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El secreto de John Diana Palmer 3° Medicine Ridge

El secreto de John (2009) Título Original: Diamond in the rough (2009) Serie: 3° Medicine Ridge Editorial: Harlequin Ibérica. Sello / Colección: Jazmín 2776 Género: Contemporáneo Protagonistas: John Callister y Sassy Peale Argumento: Muchas veces, las cosas no son lo que parecen. Sassy Peale estaba desesperada por ayudar a su familia, pero su exiguo sueldo no le daba para mucho. Entonces conoció a John Callister y creyó que su nuevo amigo era un sencillo, rudo y honesto vaquero en el que se podía confiar. Pero John no era un trabajador de rancho, sino un millonario perteneciente a una de las familias más poderosas de Montana y, cuando Sassy descubrió quién era realmente, no le cupo ninguna duda de que el arrogante millonario sólo estaba jugando con ella. John tendría que convencerla de que era el hombre que ella creyó ver en un principio: un diamante en bruto.

Diana Palmer – El secreto de John - 3º Medicine Ridge

Capítulo 1 Aquel pueblecito, Hollister, no era mucho mayor que Medicine Ridge, en Montana, donde John Callister y su hermano Gil tenían un rancho muy grande. Pero habían decidido que no era muy inteligente pasarse toda la vida confinados en una zona. Necesitaban salir un poco, tal vez intentar hacer algo diferente. En su rancho se ocupaban de los toros de raza y de su cría con la tecnología más moderna. John y Gil habían decidido probar algo nuevo allí, en Hollister: un rancho que se dedicaría exclusivamente a los toros jóvenes utilizando la última tecnología en crecimiento, peso y aumento de musculatura, entre otras cosas. Además, iban a probar nuevos programas de crecimiento que combinaban grasas orgánicas con proteínas y pienso para mejorar la producción de ganado. Una de las principales revistas agrícolas del país había publicado un artículo sobre sus últimas innovaciones. Gil había salido en la foto con sus hijas y su nueva esposa. John, que estaba en una feria de ganado, se había perdido la sesión de fotos. No le importaba. Nunca le había gustado la publicidad. Ni tampoco a Gil, pero no podían dejar pasar la oportunidad de dar a conocer su ganado, que era genéticamente superior. John era el que solía viajar para exhibir los toros, pero estaba empezando a cansarse de pasarse la vida en la carretera. Ahora que Gil se había casado con Kasie, su antigua secretaria, y que las hijas que Gil tuvo en su primer matrimonio, Bess y Jenny, estaban en el colegio, John se sentía más solo que nunca. La nueva boda de Gil le había hecho ser consciente del paso del tiempo. Ya había pasado los treinta y, aunque salía con chicas, nunca había conocido a ninguna mujer que deseara conservar. También comenzaba a oxidarse en el rancho familiar. Por eso se presentó voluntario a ir a Hollister a reconstruir el antiguo rancho de ganado que Gil y él habían comprado y que deseaban convertir en una instalación puntera de la cría de ganado de raza. La casa, que John sólo había visto en fotos aéreas, era un desastre. El antiguo dueño no le había hecho mantenimiento durante años. Las vallas estaban rotas y el ganado se escapaba, el pozo se había secado, el corral se había venido abajo… El dueño decidió finalmente vender el rancho a precio de saldo, y los hermanos Callister se lo habían comprado. Ahora John tenía una visión de primera mano de la monumental tarea que lo esperaba. Tendría que contratar mano de obra, construir una cuadra y un establo, gastarse varios miles de dólares en la reconstrucción de la casa, construir un pozo, levantar de nuevo las vallas, comprar equipo… Aquello le llevaría muchos meses. Y había que hacerlo antes de llevar el nuevo ganado. En el corral había dos caballos, era todo lo que quedaba de los Appalossas del antiguo dueño. Corría prisa construir un establo; ésa era, junto con la casa, su prioridad. John estaba durmiendo por el momento en el suelo con un saco de dormir. Se calentaba el agua para afeitarse con un camping gas y se bañaba en el arroyo. Afortunadamente, era primavera. Compraba la comida en el único café del pueblo, donde comía dos veces al día.

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Era una vida dura para un hombre acostumbrado a hoteles de cinco estrellas y a comer en los mejores restaurantes. Pero él lo había decidido así. Conducía hasta el pueblo en una camioneta de gama media. Ningún signo exterior mostraba su riqueza, y no tenía amigos por allí. Sólo conocía a los vaqueros que iban a empezar a trabajar para él. La gente del pueblo ni siquiera sabía todavía cómo se llamaba. El sitio por el que debía empezar, se dijo, era el almacén de piensos. Vendía suministros para ranchos, arreos incluidos. Tal vez el dueño supiera dónde encontrar un constructor bueno. Se detuvo frente a la puerta principal y entró. Era un lugar bastante polvoriento. Al parecer, sólo había un empleado, una joven de cabello oscuro y ondulado y bonita figura que llevaba un jersey de ochos con pantalones vaqueros gastados y botas. Estaba clasificando unas bridas, pero alzó la mirada cuando lo vio acercarse. Como los viejos vaqueros, John llevaba botas con espuelas que tintineaban al caminar. También llevaba un viejo Colt del 45 en una cartuchera que le colgaba en las caderas bajo la camisa vaquera abierta que llevaba con vaqueros y camiseta negra. Aquella parte de Montana era una zona peligrosa y no pensaba salir sin algún medio de protección contra potenciales depredadores. La joven se quedó mirándolo fijamente de un modo extraño. John no era consciente de que tenía el aspecto de una estrella de cine. El cabello rubio que asomaba bajo el ala del sombrero de vaquero brillaba como el sol, y tenía un rostro muy atractivo. Poseía el cuerpo de un jinete: alto, elegante y musculado, pero sin excesos. —¿Qué demonios estás haciendo? —preguntó una voz furiosa desde la parte de atrás—. Te dije que metieras esos sacos nuevos de grano antes de que la lluvia los estropee, no que jugaras con los arreos. ¡Mueve tu perezoso trasero, chica! La joven se sonrojó. Parecía asustada. —Sí, señor—dijo rápidamente, dirigiéndose a hacer lo que le habían pedido. A John no le gustó el modo en que aquel hombre le había hablado. Era muy joven, probablemente no habría cumplido los veinte años. Ningún hombre debería hablarle así a una chica. John se acercó a él con expresión neutral, pero sus ojos azules brillaban de ira. El hombre, que estaba obeso y era mayor que John, se giró al verlo acercarse. —¿En qué puedo ayudarlo? —preguntó con voz aburrida, como si no le importara hacer negocio. —¿Es usted el dueño? —quiso saber John. —Soy el encargado. Me llamo Bill Tarleton. —Necesito alguien que me construya una cuadra —dijo John echándose el sombrero hacia atrás.

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El encargado arqueó las cejas y deslizó la mirada por los gastados vaqueros de John y su ropa barata. Se rió y compuso una expresión burlona. —¿Tiene un rancho por aquí cerca? —preguntó con desconfianza. John contuvo la furia. —Mi jefe tiene uno —dijo siguiendo un impulso—. Está contratando gente. Acaba de comprar el rancho Bradbury. —¿Esa ruina? —Tarleton torció el gesto—. Bradbury no hizo absolutamente nada por conservarlo en buen estado. Nadie entiende por qué. Hace años tenía buen ganado, venía gente de Oklahoma y de Kansas para comprarle. —Se hizo viejo —respondió John. —Supongo que sí. Una cuadra —murmuró el encargado—. Bueno. Jackson Hewett tiene una empresa de construcción. Hace casas, pero supongo que podría construir una cuadra. Vive justo a las afueras del pueblo, cerca de la antigua estación de tren. Su teléfono viene en la guía local. —Gracias —dijo John. —Su jefe necesitará pienso y arreos, ¿no? —Preguntó Tarleton—. Lo que no tenga aquí puedo encargarlo. —Lo tendré en mente —contestó John—. Ahora mismo lo que necesito es una buena caja de herramientas. —¡Sassy! —Gritó el otro hombre—. ¡Trae una de las cajas que habíamos empezado a colocar! —¡Sí, señor! —se escuchó el sonido de unas botas. —No me sirve de mucha ayuda —murmuró el encargado—. A veces falta al trabajo. Tiene a su madre con cáncer y una hermana pequeña de seis años que adoptó su madre. —¿Y la madre no recibe ninguna ayuda del gobierno? —preguntó John con curiosidad. —No mucha —le contó Tarleton—. Antes de enfermar tampoco trabajaba. Sassy es la única que lleva dinero a casa. Su padre se marchó hace años con otra mujer. Al menos, tienen una casa. No es gran cosa, pero es un techo. John sintió una punzada en el corazón al ver a la joven cargando con una pesada caja de herramientas. Apenas parecía tener fuerzas para levantar unas bridas. —Espera, deja que te ayude —dijo John colocando la caja sobre el mostrador y abriéndola. Alzó las cejas mientras examinaba las herramientas—. Está muy bien. —Es cara, pero vale la pena —le dijo Tarleton. —El jefe quiere abrir una cuenta a su nombre, pero esto lo pagaré en efectivo — dijo John sacando la cartera—. Me dio dinero suelto para pagar lo esencial. Los grandes ojos de Tarleton se hicieron todavía más grandes cuando John empezó a sacar billetes de veinte dólares.

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—De acuerdo. ¿A nombre de quién pongo la cuenta? —Callister —le dijo John sin vacilar—. Gil Callister. —Sí, he oído hablar de él —contestó Tarleton—. Tiene un rancho enorme en Medicine Ridge. —Ese mismo —respondió John algo inquieto—. ¿Lo ha visto alguna vez en persona? —¿Yo? —el encargado se rió—. No señor, yo no me muevo en esos círculos. Por aquí somos gente de pueblo, no millonarios. John sintió que sería una ventaja que la gente del lugar no supiera quién era realmente. Al menos, por el momento. Estaría bien ser uno más por una vez. Su riqueza solía atraer a los oportunistas, sobre todo en el caso de las mujeres. Interpretaría el papel de vaquero. —Dígale al señor Callister que aquí le conseguiremos todo lo que necesite —aseguró Tarleton con una sonrisa—. Ahora mismo le abro la cuenta. ¿Y usted se llama…? —John Taggert —respondió él dando su segundo nombre como apellido. La joven seguía al lado del mostrador. John le pasó los billetes de la caja de herramientas y ella los metió en la caja registradora y le devolvió el cambio. —Gracias —dijo él sonriendo. —De nada —respondió ella sonriendo a su vez con timidez. Tenía los ojos verdes y cálidos. —Vuelve al trabajo —le ordenó Tarleton. —Sí, señor —se giró y volvió a centrarse en los sacos que tenía que cargar sobre la plataforma. John frunció el ceño. —¿No es demasiado menuda para cargar con sacos de pienso de ese tamaño? — preguntó. —Forma parte del trabajo —respondió el encargado a la defensiva—. Aseguró que podría hacerse cargo, y por eso la contraté. —Volveré —dijo John agarrando la caja de herramientas y mirando a la joven, que estaba luchando con un pesado saco. Luego salió del almacén con gesto contrariado. Se detuvo sin saber por qué. Volvió a mirar hacia el almacén y vio al encargado al lado de la plataforma de carga mirando cómo la joven cargaba los sacos de pienso. No era una mirada propia de un jefe a una empleada. John entornó los ojos. Iba a hacer algo al respecto. Uno de los vaqueros que había contratado y que, como la mayoría de ellos, había trabajado con anterioridad en el rancho, lo estaba esperando en la casa cuando llegó con la caja de herramientas. Se llamaba Chad Dean. —Vaya, está muy bien —aseguró el vaquero—. Tu jefe debe de ser muy rico.

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—Lo es —murmuró John—. Y también paga muy bien. Oye, ¿conoces a una joven llamada Sassy? Trabaja para Tarleton en el almacén. —Sí —respondió Dean tenso—.Él está casado, pero le tira los tejos a Sassy. Ella necesita el dinero. Su madre se está muriendo y, además, tiene que cuidar de la niña de seis años. No sé cómo diablos se las arregla con lo poco que gana. Y encima tiene que aguantar el acoso de Tarleton. Mi mujer le dijo que podía denunciarlo a la policía, pero Sassy dice que no puede permitirse perder el empleo. Este es un pueblo muy pequeño, y nadie la contrataría. Tarleton se encargaría de eso si se le ocurre dejar el trabajo. —¿Cuántos años tiene? —preguntó John tras pensárselo un instante. —Dieciocho o diecinueve, creo. Acaba de terminar el instituto. —Eso me pareció —John estaba desilusionado, no sabía por qué—. De acuerdo, esto es lo que vamos a hacer por el momento con las vallas… En los dos días siguientes, John llamó a un detective privado que trabajaba para los Callister en asuntos de negocios y le pidió que investigara a Tarleton. No tardó mucho en recibir respuesta. El encargado del almacén se había visto obligado a dejar un trabajo en Billings por razones desconocidas, pero el detective averiguó que se había tratado de acoso sexual a una compañera. No lo acusaron formalmente. Se trasladó con su familia a Hollister y consiguió trabajo en el almacén como encargado. El dueño era un hombre llamado Jake McGuire. —Todos los que lo conocen dicen que es un tipo decente —le aseguró el detective por teléfono—. En otras palabras, no saben que Tarleton está acosando a la joven. —¿Crees que a McGuire podría interesarle vender su negocio? —preguntó John. —Está perdiendo dinero a espuertas en ese almacén. Creo que hasta pagaría por deshacerse de él. Tengo aquí su teléfono. John lo apuntó y a la mañana siguiente llamó a Empresas McGuire. Tras una larga conversación en la que puso al tanto al dueño del perfil de acosador de su encargado, se ofreció a comprarle el negocio y sacarlo a flote. McGuire no quería vender el negocio que su padre había puesto en marcha cuarenta años atrás, pero se comprometió a alquilárselo al saber que estaba tratando con los hermanos Callister, y se comprometió además a mantener en secreto la identidad de John. —¿Tiene en mente a alguien que pueda ocuparse del almacén cuando despida a Tarleton? —preguntó McGuire. —La verdad es que sí —respondió John—. Se trata de un ejecutivo retirado que se aburre. Tiene una mente privilegiada y es capaz de hacer dinero de la arena del desierto. Cuando John colgó el teléfono se sintió mejor por la joven. No esperaba que Tarleton dejara el trabajo por las buenas, pero confiaba en que bastaría con amenazarlo con destapar sus pecados del pasado. Luego telefoneó al arquitecto y le pidió que fuera al día siguiente al rancho para hablar de los planos del establo y la cuadra. Contrató a un electricista para que revisara la instalación de la casa, y también contrató a seis nuevos vaqueros y a un ingeniero.

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Luego se dirigió a Hollister para ver cómo iban las cosas en el almacén. Su detective había encontrado otros tres cargos de acoso contra Tarleton que no llegaron a convertirse en denuncias. En cuanto entró, supo que iba a haber problemas. El encargado le dirigió una mirada asesina a John. —¿Qué diablos le contó tu jefe al mío? —inquirió furioso acercándose a él—. Dice que va a alquilar la tienda pero que la única condición que le ha puesto es que yo no forme parte del trato. —No es problema mío —dijo John con los ojos brillantes—. Ha sido decisión de mi jefe. —¡No tenía derecho a despedirme! —Aseguró Tarleton rojo de ira—. ¡Voy a demandarlo! John se acercó más al otro hombre y se inclinó, enfatizando su ventaja respecto a la altura. —Como quieras. Mi jefe irá a hablar con el fiscal de Billings y le entregará la documentación de tu último acoso sexual. El rostro de Tarleton pasó del rojo al blanco en cuestión de segundos. —Sigue mi consejo —continuó John—. Lárgate de aquí mientras puedas. Firma una carta de renuncia que incluye tu traslado a Billings y un sueldo entero. El encargado sopesó sus opciones. Finalmente miró a John con arrogancia. —Qué diablos —dijo con frialdad—. De todas formas, no me gusta vivir en este pueblo minúsculo. Se dio la vuelta y se marchó. Sassy contemplaba la escena con abierta curiosidad. John alzó una ceja, y ella se sonrojó y volvió rápidamente al trabajo.

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Capítulo 2 Sassy Peale se dijo que la intensa conversación que había mantenido el nuevo capataz del rancho Bradbury con su jefe no era asunto suyo. El capataz lo había dejado claro con aquel levantamiento de cejas y una mirada glacial. Pero Sassy estaba preocupada. No podía quedarse sin trabajo. Su madre y Selene, la niña de seis años que había adoptado su madre, dependían de ella. Se mordió una uña, aunque ya casi no le quedaban. Su madre, de sesenta y tres años, había tenido a Sassy muy tarde. Tuvieron un rancho hasta que su padre se encaprichó con la joven camarera de la cafetería del pueblo. Dejó a su familia y huyó con ella, llevándose consigo todos sus ahorros. Sin dinero para pagar las facturas, la madre de Sassy se vio obligada a vender el ganado y la mayor parte de la tierra y a despedir a los vaqueros. Uno de ellos, el padre de la pequeña Selene, se emborrachó presa de la desesperación y cayó al río mientras conducía el coche. Lo encontraron muerto al día siguiente. Había dejado a Selene completamente sola en el mundo. Sassy pensó que su vida era como un culebrón. Incluso había un malo, pensó mirando de reojo al señor Tarleton, que le hacía trabajar como una esclava y que siempre se rozaba «accidentalmente» con ella. Estaba harta de su acoso. Ella ni siquiera había tenido nunca novio. La escuela de aquel pueblecito sólo tenía un aula en el que estaban los niños de todas las edades y un solo profesor. De su edad sólo había dos chicos y tres chicas incluida ella y eran muy guapas, así que nadie le pidió salir nunca. Sassy nunca había sentido esas cosas que se decían en las novelas románticas. Nunca la habían besado. Su única experiencia sexual, si es que podía llamarse así, era el acoso al que la sometía el repulsivo aprendiz de Romeo que había detrás del mostrador. Sassy terminó de limpiar las estanterías y deseó que el destino le pusiera delante a un jefe guapo y soltero que la encontrara fascinante. Se habría conformado encantada con el nuevo capataz de Bradbury, pero no parecía que él encontrara nada atractivo en ella. De hecho, la ignoraba. —Te has dejado una esquina. Sassy se giró y se sonrojó mientras miraba sus ojos azules. —¿Có-cómo? John se rió. Las mujeres de su mundo eran sofisticadas e incluso pedantes. Aquella florecilla estaba tan poco afectada por el mundo moderno como el almacén en el que trabajaba. —He dicho que te has dejado una esquina por limpiar —se inclinó hacia delante—. Era una broma. —Oh —Sassy se rió con timidez y miró hacia la estantería—. Seguramente me habré dejado varias. No llego más alto y no hay escalera. La joven miró con angustia hacia su jefe, que los estaba observando. —Será mejor que vuelva al trabajo antes de que me despida.

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—No puede hacerlo. Ella parpadeó. —¿No puede? —En dos semanas vendrá un nuevo encargado a sustituirlo —aseguró John con voz pausada. A Sassy se le detuvo el corazón. —Oh, Dios mío… —No me digas que lo vas a echar de menos, porque no me lo creería —aseguró él con sequedad. Sassy se comió una uña que ya había prácticamente desaparecido. —No es eso. Es que tal vez el nuevo encargado no querrá que yo siga trabajando aquí. —Sí querrá —John apretó los labios—. El nuevo encargado trabaja para mi jefe, y mi jefe ha dicho que no se eche a ningún empleado. El rostro de Sassy se relajó un poco cuando volvió a mirar a Tarleton, que le lanzó una mirada furibunda. —Lo único que tienes que hacer es aguantar las dos próximas semanas —le dijo John—. Si tienes algún problema con él, del tipo que sea, puedes llamarme a la hora que sea. ¿Tienes papel y lápiz? Sassy sacó de detrás del mostrador un trozo de papel de estraza y un bolígrafo. John escribió el número y se lo pasó. —No le tengas miedo —añadió—. No te puedo decir más, pero ya tiene bastantes problemas como para buscarse más contigo. Tarleton observaba la escena desde lejos con ojos asesinos. Así que a ella le gustaba aquel vaquero entrometido, ¿verdad? Eso le ponía furioso. Estaba seguro de que el nuevo capataz del rancho Bradbury había hablado con alguien de él y le había pasado información a McGuire, el dueño del almacén. Iba a perder su trabajo por segunda vez en seis meses. Su esposa estaba harta de tanta mudanza y tal vez lo abandonara. El día que John Taggert entró en su almacén fue un mal día. Deseó que se cayera en un pozo y se ahogara. Lo deseó de verdad. Deslizó la mirada por la esbelta figura de Sassy. Lo excitaba mucho. No era de las que opondrían mucha resistencia, y ese Taggert no podía vigilarla día y noche. Tarleton sonrió para sus adentros con frialdad. Si iba a quedarse de todas maneras sin trabajo, no tenía mucho que perder. Así que podía sacar algo en claro de la experiencia. Algo dulce. Sassy regresó a casa muy cansada al final de la semana. Tarleton le había encargado más trabajo que nunca, sobre todo tareas físicas. Estaba furioso porque lo habían despedido y la miraba todavía más que antes, y de un modo que le hacía sentirse incomodísima.

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Su madre estaba tumbada en el sofá viendo la televisión cuando Sassy llegó a casa. La pequeña Selene estaba jugando con unos recortables. Sus ojos grises se iluminaron al ver a Sassy y corrió a darle un beso. —¿Cómo está mi niña? —preguntó Sassy abrazándola. —He estado jugando con las muñecas que me dio Pippa en el colegio —dijo la pequeña. Pippa era la hija de una de las profesoras, una niña encantadora que siempre compartía sus juguetes con Selene. No era ningún secreto que Sassy no tenía dinero para esas cosas. Sassy se acercó a darle un beso a su madre en la frente. —¿Has tenido un mal día? —la señora Peale le dio una palmadita en la mejilla. Sassy se limitó a sonreír. No quería preocupar a su madre con sus problemas. Ya tenía bastante con los suyos. —Los he tenido peores —aseguró—. ¿Preparamos panqueques con beicon para cenar? —Ya cenamos panqueques anoche —protestó Selene. —Lo sé, cariño —dijo Sassy inclinándose para besarla—. Pero no podemos permitirnos otra cosa. Si hubiera un empleo mejor pagado, te aseguro que intentaría conseguirlo. —A mí me habría gustado enviarte a la universidad, o al menos a la escuela de artes y oficios —dijo la señora Peale con tristeza—. Pero te hemos obligado a aterrizar en un trabajo sin futuro. —Estoy esperando a que en cualquier momento aparezca mi príncipe —aseguró Sassy adoptando una pose—. Vendrá montado en un caballo blanco con un enorme ramo de orquídeas y un reluciente anillo de boda. —Si hay alguna mujer que lo merece, ésa eres tú, cariño —dijo la señora Peale con voz suave. Sassy sonrió. —Cuando lo encuentre, te llevaremos a un hospital de lujo con camas llenas de controles para que puedas sentarte cómodamente cuando quieras. Y a Selene le compraremos los vestidos más bonitos del mundo. Y compraremos una televisión nueva en la que la gente no se vea verde —añadió señalando el color parpadeante de la vieja pantalla. Los sueños eran lo único que tenía. Miró a su familia y decidió que prefería mil veces tenerlas a ellas que ser millonaria. Pero un poco de dinero, pensó suspirando, no les vendría mal. Por desgracia, los príncipes azules sólo existían en los cuentos de hadas. El arquitecto tenía los planos de la cuadra principal preparados. John los aprobó y le dijo que se pusiera manos a la obra. Los camiones con el material comenzaron a llegar

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en los días siguientes: madera, acero, arena, bloques de hormigón y demás equipamiento de construcción. Se requería su presencia en el rancho en las primeras fases de construcción. Se sentía un poco culpable por no haber ido a comprobar que Sassy no tuviera problemas con Tarleton, al que sólo le quedaban dos días en su puesto de trabajo. El nuevo encargado. Buck Mannheim, ya estaba en el pueblo. Le había alquilado una habitación a una viuda mientras se familiarizaba con el negocio. Buck le contó que Tarleton no le estaba facilitando las cosas. El hombre estaba resentido y obligaba a Sassy a hacer trabajos muy duros e innecesarios. —No entiendo cómo alguien puede tratar así a una niña tan encantadora —aseguró Buck. —No es una niña —respondió John. —Tiene diecinueve años —contestó el otro hombre con una sonrisa—. La edad de mi nieta. —Pero parece mayor—John se sentía incómodo. —Tiene muchas responsabilidades encima. Necesita ayuda. La niña que su madre adoptó va al colegio con ropa muy vieja. Sé que la mayor parte del dinero va a parar al material del colegio —Buck sacudió la cabeza—. Qué horror. El poco dinero que recibe su madre lo necesitan para las medicinas que debe tomar. John se sintió culpable por no haberse parado a mirar esa situación. No tenía planeado verse tan involucrado en los problemas de sus empleados, y Sassy ni siquiera lo era técnicamente. Pero al parecer no había nadie más en posición de ayudar. Decidió acercarse aquel mismo día al almacén. Nada más entrar se dio cuenta al instante de lo tranquilo que estaba. No había nadie atendiendo. John torció el gesto, preguntándose por qué no estaba Sassy en el mostrador. Escuchó unos ruidos extraños procedentes del cuarto de arreos. Se dirigió hacia allí hasta que escuchó un grito ahogado. Entonces corrió. La puerta estaba cerrada por dentro. John dio una patada fuerte con la bota directamente en el picaporte y la puerta casi se fue abajo al abrirse. Tarleton había acorralado a Sassy en un pasillo de sacos de pienso para ganado. La tenía bien sujeta y estaba tratando de besarla. Ella luchaba con todas sus fuerzas por apartar el cuerpo rechoncho del hombre. —Te vas a arrepentir, hijo de… —murmuró John mientras agarraba a hombre de las solapas y lo apartaba de Sassy, que trató de recuperar el aliento. Tenía la blusa destrozada y le dolían los hombros. Se pasó la mano por la boca para intentar borrar el repugnante sabor del encargado. —¿Estás bien? —le preguntó John. —Sí, gracias a ti —respondió ella con dificultad mirando al hombre que estaba detrás de él.

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John se giró hacia Tarleton, que estaba sonrojado porque lo habían pillado in fraganti. Reculó para alejarse del homicida que avanzaba hacia él con una expresión asesina. John lo agarró de la camisa, echó hacia atrás su gigantesco puño y lo mandó hacia el fondo del almacén de un puñetazo. Luego fue detrás de él con sus ojos azules brillando de ira. —¿Pero qué diablos…? —exclamó una voz asombrada desde la parte delantera de la tienda. Un hombre de traje contemplaba la escena con las cejas arqueadas. —¡Se… señor McGuire! —Exclamó Tarleton sentado en el suelo y sujetándose la barbilla—. ¡Me ha atacado! ¡Llame a la policía! John miró a McGuire con los ojos echando chispas. —Hay una joven de diecinueve años en el cuarto de arreos con la camisa rota. Los ojos grises de McGuire se llenaron de pronto de furia. Sacó el móvil y marcó un número. —Vengan inmediatamente —dijo—. Tarleton acaba de atacar a Sassy. Sí, eso es. No, no saldrá de aquí —colgó el teléfono—. Deberías haber regresado a Billings. Ahora vas a ir a la cárcel. —¡Ella me estaba provocando! —Protestó Tarleton—. ¡Es culpa suya! John miró a McGuire. —Y yo soy un elfo verde —murmuró dándose la vuelta para volver al cuarto de arreos. Sassy estaba llorando apoyada contra una silla de montar y tratando de abrocharse la destrozada camisa, por la que se le asomaba el gastado sujetador. Le daba vergüenza que John lo viera. Él se quito la camisa de algodón que llevaba puesta encima de la camiseta negra. Apartó las manos de Sassy de la blusa destrozada y se las puso en la camisa, que todavía conservaba el calor de su cuerpo. Se la abrochó hasta arriba. Luego le sujetó el rostro húmedo con sus grandes manos y se lo alzó. John dio un respingo; tenía una herida en su hermosa boquita, el cabello revuelto y los ojos hinchados y rojos. —Yo y mi maldita cuadra —murmuró—. Lo siento. —¿Por qué? —sollozó ella—. No es culpa tuya. —Lo es. Debí suponer que sucedería algo así. Sonó el timbre de la puerta y se escucharon unos pasos pesados sobre la madera. Hubo una conversación puntualizada por las protestas de Tarleton. Un hombre alto y delgado vestido de policía llamó a la puerta rota y entró. John se giró para que viera cómo estaba Sassy. El policía apretó los labios y sus ojos oscuros echaron fuego.

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—¿Te encuentras bien, Sassy? —le preguntó con voz grave. —Sí, jefe Graves —respondió ella con la voz rota—. ¡Me ha atacado! —exclamó mirando a Tarleton. Vino por detrás mientras yo estaba colocando la mercancía y me agarró. Me besó y me rompió la blusa —se le rompió la voz—. Trató de… de… No fue capaz de verbalizarlo. —No volverá a tocarte jamás, te lo prometo —aseguró Graves—. Necesito que vengas a mi oficina cuando te sientas un poco mejor para que pongas una denuncia. ¿Lo harás? —Sí, señor. El policía miró a John. —¿Le has pegado? —preguntó girando la cabeza hacia Tarleton, que seguía sentado en el suelo de la otra habitación. —Por supuesto que sí —respondió John desafiante. El jefe Graves miró a Sassy y se estremeció. Luego se dio la vuelta y se acercó a Tarleton. Lo agarró del brazo, obligándolo a ponerse de pie, y lo esposó mientras le leía sus derechos. —¡Suélteme! —Gritó Tarleton—. Regreso a Billings dentro de dos días. ¡Ella miente! No quería hacerle daño, sólo la he besado. ¡Me ha seducido! Y quiero que arresten a ese maldito vaquero. ¡Me ha pegado! Nadie le estaba prestando la más mínima atención. De hecho, parecía como si el jefe de policía quisiera golpear a Tarleton con sus propias manos. El aspirante a Romeo terminó callándose. —Después de esto, no volveré a contratar a nadie más mientras viva —le dijo McGuire al policía. —A veces las serpientes no parecen serpientes —le dijo Graves—. Todos cometemos errores. Vamos, señor Tarleton. Tenemos una celda nueva muy bonita en la que va a vivir hasta que se celebre el juicio. —¡Ella miente! —bramó Tarleton con el rostro enrojecido. Sassy salió del cuarto con John detrás. La traumática experiencia por la que había pasado resultaba tan evidente que los hombres de la sala torcieron el gesto nada más verla. —¿Le importa si le digo algo al encargado, jefe Graves? —preguntó Sassy con tono áspero. —En absoluto —respondió el policía. Sassy se acercó a Tarleton. Los ojos verdes le brillaban de furia. Echó hacia atrás la mano y le dio un bofetón en la boca lo más fuerte que pudo. Luego se giró sobre los talones, se acercó al mostrador, agarró el saco de semillas de maíz que había dejado cuando comenzó el forcejeo y se dispuso a trabajar.

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Los tres hombres miraron hacia Tarleton con idéntica expresión reflejada en sus rostros. —Conseguiré un buen abogado —aseguró el encargado desafiante. —Lo necesitarás —replicó John con tal carga amenazante que el hombre dio un paso atrás. Graves se llevó a Tarleton. John se giró hacia McGuire, que tenía las manos en los bolsillos del traje y una expresión desolada. —Nunca conseguiré compensarla por esto —dijo con pesadumbre. —Tal vez podría decirle que va a recomendar que le suban el sueldo —replicó John. —Es lo menos que puedo hacer —reconoció el otro hombre. John asintió y miró hacia donde Sassy estaba trabajando. —Tiene que verla un médico. —El doctor Bates tiene una clínica al lado de la oficina de correos —aseguró McGuire—. Él la examinará. Ha sido el médico de su familia desde que Sassy era una niña. —La voy a llevar ahora mismo. Sassy alzó la vista cuando John se acercó. Tenía un aspecto terrible, pero ya no lloraba. —¿Va a despedirme el señor McGuire? —le preguntó a John. —¿Por qué? ¿Por haber estado a punto de ser violada? —exclamó él—. Por supuesto que no. De hecho, ha mencionado que te va a subir el sueldo. Pero ahora mismo lo que quiere es que vayas a ver al médico para que te haga un reconocimiento. —Estoy bien —protestó ella—. Y tengo mucho trabajo. No quiero ver al doctor Bates. —Está decidido. Y no creo que te guste cómo manejo yo los motines. Sassy se puso en jarras. —¿Ah, sí? ¿Y cómo los manejas? John sonrió. Antes de que ella pudiera decir una palabra más, la agarró en brazos con delicadeza y salió por la puerta de entrada con ella.

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Capítulo 3 —¡No puedes hacer esto! —protestó Sassy mientras cruzaba la calle con ella en brazos para alborozo de un cliente madrugador que había delante de la tienda de comestibles. —No querías ir por tu propio pie —aseguró John. Bajó la vista para mirarla y sonrió—. Eres muy guapa, ¿lo sabes? Ella dejó de protestar. —¿Có-cómo? —Guapa —repitió John—. Y, además, tienes agallas. Ojalá hubieras cerrado el puño cuando golpeaste a Tarleton. Ese tipo debería permanecer encerrado de por vida. Sassy se le colgó del cuello con sus manitas. —No lo vi venir —aseguró todavía conmocionada—. Me empujó al cuarto de arreos y cerró la puerta. Creí que nunca podría escapar. Luché con todas mis fuerzas… —Sassy tragó saliva—. Los hombres son muy fuertes, incluso los que son fofos como él. Pero tú me salvaste. John se miró en sus grandes ojos verdes. —Sí. Yo te salvé. —Es curioso —murmuró ella con una sonrisa débil—. Justo antes le estaba contando a Selene, la niña que adoptó mi madre, que un príncipe azul vendría algún día a rescatarme. Y tú tienes aire de príncipe —aseguró observando su hermoso rostro. John alzó las cejas. —Soy demasiado alto. Los príncipes suelen ser bajitos y rechonchos. —En las películas no. —Pero yo digo en la vida real. —Apuesto a que no conoces ni a un solo príncipe. Se habría llevado una sorpresa. John y su hermano se habían codeado con cabezas coronadas de Europa en muchas ocasiones. Pero no iba a admitirlo, por supuesto. —Puede que tengas razón —se limitó a decir. Se inclinó para abrir la puerta con una mano. Entró en la sala de espera del médico con Sassy todavía en brazos y se acercó a la recepcionista que estaba detrás del panel de cristal. —Es una emergencia —dijo en voz baja—. Ha sido víctima de un ataque. —¿Sassy? —Exclamó la recepcionista, que había sido compañera de clase de Sassy—. Pasad por aquí, iré a buscar al doctor Bates.

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El médico era un anciano malhumorado, pero tenía buen corazón. Le pidió a John que esperara fuera mientras examinaba a la paciente. John se quedó en el pasillo y, poco tiempo después, se abrió la puerta y el médico le hizo un gesto para que entrara. —A excepción del lógico estrés emocional y unos cuantos cardenales, no está herida —aseguró el médico girándose hacia Sassy, que estaba pálida y callada—. Voy a inyectarte un calmante. Quiero que te vayas a casa y pases el resto del día tumbada — alzó una mano al ver que ella iba a protestar—. Selene está en el colegio y tu madre se las arreglará. Mientras el médico le daba instrucciones a la enfermera. John se metió las manos en los bolsillos de los vaqueros y miró a Sassy. La admiraba por su coraje, y también la encontraba muy guapa, aunque ella no parecía darse cuenta. El único obstáculo real era su edad. John torció el gesto al darse cuenta de que era demasiado joven para él. Una lástima. Llevaba toda su vida buscando una mujer que le cayera bien y además la deseara. Entornó los ojos mientras observaba la figura menuda de Sassy. Tenía un cuerpo muy sensual. Le encantaban los senos menudos y coquetos que se adivinaban bajo la camisa de algodón. Pensó en lo doloridos que estarían por culpa de los dedos de Tarleton y le entraron ganas de volver a golpear al hombre. Sabía que Sassy era virgen. Tarleton le había robado sus primeros momentos de intimidad, los había ensuciado. Sassy observó su expresión y se sintió incómoda. ¿Estaría pensando que era responsable del ataque? Se estremeció y bajó los ojos avergonzada. El médico regresó con una jeringuilla, le subió la manga, le mojó el antebrazo con una bola de algodón y le inyectó. Sassy ni siquiera se movió. Luego se bajó la manga. —Vete a casa antes de que haga efecto o te quedarás dormida en el camino — bromeó el médico antes de mirar a John—. ¿Usted podría…? —Por supuesto —aseguró él sonriendo a Sassy, que dejó entonces a un lado sus miedos respecto a su actitud—. Vamos, te llevaré a casa. Sassy iba sentada a su lado en la cabina de la camioneta, fascinada con los detalles de alta tecnología. —Esto es increíble —comentó pasando la mano por el salpicadero de cuero—. Nunca había visto una camioneta con tantos botones. Parece una nave espacial. John podría haberle dicho que su recién adquirido Jaguar estaba más en esa línea, con cámaras traseras, asientos calientes y un motor espectacular. Pero se suponía que él no podía permitirse esos lujos, así que cerró la boca. —Es una camioneta de rango medio —aseguró—. Pero lo cierto es que nuestros jefes no reparan en gastos en lo que a equipamiento de trabajo se refiere. Y eso incluye al almacén de piensos. Ella lo miró con sus ojos verdes, que cada vez se iban volviendo más somnolientos. —¿Va a haber otro encargado además del señor Mannheim? —preguntó.

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—Sí. Tú —añadió mirándola con cariño—. Y eso incluye una subida de sueldo, por supuesto. Sassy contuvo la respiración. —¿Estás hablando en serio? —Por supuesto. —Vaya —murmuró ella pensando ya en las cosas que se necesitaban en la casa y en la ropa nueva de Selene—. No me lo puedo creer. —Ten cuidado, no te caigas del asiento —dijo John frunciendo el ceño. —Creo que el calmante me está haciendo efecto —murmuró Sassy con una risa breve incorporándose mientras se tocaba distraídamente los senos—. Y también los moratones. Ese tipo fue muy bruto. El rostro de John se endureció. —Ojalá hubiera llegado antes al almacén —murmuró apretando los dientes. —En cualquier caso, me salvaste —replicó ella sonriendo—. Eres mi héroe. —No, señora. Sólo soy un vaquero currante. —El trabajo duro y honrado no tiene nada de malo —aseguró Sassy—. Yo no me fijaría en ningún hombre rico y sofisticado que tuviera una legión de mujeres alrededor. Me gustan los vaqueros. Aquellas palabras lo hirieron. Estaba viviendo una mentira, y no debería haber empezado así con Sassy. Ella era una buena persona. No volvería a confiar en él si se daba cuenta de que la estaba engañando. Debería decirle quién era realmente. La miró. Estaba dormida. Tenía la cabeza apoyada contra el cristal y la respiración acompasada. Bueno, ya habría otro momento, pensó. Sassy ya había tenido suficientes sustos por un día. John detuvo el coche en la entrada de su casa, rodeó la camioneta y la sacó en brazos. Se detuvo al pie de los escalones y observó su rostro dormido. La estrechó contra su pecho. Le encantó sentir su peso liviano y su dulce rostro apoyado contra el bolsillo de la camisa. Subió con facilidad las escaleras, llamó a la puerta y la abrió. Su madre, la señora Peale, estaba sentada en una silla en bata viendo las noticias. Soltó un grito al ver a su hija. —¿Qué le ha pasado? —exclamó intentando levantarse, pero tuvo que quedarse sentada. —Se encuentra bien —dijo John enseguida—. El médico la ha sedado. La dejaré en algún sitio y se lo explico. —Sí, en su habitación… Por aquí —la señora Peale se puso de pie jadeando por el esfuerzo. —Señora Peale, señáleme el camino y siéntese —le pidió John—. No se canse.

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El amable rostro de la señora se iluminó con una sonrisa. —Es usted un joven muy amable. Su dormitorio está en la primera puerta a la izquierda. John llevó a Sassy a la pequeña habitación casi vacía y retiró la desgastada colcha azul que cubría una de las dos camas. Todo era viejo, pero estaba limpísimo. John levantó la cabeza de Sassy y la colocó sobre la almohada, le quitó las botas y la cubrió con la colcha, subiéndosela hasta la cintura. La joven respiraba con regularidad. John deslizó la mirada desde su revuelto y ondulado cabello oscuro hasta el leve movimiento de sus firmes senos bajo la camisa que él le había prestado, y luego siguió bajando por la estrecha cintura y las caderas hasta llegar a las largas piernas. Era muy atractiva. Pero había algo más que atracción física. Era como una cálida chimenea en un día frío. John sonrió ante aquel pensamiento, dirigió una última mirada a aquel rostro dormido y hermoso, salió y cerró la puerta tras él. La señora Peale lo estaba esperando muy preocupada. —¿Qué le ha ocurrido? —preguntó sin más preámbulo. John se sentó en el sofá, al lado de su silla. —Ha tenido un día duro. —¡Ese Tarleton! —exclamó la mujer furiosa—. Ha sido él, ¿verdad? —Sí —reconoció John—. Pero, ¿cómo puede usted saber…? —Ha estado rondándola desde que el señor McGuire lo contrató —dijo ella con voz ronca. Se detuvo un instante para tomar aliento. Sus ojos verdes, muy parecidos a los de Sassy, brillaban con furia—. Un día llegó llorando a casa diciendo que él la había tocado de un modo inapropiado, y que no había podido impedírselo. A él le resultaba divertido. El rostro de John, habitualmente plácido, se iba cubriendo de ira mientras escuchaba. La señora Peale se dio cuenta, como también era consciente del cariño con el que había llevado a su hija a casa. —Disculpe mi rudeza, pero, ¿quién es usted? —le preguntó con dulzura. —Lo siento —se disculpó él sonriendo—. Soy John… Taggert —añadió—. Mi jefe ha comprado el viejo rancho de Bradbury y yo soy su capataz. —Ese lugar —la mujer parecía asombrada—. Supongo que sabrá que está hechizado… —¿Cómo dice? —preguntó John alzando las cejas. —Todo empezó cuando Hart Bradbury se casó con su prima segunda, la señorita Blanche Henley. El padre de ella se oponía a esa boda, pero Blanche se fugó con Hart y se casó con él. Su padre juró que se vengaría. Un día, poco después de eso, Hart llegó a casa tras un largo día de trabajo y al parecer encontró a Blanche en brazos de otro hombre. La echó de casa y la obligó a volver con su padre. —No me lo diga —la interrumpió John con una sonrisa—. Su padre le había tendido una trampa.

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—Exactamente. Con uno de sus hombres. Blanche estaba destrozada. Se sentaba en su habitación a llorar. No cocinaba ni hacía nada en la casa, y dejó de salir. Su padre estaba sorprendido, creía que regresaría a sus antiguas responsabilidades. Pero se vio atrapado sin ninguna ayuda en la casa y con una hija que lo avergonzaba delante de sus amistades. Le dijo que volviera con su marido si es que él la aceptaba. »Y eso fue lo que hizo. Pero Hart la recibió en la puerta y le dijo que no volvería a vivir jamás con ella. Lo había engañado con otro hombre, o eso pensaba él. Blanche se rindió. Se dirigió directamente al porche y de allí cruzó al puente que hay al lado de la vieja cuadra y se tiró desde arriba. Hart escuchó su grito y corrió tras ella, pero Blanche se golpeó en la cabeza al caer y la corriente arrastró su cuerpo hasta la orilla. Hart supo entonces que era inocente. Mandó aviso a su padre para decirle que su hija había muerto. Su padre llegó corriendo a casa de Hart, que lo esperaba con una escopeta de doble cañón. Le disparó una vez al viejo y se reservó el otro tiro para él. Esto ocurrió hace casi noventa años, pero nadie lo ha olvidado. —Sin embargo, lo llaman el rancho Bradbury, ¿verdad? —preguntó John desconcertado. La señora Peale sonrió. —Hart tenía tres hermanos. Uno de ellos se quedó con la propiedad. Ese era el tío abuelo del Bradbury que le vendió el rancho a usted. —Menuda tragedia —murmuró John—. Menos mal que no soy supersticioso. —¿Cómo es que ha traído a mi hija hasta aquí? —quiso saber ella. —Entré en el cuarto de arreos a tiempo para salvarla de Tarleton —respondió con sencillez—. No quería ir al médico, así que tuve que llevarla en brazos por la calle. —Sassy es muy obstinada —aseguró su madre riéndose débilmente. —Ya me he dado cuenta —respondió él con una sonrisa—. Pero también tiene agallas. El médico dice que sólo tiene unos moretones y se pondrá bien. Aunque, por supuesto, está el trauma del ataque. —A eso nos enfrentaremos si es necesario —la anciana se mordió el labio inferior— . ¿Sabe usted lo que me pasa? —preguntó de golpe. —Sí —contestó John. —Sassy no tiene a nadie —continuó la señora Peale con gesto sombrío—. Mi marido nos abandonó cuando ella todavía iba al colegio. Me quedé con Selene cuando su padre murió mientras trabajaba para nosotras, justo después de que el padre de Sassy se fuera. No tenemos más familia. Cuando yo me haya ido —añadió con tristeza—, no tendrá a nadie en el mundo. —Estará bien —la tranquilizó John—. Vamos a ascenderla a ayudante del encargado del almacén. Eso supondrá un aumento de sueldo. Y, si alguna vez necesita ayuda, la tendrá. Lo prometo. La señora Peale inclinó la cabeza como un pajarillo para mirarlo. —Tiene usted un rostro sincero —dijo tras unos instantes—. Gracias, señor Taggert.

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—Su hija es un verdadero encanto —aseguró él sonriendo. —Un encanto y con muy poco mundo —aseguró su madre—. Este es un buen lugar para criar a los niños, pero no les da una ida del mundo moderno. En ciertos sentidos es como un bebé. —Estará bien —insistió John—. Tal vez Sassy sea ingenua, pero es una mujer fuerte. Si hubiera visto la bofetada que le propinó a Tarleton… —¿Lo pegó? —Exclamó su madre con asombro—. Vaya. Gracias por traérmela a casa. —¿Tiene teléfono? —preguntó de pronto John. Ella vaciló. —Sí, por supuesto. John se preguntó por qué habría vacilado. —Si necesita cualquier cosa, lo que sea, puede llamarme —sacó una libreta y un bolígrafo del bolsillo y apuntó el número del rancho antes de pasárselo a la señora Peale. —Es muy amable por su parte. —De donde yo vengo, la gente se ayuda. Para eso están los vecinos. —¿Y de dónde viene usted, señor Taggert? —preguntó ella con curiosidad. —Los Callister para lo que yo trabajo viven en Medicine Ridge. —¡Esa familia! —la señora Peale contuvo la respiración—. Dios mío, todo el mundo sabe quiénes son. De hecho, aquí en el pueblo hay un hombre que trabajó con ellos. John contuvo el aliento. —Pero se mudó hace más o menos un año —añadió sin darse cuenta de que John volvía a respirar—. Decía que eran los mejores jefes del mundo, y que si su esposa no hubiera insistido en que quería estar cerca de su madre, no se habría marchado. ¿Sus padres todavía viven? —preguntó alzando la vista para mirarlo. John sonrió. —Sí. No los conozco muy bien todavía, pero estamos empezando a sentirnos cómodos los unos con los otros. —¿No los conocía? —Así es. Pero eso ya ha cambiado. ¿Puedo hacer algo más por usted antes de irme? —No, muchas gracias. —Entonces, me marcho. Dígale a Sassy que mañana no tiene por qué venir a menos que quiera hacerlo. —Querrá —aseguró la señora Peale con firmeza—. A pesar de ese hombre horrible, le gusta mucho su trabajo. —A mí también el mío —le dijo John guiñándole un ojo—. Buenas noches.

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—Buenas noches, señor Taggert. John regresó al rancho completamente sumido en sus pensamientos. Ojalá pudiera asegurarse de que Tarleton no saliera de la cárcel en mucho tiempo. Todavía estaba preocupado. Era un hombre vengativo. El trabajo del rancho iba muy deprisa. La estructura de la cuadra ya estaba levantada, y la fontanería y el cableado estaban ya iniciados. La cuadrilla había empezado con la reforma de la casa. La prioridad de John era un dormitorio. Estaba cansado de dormir en un saco de dormir en el suelo. Aquella noche telefoneó a Gil. —¿Cómo van las cosas por ahí? —le preguntó. Gil se rió. —Bess trajo anoche una serpiente a casa y la sacó durante la cena. —Apuesto a que Kasie no salió corriendo —murmuró John. —Kasie le levantó la cabeza al bicho y dijo que era la serpiente más bonita que había visto en su vida. —Tu esposa es una maravilla —aseguró John. —Y ya puedes pararte ahí —dijo Gil—. Es mi esposa. Que no se te olvide. John soltó una carcajada. —¡No puedes seguir estando celoso! Aunque le llevara camiones cargados de flores y diamantes, ella te escogería a ti —señaló—. Ahora soy sólo su cuñado. —De acuerdo —dijo Gil tras unos instantes—. ¿Cómo van las reformas? —Lentas —John suspiró—. Sigo durmiendo en un saco en el suelo. Ah, por cierto, he alquilado un almacén de piensos. —¿Puedo preguntar por qué? —quiso saber Gil. —El encargado trató de agredir sexualmente a una joven que trabaja allí. Ya está en la cárcel, pero la madre de la chica se está muriendo de cáncer —explicó John con pesadumbre—. También hay una niña de seis años que adoptaron cuando su padre murió. Sassy es la única que lleva dinero a casa. Pensé que, si la ascendía a ayudante del encargado, podría pagar sus facturas y comprarle ropa nueva a la niña. —Sassy, ¿eh? ¿Y qué opina que el gran jefe se preocupe tanto por ella? John se sonrojó al escuchar el tonito. —Bueno, ella no sabe que soy el gran jefe —respondió. —¿Cómo? —¿Por qué debería saber quién soy? —preguntó John incómodo. —Si empiezas con mentiras te meterás en problemas —lo reprendió Gil.

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—No estoy mintiendo. Sólo reservo la verdad para más adelante. Me gusta que, para variar, la gente me aprecie por lo que soy. Es agradable ser algo más que una chequera andante. —De acuerdo, es tu vida —Gil se aclaró la garganta—. Confiemos en que tu decisión no se vuelva contra ti. —Eso no sucederá —aseguró John con seguridad—. Quiero decir, tampoco tengo pensado quedarme aquí para siempre. Cuando regrese a Medicine Ridge, esto ya no importará. Gil cambió de tema, pero John se pregunto si no habría algo de verdad en lo que su hermano mayor le estaba diciendo. Confiaba en que no fuera así. No podía tener nada de malo intentar llevar una vida normal por una vez. Después de todo, se dijo, ¿qué mal podía hacer?

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Capítulo 4 Sassy se quedó con el puesto de ayudante del encargado del almacén de piensos. Buck bromeaba con ella y le hacía sentirse tan a gusto como si estuviera en casa. Durante la segunda semana de trabajo, pidió permiso para llevar a Selene con ella los sábados por la mañana. Su madre había tenido un par de días malos, explicó, y no tenía fuerzas para cuidar de Selene. A Buck le pareció bien. Pero cuando John entró en el almacén y vio a la niña, no le gustó. —Este es un lugar peligroso para una cría —le dijo a Sassy con cariño—. Si se cae una brida de la pared, por ejemplo, podría hacerle daño. —No había pensado en ello —Sassy se quedó mirándolo. —Y luego están los pesticidas —añadió John—. Si se abre uno de los sacos con los que juega, le puede entrar en los ojos y en la boca. No me importa que esté aquí, pero búscale algo que hacer en el mostrador. Que no ande por aquí, ¿vale? —Sabes mucho de niños —aseguró Sassy inclinando la cabeza hacia un lado. —Tengo sobrinas de la edad de Selene —le contó John mientras veía cómo Selene se subía a una silla para alcanzar el mostrador—. Echo de menos tener una familia — añadió en voz baja—. Nunca encontré el momento de relajarme y pensar en algo permanente. —¿Por qué no? —preguntó Sassy con curiosidad. Los claros ojos de John buscaron los suyos. —Por la presión del trabajo, supongo —respondió con vaguedad—. Quería dejar mi marca en el mundo. La ambición y la vida familiar no casan muy bien. —Ya lo entiendo —dijo Sassy sonriéndole—. Querías ser algo más que un vaquero. —Algo así —mintió John alzando las cejas. La marca a la que se refería era la de crear con su hermano un ganado purasangre que se conociera en todo el mundo. Los Callister se habían ganado esa reputación, pero John había tenido que sacrificarse pasándose la vida de una feria de ganado a otra, llevando consigo los mejores ejemplares del rancho. Cuantos más premios ganaran sus toros, más dinero podían pedir por su progenie. —Ahora eres capataz —continuó Sassy—. ¿Puedes llegar más alto? —Claro —respondió él sonriendo—. Hay varios capataces, y por encima de ellos está el encargado del rancho. Hay capataces que se ocupan de la producción de grano y, otros, de la inseminación de las vacas. —Oh —Sassy parecía incómoda. —Es parte del protocolo del rancho —continuó John con una sonrisa—. Ya no se hace como antes, de manera natural. Tenemos que asegurarnos la descendencia. Sassy sonrió a su vez con timidez.

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—Gracias por no explicarlo con crudeza —le dijo—. El mes pasado vino un ranchero que quería unos pañales para su perra, que estaba en celo —se sonrojó un tanto—. Le pareció divertido que me incomodara su manera de hablar de ello. John la miró a los ojos. —Sassy, no tienes por qué aguantar que ningún hombre te hable de un modo que te avergüence. Si un cliente utiliza un lenguaje rudo, ve a ver a Buck. Si no lo encuentras, llámame. —Nunca pensé que… Quiero decir, eso parecía formar parte del trabajo — aseguró—. El señor Tarleton era peor que los clientes. Solía intentar averiguar la talla de mi… de mi…—Sassy apartó la mirada—. Ya sabes. —Por desgracia, sí —respondió él con sequedad. Sassy se rascó un codo y alzó la vista para mirarlo como si fuera un gatito curioso. —Iba a dejar el trabajo —recordó con una risa nerviosa—. Incluso había hablado con mamá de ello. Pensé incluso que si tenía que ir y volver todos los días a Billings, lo haría. Eso fue antes de que la gasolina subiera más de cuatro dólares el litro —concluyó con una mueca. —Eso me recuerda que ahora vamos a añadir un plus para gasolina a la nómina —dijo John con una sonrisa. —¡Qué amable por vuestra parte! —Por supuesto. Yo soy muy amable —John frunció los labios—. Esa es una de mis grandes cualidades. Aparte de ser un gran conversador y un excelente jugador de póquer. Observó la reacción de Sassy, que no parecía haberlo captado. —¿He mencionado que además los perros me adoran? Entonces ella se río con timidez. —Estás bromeando, ¿verdad? —Lo intento. Sassy sonrió. Eso hizo que sus ojos verdes y su rostro se iluminaran. —Debes de tener muchas responsabilidades, teniendo en cuenta todo el trabajo que están haciendo en tu rancho —aseguró ella—. Seguro que no tienes tiempo para nada. John no tenía mucho tiempo libre, pero no podía decirle a ella por qué. De hecho, el tiempo que llevaba en Hollister, aunque fuera trabajando, era como unas vacaciones, teniendo en cuenta la carga que llevaba encima cuando estaba en casa. —Bueno, un hombre debe tener aspiraciones para resultar interesante —aseguró mirándola—. ¿Cuáles son tus metas profesionales? Ella parpadeó mientras pensaba. —No tengo ninguna en realidad. Lo que deseo es cuidar de mamá todo lo que pueda, criar a Selene, asegurarme de que tiene una buena educación y ahorrar para enviarla a la universidad.

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John frunció el ceño. Las metas de Sassy incluían ayudar a los demás, no avanzar ella. Él no había pensando nunca en el bienestar de alguien que no fuera el suyo. Y Sassy era demasiado joven para ser tan generosa, aunque fuera de pensamiento. Joven. Tenía diecinueve años. John frunció todavía más el ceño mientras observaba aquel rostro aniñado. La encontraba muy atractiva. Tenía un gran corazón, una bonita sonrisa, bella figura y un gran sentido común. Pero su edad lo golpeaba en las entrañas cada vez que pensaba en Sassy como parte de su vida. No se atrevía a tener una relación con ella. —¿Qué ocurre? —preguntó Sassy, que había percibido algo extraño. John cambió el peso de un pie a otro. —Estaba pensando en una cosa —le dijo mirando a Selene—. Tienes demasiadas responsabilidades para una chica de tu edad. —¡Como si no lo supiera! —Sassy se rió suavemente. John entornó los ojos. —Supongo que eso dificulta tu vida social. Con los hombres, me refiero —añadió odiándose a sí mismo por tener aquella curiosidad. Ella se rió otra vez. —En el pueblo sólo hay un par de hombres que no tengan esposa o novia, y huyen de mí. Uno de ellos vino directamente a decirme que yo llevaba demasiado equipaje siquiera para una cita. —¿Y tú qué respondiste? —preguntó John alzando las cejas. —Que quería a mi madre y a Selene, y que cualquier hombre que estuviera interesado en mí tendría que aceptarlas también a ellas. Eso no le gustó —añadió parpadeando—. Así que decidí que sería como el llanero solitario. —¿Enmascarada y misteriosa? —bromeó John. —¡No! —Se rió Sassy—. Me refiero a que me quedaría sola. Bueno, con mi familia — miró hacia Selene, que estaba sacando en silencio los paquetes de semillas de una caja que acababa de llegar. Los ojos de Sassy se enternecieron—. Es muy inteligente. Tiene paciencia y es muy tranquila, nunca monta una rabieta. Creo que podría llegar a ser científica. Tiene una personalidad introspectiva y es muy cuidadosa con lo que hace. —Piensa antes de actuar—tradujo John. —Exactamente. Yo tengo tendencia a precipitarme sin pensar en las consecuencias —añadió Sassy riéndose—. Selene no. Ella es más analítica. —Ser impulsivo no es algo necesariamente malo —remarcó John. —Puede serlo —insistió Sassy—. Pero estoy trabajando en ello. Tal vez dentro de unos años aprenda a mirar antes de saltar. ¿Cómo van las cosas en el rancho Bradbury? —preguntó alzando la vista para mirarlo.

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—Ya tenemos levantada la estructura de la cuadra —respondió—. También han venido los fontaneros y los electricistas. —Sólo tenemos un par de ellos aquí en el pueblo —señaló Sassy—. Y normalmente están muy ocupados. —Tuvimos que traer personal de Billings —dijo John—. Hay mucho trabajo. Al mismo tiempo está la reforma de la casa y la construcción del establo. Hay que levantar la valla, comprar equipamiento agrícola… Es una tarea monumental. —Tu jefe debe de ser muy rico si puede permitirse todo eso en estos momentos de crisis —comentó Sassy. —Lo es —confesó John—. Pero el rancho será autosuficiente cuando hayamos terminado. Vamos a utilizar paneles solares y molinos de viento para conseguir energía. En aquel momento apareció Selene corriendo con una libreta y un lápiz. —Disculpe —le dijo educadamente a John antes de girarse hacia su hermana—. Al teléfono hay un hombre que quiere hacer un pedido. —Iré ahora mismo a tomar nota. Selene, éste es John Taggert. Es capataz de un rancho. Selene alzó la vista para mirarlo y sonrió. Le faltaba un diente delantero, pero era muy mona. —Cuando sea mayor voy a ser piloto de combate —afirmó la niña. —¿Ah, sí? —preguntó John alzando las cejas. —Sí. Vino una señora a ver a mamá, es enfermera. Su hija es piloto de combate y vuela en aviones muy grandes. —El mundo ha cambiado mucho —aseguró Sassy riéndose. —Así es. John apoyó una rodilla en el suelo delante de Selene para poder mirarla a los ojos. —¿Y qué clase de avión te gustaría pilotar? —preguntó sin tomársela demasiado en serio. La niña le puso una mano en el hombro. Tenía los ojos azules muy abiertos y muy decididos. —Me gustan los F-22 —aseguró con convicción—. ¿Sabías que pueden sostenerse en el aire sin moverse? John estaba fascinado. No estaba seguro de saber siquiera de qué clase de avión militar se trataba. —No —confesó—. No lo sabía. —Vi un programa de televisión que explicaba cómo los construyen. Y también salieron en una película sobre unos robots que llegaban a nuestro planeta y fingían ser coches. Creo que los F-22 son preciosos —concluyó con expresión soñadora. —Confío en que llegues a pilotar uno de ellos —le dijo.

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La niña sonrió. —Primero tengo que hacerme mayor —aseguró—. ¡Sassy! —Exclamó entonces conteniendo el aliento—. ¡Ese hombre sigue al teléfono! —Ya voy, ya voy —respondió su hermana con una mueca. —¿Volverás por aquí a vernos? —preguntó Selene cuando John se puso de pie. —Creo que sí. —¡Muy bien! —Selene sonrió y corrió detrás del mostrador, donde Sassy estaba al teléfono. John fue en busca de Buck. Sin duda, el mundo había cambiado mucho. Tarleton fue llevado ante el juez bajo la acusación de acoso sexual. Se declaró inocente. El juez declaró libertad bajo fianza de cinco mil dólares. El acusado y su abogado protestaron. Tarleton no tenía tanto dinero, así que tendría que esperar el juicio en la cárcel. La idea no le resultaba en absoluto agradable. Sassy se enteró de lo sucedido y se sintió culpable. A pesar de todos sus fallos, Tarleton tenía una esposa cuyo único error había sido sin duda escoger mal a su marido. Le parecía injusto que tuviera que sufrir igual que el acusado. Así se lo dijo a John cuando este apareció por el almacén a finales de la siguiente semana. —¿Preferirías que lo hubieran dejado libre para que fuera detrás de otra joven con resultados tal vez más trágicos? —le preguntó él. Sassy se sonrojó. —No, por supuesto que no. John alzó la mano y le acarició la mejilla con la yema de los dedos. —Tienes un gran corazón, Sassy —dijo con voz profunda y dulce—. Mucha gente podría utilizar tu compasión en tu contra. Ella lo miró con curiosidad, estremeciéndose ante el leve contacto de sus dedos sobre la piel. —Supongo que habrá gente así —reconoció—. Pero la mayoría es buena y no quiere herir a los demás. Él se rió con frialdad. —¿Eso crees? La expresión de John daba a entender cosas que ella supo leer fácilmente. —Alguien te ha hecho daño —adivinó manteniéndole la mirada—. Una mujer. Fue hace mucho tiempo. Nunca hablas de ello. Te lo guardas dentro y lo utilizas para mantener al mundo a una distancia prudencial. John torció el gesto.

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—No me conoces —dijo a la defensiva. —No debería —reconoció ella—. Pero te conozco. —No me lo digas —murmuró él con sarcasmo—. Sabes leer la mente. Sassy negó con la cabeza. —Sé leer las arrugas. —¿Cómo dices? —Las líneas de expresión de tu ceño son más profundas que las de la sonrisa —le dijo sin querer confesarle que en su familia eran clarividentes para no asustarlo—. La tuya es una sonrisa social. La dejas en la puerta cuando regresas a casa. John entornó los ojos y no dijo nada. Sassy era increíblemente perceptiva para ser tan joven. Ella dejó escapar un suspiro. —Vamos, dilo. Dime que me ocupe de mis propios asuntos. Lo intento, pero me molesta ver que la gente es desgraciada. —Yo no soy desgraciado —aseguró él con ímpetu—. Soy muy feliz. —Si tú lo dices… John le lanzó una mirada llena de ira. —El hecho de que una mujer me haya engañado no significa que sea material de desecho. —¿Cómo te engañó? No había hablado de ello en años, ni siquiera con Gil. Por un lado no le gustaba que aquella jovencita, una desconocida, metiera las narices en su vida. Y, por otro, tenía ganas de hablar de ello, de impedir que aquella herida se hiciera más grande en su interior. —Se convirtió en mi prometida mientras vivía con otro hombre en Colorado. Sassy no dijo nada. Se limitó a mirarlo como un gato curioso, esperando. —Estaba tan enamorado de ella que no sospeché nada. Ella se iba algunos fines de semana con una amiga y yo me quedaba viendo películas o trabajando en casa. Un fin de semana que no tenía nada que hacer me acerqué a Red Lodge, donde ella dijo que se estaba alojando en un motel con su amiga para practicar la pesca con mosca —John suspiró—. Red Lodge no es muy grande y vive del turismo. Al final resultó que su amiga era un amigo millonario y que compartían habitación. No olvidaré su cara de asombro cuando bajaron las escaleras y me encontró sentado en el recibidor. —¿Qué te dijo? —preguntó Sassy. —Absolutamente nada. Se mordió el labio y fingió no conocer al otro hombre. Él estaba furioso y yo me sentía como un estúpido. Volví a casa. Ella me llamó y trató de hablar conmigo, pero yo me negué. Hay cosas que no necesitan explicación.

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No añadió que, además, había contratado un detective privado para averiguar todo lo posible sobre aquella mujer. No era la primera vez que mantenía una red de ricos admiradores. Desde el principio fue por el dinero de John. Él no tenía tanto dinero como el millonario con el que había ido a pescar, así que se había estado trabajando al millonario mientras dejaba a John hirviendo a fuego lento en el quemador de atrás. Al final los había perdido a los dos, como se merecía. Pero la experiencia había hecho que John desconfiara de todas las mujeres. Seguía pensando que sólo lo querían por su dinero. —¿El otro hombre era rico? —preguntó Sassy. —Asquerosamente rico —respondió él apretando los labios. Ella le rozó la parle delantera de la camisa con un gesto tímido y vacilante. —Lo siento —le dijo—. Pero en cierto modo tienes suerte de no ser rico —añadió. —¿Y eso? —Bueno, no tendrás nunca que preocuparte de que las mujeres te busquen por tu dinero —aseguró con inocencia. —No hay mucho que buscar —dijo John con aire ausente. Estaba concentrado en el modo en que lo estaba rozando. Ella no parecía ser siquiera consciente, pero su cuerpo temblaba por el placer que le estaba proporcionando. —Estás de broma, ¿verdad? —le preguntó riéndose—. Eres muy guapo. Defiendes a la gente débil. Te gustan los niños. Y los perros te adoran —añadió traviesa recordando la broma que le había hecho—. Y, además, deben de gustarte los animales, porque trabajas con ganado. Mientras hablaba, Sassy había puesto la otra mano sobre su pecho y le acariciaba con indolencia el ancho torso. El cuerpo de John estaba comenzando a responder a sus caricias de un modo profundo. Sus ojos azules brillaron con un deseo contenido. Entonces le agarró las manos con brusquedad y se las apartó. —No hagas eso —le pidió con sequedad sin pensar en cómo iba a afectarla eso a ella. Pero corría el peligro de perder el control. Deseaba estrecharla entre sus brazos, apretarla contra sí y besar aquella boquita hasta hacerla gemir bajo sus labios. Ella se apartó, avergonzada de su propia osadía. —Lo siento —murmuró sonrojándose—. Lo siento mucho. No estoy acostumbrada a tratar con hombres. Quiero decir, que nunca había hecho algo así… lo siento. Sassy se dio la vuelta y salió corriendo de regreso al mostrador. Una vez allí, descolgó el teléfono para llamar a un cliente y avisarle de que había llegado su pedido. Así John pensaría que estaba ocupada. Él maldijo entre dientes. No había sido su intención hacer que se sintiera como una descarada con su comentario, pero lo cierto era que le estaba llegando al corazón. La deseaba. Era cálida y compasiva y tenía un cuerpo menudo y excitante. John tenía que salir de allí. Se dio la vuelta y se marchó del almacén. Debería haberse disculpado por

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ser tan brusco, pero sabía que nunca conseguiría explicarse sin contarle la verdad. No podía hacerlo. Sassy era demasiado joven para él. Tenía que marcharse una temporada del pueblo. Dejó a Cari Baker, antiguo capataz de Bradbury, al cargo del rancho mientras él iba a pasar el fin de semana en Medicine Ridge. Su hermano mayor, Gil, lo recibió en la puerta con un cálido abrazo. —Entra —dijo con una sonrisa—. Te hemos echado de menos. —¡Tío John! Bess y Jenny, las hijas del anterior matrimonio de Gil, corrieron por el vestíbulo para darle un beso. —¡Oh, tío John, cuánto te hemos echado de menos! —exclamó Bess, la mayor, colgándosele del cuello. —Sí, es verdad —la secundó Jenny besándole la mejilla. —¿Nos has traído un regalo? —preguntó Bess. John sonrió. —¿No lo hago siempre? Mirad en la bolsa que hay al lado de mi maleta. Las niñas corrieron hacia la bolsa, encontraron los regalos envueltos y los destrozaron literalmente para abrirlos. Eran dos animales de peluche con un código de barras que permitía a los niños entrar en una página Web en la que podían vestir a sus mascotas y vivir aventuras con ellos. —¡Mascotas virtuales! —exclamó Bess abrazando su labrador negro. Jenny tenía un collie. Lo estrechó contra sí. —¡Las hemos visto en televisión! —¿Podemos utilizar el ordenador, papá? —Suplicó Bess—. Por favor… —¿Utilizar el ordenador? —Preguntó Kasie, la mujer de Gil, con una sonrisa—. ¿En qué andáis ahora, niñas? —añadió deteniéndose para abrazar a John antes de apoyarse con cariño contra su marido. —¡Es una mascota virtual, Kasie! —exclamó Bess enseñándole la suya—. Nos las ha traído el tío John. —¡Yo tengo un collie, como Lassie! —Necesitamos el ordenador —insistió Bess. —Entonces, lo encenderé —dijo Kasie—. Venid conmigo, niñas. ¿Vas a quedarte un tiempo? —le preguntó a John. —El fin de semana —respondió John sonriendo a las niñas—. Necesitaba un respiro. —Era de esperar —aseguró Gil—. Te has echado una buena encima. ¿Seguro que no quieres más ayuda? —Me está yendo bien. Sólo ha surgido una pequeña complicación.

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Kasie llevó a las niñas al despacho de Gil, donde estaba el ordenador. Cuando ya no podían oírlos, Gil se giró hacia su hermano. —¿Qué clase de complicación? —le preguntó a John. —Una chica. Los claros ojos de Gil brillaron. —Ya era hora. John negó con la cabeza. —No lo entiendes. Tiene diecinueve años. Gil se limitó a sonreír. —Kasie tenía veintiuno recién cumplidos, y yo no soy mucho mayor que tú. La edad no tiene nada que ver. John sintió como si le hubieran quitado un peso de encima. —No tiene mundo. Gil se rió. —Mejor todavía. Ven a tomar un café y un trozo de tarta y cuéntamelo todo.

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Capítulo 5 Sassy compuso un rostro alegre durante el resto del día, fingiendo con toda su alma que el hecho de que John Taggert la hubiera rechazado no le importaba en absoluto. Y sin embargo, le resultaba desolador. Era tímida con la mayoría de los hombres, pero John le había hecho salir de su caparazón, haciéndola sentirse femenina. Por eso se había acercado demasiado a él, como si no pudiera esperar para que la rodeara con sus brazos y la besara. Se sonrojaba al recordar su comportamiento. Nunca había sido tan directa con nadie. Por supuesto, sabía que no era bonita ni deseable. Además, John era mucho mayor que ella, y seguramente le gustaban las mujeres bellas y sofisticadas que sabían cómo comportarse. Tal vez no fuera el jefe del rancho, pero llevaba un buen coche y seguramente ganaba un buen sueldo. Además, era muy guapo y encantador. La había salvado de Bill Tarleton y le había conseguido un aumento de sueldo y un ascenso. Seguramente se habría llevado el susto de su vida cuando se acercó a él como si tuviera algún derecho. Seguía avergonzada cuando salió aquella tarde del almacén. —¿Te ocurre algo, Sassy? —le preguntó Buck Mannheim mientras cerraban. Ella lo miró y forzó una sonrisa. —No, señor, nada en absoluto. Ha sido un día largo. —Se trata de Tarleton, ¿verdad? —le preguntó él—. Estás preocupada por tener que declarar. Sassy se alegró de tener una excusa para parecer tan apesadumbrada. —Supongo que me agobia un poco —confesó. Buck suspiró. —Sassy, es una desgracia que haya hombres como él en el mundo. Pero si no testificas, se saldrá con la suya. La razón por la que has tenido problemas con él es porque otra pobre chica no se atrevió a enfrentarse a Tarleton delante de un jurado. Ella lo dejó pasar. Si lo hubieran condenado por acoso sexual, seguramente ahora estaría en la cárcel. Y eso habría impedido que te atacara a ti. Sassy estaba de acuerdo. —Supongo que eso es cierto. Es sólo que… hay hombres que creen que una mujer los está provocando por el mero hecho de mirarlos. —Lo sé. Pero ése no es el caso. John testificará y contará lo que vio. Estará allí para apoyarte. Pero eso no hacía que se sintiera mejor, porque probablemente John pensaría ahora que ella acosaba a los hombres, teniendo en cuenta el modo en que la había rechazado. Pero no podía contarle eso al señor Mannheim. —Ahora vete a casa, cena bien y deja de preocuparte —le dijo él con una sonrisa—. Todo saldrá bien.

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Sassy dejó escapar un suspiro y sonrió. —Me recuerda usted a mi abuelo. Él siempre me decía que todo iba a salir bien si sabíamos esperar. Era la persona más paciente que he conocido. —Yo no soy paciente —Buck se rió—. Pero estoy de acuerdo con tu abuelo. El tiempo lo cura todo. —Ojalá —murmuró ella—. Buenas noches, señor Mannheim. Hasta mañana. Sassy se metió en la vieja furgoneta que su abuelo le había dejado en herencia y condujo hasta su casa. Aparcó al lado de la vieja y desvencijada casa y la observó durante un instante antes de subir al porche. Necesitaba muchas reformas. El tejado tenía goteras, faltaba un tablón en el porche, los escalones estaban empezando a hundirse y al menos había dos ventanas rotas. Recordó lo que John había dicho sobre las mejoras que estaban haciendo en el rancho Bradbury, que no estaba tan mal como su casa. Le angustiaba pensar qué iba a hacer cuando llegara el invierno. El último invierno había conseguido llenar a duras penas un tercio del tanque de propano que proporcionaba calefacción a la casa. Había dos calefactores pequeños en ambos dormitorios y una estufa en el salón. Tenían que racionarlo cuidadosamente, así que durante los meses más fríos utilizaban mantas y trataban de ahorrar. Al parecer, aquel año el precio del combustible iba a subir el doble. Sassy no quería pensar en los obstáculos que la esperaban, sobre todo el empeoramiento de la salud de su madre. Si el médico le prescribía más medicinas, en nada de tiempo estarían hasta el cuello. Pero decidió que tenía que dejar de pensar en esas cosas. La gente era más importante que el dinero. El problema era que ella suponía la única fuente de ingresos. Ahora iba a verse envuelta en un proceso judicial y era posible que el jefe de John se enterara y no quisiera que una persona con tantos escándalos trabajara en su almacén. Y peor todavía, John podría contarle lo lanzada que había sido aquel día con él. Sassy no podía olvidarse de lo enfadado que estaba cuando se marchó de allí. Justo cuando empezaba a subir los escalones, los cielos se abrieron y comenzó a llover a cántaros. No había tiempo que perder. En el techo había tres grandes agujeros. Uno estaba justo encima de la televisión, que era la única fuente de entretenimiento de su madre. El aparato tenía casi veinte años y el color no era bueno, pero había sobrevivido desde que Sassy era un bebé. —¡Hola! —saludó al entrar. —¡Está lloviendo, cariño! —gritó su madre desde el dormitorio. —¡Lo sé, estoy en ello! Sassy se precipitó a buscar el barreño de plástico que había debajo del fregadero y corrió hacia el salón justo a tiempo de impedir que las gotas cayeran sobre el aparato. Era demasiado grande y pesado para que pudiera moverlo ella sola. Su madre no podía levantar ningún peso, y Selene era muy pequeña. Lo único que podía hacer Sassy era protegerla. Dejó el barreño encima y exhaló un suspiro de alivio.

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—¡No te olvides de la gotera de la cocina! —volvió a gritar la señora Peale. Tenía la voz muy ronca. Sassy se estremeció. Parecía como si sufriera de bronquitis, y se preguntó cómo iba a convencerla para que se metiera en la furgoneta si se ponía peor y tenía que llevarla al pueblo a ver al doctor Bates. Tal vez el médico pudiera ir a visitarla a casa. Era un buen hombre y sabía lo obstinada que era su madre. Sassy terminó de proteger la casa con todo tipo de barreños y ollas. El sonido de las gotas en el metal y el plástico creaba un ritmo alegre. Luego asomó la cabeza en el dormitorio de su madre. —¿Has tenido un mal día? —le preguntó con dulzura. Su madre, que estaba muy pálida, asintió. —Me duele cuando toso. Sassy se sintió todavía peor. —Llamaré al doctor Bates. —¡No! —su madre se detuvo y volvió a toser—. Tengo antibióticos, Sassy, y ya he utilizado hoy la máquina de oxígeno —aseguró con suavidad—. Sólo necesito un poco de jarabe para la tos. Está en la encimera de la cocina. La señora Peale sonrió con esfuerzo. —Intenta no preocuparte mucho, cariño —le pidió—. La vida es así. No podemos hacer nada. Sassy se mordió el labio inferior y asintió mientras se le llenaban los ojos de lágrimas. —Vamos, vamos —la señora Peale extendió sus delicados brazos. Sassy corrió a la cama a refugiarse en ellos con cuidado de no aplastar el frágil pecho de su madre. La joven lloró y lloró. —No voy a morirme todavía —le prometió la señora Peale—. Antes tengo que ver cómo Selene termina el instituto. Era una broma fija que tenían entre ellas desde hacía tiempo. Normalmente se reían las dos, pero Sassy no tenía ganas en ese momento. Su vida se complicaba a cada hora que pasaba. —Hoy hemos tenido visita —dijo su madre—. Adivina quién ha venido. Sassy se secó las lágrimas y tomó asiento, sonriendo a través de las lágrimas. —¿Quién? —¿Te acuerdas de Caleb, el hijo de Brad Danner? Te gustaba cuando tenías quince años. La memoria de Sassy dibujó un vago retrato de un muchacho alto, delgado, con los ojos y el cabello oscuro que nunca se fijaba en ella.

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—Sí. —Ha venido a verte —le dijo su madre—. Ha estado en el ejército, sirviendo en el extranjero. Está aquí de visita y quería decirte hola. Le he dicho que venga a cenar — concluyó sonriendo. Sassy contuvo el aliento. —¿A cenar? —se quedó sentada muy quieta—. Pero sólo tenemos estofado, y apenas nos llega para nosotras. La señora Peale se rió con aspereza. —Dijo que iba a traer un pollo asado con patatas y galletas con miel de Billings. Podemos calentarlo en el horno si se enfría en el camino. —¿Un pollo de verdad? —preguntó Sassy abriendo mucho los ojos ante la perspectiva de comer proteína. Ellas solían comer estofado y sopas con muy poca carne porque era muy cara—. ¿Y galletas con miel? —Creo que le di la impresión de estar muerta de hambre —aseguró la señora Peale—. No tuve valor de decirle que no. Fue muy persuasivo —dijo con una sonrisa angelical. —Eres una granuja —bromeó su hija. —Bueno, yo tenía mucha hambre. Él estaba hablando de lo que habían cenado su tía y él anoche y yo mencioné que se me había olvidado el sabor del pollo. Entonces se ofreció a traer la cena. ¿Qué podía decirle yo? Sassy se inclinó y abrazó a su madre con cariño. —Al menos comerás una vez bien esta semana —murmuró—. Y Selene también. Por cierto, ¿dónde está? —En su cuarto, haciendo los deberes —respondió la mujer—. Estudia mucho. Tenemos que encontrar la manera de enviarla a la universidad. —Lo conseguiremos —prometió Sassy—. Sus calificaciones serán probablemente tan altas que conseguirá becas. Es muy buena estudiante. —Deberías ponerte un par de vaqueros bonitos y una camisa limpia —le aconsejó su madre—. Caleb es un joven muy guapo y no está saliendo con nadie. —¿Se lo preguntaste? —exclamó Sassy, horrorizada. —Se lo pregunté con mucha educación. —¡Mamá! —No deberías descartar a un posible pretendiente —bromeó. Pero luego se puso seria—. Ya sé que te gusta el señor Taggert, Sassy, pero hay algo en él… A Sassy se le cayó el alma a los pies. Su madre solía acertar de pleno con sus corazonadas. —¿Crees que es un criminal o algo así?

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—No seas tonta, por supuesto que no. Sólo quiero decir que parece fuera de lugar aquí —continuó la señora Peale—. Es inteligente y sofisticado y no actúa como los vaqueros que trabajan por aquí, ¿no te has dado cuenta? Es el tipo de hombre que se sentiría en casa en un entorno elegante. Está muy bien educado y va impecable. —Me contó que algún día quiere convertirse en encargado de rancho —le confesó Sassy—. Seguramente se esfuerza por crear una imagen que pueda impresionar a la gente. —Podría ser. Pero creo que hay algo más en él de lo que muestra. —Tú y tu intuición —bromeó Sassy. —Tú también la tienes —le recordó su madre—. Es nuestra conocida capacidad premonitoria. Mi abuela también la tenía. Podía ver lo que iba a suceder con antelación — frunció el ceño—. Hizo una predicción que no tenía sentido. Y sigue sin tenerlo. —¿Qué dijo? —Me dijo que yo sería pobre, pero que mi hija viviría como una reina —se rió—. Lo siento, cariño, pero no parece que eso vaya a suceder. —Todo el mundo puede cometer algún que otro error —admitió Sassy. —En cualquier caso, ve a vestirte. Le dije a Caleb que cenamos a las seis. Sassy sonrió. —Me arreglaré, pero no servirá de nada. Seguiré pareciéndome a mí misma, no a una reina. —El aspecto se estropea. La personalidad, no —le recordó su madre. Sassy suspiró. —No hay muchos hombres jóvenes que estén buscando una personalidad. —Puede que éste sea el primero. ¡Date prisa! Caleb era un hombre de facciones duras, alto, fuerte y muy educado. Sonrió a Sassy y le clavó los oscuros ojos en la cara mientras se sentaba a la mesa con las dos mujeres y la niña. Estaba sirviendo como cabo en una unidad del ejército en Afganistán, les contó. Era especialista en comunicaciones, aunque también se le daba bien arreglar motores. —¿Las cosas están muy mal por allá? —preguntó la señora Peale, que había conseguido sentarse a la mesa con ayuda de Caleb. —Sí, pero estamos haciendo progresos —aseguró el joven. —¿Tienes que disparar a la gente? —quiso saber Selene. —¡Selene! —exclamó Sassy. —Intentamos no hacerlo —le contestó Caleb a la niña con una sonrisa—. Pero a veces nos disparan a nosotros. Estamos acampados en lo alto de las montañas, en zona de terroristas.

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—Debe de ser aterrador —comentó Sassy. —Lo es —respondió Caleb con sinceridad—. Pero nosotros cumplimos con lo que nos han manado y tratamos de no pensar en el peligro —miró a Selene y volvió a sonreír—. Hay muchos niños alrededor de nuestro campamento. Nos piden caramelos y galletas. —¿Y también hay niñas? —quiso saber Selene. —No, no se ven muchas —respondió él—. Tienen costumbres muy diferentes a las nuestras. Las niñas se quedan con las madres y los niños van por ahí con sus padres. —A mí también me gustaría estar con mi padre —dijo Selene con tristeza—. Pero se ha marchado. —Murió —susurró Sassy, y Caleb asintió rápidamente. —Tómate otra taza de café, Caleb —le pidió la señora Peale. —Gracias. Está muy bueno. Sassy había racionado el suficiente como para hacer una cafetera. Era muy caro y raramente lo bebían, pero su madre le había dicho que a Caleb le encantaba el café y, después de todo, había contribuido a la comida. Después de cenar se reunieron en torno a la televisión para ver las noticias. Poco después Caleb consultó el reloj y dijo que tenía que regresar a Billings porque su tía quería que la llevara al cine y él le había prometido que lo haría. —Pero me gustaría volver antes de reincorporarme a mi misión —les dijo—. He pasado un rato muy agradable esta noche. —Nosotras también —dijo Sassy—. Vuelve cuando quieras. —La próxima vez te haremos unos deliciosos macarrones con queso —se ofreció la señora Peale, Caleb vaciló un instante. —¿Os importa si colaboro con el queso? —preguntó—. Hay un tipo en particular que es el que me gusta. Ellas entendieron lo que quería decir, pero fingieron que no. Tenía que resultar obvio que eran pobres. —Eso sería muy amable por tu parle —dijo la señora Peale con genuino agradecimiento. —Será un placer —contestó él—. Sassy, ¿me acompañas a la puerta? —Claro. Sassy lo acompañó hasta la camioneta. Caleb se dio la vuelta antes de subir. —Mi tía tiene una prima que vive aquí. Dice que tu madre está muy mal —dijo. —Cáncer de pulmón —respondió ella. —Si hay algo que yo pueda hacer, lo que sea… —Eres muy amable, pero nos vamos arreglando —sonrió Sassy— Gracias por el pollo. Se me había olvidado su sabor —añadió imitando a su madre.

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Él se rió ante su sinceridad. —Siempre has tenido mucho sentido del humor, Sassy. —Es más fácil reír que llorar —aseguró ella. —Eso dicen. Mañana por la tarde me pasaré por aquí, si te parece bien, para decirte cuándo estoy libre. Mi tía me ha embarcado en una rueda de obligaciones sociales sin fin. —Puedes llamarme por teléfono —sugirió Sassy. —Prefiero venir —insistió él—. Así me escapo de tomar el té con una de las amigas de mi tía que tiene una hija soltera. —¿Estás huyendo del matrimonio? —preguntó Sassy con una sonrisa. —Eso parece —respondió Caleb apretando los labios—. ¿Tú estás con alguien? —No —contestó ella con un suspiro—. ¿Y tú? —Ojalá lo estuviera —aseguró él encogiéndose de hombros—. Pero ella es la novia de mi mejor amigo. Sassy se relajó. No estaba buscando una mujer. —Yo estoy viviendo también algo parecido. Sólo que él no tiene novia, que yo sepa. —¿Y no le gustas? —Al parecer, no. —Fíjate qué casualidad. Dos compañeros de sufrimiento que se encuentran por casualidad. —Así es la vida. —Sí —Caleb la miró con ternura—. ¿Sabes qué? En el instituto era tan tímido que nunca tuve el valor de preguntarte si querías salir conmigo. Me habría gustado. Siempre estabas alegre, sonriendo. Me hacías sentir bien. Aquello era sorprendente. Sassy lo recordaba como un chico distante y estirado que no parecía darse cuenta de que ella existía. —Yo también era tímida —le confesó—. Pero aprendí a disimular. —El ejército me enseñó a mí a hacerlo —aseguró Caleb—. Este hombre que te gusta… ¿es alguien de por aquí? Ella suspiró. —Lo cierto es que es el capataz de un rancho. El hombre para el que trabaja, uno de los hermanos Callister, ha comprado el rancho Bradbury. —He oído hablar de ellos —asintió Caleb—. Viven en Medicine Ridge. Uno de sus trabajadores estuvo en mi unidad. Dijo que era el mejor lugar en el que había trabajado nunca. Yo me estoy sacando un título en el ejército. Cuando me licencie entraré de aprendiz en un taller mecánico de Billings, y con un poco de suerte algún día seré socio del dueño. Me encanta arreglar motores.

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Sassy lo miró un instante. —Ojalá pudieras arreglar el mío —dijo—. Echa humo negro. —¿Cuántos años tiene? —preguntó Caleb con curiosidad. —Unos veinte. —Seguramente necesitará cambiar el motor completo —respondió él sin vacilar—. Tal y como están hoy los precios, te compensa más venderlo para chatarra y comprarte uno nuevo. —Eso es imposible —aseguró Sassy—. Necesitamos hasta el último penique que yo llevo a casa. —¿No has pensado en mudarte a Billings? Allí podrías encontrar un trabajo mejor. —Tendría que llevarme a mamá y a Selene conmigo —respondió ella—. Y tendría que alquilar un sitio para vivir. Aquí al menos tenemos un techo. Caleb frunció el ceño. —Tienes un buen lío —le dijo con simpatía. —Así es. Pero amo a mi familia —añadió—. Prefiero estar con ellas que ser millonaria. Los oscuros ojos de Caleb se cruzaron con los suyos. —Eres una buena chica, Sassy. Ojalá te hubiera conocido mejor antes de cruzarme con la novia de mi mejor amigo. —Ojalá te hubiera conocido yo mejor a ti antes de que John Taggert apareciera en el pueblo —Sassy suspiró—. En cualquier caso, me encantaría ser tu amiga. Podemos llorar el uno en el hombro del otro. Y, si me das tu dirección, te escribiré cuando vuelvas a tu misión. A Caleb se le iluminó el rostro. —Eso me encantaría. Me ayudará a despistar a mi amigo. Me pilló mirando la foto de su novia durante demasiado tiempo. —Te mandaré una foto mía —se ofreció Sassy—. Puedes decirle que su novia te recordaba a mí. Caleb alzó las cejas. —No sería ninguna mentira. Os parecéis bastante: tiene el cabello oscuro y los ojos claros. ¿Harías eso por mí? —Por supuesto que sí —aseguró la joven—, ¿Para qué están los amigos? Él sonrió. —Dile a tu familia buenas noches de mi parte. Vendré mañana. Sassy también sonrió. —Te estaré esperando.

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Caleb se despidió agitando la mano y se puso en marcha. Ella lo vio irse y recordó que todavía quedaba algo de pollo. Tenía que darse prisa en entrar y guardarlo antes de que Selene comiera demasiado. Si estiraban aquel pollo, podrían comer casi toda la semana. John Callister había pasado un fin de semana muy agradable con su hermano, Kasie y las niñas. Le vino bien librarse del constante dolor de cabeza provocado por la reforma y estar con la familia, pero tenía que regresar a Hollister y arreglar las cosas con Sassy. Debió encontrar un modo más sutil de mantener las distancias mientras se acomodaba a su cambiante relación. La joven había palidecido cuando la apartó. John odió tener que dejarla con aquella errónea impresión, pero el deseo súbito que sintió por ella lo había sorprendido e incomodado. No fue lo suficientemente fuerte como para volver y enfrentarse a ella hasta que fue capaz de ocultar sus sentimientos. Tenía que haber algún modo de arreglar las cosas con ella. Pensaría en algo en el camino de regreso a Hollister, se dijo. Sassy tenía un corazón de oro y sabía que no le guardaría rencor. Pero cuando entró en el almacén el lunes por la mañana, se llevó un susto. Sassy estaba apoyada en el mostrador, sonriéndole encantada a un joven muy atractivo vestido con pantalones y camisa vaqueros. Si no veía mal, el chico le estaba agarrando la mano. John sintió en su interior una explosión de dolor y resentimiento. Sassy le había puesto las manos en el pecho y lo había mirado con sus cálidos ojos verdes, y John la había deseado hasta la locura. Y ahora estaba haciendo lo mismo con otro hombre, un hombre más joven. ¿Acaso era una seductora sin corazón? John se acercó al mostrador y se dio cuenta de que el muchacho no parecía en absoluto molesto por su presencia. —Hola, Sassy —la saludó con frialdad—. ¿Ha llegado esa mezcla especial de pienso que te pedí que encargaras? —Lo voy a comprobar, señor Taggert —respondió ella educadamente y con una sonrisa. Entró en la parte de atrás del almacén para comprobar el último pedido que acababa de llegar por la mañana. Se sentía muy orgullosa de sí misma por haber sido capaz de disimular que le temblaban las piernas. John Taggert tenía un efecto devastador sobre sus emociones. Pero él no la quería a su lado, y más le valía recordarlo. Era una bendición que Caleb hubiera ido aquel día al almacén. Tal vez John pudiera pensar que tenía otros intereses y que no lo perseguía a él. —Buenos días —le dijo John al joven—. Soy John Taggert, el supervisor del viejo rancho Bradbury. El muchacho sonrió y le tendió la mano. —Soy Caleb Danner, Sassy y yo fuimos juntos al instituto.

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John le estrechó la mano. —Encantado de conocerte. —Lo mismo digo. John miró hacia las estanterías con aire indiferente. —¿Trabajas por aquí? —preguntó como quien no quiere la cosa. —No, estoy en el ejército —respondió el muchacho, sorprendiendo a John—. Estoy destinado en el extranjero, pero me han dado un permiso de dos semanas y he venido a estar con mi tía en Billings. Los ojos azules de John se cruzaron con la mirada oscura del muchacho. —Eso está bastante lejos de aquí. —Sí, ya lo sé —respondió Caleb con naturalidad—. Pero le prometí a Sassy que iríamos un día al cine y esta noche estoy libre. He venido a preguntarle si quiere venir conmigo.

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Capítulo 6 El muchacho estaba en el ejército y salía con Sassy. John se sintió incómodo tratando de sacarle información. Se preguntó si Caleb estaría seriamente interesado en Sassy, pero no tenía derecho a preguntárselo. Ella estaba revisando unas facturas. John la observó en silencio con una mezcla de curiosidad y celos. Sassy necesitó unos minutos para calmarse los nervios, pero lo consiguió. Alzó los ojos cuando John se acercó al mostrador. —El pedido llegará el viernes —dijo con el tono más profesional y educado que fue capaz de articular—. Pero si quieres puedo decirle al señor Mannheim que llame para que lo envíen antes. —No hace falta —aseguró John con brusquedad y tratando de no mirarla directamente a los ojos. Sassy tenía el rostro sonrojado y sin duda se sentía inquieta. Debido seguramente al joven que estaba en el mostrador, pensó él molesto—. De acuerdo, entonces vendré a principios de la semana que viene, o enviaré a alguien. Se despidió de Caleb con una inclinación de cabeza y salió del almacén sin mirar a Sassy. Caleb apretó los labios y se dio cuenta de que ella se había sonrojado. —Así que es él —murmuró—. Parece que muerde más de lo que puede masticar. —¿Qué quieres decir? —Nada —respondió el joven, pensando para sus adentros que John parecía un hombre que había olvidado más cosas sobre las mujeres de las que Sassy llegaría a saber sobre los hombres. Taggert tenía un aspecto demasiado sofisticado para ser ganadero, y sin duda estaba acostumbrado a dar órdenes. Sassy era demasiado joven y muy poco sofisticada. —¿Qué me dices de lo del cine? —Le preguntó cambiando de tema—. Hoy estrenan tres películas. Fueron a la única sala de multicines del pueblo. Escogieron una película de dibujos animados que les gustó mucho. Sassy se quedó preocupada dejando a su madre y a Selene solas, pero la señora Peale se negó a que sacrificara su noche. Cuando Caleb la llevó después a casa, se despidió de ella con un beso en la mejilla. —Eres una gran chica, Sassy. Ojalá… —Sí, ojalá —respondió ella leyéndole el pensamiento—. Pero a veces la vida tiene otros planes. ¿Cuándo tienes que volver a incorporarte al servicio? —Dentro de una semana, pero mi tía tiene cada minuto de mi tiempo planificado — Caleb se puso muy serio—. Si alguna vez necesitas ayuda, confío en que me la pidas. Haré lo que pueda por ti. Sassy le sonrió.

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—Lo sé. Gracias, Caleb. Yo te diría lo mismo, pero no sé en qué podría ayudarte. —Te enviaré mi dirección —dijo él—. Puedes enviarme esa foto para tranquilizar a mi amigo. —Lo haré, no lo dudes —aseguró Sassy riéndose. —Te llamaré antes de irme. Cuídate. —Tú también. Caleb se marchó de allí en su camioneta. Sassy se acercó despacio al porche y entró en casa. Aún no había entrado al salón cuando se dio cuenta de que una de las voces que se escuchaban era la de un hombre. John Taggert la miró desde el sofá, donde estaba sentado con su madre. Se dio cuenta de que la señora Peale sonreía de manera misteriosa. —El señor Taggert ha venido a ver cómo me encontraba. ¿No es un encanto? —le preguntó a su hija. —Sí, lo es —contestó Sassy con educación. —¿Te has divertido? —le preguntó John. No sonreía. —Sí —respondió ella—. Era una película de dibujos animados. —Para niños —murmuró él. Algo en sus ojos azules provocó que a Sassy le diera un vuelco el corazón. —Todos somos niños en el corazón. Seguro que se refería a eso, ¿verdad, señor Taggert? —preguntó la señora Peale con dulzura. —Por supuesto —se apresuró a responder él sonriéndole—. A mí también me gustan. —Caleb va a telefonearnos antes de marcharse al extranjero —le comentó Sassy a su madre. —Es un muchacho muy amable —aseguró la señora Peale sonriendo—. ¿Le gustaría tomar algo de beber, señor Taggert? Sassy podría hacer café. John consultó su reloj. —Tengo que irme. Pero gracias de todas maneras. Sólo quería asegurarme de que estaba bien —le dijo a la señora sonriendo—. El… amigo de Sassy mencionó que iba a llevarla al cine, así que pensé que se quedaría aquí sola. Sassy le dirigió una mirada heladora. —Le dejé a mi madre el móvil por si ocurría cualquier cosa —dijo con sequedad. —Sí, así es —se apresuró a añadir la señora Peale—. Me cuida mucho. Yo insistí en que saliera con Caleb. Hace dos o tres años que Sassy no sale de noche. John se revolvió incómodo. —Ella no quiere dejarme nunca sola —continuó la señora Peale—. Pero no es justo para ella. Es demasiada responsabilidad para su edad.

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—Nunca me ha importado —la interrumpió su hija—. Te quiero. —Ya lo sé, cariño, pero deberías conocer a jóvenes agradables. Algún día te casarás y tendrás hijos. No puedes pasarte toda la vida pegada a una anciana enferma y a una niña. —Por favor —dijo Sassy herida—. No quiero pensar en casarme hasta dentro de muchos años. El rostro de la señora Peale reflejaba su preocupación. —No tendrías por qué haberte quedado sola para afrontar esto —se lamentó—. Si al menos tu padre hubiera… Bueno, nosotras no pudimos hacer nada. —Acompañaré al señor Taggert a la puerta —se ofreció Sassy. Parecía dispuesta a arrastrarlo hasta la puerta antes de permitir que su madre siguiera haciéndole pasar semejante vergüenza. —¿Me marcho? —preguntó John. —Parece que sí —respondió Sassy echándose a un lado y señalando la puerta de entrada con la cabeza. —En ese caso, buenas noches —dijo él sonriéndole a la señora Peale—. Espero que sepa que puede llamarme cuando necesite ayuda. No estoy en el ejército, pero también puedo ser útil. —Por aquí, señor Taggert —lo interrumpió Sassy con énfasis agarrándolo firmemente del brazo. —Buenas noches, señor Taggert —se despidió su madre—. Gracias por venir. —De nada —John siguió a Sassy hasta el porche. Ella cerró la puerta y John alzó las cejas—. ¿Por qué cierras? ¿Es que vas a darme un beso de buenas noches y no quieres que tu madre lo vea? Ella se sonrojó. —¡No te besaría por nada del mundo! John jugueteó con el sombrero de ala ancha que tenía entre las manos. —Ese soldado parece un buen chico —comentó—. Responsable. No muy maduro todavía, pero ya crecerá. Sassy sentía deseos de golpearlo. —Pertenece a uno de los cuerpos de élite del ejército —le recordó—. Ha participado en misiones en el extranjero. John alzó las cejas. —¿Ese es uno de los requisitos que les pides a los hombres con los que sales? ¿Qué sepan esquivar balas? —¡Yo nunca he dicho nada semejante! —exclamó ella.

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—Puede ser una buena habilidad, esquivar objetos… Quiero decir, si eres de esas mujeres a las que le gusta arrojar sartenes y cosas así a los hombres. —Yo nunca le he lanzado nada a un hombre —afirmó Sassy tajante—. Pero si quieres entrar en mi cocina, podría hacer una excepción contigo. John sonrió. Estaba seguro de que no le hablaba así a su amigo el soldado. Sassy tenía agallas, y a él le gustaba comprobar qué era capaz de hacerla enfadar. —¿Qué clase de olla estás pensando en tirarme? —la retó. —Cualquiera hecha de acero —murmuró Sassy—. Aunque seguro que me la abollas. —No tengo la cabeza tan dura. John dio un paso para acercarse y observó divertido su reacción. Estaba claro que la ponía nerviosa. Se puso el sombrero en la cabeza y lo echó hacia atrás. Puso uno de sus largos brazos alrededor de la cintura de Sassy y la atrajo hacia sí. —Tienes valor —murmuró con la vista clavada en su dulce boca—. No te arredras ante los problemas ni las responsabilidades. Eso me gusta. —No… no deberías abrazarme así —protestó ella débilmente. —¿Por qué no? Eres suave y dulce y me gusta cómo hueles —John comenzó a inclinar la cabeza—. Creo que también me va a gustar tu sabor. John no necesitaba un manual para darse cuenta de lo inocente que era. Le encantaba el modo en que lo agarraba, casi con miedo, y lentamente apoyó la boca contra los labios ligeramente abiertos y cálidos de Sassy. —Nada fuerte —susurró mientras su boca jugueteaba con la suya—. Todavía es muy pronto para eso. Relájate. Tú relájate, Sassy. Es como bailar despacio. La boca de John cubrió la suya suavemente, abriéndole despacio los labios, tentándolos para permitir una lenta incursión. Las manos de Sassy se relajaron y dejaron de agarrarle los brazos con tanta fuerza mientras el ritmo lento comenzaba a aumentar los latidos de su corazón y su respiración sonaba áspera y agitada. John era muy bueno haciendo aquello, pensó algo mareada. Sabía perfectamente cómo hacer que se estremeciera de emoción. Jugueteaba con su labio inferior, mordisqueándolo y lamiéndolo hasta que ella se puso de puntillas y exhaló un gemido de frustración, buscando más pasión. John le mordió el labio inferior. —Quieres más, ¿verdad, cariño? —le susurró con voz ronca—. Yo también. Aguanta. Sassy le deslizó las manos por los anchos hombros mientras hundía la boca en la suya con avidez. Abrió los labios con un estremecimiento, cerrando los ojos. Era una sensación tan dulce que Sassy gimió ante la ardiente pasión que encendía en ella. Nunca había sentido cómo su cuerpo se estremecía de aquella manera cuando un hombre la abrazaba. Nunca la habían besado tan apasionadamente y con tanta sabiduría.

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Rodeó con más fuerza el cuello de John con los brazos mientras él la apretaba poderosamente contra su cuerpo, como si también hubiera perdido el control. Un minuto más tarde, John recuperó la cordura. Sassy sólo tenía diecinueve años. Trabajaba para él, aunque ella no lo supiera. Pertenecían a mundos completamente distintos. ¿Qué diablos estaba haciendo? Se apartó bruscamente de ella. Los ojos azules le brillaban de emoción y le temblaban ligeramente las manos cuando trató de recuperar el control de la respiración. Los celos que sentía por el soldado lo habían colocado en la posición que había intentado evitar al marcharse del pueblo durante el fin de semana. Ahora tenía que apechugar con las consecuencias. Sassy se quedó donde estaba mirándolo con ojos soñadores y el rostro sonrojado por el placer de aquel impetuoso intercambio. —Esto ha sido un error —dijo John con brusquedad soltándola. —¿Estás seguro? —preguntó ella mareada. —Sí, lo estoy. —Entonces, ¿por qué lo has hecho? —quiso saber Sassy. Tenía que pensar en una respuesta adecuada, y el cerebro no le funcionaba del todo bien. La había apartado de sí en su último encuentro y se sintió culpable por ello. Ahora no sabía cómo salir de aquella situación. —Quién sabe —dijo con pesadumbre—. Tal vez sea la luna llena. Ella lo miró con gesto sombrío. —No hay luna llena. Está en cuarto creciente. —La luna es la luna —respondió John con obstinación. —Esa es tu excusa y te agarras a ella —aseguró Sassy. John se la quedó mirando. Le remordía la conciencia. —Tienes diecinueve años, Sassy —dijo finalmente—. Yo tengo treinta y uno. Ella parpadeó. —¿Qué me quieres decir con eso? —Te quiero decir que eres demasiado joven para mí. Y no sólo en edad. Sassy alzó las cejas. —No resulta precisamente fácil adquirir experiencia cuando vives en un pueblo pequeño y tienes que mantener a tu familia. John apretó los dientes. —No me refiero a eso. Ella alzó la mano.

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—Hoy has tomado demasiado café y la cafeína te ha hecho saltar sobre mujeres que no esperabas. John frunció el ceño. —No he tomado demasiado café. —Entonces debe de tratarse de mi excepcional belleza o de mi encanto sin igual — aseguró Sassy cruzándose de brazos y esperando a que él saliera con alguna teoría alternativa. John se caló el sombrero hasta los ojos. —Ha sido como un ramalazo. —Vaya, es el cumplido más bonito que me han dicho en mi vida —murmuró—. Estabas solo y yo era la única mujer a mano. —Lo eras —le espetó él. —¡Vaya! Bueno, también está la señora Harmon, que vive a un kilómetro de aquí. —¿La señora Harmon? —Sí. Su marido falleció hace quince años. Tiene cincuenta, pero lleva faldas ajustadas y mucho maquillaje. No está mal. John frunció todavía más el ceño. —No estoy tan desesperado. —Debes de estarlo, para ponerte a ligar con niñas de diecinueve años —lo atacó Sassy. —¡No estaba ligando! —aseguró él alzando las manos. Ella le dirigió una mirada sarcástica. —Bueno, tal vez sí —reconoció John encogiéndose de hombros—. Tengo conciencia. Eso es lo que ocurre. Así que ésa era la razón por la que la había rechazado en el almacén. Sassy sintió que se le animaba el alma. El problema no era que la encontrara poco atractiva; sólo pensaba que era demasiado joven. —Cumplo veinte el mes que viene —le dijo ella. No sirvió de mucho. —Yo cumpliré treinta y dos dentro de dos. —Bueno, durante un mes tendremos casi la misma edad —bromeó Sassy. Él se rió brevemente. —Doce años es mucha diferencia. —No lo es en una visión general —señaló Sassy. John no contestó.

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—Gracias por pasar a ver cómo estaba mi madre —le dijo ella—. Es muy amable por tu parte. Él se encogió de hombros. —Quería comprobar si el soldado te gustaba. —¿Perdona? —Ni siquiera te dio un beso de buenas noches. —Eso es porque está enamorado de la novia de su mejor amigo. —¿En serio? —preguntó John con expresión radiante. —Yo sólo soy alguien con quien poder hablar de ella —le aseguró—. Y ésa es la razón por la que no salgo mucho, a menos que un hombre quiera hablarme del amor de su vida y pedirme consejo. Sassy se lo quedó mirando unos instantes antes de decir: —Supongo que tú no tendrás problemas sentimentales, ¿verdad? —Lo cierto es que sí. Estoy intentando no tener una relación poco adecuada con cierta mujer. —Oh, ya veo —respondió ella riéndose. John se acercó un poco más y jugueteó con uno de los mechones de su corto cabello. —Supongo que no le haría daño a nadie si salgo por ahí contigo de vez en cuando. Nada serio —añadió con firmeza—. No estoy buscando una amante. —Me alegro, porque no tengo intención de serlo —contestó Sassy. —Eso me anima —aseguró él con una sonrisa—. Me alegra ver que tienes suficiente fuerza de voluntad para que no perdamos ninguno la cabeza. —Tengo a mi madre —replicó Sassy—, que te dispararía a los pies si sospechara que me estás llevando a una vida de pecado. Es muy religiosa. Ojalá pudiera hacer algo para ayudarla más. —Quererla es probablemente lo que más la ayude —aseguró John antes de inclinarse y besarla suavemente en los labios—. Hasta mañana. Comenzó a descender los escalones, se detuvo y se giró para mirarla. —¿Seguro que lo del soldado no es nada serio? —Seguro —respondió ella sonriendo. John inclinó el sombrero hacia un lado y sonrió también. —De acuerdo. John pasó una mala noche recordando lo dulce que era besar a Sassy. Llevaba semanas luchando contra aquella atracción, y había terminado perdiendo. Era demasiado

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joven para él. Lo sabía. Pero por otro lado, era independiente. Fuerte. Acostumbrada a las responsabilidades. Llevaba años siendo la cabeza de familia, la que llevaba el pan a casa. Y además, John se sentía demasiado atraído hacia ella como para dejarla marchar. Se estaba arriesgando. Pero se había arriesgado en otras ocasiones de su vida por mujeres que estaban muy por debajo de Sassy. No haría daño a nadie si iba despacio y veía hacia dónde los llevaba aquello. Después de todo, podía marcharse cuando quisiera, se dijo. El problema iba a ser la distancia que los separaba socialmente. Sassy no sabía que él había crecido en medio del lujo, que sus padres estaban relacionados con la mayoría de las casas reales de Europa, que su hermano y él se habían hecho famosos en el mundo entero por sus toros de raza. Estaba acostumbrado a alojarse en hoteles de cinco estrellas, a comer en los mejores restaurantes y a viajar en limusinas en cada ciudad que visitaba. Viajaba en primera clase. Tenía mundo y era sofisticado. Sassy estaba acostumbrada a un pueblo pequeño. No entendería su mundo. Probablemente no sería capaz de ajustarse a él. Pero se estaba planteando problemas que todavía no se habían dado. No estaba enamorado de Sassy ni sentía la necesidad de correr hacia el altar de su mano, se dijo. Sólo iba a salir con ella un par de veces. Tal vez la besara de vez en cuando. Nada que no pudiera controlar. Le haría compañía mientras montaba el nuevo rancho. Cuando tuviera que marcharse, le diría la verdad. Sonaba sencillo. Era sencillo, se aseguró a sí mismo. No era más que otra chica, otra relación superficial. La disfrutaría mientras durara. Se fue a dormir finalmente tras haber resuelto todos los problemas en su cabeza. Al día siguiente, John regresó al almacén con otra lista, esta vez de cosas que iba a necesitar para la casa. Estaba deseando ver a Sassy otra vez. El recuerdo de aquel beso le había provocado sueños picantes. Pero cuando llegó, se encontró con Buck Mannheim en el mostrador. Parecía preocupado. John esperó a que el hombre terminara de despachar a un cliente y luego se acercó. —¿Dónde está Sassy? —preguntó. —Me llamó desde su casa —aseguró Buck consternado—. Su madre se puso muy mal. Tuvieron que llamar a una ambulancia y llevársela a Billings, al hospital más cercano. Sassy estaba llorando. Buck estaba hablando solo, porque John ya había salido por la puerta. Encontró a Sassy y a la pequeña Selene en la sala de espera de urgencias, abrazadas y tristes. Cuando lo vieron entrar, las dos corrieron a sus brazos en busca de consuelo. John se sintió raro. Era la primera vez que se sentía importante para alguien que no fuera de su círculo familiar. Se sentía necesitado. —Cuéntame que ha pasado —susurró al oído de Sassy mientras abrazaba a las dos.

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Ella se retiró un poco y se limpió los ojos con la manga de la blusa. Estaba claro que no había dormido. —Tiró su vaso de agua, en caso contrario no me habría dado cuenta de que algo iba mal. Corrí a ver qué había ocurrido y la encontré respirando con dificultad. Estaba tan mal que llamé al doctor Bates a toda prisa. Él envió una ambulancia y se puso en contacto con el equipo de oncólogos del hospital. Llevan con ella dos horas. Nadie nos ha dicho nada. John las ayudó a sentarse. —Quedaos aquí —dijo con dulzura—. Averiguaré qué está ocurriendo. Sassy dudaba mucho de que a un vaquero, aunque fuera capataz, le facilitaran más información que a la propia familia del paciente, pero sonrió. —Gracias. Él se giró y avanzó con decisión por el pasillo.

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Capítulo 7 John tenía dinero y poder, y sabía cómo utilizar ambas cosas. En menos de dos minutos lo habían llevado al despacho del administrador del hospital. Le explicó quién era, por qué estaba allí y pidió información. Hasta en Billings se conocía el imperio de los Callister. Cinco minutos más tarde estaba hablando con el médico que estaba al cargo del caso de la madre de Sassy. John se ofreció a pagar la factura y preguntó si se podía hacer algo más de lo que ya se estaba haciendo. —Por desgracia, sí —aseguró el médico tajante—. Pero estamos atados de pies y manos por las dificultades económicas de la familia. La señora Peale tiene seguro, pero nos ha dicho que, sencillamente, no puede permitirse nada más que medicinas para paliar los síntomas. Si consintiera, podría someterse a una operación para extirpar el pulmón cancerígeno y luego recibir radioterapia y quimioterapia para asegurar su recuperación. De hecho, tiene buen pronóstico. —Si lo único que hace falta es dinero, asumiré gustosamente todos los gastos. No importa lo que cueste. Así que, ¿a qué esperamos? —preguntó John. El médico sonrió. —¿Hablará con el responsable de finanzas? —Ahora mismo. —Entonces yo hablaré con la paciente. —Ellas no saben quién soy —le informó John—. Esa es la única condición que pongo, que no se lo diga. Creen que soy capataz en un rancho. El médico frunció el ceño. —¿Hay alguna razón para ello? —Al principio lo hice para asegurarme de que los precios no se dispararan debido a que mi nombre era conocido —confesó—. Y luego ya era muy tarde para cambiar las cosas. Ellas son mis amigas, y no me gustaría que me miraran de otra manera. —¿Cree que eso podría suceder? —La gente ve fama, poder y dinero, y no a las personas. Al menos, al principio. El otro hombre asintió. —Creo que lo entiendo. Pondré el proceso en marcha. Lo que está haciendo es algo maravilloso —añadió—. La señora Peale habría muerto muy pronto. —Lo sé. Es una buena persona. —Y muy importante para su pequeña familia, por lo que veo. —Sí. El médico agarró a John del hombro. —Haremos todo lo que esté en nuestras manos.

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—Gracias. Cuando hubo arreglado los asuntos financieros, John regresó a la sala de urgencias. Sassy estaba recorriéndola arriba y abajo. Selene se había hecho un ovillo en una silla con la mejilla apoyada en el brazo. Estaba profundamente dormida. Sassy lo miró con los ojos muy abiertos y expresión maravillada. —¿Cómo lo has hecho? ¡Van a operar a mamá! El médico dice que pueden salvarle la vida, que puede recibir radioterapia y quimioterapia, que hay un fondo para gente sin recursos… ¡Puede vivir! La voz se le quebró por el llanto. John la estrechó entre sus brazos y la acunó, apoyándole la boca contra la sien. —Todo va a salir bien, cariño —le dijo suavemente—. No llores. —Estoy tan contenta… —sollozó Sassy en sus brazos—. Tan contenta… No sabía que hubiera fondos para este tipo de casos. Creí… creí que tendríamos que verla morir. —No mientras a mí me quede aliento —susurró John. Una oleada de emoción lo recorrió. Había ayudado a gente de varias formas a lo largo de su vida, pero aquélla era la primera vez que era capaz de hacer algo semejante por alguien que le importaba. Le había tomado cariño a la señora Peale, pero pensaba que su caso estaba desahuciado. Le daba gracias a Dios porque aquella urgencia hubiera obligado a Sassy a llevar a su madre al hospital. —Gracias por ayudarnos a salvar a mamá —dijo entonces la pequeña Selene con solemnidad—. La queremos mucho. —Y ella te quiere mucho a ti —respondió John—. A tu edad, eso debe de ser fantástico. Estaba diciendo algo sin decirlo. Sassy envió a la niña a la máquina a por un zumo y se giró hacia él. —¿Cómo era tu madre cuando tú eras pequeño? —Yo no tuve madre cuando era pequeño —respondió él con dureza—. A mi hermano y a mí nos crío un tío. —¿Pero tus padres todavía viven? —preguntó Sassy asombrada. —Sí, pero no nos querían —John desvió la mirada—. Crecimos sin ellos y empezamos a verlos otra vez el año pasado. Ha sido duro —confesó—. Hemos construido barreras y guardamos muchos resentimientos. Pero estamos trabajando en ello. —Lo siento —le dijo Sassy con sinceridad—. Mi madre ha estado ahí toda mi vida, me ha curado las heridas, me ha dado cariño, ha luchado por mí… No sé qué habría sido de mí sin ella. —A mí me habría gustado tener una madre como ella —aseguró John con sinceridad mirándose en sus ojos verdes—. Es la persona más positiva que he conocido en mi vida. Y, en su situación, eso tiene mucho mérito.

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John le rodeó la cintura con sus grandes manos y la mantuvo agarrada. Sus ojos azules estaban muy solemnes. —Nunca entró en mis planes implicarme contigo —le dijo con sinceridad—. Ni con tu familia. Pero, al parecer, ya formo parte de ella. Sassy sonrió. —Sí. Eres parte de nuestra familia. —Sólo quiero dejar claro que mi interés no es puramente fraternal —añadió. El brillo de sus ojos provocó que a Sassy se le acelerara el corazón. —¿De verdad? —De verdad. Ella sintió que podía volar. La expresión de su rostro hizo que a John le entraran deseos de ir a un lugar más privado. Cuando estaba a punto de dejarse llevar por un impulso y besarla, entró el médico que había ingresado a la señora Peale. Con él iba un colega alto y moreno. —Señorita Peale, éste es el doctor Barton Crowley —le dijo a Sassy—. Va a operar a su madre mañana a primera hora. —Me alegro mucho de conocerlo —Sassy le estrechó la mano con calidez. —Su madre estaba encantada cuando hablé con ella —aseguró el médico con una sonrisa—. Me contó que le preocupaban más sus hijas que su enfermedad. Una dama excepcional. —Sí, lo es —reconoció Sassy. —Bueno, en cuanto la operemos mañana veremos la extensión del tejido canceroso y después hablaremos. Intenten descansar un poco. —Lo haremos. Los médicos se despidieron y desaparecieron por el pasillo. —Ojalá hubiera traído una manta —murmuró Sassy mirando las sillas de espalda recta que había en la sala—. Puedo dormir sentada, pero en los hospitales hace frío. —¿Sentada? —John no entendía nada. —Ya conoces nuestra situación —aseguró ella—. No podemos permitirnos una habitación de motel. Siempre duermo en la sala de espera cuando mamá está ingresada —Sassy señaló con la cabeza hacia Selene, que ahora estaba dormida en una esquina—. Las dos. Aunque Selene cabe mejor en la silla porque es muy menuda. John estaba conmocionado. Era una visión de primera mano de cómo vivía el resto del mundo. —No pongas esa cara —le pidió ella—. No me importa ser pobre. Tengo tantas bendiciones que no sé ni por dónde empezar a contarlas. Tengo una madre que se sacrificó para criarme y que me quiere con toda su alma. Tengo una hermana pequeña que

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piensa que soy Juana de Arco. Tengo un techo bajo el que resguardarme, comida y un buen trabajo en el que, gracias a Dios, ya nadie me molesta. Soy feliz. Sassy no tenía nada. Literalmente nada. Pero podía contar sus riquezas como si fuera más rica que una reina. Él lo tenía todo, pero su vida estaba vacía. Todo el poder y las riquezas que había acumulado no le hacían feliz. Estaba solo. Tenía a Gil y a su familia, a sus padres, pero en realidad estaba solo. —Estás pensando en que no tienes una familia propia —adivinó Sassy por su expresión—. Pero la tienes. Me tienes a mí, a mamá y a Selene. Nosotras somos tu familia —la joven vaciló porque John parecía agobiado—. Ya sé que no somos gran cosa, pero… Él la estrechó contra sí. —No te hagas de menos. Yo nunca he escogido a mis amigos por su cuenta bancaria. Lo que cuenta es el corazón. Sassy se relajó, pero sólo un poco. John estaba demasiado cerca y a ella le latía el corazón muy deprisa. —Me gustas tal y cómo eres —dijo con dulzura antes de inclinarse para besarla con cariño. Luego se acercó a Selene. —¿Qué haces? —exclamó Sassy cuando tomó en brazos a la niña dormida y se dirigió hacia la salida. —Voy a llevar a la niña a pasar la noche a una modesta habitación. Tú puedes venir también si quieres. Sassy parpadeó. —John, no puedo permitirme… —Si vuelvo a oír eso otra vez —la interrumpió él—, voy a soltar una palabrota. No querrás que lo haga delante de la niña, ¿verdad? Selene estaba dormida y no podría oírlas, pero John tenía razón y estaba siendo muy generoso. Sassy se rindió y sonrió. —Está bien. Pero tendrás que descontármelo de mi sueldo, ¿de acuerdo? John sonrió por encima de la cabeza de Selene, que estaba apoyada en su pecho. —De acuerdo, cariño. Aquella palabra provocó que Sassy se sonrojara y él se rió en voz baja. Pasó delante de ella para llegar hasta su furgoneta. La idea que tenía John de una habitación modesta horrorizó a Sassy cuando se pararon delante del mostrador del mejor hotel de Billings para registrar a Sassy y a Selene. La niña se revolvió dormida en los fuertes brazos de John. Abrió los ojos y bostezó. —¿Y mamá? —preguntó preocupada.

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—Mamá está bien —le aseguró John—. Vuelve a dormir, cielo. Quédate en este sillón hasta que arregle todo, ¿de acuerdo? —La colocó con delicadeza en un sillón de aspecto cómodo que había cerca de la recepción—. Será mejor que te quedes con ella mientras yo os registro —le dijo John a Sassy. No quería que lo escuchara hablando con el recepcionista cuando le diera su nombre verdadero para pagar la habitación. —De acuerdo, John —dijo ella apartándose del mostrador. Él se giró hacia el recepcionista con expresión grave. —Su madre está en el hospital a punto de ser operada de cáncer. Quiero que les dé una habitación cerca de la mía, a ser posible. El joven recepcionista sonrió con simpatía. —Hay una justo al lado de la suya, señor Callister. Es una doble. ¿Le parece bien? —Sí. Cuando el recepcionista hubo hecho el registro, John volvió con Selene, la levantó con dulzura y se dirigió hacia Sassy, que estaba mirando la mesita de cristal que había al lado de los sillones. Se detuvo ante una columna cuando se acercaron al ascensor. —Dios, esto parece mármol de verdad —murmuró antes de correr hacia el ascensor para que no se le fuera—. John, este lugar debe de ser muy caro. —Me aseguraré de que Buck te lo descuente de tu sueldo durante varios meses, ¿de acuerdo? —le dijo con una sonrisa. Sassy estaba nerviosa. Aquello iba a suponer un gran recorte en sus ingresos. Pero John había sido tan amable que se sentía culpable. —Claro, perfecto. Al salir del ascensor, John abrió la puerta de su dormitorio con la tarjeta con una mano mientras sostenía a Selene con la otra. Pasó por delante de Sassy, que entró tras él cerrando tras de sí y encendiendo las luces. La habitación fue una revelación. Había dos camas grandes, cuadros en las paredes, una mesa redonda con dos sillas, teléfono y una televisión gigantesca. —Esto es un palacio —murmuró Sassy maravillada con todo lo que estaba viendo. Echó un vistazo al baño y contuvo el aliento—. ¡Tiene secador! —exclamó. John había acostado a Selene en una de las dos camas y observaba con atención a Sassy. Su vida había transcurrido en un pueblo pequeño y en medio de la pobreza. No sabía nada sobre la buena vida. Incluso aquel hotel, que no estaba mal pero que no alcanzaba el lujo de un establecimiento de cinco estrellas, le resultaba opulento. John se apoyó en el quicio de la puerta del baño mientras ella examinaba los paquetes de jabones y botellitas de champú y gel. —Guau —susurró.

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Acarició las gruesas toallas blancas y las comparó con las gastadas y desteñidas toallas que había en su casa. Miró con timidez a John. —Lo siento —dijo—. No estoy acostumbrada a este tipo de sitios. —No es más que un hotel, Sassy —aseguró él con dulzura—. Supongo que, si nunca has estado en ninguno, al principio te sorprende. —¿Cómo sabes que nunca he estado en un hotel? —quiso saber ella. John se aclaró la garganta. —Bueno, es obvio. Sassy se sonrojó. —¿Quieres decir que estoy actuando como una idiota? —No he querido decir eso en absoluto —John se apartó de la puerta y la agarró de la cintura, atrayéndola hacia sí antes de inclinarse para besarla con pasión. Ella se dejó llevar, aliviada por su madre, aunque preocupada por la operación, y agradecida a la intervención de John. —Has hecho un milagro por nosotras —dijo cuando él la soltó. John miró sus ojos verdes y brillantes. —Tú has hecho otro por mí —respondió. Y no lo decía de broma. —¿Ah, sí? ¿Cómo? Las manos de John sujetaron su pequeña cintura. —Digamos que me has enseñado el valor de las pequeñas bendiciones. Supongo que tengo tendencia a dar las cosas por supuestas —entornó los ojos—. Tú aprecias las cosas más simples de la vida. Eres… optimista. Sassy. Me haces sentir humilde —añadió. —¡Vaya, ésa sí que es buena! —se rió ella—. Una pueblerina como yo haciendo que un caballero sofisticado como tú se sienta humilde. —Estoy hablando en serio —replicó John—. No tienes muchas cosas materiales, pero eres feliz sin ellas —se encogió de hombros—. Yo tengo mucho más que tú y me siento… vacío —dijo finalmente mirándola a los ojos. —Pero tú eres el hombre más bueno que he conocido en mi vida —argumentó Sassy—. Haces cosas por la gente sin pensarte siquiera dos veces los problemas que eso puede acarrearte en el proceso. Eres una buena persona. Los ojos fascinados de Sassy le provocaron un cosquilleo interior. En los últimos años, las mujeres lo habían buscado porque era rico y poderoso. Y ahora tenía delante a una que lo quería porque era bueno. Aquello le abrió los ojos. —Tienes una expresión extraña —comentó Sassy. —Estaba pensando —dijo él. —¿En qué?

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—En que es tarde y necesitas dormir. Mañana nos espera un día duro. El horror regresó con toda su fuerza. La alegría se borró de su rostro y fue remplazada por el miedo y la incertidumbre. John la abrazó y la acunó. —Ese cirujano es muy conocido —le aseguró—. Es uno de los mejores oncólogos del país. Ya verás como todo sale bien. —Intento pensarlo —dijo Sassy—. Hemos venido tantas veces al hospital… — confesó con pesadumbre. John no había tenido que pasar nunca por algo así con nadie de la familia. Bueno, estaba la primera esposa de Gil, que murió en un accidente de equitación. Eso fue muy traumático. Pero desde entonces, John no había tenido ningún familiar enfermo. Había sido muy afortunado, pensó. —Estaré aquí al lado —le prometió. Ella se apartó y lo miró con ojos fascinados. —¿En serio? ¿No tendrás problemas con tu jefe? —No —aseguró John—. Pero aunque así fuera, no te dejaría por nada del mundo. Sassy se sonrojó y sonrió. —Después de todo —bromeó él—, soy parte de la familia, ¿no? Luego se inclinó y le deslizó un beso suave en los labios. Tuvo que hacer un esfuerzo para apartarse de ella. —Y ahora ve a la cama. —De acuerdo. Gracias, John. Gracias por todo. Él no respondió. Se limitó a guiñarle un ojo. La operación duró varias horas. Sassy se mordió las uñas hasta el nacimiento. Selene se sentó muy cerca de ella y le tomó de la mano. —No quiero que mamá se muera —dijo. Sassy la abrazó. —No se morirá —le prometió—. Se va a poner mejor, ya lo verás —aseguró rezando para que no fuera mentira. John se había acercado al mostrador de cirugía. Regresó con una sonrisa. —¡Cuéntame! —exclamó Sassy. —Han conseguido retirar todo el tejido canceroso —dijo—. Se muestran muy optimistas. Creen que tu madre se recuperará y podrá llevar una vida plena. —¡Oh, Dios mío! —Exclamó Sassy abrazando con fuerza a Selene—. ¡Se va a poner bien! —¡Qué contenta estoy! —aseguró la niña abrazándola a su vez.

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—Yo también. Sassy la soltó, se puso de pie y corrió a abrazar a John. Apoyó la mejilla contra su enorme pecho y él la estrechó entre sus brazos. Sassy se sentía en casa allí. —Gracias —murmuró—. Gracias por todo. John sonrió. —¿Y ahora qué va a pasar? —quiso saber ella. —Tu madre necesita recuperarse antes de volver a casa, y luego tendremos que traerla aquí a recibir los tratamientos. El doctor Crowley dice que eso llevará varias semanas, pero que exceptuando las náuseas y la debilidad, lo soportará perfectamente. —¿Tú vas a venir con nosotras? —preguntó Sassy asombrada. Él la miró con el ceño fruncido. —Por supuesto que sí —aseguró indignado—. Soy parte de la familia. Tú misma lo has dicho. Ella dejó escapar un largo y profundo suspiro. Estaba cansada y preocupada, pero se sentía como si hubiera vuelto a nacer. —Eres el hombre más bueno que he conocido en mi vida —dijo. John alzó una ceja. —¿Más que el soldado? Sassy sonrió. —Más bueno incluso que Caleb. John miró por encima de la cabeza de Sassy y frunció todavía más el ceño. —Hablando del rey de Roma… Un hombre alto y de cabello oscuro vestido con el uniforme del ejército se dirigía por el pasillo hacia ellos.

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Capítulo 8 Sassy se giró y vio al mismísimo Caleb acercándose hacia ellos con su uniforme completo, con botas militares y boina. Estaba muy guapo. —Caleb —dijo Sassy con afecto acercándose a saludarlo—. ¿Cómo has sabido que estábamos aquí? Él la abrazó suavemente. —Tengo una prima que trabaja aquí. Recordó que había ido a verte y que te apellidabas Peale. ¿Cómo está tu madre? —Acaba de salir de la operación. El pronóstico es bueno. John averiguó que había un fondo que lo paga todo, ¿no es increíble? ¡No sabía que hubiera programas así aquí! Caleb sabía que no los había. Miró a John y, a pesar de la expresión antipática que tenía, le sonrió. Fue lo suficientemente rápido para darse cuenta de que John había intercedido de manera muy generosa por la madre de Sassy y que no quería que nadie lo supiera. —Es muy amable por tu parte haber hecho eso por ellas —aseguró diciéndole a John con los ojos cosas que Sassy no vio. John se relajó un poco. Tal vez el muchacho fuera competencia, pero tenía el corazón en su sitio. Sassy le había dicho que era un amigo, pero a Caleb debía de importarle mucho ella para haber ido directo al hospital cuando se enteró de lo de su madre. —Son buena gente —se limitó a decir. —Sí, lo son —reconoció Caleb. Se giró para mirar a Sassy mientras John se quedaba enfurruñado. —Gracias por venir a vernos —le dijo ella. —Ojalá pudiera quedarme —respondió Caleb—, pero tengo que reincorporarme a mi misión. Voy camino al aeropuerto. —Que tengas un buen vuelo de regreso —le dijo Sassy—. Y cuídate. —Lo mismo digo. Y no te olvides de enviarme esa fotografía. —No lo olvidaré. Hasta pronto, Caleb. —Hasta pronto —se inclinó para darle un beso en la mejilla, sonrió a regañadientes a John y se marchó. —¿Qué fotografía? —preguntó con agresividad. —No es para él —dijo Sassy, encantada de verlo celoso—. Es para que la vea su mejor amigo. John no se quedó muy convencido. Pero justo cuando iba a empezar a preguntarle, entró el cirujano en la sala de espera con una sonrisa.

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Le estrechó la mano a John y se giró hacia Sassy. —Tu madre está muy bien. Ahora mismo se está recuperando y luego la llevaremos a la sala de cuidados intensivos. Sólo durante un par de días —añadió rápidamente cuando Sassy palideció—. Es el procedimiento normal. Queremos vigilarla día y noche hasta que se estabilice. —¿Podemos entrar a verla Selene y yo? —Preguntó Sassy—. ¿Y John? —añadió señalando hacia el hombre que tenía al lado. El cirujano vaciló. —¿Has visto alguna vez a alguien que acaba de salir de una operación, muchacha? — le preguntó con cariño. —Bueno, sí, al tío abuelo Jack… aunque sólo lo vi de reojo. ¿Por qué? —Los pacientes recién operados están blancos como la cera. Tienen tubos por todas partes y están conectados a máquinas. Puede impresionar si no estás preparada para ella. —Mamá vivirá gracias a usted —dijo Sassy sonriendo—. Seguro que estará guapísima. Las máquinas no me importan, la ayudan a vivir, ¿verdad? El cirujano también sonrió. Su optimismo resultaba contagioso. —De acuerdo. Os dejaré pasar cinco minutos, no más —afirmó—. Os avisaré en cuanto la traslademos a la unidad de cuidados intensivos. —Gracias de todo corazón —dijo Sassy. —Es mi trabajo —respondió el cirujano. —Debe de ser el trabajo más gratificante del mundo —insistió ella—. Yo nunca le he salvado la vida a nadie, pero debe de ser maravilloso. Cuando el cirujano se hubo marchado, John la miró muy serio. —Yo salvé la vida de un hombre en una ocasión. —¿Ah, sí? ¿Cómo fue? —preguntó Sassy. —Le lancé un bate de béisbol y fallé. —¡Oh, tonto! —Sassy lo rodeó con sus brazos y apoyó la cabeza en su pecho—. Eres maravilloso. Él le acarició el oscuro cabello. Selene sonreía por encima de la cabeza de su hermana con expresión feliz. A pesar del dramatismo de la situación, aquél era uno de los mejores días de la vida de John. Nunca se había sentido tan necesario. A Sassy se le permitió entrar en la unidad de cuidados intensivos el tiempo necesario para ver a su madre y quedarse un instante a su lado. John estaba a su lado. Sassy se sentía algo insegura a pesar de las esperanzas que le habían dado, y se agarró de la mano de John como si tuviera miedo de caerse sin su apoyo.

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Se quedó mirando la blanca e inmóvil figura que había sobre la cama. Las máquinas soltaban pitidos. El respirador automático emitía extraños sonidos mientras insuflaba aire en el inmóvil cuerpo de su madre. Su pecho subía y bajaba muy despacio. —Está viva —susurró John—. Se va a poner bien y volverá a casa convertida en una persona diferente. Sassy lo miró con los ojos llenos de lágrimas. —Es sólo que… la quiero mucho. John sonrió con ternura y la besó en la frente. —Ella también te quiere, cariño. Se va a poner bien. Sassy exhaló un suspiro y trató de controlar sus emociones. Se secó las lágrimas. —Sí. Se acercó más a la cama y se inclinó sobre su madre. Recordó que cuando era niña había tenido un virus que la dejó débil y casi deshidratada. Su madre había estado a su lado en la cama dándole líquidos durante todo el día. Le ponía paños húmedos y le susurraba que la quería mucho, que todo iba a salir bien. —Todo va a salir bien, mamá —susurró besándole la pálida frente—. Te queremos mucho y pronto volverás a casa. La señora Peale no respondió, pero movió la mano casi imperceptiblemente. John apretó la mano de Sassy. —¿Has visto eso? —le preguntó con una sonrisa—. Te ha oído. —Claro que sí —respondió la joven. Tres días más tarde, la señora Peale estaba incorporada en la cama comiendo gelatina. Estaba débil y dolorida, pero sonreía. —¿No te lo había dicho? —La reprendió John—. Es demasiado fuerte como para que una cosita menor como una operación acabe con ella. La señora Peale le sonrió. —Has sido muy bueno con nosotras, John —dijo. Su voz resultaba todavía algo ronca debido a la respiración artificial, pero sonaba alegre—. Sassy me ha hablado del palacio al que las has llevado a Selene y a ella. —No es ningún palacio —bromeó él—. No es más que un lugar para dormir. Pero ser atento va con el cargo —aseguró metiéndose las manos en los bolsillos—. Formo parte de la familia. Ella lo dijo —concluyó señalando a Sassy. —Es verdad —reconoció ella. John la miró de un modo que la hizo sonrojarse. Entonces él disimuló su turbación soltando una risa nerviosa.

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Durante las semanas que siguieron, John dividió su tiempo entre los tratamientos de la señora Peale en Billings y la creciente responsabilidad del nuevo rancho, que ya estaba comenzando a tomar forma. La cuadra ya estaba levantada, con sus relucientes pasillos de ladrillo y los establos con puertas de metal. El corral tenía vallas blancas entrelazadas con cables eléctricos ocultos. Los pastos se habían sembrado con unas semillas antiguas de hierba con las que John estaba experimentando. El precio del maíz estaba por las nubes debido a la subida de los carburantes. Los rancheros buscaban nuevas formas de alimentar a sus ganados, así que utilizaban semillas de praderas tradicionales junto con suplementos vitamínicos. John había mandado construir un gigantesco silo de hormigón para guardar el grano que recolectaran a finales de verano. Reformar por completo aquel lugar era un trabajo monumental. John delegaba todo lo que podía, pero había decisiones que debía tomarlas él. Por otra parte, se puso en marcha el juicio contra Bill Tarleton. Se llevaron a cabo las investigaciones previas por parte tanto del fiscal del distrito como del abogado defensor de oficio. Sassy fue interrogada por ambas partes. Sus preguntas la hicieron sentirse inquieta y nerviosa. El abogado defensor parecía creer que ella se le había insinuado al señor Tarleton. Eso le dolió. Se lo contó a John cuando pasó el viernes por la noche después de cenar por su casa para ver cómo seguía la señora Peale. No había pasado por el almacén en toda la semana debido a sus compromisos en el rancho. —Me dejará como una fulana barata delante del tribunal —protestó—. Eso dejará mal también a mi madre y a Selene. —Decir la verdad no dejará mal a nadie, querida —protestó la señora Peale. Estaba sentada en el salón cosiendo. Un gorro tejido le cubría la cabeza. El pelo había comenzado a caérsele por la radioterapia, pero no había permitido que eso la hundiera. Tejió una docena de gorros en diferentes colores y estilos. —Deberías escuchar a tu madre —estuvo de acuerdo John—. No dejes que se salga con la suya, Sassy. No fue culpa tuya. —El abogado hizo que pareciera que sí. El ayudante del fiscal del distrito que me entrevistó me preguntó qué clase de ropa llevaba a trabajar y le dije que pantalones vaqueros y camisa, y de las largas. Él sonrió y me dijo que no habría importado ni aunque llevara biquini. Dijo que el señor Tarleton no tenía por qué hacerme sentir incómoda en mi lugar de trabajo, independientemente de la ropa que llevara. —Me gusta ese ayudante del fiscal —aseguró John—. Tiene mucha energía. Algún día terminará en el puesto de fiscal general. Dicen que tiene el récord de condenas en los dos años que lleva en el circuito judicial. —Espero que haga sentir al señor Tarleton tan incómodo como el abogado de oficio me hizo sentir a mí —aseguró Sassy dolida. Se frotó los brazos desnudos, como si pensar en el juicio le hiciera sentir frío—. No sé si voy a ser capaz de sentarme delante de un jurado y contar lo que ocurrió. —Piensa que la mayoría de los miembros del jurado será seguramente gente que conoces de toda la vida —la interrumpió la señora Peale.

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—Esa es otra —suspiró Sassy—. El abogado defensor está intentando que el juicio se celebre en Billings, porque dice que el señor Tarleton no podría tener un juicio justo aquí. John frunció el ceño. Eso cambiaba las cosas. Pero él testificaría, igual que Sassy. Con suerte, Tarleton se llevaría su merecido. John sabía a ciencia cierta que si él no hubiera intervenido, las cosas habrían ido más lejos. —El día que ese hombre llegó al pueblo, fue un día aciago para Hollister —aseguró la señora Peale—. Sassy llegaba a casa todos los días sintiéndose muy triste. —Deberías haber llamado al dueño y haberte quejado —intervino John. Ella torció el gesto. —No me atreví. El dueño no me conocía mucho, y temía que creyera que me estaba inventando cuentos del señor Tarleton porque quería quedarme con su puesto de trabajo. —Ya está hecho, pero tú no eres así, Sassy —insistió John—. Él habría investigado y lo hubiera sabido. Ella suspiró. —Ahora ya esa agua pasada —replicó con tristeza—. Sé que llevarlo ante los tribunales es lo correcto. Pero, ¿y si sale libre y va a por mí, o a por mamá o Selene en busca de venganza? —preguntó horrorizada. —Si lo hace, será la peor decisión de su vida, te lo prometo —aseguró John. Sus ojos azules brillaban peligrosamente—. Y en cuanto a lo de salir sin cargos, si eso llegara a ocurrir por algún milagro, presentarías una demanda civil contra él por daños y perjuicios y yo te la financiaría. —Supe que eras un buen hombre desde la primera vez que te vi —aseguró la señora Peale. Sassy le sonreía. Se sentía protegida y segura. Se sonrojó cuando John se giró para mirarla con una expresión tan intensa que le dio un vuelco al corazón. —¿Por qué tiene que ser tan complicada la vida? —preguntó transcurridos unos instantes. John se encogió de hombros. —Me supera, cielo —respondió poniéndose de pie sin darse cuenta de que aquella palabra cariñosa había vuelto a hacer sonrojar a Sassy—. Pero así son las cosas. Tengo que volver al rancho —dijo consultando el reloj—. Mañana me pasaré otra vez por aquí. Podemos ir a ver una película si te apetece. Sassy sonrió. —Me encantaría —miró a su madre y vaciló. —Tengo teléfono móvil —señaló la señora Peale—. Y Selene está aquí. —Fuiste al cine con ese soldado y no pusiste tantos inconvenientes —murmuró John.

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La señora Peale sonrió. Aquello eran celos. Sassy pareció darse también cuenta, porque se le iluminaron los ojos. —No estoy poniendo inconvenientes —aseguró ella—. Y me encanta ir al cine. —De acuerdo —dijo entonces John—. Estaré aquí sobre las seis. El restaurante chino que acaban de abrir tiene muy buena comida. Podría traer algo y que cenáramos aquí antes de irnos. Ellas vacilaron antes de aceptar. Había hecho tanto ya por la familia… —Es comida china, no joyas —dijo él—. Gano un buen sueldo y no bebo, no fumo, no juego ni voy con mujeres de mala reputación. La señora Peale y Sassy sonrieron. —De acuerdo —dijo la joven—. Pero cuando me haga rica y famosa por mis habilidades como dependienta, te lo devolveré todo. John se rió. —Trato hecho. La comida china consistió en una gran cantidad de platos, muchos de los cuales podían guardarse en la nevera y así tendrían comida para las tres durante el fin de semana. Sabían que John lo había hecho adrede, pero no volvieron a quejarse. Tenía un gran corazón y quería ayudarlas. Después de cenar, John ayudó a Sassy a subir a la cabina de su camioneta y después entró él. Todavía había algo de luz, pero el sol comenzaba a ponerse formando un haz de brillantes colores. Era como una sinfonía de rojos, naranjas y amarillos contra la silueta de las montañas en la distancia. —Esto es precioso —dijo Sassy observando el atardecer—. No me gustaría vivir en ningún otro lugar. John la miró. Sentía nostalgia de Medicine Ridge de vez en cuando, pero a él también le gustaba Hollister. Era un lugar pequeño y acogedor con gente amable y rodeado de campo abierto. Se podía conducir durante kilómetros y kilómetros sin cruzarse con otro coche o ver siquiera una casa. —¿Vamos a ir a las multisalas del pueblo? —le preguntó a John. Él sonrió como un niño. —No —contestó—. He encontrado un motocine al aire libre justo a las afueras del pueblo. El dueño lo reinauguró hace apenas un mes. Dijo que era el cine al que él iba de pequeño y que ya era hora de devolverlo a la vida. No sé si será capaz de mantenerlo abierto durante mucho tiempo, pero pensé que podíamos echarle un vistazo. —Guau —exclamó Sassy—. He leído sobre ellos en las novelas. —Yo también, pero nunca he estado en uno. Nuestro tío solía hablar de ellos. Este está en medio de un prado de vacas. El ganado pasta por ahí.

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Ella se rió encantada. —Estás viendo una película con las ventanillas abiertas y una vaca mete la cabeza en tu coche —dijo. —No me sorprendería. —Me gustan las vacas. No me importaría. —A mí tampoco. He estado toda mi vida rodeado de ganado —aseguró John satisfecho—. Me gustan mucho los animales. En el rancho vamos a tener también caballos. Puedes venir a montar cuando quieras y llevarte a Selene. —Tengo que enseñarle a montar —dijo Sassy—. Nunca ha subido a un caballo, y a mí también tendrás que darme algunas clases. Hace mucho que no monto. John la miró con cariño. —Me encantaría. El motocine estaba en un prado despejado que había a un par de kilómetros de la autopista. Había una marquesina con el nombre de la película que iban a poner. Era de ciencia ficción, sobre un carguero espacial y su valiente tripulación que se enfrentaba a un malvado imperio tecnológico. Siguieron por una polvorienta carretera rodeada de árboles hasta llegar al prado. Había espacio para unos veinte coches, y ya había seis frente a la gran pantalla en blanco. Un adolescente que se parecía mucho al dueño del cine, al que John conocía, y que probablemente fuera su hijo, vendía las entradas. John detuvo la camioneta en un espacio que había libre, apagó el motor y miró a su alrededor divertido. —Lo único que falta es un puesto de bebidas y pizzas y un cuarto de baño — murmuró—. Tal vez lo ponga si el motocine tiene éxito. —Se está bien así, sin todo eso —aseguró ella mirando a su alrededor. —Sí, es verdad. John bajó las dos ventanillas y estiró la mano hacia el altavoz que tenía al lado. Lo encendió y subió el volumen justo cuando se iluminaba la pantalla con los mensajes de bienvenida. —¡Esto es estupendo! —se rió Sassy encendiendo el altavoz de su lado. —¿Verdad que sí? John dejó el sombrero en la parte de atrás de la camioneta, se desabrochó el cinturón de seguridad y luego hizo lo mismo con el de Sassy antes de pasarle el largo brazo por la espalda y apoyarle la mejilla en el pelo. —¿No estamos mejor así? —murmuró sonriendo. Ella le colocó una mano en la pechera de la camisa mientras se acurrucaba en él con un suspiro. —Mucho mejor.

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La primera parte de la película fue divertidísima. Pero no la vieron terminar. John había mirado el rostro feliz de Sassy bajo la parpadeante luz de la pantalla y el deseo creció en él como una marea ardiente. Había pasado bastante tiempo desde que sintió la suave boca de Sassy bajo sus labios, y tenía hambre de ella. Desde que la conocía no había vuelto a sentir el más mínimo interés por otras mujeres. Sólo estaba Sassy. Le agarró suavemente del pelo para girarle la cara hacia la suya. —¿Esto es todo lo que quieres, Sassy? —le preguntó con dulzura—. ¿Vivir en un pueblo pequeño y trabajar en un almacén de piensos? ¿No echarás de menos saber lo que es ir a la universidad o trabajar en una gran ciudad y conocer gente sofisticada? —le preguntó con solemnidad. Los ojos de Sassy buscaron los suyos. —¿Y por qué iba a desear eso? —le preguntó con genuino interés. —Eres muy joven, y esto es lo único que conoces. —El señor Barten, que lleva el concesionario de coches, nació en Hollister y nunca en toda su vida ha salido del condado —le contó—. Está casado con la señorita Jane desde que él tenía dieciocho años y ella dieciséis. Tienen cinco hijos. John frunció el ceño. —¿Qué intentas decirme? —Te estoy contando cómo vive la gente aquí —contestó Sassy con sencillez—. No tenemos gustos extravagantes. Somos gente de pueblo. Nos casamos. Tenemos hijos. Nos hacemos viejos viendo crecer a nuestros nietos. Luego nos morimos. Nos entierran aquí. Tenemos un campo precioso por el que podemos pasear y en el que pasta el ganado. Tenemos arroyos claros y sin contaminar y cielos azules. Nos sentamos en el porche cuando oscurece a escuchar el canto de los grillos en verano. Si alguien enferma, los vecinos acuden en su ayuda. Si alguien muere, consuelan a los familiares. Aquí en Hollister tenemos todo lo que necesitamos y queremos. Sassy inclinó la cabeza hacia un lado. —¿Qué puede ofrecernos una ciudad en comparación con todo eso? —añadió. John se la quedó mirando sin hablar. Nunca había visto las cosas de aquella manera. A él le encantaba Medicine Ridge, pero había ido a la universidad en el Este y había viajado por todo el mundo. Tenía opciones. Sassy no. Por otro lado, las razones que había expuesto para explicar por qué era feliz donde vivía resultaban muy maduras. En el ambiente de John había gente que ni siquiera sabía quién era ni dónde estaba su lugar. —¿En qué estás pensando? —le preguntó Sassy. —En que eres un alma madura dentro de un cuerpo joven —respondió él. Ella se rió. —Eso me dice mi madre todo el rato. —Y tiene razón. Así que eres feliz viviendo aquí. ¿Y si obtuvieras una beca y pudieras ir a la universidad a estudiar lo que quisieras?

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—¿Y quién se ocuparía de mamá y de Selene? —La mayoría de las mujeres estarían más interesadas en su carrera profesional que en estar atadas a responsabilidades familiares. —Ya me he dado cuenta —suspiró Sassy—. Una noche vi una entrevista en la televisión a una mujer de éxito. Se había cambiado tres veces de ciudad en un solo año en busca de un trabajo que la satisficiera. Estaba divorciada y tenía un hijo de ocho años. Yo me pregunté qué le parecería a él haber estado en tres escuelas diferentes en un mismo año para que ella pudiera sentirse satisfecha. John frunció el ceño. —Los niños se adaptan. —Por supuesto que sí —replicó Sassy—. La mayoría se adapta a vivir sólo con uno de sus padres porque mucha gente se divorcia, o se adaptan a formar de repente parte de la familia de otra persona. Se adaptan a que sus padres trabajen sin parar y estén demasiado cansados para jugar con ellos o para hablar cuando salen del colegio. Se les anima también a participar en todo tipo de actividades extra escolares, y así tienen béisbol, fútbol y teatro cuando no están estudiando. Sassy se acercó más a John. —Entonces, ¿cuándo tienen los padres tiempo de llegar a conocer a sus hijos? Hoy en día todo el mundo está muy ocupado. He leído que hay niños que incluso tienen que mandarles mensajes de texto a sus padres para quedar con ellos. John suspiró. —Supongo que a mi hermano y a mí nos protegieron de todo eso. Nuestro tío nos mantuvo siempre cerca del rancho. Practicábamos deporte y teníamos muchas tareas que hacer en el rancho. No contábamos con teléfonos móviles ni coche. Siempre comíamos juntos y la mayoría de las noches nos entreteníamos con algún juego de mesa o salíamos fuera con los telescopios a observar las estrellas. Tampoco era un gran aficionado a las actividades extraescolares. Decía que eran una mala influencia, porque en nuestro colegio había niños de la ciudad que, según él, tenían una moralidad escandalosa. Sassy se rió. —Eso era lo que decía mamá de algunos niños de mi clase —torció el gesto—. Supongo que he estado muy protegida. Tengo teléfono móvil, pero no sé cómo mandar mensajes de texto. —Yo te enseñaré —aseguró él con una sonrisa—. Envío muchos. —Seguro que tu teléfono hace muchas cosas más aparte de llamar. —Tiene Internet, películas, música, deportes y correo electrónico. —¡Vaya! El mío sólo sirve para llamar. John se rió. Estaba completamente fuera del mundo. Pero le encantaba que fuera así. Se le borró la sonrisa del rostro al mirar sus dulces ojos.

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—Supongo que el futuro no ofrece garantías —dijo como para sí mismo mientras se inclinaba despacio—. Llevo aquí cinco minutos sentado recordando lo dulces que resultan tus labios bajo mi boca, Sassy —susurró mientras la entreabría—. Te deseo como un muchacho. Mientras hablaba, la colocó sobre su regazo y la besó con pasión lenta y creciente. Le desabrochó los botones de la blusa y deslizó una mano dentro de su sujetador con una maestría que la dejó sin respiración. Le acarició el duro pezón con movimientos lentos y seductores mientras se alimentaba de su boca, hasta que la hizo gemir y arquearse contra él. Sassy sentía que le ardía la piel. Se moría porque John le quitara la blusa y todo lo que llevaba debajo. Quería sentir sus labios. Era una locura. Podía escuchar el latido de su propio corazón, sentir el deseo que iba creciendo en su cuerpo virgen. Nunca antes había deseado a un hombre. Ahora lo deseaba a él con un abandono que contradecía todos los razonamientos de protesta de su cuerpo. John alzó la cabeza, frustrado, y miró a su alrededor en la oscuridad. La escena de la pantalla no proyectaba mucha luz. Nadie podría verlos. Volvió a inclinar la cabeza y subió el sujetador y la camisa de Sassy hasta la barbilla. Sus ojos dieron con sus senos y se estremeció de deseo al contemplarlos. Ella se inclinó débilmente, animándolo. John se metió muy despacio uno de sus pechos en la boca, tirando suavemente de él mientras su lengua exploraba el duro pezón hasta arrancarle a Sassy un gemido. Aquel sonido lo animó. Su boca se volvió más brusca. El brazo que tenía detrás de Sassy se volvió de acero. Deslizó la mano libre por su vientre desnudo hasta la apertura de los pantalones vaqueros. Estaba tan excitado que se le olvidó incluso donde estaban. Hasta que notó algo húmedo y áspero en la cara. John tardó un minuto en darse cuenta de que no era, no podía ser, la boca de Sassy. Estaba muy húmeda. Hizo un esfuerzo por levantar la cabeza y abrió los ojos. La enorme cabeza de una vaca se asomaba por la ventanilla abierta de la camioneta. Lo estaba lamiendo.

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Capítulo 9 —Sassy —dijo John con la voz ronca por el deseo. Ella abrió los ojos. —¿Qué? —Mira por la ventanilla. Ella giró la cabeza y se cruzó con la mirada de la vaca. —¡Ah! —exclamó. John rompió a reír. Le bajó la blusa y el sujetador y se incorporó, pasándose una mano por el pelo. —Dios santo, me preguntaba por qué sentía el pelo tan mojado. Ella se abrochó el sujetador. Se sentía avergonzada y al mismo tiempo le hacía gracia. La vaca se había retirado de la ventanilla, pero seguía mirándolos. —Menos mal que éste era un lugar íntimo —bromeó John estirándose la camisa con un suspiro—. Supongo que no está tan mal que nos hayan interrumpido —añadió sonriendo al ver el rostro sonrojado de Sassy—. Las cosas se estaban poniendo demasiado intensas. John no parecía en absoluto avergonzado, pero ella no había llegado nunca antes tan lejos con un hombre. Se sentía incómoda por no haberle negado un acceso tan íntimo a su cuerpo. Y no podía olvidar hacia dónde se dirigía la otra mano justo en el momento en que apareció la vaca. —No te preocupes —le dijo John con dulzura al ver su expresión—. Ha sido todo absolutamente natural. —Supongo que tú… lo haces constantemente —insinuó. John se encogió de hombros. —Antes sí. Pero desde que te conozco, no he deseado hacerlo con nadie más. Desde luego, sonaba sincero. Sassy alzó la mirada con creciente esperanza. —¿De verdad? John entrelazó los dedos con los suyos. —Hemos vivido situaciones muy intensas juntos en muy poco tiempo. El ataque de Tarleton, la recaída de tu madre, los tratamientos contra el cáncer… —John la miró a los ojos—. Dijiste que era parte de la familia, y así es como me siento. Cuando estoy contigo me siento en casa —miró hacia sus manos entrelazadas—. Quiero que siga siendo así — dijo con vacilación—. Quiero que estemos juntos. Quiero que, a partir de ahora, formes parte de mi vida. Dejó escapar un largo suspiro antes de añadir: —Me muero por tenerte.

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Sassy se sintió incómoda por el modo en que lo dijo. No comprendía que John no se hubiera comprometido nunca antes con ninguna otra mujer en su vida, ni siquiera con las que había tenido relaciones íntimas. —Quieres acostarte conmigo —le espetó ella con brusquedad. John le pasó un pulgar por los fríos dedos. —Lo quiero todo contigo —aseguró—. Eres demasiado joven, pero mi hermano se casó con una mujer diez años menor que él y son absolutamente felices. Puede funcionar. Supongo que depende de la mujer, y ya hemos dicho que eres muy madura para tu edad. —Tú no estás precisamente en la tercera edad, John —replicó Sassy, que seguía teniendo curiosidad por lo que había sugerido—. Y eres muy atractivo. Hasta los bovinos se sienten atraídos por ti. John clavó la vista en ella. —No me mires así —se rió Sassy—. Era a ti a quien estaba besando la vaca. John se tocó el pelo y dio un respingo. —Dios sabe dónde ha metido la boca. Ella volvió a reírse. —Bueno, al menos tiene buen gusto. —Gracias —John retiró un paño rojo del salpicadero y se secó el pelo allí donde la vaca se lo había chupado. Seguía mirando a Sassy—. No comprendes lo que te estoy diciendo, ¿verdad? —La verdad es que no —confesó ella. —Supongo que no me estoy expresando con claridad —murmuró—. Pero es que no había hecho esto nunca. —¿Pedirle a alguien que viva contigo? John la miró a los ojos. —Pedirle a alguien que se case conmigo, Sassy. Ella dejó escapar el aliento que estaba conteniendo. Se lo quedó mirando fijamente. Durante un minuto se preguntó si no estaría soñando. Pero John seguía sin apartar la vista de ella. Estaba esperando. Sassy empezó a hablar pero se detuvo, confundida. —Yo… —Si hay algún mal hábito mío que te disguste, intentaré cambiar —murmuró sonriendo porque no le había dicho que no. —Oh, no, no es eso. Es que yo… tengo muchas responsabilidades —comenzó a decir nerviosa.

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Entonces John recordó lo que le había contado algún tiempo atrás. Los pocos hombres con los que había salido le habían dicho que no querían implicarse sentimentalmente con una mujer con tantas cargas familiares. John sonrió. —A mí me encantan tus responsabilidades —aseguró—. Tu madre y tu hermana son ya como parte de mi familia —se encogió de hombros—. Así tendré más familiares dependientes de mí —la miró con picardía—. No tendré que pagar tantos impuestos. Sassy se rió en voz alta. No se sentía intimidado. No le importaba. Le echó los brazos al cuello y lo besó con tanta pasión que John se olvidó de lo que habían estado hablando y la besó hasta que se quedaron sin aire. —Pero seguiré trabajando —aseguró Sassy sin aliento con los ojos brillándole como ascuas—. No voy a quedarme sentada y a permitir que tú nos mantengas a las tres. Yo cargaré con mi parte de responsabilidad —se rió sin darse cuenta de la repentina quietud de John ni de su expresión de culpabilidad—. Será divertido labrarnos un futuro juntos. Los momentos difíciles son los que unen a la gente. —Sassy, hay algunas cosas de las que tendremos que hablar —comenzó a decir. —Muchas cosas —reconoció ella apoyando la mejilla contra su pecho—. Nunca imaginé que quisieras casarte conmigo. Intentaré ser la mejor esposa del mundo. Y además, como también me gustan los caballos y el ganado, te ayudaré con las tareas del rancho. Le estaba partiendo el corazón y no se daba cuenta. Él le había mentido. No había pensado en las consecuencias. Debería haber sido sincero con ella desde el principio. Pero entonces se dio cuenta de que Sassy nunca se le habría acercado si él hubiera entrado en el almacén de piensos siendo quien era. La joven que adoraba al capataz de un rancho daría un paso atrás y miraría con desprecio al millonario ganadero que entraría en un almacén a comprar cualquier cosa que se le antojara sin mirar siquiera el precio. Aquél era un pensamiento muy desagradable. Como mínimo, Sassy se sentiría traicionada. Y tal vez llegara incluso a pensar que estaba jugando con ella. John le pasó la mano por el suave cabello. —Bueno, podemos esperar un día más —murmuró besándole la frente—. Hay tiempo de sobra para discusiones serias —le alzó la boca hacia la suya—. Esta noche acabamos de prometernos y lo estamos celebrando. Ven. Cuando regresaron a casa, los dos estaban despeinados y con las bocas hinchadas. Sassy no había sido tan feliz en su vida. John se consoló diciéndose que todavía tenía tiempo para contarle a Sassy la verdad. No tenía modo de saber que Bill Tarleton y su abogado acababan de presentarse ante el juez del distrito en el juzgado de Billings en una vista para solicitar que se desestimaran todos los cargos contra él. La razón de aquella petición, aseguró el abogado, era que el testigo que debía declarar contra Tarleton tenía una relación sentimental con la presunta víctima, y que no se trataba en realidad de ningún vaquero, sino de un adinerado ganadero de Medicine Ridge. La defensa argüía que aquella nueva

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información cambiaba la naturaleza de la acusación de un delito a un acto de celos. Se trataba de un hombre rico acusando a un hombre pobre porque estaba celoso de las atenciones que le dedicaba a su novia. El fiscal del distrito, que también estaba presente en la vista, arguyó que aquella nueva información no suponía ninguna diferencia en el cargo principal, que era el de acoso sexual y agresión. Un médico del pueblo declararía sobre la condición física de la joven tras el ataque. El defensor público arguyó que él había visto el informe del médico y que sólo se decía que la joven tenía unas marcas rojas y algunos cardenales, nada más. Eso no podía considerarse como lesiones provocadas durante un ataque sexual, así que lo único que tal vez podía alegarse era agresión. El juez tomó el caso en consideración y prometió tomar una decisión en el plazo de una semana. Entretanto, el ayudante del fiscal del distrito que llevaba el caso se presentó el lunes siguiente en casa de Sassy para hablar con ella. Se llamaba James Addy. —El señor Tarleton alega que el señor Callister exageró los cargos por culpa de los celos debido a la atención que le prestaba a usted —aseguró Addy en tono profesional abriendo el maletín en la mesa del comedor mientras Sassy lo observaba boquiabierta. —¿El señor Callister? ¿Quién es ése? —preguntó confundida—. Fue John Taggert quien me rescató. El señor Tarleton me besó y estaba tratando de forzarme. Grité pidiendo ayuda y el señor Taggert entró en aquel momento en el almacén y me ayudó. No conozco a ningún señor Callister. El abogado se la quedó mirando. —¿No sabe quién es John Callister? —le preguntó asombrado—. Su hermano y él son los dueños del rancho de Medicine Ridge. Es mundialmente famoso por su cría de toros. Aparte de eso, poseen muchas tierras no sólo en Montana, sino en los estados adyacentes, incluidas propiedades inmobiliarias. Sus padres son dueños de la cadena de revistas Sportsman. Es una de las familias más ricas del país. —Sí —dijo Sassy haciendo un esfuerzo por comprender de qué iba todo aquello—. He oído hablar de ellos. Pero, ¿qué tienen que ver con John Taggert, excepto que son sus jefes? —preguntó con inocencia. El abogado terminó por rendirse. La joven no sabía quién era de verdad su pretendiente. Una mirada a su alrededor bastó para que se hiciera una idea de su situación económica. Sería muy raro que un millonario estuviera realmente interesado en una mujer tan pobre. Al parecer, Callister había estado jugando con ella. Addy frunció el ceño. Era un juego muy cruel. —Su nombre completo es John Taggert Callister —dijo con tono amable—. Es el hermano pequeño de Gil Callister. Sassy palideció completamente. Había soñado con compartir su vida con John, trabajando para construir algo juntos. Pero él era millonario. La clase de hombre que se movía en altas esferas y tenía dinero a espuertas. Estaba allí supervisando la construcción de un nuevo rancho que añadir a su imperio. Sassy estaba a mano y se había

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divertido con ella, la había engañado. No había dicho nunca la verdad, ni siquiera cuando le pidió que se casara con él. Sassy tenía ganas de vomitar. No sabía qué hacer. ¿Y cómo iba a contarles a su madre y a Selene la verdad? Se cruzó de brazos y se quedó quieta como una piedra, rogándole en silencio al abogado con sus ojos verdes que le dijera que todo era mentira, una broma. Pero no lo era. Addy torció el gesto. —Lo siento mucho —dijo de corazón—. Creí que sabía usted la verdad. —Hasta ahora no —dijo Sassy en voz muy baja. Cerró los ojos. El dolor era insoportable. El mundo se derrumbaba a su alrededor. Addy dejó escapar un suspiro. —Señorita Peale, odio tener que preguntarle esto, pero, ¿de verdad hubo agresión? Sassy parpadeó antes de mirarlo fijamente. ¿Cómo podía preguntarle eso? —El señor Tarleton me besó y trató de forzarme. Yo me resistí. Él estaba furioso, me agarró con fuerza y me tiró al suelo. En ese momento, el señor Taggert… —se detuvo y tragó saliva—, el señor Callister vino en mi ayuda. Apartó de encima de mí al señor Tarleton y luego llamó a la policía. El abogado parecía preocupado. —La llevaron al médico. ¿Cómo la encontró? —Bueno, tenía algunos cardenales y estaba magullada. Tenía la blusa rota. Supongo que no había muchas pruebas físicas, pero me había asustado. Estaba disgustada y lloraba. —Señorita Peale, ¿hubo auténtico ataque sexual? Sassy comprendió entonces lo que quería decirle. —Oh… Bueno, no. Me besó y trató de tocarme, pero no intentó quitarme más ropa, si eso es a lo que se refiere. —A eso me refiero —Addy se reclinó en la silla—. No podemos juzgar a alguien por agresión sexual sólo por un beso no deseado. Podemos acusarlo de acoso sexual y de cualquier contacto que no haya sido deseado. Sin embargo, la ley prevé que, si lo condenan, la sentencia máxima será de seis meses de cárcel o el pago de una multa que no superará los quinientos dólares. Si en el transcurso de ese contacto sexual el agresor provoca daños corporales, pueden caerle cuatro años de cárcel. En este caso, sin embargo, le pedirán a usted que muestre las heridas resultantes de ese beso no deseado. Sinceramente —añadió—, no creo que dadas las circunstancias ningún jurado considere que un contacto no deseado y unos cardenales basten para condenar a un hombre a cadena perpetua. Sassy suspiró.

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—Sí. Parece un tanto drástico incluso para mí. ¿Es cierto que no tiene ninguna condena anterior? —preguntó con curiosidad. El abogado negó con la cabeza. —Descubrimos que lo habían acusado de acoso sexual en otra ciudad, pero lo declararon inocente, así que no hubo condena. Sassy estaba cansada de todo aquel asunto. Cansada de hablar del acoso de Tarleton, cansada de tener que seguir recordándolo. Si insistía en que lo procesaran por atacarla, no podía proporcionar ninguna prueba real. El abogado de Tarleton la destrozaría en la tribuna de los testigos y volvería a sentirse humillada. Pero por muy terrible que fuera, era peor pensar en presentarse ante un tribunal y pedir que metieran a un hombre de por vida en la cárcel porque había intentado besarla. El abogado tenía razón: aunque Tarleton había intentado atacarla sexualmente, lo único que había conseguido era besarla y magullarla un poco. Eso era desagradable y repugnante, pero no un crimen terrible. Y, sin embargo, Sassy odiaba la idea de que no lo condenaran. Estuvo a punto de protestar. Había sido algo más que un zarandeo. El hombre había intentado llegar mucho más lejos, y lo había intentado con otra pobre chica que se sintió demasiado avergonzada como para llevarlo ajuicio. Sassy tenía agallas. Podía hacerlo. Pero entonces se le pasó por la cabeza un pensamiento aterrador: si John Taggert Callister era llamado a declarar por parte de la acusación, aquello se convertiría en un circo mediático. Él era famoso. Su presencia en el juicio atraería a la prensa. Habría equipos de televisión, cámaras, reporteros… Se emitiría a nivel nacional. Su madre sufriría por ello. Y Selene también. Si fuera por ella, se arriesgaría. Pero no podía hacerlo por su madre, que todavía seguía con su tratamiento contra el cáncer y no debía sufrir ningún tipo de estrés en aquellos momentos. Sassy alzó los hombros. —Señor Addy, el juicio se convertirá en un circo mediático si el señor… Callister es llamado a declarar, ¿verdad? Hablarán de mi madre y de Selene en esos horribles programas de cotilleo si sale a la luz que yo soy pobre y John rico, y que en medio hay una historia de agresión sexual. Piense en cómo harán que suene. Es la clase de historia a la que cierto tipo de prensa le encantaría echar el guante. El nombre de John garantizará que a la gente le interese lo que ocurra. Addy vaciló. —Eso no habría que tomarlo en consideración. —Mi madre tiene cáncer de pulmón —respondió ella con firmeza—. Acaba de pasar por una operación muy peligrosa y está recibiendo quimio y radioterapia. No puede sufrir más estrés del que ya ha vivido. Si existe la más mínima posibilidad de que este juicio provoque ese tipo de publicidad, no puedo arriesgarme. Así que, ¿qué puedo hacer? El señor Addy consideró la pregunta. —Creo que podemos negociar para que lo acusen de ataque sexual con la condena más leve. Sé que no es perfecto —aseguró—. Seguramente tendrá que pagar la multa y pasar un tiempo muy reducido en la cárcel. Pero al menos tendrá antecedentes penales y cualquier otra agresión futura acabaría con él. Tiene un abogado de oficio, pero parece

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ansioso de evitar pasar más tiempo en la cárcel a la espera del juicio. Creo que estará de acuerdo con que lo acusen de un delito menor. Sobre todo considerando quién es el testigo. Cuando piense en las consecuencias de intentar ensuciar el buen nombre de John Callister y en los abogados que éste podría contratar durante el juicio, creo que accederá. Sassy pensó en ello, y en el trauma de pasar por un juicio con toda la prensa delante. Al menos de esa forma Tarleton tendría antecedentes penales y eso podría bastar para que no intentara futuros ataques contra otras mujeres. —De acuerdo —dijo—. Siempre y cuando no salga impune. —Oh, no lo hará, señorita Peale —aseguró Addy con solemnidad—. Eso se lo prometo. Pero si prefiere mantenerse firme en la acusación original, yo iré a por él a pesar de los obstáculos. ¿De verdad quiere llegar a este acuerdo? Sassy sonrió con tristeza. —La verdad es que no. Me gustaría que pagara por lo que hizo. Pero tengo que pensar en mi madre. Esta es la única manera de hacerle pagar por lo que ocurrió sin hacer daño a mi familia. Si se llega a celebrar el juicio con toda la prensa presente, puede que salga absuelto debido a la publicidad. Usted mismo ha dicho que ya estaban intentando hacer que parezca que John estaba celoso y por eso montó todo este escándalo, porque es rico y poderoso. Sé que los Callister pueden permitirse los mejores abogados, pero tampoco sería justo ponerlos en esa situación. El señor Callister tiene dos sobrinas pequeñas —Sassy torció el gesto—. Usted sabe que el sistema legal no siempre es justo. Addy sonrió. —Estoy de acuerdo. —Confío en estar haciendo lo correcto —dijo Sassy con un suspiro—. Si sale libre y vuelve a hacerle daño a otra mujer porque yo me eché para atrás, no me lo perdonaría nunca. El abogado la miró durante un instante. —No se está echando usted atrás, señorita Peale. Se está comprometiendo. Tal vez parezca que Tarleton se ha salido con la suya, pero no es verdad. Sassy sonrió. —De acuerdo entonces. Addy cerró el maletín y se puso de pie. Extendió la mano para estrechar la de Sassy. —Tendrá antecedentes penales —le prometió—. Si intenta volver a hacer algo parecido en Montana, le prometo que se pasará mucho tiempo viendo el mundo a través de los barrotes de su celda —aseguró. —Gracias, señor Addy. —Le haré saber cómo van las coscas. Buenas noches.

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Sassy lo vio salir con mirada pensativa. La señora Peale salió de su dormitorio envuelta en un chal, pálida y débil. —¿Podrías darme un poco de zumo de piña, cariño? —le preguntó forzando una sonrisa. —Por supuesto —Sassy corrió a buscárselo—. ¿Te encuentras bien? —le preguntó preocupada. —Sólo un poco revuelta. No hay nada de qué preocuparse, es normal con este tratamiento. Por suerte, terminará dentro de unas semanas —frunció el ceño—. ¿Qué ocurre? ¿Quién era ese hombre con el que estabas hablando? —Vamos, vuelve a la cama —Sassy se acercó a ella y la ayudó a meterse en la cama. Luego la tapó y le dio a beber un poco de zumo. Se sentó a su lado—. Era uno de los ayudantes del fiscal del distrito, el señor Addy. Ha venido a hablar del señor Tarleton. Quiere que lleguemos a un acuerdo para que no terminemos yendo ajuicio. La señora Peale frunció el ceño. —Es culpable de acoso. Te atacó. Debería pagar por ello. —Y pagará. Tendrá que pasar tiempo en la cárcel y pagar una multa —respondió Sassy endulzando la respuesta—. Tendrá antecedentes penales. Pero yo no tendré que sufrir la humillación del interrogatorio de su abogado. La señora Peale bebió el zumo. Pensó en lo que supondría un juicio de ese tipo para Sassy. Suspiró. —De acuerdo, cariño. Si tú estás satisfecha, yo también —sonrió—. ¿Has sabido algo de John? Dijo que me traería chocolate cuando volviera. Sassy vaciló. No podía contárselo a su madre. Al menos por el momento. —No sé nada de él —dijo. —No tienes buen aspecto… —Estoy bien —mintió Sassy sonriendo—. Ahora, vuelve a la cama. Voy a preparar la ropa de Selene para mañana. —De acuerdo, cariño —su madre se acomodó en las almohadas—. Eres demasiado buena conmigo, Sassy. Cuando me pueda levantar, quiero que vayas a muchos sitios con John. Voy a recuperarme gracias a él y a esos médicos de Billings. Por fin podré cuidar de mí misma y de Selene, y tú podrás vivir tu vida. —No digas eso —la regañó Sassy—. Te quiero. Nada de lo que haga por ti y por Selene es una carga para mí. —Sí, pero hasta el momento has tenido una familia que te ataba —dijo la señora Peale con dulzura—. Hemos limitado tu vida social. —Mi vida social es perfecta, gracias. Su madre sonrió. —Seguro. Pero espera a que vuelva John. Tiene una sorpresa para ti.

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—¿Ah, sí? Sassy se preguntó si la sorpresa sería lo que el abogado acababa de contarle. Estaba demasiado afectada como para que le importara, pero no podía demostrarlo. Su madre estaba emocionada. Sería una crueldad acabar con sus esperanzas y revelarle la verdad sobre aquel hombre al que su madre idealizaba. —Sí. Pero no te desveles. Tienes mala cara. —Sólo estoy cansada. Hemos estado metiendo sacos muy grandes en el almacén — mintió con una sonrisa—. Buenas noches, mamá. —Buenas noches, querida. Que duermas bien. Como si fuera tan fácil, pensó mientras cerraba la puerta. Se metió en la cama y lloró hasta quedarse dormida. John apareció un día después en el almacén. Regresaba de un inesperado viaje de negocios a Colorado. Vio a Sassy tras el mostrador y se acercó a ella con una sonrisa radiante. Sassy alzó la vista y lo miró, y a juzgar por la expresión de su rostro. John supo que todo había terminado. Estaba incómoda y nerviosa y no se atrevía a mirarlo a los ojos. John no se molestó en hacer las preguntas preliminares. Entornó los ojos con gesto furioso. —¿Quién te lo ha contado? —preguntó. Ella dejó escapar un suspiro. John le daba miedo con aquella expresión. Ahora que sabía quién era de verdad, se sentía intimidada. Aquel hombre podía ir donde quisiera, comprar lo que le viniera en gana, hacer lo que le placiera. Estaba a años luz de ella, que vivía en una casa que tenía goteras en el tejado. Era como un desconocido. El vaquero sonriente y amable se había convertido en alguien completamente distinto. —Ha sido el ayudante del fiscal del distrito —dijo con tono débil—. Vino a verme. El señor Tarleton tenía pensado insinuar que estabas celoso de él y que me obligaste a poner una denuncia. John explotó. —¡Traeré abogados capaces de encerrarlo para el resto de su miserable vida! — exclamó con rabia. —¡No! —Sassy tragó saliva—. No, por favor. Piensa en lo que supondría para mi madre si una manada de reporteros viniera a cubrir la historia por… por ser tú quien eres —consiguió decir—. El estrés le dificulta mucho las cosas. John la miró con intensidad. —No había pensado en eso —dijo en voz baja—. Lo siento.

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—El señor Addy dice que el señor Tarleton accederá probablemente a declararse culpable del cargo de acoso sexual —Sassy suspiró—. Eso supone una multa y un tiempo de cárcel. El señor Addy estaba dispuesto a procesarlo por cargos más duros, pero tendría que haber pruebas de que hizo algo más que besarme. John frunció el ceño. Sabía a qué se refería. Era poco probable que un jurado condenara a nadie por acoso sexual y agresión, y era imposible demostrar que Tarleton quería llegar mucho más lejos. Eso le hizo enfadar. Quería que aquel hombre fuera a prisión. Pero la señora Peale tendría que pagar el precio. Dado lo delicado de su condición, probablemente la mataría ver a Sassy pasar por el trago del juicio. El nombre de John garantizaría el interés de la prensa. En cualquier caso, tendría unas palabras con el señor Addy. Sassy no tenía por qué enterarse. —¿Cómo está tu madre? —le preguntó. —Bastante bien —respondió ella con tono forzado—. Los tratamientos la han dejado un poco anémica y débil y tiene náuseas, aunque le dan medicinas para paliarlas. No añadió que pagarlas la estaba llevando a la bancarrota. Ya había empeñado el reloj y la pistola de su abuelo para llegar a fin de mes. Pero no pensaba admitirlo. —Le he traído unos bombones —le dijo John sonriendo—. Le gusta el chocolate holandés. Sassy lo miraba con los ojos muy abiertos. —La mimas demasiado —respondió. Él se encogió de hombros. —¿Y qué? Soy rico. Puedo mimar a la gente si quiero. —Ya, pero… —Si tú fueras rica y yo no, ¿vacilarías en hacer todo lo que pudieras por mí si yo tuviera problemas? —Por supuesto que no —le aseguró. —Entonces, ¿por qué debería importarte si mimo a tu madre? Y menos ahora, que lo ha pasado tan mal. —No me importa. Eso sólo que… Se detuvo de golpe. Sassy palideció al darse cuenta de pronto de todo lo que John había hecho por ellas. —¿Qué ocurre? —preguntó él. —No había ningún fondo para pagar la operación ni los tratamientos —dijo con voz rota—. ¡Tú lo pagaste! ¡Tú lo pagaste todo!

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Capítulo 10 John torció el gesto. —Era la única manera, Sassy —aseguró tratando de razonar con ella. Parecía angustiada—. Tu madre habría muerto. Comprobé la cobertura de tu seguro cuando le dije a Buck que te pusiera en la nómina como ayudante. No tenía una opción médica mejor. Le dije a Buck que pensara en algún plan, pero tu madre se puso peor antes de que pudiéramos dar con algo. Sassy era consciente de que el corazón le latía demasiado fuerte. Nunca podría devolverle a John lo que había pagado. Había sido pobre toda su vida, pero nunca se había sentido tan humillada como en ese momento. —Ahora sois parte de mi vida —le dijo él con dulzura—. Tu madre, Selene y tú. Por supuesto que iba a hacer todo lo que pudiera por vosotras. ¡Por el amor de Dios, no trates de reducir lo que sentimos el uno por el otro a un puñado de dólares! —No puedo devolvértelo —gimió. —¿Te lo he pedido? —Pero… —protestó Sassy, preparándose para una larga batalla. La puerta se abrió tras ellos y Theodore Graves, el jefe de policía, entró. Tenía el ceño fruncido. Asintió mirando a John y se acercó a Sassy. Se echó el sombrero hacia atrás. —El ayudante del fiscal del distrito, Addy, dice que has accedido a acusar a Tarleton de un delito menor —aseguró—. No quiere hablar conmigo del tema, y me gustaría que tú me dieras una explicación. Sassy suspiró. Se sentía culpable. —Es por mi madre —confesó—. Él —dijo señalando a John— es muy conocido. Si el caso llega a los tribunales, aparecerán los periodistas para averiguar por qué está relacionado con un caso de acoso sexual. Mi madre se estresará mucho, el cáncer volverá y tendremos que enterrarla. Graves torció el gesto. —No había pensado en eso —murmuró frunciendo el ceño—. ¿A qué te refieres cuando dices que es muy conocido? —Preguntó señalando a John—. Es un capataz de rancho. —No —dijo Sassy con un suspiro—. Es John Callister. Graves alzó una de sus oscuras cejas. —¿De los Callister de Medicine Ridge? John se encogió de hombros. —Me temo que sí.

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—Oh, Dios mío… —Pero al menos tendrá antecedentes policiales —repitió Sassy. —De acuerdo —suspiró el jefe de policía—. Me conformaría con que pasara un tiempo a la sombra. —Bien —intervino John—. Yo soy el más decepcionado, pero no quería ver a mi futura suegra morir por culpa de esto. —¿Suegra? —Graves lo miró asombrado. —Bueno, tenemos que hablar de ello —protestó Sassy sonrojándose. —Ya lo hemos hablado —replicó John—. Prometiste que te casarías conmigo. —Eso fue antes de que supiera quién eres —le espetó con dureza. —Me gustan las bodas —comentó Graves con una sonrisa. —Agradezco tu interés —le atajó Sassy—. Me gustaría enviar al señor Tarleton yo misma a prisión si el precio no hubiera sido tan alto. —Qué coincidencia —murmuró Graves entornando los ojos—. Durante las dos últimas semanas yo no he pensado en otra cosa que en enviarlo a la cárcel. De hecho, nunca viene mal recomendar la prisión al fiscal del distrito —aseguró. —El señor Addy dice que es poco probable que ingrese en la cárcel, ya que es su primer delito —dijo Sassy con tristeza. —Qué curioso —respondió el jefe con una sonrisa malévola—. Ayer pasé un rato delante del ordenador y me topé con una condena anterior por acoso sexual en Wyoming, donde el señor Tarleton estuvo trabajando hace dos años. Estuvo en libertad condicional por ello. Lo que lo convierte en reincidente —Graves sonrió de modo angelical—. Se lo acabo de contar a Addy. —¿De veras? —Sassy contuvo el aliento. —Pensé que te gustaría saberlo —aseguró el jefe de policía—. Imaginé que un hombre así debía de tener una condena en algún sitio. En Montana no, así que empecé a buscar por los estados adyacentes. Comprobé el historial de delitos de Wyoming, se me encendió una luz y llamé al fiscal del distrito en que se puso la denuncia. ¡Menuda historia me contó! Así que esta mañana a primera hora fui a hablar con Addy. —Ahora me siento mejor por haber accedido a llegar a un acuerdo —aseguró Sassy—. Su historial delictivo afectará a la sentencia, ¿verdad? —Sin duda —le aseguró Graves—. Y, además, el juez que se va a encargar de su caso es famoso por su severidad ante los delitos sexuales. Es una mujer. A Sassy se le iluminaron los ojos. —Pobre señor Tarleton. —Qué bueno que haya venido a traernos las últimas noticias —dijo John encantado. Graves se caló el sombrero hasta los ojos.

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—No os olvidéis de mi invitación de boda —les pidió sonriendo. —Gracias otra vez —le dijo Sassy. —Me gustan los finales felices —se despidió Graves. Cuando se hubo marchado, John se giró hacia Sassy con mirada escrutadora. —Voy a venir a buscarte después de la cena —le informó—. Tenemos mucho de qué hablar. —John, soy pobre —comenzó a decir. Él se reclinó en el mostrador y la besó con dulzura. —Yo sería pobre si no te tuviera a ti —le dijo tiernamente. Sacó una cajita recubierta de terciopelo del bolsillo y se la puso en las manos—. Ábrela cuando me haya ido. —¿Qué es? —preguntó ella en un susurro. —Algo de lo que tenemos que hablar, por supuesto —John le guiñó un ojo y sonrió de oreja a oreja. Salió por la puerta y la cerró despacio tras de sí. Sassy abrió la cajita. Era una alianza de boda de oro y un precioso anillo con un diamante. Se los quedó mirando hasta que las lágrimas le quemaron los ojos. Un hombre compraba un juego de anillos como ésos cuando quería que se heredaran, que pasaran de generación en generación. Sassy los estrechó contra su corazón. A pesar de sus diferencias, sabía lo que iba a decir. La señora Peale tardó varios minutos en entender lo que Sassy le estaba diciendo. —No, cariño —insistía—. John trabaja para el señor Callister. Eso fue lo que nos dijo. —Sí, pero no mencionó que Taggert era su segundo nombre, no su apellido —replicó Sassy con paciencia—. Su hermano Gil y él son los ganaderos más famosos del Oeste. Su madre se reclinó hacia atrás exhalando un suspiro. —Entonces, ¿qué buscaba por aquí? —preguntó dolida. —Bueno, ésa es la parte más interesante —replicó Sassy sonrojándose—. Parece que él… quiere que… me ha traído esto —sacó la cajita, la abrió y se la puso a su madre en las manos. Los ojos de la señora Peale observaron los anillos con fascinación. —Qué hermosura —dijo acariciando la alianza antes de alzar la mirada hacia su hija con los ojos empañados en lágrimas—. Va en serio, ¿verdad? —Sí, creo que sí —Sassy suspiró y se sentó al lado de su madre—. Todavía no me lo puedo creer. —La cuenta del hospital… —comenzó a decir la señora Peale—. No había ningún fondo, ¿verdad? Sassy negó con la cabeza.

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—John dijo que no podía quedarse mirando cómo te morías. Te tiene cariño. —Yo también se lo tengo a él —replicó la señora Peale—. Y quiere casarse con mi hija —sus ojos adquirieron un brillo extraño—. Es curioso. ¿Recuerdas que te conté que mi abuela me dijo yo sería pobre pero mi hija viviría como una reina? —se rió—. ¡Dios mío! —Quizá fuera clarividente de verdad —Sassy tomó los anillos de mano de su madre y se los quedó mirando. Al parecer, los sueños podían hacerse realidad. John fue a buscarla justo cuando se puso el sol. Se tomó su tiempo para saludar con un beso a la señora Peale y a Selene y para asegurarles que no pensaba llevarse a Sassy fuera del condado cuando se casaran. —Voy a llevar este rancho yo mismo —las tranquilizó con una sonrisa—. Sassy y yo viviremos aquí. La casa tiene sitio de sobra, así que podéis venir a vivir con nosotros. La señora Peale parecía preocupada. —Tal vez no sea mucho, John, pero yo nací en esta casa. He vivido aquí toda mi vida, incluso después de casarme. John se inclinó para volver a besarla. —De acuerdo. Si quieres quedarte aquí, haremos algunos arreglos y te buscaremos a alguien que te haga compañía. —¿Harías eso por mí? —los ojos de la señora Peale se iluminaron. —Todo es poco para mi segunda madre —le aseguró él, y lo decía en serio—. Ahora Sassy y yo vamos a hablar de los detalles. Nos veremos luego. —Vas a ser el mejor yerno del planeta —dijo la madre de Sassy dándole otro beso. John la llevó al rancho. La cuadra estaba ya levantada, los establos, a punto de terminarse, y la casa, completamente reformada. Guió a Sassy hasta la cocina, sonriendo ante su entusiasmo. —Podemos tener cocinera si lo prefieres —le dijo. Ella lo miró mientras deslizaba las manos por el horno lleno de botones relucientes. —Oh, me gustaría encargarme yo —vaciló un instante—. John, en cuanto a mi madre y Selene… Él se apartó del quicio de la puerta en la que estaba apoyado y la estrechó entre sus brazos. Tenía una expresión muy seria. —Sé que estás preocupada por ellas. Pero hablaba en serio cuando dije lo de la acompañante. Necesita una enfermera, pero esa parte no se la contaremos a tu madre todavía. —Todavía no está completamente recuperada. Sé que una enfermera cuidará de ella, pero… —Me gusta cómo te preocupas por los tuyos —John sonrió—. Sé que no está lo suficientemente fuerte como para quedarse sola y que no lo admitirá. Pero estamos muy cerca y puedes ir todos los días a verla.

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—De acuerdo —Sassy sonrió—. Es que me preocupo. —Esa es una de las cosas que más admiro de ti. Tu gran corazón. —Tendrás que viajar mucho a las ferias de ganado, ¿verdad? —le preguntó ella, recordando lo que había leído en una revista sobre los Callister antes de saber quién era John. —Antes lo hacía —dijo él—. Tenemos un capataz en el rancho de Medicine Ridge que ahora está exhibiendo los toros de Gil. Lo traeré aquí para que haga lo mismo con los nuestros. Ahora no quiero estar fuera de casa a menos que sea absolutamente necesario. —Y yo no quiero que te vayas a menos que me lleves contigo —sonrió ella. —Pensamos lo mismo —aseguró John—. No le he dicho nada a tu madre, pero ya he entrevistado a varias mujeres que podrían estar interesadas en ser internas. También he comprobado sus referencias. Cuando supe que iba a casarme contigo empecé a pensar en cómo se las iba a arreglar tu madre sin ti. —Eres una caja de sorpresas —aseguró Sassy sin aliento. —Sí, lo soy —reconoció él con una sonrisa—. Las candidatas empezarán a llamar a la puerta sobre las diez de la mañana del viernes. Tu madre será más feliz en su propia casa, Sassy. —Creo que tienes razón —murmuró ella alzando la vista para mirarlo con sus ojos verdes. —Podemos comprarle más comodidades y arreglar lo que esté mal en la casa. —Hay muchas cosas que están mal —aseguró Sassy preocupada. —Soy rico, como tú me has recordado —respondió John con naturalidad—. Puedo cubrir los gastos de todo lo que Selene y ella necesiten. Después de todo, son mi familia. Ella lo abrazó con calor y colocó la mejilla sobre su pecho. —¿Quieres tener hijos? —le preguntó. John alzó las cejas y sus ojos azules brillaron. —Por supuesto. ¿Quieres que empecemos ahora mismo a encargarlos? —miró a su alrededor—. La mesa de la cocina es un poco pequeña pero… ¡Ay! Sassy le retiró el puño del estómago. —Ya sabes a qué me refiero. De verdad, ¿qué voy a hacer contigo? —¿Quieres que te dé alguna pista? —se ofreció John sonriendo con malicia mientras ella se sonrojaba violentamente. —Mira por la ventana y dime lo que ves —le pidió ella. John obedeció. Había gente entrando y saliendo de los establos sin terminar, trabajando en el interior. —Te aseguro que si se te ocurre aunque sea besarme, estaremos en todas las páginas de sociedad de Internet —le dijo—. Y no sólo por ser quien eres.

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John se rió a carcajadas. —De acuerdo. Esperaremos —miró hacia fuera otra vez y torció el gesto antes de guiarla hacia un pasillo oscuro—. Necesitarán visión nocturna para vernos aquí —aseguró mientras se inclinaba para besarla con deseo. Ella lo besó a su vez, sintiendo un calor explosivo por dentro tan intenso que pensó que iba a arder. Se estremecía cuando John la besaba así, con la boca y con todo el cuerpo. Él le deslizó las manos por la blusa y por los pechos. Sintió sus duros pezones y gimió, besándola todavía con más fuerza. Sassy no sabía nada sobre encuentros íntimos, pero de pronto deseaba vivir uno desesperadamente. Se alzó encima de él, tratando de acercarse todavía más. John la apretó contra la pared y apoyó su cuerpo contra el suyo, besándola más y más hasta que Sassy gimió en voz alta y se estremeció. Aquel sonido atravesó la mente de John. Se apartó de ella y dio un paso atrás, aspirando con fuerza el aire para recuperar el control que había estado a punto de perder. —¿Te paras? —preguntó Sassy sin aliento. —Sí, me paro —respondió él tomándola de la mano y llevándola de nuevo hacia la cocina. Tenía las mejillas sonrojadas—. No volveremos a estar solos hasta la boda — añadió con firmeza mirándola a los ojos—. Vamos a hacerlo todo al modo convencional, ¿de acuerdo? Ella sonrió con todo su corazón. —De acuerdo. —De todas maneras, no tenemos cama todavía —suspiró John. A Sassy le brillaban los ojos. John era muy divertido, y cuando la besaba veía fuegos artificiales. Su matrimonio iba a ser magnífico, de eso estaba segura. Dejó de preocuparse por ser pobre. Cuando se abrazaban, el dinero no importaba en absoluto. El siguiente obstáculo fue el más duro. John anunció una semana después que su familia iba a llegar para conocer a su futura esposa. Sassy no pudo dormir aquella noche por la preocupación. ¿Qué pensaría aquella gente tan rica cuando vieran dónde vivían, lo pobres que eran? ¿Creerían que iba sólo tras el dinero del John? Todavía seguía preocupada cuando aparecieron la tarde siguiente por la puerta con John. Sassy apareció ante ellos en el porche con su mejor vestido, que tenía dos años y estaba pasado de moda. Pero al hombre alto y rubio y a la esbelta mujer de cabello oscuro no parecía importarles cómo iba vestida. La mujer, que no parecía mucho mayor que ella, la abrazó con cariño. —Soy Kasie —se presentó sonriendo de oreja a oreja—. Y él es Gil, mi marido. Gil sonrió y le estrechó la mano con calor.

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—Y éstas son nuestras niñas, Bess y Jenny —continuó Kasie señalando a las dos niñas rubias que llevaba tomadas de cada mano—. Decid hola, es la prometida del tío John. Bess, la más alta, miró a Sassy con los ojos muy abiertos. —¿Vas a casarte con el tío John? Es muy simpático. —Sí, lo es —reconoció Sassy agarrando a John de la mano—. Os prometo que cuidaré muy bien de él. Vamos, entrad —les dijo—. Lo siento, no es un sitio muy… — añadió avergonzada. —Sassy, a nosotros nos crió nuestro tío, que odiaba las cosas materiales —le dijo Gil con dulzura—. Él creció en un sitio como éste. Nos gusta pensar que eso nos forjó el carácter. —Lo que quiere decir es que no te disculpes —dijo John en un susurro. Sassy se rió. Más tarde se enteró de que Kasie había crecido en condiciones todavía más duras, en una zona de África que estaba en guerra. Sus padres, misioneros, fueron asesinados allí. La señora Peale, con Selene a su lado, los saludó un poco intimidada. —Deja de poner esa cara —la reprendió John abrazándola—. Esta es mi futura suegra, la mujer más dulce que he conocido después de Kasie. —¿Y yo? —preguntó Sassy haciendo un puchero. —Tú no eres dulce. Tú eres una maravilla —le dijo con una sonrisa. —De acuerdo, me conformo —se rió ella girándose hacia los demás—. Entrad y sentaos. ¿Hago café? —No, por favor —protestó Gil—. Ya me he tomado como cinco cafeteras de camino aquí. Anoche nos acostamos tarde tratando de recolocar la valla tras una tormenta. Kasie ha conducido casi todo el camino hasta aquí. No creo que pueda volver a tomar café en mi vida. —¿Saliste con tus hombres a arreglar la valla? —preguntó la señora Peale sorprendida. —Por supuesto. Siempre lo hago —respondió Gil con naturalidad. La señora Peale se relajó. Y su hija también. Aquella gente no era como habían esperado. Incluso Selene se sintió cómoda, con lo tímida que solía ser con los desconocidos. Fue una visita maravillosa. —Bueno, ¿qué te parecen? —le preguntó John a Sassy mucho más tarde, cuando se preparaba para regresar al rancho. —Son estupendos —respondió acomodándose contra su pecho en el porche oscuro— . No son ningunos esnobs. Me gustan. —Y tú a ellos también —añadió John con una sonrisa—. Ya no hay más obstáculos. Ahora lo único que tenemos que hacer es casarnos.

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—Pero yo no sé cómo organizar una gran boda —dijo Sassy. —No te preocupes. Conozco a alguien que puede hacerlo. La boda la organizó maravillosamente una profesional de Colorado que John contrató. Era una mujer joven y dulce, y al parecer muy discreta. Sassy estaba fascinada con las bodas que había organizado para gente por todo el país, entre ellas la de su cantante de country favorita. —¿Tú organizaste esa boda? —exclamó Sassy. —Así es. Nadie supo nada hasta que estuvieron de luna de miel. Esa es la razón por la que me ha contratado tu futuro marido —admitió la joven—. Soy la discreción personificada. Y ahora dime qué colores te gustan y nos pondremos a trabajar. Se decidieron por una combinación de rosa, amarillo y blanco. Sassy había pensado en un sencillo vestido blanco, pero Mary Garnett le enseñó un traje de alta costura con los tonos bordados en seda. Era el vestido de novia más bonito que Sassy había visto en su vida. —¡Pero se podría comprar una casa por ese dinero! —exclamó al enterarse del precio. John, que acababa de entrar en el salón de su casa, se detuvo en la puerta. —Sólo nos vamos a casar una vez —le recordó. —Pero es muy caro —protestó ella. John se acercó al sofá y miró por encima del hombro a la fotografía del vestido. —Cómpralo —le dijo a Mary. Sassy abrió la boca. Él se inclinó para callarla con un beso y volvió a salir. Mary sonrió. John tenía otra sorpresa para ella metida en una cajita. Era un regalo de boda anticipado. Se había enterado de que tuvo que empeñar el reloj y la pistola de su abuelo para pagar las facturas y los había recuperado. Sassy lloró como una niña. Lo que significó que John tuvo que consolarla a besos. Ella insistió en seguir trabajando a pesar de las protestas de John. Quería ayudar más en la boda y se sentía culpable por no hacerlo, pero Mary lo tenía todo organizado. Se enviaron las invitaciones y se hicieron arreglos florales. Se contrató a una pequeña orquesta para que tocara en la fiesta. La ceremonia iba a celebrarse en el rancho familiar de Medicine Ridge para asegurarse la privacidad. Gil ya había dicho que iba a contratar más seguridad para la ocasión que la que tenía el presidente de Estados Unidos. Nadie iba a estropear aquella boda. Y nadie podría entrar sin invitación y carné de identidad. —¿Eso es realmente necesario? —le preguntó Sassy a John cuando se quedaron solos.

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—Ni te imaginas lo conocidos que son nuestros padres —suspiró él—. Ellos también vendrán a la boda, y mi padre no puede mantener la boca cerrada. Gil y Kasie le han hablado de ti y ya le está hablando a todo el que quiera escucharlo de su nueva nuera. —¿Yo? —Sassy estaba asombrada—. Pero si no tengo ninguna habilidad especial, y ni siquiera soy guapa. —Tienes el corazón más grande que he visto en mi vida —le aseguró él sonriendo—. Lo que te hace especial no es lo que haces o lo que tienes, sino lo que eres, Sassy. Ella se sonrojó. —¿Y tu madre? John la besó en la punta de la nariz. —Está tan contenta de tener acceso a sus nietas que nunca monta ningún escándalo por nada. Pero está encantada porque haya alguien en la familia que sepa hacer punto. —¿Cómo sabes que sé hacer punto? —¿Crees que no me he fijado en las mantas y en los tapetes que hay por toda la casa? —Podría haberlos hecho mamá. —Pero no es así. Ella me contó que puedes incluso hacer jerseys. A mi madre le encantaría aprender. Quiere que le enseñes. —Por supuesto, es facilísimo. ¿No le importa que sea pobre? ¿Y a los demás? ¿No piensan que me caso contigo por tu dinero? —Sassy —le dijo John muy serio—, tú no sabías que tenía dinero hasta que te pedí en matrimonio. Y ellos lo saben. —De acuerdo entonces —suspiró ella. John se inclinó para besarla. —Sólo quedan unos días —murmuró—. No puedo esperar. —Yo tampoco —confesó Sassy—. Es muy emocionante. Aunque implica mucho trabajo. —Mary está haciendo casi todo para que tú no tengas que molestarte. Bueno, tendrás que buscar los vestidos adecuados para tu madre y Selene. —Eso no es trabajo —se rió ella—. Les encanta ir de compras. Me alegro de que mamá haya terminado ya con la quimioterapia. Cada día está mejor. Me preocupaba que estuviera demasiado débil como para venir a la boda, pero dice que no se la perdería por nada del mundo. —Tendremos a una enfermera profesional en la boda —le aseguró John—. Por si acaso. No te preocupes.

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Por fin llegó la boda. Sassy se había mordido las uñas hasta la raíz por la preocupación de que algo saliera mal. John le aseguró que todo iría sobre ruedas, pero ella no era capaz de relajarse. Aunque una vez que estuvo en la puerta del gran salón de baile de la mansión de los Callister de Medicine Ridge, donde se iba a celebrar la boda, estaba menos nerviosa. La visión de John vestido de esmoquin delante del altar la tranquilizó. Esperó a que sonara la música y entonces agarró con fuerza el ramo de flores y empezó a caminar despacio por el pasillo. El corazón le latió locamente cuando llegó hasta John y él sonrió. Era el hombre más guapo que había visto en su vida. ¡Y se iba a casar con ella! El sacerdote les sonrió a ambos y comenzó la ceremonia. Todo fue rutinario hasta que le preguntó a John si tenía los anillos. John comenzó a rebuscar en los bolsillos y no los encontró. Torció el gesto, asombrado. —Tío John, ¿no te acuerdas? —Murmuró Jenny a su lado alzando un cojín de seda— . Los anillos los tengo yo. John los tomó de la almohadilla y se inclinó para besar a su sobrina en la frente. La niña se rió y corrió a ponerse al lado de su hermana Bess. El sacerdote terminó la ceremonia e invitó a John a que besara a la novia. Él levantó el precioso velo bordado que le cubría el rostro y lo echó hacia atrás. Sus ojos buscaron los suyos. Le sujetó el rostro con sus grandes manos. Se inclinó para besarla con tanta ternura que las lágrimas rodaron por las mejillas de Sassy. Volvió a sonar la música. Sassy tomó a John de la mano y juntos recorrieron el pasillo para salir por la puerta. La fiesta iba a celebrarse en un gigantesco comedor del que se habían retirado los muebles para la ocasión. Mientras comían la tarta nupcial y se hacían las fotos, sonaba los acordes de Debussy interpretados por la orquesta. Sassy vio que había estrellas de cine, políticos y al menos dos multimillonarios entre los invitados. Se estaba codeando con gente que sólo había visto en las revistas. Era fascinante. —Un obstáculo más, señora Callister —le susurró John—, y entonces podremos irnos una semana entera a Cancún. —Sol y playa. —Y tú y yo. Y una cama —John alzó las cejas. Sassy se rió y escondió la cara contra su pecho para disimular el sonrojo. —Bueno, no ha estado mal la boda —dijo una voz familiar detrás de ellos. El jefe de policía Graves llevaba puesto un traje muy bonito y tenía un plato con un trozo de tarta en la mano. —Pero no me gusta la tarta de chocolate —señaló—. Y no hay café. —Sí hay café —aseguró John alzando una taza—. Yo no voy a bodas en las que no se sirva café. —¿De dónde lo has sacado? —preguntó el policía.

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John señaló hacia una esquina del fondo, donde había una cafetera medio llena detrás de un jarrón con flores. Graves sonrió. —Espero que tengáis una vida larga y feliz juntos. —Gracias, jefe Graves —le dijo Sassy. —Me alegro de que hayas podido venir —aseguró John. —Os he traído un regalo —dijo de pronto. Rebuscó en los bolsillos y sacó un paquetito—. Es algo muy útil. —Gracias —dijo Sassy conmovida quitándoselo de las manos. El policía le dirigió a John una mirada cómplice, sonrió y fue en busca del café. —Me pregunto qué será —murmuró Sassy abriendo el paquete. —¡Vaya! —exclamó John cuando vio lo que había dentro. Sassy miró por encima de su hombro y sonrió con afecto. Eran dos CDs dobles de música romántica. Miraron hacia la esquina donde estaba la cafetera. Graves alzó su taza en su honor. Ellos se rieron y lo saludaron con la mano.

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Capítulo 11 Se alojaron en la playa en un hotel en forma de una de las tradicionales pirámides mayas. Sassy descansaba en los fuertes brazos de John, todavía estremecida tras su primer encuentro íntimo. Tenía el rostro sonrojado y los ojos brillantes cuando los alzó para mirarlo. —Luego mejora —le susurró John mientras le deslizaba suavemente los labios por boca—. La primera vez normalmente es difícil. —¿Difícil? —Ella se apoyó en un codo—. ¿Estamos hablando de la misma primera vez? ¡Cielos, creí que me iba a morir! Los azules ojos de John brillaron. —Perdóname. Di por hecho que todos esos gemidos significaban que… no hagas eso —dijo riéndose mientras ella lo pellizcaba—. Tendremos que volver a repetirlo enseguida —sugirió—. Esta vez pondré más atención. Sassy se rió y le besó el ancho hombro. —Más te vale —replicó ella apoyándolo contra las almohadas. —No seas dura conmigo, soy frágil —protestó John—. Quítame las manos de encima… no soy esa clase de hombre. —Claro que lo eres —bromeó ella apretando la boca contra la suya. John se quedó muy quieto durante un largo tiempo después de eso. Pasearon tomados de la mano por la playa al amanecer, viendo cómo las gaviotas sobrevolaban el increíble azul del Golfo de México. —Nunca imaginé que pudieran existir lugares así —aseguró Sassy feliz—. La arena parece azúcar. —Tendremos que llevarnos unas postales. No puedo creer que nos hayamos olvidado la cámara digital —suspiró. —Podríamos comprar una en el hotel —sugirió ella—. Tengo que hacerte al menos una foto en bañador para ponerla en casa. —Lo justo es que yo también te la haga a ti. Ella se rió. —De acuerdo. —También deberíamos comprar regalos para todo el mundo. —Incluso para el jefe Graves. —¿Qué sugieres? —Algo musical. John frunció los labios. —Le llevaremos una de esas flautas de madera.

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—¡No! Algo musical. Él la estrechó entre sus brazos. —Que sea algo musical. Tras la luna de miel, se detuvieron a pasar el fin de semana en el rancho de los Callister en Medicine Ridge, donde Sassy tuvo tiempo de conocer mejor a la cuñada de John, Kasie. —Me daba mucho miedo no encajar aquí —le confesó Sassy mientras recorrían el jardín de la casa. Las flores crecían en abundancia alrededor de la enorme piscina—. Quiero decir… este mundo es muy distinto a todo lo que conozco. —Sé exactamente cómo te sientes —le aseguró Kasie—. Yo nací en África. Mis padres eran misioneros allí —recordó con tristeza—. Los mataron delante de nosotros, de mi hermano Kantor y de mí. Nos fuimos a vivir con nuestra tía a Arizona. Kantor creció, se casó y tuvo una niña. Estaba sobrevolando África en un servicio courier cuando sufrió un ataque. Les dispararon a su familia y a él en el avión y murieron. Kasie se sentó en uno de los bancos y miró hacia el horizonte. —Nunca pensé que yo terminaría aquí —dijo—. A Gil ni siquiera le caía bien al principio —aseguró riéndose—. Me hizo la vida imposible cuando vine a trabajar aquí. —No parece esa clase de hombre —aseguró Sassy. —Puede ser muy amable. Pero había perdido a su esposa en un accidente de equitación y no quería volver a casarse nunca. Dijo que yo me colé por sorpresa. Por supuesto, pensaba que era demasiado joven para él. —Igual que John —suspiró Sassy—. Y yo estaba convencida de que era demasiado rico para mí. Kasie se rió. —Yo también sentía eso. Pero ya ves, no tiene nada que ver con el dinero. Tiene que ver con los sentimientos y las cosas que tengáis en común. A veces Gil y yo nos quedamos hablando horas y horas. Es mi mejor amigo además de mi marido. —Yo siento lo mismo por John —aseguró Sassy—. Ha encajado perfectamente en mi familia, como si los conociera de siempre. —Mamá Luke también adoptó a Gil al instante —captó la mirada de curiosidad de Sassy—. Oh, es la hermana de mi madre. Es monja. —¡Cielos! —Mi madre estaba embarazada de mí y de Kantor cuando un mercenario le salvó la vida —se explicó—. Se llamaba K.C. Kantor. Nos pusieron así a los dos por él. —He oído hablar de él —dijo Sassy vacilando. No quería repetir lo que había escuchado sobre aquel millonario solitario y malhumorado.

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—La mayoría de las cosas que has oído seguro que son ciertas —se rió Kasie al ver su expresión—. Pero yo le debo la vida. Es un buen hombre. Seguramente se habría casado con Mamá Luke si ella no hubiera sentido la llamada de Dios. —¿Está casado? Kasie frunció el ceño. —Tengo entendido que se casó una vez con una mujer terrible y que se divorció de ella enseguida. No sé si es verdad. Esa clase de cosas no se preguntan. —Entiendo. —A los padres de Gil les has caído bien —dijo Kasie de repente. —¿Ah, sí? —Sassy estaba asombrada—. ¡Pero si apenas tuve ocasión de cruzar dos palabras con ellos en la boda! —Pero John sí —Kasie sonrió—. Cantaba tus alabanzas mucho antes de casarse contigo. Magdalena dice que quiere que le enseñes a hacer punto. —Sí, eso me dijo John, pero creí que era broma. —No, es en serio. Ya verás, se presentará un día de éstos en tu rancho con su set de costura y tendrás que echarla de allí con la escoba. Sassy se sonrojó. —Nunca haría una cosa así. Es guapísima. —Sí. Los chicos y ella ni siquiera se hablaban antes de que yo me casara con Gil. Yo lo convencí para que nos reuniéramos con ellos en nuestra luna de miel. Gil estaba conmocionado. Sus padres se casaron muy jóvenes y tuvieron hijos mucho antes de estar preparados para ello. El tío de John y Gil se los llevó con él y dejó a sus padres fuera de sus vidas. Fue una tragedia. Crecieron creyendo que sus padres no los querían. No era cierto. Sencillamente, no sabían cómo acercarse a sus hijos después de tantos años. —Yo pienso que padres e hijos necesitan estar juntos esos primeros años —aseguró Sassy. —Estoy totalmente de acuerdo —dijo Kasie sonriendo—. Gil y yo queremos tener hijos propios, pero primero queremos que las niñas se sientan seguras con nosotros. No hay prisa. Tenemos muchos años por delante. —Las niñas parecen muy felices. Kasie asintió. —Es como si fueran hijas mías —dijo con dulzura—. Las quiero mucho. Se me rompió el corazón cuando Gil me envió a casa desde Nassau y me dijo que no estuviera allí cuando ellas llegaran. —¿Cómo? Kasie se rió.

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—Tuvimos un noviazgo difícil. Algún día te lo contaré todo. Pero ahora será mejor que entremos. Tu marido se pondrá nervioso si no te ve. —Es un buen marido. —Es bueno. Como mi Gil. Tenemos suerte para ser dos chicas pobres, ¿no te parece? —le preguntó. Sassy la tomó del brazo. —Sí. Pero las dos viviríamos en una chabola y coseríamos a mano si nos lo pidieran. —¿De qué habéis estado hablando tanto tiempo? —le preguntó John aquella noche a Sassy cuando la abrazó en la cama. —De los hombres tan maravillosos con los que nos hemos casado —respondió ella adormilada alzándose para darle un beso. —¿Te ha hablado Kasie de su pasado? —Sí. Qué historia tan increíble. Y me dijo que Gil al principio no la aguantaba. —Es verdad —John se rió—. Incluso llegó a despedirla. Pero se dio cuenta a tiempo de su error. Ella era una mujer misteriosa y mi hermano no estaba dispuesto a volver a arriesgar su corazón. —Algo parecido a ti —murmuró Sassy. John se rió. —Algo parecido —la estrechó contra sí y cerró los ojos—. Mañana volvemos a casa. ¿Estás preparada para vivir con tu marido, señora Callister? —Preparada y deseosa, señor Callister —murmuró sonriendo mientras se quedaba dormida. Varias semanas más tarde, Sassy se había instalado ya en el rancho y estaba haciendo suficientes accesorios de punto y de croché como para convertir aquel lugar en un hogar. La señora Peale tenía una nueva compañera, una enfermera de mediana edad llamada Helen, muy dulce y que cocinaba además de limpiar la casa. No tenía familia, así que la señora Peale y Selene llenaron aquel espacio vacío de su vida. Ellas estaban encantadas. Sassy y John las visitaban con regularidad. Pero eran como periquitos, resultaba difícil ver a uno sin el otro. Sassy decía que parecían hermanos siameses, y John estuvo completamente de acuerdo. Una tarde. John entró en casa por la puerta de atrás acompañado del jefe Graves, que sonreía de oreja a oreja. —Tenemos visita —le dijo John a Sassy parándose a su lado y estrechándola cálidamente contra sí—. Nos trae noticias. —Pensé que os gustaría saber que el señor Tarleton tiene que cumplir una condena de cinco años —dijo encantado—. Lo encerraron el pasado viernes. Va a recurrir, por supuesto, pero no le servirá de nada. Lo grabaron en vídeo mientras accedía a los términos del acuerdo. Ya os dije que la juez era muy dura con los cargos de agresión sexual.

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Sassy asintió. —Lo lamento por él —dijo—. Ojalá hubiera aprendido la lección la última vez en Wyoming. Supongo que, cuando haces algo mal durante mucho tiempo, no puedes dejar de hacerlo. —Los agresores suelen ser reincidentes en muchas ocasiones —replicó Graves con solemnidad—, Pero ya está fuera de las calles, no podrá hacer daño a más mujeres — apretó los labios—. También quería daros las gracias por el regalo que me habéis traído de México. Aunque tengo una curiosidad. —¿De qué se trata? —preguntó Sassy. —¿Cómo sabíais que tocaba la flauta? Ella alzó las cejas. —¿Tocas la flauta? —preguntó sorprendida. El jefe de policía se rió. —Tal vez tu esposa sea clarividente —le dijo a John—. Más te vale cuidar bien de ella. Una mujer con ese don vale su peso en oro. —Y que lo digas —respondió John mirando a su esposa con arrobo. —Vuelvo al pueblo. Cuidaos. —Tú también —le dijo Sassy. Cuando Graves se subió a su camioneta. John se giró hacia Sassy con los ojos entornados. —Así que puedes leer el pensamiento, ¿verdad? —Le apretó la frente contra la suya y le rodeó la cintura con las manos—. ¿Crees que puedes decirme lo que estoy pensando en este momento? —la retó en broma. Ella se puso de puntillas y le dijo algo al oído. John se rió, la agarró en brazos y entró en el vestíbulo con ella a cuestas. Sassy se abrazó con fuerza a él. La mente de algunos hombres, pensó con picardía, no resultaba en absoluto difícil de leer.

Fin

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Correos electrónicos diana palmer - el secreto de john · versión 1

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