Serie Hombres de Texas 33 - Domando un Corazón - Diana Palmer

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Domando un Corazón Hombres de texas 44 Diana Palmer

Sinopsis Cappie Drake y su hermano decidieron trasladarse a Jacobsville para solucionar sus problemas económicos y para huir del ex novio de Cappie, que estaba a punto de salir de la cárcel. Ella pronto se sintió atraída por su nuevo jefe, el veterinario Bentley Rydel, un hombre duro que vivía el momento, que amaba con verdadera pasión, pero a quien todavía le faltaba la mujer adecuada. Aquel rudo texano poco sospechaba que estaba a punto de ser domado por una hermosa mujer.

Capítulo 1 CAPPIE Drake echó un vistazo a la consulta de veterinaria donde trabajaba. En sus ojos se reflejaba la preocupación. Buscaba a su jefe, el doctor Bentley Rydel. Últimamente estaba en pie de guerra y ella había sido el objetivo de la mayor parte de su sarcasmo y hostigamiento. Era la última contratada en la clínica. Su predecesora, Antonia, había dimitido y huido el mes anterior. —Se ha ido a comer —le llegó un susurro desde detrás. Cappie dio un brinco. Su compañera, Keely Welsh Sinclair, la miraba con una sonrisa. La chica, más joven que ella, tenía diecinueve años mientras que Cappie había cumplido los veintitrés, acababa de casarse con el atractivo Boone Sinclair, pero había mantenido el trabajo en la clínica a pesar de su fastuoso nuevo nivel de vida. Le encantaban los animales. Lo mismo que a Cappie. Pero se había estado preguntado si el amor por los animales era suficiente para soportar a Bentley Rydel. —He perdido el albarán de entrega de la medicina de la dilofilariasis —dijo Cappie con una mueca—. Sé que tiene que estar por aquí, pera no hacía nada más que gritarme y me bloqueé. Me ha dicho cosas terribles. —Es otoño —dijo Keely. —¿Perdón? —Cappie frunció el ceño. Es otoño —repitió. Cappie la miró sin expresión. —Todos los otoños el doctor Rydel tiene peor carácter del habitual y desaparece una semana. No deja ni un número de teléfono en caso de emergencia, no llama y nadie sabe dónde está. Cuando vuelve jamás dice dónde ha estado. —Ha estado así desde que me contrató —señaló Cappie—. Y soy la quinta auxiliar de veterinaria de este año, me ha dicho la doctora King. El doctor Rydel espantó a las demás. —Tienes que gritarle tú o limitarte a sonreír cuando se pone así —dijo Keely en tono amable. —Yo nunca grito a nadie —Pues es un buen momento para empezar. De hecho... —¿Dónde demonios está mi maldito impermeable? —Decías que se había ido a comer... —dijo Cappie pálida. —Evidentemente ha vuelto —dijo Keely haciendo una mueca mientras el jefe irrumpía en la sala donde dos señoras estaban sentadas al lado de dos portagatos. El doctor Bentley Rydel era alto, sobre el metro noventa, con ojos azul claro que brillaban como el acero. Tenía el pelo negro como el azabache, espeso y normalmente revuelto porque se pasaba las manos por él constantemente en los momentos de frustración. Tenía los pies grandes, como las manos. La nariz tenía que habérsela roto en algún momento, lo que confería aún más carácter a su rostro anguloso. No era guapo en el sentido convencional, pero las mujeres lo encontraban muy atractivo. Él no las encontraba atractivas. Sería difícil encontrar a alguien más misógino que Bentley Rydel en el condado de Jacobs, Texas. —¿Mi impermeable? —repitió mirando a Cappie como si fuese culpa suya. Cappie alzó la cabeza, que apenas llegaba al hombro de Bentley, respiró hondo y dijo: —Señor, el impermeable está en el armario en el que usted lo dejó.

El veterinario arqueó las cejas. Cappie carraspeó y sacudió la cabeza. El movimiento soltó el pasador que llevaba y su largo cabello rubio cayó suelto sobre sus hombros. Mientras ella pensaba en su próxima respuesta que, seguramente, pondría fin a su trabajo allí, Bentley contempló su cabello. Siempre lo llevaba recogido en una estúpida coleta. No se había dado cuenta de que lo tuviera tan largo. La miró con los ojos entornados. Keely, fascinada, consiguió no mirar embobada. Se volvió a las señoras y dijo: —Señora Ross, si trae... —miró la fichada Luvvy, le echaremos un vistazo. La señora Ross, una mujer menuda, sonrió y arrastró el portagatos con ruedas mirando de soslayo una escena que no quería perderse. —¿Doctor Rydel? —dijo Cappie al ver cómo la miraba. —Está lloviendo —dijo él frunciendo el ceño. —Señor, eso no es culpa mía —replicó ella—. No controlo el tiempo. —Seguramente —bufó, se dio la vuelta, abrió el armario, sacó el impermeable y salió por la puerta. —¡Espero que se disuelva! —murmuró Cappie entre dientes. ¡Lo he oído! —gritó Bentley sin darse la vuelta. Cappie se ruborizó y se metió tras el mostrador tratando de no encontrarse con la mirada de Gladys Hawkins, porque la señora casi lloraba de aguantarse la risa. —Ahí, ahí —dijo la doctora King, la veterinaria de más edad, con una sonrisa amable, dando una palmada en el hombro de Cappie—. Has hecho bien. Cuando llevaba aquí un mes, Antonia se encerraba en el baño a llorar al menos dos veces al día, y jamás respondió a Rydel. —Nunca he trabajado en un lugar semejante —dijo Cappie—. Quiero decir, que la mayoría de los veterinarios son como usted... agradables y profesionales y no gritan al personal. Y, por supuesto, el personal tampoco grita... —Sí, así es —dijo Keely con una risita—. Mi marido dice que yo soy una peluquera de animales excepcional, y que la próxima vez que venga aquí, le explicará bien clarito lo que hace una peluquera —sonrió—. Le abrió los ojos. —Hacen mucho más que lavar y peinar —reconoció la doctora King—. Son nuestros ojos y oídos entre exploración y exploración. Muchas veces, las peluqueras salvan vidas notando pequeños problemas que podrían convertirse en mortales. —Tu marido es un cielo —dijo tímida Cappie. —Sí, lo es —se echó a reír—, pero es testarudo y temperamental. —Apuesto a que pasó de bravo a manso —reflexionó King. —No era ni la mitad de bravo que el doctor Rydel. —Amén. Lo siento por la pobre mujer que se lo lleve. —Créeme, aún no ha nacido —replicó Keely. —Tú le gustas —suspiró Cappie. No le desafío —dijo Keely sencilla—. Y soy más joven que la mayoría del personal. Me ve como una niña—Cappie abrió mucho los ojos y Keely le dio una palmada en el hombro—. Alguna gente lo hace —su sonrisa se desvaneció al recordar que era así como la veía su madre, que fue asesinada por un conocido de su padre. La ciudad entera había hablado de aquello. Keely lo había superado en los fuertes brazos de Boone Sinclair. —Siento lo de tu madre —dijo Cappie sentida—. Todos lo sentimos.

—Gracias —respondió Keely—. Nos empezábamos a conocer cuando fue... asesinada. La confesión de culpabilidad de mi padre por su implicación en el suceso lo llevó sólo una corta temporada a la cárcel, pero no creo que vuelva a las andadas. Teme demasiado al sheriff Hayes. —Ése sí que es un cielo —dijo Cappie—. Guapo, valiente... —... suicida —cortó Keely. —¿Perdón? —Le han disparado dos veces, se metió en dos tiroteos —explicó la doctora King. —Sin valor no hay gloria —dijo Cappie. Sus compañeras se echaron a reír. Sonó el teléfono, entró otro cliente y la conversación volvió al trabajo. *** Cappie volvió tarde a casa. Era viernes y hubo muchos clientes. Nadie pudo irse antes de las seis y media, ni siquiera la pobre peluquera que se había pasado la mitad del día con un husky siberiano. El animal tenía un pelo muy espeso y era mucho trabajo cepillarlo y lavarlo. El doctor Rydel había estado más sarcástico de lo habitual, mirando a Cappie como si ella fuera responsable de la afluencia de pacientes. —¿Eres tú, Cappie? —gritó su hermano desde el dormitorio. —Soy yo, Kell —respondió ella. Se quitó el impermeable, dejó el bolso y entró en la habitación donde su hermano estaba rodeado de revistas, libros y un ordenador portátil. Su hermano le dedicó una sonrisa. —¿Un mal día? —preguntó ella sentándose en la cama a su lado. Él se limitó a sonreír. Su rostro estaba tenso, la única señal del dolor que lo devoraba todo el día. Periodista. Había estado destinado en el extranjero y allí había sido víctima de un fuego cruzado y alcanzado por la metralla. Ésta se había alojado en la columna, demasiado peligroso el sitio como para quitársela. Los médicos decían que algún día la esquirla podría moverse a un lugar de donde se pudiera extraer. Pero hasta entonces Kell estaba prácticamente paralizado de cintura para abajo. Curiosamente, la revista no le había dotado de ninguna clase de seguro médico, e igual de curiosamente, él había decidido no llevarlos a los tribunales para obligarles a pagar. Cappie se había sorprendido al principio de que su hermano hubiera elegido esa profesión. Había pasado varios años en el ejército. Cuando había salido, se había hecho periodista. Vivía extraordinariamente bien. Se lo había comentado a una amiga que trabajaba en un periódico y le había sorprendido. La mayoría de las publicaciones no pagaban así de bien a sus periodistas, había señalado viendo el Jaguar nuevo de Kell. Bueno, al menos tenían sus ahorros para sobrevivir, aunque lo hicieran tan austeramente después de haber pagado la peor parte de los gastos médicos. Su escaso salario, aunque bueno, apenas daba para llenar de comida la nevera. —¿Te has tomado los analgésicos? —preguntó ella y él asintió—. ¿No te han hecho nada? —No mucho. Hoy no —forzó una sonrisa. Era guapo, con un espeso cabello corto más rubio que el de ella y ojos grises plateados. Alto y musculoso, o lo había sido antes de la herida. Se movía en una silla de ruedas. —Algún día podrán operarte —dijo ella. —Espero que sea antes de morirme de viejo —sonrió. —No digas eso —se inclinó a besarlo en la frente—. Tienes que tener esperanza. —Supongo que sí.

—¿Quieres comer algo? —No tengo hambre. —Puedo hacer una sopa de maíz —era su plato favorito. —Estoy destrozando tu vida —dijo él con gesto serio—. Hay lugares para ex militares donde podría quedarme y... —¡No! —explotó ella. —Hermanita, esto no está bien —hizo una mueca de dolor—. Jamás encontrarás un hombre que te quiera con este equipaje —empezó él. —Ya hemos tenido esta discusión hace unos meses —señaló ella. —Sí, desde que dejaste tu trabajo y te viniste aquí a vivir conmigo después de que... me hirieran. Si el primo no hubiera muerto y no nos hubiera dejado esta casa, ni siquiera tendríamos un techo bajo el que meternos. Me mata verte luchar con todo. —No seas melodramático —le reprendió—. Kell, sólo nos tenemos el uno al otro — añadió sombría—. No me pidas que te eche a la calle para poder tener vida social. Ni siquiera me gustan mucho los hombres,. ¿no te acuerdas? —Recuerdo sobre todo por qué —su gesto se endureció. —Kell —se ruborizó—, prométeme que no volveremos a hablar de esto. —Podría haberte matado —apretó los dientes—. Tuve que amenazarte para que presentaras cargos. Apartó la mirada. Su único novio había resultado ser un maniaco homicida. La primera vez que había sucedido, Frank Bartlett había agarrado el brazo de Cappie y le había hecho un hematoma. Kell le había dicho que lo dejara, pero ella había dicho que no se lo había hecho a propósito. Kell sabía que no era así, pero no había podido convencerla. En su cuarta cita, el chico la había llevado a un bar, tomado unas copas y cuando ella le había dicho con amabilidad que no bebiera más, la había sacado a la fuera y la había zarandeado. La gente del bar había salido en su defensa y una persona la había llevado a casa. El chico había aparecido después, llorando rogando que le diera otra oportunidad. Kell había metido la pata diciendo que no, porque Cappie estaba enamorada y no lo escuchaba. Estaban viendo una película en una casa alquilada cuando ella le había preguntado por sus problemas con el alcohol. Él había perdido los nervios y comenzado a golpearla. Kell se las había arreglado para subirse a su silla de ruedas y llegado al salón. Sin otra cosa que el pie de una lámpara como arma, había dejado inconsciente al agresor. Ella estaba aturdida y sangraba, pero él le había explicado cómo atar al tipo de los pulgares, lo que había hecho mientras Kell llamaba a la policía. Cappie había sido trasladada al hospital y el chico a la cárcel por agresión. Con el brazo roto en cabestrillo, Cappie había declarado contra él, al lado de Kell como apoyo moral. La sentencia no había sido muy dura. El chico fue condenado a seis meses de cárcel y un año de libertad vigilada. Juró vengarse y Kell se tomó la amenaza más en serio que Cappie. Tenían un primo lejano que vivía en Comanche Wells, Texas. Había muerto un año antes, pero los trámites del testamento se habían alargado. Tres meses antes, Kell y su hermana habían recibido una carta en las que les informaban que habían heredado una casita en un paisaje de postal. Al menos tenían un lugar donde vivir. Cappie había tenido dudas sobre desarraigarse de San Antonio, pero Kell había sido extrañamente insistente. Tenía un amigo en el cercano Jacobsville que conocía un veterinario con el que podría trabajar Cappie como auxiliar. Así que se habían mudado.

Ella no había olvidado al muchacho. Había sido algo muy doloroso porque había sido su auténtico primer amor. Por fortuna para ella, la relación no había pasado de algunos besos y caricias, aunque él había querido más. Ese había sido otro asunto complicado: la estricta moralidad de Cappie. Él le había acusado de comportarse de un modo que no tenía nada que ver con la vida moderna, de vivir con su sobreprotector hermano a pesar de su edad. Le había dicho que necesitaba soltarse el pelo. Resultaba fácil decirlo, pero Cappie no quería una relación informal y así se lo había dicho. Cuando bebía más de lo normal, decía que era ella la culpable de que bebiera y la golpeara, porque ella lo tenía muy frustrado. Cappie no compartía esa opinión. Le había parecido el hombre más dulce y caballeroso cuando lo había conocido. Su hermana había llevado un perro al veterinario donde ella trabajaba. Él se había quedado sentado en la camioneta, pero cuando había visto a Cappie, había saltado de su asiento y ayudado a su hermana que había quedado completamente sorprendida. Cappie no se había dado cuenta. Después de que todo aquello terminó, Cappie se enteró de que al menos dos mujeres a las que conocía habían sufrido el mismo tipo de maltrato por parte de sus novios. Algunas habían tenido suerte como ella y se habían liberado de la relación. Otras estaban atrapadas por miedo en relaciones que jamás habrían querido. Era difícil saber por las apariencias cómo iba a ser un hombre cuando se estuviera a solas con él. Al menos el doctor Rydel resultaba evidente que era violento y peligroso, se decía. Claro, que ella no quería mantener ninguna relación con él fuera del trabajo. —¿A qué viene eso? —preguntó Kell. —Nada, pensaba en uno de mis jefes —confesó—. El doctor Rydel es un horror. Me da pánico. —¿Seguro que no es como Frank Bartlett? —No —dijo rápidamente—. No creo que jamás pegase a una mujer. No es de esa clase. Sólo gruñe y jura y maldice. Le encantan los animales. Una vez llamó a la policía porque un hombre trajo un perro lleno de cortes y heridas. El hombre había maltratado al perro y decía que se había caído por las escaleras. Luego testificó en contra del hombre y fue a la cárcel. —Bien por el doctor Rydel —dijo con una sonrisa—. Si es así con los animales, no creo que sea la clase de persona que pega a una mujer —tuvo que reconocer—. Un amigo me dijo que su clínica era un buen sitio para trabajar —frunció el ceño—. Tu novio le dio una patada a tu gato en la primera cita. —Y yo lo disculpé —dijo con un gesto de dolor. Poco después el gato había desaparecido. Se preguntaba qué le habría pasado, pero reapareció cuando se separó del novio. —Frank era tan guapo, tan... simpático —añadió tranquila—. Supongo que me sentí halagada porque un hombre así me mirara. No soy guapa. —Lo eres en el interior. —Eres un encanto de hermano. ¿Qué tal esa sopa? —Me la comeré si la preparas —suspiró—. Siento estar como estoy. —Como si pudieras ayudar —murmuró entre dientes y sonrió—. La prepararé. La miró alejarse pensativo. Apareció con una bandeja y la sopa de los dos. Sólo se tenían el uno al otro, nadie más en el mundo. Sus padres habían muerto hacía mucho, cuando ella tenía diez años. Kell, que era atlético y sano en, esa época, sencillamente se había hecho cargo y sustituido a sus padres. Se había alistado al ejército y habían viajado por todo el mundo. Una buena parte de su educación

había sido completada con cursos a distancia, pero había conocido mucho mundo. En ese momento, Kell pensaba que era una carga, pero ¿qué había sido todos esos años en que había renunciado a su vida social para hacerse cargo de una niña? Le debía demasiado. Sólo deseaba poder hacer más por él. Lo recordaba con su uniforme, un oficial, tan digno. Había terminado prisionero en una cama y una silla de ruedas. Ni siquiera tenía una automática porque no se la podían permitir. Continuaba trabajando, a su modo, escribiendo una novela. Era una aventura, basada en algo de lo que había aprendido en su carrera militar y los amigos con los que había trabajado, decía, en las operaciones encubiertas. —¿Qué tal va el libro? —preguntó ella. —Creo que va bastante bien —dijo entre risas—. He hablado con un amigo de Washington sobre estrategia política e innovaciones en robótica militar. —Conoces a todo el mundo. —Conozco a casi todo el mundo—la miró y suspiró—. Me temo que la factura de teléfono de este mes va a volver a ser exagerada. Además tengo que pedir algunos libros más sobre África. —No importa —lo miró orgullosa—. Haces mucho, mucho más que mucha gente en mejor forma física. —No duermo tanto como la mayoría de la gente —dijo irónico—. Así que puedo trabajar más horas. —Tienes que hablar con el doctor Coltrain para que te dé algo para dormir. —Ya lo he hecho, me ha dado una receta. —Que ni siquiera has comprado, me lo ha dicho Connie, la de la farmacia. —Ahora no tenemos el dinero —dijo tranquilo—. Me las puedo arreglar. —Siempre el dinero —dijo triste—. Me gustaría tener más talento y ser más lista, como tú. Quizá así podría conseguir un trabajo mejor pagado. Eres buena en lo que haces —replicó con firmeza—. Y te gusta tu trabajo. Créeme, eso es más importante que una buena nómina. Yo lo sé. —Supongo que sí —suspiró—, pero ayuda poco a pagar facturas. —Mi libro va a dar millones —dijo con una sonrisa—. Seré el más vendido en la lista del New York Times. Me llamarán para hablar en la tele y nos compraremos un coche nuevo. —Optimista —acusó ella. —Eh, sin esperanza, ¿qué nos queda? —miró a su alrededor—. Paredes sin pintar, con desconchones, un coche con trescientos mil kilómetros y un tejado con goteras. —Maldita sea—murmuró ella mirando la mancha en el techo—. Seguro que otro de esos estúpidos clavos se ha salido de la chapa. Me encantaría poderme permitir sólo un tejado en condiciones. —Bueno, la chapa es más barata y queda bien. Ella lo miró escéptica. —Es barata—insistió Kell—. ¿No te gusta el sonido de la lluvia en el tejado? Escucha. Es como música. Era como un tamborileo, pero se echó a reír. —Supongo que tienes razón. Mejor no desear tener más de lo que tenemos. Nos arreglaremos, Kell —aseguró ella—. Siempre lo hacemos. —Al menos estamos juntos en esto, pero deberías pensar en la residencia militar.

—Cuando esté muerta y enterrada, podrás marcharte a una residencia —afirmó—. De momento, cómete tu sopa y calla. —Vale. *** Había dejado de llover cuando se levantó para ir a trabajar a la mañana siguiente. Se alegró. No había querido salir de la cama. Había algo mágico en quedarse tumbada mientras llovía, en esa seguridad y ese calor. Pero quería conservar su trabajo. No podía hacer las dos cosas. Estaba metiendo el impermeable en el armario cuando un enorme brazo apareció por encima de su hombro y le dejó allí otro impermeable. —Cuélgueme esto, por favor —dijo Rydel con un gruñido. —Sí, señor. Colgó la prenda, cerró y se dio la vuelta. El veterinario seguía mirándola. —¿Algún problema, señor? —preguntó formal. —No —frunció el ceño. Pero parecía como si llevara el peso del mundo sobre los hombros. Sabía lo que era sentirse así porque quería a su hermano y no podía ayudarlo. —Cuando la vida nos da limones, hacemos limonada —se aventuró. Rydel soltó una carcajada. —¿Qué demonios sabrá de limones a su edad? —preguntó. —La edad no tiene nada que ver, doctor Rydel—dijo ella—, es el kilometraje. Como si fuera un coche. Tienen que decorarme con accesorios de oro macizo para conseguir sacarme del aparcamiento. —Supongo que yo estaría en un desguace —dijo él suavizando un poco el gesto. —Lo siento —dijo ella tras una breve risa. —¿Por qué? —Porque es difícil hablar con usted —confesó. Respiró hondo y por un instante pareció extrañamente vulnerable. —No estoy acostumbrado a la gente. Me relaciono con ella en la clínica, pero vivo solo —frunció el ceño—.Su hermano vive con usted, ¿no? ¿Por qué no trabaja? —Estaba en el extranjero cubriendo una guerra y le explotó una bomba al lado. Tiene una esquirla de metralla en la columna y no se le puede operar. Está paralizado de cintura para abajo. —Vaya una maldita forma de acabar en una silla de ruedas. —Dígamelo a mí —se mostró de acuerdo—. Estuvo en el ejército durante años pero se cansó de arrastrarme por todo el mundo, así que se dio de baja y empezó a trabajar para una revista. Decía que no estaría tanto tiempo fuera —suspiró—. Supongo que ahora es así, pero tiene mucho dolor y no se puede hacer nada —lo miró a los ojos—. Es duro verlo a diario. Por un instante algún sentimiento brilló en sus ojos. —Sí, es más fácil sufrir uno mismo que ver sufrir a quien se quiere —su gesto se suavizó cuando la miró a los ojos—. Usted cuida de él. —Sí, bueno, lo poco que me deja. Se ocupó de mí desde que cumplí los diez años cuando nuestros padres murieron en un accidente. Quiere que le deje irse a una residencia militar, pero jamás lo haré. Pareció muy pensativo. Y triste. Parecía como si necesitara a alguien con quien hablar y no tuviera a nadie. Ella conocía ese sentimiento.

—La vida es dura —dijo ella con suavidad. —Y después te mueres —añadió él con una sonrisa torcida—. Vuelva al trabajo, Drake —dudó un momento—. Cappie. ¿De dónde sale ese nombre? Ella dudó un momento. Se mordió el labio. —Vamos —la animó —De Capella —respondió. —¿La estrella? —alzó las cejas. Cappie rió encantada, la mayoría de la gente no tenía ni idea de eso. —Sí. —Su padre o su madre eran astrónomos —adivinó. —No. Mi madre era astrónoma, mi padre era astrofísico —corrigió—. Trabajaron una temporada para la NASA. —Gente con cabeza apretó los labios. —No se preocupe, a mí no me dejaron nada, se lo quedó todo Kell. De hecho está escribiendo un libro, una novela de aventuras —sonrió—. Sé que va a ser un bombazo. Ganará mucho dinero y no tendremos que preocuparnos por el precio de las medicinas y el seguro médico. —Seguro médico... —gruñó entre dientes—. Menuda broma. Gente sin comer para comprar pastillas, sin ropa para comprar gasolina, que tiene que elegir entre lo esencial y sin ninguna ayuda para poder cambiar las cosas. Le sorprendió su actitud. La mayoría de la gente parecía pensar que el seguro médico estaba al alcance de todo el mundo. En realidad ella sólo podía pagarse la cóbertura para sí misma Si tuviera una urgencia vital, tendría que recurrir al sistema estatal. Esperaba que no sucediera nunca. Le seguía sorprendiendo que la empresa para la que trabajaba Kell no le hubiera proporcionado seguro médico. —No vivimos en una sociedad perfecta —reconoció ella. —No, ni siquiera nos acercamos a eso. Deseó preguntarle por qué estaba, tan hablador, pero antes de que pudiera superar su timidez, sonó el teléfono y tres nuevos pacientes de cuatro patas entraron por la puerta con sus dueños. Uno de ellos, un gran bóxer, se fue derecho por un perro faldero y a su dueño se le soltó la correa. —¡Sujételo! —gritó Cappie. El doctor Rydel agarró la correa. Dio un tirón con la fuerza justa para recuperar el control de la situación. —¡Abajo! —dijo con tono autoritario—: ¡Sienta! El bóxer se sentó de inmediato y lo mismo hizo su dueño. Cappie se echó a reír y el doctor le dedicó una mirada llena de sentido,se dio la vuelta y se llevó al bóxer a la consulta con una sola palabra.

Capítulo 2 CUANDO llegó a casa, le contó a su hermano la pelea con el bóxer y sus resultados. Rió a carcajadas, había pasado mucho tiempo desde la última vez que lo había visto reír así. —Bueno, al menos puede controlar a los animales y las personas —dijo él. —Ya lo creo que puede —recogió los platos de la cena—. ¿Sabes? Es muy categórico con el seguro médico. El de las personas. Me pregunto si tendrá a alguien que no puede permitirse ir al médico, las medicinas o el hospital. Nunca habla de su vida privada. —Tú tampoco —dijo él escueto. —No soy interesante. Nadie querría saber lo que hago en casa, cocino y limpio y friego platos. ¿Qué tiene eso de excitante? Cuando estabas en el ejército, conocías a estrellas de cine y deportistas legendarios. —Eran como tú y yo —dijo él—. La fama no garantiza un carácter especial. Tampoco la riqueza. —Bueno, no me importada ser rica —suspiró—. Podríamos arreglar el tejado. —Un día —le prometió él—, saldremos del agujero. —¿Lo crees de verdad? —Los milagros suceden todos los días. Ni siquiera soñaba con eso. En ese momento habría dado algo por un milagro que le hubiera permitido comprarse un impermeable nuevo. El que tenía, comprado por un dólar en una tienda de segunda mano, estaba gastado y desteñido y le faltaban botones. Le había cosido otros, pero no hacían juego. Sería tan bonito tener uno nuevo, con ese olor que tenía, la ropa cuando se estrena. —¿En qué piensas? —preguntó Kell. —En impermeables nuevos —suspiró. Vio su expresión e hizo una mueca—. Lo siento. Sólo un pensamiento perdido. No me lo tomes en cuenta. —Puede que Santa Claus te traiga uno —dijo él. —Mira, Santa Claus encontraría esta casa si llevara GPS en el trineo. Y si llega, los renos se resbalarán en el tejado de chapa, se caerán y nos demandarán. Kell seguía riendo cuando ella se metió en la cocina. Se acercaban las navidades: Cappie buscó el viejo árbol artificial y lo puso en el salón donde Kell pudiera verlo desde la cama articulada. Había comprado una tira de luces y la puso como adorno. Cuando encendió el árbol oyó: —Guau —dijo Kell. Cappie se acercó a la puerta y sonrió. —Sí. Guau —suspiró—. Al menos tenemos árbol. Me gustaría que fuera uno de verdad. —A mí también, pero te pasabas todas las navidades en la cama hasta que me di cuenta de que eras alérgica a los abetos. —Pesado. —Ya sólo nos queda decidir qué vamos a poner debajo —dijo Kell entre risas. —Supongo que regalos de mentira —dijo tranquila. —Vale ya, no somos indigentes. —Aún no.

—¿Qué voy a hacer contigo? Sí, Virginia, Santa Claus existe —la reprendió con el título del famoso editorial—. Sólo que tú aún no lo sabes. Apagó las luces y se volvió para sonreírle. —Vale, a tu manera. —Y pondremos regalos debajo. «Sólo si se pagan por adelantado y ya vienen envueltos», pensó cínica, pero no dijo nada. La vida era dura cuando se vive al margen de la sociedad. Kell tenía mejor actitud que ella. Su propio optimismo perdía consistencia cada día. La semana empezó mal. Los doctores Rydel y King tuvieron una acalorada discusión sobre los posibles tratamientos de un precioso gato persa negro con fallo renal. —Podemos hacerle la diálisis —dijo King. —¿Quieres contribuir al programa «prolonguemos el sufrimiento de Harry» con algo de dinero? —¿Perdón? —Su dueña está jubilada. Sólo tiene su pensión estatal porque la privada se la ha llevado la crisis económica —dijo encendido—. ¿Cómo demonios te crees que va a poder permitirse dializar a un gato y, sobre todo, el par de semanas de agudo sufrimiento que le queda, al animal por delante? La doctora King le dedicó una mirada extraña y no dijo nada. —Puedo inyectarle algunos medicamentos y mantenerlo vivo un mes más —dijo con los dientes apretados—. Y todo ese tiempo será una agonía. Puedo hacerle la diálisis y prolongarla aún más. ¿O te crees que los animales no sufren? Ella seguía sin hablar, sólo lo miraba. —¡Diálisis! —exclamó—. También quiero a los animales, doctora King y jamás desisto con uno que tiene la más mínima posibilidad de llevar una vida normal. Pero ese gato no va a tener una vida normal... va a pasar por un infierno. ¿O no has visto nunca a un ser humano en la fase final de una insuficiencia renal? —No, no lo he visto —dijo King en un tono inusualmente tranquilo. —Pues créeme si te digo que es lo más parecido al infierno en la tierra. Y no, repito, no, voy a meter a ese gato en diálisis Y ése es el consejo que voy a dar a su dueña. —De acuerdo. —¿De acuerdo? —Tiene que haber sido muy duro verlo —dijo ella con tranquilidad. El rostro de él, por un momento, lo traicionó y mostró la angustia por la pérdida de un ser querido. Se dio la vuelta y entró en su despacho. Ni siquiera cerró la puerta. Cappie y Keely se colocaron a los dos lados de la doctora y la miraron desconcertadas. —No lo sabéis, ¿verdad? —preguntó. Les hizo un gesto para que entraran en la sala y cerró la puerta—. Yo nunca os he contado esto —dijo y esperó hasta que las dos asintieron—. Su madre tenía sesenta años cuando le diagnosticaron una insuficiencia renal hace tres años. Le hicieron la diálisis y le dieron medicación, pero perdió la batalla un año después cuando le descubrieron un tumor inoperable en la vejiga. Fue una agonía terrible. Sólo tenía la seguridad social y derecho a asistencia en la beneficencia. Su marido, el padrastro del doctor Rydel, no le dejó ayudarlos. De hecho, tuvo que pelear para poder ver a su madre Su padrastro y él eran enemigos desde hacía años y las cosas empeoraron con la enfermedad de la madre, primero

porque el padrastro no la dejó ir al médico a hacerse las pruebas y después porque no dejó al doctor pagar los gastos del tratamiento. Elle vivía en una terrible pobreza. Su marido era demasiado orgulloso para aceptar ayuda de ninguna clase, trabajaba de vigilante nocturno en una fábrica. No sorprendía que Rydel fuera tan contundente en sus opiniones sobre el seguro médico, pensó Cappie. Lo vio con distintos ojos. También comprendió su frustración. —Tiene razón sobre la dueña de Harry —dijo la doctora—. A la señora Trammel no le queda mucho después de pagar sus propias medicinas y hacer la compra. Desde luego no tiene lo bastante para permitirse un caro tratamiento para un gato viejo al que no le queda mucho se haga lo que se haga —sonrió con una mueca—. Es maravilloso que existan estos nuevos tratamientos para las mascotas, pero no es bueno que nos hagan tomar decisiones que no son realistas. El gato es viejo y sufre dolor constantemente. ¿Le hacemos un favor prolongando su sufrimiento y haciendo que su dueña se gaste miles de dólares? —El pastor alemán de Boone habría muerto si el doctor Rydel no lo hubiera operado — aventuró Keely. —Sí, y también es viejo —dijo la doctora, pero Boone se lo puede permitir. —Eso es cierto reconoció Keely. —Ahora tenemos seguros médicos para mascotas señaló Cappie. —Es la misma duda moral dijo la doctora King—. ¿Debemos hacer algo sólo porque podemos hacerlo? Sonó el teléfono, las dos líneas a la vez y una señora llorosa con un gato en una manta entró por la puerta. —Va a ser un día largo dijo la doctora. Cappie le contó a su hermano lo de la madre de Rydel. —Supongo que no somos los únicos que deseamos que hubiera un sistema sánitario en condiciones—dijo sonriendo. —Supongo que no. Pobre hombre frunció el ceño—. ¿Cómo tomáis una decisión así sobre una mascota? preguntó a su hermana. —No la tomamos. Recomendamos lo que creemos que es lo mejor, pero dejamos que sea la señora Trammel la que tome la decisión. Ha tenido más sentido común que todos nosotros. Ha dicho que Harry había vivido diecinueve años como un rey, malcriado y mimado y nos reprochó pensar que la muerte fuera un final amargo. Piensa que los gatos van a un lugar mejor, un lugar con verdes campos y sin coches que los atropellen sonrió—. Al final, ha pensado que era mucho más humano dejar hacer al doctor Rydel lo que tuviera que hacer. La gata de Keely acaba de tener gatitos. Le ha prometido uno a la señora Trammel. La vida sigue. —Sí —dijo sombrío.Así es. —Un día de éstos habrá un gran descubrimiento médico y te podrán operar y podrás volver a andar. —Y ganaré el Open de Gran Bretaña y se descubrirá el remedio contra el cáncer añadió sarcástico. —Los milagros de uno en uno interrumpió ella—. ¿Cómo vas a ganar el Open sin no sabes jugar al tenis?

—No me confundas con hechos irrelevantes —se sentó con las almohadas y sonrió— Además el dolor va a matarme antes de que se descubran esas milagrosas técnicas —cerró los ojos y suspiró—. Un día sin dolor —dijo tranquilo—. Sólo un día. Daría cualquier cosa por ello. Sabía que el dolor crónico podía sumir a las personas en la depresión. Ninguno de los medicamentos que le habían dado había conseguido poner fin a ese dolor. —Necesitas un batido de chocolate, patatas fritas y una hamburguesa llena de colesterol. —iDeja de atormentarme! —Había pagado de más en la ferretería y me han devuelto diez dólares —dijo rebuscando en el bolso—. Iré al banco, sacaré el dinero y haremos cena especial esta noche. —¡Maravilloso! —Volveré antes de lo que esperas —miró su reloj—. Me voy corriendo, que me cierran el banco. Se puso la chaqueta, agarró el bolso y salió por la puerta. El viejo coche era un desastre. Tenía más de trescientos mil kilómetros y parecía una chatarra. Consiguió arrancarlo y sonrió al ver la aguja de la gasolina. Tenía más de un cuarto de depósito. Bueno, sólo había cinco minutos hasta Jacobsville desde Comanche Wells. Aún le quedaba gasolina para ir y volver al trabajo un día más. Entonces se preocuparía por la gasolina. El cheque de diez dólares le habría ido bien para eso, pero Kell necesitaba alguna alegría. Esos episodios de depresión eran muy malos y se estaban haciendo cada vez más frecuentes. Haría cualquier cosa para mantener su optimismo. Incluso ir andando a trabajar. Consiguió cobrar el cheque dos minutos antes de que cerrara el banco. Después se acercó a un restaurante de comida rápida y pidió hamburguesas, patatas fritas y batidos. Pagó todo, le sobraron cinco centavos, y volvió a la carretera. Después sucedieron dos cosas a la vez: el motor se apagó y un coche salió de un desvío lateral y chocó contra la puerta del acompañante. Cappie se quedó sentada temblando dentro del coche destrozado, con los vaqueros llenos de batido de chocolate y rodeada de trozos de hamburguesa. Había sido todo un impacto. No pudo moverse durante un largo minuto. Estaba paralizada pensando qué iba a hacer sin coche, porque su seguro sólo cubría los daños a terceros. No podía pagar la reparación, si podía repararse. Volvió la cabeza a cámara lenta y miró al coche que la había golpeado. El conductor salió, sorprendido. Se echó a reír. Eso explicaba por qué se había saltado una señal de stop. Se apoyó en su parachoques destrozado y siguió riéndose. Cappie se preguntó si tendría seguro. De pronto su puerta se abrió de un tirón. Se volvió y se encontró con unos ojos azul acero. —¿Está bien? —le preguntaron. Parpadeó. Era el doctor Rydel. Se preguntó de dónde habría salido. —Cappie, ¿está bien? —repitió con una voz muy suave. —Creo que sí —dijo ella. El tiempo parecía haberse detenido—. Llevaba unas hamburguesas y unos batidos a casa para Kell. Está tan deprimido. Creí que le alegraría. Estaba preocupada por gastarme el dinero en tonterías en lugar de echar gasolina —se echó a reír sin fuerza—. Supongo que ahora no tendré que preocuparme por la gasolina —añadió mirando a su alrededor. —Tiene suerte de no haber ido en uno de esos coches nuevos tan pequeños. Estaría muerta. Cappie miró al otro conductor.

—¿Doctor Rydel, tiene una palanca de ruedas para prestarme? —preguntó en tono desenfadado. —No querrá enfadar a la policía, Cappie —dijo viendo dónde miraba ella. —No se lo contaré si usted no lo hace. Antes de que Rydel pudiera decir nada, apareció un coche de la policía de Jacobsvilfe. Alguien había llamado desde el restaurante de comida rápida. El agente Kilraven se bajó del coche y fue hacia Cappie. —Oh, Dios, es él —dijo Cappie—. Dará un susto de muerte al otro conductor. —¿Está bien, necesita una ambulancia? —preguntó el agente inclinándose en el lado de ella del coche. —No —dijo a toda prisa, ¡no podría pagarla!—. Estoy bien, sólo un poco zarandeada — hizo un gesto en dirección al risueño conducto—. El doctor Rydel no quiere dejarme una palanca, así que ¿podría dispararle en un pie por mí? No ha sido culpa mía, pero con mi seguro... gracias a él me va a tocar ir andando a trabajar. —No puedo dispararle —dijo Kilraven con un guiño—.Pero si trata de golpearme, lo llevaré detenido en el maletero de mi coche, ¿vale? —¡Vale! —dijo animada. Se irguió y dijo algo al doctor. Un minuto después, se dirigió al conductor borracho, olió su aliento, hizo una mueca y le preguntó si quería hacerse una prueba de alcoholemia, el sujeto se negó. Eso suponía un análisis de sangre en el hospital. Kilraven le dijo que estaba detenido y lo esposó. Cappie lo oyó pedir una grúa. —¿Una grúa? —rugió ella—. No puedo permitirme una grúa. —No se preocupe ahora de eso. Vamos, la llevo a casa. La ayudó a salir del coche de donde sacó su bolso. —Espero que tenga una resaca del tamaño de Texas cuando se despierte mañana —dijo con frialdad viendo cómo Kilraven lo metía en el asiento trasero del coche —Espero que se quede embarazado —musitó Rydel—.De gemelos. —Eso es incluso mejor —dijo ella riendo temblorosa. —Espere aquí —la metió, en su coche—, será sólo un minuto. Se quedó sentada en silencio fascinada con el interior del gran vehículo. Le sugería visiones de la sabana africana, con elefantes y jirafas. Deseó poder comprarse uno así aunque fuera de más de veinte años. No tendría que volver a preocuparse por las carreteras en mal estado. Rydel volvió al momento con una bolsa. —Dos hamburguesas con patatas fritas y dos batidos de chocolate. —¿Cómo...? —Es fácil cuando se lleva puesta una parte —le señaló las manchas de chocolate y mostaza—. Abróchese el cinturón. —Se lo pagaré —dijo con firmeza. —Da lo mismo —sonrió. Arrancó el coche y salió de la ciudad. —Tendrá que guiarme, no sé dónde vive. Le dijo la carretera y después la calle. No hablaron. Aparcó frente a la pequeña casa. Sonrió. —Eh, no ponga esa cara. Tiene un buen tejado y las habitaciones son grandes. Y está pagada. Un primo lejano nos la dejó.

—Un detalle. ¿Tiene más primos? —No. Somos sólo Kell y yo. —¿Ningún hermano más? —No tenemos más familia. Dedicó a la casa una elocuente mirada. —Si tuviéramos el dinero para arreglarla, tendría un aspecto impresionante —dijo ella. La acompañó desde el coche hasta el porche. Dudó un momento antes de entregarle la bolsa con la comida. —¿Quiere entrar y conocer a Kell? —preguntó Cappie—. Sólo si quiere —añadió rápidamente. —Sí, me gustaría. Abrió la puerta y le hizo un gesto para que entrara. —¡Kell, ya he vuelto! —gritó—.Traigo compañía. —Si lleva los labios pintados y tiene sentido del humor, que pase deprisa —dijo su hermano. —Lo siento —dijo Rydel entre risas—. No llevo los labios pintados. —Vaya. Cappie se echó a reír y avanzó hacia la habitación un poco intranquila mientras hacía gestos al veterinario para que la siguiese. Kell estaba en la cama con el viejo ordenador portátil. Alzó los ojos cuando entraron. —Deberíamos haber pedido más comida —dijo con una sonrisa. —Bueno —dijo Cappie con una mueca—. La comida ha sido el problema. Salía del aparcamiento cuando se me apagó el motor. Un borracho ha chocado conmigo y casi me mata. —Menos mal que no te ha matado —dijo Kell frunciendo el ceño—. ¿Estás bien? —Sólo un poco magullada. El doctor Rydel ha sido tan amable de traerme a casa. Doctor Rydel, éste es mi hermano, Kell —empezó. —¿Es usted el veterinario? —preguntó Kell y le brillaron los ojos—. Pensaba que tendría colmillos y rabo acabado en punta... —¡Kell! —dijo horrorizada. Sólo en las horas de consulta —dijo Rydel entre risitas. —Te voy a matar —dijo ella a su hermano. —Ahora no —dijo complacido el doctor—. Todos sabemos que es horrible trabajar conmigo. Sólo dice lo que usted no se sentía cómoda diciéndome. —Y tiene sentido del humor —dijo Kell—. Gracias por traerla a casa —añadió y la sonrisa se desvaneció—. Mis días de condudir parece que han concluido. —Ahora hay vehículos adaptados —dijo Rydel. —Encargarernos uno en cuanto terminemos de pagar el yate —contestó Kell muy serio. —Y la piscina cubierta —dijo Cappie entre risas. —Al menos conservan el sentido del humor —dijo Rydel con una sonrisa. —Es lo único que me funciona —respondió Kell—. Le he dicho que me mande a una residencia militar, pero no quiere ni hablar de ello. . —Sobre mi cadáver —reiteró ella y lo miró fijamente. —Es maravilloso que a uno lo quieran —suspiró—,pero no se pueden llevar los sentimientos familiares más allá de lo razonable, cariño —le recordó.

—Nada o ahógate, estamos atados el uno al otro —dijo testaruda—. No te voy a dejar en la calle. —Las residencias militares son muy agradables —empezó Kell. —Se te está calentando el batido —interrumpió Cappie. Le quitó la bolsa de la mano a Rydel y se la entregó a Kell—. Ahí tienes tu hamburguesa y las patatas. ¿Trabajabas? —Estaba descansando un poco jugando al mahjong. Iba ganando. —Yo hago sudokus —dijo Rydel. —Yo no puedo con los números —gruñó Kell—. Lo he probado y me pongo de los nervios. ¿Cómo lo hace usted? —Soy de hemisferio izquierdo, —dijo el veterinario—. Números y ciencia. Me habría encantado ser escritor, pero tengo una ortografía deficiente. —Yo también soy izquierdo, pero no puedo con los sudokus. Sin embargo, tengo buena ortografía —añadió haciendo sonar la lengua. —Por eso tenemos contable —dijo Rydel—. Creo que sería un problema con la gente si sus nombres y las condiciones de sus animales se escribieran siempre mal. Lo pasé mal en la universidad. —Yo también —confesó Kell—. Con la trigonometría, casi no consigo acabar los estudios. Después también tuve problemas con la biología —añadió. —Lo que mejor se me daba a mí —dijo Rydel con una sonrisa. —Seguro que a quienes se les daba mal la biología lo adoraban —dijo Cappie con una risa. —Llevaba pizzas a mis compañeros de clase los domingos para reconciliarme con ellos. —Pizza —musitó Cappie—. Recuerdo cómo sabían, creo. —No quiero hablar de pizzas —dijo Kell y bebió un sorbo de batido—. ¡Tú y tus champiñones! —Odia los champiñones y yo odio el salami —comentó Cappie—. Me encantan los champiñones. —Puaj —dijo Kell. —Bueno, te dejamos cenar —dijo ella—. Si necesitas algo, llama. —Claro. ¿Qué quieres que te llame? —se dirigió al veterinario—. Me alegro de conocerlo. —Igualmente —dijo Rydel. Salieron de la habitación—. Será mejor que se coma la hamburguesa y las patatas antes de que se enfríen —dijo a Cappie. —Gracias otra vez por traerme a casa y por la comida. Se preguntó cómo iría a trabajar el lunes, pero sabía que se le ocurriría algo. Siempre podía pedir a otra de las auxiliares que la llevara. —De nada —dijo él frunciendo el ceño—. ¿Está segura de que está bien? —Sí. Estoy un poco mareada, pero es porque me he asustado mucho. Me recuperaré. Son sólo unas magulladuras. De verdad. —¿Me lo diría si fuera más? Ella sonrió. —Bueno, si después cree que debería ir al médico, llámeme. Llame a la clínica, recibirán el mensaje y me localizarán. —Muy amable, gracias. Rydel respiró hondo y la miró con los ojos entornados.

—Lleva demasiado peso sobre los hombros con la edad que tiene —dijo tranquilo. —Hay quien lleva mucho más —respondió—. Quiero a mi hermano. —Ya lo he notado. —¿Tiene familia? —No, a nadie —su gesto se tensó. —Lo siento. —La gente se hace mayor. Se muere —se distanció—. Hablaremos otro día. Buenas noches. —Buenas noches, gracias. —No hay de qué —se encogió de hombros. Lo miró irse con una extraña sensación de pérdida. Era la persona más triste que conocía en muchos sentidos. Cenó y recogió los envases de la cena de su hermano. —Tu jefe parece agradable —dijo No es lo que esperaba. —¿Cómo puedes haberle dicho lo que he hablado de él? —fingió enfado. —Parece una de esas raras almas que nunca miente —dijo sencillamente—. Va de frente. —¿Cómo lo sabes? —Por sus maneras —dijo con una sonrisa—. Yo soy así. Eso hace que conozca a los que son como yo. Ahora ven aquí, siéntate y dime qué ha pasado. Cappie respiró hondo y se sentó en una silla. Aborrecía tener que contarle toda la verdad, no iba a ser muy agradable.

Capítulo 3 CAPPlE le pidió a Keely que la llevara prometiéndole que no iba a ser algo habitual. —Tengo que hacerme con otro coche —dijo como si sólo tuviera que acercarse a una tienda y comprar uno. La verdad era que no tenía ni idea de qué iba a hacer. —Mi hermano es muy amigo del sheriff Hayes Cars —le recordó Keely— y Hayes conoce a Kilraven. Le contó los detalles, y Kilraven tuvo una charla con la compañía de seguros —soltó una risita—. Creo que salieron cosas interesantes en la conversación. El resultado es que la compañía va a pagar la reparación de tu coche. —¿Qué? —Bueno, estaba borracho, Cappie. De hecho está en una celda del centro de detención del condado mientras hablamos. Podrías pedirle, lo bastante a su compañía como para comprarte un Jaguar como el de mi hermano. No dijo que Kell había tenido un Jaguar, y no hacía mucho. Esos días parecían tan lejanos. —Guau. Nunca he demandado a nadie, ¿sabes? —Yo tampoco —se echó a reír—. Pero podrías. Una vez que a las compañías de seguros se les recuerda eso, deja de parecerles extravagante arreglar un coche viejo. —Un detalle por su parte —dijo pensando que era un nilagro—. No sabía qué iba a hacer. Mi hermano está inválido y el único dinero que tenemos son sus ahorros y lo que yo llevo a casa. Y no es mucho. —Antes de casarme con Boone, tenía que contar los céntimos —dijo la otra chica—. Sé lo que es tener muy poco. Creo que lo haces muy bien. —Gracias —suspiró—. ¿Sabes? Kell estuvo en el ejército años y años. Participó en toda clase de situaciones peligrosas, pero nunca lo hirieron. Después dejó el ejército y empezó a trabajar en esa revista, se fue a África a cubrir una historia y acabó con una esquirla de metralla en la espalda. —¿No tenía seguro? —preguntó Keely—. La mayoría de las revistas aseguran a sus empleados. —No, no tenía. Es extraño, ¿verdad? —Lo mandaron a África por una historia. ¿Qué clase de historia? ¿Una noticia? —Ya sabes... nunca le he preguntado. Sólo sabía que salía del país. Recibí una llamada suya diciendo que estaba en el hospital con algunas heridas y que volvería cuando pudiera. No me dejó ir a visitarlo. Una ambulancia lo llevó a la casa que teníamos alquilada en San Antonio — Keely no dijo lo que estaba pensando, pero tuvo que morderse la lengua. Cappie la miró—. Es una historia muy extraña, aunque sea yo quien la cuenta —añadió despacio. —Quizá sea la verdad —dijo Keely para reconfortarla—. Después de todo, la realidad supera la ficción. —Supongo que sí —dejó caer. —Pero lo hablaría con Kell esa noche. Cuando llegó a casa había un enorme todoterreno en la puerta. Frunció el ceño y entró en casa. La puerta estaba abierta. Oyó risas en la habitación de su hermano. —¡Ya he llegado! —gritó.

—Ven aquí —respondió Kell—. Tengo compañía. Se quitó el abrigo y entró en la habitación. El visitante de Kell era muy alto y delgado, con canas en las sienes. Tenía los ojos verdes y un rostro sombrío y una de sus manos parecía haberse quemado. La escondió en un bolsillo cuando notó que ella la miraba. —Éste es un viejo amigo mío —dijo Kell—. Mi hermana Cappie. Él es Cy Parks. Tiene un rancho en Jacobsville. Cappie tendió la mano sonriendo y estrechó la que le tendían a ella. —Encantada. —Igualmente. Tienes que llevar a Kell al rancho para que nos veamos —dijo él—. Tengo una mujer estupenda y dos chicos pequeños. Te encantará conocerlos. —Tú, con esposa e hijos —dijo Kell sacudiendo la cabeza—. Jamás lo habría pensado. —Oh, a todos nos llega antes o después —respondió Cy y apretó los labios—. Así que trabajas para Bentley Rydel, ¿no? Asintió. —¿De verdad lleva un tridente o son sólo habladurías? —¡Kell...! —se ruborizó. —No le he dicho nada de lo que me has contado —dijo sincero alzando las manos. —Es verdad —afirmó Cy—. Bentley viene muchas veces a mi casa en la paridera. Es nuestro veterinario. Un buen hombre. —Sí que lo es —dijo Cappie—. Me trajo a casa ayer después de que un borracho chocó con mi coche. —He oído algo —su expresión se ensombreció—. Un golpe feo. —Bueno, parece que el seguro del borracho me va a arreglar el coche —añadió Cappie entre risas—. Parece que les preocupa que pueda demandarlos. —Deberíamos —dijo Kell—, podría haberte matado. —Sólo estoy un poco magullada —dijo ella sonriendo—. Gracias por preocuparte de todos modos. —Para mí es un entretenimiento —dijo Kell. Tienes que salir más —dijo Cy—. Sé que tienes dolores, pero estar ahí sin moverte sólo empeora las cosas. Créeme, lo sé. —Supongo que tienes razón —su mirada se ensombreció—, pero tengo cosas que hacer. Estoy trabajando en una novela. Sobre África. —Ese lugar nos ha marcado a demasiados de nosotros —su gesto se endureció. —Aún sigue marcando a otros hombres —dijo Kell. —Los cárteles latinoamericanos de la droga se están desplazando allí también —respondió Cy—. ¡Como si África no tuviera suficiente con sus problemas! —Mientras los tiranos puedan amasar fortunas oprimiendo a otras personas, no se reducirán los ratios de bajas de los combatientes que están allí —mminuró Kell. —¿Combatientes? —preguntó Cappie curiosa. —Dos grupos luchan por la supremacía —dijo Kell. —Uno bueno y otro diabólico —adivinó ella.

—No. Desde el punto de vista de la política interna de África, ambos grupos tienen sus razones. Los de fuera son los que causan los problemas. La diplomacia se practica con armas automáticas y artefactos incendiarios. —Y AEI —añadió Cy. —¿Perdón? —dijo Cappie parpadeando. —Artefactos explosivos improvisados —tradujo Kell. —¿También has estado tú en el ejército? —preguntó Cappie. —Algo así —dijo tras dudar un momento—. Mira qué hora es —miró su reloj—. Lisa quiere que vaya con ella a elegir el parque de mi hijo pequeño —añadió con una sonrisa—. Es más trasto que el primero. —Chico fuerte —anotó Kell. Sí, también cabezota. —Me pregunto de quién lo habrá sacado —dijo con ojos brillantes. Yo no soy cabezota —dijo Cy complaciente—. Sólo me opongo a las ideas tontas. —Lo mismo me da. Vendré a verte dentro de unos días. Si necesitas algo... —Gracias, Cy —Kell sonrió. —Habría venido con Eb y Micah, pero estaban fuera de la ciudad con los chicos. Me alegro de volverte a ver. —Lo mismo digo. Te lo debo. —¿Por qué? Los amigos ayudan a los amigos. —Así es. Cappie miró a su hermano inexpresiva. Parecía una conversación transcendental, pero no entendía nada. —Nos veremos —dijo Cy—. Encantado de conocerte—añadió sonriendo a Cappie. —Igualmente —respondió ella. Cy se marchó sin darse la vuelta. —No me habías dicho que tenías amigos aquí —se dirigió a su hermano cuando Cy hubo desaparecido—. ¿Por qué no los había visto hasta ahora? —Viene mientras estás en el trabajo —dijo—. Algunas veces. —Ah. —Los conocí en el ejército —dijo—. Buenos hombres. Un poco heterodoxos, pero buena gente. —¡Ah! —se relajó—. Tenía una herida. —Sí. Se quemó tratando de salvar a su mujer y su hijo de un incendio. Sólo se salvó él. Se hundió. Pero ahora ha vuelto a casarse y tiene dos hijos y parece haber dejado atrás el pasado. —Pobre hombre —hizo una mueca—. No me extraña que se hundiera. ¿Quiénes son los otros hombres de quienes hablabais? —Otros amigos. Eb Scott y Micah Steele. Micah es un médico de Jacobsville. Eb tiene una especie de centro de entrenamiento de unidades paramilitares. —Pareces atraer a los tíos más extraños —dijo asombrada. —Hombres armados —asintió y sonrió de oreja a oreja. —Vale —dijo y se echó a reír—. Basta de evasivas. ¿Qué quieres de cena? —Nada muy fuerte, he comido mucho. —¿Sí? —no recordaba haberle dejado más que unos sándwiches.

—Cy ha venido con un menú completo del restaurante chino —dijo—. Los restos están en la nevera. No me importaría comer algo de eso para cenar. —¿Comida china? ¿Comida china de verdad que viene de un restaurante y no hay que cocinar? —se llevó la mano a la frente—. A lo mejor estoy teniendo una alucinación. —No lo parece —rió—. Vete a rebuscar. Tráeme un poco de cerdo y tallarines, si quieres. Hay arroz frito y mangos de postre, creo. —He muerto y estoy en el Cielo —dijo en tono melodramático. —Yo también. Ponte manos a la obra. ¡Ya voy por el capítulo cuatro del libro! —¿Sí? —se echó a reír. Él parecía muy contento—. Muy bien. Volvió a poner el portátil en su sitio. —¿Podré leerlo? —Cuando lo termine —Trato hecho —y se marchó a la cocina. Sacó las cajas de comida china de la nevera. Tuvo que contener las lágrimas. Cy era un buen hombre. Aquello era un festín. Dejó algo en el congelador para peores momentos y calentó el resto. Su día había mejorado mucho. Y mejoró aún más. Un hombre alto con el cabello color arena llegó conduciendo el coche de Cappie dos días más tarde. Un gran todoterreno lo seguía de cerca. Cappie se quedó sin aliento al verlo. Su viejo coche había sido repintado y reparado. Lo habían incluso tapizado y puesto alfombrillas nuevas. Lo miró sin palabras. Cy salió del todoterreno y siguió al hombre del pelo color arena hasta el porche. —Espero que te guste el azul —le dijo a Cappie—. Había una oferta de pintura. —No... no sé qué decir... —se echó a llorar—. ¡Eres tan amable! —Bueno, bueno —le dio unas palmadas en el hombro—. Es sólo uno de esos gestos amables que de vez en cuando recibimos. Algún día podrás hacer lo mismo por alguien. —Cuando sea rica, ¡juro que lo haré! —Éste es Harley Fowler —le presentó a su acompañante—. Es un buen mecánico y el capataz del rancho. He hecho que supervisara la reparación de tu coche. La compañía de seguros lo ha pagado todo —añadió cuando ella empezó a protestar—. Hemos hecho todo aquí en Jacobsville, la agente de la compañía es la cuñada de mi vaquero jefe. —Bueno, pues gracias a los dos —dijo temblorosa—. Muchísimas gracias. Me daba vergüenza pedirle a Keely que me llevara. Es tan amable, pero era una imposición. Se tiene que desviar ocho kilómetros para recogerme. —De nada. Se abrió la puerta de la casa y salió Kell en la silla de ruedas. Silbó al ver el coche. —Sí, señor, un trabajo rápido —dijo. —Deberías recordar que siempre sabía cómo acortar el papeleo. —Gracias —dijo Kell—. A los dos. Si alguna vez puedo hacer algo por vosotros... —Ya has hecho bastante —dijo Cy con tranquilidad y un brillo en los ojos—. Pero siempre podrás sacarme en esa novela que estás escribiendo. Me gustaría tener veintisiete años y ser guapo y lingüista. —Apenas sabes hablar inglés —señaló Kell con los ojos en blanco. —Retira eso o le digo a Harley que dispare a las cuatro ruedas.

Kell alzó las dos manos. —Vale, podrás trabajar como traductor de la ONU, algún día. De verdad. —No me apetece —dijo Cy—. ¿Aún hablas farsi? Kell asintió sonriendo. —Tengo un amigo que se presenta para un trabajo en la compañía, ¿crees que podrías ser su tutor? Tiene posibles, te pagaría por tu tiempo. Kell frunció el ceño. —No es caridad —murmuró Cy—. Es una necesidad real. Quiere trabajar en el extranjero, pero no lo conseguirá a menos que perfecciones su acento. —Entonces vale —se relajó— Me ocuparé de él. Y gracias. —A ti —replicó Cy—. Es buen tipo. Te gustará —miró a Cappie que se preguntaba qué clase de compañía era ésa para la que quería trabajar su amigo—. A ti no —le dijo a ella—. Yo era un misógino, pero ese hombre hacía que yo pareciera civilizado. Tendrá que venir cuando estés trabajando. —¿Por qué odia a las mujeres? —preguntó Cappie. —Creo que se casó con una —reflexionó Cy. —Bueno, eso realmente lo explica —bromeó Kell. —Gracias por arreglar mi coche —dijo Cappie—. No lo olvidaré. —No es nada. Estamos encantados de ayudar. ¡No olvides las llaves, Harley! Harley le entregó las llaves mientras Cy se dirigía al otro vehículo. Ronronea como una gatita —le dijo Harley—. Va muy bien.. —¿El coche es chica? —preguntó ella. —Sólo cuando lo conduce un tipo —le dijo Kell con un guiño. —Amén —dijo Harley. —Vamos, Harley —llamó Cy desde su coche. —Sí, señor —dijo y dedicó una sonrisa a los hermanos antes de meterse en el todoterreno. —Qué hombre tan agradable —dijo Cappie—. ¡Mira,Kell! —dio la vuelta al coche, abrió la puerta y se quedó sin aliento—. ¡Han engrasado las bisagras! Ya no chirría. Y mira, han arreglado el salpicadero y cambiado la radio que no funcionaba... —volvió a echarse a llorar. —No llores —dijo Kell con ternura—. Me vas a hacer llorar a mí... —Tienes unos amigos estupendos. —¿Verdad que sí? —sonrió—. Ya no tendrás que pedir que te lleven. —Será un alivio, aunque Keely se ha portado maravillosamente bien —miró a su hermano—. No creo que el seguro haya pagado todo esto. —Sí —dijo con firmeza—. Y punto. —Vale, de verdad que tienes unos amigos estupendos. —No lo sabes tú bien —dijo—. Pero te lo contaré algún día. Vamos dentro, hace fresco hoy. —Sí que hace frío —lo siguió dentro de la casa. La semana pasó deprisa. Cobró el viernes y fue a comprar el sábado por la mañana a Jacobsville. Kell había dicho que le gustaría un albornoz de regalo de Navidad, así que estuvo mirando en una tienda. Fue una sorpresa encontrarse con el doctor Rydel en la sección de caballeros. El veterinario le dedicó una mirada de curiosidad. No se dio cuenta de la causa hasta que recordó que se había dejado el pelo suelto y se lo había pasado por encima del hombro en lugar de recogerlo en una coleta. Rydel parecía encontrarlo fascinante.

—¿Comprando para alguien en particular? —preguntó. —Sí, Kell quiere un albornoz. —Compras de Navidad —adivinó y sonrió. —Sí. —Yo voy a comprarme una chaqueta —suspiró—. Cometí el error de ir a atender una urgencia directamente desde la iglesia. Un toro de cuernos largos decidió que no quería ser un acerico y me rompió una manga. —Gajes del oficio —sonrió. —El coche ha quedado rautástico. —Gracias —dijo, pensando que él conducía un flamante todoterreno nuevo—. El señor Parks hizo que su capataz supervisara la reparación. La compañía de seguros la ha pagado. —Bien por él. ¿Conoce a su hermano? —Son amigos —frunció el ceño—. El señor Parks no parece ranchero —dijo sin pensarlo. —¿Perdón? —Hay algo en él, no sé... peligroso —dijo buscando la palabra adecuada—. Es muy amable, pero no querría que se enfadase conmigo —Unos cuantos traficantes en prisión pueden corroborar eso —dijo con una amplia sonrisa. —¿Qué? —¿No lo sabes? —¿Saber qué? —Cy Parks es mercenario retirado —dijo él—. Estuvo en algunas refriegas bastante sangrientas en África hace algunos años. Más recientemente, otros dos amigos, Harley Fowler y él cerraron un centro de distribución de drogas por aquí. Hubo un tiroteo. —¿En Jacobsville? —exclamó. —Sí. Parks es uno de los hombres más peligrosos que he conocido. Amable con la gente que le gusta, pero de ésos no hay muchos. Se sintió extraña. Se preguntó cómo su hermano había llegado a conocer a semejante hombre, porque Cy y él parecían ser viejos amigos. —¿Adónde va después de aquí? —preguntó de pronto el veterinario. —No lo sé —parpadeó sorprendida, después ruborizada añadió—. Quiero decir que, bueno, pensaba parar en la tienda de juegos en el centro comercial. —¿En la tienda de juegos? —Hay un videojuego nuevo... el Halo... —...ODST.—dijo con evidente sorpresa—. ¿Le gustan los videojuegos? —Bueno... sí —carraspeó. Él dijo algo imposible de reproducir. Ella lo miró con los ojos muy abiertos. —¡Doctor Rydel! —exclamó—. No es un vicio jugar a los videojuegos. Relajan la tensión y son divertidos —arguyó. —Tengo los tres juegos de Halo —confesó—. Y el nuevo acaba de salir. —¿Sí? —lo miró boquiabierta. —Sí, tengo el Halo ODST —dijo apretando los labios—. ¿Juega en la red? No quiso confesar que no podía permitirse pagar la conexión. —Me gusta jugar sola —dijo—. O con Kell. Se vuelve loco con la serie Halo.

—Yo también —dijo el veterinario con los ojos brillantes—. Quizá podríamos jugar juntos cuando tengamos tiempo. —Puedo derribar Hunters con mi cuarenta y cinco automática —dijo con ojos malévolos. Los Hunters eran los peores mercenarios de los alienígenas malos. Eran enormes y tenían muy pocos puntos vulnerables. Rydel soltó un silbido. —Eso no está nada mal. —¿Lleva mucho tiempo jugando? —Desde la universidad —respondió con una sonrisa—. ¿Y usted? —Desde el instituto. Kell estaba en el ejército y venían un montón de compañeros a casa a jugar a videojuegos de guerra cuando no estaban de servicio. Vivíamos en una base —apretó los labios y le brillaron los ojos—. No sólo aprendí a usar tácticas y armas, también aprendí muchas palabras muy útiles para cuando te matan en los juegos. —Chica mala —reprendió y ella se echó a reír—. Seguramente nos veremos en la tienda de juegos. —Seguramente. Rydel sonrió y volvió a los trajes. Un cuarto de hora después, aparcó delante de la tienda de videojuegos y entró. Estaba llena de muchachos adolescentes aunque también había dos hombres con lo último en espadas para juegos de combate. Uno de ellos era el doctor Rydel, el otro, sorprendentemente, el agente Kilraven. El veterinario la miró y sonrió, Kilraven siguió la mirada de su compañero. Arqueó las cejas. —Está haciendo las compras de Navidad —anunció Rydel. —¿Comprando videojuegos para un pariente? —preguntó Kilraven. —No, ella es la jugadora —le confió—. Puede tumbar Hunters con una cuarenta y cinco automática. Kilraven silbó impresionado. Impresionante —dijo—. Yo lo hago con un rifle de francotirador. —Yo también uso ése —dijo ella—. Pero las cuarenta y cinco funcionan igual de bien por la magnífica mira. —¿Ha jugado a toda la serie Halo? —preguntó Kilraven. —Sí, ahora iba a comprar la ODST —dijo ella—. Kell, mi hermano, también juega. Él me enseñó. —¿Kell Drake? —Kilraven frunció el ceño. —Sí... —Lo conozco —dijo Kilraven con tranquilidad—. Buen hombre. —¿Estuvo usted en el ejército? —preguntó inocente. —Hace ya mucho tiempo —rió Kilraven. —Kell se salió hace sólo un año —dijo ella—. Trabajó para una revista en África y recibió una herida de metralla. Está paralítico de cintura para abajo, al menos hasta que la esquirla se mueva lo suficiente como para poder operarlo. —¿Lo hirieron... cuando trabajaba para una revista? —Kilraven pareció incrédulo—. ¿Qué hacía? —Escribía. —¿Escribía? ¿Kell sabe escribir?

—Escribe muy bien, tiene mucha imaginación —empezó Cappie a la defensiva. —Yo no —dijo Kilraven en un tono extraño—. ¿Por qué dejó el ejército? —Bueno... realmente no lo sé... —empezó ella. —Miren éste interrumpió Rydel con un juego en la mano—. ¿Han jugado alguna vez a éste? Kilraven estaba distraído, agarró la caja verde y miró la descripción. Sonrió. —Claro que he jugado —sonrió—. Elder Scrollos IV, Oblivion murmuró—. ¡Es fantástico! No hay que cambiar de pantalla si no se quiere. Hay docenas de pantallas posibles. Incluso se puede diseñar la propia apariencia, ponerse nombre, elegir raza... ¿Ha jugado? —le preguntó a Cappie. —Es uno de mis favoritos. Me encanta Halo, pero me gusta usar la espada de dos manos —Chica viciosa —murmuró Kilraven sonriendo. Rydel se acercó a Cappie y carraspeó. Se dirigió a Kilraven: —¿Hoy compras o trabajas? El agente los miró a los dos y le brillaron los ojos. —Llevo un uniforme de verdad —señaló—. También un arma de verdad. ¿Llevaría eso mi día libre? —¿Estarías comprando videojuegos en el tiempo que te paga la ciudad? —preguntó Rydel con una sonrisa. —Para tu información, estoy aquí investigando un crimen. —¿Sí? —Sí. Sé de buena tinta que en este momento podría estarse cometiendo un hurto —dijo en voz alta y un muchacho sacó de debajo de la chaqueta un juego y lo dejó en el estante. El chico salió por la puerta—. Si me disculpan —murmuró—. Voy a tener unas palabras con ese chaval. —¿Cómo lo sabía? —preguntó Cappie asombrada mientras lo miraba alejarse. —He oído que hace cosas como ésa —sonrió—. Es su hora de comer, sólo me estaba metiendo con él. Me gusta Kilraven. —Un tiburón entre tiburones, ¿no? —preguntó malévola.

Capítulo 4 AL PRINCIPIO, Bentley no estaba seguro de haberla oído bien. Después vio su sonrisa y a continuación la carcajada. Lo había comparado con un tiburón. Estaba impresionado. —Me pregunto si alguna vez será capaz de hablar conmigo sin esconderse primero detrás de una puerta —reflexionó. —Es usted difícil —confesó—. Pero también lo es Kell con otra gente. No sabe hablar con alguien que no le replica. —Exacto —respondió él—. No sé cómo relacionarme con la gente —confesó—. Mis habilidades sociales son escasas. —Es maravilloso con los animales —apuntó ella. —Gracias. —¿Siempre le han gustado? —Sí, pero a mi padre no. No fue hasta que él murió que pude mostrar mi afecto por ellos. Vivimos sólo mi madre y yo hasta que me marché a la universidad. Ahí fue cuando ella conoció a mi padrastro —su expresión se endureció. —Debió de ser duro para usted —dijo ella— acostumbrarse a que viviera otro hombre en su casa. —Sí —frunció el ceño y la miró. —Oh, soy muy perceptiva —dijo en tono ligero—. También sufro de extrema modestia sobre el resto de mis destacados atributos —sonrió abiertamente. Él se echó a reír. Kilraven volvió con aire presumido. —Pareces un hombre con una misión —dijo Bentley. —Acabo de concluir una. Ese muchacho no creo que quiera volver a robar un vídeo en su vida. —Bien por ti. ¿No le has detenido? —En realidad conocía algunos códigos trampa de Call of Duty que yo aún no he descubierto. Así que he llamado al jefe de policía. —¿Los códigos trampa son ilegales? —preguntó Cappie desconcertada. —No —dijo Kilraven entre risas—. Cash tiene un cuñado más joven que es un loco de Call of Duty, así que nuestro potencial ladrón va a tener que ir luego a casa de Cash a enseñarle los códigos. Cash aprovechará para tener unas palabras más con él. —Buena estrategia —dijo Bentley. —El chico adora los videojuegos, pero vive con su madre viuda que trabaja en dos sitios sólo para poner comida en el plato. Quería Call of Duty, pero no tiene dinero. Si Rory y él se hacen colegas, tendrá un sitio donde jugar sin tener que robar el juego. —Buena idea —dijo Bentley. —Es duro para los chavales vivir una situación económica como ésa. Los videojuegos son un modo de vida para la gente joven, pero las consolas y los juegos son caros. —Por eso tenemos un expositor completo de juegos de segunda mano que son más baratos —dijo el dueño de la tienda—. Gracias, Kilraven.

—Me paso tanto tiempo aquí, que me siento obligado a proteger la mercancía —comentó. —Bien, te haré un descuento en la próxima compra. —Intentas sobornar a un agente de la ley... —¡Jamás! —levantó las dos manos—. Además no creo que pudiera. —Gracias —Kilraven sonrió—. Aunque ha sido una buena idea. ¿No tendrías algún juego basado en la historia de Escocia? El dueño, un hombre alto y guapo lo miró de soslayo. —Escucha, eres el único cliente que he tenido al que le interesa el siglo XVI escocés. Y ya te he dicho que la mayoría de los historiadores opinan que James Hepburn obtuvo lo que se merecía. —No —murmuró—. Lord Bothwell fue llevado por mal camino por la reina francesa. Usó con él todas sus artimañas. —¿Artimañas? —preguntó Cappie con los ojos muy abiertos—. ¿Qué son artimañas? —Si tiene que preguntar es que usted no tiene ninguna —dijo Bentley. —Vale —Cappie se echó a reír—. Ya está bien. —Bothwell tenía unas cualidades admirables —dijo Kilraven—. No tenía miedo, leía, escribía y hablaba francés e incluso sus peores enemigos decían que era imposible tentarlo. —Lo que puede ser cierto, pero no son grandes cualidades para un videojuego —replicó el vendedor. —Que seas partidario de la reina María de Escocia no es razón para que te sitúes en contra de su mariscal. Por cierto, tampoco hay ningún videojuego sobre ella. —¡Hurra! —murmuró el vendedor—. ¡Mira, un cliente! —aprovechó la oportunidad para meterse tras el mostrador. Cappie y Bentley miraron de modo extraño a Kilraven. —Los juegos deberían ser educativos —se defendió el agente. —Sí —señaló Bentley—. En este juego —mostró uno de Star Trek— puedes aprender a derribar naves enemigas. Y en éste —mostró uno de humor sobre alienígenas puedes aprender a utilizar el rayo de la muerte y destruir edificios. —No tienes aprecio por la historia de verdad —suspiró Kilraven—. Deberían enseñarla en la escuela elemental. —Ya te imagino de pie delante de la pizarra explicando por qué los niños tienen pesadillas con las técnicas de interrogatorio del siglo XVI —reflexionó Bentley. —Yo mismo he sido acusado de utilizarlas —dijo Kilraven—. ¿Puedes creerlo? Soy un ciudadano profundamente respetuoso con la ley. —Pienso en al menos un secuestrador que discreparía con esa afirmación —apuntó Bentley. —Mentiras. Sucias mentiras —dijo a la defensiva—. Se hizo esas heridas intentando escapar por la ventanilladel coche. —Mientras ibas a cien kilómetros por hora, creo. —No es culpa mía que no quisiera esperar a celebrarse el juicio. —Menos mal que te diste cuenta a tiempo de que la ventanilla estaba rota. —Sí —Kilraven suspiró—. Triste, sin embargo, que no me diera cuenta de que tenía una porra. Menos mal que me dio con ella suavemente.

Bentley miró a Cappie. —¿Fue una muñeca torcida o fracturada? —preguntó el veterinario. —Fue una pelea —dijo frío Kilraven. —¿Una qué? —Da lo mismo, va a pasar una larga temporada en la cárcel. A la acusación de intento de secuestro se añadió la de resistencia a la detención y agresión a un agente. —Espero que no te enfades nunca conmigo —dijo Bentley. —Me preocuparía más mi jefe. Hizo comerse una esponja con jabón a un tipo delante de todo el vecindario. —He oído que lo provocó... —Un delincuente lo insultó mientras estaba delante de su casa lavando su coche. Claro que Cash se ha suavizado desde que se casó. —No mucho —dijo Bentley—. Y sigue siendo muy bueno con el rifle. Salvó a la pequeña de Colby Lane cuando fue secuestrada. —Practica en el campo de tiro de Eb Scott —dijo Kilrayen—. Todos lo hacemos. Nos deja ir gratis. Son unas instalaciones a la última, con ordenadores y todo. —¿Eb Scott? —preguntó Cappie. —Eb fue mercenario —dijo Kilraven—. Cy Parks, Micah Steele y él han luchado en algunas de las guerras más sangrientas que ha habido en África. Todos se casaron y sentaron la cabeza. Pero, lo mismo que Cash, no los han domesticado del todo. Cappie se limitó a asentir. Recordaba lo que su hermano había dicho de Cy. —Bueno —dijo Kilraven—, se acabó la hora de comer. Tengo que volver. Hasta luego. —No has comido —apuntó Bentley. —He desayunado fuerte —respondió Kilraven—. No puedo gastar mi hora de comer comiendo. Adiós. Jamás habría pensado que fuera un adicto a los videojuegos —dijo Cappie. —Muchos ex militares mantienen sus antiguas habilidades jugando. —¿Estuvo usted en el ejército? —quiso saber Cappie. —Sí —sonrió—. La autoridad fue lo que me libró de una vida de crimen. Me pillaron con dos chavales que habían asaltado una tienda. Sólo estaba en el coche con ellos, pero me acusaron del delito —suspiró—. Mi madre se presentó en el juzgado y dijo que me metería en el ejército si no me juzgaban. El juez aceptó —la miró con una sonrisa—. Ahora tiene setenta años, pero aún le mando un regalo por Navidad todos los años. Se lo debo. —Fue un detalle. —Eso creo yo. —Kell se metió en algún lío en su último año en la universidad. No lo recuerdo. Era muy joven, pero me ha hablado de ello. Andaba mucho con uno de los matones del barrio y hubo un tiroteo. Uno de los chavales de la banda murió. A Kell lo detuvieron junto con los demás. Lo pusieron ante una jueza que era de un barrio de bandas y había perdido a un hermano por la violencia. Le dio la posibilidad de ser juzgado o alistarse en el ejército. Aceptó la oferta — suspiró—. Ella acabó trágicamente: la mataron de un disparo en el salón por un ajuste de cuentas en la casa de al lado. —La vida es peligrosa —señaló Bentley. —Impredecible y peligrosa —lo miró a los ojos—. Supongo que será por eso que me gustan los videojuegos. Son algo que puedo controlar. La vida nunca se deja.

—No —la miró mientras sacaba del expositor una copia de Halo: ODST—. ¿Va a hacerle esperar hasta Navidad para jugar? —Sí. —Podría llevar mi juego. Para que pueda probarlo antes. —¿Sí? —Pregúntale a Kell —dudó—. Podría también llevar una pizza y algo de cerveza. —Ya estoy salivando —sonrió—. Cocinaré algo... —No es justo. Encima no debería tener que dar de comer a los invitados. Además, no me he comido una pizza decente desde hace semanas. Hablamos para esta noche. —Estupendo. Seguro que a Kell le encantará. No tenemos muchas visitas. —¿Sobre las seis? —Sí, a las seis —le saltó el corazón. —Una cita. —Nos vemos entonces. Él asintió y ella se acercó al mostrador a pagar caminando un poco insegura. Su vida había cambiado en un abrir y cerrar de ojos. No sabía dónde la llevaría, y estaba un poco nerviosa por empezar a relacionarse con su jefe, pero era guapo y tenía cualidades que admiraba. Además, pensó, era sólo una noche de videojuegos. No había nada sospechoso en eso. Se lo contó a Kell en cuanto llegó a casa. —No te sientas culpables —dijo él entre risas—. Me gusta tu jefe. Además, está bien conocer el juego que tendré en Navidad —sonrió angelical. —Puede que lo tengas.., o puede que no. —Deberías comprarte un impermeable nuevo —dijo él. —Guau —sonrió. —Sé que es duro vivir así —dijo él—. Estábamos mejor en San Antonio, pero no quería que siguiéramos allí cuando Frank saliera de la cárcel —su gesto se endureció. Cappie sintió un nudo en el pecho. No había pensado en Frank en varios días. Pero en ese momento el juicio y su furia se le hicieron presentes. —Hace casi seis meses que lo detuvieron y han pasado tres meses desde el juicio. Tendrá alguna reducción... —se mordió el labio—. Dios, pronto estará fuera. —Debería haber sido una sentencia más dura —dijo él—. Pero a pesar de su pasado era la primera vez que tenía una denuncia y no se le podía condenar a más tiempo por el primer delito. Su abogado además fue muy bueno. —Me alegro de haber cambiado de ciudad —dijo ella con un largo suspiro. —Yo también. Vivía casi al lado nuestro. Aquí no somos fáciles de encontrar. —Tú crees que las amenazas eran en serio —lo miró con intensidad—, ¿verdad? —Es la clase de hombre que las cumple. Yo no soy el hombre que era, si no jamás habríamos salido de la ciudad porque pudiera ir por ti. Pero aquí tengo amigos. Si viene buscando problemas, los tendrá. —No quiero que vuelvan a detenerlo —dijo ella. —No importaría —dijo él—. Que te hayas enfrentado a él es suficiente. Estaba acostumbrado a que las mujeres tuvieran miedo de él. Su propia hermana estuvo sentada al fondo de la sala durante el juicio. Tenía miedo de estar cerca de él porque había dicho la verdad a la policía.

—¿Qué hace a un hombre así? —preguntó triste—. ¿Qué lo hace tan débil como para tener que golpear a una mujer para sentirse fuerte? —No lo sé, sinceramente no creo que ese hombre sienta nada por nadie. Su hermana te contó que tiró a un perro desde un puente cuando eran pequeños y que se echó a reír. —Yo pensaba que era tan caballeroso. Era tan dulce conmigo, me traía flores y bombones. Me escribía cartas de amor. Después, la primera vez que vino a casa le dio una patada al gato cuando le bufó. —El gato podía reconocer a las personas —señaló Kell. —Cuando protesté, me dijo que los animales no sentían dolor y que no debía ocuparme tanto de un estúpido gato. Ahí debería haberme dado cuenta de la clase de persona que era. —Las personas enamoradas muchas veces no ven las cosas con claridad —dijo rotundo— . Estabas tan loca por él que creo que podrías haberle perdonado un asesinato. —Sí —reconoció triste—. Aprendí de mala manera que el aspecto no es la medida de un hombre. Debería haber salido huyendo la primera vez que me llamó al trabajo sólo para hablar. —No lo sabías, no podías. Era un desconocido. —Tú te diste cuenta —dijo ella. —He conocido hombres así en el ejército —dijo él—. Buenos en el combate porque no les importa hacer una matanza. Pero después en la vida civil eso no es muy conveniente. —Kilraven ha dicho que Eb Scott deja a los agentes ir a disparar a su rancho gratis. ¿No lo conoces a él también? —Sí. —Y a Micah Steele. —Sí. —Son todos... mercenarios retirados, Kell. —Sí. —¿Estaban relacionados con los militares? —insistió. —El ejército recurre a personal contratado —dijo evasivo—. Gente con habilidades para determinados trabajos. —Como el combate. —Exacto —respondió—. Recurríamos a ciertas empresas en Oriente Medio. También se usan en África para operaciones encubiertas. —Mucho secreto —se quejó ella. —Bueno, no se suele dar publicidad a algo que puede provocar un conflicto diplomático —señaló él—. Las operaciones encubiertas han sido siempre parte de la actividad militar. Ni siquiera lo que los gobiernos llaman transparencia las pone en peligro. Mientras haya Estados que amenacen nuestra forma de vida, habrá operaciones encubiertas —miró el reloj—. ¿No deberías poner a calentar la consola? Son las cinco y media. —¿Ya? —exclamó—. Dios, tengo que recoger el salón. Y la cocina. ¡Va a traer pizza y cerveza! —Tú no bebes. —Bueno, no, pero a ti te, ha gustado siempre la cerveza. Supongo que alguien se lo habrá dicho —se ruborizó. —Me gusta tomar una cerveza —sonrió—. Es agradable tener amigos que te dan de comer.

—Como Cy con la comida china. Me siento malcriada. —Quizá ésa sea la idea. A tu jefe le gustas. También ella lo había pensado. —No hables de cuernos, tridentes ni alientos de fuego cuando esté él en casa —dijo firme. Kell asintió y ella se fue a recoger la casa. —¡Eso no es justo! —dijo Cappie la décima vez que murió tratando de vencer a un Hunter. —No tires los mandos —dijo Kell. —Vale —dijo ella—. Pero rebotan y son a prueba de golpes. —Debe de saberlo —dijo Kell a Bentley Rydel—. Los ha tirado varias veces contra la pared últimamente. —¡Siguen matándome! —saltó ella—. ¡No es culpa mía! Estos Hunters no son como los de Halo 3... son casi invencibles. ¡Y hay tantos! —Yo me preocuparía más por los alienígenas que tiran granadas adhesivas —señaló Bentley—. Mientras intentas disparar a los Hunters, esos hombrecillos te dan por los dos lados. —Quiero un lanzallamas —se lamentó—. O un lanzacohetes. ¿Por qué no encuentro un lanzacohetes? —No nos gustaría si fuera demasiado fácil, ¿verdad? —dijo Bentley con una sonrisa—. Paciencia. Hay que ir de uno en uno para que no te rodeen. Dedicó a su jefe una mirada llena de intención y después siguió intentándolo con el juego. Era tarde cuando se fue. Los tres se habían turnado en los mandos. Bentley y Kell habían querido intentarlo con la pantalla partida, pero eso habría dejado a Cappie fuera de la competición porque ella sólo estaba cómoda jugando sola. Acompañó a Bentley a la puerta. —Gracias por la pizza y la cerveza —dijo ella—. Otro día me gustaría que vinieras a cenar y hacer yo la cena. Sé cocinar. —Te tomo la palabra. Yo también sé cocinar, pero pocas cosas y me acabo cansando. —Gracias también por traer el juego —añadió—. Es realmente bueno. A Kell le va a encantar —¿Qué hacíamos para entretenemos antes de los juegos? —le preguntó al llegar al coche. —Yo solía ver concursos de televisión —dijo ella—. A Kell le gustaban las series policíacas y las pelis antiguas. —A mí me gustan las series de forenses, pero casi nunca consigo ver una entera — suspiró—. Siempre hay alguna urgencia. Una lladada de una granja. Y como soy el único veterinario que se ocupa de las urgencias delas granjas, pues me toca siempre. —Sí, pero nunca te quejas, ni siquiera en si hace maltiempo. —Me gustan mis clientes. —Y tú les gustas a ellos —sacudió la cabeza—. Sorprendente, ¿no? —¿Perdón? —Oh, no —se ruborizó—, no porque... quiero decir... —hizo una mueca—. Quería decir que es sorprendente que note canses de las urgencias —Tienes que hacer un curso de asertividad —dijo en tono amable. —Es difícil ser asertiva cuando se es tímida.

—Es imposible no serlo cuando se tiene un trabajo como el mío y la gente no está dispuesta a escuchar lo que tienes que decirle —respondió él—. Algunos animales morirían si yo no fuera capaz de reprender a sus dueños. —Aceptado. —Si te sirve de consuelo, cuando tenía tu edad, tenía el mismo problema. —¿Cómo los superaste? —Mi padrastro decidió que mi madre no iría al médico por una infección del tracto urinario. Ya estaba en la Facultad de Veterinaria y sabía lo que les pasaba a los animales cuando no se les trataba. Se lo dije a el. Me dijo que él era el hombre de la casa y él decidía lo que hacía mi madre —sonrió amargo al recordarlo—. Así que tuve que elegir: o echarme atrás y dejar que mi madre empeorara o incluso muriera o... Le dije que mi madre iría al médico, la metí en el coche y la llevé yo. —¿Qué hizo tu padrastro? —No había mucho que pudiera hacer dado que yo pagué el médico —su gesto se endureció—. Tampoco era el primer desacuerdo que teníamos. Era pobre y orgulloso. La habría dejado sufrir antes de reconocer que no podía pagar ni el médico ni el tratamiento —la miró a los ojos—. El mundo es un infierno cuando la gente tiene que elegir entre ir al médico y comer. O entre la calefacción y las medicinas. —Dímelo a mí —replicó ella un poco ruborizada—. Kell y yo no estamos mal, pero se quedará sin medicinas si yo no piso el acelerador. Pensarás que soy mala persona porque discuto con él. —No es una persona mezquina. —Podría serlo, creo —dijo y después dudó—. Salí brevemente con un hombre en San Antonio —volvió a dudar, quizá era demasiado pronto para eso. —Un hombre —se acercó un poco a ella. Su voz era muy suave. Tranquila. Reconfortante. Cappie se rodeó con los brazos, hacía fresco. Los recuerdos también daban frío. Esperó que su rostro no mostrase el torbellino que sentía dentro. La había golpeado. La primera vez alegando que estaba borracho y ella había vuelto con él. Pero la segunda vez seguramente la habría matado si Kell no hubiera oído sus gritos y hubiera salido en su ayuda. Luego había tenido que declarar en el juicio. —¿Qué sucedió? Lo miró deseando contárselo, pero temiendo hacerlo. Frank había sido condenado a seis meses y pronto estaría fuera si no lo estaba ya. ¿Iría a buscarla? ¿Sería lo bastante loco como para hacer algo así? Y ¿la creería Bentley si se lo contara? Apenas se conocían. Era demasiado pronto. No tenía sentido contarle nada. Frank no se arriesgaría a aparecer por allí y volver a la cárcel. Bentley podría tomarla en menos consideración si se lo contaba. Además, aún no quería contárselo. —Ése sí que era una persona mezquina, eso es todo —zanjó el tema—. Dio una patada a mi gato. A mí me pareció terrible, él se echó a reír. —Un hombre que da una patada a un gato hará lo mismo con un ser humano. —Seguramente tienes razón —admitió ella y después sonrió—. Bueno, salí con él muy poco tiempo. No era la clase de persona que me guste tener cerca. Tampoco le gustaba a Kell. —Me gusta tu hermano.

—A mí también —sonrió—. Iba de cabeza a la depresión en San Antonio. Estábamos hasta el cuello de deudas por las facturas del hospital. Fue una suerte, que nuestro primo muriera y nos dejara esta casa —añadió. —Esta casa pertenecía a Harry Farley —dijo Bentley desconcertado—. Murió en el extranjero en una operación militar hace unos seis meses. No tenía parientes. El condado lo enterró por respeto a su carrera militar. —Pero Kell me dijo... —Ah, espera —interrumpió él—. Es verdad. Oí algo de que tenía unos primos lejanos. —Ésos somos nosotros —se echó a reír. —No me acordaba —la miró con detenimiento—. Bueno, es mejor que me vaya. Es el primer sábado por la noche que recuerdo sin una llamada —añadió con una sonrisa—. Menuda suerte. —Las leyes de la probabilidad. Alguna vez tienes que tener suerte. —Supongo que sí. Nos vemos el lunes. —Gracias otra vez por la pizza. —Te tomo la palabra sobre la invitación a cenar —dijo ya desde el coche—. Dime lo que quieres hacer y te traeré los ingredientes —Cappie fue a decir algo, pero él levantó la mano para que no hablara—. No tiene sentido discutir conmigo No ganarás. Lo mismo que Keely. Pregunta a la doctora King —soltó una risita. —Vale entonces. —Buenas noches. —Buenas noches. Se alejó en el coche y ella le dijo adiós con la mano. Se quedó allí de pie unos segundos antes de ser consciente del frío que tenia. Entró en casa más feliz que en mucho tiempo.

Capítulo 5 CAPPIE se sintió extraña con Bentley el lunes siguiente. No sabía si tenía que mencionar que había estado en su casa el fin de semana. Sus compañeras eran muy agradables, pero le preocupaba que empezaran a hacer bromas con el doctor. Y no quería sentirse incómoda en el trabajo. Sabía lo difícil que podía volverse la vida en las ciudades pequeñas. —¿Qué tal la pizza? —le preguntó la doctora King. Cappie la miró horrorizada. —Mi prima trabaja en la pizzería —dijo la doctora— y el doctor Rydel mencionó adónde se la llevaba. Además, es muy amiga de Art, el dueño de la tienda de software, así que sabía que llevaba el videojuego. —Madre mía —dijo Cappie preocupada. —Bueno, bueno —le dio una palmada en la espalda—. Ya te acostumbrarás. En el condado de Jacobs somos como una gran familia. La mayoría vivimos aquí desde siempre y nuestras familias están aquí desde hace generaciones. Nos enteramos de todo lo que sucede. Sólo leemos los periódicos para saber a quién han pillado haciéndolo. —Madre mía —volvió a decir Cappie. —Hola —dijo Keely quitándose el abrigo—. ¿Qué tal la partida del sábado? Cappie parecía a punto de echarse a llorar. La doctora dedicó a Keely una mirada cargada de recriminación. —No está acostumbrada todavía a las ciudades pequeñas —le explicó. —No es para preocuparse —dijo Keely—. El doctor Rydel ciertamente sí —se eché, a reír al ver la atormentadaexpresión de Cappie—. Si le preocuparan las habladurías, jamás habría puesto un pie en tu casa. —Cree que le estamos tomando el pelo —dijo la doctora. —Ni de lejos —explicó Keely—. Algunas vez hemos salido todas con alguien —se ruborizó—. Sobre todo yo, y muy recientemente —se refería a su marido, claro. —Y nadie le tomó el pelo —añadió la doctora—. Bueno —matizó—, no cuando pudiera oírlo Boone. —Gracias —dijo ella. —¿Sabes?, Bentley aborrece a la mayoría de las mujeres. Una de nuestras clientas más jóvenes intentó seducirlo una vez. Vestía ropa sugerentes y mucho ma quillaje y cuando él se inclinó a examinar a su perro, lo besó. —¿Qué hizo él? —preguntó Cappie con los ojos muy abiertos. —Salió de la sala, me arrastró dentro a mí y le dijo a la chica que se encontraba indispuesto y que la doctora se haría cargo de su caso. —¿Qué hizo la chica? —preguntó Cappie. Se puso roja como un tomate, agarró a su perro y se marchó. Resulta —añadió la doctora con una sonrisa que el perro estaba en perfecto estado, sólo era una excusa para ver al doctor. —¿Volvió? —Oh, sí, era muy insistente. La tercera vez que apareció por aquí e insistió en ver al doctor Rydel, él llamó a Cash, el jefe de policía, e hizo que viniera a explicarle a la muchacha las consecuencias legales del acoso sexual. Se lo explicó todo muy serio y cuando terminó, la chica se marchó con su perro y se fue a vivir a Dallas.

—¡Bien! —exclamó Cappie. —Así que, como ves, el doctor Rydel es perfectamente capaz de desanimar cualquier interés no deseado —se acercó más a ella—. Entiendo que te gustan los videojuegos... —Sí, mucho —se echó a reír Cappie. —Mi marido tiene una puntuación de más de dieciséis mil el la Xbox LIVE. Keely las miraba sin comprender nada. —Mi puntuación anda por los cuatro mil —dijo Cap pie modesta—. Y mi hermano anda por los quince mil. Cuanto más alta la puntuación, mejor se juega. También es que se juega más. —Supongo que yo andaré por los doscientos —dijo la doctora—. Me llaman de muchas urgencias cuando el doctor Rydel está visitando una granja. Así que empiezo muchas partidas que acaba mi marido. —Kell tenía colegas en el ejército que podían superar incluso esos marcadores. ¡Eran increíbles! —dijo—Cappie—. Jugaban con nosotros cuando estaban de permiso. Kell siempre ha tenido buenas consolas. Algunos de ellos también, pero nosotros además siempre teníamos la nevera llena. ¡Dios, lo que podían comer esos tipos! —Has vivido mucho en el extranjero, ¿no? —preguntó Keely. —Sí, en muchos lugares exóticos. —¿Cuál era tu sitio preferido? —Japón —dijo Cappie de inmediato sonriendo—. Fuimos allí cuando Kell estuvo destinado en Corea. No es que Corea no sea bonito, pero me encantaba Japón. Deberías ver las consolas que tienen. Y los móviles —sacudió la cabeza—. Nos sacan mucho en tecnología. —¿Montaste en el tren bala? —preguntó Keely. —Sí. Es tan rápido como dicen. Me encantaban las estaciones de tren. ¡Me gustaba todo! Kyoto parece un cuadro vivo. Lleno de jardines y árboles y templos. —Me encantaría conocer cualquier ciudad de Japón, sobre todo Kyoto —dijo Keely—. La mujer de Judd Dunn fue allí a comprar terneras. Decía que era increíble. Con tanta historia y tan bonito. —Lo es —dijo Cappie—. Visitamos un templo. El jardín zen era tan austero, tan bonito. Sólo arena y rocas. La arena se rastrilla con motivos que hacen que parezca agua. Las rocas parecen islas. Alrededor está lleno de pinos negros y bambú tan alto como los pinos. Había un bosque de bambú, todo verde, y un enorme estanque lleno de peces koi —sacudió la cabeza—. Podría vivir allí. A Keil también le encantaba, es el que más le gusta de todos los sitios donde vivimos. —¿Vamos a trabajar hoy o a recorrer el mundo? —dijo una voz cortante desde detrás. —Lo siento, doctor Rydel —dijo Keely. —Yo también —añadió Cappie. —Nihongo no daisuki desu —dijo Rydel con una reverencia. Cappie sonrió. —Nihon no tomodachi desu. Konichi wa, Rydel sam —respondió y devolvió la reverencia. Keely y la doctora los miraron fascinadas. —He dicho que me gusta el japonés —tradujo Rydel.

Y yo que soy amiga de Japón. Después lo he saludado —hizo lo mismo Cappie—. ¡Hablas japonés! —exclamó dirigiéndose a Bentley. —Lo justo para que me detuvieran en Tokio —dijo él sonriendo—. Me destinaron a Okinawa cuando estaba en el ejército. Pasaba los permisos en Tokio. —¿No es el mundo un pañuelo? —se preguntó la doctora King, —Pequeño y lleno —dijo Bentley—. Si no me creéis podéis asomaros a la sala de espera y ver la muchedumbre que contempla el mostrador de recepción desierto. —0h! —dijo la doctora y desapareció. Lo mismo hicieron Cappie y Keely. Se notaba una nueva compenetración entre Rydel y Cappie. Ya no era antagónico a ella, y ella ya no le tenía miedo. La relación laboral se hizo cordial, casi amigable. Entonces llegó la cena del sábado siguiente y se descubrió a sí misma sacando pucheros y sartenes y sintiéndose cortada en la mesa mientras los tres cenaban lo que había preparado. —Eres una gran cocinera —dijo Bentley sonriendo. —Gracias —respondió ruborizándose. —Sabía cocinar cuando era una adolescente —dijo Keil—. Por supuesto, era una desesperación —añadió con un suspiro. —Él sabe hervir agua —dijo ella entre risas—. Comía tantos hidratos de carbono que me sentía como un simulacro de incendio. Pedí prestado un libro de cocina a la mujer de uno de sus compañeros y empecé a practicar. Le dio pena de mí y me enseñó ella. —Unas lecciones deliciosas —recordó Kell con una sonrisa—. La señora era toda una cocinera, y sabía hacer dulces franceses. Gané cinco kilos. Después a su marido le mandaron a otro destino y las clases terminaron. —Eh, pero vino una familia nueva —arguyó ella—. Una comandante que hacía unos platos vegetarianos impresionantes. —Aborrezco la verdura —dijo Kell. —Sobre gustos no hay nada escrito —atajó ella—. Además, no hay nada de malo en un buen guiso de calabaza. Kell y Bentley intercambiaron miradas de horror. —¿Qué les pasa a los hombres con la calabaza? Jamás he conocido a un hombre al que le guste la calabaza de ninguna forma. Yo puedo hacer un montón de cosas con ella. —Sujeta puertas, pisapapeles... —dijo Bentley. —¡Cosas de comer! —replicó ella. —Eh, yo no como pisapapeles —señaló Bentley. —¿Por qué no traes ese increíble postre que has hecho? —preguntó Kell. —Supongo que podría —dijo ella, se levantó y empezó a recoger los platos. Bentley se levantó y la ayudó. Ella lo miró extrañada. —Vivo solo —se encogió de hombros—. Estoy acostumbrado a quitar la mesa. Bueno, a tirar los platos de plástico a la basura. Como mucha comida precocinada. —No hay nada de malo en esas comidas —dijo Kell al ver el gesto de ella—. Yo he comido mi parte de ellas. —Sólo cuando yo trabajaba hasta tarde y era lo que me daba tiempo a hacer —dijo Cappie—. Y casi siempre te he dejado algo para meter en el microondas. —Lo reconozco, es así —dijo Kell. —¿Qué has hecho de postre? —preguntó Bentley.

—Un bizcocho de mantequilla. —Hace años que no pruebo uno. Mi madre solía hacerlo —la expresión de placer con que había empezado la frase, desapareció. —Éste es con chocolate —dijo ella sonriendo. —Mejor aún —dijo él con otra sonrisa—. De ésos se ven pocos. Barbara vende porciones algunas veces en su café, pero no muchas. —Mucha gente no puede comer chocolate por las alergias —dijo ella. —Yo no tengo alergias —aseguró Bentley—. Así que espero comerme una buena porción. Si me ofrecieras que me llevara un poco a casa, puede que te deje llegar una hora tarde un día de la semana que viene. —¿Por qué eso me ha sonado sospechosamente a soborno? —dijo ella. —Porque lo es. —En ese caso, puedes llevarte dos —dijo ella. Al ver entrar a los dos en la cocina, Kell sonrió para sí mismo. Cappie había tenido miedo de los hombres desde su experiencia con Frank. Era bueno verla cómoda en presencia de un hombre. Quizá Bentley fuera el hombre indicado para curar sus heridas. —¿Dónde quieres que deje esto? —preguntó el veterinario cuando hubo aclarado los platos. —Déjalos en la pila. Bentley miró a su alrededor. La cocina estaba casi vacía. Había un viejo microondas, un antiguo fogón y una nevera, una mesa y sillas que parecían recuperadas de un vertedero. La cafetera había visto mejores días. Ella notó su interés y sonrió triste. —No trajimos muchas cosas cuando nos fuimos de San Antonio. Vendimos gran parte para no tener que paga rla mudanza. Después, cuando Kell fue herido, vendimos aún más cosas para pagar el alquiler. —¿No tenía seguro médico? —No. Dice que hubo una confusión con la aseguradora de la revista y quedó sin cobertura —sacó el bizcocho del molde y unos platos para servirlo. —Es terrible —dijo Bentley, pero por detrás tenía el ceño fruncido mientras pensaba en el misterioso hermano. Si Kell era amigo de los mercenarios de la zona, no era imposible que los hubiera conocido en el ejército. Era demasiado mayor para haber estado en servicio recientemente. Pero sabía que habían estado en África hacía relativamente poco. Y Kell también. Eso era más que una coincidencia, estaba casi seguro. Su silencio hizo a Cappie sentir curiosidad. Se dio la vuelta y lo miró. Él le devolvió la mirada con los ojos entornados. Se detuvo a contemplar su bonito rostro enmarcado por el largo cabello rubio. Tenía un tipo bonito, era pequeña y el suéter blanco y los vaqueros realzaban su figura. Los pechos eran firmes y pequeños, lo justo para su constitución. Sintió que se le removía el cuerpo por el modo en que ella lo miraba. No era guapo, estaba pensando ella, pero tenía un físico arrebatador, desde las fuertes piernas hasta el pecho ancho. La ropa beige resaltaba su bronceado. —¿Qué miras? —preguntó él. —Tienes unas orejas muy bonitas —dijo ella con la boca seca. —¿Perdón? —preguntó él parpadeando.

—Oh, cielos —exclamó ella ruborizándose desde la raíz del pelo. Se le cayó el cuchillo del bizcocho y él lo agarró en el aire. Chocaron en el, momento en que ella se agachó también por él. Él la rodeó con una brazo para evitar que se diera con la encimera. Ella gimió mientras se agarraba a él. Sintió su barbilla en la sien. —Gra... gracias —consiguió decir ella—. A veces soy un poco torpe. —Nadie es perfecto. —Desde luego, yo no —soltó una risita nerviosa—. Gracias por salvar el cuchillo. —De nada. Su voz era casi un ronroneo, suave y lenta. Alzó la cabeza muy despacio para poderla mirar a los ojos. Ella sentía su pecho subir y bajar contra sus senos. Alzó la vista, pero sus ojos se detuvieron en su cincelada boca. Era muy sensual. Nunca le había prestado mucha atención hasta ese momento. Y no podía dejar de mirarla. Sintió los dedos de él enredarse en su cabello. —Me encanta el pelo largo —dijo él—. El tuyo es precioso. —Gracias —susurró ella. —Pelo suave, hermosa boca —se inclinó y rozó su nariz con la de ella mientras la boca se detenía en sus labios abiertos—. Una hermosa boca. Ella se quedó muy quieta, esperando, deseando que no se echara atrás. Le encantaba la sensación que le producía su cuerpo. Su fuerza, su peso, el especiado aroma de su colonia. Se quedó mirando sus labios, con los ojos semiabiertos, esperando, esperando... —¿Qué pasa con el bizcocho? —llegó una voz desde el salón—. Me muero de hambre. Se separaron tan deprisa que Cappie casi se cayó. Ya va! ¿Era ésa su voz?, pensó Cappie. —Yo llevaré la cafetera —dijo Bentley con una voz igual de extraña. No se miraron al entrar en el salón. Cappie cortó el bizcocho obligándose a ignorar lo que casi acababa de suceder. Ya tenía suficientes complicaciones en la vida en ese momento como para meterse en otra. Pero no estaba segura de poder volver a meter ese genio en su lámpara. Y no pudo. Cuando terminaron el bizcocho y tras unos minutos de conversación, Bentley recibió una llamada y después colgó con una sonrisa de medio lado. —Una de las vacas de pura raza de Cy está de parto y es la primera vez. Tengo que irme. Lo siento. He disfrutado de la cena, y del bizcocho. —Nosotros también —dijo Cappie. —Tenemos que repetirlo —añadió Kell sonriendo. —La próxima vez os llevaré a los dos aun bonito restaurante —dijo Bentley. —Bueno... —dudó Cappie. —Acompáñame al coche —dijo Bentley a Cappie. Cappie miró a Kell en busca de ayuda, pero éste se limitó a sonreír. Siguió a Bentley hacia la puerta. Bentley se detuvo en la escalera y le dedicó una larga mirada a la débil luz que salía por la ventana. Ella se mordió el labio inferior en busca de algo que decir. Su cerebro no cooperó. Se quedaron mirándose un tiempo más. —Aborrezco a las mujeres —dijo él. —Lo siento —dijo ella casi sin voz.

—Oh, qué demonios. Ven aquí. Le tendió los brazos, la rodeó con ellos y la besó con tanta pasión que ella no pudo ni pensar. Sus brazos rodearon el cuello de él mientras la caliente y dura presión de su boca le hacía separar los labios y dejar que su lengua invadiera el secreto interior de su boca. Era demasiado, demasiado pronto, pero no podía controlarlo. Él no le dejaba el aliento suficiente como para decírselo y el placer que recorrió su cuerpo la dejaba sin palabras. —Bueno —dijo él de pronto unos segundos después interrumpiendo el beso. Ella lo miró boquiabierta. El arqueó las cejas. Cappie trató de hablar, pero no pudo. —Realmente me gustaría que no me miraras de esa forma —dijo él. —¿Qué? —tartamudeó ella. —Bueno, podría decir que me siento halagado de haberte dejado sin palabras, pero no quiero avergonzarte. Nos vemos el lunes. —Sí, el lunes. —En la clínica. —La clínica. —¿Cappie? Ella seguía mirándolo. —¿Cappie? —se echó a reír y volvió a besarla—. Y dicen que el camino al corazón de un hombre pasa por su estómago —reflexionó—. Esto es mucho más rápido que la comida. Nos vemos. Se volvió, se metió en su coche y Cappie se lo quedó mirando mientras se alejaba en dirección a la autopista. No fue hasta que Kell la llamó que se dio cuenta de que estaba perpleja. Después de aquello, era complicado trabajar en el mismo sitio que Bentley sin quedarsé mirándolo. Él se dio cuenta. No podía dejar de sonreír. Pero cuando Cappie empezó a quedarse entre las puertas mirándolo, todo el mundo en la clínica empezó a sonreír y eso la inhibió. Se obligó a sí misma a mantener la cabeza en los animales y no en el hombre que los trataba. Justo antes de la hora de salir, un niño llegó a la clínica delante de un hombre. Llevaba un gran perro envuelto en una manta. Sangraba. –Por favor, es mi perro, tienen que curarlo –dijo el niño entre sollozos. –Lo ha atropellado un coche –dijo el hombre–. Encima el no se ha detenido. El doctor Rydel salió de dentro y echó un vistazo al perro. –Vamos dentro –dijo al niño–. Haremos todo lo posible, te lo prometo. –Se llama Ben –lloriqueó el niño–. Lo tengo desde que era pequeño. Es mi mejor amigo. El doctor ayudó al niño a dejar al perro en la camilla metálica. No le pidió que se marchara cuando inició la exploración. Keely lo ayudaba a limpiar la herida. –Vamos a tener que hacer una radiografía. Dile a Billy que te ayude a llevarlo –le dijo con una sonrisa. –Sí, señor –respondió ella. –¿Se va a morir? –preguntó el niño. –No he visto ninguna evidencia de daño interno o conmoción. Parece una fractura, pero antes de inmovilizarlo tengo que ver las radiografías. Después tendremos que operarlo, así que será mejor anestesiarlo. Tiene músculos y piel dañados además de la fractura. —¿Va a ser muy caro? –preguntó preocupado el hombre que acompañaba al niño–. Me he quedado sin trabajo la semana pasada y vamos a tener otro hijo.

—No se preocupe por eso –dijo Rydel para tranquilizarlo–. Hacemos algunos trabajos sin cobrar y nos haremos cargo. —Gracias –dijo con los dientes apretados el hombre. — –Todos tenemos malos momentos –le dijo el doctor Rydel–. Se superan, irá mejor. –¡Gracias doc! –explotó el niño acariciando al perro en la cabeza–. ¡Gracias! –A mí también me gustan los perros –dijo el veterinario–. Lo de éste va a llevar un rato. ¿Por qué no dejan su número en el mostrador y los llamaremos en cuanto hayamos terminado? –¿Hará eso? –preguntó el hombre sorprendido. –Por supuesto. Siempre hacemos eso. –Se llama Ben –dijo el niño–. Tiene todas sus vacunas y esas cosas. Lo llevamos todos los años a la clínica del refugio de animales. Lo que significaba que el dinero siempre andaba justo, pero se ocupaban del animal. El doctor estaba impresionado. –Le dejaremos nuestro número de teléfono. Es usted un buen hombre –dijo el padre. –Me gustan los perros –repitió Rydel con una sonrisa–. Vayan a casa. Los llamaremos. –Sé bueno, Ben –dijo el niño al perro acariciándolo. El perro parecía manso– Vendremos a buscarte en cuanto nos llamen. Te lo prometo. El padre tiró del niño y le dedicó una última sonrisa al veterinario. —Puedo hacerme cargo de la factura —dijo Keely. —No —dijo Rydel—. Atiendo casos como éstos continuamente. No es mucho trabajo. —Sí, pero... —Conduzco un Land Rover —dijo acercándose más a ella—. ¿Quieres saber el precio? —Vale —se echó a reír—. Desisto. Billy, el técnico, llegó para ayudar a Keely a llevar a Ben a la sala de rayos. Cappie volvió después de un minuto. —Acabo de prometer que os haré saber que a Ben le gusta la manteca de cacahuete — dijo—. ¿Quién es Ben? —Pata fracturada, APC —abrevió él. —Atropello por coche —tradujo ella sonriendo—. La herida más frecuente sufrida por los perros. ¿Saben quién lo atropelló? —Ojalá —dijo Rydel—. Llamaría a Cash yo mismo. —¿No se detuvo? —No —dijo escueto. —Yo pararía si atropellara la mascota de alguien —dijo Cappie—. Tenía un gato cuando vivía en San Antonio, después de que Kell dejara el ejército. Tuve que regalarlo cuando nos vinimos aquí —recordó que Frank le había dado una patada, tan fuerte que a ella le costó trabajo al día siguiente poder echarle un vistazo. Tenía una herida, pero no huesos rotos. Después el gato había desaparecido y no volvió hasta que Frank salió de su vida. Había regalado el gato antes de marcharse de San Antonio para asegurarse de que Frank no mandaría a nadie a hacerle daño para hacerla sufrir a ella. Era esa clase de hombre. —Estás muy pensativa —dijo él. —Echo de menos a mi gato —mintió sonriendo. —Tenemos muchos gatos por aquí —dijo él—. Creo que Keely tiene una familia completa en su granero y con gatitos pequeños. Te dará uno si se lo pides.

—No estoy segura de poder tener un gato —respondió—. Kell no podría ocuparse de él, apenas puede cuidar de sí mismo. Bentley no presionó. Sólo sonrió. —Algún día encontrará una chica que quiera llevárselo a casa y malcriarlo a fondo. —¿A Kell? —¿Por qué no? Sólo tiene una parálisis temporal, no una demencia. —Supongo que no —se echó a reír—. Es un poco arisco. —Y no es mal jugador de consola tampoco —señaló. —Lo he notado. —¿Cappie has preparado la cuenta del gato de la señorita Dill? —dijo una voz desde fuera. —No, lo siento, doctora King. Ahora mismo. Salió fuera ruborizada. El doctor tenía un modo de mirarla que hacía que se le acelerara el pulso. Le gustaba.

Capítulo 6 CAPPIE se quedó hasta tarde por el retraso con los pacientes provocado por la urgencia con el perro. Normalmente las intervenciones de cirugía se hacían los jueves, pero las urgencias se hacían en el día. De hecho, había atención las veinticuatro horas al día en San Antonio, pero los veterinarios de la clínica estaban disponibles por si se les necesitaba. Algunas veces el tiempo que llevaba ir hasta la gran ciudad podría costar la vida del animal. Estaban considerando añadir cuatro veterinarios más a la plantilla para poder atender mejor las urgencias. Ben salió del quirófano con una pata vendada y se le colocó en una jaula de recuperación hasta que se le pasara el efecto de la anestesia. Al día siguiente, si no presentaba complicaciones, lo mandarían a casa con tratamiento antibiótico y analgésico. Cappie estaba contenta por el niño. Sentía pena por los niños cuyas mascotas sufrían heridas. Y eso que los adultos no reaccionaban mucho mejor. Las mascotas eran parte de la familia. Era duro verlas sufrir o perderlas. Kell estaba pensativo cuando llegó a casa. Se quitó el abrigo y soltó el bolso. —¿Qué te pasa? —preguntó. Kell apartó el portátil. Me ha llamado un ayudante del fiscal del distrito de San Antonio, de la oficina de apoyo a las víctimas —dijo tranquilo—. Frank ha salido hoy de la cárcel. Había llegado el día que había estado temiendo. Se le hizo un nudo en el pecho. Había jurado vengarse. Había dicho que la haría pagar por haberlo denunciado. —No te preocupes —dijo él—. Aquí estamos entre amigos. Frank tendría que estar loco para venir hasta aquí buscando problemas. Además de la cárcel está un año en libertad condicional. Estará vigilado. No querrá arriesgarse a volver a la cárcel a terminar su condena. —¿Eso crees? —pregutó ella. Recordó lo despiadado que era Frank. Había oído a una de sus compañeras que era amiga de la hermana de Frank que, una vez, había echado de la carretera a un hombre que lo había denunciado por amenazarlo en el trabajo. Nunca se había podido probar que había sido él el causante del accidente. Cappie estaba segura de que habría habido más incidentes similares. Una vez le había contado que había estado en un reformatorio de joven, pero no le había dicho por qué. —No se acercará a la casa —siguió Kell—. Tengo armas y sé utilizarlas —añadió—. En el trabajo no creo que se atreva a acercarse a ti. El doctor Rydel lo sacaría a patadas de la clínica. Cappie recordó que le habían contado que ya lo había hecho una vez. La doctora King le había dicho que una vez llegó a la clínica un hombre con un perro malherido diciendo que se había caído por las escaleras. Después de examinar al perro, el doctor se había dado cuenta de lo que había pasado. Había acusado al hombre de maltratar al perro y el hombre había tratado de golpearlo. El doctor lo había agarrado y sacado a la calle a empujones mientras los miraban asombrados los dueños de las mascotas que esperaban. Después había llamado a la policía y lo habían detenido. También lo habían condenado. —Bentley se enfada mucho cuando la gente maltrata a los animales —le dijo a su hermano. —Claro —apretó los labios—. Me pregunto por qué se haría veterinario. —Tengo que preguntárselo.

Sí, hazlo. He hecho macarrones con queso para cenar cuando has llamado para decir que llegarías tarde. Hizo una mueca antes de poder contenerse. —Perdona —le dijo—, es que ya había comido mi ración de hidratos hoy. —Sé que no cocino nada bien, pero algún día aprenderé, entonces vas a ver. —Algunos hombres han nacido para ser grandes cocineros, pero tú no eres uno de ellos. Voy a hacer una ensalada para acompañar los macarrones. —Ya la he hecho yo. Está en la nevera. —Eres el mejor hermano del mundo —lo besó en la mejilla. —Puedo decir lo mismo de ti —le revolvió el pelo—. Escucha, si el veterinario huraño se te declara, acéptalo. Yo puedo cuidarme solo. —Si no sabes cocinar —lloriqueó ella. —Puedo comprar maravillosos platos congelados para calentar —respondió. —Como si Bentley fuera a declararse —se echó a reír—. Le gusto, pero eso no significa que vaya a querer casarse conmigo. —Tienes que invitarlo otro día y hacerle ese plato de pasta con gambas que te sale tan bien. Sé por un espía que el doctor es forofo de las gambas. —¿De verdad? ¿Quién sabe eso? —Cy Parks me lo ha dicho. —¿Has sacado información a Cy? —Yo jamás haría algo tan rastrero —puso un gesto angelical. —Seguro que sí. —Bueno, el doctor Rydel supo por qué se lo preguntaba Cy. Se echó a reír y dijo que si había alguna otra información que Cy quisiera darnos. —Oh, Dios —se ruborizó. —Cy me ha dicho que el doctor ha hablado más de ti que de la vaca a la que estaba ayudando a parir —añadió Kell—. Es bien sabido que el doctor no soporta a las mujeres. La gente siente curiosidad cuando un misógino declarado empieza a ver a una mujer. —¿Me pregunto por qué aborrecerá a las mujeres? —reflexionó en voz alta. —Pregúntaselo. Pero ahora vamos a cenar. Estoy hambriento. —Dios, sí, son dos horas más tarde de lo normal —se dirigió a la cocina—. Siento que sea tan tarde. —¿Qué tal el perro? —Irá bien, dice el doctor. El niño estaba deshecho. Me da pena su padre. Acaba de perder el trabajo. Se debatía entre ocuparse del perro y pensar en la familia. Acaban de tener otro hijo. Bentley dijo que no le cobraría ni un centavo. —Tiene un corazón de oro —dijo Kell. —Íbamos a hacer una colecta y nos recordó que conducía un Land Rover —se echó a reír—. La doctora King me ha dicho que ha heredado dinero de su abuela y que gana bien como veterinario. —Eso significa que podrá mantenerte cuando os caséis. —Los bueyes delante del carro, no al revés. —Espera y verás —replicó—. Está colado por ti. Lo único es que él aún no lo sabe. Cappie sonrió y empezó a colocar la cena en la mesa. También se quitó de la cabeza sus temores sobre Frank. Kell tenía razón. No arriesgaría su libertad por ir a molestarla.

El viernes por la noche fue con Bentley a una verbena. Estaba conmocionada, no sólo por la invitación, sino por la elección del destino. —¿Te gustan las verbenas? —había preguntado ella. —¡Claro! Me encanta el algodón dulce —había sonreído recordando—. Mi abuela guardaba las monedas para traerme a la verbena de Jacobsville cuando era pequeño. Montaba en las atracciones conmigo. Aún siento un cosquilleo cuando oigo a la gente hablar de abuelas que hacen galletas y punto sentadas en mecedoras. Mi abuela era reportera de un periódico. Era la bomba. Recordaba la conversación mientras paseaban por el paseo que formaban las atracciones. —¿Qué piensas? —preguntó él en tono de broma. —Perdona. Recordaba lo que decías de tu abuela. ¿Pasaste mucho tiempo con ella? Su gesto se endureció. —Perdona —dijo otra vez ruborizándose—. No debería haber preguntado algo tan personal. Él se detuvo y la miró disfrutando del hermoso cabello que le caía sobre los hombros. Su gran mano jugueteó con el pelo haciendo que un dulce escalofrío le recorriera la espalda. —Ella me crió —dijo con tranquilidad— Mis padres nunca se llevaron bien. Se separaban dos o tres veces al año y se peleaban sobre quién se quedaría conmigo. Mi madre me quería, pero mi padre sólo me utilizaba para hacerle daño —su gesto se endureció—. Cuando se enfadaba conmigo, me quitaba mis mascotas. Disparó a uno de mis perros una vez que le contesté mal. No me dejó llevar al perro al veterinario y no pude salvarlo. Por eso decidí hacerme veterinario. —Me preguntaba —confesó— por qué hablabas de tu madre y nunca de tu padre. O tu padrastro —apoyó las manos en su pechera y notó el calor a través del suave algodón. —Mi padrastro —suspiró y le tomó las manos— pensaba que ser veterinario era una profesión de chicas, y así me lo decía con frecuencia. Tampoco le gustaban los animales. —Una profesión de chicas... —se burló—. Supongo que nunca había tenido que inmovilizar a un novillo enfermo de varios cientos de kilos. —No, nunca. Intentamos llevarnos bien una temporada, pero no lo echo de menos. Estuve resentido con él mucho tiempo por no dejar que mi madre fuera al médico estando tan enferma, pero algunas veces echamos la culpa a las personas de lo que sólo es responsable el destino. Ya se sabe: el hombre propone y Dios dispone. Es completamente cierto. —Y tú recomiendas ser como la cigarra que canta junto al río —dijo con marcado acento. —Eres una lunática —se echó a reír y la besó en la nariz—. Sí, recomiendo ser como la cigarra. Algunas veces es mejor confiar en que las cosas irán bien. —¿Por qué aborreces a las mujeres? Él arqueó mucho las cejas. —Todo el mundo sabe que es así. Incluso me lo has dicho —se ruborizó un poco al recordar el beso que se habían dado cuando se lo había dicho. —Te acuerdas de eso, ¿no? —bromeó—. No sabes mucho de besos —añadió. —No tengo mucha práctica —dijo incómoda. —Oh, creo que podría ayudarte con eso —dijo con voz ronca—. Y, por cierto, no te aborrezco., —Muchas gracias —dijo mirándolo por debajo de las pestañas.

—Eres muy bienvenida —susurró y le alzó la barbilla para tener mejor acceso a su boca. Antes de que pudiera besarla una voz profunda murmuró detrás de él: —La conducta obscena en público puede ser causa de detención. —Kilraven —rugió Bentley volviéndose a mirarlo—. ¿Qué haces aquí? Kilraven, de uniforme, sonrió al ver la incomodidad en sus rostros. —Estoy investigando un posible fraude en el algodón de azúcar —dijo bajando la voz. —¿Perdón? —dijo Cappie. —Voy a probar el algodón y las manzanas dulces y asegurarme de que no contienen azúcar ilegal. Los dos lo miraron como si estuviera loco. —Estoy fuera de servicio, pero no he ido a cambiarme. Me gustan las verbenas —añadió riendo—. Jon, mi hermano, y yo solíamos venir juntos de críos. Me traen buenos recuerdos. —Hay un tiro al blanco —le dijo Bentley. —No malgasto mi increíble talento en juegos —bromeó Kilraven. —Respeto tu modestia —dijo Bentley. —Gracias. La considero una de mis mejores cualidades y tengo muchas —miró por encima de ellos. Winnie Sinclaire, con vaqueros y un bonito suéter rosa y una chaqueta vaquera a juego, rondaba el puesto de lanzamiento de monedas con su hermano, Boone, y su mujer, Keely, la compañera de Cappie. —Os veo luego—dijo Kilraven siguéndola con la mirada. —Qué raro —murmuró Cappie mirándolo alejarse. —No tan raro —replicó Bentley sin dejar de mirar a Winnie—. Le gusta Winnie y aborrece a las mujeres más que yo. Cappie siguió su mirada. Keely sonrió y saludó con la mano. Ella le devolvió el saludo. Winnie sonrió también y se volvió hacia los dos. —Pobrecilla —murmuró Cappie—. Es tan rica y tan infeliz. —El dinero no da la felicidad —señaló Bentley. —Bueno, la carencia de él puede hacerte muy desdichada. Le tomó la mano haciendo que se volviera a mirarlo. Se sentía dubitativa porque Keely sonreía en su dirección. —No me importa lo que piense la gente —dijo Bentley— y no se atreverá a tomarme el pelo en mi clínica —añadió con una sonrisa. —Vale —soltó una carcajada—, a mí tampoco. —No recuerdo la última vez que sonreí tanto —dijo él—. Me gusta estar contigo, Cappie. —Y a mí contigo —sonrió. Seguían sonriendo cuando dos niños que corrían chocaron contra ellos y rompieron el encanto. Bentley la llevó a casa, pero no hizo ademán de abrir la puerta después de apagar el motor. Le desabrochó el cinturón de seguridad y después el suyo. La sentó en su regazo. Antes de que pudiera decir nada, su boca estaba en la de ella y sus dedos se colaban por el borde de su suéter. Quiso protestar, era demasiado pronto, pero él soltó el cierre del sujetador con una rápido movimiento. Después sus manos recorrieron la suave piel con tanta pericia que se echó un poco hacia atrás para dejarle mejor acceso. —¿Demasiado rápido? —susurró él en su boca.

—No —dijo y arqueó la espalda. Él sonrió y volvió a besarla mientras su mano se detenía sobre un duro pezón. Después de unos pocos minutos, besarse ya no era suficiente. Las manos de él bajaron hasta el final de su espalda y la levantaron de modo que sus vientres se rozaron en el silencio del vehículo, sólo roto por las respiraciones aceleradas y los jadeos. Notaba cómo la deseaba. Con Frank se había sentido excitada, pero no así. Quería lo que él quería. Ardía por él. Desabrochó los botones de su camisa y se frotó contra él de modo que los suaves pechos rozaran el musculoso y velludo torso. La agarró de las caderas y la movió de un modo que la hizo gemir. —Oh, Dios —dijo él con los dientes apretados—. ¡Cappie! Le clavaba las uñas en la espalda mientras empezaba a estremecerse. —No pares —susurró ella—. ¡No pares! —Tengo que... La movió bruscamente y la sentó de nuevo en su sitio. Abrió la puerta y salió del coche. Se quedó fuera de espaldas a ella respirando hondo para tratar de recuperar el control. Avergonzada, Cappie se abrochó el sujetador y se recolocó el suéter. Aún estaba temblorosa. Había estado cerca. Por suerte estaban aparcados delante de su casa y no en un camino apartado donde no habrían tenido ningún incentivo para parar. A pesar de su apasionada respuesta, ella no era así. ¿Sabría él eso? ¿Buscaba una aventura rápida y corta? Ella no podría. Pensó que después de eso no querría volver a verla, no si ella decía que no. ¿Y cómo iba a afectar eso a su trabajo? Sólo había una clínica veterinaria en todo el condado y era en la que trabajaba. Si perdía ese trabajo, no podría conseguir otro. Mientras se torturaba con esos pensamientos, se abrió la puerta súbitamente. —Lo sé —dijo Bentley en tono divertido—. Te estás abofeteando mentalmente por aprovecharte de mí en un momento de debilidad. Pero no pasa nada. Estoy acostumbrado a que las mujeres traten de abusar de mí. Lo miró sin habla. Era lo último que esperaba oírle decir. —Vamos, vamos, no vas a tener una segunda oportunidad conmigo la misma noche — bromeó—. ¡Tengo que pensar en mi reputación! Su mente se puso en marcha otra vez y rió aliviada. Agarró su bolso y buscó el picaporte de la puerta con el abrigo en un brazo. —Escucha —dijo él suave—, no empieces a darle vueltas. Nos hemos... implicado demasiado, demasiado deprisa, pero lo afrontaremos. —No soy, bueno, muy moderna —soltó. —Yo tampoco, cariño —dijo con suavidad. Podría haberse derretido entera allí mismo. Se ruborizó. La besó con tierno respeto. —Sé la clase de mujer que eres —dijo amable—. No voy a presionarte para hacer nada que no quieras. —Gracias. —Por otro lado, tú tienes que prometeone lo mismo —señaló—. No voy a seguir saliendo contigo si tengo que estar preocupado porque intentes violarme cada vez que te traiga a casa. No soy esa clase de hombre —añadió altivo. —De acuerdo —dijo ella con una amplia sonrisa. La acompañó a la puerta.

—Nos vemos el lunes en el trabajo —dijo él agarrándole la cara con las dos manos—. Justo cuando piensas que estás a salvo —musitó—, saltas en la trampa del tigre. —¿Sabes? Estaba pensando justo lo mismo. Volvió a besarla. —Nos lo tomaremos con calma —susurró él—. Pero ya sabemos cómo va a terminar. Estamos bien juntos. Y estoy harto de vivir solo. Casi le estalló el corazón de contento. —Yo... yo no creo que pueda sólo vivir con alguien... —dijo un poco preocupada. —Yo tampoco podría —la besó en los ojos cerrados—. Podemos hablar de papeles y anillos —alzó la cabeza—, pero no esta noche. Tenemos todo el tiempo del mundo. —Sí —susurró con los ojos brillantes por la emoción—. Todo va demasiado deprisa. —Como un relámpago. En el fondo de su mente sintió un súbito temor. Se mordió el labio inferior y dijo: —Realmente no sabes mucho de mí —empezó—. Cuando vivía en San Antonio, salí con ese hombre... Antes de que pudiera terminar la frase, sonó el teléfono de Bentley. —Rydel —dijo al aparato y escuchó—. Estaré en la clínica en diez minutos. Lleva el gato. Sí, sí, no pasa nada —colgó—. Tengo que irme. —Te cuidado —dijo ella. —Lo tendré. Buenas noches... —Buenas noches... Bentley. Volvió al coche, arrancó y se alejó despidiéndose con la mano Cappie lo miró marcharse y entró en la casa con la sensación de que flotaba. El lunes por la mañana, aún se sentía en éxtasis. Había esperado que Bentley llamara por teléfono el sábado o el domingo después de lo que había pasado tras la verbena el viernes por la noche. Pero quizá había tenido alguna urgencia. Esperaba que no le hubieran asaltado las dudas. Estaba tan loca por él que no podía soportar pensar en que cambiara de opinión sobre lo que había dicho. Pero sabía que eso no iba a suceder. Ya estaban tan unidos que sabía que aquello duraría siempre. *** Así que sufrió una conmoción cuando el lunes entró en la oficina y el doctor Rydel respondió a su radiante sonrisa con una mirada fría. —Llega tarde, señorita Drake —dijo tajante—. Por favor, que no se repita en el futuro. Se quedó como si la hubieran golpeado con un ladrillo. Keely, tras el mostrado, le dedicó una mirada comprensiva. —Lo... lo siento, señor —tartamudeó. —Necesito que ayude a Keely en la sala de rayos —dijo y desapareció bruscamente. —Ahora mismo —se quitó el abrigo y dejó el bolso y entró con Keely en la sala donde esperaban los animales en sus jaulas. Sacó del bolsillo una goma para el pelo y se recogió el cabello en una coleta. —Es el gato de la señora Jonson —le explicó Keely sabiendo que el veterinario podía oírla desde la sala contigua—. Ella le ha pisado una pata, está inflamada y el doctor teme que pueda estar rota. La señora Jonson no pesa poco. —Sí, lo sé.

—Ha dejado el gato aquí mientras ella iba al cardiólogo. Estaba muy afectada. Se está reponiendo de un infarto y le preocupa el gato —dijo sonriendo. Keely abrió la jaula y Cappie sacó al viejo gato. —Qué gatito más dulce —murmuró Cappie a la mascota mientras iban a la sala de rayos— . Pensaba que querrías morderme. —Es un cielo —dijo Keely colocándolo en la mesa y cerrando la puerta tras ellas—. ¿Qué demonios pasa con el doctor Rydel? —susurró—. Ha llegado como una tormenta. —No lo sé —dijo Cappie—. El viernes por la noche estaba contento y sonriente... —¿No discutisteis? —¡No! —deseó añadir que habían hablado de anillos, pero no era buen momento. —Me pregunto qué habrá pasado. —Y yo —dijo Cappie triste. Terminaron con la radiografía y Cappie volvió a meter al gato en su jaula mientras Keely la revelaba. La doctora King la miró preocupada, pero estaba demasiado ocupada para decir nada. Cappie se sentía mareada. No podía imaginarse cuál era la causa del cambio de Bentley. Pasó todo el día preocupada entre docenas de pacientes y una larga urgencia. La señora Jonson fue a recoger a su gato, que tenía la pata vendada. Cappie le sujetó la puerta mientras salía con él. En ese momento pensó que quizá el veterinario le dijera algo, hablara con ella, se explicara. Pero no lo hizo. La trató como al principio: cortésmente, pero con frialdad. Al final del día, esperó a que hablara con ella, pero lo llamaron para una urgencia y se marchó minutos antes de que el personal se marchara a casa.. Se fue a casa con el alma en los pies. —Parece el fin del mundo —dijo Kell cuando la vio entrar en casa—. ¿Qué ha pasado? —No lo sé —dijo triste—. Bentley me mira como si tuviera la peste y no me ha dirigido la palabra en todo el día. Está como siempre en el trabajo, como cuando empecé. —Parecía bastante contento cuando vino a buscarte el viernes —señaló él. —Y cuando me trajo a casa —añadió—. Igual se ha puesto nervioso. —Quizá sí. Todo el mundo dice que es el más misógino de la ciudad. Pero en ese caso, podría haberlo pensado antes. Si está realmente interesado en ti, no abandonará. —¿Eso crees? —Lo sé. Los hombres que se comportan como él cuando vino a cenar no se vuelven fríos como el hielo sin ninguna razón. Quizá haya pasado un mal fin de semana. Lo que no era ninguna razón para comportarse con ella como lo había hecho. Por otro lado, tampoco lo conocía muy bien. —Quizá pueda hablar con él mañana —dijo ella. —Quizá. —Voy a hacer la cena. —Trata de no preocuparte. —Claro. Pero se preocupó y no durmió. Fue a trabajar con un presentimiento. El veterinario estaba en el mostrador cuando llegó. —Llego cinco minutos antes —dijo brusca cuando llegó. —Pasa a mi despacho, por favor —dijo él. Por fin se iba a explicar, pensó. Seguro que era algo que no tenía que ver con ella.

Entraron y él cerró la puerta. Se apoyó en el borde de la mesa y la miró fríamente. —El sábado por la noche tuve una visita. —¿Sí? —pensó en una antigua novia que quería volver con él. —Sí —dijo escueto—. Tu novio. —¿Mi qué? —Tu novio, Frank Bartlett —dijo glacial. Se sintió mareada. ¡Frank estaba allí, en Jacobsville! Se agarró a una silla. Debería haberle hablado de él. —Es mi ex novio —empezó. —¿De verdad? —se echó a reír—. No es eso lo que dice él.

Capítulo 7 CAPPIE no podía ni imaginar la historia que le había contado Frank. Pero entendió su enfado. —Puedo explicártelo —dijo ella. —Me dijiste el viernes por la noche que tenías un ex novio, pero no escuché el resto de la historia. Bartlett ha sido muy amable al contármela. Lo acusaste de agresión e hiciste que lo encerraran. Ha estado en la cárcel y tiene antecedentes por tu culpa. —Sí, pero eso no fue lo que pasó... —Lo sé todo sobre las mujeres a las que les gusta jugar con los hombres —interrumpió— . Cuando tenía veintipocos años trabajé en una clínica veterinaria mientras estaba en la universidad. Había una auxiliar que era guapa, pero nunca salía con nadie. Me daba pena. Sólo trabajaba media jornada porque yo tenía la jornada completa. Un fin de semana se quedó hasta tarde y trató de hacer que la besara. Después con mucha calma se desabrochó la blusa, se alborotó el cabello y llamó a la policía —hizo una pausa, ella estaba pálida—. Quería mi trabajo. Me gasté todos mis ahorros en un detective privado que descubrió que no era la primera vez que había usado ese sistema. La detuvieron y me anularon la ficha policial. El veterinario volvió a contratarme y pasó unos años tratando de compensarme por lo sucedido. —No tenía ni idea —susurró ella. —Claro que no, o no habrías intentado la misma treta conmigo. —¿Qué? —Siempre estás hablando de lo que harías si tuvieras dinero. Sabes muy bien lo que hacer. ¿Cuando ibas a acusarme de agredirte? ¿Tienes un abogado preparado esperando para denunciarme? No podía creer lo que estaba oyendo. Frank le había contado una mentira y Bentley la había creído porque había sido víctima una vez de una denuncia falsa. —Jamás he acusado falsamente a nadie —se defendió. —¿Sólo a Frank Bartlett? —Me rompió un brazo —dijo con tranquila dignidad—. No era la primera vez que me pegaba. —Me dijo que dirías eso —replicó. Pobre hombre. Has arruinado su vida, pero no vas a tener oportunidad de arruinar la mía. Tienes dos semanas para marcharte se puso en pie. —¿Me despides? —preguntó casi sin voz. —No, te vas tú —dijo frío—. Así no cargarás al Estado con el coste de tu desempleo ni me denunciarás por despido improcedente. —Ya. —Mujeres —murmuró gélido—. Pensabas que podrías engañarme. Pareces tan inocente. Y eres una mentirosa abrió la puerta—. Vuelva al trabajo, señorita Drake dijo en tono formal— . Va a ser un largo día. Trabajó de un modo mecánico, sonriendo a los clientes y a la doctora King. Keely la miraba extrañada, pero nadie pareció encontrar su conducta fuera de lo normal. Al final del día se metió en el coche casi agradecida. Aún no podía creer que Bentley hubiera creído las mentiras

de Frank Pero iba a hacer algo al respecto. Aún no sabía qué. Aparcó delante de casa y se sorprendió al ver la pila de ropa que había en los escalones. ¿Estaría Kell limpiando la casa? Apagó el motor y bajó corriendo del coche. No era una pila de ropa, era Kell. ¡Kell! Estaba inconsciente, en el suelo al lado de la silla de ruedas y sangrando por media docena de heridas. Le tomó el pulso y vio que tenía. Al menos estaba vivo. La puerta estaba abierta pero no se atrevió a mirar dentro. Corrió al coche, sacó su móvil y llamó a emergencias. Después corrió junto a Kell para esperar. La siguiente hora fue una nebulosa de sirenas de ambulancia, policía, uniformes azules y blancos y pánico. Esperó a que el doctor Micah Steele saliera y le dijera cuál era el estado de su hermano Estaba mareada y congelada. Si Kell moría no le quedaría nadie. Salió a la sala de espera pocos minutos después de que Kell hubiera llegado al hospital. —¿Cómo está? —preguntó ella frenética. —Muy magullado —dijo él—, pero eso ya lo sabes. En la espalda tiene una buena herida. Le estamos haciendo pruebas, pero tiene sensación en las piernas, lo que indica que la esquirla se ha debido de mover. Si es así, voy a hacer que lo trasladen a San Antonio. Tengo un amigo traumatólogo que podrá operarlo. —¿Quieres decir que podrá caminar otra vez? —preguntó emocionada. —Sí —sonrió—. Pero ésa no es mi preocupación inmediata —la sonrisa desapareció—. Me ha dicho que han sido tres hombres. Uno era con el que tú tuviste relación, entiendo. Frank Bartlett. —Dar una paliza entre varios a un paralítico, ¡qué valiente! —El sheriff va a dictar una busca y captura para él y sus acompañantes —dijo Micah—. Pero estás en peligro hasta que los encuentren. No puedes quedarte sola en esa casa. —Si Kell se va a San Antonio —dijo ella—, llamaré a una amiga que trabajaba conmigo allí. Podré quedarme con ella. —Tendrás que tener protección —dijo con firmeza Micah. —Su hermano es Ranger de Texas, vive con ella. —¡Estupendo! —La llamaré en cuanto vea a Kell. —Para eso faltan aún unos veinte minutos —dijo el médico—. Tenemos que terminar las pruebas, pero irá bien. —Vale. Gracias. —Me alegro de poder ayudar. Kell es un buen tipo. —Ya lo creo. Llamó a Brenda a San Antonio. El hermano de Brenda, Colter, era Ranger. Había estado destinado en Houston hasta que su mejor amigo, un policía llamado Mike Johns, murió al intentar evitar el atraco a un banco. Colter fue trasladado y se mudó con su hermana. Se dedicaba a resolver casos antiguos. —¿Qué tal tu nuevo trabajo? —le preguntó Brenda al oír la voz de Cappie. —Me gusta. ¿Aún tienes habitación de invitados y hay trabajo en la clínica de allí? —Oh, cariño.

—Sí, bueno, las cosas no han salido tan bien como esperaba —dijo Cappie con calma—. Frank y dos amigos suyos le han dado tal paliza a Kell que casi lo matan. Lo van a llevar a San Antonio para que le operen y necesito un lugar donde quedarme hasta después de la operación. Querían ponerme protección, pero les he dicho que Colter vive contigo... —¡Pobrecilla! Puedes quedarte aquí todo lo que quieras —dijo Brenda—. Pero Colter está fuera del país resolviendo un caso. Ahora tiene su propio apartamento. ¿Qué le pasa a Kell? ¿Se va a poner bien? —Sólo está magullado —dijo Cappie—, pero la esquirla se ha movido y tiene sensibilidad en las piernas. Van a poder operarle. —Qué bendición en medio de la desgracia —dijo Brenda—. ¿Y tú? No me digas que Frank fue a tu casa sólo para, golpear a tu hermano. —Seguramente me buscaba a mí —confesó—, pero ya había hecho bastante daño a mi relación con mi jefe. Ya no tengo trabajo. —Le preguntaré a la doctora Lammers si tiene algo de media jornada —dijo de inmediato—. Sé que le encantará que hayas vuelto. La nueva auxiliar no tiene la dedicación que tenías tú y no aparece por el trabajo la mitad de los días. Voy a llamar ahora mismo. Mientras tanto, vente aquí. Ya sabes dónde están las llaves. —Millones de gracias, Brenda —se le quebró la voz. —Cariño, lo siento mucho —dijo Brenda—. Si hay algo más que pueda hacer por ti, dímelo. —Te he echado de menos —dijo Cappie. —Yo también a ti. Cuelga, haz que Kell llegue bien aquí y ven a casa. Saldremos adelante, ¿vale? —Vale. —Voy a llamar a la doctora ahora mismo —colgó. Cappie volvió a la sala de espera y se sentó triste y sombría a esperar los resultados de las pruebas. El médico volvió sonriendo. —Creo que es operable —dijo—. Voy a mandarlo a San Antonio en helicóptero. Será más rápido y mejor para su espalda. No queremos que la esquirla vuelva a moverse. Puedes verlo unos minutos. ¿Quieres volar con él? —Si puedo, sí —dijo ella. —Cash Grier está con él. Quiere hablar contigo también. —Muy bien, muchas gracias. Abrió la puerta y entró. Cash estaba apoyado en el borde de la repisa de la ventana, serio. Kell tenía un aspecto terrible, pero sonrió cuando se acercó a darle un beso. —El médico dice que podrán operarte —dijo ella. —Eso he oído —sonrió.— No sé cómo voy a pagarlo, quizá tenga que pedir un préstamo. —Mejora en vez de preocuparte por el dinero —dijo firme—. Siempre podemos vender el coche. —Claro, con eso pagaremos una aspirina —bromeó Kell. —Vale ya. Todo va a salir bien —dijo seria—. Hola, jefe —saludó a Cash. —Hola. Tú ex novio te busca a ti —dijo sin preámbulos—. No abandonará. Sabe que volverá a la cárcel por lo que le ha hecho a Kell. Irá por ti, si puede, antes de que lo agarren.

—Voy a volar a San Antonio con Kell —dijo despacio—y voy a quedarme en casa de una amiga. Su hermano es Ranger de Texas —no añadió que estaba fuera. Colter está fuera del país y Brenda no tiene ni un arma —dijo Cash sin cambiar de tono— . Conozco a Colter he sido Ranger. Seguimos en contacto. No querrás poner a Brenda en peligro. —Eso es lo que me preocupa —se mordió el labio—. ¿Qué hago entonces? —Te quedarás en un hotel al lado del hospital —dijo el—. Tendrás vigilancia. —¿Policías de aquí? —No —dijo despacio—. Eb Scott va a poner a dos de sus hombres para que te vigilen uno acaba de volver de Oriente Medio y el otro está en espera de destino. —Mercenarios —dijo con suavidad. —Exacto. —No son como salen en las películas —la tranquilizó Kell—. Son tipos con principios y sólo sirven a buenas causas, no sólo por dinero. —¿Los conoces? —preguntó ella. Kell dudó. —Yo los conozco —dijo Cash—. Puedes confiar en ellos. Se ocuparán de ti. Vete con Kell al hospital y se reunirán contigo allí. —Tengo que llamar a mi trabajo para decirles lo que ha sucedido. —En tu trabajo ya sabe todo el mundo lo que ha pasado —dijo Cash—. Bueno, excepto tu jefe —añadió cuando casi se le había parado el corazón—. Está en Denver por algún asunto personal. Algo relacionado con su padrastro. —Oh —mejor, pensó, así no tendría que volver a verlo. Kell no sabía que la había despedido, pero eso tendría que esperar—. ¿Qué pasa con nuestra casa? —Kell me ha dado la llave —dijo él—. Se la daré a Keely. Se encargará de apagar las luces, cerrar todo y vaciar la nevera. —No quiero volver a vivir allí —dijo ella a Kell en tono suave. —No hay que tomar decisiones ahora —replicó él con un gesto de dolor—. ¡Diablos, pensaba que sería algo mejor poder sentir las piernas! Podrás volver a caminar —dijo Cappie—. Será como un milagro. Al menos sacamos algo bueno de todo esto. —Justo lo que he pensado yo —sonrió—. No te preocupes. Todo saldrá bien. —Sí —asintió Cash—. Rick Marquez se va a asegurar personalmente de que hasta el último policía de San Antonio tenga la descripción de Frank Bartlett y ha hablado con un periodista que conoce en una de las cadenas de noticias. El amigo Frank va a ser tan conocido que si entra en una tienda, diez personas van a saltar sobre él y llamar a la policía. —¿De verdad?, pero ¿por qué? —¿No he mencionado que hay una recompensa por su captura? —dijo Cash—. Hemos hecho una colecta. —¡Qué amables! —Deberíais quedaros aquí —dijo Cash serio—. Es una buena ciudad, con buena gente. —No viviré en el mismo sitio que viva el doctor Rydel —dijo ella seria. Cash y Kell se miraron—. Pero Kell puede que quiera quedarse. Kell se preguntó qué pasaba. Cappie estaba loca por su jefe hasta esa mañana.

—Creo que deberíamos tener una conversación sobre por qué estás enfadada con tu jefe —dijo. —Mañana —dijo ella—. A primera hora. —Seguramente me operarán mañana a primera hora —replicó Kell. —Entonces te lo diré mientras estás inconsciente —sonrió—. ¿Cuándo nos vamos? —En cuanto esté preparado el helicóptero. ¿Necesitas algo de casa? Seguro que Cash puede acercarte. —No, tengo el bolso y el teléfono. Y aquí está la llave —añadió sacándola del bolso y entregándosela a Cash—. Sé que la de Kell la tiene Keely, pero la mía puede hacer falta. Muchas gradas. —Si necesitas algo, puedes llamar a Keely. O ella o su marido o su cuñada se encargarán. —Lo haré. —Y no te preocupes —añadió separándose de la ventana—. Siempre está muy oscuro antes de amanecer. Créeme, sé de lo que hablo. He visto mi parte de oscuridad. —Es un maravilloso jefe de policía. —Otra buena razón para quedarse en el condado —señaló. —Podemos estar de acuerdo o no en ese punto —dijo ella—. Podría reconsiderar mi postura si encierra al doctor Rydel y tira la llave. —No puedo hacer eso. Es el mejor veterinario de la zona. —Supongo que lo es. Cash no siguió con la discusión. El viaje en helicóptero fue fascinante para Cappie que nunca había subido en uno. Se sentó tranquila en su asiento sonriendo al personal médico, pero sin hablar con ellos. Sólo esperaba que Kell pudiera volver a andar y que alguien encontrara a Frank antes de que terminara lo que había empezado. Bentley Rydel entró en su despacho tres días después más irritable aún que cuando se había marchado. Su padrastro había sufrido un derrame. No había muerto, pero estaba hemipléjico temporalmente e ingresado en una residencia para el futuro. Bentley había localizado al hermano menor de su padrastro y arreglado todo para que pudiera volar a Denver a ver a su hermano. Y eso le había llevado su tiempo. No lo había hecho de mala gana, pero aún estaba molesto por lo de Cappie. ¿Por qué había sido lo bastante imbécil para enredarse con ella? ¿No había aprendido ya la lección de las mujeres? La clínica aún no había abierto, faltaban diez minutos. Cuando llegó encontró a todos los empleados detrás del mostrador mirándolo como si él hubiera inventado las enfermedades. —¿Qué pasa? —su gesto se tensó—. ¿Cappie me ha demandado por haberle pedido que deje el trabajo? —añadió sarcástico. —Cappie está en San Antonio con su hermano—dijo la doctora King—. Su ex novio y dos amigos le dieron una paliza y ha estado a punto de morir. —¿Qué? —preguntó pálido. —Cappie está protegida por la policía y voluntarios para evitar que le ocurra lo mismo a ella —añadió tajante Keely—. El sheriff ha investigado los antecedentes de Fran Bartlett y tiene varias denuncias por agresiones a mujeres, pero nadie había presentado cargos contra él hasta Cappie. Y ella no estaba muy convencida, su hermano la presionó cuando salió del hospital

porque Bartlett le dio una paliza y le rompió un brazo. Dijo que probablemente la habría matado si Kell no hubiera conseguido dejarlo inconsciente de un golpe. Sintió como si le hubieran cortado la garganta. Había creído a ese hombre. ¿Cómo podía haberle hecho eso a Cappie? ¿Cómo podía haber sospechado de ella? Ella había sido la víctima. Había creído al ex novio mentiroso y la había despedido. Estaba en peligro y era culpa suya. —¿Dónde está ella? —preguntó serio. —Nos ha pedido que no se lo dijéramos —dijo la doctora King. —No quiere volverlo a ver. De hecho ha conseguido otro trabajo en San Antonio y va a vivir allí. Se sintió mareado. Ella ya no querría volver al condado de Jacobs. No después de lo que él le había hecho. Seguramente le habría costado mucho volver a confiar en un hombre. Había confiado en él. Había sido dulce y confiada y él la había maltratado. No respondió a la doctora King. Miró el reloj. —A trabajar —dijo en tono apagado. Nadie le respondió. Se pusieron a trabajar. Él entró en su despacho, cerró la puerta y descolgó el teléfono. —¿Sí? —respondió Cy Parks. —¿Dónde está Cappie? —preguntó con tranquilidad. —Si te lo digo, tendré que cambiarme de nombre y mudarme al extranjero. —Dímelo de todos modos. Te compraré un bigote falso. Vale, pero no puedes decirle que la he traicionado. —De acuerdo. Cappie estaba agotada. Había estado en la sala de espera desde que Kell había entrado en el quirófano y la operación había sido larga. Esas sillas debían de haberlas elegido para asegurarse de que nadie querría quedarse allí mucho tiempo. Era imposible dormir en ellas. Le dolía la espalda. Necesitaba dormir, pero no saldría del hospital hasta que no viera a Kell en reanimación. A su lado, dos hombres altos y serios esperaban también sentados Uno de ellos tenía los ojos y el cabello negros y jamás sonreía. El otro era rubio con coleta y de ojos marrones con un parche en un ojo. Tenía buen humor y se refería a sí mismo como «Ojo de Lince». No sabía sus nombres. El detective Rick Marquez se había pasado por allí esa mañana temprano para hablar con ella de la familia y amigos de Frank. Sabía de la hermana de Frank, pero no había conocido a ningún amigo suyo. El detective era realmente guapo, pensó. Se preguntó por qué no tendría novia. Marquez le había asegurado que estaban haciendo todo lo posible para encontrar a Frank. Había una recompensa de dos mil dólares para quien ofreciera información que permitiera su detención. Brenda había ido al hospital y permanecido con ella hasta que la habían llamado para una urgencia con un perro. Había prometido volver en cuanto pudiera. Estaba decepcionada porque Cappie no se quedara en su casa. Podía pedir un arma, había dicho, y disparar a esa serpiente patizamba si se acercaba a su casa. Pero ella había sonreído y le había dicho que no pensaba con claridad cuando la había llamado y pedido poder quedarse en su casa. No quería ponerla en peligro. Además, tenía protección. Brenda miró a los dos hombres con curiosidad. No dijo que no querría encontrarse con ellos si fuera de los malos. El de la coleta le dedicó una sonrisa.

Después de eso, Brenda la dejó con sus dos sombras mientras la gente entraba y salía de la sala de espera. Tomó un café tras otro y trató de no darle muchas vueltas a sus temores. Si Kell volviera a caminar, se decía, la tristeza de los últimos días habría valido la pena. Finalmente salió el cirujano sonriente a hablar con ella. —Hemos quitado la esquirla —dijo—. Confío en que toda. Ahora hay que esperar los resultados pasado algún tiempo. Soy cautamente optimista, espero que vuelva a caminar. —Oh, gracias a Dios —respiró aliviada. —Y ahora, ¿puede hacer el favor de irse a dormir? Parece muerta. —Lo haré. Gracias. Doctor Sims. ¡Muchas gracias! —No hay de qué. Deje el número de su móvil en el control de enfermería y la llamarán si hay algo nuevo. —Ahora mismo. Se acercó al control con sus dos acompañantes. —Soy la hermana de Kell Drake —dijo a una enfermera—. Quiero dejarles el número de mi móvil por si tienen que ponerse en contacto conmigo. —Muy bien —dijo una enfermera morena sacando un cuaderno—. Adelante. Cappie le dio el número. —Siempre lo llevo encima y no lo apagaré. La enfermera miró a sus dos acompañantes. —Van conmigo —le dijo Cappie. Se acercó más y susurró—. Están en peligro y tengo que protegerlos. La enfermera sonrió. —Muy bien, chicos, estoy lista, cuando queráis. El del parche en el ojo le hizo un gesto con la mano para cederle el paso. —Así que nos protege a nosotros, ¿eh? —dijo en broma—. ¿De las picaduras de pulga? —Atento —le dijo Cappie— puede picarte una. —Bueno, bueno, vamos a llevarnos bien —dijo Ojo de Lince mientras esperaban el ascensor. —Yo me estoy llevando bien. Es ella la que no tiene esa actitud —apuntó el otro. —Seguro —dijo Cappie. Miró a Ojo de Lince y señaló a Cappie. —Jamás tomaba partido en las discusiones de mi familia —dijo Ojo de Lince. —¡Ella no es de mi familia! —dijo el otro. —Probablemente —dijo Ojo de Lince—. De todos modos, ¿cómo estás tan seguro? ¿Habéis comparado vuestro ADN? —Sé que no somos parientes y tuyo tampoco —dijo el otro. —¿Cómo lo sabes? —preguntó seco. —Porque eres demasiado feo para ser algo mío. —Bueno, bueno —dijo Ojo de Lince—. Mira quién se atreve a llamar feo a alguien. —Tu madre te vestía de un modo muy gracioso también. Cappie se sintió aliviada. Al menos esos dos tenían un original sentido del humor. —No puedo ir con vosotros a ningún sitio —dijo ella—. Me avergonzáis hasta hacerme ruborizar. —¿Qué puedo hacer si es así de feo? —No es feo —dijo Cappie defendiendo a Ojo de Lince—. Es único.

—Podemos casarnos a primera hora de la mañana —dijo Ojo de Lince con una sonrisa— . Llevo un anillo en bolsillo para casos de emergencia. —Lo siento, mañana no puedo —dijo ella. —¿Por qué no? —Mi hermano no me deja salir con tipos feos. —¡Acaba de decir que no soy feo! —protestó. —Mentía. —Podría hacer que me arreglasen la nariz. —Yo puedo hacerlo con el puño —se presentó voluntario el otro. —Yo puedo hacer lo mismo con la tuya primero —le informó Ojo de Lince. —Nada de peleas —protestó Cappie—. Acabaremos en la cárcel. —Algunos se han escapado no hace mucho —dijo el otro mirando a Ojo de Lince. —No tuve que escapar, me soltaron por mi belleza extrema. —Extremo sí eres, pero no en belleza. —Si no dejáis de discutir, voy a tener que pedir a mi amiga que venga a pasar la noche conmigo y tendréis que compartir el sofá. —Prefiero que me disparen a compartir algo con él hasta que me muestre la cartilla de vacunación. Se había abierto la puerta del ascensor y dentro estaba Bentley. Cappie se quedó sin aliento. —No tiene rabia —dijo Bentley a Ojo de Lince. —¿Y cómo lo sabe? —preguntó él. —Soy veterinario. —Deberíamos irnos —dijo Cappie evitando mirar a Bentley. —¿Nosotros? —preguntó Bentley desconcertado. —Estos dos son mis dos nuevos novios —dijo Cappie—. Compartimos habitación. Bentley, que sabía quiénes eran, siguió como si no hubiese dicho nada. —Ya he oído lo de Kell —dijo tranquilamente—. ¿Cómo está? —Ha salido de la operación y descansa, gracias —dijo formal—. Nos vamos. —¿Podemos hablar? —Si consigues que estos dos me aten, seguro. Vamos, chicos. Entró en el ascensor y permaneció de espaldas a la puerta hasta que se cerró.

Capítulo 8 CAPPIE no pudo dormir. Pasó toda la noche reproduciendo en su cabeza las últimas cuarenta y ocho horas, preocupada por Kell. Era culpa de ella que Frank hubiera entrado en su vida. Si no se hubiera sentido tan halagada por sus atenciones, si no hubiera estado tan cegada por él como para no hacer caso de las advertencias de Kell. Si no hubiera salido nunca con el. Una pena, pensó, que no se pudiera dar marcha atrás al reloj y borrar todas las tonterías que se habían hecho. Como enredarse con Bentley, por ejemplo, se dijo. Había sido una sorpresa encontrarlo en el hospital. Alguien en Jacobsville debía de haberle contado lo que había sucedido y a él le había dado pena Quizá estaba dispuesto a olvidarse de su pasado de engatusadora para preocuparse por el estado de su hermano. Eso no significaba que creyera en su inocencia o quisiera retomar su relación con ella. Mejor, se dijo, porque tampoco quería ella nada con él. Se levantó y se vistió... con la misma ropa que llevaba el día anterior. No se había llevado nada de equipaje. Tenía que llamar a Keely y pedirle que se acercara a su casa y recogiera algo de ropa para su hermano y para ella. Pero se aseguraría de que alguien armado acompañara a Keely por si Frank andaba rondando la casa. Cuando abrió la puerta de su dormitorio, sus dos vigilantes estaban discutiendo mientras tomaban café. —No hay suficiente para tres personas —estaba murmurando Ojo de Lince. —Después desayunas en un café, porque yo voy a desayunar aquí —dijo el otro. —Todos vamos a desayunar en el hospital porque nos vamos ahora mismo —dijo Cappie desde la puerta. —¿Ves lo que has conseguido por ponerte a discutir? Ahora ninguno vamos a tomar café —dijo Ojo de Lince. —Has empezado tú —dijo el otro. Cappie ignoró la discusión y abrió la puerta. —Vamos. Ojo de Lince estaba delante de ella en un instante con la mano bajo la chaqueta al ver a un hombre acercarse por el pasillo. Permaneció inmóvil esperando. Pero no era Frank. Era otro hombre, y una mujer con un niño apareció tras él un segundo después. —Buenos días —dijo Ojo de Lince con una sonrisa. —Buenos días —dijo el hombre sin dejar de caminar al lado de su familia. Ojo de Lince se echó a un lado para dejar salir a Cappie. —Espere mientras comprobamos que no hay ningún peligro —dijo en tono educado—. Los hombres que atacan a alguien sin temor a la detención normalmente no tienen pensado volver a prisión. Podrían decidir que una bala es mejor que un puño. —Perdón, no pensaba... —Por eso estamos aquí —dijo el otro saliendo tras ella y cerrando la puerta—. Pensamos por usted. —¿Estabas pensando, entonces? —preguntó Ojo de Lince. El otro se señaló la manga. La empuñadura de un enorme cuchillo estaba en la palma de su mano. La flexionó y el cuchillo volvió a su sitio. —Me lo enseñó Cy Parks —dijo—. Me enseñó todo lo que sé.

—¿Qué haces entonces con Eb? —Aprender... diplomacia —dijo con los dientes apretados—. Dicen que hay que trabajar mi actitud. Ojo de Lince abrió la boca para decir algo, pero Cappie se le adelantó: —¿Y yo necesito también trabajar mi actitud? —Deberíamos marchamos al hospital —dijo incómodo el otro hombre. Cappie sonrió, lo mismo que Ojo de Lince. Cuando llegaron al hospital, la cafetería estaba llena. En una de las mesas estaba un sombrío Bentley dando vueltas a unos huevos en medio de un plato como si no supiera si comérselos o tirarlos. Cappie sintió que el corazón le daba un vuelco, pero se controló. Aún estaba enfadada porque hubiera creído lo que Frank le había contado de ella. Él alzó la vista, la vio y sonrió. —¿Quiere que lo cachee? —preguntó Ojo de Lince—. Puedo hacerlo discretamente. —Sí, como cacheaste discretamente a ese hombre en el aeropuerto —dijo el otro—. ¿Te denunció? —Me disculpé. —¿Antes o después de que aparecieran los de seguridad? —Después, pero me dijeron que entendían que lo hubiera confundido con un terrorista. Llevaba una camisa hawaiana y chanclas! —El mejor disfraz para un espía, y pensé que lo conocía. Viví en Fiji. —¿Sí?—preguntó Cappie fascinada—. Siempre he querido ir allí. —¿Sí? —dijo Ojo de Lince mientras se colocaba entre ella y Bentley que se había levantado de la mesa para acercarse a ellos—. No es un buen momento —le advirtió. Bentley tenía ojeras por la falta de sueño, pero seguía siendo tan arrogante como siempre. Se detuvo frente a Cappie. —Me gustaría hablar contigo un minuto. No quería hablar con él y casi repitió las palabras de la noche anterior. Pero estaba cansada y preocupada y tenía miedo de Frank. Ya no importaba. Su vida en Jacobsville había terminado. Kell y ella empezarían de nuevo en San Antonio cuando la amenaza hubiera concluido. —Vale —dijo ella cansada—. Sólo un minuto, chicos —dijo a sus guardianes—. Podéis tomaros un café. —Por fin —gruñó Ojo de Lince—. Tengo falta de cafeína. —¿Por eso estás tan feo? —dijo el otro. Se alejaron discutiendo. —¿Quiénes son? —preguntó Bentley mientras se sentaban en su mesa. —Guardaespaldas —dijo ella—. Eb Scott los ha contratado para mí. —¿Quieres café? —Por favor. Se acercó a la barra y volvió con una café y un dulce. —Tienes que comer —dijo cuando ella protestó—. Sé que eso te gusta, lo traías alguna mañana al trabajo. —Gracias —se encogió de hombros—. He llamado al hospital de camino aquí. A Kell lo están bañando y después desayunará, así que tengo tiempo de comer algo antes de subir a verlo. —Hablé un momento con él anoche —dijo él. —Sólo se permite el acceso a familiares, ¡lo pone en la puerta!

—Bueno, les dije que era su cuñado. Lo miró fijamente por encima de la taza de café. —Me dejaron entrar. Bebió un sorbo de café con expresión de delicia. —Fue tan amigable conmigo como tú —suspiró—. La he fastidiado. —Sí. Con ganas —siguió mirándolo fijamente. — Bentley apartó el plato de los huevos y la miró intensamente. —Después de lo que me pasó, pasé mucho tiempo aborreciendo a las mujeres. Cuando finalmente lo superé y pensé que podría volver a confiar en una, descubrí que estaba mucho más interesada en lo que tenía que en lo que era —su gesto se tensó—. Con el tiempo uno se vuelve desconfiado y no te conocía, Cappie. Habíamos cenado alguna vez. Habíamos ido a la verbena, pero eso no significaba que nos conociéramos —suspiró profundamente mientras ella masticaba un trozo del dulce—. Quizá estábamos empezando a hacerlo —reconoció—, pero me cuesta confiar. —¿Cuánto crees que me cuesta a mí? —dijo ella dejando el tenedor en el plato—. Frank me pegó. Me rompió un brazo. Pasé tres días en el hospital. Después, en el juicio, su abogado trató de hacer que pareciera que yo había provocado deliberadamente a Frank negándome a acostarme con él. Parece que para él eso era suficiente para justificar una paliza. —¿No te acostaste con él? —frunció el ceño. —No, creo que para hacer eso hay que estar casados —lo miró desafiante. Él pareció desconcertado—. Sé que vivo en el pasado —se ruborizó—. Mis padres eran muy religiosos. No creo que a Kell eso lo marcara mucho, pero a mí sí. —No tienes que justificarte conmigo —dijo tranquilo—. Mi madre era como tú. —No trato de justificarme Estoy diciendo que ésa es la visión que tengo del matrimonio. Frank pensaba que tenía que acostarme con él porque me había invitado a cenar y se puso furioso cuando no estuve dispuesta a hacerlo. Y, por cierto, no lo provoqué ni de lejos. Me pegó porque le sugerí que bebiera menos cerveza. Kell llegó a salvarme por los pelos. —Mi padrastro golpeó una vez a mi madre —dijo él porque se le quemó el beicon. Acababan de casarse. Yo tenía quince años. —¿Qué hizo ella? —Me lo contó. Lo saqué fuera y estuve golpeándolo cinco minutos. Le dije que si volvía a hacerlo volvería con un arma y tendríamos otra conversación, pero más corta. Jamás volvió a tocarla. También dejó de beber. —No creo que eso hubiese funcionado con Frank. —También lo dudo —la miró detenidamente—. Has pasado por un infierno y no te he ayudado. Lo siento de verdad, por si sirve de algo. Sé que eso no borra lo que te he dicho, pero igual ayuda un poco. —Gracias —terminó el pastel y el café, dejó un billete de un dólar en la mesa y lo empujó hacia él. —¡No! —exclamó ruborizándose al recordar lo que había dicho de ella. —Pago lo que debo, a pesar de lo que piensas de mí —dijo con tranquilo orgullo. Se levantó—. El dinero no significa mucho para mí. Me alegro de poder pagar las facturas. Siento haberte dado la impresión de que hago algo por dinero. No es así —se marchó y lo dejó allí sentado.

*** Kell estaba tumbado boca abajo en la cama. Sus heridas eran mucho más evidentes en esa postura y estaba pálido y débil. Cappie se sentó en una silla al lado de la cama y sonrió. —¿Qué tal? —Mal —dijo con un largo suspiro—. Duele mucho. Pero dicen que volveré a caminar. Hay que esperar a que cicatrice para estar seguros, pero puedo mover los dedos de los pies — sonrió—. No voy a demostrártelo porque duele mucho, tendrás que creerme. —Te creo —le acarició el pelo. —Tu antiguo jefe vino anoche —dijo frío—. Me explicó lo que pasó. Le eché una bronca. —Ya. Ha vuelto. —No me sorprende. Estaba muy afligido. —No le servirá de nada —dijo triste—. No olvidaré lo que me, dijo. No me creyó. —Parece que también él ha tenido una mala experiencia. —Sí, eso lo explica, pero no lo justifica. —Cierto —miró hacia la puerta—. Tienes guardaespaldas. —Sí, unos hombres de Eb Scott. No se llevan muy bien. —Chet tiene una esquirla en el hombro y a Rourke le gusta tirarle cosas a la esquirla. —¿Quién es quién? —Rourke perdió un ojo. —Ah, Ojo de Lince. Así es como se refiere a sí mismo —sonrió—. Es una buena historia. Trabajó la para la CIA en el Pacífico Sur varios años. Ahora trata de volver. Su lenguaje es demasiado áspero y no está al día de los últimos protocolos de comunicación, así que se está preparando con Eb. Chet, por otro lado, trata de encontrar trabajo como seguridad privaba de embajadas en el extranjero. Tiene problemas con la ira. —¿Problemas con la ira? —Tiene tendencia a aporrear a la gente que le hace enfadar. Eso no va bien en las embajadas. —Lo entiendo —dijo ella—. ¿Cómo los conoces? —Es una larga historia —suspiró—. Tendremos que hablar de ello cuando salga de aquí. —Kell, tú no trabajabas para una revista cuando estuviste en África, ¿verdad? —Ésa es una de las cosas de las que tenemos que hablar, pero no ahora, ¿vale? —Vale —cedió—. Eres mi hermano y te quiero. Eso no cambiará, incluso si me dices mentiras y crees que nunca me enteraré. —Eres demasiado perspicaz para tu propio bien. —Eso ya lo he dicho yo. —No te alejes de tus guardaespaldas —le advirtió—. Estoy de acuerdo con ellos: no creo que Frank considere la posibilidad de volver a la cárcel. Hará cualquier cosa para llegar hasta ti y después hará que lo mate la policía. —La cárcel es mejor que la muerte, ¿no? —Creo que Frank también tiene problemas con su ira. —Lo he notado —se llevó la mano al brazo roto. — No le des la oportunidad, ¿me lo prometes?

Lo prometo. Por favor, ponte bien. Ya es bastante malo ser huérfana como para quedarme sin hermano. —No me voy a ningún sitio —sonrió—. Tengo que acabar un libro y poner en orden muchas cosas. —Kell —dudó un momento—, ¿no vendrá aquí para terminar lo que dejó a medias? —Tengo compañía. —¿Sí? —Moveos, desechos militares —dijo una profunda voz desde la puerta. Un hombre alto con los ojos plateados y cabello negro entró en la habitación con una humeante taza de café. ¿Kilraven? —preguntó sorprendida—. ¿No está trabajando? —Esta noche no —dijo él—. Tengo un par de días libres así que me he venido a hacer de canguro de tu hermano. —Gracias —dijo ella con una amplia sonrisa. —Estoy atascado en medio de un videojuego y él sabe cómo seguir, así que espero que me lo diga. ¿Es Halo ODST? —preguntó Ojo de Lince—. Yo me lo fundo. —Sí, en el nivel de principiantes, supongo —bromeó Chet. —En el normal, para tu información —bufó. —Bueno, yo me lo hago en el legendario —murmuró Kell—, así que cerrad la boca y cuidad de mi hermana, o voy a barrer el suelo con vosotros cuando pueda ponerme de pie. Ojo de Lince lo saludó y Chet se encogió de hombros. —Hasta luego —dijo Cappie dando un beso en la mejilla a su hermano. —¿Dónde vas? —preguntó él. —A una entrevista de trabajo —dijo ella—. La jefa de Brenda puede que tenga algo de media jornada. —¿Estás segura de que quieres volver a vivir aquí? —Sí —mintió. —Buena suerte, entonces. Gracias, nos vemos. Kilraven, gracias también. —Díselo a ellos —señaló a sus dos acompañantes—. Odio las armas. —¡Muérdete la lengua! —dijo Kilraven fingiendo un gesto de horror. Cappie se marchó con sus dos acompañantes. Bentley se los encontró en el ascensor. —¿Dónde vas ahora? —le preguntó a ella. —A una entrevista de trabajo —dijo Rourke. —No puedes dejar la clínica —dijo tajante Bentley—. No tengo a nadie que te reemplace. —Ése es tu problema —replicó—. ¡Ya no quiero trabajar para ti! Además, Kell y yo nos mudamos a San Antonio en cuanto cicatrice la herida —dijo testaruda—. Me queda muy lejos para ir a trabajar. Bentley pareció preocupado, pero no dijo nada. —¿No deberías estar trabajando? —Me suple la doctora King. —¿Hasta cuándo?

—Hasta que pueda convencerte de que vuelvas. —Por favor. Ahorra saliva —dijo ella mientras se metía en un ascensor. El ascensor iba hacia arriba. Estaba aprisionada entre dos hombres demasiado grandes y dos mujeres demasiado perfumadas. Empezó a toser antes de que las mujeres se bajaran. Después salieron los dos hombres y por fin el ascensor empezó a bajar. —¿No era como el cielo? —dijo Rourke—. Adoro el perfume. —A mí me marea —dijo Chet. —A mí me da tos —añadió Cappie. —Bueno, evidentemente no les gustan las mujeres tanto como a mí —dijo Rourke. Ambos lo miraron y él alzó las manos en un gesto de rendición. El ascensor se detuvo en la planta donde seguía Bentley. Cappie lo miró. Él se metió en el ascensor y pulsó el botón de bajada. —¿Dónde vas? —le preguntó Cappie. —A una entrevista de trabajo —gruñó—. A lo mejor necesitan un veterinario más donde vas tú. —¿Significa eso que no se va a casar conmigo? —bromeó Rourke. —¿Te vas a casar con él? —preguntó Bentley. —¡No me voy a casar con nadie! —murmuró Cappie. —Podrías casarte conmigo —dijo Bentley sin mirarla—. Tengo una buena profesión y no llevo armas —añadió mirando el bulto que hacía el cuarenta y cinco que llevaba Rourke bajo el brazo. —Yo también tengo una buena profesión —arguyó Rourke—. Y saber usar un arma no es malo. —Los diplomáticos no piensan así —murmuró Chet. —Eso es hasta que los disparan a ellos y tú les salvas la vida —dijo Rourke. —No lo había pensado así —dijo Chet. —Vamos —dijo Cappie cuando se detuvo el ascensor—. Os juro que me siento como si abriera un desfile. —¿Alguien tiene un trombón? —preguntó Rourke a la gente que esperaba el ascensor. Cappie lo agarró del brazo y tiró de él. Tomaron un taxi para ir a la clínica veterinaria. El coche iba lleno. Los hombres tenían una conversación sobre videojuegos, pero Cappie se quedó fuera cuando empezaron a hablar de innovaciones que habían encontrado en internet sobre la forma de hacer cosas imposibles en la serie Halo. —¿Usar granadas para hacer volar a un escorpión dentro de una montaña? —exclamó ella. —Eh, funciona —dijo Rourke. —Sí, pero tienes que cargarte a tus colegas para conseguir suficientes, granadas —dijo Chet—. Eso no es ético. —Dicho por un tipo que le robó una escopeta a un policía del maletero de su coche — dijo Rourke. —No se la robé, la tomé prestada. Además, todo el mundo disparaba con rifles y yo sólo tenía un cuarenta y cinco. —Todo el mundo la tenía más grande que él —dijo Rourke con gesto angelical. —¡Vale ya! —dijo Chet dándole un golpe en el brazo.

—¿Ves por qué no consigues un trabajo diplomático? —saltó Rourke haciendo como que le dolía el brazo. —Lo que me sorprende es que cualquiera de los dos podáis conseguir un trabajo —apuntó Cappie—. Tenéis que esforzaros en el trato social. —Yo lo intento, pero no se va a casar conmigo —dijo Rourke. —Claro que no, se va a casar conmigo —intervino Bentley. —¡No! —exclamó Cappie. —Ninguna mujer se va a casar con un veterinario pudiendo hacerlo con un elegante espía —dijo Rourke. —¿Conoces alguno? —preguntó Bentley con calma. —Yo puedo ser elegante cuando quiero, y trabajo para la CIA. —Sí, ¿pero fregando suelos o haciendo otro tipo de trabajo? —quiso saber Chet. —Tú deberías saberlo —dijo Rourke—. ¿No es eso lo que hacías tú en Manila? —¡Yo era guardaespaldas del presidente! —¿Y no acabó en el hospital? —¡Hemos llegado! —dijo Cappie en voz alta indicando al taxista dónde tenía que parar— . Y la carrera se paga a escote —añadió—. Yo no pienso pagarle el taxi a guardaespaldas estúpidos y lapas desesperadas. —¿Quién es la lapa? —preguntó Rourke. Pero Cappie ya había salido del taxi. Los tres la siguieron tras pagar su parte. Entró en la clínica donde Kate aún ocupaba el puesto de recepcionista. Tenía veinticuatro años, era alta, morena y tenía unos bonitos ojos verdes en un rostro más que agraciado. Sonrió. —Hola, Cappie. ¿Vienes a visitar tus antiguos dominios? —En realidad vengo a ver si hay algo de media jornada. —Brenda me lo ha dicho, pero no me lo creía —respondió Kate asombrada—. Acabas de irte a Jacobsville. —Bueno, me vuelvo aquí otra vez. —Llamaré a la doctora Lammers —dijo Kate apretando un botón del teléfono. Habló un momento y colgó—. Está con un paciente, pero termina en un momento—miró por encima de Cappie—. ¿Puedo ayudarlos en algo? —Voy con ella —dijo Rourke. —Yo también —dijo Chet. —Yo estoy buscando trabajo —dijo Bentley—. Pensaba que podrían necesitar otro veterinario —sonrió. —¿Quién es usted? —preguntó Kate. —Es mi ex jefe —murmuró Cappie. —¿Es usted el doctor Rydel? ¡Pero si tiene clínica propia en Jacobsville! —Sí, pero si Cappie se viene aquí, yo también —dijo testarudo. —Podríamos mudarnos aquí nosotros también —interrumpió Rourke—. Puedo hacer una entrevista de trabajo yo también, sé mecanografía. —Mentiroso —dijo Chet—. No sabe mecanografía. —¡Puedo aprender! —Sólo sabes disparar a la gente —dijo Chet. —Señor, ¡es ilegal llevar armas ocultas! —empezó Kate nerviosa.

—Soy guardaespaldas profesional —dijo Rourke con todo el encanto que pudo—, tengo permiso. Si quiere verlo la llevaré a un bonito café francés que hay en el centro y se lo enseñaré mientras comemos. Kate lo miró como si estuviera loco. —Hay un tipo que la acosa —dijo Chet—. Vamos a atraparlo y entregarlo a las autoridades. —¿Te acosan? —tartamudeó Kate. —¡Gracias por convertirme en una empleada ideal! —dijo Cappie mirándolos a los dos. Rourke hizo una reverencia y Chet se limitó a sonreír un poco. Bentley sonrió abiertamente. —A mí no me importa contratarte —dijo Bentley—. Estos dos pueden trabajar con la peluquera de perros y nosotros te protegeremos. —Yo no voy a ser el peluquero de nadie —dijo Chet. —Vale. Entonces te puedes encargar de los clientes que ponen reclamaciones —dijo Bentley. Chet lo miró agradecido. —Yo sé peluquería —dijo Rourke—. Una vez afeité a un mono. Cappie le dio un golpe. —¡Estás aquí! —dijo Brenda saliendo de detrás con ropa de laboratorio—. He hablado con la doctora y me ha dicho que ya tiene más gente a media jornada de la que se puede permitir. Lo siento —añadió triste. —¿Cuál es su dirección?Mijo Bentley—. Le enviaré flores. —Pensaba que quería casarse con ella —dijo Chet señalando a Cappie. —¿Quién es usted? —preguntó Brenda al hombre de los ojos oscuros. —Me han contratado como... —... asesino —terminó Rourke la frase. —Ya no mato gente, ¡sólo los disparo! —gruñó Chet. — Yo sólo los hiero —añadió Rourke—. ¿Volvemos a Jacobsville entonces? —¿Quiénes son esos hombres? —volvió a preguntar Brenda. —Bueno, esos dos son mis guardaespaldas —los señaló— y ése es mi, ex jefe. —¿Qué hace aquí tu ex jefe? —Iba a pedir trabajo aquí, pero creo que no hay ni para media jornada, ni para veterinarios, así que supongo que volvemos todos a Jacobsville —dijo triste Cappie—. Eso si Frank no me mata primero. —Nadie va a matarla —le aseguró Rourke. —Puede apostar lo que quiera —añadió Chet. —Gracias, es mi mejor amiga—dijo Brenda con una sonrisa. —Gracias por intentarlo —dijo Cappie dándole un abrazo—. Te llamaré. Nos vemos, Kate. Kate la saludó con la mano mientras atendía el teléfono. Sus ojos seguían en Rourke quien le dedicó una sonrisa. —Vamos —dijo Cappie a los tres hombres. — ¿Cómo está Kell? —preguntó Brenda. —Va bien, pero no sabremos si podrá volver a caminar hasta dentro de unos días.

—Si tienes que volver a casa, iré yo a verlo al hospital. —No puedo irme aún —dijo Cappie—. No hasta que encontremos a Frank. Brenda se volvió a mirar a Bentley. —¿Usted no vuelve a su clínica? —Cuando encontremos a Frank —dijo formal. — Usted no es parte de esta unidad —dijo Chet. —Lo soy —aseguró Bentley—. Estoy en ella hasta el final. Cappie aborreció la oleada de placer que sintió al oírlo. Así que disimuló abrazando a Brenda y prometiéndole seguir en contacto.

Capítulo 9 BENTLEY volvió con ellos al hotel. Se quedó en recepción para pedir una habitación para él. Consiguió una en el mismo piso, dos puertas más allá de la de ella, después volvió al hotel donde se había quedado hasta esa noche para recoger sus cosas y pagar. —Estupendo —dijo Cappie de vuelta en su suite—. Ahora ya si que somos un desfile. —A él le gusta —señaló Rourke—. Y llegados a este punto, cuantos más ojos, mejor. Puede que él vea algo que a nosotros se nos pase. Él conoce a Frank, nosotros sólo tenemos una foto policial. Y usted misma dice que no se parece mucho a él —añadió. —Vale —suspiró acercándose a la ventana para mirar la calle—. Al menos Kell está en buenas manos. No querría tener un encontronazo con Kilraven aunque estuviera de buen humor. —Es un pájaro extraño —comentó Rourke—. Aún no hemos podido descubrir para qué rama del gobierno trabaja, y lo hemos intentado. Su hermano es del FBI, pero la afiliación de Kilraven es mucho menos evidente. —¿Es de la CIA? —le preguntó Cappie. Si lo era, no lo ha dicho. Y sólo para que conste —dijo con una sonrisa—, jamás se ha publicado la dirección de un agente de la CIA en las ciudades que tenemos oficinas. Ni siquiera mencionamos qué ciudades son ésas. —Qué discretos sois —dijo ella. —Por eso somos tan buenos en lo que hacemos. —¿En lo que hacemos? —preguntó impactada por lo que obviamente suponía eso. —No he dicho que siga con ellos —señaló. —Tampoco que no. Rourke hizo una mueca. —Al menos mi trabajo es público y todo el mundo sabe cuál es —dijo Chet. Los dos lo miraron con los ojos muy abiertos. —¡Soy guardaespaldas! —los miró. —Bueno, yo también, en este momento —dijo Rourke—. Pero no con dedicación exclusiva —miró al otro hombre con los ojos entornados—. Y tampoco es tu caso. Chet pareció incómodo. —¿Qué hace él con dedicación exclusiva? —preguntó Cappie curiosa. —Algo que implica grandes rifles y operaciones encubiertas. —No es cierto —murmuró Chet. —Yo también antes. —Bueno, después de que me rompí la pierna, perdí el entusiasmo por saltar desde lo Blackhawks —dijo Chet entre dientes. —Había oído que te rompiste la pierna. • Y un brazo —aclaró Chet—. Las fracturas nunca quedan bien, incluso con buenos cuidados médicos —suspiró—. Y trata de conseguir buena atención médica en... —se dio cuenta y cerró la boca. —No iba a decir nada —le dijo Rourke.

—Bueno, no. Me he quedado sin tabaco. Voy a bajar a la calle a ver si encuentro a alguien que me venda un paquete en el mercado negro mientras la policía no mira. —¿Se puede fumar aquí? —preguntó Cappie. —En las zonas habilitadas —respondió Chet—. Pero pronto en ningún sitio —masculló de camino a la puerta. —Rápido, dime —dijo Cappie a Rourke—, ¿era franco tirador? —Nunca lo he sabido seguro —dijo con una sonrisa—, pero Cash y él eran muy colegas. —¿Debería eso significarlgo? —Cash fue un asesino del gobierno de alto nivel en tiempos jóvenes, pero yo no he dicho nada —dijo firme—. Hay que guardar algunos secretos para salvar el pellejo. —¡Bueno! —exclamó ella— Jamás lo habría adivinado. —Ni la mayoría de la gente. Voy abajo al vestíbulo a darme una vuelta y ver si reconozco a alguien. Manten la puerta cerrada y no responda a no ser que reconozca mi voz o la de Chet. —Vale, gracias —asintió. —Cuando hago un trabajo, lo hago bien —dijo y cerró la puerta tras él. Estaba nerviosa. Con la protección no debería estarlo, pero recordaba la última vez que había visto a Frank maldiciéndola cuando el juez dictó sentencia. La amenazó a gritos y casi consiguió zafarse del ayudante del sheriff que lo tenía esposado. Había sido un momento aterrador, casi tanto como el recuerdo de la noche que le había pegado. Cerró los ojos. Esperó que lo atraparan antes de que la encontrara. Seguramente lo que había hecho con Kell lo mandaría a prisión una buena temporada. Pero ¿y si volvía a salir otra vez? ¿Tendría que vivir toda su vida con miedo por culpa de Frank. Podría salir por buena conducta antes o después. O podía conseguir que el jurado no lo condenara en el siguiente juicio. O fugarse de la prisión. Había muchas posibilidades horribles y todas la condenaban a esconderse tras puertas cerradas de por vida. No era un futuro muy halagüeño. Llamaron a la puerta y sintió pánico. Se acercó a la puerta, pero no tocó el picaporte. —¿Quién es? —casi gritó. —Servicio de habitaciones. Estamos comprobando si ya le han entregado su veterinario. Se echó a reír. Conocía esa voz tan bien como la suya propia. —¡Bentley! —se acercó más a la puerta—. No recuerdo haber pedido un veterinario. —Bueno, le vamos a entregar uno de todos modos, sólo por si lo quiere más tarde —dijo. —Buena táctica —dijo abriendo la puerta y mirándolo divertida. —Estoy desesperado —se encogió de hombros—. No me habrías abierto si te lo hubiera pedido —miró tras ella y su sonrisa se desvaneció—. ¿Dónde están tus guardaespaldas? —Chet ha ido por tabaco y Rourke está abajo buscando intrusos. —Y tú aquí sola. —Bueno, la puerta estaba cerrada hasta que me has pedido entrar —señaló. —Vale. ¿Quieres bajar a la cafetería y tomarte conmigo un café con un trozo de tarta? Después podemos ir a ver a Kell. —Supongo que estaría bien, pero tengo que decirle a Rourke dónde estoy... —Ya lo sabe —dijo una voz desde dentro de su bolso. —¿Cómo has llegado hasta aquí? —preguntó levantando el bolso. —Oculté un micrófono dentro por si se escapaba.

—Voy abajo a tomar un café con Bentley y después nos vamos a ver a mi hermano. —Muy bien, estaré cerca. Páselo bien y no le golpee con el pastel. —De camino al hospital es el mejor momento para golpear a la gente —dijo hay médicos. —Sí, lo sé —dijo Bentley al bolso—. Yo soy uno. —Usted es veterinario —señaló Rourke. —Puedo curar heridas si quiero. —De todos modos, mejor que no le tire el bizcocho. —Para ya —dijo Cappie al bolso, nadie respondió—.¿Hola? —dijo mirando dentro. —No hagas eso en público —le pidió Bentley mientras salían por la puerta—. El hospital está lleno de psiquiatras. Ella puso los ojos en blanco y salió al pasillo delante de él. La cafetería del hospital estaba atestada. Encontraron una mesa, pero tuvieron que compartirla con una pareja de ancianos que había ido desde México para ver a su hija que acababa de dar a luz. Tenían fotografías y se las enseñaron todas, y ellos las elogiaron entre sorbos de café. Finalmente, la pareja acabó sus bebidas y se fueron. —Al fin solos —bromeó Bentley. —Una foto más y me desmayo —confesó ella—. Juro que si alguna vez tengo un nieto... —... tendrás más fotos que las que han hecho ellos se las enseñarás a cualquier extraño — bromeó. —Supongo que sí —sonrió. —Los bebés son bonitos. Siempre había pensado que me gustaría tener uno o dos. —¿Ya no? —Supongo que perdí la esperanza: Hasta que apareciste tú —dijo sin mirarla, a los ojos. —¿De verdad? —sintió una oleada de placer que hizo que se ruborizara. —De verdad —alzó la vista y la miró a los ojos—. Jamás debería... —dudó un momento— haber creído a un hombre que acababa de conocer, se sienta en mi despacho y dice un montón de mentiras sobre ti con aire de inocencia. Pero... tenía miedo de que fueras demasiado buena para ser verdad. —Nadie es perfecto. —Ya lo sé. No tienes que ser perfecta. Sólo no quiero que me la vuelvan a jugar otra vez. —No soy esa clase de persona —dijo ella. —Te hizo realmente daño, ¿verdad? —Pensaba que lo amaba —dijo tranquila—. Parecía amable y considerado... pero en la primera cita le dio una patada a mi gato. Debería haberme dado cuenta entonces. La gente amable no es cruel con los animales. Luego descubrí que había maltratado a otras dos mujeres con las que había salido, pero habían tenido demasiado miedo para denunciarlo —sonrió macilenta—. Bueno, yo también lo tenía, pero Kell insistió. Me dijo que acabaría matando a alguien si la ley no intervenía. Entonces tendría eso sobre mi conciencia. Nunca pensé en que podría ser yo a quien matara —se cubrió el rostro con las manos—. Esto no terminará jamás. Incluso si vuelven a juzgarlo, puede librarse, o pueden soltarlo por buena conducta, o fugarse... No seré libre mientras él viva. —No hables así —dijo con suavidad—. No permitiré que te haga daño.

—¿Y si te hace daño a ti? ¿Y si te mata? Cualquier persona de mi entorno será su objetivo. Casi pongo a Brenda en peligro sin darme cuenta. —No me da miedo esa comadreja —dijo él—. Y tú tampoco vas a tener miedo de él. Así es como controla a las mujeres. Con el miedo. No le dejes espacio en tu cabeza. —Estoy asustada, Bentley —se mordió el labio. —Sí, pero has hecho lo que había que hacer. Y volverás a hacerlo siempre que sea necesario. No eres la clase de persona que huye de los problemas, tampoco lo soy yo. —¿Eso crees? —Lo sé. —Al principio tú me dabas un miedo mortal —lo miró los ojos—. Después tuve un accidente y me llevaste a casa —sonrió—. No eres tan horrible como pareces. —Gracias —sonrió también. —Vale. Me arriesgaré. Si Frank se libra de la cárcel, quizá consiga que Rourke lo deje en una jungla tan espesa que jamás consiga salir de ella. Ejem —respondió su bolso—. No secuestro ciudadanos de los Estados Unidos y los saco del país con propósitos malvados. Ni siquiera por una mujer guapa. —Aguafiestas —dijo ella. —Sin embargo, conozco gente que podría hacerlo —añadió con una sonrisa que se notó en la voz. —Muy bien —dijo Bentley. —¿Por qué no se casa con él? —preguntó Rourke—. Al nenos él se asegurará de que siempre esté a salvo. —Si me das el teléfono de tu jefe —dijo Bentley al bolso, lo llamaré y te daré la mejor de las recomendaciones. —!Menudo amigo! —Yo siempre... —se interrumpió porque tres personas lo miraban con la boca abierta hablar con el bolso de Cappie. Carraspeó—. Cambio y corto —dijo con voz de—liberadamente engolada. Le devolvió el bolso a Cappie. Las tres personas que lo miraban sonrieron y se marcharon de la cafetería. Cappie se echó a reír. Las mejillas de Bentley eran del color de la grana. —Buenos reflejos, doctor Rydel —dijo Rourke por la radio—. ¿Quiere trabajar con nosotros? —Lárgate —dijo Cappie—. No voy ni siquiera a pensar en casarme con nadie si estás escuchando. —Aguafiestas, —dijo Rourke—. Corto. Cappie miró a Bentley a los ojos y ambos se echaron a reír. Kell estaba aturdido y en silencio. El dolor tenía que haber sido muy fuerte, pensó Cappie, una vez pasado el efecto de la anestesia. Estaba menos hablador que cuando estaba en reanimación. Estaba pálido y parecía que le costaba un gran esfuerzo decir cualquier cosa. Se quedaron sólo un par de minutos. Kell estaba dormido antes de que salieran por la puerta. —¿Crees que será seguro salir sólo un minuto a respirar un poco? —preguntó Cappie—. Hay gente por todas partes. —No lo sé —dijo Bentley mirando a su alrededor. —Rourke, ¿a ti que te parece? —preguntó al bolso.

Pero no hubo respuesta. Miró también a su alrededor. No vio ni a Rourke ni a Chet. Habían estado a la vista siempre desde que habían llegado a San Antonio. —Quizá estaría bien —dijo ella—. Sólo quiero estirar las piernas un momento. —De acuerdo —dijo Bentley—, pero estate cerca de mí —le agarró la mano—. Te cuidaré. —Vale —sonrió y se apoyó en su hombro. Salieron al aire fresco de la noche. La acera estaba atestada de gente. El tráfico era denso. Había un policía en una esquina delante de una tienda hablando por teléfono. Cerca dos hombres hablaban ajenos a la gente que pasaba. Alrededor brillaban los anuncios de neón. —Es casi Navidad —exclamó ella—. Este año no podremos abrir los regalos debajo del árbol. Kell no estará en casa en Navidad. —Pondremos un árbol pequeño en la habitación y traeremos los regalos de Jacobsville — le prometió él—. Pasaremos aquí la Navidad. —¿Pasaremos? —lo miró con ojos tranquilos. —No voy a separarme de ti otra vez —tensó la mandíbula—. Ni siquiera un día. Esas palabras hicieron que los ojos se le llenaran de lágrimas. Lo había dicho de un modo tan apasionado. Ni siquiera tenía que decir lo que sentía, se leía en su rostro. La rodeó con los brazos y la abrazó con fuerza enterrando la cara en su suave cabello. —Cásate conmigo. —¡Sí! —dijo ella con los ojos cerrados. —Menudo sitio para comprometerse —gruñó—. Miles de ojos nos miran. —No importa —dijo ella. No, pensó él, no importaba. ¡Sujétalo! ¡Yo la tengo a ella! Las voces aparecieron de repente en medio del sueño más dulce de Cappie. Estaba tan relajada, tan feliz, que le llevó unos preciosos segundos ser consciente de lo que estaba ocurriendo. Sintió que dos hombres arrancaban violentamente a Bentley de sus brazos. Un fuerte tirón le dio la vuelta mientras dos manos la agarraban de los hombros y se los apretaban. Las airadas facciones de Frank aparecieron en su campo visual. —Por fin te agarré, ¿eh? —rugió—. ¡Ahora vas a pagar por lo que me hiciste! Ella gritó y trató de soltarse, pero tenía demasiada fuerza. Le dio una bofetada tan fuerte que se tambaleó y se habría caído si él no la hubiera sujetado y sacudido brutalmente con la otra mano. Le ardía la cara. Le saldría un hematoma. Pero el golpe lo que había conseguido era enfadarla. Levantó el zapato de tacón y se lo clavó en la espinilla con todas sus fuerzas. Frank aulló de dolor y le dio otra bofetada. Pero antes de poder volver a golpearla, de pronto cayó víctima de un fuerte placaje. —¡Así se hace, hermano! —llegó un coro de gritos desde los lados. —¡Hazte con él! —dijo otra voz. Bentley golpeaba a Frank con sus grandes puños arrancándole con cada golpe aullidos de dolor. —No me diga que no tiene talento —murmuró Rourke mientras recogía del suelo a una temblorosa Cappie y la apartaba de la multitud para echarle un vistazo a los golpes—. Lo siento

si no hemos saltado antes sobre él, pero queríamos estar seguros de contar con muchos testigos para la denuncia —hizo un gesto con la cabeza hacia Chet y dos hombres vestidos con traje. Los dos hombres tenían esposados a los compinches de Frank. El agente de uniforme de la otra esquina, estaba con ellos. —La teníamos vigilada —dijo Rourke—. No lo habría hecho de este modo, si hubiera habido otras opciones. —Lo has hecho bien, Ojo de Lince —le dio una palmada en la mejilla—. Voy a parecer la víctima de un accidente unos días, me temo. —No lo dude. ¡Pobre cara! Miró a Frank. Bentley seguía dándole puñetazos. —¿No deberíamos salvar a Bentley? —¿A Bentley? —exclamó él. —De una acusación de homicidio, quiero decir —aclaró ella.. —Oh, claro, seguramente sí. Se acercó y quitó a Bentley de encima a Frank. Le costó un esfuerzo. El veterinario era reacio a olvidar el pasado. —Ya, ya —lo tranquilizó, Rourke—, tenemos que dejarle algo al fiscal. Además, Cappie necesita algo de atención y cariño. Está magullada. Bentley recuperó el aliento y se acercó a ella. Hizo una mueca de dolor al ver su rostro. —Mi amor —exclamó dándole un beso en la mejilla con exquisita ternura—. ¡Déjame volver y darle sólo otro puñetazo! —No —protestó ella agarrándolo de la chaqueta—. Rourke tiene razón, tenemos que dejarle algo al fiscal. Oh, Bentley, has estado magnífico. —Tú también, menuda patada —rió. —Supongo que hacemos un buen equipo —musitó. —Puedes decirlo otra vez. —Chico, esto duele —Cappie se llevó una mano a la mejilla. —Tiene un aspecto horrible. Tendrás que ver a un médico. —Por fortuna hay muchos por aquí —dijo Rourke acercándose—. ¿Ven las letras? H-os-p-i-t-a-l. Ella le tiró un puñetazo. Rourke lo paró con las dos manos. —Bueno, bueno, estoy de su lado hizo un gesto en dirección a uno de los hombres de traje con una larga coleta—. ¿Lo reconoce? —No —dijo ella. —Es el detective Rick Marquez —le dijo—. Iba de camino a la ópera cuando lo llamamos y le dijimos que había una agresión delante del hospital. Ha batido un récord de velocidad para llegar. —Qué amable por su parte —dijo Cappie. —En realidad no, siempre va a la ópera solo, no encuentra ninguna mujer que lo acompañe. —¿Por qué no? —le preguntó—. Es un bombón. —Lleva un arma —señaló Rourke. —Tú llevas un arma. —Tampoco tengo mujer. —Qué lástima.

—Estoy disponible —se acercó un poco. Cappie se echó a reír cuando Bentley dio un paso adelante. —Espere, acabo de recordar que no estoy disponible —dijo Rourke rápidamente. —Aunque lo estuviera, ella no —dijo Bentley. —Otra vez metiéndote en líos —dijo Marquez acercándose a ellos. Miró el rostro de Cappie—. Maldita sea, siento no haber podido llegar antes —se disculpó—. No encontré un taxi y he tenido que venir corriendo. —Suerte que estás en buena forma —dijo Rourke. —Suerte que sí —dijo Marquez—. ¿Qué hacéis Billings y tú aquí? —Intercambio de favores con Eb Scott —sonrió—. Somos guardaespaldas. Bueno, ya no. Una vez que tenéis a esos encerrados, se acabó. —¿Qué te parece si le dices a Chet que aquí no se puede fumar? —dijo Marquez a Rourke. —¿Por qué no se lo dices tú? —Mi apartamento tiene muchas ventanas —bromeó Marquez—. Pudiera ser que no resistiera la tentación. —Bien pensado. Lo dejaremos pasar... ¡lo de fumar! —añadió Rourke rápidamente—. De todos modos no creo que te dispare, no lo han sancionado. —Todavía —anunció Marquez. Rourke sonrió, se encogió de hombros y se acercó a su compañero. —Son estupendos —dijo Cappie al detective—. Nunca me he sentido más segura. Bueno, hasta esta noche. —Los dejamos caer en la trampa —dijo Marquez con tranquilidad—. Era la única forma de asegurar que tendríamos caso contra ellos. Esta vez no se libra. —Sí, pero podría volver a salir... —No —atajó Marquez—. Se lo prometo. ¿Ve el tipo ése que está con él? Es el ayudante del fiscal que acusó a Frank la primera vez. —Ya decía que me sonaba de algo. —Lo que salió por su boca cuando el juez le puso una condena tan baja. Desde entonces ha estado reuniendo pruebas contra él —sonrió—. ¡Y esta vez no se irá de rositas con todos estos testigos! —señaló al agente de uniforme y otros dos que se habían unido a él que interrogaban a los viandantes—. Frank va a pasar en la cárcel una larga temporada. —¿Y sus amigos? —Sabemos que lo ayudaron con su hermano, no podemos probarlo, pero seguro que uno de los dos habla por una reducción de condena. —Mientras tanto —dijo Bentley pasándole un brazo por los hombros a Cappie—, vamos a tener una feliz Navidad con Kell en el hospital y después que preparar una boda. —¿Una boda? —Marquez suspiró—. Pensaba que algún día encontraría una mujer a la que le gustasen los policías y la ópera, que quisiera casarse conmigo. Pero, estoy bien soltero. Quiero decir que tengo mucho tiempo libre y puedo ver en la tele lo que quiero —sonrió. —Ahí hay psiquiatras, ¿verdad? —dijo Bentley con un gesto en dirección al hospital. —¡He dicho que soy feliz así! —exclamó Marquez—. Me encanta vivir solo. No quiero en mi vida una amorosa mujer que no sepa cocinar. —¿Alguien tiene una camisa de fuerza? —preguntó Bentley.

Marquez hizo un gesto con las manos y se alejó. Cappie sintió que las lágrimas le quemaban en los ojos. —¿Podemos entrar y acercarnos a urgencias? —En un minuto —dijo preocupado. Marquez entró con ellos al hospital. —He traído una cámara digital —dijo de pronto en tono muy formal—. Queremos tener fotos para aseguramos de que el jurado ve lo que le ha hecho Frank. —Adelante —dijo Cappie , pero después quiero aspirinas y una bolsa de hielo. —Puede acercarse por la mañana a mi oficina para tomarle declaración. Por ahora, hagamos las fotos y que la atiendan los médicos. Después pueden incluso tomarse una cerveza, yo invito —prometió Marquez. —Disculpe, pero prefiero la bolsa de hielo. —Tenemos que encontrar el modo de que Kell no te vea así hasta que se haya repuesto más. —Sí, pero no va a ser fácil. Marquez se mostró de ácuerdo. Además, al día siguiente seguro que estaría peor. Marquez hizo las fotos, los médicos radiografías. A los pocos minutos un médico volvió a la sala donde esperaban Cappie y Bentley. —Tiene dos pequeñas fracturas —dijo—. Quiero que le lleve las radiografías a su médico y que le aconseje un buen cirujano plástico. Mientras tanto, le voy a prescribir algo para el dolor. Y póngase hielo, pero me temo que nada va a reducir los hematomas —miró a Bentley. —Yo no he sido —dijo Bentley con tranquilidad—. El hombre que lo ha hecho se lo han llevado en un coche patrulla con sus cómplices y sobre él caerá todo el peso de la ley. Esas radiografias van a ayudar a encerrarlo más tiempo. —Veo demasiadas heridas así —dijo el joven residente—. ¿Su novio? —No —dijo Cappie seria—. Mi ex novio, que ya pasó seis meses en la cárcel por romperme un brazo. Salió y ha ido por mí. Esta vez espero que esté mucho más tiempo. —Me encantará declarar —dijo el residente y le dio una tarjeta—. Estas cosas ocurren con demasiada frecuencia, un hombre violento buscando venganza. Hace poco nos trajeron a una joven muerta por lo mismo. Cappie sintió una náusea. Bentley la rodeó con un brazo. —Nadie va a matarte a ti —dijo él. —Gracias —se apoyó en su hombro. Recogieron la copia de las radiografías, pagaron la factura y salieron de la mano. —¿Quieres subir a ver a Kell esta noche? —preguntó Bentley. Ella negó con la cabeza con un gesto de dolor. —¿Me acompañas mañana a la oficina de Marquez? —Por supuesto. —Gracias. —No me des las gracias. Te acompaño a tu habitación, ha sido un día muy largo. —Dímelo a mí —musitó. Al menos, pensó, el calvario había acabado de momento. Al día siguiente se preocuparía por los detalles, incluido decirle al pobre Kell lo que había pasado.

Capítulo 10 CAPPIE gimió al ver su reflejo en el espejo cuando salió de la cama a la mañana siguiente. Tenía un lado de la cara morado oscuro y completamente hinchado. —¿Estás bien? —preguntaron desde el otro lado de la puerta. Sonrió, Bentley había insistido en dormir en el sofá de la suite, sólo por si acaso. Rourke y Chet ya estaban despiertos haciendo el equipaje para volver a Jacobsville. Cappie y Bentley se quedarían otro par de días para declarar ante la policía y visitar a Kell. —Creo que sí —dijo ella—. Sólo es que no puedo soportar verme. —¡Seguro que Chet sabe exactamente lo que se siente! —gritó Rourke desde la habitación que compartía con Chet. —¿Te callarás alguna vez? —murmuró Chet. —Ves, un nuevo ejemplo del muchísimo trabajo que tienes que hacer para ser diplomático —sermoneó Rourke. —Estoy tratando de ser diplomático —dijo Chet cortante—. Voy a volver a la compañía y les voy a pedir que me den un destino solo. ¡Cualquier sitio donde no tenga que ser agradable con la gente! Sí, así podrás fumar —añadió Rourke—. ¡Compartir habitación contigo sería castigo suficiente para el peor delincuente! ¡Apestas! —El humo del tabaco es beneficioso —dijo Chet. —!No lo es! —Si tu presa fuma, puedes olerla a quinientos metros —dijo con una sonrisa. Rourke se quedó boquiabierto, nunca lo había visto sonreír. Chet lo miró con gesto arrogante, agarró su bolsa y salió de la habitación. —Espero que las cosas le vayan bien, señorita Drake —dijo mientras ella salía de su habitación envuelta en un grueso albornoz—. Tendrá mucho mejor aspecto en una semana. Ella trató de sonreír, pero le dolía demasiado. —Gracias por mantenerme con vida, Chet. —Ha sido un placer. Nos vemos en casa de Scott, Rourke. —Espérame, no voy a pagar un taxi yo solo —dijo Rourke recogiendo su maleta. Estrechó la mano a Bentley y dio un beso en la mejilla intacta a Cappie—. Si alguna vez éste se larga, llámeme y se lo traeré en un segundo —dijo en un susurro. —Gracias, Rourke, pero no creo que eso suceda nunca. —Puedo garantizarlo —dijo Bentley con una sonrisa. —Buena suerte. Se despidieron de los dos hombres con la mano. Bentley estudió detenidamente la mejilla. —Me gustaría que hubiera habido algún modo de evitar esto. —A mí también, pero es un seguro. Vamos a desayunar. Después podemos acercarnos a la oficina del detective Marquez y hacer la declaración. Después —añadió reacia— podemos ir a ver a Kell y tratar de que no se alterare mucho cuando le contemos lo que ha pasado. —Me parece estupendo. El detective tenía un despacho pequeño en un gran departamento. Era ruidoso y la gente iba y venía constantemente. Los teléfonos sonaban sin que nadie los atendiera.

—Parece una serie policíaca de la tele —dijo Cappie. —Es mucho peor —señaló Marquez—. No tenemos ni cinco minutos de tranquilidad para escribir un informe —echó un vistazo en la pantalla del ordenador a la declaración que había escrito, la imprimió y se la entregó a ella—. Léala y compruebe que todo está bien —sacó otra copia—. Ésta es para usted, doctor Rydel —le entregó otra hoja. Leyeron sus declaraciones e hicieron un par de correcciones. Marquez las pasó al ordenador y volvió a imprimirlas. Las firmaron. —Apuesto a que Frank estará echando espuma por la boca —reflexionó Cappie. —Sí, así es, pero esta vez no va a engañar a ningún jurado diciendo que él es la parte ofendida —aseguró Marquez. —Seguro que ese juez se siente bastante mal ahora —dijo Bentley. —El juez y el fiscal se sintieron fatal después de que Frank y sus socios golpearan a su hermano. Todo el sistema judicial de San Antonio se puso a buscarlo enseguida —¿De verdad? —preguntó Cappie sorprendida. —De verdad. El ayudante del fiscal que llevó la otra denuncia se puso a la cabeza. —Alguien tiene que invitarlo a una buena cena —dijo Cappie. —Voy a llevarlo yo al café de mi madre en Jacobsville —bromeó el detective—. Es soltero, lo mismo que mi madre. —Ya veo las maquinaciones de su cabeza —dijo Cappie. —Siempre —dijo Marquez tranquilamente—. Hemos llevado varios casos juntos. Me gusta. —A mí también dijo Cappie. Dudó un momento—. Frank no saldrá antes del juicio, ¿no? —No. El ayudante del fiscal plantea que la fianza supere los seis dígitos. No creo que Frank consiga que un agente de fianzas deposite por él esa cantidad de dinero. —Esperemos que no —dijo Bentley. —Creo que se quedará voluntariamente en la cárcel para evitar encontrarse con usted otra vez. Menudo placaje. —Jugaba al rugby en la universidad —dijo Bentley encogiéndose de hombros. —Yo jugaba al fútbol. No es mucho para placar a alguien, pero puedo mandar un balón a media manzana con la cabeza. —¿Por eso tienes esa pinta? —dijo una voz familiar desde la puerta. —Kilraven —gruñó Marquez—. ¿Quieres dejar de acosarme? —No te acoso. Sólo espero que respondas a una de las diez llamadas de teléfono, los seis mensajes en el contestador y los veinte correos electrónicos que te he mandado. —Vale —alzó las manos—, termino con la señorita Drake y el doctor Rydel y estoy contigo. De verdad. —No hay prisa—dijo Kilraven sonriendo—. Voy a quedarme ahí fuera intimidando delincuentes. —Gracias por proteger a Kell —dijo Cappie. —¿Para qué están los amigos? —Venga ya, Kilraven, tú no tienes amigos —dijo un detective que pasaba. —¡Tengo muchos amigos! —Dime el nombre de uno. —Marquez.

—¿Es tu amigo? —se dirigió a Marquez. —No —dijo Marquez sin levantar la vista. —Sí lo soy —dijo Kilraven hosco. Marquez le dedicó una mirada de desaprobación. Kilraven salió del despacho murmurando en una lengua extranjera. —Sé lo que significa eso en árabe —gritó Marquez—. Tu hermano habla farsi y me enseñó lo que significan esas palabras. Una cascada de palabras en otro idioma se oyó en el despacho. —¿Qué es eso? —preguntó Marquez. —Lakota —dijo Kilraven metiéndose las manos en los bolsillos y sonriendo—. Y Jon no te lo puede enseñar, no lo habla. ¡Ja! —se marchó. Marquez sonrió. —Es muy agradable —dijo Cappie. —Lo es —dijo Marquez—, pero no lo reconoceré en público —se puso serio—. Estoy trabajando en un caso antiguo con él y otro detective. Está impaciente porque tenemos una nueva pista. —Sé algo de eso —dijo Bentley—. Una de mis auxiliares está casada con el mejor amigo de su sheriff. Me ha contado algo. —Un caso trágico —reconoció Marquez—. Pero vamos a resolverlo. Bentley se puso de pie y Cappie hizo lo mismo. —Gracias por las copias de las radiografías —añadió Marquez acompañándolos a la puerta—. Todo lo que podamos reunir contra Bartlett nos vendrá bien para man—tenerlo fuera de la circulación. —Espero por su bien que no salga nuca —dijo Cappie—. Mi hermano estará esperándolo. —Si no hubieran sido tres contra uno y su hermano no hubiera estado en una silla de ruedas, ahora estaríamos acusándolo a él de homicidio. —Sin duda —dijo Bentley sombrío. —¿Me he perdido algo de la conversación? —preguntó Cappie con el ceño fruncido. Bentley y Marquez se miraron. —Sólo comentamos la ira justificada de tu hermano —dijo Bentley. Le agarró una mano— Vamos a verlo y decirle que tiene un cuñado. Kell estaba un poco mejor, hasta que vio la cara de Cappie. Juró en alto. —Sé cómo te sientes —dijo Bentley—. Pero por si vale de algo, Bartlett tiene que tener mucho peor aspecto. Hicieron falta dos detectives para que lo soltara. —Bien hecho —dijo Kell. Hizo un gesto de dolor al ver el rostro de su hermana—. Lo siento mucho. —Se curará —no dijo nada de la posibilidad de que tuvieran que operarla—. El detective Marquez dice que Frank no saldrá en mucho tiempo. Espera que uno de sus cómplices colabore y se le pueda acusar de atacarnos a los dos. —Esperaba que Hayes Carson pasara por aquí para que declarara sobre lo que Frank me hizo en Comanche Wells. —Supongo que estará dejando que te repongas de la operación. —Seguramente. —¿Has hablado ya con él cirujano?

—Sí —sonrió—. Es optimista, sobre todo porque tengo sensibilidad en las piernas. —Al menos algo bueno que ha salido de todo esto. —Justo antes de llegar aquí ella dijo que no quería vivir en una ciudad en la que también estuvieras tú —se dirigió a Bentley—. Me has contado parte de la historia, pero cuando ibas a terminarla, me durmieron con una inyección. ¿Te importa terminarla? —Tomé una decisión estúpida —dijo Bentley con un suspiro—. Espero enmendarla el resto de mi vida, porque se va a casar conmigo —sonrió a Cappie que devolvió el gesto—. Comeré y cenaré calabaza todo el tiempo que quiera. —Dejé de estar enfadada contigo mientras zurrabas a Frank —señaló ella. —Tengo recuerdos de la ocasión —se miró los nudillos. —¿Os vais a casar? —preguntó Kell. —Sí —dijo Cappie tocándose la cara—. No antes de que se me quite la hinchazón. —Y no antes de que pueda acompañarte andando al altar —remarcó Kell. —Podría pedir a Chet y Róurke que te sujeten para que la acompañes al altar —se ofreció él. —La última vez que Chet fue a una boda, pasó la noche entre rejas por provocar disturbios —dijo Kell. ¿Cuánto conoces a Chet y Rourke? —preguntó Cappie. —Oh, el dolor. Necesito descansar. No puedo hablar más. —¿No se supone que tienes analgésicos en el suero? —preguntó Cappie con los ojos entornados. —No lo sé, me siento fatal —abrió un ojo—. Puedes venir después, cuando esté mejor, pero no hagas preguntas embarazosas. Si las haces puede que tenga una recaída. —Vale —dijo ella. —Sé buena y te diré cómo se pasan los Hunters en ODST. —¿Te lo ha dicho Cash? —preguntó ella. —No sin un soborno. —¿Qué clase de soborno? —¿Recuerdas la peli vieja ésa de Bette Davis en la que asesina a su amante y después sufre un chantaje de la viuda por una carta que la acusa? —preguntó él. —Sí. Se titula La Carta... Me encanta esa película... —hizo una pausa— ¡No lo has hecho! —Eh, tampoco la veías tanto —protestó Kell. —¡Kell! —¿Quieres pasar los Hunters o no? —Supongo que podré encontrar otra copia en algún sitio. —Eso es una hermana como es debido —dijo Kell. —Si te compro la peli —interrumpió Bentley—, ¿me dirás cómo pasar los Hunters? Los tres se echaron a reír. Dos semanas después, Kell caminaba por el pasillo tambaleándose un poco del brazo de Cappie. La hinchazón de la mejilla había bajado, pero aún le quedaba un resto amarillento. Kell estaba mucho mejor. Estaba volviendo a aprender a andar, cortesía del departamento de rehabilitación del hospital de Jacobsville. —Esto va lento —murmuró él.

—No —dio Bentley y sonó un disparo en la televisión del salón—. ¡Ja! ¡Otro Hunter menos! —Vuelvo a decir —gritó Cappie— que no has tenido que sacrificar tu película favorita para aprender a hacerlo. —Te he comprado una nueva. Está en el reproductorde DVD —respondió él. —Menudo consuelo, desde que tenemos ese juego, la tele no ha estado disponible ni cinco minutos. —Deja de meterte con mi futuro cuñado —intervino Kell—. Es el único hombre que conozco que sabe hacer tortillas. —Sólo las hizo para darte coba —dijo ella. —Funcionó. ¿Cuándo es la boda? —Dentro de tres semanas. Micah dice que podrás caminar hasta el altar sólo con un bastón. Y esperemos que no haya una urgencia de ningún animal de granja durante la ceremonia —alzó la voz. —He contratado un veterinario de San Antonio para que me supla hasta que volvamos de la luna de miel en Cancún —dijo Bentley. —La lista de invitados sigue creciendo —suspiró Cappie—. Ya he mandado cincuenta invitaciones. —¿Has puesto a Marquez y al ayudante del fiscal en la lista? —Sí. Y a Rourke y Chet. Kell gruñó. —Chet no provocará disturbios, tendré una charla con él. Me cuidaron muy bien en San Antonio. —Sí, pero fui yo quien tumbó a Frank —intervino Bentley—. ¿Será posible que haya tratado de denunciarme por agresión? —No pasó de la denuncia —dijo Kell— Blake Kemp tuvo una larga charla con su abogado. —¿Por qué habló nuestro fiscal con un abogado de San Antonio? —preguntó Cappie. —Porque el abogado de la defensa no era consciente de las relaciones familiares del atacante de su defendido —murmuró Bentley—. ¡Otro Hunter! —exclamó. —¿Relaciones familiares? —dijo Cappie. —No preguntes —le dijo Kell al oído—. El resultado ha sido que esa denuncia no ha ido a ningún lado. —¿Qué relaciones familiares? —insistió. —El gobernador es primo mío. ¡Otro! —¿Nuestro gobernador? —exclamó ella. —Sólo tenemos uno. ¡Este juego es fantástico! —El juego no se viene con nosotros de luna de miel —dijo Cappie a su hermano. —¿Ni siquiera si te digo cómo pasar los Hunters? —bromeó Bentley. —En ese caso podría reconsiderarlo —dijo ella, entre risas. Kell fue hasta el altar con el bastón. La pequeña iglesia de Comanche Wells se llenó por completo. Buena parte de los invitados iban de uniforme. Hacia el altar marchaba Cappie con un bonito vestido blanco hecho de hectáreas de encaje. Llevaba un ramo de rosas amarillas y la sonrisa le ocupaba todo el rostro.

Se agarraba con fuerza al brazo de su hermano, orgullosa de sus progresos. Ya había empezado a hablar de un nuevo trabajo en la academia de Eb Scott. Sentía auténtica curiosidad por lo bien que parecían conocer su hermano muchos de los empleados de Eb, pero no hacía preguntas. Aún se seitía en deuda con Eb por haberle puesto a Chet y Rourke, que estaban sentados juntos en la iglesia. Cerca de ellos estaba Winnie, la hermana de Boone, el marido de Keely. Kilraven, vestido con un caro traje, no quitaba la vista de encima a la chica. Kell y ella llegaron al altar y Cappie le dio la mano a Bentley. Estaba tan guapo que Cappie sólo pudo suspirar y mirarlo con adoración. La ceremonia fue breve pero conmovedora. Bentley levantó el velo y se inclinó para besarla con tanta ternura que tuvo que hacer un gran esfuerzo para contener las lágrimas. Después se dieron la vuelta y recorrieron el camino desde el altar hasta la puerta de la iglesia. La gente que no había podido entrar los esperaba fuera con toneladas de confetis y arroz. Corrieron hasta limusina blanca que los esperaba. Se hicieron las clásicas fotografías de boda, posaron con la tarta y en general lo pasaron maravillosamente. Había música en directo y bailaron una melodía romántica que duró por lo menos dos minutos, hasta que Cash Grier y su bonita esposa, Tippy, hicieron una señal al director de la banda. Hubo sonrisas y los músicos empezaron a tocar Brasil. Pero Cash no empezó a bailar como todo el mundo esperaba. Miró a Bentley con una sonrisa e hizo una reverencia. Bentley miró a Cappie malévolo. —¿Bailamos? —Pero Bentley, si tú no sabes bailar. —No sabía —confesó sacándola a la pista—, pero Cash me ha dado lecciones. Así que... un, dos... ¡tres! Empezó a dar vueltas con ella del modo más profesional con una mezcla de samba, chacha-cha y mambo que arrancó aplausos. —¡Eres increíble! —dijo ella. —Y tú eres preciosa —rió—. ¿No somos buenos? Un día y medio después se dijeron lo mismo, pero por razones completamente diferentes. Tumbados agotados y bañados en sudor en una inmensa cama de un hotel de Cancún, apenas podían moverse. —¡Y pensaba que bailabas bien! —dijo ella—. ¡Eres asombroso! —Bueno, gracias —sonrió—. ¿Puedo devolver el cumplido? —Sí, bueno, creo que aprendo rápido —suspiró. —He notado que ya no hay nervios. Se echó a reír. Había sido un manojo de nervios esa tarde cuando habían llegado al hotel. Amaba a Bentley, pero no tenía ni idea de cómo iba a ser cuando estuvieran solos juntos. Pero él había sido comprensivo, paciente y cariñoso mientras la tenía entre sus brazos en un gran sillón y le daba de comer camarones de una enorme bandeja de marisco que les había subido el servicio de habitaciones. También le había dado champán hasta que estuvo tan relajada que nada parecía molestarla. Los besos se fueron haciendo cada vez más lentos y apasionados. Le había quitado la ropa con tal suavidad que apenas lo había notado hasta que había sentido frío en su piel. Incluso en ese momento, el modo en que la había acariciado había sido tan electrizante que sólo le había preocupado lo cerca de él que podía estar. Sólo hubo una pequeña punzada de dolor, fácilmente

olvidada mientras la besaba con delicada sensualidad y notaba cómo en su cuerpo se iba relajando tras ese instante de duda. Finalmente había sentido que sobrepasaba el límite y se lanzaba a un abrasador calor de plenitud que excedió sus más salvajes expectativas. —Pensaba que eras reservado —se echó a reír. —Sólo con la bata blanca —murmuró. Abrió los ojos, se puso de lado y la miró con detenimiento—. ¿Quieres que me levante, me ponga una bata y sea reservado? —No —lo besó con fuerza—. Quiero que te vuelvas poco reservado ahora mismo. Se deslizó sobre ella y el vello de su pecho rozó las duras puntas de sus pezones. —No puedo pensar en nada que me apetezca más, señora Rydel. Recorrieron las ruinas de Chichen Itza de la mano, fascinados por el castillo piramidal y los demás edificios que conformaban el complejo Maya. —Debió de ser muy distinto cuando estaba habitado hace tantos años —reflexionó Cappie. —Habría incluso más gente —bromeó mirando los grupos de turistas que lo llenaban todo. —Es muy distinto verlo así que verlo por la tele —señaló ella. —La mayoría de las cosas lo son —replicó él—. Hasta que se descubra la forma de oler y tocar ruinas distantes, no será mejor verlo en una pantalla que en directo. —Jamás pensé que estar casada sería tan divertido —lo miró a los ojos con sentimiento. —Y esto es sólo el principio —la abrazó—. Espero que tengamos cien años así por delante. —Yo también —cerró los ojos dentro de su abrazo—. Yo también, Bentley. Volvió a trabajar con él en la clínica. Él estaba encantado de poder verla todo el día. —¿No quieres un gato? —presionó Keely una semana después de su luna de miel—. Hay seis gatitos que me ha pedido Grace Grier que les busque casa, y sólo he colocado cuatro. —Me encantaría quedarme uno —dijo Cappie. —A mí también —dijo Bentley asomando la cabeza por una esquina—. ¿Ha llamado Cy Park por ese toro que se ha hecho un corte con alambre de púas? —Sí. Ha dicho que si os pasáis por allí de vuelta a casa, Lisa y él os darán de cenar — bromeó Keely—. Tiene chili casero y pan de maíz. —Me encanta —dijo Bentley. —A mí también —dijo Cappie casi a la vez que Bentley. —Ha dicho que podéis llevar a Kell. —Kell se ha ido a algún sitio con Chet y Rourke —dijo Cappie con un suspiro—. No me ha dicho dónde. Desaparecen todo el día y nadie sabe dónde van. Es mi hermano, creo que podría confiar en mí. —Y en mí —añadió Bentley. —Seguro que tiene sus razones —dijo Cappie—. Sean las que sean. —Será algo encubierto, peligroso y excitante —dijo Keely. —Creo que están ayudando al detective Marquez a vigilar un club nocturno —bromeó Bentley—. Dijo que necesitaba una pareja de voluntarios para un proyecto especial en el que estaba trabajando con el fiscal. —Estamos en deuda con ese fiscal —reconoció Cappie—. Consiguió que los cómplices de Frank declararan contra él. Dice que Frank saldrá de la cárcel con el pelo gris.

—Bueno, señoras, al trabajo —dijo Bentley. —Sí, señor, doctor Rydel, señor —dijo Cappie. —Bentley sonrió y se dirigió a Keely. —¿Quién es el siguiente? —La señora Anderson y su Chihuahua. Aquí tienes su historial. Cappie tomó la carpeta que le entregaba y entró en la sala de espera que estaba llena. Se sentía como si pudiera caminar por el aire. —Muy bien, señora Anderson —dijo a una anciana menuda con una sonrisa—. Si trae a Tweedle, haremos que el doctor Rydel le eche un vistazo a la herida de la pata. —Es un doctor muy amable. ¡Eres una joven afortunada! —¡Sí que lo eres! —dijo Bentley detrás de ella—. No todas las mujeres consiguen un marido cumplido y modesto como yo. ¡Deberías sentirte orgullosa de ti! Lo estoy, cariño, y ¿cómo te gustan las patatas, quemadas o carbonizadas? —No todos los maridos consiguen una esposa cumplida y modesta como tú. —Bueno, eso te reportará un delicioso plato de patatas rebozadas y un bonito estofado. Una divertida señora Anderson guiñó un ojo a Cappie mientras entraban en la consulta. Cappie sólo sonrió. Fin Escaneado y Corregído por Consuelo 05.07.10
Serie Hombres de Texas 33 - Domando un Corazón - Diana Palmer

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