáramos a aceptar esta idealización. Por el contrario, la sistematicidad es una característica que también comparten el pensamiento y el lenguaje, pero que no parece depender de ninguna idealización, así que el argumento basado en la sistematicidad se torna decisivo. Decimos que los eventos mentales intencionales son sistemáticos porque la capacidad de pensar determinados pensamientos está, en principio, intrínsecamente conectada con la capacidad de pensar otros: por ejemplo, si alguien es capaz de pensar que Maria Gansevoort era la madre de Herman Melville, entonces sin duda también será capaz de pensar que Herman Melville era hijo de Maria Gansevoort. Y lo mismo puede decirse de (la capacidad de proferir y entender) los enunciados lingüísticos correspondientes. Como puede apreciarse, la sistematicidad del lenguaje está estrechamente ligada a su productividad, y ambas se fundamentan en la semántica combinatoria. Y, nuevamente, parece sensato concluir —al menos no existiendo evidencia contraria— que dado que el lenguaje es sistemático en virtud de basarse en una semántica combinatoria, y dado que el pensamiento también es sistemático, es probable que lo sea, también, en virtud de basarse en una semántica combinatoria, a saber: la del lenguaje del pensamiento. Pero aun si aceptáramos, convencidos por estos argumentos, que el código interno en el que se realizan las computaciones que implementan los procesos psicológicos es un lenguaje, habría una pregunta que surgiría más pronto o más tarde: ¿por qué no puede ser un lenguaje natural?, ¿por qué el lenguaje del pensamiento no puede ser simplemente la lengua materna de cada uno? —¿acaso no pensamos cada uno en nuestro propio idioma? La respuesta de Fodor es tajante: el lenguaje del pensamiento no puede ser un lenguaje natural porque, sin lugar a dudas, hay organismos no lingüísticos que piensan (animales no humanos, niños preverbales), y, desde luego, no podrían hacerlo en un lenguaje natural del que carecen. 12.2.4.

¿Cómo ha de ser el código interno?

En definitiva, si queremos legitimar una psicología cuyas leyes intencionales se implementen mediante mecanismos computacionales —y ésa es, según Fodor, la única psicología disponible por el momento—, no nos queda más remedio que aceptar, con todas sus consecuencias, la hipótesis del lenguaje del pensamiento, al que provocativamente se suele denominar «mentalés». Ahora bien, tal vez sea posible eliminar parte del rechazo que esta hipótesis pueda suscitar aclarando qué cosas no implica, cuáles no están entre sus consecuencias. Fundamentalmente, el mentalés no es un vehículo de comunicación interpersonal como son otros lenguajes —no podríamos desentrañarlo y hablar

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unos con otros en mentalés18—, entre otras razones porque no tiene ortografía ni fonética —sus símbolos son (por lo que sabemos) estados del cerebro, no inscripciones ni sonidos19—; además, el uso del mentalés por el organismo no está mediado por convenciones como en los lenguajes naturales, sino por «la estructura innata del sistema nervioso» (Fodor, 1975/1984, 77-78). En efecto, un rasgo esencial que Fodor (1975/1984, 58) atribuye al lenguaje del pensamiento es su carácter innato. La idea es que si tuviéramos que aprender el lenguaje del pensamiento, su postulación no serviría de nada, puesto que aprender un lenguaje conlleva, entre otras cosas, aprender conceptos20, y ya sabemos que el aprendizaje de conceptos requiere un medio en el que se formulen y comprueben hipótesis, etc.: así que para aprender el lenguaje del pensamiento necesitaríamos otro sistema representacional interno previo, que a su vez debería ser un lenguaje… La única forma de evitar una regresión infinita de lenguajes del pensamiento es admitir que el lenguaje del pensamiento es innato, que no tenemos que aprenderlo. El carácter innato del mentalés tiene consecuencias de gran calado respecto al tipo de lenguajes que podemos llegar a aprender y a la relación misma entre pensamiento y lenguaje. Por decirlo con rotundidad, el lenguaje del pensamiento es (al menos) tan potente como cualquier lenguaje que podamos aprender. Al menos los elementos básicos de cualquier lenguaje que aprendamos deben estar ya contenidos en el lenguaje del pensamiento; de no ser así, no seríamos capaces de aprenderlos. Aunque parezca de perogrullo, es innegable que en el curso de aprender —digamos— inglés, tendremos que aprender en algún momento cosas como que el enunciado «The house is red» es verdadero si y sólo si la casa es roja, y, desde luego, sólo podremos aprender esto si ya sabemos qué significa que la casa es roja, es decir, si ya contamos con algún modo de representarnos la idea de que la casa es roja que no sea el enunciado inglés en cuestión. Pero lo mismo puede decirse del aprendizaje de la lengua materna: para aprender que el enunciado «La casa es roja» es verdadero si y sólo si la casa es roja necesitamos una forma de representarnos la idea de que la casa es roja que no sea ese mismo enunciado: todavía lo estamos aprendiendo, y no es posible usar los mismos enunciados que estamos aprendiendo para aprenderlos. Muchos críticos de Fodor han hecho hincapié en lo contraintuitivo de esta conclusión: o bien conceptos como «motor de dos válvulas» o «neutrino» son innatos21, o bien son construcciones a partir de elementos innatos.

18 No es, por tanto, la tan buscada lengua perfecta, aunque se le asemeje, porque no resuelve el Babel de la diversidad lingüística; veáse nota 13. 19 Que un lenguaje carezca de ortografía o de fonética no es, por otro lado, nada raro: así sucede, por ejemplo, con el lenguaje de signos utilizado por los sordomudos, o con el lenguaje náutico de banderas. Gestos manuales, banderas o estados del cerebro serían equivalentes en este sentido —aunque naturalmente con distintos grados de complejidad. 20 Como mínimo, para aprender un lenguaje L es necesario aprender el concepto frase correcta en l. 21 Mejor dicho: existen predicados del mentalés, y por tanto innatos, que son coextensivos con predicados de lenguaje natural como «motor de dos válvulas» o «neutrino».

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Respecto a la relación entre pensamiento y lenguaje, este fuerte requisito sobre la potencia del mentalés implica que la idea de que sólo podemos pensar aquellos pensamientos para los que tenemos palabras —idea que constituye casi una ortodoxia en lingüística desde Whorf (1956)— debe ser en algún sentido falsa. En realidad, si la hipótesis del lenguaje del pensamiento es verdadera, la historia es justo al revés: sólo podemos entender aquellas palabras que podamos expresar en mentalés (o que podamos construir usando como elementos básicos cosas que podemos expresar en mentalés). En otras palabras: según Whorf el lenguaje delimita el pensamiento; según Fodor, es el pensamiento el que delimita el lenguaje (Fodor, 1975/1984, 79-87). Por lo demás, la hipótesis del lenguaje del pensamiento abre un enorme territorio inexplorado para psicólogos y lingüistas: el proyecto de investigación consistente en determinar qué características de la estructura interna del mentalés se derivan de los datos experimentales sobre los procesos psicológicos y lingüísticos. En la parte final de su obra clave de 1975, Fodor deja esbozados unos primeros pasos en esta dirección. 12.3.

EL SIGNIFICADO Y EL MUNDO

12.3.1.

La necesidad de una semántica naturalizada

La principal tensión que afecta a los planteamientos fodorianos tiene que ver con el lugar del significado en el orden del mundo, y se articula entre los polos del realismo intencional y el materialismo. Por un lado, el realismo sobre los eventos mentales intencionales se perfila como irrenunciable: si nuestra teoría nos llevase a negar que existen creencias y deseos —como diría Fodor—, mal asunto para nuestra teoría. Por otro lado, el compromiso con el materialismo nos fuerza a admitir que la intencionalidad no es una de esas «propiedades últimas e irreductibles de las cosas» que los físicos incluirán en el catálogo que a tal efecto vienen confeccionando (Fodor, 1987/1994, 144). La pregunta crucial, pues, es cómo podemos hacer compatibles ambos extremos: ¿cómo puede la intencionalidad ser una propiedad real de las cosas sin ser una propiedad básica de las cosas? Dicho de otro modo: ¿en qué consiste el hecho de que un sistema físico tenga estados intencionales?, ¿cómo caracterizar ese hecho de forma naturalista (es decir, usando un vocabulario no intencional)? O más concisamente: ¿cómo naturalizar la intencionalidad? En definitiva, parece claro que para poder dar sentido a la idea de que los procesos psicológicos son procesos computacionales que tienen lugar en un lenguaje del pensamiento, así como, en consecuencia, para poder «tomarse en serio la idea de que la explicación psicológica es intencional» (Fodor, 1994/1997, 4), es imprescindible contar con una semántica naturalizada, que Fodor ha tratado de desarrollar en obras como Psicosemántica y Una teoría del contenido22. Como resulta previsible, esta necesidad 22

Es decir, a partir de 1987, cuando Fodor, convencido de que la intencionalidad de los

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de una semántica naturalizada se encarna, dentro del marco de la teoría fodoriana, en la necesidad de una explicación de cómo adquieren significado los símbolos del lenguaje del pensamiento. 12.3.2.

La semántica informacional ante el problema de la disyunción: Dretske y Millikan

El punto de partida intuitivo en el que se enraíza la estrategia de naturalización ensayada por Fodor es el siguiente: el contenido intencional depende en último término de las relaciones causales que se establecen entre el evento intencional en cuestión (pensamientos o símbolos) y los eventos del mundo23; desde una perspectiva más o menos inspirada en el sentido común, «casa» significa casa porque, en general, lo que causa que pensemos (digamos, escribamos…) «casa» son las casas. Por recapitular la historia hasta aquí: un evento mental intencional como creer que la casa es roja consiste en estar en una determinada relación con una determinada fórmula del mentalés, que dicha fórmula signifique que la casa es roja consiste en una determinada combinación de unos determinados símbolos elementales constituyentes, y —ahora añadimos— que haya uno de esos símbolos del mentalés que signifique, por ejemplo, casa consiste en que se den ciertas relaciones causales entre (las instanciaciones de) ese símbolo y las casas. El primer paso se desprende de la hipótesis del lenguaje del pensamiento, el segundo de que el lenguaje del pensamiento tiene una semántica combinatoria y el tercero —el que nos ocupa— de asumir, además, una semántica informacional. En una aproximación básica, decimos que una semántica es informacional cuando hace depender el contenido de relaciones causales, puesto que, en principio, cualquier cosa que sea nomológicamente24 causada por otra lleva información sobre esa otra —el humo sobre el fuego, las nubes sobre la lluvia, etc.25.

estados mentales no puede consistir sólo en las relaciones internas entre símbolos del mentalés (es decir, en su rol conceptual), comienza a poner en marcha una estrategia alternativa, pasando del internismo radical a asumir cierto grado de externismo. 23 Como el propio Fodor ha señalado, esta línea de trabajo alcanza su máximo desarrollo en la obra de Dretske (1981), si bien es fácil apreciar en ella resonancias que nos llevan hasta Skinner. 24 Es decir, de acuerdo con leyes que soporten contrafácticos. Para simplificar la exposición, en lo que sigue se da por sentado que las relaciones causales entre símbolos y cosas de las que según la semántica informacional depende el significado de los símbolos deben ser nomológicas. Así, cuando se diga, por ejemplo, que las instanciaciones de «perro» son causadas por perros, habrá que sobreentender que es una ley que las instanciaciones de «perro» son causadas por perros (aunque ninguna de hecho lo haya sido: la semántica informacional se preocupa de leyes causales, no de historias causales). 25 Así que en la medida en que este tipo de semántica haga equivaler contenido e información, traerá consigo planteamientos pansemanticistas: humo significa fuego, nubes significan lluvia, etc. Es necesario, pues, introducir elementos correctores que maticen la relación entre contenido e información.

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Como sabemos, el gran punto débil de la semántica informacional es su incapacidad de hacer frente al problema de la disyunción. Podemos tratar de entender dicho problema siguiendo un ejemplo clásico: supongamos que, en efecto, «perro» significa perro porque las instanciaciones de «perro» son causadas por perros. Ahora bien, parece innegable que hay algunas instanciaciones de «perro» que son de hecho causadas por gatos: cada vez que alguien, por alguna razón, confunde a un gato visto de lejos con un perro su instanciación de «perro» es causada por un gato visto de lejos —negar esto sería negar la posibilidad del error. Pero dado que el contenido de «perro» depende de sus relaciones causales, y dado que algunas de sus instanciaciones son causadas por perros y otras por gatos vistos de lejos, ¿no deberíamos concluir entonces que «perro» significa en realidad (la disyunción) perro-o-gato-vistode-lejos?26 La semántica informacional parece obligarnos a esta conclusión, que resulta a todas luces inadecuada porque no respeta lo que Fodor llama la robustez del significado: si algo deben tener en común todas las instanciaciones de «perro» es que, sean cuales sean sus causas, siempre significan perro. El problema de la disyunción se concreta, pues, en que la semántica informacional no está preparada para distinguir «entre [1] la instanciación verdadera de un símbolo que significa algo disyuntivo [en el ejemplo propuesto, que «perro» signifique perro-o-gato-visto-de-lejos y su instanciación sea verdadera cuando lo que la causa es un gato visto de lejos] y [2] la instanciación falsa de un símbolo que significa algo no-disyuntivo [que «perro» signifique perro y su instanciación sea falsa cuando lo que la causa es un gato visto de lejos]» (Fodor, 1990, 59). En el caso de los perros y los gatos vistos de lejos, el resultado deseable es obviamente el segundo («perro», de eso podemos estar seguros, significa perro); tal vez en otros casos el resultado deseable pudiera ser el primero (si se tratara de símbolos cuyo significado fuera realmente disyuntivo). Da igual: de todos modos, la semántica informacional no logra distinguir un resultado de otro, así que no ofrece una explicación satisfactoria ni de cómo puede existir el error, ni de cómo puede haber conceptos disyuntivos, ni, en definitiva, de cómo puede el significado ser robusto. A primera vista, cabe pensar que lo que necesitaría la semántica informacional es que en algunos casos (por ejemplo, cuando se trata de perros) la causa de la instanciación de un símbolo se convirtiera en su significado, pero en otros no lo hiciera (por ejemplo, cuando se trata de gatos vistos de lejos). Según el análisis de Fodor, esto es precisamente lo que suele hacer la semántica informacional para afrontar el problema: intenta trazar una distinción 26 Por esta razón, el problema de la disyunción se denomina también en ocasiones «problema del error». Sin embargo, el error no es lo único que da lugar al problema: cuando, por ejemplo, alguien está pensando en trineos (o en gatos) y eso le lleva a pensar en perros, parece claro que el pensamiento «perro» habrá sido causado por el pensamiento «trineo» (o «gato»), pero no queremos que eso conlleve que «perro» significa (la disyunción) perro-o-pensamiento-de-trineo (ni perro-o-pensamiento-de-gato). Así que las cadenas de pensamiento también suscitan el problema de la disyunción, y desde luego no constituyen errores.

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entre determinadas situaciones (que se etiquetan como de tipo I) en las que un símbolo adquiere su significado y otras (tipo II) en las que las instanciaciones del símbolo ya no influyen en lo que significa. En las situaciones tipo I, las instanciaciones de «perro» serían causadas por todo perro y sólo por perros, de forma que el significado quedaría sólidamente asentado, mientras que en las situaciones tipo II las instanciaciones de «perro» podrían ser causadas por otras cosas, abriéndose la posibilidad del error y quedando así, supuestamente, resuelto el problema de la disyunción. Los dos esfuerzos teóricos por resolver dicho problema más reconocidos, tanto el de Dretske (1981) como el de Millikan (1986), son diferentes versiones de esta misma estrategia. En la obra de Dretske, las situaciones tipo I serían situaciones de aprendizaje y las tipo II situaciones de uso. Simplificando al máximo, la idea es que, cuando estamos aprendiendo, por ejemplo, qué significa «perro», la persona que nos enseña cuidará de que todas (y sólo) nuestras instanciaciones de «perro» estén causadas por perros, así que una vez que haya terminado el período de aprendizaje, en las situaciones de uso, no importará ya si pensamos «perro» al ver un gato de lejos, porque la correlación entre «perro» y los perros habrá quedado firmemente establecida. En la propuesta teleológica de Millikan, el problema de la disyunción se resolvería apelando como situaciones tipo I a aquellas situaciones evolutivamente Normales para las que un evento mental intencional ha sido (darwinianamente) seleccionado, y como tipo II a las situaciones que no son evolutivamente Normales. Es decir: a pesar de que algunas instanciaciones de «perro» sean causadas por gatos vistos de lejos, «perro» significa perro, y no perro-o-gatovisto-de-lejos, porque la función propia (natural) de —digamos— la creencia de que «Ahí viene un perro» es que el organismo disponga de la información de que ahí viene un perro y pueda actuar en consecuencia según sus necesidades, favoreciendo su supervivencia, etc. Por lo demás, las situaciones que se alejan de lo evolutivamente Normal, como que «perro» sea causado por un gato visto de lejos, serían las situaciones tipo II, que no influyen en el significado del símbolo. 12.3.3.

Fodor ante el problema de la disyunción: información + dependencia asimétrica = significado

Fodor ha sido implacable tanto con el intento de Dretske como con el de Millikan de resolver el problema de la disyunción. La sofisticación y complejidad de sus críticas hacen aconsejable eludir exponerlas en un texto introductorio como éste, pero cabe indicar que, en líneas generales, tienen que ver con la idea de que ni la distinción entre período de aprendizaje y período de uso ni la distinción entre situaciones evolutivamente Normales y no Normales son suficientemente sólidas y nítidas para soportar el peso teórico con que las cargan Dretske y Millikan. Ahora bien, ¿cómo podríamos hacer frente al problema de la disyunción sin apelar a estas distinciones? Aunque como él mismo reconoce (1990, 89) casi

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nadie parece estar de acuerdo, Fodor cree haber dado en el clavo: lo que necesitamos para dotar de robustez a la semántica informacional (es decir, para que la mera información se convierta en significado) es sencillamente una condición de dependencia asimétrica. «Perro» significa perro, y no perro-o-gato-visto-de-lejos, porque el hecho de que algunos gatos causen instanciaciones de «perro» depende de que haya algunos perros que también lo hagan (o sea: porque nunca pensaríamos «perro» al ver un gato a lo lejos si no fuera porque solemos pensar «perro» al ver un perro), pero, por el contrario, el hecho de que los perros causen instanciaciones de «perro» no depende en absoluto de lo que pase con los gatos (aunque los gatos no existieran, seguiríamos pensando «perro» al ver un perro). Más esquemáticamente, gato → «perro» depende de perro → «perro», pero no al revés; o lo que es lo mismo, gato → «perro» depende asimétricamente de perro → «perro». En general, las instanciaciones de símbolos falsas son metafísicamente dependientes de las verdaderas, pero no viceversa27. La conclusión de Fodor es que, si todo esto es correcto, podemos decir que información más dependencia asimétrica es igual a significado, y cuando menos una parte central del proyecto de naturalizar la intencionalidad puede considerarse misión cumplida28. Así pues, la cuestión de por qué tienen significado los símbolos del lenguaje del pensamiento halla respuesta merced a una semántica informacional matizada por la condición de dependencia asimétrica, y con ello alcanzamos por fin los cimientos del edificio fodoriano. 12.3.4.

Contra el holismo

Repasemos, de vuelta, el trayecto que hemos recorrido hasta aquí: resolver el problema de la disyunción (presuntamente, mediante una semántica informacional corregida por la condición de dependencia asimétrica) es la forma de conseguir una verdadera semántica naturalizada, conseguir una verdadera semántica naturalizada permite dotar de una base sólida a la hipóte-

27 En consecuencia, una de las diferencias cruciales entre el enfoque de Fodor y la semántica informacional es que para Fodor el significado de un símbolo tiene que ver tanto con la historia potencial (disposicional) de sus relaciones con las cosas como con su historia actual (es decir, con su historia en subjuntivo —un gato no habría causado «perro» si los perros no causaran «perro», etc.— tanto como con su historia en indicativo —es necesario que algunos perros causen alguna vez instanciaciones de «perro»), mientras que para la semántica informacional, como se apuntó en la nota 24, sólo cuentan las leyes causales a las que se acoja el símbolo (es decir, su historia potencial). En este sentido distingue Fodor entre teorías informacionales puras, como la de Dretske, y mixtas, como la suya. Buena parte de Fodor (1990) se dedica a desglosar las ventajas y desventajas de una semántica mixta; por supuesto, el balance final es, a juicio de Fodor, favorable. 28 Y de paso, la condición de dependencia asimétrica evita las consecuencias pansemanticistas de la semántica informacional (recuérdese la nota 25): no siempre que hay información hay significado, porque es necesario que haya también dependencia asimétrica. Veáse al respecto Fodor (1990, 92-93).

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sis de que existe un lenguaje del pensamiento, dicha hipótesis posibilita que los mecanismos que instancian las leyes psicológicas, intencionales, sean mecanismos computacionales, lo cual a su vez otorga credibilidad a la noción de que hay un patrón distintivo de explicación psicológica, que es la explicación intencional. Pese a todo esto, Fodor mantiene que disponer de una semántica naturalizada (es decir, libre de vocabulario intencional) no basta para fundamentar la explicación intencional; necesitamos además que dicha semántica sea atomista. En la filosofía de la mente y en la filosofía del lenguaje contemporáneas, al igual que en la propia psicología, el holismo es la doctrina imperante: la mayor parte de los filósofos y los psicólogos asumen que el contenido de un evento mental (un símbolo, un enunciado lingüístico, etc.) depende, en mayor o menor grado, de las relaciones que mantenga con todos los demás. Pues bien, según Fodor, la necesidad de una semántica atomista viene dada porque el holismo acaba contradiciendo la posibilidad de la explicación intencional. El argumento que va del holismo a la imposibilidad de la explicación intencional sería algo así como: todas las relaciones de un evento mental con otros eventos mentales influyen, en mayor o menor grado, en su contenido —eso es lo que afirma el holismo—, luego para que dos eventos mentales tengan el mismo contenido deben hallarse en las mismas relaciones con la misma red de eventos mentales (puesto que bastaría con que una de esas relaciones cambiase para que también cambiase el contenido), luego nunca hay dos eventos mentales que tengan el mismo contenido, luego nunca hay dos eventos mentales que puedan englobarse bajo una ley intencional (ya que tales leyes engloban los eventos mentales en virtud precisamente de su contenido), luego la explicación psicológica mediante leyes intencionales es imposible. Dado su irrenunciable compromiso con la explicación intencional, todo esto indica para Fodor que el holismo es falso y, por tanto, debe ser combatido poniendo en tela de juicio los argumentos que lo sustentan. En particular, Fodor (1987/1994, cap. 3) señala —y ataca con dureza— tres vías por las que el holismo ha hecho mella en la filosofía: una vía epistemológica, que parte de la crítica de Quine (1951) al empirismo29, otra que se origina en la definición relacional de los eventos mentales típica del funcionalismo, y una tercera arraigada en la semántica de rol conceptual30. La complejidad de 29

Es importante subrayar aquí que las objeciones de Fodor se dirigen contra una cierta interpretación holista de los planteamientos epistemológicos de Quine, y no contra dichos planteamientos. De hecho, el propio Fodor se inspirará en ellos al construir su arquitectura de la mente (véase el punto 12.4). Por lo demás, Fodor considera irónico que se encuentre precisamente en Quine una base para el holismo del significado cuando «Quine no es un holista del significado. Es un nihilista del significado» (Fodor, 1987/1994, 104). 30 Entre los psicólogos, por otra parte, es probable que la predominancia del holismo tenga relación más bien con planteamientos epistemológicos como los de Hanson (1958/1972) y Kuhn (1962/1971), y en último término provenga de la teoría de la percepción, desde la Gestalt hasta el New Look: la idea clave sería que no hay una distinción clara entre observación e inferencia, es decir, que lo que se ve depende de lo que se cree. Al hablar de la hipótesis de modularidad veremos que Fodor rechaza también este punto (véase el apartado 12.4.3).

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este triple debate hace aconsejable obviar su exposición en unas páginas, como éstas, de carácter introductorio. En todo caso, el fondo del argumento de Fodor no podría ser más claro: si el holismo es verdadero, entonces la explicación intencional es imposible; pero sabemos que la explicación intencional es posible, luego el holismo tiene que ser falso. 12.4. 12.4.1.

LA MODULARIDAD DE LA MENTE Módulos y sistemas centrales

Todo el tortuoso camino de argumentos y contraargumentos que venimos siguiendo no es —recordemos— sino un intento de legitimar con todo rigor la utilización de un vocabulario mentalista en la investigación psicológica con el que ésta quede liberada del yugo del reduccionismo. Una vez asentados estos cimientos, había de dar comienzo la edificación: la labor de dotar de contenido a la teoría psicológica. Cuando los primeros psicólogos cognitivos empezaron de hecho a trabajar en esta línea, uno de los primeros temas de los que se ocuparon fue, naturalmente, la percepción31. Buena parte de la batalla contra el conductismo consistió en mostrar que la percepción es algo más que respuesta discriminativa, así que para explicarla no bastaba con la teoría del aprendizaje. Aunque a menudo —en opinión de Fodor— sin distinguirlas claramente, las características de la percepción a las que los cognitivistas apelaban para ello eran dos: su inferencialidad y su no-encapsulamiento. Por inferencialidad se entendía que la percepción es en realidad un proceso mental (computacional) extraordinariamente complejo, cuyo desarrollo es similar a la resolución de problemas32. Por no-encapsulamiento se entendía que en la percepción intervienen, condicionando su curso y resultados, eventos mentales tradicionalmente considerados de orden superior como las creencias y los deseos. Este doble presupuesto venía definiendo la investigación sobre percepción cuando en 1983 se publicó La modularidad de la mente —quizás el texto más polémico e influyente de Fodor, al menos entre los psicólogos—, donde la concepción cognitivista del sistema perceptivo era sometida a una dura revisión. El punto de partida, en concreto, era que el cognitivismo estaba en lo cierto sobre la inferencialidad de la percepción, pero que los conductistas tenían razón, después de todo, en que la percepción es un proceso encapsulado, es decir, que opera aisladamente respecto del resto del sistema

31 La concepción cognitivista de la percepción que Fodor discute en lo que sigue se corresponde de forma explícita con lo que conocemos históricamente como «New Look». La controversia es empírica: «De hecho, gran parte del interés empírico de la tesis de modularidad reside en que las predicciones experimentales que de ella se derivan tienden a oponerse diametralmente a las que proponen los enfoques del New Look» (Fodor, 1983/1986, 100). 32 Recuérdese en este sentido la exposición de cómo las teorías cognitivistas de la percepción presuponen según Fodor la hipótesis del lenguaje del pensamiento, en el apartado 12.2.2.

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cognitivo. Para fundamentar esta postura, Fodor desarrolló toda una teoría sobre la arquitectura funcional de la mente, cuya piedra angular es la distinción entre módulos y sistemas centrales. Un módulo es un subsistema cognitivo que presenta (en un grado significativo) las siguientes características básicas: especificidad de dominio o dedicación (es decir, está especializado en tareas relativas a un determinado tipo de input o de output, por ejemplo contenidos de origen visual, o contenidos lingüísticos), encapsulamiento o impenetrabilidad cognitiva (es decir, no es sensible a la información proveniente de subsistemas superiores), autonomía computacional (es decir, no utiliza los recursos cognitivos globales del sistema, como la memoria o la atención), carácter innato, carácter compacto (es decir, está asociado a un mecanismo neural localizado) y carácter no ensamblado (es decir, no está compuesto de otros subsistemas cognitivos más elementales, sino que sus funciones son ejecutadas directamente por su mecanismo neural). Además, otros rasgos que probablemente compartan los sistemas modulares son un funcionamiento rápido (en comparación, naturalmente, con los sistemas centrales), obligatorio (es decir, automático, fuera del control voluntario del sujeto) e inaccesible a la conciencia, así como pautas específicas tanto de desarrollo ontogenético como de deterioro. La idea clave es que cuando un subsistema cognitivo es específico de dominio tiende a manifestar también el resto de estas propiedades. Por oposición, podemos perfilar la idea de un sistema central diciendo que se trata de un subsistema cognitivo cuyo dominio es general, que no está encapsulado, no es computacionalmente autónomo, tiene un fuerte componente aprendido, no está asociado a mecanismos neurales localizados, está ensamblado a partir de subsistemas más elementales, es relativamente lento, puede ser controlado a voluntad, cuyo funcionamiento puede a menudo ser seguido introspectivamente, y cuyo desarrollo y deterioro siguen pautas más bien difusas. Pero lo que define fundamentalmente a los sistemas centrales son las propiedades que Fodor, inspirándose en los planteamientos epistemológicos de Quine33, denomina isotropía y quineanismo. La confirmación de hipótesis científicas es isotrópica en tanto que la información relevante para la confirmación puede, por decirlo bruscamente, provenir de cualquier parte —«de cualquier área del universo de verdades empíricas (o, por supuesto, demostrativas) previamente establecidas» (Fodor, 1983/1986, 148). Además, la confirmación de hipótesis científicas es un proceso quineano. El quineanismo consiste en que el grado de confirmación que se atribuye a una determinada hipótesis «es sensible a […] propiedades del sistema de creencias en su totalidad» (Fodor, 1983/1986, 151) tales como simplicidad, plausibilidad o parsimonia. En la medida en que el funcionamiento de un subsistema cognitivo sea —como la confirmación de hipótesis científica— isotrópico y quineano, dicho subsistema es un sistema central, es decir, no es un módulo. Isotropía y quineanismo son, a grandes rasgos, lo contrario de especificidad de dominio y encapsulamiento. 33

Veáse nota 29.

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Pues bien, la hipótesis de modularidad afirma que los sistemas de entrada (es decir, la percepción y el lenguaje), y probablemente también los sistemas de salida (de integración motora), son módulos. Pero de alguna forma tiene que ser posible que el sistema cognitivo ponga en contacto la información relativa a diversos dominios proporcionada por los diversos módulos, así que si es cierto que los sistemas de entrada, además de ser específicos de dominio, están encapsulados (es decir, son módulos)34, entonces deben existir otros subsistemas cognitivos que operen simultáneamente en diversos dominios y no estén encapsulados (es decir, que no sean módulos). Ése sería el papel de los sistemas centrales. En efecto, la hipótesis de modularidad afirma también que los procesos psicológicos globales que confluyen en la fijación de creencias (tales como la solución de problemas, o, en general, todo razonamiento que no sea demostrativo35) son isotrópicos y quineanos: «[…] el nivel de aceptación de una determinada creencia depende del nivel de aceptación de cualquier otra [isotropía] y de las propiedades del conjunto total de creencias del individuo [quineanismo]» (Fodor, 1983/1986, 154). Ahora podemos ver claramente por qué —a juicio de Fodor— el conductismo tenía parte de razón. Aunque una teoría conductista de la percepción era inviable porque los sistemas de entrada son computacionalmente complejos —en eso se parecen a la cognición—, lo que sí es cierto es que están computacionalmente encapsulados —en eso se parecen a los reflejos (Fodor, 1990, 198). La apuesta de Fodor —claro está— es una psicología cognitiva que acomode la hipótesis de modularidad. En otro orden de cosas, es interesante constatar cómo la taxonomía de los procesos cognitivos propuesta por Fodor entronca con una tradición tan central en la historia de la psicología como la psicología de las facultades —no en vano, La modularidad de la mente se subtitula Un ensayo sobre la psicología de las facultades—, desde los intentos «poco serios» (Fodor, 1983/1986, 19) de la frenología de Gall hasta la psicología diferencial. En particular, Fodor refina la 34 Podrían ser específicos de dominio, pero no estar encapsulados y, por tanto, no ser modulares (o tambien viceversa): «En este sentido, un sistema puede ceñirse a un domino dado sin necesidad de estar encapsulado (limitándose, por ejemplo, a un ámbito relativamente reducido de problemas, pero sirviéndose de toda la información que esté a su alcance). Por otra parte, un sistema puede ser inespecífico con respecto a un dominio concreto y a la vez estar encapsulado (en cuyo caso, emitirá respuestas a cualquier problema que se le presente, aunque basándose en información muy restringida, sin abarcar toda la información relevante» (Fodor, 1983/1986, 147). En resumen, especificidad de dominio y encapsulamiento son lógicamente independientes, y lo que afirma la hipótesis de modularidad es precisamente que en el caso de los sistemas de entrada / salida ambas propiedades coinciden, es decir, que dichos sistemas son módulos. Por eso la modularidad se presenta como una hipótesis empírica, no como un análisis lógico. 35 Que un razonamiento no sea demostrativo quiere decir que su conclusión no se sigue necesariamente de sus datos o premisas. Por ejemplo, resolver una ecuación de primer grado es demostrativo; hacer una quiniela es (muy) no demostrativo (si alguien conociera un método demostrativo para hacer quinielas, nadie estaría dispuesto a dar dinero por acertarlas). Fodor defiende que en general la fijación de creencias se parece más a las quinielas que a las ecuaciones.

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distinción entre facultades verticales, que corresponderían a los módulos, y facultades horizontales, que corresponderían a los sistemas centrales. Y también es interesante constatar cómo la taxonomía fodoriana se distancia de la idea tradicional que distingue por un lado las facultades verticales de la percepción y por otro las facultades horizontales del pensamiento y el lenguaje (Fodor, 1983/1986, 72). De acuerdo con la hipótesis de modularidad, la percepción y el lenguaje forman juntos una clase natural, la de los sistemas de entrada. Desde luego, eso no implica que el lenguaje no tenga también un papel crucial en los sistemas centrales, ya que un mismo mecanismo psicológico puede, en diversos aspectos, pertenecer a varias categorías funcionales. Por último, una observación que puede a estas alturas parecer algo paradójica: según el propio Fodor, es una limitación inherente a la psicología computacional que los sistemas centrales le resultan intratables. De hecho, lo que Fodor (irónicamente) aspira a establecer como «Primera ley de Fodor sobre la inexistencia de la ciencia cognitiva» afirma que «cuanto más global (cuanto más isotrópico) es un proceso cognitivo, tanto menos se comprende. Los procesos muy globales, como el razonamiento, no se comprenden en absoluto» (Fodor, 1983/1986, 151). La razón de que, a pesar de esto, Fodor haya dedicado la mayor parte de su obra a defender la psicología computacional es que, a su juicio, es la única psicología que por lo menos nos permite comprender algo —aunque sea sólo los subsistemas modulares y una idea general de cómo funciona la mente. 12.4.2.

¿Por qué debe la mente ser modular?

La cuestión de si la arquitectura de la mente humana es o no modular deberá resolverse experimentalmente. Sin embargo, cabe buscar apoyo para la hipótesis de modularidad —aunque no sea un apoyo decisivo— en argumentos que muestren que una arquitectura modular resultaría evolutivamente más ventajosa que una arquitectura no modular. En concreto, cabe preguntarse qué ventajas evolutivas podría aportar que los sistemas de entrada fueran modulares (y cuáles que no lo fueran). Dicho de otra forma: dada la función que cumplen los sistemas de entrada, ¿hay alguna razón por la que un mecanismo modular (o bien uno no modular) esté mejor capacitado para cumplir dicha función?36 Naturalmente, la respuesta a esa pregunta depende crucialmente de cuál consideremos que es la función que cumplen los sistemas de entrada. Como buen cognitivista, Fodor parte de que la función de la percepción tiene que ver fundamentalmente con la fijación de creencias: percibir sirve para tener creencias verdaderas37. Más específicamente, «[…] la idea es que ciertos esta-

36 Por supuesto, la misma cuestión podría plantearse respecto a los sistemas de salida (integración motora). 37 Posteriormente, esas creencias verdaderas sirven —junto con necesidades, deseos…—

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dos orgánicos registran los estímulos proximales por los que son causados, y que ciertos procesos cognitivos infieren la organización de los objetos distales locales a partir de los efectos orgánicos de dichos estímulos proximales. […] La función de los mecanismos perceptivos es ejecutar esas inferencias» (Fodor, 1990, 209). Así que, en definitiva, la pregunta a la que nos enfrentamos es: cuando se trata de ejecutar esas inferencias, ¿qué ventajas evolutivas podría conferir hacerlo mediante un mecanismo específico de dominio y encapsulado? En cuanto a la especificidad de dominio, Fodor argumenta que en las inferencias que realiza el sistema perceptivo se da la peculiaridad de que siempre y cuando la información que el sistema perceptivo tiene en cuenta se restrinja a los efectos orgánicos de los estímulos proximales, dichas inferencias pueden ser realizadas mediante procedimientos computacionales algorítmicos (o sea, que —por así decirlo— garantizan que si se parte de «datos» correctos se obtendrán resultados correctos); pero, si no se respetara esa restricción, tampoco se cumpliría tal garantía. Por ejemplo, nuestro sistema de percepción del habla es capaz, con una rapidez y seguridad extraordinarias, de inferir una descripción correcta del contenido de lo que dice un hablante basándose exclusivamente en los efectos auditivos de los sonidos que emite —suponiendo, por supuesto, que seamos hablantes de la misma lengua. Pero si, como de hecho sucede en fases posteriores (no modulares) del análisis, se empezaran a tener en cuenta otras fuentes de información —lo que uno cree sobre el hablante, sobre sus intenciones, sobre las circunstancias, etc.— entonces la rapidez y la seguridad se disiparían, porque para resolver ese tipo de inferencias no hay algoritmos con los que el sistema cognitivo pueda contar —como cualquiera puede comprobar diariamente. Y lo mismo sería válido para los demás sistemas de entrada. En otras palabras, el precio que hay que pagar para que los mecanismos perceptivos sean algorítmicos (y por tanto rápidos y seguros) es que sean insensibles a información ajena a su dominio específico. O al revés: la ventaja de la especificidad de dominio de los sistemas de entrada es que permite que dichos sistemas operen algorítmicamente. Pero si queremos concluir que un sistema modular estaría mejor capacitado que uno no modular para realizar las tareas que realizan los sistemas de entrada, además de que sea ventajosa la especificidad de dominio, necesitamos que también lo sea el encapsulamiento. Quienes han defendido que la percepción no está encapsulada han apelado a menudo al argumento de que si las creencias y expectativas del sujeto pueden condicionar sus procesos perceptivos, ello permitirá conclusiones correctas, y más veloces, a partir de estímulos menos claros —al menos cuando dichas creencias y expectativas sean también correctas. Así pues, el no encapsulamiento evitaría —digamos—

para tomar decisiones que guíen la conducta de forma que se maximicen las posibilidades de supervivencia, reproducción, etc. Pero la función de la percepción no es, en general, guiar directamente la conducta; eso equivaldría a reducir el sistema cognitivo a un sistema de reflejos. Véase Fodor (1990, 207-208).

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tener que procesar a fondo toda la información estimular. La idea parece razonable: si en determinadas circunstancias, por ejemplo, un organismo espera toparse con un depredador, cualquier pequeña pista hará que detecte rápidamente al depredador sin tener que analizar el estímulo en todos sus detalles, y eso podría ser una ventaja muy relevante para escapar. Sin embargo, Fodor (1990, 217-221) ha señalado que esta línea de argumentación se basa en dos presupuestos que ni ha demostrado ni puede demostrar: primero, que el coste computacional (especialmente en términos de velocidad) de incluir en el procesamiento perceptivo creencias y expectativas sea menor que el de procesar el estímulo a fondo, y segundo, que para un organismo sea a fin de cuentas más ventajoso ser rápido cuando sus expectativas son correctas que ser exacto cuando no lo son. Respecto al primer punto, es bien posible que un sistema perceptivo sensible a las creencias y expectativas del organismo relevantes en cada circunstancia fuera en realidad un sistema más lento, puesto que en algún momento habría que resolver el problema de cuáles son las creencias y expectativas relevantes de entre toda la red de creencias y expectativas del organismo, dotar al sistema perceptivo de acceso a ellas, determinar si se ven efectivamente corroboradas por la información que maneja el sistema perceptivo, etc. Respecto al segundo punto, es bien posible que para un organismo sea más ventajoso ser algo más lento cuando sus expectativas son correctas y, a cambio, no equivocarse cuando no lo son, que ser algo más rápido cuando sus expectativas son correctas pero correr el riesgo de equivocarse cuando no lo son. Siguiendo con el ejemplo: incluso si ignoramos el primer punto y concedemos que con un sistema perceptivo no encapsulado el organismo podría ser muy rápido en detectar un depredador cuando espera encontrarse con uno, no cabe duda de que sería más lento en detectarlo cuando no esperara encontrárselo (porque esa expectativa negativa también influiría en el procesamiento perceptivo). Y tal vez sea más ventajoso tener un sistema perceptivo encapsulado que tarde un poco más en detectar un depredador cuando uno espera toparse con él (debido a que esa expectativa no influye en la percepción —es decir, no la acelera) si ello nos permite detectarlo también con rapidez y seguridad cuando uno no espera toparse con él (debido a que la expectativa de no encontrarse con un depredador tampoco influye en los procesos perceptivos —es decir, en este caso, no los ralentiza—). En definitiva, los argumentos a favor de las ventajas evolutivas del no encapsulamiento (o del encapsulamiento) dependen de cuestiones empíricas sobre, primero, costes computacionales y, segundo, costes situacionales del acierto y el error para las que no disponemos de respuestas. Mientras que no haya respuestas a esas cuestiones, tampoco habrá argumentos firmes a favor de las ventajas evolutivas ni del encapsulamiento ni del no encapsulamiento. En el caso de los humanos, sin embargo, hay un terreno en el que el encapsulamiento es claramente preferible: la investigación científica. Para ser un buen científico, la rapidez cuando las expectativas teóricas son correctas da igual, lo importante es la exactitud cuando son incorrectas, que es lo que permite revisarlas. Como diría Fodor (1990, 222): si el sistema perceptivo no

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está encapsulado, malas noticias para los científicos. Ahora bien, las condiciones que optimizan la investigación científica son las mismas que optimizan la fijación de creencias verdaderas en general. Es de perogrullo que si el objetivo es que nuestras inferencias nos lleven a creencias verdaderas —y ése es, suponemos, el objetivo de la percepción—, entonces nuestras inferencias deben, por un lado, cumplir un requisito de adecuación observacional (es decir, ser compatibles con los datos) y, por otro, un requisito de conservadurismo (o sea, alterar lo menos posible el conjunto de creencias previo). Una buena forma de conseguir respetar simultáneamente ambos requisitos es hacerlo en dos fases: primero, seleccionar las inferencias que coincidan con los datos proporcionados por la percepción y después, de entre las seleccionadas, seleccionar la que menos altere el conjunto de creencias previo. Para que esto funcione, desde luego, en la primera fase no deben intervenir las creencias previas; o lo que es lo mismo, la primera fase debe estar encapsulada —y la primera fase de este proceso es precisamente lo que llamamos «percepción». Así que «si la función de la percepción es su papel en la fijación de creencias verdaderas, entonces tendríamos razones epistemológicas para preferir que la percepción estuviera encapsulada (aunque la percepción encapsulada fuera lenta y costosa)» (Fodor, 1990, 225). En resumen, un sistema perceptivo encapsulado está mejor capacitado para cumplir las condiciones epistemológicas que favorecen la fijación de creencias verdaderas, por las mismas razones que un científico cuyas observaciones no están sesgadas por sus teorías está mejor capacitado para desarrollar teorías verdaderas. 12.4.3.

Observación e inferencia

La idea de los primeros cognitivistas de que la percepción era un proceso inferencial y no encapsulado tenía una consecuencia especialmente interesante: no quedaba ninguna diferencia entre el razonamiento (en particular, la solución de problemas) y la percepción —excepto quizá que en ocasiones el proceso de razonamiento pueda ser consciente y el proceso perceptivo no. Si la percepción es un proceso de inferencia en el que pueden intervenir (mediante procesamiento de arriba abajo) creencias, expectativas, etc., entonces no podemos decir que haya un tipo de creencias que sean puramente observacionales (es decir, derivadas de la información estimular) y otras que sean inferenciales (es decir, derivadas de otras creencias ya establecidas): todas son más o menos inferenciales. En términos epistemológicos, esto equivale a afirmar que no es posible trazar una distinción nítida entre observación e inferencia, o, en una expresión más célebre, que «toda observación está cargada de teoría»38. Y generalmente esto acaba llevando a posiciones escépticas

38 Contra el ejemplo clásico de Hanson (1958/1972), Fodor mantendría que tanto Kepler como Brahe veían lo mismo al mirar el sol, aunque luego —digamos— lo conceptualizaran de diferente manera.

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o relativistas: todos los sistemas de creencias, entre ellos los paradigmas científicos, son inconmensurables, no es posible otorgar mayor grado de confirmación o de verdad a unas creencias frente a otras, etc. Como hemos visto, la hipótesis de modularidad nos invita a pensar en la percepción como un proceso inferencial pero encapsulado. En consecuencia, la hipótesis de modularidad nos permite mantener la distinción entre observación e inferencia, evitando el escepticismo y el relativismo. Concretamente: si la percepción es modular, dos organismos con el mismo aparato sensorialperceptivo percibirán las mismas cosas y llegarán a las mismas creencias observacionales dada la misma estimulación, sin importar cuánto difieran sus otras creencias o las teorías a las que se adhieran (Fodor, 1990, 232-233). En fin, que si tú crees que lo que va a aparecer detrás de una esquina es un perro y yo que es un gato, pero resulta ser una gallina, los dos, creamos lo que creamos, veremos una gallina. Y si es una sombra que tú identificas como un perro y yo como un gato, lo que habremos visto, creamos lo que creamos, es una sombra. Por otro lado, la idea de que el significado es un fenómeno holista39 también puede conducir al abandono de la distinción entre observación e inferencia: si el significado de un término depende de sus relaciones con todos los demás términos, entonces ningún término es puramente observacional (es decir, no hay ningún término cuyo significado dependa sencillamente de sus relaciones con una propiedad observada). Pero si no hay términos observacionales tampoco puede haber, desde luego, enunciados construidos con esos términos que se puedan confirmar mediante la mera observación; ni, por tanto, puede haber observaciones no condicionadas por teorías, ni una distinción clara entre observación e inferencia, etc. La lucha de Fodor contra el holismo y su defensa de la hipótesis de modularidad son, pues, la cara y la cruz de una misma moneda. Conviene aclarar, por otro lado, que Fodor no niega que en la forma en que los científicos hablan habitualmente de observación, la observación sea relativa a una teoría. Efectivamente, cuando un científico dice que ha observado tal tiempo de reacción, dicha observación es relativa a una teoría sobre los instrumentos experimentales (especialmente el cronómetro), sobre las condiciones experimentales, sobre las variables independientes y dependientes relevantes, etc. Una observación, en este sentido, es relativa a una teoría, y no se puede distinguir de una inferencia. En este sentido, distintos científicos que tuvieran distintas teorías observarían efectivamente distintos resultados en el mismo experimento. Sin embargo, hay otro sentido en el que lo que diríamos que el científico ha observado es tal tiempo de reacción, y eso es independiente de sus teorías: si en el cronómetro pone «200 ms», todo científico que lo mire observará que pone «200 ms», independientemente de sus teorías; eso es precisamente lo que permite dilucidar cuál de las teorías acomoda mejor los datos. Con toda seguridad, también fuera del ámbito cientí39

Revísese a este respecto el apartado 12.3.4.

La teoría representacional de la mente de Jerry Fodor

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fico, en la vida cotidiana, se dice que se observa algo en distintos sentidos en distintas ocasiones, pero nada de esto es relevante para los intereses de Fodor. Lo que es relevante es que hay un sentido básico en el que gracias a la hipótesis de modularidad es posible mantener una distinción entre observación e inferencia. Un último apunte. Si fuera cierto que nuestras creencias o nuestras teorías pueden condicionar nuestras observaciones, probablemente tendríamos que seguir a Paul M. Churchland (1984/1992) cuando propone que algún día, cuando la ciencia haya avanzado lo suficiente, en vez de colores veremos longitudes de onda, y en vez de atribuir a los demás y a nosotros mismos creencias o deseos atribuiremos estados cerebrales. Si, por el contrario, la hipótesis de modularidad es correcta, y al menos en una primera fase de procesamiento nuestras observaciones no se ven afectadas por nuestras creencias o teorías, entonces nada de eso sucederá por mucho que avance la ciencia; en particular, la psicología de sentido común nunca será eliminada en favor de una teoría neurofisiológica como Churchland pretende. Con ello, pues, se cierra el círculo: la defensa de la psicología de sentido común, con la que Fodor se halla radicalmente comprometido a través de toda su obra, encuentra un apoyo crucial en la hipótesis de modularidad frente a los embates eliminativistas.

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Capítulo XIII

El problema de la identidad personal Mariano Rodríguez González

Desde luego que la perplejidad que provoca el que me pueda, y me puedan, considerar básicamente la misma persona a pesar de los múltiples cambios que he ido sufriendo con el paso de los años da pie a un problema que se enmarca en una compleja historia intelectual, y que es accesible desde muy diversas perspectivas dentro del ámbito de las denominadas ciencias humanas. Tenemos que empezar recortando drásticamente las expectativas del lector: en lo fundamental, vamos a prescindir de debatir la cuestión por el procedimiento de trazar el recorrido histórico de los argumentos que han intentado resolverla, aun cuando nadie puede negar que el problema de la identidad personal surge como un enigma, y una preocupación, característicamente modernos y occidentales. En segundo lugar, no nos vamos a ocupar de las perspectivas sociológicas, ni en general de las científicas en psicología o antropología cultural, por mucho que no haga falta observar, porque es evidente, que nuestro problema es también un problema cultural, y psicológico y sociológico. Nos limitaremos a la filosofía actual. Y en este terreno seleccionado nos circunscribiremos al debate que está teniendo lugar entre los herederos de la tradición anglosajona de la filosofía analítica, por la razón de que si el asunto de la identidad personal es uno de los más representativos de la reflexión filosófica del presente lo es precisamente en la medida en que discurre enmarcado en esta tradición tan importante (además, el planteamiento elegido es el que sigue permaneciendo más en contacto con las preocupaciones convencionales de la psicología científica). Somos conscientes de que nuestra elección, obligada en buena medida por la inmensidad del tema, tiene su lado malo: sobre todo se echa de menos una discusión del concepto de temporalidad desde la perspectiva de la vida

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humana o de la historia. El tiempo de la «identidad personal a través del tiempo» queda indeterminado y sin tematizar, en lugar de decírsenos algo de él para que nos podamos formar una idea más o menos utilizable, sino que simplemente se da por sobreentendido como la temporalidad astronómica neutra que miden los relojes. Pero se podría decir que no es como tal el tiempo del reloj el que nos va cambiando y envejeciendo. Por eso acabaremos este trabajo abriéndonos a otro ámbito filosófico diferente, el de la hermenéutica. De forma que lo que sigue podrá ser considerado al final como una especie de introducción de tipo básicamente conceptual. 13.1. RECONOCIENDO EL PROBLEMA Nos vamos a centrar a lo largo de este trabajo en la discusión filosófica actual de la cuestión de la identidad de las personas a través del tiempo. Podemos caracterizarla, para empezar, tomando prestadas las palabras de uno de sus muchos estudiosos, como «el problema de dar una explicación de las condiciones lógicamente necesarias y suficientes para que una persona identificada en un tiempo determinado sea la misma persona que una persona identificada en un tiempo diferente» (Noonan, 1989, 2). El asunto estaría, entonces, relativamente claro: de lo que se trata es de fijar los requisitos que tendrán que cumplirse para que sea lícito decir, del niño de ocho años que aparece en la foto del viejo álbum familiar y del barbudo cuarentón que la contempla con aire de nostalgia, que son la misma persona. O sea que aquello en lo que consista la identidad personal a través del tiempo habrá que determinarlo especificando el criterio de la identidad personal a través del tiempo. Porque, para decir de una persona actual y de otra, pasada o futura, que son la misma persona, tiene uno que constatar que hay algún tipo de relación entre ambas: esta relación precisamente es la que las constituye como uno y el mismo «objeto». En la relación tenemos el criterio que nos autoriza a identificarlas, y ello es así porque es la que las hace la misma persona. Pero dar con una relación que se halle libre de objeciones no es nada fácil. Esgrimiendo la Ley de Leibniz, por ejemplo, la que nos viene a decir que para que dos cosas sean iguales tienen que compartir la totalidad de sus propiedades, tendríamos que acabar de una vez concluyendo que cada cosa es igual a sí misma y diferente de todas las demás. Está claro que hace treinta y tantos años yo tenía unas características y ahora tengo otras muy diferentes, así que ¿cómo puede tomarme la gente por la misma persona?; ¿cómo puedo estar yo seguro de ser la misma persona? Apuntar esta aparente dificultad nos sirve ahora para distinguir entre identidad cualitativa e identidad numérica: yo y mi réplica obtenida por clonación seríamos exactamente iguales, siempre y cuando demos por supuesto que hallarse en los mismos estados cerebrales implica atravesar los mismos procesos psicológicos. Pero somos iguales en el sentido de que somos cualitativamente idénticos, no en el de que somos la misma persona (numéricamente idénticos). Y lo que nos interesa a nosotros es la identidad numérica, que se refiere en general al número de objetos indivi-

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duales implicados en determinado contexto (si A y B son idénticos, entonces sólo hay un objeto implicado), y no la cualitativa, que tiene que ver con similitudes entre objetos diferentes, o entre etapas temporales diferentes en la vida del mismo objeto. Esta última es una relación que admite grados, mientras que la primera es cuestión de todo o nada. En realidad, la identidad numérica es una propiedad de una cosa: dos pelotas de goma se pueden parecer en que son rojas, pero la propiedad «ser el mismo que el niño de la foto» sólo se puede predicar de mí. Lo que ocurre es que la Ley de Leibniz, si lo pensamos bien, no cuestionaría la identidad de las personas a lo largo de su vida porque está claro que la identidad numérica puede mantenerse no obstante un cambio muy notable de propiedades a través del tiempo. Cabe identidad numérica sin identidad cualitativa; en suma, el mismo coche va envejeciendo hasta que empieza a fallar y llega un momento en que ya no sirve. Sí que es incompatible el cambio con la identidad cualitativa de los estados sucesivos de la cosa que cambia, desde luego, pero en absoluto impide, sino que hasta exige, que los estados sucesivos lo sean de una misma cosa, numéricamente hablando. Como hiciera Shoemaker (1984, 73), tendríamos entonces que perfilar temporalmente el sentido recto de la famosa ley diciendo que, para que A y B sean idénticos, cualquier propiedad que A tenga en un momento determinado la tiene que tener B en ese mismo momento. De manera que el que A y B sean numéricamente idénticos es compatible con el hecho de que A (=B) tenga diferentes propiedades en diferentes momentos. Las personas cambian manteniéndose las mismas, y desde luego la Lógica no puede impedirlo. Pero es que los enigmas genuinos respetan siempre la lógica. Yo ahora tengo unas propiedades de las que carecía hace treinta años, eso es todo. Nos interesa la identidad numérica, entre otras cosas, porque refiriéndonos a ella podemos formular dos tipos diferentes de juicios. Por un lado, los juicios de identidad propiamente dichos («el objeto A en el momento t1 es el mismo que el objeto B en el momento t2»: «la persona que está ahora en la celda es la persona que ayer cometió el asesinato»); por otro, juicios de identificación («el objeto A en el tiempo t es exactamente el mismo que el objeto B en el tiempo t»: «la persona más alta de las que están en la habitación es la persona más vieja de las que están en la habitación»). Y los enigmáticos serían los juicios de identidad, desde luego, los que nos van a interesar sobre todo, porque para formularlos necesitamos algo más que la mera igualdad de propiedades. Hay una tercera distinción importante —y trazar distinciones sería una de las tareas del pensar, porque pensamos, sobre todo, para luchar contra la confusión—, la que separa la identidad determinada de la indeterminada. Fue el obispo Butler (1736-1975) el que más insistió en que la identidad de las cosas no tiene nada que ver con la identidad de las personas. La primera sería una identidad blanda, o identidad en sentido popular, porque las cosas físicas jamás son exactamente las mismas: el mundo de los árboles, los animales y las casas es un mundo heraclíteo donde nada es idéntico a sí mismo en dos instantes de tiempo diferentes, aunque por motivos prácticos de mucho peso

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nosotros fingimos que esta pluma estilográfica que tengo ahora en mi mano es la misma pluma sobre la mesa de hace una semana. Las personas, por el contrario, en opinión de Butler y de otros espiritualistas como él, sí que mantendrían su identidad en sentido estricto, por eso todos los que buscaban oponerse al materialismo triunfante ponían énfasis en esta tercera distinción para convencernos de que no es posible reducir la persona a su cuerpo: sería completamente diferente la identidad corporal de la personal. Y es que, como la vieja historia del barco de Teseo parece mostrarnos, en el caso de los objetos y los artefactos la identidad a través del tiempo vendría fijada por convención1, lo que carecería de sentido suponer que ocurre con las personas. Para el sentido común, los juicios de identidad personal a través del tiempo se emiten y se garantizan desde el criterio corporal, al menos en las condiciones normales de todos los días. Mismo cuerpo misma persona, nadie lo puede negar. Ahora bien, se utiliza aquí el criterio corporal, propiamente hablando, como criterio de evidencia, es decir, el que el cuerpo sea el mismo, normalmente, es indicio de que la persona es la misma. Pero lo que los filósofos buscan en este ámbito es un criterio constitutivo, o sea, un criterio de tipo semántico y metafísico: no se trata tanto de indagar qué va a contar como evidencia de mismidad a través del tiempo como de determinar en qué consiste la identidad personal, o bien cuál es su significado. Confundir dos clases tan diferentes de criterios sería como decir que en las huellas dactilares se resuelve todo el misterio de ser persona. Habría una íntima relación entre el problema de la identidad personal a través del tiempo y el problema de determinar las condiciones que estimamos necesarias para contar como persona: si pretendemos explicar en qué consiste ser una persona no tenemos más remedio que especificar las condiciones de identidad para los miembros de la clase de las personas2. Aunque no haya un límite claramente reconocible que separe la ciencia empírica del estudio filosófico, nuestro problema se ha planteado sobre todo como cuestión de análisis conceptual. Y es que somos de la opinión, defendida por muchos filósofos en la actualidad, de que ser persona no equivaldría propiamente a pertenecer a una especie biológica concreta, por lo que no habría una esencia real de persona cuya consistencia a través del tiempo 1 Teseo ha estado navegando todo un año por los mares del mundo, pero llega el momento en que el estado de deterioro de su barco se hace alarmante, así que lo saca al dique seco y procede a repararlo. La reparación es más seria de lo que al principio pensó, de forma que, cuando termina, todas las piezas del barco han sido sustituidas por otras idénticas a las originales. Teseo se hace al fin a la mar. Pero ocurre que no es el único que lo hace: un rival suyo ha ido recogiendo las piezas que Teseo desechaba y, tras restaurarlas una a una, las ha ido ensamblando en un barco exactamente igual al de Teseo, con el que también se hace a la mar por aquellos días. Pues bien, no hay nada «en los hechos mismos» que nos permita contestar a esta pregunta: ¿cuál de los dos barcos, el nuevo de Teseo o el del rival, es (numéricamente) idéntico al barco primitivo? (Sanfélix, 1994, 257). 2 El mismo Noonan parte de la idea de Quine de que preguntar en qué consiste la identidad de X a través del tiempo incluye pedir una especificación de las condiciones necesarias para ser un X.

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pudiera explicarse empíricamente y cuyas manifestaciones constituyeran el objeto de estudio de una ciencia. Esto viene a parar en que el simple hecho de presentar el problema de la identidad personal en unos términos o en otros está lejos de ser una opción inocente, que no venga preñada de supuestos teóricos: por ejemplo, algunos autores (Perry 1975) nos hablan de «etapas-persona» o «lonchas-temporales» (person-stages, time-slices), haciendo así de la persona la integral de las extensiones de conciencia que corresponderían a cada momento determinado, y que se van sucediendo las unas a las otras, en vez de presentarla, al modo más tradicional, como alguna suerte de sustancia que persistiría a la base de esas partes temporales3. De manera que la relación decisiva en este caso sería la de la unidad entre las diversas partes, determinada por su pertenencia común a la misma persona-suma: ¿cómo caracterizaríamos esta relación de unidad que se tiene que dar entre etapaspersona para que sean las etapas de una y la misma persona? (Shoemaker & Swinburne, 1984, 74). Convendría terminar poniendo de manifiesto nuestra convicción de que el empeño en descubrir los criterios de identidad personal no se reduce a un mero entretenimiento académico de pensadores que han dejado de pisar el suelo de la realidad cotidiana. No sólo porque se trata, como decíamos, de llegar a saber algo relevante acerca de nosotros mismos, que nos tenemos unos a otros por personas, sino porque, además, las implicaciones prácticas del problema son evidentemente de enorme importancia, tanto en el ámbito de la ética como en los del derecho y la política. Basta con que pensemos por un instante en la noción de responsabilidad, y en casos concretos como el de los juicios penales por delitos cometidos muchos años antes, o el de la validez moral de compromisos matrimoniales llevados a cabo por personas en épocas ya lejanas, por ejemplo, para darnos cuenta de ello. 13.2. EL CRITERIO FÍSICO No cabe duda de que en el ámbito de nuestra vida cotidiana la identidad de una persona viene a consistir en la identidad de su cuerpo: no estableceríamos aquí diferencia esencial entre personas y objetos físicos, a pesar de lo que le pueda repugnar esta situación al obispo Butler. Lo cual quiere decir que la identidad vendría dada fundamentalmente por la continuidad espaciotemporal. En efecto, el criterio corporal exigiría algo absurdo si exigiera, para

3 Las nociones de «loncha» y de «integral» están recogidas de las Matemáticas, en concreto, del cálculo diferencial e integral. En el siglo xviii, Newton y Leibniz solucionaron un difícil problema matemático: la medición de áreas limitadas bajo curvas muy diversas, en un intervalo [a,b]. La idea era convertir esas áreas en la suma de un gran número de áreas infinitesimales o «lonchas», que eran, a todos los efectos, rectángulos y, por lo tanto, fáciles de medir. La palabra «integral» significa, precisamente, la integración de todas las áreas infinitesimales, su acumulación o sumatorio, hasta establecer el área total bajo la curva estudiada y en el intervalo establecido [a, b].

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considerar que dos personas localizadas en dos tiempos distintos son la misma persona, la identidad material estricta, porque evidentemente cualquier objeto, incluido nuestro cuerpo, está siempre cambiando. Pero de aquí no hace ninguna falta pasar con Butler al rechazo del criterio, sino simplemente a perfilarlo correctamente: lo que se requiere es que las transformaciones tengan lugar de una determinada manera, por pasos más o menos paulatinos que podamos reconocer como tales4. No cabe duda de que en nuestros juicios de identificación nos basamos en el cuerpo, y, aunque se pueda objetar que al hablar de la identidad personal lo que tiene importancia más que nada son nuestras experiencias conscientes, ocurre que las mismas dependen causalmente del cuerpo, por mucho que pensemos que podría haber sido de otro modo. En el interior del sentido común todo es seguridad, pero nos encontramos con sus límites con sólo imaginar contraejemplos lógicamente posibles, o sea, no contradictorios. El caso del trasplante de cerebro5 nos lleva a pensar que lo que se requiere para la identidad de la persona no es propiamente la identidad del cuerpo completo, sino la identidad del cerebro. Para los defensores del criterio cerebral no habría nada enigmático en la identidad de las personas a través del tiempo; misma persona no es otra cosa que mismo cerebro. Hasta ese sentido de distinción frente al entorno que caracteriza a las personas traduciría la respuesta del cerebro a sus entradas sensoriales, en la que trata a sus terminaciones nerviosas como sus límites. Atkins (1987) no duda de que la ciencia demostrará que el yo «no es más que» un estado del cerebro, e incluso Nagel (1986) había proclamado, si bien desde la teoría del doble aspecto que defendiera el racionalista Spinoza, que as a matter of fact, el yo es el cerebro. Puedo perderlo todo y seguir siendo yo, todo excepto mi cerebro.

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Una vez más la formulación de Noonan: «Según el criterio corporal de identidad personal, lo que se requiere para la identidad de la persona P2 en el tiempo t2 y la persona P1 en el tiempo t1 no es que P2 y P1 sean materialmente idénticas, sino sólo que la materia que constituye a P2 haya resultado de la que constituye a P1 por una serie de sustituciones más o menos graduales, de tal manera que sea correcto decir que el cuerpo de P2 en t2 es idéntico al cuerpo de P1 en t1» (pág. 3). 5 «Supongamos que en nuestra sociedad la cirugía ha alcanzado un nivel de desarrollo muy elevado. La técnica habitual para operar tumores cerebrales consiste en extraer el cerebro del cráneo, separándolo completamente del cuerpo, mantenerlo vivo mientras dura la operación y colocarlo de nuevo en su sitio, restableciendo las conexiones originales. Cierto día una clínica quirúrgica descubre que sus cirujanos han cometido un terrible error. Han operado a dos pacientes, el señor Brown y el señor Robinson, mediante el procedimiento descrito, pero han reinsertado el cerebro de Brown en el cuerpo de Robinson y el cerebro de Robinson en el cuerpo de Brown. Uno de estos hombres, el que tiene el cerebro de Robinson y el cuerpo de Brown, muere inmediatamente. Pero el otro sobrevive y recupera la conciencia. Llamemos a este hombre ‘Brownson’. Al despertar, Brownson se horroriza al verse en un espejo. No reconoce ni su rostro ni el timbre de su voz. Quiere que le llamen Brown, tiene recuerdos aparentes que se ajustan a la vida de Brown y pretende, desde luego, que le lleven a la casa de Brown con la familia de Brown, no a la casa de Robinson con unas personas que no reconoce» ( Martín Lozano, 1995, 81).

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Pero la cosa no quedó aquí, porque los estudios experimentales con pacientes comisurotomizados6 dieron pie a una serie de reflexiones de carácter más o menos filosófico (Sperry, 1968; Puccetti, 1989; Nagel, 1979; Humphrey y Dennett, 1989) de las que surgió la idea de que tampoco se requeriría para asegurar la identidad personal la totalidad del cerebro, sino sólo una porción suficiente del mismo, suficiente en el sentido de que baste para realizar la psicología básica que tenemos en común con todos los seres humanos normales (y muchos subnormales). Habríamos llegado de este modo, al final, al criterio físico: para que existas en un momento futuro tiene que darse la existencia, hasta ese momento, de tus capacidades mentales básicas (para lo que tiene que darse la realización física de esas capacidades en un realizador físicamente continuo7). Como vemos, el problema de la relación mente/cerebro se da sencillamente por resuelto, en la forma de la teoría de la identidad de tipos. Pero muchos de los que defienden, frente a todo esto, la continuidad psicológica como criterio de identidad personal, al que nos tenemos que referir ahora pero tan sólo de pasada porque lo estudiaremos en el apartado siguiente, se sintieron avalados por la teoría funcionalista de la mente al urdir el experimento mental de la Transmisión del Estado Cerebral8 (TEC), que nos pone ante un caso cuya posibilidad lógica bastaría según ellos si no para herir de muerte al criterio físico, sí al menos para comprometer su supuesto rango de criterio constitutivo o semántico. Desde este punto de vista todo este recorrido sería una vía cerrada, y tendríamos que pasar ya a la consideración de la continuidad psicológica, el criterio objetivo rival de los que estamos considerando aquí.

6 Esos casos de bisección cerebral con la consiguiente desconexión de hemisferios en los que se ha cortado el corpus callosum del cerebro como tratamiento de urgencia de la epilepsia muy grave. 7 Si lo queremos poner como Unger (1990, 141-142): «La persona X es ahora una y la misma que la persona Y en algún momento del futuro si y sólo si, desde el realizador físico actual de la psicología de X en este momento al realizador físico de la psicología de Y en ese momento futuro, hay realización física suficientemente continua de suficientes aspectos, suficientemente centrales, de la psicología actual de X». 8 «Imaginemos una sociedad futura en la que las personas están sometidas a la acción continua de cierta radiación que daña fatalmente sus cuerpos, de manera que apenas sobreviven unos años. Su avanzada ciencia médica ha ideado un procedimiento para solventar este problema. A partir de la información genética contenida en ciertas células del cuerpo de cada persona, los médicos crean duplicados exactos de ese cuerpo y los almacenan en un estado que los protege de la radiación. Cada cierto número de años, toda persona ingresa en el hospital durante un día para cambiar de cuerpo. Valiéndose del dispositivo de Transmisión del Estado Cerebral, los médicos reproducen exactamente la estructura cerebral de la persona que ha ingresado, en el cerebro de sus duplicados corporales. La operación destruye el cerebro original; el cuerpo original muere y es incinerado. Del hospital sale al día siguiente un nuevo cuerpo animado, psicológicamente continuo con la persona original… En esta sociedad nadie duda de que el dispositivo de transmisión del estado cerebral garantiza la identidad personal, esto es, nadie duda de que la persona que sale de la clínica es la misma que la que entró» (Martín Lozano, 1995, 88)

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Pero no sólo se sigue insistiendo en que el cerebro es la base de todas nuestras funciones mentales, y en que por tanto cuando decimos «esta misma persona» estamos diciendo «este mismo cerebro», sino incluso ocurre que autores de la talla de B. Williams y de J. Perry han venido resaltando infatigablemente el papel determinante de la corporalidad en lo que podríamos llamar la experiencia de nuestra identidad personal, por mucho que el experimento de la TEC nos haya abierto otros horizontes filosóficos diferentes. Williams (1973, 5) subraya que normalmente el criterio psicológico implica el corporal: como escribiera Wittgenstein, la mejor imagen del alma humana es el cuerpo humano, hasta el extremo de que si prescindimos de la referencia al cuerpo propio no podemos dar sentido a la idea de personalidad individual. Sería por tanto inconcebible el intercambio corporal (12). Además, sólo en el caso de los objetos materiales cabe la distinción entre identidad propiamente dicha y similitud exacta (Williams: no es lo mismo decir que dos hombres viven en la misma casa que decir que viven en casas idénticas, pero si decimos que dos hombres tienen el mismo carácter estamos diciendo nada más que el carácter del uno es exactamente similar al del otro, sin implicar nunca que se trate del mismo hombre). Es la vía corporal y no la psicológica la que nos lleva a la identidad numérica. Como señalara Ayer (1964, 9-11), la identificación psicológica requiere la base de la identificación corporal. Reivindicando el criterio corporal no sólo frente al psicológico (el caso de la TEC) sino también frente al cerebral, Williams diseñó el experimento mental de la tortura9, con la intención, sobre todo, de contrarrestar el efecto del caso Brownson, el del trasplante cerebral. El miedo del que va a ser torturado es un miedo racional, por mucho que supuestamente vaya a perder antes su «identidad», porque nuestra capacidad de sufrir y de sentir dolor parecen legitimar las pretensiones del criterio corporal. Pero la prueba de las emociones tiene también su punto flaco: se podría pensar que Williams apela a nuestra identidad animal al subrayar que nos identificamos con nuestro cuerpo, mientras que la cuestión de la identidad humana rebasaría los márgenes de su planteamiento10. Perry (1978), por su parte, construye la historia de la filósofa Weibrob agonizante, que reta a su buen amigo Miller a que le convenza de que la supervivencia después de la muerte es posible. Para Weibrob la existencia

9 Alguien que me tiene en su poder me dice que voy a ser torturado al día siguiente. Yo me quedo aterrorizado, pero a continuación se me dice que cuando llegue el momento de la tortura no recordaré nada de lo que puedo recordar ahora. Pero esto no me consuela porque me sigue dando miedo el dolor. Entonces añaden que en el momento de la tortura tendré impresiones diferentes de mi pasado, y que esas impresiones coincidirán exactamente con las de otra persona que ahora vive (tal vez la información de su cerebro será copiada en el mío). Pero el miedo seguirá siendo la reacción adecuada porque sé lo que me va a ocurrir, voy a ser torturado al día siguiente (1973, 52-52). 10 Como advierte Korsgaard (1991, 332a), el problema es que ambas clases de identidad han de ser integradas en la misma personalidad.

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desencarnada es inconcebible (¿qué nos iba a permitir, por ejemplo, identificar en dos ocasiones a un alma como la misma alma?). Pero también se rechaza el criterio cerebral: al final, a la protagonista se le presenta la oportunidad de trasplantar su cerebro a un cuerpo sano, para así sobrevivir como ella misma. Y el rechazo es contundente: «yo nunca he visto mi cerebro, pero mi cuerpo me parece todo lo que soy», de forma que Weibrob no quiere ni oír hablar de la operación. Lo que habría que juzgar a propósito de este relato es hasta qué punto el apego sentimental al propio cuerpo, por muy decisivo que nos resulte en la vida cotidiana, puede dar forma a un argumento más o menos sólido a favor del criterio corporal. 13.3. LA CONTINUIDAD PSICOLÓGICA La complicada historia de los criterios psicológicos de identidad personal a través del tiempo comenzó, en la época moderna, con la propuesta de Locke de la continuidad de consciousness, término este que los autores posteriores interpretaron como la conciencia reflexiva que es característica de ese tipo especial de memoria y de recuerdo que podemos denominar memoria experiencial o introspectiva. Se trataría de un «recordar desde dentro» experiencias y acciones pasadas, que implica que, si alguien recuerda algo de ese modo, entonces ese algo fue una acción o una experiencia de esa persona. No dudamos de que resulta particularmente convincente la idea de que la memoria se halla involucrada en la identidad personal a través del tiempo, la idea de que la persona vendría a ser como un objeto consciente de su progreso y persistencia en el tiempo (un self-recorder, dirían algunos). Por eso un autor como Wiggins (1976, 140) llegó a decir que toda impugnación del criterio de la memoria debería ser analizada con lupa. Locke formuló el criterio intentando determinar el significado de la palabra «persona», en lo que según muchos iba a ser el precedente de lo que podríamos considerar una concepción funcionalista11. Es su capacidad de considerarse a sí misma como la misma lo que nos da la clave de la identidad de las personas a través del tiempo. Mi identidad, y la tuya, llega hasta donde llega mi conciencia o tu conciencia de acciones y experiencias, o sea, hasta donde alcanza la memoria. Lo decisivo sería justamente el poder de reiterar la idea de una acción pasada con la misma conciencia que se tiene de una acción presente12. Por muy plausible que parezca esta doctrina, las críticas

11 Locke (1975, 338) distinguía entre sustancia, animal humano y persona, llegando a declarar que si se preserva la misma conciencia mientras se altera la sustancia, entonces la identidad personal se preserva. 12 Noonan (1989, 12) formula así el memory criterion: «P2 en el tiempo t2 es la misma persona que P1 en el tiempo t1 sólo en el caso de que P2 en t2 se halle unido por continuidad de memoria experiencial a P1 en t1». Por cierto que esta definición corrige los puntos débiles de la primitiva formulación lockeana, que veremos ahora mismo.

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iban a arreciar contra ella desde el momento de su aparición. Ahí están el sueño y la amnesia, tenemos además la historia del valiente oficial que Th. Reid compuso en 178513. Ocurre entonces que la de identidad es una relación transitiva, mientras que la que se establece por la memoria experiencial no lo sería. Para resolver el problema, se ha tenido buen cuidado en distinguir entre continuidad y lo que podemos llamar «conectividad» (connectedness/continuity): hay conectividad de memoria cuando tenemos conexiones particulares directas entre las experiencias de una persona; existe continuidad de memoria en el momento en que tenemos cadenas de experiencias en las que cada uno de los eslabones comienza cuando termina el otro, estando todos ellos vinculados unos a otros por conectividad fuerte (como la que se daría, por ejemplo, entre una intención y la acción resultante14). El criterio de identidad personal habría que ponerlo en la continuidad de memoria, no en la conectividad: aquélla sí sería, como la de la identidad, una relación transitiva. Para que A y B sean etapas de la misma persona, el criterio de la memoria no exige que A contenga un recuerdo de B, sino más bien que A esté conectada con alguna otra etapa que contenga un recuerdo de B…; el general recuerda su acción de cuando era un joven oficial, y el joven oficial recuerda que fue azotado por robar en un huerto, luego el general y el muchacho son la misma persona. Por otra parte se ha vuelto a insistir en que el criterio de la memoria necesita ser complementado por el corporal, porque por sí solo no funciona dado que no puede justificar la necesaria distinción que tenemos que hacer entre recordar algo de verdad y recordar algo sólo aparentemente (Shoemaker, 1975, 124-134). Para identificar a una persona basándome en sus recuerdos necesito ser capaz de decidir si corresponden o no a la realidad, si son verdaderos o falsos. Y la única manera de decidir esta cuestión es echando mano del criterio corporal, asegurándome de que la persona estuvo físicamente donde dice haber estado. Quinton (1975, 64) se apresura a bloquear esta objeción manteniendo que en nuestras relaciones con los demás sus cuerpos

13 Un valiente oficial fue azotado de pequeño en la escuela por robar fruta de un huerto, más adelante le arrebató el estandarte al enemigo en la primera campaña en que tomó parte, y pasado el tiempo fue hecho general cuando contaba ya bastantes años. Supongamos que cuando se llevó el estandarte era consciente de que le habían azotado en la escuela, y que, cuando le hicieron general, era consciente de haberle arrebatado al enemigo el estandarte, pero había perdido por completo la conciencia de haber sido azotado. Entonces, se seguiría de la doctrina de Locke que el que fue azotado en la escuela es el mismo que el que se llevó el estandarte, y que el que se llevó el estandarte es el mismo que el que fue hecho general. Pero el general no es la misma persona que la que fue azotada. «Por tanto, el general es, y al mismo tiempo no es, la misma persona que la que fue azotada en la escuela» (Reid, 1975, 114-115). 14 Entre una intención y la acción resultante se daría conectividad; entre la intención de coger el autobús y el deseo de vengarse de una persona, por ejemplo, podría darse relación de continuidad si podemos imaginar eslabones intermedios que nos lleven de esa intención a ese deseo. Por ejemplo, el conductor del autobús se entretuvo charlando con un compañero, y eso me hizo llegar tarde al trabajo, y eso contribuyó a que mi jefe tomara la decisión de prescindir de mis servicios, por lo que deseo vengarme del conductor.

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carecen de importancia desde el punto de vista teórico. Sólo servirían de «dispositivos de reconocimiento» para anclar el carácter y la memoria de las personas, que es lo que de verdad nos interesa en la identidad personal. La exigencia planteada por Shoemaker no pasaría de ser una exigencia práctica, sin relevancia metafísica alguna. Filósofos como los ya citados Butler o Reid defendieron frente a Locke posiciones sustancialistas, y le reprocharon no haberse dado cuenta de que la identidad personal y la conciencia de la identidad personal son dos cosas diferentes, como la verdad se distingue del conocimiento y lo fundamenta, de forma que el conocimiento nunca va a poder llegar a constituir la verdad. Recordar u olvidar acciones y experiencias no tiene por qué afectar a nuestra identidad personal. Otra cosa es que la memoria sirva en efecto de criterio de evidencia, es decir, que sea útil para saber que soy yo mismo el que ayer hizo esto o lo otro. Pero dejaremos este tipo de aproximación sustancialista para un apartado posterior. Pero de todas las objeciones tradicionales la que se ha mostrado más potente ha sido la de la circularidad: la conciencia de la identidad personal da por sentada la identidad personal, o sea que, como el concepto mismo de memoria presupone la identidad personal, ésta no puede en absoluto ser definida desde aquél. Cuando expresamos lingüísticamente un recuerdo estamos aplicando de antemano la noción de identidad personal; si yo digo que recuerdo bien la tarde en que un miembro de mi familia me hizo aquella foto que ahora reposa en la estantería, lo digo dando por supuesto que el personaje de la foto y yo somos la misma persona. Si había algo atractivo en el análisis de la identidad personal en términos de memoria era precisamente porque se trata de conceptos que no son lógicamente independientes. Pero esto significa que a lo mejor es la memoria la que tiene que ser analizada en términos de identidad personal. Los que en la actualidad se confiesan fieles a la línea lockeana no han tenido en este punto otra salida que forjar el dudoso concepto de cuasimemoria, o cuasirrecuerdo, concepto en todo igual a los corrientes de memoria y de recuerdo, pero con la salvedad de que no implica identidad personal15, con lo que éstos quedarían convertidos en un caso particular de aquél. Pero no ocurre sólo que no es nada fácil hacer sitio a este concepto tan antiintuitivo, es que además nos parece muy poco adecuado dedicarnos a tallar constructos ad hoc, cuya sola motivación radica en la salvaguarda de nuestras teorías (en efecto, la noción de cuasimemoria resulta crucial para toda la línea reduccionista que encabeza Parfit). Si la noción corriente de memoria parece impli15

Carruthers (1986, 81) lo define de este modo: «Alguien cuasirrecuerda haber tenido la experiencia de E si y sólo si a) cree que tuvo lugar la experiencia de E, y encuentra natural describir tal experiencia ‘desde dentro’, b) esta creencia es una creencia verdadera de alguien (no necesariamente él mismo), y c) esta creencia está causada por una experiencia de E». De forma que es la cláusula b) la que liberaría al criterio lockeano de la circularidad.

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car la identidad personal, no vamos muy lejos decretando que ya no tiene lugar tal implicación porque hemos fabricado un concepto nuevo, más general. Esto se pone de manifiesto en uno de los problemas que el uso de la cuasimemoria lleva consigo: se trata de una relación que puede ramificarse (sin duda dos individuos diferentes podrían cuasirrecordar haber tenido la misma experiencia de E), mientras que esto no puede ocurrir con la de la identidad personal (dos personas no pueden ser idénticas a una tercera). No en poca medida fueron razones como éstas las que llevaron a los filósofos a reconocer la necesidad de un criterio psicológico en sentido amplio. Al lado de la memoria se vendrían a situar, así, «las conexiones de deseo» (Carruthers, 1986, 83), el carácter, la personalidad, los gustos y las habilidades, la relación entre intenciones y acciones… La memoria sigue teniendo una gran importancia, pero no pasaría de ser un factor psicológico entre otros. Todas estas continuidades psicológicas, nos dicen los defensores de este criterio general de identidad a través del tiempo, habrán de tener un fundamento causal. Para ponerlo en la terminología de las etapas-persona, podríamos decir con Shoemaker (1984, 90): «Dos etapas persona estarán directamente conectadas, desde el punto de vista psicológico, si la última de ellas contiene un estado psicológico (una impresión de memoria, rasgos de personalidad, etc.) que se encuentra en la relación apropiada de dependencia causal con un estado contenido en la anterior; y dos etapas pertenecen a la misma persona si y sólo si están conectadas por una serie de etapas tales que cada miembro de la serie está directamente conectado, desde el punto de vista psicológico, con el miembro inmediatamente precedente». Pero el argumento de la ramificación, como el que Williams construyera con el caso de Guy Fawkes16 o como el más conocido de la fisión personal, transformó radicalmente todo este panorama aparentemente tan consolidado de la continuidad psicológica. Como de costumbre, lo que Williams buscaba con un experimento de pensamiento que separaba la continuidad psicológica de la identidad personal era comprometer la posibilidad de todos los criterios 16 Charles sufre un cambio radical de carácter, y además declara recordar cosas que antes no recordaba en absoluto, mientras que está claro que ahora no recuerda nada de lo que antes del cambio recordaba con claridad. Todas las acciones que afirma haber realizado se corresponden punto por punto con las del personaje de la historia inglesa Guy Fawkes, e incluso algunas de las cosas que dice, y que los historiadores ignoraban, sirven para explicar aspectos de su biografía que antes estaban oscuros. Podríamos entonces estar inclinados a decir que Charles es Guy Fawkes, aunque no podamos entender la posibilidad de esta repentina resurrección. Pero no es necesario que nos dejemos llevar por el criterio de la continuidad psicológica: supongamos, lo que es también lógicamente posible, que Robert, hermano de Charles, se encontrase en la misma situación. ¡Pero los dos no pueden ser Guy Fawkes!, diríamos, porque de lo contrario serían la misma persona, y esto sí que es definitivamente absurdo. Por tanto, como partimos de la base de que los dos se hallan en exactamente la misma situación, tendríamos que decir que ninguno de los dos es Guy Fawkes. Ahora bien, visto todo esto, en el caso de que Charles no tuviera ningún hermano, habría que decir resueltamente que él tampoco podría ser Guy Fawkes: ¿qué diferencia puede derivarse para la supuesta identidad de Charles y Guy Fawkes del hecho de que Charles tenga un hermano que recuerde las acciones de Guy Fawkes? (Williams, 1973, 7-9).

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diferentes del corporal. Pero lo que encontró amenazaba en el fondo la concebibilidad de cualquier criterio de identidad personal, desde el momento en que la continuidad psicológica constituye la estación de llegada hasta el momento última y en apariencia definitiva, y además los cuerpos son evidentemente también duplicables. Porque parece claro que la identidad entre dos individuos sólo puede depender de relaciones intrínsecas entre ellos, en modo alguno determinarse extrínsecamente, por ejemplo a partir de la existencia de un tercero. Si aceptamos este «principio de los únicos X e Y», como lo llama Noonan (1989, 152), el argumento de la ramificación cuestionará radicalmente el criterio de la continuidad psicológica. Después de la fisión habría dos individuos psicológicamente continuos con el original, pero no podemos decir que uno determinado es idéntico a él ni tampoco, desde luego, que los dos lo son, de manera que una cosa es la continuidad psicológica y otra diferente la identidad personal17. ¡Si en vez de haber dos individuos hubiera solamente un continuador no se le plantearía ningún problema al criterio de continuidad psicológica! ¿Cómo es esto posible? ¿Cómo puede ser que la identidad de Guy Fawkes con Charles dependa de la existencia de Robert? 13.4.

LA IDENTIDAD NO ES LO QUE IMPORTA

De manera que no es absurdo ver en los casos de ramificación una refutación del criterio de continuidad psicológica. En efecto, algunos filósofos han terminado preguntándose qué es lo que nos importa propiamente en la supervivencia, si la continuidad psicológica o la identidad personal (pues lo que los casos mencionados nos han enseñado, en definitiva, es que no son la misma cosa). La situación consistiría, a su modo de ver, en que hemos descubierto al cabo que no hay criterios verdaderamente válidos para formular con certeza juicios de identidad personal a través del tiempo, y por lo tanto haríamos bien en olvidar el concepto mismo de identidad personal, como concepto confuso e inutilizable. En este terreno el gran precedente fue Hume, cuando nos presentó la mente como un teatro en el que se suceden diferentes percepciones, un teatro sin lugar definido ni materiales determinados, por mucho que la inclinación natural nos lleve a fingir identidad (1739/1740, 400-401). Confundimos la idea de estados sucesivos conectados por diversas relaciones con la de un sujeto invariable idéntico a sí mismo a lo largo del tiempo, y esta confusión

17 Naturalmente que se ha intentado escapar a esta conclusión: así, unos rechazaron el principio de los únicos X e Y, lanzando las teorías «del mejor candidato» (Nozick, 1981), mientras que otros (Perry, 1975; Lewis, 1976), manteniendo el principio pero redescribiendo el caso, pasaron a defender la tesis de la ocupación múltiple: las dos personas que resultan de la fisión habían existido todo el tiempo, lo único que ocurre es que a partir de ahora serán espacialmente distintas. Entre otros problemas, sólo vamos a mencionar uno: la índole salvajemente antiintuitiva de estas escapatorias. Y también podemos deshacernos de la dificultad estipulando que la identidad personal consiste en la continuidad psicológica que no se ramifica.

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generaría la supuesta idea del yo. La mente es como un estado nacional donde lo decisivo son las relaciones que se establecen entre los individuos (las percepciones). Como no hay impresión del yo, de verdad no hay idea, el término carece de sentido. Una vez más, tomamos la continuidad psicológica por identidad personal. Y sólo la primera es real, en el sentido de Hume; la segunda es ficticia. En nuestros días Parfit daría la bienvenida con entusiasmo al mismo descubrimiento. Según el sentido común lo que importa es preservar nuestra propia identidad, pero para este filósofo lo único que importa de verdad es la relación R (conectividad y/o continuidad psicológicas, con el funcionamiento normal de un cerebro vivo como causa, aunque puedan darse otras posibilidades). Y es que para él no se puede negar que sería irracional preocuparse y atemorizarse, al saber que voy a sufrir un proceso de fisión mañana por la mañana, en la misma medida que al enterarme de que mañana por la mañana me van a matar. La extinción absoluta que es la muerte constituye una perspectiva mucho peor, en efecto, que la división de una corriente de conciencia en dos corrientes de conciencia. Y eso por mucho que no se pueda decir que ninguno de los dos seres continuantes van a ser yo en sentido estricto. Se da una cierta unidad y coherencia sincrónica de la experiencia consciente, así como una relativa unidad biográfica en las acciones y pasiones que entretejen la vida humana: la explicación más convencional de estos «hechos» señala que se trata de las experiencias, las acciones y las pasiones de la misma persona. Parfit defiende que la explicación tiene que proceder de manera muy diferente, a través de una descripción de las relaciones que se establecen entre las diversas experiencias y con el cerebro correspondiente, sin mencionar para nada a la persona «propietaria». Tal mención sobraría (1984, 217). Y ello por la sencilla razón de que la identidad personal no importa, aparte de que no tolera ningún criterio constitutivo claro, y porque, además, si lo asumimos así cambiaría muy positivamente nuestra relación racional y ética con cuestiones como el envejecimiento y la muerte (215). Dicho de otro modo: la identidad personal no contiene otra cosa que la relación R; si nos interesaba era porque en ella se ocultaba la relación R, y los casos de ramificación han servido para poner fin a este ocultamiento. La búsqueda del criterio semántico de identidad personal a través del tiempo, con el método de los experimentos mentales, nos lleva al descubrimiento de dos cosas que en realidad serían la misma, primero que en el fondo no existe tal criterio, segundo que la relación de identidad entre personas carece realmente de importancia. Es la relación R más importante y más realista que la de identidad, lo que se pone de manifiesto, por ejemplo, en el hecho de que esta relación admita grados, mientras que la de la identidad no: sería perfectamente legítimo decir que la persona que soy ahora es sólo un superviviente parcial de la que fui de adolescente, mientras que en el lenguaje de la identidad personal esto quedaría evidentemente fuera de lugar. Y nos resulta incontestable que soy un superviviente parcial de la persona que fui de adolescente… Así, desde el pragmatismo conceptual que propugna un autor como Carruthers (1986, 217), el innegable interés que por lo común nos tomamos

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en todo lo que concierne a nuestro futuro, y al de las personas que de verdad nos importan, se entendería mucho mejor si al manejar conceptos como los de supervivencia personal o existencia personal a través del tiempo excluyéramos por completo la identidad que damos por sentada cuando los empleamos en la actualidad. Con un cariz más dramático, Martin (1991, 300b), por su parte, nos muestra cómo la cuestión de lo que importa en la supervivencia nos mete de lleno en el terreno ético de nuestros valores últimos: preferimos realizarnos a simplemente ser, aun a costa de transformarnos en personas distintas18. De manera que no es la identidad lo que importa en la supervivencia, sino llegar a ser lo que queremos ser. Desde luego que los hay que siguen pensado que lo que en el fondo importa es la identidad personal, una relación que iría mucho más lejos que la simple continuidad psicológica. Nosotros nos podemos colocar en una posición intermedia: la identidad personal importa, no cabe duda, pero quizá no tanto por sí misma sino en la medida en que fundamenta y garantiza otras relaciones que serían vitales para todos nosotros. Ser mañana la misma persona que soy ahora parece en efecto constituir una condición para poder realizar mis proyectos presentes, y de ahí «la importancia de ser idéntico» (Perry, 1976). Desde la perspectiva de la acción resulta decisivo lo que podemos llamar integración personal, y la identidad nos sigue pareciendo una condición necesaria de ésta. Es por tanto el punto de vista pragmático el que conduce a no suscribir la famosa tesis de Parfit. Ha sido especialmente Korsgaard (1991, 325b) la que ha subrayado que las razones para tener por importante a la identidad personal no son tanto metafísicas cuanto prácticas. Como tenemos que actuar, necesitamos reducir al mínimo posible el conflicto entre nuestros motivos, y esto lo logramos al ver las cosas como si hubiera un agente idéntico a lo largo del tiempo, capaz de sopesar los diversos deseos competidores como «desde arriba», en el proceso de elección. Sin identidad personal no cabe acción (como la entendemos), es vital que nuestras acciones sean nuestras. No es casual que el neobudismo de Parfit, interesado como siempre en que nos veamos liberados de todos los cuidados y las preocupaciones que brotan del interés personal, niegue también, y necesariamente, la acción al negar el yo idéntico19. 18

Por lo visto Martin sería feliz si alguien encontrara la manera de transformarlo en el Kant de la época más creativa. Pero nosotros no alcanzamos a saber por qué iba a estar contento ante tal situación: ¿acaso tiene mucho sentido la idea de realizarse como otro distinto? 19 En realidad lo que hace Korsgaard es denunciar la artificialidad del planteamiento parfitiano: «No nos lleva a ningún sitio preguntar si mi yo presente tiene una razón para estar interesado en mis futuros yoes. Este modo de hablar presupone que el yo presente está necesariamente interesado en la cualidad de las experiencias presentes, y necesita una razón adicional para preocuparse por algo más que no sea eso. Pero en la medida en que me constituyo a mi misma como un agente que vive una vida particular, no opondré de esta manera mi yo presente a mis yoes futuros. Y así, tengo una razón personal, tenga o no además una moral, para preocuparme de mi futuro (334b-335a). Así que, desde el punto de vista de la capacidad de actuar, el problema de «lo que importa» no tiene sentido en absoluto.

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Tampoco habría lugar para la cuestión de «lo que importa en la supervivencia» en el planteamiento del yo que nos ofrece Nozick (1981). Para este destacado pensador americano, ser un yo consiste en poder referirse a sí mismo en un acto reflexivo. No hay una entidad misteriosa existente antes de ese acto, sino que el yo se sintetiza en la proferencia reflexiva de «yo» (90). Esta síntesis reflexiva del yo es ella misma un acto de «cuidarse de sí» (an act of caring), o sea, un preocuparse por la propia identidad. Estar interesadas en la propia identidad es algo que hace a las personas y las distingue de todo lo que no es persona. Nozick, por lo demás, no pierde la oportunidad de advertirnos de que su planteamiento no implica una posición egoísta, pues el cuidado de sí no tiene por qué ser mayor que la preocupación por todas las demás personas. 13.5. LA CONCEPCIÓN SUBJETIVA En este terreno como en tantos otros cada cual se esfuerza por llevar el agua a su molino. Por eso, al parecer de otros pensadores, el argumento de la ramificación tendría un efecto devastador no sólo para el criterio de continuidad psicológica, como vimos, sino para todos los criterios propuestos hasta la fecha, en la medida en que muestra que ninguno de ellos puede aspirar al título de criterio semántico o metafísico, no pasando de ser, como mucho, simples criterios epistémicos o de evidencia. El que una experiencia dada satisfaga el requisito de la continuidad no nos tendría por qué dar necesariamente una respuesta positiva a la pregunta de si tal experiencia es mía. Sólo admitiendo un yo como sustancia se podría eludir definitivamente la amenaza letal que suponen los casos de ramificación20. Quedamos entonces en que la continuidad nada más que sirve para indicar la identidad de la persona a través del tiempo, pero tal indicación es falible, y por tanto la identidad y la continuidad no son en el fondo lo mismo. Pues bien, irían a parar a la concepción subjetiva (o simple, o absolutista) los que zanjan la cuestión sosteniendo que las personas son indivisibles, de manera que los casos de ramificación serían metafísicamente imposibles. Pero con esto tiene mucho que ver la reivindicación de la importancia del punto de vista de primera persona en el problema de la identidad personal a través del tiempo, porque es desde el ámbito subjetivo de las vivencias conscientes desde donde se nos revelaría la irrelevancia de la continuidad cerebral-psicológica. Los que defendían estos criterios objetivistas habrían pasado por alto, y ello casi podríamos decir que necesariamente, que la identidad personal a 20 En este sentido, un autor tan representativo de este punto de vista como Swinburne (1987, 51) escribe lo siguiente: «Surge así la cuestión: si es posible que yo venga a la vida en algún otro planeta, con una existencia espacialmente discontinua con mi vida presente, ¿en qué consistiría que yo volviese a la vida en ese planeta? La mera encarnación de un sistema de creencias y deseos me parece insuficiente para este propósito (…). El mero conocimiento de los deseos e intenciones presentes no es bastante para decir si yo he venido a la vida».

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través del tiempo es cognoscible desde el punto de vista de la primera persona. Ahora bien, planteada así la cuestión, se tornarían impensables problemas como el de los casos fronterizos en que no está claro si X es todavía él mismo, o el de la ramificación, pues tales problemas sólo se pueden plantear en la evidencia empírica de tercera persona. Por tanto, la perspectiva subjetiva pone en su lugar a los criterios físicos y psicológicos como simples índices falibles de identidad personal21. Son criterios objetivos, criterios para el otro, pero el yo no es un objeto, sino una perspectiva o punto de vista, lo que ha de ser tenido en cuenta ineludiblemente en todo tratamiento de la cuestión de la identidad personal. Fue Nagel el que se encargó de hacernos ver que si las personas no fueran más que objetos, el problema de la identidad personal a través del tiempo no se plantearía siquiera como problema filosófico, puesto que el criterio de la continuidad psicocerebral funcionaría perfectamente para todos los casos, reales o imaginarios. Pero los criterios objetivos no nos satisfacen del todo porque las personas no son como los objetos, lo que es igual que decir que surge el enigma de la identidad personal porque no se puede disimular la subjetividad. En palabras de Nagel (1979, 200), nos encontramos ante «un aspecto del problema, interno y sumergido, que todos los tratamientos externos dejan intacto»22. Hasta se podría afirmar que desde la perspectiva subjetiva todo el planteamiento de los criterios objetivos termina por hacerse incomprensible. Sobre todo, lo que resulta difícil de entender, desde aquí, es el hecho de que el que una experiencia sea mía haya de consistir en su estar relacionada de diversos modos con otras experiencias. Porque el ser mías sería en todo caso una propiedad que mis experiencias poseen intrínsecamente. En resumidas cuentas, el peligro que naturalmente ronda a la perspectiva subjetiva no es sino el de venir a dar en la convicción de que entre lo que los filósofos denominan el Yo y sus circunstancias objetivas, físicas y psicológicas, no puede haber otra cosa que una conexión contingente. Llegaríamos así al puro pensamiento del cartesianismo, y cosas tan peregrinas como que «yo podía haber sido Napoleón», «yo podía haber sido generado a partir de un óvulo y un espermatozoide diferentes», «alguien podría tener una biografía indistinguible de la mía y sin embargo no ser yo», «yo podía haber mirado el mundo desde los ojos de mi gemelo», etc., constituirían «experimentos de pensamiento» que nos ponen ante situaciones perfectamente

21 Incluso hay autores que aproximan esta concepción simple a la teoría narrativa de la identidad personal: la identidad de una persona se va perfilando en la medida en que la historia que cuenta acerca de sí misma va ganando en profundidad y riqueza, de forma que la identidad personal tiene que ver más con la unidad de una novela que con la de una ristra de sucesos conectados contingentemente (Gillett, 1987, 86). 22 Estas palabras de Madell, paráfrasis de las de Nagel, sitúan definitivamente la cuestión con una claridad insuperable: «El hecho central en lo que respecta a la identidad personal es que se trata de un problema planteado por una dicotomía evidente: la dicotomía entre el punto de vista objetivo, de tercera persona, por un lado, y la perspectiva subjetiva que nos proporciona el punto de vista de primera persona, por otro» (1991, 127).

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posibles (Madell, 1981). Pero es justamente en esta exageración que nos despega de la realidad donde radica la clave de bóveda de la idea que estamos examinando. La mayoría de los defensores de esta concepción simple o subjetiva entienden el Yo como puro pensamiento, dijimos, pero esto no nos ha de llevar a asimilarlos a los que propugnaban la continuidad psicológica como criterio de identidad personal. Para estos últimos la persona era un mero manojo de experiencias, el bundle de Hume que nos hace difícil dar cuenta de la unidad profunda de nuestra vida mental, patente en la actividad razonadora o en la toma de decisiones. Los partidarios de la concepción simple, todo lo contrario, buscan un concepto sustantivo o fuerte de persona, investigable metafísica o incluso empíricamente. Hay que ir, en suma, al fundamento de la continuidad psicológica, que no pasaría de ser un fenómeno de superficie. A partir de esta aspiración común, autores como Swinburne dan el salto hasta lo que simple y llanamente denominan «el alma», mientras que otros, incluso, nos llevan a pensar en una estructura cerebral hasta el día de hoy desconocida. No vamos a pasar revista aquí a los reparos humanistas y éticos que también se le han planteado al reduccionismo, y que serían resumibles en la crítica tayloriana del Yo neutral parfitiano situado al margen de todo interés, Yo éste que vaciaría de sentido a la noción decisiva de responsabilidad (Taylor, 1989, 49-50). En vez de ello, volveremos sobre la distinción entre criterios de evidencia y criterios constitutivos, porque el sentido mismo de la concepción simple depende casi de la insistencia machacona en ella: esta concepción nace en efecto del descubrimiento de que los criterios considerados objetivos son como mucho criterios de evidencia, que por lo tanto han de remitir a algo diferente de ellos. Y es que no podemos tomar el humo por el fuego, y lo que desde luego nos interesa es el fuego. La importancia de las conexiones fisiológicas y psicológicas radica en que son expresión de una realidad subyacente. Pues bien, el problema de la identidad personal versa sobre esta realidad, nunca sobre sus expresiones observables, lo cual se manifiesta, por ejemplo y una vez más, en que la continuidad psicológica es cuestión de más o de menos, mientras que la identidad personal lo es de todo o nada. La identidad personal se puede expresar en más o en menos, pero, tomada estrictamente en sí misma y no en sus manifestaciones, es o no es. Lo mismo explica además las paradojas a las que nos llevan en este terreno los experimentos de pensamiento: los criterios objetivos, por su propia naturaleza, son falibles. Una cosa es en qué consiste la identidad de las personas, y otra diferente qué nos revela la identidad de las personas, de la misma manera que no se puede confundir la evidencia para decidir si una proposición es verdadera con las condiciones de verdad de esa proposición (Chisholm, 1976, 112)23.

23 «Lo que queremos decir cuando decimos que dos personas son la misma es una cosa; la evidencia que podemos tener para apoyar nuestra afirmación es algo completamente diferente» (Swinburne, 1984, 3).

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Por eso, en lo que todos los defensores de la concepción subjetiva vienen a coincidir es en tildar a sus adversarios los reduccionistas de empiristas, o sea, los hacen culpables de haber soslayado la distinción entre criterios de evidencia y criterios constitutivos. Desde un punto de vista negativo o crítico se puede apreciar una gran homogeneidad en todos los autores encuadrables en este bando: en efecto, militarían en la concepción simple o subjetiva todos aquellos que niegan 1) «que el hecho de la identidad de una persona a través del tiempo no consiste en otra cosa que en el darse de ciertos hechos más particulares», y 2) «que estos hechos pueden ser descritos sin presuponer la identidad de esta persona ni mantener explícitamente que las experiencias en la vida de esta persona son tenidas por esta persona, o incluso sin sostener explícitamente que esta persona existe», es decir, que estos hechos pueden ser descritos de forma impersonal (Parfit, 1984, 210). Pero si queremos alcanzar una caracterización positiva saltan a la vista las diferencias entre los autores. Los hay antirreduccionistas radicales, para los que las personas somos entidades que existen separadamente del «equipo psicofísico», pero también los tenemos moderados, que lo niegan. La versión más extendida entre los primeros afirma que somos entidades puramente mentales, espirituales, egos cartesianos, aunque también hay quien sostiene que una persona es una entidad separada física, de un tipo aún desconocido por la ciencia. La postura de los segundos es más confusa, pues están de acuerdo en que no somos entidades diferentes de nuestros cuerpos, cerebros y experiencias, pero insisten en que la identidad personal habría que cargarla a la cuenta de un hecho suplementario, que como tal iría más allá de la continuidad psicofísica. Resulta difícil entender esto, por mucho que defiendan además que lo que los separa de los reduccionistas es que la identidad personal no puede ser nunca cuestión de grado ni tampoco indeterminada. ¿Qué sacamos en claro de todo esto? Que la identidad personal es un hecho último e irreductible, inagotable por la unidad de la vida mental que daría testimonio de ella. Que la identidad personal no consiste en nada distinto de sí misma. Por eso se le llama a esto concepción simple. Y la gran mayoría de los que hoy se sitúan a este lado del debate están convencidos de que en el fondo somos sustancias espirituales24. Por ejemplo, Hodgson, cuando nos habla de un residuo que no se puede explicar en los términos de la fisiología cerebral, lo acaba identificando con el sujeto autoconsciente que toma decisiones, y que de este modo resultaría constitutivo de la subjetividad y la continuidad de nuestra existencia personal (1991, 426). Este dualismo se transparenta de la forma más clara cuando un pensador tan representativo

24 No es fácil imaginarse esta doctrina si prescindimos de concebir al ego como sustancia. Aunque un autor como Madell (1981) lo haya intentado con el loable propósito de no volver a cosificar a las personas, los resultados han sido ciertamente decepcionantes.

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como Swinburne decide prescindir de todos los complejos para presentarnos una «materia de otra clase», nada menos que una «materia inmaterial» (immaterial stuff), como solución definitiva del problema de nuestra identidad a través del tiempo: se refiere con esto Swinburne, como no podía ser de otro modo, a la parte esencial de la persona, o sea, el alma, de manera que la continuidad del alma daría razón de la identidad personal (1984, 27). Llegará a especificarnos más adelante (1987, 41) que debe ser entendida tal alma como «una estructura de creencias y deseos subconscientes, de la que el sujeto llega a ser consciente de vez en cuando, y sobre el trasfondo de la cual tiene sus sensaciones, forma sus pensamientos y lleva adelante sus propósitos», pero no debe tranquilizarnos mucho esta definición cuando en el mismo lugar el autor reproduce el argumento cartesiano que concluye que el cuerpo no es lógicamente necesario para mi existencia, y que en definitiva somos una «materia anímica». Las personas sólo podemos ser sustancias espirituales, y dudar este punto significaría aproximarse a los reduccionistas de la continuidad psicológica. Los que han hecho propaganda de la concepción simple, aunque no han conseguido decirnos por qué tendría que darse implicación entre el ego sustancial y la perspectiva subjetiva, han insistido en subrayar, lógicamente, cómo desde ella podríamos evitar algunos callejones sin salida. Por ejemplo, si suscribimos estas tesis dualistas descartamos la posibilidad metafísica de los casos de duplicación y ramificación, librándonos así de un golpe de todas las perplejidades de los experimentos de pensamiento. El alma es la parte esencial del hombre, pase lo que pase con el cerebro, y por si fuera poco yo siempre tengo conocimiento privilegiado de mi propia continuidad en la existencia. Además, algunos autores añaden que cabe una cierta experiencia directa de mi propia identidad personal a través de un breve lapso de tiempo, experiencia que no dependería en absoluto del conocimiento de alguna otra cosa diferente, con lo que la concepción simple quedaría confirmada25. Por último, está claro que nos importa nuestra identidad a través del tiempo, y esto sería perfectamente explicable desde la concepción simple, justo al revés de lo que sucede con los reduccionistas. Lo que importa no es que en el futuro vaya a existir un ser humano con recuerdos y creencias similares a las mías, sino que ese ser humano sea yo, por mucho que hayan podido cambiar creencias y recuerdos (Hodgson, 1991, 423). Dejando aparte el sinfín de problemas que toda posición dualista plantea al pensamiento que no quiere perder el contacto con la ciencia natural que le es contemporánea, nos vamos a centrar nada más que en una cuestión: si ese «residuo», alma o cosa anímica, es inanalizable, ¿qué va a poder decir de él

25 Swinburne aduce que sabemos con perfecta garantía que somos los mismos en el intervalo que separa el sonido del teléfono y el descolgar el auricular para contestar (1984, 42). Hodgson se refiere al instante en que confluyen unificándose diferentes experiencias (el aroma de las flores, la claridad de la mañana, el calor del sol en el rostro…), y nosotros tenemos todas esas experiencias como siendo los mismos (1991, 420).

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la filosofía, qué diremos de él, como no sea lo que no es? Estaríamos entonces ante un misterio, algo que queda más acá o más allá del pensar racional. Pero la persona o es algo concreto o no es nada, y aquí parece que van a dar, finalmente, los que se habían enfrentado a la concepción reduccionista aduciendo motivos muy parecidos. 13.6. CONCLUSIÓN El resultado de la confrontación parece decepcionante. Por un lado no se puede negar que los criterios objetivos nos permiten caracterizar de alguna manera la identidad personal a través del tiempo, funcionando incluso los dos principales con éxito en la vida real de todos los días. Pero si nos ponemos estrictos, buscando distinguir entre lo que constituye la identidad personal y lo que simplemente la pone de manifiesto, entonces no pasan la prueba filosófica, como advertimos en el experimento mental de la ramificación. Tal vez la misma pretensión de establecer una distinción como ésa sea excesiva, debiendo renunciar por nuestra parte a hablar de identidad personal a través del tiempo, para hacerlo de simple continuidad a lo largo del tiempo. En cuanto a la concepción simple dualista, hay que decir en su favor, por lo menos, que, en la medida en que toma en consideración la perspectiva subjetiva de la primera persona, tiene la virtud de cerrar el paso a muchos de los problemas insolubles planteados por esos casos de ramificación. Como seríamos sustancias pensantes, siempre contamos con la posibilidad de determinar «desde dentro» si un estado de conciencia tiene o no la propiedad de ser mío, con lo cual resultaría metafísicamente imposible duplicar o multiplicar o dividir sustancias pensantes. Pero esto se consigue al precio de hacer de la identidad personal, y por lo tanto de la persona, algo completamente incognoscible e inefable26. En el callejón sin salida en el que por lo visto hemos ido a parar vamos a terminar echando un vistazo a dos intentos de orientación. Uno de ellos consigue dar cuenta del fracaso, a costa de abrazar lo que podemos llamar un pesimismo epistémico; el otro, muy reciente, pretende abrir una nueva vía para poder salir de la encerrona, y en cierta medida implica un verdadero salto de nivel. Si en un principio nos sentimos atraídos por aquella explicación, después conseguimos volver a poner en marcha la inquietud investigadora aceptando la necesidad de ese salto o cambio de dimensión27. El primero correspondería a la doctrina que defiende el filósofo C. McGinn. Su punto

26 Y en parecida dificultad se encuentran los que defienden la necesidad de un yo sustancial, no humeano, para dar cuenta de los fenómenos de la razón práctica y el libre albedrío, sin la necesidad, según ellos, de comprometerse desde luego con el dualismo fuerte (Searle, 2000). 27 Cuando hablo de «salto» o «cambio de dimensión» me estoy refiriendo al que supondría salirse del terreno del filosofar analítico anglosajón para tomar contacto con otras tradiciones más apegadas a lo que entendemos por «Humanidades».

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de partida lo tenemos en la obra de Nagel, según la cual «nuestra auténtica naturaleza, y el principio de nuestra identidad, pueden hallarse en parte ocultos para nosotros» (1986, 39), puesto que habríamos comprobado que resulta imposible compaginar los enfoques objetivo y subjetivo de la identidad personal. El Naturalismo Trascendental de McGinn se referiría a limitaciones definitivas que son inherentes a nuestras facultades cognitivas, habiendo partido de la base de que la filosofía es un ensayo de salirse de la estructura constitutiva de nuestras mentes (1993, 2). El ser humano sólo es capaz de comprender lo que se ajusta a un determinado esquema (ese en el que elementos primitivos se combinan entre sí según principios especificables, generando estructuras complejas). Pero hay problemas, como el de la identidad personal, que no encajan en él, como les ocurre a los problemas que llamamos filosóficos. Pues bien, frente a la sinrazón de las cuatro estrategias con las que los filósofos desde siempre han intentado lidiar con estos problemas (DIME: Domesticarlos; declararlos Irreductibles; echarse al monte y ponerse en plan Místico; finalmente, Eliminarlos), el Naturalismo Trascendental nos dice que la identidad personal a través del tiempo depende de determinadas condiciones biológicas, casi con toda seguridad de determinada propiedad del cerebro. Tiene que haber condiciones naturalistas de posibilidad que «disparen» la personalidad a partir de la mera animalidad, pero las tales serían tan inaccesibles para nosotros, humanos, como los problemas teóricos de la mecánica cuántica para un niño de cinco años. Para seres inteligentes de otros planetas, tal vez la identidad de la persona fuese cuestión científica y no filosófica. Bueno, es cierto que no queda muy claro por qué la ciencia del futuro no conseguirá desentrañar los secretos de esa propiedad cerebral, pero el caso es que así se explicaría por qué el debate de la identidad personal nos ha conducido a una situación de impasse. La otra respuesta tendría la ventaja de no comprometernos con posiciones filosóficas tan radicales como la de McGinn. Nos referimos a la interesante propuesta de Slors (1998), centrada en una consideración crítica de lo que los reduccionistas entienden por continuidad psicológica. A juicio de este autor, en definitiva, la concepción mayoritaria tiene el defecto de que lleva consigo una aproximación atomista a los estados mentales: «la continuidad psicológica, en su presentación contemporánea, se concibe, desde el punto de vista ontológico, como estados cerebrales causalmente conectados que realizan contenidos psicológicos atomísticos, conectados principalmente por relaciones de similitud o identidad cualitativa» (64). De manera que, en principio, cualquier estado mental puede conectarse con cualquier otro, desde el punto de vista de la continuidad parfitiana, mientras que lo que Slors va a mantener, contra esto, es la importancia de la sucesión narrativa de los contenidos psicológicos28. Slors encuentra el modelo básico de esta sucesión narrativa en la conexión de conte-

28 Esta sucesión narrativa, o process-like, esencialmente no atomista, nos permitiría concebir que las personas puedan cambiar radicalmente desde el punto de vista psicológico sin

El problema de la identidad personal

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nidos perceptivos, lamentándose de que la importancia de esta conexión no haya sido reconocida en el debate de la identidad personal. Es una sucesión narrativa desde el momento en que la ocurrencia de un contenido perceptivo previo constituye una condición necesaria para que el contenido perceptivo posterior adquiera significado e inteligibilidad completos, de manera que la conexión entre ambos se entiende como tal sólo en la medida en que los dos forman parte de una secuencia más amplia de contenidos psicológicos. Ahora bien, la continuidad perceptiva sería la narración básica porque es real y mínimamente «literaria», en razón de su referencia intrínseca y directa al cuerpo y a su entorno estimular físico29, de manera que constituye por decirlo así el telón de fondo que hace que todos o la mayoría de nuestros estados psicológicos se hallen en efecto narrativamente relacionados. Nuestras vidas psicológicas se interrumpen con frecuencia, están llenas de «huecos y remiendos», pero su narrativa básica no, la de los contenidos perceptivos, por eso cumple un papel unificador esencial. Si interpretamos la continuidad psicológica en este sentido de la narratividad, y la narratividad la concebimos como coherente y real en relación con la historia perceptiva del cuerpo propio, nos daremos entonces cuenta de que podremos defenderla como criterio de identidad personal a través del tiempo, dejando a un lado las aporías de los experimentos de pensamiento, sobre todo la duplicación y la ramificación. «Preguntar si una etapa-persona es continua con otra es preguntar si la última etapa puede ser entendida como formando parte de una narrativa biográfica más amplia, de la cual la primera etapa era también parte» (78). La memoria era vulnerable a los casos de ramificación, como vimos, pero esa misma memoria requiere los servicios de dispositivos narrativos, tales, como, por ejemplo, la parcelación de una biografía en torno a ejes narrativos especialmente significativos, donde localizar los recuerdos, para hacer domeñable su cuasi infinitud, y la narrativa básica que enhebra nuestra vida psíquica sí que resistiría, por lo menos a juicio de Slors (79), las arremetidas de los experimentos de pensamiento. Por nuestra parte tenemos que decir que el asunto no está del todo claro, al menos todavía, pero sí pensamos que la narratividad podría ofrecer una posibilidad de solución, muy digna de ser tenida en cuenta, al problema de la identidad personal a través del tiempo. dejar de ser las mismas, y que haya una unidad más profunda en nuestras psicobiografías que la que puede ser perfilada en términos de acceso consciente a una identidad de creencias, deseos, valores y rasgos de carácter (68). Y todo ello con la enorme ventaja de no tener que suscribir posiciones sustancialistas de ningún tipo. La propuesta de Slors, a pesar de toda la prudencia con la que está formulada, tiene la virtud de enlazar la tematización analítica de la identidad personal con los puntos de vista narrativos de la aproximación hermenéutica, en la línea de Ricoeur, por ejemplo. 29 «Es decir, las percepciones sucesivas adquieren coherencia narrativa en virtud del hecho de que sabemos que son causadas por los movimientos del propio cuerpo a través de un mundo físico estable (aunque no estático), con cuyo carácter y funcionamiento nos hallamos familiarizados. Poder dar sentido al mundo es un prerrequisito para poder darle sentido a uno mismo como continuante objetivo en ese mundo» (72).

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Chacón Fuertes, Pedro - Filosofía de la psicología

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