PJDO, Los diarios del Semidios1&2 (Extras de Percy Jackson) - Rick Riordan

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Para Otto y Noah, mis sobrinos semidioses

Contenido: Carta Campamento Mestizo Diario de Luke Mapa Campamento Mapa Inframundo Circulo Interno Percy Jackson y el carro robado Entrevista Percy Jackson, hijo de Poseidón Entrevista Clarisse La Rue, hija de ares Percy y el dragón de bronce Entrevista con Connor y Travis Stoll, hijos de Hermes Entrevista con Annabeth Chase, hija de atenea Entrevista con Grover Underwood, Sátiro Reporte de verano de Percy Jackson Percy Jackson y el caduceo de Hermes Entrevista con George y Martha, las serpientes de Hermes Guía de quien es quien mitología griega Maleta de campamento de Annabeth Sopa de Letras Tamaño Olímpico Percy Jackson y la espada de hades Percy Jackson y la cantante de apolo Guía de armas Los Doce Dioses del Olimpo más dos Guiar rápida de mitología (test) Leo Valdez y la búsqueda de Buford El hijo de la magia - Haley Riordan Griegos y Romanos Escribe el nombre de los 7 semidioses de la profecía Encuentra las siguientes palabras en el crucigrama Respuestas

Carta de Rick Riordan Querido joven semidiós: Tu destino te espera. Ahora que has descubierto tu verdadera familia, debes prepararte para un arduo futuro: luchar contra monstruos, vivir aventuras a través del mundo y tener que convivir con los temperamentales dioses griegos y romanos. No te envidio. Espero que este volumen te ayude en tus viajes. He estado mucho tiempo reflexionando antes de publicar estas historias, ya que me fueron entregadas en estricta confidencia. De todas maneras, tu supervivencia es lo primero y este libro te dará una vista interna del mundo de los semidioses: información que quizá te ayude a mantenerte con vida. Comenzaremos con “El diario de Luke Castellan”. Durante años, muchos lectores y campistas del Campamento Mestizo me han pedido que explique la historia de los primeros días de Luke, viviendo aventuras junto a Thalía y Annabeth antes de que llegaran al campamento. He sido bastante reacio a hacerlo, ya que ni a Annabeth ni a Thalía les gusta hablar de aquella época. La única información está manuscrita por la misma mano de Luke, en su diario original que el mismo Quirón me dio hace años. He pensado que a pesar de todo, compartir un poco de esa historia por una vez. Puede que sea de ayuda para entender qué malogró a un semidiós tan prometedor. En este pasaje sabrás cómo Thalía y Luke llegaron a Richmond, Virginia, persiguiendo una cabra mágica, cómo estuvieron a punto de morir en una casa del terror y cómo conocieron a una joven llamada Annabeth. También he añadido un mapa del invernadero de Alcíone en Richmond. A pesar del daño descrito en la historia, el edificio ha sido reconstruido lo que puede traer problemas. Si te aventuras a entrar, ten cuidado. Puede seguir conteniendo tesoros, pero lo más seguro es que también haya monstruos y trampas. Nuestra segunda historia me pondrá seguramente en problemas con Hermes. “Percy Jackson y el caduceo de Hermes” describe un incidente vergonzoso del dios de los viajeros, que quiso resolver disimuladamente con la ayuda de Percy y Annabeth. Cronológicamente, la historia sucede entre El Último Héroe del Olimpo y El Héroe Perdido, en los días cuando Percy y Annabeth acababan de comenzar a salir, antes de que Percy desapareciera. Es un buen ejemplo de cómo la rutina de los semidioses puede verse interrumpida en un momento por una crisis del Monte Olimpo. ¡Aunque vayas de picnic a Central Park, siempre lleva contigo tu espada! Hermes me ha amenazado con un correo lento, un servicio de Internet pésimo y unas acciones bursátiles horribles si publico esta historia. Espero que estuviera bromeando. Después de esa historia, he añadido una entrevista con George y Martha, las serpientes de Hermes, igual que el retrato de semidioses importantes que puedes reconocer durante tus misiones. Entre ellos está la primera imagen de Thalía Grace. Ella no quería hacerse una fotografía, pero nos las arreglamos para convencerla. A continuación, “Leo Valdez y la búsqueda de Buford” nos llevará detrás de las cámaras en el Búnker 9 mientras Leo intenta construir su súperbarco volador, el Argo II (también conocido como “la flamante y ardiente máquina de guerra ll”). Aprenderás que los encuentros con monstruos pueden incluso suceder en las fronteras del Campamento Mestizo y en este ejemplo, Leo se mete de pleno en algún lío potencialmente catastrófico incluyendo unas psicóticas chicas fiesteras, mesas andantes y materiales explosivos. Incluso con la ayuda de Piper y Jasón, no está claro que sea capaz de sobrevivir a los sucesos. También he incluido un diagrama del Búnker 9, aunque te aviso que es sólo un dibujo. Nadie, ni siquiera Leo, ha descubierto todos los pasajes y túneles secretos y salas escondidas del búnker. No podemos más que suponer lo grande e intrincado que es el lugar Finalmente. La historia más peligrosa de todas: El hijo de la magia. El tema es tan fuerte que ni siquiera pude escribirlo por mí mismo. No había forma que me pudiera acercar lo suficiente al joven semidiós Alabaster para entrevistarme con él. Podría haber sabido que yo era un agente del Campamento Mestizo y me habría hecho desvanecerme con tan solo verme. Mi hijo, Haley, de todas formas, pudo acceder a sus secretos. Haley, que ahora tiene dieciséis, igual que Percy Jackson, escribió “Hijo de la magia”, expresamente para este libro, y debo decir que ha intentado responder algunas preguntas que era incluso misterios para mí. ¿Quién controla la Niebla y cómo? ¿Por qué los monstruos son capaces de percibir a los semidioses? ¿Qué les pasó a los semidioses que lucharon con el ejército de Cronos durante la invasión de Manhattan? Todas esas cuestiones están respondidas en “Hijo de la magia”. Hallarás que abre la puerta de una parte completamente nueva y extremamente peliaguda del mundo de Percy Jackson. Espero que los Diarios del Semidiós te ayuden a prepararte para tu propia aventura. Como Annabeth te diría, el conocimiento es un arma. Te deseo suerte, joven lector. Ten tu armadura y tus armas a mano. Mantente alerta. Y recuerda, ¡no estás solo! Con cariño, Rick Riordan Escribano del Campamento Mestizo Long Island, Nueva York

El diario de Luke Castellan Me llamo Luke. En realidad, no sé si seré capaz de mantener este diario. Mi vida es bastante alocada. Pero le he prometido a un anciano que lo intentaría. Después de lo que ha pasado hoy bueno…..se lo debo. Mis manos me tiemblan mientras estoy aquí sentado haciendo mi guardia. No me puedo quitar las horribles imágenes de la cabeza. Tengo unas pocas horas antes de que las chicas se despierten. Quizá si escribo la historia, pueda quitármelo de la cabeza. Será mejor que comience con la cabra mágica. Durante tres días, Thalía y yo perseguimos esa cabra por toda Virginia. No estoy seguro por qué exactamente. En mi opinión, la cabra no parecía especial, pero Thalía estaba más inquieta de lo normal. Estaba convencida de que la cabra era algún tipo de señal de su padre, Zeus. Sí, su padre es un dios griego. Y también lo es el mío. Somos semidioses. Si crees que eso suena guay, piénsatelo de nuevo. Los semidioses son imanes de monstruos. Todas esas horribilidades de la Grecia antigua como las furias, las harpías o las Gorgonas siguen existiendo, y pueden percibir a los héroes como nosotros a millas de distancia. Por eso, Thalía y yo pasamos gran parte de nuestras vidas corriendo por nuestras vidas. Nuestros súper-poderosos padres ni siquiera nos hablan y mucho menos nos ayudan. ¿Por qué? Si intentara explicarlo, llenaría un diario entero, por lo que proseguiré con mi historia. De todos modos, esta cabra habría ido apareciendo al azar, siempre alejada de nosotros. Siempre que intentábamos acercarnos, la cabra se desvanecía y aparecía más lejos, como si nos estuviera llevando hacia algún lugar. Por mí, la habríamos dejado ir, pero Thalía no sabía cómo explicar que estaba convencida de que era importante, pero ella y yo habíamos vivido tantas aventuras juntos que había aprendido a confiar en su juicio. Por lo que seguimos la cabra. De madrugada, llegamos a Richmond. Recorrimos un estrecho puente que cruzaba un tranquilo río cuyas aguas tenían un tono verdoso, pasaron unos parques boscosos y unos cementerios de la Guerra Civil. Mientras nos acercamos al centro de la ciudad, nos dejamos llevar por entre unos adormilados vecindarios de casas de tejados rojos con vallas muy juntas, con porches blancos y pequeños jardines. Me imaginé todas aquellas familias normales viviendo en aquellas casas acogedoras. Me pregunté cómo sería tener un hogar, saber de dónde vendría mi próxima comida, sin tener que preocuparme por ser comido por monstruos cada día. Había estado huyendo desde que solo tenía nueve años, hacía cinco años. A duras penas recordaba cómo era dormir en una cama de verdad. Después de haber caminado una milla, mis pies comenzaban a sentirse como si se hubieran derretido en mis zapatos. Deseaba que pudiéramos encontrar un lugar para descansar, quizá conseguir algo de comida. En cambio de eso, encontramos a la cabra. La calle por la que íbamos se abrió a un gran parque circular. Unas majestuosas mansiones de tejados rojos encaraban una rotonda. En el medio del círculo, en lo alto de un pedestal de mármol blanco de siete metros, había un tipo de bronce sentado en un caballo. Pastando en la base del monumento estaba la cabra. – ¡Escóndete! –Thalía me arrastró detrás de una hilera de arbustos. –Es sólo una cabra–dije por milésima vez–. ¿Por qué…? –Es especial–insistió Thalía–. Es uno de los animales sagrados de mi padre. Su nombre es Amaltea. Nunca antes había mencionado el nombre de la cabra. Me pregunté por qué estaba tan nerviosa. Thalía no le tenía miedo a muchas cosas. Sólo tenía doce, dos años más pequeña que yo, pero si la vieras bajando por la calle, te apartarías de su camino. Vestía botas de cuero negro, tejanos negros y una chaqueta de cuero deshilachada con botones punks. Su cabello era oscuro y lo tenía recortado como si unos animales se lo hubieran arrancado a zarpazos. Sus intensos ojos azules te taladraban como si estuviera considerando la mejor forma de pegarte una paliza. Si era algo que le asustaba, tenía que tomármelo en serio. – ¿Has visto esta cabra antes? –pregunté. Asintió de mala gana. –En los Ángeles, la noche en la que hui. Amaltea me guio fuera de la ciudad. Y después, la noche que tú y yo nos conocimos… me guio hasta ti. Me quedé mirando a Thalía. Todo lo que yo sabía era que nuestro encuentro había sido accidental. Nos chocamos el uno con el otro en la cueva de un dragón fuera de Charleston y nos unimos para mantenernos con vida. Pero Thalía nunca había mencionado ninguna cabra. Igual que con su antigua vida en Los Ángeles, a Thalía no le gustaba hablar de ello. Yo la respetaba demasiado como para entrometerme. Sabía que su madre se había enamorado de Zeus. Al cabo del tiempo, Zeus se había marchado, como todos los dioses acababan haciendo. Su madre se lo había tomado mal, bebiendo y haciendo cosas alocadas (no sé los detalles) hasta que al final Thalía había decidido huir. En otras palabras, su pasado era muy parecido al mío. Thalía respiraba entrecortadamente. –Luke, cuando Amaltea aparece, algo importante está a punto de suceder… algo peligroso. Es como una advertencia de Zeus, o una guía. – ¿A qué? –No lo sé… pero mira. –Thalía señaló al otro lado de la calle–. Esta vez no ha desaparecido. Debemos estar cerca de lo que sea a lo que nos lleva. Thalía tenía razón. La cabra estaba allí de pie, a menos de cien metros mordisqueando con gracia la hierba de la base del monumento. No era ningún experto en animales de corral, pero Amaltea parecía extraña ahora que estaban más cerca. Tenía unos cuernos curvos como un carnero, pero las ubres hinchadas de una hembra. Y su lanudo pelaje gris… ¿estaba brillando? Unos mechones de luz parecían ceñirse a su alrededor como una nube de neón, haciéndola parecer borrosa y fantasmagórica. Un par de coches daban vueltas por la rotonda, pero nadie parecía darse cuenta de la cabra radioactiva. Aquello no me sorprendió. Había algún tipo de camuflaje mágico que mantenía a los mortales de ver las verdaderas apariencias de los monstruos y de los dioses. Thalía y yo no estábamos seguro de cómo se llamaba aquella fuerza o cómo funcionaba, pero era muy poderosa. Los mortales podían ver aquella cabra como un perro callejero, o simplemente no verla. Thalía me agarró por la muñeca. –Vamos. Quiero intentar hablar con ella. –Primero nos escondemos de la cabra–dije–. ¿Ahora quieres hablarle? Thalía me arrastró fuera de los arbustos y me empujó por la calle. No protesté. Cuando a Thalía se le mete una idea en la cabeza, no puedes hacer otra cosa que seguirle la corriente. Siempre acababa consiguiéndolo. Además, no podía dejarla ir sin mí. Thalía me había salvado la vida una docena de veces. Ella es solo mi amiga. Tiempo atrás, me había hecho amigo de mortales, pero cada vez que les decía la verdad sobre mí, no me entendían. Les confesaba que era hijo de Hermes, el tipo inmortal que hacía de mensajero con sandalias aladas. Les explicaba que los monstruos y los dioses griegos eran reales y que seguían vivos en el mundo moderno. Mis amigos mortales decían: “¡Eso es muy guay! ¡Ojalá yo fuera un semidiós!” como si fuera algún tipo de juego. Siempre me acababa yendo. Pero Thalía me entendió. Ella era como yo. Ahora que la había encontrado, yo estaba decidido a permanecer con ella. Si quería perseguir aquella cabra mágica que brillaba, entonces lo haríamos, aunque tuviera un mal presentimiento. Nos acercamos a la estatua. La cabra no nos prestó atención. Pastó un poco de hierba, entonces se rascó los cuernos contra la base de mármol del monumento. Una placa de bronce rezaba: Robert E. Lee. No sabía mucho sobre historia, pero estaba seguro de que Lee había sido un general que perdió una guerra. Aquello no debía ser un buen augurio. Thalía se arrodilló cerca de la cabra. – ¿Amaltea? La cabra se giró. Tenía unos tristes ojos ámbar y un collar de bronce alrededor de su cuello. Una difusa luz blanca brillaba alrededor de su cuerpo, pero lo que realmente me llamó la atención fueron sus ubres. Cada tetilla estaba etiquetada con letras griegas como si fueran tatuajes. Podía leer un poco de griego antiguo, algún tipo de don natural para los semidioses, supongo. Las tetillas decían: Néctar, Leche, Agua, Pepsi, Hielo y Mountain Dew sin azúcar. O quizá lo leí mal, o al menos eso esperé. Thalía miró a los ojos de la cabra.

–Amaltea, ¿qué quieres que haga? ¿Te ha enviado mi padre? La cabra me miró. Parecía estar ofendida, como si fuera intruso en una conversación privada. Di un paso tras, resistiéndome a empuñar mi arma. Oh, por cierto, mi arma era un palo de golf. Sí, os podéis reír. Tenía una espada hecha de bronce celestial, que es mortal para los monstruos, pero la espada se fundió con el ácido (una larga historia). Ahora todo lo que tengo era un hierro del nueve que cargaba en la espalda. No demasiado épico, que digamos. Si la cabra cargaba contra nosotros, íbamos a estar en problemas. Me aclaré la garganta. –Eh… Thalía, ¿estás segura de que esta cabra es de tu padre? –Es inmortal–dijo Thalía–. Cuando Zeus era un bebé, su madre Rea le escondió en una cueva… – ¿Por qué Cronos le quería comer? –había oído esa historia en algún lugar, de cómo el antiguo rey titán se había tragado a sus propios hijos. Thalía asintió. –Por lo tanto esta cabra, Amaltea, cuidó del bebé Zeus en su cuna. Ella le amamantó. – ¿Con Mountain Dew sin azúcar? –pregunté. Thalía frunció el ceño. – ¿Qué? –Lee las ubres–dije–. La cabra tiene cinco sabores además de un dispensador de hielo. –Beeeeeeee–baló Amaltea. Thalía dio golpecitos en la cabeza de la cabra. –Está bien. No ha querido insultarte. ¿Por qué nos has guiado aquí, Amaltea? ¿Dónde me quieres llevar? La cabra golpeó sus cuernos contra el monumento. De arriba vino el sonido de un chasquido metálico. Miré hacia arriba y vi al General Lee de bronce mover su brazo derecho. Casi me escondí detrás de la cabra. Thalía y yo ya nos habíamos encontrado con varias estatuas mágicas que se movían. Se llamaban autómatas y siempre eran malas noticias. No me sentía demasiado emocionado por golpear a Robert E Lee con un hierro del nueve. Afortunadamente, la estatua no atacó. Simplemente señaló a través de la calle. Le lancé una mirada nerviosa a Thalía. – ¿De qué va esto? Thalía señaló con la cabeza hacia la dirección en la que señalaba la estatua. Al otro lado de la rotonda había una mansión de ladrillos rojos enterrada en hiedra. A un lado, unos grandes robles rodeados con heno. Las ventanas de la casa estaban cerradas y eran oscuras. Unas blancas columnas torcidas sujetaban un porche en la puerta principal. La puerta estaba pintada de un color negro carbón. Incluso en aquella mañana soleada, el lugar parecía aterrador y lúgubre, como si fuera la casa encantada de Lo que el viento se llevó. Me sentí la boca seca. – ¿La cabra quiere que vayamos ahí? –Beeeeeeeee. –Amaltea movió su cabeza como si estuviera asintiendo. Thalía tocó los cuernos curvos de la cabra. –Gracias, Amaltea… Yo… yo confío en ti. No estaba seguro de por qué, considerando lo asustada que parecía Thalía. La cabra me molestaba, y no sólo porque dispensara productos de Pepsi. Había oído algo sobre la cabra de Zeus, algo sobre aquella piel brillante… De repente una niebla apareció alrededor de Amaltea y se la tragó. Una tormenta en miniatura la engulló. Un relámpago retumbó en la tormenta. Cuando la niebla de hubo disuelto, la cabra se había ido. Ni siquiera había podido probar el dispensador de hielo. Miré hacia la casa destartalada. Los árboles mohosos a cada lado parecían garras, esperando a atraparnos. – ¿Estás segura sobre esto? –pregunté a Thalía. Se giró hacia mí. –Amaltea me lleva hacia cosas buenas. La última vez que apareció, me llevó hasta ti. El cumplido me relajó como una taza de chocolate caliente. Era un imbécil por ello. Thalía podía hacer bajar y subir aquellos ojos azules, decirme unas palabras amables y podía hacer conmigo todo lo que quisiera. Pero no podía dejar de preguntarme si en Charleston, la cabra le había guiado hacia mí o hacia la cueva del dragón? Resoplé. –Vale. Mansión tétrica, allá vamos. La aldaba de latón tenía la forma de la cara de Medusa, lo que no era una buena señal. Las tablas del suelo del porche crujían bajo nuestros pies. Las contraventanas estaban cayéndose, pero el cristal estaba mugriento y cubierto, por el otro lado, con cortinas oscuras, por lo que no podíamos ver el interior. Thalía llamó. No hubo respuesta. Intentó forzar el picaporte, pero parecía estar cerrado. Esperaba que se rindiera, en vez de eso me miró, expectante. – ¿Puedes hacer lo tuyo? Apreté los dientes. –Odio tener que hacer lo mío. A pesar de que nunca hubiera conocido a mi padre y aunque tampoco lo quisiera hacer, compartía alguno de sus talentos. Además de ser el mensajero de los dioses, Hermes es el dios de los mercaderes (lo que explica que sea bueno con el dinero), los viajantes (lo que explica que el estúpido dios abandonara a mi madre y nunca volviera). También era el dios de los ladrones. Había robado cosas como, ah, sí, el rebaño de Apolo, mujeres, buenas ideas, monederos, la cordura de mi madre y mi oportunidad de tener una vida decente. Perdón, ¿ha sonado un tanto resentido? De todas formas, gracias a los divinos dones para robar de mi padre, tengo algunas habilidades de las que no me gusta presumir. Puse mi mano encima del pestillo cerrado de la puerta. Me concentré, percibiendo los mecanismos internos que controlaban el pestillo. Con un clic, éste se abrió. La cerradura del pomo fue aún más fácil. Puse mi mano encima, giré el pomo y la puerta se abrió. –Eso es muy guay–murmuró Thalía, aunque me había visto hacerlo docenas de veces. El umbral de la puerta soltaba un ácido olor malvado, como la respiración de un hombre que se moría. Thalía se adentró a pesar de todo. No pude hacer mucho más que seguirla. El interior era una sala de baile anticuada. Por encima, una araña de luces brillaba con pedazos de bronce celestial: puntas de flecha, trozos de armadura y empuñaduras de espadas rotas, todos repartiendo un ligero brillo verde por toda la sala. Dos vestíbulos iban a izquierda y derecha. Una escalera subía por la pared de detrás. Unas gruesas cortinas tapaban las ventanas. El lugar debía de haber sido impresionante en su día, pero ahora estaba en ruinas. El suelo de mármol de ajedrez estaba manchado con moho y con algo incrustado y seco que deseé que fuera kétchup. En una esquina, un sofá había sido destripado. Varias sillas de caoba habían sido hechas astillas. En la base de las escaleras había un montón de latas, trapos, y huesos, huesos humanos al juzgar por el tamaño. Thalía sacó su arma de su cinturón. El cilindro metálico parecía un bote de spray, pero cuando giró la muñeca, se expandió hasta que sujetaba una lanza con una punta de bronce celestial. Agarré mi palo de golf, algo que no era demasiado guay. Comencé a decir: –Quizá esto no sea muy buena… La puerta se cerró de golpe detrás de nosotros. Agarré el mango y apreté. No hubo suerte. Puse mi mano en el cerrojo y le pedí que se abriera. Esta vez no pasó nada. –Algún tipo de magia–dije–. Estamos atrapados. Thalía corrió hacia la ventana más cercana. Intentó apartar las cortinas, pero la pesada tela negra la atraparon por las muñecas. – ¡Luke! –gritó.

Las cortinas se fundieron a tentáculos de barro aceitoso como gigantescas lenguas negras. Se enrodaron por sus brazos y cubrieron su lanza. Me sentí como si mi corazón intentara salirme por la boca, pero ataqué a las cortinas y les vapuleé con mi palo de golf. Los tentáculos volvieron a hacerse tela lo suficiente como para poder liberar a Thalía. Su lanza resonó al caer contra el suelo. La aparté de las cortinas mientras éstas volvían a intentar atraparla. Los tentáculos de barro chasquearon en el aire. Afortunadamente, parecían anclados a las cortinas. Después de un par de intentos fallidos más, los tentáculos se relajaron y volvieron a ser cortinas. Thalía temblaba en sus brazos. Su lanza descansaba cerca de ellos, humeando como si hubiera sido hundida en ácido. Levantó las manos: estaban humeando y llenas de ampollas. Su cara estaba pálida como si fuera a entrar en shock. – ¡Aguanta! –La dejé en el suelo y rebusqué por entre mi mochila–. Aguanta, Thalía. Ya lo tengo. Finalmente encontré mi botella de néctar. La bebida de los dioses podía curar heridas, pero la botella estaba casi vacía. Dejé caer lo que quedaba por encima de las manos de Thalía. El humo se disipó. Las ampollas desaparecieron. –Vas a estar bien–dije–. Descansa. –No… no podemos…–su voz temblaba, pero se las arregló para levantarse. Miró las cortinas con una mezcla de miedo y náuseas–. Si todas las ventanas son como esa y la puerta esta atrancada… –Conseguiremos salir–le prometí. No creyó que sería un buen momento para recordarle que no estarían allí de no haber si por la cabra estúpida. Consideré nuestras opciones: una escalera de subida o dos vestíbulos oscuros. Miré al vestíbulo de la izquierda. Pude ver un par de pequeñas lucecitas rojas brillando cerca del suelo. ¿Dos lámparas? Entonces las luces se movieron. Se inclinaron hacia arriba y hacia abajo, haciéndose más brillantes y acercándose. Un gruñido hizo que todos mis pelos se pusieran de punta. Thalía soltó un ruidito ahogado. –Eh… Luke… Señalaba hacia el otro vestíbulo. Otro par de brillantes ojos rojos nos miraban desde las sombras. De ambos vestíbulos vino el mismo clack, clack, clack hueco, como si alguien estuviera tocando unas castañuelas huesudas. –Las escaleras tienen muy buena pinta–dije. En respuesta, la voz de un hombre nos habló por encima de nosotros. –Sí, por aquí. La voz era alta y llena de tristeza, como si nos estuviera llevando hacia un funeral. – ¿Quién eres? –grité. –Daos prisa–nos llamó la voz, pero no sonaba demasiado emocionado. A mi derecha, la misma voz resonó–. Daos prisa. Clack, clack, clack. Eché otro vistazo. La voz parecía venir de lo que había en el vestíbulo, la cosa con los brillantes ojos rojos. ¿Pero cómo una misma voz podía venir de dos sitios distintos? Entonces la misma voz nos llamó desde el vestíbulo a la izquierda. –Daos prisa. Y el mismo clack, clack, clack. Tras enfrentarme a un par de cosas aterradoras: perros que escupían fuego, escorpiones pétreos, dragones, etc. sin mencionar las cortinas negras aceitosas devora-hombres. Pero algo en aquellas voces resonando a mí alrededor, aquellos ojos rojos avanzando en cada dirección y los extraños ruidos huecos me hacían sentir como si fuera un ciervo rodeador por lobos. Cada músculo de mi cuerpo se tensó. Mis instintos me decían que corriera. Agarré la mano de Thalía y salí corriendo hacia las escaleras. –Luke… – ¡Vamos! –Pero si es otra trampa… – ¡No hay otra elección! Subí por las escaleras, arrastrando a Thalía conmigo. Sabía que tenía razón. Podíamos ir yendo hacia nuestras muertes, pero también sabía que teníamos que alejarnos de aquellas cosas del piso de abajo. Tuve demasiado miedo de mirar hacia abajo, pero podía oír a las criaturas acercándose, gruñendo como gatos salvajes y retumbando en el suelo de mármol como si tuvieran pezuñas de caballo. ¿Qué en el Hades eran ellos? En lo alto de las escaleras, llegamos a otro vestíbulo. Unas paredes débilmente iluminadas por unos candelabros hacían parecer que las puertas bailaran a ambos lados. Salté sobre un montón de huesos, dándole una patada por accidente a una calavera humana. En algún lugar por encima de nosotros, la voz masculina nos llamó: – ¡Por aquí! –sonaba más urgente que antes–. ¡La última puerta a la izquierda! ¡Daos prisa! Detrás de nosotros, las criaturas repitieron sus palabras: – ¡Izquierda! ¡Daos prisa! Quizá las criaturas solo estaban imitando sus voces como loros. O quizá la voz delante de nosotros pertenecía también a un monstruo. Aun así, algo acerca del tono del hombre era real. Sonaba solo y miserable, como un rehén. –Tenemos que ayudarle–anunció Thalía, como si leyera mis pensamientos. –Sí. Avanzamos hacia la voz. El pasillo estaba más en ruinas: el papel de las paredes se caía como la corteza arrancada de los árboles, candelabros de velas hechos pedazos. La alfombra estaba hecha jirones y había huesos por los rincones. Una luz se filtraba por debajo de la última puerta a la izquierda. Detrás de nosotros, el sonido de los cascos sonó más fuerte. Llegamos a la puerta y me lancé contra ella pero se abrió sola. Thalía y yo entramos dentro, cayendo de cara en la alfombra. La puerta se cerró de golpe. En el exterior, las criaturas gruñeron en frustración y arañaron las paredes. –Hola–dijo la voz del hombre, más cercana ahora–. Lo siento mucho. Mi cabeza me daba vueltas. Creía que le había oído a mi izquierda, pero cuando miré hacia arriba, estaba de pie ante nosotros. Vestía unas botas de piel de serpiente y un traje moteado de verde y marrón que podría haber estado hecho con el mismo material. Era alto y descarnado, con un pelo gris y puntiagudo casi tan salvaje como el de Thalía. Tenía la pinta de un Einstein viejo, alocado y a la moda. Sus hombros estaban caídos. Sus tristes ojos verdes estaban rodeados de bolsas. Debió de ser apuesto hace tiempo, pero la piel de su cara colgaba como si hubiera sido deshinchado o algo parecido. Su habitación estaba colocada como si fuera un estudio. A diferencia del resto de la casa, estaba en buenas condiciones. Contra la pared más lejana había una litera, un escritorio con un ordenador y una ventana cubierta con cortinas negras como las de la planta de abajo. Por la pared derecha había una librería, una pequeña cocina y dos puertas, una llevaba a un lavabo y la otra era un gran armario. Thalía dijo: –Eh… Luke… Señaló a mi izquierda. Un poco más y mi corazón me sale por la boca. El lado izquierdo de la habitación tenía una hilera de barras de acero como las de una cárcel. Dentro había la exhibición zoológica más aterradora que jamás había visto. Una superficie de tierra estaba llena de huesos y pedazos de armaduras, y paseándose por entre la jaula había un monstruo con una cabeza de león y una piel roja del color del óxido. En vez de garras tenía pezuñas como un caballo, y su cola se movía como si fuera un látigo. Su cabeza era una mezcla de caballo y lobo, con las orejas puntiagudas, un morro alargado y unos labios negros que se parecían alarmantemente a los de un ser humano. El monstruo gruñó. Durante un segundo creí que llevaba puesto un bozal como los de los perros. En vez de dientes, tenía dos huesos con forma de herradura. Cuando abría su boca, los huesos hacían el inquietante ruido de clack, clack, clack que habían oído abajo. El monstruo fijó sus brillantes ojos rojos en mí. Le caía saliva de su huesuda y extraña mandíbula. Quise correr, pero no había ningún lugar al que ir. Yo seguía oyendo a los otros dos monstruos en el pasillo. Thalía me ayudó a ponerme de pie. Agarré su mano y miré a la cara al anciano. – ¿Quién eres? –le pedí–. ¿Qué es esa cosa en la jaula? El anciano hizo una mueca. Su expresión estaba tan llena de miseria que creí que iba a llorar. Abrió su boca, pero cuando habló, las palabras no vinieron de él. Como algún tipo de ventriloquia terrorífica, el monstro habló por él, con la voz del anciano:

–Soy Halcyon Green. Lo lamento mucho, pero estáis en la jaula. Habéis sido destinados a morir. Habíamos dejado la lanza de Thalía en el piso de abajo, por lo que sólo teníamos un arma, mi palo de golf. Apunté con ella hacia el anciano, pero no hizo ningún movimiento amenazador parecía tan lastimero y tan deprimido que no podía hacerle nada. –Será mejor que te expliques–le espeté–. ¿Por qué? ¿Cómo? ¿Qué? Como podrás ver, soy bueno dialogando. Detrás de las barras, el monstruo hizo chasquear sus mandíbulas huesudas. –Entiendo vuestra confusión–dijo con la voz del anciano. Su tono amistoso no parecía combinar mucho con el brillo homicida en sus ojos–La criatura que veis es una leucrota. Tiene el don de imitar voces humanas. Así es como atrae a sus presas. Miré hacia el hombre y el monstro una y otra vez. –Pero… ¿la voz es tuya? Me refiero, el tipo con el traje de serpiente, ¿estoy oyendo lo que quiere decir? –Eso es correcto–la leucrota suspiró fuertemente–. Yo soy, como tú dices, el tipo con el traje de serpiente. Esta es mi maldición. Mi nombre es Halcyon Green, hijo de Apolo. Thalía dio un traspié hacia atrás. – ¿Eres un semidiós? Pero tú eres tan… – ¿Viejo? –preguntó la leucrota. El hombre, Halcyon Green, estudio sus manos llenas de arrugas, como si no pudiera creerse que eran suyas–. Sí, lo soy. Entendí la sorpresa de Thalía. Habíamos conocido unos pocos semidioses en nuestros viajes, algunos amistosos, otros no tanto. Pero todos eran niños como nosotros. Nuestras vidas eran tan peligrosas, que Thalía y yo supusimos que era improbable que ningún semidiós llegara a ser adulto. Aun así, Halcyon Green era viejo, debía tener sesenta años al menos. – ¿Cuánto tiempo llevas aquí? –pregunté. Halcyon se encogió de hombros, indiferentemente. El monstruo habló por él. –He perdido la cuenta. ¿Décadas? Como mi padre es el dios de los oráculos, nací con la maldición de ver el futuro. Apolo me advirtió que me mantuviera callado. Me dijo que nunca compartiese lo que veía porque haría enfurecer a los dioses. Pero años atrás… tuve que hablar. Conocí una niña pequeña que estaba destinada a morir en un accidente. Salvé su vida revelándole el futuro. Intenté concentrarme en el anciano, pero era difícil no mirar la boca del monstruo, aquellos labios negros, aquellas mandíbulas huesudas. –No lo entiendo–me forcé a mirar los ojos de Halcyon–. Hiciste algo bueno. ¿Por qué haría eso enfurecer a los dioses? –No les gusta que los mortales jueguen con el destino–dijo la leucrota–. Mi padre me maldijo. Me obligó a vestir estas ropas, la piel de Pitón, que guardó el oráculo de Delfos tiempo atrás, como recordatorio de que yo no era un oráculo. Me dejó sin voz y me encerró en esta mansión, mi hogar de niñez. Entonces los dioses enviaron las leucrotae para vigilarme. Normalmente, las leucrotae solo imitan el habla humana, pero estas están conectadas con mis pensamientos. Era la forma de Apolo de recordarme, para siempre, que mi voz solo llevaría a los demás a su perdición. Un sabor amargo me recorrió la lengua. Yo ya sabía que los dioses podían ser crueles. Mi despreciable padre me había estado ignorando durante catorce años. Pero la maldición de Halcyon Green era mucho más que mala. Era cruel. –Podrías devolvérselo–dije–. No te mereces esto. Escapa. Mata los monstruos. Te ayudaremos. –Tiene razón–dijo Thalía–. Él es Luke, por cierto. Yo soy Thalía. Hemos luchado contra muchos monstruos. Tiene que haber algo que podamos hacer, Halcyon. –Llamadme Hal–dijo la leucrota. El anciano negó con la cabeza–. Pero no lo entendéis. No sois los primeros en venir aquí. Me temo que todos los semidioses creen que hay esperanza cuando llegan aquí. Algunas veces intento ayudarles, pero nunca funciona. Las ventanas están protegidas por cortinas letales… –Lo he notado–murmuró Thalía. –…y la puerta está fuertemente encantada. Te deja entrar, pero no salir. –Ya lo veremos–me giré y puse mi mano encima de la cerradura. Me concentré hasta que cayeron gotas de sudor por mi cuello, pero nada funcionó. Mis poderes son inútiles. –Te lo dije–dijo la leucrota–. Ninguno de nosotros puede salir. Luchar contra los monstruos es imposible. No pueden ser heridos por ningún metal conocido por el hombre o los dioses. Para dar veracidad a esto último, el anciano se abrió uno de los lados de su chaqueta de piel de serpiente, revelando una daga en su cinturón. Desenfundó la hoja de bronce celestial y se acercó a la jaula del monstruo. La leucrota le gruñó. Hal introdujo el cuchillo por entre las barras, en dirección a la cabeza del monstruo. Normalmente, el bronce celestial desintegraría un monstruo con un solo toque. La hoja simplemente traspasó el hocico de la leucrota, no dejando ninguna marca. La leucrota golpeó sus pezuñas contra las barras, y Hal retrocedió. – ¿Veis? –el monstruo habló por Hal. – ¿Así que simplemente te has rendido? –Dijo Thalía–. ¿Ayudas al monstruo a atraernos hacia aquí y esperas a que nos maten? Hal enfundó su daga. –Lo siento, cielo, pero no tengo elección. Estoy aquí atrapado, también. Si no coopero, los monstruos me dejarían morirme de hambre. Los monstruos podrían haberos matado en cuanto entrasteis en la casa, pero me usan para atraeros en el piso de arriba. Me permiten vuestra compañía durante momento. Facilita mi soledad. Y entonces… bueno, a los monstruos les gusta comer al atardecer. Lo que hoy pasará, a las 7:03–miró al reloj digital que había en su escritorio, que ponía 10:34 AM. –. Después, yo subsisto con lo que llevéis en las mochilas–. Miró con hambre hacia mi mochila, y un escalofrío me recorrió la espina dorsal. –Eres tan malo como los monstruos–dije. El anciano se estremeció. No me importó haberle ofendido. En mi mochila tenía dos barritas Snickers, un sándwich de jamón, una cantimplora de agua, y una botella vacía de néctar. No quería que me mataran por aquello. –Tenéis derecho a odiarme–dijo la leucrota con la voz de Hal–, pero no puedo salvaros. Al anochecer, las barras se alzarán. Los monstruos os llevarán a parte y os matarán. No hay escapatoria. Dentro de la jaula del monstruo un panel cuadrado en la pared trasera se abrió. No había visto antes el panel, pero debía conectar con otra habitación. Dos leucrotae más entraron en la jaula. Los tres fijaron sus ojos rojos brillantes en mí, con sus huesudas mandíbulas haciendo crujidos. Me pregunté cómo podrían los monstruos comer con unas bocas tan extrañas. Como respondiendo a mi pregunta, una leucrota cogió un pedazo de armadura con la mandíbula. La coraza de bronce celestial se rompió con la fuerza de una bisagra y la mandíbula agujereó de un mordisco el metal. –Como veis–dijo otra leucrota con la voz de Hal–, los monstruos son increíblemente fuertes. Me sentí las piernas como si estuvieran hechas de flan. Los dedos de Thalía se clavaron en mi brazo. –Haz que se vayan–pidió ella–. Hal, ¿puedes hacer que se vayan? El anciano frunció el ceño. El primer monstruo dijo: –Si hago eso, no podremos hablar. El segundo monstruo añadió con la misma voz: –Además, cualquier estrategia de escape en la que podáis pensar, alguien ya la ha intentado usar antes que vosotros. El tercer monstruo dijo: –No hay ninguna forma de hablar en privado. Thalía anduvo de un lado para otro, igual que los monstruos. – ¿Saben lo que estamos diciendo? Me refiero, ¿sólo hablan o también entienden las palabras? La primera leucrota hizo un gemido agudo. Entonces imitó la voz de Thalía: – ¿Entienden las palabras? Se me cerró el estómago. El monstruo había imitado a Thalía a la perfección. Si hubiera oído esa voz en la oscuridad, pidiéndome ayuda, habría ido corriendo sin pensármelo hacia ella. El segundo monstruo habló por Hal:

–Las criaturas son inteligentes, igual que los perros son inteligentes. Comprenden las emociones y unas pocas frases. Pueden atraer a sus presas gritando cosas como “¡Ayuda!”. Pero no estoy seguro de cuánto diálogo humano pueden llegar a entender. No importa. No podéis engañarles. –Haz que se vayan–dije–. Tienes un ordenador. Escribe lo que quieras decir. Si vamos a morir al atardecer, no quiero que esas cosas me estén mirando ahí todo el día. Hal vaciló. Entonces se giró a los monstruos y se les quedó mirando en silencio. Después de unos momentos, las leucrotae gruñeron. Caminaron por fuera de la jaula y el panel trasero se cerró detrás de ellos. Hal me miró. Abrió las manos como si se disculpara o como si pidiera preguntas. –Luke–dijo Thalía, ansiosa–, ¿tienes un plan? –Aún no–admití–. Pero será mejor que pensemos en alguno antes del atardecer. Era una extraña sensación, el tener que esperar a la muerte. Normalmente cuando Thalía y yo luchamos contra monstruos, teníamos unos dos segundos para configurar un plan. La amenaza era inmediata. O vivíamos o moríamos al instante. Ahora teníamos todo el día atrapado en una habitación sin nada que hacer, sabiendo que al atardecer aquellas barras de la jaula se levantarían y estaríamos destinados a una muerte segura y destrozados por los monstruos que no podían ser asesinados por ningún arma. Entonces Halcyon Green se comería mis barritas Snickers. El suspenso era casi peor que cualquier ataque. Parte de mí estaba tentado de noquear al anciano con mi palo de golf y dárselo de comer a las cortinas. Entonces al menos no podría ayudar a atraer más semidioses a sus muertes. Pero no podía hacerlo. Hal era demasiado frágil y patético. Además, su maldición no era culpa suya. Había estado atrapado en aquella habitación durante décadas, forzado a depender de los monstruos para tener voz y para sobrevivir, forzado a observar cómo otros semidioses morían, todo porque salvó la vida de una niña. ¿Qué tipo de justicia era aquella? Yo seguía aún enfadado con Hal por habernos atraído hacia allí, pero podía entender por qué había perdido la esperanza después de tantos años. Si alguien se merecía un palo de golf en su cabeza, era Apolo, y todos los demás holgazanes dioses olímpicos, por lo mismo. Repasamos el apartamiento prisión de Hal. Las estanterías estaban llenas desde novelas de suspense a libros de historia antigua. –Podéis leer lo que queráis–escribió Hal en su ordenador–. Todo menos mi diario personal, es algo íntimo. Protegió con la mano un libro encuadernado con cuero verde cerca de su teclado. –Ningún problema–dije. Dudé si alguno de aquellos libros nos podría ayudar, y no me pude imaginar si Hal había podido tener algo interesante que poner en su diario, estando atrapado casi toda su vida en aquella habitación. Nos mostró que disponía de conexión a Internet. Genial. Podíamos pedir pizza y observar cómo los monstruos se comían al repartidor. No serviría de mucha ayuda. Supuse que podíamos haber enviado un correo a alguien en busca de ayuda, aunque no teníamos a nadie con quién contactar, y nunca había enviado ningún correo. Thalía y yo ni siquiera teníamos móviles de teléfono. Habíamos descubierto a las malas que cuando los semidioses usaban la tecnología, atraía a los monstruos como la sangre atrae a los tiburones. Entramos en el lavabo. Estaba bastante limpio teniendo en cuenta lo mucho que Hal había estado viviendo allí. Tenía dos trajes de piel de serpiente iguales, lavados a mano al parecer, colgando de la barra encima de la bañera. Su botiquín estaba lleno de suministros robados de la basura: maquillaje, medicamentos, cepillos de dientes, primeros auxilios, ambrosía y néctar. Traté de no pensar de dónde habían salido todas aquellas cosas mientras rebuscaba por entre las cosas, pero no vi nada que pudiera vencer las leucrotae. Thalía cerró un cajón fuertemente por frustración. – ¡No lo entiendo! ¿Por qué me ha traído hasta aquí Amaltea? ¿Los otros semidioses vienen aquí también atraídos por la cabra? Hal frunció el ceño. Hizo un gesto para que le siguiera a su ordenador. Se inclinó sobre el teclado y tecleó: – ¿Qué cabra? No vi ninguna razón para mantenerlo en secreto. Le dije que habíamos estado siguiendo la cabra que dispensaba Pepsi de Zeus por Richmond, y cómo ella nos había atraído hasta la casa. Hal parecía desconcertado y escribió: –He oído hablar de Amaltea, pero no sé por qué os ha traído hasta aquí. Los otros semidioses se sienten atraídos a la mansión por el tesoro. Supuse que vosotros también lo hicisteis. – ¿Tesoro? –preguntó Thalía. Hal se levantó y nos mostró su armario. Estaba lleno de más suministros obtenidos por desafortunados semidioses: abrigos demasiado pequeños para Hal, algunas antorchas antiguas de madrea y brea, piezas de armadura abolladas y algunas espadas de bronce celestial que habían sido dobladas y rotas. Vaya lástima, necesitaba otra espada. Hal reorganizó cajas de libros, zapatos y unas cuantas barras de oro y una pequeña cesta llena de diamantes con los que no parecía demasiado interesado. Desenterró una caja fuerte cuadrada de metal de metro y medio e hizo el gesto como diciendo: ¡Tachán! – ¿Puedes abrirla? –pregunté. Hal negó con la cabeza. – ¿Sabes lo que hay dentro? –preguntó Thalía. De nuevo, Hal negó con la cabeza. –Está cerrada–supuse. Hal asintió, entonces cruzó un dedo por su cuello. Me arrodillé cerca de la caja fuerte. No la toqué, pero puse mis manos cerca del cerrojo. Mis dedos cosquillearon como si la caja fuerte fuera un horno ardiendo. Me concentré hasta que pude percibir los mecanismos de su interior. No me gustó lo que encontré. –Esto son malas noticias–murmuré–. Sea lo que sea que haya dentro tiene que ser importante. Thalía se arrodilló a mi lado. –Luke, es por esto por lo que estamos aquí–sonaba muy emocionada–. Zeus quiere que encuentre esto. La miré, escéptico. No sabía cómo podía tener tanta fe en su padre. Zeus no la había tratado mucho mejor que Hermes me había tratado a mí. Además, muchos semidioses habían estado abandonados allí. Y estaban todos muertos. Aun así, ella me miró con aquellos grandes ojos azules, y supe que aquél momento sería otro de esos en los que Thalía me llevaba por dónde quería. Suspiré: –Me vas a pedir que la abra, ¿verdad? – ¿Puedes? Me mordí el labio. Puede que la próxima vez que me decida juntar con alguien, lo haga con alguien que no me gustara tanto. Me resultaba imposible decirle que no a Thalía. –La gente la ha intentado abrir antes–le advertí–. Hay una maldición en el mango. Supongo que cualquiera que lo toca queda reducido a un montón de cenizas. Miré a Hal. Su cara empalideció hasta adquirir el mismo tono que su pelo grisáceo. Me tomé aquello como un sí. – ¿Puedes reducir la maldición? –me preguntó Thalía. –Eso creo–dije–. Pero hay una segunda trampa por la que estoy preocupado. – ¿Una segunda trampa? –Nadie ha conseguido desactivar la combinación–dije–. Sé que es porque hay un depósito de veneno preparado para romperse en cuanto pulses el tercer número. Nunca ha sido activado. Juzgando la expresión de Hal, aquello era nuevo para él. –Puedo intentar desactivarlo–dije–, pero si me equivoco, todo el apartamento se llenará de gas y moriremos. Thalía tragó saliva. –Confío en ti. No… no te equivoques. Me giré hacia el anciano. –Quizá debas esconderte en la bañera. Ponte algunas toallas húmedas por encima, eso te protegerá. Hal se movió, incómodo. La piel de serpiente de su traje se arrugó como si siguiera viva e intentara tragarse algo desagradable. Su cara cambió al ritmo de sus emociones: miedo, duda, pero en mayor parte, lástima. Supuse que no podía aceptar la idea de esconderse en su bañera mientras

dos niños arriesgaban sus vidas. O quizá aún había un poco de espíritu de semidiós en su interior después de todo. Inclinó su cabeza hacia la caja fuerte como diciendo: Adelante. Toqué el candado de la combinación. Me concentré tanto que notaba cómo se me escurría el alma por los dedos. Mi pulso se aceleró. Una gota de sudor se deslizó por mi nariz. Finalmente noté cómo los engranajes se movían. El metal crujió, el interruptor hizo un click y los tornillos se aflojaron. Con cuidado de evitar el manillar, abrí la puerta con la punta de mis dedos y extraje un frasco de líquido verde sin romper. Hal suspiró. Thalía me besó en la mejilla, algo que no debería de haber hecho mientras sujetaba con una mano un frasco potencialmente letal. –Eres genial–me dijo. ¿Merecía la pena aquel riesgo? Sí, lo merecía. Miré en la caja fuerte y parte de mi entusiasmo desapareció. – ¿Eso es todo? Thalía metió la mano y sacó un brazalete. No parecía demasiado, sólo una hilera de lazos de plata pulida. Thalía se lo puso en la muñeca. No sucedió nada. Frunció el ceño. –Debería pasar algo. Si Zeus me ha enviado aquí… Hal aplaudió llamando nuestra atención. De repente sus ojos tenían la misma pinta de alocados que su pelo. Gesticulaba rápidamente, pero no tenía ni idea de lo que intentaba decirnos. Finalmente dio un golpe en el suelo con su bota de piel de serpiente, frustrado, y se giró hacia su escritorio. Se sentó delante de su ordenador y comenzó a teclear. Miré su reloj. Quizá el tiempo iba más rápido en aquella casa, o quizá el tiempo vuela cuando estás esperando a morir, pero casi se había pasado la tarde. Nuestro día estaba a punto de terminarse. Hal nos enseñó el largo párrafo que había escrito: – ¡Sois vosotros! ¡Habéis encontrado el tesoro! ¡No me lo puedo creer! ¡Esa caja fuerte ha estado cerrada desde antes de que yo naciera! ¡Apolo me dijo que mi maldición terminaría cuando el dueño del tesoro lo reclamara! Si vosotros sois los dueños… Había más, todo lleno de exclamaciones, pero antes de que pudiera terminar de leer, Thalía dijo: –Espera. Nunca he visto este brazalete. ¿Cómo podría ser yo la dueña? Y si tu maldición se supone que ha terminado, ¿eso significa que los monstruos se han ido? Un clack, clack, clack le respondió desde el pasillo. Fruncí el ceño y miré a Hal. – ¿Has recuperado tu voz? Abrió su boca, pero no emitió ningún sonido. Sus hombros se derrumbaron. –Quizá Apolo quiso decir que te íbamos a rescatar–dijo Thalía. Hal tecleó otra frase: –Quizá signifique que moriré hoy. –Gracias, don Positivismo–dije–. Creía que podías predecir el futuro. ¿No sabes cuándo sucederá eso? Hal tecleó: –No puedo mirar. Es demasiado peligroso. Ya habéis visto lo que me pasó la última vez que usé mi don. –Claro–me quejé–. No te arriesgues. Podrías echar por la borda esta maravillosa vida que tienes aquí montada Sabía que había sido mezquino, pero la cobardía del anciano me molestaba. Había dejado que los dioses le usaran como pelota anti-estrés durante mucho tiempo. Era hora de contraatacar, preferiblemente antes de que Thalía y yo nos convirtiéramos en la cena de las leucrotae. Hal bajó su cabeza. Su pecho temblaba y me di cuenta de que estaba llorando en silencio. Thalía me lanzó una mirada de irritación. –Está bien, Hal. No nos vamos a rendir. Este brazalete tiene que ser la solución. Tiene que tener un poder especial. Hal respiró hondo. Se giró hacia el teclado y escribió: –Es plata. Aunque se convierta en un arma, los monstruos no pueden ser heridos por ningún metal. Thalía se giró hacia mí con una petición en sus ojos, como diciendo “Te toca tener una idea útil”. Estudié la jaula detenidamente, el panel de metal por el que los monstruos habían salido. Si la puerta del estudio no se abría más y la ventana estaba cubierta por unas cortinas escupe-ácido y devora-hombres, entonces el panel era nuestra única salida. No podíamos usar armas de metal. Tenía un frasco de veneno, pero si estaba en lo cierto, mataría a todo el mundo en la habitación en cuanto fuera abierto. Pasaron docenas de ideas por mi cabeza, pero las fui desechando a todas. –Tenemos que encontrar un tipo distinto de arma–decidí–. Hal, déjame tu ordenador. Hal parecía tener dudas, pero me dio su asiento. Miré la pantalla. Honestamente, nunca he usado demasiados ordenadores. Como he dicho, la tecnología atraía los monstruos. Pero Hermes era el dios de la comunicación, los caminos y el comercio. Quizá aquello significara tener algún poder sobre Internet. Ojalá pudiera tener algún toque mágico sobre un Google divino o algo así. –Sólo una vez–murmuré a la pantalla–, ayúdame un poco. Muéstrame que hay algo bueno en ser hijo tuyo. – ¿Qué dices, Luke? –preguntó Thalía. –Nada–dije. Abrí el buscador de Internet y comencé a teclear. Busqué sobe las leucrotae, esperando encontrar sus debilidades. En Internet no había casi nada sobre ellas, excepto que eran animales legendarios que atraían a sus presas imitando las voces humanas. Busqué “armas griegas”. Encontré un montón de imágenes de espadas, lanzas y catapultas, pero dudé que pudiéramos matar a los monstruos con JPEGs de alta resolución. Tecleé la lista de las cosas que teníamos por la habitación: antorchas, bronce celestial, veneno, barritas Snickers, palo de golf, etc., esperando que alguno de ellos formara parte de alguna fórmula mágica para matar a las leucrotae. No hubo suerte. Tecleé “ayúdame a matar a las leucrotae”. El buscador me sugirió que había querido decir “ayúdame a matar la leucemia”. Me dolía la cabeza. No sabía cuánto tiempo había pasado buscando hasta que miré el reloj: las cuatro de la tarde. ¿Cómo era aquello posible? Mientras tanto, Thalía había intentado activar su nuevo brazalete, sin suerte. Lo había girado, toqueteado, golpeado, subido por su muñeca, lanzado contra la pared y movido por encima de su cabeza mientras gritaba: “¡ZEUS!” pero no había pasado nada. Nos miramos el uno al otro y supe que a ambos se nos habían acabado las ideas. Pensé en lo que Hal Green nos había dicho. Todos los semidioses comenzaban esperanzados. Todos tenían ideas para escapar, todos habían fracasado. No podía dejar que aquello pasara. Thalía y yo habíamos sobrevivido a mucho para rendirnos entonces. Pero yo no podía pensar en nada que pudiéramos intentar probar. Hal se me acercó y me señaló en el teclado. –Adelante–le dije, desesperanzado. Nos cambiamos el sitio. –Se nos acaba el tiempo–tecleó–. Voy a intentar predecir el futuro. Thalía frunció el ceño. –Creía que habías dicho que era demasiado peligroso. –No importa–escribió Hal–. Luke tiene razón. Soy un anciano cobarde, pero Apolo no me puede castigar con nada peor que esto. Quizá pueda ver algo que os ayude. Thalía, dame tus manos. Se giró hacia ella. Thalía vaciló. En el exterior de la habitación, las leucrotae gruñeron y arañaron las paredes. Sonaban hambrientas. Thalía puso sus manos sobre las de Halcyon Green. El anciano cerró sus ojos y se concentró, de la misma manera que hago yo cuando quiero abrir un cerrojo complicado. Se estremeció y respiró profundamente. Miró a Thalía con una expresión de simpatía. Se giró al teclado y vaciló un largo rato antes de teclear. –Estás destinada a sobrevivir hoy–tecleó Hal. –Eso… eso es bueno, ¿verdad? –preguntó–. ¿Por qué estás tan triste? Hal se quedó mirando la vara parpadeante del programa de texto. Tecleó: –Algún día muy pronto, te sacrificarás para salvar a tus amigos. He visto cosas que son… difíciles de describir. Años de soledad. Estarás de pie y aun así, viva pero dormida. Cambiarás una vez, y entonces volverás a cambiar. Tu camino será triste y solitario. Pero algún día te reencontrarás con tu familia de nuevo. Thalía apretó sus puños. Comenzó a hablar, entonces miró la habitación. Finalmente pegó un puñetazo a las estanterías. –Eso no tiene sentido. Me sacrificaré, pero viviré. ¿Cambiar? ¿Dormir? ¿A eso lo llamas futuro? Yo… yo… ni siquiera tengo familia. Sólo mi madre, pero no hay forma de que pueda volver con ella. Hal se mordió los labios. Tecleó:

–Lo siento. No controlo lo que veo. Pero no me refiero a tu madre. Thalía casi se dejó caer en las cortinas. Se detuvo justo a tiempo, pero parecía mareada, como si acabara de bajarse de una montaña rusa. – ¿Thalía? –pregunté, todo lo amable que pude–. ¿Sabes de lo que está hablando? Me lanzó una mirada acaparadora. No entendí por qué parecía tan nerviosa. Yo sabía que no le gustaba hablar de su vida en Los Ángeles, pero me había dicho que era hija única y nunca había mencionado a ningún otro familiar que no fuera su madre. –No es nada–dijo al final–. Olvídalo. La capacidad de predecir el futuro de Hal está oxidada. Estaba seguro de que ni Thalía se creía eso. –Hal–dije–, tiene que haber algo más. Nos has dicho que Thalía sobrevivirá. ¿Cómo? ¿No has visto nada sobre el brazalete? ¿O sobre la cabra? Necesitamos algo más para que nos ayude. Negó con la cabeza entristecido. Tecleó: –No he visto nada sobre el brazalete. Lo siento. Sólo sé un poco sobre la cabra Amaltea, pero dudo que ayude. La cabra cuidó a Zeus cuando era un bebé. Después, Zeus la mató y usó su piel para hacer su escudo, la égida. Me rasqué la barbilla. Estaba seguro de que esa era la historia que había intentado recordar cuando estábamos escondidos de la cabra. Parecía importante, pero no conseguía saber por qué. –Así que Zeus se cargó a su mamá cabra. Algo muy típico en los dioses. Thalía, ¿sabes algo sobre ese escudo? –Asintió, aliviada de cambiar de tema. –Atenea puso la cabeza de Medusa en la parte delantera y bañó el escudo con bronce celestial. Ella y Zeus se lo turnaban para usarlo en la batalla. Asustaba a sus enemigos en la batalla. No supe cómo nos podría ayudar aquella información. Obviamente, la cabra Amaltea había vuelto a la vida. Eso pasaba con un montón de monstruos mitológicos, al cabo del tiempo volvían a la vida del abismo del Tártaro. ¿Pero por qué nos había guiado hasta allí Amaltea? Un pensamiento oscuro me pasó por la cabeza. Si yo hubiera sido despellejado por Zeus, no me habría gustado colaborar con él en absoluto. De hecho, puede que incluso me hubiera vengado de alguno de sus hijos. Quizá es por eso por lo que Amaltea nos había llevado hasta la mansión. Hal Green me tendió las manos. Su expresión me dijo que era mi turno para las predicciones del futuro. Una ola de terror me recorrió. Después de haber oído el futuro de Thalía, no quería saber el mío. ¿Qué pasaba si ella sobrevivía y yo no? ¿Qué pasaba si ambos sobrevivíamos, pero el sacrificio de Thalía era por mi culpa? No podría vivir con ello. –No lo hagas, Luke–dijo Thalía, amargamente–. Los dioses tienen razón. Las profecías de Hal no ayudan a nadie. El anciano parpadeó con sus ojos vidriosos. Sus manos parecían tan frágiles, era difícil creer que en sus venas corría la sangre de un dios inmortal. Nos dijo que su maldición terminaría hoy, de una forma u otra. Había visto que Thalía sobrevivía, si veía algo en mi futuro que pudiera ayudar, tenía que intentarlo. Le di mis manos. Hal respiró hondo y cerró sus ojos. Su chaqueta de piel de serpiente brilló como si intentara deshacerse de su propietario. Me obligué a mantener la calma. Notaba el pulso de Hal en mis dedos: uno, dos, tres. Sus ojos se abrieron de golpe. Apartó mis manos y me miró con terror. –Vale–dije. Notaba mi lengua como si estuviera hecha de arena–. Supongo que no has visto nada bueno. Hal se giró hacia su ordenador. Miró la pantalla durante tanto rato que parecía haber entrado en trance. Finalmente, escribió: –Fuego. He visto fuego. Thalía frunció el ceño: – ¿Fuego? ¿Te refieres a hoy? ¿Eso es lo que nos va a ayudar? Hal levantó la cabeza miserablemente. Asintió. –Hay más–le presioné–. ¿Por qué te has asustado tanto? Evitó mis ojos. A regañadientes, escribió. –Es difícil estar seguro. Luke, también vi un sacrificio futuro. Una elección pero también una traición. Esperé. Hal no se explicó. – ¿Una traición? –dijo Thalía. Su tono sonaba atemorizado–. ¿Te refieres a que alguien traicionará a Luke? Porque Luke no podría traicionar a nadie, jamás. Hal tecleó: –Su camino es difícil de ver. Pero si sobrevive a hoy, él traicionará… Thalía le apartó el teclado. – ¡Suficiente! ¿Atraes a los semidioses aquí y entonces les quitas la esperanza con tus horribles predicciones? No me extraña que los demás se rindieran…igual que tú te has rendido. ¡Eres patético! La furia brilló en los ojos de Hal. No creí que el anciano pudiera hacer nada, pero se puso de pie. Durante un segundo, creí que embestiría a Thalía. –Lárgate–le gritó Thalía–. Date una vuelta, anciano. ¿Tienes algún mechero? – ¡Basta ya! –grité. Hal Green retrocedió de inmediato. Juraría que le había visto el miedo en la mirada, pero no quería saber qué había visto en sus visiones. Me daban igual mis pesadillas futuras, quería sobrevivir a aquél día. –Fuego–dije–. Has mencionado fuego. Asintió, entonces movió las manos como indicando que no sabía nada más. Una idea pasó por mi cabeza. Fuego. Armas griegas. Algunas cosas de aquella habitación… la lista que había puesto en el buscador, esperando una fórmula mágica. – ¿Qué es? –Preguntó Thalía–. Conozco esa mirada. Has pensado algo. –Déjame el teclado–me senté en el ordenador y abrí una nueva ventana del buscador, tecleé mi búsqueda y me apareció un artículo de inmediato. Thalía se asomó por encima de mi hombro. –Luke, ¡eso sería perfecto! Pero creía que era solo una leyenda. –No lo sé–admití–. Si es real, ¿cómo lo podríamos hacer? No hay ninguna receta para hacerlo. Hal golpeó sus nudillos contra el escritorio para llamar nuestra atención. Su cara parecía animada. Señaló a sus estanterías. –Libros de historia antigua–dijo Thalía–. Hal tiene razón. Unos cuantos de ellos son muy viejos. Probablemente tengan información que no está en Internet. Los tres salimos corriendo hacia las estanterías. Comenzamos a sacar libros. Al cabo del rato la librería de Hal parecía haber sufrido las consecuencias de un tornado, pero al anciano no parecía importarle. Miraba títulos y pasaba páginas igual de rápido que nosotros. De hecho, sin él nunca habríamos encontrado lo que buscábamos. Después de un montón de búsquedas sin resultado, vino correteando, señalando una página de un libro viejo encuadernado en cuero. Ojeé la lista de ingredientes y me emocioné. –Esto es. La receta para hacer fuego griego. ¿Cómo había sabido qué buscar? Quizá mi padre, Hermes, el dios pluriempleado, me estaba guiando, ya que Hal sabía sobre pociones y alquimia. Quizá había visto antes esta receta en algún lugar hacía mucho tiempo y rebuscar por el piso le había hecho acordarse. Todo lo que necesitábamos estaba en la habitación. Había visto los ingredientes cuando habíamos estado rebuscando entre los suministros de los semidioses vencidos: brea de las viejas antorchas, una botella de néctar divino, alcohol del kit de primeros auxilios de Hal… En realidad, será mejor que no anote la receta entera, ni siquiera en este diario. Si alguien lo leyera y descubriera el secreto del fuego griego… bueno, no quiero ser el responsable de quemar el mundo entero. Repasé la receta entera. Solo faltaba un ingrediente. –Un catalizador–miré a Thalía–. Necesitamos un rayo. Sus ojos se abrieron de par en par. –Luke, no puedo. La última vez… Hal nos llevó hasta su ordenador y tecleó: –¿¿¿¿¿¿¿Puedes convocar rayos???????? –A veces–admitió Thalía–. Es algo de Zeus. No puedo hacerlo en interiores. Y aun estando fuera, tendría problemas para controlarlo. La última vez casi maté a Luke. Se me pusieron los pelos de la nuca de punta recordando aquel accidente.

–Estaré bien–intenté sonar confiado–. Prepararé la mezcla. Cuando esté lista, hay una conexión parabólica bajo el ordenador. Tienes que convocar un rayo justo encima de la casa y que corra por entre los cables hasta aquí. –Y entonces arderá la casa–añadió Thalía. Hal escribió: –Eso pasará de todas formas si tenéis éxito. ¿Sabéis lo peligroso que es el fuego griego? Tragué saliva. –Sí. Es fuego mágico. Todo lo que toca, arde. No puedes apagarlo con agua, ni con un extintor, ni con nada. Pero si podemos hacer suficiente para hacer algún tipo de bomba y lanzárselo a las leucrotae… –Arderán–Thalía miró al anciano–. Por favor, dime que los monstruos no son inmunes al fuego. Hal alzó las cejas. –No lo creo–tecleó–. Pero el fuego griego convertirá esta habitación en un infierno. Se extenderá por toda la casa en cuestión de segundos. Miré la jaula vacía. Según el reloj de Hal, apenas nos quedaba una hora antes del atardecer. Cuando aquellas barras se levantaran las leucrotae atacarían, tendríamos una oportunidad, si podíamos sorprender a los monstruos con una explosión, y si podíamos rodearles y llegar al panel de escape en la parte trasera de la jaula sin ser comidos ni quemados vivos. Demasiados “si”. Mi mente dio vueltas por un montón de distintas estrategias, pero seguí dándole vueltas a lo que había dicho Hal sobre el sacrificio. No podía evitar la sensación de que no había forma de que los tres pudiéramos salir con vida de allí. –Hagamos fuego griego–dije–. Entonces ya veremos después. Thalía y Hal me ayudaron a reunir las cosas que necesitábamos. Encendimos la cocinita de Hal e hicimos un poco de cocina peligrosa. El tiempo pasó demasiado rápido. En el exterior de la habitación, las leucrotae gruñían y hacían sonar sus mandíbulas. Las cortinas de la ventana bloqueaban la luz solar, pero el reloj nos decía que se nos acababa el tiempo. Mi cara chorreaba sudor mientras mezclaba los ingredientes. Cada vez que parpadeaba, recordaba las palabras de Hal en la pantalla del ordenador, como si me quemaran en las retinas: Un sacrificio en tu futuro. Una elección, pero también una traición. ¿Qué quería decir? Estaba seguro de que no me lo había dicho todo. Pero una cosa era segura: mi futuro le aterrorizaba. Intenté concentrarme en mi trabajo. No sabía bien lo que estaba haciendo, pero no tenía elección. Quizá Hermes me estuviera ayudando, prestándome algo de sus conocimientos de alquimia. O quizá simplemente estaba teniendo un poco de suerte. Finalmente acabé con un pote lleno de un mejunje oscuro y pegajoso, que vertí en un viejo frasco de mermelada. Sellé la tapa. –Aquí lo tienes–le pasé la jarra a Thalía–. ¿Puedes darle un poco de chispa? El cristal debería evitar que explote antes de romper la jarra. Thalía no parecía emocionada. –Lo intentaré. Tendré que dejar al descubierto algunos cables de la pared. Y para convocar el rayo tengo que concentrarme durante unos instantes. Vosotros deberíais apartaros un poco, por si acaso… ya sabéis, por si explota o algo. Agarró un destornillador del cajón de la cocina de Hal, se agachó bajo el escritorio y se quedó jugueteando con los cables. Hal agarró su diario encuadernado con cuero verde. Me hizo gestos para que le siguiera. Nos acercamos a la puerta principal, dónde Hal cogió un bolígrafo de su chaqueta y abrió el diario. Vi páginas y páginas de una nítida y apretujada letra. Finalmente Hal encontró una página vacía y comenzó a garabatear algo. Me pasó el libro. La nota leía: –Luke, quiero que te quedes este diario. Tiene mis predicciones, mis notas sobre el futuro, mis pensamientos sobre el momento en el que me equivoqué. Creo que puede ayudarte. Moví la cabeza a los lados. –Hal, esto es tuyo. Quédatelo. Cogió el libro de nuevo y escribió: –Tú tienes un futuro importante. Tus elecciones cambiarán el mundo. Puedes aprender de mis errores, sigue con el diario. Puede que te ayude con tus decisiones. – ¿Qué decisiones? –pregunté–. ¿Qué has visto que te ha asustado tanto? Su bolígrafo rasgó el papel durante un buen rato. –Creo que finalmente he entendido por qué estoy maldito–escribió–. Apolo tenía razón. Algunas veces el futuro es mejor que siga siendo un misterio. –Hal, tu padre era un capullo. No te merecías… Hal señaló la página insistentemente. –Prométeme que seguirás con el diario. Si hubiera comenzado anotando mis pensamientos antes en mí vida quizá hubiera podido evitar algunos errores. Y una cosa más. Metió el bolígrafo en el diario y se sacó la daga de bronce celestial de su cinturón. Me la ofreció. –No puedo–le dije–. Me refiero, lo aprecio, pero soy más de espadas. Y además, tú vendrás con nosotros. Necesitarás esa arma. Negó con la cabeza y me puso la daga en las manos. Volvió a escribir: –La hoja fue el regalo de la niña a la que salvé. Me prometió que siempre protegería a su dueño. Hal respiró entrecortadamente. Debía de haberse dado cuenta de lo irónico que sonaba aquello dada su maldición. Siguió escribiendo: –Una daga no tiene el poder o el alcance de una espada, pero puede ser el arma perfecta en las manos adecuadas. Me sentiré mejor sabiendo que la tienes tú. Me buscó los ojos y finalmente entendí lo que planeaba. –No–dije–. Saldremos todos de aquí. Hal apretó los labios. Escribió: –Ambos sabemos que es imposible. Me puedo comunicar con las leucrotae. Soy la opción lógica para un cebo. Tú y Thalía esperad en el armario. Atraeré a los monstruos hasta el lavabo. Os daré unos pocos segundos para llegar al panel de salida antes de que comience la explosión. Es la única forma para que podáis tener tiempo. –No–dije. Pero su expresión era severa y concentrada. No se parecía al anciano cobarde que había sido antes. Parecía un semidiós, preparado para salir a luchar. No podía creerme que se estuviera ofreciendo para sacrificarse para poder salvar a dos niños que acababa de conocer, especialmente después de haber sufrido durante tantos años. Y aun así, no necesité el bolígrafo y el papel para saber lo que pensaba. Era su oportunidad de redimirse. Sería su última heroicidad, y su maldición acabaría hoy, tal y como Apolo había predicho. Garabateó algo en el diario y me lo pasó. La última palabra decía: –Prométemelo. Respiré profundamente y cerré el libro. –Sí, te lo prometo. Un trueno hizo retumbar las paredes de la casa. Ambos pegamos un bote. Por debajo del escritorio, algo hizo: ZAAAAAAAP, ¡POP! Un humo blanco salía del ordenador y un olor a quemado llenó la habitación. Thalía se levantó sonriendo. La pared detrás de ella estaba reventada y ennegrecida. La instalación eléctrica se había derretido por completo, pero en sus manos, el pote de fuego griego brillaba con un tono verdoso. – ¿Alguien ha pedido una bomba mágica? –preguntó. Justo entonces, el reloj marcó las 7:03. Las barras de la jaula comenzaron a alzarse, y el panel trasero comenzó a levantarse. Se nos acababa el tiempo. El anciano levantó la mano. –Thalía–dije–. Dale a Hal el fuego griego. Miró a uno y a otro detenidamente. –Pero… –Tiene que hacerlo–mi voz sonaba más grave de lo normal–. Va a ayudarnos a escapar. Como si acabara de entender mis palabras, su cara empalideció.

–Luke, no. Las barras se habían alzado hasta la mitad. El panel trasero se levantaba lentamente. Una pezuña roja apareció bajo el panel. En el pasillo, las leucrotae gruñían y hacían sonar sus mandíbulas. –No hay tiempo–advertí–. ¡Vamos! Hal cogió el pote de fuego de Thalía. Le lanzó una sonrisa embravecida, entonces me miró y asintió. Recordé la última palabra que había escrito: Prométemelo. Metí su diario y la daga en mi mochila. Arrastré a Thalía hasta el armario conmigo. Un segundo más tarde, oímos las leucrotae irrumpir en la habitación. Los tres monstruos hacían sonar sus mandíbulas, hambrientas. – ¡Aquí! –llamó la voz de Hal. Debió de ser uno de los monstruos hablando por él, pero su voz sonaba más valiente y llena de confianza–. ¡Les tengo atrapados en el lavabo! ¡Entrad, malditos chuchos! Fue extraño oír cómo se insultaban a sí mismos las leucrotae, pero el plan pareció funcionar. Las criaturas galoparon hasta el lavabo. Agarré la mano de Thalía. –Ahora. Salimos corriendo del armario y nos metimos en la jaula. En su interior, el panel comenzaba a cerrarse. Una de las leucrotae gruñó, sorprendida y se giró para seguirnos, pero no me atreví a mirar atrás. Nos apresuramos e intenté sujetar el panel con el palo de golf. – ¡Vamos, vamos, vamos! –grité. Thalía pasó por el panel mientras éste comenzaba a doblar el palo de golf. Desde el lavabo, la voz de Hal gritó: – ¿Sabéis qué es esto, maldita escoria del Tártaro? ¿Lo sabéis? ¡Es vuestra última comida! La leucrota aterrizó encima de mí. Me giré, gritando, mientras su huesuda mandíbula se cerraba en el aire justo donde mi cara había estado un segundo atrás. Intenté pegarle en el hocico, pero era como golpear un saco de cemento mojado. Algo me agarró del brazo. Thalía me arrastró por el agujero. El panel se cerró, destrozando mi palo de golf. Fuimos a gatas por un conducto de metal hasta otra habitación y nos apresuramos a llegar a la puerta. Oí a Halcyon Green exclamando un grito de batalla: – ¡POR APOLO! Y la mansión tembló a causa de la explosión. Llegamos al pasillo, que ya estaba en llamas. Las llamas lamían el papel de las paredes y la alfombra humeaba. La puerta de la habitación de Hal había salido volando de su marco y el fuego salía en avalancha, vaporizándolo todo a su paso. Alcanzamos las escaleras y el humo era tan espeso que no podía ver más allá de mis narices. Nos contorsionamos y tosimos, con el calor haciéndome cerrar los ojos y taponándome los pulmones. Llegamos a la base de las escaleras, y comenzaba a creer que íbamos a llegar a las escaleras, cuando la leucrota me derrumbó haciendo chocar mi pecho contra el suelo. Tenía que ser la que nos había seguido por el panel. Debía de haber estado demasiado lejos de la explosión para sobrevivir al impacto inicial y había escapado de alguna manera de la habitación, aunque no parecía estar disfrutando de la experiencia. Su piel roja se había convertido en negra. Sus orejas puntiagudas estaban en llamas y uno de sus ojos rojos lo tenía cerrado. – ¡Luke! –gritó Thalía. Agarró su lanza, que había estado allí tirada todo el día y golpeó la punta de su lanza contra las costillas del monstruo, pero aquello sólo incordió a la leucrota. Dirigió sus mandíbulas huesudas hacia ella, manteniendo una pezuña en mi pecho. No me podía mover, y sabía que la bestia podría aplastarme el pecho en cuanto quisiera. Me picaban los ojos del humo. A penas podía respirar. Vi a Thalía intentando hacer retroceder el animal con la lanza de nuevo, y un brillo metálico me deslumbró: el brazalete de plata. Algo finalmente encajó en mi mente: la historia de la cabra Amaltea, que nos había llevado allí. Thalía había estado destinada a encontrar aquél tesoros. Pertenecía a la hija de Zeus. –Thalía–tosí–. ¡El escudo! ¿Cómo se llamaba? – ¿Qué escudo? –gritó. – ¡El escudo de Zeus! –Y de repente lo recordé–. ¡Égida! ¡Thalía, el brazalete tiene una contraseña! Era una suposición desesperada. Gracias a los dioses, o gracias a la suerte que es ciega, Thalía lo entendió. Dio un golpecito a su brazalete y esta vez gritó: – ¡ÉGIDA! Al instante el brazalete se expandió, convirtiéndose en un disco de bronce, un escudo con unos diseños intrincados alrededor del borde. En el centro, bañado en metal como una máscara mortuoria, había una cara tan horrible que de haber podido, habría salido corriendo de miedo. Aparté la vista, pero el recuerdo me ardía en la cabeza, el pelo de serpientes, unos ojos brillantes y una boca con unos colmillos afilados. Thalía dirigió el escudo hacia la leucrota. El monstruo gritó como un cachorrito y retrocedió, liberándome del peso de sus pezuñas. A través del humor, vi cómo la aterrorizada leucrota salía corriendo directa hacia las cortinas más cercanas, que se convirtieron en aquellos tentáculos y engulleron el monstruo. El monstruo comenzó a humear. Comenzó a gritar: – ¡Ayuda! –en una docena de voces distintas, probablemente las voces de sus víctimas pasadas, hasta que finalmente se desintegró entre los tentáculos. Me habría quedado allí de pie, horrorizado hasta que el techo se hubiera caído encima de mí, pero Thalía me agarró del brazo y gritó: – ¡Salgamos de aquí! Corrimos hasta la puerta principal. Me preguntaba cómo podríamos abrirla, cuando la avalancha de fuego bajó por la escalera y nos atrapó. El edificio entero explotó. No recuerdo cómo salimos. Sólo puedo suponer que la onda expansiva sacó la puerta del marco y a nosotros con ella. Lo próximo que recuerdo es estar tumbados en la rotonda, tosiendo y respirando fuertemente mientras una torre de fuego ascendía hacia el cielo nocturno. Me ardía la garganta. Mis ojos se sentían como si hubieran sido salpicados con ácido. Busqué a Thalía con la mirada pero en cambio me encontré a mí mismo mirando fijamente la cara de Medusa. Grité y de alguna manera, encontré las fuerzas suficientes como para levantarme y salir corriendo. No me detuve hasta que no estuve detrás de la estatua de Robert E Lee. Sí, ya lo sé. Ahora mismo suena a broma, pero es un milagro que no tuviera un ataque al corazón o que me atropellara un coche. Finalmente, Thalía me alcanzó, con su lanza en su forma original y su escudo convertido en brazalete de nuevo. Ambos observamos la mansión arder. Los ladrillos se derrumbaron. Las cortinas negras se convirtieron en lenguas de fuego. El techo se hundió y el humo ascendió por el cielo. Thalía soltó un sollozo. Una lágrima caía por sus mejillas. –Se sacrificó a sí mismo–dijo–. ¿Por qué nos ha salvado? Abracé mi mochila. Notaba el diario y la daga en su interior, los únicos restos de la vida de Halcyon Green. Me dolía el pecho, como si la leucrota siguiera encima. Había criticado a Hal de ser un cobarde, pero al final, había sido más valiente que yo. Los dioses le habían maldecido. Se había pasado gran parte de su vida encerrado con monstruos. Habría sido más fácil para él dejar que nos mataran los monstruos como a todos los anteriores semidioses. Pero aun así, había optado por ser un héroe. Me sentí culpable de no haber podido salvar al anciano. Me habría gustado hablar más con él. ¿Qué había visto en mi futuro que tanto le asustaba? Tus elecciones cambiarán el mundo, me había advertido. No me gustaba cómo sonaba aquello. El sonido de las sirenas me devolvió a la realidad. Al ser menores fugados, Thalía y yo habíamos aprendido a desconfiar de la policía y de cualquiera con autoridad. Los mortales querrían preguntarnos, o quizá ponernos en un reformatorio o una cárcel para menores. No podíamos dejar que aquello pasara. –Vamos–le dije a Thalía. Corrimos por las calles de Richmond hasta que encontramos un parquecito. Nos limpiamos en la fuente lo mejor que pudimos. Nos tumbamos en la hierba hasta que fue de noche completamente. No hablamos de lo que había pasado. Deambulamos por entre vecindarios y polígonos industriales. No teníamos ningún plan, ni ninguna cabra brillante a la que seguir. Estábamos cansados, pero ninguno de nosotros parecía querer dormir o detenerse. Quería alejarme todo lo posible de aquella mansión en llamas. O era la primera vez que habíamos escapado con vida por los pelos, pero nunca lo habíamos hecho gracias al sacrificio de otro semidiós. No podía llegar a comprenderlo.

“Prométemelo” había escrito Halcyon Green. “Lo prometo, Hal” pensé. “Aprenderé de tus errores. Si los dioses me tratan igual de mal, contraatacaré.” Vale, sé que suena un poco alocado, pero me sentía enfadado y asqueado. Si eso hacía enfadar a los peces gordos de arriba, en el monte Olimpo, pues vale. Podían bajar y decírmelo en la cara. Nos detuvimos para descansar en un viejo almacén. A la luz de la luna, podía ver la pintura en la pared de ladrillos del edificio: METALÚRGICA DE RICHMOND. Casi todas las ventanas estaban rotas. Thalía tembló: –Podíamos ir hasta nuestro viejo campamento–sugirió–. Cerca del río James. Tenemos muchos suministros allí metidos. Asentí, indiferente. Nos llevaría al menos un día entero llegar hasta allí, pero era un plan tan bueno como otro cualquiera. Partí mi sándwich de jamón con Thalía. Comimos en silencio. La comida sabía a cartón. Me tragué el último mordisco cuando oí un sonido metálico de un callejón cercano. Mis orejas pitaron. No estábamos solos. –Alguien se acerca–dije–. Y no es un mortal cualquiera. Thalía se tensó. – ¿Cómo puedes estar seguro? No sabía la respuesta, pero me puse de pie. Saqué la daga de Hal, más que nada por el brillo del bronce celestial. Thalía agarró su lanza y abrió la Égida. Esta vez no miré directamente la cara de Medusa, pero su presencia seguía provocándome escalofríos. No sabía si aquél escudo era la Égida, o una réplica hecha para héroes, pero de todas formas, irradiaba poder. Entendí por qué Amaltea quería que Thalía lo reclamara. Nos arrastramos por la pared del almacén. Nos giramos por un callejón oscuro sin salida que terminaba en una pared que conectaba con un montacargas de uno de los almacenes. Señalé al montacargas. Thalía frunció el ceño. Me susurró: – ¿Estás seguro? Asentí. –Hay algo ahí. Lo noto. Y entonces hubo un gran sonido hueco. Una lámina de plomo ondulado cayó contra el suelo. Había algo o alguien debajo. Nos acercamos a tientas hasta el montacargas hasta que estuvimos de pie ante la pieza de metal. Thalía preparó su lanza. Le hice señas para que esperara. Llegué hasta la plancha e hice con los dedos: uno, dos, tres. En cuanto levanté la plancha de metal, algo voló hasta mí, un borrón de franela y mechones rubios. Un martillo pasó volando por delante de mi cara. Las cosas podrían haber ido muy mal. Por fortuna, mis reflejos eran buenos después de muchos años luchando. Grité: – ¡Guau! –y agarré el martillo y después la muñeca de la niña pequeña. – ¡No más monstruos! –Gritó, pegándome patadas en las piernas–. ¡Largaos! – ¡Tranquila! –intenté agarrarla, pero era como intentar sujetar un gato pardo. Thalía estaba demasiado atónita para reaccionar. Aún tenía su lanza y su escudo preparados para luchar. –Thalía–dije–, aparta tu escudo. ¡La estás asustando! Thalía reaccionó. Tocó su escudo y volvió a ser un brazalete. Dejó caer la lanza. –Eh, pequeña–dijo, sonando mucho más amable que nunca–. Tranquila, no te vamos a hacer daño. Soy Thalía y este es Luke. – ¡Monstruos! –repitió. –No–le prometí. La pobrecita no se defendía demasiado bien, pero estaba temblando como una histérica, aterrorizada de nosotros–. Pero sabemos de monstruos–dije–. También luchamos contra ellos. La agarré, más para reconfortarla que para detenerla. Poco a poco dejó de pegarme patadas. Estaba fría. Su cuerpo era muy delgado bajo su pijama de franela. Me pregunté cuánto llevaba aquella niña pequeña sin comer. Era incluso más pequeña que yo cuando hui de casa. A pesar de su miedo, me miró a los ojos. Eran grises, bonitos e inteligentes. Una semidiosa, sin lugar a dudas. Tuve la sensación de que era poderosa, o lo sería, si sobrevivía. – ¿Son como yo? –preguntó, recelosa, pero también sonaba esperanzada. –Sí–le prometí–. Somos…–vacilé, no estaba seguro de que entendiera lo que era, o si quiera si había oído hablar alguna vez de los semidioses. No quería asustarla aún más–. Bueno es difícil de explicar, pero combatimos a los monstruos. ¿Dónde está tu familia? La expresión de la niña pequeña se endureció. Su barbilla tembló. –Mi familia me odia. No me quieren. Me he escapado. Sentí cómo se me rompía el corazón en pedazos: había tanto dolor en su voz… un dolor familiar. Miré a Thalía y en silencio, tomamos una decisión justo allí. Cuidaríamos de aquella niña. Después de lo que había pasado con Halcyon Green… bueno, parecía cosa del destino. Habíamos visto morir a un semidiós por nosotros. Y ahora nos encontrábamos con aquella niña pequeña, parecía como si fuera una segunda oportunidad. Thalía se arrodilló a mi lado. Puso su mano en el hombro de la niña: – ¿Cómo te llamas, pequeña? –Annabeth. No pude evitar sonreír. Nunca había oído aquel nombre antes, pero era bonito y le pegaba. –Bonito nombre–le dije–. Mira lo que te voy a decir, Annabeth. Eres fiera y una luchadora como tú nos sería útil. Sus ojos se abrieron de par en par. – ¿De verdad? –Oh, sí–dije de todo corazón. Entonces un pensamiento repentino me iluminó. Busqué la daga de Hal y la saqué de mi mochila. Protegerá a su dueño, había dicho Hal. La había obtenido de la niña pequeña a la que había salvado, ahora el destino nos había dado la oportunidad de salvar a otra niña pequeña. – ¿Qué te parece tener un arma que mate a esos monstruos? –le pregunté–. Esto es bronce celestial, funciona mucho mejor que un martillo. Annabeth cogió la daga y la estudió, sobrecogida. Ya lo sé… tenía como mucho siete años. ¿En qué estaba pensando dándole un arma? Pero es una semidiosa, tenemos que defendernos nosotros solos. Cuando yo tenía nueve años, había luchado por mi vida una docena de veces. Annabeth sabría usar esa arma. –Los cuchillos solo son para los más bravos y rápidos luchadores–le dije. Mi voz se quebró al recordar a Hal Green y cómo había muerto para salvarnos–. No tienen el alcance o el poder de una espada, pero son fáciles de manejar y pueden encontrar puntos débiles en las armaduras enemigas. Se necesita un guerrero inteligente para un cuchillo y tengo da la sensación de que tú eres muy lista. Annabeth me sonrío y durante un instante, todos mis problemas se disiparon. Me sentí como si estuviera haciendo una cosa bien por primera vez en mi vida. Me juré a mí mismo que nunca dejaría que a aquella niña le pasara nada. – ¡Soy lista! –dijo. Thalía río y le alborotó el pelo a Annabeth. Y así, conseguimos una nueva compañera. –Será mejor que nos movamos, Annabeth–dijo Thalía–. Tenemos un lugar seguro en el río James. Te conseguiremos ropa y comida. La sonrisa de Annabeth desapareció. Durante un instante, volvió a tener aquella mirada salvaje en sus ojos. – ¿No irán a devolverme a mi familia, verdad? ¿Me lo prometen? Tragué saliva. Annabeth era muy joven, pero había aprendido una dura lección, igual que lo habíamos hecho Thalía y yo. Nuestros padres nos habían fallado. Los dioses eran severos, crueles y distantes. Los semidioses sólo nos tenemos los unos a los otros. Puse mi mano sobre el hombro de Annabeth: –Ahora formas parte de nuestra familia. Y te prometo que no te voy a fallar como lo hicieron nuestras familias. ¿Trato hecho? –Trato hecho–dijo, alegremente, enfundando su nueva daga. Thalía recogió su lanza. Me sonrió. –Ahora, vámonos. ¡No podemos estar parados durante mucho tiempo! Y aquí estoy de guardia, escribiendo en el diario de Halcyon Green, ahora mi diario… Estamos acampados en los bosques al sur de Richmond. Mañana, llegaremos al río James y nos abasteceremos de suministros. Después de eso… no lo sé. No dejo de pensar en las predicciones de Hal

Green. Una sensación me oprime el pecho. Hay algo oscuro en mi futuro. Puede que quede mucho, pero parece una tormenta en el horizonte, cargando el aire de energía. Espero que tenga la fuerza suficiente como para proteger a mis amigas. Mientras miro a Annabeth y a Thalía dormir, me asombro de lo tranquilas que parecen sus caras. Si voy a ser el jefe de esta pandilla, tengo que hacerme valer. Ninguno de nosotros ha tenido suerte con sus padres. Tengo que ser mejor que eso. Puede que solo tenga catorce, pero eso no me sirve como excusa. Tengo que mantener a mi familia unida. Miro hacia el norte. Me imagino lo que debe de haber de aquí hasta la casa de mi madre en Westport, Connecticut. Me pregunto qué estará haciendo mi madre justo ahora. Estaba fuera de sí cuando me marché… Pero no me puedo sentir culpable ahora mismo por dejarla. Si alguna vez me encontraba con mi padre, íbamos a tener una larga conversación sobre ella. Por ahora, solo quiero sobrevivir al día a día. Escribiré en este diario mientras pueda, aunque dudo que nadie lo lea nunca. Thalía comienza a moverse. Le toca hacer guardia a ella. Guau, me duelen las manos. No he escrito tanto en mi vida. Será mejor que me duerma, esperando que no haya sueños. Me despido por ahora, Luke Castellan

Mapa del Campamento Mestizo

Mapa del Inframundo

Circulo Interno Bien, no todos los días te vas a encontrar peleando con un mostro come donas, pero, por el bien del contenido, digamos que sí. Estos son a los chicos que te gustaría tener cerca, en tu equipo. (nota: solo quiero agregar que Clarisse me saco de algunos restos, pero realmente la odio)

Nombre: Quirón Género: masculino-centauro Edad: como, ¡un hombre muy muy viejo! Localización: campamento media sangre, Long island, nueva york. Ocupación: Director de actividades del campamento media sangre. Sobre el: el padre de Quirón no es otro más que el espantoso Titán Cronos ¡El mismo titán que me quiere matar! Descripción física: Cuando está en su silla de rueda no sabrás que es un Centauro. De la cintura para arriba es un tipo normal de mediana: cabello castaño rizado, pero a partir de la cintura para abajo es un caballo blanco.

Nombre: Annabeth Chase Género: Femenino Edad: 13 y medio (y aparenta ser más Madura que yo) Localización: San Francisco Frase: Siempre, Siempre, tengo un plan. Acerca de Annabeth: ella ha tenido una vida un poco difícil.se escapo de casa, cuando tenía siete años, porque su padre Se volvió a casar y luego viajo con Luke y Thalía por un tiempo, antes de llegar al campamento Estado: ¿por qué todos creen que Annabeth y yo somos pareja? ¡Ella solo es mi amiga! Descripción física: mide 179 cm, luce un poco atlética, creo que su cabello es rubio, y sus ojos grises.

Nombre: Grover Underwood Género: Masculino-Sátiro Edad: 26 (pero los sátiros maduran dos veces más lento que los humanos, así que realmente tiene 13) Ubicación: Campamento media sangre, Long Island, New York Frase: ¡me importa un comino, no contaminen! Mejor habilidad: Nunca tendrás un problema con el reciclaje cuando el hombre G este cerca. ¡Él se comerá todas tus latas de aluminio! Descripción física: Su parte superior es, muy muy peluda… Acerca del hombre G: Él es un sátiro: mitad hombre, mitad cabra. El finalmente consiguió su licencia para buscar a pan, pero ¡se vio interrumpida! Oh bueno, al menos el ciclope no se lo comió.

Nombre: Tyson Género: Ciclope (pero no te preocupes, es uno bueno) Edad: 14 pero son como 4 Ubicación: en el palacio de Poseidón, en algún lugar en el fondo del mar. Descripción física: Grande, pesado y a si, tiene un solo ojo. Sobre Tyson: la ha tenido difícil también. Como es un hijo de un espíritu de la naturaleza y un Dios (bueno, mi padre, poseído), fue expulsado y arrojado de su lado. Tyson tuvo que crecer en las calles, hasta que lo encontré, eso mismo.

Nombre: Clarisse La Rue Género: Femenino (claro…) Edad: Tengo miedo preguntarle Frase: Oye, Prissy (También conocido como Percy), ¡listo para ser pulverizado! Ubicación: Campamento media sangre, Long Island, Nueva York. Descripción física: Grande y fea, y me pregunto si es su apariencia real. Sobre Clarisse: Te voy a dar una pista. Todo lo que necesitas saber sobre Clarisse, es que su padre es Ares. Y ¿quién es Ares? Nada menos que el Dios de la guerra!

PERCY JACKSON Y EL CARRO ROBADO Estaba en el quinto periodo de ciencias cuando escuche ese ruido afuera. Sonaba Como si alguien estuviese siendo atacado por aves poseídas, y créanme, esa es una Situación en la que he estado antes. Nadie más en la clase parecía darse cuenta de la conmoción. Estábamos trabajando en el laboratorio y todo el mundo estaba hablando y no fui difícil para mí mirar por la ventana, mientras fingía vaciar mi vaso precipitado. Efectivamente: había una chica en el callejón con una espada desenvainada. Era alta y musculosa como un jugador de baloncesto, su cabello marrón y muy descuidado. Con Jeans, botas de combate y una chaqueta de mezclilla. Estaba cortando una bandada de pájaros negros del tamaño de cuervos. Las plumas sobresalían de su ropa, por varios lugares. Un corte estaba sangrando por encima de su ojo izquierdo. Mientras observaba, una de las plumas de las aves cazadas que era como una flecha, estaba en su hombro. Maldijo y partió al pájaro en rodajas, pero después voló. Por desgracia, me di cuenta de quién era la chica, Clarisse, mi vieja enemiga del Campamento mestizo. Clarisse generalmente vivía en el campamento mestizo todo el año. No tenía ni idea de lo que estaba haciendo en el este lugar y en medio de un día de escuela, pero era evidente que estaba en problemas. Y no iba a durar mucho tiempo. Hice lo único que pude. "señora White" dije, "¿puedo ir al baño? siento que voy a vomitar" Tu sabes tienes que decirles la palabra mágica a los profesores, "por favor". Pues no Es cierto. La palabra mágica es vomitar. Esa te sacara de la clase más rápido que Cualquier otra cosa. "ve”, dijo la señora White. Corrí hacia la puerta, despojándome de mis gafas de seguridad, guantes y bata de Laboratorio. Saque mi mejor arma -un bolígrafo llamado Anaklusmos. Nadie me detuvo en los pasillos. Salí por el gimnasio. Llegue a la avenida justo a tiempo para ver a Clarisse que deshizo a un pájaro con la palma de su espada, tal como si fuera un jarrón. El pájaro grazno en espiral a la distancia, golpeteando contra la pared de ladrillo y cayó en un cubo de basura. Eso solo dejo un puñado más alrededor de Clarisse. "Clarisse" grité. Ella me miro con incredulidad, "¿Percy?" "¿qué estás haciendo...?" Ella se vio interrumpida por una lluvia de flechas que sisearon por su cabeza y se clavaron en la pared "Esta es mi escuela", le dije. "suerte la mía", se quejó Clarisse, pero estaba demasiado ocupada luchando como para quejarse demasiado. Yo nivele mi pluma y se volvió una espada de bronce de tres pies de largo, y me uní a la batalla, los pájaros se desviaban cuando se les acercaba la hoja de la espada. Clarisse y yo juntos rebanamos y cortamos hasta que las aves se fueron reduciendo a montones de plumas en el piso. Los dos estábamos respirando con dificultad. Tuve algunos rasguños, pero nada importante. Saque una flecha de pluma de mi brazo. No se había enterrado muy Profundo. Como siempre, y como no era venenosa, estaría bien. Tome una bolsa de Ambrosia de mi chaqueta, donde siempre está en caso de emergencia, tome la mitad Y le ofrecí a Clarisse la otra mitad. "yo no necesito tu ayuda", murmuro ella, pero ella tomo ambrosia. Tomamos un poco, no demasiado, ya que el alimento de los dioses puede causarte quemaduras serias si te dejas llevar. Supongo que por eso no ves a muchos dioses obesos. De todos modos, en unos pocos segundos, nuestros cortes y moretones habían desaparecido. Clarisse enfundo su espada y se sacudió la chaqueta de mezclilla. "Es bueno...verte" "espera...-le dije- "no puedes salir corriendo". "claro que puedo." "¿qué está pasando? ¿Qué haces fuera del campamento? ¿Y que ahí de los pájaros?" Clarisse me empujo, o lo había intentado. Yo estaba demasiado acostumbrado a sus trucos. Pensé que había eludido, y tropezó más adelante de mí. "vamos”, le dije. "si alguien casi muere en mi escuela. Eso lo hace mi problema" "¡es que no!" "déjame ayudarte." Dio un suspiro tembloroso. Tengo la sensación de que ella realmente quería darme un golpe, pero al mismo tiempo, había una mirada desesperada en sus ojos, como si estuviera en serios problema. "son mis hermanos”, dijo. "me están jugando una broma." "Oh", dije. No estaba realmente sorprendido. Clarisse tenía un montón de hermanos en el campamento mestizo. Todos ellos se mofaban el uno del otro. Supongo que eso fue una gran sorpresa ya que eran hijos de ares. "¿cuál de tus hermanos? ¿Sherman? ¿Mark?" "no”, dijo ella. Sonaba con miedo, yo jamás la había escuchado así. "mis hermanos inmortales. Phobos y Debimos." Nos sentamos en un banco del parque mientras Clarisse me contaba la historia. Yo no estaba demasiado preocupado por volver a la escuela. La Sra. White asumiría que estaba en la enfermería y me habrían enviado a casa, y en el sexto periodo de la clase para compras. Y el sr. bel jamás tomaba asistencia. " Así que vamos a ver si lo entiendo”, dije. "te llevaste el auto de tu padre para dar una vuelta y ahora no esta" "no es un auto", gruño Clarisse. "¡es un carro de guerra!" y él me dijo que me lo llevará. Es como...una prueba. Se supone que debo traerlo de vuelta al atardecer. Sin Embargo..." "Tus hermanos lo robaron." Así que me robaron el carro y me persiguieron hacia afuera con los pájaros que tiraban flechas. "¿las mascotas de tus papá?" Ella asintió con la cabeza tristemente. "Guardan su templo. De todos modos, si no encuentro el carro. . . " Parecía que estaba a punto de perderla, yo no la culpo. Yo había visto a su padre Ares enojado antes, y no fue un espectáculo agradable. Si Clarisse le fallara, la reprendería de una forma dura. Realmente dura. "Yo te ayudaré", le dije. Ella frunció el ceño. "¿Por qué? Yo no soy tu amiga”. Yo no estaría de acuerdo con eso. Clarisse ha sido mala conmigo un millón de veces. Pero aun así, no me gustaba la idea de ella o cualquier otra persona Recibiendo una paliza por Ares. Estaba tratando de encontrar la manera de explicarle a ella, cuando una la voz de un chico dijo: "ah, mira. Creo que ya está llorando!” Un sujeto como un adolescente estaba apoyado en un poste de teléfono. Estaba vestido con unos jeans raídos, una camiseta y una chaqueta negra de cuero y un pañuelo sobre su cabello. Y tenía un cuchillo en su cinturón. Y el color de sus ojos eran como llamas. "phobos." Clarisse apretó los puños. "¿dónde está el carro, idiota?" "¿lo perdiste?” bromeo. "no me lo digas." "Tu pequeño..." “Clarisse saco su espada apuntándolo, pero desapareció cuando ella se volvió y estrello la cuchilla contra el poste de teléfono.

Phobos apareció en un banco junto a mí. Él se reía, pero se detuvo cuando le puse a Anaklusmos en su garganta. "será mejor que nos regreses el carro”, le dije. ““Antes de que me enoje." Él se burló y trato de parecer rudo, o tan rudo como puede estar un sujeto que tiene una espada bajo su barbilla. "¿ese es tu novio, Clarisse?" "¿tiene que luchar tus batallas?" "¡No es mi novio!" Clarisse tiro su espada contra el poste telefónico. "Ni siquiera es mi amigo. Este es Percy Jackson." Algo cambio en la expresión de phobos. Me miro sorprendido, tal vez nervioso. "¿el Hijo de poseído? ¿El que hizo enojar a papá? OH, esto es demasiado bueno Clarisse. ¿Estas saliendo con un enemigo declarado?" "¡No estoy saliendo con el!" Los ojos de phobos brillaban de un color rojo brillante. Clarisse grito. Ella dio un manotazo en el aire como si estuviera siendo atacado por insectos invisibles. "¡por favor, no!" "¿qué estás haciendo con ella?, exigí. Clarisse regreso a la calle, blandiendo su espada salvajemente. "¡Ya basta!" Le dije a phobos. Saqué mi espada un poco más profundo en contra de su garganta, pero él desapareció simplemente, reapareciendo de nuevo en el poste de teléfono. -No te pongas tan emocionado, Jackson ", dijo Phobos "Sólo estoy mostrando lo que Ella teme." El brillo de sus ojos se desvaneció. Clarisse se derrumbó, respirando con dificulta. "tu", dijo sin aliento, "lo voy a conseguir." Phobos me miro. "Y tú a Percy Jackson ¿a qué le temes? voy a averiguarlo, ya sabes. Siempre lo hago. "regrésanos el carro. Trate de mantener mi voz. Uso la voz de su padre una vez. "no Me asusta" Phobos se echó a reír. "nada que temer, más que al propio miedo, "¿no es lo que dicen?", bueno, déjame decirte un pequeño secreto, mestizo. Soy el miedo. Si quieres Encontrar el carro, ven y tómalo. Esta atravesó del agua. Lo encontraras en donde están los animales salvajes, justo el lugar de donde perteneces." -chasqueo sus dedos y desapareció en una cortina de vapor amarillo. Ahora tengo que decirte, he conocido a un montón de dioses menores y monstruos que no me gustan, pero phobos se llevaba el premio. No me gustan los matones. Yo nunca había estado en el "A" multitud de la escuela, por lo que había pasado casi toda mi vida de pie frente a matones que trataban de asustarme a mí y mis amigos. La forma en que phobos se reía de mí y en la que hizo que Clarisse se colapsara solo con la mirada...quería enseñarle una buena lección. Yo te ayudare Clarisse. Tenía la cara cubierta llena de sudor. "¿ahora estas lista, para Ser ayudada?” le pregunte. Tomamos el metro, desde un puesto de manteniendo para observar ataques, pero no había nada que nos molestara. En nuestro camino, Clarisse me conto sobre phobos y Deimos. "son dioses menores”, me dijo. "phobos es el dios del miedo. Deimos es el del terror." "¿cuál es la diferencia?" Ella frunció el ceño. "Deimos es más grande y más feo, supongo. Él es bueno en enloquecer multitudes enteras. Phobos es más, como personal. Él puede conseguir entrar en tu mente." "¿de ahí es de donde proviene la palabra fobia?" Si -gruño ella. "esta tan orgulloso de ello. Todas esas fobias que llevan su nombre…es un imbécil." "¿y porque no quieren que conduzcas el carro?" "Por lo general es un ritual solo para los hijos de Ares al cumplir los quince años. Soy la primera hija en conseguirlo en mucho tiempo." "Me alegro por ti." "díselo a Deimos y Phobos. Me odian. Tengo que regresar el carro al templo." "Piar 86. La Intrépida”. "Oh, eso tenía sentido ahora, sabía lo que pasaba. Yo nunca había estado realmente en un museo que fuese una nave de guerra. Probablemente había un montón de armas y bombas y otros juguetes peligrosos. Justo el tipo de lugar en que un dios de la guerra quiere pasar el rato. "Tenemos unas cuatro horas antes de la puesta del sol," adivine. "Esto debería ser Tiempo suficiente para poder encontrar el carro." Pero, ¿qué habrá querido decir, phobos sobre el "agua"?, recordé. "¿animales salvajes?" "¿un zoológico?" Asentí con la cabeza. Un zoológico en el agua podría ser el de Brooklyn, o tal vez algún otro...aún más difícil de llegar, con pocos animales salvajes. Un lugar donde nadie pensase que podría estar un carro de guerra. "la isla Satén" le dije. "tiene un pequeño zoológico." "Tal vez”, dijo Clarisse. "eso suena como el tipo de lugar donde Deimos y phobos esconderían algo. Pero si nos equivocamos-" "No tenemos tiempo para equivocarnos". Teníamos la esperanza de bajar del tren en Times Square y tomar el centro 1 hacia la terminal del ferry, lo abordamos en la isla Staten a las tres y media, junto con un grupo de turistas que se agolpaban en las barandas de la cubierta superior, tomando fotos a nuestro paso la Estatua de la Libertad. "el tomo como modelo a su madre”, dije. Mirando la estatua. "¿quién?”, me pregunto Clarisse. "Bartholdi," le dije. "El tipo que hizo la Estatua de la Libertad. Él era un hijo de Atenea y él lo diseñó para parecerse a su mamá. Eso es lo que me dijo Annabeth, de todos modos. " Clarisse, no me quitaba los ojos de encima. Annabeth era mi mejor amiga y toda una maquina cuando se trataba de la arquitectura y monumentos. Supongo que su inteligencia había contagiado a la mía. "inútil”, dijo Clarisse. "si no te ayuda en la lucha, es información inútil." Podría haber discutido con ella, pero en ese momento el ferry se sacudió como si hubiera golpeado una roca. Los turistas tropezaron hacia adelante, cayendo unos sobre otros. Clarisse y yo corrimos hacia la parte de adelante de la embarcación. El agua debajo de nosotros comenzó a hervir. Entonces la cabeza de una serpiente de mar hizo erupción de la bahía. El monstruo fue al menos tan grande como el barco. Era gris y verde con una cabeza como unos dientes de cocodrilo y con gran nitidez. Olía. . . así, como algo que Acababan de llegar desde el fondo del puerto de Nueva York. Montado en el cuello un tipo con armadura griega voluminosa y negra. Su rostro estaba cubierto de cicatrices feas que tenía una jabalina en la mano. "Deimos-gritó Clarisse. "Hola, hermana!", Fue su sonrisa casi tan horrible como la serpiente. "¿listos para jugar?" El monstruo rugió. Los turistas solo gritaron y se dispersaron. No sé exactamente lo que vieron. La niebla suele evitar a los mortales ver monstruos en su verdadera forma, pero lo que hayan visto, los asusto. "Déjalos en paz!" Grité. "¿O qué, hijo del dios del mar?-Se burló Deimos. "Mi hermano me dice que eres un cobarde! Además, me encanta el terror. Yo vivo del terror! "

Espoleó a la serpiente de mar en dar un cabezazo al transbordador, que derramó hacia atrás. Las alarmas sonaron. Los pasajeros cayeron unos sobre otros tratando de escapar. Deimos se rio con deleite. "Eso es todo", me queje. "Clarisse, agárrate". "¿Qué?" "Agárrate a mi cuello. Vamos a dar un paseo. " Ella no protestó. Ella se agarró a mí y me dijo: "Uno, dos, tres - JUMP!" Saltamos por la cubierta superior y directamente hacia la bahía, pero solo en un momento. Sentí el poder creciente de los océanos a través de mí. El agua se arremolinaba alrededor de mí, y sentía la fuerza, hasta que estallo hacia afuera de la Bahía en la parte superior de un agua de diez metros. "¿Crees que puedes hacer frente a Deimos?" Grité a Clarisse. "Estoy en ello-dijo-. "Sólo acércame diez pies". Apenas esquivamos a la serpiente, apenas cerca de sus colmillos, que se desviaron a un lado y Clarisse salto. Ella se estrelló contra Deimos y los dos cayeron al mar. La serpiente se acercó después a mí. Voltee hacia el mar y luego invoque todo su poder, eh hizo que el agua se volviese más alta. WHOOOOM! Diez mil galones de agua salada se estrellaron contra el monstruo. Salte por encima de su cabeza, nivele a Riptide e hizo un corte con toda mi fuerza, en el cuello de la criatura. El monstruo rugió. La sangre brotaba verde de la herida y la serpiente se hundió bajo las olas. Me zambullí bajo el agua y vi que se estaba retirando hacia mar abierto. Eso es una cosa buena sobre las serpientes del mar. Son grandes bebes cuando se trata de hacerles daño. Clarisse apareció cerca de mí, escupiendo y tosiendo. Nade y la ayude. "¿recibió su merecido, Deimos?", le pregunte. Clarisse negó con la cabeza. "el cobarde desapareció a medida que luchaba. Pero estoy segura de que volveré a verlo. A phobos también." Los turistas seguían corriendo en pánico, en el ferry. Pero no parecía que nadie hubiese resultado herido. El barco tampoco parecía dañado. Decidí que no debería quedarme, me agarre de las mangas del brazo de Clarisse e hice que las olas nos llevará hasta la isla Staten. En el oeste, el sol se ponía sobre la costa de Jersey. Se nos estaba acabando el Tiempo. Nunca había pasado mucho tiempo en la isla Staten y vi que era mucho más grande de lo que pensaba y no es muy divertido estar caminando. El punto era no crear confunción en la calle. Yo estaba seco (nunca me mojo en el mar, a menos que yo lo quiera), pero la ropa de Clarisse estaba empapada por lo que dejo huellas en toda la acera y el conductor del autobús, no nos dejar entrar. "Nunca voy a llegar a tiempo", suspiró. "Deja de pensar de esa manera. “Trate de no sonar mal, pero estaba empezando a tener dudas, también. Deseaba que tuviéramos refuerzos. Dos semidioses contra dos dioses menores, no era un partido justo, y cuando nos encontráramos con phobos y Deimos juntos, no estaba seguro de lo que íbamos a hacer. Estaba recordando lo que había dicho phobos, y tú, Percy Jackson ¿a qué le temes? Lo voy a averiguarlo, sabes. Después de arrastrarnos por un montón de casas suburbanas y un par de iglesias y un McDonald’s, al fin vimos un letrero que decía Zoológico. Doblamos la esquina y seguía la calle hasta dos curvas con un bosque a un lado hasta que llegamos a la entrada del zoológico. La señora de la taquilla nos miraba con desconfianza, pero gracias a los dioses que llevaba suficiente dinero como entrar. Caminamos alrededor de la casa de los reptiles y Clarisse se detuvo en seco. "Ahí está." Estaba sentado en una encrucijada entre el zoológico de mascotas y la nutria marina del estanque: un carro de oro grande y rojo, atado a cuatro caballos negros. El carro estaba decorado con muchos detalles. Hubiera sido hermoso si todas las fotos que tenía no mostrara personas muriendo de forma dolorosa. Los caballos estaban echando fuego por las narices. Familias con cochecitos caminaban por delante del carro, como si no existiera. Supongo que debe haber sido la niebla muy fuerte a su alrededor, porque sólo el Camuflaje del carro había una nota escrita a mano pegada a una de las riendas de los Caballos que decía: VEHICULO OFICIAL DEL ZOO. "¿Dónde están Phobos y Deimos?" Murmuró Clarisse tomando su espada. Yo no podía verlos en ningún lugar, pero esto tenía que ser una trampa. Me concentré en los caballos. Por lo general, les puedo hablar a los caballos, ya que mi padre Poseidón los había creado. Oigan, dije, "lindos caballos respira Fuego”, “vengan aquí." Uno de los caballos relinchaba con desdén. Yo podía comprender sus pensamientos, todos de hecho. Él me llamó con algunos nombres que no puedo repetir. "Voy a tratar de conseguir las riendas", dijo Clarisse. "Los caballos me conocen. cúbreme". No estaba seguro de lo que significaba cúbreme la espalda, pero no le quitaba los ojos, conforme Clarisse se acercaba al carro. Ella caminaba de puntitas hacia los Caballos. Se quedó inmóvil, cuando paso una señora con una niña de 3 años de edad. La niña Solo dijo: "ponis con llamas." "No seas tonta, Jessie," dijo la madre con voz sorprendida. "Eso es el vehículo oficial Zoológico". La niña intentó protestar, pero la madre le cogía la mano y siguió caminando. Clarisse se acercó al carro. Su mano estaba a seis pulgadas del carro, cuando los caballos se molestaron, y comenzaron a relinchar y respirar llamas. Phobos y Deimos aparecieron en el carro, los dos ahora vestían una armadura de batalla color negra como la de la serpiente. Phobos sonrió, sus ojos eran rojos brillantes. La cara de susto de Deimos se veía aún más horrible de cerca. "La caza ha comenzado!" grito phobos. Clarisse se tambaleó hacia atrás cuando azotó los caballos y el carro venia directamente hacia mí. Me gustaría decir que hizo algo heroico, como ponerme de pie enfrente de los furiosos caballos respira fuego, solo con mi espada. La verdad es que en cuanto los encontré salte sobre un cubo de basura y una valla de exhibición, pero no había manera de que pudiera escapar de la carroza. Se estrelló justo detrás de mí, arando todo por su paso. "Percy, ¡cuidado!" Clarisse gritó, como si necesitara que alguien me lo dijese." Salté y aterrice en una isla rocosa en medio de la exhibición de nutrias. Hice una columna de agua hacia afuera y rocié a los caballos, de tal manera que sus llamas se extinguieron y estaban confundidos. Las nutrias no estaban muy contentas conmigo. Charlaban y gruñeron pensé que sería mejor que saliera de su isla antes de que hiciera enloquecer a los animales marinos contra mí también. Corrí tras phobos y trate de que sus caballos bajaran el control. Clarisse aprovecho la

oportunidad para saltar en la espalda de Deimos justo cuando iba levantando su jabalina. Ambos se cayendo del carro, ya que este se tambaleo hacia adelante. Pude oír como Deimos y Clarisse empezaban a luchar espada contra espada, pero no tenía tiempo para preocuparme porque phobos iba tras mí. Corrí hacia el acuario con el carro justo detrás de mí. "Hay, Percy!-Se mofó Fabos. "Tengo algo para ti!" Mire hacia atrás y vi fusionarse el carro, los caballos se estaban fusionando con el acero y plegándose, como figuras de barro. El carro se estaba deformando y transformando en una caja de metal negra con peldaños y una torreta y un cañón como una pistola larga. Un tanque. Lo reconocí por este informe de investigación que tenía que hacer para la clase de historia. Phobos estaba sonriéndome desde lo alto del tanque de la segunda guerra mundial. "Di patata!", Dijo. Me di la vuelta hacia un lado tan rápido como el arma disparó. KA-BOOOOM! Un quiosco de recuerdos explotó, envió animalitos de peluche, vasos de plástico desechables y cámaras en todas direcciones. Tan pronto como phobos iba acomodando su arma, me puse de pie y me sumergí en el acuario. Quería rodearme de agua. Eso siempre aumentaba mi poder. Además, fue posible que el carro de phobos no cupiese por la puerta. Por supuesto, si era escéptico respecto a eso, así que no serviría de nada... Corrí hacia las habitaciones, pintada de azul claro, el tanque de exhibición. Peces payasos, y todas esas anguilas se me quedaban mirando mientras iba pasando. Podía oír sus pequeños susurros en mi mente, ¡el hijo del dios del mar! ¡El hijo del dios del mar! es genial cuando eres una celebridad para los calamares. Me detuve en la parte trasera del acuario y pare a escuchar. No escuche nada. Y después... Vroom, Vroom. Era un diferente tipo de motor. Mire con incredulidad como phobos llego a través del acuario en una Harley. Había visto esa motocicleta antes: estaba decorada con flamas en su motor, con fundas de escopetas, su asiento de cuero que parecía piel humana. Esta era la misma motocicleta que Ares había montado cuando lo conocí, pero nunca se me había ocurrido que era solo otra forma de su carro de guerra. "Hola, perdedor", dijo phobos, sacando una enorme espada de su vaina. "Es tiempo de tener miedo." Levante mi espada, decidido a darle en la cara, pero luego los ojos de phobos eran más brillantes que antes y cometí el error de verlos. De repente me encontraba en un lugar diferente. Yo estaba en mitad del Campamento mestizo, mi lugar preferido en todo el mundo, y estaba envuelto en llamas. El bosque estaba en llamas. De las cabañas sobresalía humo. Las columnas Griegas del pabellón estaban derrumbadas y la casa grande era una ruina humeante .Mis amigos estaban de rodillas suplicándome a mí. Annabeth, Grover, todos los demás Campistas. ¡Sálvanos, Percy! se lamentaban. Toma una decisión! Me quede paralizado. Este fue el momento que más había temido siempre: la profecía que se supone que venía cuando cumpliese 16 años. El de tomar una decisión para salvar o destruir el monte olimpo. Ahora el momento estaba ahí, y no tenía ni idea de que hacer. El campamento estaba ardiendo. Mis amigos me miraban y pedían ayuda. Mi corazón latió con fuerza. No me podía mover. ¿Qué pasa si hago las cosas mal? Entonces oí las voces de los peces de acuario: ¡Hijo del dios del mar! ¡Despierta! De pronto sentí el poder del océano alrededor de mí otra vez, cientos de galones de agua salada, miles de peces tratando de llamar mi atención. Yo no estaba en el campamento. Esta era una ilusión. Phobos me estaba mostrando mi miedo más profundo. Parpadeé, y la hoja de phobos estaba bajando hacia mi cabeza. Levanté mareas vivas y bloque el golpe justo antes de que me cortase los dedos. Contraataque y apuñale a phobos en el brazo. Broto icor de oro, la sangre de los dioses, su camisa estaba empapada. Phobos gruño y se acercó a mí. Lo pare fácilmente, sin su poder del miedo, phobos no era nada. Ni siquiera era un peleador decente. Lo presione hacia atras.me acerque a su cara y le hizo un corte en la mejilla. Él se molestó aún más. Acabo muy molesto. No podía matarlo, él era inmortal. Pero no lo podías haber sabido solo con su expresión. El dios del miedo parecía asustado. Finalmente le di una patada hacia atrás contra la fuente de agua. Su espada se deslizo en el baño de damas. Tome las correas de su armadura y lo tire hacia mi cara. "vas a irte ahora”, le dije. "te saldrás del camino de Clarisse. Y si te vuelvo a ver, voy a darte una cicatriz grande y mucho más dolorosa!” El trago saliva. “Habrá una próxima vez, Jackson!" Y se disolvió en vapor amarillo. Voltee hacia las exhibiciones de peces. "Gracias, chicos." Entonces mire la motocicleta de ares. Nunca me había montado en una HarleyDavison de guerra, antes. ¿Cuán difícil podía ser? así que salte, y comenzó a encender, salí del acuario para ayudar a Clarisse. No tuve problemas para encontrarla. Me limitaba a seguir el camino de destrucción. Las vallas estaban abajo. Los animales corrían libremente. Tejones y los lémures estaban revisando la máquina de palomitas. Un leopardo que buscaba descansar en una banca del parque sostenía un manojo de plumas de paloma a su alrededor. Estacione la moto en el zoológico de mascotas. Debimos y Clarisse estaban en el área de las cabras. Clarisse estaba de rodillas. Corrí hacia adelante, pero de repente se detuvo, cuando vi cómo había cambiado de forma Deimos. Ahora era Ares, igual de alto que el dios de la guerra, vestido de cuero negro y gafas de sol, su cuerpo entero Humeaba de rabia mientras el alzaba El puño sobre Clarisse. "¡fallaste de nuevo!" el dios de la guerra rugió. "¡te había dicho lo que pasaría!" Trato de golpear a Clarisse, pero ella estaba muy perturbada, gritando, "¡no por favor!" "Chica tonta!" "Clarisse!" Grité. "Es una ilusión. ¡Ponte de pie ante él!" La forma de Deimos se desvanecía, "¡Soy ares!” insistió. ¡Y jamás tendrás valor! ¡Sabía Que me fallarías. Ahora sufrirás mi ira!” Quería cobrármela con Deimos y pelear, pero de alguna forma sabía que no debía ayudarla. Clarisse debía hacerlo. Ese era su peor miedo. Ella tenía que enfrentarlo por sí misma. "¡Clarisse!” le dije. Ella me miro de reojo y trate de mantener la mirada. "¡ponte de pie ante el!" le dije. "él es pura habladuría, ¡Levántate!" "Yo - No puedo." "Sí, puedes. Eres una guerrera. ¡Levántate! " Ella dudo. Luego se puso de pie. "¿Qué estás haciendo?" Bramó Ares. "Arrástrate por misericordia, niña!" Clarisse tomo aire. Muy tranquila y dijo: "no" "¿QUÉ?" Levantó la espada. "Estoy cansado de tener miedo de ti." Deimos trato de golpearla, pero Clarisse desvió el golpe. Se tambaleo hacia atrás, pero no cayó. "Tú no eres Ares", dijo Clarisse. "Ni siquiera eres un buen boxeador." Deimos gruño en señal de frustración. Para cuando el volvió a golpear, Clarisse estaba lista. Ella lo desarmo y lo apuñalo por el hombro no fue profundo, pero fue demasiado como para lastimar a un dios. El grito de dolor y comenzó a brillar. "no mires”, le dije a Clarisse. Evitamos mirarlo cuando estaba transformándose en su forma divina y desapareció.

Estábamos solos, excepto por una cabras del zoológico en la área de mascotas, que nos estaban tirando de la ropa en busca de aperitivos. La motocicleta se había convertido de nuevo en un carro tirado por caballos. Clarisse me miró con cautela. Se limpió la paja y el sudor de la cara. "tú no viste esto. No has visto nada." No he visto nada de eso. " Sonreí. "Lo hiciste bien." Miro el cielo, que se estaba poniendo rojo tras los árboles. "entra en el carro" dijo Clarisse. "todavía tenemos un largo camino que tomar." Unos minutos más tarde, llegamos al edificio del ferry de la isla Satén y recordó algo obvio: Estábamos en una isla. En el ferry no se podía subir un vehículo. O carro. O Motocicleta. -Genial-murmuró Clarisse. "¿Qué hacemos ahora? ¿Manejo esto a través del Puente Verrazano” Los dos sabíamos que no había tiempo. Había puentes en Queens y Nueva Jersey, Pero de cualquier manera tomaría horas para conducir en carro de regreso a Manhattan, aunque pudiéramos engañar a la gente haciéndole creer que era un Coche normal. Entonces tuve una idea. "Vamos a tomar un atajo directo." Clarisse frunció el ceño. "¿Qué quieres decir?" Cerré los ojos y comenzó a concentrarme. "Sigue derecho, ¡vamos!” Clarisse estaba tan desesperada que no dudo. Ella grito: "¡Hiya!" y azoto a los caballos. Corrieron directamente hacia el agua. Me imagine en el mar como algo sólido, en que las olas se convirtieron en una superficie firme en todo el camino a Manhattan. El carro de guerra golpeaba las olas, el aliento de los caballos estaba muy cerca de nosotros, y nos dirigíamos a la parte superior de las olas en línea recta hasta el puerto de nueva york. Llegamos al muelle 86 al mismo tiempo la puesta del sol se desvanecía y se volvía purpura. El U.S.S intrépido templo de Ares, era un enorme muro de metal gris delante de nosotros, en la cabina de vuelo había aviones de combate y helicópteros. Estacionamos el carro en una rampa, y baje. Por una vez, estaba feliz de estar en tierra firme. Concentrarse en mantener el carro por encima de las olas había sido una de las cosas más difíciles que había hecho jamás. Estaba agotado. "será mejor salir de aquí, antes de que ares llegue. “Dije. Clarisse asintió con la cabeza. "probablemente te mataría en el acto." "felicidades. “Le dije. "supongo que pasaste tu examen de conducir." Se envolvió las rendas alrededor de sus manos. "Acerca de lo que viste, Percy. A lo que le temía, me refiero a “no se lo diré a nadie." Ella me miro incómodo. "¿phobos logro asustarte?" -sí. Vi el campamento en llamas. Vi a todos mis amigos pidiéndome ayuda, y yo no Sabía que hacer. Por un segundo, no me podía mover. Me quede paralizado. "sé cómo te sentiste" Ella bajo la mirada. "yo, eh...supongo que debería decir... "las palabras parecían quedar atrapadas en su garganta. No estaba seguro de que Clarisse alguna vez había dicho gracias en su vida. "no hay de qué.”, le dije. Comenzó a alejarme, pero ella grito: "¿Percy?" "¿Sí?" "Cuando, eh, tuviste esa visión de tus amigos. . . " "fuiste uno de ellos", le prometí. "Simplemente no se lo digas a nadie, ¿de acuerdo? O tendría que matarte”. Una leve sonrisa cruzó su rostro. "Hasta luego". "Nos vemos". Y me dirigí hacia el metro. Había sido un día largo, y estaba listo para regresar a Casa.

Entrevista con Percy Jackson, hijo de Poseidón ¿Qué que lo que más te gusta del verano en el campamento mestizo? Percy: ver a mis amigos, seguro. Es genial regresar al campamento después de un año de escuela. Es como regresar a casa. El primer día del verano, voy caminando por las cabañas y Connor y Travis están robando cosas de la tienda del campamento, y Silena está discutiendo con Annabeth, con darle un cambio de imagen, Clarisse sigue metiendo la cabeza de los chicos nuevos en los baños. Es bueno que algunas cosas nunca cambien. Has asistido a diferentes escuelas. ¿Cuál es la parte más difícil de ser el chico nuevo? Percy: el que te noten. Quiero decir, a todo el mundo le gusta estar en un grupo, ¿no? Quien quiera que sea, un cretino o un deportista, tienes que dejar claro que no eres alguien al que puedan recoger, pero tampoco puede ser un idiota al respecto, quizás no sea la mejor persona para dar ese consejo, sin embargo, no puedo pasar un año sin ser expulsado o volar algo. Si tuvieras que cambiar a Riptide por otra arma mágica, ¿cuál escogerías? Percy: que difícil, porque enserio que me he acostumbrado a Riptide. No me puedo imaginar sin esta espada. Supongo que sería genial tener una armadura que se fundiera a mi ropa. El usar armas es doloroso, pesado y caliente, y no es exactamente una declaración de moda. Pero tener ropa que se transforme en una armadura sería muy útil. Aunque todavía no estoy seguro de que cambiaría a mi espada, por eso. Haz tenido muchas llamadas (*pd: se refiere a combatir monstruos*), pero ¿cuál ha sido el momento más tenebroso? Percy: Tengo que decir que mi primera pelea con el minotauro, hasta la colina del campamento media sangre. Porque no sabía qué diablos estaba pasando y ni siquiera sabía que era un semidiós. Pensé que había perdido a mi madre para siempre, me quede atrapado en pelea en la colina con una tormenta con este enorme toro. Mientras Grover paso chillando, “¡comida!”, fue terrible, hombre. ¿Algún consejo para aquellos niños que sospechen que pueden ser un semidiós? Percy: reza por que sea un error. Enserio esto puede ser divertido de leer, pero es una mala noticia. Si crees que eres un semidiós, encuentra a un sátiro rápido. Generalmente puedes encontrarlos en cualquier escuela, se ríen de forma extraña y comen cualquier cosa. Pueden caminar raro porque tratan de ocultar sus pesuñas en sus pies falsos, encuentra al sátiro de tu escuela y obtén ayuda cuanto antes. Es necesario llegar al campamento cuanto antes, pero enserio. No quieres ser un semidiós. No intentes esto en casa.

Entrevista con Clarisse La Rue, hija de Ares ¿Con quién es con el que más quieres tener una pelea en el campamento mestizo? Clarisse: Al primer perdedor que vea. Ah te refieres ¿a alguien en específico? Hay muchas opciones, hay un chico nuevo en la cabaña de apolo Michael Yew. Amaría romper su arco en su cabeza, el cree que apolo es mucho que Ares solo porque puede usar armas a distancia y estar parado a los lejos como los cobardes. Denme una lanza y un escudo y cualquier día, a cualquier hora, pulverizaría a Michael Yew y a su cabaña de cobardes. Aparte de tu padre, ¿Cuál otro dios crees que es el más valiente, del consejo? (Pd: consejo- se refiere a la corte celestial, conformado por los 12 dioses que todos conocemos :3) Clarisse: Bueno, ninguno se le acerca a Ares, pero creo que Zeus es muy valiente, digo, tomo a Tifón y lucho contra Cromos. Claro que es fácil ser valiente cuando se tiene un arsenal de poderosos rayos. Claro no quiero faltar el respeto. ¿Alguna vez que vengaste de Percy, por el baño con agua del inodoro? Clarisse: Así que esa basura a andado alardeando de nuevo ¿eh?, no le hagan caso. Ha exagerado el asunto. Créanme la venganza vendrá. Uno de estos días lo va a lamentar. ¿Qué porque espero? Es solo estrategia. Solo estoy esperando el momento para hacerlo. No le tengo miedo ¿vale? Si alguien no está de acuerdo le hare un arreglo en sus dientes.

Percy Jackson y el Dragón de Bronce Para Patrick, en su décimo cumpleaños. Un dragón puede arruinarte el día entero. Créeme, como semidiós he tenido algunas malas experiencias. Fui expulsado, herido por garras, incinerado y envenenado. Luché contra dragones de una cabeza, de dos cabezas, de ocho cabezas, de nueve cabezas, y del tipo que tienen tantas cabezas que si te detienes a contarlas estarás más que muerto. Pero, ¿esa vez con el Dragón de Bronce? Pensé que era seguro que mis amigos y yo terminaríamos como carne molida y trozos de dragón. La tarde comenzó bastante sencilla. Fue a fines de junio. Yo regresaba de mi más reciente aventura, unas dos semanas atrás, y la vida en el Campo Media-Sangre estaba regresando a la normalidad. Los sátiros estaban persiguiendo a las dríades. Los monstruos aullaban en los bosques. Los campistas se jugaban bromas entre sí y nuestro director, Dionisio, convertía a todos los que se comportaban mal en arbustos. Cosas típicas de un campamento de verano. Luego de la cena, todos los a campistas se quedaron en el pabellón de la cena. Estábamos todos emocionados porque a la noche “captura la bandera” iba a ser totalmente adictivo. La noche anterior, la cabaña de Hefesto había logrado un gran golpe. Ellos lograron capturar la bandera de Ares –con mi ayuda, muchas graciaslo cual significaba que esa noche la cabaña de Ares iba a estar sedienta de sangre. Bueno… ellos siempre están sedientos de sangre, pero esa noche especialmente. En el equipo azul estaba la cabaña de Hefesto, Apolo, Hermes y yo –el único semidiós de la cabaña de Poseidón. La mala noticia era que por una vez, Atenea y Ares –ambas cabañas de dioses- estaban en nuestra contra en el equipo rojo, junto a Afrodita, Dionisio y Deméter. La cabaña de Atenea tenía la otra bandera, y mi amiga Annabeth era su capitana. Annabeth no es alguien a quien quieras tener de enemiga. Justó antes del juego, ella se acercó a mí. “Oye, cerebro de alga”. “¿Dejarás de llamarme así?” Ella sabe que odio ese nombre, más que nada porque nunca tuve una buena defensa. Ella es la hija de Atenea, lo cual no me da muchas municiones. Es decir, cabeza de Búho o chica lista son insultos medio tontos. “Sabes que te gusta”. Ella me empujó con el hombro, lo cual supongo debió ser algo Amistoso, pero ella vestía una armadura griega completa, así que dolió un poco. Sus ojos grises brillaron bajo el casco. Su rubia coleta se curvó sobre uno de sus hombros. Es difícil para cualquiera el lucir linda en armadura de combate, pero Annabeth lo logró. “Te diré una cosa”. Ella bajó la voz. “Vamos a aplastarlos esta noche, pero si te buscas un sitio seguro –como el flanco derecho, por ejemplo- me aseguraré de que no te pulvericen tanto”. “Vaya, gracias”, le dije, “pero voy a jugar para ganar”. Ella sonrió. “Nos vemos en el campo de batalla”. Ella regresó con sus compañeros de equipo, quienes reían todos y les chocaban las cinco. Nunca la había visto tan feliz, como si su oportunidad de derrotarme fuera lo mejor que le hubiera pasado en la vida. Beckendorf caminó con su casco sobre el brazo. “Ella gusta de ti, chico”. “Claro”, mascullé. “A ella le gusta usarme como blanco de prácticas”. “Nah, ellas siempre hacen eso. Cuando una chica comienza a intentar matarte es cuando Sabes que ve algo en ti”. “Tiene mucho sentido”. Beckendorf se encogió de hombros. “Yo sé de estas cosas. Tienes que invitarla a ver los fuegos artificiales”. No podría decir si él hablaba en serio. Beckendorf fue el consejero principal de Hefesto. Él era ese enorme afro americano con el ceño siempre fruncido, músculos de un futbolista profesional, y manos callosas por trabajar toda su vida en las forjas. Él recién había cumplido los 18 y estaba camino a la NYU en otoño. Como era mayor, usualmente le escuchaba, pero la idea de invitar a Annabeth a ver los fuegos de artificio del 4 de Julio en la playa –como el mejor evento de una cita en el verano- hacía que mi estómago diera vueltas. Entonces, Silena Beauregard, la consejera principal de Afrodita, pasó por ahí. Beckendorf tenía un no tan secreto enamoramiento por ella por tres años. Ella tenía largo cabello negro y enormes ojos marrones, y cuando caminaba los chicos eran tentados a mirar. Ella dijo “Buena suerte, Charlie” (nadie nunca llama a Beckendorf por su primer nombre). Ella le regaló una brillante sonrisa y se fue junto a Annabeth en el equipo rojo. “Uh…” Beckendorf pareció ahogarse, como si se hubiera olvidado de respirar. Le di unas palmaditas en el hombro. “Gracias por el consejo, amigo. Me alegra que seas tan sabio acerca de las chicas y todo eso. Vamos. Vayamos a los bosques”. Naturalmente, Beckendorf y yo tomamos el trabajo más peligroso. Mientras que la cabaña de Apolo hacía la defensa con sus arcos, la cabaña de Hermes cargaría por el medio de los bosques al enemigo distraído. Mientras tanto, Beckendorf y yo exploraríamos los alrededores del flanco izquierdo, para localizar la bandera enemiga, acabar con sus defensores y llevar la bandera a nuestro sitio. Simple. ¿Por qué el flanco izquierdo? “Porque Annabeth quería que yo fuera por el derecho”, le dije a Beckendorf, “lo cual significa que ella no quiere que vayamos a la izquierda”. Beckendorf asintió con la cabeza. “Preparémonos”. Él estuvo trabajando en un arma secreta para nosotros dos: armaduras de bronce camaleónicas, encantadas para confundirse con el entorno. Si nos parábamos frente a rocas, nuestros petos, cascos y escudos se volvían grises. Si nos parábamos frente a arbustos, el metal cambiaba a verde hoja. No era verdadera invisibilidad, pero era una muy buena cobertura, al menos a distancia. “Esto me llevó mucho tiempo forjar”, me advirtió Beckendorf. “¡No lo arruines!” “Entendido, Capitán”. Beckendorf gruñó. Podría decir que a él le gustaba que lo llamaran capitán. El resto de los campistas de Hefesto nos desearon buena suerte, y nos escabullimos en los bosques, volviéndonos inmediatamente verdes y marrón, para estar acorde con los árboles. Cruzamos el riachuelo que servía como línea divisoria entre los equipos. Escuchamos una pelea a la distancia: espadas chocando contra escudos. Vi fugazmente un destello de luz de algún arma mágica, pero no vimos a nadie. “¿No hay guardias fronterizos?” susurró Beckendorf. “Raro”. “Exceso de confianza” supuse yo. Pero me sentía inquieto. Annabeth era una gran estratega. No era propio de ella descuidar la defensa, aunque su equipo nos superara en número. Fuimos hasta territorio enemigo. Sabía que teníamos que apresurarnos, porque nuestro equipo jugaba un juego defensivo y no podría resistir para siempre. Los chicos de Apolo serían invadidos tarde o temprano. La cabaña de Ares no podría ser frenada por algo tan pequeño como flechas. Nos arrastramos hasta la base de un roble. De pronto, el rostro de una chica emergió desde el tronco. “¡Largo!” dijo ella, y desapareció en la corteza. “Dríades”, refunfuñó Beckendorf. “Tan susceptibles”. “¡No lo soy!” dijo una voz amortiguada desde el árbol. Continuamos avanzando. Era difícil decir exactamente dónde estábamos. Algunos sitios relevantes permanecían ahí, como el riachuelo, ciertos acantilados y algunos árboles muy viejos; pero los bosques tendían a cambiar de lugar. Supongo que los espíritus de la naturaleza se agitaron. Los caminos cambiaron. Los árboles se movieron. Entonces, de pronto, estábamos al borde de un claro. Sabía que habría problemas cuando vi una montaña de basura. “Sagrado Hefesto”, susurró Beckendorf. “La Colina de las Hormigas”. Quise retroceder y huir. Nunca había visto la Colina de las Hormigas antes, pero escuché historias de viejos campistas. El montículo rozaba lo más alto de las copas de los árboles… cuatro pisos al menos. Sus lados estaban repletos de túneles y arrastrándose hacia adentro y hacia fuera había cientos de… “Myrmekes”, mascullé.

Esa es la palabra de griego antiguo para “hormigas”, pero esas cosas eran mucho más que eso. Ellas le darían un ataque cardíaco a cualquier exterminador. Las Myrmekes eran del tamaño de pastores alemanes. Sus carcazas acorazadas brillaban con color rojo sangre. Sus ojos eran redondos y de un negro brillante, y sus mandíbulas eran como cuchillas, capaces de rebanar y destrozar. Algunas cargaban ramas de árboles. Otras cargaban trozos de carne cruda que no quise averiguar de qué eran. La mayoría cargaba trozos de metal –viejas armaduras, espadas y bandejas de comida que de alguna manera habían salido del pabellón de la cena. Una hormiga llevaba el lustroso capó de un coche deportivo. “Ellas aman el metal reluciente”, susurró Beckendorf. “Especialmente el oro. Escuché que hay más oro en su nido que en el Fuerte Knox”. Parecía envidioso. “Ni siquiera pienses en ello”, dije. “Amigo, no lo haré”, prometió. “Larguémonos de aquí mientras…” Sus ojos se abrieron de pronto. A unos cincuenta metros, dos hormigas luchaban para llevar un gran pedazo de metal hacia dentro de su nido. La cosa era del tamaño de un refrigerador. Era todo oro y bronce brillantes, con extrañas salientes y crestas a los lados y un montón de cables saliendo en el fondo. Entonces las hormigas voltearon la cosa, y le vi la cara. Estuve a punto de dar un salto. “Eso es una…” “¡Shhh!”. Beckendorf me regresó a los arbustos. “Pero es una…” “Cabeza de Dragón”, dijo él, intimidado. “Sí. La veo”. El hocico era tan grande como mi cuerpo. La boca, completamente abierta, mostrando dientes de metal como los de los tiburones. Su piel era una combinación de escamas de oro y bronce, y sus ojos eran rubíes del tamaño de mis puños. La cabeza lucía como si hubiera sido tajeada y masticada por mandíbulas de hormiga. Los cables estaban desgastados y enredados. La cabeza debía ser pesada, también, porque las hormigas luchaban mucho para sólo moverse unos pocos centímetros por vez. “Si ellas llegan a la colina”, dijo Beckendorf, “las otras hormigas les ayudarán. Tenemos que detenerlas”. “¿Qué?” pregunté. “¿Por qué?” “Es una señal de Hefesto. ¡Ven!” No sabía de qué estaba hablando él, pero nunca vi a Beckendorf tan determinado. Él corrió por el borde del claro, con su armadura fundiéndose con los árboles. Estaba a punto de seguirle cuando algo filoso y frío presionó contra mi cuello. “Sorpresa”, dijo Annabeth, justo a mi lado. Ella debía tener la gorra mágica de los Yankees, porque era totalmente invisible. Intenté moverme, pero ella presionó con su cuchillo en mi barbilla. Silena apareció desde los bosques con la espada desenfundada. Su armadura de Afrodita era rosa y roja, coordinadas con el color de sus ropas y maquillaje. Lucía como una Barbie de Guerra. “Buen trabajo”, le dijo a Annabeth. Una mano invisible me quitó la espada. Annabeth se quitó la gorra y apareció ante mí, sonriendo petulantemente. “Los chicos son fáciles de seguir. Ellos hacen más ruido que un Minotauro enfermo de amor”. Mi rostro enrojeció. Intenté pensar qué había dicho, esperando que no fuera nada vergonzoso. No había forma de saber por cuánto tiempo Annabeth y Silena habían estado espiándonos. “Eres nuestro prisionero”, anunció Annabeth. “Atrapemos a Beckendorf y…” “¡Beckendorf!” Por una fracción de segundo me había olvidado de él, pero todavía iba directo hacia la cabeza del dragón. Él ya estaba a cuarenta metros de distancia. No se había percatado de la presencia de las chicas, o de que yo no iba detrás de él. “¡Vamos!” le dije a Annabeth. Ella me tiró hacia atrás. “¿Adónde crees que vas, prisionero?” “¡Mira!” Ella intentó ver el claro y, por primera vez pareció darse cuenta de dónde estábamos. “Oh, Zeus…” Beckendorf saltó al claro y atacó a una de las hormigas. Su espada golpeó el caparazón de la cosa. La hormiga se volteó, chasqueando sus tenazas. Antes de que yo pudiera incluso decir algo, la hormiga mordió la pierna de Beckendorf, y él cayó al suelo. La segunda hormiga lanzó una sustancia viscosa en su rostro y Beckendorf gritó. Él soltó su espada y se llevó ambas manos a los ojos. Intenté ir hacia él, pero Annabeth me hizo retroceder. “No”. “¡Charlie!” gritó Silena. “¡No lo hagas!” dijo Annabeth entre dientes. “¡Ya es demasiado tarde!” “¿De qué estás hablando?” reclamé yo. “Tenemos que…” Entonces me di cuenta que un enjambre de hormigas iba hacia Beckendorf –diez, veinte. Ellas le aferraron por la armadura y lo golpearon contra la colina tan rápido que se hundió en un túnel y desapareció. “¡No!” Silena empujó a Annabeth. “¡Tú dejaste que se llevaran a Charlie!” “No hay tiempo para discutir”, dijo Annabeth. “¡Vamos!” Pensé que ella nos guiaría en un ataque para salvar a Beckendorf, pero en lugar de eso ella corrió hacia la cabeza del dragón, la cual había sido momentáneamente olvidada por las hormigas. Ella la sujetó de los cables y comenzó a arrastrarla hacia los bosques. “¿Qué estás haciendo?” protesté. “Beckendorf…” “Ayúdame”, gruñó Annabeth. “Rápido, antes que regresen”. “¡Oh, mis dioses!” Dijo Silena. “¿Estás más preocupada por este montón de metal que por Charlie?”. Annabeth giró alrededor de ella y la sacudió tomándola de los hombros. “¡Escucha, Silena! Esas cosas son Myrmekes. Son como hormigas, sólo que cien veces peores. Ellas envenenan al morder. Disparan ácido. Se comunican con las otras hormigas y atacan en enjambres a quienes las amenazan. Si nos lanzamos allí a ayudar a Beckendorf, seríamos lanzados hacia adentro también. Necesitaremos ayuda –mucha ayuda- para sacarlo de ahí. Ahora, ¡sujeta algunos cables y tira!” Silena comenzó a llorar. “Él probablemente ya esté muerto”. “No”, dijo Annabeth. “Ellas no le matarán ahora mismo. Tenemos cerca de media hora”. “¿Cómo sabes eso?” Pregunté. “Leí acerca de las Myrmekes. Ellas paralizan a su presa para poder ablandarlas antes de…” Silena sollozó. “¡Tenemos que salvarlo!” “Silena”, dijo Annabeth. “Tenemos que ir a salvarlo, pero necesitamos calmarnos. Hay una forma…” “Llama a los otros campistas”, dije yo, “o a Quirón. Quirón sabrá qué hacer”. Annabeth sacudió la cabeza. “Están desperdigados por los bosques. Para cuando podamos reunirlos a todos aquí, será demasiado tarde. Además, el campamento entero no sería lo suficientemente poderoso para invadir la Colina de las Hormigas”. “¿Entonces qué?” Ella señaló la cabeza del dragón. “Bien”, dije yo. “¿Vas a asustar a las hormigas con una marioneta de metal?” “Es un autómata”, dijo ella. Eso no me hizo sentir nada mejor. Los autómatas eran robots de bronce creados por Hefesto. La mayoría de ellos eran dementes máquinas de matar, y los demás eran peores que eso. “¿Y qué?” dije. “Es sólo una cabeza. Está roto”. “Percy, este no es sólo un autómata”, dijo Annabeth. “Es el Dragón de Bronce. ¿Nunca escuchaste las historias?” La miré en blanco. Annabeth estuvo en el campamento mucho más tiempo que yo. Probablemente sabía muchas historias que yo no conocía. Los ojos de Silena se abrieron. “¿Te refieres al antiguo guardián? ¡Pero sólo es una Leyenda!” “Vaya”, dije yo. “¿Qué antiguo guardián?” Annabeth respiró profundamente. “Percy, en días anteriores al árbol de Thalía –antes de que el campamento tuviera límites mágicos para mantener a los monstruos fuera- los consejeros intentaron muchas formas de protegerse. La más famosa de ellas fue el Dragón de Bronce. La cabaña de Hefesto lo hizo con las bendiciones de su padre. Supuestamente, era tan fiero y poderoso que mantuvo al campamento a salvo por una década. Y entonces… hace como unos quince años, desapareció en los bosques”. “¿Y tú crees que esa su la cabeza?”

“¡Tiene que serlo! Las Myrmekes probablemente la descubrieron mientras buscaban metales preciosos. No pudieron mover todo el cuerpo, así que arrancaron su cabeza. El cuerpo no puede estar muy lejos”. “Pero ellas la arrancaron. Ya es inútil”. “No necesariamente”. Los ojos de Annabeth se entornaron, y yo podría decir que su cerebro estaba trabajando más de la cuenta. “Podríamos rearmarlo. Si pudiéramos activarlo…” “¡Podría ayudarnos a rescatar a Charlie!” dijo Silena. “Un momento”, dije. “Esas son muchas suposiciones. Si podemos encontrarlo, si podemos reactivarlo a tiempo, si puede ayudarnos. ¿Dijiste que esa cosa desapareció hace quince años?” Annabeth asintió. “Algunos dicen que su motor se averió así que fue a los bosques a desactivarse a sí mismo. O que su programación le hizo enloquecer. Nadie lo sabe”. “¿Quieres rearmar a un dragón metálico enloquecido?” “¡Tenemos que intentarlo!” dijo Annabeth. “¡Es la única esperanza de Beckendorf! Además, esto podría ser una señal de Hefesto. El dragón debería querer ayudar a uno de los chicos de Hefesto. Beckendorf querría que lo intentáramos”. No me gustaba la idea. Por otro lado, no tenía una sugerencia mejor. Se nos agotaba el tiempo y Silena parecía a punto de entrar en shock si no hacíamos algo pronto. Beckendorf había dicho también algo sobre que era una señal de Hefesto. Quizás era momento de averiguarlo. “Muy bien”, dije. “Vayamos a buscar a un dragón sin cabeza”. Buscamos interminablemente, o quizás así lo pareció, porque todo el tiempo yo me estaba imaginando a Beckendorf en la Colina de las Hormigas, asustado y paralizado mientras un montón de criaturas con armadura se movían a su alrededor esperando a que él se ablandara. No fue difícil seguir el rastro de las hormigas. Ellas arrastraron la cabeza del dragón a través del bosque, haciendo un profundo surco en el barro, y nosotros arrastramos la cabeza exactamente por el mismo camino. Debimos haber avanzado un cuarto de milla –y yo me estaba preocupado por el tiempo que nos quedaba- cuando Annabeth dijo, “Di immortalis”. Llegamos al borde de un cráter –como si algo hubiera destruido todo y generado un hoyo del tamaño de una casa en el bosque. Sus bordes eran resbalosos y tenían raíces de árboles. Huellas de hormigas iban hacia el fondo, donde un montículo de metal brillaba entre el polvo. Varios cables salían desde un extremo de bronce. “El cuello del dragón”, dije. “¿Creen que las hormigas hicieron este cráter?” Annabeth sacudió la cabeza. “Parece más hecho por un meteorito”. “Hefesto” dijo Silena. “El dios debe haber desenterrado esto. Él quería que encontráramos al dragón. Él quería que Charlie…” se ahogó con sus palabras. “Vamos”, dije. “Reconectemos a este chico malo”. Llevar la cabeza del dragón hasta el fondo fue fácil. Dando vueltas hacia abajo por el barranco golpeó el cuello con un “¡bonk!” metálico ruidoso. Lo difícil fue reconectarla. No teníamos ni herramientas ni experiencia. Annabeth jugueteó con los cables y maldijo en Griego Antiguo. “Necesitamos a Beckendorf. Él podría hacer esto en segundos”. “¿Tu madre no es la diosa de los inventores?” Pregunté. Annabeth me miró. “Sí, pero yo soy buena con las ideas. No con los mecanismos”. “Si tuviera que escoger a una persona en todo el mundo para que me regrese la cabeza”, dije, “te escogería a ti”. Dije eso sin pensar -para darle confianza, supongo- pero inmediatamente me di cuenta de que sonó bastante estúpido. “Awww...” Silena sollozó y se secó las lágrimas. “Percy, ¡es tan dulce!” Annabeth se ruborizó. “Cállate, Silena. Dame tu daga”. Tenía miedo de que Annabeth fuera a apuñalarme con ella. Pero, en lugar de eso, la usó como destornillador, para abrir un panel en el cuello del dragón. “Aquí vamos” dijo. Y comenzó a unir los cables de bronce celestiales. Le llevó mucho tiempo. Demasiado. Pensé que Capturar la Bandera ya debía haber terminado para ese entonces. Me pregunté qué tan temprano el resto de los campistas se darían cuenta de que estábamos desaparecidos y vendrían a buscarnos. Beckendorf probablemente tenía cinco o diez minutos más antes que las hormigas acabaran con él, si los cálculos de Annabeth eran correctos (y siempre lo eran). Finalmente Annabeth se detuvo y exhaló. Sus manos tenían rasguños y suciedad. Sus uñas estaban rotas. Tenía una mancha en la frente, justo donde el dragón decidió escupirle grasa. “Muy bien” dijo. “He terminado, creo...” “¿Lo crees?” preguntó Silena. “Tiene que estar hecho” dije. “No tenemos tiempo. ¿Cómo, eh, lo encendemos? ¿Tiene algún interruptor de inicio o algo así?” Annabeth apuntó hacia los ojos de rubí. “Giran en sentido horario. Supongo que debemos rotarlos”. “Si alguien retuerce mis globos oculares, me despertaría” asentí. “¿Qué pasa si se enfada con nosotros?” “Entonces... estamos muertos” dijo Annabeth. “Magnífico” dije. “Estoy emocionado”. Juntos giramos los ojos de rubí del dragón. Inmediatamente, comenzaron a brillar. Annabeth y yo retrocedimos tan rápido que chocamos el uno con el otro. La boca del dragón se abrió como si intentara comprobar la mandíbula. La cabeza giró y nos miró. Mientras salía humo de sus orejas, intentó ponerse de pie. Cuando descubrió que no podía moverse, el dragón se mostró confundido. Alzó la cabeza y miró la tierra. Finalmente, se percató de que estaba enterrado. Su cuello se tensó una, dos veces... y finalmente el centro del cráter hizo erupción. El dragón logró salir sin mucha delicadeza, sacudiéndose la tierra del cuerpo como lo haría en un perro, ensuciándonos a nosotros desde la cabeza a los pies. El autómata era tan formidable que ninguno de nosotros podría describirlo. Es decir, seguro que necesitaba un paseo por el lavado de coches, y tenía unos cuantos cables sueltos por ahí, pero el cuerpo del dragón era sorprendente -como un tanque de alta tecnología con piernas. Sus lados estaban recubiertos de escamas de bronce y oro, incrustadas con piedras preciosas. Sus piernas eran del tamaño de troncos, y sus pies tenían talones de acero. No tenía alas -la mayoría de los dragones griegos no las tenían- pero su cola era tan larga como su cuerpo; es decir, como un autobús escolar. El cuello crujió cuando él giró la cabeza hacia el cielo y escupió una columna de triunfante fuego. “Bueno...” dije con voz apagada. “Funcionó”. Desafortunadamente, me escuchó. Esos ojos de rubí me escrutaron, y puso su hocico a dos pulgadas de mi rostro. Instintivamente, puse la mano sobre mi espada. “Detente, dragón” gritó Silena. Me sorprendió que su voz aún funcionara. Lo dijo con tanta autoridad que el autómata dirigió su atención hacia ella. Silena tragó saliva nerviosamente. “Te hemos despertado para defender el campamento. ¿Lo recuerdas? ¡Ese es tu trabajo!” El dragón inclinó su cabeza como si pensara. Supuse que Silena tenía cincuenta por ciento de oportunidades de ser atacada con fuego. Estaba considerando saltar hacia el cuello de él para distraerlo cuando Silena dijo “Charles Beckendorf, un hijo de Hefesto, está en problemas. Las Myrmekes le han capturado. Necesita tu ayuda”. Al escuchar “Hefesto” el cuello del dragón se tensó. Un escalofrío le recorrió el cuerpo de metal, originando otra lluvia de tierra que cayó sobre nosotros. El dragón miró alrededor, como si intentara encontrar al enemigo. “Tenemos que mostrarle”, dijo Annabeth. “¡Ven, dragón! ¡El hijo de Hefesto está por aquí! ¡Síguenos!” Sin más, ella desenvainó su espada, y los tres saltamos hacia fuera del foso. “¡Por Hefesto!” gritó Annabeth, lo cual fue un gran detalle. Y nos adentramos en los bosques. Cuando miré hacia atrás, el dragón estaba justo a nuestras espaldas, con sus ojos rojos brillando y con humo saliendo de su nariz. Fue un gran incentivo para seguir corriendo tan rápido como podíamos hasta la Colina de las Hormigas. Cuando llegamos al claro, el dragón pareció percibir el olor de Beckendorf. Él se movió velozmente delante de nosotros, y tuvimos que hacernos a un lado para evitar que nos aplaste. Chocó contra varios árboles, con sus juntas crujiendo y sus pies dejando cráteres en el suelo. Fue directo a la Colina de las Hormigas. Al principio, las Myrmekes no sabían qué estaba sucediendo. El dragón pisó a varias de ellas, dejándolas como puré de insecto.

Entonces, sus redes telepáticas parecieron encenderse diciendo: Dragón enorme. ¡Malo! Todas las hormigas en el claro se voltearon simultáneamente y atacaron como enjambre al dragón. Más hormigas salieron de la colina -cientos de ellas. El dragón escupió fuego e hizo retirar en pánico a varias hormigas. ¿Quién iba a saber que las hormigas eran inflamables? Pero más de ellas seguían apareciendo. “Adentro, ¡ahora!” Nos dijo Annabeth. “¡Mientras ellas se concentran en el dragón!”. Silena lideró la embestida; fue la primera vez que seguí a una niña de Afrodita hacia la batalla. Pasamos junto a las hormigas, pero ellas nos ignoraron. Por alguna razón, parecían considerar al dragón como la mayor amenaza. Quién sabe por qué. Nos adentramos en el túnel más cercano, y yo casi di arcadas por el hedor. Nada, y recalco “nada”, apesta más que un gigantesco hormiguero. Pude adivinar que ellas dejan pudrir su comida antes de comerla. En serio, alguien debería enseñarles qué es un refrigerador. Nuestra jornada allí dentro se caracterizó por varios túneles oscuros y mohosas recámaras alfombradas con viejos armazones de hormigas y piscinas de mugre. Varias hormigas pasaron junto a nosotros para ir a la batalla, pero nosotros sólo nos apartamos para dejarlas pasar. El brillo broncíneo de mi espada nos dio luz mientras nos adentrábamos en lo profundo del hormiguero. “¡Miren!” dijo Annabeth. Miré hacia un rincón de la recámara y mi corazón se detuvo por un segundo. Colgando del techo había enormes y sucios sacos -larvas de hormiga, supongo- pero no fue eso lo que me llamó la atención. El piso de la cueva estaba cubierto de monedas de oro, gemas, y otros tesoros: yelmos, espadas, instrumentos musicales, joyas. Brillaban como brillan los artilugios mágicos. “Esta es sólo una recámara”, dijo Annabeth. “Probablemente haya cientos iguales aquí abajo, decoradas con tesoros”. “Eso no importa”, Insistió Silena.” ¡Tenemos que encontrar a Charlie!” Otra cosa inédita: una niña de Afrodita que no se interesa por joyería. Seguimos adelante. Luego de otros veinte metros, ingresamos en una caverna que olía tan mal que mi nariz murió completamente. Los restos de viejas comidas estaban apilados como dunas de arena- huesos, trozos de carne podrida, incluso viejas comidas del campamento. Supongo que las hormigas visitaban las pilas de basura del campamento y se robaban nuestras sobras. En la base de una de las pilas de restos, luchando para poder salir, estaba Beckendorf. Lucía terrible, en parte porque su armadura de camuflaje tenía ahora el color de la basura. “¡Charlie!” Silena corrió hacia él e intentó ayudarle. “Gracias a los dioses”, dijo él. “¡Mis... Mis piernas están paralizadas!” “Se te pasará”, dijo Annabeth, “pero tenemos que irnos de aquí. Percy, ayuda a cargarlo”. Silena y yo cargamos a Beckendorf, y los cuatro comenzamos el regreso por los túneles. Pude escuchar a la distancia los sonidos de la batalla metales crujiendo, fuego, chasquidos y escupidas de cientos de hormigas. “¿Qué está sucediendo allí afuera?” Preguntó Beckendorf. Su cuerpo se tensó. “¡El dragón! Ustedes no... ¿Lo reactivaron?” “Me temo que sí”, dije. “Parecía ser la única forma”. “¡Pero no se puede simplemente activar a un autómata! Tienen que calibrar el motor, iniciar un diagnóstico... ¡no hay forma de decir qué hará! ¡Tenemos que salir!” Como se dieron las cosas, no necesitamos ir a ninguna parte, porque el dragón vino a nosotros. Estábamos intentando recordar por cuál túnel llegábamos a la salida, cuando la colina entera explotó bañándonos en suciedad. De pronto estábamos mirando el cielo despejado. El dragón estaba justo sobre nosotros, destrozando todo, aplastando la Colina de las Hormigas mientras intentaba sacudirse a las Myrmekes que tenía por todo el cuerpo. “¡Vamos!” grité. Salimos de entre la tierra y bajamos por un lado de la colina, sujetando a Beckendorf con nosotros. Nuestro amigo el dragón estaba en problemas. Las Myrmekes mordían las juntas de su armadura y escupían ácido sobre él. El dragón pisoteó, golpeó y escupió fuego, pero no podía aguantar mucho más. Salía humo de su piel de bronce. Peor aún, unas pocas hormigas se voltearon hacia nosotros. Supongo que a ellas no les agradaba que les robáramos la cena. Ataqué a una y le arranqué la cabeza. Annabeth atravesó a una justo entre medio de las antenas. Mientras la espada de bronce celestial atravesaba su armazón, la hormiga entera se desintegró. “C-Creo que ya puedo caminar”, dijo Beckendorf, e inmediatamente se golpeó el rostro contra el suelo al caer ni bien lo soltamos. “¡Charlie!” Silena le ayudó a levantarse, y le cargó mientras Annabeth y yo limpiábamos el camino entre las hormigas. De alguna forma nos las arreglamos para alcanzar el borde del claro sin ser mordidos o escupidos, aunque una de mis zapatillas humeaba a causa del ácido. Todavía en el claro, el dragón cayó. Una gran nube de niebla ácida corroía su piel. “¡No podemos dejarlo morir! Dijo Silena. “Es demasiado peligroso”, dijo Beckendorf con tristeza. “Sus cables...” “Charlie”, imploró Silena, “¡él te salvó la vida! Por favor, hazlo por mí...” Beckendorf titubeó. Su rostro aún estaba brilloso por la baba de las hormigas y lucía como si fuera a desmayarse en cualquier momento, pero luchaba por seguir de pie. “Prepárense para correr”, nos dijo. Entonces miró a lo largo del claro y gritó: “¡Dragón! Defensa de emergencia, ¡activación-beta!” El dragón se volteó hacia el sonido de su voz. Dejó de luchar contra las hormigas, y sus ojos brillaron. El aire olía a ozono, como en una tormenta eléctrica. ZZZZZAAAAAPPP! Arcos de electricidad azul salieron de la piel del dragón, sacudiendo su cuerpo de arriba abajo y conectando con las hormigas. Algunas explotaron. Otras humearon, se chamuscaron y cayeron, con sus patas temblando. En pocos segundos, no había más hormigas sobre el dragón. Aquellas que aún seguían con vida se estaban retirando, Hundiéndose en los restos de su colina mientras rayos de electricidad les golpeaban el trasero, apurándolas. El dragón bramó triunfante. Entonces dirigió sus brillantes ojos hacia nosotros. “Ahora”, dijo Beckendorf, “es cuando huimos”. Esta vez no gritamos “¡Por Hefesto!” Gritamos “¡Ayudaaaaa!” El dragón nos persiguió, escupiendo fuego y lanzando rayos de luz sobre nuestras cabezas, como si estuviera divirtiéndose. “¿Cómo podemos detenerlo?” gritó Annabeth. Beckendorf, cuyas piernas ahora funcionaban bien (no hay nada como ser perseguido por un monstruo, para que tu cuerpo funcione a la perfección), sacudió la cabeza y aspiró aire. “¡No debieron haberlo activado! ¡Es inestable! ¡Luego de unos años, los autómatas se vuelven salvajes!” “Es bueno saberlo”, grité yo. “¿Pero cómo lo desactivamos?” Beckendorf miró los alrededores salvajemente. “¡Ahí!” Más adelante había una saliente de rocas, casi tan alta como los árboles. Los bosques estaban repletos de extrañas formaciones rocosas como esa, pero yo nunca había visto esta antes. Tenía la forma de una gigantesca rampa de skateboard, sesgada de un lado y con una subida muy empinada del otro. “Chicos, ustedes corran alrededor de la base del precipicio”, dijo Beckendorf. “Distraigan al dragón. ¡Manténganlo ocupado!” “¿Qué es lo que vas a hacer?” preguntó Silena. “¡Ya verán! ¡Vayan!” Beckendorf se inclinó detrás de un árbol mientras yo giré y le grité al dragón, “¡Oye, labios de lagartija! ¡Tú aliento huele a gasolina!” El dragón exhaló humo negro de su nariz. Se acercó con estrépito a mí, haciendo temblar el suelo. “¡Vamos!” Annabeth me sujetó de la mano. Corrimos por el lado de atrás del acantilado. El dragón nos siguió. “Tenemos que retenerlo aquí”, dijo Annabeth. Los tres preparamos nuestras espadas. El dragón nos alcanzó y se detuvo tambaleando. Sacudió la cabeza como si no pudiera creer que éramos tan tontos como para darle pelea. Ahora que nos había atrapado, había tantas formas diferentes de matarnos que probablemente no podía decidirse.

Nos separamos cuando su primera ráfaga de fuego dio en el suelo donde estábamos parados y lo transformó en un montón de cenizas. Entonces vi a Beckendorf sobre nosotros -al tope del acantilado- y comprendí de qué se trataba su plan. Él necesitaba un disparo limpio. Tenía que mantener la atención del dragón sobre mí. “¡Yaaaah!” cargué sobre él. Hice que Riptide se deslizara en el pie del dragón y le corté un talón. Su cabeza crujió cuando me miró. Parecía más confundido que enfadado, como si pensara “¿Por qué me cortaste?” Entonces abrió su boca, mostrando cien dientes afilados como cuchillas. “¡Percy!” me advirtió Annabeth. Mantuve mi posición. “Sólo un segundo más...” “¡Percy!” Y justo antes que el dragón atacara, Beckendorf se lanzó desde las rocas, aterrizando sobre el cuello del dragón. El dragón retrocedió y escupió fuego, intentando librarse de Beckendorf, pero Beckendorf se sostuvo como un vaquero mientras el monstruo se resistía. Vi fascinado como él abrió un panel en la base de la cabeza del dragón y tiró de un cable. Instantáneamente, el dragón quedó congelado. Sus ojos se apagaron. De pronto fue sólo una estatua de dragón, enseñando sus dientes al cielo. Beckendorf se deslizó cuello abajo, y colapsó en su larga cola, respirando pesadamente. “¡Charlie!” Silena corrió hacia él y le dio un gran beso en la mejilla. “¡Lo lograste!” Annabeth vino hacia mí y me palmeó el hombro. “Oye, cerebro de alga, ¿estás bien?” “Bien... supongo”. Estaba pensando en lo cerca que estuve de ser transformado en trocitos de semidiós dentro de la boca del dragón. “Lo hiciste muy bien”. La sonrisa de Annabeth fue mucho mejor que la de ese estúpido dragón. “Tú también”, le dije tembloroso. “Entonces... ¿qué vamos a hacer con el autómata?” Beckendorf se limpió la frente. Silena aún estaba ocupada con sus cortes y heridas, y Beckendorf parecía distraído con esas atenciones. “Nosotros -uh- no lo sé”, dijo. “Quizás podamos arreglarlo y hacer que cuide el campamento, pero eso podría llevarnos meses”. “Vale la pena intentarlo”, dije. Me imaginé teniendo al dragón de bronce en nuestra pelea contra el titán Cronos. Sus monstruos lo pensarían dos veces antes de atacar el campamento si tuvieran que enfrentar a esa cosa. Por otro lado, si el dragón se volvía loco otra vez y atacaba a los campistas, eso sería bastante problemático. “¿Vieron todos los tesoros en la Colina de las Hormigas?” preguntó Beckendorf. “¿Y las armas mágicas? ¿Las armaduras? Todas esas cosas podrían ayudarnos mucho”. “Y los brazaletes”, dijo Silena. “Y los collares”. Me estremecí al recordar el olor de esos túneles. “Creo que esa es una aventura para más adelante. Necesitaríamos un ejército de semidioses para poder acercarnos a esos tesoros”. “Quizás”, dijo Beckendorf. “Pero qué tesoro...” Silena estudió al dragón petrificado. “Charlie, ese fue el acto más valiente que vi en mi vida... tú saltando sobre ese dragón”. Beckendorf tragó saliva. “Um... sí. Entonces... ¿irías a ver los fuegos artificiales conmigo?” El rostro de Silena se iluminó. “¡Claro que sí, tontito! ¡Pensé que nunca me lo pedirías!” Beckendorf de pronto lució mucho mejor. “¡Pues regresemos, entonces! Apuesto a que la captura de la bandera ha terminado”. Tuve que ir descalzo, porque el ácido se había comido completamente uno de mis zapatos. Cuando me lo quité me di cuenta que el líquido había empapado mis calcetines y había puesto rojo y áspero a mi pie. Me apoyé sobre Annabeth, y ella me ayudó a caminar cojeando por los bosques. Beckendorf y Silena caminaron delante de nosotros, tomados de la mano, y les dimos cierto espacio. Mirándolos, con mi brazo alrededor de Annabeth para apoyarme, me sentí bastante incómodo. Maldije en silencio a Beckendorf por ser tan valiente, y no me refiero al asunto de enfrentar al dragón. Luego de tres años, él finalmente tuvo el coraje de proponerle una cita a Silena Beauregard. Eso no era justo. “Ya sabes”, dijo Annabeth mientras avanzábamos, “no fue lo más valiente que yo haya visto”. Di un respingo. ¿Estaba leyendo mis pensamientos? “Um... ¿qué quieres decir?” Annabeth sujetó mi muñeca mientras cruzamos un arroyuelo. “Tú te enfrentaste al dragón para que Beckendorf pudiera tener la oportunidad de saltar sobre él -eso sí que fue valiente”. “O muy estúpido”. “Percy, eres un chico valiente”, dijo ella. “Sólo acepta el cumplido. Lo juro, ¿es tan difícil?” Nuestras miradas se cruzaron. Nuestros rostros estaban a centímetros el uno del otro. Mi pecho se sentía medio raro, como si corazón intentara hacer acrobacias. “Entonces...” dije. “Supongo que Silena y Charlie irán a ver los fuegos artificiales juntos”. “Supongo”, asintió Annabeth. “Sí”, dije yo. “Acerca de eso...” No tenía ni idea de qué iba a decir en ese momento, pero justo entonces, tres de los hermanos de Annabeth de la cabaña de Atenea salieron de los arbustos con sus espadas desenfundadas. Cuando nos vieron, sonrieron burlonamente. “¡Annabeth!” dijo uno de ellos. “¡Buen trabajo! Llevemos a esos dos a las celdas”. Le quedé mirando. “¿El juego no ha terminado?” El campista de Atenea rio. “Aún no... pero pronto lo hará. Ahora que les hemos capturado a ustedes”. “Vamos, amigo”, protestó Beckendorf. “Nos desviamos. Había un dragón, y toda la Colina de las Hormigas nos atacó”. “Uh-Huh”, dijo otro de los chicos, sin sorprenderse mucho. “Annabeth, buen trabajo con la distracción. Funcionó a la perfección. ¿Quieres que nos encarguemos de ellos de ahora en más?” Annabeth se apartó de mí. Pensé que nos iba a dejar regresar a los límites, pero ella desenfundó su daga y la apuntó hacia mí con una sonrisa. “Nah”, dijo. “Silena y yo podremos hacerlo. Vamos, prisioneros. Muévanse”. La miré con sorpresa. “¿Tú planeaste esto? ¿Tú planeaste todo este asunto sólo para mantenernos alejados del juego?” “Percy, en serio, ¿cómo pude haberlo planeado? El dragón, las hormigas... ¿crees que pude suponer con antelación todo eso?” No parecía muy probable, pero ella era Annabeth. Nunca se podía estar seguro con ella. Entonces ella cruzó miradas con Silena, y podría decir que ellas estaban intentando no reír. “Tú... tú pequeña...” comencé a decir, pero no pude pensar en algo lo suficientemente fuerte para llamarla. Protesté todo el camino hacia las celdas, lo mismo que Beckendorf. Era totalmente injusto ser tratados como prisioneros luego de todo lo que pasamos. Pero Annabeth sólo sonrió y nos encerró. Mientras ella regresaba al frente de batalla, se volteó y nos guiñó un ojo. “¿Nos vemos en los fuegos artificiales?” Ella ni siquiera esperó mi respuesta y se perdió entre los árboles. Miré a Beckendorf. “¿Ella... acaba de proponerme una cita?” Él se encogió de hombros, completamente disgustado. “¿Quién puede estar seguro cuando se trata de chicas? Prefiero enfrentarme a un dragón de alta tecnología cualquier día”. Entonces nos sentamos juntos y esperamos mientras las chicas ganaban el juego.

Entrevista con Travis y Connor Stoll, hijos de Hermes ¿Cuál ha sido la broma más pesada que le han jugado a otro campista? Connor: ¡El mango de oro! Travis: sin duda, esa fue ¡sorprendente! Connor: verán, tomamos un mango y lo rociamos con aerosol dorado ¿vale? Y escribimos “para la más candente” y lo dejamos en la cabaña de afrodita, mientras estaban en clase de arquería, cuando regresaron, comenzaron a pelear por él, tratando de ver quién era el más candente. Fue tan gracioso. Travis: volaban zapatos marca Gucci por las ventanas. Las niñas de afrodita se rasgaban las ropas y tirándose pintura de labios y alhajas. Eran como una manada de bobas salvajes. Connor: Entonces descubrieron lo que había hecho, y fueron a buscarnos. Travis: eso no fue nada divertido. No supe que habían hecho maquillaje permanente, y por un mes me vi como un payaso. Connor: a mí me pusieron una maldición, así que no importaba lo que usara, la ropa era dos tallas más chica y parecía un freak (pd: raro/fenómeno). Travis: eres un freak. ¿A quién te gustaría más tener, en captura a la bandera? Travis: a mi hermano, tengo que echarle un ojo. Connor: a mi hermano, porque no confió en él, pero ¿además de él? Probablemente a la cabina de Ares. Travis: si, son fuertes y fáciles de manipular, un combo espectacular. ¿Cuál es la mejor parte de ser de la cabaña de Hermes? Connor: Nunca estas solo. Lo digo enserio, siempre vienen chicos nuevos, así que siempre tienes con quien hablar. Travis: o jugarle una broma. Connor: o tomar sus carteras. Una gran familia feliz.

Entrevista con Annabeth Chase, hija de atenea Si pudieras construir algo para el campamento mestizo ¿qué harías? Annabeth: Me alegra que lo preguntes, seriamente necesitamos un templo. Aquí estamos los hijos de los dioses griegos y no tenemos siquiera un monumento a nuestros padres. Lo pondría al sur de la colina del campamento, lo diseñaría para que el sol brillara atreves de sus ventanas y haría un emblema de un dios diferente en el piso: un día sería un águila otro día un búho, habría estatuas de todos los dioses griegos, y por supuesto, habría braseros de oro para dar ofrendas. Lo diseñaría con una acústica perfecta como el Carnegie Hall, así que podría haber conciertos de liras y flautas de caña ahí. Podría seguir y seguir, pero creo que ya captaron la idea. Quirón dijo que tendríamos que vender como 4 millones de camiones de fresas para pagar un proyecto así, pero creo que valdría la pena. Además de tu mamá ¿quién del consejo de los dioses, crees que es el más inteligente? Annabeth: vaya…déjame pensar…umh. La cosa es que los dioses del olimpo no son conocidos exactamente por su inteligencia, y lo digo con mucho respeto. Zeus es sabio a su propia forma. Quiero decir, ha mantenido unida a la familia por cuatro mil años, y eso no es fácil. Hermes es inteligente, él le robo a apolo a su ganado, y Apolo no se queda atrás. Siempre he admirado a artemisa también, ella nunca pone en peligro sus creencias. Ella hace sola sus cosas y no pasa mucho tiempo discutiendo con los demás dioses del consejo, pasa más tiempo en el mundo de los mortales que otros dioses, así que entiende lo que pasa. No entiende a los chicos, pero supongo que nadie es perfecto. De todos tus amigos en el campamento mestizo, ¿a quienes te gustaría tener en las peleas? Annabeth: oh, Percy no hay duda. Seguro que puede ser molesto, pero es de fiar. Es valiente y es un buen peleador. Generalmente le digo que hacer y así gana las peleas. Eres conocida por llamar a Percy cerebro de algas de vez en cuando ¿Cuál es su cualidad más molesta? Annabeth: bueno lo llamo así, porque es tan brillante, ¿no es así? Quiero decir no es tonto. Es realmente muy inteligente, pero en veces actúa como tonto. Me pregunto si lo hace para molestarme. Tiene mucho a su favor, es valiente, tiene sentido de humor, es guapo, pero siquiera te atrevas a decir que dije eso. ¿Dónde estaba? Vaya si, sí que tuve mucho que hacer por él, por eso él siempre es tan…torpe. Esa es la palabra. Quiero decir que no ve las cosas que son muy obvias, como el cómo se sienten las personas. Incluso cuando le estas dando consejos y eres tan obvio. ¿Qué? ¡Yo no estoy hablando de alguien o alguna cosa en particular! Solo estoy hablando de cosas. ¿Por qué siempre todos piensan en Agh…? ¡Olvídenlo!

Entrevista a Grover Underwood, sátiro ¿Cuál canción es tu favorita para tocar en tu flauta de caña? Grover: oh bueno, es algo vergonzoso, pero una rata almizclera quería escuchar “muskrat love”...bueno la aprendí y admito que me gusta tocarla. Honestamente ya no es para la rata almizclera. Es una historia de amor muy dulce. Mis ojos se ponen lloroso, y los de Percy igual, pero creo que lo hace porque se está riendo de mí. ¿A quién te gustaría ver en un callejón oscuro, al señor D. o un ciclope? Grover: ¡Bla-jajajaja! ¿Qué clase de pregunta es esa? Umh… bueno me reuniría con el Sr D. obviamente porque él es tan er…bueno. Es alguien muy generoso con los sátiros. Todos los queremos. Y no lo digo porque siempre nos esté escuchando y porque puede volarme en pedazos. Para ti, ¿Cuál es el lugar natural más lindo de toda América? Grover: vaya es increíble que aun haya, me gusta el lago placid en Nueva York. Es muy bonito, sobre todo en un ¡día de invierno! ¡Hay dríadas ahí! ¡Vaya! Espera, ¿podemos borrar esa parte? Juniper me va matar. ¿Enserio las latas son deliciosas? Grover: mi abuela sátiro, solía decir: “dos latas al día, mantiene lejos a los monstruos”. Muchos minerales le dan una textura y relleno maravilloso. Digo ¿Por qué no les van a gustar? No puedo ayudar a los humanos si sus dientes no están hechos para una cena pesada.

Reporte de verano de Percy Jackson

Reporte final de verano Querido Percy Jackson:

A continuación se presenta el informe sobre como paso el verano, será enviado a tus padres. Me complace informar que tus materias son pasables. Por lo que no serán alimentadas las arpías. Por favor revíselos y fírmelos para nuestros archivos. Con toda sinceridad: El director de actividades, Quirón. Y Dionisio, director del campamento. Actividad

Calificación

Comentarios

Mutilando al monstruo

A

Percy muestra una gran capacidad para desmembrar brazos.

Defensa

B

Esgrima

A+

Espíritu Grupal

C

Griego

C

Percy casi se mata varias veces este verano. ¡Buen trabajo! Tiene que concentrarse en ver a los alrededor y no ser picado por escorpiones venenosos. Las habilidades de Percy son excelentes. Sin embargo, sería bueno, que pudiera luchar sin estar empapado de agua salada, en primer lugar. Percy se mete en problemas de vez en cuando con otros campistas. Nos gustaría recordarle que la cabeza de Clarisse no tiene un oyó como la barbacoa. Percy ha mejorado en griego antiguo. Por desgracia en su examen final, el tradujo: “el gran Aquiles emprendió camino” como… “la hamburguesa de mi abuela, sabe mal”. Sigue intentando.

Carreras –carrosA

En la última carrera Percy no solo gano. Sino que incendio los demás carros, Bien hecho!

Carreras –pie-

C-

Percy necesita mejorar. Sigue siendo más lento que las ninfas, y esto es mientras estas convertidas en árboles.

Tiro con arco

C-

Jabalina

B

Escalando Rocas

A

Firma: ____________________________________________________________

Necesita mejorar. El lado positivo es que Percy está perdiendo menos flechas. No ha disparado flechas a ninguno de sus compañeros campistas. ¡Percy ha estado practicando! En su último tiro, casi le da al blanco. Es cierto que golpeo a un toro de bronce en la cabeza, pero eso se corrige fácilmente. ¡Percy es excelente escalando! Talvez porque no le gusta caer en la lava de abajo.

Percy Jackson y el Caduceo de Hermes

Annabeth y yo nos estábamos relajando en el Gran Lawn de Central Park cuando ella me asaltó con una pregunta. –Te has olvidado, ¿verdad? Encendí la alarma roja. Es fácil entrar en pánico cuando eres nuevo en esto de ser novios. Sí, había combatido muchos monstruos junto a Annabeth durante años. Juntos nos habíamos enfrentado a la furia de los dioses, habíamos combatido titanes y nos habíamos enfrentado a la muerte una docena de veces mínimo. Pero ahora que estábamos saliendo, un ceño fruncido de ella y entraba en pánico. ¿Qué había hecho mal? Revisé mentalmente la lista del picnic: ¿Mantel cómodo? Listo. ¿La pizza favorita de Annabeth con extra de olivas? Listo. ¿Toffe de chocolate de La Maison du Chocolat? Listo. ¿Agua fresca con gas con un ligero toque a limón? Listo. ¿Armas en caso de un apocalipsis repentino de mitología griega? Listo. Entonces, ¿de qué me olvidaba? Estuve tentado (durante un instante) de echarme un farol. Pero dos cosas me lo impedían. Primero, no me gustaba mentir a Annabeth. Segundo, era demasiado lista. Descubriría la verdad en un instante. Así que hice lo mejor que se me daba, la miré con la mirada perdida y actué como un bobo. Annabeth puso los ojos en blanco. –Percy, hoy es 18 de septiembre. ¿Qué pasó justo un mes atrás? –Fue mi cumpleaños–dije. Era verdad: el 18 de agosto. Pero juzgando por la expresión de Annabeth, esa no era la respuesta que esperaba. No pude evitar pensar que Annabeth estaba muy guapa aquél día. Vestía la camiseta naranja del campamento y unos shorts, pero sus brazos morenos y sus piernas parecían brillar con la luz del sol. Su pelo rubio caía por sus hombros y alrededor de su cuello colgaba una cuerda de cuero con cuentas de colores de nuestro campamento de entrenamiento de semidioses, el campamento Mestizo. Sus ojos grises cuales tormentas eran igual de resplandecientes que siempre. Deseé que su penetrante mirara no supiera lo que estaba pensando. Intenté hacer memoria. Un mes atrás habíamos vencido al titán Cronos. ¿Era eso lo que quería decir? Entonces Annabeth me lo dijo sin tapujos. –Nuestro primer beso, Sesos de Alga–dijo–. Es nuestro primer mes-aniversario. –Bueno, ya…–pensé: ¿la gente celebra cosas como esas? ¿Tengo que recordar todas las fechas, vacaciones y todos esos cumpleaños? Intenté sonreír–. Es por eso por lo que estamos celebrando este picnic… ¿verdad? Plegó sus piernas debajo de ella, sentada a lo indio. –Percy… me encanta el picnic, de verdad. Pero prometiste que me llevarías a cenar fuera. ¿Te acuerdas? No es que no me lo esperara, pero me dijiste que tenías algo planeado. ¿Y bien…? Pude notar esperanza en su voz, pero también duda. Estaba esperando a que admitirá lo obvio: que me había olvidado, estaba muerto, era ya un novio a la brasa. Solo porque me hubiera olvidado no significaba que no me importara Annabeth. En serio, el último mes con ella había sido increíble. Era el semidiós con más suerte de toda la historia. Pero una cena especial… ¿cuándo la había mencionado? Quizá lo había dicho después de que Annabeth me besara, lo que me provocó volverme loco instantáneamente. Quizá un dios griego se había disfrazado de mí y le había prometido esa tontería. O quizá era un novio horrible. Era hora de confesar. Me aclaré la garganta… –Bueno… Un rayo de luz repentino me hizo parpadear, como si alguien hubiera reflejado un espejo en mi cara. Miré alrededor y vi una furgoneta de Correos en medio de Great Lawn dónde los coches no estaban permitidos. Escrito a los lados estaban las palabras: HERNIAS EN EL SUD Esperad… perdón. Soy disléxico. Entrecerré los ojos y deduje que probablemente diría: HERMES EXPRESS –Oh, genial–murmuré–. Tenemos correo. – ¿Qué? –preguntó Annabeth. Señalé la furgoneta. El conductor acababa de bajar. Vestía una camiseta de uniforme marrón y unos pantalones cortos hasta las rodillas junto con unos modernos calcetines negros a rayas. Su pelo blanquinegro rizado le sobresalía por los bordes de su gorra marrón. Parecía un tipo cualquiera en sus treinta, pero sabía por experiencia que en realidad tenía unos cinco mil o así. Hermes, el mensajero de los dioses. Amigo personal, repartidor de misiones heroicas y causa frecuente de mis migrañas y dolores de cabeza. Parecía preocupado. Seguía mirándose en los bolsillos y agitando las manos. O bien había perdido algo importante o se había tomado demasiado expresos en el Starbucks del Monte Olimpo. Finalmente me vio y me llamó con la mano. Eso podría significar varias cosas: si estaba dándome un mensaje en persona de los dioses, malas noticias. Si quería algo de mí, también malas noticias. Pero viendo que me había salvado de tener que excusarme delante de Annabeth, me sentí tan aliviado que no me preocupé. –Qué coñazo–intenté parecer que lo lamentase mucho, como si no acabara de ser sacado de las ascuas–. Será mejor que veamos qué quiere. ¿Cómo saludas a un dios? Si hay alguna guía protocolaria, no la había leído. Nunca estoy seguro de si hay que darle la mano, hacer una genuflexión o arrodillarse en el suelo y gritar: ¡NO SOMOS DIGNOS! Conocí a Hermes mejor que los demás olímpicos. Después de tantos años, me había ayudado varias veces. Por desgracia el último verano también había combatido contra su hijo semidiós Luke, que había sido corrompido por el titán Cronos, en un combate a muerte que había ganado yo para decidir el destino del mundo. La muerte de Luke no había sido toda mi culpa, pero era un tema difícil en mi relación con Hermes. Decidí comenzar por algo básico: –Hey. Hermes observó el parque como si tuviera miedo de que le observaran. No estoy seguro qué le preocupaba. Los dioses normalmente son invisibles a los mortales. Nadie más en el Great Lawn prestaba atención a la furgoneta. Hermes miró a Annabeth y luego a mí. –No sabía que la chica estaría aquí. Tendrá que jurar que cerrará la boca. Annabeth se cruzó de brazos. –La chica puede oírte. Y antes de jurar nada, será mejor que nos digas qué pasa. No creo que nunca haya visto a un dios tan nervioso. Hermes se puso un mechón de pelo gris detrás de su oreja. Se volvió a mirar los bolsillos. Sus manos no parecían saber qué hacer. Se inclinó y bajó su voz: –No es nada personal, chica. Si llega cualquier palabra a Atenea, nunca dejará de recordármelo. Ella ya se cree que es más lista que yo. –Lo es–dijo Annabeth. Por supuesto, estaba llena de prejuicios, su madre es Atenea. Hermes la miró fijamente. –Promételo. Antes de explicaros el problema, ambos debéis prometer que mantendréis las bocas cerradas. De repente, se me encendió la bombilla. – ¿Y tu caduceo? A Hermes le tembló un párpado. Parecía estar a punto de llorar. –Oh, dioses–dijo Annabeth–. ¿Has perdido tu caduceo? – ¡No lo he perdido! –Le espetó Hermes–. Ha sido robado. ¡Y no te estaba pidiendo ayuda, niña! –De acuerdo–dijo–. Apáñatelas. Vamos, Percy. Larguémonos de aquí. Hermes gruño. Me di cuenta de que quizá tuviera que mediar en una lucha entre un dios inmortal y mi novia y, creedme, no quería estar en ninguno de los dos lados. Un poco de historia: Annabeth iba de aventuras con el hijo de Hermes, Luke. Al cabo del tiempo, Annabeth se enamoró de Luke. Cuando Annabeth creció, Luke también se enamoró de ella. Luke se volvió malvado. Hermes culpaba a Annabeth por no evitar que Luke se volviera malvado. Annabeth culpaba a Hermes por haber sido un padre tan distante y darle a Luke la posibilidad de volverse malvado en primer lugar. Luke murió en la guerra. Hermes y Annabeth se culpaban el uno al otro. ¿Confundido? Bienvenido a mi mundo. De todas formas, supuse que las cosas irían a peor si aquellos entraban en conflicto, por lo que me arriesgue dando un paso entre ambos. –Annabeth, te diré algo. Esto suena importante. Déjame oír lo que me tiene que decir, ahora voy al picnic, ¿vale? Le lancé mi mejor sonrisa, intentando convencerla de algo como ―Eh, estoy de tu lado. Los dioses son unos capullos. ¿Pero qué quieres que haga?‖ Aunque probablemente mi expresión decía: ¡No es culpa mía! ¡Por favor, no me mates!

Antes de que pudiera protestar o pegarme en el brazo, cogí a Hermes por su brazo. –Hablemos en tu oficina. Hermes y yo nos sentamos en la parte trasera de la furgoneta entre un par de cajas con etiquetas como: SERPIENTES TÓXICAS, ESTE LADO ENCIMA. Quizá no fuera el mejor sitio en el que sentarse, pero era mejor que otros repartos, como EXPLOSIVOS, NO SENTARSE ENCIMA y HUEVOS DE DRAGÓN, NO ALMACENAR CERCA DE EXPLOSIVOS. – ¿Qué ha pasado? –le pregunté. Hermes se derrumbó en sus cajas. Se miró las manos vacías. –Los dejé solos un minuto… – ¿Los? –dije–. Oh, George y Martha… Hermes asintió. George y Martha eran las dos serpientes que rodeaban su caduceo, su bastón de poder. Probablemente habrás visto fotos de caduceos en las farmacias, ya que es un símbolo usado por los farmacéuticos y los doctores… (Annabeth me lo discutiría y diría que todo es un error. Se supone que es el bastón de Asclepios, el dios de la medicina, bla, bla, bla, lo que sea). Sentía simpatía por George y Martha. Algo me decía que Hermes también, aunque estuviera discutiendo con ellos constantemente. –Cometí un error estúpido–murmuró–. Llegaba tarde con un reparto. Me detuve delante del Rockefeller Center y mientras repartía una caja de felpudos a Jano… –Jano…–dije–. El tío de las dos caras, el dios de las entradas y salidas. –Sí, sí. Trabaja ahí. En la televisión por cable. – ¿Perdón? –la última vez que conocí a Jano había sido en un laberinto mágico letal y la experiencia no había sido demasiado agradable. Hermes puso los ojos en blanco. –Seguro que has visto últimamente la televisión. Está claro que ni siquiera ellos saben sin vienen o van. Es por eso por lo que Jano se encarga de la programación. Le encanta estrenar nuevos programas y cancelarlos después de dos capítulos. El dios de los principios y los finales, al fin y al cabo. De todas formas, le estaba llevando unos cuantos felpudos mágicos y estaba aparcado en doble fila cuando… – ¿Tienes que preocuparte por aparcar en doble fila? – ¿Me vas a dejar terminar? –Lo siento. –Y dejé el caduceo en el asiento y corrí hacia el edificio con la caja. Entonces me di cuenta de que necesitaba la firma de Jano para el reparto, y volví a la furgoneta… –Y el caduceo había desaparecido. Hermes asintió. –Si ese bruto horrendo ha hecho algún daño a mis serpientes, juro sobre el río Estigio que… –Espera, ¿sabes quién te robó el bastón? Hermes soltó una risita. –Por supuesto. Comprobé las cámaras de seguridad de la zona, hablé con las ninfas del aire. Era obvio que el ladrón era Caco. –Caco. –ya tenía muchos años de práctica pareciendo tonto cuando la gente soltaba nombres griegos que no sabía. Ya me había especializado en ello. Annabeth me seguía diciendo que leyera un libro de mitos griegos, pero no veía la necesidad. Era más fácil tener colegas que te lo explicaran. –El bueno del viejo Caco–dije–. Ya sé que probablemente debería saber quién es… –Oh, es un gigante–dijo Hermes con desdén–. Un pequeño gigante, no uno de los grandes. –Un gigante pequeño. –Sí, quizá de unos tres metros. –Pequeño, entonces–coincidí. –Es un ladrón reconocido. Una vez robó el rebaño de Apolo. –Creía que tú robaste el rebaño de Apolo. –Sí, bueno. Pero yo lo hice primero, y con mucho más estilo. De cualquier forma, Caco siempre está robando cosas a los dioses. Es realmente molesto. Antiguamente vivía en una cueva en la Colina Capitolina, donde fue fundada Roma. Hoy en día, vive en Manhattan. En algún lugar en el subsuelo, de ello estoy seguro. Respiré hondo. Vi lo que iba a venir. –Ahora me vas a explicar porque tú, un súper-poderoso dios, no puede recuperar su bastón por sí mismo, y por qué me necesitas, a mí, a un niño de dieciséis años, para hacerlo por ti. Hermes ladeó su cabeza. –Percy, eso ha sonado a sarcasmo. Ya sabes bastante bien que los dioses no pueden ir por ahí cortando cabezas y destrozando ciudades mortales buscando sus objetos personales. Si hiciéramos eso, Nueva York estaría destrozada cada vez que Afrodita pierde su peine, y créeme, eso pasa demasiado a menudo. Necesitamos a los héroes para hacer ese tipo de recados. –Ahá. Y si fueras tú mismo a buscar tu bastón, sería un tanto vergonzoso. Hermes apretó sus labios. –De acuerdo. Sí, los otros dioses se darían cuenta. Yo, el dios de los ladrones, he sido robado. Y mi caduceo, no menos, ¡mi símbolo de poder! Sería ridiculizado durante centurias. La idea es demasiado terrible. Necesito resolver esto rápido y en silencio antes de que me convierta en el hazmerreír del Olimpo. –Así que quieres que nosotros encontremos ese gigante, recuperemos tu caduceo y te lo devolvamos. Sin hacer ruido. Hermes sonrió. – ¡Lo has pillado! Gracias. Y lo necesitaré antes de las cinco de la tarde para que pueda terminar mis repartos. El caduceo me sirve de libreta electrónica para las firmas, de GPS, de teléfono, de permiso de aparcamiento, de iPod Shuffle, en serio, no puedo hacer nada sin él. –A las cinco– no tenía reloj, pero estaba seguro de que al menos era la una de la tarde–. ¿Puedes ser un poco más específico acerca de dónde está Caco? Hermes se encogió de hombros. –Estoy seguro de que lo averiguarás. Y una advertencia: Caco escupe fuego. –Naturalmente–dije. –Estad atentos al caduceo. La punta puede volver a la gente en piedra. Tuve que usar esa parte con aquél pastor horrible llamado Bato… pero estoy seguro de que tendréis cuidado. Y por supuesto espero que mantengáis esto como nuestro pequeño secreto. Sonrió de forma encantadora. Quizá me acabara de imaginar que me había amenazado con petrificarme si le contaba aquello sobre el robo. Tragué saliva y noté mi lengua seca. –Por supuesto. – ¿Lo haréis, entonces? Se me ocurrió una idea. Sí, hay veces que tengo ideas. – ¿Qué tal si intercambiamos favores? –sugerí–. Te ayudo con tu situación embarazosa y tú me ayudas con la mía. Hermes levantó una ceja. – ¿Qué tienes en mente? – ¿Eres el dios del viaje, verdad? –Por supuesto– me dijo. Y le expliqué qué quería a cambio. Estaba de mejor humor cuando me reencontré con Annabeth. Había quedado con Hermes en el Rockefeller Center no más tarde de las cinco, y su furgoneta de correo había desaparecido en un haz de luz. Annabeth me esperaba en nuestro mantel de picnic con sus brazos cruzados, indignada. – ¿Y bien? –me pidió. –Buenas noticias–le dije lo que teníamos que hacer.

No me pegó ninguna bofetada, pero parecía querer hacerlo. – ¿Por qué perseguir a un gigante escupe fuego es una buena noticia? ¿Y por qué tengo que ayudar yo a Hermes? –No es tan malo–dije–. Además, dos serpientes inocentes están en problemas. George y Martha tienen que estar aterrorizados. – ¿Esto es una broma? –me preguntó–. Dime que has planeado esto con Hermes, y que en realidad vamos a una fiesta sorpresa por nuestro aniversario. –Eh… bueno, no. Pero después, te prometo que… Annabeth levantó la mano. –Eres muy mono y dulce, Percy. Pero por favor… no más promesas. Vamos a encontrar este gigante y ya está. Dobló nuestro mantel y lo metió en su mochila y guardó la comida. Qué pena… ni siquiera había podido probar nuestra pizza. Lo único que dejó fuera fue su escudo. Igual que muchos otros objetos mágicos, estaba diseñado para convertirse en un objeto más pequeño para ser más llevadero. El escudo se encogía al tamaño de un plato, que es para lo que lo habíamos estado usando. Era genial para los nachos con queso. Annabeth limpió las migas y agitó el plato en el aire. Se expandió mientras lo agitaba. Cuando cayó en la hierba, era un escudo de bronce a tamaño completo, con su superficie altamente pulida reflejando el cielo. El escudo había sido útil durante nuestra guerra con los titanes, pero no sabía cómo nos podía ayudar entonces. –Esta cosa muestra imágenes aéreas, ¿no? –pregunté–. Caco se supone que está bajo tierra. Annabeth se encogió de hombros. –Al menos vale la pena intentarlo. Escudo, quiero ver a Caco. Una ola de luz cruzó la superficie de bronce. En vez del reflejo, estábamos viendo un paisaje de almacenes en ruinas y carreteras derruidas. Un tanque de agua oxidado se levantaba por encima del paisaje urbano. Annabeth resopló. –Este escudo estúpido tiene sentido del humor. – ¿Qué quieres decir? –pregunté. –Eso es Secaucus, Nueva Jersey. Lee el cartel en el tanque de agua–puso sus nudillos en la superficie de bronce–. De acuerdo, muy gracioso, escudo. Ahora quiero ver… quiero decir, muéstrame la localización del gigante escupe fuego Caco. La imagen cambió. Esta vez vi una parte familiar de Manhattan: almacenes nuevos, calles de pavimentos enladrillados, un hotel de cristal, una vía de tren elevada que se había convertido en un parque de árboles y flores silvestres. Me acordé de mi madre y mi padrastro que me llevaron allí hacia unos años cuando lo inauguraron. –Eso es el parque High Line–dije–. En el distrito Meatpacking. –Sí–dijo Annabeth–. ¿Pero dónde está el gigante? Frunció el ceño, concentrado. El escudo acercó la imagen en una intersección bloqueada por vallas naranjas y una cinta amarilla. Un equipo de construcción estaba sentado en medio de la sombra de High Line. En medio de la calle había un gran agujero cuadrado, acordonado por la cinta amarilla de la policía. Salía humo del agujero. Me rasqué la cabeza. – ¿Por qué la policía acordonaría un agujero en la calle? –Me acuerdo de esto–dijo Annabeth–. Salió en las noticias ayer. –No veo las noticias. –Un obrero salió herido. Algún accidente raro pasó bajo la superficie. Estaban cavando una nueva línea de metro o algo así y se inició un incendio. – ¿Un incendio? –dije–. ¿Y no podría tener relación con ningún gigante escupe fuego? –Eso tendría sentido–coincidió–. Los mortales no entenderían lo que pasa. La Niebla distorsionaría lo que estarían viendo de verdad. Creerían que el gigante sería… no sé, una explosión de gas o algo. –Pues entonces vamos a buscar un taxi. Annabeth miró, con nostalgia, todo el Great Lawn. –El primer día soleado en semanas y mi novio quiere llevarme a una cueva peligrosa para luchar contra un gigante escupe fuego. –Eres increíble–dije. –Lo sé–dijo Annabeth–. Será mejor que tengas algo bueno planeado para cenar. El taxi nos dejó en la 15ª Oeste. Las calles eran un bullicio de vendedores ambulantes, trabajadores, compradores y turistas. El motivo por el que un lugar llamado Distrito Meatpacking se convertía en un lugar atractivo en el que pasear, lo desconozco. Pero eso es lo guay de Nueva York, está en constante cambio. Aparentemente incluso los monstruos querían estar aquí. Nos abrimos camino hasta las obras de la calle. Dos policías vigilaban la intersección, pero no nos prestaron atención puesto que nos agachamos por debajo de las vallas. El agujero en la calle era del tamaño de una puerta de garaje. Un andamio de tuberías se cernía sobre el agujero como una especie de sistema de calefacción y unos peldaños de metal estaban fijados al lado de la fosa, en dirección descendente. – ¿Alguna idea? –le pregunté a Annabeth. Supuse que sería buena idea preguntar, dado que Annabeth era hija de la diosa de la sabiduría y la estrategia, por lo que le gustaba hacer planes. –Bajamos–dijo–, encontramos el gigante y recuperamos el caduceo. –Guau–dije–. Cuánta sabiduría y estrategia. –Cállate. Pasamos la valla, nos agachamos por debajo del cinturón policial y nos arrastramos hasta el agujero. Miré de reojo a los policías, pero no se giraron en ningún momento. Colarse en un agujero humeante y peligroso en el centro de una intersección de Nueva York parecía ser extrañamente fácil. Bajamos y seguimos bajando. Las escaleras parecían ir hacia abajo infinitamente. El cuadrado de luz solar encima de nosotros se convirtió cada vez más pequeño hasta tener el tamaño de un sello. No podía oír el tráfico de la ciudad, sólo el eco de un goteo constante. Cada siete metros o así, una pequeña bombilla parpadeaba cerca de la escalerilla, pero el descenso daba miedo y estaba todo muy oscuro. Me di cuenta apenas de que el túnel se abría detrás de mí haciéndose cada vez más grande, pero me mantuve centrado en la escalerilla, intentando no pisar las manos de Annabeth que bajaba debajo de mí. No me di cuenta de que llegamos al fondo hasta que oí los pies de Annabeth chapotear contra el suelo. –Santo Hefesto–dijo–. Percy, mira. Me dejé caer a su lado en un oscuro montón de barro. Me giré y me encontré que estábamos de pie ante una caverna del tamaño de una fábrica. Nuestro túnel se conectaba a él como una chimenea. Las paredes de piedra estaban llenas de cables antiguos, tuberías e hileras de ladrillos, quizá las bases de edificios antiguos. Las tuberías de agua oxidadas, posiblemente antiguos sistemas de desagües, dejaban caer chorros de un agua sucia por las paredes. No había demasiada luz, pero la cueva parecía una mezcla de unas obras callejeras y un mercadillo. Amontonados por la cueva había toros mecánicos, cajas de herramientas, cajas y estanterías de acero. Había hasta un bulldozer enterrada en el barro. Y lo que era aún más raro: varios coches antiguos habían sido de alguna manera llevados allí de la superficie y llenados de maletas y montones de pulseras. Perchas de ropa estaban amontonadas sin ningún cuidado como si alguien hubiera saqueado unos grandes almacenes. Lo peor de todo, era que colgando de unos ganchos de una tubería de acero inoxidable había cuerpos de vacas sin piel, sin huesos y listas para cortar y trocear. A juzgar por el olor y las moscas, no eran demasiado frescas que digamos. Aquello era suficiente como para hacerme vegetariano, sino fuera porque estaba enamorado de las hamburguesas con queso. No había ningún rastro del gigante. Esperé que no estuviera en casa. Entonces Annabeth señaló al otro extremo de la cueva. –Quizás allí. En la oscuridad había un túnel de siete metros de diámetro, perfectamente redondo, como si lo hubiera hecho una gigantesca serpiente. Oh, mala idea. No me gustaba la idea de caminar hasta el otro lado de la cueva, especialmente a través de un mercadillo de maquinaria pesada y cadáveres de vacas. – ¿Cómo ha llegado todo esto aquí? –sentí la necesidad de susurrar, pero mi voz resonó de todas formas. Annabeth observó la escena. Obviamente no le gustaba lo que veía.

–Deben de haber bajado el bulldozer a piezas y lo deben de haber montado aquí abajo–decidió–. Creo que es así cómo excavaron el sistema de metro tiempo atrás. – ¿Y sobre lo otro? –Pregunté–.¿Los coches y los… productos cárnicos? Annabeth arrugó la frente. –Parece todo sacado de un mercadillo callejero. Esos bolsos y esos abrigos… el gigante debe de haberlos traído por alguna razón–y luego se inclinó hacia el bulldozer–. Eso parece que haya estado en algún combate. Mientras mis ojos se acostumbraban a la oscuridad, vi lo que quería decir. Los peldaños de la máquina estaban oxidados y el asiento del conductor parecía estar quemado. En la parte delantera, la gran pala estaba dentada como si hubiera sido golpeada por algo. El silencio era espeluznante. Mirando hacia el pequeño recuadro de luz solar por encima de nosotros, me dio vértigo. ¿Cómo podría existir una cueva de aquellas dimensiones bajo Manhattan sin que la ciudad se derrumbara o que el río Hudson la inundara? Teníamos que estar a cientos de metros bajo el nivel del mar. Lo que realmente me inquietaba de aquella cueva era el túnel al otro lado. No estoy diciendo que pueda oler a los monstruos igual que lo podía hacer mi amigo Grover el sátiro, pero de repente entendí por qué odiaban estar bajo tierra. Me sentí oprimido y en peligro. Los semidioses no pertenecemos a ese lugar. Algo nos esperaba en aquél túnel. Miré a Annabeth, esperando que tuviera alguna idea mejor, como salir corriendo. En vez de eso, comenzó a andar hacia el bulldozer. Llegamos a la mitad de la cueva cuando un rugido salió del túnel. Nos agachamos detrás del bulldozer mientras el gigante aparecía de las sombras, rascándose sus gigantescos brazos. –El desayuno–balbuceó. Podía verle con claridad, pero ojalá no hubiera podido hacerlo. ¿Cómo de feo era? Digamos que Secaucus en Nueva Jersey era mil veces más bonito que el gigante Caco, y eso no es un cumplido para cualquiera. Como Hermes había dicho, el gigante medía tres metros, lo que le hacía bajito en comparación con otros gigantes que había visto. Pero Caco se llevaba la palma con su belleza y su preciosidad. Tenía el pelo rizado y naranja, una piel pálida y pecas naranjas. Su cara estaba como hecha para arriba, con una horrible mueca permanente, tenía los ojos grandes, las cejas arqueadas y parecía estar asustado e infeliz. Vestía una bata de terciopelo rojo con zapatillas a juego. La bata estaba abierta, enseñando unos calzoncillos de seda con estampados de San Valentín y el pelo de su pecho de un color rojo/rosa/naranja que no se encuentra en la naturaleza. Annabeth soltó una risita. –Es el gigante pelirrojo. Por desgracia, el gigante parecía tener buen oído. Frunció el ceño y buscó por la caverna, parándose en nuestro escondite. – ¿Quién está ahí? –gritó–. Tú, detrás del bulldozer. Annabeth y yo nos miramos el uno al otro. Dijo entre dientes: –Ups. – ¡Vamos! –Dijo el gigante–. ¡No me gusta que se rían de mí! ¡Muéstrate! Aquello sonaba horrible. Pero no teníamos escapatoria. Quizá el gigante atendiera a razones, aunque llevara calzoncillos de corazoncitos. Destapé mi bolígrafo y éste se convirtió en mi espada de bronce Riptide. Annabeth sacó su escudo y su daga. Ninguna de nuestras armas parecían demasiado intimidantes contra un tipo de aquella estatura, pero juntos salimos de nuestro escondrijo. El gigante sonrió. – ¡Semidioses, ¿verdad?! He pedido el desayuno y ahora vosotros dos aparecéis, esto sí que es tener una buena vida. –No somos tu desayuno–dijo Annabeth. – – ¿No? –el gigante se rascó la cabeza. Dos humaredas salieron de su nariz–. Me imagino que sabréis geniales metidos en una tortilla, salsa y huevos. ¡Tortilla de semidiós! Sólo de pensar en ello, me hace entrar hambre. Observó la hilera de cadáveres de vaca rodeados de moscas. Mi estómago se cerró. Murmuré: –Oh, dime que no va a… Caco descolgó una de las vacas del gancho. Escupió fuego por encima de ella, un torrente rojo y ardiente de llamas que cocinó la carne en cuestión de segundos pero aun así no parecía haber hecho ningún daño a las manos del gigante. Una vez la vaca estuvo lista y cocinada, Caco cerró sus dientes y abrió su boca todo lo posible. Se tragó la vaca en tres bocados, con huesos y todo. –Sí–dijo Annabeth con un hilo de voz–. Lo ha hecho. El gigante eructó. Se limpió sus grasientas manos en su albornoz y nos sonrió: –Entonces, si no sois mi desayuno, debéis ser clientes. ¿Qué os puede interesar? Sonaba relajado y amistoso, como si estuviera contento por hablarnos. Entre aquello y el albornoz no parecía demasiado peligroso. Obviando el hecho de que medía tres metros, escupía fuego y se comía vacas enteras en tres bocados. Di un paso hacia adelante. Llamadme anticuado, pero quería concentrar su atención en mí y no en Annabeth. Creo que es de ser educado que un chico proteja a su novia de una incineración instantánea. –Eh, sí–dije–. Puede que seamos clientes. ¿Qué vendes? Caco rio. – ¿Que qué vendo? ¡De todo, semidiós! ¡En mi mercadillo no encontrarás los precios más bajos ni más abajo! –extendió sus manos como enseñándome la cueva–. Tengo bolsos de diseño, trajes italianos, eh… por lo que se ve, máquinas de construcción y si has venido a buscar un Rolex… Abrió su albornoz y enganchados en el interior de éste brillaba una hilera de relojes plateados y dorados. Annabeth chasqueó sus dedos. – ¡Imitaciones! Ya sé dónde había visto todas estas cosas antes. Lo has cogido todo de los mercadillos callejeros, ¿verdad? Son imitaciones de diseño. El gigante parecía ofendido. –No son imitaciones cualesquiera, jovencitas. Sólo robo lo mejor. ¡Soy hijo de Hefesto! Sé distinguir las imitaciones de calidad. Fruncí el ceño. – ¿Hijo de Hefesto? ¿Entonces no deberías hacer estas cosas en vez de robarlas? Caco soltó una risotada. – ¡Demasiado trabajo! Oh, a veces si encuentro algún producto de alta calidad, hago mis propias copias. Pero es mucho más fácil robarlas. Comencé robando rebaños, ya sabéis, en los viejos tiempos. ¡Me encantaban los rebaños! Es por eso por lo que me instalé aquí. ¡Entonces descubrí que aquí tenían algo más que carne! Sonrió como si acabara de hacer un gran descubrimiento. –Vendedores ambulantes, boutiques de alta categoría, esta es una ciudad maravillosa, incluso mejor que la Antigua Roma. Y los trabajadores han sido muy simpáticos haciéndome esta cueva. –Después de que los hicieras huir–dijo Annabeth–, y que casi les mataras. Caco fingió un bostezo. – ¿Estáis seguros de que no sois el desayuno? Porque comenzáis a aburrirme. Si no queréis comprar nada, será mejor que vaya buscando la salsa y las tortillas de maíz… –Estamos buscando algo en especial–le interrumpí–. Algo poderoso y mágico. Pero supongo que no tienes nada como eso. – ¡Ja! –Caco dio una palmada–. Un comprador de alta categoría. Si no lo tengo en mi stock, puedo robártelo, a un precio razonable, por supuesto. –El bastón de Hermes–dije–. El caduceo. La cara del gigante se volvió tan roja como su pelo. Sus ojos se entrecerraron. –Ya veo. Debí suponer que Hermes enviaría a alguien. ¿Quiénes sois? ¿Hijos del dios de los ladrones? Annabeth levantó su cuchillo. – ¿Me acaba de llamar hija de Hermes? Espera, que le voy a meter el cuchillo en el… –Soy Percy Jackson, hijo de Poseidón–le dije al gigante, puse mi brazo alrededor del hombro de Annabeth para contenerla–. Esta es Annabeth Chase, hija de Atenea. Ayudamos a los dioses a veces con cosas como, ah, sí, matar titanes, salvar el Monte Olimpo, cosas como esa. Quizá

hayas oído hablar de nosotros. Así que sobre el caduceo… sería todo mucho más fácil si nos lo dieras antes de que todo se… complicara, digamos. Le miré a los ojos y esperé que mi amenaza tuviera resultado. Sé que sonaba ridículo, un chaval de dieciséis años intentando amedrentar a un gigante de tres metros escupe fuego. Pero había combatido contra monstruos mucho peores antes. Además, me había bañado en el río Estigio, lo que me hacía inmune a la mayoría de los ataques físicos. Eso debería haber sonado bastante aterrador, ¿verdad? Quizá Caco me hubiera oído. Quizá se arrodillara y me ovacionara diciendo: ― ¡Oh, señor Jackson! ¡Lo lamento mucho! ¡No me había dado cuenta!‖. En vez de eso inclinó su cabeza y se rio. –Oh, ya veo. ¡Se supone que me tengo que asustar! Pero aun así, el único semidiós que me ha vencido fue el mismísimo Hércules. Me gire a Annabeth y moví mi cabeza en gesto de exasperación. –Siempre es Hércules, ¿por qué siempre Hércules? Annabeth se encogió de hombros. –Gozaba de buena publicidad. El gigante seguía pavoneándose. – ¡Durante siglos, fui el terror de Italia! Robaba muchas vacas, más que ningún otro gigante. Las madres asustaban a sus hijos diciéndoles que si no se dormían, Caco vendría y los robaría junto a su rebaño. –Aterrador–dijo Annabeth. El gigante sonrió. – ¡Lo sé! Así que será mejor que se rindan, semidioses. ¡Nunca conseguiréis el caduceo! ¡Tengo planes para él! Alzó su mano y el bastón de Hermes apareció en su puño. Lo había visto muchas veces anteriormente, pero aun así me recorrió un escalofrío. Las cosas de los dioses irradiaban poder. El caduceo estaba hecho de fina madera blanca y medía como metro y medio y en la punta tenía una esfera de plata y alas de paloma que aleteaban con nerviosidad. Enlazas alrededor del bastón habían dos serpientes vivas y muy agitadas. – ¡Percy! –Dijo una vez reptil en mi mente–. ¡Gracias a los dioses! Otra voz de serpiente, más profunda y grave dijo: –Sí, no me han dado de comer durante horas. –Martha, George–dije–. ¿Estáis bien, chicos? –Lo estaré si consigo algo de comer–se quejó George–. Hay algunas ratas bastante interesantes aquí abajo, ¿puedes conseguirnos algunas? – ¡George, basta! –Le riñó Martha–. Tenemos problemas peores. ¡El gigante quiere quedársenos! Caco miró a las serpientes y a mí intermitentemente. –Espera… ¿puedes hablar con las serpientes, Percy Jackson? ¡Eso es genial! Pero será mejor que les digas que cooperen. Soy su nuevo maestro, y sólo serán alimentadas cuando comiencen a acatar órdenes. – ¡Qué carácter! –Se quejó Martha–. Dile a este zoquete pelirrojo que… –Esperad–interrumpió Annabeth–. Caco, las serpientes nunca te obedecerán. Sólo trabajan para Hermes. Ya que no puedes usar el bastón, no te sirve para nada. Si lo devuelves ahora, haremos como si no hubiera pasado nada. –Buena idea–dije. El gigante gruñó. –Oh, ya descubriré los poderes del caduceo, niña. ¡Ya haré que estas serpientes colaboren! Caco sacudió el caduceo. George y Martha se removieron y sisearon, pero parecían estar pegados al caduceo. Sabía que el caduceo se podía volver en un montón de cosas útiles como una espada, un teléfono móvil o un escáner de precios para unas compras ahorradoras. Y una vez George había mencionado algo raro sobre ―un modo láser‖. No sabía si quería que Caco descubriera aquella característica. Finalmente el gigante gruñó, frustrado. Golpeó el bastón contra una vaca y de inmediato, la vaca se convirtió en piedra. Una ola de petrificación se extendió por la hilera de vacas hasta que todas estuvieron convertidas en piedra. Media docena de vacas de granito se rompieron en pedazos. –Vaya, esto es interesante–dijo Caco. –Oh-oh–Annabeth dio un paso atrás. El gigante apuntó el caduceo en nuestra dirección. – ¡Sí! Muy pronto dominaré esta cosa y seré tan poderoso como Hermes. ¡Seré capaz de ir a cualquier lugar! ¡Podré robar todo lo que quiera y hacer imitaciones de alta calidad, y venderlas alrededor de todo el mundo! ¡Seré el señor de los comerciantes! –Eso–dije–, es muy malvado. – ¡JAJAJA! –Caco alzó el caduceo, triunfal–. ¡Tenía mis dudas, pero ahora estoy convencido! ¡Robar este bastón ha sido una gran idea! Ahora veamos cómo se puede matar con esta cosa. –Espera–dijo Annabeth–. ¿Has dicho que no fue idea tuya robar el caduceo? – ¡Matadles! –ordenó Caco a las serpientes. Apuntó el caduceo hacia nuestra dirección, pero la punta de plata sólo producía hojas de papel. Annabeth cogió una y leyó: –Nos estás intentando matar con cupones grupales–anunció–. Ochenta y cinco por ciento de descuento en clases de piano. – ¡BAH! –Caco miró a las serpientes y dejó escapar una llamarada de advertencia por encima de sus cabezas–. ¡Obedéceme! George y Martha se retorcieron, alarmados. – ¡Basta! –dijo Martha. – ¡Somos de sangre fría! –Protestó George–. ¡El fuego no es bueno! –Eh, Caco–grité, intentando recobrar su atención–. Responde a nuestra pregunta. ¿Quién te dijo de robar el caduceo? El gigante resopló. –Estúpido semidiós. ¿Cuándo venciste a Cronos, creíste que habías eliminado a todos los enemigos de los dioses? Sólo retrasaste la caída del Olimpo durante un tiempo. Sin el caduceo, Hermes será incapaz de llevar sus mensajes. Con las líneas de comunicación olímpicas interrumpidas, podrá comenzar el caos que tienen mis amiguitos planeados. – ¿Tus amiguitos? –preguntó Annabeth. Caco le quitó importancia. –No importa. No viviréis lo suficiente, y yo estoy metido en ello solo por el dinero. ¡Con este bastón, ganaré millones! ¡Quizá incluso cientos! Ahora, quedaos ahí. Quizá pueda conseguir un buen precio en un par de estatuas de semidioses. No me acababa de acostumbrar a amenazas como aquella. Ya había tenido bastante con, años atrás, la de Medusa. No tenía ganas de combatir contra aquel tipo, pero también sabía que no podía dejar a George y Martha a su merced. Además, el mundo ya tenía bastantes comerciantes. Nadie merecía abrir su puerta y encontrarse con aquél gigante escupe fuego con un bastón mágico y una colección de Rolex falsos. Miré a Annabeth. – ¿Hora de luchar? Me lanzó una sonrisa dulce. –Es la cosa más inteligente que has dicho en toda la mañana. Probablemente estaréis pensando: Espera, ¿atacar sin tener un plan? Pero Annabeth y yo habíamos luchado durante años: conocíamos las habilidades del otro. Podíamos anticiparnos a los movimientos del otro. Quizá me sintiera un poco incómodo y nervioso al ser su novio, ¿pero luchar con ella? Eso me salía de dentro. Eh… bueno, eso ha sonado mal. Bueno, da igual. Annabeth corrió hacia la izquierda del gigante. Yo ataqué por la delantera. Aún estaba lejos del alcance de mi espada cuando Caco cerró sus dientes y escupió fuego. Mi nuevo descubrimiento asombroso: escupir fuego da calor. Me las arreglé para esquivarlo por un lado, pero sentí cómo mis brazos se calentaban y mi ropa comenzaba a arder. Hice la croqueta por el suelo para apagar las llamas y golpeé una percha llena de abrigos de mujer. El gigante rugió: – ¡Mira qué has hecho! ¡Todos esos Prada falsos genuinos!

Annabeth usó mi distracción para atacar. Atacó a Caco por detrás y le clavó su cuchillo por detrás de la rodilla, normalmente un punto débil de varios monstruos. Ella retrocedió mientras Caco zarandeaba el caduceo, esquivándolo a penas. La punta de plata chocó contra el bulldozer, y la máquina entera se convirtió en piedra. – ¡Te mataré! –rugió Caco, con icor dorado saliéndole de su rodilla herida. Escupió fuego hacia Annabeth, pero ella esquivó la llamarada. Levanté a Riptide y clavé mi espada en la otra pierna del gigante. ¿Creéis que eso debería haber bastado, verdad? Pues no. Caco gritó de dolor. Se giró a una velocidad asombrosa, golpeándome con el reverso de una de sus manos y salí volando hasta chocar contra un montón de vacas de piedra rotas. Mi vista se volvió borrosa. Annabeth gritó: – ¡Percy! –pero su voz sonaba como si estuviera bajo el agua. – ¡MUÉVETE! –La voz de Martha me habló en la mente–. ¡Está a punto de atacar! –Gira hacia la izquierda–dijo George, lo que fue una de las sugerencias más útiles que había hecho alguna vez. Giré hacia la izquierda mientras el caduceo chocaba contra el montón de piedras en el que había estado tumbado. Oí un CLANG y el gigante gritó: – ¡AAAAAGH! Me puse de pie. Annabeth acababa de golpear su escudo contra la espalda del gigante. Ser un experto en ser expulsado de clase, después de haber sido sacado de varias academias militares donde creían que remar era bueno para tu alma, para darse cuenta de cómo se siente al ser golpeado con una gran superficie lisa, y mi estómago se revolvió en solidaridad. Caco se giró, pero antes de Annabeth pudiera esquivarle de nuevo, le quitó el escudo con la mano. Doblegó el bronce celestial como si estuviera hecho de papel y lo lanzó por encima de su hombro. Demasiado para aquél objeto mágico. – ¡Suficiente! –Caco apuntó el caduceo hacia Annabeth. Me seguía sintiendo mareado, mi columna parecía como si hubiera vuelto a aquella noche en el Palacio de Camas de Agua de Crusty, pero me tambaleé hacia adelante, centrado en ayudar a Annabeth. Antes de que pudiera alcanzarla, el caduceo cambió de forma. Se convirtió en un móvil y sonó la canción de la Macarena. George y Martha, ahora del tamaño de unos gusanitos, rodeaban la pantalla del móvil. –Esta es buena–dijo George. –Bailamos esto en nuestra boda–dijo Martha–, ¿te acuerdas, cariño? – ¡Estúpidas serpientes! –Caco zarandeó el móvil con violencia. – ¡AGH! –gritó Martha. – ¡Ayúdame! –la voz de George vaciló–. Debo obedecer… al albornoz… rojo… El teléfono volvió a la forma de bastón. – ¡Ahora, comportaos! –Les advirtió Caco a las serpientes–. U os convertiré en un bolso Gucci de imitación. Annabeth corrió a mi lado. Ambos alcanzamos la escalerilla. –Nuestra estrategia no está funcionando–advirtió. Respiraba fuertemente. La manga izquierda de su camiseta seguía humeando pero aun así, parecía estar bien–. ¿Alguna sugerencia? Mis oídos pitaban. Su voz seguía sonando como si estuviera bajo el agua. Espera… bajo el agua. Miré hacia el túnel: todas aquellas tuberías rotas plagaban las paredes: tuberías de agua, conductos de desagüe. Al ser el hijo del dios del mar, algunas veces podía controlar el agua, me pregunté si… – ¡No me gustáis! –gritó Caco. Corrió hacia nosotros mientras el humo le salía de los agujeros de la nariz–. ¡Es hora de acabar con esto! – ¡Espera! –le dije a Annabeth. Agarré con mi mano libre su muñeca. Me concentré en encontrar agua a nuestro alrededor. No fue difícil. Sentí una peligrosa cantidad de presión por entre los circuitos de la ciudad y la convoqué hacia aquellas tuberías rotas. Caco se alzó ante nosotros, con su boca brillando como un horno crematorio. – ¿Últimas palabras, semidioses? –Mira hacia arriba–le dije. Y fue lo que hizo. Nota mental: cuando provoques que todo el sistema de desagües de Manhattan explote, no estés tú debajo de él. La caverna entera se derrumbó mientras cientos de tuberías de agua explotaban a nuestro alrededor. Y un agua no demasiado limpia golpeó a Caco en la cara. Aparté a Annabeth del camino y nos lancé contra el borde del torrente, llevando a Annabeth conmigo. – ¿Qué estás…?–hizo un sonido ahogado–. ¡AAAAH! Nunca lo había intentado antes, pero me llevé a mí mismo hacia arriba como un salmón, saltando de corriente en corriente mientras el agua cubría la caverna. Si alguna vez has intentado correr por una pendiente mojada, era una experiencia parecida, excepto por un ángulo de noventa grados y que no había ninguna pendiente, sólo agua. Por debajo de nosotros oí a Caco gritar mientras millones, incluso quizá cientos de toneladas de agua sucísima chocaba contra él. Mientras tanto Annabeth alternaba gritarme con golpearme mientras tenía arcadas o me llamaba cosas bonitas como: – ¡IDIOTA! ¡ESTÚPIDO! ¡MALDITO, IMBÉCIL, TARADO! – que finalizó con un –. ¡TE MATARÉ! Finalmente salimos disparados de un géiser asqueroso y aterrizamos a salvo en la acera. Los viandantes y los policías retrocedieron, gritando alarmados en nuestra versión de desagüe del géiser Old Faithful. Los frenos chirriaron y los motores de los coches rugieron mientras los conductores se detenían a observar el caos. Me mantuve seco, un truco bastante útil, pero seguía oliendo bastante mal. Annabeth tenía algodones de botiquín en el pelo y el envoltorio de un caramelo pegado en la cara. –Eso–dijo–, ha sido horrible. –Míralo por el lado bueno–dije–, estamos vivos. – ¡Sin el caduceo! Me quedé de piedra. Sí… un detalle sin importancia. Quizá el gigante se habría ahogado. Entonces se habría disuelto y habría vuelto al Tártaro igual que todos los monstruos vencidos, y entonces podríamos ir a recoger el caduceo. Aquello sonaba demasiado razonable. El géiser se apagó, seguido por un horrendo sonido de agua yéndose por el túnel, como si alguien en el Olimpo hubiera tirado de la cadena del lavabo divino. Entonces una voz grave distante me habló en la mente. –Qué asco–dijo George–. Incluso para mí que como ratas, ha sido asqueroso. – ¡Allá vamos! –Advirtió Martha–. ¡Oh, no! Creo que el gigante ha sabido cómo… Una explosión golpeó la calle. Un rayo de luz azul salió del túnel, dando de pleno en el lado de un edificio de oficinas con las paredes de cristal, derritiendo las ventanas y vaporizando el pavimento. El gigante salió del hueco, con su albornoz humeando y su cara llena de limo. No parecía demasiado contento. En sus manos, el caduceo se había convertido en un bazuca con serpientes alrededor del cuerpo principal con una luz azul brillante e inquietante. –Vale–dijo Annabeth, sin ánimos–. ¿Eso qué es? –Eso–supuse–, debe de ser el modo láser. A todos aquellos a los que viváis en el Distrito Meatpacking, mis disculpas. Por todo el humo, los escombros y el caos, probablemente ahora lo llaméis el Distrito Packing, dado que lo dejamos tan destrozado que muchos os tuvisteis que mudar. Aun así, me sorprende que no hiciéramos más daños de los que hicimos. Annabeth y yo corrimos a escondernos mientras otro láser atravesaba la calle. Trozos de asfalto volaban por los aires como confeti. Detrás de nosotros, Caco gritaba: – ¡Habéis destrozado mis Rolex falsos! ¡No son a prueba de agua! ¡Moriréis por ello! Seguimos corriendo. Esperaba alejar a aquel monstruo de los inocentes mortales, pero era difícil de hacerlo en el centro de Nueva York. El tráfico se arremolinaba en las calles. Los viandantes gritaban y corrían en todas direcciones. Los dos oficiales de policía que había visto antes no se veían por ninguna parte, quizá se habían largado con el géiser. – ¡El parque! –Annabeth señaló a las vías elevadas del High Line–. Si podemos sacarle del nivel de la calle… ¡BUM! El láser atravesó un carrito de comida ambulante cercano. El vendedor salió corriendo por la calle aun sujetando un shish kebab en la mano.

Annabeth y yo corrimos hacia las escaleras del parque. Las alarmas sonaban a nuestro alrededor, pero no queríamos más policía envuelta en aquello. La ley mortal complicaría las cosas aún más y a pesar de la Niebla, la policía creería que Annabeth y yo seríamos el problema. Nunca puedes saberlo. Subimos hasta el parque. Intenté orientarme. Bajo otras circunstancias, habríamos disfrutado de la vista del brillante río Hudson y de los tejados del barrio a nuestro alrededor. El tiempo era bueno y las matas de flores del parque brillaban con muchos colores. El High Line estaba vacío, aun así (quizá sería porque era un día laborable o porque los visitantes habían sido listos y habían huido cuando habían oído las explosiones). En algún lugar por debajo de nosotros, Caco rugía, maldiciendo y ofreciendo a los aterrorizados mortales descuentos en unos Rolex un tanto destrozados. Supuse que teníamos escasos segundos antes de que nos encontrara. Observé el parque, esperando encontrar algo que nos ayudara. Todo lo que vi fueron bancos, paseos y muchas plantas. Deseé haber traído a un hijo de Deméter con nosotros. Quizá pudiera haber hecho crecer viñas de la nada o convertir flores en estrellas ninja. De hecho, nunca había visto a un hijo de Deméter hacer aquello, pero habría estado guay. Miré a Annabeth. –Es tu turno para tener una idea brillante. –Estoy en ello–estaba preciosa cuando combatía. Sabía que era algo loco para decir en aquél momento, sobre todo después de haber subido por una cascada de aguas fecales, pero sus ojos grises brillaban cuando luchaba por su vida. Su cara brillaba como la de una diosa y creedme, he visto varias diosas. La forma en la que las cuentas del Campamento Mestizo rodeaban su cuello… Vale, perdón. Me he distraído un poco. Annabeth señaló: –¡¡Allí!! A unos metros de nosotros, las viejas vías del tren se bifurcaban y formaban una Y. El lado más corto de la Y era un punto sin salida, una parte del parque que aún no había estado construida. Montones de estiércol para plantar y plantas por plantar descansaban cerca de las vías. Saliendo por encima del borde de la plataforma de las vías había el brazo de una grúa que debía de estar colocada en el nivel del suelo. Por encima de nosotros, una gran garra de metal colgaba del brazo de la grúa: probablemente había estado usada para cargar con todo aquel material de jardinería. De repente entendí lo que estaba planeando Annabeth, y me sentí como si intentara tragar arena. –No–dije–. Es demasiado peligroso. Annabeth levantó una ceja. –Percy, sabes que se me dan genial los juegos de agarrar cosas con las garras. Aquello era cierto, la había llevado a los recreativos de Coney Island y habíamos vuelto con un montón de peluches de animalitos. Pero aquella grúa era gigantesca. –No te preocupes–me prometió–. He supervisado material más grande en el Monte Olimpo. Mi novia: estudiante de sobresaliente universitaria, semidiosa y ah, sí, arquitecta en cabeza que se encargaba de rediseñar el palacio de los dioses en el Monte Olimpo durante su tiempo libre. – ¿Pero podrás usarla? –pregunté. –Será como gatear. Simplemente tienes que atraerlo hasta aquí. Mantenle ocupado mientras hasta que le agarre. – ¿Y entonces qué? Sonrió de una manera que me hizo agradecer no ser el gigante. –Ya verás. Si pudieras agarrar el caduceo mientras está distraído, sería genial. – ¿Nada más? –pregunté–. ¿No te gustarían unas patatas fritas y una bebida? –Cállate, Percy. – ¡MUERTE! –Caco irrumpió en las escaleras y llegó al High Line. Nos vio y avanzó pesadamente hacia nosotros, con una sonrisa de fijación. Annabeth corrió. Llegó a la grúa y escaló por el techo de ésta, bajando por el brazo como si fuera la rama de un árbol. Desapareció de mi vista. Alcé mi espada y me enfrenté al gigante. Su albornoz de seda rojo estaba hecho jirones. Había perdido sus zapatillas. Su pelo pelirrojo estaba aplastado contra su cabeza como un gorro de ducha grasiento. Me apuntó con su bazuca refulgente. –George, Martha–les llamé, esperando que me oyeran–. Por favor, salid del modo láser. – ¡Eso intentamos, cielo! –dijo Martha. –Me duele la barriga–dijo George–. Creo que tengo la barriguita revuelta. Retrocedí lentamente hacia las vías del tren, acercándome hacia la grúa. Caco me siguió. Ahora que me tenía atrapado, no parecía tener prisa por matarme. Se paró a unos metros de mí, justo debajo de la sombra del gancho de la grúa. Intenté parecer arrinconado y asustado. No fue difícil. –Así que…–gruñó Caco–. ¿Últimas palabras? –Ayuda–dije–. ¡Retruécanos! Y eso. Dolor. ¿Cómo era? Ah, sí. Que Hermes es mucho mejor comerciante que tú. – ¡GAH! –Caco bajó su láser-caduceo. La grúa no se movió. Aunque Annabeth pudiera encenderla, me preguntaba cómo podría apuntar desde debajo. Probablemente debería haber caído en aquello antes. Caco pulsó el gatillo y de repente, el caduceo cambió de forma. El gigante intentó dispararme con una máquina que pasaba tarjetas de crédito, pero lo único que salió de ella fue un ticket de la compra. –Oh, sí–gritó George–. ¡Punto para las serpientes! – ¡Maldito bastón! –Caco lanzó el caduceo, disgustado, lo que fue el momento que había estado esperando. Me lancé hacia él, agarré el caduceo y rodé por debajo de las piernas del gigante. Cuando me puse de pie, habíamos cambiado posiciones. Caco daba la espalda a la grúa. Su brazo estaba justo detrás de él y la garra perfectamente posicionada encima de su cabeza. Por desgracia, la grúa seguía sin funcionar. Y Caco seguía queriéndome matar. –Apagaste mi fuego con toda esa agua–gruñó–. ¡Ahora me robas el caduceo! –Que tú robaste primero. –dije. –No importa–Caco se incorporó–. Tú tampoco puedes usar el caduceo. Te mataré con mis manos desnudas. La grúa se movió, lentamente y casi en silencio. Me di cuenta de que había espejos fijados por todo el lado del brazo, como retrovisores que guiaban al conductor. Y reflejados en uno de esos espejos, me miraban los ojos grises de Annabeth. La garra comenzó a abrirse y a bajar. Le sonreí al gigante. –De hecho, Caco, tengo otra arma secreta. Los ojos del gigante se encendieron. – ¿Otra arma? ¡La robaré! ¡La copiaré y venderé las imitaciones para sacar dinero! ¿Cuál es esa arma secreta? –Se llama Annabeth–dijo–. Y es única en su especie. La garra cayó, golpeando a Caco en la cabeza y noqueándole en el suelo. Mientras el gigante estaba atontado, la garra se cerró alrededor de su pecho y le levantó por los aires. – ¿Qué… qué es esto? –El gigante comenzó a recobrar el sentido a varios metros del suelo–. ¡BAJADME! Se removió, inútilmente e intentó escupir fuego, pero sólo consiguió toser un poco de lodo. Annabeth zarandeó el brazo de la grúa de un lado para otro, consiguiendo que el gigante maldijera y se quejara. Tuve miedo de que la grúa entera pudiera caerse, pero el control de Annabeth era perfecto. Zarandeó el brazo por última vez y abrió la garra cuando el gigante estaba a punto de tener una arcada. – ¡AAAAAAAAAAH! –el gigante salió volando por encima de los tejados, justo por encima del Chelsea Piers y cayó cerca del río Hudson. –George, Martha–dije–. ¿Creéis que os podríais apañar para volveros en el modo láser una última vez, al menos por mí? –Encantado–dijo George. El caduceo se convirtió de nuevo en un inquietante bazuca de alta tecnología. Apunté hacia el gigante y grité: – ¡DISPAREN! El caduceo tembló y expulsó una luz azul, y el gigante se desintegró en un bonito haz de luz azul.

–Eso–dijo George–, ha sido excelente. ¿Puedo tener ya una rata? –Tengo que coincidir con George–dijo Martha–. Una rata sería genial. –Os las habéis merecido–dije–. Pero primero tenemos que comprobar cómo está Annabeth. Me encontré con ella en las escaleras del parque, sonriendo como una loca. – ¿No ha sido increíble? –me preguntó. –Sí, lo ha sido–coincidí. Fue difícil besarnos de manera romántica estando cubiertos de aguas fecales, pero hicimos lo que pudimos. Cuando recobramos el aliento, dije: –Ratas. – ¿Ratas? –preguntó. –Para las serpientes–dije–. Y entonces… –Oh, dioses–sacó su teléfono móvil para comprobar la hora–. Son casi las cinco. ¡Tenemos que devolverle el caduceo a Hermes! Las calles estaban llenas con vehículos de emergencias y accidentes de menor importancia, por lo que cogimos el metro. Además, el metro tenía ratas. Sin entrar en demasiados detalles, os puedo decir que George y Martha ayudaron con el problema de ratas en el metro. Mientras íbamos hacia el norte, rodearon el caduceo y dormitaron con el estómago lleno. Encontramos a Hermes en la estatua de Atlas del Rockefeller Center (la estatua, por cierto, no se parece en nada al Atlas de verdad, pero eso es otra historia). – ¡Gracias al Destino! –Gritó Hermes–. ¡Ya había perdido la esperanza! Cogió el caduceo y dio golpecitos cariñosos en las cabezas de las serpientes. –Ya está, ya está, amigos míos. Ya estáis en casa de nuevo. –Zzzzz–roncó Martha. –Delicioso–murmuró George en su sueño. Hermes respiró aliviado. –Gracias, Percy. Annabeth se aclaró la garganta. –Ah, sí–añadió el dios–, gracias a ti también, chica. ¡Me voy que tengo que repartir mis encargos! ¿Qué le ha pasado a Caco, por cierto? Le contamos la historia. Cuando le conté que Caco había dicho algo de alguien dándole la idea de robar el caduceo, y sobre los otros enemigos de los dioses, la cara de Hermes se ensombreció. –Caco quería cortar las comunicaciones de los dioses, ¿no? –Murmuró Hermes–. Eso es irónico, teniendo en cuenta que Zeus ha estado amenazando con… Su voz se quebró. – ¿Qué? –Preguntó Annabeth–. ¿Zeus ha estado amenazando con hacer qué? –Nada–dijo Hermes. Era obviamente una mentira, pero había aprendido que era mejor no enfrentarse a los dioses cuando te mienten en la cara. Acababan convirtiéndote en pequeños y peludos mamíferos o plantas con hojas bonitas. –Vale…–dije–. ¿Tienes alguna idea de lo que dijo Caco sobre otros enemigos, o quién querría robar tu caduceo? Hermes se inquietó. –Oh, podría ser un gran número de enemigos. Los dioses tenemos muchos. –Difícil de creer–dijo Annabeth. Hermes asintió. Aparentemente no cogió el sarcasmo, o tenía otras cosas en mente. Tuve la sensación de que las advertencias del gigante nos atacarían tarde o temprano, pero Hermes obviamente no iba a querer asustarnos entonces. El dios se las apañó para sonreír. –De cualquier forma, bien hecho, vosotros dos. Ahora me tengo que ir. Tengo demasiadas paradas… –Aún queda lo de mi recompensa–le recordé. Annabeth frunció el ceño. – ¿Qué recompensa? –Es nuestro primer mes juntos–dije–, espero que no te hayas olvidado de ello. Abrió la boca y la volvió a cerrar. No la dejaba sin palabras demasiado a menudo. Tenía que disfrutar aquellos momentos tan raros. –Ah, sí, tu recompensa–Hermes nos miró de arriba a abajo–. Creo que tendremos que comenzar por unas ropas nuevas. Los desagües de Manhattan no son algo que pegue muy bien con la gente. Entonces lo demás será fácil. El dios del viaje, a vuestro servicio. – ¿De qué está hablando? –preguntó Annabeth. –Una pequeña sorpresa especial para cenar–dije–. Te lo prometí. Hermes alzó sus manos. –Decid adiós, George y Martha. –Adiós, George y Martha. –dijo George, adormecido. –Zzzzz–roncó Martha. –Puede que no te vea durante un tiempo, Percy–advirtió Hermes–. Pero… bueno, disfruta de esta noche. Sonó tan preocupado que me volví a preguntar de qué estaba hablando. Entonces hizo chasquear los dedos y el mundo se disolvió a nuestro alrededor. La mesa estaba puesta. El maître nos colocó en nuestros asientos en el exterior de la terraza de un restaurante con las vistas de las luces de París y los barcos del río Sena. La torre Eiffel brillaba en la lejanía. Yo vestía un traje. Esperé que alguien hiciera una fotografía, porque yo no llevaba trajes demasiado a menudo. Gracias a los dioses, Hermes había hecho todo. De otra manera, no podría haberme atado la corbata. Por suerte yo estaba bien, porque Annabeth estaba despampanante. Vestía un vestido sin mangas de color verde oscuro que le resaltaba su pelo rubio y su atlética y delgada figura. Su collar del campamento había sido sustituido por un colgante de perlas grises que hacían juego con sus ojos. El camarero nos trajo pan recién horneado y queso, una botella de agua con gas para Annabeth y una coca cola con hielo para mí (porque soy un bárbaro). Cenamos un montón de cosas que no supe pronunciar, pero todo estaba genial. Había pasado como media hora cuando Annabeth salió del estado de shock y habló: –Esto es increíble. –Sólo lo mejor para ti–dije–. Y tú creíste que me había olvidado. –Lo hiciste, Sesos de Alga–pero su sonrisa me dijo que no estaba enfadada–. Aunque bien jugado, estoy impresionada. –Tengo mis momentos. –Pues sí–me agarró la mano a través de la mesa. Su cara se volvió seria–. ¿Tienes idea por lo que Hermes actuaba tan nervioso? Tengo la sensación de que algo pasa en el Olimpo. Negué con la cabeza. ―Quizá no te vea en una temporada‖ había dicho el dios, como si me estuviera advirtiendo de algo que iba a venir. –Disfrutemos de esta noche–dije–. Hermes nos teletransportará de nuevo a medianoche. –Es hora de un paseo por el río–sugirió Annabeth–. Y Percy… siéntete libre de comenzar a planear nuestro segundo mes junto. –Oh, dioses– tuve miedo sólo de pensarlo, pero también me sentí aliviado. Había sobrevivido a un mes de novios con Annabeth, por lo que supuse que no lo haría tan mal. De hecho, nunca había estado tan feliz. Si ella veía un futuro juntos, si quería seguir conmigo el mes que viene, entonces era lo suficientemente bueno como para que me hiciera feliz. – ¿Qué hay de ese paseo? –Saqué la tarjeta de crédito que Hermes me había dejado en el bolsillo, una tarjeta negra metálica Olimpo Express, y la dejé sobre la mesa–. Quiero explorar París con una chica preciosa

Entrevista con George y Martha, Las Serpientes de Hermes Es un gran honor hablar con vosotras. Sois bastante famosas, ya lo sabéis. George: Tienes razón, colega. Somos SMI, serpientes muy importantes. Sin nosotros, el bastón de Hermes no sería más que una vieja y aburrida rama. Martha: Shhh… puede estar oyéndonos. Hermes, si nos escuchas, creemos que eres genial. George: Sí, estamos muy orgullosos de que nos escogieras, Hermes. Por favor no dejes de darnos de comer. ¿Cómo es trabajar para Hermes? Martha: Trabajamos con Hermes, cielo. No para él. George: Sí, pues porque nos cogió e hizo parte del caduceo no significa que le pertenezcamos. Somos sus acompañantes constantes y además, se aburriría sin nosotros. Y también parecería un tanto tonto sin el caduceo, ¿verdad? Sí, ¿qué hacéis mientras Hermes está repartiendo paquetes, actuando como patrón de viajantes y ladrones, y siendo el mensajero de los dioses? George: Bueno, no es que seamos inútiles, ya sabes. ¿Qué pasa que crees que simplemente nos colgamos del bastón y nos tostamos al sol durante todo el día? Martha: George, amor, estás siendo maleducado. George: Pero él debería saber que somos indispensables. Martha: Lo que quiere decir George es que hacemos mucho por Hermes. Primero de todo, le damos apoyo moral, y me gusta creer que nuestra presencia endulza y ayuda a los jóvenes semidioses cuando Hermes está repartiendo noticias no demasiado alegres. George: Hacemos cosas más guays que esta. Hermes puede usar el caduceo como bastón de rebaños, láser, teléfono móvil y cuando hace esto último, un servidor es la antena. Martha: Y cuando reparte paquetes y los clientes tienen que firmar sus tickets, yo… George: Ella es el bolígrafo, yo soy el bloc de notas. Martha: George, no me interrumpas. George: ¡Todo lo que digo es que Hermes no podría hacer nuestro trabajo sin nosotros! Móvil, bloc de notas, bolígrafo… suena como si tuvierais un montón de formas. George: ¿Has dicho ratas? Martha: No, no, ha dicho formas. Porque hacéis muchas cosas, tenemos muchas formas, quiere decir. George: Me encantan las ratas. Martha: FORMAS, NO RATAS. George: Toda esta charla me ha entrado hambre, vamos a por algo de comer.

Guía de quien es quien en la mitología griega Zeus Conocido como: Señor del Cielo Señor del Monte Olimpo Uno de los Tres Grandes Vive en: Monte Olimpo (Ubicado en el piso 600 del Empire State) Arma más utilizada: Rayo Maestro Características distintivas: Traje de raya diplomático, una barba gris impoluta, ojos tormentosos y muy grandes, y un peligroso rayo. Ahora: En días de tormenta, se le puede encontrar meditando en la sala del trono del Monte Olimpo, por encima del edificio del Empire State en Nueva York. Algunas veces viaja por la tierra disfrazado, ¡así que sé amable con todos! Nunca sabes si la próxima persona que te puedas encontrar lleve el rayo. Entonces: Antes, Zeus controlaba indisciplinada familia de Olímpicos mientras peleaban y luchaban por celos los unos con los otros. No muy distinto de hoy en día, en realidad. Zeus siempre le echó un ojo a las mujeres guapas, por lo que siempre tenía problemas con su mujer, Hera. Y tampoco es una figura paterna estelar, que una vez Zeus obligó a Hera a tirar a Hefesto Olimpo abajo sólo porque era demasiado feo.

Poseidón Conocido como: Dios del Mar Uno de los Tres Grandes Papa de Percy Vive en: Fondo del Mar Arma más utilizada: Tridente Características distintivas: camisa hawaiana, chanclas y un tridente de tres dientes. Ahora: Poseidón se pasea por las playas de Florida, ocasionalmente parándose a hablar con pescadores o a hacer fotos a turistas. Si está de mal humor, inicia un huracán. Entonces: Poseidón era un tipo siempre malhumorado. En sus días buenos, hacía cosas geniales como crear caballos de la espuma del mar. En sus días malos, creaba problemas menores como destruir ciudades con terremotos o hundir flotas enteras de barcos. Pero, eh, un dios tiene que tener ambos temperamentos, ¿verdad?

Atenea Conocido como: Diosa de las Artes Útiles y la Guerra Vive en: Monte Olimpo Arma más utilizada: Estrategia Características distintivas: Pelo oscuro, ojos grises brillantes, ropas modernas (excepto cuando va a entrar en batalla, entonces va vestida con toda su armadura). Atenea está siempre acompañada de su lechuza, su animal sagrado (y por suerte, amansado). Ahora: Seguro que podrías encontrar a Atenea en cualquier universidad americana, sentada leyendo cosas sobre historia militar y tecnología. Favorece a la gente que inventa cosas útiles, y siempre se les aparece para otorgarles dones mágicos o consejos útiles (como el número de la lotería de la próxima semana). ¡Así que comienza ya a inventar esa nueva tostadora! Entonces: Atenea era una de las diosas más activas en asuntos humanos. Ayudó a Odiseo, patrocinó la ciudad de Atenas entera y se aseguró de que los griegos ganaran la Guerra de Troya. Por otra parte, es orgullosa y tiene un gran temperamento. Y si no pregúntaselo a Aracne, que fue convertida en una araña por osarse a comparar sus habilidades con las de Atenea. Así que hagas lo que hagas, NO digas que puedes hacer cualquier cosa mejor que ella. No hay forma de saber en lo que te convertirá.

Ares Conocido como: Dios de la Guerra Papa de Clarisse Vive en: Monte Olimpo Arma más utilizada: Su nombre Características distintivas: Motorista de cuero, Harley-Davison, gafas de sol y una actitud apestosa. Ahora: Se le puede encontrar montado en su Harley cerca de los suburbios de Los Ángeles. Es uno de esos dioses que podrían entablar una guerra en una sala vacía. Entonces: En los viejos tiempos, el hijo de Zeus y Hera solía ser inseparable de su escudo y de su yelmo. Luchó al lado de los troyanos durante la guerra de Troya pero, francamente, ha estado involucrado en cada pequeña escaramuza desde que Ricitos de oro le dijo a los tres osos que sus camas eran incómodas.

Percy Jackson Conocido como: Semidios hijo de Poseidón Sesos de Alga Vive en: Nueva York, Nueva York Arma más utilizada: Riptide

Annabeth Chase Conocido como: Semidiosa hija de Atenea Sabionda Vive en: San Francisco, California Arma más utilizada: Gorra de Invisibilidad de los Yankees Cuchillo de bronce celestial

Grover Underwood Conocido como: Chico Cabra Mejor amigo de Percy Vive en: Bosque del Campamento Mestizo Arma más utilizada: Flautas de juncos

Quirón Conocido como: Director de actividades del Campamento Vive en: Campamento Mestizo Arma más utilizada: Arco y Flechas

Hades, Dios Del inframundo Características distintivas: Sonrisa cruel, yelmo de oscuridad (que le hace invisible para que no puedas ver su sonrisa cruel), ropas oscuras cosidas de las almas de los malditos. Se sienta en un trono de huesos. Ahora: Hades raramente abandona su palacio en el Inframundo, probablemente por el tráfico que hay en los Campos de Asfódelos. Ya tiene bastante con controlar a la población muerta y todos los problemas de empleo con las almas y los espectros. Esto le mantiene en un estado de ánimo horrible todo el día. Entonces: Hades es conocido por la forma romántica en la que enamoró a su esposa, Perséfone. La secuestró. Aunque claro, ¿a quién le gustaría alguien que vive en una caverna llena de zombies durante todo el año? Afrodita, Diosa Del Amor Y De La Belleza Características distintivas: Ella es muy, muy, muy guapa. Ahora: Es más guapa que Angelina Jolie. Entonces: Era más guapa que Helena de Troya y por su belleza, los otros dioses la temían por si interrumpía su paz entre ellos y los llevaba a una guerra. Zeus tenía tanto miedo de que pudiera causar tanta violencia entre los demás dioses que la casó con Hefesto. De todas maneras, ha sido infiel a veces con su marido e incluso se ha dicho que Afrodita puede hacer que cualquier hombre se enamore de ella solo con mirarle. ¡Eso sí que es poder! Hermes, Dios De Los Caminantes, Los Mercaderes Y Ladrones Características distintivas: Ropas de corredor y deportivas aladas, un móvil que se transforma en un caduceo, su símbolo de poder, un palo alado con dos serpientes, George y Martha, atados a su alrededor. Ahora: Hermes es una persona muy difícil de encontrar porque siempre está corriendo. Cuando no está repartiendo mensajes a los dioses, lleva una empresa de telecomunicaciones, un servicio de mensajería rápida y cada tipo de negocio que puedas imaginar que implique viajar. ¿Tienes alguna pregunta sobre sus actividades como dios de los ladrones? Déjale un mensaje. Te será respondida en unos cuantos milenios. Entonces: Hermes comenzó de joven como follonero. Cuando tenía un día de edad, salió de su cuna y robó el rebaño de su hermano Apolo. Apolo probablemente habría querido destrozarle, pero afortunadamente Hermes aplacó su furia con un nuevo instrumento musical que creó llamado lira. A Apolo le gustó tanto que se olvidó de sus vacas. La lira hizo que Apolo fuera popular entre las chicas que le hicieron más caso que su rebaño. Dionisio, Dios Del Vino Características distintivas: Camisa de piel de leopardo, pantalones cortos, calcetines morados y sandalias, en general, la apariencia de alguien que ha estado de fiesta hasta muy tarde. Ahora: Dionisio ha estado condenado a cien años de “rehabilitación” como director del Campamento Mestizo. Lo único que el dios del vino puede beber es Cola Diet, lo que no le hace extremadamente feliz. Puede ser encontrado normalmente, jugando al pinochle con un grupo de sátiros aterrorizados delante del porche de la Casa Grande. Si quieres unirte a la partida, prepárate para apostar todo lo que tengas…literalmente. Entonces: Dionisio inventó el vino, algo que impresionó tanto a su padre Zeus que hizo a Dionisio dios. El chico que inventó el zumo de ciruela, por otro lado, fue enviado a los Campos de Castigo. Dionisio se pasaba la mayor parte de su tiempo de fiesta en fiesta en la Antigua Grecia, pero una vez un grupo de marineros intentó matarle, creyendo que no sabría defenderse. Dionisio les convirtió en delfines y les envió al mar. La moraleja: no la líes con un dios, y mucho menos con uno borracho. Sirenas Características distintivas: Tienen cuerpos horribles, caras como buitres y una muy bonita voz para cantar (Vaya, parece que acabo de describir a mi profesora de música de primaria…) Ahora: las sirenas habitan el Mar de los Monstruos, donde hacen que los marineros vayan directos a su muerte cantando canciones dulces, como las que cantaban en los ochenta por la radio, o peor.

Entonces: En los viejos tiempos, las sirenas eran una verdadera amenaza para la industria naval griega. Entonces un tipo listo llamado Odiseo descubrió que podías taparte los oídos con cera y navegar cerca de las sirenas sin oír nada. Por algún extraño motivo, Odiseo es recordado por sus otros logros, no por ser el inventor de la cera de oídos. Hechicera Circe Características distintivas: Tiene un peinado muy cuidado, unas ropas muy bonitas, una voz encantadora y una varita letal escondida en su manga. Ahora: Circe lleva un spa de lujo y un resort en una isla del Mar de los Monstruos. Detente si quieres un tiempo de descanso, pero alerta, no saldrás siendo el mismo, ni siquiera siendo de la misma especie. Entonces: A Circe le encantaba entretener a los marineros. Les daba la bienvenida con cariño, les daba de comer y les convertía en cerdos. Odiseo detuvo aquella práctica comiendo una hierba mágica y amenazando a la hechicera con un cuchillo hasta que hubo transformado a su tripulación de nuevo en humanos. Aun así, Circe se enamoró de Odiseo, así que imagínate. Ciclope Polifemo Características distintivas: Un gigantesco ojo en el centro de su frente, aliento de cabra, vestuario de hombre de las cavernas a la última moda y una mala higiene dental. Ahora: El gigante Polifemo vive en la cueva de una isla desierta, donde pastorea a su rebaño de ovejas y disfruta de los distintos placeres del mundo pastoril, como comerse a algún héroe griego despistado que pase cerca. Entonces: El gigante Polifemo vivía en la cueva de una isla desierta, donde pastoreaba a su rebaño de ovejas y disfrutaba de los distintos placeres del mundo pastoril, como comerse a algún héroe griego despistado que pasara cerca (algunos monstruos no aprenden nunca).

Maleta de Campamento de Annabeth

Sopa de Letras Tamaño Olímpico

PERCY JACKSON Y LA ESPADA DE HADES Pasar las navidades en el Inframundo no fue idea mía. Si hubiera sabido lo que se avecinaba, me habrían llamado loco. Podría haber evitado un ejército de demonios, luchar contra un titán y un plan que casi me lleva a mí y a mis amigos a una oscuridad eterna. Pero no, tuve que haber ido a mi estúpido examen de inglés. Así que allí estaba yo, en el último día del semestre de invierno en el Goode High School, sentado en el auditorio con todos mis compañeros intentando finalizar mi redacción No-lo-he-leído-pero-hago-como-que-sí sobre Historia de dos ciudades, cuando la Señorita O’Leary apareció en el escenario, ladrando como una loca. La señorita O’Leary era mi mastín del infierno, era mi mascota. Es un monstruo peludo de color negro del tamaño de una grúa, con unos colmillos afilados, garras de acero y unos ojos de un rojo brillante. Es muy dulce, pero normalmente se queda en el Campamento Mestizo, nuestro campamento de entrenamiento semidiós. Me sorprendió un tanto verla en el escenario, correteando por encima de los árboles de navidad, los elfos de Papá Noel y el resto del decorado del País de las Navidades. Todo el mundo alzó la vista. Estaba seguro de que los otros chicos echarían a correr a las salidas, pero comenzaron a soltar carcajadas y otros se reían por lo bajo. Una pareja de chicas dijo: — ¡Oh, qué mono! Nuestro profesor de Inglés, el doctor Tura (no estoy bromeando, es su nombre de verdad), se ajustó las gafas y frunció el ceño. —De acuerdo—dijo—. ¿De quién es el caniche? Suspiré aliviado. Gracias a los dioses por la Niebla, el velo mágico que protege a los humanos de ver las cosas como son. Me había dado muchas veces la patita, pero de ahí a confundirla con un caniche… Era impresionante. —Eh, es mi caniche, señor—levanté la voz—. ¡Lo siento! Me debe de haber seguido. Alguien detrás de mí comenzó a silbar “Mary tiene un corderito” y más niños comenzaron a reírse. — ¡Suficiente! —les espetó el doctor Tura—. Percy Jackson, esto es un examen final. No se pueden tener a los caniches en… — ¡ROF! —la señorita O’Leary resonó por todo el auditorio. Agitó la cola, tumbando algunos elfos más. Entonces se apoyó en sus patas delanteras y me miró como si quisiera que la siguiera. —La sacare de aquí, doctor Tura—le prometí—. Igualmente, he terminado. Cerré mi cuaderno de exámenes y corrí hacia el escenario. La señorita O’Leary dio un salto hasta la puerta y la seguí, mientras los demás chicos seguían riendo y me llamaban por detrás: — ¡Nos vemos, chico caniche! La señorita O’Leary corrió hacia el este por la 81ª hacia el río. — ¡Afloja un poco! —Le grité— ¿Dónde me llevas? Algunos viandantes me miraron mal, pero esto era Nueva York por lo que un chico persiguiendo un caniche probablemente no era lo más raro que hubieran visto. La señorita O’Leary me cogió bastante ventaja. Se giraba de vez en cuando a ladrarme como si dijera: ¡Muévete, tortuga! Corrió tres manzanas más hacia el norte y se metió por el parque Carl Schurz. Cuando la atrapé, estaba apoyada en una valla metálica y desapareció en un jardín con arbustos de animales cubiertos de nieve. —Oh, vamos—me quejé. No tuve la oportunidad de coger mi abrigo en el colegio. Ya me estaba congelando, pero escalé la valla y caí entre los arbustos congelados. Al otro lado del claro, una media hectárea de hierba helada con árboles desnudos, la señorita O’Leary olisqueaba el aire, agitando la cola de un lado para otro. No vi nada extraño. Delante de mí, el río East y su color metálico usual fluían en silencio. Unas blancas columnas de humo salían de Queens y detrás de mí, el Upper East Side se alzaba silencioso y frío. No estaba seguro de por qué, pero me recorrió un escalofrío. Saqué mi bolígrafo y lo destapé, de inmediato creció hasta convertirse en mi espada de bronce, Contracorriente, con su hoja brillando ligeramente en la luz invernal. La señorita O’Leary levantó la cabeza. Sus fosas nasales se abrieron. —¿Qué es, chica? —susurré. Los arbustos se movieron y un ciervo dorado irrumpió en el claro. Y cuando digo dorado, no me refiero a amarillo. Aquella cosa tenía la piel y los cuernos metálicos, tanto que parecía tener unos catorce quilates. Brillaba en un aura de luz dorada, haciéndolo tan brillante que costaba mirarlo directamente. Era probablemente lo más bonito que había visto en mi vida. La señorita O’Leary se relamió como si estuviera pensando: “¡Hamburguesas de ciervo!” y entonces los arbustos se removieron de nuevo y una figura vestida con una parca encapuchada apareció en el claro, con una flecha cargada en su arco. Alcé la espada. La chica me apuntó y entonces se quedó quieta. — ¿Percy? —se quitó la capucha. Su pelo negro era más largo de lo que lo recordaba, pero reconocí aquellos ojos azules brillantes y la tiara plateada que la marcaba como la primera lugarteniente de Artemisa. — ¡Thalía! —Dije— ¿Qué estás haciendo aquí? —Seguir al ciervo dorado—dijo, como si fuera obvio—. Es un animal sagrado de Artemisa. Supuse que sería algún tipo de señal. Y… eh…— señaló con la cabeza a la señorita O’Leary— ¿Me puedes decir qué está pasando aquí? —Esa es mi mascota, ¡Señorita O’Leary, no! La señorita O’Leary estaba olisqueando el ciervo y básicamente, no respetaba su espacio personal. El ciervo golpeó al mastín en el hocico. Al instante, ambos comenzaron a jugar a un tú-la-llevas por el claro. —Percy…—Thalía frunció el ceño—. Esto no puede ser una coincidencia. ¿Tú y yo acabando en el mismo lugar en el mismo momento? Tenía razón. Los semidioses no tenemos coincidencias. Thalía era una buena amiga, pero no la había visto desde hacía un año, y ahora, de repente, estábamos allí. —Algún dios nos ha metido en esto—supuse. —Probablemente. —Me alegro de verte, de todas formas. Me dedicó una amplia sonrisa. —Sí. Salgamos de aquí, vamos. Te invito a una hamburguesa con queso. ¿Cómo está Annabeth? Antes de que pudiera responder, una nube tapó el sol. El ciervo dorado brilló y desapareció, dejando a la señorita O’Leary ladrando a un montón de hojas. Preparé mi espada. Thalía alzó su arco. Instintivamente nos pusimos espalda con espalda. Un rastro de oscuridad pasó por cerca del claro y un chico salió de ella como si estuviera dando un paseo, aterrizando en la hierba cerca de nosotros. —Au—murmuró. Se limpió su chaqueta de aviador. Tenía unos doce años, con el pelo oscuro, tejanos y una camiseta negra y un anillo plateado con una calavera en su mano derecha. Una espada le colgaba a su lado. — ¿Nico? —dije. Los ojos de Thalía se abrieron. — ¿El hermano pequeño de Bianca? Nico la miró con el ceño fruncido. Dudo que a él le guste ser conocido como el hermano pequeño de Bianca. Su hermana, una cazadora de Artemisa, había muerto hacía un par de años, y seguía siendo un tema difícil para él. — ¿Por qué me has traído a aquí? —gruñó—. Hace un minuto estaba en un cementerio de Nueva Orleans. Al siguiente minuto… ¿estaba en Nueva York? ¿Qué, en el hombre de Hades, estoy haciendo en Nueva York? —No te hemos traído aquí—le prometí—, nos han…—me recorrió otro escalofrío—… reunido. A los tres. — ¿De qué estás hablando? —preguntó Nico. —Los hijos de los Tres Grandes—dije—. Zeus, Poseidón y Hades. Thalía respiró profundamente. —La profecía. ¿No creerás que Cronos…? No acabó la frase. Todo lo que sabíamos de la profecía era que la guerra se acercaba, entre los titanes y los dioses y que el próximo hijo de los tres dioses mayores que se cumpliera los dieciséis debería tomar la decisión que destruiría o salvaría al mundo. Eso significaba que sería uno de nosotros. Durante los últimos años, el señor de los Titanes, Cronos, había intentado de manipularnos por separado. Ahora… ¿podría estar

planeando todo aquello? El suelo retumbó. Nico alzó su propia espada, una hoja oscura de acero estigio. La señorita O’Leary se giró hacia nosotros y comenzó a ladrar, alarmante. Me di cuenta, demasiado tarde, de que intentaba avisarme. El suelo se abrió bajo Thalía. Nico y yo y caímos a la oscuridad. Esperé que cayéramos para siempre, o aplastarme hasta quedar reducido a tortita de semidiós cuando llegáramos al fondo. Pero lo siguiente que supe fue que Thalía, Nico y yo estábamos de pie en un jardín, todos aun gritando de miedo, lo que me hizo sentir estúpido. — ¡Pero qué…! ¿Dónde estamos? —preguntó Thalía. El jardín era oscuro. Hileras de flores plateadas brillaban débilmente, reflejándose en las gemas que estaban plantadas al lado de los parterres: diamantes, zafiros y rubíes del tamaño de pelotas de futbol. Los árboles se alzaban sobre nosotros, con sus ramas cubiertas de frutas naranjas y aromáticas. El aire era frío y húmedo, pero no como el del invierno neoyorquino. Como el de una cueva. —He estado aquí antes—dije. Nico arrancó una granada de un árbol. —El jardín de mi madrastra, Perséfone—puso mala cara y tiró la fruta—. No comáis nada. No necesitó decírmelo dos veces. Un bocado en el Inframundo y nunca seríamos capaces de salir. —Mirad—nos advirtió Thalía. Me giré y vi cómo estaba apuntando con su arco a una mujer alta con un vestido blanco. Lo primero que pensé fue que la mujer era un fantasma. Su vestido se arremolinaba a su alrededor como si fuera humo. Su oscuro pelo largo flotaba y se giraba ingrávido. Su cara era hermosa pero pálida como un cadáver. Entonces me di cuenta de que su vestido no era blanco. Estaba hecho de todo tipo de colores cambiantes, flores rojas, azules, amarillas, etc., cosidas en la tela, pero extrañamente difuminadas. Sus ojos eran iguales, multicolores pero descoloridos, como si el Inframundo hubiera absorbido su fuerza vital. Tuve la sensación de que en el mundo exterior podría ser hasta hermosa, incluso radiante. —Soy Perséfone—dijo, su voz era dulce y fina como un papel—. Bienvenidos, semidioses. Nico aplastó la granada bajo su bota. — ¿Bienvenido? Después de la última vez no sé cómo te atreves a darme la bienvenida. Me removí, inquieto, porque hablarle así a un dios puede hacer que te convierta en un montón de polvo. —Eh… Nico. —No pasa nada—dijo Perséfone, fríamente—. Tuvimos una ligera disputa familiar. — ¿Disputa familiar? —Gritó Nico—. ¡Me convertiste en un diente de león! Perséfone ignoró a su hijastro. —Como decía, semidioses, os doy la bienvenida a mi jardín. Thalía bajó el arco. — ¿Tú enviaste el ciervo dorado? —Y la sombra que atrapó a Nico—admitió la diosa—. Y el mastín del infierno. — ¿Has controlado a la señorita O’Leary? —pregunté. Perséfone se encogió de hombros. —Es una criatura del Inframundo, Percy Jackson. Simplemente planté una sugerencia en su mente de que sería divertido llevarte al parque. Era necesario reuniros a los tres. — ¿Por qué? —pregunté. Perséfone me miró y me sentí como si unas pequeñas flores frías estuvieran creciendo en mi estómago. —El señor Hades tiene un problema—dijo—. Y si sabéis lo que os conviene, le ayudaréis. Nos sentamos en una terraza con vistas al jardín oscuro. Las criadas de Perséfone nos trajeron comida y bebida, aunque ninguno de nosotros la tocamos. Las criadas podrían haber sido guapas de no ser porque estaban muertas. Vestían vestidos amarillos, con coronas de margaritas y flores de abeto en sus cabezas. Tenían los ojos hundidos y hablaban con si fueran murciélagos de la fruta, emitiendo sonidos inaudibles. Perséfone se sentó en un trono de plata y nos estudió. —Si estuviéramos en primavera, sería capaz de daros la bienvenida de una forma mejor. Pero de todas maneras, en invierno esto es lo mejor que puedo hacer. Sonaba amargada. Después de todos aquellos milenios, supongo que seguía resentida de vivir medio año con Hades. Parecía tan blanquecina y tan fuera de lugar como una fotografía antigua de la primavera. Se giró hacia mí como pudiera leerme mis pensamientos. —Hades es mi marido y mi señor, jovencito. Haría cualquier cosa por él. Pero en esta ocasión necesito vuestra ayuda y rápido. Concierne a la espada del señor Hades. Nico frunció el ceño. —Mi padre no tiene ninguna espada. En batalla usa una vara y su yelmo de terror. —No tenía ninguna espada—le corrigió Perséfone. Thalía se incorporó. — ¿Está forjando una nueva arma? ¿Sin el permiso de Zeus? La diosa de la primavera señaló hacia la mesa. Por encima de ésta, una imagen parpadeó: unos herreros esqueléticos trabajaban en una forja con llamas de color negro, usaban martillos con formas de calaveras metálicas golpeando un metal del tamaño de una hoja de espada. —La guerra de los Titanes está muy cerca—dijo Perséfone—. Mi señor Hades necesita estar listo. — ¡Pero Zeus y Poseidón nunca dejarían a Hades forjar una nueva arma! —Protestó Thalía—. Desequilibraría su acuerdo de compartir los poderes. Perséfone negó con la cabeza. — ¿Te refieres a que haría a Hades su igual? Creme, hija de Zeus, el Señor de los muertos no tiene nada que envidiar a sus hermanos. Sabe que nunca lo entenderían, de todas formas, es por eso por lo que ha forjado la espada en secreto. La imagen de la mesa cambió. Un herrero zombie alzó la hoja, que seguía brillando de calor. Había algo en un extremo… no era una gema… era como… — ¿Eso es una llave? —pregunté. Nico hizo un sonido sordo. — ¿Las llaves de Hades? —Espera—dijo Thalía—, ¿qué son las llaves de Hades? La cara de Nico parecía incluso más pálida que la de su madrastra. —Hades tiene un manojo de llaves doradas que pueden atar o desatar la muerte. Al menos… esa es la leyenda. —Es cierta—dijo Perséfone. — ¿Cómo puedes atar o desatar la muerte? —pregunté. —Las llaves tienen el poder de encerrar un alma en el Inframundo—dijo Perséfone—. O de liberarla. Nico tragó saliva. —Si una de esas llaves ha sido fundida en la espada… —El portador puede resucitar a los muertos—dijo Perséfone—, o matar a cualquier ser vivo y enviar su alma al Inframundo con el mero toque de la hoja. Todos nos callamos. La fuente oscura borboteaba en la esquina. Las criadas flotaban a nuestro alrededor, ofreciéndonos bandejas de frutas y dulces que nos mantendrían en el Inframundo para siempre. —Es una espada encantada—dije, al fin. —Haría a Hades imparable—coincidió Thalía. —Así que ya veis—dijo Perséfone—, es por eso por lo que tenéis que ayudar a devolverla. Me la quedé mirando.

— ¿Has dicho que la devolvamos? Los ojos de Perséfone eran hermosos y mortales, como las flores venenosas. —La hoja fue robada cuando estaba a punto de ser terminada. No sé cómo, pero sospecho de un semidiós, algún sirviente de Cronos. Su la hoja cae en las manos del titán… Thalía se puso de pie de un salto. — ¡Tú permitiste que la hoja fuera robada! ¿Sabes lo estúpido que fue eso? ¡En estos mismos momentos es posible que Cronos la tenga! Las flechas de Thalía se convirtieron en unas rosas alargadas y su arco se derritió hasta convertirse en una viña de madreselva con flores blancas y doradas. —Ten cuidado, cazadora—le advirtió Perséfone—. Puede que tu padre sea Zeus, y puede que seas la lugarteniente de Artemisa, pero no me hables así con tal falta de respeto en mi palacio. Thalía apretó los dientes. —Devuélveme… mi… arco. Perséfone movió la mano. El arco y las flechas volvieron a la normalidad. —Ahora, siéntate y escucha. La espada aún no ha podido haber abandonado el Inframundo. El señor Hades ha usado sus llaves restantes para aislar su reino. Nada puede entrar ni salir hasta que encuentre su espada, y está usando todo su poder para localizar al ladrón. Thalía se sentó, a regañadientes. — ¿Entonces, para qué nos quieres? —La búsqueda de la hoja no puede darse a conocer—dijo la diosa—. Hemos cerrado el reino, pero no hemos anunciado por qué, ni por qué los sirvientes de Hades están siendo usados para la búsqueda. No deben saber que la hoja existe hasta que esté acabada. De hecho, no pueden saber que ha desaparecido siquiera. —Si creyeran que Hades está en problemas, le habrían hecho desertar—supuso Nico—. Y entonces se unirían a los titanes. Perséfone no respondió, pero si una diosa puede parecer nerviosa, lo pareció. —El ladrón deber un semidiós. Ningún inmortal puede robar el arma de otro inmortal de forma directa. Incluso Crono tiene que regirse por las leyes ancestrales. Tiene un paladín aquí abajo, en algún lugar. Y para atrapar a un semidiós, hacen falta tres. — ¿Por qué nosotros? —dije. —Sois los hijos de los tres dioses mayores—dijo Perséfone—. ¿Quién podría combatir contra vuestro poder combinado? Además, cuando le devolváis la espada a Hades, enviareis un mensaje al Olimpo. Zeus y Poseidón no protestarán contra la nueva arma de Hades si es entregada a él por sus propios hijos. Eso demostrará que confiáis en Hades. —Pero no yo confío en él—dijo Thalía. —Lo mismo digo—dije—. ¿Por qué haríamos nada por Hades? ¡Y mucho menos darle una súper-arma! ¿Verdad, Nico? Nico miraba la mesa. Sus dedos daban golpecitos en la hoja de acero estigio. — ¿Verdad, Nico? —repetí. Le llevó un par de segundos en mirarme. —Tengo que hacer esto, Percy. Es mi padre. —Oh, de ninguna manera—protestó Thalía—. ¡No puedes creer que esto sea una buena idea! — ¿Prefieres que caiga en manos de Cronos? Ahí tenía razón. —El tiempo es oro—dijo Perséfone—. El ladrón quizá tenga cómplices en el Inframundo y esté buscando una salida. Fruncí el ceño. —Creía que el reino estaba cerrado. —Ninguna prisión es hermética, ni siquiera el Inframundo. Las almas siempre están encontrando nuevas formas de escapar antes de que Hades pueda atraparles. Debéis conseguir el arma antes de que abandone nuestro reino, o todo estará perdido. —Aunque quisiéramos—dijo Thalía—, ¿cómo podríamos encontrar al ladrón? Una planta en un tiesto apareció en la mesa: un clavel amarillo enfermizo con unas pocas hojas verdes. La flor se removía hacia los lados, como si intentara encontrar el sol. —Esto os guiará—dijo la diosa. — ¿Un clavel mágico? —pregunté. —La flor siempre mira hacia el ladrón. Cuanto más cerca de escapar esté vuestra presa, más pétalos le caerán— como en respuesta, un pétalo amarillo se volvió gris y cayó hacia el suelo. —Si todos los pétalos le caen—dijo Perséfone—, la flor morirá. Esto significará que el ladrón ha llegado a la salida y que habéis fracasado. Miré a Thalía. No parecía muy entusiasmada sobre lo de perseguir-a-un-ladrón-con-una-flor. Entonces miré a Nico. Por desgracia, reconocí aquella expresión en su cara. Sabía qué era querer hacer que tu padre se sienta orgulloso de ti, aunque tu padre sea de los que no aman fácilmente. En aquél caso, casi nunca. Nico iba a hacer aquello, con o sin nosotros. Y no podía dejarle ir solo. —Una condición—le dije a Perséfone—. Hades deberá jurar sobre el río Estigio que nunca usará esta espada contra los dioses. La diosa se encogió de hombros. —No soy el señor Hades, pero puedo aseguraros que os lo prometerá, como pago por vuestra ayuda. Otro pétalo cayó del clavel. Me giré hacia Thalía. — ¿Sujeto la flor mientras rastreas al ladrón? Ella suspiró. —Bueno, vamos a atrapar a ese estúpido. El Inframundo no estaba que digamos, con el espíritu navideño. Mientras bajábamos del palacio hacia los Campos de Asfódelo, parecía bastante igual a mi última visita, igual de deprimente. Hierba amarilla y copos que crecían hasta el infinito. Las sombras se mezclaban sin rumbo por las colinas, viniendo de ningún lugar, yendo hacia ningún lugar, chocándose entre ellos mientras intentaban recordar quiénes eran en sus vidas pasadas. Por encima de nosotros, el techo de la caverna brillaba con oscuridad. Cogí el clavel, que me hizo sentir bastante estúpido. Nico nos guiaba ya que su espada podía hacerse camino entre las masas de los muertos. Thalía no dejaba de refunfuñar diciendo que quién la mandaba a meterse en una misión con dos chicos. — ¿Perséfone siempre está igual de tensa? —pregunté. Nico apartó con un movimiento un par de fantasmas, haciéndoles mover con el acero estigio. —Siempre actúa así cuando estoy cerca. Me odia. — ¿Entonces por qué te ha incluido en la misión? —Probablemente sea idea de mi padre—sonaba como que quisiera que fuera cierto, pero no estaba seguro. Me parecía extraño que Hades no nos hubiera dado esta misión en persona. Si aquella espada era tan importante para él, ¿por qué había dejado que Perséfone nos lo explicara todo? Normalmente a Hades le gusta tratar en persona con los semidioses. Nico siguió recto. No importaba cuán poblados estuvieran los campos, (y si has estado en Times Square la noche de fin de año, te harás una idea), que siempre se apartaban al pasar cerca Nico y su espada. —Se lleva bien con las masas de zombies—admitió Thalía—. Creo que le dejaré ir delante la próxima vez que vaya de compras al centro comercial. Agarró fuertemente su arco, como si tuviera miedo de que volviera a convertirse en una tira de madreselva. No parecía mayor que el año pasado y entonces, de repente, me acordé de que nunca sería mayor porque era una cazadora. Eso significaba que yo era mayor que ella. Qué mal rollo. —Así que…—dije—, ¿cómo te está tratando la inmortalidad? Puso los ojos en blanco. —No es inmortalidad total, Percy. Lo sabes. Podemos seguir muriendo en combate. Es sólo que… nunca crecemos o enfermamos, por lo que vivimos para siempre, asumiendo que no nos hacen rodajas los monstruos.

—Y eso es siempre un problema. —Siempre—miró a su alrededor, y me di cuenta de que estaba mirando las caras de los muertos. —Si estás buscando a Bianca—dije en voz baja, para que Nico no pudiera escucharme—, debe de estar en el Elíseo. Murió cómo una heroína. —Lo sé—me espetó Thalía. Entonces se detuvo—. No es eso, Percy. Es que… no importa. Un sentimiento frío me recorrió. Recordé la muerte de la madre de Thalía por un accidente de coche hacía un par de años. Nunca habían estado muy unidas, pero Thalía no había tenido la oportunidad de despedirse de ella. Si la sombra de su madre estaba dando vueltas por allí… era normal que Thalía estuviera tan sobresaltada. —Lo siento—dije—. No estaba pensando. Nuestras miradas se cruzaron, y creo que tuve la sensación de que lo había entendido. Su expresión se relajó. —Está bien. Salgamos de aquí. Otro pétalo cayó del clavel mientras caminábamos. No era muy divertido ver cómo el clavel apuntaba hacia los Campos de Castigo. Esperaba que fuera hacia el Elíseo para que pudiéramos charlar con gente guapa y divertida, pero no. A la flor parecía gustarle la parte más violenta y cruel del Inframundo. Saltamos un río de lava y seguimos nuestro camino a través de horribles torturas. No las describiré porque perderíais por completo el apetito, pero me habría gustado llevar unos tapones de algodón en las orejas para no oír los gritos y la música de los 80. El clavel giró su cuerpo hacia una colina a nuestra izquierda. —Ahí arriba—dije. Thalía y Nico se detuvieron. Estaban cubiertos de hollín de haber cruzado la zona de Castigos. Yo probablemente estaría igual o peor. Un fuerte sonido chirriante venía del otro lado de la colina, como si alguien estuviera arrastrando una lavadora. Entonces la colina se retumbó con un “¡BUM! ¡BUM! ¡BUM!” y un hombre soltó maldiciones. Thalía miró a Nico. — ¿Es quién yo creo? —Eso me temo—dijo Nico—. El experto número uno en engañar a la Muerte. Antes de que pudiera preguntar qué significaba, nos llevó a lo alto de la colina. El tipo al otro lado no era guapo, y no estaba feliz. Parecía una de esas muñecas trolls con la piel naranja, barriga, piernas y brazos escuálidos y un gran pañal/taparrabos alrededor de su cintura. Su pelo andrajoso estaba de punta como una antorcha. Estaba dando vueltas, maldiciendo y pateando una piedra que era como dos veces más grande que él. — ¡No lo haré! —gritó—. ¡No, no y no! —entonces comenzó a decir un puñado de palabras malsonantes en distintos idiomas. Si hubiera tenido cerca uno de esos potes en los que metes cinco centavos por cada taco que dices, podría haberme hecho rico. Comenzó a alejarse de la piedra, pero después de haberse alejado tres metros, se tambaleó hacia atrás, como si una fuerza invisible le hubiera empujado. Volvió arrastrando los pies hacia la piedra y comenzó a darse golpes con la cabeza contra ella. — ¡De acuerdo! —Gritó— ¡De acuerdo, maldito seas! —Se rascó la cabeza y murmuró algunos insultos más—. Pero esta es la última vez. ¿Me oís? Nico nos miró. —Vamos. Mientras esté intentándolo. Fuimos hacia él. — ¡Sísifo! —le llamó Nico. El tipo trol levantó la vista, sorprendido. Entonces se escondió detrás de su roca. — ¡Oh, no! ¡No me vais a engañar con esos disfraces! ¡Sé que sois las Furias! —No somos las Furias—dije—. Sólo queremos hablar. — ¡Largaos! —gritó—. Las flores no lo harán mucho mejor. ¡Es demasiado tarde para disculparse! —Mira—dijo Thalía—, sólo queremos… — ¡LALALALALA! —gritó—. ¡Habla chucho, que no te escucho! Le perseguimos alrededor de la piedra hasta que finalmente, Thalía, que era la más rápida, cogió al anciano por el pelo. — ¡Detente! —Gritó— ¡Tengo rocas que mover! ¡Rocas que mover! —Te moveré la roca yo misma—se ofreció Thalía—. Sólo cállate y deja hablar a mis amigos. Sísifo dejó de resistirse. — ¿Tú…? ¿Tú moverás mi roca? —Es mejor que mirarte—Thalía me miró—. Sé rápido. Entonces giró a Sísifo hacia nosotros. Puso su hombro contra la roca y comenzó a empujarla lentamente hacia arriba. Sísifo me frunció el ceño, desconfiadamente. Me dio un pellizco en la nariz. — ¡Au! —me quejé. —Así que no eres una furia de verdad—dijo, sorprendido—. ¿Para qué es la flor? —Estamos buscando a alguien—dije—, y esta flor nos lleva hacia él. — ¡Perséfone! —Escupió en el suelo—. Es uno de sus aparatejos, ¿no? —se apoyó hacia atrás, y su espalda crujió como la de un tipo-que-llevauna-eternidad-arrastrando-piedras—. Una vez la engañé, ya sabes. Les engañé a todos. Miré a Nico. — ¿Traducción? —Sísifo engañó la muerte—explicó Nico—. Primero encadenó a Tánatos, el segador de almas, para que nadie pudiera morir. Entonces cuando Tánatos fue liberado y estuvo a punto de matarlo, Sísifo le dijo a su mujer que no hiciera los rituales funerarios correctos para que no pudiera descansar en paz. Aquí, Sísifo, ¿puedo llamarte Sísifo? — ¡No! —Sísifo engañó a Perséfone diciéndole que le dejara volver al mundo de los vivos para despedirse de su mujer. Y no volvió. El anciano rio. — ¡Seguí vivo treinta años más hasta que finalmente me encontraron! Thalía estaba a mitad de colina. Apretaba los dientes, empujando la piedra con su espalda. Su expresión decía: ¡Daos prisa! — ¿Así que este fue tu castigo? —le dije a Sísifo—. Cargar con una piedra por una colina para siempre. ¿Valió la pena? — ¡Es un trabajo temporal! —Gritó Sísifo—. Escaparé muy pronto de aquí, y cuando lo haga lo lamentarán. — ¿Cómo podrías escapar del Inframundo? —Preguntó Nico—. Está cerrado, ya sabes. Sísifo sonrió maliciosamente. —Eso fue lo que dijo el otro. Mi estómago dio un vuelco. — ¿Alguien te ha pedido consejo? —Un jovencito muy enfadado—repitió Sísifo—. No muy educado. Me puso una espada en mi garganta. No se ofreció a cargar con mi piedra. — ¿Qué le dijiste? —Dijo Nico—. ¿Quién era? Sísifo se masajeó los hombros. Miró a Thalía, que estaba a punto de llegar a la cima de la colina. Su cara estaba roja y nadaba en sudor. —Oh… es difícil decir—dijo Sísifo—. Nunca le había visto antes. Cargaba un paquete en una tela negra. ¿Esquíes, quizás? ¿Un trineo? Quizá si esperáis aquí, pueda ir a buscarle… — ¿Qué le dijiste? —le pedí. —No me acuerdo. Nico alzó su espada. El acero estigio estaba tan frio que humeaba con el frío y seco aire de los Campos de Castigo. —Inténtalo de nuevo. El anciano parpadeó. — ¿Qué tipo de persona lleva una espada como esa? —Un hijo de Hades—dijo Nico—. ¡Ahora respóndeme! La cara de Sísifo empalideció. — ¡Le dije que fuera a hablar con Melínoe! Siempre tiene una forma de salir.

Nico bajó su espada. Hubiera podido adivinar que el nombre de Melínoe le molestó. —De acuerdo. ¿Cómo era el semidiós? —Eh… tenía una nariz—dijo Sísifo—. Una boca y un solo ojo y… — ¿Un solo ojo? —le interrumpí—. ¿Llevaba un parche? —Oh… quizás—dijo Sísifo—. Tenía pelo en su cabeza. Y…—tosió y miró por encima de mi hombro—. ¡Mirad! ¡Ahí está! Nos apresuramos en seguir la dirección de su mirada. Tan pronto como nos hubimos girado, Sísifo echó a correr. — ¡Soy libre! ¡Soy libre! ¡Soy…AGG!—a tres metros de la colina, llegó al final de su cadena invisible y cayó de espaldas. Nico y yo le agarramos por los brazos y le trajimos de nuevo a la colina. — ¡Malditos sean! —se soltó diciendo palabrotas en griego antiguo, latín, inglés, francés y muchas otras lenguas que no reconocí—. ¡Nunca os ayudaré! ¡Iros al Hades! —De hecho, ya estamos ahí. —murmuró Nico. — ¡Roca va! —gritó Thalía. Miré hacia arriba y me habría gustado a mí también soltar un par de palabrotas. La roca rodaba directamente hacia nosotros. Nico saltó hacia un lado, yo hacia el otro. Sísifo gritó: — ¡NOOOOOOOOOOOOOOOOOOO! —mientras la roca iba directa hacia él. De alguna manera la consiguió detener antes de que le pasar por encima. Supongo que tendría mucha práctica. — ¡Cogedla de nuevo! —suplicó—. Por favor. Aguantádmela. —No de nuevo—tosió Thalía—. Estás solo. Nos dedicó unas cuantas palabras mal sonantes más. Estaba claro que no nos iba a volver a ayudar, por lo que le dejamos con su castigo. —La cueva de Melínoe está por aquí—dijo Nico. —Si el ladrón solo tiene un ojo—dije—, podría ser Ethan Nakamura, hijo de Némesis. Él es uno de los que liberaron a Cronos. —Me acuerdo—dijo Nico, sombrío—. Pero si vamos a tener que tratar con Melínoe, tenemos problemas mayores. Vamos. Mientras nos alejábamos, Sísifo volvía a gritar: — ¡De acuerdo! ¡Pero ésta es la última vez! ¿Me oís? ¡La última! Thalía se estremeció. — ¿Estás bien? —le pregunté. —Supongo…—vaciló—. Percy, lo que me da miedo es que cuando llegué a la cima, creía que lo tenía. Pensé: esto no es tan difícil. Puedo mantenerla aquí. Y mientras la roca rodaba hacia abajo, me tentó volverlo a intentar. Creí que podría hacerlo una segunda vez. Miró hacia atrás con nostalgia. —Vamos—le dije—. Cuanto antes salgamos de aquí, mejor. Caminamos durante lo que me pareció una eternidad. Tres pétalos más cayeron del clavel, lo que significaba que estábamos oficialmente medio muertos. La flor seguía señalando hacia una cadena de colinas grises con picos, como si fueran unos dientes, por lo que caminamos con dificultad hacia aquella dirección por encima de piedra volcánica lisa. —Un bonito día para un paseo—murmuró Thalía—. Las Cazadoras deben de estar festejando en algún claro de algún bosque ahora mismo. Me pregunté qué estaría haciendo mi familia. Mi madre y mi padrastro, Paul, estarían preocupados de que no volviera a casa del colegio, pero no era la primera vez que pasaba. Adivinarían que estaría en alguna misión. Mi madre estaría dando vueltas por el comedor, preguntándose si podría volver para desenvolver mis regalos. —Así que… ¿quién es la tal Melínoe? —pregunté, intentando alejar de mi mente mi casa. —Es una historia muy larga—dijo Nico—. Muy larga y de miedo. Estaba a punto de preguntar qué había querido decir con aquello cuando Thalía se agachó: — ¡Armas! Alcé Contracorriente. Estaba seguro de que parecía aterrador con un clavel en la otra mano, por lo que lo dejé en el suelo. Nico alzó su espada. Nos pusimos espalda con espalda. Thalía cargó una flecha. — ¿Qué es? —susurré. Parecía estar escuchando. Entonces sus ojos se abrieron. Una cadena de una docena de demonios se materializó a nuestro alrededor. Eran medio mujer y medio murciélago. Sus caras eran peludas con hocicos de perro, con colmillos y ojos saltones. Un pelaje enmarañado grisáceo y una armadura mal puesta cubrían sus cuerpos. Tenían los brazos escuálidos con garras en vez de manos, alas de cuero que les salían de sus espaldas y unas piernas regordetas y arqueadas. Habrían parecido graciosas de no ser por el brillo asesino de sus ojos. —Keres—dijo Nico. — ¿Qué? —pregunté. —Espíritus de los campos de batalla. Se alimentan de la muerte violenta. —Oh, maravilloso—dijo Thalía. — ¡Retroceded! —Les ordenó Nico a los demonios—. ¡El hijo de Hades os lo ordena! Las Keres sisearon. Sus bocas echaban espuma. Miraron con aprensión a nuestras armas, pero tuve la sensación de que las Keres no estaban demasiado impresionadas con las órdenes de Nico. —Muy pronto Hades será vencido—gruñó una de ellas—. ¡Nuestro nuevo maestro nos dará rienda suelta! Nico parpadeó. — ¿Nuevo maestro? La demonio líder embistió. Nico estaba tan sorprendido que podría haberle hecho pedazos, pero Thalía disparó una flecha con una punta blanca y acertó justo en la cara del monstruo, y la criatura se desintegró. Las demás atacaron. Thalía dejó su arco en el suelo y sacó sus cuchillos. Yo ataqué mientras la espada de Nico pasaba silbando por encima de mi cabeza, cortando a una demonio por la mitad. Despedacé y corté a tres o cuatro Keres que revoloteaban a mí alrededor, pero no dejaban de llegar. — ¡Jápeto os destruirá! —gritó una. — ¿Quién? —pregunté. Entonces la partí en dos con mi espada. Nota a mí mismo: si vaporizas monstruos, no responden a tus preguntas. Nico también estaba describiendo un arco con su espada en el grupo de Keres. Su espada negra absorbía su esencia como una aspiradora, y cuantos más destruía, más frío se volvía el aire a su alrededor. Thalía clavó uno de sus cuchillos en la espalda de una demonio, la empujó hacia al lado y chocó contra otra, destruyéndolas a las dos, y con el impulso, clavó el otro cuchillo a otra demonio sin siquiera girarse. — ¡Muere dolorosamente, mortal! —antes de que pudiera ni alzar mi espada para defenderme, las garras de una demonio me perforaron el hombro. Si hubiera llevado una armadura, no habría habido ningún problema, pero seguía llevando el uniforme escolar. Las garras de la criatura desgarraron mi camiseta y abrieron una herida en mi hombro. Todo mi lado izquierdo pareció explotar de dolor. Nico le pegó una patada al monstruo y la apartó. Todo lo que pude hacer fue caerme de dolor y hacerme una pelota, intentando acallar la quemadura. El sonido de la batalla cesó. Thalía y Nico corrieron a mi lado. —Aguanta, Percy—dijo Thalía—. Te pondrás bien—, pero el tembleque de su voz me dijo que la herida era mala. Nico me tocó y grité de dolor. —Néctar—dijo—. Te estoy poniendo néctar. Había destapado una botella de un líquido dorado y lo vertía sobe mi hombro. Aquello era peligroso: sólo un sorbo más de lo que necesitaban los semidioses y podría desintegrarme, pero de inmediato el dolor cesó. Juntos, Nico y Thalía vendaron mi herida y me desmayé. No sé cuánto tiempo estuve inconsciente, pero lo siguiente que recuerdo fue estar apoyado contra una roca con mi hombro vendado. Thalía me daba de comer unos pequeños cubitos de ambrosía con sabor a chocolate. — ¿Y los Keres? —murmuré. —Se han ido por ahora—dijo—. Me has preocupado durante un segundo, Percy, pero creo que saldrás de esta. Nico se agachó a nuestro lado. Estaba sujetando el clavel, el cual solo tenía cinco pétalos restantes. —Los Keres volverán—advirtió. Miró a mi hombro, preocupado—. Esa herida… los Keres son los espíritus de la enfermedad y la peste, como de la violencia. Podemos ralentizar la infección, pero más adelante necesitarás curación seria. Me refiero al poder de un dios. De otra forma…

No acabó la frase. —Estaré bien— intenté incorporarme, pero de repente me vinieron nauseas. —Poco a poco—me dijo Thalía—. Necesitas descansar antes de poderte mover. —No hay tiempo—miré al clavel—. Una de las demonios nombró a Jápeto. ¿Ese no es un titán? Thalía asintió, inquieta. —El hermano de Cronos y padre de Atlas. Se le conoce como el Titán del Oeste. Su nombre significa “despedazador” porque es lo que le gusta hacerle a sus enemigos. Fue enviado al Tártaro, junto con sus hermanos. Se supone que debe seguir allí abajo. — ¿Pero la espada de Hades no podía despertarlo de la muerte? —pregunté. —Entonces quizás—dijo Nico—¸también pueda convocar a los encerrados en el Tártaro. No podemos dejar que lo intenten. —Seguimos sin saber quiénes son ‘ellos’—dijo Thalía. —El semidiós trabajando para Cronos—dije—, probablemente sea Ethan Nakamura. Y está comenzando a reclutar algunos de los subalternos de Hades para su lado, como los Keres. Las demonios creen que si Cronos gana esta guerra, conseguirán más caos y maldad del trato. —Y probablemente tengan razón—dijo Nico—. Mi padre intenta mantener un equilibrio. Reina hasta a los más violentos espíritus. Si Cronos nombra a uno de sus hermanos el señor del Inframundo… —Como el tal Jápeto—dije. —…entonces el Inframundo se volvería mucho peor—dijo Nico—. Y eso les gustaría a los Keres y a Melínoe. —Sigues sin habernos dicho quién es la tal Melínoe. Nico se mordió el labio. —Es la diosa de los fantasmas, una de las sirvientas de mi padre. Supervisa a los muertos sin descanso que habitan la tierra. Cada noche se alza del Inframundo a aterrorizar a los mortales. — ¿Tiene su propia vía al mundo superior? Nico asintió. —Dudo que esté bloqueada. Normalmente, nadie pensaría siquiera en pasearse por su cueva. Pero si este ladrón semidiós es lo suficientemente valiente como para hacer un trato con ella… —Podría volver a la tierra—añadió Thalía—. Y darle la espada a Cronos. —Quien la usaría para devolver a la vida a sus hermanos del Tártaro—supuse—. Y estaríamos en un buen lío. Me puse en pie. Una oleada de náuseas casi me hacen desmayarme, pero Thalía me cogió. —Percy—dijo—, no estás en condiciones… —Tengo que estarlo—miré cómo otro pétalo caía del clavel. Cuatro antes de la hora final—. Dame la planta. Tenemos que encontrar la cueva de Melínoe. Mientras caminábamos, intentaba pensar en cosas positivas: mis jugadores favoritos de baloncesto, mi última conversación con Annabeth, qué haría mi madre para la cena de Navidad, en todo menos en el dolor. Aun así, era como si un tigre me estuviera mordiendo lentamente el hombro. No iba a ser de mucha ayuda en batalla, y me maldije a mí mismo por haber bajado la guardia. Nunca deberían haberme herido. Ahora Thalía y Nico debían arrastrar mi inútil trasero durante toda la misión. Estaba tan ocupado lamentándome que ni siquiera oí el rugido del fluir del agua hasta que Nico dijo: —Oh-oh. A unos quince metros de nosotros, un río oscuro corría entre la roca volcánica. Había visto el Estigio, y este no era el mismo río. Era más estrecho y rápido. El agua era negra como la tinta. Incluso la espuma era negra. La otra orilla estaba a diez metros, demasiado lejos para saltar y no había ningún puente. —El río Lete—Nico maldijo algo en griego antiguo—. Nunca lo conseguiremos. La flor señalaba hacia el otro lado, hacia una montaña brillante y un camino que llevaba a una cueva. Por detrás de las montañas, las paredes del Inframundo crecían como un cielo oscuro de granito. Nunca había considerado que el Inframundo tuviera un final, pero este parecía serlo. —Tiene que haber una forma de cruzarlo—dijo. Thalía se arrodilló junto a la ribera. — ¡Cuidado! —Dijo Nico—. Este es el río del Olvido. Si te toca una sola gota, olvidarás quién eres. Thalía retrocedió. —Conozco este lugar. Luke me habló una vez de él. Las almas vienen aquí si escogen renacer, por lo que se olvidan por completo de sus vidas pasadas. Nico asintió. —Nada en el agua y tu mente será completamente borrada. Serás como un bebé recién nacido. Thalía estudió la otra ribera. —Podría disparar una flecha a través, quizá anclarla entre esas rocas. — ¿Y confiar que tu peso va a aguantar pasar por una cuerda que ni siquiera estará atada? —preguntó Nico. Thalía frunció el ceño. —Tienes razón. Funciona en las películas, pero… no… ¿Podrías convocar gente muerta para ayudarnos? —Podría, pero aparecerían en mi lado del río. El agua fluyendo actúa de barrera contra los muertos. No pueden cruzarlo. Me estremecí. — ¿Qué tipo de regla estúpida es esa? —Eh, que yo no la he dictado—estudió mi cara—. Tienes un aspecto terrible, Percy. Deberías sentarte. —No puedo, me necesitáis para esto. — ¿Para qué? —Preguntó Thalía—. A penas puedes mantenerte en pie. —Es agua, ¿verdad? Puedo controlarla. Quizá pueda redirigir el curso lo suficiente como para cruzarlo. — ¿En tu estado? —Dijo Nico—. Ni de broma, sería más seguro lo de la flecha. Me puse en pie al borde del río. No sabía cómo hacerlo. Era el hijo de Poseidón, por lo que controlar el agua salada era muy fácil. Pero los ríos normales… quizá, si los espíritus del río estaban cooperativos. Pero, ¿los ríos del Inframundo? Ni idea. —Alejaos—dije. Me concentré en la corriente, el torrente de agua negra corría a mis pies. Me imaginé que era parte de mi propio cuerpo, que podía controlar el curso, hacer que respondiera a mi voluntad. No estaba seguro, pero sentí como si el agua se resistiera y fluyera más violentamente, como si pudiera sentir mi presencia. Sabía que yo no podría detener el río del todo. La corriente retrocedería e inundaría el valle entero, explotando por encima de nosotros en cuanto lo dejara ir. Pero había otra solución. —Allá vamos—murmuré. Alcé mis brazos como si estuviera levantando algo por encima de mi cabeza. Mi hombro malo se quejó y ardía como la lava, pero intenté ignorarlo. El río se alzó. Se levantó de su curso, fluyendo por encima de un arco, un arcoíris oscuro de seis metros de altura. El lecho del río se volvió barro seco delante de nosotros, dejando un túnel bajo el río lo suficientemente ancho como para dejar pasar a dos personas de un lado a otro. Thalía y Nico me miraban, alucinados. —Id—dije—. No puedo aguantar durante mucho más. Unas manchas amarillas me bailaban en los ojos. Mi hombro vendado gritaba de dolor. Thalía y Nico corrieron hacia el lecho del río y lo cruzaron sobre el lodo pegajoso. Ni una gota. No podía dejar caer ni una sola gota encima de mis amigos, o su mente sería borrada. Pero sujeté el arco. Thalía escaló la orrilla opuesta y se giró a ayudar a Nico. — ¡Vamos, Percy! —dijo—. ¡Camina! Mis rodillas temblaban. Mis brazos se estremecían. Di un solo paso hacia delante y casi me caí. El arco de agua tembló. —No puedo hacerlo—les dije. — ¡Sí que puedes! —Dijo Thalía—. ¡Te necesitamos!

De alguna manera me las arreglé para bajar al lecho. Un paso tras otro. El agua corría por encima de mí. Mis botas salpicaban el barro. A mitad de camino, me tambaleé. Oí a Thalía gritar: — ¡No! Y mi concentración se rompió. Mientras el río Lete caía sobre mí, solo tuve tiempo para un último pensamiento desesperado: Seco. Oí el rugido y sentí la fuerza de toneladas de agua mientras el río volvía a su cauce natural. Pero… abrí los ojos. Estaba rodeado de oscuridad, pero estaba completamente seco. Me estiré. Incluso aquél pequeño esfuerzo de mantenerme seco, algo que había hecho cientos de veces en el agua normal, era algo que me costaba. Nadé a través de la corriente, ciego y doblado de dolor. Salí del Lete, sorprendiendo a Thalía y a Nico, que estaban a unos metros. Avancé arrastrándome y me desmayé delante de ellos. El sabor del néctar me trajo de vuelta. Mi hombro se sintió mejor y oía un incómodo zumbido en mis oídos. Mis ojos ardían, como si tuviera fiebre. —No podemos arriesgarnos a darle más néctar—estaba diciendo Thalía—. O arderá en llamas. —Percy—dijo Nico—. ¿Me oyes? —Llamas—murmuré—. Claro. Me incorporé lentamente. Mi hombro estaba vendado de nuevo. Seguía doliendo, pero era capaz de levantarme. —Estamos cerca—dijo Nico—. ¿Puedes andar? La montaña brilló por encima de nosotros. Una estela de polvo guiaba unos cien metros hasta la falda de la montaña. El camino estaba marcado con huesos humanos para acrecentar esa incómoda sensación a muerto. —Listo—dije. —No me gusta esto—murmuró Thalía. Agarraba el clavel, que señalaba hacia la cueva. La flor ahora tenía dos pétalos, como las orejitas tristes de un conejo. —Qué cueva más tétrica—dije—. La diosa de los fantasmas. ¿Cómo es? Como si me hubiera respondido, un siseo resonó por las montañas. Una neblina blanca salió de la cueva como si alguien hubiera encendido un ventilador. En la niebla, una imagen apareció: una mujer alta con un pelo rubio y despeinado. Vestía un albornoz rosa y tenía una copa de vino en su mano. Su cara era ruda y desafiante. Podía ver a través de ella, por lo que sabía que era algún tipo de espíritu, pero su voz sonó muy real. —Así que has vuelto—gruñó—. ¡Bueno! ¡Demasiado tarde! Miré a Nico y le susurré. — ¿Melínoe? Nico no respondió. Se quedó congelado, mirando al espíritu. Thalía bajó su arco. — ¿Madre? —sus ojos se llenaron de lágrimas. De repente parecía tener siete años. El espíritu lanzó su copa de vino al suelo y ésta desapareció entre la niebla. —Correcto, niña. Condenada a andar por la tierra, ¡y por tu culpa! ¿Dónde estabas cuando me morí? ¿Por qué huiste de casa cuando te necesitaba? —Yo… yo… —Thalía—dije—. Es solo una sombra. No puede hacerte daño. —Soy más que eso—rugió el espíritu—. Y Thalía lo sabe. —Pero… tú nos abandonaste—dijo Thalía. — ¡Niña desdichada! ¡Fugada desagradecida! — ¡Basta! —Nico se adelantó con la espada alzada, pero el espíritu cambió de forma y se le encaró. Este fantasma era más difícil de ver. Era una mujer en un antiguo vestido de terciopelo negro con un gorro a juego. Vestía un collar de perlas y unos guantes hasta el codo blancos, y su pelo negro estaba recogido en un moño. Nico retrocedió. —No… —Hijo mío—dijo el fantasma—, morí cuando eras tan pequeño… Recorro el mundo, llena de dolor, buscándoos a ti y a tu hermana. — ¿Mamá? —No, es mi madre—murmuró Thalía, como si siguiera viendo la primera imagen. Mis amigos no eran de gran ayuda. La niebla comenzó a rodearles por los pies y les subía como si fueran vides. Sus colores parecían desaparecer de sus ropas y sus caras, como si también se estuvieran volviendo sombras. —Basta—dije, pero mi voz a penas se oyó. A pesar del dolor, alcé mi espada y me adelanté hacia el fantasma—. ¡No eres la madre de nadie! El fantasma se giró hacia mí. La imagen parpadeó, y vi a la diosa de los fantasmas en su verdadera forma. Después de haber visto ya a casi la mayoría de dioses, ya no te asustas al ver la verdadera forma de los dioses griegos, pero Melínoe me pilló por sorpresa. Su lazo izquierdo era completamente negro y endurecido como la piel de una momia. Su lazo derecho era completamente blanco, como si se hubiera quedado sin sangre. Vestía un vestido y un chal dorados. Sus ojos estaban vacíos y cuando miré hacia ellos, parecía que fuera a ver mi propia muerte. — ¿Dónde están tus fantasmas? —me pidió, irritada. —Mis… no lo sé. No tengo. Se quejó. —Todo el mundo tiene fantasmas… muertes de las que te sientas culpable. ¿Por qué no puedo ver las tuyas? Thalía y Nico seguían en trance, mirando a la diosa como si siguieran viendo a sus madres muertas. Recordé todos los amigos que había visto morir: Bianca di Angelo, Zoë Nightshade, Lee Fletcher, por decir unos cuantos. —Estoy en paz con ellos—dije—. Han cruzado al otro lado. No son fantasmas. ¡Ahora deja ir a mis amigos! Ataqué a Melínoe con mi espada. Retrocedió rápidamente, gruñendo de frustración. La niebla se disipó alrededor de mis amigos. Parpadearon mirando a la diosa como si ahora estuvieran viendo su forma de verdad. — ¿Qué ha sido eso? —Dijo Thalía—. ¿Dónde…? —Era un truco—dijo Nico—. Nos ha engañado. —Llegáis demasiado tarde, semidioses—dijo Melínoe. Otro pétalo cayó del clavel, dejando solo uno—. El trato ha sido cerrado. — ¿Qué trato? —pedí. Melínoe soltó un siseo, y me di cuenta de que era su forma de reír. —Demasiados fantasmas, joven semidiós. Pronto serán desatados. Cuando Cronos controle el mundo, seré libre de caminar entre los mortales durante el día y la noche, sembrando el terror que se merecen. — ¿Dónde está la espada de Hades? —pedí—. ¿Dónde está Ethan? —Cerca—prometió Melínoe—. No os detendré. No hace falta. Pronto, Percy Jackson, tendrás muchos fantasmas. Y te acordarás de mí. Thalía cargó una flecha y la apuntó hacia la diosa. —Si abres un camino hacia el mundo exterior, ¿de verdad crees que Cronos te recompensará? Te enviará al Tártaro igual que a los demás sirvientes de Hades. Melínoe enseñó los dientes. —Tu madre tenía razón, Thalía. Eres una chica con muy mal humor. Muy buena huyendo, pero en lo demás… La flecha salió volando, pero en cuanto tocó a Melínoe se disolvió en la niebla, dejando nada excepto el siseo de su risa. La flecha de Thalía dio en las rocas y se clavó, inofensiva. —Estúpida fantasma—murmuró. Se podía decir que estaba muy afectada. Sus ojos estaban hinchados, sus manos le temblaban. Nico estaba igual de mal, como si alguien le hubiera dado una tunda entre ojo y ojo. —El ladrón—se apresuró a decir—. Probablemente esté en la cueva. Tenemos que detenerle antes de… Justo entonces, el último pétalo cayó del clavel. La flor se ennegreció y murió. —Demasiado tarde—dije. La risa de un hombre resonó por la montaña.

—Tienes razón en eso—una voz rugió. En la entrada de la cueva había dos personas de pie: un chico con un parche en un ojo y un hombre de tres metros con un traje deshilachado de prisión. Reconocí al chico: Ethan Nakamura, hijo de Némesis. En sus manos había una espada sin terminar: una hoja de doble punta de acero estigio con diseños esqueléticos grabados en plata. No tenía mango, pero en la base de la espada había una llave dorada, como la que había visto en la imagen de Perséfone. La llave brillaba, como si Ethan ya hubiera invocado su poder. El hombre gigantesco a su lado tenía los ojos de pura plata. Su cara estaba cubierta con una barba desaliñada y su pelo gris parecía ser salvaje. Estaba delgado y sus ropas de prisión le iban holgadas, como se hubiera pasado los últimos cientos de años en el fondo de un pozo, pero aun así en su estado debilitado era aterrador. Alzó la mano y apareció una lanza gigantesca. Recordé lo que Thalía había dicho de Jápeto: su nombre significaba despedazador porque era lo que le gustaba hacer con sus enemigos. El titán sonrió con crueldad: —Y ahora os destruiré. — ¡Maestro! —le interrumpió Ethan. Vestía ropas oscuras y una mochila colgaba de su hombro. Su parche estaba doblado y su cara llena de hollín y sudor. —Tenemos la espada. Deberíamos… —Sí, sí—dijo el titán, impacientemente—. Lo has hecho bien, Nawaka. —Es Nakamura, señor. —Lo que sea. Estoy seguro de que mi hermano Cronos te recompensará. Pero ahora tengo unas muertes a las que atender. —Mi señor—insistió Ethan—. No está usted en completo poder. Deberíamos ascender al mundo exterior y convocar a sus hermanos. Nuestras órdenes eran huir. El titán se giró hacia él. — ¿HUIR? ¿Has dicho HUIR? El suelo retumbó. Ethan cayó de espaldas y retrocedió a gatas. La espada inacabada chocó contra las rocas. —Ma… maestro, por favor. — ¡JÁPETO NO HUYE! ¡He estado esperando tres eones para ser liberado del pozo! ¡Quiero mi venganza, y comenzaré por matar a esos debiluchos! Apuntó su lanza hacia mí y atacó. Si hubiera tenido toda su fuerza, no habría tenido ninguna duda de que me habría empalado justo en el medio. Incluso debilitado y recién salido del pozo, el tipo era rápido. Se movió como un tornado, yendo tan rápido que apenas tuve tiempo para moverme antes de que empalara la roca en la que hace unos segundos estaba yo apoyado. Estaba tan mareado que apenas pude sujetar mi espada. Jápeto arrancó la espada de la roca, pero mientras se giraba hacia mí Thalía disparó un montón de flechas dándole en el hombro y en la rodilla. Rugió y se giró hacia ella, pareciendo más enfadado que dolido. Ethan Nakamura intentó sujetar su propia espada, pero Nico gritó: — ¡No lo creo! El suelo se quebró delante de Ethan. Tres esqueletos armados llegaron a la superficie y atraparon a Ethan, cogiéndole por la espalda. La espada de Hades seguía tirada en las rocas. Si pudiera llegar hacia ella. Jápeto atacó con su lanza y Thalía se apartó del camino. Nico dejó a Ethan para los esqueletos y cargó contra Jápeto. Yo estaba delante de él. Sentí como si mi hombro fuera a explotar, pero me moví hacia el titán y le clavé Contracorriente por la retaguarda, perforando la hoja en la pantorrilla. — ¡AAAAAAH! —el icor dorado salió a borbotones de la herida. Jápeto se giró y toda la fuerza de su lanza fue hacia mí, que me mandó por los aires. Caí contra las rocas, justo al lado del río Lete. — ¡TÚ SERÁS EL PRIMERO! —Jápeto rugió mientras corría hacia mí. Thalía intentó captar su atención enviándole un arco de electricidad con sus cuchillos, pero debió molestarle igual que un mosquito. Nico le atacó con su espada, pero Jápeto le apartó de una patada sin siquiera mirar. — ¡Os mataré a todos! ¡Entonces enviaré vuestras almas a la eterna oscuridad del Tártaro! Se me iba la vista a ratos. A penas me podía mover. Otro par de centímetros y caería de pleno en el río. El río. Tragué saliva, esperando que mi voz se oyera. —Tú… tú… eres incluso más feo que tu hijo—le grité al titán—. ¡Ya veo de dónde ha sacado su estupidez Atlas! Jápeto gruñó. Se dirigió hacia mí, alzando su lanza. No sabía si yo tendría la fuerza suficiente, pero tenía que intentarlo. Jápeto bajó su lanza y se tambaleó. El mango se clavó en el suelo a mi lado. Me levanté y agarré el cuello de su camiseta, teniendo en cuenta que había perdido el equilibrio y estaba dolido. Intentó volver a ponerse en pie, pero le empujé con todo el peso de mi cuerpo. Se tambaleó y cayó, agarrando mis brazos, temblando de miedo, y juntos nos hundimos en el Lete. ¡FLOOM! Estaba inmerso en agua negra. Recé a Poseidón para que mi protección siguiera y, mientras nos hundíamos en el fondo, me di cuenta de que seguía seco. Sabía mi propio nombre y seguía teniendo al titán agarrado por el collar de la camiseta. La corriente le habría arrancado de mis manos, pero de alguna manera el río estaba canalizándose a mi alrededor. Con mi último aliento de fuerza, salí del río, agarrando a Jápeto con mi brazo bueno. Nos derrumbamos en la ribera, yo estando perfectamente seco y el titán completamente mojado. Sus ojos de pura plata eran tan grandes como dos lunas. Thalía y Nico estaban de pie delante de mí, asombrados. En la cueva, Ethan Nakamura estaba deshaciéndose del último esqueleto. Se giró y se quedó congelado al ver al titán tumbado con los brazos abiertos en el suelo. — ¿Señor…?—le llamó. Jápeto se incorporó y le miró. Entonces me miró a mí y sonrió. —Hola—dijo—. ¿Quién soy? —Eres mi amigo—me las arreglé—. Eres… Bob. Eso pareció gustarle mucho. — ¡Soy tu amigo Bob! Claramente, Ethan podía decir que las cosas no iban a su favor. Miró a la espada de Hades descansando en el suelo, antes de que pudiera agarrarla, una flecha plateada aterrizó en el suelo a sus pies. —Hoy no, chico—le advirtió Thalía—. Un paso más y te clavaré los pies en las rocas. Ethan corrió, justo hacia el interior de la cueva de Melínoe. Thalía apuntó a su espalda, pero le dije: —No. Déjale marchar. Frunció el ceño y bajó el arco. No estaba seguro de por qué quise salvar a Ethan. Supongo porque habíamos tenido demasiada lucha por un día, y lo sentía por el chico. Estaría ya en bastantes problemas cuando se lo dijera a Cronos. Nico cogió la espada de Hades con respeto. —Lo hicimos. Finalmente lo hicimos. — ¿Lo hicimos? —Preguntó Jápeto—. ¿He sido de ayuda? Apañé una ligera sonrisa. —Sí, Bob. Has estado genial. Tuvimos un viaje exprés hacia el palacio de Hades. Nico se nos adelantó, gracias a algunos fantasmas que convocó, y en unos pocos minutos las tres Furias llegaron a escoltarnos. No estaban demasiado emocionadas de tener que escoltar al titán Bob, pero no me atreví a dejarle atrás, especialmente después de que viera la herida de mi hombro, dijo: —Pupa— y la curó con solo tocarla. De todas formas, cuando llegamos a la sala del trono de Hades, me sentía mucho mejor. El señor de los Muertos se sentaba en su trono de huesos, mirándonos y rascándose su barba negra como si estuviera contemplando la mejor manera de torturarnos. Perséfone se sentaba a su lado, sin decir una palabra, mientras Nico explicaba nuestra aventura. Antes de devolverle la espada, insistí en que Hades jurara que no la usaría contra los dioses. Sus ojos llameaban como si quisieran incinerarme, pero finalmente hizo la promesa a regañadientes. Nico dejó la espada a los pies de su padre e hizo una reverencia, esperando a su reacción. Hades miró a su mujer. —Has desafiado mis órdenes estrictas. No estaba seguro de qué estaban hablando, pero Perséfone no reaccionó, bajo la mirada severa de su marido. Hades se giró hacia Nico. Su mirada se relajó un poco, como una roca blanda comparada con el acero. —No hablarás a nadie de esto. —Sí, señor—coincidió Nico. El dios me miró.

—Y si tus amigos no se sujetan las lenguas, se las cortaré. —De nada—dije. Hades miró la espada. Sus ojos brillaban de rabia y de algo más, como hambre. Chasqueó los dedos. Las furias volaron hasta su trono. —Devolved la hoja a las forjas—les dijo—. Dádsela a los herreros hasta que esté lista, y entonces devolvédmela. Las furias se fueron por los aires con el arma, y me pregunté de lo que tardaría en arrepentirme de aquél día. Había formas de evitar el juramento y me apostaría un riñón a que estaba dándole vueltas a cómo evitar el nuestro. —Es sabido, señor—dijo Perséfone. —Si fuera sabio—gruñó—, te encerraría en tus cámaras. Si me vuelves a desobedecer alguna vez…—dejó la amenaza en el aire. Entonces chasqueó sus dedos y se desvaneció en la oscuridad. Perséfone estaba incluso más pálida de lo normal. Esperó un momento para alisar su vestido, entonces se giró hacia nosotros. —Lo habéis hecho bien, semidioses—movió la mano y tres rosas rojas aparecieron a nuestros pies—. Aplastadlas y podréis volver al mundo de los vivos. Tenéis la gratitud de mi señor. —Ya lo veo—murmuró Thalía. —Hacer la espada fue idea tuya—me di cuenta—. Eso es porqué Hades no estaba aquí para darnos la misión. Hades no había que la espada había desaparecido. Ni siquiera sabía que existía. —Mentira—dijo la diosa. Nico cerró los puños. —Percy tiene razón. Querías que Hades hiciera la espada. Él te dijo que no. Sabía que era demasiado peligroso. Los otros dioses nunca se fiarían de él. Eso rompería el equilibrio de poder. —Entonces la robaron—dijo Thalía—. Tú cerraste el Inframundo, no Hades. No le podías decir lo que había pasado. Y nos necesitabas para recuperar la espada antes de que Hades se enterara. Nos has usado. Perséfone apretó los labios. —Lo importante es que Hades ha aceptado la espada. La acabará, y mi marido será igual de poderoso que Zeus y Poseidón. Nuestro reino será protegido contra Cronos… o cualquier otro que pueda amenazarnos. —Y somos los responsables—dije, tristemente. —Habéis sido de gran ayuda—coincidió Perséfone—. Quizás una recompensa por vuestro silencio… —Será mejor que nos vayamos—dije—, antes de que te tenga que arrastrar hasta el Lete y lanzarte en él. Bob me ayudaría, ¿no es cierto, Bob? — ¡Bob te ayudará! —coincidió, alegremente Jápeto. Los ojos de Perséfone se abrieron, y desapareció en una flor de margaritas. Nico, Thalía y yo nos dijimos adiós en un balcón desde el que se veían todo los Campos de Asfódelo. El titán Bob estaba sentado en el interior, construyendo una casa de juguete con unos huesos y riéndose cada vez que se derrumbaba. —Le vigilaré—dijo Nico—. De momento es inofensivo. Quizá… no sé. Quizá pueda entrenarle para que haga algo bueno. — ¿Estás seguro de querer quedarte aquí? —pregunté—. Perséfone te hará la vida imposible. —Tengo que hacerlo—insistió—. Tengo que acercarme a mi padre. Necesita un buen consejero. No pude discutírselo. —Bueno, si necesitas cualquier cosa… —Te llamaré—me prometió. Nos dio la mano a Thalía y a mí. Me giré para marcharme, pero le miré una última vez. —Percy, ¿has pensado en nuestra oferta? Un escalofrío me recorrió la espalda. —Sigo pensando en ella. Nico asintió. —Bueno, cuando estés listo… Después de que se hubo ido, Thalía me preguntó: — ¿Qué oferta? —Algo que me dijo el último verano—dije—. Una posible forma de combatir a Cronos. Es peligroso. Y ya he tenido bastante peligro por hoy. Thalía asintió. —En ese caso, ¿te vienes a cenar? No pude evitar sonreír. —Después de todo lo que hemos pasado, ¿estás hambrienta? —Eh—dijo—, incluso los inmortales tenemos que comer. Estoy pensando en comer unas hamburguesas en el McHale’s. Y juntos, aplastamos las rosas que nos devolvieron al mundo exterior.

Percy Jackson y la cantante de Apolo Se lo que vas a preguntar. “Percy Jackson, ¿por qué estás colgando de una cartelera del Time Square, sin pantalones y a punto de caer hacia tu muerte?” Buena pregunta. Pueden culpar a Apolo, dios de la música, la arquería y poesía - también el dios de hacerme realizar estúpidas misiones. Este desastre en particular empezó cuando compré para mi amigo Grover algunas latas de aluminio por su cumpleaños. Quizá debería mencionarlo...soy un semidiós. Mi padre, Poseidón, es el dios del mar, lo cual suena bien, supongo, pero principalmente significa que mi vida está llena de ataques de monstruos y molestos dioses griegos que tienden a aparecer en el metro o a mitad de la clase de matemáticas o cuando estoy tomando una ducha (larga historia, no pregunten). Pensé que tal vez, tendría un día de descanso de la locura por el cumpleaños de Grover, pero por supuesto, me equivocaba. Grover y su novia, Enebro, pasaron el día en el Prospect Park en Brooklyn, haciendo cosas como bailar con las ninfas de los árboles locales y cantarle a las ardillas. Grover es un sátiro. Esa es su idea de diversión. Enebro parecía especialmente estar pasando un buen momento. Mientras Grover y yo nos sentamos juntos en la banca, ella retozaba en prado con los otros espíritus de la naturaleza, sus ojos teñidos de clorofila brillando en la luz del sol. Desde que ella era una dríada, la fuente de vida de Enebro estaba atada a un arbusto de enebro en Long Island, pero Grover me explicó que podía hacer viajes cortos fuera de casa mientras que mantuviera un puñado de bayas de enebro fresco en los bolsillos. No quise preguntar qué pasaría si las bayas fueran aplastadas accidentalmente. De todos modos, pasamos el rato durante un tiempo, hablando y disfrutando del buen clima. Le di a Grover sus latas de aluminio, lo cual podría sonar como un regalo poco convincente, pero ese es su bocadillo favorito. Él felizmente comía de sus latas mientras las ninfas empezaron a discutir que juegos de fiesta deberíamos jugar. Grover sacó una venda para los ojos de sus bolsillos y sugirió “Ponle la cola al humano” lo que me hizo ponerme un poco nervioso ya que...yo era el único humano. Después sin advertencia, la luz del sol iluminó. El aire se volvió incómodamente caliente. A veinte metros de distancia, la hierba silbaba y una nube de vapor pasó como un rayo, como alguien al abrir una gran máquina de presión en la lavandería. El vapor se aclaró, y parado enfrente de nosotros estaba el dios Apolo. Los dioses pueden lucir como ellos quieran, pero Apolo siempre parecía irse por el look de -Acabo de audicionar para una banda. Hoy se balanceaba con unos pantalones rockeros, camisa blanca y ajustada y unos lentes de sol Ray-Ban Su pelo rubio ondulado brillaba exponencialmente. Cuando él sonrió, las dríades chillaron y rieron. -Oh no...-murmuró Grover -Esto no puede ser bueno-Percy Jackson- dijo Apolo sonriente -...y uhm, tu amigo cabra-Su nombre es Grover- dije -y estamos algo así como fuera de servicio Señor Apolo, es el cumpleaños de Grover-Feliz cumpleaños- dijo Apolo -Estoy muy contento que se estén tomando el día libre. Eso significa que ustedes dos tienen tiempo para ayudarme con un pequeño problema. Naturalmente, el problema no era pequeño. Apolo nos llevó a Grover y a mí lejos de la fiesta, así que pudimos hablar en privado. Enebro no quería dejar que Grover fuera, pero ella no podía discutir con un dios. Grover le prometió que regresaría a salvo. Yo esperaba que fuera una promesa que él pudiera ser capaz de mantener. Cuando llegamos al borde del bosque Apolo nos encaró. -Permítanme presentarles a las chryseae celedonesEl dios chasqueó sus dedos. Más vapor estalló del suelo y tres mujeres doradas aparecieron frente a nosotros, y cuando digo doradas quise decir que eran literalmente de oro. Su piel metálica brillaba. Sus vestidos sin mangas estaban hechos de suficiente tela dorada como para financiar un rescate. Su cabello dorado estaba trenzado y apilado en la parte superior de su cabeza en una especie de peinado de colmena clásica. Eran igualmente hermosas e igualmente aterradoras. Había visto estatuas vivientes -autómatas- muchas veces antes. Hermosas o no, casi siempre trataban de matarme. -Uhh...- di un paso atrás -¿qué habías dicho que eran? Krissy, Kelly Algo? -Chryseae celedones- dijo Apolo -Cantantes de oro, ellas son mi banda de acompañamiento. Miré a Grover preguntando si esto era una especia de broma. Grover no estaba riendo. Tenía la boca abierta de asombro, como si las damas de oro fueran las más grandes y sabrosas latas de aluminio que hubiera visto nunca -yo...yo no pensé que fueran realesApolo sonrió -Bien, ha sido un par de siglos desde que salieron, si lo hicieran muy seguido, tú sabes, la novedad se perdería. Solían vivir en mi templo en Delfos. Hombre, ellas podían sacudir el lugar. Ahora sólo las uso para ocasiones especiales. Grover tenía los ojos llorosos -¿usted las ha dejado salir por mi cumpleaños? Apolo rio. -No tonto, tengo un concierto esta noche en el Monte Olimpo. Todo el mundo va a estar ahí. Las Nueve Musas serán la apertura y yo estaré realizando una mezcla de los viejos favoritos y el nuevo material. Me refiero a que no es como que yo necesite a las celedones. Mi carrera como solista ha sido grandiosa. Pero la gente espera escuchar algunos de mis éxitos clásicos con las chicas: “Daphne in My Mind” “Stairway to Olympus” “Sweet Home Atlantis”. Va a ser impresionante! Traté de no aparentar náuseas. Había escuchado la poesía de Apolo antes, y si su música era incluso la mitad de mala, este concierto iba a hacernos volar más fuerte que Eolo, dios del viento. -Grandioso- dije a medias -¿cuál es el problema?La sonrisa de Apolo se desvaneció -EscuchenSe volvió a sus cantantes de oro y levantó las manos como un director, en el momento justo ellas cantaron en armonía “Laaaaa” Sólo era un coro, pero me llenó de felicidad. De pronto no podía recordar dónde estaba o qué estaba haciendo. Si las cantantes de oro hubieran decidido despedazarme en ese momento, no me habría resistido, siempre y cuando mantuvieran el canto. No me importaba nada, excepto el sonido. -Eso fue...eso fue asombroso-¿Asombroso?-Apolo arrugó la nariz -¡Sólo son tres de ellas! Sus armonías suenan vacías, no puedo presentarme sin el cuarteto completoGrover estaba llorando de alegría -Son tan hermosas! Son perfectas!Me alegraba que Enebro no estuviera al alcance de oídos porque ella era del tipo celosa. Apolo cruzó sus bronceados brazos -Ellas no son perfectas Señor Sátiro, las necesito a las cuatro o el concierto estará arruinado. Desafortunadamente mi cuarta celedón se volvió en mí contra esta mañana. No la puedo encontrar en ningún lugar. Vi a las tres autómatas doradas mirando a Apolo, tranquilamente esperando órdenes. -uhmm... ¿cómo una de sus coristas se pudo volver en su contra?Apolo hizo otro gesto de director y las cantantes suspiraron con una harmonía de tres partes. El sonido era tan lastimero que mi corazón se hundió hasta mi estómago, en ese momento estaba seguro que nunca sería feliz nunca más. Después con la misma rapidez, ese sentimiento desapareció. -Están fuera de la garantía- explicó el dios - Hefesto las hizo para mí en los viejos tiempos y trabajaban bien...hasta el día después de que su garantía de dos mil años expiró. Entonces naturalmente WHAM!! Las cuatro se volvieron locas y salieron corriendo a la gran ciudad. Hizo un gesto en dirección general hacia Manhattan. -Por supuesto, traté de quejarme con Hefesto pero él dijo “Bien ¿tienes mi Paquete Plus de protección?” y yo estoy como “no quiero tu estúpida garantía extendida”. Y el actúa como si fuera mi culpa que mi celedón se rompiera y dice que si hubiera comprado el Paquete Plus podría haber tenido una línea directa de servicio dedicado, pero...-Whoa, whoa, whoa- lo interrumpí, realmente no quería meterme en el medio de una discusión de dios-contra-dios. Había estado ahí muchas veces. -Entonces, si sabes que tu celedón está en la ciudad, por qué no puedes buscarla tú mismo? -No tengo tiempo, tengo que practicar. Tengo que escribir la lista de canciones y hacer una prueba de sonido! además para eso es que están los héroes-Corriendo andantes por los dioses-murmuré

-Exactamente- Apolo extendió sus manos -Asumo que la celedón que falta estará deambulando por el distrito de los teatros buscando un lugar adecuado para audicionar Los celedones tienen los sueños usuales de una actriz joven -ser descubiertos, encabezar el cartel de un musical de Broadway, cosas de ese tipo. La mayoría de las veces puedo mantener sus ambiciones bajo control. Quiero decir, yo no puedo tenerlas eclipsando me, puedo? Pero estoy seguro que sin mí alrededor ella piensa que es la siguiente Katy Perry. Ustedes dos necesitan atraparla antes de que cause algún problema. Y de prisa! El concierto es esta noche y Manhattan es una larga isla-Oh- la voz de Grover se fue volviendo más pequeña -Oh no!..-¿Qué?- exigí -¿qué “Oh no”?- Hace años Grover creó un enlace mágico de empatía entre nosotros (otra larga historia) y podíamos sentir las emociones de uno y otro. No era exactamente como leer la mente, pero podría decir que él estaba aterrado. -Percy- dijo -si la celedón empieza a cantar en público a mitad de la tarde en plena hora pico...-Ella causará un sin fin de estragos- dijo Apolo -ella podría cantar una canción de amor o una canción de cuna o una melodía patriótica de guerra y cualesquiera que sean los mortales que la escuchen...Me estremecí. Un suspiro de las chicas de oro me había sumido en la desesperación, incluso con Apolo controlando su poder. Me imagino a la celedón cantando a reventar en una ciudad llena de gente -poniéndolos a dormir, haciéndolos que se enamoren o incitándolos a pelear. -Ella tiene que ser detenida- acordé -¿pero por qué nosotros? -Me agradas- Apolo sonrió -Has enfrentado a las sirenas antes. Esto no es tan diferente. Solo pon un poco de cera en tus oídos, además tu amigo Grover aquí, es un sátiro. Él tiene una resistencia natural a la música mágica. Además de que él puede tocar la lira-¿qué lira?- pregunté Apolo chasqueó los dedos. De repente Grover estaba sosteniendo el instrumento musical más extraño que hubiera visto. La base estaba ahuecada como el caparazón de una tortuga, lo que me hizo sentir realmente mal por la tortuga. Dos brazos de madera pulida sobresalían a un lado como los cuernos de un toro, con una barra en la parte superior y siete cuerdas que se extendían desde la barra a la base del caparazón. Parecía una combinación de arpa, banjo y tortuga muerta. -Oh!- Grover casi deja caer la lira -No podría, es suya. Sí- dijo Apolo alegremente -esta es mi lira personal, por supuesto, si la dañas te incineraré, pero estoy seguro de que serás muy cuidadoso. ¿Puedes tocar la lira, no? -Uhmm...- Grover arrancó algunas notas que sonaron como un canto fúnebre. -Sigue practicando- dijo Apolo -necesitarán la lira mágica para capturar a la celedón. Percy ha de distraerla mientras tú tocas-Distraerla- repetí Esta misión iba sonando cada vez peor. No veía como un caparazón de tortuga-arpa podría derrotar a un autómata de oro, pero Apolo me dio una palmada en el hombro como si todo estuviera arreglado. -Excelente!- dijo -los veré en el Empire State a la puesta del sol. Traigan a la celedón. De un modo u otro persuadiré a Hefesto para que la repare. Sólo no lleguen tarde! no puedo tener a mi audiencia esperando. Y recuerden, ni un solo rasguño en la liraDespués, el dios del sol y sus coristas desaparecieron en una nube de vapor. -Feliz cumpleaños a mí- gimoteó Grover y arrancó una nota amarga de la lira. Tomamos el metro a Time Square. Pensamos que ese sería un buen lugar para empezar a buscar. Estaba en el medio de la zona de teatros y un lleno de artistas callejeros extraños y aproximadamente de un millón de turistas. Los policías pasaban el rato en las esquinas de las calles, mirando aburridos. En la intersección de Broadway y la Cuarenta y nueve Oeste estaba bloqueado y una tripulación de encargados del transporte y montaje estaba estableciendo algún tipo de escenario. Revendedores de entradas y vendedores ambulantes gritaban unos sobre otros tratando de llamar la atención. La música arremetió de docenas de altavoces, pero no se oía ningún canto mágico. Grover me había dado una bola de la cera caliente para meter en mis oídos cuando fuera necesario. Él siempre tenía algo útil a mano como la goma de mascar, la cual no me dan ganas de usar. Tropezó con el carro de un vendedor de pretzels y se tambaleó hacia atrás, abrazando la lira de Apolo protectoramente. -¿Sabes cómo usar esa cosa?- pregunté -quiero decir ¿qué tipo de magia puede hacer?Los ojos de Grover se agrandaron -!¿no lo sabes?! Apolo construyó las murallas de Troya simplemente tocando la lira. Con la canción correcta se puede crear casi cualquier cosa-¿cómo una jaula para una celedón?- pregunté -uh...sí Él no sonaba muy confiado y yo no estaba seguro de si quería jugar Guitar Hero con un tortuga-banjo divina. Seguro que Grover podría hacer algo de magia con sus flautas de caña. En un buen día podía hacer crecer las plantas y enredar a sus enemigos. En un mal día él sólo podía recordar canciones de Justin Bieber, las cuales no hacían nada excepto darme dolor de cabeza. Traté de pensar en un plan. Deseé que mi novia Annabeth estuviera ahí, ella era más del tipo de las que planean. Desafortunadamente ella estaba fuera en San Francisco visitando a su padre. Grover me agarró del brazo -ahí- seguí su mirada. Al otro lado de la plaza en el exterior los trabajadores se escabullían alrededor, instalando luces en los andamios, configurando micrófonos y conectando altavoces gigantes. Probablemente se estaban preparando para una vista preliminar de algún musical de Broadway o algo. Luego, la vi -una dama de oro haciéndose camino hacia la plataforma. Trepó sobre las barricadas policiales que acordonaban la intersección, atrapada entre los trabajadores que la ignoraban por completo se dirigió a las escaleras, derecho al escenario. Miró a la multitud en el Time Square y sonrió como si imaginara un aplauso salvaje. Luego se dirigió hacia el micrófono central. -Oh dioses!- chilló Grover -si ese sistema de sonido está encendido...Metí la cera en mis oídos mientras corríamos al escenario. Pelear con autómatas ya es bastante malo. Pelear con autómatas en una multitud de mortales es receta para el desastre. No quería preocuparme por la seguridad de los mortales y la mía y encontrar la manera de capturar a la celedón. Necesitaba una forma de evacuar el Time Square sin provocar una estampida. A medida que nos abríamos paso a través de la multitud, agarré al policía más cercano por el hombro -Hey!- le dije -viene la comitiva presidencial, será mejor que ustedes chicos, despejen las callesseñalé hacia la Séptima Avenida, por supuesto eso no era ninguna comitiva pero hice mi mejor esfuerzo para imaginar una. Verás, los semidioses en realidad pueden controlar la niebla. Pueden hacer que la gente vea lo que ellos quieren que vean. Yo no era muy bueno en esto, pero valía la pena intentarlo. Las visitas presidenciales son bastantes comunes con las Naciones Unidas en la ciudad y todo, así que me imaginé que se lo creería. Aparentemente lo hizo, miró hacia mi línea imaginaria de limusinas e hizo una mueca de disgusto, y dijo algo en su radio de doble frecuencia. Con la cera en mis oídos no pude oír qué, pero los otros policías en la plaza empezaron a reunir a la multitud a los lados de la calle. Desafortunadamente la celedón ya había alcanzado el centro del escenario. Aún estábamos a quince metros de distancia cuando ella agarró y micrófono y le dio unos golpecitos. BOOM, BOOM, BOOM, resonó a través de las calles. -Grover!- grité -será mejor que empieces a tocar la liraSi él respondió, yo no lo escuché. Me eché a correr hacia el escenario. Los trabajadores estaban demasiado ocupados discutiendo con los policías como para detenerme. Corrí escaleras arriba, saqué mi bolígrafo del bolsillo y lo destapé. Mi espada, Contracorriente, surgió de la nada, aunque no estaba seguro de que me fuera a ayudar en algo. Apolo no estaría feliz conmigo si decapitaba a su corista. Estaba a seis metro de distancia de la celedón cuando varias cosas pasaron a la vez. La cantante dorada interpretó una nota tan potente que la pude escuchar a través de los tapones de cera. Su voz era desgarradoramente triste, llena de añoranza. Incluso amortiguado por la cera que me dieron ganas de romper a llorar -lo cual fue, lo que miles de personas alrededor del Time Square hicieron. Los autos se detuvieron, los policías y turistas cayeron de rodillas llorando, abrazándose uno a otros consolándose. Entonces me percaté de un sonido diferente -Grover, rasgueando frenéticamente su lira. No pude oírla exactamente, pero pude sentir una sacudida de magia ondeando a través del aire, sacudiendo el escenario bajo mis pies. Gracias a la conexión de empatía, pude captar destellos de imágenes de los pensamientos de Grover. Él estaba cantando sobre muros, tratando de convocar una caja alrededor de la celedón. De alguna manera funcionó, una pared de ladrillo surgió del escenario entre la celedón y yo, derribando el soporte del micrófono e interrumpiendo su canción.

Las malas noticias: En el momento en que me di cuenta de lo que estaba pasando, no pude detener mi impulso. Corrí directamente a la pared, la cual no tenía argamasa así que me caí rápidamente encima de la celedón junto con cerca de un millar de ladrillos. Mis ojos se humedecieron. Sentía la nariz rota. Antes de que pudiera recuperar el sentido de orientación, la celedón luchó por librarse de la pila de ladrillos y me empujó fuera. Levantó los brazos en señal de triunfo, como si todo hubiera sido una maniobra planeada. Ella cantó: “Ta-daaaah”. Su voz no estaba amplificada pero aun así resonó. Los mortales dejaron de llorar y se pusieron de pie vitoreando y aplaudiendo a la celedón. –Grover! –grité, sin estar seguro de si podía escucharme –Toca otra cosa!Tomé mi espada y logré ponerme de pie. Abordé a la dama dorada, pero fue como taclear a un poste de luz. Ella me ignoró y siguió cantando. Mientras luchaba con ella, intentando tirarla, la temperatura en el escenario comenzó a alzarse. Las letras de la celedón estaban en griego antiguo, pero entendí algunas pocas palabras: Apolo, sol, fuego dorado. Era una especie de oda al dios. Su piel de metal se volvió más caliente. Olí a algo quemándose y me di cuenta de que era mi camisa. Tropecé lejos de ella, con mi ropa ardiendo. La cera se había derretido dentro de mis oídos y podía escucharla claramente. Alrededor de todo el Times Square, las personas empezaron a caer por el calor. En las barricadas, Grover tocaba salvajemente la lira, pero estaba demasiado ansioso para concentrarse. Ladrillos al azar caían del cielo. Uno a uno de los altavoces del monitor en el escenario se transformó en un pollo. Un plato de enchiladas apareció a los pies de la celedón. –No es útil! –grité a pesar del dolor que producía el aumento de temperatura –Canta sobre jaulas o mordazas!El aire se sentía como la explosión un horno. Si la celedón seguía esto, el centro de la ciudad ardería en llamas. No podía permitirme jugar limpio por más tiempo. Mientras la celedón comenzaba su siguiente versículo, me lancé hacia ella con la espada. Ella huyó a una velocidad sorprendente. La punta de la espada pasó a una pulgada de su cara. Me las arreglé para dejar que dejara de cantar y ella no se puso feliz con eso. Me miró con coraje, después, se concentró en mi espada. El miedo parpadeaba a través de su metálica cara. La mayoría de los seres mágicos saben lo suficiente como para respetar el bronce celestial, ya que podía vaporizarlos con el mínimo contacto. –Ríndete y no te lastimaré– dije –Nosotros sólo queremos llevarte de regreso con ApoloElla extendió sus brazos. Tenía miedo de que fuera a cantar otra vez, pero en vez de eso la celedón cambió de forma. Sus brazos crecieron en alas doradas con plumas. Su cara se alargó, creciéndole un pico. Su cuerpo se redujo hasta que me encontré observando a un ave metálica rechoncha del tamaño de una codorniz. Antes de que pudiese reaccionar, la celedón se lanzó al aire y voló directamente a la cima del edificio más cercano. Grover se tropezó con el escenario que estaba junto a mí. En todo el Times Square, los mortales que habían caído desmayados por el calor comenzaban a recobrarse. El pavimento seguía vaporoso. La policía comenzó a gritar órdenes, haciendo un serio esfuerzo para despejar el área. Nadie nos ponía atención. Miré la espiral del ave dorada en su camino hacia arriba, hasta que desapareció sobre la cartelera más alta en la Torre Times. Probablemente han visto el edificio en fotografías: el delgado y alto que está lleno con los anuncios brillantes y pantallas gigantes. Para ser completamente honesto, no me sentí nada bien. Tenía cera caliente derritiéndose en mis oídos. Había sido asado al carbón de manera extraña. Mi cara se sentía como si hubiese chocado con un muro de ladrillos… Porque lo había hecho. Tenía el sabor cobrizo de la sangre en mi boca y realmente empezaba a odiar la música. Y a las codornices. Me giré hacia Grover. –Sabías que podía cambiar de forma a un ave?–Uhmm, sí… pero lo olvidé–Genial– empujé el plato de enchiladas que estaba a mis pies -¿Podrías intentar convocar algo que sea más útil la próxima vez?–Perdón– murmuró –Me da hambre cuando me tengo nervios,¿ y ahora qué hacemos?Miré hacia el tope de la Torre Times. –La dama de oro gana el primer round. Es hora del segundo round. Quizá te estarás preguntando por qué no me puse más cera en mis oídos. Por una cosa: no tenía más. Y por otra: la cera derretida de mis oídos lastimaba. Y tal vez una parte de mí pensaba: Hey, soy un semidiós!. Esta vez estaba preparado. Puedo enfrentarme a la música, literalmente. Grover me aseguró que había descubierto cómo usar la lira. No más enchiladas o ladrillos cayendo del cielo. Sólo tenía que encontrar a la celedón, tomarla por sorpresa, distraerla con… bien, no había descubierto esa parte todavía. Tomamos el elevador hacia el piso más alto y encontramos las escaleras al techo. Deseaba que hubiese podido volar, pero ese no era uno de mis poderes y mi amigo el Pegaso Blackjack no había estado respondiendo a mis llamadas por ayuda últimamente (él se volvía un poco distraído en primavera cuando buscaba el cielo por alguna linda Pegaso). Una vez que llegamos al techo, la celedón fue fácil de encontrar. Ella estaba en su forma humana, parada en el borde del edificio con sus brazos extendidos, dándole una serenata a Time Square con su propia interpretación de “New York, New York”. Realmente odio esa canción. Actualmente no conozco a nadie que sea realmente de Nueva York y que no odie esa canción, pero oírla cantada por ella, me hacía odiarla aún más. De cualquier modo, ella estaba de espaldas hacia nosotros, así que teníamos una ventaja. Estuve tentado de escabullirme sigilosamente detrás de ella y empujarla, pero ella era tan fuerte que yo no habría sido capaz de moverla antes. Además, ella probablemente se transformaría en un ave y… Hum… Un ave. Una idea se formó en mi mente. Sí, algunas veces tengo ideas. –Grover– dije – ¿Puedes usar la lira para convocar una jaula de pájaros? Como una realmente fuerte, hecha de bronce celestial?Él frunció sus labios. –Supongo, pero las aves no deberían estar atrapadas, Percy. Deberían ser libres! Deberían volar y…– miró a la celedón –Oh, te refieres a…–Sí. –Lo intentaré–Bien– dije –Solamente espera mi señal ¿Tienes todavía la venda para los ojos de “Ponle la cola al humano”?Él me entregó el trozo de tela. Reduje mi espada a su tamaño de bolígrafo y la deslicé dentro de uno de mis bolsillos. Necesitaba ambas de mis manos libres para esto. Me deslicé hacia la celedón, quien estaba entonando su coro final. Aunque ella estuviera mirando hacia el otro lado, su música me llenó con la urgencia de bailar (lo que, créanme, nunca querrán ver). Me esforcé para seguir andando, pero luchar contra su magia era como abrirme camino entre una fila de cortinas pesadas. Mi plan era simple: Amordazar a la celedón. Ella se transformaría de nuevo en un ave y trataría de escapar. La atraparía y la metería en la jaula para aves. ¿Qué podría salir mal? En la última línea de “Nueva York, Nueva York”, salté sobre su espalda, rodeando con mis piernas su cintura y tirando de la venda sobre su boca como la brida de un caballo. Su gran final fue cortado con un “¡Nueva Yor…urffff!”. –Grover ¡ahora!– grité La celedón dio un trompicón hacia el frente. Tenía una vista vertiginosa del caos abajo en el Times Square. Policías intentando dispersar la multitud, líneas de turistas haciendo rutinas improvisadas de patada alta, como en Radio City Rockettes. Los anuncios electrónicos, debajo de la Torre Times se veían como un tobogán empinado y psicodélico, con nada más que pavimento en el fondo. La celedón se tambaleó hacia atrás, agitándose y mascullando a través de la mordaza. Grover tocó desesperadamente su lira. Las cuerdas enviaron poderosas vibraciones mágicas a través del aire, pero la voz de Grover tembló con incertidumbre. –Hum, pájaros!- ululó –¡La, la, la! ¡Aves en jaulas! ¡Jaulas muy fuertes! ¡Aves!Él no iba a ganar ningún Grammy con esas canciones y yo estaba perdiendo el agarre. La celedón era fuerte. He montado un Minotauro antes, y la dama dorada era al menos tan difícil de montar como él. La celedón se movió alrededor, intentando tirarme. Ella aferró sus manos sobre mis antebrazos y los apretó. El dolor llegó a mis hombros. Yo Grité – ¡Grover apúrate!– pero con los dientes apretados, las palabras salieron más como un “Grr–Huh” – ¡Aves en jaulas!- Grover raspó otra cuerda -La, la, la, ¡jaulas!-

Sorprendentemente, una jaula brillo hasta aparecer al borde del techo. Yo estaba muy ocupado siendo lanzado como para tener una buena vista, pero Grover parecía estar haciendo un buen trabajo. La jaula era justamente larga como para un perico o una codorniz gigante y las barras relucían débilmente… bronce celestial. Ahora, si tan sólo pudiera hacer que la celedón se convirtiera en ave… Desafortunadamente, no estaba cooperando. Se giraba con fuerza, rompiendo mi agarre y tirándome a un lado del edificio. Traté de no entrar en pánico. Tristemente, esta no era la primera vez que era lanzado de un rascacielos. Me gustaría decirles que hice algunos movimientos acrobáticos, que me agarré de la punta de una cartelera y que salté que regresé al techo dando un perfecto triple salto mortal. Nop. Sólo reboté con la primera pantalla gigante, una puntal de metal de alguna manera me atrapó del cinturón y detuvo mi caer. También me hizo el mejor calzón chino de toda la historia. Después, como si eso no fuera lo suficientemente malo, el impuso me mandó hacia arriba y mis pantalones se separaron de mí. Caí en picada y quedé colgado de cabeza frente de Times Square, agarrándome salvajemente de todo lo que fuera necesario para ralentizar el descenso. Afortunadamente, arriba del anuncio había un peldaño, quizá estaba debido al mantenimiento peligroso que hacen los obreros, para que ellos puedan colgar sus arneses. Me las arreglé para atraparlo y dar la vuelta al lado correcto para poder tomar el peldaño y subir. Mis brazos estaban a punto de ser arrancados, pero de alguna manera, sostuve mi agarre. Y así es como terminé colgado sin pantalones de una cartelera de Time Square. Para responder a su siguiente pregunta: Son bóxers. Bóxers azul claro. No caritas sonrientes. No corazones. Ríanse todo lo que quieran, pero son más cómodos que los calzoncillos. La celedón me sonrió en el borde del techo, como a seis metros por encima de mí. Justo debajo de ella, mis pantalones colgaban del palo metálico, moviéndose entre el viento como si estuvieran diciendo adiós. No podía ver a Grover. Su música se había detenido. Mi agarre se estaba debilitando. El pavimento estaba a quizá setecientos pies por debajo, lo que me haría dar un largo grito mientras caía hacia mi muerte. El resplandor de la pantalla gigante estaba cocinando lentamente mi estómago. Mientras estaba colgado ahí, la celedón empezó a entonar una serenata sólo para mí. Ella cantó acerca de dejarlo ir, dejar pasar mis problemas, descansar en las orillas de un río. No recuerdo las letras exactas, pero ustedes entienden. Todo lo que podía hacer era sostenerme. No me quería caer, pero la música de la celedón se apoderó de mí, desmoronando mi determinación. Me hizo imaginarme a mí mismo flotando hacia abajo suave y de forma segura. Aterrizaría en las orillas del tranquilo río donde podría tener un picnic relajante con mi novia. Annabeth. Recordé la vez que había salvado a Annabeth de las sirenas en el Mar de los Monstruos. La había sujetado mientras ella lloraba y forcejeaba, intentando nadar hacia su muerte porque ella pensó que ella alcanzaría una hermosa tierra prometida. Ahora me imaginé que ella me sostenía a mí. Podía oírla decir: “¡Es un truco, Sesos de Alga! Tienes que engañarla de vuelta o morirás. Y si mueres, ¡nunca te lo perdonaré! Eso rompió el hechizo de la celedón. La furia de Annabeth era más escalofriante que la mayoría de la de los monstruos, pero no le digan que dije eso. Miré hacia mis jeans, colgando sin uso allá arriba, mi espada estaba en forma de pluma en mi bolsillo, lo que no me hacía bien. Grover había empezado a cantar acerca de aves otra vez, pero no estaba ayudando. Aparentemente la celedón sólo se transformaba en un ave cuando ella se sobresaltaba. Esperen… Por la desesperación, formé el Plan Estúpido Versión 2.0. –Hey!– la llamé – ¡Eres realmente asombrosa, Señorita Celedón! Antes de morir… ¿Podría tener tu autógrafo?La celedón paró a media canción. Parecía sorprendida, y luego sonrió con placer. –Grover!- lo llamé – ¡Ven para acá!La música de la lira se detuvo. La cabeza de Grover se asomó desde la borda. –Oh, Percy… Lo… Lo siento…–Está bien– fingí una sonrisa y utilicé el enlace de empatía para decirle cómo realmente me sentía. No podía mandar pensamientos completos, pero intenté dar a entender puntos generales: él necesitaba estar listo. Él necesita ser rápido. Esperé que fuera una buena pista. – ¿Tienes una pluma y un papel?– le pregunté –Quiero tener el autógrafo de esta señorita antes de morirGrover parpadeó. –Uh…sí, digo, no. Pero… ¿que no hay una pluma en el bolsillo de tus pantalones? El mejor. Sátiro. De la historia. Él entendió completamente en plan. -Tienes razón- Miré arriba hacia la celedón implorando. – ¿Por favor? ¿Un último deseo? ¿Podrías buscar la pluma de mis pantalones y firmarlos? Después puedo morir felizLas estatuas doradas no se pueden ruborizar, pero la celedón se veía sumamente halagada. Ella bajó, tomó mis pantalones y sacó la pluma. Contuve el aliento. Nunca había visto a Contracorriente en las manos de un monstruo antes. Si algo iba mal, si ella se daba cuenta que era un truco, ella podría matar a Grover. Las espadas de bronce celestial funcionan bien en sátiros. Ella examinó la pluma como si nunca hubiese usado una antes. –Tienes que abrirla– le dije cuidadosamente. Mis dedos comenzaron a resbalarse. Ella soltó los pantalones en la borde, junto a la jaula. Abrió la pluma y Contracorriente saltó a la vida. Si no hubiera estado a punto de morir, habría sido la cosa más divertida que yo haya visto jamás. ¿Conocen esas latas de broma con caramelos dentro y con el juguete de la serpiente enrollada? Fue como ver a alguien abrir uno de esos, excepto que sin el juguete de la serpiente, sino una espada de tres pies de largo. La espada de bronce celestial tomó su máxima longitud y la celedón la lanzó y saltó hacia atrás con un grito no muy musical. Se convirtió en un pájaro. Pero Grover estaba listo. Él soltó la lira de Apolo y atrapó a la gorda y dorada codorniz con ambas manos. Grover la metió en la caja y azotó la puertilla. La celedón enloqueció, graznando y aleteando, pero no tuvo espacio para volver a la forma humana y quedo en forma de ave -gracias a los dioses– parecía no tener magia en su voz. – ¡Buen trabajo!– le dije a Grover. Él parecía enfermo. –Creo que he rayado la lira de Apolo. Y acabo de enjaular un ave. Este es el peor cumpleaños de la historia–Por cierto– le recordé –Estoy a punto de caer hacia mi muerte aquí– ¡Ah!– Grover tomó la lira y tocó una cancioncilla rápida. Ahora que él no estaba en peligro y que el monstruo estaba enjaulado, él parecía no tener problemas con la lira mágica. Típico. Él invocó una cuerda y la lanzó hacia mí. De alguna forma él pudo subirme al techo, donde caí rendido. Debajo de nosotros, el Times Square estaba todavía sumido en un completo caos. Los turistas deambulaban aturdidos. Los policías estaban rompiendo la última rutina de baile de patada alta. Unos pocos carros estaban en llamas y el escenario exterior había sido reducido a una pila de astillas, ladrillos y equipo de sonido roto.

Cruzando el Río Hudson el sol se estaba poniendo. Todo lo que quería hacer era echarme ahí en el techo y disfrutar el sentimiento de no estar muerto. Pero nuestro trabajo aún no había terminado. –Tenemos que llevarle la celedón a Apolo– dije –Sí– Grover asintió –Pero, eh… ¿No sería mejor si primero te pones tus pantalones?Apolo nos estaba esperando en la recepción del Empire State. Sus tres cantantes doradas iban nerviosamente a su ritmo. Cuando nos vio, él brilló –literalmente- Un aura brillante apareció alrededor de su cabeza. – ¡Excelente!– Tomó la caja de pájaros –Se la daré a Hefesto para que la arregle, y esta vez no aceptaré excusas acerca de garantías expiradas. ¡Mi show empieza en media hora!–De nada– dije. Apolo aceptó la lira de Grover. La expresión del Dios se tornó un poco peligrosamente tormentosa. –La rayasteGrover lloriqueó –Señor Apolo…–Era la única manera para poder atrapar a la celedón– intercedí –Además, desaparecerá. Dásela a Hefesto ¿Te lo debe, no?Por un momento, creí que Apolo nos convertiría en cenizas a ambos, pero finalmente gruñó. –Supongo que tienes razón ¡Buen trabajo a ustedes dos! Como regalo ¡están invitados a ver mi concierto en el Olimpo!Grover y yo nos miramos el uno al otro. Insultar a un dios era peligroso, pero la última cosa que quería hacer era escuchar música. –No somos dignos– mentí -Nos encantaría poder ir, pero tú sabes, probablemente explotaríamos algo si escuchamos tú música de dios a máximo volumenApolo asintió pensativo. –Tienen la razón. Distraerían mi interpretación si explotan. Qué considerados son– él sonrió –Bien, me voy ¡Feliz cumpleaños, Percy!–Es el cumpleaños de Grover– corregí, pero Apolo y sus cantantes ya habían desaparecido en un haz de luz dorada. –Demasiado para un día libre– dije volviéndome hacia Grover. – ¿Regresamos al Prospect Park?- sugirió él –Enebro debe de estar preocupada a muerte–Sí– acepté -Y tengo mucha hambreGrover asintió entusiásticamente. –Si nos vamos ahora, podemos recoger a Enebro y volver al Campamento Mestizo a tiempo para el canto en coro. ¡Tienen s’mores!Sonreí. –Nada de canto en coro, por favor. Pero iré por los s’mores– ¡Trato!- dijo Grover Le di una palmada en el hombro. –Ven, Hombre G. Tu cumpleaños se pondrá bien después de todo.

GUÍA DE ARMAS

Cuando te enfrentas a enemigos inmortales que necesitan algo más que un palo afilado para salir del peligro. Estas son las armas y gadgets que cualquiera que sea de media sangre necesita para asegurarse de que ven su decimosexto cumpleaños... Nombre: RIPTIDE (ANAKLUSMOS) Propietario: Percy Jackson Orígenes: Forjado por los Cíclopes, templado en el corazón del monte Etna, se enfrió en el río Leteo. Famosos propietarios anteriores incluyen a Hércules mismo. Esta arma ha sido testigo de una acción seria en su tiempo. Características: Parece que tu bolígrafo normal, hasta que se quita la tapa y se convierte en una espada de bronce celestial. Tiene un truco muy útil de volviendo siempre a su dueño, por lo que es imposible perder. Mejor contra: La mayoría de las criaturas inmortales del Inframundo. No tan bueno para: Hydras - que corta a través de los cuellos bien, pero ten cuidado con los otros ocho cabezas que crece después de cada cuello. Nombre: Egida Propietario: Thalía Orígenes: Modelada como el escudo de Zeus, dada a Thalía por Atenea. Características: Hecho de bronce y súper-fuerte, el escudo también tiene la imagen de Medusa moldeado en un costado. La mera visión de esta aterroriza a sus enemigos. Especialmente eficaz cuando se utiliza en batallas enormes con su lanza retráctil. Mejor contra: Cualquier arma inmortal y la mayoría de la gente con los ojos. No tan bueno para: Sin embargo, para encontrar a un enemigo que no ha temblado en su presencia. Bueno, si es lo suficientemente bueno para el rey de los dioses... Nombre: BACKBITER Propietario: Luke Orígenes: Inventado por Luke a sí mismo como la última máquina de matar. Características: mitad acero, mitad bronce celestial, esta espada mortal puede matar a mortales e inmortales. Especialmente peligroso cuando la maneja el mejor espadachín del Campamento Mestizo que ha visto en milenios. Mejor contra: prácticamente cualquier persona que se desee decapitar. No tan bueno para: Defendiendo al usuario cuando se enfrenta Egida - incluso las espadas letales tienen sus límites. Nombre: GORRA DE BÉISBOL DE LOS YANKEES Propietario: Annabeth Chase Orígenes: Un regalo de su madre, Atenea, diosa de la sabiduría. Características: Azul marino, NYC logo Yankees... oh sí, y hace que el portador sea invisible. Ideal para: Hacer rápidas (e invisibles) escapadas. Nombre: ESCUDO DE TYSON Propietario: Percy Jackson Orígenes: Realizado por el medio hermano de Percy, Tyson y tiene todos los extras que sólo un cíclope podría ingeniar, Características: Hábilmente disfrazadas de un reloj de pulsera de aspecto promedio para el ojo no entrenado, pero ponche el botón del cronómetro y estarás al instante armando un escudo de un metro de ancho. Mejor contra: Espadas Celestiales.

LOS DOCE DIOSES DEL OLIMPO MÁS DOS

Dios/Diosa

Patrón del

Símbolo

ZEUS

CIELO

Agila Trueno

HERA

ESPOSOS MATRIMONIO

Vaca León

POSEIDON

MAR TERREMOTOS

Tridente Caballo

DEMETER

AGRICULTURA

Amapola Cebada

HEFESTO

FORJA FUEGO

Yunque

ATENEA

SABIDURIA ARTES UTILES

Búho

AFRODITA

AMOR

Mujer muy hermosa

ARES

GUERRA

Espada

APOLO

MUSICA MEDICINA

Ratón Lira

ARTEMISA

VIRGENES CAZA

Osa

HERMES

MENSAJEROS LADRONES

Caduceo

DIONISIO

VINO FIESTAS

Tigre Uvas

HESTIA

HOGAR ORDEN CORRECTO

Grulla

HADES

MUERTOS INFRAMUNDO

Muerte

GUÍA RÁPIDA DE MITOLOGÍA (TEST) Grover siempre dice que cuanto menos sabes de ellos, menos monstruos te atacarán. Pero seguramente te ayudaría que supieras cuando luchar y con qué te puedes encontrar ahí fuera. ¿Podrías diferenciar el olor rancio de un minotauro al ácido de las empusas? Haz este test y prueba si tu conocimiento es de dioses o mortales. ¿Cuál de estos NO es una característica de un hombre-toro (bueno, minotauros)? a) Uñas con manicura. b) Dos cuernos blancos y negros.

c) Un gran largo hocico. d) Un abundante pelaje marrón.

Que no te engañen los disfraces de animadoras de las empusas. Su piel de verdad es: a) Tan blanca como la tiza. b) Pecosa.

c) Morena por el sol. d) Suave como la de un bebé.

Drakones. ¿Te suenan familiar, eh? Pero son, como, miles de milenios anteriores a los dragones. ¿De qué color son sus ojos? a) Amarillos b) Azules

c) Verdes d) Rosas

¿Cómo qué es de grande el mayor de los monstruos, Tifón? a) Tan alto como el Empire State. b) Tan alto como un estadio de futbol

c) Tan alto como el Big Ben. d) Tan alto como un ciempiés.

¿Quién fue el inventor del laberinto más famoso de la mitología? a) Dédalo b) Ícaro

c) Minos d) Atenea

Si te he de ser sincero, las dracaena no son buenas tipas. Igual que tienen una piel escamosa de color verde, en vez de piernas tienen… a) Montones de serpientes b) Árboles

c) Las patas de una mesa d) Latas

¿Cuántos ojos tienen los cíclopes? a) Uno b) Dos

c) Cuatro d) Dieciséis

En vez de dedos normales como los tuyos o los míos, ¿qué tienen las furias? a) Garras b) Plumas

c) Chinchetas d) Salchichas

Estas son unas de las pocas millones de preguntas sobre mitología que está ahí a nuestra mano, pero si has respondido una mayoría de As, suena como que no necesitas demasiada ayuda nuestra. Felicidades, podrías llegar a ser un buen mestizo después de todo. Si necesitas un poco de munición extra, cinco palabras: sándwiches de mantequilla de cacahuete.

Leo Valdez y la búsqueda de Buford LEO LE ECHÓ LA CULPA AL WINDEX. Debería de haberlo sabido. Ahora todo su proyecto, dos meses de trabajo, podrían literalmente salir volando en sus narices. Daba vueltas, enfadado, por el Bunker 9, maldiciéndose a sí mismo por ser tan estúpido, mientras sus amigos intentaban calmarle. –Ya está–dijo Jason–. Podemos ayudarte. –Dinos qué ha pasado–apremió Piper. Gracias a los dioses que habían respondido a su llamada de angustia tan rápidamente. Leo no podía confiar en nadie más. Tener a sus mejores amigos de su lado le hacía sentirse mejor, aunque no estaba seguro de que pudieran detener el desastre. Jason parecía igual de guay y confiado que siempre, parecía el mismo surfista rubio de ojos azules claros como el cielo de siempre. La cicatriz de su boca y la espada a su lado le daban una apariencia dura, como si pudiera sobrellevar cualquier cosa. Piper estaba a su lado con sus tejanos y su camiseta naranja del campamento. Su largo pelo castaño estaba trenzado por un lado. Su daga Katroptis brillaba en su cinturón. A pesar del momento, sus ojos multicolores brillaban como si intentara reprimir una sonrisa. Ahora que Jason y ella estaban oficialmente juntos, Piper actuaba así a menudo. Leo dio una profunda respiración. –Vale, chicos. Esto es serio. Buford se ha ido. Si no le traemos de vuelta, todo este lugar va a explotar. Los ojos de Piper perdieron parte de su brillo. – ¿Explotar? Eh… vale. Ahora relájate y dinos quién es Buford. Quizá no lo hiciera a propósito, pero Piper tenía aquél poder de los hijos de Afrodita que llamaban “hechizar con palabras” y aquello le hacía difícil de ignorar. Leo sintió sus músculos relajarse. Su mente se aclaró un poco. –Bien–dijo–. Venid aquí. Les llevó a través del suelo del hangar, con cuidado de esquivar algunos proyectos bastante peligrosos. En dos meses en el Campamento Mestizo, Leo se había pasado la mayor parte de su tiempo en el Bunker 9. Después de todo, él había descubierto aquél taller secreto. Ahora era como una segunda casa para él. Pero sabía que sus amigos se seguían sintiendo incómodos allí. No podía culparle. Construido en la falda de un acantilado liso, en lo más profundo del bosque, el bunker tenía parte de depósito de armas, parte de taller mecánico y parte de bunker subterráneo con un poco de Área 51, al estilo alocado que le encantaba. Las hileras de bancos de trabajo se extendían por la oscuridad. Había armarios, armarios de almacenamiento de herramientas, jaulas llenas de equipos de soldaduras y un montón de material de construcción que confeccionaba un laberinto de pasillos tan extenso, que Leo sólo había explorado un diez por ciento del total. Por encima de sus cabezas había un montón de pasarelas y tubos neumáticos para el transporte de los productos además de una iluminación de alta tecnología y un sistema de sonido que Leo estaba aprendiendo a usar. Un gran cartel mágico colgaba en el centro del suelo del taller. Leo había descubierto hacía nada cómo cambiar las letras, como el Jumbotron de Times Square, por lo que ahora el cartel decía: “¡Feliz navidad! ¡Todos los regalos pertenecen a Leo!” Condujo a sus amigos hasta el área central de montaje. Hacía décadas, el amigo metálico de Leo, el dragón de bronce Festus había sido creado allí. Ahora, Leo ensamblaba lentamente su orgullo y joya de la corona: el Argo II. En aquel momento, no era demasiado espectacular. La quilla estaba allí tirada, hecha de bronce celestial, medía dos cientos metros de proa a popa y tenía la forma de un gran arco de flechas. Los tablones más bajos habían estado puestos en su lugar, listos para ser colocados. El mástil de proa con la cabeza del dragón, la antigua cabeza de Festus, estaba cerca, envuelta con cuidado en terciopelo, esperando a ser instalada en su lugar honorífico. La mayor parte del tiempo de Leo, la había gastado en el centro de la nave, en la base del casco, donde se construía un motor que haría correr el buque bélico. Se subió al andamio y se metió en el casco. Jason y Piper le siguieron: – ¿Veis? –dijo Leo. Fijados a la quilla, los aparatos del motor parecían una jungla de gimnasios de alta tecnología hecho con tuberías, pistones, engranajes de bronce, discos mágicos, ventiladores de vapor, cables eléctricos y millones de otras piezas mágicas y mecánicas. Leo se deslizó dentro y señaló a la cámara de combustión. Lo bonito era una esfera de bronce del tamaño de una pelota de baloncesto y su superficie llena de púas de cristal por lo que parecía una estrella brillante mecánica. Unos cables de oro salían de los extremos de los cilindros, conectándose con distintas partes del motor. Cada cilindro estaba lleno de una distinta sustancia mágica y altamente peligrosa. La esfera central tenía un reloj digital que leía 66:21. El panel de mantenimiento estaba abierto. En su interior, el núcleo estaba vacío. –Ese el problema–anunció Leo. Jason se rascó la cabeza. –Eh… ¿a qué estamos mirando? Leo creyó que era bastante obvio, pero Piper también parecía confundida. –Vale–suspiró Leo–, ¿queréis la versión larga o corta? –Corta–dijeron Piper y Jason al unísono. Leo señaló el núcleo vacío. –El sincopador va aquí. Es una válvula giratoria de múltiples accesos para regular los fluidos. ¿Las docenas de tubos de cristal en su exterior? Están llenos de cosas poderosas y peligrosas. El rojo brillante de ahí es fuego de Lemnos de las forjas de mi padre. ¿Eso de ahí tan turbio? Esa agua es del río Estigio. Lo de los tubos le va a dar poder al barco, ¿vale? Como si fuera gasolina radioactiva en un reactor nuclear. Pero la mezcla tiene que estar controlada y el contador está funcionando. Leo toqueteó el reloj digital, que ahora decía 65:15. –Eso significa que sin el sincopador, esas cosas van a mezclarse de golpe en la misma cámara, en sesenta y cinco minutos. Entonces, tendremos una reacción bastante problemática. Jason y Piper le miraban. Leo se preguntó si había estado hablando en inglés. Algunas veces cuando se ponía nervioso cambiaba al español, como hacía su madre en el taller. Pero estaba seguro de que había usado inglés. –Eh…–Piper se aclaró la garganta–. ¿Podrías acortar la versión corta? Leo se dio un golpe con la palma abierta en la frente. –Bien. Una hora. Los fluidos se mezclarán. El bunker explotará. Una milla a la redonda de bosque se convertirá en un cráter humeante. –Oh–dijo Piper en voz baja–. ¿Y no puedes apagarlo y ya está? –Vaya, no había pensado en ello–dijo Leo–. Déjame ver si está el interruptor en algún lug… No, Piper. No se puede apagar así como así. Es una pieza delicada de mecánica. Todo ha sido ensamblado en un orden determinado en un determinado momento. Una vez la cámara de combustión esté encendida, como ahora, no puedes dejar todos estos tubos estén aquí. El motor tiene que ponerse en funcionamiento. El reloj de la cuenta atrás ha comenzado automáticamente y he tenido que instalar el sincopador antes de que el nivel de gasoil se quede en estado crítico. Lo que sería genial si no fuera porque… he perdido el sincopador. Jason se encogió de hombros. –Lo has perdido. ¿No tienes uno de repuesto? ¿No puedes sacar uno de tu cinturón de herramientas? Leo negó con la cabeza. Su cinturón de herramientas mágico producía un montón de cosas geniales. Cualquier herramienta normal: martillos, destornilladores, corta pernos, cualquier cosa, Leo podía sacar de sus bolsillos casi cualquier cosa que pudiera pensar. Pero el cinturón no fabricaba aparatos complejos u objetos mágicos. –El sincopador me llevó una semana para hacerlo–dijo–. Y sí, hice una copia. Siempre la hago. Pero también la he perdido. Estaban ambas en los cajones de Buford. – ¿Quién es Buford? –Preguntó Piper–. ¿Y por qué guardas sincopadores en sus cajones? Leo puso los ojos en blanco. –Buford es una mesa.

–Una mesa–repitió Jason–. Llamada Buford. –Sí, una mesa– Leo se preguntó si sus amigos estaban perdiendo el oído–. Una mesa mágica andante, con la base de caoba y bronce y tres piernas móviles. Le salvé de uno de los armarios de almacenes y le di un uso. Es igual que las mesas que usa mi padre en su taller. Un ayudante increíble que lleva todas las partes importantes de mis máquinas. – ¿Y qué le ha pasado? –preguntó Piper. Leo sintió un nudo en la garganta. La culpa era demasiada. –Yo… descuidé. Le pulí con Windex, y… salió corriendo. Jason parecía estar intentando resolver una ecuación. –Vamos a ver si lo entiendo. Tu mesa ha salido corriendo… porque le has pulido con Windex. –Lo sé, lo sé, soy un idiota–gimió Leo–. Un idiota brillante pero aun así, idiota. Buford odia ser pulido con Windex. Tiene que ser Lemon Pledge con una fórmula extra-hidratante. Yo estaba distraído. Creía que quizá por una vez no lo notara. Entonces me giré un segundo para instalar tubos de combustión, y cuando volví a ver a Buford… Leo señaló hacia las puertas gigantescas del bunker. –Se había ido, dejando una pequeña estela de aceite y tornillos que llevaba. Puede estar en cualquier lugar por ahora, ¡y tiene ambos sincopadores! Piper miró su reloj digital. –Así que… tenemos exactamente una hora para encontrar tu mesa fugitiva, traer de vuelta tu sinco…lo que sea, e instalarlo en el motor o el Argo II explota, destruye el Bunker Nueve y una gran parte del bosque. –Básicamente–dijo Leo. Jason frunció el ceño. –Deberíamos alertar a los demás campistas. Quizá deberíamos evacuarles. – ¡No! –Le interrumpió Leo–. Mira, la explosión no destruirá todo el campamento. Sólo los bosques. Estoy muy seguro de ello. Como un sesenta y cinco por ciento seguro. –Bueno, eso es un alivio–murmuró Piper. –Además–dijo Leo–. No tenemos tiempo y no… podemos decírselo a los demás. Si descubren lo mal que lo está todo… Jason y Piper se miraron el uno al otro. El reloj marcó a 59:00. –Vale–dijo Jason–. Pero tenemos que darnos prisa. Mientras caminaban por los bosques, el sol comenzó a ponerse. El tiempo del campamento estaba controlado por arte de magia, por lo que no hacía frío ni nevaba como en el resto de Long Island, pero aun así leo podía decir que estaban a finales de diciembre. A la sombra de los robles, el aire era frío y húmedo. El suelo cubierto de musgo se aplastaba bajo sus pies. Leo tuvo la tentación de convocar el fuego con su mano. Había mejorado desde que había llegado al campamento, pero sabía que los espíritus de la naturaleza de los bosques no les haría ninguna gracia el fuego. No quería ser gritado por ninguna otra dríade. Era nochebuena. Leo no podía creerse que estuvieran ya en esa época del año. Había estado trabajando tanto tiempo en el Bunker 9, que apenas se había dado cuenta de que las semanas pasaban. En otras situaciones, durante las vacaciones se las habría pasado haciendo el tonto, haciendo travesuras a sus amigos, vistiéndose como Taco Claus (de invención propia), y dejando tacos de carne asada en los calcetines de la gente y sacos de dormir, o dejando caer ponche de huevo encima de las camisetas de sus amigos o cambiando las letras de los villancicos por otras más inapropiadas. Este año, estaba serio y trabajador. Cualquier profesor se habría reído si Leo se hubiera descrito a sí mismo de aquella manera. La cosa era que, a Leo nunca le había importado ningún proyecto de aquella manera. El Argo II tenía que estar listo en junio si querían comenzar su misión a tiempo. Y mientras junio parecía estar muy lejos, Leo sabía que llegarían a tiempo por los pelos para la fecha límite. Sería su obra maestra. Además, él quería que su mascarón de proa fuera instalado. Echaba de menos a su viejo amigo Festus, quién había sido literalmente destrozado y quemado en su última misión. Aunque Festus nunca fuera el mismo, Leo esperaba poder reactivar su cerebro usando los motores del barco. Si Leo pudiera darle una segunda vida a Festus, no se sentiría tan mal. Pero nada de aquello sucedería si la cámara de combustión explotaba. Se acabaría el juego. Sin barco, sin Festus y sin misión. Leo no tendría a nadie a quién culparle sino era sí mismo. Odiaba de verdad el Windex. Jason se arrodilló a la orilla de un arroyo. Señaló unas huellas en el lodo. – ¿Se parecen a las patas de una mesa? –O a las de un mapache. –sugirió Leo. – ¿Sin dedos en los pies? –Jason frunció el ceño. – ¿Piper? –Preguntó Leo–. ¿Qué piensas? Ella suspiró: –Sólo porque sea nativa americana no significa que sepa seguir el rastro de los muebles a través de la maleza–ella puso la voz grave–. Sí. Una mesa de tres piernas pasar por aquí una hora atrás. Eh, que no, que no lo sé. –Tranquila, diva–dijo Leo. Piper era medio Cherokee, medio diosa griega. Algunos días era difícil saber qué lado tenía más sensible. –Probablemente sea una mesa–decidió Jason–. Lo que significa que Buford ha pasado por este arroyo. De repente el agua burbujeó. Una chica con un vestido azul brillante se alzó de la superficie. Tenía el pelo verde y fibroso, los labios azules y la piel pálida, por lo que parecía haber sido víctima de un ahogamiento. Tenía los ojos abiertos con una expresión de alarma. – ¿Podríais hablar más fuerte? –susurró–. ¡Os oirán! Leo parpadeó. Nunca se acababa de acostumbrar a aquello: los espíritus de la naturaleza apareciendo de la nada de los árboles, arroyos y lo que fuera. – ¿Eres una náyade? –preguntó. – ¡Shhh! ¡Nos van a matar! ¡Están a nuestro alrededor! –señaló detrás de ella, hacia los árboles al otro lado del arroyo. Por desgracia, en la dirección en la que Buford parecía haber ido. –Vale–dijo Piper, amablemente, arrodillándose cerca del agua–. Te agradecemos tu advertencia. ¿Cómo te llamas? La náyade parecía querer resistirse, pero la voz de Piper era difícil de ignorar. –Brooke–dijo la chica azul a regañadientes. – ¿El arroyo Brooke? –preguntó Jason. Piper se puso en pie. –De acuerdo, Brooke. Soy Piper. No dejaremos que nadie te haga daño. Dinos quién te da miedo. La cara de la náyade se volvió aún más nerviosa. El agua hervía a su alrededor. –Mis primas locas. No podéis detenerlos. Os van a destrozar. ¡Ninguno de nosotros está a salvo! Ahora iros. ¡Tengo que esconderme! Brooke se fundió con el agua. Piper se quedó parada: – ¿Primas locas? –Frunció el ceño a Jason–. ¿Tenéis alguna idea de lo que estaba hablando? Jason negó con la cabeza. –Quizá debamos bajar la voz. Leo miró el arroyo. Intentaba averiguar qué era lo horrible que podría llegar a destrozar un espíritu de un río. ¿Cómo destrozabas el agua? Fuera lo que fuera, no quería encontrarse con ello. Sin embargo, podía ver las huellas de Buford yendo hacia el lado opuesto del arroyo, pequeñas huellas cuadradas en el lodo, yendo hacia la dirección en la que la náyade les había advertido que no fueran. –Tenemos que seguir las huellas, ¿verdad? –dijo, intentando convencerse a sí mismo–. Me refiero a que… somos héroes y todo eso. Podemos manejar lo que sea, ¿verdad?

Jason sacó su espada, una gladius al estilo romano con la hoja de oro imperial. –Claro, por supuesto. Piper desenfundó su daga. Miró la hoja como si esperara que Katroptis le enseñara alguna visión útil. Algunas veces la daga hacía eso, pero si vio algo importante, no lo comentó. –Primas locas–murmuró ella–. Allá vamos. No intercambiaron más palabras mientras seguían las huellas de las mesas en la profundidad del bosque. Los pájaros callaban, los monstruos no aullaban. Era como si todas las criaturas vivientes de los bosques habían sido lo suficientemente listas como para huir. Finalmente llegaron a un claro del tamaño del aparcamiento de un centro comercial. El cielo por encima de ellos estaba nublado y era gris. La hierba era de un amarillo seco, y el suelo estaba marcado con hoyos y zanjas como si alguien se hubiera vuelto loco y hubiera estado usando maquinarias de construcción. En el centro del claro se alzaba un montón de piedras de diez metros de altura. –Oh–dijo Piper–. Esto no es nada bueno. – ¿Por qué? –preguntó Leo. –Trae mala suerte estar aquí–dijo Jason–. Este es el campo de batalla. Leo frunció el ceño. – ¿Qué batalla? Piper levantó las cejas. – ¿Cómo puedes no saberlo? Los otros campistas hablan de este lugar todo el rato. –He estado un poco atareado–dijo Leo. Intentó no sentirse un poco marginado por ello, pero se había perdido un montón de cosas normales en el campamento: los combates en trirreme, las carreras de carros, coquetear con las chicas… y aquello último había sido lo peor. Leo había tenido una incursión con las chicas más guapas del campamento, ya que Piper era la jefa de la cabaña de Afrodita, y él había estado atareado haciendo el barco. Qué triste. –La Batalla del Laberinto–Piper seguía susurrando, pero le explicó a Leo que las piedras antes las llamaban Puño de Zeus, cuando se parecían a algo, y un gran ejército de monstruos había llegado a invadir el campamento. Los campistas ganaron, obviamente, ya que el campamento seguía allí, pero había sido una batalla muy dura. Varios semidioses habían muerto. El claro estaba considerado maldito. –Genial–murmuró Leo–. Buford ha tenido que irse hacia la parte más peligrosa del bosque, no podía irse, por ejemplo, a la playa o a una hamburguesería. –Hablando de ello…–Jason estudió el suelo–. ¿Cómo vamos a seguirle la pista? No hay ningún rastro por aquí. A pesar de que Leo habría preferido quedarse al cobijo de los árboles, siguió a sus amigos al claro. Buscaron huellas de mesa, pero mientras llegaban al montón de rocas no encontraron nada. Leo se sacó un reloj del cinturón de herramientas y lo puso alrededor de su muñeca. Quedaban apenas cuarenta minutos antes del gran bum. –Si tuviéramos más tiempo–dijo–, haría un aparato de seguimiento, pero… – ¿Tiene Buford una base redonda? –Le interrumpió Piper–. ¿Con pequeños sobresalientes a cada lado? Leo se la quedó mirando. – ¿Cómo lo has sabido? –Porque está ahí mismo–señaló. Pues sí, Buford se paseaba en el lado más alejado del claro, con un vapor saliéndole de los respiraderos. Mientras le observaban, desapareció por entre los árboles. –Ha sido demasiado fácil–Jason comenzó a seguirle, pero Leo le detuvo. El pelo de la nuca de Leo se erizó. No estaba seguro de por qué. Entonces se dio cuenta de que podía oír voces que venían a su izquierda, desde el bosque. – ¡Alguien viene! –y empujó a sus amigos detrás de unos arbustos. Jason susurró: –Leo… – ¡Shhh! Una docena de chicas descalzas se adentraron en el claro. Eran adolescentes vestidas con vestidos que parecían túnicas de seda morada y roja. Su pelo estaba enmarañado con hojas, y la mayoría vestían coronas de laurel. Algunas llevaban unos bastones extraños que parecían antorchas. Las chicas reían y se balanceaban entre ellas, rodando por la hierba y bailando como si estuvieran mareadas. Eran todas guapísimas, pero Leo no tuvo la tentación de ligar con ellas. Piper suspiró: –Son solo ninfas, Leo. Leo le hizo señas rápidas para que se quedara dónde estaba. Le susurró: – ¡Primas locas! Los ojos de Piper se abrieron de par en par. Las ninfas se acercaron y Leo comenzó a darse cuenta de cosas extrañas en ellas. Sus bastones no eran antorchas. Eran ramas entrelazadas, cada una con la punta de una gran piña y algunas estaban entrelazadas con serpientes vivas. Las coronas de laurel de las chicas tampoco eran coronas, sino que su pelo estaba trenzado con pequeñas víboras. Las chicas sonreían y reían y cantaban en griego antiguo mientras tropezaban por el claro. Parecían estar pasando un gran rato, pero sus voces estaban bañadas con un tipo de ferocidad salvaje. Si los leopardos pudieran cantar, Leo creyó que sonarían como aquello. – ¿Están bebidas? –susurró Jason. Leo frunció el ceño. Las chicas actuaban así, pero creyó que había algo más. Se sintió aliviado de que aún no les hubieran visto. Las cosas se complicaron. En los bosques a su derecha, algo rugió. Los árboles crujieron, y un dragón griego irrumpió en el claro, parecía adormecido e irritado, como si el canto de las ninfas le hubiera despertado. Leo había visto un montón de monstruos en los bosques. El campamento los mantenía allí para desafiar a los campistas. Pero aquél era más grande y daba más miedo que los demás. El dragón era del tamaño de un vagón de metro. No tenía alas, pero su boca brillaba y sus dientes eran tan afilados como cuchillas. Unas llamas le salían de las aletas de la nariz. Las escamas plateadas cubrían su cuerpo como una cadena pulida. Cuando el dragón vio a las ninfas, les rugió y lanzó llamas al cielo. Las chicas parecieron no darse cuenta de ello. Seguían haciendo volteretas y riéndose y empujándose juguetonas las unas con las otras. –Tenemos que ayudarles–susurró Piper–. ¡Van a morir! –Espera–dijo Leo. –Leo–dijo Jason–. Somos héroes, no podemos dejar que unas chicas inocentes… – ¡Espera! –insistió Leo. Algo le molestaba sobre aquellas chicas, una historia que recordaba a medias. Como jefe de la cabaña de Hefesto, Leo había hecho su trabajo leyendo sobre objetos mágicos, sólo en caso de que necesitara construirlas algún día. Estaba seguro de que había leído algo sobre bastones de piñas enrollados en serpientes. –Mirad. Finalmente una de las chicas vio al dragón. Su expresión cambió a dulzura, como si acabara de ver a un cachorrito mono. Se tambaleó hacia el monstro y las otras chicas la siguieron, riendo y cantando, lo que pareció confundir al dragón. Probablemente no estaba acostumbrado a unas reacciones tan alegres. Una ninfa de vestido color rojo sangre hizo una voltereta y aterrizo justo delante del dragón. – ¿Eres Dionisio? –preguntó, esperanzada. Parecía una pregunta estúpida. La verdad es que Leo nunca había conocido a Dionisio, pero estaba seguro de que el dios del vino no era un dragón escupe fuegos. El monstruo escupió fuego a los pies de la chica. Ella lo esquivó bailando. El dragón atacó y cogió su brazo con su mandíbula. Leo se estremeció, estando seguro de que el miembro de la chica sería amputado justo delante de sus ojos, pero ella se las arregló para liberarse, junto con unos cuantos dientes rotos de dragón. Su brazo estaba en perfectas condiciones. El dragón emitió un sonido que parecía algo entre un gruñido y un quejido.

– ¡Pillín! –gritó la chica. Ella se giró hacia sus alegres compañeras: – ¡No es Dionisio! ¡Debe unirse a nuestra fiesta! Una docena de ninfas chillaron de placer y rodearon al monstruo. Piper contuvo la respiración. – ¿Por qué están…? Oh, dioses. No. Leo no solía sentirlo por los monstruos, pero lo que pasó a continuación fue verdaderamente aterrador. Las chicas se lanzaron contra el dragón. Su risa alegre se convirtió en unas risotadas crueles. Le atacaron con sus bastones de piñas, con sus uñas que se convirtieron en garras y con sus dientes alargados hasta el tamaño de los colmillos de un lobo. El monstruo escupía fuego y se removía, intentando alejarse, pero las adolescentes eran demasiado para él. Las ninfas atacaron y arañaron hasta que el dragón se deshizo en polvo lentamente, mientras su espíritu volvía al Tártaro. Jason hizo un sonido de atragantado. Leo había visto a su amigo en distintas situaciones, pero nunca había visto a Jason tan pálido como entonces. Piper se cubría los ojos, murmurando: –Dioses, dioses, dioses, dioses. Leo intentó evitar que su propia voz temblara. –He leído sobre esas ninfas. Son seguidoras de Dionisio, no sé cómo se llaman… –Ménades–murmuró Piper–. He oído hablar de ellas. Creía que sólo existían en la antigüedad. Iban a las fiestas de Dionisio. Cuando se emocionaban demasiado… Señaló hacia el claro, no necesitó decir nada más. La náyade Brooke les había advertido. Sus primas locas convertían a sus víctimas en pedazos. –Tenemos que salir de aquí–dijo Jason. – ¡Pero están entre Buford y nosotros! – Susurró Leo–. Y sólo tenemos…–miró su reloj–, treinta minutos para instalar el sincopador. –Quizá pueda llevarnos por los aires hasta Buford–Jason cerró sus ojos. Leo sabía que Jason había controlado el aire antes, uno de las ventajas de ser supermegaguay hijo de Zeus, pero esta vez, no sucedió nada. Jason negó con la cabeza. –No sé… el aire parece estar agitado. Quizá esas ninfas lo estén controlando. Incluso los espíritus del viento parecen querer no acercarse. Leo miró por dónde habían venido. –Tenemos que volver al bosque. Si podemos rodear las ménades… –Chicos–Piper chilló, alarmante. Leo levantó la mirada. No se había dado cuenta de que las ménades se estaban acercando, paseándose por el claro en un absoluto silencio más aterrador que su risa. Bajaron por las rocas, sonriendo ampliamente, con las uñas de las manos y sus dientes de nuevo con su forma original. Las víboras coleaban a través de su pelo. – ¡Hola! –la chica con el vestido rojo-sangre sonrió a Leo–. ¿Es usted Dionisio? Sólo había una respuesta posible a aquello. – ¡Sí! –Gritó Leo–. Por supuesto, soy Dionisio. Se levantó e intentó devolverle la sonrisa a la chica. La ninfa aplaudió, complacida. – ¡Maravilloso! ¡Mi señor Dionisio! ¿De verdad? Jason y Piper se levantaron, con las armas listas pero Leo deseó que no tuvieran que luchar. Había visto lo rápido que se movían las ninfas. Si decidían volverse en el modo caníbal, Leo dudó de si él y sus amigos tuvieran alguna oportunidad. Las ménades rieron, bailaron y se empujaron las unas a las otras. Algunas cayeron de las rocas y aterrizaron en el suelo. No les parecía molestar. Ella simplemente seguían levantándose y dando vueltas. Piper dio un codazo a Leo en las costillas. –Eh… señor Dionisio, ¿qué estás haciendo? –Todo está guay–Leo miró a sus amigos como diciendo “Bueno, la verdad que no” –. Las ménades son mis asistentes. Me encantan. Las ménades corearon y danzaron a su alrededor. Algunas produjeron cálices del aire y comenzaron a beber… lo que fuera que hubiera en su interior. La chica de rojo miró inquieta a Jason y a Piper. –Señor Dionisio, ¿estos dos son sacrificios para nuestra fiesta? ¿Les hacemos pedazos? –No, no–dijo Leo–. Es una gran oferta, pero ya sabéis, quizá debiéramos comenzar por algo más sencillo, como las presentaciones y esas cosas. La chica entrecerró los ojos. –Seguro que se acuerda de mí, señor. Soy Babette. –Ah, claro–dijo Leo–. ¡Babette! Por supuesto. –Y estas son Buffy, Muffy, Bambi, Candy…–Babette nombró un montón más de nombres que parecían mezclarse los unos con los otros. Leo miró a Piper, suponiendo que aquello fuera algún tipo de broma de Afrodita. Las ninfas pegarían bastante en la cabaña de Piper. Pero Piper parecía intentar no gritar. Eso quizá fuera porque había dos ménades toqueteando a Jason. Babette se acercó a Leo. Olía a agujas de pino. Su pelo rizado negro ondeó encima de sus hombros y unas pecas poblaban su nariz. Un puñado de serpientes de coral serpenteaban por su frente. Los espíritus de la naturaleza acostumbraban a tener ese tinte verdoso en su piel por la clorofila, pero aquellas ménades parecían tener Kool-Aid de cereza en vez de sangre. Sus ojos incluso eran sanguinarios. Sus labios eran más rojos de lo normal y su piel estaba llena de vello brillante. –Ha escogido una forma muy interesante, mi señor–Babette inspeccionaba la cara de Leo y su pelo–. Joven. Mono, supongo. Aun así… escuálido y bajito. – ¿Escuálido y bajito? –a Leo se le ocurrieron un par de respuestas posibles–. Bueno, ya sabes. Me decanté por ser mono, más que nada. Las otras ménades rodearon a Leo, sonriendo y asintiendo. Bajo otras circunstancias, ser rodeado de chicas guapas habría sido genial para Leo, pero no entonces. No podía olvidar cómo los dientes y las uñas de las ménades habían destrozado al dragón en pedazos. –Así que, mi señor–Babette recorrió el brazo de Leo con sus dedos–. ¿Dónde ha estado? ¡Le hemos buscado durante tanto tiempo! – ¿Que dónde he estado, dices? –Leo pensó rápidamente. Sabía que Dionisio era el director del Campamento Mestizo antes de que Leo llegara. Entonces el dios había sido llamado al monte Olimpo para ayudar a tratar con los gigantes. ¿Pero dónde iba de fiesta Dionisio por aquél tiempo? Leo no tenía ni idea–. Oh, ya sabes. He estado haciendo… cosas de vino. Sí. Vino rojo, vino blanco y todos los tipos de vino. Me encanta el vino, he estado trabajando mucho… – ¡Trabajo! –la ménade Muffy se encogió, apretando sus manos contra sus orejas. – ¡Trabajo! –Buffy se mordió la lengua como si acabara de decir una palabra terrible. Las otras ménades dejaron caer sus cálices y salieron corriendo, gritando: – ¡Trabajo! ¡Sacrilegio! ¡Matar al trabajo! –algunas comenzaron a sacar las garras. Otras comenzaron a golpearse las cabezas contra las piedras, algo que parecía doler más a las piedras que a las cabezas. – ¡Quiere decir estar de fiesta! –Gritó Piper–. ¡De fiesta! El señor Dionisio ha estado ocupado yendo de fiesta por todo el mundo. Poco a poco, las ménades comenzaron a calmarse. – ¿Fiesta? –preguntó Bambi, cautelosamente. – ¡Fiesta! –Candy suspiró, aliviada. – ¡Sí! –Leo se limpió el sudor de la frente. Le lanzó a Piper una mirada agradecida. –Jaja. De fiesta. Sí. He estado ocupado yendo de fiesta. Babette seguía sonriendo, pero no de forma amistosa. Fijó su mirada en Piper. – ¿Quién es ella, mi señor? ¿Una recluta para las ménades, quizá? –Oh–dijo Leo–. Ella es mi… mi agente para fiestas. – ¡Fiesta! –gritó otra ménade, quizá fuera Trixie. –Vaya lástima–las garras de Babette comenzaron a crecer–. No podemos dejar que los mortales sean testigos de nuestros rituales secretos. – ¡Pero podría ser una recluta! –dijo Piper rápidamente–. ¿Tenéis una página web? ¿Una lista de requisitos? Eh… ¿tendría que estar bebida continuamente? – ¿Bebida? –Gritó Babette–. No seas tonta. Somos ménades menores de edad. No nos hemos graduado en el vino de momento. ¿Qué pensarían nuestros padres?

– ¿Tenéis padres? –Jason se deshizo de las ménades que se fregaban contra él. – ¡No estamos bebidas! –gritó Candy. Dio una vuelta, mareada, y se cayó, dejando caer un líquido blanquecino de su cáliz. Jason se aclaró la garganta. –Entonces… ¿qué estáis bebiendo, chicas, si no es vino? Babette rio. – ¡El brebaje de la temporada! ¡Contemplad el poder del tirso dionisíaco! Clavó su bastón con la punta de piña en el suelo y un géiser blanco comenzó a borbotear. – ¡Ponche de huevo! Las ménades corrieron para rellenar sus cálices. – ¡Feliz navidad! –gritó una. – ¡Fiesta! –dijo otra. – ¡Matemos a todo el mundo! –dijo una tercera. Piper dio un paso atrás. – ¿Estáis borrachas con ponche de huevo? – ¡WIIII! –Buffy eructó ponche de huevo y le dio a Leo una sonrisa espumosa–. ¡Matemos cosas! ¡Con una chispa de nuez moscada! Leo decidió no volver a beber ponche de huevo nunca más. –Pero basta de hablar, mi señor–dijo Babette–. ¡Ha sido travieso, manteniéndose escondido! Te cambiaste el correo electrónico y el teléfono de móvil. Una puede creer que el gran Dionisio estaba intentando evitar a sus ménades… Jason se quitó de encima a otra ménade. –No podría imaginarme por qué el gran Dionisio haría eso. Babette miró de arriba a abajo a Jason. –Este de aquí es un sacrificio, por supuesto. Deberíamos comenzar nuestras fiestas después de hacerle pedazos. La planificadora de fiestas puede probarse a sí misma ayudándonos. –O–dijo Leo–, podríamos comenzar con algunos entrantes. Salchichitas con queso fundido, taquitos, quizá algunos nachos. Y… esperad, ¡ya sé! Necesitaremos una mesa sobre la que ponerlo todo! La sonrisa de Babette desapareció. Las serpientes sisearon alrededor de su tirso. – ¿Una mesa? – ¿Taquitos? –añadió Trixie, esperanzada. – ¡Sí, una mesa! –Leo chasqueó sus dedos y señaló a través del claro–. ¿Sabéis qué? Creo que he visto una yendo hacia allí. ¿Por qué no nos esperáis aquí, bebéis un poco de ponche de huevo o lo que sea, y mis amigos y yo iremos a por la mesa? ¡Volveremos en un segundo! Comenzaron a moverse, pero dos de las ménades les hicieron retroceder. El golpe no parecía divertido. Los ojos de Babette se volvieron aún más rojos. – ¿Por qué está mi señor Dionisio interesado en el mobiliario? ¿Dónde está su leopardo? ¿Y su copa de vino? Leo tragó saliva. –Sí, claro, copa de vino, qué tonto soy–metió la mano en su cinturón de herramientas. Rezó para que sacara una copa de vino para él, aunque no fuera exactamente una herramienta. Agarró algo, lo sacó y se encontró sujetando una llave de cruceta. –Eh, mirad esto–dijo débilmente–. Aquí hay un poco de magia divina, ¿verdad? ¿Qué es una fiesta sin una llave de cruceta? Las ménades se le quedaron mirando. Algunas fruncieron el ceño. Otras bizquearon por el ponche de huevo. Jason dio un paso a un lado. –Eh… Dionisio… quizá debiéramos hablar. Ya sabes, en privado. Ya sabes, sobre cosas de fiesta y tal. – ¡Volveremos en un momento! –Anunció Piper–. Esperadnos aquí, chicas, ¿vale? Su voz sonaba como eléctrica con su capacidad de hechizo, pero las ménades no parecían afectadas. –No, os quedaréis–los ojos de Babette se fijaron en los de Leo–. No actúas como Dionisio. Aquellos que fallan en honrar al dios, aquellos que osan trabajar en vez de ir de fiesta, deben de ser destrozados. Y cualquiera que se atreva a imitar al dios, debe morir aún de forma más dolorosa. – ¡Vino! –Gritó Leo–. ¿He mencionado lo mucho que me gusta el vino? Babette no parecía estar convencida. –Si eres el dios de las fiestas, sabrás el orden de nuestros rituales. ¡Pruébalo! ¡Guíanos! Leo se sintió atrapado. Había estado una vez atrapado en lo alto del Pikes Peak, rodeado de una manada de hombres lobo. En otra ocasión se había quedado atrapado en una fábrica abandonada con una familia de cíclopes malvados. Pero aquello… estar en un claro junto con una docena de chicas guapas, era incluso peor. – ¡Claro! –su voz quebró–. Rituales. Comencemos por el Hokey Pokey… Trixie soltó una risotada. –No, mi señor. El Hokey Pokey va segundo. –Claro–dijo Leo–. Primero es el concurso de limbo, después el Hokey Pokey. Entonces, ponerle la cola al burro… – ¡Mal! –los ojos de Babette se volvieron más rojos. El Kool-Aid se enrojeció bajos sus venas, formando una telaraña de líneas rojas como hiedra bajo su piel–. La última oportunidad, y te daremos una pista. Comenzamos con el cántico bacanaliano. ¿Te acuerdas, verdad? La lengua de Leo se sintió como si fuera de arena. Piper pasó su brazo por encima del hombro de Leo. –Por supuesto que se acuerda. –sus ojos decían: Corre. Los nudillos de Jason estaban rojos con la presión mientras apretaba la empuñadura de su espada. Leo odiaba cantar. Se aclaró la garganta y comenzó a tararear lo primero que se le vino a la cabeza, algo que había oído mientras trabajaba en el Argo II. Después de unas notas, Candy siseó. – ¡Ese no es el cántico bacanaliano! ¡Ese es el tema principal de la película Psicosis! – ¡Matad a los herejes! –gritó Babette. Leo entendía una orden de huida cuando la oía. Uso un truco bastante útil. Rebuscó entre su cinturón de herramientas, sacó un bote de aceite y salpicó en arco delante de él, salpicando a las ménades. No quería herir a nadie, pero se recordó a sí mismo que aquellas chicas no eran humanas. Eran espíritus de la naturaleza a los que les encantaba destrozar cosas. Hizo fuego con sus manos y les lanzó una pared de llamas que engulló a las ninfas. Jason y Piper giraron en redondo y corrieron. Leo iba detrás de ellos. Esperó oír a las ménades gritar, pero en vez de eso, las oyó reírse. Miró hacia atrás y vio a las ménades bailar a través de las llamas con sus pies descalzos. Sus vestidos humeaban, pero no les parecía importar. Caminaron por las llamas como si estuvieran atravesando el chorro de un aspersor. – ¡Gracias, hereje! –Rio Babette–. Nuestro frenesí nos hace ser inmunes al fuego, pero hace cosquillas. Trixie, envía a los herejes un regalo dando las gracias. Trixie se agachó junto a un montón de pedruscos. Cogió una roca del tamaño de una nevera y la levantó por encima de su cabeza. – ¡CORRED! –gritó Piper. – ¡ESTAMOS CORRIENDO! –gritó Jason. –¡CORRED MÁS AÚN! –gritó Leo. Llegaron al final del claro cuando una sombra pasó por encima de sus cabezas. – ¡A LA IZQUIERDA! –gritó Leo. Se metieron en los árboles justo cuando el pedrusco pasó rozando a Leo y se estalló contra lo que convirtió en un montón de astillas y hojas. Se deslizaron por un barranco hasta que Leo perdió su equilibrio. Se estrelló contra Jason y Piper y acabaron rodando cuesta abajo como una gran bola de nieve de semidioses. Se estrellaron contra el riachuelo de Brooke, se ayudaron los unos a los otros a levantarse y se tambalearon hacia el bosque de nuevo. Detrás de ellos, Leo escuchó a las ménades reírse y gritar, llamando a Leo para que volviera y le pudieran hacer pedazos. Por alguna razón, Leo no tuvo la tentación de hacerlo.

Jason les empujó detrás de un gran roble macizo, donde aguardaron sin aliento. El codo de Piper estaba tan arañado que tenía muy mal aspecto. La pierna izquierda del pantalón de Jason estaba casi rajada del todo, por lo que parecía que su pierna vistiera una capa tejana. De alguna manera, habían conseguido bajar de la colina sin matarse a sí mismos con sus propias armas, lo que era un milagro. – ¿Cómo las combatimos? –Pidió Jason–. Son inmunes al fuego, son súper-fuertes. –No las podemos matar–dijo Piper. –Tiene que haber alguna manera–dijo Leo. –No, no podemos matarlas. –Dijo Piper–. Aquél que mata a una ménade es maldecido por Dionisio. ¿No habéis leído los antiguos mitos? Todos aquellos que matan a sus seguidoras, enloquecen o son transformados en animales o… bueno, algo malo les pasa. – ¿Peor que dejar que las ménades mismas nos hagan pedacitos? –preguntó Jason. Piper no respondió. Su rostro estaba tan sudado que Leo decidió no pedir más detalles. –Esto es genial–dijo Jason–. Así que tenemos que detenerlas sin que matarlas. ¿Alguien tiene un pedazo gigantesco de papel atrapa-polillas? –Nos superan en número cuatro a uno–dijo Piper–. Además…–agarró la muñeca de Leo y le miró el reloj–. Tenemos veinte minutos hasta que el Búnker Nueve explote. –Es imposible–resumió Jason. –Estamos muertos–coincidió Piper. Pero la mente de Leo le daba vueltas a toda velocidad. Sacaba lo mejor de sí en situaciones límite. Detener a las ménades sin matarlas… Búnker 9…. Papel atrapa-polillas… Una idea le vino de golpe como uno de sus artilugios locos, todos los engranajes y los pistones encajando juntos. –Lo tengo–dijo–. Jason, tendrás que encontrar a Buford. Sabes por dónde ha ido. Rodea el claro y encuéntrale, entonces tráelo al búnker, ¡rápido! Una vez estés lejos de las ménades, quizá puedas controlar el aire. Entonces podrás volar. Jason frunció el ceño. – ¿Y vosotros dos? –Vamos a llevar a las ménades fuera de tu camino–dijo Leo–, directas al búnker 9. Piper tosió. –Perdón, ¿pero el búnker nueve no está a punto de explotar? –Sí, pero si podemos meter a las ménades dentro, puedo hallar la forma de encargarme de ellas. Jason parecía escéptico. –Aunque pudieras, aún tengo que encontrar a Buford y traer de vuelta al sincopador en menos de veinte minutos o tú, Piper y una docena de ninfas locas saldréis volando por los aires. –Confía en mí–dijo Leo–. Ah, y ahora son diecinueve minutos. –Me encanta este plan–Piper se inclinó y besó a Jason–. En caso de que explote. Date prisa, por favor. Jason ni siquiera respondió. Salió corriendo a los bosques. –Vamos–le dijo Leo a Piper–. Invitemos a las ménades a mi Kelly. Leo había jugado en los bosques previamente, en gran parte a capturar la bandera, pero aun así, la versión del Campamento Mestizo en pleno combate no era ni de lejos tan peligroso como correr de unas ménades. Piper y él volvieron sobre sus pasos bajo la tenue luz del sol. Podían ver su aliento con el frío. De vez en cuando, Leo gritaba: – ¡LA FIESTA POR AQUÍ! –para que las ménades supieran dónde estaban. Fue difícil, porque Leo tuvo que mantenerse lo suficientemente lejos como para evitar ser capturado, pero lo bastante cerca como para que no perdieran el rastro. De vez en cuando, oían gritos asustados mientras las ménades se encargaban de algún monstruo o dríade desafortunados que se cruzaran en su camino. En una ocasión un grito que heló la sangre rasgó el silencio del bosque, seguido por el sonido como de un ejército de ardillas salvajes destrozando un árbol. Leo estaba tan asustado que a duras penas podía hacer que sus pies siguieran moviéndose. Se imaginó que alguna pobre dríade había quedado reducida a pedazos. Leo sabía que los espíritus de la naturaleza se reencarnaba, pero aun así, aquél grito fue una de las peores cosas que escuchó en su vida. – ¡Herejes! –Gritaba Babette a través de los árboles–. ¡Venid y celebradlo con nosotros! Sonaba mucho más cerca. Los instintos de Leo le decían que siguiera corriendo. Olvídate del búnker 9. Tal vez él y Piper pudieran salir de la zona de la explosión. Y entonces qué… ¿dejar que Jason muriera? ¿Dejar que las ménades explotaran para que Leo sufriera la maldición de Dionisio? Leo no tenía ni idea. ¿Qué pasaba si las ménades sobrevivían y seguían buscando a Dionisio? Tarde o temprano llegarían al campamento y se encontrarían con los campistas… No, aquello no era una opción. Leo tenía que salvar a sus amigos. Aún podía salvar al Argo II. – ¡Por aquí! –gritó–. ¡Fiesta en mi casa! Agarró la muñeca de Piper y corrió hacia el búnker. Podía oír a las ménades acercarse: pies descalzos sobre la hierba, ramas rotas, cálices de ponche de huevo chocando contra rocas. –Casi hemos llegado–Piper señaló hacia los árboles. A unos cientos de metros se alzaba el acantilado de piedra lisa que marcaba la entrada del búnker 9. El corazón de Leo parecía una cámara de combustión en situación crítica, pero llegaron al acantilado. Colocó su mano contra la superficie del acantilado y unas líneas ardientes recorrieron la piedra, haciendo lentamente la forma de una gigantesca puerta. –Vamos, vamos, vamos–instó Leo. Cometió el error de mirar atrás. A un tiro de piedra, la primera ménade apareció de entre el bosque. Sus ojos eran puro rojo. Sonreía con una boca llena de colmillos, entonces golpeó sus garras contra el tronco del árbol más cercano y éste se partió por la mitad. Unos tornados de hojas la rodearon como si incluso el aire hubiera enloquecido. – ¡Vamos, semidiós! –le llamó–. ¡Únete a mí en la fiesta! Leo sabía que era una locura, pero sus palabras resonaron en sus orejas. Parte de él quería correr hacia ella. “Eh, chico”, se dijo a sí mismo, “regla de oro para los semidioses: no bailarás el Hokey Pokey con psicópatas”. Sin embargo, dio un paso hacia la ménade. –Para, Leo–el hechizo de la voz de Piper le salvó, congelándole en su sitio–. Es la locura de Dionisio que te está afectando. No quieres morir. Respiró entrecortadamente. –Sí. Se están volviendo poderosas. Tenemos que darnos prisa. Finalmente las puertas del búnker se abrieron. La ménade gruñó. Sus amigas emergieron de los árboles y, juntas, atacaron. – ¡Daos la vuelta! – Piper les llamó con su voz más persuasiva–. ¡Estamos a unos cincuenta metros detrás de vosotras! Era una sugerencia ridícula, pero el hechizo de su voz funcionó. Las ménades se giraron y corrieron por dónde habían venido, entonces frenaron, confusas. Leo y Piper entraron en el búnker corriendo. – ¿Cerramos la puerta? –preguntó Piper. –No–dijo Leo–. Las queremos dentro. – ¿Ah, sí? ¿Cuál es el plan? – ¿Plan? –Leo intentó apartar la confusión de su cerebro. Tenían treinta segundos, como mínimo, antes de que las ménades entraran. El motor del Argo II explotaría en, (miró su reloj), oh, dioses, doce minutos. – ¿Qué puedo hacer? –Preguntó Piper–. Vamos, Leo. Su mente comenzó a aclararse. Aquél era su territorio. No podía dejar que las ménades ganaran. De la mesa de trabajo más cercana, Leo cogió un mando de bronce con un único botón rojo. Se lo pasó a Piper. –Necesito dos minutos. Sube a las pasarelas. Distrae a las ménades como acabas de hacer ahí fuera, ¿vale? Cuando te dé la orden, estés donde estés, pulsa el botón. Pero no antes de que yo lo diga. – ¿Qué hace? –preguntó Piper. –De momento nada. Tengo que montar la trampa. –Dos minutos–Piper asintió, sonriente–. Tú puedes.

Corrió hacia la escalerilla más cercana y comenzó a subir mientras Leo corrió hacia los pasillos, agarrando cosas de las estanterías y de las cajas. Agarró partes de máquinas y cables. Lanzaba interruptores y activaba sensores de tiempo en los paneles de control internos del búnker. No pensaba en lo que estaba haciendo de la misma manera que un pianista no piensa en qué tecla pulsa cuando toca. Él simplemente “volaba” por el búnker, juntando piezas. Oyó a las ménades entrar en el búnker. Durante un segundo, se detuvieron, asombradas, ovacionando la gigantesca cueva llena de material brillante. – ¿Dónde estáis? –Llamó Babette–. ¡Mi falso señor Dionisio! ¡Venga a festejar con nosotras! Leo intentó ignorar su voz. Entonces oyó a Piper, en algún lugar de las pasarelas, en algún lugar por encima de ellas, gritando: – ¿Qué tal un baile de salón? ¡Girad a la izquierda! Las ménades gritaron, confusas. – ¡Agarrad una pareja! –Gritó Piper–. ¡Dadle vueltas! Hubo más gritos y chillidos y unos sonidos sordos como si las ménades giraran sobre objetos metálicos pesados. – ¡Deteneos! –Gritó Babette–. ¡No agarréis una pareja! ¡Agarrad a esa semidiosa! Piper gritó unas cuantas órdenes más, pero parecía estar perdiendo su toque. Leo oyó pisadas por las pasarelas. – ¡Leo! –Gritó Piper–. ¿Ya han pasado dos minutos? – ¡Un segundo! –Leo encontró lo último que necesitaba: una tela dorada brillante del tamaño de un edredón. Puso la tela metálica en el gancho neumático más cercano y accionó la manivela. Hecho: asumiendo que el plan funcionara. Corrió hacia el centro del búnker, justo delante del Argo II y gritó: – ¡EH! ¡Aquí estoy! Sacudió sus brazos y sonrió. – ¡Vamos! ¡Venid a festejar conmigo! Echó un vistazo rápido al contador del motor del barco. Seis minutos y medio. Al instante, deseó no haber mirado. Las ménades bajaron de las pasarelas y comenzaron a rodearle, cautelosas. Leo cantaba y bailaba canciones de series de televisión aleatoriamente, esperando que eso les hiciera vacilar. Necesitaba a todas las ménades juntas antes de que activara la trampa. – ¡A que esta no os la sabéis! –dijo. Las ménades gruñeron. Sus ojos rojo-sangre parecían enfadados y molestos. Sus serpientes siseaban. Sus tirsos brillaban con fuego morado. Babette fue la última en unirse al grupo. Cuando vio a Leo solo, desarmado y bailando, se rio, deleitándose. –Eres inteligente al aceptar tu destino–dijo–. El verdadero Dionisio estaría contento. –Sí, sobre eso–dijo Leo–. Creo que hay una razón por la que se cambió de número. Vosotras, chicas, no sois seguidoras. Son unas locas acosadoras rabiosas. No le habéis encontrado porque él no quiere que lo hagáis. – ¡Mentiras! –Dijo Babette–. ¡Somos espíritus del dios del vino! ¡Está orgulloso de nosotras! –Claro–dijo Leo–. También tengo algunos parientes alocados. No culpo al señor D. – ¡Matadle! –gruñó Babette. – ¡Esperad! –Leo levantó la mano–. Podéis matarme, pero queréis que esto sea una fiesta de verdad, ¿no es cierto? Como esperaba, las ménades vacilaron. – ¿Fiesta? –preguntó Candy. – ¿Fiesta? –preguntó Buffy. – ¡Oh, sí! –Leo levantó la cabeza y gritó hacia las pasarelas–. ¿Piper? ¡Es hora de hacer girar la balanza! Durante tres increíbles segundos, nada sucedió. Leo estaba de pie sonriendo a una docena de ninfas enloquecidas que querían reducirle a carne de semidiós picada. Entonces el búnker entero cobró vida. Alrededor de las ménades, unas tuberías se alzaron del suelo y escupieron vapor púrpura. El sistema de tubos metálicos comenzó a escupir pedazos de metal que parecían confeti. El estandarte mágico brillaba por encima de ellos y se leía: ¡BIENVENIDAS, NINFAS PSICÓPATAS! La música salió del sistema de audio del búnker: los Rolling Stones, el grupo preferido de la madre de Leo. Le gustaba escucharlos mientras trabajaba, le recordaba a los viejos tiempos cuando merodeaba por el taller de su madre. Entonces el sistema de ganchos se puso en su lugar, dejando caer una bola de espejos que comenzó a descender justo encima de la cabeza de Leo. En la pasarela justo encima, Piper miraba el caos que acababa de activar con tan solo presionar un botón y su boca se abrió formando una O. Incluso las ménades parecían estar impresionadas por la fiesta instantánea de Leo. Si hubiera tenido un par más de minutos, Leo habría hecho algo mejor: un espectáculo de luces, pirotecnia, quizá algunos entrantes y una máquina de bebidas. Pero para ser un trabajo de dos minutos, no estaba mal. Unas pocas ménades comenzaron a bailar en parejas. Una hacía el Hokey Pokey. Sólo Babette parecía inmune. – ¿Qué truco es este? –gritó–. ¡No haces una fiesta en honor a Dionisio! – ¿Ah, no? –Leo miró hacia arriba. La bola de espejos casi llegaba a su destino–. Aún no has visto mi truco final. La bola se abrió. Un gancho salió de ella y Leo saltó hacia él. – ¡Atrapadle! –Gritó Babette–. ¡Ménades, atacad! Gracias a los dioses, tuvo problemas para llamar su atención. Piper comenzó a gritar instrucciones de baile de nuevo, confundiéndolas con sus extrañas órdenes. –Girad a la izquierda, a la derecha, golpeaos las cabezas, sentaos, levantaos, haced las muertas. La polea alzó a Leo por el aire mientas las ménades bailaban debajo de él, formando un extraño grupo en movimiento. Babette se abalanzó sobre él. Sus garras esquivaron sus pies por unos milímetros. – ¡Ahora! –se murmuró a sí mismo, rezando para que su temporizador estuviera ajustado correctamente. ¡BLAM! El tubo neumático más cercando lanzó una cortina de malla de oro por encima de las ménades, cubriéndolas como si fuera un paracaídas. Un disparo perfecto. Las ménades se revolvieron dentro de la red. Intentaron sacársela de encima, cortando las cuerdas con sus dientes y sus garras, pero mientras golpeaban y pataleaban y se removían, la red cambió de forma a una jaula de oro brillante. Leo sonrió. –Piper, ¡pulsa el botón de nuevo! Lo hizo. La música se detuvo y la fiesta finalizó. Leo aterrizó en la parte superior de su nueva jaula dorada recién hecha. Pisó el techo, sólo para asegurarse, pero parecía igual de duro que el titanio. – ¡Déjanos salir! –Gritaba Babette–. ¿Qué tipo de magia malvada es esta? Se lanzó contra los barrotes, pero incluso su súper fuerza no era rival para el material dorado. Las otras ménades siseaban y gritaban y golpeaban la jaula con sus tirsos. Leo saltó al suelo. –Ahora esta es mi fiesta, señoritas. La jaula está hecha de red de Hefesto, una pequeña receta de cosecha propia de mi padre. Quizá hayáis oído la historia: cogió a su esposa Afrodita engañándole con Ares, por lo que Hefesto les lanzó una red dorada por encima de ellos para ponerles en evidencia. Quedaron atrapados hasta que mi padre decidió sacarles. ¿La red de aquí? Está hecha del mismo material. Si dos dioses no pudieron escapar, no tenéis oportunidad. Leo esperó de veras que tuviera razón. Las ménades, furiosas, daban vueltas por la jaula, empujando juntas contra el tejido sin éxito alguno. Piper bajó por la escalerilla más cercana y se le unió. –Leo, eres increíble. –Lo sé–miró hacia el contador digital del motor del barco. Su corazón le dio un vuelco–. Durante dos minutos. Entonces dejaré de serlo. –Oh, no–la cara de Piper se ensombreció–. ¡Tenemos que salir de aquí

De repente, Leo escuchó un sonido familiar desde la entrada del búnker: vapor saliendo de tuberías, el crujido de unas tuercas y el clinc-clanc de unas patitas metálicas corriendo por el suelo. – ¡Buford! –gritó Leo. La mesa-autómata se acercó a él, zumbando y haciendo sonar sus cajones. Jason entró detrás de Buford, sonriendo. – ¿Nos esperabais? Leo abrazó la mesa de trabajo. –Lo siento mucho, Buford. Prometo que nunca te volveré a tratar mal. Sólo Lemon Pledge con fórmula extra-hidratante, amigo mío. ¡Siempre que quieras! Buford soltó vapor, contento. –Eh… ¿Leo? –Apremió Piper–. La explosión… – ¡Claro! –Leo abrió el cajón frontal de Buford y agarró el sincopador. Corrió hacia la cámara de combustión. Veintitrés segundos. Oh, dioses. Sin presión. Sólo tendría una oportunidad para hacer aquello bien. Leo encajó cuidadosamente el sincopador en su lugar. Cerró la cámara de combustión y contuvo el aliento. El motor comenzó a hacer ruido. Los cilindros de cristal brillaron de calor. Si Leo no hubiera sido inmune al fuego, estaba seguro de que hubiera salido bastante tostado de allí. Todo el casco del barco se estremeció, el búnker entero parecía moverse. – ¿Leo? –preguntó Jason, nervioso. –Esperad–dijo Leo. – ¡Déjanos salir! –Gritó Babette en la jaula–. ¡Si nos destruyes, Dionisio te hará sufrir! –Quizá nos enviaría una tarjeta de agradecimiento–murmuró Piper–. Pero no importará. Vamos a morir todos. La cámara de combustión abrió varias de sus cámaras con clics. Los líquidos superpeligrosos y los gases fluyeron hacia el sincopador. El motor se estremeció. Entonces el calor remitió, las sacudidas se convirtieron en un agradable cosquilleo. Leo puso la mano en el motor, que ahora vibraba con energía mágica. Buford golpeó cariñosamente su pierna y expulsó vapor. –Eso es, Buford–Leo se giró, orgulloso hacia sus amigos–. Este es el sonido de un motor que no explota. Leo no se dio cuenta del estrés que había sufrido hasta que no hubo pasado todo. Cuando se despertó, estaba tumbado en una hamaca cerca del Argo II. La cabaña entera de Hefesto estaba allí. Habían estabilizado los niveles del motor y estaban todos expresando su asombro delante de la genialidad de Leo. Cuando estuvo de pie, Jason y Piper le apartaron y le prometieron no contarle a nadie lo cerca que había estado el motor de explotar. Nadie sabría nunca el gran error que casi vaporizaba el bosque. Aun así, Leo no podía estar quieto. Casi lo había arruinado todo. Para tranquilizarse, buscó el Lemon Pledge y pulió cuidadosamente a Buford. Entonces cogió la copia del sincopador y la puso en un armario que no tenía patas. Sólo por si acaso. Buford era un tanto temperamental. Una hora más tarde, Quirón y Argos llegaron de la Casa grande para encargarse de las ménades. Argos, el jefe de seguridad, era un tipo grandullón y rubio con cientos de ojos por todo su cuerpo. Pareció avergonzado de encontrar una docena de ménades peligrosas que se habían infiltrado en su territorio sin ser vistas. Argos nunca hablaba, pero se enrojeció ligeramente y todos los ojos de su cuerpo miraron hacia el suelo. Quirón, el director del campamento, parecía más molesto que preocupado. Miró hacia abajo, a las ménades (era algo que podía hacer ya que era un centauro). De cintura para abajo era un corcel blanco. De cintura para arriba, era un tipo de mediana edad con el pelo castaño y rizado, una barba y un carcaj y un arco atados a su espalda. –Oh, ellas de nuevo–dijo Quirón–. Hola, Babette. – ¡Os destruiremos! –Gritó Babette–. Bailaremos con vosotros, os daremos deliciosos entremeses, festejaremos con vosotros hasta el amanecer y os destrozaremos en mil pedazos. –Ahá–Quirón no parecía demasiado impresionado. Se giró hacia Leo y sus amigos–. Vosotros tres, bien hecho. La última vez que estas chicas llegaron buscando a Dionisio causaron bastantes molestias. Dionisio estará encantado de que las hayáis capturado. – ¿Así que le molestan? –preguntó Leo. –Por supuesto–dijo Quirón–. El señor D desprecia a su club de fan tanto como a los semidioses. – ¡No somos su club de fans! –Gritó Babette–. ¡Somos sus seguidoras, sus escogidas, sus especiales! –Ahá–dijo Quirón, de nuevo. –Así que…–Piper se removió, intranquila–. ¿A Dionisio no le habría importado que las hubieras matado? –Oh, no. Sí que le habría importado–dijo Quirón–. Siguen siendo sus seguidoras, aunque las odie. Si les hubierais hecho algo, Dionisio se habría visto forzado a volveros locos o mataros. Probablemente ambas. Así que bien hecho–miró a Argos–. ¿El mismo plan que la última vez? Argos asintió. Llamó a un campista de Hefesto, que conducía un toro mecánico y cargó la jaula. – ¿Qué haréis con ellas? –preguntó Jason. Quirón sonrió, amablemente. –Las enviaremos a un lugar en el que se sientan como en casa. Las meteremos en un autobús a Atlantic City. –Au–dijo Leo–, ¿ese lugar no tiene ya bastantes problemas? –No os preocupéis–les prometió Quirón–. Las ménades se pondrán a festejar en seguida. Siempre acaban saliendo de Atlantic City y volviendo aquí el año siguiente. Siempre vuelven para vacaciones. Es bastante molesto. Las ménades se fueron. Quirón y Argos volvieron a la Casa Grande, y los hermanastros de Leo le ayudaron con el Búnker 9 hasta el anochecer. Normalmente Leo trabajaba hasta el alba, pero decidió que ya había hecho bastante durante una noche. Era Nochebuena, al fin y al cabo. Se había ganado un descanso. El Campamento Mestizo no celebraba del todo las fiestas mortales, pero todo el mundo estaba de buen humor en la hoguera. Algunos chicos bebían ponche de huevo. Leo, Jason y Piper decidieron pasar de ello y beber chocolate caliente en cambio. Escucharon canciones y vieron las chispas de la hoguera llegar hasta el cielo. –Me habéis vuelto a salvar las espaldas, chicos–les dijo Leo a sus amigos–. Gracias. Jason sonrió. –Haría cualquier cosa por ti, Valdez. ¿Estás seguro de que el Argo II estará seguro por ahora? – ¿Seguro? No. Pero al menos no está en peligro de explosión. Quizá. Piper rio. –Genial, ahora me siento mucho mejor. Se sentaron en silencio, disfrutando de la compañía, pero Leo sabía que aquello era sólo un breve instante de paz. El Argo II tenía que estar acabado antes del solsticio de verano. Entonces zarparían hacia su gran aventura: primero encontrar el viejo hogar de Jason, el campamento romano. Después de eso… los gigantes esperaban. La madre tierra Gea, la más poderosa enemiga de los dioses, estaba reuniendo sus fuerzas para destruir el Olimpo. Para detenerla, Leo y sus amigos tenían que navegar hasta Grecia, el antiguo hogar de los dioses. En cualquier punto de su misión, Leo podría morir. Por ahora, aun así, decidió disfrutar de aquello. Cuando tu vida es una marcha atrás hacia una inminente explosión, eso es todo lo que puedes hacer. Levantó su copa de chocolate caliente: –Por los amigos. –Por los amigos–dijeron al unísono Jason y Piper. Leo se quedó en la hoguera hasta que el jefe de canto de la cabaña de Apolo sugirió que todos hicieran el Hokey Pokey. Entonces decidió dar por finalizada la noche.

El hijo de la magia - Haley Riordan —Normalmente invito a la gente a hacerme preguntas cuando termino, pero esta vez me gustaría preguntarles a ustedes—dio un paso atrás, intentando mantener el contacto visual con cada uno de los cientos de miembros de la audiencia—. ¿Cuándo uno se muere, qué sucede? Esas preguntas parecen pueriles, ¿verdad? ¿Pero alguno de ustedes sabe la respuesta? En respuesta, hubo silencio, tal y como se suponía… El doctor Claymore no esperaba que nadie respondiera su pregunta después de la charla que les había dado. No creyó que ni siquiera nadie se atreviera a intentarlo. Pero como siempre, alguien le destrozaba sus esperanzas. Esta vez fue el chico castaño con la cara llena de pecas en la parte delante del auditorio. Claymore le reconoció, era el mismo chico que se le había acercado corriendo en el aparcamiento, diciéndole que era un gran fan suyo y que había leído todos sus libros… — ¿Sí? —Le preguntó el doctor Claymore—. ¿Crees saberlo? Entonces, por favor, nos morimos por oírte. El chico que primero había parecido tan enérgico, ahora parecía que se le había comido la lengua el gato. Claymore sabía que era cruel zafarse de un chico inocente, pero también sabía que era necesario. Claymore era sólo un actor, representando sus patrones como todo hombre de espectáculos haría durante un show de magia. Y aquél chico se había presentado voluntario para su acto. En este punto, toda la audiencia estaba pendiente del chico. El hombre sentado a su lado, el padre del chico, supuso Claymore, se removía incómodo en su asiento. Con tanta atención centrada en él, Claymore dudó siquiera de que pudiera tener valor para respirar. Parecía tan frágil, delgaducho e incómodo, probablemente era el objetivo de muchas bromas en el colegio. Pero el chico aparentemente débil hizo algo sorprendente. Se levantó y encontró voz para hablar. —No lo sabemos—dijo. Todo su cuerpo temblaba, pero encontró la mirada de Claymore—. Critica cada idea que la gente le da sobre la vida después de la muerte. Después de tanta investigación, ¿por qué nos pregunta? ¿No lo ha encontrado usted mismo? Claymore no respondió de inmediato. Si el chico hubiera dicho “cielo” o “reencarnación”, se la habría devuelto como si de un látigo se tratara, pero aquellos comentarios eran distintos. Eso convertía su espectáculo en un alto en el camino. La audiencia giró su mirada hacia él con una mirada de reproche, como si encontraran más sencillo creer en las palabras tan simplistas del chico antes que en el trabajo que Claymore había hecho durante toda su vida. Pero como cualquier otro buen hombre de espectáculos, Claymore tenía un plan en respuesta. No dejó que pasaran más de cinco segundos. Un poco más de tiempo le habría hecho parecer estar nervioso. Un poco menos de tiempo y habría parecido que lo tenía memorizado. Después de la pausa correspondiente, dio su respuesta ya ensayada. —Estoy preguntándoles porque sigo en la búsqueda de dicha respuesta—dijo, agarrándose al podio—. Y las verdades más complicadas a veces provienen de los lugares más simples. Cuando esté en mi lecho de muerte, me gustaría saber con firme certeza qué me espera después. Estoy seguro de que cada uno de ustedes se siente de la misma manera que yo. La audiencia aplaudió. Claymore esperó a que los aplausos cesaran. —Mi nuevo libro, Camino a la muerte, estará a la venta próximamente—concluyó—. Si quieren saber más, me honrarían si lo leyeran. Y ahora les deseo una muy buena noche. Espero que todos encuentren las respuestas que ansían encontrar. Una sección del público le ovacionó. Claymore les dedicó una flamante sonrisa antes de desaparecer entre bambalinas. Pero tan pronto como estaba fuera del alcance de sus miradas, frunció el ceño. Aquello era en lo que se había convertido su vida: desfilar de un evento a otro como si fuera un animal de circo. Era un visionario, pero al mismo tiempo, una broma. Quizá una docena de personas en el público entendieran remotamente su trabajo. Sabía que incluso unos cuantos menos lo aceptarían. La pura ignorancia de sus fans le disgustaba. —¡Señor Claymore! —su anfitriona bajó hasta el backstage, y Claymore cambió su expresión a una sonrisa. Ella era la que pagaba sus honorarios, al fin y al cabo. —¡Ha sido un éxito, señor Claymore! —Dijo, casi poniéndose de puntillas con sus tacones—. ¡Nunca habíamos tenido tanta multitud! La mujer se puso delante de él, y Claymore se sorprendió de que sus tacones no se rompieran bajo su peso. Era probablemente un pensamiento maleducado, pero aquella mujer le igualaba en peso y eso que Claymore se consideraba alguien alto. La mejor forma de describirla sería como la típica abuela, la típica que hornea galletitas y teje jerséis. Aún así, era más corpulenta que la mayoría de las abuelas. Y su entusiasmo era feroz, como si fuera ansia. ¿Ansia por qué? se preguntó. Claymore supuso que serían por más galletitas. —Gracias—dijo, sonriendo—. Pero de hecho, es doctor Claymore. —¡Bueno, da igual, ha estado impresionante! —dijo, sonriendo de oreja a oreja—. ¡Es el primer conferenciante con el que hemos vendido todas las entradas! Por supuesto que puedo llenar el auditorio de una pequeña ciudad como esta, pensó Claymore. Más de un crítico le había llamado la mente más brillante desde Stephen Hawking. Incluso de niño, usaba su elocuencia para parecer algo un poco menos grande que un dios para sus compañeros y sus profesores. Ahora era un referente para políticos y científicos. —Yo predico la verdad y la gente anhela saber la verdad sobre la muerte—dijo, citando su nuevo libro. La mujer parecía un tanto deslumbrada y no había duda de que hubiera seguido alabándole durante horas, pero había cumplido su propósito, por lo que Claymore tomó la oportunidad para hacer su salida de escena: —Ahora necesito retirarme a mi casa, señora Lamia. Tenga usted una buena noche. Con esas palabras, caminó fuera del edificio y se adentró en el frío y cortante aire de la noche. Nunca habría accedido a dar una charla en la periferia de Keeseville, Nueva York sino hubiera tenido una casa allí. el gigantesco auditorio sobresalía como un pulgar dolorido en aquella pintoresca ciudad dónde se había mudo para proseguir con su escritura en paz. Con la población llegando a duras penas a los dos cientos, Claymore supuso que la gran multitud provendría de todo el estado. Él era un evento especial, algo que ver una vez en la vida. Pero para Claymore era trabajo, algo que sus publicistas le pedían constantemente. Sólo un día más de oficina. —¡Doctor Claymore, espere! —le llamó una voz detrás de él, pero la ignoró. Si no era su patrocinadora, no tenía que responder. No tenía motivos: el evento había terminado. Pero entonces alguien le agarró por el brazo. Se giró con la mirada llena de odio. Era aquél chico, el mismo que había intentado dejarle como un estúpido. —¡Doctor Claymore! —dijo el chico, jadeando—. Espere. Necesito preguntarle algo. Claymore abrió la boca para reprender al chico, pero entonces se detuvo. El padre del chico estaba de pie detrás de él. Al menos, Claymore supuso que sería su padre. Tenían el mismo pelo castaño y la misma pose desgarbada. Pensó que el hombre debería castigar a su hijo por ser tan insolente, pero el padre simplemente observaba con la mirada perdida a Claymore. —¿Qué? Ah, sí, hola—dijo Claymore, forzando una sonrisa hacia el padre—. ¿Es su hijo? —Él tiene una pregunta breve para usted—dijo el padre, absorto en sus pensamientos. Claymore miró a regañadientes al chico, quién, a diferencia de su padre, en sus ojos ardía la autodeterminación. —Supongo que es culpa mía—dijo Claymore todo lo civilizadamente posible—. Debí de haberte permitido más tiempo para hablar al final de mi conferencia. —Es algo importante—dijo el chico—. Así que por favor, tómeselo en serio aunque suene extraño, ¿vale? Claymore se resistió a salir corriendo. No le gustaba ser borde con la gente, pero su cara pública era importante para sus ventas de libros. No podía tener al padre de aquél chico estúpido diciéndole al mundo que habían sido cruelmente ignorados. —Dispara—dijo Claymore—. Soy todo oídos. El chico se irguió. A pesar de ser delgado como una rama, era casi tan alto como Claymore. —¿Qué sucede si alguien descubre una forma de detener a la muerte? Claymore sintió su sangre hirviendo por el cambio de voz que había tenido el chico. Ya no sonaba nervioso, sino que sonaba dura y fría como la piedra. —Eso sería imposible—dijo Claymore—. Todos los seres vivos se descomponen al fin y al cabo. Hay un punto exacto en el que nos convertimos en incapaces de funcionar. Ese es… —No ha respondido a mi pregunta—le interrumpió el chico—. Por favor, deme su honesta opinión. —No tengo ninguna—replicó Claymore—. No soy un escritor de ficción. No me meto en temas imposibles. El chico frunció el ceño.

—Eso es malo. Papá, ¿el papel? El hombre sacó un pedazo de papel de su bolsillo y se lo dio a Claymore. —Es nuestra dirección—dijo el chico—. Si lo descubre, llámeme, ¿de acuerdo? Claymore le miró, intentando no mostrar su confusión. — Me entiendes, ¿verdad? No puedo responder a tu pregunta. El chico le miró con ojos solemnes. —Por favor, inténtelo, doctor Claymore. Porque si no lo hace, moriré. Durante su viaje en coche hacia casa, Claymore no dejó de mirar su retrovisor. En serio, era patético. El chico había estado intentando ponerle nervioso. No podía dejar que se preocupara por algo como aquello. Cuando llegó al camino de entrada, se sintió como si lo hubiera superado. Pero todavía siguió pensando en aquello mientras desactivaba la alarma de su casa. Claymore vivía solo en su casa especialmente diseñada por él. Entre sus muchos talentos era arquitecto y quería que su casa le reflejara en todos los aspectos. Una casa sorprendentemente moderna, con líneas limpias y bien colocadas en proporción a la calle. Sus cámaras de seguridad y sus ventajas con rejas protegían su privacidad, pero en el interior, las habitaciones estaban vagamente amuebladas, silenciosas pero cómodas. No había mujer, ni hijos, no había nadie en la casa que le pudiera molestar. Ni siquiera un gato, sobre todo un gato no. Era su oasis, su oasis personal. Estar allí siempre le calmaba los nervios crispados. Sí, su hermosa casa ayudó para olvidarse del chico. Pero no tardó mucho en encontrarse a sí mismo sentado en el despacho, leyendo la tarjeta que el padre le había dado. ALABASTER C. TORRINGTON CALLEJÓN MORROW, 273 518-555-9530 El código de la zona 518 significaba que quizá vivieran en Keeseville. Y Claymore había pasado por un callejón Morrow a mitad de camino por la ciudad. ¿Quién era Alabaster Torrington? ¿El chico o el padre? Alabaster era un nombre bastante anticuado. No se oía demasiado, porque la mayoría de los padres tenían la decencia de no llamar a sus hijos como piedras[1]. Claymore zarandeó su cabeza. Debería tirar la tarjeta y olvidarse de ello. Escenas de la novela de Stephen King, Misery, se le vinieron a la mente. Pero para aquello estaban las alarmas de vigilancia, se dijo a sí mismo, para evitar que se acercaran fanáticos lunáticos. Si su puerta recibía cualquier golpe, la policía aparecería de inmediato. Y Claymore no estaba indefenso. Tenía una respetable colección de armas de fuego escondida en distintos lugares de su casa. No se debía ser demasiado confiado. Suspiró, lanzando el trozo de papel sobre la mesa junto con otros papeles. No era extraño para él encontrarse con gente extraña en sus eventos. Después de todo, por cada semi-inteligente persona que compraba sus libros, habían al menos tres que creían que eran libros de salud. Todo lo que importaba era el hecho de que Claymore no estaba solo en aquél callejón oscuro con aquella gente. Estaba seguro, estaba en casa, y no había ningún otro lugar mejor en el que estar. Se sonrió a sí mismo, dejándose caer en su silla con respaldo: —Sí, eso es, no hay nada de qué preocuparse—se dijo a sí mismo—. Sólo otro día en la oficina. Entonces sonó el teléfono y la sonrisa de Claymore desapareció. ¿Quién podría ser a aquellas horas? Eran casi las once. Cualquier persona sensata estaría durmiendo o bostezando mientras leía un buen libro. Pensó en no responder, pero el teléfono no dejaba de sonar, era muy extraño, dado que el buzón de voz se activaba normalmente al tercer ring. Poco a poco la curiosidad ganó terreno. Se levantó y fue hacia la sala de estar. Por mera simplicidad, sólo tenía una toma de teléfono en su casa. La llamada entrante rezaba: MARIAM LAMIA, 518-555-4164. Lamia… esa era la mujer que había encargado el evento. Frunció el ceño y cogió el teléfono mientras se sentaba en un sillón. —Sí, hola, Claymore al habla—no intentó ocultar la preocupación en su voz. Aquella era su casa y forzándole a responder una llamada de teléfono no era nada distinto a molestarle. Esperó que Lamia tuviera una buena razón. —¡Señor Claymore! —dijo su nombre como si acabara de anunciar el ganador de la lotería—. Hola, hola, hola. ¿Cómo está? —¿Se da cuenta de la hora que es, señora Lamia? —preguntó Claymore con el tono más severo que pudo poner—. ¿Tiene usted algo importante que contarme? —Pues sí. De hecho, quería hablar con usted de inmediato. Suspiró. Aquella persona le hizo sentir desde ligeramente molesto a simplemente enfurecido en un total de treinta segundos. —Bueno, entonces no exclame cosas sin sentido—gruñó—. ¡Dispare! Soy un hombre ocupado y no me tomo amablemente ser molestado. La línea se volvió silenciosa. Claymore estuvo convencido de que había asustado a la mujer. Pero finalmente, ella continuó con un tono mucho más frío. —Muy bien, señor Claymore. Veo que no tenemos que seguir con cortesías, si es lo que desea. Estuvo a punto de reír. Sonaba como si la mujer estuviera intentando intimidarle. —Gracias—dijo Claymore—. ¿Qué quiere exactamente? —Ha conocido a un chico esta noche, y él le dio algo—dijo Lamia—. Quiero que me dé lo que le ha dado. Frunció el ceño. ¿Cómo sabía acerca del chico? ¿Le había estado observando? —No aprecio que me siguiera, pero supongo que eso poco importa. Todo lo que me dio el chico fue un pedazo de papel con su dirección. No me siento cómodo dándoselo a usted, alguien a quién conocí ayer. Hubo otra pausa. Justo cuando Claymore estuvo a punto de colgar, la mujer preguntó: —¿Cree usted en Dios, señor Claymore? Puso los ojos en blanco, disgustado con la mujer. —¿No sabe cuándo parar, verdad? No creo en nada que no haya visto o experimentado por mí mismo. Por lo que si me lo está preguntando desde un contexto religioso, mi respuesta es no. —Es una lástima—dijo, casi con un suspiro—. Eso hace mi trabajo mucho más difícil. Claymore dio un golpe cuando colgó. ¿Cuál era el problema de la mujer? Había comenzado la conversación casi diciendo: “Le he estado acosando” y ahora intentaba convertirle. El teléfono sonó de nuevo, con el nombre de Lamia en pantalla, pero Claymore no tenía ninguna intención de descolgar. Desenchufó su teléfono y aquello fue el final de todo. Al día siguiente, quizá, llenaría una orden de alejamiento. Estaba claro de que la señora Lamia estaba trastornada. ¿Por qué querría la dirección del chico? ¿Qué haría Lamia con él? Claymore tuvo un escalofrío. Sintió una imperiosa necesidad de alertar al chico. Pero no, no era su problema. Dejaría a los psicópatas resolver sus problemas entre ellos, si es lo que querían. No iba a meterse donde no le llamaban. Especialmente no aquella noche. Aquella noche, necesitaba dormir. Claymore sabía que la curiosidad y la emoción no podían remover los sueños de las personas. Pero aquello no explicaba aquél sueño. Se encontró a sí mismo, en una gran sala, vieja y polvorienta. Parecía una iglesia que no había sido limpiada durante un siglo. No había luz a excepción de una tenue luz verde que venía del final de la habitación. La fuente de luz se veía interrumpida por un chico de pie en el altar, justo delante de él. A pesar de que Claymore no podía verle con claridad, estaba seguro de que era el mismo chico que el del auditorio. ¿Qué estaba haciendo en el sueño de Claymore? Claymore era lo que la gente llamada soñador lúcido, alguien que sabe a ciencia cierta cuándo está soñando y podía despertarse cuando quisiera. Podría haberse despertado entonces si hubiera querido, pero decidió no hacerlo por el momento. Sentía curiosidad. —Me ha vuelto a encontrar—dijo el chico. No se estaba dirigiendo a Claymore. Tenía su espalda girada y parecía estar hablando a la luz verde—. No sé si podré combatir contra ella de nuevo. Se está acercando a mi rastro. Por un momento no hubo respuesta. Entonces, finalmente, una mujer habló del frente de la habitación. Su tono era estoico y sin humor, y hubo algo que le hizo recorrer un escalofrío por la columna a Claymore. —Sabes que no puedo ayudarte, hijo mío—dijo—. Ella es mi hija. No puedo alzar la mano contra ninguno de vosotros dos. El chico se tensó como si estuviera a punto de discutir, pero se detuvo a sí mismo: —Lo… lo entiendo, Madre.

—Alabaster, sabes que te quiero—dijo la mujer—. Pero esta es una batalla que deberás librar tú solo. Aceptaste la bendición de Cronos. Luchaste en su ejército bajo mi nombre. No puedes ir a tus enemigos y pedirles clemencia. Nunca te ayudarán. Me las he apañado para mantenerte a salvo todo este tiempo, pero no puedo interferir en una lucha de ti contra ella. Claymore frunció el ceño. El nombre de Cronos se refería al titán de la mitología griega, hijo de la tierra y de los cielos, pero el resto no tenía ningún sentido. Claymore esperó haber sacado algo claro de su sueño, pero ahora parecía todo basura: más mitología y leyendas. No era nada más que una ficción inútil. El chico, Alabaster, dio un paso hacia la luz verde. —¡Cronos no tenía que perder! ¡Dijiste que el destino estaba a favor de que ganara el titán! ¡Me dijiste que el Campamento Mestizo sería destruido! Cuando el chico se movió, Claymore pudo finalmente ver a la mujer con la que estaba hablando. Estaba de rodillas al final del altar, con la cara levantada como si estuviera rezándole a una ventana sucia de cristal sobre el altar. A pesar de la mugre y el polvo sobre el que se arrodillaba, la mujer parecía impoluta. De hecho ella era el origen de la luz. La tenue luz verde la rodeaba como un aura. Hablaba sin siquiera mirar al chico: —Alabaster, simplemente te dije lo que parecía ser más propicio. No te prometí que aquello fuera a ocurrir. Sólo quise que vieras las opciones, para que estuvieras preparado para lo que iba a venir después. —De acuerdo—dijo finalmente Claymore—. He tenido suficiente. ¡Esta historia ridícula termina aquí! Esperó que con eso despertara. Pero por alguna razón no lo hizo. El chico se giró y le examinó, asombrado. —¿Tú? —se giró hacia la mujer arrodillada—. ¿Por qué está él aquí? ¡No se les permite a los mortales de poner un pie en el hogar de los dioses! —Está aquí porque yo le he invitado—dijo la mujer—. Pediste su ayuda, ¿no es cierto? Me hubiera gustado que él hubiera estado más dispuesto a entender tú… —¡BASTA! —gritó Claymore—. ¡Esto es absurdo! ¡Esto no es real! Esto es simplemente un sueño y yo, como su creador, exijo despertar. La mujer siguió sin mirarle, pero su voz sonó entretenida: —Muy bien, doctor Claymore. Si eso es lo que desea, así se hará. Claymore abrió sus ojos. La luz del sol se infiltraba por entre sus cortinas. Qué extraño… normalmente cuando escogía finalizar un sueño, se despertaba de inmediato, durante el final de la noche. ¿Pero por qué ya era por la mañana? Bueno, de todas formas, aquél sueño había hecho que el chico de la noche anterior fuera mucho menos intimidante. ¿La bendición de Cronos? ¿El hogar de los dioses? Alabaster sonaba como si fuera el miembro de alguna secta adicta a los videojuegos más que un psicópata lunático. ¿Titanes? Claymore soltó una risotada. ¿Cuántos años tenía, cinco? Claymore se sintió aliviado y refrescado. Era hora de comenzar su rutina matutina. Se quitó su pijama, se duchó, se puso su ropa habitual: el mismo estilo que había vestido en la conferencia de la otra noche (pantalones anchos, una camiseta y unos mocasines marrones pulidos). A Claymore no le gustaban las túnicas. Se enfundó su chaqueta de tweed y comenzó a reunir sus pertenencias. ¿Portátil? Listo. ¿Billetero? Listo. ¿Llaves? Listas. Entonces vaciló. Había una cosa más que necesitaba. Era una precaución completamente innecesaria, pero le dejaría más tranquilo. Abrió el cajón de su escritorio, cogió su diminuta pistola, una nueve milímetros, y se la metió en el bolsillo de su chaqueta. La última noche el chico Alabaster le había conmovido tanto que Claymore se había ido a la cama sin escribir nada, algo que no era que se pudiera permitir demasiado, dado que tenía una fecha límite a la vuelta de la esquina. No podía permitir que ningún fan alocado le afectara y le sacara de sus casillas. Si aquello significaba tener que llevar algo de seguridad extra, entonces es lo que haría. La cafetería Black. El nombre era un juego de palabras de los peores, pero aún así Claymore iba allí cada día. Después de todo, era la mejor cafetería de Keeseville. Pero aun así, era la única cafetería en Keeseville… Había acabado conociendo bastante al dueño del lugar. En cuanto entró, Burly Black fue el primero en saludarle: —¡Howard! ¿Cómo va? ¿Lo de siempre? Burly era… bueno, corpulento. Su cara fornida, sus brazos tatuados y su permanente ceño fruncido le habrían permitido entrar en cualquier banda de motoristas. Su delantal de “Besa al cocinero” era lo único que le hacía parecer el que tenía que estar detrás del mostrador. —Buenos días—replicó Claymore, sentándose en el mostrador y sacando su portátil—. Sí, lo normal estará bien. En aquél punto estaba sólo en el capítulo cuarenta y seis, lo que hacía su trabajo todo mucho más fácil. No tendría que usar más suspense, si no habían llegado hasta aquél punto, acabarían leyéndoselo sí o sí. Un café y un pastelito de arándanos aparecieron delante de él, pero Claymore a penas los vio. Estaba en su propio mundo, con los dedos correteando por el teclado, las palabras y los pensamientos juntándose en un diseño aparentemente incomprensible, pero Claymore sabía que era genial. El café se lo bebió a sorbos. El pastelito fue reducido a unas cuantas migajas. Otros clientes vinieron y se fueron, pero Claymore no miró a ninguno. Nada le importaba excepto su trabajo. Era aquello por lo que se desvivía. Pero entonces tu mundo privado se derrumbó cuando una mujer se sentó a su lado. —¡Claymore, menuda sorpresa! ¡No esperaba verle aquí! Un odio al rojo vivo brotó en su interior. Pulsó Control+S y cerró su portátil. —Señora Lamia, si no fuera un hombre civilizado, la empujaría del asiento y la quitaría de ahí. Ella hizo un mohín, poniéndole ojitos de cordero degollado, algo que no era demasiado convincente para una mujer de su edad. —Eso no es muy educado, señor Claymore. Sólo estoy saludándole. La miró fijamente. —Es doctor Claymore. —Lo lamento—dijo con poco entusiasmo—. Siempre me olvido… no soy muy buena con los nombres, ya ve. —La única cosa que quiero de usted es perderla de vista—dijo—. Me niego a convertirme en cualquier tipo de culto al que pertenezca. —Sólo quiero hablar—insistió—. No es sobre dioses. Es sobre el chico, Alabaster. La observó con recelo. ¿Cómo sabía el nombre del chico? Claymore no lo había mencionado durante su conversación telefónica la última noche. La señora Lamia sonrió. —He estado buscando a Alabaster durante un tiempo. Yo soy su hermana. Claymore rió. —¿No puede inventarse una mentira mejor que esa? ¡Usted es más mayor que el padre del chico! —Bueno, las apariencias pueden engañar—sus ojos parecían brillar de forma sobrenatural, de un verde luminoso, como la luz en el sueño de Claymore—. El chico se ha ocultado a sí mismo muy bien—siguió—. Debo admitir que ha mejorado con su magia occultandi. Esperaba que su charla le hiciera mostrarse, y así fue. Pero antes de que pudiera capturarle, se las arregló para escapar. Deme su dirección, y le dejaré en paz. Claymore intentó mantenerse en calma. Ella era simplemente una anciana chiflada, soltando cosas sin sentido. Aunque eso de “magia occultandi”. Claymore sabía que era latín. Significaba “hechizo de escondite”. ¿Qué demonios era aquella mujer y porqué quería al chico? Estaba claro que quería hacer daño a Alabaster. Mientras Claymore la observaba, se dio cuenta de algo más: la señora Lamia no parpadeaba. ¿Acaso la había visto parpadear alguna vez? —¿Sabe qué? Estoy muy cansado de todo esto—la voz de Claymore tembló a pesar de que no fue su intención—. Black, ¿ha estado usted escuchando? Miró por el aparador buscando a Burly. Por alguna razón, éste no respondió. Seguía limpiando tazas de café. —Oh, no puede oírle—la voz de Lamia se convirtió en aquél extraño susurro que había escuchado anoche al teléfono—. Podemos controlar la Niebla a nuestra voluntad. No tiene ni idea siquiera de que estoy aquí. —¿Niebla? —Preguntó Claymore—. ¿De qué demonios está usted hablando? ¡Usted está rematadamente chiflada! Se puso de pie, retrocediendo instintivamente, poniendo su mano en el bolsillo de su abrigo. —¡Burly, por favor eche a esta mujer antes de que me arruine por completo la mañana! Burly seguía sin responder. El grandullón miraba a través de él como si Claymore no estuviera allí. Lamia le lanzó una sonrisa socarrona. —¿Sabe, señor Claymore? Creo que nunca me he topado con un mortal tan arrogante como usted. Quizá necesite una demostración. —¿No lo entiende, señora Lamia? ¡No tengo tiempo para esto! Creo que me voy a ir yendo ya…

No tuvo tiempo para terminar. Lamia se puso de pie y su silueta comenzó a cambiar. Sus ojos fueron lo primero que cambió. Sus iris se expandieron, brillando con un color verde oscuro. Sus pupilas se estrecharon hasta convertirse en unos ojos reptiloides. Levantó una mano y de inmediato sus dedos se arrugaron y se endurecieron y sus uñas se convirtieron en garras como las de un lagarto. —Puedo matarle ahora mismo, señor Claymore—susurró. No, no había sido un susurro. Sonaba más como un siseo. Claymore sacó la pistola de su chaqueta y la apuntó contra la frente de Lamia. No entendía lo que estaba sucediendo, algún tipo de alucinógeno en su café, quizá. Pero no podía dejar que aquella mujer, o criatura, le afectara. Aquellas garras podrían ser una ilusión, pero aun así ella estaba preparándose para atacarle. —¿De verdad cree que actuaría de forma tan chulesca delante de una lunática si no estuviera preparado para defenderme? —preguntó él. Ella soltó un gruñido y avanzó, levantando sus garras. Claymore nunca había disparado antes, pero sus instintos le controlaron. Pulsó el gatillo y Lamia se tambaleó, siseando. —La vida es algo delicado—dijo—. Quizá debería haber leído mis libros. Simplemente estoy actuando en defensa propia. Ella embistió de nuevo. Claymore disparó dos veces más en la cabeza de la mujer, y ella se derrumbó en el suelo. Esperó haber encontrado más sangre… pero no importaba. —¿Has visto eso, Burly, verdad? —preguntó—. ¡No he podido evitarlo! Se giró hacia Black y entonces frunció el ceño. Burly seguía limpiando tazas de café. No había forma humana de que Burly no hubiera oído los tiros. ¿Cómo era posible? ¿Cómo? Y entonces otra imposibilidad sucedió. El cadáver delante de él comenzó a moverse. —Espero que lo entienda ahora, señor Claymore.—Lamia se levantó y le miró con el único ojo de serpiente que le quedaba. El lado izquierdo de su cara había salido volando, pero dónde la sangre y el hueso deberían haber estado había una gruesa capa de arena negra. Parecía como si Claymore hubiera destrozado un castillo de arena y aun así, una parte estaba lentamente reagrupándose. —¡Por asaltarme con tu arma mortal—siseó—, acaba de declarar la guerra a los hijos de Hécate! ¡Y yo no me tomo la guerra a la ligera! Aquello… aquello no era un sueño, ni una alucinación por alguna droga o cualquier otra cosa. Era imposible. ¿Cómo podía ser real? ¿Cómo podía seguir viva? “¡Céntrate!” se dijo Claymore a sí mismo. “Obviamente es real, ya que acaba de pasar”. Y por lo tanto, siendo un hombre lógico, Claymore hizo lo lógico. Cogió su arma y salió corriendo. La última vez que había visto un cepo en un coche había sido años atrás, en un coche de alquiler que había aparcado ilegalmente en Manhattan, pero entonces, por supuesto, la mañana de todas las mañanas, había uno en la rueda de su coche. Huir conduciendo no era una opción. Lamia se acercaba. Se arrastró fuera de la cafetería, con su ojo izquierdo regenerándose lentamente formando una mirada furiosa. Un coche pasó y Claymore le hizo señas para que parara, pero igual que había sucedido con Black, el conductor no pareció darse cuenta de que existía. —¿No lo entiendes? —Siseó Lamia—. ¡Tus congéneres humanos no pueden verte! ¡Estás en mi mundo! Claymore no discutió. Aceptó su explicación. Se tambaleó hacia él, tomándose su tiempo. Se parecía menos a una serpiente y más a un gato jugando con su presa. Tampoco no había forma con la que pudiera atacarla. Sólo tenía cinco balas más. Si tres balas en su cabeza no la habían detenido, dudó de que cualquier otro tipo de granada más fuerte pudiera. Tenía una ventaja. Él no era tampoco un atleta ni por asomo, pero Lamia parecía ser de las que tenían dificultades con ir del sofá a la nevera. Él podría correr y dejarla atrás, sin importar qué tipo de monstro era. Ella estaba a unos tres metros de él. Claymore le lanzó una sonrisita desafiante, entonces se giró y corrió por la calle principal. Sólo había una docena de tiendas en el centro de la ciudad, y la calle era muy amplia. Giraría hacia la segunda Avenida y entonces la podría perder en una de las calles perpendiculares. Entonces volvería a casa, activaría sus sistemas de seguridad y llamaría a la policía. Una vez estuviera allí, él… —¡Incantare: Gelu Semita! —gritó Lamia detrás de él. Eso era un… hechizo en latín. Estaba recitando algún tipo de encantamiento. No había acabado de traducir la frase cuando el aire pareció caer unos veinte grados de golpe. Aunque no había una sola nube en el cielo, comenzó a granizar. Se giró, pero Lamia se había ido. —Encantamiento: senda helada—tradujo en voz alta, con su aliento humeando—. ¿En serio? ¿Está usando magia? ¡Esto es ridículo! Entonces su voz sonó detrás de él. —Usted es un hombre muy inteligente, señor Claymore. Ahora entiendo por qué mi hermano le busca. Se giró hacia su voz, pero de nuevo ella no estaba allí. Jugaba con él. De acuerdo. Tendría que hacer algo más que salir corriendo. No era humana, pero se acercaría a ella como a cualquier otro adversario. Tendría que estudiar a su oponente, aprender sus debilidades. Y entonces podría escapar. Levantó su mano hacia el granizo. —Puede que no hubiera podido creer que esto fuera posible hace diez minutos, pero entiendo algo: si este es todo tu poder, no me extraña de no haya visto más monstruos como tú—sonrió—. ¡Tenemos que haberlos matado a todos! Siseó, furiosa. El granizo comenzó a caer en más abundancia, llenando el aire con una niebla helada. Sacó su pistola, listo para verla aparecer desde cualquier ángulo. Aunque no le importara la ficción, se había pasado su vida profesional investigando antiguas creencias. Los hechizos eran un simple concepto: si dices algo con el suficiente poder detrás, puede hacerse realidad. Aquél hechizo debía ser algún tipo de encantamiento translocacional. De otra manera no habría usado la palabra “semita”. Estaba haciéndose una senda, abriéndose camino, y aquél hielo era el método de viaje, ocultando su escondite y dificultándole el movimiento a Claymore o que pudiera anticiparse a su próximo ataque. El objetivo del ataque era confundirle, pero Claymore se forzó a centrarse. El suelo a su alrededor estaba cubierto de hielo. Se quedó quieto y escuchó. Sabía que usaría aquella oportunidad para atacar. Podría estar jugando con él, pero Claymore no tenía ninguna intención de morir a manos de una idiota como aquella, especialmente si se tomaba en serio sus burlas tan fácilmente… Claymore escuchó el sonido acusador de sus tacones aplastando el hielo. Se giró de inmediato, haciéndose a un lado mientras ella clavaba sus garras en el punto exacto en el que había estado él hacía unos segundos. Antes de que pudiera recuperar el equilibrio, él disparó. Su rodilla izquierda explotó convirtiéndose polvo oscuro, y el granizo cesó. Lamia se tropezó, aunque por la expresión de su cara, la herida ni le dolió. La parte baja de su pierna se había desintegrado, pero ya comenzaba a formarse de nuevo. Él no había esperado matarla en aquella ocasión. Observó cautelosamente cómo se curaba, cronometrando su regeneración. Con una bala, calculó tener un minuto de tiempo. —¡No lo entiendes, mortal! —dijo—. ¡Esas armas no pueden matarme! ¡Sólo pueden ralentizarme! Claymore la observó y se rio. —Si crees que estoy intentando matarte, tienes que ser muy tonta. Obviamente, sé que eres inmortal, ¿por lo que por qué querría intentarlo? No, no puedo matarte. Pero he deducido un par de cositas durante nuestro rato juntos—apuntó con su pistola—. Tú tampoco quieres matarme. Al menos, no por ahora. De otra forma no habrías gastado tu tiempo apedreándome con cubitos de hielo. Quieres asustarme, esperando que te lleve hasta el chico. ¿Es una amenaza para ti, verdad? Todo lo que tengo que hacer es encontrarle para que pueda liquidarte adecuadamente. ¡Y sé exactamente dónde está! Ella siseó mientras su pierna se ajuntaba de nuevo, pero él disparó a su otra pierna. —Si tuviera suficientes balas podría sentarme aquí todo el día—se mofó Claymore—. ¡Estás indefensa! Quizá debería traer una aspiradora y acabar contigo. Pensó que la bestia podría darse cuenta de que estaba a su merced, pero por alguna razón, ella seguía sonriendo. El granizo había dejado de caer por completo. Lo que había en el suelo ya se había fundido del todo, por lo que sabía que el hechizo que hubiera estado utilizando había terminado. ¿Cómo podría tener el valor de sonreír? —Tú eres realmente el mortal más arrogante que he visto jamás. ¡De acuerdo! Si no me llevas hasta el chico, me tomaré el placer de destruirte— chasqueó una lengua que parecía la de una serpiente—. ¡Incantare: Templum Incendere! —Templo de fuego—tradujo Claymore. Probablemente era un hechizo ofensivo, estaba a punto de ser atacado con fuego de alguna manera. Disparó a su pierna recién recuperada y salió corriendo. El hechizo obviamente no funcionaba de inmediato, pero no tenía ninguna intención de quedarse a ver qué era. Estaba a punto de tomar la ventaja de que ningún otro mortal le podía ver. Hizo una carrera rápida hasta la cafetería Black y empujó la puerta de entrada. Black debía de pasar un buen rato limpiando tazas, porque aún seguía haciéndolo. A Claymore no le importó. Metió la mano en el bolsillo de Black y sacó las llaves de su camión, y Black ni siquiera lo notó. Justo cuando Claymore creía estar a salvo, oyó la voz rasposa de Lamia: —¿Me tomas por idiota, verdad? Estaba justo detrás de él, ¿pero cómo era eso posible? Había calculado que su regeneración tardaría uno o dos minutos. No había forma que hubiera sido capaz de seguirle tan rápidamente.

No tuvo tiempo para reaccionar. En cuanto se giró, clavó sus garras de lagarto alrededor de su cuello y su pistola cayó al suelo. —¡Me he paseado por este mundo durante siglos! —siseó, con sus profundos ojos verdes mirándole—. ¡Eres un mortal! ¡Ciego! Yo fui una vez como tú. ¡Creía que estaba por encima de los dioses! Era la hija de Hécate, diosa de la magia. ¡Zeus mismo estuvo enamorado de mí! Me consideré su igual. ¿Pero entonces qué hicieron los dioses conmigo? —su mano apretó su garganta, y Claymore tosió en busca de aire—. ¡Hera mató salvajemente a mis hijos justo delante de mí! ¡Ella…! ¡Esa mujer…! Una lágrima cayó por su cara escamosa, pero a Claymore no le importaba lo más mínimo la triste historia de aquella criatura. Apretó su rodilla contra su pecho con toda la fuerza que pudo reunir y escuchó el crujido satisfactorio de sus costillas rompiéndose. Lamia se cayó hacia atrás. Con suerte, sus costillas tardarían en regenerarse. Se encorvó, respirando con dificultad, como si fuera doloroso estar de pie. —Ya he invocado el Templo de Fuego—dijo—. Es un encantamiento que destruye tu santuario, el lugar en el que tienes más fe. Quizá no pueda hacerte sentir mi dolor, pero aún puedo quitarte todo lo que aprecias. ¡Puedo quitártelo todo con un movimiento de mi mano! De repente la temperatura en la cafetería se disparó. Parecía una sauna en la que el calor tomaba forma. Las mesas fueron las primeras cosas en prender, luego las sillas, y entonces… Claymore se lanzó hacia Black, que seguía felizmente limpiando tazas de café. —¡Incantare: Stulti Carcer!—chilló Lamia. De repente las piernas de Claymore parecieron ser de plomo. Intentó moverse, pero no podía. Estaba pegado en el sitio. Las llamas comenzaron a subir por el delantal de Black. Al instante, todo su cuerpo estaba en llamas. Lo peor de todo era que ni siquiera se dio cuenta de lo que le sucedía. Claymore le llamó, pero fue inútil. Tuvo que ver cómo su único amigo de verdad en Keeseville era consumido por las llamas delante de sus ojos. —¡Los dioses pueden hacer esto! —gritó Lamia—. Pueden borrar todo lo que aprecias en un segundo, y yo también! —se giró hacia su portátil—. También destruiré eso, ¡tú último trabajo! Ella señaló hacia su portátil mientras las ramas cruzaban el mostrador. La cubierta de plástico comenzó a fundirse. —¡Intenta salvarlo, Claymore! —se rió—. Si vas y apagas las llamas ahora, puede que no sea demasiado tarde. Relajó su mano y Claymore pudo sentir de golpe sus pies. —Ve, humano—siseó—. Salva lo que es más preciado para ti. ¡Fallarás! ¡Igual que yo…! Lamia no tuvo tiempo de terminar la frase antes de que el puño de Claymore chocara contra su cara. Se derrumbó contra una mesa. Claymore se agachó hacia ella y le asestó otro puñetazo, con la mano llena de arena negra. —¿Cómo puedes estar ahí de pie y hablar así después de haberle quitado la vida a un hombre? —le gritó. Le agarró con sus manos con garras, pero Claymore las apartó de un golpe. Empujó la mesa y ella se cayó al suelo. —¡Le has matado! —le gritó—. ¡Burly no tenía nada que ver con todo esto y le has matado! ¡No me importa qué tipo de monstruo seas! ¡En cuanto haya terminado contigo desearás que Hera te hubiera matado a ti también! Ella abrió su boca. —¡Incantare: Stu…! Claymore le pegó una patada en la mandíbula, y la parte inferior de su boca se disolvió en arena. Las llamas se estaban volviendo más violentas. El humo amargo quemaba los pulmones de Claymore, pero no le importaba. Daba patadas y puñetazos a Lamia que era un montón de arena mientras intentaba regenerarse, una y otra vez. Aún así… él sabía que no duraría micho. No podía permitir que su furia fuera la provocante de su fin. Eso es lo que quería Lamia. Ella estaría bien a pesar de todo lo que le hacía, pero él no era invulnerable… el humo mismo le dificultaba la respiración. Tenía que salir de allí. Si no, la del montón de arena a sus pies se reiría la última. Tardaría un minuto en regenerarse por completo, supuso, lo suficiente para que él desapareciera. Miró hacia el remolino de polvo, esperando que le escuchara: —La próxima vez que te vea, sabré cómo matarte. Tu muerte es inevitable. Una vez te vuelvan a crecer las piernas, te sugiero que huyas. Cogió su pistola del suelo y disparó hacia el montón de arena, un último tiro por Burly Black. Seguía sin ser suficiente. Tenía que tomar justicia, y si su presentimiento estaba en lo cierto, sabía la persona exacta que podría hacerlo. Cuando la policía descubriera que se había llevado el camión de Black, ¿le culparían por el incendio? ¿Le acusarían del asesinato de Black? Un monstruo de verdad, estaba detrás de él, pero Claymore podría ser considerado como enemigo de la ley. Si la situación fuera distinta lo habría encontrado irónicamente divertido, pero no entonces, no cuando Black estaba muerto. Seguramente Black habría aprobado que Claymore cogiera su camión… Claymore pisaba a fondo, conduciendo tan rápido como podía sin tener un accidente. Lamia tenía un despliegue de hechizos a su disposición. Todo lo que Claymore tenía era un minuto. No le gustaban aquellas cartas, pero Claymore tenía experiencia en hacer que las cartas se giraran a su favor. No tenía ventajas en la vida, pero se las había arreglado para tener un doctorado y convertirse en un autor de éxito. Con su brillantez se había conseguido un renombre. Aunque hubiera sido arrastrado a un extraño mundo dónde los monstruos y los dioses existían, no había forma que pudiera permitirse perder. Ni con Lamia, ni con Hécate, ni con nadie. Aparcó delante de su casa y corrió hacia el interior, conectando la alarma mientras cerraba la puerta detrás de él. No había planeado estar allí más de un minuto, pero la alarma le daría algún tipo de ventaja en caso de que Lamia llegara más rápido de lo que esperaba. Intentó reunir sus pensamientos. El chico Alabaster debía saber sobre Lamia. En el sueño de Claymore, Alabaster le había dicho a la mujer de blanco que estaba siendo perseguido. La mujer había advertido a Alabaster que no podría interferir en una disputa entre sus hijos. Lo que significaba que la mujer de blanco era Hécate, y Lamia y Alabaster eran ambos hijos suyos, atrapados en algún tipo de rencilla letal. “¿Qué pasaría si alguien sabe cómo detener la muerte?” le había preguntado el chico en el exterior del auditorio. Alabaster necesitaba una forma de enfrentarse a Lamia, que no podía morir. De otra forma, Lamia le mataría. Por lo que había acudido al más famoso experto sobre muerte, el doctor Howard Claymore. Cogió la tarjeta de su escritorio y marcó el número en su móvil. Pero la respuesta que recibió no era exactamente un grito pidiendo ayuda. —¿Qué quieres? —preguntó el chico en un tono frío como el acero—. Sé que tu respuesta fue un No. ¿Qué pasa? ¿Quieres decirme que tu sueño de anoche no era real? —No soy estúpido—le reprochó Claymore, desconectando la alarma mientras salía—. Ahora sé que era real, y también sé que tu hermana intenta matarme. He sido atacado en el centro, más que nada porque me has pedido ayuda. El chico parecía demasiado aturdido como para hablar. Finalmente, mientras Claymore volvía al camión de Black, Alabaster preguntó: —Si ella te ha atacado, ¿por qué sigues con vida? —Como he dicho, no soy estúpido—dijo Claymore—, pero por tu culpa de haberme arrastrado a esto, ha muerto mi amigo. Le explicó brevemente lo que había pasado en la cafetería de Black. Hubo otro momento de silencio. Claymore arrancó el camión. —¿Y bien? —Tenemos que dejar de hablar—dijo Alabaster—. Los monstruos pueden rastrear las llamadas telefónicas. Ven a mi dirección y te explicaré qué tienes que hacer. Date prisa. Claymore lanzó su teléfono en el asiento de al lado y apretó su pie en el acelerador. La calle de Alabaster era un callejón sin salida, un punto sin retorno con nada más que unos acantilados que caían al río Hudson. Aquello significaba que no podrían ser atacados por detrás, pero que también no había forma de huir. No era por azar que Alabaster hubiera escogido vivir allí, supuso Claymore. Alabaster quería que aquel lugar fuera un sitio fácil de defender, aunque hubiera perdido la opción de retirarse. Un lugar perfecto para morir. De hecho, el número 273 estaba en el final del callejón sin salida. No era nada lujoso, nada en especial. La hierba necesitaba ser cortada y las paredes necesitaban una nueva capa de pintura. No era la casa más bonita del mundo, pero era lo suficientemente buena como para que una familia normal lo llamara hogar. Claymore caminó hacia la entrada y llamó a la puerta. No tardaron en abrirle. Era el hombre del día anterior, el padre de Alabaster. Sus ojos perdidos escanearon a Claymore, y sonrió: —¡Hola, amigo! Entre. He hecho té para usted. Claymore frunció el ceño. —Honestamente, no me importa llegados a esto. Tráigame a su hijo.

Aún sonrió, el hombre acompañó a Claymore al interior. A diferencia del exterior, la sala de estar era detallista. Todo estaba perfectamente limpio, correctamente puesto y sin polvo. Parecía como si todo el mobiliario acabara de salir del embalaje. Un fuego rugía en la chimenea, y como había prometido, el té estaba en la mesita central. Claymore lo ignoró. Se sentó en el sofá. —¿Señor Torrington, verdad? ¿Entiende usted en la situación en la que me encuentro? Vengo en busca de respuestas. —El té se va a enfriar—le respondió el hombre, sonriendo alegremente—. ¡Beba! Claymore le miró a los ojos. ¿Era su arma secreta? —¿Es usted estúpido? El hombre no pudo responder antes de que una puerta se abriera y el chico entró. Las mismas pecas y el mismo pelo marrón que el día anterior, pero su vestimenta era francamente extraña. Vestía un chaleco antibalas por encima de una camisa de manga larga y de color gris oscuro. Sus pantalones eran igual de grises, pero lo más extraño en sus ropas eran los símbolos. Marcas sin sentido estaban escritas por todas partes en su camisa y sus pantalones. Parecía como si algún niño de cinco años se hubiera vuelto loco con una cera verde. —Doctor Claymore—dijo—, no se moleste hablando con mi compañero. No le dirá nada interesante. Todo el nerviosismo y la ansiedad parecieron haberse ido del chico. Estaba de pie sombría y decididamente, como el momento en el que intentó burlarse de Claymore en el auditorio. Claymore miró al hombre y luego a Alabaster. —¿Por qué no? ¿No es tu padre? Alabaster rió. —No—se dejó caer en el sofá y agarró una taza de té—. Es un nebuliforme. Le he creado para servirme como mi guardián para que la gente no haga preguntas. Los ojos de Claymore se abrieron de par en par. Miró al hombre, que parecía completamente absorto de la conversación. —¿Creado? ¿Te refieres con magia? Alabaster asintió, metiendo su mano en el bolsillo y sacando una tarjeta blanca. La colocó encima de la mesa y le dio dos golpecitos. El hombre, el nebuliforme, se desintegró justo delante de los ojos de Claymore, fundiéndose en vapor mientras era absorbido por la tarjeta. Una vez el nebuliforme se hubo ido, Alabaster recogió la tarjeta y Claymore pudo ver que había la silueta de un hombre verde dibujado en ella. —Aquí, eso está mejor—Alabaster sonrió—. A veces se vuelve muy molesto. Ya sé que debe ser mucho para asimilar para un mortal. —Me las apaño—dijo Claymore, desestimándole—. Estoy más interesado en aprender cosas sobre Lamia, particularmente una forma de matarla. Alabaster suspiró. —Ya se lo he dicho de hecho, no lo sé. Es por eso por lo que le pregunté en el aparcamiento. ¿No recuerda lo que le pregunté? —¿Qué pasaría si alguien encontrara la forma de detener a la muerte? —repitió Claymore—. ¿Por qué es importante? ¿Tiene algo que ver con la regeneración de Lamia? —No, todos los monstruos lo hacen. Sólo hay dos maneras de matar a un monstruo: una es con algún tipo de metal divino. La otra es con algún tipo de magia que evita que se regeneren en este mundo. Pero matarla no es un problema, ya lo he hecho. El problema es que no morirá. Claymore levantó una ceja. —¿A qué te refieres con que no morirá? —Como lo oye—dijo Alabaster—. Si la mato, no se queda muerta, no importa lo que intente. Cuando los monstruos se desintegran, sus espíritus vuelven al Tártaro y tardan años, quizá siglos antes de que se puedan regenerar. Pero Lamia vuelve de inmediato. Es por eso por lo que he llegado a usted. Sé que ha estado investigando los aspectos espirituales de la muerte, probablemente más que nadie en este mundo. Esperaba que usted pudiera encontrar una manera de mantener a algo muerto. Claymore lo pensó durante un segundo, entonces negó con la cabeza. —No quiero nada más que destruir a esa criatura, pero esto me sobrepasa. Necesito entender tu mundo mejor, ¿cómo funcionan los monstruos y los dioses y las reglas de vuestra magia? Necesito información. Alabaster frunció el ceño y sorbió el té. —Le diré lo que pueda, pero me temo que no tenemos demasiado tiempo. Lamia mejora cada vez más viendo a través de mis hechizos de protección. Claymore se reclinó. —En mi sueño, Hécate dijo que tú eras miembro del ejército de Cronos. Seguramente habría otros miembros en tu ejército. ¿Por qué no les pides ayuda a ellos? Alabaster negó con la cabeza. —La mayor parte están muertos. Hubo una guerra entre los titanes y los dioses el último verano y muchos mestizos, semidioses como yo, lucharon a favor de los Olímpicos. Yo luché por Cronos—el chico respiró profundamente antes de seguir—. Nuestro principal barco de transporte, el Princesa Andrómeda, fue arrasado por una facción enemiga de mestizos. Estábamos navegando en dirección a invadir Manhattan, donde los dioses tienen su base. Yo estaba en nuestro barco cuando los semidioses enemigos lo hicieron volar por los aires. Yo sólo sobreviví porque fui capaz de poner a mi alrededor un hechizo de protección. Después de eso, bueno, la guerra no fue a nuestro favor. Luché en el campo de batalla contra el enemigo, pero muchos de nuestros aliados huyeron. El mismo Cronos fue hasta el Olimpo, sólo para ser asesinado por un hijo de Poseidón. Después de la muerte de Cronos, los Olímpicos redujeron cualquier tipo de resistencia. Fue una masacre. Si recuerdo bien, mi madre me dijo que el Campamento Mestizo y sus aliados tuvieron dieciséis víctimas en total. Nosotros tuvimos cientos. Claymore observó a Alabaster. Aunque Claymore no podía considerarse demasiado empático, no pudo evitar lamentarlo por aquel chico, habiendo pasado por tanto siendo tan joven. —Si vuestras fuerzas fueron completamente destruidas, ¿cómo escapaste? —No fuimos destruidos por completo—dijo Alabaster—. La mayor parte de los semidioses restantes huyeron o fueron capturados. Estaban tan desmoralizados que se unieron al enemigo. Hubo una amnistía general, digámoslo así, un trato negociado por el mismo chico que mató a Cronos. Ese chico convenció al Olimpo de que aceptara a los dioses menores que habían apoyado a Cronos. —Como tu madre, Hécate—dijo Claymore. —Sí—dijo Alabaster, amargamente—. El campamento Mestizo decidió que aceptarían a cualquier hijo de los dioses menores. Construirían cabañas para nosotros en el campamento y harían como que no nos habían masacrado por rebelarnos. La mayoría de los dioses menores aceptaron el tratado de paz en cuanto los Olímpicos se lo propusieron, pero mi madre no. Yo no era el único hijo de Hécate luchando a favor de Cronos. Hécate nunca ha tenido demasiados hijos, pero yo era el más fuerte, por lo que mis hermanos me siguieron. Les convencí a la mayoría para que lucharan… pero fui el único que sobrevivió. Hécate perdió más hijos en aquella guerra que cualquier otro dios. —¿Es por eso por lo que rechazó la oferta? —supuso Claymore. Alabaster volvió a sorber el té. —Sí. Al menos, la rechazó al principio. La apremié para que siguiera luchando. Pero los dioses decidieron que no querían una diosa rebelde que les fastidiara la victoria, por lo que hicieron un trato con ella. Me exiliarían para siempre de su favor y de su campamento, ese era mi castigo por mi comportamiento, pero me perdonarían la vida si Hécate se unía a ellos de nuevo. Que es otra forma de decir que si no se les unía, se asegurarían de que yo moriría. Claymore frunció el ceño. —Así que los dioses no son tan superiores y todopoderosos como para poder ignorar el chantaje. Alabaster observó la acogedora chimenea con una mirada de disgusto. —Es mejor no imaginárselos como dioses. Prefiero pensar en ellos como una mafia divina. Usaron sus amenazas para obligar a mi madre a aceptar el trato. Y de paso, me exiliaron del campamento para que no pudiera corromper a mis hermanos y hermanas—se acabó el té—. Pero nunca me arrodillaré ante los dioses Olímpicos después de todas las atrocidades que han cometido. Sus seguidores están ciegos. Nunca pondré un pie en ese campamento, y si lo hiciera, sería para darle a ese hijo de Poseidón lo que se merece. —Así que no tienes ayuda—dijo Claymore—. Y este monstruo, Lamia, va detrás de ti, ¿por qué?

—Ojalá lo supiera—Alabaster dejó su taza vacía—. Desde que me exiliaron, he luchado y he matado a un montón de monstruos que han venido detrás de mí. Ellos pueden percibir por instinto a los semidioses. Como un semidiós solitario, soy presa fácil. Pero Lamia es distinta. También es hija de Hécate, pero lo fue durante la Antigüedad. Parece tener una venganza personal en contra de mí. No importa las veces que la mate, ella simplemente no permanece muerta. Me ha estado desgastando, obligando a ir de ciudad en ciudad. Mis encantamientos protectores han sido apretados hasta el último esfuerzo. Ahora ni siquiera puedo dormir sin que ella intente romper mis barreras. Claymore estudió al chico más de cerca y se dio cuenta de unos oscuros círculos bajos sus ojos. Alabaster probablemente no había dormido en días. —¿Hace cuánto que estás solo? —preguntó Claymore—. ¿Cuándo fue tu destierro? Alabaster se encogió de hombros como si lo hubiera olvidado. —Hace siete u ocho meses, pero parece mucho más. El tiempo es distinto para los semidioses. No tenemos las mismas vidas simples de los mortales. La mayoría de nosotros no pasamos de los veinte. Claymore no respondió. Incluso para él, todo aquello fue difícil de asimilar. El niño era un semidiós de hoy en día, el hijo de un humano y la diosa Hécate. No tenía ni idea de qué tipo de procreación era, pero de hecho, había tenido lugar, porque el chico estaba allí y claramente no era un mortal normal. Claymore se preguntó si Alabaster compartiría la capacidad de regeneración de Lamia. Lo dudó. Hermanos o no, Alabaster se refería constantemente a Lamia como un monstruo. Ese no era el tipo de palabra que utilizas para tu propia raza. El chico estaba verdaderamente solo. Los dioses le habían exiliado. Los monstruos querían matarle, incluyendo aquella que era su propia hermana. Su única compañía era un hombre hecho con Niebla que salía de un papel de cuartilla. Y aún así, de alguna manera, el chico había sobrevivido. Claymore no podía evitar sentirse impresionado. Alabaster comenzó a servirse otra taza de té, pero entonces se quedó congelado. Uno de los símbolos garabateados en su manga derecha comenzó a brillar con un color verde. —Lamia está aquí—murmuró—. Tengo el suficiente poder como para detenerla durante un rato, pero… Hubo un sonido quebradizo, como el de una bombilla estallando, y el símbolo de su manga se hizo añicos como el cristal, expulsando fragmentos de luz verde. Alabaster dejó caer su taza. —¡Es imposible! ¡No hay forma de que haya roto mi barrera con su magia a no ser que…!—se quedó mirando a Claymore—. Dioses. ¡Claymore, le está usando a usted! Claymore se tensó. —¿Usándome? ¿De qué estás hablando? Antes de que Alabaster pudiera responder, otra runa en su camiseta explotó. —¡Levántese! ¡Tenemos que marcharnos ya! ¡Acaba de romper mi segunda barrera! Claymore se puso de pie. —¡Espera! ¡Dímelo! ¿Cómo me está usando? —¡No ha escapado de ella, ella le ha dejado ir! —Alabaster se le quedó mirando—. ¡Tiene un encantamiento que interrumpe mis símbolos de encantamientos! ¡Dioses, ¿cómo he podido ser tan estúpido?! Claymore apretó los puños. Había sido utilizado. Había estado tan ocupado entendiendo las normas de aquél mundo y haciendo una estrategia que no había esperado que Lamia hubiera usado una estrategia ella misma. Ahora sus errores la habían llevado directa a su objetivo. Alabaster tocó a Claymore suavemente en el pecho: —¡Incantare: Aufero Sarcina! Hubo otra explosión. Esta vez unos añicos verdes volaron de la camisa de Claymore y éste retrocedió. —¿Qué has…? —Le he quitado el hechizo de Lamia—le explicó Alabaster—. Y ahora… Alabaster tocó unas cuantas runas más en su camiseta y éstas se rompieron. Como si fuera una respuesta, un símbolo en sus pantalones comenzó a brillar con una luz verde. —He reforzado las paredes interiores, pero no hay forma de mantenerla a raya durante mucho tiempo. Sé que quiere entenderlo, sé que quiere preguntarme más cosas, pero ahora no. No pienso dejarle morir. ¡Sígame, y dese prisa! En un solo día, había estado confundido, alarmado, asustado y agravado más allá de la comprensión humana. Pero ahora experimentaba una emoción que no había sentido en años. El genial y confiado doctor Claymore comenzaba a entrar en pánico. Todo era una trampa. Lamia no había sido vencida tan fácilmente. Era un truco para que pudiera llevarla a través de las defensas de Alabaster. Y todo era culpa suya. Alabaster corrió hacia el exterior y Claymore le siguió, murmurando todas las maldiciones que conocía, y conocía bastantes. No lo había visto antes, pero una cúpula verde cubría la casa entera y se extendía hacia la mitad del edificio. El brillo de color verde parecía estar debilitándose, igual que la runa de la pierna de Alabaster. Aunque había sido un día claro y soleado hacía unos momentos, unas nubes de tormenta comenzaban a ajuntarse por encima de ellos, atacando la barrera con relámpagos. Lamia estaba allí fuera, y esta vez no jugaba a juegos. Estaba allí para matarles. Claymore murmuró otra maldición. Alabaster se detuvo cuando llegó a la calle y miró al cielo. —No podemos escapar. Nos ha encerrado. La tormenta es un encantamiento de clausura. No puedo dispersarla mientras la barrera esté levantada. Huir no es una opción, tenemos que luchar. Claymore le miró, incrédulo. —El camión de Black está ahí fuera. Podemos coger el camión y… —¿Y entonces qué? —Alabaster miró hacia atrás, congelando a Claymore en el sitio—. No importa lo rápido que conduzcamos. Todo lo que vamos a darle es un mayor objetivo que atacar. Además, eso es exactamente lo que espera que un mortal como tú haga. Sólo mantente al margen, ¡te estoy intentando salvar la vida! Claymore le miró, con la sangre hirviendo. Había ido para ayudar a aquel chico, no para mantenerse al margen, sin hacer nada. Estaba a punto de discutírselo cuando la runa brillante en la pierna de Alabaster ardió. El chico chilló, cayendo de rodillas. Por encima de ellos, la cúpula verde se rompió con un sonido de un millón de ventanas rompiéndose. —¡Hermano! —les gritó Lamia por encima del sonido—. ¡Estoy aquí! A su alrededor cayeron miles de relámpagos, destrozando los postes de electricidad y partiendo árboles. El resto del mundo parecía no darse cuenta de aquello. A unas casas de allí, un hombre estaba regando su jardín. Al otro lado de la calle, una mujer salió de su deportivo, hablando por su teléfono móvil, ignorando que el arce de su jardín estaba ardiendo. El mismo tipo de llamas que habían hecho morir a Burly… Aparentemente para los semidioses y los monstruos, el mundo mortal era sólo un daño colateral. Alabaster se levantó, sacando una tarjeta de su bolsillo. En vez de un hombre, aquella tarjeta tenía la inscripción del garabato de una espada dibujada en ella. Cuando Alabaster tocó el dibujo, comenzó a brillar, y de repente apareció una espada. Una espada de oro sólido había salido de la tarjeta, apareciendo en la mano de Alabaster. La espada estaba grabada con runas verdes brillantes, como las de las ropas de Alabaster. Y aunque el objeto parecía pesar varias docenas de kilos, Alabaster la sujetaba con facilidad con una mano. —Ponte detrás de mí y no te muevas—le dijo, plantando los pies firmemente en el suelo. Por primera vez en su vida, Claymore ni intentó discutir. —¡Lamia—gritó Alabaster hacia el cielo—, antigua reina de Libia e hija de Hécate! Eres mi objetivo, y mi hoja te encontrará. ¡Incantare: Persequor Vestigium! Los símbolos de la espada de Alabaster comenzaron a brillar con más fuerza, y cada runa en su ropa brillaba como estrellas en miniatura. Un conjunto de hechizos mágicos le rodeó, y todo su cuerpo parecía irradiar poder. Se giró hacia Claymore, quién retrocedió hacia atrás. Ambos ojos de Alabaster brillaban con un tono verde, igual de los de Lamia. El chico sonrió. —Vamos a salir de esta, Claymore. Los héroes nunca mueren, ¿verdad? Claymore quería discutirle aquello, ya que los héroes siempre parecían morir en los mitos griegos. Pero antes de que pudiera articular una palabra, un trueno retumbó y el monstruo Lamia apareció en el borde del jardín. Alabaster atacó.

Mientras Alabaster levantaba la espada, sintió algo que no había sentido desde que había invadido Manhattan con el ejército de Crono, la voluntad de poder dar su vida por una causa. Había metido a Claymore en aquello. No podía dejar que otro mortal muriera por culpa de aquél monstruo. Su primer movimiento fue un ataque y el brazo derecho de Lamia se deshizo en arena. Para un monstruo normal, una herida como aquella hecha por una espada de oro imperial sería una sentencia de muerte, pero todo lo que hizo Lamia fue reírse. —Hermano, ¿sigues con las mismas? Sólo he venido para hablar… —¡Mientes! —Alabaster atacó, arrancando de cuajo su brazo izquierdo—. ¡Eres una desgracia para el nombre de nuestra madre! ¿Por qué no mueres? Lamia le lanzó una sonrisa con los dientes de un cocodrilo. —¡No muero porque mi ama me asiste! —¿Tu ama? —Alabaster frunció el ceño. Tenía la sensación de que no estaba hablando de Hécate. —Oh, sí—Lamia esquivó el siguiente ataque. Sus brazos ya estaban del todo rehechos—. Cronos cayó, pero ahora mi nueva ama se ha alzado. Es más poderosa que cualquier titán o dios. Destruirá el Olimpo y llevará a los hijos de Hécate de nuevo a la Edad Dorada. Por fortuna, mi ama no confía en ti. No quiere que estés vivo para interferir. —¡Tú y tu ama os podéis ir al Tártaro! —rugió Alabaster, partiendo por la mitad la cabeza de Lamia—. ¿Estás a favor de los dioses? ¿Te ha enviado Hera para matarme? Las dos mitades de la boca de Lamia gritaron. —¡No menciones ese nombre en mi presencia! ¡Esa bruja destruyó mi familia! ¿No lo entiendes, hermano? ¿No has leído mi historia? Alabaster adoptó una expresión desdeñosa. —¡No me molesto en leer cosas sobre monstruos sin importancia como tú! —¿Monstruo? —chilló mientras su cabeza se juntaba de nuevo—. ¡Hera es el monstruo! ¡Destruye a todas las mujeres que son amadas por su marido! ¡Vierte todos sus celos y envidia en cazarnos! ¡Ella mató a mis hijos! ¡Mis hijos! El brazo derecho de Lamia se había re-hecho, y lo inclinó hacia delante, temblando de furia. —Aún puedo ver sus cuerpos sin vida delante de mí. Altea quería ser una artista. Recuerdo los días cuando aprendía bajo la tutela de los mejores escultores de mi reino. Era una niña prodigio. Sus habilidades rivalizaban las de Atenea. Demetrio tenía nueve años, a cinco días de su décimo cumpleaños. Era un chico maravilloso y fuerte, siempre intentando hacer sentir orgullosa a su madre. Estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para prepararse para el día que tomara el trono de Libia. Ambos trabajaban tan duramente, ambos tenían un futuro tan maravilloso por delante. ¿Pero qué hizo Hera entonces? ¡Ella les asesinó brutalmente simplemente para castigarme por haber aceptado los cortejos de Zeus! ¡Ella es la que se merece hundirse en el Tártaro! Alabaster atacó de nuevo. Aquella vez Lamia hizo algo imposible: detuvo la hoja, atrapando la hoja de oro imperial con su garra. Alabaster intentó liberar su espada, pero Lamia la agarró más fuertemente. Acercó su cara a la del chico. —¿Sabes qué hice después, hermano? —le susurró. Su aliento olía a sangre recién extraída—. Mi vida como reina había acabado, pero mi reino de odio acababa de comenzar. Usando el poder de Madre ideé un encantamiento muy especial, uno que permitiera que todos los monstruos del mundo pudieran percibir a los semidioses…—sonrió—. ¡Quizá después de unos cuantos cientos semidioses muertos, Hera, la diosa de la familia, entendería finalmente mi dolor! Alabaster contuvo el aliento. —¿Qué acabas de decir? —¡Sí, lo que has oído! ¡Yo soy la responsable de haceros la vida imposible! ¡Yo les di a los monstruos la habilidad de perseguir a los semidioses! ¡Soy Lamia, la carnicera de los deshonrados! Y una vez que estés muerto, nuestros demás hermanos me seguirán como su reina. ¡Se unirán a mí o morirán! Mi ama, la madre Tierra misma, ha prometido que me devolverá a mis hijos—Lamia se rió con placer—. ¡Vivirán de nuevo, y todo lo que tengo que hacer es matarte! Alabaster se las arregló para sacar su espada de su garra, pero Lamia estaba demasiado cerca. Enseñó los colmillos como si fuera a usarlos para sacarle el corazón. Entonces hubo una explosión y Lamia retrocedió, con un agujero de bala en su pecho. Alabaster giró su hoja, partiendo por la cintura a Lamia, y ésta se derrumbó en un montón de arena. Alabaster miró hacia atrás a Claymore, que estaba a unos metros a su derecha, sujetando una pistola. —¿Qué estás haciendo aquí? ¡Podría haberte matado! Claymore sonrió. —Vi que estabas haciendo un trabajo tan lamentable como el mío, por lo que pensé en echarte una mano. Tenía que hacer algo con mi última bala. Alabaster le observó, sorprendido. —Dioses, eres demasiado arrogante. —He oído bastante eso últimamente. Voy a tener que tomármelo como un cumplido—Claymore miró hacia el cuerpo de Lamia, que ya se estaba rehaciendo—. Una Swiffer habría sido de más ayuda ahora mismo. Volverá en cualquier minuto. Alabaster intentó pensar, pero estaba exhausto. La mayoría de sus encantamientos habían desaparecido. Sus defensas estaban destruidas. —Tenemos que salir de aquí. Claymore negó con la cabeza. —Huir no nos ha ayudado antes. Necesitamos una forma de enfrentarnos a ella. Dijo que su vida era mantenida por un ama… —La madre Tierra. —dijo Alabaster—. Gea. Ella intentó derrocar a los dioses durante la Antigüedad. ¿Pero eso cómo nos ayuda? Claymore cogió un puñado de arena negra y lo observó arremolinarse, intentando rehacerse. —Tierra—murmuró—. Si enviar a Lamia al Tártaro no funciona, si no se queda muerta, ¿no hay forma de encarcelarla con esta forma? Alabaster frunció el ceño. Entonces se le encendió la bombilla. Había esperado que aquél hombre, aquel genio, le hubiera dado una respuesta más complicada. Alabaster esperaba que si le hablaba a Claymore sobre el Inframundo y lo que causaba la muerte a los monstruos, la mejor mente del siglo le pudiera decir cómo matar a Lamia de forma permanente. Pero la respuesta era mucho más sencilla que todo aquello. Claymore le había dado involuntariamente la respuesta. No podían matar a Lamia. La diosa de la tierra Gea la traería de vuelta al mundo mortal una y otra vez. ¿Pero qué pasaba si no la enviaban al Tártaro? ¿Qué pasa si la tierra misma se convertía en una cárcel para Lamia? Alabaster le miró a los ojos. —¡Tenemos que volver a mi casa! Conozco una forma de detenerla. —¿Estás seguro? —le preguntó Claymore—. ¿Cómo? Alabaster negó con la cabeza. —¡No hay tiempo! Tengo que mirar en el libro de mi mesita de noche. Si lo conseguimos, la podremos detener. ¡Vamos! Claymore asintió, y entonces corrieron hacia la puerta principal. Alabaster había tenido el poder de detenerla durante todo el tiempo y ni siquiera lo había sabido. Pero ahora tenía la respuesta. Y no había monstruo en el mundo que pudiera parar aquello. Claymore estaba cansado de correr. Su joven amigo Alabaste parecía como si pudiera correr tres quilómetros más a pesar de llevar la espada de veinte kilos. Y eso que Alabaster había estado aguantando los ataques de Lamia durante semanas. Claymore era algo distinto. Había estado evitando a Lamia durante unas horas, pero estaba a punto de desmayarse. Los mestizos debían estar hechos de otra pasta que los humanos. Alabaster corrió por la sala de estar. Miró hacia atrás, sonriendo de oreja a oreja, apremiando a Claymore. —¡Ha estado aquí todo el tiempo! ¡Dioses, ojalá lo hubiera sabido! Un trueno resonó en el exterior, y Claymore frunció el ceño. —Puedes ahorrarte las palabras para cuando ganemos. Esperemos que tu truco mágico funcione. Mirando la expresión de Alabaster, Claymore casi sonrió. Aquél era el chico feliz que se suponía que tenía que ser, no un guerrero mestizo que esperaba morir antes de los veinte. Parecía un chico de dieciséis años con toda la vida por delante… Quizá cuando Lamia estuviera muerta, Alabaster podría tener aquella vida. Quizá, si los dioses se la dejaban tener…

¿Pero qué iba a hacer Claymore? Toda su vida se la había pasado buscando una respuesta a la muerte, pero en el pasado había descubierto que todo en lo que había comenzado a creer era una mentira. Y ahora había descubierto que todas las mentiras que había encontrado en su vida, eran ciertas. ¿Cómo se suponía que Claymore podría diferenciar las cosas a partir de ahora? ¿Cómo podría un hombre de media edad sin poderes especiales ser afectado por un mundo de monstruos y dioses? Su antigua vida parecía no tener sentido, sus fechas de entrega, sus firmas de libros. Aquella vida se había fundido junto a su portátil en la cafetería de Black. ¿Tendría aquél nuevo mundo un lugar para un mortal como él? Alabaster le llevó por las escaleras hasta una pequeña habitación. Las paredes estaban cubiertas con las mismas runas verdes que la ropa de Alabaster. Todas ellas brillaban cuando entraron y Alabaster cogió el libro de su mesita de noche. —Esto es un encantamiento ocultador—explicó—. Estoy seguro de que funcionará, ¡tiene que funcionar! El chico se giró hacia Claymore, que esperaba en la puerta. La sonrisa de Alabaster desapareció. Su expresión cambió a terror. Un segundo más tarde Claymore se dio cuenta de por qué. Unas frías garras le rodearon el cuello. La voz de Lamia susurró cerca de su oreja. —Si dices una sola palabra de ese hechizo, le mataré—le amenazó Lamia—. Suelta el libro y quizá le dejé ir con vida. Claymore miró al chico, esperando que leyera el encantamiento de todas formas, pero como un idiota, soltó el libro. —¿Qué estás haciendo? —le gritó Claymore—. ¡Lee el hechizo! Alabaster estaba congelado, como si hubiera cientos de personas mirándole. —No… no puedo. Ella… —¡No te preocupes por mí! —gritó Claymore, mientras Lamia clavaba más hondo sus garras alrededor de su cuello. Entonces le susurró al oído: —Incantare: Templum Incendere. El libro a los pies de Alabaster prendió fuego. —¿Qué estás haciendo, idiota? —le gritó al chico—. Eres más listo que todo esto, Alabaster. ¡Si no lees el hechizo, tú también morirás! Una lágrima cayó por la mejilla de Alabaster. —¿No lo entiendes? No quiero que nadie más muera por mi culpa. ¡Yo guié a mis hermanos a sus muertes! Claymore frunció el ceño. ¿Cómo no podía ver el chico el libro ardiendo? Lamia se rió socarronamente mientras las tapas del libro se reducían a ceniza. Las páginas no durarían mucho más. No había tiempo para convencer a aquel chico cabezota. Claymore tendría que obligarle a pasar a la acción. —Alabaster… ¿cuando uno se muere, qué sucede? —¡Deja de decir eso! —le gritó Alabaster—. ¡Vas a estar bien! Pero Claymore negó con la cabeza. Era lo único que evitaba que Alabaster leyera el libro, por lo que el camino que tenía que tomar era claro. Tenía que destruir el último obstáculo en el camino de Alabaster. Para vengar a Burly, para salvar a aquél hijo de los dioses, sabía qué tenía que hacer. —Alabaster, antes me has dicho que los héroes no mueren. Puede que tengas razón, pero te voy a decir algo—Claymore miró a los ojos del chico—. Yo no soy un héroe. Con aquellas palabras Claymore se tiró hacia atrás empujando a Lamia. Ambos se derrumbaron hasta el vestíbulo. Claymore se giró e intentó agarrar al monstruo, esperando darle a Alabaster unos segundos más, pero sabía que no podría ganar aquella batalla. El grito horrorizado de Alabaster le llegó desde lejos. Entonces él estaba hundiéndose, hundiéndose en otro mundo. Las frías manos de la muerte capturaron a Howard Claymore como una prisión de hielo. No hubo barquero para él, ni siquiera una barca. Fue arrastrado hasta las ardientes aguas del Estigio, arrastrado al castigo que le esperara por la vida que había tenido. Podría alegar que era un hombre de motivaciones puras, intentando extender el sentido común por el mundo, pero incluso él sabía que no era la verdad. Había desestimado la idea de los dioses y había desestimado a cualquiera que adorara a uno. Todos habían sido objeto de risas para él, pero si habría aprendido algo durante las últimas seis horas, era que aquellos dioses no tenían sentido del humor. Lo peor era, pensó mientras era arrastrado por la fría corriente, que si Alabaster no hubiera sido enemigo de los dioses, Claymore podría haber sido recibido como un héroe por haber salvado la vida al chico. Pero el destino tenía otro plan para él. Cuando se enfrentase con su juicio, también tendría que añadir el ayudar a un traidor. Era irónico, de hecho… Había muerto haciendo un buen acto, pero sería sentenciado por ello a una eternidad de oscuridad. Aquél había sido su miedo desde la infancia, morir y ser rechazado del cielo. Por supuesto, aunque flotara en las frías aguas, seguía sonriendo. El hecho de que Alabaster no estuviera haciendo aquel viaje con él, le decía algo: Lamia no había matado al chico. Sin un rehén reteniéndole, seguro que Alabaster podría haber leído aquel hechizo con pura rabia y haber vencido a Lamia. Y aquello era suficiente para contentar a Claymore, sin importar el castigo que los dioses le decidieran. Él reiría el último por ahora, y para el resto de la eternidad. Pero, sorprendentemente, el destino no juega así. Por encima de la oscuridad, un brillo parpadeó, brillando más y más. Una mano le fue tendida, la mano de una mujer a través de la oscuridad. Siendo un hombre lógico, hizo lo lógico. La cogió. Una vez sus ojos se ajustaron, vio que estaba en una iglesia. No la brillante y sagrada iglesia del cielo, sino una que había caído en la ruina. Era la misma capilla sucia y cubierta de polvo que había visto en sueños. Y rezando en el altar estaba la joven vestida con la ropa ceremonial, la madre de Alabaster, la diosa Hécate. —Supongo que esperas que te lo agradezca—dijo Claymore—, que te agradezca que me hayas salvado la vida. —No—dijo Hécate, solemnemente—. Porque no te he salvado la vida. Sigues muerto. El primero instinto de Claymore fue discutir, pero no lo hizo. No hay que ser un genio para saber que tu corazón no late. —¿Entonces por qué estoy aquí? ¿Por qué me has traído a este lugar? Se acercó al altar y se sentó en el polvo cerca de Hécate, pero ella no le miró. Mantuvo sus ojos cerrados y siguió rezando. Su cara era como una estatua griega, pálida, hermosa y eternamente joven. —Les he salvado—le dijo—. A mis dos hijos. Me vas a odiar por ello. Ambos… Ella había salvado a Lamia. Claymore supuso que no era muy inteligente gritarle a una diosa, pero no puedo evitarlo. —¡Le dijiste a Alabaster que no podías interferir! —le gritó—. ¿¡Después de que me sacrificara para salvar al chico, has entrado en el último momento y has salvado al monstruo?! —No quiero que ninguno de mis hijos muera—dijo Hécate—. La solución de Alabaster habría funcionado. Gracias a tu muerte desinteresada, tuvo tiempo para recuperar el libro de notas y encontrar el hechizo. Era un encantamiento de clausura, lo contrario de un hechizo diseñado para sanar y fortificar un cuerpo viviente. Si se lo hubiera lanzado a Lamia habría sido reducida a un montón de polvo negro, pero ella no habría muerto. Ni tampoco se habría regenerado. Se habría mantenido viva como un puñado de polvo oscuro para siempre. Lo detuve antes de que sucediera. Claymore parpadeó. La solución del chico habría sido brillante y sencilla. Admiró a Alabaster más que nunca. —¿Por qué no le has dejado que lo hicieras? —preguntó Claymore—. Lamia es una asesina. ¿No se merece la sentencia de Alabaster? Hécate no respondió durante un instante. Ella simplemente apretó sus manos aún con más fuerza. Después de lo que pareció una eternidad de silencio, susurró: —Le gustas a Alabaster. Vi lo feliz que le hiciste. Es probablemente porque nos recuerdas a ambos a su padre—sonrió ligeramente—. Alabaster es un niño que siempre ha intentado hacer sentir orgullosa a su madre, aunque a veces puede ser temerario… Pero Lamia también tiene un pasado difícil. No pidió ese destino. Quiero verla igual de feliz que a Alabaster. —¿Me has traído aquí para decirme esto? —preguntó Claymore, alzando una ceja—. ¿Para decirme que mis esfuerzos han sido en vano? —No lo han sido, doctor. Porque voy a poner a Alabaster a tu cuidado. La observó, curioso. —¿Y cómo voy a hacer eso si estoy muerto? —Mi papel principal como diosa es mantener la Niebla, la barrera mágica entre el Olimpo y el mundo mortal. Mantengo a ambos lados separados. Cuando los mortales atisban algo de nuestro mundo, yo les ofrezco alternativas mejores en las que creer. Alabaster también tiene poder sobre la Niebla. Estoy segura de que te ha mostrado algunas de sus creaciones, los símbolos que se pueden convertir en objetos sólidos. —Nebuliformes—Claymore recordó al padre falso y la espada dorada—. Sí, Alabaster me ha hecho un par de demostraciones. La expresión de Hécate se volvió más seria.

—Últimamente las fronteras entre la vida y la muerte se han debilitado, gracias a la diosa Gea. Es así cómo puede traer a sus monstruosos sirvientes del Inframundo tan rápidamente y cómo se regeneran tan rápidamente. Pero yo puedo usar esa debilidad en nuestro favor. Puedo devolver tu alma al mundo bajo la forma de un cuerpo nebuliforme. Tendría que utilizar gran parte de mi poder, pero eso te daría una nueva vida. Alabaster siempre ha sido testarudo e impaciente, pero si estás a su lado, puedes guiarle. Claymore miró a la diosa. Volver a la vida como un nebuliforme… tenía que admitir que sonaba mucho mejor que el castigo eterno. —Si tienes tanto poder, ¿por qué no pudiste separar a Lamia y a Alabaster antes? ¿Era necesaria mi muerte? —Por desgracia, doctor, tu muerte era necesaria—dijo Hécate—. La magia no puede ser creada de la nada. Tiene que servirse de lo que ya existe. Un sacrificio noble crea una energía mágica muy poderosa. Usé esa fuerza para separar a mis dos hijos. De hecho, tu muerte me sirvió para salvarlos a ambos. Quizá lo que es más importante, Alabaster ha aprendido algo de tu muerte. Y sospecho, que tú también. Claymore se tragó una réplica. No le gustaba que su muerte fuera servida como una lección. —¿Qué pasa si esto sucede de nuevo? —preguntó Claymore—. ¿No seguirá Lamia persiguiendo a tu hijo? —A corto plazo, no—dijo Hécate—. Alabaster ahora tiene un hechizo poderoso para vencerla. No sería tan tonta como para atacarle. —Pero gradualmente acabará encontrando una forma de contrarrestar el hechizo. —supuso Claymore. Hécate suspiró. —Puede que suceda eso. Mis hijos siempre han luchado entre ellos. El más fuerte guía a los demás. Alabaster se unió a la causa de Cronos y guió a sus hermanos a la guerra. Se culpa a sí mismo por sus muertes. Ahora Lamia se ha alzado para desafiarle su preeminencia, esperando que mis hijos le sigan bajo el estandarte de Gea. Tiene que haber otra forma. Los demás dioses nunca han confiado en mis hijos, pero esta rebelión de Gea sólo traerá más baños de sangre. Alabaster tiene que encontrar otra respuesta, algún tipo de arreglo para que traiga paz a mis hijos. Claymore vaciló. —¿Y si no tienen paz? —No escogeré bandos—dijo—, pero espero que estando tú allí, Alabaster tome la decisión correcta, una decisión que traerá la paz a mi familia. Una razón por la que vivir, pensó Claymore. Una forma en la que un hombre mortal sin poderes especiales pudiera afectar al mundo de los dioses y los monstruos. Claymore sonrió. —Eso suena como un desafío. Muy bien, lo acepto. Aunque sólo seré un nebuliforme, me aseguraré de que tenga éxito. Se puso de pie, listo para salir por las puertas de la iglesia, pero entonces se detuvo. Aunque estuviera muerte, la respuesta que buscaba estaba justo delante de él. —Tengo una pregunta más para ti, Hécate—se mordió la lengua, como Alabaster hizo frente al público durante su conferencia—. Si tú misma eres una deidad, ¿a quién le estás rezando? Se calló un momento, se giró hacia él y abrió sus brillantes ojos verdes. Entonces, aunque la respuesta era obvia, sonrió y dijo: —Espero que tú lo descubras. Alabaster se despertó en un campo. Todas las runas de sus ropas habían sido destruidas, y su chaleco antibalas había sido destrozado hasta el punto de que había quedado inservible. Sorprendentemente, a pesar de todo, se sentía bien. Descansó en la hierba durante un minuto, intentando saber dónde estaba. Sus últimos recuerdos eran de Claymore chocando contra el monstruo, las garras de Lamia cerrándose alrededor del cuello del doctor, el bloc de notas ardiendo, el encantamiento… Ya había conjurado el hechizo y entonces… se había levantado allí. Buscó en su bolsillo y sacó sus tarjetas de Nebuliformes; pero todas las inscripciones se habían convertido en borrones oscuros: gastados, igual que toda su magia. Entonces la forma de un hombre apareció cerca de él, tapándole la luz del sol. Le tendió una mano para ayudarle a levantarse. —¿Claymore? —el ánimo de Alabaster incrementó de golpe—. ¿Qué ha pasado? Creía que… ¿qué estás haciendo aquí? Claymore le dio a Alabaster una sonrisa que le acompañaría durante el resto de su vida. —Vamos—dijo—. Creo que tú y yo tenemos cosas que buscar.

Griegos y Romanos Deja que tu conocimiento de dioses griegos y romanos te guie a un mensaje secreto La siguiente tabla muestra los nombres de dioses griegos y romanos. Tu reto: Que los nombres griegos y romanos propios de las descripciones en la tabla de la página siguiente. Cuando hayas terminado, vuelva a colocar la letra asignada a cada dios griego con número asignado de su equivalente romano para revelar ¡un mensaje oculto!

Dioses

1. Hefesto 2. Cronos 3. Afrodita 4. Poseidón 5. Hermes 6. Zeus 7. Deméter 8. Ares 9. Hera 10. Gea 11. Pan 12. Dionisio 13. Hades 14. Apolo 15. Iris 16. Hécate

A. Júpiter B. Fauno C. Vulcano Z. Saturno E. Ceres F. Baco G. Venus T. Febo I. Mercurio J. Arcus S. Juno L. Neptuno M. Tierra N. Marte O. Pluto P. Trivia

¿En dónde encontraron un hogar Luke, Thalía y Annabeth? __ __ __ __ __ __ __ __ __ __ __ __ __ __ __ __ __ 1 6 10 16 6 10 7 8 14 13 10 7 9 14 5 2 13

Escribe el nombre de los 7 semidioses de la profecía

SNOJA __ __ __ __ __ ELO __ __ __ IEPRP __ __ __ __ __ FANKR __ __ __ __ __ ZLAHE __ __ __ __ __ ERYPC __ __ __ __ __ NHNETABA __ __ __ __ __ __ __ __

Encuentra las siguientes palabras en el crucigrama

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Respuestas ¿En dónde encontraron un hogar Luke, Thalía y Annabeth? Campamento Mestizo Los 7 semidioses son Jason, Leo, Piper, Frank, Hazel, Percy y Annabeth El crucigrama
PJDO, Los diarios del Semidios1&2 (Extras de Percy Jackson) - Rick Riordan

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