MC17- Los mejores cuentos de Antón Chéjov_PROMO

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LOS MEJORES CUENTOS DE ANTÓN CHÉJOV — CAPÍTULOS PROMOCIONALES —

Antón Chéjov

LOS MEJORES CUENTOS DE ANTÓN CHÉJOV

Colección LOS MEJORES CUENTOS DE…

© MESTAS EDICIONES, S.L. Avda. de Guadalix, 103 28120 Algete, Madrid Tel. 91 886 43 80 Fax: 91 886 47 19 E-mail: [email protected] www.mestasediciones.com http://www.facebook.com/MestasEdiciones http://www.twitter.com/#!/MestasEdiciones © Derechos de traducción: Mestas Ediciones Correcciones: N. Gilbert y Pablo R. Nogueras Director de colección: J. M. Valcárcel

Ilustración de cubierta bajo licencia Shutterstock: Autor: Liillelu

Primera edición: Febrero, 2017 Segunda edición: Noviembre, 2017 Tercera edición: Junio, 2018 Cuarta edición: Abril, 2019

ISBN: 978-84-16775-45-3 Depósito legal: M-365-2017 Printed in Spain – Impreso en España Reservados todos los derechos. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos – www.cedro.org), si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

INTRODUCCIÓN El arte de escribir consiste en decir mucho con pocas palabras.

Antón Chéjov

El médico, escritor y dramaturgo ruso Antón Pávlovich Chéjov está considerado como el más destacado representante de la escuela realista de su país, en su corriente más psicológica, siendo el autor de una de las obras más destacadas de la narrativa y la dramaturgia de la literatura universal. Es reconocido mundialmente como un maestro del relato corto y uno de los escritores más importantes de este género en la historia de la literatura. Fue un auténtico innovador de esta temática narrativa. Rechazaba la finalidad moral que estaba presente en la estructura de las obras literarias tradicionales, ya que afirmaba que el deber de un escritor era plantear preguntas, nunca responderlas, optando por un prototipo de escritor carente de pasión y compromiso alguno, apartado totalmente de cualquier intención pedagógica. Introdujo en sus obras el uso de la técnica del monólogo, de la que luego se harían eco importantes compañeros de profesión. Apostó por la ausencia de tramas complicadas y por un laconismo expresivo. Pero lo que más nos admira y emociona es el enorme equilibrio que Chéjov transmite al lector a través de su obra, y lo hace así mediante una medida que roza casi la perfección, relato a 5

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relato, párrafo a párrafo. Su obra nos conforta y nos asienta en nuestra existencia, nos ofrece la ruta de los caminos acertados a seguir en el transcurso de nuestra experiencia vital. En su vertiente dramática podemos encuadrarle dentro del naturalismo, aunque no se olvidó del simbolismo. Es aquí el creador de una original técnica dramática que se ha venido a denominar «acción indirecta», en la que muchas veces aquello que se deja sin decir es más importante que lo que dicen los personajes en el escenario. Da prioridad a la interacción entre sus personajes y a su caracterización sobre el argumento de la obra. Sus obras teatrales más destacadas son La gaviota (1896), El tío Vania (1897), Las tres hermanas (1901) y El jardín de los cerezos (1904). Son innumerables los relatos cortos y cuentos que escribió a lo largo de su vida, más de doscientos veinte, todos ellos de una elevada calidad literaria, y la mayoría de ellos considerados como verdaderas obras maestras del género. Elegir los más destacados no es una tarea fácil, porque la mayoría de ellos merecerían estar en cualquier selección. Les recomendamos que los lean por placer, por supuesto, y sobre todo con calma, sin prisa alguna, recreándose lo más posible en cada frase. Pronto tendrán la necesidad de releerlos para entender el genio que impregna toda la magnífica obra de su creador. La dama del perrito, un fortuito encuentro amoroso en la ciudad balneario de Yalta, a orillas del mar Negro, entre dos personas ya comprometidas; la fábula Kashtanka; Una noche de espanto, un clásico relato de misterio; Muerte de un funcionario; Champagne. Relato de un granuja, una breve maravilla narrativa; Vanka, otra interesante fábula; La cigarra, un relato de amor e infidelidad en un mundo de ambiente superficial; Historia de un anguila, la pesca que no obtiene recompensa alguna; El fracaso, un curioso y humorístico suceso; Una noche 6

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de espanto; Pequeñeces de la vida y finalmente En la oscuridad, son las obras que cuidadosamente hemos seleccionado para su disfrute. La medicina es mi legítima esposa; la literatura es mi amante.

Antón Chéjov

El editor

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LA DAMA DEL PERRITO Antón Chéjov

LA DAMA DEL PERRITO

I Un nuevo protagonista había aparecido en la comarca: se trataba de una señora con un perrito. Dmitri Dmitrich Gurov, que entonces pasaba una temporada en Yalta, empezó a interesarse por los acontecimientos que allí se producían. Sentado en el pabellón de Verney, vio a una señora joven pasearse junto al mar, con el pelo rubio y de mediana estatura, que llevaba una gorra. Un perrito blanco de Pomerania correteaba delante de ella. Después se volvió a encontrar con ella en los jardines públicos y en la plaza, varias veces. Paseaba sola, llevando siempre la misma gorra, y siempre con el mismo perrito; nadie la conocía y todos la llamaban simplemente «la dama del perrito». «Si se encuentra aquí sola, sin su marido o sus amigos, no sería mala idea entablar amistad con ella», pensó Gurov. Aún no había cumplido la cuarentena, pero ya tenía una hija de doce y otros dos hijos en la escuela. Se había casado joven, siendo estudiante de segundo año, y ya por entonces su mujer parecía tener la mitad de edad que él. Era una mujer alta y estirada, con cejas oscuras, seria y digna, y tal como ella misma solía decir, una intelectual. Leía con asiduidad y utilizaba un lenguaje retorcido; no llamaba a su marido Dmitri, sino Dimitri, y él en secreto la creía escasa de inteligencia, con unas ideas limitadas, cursi. Se avergonzaba de ella y no le 11

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gustaba quedarse en su casa. Empezó siéndole infiel hacía ya mucho tiempo —bastante a menudo— y, probablemente por ello, solía casi siempre hablar mal de las mujeres, y cuando se sacaba este tema en su presencia, acostumbraba a llamarlas «la raza inferior». Parecía estar tan escarmentado por aquella agria experiencia que creía legítimo llamarlas como quisiera; sin embargo, no podía pasar dos días seguidos sin «la raza inferior». En la sociedad masculina se aburría y no parecía el mismo; se mostraba frío y poco expresivo; pero en compañía de mujeres se sentía libre, sabía de qué hablarles y cómo comportarse; aunque estuviesen en silencio, se encontraba entre ellas como pez en el agua. En su aspecto externo, su carácter y todo su ser, había algo atractivo que seducía a las mujeres, predisponiéndolas en su favor. Él lo sabía, y se podía decir también que una fuerza desconocida lo guiaba hacia ellas. La experiencia, la cruda y amarga experiencia, que se repetía a menudo, hacía tiempo le había enseñado que con gente decente, especialmente la gente de Moscú —lentos y ambiguos para todo—, la intimidad, que en un principio transforma deliciosamente la vida y nos parece una etérea y encantadora aventura, llega a ser irremediablemente un problema inescrutable, y el tiempo hace la situación insoportable. Pero con cada nuevo encuentro con una mujer interesante, se olvidaba de esta experiencia, sentía nuevas ansias de vivir, y todo le resultaba sencillo y divertido. Cierta noche que estaba comiendo en los jardines, la señora de la gorra llegó lentamente y se sentó en la mesa de al lado. La expresión de su rostro, su apariencia, su atuendo y el peinado, le indicaron que era una señora casada, que se encontraba en Yalta por primera vez y que estaba triste… Esas historias inmorales, que se cuentan en lugares como Yalta, son la mayoría de las veces mentira. Gurov las despreciaba; sabía que en 12

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su mayor parte eran inventos de personas que habrían pecado sin dudarlo de haber tenido la ocasión. Pero cuando la dama del perrito se sentó en la mesa de al lado, a solo tres pasos de él, recordó esas historias de conquistas cómodas, de excursiones a las montañas, y la tentadora idea de una dulce y rápida aventura amorosa, una novela con una mujer desconocida, de nombre también desconocido, se apoderó repentinamente de su espíritu. Llamó con cariño al pomeranio, y cuando se acercó a él lo acarició con la mano. El perro gruñó; Gurov volvió a pasarle la mano. La señora miró hacia él bajando enseguida los ojos. —No muerde —dijo y se ruborizó. —¿Le puedo dar un hueso? —preguntó Gurov; y al asentir ella con la cabeza, volvió a preguntar con cortesía—: ¿Hace mucho tiempo que reside usted en Yalta? —Cinco días. —Yo llevo quince aquí. Un leve silencio siguió a estas palabras. —El tiempo pasa tan deprisa, y, sin embargo, ¡esto es tan triste! —le dijo ella sin mirarlo. —Se ha puesto de moda decir que esto es triste. Cualquiera viviría en Belyov o en Lhidra sin estar triste, y cuando llega aquí enseguida proclama: «¡Qué tristeza! ¡Qué polvo!». ¡Cualquiera diría que viene de Granada! Ella se echó a reír. Después, ambos continuaron comiendo en silencio, como extraños; pero después de comer pasearon juntos y enseguida comenzó entre ambos la conversación ágil y mordaz entre dos personas que se sienten libres y satisfechas, a las que no importa ni lo que van a hablar ni a dónde van a dirigirse. Pasearon y comentaron la luz tan extraña que había sobre el mar; el agua lucía de un suave tono malva oscuro y 13

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la luna extendía una estela dorada sobre ella. Hablaron del bochorno después de un día de calor. Gurov le contó que venía de Moscú, donde estudió Arte, pero que ahora era empleado de un banco; que había trabajado como cantante en una compañía de ópera, para abandonarla después; que tenía dos casas en Moscú… De ella supo que estudió en San Petersburgo, pero vivía en S… desde su matrimonio, ya hacía dos años, y que aún pasaría un mes en Yalta, donde se le uniría posiblemente su marido, que también necesitaba unos días de descanso. No estaba segura de si su marido tenía un puesto en el Departamento de la Corona o en el Consejo Provincial, y esta misma duda parecía divertirla. Gurov también supo que su nombre era Ana Sergeyevna. Más tarde, ya en su habitación, pensó en ella; pensó que volvería a encontrarse con ella el día siguiente; sí, inevitablemente se encontrarían. Al acostarse se acordó de lo que ella le contó de sus sueños de colegio: había estado en él hasta hacía poco, estudiando las lecciones como cualquier niña. Y Gurov pensó entonces en su propia hija. Recordaba su suspicacia, la timidez de su sonrisa y sus modales, su manera de dirigirse a un extraño. Esta debía ser la primera vez en toda su vida que estaba sola, inspeccionada con curiosidad e interés; también la primera vez que creyó intuir en las palabras de los demás secretas intenciones al dirigirse a ella… Recordó su cuello esbelto y delicado, además de sus encantadores ojos grises. «Hay algo triste en esta mujer», pensó, y se quedó dormido.

II Había pasado una semana desde que trabaron amistad. Era día de fiesta. Dentro de las casas hacía bochorno, y en la calle el viento formaba remolinos de polvo y hacía volar el sombrero a 14

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los peatones. Era un día de auténtica sed, y Gurov entró varias veces en el pabellón, ofreciéndole a Ana Sergeyevna un jarabe, agua o un helado. Nadie sabía qué hacer. Por la tarde, cuando se calmó algo el viento, salieron a ver llegar el vapor. Había mucha gente paseando por el puerto; se habían reunido para recibir a alguien y llevaban ramos de flores. Allí se advertían dos atributos de la gente elegante de Yalta: las señoras mayores vestían como chicas jóvenes y había muchos generales con su uniforme. Debido a lo agitado que se encontraba el mar, el vapor llegó muy tarde, después de la puesta del sol, y tardó bastante tiempo en atracar en el muelle. Ana Sergeyevna miró con sus impertinentes al vapor y a sus pasajeros, como si estuviera esperando encontrar algún conocido, y cuando se volvió hacia Gurov sus ojos brillaron. Hablaba mucho y preguntaba cosas discordantes, olvidándose al momento lo que había preguntado; al hacer un movimiento con la mano dejó caer sus impertinentes al suelo. La muchedumbre empezó a dispersarse; estaba demasiado oscuro para distinguir los rostros de los que pasaban. El viento se había calmado por completo, pero Gurov y Ana Sergeyevna se quedaron allí inmóviles como si esperaran ver salir a alguien más del vapor. Ella en silencio olía las flores, sin mirar a Gurov. —El tiempo ha mejorado esta tarde —le dijo él—. ¿Ahora dónde vamos? Ella no contestó. En ese mismo momento Gurov la miró fijamente, rodeó su cuerpo con el brazo y la besó en los labios, respirando la frescura y fragancia de las flores; luego miró con ansiedad a su alrededor, con miedo a que alguien los hubiera visto.

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—Vámonos al hotel —le dijo él dulcemente. Y ambos caminaron con ligereza. La habitación estaba cerrada y perfumada con la esencia que ella había adquirido en un almacén japonés. Gurov miró a Ana Sergeyevna y pensó: ¡Qué personas tan distintas encuentra uno en este mundo! De su pasado, tenía recuerdos de mujeres ligeras, algunas de buen fondo, que lo amaban con alegría agradeciéndole la felicidad que él podía proporcionarles, por muy breve que esta fuese; de mujeres, como la suya propia, que amaban con frases superfluas, conmovidas, histéricas, con una cierta expresión que hacía sospechar que no se trataba de amor ni pasión, sino de algo más significativo; y de unas dos o tres más, hermosas, frías, en cuyos rostros sorprendió más de una vez esos destellos de rapiña, un deseo perseverante de sacar de la vida mucho más de lo que esta podía darles. Se trataba de mujeres espontáneas, dominantes, faltas de inteligencia y de una edad ya madura; de manera que cuando empezaba a mostrarse frío con ellas, esa misma hermosura excitaba su odio, y se figuraba que aquellos encajes con que engalanaban sus vestidos eran escalas para él. Pero en ella solo existía la timidez de una juventud inexperta, algo parecido al miedo. Todo ello proporcionaba a la escena cierto aspecto de consternación, como si alguien llamase de repente a la puerta. La actitud de Ana Sergeyevna —«la dama del perrito»— en lo acontecido tenía algo peculiar, algo muy grave, como si se tratase de su caída. Eso parecía, y resultaba algo extraño e inapropiado. Su rostro se debilitó y poco a poco se le soltó el pelo. Bajo esta actitud de depresión y reflexión se parecía a un antiguo grabado: «La mujer pecadora». —Hice mal —me dijo—. Usted será ahora el primero en menospreciarme.

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Sobre la mesa había una sandía. Gurov cortó un pedazo y comenzó a comérsela sin prisa. Ambos guardaron silencio cerca de media hora. Ana Sergeyevna se mostraba enternecedora; en ella se advertía la pureza de la mujer simple y buena que ha visto poco de esta vida. Sin embargo, la luz de una vela iluminando su rostro revelaba que se sentía desgraciada. —¿Cómo es posible que yo pueda menospreciarla? —le preguntó Gurov—. No sabe lo que dice. —Dios me perdone —dijo; y sus ojos se inundaron de lágrimas—. Es algo horrible —añadió. —Parece que usted necesita que la perdonen. —¿Perdón? No. Soy una infame mujer. Me desprecio a mí misma y no quiero justificarme. No es a mi marido sino a mí a quien he engañado. Y esto no es solo de ahora, ya hace bastante tiempo que me estoy engañando. Mi marido puede ser bueno y honrado, pero, ¡también es un lacayo! No sé qué es lo que hace allí ni en qué trabaja; pero sé que es un lacayo. Tenía veinte años cuando me casé con él. Siempre he vivido atormentada por ese sentimiento de curiosidad; necesitaba algo mejor. Debe existir otro tipo de vida, me repetía a mí misma. Sentía ganas de vivir. ¡Vivir! ¡Vivir! La curiosidad me consumía… Usted no me comprende, pero le juro por Dios que llegó un momento en que no fui capaz de contenerme; debió ocurrirme algo fuera de lo normal. Le aseguré a mi marido que me encontraba mal y me vine aquí… Y aquí he estado deambulando de un lado para otro como una loca…, y ahora me he convertido en una mujer vulgar, despreciable, a quien todos despreciarán. Gurov casi se sintió aburrido mientras la escuchaba.

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Le crispaba ese tono ingenuo con que hablaba y aquellos remordimientos tan inadecuados; de no ser por sus lágrimas habría creído que estaba fingiendo una comedia. —No la entiendo —dijo con dulzura—. ¿Qué es lo que quiere? Ella ocultó su rostro en el pecho de él, apretándolo tiernamente. —¡Créame, créame, se lo suplico! Amo la vida pura y honrada; odio el pecado. No sé lo que estoy haciendo. La gente a veces suele decir: «El demonio me ha tentado». Yo también podría afirmar que ese espíritu del mal me ha burlado. —¡Chist! ¡Chist!… —murmuró él. Después la miró firmemente, la besó, le habló con dulzura y cariño, y gradualmente se fue tranquilizando, volvió a mostrarse alegre, y acabaron por reírse ambos. Cuando salieron fuera no había nadie a orillas del mar. La ciudad y sus cipreses tenían un aspecto lúgubre; las olas se deshacían ruidosamente cuando llegaban a la orilla; cerca se balanceaba una barca, dentro de la cual parpadeaba aletargada una linterna. Encontraron un coche y lo cogieron; se fueron en dirección a Oreanda. —Al pasar por el vestíbulo he visto escrito su apellido en la lista: Von Diderits —dijo Gurov—. ¿Su marido es alemán? —No, pero creo que su abuelo lo era; él es un ruso ortodoxo. En Oreanda se sentaron en silencio en un lugar no muy lejos de la iglesia, mirando al mar. Yalta apenas podía verse a través de la niebla matinal; unas nubes blancas permanecían inmóviles en lo alto de las montañas. Ni se movía una hoja; las cigarras cantaban en los árboles y a ellos solo les llegaba desde abajo el sórdido y monótono ruido de las olas hablando de paz, hablando de ese eterno sueño que nos espera a todos. De igual manera debía oírse cuando ni Yalta ni Oreanda existían; así se sigue oyendo ahora, y se oirá con la misma reiteración 18

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cuando ya no existamos. Y en esta tenacidad, en una completa indiferencia para la vida y la muerte de cada uno de nosotros, se oculta probablemente la garantía de nuestra eterna salvación, la garantía del incesante movimiento de la vida sobre el planeta, la garantía del progreso hacia la perfección. Sentado junto a una joven que bajo la luz del amanecer parecía tan atractiva, agasajada e idealizada por los fascinantes alrededores —el mar, las montañas, las nubes, el azul del cielo—, Gurov especuló sobre lo hermoso que es todo en este mundo cuando se refleja en nuestra alma: todo menos aquello que pensamos o hacemos cuando nos olvidamos de nuestra dignidad y de los altos ideales de nuestra existencia. Un hombre pasó junto a ellos —probablemente un guarda—, los miró y siguió adelante. Este detalle les pareció misterioso pero también lleno de encanto. Luego divisaron un vapor que venía de Teodosia, cuyas luces brillaban confundiéndose con las del amanecer. —Hay gotas de rocío sobre la hierba —dijo Ana Sergeyevna después de un breve silencio. —Sí. Es la hora de volver. —Y regresaron a la ciudad. Volvieron a verse todos los días a las doce; comían juntos, paseaban y contemplaban el mar. Ella se quejaba de no dormir bien, sentía palpitaciones en el corazón; le hacía siempre las mismas preguntas, unas veces interrumpidas por celos, otras por el miedo de que Gurov no la respetase lo suficiente. Y a menudo, en los jardines, en la orilla del agua, cuando estaban solos, él la besaba apasionadamente. Aquella vida sosegada, aquellos besos a pleno día mientras miraban alrededor por miedo a ser vistos, el calor, el olor del mar y el continuo ir y venir de gente sin nada que hacer, perfumada, bien vestida, hicieron de Gurov otro hombre. Encontraba a Ana Sergeyevna atractiva, fascinadora, y así se lo hacía saber a ella con frecuencia. Se volvió ansioso y apasionado hasta el punto de 19

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no querer separarse nunca de su lado. Ella, entretanto, seguía pensativa y le decía continuamente que no la respetaba lo suficiente, que no la amaba lo más mínimo, y que debía pensar en ella como en una mujer cualquiera. Cada día al caer la tarde se iban en coche lejos de Yalta, a Oreanda o a la cascada, y esos paseos eran siempre un premio para ellos; la escena siempre les impresionaba como algo majestuoso y muy hermoso. Esperaban a su marido, que debía llegar pronto; pero cierto día recibió una carta en la que le comunicaba que se encontraba mal y le suplicaba que volviera lo antes posible. Así pues, Ana Sergeyevna se preparó para marcharse. —Es bueno que me vaya —le dijo a Gurov—. «¡Es el dedo del destino!» El día de la partida Gurov la acompañó en el coche. Al llegar al tren, sonando la segunda campanada, Ana Sergeyevna le dijo: —¡Déjame mirarte una vez más… otra vez más! Así…, ya está. No lloraba, pero su cara reflejaba tal tristeza que parecía enferma; los labios le temblaban. —Me acordaré siempre de ti…, pensaré en ti siempre… —dijo—. Que Dios te proteja; intenta ser feliz. Nunca pienses mal de mí. Nos separamos para no volvernos a ver jamás; así es como debe ser, porque nunca debimos habernos encontrado. Que Dios esté contigo, adiós. El tren partió enseguida, sus luces desaparecieron muy pronto, y un minuto más tarde ya no se oía ni el ruido, como si todo hubiese conspirado para acabar lo antes posible aquel dulce ensueño, aquella locura. Ya solo, en el andén, mirando hacia donde el tren había desaparecido, Gurov escuchó el ruido de las cigarras, el zumbido de los cables del telégrafo, y le pareció como si acabara de despertarse. Y meditó sobre esta página de su vida que ya tocaba 20

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a su fin, y de la que solo quedaba el recuerdo… Se sintió perturbado, triste y con algún remordimiento. Aquella mujer, que nunca más volvería a ver, no fue feliz con él, porque aunque la trató con aprecio y cariño siempre hubo en sus formas, en sus caricias, una leve sombra de ironía, la condescendencia irreverente de un hombre feliz que, encima, le doblaba la edad. Ana Sergeyevna le dijo siempre que era bueno, distinto a los demás, a veces sublime…; se había mostrado a ella siempre como no era en realidad y sin intención alguna la había engañado. Un ambiguo perfume de otoño ya se dejaba sentir en el ambiente; era una tarde fría y triste. —Es hora de marcharme al Norte —pensó Gurov dejando el andén—. ¡Sí, ya es hora!

III En su casa de Moscú lo encontró todo preparado para el invierno; las estufas estaban encendidas, y aún estaba oscuro por las mañanas cuando sus hijos desayunaban para marcharse al colegio, tanto que la niñera debía encender un rato la luz. Habían comenzado las heladas. Cuando caen las primeras nieves y salen los primeros trineos es agradable observar la tierra blanca, los tejados blancos, exhalar el aliento tibio; la estación nos trae el recuerdo los años juveniles. Las añejas limas y los abedules, cubiertos de escarcha, tienen una expresión agradable y más cerca de nuestro corazón que los cipreses y las palmas. A su lado se olvidan el mar y las montañas. Gurov había nacido en Moscú. Llegó un hermoso día nevado y, al ponerse el abrigo de pieles y los guantes, al pasearse por Petrovka, al oír el sonido de las campanas el domingo por la tarde, se olvidó del encanto de su reciente aventura y del lugar que había abandonado. Poco a poco se sumergió en la vida moscovita; leía con voracidad los diarios, ¡y comentaba que lo 21

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hacía sin fundamento! Pronto sintió un irresistible deseo de acudir a los restaurantes, a los clubes, a las comidas, a los aniversarios y las fiestas; se sintió orgulloso de poder hablar y discutir con famosos abogados, con artistas, de jugar a los naipes con algún profesor en el club de doctores. Podía hasta comerse un plato de pescado salado, o una col… Después de un mes, creyó que la imagen de Ana Sergeyevna debía cubrirse con una sombra en su memoria y visitarla de cuando en cuando en sueños, con una sonrisa, como hacían otros. Pero ya transcurrido más de un mes, llegó el auténtico invierno, y recordaba todo aquello con tanta claridad como si se hubiese separado de Ana Sergeyevna el día anterior. Estos recuerdos, lejos de morir, se intensificaron con el paso del tiempo. Durante la tranquilidad de la tarde, oyendo las palabras de los niños estudiando en voz alta, oyendo el sonido del piano en un restaurante, o el ruido de la tormenta que llegaba a través de la chimenea, todo volvía de repente a su memoria: lo que sucedió en el muelle aquella mañana de niebla junto a las montañas, el vapor que regresaba de Teodosia y los besos. Gurov entonces se levantaba y paseaba por su habitación, recordando con una sonrisa en los labios; luego, sus recuerdos se transformaban en ilusiones, y en su fantasía el pasado se confundía con el futuro. Ana Sergeyevna ya no lo visitaba en sueños, lo perseguía por todas partes como si fuese una sombra, como un fantasma. Al cerrar sus ojos la veía como si estuviera viva justo delante de él, y Gurov la encontraba mucho más encantadora, más joven, más lozana de lo que era en realidad, y se la imaginaba aún más bella de lo que estaba en Yalta. Cada tarde, Ana Sergeyevna lo observaba desde la estantería de los libros, desde la chimenea; oía su respiración desde cualquier rincón, así como el roce amoroso de su falda. Por la calle miraba a todas las mujeres buscando alguna que se pareciese algo a ella. 22

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Lo atormentaba un fuerte deseo de comunicar sus ideas a alguien. En su casa era imposible hablar de su amor, y fuera tampoco tenía a nadie; no podía contárselo ni a sus compañeros de trabajo ni a ninguno del banco. ¿De qué podía hablar entonces? Pero, ¿acaso había estado enamorado? ¿Hubo algo poético, edificante, algo de interés en sus relaciones con Ana Sergeyevna? Y todo le volvía a hablar remotamente de amor, de mujeres, y nadie sospechaba nada; solo su esposa fruncía el ceño y decía: —No te sienta bien el papel de conquistador, Dimitri. Una tarde, volviendo del club de doctores con un oficial con el que había estado jugando a las cartas, no pudo contenerse y le dijo: —¡Si vieras la fascinante mujer que conocí en Yalta! El oficial subió a su trineo, y ya se iba cuando se volvió de repente exclamando: —¡Dmitri Dmitrich! —¿Qué? —¡Tenías razón esta tarde: el esturión era demasiado fuerte! Palabras tan burdas llenaron a Gurov de indignación, las encontró degradantes y groseras. ¡Qué modo tan bárbaro de hablar! ¡Qué noches tan estúpidas, qué días tan carentes de interés! El vicio de los naipes, la glotonería, la bebida, el continuo parlotear siempre sobre los mismos temas. Todas esas cosas consumen la mayor parte del tiempo de mucha gente, la principal parte de sus fuerzas, y al final de todo, ¿qué nos queda?: una vida de esclavo, disminuida, trivial e indigna, de la que no se puede escapar, como si estuvieras encerrado en un manicomio o en una prisión. Gurov no pudo dormir en toda la noche, tan indignado estaba. Al día siguiente se levantó con dolor de cabeza. Y la siguiente noche volvió a dormir mal. Se sentó en la cama, pen23

FIN DE LOS

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