Seleccion De Relatos cortos de Ursula K LeGuin

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Ursula K. LE GUIN Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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CONTENIDO: Reseña Biográfica y Bibliográfica El Ekumen Día del perdón El asunto de Seggri El autor de las Semillas de Acacia y otros Extractos... El día antes de la revolución El diario de la rosa El sueño de Newton La dirección de la carretera Las estrellas en la roca Selección Soledad Vieja música y las mujeres esclavas

Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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RESEÑA BIOGRAFICA DE

Ursula K. Le Guin (De Wikipedia)

Ursula K. Le Guin

Ursula Kroeber Le Guin (Berkeley, California, 21 de octubre de 1929) es una escritora estadounidense de ciencia ficción y fantasía. Ha escrito poesía, libros infantiles y ensayos, e incluso ha traducido obras de otros autores desde el chino y el español. Sin embargo, debe su fama al numeroso caudal de libros y cuentos de ciencia ficción y fantasía publicados a lo largo de su dilatada carrera con varios premios Hugo y Nébula. Es la única mujer que hasta la fecha ha sido galardonada con el título de Gran Maestra por la Asociación de escritores de ciencia ficción y fantasía de Estados Unidos (SFWA). Se considera una feminista anarquista y taoísta.

Biografía Nació en Berkeley, California el 21 de octubre de 1929. Su padre era el eminente antropólogo Alfred L. Kroeber y su madre, Theodora, escritora de literatura infantil. Desde pequeña se educó en una atmósfera de interés académico por los mitos y leyendas de todos los pueblos de la tierra. Su interés por la literatura es temprano: ya a la edad de 11 años envió su primer relato a la reputada revista Astounding Science Fiction y, aunque rechazado, eso no le hizo desistir. Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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Fue a la Escuela Radcliffe de la Universidad de Harvard, donde se graduó en 1951, y luego pasó un año en la Universidad de Columbia donde hizo su postgrado en lenguas romances. Su tesis de maestría relacionaba diversos aspectos de la literatura romance de la Edad Media y el Renacimiento. Tras finalizar su curso de postgrado, obtuvo una beca Fulbright para estudiar en Francia, donde conoció al que se convertiría en su marido, Charles Le Guin. Se casaron en 1953. A su vuelta a EE.UU. enseñó francés en varias universidades antes de dedicarse por completo a la literatura. Ha publicado seis libros de poesía, veinte novelas y más de un centenar de historias, cuatro colecciones de ensayos, once libros para niños y algunas traducciones (entre las que destaca el "Tao Te Ching" de Lao Tse y una selección de poemas de Gabriela Mistral). Desde 1958 vive en Portland, Oregón, donde dio a luz a sus tres hijos. Hoy día está considerada como uno de los mejores autores vivos del género; en el año 2003 fue galardonada como "Gran Maestra" de la SFWA (la primera mujer en obtener esta distinción).

Primeras publicaciones Sus primeras creaciones literarias no fueron en el terreno de la fantasía, pero no obtuvo mucho interés por parte de las editoriales. Entonces volvió al campo de la fantasía en busca de un estilo y formas que le permitieran adentrarse en los temas que le interesaban sin perder la capacidad de publicar aquello que escribía. Su primera publicación de un cuento de fantasía fue en la revista Amazing en 1962, pero su debut como novelista no llegaría hasta cuatro años más tarde, con la novela "El mundo de Rocannon" (1966). La historia de Rocannon cuenta el viaje de un científico a un mundo poblado por tres especies inteligentes diferentes en un ambiente más propio de la fantasía que de la ciencia ficción. En realidad, esta historia se enmarcaba ya en las bases de lo que sería su propio universo de creación: el universo Hainish (Ekumen), en el que conviven diferentes razas humanoides descendientes de una única civilización ancestral proveniente del planeta Hain y cuya diversidad psicológica y sociológica permiten explorar una gran diversidad de facetas y valores de nuestra propia cultura. La serie, que nos traslada a 2500 años en el futuro, continuó durante el final de los años 60 con otras novelas como "Planeta de exilio" en 1966, "La ciudad de las ilusiones" un año después, y una de sus obras maestras, "La mano izquierda de la oscuridad" en 1969, novela premiada tanto con un Hugo como con un Nébula y que la catapultó a la fama.

Terramar Aunque Ursula K. Le Guin es una reputadísima escritora de ciencia ficción, también ha cultivado con mucho éxito el género fantástico y posiblemente la Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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serie de fantasía le haya otorgado tanta fama como sus obras de ciencia ficción. La serie de Terramar, en la que se narra la historia de un joven aprendiz de mago que tiene que luchar contra su propios miedos y fantasmas, fue iniciada con la novela de 1968, "Un mago de Terramar", y posteriormente continuada en 1971 con "Las tumbas de Atuan" y "La costa más lejana". Y muchos fueron los que conocieron a ésta escritora gracias a estos tres títulos. Veinte años después, Le Guin volvería a retomar los personajes y escenarios oceánicos, con "Tehanu" (1990) y "En el otro viento" (2001), aunque entre tanto siguió escribiendo algunos cuentos dentro de este mundo que se pueden encontrar en antologías como "Las doce moradas del viento" o el más moderno "Cuentos de Terramar". Las historias de Terramar fueron muy bien acogidas por el público, a pesar de que los premios fueron escasos. Si bien, es cierto que "Tehanu" le supuso un Nébula (el primero en la historia de los galardones otorgado a una novela de fantasía no científica y el tercero en toda su carrera, un récord no igualado por ningún otro autor desde que se instauró este galardón en 1965).

Otras novelas y cuentos Tras terminar la, entonces, trilogía de Terramar, Le Guin regresó a los mundos Hainish; y lo hizo para volver a ganar de nuevo tanto el Hugo como el Nébula gracias a "El nombre del mundo es Bosque" (1972), premio Hugo del año 1973, y la que es considerada su otra obra maestra "Los desposeídos: una utopía ambigua" (1974), obra que le valió en el año 1975 volver a ser considerada tanto por la Sociedad mundial de ciencia ficción como por la SFWA como la mejor escritora de ciencia ficción del año. Ese mismo año, apareció una recopilación de cuentos: "Las doce moradas del viento", en el que se recogen algunas historias difíciles de encontrar, a pesar de haber sido alguna, como es el caso de "El día anterior a la revolución" galardonada con varios premios (Nébula, Locus y Jupiter, en el caso antes mencionado). Le Guin también publicaba constantemente en las revistas de ciencia ficción de la época. De aquellos cuentos salieron recopilaciones como "La rosa de los vientos" (1982), "Un pescador del mar interior" (1994) y "Cuatro caminos hacia el perdón" (1995). Más recientemente ha regresado a este que parece su universo favorito con una nueva recopilación de cuentos titulada "El cumpleaños del mundo y otros relatos" (2002). En aquellos años también escribió otras novelas de ciencia ficción que no ocurren en el universo hainish. Tal es el caso de "La rueda celeste" (1971), "El ojo de la Garza" (1983) y "El eterno regreso a casa" (1985).

Antropología ficción Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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Gran parte de la obra de ciencia ficción de Le Guin se distingue por su interés en las "ciencias sociales", entre ellas la sociología y la antropología. Sus obras suelen explorar aspectos inusuales de las culturas alienígenas que presentan mensajes y reflexiones sobre nuestra propia cultura. Es en este sentido que algunos califican su obra de ciencia ficción como ciencia ficción blanda frente a las corrientes mucho más materialistas y fisicistas que se suelen calificar como ciencia ficción dura. Un ejemplo de esta reflexión es la exploración que se hace en "La mano izquierda de la oscuridad" de nuestra identidad sexual y nuestros tabús, mediante la presentación de la raza nativa de Gueden, una raza alienígena que alterna su sexualidad de forma periódica en lo que asemejaría a un estado de celo (kemmer) y su reacción ante la existencia de personas unisexuadas como el protagonista de la historia. La capacidad de Le Guin para crear mundos creíbles poblados por personajes profundamente humanos (con independencia de que puedan ser calificados técnicamente como tales) es bien conocida. Su serie de fantasía ubicada en el imaginario mundo de Terramar también tiene una lectura social, mucho más cercana a las reflexiones sobre nuestra humanidad que las de otros autores muy reputados como J.R.R. Tolkien. Por otra parte, muchos expertos suelen incluir a su lista de cualidades e intereses temas como el taoísmo, el anarquismo, el feminismo, la psicología y la sociología. Cuestiones que ha tratado con un estilo único.

Cuentos no fantásticos Con el tiempo, algunas de las historias no relacionadas con la fantasía (aunque situadas en países ficticios o imaginarios) también tomaron la forma de antologías y aparecieron en publicaciones como los "Países imaginarios (Orsinian Tales)", "Malafrena" y "Las llaves del aire".

Literatura infantil y juvenil Aunque es muy discutible el tópico que existe sobre la idoneidad de la ciencia ficción para el público adulto, las historias de ciencia ficción y de fantasía de Le Guin tienen, si cabe, mucho menos de literatura juvenil que el común de la ciencia ficción. La literatura de ciencia ficción posiblemente nunca fue tan adulta y dirigida tanto a los adultos como en el caso de sus obras maestras: "La mano izquierda de la oscuridad" y "Los desposeídos". Sin embargo, como se comentaba antes, Ursula K. Le Guin sí que ha escrito libros infantiles. No obstante, estos no han sido traducidos al castellano, a excepción de El Viaje de Salomón. Una lista de sus libros para niños incluiría títulos como: The Catwings Collection (que incluye Catwings, Catwings Return, Wonderful Alexander and the Catwings y Jane on her Own ), además de títulos como Fish Soup, A Ride on the Red Mare's Back, A Visit from Dr. Katz y Tom Mouse. Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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Por otro lado, y destinado a un público más bien adolescente o de "jóvenes adultos" tal y como lo define la propia autora, nos encontramos títulos exquisitos como Very Far Away from Anywhere Else.

Publicaciones más recientes Recientemente ha sido traducida su penúltima aportación a la literatura fantástica y de ciencia ficción: una colección de cuentos publicada en el año 2003 titulada "Planos Paralelos". Sin embargo, todavía está por traducir una obra de fantasía publicada en el año 2004 titulada Gifts, galardonada con el premio premio PEN Center USA, y cuya continuación, Voices, se publicará en 2006. Ursula K. Le Guin es una autora muy prolífica y muchas de sus obras no están reflejadas en este artículo. Muchas se publicaron en revistas literarias de ciencia ficción. Aquellas que no han sido recogidas en antologías, han quedado fuera de nuestro análisis.

Bibliografía Completa Novelas

Novelas del Ekumen Rocannon's World. 1966, El mundo de Rocannon Planet of Exile. 1966, Planeta de exilio City of Illusion. 1967, Ciudad de ilusiones. Worlds Of Exile And Illusion .1998 The Left Hand of Darkness. 1969, La mano izquierda de la oscuridad The Dispossessed. An Ambiguous Utopia. 1974, Los desposeídos The Word for World Is Forest. 1976. El nombre del mundo es bosque The Telling. 2000, El relato.

Otras novelas de Ciencia Ficción The Lathe of Heaven. 1971. La rueda celeste The Eye of the Heron. 1983. El ojo de la garza Always Coming Home. 1985 El eterno regreso a casa

Novelas comunes Very Far away from Anywhere Else. 1976. Malafrena 1979. Malafrena

Fantasía

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The Beginning Place. 1980, El Lugar del comienzo

Libros de Terramar A Wizard of Earthsea. 1968, Un mago de Terramar The Tombs of Atuan. 1970. Las tumbas de Atuán The Farthest Shore. 1972, La costa más lejana Tehanu. 1990, Tehanu Tales from Earthsea. 2001, Cuentos de Terramar. The Other Wind. 2001, En el otro viento. Los Libros de Terramar. 1992.

Colecciones de Cuentos The Wind's Twelve Quarters. 1975. Las doce moradas del viento. Orsinian Tales. 1976 Países imaginarios. The Compass Rose. 1982 La rosa de los vientos, Buffalo Gals 1987, Searoad. 1991 A Fisherman of the Inland Sea. 1994. Un pescador del mar interior (3 del Ekumen) Four Ways to Forgiveness. 1995 Cuatro caminos hacia el perdón (Ekumen) Unlocking the Air. 1996 Las llaves del aire The Birthday of the World, 2002. El cumpleaños del mundo. Changing Planes, 2003, Planos Paralelos.

Premios y reconocimientos Comunidad de Fulbright 1953 Premio Boston Globe-Horn Book 1968: EL MAGO DE TERRAMAR Premio Lewis Carroll Shelf 1979: EL MAGO DE TERRAMAR Mención de honor Horn Book: EL MAGO DE TERRAMAR Mención de libro notable de la American Library Association: EL MAGO DE TERRAMAR Premio Howard Vursell de la Academia Americana de Artes y Letras Premio Hugo 1970 (novela): LA MANO IZQUIERDA DE LA OSCURIDAD Premio Hugo 1973 (relato corto): EL NOMBRE DEL MUNDO ES BOSQUE Premio Hugo 1974 (relato corto): LOS QUE SE ALEJAN DE OMELAS Premio Hugo 1975 (novela): LOS DESPOSEÍDOS Premio Hugo 1988 (relato): BUFFALO GALS, WON'T YOU COME OUT TONIGHT? Premio Kafka Premio Nacional del Libro Premio Nebula 1969 (novela): LA MANO IZQUIERDA DE LA OSCURIDAD Premio Nebula 1974 (novela): LOS DESPOSEIDOS Premio Nebula 1974 (relato corto): EL DÍA ANTERIOR A LA REVOLUCIÓN Premio Nebula 1990 (novela): TEHANU Premio Nebula 1995 (relato): SOLITUDE Medalla de Honor Newberry 1972: THE FINEST SHORE Premio Pilgrim 1989 por su trabajo de por vida. Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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Mejores Libros del Publisher's Weekly 1995. Categoría Ciencia Ficción: CUATRO CAMINOS AL PERDÓN Premio Pushcart Premio World Fantasy. 1995 Por su aporte de por vida Premio James Tiptree Jr. Memorial 1994: THE MATTER OF SEGGRI Premio James Tiptree Jr. Memorial 1996: MOUNTAIN WAYS Premio Retrospectiva James Tiptree Jr. Memorial: LA MANO IZQUIERDA DE LA OSCURIDAD WisCon 20 (1995) Invitada de Honor

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El Ekumen Ursula K. Le Guin Rocannon's World (1966) (El mundo de Rocannon, Ed. Bruguera) Planet of Exile (1966) (Planeta de exilio, Ed. Martínez Roca) City of Illusions (1967) (La ciudad de las ilusiones, EDHASA) (El nombre del mundo es bosque, Ed. Minotauro) Four Ways lo Forgiveness (1995) The Left Hand of Darkness (1969) (La mano izquierda de la oscuridad, Ed. Minotauro) The Dispossessed (1974) (Los desposeídos, Ed. Minotauro) The Word for World is Forest (1976) (Cuatro caminos hacia el perdón, Ed. Minotauro) The Telling (2000) (El relato) La mayor parte de mi ciencia-ficción tiene lugar dentro de un marco histórico futuro. Puesto que se desarrolló a la ventura a lo largo de los diversos libros y relatos, contiene algunas inconsistencias espectaculares, pero el plan general es éste: La gente de un mundo llamado Hain colonizó todo el Brazo Orión de la galaxia hace más de un millón de años. Todas las especies homínidas encontradas hasta ahora son descendientes de los colonos hainish (a menudo modificados genéticamente para encajar con el planeta colonia o por otras razones). Tras esta Expansión, los hainish se retiraron a Hain durante cientos de milenios, dejando a su lejana descendencia que se las arreglara por sí misma. Cuando la gente de la Tierra empezó a explorar el espacio cercano, utilizando naves Casi Tan Rápidas Como la Luz y el comunicador instantáneo llamado el ansible, se toparon con los hainish, que partían de nuevo en busca de sus parientes perdidos. Se formó una Liga de Mundos (ver las novelas El mundo de Rocannon, Planeta de exilio y la ciudad de las ilusiones). Esta Liga se expandió y maduró a una asociación igualitaria de mundos y gente llamada el Ecumen, administrada desde Hain por gente llamada los estables, mientras los móviles partían a explorar mundos desconocidos, descubrir nuevas especies y servir como enviados y embajadores de los mundos miembros. Las novelas "ecuménicas" son: La mano izquierda de la oscuridad, El nombre del mundo es bosque y Los desposeídos. La mayoría de las historias de ciencia-ficción en las colecciones The Wind's Twelve Quarters (Las doce moradas del viento, EDHASA) y The Compass Rose (La rosa de los vientos, EDHASA), las tres últimas historias de A Fisherman of the Inland Sea, y todas las de Cuatro caminos hacia el perdón se hallan situadas en el Ecumen. —Ursula K. Le Guin—

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Día del Perdón

Solly había sido una malcriada del espacio, hija de Móviles, viviendo en esta nave y en la otra, en este mundo y en aquél. Al cumplir los diez años ya había viajado quinientos años luz; a los veinticinco, ya había vivido una revolución en Alterra, había aprendido aiji en Terra y presentimiento con un viejo hilferita en Rokanan, había atravesado como una brisa las Escuelas de Hain y había sobrevivido a una misión como Observadora en el asesino y moribundo Kheakh, recorriendo, entre tanto, otro medio milenio a casi la velocidad de la luz. Era joven, pero tenía mucha experiencia. Le aburrió que la gente de la Embajada, en Voe Deo, le repitiera que tuviera cuidado con esto, que recordara aquello; ahora ella también era una Móvil, después de todo. Werel tenía sus caprichos pero..., ¿qué mundo no los tenía? Se había preparado de antemano, sabía cuándo hacer reverencias y cuándo no eructar, y viceversa. Resultaba un alivio quedarse sola, por fin, en esta pequeña y magnífica ciudad, en este pequeño y magnífico continente, como la primera y única Enviada de los Ekumen ante el Divino Reino de Gatay. Estaba excitada por los días pasados en la altitud, por el diminuto y brillante sol vertiendo luz vertical sobre las calles ruidosas, por los picos que se elevaban increíblemente detrás de cada edificio, por el cielo celeste oscuro donde grandes y cercanas estrellas brillaban todo el día, por las deslumbrantes noches con seis o siete trozos de luna suspendidos, por la gente alta y negra, de ojos negros, cabezas angostas y largas, manos y pies estrechos, gente magnífica, ¡su gente! Los amaba a todos. Aunque tuviera que verlos demasiado. Su último momento de completa soledad fueron las pocas horas pasadas en la cabina de pasajeros de la nave de reconocimiento enviada por Gatay para traerla desde el otro lado del océano, desde Voe Deo. Ya en la pista, salió a su encuentro una delegación de sacerdotes y funcionarios del Rey y del Consejo, magníficos en sus atavíos escarlatas, marrones y turquesas, y de allí la llevaron al Palacio, donde hubo muchas reverencias y nada de eructos, por supuesto, durante horas... todo ello completamente predecible, sin ningún problema, ni siquiera por la impenetrable y gigantesca flor frita del plato que le sirvieron durante el banquete. Pero junto a ella, desde el primer momento en la pista y en todo momento a partir de entonces, discretamente ubicados detrás o al lado o muy cerca, había dos hombres: su Guía y su Guardián. El Guía, cuyo nombre era San Ubattat, le había sido provisto por sus anfitriones de Gatay; por supuesto, él debía informar al gobierno sobre ella, pero era un espía de lo más obsequioso, que le suavizaba infinitamente el camino, que le enseñaba con sencillas indicaciones lo que se esperaba de ella o lo que podía resultar un desatino y que era un excelente lingüista, siempre listo con la traducción cuando ella la necesitaba. No había problema con San. Pero el Guardián era otra cosa. Se lo habían adosado los anfitriones de los Ekumen en este mundo, el poder dominante de Werel, la gran nación de Voe Deo. Solly se quejó prontamente a la Embajada de Voe Deo, diciendo que no necesitaba ni deseaba un guardaespaldas. En Gatay no había nadie que estuviera persiguiéndola, y si así fuera, prefería cuidarse sola. La Embajada suspiró. Lo sentimos, dijeron. Tendrá que aguantárselo. Voe Deo tiene presencia militar en Gatay, que después de todo es una nación cliente, económicamente dependiente. Es de interés para Voe Deo proteger al legítimo gobierno de Gatay contra las facciones terroristas nativas, y a usted la protegemos como si fuese uno de los intereses de ese gobierno. Está fuera de discusión. Sabía muy bien que no debía discutir con la Embajada, pero no podía resignarse al Mayor. Solly traducía su título militar, Rega, con el término arcaico «Mayor», por algo Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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que había leído en un pasquín que había visto en Terra. El Mayor del pasquín era un uniformado pomposo, cubierto de medallas e insignias. Resoplaba, se pavoneaba y daba órdenes, hasta que finalmente explotaba, convertido en una nube de estopa. ¡Ojalá este Mayor explotara también! No era que se pavoneara exactamente, o que diera órdenes en forma directa. Era de una cortesía pétrea, silencioso como la madera, tieso y frío como el rigor mortis. Muy pronto, Solly renunció a todo esfuerzo dirigido a tratar de hablar con él; a cualquier cosa que ella dijera, él respondía «Sí, Señora» o «No, Señora» con la presta estupidez de un hombre que realmente no escucha ni escuchará, de un oficial oficialmente incapaz de toda humanidad. Y él estaba junto a ella en todas las situaciones públicas, día y noche, en la calle, de compras, en reuniones con empresarios y funcionarios, paseando, en la corte, en el ascenso en globo por encima de las montañas... con ella en todas partes, en todas partes menos en la cama. Incluso en la cama, Solly no estaba tan sola como a menudo le hubiese gustado, puesto que el Guía y el Guardián se marchaban a casa por la noche, pero en la antesala de su habitación dormía la Mucama... un regalo de Su Majestad, su propiedad privada. Recordaba su incredulidad al ver la palabra por primera vez, años atrás, en un texto sobre la esclavitud: «En Werel, los miembros de la casta dominante se llaman propietarios; los miembros de la clase servil se llaman propiedades. Sólo a los propietarios se los denomina hombres o mujeres; las propiedades se denominan siervos y siervas». Así que eso era, la propietaria de una propiedad. No se deben rechazar los regalos de un rey. El nombre de su propiedad era Rewe. Rewe probablemente también era espía, aunque resultaba difícil de creer. Era una mujer seria, atractiva, unos años mayor que Solly y con casi la misma intensidad de color en la piel, aunque Solly era marrón rosácea y Rewe era marrón azulada. Las palmas de sus manos eran de un delicado color azulado. Los modales de Rewe eran exquisitos y tenía tacto, astucia y un infalible sentido de cuándo se deseaba su presencia y cuándo no. Solly, desde luego, la trataba como a una igual, y estableció desde el comienzo que creía que ningún ser humano tenía derecho a dominar, y mucho menos a poseer, a otro ser humano; que no le daría ninguna orden y que esperaba que llegaran a ser amigas. Rewe aceptó todo eso, desafortunadamente, como si fuese un nuevo grupo de órdenes. Sonrió y dijo que sí. Era infinitamente dócil. Lo que Solly decía o hacía se hundía en esa aceptación y allí se perdía, dejando a Rewe inalterable, como una presencia física atenta, servicial y amable, pero sencillamente inalcanzable. Sonreía, decía que sí y era intocable. Pero Solly comenzó a pensar, después de la primera efervescencia de los primeros días en Gatay, que necesitaba a Rewe, verdaderamente la necesitaba para poder charlar con ella de mujer a mujer. No había manera de conocer a mujeres propietarias, porque vivían escondidas, «en casa», como decían. Todas las siervas, excepto Rewe, eran propiedad de otra persona y ella no podía hablarles. Las únicas personas que Solly podía conocer eran hombres. O eunucos. Esa era otra cosa difícil de creer: que un hombre, voluntariamente, entregara su virilidad a cambio de un poco de reputación social. Pero en la Corte del Rey Hotat conocía a hombres así a cada momento. Nacidos como propiedades, se liberaban de la esclavitud transformándose en eunucos y, con frecuencia, se elevaban a posiciones de considerable poder y confianza entre los propietarios. El eunuco Tayandan, mayordomo de Palacio, era quien gobernaba al Rey, que no gobernaba, sino que era el figurón del Consejo. El Consejo estaba compuesto por varias clases de propietarios, pero sólo una clase de sacerdotes, los tualitas. Los únicos que adoraban a Kamye eran los siervos, y la religión original de Gatay había quedado suprimida al convertirse el monarca en tualita, hacía más o menos un siglo. Si había algo que le Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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disgustaba de Werel, aparte de la esclavitud y del sexismo, eran las religiones. Las canciones sobre la Dama Tual eran hermosas, y sus estatuas y los grandes templos de Voe Deo eran maravillosos, y el Arkamye parecía ser una buena historia, aunque algo exagerada, pero... ¡la moral santurrona, la intolerancia, la estupidez de los sacerdotes, las espantosas doctrinas que justificaban todas las crueldades en nombre de la fe! En honor a la verdad, se decía Solly, ¿había algo que sí le gustara de Werel? Y se respondía instantáneamente: me encanta, me encanta. Me encanta este extraño, pequeño y brillante sol y todos los trozos rotos de luna, y las montañas que se elevan como muros de hielo, y la gente... la gente, con sus ojos negros sin blanco, como los ojos de los animales, ojos como el cristal oscuro, como el agua oscura, misteriosos... ¡Quiero amarlos, quiero conocerlos, quiero alcanzarlos! Pero tenía que admitir que los imbéciles de la Embajada tenían razón en una cosa: era difícil ser mujer en Werel. Solly no encajaba en ningún sitio. Se manejaba sola, tenía una posición pública, y por lo tanto era una contradicción: las mujeres decentes se quedaban en casa, invisibles. Sólo las siervas salían a la calle, o conocían extraños, o trabajaban en empleos públicos. Ella se comportaba como una propiedad, no como una propietaria. Sin embargo, era algo muy grandioso, era una Enviada de los Ekumen, y Gatay deseaba con todas sus fuerzas unirse a los Ekumen y no ofender a sus Enviados. De modo que los oficiales, cortesanos y empresarios con los que hablaba Solly sobre los asuntos de los Ekumen hacían lo mejor que podían: la trataban como si fuese un hombre. La simulación nunca era completa y con frecuencia se derrumbaba del todo. El pobre y viejo rey le hacía industriosas insinuaciones, con la vaga impresión que ella era igual a las que le calentaban la cama. Cuando ella contradecía a Lord Gatuyo en alguna discusión, él la miraba con la incrédula perplejidad de un hombre cuyo zapato acabara de insolentarse. La veía como a una mujer. Pero, en general, la prescindencia de su sexo funcionaba, permitiéndoles trabajar juntos. Solly comenzó a acomodarse al juego y solicitó la ayuda de Rewe para que le confeccionara ropas que se asemejaran a las que usaban los hombres propietarios de Gatay, evitando cualquier cosa que para ellos resultara específicamente femenina. Rewe era una costurera rápida e inteligente. Los pantalones brillantes, pesados y ajustados eran prácticos y cómodos; las chaquetas bordadas eran espléndidamente abrigadas. A Solly le agradaba usarlas. Pero se sentía asexuada entre esos hombres que no podían aceptarla como era. Necesitaba charlar con una mujer. A través de los propietarios, trató de conocer algunas propietarias escondidas, pero sólo pudo conocer un muro de cortesía, sin puerta, sin un resquicio por donde espiar: ¡Qué idea fantástica; organizaremos una visita cuando el tiempo mejore! Me sentiría apabullado por el honor que la Enviada visitara a Lady Mayoyo y a mis hijas, pero mis tontas niñas provincianas son tan imperdonablemente tímidas... Seguramente me comprende. Oh, claro, claro, un paseo por los jardines interiores..., ¡pero no en este momento, cuando las viñas no están en flor! ¡Debemos esperar a que florezcan las viñas! No tuvo a nadie con quien hablar, nadie, hasta que conoció a Batikam el makil. Fue un acontecimiento: una compañía teatral de Voe Deo estaba de gira. En la pequeña capital montañosa de Gatay no sucedía demasiado en lo referente a entretenimientos, salvo por los bailarines del templo (todos hombres, por supuesto) y por la almibarada telenovela que hacía las veces de drama en la red wereliana. Con terquedad, Solly había ingresado en algunos de esos melosos programas, esperando hallar un atisbo de la vida «en casa», pero su estómago no había soportado a las desfallecientes doncellas que morían de amor mientras unos imbéciles héroes de cuello duro, que se parecían todos al Mayor, morían noblemente en la batalla, al tiempo que Tual la Piadosa se asomaba detrás de las nubes, sonriendo ante sus muertes con los ojos levemente bizcos, dejando ver lo blanco, lo cual era una señal de Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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divinidad. Solly había notado que los hombres werelianos nunca ingresaban a la red para ver dramas. Ahora ya sabía por qué. Pero las recepciones de Palacio y las fiestas ofrecidas en su honor por varios lores y caballeros eran muy aburridas: eran todos hombres, siempre, porque cuando la Enviada estaba presente no traían a las esclavas y porque ella no podía coquetear, ni siquiera con los hombres más agradables, pues no podía recordarles que eran hombres, ya que eso también les recordaría que ella era una mujer que no se estaba comportando como una dama. Cuando llegó la compañía makil, la efervescencia, definitivamente, ya se había esfumado. Le preguntó a San, su confiable consejero sobre reglas de etiqueta, si no había problema en que asistiera a la función. Él fingió toser, tartamudeó y finalmente, con una delicadeza más aceitosa que lo habitual, le dio a entender que no había problema, siempre y cuando fuese vestida de hombre. —Las mujeres, ¿sabe?, no se dejan ver en público. Pero a veces desean con muchas ganas ir a ver a los actores, ¿sabe? Lady Amatay solía ir con Lord Amatay todos los años, vestida con la ropa de él; todos estaban enterados, pero nadie decía nada, ¿sabe? En su caso, por ser una persona tan importante, no habría problema. Nadie dirá nada. Totalmente correcto. Por supuesto, yo la acompañaré, el Rega la acompañará. Como amigos, ¿eh? Ya sabe, tres hombres, tres buenos amigos, asistiendo al espectáculo, ¿eh? ¿Eh? —Eh, eh —dijo ella obedientemente. ¡Qué divertido! Pero valía la pena, pensó, ver a los makiles. Ellos nunca aparecían en la red. Las jovencitas, en casa, no debían exponerse a sus actuaciones, algunas de las cuales, le informó San con gravedad, eran indecorosas. Actuaban sólo en teatros. Payasos, bailarines, prostitutas, actores, músicos: los makiles formaban una especie de subclase; eran los únicos siervos que no tenían un propietario personal. Un talentoso muchacho esclavo comprado a su amo por la Corporación del Entretenimiento se convertía, de allí en adelante, en una propiedad de la Corporación, que lo entrenaba y lo cuidaba el resto de su vida. Caminaron hasta el teatro, a seis o siete cuadras de distancia. Solly había olvidado que todos los makiles eran travestis; en realidad, no recordaba cuándo los había visto por primera vez. Una tropa de bailarines altos y espigados se deslizó por el escenario con la precisión, el poderío y la gracia de enormes pájaros, describiendo círculos giratorios, formando bandadas, remontándose en el aire. Los miró sin pensar, esclavizada por su belleza, hasta que de pronto la música cambió y entraron los payasos, negros como la noche, negros como propietarios, luciendo fantásticas faldas con cola, con senos enjoyados fantásticamente prominentes, cantando con voces pequeñas, desmayadas. «¡Oh, no me viole, por favor, amable Señor, no, no, ahora no!». ¡Son hombres, son hombres!, advirtió Solly entonces, ya riendo sin poder evitarlo. Al finalizar el acto estelar de Batikam, un maravilloso monólogo dramático, Solly se había convertido en una nueva admiradora. —Quiero conocerlo —le dijo a San en un entreacto—. Al actor... Batikam. El rostro de San adoptó la expresión dulce que significaba que estaba pensando en cómo organizar algo y en cómo obtener un poco de dinero de ello. Pero el Mayor estaba alerta, como siempre. Duro como un poste, giró apenas la cabeza para mirar de soslayo a San. Y la expresión de San comenzó a alterarse. Si la propuesta de Solly hubiera estado fuera de lugar, San se lo habría indicado con señas o con palabras. El pomposo Mayor, simplemente, estaba tratando de controlarla, de mantenerla tan a raya como a una de «sus» mujeres. Era hora de desafiarlo. Se volvió y lo miró a los ojos. —Rega Teyeo —le dijo—. Comprendo absolutamente que usted tenga instrucciones de llamarme al orden. Pero si le da órdenes a San, o a mí, esas órdenes deben ser pronunciadas en voz alta y deben estar justificadas. No permitiré que me maneje con pestañeos o con caprichos. Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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Hubo una pausa considerable, una pausa verdaderamente deliciosa y gratificadora. Era difícil ver si la expresión del Mayor había cambiado; la escasa luz del teatro no dejaba entrever los detalles de su rostro negro azulado. Pero había algo de congelado en su quietud que le indicaba que había logrado detenerlo. Finalmente, él le dijo: —Me han encargado protegerla, Enviada. —¿Los makiles representan un peligro para mí? ¿Es inapropiado que una Enviada de los Ekumen felicite a un gran artista de Werel? Otra vez, un silencio congelado. —No —dijo. —Entonces, solicito que me acompañe cuando vaya a hablar con Batikam en los camarines, después de la función. Un rígido movimiento de cabeza. Un rígido, pomposo y derrotado movimiento de cabeza. ¡Uno a cero!, pensó Solly, y se recostó alegremente para mirar a los pintores de luz, las danzas eróticas y el pequeño drama, curiosamente conmovedor, con el que finalizó la velada. Era poesía arcaica, difícil de entender, pero los actores eran tan maravillosos y sus voces tan tiernas que Solly descubrió que tenía lágrimas en los ojos y no sabía por qué. —Lástima que los makiles siempre se inspiren en el Arkamye —dijo San, con una desaprobación relamida, devota. No era un propietario de clase muy alta; en realidad, no era dueño de ningún siervo, pero era un propietario, un tualita intolerante, y le gustaba recordarse a sí mismo que lo era—. Para este público, serían más apropiadas algunas escenas de las Encarnaciones de Tual. —Estoy segura que está de acuerdo, Rega —dijo ella, disfrutando de su propia ironía. —En absoluto —dijo él, con una cortesía tan neutra que al principio Solly no cayó en la cuenta de lo que el Mayor había dicho; luego olvidó el pequeño enigma, ocupada en abrirse paso entre el bullicio hasta detrás del escenario y en lograr que la dejaran pasar a los camarines de los artistas. Cuando se dieron cuenta de quién era, los jefes de la compañía trataron de hacer salir a todos los demás artistas y dejarla sola con Batikam (y con San y el Mayor, por supuesto), pero ella les dijo: —No, no, no. No se debe molestar a estos grandes artistas; sólo permítanme hablar con Batikam un momento. Se quedó allí, de pie en medio del remolino de disfraces a medio cambiar, gente medio desnuda, maquillaje corrido, risas, tensiones que se disolvían después del espectáculo, igual al de todos los camarines de cualquier mundo, charlando con ese hombre inteligente, intenso, vestido con un elaborado y arcaico disfraz de mujer. Fueron inmediatamente al grano. —¿Puedes venir a mi casa? —le preguntó ella. —Con todo placer —dijo Batikam, y sus ojos no pestañearon al ver las caras de San y el Mayor; era el primer siervo que ella conocía que no miraba al Guardián y al Guía de soslayo, como pidiéndoles permiso para decir o hacer cualquier cosa, absolutamente cualquier cosa. Solly sí los miró de reojo, nada más que para ver si estaban escandalizados. San parecía tramar algo, el Mayor parecía relleno de estopa —. Iré dentro de un rato —dijo Batikam—. Tengo que cambiarme de ropa. Intercambiaron sonrisas y ella se fue. La efervescencia flotaba de nuevo en el aire. Las enormes estrellas colgaban del cielo, abigarradas como uvas de fuego. Una luna avanzaba rebotando sobre los helados picos, otra se bamboleaba como un farol desproporcionado por encima de los enroscados pináculos del Palacio. Solly avanzó a grandes trancos por la calle oscura, disfrutando de la libertad de las ropas masculinas que llevaba y de su tibieza, obligando a San a trotar para alcanzarla; el Mayor, de piernas largas, caminaba al mismo ritmo que ella. De pronto, se escuchó una voz Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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aguda, como un gorjeo, que gritó «¡Enviada!», y ella se volvió con una sonrisa. Después se dio vuelta nuevamente y vio al Mayor luchando un momento con alguien, a la sombra de un pórtico. Entonces se zafó, corrió hasta ella sin decir palabra, la tomó del brazo con mano de hierro y la forzó a correr. —¡Suélteme! —dijo ella, forcejeando; no quería usar una toma de aiji con él, pero no había otra cosa que pudiera liberarla. El Mayor siguió remolcándola, casi haciéndole perder el equilibrio; con un repentino movimiento hacia un costado, la introdujo en un callejón. Ella corrió con él, permitiéndole que siguiera sujetándola del brazo. Inesperadamente, aparecieron en su calle y en su puerta; la atravesaron, entrando a la casa, abriéndola con una palabra... ¿Cómo lo había hecho? —¿Qué significa todo esto? —exigió ella, soltándose fácilmente y tocándose el brazo en el sitio magullado por la mano del Mayor. En su rostro, Solly vio, indignada, la última chispa de una sonrisa de alborozo. Respirando con fuerza, él le preguntó: —¿Está lastimada? —¿Lastimada? En el lugar que usted me estrujó, sí. ¿Qué cree que estaba haciendo? —Manteniendo a ese sujeto a distancia. —¿Qué sujeto? No dijo nada. —¿El que me llamó? ¡A lo mejor sólo quería hablarme! Pasado un momento, el Mayor dijo: —Posiblemente. Estaba en las sombras. Pensé que podía estar armado. Debo salir a buscar a San Ubattat. Por favor, mantenga la puerta cerrada con llave hasta que yo regrese. Al tiempo que daba la orden, salió; no se le había ocurrido pensar que ella no obedecería, pero ella obedeció, furiosa. ¿Pensaba que no podía cuidarse sola? ¿Que necesitaba que él interfiriera en su vida, pateando esclavos a diestra y siniestra, «protegiéndola»? Tal vez era hora que supiera lo que era una caída provocada por una toma de aiji. Él era fuerte y rápido, pero no tenía verdadero entrenamiento. Estas interferencias de aficionado eran intolerables, de veras intolerables; Solly debía volver a quejarse a la Embajada. Ni bien lo hizo pasar nuevamente, trayendo a la rastra a un San nervioso y de expresión avergonzada, le dijo: —Abrió mi puerta con una contraseña. No me habían informado que usted tenía derecho a entrar aquí de día y de noche. El Mayor había vuelto a su inexpresividad militar. —No, Señora —dijo. —No debe volver a hacerlo. No debe sujetarme del brazo nunca más. Debo informarle que si lo hace me defenderé. Si algo lo alarma, dígame qué es y yo actuaré como me parezca conveniente. Ahora, por favor, retírese. —Con placer, Señora —dijo él. Dio media vuelta y se fue. —Oh, Dama... Oh, Enviada —dijo San—, era una persona extremadamente peligrosa, gente en extremo peligrosa. Lo lamento tanto, soy tan desgraciado... —y siguió balbuceando. Finalmente, Solly lo obligó a decirle quién pensaba que era: un disidente religioso, uno de los Viejos Creyentes que conservaban la religión original de Gatay y que querían expulsar o matar a todos los extranjeros y no creyentes. —¿Un siervo? —preguntó ella con interés. San se escandalizó. —Oh, no, no, una persona de verdad, un hombre... pero muy descarriado, ¡un fanático, un pagano fanático! Cuchilleros, se hacen llamar, pero es un hombre, Dama... Enviada, un hombre, ¡con toda certeza!

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La idea que ella pudiera pensar que un siervo podía tocarla lo perturbaba tanto como el intento de agresión. Si eso había sido. Mientras lo cavilaba, Solly comenzó a preguntarse, ya que le había puesto un límite al Mayor cuando estaban en el teatro, si él no habría buscado una excusa para ponerle un límite a ella, «protegiéndola». Bueno, si intentaba hacerlo de nuevo, el Mayor acabaría patas arriba contra la pared opuesta. —¡Rewe! —llamó ella, y la sierva apareció instantáneamente, como siempre—. Va a venir uno de los actores. ¿Te gustaría prepararnos un poco de té o algo así? —Rewe sonrió, dijo que sí y desapareció. Golpearon la puerta. Abrió el Mayor (seguramente estaba de guardia afuera) y entró Batikam. A Solly no se le había ocurrido que el makil aparecería vestido de mujer, pero así era como se vestía también fuera del escenario, no con tanta magnificencia, pero sí con elegancia, con telas delicadas y vaporosas de matices oscuros y sutiles, como las que usaban las desmayadas damiselas de los teledramas. Lo cual otorgaba una considerable mordacidad, pensó ella, a sus propias ropas de hombre. Batikam no era tan atractivo como el Mayor, que resultaba un hombre de apariencia magnífica hasta que abría la boca, pero era magnético: obligaba a que lo miraran. Era de un oscuro color marrón grisáceo, no el negro azulado del que tanto se enorgullecían los propietarios (aunque también había muchos siervos negros, según había advertido Solly... y era lógico, dado que todas las esclavas eran sirvientas sexuales de sus propietarios). El rostro del makil, a través del maquillaje negro plateado, denotaba una intensa y vivaz inteligencia, y mucha simpatía, mientras éste, con una carcajada lenta y adorable, los miraba a ella y a San, y al Mayor que estaba parado en la puerta. Se reía como una mujer, en cálidas olas, no con el «ja, ja» de un hombre. Extendió las manos hacia Solly y ella se adelantó y las tomó en las suyas. —Gracias por venir, Batikam —dijo. Y él respondió: —¡Gracias por invitarme, Enviada Extranjera! —San —dijo ella—, creo que te han dado el pie. Lo único que podía desacelerar a San al punto de tener que decirle algo así era la indecisión sobre lo que debía o no debía hacer. Dudó un momento más todavía; luego sonrió con unción y dijo: —¡Sí, disculpe, que pase una buena noche, Enviada! ¿Mañana a mediodía en la Oficina de Minas, presumo? Retrocediendo, se chocó con el Mayor, que estaba parado como un poste en el umbral. Solly miró al Mayor, lista para ordenarle, sin mayores ceremonias, que se retirara (¡cómo se atrevía a volver a entrar!) y vio la expresión de su rostro. Por primera vez, su máscara inexpresiva se había partido en dos, y lo que revelaba debajo era asco. Un asco incrédulo, enfermizo. Como si lo estuvieran obligando a contemplar a una persona que estuviese comiendo excremento. —Váyase —dijo ella. Les dio la espalda a los dos—. Pasa, Batikam; la única privacidad que poseo está aquí dentro —dijo, y llevó al makil al dormitorio. Nació donde sus padres habían nacido antes que él, en la vieja y fría casa, al pie de las elevadas colinas de Noeha. Su madre no gritó al parirlo, pues era esposa de un soldado, y ahora también madre de un soldado. Le pusieron el nombre de su tío abuelo, asesinado en el primer Motín Tribal de Yeowe. Creció con la inflexible disciplina de un hogar pobre, de puro linaje veot. Su padre, cuando estaba de licencia, le enseñaba las artes que un soldado debe aprender; cuando su padre estaba de servicio, era el anciano Sargento-Siervo Habbakam quien se encargaba de las clases, que comenzaban a las cinco de la mañana, fuese verano o invierno, con oraciones, práctica de espadín y carreras a campo traviesa. Hasta que cumplió los dos años, su madre y su abuela le enseñaron otras artes que un hombre debía conocer, Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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comenzando por los buenos modales, y después de su segundo cumpleaños continuaron con la historia, la poesía y con el arte de permanecer sentado y quieto, sin hablar. El niño tenía el día ocupado con lecciones y cercado con disciplina, pero el día de un niño es largo. Había espacio y tiempo para la libertad, la libertad de la granja y las colinas. Estaba el compañerismo de las mascotas: los perros-zorro, los perros de carrera, los gatos manchados, los gatos cazadores, el ganado de la granja y los grancaballos; aparte de éste, no había mucho compañerismo. Las propiedades de la familia, aparte de Habbakan y las dos domésticas, eran siervos que cultivaban como medianeros la rocosa tierra al pie de las colinas donde ellos y sus propietarios habían vivido siempre. Sus hijos eran de piel clara, tímidos, ya sometidos al que sería su trabajo de toda la vida, ignorantes de todo, salvo de sus campos y sus colinas. A veces, en verano, nadaban con Teyeo en los remansos del río. A veces él los reunía para jugar a los soldados. Ellos se quedaban de pie, torpes, rústicos, sonriendo estúpidamente cuando les gritaba «¡A la carga!», y luego se lanzaban hacia el enemigo invisible. «¡Síganme!», chillaba él con voz estridente, y ellos lo seguían pesadamente, disparando sus improvisadas pistolas hechas con ramas de árbol, «pum, pum». Casi siempre, él andaba solo, montado en su buena yegua Tasi, o a pie, con un gato cazador caminando a su lado. Unas pocas veces al año llegaban visitas a la casa, parientes o compañeros de armas del padre de Teyeo, trayendo a sus hijos y siervos. Silenciosa y cortésmente, Teyeo les mostraba el lugar a los niños invitados, les presentaba a los animales, los llevaba a cabalgar. Silenciosa y cortésmente, él y su primo Gemat llegaron a odiarse; a la edad de catorce años, se golpearon durante una hora en un claro que estaba detrás de la casa, siguiendo puntillosamente las reglas de la lucha cuerpo a cuerpo, lastimándose mutuamente de modo implacable, ensangrentándose, cansándose y desesperándose cada vez más, hasta que, por mudo consentimiento, suspendieron la pelea y regresaron, en silencio, a la casa, donde todos se estaban reuniendo para la cena. Todos los miraron y nadie dijo nada. Se lavaron rápidamente; corrieron a la mesa. La nariz de Gemat goteó sangre durante toda la comida; a Teyeo le dolía tanto la mandíbula que no podía abrirla para comer. Nadie hizo ningún comentario. Silenciosa y cortésmente, cuando tenían quince años, Teyeo y la hija de Rega Toebawe se enamoraron. El último día de su visita, por muda confabulación, se escaparon y cabalgaron lado a lado, cabalgaron durante horas, demasiado tímidos para hablarse. Él le había prestado a su Tasi para la cabalgata. Desmontaron para descansar y dar de beber a los caballos en un valle agreste de las colinas. Se sentaron uno cerca del otro, no muy cerca, junto al arroyo de mansa corriente. «Te amo», dijo Teyeo. «Te amo», dijo Emdu, inclinando hacia abajo su brillante rostro negro. No se tocaron ni se miraron. Volvieron cabalgando por las colinas, jubilosos, en silencio. Cuando tenía dieciséis años, Teyeo fue enviado a la Academia de Oficiales, en la capital de su provincia. Allí continuó aprendiendo y practicando las artes de la guerra y las artes de la paz. Su provincia era la más rural de Voe Deo: el estilo de vida era conservador y el entrenamiento era, de algún modo, anacrónico. Por supuesto, le enseñaron las tecnologías de la guerra moderna, se convirtió en un piloto de primera y en un experto en tele-reconocimiento, pero no le enseñaron las formas modernas de pensamiento que acompañaban a las tecnologías, como en otras escuelas. Aprendió la poesía y la historia de Voe Deo, no la historia y la política de los Ekumen. Esa presencia extranjera en Werel siguió siendo, para él, remota y teórica. Su realidad era la vieja realidad de la clase veot, cuyos hombres se mantenían apartados de todos los hombres que no fuesen soldados y en hermandad con todos los soldados, ya fueran propietarios o propiedades. En cuanto a las mujeres, Teyeo consideraba que sus derechos sobre ellas eran absolutos y que estaba absolutamente obligado a actuar con responsable caballerosidad con las mujeres de su propia clase y a tratar con Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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protectora piedad a las siervas. Creía que todos los extranjeros eran básicamente unos bárbaros hostiles e indignos de confianza. Rendía honores a la Dama Tual, pero adoraba a Kamye. No esperaba justicia, no buscaba recompensas y valoraba, por encima de todo, la competencia, el coraje y la dignidad. En algunos aspectos, era completamente inadecuado para el mundo al que estaba por ingresar; en otros, estaba muy preparado para él, dado que iba a permanecer siete años en Yeowe, peleando una guerra en la que no había justicia, ni recompensas, ni apenas una ilusión de victoria definitiva. Entre los oficiales veot, el rango era hereditario. Teyeo ingresó al servicio activo como Rega, el más alto de los tres rangos veot. Ningún grado de ineptitud o distinción podía hacer descender o elevar su rango o su sueldo. La ambición material no tenía utilidad para un veot. Pero el honor y la responsabilidad había que ganárselos, y él se los ganó rápidamente. Le encantaba el servicio, le encantaba la vida, sabía que era bueno en lo suyo, inteligentemente obediente, efectivo como comandante. Egresó de la Academia con las recomendaciones más altas y lo destinaron a la capital, donde pronto llamó la atención, no sólo por ser un oficial muy prometedor sino también por ser un joven muy agradable. A los veinticuatro años, tenía un estado físico absolutamente perfecto, su cuerpo podía hacer cualquier cosa que él le pidiera. Su crianza austera le había inculcado muy poco gusto por la indulgencia; más bien poseía una intensa apreciación del placer, de modo que los lujos y entretenimientos de la capital le resultaron un descubrimiento de delicias. Era reservado y bastante tímido, pero buen compañero y alegre. Un joven atractivo, que encajaba en el grupo de otros jóvenes muy parecidos a él. Durante un año, supo lo que era vivir una vida totalmente privilegiada, gozando por completo de ella. La brillante intensidad de ese gozo se contraponía con el oscuro telón de fondo de la guerra de Yeowe, la revolución de esclavos en el planeta colonial, que había estado desarrollándose durante toda su vida y ahora se intensificaba. Sin ese telón de fondo, no podría haber sido tan feliz. Pero no le interesaba dedicarse al juego y las diversiones durante toda la vida, y cuando llegaron sus órdenes, destinándolo como piloto y comandante de división en Yeowe, su felicidad fue casi totalmente completa. Volvió a su casa de licencia, durante treinta días. Luego de recibir la aprobación de sus padres, cabalgó por las colinas hasta la casa de Rega Toebawe y le pidió la mano de su hija en matrimonio. El Rega y su esposa le dijeron a su hija que aprobaban la oferta y le preguntaron, porque no eran padres estrictos, si le agradaría casarse con Teyeo. «Sí», dijo ella. Como mujer adulta y soltera que era, vivía recluida en el ala femenina de la casa, pero le permitieron tener encuentros con Teyeo, e incluso que saliera a caminar con él, mientras la chaperona se mantenía a cierta distancia. Teyeo le dijo que era un destino de tres años y le preguntó si prefería casarse rápidamente ahora, o esperar tres años y tener una boda como correspondía. «Ahora», le dijo ella, inclinando su rostro angosto y brillante. Teyeo lanzó una carcajada de deleite y ella se rió de él. Se casaron nueve días después —no pudieron hacerlo antes, pues había que organizar algo de barullo y ceremonia, aunque fuese la boda de un soldado— y durante diecisiete días Teyeo y Emdu hicieron el amor, salieron a caminar, hicieron el amor, salieron a cabalgar, hicieron el amor, llegaron a conocerse, llegaron a amarse, se pelearon, se reconciliaron, hicieron el amor, durmieron abrazados. Después, él se marchó a la guerra en otro mundo y ella se mudó al ala femenina de la casa de su esposo. Su destino de tres años se fue extendiendo año tras año, ya que su valor como oficial llegó a ser muy reconocido, mientras la guerra de Yeowe iba cambiando y, de ser un grupo de aisladas acciones de contención, pasaba a convertirse en una retirada cada vez más desesperada. En su séptimo año de servicio, enviaron una compasiva orden de licencia al Cuartel General de Yeowe, a nombre de Rega Teyeo, cuya esposa estaba agonizando por complicaciones de la fiebre berlot. En ese Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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momento, no había cuarteles generales en Yeowe: el Ejército se batía en retirada desde tres puntos cardinales, rumbo a la capital colonial. La división de Teyeo estaba luchando en un puesto defensivo de retaguardia en los pantanos marítimos; las comunicaciones se habían derrumbado. Para el comando de Werel, seguía resultando inconcebible que una masa de esclavos ignorantes, con las armas más burdas imaginables, estuviera derrotando al Ejército de Voe Deo, un cuerpo de soldados disciplinados, entrenados, con una red de comunicaciones infalible, con naves de reconocimiento, con cápsulas, con todos los armamentos y dispositivos permitidos por el Acuerdo de la Convención Ekuménica. Una poderosa facción de Voe Deo pensaba que los traspiés se debían al sumiso acatamiento de las reglas impuestas por los extraplanetarios. Al diablo con las Convenciones Ekuménicas. Bombardeen a los malditos marrones para que vuelvan al barro del que fueron hechos. Usen la biobomba, ¿para qué la tenían si no? Saquen a nuestros hombres de ese inmundo planeta y límpienlo de un plumazo. Comiencen de nuevo. ¡Si no ganamos la guerra de Yeowe, la próxima revolución va a ser aquí, en Werel, en nuestras propias ciudades, en nuestros propios hogares! El nervioso gobierno aguantó estas presiones. Werel estaba a prueba, y Voe Deo quería llevar al planeta a estátus Ekuménico. Se les restó importancia a las derrotas, las pérdidas no se recuperaron, los naves de reconocimiento, las cápsulas, las armas y los hombres no fueron reemplazados. Al finalizar el séptimo año de Teyeo, el gobierno, esencialmente, había borrado del mapa al Ejército estacionado en Yeowe. A principios del octavo año, cuando por fin se permitió la presencia de los Enviados de los Ekumen en Yeowe, en Voe Deo y en otros países que habían proporcionado tropas auxiliares, finalmente comenzaron a traer a los soldados de vuelta. No fue hasta que regresó a Werel que Teyeo se enteró de la muerte de su esposa. Se dirigió a su casa de Noeha. Él y su padre se saludaron con un abrazo silencioso, pero su madre lloró mientras lo abrazaba. Teyeo se arrodilló ante ella para pedirle perdón por haber traído a su vida más dolor del que podía soportar. Esa noche, permaneció acostado en la fría habitación de la casa silenciosa, escuchando los latidos del lento tambor de su corazón. No se sentía infeliz: el alivio de la paz y la dulzura de estar en casa eran demasiado grandes. Pero era una calma desolada, y en alguna parte de ella había furia. Como no estaba acostumbrado a la furia, no estaba seguro de lo que sentía. Era como si una llamarada roja, distante, sombría, coloreara todas las imágenes de su mente, mientras trataba de pensar en los siete años en Werel, primero como piloto, después la guerra de campo, después la larga retirada, el hecho de matar y ser matado. ¿Por qué los habían dejado allí, para que los persiguieran y masacraran? ¿Por qué el gobierno no les había enviado refuerzos? Las preguntas que no valía la pena hacerse antes, tampoco valían la pena ahora. Tenían sólo una respuesta: hacemos lo que nos piden que hagamos, y no nos quejamos. Nunca dejé de pelear, pensó sin orgullo. La nueva certeza cortaba como un cuchillo afilado, abriéndose camino a través de todas las demás certezas... Y mientras yo peleaba, ella se moría. Todo fue un desperdicio, allá en Yeowe; todo fue un desperdicio, aquí en Werel. Se sentó en la fría, negra, silenciosa y dulce oscuridad de la noche de las colinas. «Lord Kamye», dijo en voz alta, «ayúdame. La mente me traiciona». Durante la larga licencia en casa, a menudo se sentaba junto a su madre. Ella quería hablarle de Emdu, y al principio tuvo que obligarse a escucharla. Sería fácil olvidar a la muchacha que había conocido durante diecisiete días hacía siete años, si su madre le permitía olvidarla. Gradualmente, aprendió a aceptar lo que su madre quería entregarle: el conocimiento de quién había sido su esposa. Su madre quería compartir con él todo lo que podía de la alegría que le había dado Emdu, su amada hija y amiga. Incluso su padre, ahora retirado, un hombre sosegado y silencioso, logró

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decir que «ella era la luz de la casa». Le daban las gracias por ella. Le estaban diciendo que no todo había sido un desperdicio. Pero, ¿qué tenían por delante? La vejez, la casa vacía. No se quejaban, por supuesto, y parecían contentarse con sus severas y plácidas tareas de todos los días; pero para ellos la continuidad del pasado con el futuro se había roto. —Debería volver a casarme —le dijo Teyeo a su madre—. ¿Hay alguien en que te hayas fijado...? Estaba lloviendo; una luz gris entraba por las ventanas mojadas, un suave golpeteo resonaba en los aleros. Inexpresivo, el rostro de su madre se inclinaba hacia lo que estaba remendando. —No —dijo ella—. En realidad no. —Levantó la vista para mirarlo y después de una pausa le preguntó—: ¿Qué... dónde piensas que te destinarán? —No lo sé. —Ahora no hay guerra —dijo ella, con su voz suave y apacible. —No —dijo Teyeo—. No hay guerra. —¿Volverá a haber guerra... alguna vez? ¿Qué piensas? Él se puso de pie, caminó por la habitación, volvió a sentarse en la plataforma acolchada junto a ella; ambos estaban sentados con la espalda recta, quietos, a excepción del leve movimiento de las manos de ella mientras cosía; las manos de Teyeo estaban ligeramente apoyadas una sobre la otra, como le habían enseñado cuando tenía dos años. —No lo sé —dijo él—. Es extraño. Es como si nunca hubiese existido una guerra. Como si nunca hubiésemos estado en Yeowe... la Colonia, el Levantamiento, todo. No hablan de eso. No sucedió. No peleamos guerras. Esta es una nueva era; lo dicen con frecuencia en la red. La era de la paz, de la hermandad de las estrellas. Por lo tanto, ¿ahora somos hermanos de Yeowe? ¿Somos hermanos de Gatay, y de Bambur, y de los Cuarenta Estados? ¿Somos hermanos de nuestros siervos? No le encuentro sentido; no sé a qué se refieren. No sé dónde encajo yo. —Su voz sonaba demasiado baja y tranquila. —Aquí no, creo —dijo ella— Todavía no. Después de un momento, Teyeo dijo: —Pensé... hijos... —Por supuesto. Cuando llegue el momento. —Ella le sonrió—. Nunca pudiste quedarte quieto más de media hora... Espera. Espera y verás. Ella tenía razón, desde luego; sin embargo, lo que veía en la red y en la ciudad era un desafío a su paciencia y a su orgullo. Parecía que ahora ser soldado era una desgracia. Los informes del gobierno, los noticieros y los análisis, constantemente acusaban al ejército, y particularmente a la clase veot, de ser un grupo de fósiles costosos e inútiles, de ser el principal obstáculo de Voe Deo para su ingreso definitivo a los Ekumen. Su propia inutilidad le resultó evidente cuando, ante su solicitud de destino, le respondieron con una extensión indefinida de la licencia y reduciéndole el sueldo a la mitad. A los treinta y dos años, aparentemente, le estaban diciendo que ya era hora de jubilarse. Otra vez, Teyeo le sugirió a su madre que había que aceptar la situación, sentar cabeza y buscar una esposa. —Habla con tu padre —le respondió ella. Así lo hizo, y su padre le dijo: —Por supuesto que tu colaboración es muy bien recibida, pero yo todavía puedo manejar la granja sin problemas. Tu madre piensa que deberías ir a la capital, al Comando. Si estás allí, no pueden ignorarte. Después de todo lo que pasó. Después de siete años de combate... tus antecedentes... Teyeo sabía lo que valían sus antecedentes ahora. Pero, por cierto, aquí no lo necesitaban, y probablemente irritaba a su padre con sus ideas de cambiar la forma Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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de hacer esto o lo otro. Ellos tenían razón: debía ir a la capital y descubrir por sí mismo qué papel podía jugar en el nuevo mundo de la paz. El primer medio año fue horrendo. Casi no conocía a nadie del Comando ni de las barracas; los de su generación estaban muertos, o lisiados, o en su casa, cobrando medio sueldo. Los oficiales más jóvenes, que no habían estado en Yeowe, le parecían un grupo frío, almidonado, siempre hablando de dinero y de política; en privado, los consideraba pequeños empresarios. Sabía que le tenían miedo... miedo de sus antecedentes, de su reputación; lo quisiera o no, él les recordaba que había existido una guerra en la que Werel había peleado y perdido; una guerra civil, su propia raza peleando contra sí misma, clase contra clase. Ellos querían hacerla a un lado como si hubiese sido una simple disputa sin sentido con otro mundo, algo que no tenía nada que ver con ellos. Teyeo caminaba por las calles de la capital, observaba a los miles de siervos y siervas corriendo apresuradamente para atender los asuntos de sus propietarios, y se preguntaba qué estaban esperando. «Los Ekumen no interfieren con la organización social, cultural y económica ni con los asuntos de ningún pueblo», repetían los de la Embajada y los voceros del gobierno. «La plena membresía de cualquier nación o pueblo que la desee es posible únicamente por la ausencia o el abandono de ciertos métodos y dispositivos específicos de la guerra», y luego seguía la lista de terribles armas, la mayoría simples nombres para Teyeo, pero otras inventos de su propio país: la biobomba, como la llamaban, y la neurónica. Personalmente, estaba de acuerdo con el juicio de los Ekumen acerca de tales artefactos y respetaba su paciencia para esperar que Voe Deo y el resto de Werel demostraran no sólo estar dispuestos a acatar la prohibición, sino también a aceptar el principio que la regía. Pero, muy en el fondo, resentía su condescendencia. Los Ekumen se sentaban a juzgar todas las cosas werelianas, mirándolas desde arriba. Cuanto menos decían sobre la división de clases, más claro era que la desaprobaban. «En los mundos Ekuménicos, la esclavitud aparece muy rara vez», decían sus libros, «y desaparece por completo cuando se participa plenamente de la política Ekuménica». ¿Era eso lo que la Embajada extranjera realmente estaba esperando? —¡Por Nuestra Señora! —le dijo uno de los oficiales jóvenes (muchos de ellos eran tualitas, además de empresarios)—. ¡Los extraplanetarios van a dejar entrar a los barrosos antes que a nosotros! —Escupía sus palabras con furiosa indignación, como un anciano Rega de rostro enrojecido enfrentado a la insolencia de un soldado siervo —. ¡Prefieren a Yeowe, un maldito planeta de salvajes, de pueblos tribales, que ha regresado a la barbarie, antes que a nosotros! —Ellos pelearon bien —observó Teyeo, sabiendo que no debía decirlo al mismo tiempo que lo decía, pero no le agradaba oír que llamaran barrosos a los hombres y mujeres contra los que había combatido. Propiedades, rebeldes o enemigos, sí. El joven lo miró de arriba abajo y pasado un momento dijo: —Supongo que usted los ama, ¿eh? A los barrosos. —Maté tantos como pude —replicó Teyeo con cortesía, y luego cambió de tema; el joven, aunque nominalmente era el superior de Teyeo en el Comando, era un Oga, el rango más bajo de los veot, y seguir desairándolo sería de mala educación. Ellos estaban muy creídos de sí mismos; él estaba susceptible. Los viejos días de alegre compañerismo eran un recuerdo desteñido e increíble. Los jefes de división del Comando atendieron su petición de ser puesto nuevamente en servicio activo y lo transfirieron de una sección a otra en una seguidilla sin fin. No podía vivir en las barracas, sino que debía buscarse un departamento, igual que un civil. Su medio sueldo no le permitía indulgencias con los costosos placeres de la ciudad. Mientras esperaba que le dieran turno para hablar con tal o cual oficial, pasaba los días en la red biblioteca de la Academia de Oficiales. Sabía que su educación había sido Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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incompleta y que no estaba actualizada. Si su país iba a unirse a los Ekumen, y si quería ser útil, debía saber más sobre el modo de pensar de los extraplanetarios y sobre las nuevas tecnologías. No muy seguro de qué era lo que necesitaba saber, recorrió la red a tontas y a locas, aturdido por la infinita cantidad de información disponible, dándose cuenta cada vez más que no era un intelectual ni un estudioso, que nunca comprendería las mentes extraplanetarias, pero obligándose tenazmente a salir del ensimismamiento. Un hombre de la Embajada ofrecía un curso introductorio a la historia Ekuménica en la red pública. Teyeo se anotó y se sentó a escuchar ocho o diez clases y períodos de discusión, con la espalda derecha y muy quieto, sólo moviendo las manos ligeramente para tomar notas completas, metódicas. El instructor, un hainita que traducía su nombre hainita extremadamente largo como «Vieja Música», observaba a Teyeo, tratando de atraerlo a la discusión, hasta que por fin le pidió que se quedara después de una sesión. «Me gustaría reunirme con usted, Rega», le dijo cuando los otros habían salido. Se reunieron en un café. Volvieron a reunirse. A Teyeo no le agradaban los modales de los extraplanetarios, que le resultaban demasiado efusivos; no confiaba en sus mentes rápidas, inteligentes; sentía que Vieja Música lo estaba usando, estudiándolo como si fuese un simple espécimen de Los Veot, de Los Soldados, probablemente de Los Bárbaros. El extranjero, seguro de su superioridad, era indiferente a la frialdad de Teyeo, ignoraba su desconfianza, insistía en ayudarlo con información y orientación, y repetía desvergonzadamente las preguntas que Teyeo había evitado responderse. Una de ellas era «¿Por qué está aquí sentado, cobrando medio sueldo?». —No es por propia elección, Sr. Vieja Música —respondió finalmente Teyeo la tercera vez que se lo preguntó; estaba muy enojado con la impudicia del hombre, y por lo tanto habló con especial mansedumbre. Mantenía la mirada apartada de los ojos azulados de Vieja Música, donde se veía el blanco, como en los ojos de un caballo asustado. No podía acostumbrarse a los ojos de los extranjeros. —¿No volverán a ponerlo en servicio activo? Teyeo asintió cortésmente. ¿Podía ese hombre, por más extranjero que fuera, obviar el hecho que sus preguntas eran burdamente humillantes? —¿Le agradaría desempeñarse en la Guardia de la Embajada? Por un momento, la pregunta lo dejó mudo; después, cometió la extrema grosería de responder a la pregunta con otra pregunta. —¿Por qué me lo dice? —Me gustaría mucho contar con un hombre de su capacidad en el cuerpo de Guardia —dijo Vieja Música, agregando, con el aplastante candor que le era habitual —: La mayoría de ellos son espías o estúpidos. Sería maravilloso disponer de un hombre que yo sé que no es ninguna de las dos cosas. No es sólo un trabajo de centinela, sabe. Imagino que su gobierno le solicitará que actúe de informante; lo doy por sentado. Y nosotros podríamos utilizarlo, cuando haya adquirido experiencia y si usted está dispuesto, como oficial de enlace. Aquí y en otros países. Sin embargo, no le exigiríamos que actúe como informante nuestro. ¿Está claro, Teyeo? No quiero malentendidos entre nosotros en cuanto a lo que le estoy y no le estoy pidiendo. —¿Usted podría...? —preguntó Teyeo con cautela. Vieja Música rió y dijo: —Sí, tengo influencias en el Comando. Me deben un favor. ¿Lo pensará? Teyeo calló por un minuto. Ya hacía casi un año que estaba en la capital y la única respuesta que habían recibido sus solicitudes de destino eran evasivas burocráticas y, recientemente, insinuaciones que se las consideraba una insubordinación. —Acepto ahora mismo, si puedo —dijo con fría deferencia. Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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El hainita lo miró; su sonrisa dio paso a una mirada firme, pensativa. —Gracias —dijo—. Tendrá noticias del Comando en pocos días. Y así, Teyeo volvió a ponerse el uniforme, se mudó a las barracas de la Ciudad y prestó servicios durante otros siete años en tierra extranjera. La Embajada Ekuménica era, por acuerdo diplomático, no una parte de Werel sino de los Ekumen... un pedazo del planeta que ya no pertenecía a él. Los guardias provistos por Voe Deo servían de protección y de decoración; eran una presencia extremadamente visible en los terrenos de la Embajada, con uniformes blancos y dorados. También estaban visiblemente armados, ya que las protestas contra la presencia extranjera todavía desembocaban, de vez en cuando, en actos de violencia. El Rega Teyeo, al comienzo asignado al comando de una tropa de estos guardias, pronto fue trasladado a un trabajo diferente, el de acompañar a miembros de la Embajada por la ciudad y durante sus viajes. Servía de guardaespaldas, sin uniforme. La Embajada prefería no usar a su propio personal y sus propias armas, sino solicitar y confiar en Voe Deo para su protección. A menudo, también lo llamaban para actuar de guía e intérprete, y a veces de compañero. No le gustaba cuando los visitantes de algún lugar del espacio querían ser simpáticos y confidentes, le hacían preguntas personales, lo invitaban a beber con ellos. Con un disgusto perfectamente oculto, con perfecta urbanidad, él rechazaba esas ofertas. Hacía su trabajo y se mantenía a distancia. Sabía que eso era precisamente lo que la Embajada valoraba en él. La confianza que le tenían le daba una fría satisfacción. Su gobierno nunca lo abordó para que actuara de informante, aunque ciertamente se enteraba de cosas que podrían haberle interesado. El servicio de inteligencia de Voe Deo no reclutaba agentes entre los veots. Sabía quiénes eran los agentes infiltrados en la Guardia de la Embajada; algunos trataban de sonsacarle información, pero él no tenía intenciones de trabajar de espía para los espías. Vieja Música, quien, según conjeturaba ahora Teyeo, debía ser el jefe del sistema de inteligencia de la Embajada, lo llamó cuando regresó de la licencia invernal que pasó en su casa. El hainita había aprendido a no exigirlo emocionalmente, pero no pudo esconder un tono afectuoso al saludarlo. —¡Hola, Rega! Espero que su familia se encuentre bien. Tengo un trabajo especialmente apropiado para usted. Reino de Gatay. Usted estuvo allí con Kemehan, hace dos años, ¿verdad? Bueno, ahora quieren que les mandemos un Enviado. Dicen que desean integrarse. Por supuesto, el viejo Rey es un títere del gobierno, pero suceden muchas otras cosas por allá. Un fuerte movimiento religioso separatista. Una Causa Patriótica: echar a todos los extranjeros, voedeanos y extraplanetarios por igual. Pero el Rey y el Consejo solicitaron un Enviado, y lo único que tenemos para enviarles es a una recién llegada. Que puede darle problemas hasta que aprenda a conducirse. La juzgo un poco terca. Excelente material, pero joven, muy joven. Y hace sólo unas semanas que está aquí. Lo solicité a usted porque ella necesita de su experiencia. Téngale paciencia, Rega. Creo que la encontrará agradable. No fue así. En siete años, se había acostumbrado a los ojos de los extraplanetarios y a sus diversos olores, colores y modales; protegido por su impecable cortesía y su código estoico, Teyeo soportaba o ignoraba sus extrañas, escandalosas o problemáticas conductas, su ignorancia y sus conocimientos diferentes. Servía y protegía a los extranjeros que le confiaban, pero se mantenía apartado de ellos, sin tocarlos ni ser tocado. Las personas a su cargo aprendían a contar con él y no a presumir de él. Las mujeres, con frecuencia, eran más rápidas en advertir y obedecer sus señales de «Prohibido el Paso» que los hombres; tenía una relación fácil, casi amistosa, con una anciana Observadora terrana a quien había acompañado en varias y prolongadas excursiones de investigación. «Estar contigo es tan apacible como estar con un gato, Rega», le había dicho ella una vez, y él valoraba el elogio. Pero la Enviada a Gatay era otra cosa. Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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Era físicamente espléndida, de piel clara, marrón rojiza, como la de un bebé, con una brillante y vaporosa cabellera, con un andar libre... demasiado libre: meneaba su cuerpo espigado, voluptuoso, frente a hombres que no tenían acceso a él, imponiéndolo ante Teyeo, ante todo el mundo, con insistencia y desvergüenza. Expresaba todas sus opiniones con una grosera confianza en sí misma. No prestaba atención a las insinuaciones y se rehusaba a aceptar órdenes. Era una niña agresiva y malcriada, con la sexualidad de una adulta, a quien le habían dado la responsabilidad de actuar como diplomática en un país peligrosamente inestable. Teyeo supo, apenas la conoció, que esta misión iba a ser imposible. No podía confiar en la mujer ni en sí mismo. La impudicia sexual de ella lo excitaba al tiempo que lo disgustaba; era una ramera a quien debía tratar como una princesa. Obligado a soportarla e incapaz de ignorarla, la odiaba. Estaba más familiarizado con la furia que antes, pero no estaba acostumbrado al odio. Lo perturbaba en extremo. Nunca en su vida había pedido un cambio de destino, pero al día siguiente que ella se llevara al makil al dormitorio, Teyeo envió una envarada solicitud a la Embajada. Vieja Música le respondió con un mensaje vocal sellado, por correo diplomático. «El amor por Dios y la Patria es como el fuego: un maravilloso amigo, un terrible enemigo; sólo los niños juegan con fuego. No me gusta la situación. Aquí no hay nadie que los pueda reemplazar a ustedes dos. ¿Podría aguantar un poco más?». No sabía cómo negarse. Un veot no se negaba al cumplimiento del deber. Sentía vergüenza hasta de haber pensado en hacerlo, y volvió a odiarla por causarle tal vergüenza. La primera frase del mensaje era enigmática, no del estilo habitual en Vieja Música, sino florida, indirecta, como una advertencia codificada. Teyeo, por supuesto no conocía ninguno de los códigos de inteligencia de su país ni de los Ekumen. Vieja Música había empleado insinuaciones e indirectas: «El amor por Dios y la Patria» bien podía significar los Viejos Creyentes y los Patriotas, los dos grupos subversivos de Gatay, ambos fanáticamente en contra de la influencia extranjera; la Enviada podía ser la niña que jugaba con fuego. ¿Estaba en contacto con alguno de los dos grupos? No había tenido evidencias de ello, a menos que el hombre que esa noche se ocultaba en las sombras hubiese sido no un cuchillero sino un mensajero. La Enviada estaba bajo su mirada todo el día; los soldados bajo sus órdenes vigilaban la casa toda la noche. Seguramente, el makil, Batikam, no estaba trabajando para ninguno de los dos grupos. Bien podía ser miembro del Hame, una agrupación subterránea de Voe Deo que luchaba por la liberación de los siervos, pero tal cosa no pondría en peligro a la Enviada, puesto que el Hame consideraba que los Ekumen eran un pasaje a Yeowe y a la libertad. Teyeo analizó las palabras, volviéndolas a pasar una y otra vez, consciente de su propia estupidez para esta clase de sutilezas, para las vueltas del laberinto de la política. Finalmente, borró el mensaje y bostezó, porque ya era tarde; se bañó, se acostó, apagó la luz, dijo en un susurro «¡Lord Kamye, permíteme aferrarme con coraje a la única cosa noble!» y se durmió como una piedra. El makil iba a casa de la Enviada todas las noches, después del teatro. Teyeo trató de decirse que no había nada malo en eso. Él mismo había pasado muchas noches con los makiles, en los florecientes días de antes de la guerra. Las relaciones sexuales expertas, artísticas, eran parte de su trabajo. Sabía por rumores que las mujeres ricas de la ciudad a menudo los contrataban para suplir las deficiencias de sus maridos. Pero hasta esas mujeres lo hacían secreta y discretamente, no de este modo vulgar, desvergonzado, totalmente carente de decencia, burlándose del código moral, como si la Enviada tuviese algún derecho a hacer cualquier cosa que quisiera, donde y Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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cuando se le antojara. Por supuesto, Batikam confabulaba ansiosamente con ella, jugando con su enamoramiento, mofándose de los gatayanos, mofándose de Teyeo... y mofándose de ella, aunque ella no se daba cuenta. ¡Qué oportunidad para un siervo de hacer quedar como tontos a todos los propietarios a la vez! Observando a Batikam, Teyeo acabó por convencerse que era miembro del Hame. Sus burlas eran muy sutiles; no estaba tratando de deshonrar a la Enviada. A decir verdad, su discreción era mucho mayor que la de ella. Trataba de evitar que ella se deshonrara sola. El makil devolvía la fría cortesía de Teyeo con amabilidad, pero una o dos veces, al encontrarse sus miradas, los había unido un breve e involuntario entendimiento, algo fraternal, irónico. Iba a realizarse una festividad pública, una celebración de la Fiesta Tualita del Perdón, a la cual la Enviada estaba forzosamente invitada por el Rey y el Consejo. La exhibían en muchos eventos de ese estilo. Teyeo no meditó al respecto, salvo en cómo proporcionarle seguridad en medio de la excitada muchedumbre del festejo, hasta que San le dijo que el día del festival era el día más santo de la antigua religión de Gatay y que los Viejos Creyentes estaban ferozmente resentidos por la imposición de los ritos foráneos por sobre los suyos propios. El hombrecito parecía genuinamente preocupado. Teyeo también se preocupó cuando, al día siguiente, San de pronto fue reemplazado por un anciano que no hablaba casi nada, salvo en gatayano, y que era totalmente incapaz de explicar qué había ocurrido con San Ubattat. —Otras obligaciones, otros deberes llamarlo —dijo en muy mal voedeano, sonriendo y bamboleándose—. Muy grande ocasión religiosa, ¿eh? Deberes religiosos llamarlo. Durante los días que precedieron al festival fue aumentando la tensión en la ciudad; aparecieron graffitis, símbolos de la antigua religión garabateados en las paredes; profanaron un templo tualita, después de lo cual la Guardia Real se hizo mucho más visible en las calles. Teyeo fue al palacio y solicitó, por propia autoridad, que no se le pidiera a la Enviada que apareciera en público durante una ceremonia que «probablemente se vería perturbada por manifestaciones inapropiadas». Fue citado por un funcionario de la Corte que lo trató con una mezcla de insolencia despreciativa y de guiños y cabeceos cómplices, lo que lo puso realmente incómodo. Esa noche dejó a cuatro hombres de guardia en la casa de la Enviada. Al volver a sus aposentos —una pequeña barraca calle abajo que había sido cedida a la Guardia de la Embajada— encontró la ventana de su habitación abierta y un retazo de papel, en su propio idioma, sobre la mesa: La Fiesta P está preparada para el assesinato. A la mañana siguiente, se dirigió rápidamente a la casa de la Enviada y le pidió a su sierva que le dijera que debía hablarle. Ella salió del dormitorio, envolviéndose el cuerpo desnudo con algo blanco. Detrás apareció Batikam, a medio vestir, adormilado y divertido. Teyeo le hizo la seña ocular que significaba «váyase», que el makil recibió con una sonrisa serena y condescendiente, murmurándole a la mujer: —Iré a desayunar. ¿Rewe, tienes algo para darme de comer? Salió de la habitación tras la sierva. Teyeo enfrentó a la Enviada y le mostró el trozo de papel. —Recibí esto anoche, Señora —dijo—. Debo solicitarle que no asista al festival de mañana. Ella escrutó el papel, leyó lo que decía y bostezó. —¿Quién lo escribió? —No lo sé, Señora. —¿Qué significa? ¿«Assesinato»? No saben escribirlo, ¿verdad? Pasado un momento, él dijo: —Hay una cantidad de otros indicios... suficientes para que yo deba pedirle que... —Que no asista a la Fiesta del Perdón, sí, ya lo escuché. —Se dirigió a una silla que estaba cerca de la ventana y se sentó, mientras la bata caía a los costados revelando Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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sus piernas; sus pies descalzos y marrones eran cortos y flexibles, con las plantas rosadas, los dedos pequeños y parejos. Teyeo fijó la vista en el aire, al lado de la cabeza de ella. La mujer jugueteó con el pedazo de papel—. Si usted piensa que es peligroso, Rega, que lo acompañen uno o dos guardias —dijo, con un muy leve tono de menosprecio—. Realmente tengo que ir. El Rey me lo ha solicitado, ya lo sabe. Y debo encender la gran fogata o algo así. Una de las pocas cosas que aquí se les permite hacer en público a las mujeres... No puedo echarme atrás. —Extendió el trozo de papel hacia Teyeo y él, después de un momento, se acercó lo suficiente para tomarlo. Ella lo miró sonriente; cuando lo derrotaba siempre le sonreía—. ¿Quién piensa que desearía hacerme volar por los aires, además? ¿Los Patriotas? —O los Viejos Creyentes, Señora. Mañana es una de sus festividades. —¿Y los tualitas se la arrebataron? Bueno, no pueden culpar precisamente a los Ekumen, ¿verdad? —Creo que es posible que el gobierno permita la violencia a fin de justificar las represalias, Señora. Ella comenzó a responder con descuido; luego, dándose cuenta de lo que él le había dicho, frunció el entrecejo. —¿Cree que el Consejo me está tendiendo una trampa? ¿Qué evidencias tiene? Luego de una pausa, él dijo: —Muy pocas, señora. San Ubattat... —San está enfermo. El anciano que enviaron no resulta de mucha utilidad, pero difícilmente puede ser peligroso. ¿Eso es todo? —Él no dijo nada y ella continuó—. Hasta que tenga auténticas evidencias, Rega, no interfiera con mis obligaciones. Su paranoia militarista no es aceptable cuando se extiende a la gente con la que tengo trato aquí. ¡Contrólese, por favor! Para mañana, espero contar con uno o dos guardias adicionales y nada más. —Sí, Señora —dijo él, y salió. Su cabeza cantaba de furia. Se le ocurría ahora que el nuevo Guía le había dicho que San Ubattat había sido convocado para cumplir con deberes religiosos, no que estaba enfermo. No regresó a decírselo. ¿Qué sentido tenía? —Quédate una hora más, por favor, Seyem —le dijo al guardia de la puerta, y se marchó a grandes trancos por la calle, tratando de alejarse de ella, de sus suaves muslos marrones, de las plantas rosadas de sus pies y de su estúpida e insolente voz de ramera dándole órdenes. Trató que el brillante y helado aire iluminado por el sol, las calles con desniveles que estallaban en carteles para el festival, el centelleo de las grandes montañas y el clamor de los mercados lo colmaran, lo encandilaran y distrajeran, pero avanzó mirando cómo su propia sombra caía frente a él, como un cuchillo, encima de las piedras, y consciente de la futilidad de su vida. —El veot parecía preocupado —dijo Batikam con su voz de terciopelo, y ella rió, pinchando una fruta seca del plato y poniéndosela en la boca. —Ahora estoy lista para el desayuno, Rewe —dijo ella, y se sentó frente a Batikam —. ¡Estoy famélica! Sufrió uno de sus ataques falocráticos. Últimamente no me ha salvado de nada. Es su única función, después de todo. Así que tiene que inventar la ocasión. Ojalá, ojalá pudiera sacármelo de encima. Es tan lindo no tener al pobre y viejo San arrastrándose detrás de mí como una especie de parásito púbico. ¡Si ahora pudiera librarme del Mayor! —Es un hombre de honor —dijo el makil; su tono no parecía irónico. —¿Cómo puede ser honorable un hombre que es propietario de esclavos? — Batikam la miró con sus largos ojos oscuros. No podía leer las miradas werelianas, pero eran hermosas, colmando los párpados de oscuridad—. Los miembros de la jerarquía masculina siempre alardean de su preciado honor —dijo ella—. Y del honor de «sus» mujeres, por supuesto. Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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—El honor es un gran privilegio —dijo Batikam—. Yo lo envidio. Lo envidio a él. —Oh, al diablo con toda esa falsa dignidad; no son más que meadas territoriales. Lo único que debes envidiarle, Batikam, es su libertad. Él sonrió. —Eres la única persona que he conocido en mi vida que no es ni propietaria ni propiedad. Eso es libertad. Eso es libertad. Me pregunto si lo sabías. —Claro que sí —dijo ella. Él sonrió y continuó desayunando, pero había aparecido algo en su voz que ella no le había oído antes. Conmovida y un poco atribulada, ella le dijo luego de un momento—: Te vas pronto. —Lees la mente. Sí. La compañía sale de gira por los Cuarenta Estados dentro de diez días. —¡Oh, Batikam, te voy a extrañar! Eres el único hombre... la única persona de aquí con la que puedo hablar... sin distinción de sexo... —¿Alguna vez hablamos? —No mucho —dijo ella, riendo, pero le tembló un poco la voz. Él estiró la mano; ella se acercó y se sentó en su regazo; la bata cayó al suelo. —Pequeños y hermosos senos de Enviada —dijo él, lamiendo y acariciando—. Pequeño y suave vientre de Enviada... —Rewe entró con una bandeja y la apoyó suavemente—. Toma tu desayuno, pequeña Enviada —dijo Batikam, y ella se separó y volvió a la silla, sonriendo—. Porque eres libre puedes ser honesta —dijo él, pelando fastidiosamente una pinifruta—. No seas tan dura con los que, como nosotros, no lo somos ni podemos serlo. —Cortó una rodaja y se la dio en la boca—. Conocerte ha sido como probar un bocado de libertad —dijo él—. Un esbozo, una sombra... —En pocos años, como máximo, Batikam, serás libre. Toda esta estructura idiota de amos y esclavos se derrumbará por completo cuando Werel ingrese en los Ekumen. —Si ingresa. —Claro que lo hará. Él se encogió de hombros. —Mi hogar es Yeowe —dijo. Ella lo miró con sorpresa, confundida. —¿Eres de Yeowe? —Nunca estuve allí —dijo él—. Probablemente nunca iré. ¿Qué utilidad pueden tener allí los makiles? Pero es mi hogar. Esa es mi gente. Esa es mi libertad. ¿Cuándo verás...? —Estaba apretando el puño; lo abrió con el suave gesto de alguien que deja escapar algo. Sonrió y volvió a su desayuno—. Tengo que regresar al teatro —dijo—. Estamos ensayando una obra para el Día del Perdón. Solly perdió todo el día en la Corte. Había hecho persistentes intentos para obtener un permiso para visitar las minas y las enormes granjas estatales del otro lado de las montañas, de donde salían las riquezas de Gatay; había resultado frustrada con igual persistencia, según creyó al principio, por el protocolo y la burocracia del gobierno, por su poca disposición a permitir que una diplomática hiciera cualquier cosa que no fuese correr de aquí para allá para asistir a ceremonias sin sentido; sin embargo, algunos empresarios le habían dado a entender algo sobre las condiciones de las minas y las granjas que ahora le hacía pensar que podían estar ocultando una especie de esclavitud aún más brutal que la que se veía en la capital. Este día tampoco pudo lograr nada, salvo esperar que se realizaran reuniones que nunca habían sido concertadas. El anciano que reemplazaba a San interpretaba mal casi todo lo que ella le decía en voedeano, y cuando trataba de hablarle en gatayano directamente interpretaba mal todo, ya fuese por estupidez o a propósito. El Mayor, bendito sea, había estado ausente la mayor parte de la mañana, reemplazado por uno de sus soldados, pero se hizo presente en la Corte, rígido, callado y apretando las mandíbulas, y la atendió hasta que renunció al intento y se fue a casa para tomar un baño antes de lo habitual. Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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Esa noche, Batikam llegó tarde. En medio de uno de los elaborados juegos de fantasía e intercambio de roles que Solly había aprendido de él y que le parecían tan excitantes, sus caricias se volvieron cada vez más lentas y suaves, arrastrándose sobre ella como plumas; Solly se estremeció de deseo insatisfecho y, apretando su cuerpo contra el de él, se dio cuenta que se había quedado dormido. —Despierta —dijo ella, riendo pero decepcionada, y lo sacudió un poco. Los ojos oscuros se abrieron, trastornados, llenos de miedo—. Perdóname —agregó ella de inmediato—, vuelve a dormir. Estás cansado. No, no, está bien, es tarde. —Pero él reanudó lo que ahora ella sabía que era su trabajo, sin importar lo hábil y lo tierno que fuese. Por la mañana, en el desayuno, ella le dijo: —¿Puedes verme como a una igual, Batikam? Parecía cansado, más viejo que antes. No sonrió. Al rato, dijo: —¿Qué quieres que diga? —Que sí. —Sí —dijo él en voz baja. —No confías en mí —dijo ella con amargura. Pasado un momento, él dijo: —Hoy es el Día del Perdón. La Dama Tual se manifestó a los hombres de Asdok, que habían enviado gatos cazadores a atrapar a sus seguidores. Apareció entre esos hombres, montando un enorme gato cazador con lengua de fuego, y ellos cayeron al suelo aterrorizados, pero ella los bendijo, perdonándolos. —Su voz y sus manos representaban la historia mientras la contaba—. Perdóname —dijo. —¡No necesitas ningún perdón! —Oh, todos lo necesitamos. Es por eso que nosotros, los kamyitas, tomamos prestada a la Dama Tual de vez en cuando. Cuando la necesitamos. ¿De modo que hoy, en los ritos, tú serás la Dama Tual? —Lo único que tengo que hacer es encender una fogata, me dijeron —dijo ella ansiosamente, y él rió. Cuando se iba, ella le dijo que iría a verlo al teatro esa noche, después del festival. La pista de carreras de caballos, única zona llana de toda la ciudad, estaba atestada, con vendedores que vociferaban, estandartes que se agitaban; los automóviles Reales avanzaban en medio de la multitud, que se abría en dos como el agua y se cerraba detrás. Se habían erigido algunas graderías de apariencia desvencijada para los lores y propietarios, con una sección separada por cortinas para las damas. Solly vio que un automóvil se dirigía hacia las graderías; desenvolvieron a una figura fajada con tela roja, que luego se apresuró a atravesar las cortinas, desapareciendo. ¿Habría agujeritos por los que podrían mirar la ceremonia? Había mujeres en la multitud, pero sólo siervas. Se dio cuenta que a ella también la ocultarían hasta que llegara su momento de la ceremonia; le habían preparado una tienda roja, junto a las graderías, no lejos del sector delimitado por sogas donde cantaban los sacerdotes. La sacaron rápidamente del auto y la llevaron a la tienda con obsequiosas y resueltas reverencias. Las siervas que estaban en la tienda le ofrecieron té, dulces, espejos, maquillaje y aceite para el pelo, y la ayudaron a ponerse la compleja envoltura de fina tela roja y amarilla, su traje para la breve actuación como la Dama Tual. Nadie le había dicho muy claramente qué debía hacer, y a sus preguntas las mujeres respondieron: —Los sacerdotes le enseñarán, Señora. Usted vaya con ellos. Sólo encienda el fuego. Tienen todo preparado. Solly tuvo la impresión que las siervas no sabían mucho más que ella; eran bellas muchachas, esclavas de la Corte, entusiasmadas por participar en el espectáculo, indiferentes a la religión. Solly conocía el simbolismo de la fogata que estaba a punto

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de encender: en ella, las culpas y transgresiones podían ser expulsadas y quemadas, podían ser olvidadas. Era una linda idea. Los sacerdotes estaban dando voces allá afuera; Solly espió —sí había agujeritos en la tela de la tienda— y vio que la muchedumbre había aumentado. Nadie, excepto los que estaban en las graderías y justo al lado de la zona encerrada por sogas, podía ver nada, pero todos agitaban estandartes rojos y amarillos, masticaban comida frita y aprovechaban el día, mientras los sacerdotes continuaban con sus profundos cánticos. A extrema derecha del pequeño y borroso campo visual que le permitía el agujero, había un brazo conocido: el del Mayor, por supuesto. No lo habían autorizado a viajar en el automóvil con ella. Seguramente se había puesto furioso. Había llegado, sin embargo, y estaba instalado en su puesto de guardia. —Señora, Señora —estaban diciendo las muchachas de la Corte—, aquí vienen los sacerdotes. Y formaron un enjambre a su alrededor, asegurándose que su peinado estuviera derecho y que esas malditas faldas ajustadas cayeran formando los pliegues correctos. Seguían acicalándola y dándole palmaditas cuando salió de la tienda, encandilándose con la luz del sol, sonriendo y tratando de mantenerse bien derecha y digna, como correspondía a una Diosa; realmente no deseaba arruinarles la ceremonia. Dos hombres con insignias sacerdotales la estaban esperando en la puerta de la tienda. Inmediatamente, dieron un paso adelante, tomándola de los codos y diciéndole: —Por aquí, por aquí, Señora. Evidentemente, no iba a tener que adivinar qué hacer. Sin duda, porque consideraban que las mujeres eran incapaces de semejante cosa, aunque, dadas las circunstancias, era un alivio. Los sacerdotes la hicieron avanzar rápidamente, tanto que le resultaba incómodo caminar con la ceñida falda. Ahora estaban detrás de las graderías... ¿el sector de los sacerdotes no quedaba para el otro lado? Un auto se acercaba directamente a ellos, haciendo apartar a las pocas personas que se interponían en su camino. Alguien estaba gritando; los sacerdotes, de pronto, comenzaron a tironear de ella, tratando de hacerla correr; uno gritó y le soltó el brazo, derribado por una oscuridad voladora que lo golpeó y lo hizo caer de un sacudón... Solly se encontró en medio de una escaramuza, incapaz de soltarse de la mano de hierro que la sujetaba del brazo, con las piernas aprisionadas en la falda, y hubo un ruido, un ruido enorme, que le golpeó la cabeza y la hizo inclinarse hacia abajo; no podía ver ni oír nada; cegada, forcejeando, la empujaron de frente al interior de un lugar oscuro, apretándole la cara contra una negrura sofocante, áspera, y sujetándole los brazos en la espalda. Un auto, moviéndose. Mucho tiempo. Hombres hablando en voz baja. Hablando en gatayano. Le resultaba muy difícil respirar. No se resistió; no servía de nada. Le habían atado los brazos y las piernas con cinta adhesiva, le habían puesto una bolsa en la cabeza. Pasado un largo tiempo, la alzaron como si fuese un cadáver y la llevaron rápidamente al interior de algún edificio; bajaron unas escaleras y la colocaron sobre una cama o un sofá, no descuidadamente pero sí con la misma presteza desesperada. Se quedó acostada, quieta. Los hombres hablaban, todavía casi en susurros. Nada tenía sentido. Su cabeza seguía oyendo el enorme ruido; ¿había sido real? ¿La habían golpeado? Sentía que estaba sorda, como si la envolviera un muro de algodón. La tela de la bolsa insistía en metérsele en la boca, se le introducía en los orificios nasales cuando trataba de respirar. Se la quitaron de un tirón; un hombre que se inclinaba sobre ella la giró para desatarle los brazos, después las piernas, murmurando en voedeano mientras lo hacía: —No tener miedo, Señora, nosotros no hacerle daño.

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El hombre retrocedió rápidamente. Había cuatro o cinco sujetos; era difícil verlos, había poca luz. —Esperar aquí —dijo otro—. Todo estar bien. Seguir feliz. Solly estaba tratando de sentarse, pero se mareaba. Cuando su cabeza dejó de dar vueltas, todos se habían marchado. Como por arte de magia. Seguir feliz. Era una habitación muy pequeña y alta. Paredes de ladrillo oscuro, olor a tierra. La luz provenía de una pequeña placa bioluminiscente instalada en el techo, un débil resplandor que no proyectaba sombras. Probablemente suficiente para los ojos werelianos. Seguir feliz. Me han secuestrado. Qué les parece. Hizo un inventario: el grueso colchón sobre el que estaba, una manta, una puerta, una pequeña jarra y una copa, ¿era un orificio de drenaje eso que había en el rincón? Dejó colgar las piernas del colchón y sus pies chocaron con algo que había en el suelo, a los pies de la cama. Levantó las piernas, escudriñó la masa oscura, el cuerpo que yacía allí. Un hombre. El uniforme oscuro, la piel tan negra que no podía verle los rasgos... pero lo reconocía. Incluso aquí, aquí, el Mayor la acompañaba. Se puso de pie, inestable, y fue a investigar el drenaje, que era simplemente eso, un agujero con bordes de cemento practicado en el piso, con un olor levemente químico, levemente fétido. Le dolía la cabeza y se volvió a sentar en la cama para masajearse los brazos y tobillos, aliviando la tensión y el dolor y volviendo a asumir el control de sí misma, tocándose y dándose confianza, rítmica y metódicamente. Me han secuestrado. Qué les parece. Seguir feliz. ¿Y él qué? De pronto, pensando que él estaba muerto, se estremeció y se quedó quieta. Pasado un rato, se asomó lentamente, tratando de verle la cara, escuchando. Otra vez, tuvo la sensación que estaba muerto. No lo oía respirar. Estiró el brazo, asqueada y temblando, y le apoyó el dorso de la mano en la cara. Estaba fresca, fría. Pero en sus dedos sintió un aliento tibio, una vez, otra. Se acuclilló en el colchón y lo observó. Estaba absolutamente inmóvil, pero cuando le puso la mano en el pecho sintió los lentos latidos de su corazón. —Teyeo —dijo en un susurro. La voz no le salía de otro modo. Volvió a apoyarle la mano en el pecho. Quería sentir esos latidos lentos, constantes, la lejana calidez; le daba confianza. Seguir feliz. ¿Qué otra cosa habían dicho? Esperar. Sí. Al parecer, ese era el plan. Tal vez podría dormir. Tal vez podría dormir, y cuando despertara habrían pagado el rescate. O lo que fuera que quisieran. Se despertó pensando que aún tenía el reloj; soñolienta, después de estudiar por un rato la pequeña pantalla plateada, decidió que había dormido tres horas; aún era el día del Festival —posiblemente demasiado pronto para que hubieran pagado el rescate— y ella no podría ir al teatro para ver a los makiles esa noche. Sus ojos se habían acostumbrado a la escasa iluminación y, cuando miró, ahora pudo ver que había sangre seca en todo un costado de la cabeza del hombre. Explorándola, encontró un bulto caliente, del tamaño de un puño, por encima de la sien, y sus dedos se apartaron, manchados. Lo habían golpeado. Debía ser él quien se había lanzado contra el sacerdote, el falso sacerdote; lo único que ella recordaba era una sombra voladora, un fuerte golpe seco y un «¡uuuf!» como el del ataque aiji, y luego un enorme ruido que confundía todo. Chasqueó la lengua, golpeteó la pared para verificar si podía oír bien. Parecía que sí; la pared de algodón había desaparecido. ¿Tal vez a ella también la habían golpeado? Se tocó la cabeza pero no encontró bultos. El hombre debía tener una conmoción cerebral, puesto que todavía estaba desmayado después de tres horas. ¿De qué gravedad? ¿Cuándo volvería en sí? Se levantó y estuvo a punto de caerse, enredada en las malditas faldas de Diosa. ¡Si pudiera tener sus propias ropas en vez de este disfraz, tres piezas de tela endeble que una no se podía poner sin la ayuda de las sirvientas! Se las quitó y se ató alrededor Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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del cuerpo una de sus partes, similar a una chalina, para fabricarse una especie de falda que le llegaba a las rodillas. No servía de abrigo en este sótano o lo que fuera; era húmedo y bastante frío. Caminó de aquí para allá, cuatro pasos y vuelta, cuatro pasos y vuelta, e hizo ejercicios de calentamiento. Habían arrojado al hombre al suelo. ¿Estaba muy frío? ¿El estado de shock formaba parte de la conmoción cerebral? Las personas en estado de shock necesitaban estar abrigadas. Tembló de nervios un largo rato, intrigada ante su propia indecisión, ante el hecho de no saber qué hacer. ¿Debía tratar de levantarlo y ponerlo sobre el colchón? ¿Era mejor no moverlo? ¿Dónde diablos estaban esos tipos? ¿Teyeo iba a morir? Se inclinó sobre él y dijo, bruscamente: —¡Rega! ¡Teyeo! Después de un momento, él inspiró. —¡Despierte! —Ahora ella recordó, pensó que recordaba, que era importante no permitir que las personas con conmoción cerebral entraran en coma. El problema era que ya había entrado en coma. El hombre volvió a inspirar y su rostro cambió, salió de la rígida inmovilidad en que estaba, se suavizó; sus ojos se abrieron, se cerraron y pestañearon, desenfocados. —¡Oh, Kamye! —dijo muy suavemente. Solly no podía creer lo contenta que estaba de oírlo. Seguir feliz. Evidentemente, el hombre tenía un dolor de cabeza insoportable y admitió que veía doble. Lo ayudó a levantarse hasta el colchón y lo tapó con la manta. Él no le hizo ninguna pregunta; permaneció callado, volviendo a dormirse muy pronto. Una vez que estuvo cómodo, Solly regresó a sus ejercicios y se dedicó a ellos durante una hora. Miró el reloj. Habían pasado dos horas, el mismo día, el día del Festival. Aún no era de noche. ¿Cuándo vendrían esos hombres? Vinieron a la mañana, temprano, después de la noche sin fin que fue igual a la tarde y la mañana. Le quitaron el cerrojo a la puerta de metal y la abrieron de un golpe, y uno de ellos entró con una bandeja mientras otros dos permanecían en el umbral, apuntándola con unas pistolas. No había ningún sitio donde apoyar la bandeja salvo el suelo, de modo que el tipo se la entregó a Solly y dijo: —¡Perdón, Señora! —y retrocedió, cerró la puerta de un golpe y los cerrojos volvieron a su lugar. Ella se quedó parada, con la bandeja en las manos. —¡Espere! —dijo. El hombre se había despertado y miraba a todos lados con ojos mareados. Después de descubrir que estaba con ella en ese lugar, Solly, por algún motivo, había olvidado su apodo; ya no pensaba en él como en «el Mayor», aunque todavía se resistía a llamarlo por su nombre. —Este es el desayuno, supongo —le dijo, y se sentó en el borde de la cama. Un trozo de tela cubría la bandeja de mimbre; debajo había una pila de rosquillas gatayanas de cereal con carne y verduras, varias frutas y una botella de agua, con tapa, hecha de una aleación metálica delgada y laboriosamente ornamentada con abalorios—. Desayuno, almuerzo y cena, tal vez —dijo—. Mierda. Bueno. Tiene buen aspecto. ¿Puede comer? ¿Puede sentarse? Él se sentó con dificultad, apoyando la espalda contra la pared, y luego cerró los ojos. —¿Todavía ve doble? Emitió un leve sonido afirmativo. —¿Tiene sed? Leve sonido afirmativo. —Tome. —Solly le pasó la copa. Sosteniéndola con ambas manos, él logró llevársela a la boca; bebió el agua lentamente, un trago a la vez. Mientras tanto, ella devoró tres rosquillas de cereal, una tras otra; luego se obligó a detenerse y se comió una pinifruta. Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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—¿Podrá comer alguna fruta? —le preguntó, sintiéndose culpable. Él no le respondió y ella pensó en Batikam, dándole de una rodaja de pini en la boca, durante el desayuno... ¿cuándo? Ayer, hacía cien años. La comida le dio vuelta el estómago. Tomó la taza de la mano laxa del hombre (estaba otra vez dormido), se sirvió agua y la bebió lentamente, un trago a la vez. Cuando se sintió mejor, fue hasta la puerta y exploró las bisagras, la cerradura y la superficie. Palpó y escudriñó las paredes de ladrillo, el suelo de cemento, buscando no sabía qué, algo que sirviera para escapar, algo... Debía hacer ejercicios. Se obligó a ello, pero volvió a sentir náuseas y, junto a ella, una especie de letargo. Volvió a la cama y se sentó. Al poco rato, descubrió que estaba llorando. Luego, descubrió que había dormido. Necesitaba orinar. Se agachó encima del agujero y oyó que la orina caía en su interior. No había nada para limpiarse. Volvió a la cama y se sentó, estirando las piernas, sujetándose los tobillos con las manos. Había un silencio absoluto. Se volvió para mirar al hombre: estaba observándola. Solly se sobresaltó. Él apartó la vista de inmediato. Estaba quieto, medio apoyado contra la pared, incómodo pero relajado. —¿Tiene sed? —le preguntó ella. —Gracias —dijo él. Aquí, donde nada resultaba familiar y el tiempo transcurría separado del pasado, su voz suave y ligera resultaba una bendición por su familiaridad. Le sirvió una copa llena y se la dio—. Gracias —volvió a murmurar él, devolviéndole la copa. —¿Qué tal la cabeza? Él se puso una mano sobre la hinchazón, dio un respingo y se sentó de nuevo. —Uno de ellos tenía un bastón —dijo ella, viendo aparecer la imagen, como un relámpago, entre el revoltijo de recuerdos—. Un báculo de sacerdote. Usted se abalanzó encima del otro. —Me quitaron la pistola —dijo—. Por el Festival. —Tenía los ojos cerrados. —Me enredé en esas malditas telas. No pude ayudarlo. Escuche. ¿Hubo un ruido, una explosión? —Sí. Fuegos de artificio, tal vez. —¿Quién piensa que son estos muchachos? —Revolucionarios. O... —Usted dijo que pensaba que el gobierno de Gatay estaba metido en esto. —No lo sé —murmuró él. —Tenía razón, y yo estaba equivocada. Perdóneme —dijo ella en honor a la virtud, al recordar que uno debía rectificar sus errores. Él movió la mano levemente, con un gesto de «no importa». —¿Todavía ve doble? Él no respondió: estaba perdiendo el sentido otra vez. Solly estaba de pie, tratando de recordar los ejercicios respiratorios de Selish, cuando la puerta tronó, se abrió y aparecieron los mismos tres hombres, dos con pistolas, todos jóvenes, de piel negra, cabello corto y muy nerviosos. El cabecilla se agachó para colocar una bandeja en el suelo y, sin la menor premeditación, Solly le pisó la mano y se la apretó con todo su peso. —¡Esperen! —dijo. Miraba los ojos y los cañones de las armas de los otros dos—. Esperen un momento, ¡escúchenme! Este hombre tiene una herida en la cabeza, necesitamos un médico, necesitamos más agua, ni siquiera puedo limpiarle la herida, no hay papel higiénico, y además, ¿quién diablos son ustedes? El hombre al que estaba pisando gritó: —¡Salir, Señora! ¡Salir de encima de mi mano! Pero los otros dos la oyeron. Levantó el pie y se apartó del camino del sujeto mientras éste se levantaba rápidamente, retrocediendo hacia sus amigos armados.

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—Muy bien, Señora. Perdonar por causar problemas —dijo él, con lágrimas en los ojos, masajeándose la mano—. Somos Patriotas. Usted enviar mensajie al Simulador, igual que nuestro mensajie. Nadie deber lastimar. ¿Está bien? —Continuó retrocediendo y uno de los hombres armados cerró la puerta. Estampido, vuelta de cerrojo. Solly inspiró profundamente y se dio vuelta. Teyeo la observaba. —Eso fue peligroso —dijo él con una ligera sonrisa. —Ya lo sé —dijo ella, respirando ruidosamente—. Fui una estúpida. No puedo dominarme. Me siento destrozada. Pero ellos nos traen cosas y salen corriendo, maldición. ¡Necesitamos más agua! —Estaba llorando, como siempre lo hacía, durante un momento, después de un episodio de violencia o de una discusión—. Veamos qué trajeron esta vez. —Levantó la bandeja y la apoyó sobre el colchón; igual que la otra, como una ridícula copia de una comida de hotel o de una casa servida por esclavos, estaba cubierta con una servilleta—. Tenemos todas las comodidades —murmuró. Bajo la tela había un montículo de tortitas dulces, un pequeño espejo plástico de mano, un peine, un pequeño pote de algo que olía a flores podridas y una caja de algo que, pasado un momento, identificó como tampones gatayanos. —Son cosas de mujer —dijo ella—. ¡Malditos sean, condenados machistas estúpidos! ¡Un espejo! —Arrojó el objeto al otro lado del cuarto—. ¡Por supuesto, no puedo sobrevivir un solo día sin mirarme al espejo! ¡Malditos sean! —Arrojó por el aire todo lo demás salvo las tortas, sabiendo, mientras lo hacía, que más tarde recogería los tampones y los guardaría debajo del colchón y que, Dios no lo permitiera, los usaría si debía usarlos, si se veían forzados a permanecer allí durante... ¿cuánto tiempo? Diez días o más—. ¡Oh, Dios! —dijo. Se levantó y recogió todo del suelo; colocó el espejo, el pote, la jarra de agua vacía y las cáscaras de fruta de la última comida sobre una de las bandejas y la puso junto a la puerta—. Basura —dijo en voedeano. Durante el berrinche, se dio cuenta, había hablado en otro idioma, probablemente alterrano—. ¿Tiene alguna idea —dijo, sentándose otra vez en la cama— de lo difícil que nos resulta ser mujeres gracias a ustedes? ¡Hasta pueden obligarnos a ponernos en contra de lo que somos! —Creo que tenían buenas intenciones —dijo Teyeo. Solly advirtió que en su voz no existía la menor sombra de burla, ni siquiera indicando que todo esto le hiciera gracia. Si estaba disfrutando de su vergüenza, él mismo tenía vergüenza de demostrárselo—. Creo que son aficionados —dijo. Pasado un momento, ella contestó: —Lo que podría ser negativo. —Así es. —Él se había sentado y estaba palpándose el bulto de la cabeza cautelosamente. Su pelo grueso y pesado estaba pegoteado de sangre alrededor de la herida—. Secuestro —dijo—. Exigencias de rescate. No son asesinos. No tenían armas. No se podía ingresar con armas. Yo tuve que entregar la mía. —¿Quiere decir que esta no es la misma gente de la cual lo habían advertido? —No lo sé. —Sus exploraciones le provocaron un escalofrío de dolor y acabó por desistir—. ¿Estamos muy escasos de agua? Ella le trajo otra copa llena. —Demasiado escasos para lavarnos. ¡Un estúpido espejo, cuando lo que necesitamos es agua! Él le dio las gracias, bebió y se sentó, demorando los últimos tragos de la copa. —No planeaban llevarme a mí —dijo. Ella lo pensó y asintió. —¿Tuvieron miedo que los identificara? —Si hubiesen tenido un lugar para mí no me habrían puesto con una mujer —dijo sin ironía—. Habían preparado esto para usted. Debemos estar en algún lugar de la ciudad. Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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Solly asintió. —El viaje en auto duró una media hora, o menos. Aunque yo tenía la cabeza cubierta con una bolsa. —Han enviado un mensaje al Palacio. No les respondieron, o la respuesta fue insatisfactoria. Quieren que usted envíe un mensaje. —¿Para convencer al gobierno que realmente me tienen en su poder? ¿Por qué necesitan convencerlo? Ambos se quedaron en silencio. —Discúlpeme —dijo él—. No puedo pensar. —Se recostó. Sintiéndose cansada, deprimida e irritable después de la descarga de adrenalina, ella se recostó a su lado. Había hecho un rollo con la falda de Diosa para fabricarse una almohada; él no tenía ninguna. La manta sólo les tapaba las piernas. —Almohada —dijo ella—. Más mantas. Jabón. ¿Qué más? —La llave —murmuró él. Se quedaron acostados, uno junto al otro, en silencio, bajo la luz uniforme y lánguida. A la mañana siguiente, a eso de las ocho según el reloj de Solly, los Patriotas entraron en la habitación, cuatro de ellos; dos se quedaron de guardia en la puerta, con las pistolas listas; los otros dos se detuvieron incómodamente en el poco suelo que quedaba libre, mirando a sus cautivos, que se encontraban sentados, con las piernas cruzadas, sobre la cama. El nuevo vocero hablaba mejor voedeano que los demás. Dijo que lamentaban mucho causarle incomodidades a la Señora, que harían lo que pudieran para que se sintiera más cómoda y que ella debía tener paciencia y escribir un mensaje a mano para el Rey Simulador, explicando que sería liberada ilesa tan pronto como el Rey ordenara al Consejo que rescindiera su tratado con Voe Deo. —No lo hará —dijo ella—. No se lo permitirán. —Por favor, no discuta —dijo el hombre con aspereza frenética—. Aquí tiene los elementos de escritura. Este es el mensaje. —Acomodó los papeles y la pluma sobre el colchón, nerviosamente, como si tuviera miedo de acercársele. Ella estaba consciente que Teyeo trataba de permanecer invisible, sentado sin moverse, con la cabeza baja, la vista baja; los hombres lo ignoraban. —Si escribo esto para ustedes quiero agua, un montón de agua, y jabón, y mantas, y papel higiénico, y almohadas, y un médico, y quiero que cuando yo golpee la puerta venga alguien, y quiero ropa decente. Ropa abrigada. Ropa de hombre. —¡Nada de médicos! —dijo el hombre—. ¡Escriba! ¡Por favor! ¡Ahora! —El sujeto estaba nervioso, crispado; ella no se atrevió a presionarlo más. Leyó la declaración, la copió con su caligrafía grande, infantil (muy rara vez escribía a mano) y le entregó ambos papeles al vocero. Él los revisó y sin decir una sola palabra hizo salir rápidamente a los demás hombres. La puerta se cerró de golpe. —¿Debí negarme? —Creo que no —dijo Teyeo. Se puso de pie y se desperezó, pero pronto volvió a sentarse, mareado—. Es buena para regatear —dijo. —Veremos qué conseguimos. Oh, Dios. ¿Qué está sucediendo? —Tal vez —dijo él lentamente— Gatay no esté dispuesto a acceder a estas demandas. Pero cuando Voe Deo y sus Ekumen se enteren, presionarán a Gatay. —Ojalá se pongan en movimiento. Supongo que Gatay debe estar horriblemente abochornado, salvando las apariencias, tratando de esconder todo esto..., ¿es probable? ¿Cuánto tiempo pueden ocultarlo? ¿Y sus subordinados? ¿No estarán buscándolo? —Sin duda —dijo él, con la cortesía que le era habitual. Era curioso que sus gestos almidonados, los modales que siempre la habían hecho a un costado, que la habían aislado de él, aquí tuvieran otro efecto; su contención y Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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formalidad le daban la seguridad que ella seguía formando parte del mundo que quedaba fuera de este cuarto, el mundo del que habían venido y al que retornarían, un mundo donde la gente vivía vidas largas. ¿Qué importaba una vida larga?, se preguntó, y no lo sabía. Era algo que jamás se le había ocurrido pensar. Pero esos jóvenes Patriotas vivían en un mundo de vidas cortas. Exigencias, violencia, inmediatez y muerte, ¿para qué? Para la intolerancia, el odio, la fiebre de poder. —Cada vez que ellos se van —dijo en voz baja—, siento muchísimo miedo. Teyeo se aclaró la garganta y dijo: —Yo también. Ejercicios. —Sujétame..., ¡no, sujétame, no me voy a romper! Ahora... —¡Ja! —dijo él con una breve sonrisa de entusiasmo, mientras ella le enseñaba la toma defensiva, y él, a su vez, la repetía, zafándose de ella. —Muy bien, ahora espera... aquí... —Golpe, caída—. ¿Ves? —¡Ay! —Perdona... perdona, Teyeo... No me acordé de tu cabeza... ¿Estás bien? Lo siento mucho... —Oh, Kamye —dijo él, sentándose y sosteniéndose la negra y estrecha cabeza entre las manos. Respiró profundamente varias veces. Ella se arrodilló, penitente y ansiosa—. Eso... —agregó él, e inspiró varias veces más—. Eso no es jugar limpio. —Por supuesto que no. Es aiji... en el amor y en la guerra todo vale, dicen en Terra... En serio, lo lamento. Lo lamento muchísimo. ¡Fui una estúpida! Él rió, con una especie de risa quebrada, desesperada. Meneó la cabeza, rió de nuevo. —Enséñame —dijo—. No sé qué fue lo que hiciste. Ejercicios. —¿Qué haces con la mente? —Nada. —¿Simplemente la dejas divagar? —No. ¿Mi mente y yo somos seres distintos? —Entonces..., ¿no te concentras en nada? ¿Simplemente divagas? —No. —Entonces no la dejas divagar. —¿A quién? —dijo él, bastante malhumorado. Una pausa. —¿Piensas en...? —No —dijo él—. Quédate quieta. Una pausa muy larga, tal vez un cuarto de hora. —Teyeo, no puedo. Me impaciento. Mi mente se impacienta. ¿Cuánto hace que practicas esto? Una pausa, una respuesta a regañadientes. —Desde que tenía dos años. Abandonó su postura totalmente relajada e inmóvil y balanceó la cabeza para estirar el cuello y los músculos de los hombros. Ella lo observó. —No dejo de pensar en las vidas largas, en vivir largo tiempo —dijo ella—. No me refiero simplemente a estar viva mucho tiempo. Diablos, yo estoy viva desde hace unos mil cien años, ¿y qué significa eso? Nada. Es decir... Pienso en cosas de la vida que justifiquen su prolongación. Como tener hijos. Como pensar en tener hijos. Es como si esas cosas alteraran algún equilibrio. Es raro que no pueda parar de pensar en eso

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justamente ahora, cuando parece que mis oportunidades de vivir una vida larga van cuesta abajo... Él no dijo nada. Era capaz de no decir nada de una manera que implicaba que Solly tenía permiso para seguir hablando. Era uno de los hombres menos conversadores que había conocido. La mayoría de los hombres eran tan verborrágicos... Ella también era bastante verborrágica. Él era callado. Ella deseaba saber callarse. —No es más que práctica, ¿verdad? —preguntó—. Eso de quedarse sentado quieto. Él asintió. —Años, años y años de práctica... Oh, Dios. Quizás... —No, no —dijo él, interpretando sus pensamientos de inmediato. —¿Pero por qué no hacen nada? ¿Qué están esperando? ¡Han pasado nueve días! Desde el comienzo, por un acuerdo no planificado, no expresado en voz alta, la habitación había quedado dividida en dos: la línea partía por la mitad el colchón y continuaba hasta la pared de enfrente. La puerta quedaba del lado de ella, el izquierdo; la letrina estaba del lado de él, el derecho. Cualquier invasión del espacio del otro era solicitada por medio de alguna seña casi invisible y autorizada de la misma manera. Cuando uno usaba la letrina, el otro apartaba la vista discretamente. Cuando disponían de suficiente agua para lavarse, lo cual ocurría muy pocas veces, se mantenían las mismas condiciones. La línea que dividía el colchón era absoluta. Sus voces la cruzaban, y los sonidos y olores de sus cuerpos. A veces, ella sentía el calor de él. La temperatura corporal wereliana era más alta que la suya y, en el ambiente húmedo y quieto, ella sentía la leve irradiación cuando él dormía. Pero nunca cruzaban esa línea, ni siquiera con un dedo, ni siquiera en el más profundo sueño. Solly pensaba en eso, hallándolo, en algunos momentos, bastante divertido. En otros momentos, le parecía estúpido y perverso. ¿No podrían hacer uso de un poco de consuelo humano? La única vez que lo había tocado había sido el primer día, cuando lo había ayudado a subir al colchón, y más tarde cuando, al disponer de suficiente agua, le había limpiado la herida del cuero cabelludo y luego, poco a poco, le había lavado la sangre pegoteada, maloliente, que tenía en el pelo, usando el peine —que, después de todo, había demostrado ser un objeto útil— y unos trozos de la falda de Diosa, valiosa fuente de paños y vendajes. Después, una vez que su cabeza hubo sanado, habían comenzado a practicar aiji a diario, pero los ganchos y apretones del aiji tenían una pureza impersonal y ritual que estaba muy lejos de brindar consuelo. El resto del tiempo, la presencia corporal de Teyeo resultaba clara e invariablemente intocable e ininvadible. Lo único que él hacía, bajo esas circunstancias increíblemente difíciles, era conservar el rígido autocontrol que siempre había demostrado poseer. No sólo él, sino también Rewe; todos ellos, todos menos Batikam, y sin embargo... ¿el sometimiento instantáneo de Batikam a sus caprichos y deseos había sido un contacto tan auténtico como ella había creído? Pensó en el miedo que había visto en los ojos de él, la última noche. No autocontrol, sino sentimientos reprimidos. Era la mentalidad de una sociedad esclavista: los esclavos y los amos atrapados en la misma trampa de desconfianza radical y autodefensa. —Teyeo —dijo ella—. No entiendo la esclavitud. Déjame explicarte a qué me refiero —agregó, aunque él no había dado señales de querer interrumpirla o de protestar, sino que meramente le dedicaba su cortés atención—. Quiero decir que entiendo cómo sobrevienen las instituciones sociales y que un individuo es una simple parte de ellas... No estoy pidiéndote que estés de acuerdo conmigo y que consideres a la esclavitud tan perversa e improductiva como yo la considero; no te estoy Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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pidiendo que la defiendas o que renuncies a ella. Estoy tratando de entender qué sientes al pensar que dos tercios de los seres humanos de tu mundo son, en la práctica y legítimamente, de tu propiedad. Cinco sextos, en realidad, si incluyo a las mujeres de tu casta. Pasado un momento, él dijo: —Mi familia sólo es propietaria de unos veinticinco siervos. —No me vengas con evasivas. Él aceptó el reproche. —A mí me parece que ustedes esquivan el contacto humano. No tocan a los esclavos y los esclavos no los tocan a ustedes, del modo en que los humanos deben tocarse... de un modo recíproco. Ustedes tienen que mantenerse separados, siempre esforzándose por seguir marcando esa frontera. Porque no es una frontera natural... es totalmente artificial, hecha por el hombre. Físicamente hablando, yo no soy capaz de diferenciar a los propietarios de las propiedades. ¿Y tú? —Casi siempre. —Por indicios culturales, del comportamiento..., ¿verdad? Un momento después, él asintió. —Ustedes son de la misma especie, la misma raza, el mismo pueblo, exactamente iguales en todos los aspectos, con una ligera diferencia de color. Si criaran a un siervo como propietario, sería un propietario en todos los aspectos, y viceversa. Se pasan la vida manteniendo esa tremenda división que no existe. Lo que no comprendo es cómo no se dan cuenta del espantoso despilfarro que implica todo esto. ¡Y no hablo de la economía! —En la guerra —dijo él, y luego hizo una pausa muy larga. Aunque Solly tenía mucho más que decir, esperó, curiosa—. Estuve en Yeowe —dijo él—, ya sabes, en la guerra civil. Allí fue donde te hiciste todas esas cicatrices y hendiduras, pensó ella. Por más que desviara escrupulosamente la mirada, a estas alturas era imposible no estar familiarizada con su enjuto cuerpo de ónix; además, Solly sabía que, en el aiji, él se cuidaba el brazo izquierdo, al que le faltaba una porción considerable justo por encima del bíceps. —Los esclavos de las Colonias se rebelaron, ya sabes, al comienzo unos pocos, luego todos. Casi todos. En el Ejército éramos todos propietarios. No podíamos enviar soldados siervos, porque podían desertar. Éramos todos veots y voluntarios. Propietarios peleando contra propiedades. Peleaba contra mis iguales. Lo supe muy pronto. Más tarde, supe que estaba peleando contra mis superiores. Nos derrotaron. —Pero eso... —dijo Solly, y calló; no sabía qué decir. —Nos derrotaron de principio a fin —dijo él—. En parte porque mi gobierno no entendió que podían derrotarnos. Que peleaban mejor, más enérgicamente, con más inteligencia y más valentía que nosotros. —¡Porque estaban peleando por su libertad! —Puede ser —dijo él, con su normal cortesía. —Entonces... —Lo que quería decirte es que yo respeto a la gente que combatió contra mí. —Sé tan poco sobre la guerra, sobre combatir... —dijo ella, con una mezcla de contrición e irritación—. Nada, en realidad. Estuve en Kheakh, pero eso no fue una guerra, fue un suicidio racial, la masacre en masa de toda una biosfera. Creo que hay una diferencia... Fue entonces cuando los Ekumen finalmente decidieron crear la Convención de Armamento, ya sabes. Porque Kheakh y Orint se estaban autodestruyendo. Los terranos estaban presionando para que se realizara la Convención desde hacía siglos. Porque casi se habían suicidado hacía un tiempo. Yo soy medio terrana. Mis antepasados corretearon por todo el planeta, asesinándose entre sí. Durante milenios. También fueron amos y esclavos, algunos de ellos, muchos Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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de ellos... Pero no sé si la Convención de Armamento fue una buena idea. Si será lo correcto. ¿Quiénes somos nosotros para ordenarle a cualquiera qué hacer y qué no? La idea de los Ekumen fue ofrecer una salida. Abrir un camino. No cerrárselo a nadie. Él la escuchó atentamente, pero no dijo nada hasta un rato después. —Nosotros aprendemos a... cerrar filas. Siempre. Creo que tienes razón, es un despilfarro... de energía, de espíritu. Ustedes son abiertos. Le cuestan tanto las palabras, pensó ella; no eran como las suyas, que se lanzaban al aire danzando y allí desaparecían: él hablaba desde lo más hondo. Convertía todo lo que decía en un solemne obsequio que ella aceptaba agradecida, pues, a medida que pasaban los días, en ocasiones se daba cuenta de cuánta confianza había perdido y seguía perdiendo: confianza en sí misma, confianza en que serían rescatados, en que saldrían de ese cuarto, en que saldrían con vida. —¿La guerra fue muy brutal? —Sí —dijo él—. No puedo... nunca he podido... verla... Sólo hay recuerdos que aparecen como un relámpago —Levantó las manos como para taparse los ojos. Después la miró, cauteloso. Ahora ella sabía que el respeto que sentía por sí mismo, aparentemente de hierro, era vulnerable en muchos aspectos. —Algunas cosas de Kheakh que ni siquiera sé que vi también se me aparecen como recuerdos de ese tipo —dijo ella—. Por la noche. —Y, un rato después—: ¿Cuánto tiempo estuviste allá? —Siete años. Ella dio un respingo. —¿Tuviste suerte? Era una pregunta extraña, que no le había salido como ella quería, pero que él tomó al pie de la letra. —Sí —dijo él—. Siempre. Los hombres que habían ido conmigo murieron. La mayoría en los primeros años. Perdimos trescientos mil hombres en Yeowe. Ellos nunca hablan de eso. Dos tercios de los veots de Voe Deo resultaron muertos. Si vivir era tener suerte, tuve suerte. —Se miró las manos fuertemente entrelazadas, encerrado dentro de sí mismo. Un momento después, ella dijo con suavidad: —Espero que la sigas teniendo. Él no dijo nada. —¿Cuánto tiempo ha pasado? —preguntó él. Y ella dijo, aclarándose la garganta, después de un vistazo automático a su reloj: —Sesenta horas. El día anterior, sus captores no se habían presentado en el que había llegado a ser el horario habitual, alrededor de las ocho de la mañana. Tampoco habían venido esa mañana. Sin nada que comer y ahora sin agua, se habían vuelto cada vez más callados e inertes; no decían nada desde hacía horas. Él había postergado el momento de preguntarle la hora hasta que no pudo contenerse más. —Esto es horrible —dijo ella—. Esto es tan horrible... No dejo de pensar... —No te abandonarán —dijo él—. Se sienten responsables. —¿Porque soy mujer? —En parte. —Mierda. Él recordó que, en la otra vida, esa grosería lo habría ofendido. —Los atraparon, los fusilaron. Nadie se molestó en averiguar dónde nos escondían —dijo ella. Como había pensado lo mismo varios cientos de veces, él no tenía nada que contestar. Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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—Es un lugar tan horrible para morir —dijo ella—. Es sórdido. Tengo mal olor. Tengo mal olor desde hace veinte días. Ahora estoy con diarrea porque tengo miedo. Pero no puedo cagar. Tengo sed y no puedo beber. —Solly —dijo él bruscamente. Era la primera vez que pronunciaba su nombre—. Quédate quieta. Aférrate. Ella lo miró de cabo a rabo. —¿Que me aferre a qué? Él no le respondió de inmediato, y ella dijo: —¡Tú no dejas ni que te toque! —No a mí... —¿Entonces a qué? ¡No hay nada! —Él pensó que Solly iba a ponerse a llorar, pero ella se puso de pie, tomó la bandeja vacía y la golpeó contra la puerta hasta que se destrozó en fragmentos de mimbre y polvo—. ¡Vengan! ¡Malditos sean! ¡Vengan, mal nacidos! —gritó ella—. ¡Déjennos salir! Después se sentó otra vez sobre el colchón. —Bien —dijo. —Escucha —dijo él. Ya lo habían oído antes: a este sótano, donde fuera que estuviese, no llegaba ningún sonido de la ciudad, pero estos ruidos eran más fuertes, explosiones, pensaron ambos. La puerta rechinó. Ya estaban de pie cuando la abrieron, no con el estruendo habitual, sino lentamente. Un hombre se quedó esperando afuera; otros dos entraron. Uno, armado, que nunca habían visto; el otro, el joven de rostro duro al que llamaban el vocero, con la apariencia de haber estado corriendo o peleando, lleno de polvo, agotado, algo ofuscado. Cerró la puerta. Tenía unos papeles en la mano. Los cuatro se miraron en silencio por un minuto. —Agua —dijo Solly—. ¡Desgraciados! —Señora —dijo el vocero—, perdone. —No la estaba escuchando. Sus ojos no estaban posados en ella. Estaba mirando a Teyeo por primera vez—. Hay muchos combates —dijo. —¿Quién está combatiendo? —preguntó Teyeo, oyéndose adoptar el equilibrado tono de la autoridad y al joven obedecer automáticamente. —Voe Deo. Enviaron tropas. Después del funeral, dijeron que enviarían tropas a menos que nos rindiéramos. Llegaron ayer. Avanzan por la ciudad, asesinando. Conocen todos los centros de reunión de los Viejos Creyentes. También algunos de los nuestros. —Había un dejo de perplejidad y un tono acusador en su voz. —¿Qué funeral? —dijo Solly. Cuando no respondió, Teyeo repitió la pregunta. —¿Qué funeral? —El de la Señora, el suyo. Miren... traje copias de la red... Un funeral de honor. Dijeron que murieron en la explosión. —¿Qué explosión, maldita sea? —dijo Solly con su voz ronca, seca, y esta vez le contestaron: —La del Festival. Los Viejos Creyentes. La fogata, la fogata de Tual. Había explosivos allí. Pero detonaron antes de tiempo. Nosotros conocíamos el plan. La rescatamos, Señora —dijo, mirándola repentinamente, con el mismo tono acusador. —Me rescataron. ¡Imbécil! —gritó ella, y los labios secos de Teyeo se abrieron para dejar escapar una carcajada de espanto que reprimió en el acto. —Deme eso —dijo Teyeo, y el joven le entregó los papeles. —¡Tráenos agua! —dijo Solly. —Quédese aquí, por favor. Necesitamos hablar —dijo Teyeo, manteniendo instintivamente su influjo. Se sentó en la cama con las copias de la red. En pocos Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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minutos, él y Solly habían revisado los informes de la escandalosa interrupción de la Fiesta del Perdón, la lamentable muerte de la Enviada de los Ekumen en un acto terrorista ejecutado por el culto de los Viejos Creyentes, la breve mención de la muerte de un Guardia de la Embajada de Voe Deo en la misma explosión, que además había causado la muerte de setenta sacerdotes y espectadores, las largas descripciones del funeral de honor, los informes sobre la inestabilidad, el terrorismo, las represalias, y luego los comunicados del Palacio, aceptando con agradecimiento las ofertas de colaboración de Voe Deo a fin de aniquilar al cáncer del terrorismo. —Entonces —dijo Teyeo por fin— no tuvieron respuesta del Palacio. ¿Por qué nos mantienen con vida? La expresión de Solly denotó que, según ella, la pregunta carecía de tacto, pero el vocero respondió con igual crudeza. —Pensamos que su país pagaría un rescate por ustedes. —Así será —dijo Teyeo—. Pero tienen que evitar que el gobierno de aquí se entere que estamos vivos. Si ustedes... —Espera —dijo Solly, tocándole la mano—. Aguarda. Quiero pensar en todo esto. Será mejor que no dejes a los Ekumen fuera de la discusión. Pero lo más difícil es ponerse en contacto con ellos. —Si hay tropas de Voe Deo aquí, lo único que necesito hacer es enviarle un mensaje a cualquiera de mi comandancia, o a los Guardias de la Embajada. La mano de ella seguía apoyada en la de él y la apretaba en señal de advertencia. Apuntó la otra mano hacia el vocero, con el dedo extendido. —¡Secuestraste a una Enviada de los Ekumen, imbécil! Ahora vas a tener que pensar en todo lo que no pensaste de antemano. Y yo también, porque no quiero que tu condenado gobierno de pacotilla me haga volar por los aires por aparecer con vida, haciéndolos quedar como tontos. ¿Dónde se ocultan ustedes, a todo esto? ¿Hay posibilidad que podamos salir de este cuarto por lo menos? El hombre, con la misma expresión irritable, frenética, meneó la cabeza. —Ahora estamos todos aquí abajo —dijo él—. Casi todo el tiempo. Quédense, aquí están seguros. —¡Sí, les conviene que sus salvoconductos estén seguros! —dijo Solly—. ¡Traigan agua, maldición! Déjanos conversar un poco. Vuelve dentro de una hora. De pronto, el joven se inclinó hacia ella, con el rostro contorsionado. —¿Qué demonio de mujer es usted? —dijo—. Asquerosa y maloliente zorra extranjera. Teyeo se puso de pie, pero la mano de ella le apretó con más fuerza la suya; pasado un momento de silencio, el vocero y el otro hombre se dirigieron a la puerta, abrieron el cerrojo y salieron. —Idiota —dijo ella, con expresión ofuscada. —No lo hagas —dijo él—. No lo... —No sabía cómo decirlo—. Ellos no entienden — dijo—. Es mejor que hable yo. —Claro. Las mujeres no dan órdenes. Las mujeres no hablan. ¡Imbéciles de mierda! ¡Creí que habías dicho que se sentían responsables por mí! —Y así es —dijo él—. Pero son jóvenes. Fanáticos. Están muy asustados. —Y tú les hablas como si fueran siervos, pensó, pero no se lo dijo. —¡Bueno, yo también estoy asustada! —dijo ella, en un breve arrebato de lágrimas. Se secó los ojos y volvió a sentarse entre los papeles—. Dios —dijo—. Hace veinte días que estamos muertos. Hace quince que nos enterraron. ¿A quién crees que enterraron? El apretón de Solly era poderoso: a Teyeo le dolía la muñeca y la mano. Se masajeó suavemente, mirándola. —Gracias —le dijo—. Lo hubiera golpeado.

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—Oh, ya sé. Maldita caballerosidad. Y el que tenía el arma te hubiera volado la cabeza. Escucha, Teyeo. ¿Estás seguro que lo único que hay que hacer es enviar un mensaje a alguien del Ejército o la Guardia? —Sí, por supuesto. —¿Estás seguro que tu país no está jugando al mismo juego que Gatay? Él la miró sorprendido. A medida que fue comprendiendo, lentamente, explotó en él la furia que había estado aplacando y negando, explotaron todos esos interminables días de prisión junto a Solly, dando origen a una ardiente inundación de resentimiento, odio y desprecio. No podía hablar, pues temía contestarle igual que lo había hecho el joven Patriota. Se dirigió a su lado de la habitación y se sentó de su lado de la cama, medio de espaldas a ella. Se sentó con las piernas cruzadas, con una mano apoyada ligeramente sobre la otra. Ella dijo algunas otras cosas. Él no la escuchó ni respondió. Después de un rato, ella dijo: —Se supone que debemos hablar, Teyeo. Sólo tenemos una hora. Creo que esos muchachos harán lo que les digamos, si les decimos algo verosímil... algo que pueda funcionar. Él no quería responder. Se mordió el labio y siguió quieto. —Teyeo, ¿qué dije? Dije algo malo. No sé que fue. Perdóname. —Ellos no... —Se esforzó por controlar sus labios y su voz—. Ellos no nos traicionarían. —¿Quiénes? ¿Los Patriotas? Él no contestó. —¿Te refieres a Voe Deo? ¿No nos traicionaría? Durante la pausa que siguió a la bien intencionada e incrédula pregunta, él se dio cuenta que Solly tenía razón, que todo era una confabulación entre los poderes del mundo; que su lealtad a la nación y al servicio era un desperdicio, tan fútil como el resto de su vida. Ella siguió hablando, buscando paliativos, diciendo que era muy posible que él estuviera en lo cierto. Teyeo se tomó la cabeza con las manos, anhelando llorar, pero seco como una piedra. Solly cruzó la frontera. Él sintió la mano sobre su hombro. —Teyeo, lo siento mucho —dijo ella—. ¡No quise insultarte! Yo te respeto. Tú has sido toda mi esperanza y apoyo. —No importa —dijo él—. Si tuviera... si tuviéramos un poco de agua... Ella se levantó de un salto y azotó la puerta con los puños y una sandalia. —¡Desgraciados, desgraciados! —gritó. Teyeo se paró y se puso a caminar, tres pasos y vuelta, tres pasos y vuelta, y se detuvo en su lado de la celda. —Si la que está en lo cierto eres tú —dijo, hablando lenta y formalmente— nosotros y nuestros captores estamos en peligro, no sólo a causa de Gatay, sino también de mi propia gente, que puede haber... que estuvo fomentando las actividades de estas facciones antigubernamentales a fin de tener una excusa para traer a sus tropas... para pacificar a Gatay. Es por eso que saben dónde encontrar a los sediciosos. Tenemos... tenemos suerte que nuestro grupo sea... sea genuino. Ella lo miró con una ternura que a él le pareció irrelevante. —Lo que no sabemos —continuó— es de qué lado se pondrán los Ekumen. Es decir... en realidad hay un solo lado. —No, también está el nuestro. El de los más débiles. Si la Embajada ve que Voe Deo intenta apoderarse de Gatay no va a interferir, pero tampoco va a dar su aprobación. Especialmente si eso implica tanta represión como parece implicar. —La violencia es sólo contra las facciones anti-Ekumen. —De todos modos no la aprobarán. Y si descubren que estoy viva van a enojarse bastante con los que declararon que me quemé en la hoguera. Nuestro problema es Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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cómo hacerles llegar el mensaje. Yo era la única persona que representaba al Ekumen en Gatay. ¿Quién sería un canal seguro? —Cualquiera de mis hombres. Pero... —Los enviaron de regreso. ¿Para qué mantener aquí a los Guardias de la Embajada cuando la Enviada está muerta y sepultada? Supongo que podríamos intentarlo. Es decir, pedirles a los muchachos que lo intenten. —Entonces, ella dijo, pensativa—: Supongo que no nos dejarían salir... ¿disfrazados? Sería lo más seguro para ellos. —Hay un océano —dijo Teyeo. Ella sacudió la cabeza. —Oh, ¿por qué no nos traen un poco de agua? —Su voz sonaba como papel deslizándose sobre papel. Él estaba avergonzado de su propio enojo, de su dolor, de sí mismo. Quería decirle que ella también había sido una ayuda y una esperanza para él, que también la respetaba, que era más valiente de lo que él era capaz de creer, pero ninguna de esas palabras querían salir. Se sentía vacío, gastado. Se sentía viejo. ¡Ojalá les trajeran agua! Por fin les trajeron agua; algo de comida, no mucha y nada fresca. Quedaba claro que sus captores estaban ocultándose y que permanecían encerrados. El vocero — quien les dijo su nombre de guerra, Kergat, que en gatayano significaba Libertad— les dijo que todos los barrios habían sido desalojados e incendiados, que las tropas de Voe Deo estaban controlando la mayor parte de la ciudad, incluyendo el Palacio, y que en la red no se informaba casi nada de todo eso. —Cuando esto termine, Voe Deo será el propietario de mi país —dijo el vocero con incrédula furia. —No por mucho tiempo —dijo Teyeo. —¿Quién puede derrotarlos? —dijo el joven. —Yeowe. La idea de Yeowe. Tanto Kergat como Solly lo miraron sorprendidos. —La revolución —dijo él—. ¿Cuánto tiempo falta para que Werel se transforme en el Nuevo Yeowe? —¿Los siervos? —dijo Kergat, como si Teyeo hubiese propuesto una rebelión de vacas o de moscas—. Nunca serán capaces de organizarse. —Cuando lo hagan, empiece a temblar —dijo Teyeo mansamente. —¿No hay ningún esclavo en tu grupo? —le preguntó Solly a Kergat, perpleja. Él no se molestó en contestarle. La tenía clasificada como sierva, advirtió Teyeo. Comprendía por qué; él mismo la había clasificado así, en la otra vida, cuando tales diferencias tenían sentido. —Tu sierva, Rewe —le preguntó a Solly—, ¿era tu amiga? —Sí —dijo Solly. Luego agregó—: No. Yo quería que lo fuese. —¿El makil? Luego de una pausa, ella contestó: —Creo que sí. —¿Aún está aquí? Ella meneó la cabeza. —La compañía iba a continuar con la gira unos días después del Festival. —Desde el día del Festival se han restringido los viajes —comentó Kergat—. Sólo se le permiten al gobierno y a las tropas. —Batikam es voedeano. Si aún está aquí, probablemente lo enviarán de vuelta a su país, a él y a su compañía. Intenta ponerte en contacto con él, Kergat. —¿Con un makil? —dijo el joven, con el mismo disgusto e incredulidad—. ¿Con uno de esos payasos homosexuales voedeanos? Teyeo le dirigió una rápida mirada a Solly: paciencia, paciencia.

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—Actores bisexuales —dijo Solly, ignorándolo; pero, por suerte, Kergat estaba decidido a ignorarla a ella. —Un hombre inteligente —dijo Teyeo—, con buenos contactos. Podría ayudarnos. A ustedes y a nosotros. Podría valer la pena. Si aún está aquí. Debemos apresurarnos. —¿Por qué querría ayudarnos? Es voedeano. —Es siervo, no ciudadano —dijo Teyeo—. Y miembro del Hame, el submundo de los esclavos, que trabaja contra el gobierno de Voe Deo. Los Ekumen admiten la legitimidad del Hame. Él informará a la Embajada que un grupo Patriota rescató a la Enviada y que la mantiene a salvo, oculta, en condiciones de extremo peligro. Los Ekumen, creo, actuarán con presteza y decisión. ¿Correcto, Enviada? Súbitamente reincorporada a la charla, Solly asintió con un gesto breve, digno. —Pero con discreción —dijo ella—. Evitarán la violencia si pueden usar la coerción política. El joven estaba tratando de hacer entrar todo eso en su cabeza y analizarlo. Solidario con su agotamiento, su desconfianza y su confusión, Teyeo se quedó sentado en silencio, esperando. Advirtió que Solly estaba igualmente sentada y en silencio, con una mano apoyada sobre la otra. Estaba delgada y sucia, y su pelo engrasado, sin lavar, estaba peinado en una larga trenza. Era valiente, como una yegua valiente, puro nervio: prefería morir de dolor antes que darse por vencida. Kergat hizo preguntas, Teyeo respondió, razonando y dándole confianza. Ocasionalmente, Solly también habló, y Kergat ahora la escuchó de nuevo, incómodo, sin querer hacerlo, menos después de cómo la había insultado. Finalmente se marchó, sin decirles lo que intentaba hacer, pero con el nombre de Batikam y un mensaje identificatorio de Teyeo para la Embajada: «Los veots a medio sueldo aprenden rápidamente a cantar viejas canciones». —¿Qué diablos? —dijo Solly cuando Kergat se fue. —¿Conoces a un hombre llamado Vieja Música, de la Embajada? —¡Ah! ¿Es amigo tuyo? —Ha sido muy amable. —Está aquí, en Werel, desde el principio. Como Primer Observador. Es un hombre bastante poderoso... Sí, y además «rápidamente», muy bien... Mi mente no funciona. Ojalá pudiera acostarme junto a un arroyo, en una pradera, y beber. Todo el día. Cada vez que quisiera, estirar el cuello y glup, glup, glup... Agua corriente... Bajo el sol... Oh Dios, oh Dios, sol. Teyeo, esto está muy difícil. Está más difícil que nunca. Pensar que quizás sí hay una forma de salir de aquí, pero no saberlo. Tratar de no tener esperanzas, pero tratar de no perderlas. ¡Ay, estoy tan cansada de estar aquí sentada! —¿Qué hora es? —Veinte treinta. Es de noche. Afuera está oscuro. ¡Oh Dios, la oscuridad! Estar en la oscuridad... ¿Hay algún modo de cubrir esa maldita biolum? ¿Aunque sea en parte? ¿Fingir que es de noche, para poder fingir que es de día? —Si te subes a mis hombros podrías alcanzarla. ¿Pero cómo le atamos un pedazo de tela? Reflexionaron, mirando la placa. —No lo sé. ¿Te diste cuenta que hay un pequeño sector que parece estar extinguiéndose? Tal vez no tengamos que preocuparnos por fabricar la oscuridad. Si nos quedamos aquí el tiempo suficiente... ¡Oh, Dios! —Bueno —dijo él un rato después, con un curioso recato—. Estoy cansado. Se puso de pie, se desperezó, le echó un vistazo para pedirle permiso para entrar en su territorio, tomó un trago de agua, volvió a su territorio, se quitó la chaqueta y los zapatos —momento en el cual ella se puso de espaldas— se quitó los pantalones, se acostó, se tapó con la manta y dijo mentalmente «Lord Kamye, permíteme aferrarme a la única cosa noble». Pero no se durmió.

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Oyó los leves movimientos de ella: orinó, se sirvió un poco de agua, se quitó las sandalias, se acostó. Transcurrió un largo tiempo. —Teyeo. —Sí. —¿Piensas... que sería un error... bajo estas circunstancias... que hagamos el amor? Una pausa. —Bajo estas circunstancias, no —dijo él, con voz casi inaudible—. Pero... en la otra vida... Una pausa. —Vida corta versus vida larga —murmuró ella. —Sí. Una pausa. —No —dijo él, y se dio vuelta para mirarla—. No, equivocado. Se buscaron con las manos. Se abrazaron, se adhirieron uno al otro, ciegos de impaciencia, de avidez, de necesidad, gritando juntos el nombre de Dios en sus diferentes idiomas, y luego como animales, con voces inarticuladas. Se acurrucaron uno contra el otro, agotados, pegajosos, sudorosos, exhaustos, renovados, reunidos, renacidos en la ternura del cuerpo, en la infinita exploración, en el antiguo descubrimiento, en el largo vuelo hacia el nuevo mundo. Teyeo despertó lentamente, aliviado y satisfecho. Estaban enredados; la cara de él se apoyaba contra el brazo y el seno de ella; ella le acariciaba el pelo, a veces el cuello y el hombro. Se quedó quieto un largo rato, con la conciencia puesta únicamente en ese movimiento rítmico y en la frescura de la piel de Solly contra su rostro, debajo de su mano, contra su pierna. —Ahora sé —dijo ella, mientras su medio susurro resonaba profundamente en su pecho, cerca del oído de él— que no te conozco. Ahora necesito conocerte. —Se inclinó hacia adelante para tocarle la cara con los labios y la mejilla. —¿Qué quieres saber? —Todo. Dime quién es Teyeo... —No lo sé —dijo él—. Un hombre que te quiere mucho. —Oh, Dios —dijo ella, ocultando el rostro por un momento en la manta áspera y olorosa. —¿Quién es Dios? —le preguntó él, adormilado. Hablaban en voedeano, pero ella normalmente blasfemaba en terrano o alterrano; en este caso, lo había hecho en alterrano, seyt, de modo que él le preguntó «¿Quién es Seyt?» —Oh... Tual... Kamye... como se llame. Para mí es sólo una palabra. Una mala palabra. ¿Crees en alguno de ellos? ¡Perdona! Me siento tan estúpida contigo, Teyeo. Cometiendo torpezas con lo que está dentro de tu mente, invadiéndote... Somos invasores, sin importar lo pacifistas y pedantes que seamos... —¿Debo amar a todos los Ekumen? —preguntó, comenzando a acariciarle los senos, sintiendo el temblor de deseo de ella y el suyo propio. —Sí —dijo ella—. Sí, sí. Era curioso, pensó Teyeo, qué poco cambiaba las cosas el sexo. Todo era igual, un poco más fácil, con menos pudores e inhibiciones, y disponían de una auténtica y hermosa fuente de placer, cuando tenían suficiente agua y comida de donde extraer la vitalidad necesaria para hacer el amor. Pero lo único que era genuinamente diferente era algo para lo que él no tenía una palabra. Sexo, consuelo, ternura, amor, confianza, ninguna palabra era la palabra correcta, la palabra completa. Era algo absolutamente íntimo, escondido en la mutualidad de sus cuerpos, y no alteraba en nada las circunstancias, nada en el mundo, ni siquiera en el mundo diminuto y detestable de su prisión. Seguían atrapados. Se sentían cada vez más cansados y tenían hambre la mayor parte del tiempo. Estaban cada vez más asustados de sus cada vez más desesperados captores. Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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—Me comportaré como una dama —dijo Solly—. Seré una buena chica. Dime cómo hacerlo, Teyeo. —No quiero que te des por vencida —dijo él, con tanta vehemencia, con tantas lágrimas en los ojos, que ella se le acercó y lo abrazó—. Aférrate —dijo él. —Lo haré —dijo ella. Pero cuando entraban Kergat y los demás, ella adoptaba una postura sedada y modesta, dejando que los hombres hablaran, manteniendo la vista baja. Teyeo no soportaba verla en esa actitud, pero sabía que ella tenía razón al comportarse así. El cerrojo rechinó, la puerta se abrió de golpe, despertándolo de un sueño miserable, sediento. Era de noche o muy temprano por la mañana. Él y Solly habían dormido estrechamente abrazados, por la calidez y el bienestar que les daba, pero ahora, viendo la cara de Kergat, sintió un profundo miedo. Esto era lo que había temido: que vieran que Solly era sexualmente vulnerable. Ella seguía medio dormida, abrazada a él. Había entrado otro hombre. Kergat no dijo nada. Teyeo demoró cierto tiempo en percatarse que el segundo hombre era Batikam. Cuando lo reconoció, su mente quedó totalmente en blanco. Logró pronunciar el nombre del makil. Nada más. —¿Batikam? —gruñó Solly—. ¡Oh, Dios mío! —Este es un momento interesante —dijo Batikam con su cálida voz de actor. No estaba travestido, advirtió Teyeo, sino que llevaba ropa gatayana de hombre—. Tenía intenciones de rescatarlos, no de incomodarlos, Enviada, Rega. ¿Seguimos adelante? Teyeo se había levantado torpemente y se estaba poniendo los mugrientos pantalones. Solly había dormido con los pantalones deshilachados que le habían dado sus captores. Los dos se habían dejado puestas las camisas, para mantenerse abrigados. —¿Te pusiste en contacto con la Embajada, Batikam? —estaba preguntando ella, con voz temblorosa, mientras se calzaba las sandalias. —Oh, sí. Fui hasta allá y volví, por supuesto. Perdón por demorar tanto. Creo que no me percaté del todo de cuál era la situación de ustedes aquí. —Kergat ha hecho lo mejor posible por nosotros —dijo Teyeo de inmediato, envarado. —Ya veo. Corriendo un riesgo considerable. Creo que a partir de ahora el riesgo será mínimo. Es decir... —Miró a Teyeo a los ojos—. Rega, ¿qué opina de ponerse en manos del Hame? —dijo—. ¿Tiene algún problema? —No digas eso, Batikam —dijo Solly—. ¡Confía en él! Teyeo se ató el zapato, se enderezó y dijo: —Estamos todos en manos de Lord Kamye. Batikam rió con la carcajada hermosa y plena que recordaban. —En manos de Kamye, entonces —dijo, y los condujo fuera de la celda. En el Arkamye dice: «Vivir con simpleza es de lo más complicado». Solly solicitó permanecer en Werel y, después de una licencia de recuperación en la playa, fue enviada a Voe Deo del Sur como Observadora. Teyeo fue derecho a su casa, pues le informaron que su padre estaba muy enfermo. Después de la muerte de su padre, solicitó a la Guardia de la Embajada una licencia por tiempo indefinido y se quedó en la granja con su madre hasta que ésta murió, dos años después. Durante esos años, él y Solly, separados por un continente, sólo se vieron ocasionalmente. Cuando murió su madre, Teyeo liberó a todos los siervos de la familia por acto de manumisión irrevocable, les cedió todas las granjas, remató las propiedades que le quedaban, ahora casi sin valor, y se marchó a la capital. Sabía que Solly se encontraba transitoriamente en la Embajada. Vieja Música le dijo dónde hallarla. La encontró en una pequeña oficina del edificio palaciego. Se veía más madura, muy

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elegante. Ella lo miró con una expresión agobiada y cautelosa al mismo tiempo. No se le acercó para saludarlo ni para tocarlo. Le dijo: —Teyeo, me pidieron que sea Primera Móvil en Yeowe. Él siguió quieto. —Ahora mismo... acabo de hablar con Hain por ansible... —Escondió el rostro entre las manos—. ¡Oh, Dios mío! —dijo. —Mis sinceras felicitaciones, Solly —dijo él. Súbitamente, ella corrió hacia él, lo envolvió con sus brazos y gimió: —Oh, Teyeo, y tu madre murió... nunca creí... lo lamento tanto... nunca... yo nunca... pensé que podríamos... ¿Qué vas a hacer? ¿Vas a quedarte aquí? —La vendí —dijo él. Más que devolverle el abrazo, estaba tolerándolo—. Pensé que podría volver al servicio. —¿Vendiste tu granja? ¡Pero yo no la conocí! —Yo tampoco conocí el lugar donde naciste —dijo. Hubo una pausa. Ella se apartó de él y se miraron. —¿Vendrías conmigo? —dijo ella. —Sí —dijo él. Varios años después que Yeowe ingresara en los Ekumen, la Móvil Solly Agat Terwa fue enviada a Terra como oficial de enlace Ekuménica; más tarde, se trasladó de allí a Hain, donde se desempeñó con gran distinción como Estable. En todos sus viajes y destinos la acompañaba un oficial del ejército wereliano algunos años mayor que ella, un hombre muy atractivo, tan reservado como ella era extrovertida. La gente que los conocía sabía del respeto apasionado y la mutua confianza que se tenían. Solly era quizás la más feliz de los dos, recompensada y realizada en su trabajo, pero Teyeo no se arrepentía de nada. Había perdido a su mundo, pero se había aferrado a la única cosa noble. FIN Título Original: Forgiveness Day © 1994 Colaboración de Egocéntrico Revisión y Reedición Electrónica de Arácnido.

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EL ASUNTO DE SEGGRI

Le Guin (n. 1929) es una de las escritoras más importantes del campo, una de las que ha logrado una reputación que llega mucho más allá del género de la CF y la Fantasía. Sus trabajos la han llevado a ser ganadora de innumerables premios, entre los que se cuentan 5 Hugos y 5 Nebulas. Gran parte de su trabajo —incluyendo esta novela corta— pertenece a la serie de Hainish, con historias separadas pero situadas en un universo común. La base de este universo es una galaxia poblada ampliamente por seres humanos —"sembrados" en infinidad de planetas por la gente del planeta Hain—, aunque esta extensa Humanidad vive, generalmente, en culturas aisladas, separadas por la distancia. ********** El primer contacto registrado con Seggri fue en el año 242 del Ciclo Hainish 93. Una navemaravilla descendió en el planeta a seis generaciones de distancia de Iao (4Taurus) y el Capitán ingresó este informe en el registro de la nave. Informe del Capitán Aolao-olao Estuvimos alrededor de cuarenta días en este mundo que ellos llaman Se-ri o Yeha-ri y lo dejamos teniendo tanta estima de los nativos como puede lograrse en consonancia con su condición de no regenerados. Viven en edificios grandes y hermosos que ellos llaman castillos, con amplios parques alrededor. Fuera de los muros de los parques hay campos cultivados y abundantes huertas, rescatados con esfuerzo del árido y reseco desierto de piedra que conforma la mayor parte de estas tierras. Sus mujeres viven en villas y pueblos apiñados fuera de los muros. La totalidad de las tareas comunes de labranza y manufacturas son realizadas por las mujeres, de las cuales hay una vasta superabundancia. Ellas son trabajadoras ordinarias, que viven en pueblos que pertenecen a los señores de los Castillos. Viven entre el ganado y animales de todo tipo, a los que se les permite entrar a las casas, algunas de las cuales son de un tamaño pasable. Esas mujeres andan vestidas con ropas toscas, marrones y sin atractivo, siempre en grupos o bandas. No se les permite ingresar dentro de las paredes del parque, de modo que dejan la comida y otras cosas necesarias con las que proveen a los hombres en la puerta exterior del Castillo. Las mujeres mostraron miedo y recelo ante nosotros, y nuestros anfitriones nos avisaron que sería mejor para nosotros que nos mantuviéramos lejos de sus pueblos, cosa que hicimos. Los hombres se mueven con libertad por sus grandes parques, practicando uno u otro deporte. A la noche van a ciertas casas que poseen en los pueblos, donde pueden elegir entre las mujeres y satisfacer su lujuria cuando quieren. Las mujeres les pagan, nos explicaron, con su moneda, que es de cobre, por una noche de placer, y les pagan bastante más si del contacto obtienen una criatura. En consecuencia, pasan sus noches satisfaciendo los deseos carnales tantas veces como lo desean, y sus días en una cantidad de deportes y juegos, entre los que se destaca un tipo de lucha libre en la que se lanzan al aire entre ellos de un manera tal que nos maravillamos de que nunca se lastimaran, levantándose y retornando al combate con increíble destreza en sus brazos y piernas. Se enfrentan en un cierto tipo de esgrima con espadas sin filo, y también combaten con largas varas livianas. Además juegan un deporte con pelotas, en un gran campo, usando las piernas y los brazos para patear la Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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pelota y atraparla o para golpear a los hombres del otro equipo de tal modo que varios resultan magullados en la pasión del juego. El juego es muy hermoso, los equipos visten ropas de brillantes colores adornadas con oro y se mueven con fervor de un lado a otro, arriba y a bajo del campo, en bloque, desde donde se arrojan las pelotas hacia donde las atrapan los corredores que se separan de la turba para correr en libertad, deslizándose hacia uno u otro de los puntos de gol con los demás persiguiéndolos calurosamente. Hay "campos de batalla", como ellos llaman al lugar para este juego, ubicados fuera de las paredes del parque del Castillo, cerca del pueblo, de modo que las mujeres puedan ir a ver los juegos y vitorear, lo cual hacen de corazón, gritando los nombres de los jugadores favoritos e impulsándolos con rudos gritos a la victoria. Los chicos son separados de las mujeres a los once años y llevados a los Castillos para ser educados como corresponde a un hombre. Vimos a los niños ingresando a los Castillos con mucha ceremonia y regocijo. Se dice que a las mujeres les resulta difícil llevar a término el embarazo de un niño, y que de aquellos que nacen muchos mueren en la infancia, a pesar de los grandes cuidados que se les imparten. Por eso hay, lejos, muchas más mujeres que hombres. Vemos en esto el castigo que Dios ha lanzado sobre esta raza, como sobre todos los que no reconocen Su existencia, paganos no arrepentidos cuyos oídos se hallan cerrados al discurso de la verdad y sus ojos ciegos a la luz. Aquellos hombres conocen poco de arte, sólo cierto tipo de danza con brincos, y su ciencia es apenas superior a la de unos salvajes. Un gran hombre de un Castillo con el cual hablé, vestido con tela dorada y carmesí y al cual todos llamaban Príncipe y Gran Señor con mucho respeto y deferencia, era tan ignorante que creía que las estrellas eran mundos llenos de gente y bestias. Nos preguntó de cuál de ellas habíamos descendido. Ellos sólo tienen embarcaciones de vapor que se mueven sobre la tierra y el agua, y no tienen noción del vuelo ni por el aire ni por el espacio, ni ninguna curiosidad sobre estas cosas, diciendo con desdeño que "Es trabajo de mujeres". Incluso descubrí que si les preguntaba a esos grandes hombres sobre materias de conocimiento común tales como el funcionamiento de las máquinas, la manufactura de los tejidos, la transmisión de holovisión, me reprendían por interesarme en cosas de mujeres, como ellos les llaman, pidiéndome que hablara como le corresponde a un hombre. En la enseñanza de sus rudas actividades dentro de los parques estaban muy preparados, lo mismo que en los conocimientos de la costura de sus ropas, que ellos hacían con las telas que fabricaban las mujeres en sus factorías. Los hombres competían en la ornamentación y magnificencia de sus vestidos hasta un extremo que nosotros, por cierto, a duras penas podríamos considerar masculino, viéndose poco apropiados para la imagen de hombres fuertes y preparados para cualquier deporte y juego, llenos de orgullo y vehemente honor. El registro, incluyendo las entradas del Capitán Aolao-olao, fue retornado (luego de una jornada de 12 generaciones) a los Archivos Sacros de la Universidad de Iao, que fueron dispersados durante el período llamado El Tumulto, y eventualmente preservados en forma fragmentaria en Hain. No hay registros de contactos posteriores con Seggri hasta que el Ekumen envió los Primeros Observadores en 93/1333: un hombre alterrano y una mujer hainish, Kaza Agad y Merriment. Después de un año en órbita haciendo mapas, fotografiando, registrando y estudiando las emisiones, y analizando y aprendiendo un lenguaje regional importante, los Observadores Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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aterrizaron. Actuando bajo la fuerte persuasión de la vulnerabilidad de la cultura del planeta se presentaron como sobrevivientes del naufragio de un barco de pesca de una isla lejana, desviado lejos de su curso. Ellos, tal como habían anticipado, fueron separados de inmediato, Kaza Agag al Castillo y Merriment al pueblo. Kaza mantuvo su nombre, que era plausible en el contexto nativo; Merriment se rebautizó como Yude. Tenemos sólo el reporte de ella, repartido en los tres extractos que siguen. De la móvil Gerindu'uttahayudet- we'menrade Merrimentÿ Notas para un Reporte al Ekumen, 93/1334 34/223. Su red de intercambio e información, y en consecuencia su conocimiento de lo que ocurre en cualquier lugar en su mundo, es demasiado sofisticado para mí y no me permite mantener en escena mi acto de Naúfrago Extranjero Estúpido. Hoy me llamó Ekhaw y dijo: —Si hubiera aquí un Señor para comprar o si nuestros equipos estuvieran ganando sus competencias, podría pensar que usted es una espía. ¿Quién es usted, entonces? Yo dije: —¿Podrían permitirme ir al colegio de Hagka? Ella dijo: —¿Por qué? —Hay científicos allí, creo yo. Necesito hablar con ellos. Esto tuvo sentido para ella; hizo su sonido "Mh" de asentimiento. —¿Puede venir mi amigo? —¿Se refiere a Shask? Nos quedamos confundidas por un momento. Ella no esperaba que una mujer llamara "amigo" a un hombre y yo no consideraba a Shask como de mi amistad. Ella era muy joven, y yo no la había tomado en serio. —Quiero decir Kaza, el hombre que vino conmigo. —¿Un hombre... al colegio? —dijo ella, incrédula. Me miró y dijo:— ¿De dónde vienen ustedes? Fue una pregunta limpia, sin enemistad o desafío. Creo que debería haber contestado, pero cada vez estoy más convencida de que podemos hacerle un gran daño a esta gente; me temo que nos hallamos frente a una Elección Resehavanar. Ekhaw pagó mi viaje a Hagka y Shask vino conmigo. Cuando pienso sobre esto llego a la conclusión de que Shask, por supuesto, era mi amiga. Fue ella quien me llevó a la casa materna, convenciendo a Ekhaw y a Azman de que debían ser hospitalarias; fue ella quien me cuidó todo el tiempo. Sólo que ella fue tan formal en todo lo que hizo y dijo que no me imaginé cuán radical era su compasión. Cuando intenté agradecerle sus servicios, mientras nuestro pequeño autobús ronroneaba a lo largo de la ruta a Hagka, ella dijo cosas como las que siempre dice: "Oh, si somos una familia", o "La gente debe ayudarse mutuamente" y "Nadie puede vivir solo". —¿Nunca viven solas las mujeres? —le pregunté, porque a todas las que había conocido las había visto en casas maternas o en casas de hermanas, con una pareja o una gran familia como la de Ekhaw, de tres generaciones: cinco mujeres viejas, tres hijas de ellas y cuatro pequeños... el varón que todas mimaban y malcriaban y tres niñas. —Oh, sí —dijo Shask—. Si no quieren esposas, pueden ser solteras. Las mujeres viejas, cuando sus esposas han fallecido, algunas veces viven solas hasta que mueren. Usualmente van a vivir a una casa de hermanas. En los colegios, las vev tiene siempre donde estar solas. Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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Shask podía ser formal, pero trataba siempre de responder las preguntas completamente y con seriedad; pensaba las respuestas. Fue una informante valiosa. Me hubiera hecho la vida más fácil si no me hubiese hecho preguntas sobre mi origen, pero las acepté como parte del descuido normal en una persona envuelta en la seguridad de una forma de vida incuestionable y de su egocentrismo juvenil. Ahora lo veo como delicadeza. —¿Una vev es una maestra? —Mh. —¿Y las maestras de un colegio son muy respetadas? —Eso es lo que significa vev. Por eso llamamos Vev Kakaw a la madre de Ekhaw. Ella no fue al colegio, pero es una persona muy sabia, ha aprendido de la vida, tiene mucho que enseñarnos. Por lo tanto respeto y enseñanza son la misma cosa, y el único término de respeto que escuché usar a las mujeres respecto a otras significa enseñar. De modo que, al enseñarme, ¿la joven Shask se respeta a sí misma? ¿Y/o gana mi respeto? Esto le da otro aspecto a la sociedad que venía viendo como una sociedad en la que lo que más importante es la riqueza. La alcalde de Rhea, Zadedrm, es admirada, por cierto, a causa de la ostentación que hace de su riqueza; pero a ella no la llaman Vev. Le dije a Shask: —Dado que me has enseñado tanto, ¿puedo llamarte Vev Shask? Se sintió complacida y turbada al mismo tiempo. Se retorció en su silla y me dijo: —Oh, no no no no. —Y agregó—: Si regresas alguna vez a Reha, me gustaría mucho hacer el amor contigo, Yude. —¡Pensé que estabas enamorada del Señor Zadr! —exclamé. —Oh, lo estoy —dijo ella con el revoleo de ojos y el aspecto de embobada que adoptan cuando se refieren a los Señores—. ¿Tú no lo estás? ¡Sólo piensa en él penetrándote! Si me mojo toda pensando en eso. —Sonrió y se retorció. Yo también me sentí avergonzada, y es posible que lo haya demostrado—. ¿A ti no te gusta? — preguntó con una ingenuidad que me resultó molesta. Actuaba como una adolescente tonta, y sé que no lo es—. Pero nunca podré permitirme el lujo de tenerlo —concluyó, suspirando. Por eso quieres descargarte conmigo, pensé con maldad. —Ahorraré dinero —dijo luego de un minuto—. Creo que me gustaría tener un bebé el año que viene. Claro que no puedo pagar por el Señor Zadr, es un Gran Campeón, pero si no voy a los juegos de Kadahi este año podré ahorrar lo suficiente para tener un Señor realmente bueno de nuestra Casa de Coito, quizás el Amo Rosra. Me gustaría... sé que es tonto, pero igual lo voy a decir, me gustaría que fueras mi comadre. Sé que no puedes, tienes que ir al colegio. Sólo quería decírtelo. Te quiero. —Tomó mis manos, las llevó a su cara, presionó mis palmas sobre sus ojos por un momento, y me soltó. Estaba sonriendo, pero había lágrimas en mis manos. —Ay, Shask —dije, abrumada. —Está bien —dijo—. Necesito llorar un minuto. —Y lo hizo. Lloró abiertamente, encorvándose, retorciendo sus manos y gimiendo suavemente. Di palmadas en su brazo, sintiéndome avergonzada de una manera imposible de expresar. Otras pasajeras miraban y murmuraban breves expresiones de simpatía. Una mujer anciana dijo: —Ya está, ya pasó, querida.

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En unos minutos Shask dejó de llorar, limpió su nariz y su cara con un pañuelo, tomó aire larga y profundamente y dijo: —Bien. —Me sonrió—. ¡Chofer! —llamó—, necesito hacer pis. ¿Puede parar? La chofer, una mujer de aspecto nervioso, gruñó algo pero detuvo el ómnibus en la amplia banquina cubierta de malezas y Shask y otra mujer se bajaron y orinaron entre las plantas. Existe una envidiable complicidad en muchos de los actos de esta sociedad que tiene, en su vida diaria, un solo sexo. Y que quizás por eso —no lo sé a ciencia cierta, pero se me ocurrió entonces, mientras sentía vergüenza de mí misma— ¿no tiene pudores? 34/245. (Dictado) Todavía nada de Kaza. Pienso que hice bien en darle el ansible. Espero que esté en contacto con alguien. Ojalá fuera yo. Necesito saber qué ocurre en los Castillos. De todos modos, ahora entiendo mejor lo que estuve viendo en los Juegos de Reha. Hay 16 mujeres adultas por cada hombre adulto. Más o menos un embarazo de cada seis es de varón, pero hay muchos fetos masculinos no viables y varones que nacen defectuosos, lo que hace que la proporción descienda a 1 en 16 cuando llegan a la pubertad. Mis antepasados debieron divertirse mucho jugando con los cromosomas de esta gente. Me siento culpable, incluso aunque haya sido hace un millón de años. Tengo que aprender a prescindir de la vergüenza, pero me conviene no olvidar cuál es el único uso positivo que podemos darle a la culpa. Bueno. Un pueblo bastante pequeño como Reha comparte su Castillo con otros pueblos. Ese espectáculo confuso al que me llevaron en mi décimo día era el Castillo Awaga, que trataba de mantener su posición en el Juego Principal contra otro Castillo de más al norte. Perdieron, lo que significa que este año el equipo Awaga no puede jugar el Gran Juego de Fadgra, la ciudad que está al sur de aquí, de donde los ganadores pasan a competir en el gran Gran Juego de Zask, donde concurre gente de todo el continente... cientos de participantes y miles de espectadores. Vi unos holos del Juego Principal de Zask del año pasado. Había 1280 jugadores, decían los comentarios, y 40 balones en juego. Me pareció un total desorden, una batalla entre dos ejércitos desarmados, pero supongo que implica gran destreza y estrategia. Todos los miembros del equipo ganador obtienen un título especial, válido por ese año, y otro título vitalicio, y recuperan la gloria para los diversos Castillos y pueblos que los apoyan. Ahora puedo encontrarle algo de sentido a la forma en que funciona esto, ver el sistema desde afuera, porque el colegio no apoya a ningún Castillo. La gente de aquí no está obsesionada como las jóvenes de Reha —y como algunas adultas— con los deportes, los atletas y los padrillos sexis. Es una especie de obsesión obligatoria. Vitorear a tu equipo, apoyar a tus valientes hombres, adorar al héroe local. Tiene sentido. Dada su situación, necesitan hombres fuertes y sanos para sus Casas de Coito; es selección social que refuerza la selección natural. Pero me alegro de estar lejos de los hurras y de los soponcios, de los afiches con tipos de músculos inflados, penes enormes y ojos de dormitorio. Tomé mi decisión en la Elección de Resehavanar. Elegí la opción: "Menos que la verdad". Shoggrad, Skodr y las demás maestras —o profesoras, como las llamaríamos nosotros— son personas inteligentes, esclarecidas, perfectamente capaces de comprender el concepto de los viajes espaciales, etcétera; de tomar decisiones sobre innovaciones tecnológicas, etcétera. Cuando me hacen preguntas, yo limito mis respuestas al aspecto tecnológico. Les permito suponer, como la mayoría de la gente Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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supone naturalmente, en especial la gente de una monocultura, que nuestra sociedad es muy parecida a la de ellas. Cuando descubran cuánto difieren, el efecto será revolucionario... y yo no tengo órdenes, motivo ni deseo de causar semejante revolución en Seggri. El desequilibrio entre los sexos ha producido una sociedad donde, por lo que sé hasta ahora, los hombres tienen todos los privilegios y las mujeres todo el poder. Obviamente, es una organización estable. De acuerdo con sus historias, ha durado al menos dos milenios y probablemente, de alguna otra manera, mucho más que eso. Pero la organización podría desestabilizarse rápida y desastrosamente al entrar en contacto con nosotros, por su experiencia de lo que es la normativa humana. No sé si los hombres seguirían aferrados a su status de privilegio o si exigirían la libertad, pero es seguro que las mujeres se resistirían a renunciar al poder y que su sistema sexual y de relaciones afectivas se haría pedazos. Incluso aunque aprendieran a deshacer el programa genético que les infligieron, tardarían varias generaciones en restaurar una distribución normal de sexos. Yo no puedo ser el murmullo que desencadene esa avalancha. 34/266. (Dictado) Skodr no llegó a nada con los hombres del Castillo Awaga. Tuvo que hacer sus averiguaciones con mucho cuidado, ya que si les decía que Kaza era un extraplanetario o que salía de lo común en cualquier aspecto, lo hubiera puesto en peligro. Lo hubieran interpretado como un reclamo de superioridad que Kaza habría tenido que defender con pruebas de fuerza y destreza. Supongo que las jerarquías dentro de los Castillos forman un rígido sistema de gobierno, dentro del cual los hombres se mueven de aquí para allá, lanzando desafíos y ganando o perdiendo las pruebas obligatorias y opcionales. Los deportes y juegos que las mujeres presencian son sólo una muestra de la infinita serie de competencias que se desarrollan en el interior de los Castillos. Como hombre adulto y sin entrenamiento, Kaza estaría en total desventaja en tales pruebas. La única manera en que podría ser descartado, me dijo ella, sería fingiendo enfermedad o idiotez. Skodr piensa que debe haber hecho eso, porque al menos está vivo, pero es lo único que pudo descubrir: "El hombre que naufragó en Taha-Reha está vivo". Aunque las mujeres alimentan, alojan, visten y mantienen a los Amos del Castillo, evidentemente consideran normal su falta de cooperación. Skodr parecía muy contenta de haber conseguido ese mínimo retazo de información. Igual que yo. Pero tenemos que sacar a Kaza de ahí. Cuanto más me cuenta Skodr, más peligroso me suena. No dejo de pensar "¡mocosos malcriados!", pero en realidad estos hombres deben ser más parecidos a soldados en sus campos de entrenamiento que los mismísimos militaristas. Con la diferencia que el entrenamiento no termina nunca. A medida que van triunfando en las pruebas, obtienen todo tipo de títulos y rangos que se podrían traducir como "general" y otros nombres como los que usan los militaristas para los grados de poder. Algunos de esos "generales", los Amos, Señores y demás, como el que adora la pobre Shask, son ídolos del deporte, los mimados de las Casas de Coito, pero a medida que envejecen, aparentemente, prefieren perder la gloria que disfrutan entre las mujeres a cambio de tener más poder entre los hombres, y entonces se transforman en tiranos dentro de sus Castillos, dándoles órdenes a los hombres inferiores que los rodean, hasta que éstos los derrocan, los echan. Los padrillos ancianos, al parecer, a menudo viven solos, en pequeñas casas alejadas del Castillo principal, y se los considera locos y peligrosos... verdaderos malhechores.

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Parece una vida muy desgraciada. Lo único que les permiten hacer después de cumplir los once años de edad es competir en los juegos y deportes del interior del Castillo y en las Casas de Coito; después de cumplir los quince años, más o menos, siguen compitiendo por el dinero, la cantidad de coitos y todo eso. Nada más. Ninguna opción, ninguna profesión. Ninguna destreza manual. Ningún viaje, salvo que vayan a participar en los Grandes Juegos. No se les permite ingresar en los Colegios para adquirir cualquier clase de libertad mental. Le pregunté a Skodr por qué los hombres, o al menos los más inteligentes, no podían venir a estudiar al colegio, y me dijo que el aprendizaje es muy malo para los hombres: debilita el sentido del honor, les pone los músculos fláccidos y les provoca impotencia. "Lo que le das al cerebro se lo quitas a los testículos", me dijo. "Hay que proteger a los hombres de la educación por su propio bien". Traté de "ser agua", como me enseñaron, pero me sentí disgustada. Probablemente ella lo percibió, porque después de un rato me habló del Colegio Secreto. Algunas mujeres de los colegios les pasan información a los hombres de los Castillos en forma clandestina. Los probrecitos se encuentran secretamente y se enseñan los unos a los otros. En los Castillos se estimulan las relaciones homosexuales entre los chicos de menos de quince años, pero entre los hombres adultos no se las tolera oficialmente; Skodr dice que son hombres homosexuales los que con frecuencia manejan los Colegios Secretos. Tienen que ser secretos porque si los pescan leyendo o debatiendo ideas pueden ser castigados por los Amos y Señores. Skodr me dijo que existen algunos trabajos interesantes surgidos de los Colegios Secretos, pero tuvo que pensar mucho para encontrar algunos ejemplos. Uno es el de un hombre que envió al exterior un interesante teorema matemático, y otro el de un pintor cuyos paisajes, aunque técnicamente primitivos, son muy admirados por las profesionales del arte. Skodr no logró recordar su nombre. El arte, la ciencia, todo aprendizaje, toda técnica profesional, es haggyad, trabajo calificado. Todos se enseñan en los colegios y no hay divisiones y hay pocas especialistas. Las maestras y estudiantes entrecruzan y mezclan las materias constantemente, y ser una famosa experta en una materia no impide que seas estudiante en otra. Skodr es vev de fisiología, escribe obras de teatro y actualmente está estudiando historia con una de las vevs de historia. Tiene un pensamiento informado, vivaz e intrépido. Mi escuela de Hain podría aprender mucho de este colegio. Es un lugar maravilloso, lleno de mentes libres. Pero son mentes de un solo sexo. Una libertad cercada. Espero que Kaza haya descubierto un colegio secreto o algo así, algún modo de encajar en el Castillo. Su estado físico es muy bueno, pero estos hombres se entrenan durante años para los juegos que practican. Y muchos de los juegos son violentos. Las mujeres me dicen que no me preocupe, que ellas no permiten que los hombres se maten entre sí, que los protegen, que ellos son su tesoro. Pero en los holos de sus luchas de artes marciales, donde se arrojan mutuamente por los aires con espectacularidad, yo he visto hombres que deben ser retirados del juego a causa de sus contusiones. "Los únicos que se lastiman son los luchadores inexpertos". Muy tranquilizador. Y también luchan con toros. Y en esa gran pelotera que llaman Juego Principal se rompen mutuamente las piernas y los tobillos en forma deliberada. "¿Qué es un héroe si no renguea?", dicen las mujeres. Tal vez eso es lo más seguro que se puede hacer: lograr que te rompan la pierna para no tener que demostrar nunca más que eres un héroe. ¿Pero qué otra cosa tendrá que demostrar Kaza?

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Le pedí a Shask que si alguna vez se enteraba de que Kaza estaba en la Casa de Coito de Reha me lo hiciera saber. Pero el Castillo Agawa hace servicios (esa es la palabra que emplean, la misma palabra que usan para los toros) en cuatro pueblos, de modo que es posible que lo envíen a otros sitio. Pero probablemente no, porque a los hombres que no ganan cosas no les permiten ir a las Casas de Coito. Sólo a los campeones. Y a los muchachos de entre quince y diecinueve años, a quienes las mujeres de más edad llaman dippida, los ven como cachorros de animal, como a los perritos, los gatitos o los corderos. Cuando van a las Casas de Coito les gusta usar a los dippida por placer y a los campeones para embarazarse. Pero Kaza tiene treinta y seis años; no es un perrito, ni un gatito, ni un cordero. Es un hombre, y éste es un lugar terrible para los hombres. Kaza Agad había sido asesinado; los Amos del Castillo Agawa finalmente revelaron este hecho, pero no sus circunstancias. Un año después, Merriment llamó por radio a la nave de descenso y abandonó Seggri, rumbo a Hain. Su recomendación fue observar y evitar. Los Estables, sin embargo, decidieron enviar otro par de Observadores; eran dos mujeres, las Móviles Alee Iyoo y Zerin Wu. Vivieron ocho años en Seggri, después de cumplir tres años como Primeras Móviles; Iyoo permaneció allí, como Embajadora, durante quince años más. En la Elección de Resehavanar optaron por "Toda la verdad, lentamente". Se estableció un límite de doscientos visitantes extraplanetarios. Durante las siguientes generaciones, el pueblo de Seggri fue acostumbrándose a la presencia de extraños y comenzó a considerar la posibilidad de pasar a ser miembro del Ekumen. Se abandonaron las propuestas de realizar un referéndum planetario para la alteración genética, ya que el voto de los hombres resultaba insignificante a menos que se impusieran condiciones al voto de las mujeres. A la fecha de este informe, los Seggri aún no se han sometido a alteraciones genéticas de importancia, aunque han aprendido y aplicado diversas técnicas reparadoras que han resultado en una más alta proporción de niños varones llegados a término; actualmente, la distribución de los sexos es de alrededor de 1:12. La siguiente es una autobiografía entregada al Embajador Eritho te Ves por una mujer de Ush, Seggri, en 93/1569. Usted me solicitó, querido amigo, que le cuente cualquier cosa que me gustaría que la gente de otros mundos supieran de mi vida y de mi mundo. ¡Eso no es fácil! ¿Quiero yo que cualquier persona, en cualquier otro lugar, sepa algo de mi vida? Sé lo extraños que debemos parecerles a todos los demás, a las razas que son mitad y mitad; sé que piensan que somos atrasados, provincianos, incluso perversos. Tal vez en unas décadas más decidamos que debemos rehacernos. No estaré viva para entonces; no creo que quiera estarlo. Me gusta mi gente. Me gustan nuestros hombres feroces, orgullosos, hermosos. No quiero que se parezcan a las mujeres. Me gustan nuestras mujeres confiables, poderosas, generosas. No quiero que se parezcan a los hombres. Y sin embargo veo que entre ustedes cada hombre tiene su propia personalidad y naturaleza, cada mujer tiene las suyas, y apenas puedo definir qué es lo que pienso que podríamos perder. Cuando era niña tenía un hermano un año y medio menor que yo. Se llamaba Ittu. Para conseguir a mi padrillo, un Amo Campeón de Danza, mi madre se fue a la ciudad y pagó con los ahorros de cinco años. El padrillo de Ittu era un hombre viejo de la Casa de Coito de nuestra aldea; le decían "Padrillo Retirado". Nunca había sido campeón de nada, no había hecho un hijo en años, se contentaba con hacer el amor gratis. Mi madre se reía de eso: todavía me estaba dando de mamar, de modo que ni Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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siquiera usó un preservativo... ¡y le dio una propina de dos cobres! Cuando descubrió que estaba embarazada se puso furiosa. Cuando le hicieron los análisis y descubrieron que era un feto varón, se disgustó más todavía porque iba a tener que aguantarse, como dicen, el aborto natural. Pero cuando Ittu nació bien y sano, le dio al viejo padrillo doscientos cobres y todo el efectivo que tenía. Ittu no era delicado como tantos bebés varones, pero ¿cómo se puede no proteger o no mimar a un varón? No recuerdo un momento en que yo no estuviera cuidando a Ittu; en mi cabeza tenía muy en claro todo lo que el Hermanito debía y no debía hacer, todos los peligros de los que debía mantenerle alejado. Yo estaba orgullosa de mi responsabilidad, y también estaba hecha una presumida, porque tenía un hermano que cuidar. En ninguna otra casa materna de mi aldea vivían hijos varones. Ittu era un niño adorable, un sol. Tenía el cabello suave y lanudo como es común en la región de Ush donde vivo, y ojos grandes; era de naturaleza dulce y alegre, y era muy inteligente. Las otras chicas lo adoraban y siempre querían jugar con él, pero él y yo estábamos más felices cuando jugábamos solos, largos y elaborados juegos en los que inventábamos distintos personajes. Teníamos un rebaño de doce cabezas de ganado que una anciana de la aldea le había hecho a Ittu con cáscaras de calabaza —la gente siempre le hacía regalos— y ellos eran los actores de nuestro juego más querido. Nuestro ganado vivía en un país llamado Shush, donde tenían grandes aventuras, trepando montañas, descubriendo nuevas tierras, navegando los ríos y demás. Como en todo rebaño, como pasaba con el ganado de nuestra aldea, las vacas viejas eran las líderes; el toro vivía aparte y los otros machos eran castrados; las terneras eran las aventureras. Nuestro toro hacía visitas ceremoniales para servir a las vacas y después quizás luchaba con los hombres del Castillo Shush. Hacíamos el castillo con arcilla y los hombres con palitos, y el toro siempre ganaba, golpeando a los hombres-palito hasta hacerlos pedazos. Pero nuestra mejor historia la contábamos con dos de las terneras. La mía se llamaba Op y la de mi hermano era Utti. Una vez, nuestras heroínas estaban viviendo una gran aventura en el arroyo que pasa por nuestra aldea y se nos escapó el barquito en donde estaban. Lo encontramos atrapado contra un tronco, muy lejos, corriente abajo, donde el arroyo era profundo y rápido. Mi ternera todavía estaba embarcada. Buceamos y buceamos, pero nunca encontramos a Utti. Se había ahogado. El Ganado de Shush le hizo un gran funeral y mi hermano Ittu lloró muy amargamente. Estuvo triste por su valiente vaquita de juguete durante tanto tiempo que le pregunté a Djerdji, la encargada del ganado, si podíamos trabajar para ella, porque pensé que estar con ganado de verdad podría levantarle el ánimo a Ittu. Ella se alegró de conseguir dos ayudantes gratis (cuando mamá descubrió que realmente estábamos trabajando, obligó a Djendji a pagarnos un cuarto de cobre por día). Cabalgábamos en dos vacas viejas, bonachonas y grandes, tan grandes que Ittu podía acostarse en la suya. Todos los días llevábamos al campo un rebaño de terneros de dos años para que se alimentaran con edta, que crece mejor cuando el terreno se usa para el pastoreo. Supuestamente, nosotros deberíamos impedir que se escaparan y que se acercaran a las orillas del arroyo, y cuando querían detenerse y ponerse a rumiar debíamos reunirlas en un lugar donde sus excrementos fertilizaran plantas útiles. Nuestras viejas vacas hacían casi todo el trabajo. Mamá venía y revisaba lo que estábamos haciendo y decidía que estaba bien. Y estar todo el día en el campo, por cierto, nos mantenía fuertes y sanos.

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Nos encantaba cabalgar nuestras vacas, pero esas vacas eran serias y responsables, muy parecidas a las adultas de nuestra casa materna. Los terneros eran otra cosa; no eran animales finos, por supuesto, sino de los que criábamos en la aldea, para montar, pero se alimentaban con edta y estaban gordos y llenos de brío. Ittu y o los montábamos en pelo, con riendas de soga. Al principio siempre terminábamos caídos de espaldas, viendo las ancas y el rabo alejándose de nosotros, pero para finales de año ya éramos buenos jinetes. Nos pusimos a adiestrar a nuestras monturas para hacer piruetas, llevándolas a toda carrera y brincando por encima de los cuernos. Ittu era un espléndido brincador. Adiestró a un gran buey ruano de tres años y los dos bailaban como los mejores brincadores de los grandes Castillos que veíamos en los holos. No pudimos guardar nuestra excelencia en secreto, allá en el campo; empezamos a fanfarronear con los demás niños, invitándolos a venir a Salt Springs para ver nuestro Gran Espectáculo de Piruetas Ecuestres. Y entonces, por supuesto, las adultas terminaron por enterarse. Mi madre era una mujer valiente, pero esto era demasiado, incluso para ella. Me dijo, con una furia fría: —Confiaba en que estabas cuidando de Ittu. Me engañaste. Todas las demás me habían hablado sin parar de lo que significaba poner en peligro la valiosa vida de un varón, el Receptáculo de la Esperanza, el Tesoro de la Vida y todo eso, pero fue lo que me dijo mi madre lo que realmente me dolió. —Yo sí cuido a Ittu, y él me cuida a mí —le dije, con esa pasión por la justicia que tienen los niños, ese derecho que pocas veces honramos—. Los dos sabemos qué cosas son peligrosas y no hacemos nada estúpido y conocemos a nuestro ganado y hacemos todo juntos. Cuando Ittu tenga que irse al Castillo tendrá que hacer cosas mucho más peligrosas; ahora, por lo menos, ya sabe hacer una. Y allá tendrá que hacerlas solo, pero nosotros hacemos todo juntos. Y no te engañé. Mi madre nos miró. Yo tenía casi doce años. Ittu tenía diez. Estalló en lágrimas, se sentó en la tierra y lloró a los gritos. Ittu y yo fuimos a ella y la abrazamos y lloramos. Ittu dijo: —No voy a ir. No voy a ir al maldito Castillo. ¡No pueden obligarme! Y yo creí en sus palabras. Él creyó en sus palabras. Mi madre tenía más experiencia. Tal vez algún día los varones podrán elegir qué hacer con su vida. En los pueblos de ustedes, el hecho de tener cuerpo de hombre no determina el destino de una persona, ¿verdad? Tal vez algún día aquí sea igual. Nuestro Castillo, el Hidjegga, había estado vigilando a Ittu desde su nacimiento, por supuesto; una vez por año, mamá les enviaba un informe médico, y cuando mi hermano cumplió cinco años, mamá y sus esposas lo llevaron allá para la ceremonia de Confirmación. Ittu se sintió avergonzado, disgustado y halagado al mismo tiempo. Después me dijo, en secreto: —Había un montón de hombres viejos que olían raro; me obligaron a quitarme la ropa y tenían unas cosas para medir... ¡y me midieron el pitín! y dijeron que estaba muy bien. Dijeron que era un buen pitín. ¿Qué pasa cuando "te bajan"? No era la primera vez que me hacía una pregunta que no podía contestarle, y yo, como siempre, inventé la respuesta.

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—Cuando "te bajan" quiere decir que puedes tener bebés —le respondí, lo cual, en cierto modo, no estaba tan alejado de la realidad. Algunos Castillos, me han dicho, preparan a los chicos de nueve y diez años para la Ruptura: les doran la píldora con visitas de los chicos más grandes, con entradas para los juegos, con excursiones por el parque y los edificios, para que al llegar a los once años tengan muchas ganas de irse al Castillo. Pero nosotros, los de "afuera", los aldeanos de las orillas del desierto, seguíamos empleando los duros métodos antiguos. Aparte de la Confirmación, el chico no tenía ningún contacto con los hombres antes de cumplir los once años. Ese día, todos los que había conocido en su vida lo traían al portón y lo entregaban a los extraños con los que vivirían el resto de su vida. Los hombres y las mujeres creían que esa ruptura absoluta los hacía hombres, y aún lo creen, todos por igual. Vev Ushiggi, que había tenido un hijo y tenía un nieto, que había sido alcaldesa cinco o seis veces y que disfrutaba de una altísima estima a pesar de que nunca tuvo mucho dinero, oyó que Ittu decía que no iba a ir al maldito Castillo. Al día siguiente vino a nuestra casa materna y pidió hablar con él. Ittu me contó lo que le dijo Ushiggi. No le doró la píldora ni endulzó las circunstancias. Le dijo que él había nacido para prestar un servicio a su pueblo y que tenía una responsabilidad, la de engendrar hijos cuando tuviera la edad suficiente, y un deber, el de ser un hombre fuerte y valiente, más fuerte y más valiente que los otros hombres, para que las mujeres lo eligieran a él como padrillo de sus hijos. Le dijo que tenía que vivir en el Castillo porque los hombres no podían vivir entre las mujeres. Al oír esto, Ittu le preguntó "¿Por qué no?" —¿Le preguntaste? —dije yo, azorada por su coraje, puesto que Vev Ushiggi era una anciana que inspiraba un formidable respeto. —Sí. Y ella no me contestó enseguida. Se tomó un largo tiempo. Me miró, y después miró para otro lado, y después me miró fijo un rato largo y finalmente me dijo: "Porque nosotras los destruiríamos". —Pero eso es una locura —dije—. Los hombres son nuestros tesoros. ¿Para qué te dijo eso? Ittu, por supuesto, no lo sabía. Pero pensó mucho en lo que le había dicho la anciana y creo que, de todo lo que ella dijo, eso fue lo que más le impresionó. Después de debatirlo, las ancianas de la aldea y mi madre y sus esposas decidieron que Ittu podía seguir practicando los brincos, porque verdaderamente era una destreza que le sería de gran utilidad en el Castillo, pero que no podía seguir cuidando el ganado, ni acompañarme cuando lo hacía yo, ni compartir ningún otro trabajo que hiciéramos las niñas de la aldea, ni nuestros juegos. Le dijeron: "Tú has hecho de todo con Po, pero ella tiene que hacer cosas con las otras niñas y tú tienes que hacer cosas solo, como todos los hombres". Siempre fueron muy amables con Ittu, pero eran severas con nosotras, las niñas; si nos veían tan solo charlando con Ittu nos decían que siguiéramos con nuestros trabajos, que dejáramos tranquilo al chico. Cuando desobedecíamos —cuando Ittu y yo nos escapábamos a hurtadillas y nos encontrábamos en Salt Springs para cabalgar juntos, o simplemente nos escondíamos en nuestro antiguo lugar de juegos, en el barranco junto al arroyo, para hablar— a él le dedicaban un frío silencio para avergonzarlo, pero a mí me castigaban. Un día me encerraron en el sótano de la vieja planta de procesamiento de fibra, que era lo que mi aldea usaba como cárcel; la vez siguiente fueron dos días, y la Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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tercera vez que nos encontraron juntos me encerraron en el sótano durante diez días. Una mujer joven llamada Fersk me traía comida una vez al día y se aseguraba de que tuviera suficiente agua y que no estuviera enferma, pero no me hablaba; así es como siempre se castigaba a los habitantes de las aldeas. Por la tarde, yo oía que las otras niñas pasaban por la calle. Finalmente oscurecía y podía dormir. Durante el día no tenía nada que hacer, nada de trabajo, nada en qué pensar, salvo en el escarnio y el desprecio de los que era objeto por haber traicionado su confianza, y en lo injusto que era que me castigaran a mí, pero no a Ittu. Cuando salí, me sentía diferente. Sentía como si algo se hubiera cerrado dentro de mí mientras estaba encerrada en ese sótano. Cuando comíamos en la casa materna, se aseguraban de que Ittu y yo no nos sentáramos cerca. Por un tiempo, ni siquiera nos hablamos. Yo volví a la escuela y al trabajo. No sabía qué hacía Ittu todo el día. No pensaba en eso. Faltaban sólo cincuenta días para su cumpleaños. Una noche me metí en la cama y encontré una nota debajo de mi almohada: "en el barnco, sta noch". Ittu nunca supo escribir; lo poco que sabía se lo había enseñado yo, en secreto. Sentí miedo y enojo, pero esperé una hora, hasta que todas estuvieron dormidas, y me levanté y salí con sigilo hacia la noche estrellada y ventosa. Estábamos en plena estación seca y el arroyo apenas tenía agua. Ittu estaba ahí, acurrucado, con los brazos alrededor de las rodillas, un pequeño bulto de sombra sobre la pálida arcilla agrietada de la orilla. Lo primero que le dije fue: —¿Quieres que me encierren de nuevo? ¡Dicen que la próxima vez serán treinta días! —A mí me van a encerrar cincuenta años —dijo Ittu, sin mirarme. —¿Qué supones que tengo que hacer? ¡Así debe ser! Eres hombre. Tienes que hacer lo que hacen los hombres. Además, no te van a encerrar; te pondrán a jugar juegos y vendrás al pueblo para hacer servicios y todo eso. ¡No sabes lo que es estar encerrado! —Quiero irme a Seradda —dijo Ittu, hablando muy rápido; cuando levantó la vista para mirarme vi que tenía los ojos llorosos—. Podríamos ir cabalgando en las vacas hasta la estación de ómnibus de Redang. Ahorré dinero, tengo veintitrés cobres; podríamos tomar el autobús que va a Seradda. Las vacas pueden volver solas a casa, cuando las soltemos. —¿Qué crees que vas a hacer en Seradda? —le pregunté, desdeñosa pero curiosa. Nadie de nuestra aldea había estado jamás en la capital. —Allá está la gente de los Ekamen —dijo. —Los Ekumen —lo corregí—. ¿Y qué? —Podrían llevarme con ellos —dijo Ittu. Me sentí muy extraña cuando dijo eso. Todavía estaba enojada y todavía sentía desprecio, pero en mí estaba surgiendo una tristeza como una fuente de agua oscura. —¿Por qué te van a llevar? ¿Para qué van a hablar con un nenito? ¿Cómo vas a encontrarlos? Veintitrés cobres no son suficientes, además. Seradda está muy lejos. Es una idea realmente estúpida. No puedes hacerlo. —Pensé que vendrías conmigo —dijo Ittu. Su voz era más suave, pero no temblaba. —Yo no haría algo tan estúpido —dije con furia. —Muy bien —dijo él—. Pero no se lo cuentes a nadie, ¿eh? Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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—¡No, no se lo contaré a nadie! —dije—. Pero no puedes escapar, Ittu. No puedes. Sería... sería deshonroso. Esta vez, cuando contestó, le tembló la voz: —No me importa —dijo—. No me importa el honor. ¡Quiero ser libre! Estábamos los dos llorando. Me senté junto a él y nos apoyamos una contra el otro, como solíamos hacerlo antes, y lloramos un rato, no mucho; no estábamos acostumbrados a llorar. —No puedes hacerlo —le susurré—. No va a funcionar, Ittu. Asintió, aceptando mi sabiduría. —Las cosas no serán tan feas en el Castillo —le dije. Pasado un minuto, se apartó de mí muy levemente. —Nos veremos —le dije. Él sólo dijo: —¿Cuándo? —En los juegos. Yo podré ir a mirarte. Seguro que serás el mejor jinete y brincador del Castillo. Seguro que ganarás todos los premios y serás Campeón. Asintió, obediente. Él sabía, y yo también, que yo había traicionado nuestro amor y nuestro derecho a la justicia. Él sabía que ya no tenía esperanza. Fue la última vez que caminamos juntos y solos, y casi la última vez que hablamos. Ittu se escapó unos diez días después, llevándose la vaca que siempre montaba y dirigiéndose a Redang; le encontraron el rastro fácilmente y lo trajeron de regreso a la aldea antes del anochecer. No sé si habrá pensado que yo les había contado dónde iba. Yo estaba tan avergonzada por no haber ido con él que no podía mirarle a los ojos. Me mantuve lejos de él; no tuvieron que apartarme de Ittu nunca más. Él no hizo ningún esfuerzo por volver a hablar conmigo. Yo estaba entrando en la pubertad. La noche anterior al cumpleaños de Ittu me vino la primera menstruación. En los Castillos de costumbres conservadoras, como el nuestro, no permiten que las mujeres que están menstruando se acerquen al portón, de modo que cuando Ittu se convirtió en hombre yo me quedé muy atrás, entre otras pocas niñas y mujeres, y no pude ver mucho de la ceremonia. Mientras cantaban, me quedé en silencio, mirando la tierra y mis sandalias nuevas, y mis pies dentro de las sandalias, y sintiendo el dolor y los tirones del útero, y el secreto movimiento de la sangre. Y me invadió la pena. Supe entonces que esa pena me acompañaría toda la vida. Ittu entró y se cerró el portón. Fue Campeón Juvenil de Brincos y durante dos años, cuando tenía dieciocho y diecinueve, vino algunas veces a la aldea para hacer servicios, pero nunca lo vi. Una amiga mía se acostó con él y empezó a contarme lo dulce que era, pensado que a mí me gustaría saberlo, pero la hice callar y me fui, presa de una furia ciega que ninguna de las dos entendió. Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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Cuando Ittu tenía veinte años lo vendieron a otro Castillo, ubicado en la costa oriental. Cuando nació mi hija le escribí, y después le escribí varias veces más, pero nunca me contestó las cartas. No sé qué le habré revelado de mi vida y de mi mundo con este relato. No sé si era esto lo que usted quería saber. Pero era lo único que tenía para contar. El siguiente es un cuento corto escrito en 93/1586 por Sem Gridji, popular escritora de la ciudad de Adr. La literatura clásica de Seggri adoptaba la forma de poemas narrativos y obras de teatro. Dichos poemas y piezas teatrales se escribían en colaboración, tanto en sus versiones originales como en las sucesivas reescrituras, generalmente anónimas, realizadas por otras autoras de generaciones subsiguientes. Se le daba muy poco valor al hecho de preservar el texto "auténtico", ya que se consideraba que las obras se encontraban en permanente proceso de desarrollo. Probablemente por influencia Ekuménica, ciertas escritoras de las postrimerías del siglo dieciséis comenzaron a producir, individualmente, obras de prosa breve en forma de narraciones, tanto históricas como de ficción. El género se hizo popular, especialmente en las ciudades, aunque nunca logró tener el inmenso público que convocaban las grandes obras épicas y teatrales clásicas. Literalmente, todo el mundo conocía, gracias a los libros y los holos, los argumentos y muchas frases de las obras clásicas; además, casi todas las mujeres, al llegar a la edad adulta, ya habían visto o participado en la puesta en escena de varias de esas obras. Fueron una de las principales influencias unificadoras de la monocultura de Seggri. Por su parte, la narrativa en prosa, que se leía en silencio, era más bien un instrumento que la cultura usaba para cuestionarse a sí misma y una herramienta para el autoexamen moral individual. Las mujeres conservadoras de Seggri no aprobaban el género, por considerarlo contrario a la estructura intensamente cooperativa y colaboradora de su sociedad. No se incluían obras de ficción en los programas de los departamentos de literatura de los colegios y a menudo se las despreciaba: "la ficción es para hombres". Sem Gridji publicó tres libros de cuentos. Su estilo despojado y directo es característico de la prosa breve de Seggri. Amor fuera de lugar por Sem Gridji Azak creció en una casa materna del barrio del Río, cerca de las fábricas textiles. Era una niña brillante, y sus familiares y vecinas se sintieron muy orgullosas de poner reunir el dinero suficiente para enviarla al colegio. Después regresó a la ciudad para trabajar como gerente en una de las fábricas. Azak trabajó bien con otras personas; progresó. Tenía una idea clara de lo que quería hacer durante los años subsiguientes: encontrar dos o tres socias con quien fundar una casa de hermanas y una empresa. A esta hermosa mujer en la flor de la juventud el sexo le daba mucho placer, y le gustaba especialmente acostarse con hombres. Aunque ahorraba dinero para cumplir con su plan de fundar una empresa, también gastaba mucho en la Casa de Coito; acudía allí con frecuencia y a veces contrataba a dos hombres al mismo tiempo. Le gustaba ver cómo se excitaban el uno al otro hasta mucho más allá de lo que hubieran conseguido solos y cómo se echaban la culpa mutuamente cuando fracasaban. Un pene fláccido le parecía algo repugnante y no dudaba en echar

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fuera a cualquier hombre que no pudiera penetrarla tres o cuatro veces en una noche. El Castillo de su distrito compró un Campeón Juvenil en el Torneo de Danza de los Castillos del Sudeste y pronto lo envió a la Casa de Coito. Después de verlo bailar en una competencia final por holovisión y de quedar cautivada por su estilo desenvuelto y elegante y también por su belleza, Azak estaba ansiosa de que él la sirviera. Su precio era dos veces el de cualquier otro hombre de la Casa de Coito, pero no vaciló en pagarlo. Lo encontró atractivo y simpático, ávido y suave, experimentado y sumiso. La primera noche llegaron juntos al orgasmo cinco veces. Cuando Azak se fue, le dejó una importante propina. Antes de que terminara la semana, regresó y volvió a pedir a Toddra. El placer que le daba era exquisito y pronto se obsesionó completamente con él. —Desearía tenerte todo para mí sola —le dijo un día, mientras estaban acostados, todavía unidos, lánguidos y satisfechos. —También yo lo deseo, con todo mi corazón —dijo él—. Ojalá fuera tu sirviente. Ninguna de las otras mujeres que vienen aquí me excitan. No las quiero. Sólo te quiero a ti. Ella se preguntó si le estaría diciendo la verdad. La siguiente vez que fue, le preguntó distraídamente a la gerente si Toddra era tan popular como habían esperado. —No —dijo la gerente—. Está enamorado de ti. —¿Un hombre enamorado de una mujer? —dijo Azak, y rió. —Sucede muy a menudo —dijo la gerente. —Pensé que sólo las mujeres se enamoraban —dijo Azak. —Las mujeres se enamoran de los hombres, a veces, y eso también es malo —dijo la gerente—. ¿Puedo hacerte una advertencia, Azak? El amor sólo debe existir entre mujeres. Aquí está fuera de lugar. Nunca puede llegar a buen fin. Odio perder dinero, pero desearía que te acostaras con otros hombres y no que siempre pidas a Toddra. Le estás fomentando algo que le hace daño, ¿sabes? —¡Pero él y tú están ganando mucho dinero conmigo! —dijo Azak, todavía tomándolo a broma. —Ganaría más con otras mujeres si no estuviese enamorado de ti —dijo la gerente. Azak pensó que era un argumento débil, comparado con el placer que le daba Toddra, y respondió: —Bueno, cuando termine con él puede acostarse con todas, pero por ahora lo quiero yo. Después de hacer el amor esa noche, le dijo a Toddra: —La gerente dice que estás enamorado de mí. —Te dije que lo estoy —dijo Toddra—. Te dije que quería pertenecerte, servirte a ti sola. Moriría por ti, Azak. —Eso es una tontería —dijo ella. —¿No te gusto? ¿No te doy placer? —Más que cualquier hombre que haya conocido —dijo ella, besándolo—. Eres hermoso y completamente satisfactorio, mi dulce Toddra. —No quieres a ningún otro hombre de aquí, ¿verdad? —preguntó él. —No. Son unos torpes horribles, comparados con mi hermoso bailarín. —Entonces escúchame —dijo él, sentándose y hablando muy en serio. Era un hombre espigado, de veintidós años, con largos brazos y piernas de músculos suavemente marcados, ojos grandes y una boca sensible, de labios finos. Azak le Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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acarició el muslo, pensando que era adorable y digno de ser adorado—. Tengo un plan. Cuando bailo, ¿sabes? en las danzas-cuento, hago de mujer, por supuesto; hago de mujer desde que tengo doce años. La gente siempre me dice que no puede creer que en realidad sea un hombre. Hago tan bien el papel de mujer... Si me escapara... de aquí, del Castillo... como mujer... podría vivir en tu casa como sirvienta... —¿Qué? —exclamó Azak, perpleja. —Podría vivir allá —dijo él con urgencia, inclinándose sobre ella—. Contigo. Siempre estaría a tu lado. Podrías tenerme todas las noches. No te costaría nada, salvo mi comida. Te serviría, sería tu padrillo, te barrería la casa, haría cualquier cosa, cualquier cosa, Azak, por favor, mi amada, mi dueña, ¡déjame ser tuyo! —Vio que ella todavía seguía incrédula y se apresuró a decir—: Podrías echarme cuando te cansaras de mí... —¡Si trataras de regresar al Castillo después de una fuga así te matarían a latigazos, idiota! —Soy valioso —dijo él—. Me castigarían, pero no me harían daño. —Te equivocas. Hace tiempo que no bailas y te has desvalorizado porque no te desempeñas bien con nadie aparte de mí. La gerente me lo dijo. Aparecieron lágrimas en los ojos de Toddra. A ella no le gustaba verlo sufrir, pero estaba genuinamente conmocionada por el loco plan. —Y si te descubrieran, querido —dijo con más suavidad—, yo caería en completa desgracia. Es un plan muy infantil, Toddra. Por favor, no vuelvas a soñar con semejante cosa. Pero me gustas mucho, en serio, en serio, te adoro y no quiero a ningún otro hombre que no seas tú. ¿Me crees, Toddra? Asintió. Reprimiendo las lágrimas, dijo: —Por ahora. —¡Por ahora y por un tiempo muy, muy, muy largo! ¡Mí querido, mi dulce, mi hermoso bailarín, nos tendremos el uno al otro por el tiempo que queramos, años y años! Sólo tienes que cumplir con tu deber con las otras mujeres que vienen, para que el Castillo no te venda, ¡por favor! No soportaría perderte, Toddra. —Y lo envolvió apasionadamente entre sus brazos, excitándolo de inmediato, y se abrió para él y pronto estuvieron gritando en la agonía del deleite. Aunque no podía tomar este amor completamente en serio (¿qué podía resultar de esa emoción fuera de lugar, excepto esquemas tan tontos como el que él le había propuesto?), Toddra igual la había conmovido de corazón, y Azak comenzó a sentir por él una ternura que intensificó en gran medida el placer del sexo. Así que durante más de un año acudió a la Casa de Coito dos o tres veces por semana porque más no podía pagar, para pasar la noche con él. La gerente, que seguía tratando de desalentar ese amor, no bajaba la tarifa de Toddra a pesar de que era muy impopular entre las otras clientas de la Casa de Coito. De modo que Azak gastaba gran cantidad de dinero en él, si bien Toddra, después de aquella primera noche, nunca volvió a aceptarle una propina. Entonces, una mujer que no había podido concebir un hijo con ninguno de los padrillos de la Casa de Coito hizo el intento con Toddra y concibió inmediatamente, y al hacerse los análisis supo que el feto era varón. Otra mujer se embarazó de él y otra vez el feto resultó varón. Rápidamente, aumentó la demanda de Toddra como padrillo. Comenzaron a venir mujeres de toda la ciudad para que él las sirviera. Esto significaba, por supuesto, que Toddra debía estar a su disposición durante el período de ovulación. Ahora había, en consecuencia, demasiadas noches en las que no podía reunirse con Azak, pues la gerente no aceptaba sobornos. A Toddra no le Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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gustaba su popularidad, pero Azak lo consolaba y lo tranquilizaba diciéndole lo orgullosa que estaba de él, diciéndole que el trabajo nunca iba a interferir con su amor. En realidad ella no lamentaba para nada que estuviera tan solicitado porque había encontrado otra persona con la que quería pasar sus noches. Era una mujer joven llamada Zedr, que trabajaba en la fábrica como especialista en reparación de máquinas. Era alta y atractiva; lo primero que había notado Azak era la libertad y la energía de su andar y lo orgulloso de su apostura. Encontró un pretexto para hacerse amiga de ella. Azak pensaba que Zedr la admiraba, pero durante mucho tiempo se comportaron sólo como amigas, sin intentar avances sexuales. Estaban casi siempre juntas e iban a juegos o bailes, y Azak descubrió que disfrutaba de esa vida abierta y sociable más de lo que disfrutaba de estar siempre en la Casa de Coito, sola con Toddra. Hablaban mucho de la posibilidad de asociarse y abrir una empresa de servicios de reparación de máquinas. A medida que pasaba el tiempo, Azak descubría que el hermoso cuerpo de Zedr estaba siempre en sus pensamientos. Finalmente, una noche, en su departamento de soltera, le dijo a su amiga que la amaba, pero que no quería estropear la amistad que las unía con un deseo inoportuno. Zedr le respondió: —Te quiero desde el primer día en que te vi, pero temía abochornarte con mi deseo. Pensé que preferías a los hombres. —Hasta ahora sí, pero quiero hacer el amor contigo —dijo Azak. Al principio estuvo bastante tímida, pero Zedr era experta y sutil y podía prolongar los orgasmos de Azak hasta hacerle alcanzar una plenitud que nunca había soñado. Le dijo a Zedr: —Me has hecho mujer. —Entonces seamos esposas —dijo Zedr con gozo. Se casaron, se mudaron a una casa en el oeste de la ciudad, dejaron la fábrica y abrieron una empresa. Mientras tanto, Azak no le había contado de su nuevo amor a Toddra, a quien veía cada vez con menos frecuencia. Un poco avergonzada de su cobardía, se tranquilizaba diciéndose que él estaba tan ocupado brindando sus servicios como padrillo que en realidad no debía extrañarla. Después de todo, a pesar de sus románticas palabras de amor, él era un hombre, y ya se sabe que para los hombres el sexo es lo más importante y no meramente un elemento más del amor y de la vida, como lo es para las mujeres. Después de casarse con Zedr, le envió a Toddra una carta, diciendo que sus vidas habían tomado rumbos diferentes, que ahora se iba a mudar a otra parte y que no volvería a verlo, pero que siempre lo recordaría con cariño. Recibió inmediatamente una respuesta de Toddra: una carta con horrible ortografía y casi ilegible, llena de juramentos de amor inalterable, en la que le rogaba que fuera a hablar con él. Azak se emocionó y sintió vergüenza al leerla, y no se la contestó. Él volvió a escribirle una y otra vez; trató de ponerse en contacto con ella, llamándola a su nueva empresa través de la holo-red. Zedr la animó a no responderle nada diciendo: Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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—Sería cruel darle esperanzas. La empresa marchó bien desde el principio. Una noche estaban en casa picando verduras para la cena cuando oyeron que golpeaban la puerta. —Pasa —dijo Zedr, pensando que era Chochi, una amiga que estaban considerando aceptar como tercera socia. Entró una extraña. Una mujer alta, hermosa, con una chalina cubriéndole el pelo. La extraña fue derecho a donde estaba Azak, diciéndole con voz estrangulada: —Azak, Azak, por favor, por favor, deja que me quede contigo. La chalina resbaló hacia atrás, deslizándose por el largo cabello. Azak reconoció a Toddra. Estaba perpleja y un poco asustada, pero conocía a Toddra desde hacía mucho tiempo y le había tenido mucho cariño, y por ese hábito del afecto extendió las manos para saludarlo. Vio miedo y desesperación en su rostro y sintió pena por él. Pero Zedr, adivinando quién era, estaba alarmada y enojada. No soltó el cuchillo de picar. Se escabulló del cuarto y llamó a la policía de la ciudad. Cuando volvió, vio al hombre suplicándole a Azak que le permitiera quedarse escondido en su casa, como sirviente. —Haré cualquier cosa —dijo él—. ¡Por favor, Azak, mi único amor, por favor! No puedo vivir sin ti. Ya no puedo fecundar a esas mujeres, a esas extrañas que sólo quieren que las insemine. Ya no puedo bailar. Sólo pienso en ti, eres mi única esperanza. Seré mujer, nadie me descubrirá. ¡Me cortaré el pelo, nadie me descubrirá! —Y continuó así, casi amenazante de tan apasionado, pero también digno de lástima. Zedr lo escuchaba con frialdad, pensando que estaba loco. Azak lo escuchaba con dolor y vergüenza. —No, no es posible —le decía una y otra vez, pero él no le prestaba atención. Cuando la policía llegó a la puerta y él se dio cuenta de quiénes eran, se lanzó a la parte de atrás de la casa, buscando una forma de escapar. Las policías lo atraparon en el dormitorio; Toddra luchó desesperadamente y ellas lo sometieron con brutalidad. Azak les gritó que no lo lastimaran, pero no le hicieron caso: le retorcieron los brazos y lo golpearon en la cabeza hasta que dejó de resistirse. Lo arrastraron afuera. La jefa de la tropa se quedó para reunir evidencias. Azak trató de pedir clemencia para Toddra, pero Zedr declaró contando lo que había pasado y agregó que, en su opinión, era un loco peligroso. Pasados unos días, Azak averiguó en la oficina de policía que Toddra había sido devuelto a su Castillo, con la advertencia de que no lo volvieran a enviar a la Casa de Coito durante un año o hasta que los Amos del Castillo lo encontraran capaz de comportarse con responsabilidad. Azak se inquietó pensando en cómo lo habrían castigado. Zedr le dijo: —No lo lastimarán, es muy valioso. Lo mismo le había dicho él. Azak se contentó con eso. En realidad, se sentía muy aliviada de saber que él ya no estaba en su vida. Ella y Zedr aceptaron a Chochi, primero en la empresa y luego en su hogar. Chochi era una mujer del Barrio de los Muelles, fuerte, de buen humor y muy Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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trabajadora, cómoda y poco exigente en el sexo. Las tres eran felices y juntas prosperaron. Pasó un año, y luego otro año. Un día, Azak tuvo que ir a su antiguo barrio para arreglar un contrato de reparaciones con dos mujeres de la fábrica donde había trabajado por primera vez. Les preguntó por Toddra. Regresaba a la Casa de Coito de vez en cuando, le dijeron. Lo habían nombrado Padrillo Campeón de su Castillo; estaba muy solicitado y su precio había subido todavía más, porque fecundaba a muchísimas mujeres y muchísimas de esas mujeres concebían varones. No era tan solicitado por placer, le dijeron, porque tenía la reputación de ser brusco e incluso cruel. Las mujeres sólo lo pedían cuando querían embarazarse. Recordando la dulzura con que la había tratado a ella, era difícil para Azak imaginarse a un Toddra tan brutal. Los duros castigos del Castillo, pensó, deben haberlo alterado. Pero no podía creer que hubiera cambiado de verdad. Pasó otro año. La empresa marchaba muy bien y Azak y Chochi empezaron a hablar seriamente de la posibilidad de tener hijos. Zedr no estaba interesada en el embarazo, aunque sí en ser madre. Chochi tenía un preferido en la Casa de Coito local, al que visitaba de vez en cuando por placer. Comenzó a visitarlo durante la ovulación, pues tenía muy buena reputación de padrillo. Después de casarse con Zedr, Azak nunca más había pisado una Casa de Coito. Le otorgaba una altísima importancia a la fidelidad y no hacía el amor con nadie más que Zedr y Chochi. Cuando comenzó a pensar en el embarazo, descubrió que su viejo interés por acostarse con hombres había muerto por completo, e incluso que se había transformado en disgusto. No le agradaba la idea de autofecundarse en el banco de semen, pero la idea de permitir que un hombre extraño la penetrara le resultaba aún más repulsiva. Pensando qué hacer, recordó a Toddra, alguien a quien había amado de verdad y que le había hecho sentir gran placer. Era otra vez Padrillo Campeón, famoso en toda la ciudad como preñador confiable. Ciertamente, no había otro hombre con quien pudiera sentir placer. Y él la había amado tanto que había puesto en peligro su carrera e incluso su vida por tratar de estar con ella. Esa irresponsabilidad había terminado. Él nunca le había vuelto a escribir; el Castillo y las gerentes de la Casa de Coito nunca le habrían permitido servir a otras mujeres si lo hubieran considerado loco o indigno de confianza. Después de tanto tiempo, pensó, podría volver a Toddra y concederle el placer que él había deseado tanto. Notificó a la Casa de Coito del período en que esperaba tener su próxima ovulación, solicitando a Toddra. Ya estaba comprometido para ese período y le ofrecieron otro padrillo, pero ella prefirió esperar hasta el mes siguiente. Chochi había concebido y estaba alborozada. —¡Apúrate, apúrate! —le decía a Azak—. ¡Queremos mellizos! Azak descubrió que estaba muy ansiosa por volver a estar con Toddra. Arrepentida de la violencia de su último encuentro y del dolor que seguramente le había causado, le escribió la siguiente carta:

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"Mi querido: Espero que nuestra larga separación y la angustia de nuestro último encuentro sean superados por la alegría de estar otra vez juntos, y que tú me ames como yo sigo amándote. Estaré muy orgullosa de dar a luz un hijo tuyo, ¡y esperemos que sea varón! Estoy impaciente por verte de nuevo, mi hermoso bailarín. Tuya, Azak." Comenzó su período de ovulación y él no tuvo tiempo de con testarle la carta. Azak se vistió con su mejor ropa. Zedr, que aún desconfiaba de Toddra y había tratado de convencerla de no ir con él, la despidió diciendo "¡Buena suerte!", algo malhumorada. Chochi le colgó un talismán en el cuello y Azak partió. Había una nueva gerente en la Casa de Coito, una joven de rostro vulgar que le dijo: —Llame si le da problemas. Por más Campeón que sea, es un bruto y no tiene permiso para lastimar a nadie. —No me va a lastimar —dijo Azak, sonriendo, y entró ansiosamente en la habitación conocida, donde ella y Toddra habían disfrutado uno del otro con tanta asiduidad. Estaba esperándola de pie, junto a la ventana, igual que solía hacerlo antes. Cuando se dio vuelta, tenía la misma cara que ella recordaba, largos brazos y piernas, sedoso cabello cayéndole como agua por la espalda, ojos grandes que la miraban. —¡Toddra! —dijo Azak, acercándose a él con los brazos extendidos. Él la tomó de las manos y pronunció su nombre. —¿Recibiste mi carta? ¿Estás feliz? —Sí —dijo él, sonriendo. —¿Y toda la infelicidad, toda esa tontería del amor, se terminó? Lamento tanto que te hayan lastimado, Toddra. No quiero que te ocurra más. ¿Podemos ser sinceros y felices, los dos juntos, como antes? —Sí, todo terminó —dijo él—. Esto feliz de verte. —La atrajo suavemente hacia sí. Suavemente, comenzó a desvestirla y a acariciar su cuerpo, igual que antes, sabiendo qué era lo que le daba placer, mientras ella recordaba lo que le daba placer a él. Se acostaron, desnudos, juntos. Azak estaba acariciándole el pene erecto, excitado, aunque todavía sentía cierto recelo de que la penetrara después de tanto tiempo, cuando de pronto Toddra movió un brazo como si estuviera incómodo. Separándose de él un poco, Azak vio que tenía un cuchillo en la mano, un cuchillo que seguramente había ocultado en la cama. Lo tenía escondido detrás de la espalda. El vientre se le puso frío, pero continuó acariciándole el pene y los testículos, sin atreverse a decir nada y sin poder apartarse, porque él la tenía fuertemente sujeta con la otra mano. De pronto, Toddra se trepó a ella y le introdujo el pene en la vagina a la fuerza, con una embestida tan dolorosa que, por un instante, Azak pensó que lo que la penetraba era el cuchillo. Toddra eyaculó al instante. Mientras su cuerpo se arqueaba, Azak se escabulló de debajo de él, corrió torpemente a la puerta y escapó del cuarto pidiendo ayuda a los gritos. Él la persiguió, descargando golpes de cuchillo, hiriéndola en el omóplato antes de que la gerente y los demás hombres y mujeres lo sometieran. Los hombres estaban muy enojados y lo trataron con una violencia que las protestas de la gerente no lograron disminuir. Desnudo, ensangrentado, medio inconsciente, lo ataron y se lo llevaron inmediatamente al Castillo. Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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Después, todos se reunieron alrededor de Azak y le limpiaron y vendaron la herida, que era leve. Conmocionada y confundida, ella sólo logró preguntar: —¿Qué le van a hacer? —¿Qué piensa que le van a hacer a un asesino violador? ¿Darle un premio? — dijo la gerente—. Lo van a castrar. —Pero fue culpa mía —dijo Azak. La gerente se la quedó mirando y dijo: —¿Está loca? Váyase a su casa. Azak volvió a la habitación y se puso la ropa mecánicamente. Miró la cama donde se habían acostado. Se paró junto a la ventana donde había estado Toddra. Recordó la forma en que lo había visto bailar en el concurso donde había salido Campeón por primera vez. Pensó: "Mi vida está equivocada". Pero no sabía que hacer para corregirla. La alteración de las instituciones sociales y culturales de Seggri no ha tomado el rumbo desastroso que temía Merriment. Ha sido lenta y su dirección no es clara. En 93/1602, el colegio de Terhada invitó a los hombres de dos Castillos vecinos a postularse como estudiantes, cosa que finalmente hicieron tres de ellos. En las décadas siguientes, casi todos los colegios abrieron sus puertas a los hombres. Una vez que se graduaban, los estudiantes varones debían regresar a su Castillo, a menos que decidieran abandonar el planeta, ya que, hasta la promulgación de la ley Puertas Abiertas de 93/1662, a los hombres nativos no se les permitía vivir en ningún otro lugar que no fuera un colegio, si eran estudiantes, o un Castillo. Aun después de promulgada la ley, los Castillos permanecieron cerrados a las mujeres y el éxodo de los hombres fue mucho más lento que lo que habían supuesto las opositoras a esa medida. El ajuste social a la ley Puertas Abiertas ha sido lento. En varias regiones, los programas para entrenar a los hombres en oficios básicos como la agricultura y la construcción ha tenido un éxito moderado; los hombres trabajan en equipos competitivos, separados de las empresas de mujeres pero manejados por ellas. En años recientes, muchos nativos de Seggri han llegado a Hain para estudiar... más hombres que mujeres, a pesar de la gran desigualdad numérica que persiste. Es de particular interés la siguiente reseña autobiográfica de uno de esos hombres, que fue protagonista directo de los acontecimientos que precipitaron la creación de la ley Puertas Abiertas. Reseña autobiográfica del móvil Ardar Dez Nací en el ciclo Ekuménico 93, año 1641, en Rakedr, Seggri. Rakedr era un pueblo plácido, próspero y conservador, y a mí me criaron a la antigua: el mimado hijo varón de una gran casa materna. En total éramos diecisiete, sin contar el personal de cocina: una bisabuela, dos abuelas, cuatro madres, nueve hijas y yo. Estábamos muy bien; todas las mujeres eran o habían sido directivos u obreras calificadas de la Alfarera Rakedr, la industria principal del pueblo. Celebrábamos todas las festividades con pompa y energía, decorando la casa de techo a cimientos con banderines para el Hillalli, confeccionando fantásticos trajes para el festival de la Cosecha y Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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celebrando un cumpleaños cada pocas semanas con regalos para todos. Como dije, me mimaban, pero creo que no me malcriaban. Mi cumpleaños no era más grandioso que el de mis hermanas, y me dejaban correr y jugar con ellas igual que si fuera una niña. Sí, siempre fui consciente, al igual que ellas, de que los ojos de nuestras madres se posaban en mí con una mirada diferente, melancólica, reservada y, a veces, a medida que fui creciendo, desolada. Después de mi Confirmación, mi madre de nacimiento o la madre de ella comenzaron a llevarme al Castillo de Rakedr todas las primaveras, el Día de Visitas. Los portones del parque, que se habían abierto para dejarme entrar a mí solo (estaba aterrorizado) para la Confirmación, permanecían cerrados, pero había escaleras rodantes apoyadas contra los muros del parque. Yo y otros niños pequeños subíamos por allí, nos sentábamos en la cima del muro del parque con gran majestad, sobre almohadones y debajo de unos toldos, y mirábamos las demostraciones de bailes, corridas de toros, lucha y otros deportes que se desarrollaban en el gran campo de Juegos del otro lado del muro. Nuestras madres nos esperaban abajo, afuera, en las graderías del parque público. Los hombres y jóvenes del Castillo se sentaban con nosotros, explicándonos las reglas de los juegos y señalándonos las mejores características de un bailarín o luchador, tratándonos con seriedad, haciéndonos sentir importantes. Yo disfrutaba mucho de todo eso, pero apenas bajaba de la pared e iniciaba mi camino a casa todo lo que había visto se separaba de mí, cayendo como un traje que uno se quita de encima, como un personaje interpretado en una obra, y entonces seguía con mi trabajo y con mis juegos en la casa materna, con mi familia, con mi vida real. Cuando cumplí diez años comencé a asistir a las clases para niños, en el centro. Estas clases se habían establecido hacía cuarenta o cincuenta años como una especie de puente entre la casa materna y el Castillo, pero el Castillo, con gobernantes cada vez más reaccionarios, se había retirado del proyecto hacía poco. El señor Fassaw prohibía a sus hombres ir a cualquier sitio del otro lado del muro, salvo directamente a la Casa de Coito, a donde debían ir en un auto cerrado y regresar al alba. Por lo tanto, ningún hombre podía enseñar en esas clases. Las mujeres del pueblo que trataban de explicarme lo que debía esperar de la vida en el Castillo en realidad no sabían mucho más que yo. Por más que tuvieran buenas intenciones, en general me asustaban y me confundían. Pero el miedo y la confusión resultaron ser una preparación muy apropiada. No puedo describir la ceremonia de la Ruptura. De verdad, no puedo describirla. En aquellos días los hombres de Seggri teníamos una ventaja: sabíamos lo que es la muerte. Todos nosotros moríamos una vez antes de la muerte de nuestros cuerpos. Nos dábamos vuelta y mirábamos en retrospectiva toda nuestra vida, todos los lugares y rostros que habíamos amado, y luego, al cerrarse el portón, no volvíamos a verlos nunca más. En el momento de mi Ruptura, nuestro pequeño Castillo estaba dividido en "colegiales" y "tradicionales": una facción liberal que quedaba del anterior régimen del señor Ishog y una facción más reciente, sumamente conservadora. Cuando llegué al Castillo, esa división ya era desastrosamente profunda. El gobierno del señor Fassaw se había vuelto cada vez más riguroso e irracional. Gobernaba con corrupción, brutalidad y crueldad. Nos contagiaba a todos los que vivíamos allí, por supuesto, y nos hubiera destruido si no hubiese existido una resistencia fuerte, constante y moral, Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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que giraba alrededor de Ragaz y Kohadrat, antiguos protegidos del señor Ishog. Estos dos hombres eran socios-pareja abierta y sus seguidores eran todos los homosexuales del Castillo, más un buen número de otros hombres y jóvenes. Mis primeros días y meses en el dormitorio de los novicios fueron una pasmosa alternancia de terror, odio y vergüenza, ya que a los chicos que estaban allí desde hacía unos meses o unos años más que yo los incitaban a humillar a los recién llegados y a abusar de nosotros para que nos hiciéramos hombres... Y también de comodidad, gratitud y amor, ya que los chicos que estaban bajo la influencia de los colegiales me ofrecían, en secreto, su amistad y protección. Me ayudaban en los juegos y competencias y me llevaban a sus camas por la noche, no buscando sexo sino para apartarme de los matones sexuales. El señor Fassaw detestaba la homosexualidad adulta y, si el Concejo Ciudadano lo hubiera autorizado, hubiera reinstaurado la pena de muerte. Aunque no se atrevía a castigar a Ragaz y Kohadrat, castigaba el amor entre los muchachos más grandes con grotescas y espantosas mutilaciones físicas: orejas cortadas en flecos, dedos estigmatizados con anillos de hierro al rojo vivo. Sin embargo, incitaba a los muchachos mayores a violar a los de once y doce años como práctica de hombría. Ninguno de nosotros pudo escapar. Odiábamos especialmente a cuatro jóvenes que cuando yo llegué tenían diecisiete o dieciocho años y se hacían llamar los Hombres del Señor. Cada pocas noches, invadían el dormitorio de los novicios buscando una víctima y la violaban en grupo. Los colegiales nos protegían lo mejor que podían, ordenándonos que nos metiéramos en sus camas, donde nosotros llorábamos y protestábamos en voz alta mientras ellos fingían abusar de nosotros, riendo y burlándose. Más tarde, en la oscuridad y el silencio, nos consolaban con caramelos, y a veces, cuando fuimos más grandes, con un deseado amor, de suave y exquisita clandestinidad. No existía ningún tipo de privacidad en el Castillo. Les decía eso a las mujeres que me pedían que describiera la vida allí y ellas creían entenderme. "Bueno, en una casa materna todas comparten todo", me decían, "todas entran y salen de las habitaciones constantemente. Nunca estás realmente sola a menos que tengas un departamento de soltera". Yo no podía explicarles qué diferente era la cálida y relajada comunidad de la casa materna comparada con la rígida y deliberada notoriedad de los dormitorios de cuarenta camas, iluminados a pleno, del Castillo. Nada en Rakedr era privado: era secreto, era silencioso. Nos tragábamos las lágrimas. Crecí; me enorgullezco un poco de eso y siento una profunda gratitud hacia los muchachos y hombres que lo hicieron posible. No me suicidé, como se suicidaron varios chicos durante esos años, ni tampoco asesiné mi mente y mi alma, como hicieron algunos para que sus cuerpos lograran sobrevivir. Gracias al cuidado maternal de los colegiales —la resistencia, como terminamos por llamarnos—, crecí. ¿Por qué digo maternal y no paternal? Porque en mi mundo no había padres. Sólo había padrillos. Yo no conocía la palabra padre o paternal. Consideraba que Ragaz y Kohadrat eran como mis madres. Todavía lo considero así. Con el paso de los años, Fassaw enloqueció por completo, hasta que su férrea mano se cerró sobre el Castillo en un apretón mortal. A esas alturas, los Hombres del Señor nos gobernaban a todos. Por suerte para ellos, en el juego principal todavía teníamos un equipo fuerte que era el orgullo de Fassaw y que no mantenía en primera división, y también dos Padrillos Campeones constantemente solicitados por las Casas de Coito del pueblo. Cualquier protesta que trataba de presentar la resistencia ante el Concejo Ciudadano era calificada como un típico lloriqueo masculino o achacada a Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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la influencia desmoralizadora de los extraplanetarios. Visto de afuera, el Castillo Rakedr parecía estar muy bien. ¡Miren qué gran equipo! ¡Miren qué padrillos campeones! Las mujeres no miraban más allá. "¿Cómo pudieron abandonarnos?" debía ser el grito que todos los chicos de Seggri teníamos en el corazón. "¿Cómo pudieron dejarme aquí? ¿No saben cómo es esto? ¿Por qué no lo saben? ¿No quieren saberlo?" —Claro que no —me dijo Ragaz cuando recurrí a él en un rapto de virtuosa indignación luego de que el Concejo Ciudadano se negó a oír nuestra petición—. Claro que no quieren saber cómo vivimos. ¿Por qué nunca entran en los Castillos? Nosotros no las dejamos pasar, sí... ¿pero crees que podríamos impedirles el paso si ellas realmente quisieran entrar? Mí querido, nosotros nos confabulamos con ellas, y ellas con nosotros, para mantener intacto el enorme cimiento de ignorancia y mentiras sobre el que descansa nuestra civilización. —Nuestras propias madres nos abandonan —dije. —¿Nos abandonan? ¿Quién nos alimenta, nos viste, nos provee de vivienda, nos paga? Somos totalmente dependientes de ellas. Si alguna vez nos independizamos, quizás podremos reconstruir la sociedad sobre un cimiento de verdades. La independencia era lo máximo que su fantasía podía avizorar. Sin embargo, pienso que su mente llegaba más allá, buscaba lo que no podía ver: el oscuro e inalterable sueño de la reciprocidad de los cuerpos. Nuestro esfuerzo por lograr que el Concejo atendiera nuestro caso no surtió ningún efecto, salvo dentro del Castillo. El señor Fassaw vio amenazado su poder. En el lapso de unos días, Ragaz fue apresado por los Hombres del Señor y sus matones, fue acusado de actos homosexuales reiterados y traición, fue procesado y sentenciado por el señor del Castillo. Nos citaron a todos en el campo de juego para presenciar el castigo. Ragaz, que era un hombre de cincuenta años enfermo del corazón —a los veinte años, siendo corredor del juego principal, se había excedido en el entrenamiento—, fue amarrado a un banco, desnudo, y luego azotado con el "Señor Largo", un pesado tubo de cuero lleno de pesas de plomo. El que lo esgrimía, un Hombre del Señor llamado Berhed, lo golpeó repetidamente en la cabeza, los riñones y los genitales. Ragaz murió una o dos horas después, en la enfermería. El Motín de Rakedr tomó forma esa noche. Kohadrat, más viejo que Ragaz y devastado por la pérdida, no pudo contenernos ni guiarnos. Su idea siempre había sido la de tener una verdadera resistencia, de larga vida y sin violencia, gracias a la cual los Hombres del Señor, a su debido tiempo, se destruirían a sí mismos. Hasta ese momento, nosotros habíamos seguido esa idea. Pero entonces la abandonamos. Abandonamos la verdad y tomamos las armas. —Dime cómo juegas y te diré qué ganas —nos dijo Kohadrat, pero nosotros ya conocíamos esos viejos refranes. No íbamos a jugar más el juego de la paciencia. Íbamos a ganar, ahora, de una vez por todas. Y así fue. Ganamos. Logramos nuestra victoria. Cuando la policía llegó al portón, ya habíamos masacrado al señor Fassaw, a los Hombres del Señor y a los matones. Recuerdo cómo caminaban esas curtidas mujeres entre nosotros, mirando con asombro las habitaciones del Castillo que nunca habían visto... los cuerpos mutilados, eviscerados, castrados, sin cabeza... al Hombre del Señor llamado Berhed clavado en el piso con el "Señor Largo" embutido en la garganta... a nosotros, los rebeldes, los

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victoriosos, con las manos ensangrentadas y los rostros desafiantes... a Kohadrat. Lo empujamos al frente, presentándolo como nuestro líder, nuestro vocero. Pero él se quedó callado. Se tragó las lágrimas. Las mujeres se pusieron más juntas, aferrando sus pistolas, mirando con asombro a todos lados. Nosotros estábamos consternados; ellas pensaban que estábamos locos. Su completa incomprensión finalmente empujó a uno de los nuestros a hablar: un hombre joven, Task, que llevaba el anillo de hierro que le habían puesto en el dedo cuando estaba al rojo vivo. —Mataron a Ragaz —dijo—. Estaban todos locos. Miren. —Levantó la mano estigmatizada. La jefa de la tropa, después de una pausa, dijo: —Nadie puede irse de aquí hasta que investiguemos esto. —Y salió del Castillo, del parque, marchando junto a sus mujeres, cerrando con llave el portón, dejándonos solos con nuestra victoria. Las audiencias y juicios por el Motín de Rakedr fueron transmitidos en todas partes, por supuesto, y desde entonces se ha estudiado y debatido el suceso. A mí me tocó asesinar a Tatiddi, un Hombre del Señor. Éramos tres; lo arrinconamos en el gimnasio, nos abalanzamos sobre él y lo matamos a golpes con masas de ejercicio. Dime cómo jugamos y te diré qué ganamos. No nos castigaron. Enviaron hombres de varios Castillos para formar un gobierno en el Castillo Rakedr. Estos hombres se enteraron del comportamiento de Fassaw, tanto como para entender las causas de nuestra rebelión, pero el desprecio que hasta el más liberal de ellos sentía por nosotros era absoluto. No nos trataban como hombres, sino como criaturas irracionales e irresponsables, como ganado imposible de domar. Si les hablábamos, no nos contestaban. No sé cuánto tiempo hubiéramos soportado en ese frío régimen de vergüenza. Habían pasado sólo dos meses desde el Motín cuando el Concejo Mundial promulgó la ley Puertas Abiertas. Nos dijimos que allí estaba nuestra victoria, que la habían promulgado gracias a nosotros. Nadie se lo creyó. Nos dijimos que éramos libres. Por primera vez en la historia, cualquier hombre que quisiera irse de su Castillo podía salir tranquilamente por el portón. ¡Éramos libres! ¿Pero qué ocurriría con los hombres libres una vez que estuvieran del otro lado del portón? Nadie se había puesto a pensarlo demasiado. Yo fui uno de los que atravesaron el portón la mañana del día que entró en vigencia la ley. Éramos once y entramos al pueblo juntos. Varios hombres que no eran de Rakedr se dirigieron a tal o cual Casa de Coito con la esperanza de que les permitieran quedarse allí; no tenían otro sitio donde ir. Los hoteles y las posadas, por supuesto, no aceptaban hombres. Los que habíamos pasado la niñez en el pueblo volvimos a nuestra casa materna. ¿Cómo es regresar de entre los muertos? No es fácil. Ni para el que regresa ni para su gente. El lugar que ocupaba en el mundo de ellas está cerrado, ha dejado de existir, se ha llenado de cambios, hábitos, acciones y necesidades ajenas. Lo han

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reemplazado. Regresar de entre los muertos es ser un fantasma: una persona para la cual no hay lugar. Al principio, ni yo ni mi familia lo comprendimos. Regresé a ellas a los veintiún años, tan confiado como el niño de once años que las había dejado, y ellas abrieron los brazos para recibir a su hijo. Pero su hijo ya no existía. ¿Quién era yo? Durante mucho tiempo, durante meses, los refugiados del Castillo nos escondimos en las casas maternas. Los hombres de otros pueblos se fueron a sus casas, generalmente mendigando el viaje a los equipos deportivos que estaban de gira. En Rakedr éramos siete u ocho, pero apenas nos veíamos. No había lugar para los hombres en las calles; desde hacía cientos de años, cuando veían a un hombre solo por la calle lo arrestaban inmediatamente. Ahora, cuando salíamos, las mujeres huían de nosotros, o nos denunciaban, o nos rodeaban para amenazarnos: "¡Vuelvan al Castillo, donde deben estar! ¡Vuelvan a la Casa de Coito, donde deben estar! ¡Salgan de nuestra ciudad!". Nos llamaban zánganos y era cierto que no teníamos trabajo ni función alguna en la comunidad. Como ningún Castillo garantizaba nuestra salud y nuestra buena conducta, las Casas de Coito no nos aceptaban como padrillos. Así era nuestra libertad: éramos todos fantasmas, intrusos inservibles, aterrados y aterradores, sombras en los rincones de la vida. Contemplábamos el diario trajín que transcurría a nuestro alrededor —trabajo, amor, partos, crianzas, conseguir y gastar, hacer y formar, gobernar y vivir aventuras—, el mundo de las mujeres, el brillante y pleno mundo real... y en él no había lugar para nosotros. Lo único que habíamos aprendido a hacer en toda nuestra vida era jugar juegos y destruirnos mutuamente. Mis padres y hermanas se devanaban los sesos, lo sé, tratando de encontrar algún lugar y alguna utilidad para mí dentro de su vivaz e industriosa morada. Con nosotros vivían dos ancianas que manejaban la cocina desde mucho antes de mi nacimiento, de modo que cocinar, único arte práctico que me habían enseñado en el Castillo, era superfluo. Me buscaron tareas en la casa, pero eran labores inventadas y todos lo sabíamos. Yo estaba perfectamente dispuesto a cuidar de los bebés, pero una de las abuelas era muy celosa de ese privilegio y además algunas de las esposas de mis hermanas se sentían inquietas ante la perspectiva de que un hombre tocara a sus hijos. Mi hermana Pado mencionó la posibilidad de que entrara como aprendiz en la fábrica de alfarería y yo me puse a saltar de contento, pero las gerentes de la Alfarera, después de un largo debate, decidieron no aceptar empleados hombres. Los hombres, a causa de sus hormonas, eran trabajadores poco confiables, y las obreras podían sentirse incómodas y demás. Las holonoticias estaban repletas de propuestas y debates similares, por supuesto, y de discursos sobre las consecuencias imprevistas de la ley Puertas Abiertas, sobre cuál era el lugar apropiado para los hombres, sobre las capacidades y limitaciones de los varones, sobre el sexo como destino. Los sentimientos contrarios a la política Puertas Abiertas eran muy fuertes y parecía que cada vez que me ponía a mirar holovisión siempre había alguna mujer hablando inflexiblemente sobre la violencia y la irresponsabilidad inherentes al hombre, sobre su ineptitud biológica para participar en la toma de decisiones sociales y políticas. Con frecuencia, aparecía también un hombre diciendo lo mismo. La oposición a la nueva ley tenía el ferviente apoyo de todos los conservadores de los Castillos, que suplicaban con elocuencia que los portones se cerraran y que los hombres regresaran al lugar que les correspondía, buscando la verdadera gloria masculina en los juegos y en las Casas de Coito.

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Después de haber pasado tantos años en el Castillo Rakedr, la gloria no me tentaba; la propia palabra, para mí, había llegado a significar degradación. Yo alzaba mi voz contra la de los juegos y las competencias, confundiendo a casi todas mis familiares, que adoraban asistir a los juegos y luchas principales y que sólo se quejaban porque, después de la apertura de los portones, el nivel de excelencia de la mayoría de los equipos había declinado. Y alzaba mi voz contra las Casas de Coito, donde, decía yo, usaban a los hombres como si fueran ganado, como sementales, no como seres humanos. Nunca volvería a entrar a un lugar así. —Pero mi querido muchacho —dijo finalmente mi madre, sola conmigo una noche—, ¿vivirás en el celibato el resto de tu vida? —Espero que no —le dije. —¿Entonces...? —Quiero casarme. Abrió grandes los ojos. Caviló un poco y finalmente aventuró: —Con un hombre. —No. Con una mujer. Quiero un matrimonio normal, común y corriente. Quiero tener una esposa y quiero ser una esposa. Por más que la idea le resultara ofensiva, trató de asimilarla. Reflexionó, frunciendo el ceño. —Lo único que quiero decir —afirmé, pues yo había estado muchísimo tiempo sin hacer nada salvo reflexionar— es que viviríamos juntos, igual que cualquier pareja casada. Nos estableceríamos en nuestra propia casa materna y seríamos fieles, y si ella tuviera un hijo yo sería su comadre. ¡No hay razón para que no funcione! —Bueno, no sé... no conozco a nadie —dijo mi madre, amable, juiciosa y nunca feliz de tener que decirme que no—. Pero tienes que encontrar a esa mujer, ¿sabes? —Ya lo sé —dije con displicencia. —Para ti es un problema tan grande conocer gente... —dijo—. Quizás si fueras a la Casa de Coito... No veo por qué tu propia casa materna no puede garantizarte igual que un Castillo. Podríamos tratar de... Pero yo me negué apasionadamente. Como nunca había sido adulador de Fassaw, rara vez me habrían permitido ir a la Casa de Coito y mis escasas experiencias habían sido desafortunadas. Joven, inexperto y sin recomendación, sólo me habían seleccionado mujeres viejas que querían un juguete. Su experimentada habilidad para excitarme me humillaba y enfurecía. Cuando se iban, me palmeaban y me dejaban una propina. Esa excitación elaborada, mecánica, y esa frialdad condescendiente me resultaban viles, comparadas con la ternura de mis amantes-protectores del Castillo. Sin embargo, las mujeres me atraían físicamente más que los hombres; los hermosos cuerpos de mis hermanas y de sus esposas, que ahora me rodeaban constantemente, vestidas y desnudas, inocentes y sensuales, la maravillosa pesadez, fuerza y suavidad de los cuerpos de las mujeres, me tenían continuamente excitado. Me masturbaba todas las noches, fantaseando con tener a mis hermanas en mis brazos. Era insoportable. Otra vez, yo era un fantasma, una impotencia furiosa y anhelante en medio de una realidad intocable. Comencé a pensar que tendría que regresar al Castillo. Me hundí en una profunda depresión, una inercia, una helada oscuridad de la mente. Mis familiares, ansiosas, afectuosas, atareadas, no tenían idea de qué hacer conmigo o por mí. Pienso que casi todas ellas pensaban, en sus corazones, que lo mejor para mí era volver a atravesar el portón. Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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Una tarde vino a mi cuarto mi hermana Pado, que había sido la más pegada a mí cuando era niño. Habían desocupado la buhardilla para mí, de modo que tenía un cuarto propio, al menos en sentido literal. Me encontró sumido en mi constante letargo, tirado en la cama sin hacer absolutamente nada. Entró como una ráfaga y, con la indiferencia que las mujeres a menudo demostraban ante los estados de ánimo y las señales de los demás, se dejó caer a los pies de la cama y dijo: —¿Eh, qué sabes del hombre del Ekumen que anda por aquí? Me encogí de hombros y cerré los ojos. Últimamente había tenido fantasías de violación. Tenía miedo de ella. Me habló del extraplanetario, que aparentemente estaba en Rakedr para estudiar el Motín. —Quiere hablar con la resistencia —dijo—. Con hombres como tú. Los hombres que abrieron el portón. Dice que no se dejan ver, como si tuvieran vergüenza de ser héroes. —¿Héroes? —dije. La palabra, en mi idioma, es de género femenino. Se usa para denominar a las protagonistas semi-divinas, históricas, de las Épicas. —Eso es lo que son —dijo Pado, con una intensidad que quebraba su supuesta ligereza—. Asumieron la responsabilidad de una gran acción. Tal vez hicieron algunas cosas mal. Sassume hizo algunas cosas mal en *La* *Fundación de Emmo*, ¿verdad?, permitió que Faradr se matara. Pero igual fue héroe. Asumió su responsabilidad. Igual que ustedes. Deberías hablar con ese Extranjero. Contarle lo que pasó. Nadie sabe realmente lo que pasó en el Castillo. Esa historia nos la deben. Entre mi gente, esa frase era muy poderosa. "La historia que no se cuenta es la madre de la mentira", decía el refrán. El hacedor de cualquier acción notable era literalmente responsable por ella ante la comunidad. —¿Entonces por qué contársela a un extranjero? —dije, defendiendo mi inercia. —Porque él te va a escuchar —dijo mi hermana secamente—. Nosotras estamos demasiado ocupadas. Era profundamente cierto. Pado había visto un portón para mí y lo había abierto, y yo lo atravesé cuando apenas me quedaba la fuerza y la cordura para hacerlo. El móvil Noem era un hombre de cuarenta y tantos, nacido unos siglos antes en Terra y entrenado en Hain, que había viajado extensamente; una persona pequeña, marrón amarillenta, de ojos rápidos, con quien era muy fácil hablar. Al principio no me pareció para nada masculino; no podía dejar de pensar que era una mujer, porque se comportaba como una mujer. Iba derecho al grano, sin ningún tipo de maniobra para hacer valer su autoridad o para asegurarse una posición superior, como se sentían obligados a hacer los hombres de mi sociedad cuando entablaban cualquier relación con otro hombre. Yo estaba acostumbrado a que los hombres fueran cautelosos, indirectos y competitivos. Noem, como las mujeres, era directo y receptivo. También era más sutil y poderoso que cualquier hombre o mujer que yo hubiera conocido, incluyendo a Ragaz. En realidad, su autoridad era inmensa, pero nunca se apoyaba en ella. Se sentaba en ella cómodamente y me invitaba a sentarme junto a él. Fui el primer amotinado de Rakedr que se presentó a contarle nuestra historia. Él la grabó, con mi permiso, para usarla en su informe a los Estables sobre la condición de Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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nuestra sociedad, sobre "la cuestión de Seggri", como él la llamaba. Mi primera descripción del Motín demoró menos de una hora. Pensé que había terminado. No conocía, entonces, el inagotable deseo de aprender, de escuchar *toda* la historia, que caracteriza a los móviles del Ekumen. Noem hacía preguntas, yo contestaba; él especulaba y extrapolaba, yo lo corregía; él quería detalles, yo se los proporcionaba... contándole la historia del Motín, de los años anteriores, de los hombres del Castillo, de las mujeres del pueblo, de mi gente, de mi vida... poco a poco, pedazo a pedazo, todo en fragmentos, un embrollo. Hablé diariamente con Noem durante un mes. Aprendí que la historia no tiene comienzo y que ninguna historia tiene fin. Que la historia nunca es verdadera, pero es cierto que la mentira es hija del silencio. Al finalizar el mes, había aprendido a querer a Noem, a confiar en él y, por supuesto, a depender de él. Hablar con Noem se había transformado en mi razón de ser. Traté de enfrentar el hecho de que no se quedaría en Rakedr mucho más tiempo. Debía aprender a prescindir de él. ¿Haciendo qué? Había cosas que los hombres podían hacer, modos de vida para los hombres: él me lo demostraba con el solo hecho de existir. ¿Pero dónde podía encontrarlos? Noem estaba agudamente consciente de mi situación y no me permitía encerrarme otra vez en mi letargo de miedo, como estaba comenzando a hacerlo; no me permitía quedarme callado. Me hacía preguntas imposibles. —¿Qué te gustaría ser si pudieras ser cualquier cosa? —fue una de las preguntas, la misma que se hacen los niños entre sí. Le contesté en el acto, apasionadamente: —¡Esposa! Ahora sé por qué hubo un gesto de vacilación en su rostro. Sus ojos rápidos, bondadosos, me observaron, miraron a otro lado, volvieron a observarme. —Quiero tener mi propia familia —dije—. No vivir en la casa de mis madres, donde siempre seré un niño. Trabajo. Una esposa, esposas... hijos... ser madre. ¡Quiero vida, no juegos! —No puedes parir un hijo —dijo amablemente. —¡No, pero puedo ser su madre! —Para nosotros, esa palabra es femenina —dijo—. Me gusta más como lo dicen tú... Pero dime, Ardar, ¿qué posibilidades hay de que te cases... de que conozcas a una mujer dispuesta a casarse con un hombre? Aquí nunca ha ocurrido tal cosa, ¿verdad? Tuve que decirle que no, no que yo supiera. —Ocurrirá, con toda certeza, creo —dijo (sus certezas siempre eran inciertas)—. Pero el costo personal, al principio, probablemente será muy alto. Las relaciones constituidas frente a presiones negativas de una sociedad se desarrollan bajo una tensión terrible; tienden a volverse defensivas, excesivamente intensas, carentes de paz. No tienen espacio para crecer. —¡Espacio! —dije. Y traté de contarle de mi sensación de no tener espacio en mi mundo, ni aire para respirar. Me miró, rascándose la nariz; se rió. —En la galaxia hay mucho espacio, ¿sabes? —dijo. —Quieres decir... que yo podría... Que los Ekumen... —Ni siquiera sabía cuál era la pregunta que quería hacerle. Noem sí. Comenzó a responderla pensativamente, y en detalle. Mi educación, hasta ahora, había sido tan limitada, incluso en lo referente a la Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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cultura de mi propia gente, que tendría que asistir a un colegio durante dos o tres años, como mínimo, a fin de prepararme para el ingreso a una institución extraplanetaria, como las Escuelas Ekuménicas de Hain. Por supuesto, continuó, la institución y la clase de entrenamiento dependerían de mis intereses y para descubrirlos tendría que asistir a un colegio, puesto que ni mi escolaridad infantil ni mi entrenamiento en el Castillo me habían dado una idea real de todos los temas en los que podía interesarme. Las opciones que me habían ofrecido habían sido increíblemente limitadas y no cubrían ni las necesidades de una persona de inteligencia normal ni las necesidades de mi sociedad. Y por lo tanto, la ley Puertas Abiertas, en vez de darme libertad, me había dejado "sin aire para respirar, salvo el del Espacio sin aire", dijo, citando a algún poeta de algún planeta de algún lugar. Mi cabeza daba vueltas, llena de estrellas. —El colegio Hagka está bastante cerca de Rakedr —dijo Noem—. ¿Alguna vez pensaste en postularte? ¿Aunque más no fuera para escapar de tu terrible Castillo? Negué con la cabeza. —El señor Fassaw destruía siempre los formularios de solicitud apenas los recibía en su oficina. Si cualquiera de nosotros hubiese tratado de postularse... —Los habrían castigado. Torturado, supongo. Sí. Bueno, por lo poco que sé de los colegios, creo que tu vida allí será mejor de lo que es aquí, pero no totalmente placentera. Tendrás trabajo que hacer, un lugar donde estar, pero te harán sentir marginado, inferior. Hasta las mujeres sumamente instruidas y cultas tienen dificultades para aceptar a los hombres como iguales intelectuales. Créeme, ¡lo he experimentado en carne propia! Y como tú fuiste entrenado en un Castillo para competir, para querer sobresalir, puede resultarte difícil estar entre personas que, o bien creen que eres incapaz de cualquier excelencia, o bien consideran que el concepto de competencia, de ganar y de derrotar, no tiene ningún valor. Pero sólo allí, allí, es donde encontrarás aire para respirar. Noem me recomendó ante las mujeres que conocía en el cuerpo de profesoras del colegio Hagka y finalmente aceptaron inscribirme a prueba. Mi familia estuvo encantada de pagar la matrícula. Yo era el primero de la casa materna que iba a ir al colegio y estaban genuinamente orgullosas de mí. Como Noem había predicho, no siempre fue fácil, pero había suficientes hombres para hacer amigos y no quedar atrapado en el paralizante aislamiento que había vivido en mi casa materna. Y cuando fui tomando coraje, me hice amigo de algunas estudiantes mujeres y descubrí que muchas de ellas eran desprejuiciadas y buenas compañeras. En mi tercer año, una de ellas y yo logramos, tentativa y cautelosamente, enamorarnos. No funcionó muy bien ni duró mucho; sin embargo, fue una gran liberación para los dos, nuestra liberación de la creencia de que la única comunicación o comunidad posible entre nosotros era la genital, que un hombre y una mujer no tenían nada que los uniera salvos los genitales. Emadr, igual que yo, detestaba el profesionalismo de las Casas de Coito y cuando hacíamos el amor siempre éramos tímidos y breves. La verdadera significación no era la consumación del deseo, sino demostrarnos que podíamos confiar uno en el otro. Donde se desataba nuestra verdadera pasión era cuando nos quedábamos acostados charlando, contándonos cómo habían sido nuestras vidas, cómo nos sentíamos respecto a los hombres y a las mujeres, con respecto a nosotros dos y a nosotros mismos, cuáles eran nuestras pesadillas, cuáles nuestros sueños. Teníamos conversaciones interminables, unidos en una comunión que atesoraré y Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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honraré toda mi vida: dos jóvenes almas descubriendo sus alas, volando juntas, no por mucho tiempo, pero muy alto. El primer vuelo siempre es el más alto. Emadr murió hace doscientos años; se quedó en Seggri, se casó y vivió en una casa materna, tuvo dos hijos, dio clases en Hagka y murió a los setenta y tantos años. Yo me fui a Hain, a las escuelas Ekuménicas, y más tarde a Werel y Yeowe como integrante de la dotación de móviles; mis antecedentes se adjuntan a la presente. Escribí esta reseña de mi vida como parte de mi solicitud para regresar a Seggri como móvil del Ekumen. Tengo muchísimos deseos de vivir entre mi gente, de descubrir quiénes son, ahora que sé, al menos con una incierta certeza, quién soy yo.

EL AUTOR DE LAS SEMILLAS DE ACACIA Y OTROS EXTRACTOS DEL DIARIO DE LA SOCIEDAD DE ZOOLINGÜISTAS.

A finales del siglo XIX un científico muy conocido dogmatizó que la humanidad había aprendido todas las leyes importantes de la naturaleza, que ninguna otra cosa quedaba por conocer pues la precisión de los cálculos aplicados tan sólo podía dejar en el aire pequeños restos sin importancia. Conociendo los profundos cambios que desde entonces ha experimentado la ciencia, tal dogma ha llegado a ser una mera broma. Todavía, a veces, pensamos que efectivamente estamos en posesión de todos los conocimientos básicos y que ninguna cosa futura constituirá una sorpresa. En esta corta e ingeniosa pieza, cuyo título original es The Author of the Acacia Seeds and Other Extracts from the Journal of the Association of Therolinguistin, Ursula K. Le Guin sugiere que quedan muchas cosas por aprender: que la humanidad puede vivir durante un millón de años rodeada de seres inteligentes, cuyas formas artísticas se encuentran ante nuestros propios ojos, esperando tan sólo ser descifradas. MANUSCRITO ENCONTRADO EN UN HORMIGUERO Los mensajes, escritos con exudación de glándulas sensitivas, fueron hallados sobre la superficie de infecundas semillas de acacia colocadas en hilera al final de un túnel estrecho e irregular, posiblemente una desviación de otro más profundo y vertebral de la colonia. Lo primero que llamó la atención de los investigadores fue el peculiar sentido del orden que manifestaba la posición de las semillas. Los mensajes son fragmentarios y la traslación peca de aproximativa, en parte debido a la inexcusable necesidad de interpretar; pero el texto es rico en sugerencias, principalmente por su novedad con respecto a los restantes escritos fórmicos que conocemos. Semillas 1–13 (No deseo) pulsar las antenas. (No quiero) golpear. (Quiero) verter sobre secas semillas (mi) dulzura de alma. Pueden encontrarlas cuando (yo haya) muerto._ ¡Palpa esta seca madera. (¡Soy yo quien) habla! (¡Yo estoy) aquí! Como alternativa, este pasaje puede ser leído: (No debes) pulsar las antenas. (No debes) golpear. (Puedes) verter sobre secas semillas (tu) dulzura de alma. Pueden encontrarlas cuando (hayas) muerto. ¡Palpa esta Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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seca madera! Habla: (¡Yo estoy) aquí! En el no muy conocido dialecto de las Hormigas es omitido el uso de pronombres personales, excepto los de la tercera persona de singular y plural y la primera del plural. En este texto que comentamos sólo aparecen las formas radicales de los verbos; de manera que no podemos decidir si se trata de una autobiografía o un manifiesto. Semillas 14–22 Largos son los túneles. Más largo es Lo–que–no–es–túnel. Ningún túnel puede alcanzar la longitud de Lo–que–no–es–tú–nel. Pues Lo–que–no–es–túnel posee más distancia que la que puede recorrerse en diez días (es decir, la eternidad). ¡Salve! El signo traducido como « ¡Salve! » corresponde a la mitad del acostumbrado saludo «¡Salve la Reina!», o «¡Larga vida a la Reina!», o «¡Hurra por la Reina!» – sin embargo, el signo correspondiente a «Reina» ha sido omitido. Semillas 23–29 Como la hormiga entre hormigas bárbaras es asesinada, así la hormiga sin hormigas perece sin remedio; pero permanecer sin hormigas es tan dulce como melado rocío. No es propiamente un asesinato lo que se comete sobre las hormigas que se introducen en otras colonias. Aislada de sus compañeras, muere invariablemente en el curso de uno o dos días. La dificultad de este pasaje se encuentra en el signo «sin hormigas», que para nosotros toma el sentido, más propio, de «solitario», concepto, no obstante, para el que no existe signo alguno en el léxico fórmico. Semillas 30–31 ¡Come los huevos! ¡Arriba la Reina! En torno a la frase encontrada en la semilla 31 se ha desatado multitud de disputas. Se trata de un punto importante, ya que el sentido de todos los textos anteriores podría ser desentrañado plenamente a la luz de la última exhortación transcrita. El Dr. Rosbone arguye ingeniosamente que el autor, una obrera estéril y sin alas, suspira inútilmente por llegar a convertirse .en un apuesto macho alado y fundar una nueva colonia, remontándose por los aires en el vuelo nupcial con una nueva Reina. Aunque, ciertamente, el texto permite tal lectura, estamos convencidos por nuestra parte que nada en el escrito supone cosa semejante, y menos todavía la frase que se lee en la semilla inmediatamente anterior, la número 30: «¡Come los huevos!» Su lectura, aunque sorprendente, no reporta duda ninguna. En lo concerniente a nuestra postura, nos atrevemos a sugerir que la confusión resultante del texto de la Semilla 31 tiene origen en una interpretación etnocéntrica del término «arriba». Entre nosotros, la palabra «arriba» contiene una denotación benigna. No así, en cambio, no necesariamente así, repetimos, para una hormiga. «Arriba» indica el lugar de donde procede el alimento, de esto no hay duda; pero «abajo» implica la dirección de la seguridad, de la paz, del hogar. «Arriba» se encuentra el sol abrasador; la gélida noche... sin el refugio de los amados túneles... exilio, en suma, la muerte. Justo aquí es donde queremos señalar lo siguiente: este extraño autor, en la soledad de su abandonado túnel, abrumada por el desamparo, concibe lo que para una hormiga constituye la más abominable blasfemia: lo que expresa la correcta lectura de las Semillas 30 y 31: lo que en términos humanos dice: ¡Come los huevos! ¡Abajo la Reina! Un ya apergaminado cuerpo de pequeña obrera fue encontrado junto a la Semilla 31 cuando ocurrió el insólito descubrimiento del manuscrito. La cabeza había sido desgajada del tórax, probablemente por obra y gracia de las mandíbulas de algún soldado de la colonia. Las semillas, delicadamente dispuestas, como persiguiendo la gracia figurativa de un pentagrama musical, no habían sido tocadas. (La casta militar Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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de las hormigas es analfabeta; más aún, puede atribuirse el desinterés del soldado a la ausencia de materia comestible en los objetos tan brillantemente dispuestos.) Ninguna hormiga de la colonia ha quedado con vida; fueron masacradas en el curso de una guerra con un hormiguero vecino, poco tiempo después de la muerte del Autor de las Semillas de Acacia. G. D’Arbay, T. R. Bardol PROCLAMA DE UNA EXPEDICIÓN La extrema dificultad que presentaba el acceso a la literatura de los Pingüinos ha sido por fin subsanada por el empleo de filmadoras submarinas. Gracias a las películas al menos nos ha sido posible repetir y repasar con todo detalle las fluidas frases de tal escritura, hasta el punto de que, con tenaz empeño y paciente estudio, muchos elementos de este elegantísimo y rico acervo cultural han podido ser conocidos, aunque muchos matices (y tal vez la esencia) necesariamente queden ignorados. Fue el Profesor Duby quien, al apuntar posibles filiaciones del escrito con el Ganso Silvestre hizo realizable la tarea de formular el primero aunque rudimentario léxico pingüino. Así, pues, las analogías con el idioma delfín, que por entonces constituían estudio común, han resultado ser bastante equivocadas. Verdaderamente, parecía extraño que señales manifestadas casi enteramente por alas, cuello y contorno general pudieran suministrar la clave de la poesía de estos literatos de agua, con su cuello corto y ridículas alas. Sin embargo, opinamos que no debiera parecer tan extraño si consideramos, a despecho de cualquier grosera apariencia que nos refute, que los pingüinos son pájaros. Por el hecho de que los escritos pingüinos ofrezcan manifiesta semejanza de forma con la literatura delfín, no debemos abandonarnos en manos del prejuicio que la haría también partícipe de una similitud de contenido. Pues realmente ello no ocurre. Hay, de hecho, un idéntico sentido de la agudeza, extraordinarios brotes de humor, rica invención e inimitable gracia. De los miles de culturas literarias que coexisten en el acervo acuático, sólo unas cuantas despliegan el humor sobre todas las cosas, especialmente de manera sencilla y primitiva; y baste como ejemplo la confrontación entre la soberbia elegancia del Tiburón o el Tarpón y el alegre vigor de los escritos cetáceos. La alegría, la fuerza, el humor, son justamente caracteres del elenco literario de los autores pingüinos, sobre todo de muchos de los más fines auteurs focas. Ciertamente, la temperatura de la sangre constituye un nexo a considerar. ¡Pero, señores, la conformación del útero y el cerebro levantan una indiscutible barrera! Los delfines no ponen huevos. Un mundo de diferencias se encuentra en .este simple hecho. Sólo cuando el Profesor Duby nos hizo reconsiderar que los pingüinos son pájaros, que ellos no nadan sino que vuelan en el agua, sólo entonces, decimos, pudieron los zoolingüistas comenzar a estudiar científicamente, con todo el peso del término, la literatura marina de los pingüinos; sólo entonces, insistimos, los kilómetros de película empleados pudieron ser reexaminados con propiedad y, finalmente, apreciados. Pero aún pesan sobre nosotros muchas dificultades de traslación. Un satisfactorio y progresivo paso hacia delante ha sido dado ya en Adélie. Las dificultades de filmación de un grupo cinético en un agitado mar, tan espeso como una sopa de guisantes y plancton, a una temperatura del 31º Farenheit, han sido considerables; pero la perseverancia del círculo literario Ross Ice Barrier ha sido plenamente recompensada con, por ejemplo, la obtención de pasajes tales como «Bajo el iceberg», de la Canción del Otoño – pasaje conocido ahora mundialmente, gracias a la interpretación de Anna Serebryakova, del Ballet de Leningrado. Ningún homenaje verbal puede aproximarse siquiera a la sublimidad desplegada en la versión de Miss Serebryakova. No hay forma de reproducir por escrito la tan importante multiplicidad del texto original, tan bellamente ejecutada por los soberbios coros de la Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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compañía del Ballet de Leningrado. Evidentemente, lo que designamos como «traslación» más arriba, refiriéndonos al texto de Adélie, no es, si hablamos francamente, sino un compendio de meras notas, como un libreto de ópera huérfano de partitura. La versión del ballet es la versión verdadera. Ninguna palabra puede completarla. Quisiera ahora sugerir, aunque esta sugerencia sea acogida con actitudes de ira o desvergonzada risa, que, para el zoolingüista – tan opuesto al artista y al aficionado –, la cinética acuática del pingüino constituye el campo menos prometedor de su estudio, y menos todavía el correspondiente a los textos de Adélie, con todo su hechizo y relativa simplicidad, atreviéndome a destacar su mediocridad con respecto al Emperador. ¡El Emperador! Anticipo a mis colegas la responsabilidad de esta sugerencia. ¡Emperador! ¡El más difícil, el más arcano de todos los dialectos pingüinos! La lengua de la que el propio Profesor Duby ha subrayado: «La literatura del pingüino emperador es tan prohibida, tan inaccesible, como el mismo helado corazón de la Antártida. Sus bellezas pueden ser celestiales, pero no están a nuestro alcance.» Posiblemente. No subestimo las dificultades: no al menos las que se relacionan con el temperamento del pingüino imperial, mucho más reservado y ascético que todos los restantes pingüinos. Pero, paradójicamente, yo sitúo mi esperanza en esta característica reserva. El emperador no es solitario sino que, por naturaleza, puede ser calificado de pájaro social, y habita en colonias, como la especie de Adélie, cuando llega la temporada de la reproducción; sólo que esas colonias son mucho más reducidas, mucho más tranquilas que las de Adélie. Los lazos entre los miembros de una colonia emperador son más personales que sociales. El emperador es un individualista. De aquí mi opinión de que la literatura propia del emperador sea solista y no coral, personal y no colectiva; de aquí también que pueda ser trasladada a términos humanos. Admito que puede ser una literatura cinética, en efecto, pero, ¡qué diferencia con esa elástica, polimórfica, vertiginosa literatura coral de los mares! Un concreto análisis, una exacta transcripción pueden ser posibles por fin. ¡¿Y qué?! – dirán mis críticos –. ¿Vamos, sin más, a lanzarnos hasta Cabo Crozier, entre tinieblas y ventiscas, a sesenta grados bajo cero, por la simple esperanza de recuperar la problemática poesía de unos cuantos extraños pajarracos que habitan en esos lugares, en pleno invierno, entre las tormentas de nieve, a sesenta grados bajo cero, posados sobre hielos eternos con un huevo a los pies? Mi respuesta, señores, es Sí. Pues, al igual que el Profesor Duby, mi instinto me dice que la belleza de esa poesía constituye lo menos terrenal que podemos encontrar sobre la tierra. A aquellos de mis colegas que se sienten fortalecidos y animados por el espíritu de la curiosidad científica y el riesgo estético, yo les digo que apelen a su imaginación: el hielo, las cortinas de nieve, las tinieblas, los prolongados alaridos del viento. En esa espantosa desolación una pequeña pléyade de poetas permanece agazapada. Están hambrientos, hace semanas que no comen. A los pies de cada uno, bajo cálido techo emplumado, yace un gran huevo que no teme los mortales zarpazos del frío. Los poetas no se escuchan entre ellos, no pueden cruzar recíprocas miradas. Tan sólo siente el calor del otro. Tal es su poesía; tal es su arte. Como cualquier literatura cinética, ésta abandona la palabra y se condensa en el silencio; al contrario que otras literaturas cinéticas, ésta es principalmente inmóvil, tenue, inefablemente sutil. El fruncimiento de una pluma, el imperceptible soplo de un ala; el apenas escaso roce entre cualesquiera de sus partes. Entre la indecible, misérrima indigencia, la afirmación. En el reino de la ausencia, la presencia. En la muerte, la vida. Señores, he obtenido una considerable subvención de la UNESCO y he organizado una expedición. Todavía tenemos cuatro plazas libres. El viernes zarpamos para la Antártida. Si alguno de ustedes quiere unirse a nosotros, sea bienvenido. D. Petri Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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EDITORIAL, POR EL PRESIDENTE DE LA SOCIEDAD DE ZOOLINGÜISTAS ¿Qué es el Lenguaje? Esta pregunta, capital para la ciencia de los zoolingüistas, ha sido contestada – cierto que un tanto heurísticamente – por la misma existencia de la ciencia. El lenguaje es comunicación. Este es el postulado sobre el que descansa nuestra teoría y nuestra investigación, y del que proceden nuestros descubrimientos; y es el hecho que esos mismos descubrimientos ratifican la veracidad del postulado. Pero al enunciar una pregunta, afín pero no idéntica, como qué cosa puede ser el Arte, nos encontramos con una ausencia de respuestas satisfactorias. Tolstoi, en el libro cuyo título es esa misma pregunta, respondió de manera clara y rotunda: el Arte es también comunicación. Una definición semejante ha sido aceptada, según mi más profundo convencimiento, con excesiva precipitación, sin el menor asomo de revisión y crítica por parte de los zoolingüistas. Por ejemplo, para hacerlo notar de alguna manera, ¿por qué los zoolingüistas estudian solamente animales? ¿Por qué? Porque las plantas no se comunican. Las plantas no se comunican; esto es un hecho. Por consiguiente las plantas carecen de lenguaje; muy bien; hasta aquí sigue funcionando nuestro axioma de base. Por lo tanto, es obvio, las plantas no tienen arte. ¡Un momento, sin embargo! Esta última aseveración no parte de nuestro postulado básico, sino tan sólo del indemostrado argumento tolstoiano. ¿Qué ocurriría si el arte no fuera comunicación? ¿O qué, si una parte de la producción artística lo fuera y la otra no? Nosotros, animales en definitiva, capaces de realizar actos, sujetos a dependencias, buscamos (debo decir que con exceso) un arte comunicativo, activo, dependiente; y cuando lo encontramos no podemos menos que reconocerlo. El desarrollo de este poder para detentar, así como la habilidad en las matizaciones, constituye una reciente y gloriosa proeza. Ante lo cual me permito insinuar que, pese a los prodigiosos progresos llevados a cabo por los zoolingüistas durante las últimas décadas, nos encontramos todavía en el umbral de una verdadera edad del dominio zoolingüista. Por ello mismo no debemos convertirnos en esclavos de nuestras antiguas tesis. Aún no se han abierto nuestros ojos a los vastos horizontes que ante ellos se despliegan. En suma, no nos hemos encarado con el casi terrorífico desafío de la Planta. Si no en tanto que comunicación, el arte vegetal existe, y ello debe conducirnos a la revisión de algunos de los conceptos de nuestra ciencia y a preparar un competente equipo de técnicos. Pues no es tan sencillo eludir las exigencias críticas y técnicas que, necesarias para el estudio de los misteriosos asesinatos de la Comadreja, el erotismo del Batracio, la saga perforadora de la Lombriz, no son menos imprescindibles para afrontar el arte de la Secoya, la cadencia del Junco y muchas otras. Esto ha sido irrevocablemente demostrado, paradójicamente, por el fracaso – noble fracaso, sin embargo – de los esfuerzos del Dr. Srivas, de Calcuta, al usar cámaras fotográficas con el objetivo abierto en exposición, a fin de registrar un léxico del Girasol. Su intento fue un desafío, pero condenado a la derrota. Pues su proyecto era cinético – un método apropiado a las artes comunicativas de las tortugas, las ostras y los perezosos. Había observado la extrema lentitud del movimiento de las plantas y sólo a partir de este dato debía ser resulto el problema. Problema que fue en aumento. El arte que él pretendía descubrir, si realmente existía, era un arte sin comunicación – y probablemente un arte exento de movimiento. Es posible que el Tiempo, ese elemento esencial, matriz y parámetro de todo arte animal conocido, no participe necesariamente del arte vegetal. Las plantas Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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pueden muy bien usar un compás cuyo modelo sea la eternidad. Es algo que desconocemos. Realmente se trata de algo que no conocemos. Todo cuanto hemos podido averiguar al respecto es que el Arte considerado como vegetal es completamente diferente del Arte animal. Qué es no podemos decirlo, pues todavía no lo hemos descubierto. Aún con cierta inseguridad puedo afirmar que existe, y cuando sea demostrada su existencia y conocida su esencia, ésta no consistirá en una acción sino en una reacción: advertiremos que no se tratará de una comunicación sino de una recepción. Será exactamente lo contrario de cuanto sabemos y podemos identificar. Será el primer arte–pasivo que conozcamos. Pero, ¿podemos verdaderamente conocerlo? ¿Podemos verdaderamente entenderlo? La empresa estará llena de dificultades. Ello es obvio. Sin embargo no debemos desesperar. Recuérdese que, incluso en pleno siglo xx, muchos artistas y científicos no creían en la posibilidad de que el Delfín llegara a ser comprendido por el cerebro humano. Una actitud semejante por nuestra parte nos llevaría a ser el hazmerreír de nuestros sucesores, de tal manera que cualquier fitolingüista dirá a algún crítico de estética: «¿Advierte usted que eran incapaces hasta de leer las Berenjenas?». Así, sonreirán ante nuestra ignorancia; y mientras continuarán aumentando sus éxitos, registrando, por ejemplo, la lírica de los líquenes sobre la cara norte de Pike’s Peak. Y con ellos, o después de ellos, aunque al principio no más que como aventurero osado, aparecerá la figura del geoIingüista, que, ignorando, casi despreciando, el delicado tránsito hacia la lírica liquen, querrá aprehender lenguajes todavía menos comunicativos, todavía más pasivos, enteramente atemporales : la fría y volcánica poesía de las rocas, cada una de las cuales será una palabra lanzada por la tierra desde tiempos inmemoriales, en la inmensa soledad, inmensa confraternidad del cosmos. Fin. Nota mía: No es cierto que las plantas no se comuniquen, se ha comprobado que lo hacen mediante sustancias químicas segregadas por las raíces. Cuando un enemigo ataca a una planta, comiendo sus hojas por ejemplo, esta, segrega un agente químico que detectada por sus vecinas desencadena una serie de procesos defensivos, como la alteración del sabor de las hojas o la secreción de venenos.

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EL DIA ANTES DE LA REVOLUCIÓN Ursula K. Le Guin

Prefacio Mi novela Los Desposeídos habla de un pequeño mundo de personas que se ha dado el nombre de «odonianos». Este nombre deriva de la fundadora de la comunidad, Odo, quien vivió varias generaciones antes de la época en que se desarrolla la novela y que, por lo tanto, no participa en los acontecimientos (sino implícitamente, en el sentido de que todo ha comenzado con ella). El odonianismo es anarquismo. No el que roba llevando un bomba en el bolsillo, el que - cualquiera sea el nombre con que el quiera darse lustre - es terrorismo puro y simple; ni el libertarismo socio-darwinista de derecha; sino el anarquismo prefigurado en el primer pensamiento taoísta, y anticipado por Shelley y Kropotkin, por Goldman y Goodman. El principal enemigo del anarquismo es el Estado autoritario, sea capitalista o socialista; su principal componente práctico-moral es la cooperación (solidaridad, apoyo mutuo). De todas las teorías políticas es la más idealista y para mí la más interesante. Introducirlo en una novela, cosa que en principio no era mi intención, fue para mí un trabajo duro y largo, y me absorbió completamente por varios meses. Cuando lo terminé me sentí perdida, exiliada: una persona sin patria. Porque fue muy gratificante cuando Odo salió de las sombras brumosas de la probabilidad y quiso que escribiese un relato no sobre el mundo de la ley realizada sino sobre su ley misma. U.K. Le Guin A la memoria de Paul Goodman (1911-1972)

La voz del altoparlante resonaba como un furgón de cerveza vacío sobre una calle empedrada, y los presentes estaban apretujados unos sobre otros como las piedras de un adoquinado mientras el estruendo de la voz los dominaba. Taviri se encontraba quién sabe dónde en otra parte de la sala. Ella debía conseguirlo. Se abrió fatigosamente paso serpenteando entre las personas apretujadas y vestidas de oscuro. No oía los sonidos de sus voces, no veía sus caras: existía solamente el sonido del altoparlante y aquellos cuerpos adosados los unos a los otros. No llegaba justamente a divisar A Taviri: era demasiado pequeña. La calle le fue bloqueada por un grueso vientre en un chaleco negro y de espaldas imponentes. Debía alcanzar a Taviri a cualquier precio. Toda sudada, dio un puñetazo violento. Fue como empujar una roca: el hombre no hizo ningún gesto, pero de sus grandes pulmones surgió un rumor prodigioso, como un mugido. Se hizo pequeña. Después comprendió que el mugido no era para ella. También los otros gritaban. El altoparlante decía algo, algunas confusas palabras a propósito de tasas o masas. Toda excitada también ella gritó: «¡Sí! ¡Sí!» y mientras avanzaba no encontró dificultad para huir de la Plaza de Armas de Parheo. El cielo sobre ella era profundo y descolorido y a su alrededor la hierba alta se doblaba bajo el peso de las florcitas secas y blancas. No había podido jamás llamarlas por su nombre, las florcitas ondulaban sobre ella, oscilando en el viento que soplaba siempre durante el crepúsculo. Se metió corriendo entre la hierba, que se plegó dócilmente y volvió a erguirse, ondulante y muda. Taviri estaba allí entre aquella hierba alta, vestido con su mejor ropa, aquella ropa oscura que le daba el aspecto de Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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un profesor o de un actor, con una elegancia severa. No parecía alegre: sin embargo reía, y le hablaba. El sonido de su voz la hizo lagrimear: extendió el brazo para aferrarle la mano, pero no se detuvo. No podía detenerse. - ¡Oh, Taviri - dijo -, el lugar está un poco más adelante! - El olor peculiar y dulce de aquella hierba blanca se hacía más intenso a cada paso. Sobre el suelo percibía zarza, espinos, sentía declives, agujeros. Temía caerse, caerse: se detuvo. Sol sobre sus ojos, implacable fulgor de la mañana. La tarde anterior se había olvidado de bajar los postigos. Dio la espalda al sol. Suspiró dos veces, se irguió para sentarse, puso las piernas fuera de la cama y se quedó allí doblada en dos contemplándose los pies, sólo con la camisa puesta. Los dedos, comprimidos desde la más tierna edad en zapatos baratos, tenían la superficie de contacto casi recta y estaban llenos de callos; las uñas estaban descoloridas e informes. De un tobillo al otro corrían arrugas secas y sutiles. En la base de los dedos, la pequeña área plana había conservado la delicadeza; pero la piel era del color del barro y el cuello del pie era recorrido por venitas anudadas. Desagradable. Triste, deprimente. Miserable. Lastimoso. Puso todas las palabras a prueba: todas iban bien, como pequeños cabellos repugnantes. Repugnante: sí, también. Verse y reconocerse repugnante, ¡qué alegría! ¿Pero cuándo no había sido repugnante, nunca se había observado de aquel modo? ¡No verdaderamente! Un cuerpo eficiente no es un objeto, no es un instrumento o una propiedad para admirar: es simplemente nosotros mismos. Sólo cuando no es más nosotros sino nuestro, un objeto poseído, entonces nos preocupamos. ¿Sus condiciones son buenas? ¿Estará a la altura? ¿Resistirá? - ¿Qué importa? - dijo Laia con rabia, y se puso de pie. Levantarse de improviso le dio vértigo. Tuvo que estirar la mano y apoyarse en la cómoda, porque tenía miedo de caerse. En aquel instante recordó el sueño y cómo se había tendido junto a Taviri. ¿Qué le había dicho? No lo recordaba. No recordaba ni siquiera si había llegado a tocarle la mano. Con la intención de violentar su memoria, la frente se le arrugó. ¡No soñaba con Taviri desde quién sabe cuanto tiempo, y ahora no recordaba ni siquiera sus palabras! Desaparecidas, todo desaparecido. Parecía una jorobada en su camisón, la frente arrugada, una mano sobre la cómoda. ¿Desde cuándo no pensaba en él (para no hablar de soñarlo) como «Taviri»? ¿Desde hace cuánto no pronunciaba su verdadero nombre? Decía «Asieo». «Cuando Asieo y yo estábamos prisioneros en el norte». «Antes de encontrar a Asieo». «La teoría de la reciprocidad de Asieo». Oh, cierto: hablaba de él, hablaba seguramente demasiado de él, sin ton ni son, lo incorporaba continuamente en sus palabras. Pero como «Asieo», con el último nombre, aquel del personaje público. El ciudadano común había desaparecido del todo. Quedaban pocos de aquellos que lo habían conocido. Toda gente que había estado en prisión. Entonces se reía del hecho de que todos los amigos hubieran estado en todas las prisiones, pero ahora ya no estaban ni siquiera en prisión: estaban en los cementerios de las prisiones, o bien se encontraban en fosas comunes. - Querido mío - dijo Laia, y se dejó caer sobre la cama porque no soportaba el peso de los recuerdos de aquellas primeras semanas en el Fuerte, en la celda, aquellas primeras semanas de los nueve años en el Fuerte de Drio, en la celda, aquellas primeras semanas después que le habían dicho que Asieo había sido asesinado en un choque en la Plaza del Capitolio y había sido sepultado con los Mil cuatrocientos en los fosos de cal detrás de la Puerta de Oring. En la celda. Las manos se ubicaron en su antigua posición, la izquierda apretada y cerrada con fuerza en la derecha, el dedo pulgar derecho que ejercía una pequeña presión mientras iba y venía sobre el nudillo del índice izquierdo. Horas, días, noches. Había pensado en todos ellos, uno por uno, Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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todos los Milcuatrocientos, en el hecho que yacían sepultados, que la cal actuaba sobre sus carnes, que los huesos se conmovían en aquella oscuridad ardiente. ¿Quién lo había conmovido a él? ¿Cómo eran ahora los delicados huesos de las manos? Horas, años. - ¡Taviri, no te he olvidado jamás! - susurró, y la estupidez de la frase la hizo retornar a la luz de la mañana y a la cama deshecha. Naturalmente que no lo había olvidado. Entre marido y mujer, estas cosas no hace falta decirlas. Ahora sus viejos y feos pies estaban de nuevo sobre el piso, como antes. No se había ido a ningún lugar, sólo había girado sobre sí misma. Se puso de pie con un gemido de desaprobación y de esfuerzo; se acercó al armario y se puso la bata. Los jóvenes circulaban por los ambientes de la casa con placentera inmodestia, pero ella era demasiado vieja para hacerlo. No quería arruinar el desayuno de ellos mostrando la propia vejez. Y después de todo, los jóvenes habían crecido con el principio de la libertad en el atuendo y en el sexo y en todo el resto, y ella no. Ella no había hecho otra cosa que inventar la libertad: no era exactamente lo mismo. Como, por ejemplo, llamar a Asieo «mi marido». La palabra la hacía siempre sobresaltarse. Un buen odoniano, naturalmente, debía usar «compañero». ¿Pero quién había dicho alguna vez, que ella debía ser una buena odoniana? Arrastró las chinelas a lo largo del corredor dirigiéndose a los baños. Mairo se estaba lavando el pelo en una pileta. Laia observó admirada aquella larga y lisa madeja empapada de agua. Ya tan raramente salía de la Casa que no recordaba cuándo había visto por última vez una cabeza respetablemente rapada; pero la vista de una gran corona de cabellos le daba placer, un placer intenso. ¿Cuántas veces había sido burlada (¡Melenuda, Melenuda!), cuántas veces los policías o los malhechores le habían tirado de los cabellos, cuántas veces, a cada cambio de prisión un soldado la había rapado con el ceño fruncido? Y después los cabellos volvían a crecer de pelusas a bucles, a mechones, a melena... Mucho tiempo antes. Por amor de Dios, ¿justamente aquel día tenía que pensar en el tiempo transcurrido? Después que se vistió y rehizo la cama, bajó a la mesa. El desayuno era bueno, pero ella no había vuelto a recuperar el apetito después de aquel maldito golpe apoplejético. Bebió dos tazas de té de hierbas, pero no llegó a terminar la fruta que había tomado. De chica tenía tantos deseos de comer fruta que la robaba; y después, en el Fuerte... ¡Pero por amor de Dios, termínala! Sonrió y respondió a los saludos y a las corteses preguntas de los comensales y del gordo Aevi que aquella mañana prestaba servicio en el Banco. Era él quien la había tentado con la pesca: «¡Pero mira que maravilla! La guardé para vos» ¿Y cómo habría podido rechazarla? Había tenido siempre ganas de comer fruta, y no se saciaba jamás. Una vez, cuando tenía seis o siete años, había robado una fruta en un puesto callejero en el camino del río. Pero ahora, en medio de todas aquellas personas que conversaban animadamente, era difícil comer. Habían llegado noticias de Thu importantes noticias. Desde el principio, siempre atenta a no entusiasmarse demasiado fácilmente, se había inclinado a no darles demasiada importancia; pero después de haber leído el artículo del diario, y después de haber leído también entre líneas, pensó, con una extraña seguridad profunda pero fría: «Bien, henos aquí, ha llegado el momento. Y en Thu, pues, no aquí. Thu nos aventajará. La revolución tendrá la delantera allí primero que en otro lugar. ¡Como si importara! No habrá más naciones». Y sin embargo, de algún modo importaba: se sentía un poco triste y fría... Envidiosa, esa es la palabra. ¡Tonterías! No participó mucho en la conversación, y después de algunos minutos se levantó y volvió a su habitación, con un sentido de autoconmiseración. No lograba compartir el entusiasmo de ellos. Ella permanecía fuera, fuera en verdad. «No es fácil», se dijo a sí misma para justificarse, mientras bajaba cansadamente las escaleras, «aceptar encontrarse fuera cuando se ha estado dentro, bien en el medio, por cincuenta años» Por amor de Dios. ¡Qué pena! Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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Dejó a sus espaldas escaleras y autoconmiseración cuando entró en la habitación. Era una buena habitación. Era una gran cosa estar allí sola. Qué alivio. Si bien, en verdad, no fuese correctísimo. Algunos de los jóvenes de los pisos superiores vivían de a cinco en una habitación no más grande que esa. Las personas que querían vivir en las Casas odonianas eran siempre más de las que ellas estaban en condiciones de contener. Ella tenía aquella gran habitación toda a sí sola porque era una vieja que había do un ataque de apoplejía. Y quizá por que era Odo. ¿Si no hubiera sido Odo sino solo una mujer que había tenido un ataque apoplejía la hubiera obtenido igual? Era probable. Después de todo, quién hubiera querido compartir la habitación con una vieja babosa? Pero no era fácil acertar. Favoritismo, exclusivismo, culto de la personalidad, volvían sutilmente y germinaban por todas partes. Pero ella no había jamás osado esperar que hubieran sido erradicados durante su generación, antes de su muerte. Es solamente el tiempo el que produce los grandes cambios. En tanto aquella habitación era bella, espaciosa, soleada: justo aquello que se necesitaba para una vieja babosa que había puesto en movimiento una revolución mundial. Su secretario llegaría dentro de una hora para ayudarla a acelerar el trabajo cotidiano. Arrastrando sus pies llegó al escritorio, un objeto bello y macizo que le había regalado cooperativa de los muebleros de Nio porque una vez uno le había oído decir que el único mueble que verdaderamente desearía tener era un escritorio con cajones de gran superficie... Diablos, en la práctica estaba todo cubierto de papeles con notas pinchadas, por lo demás con la grafía pequeña y clara de Noi: Urgente. Provincias septentrionales. ¿Consultar R.T.? Su grafía no era la misma después de la muerte de Asieo. Y, al pensarlo, era extraño. Después de todo, en los cinco años que siguieron a su muerte había escrito de arriba a abajo La Analogía. Y después estaban las cartas que el guardia, aquel tipo alto de los ojos acuosos (¿cómo se llamaba? ¡no importa!) había hecho salir del Fuerte por dos años. Ahora las llamaban Cartas de la Cárcel, y existían una decena de ediciones diversas. Todas aquellas cosas, aquellas cartas las que la gente continuaba diciendo que estaban llenas de «energía espiritual», lo que significaba quizás que las había escrito con la cara lívida, para tener alta la moral. La Analogía, que ciertamente era su obra intelectualmente más consistente, todo esto había escrito en el Fuerte de Drio, en la celda, después de la muerte de Asieo. Había que hacer algo, y en el Fuerte papel y pluma eran concedidos... Pero todo había sido escrito en la grafía friolenta y trémula que ella no había reconocido jamás como propia, Mientras sí había sido suya aquella redondeada y adornada del manuscrito de Sociedad sin gobierno, de hace cuarenta y cinco años. Taviri había llevado consigo en sus medias no sólo sus pasiones físicas y espirituales sino también su grafía clara. Pero le había dejado la revolución. «¡Qué coraje demuestras continuando con el trabajo, escribiendo, en prisión, después de una derrota semejante para el movimiento, después de la muerte de tu compañero!»: esto le decían. ¡Qué raza de estúpidos! ¿Qué otra cosa se podría haber hecho? Energía, coraje... ¿Pero qué era el coraje? No había logrado imaginarlo jamás. Los otros decían: jamás tienes miedo. Otros aún: tienes miedo pero sin embargo continúas. ¿Pero qué otra cosa se podría haber hecho sino continuar? ¿Existía una verdadera posibilidad de elección? Morir significaba solamente continuar en una dirección diferente. Si se quería arribar a la meta era necesario continuar: esto entendía de las palabras «el verdadero viaje es el retomo»; pero no había sido otra cosa que una intuición, y en aquel momento ella se encontraba más que nunca imposibilitada de racionalizarla. Se encorvó con demasiado ímpetu, tanto que gimió un poco con los crujidos de los huesos, y se dispuso a revolver en uno de los cajones inferiores del escritorio. La mano Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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se lo detuvo en una etiqueta deteriorada por el tiempo: la sacó, habiéndola reconocido primero con el tacto que con la vista. Era el manuscrito de «La organización sindical en el período revolucionario de transición». En la etiqueta Taviri había impreso el título y debajo su propio nombre: Taviri Odo Aseo, IX 741. Aquella sí que era una hermosa grafía, con letras bien modeladas, decididas, seguras. Pero él había preferido servirse de un impresor de voces. El original era enteramente impreso, y también de alta calidad: dudas anuladas e idiotismos personales normalizados. No se percibía aquel modo de pronunciar la «o» desde el fondo de la garganta según el hábito de la costa septentrional. No aparecía otra cosa de él que no fuera su inteligencia. De Asieo no le quedaba otra cosa que su nombre escrito sobre la etiqueta del libro. No había conservado sus cartas: habría sido sentimental. No le daba por pensar en nada que hubiera poseído por más de algún tiempo: haciendo excepción de su desvencijado cuerpo, naturalmente, pero ella lo llevaba pegado encima... De nuevo la escisión. «Ella» y «su cuerpo». La vejez y la enfermedad te llevaban a escindir, a evadir; su cerebro insistía: «No soy yo, no soy yo». Sin embargo eras vos. Quizás a los místicos les era posible separar intelecto y cuerpo, ella había envidiado siempre esta posibilidad, sin esperar poder emularlos. La evasión era un juego al que jamás había jugado. Sin embargo había buscado la libertad, sin demora, para el cuerpo y el alma. Primero autoconmiseración, después auto adulación; siempre allí con el nombre de Asieo entre las manos. Por amor de Dios, ¿pero porqué? ¿No conocía ya aquel nombre sin tener la necesidad de tenerlo bajo los ojos? ¿Acaso había algo en ella que no iba? Se llevó a los labios la etiqueta y besó con decisión y determinación aquel nombre escrito a mano, repuso la etiqueta en el cajón, lo cerró y se apoyó erecta en el respaldo. La mano derecha le hormigueaba. Se la rascó, después la agitó en el aire con rabia. Jamás se había repuesto del todo del golpe. Así también la pierna derecha y el ojo derecho y el ángulo derecho de la boca. Estaban insensibles en parte, inertes, llenos de hormigueos. La hacían sentir como un robot con un cortocircuito. Mientras el tiempo pasaba, Noi habría llegado, ¿y ella qué había hecho después del desayuno? Se levantó tan de improviso que tambaleó y tuvo que aferrarse a la silla para cerciorarse de que no se caería. Atravesó el corredor dirigiéndose al baño y se observó en el gran espejo. El moño gris le caía mal: no se había peinado bien antes de desayunar. Puso empeño tratando de rehacerlo. Qué arduo era tener los brazos levantados. Amai, entrando a la carrera para ir al baño, se detuvo y le dijo: - ¡Lo hago yo! -; y se lo anudó con cuidado y pericia en un instante, con aquellos dedos suyos tan redondos y fuertes, sonriendo en silencio. Amai tenía veinte años, menos de un tercio de los años de Laia. Sus padres habían sido ambos miembros del Movimiento: uno había sido asesinado en la insurrección del '60, el otro estaba todavía a la búsqueda de nuevas adhesiones al partido en las provincias meridionales. Amai había crecido en las Casas odonianas: nacida para la revolución, verdadera hija de la anarquía. Una niña tan tranquila, libre y bella que el sólo pensar conmocionaba: es por esto que hemos trabajado, era esto lo que quisimos construir, esto, aquí la tienes, viva, nuestro futuro feliz y radiante. El ojo derecho de Laia Asieo Odo dejó caer algunas minúsculas lágrimas, mientas ella estaba allí de pie entre los lavabos y las letrinas y mientras la hija que ella no había engendrado le arreglaba el pelo; pero el ojo Izquierdo, aquel fuerte, no lloraba e ignoraba qué hacía el derecho. Laia agradeció a Amai y volvió rápidamente a su habitación. En el espejo había notado una mancha sobre el cuello del vestido. Probablemente jugo de durazno. Vieja babosa. No quería que Noi entrase y la encontrase con aquella haba sobre el cuello. Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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Mientras la camisa limpia pasaba a través de la cabeza pensó: ¿pero qué tiene Noi de especial? Unió lentamente los alamares del cuello con la mano izquierda. Noi tenía alrededor de treinta años, delgado, musculoso, con una voz cálida y vivos ojos oscuros. Esto era todo lo que lo caracterizaba. Simplísimo. El buen sexo de antes. Los hombres rubios o gordos no habían ejercido jamás sobre ella la mínima fascinación, y tampoco se había sentido atraída por los tipos altos y dotados de grandes bíceps, no, ni siquiera cuando tenía catorce años y caía como una pera madura al paso de un galán cualquiera. Bruno, espigado y fogoso: ésta era su receta. Taviri, naturalmente. Aquel muchachito no se podía por cierto parangonar con Taviri por inteligencia, ni aún físicamente, pero el punto era éste: ella no quería que la viese con aquella mancha de haba sobre el cuello del vestido y con los cabellos todos desordenados. Aquellos cabellos suyos sutiles, grises. Entró Noi, que se había entretenido apenas un instante en el umbral. ¡Santo Dios, ella no había ni siquiera cerrado la puerta mientras se cambiaba la camisa! Lo vio y se vio a sí misma. Una vieja. Que se cepille los cabellos y se cambie la camisa, o en cambio se ponga la camisa de la semana anterior y luzca las trenzas de la noche anterior o todavía se ponga un vestido entretejido de oro y se esparza con polvo de diamantes la cabeza rasurada, no hace la mínima diferencia. Una vieja parece solamente más o menos grotesca. Se arregla por puro sentido de la decencia, por pura y simple higiene mental, para consentimiento del prójimo. Y después de todo, esto tampoco tiene valor, y se babea encima sin recato. - ¡Buen día - dijo el muchacho, con aquella voz gentil. - Hola, Noi. No, por Dios, no era solamente por un sentido de decencia. Al diablo la decencia. ¿Si el hombre que ella había amado, y para el cual su edad no había sido importante, porque estaba muerto, solamente por aquel motivo ella debía fingir ser ahora asexuada? ¿Por esto debía reprimir la verdad, como cualquier estúpida puritana autoritaria? Sólo seis meses antes, previo al golpe apoplejético, era tan hermosa que los hombres se daban vuelta, y con placer, para verla; y ahora, no siendo capaz de dar placer a los otros, por Dios podía al menos complacerse. Cuando ella tenía seis años y un amigo de papá - Gadeo - venía a hablar con él de política después de la cena, ella se ponía el collar dorado que la madre había encontrado en un montón de cosas viejas y había llevado a casa escondido en el cuello donde ninguno lo podía ver. Pero ella sabía que esto a Gadeo le gustaba. Era morocho, tenía dientes blancos que brillaban. A veces la llamaba «su bella Laia». «Aquí llega mi bella Laia». Sesenta y seis años antes. - ¿Qué? Siento la cabeza vacía. He pasado una noche terrible -. Era verdad. Había dormido menos de lo habitual. - Te pregunté si leíste los diarios de hoy. Ella hace un signo afirmativo con la cabeza. - ¿Satisfecha del Soinehe? Soinehe era la provincia de Thu que la noche anterior había declarado la secesión del Estado de Thu. Él estaba satisfecho de esto. Los dientes blancos le brillaban sobre el rostro oscuro y lleno de vida. La bella Laia. - Sí. Y preocupada. - Lo sé. Pero esta vez es la hora de la verdad. Es el inicio del fin para el gobierno de Thu. ¿No han tratado ni siquiera de hacer llegar tropas a Soinehe, comprendes? No harían otra cosa que llevar los soldados a la rebelión antes de lo inevitable, y lo saben.

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Ella estaba de acuerdo. Había probado su misma certeza. Pero no llegaba a complacer su satisfacción. Después de una vida gastada en la esperanza porque nada se le había dado, se perdía el gusto de la victoria. Un verdadero sentido de triunfo debe estar precedido por una verdadera desesperación. Y ella había olvidado desesperar mucho tiempo antes. El triunfo ya no era posible. Se seguía viviendo. - ¿Hoy escribimos aquellas cartas? - Está bien. ¿Cuáles cartas? - Para esos del norte - dijo con paciencia Noi. - ¿Esos del norte? - Parheo, Oaidun. Ella había nacido en Parheo, ciudad sucia situada sobre un río sucio. Había venido a la capital con veintidós años, cuando se había sentido lista para traer la revolución, si bien entonces, antes que ella y los otros lo replantearan, su revolución fuera muy inmadura y pueril. Huelgas para mejorar los salarios, para hacer entrar en el parlamento una representación femenina. Votos y salarios: poder y dinero, ¡por amor de Dios! ¡Bien, después de todo, en cincuenta años algo se aprende! Y después se vuelve a olvidar todo. - Comienza con Oaidun - dijo, sentándose en el sillón. Noi estaba en el escritorio, listo para trabajar. Tontos fragmentos de las cartas que esperaban la respuesta de Laia. Ella buscó ser atenta, y logró bastante bien dictar una carta entera y comenzar otra. - Recuerda que en ese momento su sentimiento de fraternidad pudo ser forzado a... no, en peligro... de... - Anduvo a tientas con las palabras hasta que Noi le sugirió: ¿El peligro del culto de la personalidad? - Bien. Es que nada se deja corromper por el deseo del poder cuando el altruismo... No. Es que nada corrompe el altruismo... No. Por amor de Dios, tú sabes lo que quiero decir: escríbelo. También ellos lo saben. Son siempre las mismas cosas. ¡Pero porqué no lo leen en mis libros! - Quedar en contacto - dijo Noi con gentileza, citando uno de los temas centrales de la filosofía odoniana. - De acuerdo, pero yo estoy cansada de estar en contacto. Si tu escribes la carta, yo la firmo, pero esta mañana no tengo ganas de ocuparme de eso. - Noi la observaba con una expresión ligeramente interrogativa o preocupada. Laia dijo, con enojo: - ¡Tengo otras cosas que hacer! Cuando Noi se fue, Laia se sentó en el escritorio y colocó las cartas como para trabajar, porque se había sorprendido - aterrorizado - por las palabras que había pronunciado. No sabía hacer otra cosa. No había hecho jamás otra cosa. Era aquel su trabajo: el trabajo de su vida. Los viajes de propaganda y las reuniones y la plaza estaban ya fuera de su alcance; pero siempre podía escribir, y éste era su trabajo. Y de todos modos, si ella hubiera tenido otra cosa que hacer, Noi lo habría sabido: tenía en orden su agenda y le recordaba con tacto ciertas cosas, como por ejemplo la visita de los estudiantes extranjeros, justamente aquel mediodía. ¡Diablos! Los jóvenes le gustaban, y de un extranjero siempre se aprendía algo, pero ahora estaba cansada de caras nuevas y de mostrarse. Ella aprendía de los extranjeros, pero los extranjeros no aprendían de ella: todo lo que tenía para enseñar lo habían aprendido mucho tiempo antes, de sus libros y del Movimiento. Venían solamente a verla, como si ella fuese la gran torre de Rodarred o el cañón de Tulaevea. Un fenómeno, un monumento. Observaban con temor místico, adorador. Les hablaba con violencia: «Sean ustedes los que piensen sin que nadie les diga lo que deben hacer». «Esto no es anarquismo, es puro y simple oscurantismo». «¡No pensarán que la libertad y la disciplina son incompatibles, verdad?». Y aquellos aceptaban los azotes dóciles como corderitos conscientes, como si ella hubiera sido una diosa madre, el ídolo del universo. ¡Justamente ella! ¡Ella que había minado las canteras navales de Seissero y que había insultado al presidente del concejo Inoilte ante siete mil personas, cuando le había dicho si jamás había pensado en traer aquí una herramienta para cortarse a sí mismo los testículos, los habría hecho laminar en bronce Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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y después los habría vendido como souvenir; ella que había gritado, insultado, agarrado a patadas a los policías y escupido a los curas, y que había orinado en público en la Plaza del Capitolio, sobre la gran placa de latón que decía «¡Aquí fue fundado el Soberano Estado de la Nación de A-IO», (etc, etc)! ¡Ppppuuuhhh a todo esto! Y ahora era la abuelita de todos, la cara viejita, el buen monumento antiguo, vengan a adorar su regazo. El fuego se ha apagado, muchachos: háganlo después, no hay más peligro. - No - dijo en voz alta. - No lo habrá. - No se horroriza de hablar sola, porque siempre lo bahía hecho. «El público invisible de Laia», lo llamaba Taviri, mientras ella daba vueltas en la pieza murmurando. - No hay necesidad que vengan, yo no estaré dijo a su público invisible. Había apenas decidido qué hacer. Hubiera huido de allí. Por las calles. Era irresponsable desilusionar a estudiantes extranjeros. Era una extravagancia típica de la senilidad. Era muy poco odoniano. ¡Pppuuulthh a todo esto! ¿Qué sentido había en luchar toda la vida por la libertad y después terminar por no tener ni siquiera un poco? Se hubiera escapado de allí para hacer un paseo. «¿Qué es un anarquista? Aquel que por elección acepta la responsabilidad de la elección». Estaba bajando por las escaleras cuando decidió, reticentemente, quedarse y recibir a los estudiantes extranjeros. Hubiera huido después. Eran jovencísimos, muy serios, con ojos de cervatillos, hirsutos, fascinados: venían del hemisferio occidental, de Benhili y del reino de Mand. Las chicas llevaban pantalones blancos, los muchachos faldones largos, marciales y arcaicos. Hablaban de sus expectativas. - En Mand estamos tan lejos de la revolución que quizás estemos cerca - dijo una de las chicas, con melancolía, sonriendo: - ¡El círculo de la existencia! - Y mostró el encontrarse de los extremos en el círculo de los dedos sutiles y morenos. Amai y Aevi les sirvieron vino blanco y pan negro, la hospitalidad de la casa. Pero los visitantes con mucha modestia se levantaron para despedirse después de media hora. - No, no, no - dijo Laia - quédense, hablen con Aevi y Amai. Es sólo que si estoy sentada me entumezco toda, entienden, y debo moverme un poco. Me ha hecho mucho bien conocerlos. ¿Hermanitos y hermanitas, volverán pronto a verme? - Su corazón estaba con ellos y el de ellos con ella; y antes de retirarse los saludó a todos con un beso, riendo, llena de alegría por aquellos jóvenes, tez morena, ojos afectuosos y cabellos perfumados. Estaba en verdad un poco cansada, pero irse a su habitación a descansar hubiera sido reconocerse vencida. Antes había tenido la intención de escapar. Y habría escapado. No huía sola desde... ¿desde cuándo? Desde fines del invierno, antes del golpe. No tenía por qué admirarse por sentirse un poco extraña. Justamente como haber estado en prisión. Afuera, en la calle: su mundo era aquel. Salió tranquila por la puerta lateral, superó el cantero verde, y llegó a la calle. Aquella sutil franja de áspera tierra ciudadana había sido cultivada magníficamente y mostraba una buena cosecha de porotos y cecá, pero Laia no se interesaba por los cultivos. Cierto, aparecía claro que las comunidades anárquicas, aunque durante los períodos de transición, deberían operar en dirección de una autosuficiencia ideal, pero en qué modo dicha autosuficiencia se debía obtener en términos reales de terreno o de plantas, no era cosa suya. Había campesinos y técnicos agrónomos para esto. Asunto suyo eran sin embargo las calles, las calles ruidosas y sucias, los adoquines donde ella había crecido y donde había visto enteramente la vida, con excepción de aquellos quince años de cárcel. Examinó con afecto la fachada de la casa. El hecho de que haya sido construida para ser un banco proporcionaba a los actuales habitantes un placer totalmente particular. Conservaban los sacos de harina integral en la caja fuerte, y obtenían el estacionamiento de la sidra en barrilitos colocados en las cajas de seguridad. En la Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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parte superior de las impecables columnas sobre el frente de la calle se leían todavía las siguientes palabras: Asociación Bancaria Nacional para la Agricultura. El Movimiento no era particularmente versado para poner nombres. No tenía una bandera. Los slogans iban y venían de acuerdo a la necesidad. Estaba siempre el «círculo de la existencia» para ser trazado sobre los muros y en las calles donde la autoridad lo habría visto. Pero cuando se trataba de denominar algo, se mostraban nuevamente indiferentes, y aceptaban o ignoraban los nombres con los cuales se tropezaban, por temor a ser vinculados y obligados, y sin temor de mostrarse contradictorios. Y así aquella casa cooperativa, antes por notoriedad y luego por vejez, no tenía otro nombre que «el Banco». Estaba frente a una calle espaciosa y tranquila; pero a una manzana de distancia estaba la Temeba, un mercado al aire libre, en un tiempo famoso como mercado negro de sustancias psicotrópicas y alucinógenas, y ahora reducido a mercado de frutas y verduras y de ropa de segunda mano, y a un miserable lugar de actividades menores. Su vitalidad embriagadora había desaparecido, dejando tras de sí solamente alcohólicos semiparalíticos, drogadictos, lisiados, mendigos, bultos de bajo precio, casas de empeño, garitos volantes, adivinas, escultores del cuerpo y hoteluchos infames. Laia retornaba a Temeba como el agua a su condición de equilibrio. No había temido ni despreciado nunca la ciudad. Era su patria. No existirían más los bajos fondos como aquellos una vez que la revolución hubiese vencido. Pero permanecería la miseria. Existiría miseria, despilfarro, crueldad. Ella no había pretendido jamás cambiar la condición humana, de ser la mamita que aparta o que carga todas las durezas de la vida de sus pequeños para que no se lastimen. Todo menos esto. Con tal que la gente fuese libre de elegir, ya no era asunto suyo si después vivía en cloacas y bebía insecticidas. Con tal que esto no sea asunto de Affari, fuente de provecho y medio de poder para otros. Cosas, éstas. que había intuido quizás antes de saber algo preciso. Antes de escribir su primer panfleto, antes de dejar Parheo, antes de conocer el significado de «capital», antes de traspasar los confines de Vía de la Abundancia donde jugaba con otros chicos de seis años apoyando en la tierra las rodillas lastimadas, ya sabía todo esto: que ella y los otros chicos y sus padres y los padres de sus padres y los borrachines y las prostitutas y toda la gente de Vía de la Abundancia estaban en el fondo de algo, eran el fundamento, la realidad, lo surgente. Pero ninguno de aquellos que se pensaba hecho de un material más noble que el barro estaba dispuesto a comprender. Ahora Laia, agua en busca de la condición de equilibrio, barro en el barro, avanzaba pesadamente por la calle sucia y rumorosa, y se sentía a sus anchas en toda la obscena debilidad de su vejez. Las somnolientas prostitutas con el peinado laqueado que estaba todo torcido y a punto deshacerse, la vieja bizca que gritaba cansadamente los nombres de sus ver duras, el mendigo idiota que intentó cazar las moscas a manotazos: eran éstos sus conciudadanos. Se le asemejaban, en su tristeza, en su repugnancia, pequeñez, desprecio, obscenidad. Eran sus hermanos, su gente. No se sentía muy bien. Hacía tiempo que no se aventuraba tan lejos - cuatro o cinco manzanas - sola, en el rumor y en la muchedumbre y bajo el ardiente sol del verano. Había tenido la intención de ir al parque Koly, aquel triángulo de hierba miserable al fondo de Temcha, y sentarse por un momento con los otros hombres y las otras mujeres que iban allí cada día, para comprender qué significaba estar sentados allí y ser viejos: pero era demasiado lejos. Si no hubiese vuelto atrás ahora, quizás la habría alcanzado un golpe de vértigo; y tenía miedo de caerse, caer y observar a la gente que se acercaba a mirar a una vieja en pleno estado convulsivo. Dio una media vuelta y se dirigió a su casa, con los signos de la fatiga y del disgusto de sí misma visibles en su cara que sentía arder. Advirtió en sus oídos un zumbido que cesó súbitamente. Había sido sin embargo intenso, y ella temió en verdad caminar en el Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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aire. En las sombras se saltó un escalón: se diría, se dejó caer poco a poco, se sentó y lanzó un suspiro. Un vendedor de fruta se sentaba en silencio detrás de su mercadería sucia y marchita. La gente pasaba. Nadie compraba. Ninguno la observaba. Odo: ¿quién era? La famosa revolucionaria, la autora de Comunidad, La Analogía, etc. ¿Y quién era? Una vieja de cabellos grises y de rostro enrojecido, sentada sobre el sucio umbral de un tugurio, que mascullaba palabras entre dientes. ¿Era verdad? ¿Era esto lo que ella era? Sin ir más lejos, era esto lo que cualquier persona que pasaba veía. Pero ella, justamente ella, ¿era más de aquello que la famosa revolucionaria, etc. había sido? No. No era algo más. ¿Pero entonces quién era? La mujer que había amado a Taviri. Sí. Suficiente en verdad. Pero no lo suficiente. Aquello había terminado. ¡Taviri estaba muerto desde hacía tanto tiempo! - ¿Quién soy? - masculló Laia a su público invisible, que sabía responder a sus preguntas y le respondió al unísono. Ella era la chica con las rodillas lastimadas, sentada sobre el umbral mirando en la niebla sucia y dorada de Vía de la Abundancia, bajo el sol de una tarde de verano; la nena de seis años, la chica de dieciséis, feroz, irascible, con la cabeza llena de sueños, indiferente, inalcanzable. Ella era ella misma. Sí, había sido la indefensa trabajadora y pensadora, pero un coágulo de sangre en una vena le había robado aquella mujer. Sí, había sido la amante aquella que se abría un camino en la vida, pero Taviri muriendo le había quitado aquella mujer. Nada había quedado, en realidad, sino lo fundamental. Había vuelto: no se había ido jamás. «El verdadero viaje es el regreso». Polvo y barro y el umbral de un tugurio. Y además, en el fondo del camino, aquel campo lleno de hierbas altas y secas, bajo el soplido del viento en el crepúsculo. - ¡Laia! ¿Pero qué estás haciendo acá? ¿Estás bien? Uno de los habitantes de la casa, naturalmente: una bella mujer, un poco fanática y un poco charlatana. Laia no se acordaba de su nombre si bien la conocía de años. Dejó que la llevase a su casa, y dejó que hablase durante todo el camino. En el gran salón (en un tiempo ocupado por cajeros intentando contar el dinero detrás de ventanillas brillosas bajo la mirada de guardias armados) Laia se sentó en una silla. No estaba como para, por el momento, subir las escaleras, aunque prefiriese estar sola. La mujer continuaba hablando y otra gente ingresaba excitada a la sala. Parecía que estuviesen programando una demostración. Los eventos, en Thu, se sucedían tan rápidamente que también allí los ánimos estaban caldeados, y era preciso hacer algo. Pasado mañana - no, mañana - habría una marcha, una gran marcha, de la ciudad vieja, en la Plaza del Capitolio, recorriendo el viejo itinerario. - Otra Revuelta en el noveno mes - dijo un joven, inflamado y sonriente, observando a Laia. En el tiempo de la Revuelta del noveno mes no había ni siquiera nacido, para él era solamente historia. Ahora quería hacer también él su pequeña contribución a la historia. La sala se había llenado. Se tendría mañana una asamblea general a las ocho de la mañana. Laia debería hablar. - ¿Mañana? Mañana yo no estaré - dijo bruscamente. Aquel que había hablado esbozó una sonrisa y algún otro se rió; Amai la miró con aire interrogativo. Hablaron de nuevo y alzaron la voz. La revolución. ¿Pero qué la llevó a hablar así? ¿Pero era necesario decir semejante cosa en la vigilia de la revolución, aunque hubiese sido cierta? Esperó sentirse bien, logró ponerse en pie, y a pesar de la torpeza se escapó sin ser vista entre la gente excitada y pronta a subir los escalones uno a uno. En la pieza de abajo, a sus espaldas, una, dos, diez voces estaban diciendo «huelga general». Huelga General, murmuró Laia tomando aliento en el descanso de la escalera. Arriba, delante de ella, en su habitación, ¿qué la esperaba? Su golpe apoplejético privado. Sin Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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embargo, cómico. Inició el ascenso por la segunda rampa, un escalón a la vez, una pierna a la vez, como una nena de dos años. Estaba mareada, pero no temía caerse. Delante de ella, allá abajo, las florcitas blancas y secas hacían oscilar sus corolas y susurraban en los vastos campos del atardecer. Setenta y dos años y no había tenido jamás el tiempo de llamarlas por su nombre. FIN Edición digital de Sadrac

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El diario de la rosa The diary of the rose. Traducción de César Terrón. Copyright 1976 by Ursula K. Le Guin. Nueva dimensión Nº 125.

Creemos que es totalmente superfluo presentar ahora y aquí a nuestros lectores a Ursula K. Le Guin, la célebre autora de: La mano izquierda de la oscuridad, Los desposeídos, El nombre del mundo es bosque, Viajes imaginarios, entre muchas otras obras, ganadora de cuatro Hugos y tres Nébulas, entre otros premios, y considerada mundialmente como la personalidad femenina mas importante dentro de toda la SF. El relato suyo que les ofrecemos aquí se aparta bastante de los mundos imaginarlos de alta fantasía en que transcurre buena parte de su obra, descendiendo a un escenario mucho más cercano a nosotros en tiempo y lugar, pero no por ello menos terrible: la manipulación del poder a través de la manipulación de las personas. Para aquellos que nos reprochan que muchas veces no citamos los premios obtenidos por los relatos que publicamos (y es que nosotros no creemos, en los premios) diremos que esta narración obtuvo en 1976 el premio Júpiter al mejor relato corto. 30 de agosto. La doctora Nades me recomienda que escriba un diario sobre mi trabajo. Opina que si se sigue cuidadosamente, cuando vuelves a leerlo puedes recordar observaciones, advertir errores y aprender de ellos, y observar el progreso o las desviaciones del pensamiento positivo, pudiendo así corregir el curso de tu tarea mediante un proceso de regeneración. Prometo escribir todas las noches en este cuaderno y volverlo a leer al final de cada semana. Me gustaría haberlo hecho mientras fui ayudante, pero ahora es todavía más importante puesto que tengo mis propios pacientes. Desde ayer tengo seis pacientes, toda una carga para una psicoscopista, pero cuatro de ellos son los niños autistas con los que he estado trabajando todo el año para el estudio que la doctora Nades realiza para el Departamento Nacional de Psiquiatría (mis notas al respecto se hallan en los archivos psi de la clínica) Los otros dos acaban de ser admitidos. Ana Jest, cuarenta y seis años, empaquetadora en una panadería, casada, sin hijos, diagnóstico: depresión, enviada por la policía local (intento de suicidio). Flores Sorde, treinta y seis años, ingeniero, soltero, sin diagnóstico, enviado por el TRTU (conducta psicopática: violenta). La doctora Nades dice que es importante que escriba las cosas todas las noches tal como me sucedieron durante el trabajo: la espontaneidad es más informativa al examinarse una misma (igual que en autopsicoscopía). Dice que es mejor escribirlo, no grabarlo, y conservarlo en privado para que yo no redacte pensando que otra persona ha de leerlo. Es difícil. Nunca antes he escrito nada solo para mí. ¡Sigo haciéndolo como si fuera para la doctora Nades! Si el diario es útil, quizá pueda enseñárselo a ella algún día y pedirle consejo. Creo que Ana Jest se halla en una depresión menopáusica y que una terapia hormonal bastará. ¡Bien! Veamos lo mala que soy pronosticando.

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Mañana trabajaré con los dos pacientes en el psicoscopio. Es excitante tener mis propios enfermos. Estoy impaciente por empezar. Aunque, claro, el trabajo en equipo fue muy educativo. 31 de agosto. Media hora de psicoscopio con Ana J. a las ocho. Análisis material psicos de once a diecisiete horas. N.B.: ¡Ajustar el detector cerebral en siguiente sesión! Concreción visual débil. Muy poco auditiva, sensibilidad débil, imagen corporal errática. Análisis de laboratorio sobre equilibrio hormonal., mañana. Resulta sorprendente cuán vulgar es la mente de muchas personas. Claro que la pobre mujer está en una depresión grave. La entrada en la dimensión Con fue nebulosa e incoherente, y la dimensión Incon estaba muy abierta, pero obscura. ¡Y las cosas que salieron de la obscuridad fueron tan triviales! Un par de zapatos viejos y la palabra «geografía». Y los zapatos eran difusos, un simple esquema de un–par–de– zapatos, quizá de hombre o quizá de mujer, tal vez azules obscuros o tal vez castaños. Es un tipo definitivamente visual pero no ve nada con claridad. No mucha gente lo hace. Es deprimente. Cuando yo era estudiante de primer año solía pensar en lo maravillosas que serían otras mentes, en lo fantástico que sería compartir todo aquel mundo distinto, los diferentes coloridos de sus pasiones e ideas. ¡Qué ingenua! La primera vez que me di cuenta fue en la clase de la doctora Ramia. Estudiábamos una grabación de una persona muy famosa, próspera, y advertí que el sujeto nunca había mirado o tocado un árbol, no conocía ninguna diferencia entre un roble y un álamo, o ni siquiera entre una margarita y una rosa. Para é! todo era simplemente «árboles» o «flores», percibidos esquemáticamente. Lo mismo sucedía con los rostros de las personas, aunque tenía trucos para diferenciarlos; fundamentalmente, aquel tipo veía los nombres, como una etiqueta, no las caras. Se trataba de una o mente Abstracta, por supuesto, pero aún puede ser peor con los Concretos, cuyas percepciones se presentan en una especie de lodo indefinido: sopa de judías con un par de zapatos dentro. ¿Me estoy «adaptando»? He estado todo el día estudiando los pensamientos de una deprimida y me he deprimido. Más arriba he escrito, «Es deprimente». Ya veo el valor de este diario. Sé que soy superimpresionable. Claro, por eso soy buena psicoscopista. Pero es peligroso. Ninguna sesión con F. Sorde hoy, puesto que el efecto sedante no ha desaparecido. Los enviados por la TRTU suelen estar tan drogados que no se los puede someter a examen durante varios días. Mañana a las cuatro, sesión psicoscópica de rapidez visual con Ana J. ¡Mejor me acuesto! 1 de septiembre. La doctora Nades dice que lo que escribí ayer es justo lo que ella tenía en mente y me invitó a mostrarle este diario otra vez cuando tenga dudas. Pensamientos espontáneos, no los datos técnicos, que en cualquier caso están registrados en los archivos. Sin tachar nada. La sinceridad es muy importante. El sueño de Ana fue interesante pero patético. ¡El lobo que se convertía en una torta! Una torta desagradable, confusa, .tosca... Su visualidad es más clara en sueños, pero el tono de sensibilidad permanece bajo (pero recuerda: tú contribuyes al efecto, no lo interpretas). Hoy inicié la terapia hormonal. F. Sorde despertó, pero demasiado confuso para someterle a una sesión psicos. Asustado. Se negó a comer. Se quejó del costado. Creí que estaba dudoso sobre el tipo de hospital que es este, y le expliqué que él estaba físicamente bien. Contestó: «¿Cómo demonios lo sabe?», y tenía toda la razón, porque llevaba puesta la camisa de fuerza por causa de la notación V en su informe. Le examiné y descubrí magulladuras y contusión. El examen por rayos X que pedí mostró dos costillas rotas. Expliqué al paciente que había estado en unas condiciones en las que fue preciso inmovilizarle para evitar que se autolesionara. Dijo, «Cada vez que uno de ellos me hacía una pregunta, el otro me daba una patada». Repitió esto varias veces, colérico Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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y confuso. ¿Sistema paranoico delusivo? Si no cesa cuando las drogas desaparezcan, procederé de acuerdo con esta suposición. Responde muy bien hacia mi persona, preguntó mi nombre cuando le visité con la placa de rayos X y accedió a comer. Me vi obligada a excusarme ante él. No es un buen principio con un paranoico. La lesión de las costillas debía haber estado consignada en su informe por la agencia que le envió o por el médico que le admitió. Este tipo de negligencias es molesto. Pero también hay buenas noticias. Rina (Sujeto 4 del estudio sobre autismo) vio hoy una frase en primera persona. Surgió de repente, en primer término de la alta Con, en caracteres sencillos y muy negros: Yo quiero dormir en la habitación grande. (Duerme sola debido al problema de las heces). La frase permaneció clara durante unos cinco segundos. Ella la leía en su mente igual que yo en la pantalla holográfica. Hubo una subverbalización débil, pero no subvocalización, nada en el audio. Todavía no ha hablado, ni siquiera para sí misma, en primera persona. Expliqué todo el asunto a Tio y él le preguntó a Rina después de la sesión. «Rina, ¿dónde quieres dormir?» «Rina duerme en la habitación grande». Ningún pronombre, ninguna conación. Pero uno de estos días ella dirá: Yo quiero... en voz alta. Y en base a esto podrá, quizás desarrollar finalmente una personalidad. Quiero, luego existo. Hay mucho miedo. ¿Por qué hay tanto miedo allí? 4 de septiembre. Fui a la ciudad aprovechando mis dos días de fiesta. Estuve con B., en su nuevo piso del norte de la ribera. ¡¡¡Tres habitaciones para ella!!! Pero en realidad no me gustan esos viejos edificios, hay ratas y cucarachas. Parecen tan antiguos y extraños... como si los años del hambre estuvieran todavía allí, aguardando. Fue agradable volver aquí, a mi pequeña habitación, toda para mí pero con otras muy cerca, en la misma planta, con amigas y colegas. Eché a faltar el escribir en este cuaderno. Formo hábitos con mucha rapidez. Tendencia compulsiva. Ana mejoró mucho: Vestida, peinada, estaba haciendo punto. Pero la sesión fue floja. Le pedí que pensara en tortas y la gruesa torta–lobo, tosca, monótona surgió ocupando toda la dimensión Incon, mientras en la Con Ana intentaba, obedientemente visualizar un delicioso pastel de queso. No demasiado mal: colores y rasgos ya más vigorosos. Sigo deseando que todo quede en un simple tratamiento hormonal. Claro que ellos sugerirán terapia electroconvulsiva, y un coanálisis del material psicoscópico sería perfectamente posible, deberemos empezar con la torta– lobo, etc. ¿Pero hay motivo para ello? Ella ha estado haciendo pan durante veinticuatro años y su estado físico es deficiente. No puede cambiar su situación. Con un buen equilibrio hormonal podría, al menos, soportarla. F. Sorde: tranquilo pero aún suspicaz. Extrema reacción de miedo cuando le dije que debíamos iniciar la primera sesión. Para apaciguarlo me senté y le hablé sobre la naturaleza y funcionamiento del psicoscopio. Escuchó atentamente. –¿Solo empleará el psicoscopio? –preguntó. –Sí. –¿No habrá electro shock? –No. –¿Me lo promete? Le expliqué que soy una psicoscopista y que nunca he manejado el equipo de terapia electroconvulsiva, que es un departamento completamente distinto. Le dije que mi trabajo con él sería diagnóstico, no terapéutico. Siguió escuchando con atención. Se trata de una persona instruida y entiende la .diferencia entre conceptos tales como «diagnóstico» y «terapéutica». Es curioso que me pidiera una promesa. Eso no concuerda con un modelo paranoico, no se piden promesas a gente que no es de tu confianza. Me acompañó dócilmente pero se detuvo al entrar en la sala de psicoscopía y palideció al ver el aparato. Expliqué el chiste de la doctora Aven sobre el sillón del dentista, que ella siempre empleó con los pacientes nerviosos. Y F. S. comentó, «¡Mientras no sea una silla eléctrica!» Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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Tratándose de individuos inteligentes, creo que es mejor no guardar secretos, cosa que impone sobre el sujeto una autoridad falsa y un sentimiento de desamparo (véase Técnica psicoscópica de T. R. Olma). Por eso le mostré la silla y el casco electródico y le expliqué su funcionamiento. Posee algunas nociones sobre el psicoscopio y sus preguntas también reflejaron su instrucción como ingeniero. Se sentó en la silla cuando se lo pedí. Atemorizado, sudaba profusamente cuando le ajusté la corona y las abrazaderas y, evidentemente, el olor de sudor le avergonzaba. Si supiera cómo huele Rina después de haber estado haciendo cuadros con excrementos... Cerró los ojos y se aferró a los brazos del sillón con tanta fuerza que perdió el color de las manos. Y también las pantallas estaban casi blancas. –No hace daño, ¿verdad? –dije al cabo de un rato en tono alegre. –No lo sé. –Bien, ¿sí o no? –¿Quiere decir que ya está conectado? .–Sí, desde hace noventa segundos. Abrió los ojos y miró a su alrededor, todo lo que le permitieron las abrazaderas de la cabeza. –¿Dónde está la pantalla? –preguntó. Le expliqué que el paciente nunca mira la pantalla en funcionamiento, porque la objetivación puede ser muy nociva. –¿Como la realimentación para un micrófono? –dijo. Su sonrisa al decir esto fue exactamente la misma que la doctora Aven solía usar. Sin lugar a dudas, F. S. es una persona inteligente. N. B.: ¡Los paranoicos inteligentes son peligrosos! –¿Qué es lo que ve? –me preguntó. –Estése quieto, no quiero ver lo que dice sino lo que piensa –contesté. –Pero eso no le incumbe a usted, ya lo sabe –afirmó amablemente, casi burlándose. Entre tanto, la palidez del miedo se había convertido en repliegues volitivos, obscuros, intensos. Pocos segundos después de que dejara de hablar, una rosa apareció en la totalidad de la dimensión Con: una rosa abierta, maravillosamente percibida y visualizada, clara y uniforme, completa. –¿Qué es lo que pienso, doctora Sobel? –dijo al cabo de un momento. –Osos en el zoológico. Me pregunto por qué respondí así. ¿Autodefensa? ¿Contra qué? F. se rió y el Incon se obscureció. Enseguida, la rosa se diluyó y desapareció. –Era una broma –dije–. ¿Puede volver a pensar en la rosa? La palidez del miedo volvió a presentarse. –Escuche –proseguí–, está muy mal que hablemos así en una primera sesión. Tiene mucho que aprender antes de poder coanalizar, y yo tengo mucho que aprender sobre usted. No hagamos más bromas ¿de acuerdo? Limítese a relajarse físicamente y piense en cualquier cosa que le guste. Hubo agitación y subverbalización en la dimensión Con, y la Incon se desvaneció hasta un tono grisáceo, represión. La rosa volvió a aparecer débilmente unas cuantas veces. F. intentó concentrarse en ella, pero no pudo. Observé varias imágenes fugaces: yo misma, mi uniforme. Uniformes de la TRTU, un coche gris, una cocina, el guarda violento (potentes imágenes aurales, chillidos), un escritorio, documentos sobre este... Se aferró a ellos. Eran los planos de una máquina. Empezó a ojearlos. Era un intento deliberado de supresión, y muy efectivo. –¿Qué tipo de máquina es esa? –dije por fin. Al principio respondió en voz alta. Pero se detuvo y permitió que yo obtuviera la respuesta, subvocalmente, en el auricular.

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–Planos para un conjunto motriz rotativo a tracción. –Dijo eso o algo parecido... Por supuesto, las palabras exactas están grabadas. Lo repetí en voz alta, antes de preguntar: –No se trata de planos secretos, ¿verdad? –No –contestó en voz alta. Y añadió–: No conozco ninguno secreto. Su reacción ante una pregunta es intensa y compleja. Cada frase es como un montón de piedras arrojadas a un estanque: los anillos entrelazados se difunden rápida y ampliamente por el Con y penetran en el Incon, provocando respuestas a todos los niveles. Al cabo de pocos segundos todo eso fue ocultado por un gran letrero que apareció en primer término en la alta Con, visualizado deliberadamente como la rosa y los planos, reforzado auditivamente mientras lo leía una y otra vez: ¡NO PASAR! ¡NO PASAR! ¡NO PASAR! La imagen empezó a hacerse borrosa y a fluctuar, dominada por señales somáticas. Flores dijo que estaba cansado y terminé la sesión (a las doce y cinco). Le quite la corona y las abrazaderas y le ofrecí una taza de té que recogí en el mostrador del vestíbulo. Se sorprendió por el detalle y las lágrimas se asomaron en sus ojos. Sus manos, tanto tiempo aferradas al sillón estaban agarrotadas y le costó trabajo sostener la taza. Le dije que no debía estar tan tenso y temeroso, que intentábamos ayudarle, no hacerle daño. Me miro. Los ojos son como la pantalla del psicos, pero no puedes leer en ellos. Me habría gustado que aún llevara puesta la corona pero, al parecer nunca puedes recoger en el psicos los momentos más Interesantes. –Doctora –dijo–, ¿por qué estoy en este hospital? –Para diagnosis y terapia. –Diagnosis y terapia... ¿de qué? Le dije que, aunque en aquel momento no lo recordara, se había comportado extrañamente. Me pregunto como y cuando, y le respondí que todo se aclararía cuando la terapia hiciera efecto. Aunque hubiera conocido su episodio psicopático yo habría dicho lo mismo. Era un procedimiento correcto, Pero me sentí en una posición falsa. Si el informe de la TRTU no hubiera sido secreto, yo estaría hablando conociendo los hechos. y habría podido contestar mejor a lo que me preguntó después –Me despertaron a las dos de la madrugada –explicó–, me encarcelaron, interrogaron, golpearon y drogaron, Supongo que me: comportaría un poco raramente en aquel momento. ¿No le habría pasado lo mismo a usted? –A veces –dije–, una persona sometida a tensión malinterpreta las acciones de otra gente. Bébase el té y le llevaré a la sala. Tiene fiebre. –La sala –dijo, con una especie de estremecimiento. Y añadió, casi desesperado–: ¿De verdad no sabe por qué me encuentro aquí? Esto fue extraño, como si me hubiera incluido en su sistema delusivo, en «su bando». Comprobar esta posibilidad en Rheingeld. Debería suponer que ello implicaría una cierta transferencia y no ha habido tiempo suficiente para eso. He pasado la tarde analizando las holografías de Jest y Sorde. Nunca he visto una imagen psicoscópica tan perfecta y vívida como aquella rosa, ni siquiera en alucinaciones causadas por las drogas. Las sombras de un pétalo sobre otro, la húmeda y aterciopelada textura de los pétalos, el color rosa repleto de luz natural, la corona central amarilla... Estoy segura que hasta el olor habría percibido si el aparato tuviera el sistema adecuado para ello. No se trataba de un recuerdo sino de algo real, enraizada en la tierra viva y en desarrollo, con el tallo, espinoso y fuerte, bajo ella. Muy cansada. Debo irme a la cama. Vuelvo a leer las notas de hoy. ¿Llevo bien el diario? Todo lo que he escrito es lo que sucedió y lo que se dijo. ¿Es espontáneo? Por lo menos era importante para mí.

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5 de septiembre. Hoy, mientras comía, he discutido el problema de la resistencia consciente con la doctora Nades. He explicado que ya había trabajado con obstáculos inconscientes (los niños y sujetos depresivos como Ana J.) y que tengo cierta habilidad para superarlos, pero que nunca me había encontrado con un obstáculo consciente como el letrero NO PASAR de F. S., o con el dispositivo que empleó hoy, efectivo durante toda una sesión de veinte minutos: concentración en su respiración, ritmos corporales, dolor en las costillas e impulso visual partiendo de la sala psicoscópica. La doctora sugirió que le vendara los ojos para superar el último truco, y que fijara mi atención en la dimensión Incon, puesto que él no puede evitar que aparezcan cosas allí. Con todo es sorprendente la amplitud de la zona de acción recíproca de sus campos Con e Incon, y la intensidad de resonancia de una sobre otra. Creo que su concentración en el ritmo respiratorio le permitió lograr algo parecido a una situación de «trance». Claro está que la gran parte de lo que se denomina trance es mero faquirismo ocultista, un rasgo primitivo sin interés para la ciencia operativa. Hoy Ana ha pensado para mi en «un día de mi vida». Todo tan gris y desvahído... ¡Pobrecilla! Ni siquiera le ha complacido nunca pensar en comida, aunque se sustenta con una ración mínima. La única cosa clara durante un Instante fue un rostro infantil, ojos castaño claro, una gorra de punto rosa, mejillas redondeadas... En la discusión que tuvimos después de la sesión, me explicó que siempre pasa por el patio de una escuela cuando va camino del trabajo porque «me gusta ver a los pequeños corriendo y gritando». Su marido aparece en la pantalla como un voluminoso traje de faena y un murmullo enojado, amenazante. ¿Se da cuenta de que no ve su rostro ni oye palabra alguna él dijera durante muchos años? Pero no hay razón para hablar de ello. Tal vez sea mejor que no lo haga. Hoy advertí que la labor que está haciendo es una gorra rosa. Por recomendación de la doctora Nades, leo Falta de afecto: un estudio de De Cams. 6 de septiembre. En medio de la sesión (respirando de nuevo), grité: «¡Flores!» Las dos dimensiones psíquicas quedaron en blanco pero la verificación somática apenas varió. Respondió en voz alta, soñoliento al cabo de cuatro segundos. No es un «trance», sino una autohipnosis. –El aparato controla su respiración –dije–. No me hace falta saber que sigue respirando. Es fastidioso. –Me gusta controlarme yo mismo, doctora. Me acerqué a él, le quité la venda y le miré. Tenía un rostro apacible, el que se acostumbra a ver en hombres que tratan con maquinaria, sensibles pero pacientes, como un asno. Eso es una estupidez. No lo tacharé. Se supone que debo ser espontánea al escribir. Los asnos tienen caras bonitas. Se les atribuye estupidez y rebeldía, pero su aspecto es inteligente y bonancible, como si hubieran sufrido mucho pero sin guardar rencor, como si tuvieran algún motivo para no ser rencorosos. Y el círculo blanco que rodea sus ojos los hace parecer indefensos. –Cuanto más respira –dije– menos piensa. Necesito su cooperación. Estoy intentando averiguar qué es lo que usted teme. –Pero yo lo sé –respondió. –¿Y por qué no me lo ha dicho? –Porque nunca me lo ha preguntado. –Eso es ilógico. –Y, pensándolo ahora, es gracioso mostrarse indignada ante un paciente mental por el hecho de que sea ilógico–. Bien, pues ahora se lo pregunto. –Temo al electroshock. Que me destruyan la mente. Que me retengan aquí. O que me dejen marchar cuando ya no recuerde nada. –Respiraba con dificultad mientras hablaba. –Bien, ¿por qué no piensa en eso mientras observo las pantallas? Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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–¿Por qué debo hacerlo? –¿Y por qué no? Ya me lo ha explicado, ¿por qué no puede pensar en ello? ¡Quiero ver el color de sus pensamientos! –El color de mis pensamientos no es de su incumbencia –dijo enfadado. Pero yo observaba la pantalla mientras hablaba y vi aquella actividad desguarnecida. Además, todo lo que hablábamos estaba siendo grabado, y lo he estudiado durante la tarde. Es fascinante. Hay dos niveles subverbales aparte de las palabras habladas. Todas las reacciones y distorsiones emotivo–sensoriales son vigorosas y complejas. El me «ve» de tres formas distintas, por ejemplo, o quizá más; ¡el análisis es terriblemente difícil!. Las correspondencias Con–lncon son muy complicadas, los recuerdos y las impresiones nuevas se mezclan con toda rapidez y, con todo, el conjunto está unificado en su complejidad. Es igual que esa máquina que F. estudiaba, muy intrincada pero única, matemáticamente armónica. Como los pétalos de la rosa. Cuando advirtió que yo estaba observando, empezó a gritar: «¡Mirona! ¡Maldita mirona! ¡Déjeme solo! ¡Váyase!» Después empezó a llorar. Durante varios segundos la pantalla reflejó claramente su imaginación: el mismo rompía las abrazaderas de la cabeza y los brazos, destrozaba a patadas el aparato y salía corriendo del edificio. En el exterior, la extensa cumbre de una colina, cubierta con hierba poco crecida y reseca, bajo el cielo del atardecer, y Flores allí, solo. Estaba agarrado a la silla, sollozando. Acabé la sesión, le quité la corona electródica y le pregunté si deseaba té, pero él se negó a responder. Desaté sus brazos y le traje una taza. Hoy había azúcar, una caja llena. Se lo hice saber y le dije que le pondría dos terrones. Bebió un poco de té. –¿Sabe que me gusta el azúcar? –dijo en un tono premeditadamente irónico, porque estaba avergonzado de sus lloros–. Supongo que lo debe saber por su psicoscopio. –No diga tonterías –respondí–. A todo el mundo le gusta el azúcar cuando pueden conseguirlo. –No, mi pequeña doctora, no pueden. En el mismo tono, me pregunto mi edad y si estaba casada. Se mostraba resentido. –¿No quiere casarse? –preguntó–. ¿Está aferrada a su trabajo? ¿A ayudar a los enfermos mentales a volver a una vida constructiva de servicio a la nación? –Me gusta mi trabajo porque es difícil e interesante. Como el suyo. A usted le gusta su trabajo, ¿no es cierto? –Me gustaba. Me he despedido de todo eso. –¿Por qué? –¡Zzzzzzt! –dijo dándose golpecitos en la cabeza–. Todo se ha ido, ¿no es así? –¿Por qué está tan convencido de que le prescribirán electroshock? Todavía no he dado mi diagnóstico. –¿Diagnosticarme? Mire, basta de comedia, por favor. Mi diagnóstico ya está hecho. Lo hicieron los instruidos doctores de la TRTU. Caso grave de desafección. Síntoma determinante: ¡Perversidad! Terapia: Encerradlo en una habitación llena de miserias humanas, llorosas y apaleadas, escrutad su mente igual que hicisteis con sus notas, y abrasadla... destrozadla. ¿Cierto, doctora? ¿Por qué todas estas preguntas, diagnósticos, tazas de té...? ¿No puede seguir adelante sin todo eso? ¿Debe escarbar en todo lo que soy antes de pegarle fuego? –Flores –dije pacientemente–, es usted el que está diciendo «acaben conmigo». ¿No se oye decirlo? El psicoscopio no destruye nada. Y tampoco estoy usándolo para obtener pruebas. Esto no es un tribunal, no se le está juzgando. Yo no soy juez. Soy médico. –Si usted es un médico –interrumpió–, ¿no puede ver que no estoy enfermo?

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–¿Cómo voy a ver nada si me impide el paso con sus estúpidos carteles de NO PASAR? –grité. Sí, grité. Mi paciencia era una actitud y se rompió en pedazos. Pero comprendí que esto le había afectado, y por eso continué–. Parece enfermo, actúa como un enfermo, dos costillas rotas, fiebre, inapetencia, arrebatos de llanto... ¿Es eso estar saludable? ¡Si no está enfermo, demuéstremelo! ¡Déjeme que vea cómo es por dentro, por dentro de todo eso! Bajó la vista hacia su taza, emitió una especie de risa y se encogió de hombros. –No puedo ganar –dijo–. ¿Para qué hablar con usted? ¡Parece tan honrada, maldita sea! Me fui. Es chocante cómo puede herirte un enfermo. El problema es que estoy acostumbrada a los niños, cuyo rechazo es total, como animales que tiemblan, se esconden o muerden en su pánico. Pero con este hombre, inteligente y de más edad que yo, primero hay comunicación, confianza, y luego el ataque. Es peor. Es penoso escribir todo esto. Vuelve a ser doloroso. Pero es útil. Ahora entiendo mucho mejor algunas cosas que F. dijo. Creo que no se lo enseñaré a la doctora Nades hasta que complete el diagnóstico. Si hay algo de cierto en lo que dijo de que le habían detenido por sospecha de desafección (y es realmente descuidado en la forma que habla), la doctora Nades podría pensar que debe hacerse cargo del caso, a causa de mi inexperiencia. Debería lamentarme por eso. Necesito experiencia. 7 de septiembre. ¡Tonta! Por eso te dio el libro de De Cams. Claro que lo sabe. Como directora de la sección tiene acceso al expediente de la TRTU sobre F. S.. Me dio este caso deliberadamente. No hay duda de que es educativo. Sesión de hoy: F. S. sigue colérico y huraño. Intencionadamente ha imaginado una escena sexual. Era un recuerdo, pero cuando ella estaba jadeando bajo F. este ha cambiado la cara por una caricatura de mi propio rostro. Fue muy vívido. Dudo que una mujer pudiera haberlo hecho; la memoria femenina sobre un acto sexual es normalmente menos clara y más sublime, la mujer y su acompañante no se convierten en marionetas de carne, con cabezas recambiables. Al cabo de un rato se cansó de la representación (pese a toda su vividez hubo poca participación somática, ni siquiera una erección) y su mente empezó a errar. Por primera vez. Volvió a surgir uno de los dibujos que había en el escritorio. Debe ser dibujante, porque modificó el plano con un lápiz. Al mismo tiempo sonaba una canción en la radio, en un tono mental puro. Y en el Incon, sobreponiéndose en la zona de acción recíproca, una habitación muy grande, en la penumbra, contemplada desde la estatura de un niño, los antepechos de las ventanas muy altos, anocheciendo tras las ventanas, oscureciéndose las ramas de los árboles, y en la habitación una voz de mujer, dulce, quizá leyendo en voz alta, a veces siguiendo la canción. Mientras tanto la ramera de la cama surgía y desaparecía en esfuerzos voluntarios, cada vez menos visible, hasta que solo quedó un pezón. Todo esto lo he analizado por la tarde. Es la primera secuencia, de unos diez segundos, que he podido analizar con claridad y por completo. –¿Qué ha aprendido? –preguntó F. al acabar la sesión, con su tono irónico. Me limité a silbar un trozo de la canción, y pareció asustarse. –Es una tonada muy bonita –dije–. No la había escuchado antes. Si es suya, no la silbaré en ningún otro sitio. –Es de un cuarteto. –Su cara de «asno», indefenso y paciente, miraba hacia otro lado–. Me gusta la música. ¿No vio...? –Vi a la chica. Y mi rostro sobre ella. ¿Sabe lo que me gustaría ver? Meneó la cabeza. Arisco. Avergonzado. –Su infancia. Esto le sorprendió. Estuvo callado un rato.

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–De acuerdo –dijo finalmente–. Tendrá mi infancia. ¿Por qué no? En cualquier caso va a obtenerlo todo... Escuche. Usted lo graba todo ¿no? ¿Puedo ver una grabación? Deseo ver lo que usted ve. –Claro que sí. Pero no le parecerá tan significativo como usted piensa. Tardé ocho años en aprender a observar. Empecé con mis propias grabaciones. Las estudié durante meses antes de lograr reconocer alguna cosa. Le puse en mi silla con el auricular. y repetí para él treinta segundos de la última secuencia. Después se quedó pensativo serio. –¿Qué era –preguntó– todo ese movimiento de escaleras arriba y abajo en, en último término, supongo que es la palabra? –Observación visual (sus ojos estaban cerrados) e impulso propioceptivo subconsciente. La dimensión Inconsciente y la corporal se sobreponen en gran medida todo el tiempo. Separamos las tres dimensiones porque raramente coinciden por completo, excepto en los bebés. El brillante movimiento triangular a la izquierda de la pantalla holográfica, era probablemente el dolor de sus costillas. –¡No lo considero así! –Usted no lo ve, ni siquiera era consciente de él en aquel momento. No podemos traducir un dolor de costilla en una pantalla holográfica, por esto lo simbolizamos visualmente. Igual sucede con todas las sensaciones, afectos, emociones... –¿Ve todo eso de golpe? –Ya le he dicho que me costó ocho años. ¿Y se da cuenta de que eso es tan solo una parte? Nadie puede reproducir toda una psique en una pantalla de cuatro patas. Nadie sabe los límites de la psique, como no sean los del universo. –Tal vez no sea tan necia, doctora –dijo al cabo de un momento–. Tal vez es solo que la absorbe su trabajo. Eso puede ser peligroso. Estar tan absorta en su trabajo... ya sabe. –Amo mi trabajo. y espero que sea de utilidad. Yo estaba atenta a síntomas de desafección. F. sonrió un poco y dijo, «Pedante», en tono de tristeza. Ana va progresando. Algunos problemas con la comida, todavía. Le he metido en el grupo de terapia mutua de George. Lo que necesita, o al menos una cosa que necesita, es compañía. Después de todo, ¿por qué ha de comer? ¿Quién desea que ella viva? Lo que denominamos psicosis a veces es simple realismo. Pero los seres humanos no pueden vivir tan solo de realismo. El modelo de F. S. no se ajusta a ninguno de los tipos psicoscópicos de paranoia clásica del Rheingeld. Me cuesta trabajo entender el texto de De Cams. La terminología política es muy distinta de la psicológica. Todo parece atrasado. Debo prestar mucha atención a partir de ahora en las sesiones de gimnasia de los domingos por la noche. Mi mente ha estado muy embotada. O quizá, como dijo F. S., demasiado absorta en mí trabajo... y sin prestar atención a su contexto, a eso se refería él. Sin pensar para qué trabajo. 10 de septiembre. El cansancio me ha impedido escribir este diario las dos últimas noches. Por descontado, todos los datos están grabados y en mis notas de análisis. He trabajado muchísimo con los análisis de F. S. Es muy excitante. Su mente es francamente inusual. No es brillante, sus tests de inteligencia arrojan un buen promedio, no es original o artista, no se perciben signos esquizofrénicos, no puedo decir de qué se trata. Me sentí honrada compartiendo la infancia que recordó para mí. No sé de qué se trata. Había dolor y miedo, por supuesto, la muerte de su padre por cáncer, meses y meses de miseria cuando F. S. Tenía doce años... Eso fue terrible, pero el resultado final no es dolor. No lo ha olvidado o reprimido, sino que lo ha cambiado todo por su amor a sus padres y a su hermana, por la música, por la forma, peso y ajuste de las cosas, por su recuerdo de la luz y los problemas de tiempos muy

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lejanos, por una mente que siempre actúa silenciosamente, buscando, buscando la integridad. Aún no puede hablarse de un coanálisis formal, es demasiado pronto, pero él colabora muy inteligentemente. Hoy le pregunté si era consciente respecto a la figura del Personaje Desconocido que acompañaba varios recuerdos Con en la dimensión Incon. Lo describí diciendo que tenía una enmarañada mata de pelo. –¿Se refiere a Dokkay? –dijo sorprendido. Aquella palabra había sido audible subverbalmente, pero no la había relacionado con la figura. Me explicó que, cuando tenía cinco o seis años, Dokkay era el nombre que ponía a un «oso» con el que normalmente soñaba o pensaba. –Yo cabalgaba sobre él –me explicó–. Era enorme, y yo muy pequeño. Derrumbaba las paredes y destruía las cosas, las cosas malas, ¿comprende?, los pillos, los espías, la gente que asustaba a mi madre, las cárceles, los callejones obscuros que me daba miedo atravesar, policías armados, el prestamista... A todos los vencía. Y, después, andaba por encima de los escombros, hacia la cumbre de la colina, llevándome en su lomo. Cuando llegábamos se estaba quieto. Siempre estaba anocheciendo. Las estrellas saldrían enseguida. Es extraño recordar esto. ¡Han pasado treinta años! Después se convirtió en una especie de amigo, un chico o un hombre, con el pelo igual que un oso. Siguió aplastándolo todo. y yo a su lado. Fue muy divertido. Escribo todo esto de memoria, no está grabado. La sesión se interrumpió por un corte de corriente. Es exasperante que el hospital ocupe un lugar tan bajo en la lista de prioridades del gobierno. Esta noche he asistido a la sesión de pensamiento positivo y he tomado notas. La doctora K. habló sobre los peligros y falsedades del liberalismo. 11 de septiembre. Esta mañana F. S. ha intentado mostrarme a Dokkay, pero no lo ha conseguido. –Ya no puedo verlo –dijo en voz alta, riéndose–. Creo que en algún momento me convertí en él. –Muéstreme cuando sucedió eso. –De acuerdo. Y al instante empezó a recordar un episodio de sus primeros años de adolescencia. No tenía nada que ver con Dokkay. F. vio una detención. Se le dijo que aquel hombre había sido detenido por difundir propaganda ilegal. Más tarde pudo ver uno de los panfletos. En el margen de su visibilidad se podía leer, «¿Existe una justicia igualitaria?» Lo leyó, pero sin recordar el texto, y tampoco pretendió ocultarlo de mi vista. La detención era un recuerdo intenso. La camisa azul del hombre joven, su tos, el sonido de los golpes, los uniformes de los agentes de la TRTU, un coche que se alejaba, un coche gris con sangre en la puerta... La escena se repitió una y otra vez. El coche enfilando la calle, alejándose por ella... Fue un suceso traumático para F. S. y podría explicar su exagerado temor ante la violencia de la justicia nacional, justificada en aras de la seguridad nacional. Esto pudo llevarle a comportarse irracionalmente cuando le investigaron, dando la impresión de que tendía a la desafección. Una impresión falsa, creo. Y voy a demostrar por qué lo creo. –Flores –le pregunté después de que recordara el caso–, piense en democracia por favor. –Mi pequeña doctora, no puede atrapar a un perro viejo con tanta facilidad. –No pretendo atraparle. ¿Puede pensar en democracia, si o no? –Pienso mucho en ella.

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E inició una actividad cerebral, música. Se trataba del coro de la última parte de la Novena Sinfonía de Beethoven, que reconocí gracias al tiempo que pasé estudiando arte en la escuela superior. Lo cantábamos para acompañar algún discurso patriótico. –¡No cambie de tema! –grité. –No grite, ya la oigo. La habitación estaba a prueba de ruidos, por supuesto, pero el sonido del audio era tremendo, como si miles de personas cantaran a coro. –No cambio de tema –dijo F. en voz alta–. Pienso en democracia. Eso es democracia. Esperanza, fraternidad, ningún obstáculo... Todos los obstáculos demolidos. ¡Yo, usted, nosotros hacemos el universo! ¿Lo oye? Volvió a surgir la cumbre de la colina, la hierba poco crecida, la sensación de elevación, el viento, el cielo... La música era el cielo. Cuando acabamos le quité la corona y le di las gracias. No entiendo por qué un médico no puede agradecer a un paciente el que le haya revelado tanta belleza, tanta riqueza. Es importante que el médico mantenga su autoridad, claro, pero no es preciso mostrarse dominante. Comprendo que en política las autoridades deban dirigir y ser acatadas, pero la medicina psicológica es algo distinto. Un médico no puede «curar» al paciente, el paciente se «cura» él mismo, sin nuestra ayuda, no es nada que contradiga al pensamiento positivo. 14 de .septiembre. Estoy aturdida después de mi larga conversación de hoy con F. S. Voy a intentar clarificar mis ideas. Flores está intranquilo, no puede participar en una terapia de trabajo debido a su lesión en las costillas. La calificación «violenta» de su conducta le afectaba profundamente y, por ello, he puesto en juego mi autoridad para que eliminaran la V de su expediente y le trasladaran a la sala B de hombres (eso fue hace tres días). Su cama es la inmediata a la del viejo Arca, y cuando fui a buscarle para la sesión encontré a los dos hombres hablando, F. sentado en la cama del otro. –Doctora Sobel –dijo F. S.–, ¿conoce a mi vecino, el profesor Arca, de la facultad de Artes y Letras de la universidad? Sí, claro que le conocía. Llevaba allí cuatro años más que yo. Pero F. S. habló con tanta cortesía y seriedad... –¿Cómo está usted, profesor Arca? –dije. Y estreché la mano del anciano. El profesor me saludó educadamente, como si fuera una extraña. Es normal que no reconozca a una persona de un día para otro. Luego me dirigí con F. a la sala psicoscópica. –Doctora –me preguntó Flores–, ¿sabe cuántos tratamientos de electroshock ha sufrido ese hombre? –No. –Sesenta. Me lo repite cada día. Con orgullo. –Hizo una pausa antes de seguir hablando–. ¿Sabía usted que era un erudito de fama internacional? Escribió un libro, La idea de la libertad, sobre las ideas del siglo xx respecto a la libertad en política, arte y ciencia. Lo leí cuando me hallaba en la escuela de ingenieros, El libro existía entonces. En las bibliotecas. Ahora ya no. En ningún sitio. Pregunte al doctor Arca. Ni siquiera sabe que lo ha escrito. –Después de una terapia electroconvulsiva –dije–, casi siempre hay fallos de memoria. Pero puede recuperar la consciencia, Es algo que ocurre muchas veces, espontáneamente. –¿Al cabo de sesenta sesiones? F. S. es un hombre alto, algo cargado de espaldas. Su figura es impresionante, hasta vestido con el pijama del hospital. Pero yo también soy alta. No me llama «ml pequeña doctora» porque tenga menos estatura que él. La primera vez que lo dijo fue cuando se enfadó conmigo y lo sigue diciendo cuando está enojado pero, por lo que me conoce, no pretende herirme. Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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–Mi pequeña doctora –dijo hoy–, deje de fingir. A este hombre le destruyeron la mente con toda deliberación, y usted lo sabe. Ahora intentaré escribir con exactitud lo que respondí, porque es Importante. –No apruebo el uso de la terapia electroconvulsiva como método normal. No recomendaría su empleo para mis pacientes, a no ser que se tratara de casos específicos de melancolía senil. Elegí la psicoscopía porque es un método integrativo, no destructivo. Todo esto es cierto, y, sin embargo, nunca antes lo había dicho o pensado. –¿Qué recomendará en mi caso? –preguntó F. Le expliqué que, en cuanto terminara mi diagnóstico, mis recomendaciones serían sometidas a la aprobación de la directora y de la subdirectora de la sección. Dije que, hasta el momento, nada en su historia o personalidad justificaba el uso de la terapia de electroshock, pero que, al fin y al cabo, aún no habíamos avanzado mucho. –Demos tiempo al tiempo –dijo, mientras caminaba penosamente, con los hombros caídos. –¿Por qué? ¿Le gusta estar así? –No. Me gusta usted. Y me gustaría retrasar el final inevitable. –¿Por qué insiste en un final inevitable, Flores? ¿No comprende lo irracional que es pensar en ese único punto? –Rosa –era la primera vez que utilizaba mi nombre de pila–, Rosa, es imposible ser racional con el infortunio. Hay aspectos que la razón no puede considerar. Claro que soy irracional, me enfrento a una destrucción inminente de mi memoria, de mí mismo. Pero no me equivoco. Sabe que no me dejarán salir de aquí sin... –Dudó mucho antes de completar la frase–. Sin cambiarme. –Un episodio psicopático... –No tuve ningún episodio psicopático. Ya debería saberlo. –Entonces, ¿por qué le enviaron aquí? –Algunos de mis colegas prefieren considerarse rivales, competidores. Me enteré de que informaron a la TRTU que yo era un liberal subversivo. –¿Qué pruebas tenían? –¿Pruebas? –Habíamos llegado ya a la sala psicoscópica. Se llevó las manos a la cara por un instante y rió como aturdido–. ¿Pruebas? Bien, hubo una reunión en mi sección y estuve hablando con un visitante extranjero, un colega, un proyectista. Y tengo amigos, ya sabe, gente que no produce, bohemios. Y este verano demostré al jefe de sección por qué un proyecto que ya había sido aprobado por el gobierno no funcionaría. Eso fue una tontería. Tal vez me encuentro aquí por... por imbécil. Además, leo. He leído el libro del profesor Arca. –Pero todo eso no es importante, usted piensa positivamente, ama su patria, ¡eso no es desafección! –No lo sé. Amo la idea democrática, la esperanza, sí, amo eso. No podría vivir sin ello. ¿Pero a la patria? ¿Se refiere a eso que hay en el mapa, fronteras, y que todo lo que hay dentro de las fronteras es bueno, y que no importa lo que haya fuera de ellas? ¿Cómo es posible que un adulto ame una idea tan infantil? –Pero usted no traicionaría la nación ante un enemigo exterior. –Bien, si tuviera que elegir entre la nación y la humanidad, o entre la nación y un amigo... tal vez lo haría. Si es que eso es traición. Para mi es moralidad. F. es un liberal. A eso exactamente se refería la doctora Katin el domingo pasado. Se trata de una psicopatía clásica: ausencia de afecto normal. Dijo. «tal vez lo haría», con tanta frialdad... No. Eso no es verdad. Lo dijo con dificultad, con dolor. Fui yo la que se sorprendió por no sentir nada... impasible, fría. ¿Cómo voy a tratar este tipo de psicosis, una psicosis política? He leído dos veces el libro de De Cams y creo que ahora lo entiendo, pero sigue habiendo este vacío Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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entre lo político y lo psicológico. El libro me enseña cómo pensar, pero no cómo actuar positivamente Comprendo cómo debería pensar y sentir F. S., y la diferencia entre eso y su presente estado mental. Pero no sé cómo educarle para que piense positivamente. De Cams dice que la desafección es una condición negativa que debe ser superada con ideas y emociones positivas, pero esto no encaja con F. S. El vacío no está en él. De hecho, es en ese vacío de De Cams, entre lo político y lo psicológico, donde encajan sus ideas. Pero si son ideas erróneas, ¿cómo explicarlo? Necesito que me aconsejen, pero no puedo pedírselo a la doctora Nades. Cuando me dio el De Cams me dijo que allí encontraría todo lo que me hiciera falta. Si le digo que no ha sido así estaría confesando mi incompetencia y me quitaría el caso. Realmente, creo que es una especie de caso de prueba, que me están probando. Necesito esta experiencia, estoy aprendiendo, y además el paciente confía en mí y me habla con toda libertad. Porque sabe que todo lo que me diga será confidencial. Así que no puedo enseñar este diario o discutir estos problemas con nadie hasta que la curación esté en marcha y ya no sea imprescindible el secreto. Pero no veo cuando puede llegar ese momento. Parece como si la confidencia tuviera que ser siempre algo esencial entre nosotros. Debo enseñarle a que adapte su conducta a la realidad o le enviarán a terapia de electroshock cuando la sección revise los casos en noviembre. En eso F. tiene toda la razón. 9 de octubre. Dejé de escribir el diario cuando el material de F. S. le pareció (o me lo pareció a mí) «peligroso», Acabo de leerlo todo esta noche y me he dado cuenta de que nunca podré mostrárselo a la doctora N, Voy a proseguir y escribiré todo lo que me venga en gana, Tal como ella me dijo, aunque creo que siempre esperó poderlo leer. Pensó que yo se lo enseñaría, y así lo hice, al principio, o que no tendría problemas si me pedía verlo. Y ayer lo hizo, pero respondí que lo había dejado porque solo hacía que repitiera las cosas que ya constan en los registros de análisis. Su desaprobación fue evidente, pero no dijo nada. Nuestra relación maestra–alumna ha cambiado durante las últimas semanas. Ya no estoy tan necesitada de dirección, y tras la salida del hospital de Ana Jest, el documento sobre el autismo y mi logrado análisis de las grabaciones de T .R. Vinha la doctora ya no puede pretender que siga dependiendo de ella. Pero es posible que se resienta de mi independencia. He arrancado las tapas del cuaderno y conservo las páginas sueltas en el hueco de la cubierta del Rheingeld. Será difícil que las encuentre allí. Mientras estaba haciendo eso me entró dolor de estómago y de cabeza. Alergia: Una persona puede estar expuesta al polen o picada mil veces por las pulgas sin manifestar reacción. Pero si contrae una infección virulenta, un trauma psíquico, o le pica una abeja, empezará a estornudar, toser, rascarse, llorar, etc., a la próxima ocasión que encuentre polen o que le pique una pulga. Lo mismo ocurre con otros irritativos. La persona debe ser sensibilizada. ¿Por qué hay tanto miedo allí?, me preguntaba hace algún tiempo. Ahora ya lo sé. ¿Por qué no hay intimidad? Es injusta y sórdida. No puedo leer los archivos «secretos» que ella tiene en su oficina, pero yo trabajo con los pacientes y ella no. Yo no debo tener material «secreto». Eso corresponde solo a las personas autorizadas. Todos sus secretos son buenos, hasta cuando son mentiras. Escucha. Escucha, Rosa Sobel. Doctora en medicina, titulada en psicoterapia, titulada en psicoscopía. ¿Te estás adaptando? ¿A quién pertenecen tus pensamientos? Has estado trabajando de dos a cinco horas diarias durante seis semanas en el interior de la mente de una persona. Una mente generosa, íntegra, sana. Nunca antes habías hecho algo así. Solo habías trabajado con inválidos y asustados. Nunca antes te habías enfrentado a esto. ¿Quién es el terapeuta, tú o él? Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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Pero si él está bien, ¿qué es lo que tengo que curar? ¿Cómo puedo ayudarle? ¿Cómo puedo salvarle? ¿Enseñándole a mentir? (Sin fecha). He pasado las dos últimas noches hasta las doce revisando las pruebas psicoscópicas del profesor Arca. Grabadas cuando fue admitido, hace once años, ante del tratamiento electroconvulsivo. Esta mañana, la doctora N. me preguntó por qué había buscado «expedientes tan antiguos» (eso significa que Selena le informa de los expedientes que se emplean). (Conozco perfectamente la sala de psicoscopía pero es igual, la escudriñaré diariamente a partir de ahora). Contesté que me interesaba estudiar el desarrollo de la desafección ideológica en los intelectuales. Coincidimos en que el intelectualismo tiende a nutrir el pensamiento negativo y puede desembocar en psicosis, y que los que lo padecían debían ser tratados mentalmente, igual que el profesor Arca, y devueltos a la sociedad en el caso de que siguieran siendo competentes. Fue una discusión interesante y armoniosa. Mentí. Mentí. Mentí deliberadamente, sabiendo que lo hacía. Ella mintió. Es una mentirosa. ¡También es una intelectual! Toda ella es una mentira. Y una cobarde, me temo. Busqué las grabaciones de Arca para obtener una perspectiva. Para demostrarme que Flores no es único ni excepcional. Esto es cierto. Las diferencias son fascinantes. La dimensión Con del doctor Arca era espléndida arquitectónica, pero el material Incon era menos consistente e interesante. El doctor Arca sabía mucho más que Flores y la potencia y belleza de los movimientos de su pensamiento era también muy superior. Flores es a menudo muy confuso. Eso constituye un elemento de su vitalidad. El doctor Arca es... fue un pensador abstracto, igual que yo, y por eso disfruté menos con sus grabaciones. Eché a faltar la solidez, el realismo espaciotemporal y la intensa claridad sensorial de la mente de Flores. Esta mañana, en la sala de psicoscopía, expliqué a F. lo que había estado haciendo. Su reacción, cosa normal, no fue la que yo esperaba. Aprecia al anciano y pensé que esto le gustaría. –¿Han conservado las grabaciones y han destruido la mente, es eso lo que me está diciendo? –dijo. Le aclaré que todas las grabaciones se conservan para usos educativos, y le pregunté si eso no le alegraba, si no le confortaba saber que aún existía un registro de los pensamientos originales de Arca. Después de todo, ¿no era algo parecido a su libro, el residuo final de una mente que tarde o temprano envejecería y que, de todas formas, moriría? –¡No! –repuso–. ¡No, porque el libro está prohibido y la grabación es secreta! ¿Sin libertad ni intimidad, ni siquiera en la muerte? ¡Eso es lo peor de todo! Al finalizar la sesión me preguntó si me atrevería a destruir sus grabaciones de diagnóstico, en el caso de que fuera enviado a terapia de electroshock. Respondí que era muy fácil archivar mal o perder ese tipo de registros, pero que me parecía una pérdida cruel. Yo había aprendido de él y otras personas podrían hacer lo mismo, más tarde. –¿Es que no comprende que no podré servir a la gente con pasaportes de seguridad? No me utilizarán, esa es toda la cuestión. Usted nunca me ha utilizado. Hemos trabajado juntos. Hemos cubierto el plazo los dos juntos. En el último período, la cárcel había ocupado ampliamente sus pensamientos. Fantasías, ilusiones de cárceles, campos de concentración... Sueña con la cárcel igual que un preso sueña con la libertad. Realmente, si yo supiera la forma adecuada, le enviaría a la cárcel. Pero es imposible: está aquí. Si informara que él es peligroso políticamente hablando, volverían

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a llevárselo a la sala de violentos y le aplicarían el electroshock. Aquí no hay jueces para condenarlo a vivir. Tan solo médicos para dar sentencias de muerte. Lo que puedo hacer es prolongar el diagnóstico tanto como sea posible, y hacer una solicitud para coanálisis total, acompañada de un firme pronóstico de curación completa. Pero ya he redactado tres veces el informe y resulta muy difícil escribirlo de forma que quede claro que yo conozco el carácter ideológico de la enfermedad (para que no anulen al instante mi diagnóstico) y al mismo tiempo parezca un caso benigno y curable de modo que me permitieran tratarlo con el psicoscopio. Y entonces, ¿por qué malgastar un año empleando un equipo muy costoso, cuando se tiene a mano una cura económica y sencilla? No importa lo que yo diga, siempre recurrirán a este argumento. Faltan dos semanas para la revisión de casos de la sección. Debo escribir el informe de tal manera que les resulte imposible rechazarlo. Pero... ¿Y si Flores tiene razón? ¿Y si todo esto es solo una comedia, mentira tras mentira? ¿Y si ellos tienen órdenes, ya desde el principio, de la TRTU? «Destruidlo...» (Sin fecha). Hoy revisión de la sección. Si me quedo aquí puedo hacer algo, algo bueno. No no no no no quiero no quiero ni siquiera esto qué puedo hacer ahora cómo puedo detenerlo. (Sin fecha). La noche pasada soñé que corría a lomos de un oso por un profundo desfiladero entre escarpadas montañas, que se elevaban hacia un cielo obscuro, era invierno, había hielo en las rocas. (Sin fecha). Mañana por la mañana le diré a Nades que dimito y pediré que me trasladen al hospital infantil. Pero ella debe aprobar el traslado. Si no lo hace estoy perdida. Ya lo estoy ahora. He cerrado la puerta para escribir esto. En cuanto lo haya escrito lo quemaré todo. Todo se ha terminado. Nos encontramos en el vestíbulo. El estaba con un enfermero. Le cogí la mano. Era grande, huesuda, y estaba muy fría. –¿Ha llegado el momento, Rosa? –preguntó–. ¿El electroshock...? Me habló en voz baja. Yo no quería que perdiera la esperanza antes de que bajara las escaleras y llegara al pasillo.. El pasillo es muy largo. –No –contesté–. Algunas pruebas más... un electroencefalograma, probablemente. –Entonces, ¿nos veremos mañana? –Sí. Y nos vimos. Entré allí esta tarde. F. estaba despierto. –Soy la doctora Sobel, Flores –dije–. Soy Rosa. –Mucho gusto en conocerla –respondió en un murmullo. Padece una ligera parálisis facial, en el lado izquierdo. Desaparecerá. Soy Rosa. Soy la rosa. La rosa, soy la rosa. La rosa sin flor, la rosa toda espinas, la mente que él hizo, la mano que él tocó, la rosa de invierno...

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El Sueño de Newton

Cuando el gobierno de la Unión Atlántica, que había financiado la SPES Society como proyecto reservado, cayó en el Golpe del Año Bisiesto, Maston y sus hombres estaban preparados; de la noche a la mañana, los bienes, documentos y miembros de la sociedad se esfumaron a través de la frontera de los Estados Unidos de América. Después de una rápida reagrupación, pidieron tierras a la República de California, en calidad de culto milenario, y se les permitió establecerse en los despoblados pantanos químicos del valle de San Joaquín. La ciudad–cúpula que construyeron era un prototipo del mismo Special Earth Satellite, habitable hasta el punto de que algunos colonos preguntaron: ¿por qué meternos en ese ingente gasto de dinero y trabajo, por qué no establecernos aquí? Pero la ruptura del tratado de Calmex y las primeras invasiones desde el sur, además de un a nueva epidemia fúngica, demostraron una vez más que la Tierra no era una opción viable. Los equipos de construcción hicieron el trayecto de ida y vuelta cuatro veces al año durante cuatro años. Siete años después de mudarse a California, en diez últimos entre la plataforma de lanzamiento en la Tierra y la burbuja dorada suspendida en el punto de libración, trasladaron a los colonos a Spes y la seguridad. Cinco semanas más tarde, los monitores Spes informaron que las hordas de Ramírez habían invadido Bakersfield y habían destruido la torre de lanzamiento, saqueando lo poco que dejaron atrás y quemando la cúpula. – Hemos escapado por los pelos –dijo Noah a su padre Ike. Noah tenía once años y leía mucho. Descubría el mismo las frases hechas y las usaba con un solemne placer. – Lo que no entiendo es por qué no hizo todo el mundo lo mismo que nosotros –dijo Esther, de quince años. Se subió las gafas, frunciendo el ceño ante las imágenes que mostraban las pantallas del monitor. La cirugía correctiva no había ayudado a mejorar sus graves deficiencias visuales. Los problemas que planteaban su sistema inmunológico y sus reacciones alérgicas descartaban el transplante de ojos; ni siquiera podía usar lentes de contacto. Llevaba gafas, como un niño pobre. Pero un par de años allí, en el medio absolutamente libre de polución de Spes, bastaría para que no tuviese más problemas, le habían asegurado los médicos a Ike, y podría elegir un par de ojos 20–20 del congelador de órganos. Entonces serás mi niña de mis ojos, había bromeado su padre después del fracaso de la tercera operación, cuando ella tenía trece años. Lo importante era que el defecto era de desarrollo, no genético. – Incluso tus genes son perfectos –le había dicho Ike–. Noah y yo tenemos el recesivo de la escoliosis, pero tú, mi muchachita, eres helicoidalmente perfecta. Noah tendrá que encontrar una pareja en los grupos B o C, pero tú puedes escoger entre toda la colonia, eres una No Restringida. Sólo hay otros doce No Restringidos en todo el grupo. – Así que podré ser promiscua –había dicho Esther, con el rostro impasible bajo los vendajes–. Larga vida al Número Trece. Ahora estaba de pie junto a su hermano; Ike los había convocado en la sala de monitores para que vieran lo que había ocurrido con la cúpula de Bakersfield. Algunos entre las mujeres y los niños de Spes eran propensos a ponerse sentimentales, a tener nostalgia, decían: él quería que sus hijos vieran la Tierra y por qué la habían abandonado. La IA, programada para seleccionar información de interés para la Colonia, cerró el reportaje sobre Bakersfield con una proyección de las conquistas de Ramirez y luego pasó a un estudio meteorológico peruano de la cuenca del Amazonas. Dunas y planicies rojizas y desnudas llenaron la pantalla mientras la voz en off, una traducción al inglés corriente de la IA, seguía murmurando.

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– Échale una ojeada a eso –dijo Esther mirando y subiéndose las gafas–. Todo está muerto. ¿Cómo no está todo el mundo aquí arriba? – Dinero –dijo su madre. – Por que la mayoría de la gente no desea confiar en la razón –dijo Ike–. El dinero, los medios, son un factor secundario. Durante cien años, todo aquel decidido a mirar el mundo racionalmente ha podido ver lo que estaba ocurriendo: agotamiento de los recursos, explosión demográfica, la quiebra del poder. Pero para actuar de acuerdo con un juicio racional hay que confiar en la razón. La mayoría prefiere confiar en la suerte o en Dios o recurrir a una excusa fácil. La razón es dura. Es duro planear cuidadosamente, esperar años, tomar decisiones difíciles, ahorrar dinero, guardar un secreto para que otros no lo descubran, o la avaricia o la estupidez lo estropeen. ¿Cuántos pueden seguir el camino recto en medio de un mundo que se desintegra? La razón es la brújula que nos salvó. – ¿Nadie más lo intentó siquiera? – No que nosotros sepamos. – Hubo los Foys –intervino Noah–. Leí sobre ellos. Metieron montones de personas en algo parecido a los congeladores de órganos, personas enteras vivas, construyeron unos cohetes baratos y los lanzaron al espacio; les dijeron que dentro de mil años todos llegarían a una estrella y despertarían. Y ni siquiera sabían si la estrella tendría algún planeta. – Y el guía, el reverendo Keven Foy, estaría allí para darles la bienvenida a la Tierra Prometida –dijo Ike–. Pensaban que estaban comprándose una parcela de cielo... ¡Pobres porciones de merluza! Así los llamaba la gente. Yo tenía más o menos tu edad, los vi en las noticias, subiéndose a esos Foys. La mitad de ellos ya con la fúnguica o VMR–positivos. Con niños en los brazos, cantando. Ésa no era gente que confiara en la razón. Era gente desesperada. El holovid mostró una inmensa tormenta de polvo que se desplazaba apenas, lentamente, sobre los desiertos de la Amazonia. Tenía unos colores mortecinos y sucios: rojos, grises y marrones. – Somos afortunados, supongo –dijo Esther. – No –dijo su padre–. La suerte no tiene nada que ver. Ni tampoco somos un pueblo escogido. Nosotros escogimos. Ike habló en un tono áspero, raro en él, y sus hijos le echaron una rápida mirada y su mujer lo observo largamente. Los ojos de ella eran de un límpido castaño claro. – Y nos sacrificamos –dijo ella. Ike asintió. Se dijo que ella sin duda pensaba en la madre de él. Sarah Rose tenía derecho a uno de los cuatro huecos reservados para mujeres especialmente cualificadas que ya habían pasado la edad de concebir. Pero cuando Ike le dijo que había conseguido meterla, ella explotó: –¿Vivir en esa cosa horrible y minúscula, en ese cojinete de ruedas que no va a ninguna parte? ¿Sin aire, sin espacio? –Él había tratado de explicarle lo de los paisajes, pero ella lo interrumpió: –¡Issac, en la cúpula de Chicago, de un kilómetro y medio de anchura, tenía claustrofobia! Olvídalo. Llévate a Susan, llévate a los niños y déjame aquí que respire aire contaminado, ¿de acuerdo? Tú vete. Envíame postales desde Marte. –Murió de VMR–3 en menos de tres años. Cuando la hermana de Ike llamó para decirle que Sarah estaba muriéndose, él ya había pasado la descontaminación; dejar la cúpula de Bakersfield significaría volver a pasarla otra vez, además de exponerse a la infección de la última y peor forma del virus de mutación rápida que ya había dado cuenta de unos dos billones de vidas hasta el Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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momento, más que el síndrome de la radiación lenta, y casi tantas como la hambruna. Ike no fue. Luego llegó el mensaje de su hermana: “Mamá murió el miércoles por la noche, funeral a las diez el viernes”. Él intentó comunicarse por fax, canal, vídeo, pero no lo consiguió, o quizá su hermana no aceptó los mensajes. Era una vieja herida ahora. Ellos habían escogido. Se habían sacrificado. Tenía a sus hijos delante, los hermosos niños por quienes se había hecho el sacrificio, en nombre de la esperanza y el futuro. En la Tierra era a los niños a quienes se sacrificaba ahora. Se los sacrificaba al pasado. – Nosotros escogimos –dijo–, nos sacrificamos y fuimos salvados. – La palabra lo sorprendió cuando la dijo. – Eh –dijo Noah–, vamos, Es, son las quince, nos perderemos el programa.– Y el chico larguirucho y la muchacha fornida salieron por la puerta y atravesaron el Común. Los Rose vivían en Vermont. Cualquiera de los paisajes habría estado bien para Ike, pero Susan dijo que Florida y Boulder parecían falsos y Urban la haría subir por las paredes. Así que la unidad daba al Común Vermont. La Unidad de Reunión hacia la que iban los chicos tenía una fachada blanca con un esbelto campanario, y en la proyección del horizonte había unas colinas boscosas azules y protectoras. La luz en el Cuadrante Vermont caía obligadamente en un ángulo fijo. “Siempre es tarde en la mañana o temprano en la tarde –dijo Susan–, siempre da tiempo a hacer las cosas.” Eso era falsear un poco la realidad, pero no peligrosamente, pensó Ike, y no dijo nada. Él sólo necesitaba tres o cuatro horas de sueño, siempre había sido una persona nocturna de todos modos, y le gustaba poder contar con que las noches tendrían siempre la misma duración, en vez de ser demasiado cortas en verano. – Te diré una cosa –le dijo a Susan, pensando todavía en los niños y en la insistente mirada que ella le había echado. – ¿De qué se trata? –preguntó ella, mirando el holovid, que mostraba la tormenta de polvo desde la estratosfera, una mancha que se arrastraba a la deriva y extendía unos largos dedos. – No me gustan los monitores. No me gusta mirar abajo. Le costó un poco admitirlo, decirlo en voz alta; pero Susan se limitó a sonreír y dijo: – Lo sé. Ike esperaba algo más. Quizá ella no había entendido lo que ella había querido decir. – A veces desearía que los apagáramos –dijo, y se rió–. No, en realidad no. Pero... son una carga, una atadura, un cordón umbilical. Ojalá pudiéramos cortarlo en dos. Desearía que empezaran de nuevo. Absolutamente limpios y claros. Me refiero a los niños. Ella asintió. – Sí, sería lo mejor. – Los hijos de ellos lo conseguirán, de todos modos... En el comité de Educación están debatiendo una cuestión interesante. Ike era físico ingeniero, seleccionado por Maston como especialista jefe en la IA Schoenfelt de Spes; actualmente el más importante de sus ocho trabajos era de

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director del Grupo de Diseño Ambiental de la segunda nave Spes, ahora en proceso de construcción. – ¿Sobre qué? – Al Levaitis propuso que quitáramos los paisajes. Habló largo y tendido. Dijo que era una cuestión de honestidad. Dejemos que cada zona tenga su propia estética en vez de disfrazarlas. Si Spes es nuestro mundo, aceptémoslo como es. La próxima generación... ¿qué sentido tendrán para ellos estas recreaciones del escenario terrestre? Muchos de nosotros sentimos que tenía razón. – Seguro que la tiene –dijo Susan. – ¿Podrías vivir así? ¿Sin ilusión de extensión, sin horizonte, sin iglesia de pueblo, sin siquiera astrocésped, solamente metal y cerámica? ¿Lo aceptarías? – ¿Lo harías tú? – Creo que sí. Simplificaría las cosas... Y como dijo Al, sería honesto. No seguiríamos aferrados al pasado, nos daría la libertad de poder mirar la realidad y el futuro. ¿Sabes?, ha sido un camino tan largo que es difícil recordar que lo hemos recorrido, pero estamos aquí, construyendo ya otra colonia. Cuando haya un enjambre de colonias en cada óptimo, si deciden construir la Gran Nave y salir del Sistema Solar, ¿qué importancia tendrá para ellos lo que ocurra en la Tierra? Serán habitantes del espacio. Y ésa es la idea, esa libertad. No me importaría probarla ahora. – Entiendo. Me da un poco de miedo simplificar demasiado –dijo ella. – Pero esa torre ¿qué significado tendrá para alguien que nació y se crió en el espacio? Basura sin sentido. Un pasado muerto. – No sé lo que significa para mí –dijo ella–. Seguro que no es mi pasado. Pero la pantalla había llamado la atención de Ike. – Mira eso –dijo. Era un gráfico del litoral del Perú en 1990 y en 2040; la línea superior mostraba el retroceso de la tierra frente a las aguas–. El clima –dijo Ike–. ¡El clima era lo peor! ¡Teníamos que librarnos de esa estúpida e imposible imprevisibilidad! Una torre medio desmoronada sobresalía sobre las olas, todo lo que quedaba de Miraflores. El mar estaba encrespado, el cielo, pesado, gris, neblinoso. Ike volvió la mirada del holivod a la serena Nueva Inglaterra ilusoria y vio la verdadera protección que había detrás, manteniéndolos a salvo, a salvo y libres, cobijados. La verdad os hará libres, pensó, y abrazando a su mujer, lo dijo en voz alta. Ella le devolvió el abrazo y dijo: – Eres un encanto –reduciendo la declaración a lo meramente personal; de todos modos, él se sintió complacido. Mientras se encaminaban a la hilera de ascensores, se dio cuenta de que era feliz. Los íones negativos de la atmósfera podían tener algo que ver, se recordó a sí mismo. Pero no era una sensación sólo física. Era lo que el hombre había buscado durante tanto tiempo y nunca había encontrado, lo que nunca podía encontrar en la Tierra: una felicidad racional. Allí abajo, todo lo que habían tenido era la vida, la libertad y esa búsqueda. Ahora ni siquiera tenían eso. Los Cuatros Jinetes los perseguían entre el polvo de un mundo agonizante. Y, una vez más, esa extraña palabra le volvió a la mente: salvados. Hemos sido salvados. En el tercer trimestre del segundo año en Spes se convocó una reunión para revisar el programa de estudios académicos. Ike asistía como padre preocupado, Susan como madre y profesora extemporánea de nutrición, y Esther porque se invitaba a los adolescentes como parte de la política de desarrollo y su padre quería que estuviera allí. El presidente del comité, Dick Allardice, dio el típico discurso sobre objetivos y logros, y luego algunos profesores presentaron informes e hicieron sugerencias. Ike habló brevemente sobre la necesidad de incrementar la instrucción en IA. Todo Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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rutinario, hasta que Sonny Wigtree se levantó. Sonny era un tipo risueño y de hablar cansino de la CSA, con cuatro o cinco títulos de buenas universidades y una mente como un cepo de acero. – Me gustaría saber si piensan seguir enseñando geología –dijo, con un tono bajo y desaprobador–. Me gustaría saberlo. Ike todavía estaba traduciendo mentalmente a su dialecto de Connevticut lo que Sonny había dicho, cuando Sam Henderson se levantó para responder. La geología era una de las subespecialidades de Sam. – ¿Qué quieres decir, Sonny? –dijo con su gangueo de Ohio–. ¿Estás sugiriendo que retiremos la geología del programa de estudios? – Yo sólo pregunto qué piensan del tema. Ike entendió que Sonny había alineado los votos cruciales y estaba a punto de mover una pieza. Sam entró en el juego: – Bien, creo que vale la pena discutirlo. Alison Jones–Kurawa, que enseñaba ciencias terrestres a los de Nivel Tres, se levantó de un salto y Ike esperó la previsible defensa emocional: no debemos permitir que los niños de Spes crezcan sin saber nada del Planeta Natal, etc. pero Alison se limitó a decir que un conocimiento científico limitado a la composición y los contenidos de Spes era peligrosamente superabstracto. – Si por algún motivo decidimos terraformar la Luna, por ejemplo, en vez de construir la Gran Nave, ¿no sería mejor que supieran lo que es una roca? –Punto a favor pensó Ike, pero que no viene al caso, porque la cuestión no era la necesidad de mantener la geología en el programa de estudios, sino la influencia de Sonny Wigtree, John Padopoulos y John Kelly en el Comité de Educación. El discurso trataba del poder, y los profesores no lo entendían; algunas mujeres sí. El resultado fue tan previsible como la discusión. Lo único inesperado fue que John Kelly atacara a Mo Orenstein. Mo dijo que la Tierra era un laboratorio para Spes y que se debería usar como tal, y se embarcó en cómo sus alumnos de química habían aprendido a identificar toda una serie de reacciones cocinando un guijarro que él había traído del Monte Sinaí como souvenir y espécimen de laboratorio – –, momento en que John Kelly intervino bruscamente: – ¡Ya es suficiente! ¡El tema es la geología, no la etnología! –y Mo enmudeció, sorprendido por el tono de Kelly; Padopoulos aprovechó para presentar la moción. – Mo parece irritar a John Kelly –comentó Ike mientras se dirigían a los ascensores por el Corredor A. – ¡Oh, mierda, papá! –dijo Esther. A los dieciséis años, Esther había ganado un poco de altura, aunque seguía encorvándose como si proyectara la cabeza hacia adelante intentando ver a través de las gruesas gafas que le resbalaban por la nariz. Tenía un carácter bastante inestable, y últimamente parecía que Ike no podía decir nada sin que ella se molestase. – “Mierda” no es un argumento que favorezca la conversación, Esther –dijo él, suavemente. – ¿Qué conversación? – El tema, por lo que he entendido, era la impaciencia de John con Mo. – ¡Oh, mierda, papá! – Basta ya, Esther –dijo Susan. – ¿Basta qué?

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– Si, como parece, sabes por qué John estaba fastidiado, ¿te importaría compartir tu información? –dijo Ike. Cuando se trabaja duro para no ceder a los impulsos irracionales, es desalentador no obtener otra respuesta que emociones. La pregunta perfectamente correcta, pensaba él, puso a Esther tan furiosa que ni siquiera podía hablar. Las gruesas gafas le echaron una mirada de fuego. Él apenas podía verle los ojos grises. Esther se adelantó y se metió en un ascensor que pareció abrirse para acomodar toda su rabia. No sujetó las puertas para esperarlos. – Bueno –dijo Ike con cansancio, mientras esperaban el siguiente ascensor a Vermont–. ¿A qué ha venido todo esto? Susan se encogió ligeramente de hombros. – No comprendo esa manera de actuar. ¿Por qué es tan brusca, tan agresiva? – Quizá no era una pregunta nueva, pero Susan ni siquiera intentó contestarla. Él se sintió molesto.– ¿Qué cree que gana comportándose de esa manera? ¿Qué es lo que quiere? – Timmy Kelly te llama Kike [Nombre despectivo que se aplica a los judíos en inglés coloquial] Rose –dijo Susan–. Esther me lo contó. Él la llama Kikey Rose en el colegio. Ella dijo que preferiría que la llamara cuatro ojos. – Oh, oh... mierda –dijo Ike. – Exactamente. Caminaron hacia Vermont en silencio. Cuando cruzaban el Común bajo las pseudoestrellas, él dijo: – No entiendo dónde ha podido aprender esa palabra. – ¿Quién? – Timmy Kelly. Es de la edad de Esther, un año más joven. Se ha criado en la Colonia lo mismo que ella. Los Kelly llegaron un año después que nosotros. ¡Dios mío! Mantenemos fuera cualquier virus, cualquier bacteria, cualquier espora, pero esto, esto entra. ¿Cómo? ¿Cómo es posible? Te digo una cosa, Susan, habría que desconectar esos monitores. Todo lo que los niños ven y oyen de la Tierra es una lección de violencia, intolerancia, superstición. – No hacía falta que escuchara los monitores. –El tono de Susan era casi condescendiente. – Yo trabajé con John en Sombra Lunar, vivimos en habitaciones contiguas, nos vimos todos los días durante ocho meses –dijo él–. Y no hubo nada, nada de esto. – En realidad es cosa de Pat más que de John –dijo Susan en el tono desapasionado que tanto lo irritaba–. He aguantado sus pequeños desaires en el Comité de Alimentación durante años. Pequeños comentarios jocosos. “¿Será esto kosher, Susan?” En fin. Cosas así. Hay que vivir con eso. – Allá abajo, sí, pero, aquí, en la Colonia, en Spes... – Ike, la población de Spes es muy convencional y conservadora, ¿no te habías dado cuenta? Gente muy elitista. ¿Qué otra cosa podríamos ser? – ¿Conservadores? ¿Convencionales? ¿De qué estás hablando? – Bueno, míranos a nosotros. ¡Jerarquía de poder, división del trabajo según el sexo, valores cartesianos, todo de mediados del siglo veinte! No me quejo, tú sabes que no. Yo también lo elegí. Me gusta sentirme segura. Quería que los niños estuvieran seguros. Pero la seguridad se paga. – No comprendo tu actitud. Lo arriesgamos todo por Spes, porque nos importa el futuro. Éstas son gentes que eligieron dejar atrás el pasado, empezar de nuevo. Integrarse en una verdadera comunidad humana y hacerlo bien, ¡hacerlo bien por Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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una vez al menos! ¡Son personas innovadoras, intelectualmente consecuentes, no un puñado de descerebrados hundidos en la intolerancia! Nuestro CI medio es ciento sesenta y cinco... – Ike, ya lo sé. Ya sé cuál es el CI medio. – El chico se está rebelando –dijo Ike después de un corto silencio–. Lo mismo que Esther utilizan el lenguaje más grosero que conocen, tratan de escandalizar a los adultos. No tiene sentido. – ¿Y John Kelly esta noche? – Mira, Mo se estaba alargando mucho. Toda esa historia sobre el maldito souvenir de piedra... sabe cómo hacerse el simpático. Los chicos a los que da clase se lo tragan, pero resulta bastante pesado en una reunión de comité. Eso es lo que él quería, que John lo interrumpiera. Estaban ante la puerta de su unidad. Parecía la puerta de una casa de Nueva Inglaterra, aunque se abrió deslizándose a un lado y siseando cuando Ike tocó el timbre. Esther se había ido a su cubo, desde luego. Últimamente pasaba el menor tiempo posible en el cubo sala. Noah y Jason habían desparramado por todas partes diagramas, papel continuo de impresora, cuadernos de trabajo y un tablero de ajedrez tridimensional, y ahora estaban sentados en el suelo, comiendo prochips y charlando animadamente. – La hermana de Tom dice que la vio en la sala de operaciones –decía Jason en ese momento–. Hola, Ike, hola, Susan. No sé, no se puede creer lo que dice una pequeña de seis años. – Sí, probablemente está copiando lo que contó Linda para llamar la atención. Hola, mamá, hola, papá. Eh, ¿habéis oído lo de esa mujer quemada que Linda Jones y Treese Gerlack dicen que vieron? – ¿Qué quieres decir? ¿Una mujer quemada? – Cerca de la escuela, en el Corredor C–1. Ellas iban de paso a una reunión de chicas o algo así... – Claaase de baaaile –interrumpió Jason, adoptando una pose entre cisne moribundo y niño de doce años vomitando. –... e insisten en que vieron a esa mujer que nunca antes habían visto, ¿qué os parece? ¿Cómo puede haber en Spes alguien que no hayan visto nunca? Y parecía que estaba toda quemada y se pegaba a las paredes del corredor como si tuvieran miedo de que la vieran. Dicen que se fue por el C–3 antes de que la alcanzaran, y cuando llegaron al corredor ya no la vieron. Y no estaba en ninguno de los cubos del C–3. Y dice Jason que la hermana de Tom Fort la vio en la sala de operaciones, pero seguramente sólo trata de llamar la atención. – Dijo que tenía los ojos blancos –añadió Jason, poniendo en blanco sus ojos azules–. Revuelve el estómago, ¿no? – ¿Se lo contaron a algún adulto las niñas? –preguntó Ike. – ¿Treese y Linda? No lo sé –dijo Noah, perdiendo interés–. ¿Tendremos más horas prácticas de Schoenfeldt? – Lo he sugerido –contestó Ike. Estaba enfadado e inquieto por la rabia injustificada de Esther, la falta de comprensión de Susan, y ahora Noah y Jason venían con historias de aparecidos, repitiendo las tonterías de unas niñas histéricas sobre fantasmas de ojos blancos: era desalentador. Se metió en el cubo estudio y se puso a trabajar en el proyecto de la segunda nave siguiendo las propuestas de Levaitis. Nada de escenarios falsos, nada de decorados; las curvas y los ángulos de la estructura estarían a la vista. Los elementos estructurales eran racionalmente hermosos porque eran necesarios. La forma refleja la Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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función. En vez de una ilusión como el Común, el espacio principal de cada cuadrante sería justamente eso, un gran espacio; podían llamarlo el patio, quizá. Diez metros de alto, doscientos de ancho, y los arcos del casco franquearían ese espacio con elegancia. Hizo un bosquejo en el holovid, lo examinó desde diferentes ángulos, paseó por él... Eran más de las tres cuando se fue a la cama, excitado y satisfecho. Susan estaba profundamente dormida. Ike se tendió junto a la calidez inerte de ella y repasó los sucesos de la tarde, pensaba con más claridad en la oscuridad. No había antisemitismo en Spes. Sólo había que ver cuántos de los colonos eran judíos. Iba a contarlos pero se dio cuenta de que ya tenía el número diecisiete en la cabeza. Menos de los que había pensado. Recorrió la lista de nombres y continuaron siendo diecisiete. No tantos como podía haberse esperado entre ochocientos, pero en verdad bastante mejor representados que otros grupos. No habían tenido problemas para reclutar gente de ascendencia asiática, todo lo contrario; pero la ausencia de colonos de ascendencia africana había provocado largas y amargas luchas entre conciencia y política en los tiempos de la Unión. A pesar de eso, no podía pasarse por alto el hecho de que en una comunidad cerrada de ochocientas personas, cada individuo tenía que estar capacitado genética sino también intelectualmente. Y después de fracaso de la educación pública durante la Refederación, los negros no tuvieron ninguna oportunidad. Aun así hubo algunos candidatos negros, pero casi ninguno pasó los rigurosos exámenes. Eran personas excelentes, pero eso no bastaba. Todo adulto a bordo tenía que ser excepcionalmente competente en diferentes disciplinas. No había tiempo para enseñar a aquellos que, aunque no tuvieron ninguna culpa, partían con desventaja desde el principio. Todo se reducía a lo que D.H. Maston, el Padre de Spes, llamaba las frías ecuaciones, de una vieja historia que le gustaba contar. “¡No hay sitio para lastre a bordo!” era la moraleja de la historia, “¡Demasiadas vidas dependen de cada decisión que tomemos! Si pudiéramos permitirnos ser sentimentales, si tuviéramos las cosas fáciles, nadie se alegraría más sinceramente que yo. Pero sólo podemos tener un criterio: excelencia. Excelencia física y mental. Aceptemos a todo candidato que responda a este criterio. Los que no, quedan fuera.” De modo que ya en los días de la Unión sólo había tres candidatos negros en la Sociedad. Desgraciadamente, el genio matemático Madison Alles desarrolló síntomas del síndrome de radiación lenta, y tras su suicidio, los Vezys, una brillante pareja joven de Inglaterra, se habían retirado y habían vuelto a su país; una gran pérdida no sólo para la variedad étnica sino también para la multinacionalidad en Spes, porque dejaba sólo un puñado de integrantes pertenecientes a otras naciones aparte de la Unión y los EUA. Pero, como señaló Maston, era una cuestión sin importancia, porque el concepto de nacionalidad no significa nada, mientras que el concepto de comunidad lo significa todo. David Henry Maston se había aplicado las frías ecuaciones a sí mismo. Con sesenta y un años cuando la Colonia se trasladó a California, él se quedó atrás en los Estados Unidos. “Para cuando Spes esté terminada –dijo–, yo ya tendré setenta. ¿Un viejo de setenta años ocupando el lugar que podría llenar un científico en activo, una mujer en edad de tener hijos, un niño con un coeficiente de inteligencia de doscientos? ¡No bromeen!” Aún seguía vivo allá abajo, en Indianápolis. De vez en cuando les daba algún consejo a través de la Red de Comunicaciones, siempre autoritario, imperativo, aunque, en los últimos tiempos, a veces fuera de lugar. ¿Pero por qué pensaba Ike en el anciano Maston ahora? El curso de sus pensamientos se perdió en las incoherencias que preceden al sueño. Cuando empezaba a relajarse, un estremecimiento de terror lo recorrió y durante un momento Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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le atenazó todos los músculos: el lejano y antiguo temor a sentirse indefenso e inconsciente, el temor a dormirse. Luego también eso desapareció. Ike Rose ya no estaba. Un cuerpo cálido suspiró en la oscuridad en el interior del pequeño objeto brillante que mantenía un exquisito equilibrio en la órbita lunar. Linda Jones y Treese Gerlack tenían doce años. Cuando Esther las abordó para hacerles unas preguntas, le respondieron con timidez y grosería a la vez, porque aunque Esther tenía dieciséis años, lo cierto era que tenía un aspecto repulsivo con aquellas gafas que llevaba, y Timmy Kelly la llamaba Kikey, y Timmy Kelly era increíblemente ocurrente. Así que Linda miró adelante y actuó como si no la oyera, pero Treese se sintió muy halagada. Se rió y dijo que sí, que habían visto a aquella mujer que revolvía el estómago, y que parecía toda quemada, brillante; debía habérsele quemado hasta la ropa, porque sólo llevaba algunos harapos. – Los pechos le colgaban y tenían un aspecto muy extraño, eran muy largos –dijo Treese–, y muy delgados, ¿no? Y colgaban. ¡Qué repugnante! – ¿Tenía los ojos blancos? – ¿Te refieres a lo que Punky Fort dice que vio? No lo sé. No estabamos cerca. – Los dientes eran blancos –dijo Linda, incapaz de dejar que Treese lo explicara todo–. Eran muy blancos, como si fuese una calavera o tuviese demasiados dientes. – Como en esos vídeos de historia –añadió Treese–. ya sabes, esa gente que vivía en lo que había antes del desierto, África se llamaba, ¿no? Eso parecía. Igual que esa gente famélica. ¿Crees que hubo algún accidente del que no nos hablaron? ¿Quizá de EVA? Y a lo mejor la mujer se achicharró y se volvió loca y por eso se esconde ahora. Treese y Linda no eran estúpidas, desde luego –tenían sin duda CI superiores a 150, como todos los demás–, pero habían nacido en la Colonia. Nunca habían vivido en el exterior. Pero Esther sí. Y recordaba. Los Rose habían ingresado cuando ella tenía siete años. Recordaba muchas cosas de Filadelfia, la ciudad donde vivían antes de integrarse en la Colonia: cucarachas, lluvia, alarmas de contaminación y su mejor amiga en el edificio, Saviora, que llevaba diez millones de trencitas cortas y finas atadas con un hilo rojo y una cuenta azul. Su mejor amiga en el edificio y en la escuela del edificio y en el mundo. Hasta que Esther tuvo que irse a vivir a los Estados Unidos y luego a Bakersfield y la descontaminaron, la descontaminaron de todo, de los gérmenes y de los virus y de los hongos, de las cucarachas y la radiación y la lluvia, de los hilos rojos y las cuentas azules y los ojos brillantes. – Eh, yo veré por ti, cieguita –le había dicho Saviora cuando la operaron la primera vez y no sirvió de nada–. Yo seré tus ojos, ¿de acuerdo? Y tú serás mi cerebro en aritmética, ¿de acuerdo? Era extraño que lo recordara con tanta claridad casi diez años después. Oía la voz de Saviora, la oía cantando la palabra aritmética, con una subida y una bajada en la entonación que hacían que sonara como algo extranjero, incomprensible, maravilloso, azul y rojo... – Arit–mética –dijo en voz alta mientras bajaba por el corredor BB, pero a Esther no le salía bien. Así que quizá la mujer quemada era una mujer negra. Sin embargo, eso no explicaba cómo había llegado al C2 o a la sala de operaciones o al Plaza en Florida, donde una chica llamada Oona Chang y su hermano pequeño decían haberla visto la noche anterior, después de la puesta de sol. Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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Oh, mierda, ojalá pudiera ver algo, pensó Esther Rose mientras cruzaba el Común, que para ella sólo era una bruma azul y verde. ¿Para qué? Esa mujer podría pasar delante de mis narices y yo ni siquiera me daría cuenta, pensaría que era algún miembro de Spes. De todas maneras, ¿cómo podía ser que hubiera un polizón? ¿Después de un año y medio en el espacio? ¿Dónde había estado entonces? Y desde luego no había habido ningún accidente. Todo era cosa de niños. Niños que juegan a los fantasmas para asustarse unos a otros, y se asustaban. Se asustaban de aquellos viejos videos de historia, de aquellos rostros negros deformados por el hambre, allí, donde todos los rostros eran blancos, gordos y fofos. – El sueño de la razón engendra monstruos –dijo Esther en voz alta. Había estudiado detenidamente el archivo de las joyas del arte occidental en la biblioteca porque, aunque no podía ver la Tierra y ni siquiera Spes, podía ver las pinturas de cerca. Los grabados eran sus preferidos, no se convertían en manchas de color cuando los ampliaba en la pantalla, seguían teniendo sentido: las marcadas líneas negras, los contrastes de luces y sombras que creaban las formas. Eran de Goya. Los murciélagos que salían de la cabeza del hombre mientras dormía sentado ante una mesa llena de libros, y también, debajo de ella, las palabras extranjeras que significaban El sueño de la razón engendra monstruos en inglés, el único idioma que conocía bien. Cucarachas, lluvia, español, todo eso se había desvanecido. El español estaba en la IA, desde luego, todo estaba en la IA. Cualquiera podía aprender español. ¿Pero para qué, si la IA podía traducir al inglés más deprisa de lo que uno leía o pensaba? ¿De qué serviría saber un idioma que no hablaba nadie? Cuando llegase a casa le pediría a Susan que le permitiese ir a vivir al dormitorio A– Ed en Boulder. Tenía que hacerlo. Hoy. Cuando llegase a casa. Tenía que irse. El dormitorio no podía ser peor que estar en casa. ¡Su increíble familia, mamá y papá y el hermanito y la hermanita, como si estuvieran en el siglo XX! ¡El útero dentro del útero! Y aquí llega Uterina Rose, heroína del espacio, andando a tientas camino del hogar a través de la hierba de plástico... Llegó a casa y la puerta se abrió siseando; su madre estaba trabajando ante el pequeño ordenador de cocina, y Esther la enfrentó heroicamente y dijo: – Susan, quiero ir a vivir a los dormitorios. Me parece que será lo mejor. ¿Crees que Ike estallará como una nova cuando se lo diga? El silencio se prolongó tanto que Esther se acercó más a su madre; le pareció que lloraba. – Oh –dijo–, oh, no quería... – No pasa nada. No es por ti, cariño. Es Eddy. El medio hermano de su madre era el único familiar que ella había dejado en la Tierra. Mantenían cierto contacto a través de los enlaces de los enlaces exteriores de la Red de Comunicaciones. No muy a menudo, sin embargo, porque Ike estaba decididamente en contra de que se mantuviera contacto personal con gente de allá abajo, y a Susan no le gustaba hacer nada que no le pudiera contar a Ike. Pero había compartido el secreto con Esther, y Esther había atesorado la confianza de su madre. – ¿Está enfermo? –preguntó Esther, sintiéndose ella misma enferma. – Ha muerto. Fue muy rápido. Uno de los VMR. Bella me envió un mensaje. Susan habló con voz queda y con bastante naturalidad. Esther esperó y luego se acercó y le tocó con timidez el hombro. Susan se volvió hacia ella, la abrazó con fuerza y empezó a hablar y sollozar ruidosamente. Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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– ¡Oh, Esther, él era tan bueno, tan bueno, tan bueno! Siempre lo aguantamos todo juntos, todas las madrastras y las novias y los horribles lugares en los que tuvimos que vivir, todo estaba bien siempre porque Eddy estaba conmigo. Él era mi familia, Esther. ¡Él era mi familia! Quizá la palabra significaba algo. Su madre se tranquilizó y la soltó. – ¿Se lo dirás a Ike? –preguntó Esther, mientras preparaba té para las dos. Susan sacudió la cabeza. – Ahora ya no me importa si se entera de que me mantenía en contacto con Eddy. Pero Bella envió una carta por la Red, en realidad no hablamos. Esther le alcanzó el té a su madre; ella lo bebió y suspiró. – Así que quieres vivir en los dormitorios A–Ed –dijo. Esther asintió, sintiéndose culpable por hablar de eso ahora, por abandonar a su madre. – Supongo que sí. No lo sé. – Creo que es una buena idea. Pruébalo, de todas formas. – ¿De verdad?... Pero Ike se pondrá... bueno, ya sabes, se pondrá... ya sabes. – Sí –dijo Susan–. ¿Y qué? – Supongo que, realmente, sí quiero ir. – Pues entonces haz la solicitud. – ¿Tiene que aprobarla él? – No. Ya tienes dieciséis años, la edad de la razón. Así lo declara el Código de la Sociedad. – No siempre me siento tan razonable. – Pero te sentirás, ya lo verás. Una imitación bastante buena. – Es que cuando se pone tan, en fin, como si tuviera que controlarlo todo o de lo contrario todo se descontrolará... – Lo sé. Pero él puede manejarlo. Se sentirá orgulloso de que vayas al A–Ed tan pronto. Deja que se desfogue un poco, y luego se calmará. Ike las sorprendió. No entró ni salió de sus casillas. Recibió con tranquilidad la petición de Esther. – Por supuesto –dijo–. Después del trasplante de ojos. – ¿Después del...? – ¿No pretenderás empezar tu vida adulta con una seria limitación, pudiendo curarla? Sería una estupidez, Esther. Tú quieres la independencia. Por tanto, necesitas la independencia física. Primero consigue tus ojos, y después vuela. ¿Acaso creías que trataría de retenerte? ¡Hija mía, yo quiero verte volar! – Pero... Él esperó. – ¿Está preparada? –preguntó Susan–. ¿Han dicho los médicos algo de lo que no tengo noticia? – Treinta días de preparación del sistema inmunitario, y podrá recibir un transplante doble de ojos. Hablé con Dick ayer, después de la Junta de Sanidad. Esther puede pasarse por allí y escoger un par mañana. – ¿Escoger ojos? –dijo Noah–. ¡Qué asco! Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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– ¿Qué pasa si yo, qué pasa si yo no quiero? –dijo Esther. – ¿Qué no quieres? ¿Qué no quieres ver? Esther no miraba a ninguno de los dos. Su madre callaba. – Estarías cediendo al miedo –continuó Ike–, lo que es bien natural, pero impropio de ti. Y te perderías muchas semanas y muchos meses de visión perfecta. – Pero ya tengo la edad de la razón. Así que puedo tomar mis propias decisiones. – Naturalmente que puedes, y lo harás. Tomarás la decisión razonable. Confió en ti, hija. Demuéstrame que mi confianza está justificada. La preparación del sistema inmunológico era casi tan horrorosa como la descontaminación. Algunos días Esther no podía atender más que a tubos y máquinas. Otras veces se sentía lo suficiente humana como para aburrirse y alegrarse cuando Noah venía a visitarla al Centro de Salud. – Oye, ¿has oído algo de la Bruja? –le preguntó Noah–. Todo el mundo en Urban la ha visto. La cosa empezó con esa niñita nerviosa, y la madre de la niña también la vio, y luego un montón de gente. Dicen que es muy bajita y vieja, y parece asiática, ¿sabes?, tiene los mismos ojos de Yukio y Fred, pero está toda encorvada y tiene algo en las piernas. Anda recogiendo cosas del suelo, como si fueran basura, y metiéndolas en la bolsa que lleva, sólo que no hay nada en el suelo. Y cuando se le acercan desaparece. Y tiene la boca como una tripa, sin un solo diente. – ¿Todavía ronda por ahí la mujer quemada? – Bueno, algunas mujeres en Florida estaban en una reunión de comité y de repente había sentada a la mesa otra gente, y eran negros. Y cuando todos los miraron, se desvanecieron de repente. – ¡Uau! –dijo Esther. – Papá se ha metido en ese Comité de Emergencia de psicólogos, y han resuelto que son todo alucinaciones colectivas y falta de estímulos ambientales y cosas por el estilo. Ya te lo explicará él. – Sí, ya me lo explicará. – Oye, Es. – Oye, No. – ¿Son...? Quiero decir, ¿van a...? – Sí –dijo ella–. Primero sacan los viejos. Luego ponen los nuevos y hacen las conexiones. – ¡Uau! – ¿A que sí? – ¿De verdad tienes que ir y escogerlos? – No. Los médicos seleccionan los que son genéticamente más compatibles. Tienen unos hermosos ojos judíos para mí. – ¿Hablas en serio? – Estaba bromeando. Quizá. – Será estupendo que puedas ver bien de verdad –dijo Noah, y Esther escuchó en la voz de él la primera aspereza, como la de un instrumento de doble lengüeta, un oboe o un fagot, la primera nota desafinada. – Vaya, has traído tu grabación de Satyagraha; me gustaría oírla –dijo Esther. Ambos compartían la misma pasión por la ópera del siglo XX. – No tiene complejidad intelectual –dijo Noah con la entonación de su padre–. Hay una ausencia total de reflexión. – Claro –dijo Esther–, está todo en sánscrito.

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Noah la puso en el acto tercero. Escucharon al tenor cantando escalas ascendentes en sánscrito. Esther cerró los ojos. La voz aguda y pura se elevó y se elevó, como las cumbres de las montañas sobre las brumas del mundo. – Podemos ser optimistas –dijo el doctor. – ¿Qué quiere decir? –dijo Susan. – No pueden garantizar nada más, Sue –dijo Ike. – ¿Cómo que no? ¡Presentaron esto como si fuera una operación de rutina! – En un caso ordinario... – ¿Hay casos ordinarios? – Sí –dijo el doctor–. Y éste es excepcional. La operación no tuvo ninguna complicación. Lo mismo puede decirse de la preparación inmunitaria. No obstante, no sería raro, es poco probable, aunque posible, que hubiera un rechazo parcial o total. – Ceguera. – Sue, ya sabes que aun si rechaza estos implantes, pueden intentarlo de nuevo. – Los implantes electrónicos serían en verdad la mejor opción. Ayudarían a conservar la función óptica y le darán orientación espacial. Y hay cintas sónar para la cabeza, que pueden utilizarse en períodos de disfunción. – De modo que podemos ser optimistas –dijo Susan. – Con reservas –dijo el doctor. – Yo dejé que lo hicieras –dijo Susan–. Dejé que lo hicieras y podía haberlo impedido. –Le dio la espalda y se alejó por el corredor. Esperaban a Ike en las naves de trabajo, en realidad ya llegaba tarde, pero en vez de ir directamente desde el Centro de Salud, cruzó Urban camino de la hilera de ascensores más lejana. Necesitaba estar solo y pensar un momento. Todo ese asunto de la operación de Esther era difícil de aceptar, y había que contar además con la posible histeria colectiva, y si Susan lo abandonaba... Sentía la dolorosa e imperiosa necesidad de estar solo. No de sentarse con Esther, no de hablar con los médicos, no de razonar con Susan, no de ir a reuniones de comité, no de escuchar a histéricos explicando sus alucinaciones... sólo estar solo, sentado ante su pantalla Schoenfelt, en la noche, en paz. – Mire eso – dijo un hombre alto, Laxness, de la EVAC, deteniéndose junto a Ike en la plaza de Urban y mirando–. ¿Qué vendrá después? ¿Qué cree que está ocurriendo realmente, Rose? Ike sintió la mirada de Laxness y vio las altas fachadas de ladrillo y piedra de Urban y a un niño que cruzaba la calle corredor. – ¿El niño? – Sí. ¡Dios mío! Mírelos. El niño ya no estaba, pero Laxness seguía mirando y respiraba con dificultad, como si se sintiera mal. – Se ha ido, Morten. – Tienen que ser de alguna de las hambrunas –dijo Laxness, con la mirada fija–. ¿Sabe?, las dos primeras veces pensé que eran proyecciones de holovid. Pensé que había alguien que estaba haciendo esto para nosotros. Alguien de Comunicaciones con un tornillo de menos. – Hemos investigado esa posibilidad –dijo Ike. – Mírele los brazos. ¡Jesús! – No hay nada allí, Morten. Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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Laxness lo miró como si Ike fuera la alucinación. – Creo que es nuestra culpa –dijo, volviendo a mirar al otro lado de la plaza–. ¿Pero qué se supone que tenemos que hacer? No lo entiendo. –Echó a andar con decisión, y luego se detuvo y miró alrededor con la expresión angustiada y desconcertada que Ike estaba acostumbrado a ver en la cara de la gente cuando de pronto las alucinaciones desaparecían. Ike pasó junto a Laxness. Hubiera querido decirle algo, pero no sabía qué. Cuando entró en la calle corredor, tuvo la extraña sensación de que empujaba y atravesaba una sustancia, sustancias o presencias muy apretadas pero que no le estorbaban el paso, apenas tangibles, como leves descargas eléctricas en los brazos y los hombros, un aliento que sentía en la cara, una resistencia que no podía definir. Siguió caminando, llegó a los ascensores, bajó hacia los talleres. Sentía que el ascensor estaba atestado, aunque él era el único ocupante. – Hola, Ike. ¿Todavía no has visto ningún fantasma? –dijo Hal Bauerman alegremente. – No. – Yo tampoco. En cierto modo me siento excluido. Aquí tienes los borradores sobre las especificaciones de los impulsores, con los nuevos cambios ya incorporados. – Mort Laxness estaba viendo visiones en Urban hace un momento. Nunca hubiera dicho que era un histérico. – Ike –dijo Larane Gutiérrez, la auxiliar de los talleres–, nadie está histérico. Esa gente está aquí. – ¿Qué gente? – La gente de la Tierra. – Hasta donde yo sé, todos venimos de la Tierra. – Quiero decir la gente que todo el mundo ve. – Yo no la veo. Hal tampoco. Rod tampoco... – He visto a algunos –murmuró Rod Bond–. No sé, es de locos, lo sé, Ike, pero toda esa gente que rondaba ayer por el Corredor Pueblo... ya sé que puedes pasar a través de ellos, pero todo el mundo los ve... estaban lavando un montón de ropa y luego escurrían el agua. Era como una de esas cintas viejas de antropología o algo parecido. – Una alucinación de grupo. –...No es eso lo que está ocurriendo –saltó Larane. Era una mujer chillona y agresiva. Ante cualquier discrepancia, pensó Ike, ella siempre se volvía estridente–. Esa gente está aquí, Ike. y cada vez hay más. – ¿Así que la nave está llena de gente real a través de la que puedes caminar tranquilamente? – Una buena manera de meter un montón de gente en un espacio reducido –observó Hal, con una sonrisa fija. – ¿Y todo lo que tú ves es real, naturalmente, aunque yo no lo vea? – No sé lo que tú ves –dijo Larane–. No sé qué es real. Sólo sé que ellos están aquí. No sé quiénes son; quizá tendríamos que averiguarlo. Los que vi ayer parecían pertenecer a alguna cultura muy primitiva, vestían pieles de animales, pero eran hermosos, me refiero a la gente. Bien alimentados y atentos, a la expectativa. Por primera vez sentí que ellos nos veían también, y no sólo nosotros, pero no podría asegurarlo. Rod asentía.

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– Ya sólo falta que empieces a hablarles, ¿no? ¡Hola, muchachos, bienvenidos a Spes! – Hasta ahora, cuando los miras, es como si no estuvieran allí, pero la gente se les acerca cada vez más –contestó ella, muy seria. – Larane –dijo Ike–, ¿oyes lo que estás diciendo? ¿Rod? Escúchenme, si yo vengo aquí y les digo eh, adivinen, un alienígena del espacio ha subido a bordo desde un platillo volante y aquí está... ¿Qué pasa? ¿Es que no lo ven? ¿No puedes verlo, Larane? ¿Rod? ¿Tampoco? ¡Pero yo lo veo! ¡Y tú también, Hal, tú lo ves! ¿Ves al alienígena del espacio con tres cabezas? – Pues claro –dijo Hal–. Un tipo verde bajito. – ¿Nos creen? – No –dijo Larane–. Porque están mintiendo. Pero nosotros no. – Entonces es que están locos. – Negar lo que yo veo y lo que la gente ve, eso es estar loco. – Bueno, bueno, éste es un debate ontológico muy interesante –intervino Hal–, pero muchachos, ya llegamos veinticinco minutos tarde al informe sobre las especificaciones del impulsor. Trabajando a altas horas de la noche en su cubo, Ike sintió de nuevo el estremecimiento eléctrico que le recorría los brazos y la espalda, la sensación de numerosas presencias, un murmullo por debajo del umbral de lo audible, un olor a sudor o almizcle o aliento humano. Se cubrió la cabeza con las manos unos instantes; luego volvió a mirar la pantalla Schoenfeldt y habló como si conversara con ella. – No puedes dejar que ocurra esto –dijo–. No tenemos otra esperanza. El cubo estaba vacío, no había olores en el aire quieto. Siguió trabajando un rato. Cuando se fue a la cama, se tumbó junto al silencio profundo de Susan, tan lejos de él como un mundo distante. Y Esther yacía en el hospital, sumida en una oscuridad permanente. No, no permanente. Temporal. Una oscuridad que curaba. Ella vería. – ¿Qué haces, Noah? El muchacho estaba frente al lavabo y miraba el interior de la pila, medio llena de agua. Tenía una expresión de éxtasis. – Estoy mirando los peces de colores. Salieron del grifo –contestó. – La cuestión es ésta: ¿hasta qué punto el concepto de ilusión define una experiencia compartida que tiene además elementos interactivos? – Bien –dijo Jaime–, la interactividad puede ser en sí misma ilusoria. Juana de Arco y sus voces. –Pero no había convicción en la voz de él, y Helena, que parecía haber asumido la dirección del Comité de Emergencia, prosiguió: –¿Qué opinan sobre invitar a la reunión a algunos de nuestros visitantes? – Un momento –dijo Ike–. Dices experiencia compartida, pero no es una experiencia compartida; yo no la comparto, y no soy el único. ¿Cómo puedes afirmar que es compartida? Si esos aparecidos, esos visitantes, son intangibles, se desvanecen cuando uno se acerca, y nadie los oye, entonces no son visitantes, son fantasmas. Están abandonando todo esfuerzo racional. – Ike, perdóname, pero no puedes negar que existen sólo porque tú no puedas verlos. – ¿Cómo podría entonces negar la existencia de esa gente? – ¿Pero tú niegas que podamos usar la misma perspectiva para aceptarla? Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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– La ausencia de alucinaciones ayuda a juzgar las percepciones de algún otro como alucinaciones. – Llámalas alucinaciones, si quieres –dijo Helena–, aunque yo prefiero fantasmas. El término fantasmas quizá sea bastante preciso. Pero lo cierto es que no sabemos cómo coexistir con fantasmas. No es algo para lo que nos hayan preparado. Tenemos que aprender sobre la marcha. Y créeme, tenemos que hacerlo. Ellos no se irán. Están aquí, y lo que es el “aquí” está cambiando también. Podrías sernos muy útil si quisieras, Ike, si no fuera porque no eres consciente de nuestros visitantes y de los cambios. Pero aquellos que sí lo somos tenemos que aprender cómo existen y por qué. Que insistas en negarles cualquier entidad entorpece la labor que tratamos de llevar a cabo. – Los dioses vuelven locos a aquellos a quienes quieren destruir –dijo Ike, levantándose de la mesa de conferencias. Nadie dijo nada. Todos bajaron la vista, incómodos. Ike abandonó la sala en silencio. Había un grupo de gente en el Corredor CC que corría y reía. – ¡Llévenlos hacia el desfiladero! –aulló un hombretón, Stiernen, de Ingeniería de Vuelo, agitando las manos como si dirigiera una multitud o una manada, y una mujer gritó–: ¡Son bisontes! ¡Son bisontes! ¡Corran por el Corredor C, allí hay más espacio! Ike avanzó todo recto, mirando al frente. – Está creciendo una enredadera en la puerta de frente –dijo Susan durante el almuerzo. Sonaba tan complacida que, por un momento, Ike sólo pensó que se alegraba de oírla hablar con normalidad por una vez. – Luego dijo: –Sue... – ¿Qué puedo hacer, Ike? ¿Qué quieres que haga? ¿Quieres que mienta, que finja que no hay ninguna enredadera creciendo allí? Pero la hay. Parece una mata de habas rojas trepadoras. Está allí. – Sue, las enredaderas crecen en el barro. En la tierra. No hay tierra en Spes. – Ya lo sé. – ¿Cómo puedes saberlo y negarlo al mismo tiempo? – Todo está volviendo atrás, papá –dijo Noah con su nueva voz, ligeramente ronca. – ¿El qué? – Bueno, primero fue la gente. Todas esas mujeres viejas y extrañas y los tullidos, acuérdate, y luego toda clase de gente. Después empezaron a aparecer animales, y ahora plantas y tierra. Caramba, ¿sabes que vieron ballenas en los depósitos, mamá? Ella rió. – Yo sólo vi los caballos en el Común. – Eran bonitos –dijo Noah. – Yo no los vi –dijo Ike–, yo no vi caballos en el Común. – Había toda una manada. Aunque no dejaran que te acercaras a ellos. Supongo que eran salvajes. Había algunos moteados realmente hermosos. Nina dijo que eran apalosa. – Yo no vi caballos –dijo Ike. Enterró la cara entre las manos y empezó a llorar. – Eh, papá –oyó que decía la voz de Noah. – No pasa nada, No. No pasa nada. Ve a la escuela. Todo está bien, cariño –dijo la voz de Susan. La puerta siseó.

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Sintió las manos de ella sobre la cabeza, alisándole el pelo, y luego en los hombros, meciéndolo y sacudiéndolo suavemente. – Todo está bien, Ike... – No, no lo está. Nada está bien . Todo es un disparate. Todo está en ruinas, perdido. Todo va mal. Susan permaneció en silencio largo tiempo, masajeándole los hombros y acunándolo. Al fin dijo: – Me asusta cuando lo pienso, Ike. Parece algo sobrenatural, y yo no creo que exista nada sobrenatural, pero si no pienso en esos términos, si me limito a mirar, a mirar a la gente y los... los caballos y la enredadera en la puerta... tiene sentido. ¿Cómo pudimos pensar que podríamos marcharnos sin más? ¿Quiénes creemos que somos? Todo lo que vemos es lo que trajimos con nosotros... Los caballos y las ballenas y las viejas y los niños enfermos. Ellos son nosotros, nosotros somos ellos, están aquí. Él calló. Después de un rato, respiró hondo. – Muy bien –dijo–. Sigue la corriente. Abraza lo inexplicable. Cree porque es increíble. ¿A quién le interesa comprender, de todas maneras? ¿Quién lo necesita? Las cosas tienen mucho más sentido si no piensas en ellas. Quizá podríamos hacernos todos lobotomías y simplificar de verdad la vida. Ella retiró las manos de los hombros de Ike y se alejó. – Después de la lobotomía, imagino que podríamos llevar implantes cerebrales electrónicos –dijo–. Y cintas sonar en la cabeza para no tropezar con los fantasmas. ¿Es que la cirugía es la solución a todos nuestros problemas? Ike se volvió, pero ella le daba la espalda. – Voy al hospital –dijo Susan, y se marchó. – ¡Eh! ¡Cuidado! –le gritaron. Él no sabía con qué cosa que ellos veían estaba tropezando: un rebaño de ovejas, un grupo de salvajes desnudos que bailaban, un pantano de cipreses. No le importaba. Él veía el común, los corredores, los cubos. Noah entró en la casa para cambiarse de ropa; decía que se le había manchado de barro jugando al fútbol en la tierra que había cubierto el astrocésped del Común; pero Ike caminaba sobre el césped de plástico a través de un aire sin polvo ni gérmenes. Pasó a través de los grandes olmos y castaños que alcanzaban los veinte metros de altura, no entre ellos. Fue hacia los ascensores y apretó los botones y llegó al Centro de Salud. – ¡Oh, pero si a Esther le dieron el alta esta mañana! –dijo la enfermera con una sonrisa. – ¿El alta? – Sí. La niñita negra vino con la nota de su esposa esta mañana a primera hora. – ¿Puedo ver la nota? – Por supuesto. Está en su hospital, espere un momento. –La enfermera se la alcanzó. No era una nota de Susan estaba escrita por la mano insegura de Esther, y dirigida a Isaac Rose. La desdobló. Me voy un tiempo a las montañas. Afectuosamente, ESTHER Fuera del Centro de Salud, Ike se quedó mirando los corredores. Partían hacia la derecha, hacia la izquierda y al frente. Tenían 2,2 metros de alto y 2,6 metros de Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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ancho, estaban pintados de color tostado claro, y había bandas de colores en los suelos grises. Las bandas azules acababan en la puerta del Centro de Salud, o empezaban allí; principio o fin eran la misma cosa, pero las flechas blancas colocadas en las bandas azules cada tres metros apuntaban hacia el Centro de Salud, y no en la dirección contraria, de modo que acababan allí, en el punto donde se encontraba ahora. Los suelos eran de un gris claro, excepto las bandas de colores, y perfectamente lisos y casi rectos, porque en el Área 8 la curvatura de Spes era apenas perceptible. La luz provenía de unos paneles en los techos a intervalos de cinco metros. Él conocía todos los intervalos, las especificaciones, los materiales, las relaciones. Lo tenía todo en la cabeza. Había pensado en todo durante años. Lo había razonado. Lo había planeado. Nadie podía perderse en Spes. Todos los corredores llegaban a lugares conocidos. Uno no podía perderse nunca, y acababa a salvo en el punto de partida. Y nunca se tropezaba, porque todos los suelos eran de metal pulido y estaban pintados de gris, y tenían bandas de colores y flechas blancas que lo guiaban a uno al lugar deseado. Ike dio dos pasos y tropezó, y cayó con violencia hacia adelante. Bajo sus manos había algo áspero, irregular, doloroso. Una roca, un pedrusco, sobresalía del liso suelo de metal del corredor. Tenía un color gris pardo veteado de blanco, y estaba toda picada y cuarteada; una pequeña costra de liquen amarillento crecía cerca de donde apoyaba las manos. Le dolía la base de la palma derecha y la levantó para examinarla. Se había rasguñado la piel al caer sobre la roca. Lamió el hilito de sangre del rasguño. Agachándose, miró la roca y luego más allá. Sólo veía el corredor. Sólo tendría la roca hasta que encontrara a Esther. La roca y el sabor de su propia sangre. Se incorporó. – ¡Esther! –La voz resonó débilmente en los corredores. – Esther, no puedo ver. ¡Enséñame a ver! No hubo respuesta. Se puso en camino, esquivando la piedra, avanzando con paso lento. Había que recorrer un largo camino y no estaba seguro de no haberse extraviado. No sabía con seguridad dónde estaba, aunque la pendiente era más escarpada cada vez, y el aire parecía más tenue y frío. No estuvo seguro de nada hasta que escuchó la voz de su madre. – Isaac, cariño, ¿estás despierto? –preguntó ella con brusquedad. Él se volvió y la vio sentada junto a Esther en un afloramiento de granito, junto al sendero empinado y polvoriento. Detrás de ellas, del otro lado de un profundo y vasto abismo de aire, unas cumbres nevadas relucían bajo una luz brillante y límpida. Esther lo miró. Los ojos de ella eran también límpidos, pero sombríos. – Ahora ya podemos bajar –dijo ella.

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La Dirección De La Carretera © 1973 by Damon Knight © 1981 Nueva Dimensión 132 Título original: Direction Of The Road Traducción : Sebastián Castro Edición digital: Arahamar

Antes no eran tan exigentes. Nunca nos hacían ir más aprisa que al galope, y aún eso era raro; la mayor parte de las veces se contentaban con un pequeño trote saltarín. Y cuando uno de ellos iba a pie, era un auténtico placer acercársele. Me daba tiempo de realizar toda la acción con auténtico estilo. Le veía hacer como que movía sus piernas y sus brazos según sus costumbres, mientras miraba la carretera, o incluso los campos que atravesaba, o hasta mirándome directamente: entonces me acercaba a él regularmente pero con mucha lentitud, aumentando de tamaño sin cesar, sincronizando a la perfección la velocidad de aproximación y la velocidad de crecimiento, de tal modo que, en el mismo momento en que, tras no haber sido más que una minúscula mota, había adquirido toda mi estatura —veinte metros por aquella época—, y me alzaba ante él, inmenso, dominándolo, cubriéndolo con mi sombra. Y sin embargo él no manifestaba ningún temor. Ni siquiera los niños me temían, aunque a menudo no dejaban de mirarme mientras yo pasaba cerca de ellos, para empezar a decrecer a continuación. Ocurría a veces que, en una cálida tarde, uno de los adultos me detenía justo en el lugar donde nos encontrábamos, y se sentaba, su espalda contra la mía, durante una hora o más. Yo no veía en ello el menor inconveniente. Tengo una excelente colina, un buen suelo, un buen viento, una hermosa vista; ¿por qué iba a molestarme el permanecer inmóvil durante una hora o toda una tarde? Después de todo, la inmovilidad no es más que relativa. Basta con mirar al sol para darse cuenta de la velocidad en que todo se desplaza; y además uno no deja de crecer... sobre todo en verano. En cualquier caso me emocionaba el verles confiar así en mí, dejarme que me apoyara en sus pequeñas espaldas cálidas, y dormirse profundamente entre mis pies. Me gustaban. Es raro que nos hayan caído en gracia como los pájaros; pero realmente los prefería a las ardillas. En aquel tiempo los caballos trabajaban para ellos, lo cual constituía para mí un agrado suplementario. Me gustaba particularmente el galope corto, en el que me volví muy hábil. Aquel movimiento de elevación rítmica que acompaña al crecimiento o disminución les confiere una apariencia de oscilación y de caída que es casi la del vuelo. El galope era menos agradable, con su sincopado martilleo; me sentía agitado como un árbol joven en la tormenta. Además, el placer de acercarme y crecer lentamente hasta parecer gigantesco, y luego alejarme y decrecer también lentamente, quedaba suprimido por el galope. Había que hacerlo todo brutalmente, tacatac, tacatac, y tanto el hombre como su montura estaban tan absortos por este ejercicio que ni siquiera levantaban los ojos hacia mí. Hay que admitir de todos modos que los casos eran raros. Después de todo, el caballo es mortal y, como todas las criaturas sin raíces, fatigable; los hombres evitaban pues cansar a sus caballos, salvo casos de urgencia; los casos de urgencia, aparentemente, no eran tampoco tan frecuentes en aquella época. No he galopado desde hace mucho tiempo, y a decir verdad me gustaría hacerlo. Bien pensado, aquel ejercicio tenía algo de tonificante. La primera vez que vi un automóvil, lo recuerdo aún, lo tomé, como la mayor parte de nosotros, por un ser mortal una especie de criatura sin raíces a la que no conocía. Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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Sentí un cierto sobrecogimiento ya que, con ciento treinta y dos años de edad, creía conocer a toda la fauna local. Pero una novedad, por fútil que sea, siempre es algo interesante, así que lo observé con atención. Me acerqué a buena marcha, la de un galope corto, pero adoptando un ritmo distinto, adaptado al aspecto falto dé gracia de aquella cosa: un ritmo inconfortable, el de un ser rodante, sofocante, trepidante, agitado por sobresaltos. Pero no, no se trataba de ningún ser mortal, libre o cautivo, con o sin raíces, y me di cuenta de ello en menos de dos minutos, antes de haber alcanzado el tamaño de treinta centímetros. Era un objeto fabricado, como aquellas carretas a las que se ataban los caballos. Lo hallé tan mal hecho que estimé imposible que regresara cuando lo vi desaparecer tras la cima de West Hill, y esperé de todo corazón no volver a verlo nunca más, pues no podía soportar su marcha dura y contrastada. Pero la cosa adoptó un horario regular, al que me vi obligado a doblegarme. Todos los días, a las cuatro, debía aproximarme a él mientras aparecía al oeste con su rítmico tartamudeo, tenía que crecer, erguirme en toda mi altura, y encogerme de nuevo luego. Después, a las cinco, debía ir una vez más a su encuentro trotando como un gazapo pese a mis veinte metros de altura, mientras llegaba por el este dando sus traqueteantes zancadas, impaciente porque aquel horrible pequeño monstruo desapareciera por el horizonte, a fin de poder descansar y relajar mis miembros al viento del atardecer. Siempre había dos personas en el vehículo: un joven macho al volante, y tras él, una vieja hembra de mirada arisca medio sepultada entre mantas. Nunca les oí hablarse. Y sin embargo por aquel tiempo sorprendí varias conversaciones en la carretera. La máquina iba descubierta, pero el enorme ruido que hacía cubría el de todas las voces, incluso la del gorrión cantor que yo albergaba aquel año. Odiaba aquel ruido casi tanto como la bamboleante marcha del vehículo. Soy de una familia que se respeta y mantiene sus rígidos principios. La divisa de los robles es: «Me rompo, pero no me doblego»; y me veo obligado a observarla. Lo que me hacía sufrir, entiendan, no era puramente la vanidad personal, sino el orgullo familiar, el hecho de que un simple objeto fabricado me obligara a saltar y a bambolearme de aquel modo. Los manzanos de la huerta, en la parte baja de la colina, no Parecían verse tan afectados; pero son árboles domesticados. Sus genes han sido manipulados desde hace siglos. Además, son criaturas gregarias; ningún árbol frutal es realmente capaz de formular una opinión personal. Yo guardaba para mí mi propia opinión. Pero cuando el automóvil dejó de envenenarnos me alegré sobremanera. No apareció en absoluto durante todo un mes, durante el cual tuve el placer de andar hacia los hombres y trotar hacia los caballos, yendo incluso a dar saltitos al encuentro de un bebé en brazos de su madre, esforzándome, sin éxito, en ofrecerle una imagen nítida. Al mes siguiente —setiembre, unos pocos días después de la partida de las golondrinas— apareció otra máquina. Nos arrastró de pronto, a mí, a nuestra colina, a la huerta, a los campos, al techo de la granja, en su carrera de este a oeste, dando saltitos, bamboleándose, petardeando; mi velocidad era superior a la del galope, y jamás me había desplazado tan rápidamente. Apenas tuve tiempo de parecer gigantesco cuando ya tuve que empezar a encogerme. Y a la mañana siguiente vino otra máquina. Cada año, cada semana, cada día, la especie se extendía. Llegaron a convertirse en un elemento importante de nuestro Orden Natural. Las carreteras eran levantadas y luego rehechas, ampliadas, con una detestable superficie plana como la huella de un caracol, sin roderas, sin charcos, sin piedras, sin flores, sin sombras. ¿Dónde estaban todos esos pequeños seres sin raíces que antes recorrían la carretera, saltamontes, Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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hormigas, sapos, ratones, zorros y tantos otros, demasiado pequeños la mayor parte de ellos como para que yo acudiera a su encuentro puesto que no llegaban a verme realmente? Los más prudentes evitaban ahora la carretera, los otros se dejaban aplastar. ¡Cuántos conejos he visto morir así a mis pies! Doy gracias a Dios de ser un roble, ya que puedo verme arrancado por el viento, desenraizado, podado o aserrado, pero al menos no podré, bajo ninguna circunstancia, verme aplastado en la carretera. La presencia simultánea de un gran número de vehículos en la carretera exigió de mí un nivel superior de actuación. Era tan solo un arbolillo cuya copa apenas rebasaba las hierbas silvestres cuando aprendí a ir en dos direcciones al mismo tiempo. Conseguí ese logro elemental sin pensar realmente en él, bajo la simple presión de las circunstancias, la primera vez que vi a un peatón al este frente a un jinete que venía del oeste. Tenía que ir en dos direcciones a la vez, y lo conseguí. Supongo que para nosotros los árboles esto es la base del arte. Estaba nervioso, pero conseguí pasar cerca del jinete, luego alejarme de él mientras me encogía trotando hacia el peatón, al cual no alcancé hasta después de haber sido perdido de vista por el jinete... por aquel tiempo no tenía que aparecer aún gigantesco. Estaba orgulloso de mí, siendo aún muy joven, orgulloso de mi hazaña; pero de hecho es menos difícil de lo que parece. Desde entonces, por supuesto, repetí la operación un incalculable número de veces, y ni siquiera le daba importancia; lo hacía incluso en sueños. ¿Pero han pensado ustedes en el increíble esfuerzo que realiza un árbol cuando debe, por un lado, agrandarse simultáneamente a velocidades ligeramente distintas, y al mismo tiempo encogerse para otros vehículos que avanzan en sentido contrario, unos cuarenta a la vez en cada sentido, sin olvidarse de erguirse con toda su altura en el momento preciso para cada uno de ellos? ¿Y hacer esto minuto tras minuto, hora tras hora, desde el amanecer hasta la caída de la noche e incluso más tarde? Puesto que mi carretera se volvió muy frecuentada; la circulación era casi incesante. No dejaba un instante de reposo. Se habían acabado los bamboleos sincopados, pero cada vez debía ser más rápido: crecer a toda velocidad, erguirme en toda mi altura en una fracción de segundo, y decrecer con la misma precipitación, sin poder gozar con ello, y sin descanso, una y otra y otra vez. Muy raros eran los conductores que se dignaban dirigirme una ojeada, por breve que fuera. De hecho, parecían no ver nada. Se contentaban con mirar fijamente la carretera ante ellos. Tenían la ilusión, al parecer, de ir a alguna parte. Miraban, a través de unos espejitos fijados a la parte delantera de sus vehículos, hacia la parte de carretera que acababan de recorrer, y luego volvían a clavar sus ojos camino adelante. Yo había supuesto que solo los escarabajos se hacían esta falsa idea del Progreso. En efecto, no dejan de precipitarse en todos sentidos sin levantar nunca los ojos. Siempre había tenido una pobre opinión de esas pequeñas criaturas. Pero al menos ellas me dejaban en paz. Confieso que a veces, en esas benditas noches tenebrosas en las que mi copa no era plateada por la luna, o mis ramas no ocultaban las estrellas, en esas noches en las que podía tomarse un descanso, pensaba seriamente en sustraerme a las obligaciones de nuestro Orden Natural: en dejar de desplazarme. No, no seriamente. Tan solo a medias. Puro cansancio. Si el más pequeño imbécil de retoño de sauce, al pie de la colina, aceptaba sus responsabilidades, saltaba, se movía, aceleraba, crecía y disminuía por cada coche que pasaba por la carretera, ¿cómo podría no hacerlo yo, un roble? Nobleza obliga. Y creo poder decir que nunca he dejado caer un glande que no conozca su deber. Hace pues cincuenta o sesenta años que me erijo en defensor del Orden Natural, y que mantengo a las criaturas humanas en su ilusión de ir a alguna parte. Y lo hago de buen grado. Pero me ha ocurrido algo horrible, contrajo cual debo elevar una solemne protesta. Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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Puedo ir perfectamente en dos direcciones a la vez; puedo muy bien crecer y decrecer simultáneamente; puedo moverme sin problemas, incluso a la desagradable velocidad de ciento o ciento veinte kilómetros por hora. Estoy dispuesto a proseguir todo esto hasta el día en que un hacha, una sierra o un bulldozer me derribe. Ese es mi destino. Pero a lo que reniego con mis últimas energías es a volverme eterno. La eternidad no es mi destino. Soy un roble, ni más, ni menos. Tengo mis deberes, y los cumplo; tengo mis recompensas, y sé apreciarlas, aunque lamente que cada vez se hagan más raras, puesto que los pájaros son menos numerosos y los vientos se están volviendo mefíticos. Pero, sea cual pueda ser mi longevidad, tengo derecho a dejar de ser. La mortalidad es mi privilegio. Y he perdido este privilegio. Lo perdí hace un año, en un día lluvioso del mes de marzo. Los coches, como siempre, surgían por la carretera en ambos sentidos, cubriéndola con sus rápidas carreras. Yo estaba tan ocupado en moverme como un bólido, crecer, erguirme en toda mi altura, decrecer, y el día desaparecía tan aprisa, que apenas tuve tiempo de ver lo que ocurría. El conductor de uno de los coches debía estimar que su necesidad de ir a algún sitio presentaba un carácter de urgencia excepcional; por ese motivo intentó situar su vehículo delante del que lo precedía. Para efectuar esta maniobra hay que desviarse un momento de la Dirección de la Carretera girando hacia el lado encargado de hacer circular a los coches en el otro sentido (y debo decir que admiro enormemente las capacidades de la carretera, ya que no es fácil efectuar tales maniobras cuando no se es más que un simple objeto fabricado y no un ser vivo). Pero en aquel momento otro coche llegaba en sentido contrario, y se encontró frente a frente con el del conductor apresurado. Y la carretera no pudo hacer nada para salvar la situación, puesto que estaba demasiado cargada. Para evitar golpear al coche que le hacía frente, el vehículo con prisas contravino absolutamente todas las reglas de la Dirección de la Carretera con una conversión de noventa grados, lo cual me obligó a saltar directamente sobre él. No tenía otra elección. Tuve que lanzarme sobre él a ciento cuarenta kilómetros por hora. Me erguí en toda mi altura, haciéndome más grande, más gigantesco que nunca antes. Luego percute contra el vehículo. Perdí una considerable porción de corteza y, lo que es peor, una buena capa de cambio; pero para un árbol de veintidós metros de alto y cerca de tres metros de circunferencia en el punto del impacto eso no resultaba demasiado grave. Mis ramas temblaron por el choque hasta el punto de hacer caer un nido de petirrojos del año anterior, y sentí una tal sacudida que lancé un gemido. Jamás en mi vida había hablado tan fuerte. El coche lanzó un grito desgarrador, roto, aplastado por el golpe que yo le había dado. Su parte trasera apenas recibió daño, pero toda su parte delantera era un auténtico acordeón, con retorcimientos propios de una raíz vieja sobre los cuales caía una lluvia ¿e pequeños trocitos de brillante plancha. El conductor no tuvo tiempo de pronunciar ni una palabra. Lo maté instantáneamente. No es contra esto contra lo que protesto. No podía hacer otra cosa más que matarlo. Era inevitable, de modo que todo lamento posterior es superfluo. Contra lo que me rebelo, lo que no puedo soportar más, es esto: cuando yo saltaba sobre él, él me vio. En el último momento, levantó los ojos. Me vio como jamás nadie me había visto, ni siquiera un niño, ni siquiera en los tiempos en que la gente miraba aún a su alrededor. Me vio enteramente, y quizá yo sea la única cosa que él hubiera visto jamás en toda su vida. Me vio bajo los atisbos de la eternidad. Me confundió con la eternidad. Y puesto que murió en el momento mismo en que su visión le engañaba, puesto que nada puede modificarla, estoy cautivo por toda la eternidad.

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Esto me resulta insoportable. No puedo hacerme cómplice de tamaña ilusión. Las criaturas humanas no quieren comprender la Relatividad; muy bien, pero que comprendan la Relación. Si el Orden Natural lo exige, yo mataré a los conductores de coches, aunque esto no forme parte de las obligaciones normales que incumben a un roble. Pero es injusto imponerme no solo el papel de asesino, sino también el de la muerte. Puesto que yo no soy la muerte. Yo soy la vida; soy mortal. Si quieren ver la muerte con sus propios ojos, es su problema, no el mío. Yo no quiero ser para ellos la eternidad. Que no cuenten con los árboles para encontrar en ellos la imagen de la muerte. Que la busquen más bien en los ojos de sus semejantes.

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LAS ESTRELLAS EN LA ROCA La casa y las construcciones anexas, todas ellas de madera, ardieron rápidamente, pero la cúpula, que era de yeso y ladrillo, no ardió. Después, los hombres amontonaron los restos de los telescopios, instrumentos, libros, mapas y dibujos, en mitad del suelo, debajo de la cúpula, vertieron aceite encima y les prendieron fuego. Las llamas se extendieron a las vigas que sostenían el telescopio grande, y a los mecanismos de relojería. Los aldeanos que contemplaban el espectáculo desde el pie de la colina vieron cómo la cúpula, blanquecina contra el cielo verde del atardecer, se estremecía y giraba, primero en un sentido y luego en otro, mientras de la hendidura alargada surgía un humo negro y amarillo lleno de chispas: una visión fea y extraña. Oscurecía; al este aparecían las estrellas. Alguien gritó unas órdenes. Los soldados bajaron por el camino en fila india, en silencio, hombres oscuros con arneses oscuros. Los aldeanos se quedaron donde estaban hasta después de que se hubieran marchado los soldados. En una vida sin cambios y sin amplitud, un incendio equivale a un festival. No subieron a la colina, y, a medida que anochecía, se fueron apiñando. Después, empezaron a regresar a sus pueblos. Algunos volvían la cabeza para mirar la colina, donde nada se movía. Las estrellas giraban lentamente detrás de la negra colmena de la cúpula. Pero ésta no giraba para seguirlas. Una hora antes del amanecer, un hombre subió a caballo por el empinado zigzag, desmontó junto a las ruinas de los talleres y se acercó a pie a la cúpula. La puerta había sido derribada. Por la abertura se veía una neblina rojiza de luz, muy tenue, procedente de una gran viga que había caído y que había ardido en rescoldo durante toda la noche. Debajo de la cúpula, espesaba el aire un humo acre e inmóvil. Allí se movía una figura alta. A veces se inclinaba, o se detenía, y después seguía avanzando torpe y lentamente. —¡Guennar! ¡Maestro Guennar! —llamó el recién llegado. El otro se quedó inmóvil, mirando la puerta. Acababa de recoger algo de entre la confusión de restos medio quemados que había en el suelo. Con un gesto mecánico, se guardó el objeto en el bolsillo del abrigo, sin dejar de mirar la puerta. Fue hacia ella. Tenía los ojos enrojecidos, y casi cerrados de tan hinchados; su respiración era difícil y entrecortada; tenía el pelo y las ropas chamuscados y embadurnados de negra ceniza. —¿Dónde estabais, maestro? El hombre señaló vagamente al suelo. —¿Hay un sótano? ¿Estabais ahí durante el incendio? ¡Dios mío! Yo lo sabía, sabía que estaríais aquí. —Bord se rió, algo histéricamente, y tomó a Guennar por el brazo—. Venid, salid de aquí, por el amor de Dios. Está empezando a amanecer. El astrónomo lo acompañó de mala gana, no mirando la luz gris del amanecer sino volviendo la cabeza para mirar la hendidura de la cúpula, en la que ardían algunas estrellas. Bord le obligó a salir, le hizo montar el caballo, y después, con la brida en la mano, echó a andar colina abajo llevando el caballo a paso rápido. El astrónomo se apoyaba con una mano en la silla de montar. La otra mano, que se había quemado en la palma y los dedos al recoger un objeto de metal que estaba aún al rojo vivo, bajo una capa de ceniza, la llevaba apretada contra el muslo. No se daba cuenta de esto, ni del dolor. De vez en cuando, sus sentidos le decían: «Voy a caballo», o bien «Está amaneciendo», pero aquellos mensajes fragmentarios no tenían sentido para él. Se estremeció de frío cuando se levantó el viento del amanecer, que hacía susurrar los oscuros bosques junto a los cuales pasaban ahora los dos hombres y el caballo, por un profundo sendero envuelto en cardenchas y brezos; pero los bosques, el viento, el cielo que clareaba, el frío, estaban muy lejos de su mente, en la Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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que no había otra cosa que oscuridad, mezclada con la fetidez y el calor del incendio. Bord le hizo desmontar. Ahora los rodeaba la luz del Sol, que daba sombras alargadas a las rocas por encima del lecho de un río. Había allí un lugar oscuro, y Bord lo apremió para que se dirigiese a él. Aquel lugar no era caluroso y cerrado, sino frío y silencioso. Tan pronto como Bord le permitió detenerse, se dejó caer al suelo, pues las rodillas no le sostenían, y sintió la fría roca contra las manos quemadas y doloridas. —Aquí, bajo tierra, podéis ocultaros —dijo Bord, echando una mirada a los veteados muros, marcados por las cicatrices de los picos de los mineros, a la luz de su linterna—. Yo volveré; cuando haya oscurecido, quizá. No salgáis. No vayáis más adentro. Esto es la antigua entrada de una mina; ahora ya no trabajan por esta parte. En esos antiguos túneles puede haber derrumbamientos y otros peligros. ¡No salgáis! ¡No os dejéis ver! Cuando esa jauría se haya calmado, os haremos cruzar la frontera. Bord se marchó. Mucho rato después de que se hubiese apagado el sonido de sus pisadas, el astrónomo levantó la cabeza y miró a su alrededor, las oscuras paredes y la pequeña vela encendida. La apagó. Le envolvió entonces la oscuridad, silenciosa y total, y el olor de la tierra. Vio sombras verdes, formas de color ocre que se movían por la negrura, que se fueron disipando. Aquella negrura opaca y fría era un bálsamo para sus ojos inflamados y doloridos, y para su mente. Si pensó algo, sentado en aquella oscuridad, sus pensamientos no encontraron palabras. Estaba febril por el agotamiento, por el humo que había respirado y por algunas heridas leves, y su mente estaba alterada; pero quizá los procesos de su mente, aun en los momentos de lucidez y serenidad, no habían sido nunca normales. No es normal que un hombre se pase veinte años puliendo lentes, construyendo telescopios, observando las estrellas, haciendo cálculos, listas y mapas de cosas que nadie conoce y que a nadie interesan, cosas que no se pueden alcanzar ni tocar. Y ahora todo aquello a lo que había dedicado su vida había desaparecido, había ardido. Lo que quedaba de él podía muy bien estar enterrado, como de hecho lo estaba. Pero esta idea de estar enterrado no se le ocurrió. Sólo tenía conciencia, agudamente, de una gran carga de cólera y dolor, una carga que no estaba preparado para llevar. Le aplastaba la mente, la razón. Y la oscuridad que reinaba en aquel lugar parecía aligerar aquella carga. Él estaba acostumbrado a la oscuridad, pues había vivido de noche. En aquel lugar, el único peso era la roca, la tierra. Ningún granito es tan duro como el odio, y ninguna arcilla es tan fría como la crueldad. Le envolvía la negra inocencia de la Tierra. Se tumbó dentro de aquella oscuridad, temblando un poco a causa del dolor y del alivio que sentía en el dolor, y se quedó dormido. Le despertó una luz. Allí estaba el conde Bord, encendiendo la vela con pedernal y eslabón. El rostro de Bord aparecía animado en aquella luz: el color subido y los ojos azules del cazador entusiasta, la boca roja, sensual y obstinada. —Os están buscando —decía—. Saben que habéis escapado. —¿Por qué...? —dijo el astrónomo. Su voz era débil; su garganta, al igual que sus ojos, estaba aún irritada por el humo—. ¿Por qué me persiguen? —¿Que por qué os persiguen? ¿Necesitáis que os lo diga? ¡Os buscan para quemaros vivo, hombre de Dios! ¡Por hereje! Los ojos azules de Bord le miraban, furiosos, desde el otro lado de la quieta luz de la vela. —Pero si todo lo que he hecho está destruido, quemado... —Sí, pero ellos quieren su presa. Aunque yo no dejaré que os atrapen. Los ojos del astrónomo, claros y separados, se encontraron con los del conde y le miraron fijamente. Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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—¿Por qué hacéis esto, conde? —Vos creéis que soy un estúpido —dijo Bord con una sonrisa que no era una sonrisa, sino la sonrisa de un lobo, la sonrisa del perseguido y del cazador—. Y lo soy. Fui un estúpido cuando os advertí del peligro, porque no me hicisteis caso. Fui un estúpido al escucharos. Pero me gustaba escucharos. Me gustaba oíros hablar de las estrellas, del curso de los planetas, del principio y el fin de los tiempos. Nadie me había hablado nunca de otra cosa que del maíz de sembrar y del estiércol de vaca. ¿Comprendéis? Además, no me gustan los soldados ni los forasteros, ni los juicios ni las ejecuciones. Vuestra verdad, la verdad de ellos, ¿qué sé yo de la verdad? ¿Soy acaso un maestro? ¿Conozco el curso de las estrellas? Quizá vos lo conocéis. Quizá lo conocen ellos. Yo sólo sé que vos os habéis sentado a mi mesa y me habéis hablado. ¿Debo presenciar cómo os llevan a la hoguera? Es el fuego de Dios, dicen ellos; pero vos me habéis dicho que las hogueras de Dios son las estrellas. ¿Por qué me hacéis esta pregunta? ¿Por qué le hacéis a un estúpido una pregunta estúpida? —Perdonadme —dijo el astrónomo. —¿Qué sabéis vos de los hombres? —preguntó el conde—. Creíais que ellos os dejarían trabajar en paz. Y creíais que yo os dejaría ir a la hoguera —miró a Guennar a través de la luz de la vela, sonriendo como un lobo, pero en sus ojos azules había un destello de verdadera hilaridad—. Yo vivo en la Tierra, ¿sabéis?, no allá arriba, entre las estrellas... Había traído un yesquero y tres velas de sebo, una botella de agua, un pedazo de torta de guisantes y una bolsa de pan. No tardó en marcharse, y advirtió otra vez al astrónomo que no se aventurase fuera de la mina. Cuando Guennar volvió a despertarse, le preocupó una cosa extraña de su situación. No era algo que hubiese preocupado a la mayoría de las personas, caso de encontrarse ocultas en un agujero para salvar la piel, pero a él le resultaba angustiosa: no sabía la hora que era. No eran los relojes lo que echaba en falta, el dulce tañido de las campanas de las iglesias de los pueblos que llamaban a oración por la mañana y por la tarde, la delicada y deliberada exactitud de los relojes que usaba en su observatorio, a cuya exquisita precisión se debían tantos de sus descubrimientos; no eran los relojes lo que echaba en falta, sino el gran reloj. Sin ver el cielo, no se puede percibir la rotación de la Tierra. Todos los procesos del tiempo, el luminoso arco del Sol y las fases de la Luna, la danza del planeta, el girar de las constelaciones en torno a la estrella polar, el girar más amplio de las estaciones de las estrellas, todo esto estaba perdido, la urdimbre sobre la que estaba tejida su vida. En aquel lugar no existía el tiempo. —Oh, Dios mío —rezó el astrónomo Guennar en aquella oscuridad subterránea—, ¿cómo puede ofenderos que se os alabe? Todo lo que yo vi con mis telescopios era una chispa de vuestra gloria, un pequeño fragmento del orden de vuestra creación. ¡Esto no podía ofenderos, Señor! Y, aun así, eran bien pocos los que me creían. ¿Ha sido por mi arrogancia al atreverme a describir vuestras obras? Pero, ¿cómo podía evitarlo, Señor, cuando vos me permitíais ver aquellos inacabables campos de estrellas? ¿Cómo podía ver aquello y permanecer en silencio? Oh, Dios mío, no me castiguéis más; permitidme reconstruir el telescopio pequeño. No hablaré, no publicaré, si ello molesta a vuestra santa Iglesia. No diré nada más sobre la órbita de los planetas, sobre la naturaleza de las estrellas. ¡No hablaré, Señor, pero dejadme ver! —Por todos los demonios, callaos, maestro Guennar. Se os oye desde la entrada del túnel —dijo Bord, y el astrónomo abrió los ojos, deslumbrado por la linterna—. Os siguen buscando. Ahora dicen que sois un nigromante. Juran que, cuando llegaron a vuestra casa, os vieron allí durmiendo, y que atrancaron las puertas; y ahora no encuentran huesos entre las cenizas. Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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—Estaba durmiendo —explicó Guennar, cubriéndose los ojos—. Llegaron los soldados... Habría debido haceros caso. Me fui al pasillo que hay debajo de la cúpula. Dejé un pasillo para poder acercarme a la chimenea durante las noches frías; a veces se me entumecen los dedos, y tengo que bajar a calentarme las manos —extendió sus manos ennegrecidas, cubiertas de ampollas, y las miró vagamente—. Y entonces les oí encima de mí... —Aquí tenéis algo más de comida. Qué demonio, ¿no habéis comido nada? —¿Cuánto tiempo ha pasado? —Una noche y un día. Ahora es de noche. Y llueve. Escuchad, maestro: en este momento se alojan en mi casa dos de esos perros negros. Son emisarios del Consejo, y no he tenido otro remedio que ofrecerles hospitalidad. Éste es mi condado, ellos están aquí, yo soy el conde. Me resultará difícil volver aquí. Y no quiero enviaros a ninguno de mis hombres. ¿Qué ocurriría si los sacerdotes les preguntasen: «¿Sabéis dónde está? ¿Juráis por Dios que no sabéis dónde está?» Es mejor que no lo sepan. Yo vendré cuando pueda. ¿Estáis bien aquí? ¿Os quedaréis aquí? Yo os acompañaré a la frontera cuando se hayan marchado los soldados. Ahora son como moscas. Y no habléis en voz alta. Podrían buscaros en estos viejos túneles, Deberíais ir más adentro. Yo volveré. Quedad con Dios, maestro. —Id con Dios, conde. Vio el color de los ojos azules de Bord, el salto de las sombras por el rugoso techo cuando él tomó la linterna y dio media vuelta. La luz y el color murieron cuando Bord, cerca de la salida, apagó la linterna, Guennar le oyó tropezar y maldecir mientras avanzaba a tientas. Guennar encendió una de las velas y comió y bebió un poco, empezando por el pan más seco, y tomando un pedazo de la reseca costra de la torta de guisantes. Esta vez, Bord le había traído tres hogazas y algo de carne salada, dos velas más y un segundo odre de agua, y una gruesa capa de lana basta. Guennar no tenía frío. Llevaba el abrigo que se ponía siempre en las noches frías en el observatorio, y con el que muchas veces dormía, cuando se metía en la cama, tambaleándose por el cansancio, al amanecer. Era de buena piel de cordero, y estaba muy sucio y chamuscado a raíz del incendio, pero era tan cálido como siempre, y a Guennar le resultaba tan familiar como su propia piel. Con el abrigo puesto se sentó a comer, mirando, a través de la esfera de la débil luz amarilla de la vela, la oscuridad del túnel que tenía ante sí. Recordaba las palabras de Bord: «Deberíais ir más adentro.» Cuando hubo acabado de comer, envolvió las provisiones en la capa, tomó el fardo en una mano y la vela encendida en la otra, y echó a andar por el túnel lateral y después por la bocamina, hacia abajo y hacia adentro. Después de unos cientos de pasos, llegó a un túnel transversal más grande, del que partían muchos filones cortos y algunas estancias grandes o bancadas. Torció a la izquierda, y llegó a una gran bancada de tres niveles. Entró en ella. El nivel más alejado estaba sólo a cinco pies del techo, el cual estaba aún bien entibado con postes y vigas. En una esquina del nivel inferior, detrás de un ángulo de intrusión de cuarzo que los mineros habían dejado sobresaliendo para que hiciese de contrafuerte, estableció Guennar su nuevo campamento, colocando la comida, el agua, el yesquero y las velas donde pudiese encontrarlos fácilmente en la oscuridad, y extendiendo la capa, a modo de colchón, en el suelo, que era de una arcilla dura y cascajosa. Después apagó la vela, que estaba ya consumida en una cuarta parte, y se tumbó en la oscuridad. Después de haber vuelto tres veces a aquel primer túnel lateral, sin haber encontrado indicios de que Bord hubiese venido otra vez, regresó a su campamento y miró sus provisiones. Le quedaban dos hogazas, media botella de agua y la carne salada, que aún no había tocado, y cuatro velas. Calculó que debían de haber Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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pasado seis días desde la última visita de Bord, pero habrían podido ser tres, u ocho. Tenía sed, pero no se atrevía a beber mientras no tuviese otra provisión de agua. Se puso en marcha para encontrar agua. Al principio, contó los pasos. A los ciento veinte pasos, vio que el entibado del túnel estaba torcido, y que había puntos en los que el relleno de grava se había roto y había caído en el suelo del túnel. Llegó a un pozo ciego, un pozo de chimenea, por el que le fue fácil bajar gateando por lo que quedaba de la escalera de madera, pero después, en el nivel bajo, se olvidó de contar los pasos. Pasó junto a un mango de pico, roto; y más adelante vio una lámpara de minero abandonada, con un cabo de vela metido aún en la cavidad de la frente. Se guardó el cabo de vela en el bolsillo del abrigo y siguió adelante. La monotonía de los muros de piedra cortada y de entablado de madera embotaba su mente. Seguía avanzando, como quien está dispuesto a caminar eternamente. La oscuridad le seguía y le precedía. La vela, que se consumía, le derramó en los dedos unas gotas de sebo caliente, quemándole. Él la dejó caer, y la vela se apagó. La buscó a tientas en la súbita oscuridad, asqueado por la fetidez de su humo, levantando la cabeza para evitar aquel hedor a quemado. Delante de él, en línea recta, a lo lejos, veía las estrellas. Diminutas, luminosas, remotas, atrapadas en una estrecha abertura parecida a la abertura de la cúpula del observatorio: una zona alargada de estrellas en la oscuridad. Se puso en pie, olvidándose de la vela, y echó a correr hacia las estrellas. Las estrellas se movieron y bailaron, como lo hacían en el campo de visión del telescopio cuando se estremecía el mecanismo de relojería o cuando el astrónomo tenía los ojos muy cansados. Bailaron y se volvieron más luminosas. Él llegó a donde estaban, y ellas le hablaron. Las llamas proyectaron extrañas sombras en las caras ennegrecidas, y sacaban extraños brillos de los ojos vivos y luminosos. —¡Eh! ¿Quién está ahí? ¿Eres tú, Hanno? —¿Qué estabas haciendo en esa galería, compañero? —¡Eh! ¿Quién anda ahí? —¿Quién demonios anda ahí? ¡Detente! —¡Eh, compañero! ¡Espera! Guennar corrió ciegamente hacia la oscuridad, hacia el lugar del que venía. Las luces le siguieron, y él persiguió su propia sombra, tenue y enorme, túnel abajo. Cuando la sombra fue tragada por la oscuridad de antes y volvió el silencio de antes, siguió avanzando a tientas, agachándose y buscando el camino con las manos, de modo que avanzaba a cuatro patas o bien con los dos pies y una mano. Después se dejó caer en el suelo y se quedó agazapado contra la pared, con el pecho lleno de fuego. Silencio, oscuridad. Encontró el cabo de vela en la palmatoria de estaño que llevaba en el bolsillo, lo encendió con el pedernal y el eslabón, y a su luz encontró el pozo vertical, a menos de cincuenta pies de donde se había detenido. Volvió a su campamento. Allí durmió. Cuando despertó, comió, y bebió la última agua que le quedaba; decidió levantarse e ir otra vez a buscar agua; pero se quedó dormido, o aletargado, y soñó que le hablaba una voz. —Aquí estás. Muy bien. No tengas miedo; no te haré ningún daño. Ya decía yo que no era ningún gnomo. ¿Quién ha oído hablar nunca de un gnomo que sea tan alto como un hombre? ¿O quién ha visto nunca a uno, alto o bajo? «Los gnomos son lo que no se ve, compañeros —les he dicho—. Y lo que hemos visto era un hombre, creedme.» «¿Qué está haciendo en la mina? —han dicho ellos—, y ¿qué haremos si es Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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un fantasma, uno de los amigos que quedaron atrapados cuando se rompió el depósito de agua en la vieja bocamina del sur?» «Pues bien —les he dicho yo—, voy a ver. No he visto nunca un fantasma, a pesar de lo mucho que he oído hablar de ellos. No quiero ver lo que no debe ser visto, como los gnomos, pero, ¿qué mal hay en volver a ver a Temon, o al viejo Trip? ¿Acaso no les he visto en sueños, de todos modos, en los túneles, trabajando y con la cara sudorosa, igual que cuando vivían? ¿Por qué no?» Y por esto he venido. Pero tú no eres un fantasma, ni tampoco un minero. Podrías ser un desertor, o un ladrón. ¿O es que has perdido el juicio, pobre hombre? No tengas miedo. Escóndete si quieres. A mí no me importa. Aquí abajo hay sitio para ti y para mí. ¿Por qué te escondes de la luz del Sol? —Los soldados... —Ya me lo parecía. Cuando el minero asintió, con un gesto de la cabeza, la vela que llevaba sujeta a la frente proyectó al techo de la bancada una luz que saltaba. Se agachó a unos diez pies de Guennar, dejando colgar las manos entre las rodillas. Llevaba colgando del cinturón un manojo de velas y el pico, una herramienta bien hecha y de mango corto. Su cara y su cuerpo, debajo de la inquieta estrella de la vela, eran toscas sombras de color de tierra. —Déjame quedarme aquí... —¡Quédate, claro! ¿Acaso es mía la mina? ¿Por dónde has entrado, por la vieja galería que da al río? Has tenido suerte al encontrarla, y también ha sido una suerte que viniesen hacia aquí desde el crucero, en lugar de ir hacia el este. Por allí, este nivel lleva a las cuevas. Allí hay unas cuevas muy grandes, ¿lo sabías? No lo sabe nadie más que los mineros. Abrieron esas cuevas antes de que yo naciese, siguiendo el antiguo filón que había allí, en dirección al Sol. Las vi una vez, cuando me llevó mi padre. «Tienes que ver aquello aunque sólo sea una vez —me dijo—. Tienes que ver el mundo que hay debajo del mundo.» Y vi una cueva que parecía no tener fin. Una caverna grande y alta como el cielo, y un arroyo negro que corría por ella, que llegaba hasta más allá de lo que alcanzaba la luz de la vela. Hacía un ruido como un susurro sin fin que saliera de la oscuridad. Y más allá de aquella cueva, y debajo de ella, había otras. Quizá hay un número infinito de ellas. ¿Quién sabe? Están unas encima de otras, y todas brillan por el cristal de roca. Por allí, todo es piedra estéril. Y esta parte de aquí está agotada, hace años. El agujero que has escogido es bastante seguro, compañero, si no hubieses salido y tropezado con nosotros. ¿Qué buscabas? ¿Comida? ¿Una cara humana? —Agua. —No es agua lo que falta por aquí. Ven, te enseñaré dónde está. Aquí debajo, en el otro nivel, hay muchas fuentes. Has tomado una dirección que no es. Yo trabajaba allá abajo, metido hasta las rodillas en la maldita agua fría, antes de que se agotase la veta. Hace mucho tiempo. Ven. El viejo minero le dejó en su campamento, después de mostrarle dónde nacía la fuente y de advertirle que no siguiese el curso del agua, pues el entibado debía de estar podrido y una pisada o un ruido podía dar lugar a un desprendimiento. Allá abajo, todas las vigas estaban cubiertas de una gruesa y centelleante piel blanca, salitre quizá, o un hongo: era algo muy extraño, por encima del agua aceitosa. Cuando se quedó solo, Guennar pensó que había soñado con aquel túnel blanco lleno de agua negra, y con la visita del minero. Cuando vio un destello de luz en el túnel, a lo lejos, se agazapó detrás del puntal de cuarzo con un gran trozo de granito en la mano, pues todo su miedo, su cólera y su dolor se habían reducido a una sola cosa allí en la oscuridad, se habían convertido en la decisión de que nadie le pondría las manos encima. Era una determinación ciega, roma y pesada como una piedra rota, pesada en su alma. Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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Pero no era más que el viejo minero, que le traía un pedazo de queso seco. Se sentó con el astrónomo, y le habló. Guennar se comió todo el queso, pues no le quedaba ningún otro alimento, y escuchó cómo hablaba el minero. Mientras escuchaba, le pareció que se aligeraba un poco el peso que oprimía su alma, le pareció ver un poco más lejos en la oscuridad. —Tú no eres un soldado corriente —dijo el minero. —No, he sido estudiante —respondió él. Pero no le dijo nada más, pues no se atrevía a decirle al minero quién era. El minero sabía todas las cosas que habían ocurrido en la región; le habló del incendio de la Casa Redonda de la colina, y del conde Bord. —Esos soldados vestidos de negro se lo llevaron a la ciudad, para que lo juzgaran, según dicen, para que compareciese ante el Consejo. ¿Por qué han de juzgarle? ¿Qué ha hecho el conde sino cazar osos, ciervos y zorros? ¿Le va a juzgar un consejo de zorros, acaso? ¿Qué significa todo este espiar, esos soldados, esos incendios y juicios? Más les valdría dejar en paz a la gente honrada. El conde era un hombre honrado, tan honrado como puede serlo un rico, y era justo con sus siervos. Pero toda esa gente, los señores, no son de fiar. Sólo aquí abajo hay gente de fiar, los hombres que bajan a la mina. ¿Qué otra cosa tiene un hombre aquí abajo sino sus manos y las manos de sus compañeros? ¿Qué hay entre él y la muerte, cuando hay un desprendimiento o cuando se cierra un pozo ciego y él se queda atrapado sino las manos de sus amigos, sus palas y su voluntad de sacarle? No habría plata allá arriba, al Sol, si no hubiese confianza entre nosotros aquí abajo, en la oscuridad. Aquí abajo uno puede contar con sus compañeros. Y aquí no baja nadie más que ellos. ¿Puedes imaginarte al dueño de la mina, con sus encajes, o a los soldados, bajando y bajando por el pozo de chimenea hacia la oscuridad? ¡No bajarían aquí por nada del mundo! Ellos son muy valientes para pasearse por allá arriba, pero, ¿de qué servirían sus espadas y sus gritos en esta oscuridad? Aquí abajo me gustaría verles un día... Cuando volvió le acompañaba otro hombre, y le traían una lámpara y un jarro de aceite, algo más de queso, pan y unas manzanas. —Ha sido Hanno quien ha pensado en la lámpara —explicó el viejo—. La mecha es de cáñamo; si se apaga, sopla fuerte y puede que se encienda otra vez. Y aquí tienes una docena de velas. Las ha birlado el joven Per, allá arriba. —¿Saben todos que estoy aquí? —Sólo nosotros —respondió el minero—. Ellos no. Uno o dos días después, Guennar volvió a recorrer el nivel inferior que había recorrido antes, en dirección al oeste, hasta que vio las velas de los mineros danzar como estrellas; y fue a la bancada. Los hombres compartieron con él su comida. Le mostraron la mina, las bombas y el gran pozo donde estaban las escaleras y las poleas con los cubos; él se apartó del pozo, pues le pareció que la corriente de aire que bajaba por él olía a quemado. Le llevaron otra vez a la bancada y le dejaron trabajar con ellos. Le trataban como a un invitado, como a un niño. Le habían adoptado. Él era su secreto. No sirve de gran cosa pasarse doce horas al día en un agujero oscuro de la Tierra, durante toda la vida, si allí no hay nada, ningún secreto, ningún tesoro, nada escondido. Estaba la plata, por supuesto. Pero donde habían trabajado diez cuadrillas de quince hombres, en aquellos mismos niveles, cuando se oían incesantemente los crujidos, el matraqueo y el estrépito de los cubos cargados que subían por el chirriante montacargas, y los golpes de los cubos vacíos que bajaban al encuentro de los hombres que empujaban los pesados carretones, ahora sólo trabajaba una cuadrilla de ocho hombres: hombres de más de cuarenta años, hombres viejos, que no tenían otro oficio que la minería. Había aún algo de plata en el duro granito, en pequeñas venas por entre la ganga. A veces alargaban un túnel, un pie en dos semanas. Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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—Era una gran mina —decían con orgullo. Le enseñaron al astrónomo cómo poner una cuña y cómo manejar la almádena, cómo romper el granito con el pico de aguda punta, bien equilibrado, cómo separar el metal de la ganga; le enseñaron lo que había que buscar, las escasas y brillantes venas del puro metal, la quebradiza y rica mena. Él les ayudaba todos los días. Cuando llegaban, estaba en la bancada esperándoles, y relevaba a unos y a otros durante todo el día con la pala, o afilando las herramientas, o empujando el carretón del mineral por su pasarela acanalada hacia el gran pozo, o abriendo túneles. Allí, no le dejaban trabajar durante mucho rato; se lo impedían el orgullo y la costumbre. —Mira, no des golpecitos como un leñador. Se hace así, ¿lo ves? Pero después otro le pedía: —Dame unos golpes aquí, compañero, en la cuña. Así. Le alimentaban con su pobre y escasa comida. Por la noche, cuando se quedaba solo en la tierra hueca, cuando los mineros habían subido por las largas escaleras hacia el exterior, él se echaba y pensaba en ellos, en sus caras, en sus voces, en sus manos grandes, llenas de cicatrices, sucias de tierra, manos de hombres viejos con las gruesas uñas ennegrecidas por el contacto hiriente de la roca y del acero; aquellas manos, inteligentes y vulnerables, que habían abierto la tierra y que habían encontrado la brillante plata en la dura roca de aquellas tenebrosas profundidades. La plata que ellos nunca conservaban, que ellos nunca gastaban. La plata que no era suya. —Si encontraseis una veta nueva, un filón nuevo, ¿qué haríais? —Lo abriríamos y se lo diríamos a los amos. —¿Por qué se lo diríais a los amos? —¡Hombre! ¡A nosotros nos pagan por lo que sacamos! ¿Te crees que hacemos este maldito trabajo por gusto? —Sí. Todos se echaron a reír, con una risa estruendosa, burlona, inocente. Sus ojos vivos brillaban en las caras ennegrecidas, cubiertas de polvo y de sudor. —¡Ah, si encontrásemos un filón nuevo! ¡Mi mujer podría tener un cerdo, como antes, y yo juro que me bañaría en cerveza! Pero, si quedase plata por aquí, ellos la habrían encontrado; por esto excavaron tan lejos hacia el este. Pero por aquí todo está yermo, agotado. No hay nada que hacer. El tiempo se extendía detrás de él y delante de él como las oscuras galerías y traviesas de la mina, que estaban todas presentes a la vez, estuviese donde estuviese él con su pequeña vela. Ahora, cuando estaba solo, el astrónomo solía vagar por los túneles y las viejas bancadas, conociendo los lugares peligrosos, los niveles profundos llenos de agua, conociendo las escaleras inseguras y los pasos angostos, intrigado por el juego de su vela en las paredes de roca, por el brillo de la mica que parecía salir del interior de la piedra. ¿Por qué brillaba a veces de aquel modo? Brillaba como si la vela hubiese encontrado algo mucho más allá de la brillante y quebrada superficie, algo que le hacía guiños como respondiéndole y que después desaparecía, como si se hubiese deslizado detrás de una nube o del disco invisible de un planeta. «Hay estrellas en la Tierra —pensaba—. Sólo habría que saber verlas.» Era torpe con el pico, pero hábil con las máquinas. Ellos admiraban su habilidad y le traían herramientas. Él reparaba bombas y tornos; le hizo al «joven Per», que trabajaba en un largo y estrecho túnel cerrado, una lámpara con cadena, con un reflector que hizo con una palmatoria de estaño, que convirtió a fuerza de golpes en una lámina curvada, y que pulió con fino polvo de roca y con el forro de piel de su abrigo. —Es una maravilla —dijo Per—. Es como la luz del día. Y, al estar detrás de mí, no se apaga cuando el aire se enrarece y me dice cuándo tengo que retroceder para respirar. Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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Pues un hombre puede seguir trabajando en un túnel cerrado algún tiempo después de que se haya apagado su vela por falta de oxígeno. —Deberías colocarte allí un fuelle. —¿Un fuelle? ¿Como en una fragua? —¿Porqué no? —¿No subes nunca allá arriba, por las noches? —le preguntó Hanno, mirándole con algo de tristeza—. ¿Sólo para echar una mirada? Hanno era un hombre melancólico, pensativo, bondadoso. Guennar no le respondió. Se fue a ayudar a Bran a entibar; ahora, los mineros hacían todos los trabajos que antes habían hecho cuadrillas de estibadores, picadores, acarreadores, clasificadores, y otros. —Le da pánico salir de la mina —explicó Per en voz baja. —Sólo para ver las estrellas y respirar un poco de aire fresco —dijo Hanno, como si le hablase aún a Guennar. Una noche, el astrónomo se vació los bolsillos y miró los objetos que habían estado en ellos desde la noche del incendio del observatorio: cosas que había recogido en aquellas horas que ahora no recordaba, aquellas horas en que había andado a tientas, tropezando, entre los restos de su casa, convertidos en brasas humeantes... buscando lo que había perdido... Ahora ya no pensaba en lo que había perdido. Aquello estaba aislado en su mente por una gruesa cicatriz, la cicatriz de una quemadura. Durante mucho tiempo aquella cicatriz de su mente le impidió comprender la naturaleza de los objetos que ahora estaban ante él en el polvoriento suelo de piedra de la mina: un fajo de papeles chamuscados por un lado; un trozo redondo de vidrio o cristal; un tubo de metal; una rueda dentada bellamente trabajada; un pedazo de cobre retorcido y ennegrecido, grabado con finas líneas; y otros restos y fragmentos. Volvió a guardarse los papeles en el bolsillo, sin intentar separar las quebradizas hojas que estaban medio pegadas, sin intentar leer la fina escritura. Siguió mirando las demás cosas, tomándolas de vez en cuando para examinarlas mejor, sobre todo el pedazo de vidrio. Sabía que aquel vidrio era el ocular de su telescopio de diez pulgadas. Había pulido la lente él mismo. Cuando lo tomó en las manos, lo manejó con delicadeza, sosteniéndolo por los bordes, para evitar que el ácido de su piel marcase la superficie. Después se puso a limpiarlo, frotándolo con un jirón de la fina lana de cordero de su abrigo. Cuando el ocular estuvo limpio, lo sostuvo en alto, miró su superficie y miró a través de él desde todos los ángulos. Su expresión era tranquila y decidida, y sus ojos, claros y separados, estaban serenos. Inclinada en sus dedos, la lente del telescopio reflejaba la llama de la lámpara en un diminuto punto brillante próximo al borde y que parecía estar debajo de la curva de la superficie, como si la lente hubiese guardado en su interior una estrella de los muchos cientos de noches que había estado vuelta hacia el cielo. Guennar la envolvió cuidadosamente en el jirón de lana y le hizo un lugar en el hueco de la roca, donde guardaba el yesquero. Después tomó las demás cosas, una a una. Durante las semanas siguientes, los mineros vieron a su fugitivo con menos frecuencia mientras trabajaban. Pasaba muchas horas solo, explorando las desiertas regiones orientales de la mina, según dijo cuando le preguntaron. —¿Para qué? —Para encontrar plata —respondió, con la sonrisa breve y sobresaltada que le daba aspecto de loco. —Pero, amigo, ¿qué sabes tú de encontrar plata? Esa parte de la mina está agotada. La plata se acabó, y no encontraron ningún filón al este. Quizá encontrarás un poco de mineral pobre, o una vena de estaño vidrioso, pero nada que valga la pena. Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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—¿Cómo puedes saber lo que hay en la tierra, Per, en las rocas que tienes bajo los pies? —Lo sé porque conozco las señales, amigo. ¿Quién lo va a saber mejor que yo? —Pero ¿y si esas señales estuviesen ocultas? —Entonces es que la plata estaría escondida. —Pero tú sabes que está allí, si supieses dónde cavar, si pudieses ver el interior de la roca. ¿Qué otra cosa puede haber allí? Vosotros encontráis el metal porque lo buscáis, porque caváis para sacarlo. ¿Qué otra cosa podríais encontrar, a mayor profundidad que la mina, si la buscaseis, si supieseis dónde cavar? —Roca —dijo Per—. Roca, roca y roca. —¿Y después? —¿Después? El fuego del infierno, que yo sepa. ¿Por qué, si no, hay más claridad en los pozos cuanto más profundos son? Esto es lo que dicen. Que, cuanto más se ahonda, más se acerca uno al infierno. —No —dijo el astrónomo, con voz clara y firme—. No. Debajo de la roca no está el infierno. —¿Qué hay allí, pues, abajo de todo? —Las estrellas. —Ah... —dijo el minero, desconcertado. Se rascó el áspero cabello, en el que había gotas de sebo, y se rió. —Esto sí que es extraño —añadió, mirando a Guennar con lástima y admiración; sabía que Guennar estaba loco, pero la dimensión de su locura era para él una cosa nueva y admirable—. ¿Y tú encontrarás esas estrellas? —Las encontraré si encuentro la manera de buscarlas —afirmó el astrónomo, con tanta calma que Per no encontró otra respuesta que tomar su pala y volver a su tarea de cargar el carretón. Una mañana, cuando llegaron los mineros, se encontraron con que Guennar dormía aún, envuelto en la vieja capa que le había dado el conde Bord, y vieron junto a él un objeto extraño, un artefacto hecho de tubos de plata, de codales y alambres de estaño hechos a partir de viejas lámparas de minero, una estructura de mangos de pico cuidadosamente trabajada y encajada, ruedas dentadas, un pedazo de vidrio centelleante. Era un artilugio frágil, provisional, delicado, complejo, absurdo. —¿Qué demonios es esto? Rodearon el aparato y se lo quedaron mirando, centrándose en él las luces de las lámparas que llevaban en la frente, un rayo amarillo iluminando a veces al hombre que dormía cuando uno de los mineros le echaba una mirada. —Lo ha hecho él, seguro. —Sí, no hay duda. —¿Para qué? —No lo toques. —No lo iba a tocar. Las voces le despertaron, y Guennar se incorporó. Los rayos amarillos de las lámparas daban a su cara un color blanco y la hacían destacar contra la oscuridad. Se frotó los ojos y dio los buenos días a los mineros. —¿Qué es eso que has hecho, amigo? Él pareció estar turbado o confuso cuando vio el objeto de su curiosidad. Apoyó una mano en él como para protegerlo, pero, durante unos momentos, él mismo lo miró como si no lo reconociese. Por fin dijo, frunciendo el entrecejo, en un susurro: —Es un telescopio. —Y, ¿eso qué es? —Un aparato que permite ver con claridad las cosas lejanas. —¿Cómo es eso? —le preguntó uno de los hombres, desconcertado.

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El astrónomo le respondió, hablando cada vez con más seguridad: —En virtud de ciertas propiedades de la luz y de las lentes. El ojo es un instrumento delicado, pero es ciego para la mitad del Universo, para mucho más de la mitad. Decimos que el cielo de la noche es negro, que entre las estrellas sólo hay vacío y oscuridad. Pero, si dirigimos la lente del telescopio hacia ese espacio que hay entre las estrellas, descubrimos más estrellas. Estrellas demasiado pequeñas y lejanas para verlas a simple vista, hilera tras hilera, esplendor tras esplendor, hasta los últimos confines del Universo. Más allá de toda imaginación, en la oscuridad exterior, hay luz: un gran esplendor de luz solar. Yo lo he visto. Yo lo he visto, noche tras noche, y he hecho mapas de las estrellas, que son los faros de Dios en las costas de la oscuridad. ¡Y también en la oscuridad hay luz! No hay ningún lugar privado de luz, del consuelo y el resplandor del espíritu creador. No hay ningún lugar desterrado, proscrito, abandonado. Ningún lugar ha quedado en la oscuridad. Donde han mirado los ojos de Dios, allí hay luz. ¡Hemos de ir más lejos, hemos de mirar más lejos! Hay luz, si queremos verla. No sólo con nuestros ojos, sino con la habilidad de nuestras manos, con los conocimientos de nuestra mente y con la fe de nuestro corazón se nos revelará lo que no hemos visto, y se hará evidente lo que está oculto. Y toda la oscura Tierra brillará como una estrella dormida. Hablaba con esa autoridad que los mineros sabían que pertenecía por derecho a los sacerdotes, a las grandes palabras que pronunciaban los sacerdotes en las iglesias resonantes. No era lógico que estuviese allí, en aquel agujero en el que ellos se ganaban penosamente la vida, en las palabras de un fugitivo loco. Más tarde, al hablar entre ellos, movían la cabeza, o se llevaban un dedo a la frente. —Su locura va en aumento —dijo Per. —¡Pobrecillo! —exclamó Hanno. Pero, al mismo tiempo, no había entre ellos ninguno que no creyese lo que el astrónomo les había dicho. —Enséñame a usar eso —le dijo el viejo Bran a Guennar cuando le encontró solo en un profundo túnel de la parte oriental, ocupado con su complicado aparato. Bran era el primero que había seguido a Guennar, el que le había llevado comida y el que le había hecho conocer a los demás. De buena gana, el astrónomo se hizo a un lado y le mostró a Bran cómo sostener el aparato dirigido hacia abajo, hacia el suelo del túnel, y cómo enfocarlo, e intentó explicarle su funcionamiento y lo que podía ver con él. Hablaba con vacilación, pues no estaba acostumbrado a dar explicaciones a personas ignorantes, pero sin impacientarse cuando Bran no entendía algo. —No veo otra cosa que la tierra —dijo el minero, después de mirar seriamente, durante mucho rato, con el instrumento—. La tierra, el polvo y las piedrecillas. —Quizá es que la lámpara te deslumbra —dijo el astrónomo con humildad—. Es mejor que mires sin ella. Yo sé hacerlo porque llevo mucho tiempo en ello. Es cuestión de práctica, como colocar las cuñas, que vosotros siempre hacéis bien y yo siempre hago mal. —Sí. Puede ser. Dime lo que tú ves... Bran se interrumpió. Hacía poco, había caído en la cuenta de quién era Guennar. El hecho de que fuese un hereje no le importaba, pero el saber que era un sabio le hacía difícil llamarle «compañero» o «amigo». Y tampoco podía llamarle «maestro». Había ocasiones en que, a pesar de toda su mansedumbre, el fugitivo hablaba con grandes palabras, palabras que cautivaban el alma, y en aquellas ocasiones habría sido fácil llamarle «maestro». Pero ello le habría asustado. El astrónomo apoyó la mano en el armazón de su mecanismo y dijo con voz suave: —Hay... constelaciones. —¿Qué es eso, constelaciones?

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Guennar miró a Bran como desde muy lejos, y después explicó: —La Osa Mayor, el Escorpión, la Hoz junto a la Vía Láctea en verano, son constelaciones. Dibujos de estrellas, grupos de estrellas, familias, semejanzas... —Y, ¿tú ves constelaciones aquí, con este aparato? Mirándole aún a través de la débil luz de la lámpara con ojos claros de expresión reflexiva, el astrónomo asintió, y no habló, sino que señaló hacia abajo, la roca en la que estaban, el suelo picado de la mina. —¿Cómo son? —preguntó Bran en voz baja. —Sólo las he visto un momento. Aún no he aprendido la manera correcta de mirar; aquí abajo es algo diferente... Pero están ahí, Bran. Ahora, muchas veces, no veían a Guennar en la bancada cuando llegaban a su trabajo, y él no se reunía con ellos ni siquiera a la hora de comer, aunque siempre le guardaban una parte. Ahora, el astrónomo conocía la mina mejor que cualquiera de ellos, mejor incluso que Bran, y no sólo la mina «viva» sino también la «muerta», los túneles abandonados y los túneles de exploración que iban hacia el este, hacia las cuevas. Allí era donde estaba la mayor parte del tiempo, y ellos no le seguían. Cuando aparecía entre ellos y hablaban con él, se mostraban más tímidos, y no se reían. Una noche, cuando volvían todos con el último carretón hacia el pozo principal, él salió a su encuentro, surgiendo de repente de una traviesa que había a la derecha. Como siempre, llevaba su harapiento abrigo de piel de cordero, que estaba negro por la arcilla y el polvo de los túneles. Su cabello rubio se había vuelto gris. Sus ojos eran claros. —Bran —dijo—, ven. Ahora puedo enseñártelo. —¿Qué puedes enseñarme? —A ver las estrellas. Las estrellas que hay en la roca. Hay una gran constelación en la bancada del viejo nivel cuatro, donde está el granito blanco. —Conozco el lugar. —Está allí: debajo del suelo, junto a esa pared blanca. Una gran reunión de estrellas resplandecientes. Su brillo asciende por la oscuridad. Son como caras de bailarinas, como ojos de ángeles. ¡Ven, baja conmigo a verlas, Bran! Los mineros estaban cerca de él y le miraban; Per y Hanno con las espaldas tensas para sostener el carretón y evitar que se deslizase; hombres encorvados de caras fatigadas y sucias y grandes manos dobladas endurecidas por el contacto del pico, la pala y la almádena. Estaban confusos, compadecidos, impacientes. —Ya nos íbamos. Nos vamos a casa a cenar. Ya veremos eso mañana —dijo Bran. El astrónomo les miró a la cara, y no dijo absolutamente nada. Hanno dijo con su voz ronca y amable: —Sube con nosotros por una vez, amigo. Allá arriba es noche cerrada, y seguramente llueve. Estamos en noviembre; nadie te verá si vienes a mi casa y te sientas junto a mi fuego, por una vez, y tomas una comida caliente, y duermes bajo un techo y no bajo la tierra aquí solo... Guennar retrocedió unos pasos. Fue como si se apagase una luz, como si su cara se hundiese en la sombra. —No —dijo—. Me quemarían los ojos. —Dejadle tranquilo —dijo Per, y se puso a empujar el pesado carretón hacia el pozo. —Mira donde te he dicho —le dijo Guennar a Bran—. La mina no está muerta. Compruébalo con tus propios ojos. —Sí. Vendré contigo y lo veré. ¡Buenas noches! —Buenas noches —dijo el astrónomo. Se volvió hacia el túnel lateral mientras ellos se alejaban. No llevaba lámpara ni vela; le vieron un momento, y después sólo vieron la oscuridad.

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A la mañana siguiente, no estaba esperándoles. No apareció. Bran y Hanno le buscaron, a ratos al principio, y después un día entero. Bajaron tanto como se atrevieron, hasta que llegaron a la entrada de las cuevas, y entraron, llamando de vez en cuando, aunque en aquellas grandes cavernas ni siquiera ellos, que habían sido mineros toda su vida, se atrevían a gritar debido al terror de los interminables ecos en la oscuridad. —Ha ido más abajo —dijo Bran—. Más abajo. Esto es lo que dijo. Para encontrar la luz, hay que ir más abajo. —Aquí no hay luz —susurró Hanno—. Aquí nunca ha habido luz, nunca, desde que se creó el mundo. Pero Bran era un viejo testarudo, con una mente literal y crédula, y Per le escuchaba. Un día, fueron los dos al lugar del que les había hablado el astrónomo, donde una gran vena de duro granito claro bajaba por entre la roca más oscura que se había dejado intacta, cincuenta años atrás, porque parecía piedra estéril. Volvieron a entibar el techo de la antigua bancada allí donde las vigas se habían movido, y se pusieron a cavar, no en la roca blanca sino en el suelo, debajo de ella, donde el astrónomo había dejado una señal, una especie de símbolo dibujado con hollín de vela en el suelo de piedra. A un pie de profundidad encontraron mineral de plata, debajo de la capa de cuarzo, y debajo del mineral —trabajando ahora los ocho mineros— los picos descubrieron plata en bruto, venas, ramas, haces y nudos de plata que brillaban entre los cristales rotos y entre los fragmentos de roca, como estrellas, como grupos de estrellas, capa tras capa, sin fin, la luz. FIN Título de la edición original: The Stars Below. Traducción: M.a Elena Rius. © 1973 Ursula K. Le Guin. © 1985 Editorial Edhasa. Edición digital: Arahamar.

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SELECCION Entre nuestros amigos, los aficionados a la ciencia ficción, hemos hallado un respeto por los computadores, esos oráculos nacidos de la cibernética, que muchas veces nos parece similar al que un antiguo griego pudo haber sentido por la Sibila de Delfos. Tal vez, después de leer esta historia, se tornen algo más iconoclastas. Oc 1964, Ziff-Davis Book Co. reprinted by arrangement with Ultimate Publishing Co. De Nueva Dimensión nº 12 - Junio de 1969 - Es ultrajante - dijo la joven pelirroja -. Es un insulto. Es un error. ¡No voy a casarme con Harry Chang-Olivier! -¿Tiene usted alguna razón, que pueda ser formulada en una forma aceptable para el Analizador, para tomar esta decisión? - preguntó el señor Gosseyn-Ho con una tímida voz zumbante, débil eco del potente estruendo de sus computadores. La joven rugió como una pantera. A Gosseyn-Ho no le gustaba la forma en que mantenía unidas sus manos como para evitar el hacer daño a alguien. - No - dijo felinamente -. No la tengo. He trabajado con Chang-Olivier durante varios meses, y lo conozco. ¡Deseo que se me seleccione otra combinación, señor Gosseyn-Ho! El ¡Ho! fue pronunciado en voz bastante alta, y le hizo dar un salto. Arreglando el pequeño sombrero negro en su calva cabeza, murmuró: - Pero, señorita Ekstrom-Ngungu, eso es imposible. -¿Imposible? - Si. Como sabe, en esos cálculos se usan una enorme cantidad de datos relevantes. La Selección Matrimonial es un área de Operación Socio Actuacional de una sensibilidad típicamente alta. Déjeme recordarle lo que dice el Manual de Sociometría: «Hay pocos factores que sean más importantes para tales colonias que la unión de matrimonios seleccionados para una probabilidad de descendencia óptima junto con un nivel máximo de satisfacción-eficiencia. Cuando en tales colonias un joven da su nombre para una Selección Matrimonial, se activan todos los datos de tal persona: su expediente genético completo y toda la información recogida desde su nacimiento. Todos esos datos son comparados cuidadosamente con los datos relevantes que conciernen a todas las unidades ofrecidas en la escala de edades adecuadas del sexo opuesto.» Señorita Ekstrom-Ngungu, ¡usted misma podrá darse cuenta de la magnitud de la operación cuando le diga que he visto como un Tipo XIV empleaba entre dieciocho y veintitrés minutos para realizarla! Bien, comprenda que la selección se limita bastante rápidamente, y que a menudo el número de combinaciones surgidas para un caso particular se halla entre una y tres. En su caso, tan sólo surgió una. Ella le miró por un momento, aquietada, hasta con la mirada un tanto vidriosa, tal como hace mucha gente tras haber estado escuchando hablar a un computadorista. Y al final (pues tan sólo era una simple biólogo, desacostumbrada a la exacta terminología usada por los sociometristas) preguntó: -¿Quiere usted decir que es el único hombre de este planeta con el que me puedo casar? - La única combinación aceptable surgida en su caso confirmó Gosseyn-Ho. Tras un silencio, ella dijo: - Y si retiro... - pero se le quebró la voz y enrojeció. Los colonizadores de Beta Cisne III odiaban el tener que admitir una derrota en cualquier cosa que emprendiesen, llegando a hacer casi lo imposible para evitar fallar; eran un pueblo orgulloso y obstinado, Una selección cuidadosa y cuatro generaciones de educación habían fundamentado su orgullo y obstinación. Pues ningunas otras cualidades habrían Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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mantenido a unos seres humanos con vida en los pálidos e insidiosos páramos del tercer planeta. - Oh sí, naturalmente, puede usted retirar su solicitud; supongo que también querrá volver con sus padres en el domo Iota, ¿no? Después de todo fue usted misma quien presentó su nombre como Elegible. El computadorista admiró su sofoco: cabello rojo y una tez cobriza coloreada por el rubor. Era de una belleza asombrosa. ¿Habían existido panteras rojas? -¡Pero yo pensé que sus cerebros de lata encontrarían a alguien que al menos fuera algo compatible conmigo! - dijo irritada, casi a punto de llorar. No llegó a hacerlo, pero se saltó la regla que prohibía que una muchacha soltera admitiese cualquier emoción fuerte respecto a un joven -. ¡ODIO a ese hombre! - gritó. - Se da un alto grado de compatibilidad de personalidades aquí entre los habitantes del Tercer Planeta. El índice de compatibilidad para la población total es mantenido en un mínimo del 89,6 por lo menos, y se le mantiene cuidadosamente en ese nivel o en uno superior mediante la educación y selección de personal. Una emoción interpersonal negativa en una población como esta corresponde usualmente a unos sentimientos ocultos de miedo o inadaptación... En cualquier caso, señorita Ekstrom-Ngungu, todo lo que le puedo decir es que lo tome o lo deje, ¿comprende? Le hizo un pequeño gesto con la cabeza, acompañado de una sonrisa. - Oh dijo la muchacha -, oh... oh... oh, ¡malditos sean sus Analizadores y Sociometría y todas sus máquinas de lata! ¡Tanto usted como sus cerebros de lata no tienen ni la menor idea de biología humana! Y, saltándole chispas de su cabello rojo, desapareció. El señor Gosseyn-Ho arregló su pequeño sombrero negro y murmuró, dirigiéndose a la silla vacía que ella había ocupado: - Creo que si la tenemos... Harry Chang-Olivier era un individuo alto, de cabello oscuro. A la pálida luz del día del Tercer Planeta, su rostro casi resplandecía con tonos dorados, tan brillante como una vista del Sol de la Tierra en los visores. Tenía unos pulmones que parecían bombas atmosféricas, y una potente voz de tenor. En un mundo más tranquilo habría cantado los papeles de los héroes de las Superóperas dodecafónicas y sido un famoso artista, pero aquí, en la Ciudad-domo Kappa, era tan sólo un químico orgánico. Día tras día se dedicaba a medir la producción de enzimasas en los tanques de crecimiento, sin estar descontento por ello. Era un hombre alegre. La alegría era otra de las cualidades buscadas y cultivadas por el Plan Sociométrico de Beta Cisne III. Si exceptuamos su asombrosa, pero irrelevante voz, Harry Chang-Olivier era, probablemente, el colonizador ideal para un computador: una especie de esquimal, educado y emprendedor. Joan Ekstrom.Ngungu miró de reojo a su rostro dorado inclinado sobre un microscopio, y lo odió. Iban a casarse el viernes. El silencio colgaba como una nube de cloroformo sobre el laboratorio, reflejando las emociones de Joan. Ekstrom - dijo Chang-Olivier, alzando su simpático rostro: ¿quiere echarse atrás? -¿LO QUIERE USTED? -¿Yo? No, no lo quiero. - Sonrió, y por un momento la miró directamente. Ella enrojeció de ira y le dio la espalda, susurrando: - Sinvergüenza... En las ocho abarrotadas colonias-burbuja del Tercer Planeta, los dos sexos tenían que compartir el trabajo como iguales y colaboradores; no había posibilidad de mantener a los jóvenes separados durante las horas de trabajo. Y, no obstante, en esas Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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colonias todos los casamientos eran arreglados: el matrimonio por impulso o inclinación estaba totalmente prohibido. El Manual explicaba la ley hablando principalmente de evitar la concatenación azarosa de los temperamentos incongruentes y la combinación inefectiva de formaciones del ADN antitéticas en la descendencia. Pero la verdadera razón, más válida, era que así los muy atareados jóvenes, aunque se hallasen continuamente juntos, al menos no debían sufrir las peores tensiones y preocupaciones de la adolescencia. Otros se ocuparían de eso. Todo lo que ellos tenían que hacer era no enamorarse hasta que les hubiera sido elegido un cónyuge. Existían numerosos métodos para evitar que surgiesen romances premaritales, e influenciaban las costumbres, ética, vestidos, deportes, dieta, en fin, todo. Por ejemplo, la vestimenta de las muchachas solteras era siempre igual para todas: pantalones cortos de color negro y sujetadores blancos. Los computadores habían probado, ya hacía mucho, que no había nada menos atractivo -a la larga- que una mujer casi desnuda - Las muchachas (y muchachos) del Tercer Planeta veían con envidia y reticencia las grabaciones llegadas de Arturo y Centauro, bellos mundos lujuriosos en los que las vestimentas de las mujeres iban desde cintas de Moebius un año a sacos de patatas el siguiente, o eran medio lona y medio gasas de seda, ocultando-mostrando, crujientes y tintineantes, perfumadas... No se suministraban perfumes a los colonos solteros del Tercer Planeta. También existía la costumbre, que no era una ley pero sí una regla básica de actuación, de que los jóvenes de ambos sexos no se mirasen nunca frente a frente. Una muchacha a la que se la mirase así se iba a su casa para encerrarse en su habitación a llorar en secreto, convencida de que debía de haber actuado en alguna forma poco correcta para que se la hubiera avergonzado en tal forma. Y el muchacho que miraba sabía, en lo más profundo de su ser, que estaba arriesgando su propio autorrespeto como hombre. En un mundo duro, un cierto puritanismo puede ser de una gran ayuda. -¡Siga entonces! - gruñó Joan, aún vuelta de espaldas. Usaba el tono de conversación respetuoso que se suponía que debía emplearse en las conversaciones entre chicos y chicas, por lo que prosiguió: -¡Con todo el respeto, tenga la amabilidad de seguir, entonces!.. A menos que los dos estemos de acuerdo en un Rehuse-Mutuo, estoy atrapada. - Es cierto, estamos atrapados - dijo alegremente el hombre. Siguió un silencio, luego ruido de tubos de ensayo tintineando. En el firmamento, brillaba la apagada luna gris. - Malditos computadores estúpidos... - murmuró ella -, como si las matemáticas lo pudieran resolver todo. - Con todo el respeto - dijo repentinamente Chang-Olivier con aquella voz vibrante y arrogante que siempre la hacía dar un respingo -, tenga la amabilidad de enfrentarse con los hechos, Ekstrom. Los computadores parecen hacerlo bien; al menos yo no sé que hayan demasiados matrimonios infelices por aquí. Pero no es eso lo que importa. Cuando vi que a usted no le hacía dichosa la idea, yo también hablé con Gosseyn-Ho, para ver si habla elecciones alternativas. No las hay.. El Tipo XIV me eligió a mí para usted, y a usted para mí... y nadie más. Si es que queremos casarnos, tendremos que hacerlo, el viernes, y el uno con el otro. Tenga la amabilidad de aceptarlo o rechazarlo. Yo pretendo aceptarlo y tratar de que vaya bien, y espero que su sentimentalismo no le impedirá a usted el hacer lo mismo. Su voz se cortó en seco, y se inclinó de nuevo hacia su microscopio. Joan no dijo nada, pero en la placa de Petri de cultivo bacterial que estaba inoculando con Pseudovirus betacygni, cayó una gota de agua salada que esterilizó un área circular.

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La tabuladora Matthew-VII cliqueteó, tableteó, resopló, zumbó y escupió una nueva cinta con el programa de Trabajos Ocasionales Rotativos para los habitantes del Domo Kappa. Ajustando cansadamente su sombrero sobre la parte calva de su cabeza, el computadorista Gosseyn-Ho comenzó a escribir a máquina (con sólo dos dedos) una versión inteligible de la columna de símbolos que surgía como una larga lengua amarilla de la boca cuadrada de la máquina: «Comprobación de enzimas: Sra. García-Katastrovich y Srta. Demos-Stein. Tanques Gamma: Sr. Smith-Smith. Basuras: Sr. y Sra. Chang-Ekstrom...» Joan se ató los esquíes motorizados y se puso en pie. Tras ella, el Domo Kappa brillaba a la lechosa luz del sol como una gran burbuja que reflejara el débil resplandor solar y el blanco cielo nuboso. Frente a ella, su marido se erguía sobre una baja colina, enfundado en su resplandeciente escafandra plateada, con el fusil calorífico colgado al hombro; una figura alta y heroica enfrentándose con la siniestra desolación de un planeta aún no domeñado. ...¡Maldito presuntuoso! - gruñó Joan, esquiando trabajosamente hacia él. -¿Qué? - preguntó una educada y arrogante voz en su auricular. Se había olvidado de la conexión radial. - He dicho que empecemos. -¡Correcto! - aceptó él, y desapareció. Se había criado en el Domo Beta, cerca de los llamados Alpes, donde les gustaba esquiar por deporte. Con la barbilla alzada y los dientes apretados, Joan se esforzó por seguirlo, mientras sus esquís trataban continuamente de escapar de sus pies y a su alrededor se alzaban grandes nubes de polvo bacterial, por entre las que, de vez en cuando, podía contemplar la brillante figura que se deslizaba precediéndola. Iniciaron su ronda a diez kilómetros del domo. Era una operación rutinaria; estaban buscando cualquier rastro de infección procedente de la ciudad en el domo: organismos escapados que pudieran alterar el elaborado equilibrio ecológico de la vida bacteriana nativa del Planeta Tercero. El planeta era un lugar monstruoso para la gente, pero un paraíso para las bacterias y las formas inferiores de hongos. Una bacteria activa de tipo terrestre, huida a través de las bombas y los filtros, podía multiplicarse tan rápidamente que uno podía contemplar como se extendía su área de acción; y unos pocos bacteriófagos escapados en cierta ocasión habían causado muchos kilómetros de destrucción. En lo referente a las bacterias y virus nativos, algunos de ellos eran usados en la producción de la vacuna contra la sarcoma-carcinoma (esta era la razón de la existencia de colonias en el Tercer Planeta). Todas ellas eran bastante inofensivas, a menos que fueran inhaladas: una vez en el aparato respiratorio se multiplicaban en tal forma, sin que nada pareciese detenerlos, que el afectado moría en unos cinco días. Los recién casados esquiaron alrededor del domo, una y otra vez, haciendo cada vez más estrecha su espiral. Alrededor suyo se alzaban nubes de caliente y húmeda nieve bacterial que quedaban danzando en el aire. En el acuoso cielo blanco el débil solecillo se arrastraba a lo largo de su recorrido diario, hundiéndose con dolorosa lentitud hacia el Norte. - Tenga la bondad de comprobar sus tanques de aire - dijo el auricular de Joan a las dos de la tarde. A las dos semanas de su casamiento, ninguno de los dos había adoptado aún las formas conversacionales familiares que ahora les era posible usar. - Con todo el respeto, no tiene por qué recordármelo. Tengo un reloj. Pero a las tres en punto la voz repitió: - Tenga la bondad de comprobar sus tanques de aire, Ekstrom. -¡Tenga la bondad de comprobar los suyos! - Ya lo he hecho - dijo él alegremente. A las tres y treinta dos, él estaba cantando «O Spazio, addio» de la ópera Aida de Altair. A Joan siempre le había gustado la Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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música vibrante, y tenía que admitir que, en realidad, Chang tenía una magnífica voz. Sonaba como una trompeta. El desierto cálido, húmedo y espectralmente blanco los rodeaba por todas partes, sordo a la música, ocupado tan sólo en comer, reproducirse e infectar. En el centro de este desorden eterno, una voz cantaba marcando la presencia de la belleza, la habilidad, la coherencia... - Lo siento - dijo su auricular -. Me olvidé que estaba usted en conexión. No le diría que continuase cantando: ya estaba lo suficientemente envanecido; pero echaba a faltar la canción. - Tenga la bondad de comprobar sus tanques de aire. -¿Tendrá usted la bondad de dejar de recordarme eso? ¡Soy lo suficientemente capaz como para acordarme por mí misma! - No cabe duda - replicó él; pero a las cinco en punto le pidió que comprobase los tanques de aire. A las cinco y dieciocho descubrieron un brote de moho: el penicillinium se había adaptado con facilidad al Tercer Planeta. Lo destruyeron y a las cinco y veintidós estaban esquiando de nuevo, rodeados por las polvorientas nubes de gérmenes, bajo un horizonte que casi no cambiaba y un sol que se ponía interminablemente hacia el norte. Poco antes de las seis, Joan dijo: - Si estuviéramos más separados, la nieve de sus esquíes no obstruiría mi visión. - Correcto. Tenga la bondad de permitirme que le recuerde el comprobar sus tanques de aire. - Y se deslizó hacia la derecha, ejecutando algunos magistrales slaloms por una pendiente, empequeñeciéndose hasta que no fue sino poco más que un punto brillante que describía una órbita más amplia en la distancia. Libre al fin de la presión de su constante presencia, Joan esquió en una especie de duermevela vigilante. Lentamente se oscureció el atardecer. Hasta un día de treinta horas termina por acabarse. Comenzó a sentir hambre, y se preguntó cuando sugeriría él que regresasen a la burbuja. Pero no dijo nada. Deseaba que ella admitiese ser la primera en estar cansada. ¡Y un rábano lo iba a hacer! Continuó, atontada por el sonido de los esquíes motorizados. Las luces del Domo Kappa brillaban doradas; y se dio cuenta, despertando de la monotonía del movimiento, de que ya era demasiado tarde para ver lo suficiente como para realizar el trabajo, y que él no le había pedido a las ocho que comprobase los tanques de aire. -¿Chang? Cuando no hubo respuesta, su corazón comenzó a palpitar más fuerte. El pálido, informe y sin sentido anochecer colgaba a su alrededor, y pudo notar el horror que contenía. No es que estuviera perdida, pues se hallaba a la vista de una ciudad iluminada que tan sólo se encontraba a unos pocos kilómetros... ¿pero dónde demonios estaba él, y por qué permanecía en silencio? Había aún la suficiente luz como para poder volver atrás, siguiendo sus propias huellas. Lo hizo, mirando hacia la izquierda, gritando de vez en cuando su nombre con el volumen al máximo. Nada. La luz se desvanecía lentamente, y ya era más difícil seguir las huellas que iban siendo borradas por la erupción de la vida sobre la que habían sido marcadas. ¿Habría vuelto al domo sin decírselo? Este pensamiento la golpeó en tal forma que casi se detuvo. Seguramente él no haría nada ilegal, y dejar a un compañero solo fuera del domo era ilegal excepto cuando se trataba de una emergencia... y en cualquier caso era una falta de tacto increíblemente monstruosa. Pero, ¿no estaría enfadado con ella por la frialdad y rudeza que había estado demostrando? Tal vez estaba tratando de darle una lección, o gastándole una broma pesada. Continuó, cansada, molesta, hambrienta, nerviosa, imaginándoselo riendo con sus sonoras y alegres carcajadas, seguro y a gusto en el Refectorio en...

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Pero ahí estaba, a menos de cinco metros de ella. Describió un círculo, apagó los motores de sus esquíes, y se inclinó hacia él. Yacía cabeza abajo en una pendiente, y en la grisácea oscuridad pudo ver lo que le había ocurrido: al llegar sobre la cresta de la cuesta había descendido esquiando hasta encontrarse con una superficie de roca desnuda, en un lugar en que uno de los virulentos bacteriófagos nativos había eliminado a toda otra vida y luego muerto por falta de alimento, dejando unos pocos metros de superficie desprovistos de nieve durante un día o dos. Las rocas brillaban con raros colores a la moribunda luz. - Ha sufrido usted un buen golpe - Comentó ella -. ¿Por qué estaba aún tan atrás? Él no alzó la cabeza. Y tan sólo entonces se dio ella cuenta de que no se acababa de caer, sino que yacía allí desde hacía una hora o más. Se arrodilló a su lado tan bien como supo. La roca desnuda le lastimaba las rodillas, haciéndola moverse cuidadosamente para que su traje protector no resultase dañado... ¿Qué habría pasado con el de él? Le alzó la cabeza para poderle ver la cara. Oyó un raro sonido en su auricular, un rugido atronador que la asustó, hasta que se dio cuenta de que tan sólo era la entrecortada respiración de él y que su comunicador estaba puesto a todo volumen. Su rostro era una masa gris bajo el brillante plástico protector. -¡Harry! - dijo suavemente. Sus ojos se abrieron; tosió y gruñó, trató de alzar la cabeza y no pudo. Dijo algo, un rugido en su auricular. Bajó el volumen. - Encienda el foco de su casco - murmuraba él. Sintiéndose muy estúpida, hizo lo que él decía. Al no haber salido nunca de noche, no había recordado que el traje llevaba iluminación propia. -¿Tiene el traje roto, Harry? - No lo se. - Dése la vuelta y podré comprobarlo; tengo un parche dispuesto. - No puedo. Su rostro se veía serio y concentrado y, a la luz de la lámpara, su frente y mejillas destellaban con gotitas de sudor. - Creo que... se me cruzaron los esquíes... - Se encontró con un trozo de roca y chocó. - Bueno, me duele la pierna. Giró la cabeza y dio un respingo cuando el foco iluminó la extraña posición de su pierna derecha. - A cuarenta kilómetros por hora, no es raro que le pasase esto - dijo con calma; pero tomó su mano. - Ayúdeme a incorporarme. - No; tal vez tenga un hueso roto; y si hay un desgarrón en su traje lo mejor que puede hacer es taparlo con su cuerpo. Encenderé un par de bengalas. Y, ahora, quédese quieto. Así lo hizo, y ella se arrastró un poco más lejos para plantar una bengala cohete y encendería. La estrella roja estalló por encima de sus cabezas. Una flor de luz que creaba rápidas sombras sobre las enormes extensiones pálidas de la nieve viva. Murió. La noche gris regresó. - Lo mejor será, Joan, que esquíe en busca de ayuda. -¿Y dejarle aquí? No sea tonto. Además, es ilegal... Encenderé la otra bengala dentro de unos minutos. Sacarán el trineo y estarán aquí mucho más pronto de lo que yo podría tardar en llegar allí. Quédese quieto ahora. Se había sacado los esquíes y también se los quitó a él, y luego se sentó a su lado, cogiendo su mano enguantada con la suya, mientras la amarilla luz del foco de su casco creaba un estanque de luminosidad a su alrededor.

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- Me alegra que esté aquí - dijo él. A ella le dolía mucho el saber que estaba asustado y sufriendo, por lo que contestó tan severamente como pudo: - Y aquí me quedaré, Harry... Primavera en Beta Cisne III. Las criptoesporas violetas estaban en plena proliferación, casi ocultando durante una semana o dos la incolora nieve bacterial, posándose por encima de todo el domo de la cúpula hasta que la débil luz del sol adquiría una tonalidad amatista. A esa luz, el niño de la señora Chang-Ekstrom parecía ser verde. Pero el señor Gosseyn-Ho, pensando que probablemente era un niño de tez amarillenta y que su madre indudablemente lo creía hermoso, dijo en tono adulador: - Sí, indudablemente se trata de un muchachito muy hermoso. - Se parece a su padre - dijo orgullosamente Joan. - No cabe duda. ¿Y qué tal se halla el señor Chang-Ekstrom? -¡Oh, muy bien, gracias! Ahí llega. - Harry Chang-Ekstrom llegó andando por la Calle Este entre los árboles y rosales, cojeando ligeramente con la pierna en la que había sufrido una fractura múltiple hacía un año, pero sonriendo como un tigre a la vista de su mujer e hijo. También se le veía de color verdoso a la luz de esta extraña y poco prometedora primavera; pero parecía muy dichoso. Saludó a Gosseyn-Ho con calor, y el computadorista alzó su sombrero, sonriendo débilmente. -¿Qué tal van los cerebros de lata este mes? - Como siempre, terriblemente sobrecargados de trabajo. ¡No se puede llevar una planificación sociométrica correcta con tan pocos instrumentos! Necesitamos al menos otros dos Tipo XIV y un Coordinador Luke para manejar la programación del nuevo subdomo y de los excavadores de bacterias de Lambda. -¡Creo que los computadores hacen un trabajo maravilloso! - dijo Joan Chang Ekstrom con apasionamiento. - Oh, sí, no cabe duda de que, con la ayuda de los colonizadores, lo hacen - dijo Gosseyn-Ho, asintiendo con la cabeza. Luego contempló como la joven pareja se alejaba: eran dos seres bellos y afectuosos, que se reían juntos de algo, mientras su verdoso pero risueño niño contemplaba feliz desde el hombro de su padre el bien planificado y construido pequeño mundo ordenado del domo. - Sí, no cabe duda - murmuró para sí mismo Gosseyn-Ho, regresando por la Calle Este hasta su oficina. La agenda del día se hallaba sobre el escritorio de su pequeño despacho, tras el cual, en sus inmensas salas, los computadores diqueteaban y retumbaban y zumbaban y charloteaban. Siguiente trabajo: Entrar a Rosa YurishevskyPuraswami como Elegible para Selección Matrimonial. Procedimiento usual. Mientras tomaba de un archivador los nombres de todos los jóvenes clasificados como Elegibles en las ocho ciudades-domo, trató de recordar si la señorita YurishevskyPuraswami era la diminuta pero hermosa morena de Lambda o la chica de ojos grises de Radiología. Bien, no importaba. Con un poco de suerte, siempre iba bien. Escribió a máquina (con dos dedos) el nombre de la chica y su ciudad y el número de su Habitación de Soltera en un Impreso de Certificación de Selección Matrimonial. Luego cogió su sombrero negro, lo colocó boca arriba sobre sus rodillas, y se rascó la porción calva de su cráneo, que le picaba. Tras él, los computadores rugían, trabajando para enfrentarse con todos los problemas de un mundo atareado. Sonrió confortadoramente a través de las puertas de cristal a las grandes máquinas. Indudablemente, tenían sus limitaciones. Luego dejó caer las fichas de los cincuenta muchachos en su sombrero, cerró los ojos, y extrajo una. Título original: SELECTION Traducción de Z. Alvarez

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Soledad

Texto adjunto a «POBREZA: Segundo Informe sobre Once-Soro» de la Móvil Entselenne temharyono terregwis Hoja, escrito por su hija, Serenidad. Mi madre, etnóloga de campo, se tomó el trabajo de aprender todo lo posible sobre el pueblo de Once-Soro como un desafío personal. El hecho que usara a sus propios hijos para cumplir con ese desafío podría considerarse un egoísmo o egocentrismo. Ahora que he leído su informe, sé que finalmente pensó que se había equivocado. Sabiendo lo que le costó, me gustaría que supiera de mi gratitud hacia ella por permitirme crecer como una persona. Poco después que una sonda robot informara de la existencia de personas de Descendencia Hainita en el onceavo planeta del sistema Soro, mi madre se incorporó a la dotación orbital como asesora de los tres Primeros Observadores que bajarían al planeta. Venía de pasar cuatro años en las ciudades-árbol del cercano Huthu. Mi hermano, Nacido Con Júbilo, tenía ocho años y yo cinco; mamá quería trabajar un año o dos a bordo de una nave para que nosotros dos pudiéramos asistir un tiempo a una escuela del estilo hainita. Mi hermano había disfrutado mucho de las selvas tropicales de Huthu, pero, aunque sabía braquiar, apenas sabía leer, y además teníamos todos un color celeste intenso a causa de los hongos cutáneos. Mientras Nacido aprendía a leer y yo a usar ropa y todos nos hacíamos tratamientos antihongos, Once-Soro comenzó a intrigar a mi madre tanto como frustraba a los Observadores. Todo eso figura en el informe de ella, pero yo voy a contarlo como ella me lo explicó, porque así me es más fácil recordar y comprender. La sonda había grabado el idioma y los Observadores lo estaban estudiando desde hacía un año. Como las muchas variantes dialécticas justificaban su pronunciación y sus errores, informaron que el idioma no constituía una dificultad. Sin embargo, hubo un problema de comunicación. Los dos Observadores hombres se encontraron aislados, bajo sospecha de hostilidad, incapaces de establecer cualquier tipo de conexión con los hombres nativos, que vivían en casas aisladas, como ermitaños o en pareja. Descubrieron comunidades de adolescentes varones y trataron de hacer contacto con ellos, pero cuando ingresaban en el territorio de tales grupos los jóvenes huían, o bien se lanzaban desesperadamente sobre ellos, tratando de matarlos. Las mujeres, que vivían en lo que llamaron «aldeas dispersas», los echaban con andanadas de piedras apenas se acercaban a sus casas. «Creo», informó uno de los Observadores, «que la única actividad comunitaria de las sorovianas es arrojarles piedras a los hombres». Ninguno de los dos logró mantener una conversación de más de tres frases con un hombre. Uno tuvo relaciones carnales con una mujer que se acercó a donde acampaba. Informó que, aunque ella le hizo inconfundibles e insistentes insinuaciones, pareció muy perturbada cuando él intentó conversar, se negó a contestar sus preguntas y finalmente se fue, como él dijo, «ni bien consiguió lo que había venido a buscar». A la Observadora mujer le permitieron establecerse en una casa en desuso, ubicada en una «aldea» (o tianillo) de siete casas. Realizó excelentes observaciones Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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de la vida diaria, o al menos de lo poco que pudo ver, y mantuvo varias conversaciones con mujeres adultas y muchas con niños, pero descubrió que las demás mujeres nunca la invitaban a sus casas, ni esperaban que ayudara ni que pidiera ayuda en ningún trabajo. Las mujeres veían con malos ojos las conversaciones referentes a las actividades normales; los niños, sus únicos informantes, la llamaban Tía Disparate. Su conducta aberrante inspiró una desconfianza y un disgusto cada vez mayores entre las mujeres, que entonces comenzaron a alejarla de los niños. Se fue. «No hay manera», le dijo a mi madre, «que un adulto aprenda nada. No hacen preguntas, no responden preguntas. Lo que aprenden, lo aprenden cuando son niños». «¡Ajá!», se dijo mi madre, mirándonos a Nacido y a mí. Y solicitó la transferencia de toda la familia a Once-Soro, en carácter de Observadores. Los Estables la entrevistaron extensamente por ansible y también hablaron con Nacido e incluso conmigo —yo no lo recuerdo, pero mamá me dijo que les conté a los Estables toda la historia de mis medias nuevas— y finalmente accedieron a su pedido. La nave debía permanecer en órbita cercana, conservando en su dotación a los Observadores anteriores, y mi madre debía mantenerse en contacto radial, si era posible a diario. Tengo un borroso recuerdo de las ciudades-árbol y de estar jugando en la nave con lo que debió ser un gatito o un equipo ghole, pero mis primeros recuerdos nítidos son de la casa del tianillo. Está mitad bajo tierra, mitad por encima, y tiene paredes de barro y paja. Mamá y yo estamos sentadas afuera, bajo el cálido sol. Entre nosotras hay un gran charco de barro; Nacido está tirando agua que trae en una canasta y luego corre al arroyo a buscar más. Yo revuelvo el barro con las manos, fascinada, hasta que queda espeso y sin grumos. Levanto un doble puñado y lo arrojo contra las paredes, donde todavía se ven los palos. Mamá dice «¡Muy bien! ¡Perfecto!» en nuestro nuevo idioma, y me doy cuenta que esto es un trabajo y que soy yo la que lo está haciendo. Estoy reparando la casa. Lo estoy haciendo muy bien, perfecto. Soy una persona competente. Nunca dudé de eso, el tiempo que viví allí. Estamos dentro de la casa, por la noche, y Nacido está hablando por radio con la nave, porque extraña hablar el viejo idioma, e igualmente se supone que debe contarles cosas. Mamá está haciendo una canasta y maldiciendo los juncos agrietados. Yo estoy cantando una canción para tapar la voz de Nacido, para que nadie del tianillo lo escuche hablando raro; además, me gusta cantar. Aprendí esta canción esta misma tarde, en la casa de Hyuru. Con Hyuru la toco todos los días, «Estén alertas, escuchen, escuchen, estén alertas», canto. Cuando mamá deja de maldecir, me escucha y entonces enciende el grabador. Todavía queda algo del fuego donde cocinamos la cena, que fue una rica raíz de pigi. Nunca me canso del pigi. Es oscuro, cálido, y tiene olor a pigi y a duhur quemado, que es un olor fuerte, sagrado, que sirve para quitarse de encima la magia y los malos sentimientos, y sigo cantando «Escuchen, estén alertas», y me da cada vez más sueño, y me recuesto contra mamá, que es oscura, cálida y tiene olor a mamá, fuerte y sagrada, llena de buenos sentimientos. Nuestra vida diaria en el tianillo era repetitiva. En la nave, más adelante, me enteré que la gente que vive en situaciones artificialmente complicadas suele llamar «simple» a ese tipo de vida. Nunca conocí a nadie, en ninguno de los lugares donde estuve, Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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que pensara que la vida era simple. Pienso que una vida o un tiempo parecen simples cuando uno deja de lado los detalles, igual que un planeta parece liso visto desde la órbita. Por cierto, nuestra vida en el tianillo era fácil, en el sentido que teníamos al alcance de la mano los medios para satisfacer nuestras necesidades. Había abundancia de comida que era necesario recoger o cultivar y preparar y cocinar; abundancia de temmas que había que cosechar, macerar e hilar para tejer la ropa y las sábanas; abundancia de mimbre para hacer canastas y para techar. Nosotros, los niños, teníamos otros niños para ir a jugar, madres que nos cuidaban y muchísimo que aprender. Nada de eso es simple, aunque es bastante fácil cuando sabes hacerlo, cuando estás atento a los detalles. No era fácil para mi madre. Para ella era difícil y complicado. Tenía que fingir que conocía los detalles, cuando en realidad los estaba aprendiendo, y tenía que pensar en la manera de informar sobre este modo de vida, de explicárselo a la gente de otro lugar que no lo comprendía. Para Nacido fue fácil hasta que se le hizo difícil por ser varón. Para mí fue todo fácil. Aprendí a trabajar, jugué con los chicos y escuché cantar a las madres. La Primera Observadora tenía razón: no había manera que una mujer adulta aprendiera a hacer su alma. Mamá no podía ir a escuchar cantar a otra madre; les hubiera parecido muy extraño. Todas las tías sabían que a ella no la habían criado como correspondía y algunas le enseñaron bastante sin que se diera cuenta. Decidieron que su madre había sido una irresponsable, que había salido explorar en vez de radicarse en un tianillo, y que por eso la hija no se había educado bien. Por ese motivo, todas las tías, hasta las más retraídas, me dejaban escuchar junto a sus hijos, para que yo llegara a ser una persona educada. Pero, por supuesto, no podían invitar a una adulta. Nacido y yo teníamos que contarle de todas las canciones e historias que aprendíamos, y después ella las contaba por radio, o nosotros las contábamos por radio mientras ella nos escuchaba. Pero ella nunca las entendía de verdad. ¿Cómo podía entenderlas si quería aprendérselas siendo ya adulta, después de haber vivido siempre con los magos? —¡Estén alertas! —parodiaba ella mi solemne y quizás irritante imitación de las tías y niñas mayores—. ¡Estén atentos! ¿Cuántas veces por día dicen eso? ¿Atentos a qué? Ellas no están atentas a lo que son las ruinas, su propia historia... ¡no se prestan atención ni entre sí! ¡Ni siquiera se hablan! ¡Atentos, claro que sí! Cuando le hablé de una de las historias sobre el Tiempo Anterior que Tía Sadne y Tía Noyit nos habían contado a sus hijas y a mí, advertí que mamá interpretaba las cosas mal. Le conté del Pueblo y ella dijo: —Son los antepasados de la gente que ahora vive aquí. Cuando le dije que aquí ya no había gente, no me entendió. —Ahora hay personas —le dije, pero ella siguió sin entender. A Nacido le gustaba la historia del Hombre Que Vivía Con Mujeres: tenía mujeres encerradas en un corral, igual que algunas personas encierran a las ratas en un corral Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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para luego comérselas, y todas ellas quedaron encintas, y cada una tuvo cien bebés, y los bebés crecieron y se transformaron en horribles monstruos, y se comieron al hombre, a sus madres y entre sí. Mamá nos explicó que se trataba de una parábola de la superpoblación humana que había sufrido este planeta hacía miles de años. —No, no es así —le dije yo—. Es una fábula moralizadora. —Bueno, sí —contestó mamá—. La moraleja es: «no tengas muchos bebés». —No, no es así —le dije—. ¿Quién podría tener cien bebés, aunque quisiera? El hombre era hechicero. Hacía magia. Las mujeres le hacían magia a él. Entonces, por supuesto, los hijos se transformaron en monstruos. La clave, por supuesto, es la palabra «tekell», que se traduce a la hermosa palabra hainita «magia», un arte o poder que viola la ley natural. Para mamá era difícil entender que aquí algunas personas consideran que la mayoría de las relaciones personales son antinaturales; que el casamiento, por ejemplo, o el gobierno, pueden ser vistos como hechizos maléficos urdidos por magos. Para su pueblo es difícil creer en la magia. Los de la nave nos preguntaban insistentemente si estábamos bien; de vez en cuando, algún Estable conectaba el ansible a nuestra radio y nos interrogaba sin tregua, a mamá y a nosotros. Ella siempre los convencía que debía quedarse, porque, a pesar de sus frustraciones, estaba haciendo el trabajo que los Primeros Observadores no habían podido hacer. Durante esos primeros años, Nacido y yo estuvimos más contentos que lodopeces en el barro. Creo que mamá también comenzó a ser feliz, una vez que se acostumbró al ritmo lento y al modo indirecto en que tenía que aprender las cosas. Se sentía sola, extrañaba hablar con otros adultos y nos decía que sin nosotros se hubiese vuelto loca. Si extrañaba el sexo, nunca lo demostró. Creo, sin embargo, que su Informe no es muy completo en lo referente a temas sexuales, quizás porque esas cosas la perturbaban. Sé que, cuando comenzamos a vivir en el tianillo, dos de las tías, Hedimi y Behyu, solían encontrarse para hacer el amor, y que Behyu cortejó a mi madre, pero que mamá no la entendió, porque Behyu no hablaba como mi madre quería que le hablara. No concebía tener relaciones sexuales con una persona que no la dejaba entrar en su casa. Una vez, cuando yo tenía unos nueve años y había estado escuchando lo que decían algunas de las chicas más grandes, le pregunté por qué no salía a explorar. —Tía Sadne podría cuidar de nosotros —dije, esperanzada. Estaba cansada de ser la hija de la mujer sin educación. Quería vivir en casa de Tía Sadne y ser igual a los otros niños. —Las madres no salen a explorar —me dijo, retándome como una tía. —Sí, a veces sí —insistí—. Tienen que hacerlo, porque si no, ¿cómo hacen para tener más de un bebé? —Van a ver a los hombres que viven cerca del tianillo. Cuando quiso un segundo hijo, Behyu volvió a visitar al Hombre Montículo Rojo. Cuando quiere sexo, Sadne va a visitar al Hombre Rengo Río Abajo. Conocen a los hombres de aquí. Ninguna de las madres sale a explorar.

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Me di cuenta que, en este caso, ella tenía razón y yo estaba equivocada, pero me aferré a mi punto de vista. —Bueno, ¿por qué no vas a ver al Hombre Rengo Río Abajo? ¿Nunca quieres sexo? Migi dice que ella tiene ganas todo el tiempo. —Migi tiene diecisiete años —dijo mamá secamente—. Ocúpate de tus propios asuntos. —Sonaba exactamente igual que todas las demás madres. Durante mi infancia, los hombres fueron una especie de misterio poco interesante. Aparecían mucho en las historias del Tiempo Anterior y las chicas del círculo de canto hablaban de ellos, pero yo no los veía casi nunca. A veces, atisbaba alguno en mis recorridas de recolección de víveres, pero nunca se acercaban al tianillo. En verano, el Hombre Rengo Río Abajo se sentía solo de tanto esperar a Tía Sadne y salía a merodear no muy lejos del tianillo, no en el monte ni junto al río, por supuesto, donde podían confundirlo con un vagabundo y apedrearlo, sino a campo abierto, en las laderas de las colinas, donde todos podían ver quién era. Hyuru y Didsu, las hijas de Tía Sadne, me dijeron que su madre se había acostado con ese hombre la primera vez que ella salió a explorar, y que siempre se acostaba con él y que nunca había probado con los otros hombres del caserío. Además, les había dicho que su primer hijo había sido un varón y que lo había ahogado, porque no quería criar a un varón para luego tener que enviarlo lejos. Las chicas se sentían raras al respecto, y yo también, pero no era algo fuera de lo común. Una de las historias que aprendímos se trataba de un niño ahogado que crecía debajo del agua, se apoderaba de su madre una vez que ella iba a bañarse y trataba de retenerla en las profundidades para que también se ahogara, pero ella escapaba. Bueno, después que el Hombre Rengo Río Abajo se quedaba sentado durante días en las laderas de las colinas, cantando largas canciones y trenzando y destrenzando su pelo, que también era largo y brillaba, negro, con la luz del sol, Tía Sadne siempre se iba una o dos noches con él y regresaba de mal humor y muy callada. Tía Noyit me explicó que las canciones del Hombre Rengo Río Abajo eran mágicas, pero que no se trataba de la magia maléfica habitual, sino de lo que ella llamaba «grandes hechizos benignos». Tía Sadne nunca podía resistirse a esos hechizos. —Pero él no tiene ni la mitad del encanto de otros hombres que he conocido —me dijo Tía Noyit, sonriendo con el recuerdo. Nuestra dieta, aunque excelente, era muy baja en grasas; según mi madre, esto podía explicar el despertar algo tardío de la pubertad: las niñas muy rara vez menstruaban antes de los quince años y los varones casi nunca maduraban hasta que eran considerablemente más grandes. Pero apenas los varones mostraban cualquier mínimo signo de adolescencia, las mujeres comenzaban a mirarlos de reojo. Primero Tía Hedimi, que siempre estaba ceñuda, y después Tía Noyit e incluso Tía Sadne, comenzaron a negarle el saludo a Nacido, a dejarlo de lado, a no contestarle cuando hablaba. «¿Qué haces jugando con niños?», le preguntó una vez Tía Dnemi, con tanta ferocidad que Nacido llegó a casa llorando. Todavía no había cumplido los catorce. La hija menor de Sadne, Hyuru, era mi compañera de alma... mi mejor amiga, como dirían ustedes. Un día, su hermana mayor, Didsu, que a estas alturas ya formaba parte del círculo de canto, vino un día y me habló, muy seria.

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—Nacido es muy apuesto —dijo. Yo asentí, orgullosa—. Muy grande, muy fuerte — dijo—, más fuerte que yo. Volví a asentir con orgullo, pero luego comencé a retroceder. —No estoy haciendo magia, Ren —me dijo. —Sí, sí —le dije—. ¡Se lo diré a tu madre! Didsu meneó la cabeza. —Estoy tratando de hablar con sinceridad. Si mi miedo te provoca miedo, no puedo evitarlo. Así debe ser. Ya lo hablamos en el círculo de canto. No me gusta —me dijo, y yo sabía que era sincera. Tenía un rostro suave, ojos suaves; siempre había sido la más dulce de todas las chicas—. Ojalá Nacido todavía fuera un niño —dijo—. Ojalá lo fuera yo. Pero no podemos. —Entonces conviértete en una estúpida mujer —le dije, y salí corriendo. Fui a mi lugar secreto, junto al río, y lloré. Saqué los sagrados de mi bolsa de alma y los acomodé en el suelo. Uno de los sagrados —no importa que lo cuente— era un cristal que me había regalado Nacido, claro en la parte superior y de un púrpura turbio en la base. Lo tuve en la mano un largo rato y luego lo devolví. Hice un pozo debajo de una roca y envolví el sagrado en hojas de duhur y luego en un cuadrado de tela que corté de mi falda, una tela hermosa, fina, que Hyuru había tejido y cosido para mí. Corté el cuadrado de la parte delantera, para que se viera. Devolví el cristal y después me quedé mucho tiempo cerca de él. Cuando volví a casa, no comenté nada de lo que me había dicho Didsu, pero Nacido estaba muy callado y mamá parecía preocupada. —¿Qué hiciste con la falda, Ren? —me preguntó. Levanté un poco la cabeza y no le contesté; mamá comenzó a hablar de nuevo y después no habló más. Finalmente, había aprendido que no tenía que hablarle a una persona que optaba por el silencio. Nacido no tenía compañero de alma, pero jugaba cada vez más seguido con los dos varones de edades más cercanas a la suya: Ednede, que tenía uno o dos años más, un chico leve y callado, y Bit, que sólo tenía once años, pero era revoltoso y atolondrado. Siempre se estaban yendo a algún sitio, los tres juntos. Yo no les prestaba mucha atención, en parte porque estaba contenta de no tener a Bit cerca. Hyuru y yo estábamos practicando estar alertas y era muy cansador tener que estar siempre alertas de lo que hacía Bit, que se la pasaba gritando y saltando. Nunca dejaba a nadie tranquilo, como si la tranquilidad de los demás le arrebatara algo suyo. Su madre, Hedimi, lo había educado, pero no era buena para cantar ni para contar historias como Sadne y Noyit y, además, Bit era demasiado inquieto para escucharlas aunque fuera a ellas. Siempre que nos veía a Hyuru y a mí tratando de caminar lento o de quedarnos sentadas y en estado de alerta, nos rondaba haciendo ruido, hasta que nosotras nos enojábamos y le decíamos que se fuera, y entonces él se burlaba, diciendo «¡Niñas tontas!». Una vez le pregunté a Nacido qué era lo que hacían Bit, Ednede y él, y me contestó: —Cosas de varones. —¿Como qué? —Practicar. Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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—¿Practicar estar alertas? Pasado un momento, dijo: —No. —¿Practicar qué, entonces? —Lucha. Fuerza. Para el grupo de jóvenes. —Sonaba melancólico, pero después agregó—: Mira —y me mostró un cuchillo que tenía escondido debajo del colchón—. Ednede dice que hay que tener un cuchillo, porque así nadie te va a desafiar. ¿No es una hermosura? —Era de metal, viejo metal del Pueblo, con forma de junco, martillado y afilado en los dos extremos, con punta aguzada. Para proteger la mano, le habían colocado un trozo de madera de árbol-piedra, lustrado, agujereado y atornillado al mango—. Lo encontré en una casa de hombre que estaba vacía —me dijo—. La parte de madera la hice yo. —Lo giró amorosamente. No lo tenía guardado en la bolsa de alma. —¿Qué se hace con él? —le dije, preguntándome por qué tendría filo en los dos extremos, puesto que podía cortarse la mano si llegaba a usarlo. —Para alejar a los atacantes —dijo. —¿Dónde estaba la casa de hombre vacía? —Pasando la Cima Rocosa. —Si vuelves, ¿puedo ir contigo? —No —dijo sin aspereza, pero cortante. —¿Qué le pasó al hombre? ¿Murió? —En el arroyo había una calavera. Creemos que se resbaló y se ahogó. No hablaba como Nacido. Había algo en su voz que sonaba adulto: melancolía, reserva. Yo había acudido a él buscando confianza, pero ahora mi angustia era más profunda que antes. Fui a ver a mamá y le pregunté: —¿Qué hacen los chicos en los grupos de jóvenes? —Llevan a la práctica la selección natural —me dijo, no en mi idioma, sino en el suyo, con tono nervioso. Yo no siempre entendía el hainita y no tenía idea a qué se refería, pero el tono de su voz me entristeció y luego, para mi horror, advertí que mamá comenzaba a llorar en silencio—. Tenemos que mudarnos, Serenidad —dijo. Estaba hablando otra vez en hainita, sin darse cuenta—. No hay ningún motivo para que una familia no se mude, ¿verdad? Las mujeres se mudan de aquí para allá a su antojo. A nadie le importa lo que hacen las demás. Nada es asunto de nadie. ¡Salvo cuando se trata de echar a los hombres fuera del pueblo! Yo entendí casi todo lo que dijo, pero la obligué a repetirlo en mi idioma y luego contesté: —Pero donde sea que vayamos, Nacido tendrá la misma edad, el mismo tamaño y todo eso. —Entonces nos iremos del todo —dijo con ferocidad—. Volveremos a la nave. Me aparté de ella. Nunca antes le había tenido miedo; nunca había usado magia conmigo. Una madre tiene grandes poderes, pero en ellos no hay nada antinatural... a menos que los use en contra del alma de su hijo. Nacido no le tenía miedo. Él tenía su propia magia. Cuando mamá le dijo que tenía intenciones de hacernos volver, la convenció de lo contrario. Quería incorporarse al grupo de jóvenes, dijo él; estaba esperando desde hacía un año. Ya no pertenecía al tianillo, a las mujeres, las chicas y los niñitos. Quería irse a vivir con los otros muchachos. El hermano mayor de Bit, Yit, era miembro del grupo de jóvenes del Territorio Cuatro Ríos y se ofrecía a cuidar de los Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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chicos de nuestro tianillo. Ednede estaba a punto de irse. Y Nacido, Ednede y Bit habían estado hablando con unos hombres hacía poco. Los hombres no eran todos ignorantes y locos, como pensaba mamá. No hablaban mucho, pero sabían mucho. —¿Qué saben? —le preguntó mamá, ceñuda. —Saben ser hombres —dijo Nacido—. Es lo que voy a ser yo. —Pero no esa clase de hombre... ¡si puedo evitarlo! Nacido Con Júbilo, debes recordar a los hombres de la nave, a los hombres en serio... que no se parecen en nada a estos pobres ermitaños mugrientos. ¡No permitiré que crezcas pensando que debes convertirte en eso! —No son así —dijo Nacido—. Tienes que ir a hablar con ellos, mamá. —No seas ingenuo —dijo ella con una carcajada nerviosa—. Sabes perfectamente bien que las mujeres no van a ver a los hombres para hablar. Yo sabía que se equivocaba: todas las mujeres del tianillo conocían a todos los hombres que vivían a tres días de caminata a la redonda. Hablaban con ellos cuando salían a buscar víveres. Sólo se apartaban de los que no merecían su confianza y esos hombres, casi siempre, terminaban desapareciendo al poco tiempo. Noyit me dijo una vez: «Su magia se vuelve contra ellos». Se refería a que los otros hombres los echaban o los mataban. Pero no comenté nada de todo esto y Nacido contestó: —Bueno, el Hombre Caverna del Acantilado es muy agradable. Y nos llevó al lugar donde encontré esas cosas del Pueblo. —Hablaba de unos artefactos antiguos que habían entusiasmado a mamá—. Los hombres saben cosas que las mujeres no saben —continuó Nacido—. Al menos podría ir al grupo de jóvenes por un tiempo. Tendría que ir. ¡Podría aprender mucho! No tenemos ninguna información consistente sobre ellos. Lo único que conocemos es este tianillo. Iré y me quedaré lo suficiente para conseguir material para el informe. Cuando me vaya de allí, nunca podré regresar ni al tianillo ni al grupo de jóvenes. Tendré que irme a la nave o, de lo contrario, tratar de ser hombre. Así que... déjame hacer la prueba, por favor, mamá. —No sé por qué crees que tienes que aprender a ser hombre —dijo ella después de una pausa—. Ya sabes serlo. Entonces, él sonrió en serio y ella lo rodeó con un brazo. ¿Y yo?, pensé. Ni siquiera sé lo que es la nave. Quiero quedarme aquí, donde está mi alma. Quiero seguir aprendiendo a estar en el mundo. Pero tenía miedo de Nacido y de mamá, porque estaban los dos haciendo magia, y entonces no dije nada y me quedé callada, como me habían enseñado. Ednede y Nacido se fueron juntos. Noyit, la madre de Ednede, estaba tan contenta como mamá que se fueran juntos, aunque no dijera nada. La noche antes de su partida, los dos muchachos visitaron todas las casas del tianillo. Les tomó mucho tiempo. Las casas estaban alejadas una de la otra, al alcance de la vista o del oído de una o dos de las demás, pero separadas por matorrales y jardines y zanjas de irrigación y senderos. En todas las casas, las madres y los hijos los esperaban para despedirse, aunque no decían nada; mi idioma no tiene palabras para decir «hola» o «adiós». Invitaban a los chicos a pasar y les daban algo para comer, algo que podían llevarse con ellos para el camino al Territorio. Cuando los chicos llegaban a la puerta, todos los que vivían en la casa salían y les tocaban la mano o la mejilla. Me hizo acordar de cuando Yit salió a visitar las casas del tianillo, igual que ellos. En aquel momento yo me había puesto a llorar porque, aunque Yit no me gustaba mucho, me parecía muy extraño que alguien se fuera para siempre, como si se estuviera muriendo. Esta vez no lloré, pero me desperté una y otra vez, hasta que, con las primeras luces del amanecer, oí que Nacido se levantaba, recogía sus cosas y se iba en silencio. Sé Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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que mamá también estaba despierta, pero hicimos lo que debíamos hacer: nos quedamos calladas mientras él se iba, y seguimos calladas hasta mucho tiempo después. He leído la descripción de mamá de lo que ella llama «el varón adolescente abandona el tianillo: vestigios vivos de una ceremonia». Mamá quería que Nacido llevara una radio en la bolsa de alma para ponerse en contacto con él, al menos de vez en cuando. Pero él no aceptó llevarla. —Quiero hacer las cosas bien, mamá. Si las cosas no se hacen bien, no tiene sentido hacerlas. —Es que no puedo soportar no tener noticias tuyas, Nacido —le dijo ella, en hainita. —Pero si la radio se rompe o algo así, ¿no te preocuparías muchísimo más, quizás sin ninguna razón? Finalmente, mamá accedió a esperar medio año, hasta la primera lluvia; entonces iría a un lugar que era un punto habitual de referencia, una enorme ruina, cerca del río, que marcaba la frontera sur del Territorio, y Nacido intentaría ir a su encuentro. —Pero espérame sólo diez días —dijo Nacido—. Si no puedo ir, no puedo. Ella aceptó. Era como una madre con un bebé pequeñito, pensé yo, diciéndole que sí a todo. A mí me parecía mal, pero pensé que Nacido tenía razón. Nunca nadie había vuelto a los brazos de su madre después de haber ingresado en el grupo de jóvenes. Pero Nacido volvió. El verano fue largo, claro, hermoso. Yo estaba aprendiendo a observar estrellas, que es cuando te acuestas afuera, entre las colinas, en las noches de la estación seca, y encuentras una determinada estrella en el cielo oriental y la observas cruzar el cielo hasta que se pone. Se puede apartar la vista, por supuesto, para descansar los ojos y dormitar, pero hay que tratar de seguir mirando la estrella y las estrellas que la rodean hasta que sientes girar la tierra, hasta que tomas conciencia que las estrellas, el mundo y el alma se mueven juntos. Después que la estrella elegida se pone, hay que dormir hasta que el amanecer te despierta. Entonces, como siempre, saludas al sol con un silencio alerta. Me sentí muy feliz, allá en las colinas, durante esas magníficas y cálidas noches, durante esos amaneceres luminosos. La primeras dos veces, Hyuru y yo observamos juntas, pero después fuimos solas, y solas era mejor. Volvía de una de esas noches, caminando por el angosto valle que está entre la Cima Rocosa y la Colina Encima de Casa, bajo las primeras luces del alba, cuando de pronto apareció un hombre, avanzando estrepitosamente por la espesura; descendió por el sendero y se detuvo delante de mí. —No tengas miedo —me dijo—. ¡Escucha! —Era corpulento y de baja estatura, estaba medio desnudo y olía mal. Me quedé quieta como un árbol. Me había dicho «¡Escucha!», igual que decían las tías, y yo lo escuché—. Tu hermano y sus amigos están bien. Tu madre no tendría que ir allá. Unos chicos formaron una pandilla. Podrían violarla. Yo y otros estamos matando a los líderes. Tardaremos un poco. Tu hermano está en otra pandilla. Él está bien. Díselo a tu madre. Repite lo que te dije. Se lo repetí palabra por palabra, como había aprendido a hacerlo cuando escuchaba.

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—Perfecto. Bien —dijo él. Con sus piernas cortas y poderosas, volvió a ascender por la escarpada pendiente y desapareció. Mamá decidió irse al Territorio en ese mismo momento, pero yo también le había transmitido el mensaje del hombre a Noyit, y entonces ella vino al porche de nuestra casa para hablar con mi madre. Yo la escuché, porque estaba hablando de cosas que yo no conocía muy bien y que mamá no conocía en absoluto. Noyit era una mujer pequeña y mansa, muy parecida a su hijo Ednede; le gustaba enseñar y cantar, así que los chicos siempre andábamos rondando su casa. Vio que mamá se estaba preparando para el viaje. Le dijo: —El Hombre Casa Del Horizonte dice que los chicos están bien. —Cuando se dio cuenta que mamá no la estaba escuchando continuó, fingiendo estar hablándome a mí, porque las mujeres grandes no les pueden enseñar a las otras mujeres grandes—. Dice que algunos de los hombres están desbaratando la pandilla. Siempre hacen lo mismo cuando los chicos se vuelven malos. A veces hay magos entre ellos, líderes, muchachos más grandes, incluso hombres, que quieren formar pandillas. Los hombres radicados matan a los magos y se aseguran que ninguno de los chicos salga herido. Cuando las pandillas salen del Territorio, nadie está a salvo. A los hombres radicados no les gusta eso. Se encargan que el tianillo esté a salvo. Así que a tu hermano no le pasará nada. Mamá seguía empacando raíces de pigi en su bolsa de red. —Para los hombres radicados, una violación es algo muy, pero muy terrible —me dijo Noyit—. Significa que las mujeres no irán más a verlos. Si los chicos violaran a una mujer, probablemente los hombres matarían a todos los chicos. Finalmente, mi madre escuchó. No fue a reunirse con Nacido, pero durante toda la estación de lluvias se sintió absolutamente desgraciada. Se enfermó y la vieja Dnemi envió a Didsu a casa para que le administrara dosis de jarabe de ascofresa. Mientras estuvo enferma, acostada en su colchoneta, mamá tomó notas sobre las enfermedades y los medicamentos, y de cómo las chicas más grandes tenían que cuidar a las mujeres enfermas, puesto que las adultas no entraban en casa ajena. En ningún momento dejó de trabajar, ni dejó de preocuparse por Nacido. En los últimos días de la estación de lluvias, cuando llegó el viento cálido y las floresmiel amarillas estaban abiertas en todas las colinas, en la época llamada Mundo Dorado, Noyit se acercó a casa mientras mamá trabajaba en el jardín. —El Hombre Casa Del Horizonte dice que las cosas marchan bien en el grupo de jóvenes —dijo, y siguió caminando. Mamá comenzó a darse cuenta que, aunque ninguna adulta había entrado jamás en su casa, y aunque las adultas rara vez se hablaban, y aunque los hombres y mujeres tenían sólo relaciones breves y a menudo fortuitas, y aunque los hombres vivían toda la vida en verdadera soledad, existía una especie de comunidad, una red ancha, delgada, fina, de delicada y auténtica intención y restricción: un orden social. Sus informes a la nave se inundaron de nueva comprensión. Pero seguía pareciéndole que la vida de Soro estaba empobrecida, y seguía viendo a esas personas como meros sobrevivientes, pobres fragmentos de la destrucción de algo grandioso. —Mi querida —me dijo una vez, en hainita. No hay manera de decir «mi querida» en mi idioma. Cuando estábamos en casa, me hablaba en hainita para que yo no lo olvidara del todo—. Mi querida, explicar una tecnología incomprensible como producto de la magia es primitivismo. No es una crítica, sino una simple descripción. Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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—Pero la tecnología no es magia —le dije. —Sí, lo es, en sus mentes. Mira la historia que acabas de grabar. ¡Los hechiceros del Tiempo Anterior podían volar por el aire, bajo el agua y bajo tierra en cajas mágicas! —En cajas metálicas —la corregí. —En otras palabras: aviones, túneles, submarinos; una tecnología perdida explicada como sobrenatural. —Las cajas no eran mágicas —le dije—. La gente era mágica. Eran hechiceros. Usaban sus poderes para tener poder sobre otras personas. Para vivir como se debe, las personas tienen que alejarse de la magia. —Eso es un imperativo cultural, porque hace algunos miles de años la expansión tecnológica descontrolada los llevó al desastre. Exactamente. Hay un motivo perfectamente racional para el tabú irracional. Yo no sabía qué significaba «racional» e «irracional» en mi idioma; no podía encontrar palabras para decir lo mismo. «Tabú» era lo mismo que «venenoso». Escuché a mi madre porque una hija debe aprender de su madre y porque mi madre sabía muchísimas cosas que ninguna otra persona sabía, pero a veces mi educación era muy difícil. ¡Si ella hubiera usado más canciones e historias en sus enseñanzas y no tantas palabras, palabras que se escurrían de mí como el agua se escurre de la red! Pasó la Época Dorada y el hermoso verano; volvió la Época Plateada, cuando la bruma descansa en los valles de las colinas antes que empiecen las lluvias, y luego comenzaron las lluvias y cayeron largamente, lentas y cálidas, día tras día. No habíamos tenido noticias de Nacido y Ednede por más de un año. Entonces, una noche, el suave golpeteo de la lluvia sobre el techo de mimbre de pronto se convirtió en un rasguño en la puerta y en un susurro: —Shh... está 'ien... está 'ien. Avivamos el fuego y nos acuclillamos en la oscuridad para hablar. Nacido estaba alto y muy delgado, como un esqueleto cubierto de piel seca. A causa de un corte, ahora tenía el labio superior levantado en una especie de mueca que le dejaba al descubierto los dientes y que le impedía pronunciar la «p», la «b» y la «m». Tenía voz de hombre. Se acurrucó junto al fuego, tratando de calentarse los huesos. Sus ropas eran harapos mojados. El cuchillo lo llevaba colgado del cuello, con un cordón. —Estuvo 'ien —repetía—, 'ero no quiero volver allá. No quiso contarnos mucho sobre el año y medio que había pasado en el grupo de jóvenes, insistiendo en que grabaría una descripción completa cuando estuviera en la nave. Sí nos habló de lo que tendría que hacer si se quedaba en Soro. Tendría que regresar al Territorio y ganarse un lugar entre los otros chicos, usando el miedo y la hechicería, haciendo ostentación de su fuerza, hasta tener la edad suficiente para marcharse, es decir, para abandonar el Territorio y vagar en soledad hasta encontrar un lugar donde los hombres le dieran permiso para radicarse. Ednede y otro chico habían formado pareja e iban a marcharse juntos, cuando cesaran las lluvias. Nos dijo que de a dos era más fácil, sobre todo si existía un vínculo sexual; mientras no compitieran por las mujeres, los hombres radicados no los desafiarían. Pero cualquier hombre solo, nuevo en la región y a una distancia de tres días de caminata a la redonda de un tianillo, tendría que hacerse valer entre los hombres ya radicados. Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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—Serían tres o cuatro años de lo 'ismo —dijo—. Desafíos, com'ates, siem're vigilando a los otros, en guardia, de'ostrando lo fuerte que soy, en estado de alerta toda la noche, todo el día, 'ara ter'inar viviendo solo toda la vida. No 'uedo hacerlo. —Me miró —. No soy una 'ersona —dijo—. Quiero volver a casa. —Llamaré a la nave ahora mismo —dijo mamá en voz baja, con infinito alivio. —No —dijo él. Nacido miraba fijo a mamá; cuando ella se dio vuelta para decirme algo, él levantó la mano. —Me iré yo solo —dijo Nacido—. Ella no tiene que irse. ¿Para qué? —Como yo, había aprendido a no usar los nombres propios sin motivo. Mamá nos miró alternativamente a él y a mí, y luego lanzó una especie de carcajada: —¡No puedo dejarla sola aquí, Nacido! —¿Y tú por qué vas a ir? —Porque quiero —dijo mamá—. Ya tuve suficiente. Más que suficiente. Dispongo de una tremenda cantidad de material acerca de las mujeres, más de siete años de material, y ahora tú puedes completar los vacíos de información sobre los hombres. Es suficiente. Ya llegó el momento, hace mucho que llegó el momento, de volver con nuestro propio pueblo. Todos nosotros. —Yo no tengo pueblo —dije yo—. No pertenezco al pueblo. Estoy tratando de ser una persona. ¿Por qué quieres separarme de mi alma? ¡Quieres que haga magia! No lo acepto. No voy a hacer magia. No voy a hablar tu idioma. ¡No voy a irme contigo! Mamá seguía sin escuchar; enojada, comenzó a contestarme. Nacido volvió a levantar la mano, como hacen las mujeres cuando están a punto de cantar, y mamá lo miró. —Podemos hablar más tarde —dijo él—. Decidir. Necesito dormir. Se ocultó en nuestra casa durante dos días, mientras decidíamos qué hacer y cómo hacerlo. Fueron días desgraciados. Yo me quedé en casa, fingiendo estar enferma para no verme obligada a mentir frente a las demás personas, y Nacido y mamá y yo charlamos y charlamos. Nacido le pidió a mamá que se quedara conmigo; yo le pedí que me dejara bajo la custodia de Sadne o Noyit. Cualquiera de las dos me aceptaría en su hogar, con toda seguridad. Se negó. Ella era la madre y yo la hija, y su poder era sagrado. Se comunicó con la nave por radio y dispuso que le enviaran una nave de descenso para recogernos en una zona árida, a dos días de caminata del tianillo. Caminamos todo el día siguiente, dormimos un poco cuando dejó de llover, seguimos caminando y llegamos al desierto. Sólo había piedras, huecos, cavernas y ruinas del Tiempo Anterior; el suelo estaba formado por pequeños pedacitos de vidrio, gránulos y fragmentos duros, como suele ser en los desiertos. Allí no crecía nada. Allí esperamos. Se abrió el cielo y descendió una cosa brillante que se plantó ante nosotros, sobre las rocas, más grande que cualquier casa, aunque no tan grande como las ruinas del Tiempo Anterior. Mi madre me miró con una sonrisa extraña, vengativa. —¿Es magia? —me preguntó.

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Y para mí era muy difícil pensar que no lo era. Sin embargo, yo sabía que era un simple objeto y que en los objetos no hay magia, sino sólo en las mentes. No dije nada. No había dicho una palabra desde que partimos de casa. Yo había resuelto no hablar nunca más con nadie hasta que estuviera de vuelta en casa, pero todavía era una niña, acostumbrada a escuchar y obedecer. En la nave, ese mundo absolutamente extraño, aguanté sólo unas horas y luego comencé a llorar y a pedir que me dejaran ir. «Por favor, por favor, ¿ahora puedo irme a casa?». Todos los de la nave fueron muy amables conmigo. Yo pensaba en lo que Nacido había tenido que soportar y en lo que estaba soportando yo, comparando nuestras desgracias. La diferencia me parecía total. Él había tenido que estar solo, sin comida, sin refugio; un chico asustado tratando de sobrevivir entre rivales igualmente asustados, luchando contra la brutalidad de jóvenes mayores cuya única intención era poseer y conservar el poder, porque lo consideraban un signo de hombría. A mí me cuidaban, me vestían, me alimentaban con tanta abundancia que me asqueaba, me daban tanta calidez que me sentía afiebrada, me guiaban, me hacían entrar en razones, me alababan, me mimaban; los ciudadanos de una ciudad muy grande me ofrecían compartir sus poderes, porque lo consideraban un signo de humanidad. Nacido y yo habíamos caído en manos de hechiceros. Veíamos la bondad de la gente que nos rodeaba, pero ni él ni yo podíamos vivir con ellos. Nacido me dijo que había pasado muchas noches desoladas en el Territorio, acurrucado en un refugio sin fogata, contando de nuevo las historias que había aprendido de las tías, cantando mentalmente las canciones. Yo hice lo mismo todas las noches que pasé en la nave. Pero no quise a contarles los cuentos ni cantarles las canciones a la gente de la nave. No quería hablar mi idioma en ese lugar. Así tenía una excusa para permanecer callada. Mi madre estaba furiosa y por largo tiempo no me lo perdonó. —Estás en deuda con nuestro pueblo por tus conocimientos —me decía. Yo no le respondía, porque lo único que podía decirle era que ellos no eran mi pueblo, que yo no tenía pueblo. Era una persona. Tenía un idioma que no hablaba. Tenía mi silencio. No tenía nada más. Fui a la escuela; en la nave, igual que en el tianillo, había niños de diferentes edades y muchos de los adultos nos daban clases. Aprendí principalmente historia y geografía Ekuménica y mamá me dio un informe sobre la historia de Once-Soro, lo que en mi idioma se llama el Tiempo Anterior. Leí que las ciudades de mi planeta habían sido las más grandiosas jamás construidas en cualquier mundo, abarcando dos continentes por entero, con pequeñas zonas reservadas a la agricultura; en esas ciudades vivían 120 mil millones de personas, mientras los animales, el mar, el aire y la tierra se iban muriendo, hasta que la gente también comenzó a morirse. Era una historia espantosa. Sentí vergüenza y hubiera deseado que ninguna otra persona de la nave o de los Ekumen la conociera. «Sin embargo», pensé, «si conocieran las historias del Tiempo Anterior que yo conozco, comprenderían que la magia siempre se vuelve contra sí misma y comprenderían que está bien que así sea».

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Cuando había transcurrido menos de un año, mamá nos dijo que nos marcharíamos a Hain. El médico de la nave y sus máquinas inteligentes habían reparado el labio de Nacido; él y mamá habían dejado registrada toda la información que tenían; mi hermano ya tenía edad suficiente para comenzar el entrenamiento necesario para ingresar en las Escuelas Ekuménicas, como él quería. Yo no tenía buena salud y las máquinas no podían repararme. Perdía cada vez más peso, dormía mal, tenía terribles dolores de cabeza. Había comenzado a menstruar al poco tiempo de llegar a la nave, y cada vez que menstruaba los dolores eran una agonía. —No es buena esta vida en la nave —me dijo mamá—. Necesitas estar al aire libre. En un planeta. En un planeta civilizado, —Si me voy a Hain —le dije—, cuando vuelva las personas que conozco estarán muertas. —Serenidad —me dijo—, debes dejar de pensar en términos de Soro. Nos fuimos de Soro. Debes dejar de engañarte y atormentarte y mirar hacia el futuro, no hacia atrás. Tienes toda la vida por delante. Hain es el lugar donde aprenderás a vivirla. Reuní coraje y hablé en mi propio idioma: —Ya no soy una niña. No tienes poder sobre mí. No iré. Váyanse ustedes. ¡No tienes poder sobre mí! Me habían enseñado que esas eran las palabras que había que pronunciar al enfrentarse a un mago, a un hechicero. No sé si mi madre las comprendió del todo, pero sí entendió que lo que yo sentía por ella era un terror mortal, y entonces se hundió en el silencio. Pasado un largo rato, dijo en hainita: —De acuerdo. No tengo poder sobre ti. Pero tengo ciertos derechos: el derecho de la lealtad, el del amor. —Nada que me someta a tu poder es bueno —dije, todavía en mi idioma. Me miró de arriba abajo. —Eres igual que ellos —dijo—. Eres igual que ellos. No sabes lo que es el amor. Estás encerrada en ti misma, como una piedra. Nunca debí llevarte a ese lugar. Gente que se agazapa junto a las ruinas de una sociedad... Gente brutal, rígida, ignorante, supersticiosa... viviendo en una terrible soledad... ¡Y yo permití que te convirtieran en su semejante! —Tú me educaste —le dije, y mi voz comenzó a flaquear y mi boca a temblar con cada palabra—, y también la escuela de aquí, pero mis tías también me educaron y yo quiero completar mi educación. —Estaba llorando, pero seguía de pie, con las manos entrelazadas—. Todavía no soy una mujer. Quiero ser una mujer. —¡Pero, Ren, lo serás! Diez veces más mujer de lo que jamás podrás serlo en Soro... Debes tratar de entender, de creerme... —No tienes poder sobre mí —dije, cerrando los ojos y tapándome los oídos con las manos. Entonces, ella se me acercó y me abrazó, pero yo me quedé rígida, soportando su contacto, hasta que me soltó. Mientras duró nuestra estadía en el planeta, la tripulación de la nave se había renovado por completo. Los Primeros Observadores se habían ido a otros mundos; ahora nuestro asesor era un arqueólogo getheniano llamado Arrem, una persona tranquila, observadora, nada joven. Arrem había descendido al planeta, pero únicamente en los dos continentes desérticos, y siempre le agradaba tener la oportunidad de hablar con nosotros, los que habíamos «vivido con los vivos», como nos decía. Cuando estaba con Arrem me sentía cómoda, porque era muy distinto a todos Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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los demás. Arrem no era hombre —yo no lograba acostumbrarme a estar constantemente rodeada de hombres—, y sin embargo tampoco era mujer, y tampoco era exactamente un adulto, y sin embargo tampoco era un niño: era una persona, una persona sola, como yo. No conocía bien mi idioma, pero siempre trataba de hablarlo cuando estaba conmigo. Cuando sobrevino la crisis, Arrem fue a ver a mi madre; tuvieron algunas reuniones de asesoramiento y él le sugirió que me dejara regresar al planeta. Nacido estuvo presente en algunas de esas charlas y me contó lo que dijeron. —Arrem dijo que si te vas a Hain es muy posible que mueras —me contó—. Que muera tu alma. Dijo que algunas de las cosas que aprendimos son iguales a las que se aprenden en Gethen, en su religión. Con eso impidió que mamá se pusiera a vociferar contra las supersticiones primitivas... Y Arrem dijo que podrías ser útil para los Ekumen si te quedas en Soro y completas tu educación allí. Que serías una fuente de información invalorable. —Nacido lanzó una risita y yo, un momento después, también me reí—. Te excavarán como a un asteroide —dijo. Después agregó—: Ya sabes que si tú te quedas y yo me voy, estaremos muertos. Así explicaban los jóvenes de las naves lo que pasaba cuando uno iba a viajar años luz y el otro se quedaba. Adiós; estamos muertos. Era la pura verdad. —Ya sé —dije. Sentí que la garganta se me ponía tirante y tuve miedo. En mi mundo, nunca había visto llorar a un adulto, salvo cuando murió el bebé de Sut. Sut aulló toda la noche. «Aúlla como un perro», dijo mamá, pero yo nunca había visto ni oído a ningún perro. Yo sólo oía a una mujer que lloraba espantosamente. Tuve miedo de ponerme a llorar así—. Si me voy a casa, cuando termine de hacer mi alma tal vez pueda ir a Hain por un tiempo —dije, en hainita. —¿A explorar? —dijo Nacido en mi idioma, y se rió y me hizo reír de nuevo. Nadie logra retener a un hermano. Yo ya lo sabía. Pero Nacido había vuelto de la muerte, de modo que yo también podía volver de la muerte, o por lo menos podía fingir que así era. Mamá tomó una decisión. Ella y yo nos quedaríamos en la nave otro año más, mientras que Nacido se iría a Hain. Yo continuaría asistiendo a la escuela; si al término de ese año yo seguía decidida a regresar al planeta, podría hacerlo. Entonces mamá se marcharía a Hain para reunirse con Nacido, conmigo o sin mí. Si yo alguna vez quería volver a verlos, podría ir más tarde. Era un arreglo que no satisfacía a nadie, pero era lo mejor que podíamos hacer y todos dimos nuestro consentimiento. Cuando se fue, Nacido me regaló su cuchillo. Después de su partida, traté de no enfermarme. Puse todo mi empeño en aprender todo lo que me enseñaban en la escuela de la nave y traté de enseñarle a Arrem a estar alerta y a evitar la brujería. Dábamos lentas caminatas juntos, en el jardín de la nave, y practicábamos la primera hora de movimientos del trance de los Handdara de Karhide, en Gethen. Coincidíamos en que éramos parecidos. La nave permanecía en el sistema Soro no sólo a causa de mi familia, sino también porque la tripulación ahora estaba formada principalmente por zoólogos que habían venido a estudiar un animal marino de Once-Soro, una especie de cefalópodo que había mutado hasta desarrollar un alto grado inteligencia, o que tal vez ya era muy inteligente de antemano. Pero había un problema de comunicación. «Casi tan grave como el que existe con los nativos humanos», nos dijo Constancia, la zoóloga que nos enseñaba y atormentaba sin piedad. Nos llevó abajo dos veces, en una nave de Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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descenso, a las islas deshabitadas del Hemisferio Norte donde estaba su estación científica. Para mí era muy extraño bajar a mi mundo y sin embargo estar a un mundo de distancia de mis tías, mis hermanas y mi compañera de alma, pero no les dije nada. Vi a la criatura enorme, pálida, tímida, surgiendo lentamente de las aguas profundas, con sus largos y movedizos tentáculos irisados de colores y emitiendo un silbido reverberante; fue todo tan rápido que terminó antes que pudiéramos diferenciar los colores o escuchar la melodía. La máquina de la zoóloga lanzó un resplandor rosado y emitió un gorjeo acelerado mecánicamente, que sonó metálico y débil en la inmensidad del mar. El cefalópodo respondió pacientemente en su hermoso idioma plateado y sombrío. —PC —nos dijo Constancia, irónica. Problema de Comunicación—. No sabemos sobre qué estamos hablando. Dije: —Con la educación de aquí, aprendí algo. En una de las canciones, dice... —y vacilé, tratando de traducirlo al hainita— dice «el pensamiento es una forma de acción y las palabras son una forma de pensamiento». Constancia me miró de arriba abajo, con desaprobación, pensé, pero posiblemente porque yo nunca le había dicho nada, salvo «sí». Finalmente, contestó: —¿Sugieres que no habla con palabras? —Tal vez no está hablando. Tal vez está pensando. Constancia me siguió mirando un poco más y luego dijo: —Gracias. Parecía que ella también estaba pensando. Tuve deseos de hundirme en el agua, igual que lo estaba haciendo el cefalópodo. Los otros jóvenes de la nave eran simpáticos y corteses. Eran palabras que no tenían traducción en mi idioma. Yo era antipática y de malos modales, y ellos me dejaban ser como quería. Estaba agradecida. Pero en la nave no había lugar para estar sola. Por supuesto, cada uno tenía una habitación; aunque pequeña, la Heyho era una nave exploradora construida en Hain, diseñada para darle espacio, privacidad, comodidad y belleza a una tripulación que debía vagar por un sistema solar durante años y años. Pero estaba diseñada. Estaba totalmente hecha por humanos... todo era humano. Yo tenía mucha más privacidad de la que jamás había tenido en casa, en nuestra vivienda de un solo ambiente, y sin embargo allá era libre y aquí estaba atrapada. Sentía la presión de la gente a mi alrededor, constantemente. Gente que me rodeaba, gente que me acompañaba, gente que me presionaba para que fuera una de ellos, de ellos, del Pueblo. ¿Cómo lograría hacer mi alma? Apenas lograba aferrarla. Tenía terror de perderla del todo. Una de las rocas de mi bolsa de alma, una piedrita fea y gris que había recogido cierto día en cierto lugar, en las colinas que se elevaban sobre el río, en la Época Plateada, era un pedacito de mi mundo que se convirtió en mi mundo. Todas las noches, acostada en la cama, la sacaba y la tenía en la mano, esperando el sueño, pensando en la luz del sol sobre las colinas cercanas al río, escuchando el suave zumbido de los sistemas de la nave, como un mar mecánico.

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El médico, esperanzado, me hacía beber varios tónicos. Mamá y yo desayunábamos juntas todas las mañanas. Ella seguía trabajando, haciendo notas de todos los años que había pasado en Once-Soro para luego escribir el informe a los Ekumen, pero yo sabía que el trabajo no iba bien. Su alma estaba mucho más en peligro que la mía. —Nunca te darás por vencida, ¿verdad, Ren? —me dijo una mañana, en el silencio de nuestro desayuno. Yo no tenía la intención de utilizar el silencio como mensaje. Solamente me refugiaba en él. —Mamá, quiero irme a casa y quiero que te vayas a casa —le dije—. ¿Podemos? Su expresión fue extraña por un momento, porque me interpretó mal; después fue cambiando, de dolor a derrota, de derrota a alivio. —¿Estaremos muertas? —me preguntó, con la boca torcida. —No lo sé. Tengo que hacer mi alma. Recién entonces sabré si puedo volver aquí. —Sabes que yo no puedo volver. La decisión es tuya. —Ya sé. Ve a ver a Nacido —le dije—. Vete a casa. Aquí nos estamos muriendo las dos. —Después comenzaron a salir ruidos de mí, sollozos, aullidos. Mamá estaba llorando. Se me acercó y me abrazó, y yo pude abrazar a mi madre, apretarme a ella y llorar con ella, porque se había roto su hechizo. Desde la nave de descenso que se aproximaba a la superficie, vi los océanos de Once-Soro y pensé, en la enormidad de mi alegría, que cuando fuera adulta y saliera sola iría a la costa a observar a las bestias marinas reverberando colores y melodías hasta averiguar qué era lo que estaban pensando. Las escucharía, aprendería, hasta que mi alma fuera tan inmensa como este mundo reluciente. Desiertos llenos de cicatrices que remolineaban debajo de nosotros, ruinas anchas como el continente, desolaciones sin fin. Tocamos la superficie. Yo tenía mi bolsa de alma y el cuchillo de Nacido colgado del cuello, un implante comunicador detrás del lóbulo de la oreja derecha y un botiquín con medicamentos que me había armado mamá. «Bueno, no tiene sentido morirse por un dedo infectado», me había dicho. La gente de la nave se despidió, pero yo me olvidé de hacerlo. Partí por el desierto, rumbo a casa. Era verano; las noches eran cortas y cálidas. Caminé la mayor parte. Llegué al tianillo más o menos a mitad del segundo día. Me acerqué a mi casa con cautela, por si alguien se había mudado mientras yo no estaba, pero la encontré igual que como la habíamos dejado. Los colchones estaban mohosos; los puse al sol, junto con las sábanas, y comencé a revisar el jardín para ver qué cosas habían seguido creciendo por sí solas. El pigi estaba pequeño y débil, pero tenía buenas raíces. Un niñito se acercó y se me quedó mirando; debía ser el bebé de Migi. Un rato después vino Hyuru. Se acuclilló cerca de mí, en el jardín, bajo el sol. Sonreí cuando la vi, y ella sonrió, pero demoramos un rato en encontrar algo que decirnos. —Tu madre no volvió —dijo ella. —Está muerta —dije. —Lo lamento —dijo Hyuru. Me observó desenterrar otra raíz. —¿Vas a venir al círculo de canto? —me preguntó. Asentí. Volvió a sonreír. De piel marrón rosada y ojos grandes, Hyuru se había vuelto muy hermosa, pero su sonrisa era exactamente la misma que cuando éramos niñas.

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—¡Hi, ya! —suspiró con profunda satisfacción, acostándose en la tierra con el mentón apoyado en los brazos—. ¡Qué bueno! Yo continué cavando, en la gloria. Ese año y los dos que siguieron, estuve en el círculo de canto con Hyuru y otras dos chicas. Didsu todavía seguía viniendo con frecuencia y también se incorporó Han, una mujer que se estableció en nuestro tianillo para tener su primer hijo. En el círculo de canto, las chicas mayores les transmiten a las demás las historias, canciones y todo conocimiento que hayan aprendido de sus propias madres, y las mujeres jóvenes que han vivido en otros tianillos enseñan lo que aprendieron allí, de modo que las mujeres van haciendo el alma de las otras y al mismo tiempo aprenden a hacer el alma de sus hijos. Han vivía en la casa donde murió la vieja Dnemi. Mientras mi familia vivía aún allí, no había muerto nadie del tianillo, salvo el bebé de Sut. Mi madre se quejaba que no tenía ningún dato sobre la muerte y los sepelios. Sut se había ido con su bebé muerto para no regresar jamás y nadie hablaba del tema. Pienso que eso, más que cualquier otra cosa, fue lo que puso a mi madre en contra de las demás. Estaba enojada y avergonzada porque no había podido ir a consolar a Sut y porque ninguna otra lo había hecho tampoco. «No es humano», decía. «Es una conducta puramente animal. No podría haber una evidencia más clara indicando que esta es una cultura hecha pedazos; no una sociedad, sino los restos de una sociedad. De una pobreza terrible, aterradora». No sé si la muerte de Dnemi la hubiese hecho cambiar de opinión. Dnemi agonizó largo tiempo, creo que por una insuficiencia renal; se puso de un color naranja oscuro, ictérico. Mientras pudiera moverse sola, nadie la ayudaba. Cuando no la veían salir de su casa por uno o dos días, las mujeres enviaban a sus hijos con agua, un poco de comida y leña. Así siguieron las cosas todo el invierno; después, una mañana, el pequeño Rashi le dijo a su madre que Tía Dnemi estaba «mirando fijo». Varias mujeres fueron a casa de Dnemi y entraron allí por primera y última vez. Mandaron a llamar a todas las chicas del círculo de canto, para que aprendiéramos qué se debía hacer. Turnándonos, nos sentamos junto al cuerpo o en el porche de la casa y entonamos suaves canciones, canciones infantiles, dándole al alma un día y una noche para abandonar el cuerpo y la casa; después, las más ancianas envolvieron el cuerpo con las sábanas, lo ataron a una especie de camilla y partieron con él hacia las tierras desérticas. Allí lo devolverían, debajo de una pila de rocas o dentro de una de las ruinas de la ciudad antigua. —Aquellas son las tierras de los muertos —me dijo Sadne—. Todo lo que muere, allí se queda. Han se estableció en esa casa un año después. Cuando su bebé comenzó a nacer, le pidió a Didsu que la ayudara y Hyuru y yo permanecimos en el porche y observamos, para poder aprender. Fue algo maravilloso y alteró bastante el curso de mis pensamientos, y también el de Hyuru. Hyuru dijo: —¡Me gustaría hacer eso! Yo no dije nada, pero pensé «a mí también, pero dentro de mucho tiempo, porque una vez que tienes un hijo ya no estás sola nunca más».

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Y aunque es de los otros, de las relaciones entre las personas, que yo escribo, el corazón de mi existencia siempre ha sido mi soledad. Creo que no hay manera de escribir sobre la soledad. Escribir es contarle algo a alguien, comunicarse con otros. PC, como diría Constancia. La soledad es nocomunicación, es la ausencia de otros, es la presencia de un yo que se basta a sí mismo. En el tianillo, desde luego, la soledad de una mujer está afianzada firmemente en la presencia, a corta distancia, de las otras mujeres. Es una soledad eventual, y por lo tanto humana. Los hombres radicados también están conectados estrechamente a las mujeres, aunque no entre sí; sus asentamientos son un elemento integral, aunque distante, del tianillo. Hasta la mujer que sale a explorar forma parte de la sociedad... una parte en movimiento, que conecta los asentamientos. Sólo es absoluto el aislamiento de la mujer o el hombre que optan por vivir apartados de los asentamientos. Están completamente fuera de la red. Hay mundos donde a esas personas las llaman santos, gente sagrada. Puesto que el aislamiento es una manera segura de evitar la magia, en mi mundo se supone que son hechiceros, marginados por otros o por su propia voluntad, por su conciencia. Yo sabía que mi magia era fuerte —¿cómo podía evitarlo?— y comencé sentir el anhelo de escaparme. Sería mucho más fácil y más seguro estar sola. Pero al mismo tiempo, y cada vez más, yo quería saber algo sobre la gran magia inofensiva, los hechizos que existen entre hombres y mujeres. Prefería recolectar víveres en el campo que dedicarme a la jardinería y salía mucho a las colinas; los días que salía, en vez de esquivar las casas de los hombres, vagaba cerca de ellas y las miraba, y miraba a los hombres que estaban afuera. Los hombres me devolvían la mirada. El cabello largo y brillante del Hombre Rengo Río Abajo se estaba poniendo un poco blanco, pero cuando se sentaba a cantar sus canciones, sus larguísimas canciones, yo acababa sentándome y escuchándolas, como si mis piernas se hubieran quedado sin huesos. Era muy atractivo. También lo era el hombre que yo recordaba como un muchacho llamado Tret, en el tianillo, cuando yo era pequeña, el hijo de Behyu. Había regresado del grupo de jóvenes y de sus viajes, y había construido una casa con un lindo jardín en el valle del Riachuelo Piedra Roja. Tenía nariz grande y ojos grandes, brazos y piernas largas, manos largas; se movía muy silenciosamente, casi como Arrem durante el trance. Yo iba con frecuencia al valle del Riachuelo Piedra Roja, a recoger bajafresas. Se acercó por el sendero y me habló: —Eras la hermana de Nacido —dijo. Tenía la voz suave, serena. —Está muerto —le dije. El Hombre Piedra Roja asintió. —Ese cuchillo era de él. Yo nunca había hablado con un hombre de mi mundo. Me sentía extremadamente rara. Seguí recogiendo fresas. —Estás juntando las verdes —dijo el Hombre Piedra Roja. Su voz suave, sonriente, hizo que mis piernas volvieran a quedarse sin huesos.

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—Creo que no te ha tocado nadie —me dijo—. Yo te tocaría con suavidad. Pienso en eso, en ti, desde la primera vez que viniste, a comienzos del verano. Mira, aquí hay una planta llena de fresas maduras. Ésas están verdes. Ven aquí. Me acerqué a él, a la planta de fresas maduras. Cuando estaba en la nave, Arrem me había dicho que muchos idiomas tienen una sola palabra para designar al deseo sexual, y al lazo que une a la madre y al hijo, y al lazo que une a los compañeros de alma, y al sentimiento por el hogar de uno, y a la adoración de lo sagrado: todas esas cosas se llaman amor. En mi idioma no hay ninguna palabra tan enorme. Quizás mi madre tenía razón y aquí, en mi mundo, la grandeza humana pereció junto con el pueblo del Tiempo Anterior, dejando solamente cosas y pensamientos pequeños, pobres, rotos. En mi idioma, «amor» es muchas palabras distintas. Aprendí una de ellas con el Hombre Piedra Roja. La cantamos juntos, el uno al otro. Hicimos una casa de paja en una pequeña ensenada del riachuelo y dejamos abandonados nuestros jardines, pero recogimos muchísimas fresas dulces. En el pequeño botiquín, mamá me había puesto anticonceptivo como para toda la vida. No confiaba en las hierbas sorovianas. Yo sí, y funcionaron. Pero cuando decidí salir a explorar, más o menos un año después, en la Época Dorada, pensé que podría llegar hasta lugares donde escaseaban las hierbas adecuadas y entonces me adherí la pequeña joya anticonceptiva al lóbulo de la oreja izquierda. Después me arrepentí de hacerlo, porque parecía brujería. Después me dije que no debía ser supersticiosa: el anticonceptivo no era más brujería que las hierbas, sólo que tenía un efecto más largo. Mi alma le había prometido a mamá que nunca sería supersticiosa. La piel creció y cubrió el anticon, y yo tomé mi bolsa de alma, el cuchillo de Nacido y el botiquín y salí a conocer el mundo. Le había dicho a Hyuru y al Hombre Piedra Roja que me iría. Hyuru y yo cantamos y hablamos una noche entera, junto al río. El Hombre Piedra Roja me dijo, con su voz suave: «¿Por qué quieres irte?», y yo le contesté: «Para escaparme de tu magia, hechicero», cosa que era parcialmente cierta. Si continuaba acudiendo a él, tal vez terminaría por hacerlo para siempre. Yo quería que mi alma y mi cuerpo estuvieran en un mundo más grande. Bueno, hablar de mis años de exploración es lo más difícil de todo. ¡PC! Una mujer que explora está completamente sola, a menos que decida pedirle sexo a un hombre radicado o que acampe en un tianillo por un tiempo, para cantar y escuchar en el círculo de canto. Si se acerca al Territorio de un grupo de jóvenes está en peligro, y si se topa con un vagabundo está en peligro, y si se lastima o entra en una zona contaminada está en peligro. No tiene responsabilidades, salvo con respecto a sí misma, y tanta libertad es muy peligrosa. Tenía el pequeño comunicador en el lóbulo derecho; cada cuarenta días, como había prometido, enviaba a la nave una señal que significaba «todo bien». Si quería irme, tenía que enviar otra señal. Podría haber llamado a una nave de descenso para que me rescatara de alguna situación difícil, pero nunca se me ocurrió usarlo, aunque Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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estuve en situaciones difíciles un par de veces. Enviar la señal no era más que cumplir con una promesa que le había hecho a mi madre y a su pueblo, a la red de la que ya no formaba parte; era una comunicación sin significado. La vida del tianillo, o la del hombre radicado, es repetitiva, como ya expliqué; por lo tanto, también puede ser monótona. No ocurre nada nuevo. La mente siempre quiere acontecimientos nuevos. Por lo tanto, para el alma joven existen los vagabundeos y la exploración, los viajes, el peligro, el cambio. Pero, por supuesto, los viajes, el peligro y el cambio traen aparejada su propia monotonía. Finalmente, siempre acaban siendo la misma «otra cosa», una y otra vez: otra colina, otro río, otro hombre, otro día. Los pies comienzan a describir un amplísimo círculo. El cuerpo comienza a pensar en lo que le enseñaron en casa, cuando aprendió a quedarse quieto. A estar alerta. A ser conciente de la mota de polvo bajo la planta del pie, y de la piel de la planta del pie, y del contacto y el aroma del aire en la mejilla, y de la caída y el movimiento de la luz en el aire, y del color del pasto en la colina alta que está del otro lado del río, y de los pensamientos del cuerpo y del alma, del reverberar y el irisar de los colores y sonidos en la clara oscuridad de las profundidades, moviéndose eternamente, cambiando eternamente, eternamente nuevos. Así que, finalmente, volví a casa. Había estado ausente unos cuatro años. Hyuru se había mudado a mi antigua casa al dejar la casa de su madre. No había salido explorar, pero había comenzado a ir al valle del Riachuelo Piedra Roja y estaba esperando un bebé. Me puse contenta de verla viviendo allí. La única casa vacía era muy vieja y estaba medio en ruinas, demasiado cerca de la de Hedimi. Decidí hacer una casa nueva. Cavé un círculo profundo; el borde me llegaba al pecho. Tardé casi todo el verano. Corté los palos, los até y entretejí, y luego rellené el esqueleto con una gruesa capa de barro, de adentro y de afuera. Recordé que había hecho lo mismo con mamá, hacía muchísimo tiempo, y que ella me había dicho «Muy bien. Perfecto». Dejé la casa sin techar y el caluroso sol de finales del verano cocinó el barro hasta convertirlo en arcilla. Antes de la llegada de las lluvias, teché la casa con mimbre, con triple capa, porque ya estaba cansada de mojarme todo el invierno. Mi tianillo no era un anillo, sino más bien una cinta que se extendía unos tres kilómetros, a lo largo de la orilla norte del río; mi casa, río arriba de las otras, alargaba esa cinta un buen trecho. Desde allí se veía el humo de la chimenea de Hyuru. La cavé en una ladera soleada, con buen drenaje. Sigue siendo una buena casa. Me quedé a vivir allí. Parte de mi tiempo lo dedicaba a la recolección de frutos, al trabajo en el jardín, a las reparaciones y a todas las acciones aburridas y repetitivas de la vida primitiva, y otra parte a cantar y a pensar en las canciones e historias que había aprendido en casa y cuando estaba explorando, y también en las cosas que había aprendido en la nave. Muy pronto descubrí por qué las mujeres se ponen tan contentas cuando los niños vienen a escucharlas: porque las canciones y las historias existen para ser oídas y escuchadas. «¡Escuchen!», solía decirles a los niños. Los niños del tianillo iban y venían, como pececitos en el río, de a uno, de a dos o de a cinco, más pequeños y más grandes. Cuando venían, yo cantaba o les contaba historias. Cuando se iban, yo continuaba en silencio. A veces me incorporaba al círculo de canto, para entregarles a las niñas más grandes lo que había aprendido en mis viajes.

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Y eso era lo único que hacía, aparte de poner todo mi empeño, siempre, en estar alerta en todo lo que hacía. Por medio de la soledad, el alma se salva de ejercer o de sufrir la magia; estando alerta, se salva de la monotonía, del aburrimiento. Si está alerta, nada es aburrido. Puede ser irritante, pero no aburrido. Si es placentero, mientras siga alerta el placer no disminuye. Estar alerta es el trabajo más difícil que puede realizar un alma, pienso. Ayudé a Hyuru a tener su bebé, una niña, y jugué con ella. Luego, pasados un par de años, me quité el anticon del lóbulo izquierdo. Como me dejó un agujerito, me hice una perforación de lado a lado con una aguja al rojo y cuando se me curó me colgué una pequeña joya que había encontrado en una ruina, cuando estaba explorando. En la nave, había visto a un hombre que tenía una joya colgada de la oreja. Me la ponía cuando salía a recolectar víveres. No me acercaba al valle Piedra Roja. El hombre que vivía allí se comportaba como si yo le perteneciera, como si tuviera derechos sobre mí. Todavía me gustaba, pero no me gustaba su aroma a magia, ni que imaginara tener poder sobre mí. Me iba colina arriba, hacia el norte. Más o menos para la misma época de mi regreso a casa, se había radicado en la vieja Casa Norte una pareja de jóvenes. Con frecuencia, los varones superaban exitosamente los grupos de jóvenes formando parejas, y también era frecuente que siguieran en pareja al abandonar el Territorio. Así tenían más posibilidades de sobrevivir. Algunos formaban parejas sexuales, otros no; algunos seguían en pareja para siempre, otros no. Uno de los miembros de esta pareja se había ido con otro hombre el verano anterior. El que se había quedado no era atractivo, pero me llamaba la atención. Tenía una especie de solidez que me gustaba. Su cuerpo y sus manos eran cortos y fuertes. Yo lo había cortejado un poco, pero era muy tímido. Un día, en la Época Plateada, cuando la bruma se acostaba sobre el río, me vio la joya colgada en la oreja y abrió grandes los ojos. —Es linda, ¿verdad? —le dije. Asintió. —Me la puse para que me mires —le dije. Era tan tímido que finalmente añadí: —Si sólo te gusta el sexo con hombres, ya sabes, no tienes más que decírmelo. —Realmente, no estaba segura. —Oh, no —dijo él—. No, no. —Tartamudeó y luego se dio vuelta como un rayo para retomar el sendero. Pero miró hacia atrás y yo lo seguí lentamente, todavía no muy segura de si me quería o si quería librarse de mí. Me esperó delante de una casita, en un bosquecillo de raíz-roja, una casita encantadora, toda hojas por fuera, de modo que se podía caminar a un brazo de distancia y no verla. Adentro había esparcido una gruesa capa de pasto dulce, seco y suave, con aroma a verano. Entré gateando, porque la puerta era muy baja, y me senté en el pasto con perfume a verano. Él se quedó afuera. —Entra —le dije, y él entró muy lentamente. —La hice para ti —me dijo. —Ahora házme un hijo —le dije. Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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E hicimos un hijo, tal vez ese día, tal vez otro. Ahora les diré por qué, después de tantos años, llamé a la nave sin saber siquiera si todavía estaba allá, en el espacio entre los planetas, y pedí que una nave de descenso fuera a mi encuentro en las tierras áridas. Cuando nació mi hija se cumplió el deseo de mi corazón y mi alma alcanzó la plenitud. Cuando nació mi hijo, el año pasado, supe que la plenitud no existe. Crecerá y se hará hombre, y se irá, y luchará y resistirá, y vivirá o morirá como debe hacerlo un hombre. Mi hija, que se llama Yedneke, es decir Hoja, como mi madre, crecerá y se hará mujer, y se irá o se quedará, según lo que elija. Yo viviré sola. Así debe ser y ese es mi deseo. Pero pertenezco a dos mundos; soy una persona de este mundo y una mujer del pueblo de mi madre. Les debo mis conocimientos a los niños de su pueblo. Por eso pedí que viniera una nave de descenso y hablé con la gente que la tripulaba. Me dieron a leer el informe de mi madre y yo escribí esta historia en la máquina, dejándola asentada para todos aquellos que quieran aprender una de las maneras de hacer el alma. A ellos, a los niños, les digo: ¡Escuchen! ¡Eviten la magia! ¡Estén alertas!

FIN Título Original: Solitude © 1994 Colaboración de Egocéntrico Revisión y Reedición Electrónica de Arácnido.

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Vieja música y las mujeres esclavas En los relatos de Cuatro caminos hacia el perdón se presentaban los planetas Werel y Yeowe. En Werel, hace tres mil quinientos años, un pueblo agresivo de piel negra dominó las más pálidas razas septentrionales e instituyó una sociedad y una economía basadas en la esclavitud, con castas establecidas según el color de la piel. El primer contacto con el Ecumen asustó a los xenofóbicos werelianos y les hizo desarrollar rápidamente armas y naves especiales, e incidentalmente colonizar Yeowe, el siguiente planeta en dirección a su sol, que explotaron con un intenso trabajo esclavo. Poco después de que Werel admitiera finalmente diplomáticos del Ecumen, se produjo un gran levantamiento de esclavos en Yeowe. Tras treinta años de guerra, Yeowe obtuvo su libertad de la nación dominante de Werel, Voe Deo. La sociedad voe deana se vio desestabilizada por la liberación yeowana, así como por las nuevas perspectivas ofrecidas por el Ecumen. Al cabo de pocos años, un amplio levantamiento de esclavos en Voe Deo enfrentó a "propietarios" contra "posesiones" en una guerra civil a plena escala. Esta historia tiene lugar bien entrada esa guerra. El oficial jefe de Inteligencia de la Embajada Ecuménica en Werel, un hombre que en su mundo natal tenía el nombre de Sohikelwenyanmurkeres Esdan, y que en Voe Deo era conocido por un apodo, Esdardon Aya o Vieja Música, estaba aburrido. Se había necesitado una guerra civil y tres años para aburrirle, pero había llegado al punto donde se refería a sí mismo en los informes ansibles a los estables de Hain como el oficial jefe de estupidez de la Embajada. Sin embargo, había conseguido mantener algunos enlaces clandestinos con amigos en la Ciudad Libre incluso después de que el Gobierno Legítimo sellara la embajada, no permitiendo el acceso a nadie y no dejando entrar ni salir ninguna información. En el tercer verano de la guerra, acudió al embajador con una petición. A falta de una comunicación fiable con la Embajada, el Mando de Liberación le había preguntado (¿cómo?, quiso saber el embajador; a través de uno de los hombres que les proporcionaba los suministros, explicó) si la embajada permitiría a uno o dos de sus miembros que se deslizaran a través de las líneas y hablaran con ellos, fueran vistos con ellos, a fin de ofrecer pruebas de que pese a la propaganda y a la desinformación, y aunque la embajada estaba en la ciudad de Jit, su personal no había optado por apoyar a los legítimos sino que permanecía neutral y dispuesto a tratar con cualquier autoridad legítima de cualquier lado. -¿La ciudad de Jit? -dijo el embajador-. No importa. Pero, ¿cómo irás allí? -Siempre el problema con Utopía-dijo Esdan-. Bueno, puedo pasar con lentes de contacto, si nadie mira de cerca. Cruzar la Divisoria es el problema. La mayor parte de la gran ciudad todavía estaba físicamente allí, los edificios del gobierno, fábricas y almacenes, la universidad, las atracciones turísticas: el Gran Templo de Tual, la Calle del Teatro, el Mercado Viejo con sus interesantes salas de exposición y la soberbia Sala de Subastas, en desuso desde que la venta y alquiler de bienes había sido trasladada al mercado electrónico; las innumerables calles, avenidas y bulevares, los polvorientos parques sombreados por los árboles beya de flores púrpuras, los kilómetros y kilómetros de tiendas, cobertizos, molinos, senderos, estaciones, edificios de apartamentos, casas, recintos, los barrios, los suburbios, las zonas residenciales. La mayoría de ello aún estaba en pie, con sus quince millones de personas aún allí, pero su profunda complejidad había desaparecido. Las conexiones se hablan roto. Ya no se producían interacciones. Un cerebro tras una apoplejía. La brecha más grande era algo brutal, un golpe de hacha directo a través de la cisura, una tierra de nadie de un kilómetro de ancho de edificios derruidos y calles Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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bloqueadas, cascotes y restos. Al este de la Divisoria era terreno Legítimo: el centro de la ciudad, las oficinas gubernamentales, embajadas, bancos, torres de comunicación, la universidad, los grandes parques y los barrios ricos, las carreteras a los depósitos de armas, acuartelamientos, aeropuertos y espaciopuerto. Al oeste de la Divisoria estaba Ciudad Libre, Polvoville, territorio de Liberación: fábricas, complejos sindicales, los barrios obreros, los viejos barrios residenciales degradados, interminables kilómetros de pequeñas calles que desembocaban finalmente en las llanuras. Cruzándolos ambos corría la gran autopista este-oeste, vacía. La gente de Liberación lo sacó con éxito de la embajada y casi a través de la Divisoria. Él y ellos tenían mucha práctica de los viejos días pasando de contrabando artículos a Yeowe y la libertad. Consideró interesante que él fuera ahora el artículo contrabandeado y no uno de los contrabandistas, y descubrió que era mucho más atemorizador pero mucho menos opresivo, puesto que él no era responsable de nada, era el paquete, no el que lo llevaba. Pero en alguna parte en la conexión había habido un eslabón malo. Entraron a pie en la Divisoria, y a medio camino de cruzarla se detuvieron junto a una pequeña reúna de camión posado sobre sus llantas bajo una casa de apartamentos desventrada. Había un conductor sentado al volante detrás del cuarteado parabrisas, y le sonrió. Su guía le hizo seña de que subiera a la parte de atrás. El camión de puso en marcha como un gato en plena caza, siguiendo una ruta enloquecida, zigzagueando por entre las ruinas. Ya casi habían llegado al otro lado de la Divisoria, abriéndose camino por entre un montón de cascotes que en su tiempo debía de haber sido una calle o una plaza, cuando el camión giró bruscamente, se detuvo, hubo gritos, disparos, abrieron la parte de atrás y varios hombres saltaron dentro. -Tranquilos —dijo—, sin violencia -porque lo estaban empujando rudamente, sacándolo del camión, retorciéndole los brazos a la espalda. Le quitaron la chaqueta y palmearon todo su cuerpo en busca de armas ocultas, lo arrastraron a un coche que aguardaba al lado del camión. Intentó ver si el conductor del camión estaba muerto pero no pudo mirar antes de que le metieran en el coche. Era una vieja limusina del gobierno, color rojo oscuro, ancha y larga, hecha para desfiles, para llevar grandes personalidades al Consejo y traer a los embajadores del espaciopuerto. Su sección principal podía ser dividida con una cortina para separar a los pasajeros masculinos de los femeninos, y el compartimento del conductor estaba sellado de modo que los pasajeros no tuvieran que respirar el aire que exhalaba un esclavo. Uno de los hombres había mantenido su brazo retorcido a su espalda hasta meterlo de cabeza en el coche, y todo lo que pensó, cuando se halló sentado entre dos hombres y frente a otros tres y el coche se puso en marcha, fue: me estoy haciendo demasiado viejo para esto. Se mantuvo inmóvil, dejando que disminuyeran su miedo y su dolor, todavía no preparado para moverse ni siquiera para frotarse su dolorido hombro, sin mirar demasiado obviamente los rostros que le rodeaban o las calles. Dos miradas de soslayo le dijeron que estaban pasando la calle Rei, iban hacia el este, fuera de la ciudad. Se dio cuenta entonces de que había estado esperando que lo llevaran de vuelta a la embajada. Qué estúpido. Tenían las calles sólo para ellos, excepto las sorprendidas miradas de la gente de a pie cuando pasaban rápidamente por su lado. Ahora estaban en un amplio bulevar, yendo muy aprisa, siempre hacia el este. Aunque estaba en muy mala situación, no pudo evitar el sentirse absolutamente regocijado por estar simplemente fuera de la embajada, al aire libre en el mundo, y moviéndose aprisa. Alzó cautelosamente la mano y se masajeó el hombro. Con la misma cautela miró a los hombres que tenía a su lado y enfrente. Todos eran de piel oscura, dos Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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negroazulados. Dos de los hombres que tenía enfrente eran jóvenes. Rostros limpios e impasibles. El tercero era un veot de tercer rango, un oga. Su rostro tenía la tranquila inexpresividad para la que eran entrenados los de su casta. Mirándole, Esdan captó sus ojos. Ambos desviaron la vista al instante. A Esdan le gustaban los veots. Los veía -soldados además de dueños de esclavos— como parte del viejo Voe Deo, miembros de una especie condenada. Hombres de negocios y burócratas sobrevivirían y medrarían en la Liberación y sin duda hallarían soldados para que lucharan por ellos, pero la casta militar no. Su código de lealtad, honor y austeridad era demasiado parecido al de sus esclavos, con los que compartían la adoración de Kamye, el Espadachín, el Fiador. ¿Durante cuánto tiempo sobreviviría ese misticismo del sufrimiento a la Liberación? Los veots eran intransigentes vestigios de un orden intolerable. Confiaba en ellos, y raras veces se había sentido decepcionado en su confianza. El oga era muy negro, muy apuesto, como Teyeo, un veot al que Esdan apreciaba particularmente. Había abandonado Werel mucho antes de la guerra, hacia la Tierra y Hain con su esposa, que sería un móvil del Ecumen uno de esos días. Dentro de unos pocos siglos. Mucho después de que hubiera terminado la guerra, mucho después de que Esdan estuviera muerto. A menos que decidiera seguirles, regresar, volver a casa. Pensamientos ociosos. Durante una revolución no puedes elegir. Eres arrastrado, una burbuja en una catarata, una chispa en una fogata, un hombre desarmado en un coche con siete hombres armados recorriendo muy aprisa la ancha y vacía Autopista Arterial Este... Estaban abandonando la ciudad. En dirección a las Provincias del Este. El Gobierno Legítimo de Voe Deo se veía ahora reducido a la mitad de la capital y dos provincias, en donde siete de cada ocho personas eran lo que la octava persona, su propietario, llamaba bienes. Los dos hombres en el compartimento delantero estaban hablando, aunque no podían ser oídos en el compartimento del propietario. Ahora el hombre con cabeza de bala a la derecha de Esdan hizo una pregunta murmurada al oga frente a él, que asintió. -Oga -dijo Esdan. Los inexpresivos ojos del veot se posaron en él. -Necesito orinar. El hombre no dijo nada y desvió la vista. Ninguno de ellos dijo nada durante un cierto tiempo. Estaban en un mal tramo de la autopista, desgarrado por la lucha durante el primer verano del levantamiento o simplemente no mantenido desde entonces. Los botes y sacudidas eran duros en la vejiga de Esdan. -Dejemos que el jodido ojos blancos se mee encima -dijo uno de los dos hombres jóvenes frente a él al otro, que sonrió tensamente. Esdan consideró posibles respuestas, divertidas, irónicas, no ofensivas, no provocativas, y mantuvo la boca cerrada. Aquellos dos sólo deseaban una excusa. Cerró los ojos e intentó relajarse, ser consciente del dolor en su hombro, del dolor en su vejiga, simplemente consciente. El hombre a su izquierda, al que no podía ver claramente, dijo: -Conductor. Para aquí. Usó un interfono. El conductor asintió. El coche redujo la marcha y se salió al arcén, botando horriblemente. Salieron todos del vehículo. Esdan vio que el hombre de su izquierda era también un veot, de segundo rango, un zadyo. Uno de los hombres jóvenes sujetó a Esdan por el brazo cuando salieron, otro clavó una pistola en su hígado. Los otros se quedaron de pie en el polvoriento arcén y orinaron variadamente sobre el polvo, la grava, las raíces de una hilera de raquíticos árboles. Esdan consiguió abrirse la cremallera pero sus piernas estaban tan agarrotadas y temblorosas que apenas podía mantenerse en pie, y el hombre joven con la pistola había dado un

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rodeo y ahora estaba de pie ante él con la pistola apuntando directamente a su pene. Había un nudo de dolor en alguna parte entre su vejiga y su pene. -Apártate un poco -dijo con quejumbrosa irritabilidad-. No quiero mojarte los zapatos. En vez de ello el hombre joven dio un paso hacia delante, apuntando directamente su pistola a las ingles de Esdan. El zadyo hizo un ligero gesto. El hombre joven retrocedió un paso. Esdan se estremeció, y la orina brotó como una fuente. Se sintió satisfecho, incluso en la agonía del alivio, de ver que había obligado al otro a retroceder otros dos pasos. -Parece casi humano -dijo el hombre joven. Esdan se metió con discreta prontitud su pardo miembro alienígeno y cerró la cremallera. Todavía llevaba lentes que ocultaban los blancos de sus ojos, e iba vestido como un hombre de alquiler con ropa holgada y burda de color amarillo mate, el único color que estaba permitido a los esclavos urbanos. La bandera de la Liberación era del mismo amarillo mate. El color equivocado aquí. El cuerpo dentro de la ropa era también del color equivocado. Tras vivir treinta y tres años en Werel, Esdan estaba acostumbrado a ser temido y odiado, pero nunca antes había estado enteramente a merced de quienes le temían y odiaban. La égida del Ecumen lo había protegido. Qué estúpido, abandonar la embajada, donde al menos estaría libre de todo daño, y dejarse ser atrapado por esos desesperados defensores de una causa perdida, que podían causarle una gran cantidad de daño. ¿Cuánto era capaz de resistir? Afortunadamente no podrían arrancarle a través de la tortura ninguna información sobre los planes de la Liberación, puesto que no sabía una maldita cosa de lo que estaban haciendo sus amigos. Pero pese a todo, qué estúpido. De vuelta al coche, estrujado en el asiento y sin nada que ver excepto el ceño fruncido del hombre joven y la atenta inexpresividad del oga, cerró de nuevo los ojos. La autopista era más lisa aquí. Acunado por la velocidad y el silencio, se deslizó a una somnolencia postadrenalina. Cuando se despertó de nuevo por completo el cielo era dorado y dos de las pequeñas lunas resplandecían encima de un ocaso sin nubes. Botaban por una carretera secundaria, un camino privado que serpenteaba junto a campos, huertos, plantaciones de árboles y caña de construcción, un enorme recinto para trabajadores, más campos, otro recinto. Se detuvieron en un puesto de control vigilado por un solo hombre armado, donde tras una breve comprobación se les indicó que podían seguir. La carretera penetró en un inmenso, abierto, ondulado parque. Su familiaridad le turbó. Una filigrana de árboles contra el cielo, el serpentear del camino entre bosquecillos y claros. Conocía el río que había detrás de aquella larga colina. -Esto es Yaramera -dijo en voz alta. Ninguno de los hombres respondió. Hacía años, hacía décadas, cuando llevaba sólo un año o así en Werel, lo habían invitado como miembro de la embajada a una fiesta en Yaramera, la mayor propiedad en Voe Deo. La Joya del Este. El modelo de esclavitud eficiente. Miles de bienes trabajando en los campos, molinos, fábricas de la finca, viviendo en enormes recintos, ciudades amuralladas. Todo limpio, ordenado, industrioso, pacífico. Y la casa en la colina encima del río, un palacio, trescientas habitaciones, un mobiliario invaluable, pinturas, esculturas, instrumentos musicales..., recordaba una sala de conciertos privada con paredes de mosaico de cristal incrustado en oro, una estanciatemplo tualita que era una enorme flor tallada en madera aromática. Ahora se dirigían hacia aquella casa. El coche giró. Captó tan sólo un destello, una silueta recortada contra el cielo.

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Los dos hombres jóvenes lo sujetaron de nuevo, lo sacaron del coche, retorcieron su brazo, lo empujaron y le hicieron subir la escalera. Intentando no resistirse, no sentir lo que le estaban haciendo, miró intensamente a su alrededor. El ala centro y sur de la inmensa casa estaban en ruinas, carecían de techo. A través de la negra silueta de una ventana brillaba el amarillo claro del cielo. Incluso allí en el corazón de la Ley se habían rebelado los esclavos. Hacía tres años ahora, en aquel primer terrible verano en el que habían ardido miles de casas, recintos, pueblos, ciudades. Cuatro millones de muertos. No sabía que el Levantamiento hubiera llegado incluso a Yaramera. No llegaban noticias río arriba. ¿Cuál había sido el precio entre los esclavos de la Joya aquella noche de incendios? ¿Habían sido asesinados los propietarios, o habían sobrevivido para enfrentarse a su castigo? No llegaban noticias río arriba. Todo esto pasó por su mente con una rapidez y una claridad innaturales mientras lo arrastraban subiendo los bajos escalones hacia el ala norte de la casa, custodiado con pistolas desenfundadas como si temieran que un hombre de sesenta y dos años con severos calambres en las piernas por permanecer sentado inmóvil durante horas iba a librarse de ellos y echar a correr, allí, a trescientos kilómetros dentro de su propio territorio. Pensó rápidamente y lo observó todo. Esta parte de la casa, unida a la casa central por una larga arcada, no había ardido. Las paredes todavía sostenían el techo, pero vio cuando entraron en el salón delantero que eran de piedra desnuda, y que su panelado interior había ardido. Unas sucias planchas reemplazaban el parqué o cubrían las baldosas pintadas. No había ningún mueble. En medio de su polvorienta ruina, el salón de alto techo era hermoso, desnudo, lleno con la clara luz del atardecer. Los dos veots habían abandonado su grupo y estaban informando a algunos hombres en la puerta de lo que había sido una sala de recepciones. Consideraba a los veots como una salvaguardia y esperaba que volvieran, pero no lo hicieron. Uno de los hombres jóvenes mantenía su brazo retorcido contra su espalda. Un hombre robusto avanzó hacia él, mirándole fijamente. -¿Tú eres el alienígena llamado Vieja Música? -Soy hainish, y utilizo ese nombre aquí. -Señor Vieja Música, tienes que comprender que abandonando tu embajada en clara violación del acuerdo de protección entre tu embajador y el gobierno de Voe Deo, has invalidado tu inmunidad diplomática. Puedes ser retenido en custodia, interrogado, y castigado convenientemente por cualquier infracción de la ley civil o crímenes de colusión con insurgentes y enemigos del Estado que se pruebe que hayas cometido. -Comprendo que ésta es vuestra afirmación de mi posición -dijo Esdan-. Pero deberías saber, señor, que el embajador y los estables del Ecumen de los Mundos me consideran protegido tanto por la inmunidad diplomática como por las leyes del Ecumen. Valía la pena intentarlo, pero sus mundanas mentiras no fueron escuchadas. Tras recitar su letanía, el hombre se dio la vuelta, y los hombres jóvenes sujetaron de nuevo a Esdan. Fue arrastrado a través de puertas y corredores que ahora apenas podía ver, bajando escaleras de piedra, a través de un amplio patio adoquinado, y a una habitación donde, con una última y agónica sacudida a su brazo y una zancadilla a sus pies, fue arrojado de bruces al suelo antes de cerrar la puerta y dejarle tendido boca abajo sobre las piedras en la oscuridad. Apoyó la frente contra su brazo y permaneció allí tendido temblando, escuchando su respiración intentar contener una y otra vez los sollozos. Más tarde recordaría aquella noche, y otras cosas de los siguientes días y noches. No supo, entonces o luego, si fue torturado a fin de romper su voluntad o fue simplemente el objeto a mano para la pura brutalidad y el rencor, una especie de juguete para los muchachos. Hubo patadas, golpes, una gran cantidad de dolor, pero nada de aquello quedó claro en su memoria excepto la prietajaula. Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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Había oído hablar de aquellas cosas, había leído sobre ellas. Nunca había visto ninguna. Nunca había estado dentro de un recinto. Los extranjeros, los visitantes, no eran llevados a los recintos de los esclavos en las haciendas de Voe Deo. Eran servidos por esclavos de la casa en las casas de los propietarios. Éste era un recinto pequeño, no más de veinte chozas en el lado de las mujeres, tres viviendas comunales en el lado de la puerta. Había albergado a un par de cientos de esclavos que se ocupaban de la casa y de los inmensos jardines de Paramera. Eran privilegiados comparados con los esclavos de los campos. Pero no estaban exentos del castigo. El poste de los azotes aún se alzaba cerca de la alta puerta que colgaba abierta en la alta pared. -¿Aquí? -dijo Nemeo, el que siempre le retorcía el brazo. Pero el otro, Alatual, dijo: -No, vamos, es por aquí -y avanzó, excitado, para bajar la prietajaula del lugar de donde colgaba debajo de la estación principal de vigilancia, muy arriba en la parte interior de la pared. Era un tubo de áspera y oxidada malla de acero sellado en un extremo y que se podía cerrar por el otro. Colgaba suspendido por un solo gancho de una cadena. Apoyado en el suelo parecía una trampa para un animal, un animal no muy grande. Los dos hombres jóvenes le despojaron de sus ropas y le hicieron meterse en ella la cabeza por delante, usando los azuzadores, aguijones eléctricos con los que activaban a los esclavos perezosos y con los que habían estado jugando durante los últimos dos días. Reían estentóreamente, empujándole y clavándole los aguijones en el ano y el escroto. Se deslizó dentro de la jaula hasta que quedó acuclillado en ella, con brazos y piernas doblados y encajados contra su cuerpo. Cerraron la puerta, atrapando violentamente su pie desnudo contra la malla y causándole un dolor que le cegó mientras volvían a alzar la jaula. Se agitaba locamente en el aire, y se aferró a la malla con sus crispadas manos. Cuando abrió los ojos vio que el suelo giraba a unos siete u ocho metros por debajo de él. Al cabo de un momento los giros y los bamboleos cesaron. No podía mover la cabeza. Podía ver lo que había debajo de la prietajaula, y tensando los ojos hacia los lados podía ver la mayor parte del interior del recinto. En los viejos días había habido gente ahí abajo que acudía a contemplar el espectáculo moral, un esclavo en la prietajaula. Había habido niños traídos para que aprendieran la lección de lo que le ocurría a una criada que rehuía hacer un trabajo, a un jardinero que estropeaba una poda, a un obrero que le contestaba a su capataz. Ahora no había nadie allí. El polvoriento suelo estaba desnudo. Las secas parcelas del jardín, el pequeño cementerio en el extremo más alejado de la parte de las mujeres, la zanja entre los dos lados, los senderos, un vago círculo de hierba más verde justo debajo de él, todo estaba desierto. Sus torturadores se quedaron allí durante un rato, riendo y hablando, luego se aburrieron y se fueron. Intentó relajar su posición pero apenas podía moverse. Cualquier movimiento hacía que la jaula se agitara y balanceara hasta el punto de hacerle sentir vértigo y temer una caída. No sabía lo segura que estaba la jaula colgada de aquel único gancho. Su pie, atrapado en el cierre de la jaula, le dolía tan agudamente que deseaba desvanecerse, pero aunque le daba vueltas la cabeza permaneció consciente. Intentó respirar tal como había aprendido a hacerlo hacía mucho tiempo en otro mundo, suavemente, relajadamente. No podía hacerlo aquí, ahora, en este mundo, en esta jaula. Sus pulmones estaban estrujados de tal modo dentro de su caja torácica que cada respiración era extremadamente difícil. Intentó no sofocarse. Intentó no dejarse vencer por el pánico. Intentó ser consciente, sólo ser consciente, pero la consciencia era insoportable. Cuando el sol apareció por aquel lado del recinto y brilló plenamente sobre él, el aturdimiento se convirtió en mareo. En algún momento, entonces, se desvaneció durante un tiempo. Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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Era de noche y hacía frío e intentó imaginar agua, pero no había agua allí. Más tarde creyó haber estado dos días en la prietajaula. Podía recordar el raspar de la malla contra su piel desnuda quemada por el sol cuando lo sacaron, el shock del agua fría arrojada contra él con una manguera. Entonces estuvo plenamente consciente por unos momentos, consciente de sí mismo, como un muñeco, tendido pequeño, fláccido, sobre el polvo, mientras unos hombres encima de él hablaban y gritaban sobre algo. Entonces debió de ser llevado de vuelta a la celda o establo donde era mantenido, porque hubo oscuridad y silencio, pero también estaba todavía colgando en la prietajaula, asándose en el helado fuego del sol, congelando su ardiente cuerpo, encajado prietamente contra la exacta malla del dolor. En algún punto fue llevado a una cama en una estancia con una ventana, pero todavía estaba en la prietajaula, balanceándose muy arriba sobre el polvoriento suelo, sobre el círculo de hierba verde. El zadyo y el hombre robusto estaban allí, no estaban allí. Una esclava, de rostro ceniciento, acuclillada y temblando, le hizo daño intentando aplicar un ungüento en sus quemados brazos y piernas y espaldas. Estaba allí y no estaba allí. El sol brillaba a través de la ventana. Sintió la malla atrapar su pie una otra vez. La oscuridad lo aliviaba. Dormía durante la mayor parte del tiempo. Tras un par de días pudo sentarse y comer lo que la asustada esclava le trajo. Sus quemaduras se estaban curando, y la mayor parte de sus dolores eran más leves. Su pie estaba enormemente hinchado; los huesos estaban rotos; eso no importaba hasta que tuviera que ponerse en pie. Se adormecía, derivaba. Cuando Rayaye entró en la habitación, lo reconoció al instante. Se habían visto varias veces, antes del Levantamiento. Rayaye había sido ministro de Asuntos Exteriores bajo el presidente Oye. Esdan desconocía el puesto que ocupaba ahora en el gobierno Legítimo. Rayaye era bajo para un wereliano, pero recio y sólido, con un rostro negroazulado de aspecto pulido y pelo gris, un hombre impresionante, un político. -Ministro Rayaye -dijo Esdan. -Señor Vieja Música. ¡Qué amable por su parte el que me recuerde! Lamento que haya estado enfermo. Espero que la gente de este lugar le cuide satisfactoriamente. -Gracias. -Cuando supe que no estaba usted bien pedí un doctor, pero aquí no hay más que un veterinario. No hay personal especializado. ¡No es como en los viejos días! ¡Qué cambio! Me gustaría que hubiera visto usted Yaramera en toda su gloria. -Lo hice. -Su voz era débil, pero sonaba natural-. Hace treinta y dos o treinta y tres años. Lord y lady Aneo dieron una fiesta para nuestra embajada. -¿De veras? Entonces sabe usted lo que era -dijo Rayaye, sentándose en la única silla, una espléndida pieza antigua a la que le faltaba un brazo-. Qué pena verlo todo en este estado, ¿verdad? Lo peor de la destrucción se produjo aquí en la casa. Toda el ala de las mujeres y las grandes estancias ardieron. Pero los jardines se salvaron, alabada sea la Señora. Fueron hechos por el propio Meneya hace cien años, ¿sabe? Y todavía se trabaja en los campos. Me han dicho que todavía hay aquí cerca de trescientos bienes unidos a la propiedad. Cuando termine todo, será mucho más fácil restaurar Yaramera que cualquiera de las otras grandes propiedades. -Miró a través de la ventana-. Hermoso, hermoso. Y la gente de la casa de Aneos era famosa por su belleza, ¿sabe? Y por su entrenamiento. Se necesitará mucho tiempo para lograr de nuevo ese tipo de estándar. -Sin duda. El wereliano le miró con suave atención. -Supongo que se estará preguntando por qué se halla usted aquí. -No particularmente -dijo Esdan con suavidad. -¿Oh? Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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-Puesto que abandoné la embajada sin permiso, supongo que el gobierno deseaba mantener su atención fija en mí. -Algunos de nosotros nos alegramos al saber que había abandonado la embajada. Encerrado allí..., qué desperdicio de sus talentos. -Oh, mis talentos -dijo Esdan con un despectivo encogimiento de hombros, que hizo que su hombro le doliera de nuevo. Luego se quejaría. Ahora estaba disfrutando. Le gustaba la esgrima. -Es usted un hombre de mucho talento, señor Vieja Música. El más hábil, el más astuto de todos los alienígenas en Werel, le llamó en una ocasión lord Mehao. Ha trabajado usted con nosotros, y contra nosotros, sí, más efectivamente que ningún otro representante de otros mundos. Nos comprendemos. Podemos hablar. Creo que quiere usted realmente a mi pueblo, y que si yo le ofreciera una forma de servirle, un modo de terminar de una vez con este terrible conflicto..., usted la aceptaría. -Me gustaría poder hacerlo. -¿Es importante para usted ser identificado como sostenedor de uno de los bandos en conflicto, o prefiere permanecer neutral? -Cualquier acción cuestionará toda posible neutralidad. -Ser secuestrado de la embajada por los rebeldes no es prueba de su simpatía hacia ellos. -Eso parece. -Más bien lo contrario. -Así sería visto. -Puede serlo. Si usted quiere. -Mis preferencias no tienen el menor peso, ministro. -Tienen mucho peso, señor Vieja Música. Pero ya es suficiente. Ha estado usted enfermo, le estoy cansando. Seguiremos nuestra conversación mañana, ¿de acuerdo? Si usted quiere. -Por supuesto, ministro -dijo Esdan, con una educación que bordeaba la sumisión, un tono que sabía adecuado con hombres como aquél, más acostumbrado a la atención de los esclavos que a la compañía de sus iguales. Esdan, como la mayoría de su pueblo, que no igualaba mala educación con orgullo, estaba predispuesto a mostrarse educado siempre que las circunstancias lo permitieran, y odiaba las circunstancias que no lo permitían. La mera hipocresía no le preocupaba. Era perfectamente capaz de ella. Si los hombres de Rayaye lo habían torturado y Rayaye fingía ignorar el hecho, Esdan no tenía nada que ganar insistiendo sobre ello. De hecho, se sentía feliz de no verse obligado a hablar de ello, y esperaba no tener que pensar en ello tampoco. Su cuerpo pensaba en ello por él, lo recordaba con exactitud, en cada una de sus articulaciones y músculos. El resto de su pensamiento sobre ello sería algo que guardaría durante tanto tiempo como viviera. Había aprendido cosas que no sabía. Había creído comprender lo que era sentirse impotente. Ahora se daba cuenta de que no lo había comprendido. Cuando entró la mujer asustada, le pidió que enviara a buscar al veterinario. -Necesito que me entablillen el pie -dijo. -Arregla a los trabajadores, los esclavos, amo -susurró la mujer, encogiéndose sobre sí misma. Los bienes hablaban m dialecto de aspecto arcaico que a veces resultaba difícil de seguir. -¿Puede venir a la casa? Negó con la cabeza. -¿Hay alguien aquí que pueda ocuparse de esto? -Lo preguntaré, amo -susurró la mujer. Aquella noche acudió una esclava vieja. Tenía un rostro arrugado, curtido, serio, y nada de la actitud temerosa de la otra. Cuando le vio por primera vez, susurró:

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-¡Dios altísimo! -Pero hizo una rígida reverencia y luego examinó su hinchado pie, tan impersonal como un médico. Dijo-: Si me dejas vendarlo, amo, curará. -¿Qué hay roto? -Esos dedos. Aquí. Tal vez un pequeño hueso aquí, también. Hay muchos huesos en el pie. -Por favor, véndamelo. Lo hizo, firmemente, empleando tiras y tiras de tela hasta que el grosor del vendaje mantuvo su pie inmóvil formando ángulo. Dijo: -Si caminas, utiliza un palo, señor. Apoya sólo ese talón en el suelo. Le preguntó su nombre. -Gana -dijo la mujer. Mientras pronunciaba su nombre alzó una aguda mirada directamente a él, un auténtico atrevimiento para un esclavo. Probablemente deseaba echarle una buena mirada a sus ojos alienígenas, tras hallar que el resto de él, aunque de un extraño color, era más bien normal, huesos y pies y todo lo demás. -Gracias, Gana. Te agradezco tu habilidad y tu amabilidad. Ella asintió con la cabeza pero no la inclinó, y abandonó la habitación. Cojeaba al andar, pero se mantenía erguida. -Todas las abuelas son rebeldes -le había dicho alguien hacía mucho tiempo, antes del Levantamiento. Al día siguiente pudo levantarse y cojear hasta la silla que tenía el brazo roto. Se sentó durante un rato y miró por la ventana. La habitación estaba en un segundo piso y dominaba los jardines de Paramera, laderas en terrazas y lechos de flores, senderos, césped y una serie de lagos y estanques ornamentales que descendían gradualmente hasta el río: un vasto esquema de curvas y planos, plantas y caminos, tierra y agua inmóvil, todo ello abrazado por la amplia curva viva del río. Todas las parcelas y senderos y tenazas formaban una suave geometría muy sutilmente centrada en un enorme árbol allá abajo a la orilla del río. Debía de ser ya un gran árbol cuando fue plantado el jardín hacía cuatrocientos años. Se alzaba por encima y muy hacia atrás con respecto a la orilla, pero sus ramas se extendían hasta muy por encima del agua, y a su sombra podría haberse establecido muy bien un poblado. La hierba de las terrazas se había secado a m dorado suave. El río y los lagos y estanques mostraban todos el mismo azul brumoso que el cielo del verano. Los lechos de flores y los arbustos estaban desatendidos, sin podar, pero todavía no se habían vuelto silvestres. Los jardines de Yaramera eran absolutamente hermosos en su desolación. Desolados, solitarios, olvidados, todas esas románticas palabras encajaban con ellos, pero también eran racionales y nobles, llenos de paz. Habían sido construidos por los esclavos. Su dignidad y su paz se fundaban en la crueldad, la miseria y el dolor. Esdan era hainish, de un pueblo muy antiguo, un pueblo que había construido y destruido Yaramera un millar de veces. Su mente contenía la belleza y el terrible dolor del lugar, le aseguraba que la existencia de uno no podía justificar lo otro, la destrucción de uno no podía destruir lo otro. Era consciente de ambos, sólo consciente. Y consciente también, sentado finalmente bajo una cierta comodidad corporal, de que las tristes y encantadoras terrazas de Yaramera podían contener en ellas las terrazas de Darranda en Hain, techo bajo rojo techo, jardín bajo verde jardín, descendiendo empinadamente hasta el brillante puerto, con sus paseos y sus muelles y sus barcos de vela. Más allá del puerto se alza el mar, se yergue tan alto como su casa, tan alto como sus ojos. Esi sabe que los libros dicen que el mar descansa. "El mar yace tranquilo esta noche", dice el poema, pero él sabe más que eso. El mar se alza, un muro, un muro grisazulado al final del mundo. Si navegas por él parecerá plano, pero si lo ves realmente, es tan alto como las montañas de Darranda, y si navegas realmente por él, cruzarás ese muro al otro lado, más allá del fin del mundo.

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El cielo es el techo que sostiene la pared. Por la noche las estrellas brillan a través del techo de cristal del aire. Puedes navegar hasta ellas, hasta los mundos más allá del mundo. -Esi -llama alguien desde dentro, y él se vuelve del mar y del cielo, abandona el balcón, acude a recibir a los invitados o a su lección de música, o a comer con la familia. Esi es un muchachito agradable: obediente, alegre, no muy hablador pero sí sociable, interesado en la gente. Con muy buenos modales, por supuesto; después de todo es un Kelwen, y la más vieja generación no aceptaría nada menos que eso en un muchacho de la familia, pero los buenos modales acuden de forma natural a él, quizá porque nunca ha visto malos modales. No es un muchacho soñador. Alerta, despierto, siempre al tanto. Pero pensativo, y dado a explicarse las cosas a sí mismo, como la pared del mar y el techo del aire. Esi no está tan claro y cercano a Esdan como acostumbraba a estarlo; es m muchacho de hace mucho tiempo y de muy lejos, dejado atrás, dejado en casa. Sólo raras veces ve ahora Esdan a través de sus ojos, y respira el maravillosamente intrincado aroma de la casa en Darranda: madera, el resinoso aceite usado para pulir la madera, las esteras de hierba dulce, las flores recién cortadas, las hierbas de la cocina, el viento del mar..., o oír la voz de su madre: -¿Esi? Ven, amor. ¡Han venido los primos de Dorased! Esi corre al encuentro de los primos, el viejo Iliawad con sus extravagantes cejas y pelo en sus fosas nasales, que puede hacer magia con trocitos de cinta adhesiva, y la prima Tuitui que es mejor que Esi en el que te pillo aunque es más joven, mientras Esdan se queda dormido en la silla rota junto a la ventana mirando a los terribles y hermosos jardines. Las futuras conversaciones con Rayaye se vieron diferidas. El zadyo acudió con sus disculpas. El ministro había sido llamado a consulta con el presidente, pero regresaría dentro de tres o cuatro días. Esdan recordó haber oído despegar un volador a primera hora de la mañana, no muy lejos de allí. Era un aplazamiento. Le gustaba la esgrima, pero seguía sintiéndose muy cansado, muy agitado, y agradeció el descanso. Nadie acudió a su habitación excepto la mujer asustada, Heo, y el zadyo que acudía una vez al día para preguntarle si tenía todo lo que necesitaba. Cuando pudo andar se le permitió abandonar su habitación, salir fuera si lo deseaba. Usando un bastón y atando a su vendado pie una vieja suela de sandalia que le trajo Gana, podía andar, y así salir a los jardines y sentarse al sol, que cada día se volvía más suave a medida que el verano envejecía. Los dos veots eran sus guardas, o más exactamente sus guardianes. Vio a los dos hombres jóvenes que le habían torturado; se mantenían a distancia, evidentemente con órdenes de no aproximársele. Uno de los veots estaba normalmente a la vista, pero nunca atosigantemente cerca. No podía ir lejos. A veces se sentía como un insecto en una playa. La parte de la casa que todavía era utilizable era enorme, los jardines vastos, la gente muy poca. Estaban los seis hombres que lo habían traído, y cinco o seis más que ya estaban allí, mandados por el hombre robusto, Tualenem. De la población original de bienes de la casa y la propiedad había diez o doce, un pequeño resto del personal de la casa de cocineros, pinches, lavanderas, doncellas, camareras, sirvientes, limpiazapatos, limpiaventanas, jardineros, rastrillasenderos, camareros, mayordomos, chicos de los recados, mozos de cuadra, conductores, mujeres para todo y chicos para todo que habían servido a los propietarios y a sus huéspedes en los viejos días. Esos pocos ya no eran encerrados por la noche en el viejo recinto para bienes donde estaba la prietajaula, sino que dormían en el conjunto de establos para caballos junto al patio o en el complejo de habitaciones alrededor de las cocinas. La mayoría de esos pocos que quedaban eran mujeres, dos de ellas jóvenes, y dos o tres hombres viejos de aspecto frágil.

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Al principio se mostró cauteloso a la hora de hablar con cualquiera de ellos para no crearles dificultades, pero sus captores los ignoraban excepto para darles órdenes, evidentemente considerándolos de confianza, y con razón. Los buscaproblemas, los bienes que habían roto su confinamiento en los recintos, quemado la gran casa, asesinado a capataces y amos, habían desaparecido hacía tiempo: muertos, huidos o reesclavizados con una cruz marcada profundamente a fuego en ambas mejillas. Estos eran buenos elementos. Muy probablemente habían sido leales todo el tiempo. Muchos esclavos, en especial los esclavos personales, tan aterrados por el Levantamiento como sus propietarios, habían intentado defenderles o habían huido con ellos. No eran más traidores que los amos que habían liberado a sus bienes y luchado del lado de la Liberación. Tanto, pero no más. Jóvenes mujeres del campo eran traídas una a una para ser usadas por los hombres. Cada día o dos los dos hombres jóvenes que lo habían torturado partían con un vehículo de superficie por la mañana con una muchacha usada y regresaban con otra nueva. De las dos jóvenes esclavas de la casa, una llamada Kamsa siempre llevaba consigo a su bebé, y los hombres la ignoraban. La otra, Heo, era la asustada que lo había atendido. Tualenem la usaba cada noche. Los otros hombres mantenían las manos lejos de ella. Cuando ellas o cualquiera de los esclavos de la casa pasaban junto a Esdan, dentro o fuera, dejaban caer sus manos a sus costados, inclinaban la cabeza sobre el pecho, bajaban la vista y se quedaban unos instantes inmóviles: la reverencia formal que se esperaba de los bienes personales frente a un amo. -Buenos días, Kamsa. Su respuesta era la reverencia. Habían transcurrido años desde que había estado con el producto final de generaciones de esclavitud, el tipo de esclavo descrito como "perfectamente entrenado, obediente, abnegado, leal, el bien personal ideal" cuando era puesto a la venta. La mayoría de los bienes que había conocido, sus amigos y colegas, habían sido gente alquilada por sus propietarios a compañías y corporaciones para trabajar en fábricas o tiendas o en oficios especializados. También había conocido a muchos campesinos La gente del campo raras veces tenía ningún contacto con sus propietarios; trabajaban bajo capataces, y sus recintos estaban controlados por bienes eunucos. Los que había conocido eran en su mayor parte fugados protegidos por la Hame, la organización clandestina que ayudaba a escapar a los esclavos, y que luchaban por la independencia en Yeowe. Ninguno de ellos había estado tan totalmente privado de educación, opciones, imaginación de libertad, como lo estaban estos esclavos. Había olvidado la absoluta impenetrabilidad de la persona que no tenía vida privada, la integridad de los absolutamente vulnerables. El rostro de Kamsa era suave, sereno, y no mostraba ningún sentimiento, aunque a veces la oía hablar y cantar muy suavemente a su bebé, un pequeño sonido alegre. Lo atraía. La vio una tarde sentada ante su trabajo en la albardilla de la gran terraza, con el bebé en su capazo a su espalda. Cojeó hasta ella y se sentó a su lado. No pudo evitar el que dejara su cuchillo y su tabla a un lado y se pusiera en pie con cabeza y manos y ojos bajados en una reverencia cuando se acercó. -Por favor siéntate, por favor sigue con tu trabajo dijo. Ella obedeció-. ¿Qué estás cortando? -Dueli, mi amo -susurró ella. Era una verdura que había comido a menudo y que le gustaba. La observó trabajar. Cada gran vaina leñosa tenía que ser cortada a lo largo de su sellada costura, lo cual no era fácil; se necesitaba una cuidadosa búsqueda del punto de apertura y duros y repetidos giros de la hoja para abrir la vaina. Luego había que

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retirar las gruesas semillas comestibles una por una y librarlas raspándolas de su filamentosa matriz -¿Esa parte tiene mal sabor? -preguntó. -Sí, mi amo. Era un proceso laborioso, que requería fuerza, habilidad y paciencia. Se sintió avergonzado. -Nunca había visto dueli en sus vainas antes -dijo. -No, mi amo. -Qué hermoso bebé -dijo, un poco al azar. La pequeña criatura en su capazo, con la cabeza apoyada en el hombro de su madre, había abierto unos grandes ojos negroazulados y miraba vagamente al mundo. Nunca lo había oído llorar. Le parecía casi ultraterreno, pero nunca había tenido mucha experiencia con bebés. Ella sonrió. -¿Es un chico? -Sí, mi amo. -Por favor, Kamsa -dijo—, me llamo Esdan. No soy un amo. Soy un prisionero. Tus amos son mis amos. ¿Me llamarás por mi nombre? Ella no respondió. -Nuestros amos lo desaprobarían. Ella asintió. El asentimiento wereliano era una ligera inclinación hacia atrás de la cabeza, no una inclinación hacia delante. Se había acostumbrado enteramente a ello después de todos esos años. Era la forma en que él mismo asentía Se sorprendió pensando en ello ahora. Su cautividad, su trato allí, lo habían desplazado, desorientado. Aquellos últimos días había pensado más en Hain de lo que lo había hecho durante años, décadas. Había estado como en casa en Werel, y ahora no era así. Comparaciones inapropiadas, recuerdos irrelevantes. Alienado. -Me pusieron en la jaula -dijo, hablando con voz tan baja como ella y vacilando en la última palabra. Le costó pronunciarla De nuevo el asentimiento. Ahora, por primera vez, ella alzó la vista hacia él, el parpadeo de una fugaz mirada. Dijo, casi sin sonido: -Lo sé -y siguió con su trabajo. Él no halló nada más que decir. -Yo era pequeña cuando vivía allí -dijo ella, con una mirada en la dirección del recinto donde estaba la jaula. Su murmurante voz estaba profundamente controlada, lo mismo que todos sus gestos y movimientos-. Antes de que la casa ardiera. Cuando los amos vivían aquí. Colgaban la jaula a menudo. Una vez colgaron a un hombre hasta que murió allí. En ella. Yo lo vi. Silencio entre ellos. -Nosotros los pequeños nunca íbamos debajo de ella. Nunca íbamos allí. -Vi que... el suelo era diferente, ahí abajo -lijo Esdan, hablando igual de suave y con la boca seca y el aliento entrecortado-. Lo vi cuando miré hacia abajo. La hierba. Pensé que... allá donde ellos...-su voz se secó por completo. -Una abuela tomó un palo largo, con una tela en el extremo, y la mojó, y la alzó hasta él. Los vigilantes miraron hacia otro lado. Pero murió. Y se pudrió durante algún tiempo. -¿Qué había hecho? -Enna -dijo ella, la palabra que tan a menudo había oído y con la que los bienes expresaban negación: no lo sé, yo no lo hice, yo no estaba allí, no es culpa mía, quién sabe... Había visto al hijo de un propietario que había dicho "enna" ser abofeteado, no por la taza que había roto sino por usar una palabra esclava. -Una lección útil -dijo. Sabía que ella lo entendería. Los desvalidos conocen la ironía como conocen el aire y el agua. -Lo metieron en ella, me temo-dijo ella. Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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-La lección fue para mí, no para ti, esta vez -dijo él. Ella siguió trabajando, cuidadosamente, incesantemente. Él la observó trabajar. Su rostro bajado, del color de la arcilla con sombras azuladas, era sereno, pacífico. El bebé tenía la piel más oscura que ella. No había sido criada como esclava, sino para ser usada por un propietario. Los ojos del bebé se cerraron lentamente, unas cortinas azuladas translúcidas como pequeñas conchas. Era pequeño y delicado, probablemente sólo tendría uno o dos meses. Su cabeza descansaba con infinita paciencia sobre el inclinado hombro de su madre. No había nadie más fuera en las terrazas. Un ligero viento agitaba los árboles en flor detrás de ellos, estriaba con plata el distante río. -Tu bebé, Kamsa, ¿sabes?, será libre-dijo Esdan. Ella alzó la vista, no a él, sino al río y más allá de él. -Sí -dijo-. Será libre. -Siguió trabajando. El que le dijera aquello le fortaleció. Le hizo bien saber que ella confiaba en él. Necesitaba que alguien confiara en él, porque desde la jaula no podía confiar en sí mismo. Con Rayaye todo iba bien; todavía podía practicar la esgrima con él; no era ése el problema. Era cuando estaba solo, pensando, durmiendo. Estaba solo la mayor parte del tiempo. Algo en su mente, muy profundo en él, estaba herido, roto, y no había sido curado, no podía confiar en sí mismo para soportar su peso. Oyó llegar el volador por la mañana. Aquella noche Rayaye le invitó a cenar. Tualenem y los dos veots cenaron con ellos y se disculparon, dejándoles a él y a Rayaye con media botella de vino en la mesa improvisada instalada en una de las menos dañadas estancias de abajo. Había sido una sala de caza o habitación de trofeos, allá en aquella ala de la casa que había sido el azade, el lado de los hombres, donde ninguna mujer entraba nunca; los bienes femeninos, las sirvientas y las mujeres de usar no contaban como mujeres. La cabeza de un enorme perro de jauría mostraba los dientes encima de la chimenea, con su pelaje chamuscado y polvoriento y sus ojos de cristal apagados. En la pared de enfrente había habido montadas barias ballestas. Sus pálidas sombras destacaban más claras en la madera oscura. El candelabro eléctrico parpadeaba débil. El generador no funcionaba bien. Uno de los viejos esclavos siempre estaba trasteando en él. -Volviendo a esa mujer de usar -dijo Rayaye, haciendo un gesto con la cabeza hacia la puerta que Tualenem acababa de cerrar con asiduos deseos de que el ministro tuviera una buena noche-. Joder con una blanca. Como joder con gente vulgar. Me pone la carne de gallina. Meter su polla en un coño esclavo. Cuando termine la guerra dejará de haber ese tipo de cosas. Los mestizos son la raíz de esta revolución. Mantened las razas separadas. Mantened limpia la sangre gobernante. Esta es la única respuesta.-narro como sí esperara un completo acuerdo, pero no esperó a recibir ningún signo de ello. Llenó el vaso de Esdan y continuó con su resonante voz de político, considerado anfitrión, señor de la casa-. Bien, señor Vieja Música, espero que disfrute de una agradable estancia en Yaramera, y que su salud haya mejorado. Un murmullo educado. -El presidente Oyo lamentó saber que no estaba usted bien y le envía sus deseos de una completa recuperación. Le alegra saber que está usted a salvo de futuros maltratos por parte de los insurgentes. Puede permanecer aquí en completa seguridad durante tanto tiempo como desee. Sin embargo, cuando llegue el momento, el presidente y su gabinete esperan que acuda usted a Bellen. Un murmullo educado. La larga costumbre impedía a Esdan formular preguntas que rebelaran la extensión de su ignorancia. A Rayaye, como a la mayoría de políticos, le encantaba su propia voz, y mientras hablaba Esdan intentó componer un esbozo de la situación actual. Parecía que el gobierno legítimo se había trasladado de la ciudad a un pueblo, Bellen, Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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al nordeste de Paramera, cerca de la costa oriental. En la ciudad había quedado una especie de comando. Las referencias de Rayaye a él hicieron preguntarse a Esdan si la ciudad no sería de hecho semiindependiente del gobierno de Oyo, gobernada por una facción, quizás una facción militar. Cuando empezó el Levantamiento, Oyo había recibido de inmediato poderes extraordinarios; pero el ejército Legítimo de Voe Deo, tras sus abrumadoras derrotas en el oeste, había permanecido inquieto bajo su mando, deseoso de más autonomía en el campo. El gobierno civil había exigido represalias, ataque y victoria. El ejército deseaba contener la insurrección. El rega-general Aydan había establecido la Divisoria en la ciudad e intentado establecer y mantener una frontera entre el nuevo Estado Libre y las Provincias Legítimas. Los veots que habían instigado el Levantamiento con sus tropas de bienes habían urgido similarmente una tregua fronteriza al Mando de Liberación. El ejército buscaba un armisticio, los guerreros buscaban la paz. Pero "mientras haya un solo esclavo yo no soy libre", exclamó Nekam-Anna, líder del Estado Libre, y el presidente atronó: "¡La nación no será dividida! ¡Defenderemos la legítima propiedad con la última gota de sangre de nuestras venas!" El rega-general había sido reemplazado repentinamente por un nuevo comandante en jefe. Muy pronto después de eso fue sellada la embajada y cortado todo acceso a la información. Esdan sólo podía adivinar lo que había ocurrido en el medio año desde entonces. Rayaye hablaba de "nuestras victorias en el sur", como si el Ejército Legítimo hubiera estado en el ataque, empujando hacia atrás al Estado Libre a través del río Deban, al sur de la ciudad. Si era así, si habían recuperado territorio, ¿por qué había salido el gobierno de la ciudad y se había enterrado en Sellen? Las palabras de victoria de Rayaye podían ser traducidas como que el Ejército de la Liberación había estado intentando cruzar el río en el sur y los Legítimos habían tenido éxito en retenerlos. Si estaban dispuestos a llamar a eso una victoria, ¿habían renunciado finalmente al sueño de invertir la revolución, recuperar todo el territorio, y habían decidido cortar sus pérdidas? -Una nación dividida no es una opción -dijo Rayaye, aplastando aquella esperanza-. Supongo que comprende eso. Un asentimiento educado. Rayaye sirvió el resto del vino. -Pero nuestra meta es la paz. Nuestra meta más urgente e intensa. Nuestro pueblo infeliz ya ha sufrido suficiente. Un asentimiento definitivo. -Sé que es usted un hombre de paz, señor Vieja Música. Sabemos que el Ecumen fomenta la armonía entre y dentro de sus estados miembros. La paz es todo lo que deseamos en lo más profundo de nuestros corazones. Un asentimiento, más una débil indicación interrogativa. -Como usted sabe, el gobierno de Voe Deo siempre ha tenido el poder de terminar con la insurrección. Los medios para terminar con ella rápida y completamente. Ninguna respuesta, pero sí una alerta atención. -Y creo que usted sabe que es sólo nuestro respeto hacia la política del Ecumen, del que mi nación es miembro, lo que nos ha refrenado de usar esos medios. Absolutamente ninguna respuesta de comprensión. -Usted sabe eso, señor Vieja Música. -Supuse que sentían ustedes un deseo natural de sobrevivir. Rayaye sacudió la cabeza como molestado por un insecto. -Desde que nos unimos al Ecumen, e incluso mucho antes de unimos a él, señor Vieja Música, hemos seguido lealmente su política e inclinado la cabeza ante sus teorías. ¡Y así perdimos Yeowe! ¡Y así perdimos el Oeste! Cuatro millones de muertos, señor Vieja Música. Cuatro millones en el primer Levantamiento. Millones desde

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entonces. Millones. Si lo hubiéramos contenido entonces, hubieran muerto muchos menos. Tanto bienes como propietarios. -Suicidio -dijo Esdan con voz muy suave, utilizando la forma como hablaban los bienes. -El pacifista ve todas las armas como malvadas, desastrosas, suicidas. Pese a toda la ancestral sabiduría de su pueblo, señor Vieja Música, no tiene usted la perspectiva de la experiencia en asuntos de guerra que nosotros, los pueblos más jóvenes y toscos, nos vemos obligados a tener. Créame, no somos suicidas. Deseamos que nuestro pueblo, nuestra nación, sobreviva. Estamos decididos a que sea así. La bibo fue plenamente probada, mucho antes de que nos uniéramos al Ecumen. Es controlable, orientable, contenible. Es un arma exacta, un instrumento de guerra preciso. El rumor y el miedo han exagerado locamente sus capacidades y su naturaleza. Sabemos cómo usarla, cómo limitar sus efectos. Nada excepto la respuesta de los estables a través de su embajador nos impidió su despliegue selectivo el primer verano de la insurrección. -Tuve la impresión de que el alto mando del ejército de Voe Deo se oponía también al despliegue de esa arma. -Algunos generales se oponían. Muchos veots son de pensamiento rígido, como usted sabe muy bien. -¿Esa decisión ha cambiado? -El presidente Oyo ha autorizado el despliegue de la bibo contra las fuerzas que se concentran para invadir esta provincia desde el oeste. Qué palabra tan hábil, "bibo". Esdan cerró por un momento los ojos. -La destrucción será abrumadora -dijo Rayaye. Un asentimiento. -Es posible -dijo Rayaye, inclinándose hacia delante, unos ojos negros en un rostro negro, intenso como un gato en plena caza- que si los insurgentes fueran advertidos, podrían retirarse. Estamos dispuestos a discutir condiciones. Si se retiran, no atacaremos. Si están dispuestos a hablar, nosotros hablaremos. Puede evitarse un holocausto. Ellos respetan el Ecumen. Le respetan personalmente a usted, señor Vieja Música. Confían en usted. Si les hablara por la red, o si sus líderes aceptaran un encuentro, le escucharían, no como su enemigo, su opresor, sino como la voz de una neutralidad benévola amante de la paz, la voz de la sabiduría, animándoles a salvarse mientras aún hay tiempo. Esta es la oportunidad que le ofrezco, a usted y al Ecumen. Salvar la vida de sus amigos entre los rebeldes, ahorrarle a este mundo sufrimientos innombrables. Abrir el camino a una paz duradera. -No estoy autorizado a hablar por el Ecumen. El embajador... -No lo hará. No puede. No tiene libertad para hacerlo. Usted sí. Usted es un agente libre, señor Vieja Música. Su posición en Werel es única. Ambos bandos le respetan. Confían en usted. Y su voz lleva infinitamente más peso entre los blancos que la de él. Vino apenas un año antes de la insurrección. Usted es, me atrevería a decir, uno de nosotros. -No soy uno de ustedes. Ni poseo ni soy poseído. Deberán redefinirse ustedes si quieren incluirme. Por un momento Rayaye no tuvo nada que decir. Fue tomado por sorpresa, y eso evidentemente lo puso furioso. ¡Estúpido, se dijo Esdan, viejo estúpido, subirse a las alturas morales! Pero no sabía en qué terreno quedarse. Era cierto que su palabra podía tener más peso que la del embajador. Nada más de lo que había dicho Rayaye tenía sentido. Si el presidente Oyo deseaba la bendición del Ecumen sobre el uso de su arma y pensaba realmente que Esdan podía proporcionárselo, ¿por qué actuaba a través de Rayaye, y mantenía a Esdan oculto en Yaramera? ¿Estaba Rayaye trabajando con Oye, o trabajaba para una facción que se inclinaba por el uso de la bibo, mientras Oye todavía se negaba?

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Lo más probable era que todo el asunto fuese un farol. No había ningún arma. La súplica a Esdan era para darle credibilidad, dejando a Oyo fuera del asunto por si el farol fallaba. La biobomba, la bibo, había sido una maldición en Voe Deo durante décadas, siglos. Presas de un miedo ante una invasión alienígena después de que el Ecumen contactara con ellos por primera vez hacía casi cuatrocientos años, los werelianos habían puesto todos sus recursos en el desarrollo de la lucha y el armamento espacial. Los científicos que inventaron este dispositivo en particular lo repudiaron, informando a su gobierno que era imposible contenerlo; destruiría toda la vida humana y animal en una enorme área y causaría profundos y permanentes daños genéticos en todo el mundo a medida que se difundía por el agua y la atmósfera. El gobierno nunca usó el arma pero nunca se mostró dispuesto a destruirla, y su existencia había impedido a Werel formar parte del Ecumen como miembro durante todo el tiempo en que se mantuvo el embargo. Voe Deo insistía en que era su garantía contra cualquier invasión extraterrestre y quizá creía que impediría la revolución. Sin embargo, no fue usada cuando su planeta-esclavo Yeowe se rebeló. Luego, después de que el Ecumen levantara el embargo, anunciaron que habían destruido sus reservas. Werel se unió al Ecumen. Voe Deo invitó a que fueran inspeccionados sus almacenes de armas. El embajador declinó educadamente la oferta, citando la política ecuménica de confianza. Ahora la bibo existía de nuevo. ¿Realmente? ¿En la mente de Rayaye? ¿Estaba desesperado? Un fraude, un intento de utilizar el Ecumen para que respaldara una amenaza fantasma que impidiera una invasión: el escenario más probable, pero no era del todo convincente. -Esta guerra tiene que terminar -dijo Rayaye. -Estoy de acuerdo. -Nunca nos rendiremos. Tiene que comprender eso. -Rayaye había abandonado su tono razonable y halagador-. Restableceremos el sagrado orden del mundo -dijo, y ahora era plenamente creíble. Sus ojos, los oscuros ojos werelianos carentes de blanco, eran insondables a la débil luz. Apuró su vino-. Usted cree que luchamos por nuestras propiedades. Por conservar lo que poseemos. Pero le diré que luchamos para defender a nuestra Señora. En esa lucha no hay rendición. Ni compromiso. -Su Señora es piadosa. -La Ley es su piedad. Esdan guardó silencio. -Mañana debo volver a Bellen -dijo Rayaye tras una pausa, volviendo a su tono magistralmente controlado-. Nuestros planes para avanzar por el frente sur deben ser plenamente coordinados. Cuando regrese, necesitaré saber si está dispuesto usted a proporcionamos la ayuda que le he pedido. Nuestra respuesta dependerá en gran medida de eso. De lo que usted diga. Se sabe que está usted aquí en las Provincias del Este, lo saben los insurgentes, quiero decir, así como nuestra gente..., aunque su localización exacta se mantiene por supuesto oculta por su propia seguridad. Se sabe que es posible que esté preparando usted una declaración sobre un cambio en la actitud del Ecumen con respecto a la forma en que es llevada la guerra civil. Un cambio que puede salvar millones de vidas y traer una justa paz a nuestra tierra. Espero que emplee su tiempo aquí redactándola. Es un faccionalista, pensó Esdan. No va a ir a Bellen, o si va, no es ahí donde se halla el gobierno de Oyo. Esto es algún plan propio. Alocado. No funcionará. No tiene la bibo. Pero tiene una pistola. Y me disparará. -Gracias por esta agradable cena, ministro -dijo. A la mañana siguiente oyó al volador partir al amanecer. Cojeó fuera al sol de la mañana después del desayuno. Uno de sus guardias veots le observó desde una ventana y luego se alejó. En un rincón resguardado justo debajo de la balaustrada de la terraza sur, cerca de una plantación de grandes arbustos con enormes flores Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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blancas de dulce aroma, vio a Kamsa y su bebé y a Heo. Se dirigió cojeando hacia ellos. Las distancias en Yaramera, incluso dentro de la casa, eran abrumadoras para un hombre que cojeaba. Cuando finalmente llegó allí dijo: -Me siento solitario. ¿Puedo sentarme con vosotros? Las mujeres estaban de pie, por supuesto, haciendo sus reverencias, aunque la reverencia de Kamsa se había vuelto más bien testimonial. Se sentó en un banco curvo sembrado de flores caídas. Ellas se sentaron en el sendero de losas de piedra con el bebé. Habían desnudado el pequeño cuerpo a la suave luz del sol. Era un bebé muy delgado, pensó Esdan. Las articulaciones en los brazos y piernas azul oscuro eran como las uniones en los tallos de las flores, nudos translúcidos. El bebé se movía más de lo que lo había visto moverse nunca, estirando los brazos y volviendo la cabeza como si gozara de la sensación del aire. La cabeza era grande para el cuello, de nuevo como una flor, demasiado grande para un tallo tan delgado. Kamsa hizo oscilar una de las auténticas flores sobre el bebé. Sus oscuros ojos se alzaron hacia ella. Sus párpados y sus cejas eran exquisitamente delicados. La luz del sol brillaba a través de sus dedos. Sonrió. Esdan contuvo el aliento. La sonrisa del bebé a la flor era la belleza de la flor, la belleza del mundo. -¿Cómo se llama? -Rekam. Nieto de Kayme, Kayme el Señor y esclavo, cazador y granjero, guerrero y pacificador. -Un hermoso nombre. ¿Qué edad tiene? En el lenguaje que hablaban eso significaba: "¿Cuánto tiempo ha vivido?". La respuesta de Kamsa fue extraña: -Tanta como su vida -dijo, o eso entendió él de su susurro y su dialecto. Quizá era de mala educación o traía mala suerte preguntar la edad de un niño. Se echó hacia atrás en el banco. -Me siento muy viejo -dijo—. No he visto a un bebé desde hace cien años. Heo permanecía sentada encorvada, de espaldas a él; tuvo la sensación de que deseaba cubrirse los oídos. Se sentía aterrada hacia él, el alienígena. La vida no le había dejado mucho a Heo excepto miedo, supuso. ¿Tendría veinte, veinticinco años? Parecía tener cuarenta. Quizá tuviera diecisiete. Una mujer de usar, mal usada, envejecida rápidamente. Calculó que Kamsa no tendría muchos más de veinte años. Era delgada y en absoluto espectacular, pero había un florecer en ella del que carecía Heo. -¿El amo tiene hijos? -preguntó Kamsa, alzando su bebé hacia su pecho con un cierto orgullo discreto, tímidamente ostentoso: -No. -A yera yera -murmuró, otra palabra esclava que él había oído a menudo en los recintos urbanos: Oh pena pena. -Cómo llegas al centro de las cosas, Kamsa -dijo. Ella le miró y sonrió. Tenía mala dentadura, pero su sonrisa era hermosa. Observó que el bebé no estaba mamando. Reposaba pacíficamente en el hueco del brazo de su madre. Heo seguía tensa y se sobresaltaba cada vez que él hablaba, así que no dijo nada más. Apartó los ojos de ellas, más allá de los arbustos, hacia la maravillosa vista que parecía ordenarse, cada vez que caminabas o te sentabas, en un perfecto equilibrio: los niveles de las losas de piedra, de hierba pardo grisácea y agua azul, las curvas de los senderos, las masas y líneas de los arbustos, el gran viejo árbol, el brumoso río y su verde orilla del otro lado. Ahora las mujeres empezaron a hablar de nuevo muy suavemente. No escuchó lo que decían. Era consciente de sus voces, consciente de la luz del sol, consciente de la paz. La vieja Gana llegó caminando pesadamente a través de la terraza superior hacia ellos, dirigió una inclinación de cabeza hacia Esdan, dijo a Kamsa y Heo: -Choyo os requiere. Dejadme a mí ese bebé. Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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Kamsa depositó de nuevo el bebé sobre la cálida piedra. Ella y Heo se pusieron en pie y se alejaron, mujeres ligeras y delgadas que se movían con una grácil prisa. La mujer vieja se sentó poco a poco y con gruñidos y muecas en el sendero al lado de Rekam. Inmediatamente lo cubrió con un pliegue de sus pañales, sin dejar de fruncir el ceño y murmurar sobre la locura de su madre. Esdan observó sus cuidadosos movimientos, su gentileza cuando cogió al niño, sosteniendo su pesada cabeza y sus delgados miembros, su ternura al acunarlo, balanceando su propio cuerpo para balancear el del bebé. Alzó la vista hacia Esdan. Sonrió, y su rostro se frunció en un millar de arrugas. -Es mi gran regalo-dijo. -¿Tu nieto? -murmuró él. El asentimiento hacia atrás. Siguió acunando suavemente. El bebé tenía los ojos cerrados, su cabeza descansaba blanda en el escaso y seco pecho de la mujer. -Creo que no tardará mucho en morir. Al cabo de un rato Esdan dijo: -¿Morir? El asentimiento. Todavía seguía sonriendo. Acunando muy, muy suavemente. -Tiene dos años, amo. -Pensé que había nacido este verano -dijo Esdan en un susurro. -Vino a estarse un poco de tiempo con nosotras -dijo la vieja mujer. -¿Qué le ocurre? -Consunción. Esdan había oído el término. -¿Avo? -dijo, el nombre por el que la conocía, una infección vírica sistémica común entre los niños werelianos, frecuentemente epidémica en los recintos de bienes de las ciudades. Ella asintió. -¡Pero es curable! La mujer no dijo nada. El avo era completamente curable. Había médicos. Había medicina. El ave era curable en la ciudad, no en el campo. En la gran casa, no en los recintos de los bienes. En tiempo de paz, no en tiempo de guerra. ¡Estúpido! Quizás ella sabía que era curable, o tal vez no, era posible que no supiera lo que significaba la palabra. Acunaba al bebé, canturreándole en un susurro, sin prestar atención al estúpido. Pero le había oído, y finalmente le respondió. Sin mirarle, observando el rostro dormido del bebé. -Yo nací propiedad —dijo—, y mis hijas también. Pero él no. Él es el regalo. Para nosotras. Nadie puede ser su amo. El regalo de sí mismo del Señor Kayme. ¿Quién puede conservar ese regalo? Esdan inclinó en silencio la cabeza. Le había dicho a la madre: "Él será libre." Y ella había dicho: "Sí." Finalmente dijo: -¿Puedo cogerlo? La abuela dejó de acunarlo y se mantuvo inmóvil durante unos momentos. -Sí -dijo al fin. Se levantó y, muy cuidadosamente, transfirió el dormido bebé a los brazos de Esdan. -Sostiene mi alegría -dijo. El niño no pesaba nada, tres o cuatro kilos. Era como sujetar una cálida flor, un pequeño animal, un pájaro. Los pañales se arrastraban sobre las piedras. Gana los recogió y los depositó suavemente alrededor del bebé, ocultando su rostro. Tensa y nerviosa, celosa, llena de orgullo, permaneció arrodillada allí. Al cabo de poco tiempo tomó de nuevo al bebé contra su corazón. -Bien -dijo, y su rostro se ablandó con una expresión de felicidad. Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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Aquella noche Esdan, dormido en la habitación que miraba por encima de las terrazas de Yaramera, soñó que había perdido una pequeña piedra, redonda y plana, que siempre llevaba consigo en un bolsillo. La piedra era del pueblo. Cuando la mantenía en su mano y la calentaba, era capaz de hablar, de hablar con él. Pero no había hablado con ella desde hacía mucho tiempo. Ahora se dio cuenta de que no la tenía. La había perdido, la había dejado en alguna parte. Pensó que estaba en el sótano de la embajada. Intentó ir al sótano, pero la puerta estaba cerrada, y no pudo hallar la otra puerta. Despertó. Era primera hora de la mañana. No necesitaba levantarse. Pensaría en qué hacer, qué decir, cuando volviera Rayaye. No pudo. Pensó en el sueño, en la piedra que hablaba. Deseaba haber oído lo que decía. Pensó en el pueblo. La familia del hermano de su padre había vivido en Arkanan Pueblo en las tierras altas del lejano sur. En su adolescencia, cada año en el corazón del invierno septentrional, Esi había volado hasta allí para pasar cuarenta días del verano. Con sus padres al principio, luego solo. Su tío y su tía habían crecido en Darranda y no eran gente del pueblo. Sus hijos sí. Habían crecido en Arkanan y pertenecían enteramente a él. El mayor Suhan, catorce años mayor que Esdan, había nacido con defectos cerebrales y neurales irreparables, y era por él que sus padres se habían instalado en un pueblo. Había un lugar para él allí. Se convirtió en pastor. Iba a las montañas con los yama, animales que los hainish del sur habían traído de O hacía un milenio o así. Cuidaba de los animales. Volvió para vivir en el pueblo sólo un invierno. Esi lo veía raramente, y se alegraba de ello, pues consideraba a Suhan como una figura temible: grande, torpe, maloliente, con una voz fuerte y estrepitosa que balbuceaba palabras incomprensibles. Esi no podía comprender por qué los padres y las hermanas de Suhan lo querían. Creyó que sólo lo fingían. Nadie podía quererle. Para el Esdan adolescente había otro problema. Su prima Noy, hermana de Suhan, que se había convertido en la jefe de Agua de Arkanan le dijo que no era un problema sino un misterio. -¿No ves cómo Suhan es nuestro guía? -le dijo-. Míralo. Condujo a mis padres hasta aquí para vivir. Así, mi hermana y yo nacimos aquí. Tú viniste a estarte con nosotros aquí. Así has aprendido a vivir en el pueblo. Ya no serás nunca sólo un hombre de ciudad. Porque Suhan te guió hasta aquí. Nos guió a todos. A las montañas. -En realidad no nos guió-argumentó el muchacho de catorce años. -Sí, lo hizo. Seguimos su debilidad. Su imperfección Los fallos nos guían. Mira el agua, Esi. Halla los lugares débiles en la roca, las aberturas, los huecos, las ausencias. Siguiendo el agua llegamos al lugar donde pertenecemos. Luego se había marchado a arbitrar una disputa sobre los derechos de uso de un sistema de irrigación fuera del pueblo, porque el lado oriental de las montañas era una región muy seca, y la gente de Arkanan era disputadora, aunque hospitalaria, y la Jefe del Agua siempre estaba atareada. Pero la condición de Suhan había sido irreparable, sus debilidades inaccesibles incluso a las maravillosas habilidades médicas de Hain. Este bebé se estaba muriendo de una enfermedad que podía ser curada mediante una simple serie de inyecciones. Era un error aceptar su enfermedad, su muerte. Era un error dejar que la vida le fuera arrebatada por las circunstancias, por la mala suerte, por una sociedad injusta, una religión fatalista. Una religión que fomentaba y alentaba la terrible pasividad de los esclavos, que decía a esas mujeres que no hicieran nada, que dejaran que el niño se consumiera y muriera. Debía interferir, tenía que hacer algo, pero ¿qué podía hacer? -¿Cuánto tiempo ha vivido? -Tanto como su vida. No había nada que pudieran hacer. Ningún lugar donde ir. Nadie a quien recurrir. La cura del avo existía, en algunos lugares, para algunos niños. No en este lugar, no Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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para este niño. Ni la ira ni la esperanza servían para nada. Ni el dolor. Todavía no era tiempo para el dolor. Rekam estaba allí con ellos, y podían regocijarse de su presencia en tanto estuviera allí. Tanto como su vida. Es mi gran regalo. Sostienes mi alegría. Era un extraño lugar para empezar a aprender la calidad de la alegría. El agua es mi guía, pensó. Sus manos todavía sentían lo que habían sentido cuando sujetó al niño, el ligero peso, la breve calidez. Estaba fuera en la terraza a última hora de la mañana siguiente, aguardando a que Kamsa y al bebé salieran como hacían habitualmente, pero en su jugar acudió el viejo veot. -Señor Vieja Música, debo pedirte que permanezcas dentro por un tiempo-dijo. -Zadyo, no voy a escapar corriendo -dijo Esdan, mostrando su aún vendado pie. -Lo siento, señor. Cojeó de vuelta al interior tras el veot y fue encerrado en una habitación de abajo, una especie de almacén sin ventanas detrás de las cocinas. Lo habían amueblado con un camastro, una mesa y una silla, un orinal, y una lámpara de batería para cuando fallara el generador, como solía ocurrir la mayor parte de los días. -¿Esperáis un ataque, entonces? -preguntó cuando vio aquellos preparativos, pero el veot respondió tan sólo cerrando la puerta. Esdan se sentó en el camastro y meditó, como había aprendido a hacer en Arkanan Pueblo. Limpió inquietud y furia de su mente a través de largas repeticiones: salud y buen trabajo, valor, paciencia, paz para sí mismo, salud y buen trabajo, valor, paciencia, paz para el zadyo..., para Kamsa, para el bebé Rekam, para Rayaye, para Heo, para Taulenem, para el oga, para Nemeo que lo había metido en la prietajaula, para Alatual que lo había metido en la prietajaula, para Gana que había curado su pie y lo había bendecido, para la gente que conocía en la embajada, en la dudad, salud y buen trabajo, valor, paciencia, paz... Fue bien, pero la meditación en sí fue un fracaso. No podía dejar de pensar. Así que pensó. Pensó en lo que podía hacer. No halló nada. Era débil como el agua, impotente como el bebé. Se imaginó hablando en una holorred con un guión diciendo que el Ecumen aprobaba reluctantemente el uso limitado de armas biológicas a fin de terminar con la guerra civil. Se imaginó a sí mismo en la holorred dejando caer el guión y diciendo que el Ecumen nunca aprobaría el uso de armas biológicas por ninguna razón. Ambas imágenes eran fantasías. Los planes de Rayaye eran fantasías. Viendo que su rehén le era inútil, Rayaye le pegaría unos tiros. ¿Cuánto tiempo había vivido? Tanto como sesenta y dos años. Un tiempo mucho más justo del que se le había concedido a Rekam. Su mente volvió hacia atrás. El zadyo abrió la puerta y le dijo que podía salir. -¿A qué distancia se halla el Ejército de Liberación, zadyo? -preguntó. No esperaba ninguna respuesta. Salió a la terraza. Era última hora de la tarde. Kamsa estaba allí, sentada con el bebé a su pecho. El pezón estaba en la boca del niño, pero éste no chupaba. Se cubrió el pecho. Su rostro, mientras lo hacía, pareció triste por primera vez. -¿Está dormido? ¿Puedo cogerlo? -dijo Esdan, sentándose a su lado. Ella le pasó el pequeño bulto. Su rostro seguía turbado. Esdan creyó que la respiración del niño era más dificultosa, le costaba más respirar. Pero estaba despierto, y alzó la vista al rostro de Esdan con unos grandes ojos. Esdan le hizo unas muecas, distendiendo los labios y parpadeando. Obtuvo una pequeña sonrisa. -La gente dice que viene un ejército -dijo Karma, con su voz más suave. -¿El de Liberación? -Enna. Algún ejército. -¿Desde el otro lado del río? -Creo. -Son bienes..., hombres liberados. Son de tu propia gente. No os harán daño. Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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-Quizá. Ella estaba asustada. Su control era perfecto, pero estaba asustada. Había visto el Levantamiento allí. Y las represalias. -Ocultaos si podéis, si hay bombardeo o lucha-dijo Esdan-. Bajo tierra. Tiene que haber muchos escondites aquí. Ella pensó y dijo: -Sí. Todo era paz en los jardines de Yaramera. Ningún sonido excepto el viento agitando las hojas y el débil zumbido del generador. Incluso las quemadas y rotas ruinas de la casa parecían suavizadas, sin edad. Lo peor ya había ocurrido, decían las ruinas. Para ellas. Quizá no para Kamsa y Heo, Gana y Esdan. Pero no había ningún atisbo de violencia en el aire de verano. El bebé sonreía de nuevo con su vaga sonrisa, acunado en los brazos de Esdan. Pensó en la piedra que había perdido en su sueño. Por la noche fue encerrado en la habitación sin ventanas. No tenía forma de saber qué hora era cuando fue despertado por un ruido, puesto en pie por una serie de disparos y explosiones, fuego de artillería o bombas de mano. Hubo silencio, luego una segunda serie de bangs y cracs, más débiles. Silencio de nuevo, que se prolongó y prolongó. Luego oyó un volador pasar directamente por encima de la casa como si trazara círculos, sonidos dentro de la casa: un grito, carreras. Encendió la lámpara, se puso los pantalones, con dificultad a causa del pie vendado. Cuando oyó volver al volador y una explosión, saltó hacia la puerta presa del pánico, sin pensar en nada excepto en que tenía que salir de la trampa mortal de aquella habitación. Siempre había temido el fuego, morir en un incendio. La puerta era de sólida madera, sólidamente encajada en un sólido marco. No tenía ninguna esperanza de forzarla, y lo sabía incluso en medio de su pánico. Gritó una sola vez: -¡Déjenme salir de aquí! -y luego consiguió controlarse, regresó al camastro, y al cabo de un minuto se sentó en el suelo entre el camastro y la pared, el lugar más seguro que le permitía la habitación, intentando imaginar lo que ocurría fuera. Una incursión de la Liberación y los hombres de Rayaye defendiéndose, intentando hacer que el volador se posara, eso era todo lo que podía imaginar. Silencio absoluto. Siguió, y siguió. Su lámpara parpadeó. Se puso en pie y se dirigió a la puerta. -¡Déjenme salir! Ningún sonido. Un disparo aislado. Voces de nuevo, pies corriendo, gritos, llamadas. Tras otro largo silencio, voces distantes, el sonido de hombres acercándose por el corredor al otro lado de la habitación. Un hombre dijo: -Mantenedlos fuera de aquí por ahora. Una voz llana, dura. Vaciló, acumuló fuerzas y gritó: -¡Soy un prisionero! ¡Aquí dentro! Una pausa. -¿Quién hay ahí? No era la voz que había oído. Era bueno con las voces, con los rostros, con los nombres, con las intenciones. -Esdardon Aya de la Embajada del Ecumen. -¡Dios Altísimo! -exclamó la voz. -¡Sáquenme de aquí, ¿quieren?! No hubo respuesta, pero la puerta resonó en vano sobre sus masivos goznes, fue golpeada; más voces fuera, más golpes. -Un hacha -dijo alguien. -Encontrad la llave -dijo otra voz.

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Se marcharon. Esdan aguardó. Luchó repetidamente contra un impulso de echarse a reír, temeroso de caer en la histeria, pero era divertido, estúpidamente divertido, todos los gritos a través de la puerta e ir en busca de hachas y llaves, una farsa en medio de una batalla. ¿Qué batalla? Lo supo más tarde. Los hombres de la Liberación habían entrado en la casa y matado a los hombres de Rayaye, tras tomarlos a la mayoría por sorpresa. Habían estado aguardando la llegada del volador de Rayaye. Debían de haber tenido contactos entre los campesinos, informadores, guías. Sellado en su habitación, sólo había oído el ruidoso fin de la acción. Cuando fue liberado y pudo salir, estaban arrastrando fuera a los muertos. Vio el horriblemente mutilado cuerpo de uno de los hombres jóvenes, Alatual o Nemeo, hacerse pedazos mientras lo arrastraban, con las ensangrentadas entrañas extendiéndose por el suelo, las piernas abandonadas atrás. El hombre que arrastraba el cadáver se detuvo confuso y se quedó allá sujetando los hombros y el torso. -Vaya, mierda -dijo, y Esdan se quedó allá jadeando, intentando de nuevo no reír, no vomitar. -Vamos -dijo el hombre que estaba a su lado, y le siguió. La luz de primera hora de la mañana entraba oblicua por las rotas ventanas. Esdan no dejaba de mirar a su alrededor, sin ver a nadie de la casa. Los hombres lo llevaron a la habitación con la cabeza de perro de jauría sobre la Chimenea. Había seis o siete hombres reunidos alrededor de la mesa. No llevaban uniformes, aunque algunos tenían el nudo o la cinta amarillos de la Liberación en su gorra o en su manga. Eran ásperos, firmes, duros. Algunos eran oscuros, algunos tenían la piel beige o arcillosa o azulada, todos parecían inquietos y peligrosos. Uno de los que iban con él, un hombre alto y delgado, dijo con la misma dura voz con la que había dicho "¡Dios Altísimo!" desde fuera de la puerta: -Es él. -Soy Esdardon Aya, Vieja Música, de la Embajada del Ecumen -dijo de nuevo, con la voz más relajada posible-. Estaba retenido aquí. Les doy las gracias por liberarme. Varios se le quedaron mirando de la forma en que mira la gente que nunca ha visto un alienígena, deteniéndose en su piel pardo rojiza y sus profundos ojos orlados de blanco y las sutiles diferencias en la estructura de su cráneo y en sus rasgos. Uno o dos miraron más agresivamente, como para desafiar su afirmación, demostrar que creerían que era quien decía que era cuando lo demostrara. Un hombre recio y de anchos hombros, de piel blanca y pelo castaño, puro polvo, pura sangre de la antigua raza conquistada, miró a Esdan durante largo rato. -Veremos eso -dijo. Habló con voz suave, la voz propia de un bien. Puede que se necesitara una generación o más para que aprendieran a alzar sus voces, a hablar libremente. -¿Cómo supieron que yo estaba aquí? ¿La red de campo? Así era como llamaban al sistema clandestino de información pasado de boca en boca, de campo a recinto a ciudad y de vuelta de nuevo, mucho antes de que existiera la holorred. Los hame habían usado la red de campo y había sido el instrumento principal del Levantamiento. Un hombre bajo y de piel oscura sonrió y asintió ligeramente, luego congeló su gesto cuando vio que los otros no proporcionaban ninguna información. -Entonces saben quién me trajo aquí..., Rayaye. No sé para quien actuaba. Les diré todo lo que pueda. -El alivio lo había vuelto estúpido, estaba hablando demasiado, jugando a juegos infantiles ante una serie de hombres duros-. Tengo amigos aquí -continuó con voz más neutral, mirando sus rostros uno a uno, de forma directa pero educada-. Esclavas, gente de la casa. Espero que estén bien. -Depende -dijo un hombre delgado de pelo gris que parecía muy cansado. -Una mujer con un bebé, Kamsa. Una mujer vieja, Gana. Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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Un par de ellos agitaron sus cabezas para indicar ignorancia o indiferencia. La mayoría ni siquiera respondieron. Los miró de nuevo uno a uno, reprimiendo su furia y su irritación ante su pomposidad, su reserva. -Necesitamos saber qué estaba haciendo usted aquí -dijo el hombre del pelo castaño. -Un contacto del Ejército de Liberación en la ciudad me llevaba desde la embajada al Mando de Liberación, hará unos quince días. Fuimos interceptados en la Divisoria por hombres de Rayaye. Me trajeron aquí. Pasé algún tiempo en una prietajaula -dijo Esdan con la misma voz neutral-. Me lastimaron el pie, y no puedo andar muy bien. Hablé dos veces con Rayaye. Antes de que diga nada más creo que comprenderán que necesito saber con quién estoy hablando. El hombre alto y delgado que lo había liberado de la habitación cerrada rodeó la mesa y conferenció brevemente con el hombre de pelo gris. El de pelo castaño escuchó, asintió. El hombre alto y delgado se dirigió a Esdan con su dura y llana voz: -Somos una misión especial del Ejército de Avanzada de la Liberación del Mundo. Yo soy el mariscal Metoy. -Todos los demás dijeron su nombre. El hombre recio de pelo castaño era el general Banarkamye, el viejo de aspecto caneado era el general Tueyo. Dijeron su rango junto con su nombre, pero no lo usaron al dirigirse unos a otros y no le llamaron a él señor. Antes de la Liberación, la gente servil raras veces utilizaba ningún título entre ellos excepto los de parentesco: padre, hermana, tía. Los títulos eran algo que figuraba siempre delante del nombre de los amos: lord, amo, señor, jefe. Evidentemente la Liberación había decidido seguir sin ellos. Le complació encontrar un ejército que no hacía resonar sus tacones y gritaba ¡Señor! Pero no estaba seguro de qué ejército había encontrado. ¿Lo mantuvieron en esa habitación? -preguntó Metoy. Era un hombre extraño, de voz llana y fría, un rostro pálido y frío, pero no era tan nervioso como los otros. Parecía seguro de sí mismo, acostumbrado a estar al mando. -Me encerraron ahí la última noche. Como si tuvieran alguna especie de advertencia de que iban a producirse problemas. Normalmente tenía una habitación arriba. -Puede ir allí ahora -dijo Metoy-. Pero permanezca dentro de la casa. -Lo haré. Gracias de nuevo -les dijo a todos-. Por favor, cuando tengan alguna noticia de Kamsa y Gana... -No esperó a ser despedido, sino que se dio la vuelta y salió. Uno de los hombres más jóvenes fue con él. Se había presentado como zadyo Tema. Así pues el Ejército de Liberación estaba usando los viejos rangos veots. Esdan sabía que había veots entre ellos, pero Tema no era uno, tenía la piel clara y el acento propio de la ciudad, suave, seco, recortado. Esdan no intentó hablar con él. Tema estaba extremadamente nervioso, alucinado por el trabajo nocturno de matar cara a cara o por alguna otra cosa; había un temblor casi constante en sus hombros, brazos y manos, y su pálido rostro estaba encajado en un doloroso fruncimiento de ceño. No estaba de humor para charlar con un viejo prisionero civil alienígena. En la guerra todo el mundo es un prisionero, había escrito el historiador Henennemores. Esdan había dado las gracias a sus nuevos captores por liberarle, pero sabía donde estaba por el momento. Aquello todavía era Yaramera. Pero sintió un cierto alivio al ver de nuevo su habitación, sentarse en la silla con un solo brazo junto a la ventana para mirar fuera a la primera luz del sol y a las largas sombras de los árboles a través del césped y las terrazas. Nadie de la casa salió como era su costumbre a sus trabajos o volvió de ellos. Nadie vino a su habitación. Transcurrió la mañana. Hizo los ejercicios del tanhai que pudo realizar con su pie tal como estaba. Se sentó alerta, se adormeció, despertó,

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intentó mantenerse sentado alerta, se puso inquieto, ansioso, dándole la vuelta a unas palabras: Una misión especial del Ejército de Avanzada de la Liberación del Mundo. El Gobierno Legítimo llamaba al ejército enemigo "fuerzas insurgentes" u "hordas rebeldes" en las holonoticias. Éste había empezado llamándose a sí mismo Ejército de Liberación, nada acerca de la Liberación del Mundo; pero se había visto cortado de todo contacto coherente con los luchadores por la libertad desde el Levantamiento, y cortado de toda información de cualquier tipo desde que fue sellada la embajada, excepto la información procedente de otros mundos a años luz de distancia, por supuesto, esto no había sido interrumpido, el ansible estaba lleno de ella, pero de lo que ocurría a dos calles de distancia nada, ni una palabra. En la embajada se había sentido ignorante, inútil, pasivo. Exactamente como aquí. Desde que empezó la guerra había sido, como había dicho Henennemores, un prisionero. Junto con todo el mundo en Werel. Un prisionero en la causa de la libertad. Temió poder llegar a aceptar su impotencia, que ésta persuadiera su alma. Debía recordar de qué iba esta guerra. ¡Pero dejemos que la liberación llegue pronto, pensó, llegue para liberarme! A media tarde el joven zadyo le trajo una bandeja con comida fría, obviamente sobras que había encontrado en la cocina, y una botella de cerveza. Comió y bebió agradecido. Pero resultaba claro que no habían liberado a la gente de la casa. O la habían matado. No podía dejar de pensar en ello. Después de anochecer el zadyo volvió y lo llevó escaleras abajo a la habitación con la cabeza del perro de jauría. El generador no funcionaba, por supuesto; nada podía mantenerlo en funcionamiento excepto los constantes cuidados del viejo Saka. Los hombres llevaban linternas eléctricas, y en la habitación del perro de jauría un par de grandes lámparas de aceite ardían sobre la mesa, derramando una romántica luz dorada sobre los rostros a su alrededor y arrojando profundas sombras detrás de ellos. -Siéntese -dijo el general de pelo castaño, Banarkamye (Lee la Biblia podía traducirse su nombre)-. Tenemos algunas preguntas que hacerle. Silencio pero asentimiento educado. Le preguntaron cómo había salido de la embajada, cuáles hablan sido sus contactos con la Liberación, adónde se dirigía, por qué habla decidido ir, qué ocurrió durante el secuestro, quién lo había traído allí, qué le habían preguntado, qué deseaban de él. Tras decidir durante la tarde que lo mejor sería la sinceridad, respondió directa y brevemente a todas las preguntas hasta la última. -Personalmente estoy del lado de ustedes en esta guerra -dijo-, pero el Ecumen es necesariamente neutral. Puesto que por el momento soy el único alienígena en Werel libre de hablar, cualquier cosa que diga puede ser empleada, o mal empleada, como procedente de la embajada y de los estables. Ese era mi valor para Rayaye. Puede ser mi valor para ustedes. Pero es un valor falso. No puedo hablar por el Ecumen. No tengo autoridad. -Deseaban que dijera usted que el Ecumen apoya a los jits -dijo Tueyo, el hombre cansado. Esdan asintió. -¿Le hablaron de usar alguna táctica especial, armas? -Ése era Banarkamye, hosco, intentando no poner demasiado peso en la pregunta. .Prefiero contestar a esa pregunta cuando esté detrás de sus líneas, general, hablando con gente del Mando de Liberación a la que conozca. -Está hablando usted con el mando del Ejército de Liberación del Mundo. Su negativa a responder puede ser considerada como prueba de complicidad con el enemigo. -Ése era Metoy, locuaz, seco, de voz dura. -Sé eso, mariscal. Intercambiaron una mirada. Pese a su abierta amenaza, Metoy era en quien Esdan se sentía más inclinado a confiar. Era sólido. Los otros eran nerviosos, inseguros. Ahora Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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estaba seguro de que eran facciosos. Hasta qué punto era grande su facción, cuál era exactamente su relación con el Mando de Liberación, era algo que sólo podría averiguar a través de lo que a ellos se les escapara. -Escuche, señor Vieja Música -dijo Tueyo. Los viejos hábitos tardan en morir-. Sabemos que trabajaba usted para la Hame. Ayudó a enviar a gente a Yeowe. Entonces nos respaldó. -Esdan asintió-. Ahora tiene que respaldarlos también. Le estamos hablando francamente. Tenemos información de que los Jits están planeando un contraataque. En estos momentos eso significa que tienen intención de usar la bibo. No puede significar ninguna otra cosa. Eso no puede ocurrir. No puede permitírseles que lo hagan. Tienen que ser detenidos. -Ha dicho usted que el Ecumen es neutral -dijo Banarkayme-. Eso es una mentira. Hace cien años el Ecumen no permitió que este mundo se le uniera porque teníamos la bibo. La teníamos, no la usamos, pero el hecho de temerla fue suficiente. Ahora dicen que son neutrales. ¡Ahora, cuando importa! ¡Ahora, cuando este mundo forma parte de ellos! Tienen que actuar. Actuar contra esa arma. Tienen que impedir que los jits la utilicen. -Si los Legítimos la tuvieran, si planearan usarla, y si yo pudiera enviar noticia de ello al Ecumen..., ¿qué podrían hacer ellos? -Usted hable. Usted dígale al presidente jit: el Ecumen dice alto con eso. El Ecumen enviará naves, enviará tropas. ¡Respáldenos! ¡Si no está con nosotros, está con ellos! -General, la nave más cercana está a años luz de distancia. Los Legítimos saben eso. -Pero usted puede llamarla, tiene el transmisor. -¿El ansible en la embajada? -Los jits también tienen uno. -El ansible en el Ministerio de Asuntos Exteriores fue destruido en el Levantamiento. En el primer ataque contra los edificios del gobierno. Volaron toda la manzana. -¿Cómo podemos saber eso? -Sus propias fuerzas lo hicieron. General, ¿cree usted que los Legítimos tienen un enlace ansible con el Ecumen que ustedes no tienen? No es así. Podrían haber tomado la embajada y su ansible, pero haciendo eso hubieran perdido toda la credibilidad que les queda con el Ecumen. ¿Y qué bien les hubiera reportado? El Ecumen no tiene tropas que enviar -y añadió, porque de pronto no estuvo seguro de que Banarkamye lo supiera-, como usted sabe muy bien. Si las tuviera, le tomaría años traerlas hasta aquí. Por esta razón y por muchas otras, el Ecumen no tiene ejército y no lucha en ninguna guerra. Se sentía profundamente alarmado por su ignorancia, su amateurismo, su miedo. Mantuvo alarma e impaciencia fuera de su voz, hablando con tono suave y adoptando una apariencia despreocupada, como si esperara comprensión y acuerdo. La apariencia misma de ese tipo de confianza a veces es suficiente. Desgraciadamente, por la expresión de sus rostros, les estaba diciendo a los dos generales que estaban equivocados y le estaba diciendo a Metoy que estaba en lo cierto. Estaba tomando partido en un desacuerdo. -Dejemos esto de lado por el momento -dijo Banarkamye, y volvió al primer interrogatorio, recreando preguntas, pidiendo más detalles, escuchándole inexpresivamente. Salvando la cara. Mostrando que desconfiaba del rehén. Siguió presionando acerca de todo lo que Rayaye había dicho respecto a una invasión o un contraataque en el sur. Esdan repitió varias veces que Rayaye había dicho que el presidente Oyo esperaba una invasión de la Liberación de aquella provincia, río abajo de aquel lugar. Cada vez añadió: -No tengo la menor idea de si algo de lo que me dijo Rayaye era realmente verdad. -A la cuarta o quinta ronda añadió-: Discúlpeme, general. Debo pedir de nuevo alguna noticia sobre la gente de aquí... Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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-¿Conocía usted a alguien de este lugar antes de que llegara aquí? -preguntó secamente un hombre joven. -No. Estoy pidiendo noticias sobre esa gente. Fueron amables conmigo. El bebé de Kamsa está enfermo, necesita cuidados. Me gustaría saber si están siendo atendidos. Los generales conferenciaban entre sí, sin prestar atención a aquella diversión. -Todo el mundo que siguió aquí, en un lugar como éste, después del Levantamiento, es un colaborador -dijo el zadyo, Tema. -¿Dónde se suponía que debían ir? -preguntó Esdan, intentando mantener un tono tranquilo-. Esta no es una región liberada. Los capataces todavía trabajan estos campos con esclavos. Todavía utilizan la prietajaula aquí. -Su voz tembló un poco con las últimas palabras, y se maldijo por ello. Banarkamye y Tueyo todavía seguían conferenciando, ignorando su pregunta. Metoy se puso en pie y dijo: -Ya basta por esta noche. Venga conmigo. Esdan cojeó detrás de él cruzando la sala, subiendo unas escaleras. El joven zadyo les siguió apresuradamente, a todas luces enviado por Banarkamye. No se permitían conversaciones privadas. Metoy, sin embargo, se detuvo ante la puerta de la habitación de Esdan y dijo, mirándole fijamente: -Nos ocuparemos de la gente de la casa. —Gracias -dijo Esdan cálidamente. Añadió-: Gana atendía mi herida. Necesitaría verla. -Si le deseaban con vida y sin daños visibles, no causaría ningún daño utilizar aquello como palanca. Si no era así, no importaba tampoco. Durmió poco y mal. Siempre había medrado con la información y la acción. Era agotador ser mantenido en la ignorancia y la impotencia, tullido mental y físicamente. Y estaba hambriento. Pozo después de amanecer probó la puerta y descubrió que estaba cerrada con llave. Golpeó con los puños y llamó durante un rato antes de que acudiera alguien, un joven de aspecto asustado, probablemente un centinela, y luego Tema, medio dormido y con el ceño fruncido, con la llave de la puerta. --Quiero ver a Gana -dijo Esdan con voz perentoria-. Ella es la que se ocupa de esto -señaló su pie vendado. Tema cerró la puerta sin decir nada. Al cabo de una hora o así, la llave resonó de nuevo en la cerradura y entró Gana. La seguía Metoy, seguido a su vez por Tema. Gana se detuvo e hizo la reverencia a Esdan. Éste avanzó rápidamente y apoyó las manos en sus brazos y su mejilla contra la de ella. -¡El señor Kamye sea alabado, veo que estás bien! -dijo, unas palabras que a menudo le habían dicho a él gente como ella-. Kamsa, el bebé, ¿cómo están? Ella estaba asustada, temblorosa, el pelo revuelto, los párpados enrojecidos, pero se recuperó muy bien de aquel totalmente inesperado saludo fraternal. --Están en la cocina ahora, señor -dijo—. Los hombres del ejército dijeron que te dolía el pie. -Eso es lo que les dije. Quizá puedas vendármelo de nuevo. Se sentó en la cama, y ella procedió a desenrollar las vendas. -¿Están bien todos los demás? ¿Heo? ¿Choyo? Ella agitó la cabeza una vez. -Lo siento-dijo él. No pudo preguntarle más. Ella no hizo un trabajo tan bueno como antes vendándole el pie. Tenía poca fuerza en sus manos para apretar las vendas, e hizo el trabajo aprisa, nerviosa por los desconocidos que miraban. -Espero que Choyo esté de vuelta en la cocina -dijo Esdan, a medias a ella, a media a los demás-. Alguien tendrá que ocuparse de cocinar aquí. -Sí, señor -susurró ella.

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¡No señor, no amo!, sintió deseos de advertirle, temiendo por ella. Alzó la vista a Metoy, intentando juzgar su actitud, y le fue imposible. Gana terminó su trabajo. Metoy la despidió con una palabra y envió al zadyo tras ella. Gana se marchó de buen grado, Tema se resistió. -El general Banarkamye… -empezó a decir. Metoy le miró fijamente. El joven dudó, frunció el ceño, obedeció. -Me ocuparé de esa gente -dijo Metoy-. Siempre lo hago. Fui jefe de un recinto. -Miró a Esdan con sus fríos ojos negros-. Soy un liberado. No quedan muchos como yo en estos días. Al cabo de un momento Esdan dijo: -Gracias, Metoy. Necesitan ayuda. No comprenden. Metoy asintió. -Yo tampoco comprendo -dijo Esdan-. La Liberación, ¿acaso planea invadir? ¿O inventó Rayaye eso como una excusa para hablar de desplegar la bibo? ¿Cree Oyo en ello? ¿Cree usted? ¿Se halla realmente el Ejército de Liberación al otro lado del río? ¿De dónde viene usted? ¿Quién es usted? No espero que me responda. -No lo haré -dijo el eunuco. Si era un doble agente, pensó Esdan después de que se fuera, estaba trabajando para el Mando de Liberación. O eso esperaba. Metoy era un hombre que le gustaría tener de su lado. Pero no sé cuál es mi lado, pensó, mientras volvía a su silla junto a la ventana. La Liberación, por supuesto, sí, pero ¿qué es la Liberación? No un ideal, la libertad de los esclavizados. No ahora. Nunca de nuevo. Desde el Levantamiento, la Liberación es un ejército, un cuerpo político, un gran número de gente y líderes y aspirantes a líderes, con las ambiciones y la codicia cegando las esperanzas y la fuerza, un torpe semigobierno aficionado yendo de la violencia al compromiso, cada vez más complicado, sin llegar a saber nunca de nuevo la hermosa simplicidad del ideal, la idea pura de libertad. Y eso era lo que yo deseaba, por lo que trabajé, todos esos años. Enfangar la noblemente simple estructura de la jerarquía de castas infectándola con la idea de la justicia. Y luego confundiendo la noblemente simple estructura del ideal de igualdad humana intentando hacerlo real. La monolítica mentira se deshilacha en un millar de verdades incompatibles, y eso es lo que yo deseaba. Pero me siento atrapado en la locura, la estupidez, la brutalidad sin significado de los hechos. Todos desean utilizarme, pero yo he sobrevivido a mi utilidad, pensó; y el pensamiento lo atravesó como un haz de diáfana luz. No había dejado de pensar que había algo que podía hacer. No lo había. Era una especie de libertad. No era sorprendente que él y Metoy se hubieran comprendido el uno al otro sin palabras y de inmediato. El zadyo Tema acudió a su puerta para conducirle escaleras abajo. De vuelta a la habitación con el perro de jauría. Todos los líderes eran atraídos a esa habitación, a su hosca masculinidad. Esta vez sólo había cinco de ellos, Metoy, los dos generales, los dos que usaban el rango de rega. Banarkamye los dominaba a todos. Formulaba las preguntas, y era quien daba las órdenes. -Nos marchamos de aquí mañana -le dijo a Esdan-. Usted vendrá con nosotros. Tendremos acceso a la holorred de la Liberación. Usted hablará por nosotros. Les dirá al gobierno de los jit que el Ecumen sabe que están planeando desplegar armas prohibidas, y les advertirá que si lo hacen sufrirán una represalia instantánea y terrible. Esdan sentía la cabeza ligera por el hambre y la falta de sueño. Permaneció inmóvil allí de pie -no había sido invitado a sentarse- y miró al suelo, con las manos a los costados. Murmuró, de forma apenas audible: -Sí, amo. Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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Banarkamye alzó bruscamente la cabeza. Sus ojos llamearon. -¿Qué ha dicho? -Enna. -¿Quién se cree que es? -Un prisionero de guerra. -Puede irse. Esdan se marchó. Tema le siguió, pero no le detuvo ni le dirigió. Se encaminó directamente a la cocina, donde oyó el resonar de cazos, y dijo: -¡Choyo, por favor, dame algo de comer! El viejo, asustado y tembloroso, murmuró algo y se disculpó y se inquietó, pero sacó de alguna parte algo de fruta y un poco de pan seco. Esdan se sentó a la mesa de trabajo y lo devoró. Ofreció un poco a Tema, que lo rechazó rígidamente. Esdan se lo comió todo. Cuando hubo terminado cruzó cojeando la cocina hasta una puerta lateral que conducía a la gran terraza. Esperaba ver allí a Kamsa, pero no había nadie de la casa. Se sentó en un banco junto a la balaustrada que miraba al largo estanque reflectante. Tema permaneció de pie cerca, en posición de firmes. -Dijiste que los esclavos en un lugar como éste, si no se unían al Levantamiento, eran colaboradores -dijo Esdan. Tema permaneció inmóvil, pero escuchando. -¿No crees que algunos de ellos pudieron simplemente no haber comprendido lo que pasaba? ¿Y que sigan sin comprenderlo? Éste es un lugar bendito, zadyo. Resulta incluso difícil imaginar la libertad aquí. El joven se resistió a responder por un tiempo, pero Esdan siguió hablando, intentando establecer algún contacto con él, penetrar en él. De pronto algo que dijo abrió la tapa. -Las mujeres de usar-dijo Tema-. Jodidas por negros, cada noche. Eso es lo que hacen, joder. Putas de los jits. Llevando sus retoños negros, siamo, siamo. Usted lo dijo, no saben lo que es la libertad. Nunca lo sabrán. No pueden liberar a nadie que deja que un negro la joda. Son sucias. Sucias, jamás podrán volver a quedar limpias. Han recibido semen negro una y otra vez. ¡Semen negro! -Escupió en la terraza y se secó la boca. Esdan permaneció sentado inmóvil, contemplando la quieta agua del estanque y las terrazas inferiores, el gran árbol, el brumoso río, la lejana orilla Verde del otro lado. Quizá pudiera actuar bien, trabajar bien, tener paciencia, compasión, paz. ¿Para qué he servido nunca? Todo lo que hice. Nunca fue de ninguna utilidad. Paciencia, compasión, paz. Son tu propio pueblo... Bajó la vista al denso glóbulo del escupitajo sobre la amarilla piedra arenisca de la terraza. Estúpido, dejar a su propio pueblo toda una vida detrás de él e ir a mezclarse con otro mundo. Estúpido, pensar que podrías proporcionarle a alguien la libertad. Para eso estaba la muerte. Para sacamos de la prietajaula. Se levantó y cojeó hacia la casa en silencio. El joven le siguió. Las luces volvieron justo cuando empezaba a ponerse oscuro. Debían de haber dejado que el viejo Saka se ocupara de nuevo del generador. Esdan apagó la luz de la habitación; prefería la penumbra. Estaba tendido en su cama cuando Kamsa llamó a la puerta y entró, llevando una bandeja. -¡Kamsa! exclamó, luchando por ponerse en pie, y la hubiera abrazado, pero la bandeja se lo impidió-. ¿Rekam está…? -Con mi madre -murmuré ella. -¿Está bien? El asentimiento hacia atrás. Depositó la bandeja sobre la cama, puesto que no había mesa. —¿Estás bien? Ve con cuidado, Kamsa. Me gustaría poder… Se marchan mañana, dicen. Permanece apartada de su camino si puedes. Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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-Lo haré. Tu seguridad, señor -dijo con su suave voz. No supo si era una pregunta o un deseo. Hizo un leve gesto y le ofreció una sonrisa. Ella se volvió para marcharse. -Kamsa, ¿está Heo...? -Estaba con ése. En su cama. Tras una pausa él dijo: -¿Hay algún lugar donde podáis ocultaros? -Temía que los hombres de Banarkamye pudieran ejecutar a aquella gente cuando se marcharan, como "colaboradores" o para ocultar sus propias huellas. -Tenemos un agujero donde ir, como dijiste-señaló ella. -Bien. Id allí, si podéis. ¡Desapareced! Permaneced fuera de la vista. -Resistiré, señor. Estaba cerrando la puerta tras ella cuando el sonido de un volador acercándose hizo vibrar las ventanas. Ambos se inmovilizaron, ella en la puerta, él cerca de la ventana. Gritos abajo, fuera, hombres corriendo. Había más de un volador, acercándose desde el sudeste. -¡Apagad las luces! —gritó alguien. Una serie de hombres salían corriendo de los voladores posados en el césped y la terraza. Una serie de luces destellaron en la ventana, el aire vibré con una retumbante explosión. -Ven conmigo -dijo Kamsa, y tomó su mano y tiró de él fuera de la habitación, pasillo abajo y por una puerta de servicio que él nunca había visto. Cojeó tras ella tan rápido como pudo bajando unos estrechos escalones de piedra, a través de un pasadizo trasero, fuera a los establos. Llegaron al aire libre justo en el momento en que una serie de explosiones lo hacían temblar todo a su alrededor. Se apresuraron a cruzar el patio en medio de un ruido ensordecedor y el agitar del fuego, Kamsa tirando todavía de él con una completa seguridad de hacia dónde se dirigían, y se agachó para entrar en uno de los almacenes al final de los establos. Gana estaba allí junto con uno de los viejos esclavos, abriendo una trampilla en el suelo. Bajaron, Kamsa de un salto, los demás lenta y torpemente, por una escalerilla de madera. Esdan fue el más torpe, aterrizó dolorosamente sobre su pie roto. El viejo fue el último y cerró la trampilla encima de ellos. Gana llevaba una lámpara de batería, pero la encendió sólo brevemente, mostrando un amplio y bajo sótano con el suelo de tierra, un arco que conducía a otra habitación, un montón de cajas de madera, cinco rostros: el bebé despierto, mirando en silencio como siempre desde su capazo colgado del hombro de Gana. Luego oscuridad. Y durante un tiempo silencio. Tantearon las cajas, bajaron algunas para improvisar asientos al azar en la oscuridad. Una nueva serie de explosiones, al parecer muy lejos, pero el suelo y la oscuridad se estremecieron. Ellos también se estremecieron. -O Kamye -susurró alguien. Esdan se sentó en la tambaleante caja y dejó que la punzada de dolor en su pie se redujera a un ardiente pulsar. Explosiones: tres, cuatro. La oscuridad era una sustancia, como agua densa. -Kamsa -murmuró. Ella emitió un sonido que la localizó cerca de él. -Gracias. -Dijiste esconder, entonces hablamos de este lugar —susurró ella. El viejo respiraba afanosamente y carraspeaba con frecuencia. La respiración del bebé era audible también, un pequeño sonido irregular, casi un jadeo. -Dámelo. -Era Gana. Debía haberle pasado el bebé a su madre. -Ahora no —susurró Kamsa. El viejo habló de pronto en voz muy alta, sobresaltándolos a todos: -¡No hay agua aquí! Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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Kamsa le hizo callar con un siseo y Gana susurró: -¡No grites, estúpido! -Es sordo -murmuró Kamsa a Esdan, con un asomo de risa. Si no tenían agua, su tiempo dentro de aquel escondite estaba limitado; aquella noche, el día siguiente; incluso eso podía ser demasiado largo para una mujer amamantando a un bebé. La mente de Kamsa estaba recorriendo el mismo camino que la de Esdan. Dijo: -¿Cómo sabremos cuándo podremos salir? -Probaremos, cuando tengamos que hacerlo. Hubo un largo silencio. Resultaba difícil aceptar que los ojos de uno no se ajustaban a la oscuridad, que por mucho que uno aguardara no podía ver nada. Hacía frío. Esdan deseó que su camisa fuera más cálida. -Manténlo caliente -dijo Gana. -Eso hago -murmuró Kamsa. -Esos hombres, ¿eran esclavos? -Era Kamsa, susurrándole a Esdan. Estaba muy cerca de él, a su izquierda. -Sí. Esclavos liberados. Del norte. -Muchos hombres diferentes han pasado por aquí-dijo ella-, desde que muriera el viejo propietario. Algunos soldados del ejército. Pero no esclavos antes. Le dispararon a Heo. Les dispararon a Vey y al viejo Seneo. Él no murió, pero le dispararon. -Alguien del recinto del campo debió guiarles, les mostró dónde estaban apostados los guardias. Pero no podían distinguir a los esclavos de los soldados. ¿Dónde estabas tú cuando vinieron? -Durmiendo, atrás en la cocina. Todos los de la casa. Seis. Ese hombre se plantó allí como un muerto resucitado. Dijo: "¡Tendeos ahí! ¡No mováis ni un pelo!" Eso hicimos. Les oímos disparar y gritar por toda la casa. ¡Oh, Poderoso Señor! ¡Tuve miedo! Luego ya no hubo más disparos, y ese hombre regresó junto a nosotros y nos apuntó con su pistola y nos llevó fuera al viejo recinto de la casa. Allá cerraron la vieja puerta tras nosotros. Como en los viejos días. -¿Por qué harían eso si también son eslavos? -dijo la voz de Gana en la oscuridad. -Intentan ser libres -dijo Esdan obedientemente. -¿Cómo libres? ¿Disparando y matando? ¿Matando a una muchacha en la cama? -Luchan contra todos los demás, mamá -dijo Kamsa. -Creí que todo había terminado, hacía tres años -dijo la vieja mujer. Su voz sonó extraña. Estaba llorando-. Pensé que desde entonces había libertad. -¡Mataron al amo en su cama! -gritó el viejo a todo pulmón, con una voz aguda y penetrante-. ¿Cómo puede hacerse esto? Hubo un rumor en la oscuridad. Gana estaba sacudiendo al viejo, siseándole que se callara. El hombre exclamó: -¡Suéltame! -pero se apaciguó, resollando y murmurando. -Dios Todopoderoso-murmuró Kamsa, con esa risa desesperada en su voz. La caja se hacía cada vez más incómoda, y Esdan deseaba alzar su dolorido pie al menos al nivel de su cuerpo. Se tendió en el suelo. Estaba frío y era arenoso, desagradable a las manos. No había nada en lo que apoyarse. -Si pudieras hacer luz por un momento, Gana -dijo—, podríamos encontrar sacos, algo sobre lo que tendemos. El mundo del sótano destelló de nuevo a la existencia a su alrededor, sorprendente en su intrincada precisión. No hallaron nada que pudieran usar excepto unas tablas. Bajaron varias de ellas al suelo, montando una especie de plataforma, y se subieron a ella mientras Gana apagaba la luz y los sumía de nuevo en la informe oscuridad. Todos tenían frío. Se acurrucaron unos contra otros, lado a lado, espalda contra espalda.

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Al cabo de largo tiempo, una hora o más, en la cual el absoluto silencio del sótano no se vio roto por ningún ruido, Gana dijo en un susurro impaciente: -Creo que todo el mundo ahí arriba está muerto. -Eso simplificaría las cosas para nosotros -murmuró Esdan. -Pero nosotros somos los que estamos bajo tierra-dijo Kamsa. Sus voces despertaron al bebé y se puso a lloriquear, la primera queja que lo oía Esdan. Era un sonido diminuto, ni siquiera un llanto, que alteró su respiración y le hizo jadear. -Oh, cariño, cariño, tranquilo ahora, tranquilo -murmuró su madre, y Esdan sintió que lo acunaba, apretando al bebé contra ella para mantener su calor. Cantó casi inaudiblemente-: Suna neya, suna na... Sura rena, sura na... –Un sonido monótono, rítmico, zumbante, ronroneante, que transmitía calor, que transmitía confort. Debió quedarse adormilado. Estaba tendido encogido sobre las planchas. No tenía ni idea del tiempo que llevaban en el sótano. He vivido aquí cuarenta años deseando la libertad, le dijo su mente. Ese deseo me trajo aquí. Me llevará fuera de aquí. Resistiré. Les preguntó a los otros si habían oído algo desde la incursión y el bombardeo, Todos susurraron que no. Se frotó la cabeza. -¿Qué piensas, Gana? -quiso saber. -Creo que el aire frío perjudica al bebé-dijo ella con su voz casi normal, que siempre era baja. -¿Qué dices? ¿Qué estás diciendo? -gritó el viejo. Kamsa, a su lado, le dio unas palmadas y lo tranquilizó. -Iré a ver -dijo Gana. -Iré yo. -Tienes ese pie -dijo la vieja mujer con tono de disgusto. Gruñó y se apoyó pesadamente en el hombro de Esdan para ponerse en pie-. Ahora estaos quietos. -No encendió la luz, sino que tanteó su camino hasta la escalera y la subió, con un pequeño jadeo a cada peldaño. Empujó y levantó la trampilla. Apareció una cuña de luz. Pudieron ver débilmente el sótano y a los demás y la masa oscura de la cabeza de Gana recortada contra la luz. Permaneció allí largo rato, luego volvió a bajar la trampilla-. Nadie -susurró desde la escalera-. Ningún ruido. Parece como la primera mañana. -Mejor esperar -dijo Esdan. La mujer regresó y volvió a ocupar su sitio entre ellos. Al cabo de un tiempo dijo: -Salimos, hay desconocidos en la casa, soldados de algún otro ejército. ¿Entones qué? -¿Puedes llegar hasta el recinto del campo? -sugirió Esdan. -Es un largo camino. Al cabo de un rato Esdan dijo: -No podemos decidir qué hacer hasta que sepamos quién hay ahí arriba. Muy bien. Pero déjame ir a mí, Gana. -¿Por qué? -Porque yo sé quiénes son -dijo él, esperando tener razón. -Y ellos también -dijo Kamsa, con ese pequeño y extraño filo de risa en su voz-. No te engañes. —Cierto -dijo él. Se puso trabajosamente en pie, tanteó su camino hasta la escalera y la subió laboriosamente. Soy demasiado viejo para esto, pensó de nuevo. Empujó la trampilla y miró fuera. Escuchó durante largo rato. Finalmente susurró a los de abajo en la oscuridad:

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-Volveré tan pronto como pueda -y se arrastró fuera y se puso torpemente en pie. Contuvo la respiración: el aire del lugar era denso con el humo de los incendios. La luz era extraña, opaca. Siguió la pared hasta que pudo mirar fuera desde la puerta del almacén. Lo que había quedado de la vieja casa había acabado de ser arrasado, desventrado, incendiado, y emanaba todavía un humo hediondo. Ennegrecidos maderos y cristales rotos cubrían el suelo adoquinado. No se movía nada excepto el humo. Un humo amarillo, un humo gris. Y por encima de todo lucía el claro e impoluto azul del amanecer. Se dirigió a la terraza, cojeando y trastabillando, porque su pie enviaba latigazos de dolor pierna arriba. Al llegar a la balaustrada vio los ennegrecidos restos de los dos voladores. La mitad de la terraza superior era un irregular cráter. Debajo de él los jardines de Yaramera se extendían hermosos y serenos como siempre, nivel bajo nivel, hasta el viejo árbol y el río. Había un hombre tendido cruzado en los escalones que descendían a la terraza inferior; estaba tendido relajadamente, como descansando, los brazos abiertos. No se movía nada excepto el arrastrante humo y los arbustos de blancas flores que asentían al compás del viento. La sensación de ser observado desde atrás, desde las vacías ventanas de los fragmentos de la casa que aún se mantenían en pie, era intolerable. -¿Hay alguien ahí? -gritó bruscamente. Silencio. Gritó de nuevo, más fuerte. Hubo una respuesta, una distante llamada, desde la parte delantera de la casa. Cojeó hacia allá por el sendero, al descubierto, sin buscar ocultarse; ¿para qué? Aparecieron unos hombres en la parte delantera de la casa: tres hombres, luego un cuarto..., una mujer. Eran bienes, toscamente vestidos, peones del campo debían de ser, que habían venido desde su recinto. -Estoy con gente de la casa -dijo, deteniéndose cuando ellos se detuvieron, a diez metros de distancia-. Nos ocultamos en un sótano. ¿Hay alguien más ahí? -¿Quién eres tú? -preguntó uno de los hombres, acercándose más, mirando, examinando el color equivocado de la piel, el tipo equivocado de ojos. -Te diré quién soy. ¿Pero es seguro para nosotros salir? Hay gente vieja, un bebé. ¿Se han ido los soldados? -Están muertos -dijo la mujer, alta, de piel pálida y rostro huesudo. -Encontramos a uno herido -dijo uno de los hombres-. Toda la gente de la casa está muerta. ¿Quién arrojó esas bombas? ¿Qué ejército? -No sé qué ejército -dijo Esdan-. Por favor, dile a mi gente que pueden subir. Allá atrás, en los establos. Llámales. Diles quién eres. Yo no puedo andar. -Las vendas de su pie se habían soltado, y las fracturas se habían movido, el dolor empezaba a quitarle la respiración. Se sentó en el sendero, jadeante. La cabeza le daba vueltas. Los jardines de Yaramera crecían brillantes y muy pequeños y se alejaban de él, más lejos que su casa. No perdió por completo la consciencia, pero las cosas estuvieron confusas en su mente durante un buen rato. Había una gran cantidad de gente a su alrededor, y estaban al aire libre, y todo hedía a carne quemada, un olor que aferraba al fondo de su boca y le hacía sentir arcadas. Allí estaba Kamsa, con el pequeño rostro azulado dormido de su bebé al hombro. Allí estaba Gana, diciendo a los demás: "Es nuestro amigo." Un hombre joven con gran del manos habló con él y le hizo algo a su pie, lo vendó de nuevo, muy apretado, causándole un terrible dolor y luego el inicio del alivio. Estaba tendido de espaldas sobre la hierba. A su lado había un hombre tendido también de espaldas sobre la hierba. Era Metoy, el eunuco. El cuero cabelludo de Metoy estaba ensangrentado, el negro pelo abrasado corto y marrón. La piel color Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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polvo de su rostro era pálida, azulada, como la del bebé. Permanecía tendido inmóvil, parpadeando de tanto en tanto. El sol brillaba bajo. La gente hablaba, mucha gente, en alguna parte cerca, pero él y Metoy estaban tendidos sobre la hierba, y nadie les molestaba. -¿Eran de Bellen los voladores, Metoy? -preguntó Esdan. -Venían del este. -La dura voz de Metoy era débil y ronca-. Supongo que sí. -Al cabo de un momento dijo-: Quieren cruzar el río. Esdan pensó unos momentos en aquello. Su mente todavía no funcionaba muy bien. -¿Quién quiere? -dijo finalmente. -Esa gente. La gente del campo. Los bienes de Yaramera. Quieren ir al encuentro del ejército. -¿La invasión? -La liberación. Esdan se alzó apoyándose sobre los codos. Alzar la cabeza parecía aclararla, y se sentó. Miró a Metoy. -¿Los descubrirán? -preguntó. -Si el Señor así lo quiere -dijo el eunuco. Finalmente Metoy intentó alzarse como Esdan, pero fracasó. -Recibí el impacto de una bomba -dijo, casi sin aliento-. Algo me golpeó la cabeza. Veo dos por uno. -Probablemente una concusión. Permanece tendido quieto. No te duermas. ¿Estabas con Banarkamye, u observando? -Estoy en tu línea de trabajo. Esdan asintió, el asentimiento con la cabeza hacia atrás. -Las facciones serán nuestra muerte -dijo débilmente Metoy. Kamsa acudió y se acuclilló al lado de Esdan. -Dicen que debemos cruzar el río -le dijo con su voz suave-. A donde la gente del ejército nos pondrá a salvo. No lo sé. -Nadie lo sabe, Kamsa. -No puedo cruzar un río con Rekam -susurró ella. Su rostro se crispó, sus labios se tensaron, sus cejas descendieron. Lloró, sin lágrimas y en silencio-. El agua es fría. -Tienen botes, Kamsa. Ellos cuidarán de ti y de Rekam. No te preocupes. Todo irá bien. -Sabía que sus palabras carecían de significado. -No puedo ir-susurró ella. -Entonces quédate aquí -dijo Metoy. -Dicen que otro ejército vendrá aquí. -Es posible. Lo más probable es que sea el nuestro. Ella miró a Metoy. -Tú eres el liberado -dijo-. Con esos otros. -Volvió la vista de nuevo a Esdan-. Mataron a Choyo. Toda la cocina voló en pedazos y ardió. -Ocultó su rostro entre las manos. Esdan se sentó y tendió los brazos hacia ella, acariciando su hombro y su brazo. Tocó la frágil cabeza del bebe, con su delgado y seco pelo. Gana acudió y se detuvo junto a ellos. -Todos los peones del campo van a cruzar el río -dijo-. Para ponerse a salvo. -Estaréis más seguros aquí, donde hay comida y refugio -Metoy hablaba en cortas ráfagas, con los ojos cerrados-, que caminando al encuentro de una invasión. -No puedo llevarlo, mamá -susurró Kamsa-. Tiene que estar caliente. No puedo, no puedo llevarlo. Gana se inclinó y miró al rostro del bebé, acariciándolo muy suavemente con un dedo. Su arrugado rostro se crispó como un puño. Se enderezó, pero no erguida como acostumbraba. Permaneció encorvada. Selección de relatos cortos de Ursula K. Le Guin

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-De acuerdo -dijo—. Nos quedaremos. Se sentó sobre la hierba al lado de Kamsa. La gente iba de un lado para otro a su alrededor. La mujer que Esdan había visto en la terraza se detuvo junto a Gana y dijo: -Ven, abuela. Es hora de irse. Los botes están preparados y aguardan. -Nos quedamos -dijo Gana. -¿Qué? ¿No puedes dejar esa vieja casa donde trabajabas? -dijo la mujer, burlonamente-. ¡Está completamente quemada, abuela! Ven con nosotros. Tráete a esa chica y su bebé.-Miró a Esdan y a Metoy; una breve mirada. No eran cosa suya-. Vamos -repitió-. Tenemos que irnos. -Nos quedamos -dijo de nuevo Gana. -Esa loca gente de la casa -murmuró la mujer; se dio media vuelta, se volvió de nuevo, renunció con un encogimiento de hombros y se fue. Algunos otros se detuvieron, pero ninguno para más que una pregunta, un momento. Fluían hacia abajo por las terrazas, por los senderos iluminados por el sol al lado de los tranquilos estanques, hacia las casetas de los botes más allá del gran árbol. Al cabo de un tiempo todos se habían ido. El sol se había vuelto más caliente. Debía de ser cerca del mediodía. Metoy estaba más blanco que nunca, pero se sentó y dijo que podía ver uno y no dos lo mayor parte del tiempo. -Deberíamos ir a la sombra, Gana-dijo Esdan-. Metoy, ¿puedes levantarte? Se tambaleaba y arrastraba los pies, pero caminó sin ayuda, y fueron a la sombra del muro del jardín. Gana fue a buscar agua. Kamsa llevaba a Rekam en sus brazos, apretado contra su pecho, protegiéndolo del sol. No había hablado desde hacía largo rato. Cuando se hubieron acomodado dijo, medio preguntando y mirando a su alrededor: -Estamos completamente solos aquí. -Otros se habrán quedado-dijo Metoy-. En los recintos. Aparecerán. Gana regresó; no tenía recipiente para llevar agua, pero había empapado su pañuelo, y colocó la fría tela mojada en la cabeza de Metoy. Éste se estremeció. -Cuando puedas caminar mejor, podemos ir al recinto de la casa, liberado -dijo la mujer-. Allí hay lugares donde podemos vivir. -El recinto de la casa es donde crecí, abuela -dijo él. Y finalmente, cuando dijo que podía andar, recorrieron vacilantes y cojeantes el camino que Esdan recordaba vagamente, el camino a la prietajaula. Pareció un largo camino. Llegaron al alto muro del recinto y a la puerta abierta de par en par. Esdan se volvió para contemplar por un momento las ruinas de la gran casa. Gana se detuvo a su lado. -Rekam murió -dijo ella en voz muy baja. Esdan contuvo el aliento. -¿Cuándo? Ella sacudió la cabeza. -No lo sé. Quiere conservarlo todavía. Lo conservará hasta que llegue el memento adecuado, luego lo entregará a la tierra. -Miró a través de la puerta abierta a las hileras de cabañas, a los secos sembrados del huerto, al polvoriento suelo-. Hay montones de bebés aquí dentro -dijo-. En ese terreno. Dos de ellos míos. Sus hermanas. -Entró, siguiendo a Kamsa. Esdan aguardó un poco más en la puerta, y luego les siguió para hacer lo que tenía que hacer: cavar una tumba para el niño, aguardar con los otros la Liberación.

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