El arte de educar de padres a hijos

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Ensayos 514 Educación Serie dirigida por Javier Restán ¡Cómo agradezco a mi padre haberme acostumbrado a preguntar las razones de todo, cuando todas las noches antes de acostarmeme repetía: «Te debes preguntar por qué»! Luigi Giussani, Educar en un riesgo, 2006

El debate sobre el significado y valor de la educación, sobre el sujeto responsable de la tarea educativa o el papel del Estado en la educación de los ciudadanos, acompaña a nuestras sociedades occidentales desde hace más de 200 años inmerso en controversias muy radicales. La experiencia educativa es consustancial a la relación humana, a la experiencia de la familia o a la pertenencia a una comunidad, y sin embargo hoy, en Occidente, resulta absolutamente necesario volver a preguntarnos qué significa educar. Profundizar en esta pregunta y buscar una respuesta a la misma es la finalidad de esta Colección Ensayos Educación dentro de Ediciones Encuentro. No queda fuera de este gran interés por la educación ningún aspecto, desde el más histórico hasta la reflexión filosófica, desde las cuestiones más pedagógicas y didácticas hasta el debate sobre la organización de los sistemas educativos. Javier Restán Director de la Colección Ensayo Educación

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FRANCO NEMBRINI

El arte de educar De padres a hijos Prólogo del cardenal Camillo Ruini Prólogo a la edición española de José María Alvira Duplá

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Título original Di padre in figlio © 2014 Franco Nembrini y Ediciones Encuentro, S. A., Madrid ISBN digital: 978-84-9055-246-9 Traducción Silvia Guerrero Fontana Adaptación edición española Carmen Giussani Revisión Javier Restán Diseño de la cubierta: o3, s.l. - www.o3com.com Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos. Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a: Redacción de Ediciones Encuentro Ramírez de Arellano, 17-10.a - 28043 Madrid Tel. 902 999 689 www.ediciones-encuentro.es

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A mis padres, Clementina y Dario, que me dieron la vida y con ella el sentimiento de su grandeza y positividad. A Clementina Mazzoleni, mi profesora de italiano, a quien debo la pasión por la literatura y por la enseñanza. A don Luigi Giussani, que ha dado a este sentimiento y a esta pasión la estabilidad y la certeza de la fe

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PRÓLOGO CARDENAL CAMILLO RUINI Tuve la ocasión de conocer al profesor Nembrini en el congreso de la Diócesis de Roma sobre educación de 2007. Ese día, el Santo Padre Benedicto XVI había intervenido recordando a todos los presentes que la educación, y especialmente la educación cristiana, exige en primer lugar esa cercanía propia del amor. Después explicó que la relación educativa es un encuentro de libertades, que implica necesariamente nuestra capacidad para dar testimonio. Por último, abogó por una «pastoral de la inteligencia», esto es, por un trabajo para ampliar los espacios de la racionalidad, desde la técnico-práctica hasta la que afronta el problema del bien y de la verdad. Después intervino el profesor Nembrini, y el dato que resultó patente fue la consonancia de sus palabras con el discurso del Papa, aunque sea desde una perspectiva diferente: era como si lo que decía Benedicto XVI desde lo alto de la milenaria sabiduría de la Iglesia se viese confirmado por así decir «desde abajo», por una voz puntual y concreta que mostraba cómo los criterios que el Santo Padre había recordado podían conformar la experiencia cotidiana. Los temas abordados por Nembrini en aquel momento se retoman, ampliados y más desarrollados, en las páginas de este libro, que puede ser una lectura de lo más provechosa para todos los educadores cristianos. A propósito del primer punto señalado por el Papa, el profesor Nembrini subraya en varias ocasiones que el otro nombre de la educación es el de la misericordia, en virtud de la cual un muchacho adquiere la certeza de que Dios le ama, va a su encuentro y le acoge tal y como es, con todos sus problemas, sus errores y debilidades. No hay que entender estas palabras como un simple buenismo, que es lo contrario de la educación, sino en el sentido de esa gratuidad y capacidad de entrega que son requisitos indispensables para aquellos que realmente quieren ser educadores. En cuanto al tema de la libertad, verdadera clave de sus intervenciones, Nembrini nos advierte de dos errores que corremos el riesgo de cometer por miedo a los daños que pueda ocasionar la libertad de los que amamos y que intentamos educar: el primero es hacerse la ilusión de que actuamos por su bien cuando impedimos el desarrollo de su libertad; el segundo, mucho más habitual hoy en día, es el justificar y aprobar sus decisiones, aunque estén equivocados, por temor a perder su afecto y confianza, negándole así al chico, al adolescente, al joven o incluso al adulto, ese punto de

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referencia que es esencial para que pueda crecer. Después, para abordar el tema del testimonio, Nembrini retoma sistemáticamente el concepto de don Luigi Giussani de «coherencia con el ideal», que no indica una imposible coherencia ética, pero sí una coherencia que tenga la honestidad y la humildad de reconocer los propios errores y que empuja al educador a poner en práctica, en primer lugar, esa conversión indispensable para el discípulo de Jesucristo, que sabe bien que él no es el Maestro y que tiene que dar testimonio del único Maestro. Por último, creo que el reclamo a una «pastoral de la inteligencia» encuentra su eco en la afirmación de don Giussani, que en este libro se retoma varias veces, sobre el hecho de que la educación es «introducción al significado de la realidad total»: la pastoral de la inteligencia no es algo añadido, separado del amor, de la libertad, del testimonio personal; si queremos formar personas adultas y cristianos bien arraigados, es indispensable que estos elementos vayan unidos. Todo esto no aparece en las páginas que siguen a partir de un estudio libresco, sino a partir de mil ejemplos de la realidad de cada día: la infancia de una de esas familias de antaño, cuya forma de vida era la tradición cristiana ; además, como en tantos casos, la crisis en los años cruciales en torno al 68, que también asolaron la manera de vivir la dimensión religiosa; después, a través del encuentro con un maestro, don Luigi Giussani, el redescubrimiento de la pertinencia que tiene la fe cristiana con las exigencia más vivas de la persona. De ahí, un compromiso incansable a la hora de proponer a las jóvenes generaciones, a los hijos o estudiantes este exaltante descubrimiento. Confirma, por tanto, que lo que dijo al final del congreso de 2007 — «somos muy conscientes de la actual emergencia educativa y de que esta emergencia hace difícil la propia formación cristiana, pero no por eso hay que asumir una postura de renuncia y a la defensiva. Por el contrario, esto tiene que provocar que hagamos más visible ese “sí” que le dijo Dios, en Jesucristo, al hombre y a su vida, al amor humano, a nuestra libertad y a nuestra inteligencia. Este “sí” nos empuja a asumir con confianza y esperanza teologal todo el espesor del “riesgo de educar”, sabiendo que así también estamos haciendo un gran servicio a nuestro país»— no es una exhortación, sino la descripción de una realidad que mucha gente vive y que es posible para todos.

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PRÓLOGO A LA EDICIÓN ESPAÑOLA JOSÉ MARÍA ALVIRA DUPLÁ Secretario general de Escuelas Católicas ¿Por qué el esfuerzo de vivir, la muerte, el dolor, la fidelidad, el sacrificio? ¿Cuál es la verdadera razón por la que me has traído al mundo, para que yo pueda llevar el peso de la vida con dignidad, con esperanza y con fortaleza? Acompáñame en esto: es lo único que te pido. Con estas palabras que su hijo pequeño parece dirigirle con su mirada silenciosa, inicia Franco Nembrini sus confesiones —así me atrevería a llamarlas— de educador. Porque éste no es un tratado de pedagogía, ni siquiera un estudio sistemático sobre la educación o sobre el papel de quien la lleva a cabo. No es de especialistas ni para especialistas. Son las declaraciones sinceras y apasionadas —las confesiones— de un padre, un profesor, un educador. A pesar de no seguir un orden previamente planificado, los escritos recogidos en este libro nos van descubriendo cómo entiende el autor la educación y cuál es el papel del educador. Lo hace a través de diversas conferencias, lecciones, testimonios y diálogos, tomados de situaciones variadas y dirigidos a destinatarios distintos. Poco importan los inevitables solapamientos. Porque precisamente la ausencia de un desarrollo sistemático nos ayuda a conocer con mayor nitidez cuáles son las insistencias y convicciones profundas de Franco Nembrini, contrastadas con su propia vida o nacidas de ella. Hay mucho de testimonio personal, de su propia experiencia de educador como profesor y padre, dos condiciones que vienen a identificarse, de hijo y de alumno...Y aunque en educación no hay recetas, porque es algo siempre abierto e imprevisible, tampoco faltan cuestionamientos sobre situaciones reales ante las que, con sus respuestas, nos lleva más allá de las inquietudes particulares planteadas. El autor se presenta, para empezar, como padre. La paternidad y la educación vienen a ser, de alguna manera, lo mismo. Se trata de la paternidad que ofrece al hijo, o al alumno, una buena razón para vivir, la seguridad de la roca que permanece. Porque, para él, eso es la educación: un hombre, un adulto, que está, que permanece junto a los niños y jóvenes y les ofrece el testimonio de su coherencia, no ética o de comportamientos, sino de criterio. No se trata de ser un experto, sino un hombre viviendo, con toda la fuerza que encierra esta expresión.

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Y el padre, como cualquier educador, es un ser imperfecto. A los hijos, a los alumnos, hay que saber decirles: soy un miserable como tú —parecen resonar en nosotros las palabras, soy un pecador, con las que se presenta el papa Francisco—, pero estoy mirando hacia Otro más grande que yo, que me perdona. Educar es acompañarles para que aprendan a mirar lo mismo que miramos nosotros como lo más importante en nuestra vida, sin paternalismos que dejan huérfanos o atosigan con la permanente vigilancia protectora. Hay que permitir marchar a los jóvenes o dejar que estén solos cuando lo necesitan. Hay varios capítulos dedicados a la manera en que entiende la educación Luigi Giussani, de quien el autor confiesa haber recibido la estabilidad y la certeza de la fe. Para él, la labor educadora es, más que una tarea, una relación. A través de ella, el adulto introduce al otro en la realidad, afirmando su significado mediante una hipótesis explicativa. No se trata de una teoría científica, sino de una hipótesis de sentido: la vida es algo positivo, existe la posibilidad del bien. Para crecer como personas el niño y el joven necesitan recibir la seguridad que sólo es capaz de ofrecer, con su vida más que con palabras, un adulto: una afirmación del valor último de la realidad, de la posibilidad de una esperanza. Es una certeza sobre el sentido de la realidad, un fundamento para la felicidad; se trata de asegurarle que vale la pena haber venido al mundo. El gran derecho de un niño es el de contar con un adulto que dé testimonio de la bondad de la vida. Pero la referencia no es él. La educación es ayudar a dirigir la mirada más allá, a otra realidad que le da sentido. La autoridad, en virtud de su coherencia, cumple la función de hacer visible y concreta esta afirmación. La educación requiere de la misericordia; es más, se podría decir que se identifica con ella porque empieza con la disposición a aceptar a uno como es y a perdonar antes de merecerlo. El amor es la mejor garantía para tener una visión positiva de la vida y creer en la posibilidad de ser felices. El abrazo del perdón está en el origen de la educación, no como un acontecimiento ocasional sino como punto de referencia original. Porque es la felicidad la que hace posible la virtud y no al contrario. Este es el fundamento de la educación moral y no la llamada insistente a cumplir unas normas. Hoy, la pedagogía nos diría que la felicidad agranda las posibilidades de nuestra inteligencia y de nuestro desarrollo personal. La experiencia del bien, de la verdad y de la belleza es lo que lleva al buen comportamiento. La afirmación sobre el significado de la realidad precisa de la propia experiencia. Por eso, para que alguien pueda llevarla a cabo hace falta vivirla en el ejercicio de su libertad, en el ambiente real y en la normalidad de la vida ordinaria. Ahí es donde están los intereses, afectos y trabajos del joven, donde puede realizar la verificación personal de que eso es lo que le conviene. Naturalmente, la libertad comporta riesgos, pero para

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educar hay que arriesgar y esperar. La virtud del educador es la paciencia. Franco Nembrini hace también unas consideraciones sobre su condición de profesor. La educación, en este caso, se realiza sobre todo a través de la enseñanza, que es un camino privilegiado hacia la verdad. No se trata de hacer exhortaciones sino de transmitir a través de las materias escolares un sentido de la realidad, mostrando las razones para la esperanza y poniendo la propia vida en ello. Entonces podrá suscitar el interés de los alumnos y comenzará a despertar en ellos las preguntas adecuadas. También el profesor —o mejor, los profesores, porque no se educa de una manera aislada— están ejerciendo de esta manera una cierta paternidad. La relación afectiva con quien enseña es la mejor motivación para aprender. También aquí queda patente que la educación es una relación. Y también se muestra en otras tareas que debe hacer un profesor. De manera particular, a través de la evaluación, que es reconocimiento, afirmación del valor de la persona del alumno. La evaluación es una mirada a cada alumno; es compañía para ayudarle a caminar y, en este sentido, coincide con la educación. En la evaluación, el profesor debe ser capaz de armonizar la misericordia y la justicia, algo siempre difícil y que llega a parecer contradictorio. Probablemente, el término que mejor aúna estas dos disposiciones es el amor: amar lo que es el otro, afirmar su valor y su destino, mostrar el camino que ha de recorrer para que conozca y se adhiera a la verdad. En el último capítulo, el autor nos explica —se trata de otra confesión— cómo fue el camino de su dedicación al estudio y a la docencia del italiano. Uniendo admirablemente su amor por la literatura y por la educación, hizo el recorrido como una aventura vital, decisiva y en la que le ha ido la vida. Franco Nembrini se siente —como tuve ocasión de comprobar personalmente cuando lo conocí en Roma hace ahora un año— educador, padre y profesor de manera inseparable. Y lo es realmente. Es fácil comprobarlo a través de las páginas que siguen. Bastaría con leer las palabras que nos deja casi al terminar el libro: Al final hay una sola razón que rige todo lo demás: el amor por una mujer, el amor por los amigos, el amor por el estudio, el amor por los pobres del tercer Mundo. El amor o existe o no... Tras el increíble encuentro con la verdad, la belleza y el bien, podrás volver a decirles a los hombres que la vida es grande y positiva, que la última palabra no la tiene esa selva oscura, sino una luz infinita, una belleza infinita, un amor insondable.

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NOTA EDITORIAL Estas páginas son el testimonio de un educador, el relato de la experiencia humana y profesional de Franco Nembrini, un profesor italiano de Bergamo. Cuarto hijo de una familia de 10 hermanos, a los dieciséis años tuvo que abandonar los estudios para ponerse a trabajar por necesidades familiares. Pero trabajar tan joven no le impidió graduarse, estudiando en su tiempo libre, ni experimentar una fascinación profunda por la literatura, al contrario. Descubrió, estudiando de manera «loca y desesperada», que Dante y Leopardi hablaban de él mejor que él mismo y ya no los abandonó. Después se graduó en la facultad de pedagogía de la Universidad Católica de Milán y empezó a dar clases de religión. Se casó y ha tenido tres hijos, fue responsable de la comunidad de Comunión y Liberación en la ciudad de Bergamo. Unos años después un grupo de familias de su zona le pidió iniciar una escuela en la que pudieran educar a sus hijos dentro de la tradición cristiana a la que pertenecían. Así nació el colegio La Traccia, del cual Franco Nembrini sigue siendo director. Y después, tantas otras responsabilidades: presidente de la Federación de Obras Educativas (FOE) en Italia, miembro del Consejo Nacional de la Escuela Católica en su país. El libro que presentamos reúne una serie de textos hablados, dichos en público. Este aspecto es fundamental. Son textos hablados, como se narra la propia vida. Y esto le da una fuerza torrencial, a veces aparentemente desordenada y desigual (como todo libro de recopilaciones) pero apenas nos introducimos en las primeras páginas podemos advertir que se trata de un libro lleno orden y luminosidad. Un orden que nace de esa facilidad con la que Franco Nembrini, partiendo de problemas distintos y hablando a públicos muy diferentes, va rápido y directo al corazón del problema educativo, ese que casi todos eluden, corriendo de puntillas, para hablar enseguida de metodologías y estadísticas. Así pues, un libro de un orden profundo, pero también un libro luminoso, pues los textos que se suceden son como partes de una vidriera que, a través de fragmentos de muchos colores va llenando el espacio de una luz preciosa, que nos permite ver la realidad educativa, la tarea escolar, las relaciones familiares, de una manera positiva, llena de esperanza. Después del primer capítulo, un testimonio personal de su vida y su vocación educativa que sería suficiente por sí solo para justificar el libro, el cuerpo central del texto se estructura en tres capítulos que transcriben un curso dirigido por Nembrini a

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padres y profesores sobre el libro Educar es un riesgo, principal obra de temática educativa de Luigi Giussani, sacerdote italiano, fundador de Comunión y Liberación. A continuación, se recoge su intervención en el Congreso de Educación de la diócesis de Roma, celebrado en 2007, donde Franco Nembrini intervino a continuación del Papa Benedicto XVI, como recuerda en su prólogo el cardenal Camillo Ruini, en total consonancia con los subrayados que el Santo Padre había realizado. Después de este capítulo, se suceden otros dos dirigidos a miembros de la Asociación Familias para la Acogida, y de la Compañía de las Obras (la única intervención de las que se recogen en el libro que fue pronunciada en España). En este caso no se trata de colegios u organizaciones dedicadas profesionalmente a la enseñanza, y sin embargo, el autor desvela el potencial educativo que alberga toda tarea humana cuando es vivida hasta el fondo. Siguen tres capítulos donde se abordan de manera completamente original aspectos clave de la tarea educativa, desde el concepto de aprendizaje, hasta el sentido de la evaluación escolar y, por supuesto, el impactante testimonio de su vocación educativa: «simplemente quiero narrar cómo me enamoré de la literatura y de mi trabajo de profesor». El último capítulo es una lectura personal del Pinocho de Carlo Collodi, un ejercicio de revisión en profundidad de los grandes de la literatura italiana que tiene también un importante espacio en otros capítulos del libro, con autores como Dante y Leopardi, que han sido siempre compañeros de camino de Nembrini. Y un apunte llamativo, no del texto sino de quienes lo han leído a corazón abierto: no es casualidad que los dos prólogos de este libro lo pongan en relación, con la vida y el testimonio de los dos últimos Papas. El prólogo italiano del cardenal Ruini, lo hace con Benedicto XVI, y el prólogo español de José María Alvira con la entrevista al Papa Francisco en la Civiltà Cattolica. Este libro de Franco Nembrini puede suponer en España y en los países de habla española, un horizonte nuevo para el debate educativo. Javier Restán Director de la colección Ensayo Educación de Ediciones Encuentro

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HIJO DE GRANDES MAESTROS1 Actualmente se está debatiendo en Italia la llamada «reforma Moratti»2. Pero si realmente queremos entrar en un debate sobre el sistema escolar es necesario que antes tengamos claro de qué estamos hablando, porque el verdadero problema de la escuela es la educación. La tragedia de nuestro tiempo es que ya no se educa. Es necesario que al menos los adultos, que en esta cuestión tenemos toda la responsabilidad, partamos de este dato: posiblemente somos la primera generación de adultos que vive de manera tan dramática el problema de la tradición, es decir, de la transmisión de una generación a otra del patrimonio de conocimientos, de valores y certezas, de la transmisión de una percepción positiva y buena de la vida. Ya no se puede dar por descontado, ya no es obvio que se dé esa clase de milagro que ha sido siempre la educación y que ha garantizado, para bien y para mal, incluso en momentos históricos terribles, que el mundo siga adelante. Hay razones que lo explican. Por ejemplo, una cierta cultura ha llevado a cabo la destrucción sistemática del concepto de padre. Y precisamente la educación se juega en este punto: hay educación, si hay un adulto. Primero se destruyó la idea de Dios, de una Paternidad grande a la que el hombre pertenece o desea pertenecer, y como consecuencia, se ha derrumbado todo lo demás. Se sustituyó a Dios por algunas grandes ideologías que parecían capaces de sostener la esperanza o el impulso ideal del hombre, como sucedió con el comunismo; pero esto sólo consiguió que se viera mermada la certeza que tiene el hombre a la hora de decirles algo bueno e inteligente a sus hijos en su propia casa. Como dice el gran Woody Allen: «Dios ha muerto, Marx ha muerto y yo no gozo de buena salud». En tres frases sintetiza cómo la cultura de nuestro tiempo ha destruido de forma sistemática la idea de paternidad. Hemos crecido, nuestros hijos especialmente, leyendo Mickey Mouse, que es un cómic repleto de tíos y tías, generalmente solteros, pero en el que no encuentras ni un solo padre: es una cultura que ha favorecido la desaparición de la idea de paternidad. Hay que volver a empezar por aquí, por la educación. Don Giussani3 ha dicho recientemente: «Si se diera una educación del pueblo, todos vivirían mejor»4. Es necesario que cada uno lo intente, teniendo siempre en el rabillo del ojo a las personas, los episodios, los momentos en los que nos ha parecido ver la educación en acto, en personas reales. Quiero empezar haciendo referencia a mis padres porque, evidentemente, mi vida

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floreció, en primer lugar, con ellos, en una situación muy difícil, porque mi padre enfermó con cuarenta años de esclerosis múltiple, enfermedad que le acompañó toda la vida. Llegó un momento en el que no podía ni caminar y, por tanto, perdió su trabajo. Después empezó a trabajar de bedel y se convirtió en una figura de referencia para todo el colegio. En este sentido, como veis, yo soy hijo de alguien que me enseñó el arte de educar. Si tuviese que escoger algún recuerdo de mi pobre padre, que no sean todas las partidas a cartas que echábamos juntos y lo mucho que disfrutaba hablando de su amistad con don Giussani, al que conoció personalmente y quiso muchísimo, sería uno de cuando yo era pequeño. Cuando nos íbamos a la cama a dormir —teníamos una habitación para los chicos y otra para las chicas, en un apartamento de sesenta metros cuadrados, y en la habitación de los chicos había dos literas de tres pisos— mi padre venía a rezar con nosotros. Pues bien, el recuerdo más vivo que tengo de él es que cuando entraba se arrodillaba en medio de la habitación y empezaba: «Padre nuestro, que estás en el cielo…». Esto siempre me sorprendió mucho porque mi padre no era de dar sermones, hablaba muy poco (cuando intentaba hablar italiano era graciosísimo porque crecimos en Bérgamo y, para nosotros, el italiano era una lengua extranjera, no todos lo estudiaron o lo aprendieron suficientemente como para hablarlo correctamente. Mi padre no lo hablaba muy bien y, durante algunas conversaciones con don Giussani, este último se partía de risa al escucharle hablar italiano); el hecho de que mi padre se pusiese a rezar el Padre Nuestro, sin echarnos sermones, sin hacer ningún comentario, era para nosotros de lo más natural. Mi padre nos educó invitándonos simplemente —y siempre implícitamente— a mirar aquello a lo que él miraba. Era como si dijese: «Queridos hijos, estamos todos en el mismo navío, embarcados en la misma empresa; el único problema que tenéis es tomar la dirección adecuada. Yo lo estoy intentando y así se vive bien. Seguidme pues y os irá bien también a vosotros, os haréis mayores también vosotros». A medida que íbamos creciendo, la idea que nos hacíamos de nuestro padre, la idea que yo siempre he tenido de él era la de una persona grande. Cuando le veía montar en bicicleta por el pueblo —porque, gracias a Dios, tuvo la esclerosis de forma progresiva y durante mucho tiempo gozó de una cierta autonomía, de manera que podía moverse en bici—, aunque le costase muchísimo pedalear, a mí me parecía un rey. Para mí era dueño y señor del universo. Le miraba y, en comparación con todos los demás, mi padre era el rey del mundo, porque en él la vida era una sabiduría. Tenía una mirada sobre las cosas que ninguno de mis profesores de la universidad, que intentaron enseñarme qué es la educación, llegaban siquiera a soñar. Miraba las cosas y las conocía: lo veías por cómo se movía, por cómo estaba, por cómo cantaba, por cómo jugaba a las cartas, por cómo nos servía la comida a nosotros y a todos los amigos que vinieron después. Podías apostar a que sabía las cosas, las conocía, que te podía explicar qué es el bien y qué es el

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mal, qué es la alegría, qué es el dolor, por qué morimos, por qué vivir nos cuesta, por qué hay que vivir y qué nos espera al final. Y, con su vida, daba ejemplo de lo que significa estar en paz con uno mismo y con el mundo, sin decir que no a ninguna de sus responsabilidades ni a las provocaciones que le venían de la realidad. Cuando de pequeño le miraba, me decía a mí mismo: «Señor, quiero ser así: no sé si seré pobre o rico, si seré profesor o no, no sé qué haré cuando sea mayor, sólo sé que quiero ser un hombre así, verdadero señor de las cosas por ser capaz de arrodillarse para reconocerte». Por eso, era un hombre que poseía verdaderamente las cosas. ¡Y si a eso le añades la figura de mi madre! Hija de campesinos, encerrada en casa – imaginaos, con diez hijos en quince años— porque estaba siempre embarazada, en la cama o en el hospital; pero cuando murió, en el año 1985 (muy joven), nos encontramos una caja en su armario, donde había escrito: «Si alguien encuentra estas cosas, que no las tire porque son la Historia (escrito con H mayúscula) dentro de la historia del mundo (con h minúscula)». ¿Sabéis qué había dentro? Recortes de periódicos que se referían a la historia de la Iglesia: el Papa Juan XXIII, la beatificación de este o aquel… Los había guardado y con ellos seguía la historia de la Iglesia, contemplaba una historia que había llegado a conocer y entender a través de la lectura del semanario Famiglia cristiana y publicaciones por el estilo. Me acuerdo especialmente de una primera página del diario L’Eco di Bergamo: «Elegido Papa Juan XXIII, bergamasco». Esta es la narración de la Historia dentro de la historia del mundo. Era campesina y había estudiado hasta 3º de Primaria, pero tenía una conciencia así de la realidad. Crecí así, gracias a Dios, con esta clase de padres. Por eso siempre me ha sido fácil entender qué es la educación. No tiene nada que ver con una serie de sermones; no es una preocupación que hay que tener. Es un hombre viviendo. La educación no es nunca un problema de los jóvenes, de los hijos, de los alumnos, de los chicos, de los estudiantes. Es siempre un problema tuyo, del adulto: la educación es la capacidad que tienes o no de dar testimonio. Seas quien seas, estés donde estés, educas testimoniando una certeza y una positividad que tus hijos observan. Con esto basta. Os pongo algún ejemplo concreto. Creo que entendí esto cuando empecé a tener hijos. He tenido cuatro, pero he tenido muchos alumnos: me dedico a la enseñanza para tratar de comunicar lo que he visto vivir a mis padres. Me ocurrió un episodio en el que creo que se pone de relieve lo que os acabo de decir. Mi primer hijo tendría 4 o 5 años, era así de alto (¿sabéis esa altura en la que de pie al lado de la mesa sólo le ves los ojos?). Pues eso, imagináoslo así. Yo estaba corrigiendo redacciones, el gran calvario de los profesores de italiano, y me acuerdo que al cabo de un rato me di cuenta de que mi hijo estaba ahí. No le había oído llegar, no sabía cuánto tiempo llevaba allí; había llegado y ahí estaba tranquilamente observando a su padre mientras trabajaba. A través de esa mirada, ese

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día, me pareció entender de golpe qué era la educación. Porque ese día mi hijo se había acercado a mí sin manifestar una necesidad concreta; no quería pedirme agua, algo de comer, que le llevase a la cama, que le vistiese: estaba ahí mirándome. Al mirarle, me transmitía una pregunta; leí en su mirada una pregunta absolutamente radical; era como si mi hijo me estuviese diciendo: «Papá, asegúrame que merece la pena haber venido al mundo. Dime que merecía la pena traerme al mundo. Dime cuál es la esperanza que tienes, por qué te levantas por la mañana y te vas a la cama por la noche. ¿Por qué el esfuerzo de vivir, la muerte, el dolor, la fidelidad, el sacrificio? Dime cuál es la verdadera razón por la que me has traído al mundo, para que yo pueda llevar el peso de la vida con dignidad, con esperanza y con fortaleza. Acompáñame en esto: es lo único que te pido». Desde aquel día no he vuelto a entrar en una clase, ni a cruzar la mirada con mis alumnos sin sentir que me dirigen esta pregunta: «Profesor, ¿pero qué hace usted en este mundo?». Toda la cuestión educativa está aquí: es el intento leal de responder a esta pregunta. Responder yo, como adulto, junto con mi mujer. Porque los hijos sólo necesitan este testimonio: contar con un adulto que sepa las razones por las que vale la pena llevar el peso de la vida. Todo lo demás viene como consecuencia, podemos ser completamente libres en cuanto a todo lo demás. En cambio, el clima en el que crecen nuestros hijos y nuestros alumnos, dice lo contrario: es como si estuviese minado por una desesperación, por el cinismo, por una duda que corroe la bondad de la vida, la belleza de las relaciones. Que el colegio sea algo bueno, que la justicia sea buena, que la relación entre los padres sea buena, eso es lo que los hijos ya no perciben; y crecen con una desesperación sorda cuya consecuencia de vez en cuando es la droga o la violencia juvenil, todos esos episodios dramáticos de los que somos testigos. Hace algunos años, leí una frase que describía de manera muy sintética la cultura que nos rodea. El escritor Indro Montanelli escribía al cardenal Martini en el periódico italiano Corriere della Sera: «Lo confieso, nunca he vivido ni vivo ahora la falta de fe con desesperación; pero siempre la he percibido y la percibo como una profunda injusticia, que ahora que me encuentro en la recta final, le deja a mi vida sin sentido. Si debo cerrar mis ojos sin saber de dónde vengo, adónde voy y qué he venido a hacer aquí, lo mismo no valía la pena haberlos abierto». Con ochenta años un hombre como Indro Montanelli llega a decir: si venir al mundo supone no saber de dónde venimos y adónde vamos, es decir, no saber cuáles son las razones verdaderas por las que merece la pena vivir, habría sido mejor no haber nacido. Es la fórmula sintética del terrible cinismo que respiran nuestros hijos en el colegio y a menudo también en casa, y desde luego en la televisión o incluso en las bromas de los amigos. Tienen que lidiar con un mundo así. ¡Tenemos que oponernos con todas nuestras fuerzas a este cinismo!

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Me viene a la mente un episodio que sirve de ejemplo. Hice una sustitución en el segundo año de una escuela de contabilidad, hace unos doce años. Debatimos sobre muchas cosas y después de media hora de discusión llegamos a la cuestión fundamental, de una forma muy natural, de tal manera que —en una clase que apenas conocía, no eran mis alumnos— le dije a uno: «Pero, ¿tú qué puedes decirme de ti mismo?». ¿Sabéis lo que me respondió este chico de quince años? Dijo: «Poco tengo que contar, profesor.» y perdonad por la palabra, pero así me lo dijo, «Sólo soy el resultado de un polvo». ¿Entendéis qué significa que un chico, con quince años, sólo sepa decirme eso de sí mismo, es decir, que se siente simple y radicalmente el fruto biológico de un acto sexual? Ni siquiera de un acto de amor, sino de un acto sexual. ¿Comprendéis la violencia que alberga este chico en su corazón? Se puede llegar a asesinar a medio mundo, porque no hay ninguna razón para no hacerlo. Se puede matar a sí mismo con la droga o ir con un rifle al colegio, como sucede en Estados Unidos, a disparar a todos aquellos que se cruzan por su camino: esta sería la consecuencia posible de una conciencia tan atrofiada y bestial. Me quedé sin palabras durante diez minutos; después intenté recuperarme, razonar. La verdadera crisis de nuestro tiempo es que se ha introducido en nuestros hijos, en los jóvenes, un cinismo de este calibre; es normal que luego se manifieste una violencia devastadora. Y para explicarla se buscan pretextos sobre el profesor que le había suspendido o el padre que le había dado un par de bofetadas… esto no tiene nada que ver: el verdadero problema es el cinismo de toda la sociedad que ya no es capaz de ofrecer una razón buena para vivir. Este es el problema de la educación. Ese mismo día, parece hecho a propósito, todavía impresionado por lo que me había dicho ese chaval, fui al bar en un descanso, y ahí me encontré con una compañera, brillante, la típica de la generación que vivió el mayo del 68, que se me acercó porque se había enterado de que yo iba a tener mi cuarto hijo. Así que se puso a tomarme un poco el pelo: «Así que os habéis llevado otro chasco…». Entonces le dije: «Que sepas que mis hijos son buscados, les quiero y por tanto no es ningún chasco. Me alegro por ti, que no te has llevado ninguno chasco, pero para mí no lo son. Al contrario, mis hijos son todos deseados». Y ella con aires de sabelotodo me dijo: «Sí, ya sabía que tú eras uno de esos que creen que los hijos son un regalo del cielo». Y ya no pude más: «Mira, guapa, si quieres hablar en serio, te diré que hay dos posibilidades: o los hijos son un regalo del cielo, como has dicho tú, lo que es justo, ya que los hijos son testimonio de la presencia del Ser, del Misterio presente, de Alguien más grande que tú y que yo; o de lo contrario te llevo a una clase donde hay un chaval que te puede explicar él mismo qué son los hijos... Y tienes que elegir, porque no hay escapatoria, no existe una tercera posibilidad. O los hijos son el resultado de un polvo —pero entonces tienes que decírselo a tus hijos

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mirándoles a los ojos, tienes que tener la valentía de hacerlo—, o les dices a tus hijos que son un regalo del cielo. Esto es, que son misteriosamente la irrupción de algo que es más grande que tú, que yo, y tu marido juntos; no hay otra alternativa». ¡Esta es la raíz de la cuestión! El problema es que esa profesora razonaba como razonamos todos, y su broma contenía todo el cinismo de una cultura que ha destruido lo único que necesitan nuestros hijos: saber a quién pertenecen. Saber de quién son, porque es lo único que les educa y les mantiene a salvo, también psicológicamente, de todas las patologías que los masacran hoy en día. Pero para que un hijo sepa a quién pertenece, es necesario que también el padre —y la madre— sepa a quién pertenece. Cuando vuestros hijos empiecen a hacer determinadas preguntas como «Papá, ¿por qué somos pobres? ¿Por qué no tenemos piscina?», leed y releed el capítulo 6 del Deuteronomio. «Cuando el día de mañana te pregunte tu hijo: “¿Qué son estos mandamientos, estos preceptos y estas normas que Yahveh nuestro Dios os ha prescrito?”». O: «Papá, ¿por qué tengo que obedecerte? ¿Por qué hay que ser buenos? Los curas dicen que tenemos que ser buenos mientras todo el mundo me dice lo contrario. Tal vez conviene ser un poco astutos, sin decir siempre la verdad. Vale, a las mujeres hay que tratarlas con seriedad, pero si se presenta la ocasión de hacer otra cosa, ¿por qué no? ¿Por qué es necesario hacer siempre sacrificios?». ¿Les habéis dicho alguna vez a vuestros hijos que es necesario sacrificarse? Los hijos se rebelan contra esto, ¿por qué debemos sacrificarnos? Desde un punto de vista natural, o hay una razón grande por la que me pides que haga un sacrificio, o si no, ¿para qué? ¿Por qué debemos ser buenos? ¿Por qué debemos decir la verdad? ¿Por qué no se puede robar? ¿Por qué no es bueno tener relaciones antes del matrimonio? En definitiva, ¿qué son estas instrucciones, estas leyes, estas normas que Dios nos ha dado, que nos da la Iglesia como pilares del cristianismo? Hay una respuesta segura para los hijos que preguntan «¿por qué?»: «Responderás a tu hijo: “Éramos esclavos de Faraón en Egipto, y Yahveh nos sacó de Egipto con mano fuerte. Yahveh realizó ante nuestros ojos señales y prodigios grandes y terribles en Egipto, contra el Faraón y toda su casa. Y a nosotros nos sacó de allí para conducirnos y entregarnos la tierra que había prometido bajo juramento a nuestros padres. Y Yahveh nos mandó que pusiéramos en práctica todos estos preceptos, temiendo a Yahveh nuestro Dios, para que fuéramos felices siempre y nos permitiera vivir como el día de hoy”». ¡Es precioso! Entonces le puedes decir a tu hijo: «Bueno, decide tú. Yo te pido que hagas esto, sígueme si quieres. Pero te pido que hagas estas cosas para que puedas ser feliz, como lo soy yo». Pero para decir algo así, el hijo tiene que haber respirado desde la cuna, desde el primer día, desde la primera hora esta felicidad, este bien en la vida; si no, le estás tomando el pelo y se dará cuenta enseguida, y habrás empezado con la batalla ya perdida. Para que puedas decirle: «Hijo mío, sígueme, he elegido esta vida, hago estos

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sacrificios por un bien mayor que me conviene», tienes que pedírselo apelando a una realidad que él haya podido ver durante veinte años. Entonces podrá decir: «¡Es verdad! Te sigo porque comprendo que es lo mejor. Entiendo que es un bien para mí, una conveniencia suprema». Como les decía siempre a mis alumnos del colegio cuando hablábamos del cristianismo: o es lo que más nos conviene o no es nada. ¿A quién le interesaría el cristianismo si no fuese algo humanamente conveniente? Porque es conveniente seguir con decisión a tu padre, que es un gran hombre, afirmando esa pertenencia contra todo y contra todos, por tanto, rezando. Tu hijo debe poder decir al mirarte lo que decía yo de mi padre cuando era niño, que es lo único que le pido a Dios que mis hijos puedan decir al mirarme a mí: «Me gustaría llegar a ser un hombre así». Me dan escalofríos sólo de pensarlo, pero es el único deseo que tengo como padre, que puedan llegar a decir eso. Esto no quiere decir que mi padre fuera genial y perfecto. Mis hijos saben perfectamente desde que tienen uso de razón que soy un pobre hombre igual que ellos. Vuestros hijos saben que sois unos pobres hombres como ellos y fingir que somos perfectos no sirve de nada y sólo consigue exasperar y llenar de mentiras y chantajes la relación. A los hijos hay que decirles: «Soy un miserable como tú. Pero estoy mirando hacia algo grande, hacia Otro más grande que yo, ¡que me perdona!». Soy perdonado y abrazado, y de esta manera puedo afrontar la vida de una forma totalmente diferente, desde la muerte y el dolor hasta cualquier circunstancia ya sea próspera o adversa. «¡Venga! Hazlo tú también. También es posible para ti». En mi opinión, el secreto de la educación está aquí. En el fondo podríamos decir, de forma paradójica, que el secreto de la educación es no preocuparse por la educación, sino más bien ignorar el problema de la educación, porque si es un problema para ti, se convierte enseguida en un problema para ellos. Si tienes el problema de convencerles de algo y de hacer que sean de una cierta manera, se sublevan, reaccionan, sienten que se les quiere encasquetar algo y no lo aceptan porque creen que les quita libertad. Y tienen razón. Tienen el problema de encontrar a su Jesús a lo largo de la vida. Para eso necesitan adultos que no tengan la pretensión de hacerles cristianos. A lo mejor ese es un deseo secreto expresado cuando hacen la Primera Comunión, pero después no hay que volver a pensarlo, porque ellos no deben sentir el peso de esta preocupación; si la perciben, acabarán resintiéndose. Necesitan adultos que amen su libertad y que confíen en ella. De esta forma les mostramos lo mucho que Dios nos quiere, y esto tiene tanta fuerza que no querrán perdérselo. El padre dejó que el hijo pródigo se fuese, aunque era evidente que se equivocaba y que iba a acabar mal. Fue a ver a su padre y le dijo: «Estoy harto de esta casa, me quiero ir». Todos los niños han hecho las maletas alguna vez: algunos con cinco años, otros con

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tres, once… pero todos han hecho las maletas al menos una vez. Y cuando la hacen a los cinco años, nos reímos; pero cuando tienen dieciocho y empiezan a decir: «Estoy harto de esta casa», es una herida terrible. El padre del hijo pródigo le dejó marchar. Nosotros esto no lo hacemos. Nosotros cerramos la puerta con llave y decimos: «¡No!, tú no sales de aquí! Esta es tu casa. Con todo lo que te quiero, con todo lo que he hecho por ti, con el esfuerzo que han supuesto todos estos años…» Pero eso se vuelve contra él y contra ti. Nosotros cerramos la puerta con llave. Sin embargo, el padre del hijo pródigo le entregó su parte de los bienes y le dijo: «Vete pues». ¿Pero por qué volvió el hijo pródigo? Gracias a la certeza absoluta de que tenía una casa y que le estaban esperando. Ese chico, dice el Evangelio, que se había gastado todo el dinero, se alimentaba de las algarrobas que comían los cerdos. Es decir, todo él era hambre y necesidad. Cuando tocó fondo, pudo decir de sí mismo: «¡Qué tonto! Allí, en la casa de mi padre incluso los sirvientes tienen algo para comer, beber y dormir. ¡Volveré, volveré con mi padre! Me echaré a sus pies y le diré: “Padre, perdona”». Pero este paso fue posible porque el hijo se sabía esperado por un padre al que, sin duda, se le había roto el corazón el día que él se marchó. Podemos imaginárnoslo, desde ese momento, todos los días escrutando el horizonte a la espera de que el hijo volviese. Preparado para celebrarlo en caso de que viniese. Y ahí permanecía, con el primer rayo de luz del día, desde la ventana más alta de la casa, escrutando el camino allá al fondo, por si aparecía su hijo. En esto consiste la educación. Tu hijo, con ese tira y afloja que te pone de los nervios y con el que te pone a prueba, quiere saber si su padre y su madre están, si permanecen, si son la roca que él necesita. Quieren saber si su casa está fundada sobre roca. Y te ponen a prueba, tiran y aflojan para ver si la cuerda se rompe; pero tú permaneces. El otro error que cometemos para no dejarles ir, es decir, para no sufrir la herida de su libertad, el otro razonamiento absolutamente equivocado que hacemos, preocupados como es normal por la suerte de nuestros hijos, es el de cerrar la casa y decir: «Me voy contigo». Voy contigo y así te vigilo, de esta manera por lo menos estarás más cerca y bajo control. Pero pensad en el hijo pródigo, qué pasaría si el día en el que se da cuenta de que es un necio que se conforma con comer las algarrobas de los cerdos, en lugar de tener un padre que le está esperando se da cuenta de que el padre está ahí con él, en la ruina como él, y en casa no queda nadie. ¡Qué desesperación! Tener el deseo de volver a casa y que un padre, por estar contigo, haya cerrado la casa y la haya vendido, por lo que no tienes una casa a la que volver. ¡Ya no hay nadie que pueda perdonarnos! Como en la poesía Los dos huérfanos de Pascoli, a quien hemos aprendido a leer gracias a don Giussani: «Ya no hay nadie que nos perdona»5. Es decir, ya no hay ni una madre ni un padre, ya no somos nadie, somos huérfanos y punto. Son dos errores: cerrar la casa para que no puedan salir o irnos con ellos. Mi pobre

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madre, cuando el primero de sus diez hijos dejó la familia, durante meses puso en la mesa un plato de sopa más y lo mantenía caliente. Nosotros le decíamos: «Mamá, se ha ido, se ha ido, déjalo ya. ¡Se ha ido!», y ella siempre respondía: «Podría volver esta noche». Y durante meses y meses siguió preparando el sitio de mi hermano, el primer puesto, el que estaba entre mi padre y el segundo de mis hermanos. Ponía la mesa también para él porque podía volver a casa esa misma noche. ¡Esta es la grandeza de nuestros padres! Esto es lo que nos piden nuestros hijos. Gente que está, que aguanta por el bien de su hijo, para que él tenga esperanza. Esto es lo único que necesitan nuestros hijos. Si es así, surgen dos o tres consecuencias a las que me refiero brevemente. Primero: no tengáis miedo a equivocaros, para nuestros hijos somos los mejores padres. Si la educación es lo que os he dicho, no existe el problema de la coherencia o de la incoherencia: tus hijos no son estúpidos, saben que eres incoherente y venderles la idea de un padre especialmente bueno y coherente no les convencerá, no conseguiréis engañarlos. Saben perfectamente lo incoherentes que somos, es decir, saben que somos unos miserables como ellos, jamás les convenceréis de lo contrario. Nuestros hijos no necesitan nuestra coherencia en el sentido moralista del término; necesitan esa coherencia a la que don Giussani en Educar es un riesgo6 llama «función de coherencia ideal» y que coincide con ese «seguir estando» del que hablaba antes. Nuestros hijos nos perdonan nuestra debilidad moral, pero no nos perdonan la falta de valentía, la falta de responsabilidad ante la realidad, la ausencia de una certeza última respecto al destino: esto no nos lo perdonan. Os pongo otro ejemplo que he vivido en mis carnes (¡literalmente!). Tener a diez hijos, de cero a quince años, en sesenta metros cuadrados es un verdadero caos. Y peor en invierno, cuando no se podía ni salir para ir al oratorio7. Por eso, mi padre llegaba a casa por la noche cansado y, a veces, se encontraba con una especie de jungla, a mi madre con malestar, embarazada o en periodo de lactancia… No le quedaban muchos recursos, pobrecillo. Entonces sacaba el cinturón de los pantalones y pim pam pum, quien se la lleva se la lleva y quien tenga miedo, que escape8; en el sentido de que, encontrándose con un cristal roto, dos heridos, la mujer que llora, el niño más pequeño chillando, no tenía tiempo de empezar a indagar para ver quién había empezado. Así, me acuerdo una vez que llegué a casa después del colegio y, sin que me diese tiempo a quitarme la mochila y dejarla en el suelo, llegó mi padre por detrás. Vio un alboroto infernal y me tocó a mí porque no estuve lo suficientemente rápido: me dio unos cuantos azotes. Mi pobre madre, que tenía debilidad por mí, vino a ayudarme y le paró, pero ya me había llevado lo mío. Lo detuvo y le dijo: «Pero Dario, Franco acaba de entrar en casa, él no tiene nada que ver». Mi padre, muy serio, me puso una mano en el

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hombro y me dijo: «Está bien, ésta cuenta para la próxima». No empezó a decirme: «Madre mía, ahora el pobre Franco estará traumatizado de los porrazos inmerecidos que le ha dado su padre», simplemente me dijo: «Cuenta para la próxima». Y os aseguro que odié a mis hermanos porque habían sido más rápidos (sólo por eso), pero no se me vino ni un segundo a la cabeza la idea de que mi padre no me quisiese. Esa idea jamás en la vida se me ha venido a la cabeza, ni siquiera en esa circunstancia en la que se había equivocado claramente; cometió una grave injusticia—al menos a mí los golpes no me gustaron un pelo— hacia mí. Esto es lo que quiero decir cuando afirmo: «No os preocupéis». Lo digo también por esta manía de pensar que deberíamos tener el psicólogo en casa. Parece que nadie es capaz de hacer de padre, nadie es capaz de hacer de madre, al primer problema recurrimos a un experto: entregamos la relación educativa en el colegio y en la familia a los “expertos”. ¡Parece que hay que tener tres carreras para criar a un niño! Basta de historias, sois los mejores padres posibles para vuestros hijos, no os preocupéis si os equivocáis porque no es eso lo que traumatiza a los niños. Les traumatiza la sensación de caminar sobre arenas movedizas, les traumatiza la mirada incierta de los padres que se miran cuando están en la mesa, les traumatiza la impresión de que su casa esté construida sobre arena y que basta un poco de viento para llevárselo todo por delante. Esto es lo que les asusta de noche y no les deja dormir, aunque no griten y no tengan pesadillas. Pero si sabe que su casa está construida sobre roca, tu hijo verá que es roca aunque te equivoques, aunque no te las sepas todas. Sin embargo, nos planteamos problemas de locos: «¿Le doy un par de azotes o no?». «Madre mía, he leído que el psicólogo decía que un chico se tiró de un puente porque tuvo un cuatro en matemáticas. ¿Qué tengo que hacer?». «Carla dice siempre lo contrario de lo que digo yo. Si yo quiero darle algo, mi mujer dice que no; si no se lo quiero dar yo, entonces mi mujer sí que quiere». ¡Dáselo y basta! Ante la incertidumbre, sugiero que se lo des. Ese no es el problema. Además, nos las tenemos que ver también con esa peligrosa trampa que es el uso de la televisión. Hay quien dice: «Mi hijo sólo ve documentales y dibujos animados», Disney naturalmente: no tiene sexo, no tiene violencia, no tiene nada de malo, de modo que le dejo verlo (tampoco hay ningún padre ni madre en esos documentales y dibujos animados, a decir verdad…). En la dosificación se alcanzan todos los acuerdos sindicales: una hora al día, una hora y media, dos, dependiendo de las notas, de los deberes porque qué más da, si no hacen daño esos dibujos. Cuando un padre se hace la pregunta «¿Qué tiene de malo?» para decidir si dejar que sus hijos vean una hora o dos de documental, ya ha perdido la batalla. La pregunta «¿Qué tiene de malo?» esconde la rendición del educador. Ya te has rendido, estás acabado, porque la pregunta de la educación no es «¿Qué tiene de malo?», sino que debería ser «¿Qué tiene de bueno?». Y

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entonces, el noventa por ciento de las veces, acabas descubriendo que hay cosas mejores que ofrecerle a tu hijo, y así eres tú el protagonista de la educación de tu hijo y no la televisión. La pregunta «¿Qué tiene de malo?» implica que te rindes y dejas vía libre para que la televisión decida sobre tu hijo. La pregunta siempre tiene que ser «¿Qué tiene de bueno?». ¿Qué aporta de bueno en este momento, para este hijo? ¿Qué puedo proponer, qué puedo decir por su bien? Una excursión en bici, cogerlo y llevártelo, ir a la montaña, ¿yo qué sé? ¡Siempre hay cosas buenas que hacer! Me viene a la cabeza la cuestión de la escuela, esta enfermedad mortal que tienen casi todas las madres italianas, que están convencidas de que el colegio es un asunto muy serio. Recuerdo que en una ocasión se suspendió un congreso, por lo que se me quedó la agenda en blanco y me dejé el jueves libre. ¡Increíble! Volví a casa el miércoles por la noche y le di la gran noticia a Grazia, mi mujer: «Grazia, mañana estoy libre, se ha suspendido el congreso, así que me voy a llevar a los niños a la montaña». ¿Sabéis qué me respondió? «¡Pero si tienen clase!». Yo me reí y le dije: «¿Pero estás loca? ¿Por un día que puedo estar con mis hijos y lo único que me dices es que tienen cole?». No entiendo por qué las madres ahora tienen esta fijación, y piensan que es menos importante que estemos todos juntos. A ver si me entendéis, no tengo nada en contra del colegio, de hecho soy de esos profesores que va al colegio aunque tenga 40 de fiebre. Pero hay una forma de vivir el colegio, si no le das su justa medida, su justa importancia, que es tremenda. Pensad un momento en la situación de los hijos cuando llegan a casa, muertos de cansancio —intentad vosotros estar cinco horas sentados en una silla escuchando a cinco señores que dicen cosas que no te importan nada—, con un hambre voraz porque no funcionaba la máquina expendedora de comida, y dejan la cartera por el suelo: «Hola mamaaaa». La respuesta que no puede faltar es: «Deja la cartera en su sitio…». Después les pone el plato de comida delante, se lanzan a devorarla y llega la pregunta: «¿Cómo te ha ido en el colegio hoy?». ¡Yo no lo aguantaría! ¡Es insoportable que todos los santos días lo primero que se le pregunta a un chico, sin haber llegado a probar la primera cucharada de comida, es «¿qué te cuentas del colegio?». La respuesta inevitable de cualquier chaval es… «¡Nada!». ¡Porque la escuela coincide con la nada! Estoy bromeando, pero daos cuenta de que esto esconde actitudes psicológicas y espirituales de cierto peso. Porque antes que nada tienes que dejarles comer un poco; después, cuando la ansiedad por el hambre se ha calmado, le miras a la cara y le dices: «¿Qué tal te fue ayer con tus amigos? ¿Te divertiste?». ¡Eso es otra cosa! ¡Así entiende que lo que importa es su destino, su felicidad! Y, si le pillas por ahí, después puedes hablarle también del colegio. Es sencillo y obvio. Si, por el contrario, pones todo el énfasis en lo que más odia, le será más complicado sentirse libre para sacar a la luz los problemas, las preocupaciones, los gustos y los disgustos que tenga. Existencialmente se

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sentirá extraño, enemigo, nunca dirá nada y, después, nos lamentamos porque nuestros hijos no confían en nosotros… El abismo que nos separa lo construimos nosotros mismos al ponerles delante cuestiones que no deberían ser lo primero que nos importa. Al final, la cuestión decisiva para educar es el testimonio que tengo la valentía de ofrecer. Mi familia me perdona aunque esté poco en casa. Antes estaba en casa sólo dos noches a la semana, pero ahora, por los motivos que ahora voy a explicar, ni siquiera el domingo por la noche. Pero mis hijos no parecen tener el problema de que su padre esté en casa. Primero porque parece que sin mí van mejor; segundo porque el hecho de estar poco da un valor precioso al tiempo que pasamos juntos, en el que suceden un montón de cosas bonitas. Un domingo por la noche sucedió esto. Mi hijo, hace un par de años, me dijo: «Papá, ¡no es justo que vayas por Italia explicando Dante a medio mundo y a mí nunca me hayas explicado nada!». Era verdad, y encima el lunes tenía un examen de Dante. Así que tomé conciencia de la situación y le dije: «Tienes razón, mañana por la noche me quedaré en casa y podemos estudiar a Dante juntos». Acabamos leyendo la Divina Comedia él, su hermano mayor, dos vecinos y yo. Les expliqué el primer canto del Infierno como se lo explico a mis alumnos del colegio y les gustó mucho, así que me pidieron que siguiésemos haciéndolo. Ahora, después de un año, me veo con ellos y sus amigos todos los domingos por la noche para leer a Leopardi, a Dante, ver una película o incluso para quedar con un periodista a hablar del problema de Israel. Hace dos o tres domingos teníamos lectura a cargo de Paolo y Francesca, canto V del Infierno de Dante, había doscientos cincuenta chavales… que el domingo, en vez de irse a una discoteca o, peor, a fumarse un porro en cualquier escondrijo oscuro, vienen a escuchar a Dante. Hemos ido por todas las casas donde nos dejaban reunirnos, luego hemos buscado bares cada vez más grandes; ahora lo hacemos en el colegio porque, si no, no cabemos. Esto demuestra que hoy es posible educar de una forma inédita: ¡los chicos de hoy se pegan al pedacito de novedad, de entusiasmo y de belleza que ven, de una forma impresionante! Fue un boca a boca de amigo a amigo, a la novia, al primo de la novia, al sobrino del vecino; viene incluso gente que trabaja. Cuando aparece un adulto, la educación vuelve a ponerse en marcha. Además, tus hijos van detrás porque el problema no es decirles las cosas, sino hacérselas ver. Entonces te vas a Sierra Leona y te los llevas contigo. Fui a Sierra Leona estas vacaciones de Navidad, con mi mujer y mis cuatro hijos: me costó mucho, me tuvieron que prestar dinero, pero con tal de ir me habría puesto a pedir limosna en la calle, porque esos diez días que vivimos en Sierra Leona fueron fantásticos. Mis hijos me preguntaron: «¿Por qué vas ahí? ¿No tienes suficiente con lo que haces, que necesitas ir también a Sierra Leona?». E insistían: «¿Qué piensas decirle al Padre Berton9?», entonces yo respondí. «Berton vino, me miró a la cara y me preguntó: “¿Me echas una

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mano?”. No le podía decir que no. Era imposible haberle dicho que no». Pero a raíz de esta conversación decidí llevármelos conmigo. Ya no es lo mismo, mi familia no es la misma desde que fuimos a Sierra Leona. Hay otra forma de mirarnos. No les dije nada en esos diez días, sólo: «Mirad a vuestro alrededor, después hablaremos». Desde que volvimos la relación entre nosotros es diferente. Porque miraron, vieron, compartieron la responsabilidad y, si ahora estoy fuera de casa diez noches seguidas, en vez de amargarse, lo entienden, me apoyan y me llaman para decirme: «¿Qué tal esta noche? ¿Cómo te encuentras? Ten cuidado con el coche». ¡Es algo extraordinario! Hay que acompañarles para que aprendan a mirar, a mirar lo mismo que miras tú.

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UN ASUNTO DE HOMBRES VERDADEROS Primer encuentro del curso sobre Educar es un riesgo10

El trabajo que vamos a empezar es serio. El texto al que nos enfrentamos, Educar es un riesgo11, no es sencillo, sobre todo debido a su densidad. Lo que aquí ofrezco es tan solo una breve presentación: quisiera proponer algunas sugerencias e identificar algunas palabras que, por el modo como las emplea don Giussani, me parecen fundamentales y decisivas para comprender su propuesta educativa. Pero incluso antes, para acometer adecuadamente la lectura –y en particular, la primera parte, donde enuncia las dos grandes premisas–, se necesita un acto de humildad. Don Giussani dice en otro texto citando a una escritora inglesa «los hombres raramente aprenden lo que creen ya saber»12. Por eso para poder comprender el desarrollo, las consecuencias y la dinámica de lo que llamamos educación, tenemos que hacer el esfuerzo de volver a mirar las cosas desde el principio. Se necesita coraje para entender el desafío que este texto plantea, tanto su propuesta como las raíces del problema que aborda. Por eso, efectivamente la educación es un asunto de adultos, de hombres verdaderos. La educación coincide con las relaciones humanas, es lo que hace que la relación entre personas sea realmente humana. Precisamente la capacidad de educar, es decir, de introducir a otro en la realidad, es lo que diferencia al hombre del resto de las criaturas: el hombre acompaña al niño, hijo suyo o de cualquier otro hombre, hacia su destino, hacia la realidad, hacia el significado de las cosas. Por eso la educación atañe a todo hombre y toda mujer. Es verdad que en primer lugar es responsabilidad de los padres y solo después del profesor; pero, en todo caso, es labor propia del hombre adulto. El hombre, por cómo está hecho y por cómo se relaciona con los demás, educa. El hombre siempre educa. Lo que estamos haciendo esta noche es educarnos; cuando nos vemos por la calle nos educamos; cuando vamos al trabajo nos educamos y educamos a aquellos que nos miran. Este coraje y esta lealtad son necesarios para poder mirar las cosas tal como son, en su estructura original. Intentaré ofrecer una introducción al texto, cuya densidad me obliga a recorrerlo casi palmo a palmo. Voy a poner ejemplos y comentar diversas páginas y fragmentos para que cada uno pueda llevarse a casa algunas ideas fundamentales y retener al menos un pequeño elenco de palabras clave.

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PRIMERA PREMISA: La educación es introducción a la realidad Partamos del inicio, de una constatación absolutamente elemental. Podría parecer obvia, pero no lo es, y como todo lo que es realmente fundamental, muchas veces se da por sabida y, sin embargo, es algo que necesitamos volver a mirar y a recuperar siempre. Así que voy a empezar con algunas preguntas filosóficas: ¿Qué es lo que tenemos a nuestro alrededor? ¿Quiénes somos? ¿Qué somos? ¿Qué sucede cuando venimos al mundo, cuando salimos del vientre de nuestra madre? ¿Qué sucede cuando un hombre se asoma a la realidad? ¿Qué constatamos? Desde otro punto de vista, la pregunta podría ser: ¿Qué hizo Dios cuando creó el mundo? ¿Qué hizo Dios cuando empezó la creación? Hizo dos cosas: la realidad, las cosas, el ser, el mundo y el universo tal y como lo vemos; y el hombre, el corazón del hombre. Y la fidelidad de Dios se ve en esto, en que Dios es continua y eternamente creador porque sigue creando estas dos realidades que realizó en el principio. La educación tiene que ver con esto, tiene que ver con este hombre creado. Pensemos en un niño cuando sale del vientre de su madre, en el momento en que vosotros, los maridos, lo cogéis en brazos en el hospital justo después del parto. Ese niño ha entrado en el mundo dotado de dos bienes que le ha regalado la naturaleza, es decir, Dios: la realidad que tiene alrededor y él mismo. Cuando, en su primera premisa, don Giussani dice que la educación es introducción a la realidad13, se refiere exactamente a esto. ¿De qué somos responsables como padres y profesores? Del encuentro de este niño, de este hijo, con la realidad, con las cosas. Este niño tiene derecho a descubrir la realidad en su totalidad, es decir, en todas sus dimensiones, en todo lo que es, en todo lo que representa, en todo lo que le suscita: la necesidad de descubrir y abrazar toda la realidad es innata en él. Creo que esta necesidad existe desde el momento en el que Dios crea el alma, es decir, desde la concepción. Tanto es así que los expertos dicen que, incluso durante los nueve meses que pasa en el seno materno, el niño comienza a establecer esta relación con la realidad, comienza a estructurarse, y aunque sea de modo completamente inconsciente, tiene ya la necesidad de relacionarse con las cosas, con la realidad. Así que, cuando don Giussani dice en esta primera premisa que la educación consiste en la introducción a la realidad total, quiere decir que la vida entera es una aventura educativa progresiva y sin fin (el final será cuando veamos la realidad y aquello que la constituye, es decir, cuando veamos a Dios mismo, cara a cara; cuando veamos a Jesús tal como Él es, como dice San Pablo); ya pasen cien años o mil, esta aventura nunca termina, precisamente porque consiste en profundizar paso a paso en este misterio que es la realidad. ¿Pero con qué podemos contar para introducirnos en ella? ¿De qué instrumento disponemos? De nuestro “corazón” —una palabra que utilizamos en su sentido bíblico

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—, es decir, de ese deseo de bien, de ese deseo de significado que nos constituye y que no se puede acallar. Utilizando una expresión sobre la que volveremos muchas veces: estamos dotados de nuestra naturaleza. Dios nos ha dotado por naturaleza de este deseo del bien y de la felicidad que nos hace tender a abrazar las cosas, a conocerlas, amarlas y servirlas. Como decía la antigua fórmula del catecismo: ¿para qué nos ha creado Dios? Los más mayores lo recordarán: «Dios nos creó para conocerlo, amarlo y servirlo libremente y luego gozar de Él para siempre en el cielo». Conocer, amar, servir. Esta es la exigencia imborrable del corazón del hombre, de cada hombre que viene al mundo: conocer la verdad, saber las cosas, saber por qué existen y para qué sirven las cosas. Pero al hombre no le basta saberlo solo intelectualmente, no le basta con conocer la realidad, sino que tiene otra exigencia: la de poder abrazar la realidad y amar la verdad. Porque el hombre, además de razón, también está dotado de sentimientos, de afecto, de capacidad de apegarse a las cosas. El hombre es exigencia de conocer la verdad, de abrazar la realidad y, por eso es —tercera palabra— exigencia de que la vida sea algo positivo, de que sea buena y bella. En términos teológicos: que la vida esté llena de esperanza. Según el catecismo, según la experiencia cristiana, estas exigencias elementales que tenemos y que se pueden resumir en la palabra «felicidad», se realizan en la «fe», la «esperanza» y la «caridad». Como hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios, a pesar de toda la traición, el mal y los errores que podemos cometer, seguimos siendo exigencia de verdad, exigencia de belleza y exigencia de bien. Por lo tanto, lo primero que tenemos que decir es: si educar consiste en introducir a la realidad, esto significa que educar es acompañar a un niño, que va haciéndose mayor, para que vea satisfecho este deseo, para que sea consciente de ello y para que lo verifique en la vida. Esto es algo que, de alguna manera, todos hacemos cada día. En este sentido decía que hace falta volvernos a repetir las cosas que creemos ya saber porque precisamente las que parecen más evidentes son aquellas que más pueden ayudarnos, sobre todo en un mundo que las niega de forma sistemática, organizada y científicamente determinada. Tenemos que ayudarnos a recordar cómo estamos hechos y cómo están hechos nuestros hijos. El Papa Benedicto XVI también lo dijo en un discurso memorable sobre la educación, hace unos años en Roma: nuestros hijos vienen al mundo como hemos venido al mundo nosotros y nuestros abuelos, nuestros bisabuelos, Adán y Eva, hace cien años, hace mil años14. Son como tienen que ser, nacen como Dios manda, es decir, con un corazón hecho para la felicidad. La educación será, por tanto, la introducción a la realidad, el acompañamiento, la ayuda que damos a nuestros hijos para caminar en la vida con seguridad, blandiendo y tomando en serio el propio corazón, este deseo de felicidad que les caracteriza y que, digámoslo claramente, es olvidado muy a

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menudo, traicionado precisamente por la cultura en la que vivimos, por el mundo que nos rodea. SEGUNDA PREMISA: La realidad no se afirma verdaderamente, si no se afirma la existencia de su significado. Leo un fragmento de una carta que escribió una chica a su profesor: «Estos días más que nunca, tengo la sensación de soportar la vida [que cada uno piense en sus alumnos e hijos porque la conciencia de esta chica de dieciséis años define exactamente lo que vive cada uno de nosotros, el drama de cada uno] y es como si ya estuviese muerta, y morir es lo último que quiero. Para ser sincera, este vacío, esta sensación de persona inútil que vive solo porque ha nacido, la tuve por primera vez de forma aguda hace dos años, pero como pasa a menudo, la amargura se apoderó de mí por poco tiempo y después volví a vivir fingiendo que todo iba bien. La realidad es que ahora estoy cansada, cansada de rechazar la pregunta, quiero afrontar lo que veo, no me importa tener que sufrir, ya que estoy convencida de que la satisfacción, la paz y la alegría que voy a experimentar cuando encuentre lo que estoy buscando será grande. Ahora me siento suficientemente preparada para lidiar con la realidad por dura que sea. Normalmente, cuando hablo con personas cercanas a mí (mis amigos, mis padres y los adultos que tengo alrededor), veo que no me entienden e incluso me dicen que no tengo nada de qué lamentarme porque tengo todo lo que necesito: hay mucha gente que me quiere, en el colegio me va bien y no me falta de nada. ¡Cuántas tonterías! Y lo peor es que me siento incomprendida, me han hecho creer que solo es un problema mío y que lo que siento es fruto de mis complejos. Sin embargo, creo que muy en el fondo también es un problema suyo, [es decir, de los adultos, nosotros] se sienten como yo, pero son demasiado cobardes para admitirlo y se rindieron antes de haber hecho ni siquiera algo al respecto. Así siguen con su vida vacía, sin haber intentado ni siquiera cambiar algo. Puedes tener dinero, puedes tener fama, puedes tener éxito, pero la felicidad, la única cosa que te hace sentirte vivo, es lo más difícil de conseguir». Después hace esta afirmación que ya identifica una posible solución, un recorrido posible. Dice, dirigiéndose aún a su profesor: «Me sorprendió mucho que tú de joven te sintieras como yo, porque, por primera vez, me sentí comprendida y me sentí normal. Creía que estaba loca». El objeto de la educación es este vacío que pide ser colmado, es esta tensión a la afirmación de lo positivo en todas las cosas. Cuando en la primera premisa don Giussani dice que la educación es “la introducción a la realidad total”, añade algo más: ¿qué quiere decir esto? Quiere decir que educar significa introducir a la realidad afirmando un

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sentido, afirmando un significado y afirmando una posibilidad de bien. Toda nuestra tarea como adultos se juega en esto. El término «educación» se puede identificar con una palabra que ya indica un método: «testimonio». Lo único que tiene que hacer el educador es testimoniar, demostrar con hechos —no sólo con las palabras— una experiencia de positividad. Educamos mediante el testimonio. Lo que nuestros hijos necesitan ver, lo que nuestros alumnos tienen necesidad de ver es un adulto que sabe lo que hace falta saber en la vida. No son la física, las matemáticas o el griego lo que hace falta saber en la vida. Imagino que alguno de vosotros no tendrá estudios especialmente elevados. Lo que demuestra el alcance de la personalidad, lo que pone de manifiesto el valor de un hombre no es que sepa griego o latín. La estatura de un hombre, el valor de su persona viene de la certeza en la que se apoya su vida, su día a día, sus decisiones. Esto es lo que esperan nuestros hijos de nosotros. Es de esto de lo que tienen necesidad. En este sentido, vayamos ya a lo fundamental: el problema no son los hijos. Si es verdad lo que estoy explicando, es decir que los hijos vienen al mundo “como Dios manda”, con todo lo que es realmente necesario para vivir, todo el problema de la educación recae sobre nosotros, los adultos. El problema de la educación son los adultos, no los chicos o los niños. El trabajo del niño es mirar. No lo saben, no lo saben cuando tienen un año, cuando están en el vientre materno; pero creo que, desde que existen en el seno de su madre, nuestros hijos nos miran siempre por el rabillo del ojo. Nos miran siempre. Puede parecer que están haciendo otra cosa, jugando entre ellos, peleándose, comiendo, durmiendo, que van a la guardería o al colegio, pero su verdadera actividad es mirar; miran siempre al adulto que tienen enfrente, primero a los padres y después, poco a poco, a otras figuras adultas que encuentran —es decir, la maestra, los profesores— y posteriormente al ambiente que les rodea. Ahora entendéis en qué sentido todo el problema recae sobre nosotros: hablar de educación es hablar de un asunto que atañe a los adultos, no hablar de los niños. Naturalmente no quiero decir que el conocimiento de las dinámicas psicológicas no tenga valor, por supuesto que también hay que hablar del niño, de su evolución y de su aprendizaje. Pero la educación tiene como protagonista, como sujeto activo, al adulto, porque hacia él se dirige la mirada del niño, en él se fija la mirada del alumno. Volvamos a la segunda premisa: no se puede afirmar verdaderamente la realidad si no se afirma su significado. ¿Qué quiere decir esto? Que la responsabilidad del adulto es responder de algún modo a la exigencia de bien, de sentido y de felicidad que tiene el niño. Por tanto se educa mediante un testimonio, y esto tiene algunas consecuencias importantes. Si es así, la educación no es cuestión de discursos, las palabras en educación son absolutamente secundarias. Nos fiamos mucho de nuestros discursos, de nuestros sermones o consejos, y sin embargo, las palabras a la hora de educar cuentan

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bastante poco; a veces (raramente), hacen falta para describir una experiencia que se vive, pero nunca pueden sustituirla. La educación consiste en dar testimonio del bien que uno ya vive. CAPÍTULO I. La lealtad con la «tradición», fuente de la capacidad de «certeza» 1. Valor de este principio Una vez expuestas estas dos premisas, entramos en la definición de las dos primeras grandes palabras clave. Don Giussani enuncia la primera así: «La lealtad con la “tradición”, fuente de la capacidad de “certeza”»15. Un título que parece difícil, pero que en realidad significa lo que acabo de decir: hablar de «lealtad con la tradición» significa afirmar que el niño tiene necesidad de contemplar a alguien que le precede. ¿Qué será la tradición para él? Serán, ante todo, sus padres, su familia, aquello que le precede. La lealtad con lo que le precede es la condición que le permite alcanzar certeza en la vida, crecer seguro. Lo contrario a esto es enfermizo, da lugar a una patología. La certeza del niño se alimenta de la certeza del adulto que tiene delante, de su solidez. Solo así el niño crece sano, porque crece seguro. En la lealtad, en el diálogo, en la comparación con el adulto que tiene delante, la certeza del niño crece. El ejemplo que siempre pongo es el de un niño que empieza con tres años a hacer preguntas y le dice a su padre: «Papá, ¿qué es eso que hay en el cielo?»; si el padre le contestara: «¡Sabes que no lo sé, no estoy seguro! Pregúntaselo a mamá», y él se lo preguntara a su madre: «Mamá, ¿qué es eso que hay en el cielo?» y ella le respondiera: «No sé, creo que es la luna pero la tía dice que es el sol y la abuela, en cambio, dice que es algo extraño que gira». Imaginad a un niño que con tres años expone su pregunta y, en vez de verse respondido, percibe una incertidumbre total, una duda sobre todo: sería como alguien que camina por arenas movedizas, crecería inevitablemente inseguro, torcido. Por el contrario, el niño necesita oír: «Hijo mío, ¡es el sol! ¡Se llama sol!». Después el niño preguntará por qué se mueve el sol, por qué gira alrededor de la tierra. Puede que el padre, al no haber estudiado, le dé la respuesta equivocada desde el punto de vista científico, puede que le diga «porque la tierra está quieta y el sol gira a su alrededor». Pero es mucho más importante y preferible que el niño crea esta afirmación errónea pero crezca seguro, a que asimile ese escepticismo terrible generado por la idea de que no existe ninguna respuesta cierta; porque si él se cree lo que le dice su padre, lo que le dice su madre, la hipótesis que le ofrece el adulto, crece con una hipótesis segura, con una certeza que, cuando sea mayor, podrá comprobar personalmente y, si es necesario, corregir. Irá al colegio y una profesora le explicará que no es así, que en realidad es la tierra la que gira alrededor del sol, que el sol está quieto. Será el niño el que corrija la hipótesis del adulto; pero antes

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tiene derecho a recibir una hipótesis, una posibilidad de certeza, de otro modo, se malogra su crecimiento, crece enfermo. Don Giussani llama, por tanto, «hipótesis explicativa de la realidad» a la presencia de un adulto capaz de comunicar el sentido de las cosas, es decir, volviendo a la cuestión inicial, un adulto capaz de testimoniar un bien en la vida, una positividad en la vida. Este es el gran secreto de la educación. Don Giussani lo dice con estas palabras: «El encuentro con alguien que sea para el niño o el muchacho portador de lo que hemos llamado “hipótesis explicativa de la realidad”»16. No os estoy diciendo cosas que, si estáis de acuerdo, bien, y si no, no importa… ¡Realmente es así! El niño nos mira así, tiene necesidad de recibir de nosotros una hipótesis sobre la realidad, una forma de estar frente al mundo; esto es verdad al margen de que lo queramos o no, al margen de que nosotros seamos conscientes de ello o no. Podemos incluso negarlo, pero en cualquier caso, por el hecho de estar frente a ese niño, siempre le comunicamos un sentido de la realidad, bueno o malo, positivo o negativo. «El primer lugar donde esto sucede es, de hecho, la familia: la hipótesis inicial es la visión del mundo que tienen los padres, o aquellos a quienes los padres les dan la responsabilidad de educar a sus hijos. No puede existir cuidado del hijo y preocupación por su formación más que dentro de una visión, aunque sea vaga y confusa —casi instintiva— del sentido del mundo. La educación consiste en introducir al muchacho en el conocimiento de lo real, precisando y desarrollando esa visión original. Tiene así el inestimable mérito de conducir al adolescente a la certeza de que existe un significado de las cosas»17. La tragedia de hoy en día, por lo que hablamos de “emergencia educativa”, consiste precisamente en la ausencia de esto: tenemos chicos que crecen miedosos e inseguros, que se mueven como si caminasen sobre arenas movedizas porque no tienen delante a adultos capaces de testimoniar una certeza, no tienen delante a adultos que tengan la esperanza suficiente para vivir. Este es el problema. Lo que ha escrito esta chica es un grito, un grito que tienen en común todos nuestros hijos y que deberíamos tener todos: «Que alguien tenga piedad de mí, que alguien me haga ver que la vida tiene un sentido positivo, un sentido último bueno; papá, hazme ver que vale la pena venir al mundo. Solo tengo necesidad de esto: os perdono todo, papá y mamá, sé que vosotros también sois tan solo dos pobres hombres, sé que podéis equivocaros y perdono vuestros errores como espero que vosotros perdonéis los míos, pero solo os pido una cosa: decidme, hacedme ver que vale la pena venir al mundo, que hay una razón positiva para la existencia». Esta es la emergencia educativa que nos rodea: ¡una generación de adultos que ya no tiene una esperanza suficiente que comunicar a sus propios hijos, una esperanza que mostrar a sus hijos! No comunicarla con palabras, sino mostrarla. ¡Una hipótesis

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explicativa de la realidad! También se puede expresar de otra forma, como dice el capítulo sexto del Deuteronomio (vv. 21-22): «Cuando el día de mañana te pregunte tu hijo: “¿Qué son esos estatutos, mandatos y decretos que os mandó el Señor, nuestro Dios?”, responderás a tu hijo…». Es decir: nosotros procuramos enseñar a nuestros hijos lo que está bien, intentamos que se porten bien, que sean buenos, que no digan mentiras; pero cuando tu hijo se hace mayor es como si preguntase: «Pero papá, ¿por qué tengo que ser bueno en un mundo que dice exactamente lo contrario? ¿Por qué no mentir cuando conviene? ¿Por qué no robar?». Porque los valores de por sí no son nada, los valores necesitan tener un fundamento, una razón adecuada. Cuando tu hijo te pregunte: «¿Qué significan estos mandatos y decretos?», es como si dijera: «Papá y mamá, ¿por qué insistís tanto? ¿Por qué tengo que esforzarme en aprender latín, matemáticas y física?», y la peor respuesta es: «Por tu futuro, porque te servirá cuando seas mayor». Ninguno de nosotros aceptaría una respuesta así. Nadie se esfuerza en el presente sólo por una razón que está en el futuro, uno se esfuerza por una razón en el presente, por un bien presente: «responderás a tu hijo: “Éramos esclavos del Faraón en Egipto, y el Señor nos sacó de Egipto con poderosa mano. El Señor hizo signos y prodigios grandes y funestos contra el Faraón y toda su corte, ante nuestros ojos. A nosotros nos sacó de allí, para llevarnos hasta la tierra que, mediante juramento, había prometido a nuestros padres» (Dt 6, 21-23). Traduzcamos esta cita a un lenguaje corriente: qué debe responder un padre a un hijo que le pregunta: «¿Papá, por qué tengo que ser bueno? ¿En qué fundas estos valores que tengo que poner en práctica?». Tú debes poder decirle: «Hijo mío, yo también soy como tú, estamos en la misma barca, tengo el mismo problema que tú frente al mal, frente al aburrimiento, frente a la nada que a veces parece devorar las cosas, vivo el mismo drama que vives tú, también yo me pongo ante la posibilidad de que la vida sea, en el fondo, una tragedia. De esto, de esta tragedia, de esta posibilidad de mal, del riesgo de que al fin y al cabo la vida no sea nada, de que sea polvo, corrupción, de que venza la nada, de esta posibilidad de mal yo he sido salvado, rescatado, porque me ha sucedido algo». Lo digo como cristiano, pero el desafío es el mismo para todos. Si alguien ahora levantara la mano y dijera: «Yo no tengo fe», le diría que no importa, que es verdad también para él, porque por muy laico que uno se declare, el reto que debe afrontar es el mismo, es tu hijo que te mira y te dice: «Dime cuál es la hipótesis de bien que sostiene tu vida». Tienes que saber responder, no sólo con palabras sino con una experiencia vivida, con el testimonio de una experiencia vivida. Yo, siendo cristiano, procuro mostrar a mis hijos cómo he sido rescatado de la nada, del sinsentido, del mal que existe en mi vida: Dios ha mantenido la promesa que hizo —por usar el lenguaje bíblico— «a nuestros padres», que es la promesa que se transmite de padres a hijos, la promesa que constituye

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la estructura de nuestro corazón, la esperanza que nos constituye por naturaleza. Dios ha mantenido su promesa, Dios ha puesto un deseo de felicidad en mi corazón y lo ha respondido. «Que sepas, hijo mío, que Dios ha mantenido su promesa, me ha llevado a la tierra que prometió a nuestros padres». Esta es la tierra que prometió dar a cada uno de nosotros: una relación positiva con la realidad y, por tanto, una posibilidad de esperanza: «Sí, hijo mío, ¡se puede vivir con esperanza!, merecía la pena traerte al mundo porque hay un bien grande que vence todas las adversidades»: «Y el Señor nos mandó cumplir todos estos mandatos, temiendo al Señor, nuestro Dios, para que nos vaya siempre bien y sigamos con vida, como hoy» (Dt 6, 24). El secreto, la maravilla y la belleza de la educación reside en esto: que un hijo pueda mirar a su padre y a su madre, y saber que hay una promesa de bien en la vida, que sus padres le testimonian. Una promesa que le anima, que le sostiene, que le hace caminar sin impedimentos, que le rescata de las arenas movedizas de esa incertidumbre que es la enfermedad de este siglo: incertidumbre, inseguridad, miedo a la realidad. Una enfermedad que acaba en la maldad. Cuántas veces tenemos que recordarlo: no se puede estar mucho tiempo tristes sin volverse malos, sin ceder a esta inclinación instintiva que nos empuja hacia la negatividad, hacia el mal. Por tanto, ¿qué es lo que ayuda al hombre a gobernar su instinto? La educación. Años y años de educación paciente, es decir, un trabajo paciente por el cual uno llega a los dieciocho años habiendo visto tanto bien que le es más sencillo practicar la virtud, como decía Dante: «Esa querida alegría que de toda virtud es fundamento»18. La virtud, ser virtuosos, ser buenos es posible si somos muy felices; sólo si somos felices, podemos tender al bien, procurar ser buenos. Es un trabajo largo y paciente. La cuestión no es insistir al chaval para que sea bueno, porque él es lo que es, exactamente igual que nosotros. Lo que hace falta es insistir para que pueda ser feliz; no se trata de machacar en que haga esto o aquello, en que cumpla las reglas (que por supuesto también son necesarias), sino de testimoniarle continuamente un bien grande por el que merece la pena vivir. Porque un corazón feliz gobierna mejor su propia instintividad, gobierna mejor su debilidad y su capacidad para hacer el mal, conoce mejor, gobierna mejor su propia libertad. Hace falta acompañarse en este testimonio incansable del bien. «Hijo mío, haz lo que te digo porque tu madre, nuestros amigos y yo vivimos así para ser felices, como ya lo somos ahora». Esta es la cuestión: poder mirar a los ojos a nuestros hijos y —sin necesidad de discursos, sin necesidad de decirlo— mostrarles un bien grande, un bien posible, una experiencia vivida. La esperanza es lo único que nuestros hijos nos piden. 2. Las consecuencias de su negación a) En general

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Después de haber desarrollado este principio de la necesidad de que el adulto sea portador de una hipótesis explicativa de la realidad, esta hipótesis de bien que he tratado de ejemplificar, Don Giussani aborda cuáles son las consecuencias de su negación. Porque se ha teorizado de muchas manera que este no es el problema. Se han escrito miles de libros para decir que no hay que proponer nada a los chavales, que no hay que influenciarles, que no se debe proponer una hipótesis explicativa de la realidad porque esto mermaría su libertad, que deben ser libres de decidir entre miles de hipótesis posibles. Se han impreso miles de libros para destruir la misma idea de educación, es decir, de autoridad, de propuesta, de propuesta positiva. Sin embargo, don Giussani se pregunta: ¿qué consecuencias tiene negar este principio? Os leo unas líneas: «Con el paso del tiempo las consecuencias en el carácter de los jóvenes son gravísimas. Tener que caminar sin una dirección precisa es algo que la sensibilidad de la conciencia viva siente como una pérdida de tiempo»19. El tiempo que pasamos inútilmente nos produce un vacío por dentro que va creciendo, como una especie de agujero negro que se lo traga todo; la angustia secreta que sentíamos el sábado por la noche antes de acostarnos crece y va engullendo poco a poco todo lo demás. «Se produce, entonces, esa incertidumbre característica que amedrenta al joven, por naturaleza inscrito en una obvia exigencia de posibilidades claras». El joven, el hijo, está inscrito por naturaleza en una exigencia obvia de claridad, una exigencia obvia de conocer el bien, de tener un poco de claridad en la vida para poder recorrer un camino. Necesita una propuesta. La ausencia de esta propuesta «le confunde y en cualquier caso le impacienta, porque la indeterminación de la oferta le parece instintivamente contradictoria con el atractivo esencial de las cosas». Es una anotación psicológica acertadísima: las cosas nos atraen, parecen exigir nuestro abrazo. ¡Qué verdad tan grande! Es cierto que la realidad, por cómo es, por cómo está hecha, nos pide que la encontremos, que la amemos y la apreciemos. Sin embargo, si el hijo crece con una duda sistemática o una incertidumbre constante, percibirá la realidad como algo contrario a su naturaleza, no podrá entenderla y se quedará confuso. b) En el colegio Después don Giussani añade agudamente: ¿qué consecuencias tiene esta incertidumbre, después, en el ámbito escolar? En este ámbito, «el joven estudiante carece normalmente de un guía que le ayude a descubrir el sentido unitario de las cosas. Sin este sentido unitario vive una disociación, más o menos consciente pero siempre demoledora»20, y llega un momento en que no puede más. ¿Por qué los chicos odian el colegio? ¡Por esta razón! Porque se encuentran ante una serie de propuestas distintas que

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no ofrecen un sentido unitario que lo abarque todo y que explique el valor que tiene cada asignatura y cada cosa; entonces los chicos perciben una disociación, se sienten fragmentados, divididos, y todo se convierte en un esfuerzo agotador, tanto en su vida en general como en el colegio en particular. El texto cita la carta de un estudiante que escribe: «El verdadero aspecto negativo de la escuela es que no hace conocer lo humano por medio de los valores que con demasiada frecuencia y tan inútilmente maneja; cuando el hombre revela su naturaleza en cada acción, es ridículo (¿o trágico?), que en la escuela se recorran muchos milenios de civilización, a través del estudio de las diversas manifestaciones de los hombres, sin saber reconstruir con suficiente precisión la figura del hombre, su significado en la realidad. Nuestra escuela se basa en el neutralismo innatural que iguala todos los valores… Pero la ceguera de nuestro tiempo hace que a la escuela se la llame rara vez al banquillo de los acusados cuando en verdad es rea. Se la llama cuando se la encuentra incapaz de formar buenos técnicos y provectos especialistas; se la llama por la cuestión del latín o por los programas de los exámenes de selectividad; pero no se la llama porque no haya conseguido formar hombres verdaderos, a menos que suceda que ‘estos hombres’ cometan alguna clamorosa y grave ‘tontería’, como, por ejemplo, un episodio de intolerancia racial»21. Fue escrita en 1960 pero parece de hoy mismo, escrita tras uno de esos episodios de violencia juvenil tan frecuentes. Entonces, estalla el caso y todos se rasgan las vestiduras y gritan: «¡Qué horror! Socorro, ¿dónde está el colegio, dónde está la Iglesia, dónde está la familia, dónde está el cura, dónde está el psicólogo? Socorro, ¿cómo es posible que cuatro chavales maten a otro a patadas por un cigarrillo?». Pero una semana después, unas horas después todo ha pasado. «El escepticismo, más o menos larvado o explícito llega a definir la atmósfera del alma del estudiante, se convierte en una brisa sutil y estremecedora o, en los más sensibles, en una ventisca que dispersa o una tempestad que destroza, pero que siempre vacía toda capacidad de empuje; y el estudiante se vuelve semejante a un hombre que camina sobre la arena»22. c) En la familia Solo voy a hacer una alusión a la familia. Los padres deberían tratar de ser una propuesta viviente para sus hijos, y mantener viva la pregunta sobre sí mismos: «Vamos a ver, pero yo ¿qué estoy viviendo? Hemos traído al mundo a un hijo que nos mira las veinticuatro horas del día, siempre nos mira, y ¿qué es lo que ve?». Es como si nuestros hijos nos preguntasen: «¿Dónde vais vosotros y adónde me lleváis a mi? ¿Qué

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testimonio me dais de que vale la pena haberme traído al mundo?». Don Giussani llama “pasotismo” al hecho de que los padres pospongan esta pregunta, o la consideren irrelevante: «mientras tanto, tú estudia, haz los deberes»... «El “pasotismo” en la familia es con mucha frecuencia raíz de un escepticismo en el alma del joven aún más difícil de arrancar que la influencia nociva de la escuela neutral. Los padres deben ser los primeros en ser leales con el origen. Esta lealtad con el origen coincide con la lealtad consigo mismos, puesto que ellos representan precisamente el origen de sus hijos y justamente por eso merecen el nombre de “padres”»23. Es a esta lealtad con uno mismo a lo que antes nos referíamos: cuando tu hijo te mira, tiene esa exigencia, tiene derecho a que le des una hipótesis buena, una esperanza. Se comprende entonces qué responsabilidad debemos asumir, qué examen de conciencia tenemos que hacer siempre los adultos. No lo digo en términos necesariamente negativos, no quiero juzgar a nadie: digo que es imprescindible para los que quieren asumir en primera persona su responsabilidad educativa. No es un problema que se resuelva de una vez por todas, no puedes decir en un momento dado «ya lo tengo solucionado», «lo he conseguido». Es una cuestión que se plantea todos los días, nada más levantarse uno por la mañana, es algo que tienes que afrontar con tu mujer, porque también esa relación implica un camino educativo, y con mucha más razón con tus hijos. ¿Cómo puede un profesor, mientras sube las escaleras del colegio para ir a clase, no ir expectante por esa exigencia de sus alumnos? ¿Cómo puede no estremecerse sabiendo que tiene tal alcance la espera que caracteriza a esos treinta alumnos, buenos o malos, más o menos estudiosos, más o menos difíciles (porque evidentemente hay de todo)? No estoy diciendo que haya que ir al colegio a dar sermones: cada uno hace su trabajo, los curas hacen de curas, los padres de padres y los profesores de profesores. Pero dentro de cada una de estas tareas se encuentra esta provocación, esta apertura, este drama tremendo por el cual, mientras explicas matemáticas o enseñas un experimento de física, o mientras das de mamar, el niño, el chico, el adolescente, el joven está gritando: «Hazme ver que merece la pena, te lo pido; transmíteme un poco de esperanza; muéstrame un poco de bien, porque si no, no puedo vivir», porque en las arenas movedizas no se puede vivir. No se puede caminar mucho tiempo por arenas movedizas, antes o después te hundes. Además, hay muchas formas de hundirse, no solo están las drogas o lacras parecidas, los jóvenes se hunden en distintas patologías, en la anorexia, en la bulimia, en el aburrimiento mortal que mata la vivacidad de tantos chicos, en el «pasotismo» más absoluto o en los estallidos de violencia que se dan en los estadios y otros lugares, porque se hunden en las arenas movedizas de la incertidumbre. CAPÍTULO II. La autoridad: una propuesta existencial

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El segundo capítulo gira en torno a una segunda palabra clave, «autoridad», en tanto que afecta al «carácter existencial de una propuesta». Se comprende fácilmente porque está ya implicado en lo que decía antes: si la educación consiste en ofrecer una hipótesis explicativa de la realidad, una respuesta a la necesidad de un bien, una posibilidad de tener esperanza en la vida, es necesario un lugar humano donde esto se haga concreto, verificable y visible. Don Giussani dice que este lugar se llama autoridad, restituyendo, de esta manera, a la palabra autoridad su verdadero significado: «el que hace crecer». La etimología latina de la palabra autoridad indica algo que ayuda a crecer, que acompaña. «La función educadora de una verdadera autoridad se configura precisamente como “función de coherencia”: un llamamiento continuo a reafirmar los valores últimos y al compromiso de la conciencia con ellos, un criterio permanente para juzgar toda la realidad y una salvaguarda estable del nexo siempre nuevo que se da entre las actitudes cambiantes del joven y el sentido último y global de la realidad»24. Explico este último punto porque me parece absolutamente decisivo. ¿Qué quiere decir una función de «coherencia ideal»? No me refiero a una coherencia ética, a una coherencia de comportamiento, pues hasta nuestros hijos con tres años ya entienden que somos pobres hombres como ellos. No hace falta ir a decírselo, comprenden muy pronto que su padre y su madre no son superman, no son perfectos… pero nos perdonan. Lo que les cuesta perdonarnos es otra cosa, es la falta de coherencia ideal, la falta de una hipótesis buena sobre la vida. Por lo demás podemos caer, mostrarnos débiles, exhibir todas nuestras miserias y defectos, nuestra fragilidad, porque nuestros hijos lo entienden perfectamente. Por otro lado, afirmar esto tiene una consecuencia importantísima en la que vale la pena detenerse: ¡no hay que tener miedo de equivocarse! Equivocarse no es el problema, la cuestión no es ser perfectos, porque si no fuese así no haríamos más que el ridículo. Un padre, un adulto que confunde el testimonio de la esperanza del que hemos hablado esta noche con una perfección que deberíamos demostrar sería un pobre hombre, un ser risible, porque no somos perfectos, porque todos nos equivocamos. Sin embargo, lo que don Giussani define como «función de coherencia ideal» es otra cosa: no es la coherencia ética, no es que seamos buenos y justos, no es que seamos honestos, sino que aún equivocándonos en todo, no renegamos del ideal que seguimos, de la hipótesis que nos permite vivir. Este es el punto: tenemos una hipótesis que nos hace vivir y nuestros hijos nos ven comprometidos siempre y constantemente con la verificación de esta hipótesis; perciben a sus padres como una casa fundada sobre roca firme gracias a esta coherencia con el ideal, gracias a esta función de coherencia ideal. Esta es la autoridad —muchos profesores podrían testimoniarlo—, es lo que le permite al alumno mirar con estima verdadera a su profesor: no porque lo sepa todo, sino porque sabe adónde va, sabe adónde te conduce y tú te puedes fiar. No tengáis miedo de equivocaros, padres y

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profesores, cada uno en su campo. Un profesor también puede decir a sus alumnos: «Mira, esto no lo sé» o, incluso, «Tengo que corregir algo que os dije, porque estaba equivocado». Un padre y una madre pueden decir a sus hijos: «Perdonadme, me he equivocado, como le puede pasar a cualquiera». Este no es el problema. La cuestión es que los adultos sepan desempeñar esta función de coherencia con el ideal, de manera que el hijo al mirar a sus padres perciba que son «sólidos», que estiman de verdad lo que afirman, que aman el sentido de su vida, que permanecen firmes en la esperanza que tratan de testimoniarle y proponerle. Aquí don Giussani nos muestra que la autoridad la constituyen, ante todo, los padres. Después de haber explicado que la autoridad es esta función de coherencia con el ideal que permite a un hijo crecer, dice que «sean o no conscientes de ello, la primera autoridad son los padres. Su función es originadora; y, por eso mismo, inducen a un modo de concebir la realidad, introducen en un flujo de pensamiento y civilización. Su autoridad, inevitable, es un hecho y constituye una responsabilidad. Semejante hecho puede ser desconocido por ellos, pero subsiste. Los padres representan en la vida del adolescente la permanente coherencia del origen con ella misma, la dependencia continua de un sentido global de la realidad que precede y excede por todas partes el beneplácito del individuo»25. Este papel del adulto es tan importante, tan decisivo y constitutivo que en primer lugar es «inevitable», pero además es «la única responsabilidad verdadera que se tiene frente a los hijos», y por fin, y esto es impresionante, «excede al propio consentimiento del hijo». Pongo un último ejemplo. Una vez estaba en Madrid hablando de educación con un grupo de profesores y, al final, una madre se me acercó llorando, desesperada, a contarme que su hija le estaba haciendo sufrir debido a unas circunstancias muy duras con tan solo 16 o 17 años. Yo no sabía qué decirle. Por el modo cómo me lo decía, empecé a sentir que había algo que no cuadraba, que había algo en su razonamiento que chirriaba, así que le pregunté algunas cosas para intentar entenderla. Llegados a un punto, me pareció intuir que la pobre madre estaba diciendo algo tremendo. Le pregunté: «Perdone pero, ¿la he entendido bien? ¿Desde que era muy pequeña, si su hija le decía que no, usted se echaba a llorar? ¿Se echaba a llorar frente a los “no” de su hija?». Ella me respondió que sí, que así era, y me dijo: «Me paso la vida llorando, esta niña me hace llorar desde que era pequeñísima, desde que nació». Así que simplemente le dije: «Señora, ¿se da cuenta de lo que ha hecho?». ¿Cuál es el error gravísimo que había cometido esta pobre madre sin darse cuenta? Que su felicidad dependía de la respuesta de su hija. Esto es tremendo, ya que una niña de tres o seis años no puede cargar con el peso de una responsabilidad tan grande, no puede cargar con el peso de ser responsable de la felicidad de su madre y de su padre, algo así la aplasta. Esa chica tiene derecho a un

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padre y una madre cuya felicidad no dependa de su hija, que tengan razones para ser felices anteriores a esa hija y se mantengan frente al «no» de esa hija. Esta es la función de coherencia con el idealde la que habla don Giussani. Cuando, después, el hijo entra en la adolescencia, empieza a hacer locuras y parece que lo cuestiona todo (y lo hace aposta), cuando tira de la cuerda para llevar a sus padres al límite, ¿qué está haciendo? Está haciendo su trabajo. Está intentando entender si su padre y su madre tienen una razón de esperanza mayor que sus idas y venidas, que sus cambios de humor adolescente, que sus «no» y que sus caprichos. Para un niño pequeño es lo mismo, tiene necesidad de saber que su padre y su madre están contentos por una razón mucho mayor que sus caprichos y sus quejas. El mayor error de esta madre es que le había hecho a su hija responsable de por vida de su infelicidad. Nuestros hijos tienen derecho a otra cosa, tienen derecho a tener padres o profesores, cuya grandeza, cuya estabilidad, cuya personalidad esté determinada por su fisonomía, por su capacidad de bien, por algo diferente a la respuesta de sus hijos. Como padre, sé perfectamente cuánto dolor se puede experimentar (no estoy diciendo que a un padre no le importe la respuesta de sus hijos), pero cuanto más diga el hijo que no, más debe decir el padre que sí. Cuanto más se establezca esta lucha, este desafío, esta diferencia de potencial, esta contraposición a veces violenta durante el crecimiento del hijo, tanto más los padres deberán afianzarse sobre una certeza más firme que la mera actitud de sus hijos. De otra forma, los hijos no sabrán a qué atenerse. Y, si cuando tiran de la cuerda, la cuerda se rompe y se pierde la relación entre padre e hijo, eso es grave, ahí se corre un peligro muy serio. A continuación, os hago un resumen. Primera premisa, la educación es introducción a la realidad; segunda premisa, la realidad no existe de verdad, si no se afirma su significado, la esperanza que late en su interior, el bien que tiene dentro. Primer punto: la lealtad con la tradición como fuente de la capacidad de certeza. Esto quiere decir que la única posibilidad de certeza para un hijo, la única posibilidad de que un hijo crezca bien es que pueda compararse lealmente con un adulto que sepa adónde va, que sepa qué quiere, que sepa qué es para él la felicidad y que testimonie un bien posible. La segunda palabra clave es autoridad, el carácter existencial de una propuesta. Si todo esto acontece, si todo esto es verdad, entonces tenemos que decir que la palabra clave que define el verdadero contenido de la educación, el mejor sinónimo para sintetizar todo lo que hemos intentado exponer esta noche es: ¡misericordia! La educación es una gran misericordia, es un gran perdón continuo, «setenta veces siete» dice la Biblia, es un continuo abrazo al otro incluso antes de que cambie. Misericordia quiere decir que yo te quiero antes de que cambies, antes de que seas como yo quiero, antes de que seas bueno, afirmo tu valor antes de saques buenas notas en la escuela, yo afirmo tu valor antes de cualquier expectativa. Cuántas veces nuestras expectativas se

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convierten en una pretensión. En esto consiste la educación: esta acogida, este abrazo, este perdón y esta misericordia son el inicio de la educación. Desde ahí se empieza, desde ahí puede partir la dinámica por la cual el alumno o el hijo comienzan a mirarte interesados y maravillados, con curiosidad y con ganas de aprender; y por eso, aprenden lo que les enseñas, ya sean los consejos que das como padre o las matemáticas que procuras enseñar en clase.

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EL RIESGO DE EDUCAR Segundo encuentro del curso sobre Educar es un riesgo26 Retomamos nuestro recorrido partiendo de un par de preguntas particularmente significativas de entre las muchas que me han llegado. En primer lugar una persona me pedía que definiera de forma más precisa qué significa «coherencia con el ideal» y «coherencia ética». Además una madre escribe una carta en la que sustancialmente pregunta lo siguiente: «Frente a un comportamiento equivocado, frente a una actitud claramente negativa marcada por las mentiras, las malas notas, la falta de estudio, la desgana y una actitud hostil o al menos problemática» —podemos intuir que se trata de la fase de los catorce o quince años— «no consigo ningún resultado. Si intervengo con un castigo se acostumbra también a ello, pero frente a ciertas actitudes, sobre todo cuando dice mentiras, cuando me engaña, pierdo el control. En ese momento corro el riesgo de romper la relación con mi hijo, al verme presa de una rabia creciente y atrapada en una situación que termina estallando en gritos y palabras muy duras». Esta madre empieza su carta diciendo que siempre había pensado que bastaba el amor y el buen ejemplo, pero terminaba la carta así: «A veces me pregunto si me estoy equivocando en todo; no sé si debería vivir esta etapa de mi hijo de un modo más sereno, aceptando su comportamiento como parte del recorrido normal del camino que nos lleva a ser adultos, seguir confiando en mi idea inicial del amor y el buen ejemplo, pero tengo mucho miedo a equivocarme». Quiero ser muy claro sobre el asunto del miedo a equivocarse. Empezaré recuperando muy brevemente algunas cosas que ya hemos dicho. La primera premisa del libro explica que educar significa introducir a la realidad mediante el testimonio de una forma de estar ante la vida y las cosas. Se trata de testimoniar que hay un sentido, un bien posible, una verdad que se puede conocer y amar, una belleza que da gusto a la vida. La segunda premisa explica que: «La realidad no se afirma nunca verdaderamente si no se afirma la existencia de su significado», es decir, una positividad última que el adulto testimonia con su vida. Después, en el primer capítulo, La lealtad con la tradición, fuente de la capacidad de certeza, vimos que la educación consiste en ofrecer una hipótesis positiva, que don Giussani llama «hipótesis explicativa de la realidad». Esta hipótesis coincide con la propuesta que representa el mismo adulto. Se puede querer o no, ser conscientes de ello o no, pero en cualquier caso el adulto representa una propuesta por el hecho

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mismo de existir. El segundo capítulo del libro, que se titula La autoridad: el carácter existencial de una propuesta, desarrolla cómo esta hipótesis explicativa de la realidad se debe poder experimentar, debe haber un lugar concreto donde se pueda ver en acción; de lo contrario, se queda en una teoría. ¿Cuál es este lugar concreto donde se puede ver en acción esta hipótesis, donde se puede experimentar y proponer como algo bueno para la vida? Precisamente la autoridad: primero los padres, la familia, y después, poco a poco, a medida que el niño crece, los adultos a los que mira, cuyo círculo se va ampliando hasta abrazar tendencialmente el mundo entero. Esto hace referencia a una definición que es de capital importancia y sobre la cual me detendré un instante antes de proseguir: se trata de la definición de coherencia con el ideal: «la función del adulto es de coherencia ideal y no de coherencia ética». Detengámonos en esto un momento: ¿qué significa que aquello que necesita el niño, el chico, el estudiante, es una persona que testimonie una «coherencia ideal»? Significa que la certeza y la seguridad de quien te mira, de quien es educado, se apoya totalmente en la certeza y la seguridad que tienes tú. Así que todo lo que puedo contestar a esta madre que tiene miedo a equivocarse es: «bienvenida al club». Porque educar es algo tan grande y misterioso que te deja siempre en vilo, en tensión. Pero es una tensión buena, que en ningún caso se hunde en el miedo. No debemos temer nuestros errores, no debemos tener miedo a equivocarnos. Aunque sólo sea por una razón: nos vamos a equivocar de todas formas. El miedo no nos hace equivocarnos menos, sino al contrario, nos hace equivocarnos más. Los profesores saben perfectamente que si quieren que sus alumnos rindan, tienen que ayudarles a superar el miedo, el pánico que sienten cuando se les pregunta o cuando tienen que hacer un examen. El miedo inmoviliza, es un sentimiento que te bloquea, te deja inerte, indefenso, pasivo, te pone a la defensiva. Un padre o un profesor que se deja vencer por el miedo a equivocarse, ha perdido la partida antes de empezar. En cambio, hay que tener audacia, seguridad (no orgullo o la presunción de ser perfectos, lo que sería ridículo), porque nuestros hijos lo necesitan, necesitan esta seguridad: su certeza, la solidez de su personalidad, crece y se estructura en torno a una seguridad testimoniada por el adulto. En este sentido, el miedo a equivocarse es peligroso y se podría incluso decir que el gran secreto de la educación es justamente este: no tener miedo a equivocarse. Para no tener miedo a equivocarse hace falta tener una certeza más grande que nuestros errores, hace falta tener una hipótesis explicativa de la realidad que dé un sentido también a nuestros errores y nuestros límites, por tanto una hipótesis que podemos ofrecer a nuestros hijos y a nuestros alumnos con extrema seriedad, con extrema lealtad. En ese sentido, toda la responsabilidad recae sobre nosotros. CAPÍTULO III: Verificación personal de la hipótesis educativa

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Pasemos a la tercera palabra clave de Educar es un riesgo. El título del capítulo es: Verificación personal de la hipótesis educativa, como condición para que nazca la convicción en el hijo, el alumno o el estudiante. Primero la tradición, la lealtad con la tradición, es decir, la propuesta de una hipótesis; después, un lugar, una autoridad en la que se viva y se testimonie esta hipótesis; y, llegado el momento, es necesaria la verificación personal por parte del estudiante o del hijo. Llegado el momento, el hijo comienza a reflexionar, comienza a comparar las propias exigencias, la propia vida, las cosas que ve, las cosas que suceden a su alrededor con lo que le sugieren sus padres, con los consejos, con los valores, en definitiva, con la hipótesis que le ofrece el adulto. Don Giussani divide este capítulo en tres partes. Primero, procura explicar por qué es necesaria esta verificación personal; después, plantea las condiciones en que puede llevarse a cabo esa verificación, y para terminar, cuáles son sus características fundamentales, sus dimensiones. Este va a ser el tema de nuestro encuentro, junto al asunto del «riesgo», palabra concluyente y terrible porque es misteriosamente decisiva para la cuestión educativa y tiene que ver con el gran don que ha dado Dios a los hombres. 1. Su necesidad Voy a leer algunas líneas para mostrar cómo entiende don Giussani esta verificación y por tanto las condiciones y algunas características de la propuesta misma. «Hoy la educación es deficiente a causa de una orientación racionalista que olvida la importancia del compromiso existencial como condición para obtener una genuina experiencia de lo verdadero y, por lo tanto, para alcanzar la convicción. No se puede entender la realidad si no se “está en ella”. […] En esto se ve cómo pecan los educadores actuales de superficialidad y abstracción; con demasiada frecuencia educar significa sólo clarificar ideas. Pero, una vez que las razones están delante de la vista, queda aún mucho por hacer, porque tales razones son abstractas, extrañas; son todavía sonidos y palabras. Es necesario que intervenga entonces la energía, la libertad. Con esta energía puedo hacer que todo mi ser se adhiera a la idea y al programa de la inteligencia»27. A menudo, los adultos tenemos una confianza excesiva, casi mágica, en las palabras: pensamos que decir las cosas, por el simple hecho de tenerlas claras en nuestra cabeza, basta para comunicarlas. Es decir, consideramos que las palabras, los discursos pueden tener un poder de convicción suficiente como para despertar el interés del muchacho y provocar su implicación. Hay una cosa que aprendí hace muchos años charlando con un alumno que, hablando de su padre con una sonrisa un poco cínica, me dijo: «Mi padre se

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piensa que, sólo por el hecho de decir algo, ese algo ya existe». Alguien así, perfectamente convencido y seguro de sí mismo, tiene las ideas tan claras en la cabeza que se sorprende, se escandaliza si las cosas no discurren como ha dicho él; es como si con enunciarlas bastase para convencer al otro de la validez de lo que afirma. Don Giussani contrapone un principio fundamental a esta abstracción: «una vez clarificadas las ideas (es decir, habiendo hablado claro), queda aún mucho por hacer, porque tales razones son abstractas, extrañas; son todavía sonidos y palabras»28. Sólo porque yo tenga las ideas claras y las proponga con precisión, no hay que dar por supuesto que entre en juego el factor educativo fundamental, que es el interés o la voluntad del muchacho, que hace que su libertad se adhiera a lo que se le propone. En la enseñanza este fenómeno es especialmente llamativo. La enfermedad de los profesores de hoy en día es esta: «Como yo lo sé, una vez que te lo digo, tú también lo tienes que saber». Se olvida un pequeño detalle: el hombre no aprende nada si no se pone en juego su libertad. Siempre tiene que haber una razón afectiva, un interés en la relación, por lo cual uno aprende lo que le dicen. Porque no es ni la claridad de las ideas ni la modalidad más refinada de exponerlas lo que convence al otro para que se aprenda algo. Las cosas solo se aprenden dentro de una relación. El profesor debería saberlo muy bien. Sin embargo, aunque lo sepa, casi nunca se pregunta cuál es la naturaleza del vínculo que está construyendo con sus alumnos. En el caso de los padres debería ser un poco más inmediato, más natural, al igual que en la familia: «como se lo he explicado, tiene que comportarse de tal manera». No es verdad: en medio hay una separación, el espacio de la libertad. El hombre sólo aprende lo que, de alguna forma, ya ama. La relación, la calidad de la relación, es como si fuese un pegamento que hace que te adhieras a lo que dice el otro. La percepción por parte del estudiante de que al profesor no le interesan ni sus alumnos ni, a menudo, lo que está enseñando, es exactamente lo que hace que el alumno no quiera aprender. Porque aprender, «ad-prendere», quiere decir precisamente apegarse, adherirse… ¿Cuál es la razón por la que algo «se aprende», se «pega» en la mente y en el corazón del estudiante? ¿Por qué motivo cuando le dices algo a tu hijo se le queda, lo aprende? Por la calidad de la relación. Al final es una cuestión de amor, como sucede siempre en las relaciones entre los hombres. Sin amor no es posible el aprendizaje y aún menos la verificación de lo que otro me propone como trabajo, es decir, como «hipótesis educativa». En cambio, si se despierta este resorte, si hay una implicación, entonces el valor que el padre o el profesor me propone se vuelve mío y descubro que lo que se me enseña es bueno. Como lo hago mío y lo compruebo en primera persona, se vuelve interesante y se convierte en un criterio mío; tanto es así que, si mi padre faltara o mis profesores se fueran a otro colegio, yo seguiría afrontando mi vida con lo que he recibido

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de ellos. Sin descubrir esta positividad o esta conveniencia para uno mismo, comprobada en la propia piel, jamás podrá nacer una convicción. La convicción nace en el momento en el que compruebo en mi experiencia lo que otro me dice que es un bien para mí: solo así se vuelve mío, se convierte en mi patrimonio, en mi carne y mi sangre. Es muy distinto hablar de gastronomía que saborear una comida o paladear un buen vino: haces tal experiencia de lo que se te propone que, al comerlo y beberlo, se hace tuyo para siempre. El hombre crece, también desde el punto de vista biológico y físico, porque toma parte de la realidad y la asume, la hace suya a través de principios, criterios e instrumentos muy precisos de los que está dotado el organismo: parte de esta realidad, al comerla y beberla, se vuelve suya, suya para siempre, tan suya que le estructura físicamente y su cuerpo crece y se hace mayor. La personalidad crece así: necesita entrar en las cosas mediante un juicio, se implica en la realidad, se mancha las manos, intenta una y otra vez afrontar las circunstancias comparando continuamente lo que ve, lo que sucede, los problemas que se le presentan, con los criterios que ha recibido, en una verificación continua. Uno lo intenta hasta que esos criterios se vuelven suyos — eventualmente adaptados o retocados en virtud de su experiencia— hasta que llega a vivirlos con una profundidad que, a veces, es mayor que la del profesor, el padre o el adulto que se los han propuesto. Así tiene lugar el espectáculo increíble que sucede a veces en la educación, cuando un padre se convierte en hijo de sus hijos, lo que es un gran milagro que todos deseamos. Como dice Dante: «Virgen madre, hija de tu Hijo»29. Este es el vértice de la educación: que tu hijo, asumiendo la hipótesis que tú le propones, la verifique con tal profundidad que es como si te adelantase, te superase. Entonces puedes empezar a verle crecer, asombrarte de lo que sucede en él y mirar con curiosidad lo que le acontece. ¡Un discípulo que, en el sentido más profundo y bueno del término, supera al maestro! Hace falta ser conscientes y acompañar a nuestros hijos en esta verificación personal para que pueda madurar en ellos la convicción. Sobre la cuestión de la experiencia merece la pena aclarar algún aspecto porque es muy frecuente que se den equívocos clamorosos al respecto. El más llamativo es que llamamos «experiencias» de forma neutral a todo lo que un chico puede hacer. Pero no es verdad que uno, por el hecho de probar muchas cosas, adquiere más experiencia. Es la cultura en la que estamos inmersos la que nos hace decir esta soberana estupidez. El ejemplo que me viene enseguida a la cabeza es el de las relaciones entre chicos y chicas. Tengo muchísimas conversaciones con ellos sobre este tema y parecería que cuantas más veces hayas cambiado de novia, cuantas más hayas probado, más experiencia tienes. Es una soberana tontería porque la historia personal de muchos demuestra exactamente lo contrario: demuestra que haberse quemado en una serie de relaciones superficiales, sin llegar nunca a profundizar en ellas ni a asumir un compromiso real, es exactamente lo

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que impide, a menudo para toda la vida, tener una relación verdadera. Así llegan a los veinte o veinticinco años, teniendo a sus espaldas las llamadas «experiencias», que constituyen un sinfín de cicatrices, de heridas abiertas… En cambio, una experiencia verdadera implica la profundidad y la verdad de una relación que te has tomado en serio y en la que has ido seriamente hasta el fondo. Tenemos experiencia solo cuando madura nuestra relación con la realidad, es decir, cuando la abordamos en todas sus dimensiones mediante un juicio. La cultura en la que vivimos inmersos nos hace creer que cuanto más probemos, más riqueza y experiencia tendremos. ¡Como si para elegir a la mujer adecuada hiciese falta probarlas a todas! Además, si seguimos en esta perspectiva, mantenemos siempre en suspenso nuestro juicio, porque siempre nos quedará la sospecha de que la mujer de nuestra vida pueda ser la que mañana se cruce por nuestro camino. De esta forma, la relación con la realidad está siempre sometida a la duda: nunca tiene un fundamento, nunca es segura. ¡Para conocer el bien y el mal no es necesario probar el mal! Si tengo que enseñarle a mi hijo que el fuego quema, no es preciso que tenga que meterle la mano diez veces en el fuego, porque se quemará de verdad; basta con que le ayude a que entienda lo que le conviene. El tiempo nunca es neutral, lo que haces hoy tiene un peso para toda la eternidad, tus acciones realizan el bien o el mal. Tomemos el uso de la televisión como ejemplo. No es indiferente el modo en que tantas veces los chicos pasan horas y días viendo un mar de estupideces y porquerías. Y no me refiero, en primer lugar, a la sexualidad: hemos crecido en un ambiente con cierta fobia al sexo, donde los únicos pecados parecían ser aquellos que tenían que ver con lo sexual… ¡Pero hay cosas mucho peores! Hay un tipo de cultura que es mucho peor que la pornografía porque tiene consecuencias devastadoras desde el punto de vista psicológico: hay películas, libros, cómics, que minan hasta la raíz el sentimiento de certeza sobre la realidad, y materialmente te vuelven loco. Es una cultura construida conscientemente para hacer crecer a los niños, y por lo tanto a los adultos de mañana, sin ninguna certeza sobre la realidad. Una vez un alumno me dijo con terror: «Profe, ¿sabe que tengo miedo de entrar en la habitación de mi madre porque está oscura». «¿Por qué? ¿Tienes miedo a la oscuridad?». «Sí, porque mi madre podría no ser lo que parece». Una frase así, dicha con diecisiete años, expresa claramente una patología; pero en la generación de nuestros hijos este sentimiento está mucho más difundido de lo que pensamos. La falta de certeza respecto de que las cosas son lo que la evidencia muestra que son, es uno de los rasgos fundamentales de esta cultura en la que vivimos y el más devastador para la moralidad y para la psicología de nuestros chicos. Porque decir «no estoy seguro de que mi madre sea mi madre, de un momento a otro, podría revelarse como alguien distinto, podría ser otra» expresa con qué facilidad se ponen los chicos

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frente a la realidad y el horror sin distinguir entre ellos, sin ni siquiera asustarse. Si veo una película de miedo, yo siento miedo; sin embargo, los chicos se divierten. Están tan acostumbrados y familiarizados con lo que produce horror que ya les impide sentir espanto ante lo que es horrible. Han perdido los parámetros de juicio en cuanto a lo feo y lo bello, al bien y al mal, a lo verdadero y a lo falso, porque la cultura que respiran nuestros hijos tiende a suprimir su capacidad de distinguir entre ellos. Estas tres distinciones que permiten al hombre ser hombre no se pueden en absoluto dar por supuestas en nuestros hijos. Imaginad qué quiere decir la palabra «amistad» para un chico que dice «tengo miedo de entrar en la oscuridad de la habitación de mi madre porque ella podría no ser lo que parece». Ese chico, si no se fía de su madre, nunca en su vida podrá tener un amigo porque jamás creerá que un amigo lo sea de verdad. No sé si será capaz de enamorarse de una mujer con una duda así en el cerebro. Repito: es un caso extremo y patológico, pero la cultura en la que estamos inmersos es así, es una cultura realmente devastadora. En este sentido nuestra responsabilidad como educadores es la de afirmar con claridad, al menos estos pilares fundamentales, pero hacerlo con el testimonio y no solo con las palabras, porque si dices: «esto es bonito, esto es feo» de forma abstracta y teórica, no sirve de nada. Hace falta ofrecer una experiencia que les pueda acompañar, en la que se puedan implicar. Hoy en día, esta responsabilidad es enorme: ofrecer una experiencia de belleza, de bien y de verdad; poder testimoniar que esto es la verdad, el bien y la belleza porque te llevan a experimentar la felicidad, una plenitud en tu vida, porque implican una positividad, una energía y una valentía a la hora de enfrentarte a las circunstancias. Este es el testimonio que tenemos que dar a nuestros hijos. Y tenemos que darnos prisa porque el tiempo apremia. Están llenos de vivencias malas, feas y muchas veces tienen la cabeza llena de horrores, llena de imágenes que a mí, instintivamente, me producen repugnancia. Así que suelo decirles: si no tenéis cuidado, la familiaridad con lo horrible, con lo que es falso y negativo os pasará factura, os marcará para siempre; no puedes decir: «como soy bueno, inteligente y tengo las ideas claras, da igual que pase cuatro horas al día delante de la televisión viendo estupideces, porque en mí no van a tener ningún efecto». ¡No es verdad! No es verdad ni siquiera para los adultos, pero todavía es menos verdad a esa edad, porque la impresión es más fuerte. Por tanto, hay que explicar a los chicos que no es indiferente pasar el tiempo de una forma u otra, porque si frecuentas el mal, te deja huella. Parte del mal que te rodea se te queda pegado y, después, hace falta tiempo, mucho tiempo, para curarse, para que se vaya el mal que se te ha quedado pegado encima. Es como las anchoas. ¿Habéis limpiado las anchoas saladas alguna vez? Soy un gran amante de las anchoas, pero cuando las compras tienen demasiada sal y para

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quitársela hay que lavarlas en el grifo, después quitarles las espinas y meterlas en aceite: ¡están fabulosas! Pero hay un pequeño problema: no puedo darle la mano a nadie en veinticuatro horas porque no se me quita el olor en todo ese tiempo. Es un ejemplo tonto, pero refleja bien la idea de que el mal se te queda pegado. En esto tiene su fundamento el concepto de “indulgencia” en la Iglesia católica; el purgatorio existe porque, aunque el pecado ya haya sido perdonado mediante el sacramente de la Penitencia, todavía no puedes irte al Paraíso, ya que no estás purificado del todo, aún tienes algo «negativo» pegado. Con la indulgencia, aunque hayas sido connivente con el mal, no solo se te perdona el pecado, la culpa, sino que también se elimina la pena. No penséis que estar horas y días viendo el mal es indiferente; nos marca y llevamos encima el olor de este mal, de esta negatividad. Por eso, hacer una indicación sobre el uso del tiempo es absolutamente fundamental. A veces tengo la impresión de que este mal vive dentro de nuestros chicos hasta tal punto que ya no pueden gobernarlo. Una vez, hablando con un chico que había hecho una gran estupidez, le dije: «No me asusta que hayas hecho una estupidez, ¿sabes lo que me asusta? Que no te des cuenta, como si ya no te doliera». El mal habita dentro de todos nosotros, yo también puedo decir ante uno que me está poniendo nervioso: «Lo mataría». Sí, en un ataque de rabia sería hasta posible. Pero un adulto, un hombre maduro es aquel que gobierna este mal y consigue que no determine sus actos: está determinado por otra cosa. Así, aunque se te pase esta idea por la cabeza, no es el instinto lo que da forma a la relación con las personas, con la realidad, sino un juicio más arraigado, más sano y más inteligente que tengo sobre mi persona, sobre la suya o sobre la amistad que existe entre nosotros. A aquel chico le puse un ejemplo que podía entender bien: si vas por la calle y pasa una chica guapísima, se te puede pasar por la cabeza la idea de tener relaciones sexuales con ella, pero no por eso intentas tenerlas. No se te ocurre, porque sabes que ese no es el modo adecuado de mirarla. Se te pasa la idea por la cabeza, pero el que gobierna ese instinto eres tú, que adoptas una actitud y un comportamiento más verdadero. Pero nuestros hijos no son así, esta generación de jóvenes está modelada de tal manera que el impulso instintivo les gobierna más de lo que debería. Es verdad que el mal existe, existe en mí, en ti, en cada uno de nosotros. No es esto lo que sorprende. Sorprende la fragilidad que tienen los chicos a la hora de juzgarlo, sorprende que estén a merced de este instinto. Esto es muy peligroso porque basta con que se creen unas condiciones, una serie de coincidencias, para que este mal les domine hasta tal punto que determine no sólo el pensamiento sino también los actos. Y entonces explotan las tragedias que ya conocemos, basta una cerveza de más, bastan dos palabras equivocadas para que, en cuestión de segundos, pasen cosas que no tendrían que pasar.

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Por tanto, una vez más tenemos que revisar la idea de experiencia: no es necesario tener cualquier experiencia de forma indiferenciada. Los chicos tienen el derecho de tener experiencia del bien, de la verdad y de la belleza. Es exactamente igual que para nosotros: el chico, el alumno, el hijo, dice don Giussani, sólo se descubre a sí mismo observándose en acción30. Uno se descubre a sí mismo cuando está en acción. En la acción, en la relación con la realidad, uno muestra su consistencia, se “mide”, se “pesa”, muestra realmente qué juicio tiene sobre sí mismo. No se puede educar a base de consejos y exhortaciones y una vez hecho el discurso pensar ilusamente que el trabajo ha acabado, para luego enfadarse porque, naturalmente, la otra persona no hace lo que le decimos… La verificación personal en la que tenemos que acompañar a nuestros hijos consiste en ayudarles a verificar la absoluta conveniencia de lo que les decimos. Si no lo viven ellos mismos en la vida, en la realidad concreta, ¿cómo pueden saber si les conviene? Leed todo el Evangelio: Jesús es el gran educador, el maestro, y tenía una clase de doce, con algún cabezota que, después de tres años, le seguía haciendo preguntas que le agotaban un poco la paciencia. Él respondía: «Pero Felipe, ¡llevo tres años diciéndotelo de todas las formas posibles y todavía no lo has entendido!»… Pues bien, Jesús también les desafió a los doce para que comprobaran la suprema conveniencia de lo que les decía. ¿Qué eran los milagros? Eran la forma en que Jesús les mostraba la suprema conveniencia de lo que les decía: «Seguidme». «¿Por qué tenemos que seguirte?». «Porque os conviene». «¿Pero cómo podemos saber que nos conviene?». «Echad las redes». «¿Qué dices? Hemos trabajado toda la noche y no hemos pescado ni una sardina». «¡Echadlas!». «Está bien, lo intentaré». «Sacó la red a tierra, llena de peces grandes: eran ciento cincuenta y tres», dice el evangelio (Jn 21, 11), tantos peces que fue un milagro que las redes no se rompieran. Entonces a los discípulos les vino alguna que otra duda: a lo mejor nos conviene seguir a este… En otra ocasión, le seguían cinco mil personas, y tuvieron hambre y él, apiadándose de ellos, dijo: «Dad de comer a esta pobre gente». No tenían nada, nadie se había acordado de hacer la compra. «¿Qué hacemos? ¡Sólo tenemos dos peces!». «Cocínalos y luego los repartes». Y hubo comida para todos. Los milagros suscitaban en la gente la “sospecha” de que tal vez aquellas palabras que ese hombre les decía eran absolutamente convenientes para ellos. Todos los milagros son así, incluso las explicaciones que hacía de los mismos: «El reino de los cielos se parece a uno que se encuentra un tesoro en el campo: si no es tonto, se callará, venderá todo lo que tiene, comprará el campo y disfrutará del tesoro. El reino de los cielos es parecido a una mujer que encuentra la dracma perdida». «El reino de los cielos, la propuesta que os hago de tener una relación conmigo también está llena de sacrificio» (porque les decía a todos «toma tu cruz y sígueme»), «pero sobre todo está llena de conveniencia, ¡os conviene!, ¡comprobadlo!». Estos milagros le servían para

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mostrar que esta conveniencia suprema de lo que les decía, podían comprobarla en su vida diaria. Sin embargo, debido a una educación equivocada y lamentable, nosotros identificamos a menudo el bien con una ley, con una norma, con lo que debemos hacer. Si nos dicen: «Tienes el deber de hacer esto, tienes que hacer esto porque es necesario», en el fondo identificamos nuestra propuesta educativa con una regla, con una ley. Sin embargo, el cristianismo precisamente lo que hace es liberarnos de la ley. Esta es la cuestión clave: la liberación de las normas y de las reglas, porque lo que el chico o el joven debe descubrir es algo que le conviene absolutamente para su vida. Cuando hablamos a nuestros hijos del pecado, por ejemplo, casi siempre lo presentamos como una infracción de la ley. En cambio, el pecado es algo que no te conviene, mientras que obrar el bien es extraordinariamente conveniente para ti. Les ponía a mis alumnos este ejemplo: «Imaginaos que os estáis yendo de excursión con el cole: todos estáis impacientes, finalmente salís, durará una semana, va a ser genial… Deseáis que esté toda la clase, que vuestros amigos participen; pero de repente, cuando estáis en el autobús a punto de salir, os dais cuenta de que falta uno de vuestros compañeros. Os preguntáis: “¿Por qué no llega? ¡Maldito sea!”. Al final, alguien llama a su casa y le dan la noticia de que se ha caído por las escaleras y se ha roto una pierna. Todos los demás dicen: “¡Qué pena!”31. Porque la falta de un compañero da pena, te disgusta no poder hacer algo grande y bonito, algo que es un bien. De la misma manera tenemos que entender el pecado. Qué diferente sería decirles a vuestros hijos este concepto de pecado, o mejor, no decírselo —no me cansaré de repetirlo— sino mostrárselo, en primer lugar en vosotros mismos, porque el valor de un hombre se demuestra en su modo de vivir, y es en la acción donde se pone de manifiesto lo que realmente sostiene a un hombre. Así pues hablar de testimonio implica que lo que cuenta es la vida cotidiana, es decir, el uso del tiempo, del dinero, de la casa, el uso de tus energías, cómo vives tus relaciones… porque tu hijo te mira siempre. Por tanto, juzga la realidad, vívela como la tienes que vivir y da testimonio. Entonces podrás explicarle a tu hijo que el pecado no consiste en la infracción de una regla que conlleva un castigo (lógica perversa y deseducativa que, normalmente, produce el efecto contrario), sino que la cuestión es que tu propuesta le conviene sumamente. Tienen que percibir el pecado así: «¡Qué pena!», porque el pecado da pena, es ir contra algo bueno, es la falta de un bien. Parece que merece la pena, pero en realidad es una pérdida. ¿Entendéis que esto es una revolución para la educación moral de nuestros hijos? Es un cambio que implica ante todo una revolución en nuestra cabeza, en la forma en que pensamos y vivimos el problema del bien y del mal, tal vez también el modo en que concebimos la relación entre marido y

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mujer o en el consejo escolar. Si tu propuesta se limita a dar reglas estás acabado porque no bastan para vivir. Multiplicar las reglas hace de la vida un infierno. Las reglas son un mecanismo perverso que siempre genera nuevas reglas y nuevas infracciones, haciendo de la vida un infierno. La pedagogía y la educación reducidas a una imposición de normas son un infierno del que nuestros hijos intentan escapar. Y añadiría que gracias a Dios es así. El multiplicarse de las leyes es la señal más evidente del paganismo en el que estamos recayendo. Jesús vino a liberarnos de la ley y a enseñarnos que las reglas sirven, en efecto, pero para un compromiso existencial de la persona con la realidad: «El sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado». Jesús dijo que las reglas están bien, de hecho no quitó ni una coma de la ley antigua, pero si le pedían que las condensase en un solo mandamiento decía inmediatamente: amad a Dios, amad al prójimo, o lo que es lo mismo relacionaos con la realidad de forma positiva, descubrid que la realidad es infinitamente buena. Esta es la ley, esta es la nueva ley que trajo Jesús y que ha construido dos mil años de civilización. Pero se percibe que este modo de pensar que ha traído Jesús se ha debilitado entre nosotros precisamente en que volvemos a invocar la ley, la esclavitud de la ley. Y atención, porque la esclavitud de la ley siempre es peligrosa: convertirse en esclavos de la ley quiere decir convertirse en esclavos del que la hace, es decir, del poder dominante. Cuando usamos las reglas como los paganos, tanto en el colegio como en casa, podemos pensar que a nuestros hijos les parece que actuamos así porque queremos su bien, pero en realidad nos estamos mostrando ante ellos como los custodios de la ley, como sacerdotes de las leyes y las reglas. Si les decimos a los chicos «el pecado es una ofensa a Dios», decimos la verdad, pues es lo que dice el Catecismo de san Pío X: «el pecado es una ofensa grave hecha a Dios». Pero la cuestión es entender que la ofensa hecha a Dios es una ofensa hecha a mí mismo. «El que comete pecado es esclavo del pecado», dice Jesús. Es decir, el que comete pecado se hace daño a sí mismo, va en contra de sí mismo. Es necesario descubrir en carne propia, en la rutina cotidiana, en la forma en la que vivimos y en el testimonio dado a nuestros hijos que el pecado implica perderse algo: «¡Qué pena!, ¡te pierdes algo haciendo esto! ¡La vida es algo más!». Como me pasó una vez que visité un piso de universitarios y me encontré un icono de la Virgen Negra de Czestochowa que tenía pegado detrás un calendario Pirelli de chicas ligeras de ropa. Es necesario saber explicar por qué es una pérdida mirar el calendario Pirelli en vez de mirar a la Virgen Negra. Si sólo les dices «porque está mal», no lo entenderán y lo seguirán haciendo cada vez más. Pero si les dices que se están perdiendo algo mejor porque el amor, la relación con las mujeres y el sexo son cosas preciosas si se viven de la manera adecuada, entonces te pueden entender. Esto lo entienden

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perfectamente. Por tanto, cuando les explicas qué es un pecado, tienes que poder decirle esto, tienes que testimoniarlo: «Te cuidado, porque si piensas en la relación con las mujeres de la misma manera que lo hacen tu perro o tu gato, te pierdes algo, te pierdes lo mejor». Es entonces cuando les interesa. Un chico de quince años, aunque esté desorientado y confuso debido a la cultura en la que vivimos, te escucha. De esta manera obtienes su interés porque le invitas a verificar en su propia piel, en su propia situación, el criterio que le propones. Y así puede tener lugar una verificación mediante la cual la propuesta educativa pase a ser, con tiempo y paciencia, una convicción suya, «una cosa suya». En este libro don Giussani lo que reclama del adulto es que se comprometa a este nivel, que acompañe a los alumnos y a los jóvenes a verificar la conveniencia suprema de su propuesta. Además, añade: «Si desde los 14 años en adelante…» Permitidme un paréntesis. Creo que hoy en día debemos empezar algún año antes; no lo digo porque los chicos sean hoy más espabilados que tiempo atrás. ¡Es más, los niños de hoy en día solo “parecen” más espabilados que los de antes! Como les digo siempre a mis alumnos: vuestros bisabuelos sólo “parecían” menos despiertos. Me acuerdo de mi abuela que cuando éramos pequeños venía a casa y al vernos a los niños responder a los adultos y que no nos callábamos, le decía a mi padre: «Pero qué espabilados son los niños de hoy en día, nosotros cuando éramos pequeños nos callábamos delante de nuestros padres»… Sin embargo, en aquella generación a los dieciocho años eran ya hombres y mujeres hechos y derechos. Mi abuela, que enviudó con treinta años, sacó adelante a sus seis hijos en tiempos de guerra y hambre con una fortaleza y una certeza increíbles. Por el contrario, hoy en día los llamados niños “espabilados”, cuando llegan a los treinta, tienen que superar problemas de adolescentes, lo cual quiere decir que algo no funciona. Pero sí que es cierto que hoy los chicos lidian con algunos problemas de forma precoz. Digamos que es como una goma elástica, la bendita adolescencia que hace un tiempo duraba tres o cuatro años, ahora dura treinta o cuarenta: si por un lado se anticipa, por el otro se alarga indefinidamente. Pero con dieciocho años las cartas ya están echadas. Siempre les digo a mis alumnos: a los veinte años ya se ha decidido lo que uno será en la vida; después, siempre se puede cambiar, pero la estructura de vuestra personalidad que se ha ido definiendo entre los doce y los veinte años, es la que os acompañará en la vida. Por eso son años absolutamente decisivos, son los años en los que madura la convicción personal, la certeza psicológica que nos permite crecer a partir de una hipótesis que se nos ha propuesto y que hemos visto encarnada en algunos adultos. Pero hay que tener cuidado de no separar las edades de forma demasiado rígida. La dinámica educativa que hemos procurado describir hasta ahora comienza precisamente al nacer, comienza incluso en el

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vientre materno, y jamás termina: la libertad es un misterio tan grande que con sesenta o setenta años nos permitirá echarlo todo por tierra, cambiar para bien o para mal de forma absolutamente radical. Pero hay una edad en la que esto sucede de manera más evidente, más clara, al menos en sus contradicciones fundamentales, que es la adolescencia, la primera juventud. Retomemos: «Si desde los 14 años en adelante, durante cuatro o cinco años, al muchacho no se le ayuda insistente y sistemáticamente a ver la conexión que hay entre lo que se le ha dado (“la tradición”) y la vida, sus nuevas experiencias crearán las premisas suficientes para que asuma una de las tres actitudes enemigas del cristianismo: la indiferencia […], el tradicionalismo […] o la hostilidad […]. El método decisivo para impedir que surjan estas actitudes al llegar a cierta edad consiste en ayudar a que se experimente lo que se ha recibido, poniéndolo a prueba y confrontándolo con todas las cosas»32. Daos cuenta de cómo tiene que estar el educador: siempre «en el ruedo», siempre activo, siempre al ataque. El educador es el que juega siempre al ataque, nunca está pasivo, nunca debe pensar que los hijos —como tantas veces pensamos— pueden crecer solos, como si lo único que tuviésemos que hacer es garantizarles algunas cosillas, algunos aspectos materiales básicos, algunos medios para vivir con normalidad, pero fueran ellos, nuestros hijos, los que crecen y se hacen adultos solos. A menudo cuando te das cuenta de que si tú no educas a tus hijos, los educa el ambiente, ya es demasiado tarde o por lo menos ya han sufrido daños incalculables. El educador, desde que empieza, desde que trae a la vida a un hijo, desde que abre la puerta del aula, está o no está; y si está, juega al ataque, juega siempre atacando, precisamente porque está en juego la maduración del joven, la verificación personal que le lleve a experimentar la conveniencia suprema de lo que se le propone. «Desgraciadamente, la mentalidad moderna —continúa el texto de Educar es un riesgo — enseña a los jóvenes a seguir las cosas hasta una medida que les resulte agradable y después… ¡basta! Por eso la “presencia” de las cosas se toma como ocasión para afirmar sus propias preocupaciones y sus propios esquemas; no para seguirla fielmente hasta el fondo. Así, cuando esa presencia no corresponde a sus preocupaciones previas, la retahíla de los “pero” y de los “si” encubre con frecuencia una falta de disponibilidad y de amor genuino a la verdad y al bien. Y entonces aparece este miedo tan extendido, esa extraña incapacidad para afirmar el ser»33. Creo que esta es la definición más perfecta que se puede dar de la condición existencial de nuestros chicos: una extraña incapacidad para afirmar el ser, un miedo difuso, porque la mentalidad moderna enseña a no comprometerse con la realidad. Por eso no bastan las palabras y los discursos, hace falta un compromiso existencial. Esto significa que es esencial que el educador esté presente en lo que comunica e intenta enseñar, que coincida con su presencia desde el inicio de la

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relación, desde que se empieza. En el caso de los padres, desde que nace el hijo; en el de los profesores, desde que entran en clase. Lo que dices tiene que ir siempre acompañado por una propuesta existencial de manera que el joven pueda verificar en ti lo que le dices. Si no entra en juego su libertad no emergerá su yo, ni siquiera empezará una verdadera educación. Podemos constatar que, como justamente observa don Giussani, estamos en un mundo que dice exactamente lo contrario: cuanto menos te comprometas con la realidad, cuanto menos vayas al fondo de las cosas, cuanto menos te tomes en serio la circunstancia que te toca, el ambiente en el que vives, más feliz serás; por lo tanto, no te comprometas demasiado, no exageremos. ¡Cuántas veces esta afirmación se convierte también para nosotros padres, en una fórmula educativa! Una fórmula profundamente deseducativa que se opone a ese ímpetu de la naturaleza que, gracias a Dios, empuja a nuestros hijos hacia la realidad. Porque a esa edad la naturaleza impulsa a nuestros hijos a abrirse a la realidad, a las cosas, con curiosidad y energía, pero luego está esa mentalidad común, esa cultura que rápidamente, si no estamos atentos, mata y cierra el paso a este impulso natural, de forma que hay chicos de veinte años que ya chochean como viejos. Cuántas veces somos cómplices, a lo mejor inconscientemente (porque si no sería un crimen), de esta mentalidad: todas las veces que un chico, con toda la exageración propia de la edad, se lanza a las cosas, nosotros le decimos «frena» (de esa manera tan cínica que equivale a decir: «ya se te pasará») y añadimos: «ahora céntrate en estudiar». Sin embargo, es bueno que el adolescente comience a cambiar, a tener una curiosidad sana por las grandes preguntas de la vida. Es verdad que se trata de un cambio que puede ser molesto, pero no os preocupéis, porque a menudo parece que nuestros hijos están peor de lo que realmente están, exageran el tono a propósito, dicen cosas que no piensan para nada… Están tan seguros de la relación con sus padres que tienden a usarlos como si fueran un cubo de basura, echándoles encima todas las amarguras, todo el hastío que sienten. Yo, a menudo, hacía la prueba de decirles a mis hijos: «Vamos a ver si te crees de verdad esa soberana estupidez. Solo hay una forma de ver si te lo crees: llama a tus amigos y dilo delante de ellos. Si lo haces, te creeré». Ninguno lo llegó a hacer jamás. Porque delante de los amigos se dan cuenta de que es una estupidez completa y les da vergüenza repetirla. ¡Sin embargo, a ti te la dice con una seguridad, con una arrogancia que te dan ganas de darle una bofetada! Pero lo hace porque está seguro de ti. Lo que llamamos «crisis de la adolescencia» es lo más bonito y saludable que puede pasar, corresponde a aquello por lo que Jesús dijo «si no sois como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos», es decir, si no “estáis en crisis” toda la vida, en este sentido positivo, con esta exigencia incesante de que el Misterio de la vida se haga presente, si

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no estáis repletos de preguntas, de apertura y de tensión en la vida, no entraréis en el Reino de los Cielos y, por tanto, no participaréis en la verdad de las cosas. Como muchas veces somos nosotros los que hemos perdido este impulso, esta tensión, esta pregunta, ya no la reconocemos como algo bueno ni siquiera cuando se suscita en nuestros hijos. Entonces nos asustamos porque están en crisis, porque gritan o se enfadan por nada o están un poco bordes y puede que irrespetuosos, todo lo exageran. ¿Entonces qué les decimos? «¡Ya se te pasará! ¡Ahora céntrate en estudiar! Verás como con el tiempo, dentro de tres o cuatro años, te convertirás en un viejo como yo». ¡Muchas veces esta es la mayor oferta educativa que llegamos a hacer! Es verdad que no se lo decimos así, pero muchas veces el sentido es el mismo, el hijo lo percibe así y piensa: «¡Si el resto de mi vida ha de ser así, prefiero hacer alguna estupidez antes que convertirme en un rancio como tú!». «Cuando seas mayor lo entenderás...», es decir, te darás cuenta de que las preguntas que tienes ahora son ingenuas, que la vida es otra cosa, es difícil, hay que pensar cómo ganar dinero, es una lucha constante… Este equívoco, en vez de sostener el impulso de la libertad y la tensión de nuestros hijos, lo corrompe. No es poca responsabilidad. Yo lo considero uno de los delitos más graves que tienen lugar en la educación. Es un delito educativo, porque es una equivocación grave no considerar como buena la pregunta que, gracias a Dios, la naturaleza a una determinada edad impone a nuestros hijos y que podría ser una ocasión para que nosotros rejuveneciésemos. No en el sentido de volvernos como ellos, en la posición equivocada del padre que se va de casa a la vez que su hijo rebelde, sino en el sentido de acompañar su pregunta y compartirla, sintiéndola fundamentalmente idéntica a la nuestra. La mentalidad moderna que enseña a los jóvenes a tratar la realidad sin ir al fondo de las cosas, a hacerlo todo pero sin exagerar, es la causa de que tengan una incertidumbre tremenda respecto al valor positivo de la realidad, y además genera cinismo, violencia, desesperación, e incluso puede generar la anorexia y todos esos fenómenos que caracterizan esta generación y que son resultado de cómo cada uno lo interioriza y somatiza a su modo. Es como si crecieran en esta incertidumbre frente a la realidad y no tuviesen ningún otro punto de referencia con el que compararse. Para que los jóvenes puedan entender las cosas hace falta, por un lado, que la inteligencia y la lucidez del pensamiento descubran que la propuesta que se les hace tiene un carácter unitario y absolutamente positivo, pero por otro lado, si queremos que esta propuesta se convierta en una convicción verdadera, habrá que suscitar también un amor que se verifique en su compromiso con la existencia, con la realidad, en ese ímpetu con el que un chico, a una cierta edad, se lanza a la existencia. Por eso, para ayudar a que la convicción tome cuerpo, la educación consiste en proponer de forma clara y decidida

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un sentido unitario de las cosas, pero también en invitar incansablemente al joven a que compruebe esta hipótesis en todo lo que hace, en cada encuentro, en cada suceso, en cada faceta de su vida: que se comprometa en una experiencia personal, en una verificación existencial. Tener ideas claras no es indicio de una verdadera educación. Las ideas pueden cambiar de la noche a la mañana por motivos estúpidos, pero un juicio que es fruto de la experiencia permanece en el tiempo. 2. Sus condiciones La imprescindible verificación de la propuesta recibida exige, según don Giussani, que se den tres condiciones: debe acontecer en su ambiente, debe ser una verificación comunitaria y debe cumplirse en el tiempo libre. Vamos a analizar brevemente cada una de las tres condiciones. a) En el ambiente «La primera condición para que el adolescente pueda verificar su hipótesis es que se le ayude a comprometerse con sus ideas en su ambiente. Nada más venenoso, debilitante y a la larga exasperante para un adolescente que el no sentirse humanamente ayudado a afrontar el ambiente con la necesaria claridad y decisión»34. ¿Qué entendemos por ambiente? Ante todo, el ambiente es el lugar donde se vive, es decir, el colegio: el ambiente por excelencia de un chico es el colegio. Se pasa ahí todos los días como mínimo cinco horas, todos los días menos el fin de semana y estudia otras dos o tres horas al día... Cuando sale de casa, el colegio es el lugar privilegiado donde verificar concretamente la hipótesis que le han ofrecido sus padres: éste es su ambiente. «Familia y colegio tienen, a este respecto, responsabilidades formativas hasta tal punto preñadas de consecuencias para las convicciones del joven que difícilmente es concebible la ligereza enorme (frecuentemente inconsciente) con que actúan»35. Si consideramos como “ambiente” el mundo exterior, que hoy ya ha entrado de lleno en nuestras casas, ¡deberíamos reflexionar sobre esa ilusión de que nuestros hijos, puesto que navegan por Internet, están informados de todo y pueden tener acceso a todo! Parece que tienen acceso al saber universal y, por tanto, al universo entero: esto es una mentira clamorosa. Hay que estar en guardia frente a esta ilusión, se lo digo siempre a los profesores y a los padres. En una ocasión una alumna de diecinueve años me llamó y me dijo: «Franco, me han invitado a un encuentro en Milán». «¿Y cuál es el problema?». «Nunca he ido a Milán, me han dicho que tengo que coger el metro y no sé, ¿cómo se hace?». Y es una chica muy despierta y normal, que probablemente frente a un ordenador se come el mundo, pero no es capaz de ir a Milán. Es preciso que tengamos en cuenta este aspecto: hoy en día hay una separación entre el mundo imaginario que llena

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las cabezas de los chicos y el mundo real, y esta separación es devastadora desde el punto de vista del conocimiento. Crees que conoces el mundo entero porque navegas por Internet y sabes perfectamente dónde están determinadas ciudades americanas o ves en directo la gala de los Óscar, pero en realidad no sabes nada, porque con diecinueve años no eres capaz de ir a Milán, y puede que te preguntes si el pueblo de Entrático está en Venezuela o en Bangladesh, mientras está a cinco kilómetros de tu casa. En el origen de esta situación hay una cuestión muy grave: a menudo, el ambiente, el aire que respiran nuestros hijos, aparentemente tan universal y abierto a la realidad, es venenoso porque está repleto de imágenes falsas y artificiales. Las cabezas de nuestros chavales están llenas de imágenes —tomadas de películas, telenovelas, dibujos animados —, cuyos protagonistas se caracterizan por tener algo extraordinario, excepcional. Ya sean héroes positivos o negativos, Superman o el cantante, la estrella del cine o la guapa de turno. Pensad qué consecuencias acarrea para nuestros hijos haber crecido desde que tenían tres, cuatro o cinco años bombardeados por estas imágenes: el resultado es que con quince años ya no soportan lo ordinario. Lo que les toca vivir, el pueblo, la familia, los cuatro amigos del bar, el insoportable colegio, los libros que tienen que leer o estudiar les parecen cosas totalmente banales, vacías, indignas de ser vividas. ¿Pero qué tiene mi día de extraordinario? Nada, es lo más banal, vacío, estúpido y odioso que puedas imaginar; entonces la búsqueda de algo extraordinario se convierte en una terrible tentación. Además, este malestar frente a la normalidad insoportable de la vida puede transformarse en una aversión a sí mismos, en enfermedades psicológicas u otras patologías. Hay que estar muy atentos a la potencia del ambiente, que tiene esta capacidad de debilitar las energías y las posibilidades de relación con la realidad. «Jamás el ambiente, entendido como clima mental y modo de vida, ha tenido a su disposición tantos instrumentos como hoy para invadir despóticamente las conciencias»36. No os penséis que pretendo demonizar las nuevas tecnologías, Internet está fenomenal, el ordenador es importante, esto no se discute. Simplemente estoy advirtiendo sobre este hecho: el ambiente, entendido como mundo que nos rodea en nuestras casas y en los colegios, nunca antes había tenido a su disposición tantos instrumentos como hoy para invadir despóticamente las conciencias: «Hoy más que nunca es el ambiente, con todas sus formas expresivas, el educador o el deseducador por excelencia. Por eso la crisis se perfila, en primer lugar, como ignorancia que hace a los mismos educadores colaboradores, quizás inconscientes, de las deficiencias del ambiente, y en segundo lugar, como deficiencia de vitalidad en la actitud educativa, que lleva a no combatir con suficiente energía las influencias negativas del ambiente, pues reafirma a semejantes educadores en posturas esquemáticamente tradicionales y formalistas, en vez de llevarles a renovar el eterno Verbo redentor en el espíritu de la nueva lucha»37.

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Es una lucha. En este sentido decía que para que el chico pueda llevar a cabo su propia verificación frente a lo que le propone el ambiente, tiene que poder vernos a nosotros en una lucha decidida contra la mentalidad del ambiente y su negatividad. Pero decididos con una propuesta positiva. No basta con decir: «¡No veáis la televisión!», porque el ambiente entra de todas formas, se cuela por las fisuras, a través del aire que respiran. ¡Lo que se mete en la cabeza no sale nunca! Esto vale también para cuando tenéis a los hijos de tres años delante de la tele y les hacéis ver los dibujos animados de Walt Disney (aunque siempre les regalaba a mis hijos una entrada de cine por santa Lucía38, odio a Mickey Mouse porque refleja un mundo sin padres, sin maestros, sin educadores. Todos están enamorados perennemente, pero no hay familias verdaderas, son todos sobrinos, tíos…). En conclusión: siempre hay que estar alerta. Ay de los padres que se planteen la pregunta: «¿Qué tiene de malo?». Estos padres ya han sido derrotados, han perdido la batalla. Si tú frente a las decisiones que tomas con respecto a tus hijos desde que nacen, tienes como criterio la pregunta: «¿Qué tiene de malo?», ya has perdido: vencerá el ambiente, el ambiente te sustituirá porque tú has tirado la toalla. La pregunta del educador no puede ser: «¿Qué tiene de malo?», sino: «¿Qué tiene de bueno?». ¿Qué le puedo proponer a mi hijo en este momento? ¿Qué es lo que mira mi hijo? ¿A qué se pega mi hijo, qué bien le propongo? «¿Qué tiene de bueno?» es la gran pregunta del educador para desafiar al ambiente en el que crece su hijo. Preguntarse qué tiene de malo es empezar habiendo perdido ya, regalando la victoria al ambiente, en el sentido deletéreo del término que he descrito antes. ¿Cómo pueden crecer nuestros hijos sabiendo que se puede ser extraordinario, que su vida cotidiana puede ser extraordinaria? ¿Cómo pueden reconocer lo que es extraordinario en su vida y en la de su padre, su madre, sus profesores, en una jornada escolar? ¿Cómo podrán identificarlo, si nosotros no lo hacemos con ellos, si no reconocemos a cada uno de ellos como algo extraordinario? ¿Cómo podrán, por lo tanto, comprobar la absoluta conveniencia de lo que les proponemos? Cuando Juan Pablo II visitó Nursia sintetizó en una frase maravillosa la obra de los benedictinos, frailes anónimos que lenta y pacientemente reconstruyeron Europa trabajando la tierra, cavando, levantando muros, trazando canales y construyendo puentes en el anonimato más absoluto y con una gran paciencia: «Era necesario que lo cotidiano se volviese heroico y lo heroico cotidiano». Este es el reto educativo de hoy en día. Hay que compararse con este reto: tenemos que sentir nuestra vida como algo heroico, tan llena de bien que nos corte la respiración y nos conmueva, de manera que nuestros hijos se sientan provocados a vivir así. De esta manera les ayudaremos a ver que su vida y su experiencia son extraordinarias, que ellos son únicos e irrepetibles, y no les vencerá el sentimiento de mediocridad, de inutilidad, de evanescencia de todo lo que

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viven, de todo lo que les lleva a refugiarse en los denominados paraísos artificiales. b) Comunitariamente La segunda condición es que esta verificación sea comunitaria, lo cual quiere decir que no basta sólo con tu testimonio. La más grande, perfecta y santa de las familias nunca ha sido suficiente, pero hoy esto es así de un modo absolutamente clamoroso. Hace falta que el hijo sienta la propuesta como una parte del mundo que funciona de forma diferente al del ambiente dominante que tiene delante. Os pongo un ejemplo. Mi hijo Andrea, cuando estaba en el 2º curso del Liceo, con 15 años, nos preguntó a mi mujer y a mí: «Pero papá, ¿nos estás educando como gente normal? Porque me enseñas ciertas cosas, que yo me creo, e incluso me convences, me gusta este tipo de vida que hacemos, con mamá, con mis hermanos, pero el mundo va hacia otro lado. ¿Estás seguro de que me estás preparando para estar en el mundo? No vaya a ser que luego me vaya a sentir como un pez fuera del agua, incapaz de vivir en el mundo de los demás». Me acuerdo que mi mujer y yo reflexionamos mucho sobre esto porque la pregunta era muy seria: ¿qué tenemos que hacer para que nuestros hijos crezcan con la percepción de que la hipótesis que les proponemos sirve de verdad? Tienen que percibir que sus padres no están solos manteniendo un pulso contra el mundo, sino que hay una parte del mundo que funciona así: hay amigos que viven así, hay gente increíble a la que mirar, hay muchos profesores a los que seguir. Desde esta perspectiva cambia el uso que hacemos del tiempo en una familia, de la casa, del dinero y de las vacaciones: tus hijos deben ver que el mundo es grande y que, por mucho mal que haya, hay mucho que ver. Está lo que te enseñan papá y mamá y está el colegio de La Traccia39 (siempre que te fíes de él…): si tenemos que llevar a cabo esta lucha día a día, en cada conversación, en cada asunto, frente a cada artículo de periódico, en fin, si hay que librar esta batalla todos los días, tener al colegio como aliado es muy distinto que tenerlo como adversario. Por eso, ¡qué maravilla es poder contar con un colegio así! Esta lucha no puede ser cosa de caballeros andantes contra molinos de viento, los hijos tienen que ver que la propuesta que se les hace la comparten muchas personas; y de aquí nace una nueva forma de crear hogar, de abrirlo a todas las posibles amistades y presencias, de salir a ver todo lo bueno, el bien y la grandeza que hay en el mundo. Por ejemplo, el día de Todos los Santos les dije a mis hijos: «¿Por qué no vamos a buscar a algún santo? Es su fiesta». Así que fuimos a ver a un chico que ellos conocían, que no estaba bien y que estaba muriendo como un santo (de hecho se ha escrito luego un libro sobre él40). Me quedé muy conmovido porque mis hijos me habían llevado a conocer a un santo. De esta manera nos hacemos más creativos a la hora de usar nuestra

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casa, el dinero y el tiempo. Hay tanto que hacer, hay tanto que mirar. Donde no entras tú entra el ambiente, un hijo se llena de lo primero que le llega: o de lo que tú le propones o de otra cosa. Como educador tienes que estar al frente con una propuesta que haga que no tengas suficientes horas en el día para la cantidad de cosas grandes que querrías hacer con él, que no te baste la semana y las vacaciones (sin embargo, cuántas veces las vacaciones son ocasión de un aburrimiento mortal que mata a nuestros hijos…) Esto abre otra cuestión interesantísima: esta apertura al bien, a los grandes testimonios de nuestro tiempo, esta forma de elegir libros, de leer periódicos y de encender y apagar la televisión es un modo de ser que implica una decisión del adulto. De esta manera, respondo a una pregunta que se me suele hacer al final de estos encuentros: ¿pero si es así, quién educará a los adultos? ¿Quién te educa a ti? ¿Qué te conmueve, qué te educa, qué quiere decir para un padre, para una madre, para un profesor tener siempre en el rabillo del ojo la verdad, el bien y la belleza? ¿Qué quiere decir que lo que te mueve a lo largo de la jornada es la adhesión a la belleza de la realidad, a lo que hace de la vida algo grande? ¿Tú a qué miras, a quién sigues? No se educa, si no se es educado constantemente. El educador es, ante todo, alguien que se deja educar. «Todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, sea objeto de vuestros pensamientos», escribe san Pablo (Fil 4, 8). Que sea esto el objeto de nuestros pensamientos, para que lo pueda ser también de vuestros hijos. ¡Para poder hacer esto no debemos estar solos! Sería muy triste que si a alguno de nosotros nuestro hijo le pregunta: «¿Tú a quién perteneces? ¿A quién sigues? Porque para convencerme de que te siga —padre, madre o profesor— necesito saber a quién sigues», le respondiésemos que no seguimos ni a nada ni a nadie. Pero en realidad, no puedes dejar de elegir algo o alguien a quien pertenecer con toda la devoción, el coraje y la energía que tienes. Deberías hablarle a tu hijo de la belleza de la Iglesia. Pero no existe “la Iglesia” de forma genérica. La Iglesia solo se puede vivir mediante un modo concreto de pertenecer a ella. Cuando hablas de la Iglesia a tu hijo, tu hijo debe reconocer en esa palabra ciertos rostros, ciertos amigos que frecuentas, las reuniones a las que vas, palabras que dices y libros que lees, personas a las que les das tu dinero y tu apoyo: debe identificar una historia, un lugar en la historia. La palabra “Iglesia”, para que se proponga de modo educativo y verdaderamente significativo, debe tener una especificación concreta, precisa: debe ser una vida y una propuesta que se puede comprobar. Nadie ha comprobado una propuesta genérica o ha encontrado a la Iglesia en general. Por usar una imagen, la Iglesia es como un tren larguísimo. ¿Alguna vez habéis cogido un tren «genéricamente»? No. Para coger un tren tienes que subirte a un vagón concreto. Ese vagón es tu forma de coger el tren; o te quedas fuera o, si decides cogerlo, tienes que

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elegir un vagón, es más, un compartimento. Además, el tren es grande y hay vagones muy diferentes; cada uno tiene el suyo, cada uno encuentra su sitio y el tren se va, y es tan largo que no ves ni siquiera la locomotora, que es Jesucristo. Pero el hecho de que el tren avance hace que puedas jurar que la locomotora existe y que va de maravilla. El tren avanza, el pueblo de Dios crece, avanza en el tiempo y en la historia, pero solo te puedes enganchar si subes a un vagón concreto. Y si le dices a tu hijo: «Coge el tren conmigo», tienes que añadir: «¡Subamos a este vagón, que me gusta más que los otros!». Así las propuestas que les hacemos a nuestros hijos se tienen que poder comprobar de forma concreta, operativa y existencial. De lo contrario, esa parte del mundo, esa hipótesis positiva de la que les hablamos será tan genérica y abstracta que no les importará nada. Creo que el aspecto comunitario del que hablaba don Giussani hay que entenderlo en este sentido. c) El uso del tiempo libre La tercera y última condición es el uso de tiempo libre. «Una educación incapaz de fascinar al joven en su tiempo libre es ciertamente pobre y humanamente inadecuada»41. No se puede hacer como en algunas catequesis, donde el problema del tiempo libre se aborda proponiendo a los jóvenes que se porten bien, que no hagan ciertas cosas… Por el contrario hace falta enfrentarse al joven directamente sin ocultar ni fingir nada. El joven tiene que recibir una propuesta seria que le lleve a comprometerse con los valores, justo en ese tiempo del que dispone libremente. Esto lo entienden perfectamente los jóvenes y por eso permanecen: de esta forma la labor educativa se lleva a cabo de forma seria. «A través del compromiso con el ideal en su tiempo libre, el adolescente aprende a seguir su hipótesis en todo el tiempo restante, cuando la presión de las necesidades e influencias contingentes le ponen la cosa más difícil»42. Esta es una intuición genial, porque lleva dentro un criterio educativo (y también psicológico) decisivo: «Toda impaciencia exigente por parte de los educadores (colegio o familia) para que se dé este paso está injustificada; manifiesta un intelectualismo abstracto y un desconocimiento de la evolución segura aunque gradual del fenómeno educativo»43. No seáis impacientes, la ley de la educación es el amor y necesita su tiempo. El tiempo de la educación se llama paciencia, la virtud del educador es la paciencia, porque se necesita un tiempo para que lo que ha sucedido en un momento concreto, se desarrolle e invada toda la vida. Se necesita tiempo, no se puede pretender que un chico, un niño o un adolescente se comprometa plena y totalmente con la existencia, esto es algo que crece gradualmente (a veces ni siquiera los adultos somos capaces de hacerlo…). Ciertamente hay que proponer a los chicos este compromiso, que es la finalidad de la educación, pero respetando una gradualidad, un crecimiento

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progresivo. Después de esto, don Giussani añade: «Por eso, está fuera de lugar exigir al individuo un compromiso con el “deber” del estudio, el “deber” familiar, etc., como prioridad contrapuesta a la entrega ideal que ya vive en el tiempo libre»44. Por decirlo de otra forma: «Empieza a estudiar y después ya veremos, después lo hablamos; primero el deber y después el placer». Estas estupideces que decimos a veces a la ligera, destruyen. Hay que hacer lo contrario. Hay padres que vienen a decirme que su hijo no estudia y que no quiere venir al colegio, pero a veces esos padres pueden ver que su hijo, cuando decide él, es decir, en su tiempo libre, se compromete responsablemente, se adhiere a cosas buenas y grandes, que valen la pena. Entonces es una tontería decirle: «primero el deber», porque la dinámica educativa y psicológica se mueve de modo contrario. Descubres que tu hijo, que en este momento odia el colegio, tiene un amigo interesante, y tú le conoces y sabes que es un buen chico. Tu hijo es un desastre, no quiere estudiar, no tiene ganas de hacer los deberes, no quiere hacer nada, en casa está intratable, protesta si tiene que ayudarte, pero va encantado a casa de este chico… y abro un paréntesis: no digo chica pues siempre sugiero que a esta edad no tengan este problema, porque hoy en día tener novia se convierte fácilmente en la tumba de la educación y es preciso explicárselo a los chicos razonadamente. Porque el enamoramiento es lo más bonito del mundo, lo sabemos todos, pero cada cosa tiene su momento, y el vacío de la vida que se palpa en el ambiente, está haciendo que se adelante progresivamente la edad en la que tienen novia o novio, pero esto no es más que un «relleno» de un vacío absoluto que, cuando se revela como tal, les lleva a una sorda desesperación. Hay que advertirles: ¡chicos, atentos, porque las cosas no funcionan así! Pero volviendo a mi argumentación, cuando ves a tu hijo que está muy unido a ese buen amigo, cuando entiendes que su compañía es un bien, lo peor que puedes hacer es echarle en cara la decisión que ha tomado en su tiempo libre y compararla con su falta de compromiso en lo que respecta a sus deberes del colegio o en casa, y decirle: «No, no vas a volver a su casa hasta que no te centres, hasta que no empieces a estudiar, a obedecer a tu madre…». ¡Sería un desastre! Por el contrario, ¿qué hace un padre sabio? Se agarra con los dientes a esa relación de su hijo y percibe en ella un punto de esperanza, porque puede ser el punto que, poco a poco, por ósmosis, aporte un bien para su vida entera. Cuántas veces cometemos este error de contrastar la única hipótesis positiva de nuestros hijos con los deberes que tendrían que respetar. La consecuencia es que lo que obtenemos, en vez de los deberes, es un enfado cósmico, y además, les quitamos la única oportunidad de verificación personal que tenían. En cambio el buen educador está atento a lo que sucede en el tiempo libre, a lo que el hijo o el alumno escogen responsablemente, porque desde ese punto afectivamente significativo para él se puede

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reanudar todo el camino. Si mi hijo tiene un amigo con cabeza —con mayor razón si fuese un amigo más mayor, un pariente, un cura, un profesor, quien sea—, y yo me doy cuenta de que está en un mal momento, rezo todas las noches para que no lo pierda, para que se pegue afectivamente todavía más, de manera que lo que ha salido por la puerta pueda entrar por la ventana. Cultivando esta relación, podrá recuperar lentamente, con paciencia y en el tiempo, el significado del estudio, el respeto por la familia, por su padre y por su madre. 3. Sus dimensiones Hago una mención breve a un último punto. Don Giussani habla de las dimensiones de esta verificación personal y resulta muy interesante porque la cuestión se remonta a lo que habíamos dicho al principio: el hecho de que nuestro corazón y el de nuestros hijos exige por naturaleza conocer la verdad, practicar el bien y comprobar que la vida, con el paso del tiempo, se hace bella, positiva y grande. Dice don Giussani: hará falta que nuestro hijo o nuestro alumno lleve a cabo esta verificación en todas sus dimensiones, según las dimensiones propias de cualquier acto humano, es decir: el conocimiento, el afecto y la certeza sobre el pasado, el presente y el futuro. Fe, esperanza, caridad. a) Dimensión cultural ¿Cómo se manifiestan en el joven esta sed de saber, esta sed de amar y de belleza y de bien? Giussani escribe: «Para que uno se implique en la verificación de una hipótesis educativa, ésta tiene que proponerse como total explicación de todo, como sentido último de la vida, del mundo y de la historia. Cualquier escepticismo y enciclopedismo, para los que la cultura es sólo un cúmulo de materiales incapaz de dar una explicación vital de cada aspecto de la realidad, y en consecuencia, todo fideísmo, para el que la religión y la fe están “fuera” de la “cultura”, entendida de este modo, al ser incapaces de dar cuenta de las realidades y problemas que surgen, dejarán al joven, justamente frío, si no hostil»45. Tiene que ser una hipótesis que abarque toda la realidad, ¡pensad qué responsabilidad tenemos! Pero si la verificación que tiene que llevar a cabo nuestro hijo es cultural, es decir, implica la comparación con cualquier aspecto de la realidad, ¿quién se lo enseñará sino los padres, los profesores y la escuela, que la viven en primera persona? ¿Dónde aprenderá a comparar todo con la propuesta que se le hace para comprobar si es verdadera? b) Dimensión caritativa La segunda dimensión de la verificación es que hace falta una gran caridad, en su sentido más genuino: hay que ayudar y acompañar a nuestros hijos a amar lo que

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descubren, a estimar la realidad, a querer bien a las personas, a querer el bien para sí mismos y para los que tienen a su lado. Como sabéis, el amor no se puede enseñar con palabras; una adhesión afectiva solo se puede testimoniar y, si deseas que otro ame, sólo puedes ayudarle atrayéndole. El amor, bien lo sabéis, no es algo que se pueda enseñar con las palabras. El apego y la estima por las cosas sólo se pueden testimoniar, lo único que puedes hacer para ayudarle es atraerle con tu pasión. Es tan sincera tu adhesión a la verdad de las cosas, es tan grande el amor que tienes por la realidad que es como si atrajeras dentro de este aura positiva todo lo que encuentras, en primer lugar a tus hijos y tus alumnos. Atraer a tu alumno, atraer a tu hijo para que se adhiera a la realidad que vives tú, para que también él la pueda descubrir. Aprender quiere decir “pegarse a”, “adherirse”. Que un chico aprenda (es decir, que se le queden las cosas, que las haga suyas) se debe a la implicación del afecto. Hay que acompañarles en este primer paso positivo hacia la realidad, hay que educarles en esto, es decir, hay que testimoniarlo pacientemente. c) Dimensión misionera Por último, don Giussani habla de «la dimensión misionera», es decir, que lo que propones no es verdadero para ti si no es verdadero para el mundo entero. La propuesta que haces, la hipótesis que vives, tiene que ver con el mundo entero: decimos «católico» a aquello que tiene que ver con toda la realidad, que no deja nada fuera, tampoco las dimensiones espaciotemporales. Nosotros hemos puesto mucho empeño en que nuestro colegio mantenga, cultive y profundice en las relaciones con unos amigos de Sierra Leona porque no es indiferente estar en un colegio que tiene en el corazón a Sierra Leona, una parte del mundo olvidada por los hombres pero no por Dios. Esto significa que uno va a La Traccia sabiendo que en ella está el mundo, o por lo menos eso intentamos. Intentamos estar abiertos al mundo entero, es un colegio «católico», es decir, no ignoramos nada del mundo, nada de lo que existe, nada humanamente significativo nos resulta ajeno: esto significa ser católicos. Así pues una verdadera educación debe contar con esa dimensión fundamental que es la catolicidad, la apertura al mundo. ¡Cuánto ayuda y sostiene a la educación esta apertura al mundo! CAPÍTULO IV – El riesgo necesario para la libertad La cuarta y última palabra clave es “riesgo”, un riesgo que es necesario para la libertad. La libertad exige del educador que asuma el riesgo educativo. ¿Por qué don Giussani elige esta palabra para dar título a su libro? Porque al final todo se resume en esto. Una vez dicho todo lo anterior —las dimensiones, las condiciones, a qué se debe prestar atención y a qué no—, nos queda este misterio que es la libertad del otro, la

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libertad del hijo, la libertad del alumno. Por eso la educación siempre conlleva asumir un riesgo por parte del adulto, siempre conlleva un misterio, algo impredecible, algo que es imposible dar por supuesto. Asumir este riesgo es necesario para salvaguardar la libertad del otro. Apostar todo a su libertad es el reto educativo más difícil y dramático. Por eso tantas veces usamos como atajo las reglas: si consigo inculcar en mi hijo el respeto a la ley me creo que ya he llevado a cabo con éxito mi labor como educador. Sin embargo, lo que he creado es una marioneta, o un esclavo, una persona que sigue las reglas pero no tiene un criterio propio asumido libremente, una convicción personal; le has educado como una marioneta, como un esclavo. Pero nadie quiere que sus hijos y alumnos crezcan como esclavos. Queremos correr este riesgo de la libertad, este riesgo tremendo del que habla la parábola del hijo pródigo, la mejor parábola de los evangelios de entre las que tienen la educación como tema principal. Ese padre, que es Dios mismo, tiene dos hijos y el más joven —puede que aquel al que miraba con mayor afecto, como sucede a menudo con el más pequeño— le dice: «Genial, lo has hecho todo genial, perfecto; pero no me importa nada, dame la parte de tus bienes que me corresponde que me la voy a gastar en prostitutas; quiero tirar mi vida por la borda, quiero quemar mi vida, quiero destruirme». El padre le deja irse, permitiendo que el hijo asuma hasta el fondo el riesgo de su libertad. Tendemos a entender mal esta parábola porque sabemos de antemano que termina bien, ¡que el hijo vuelve! Sin embargo, imaginad lo dramático que debió ser. ¡Lo que pudo sufrir aquel padre! Pero Jesús nos lo señala como modelo de educador. Cómo se debió de quedar al escuchar: «Voy a gastar mi vida»… para terminar viviendo entre los cerdos, que en la cultura hebrea eran la cosa más infame y lastimosa, lo peor de lo peor. Aquel padre lo dejó ir. En cambio, ¿cuál sería nuestra reacción inmediata? Casi siempre hay dos reacciones. La más instintiva sería enfadarnos: «Cómo te atreves, tú no sales de esta casa», la solución autoritaria, cuya consecuencia puede ser que perdamos al hijo definitivamente (se puede vivir bajo el mismo techo y estar a distancias siderales; aunque se quede en casa, el hijo está igualmente perdido). O bien una reacción que está en boga hoy en día, que es que el padre se hace el amigo del hijo, reflexiona un momento y le dice: «Voy contigo, así te echo un ojo y, además, soy joven, yo también he pasado por tu edad…». En este caso el pobre hijo pródigo se encuentra con que, como su padre ha dejado su casa para seguirlo, el día que decide volver porque se ha dado cuenta de que ha hecho una estupidez y se ha equivocado —y, en consecuencia, busca un sitio al que regresar—, se levanta, se da la vuelta… y descubre que no tiene un sitio adonde volver porque su padre está ahí hundido igual que él. Con esto se entiende muy bien la función de coherencia con el ideal, que debe tener un padre: podría ser un desgraciado, equivocarse, no dar una, ¿pero cuál es su función

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insustituible? La de permanecer. Esta opción acaba con el chico porque le quita toda posibilidad de retornar a casa, toda posibilidad de perdón; está condenado a la desesperación más oscura porque no tiene ninguna posibilidad de volver. La función de coherencia con el ideal exige, por tanto, que el padre se quede y siga ofreciendo al hijo su propuesta buena. Con todo el dolor, con el desgarro que ha sufrido…, pero se ha quedado. Durante años todos los días subía a la ventana más alta de la casa para escrutar el horizonte, y no fue una semana, sino años, años escrutando el horizonte a la espera de que el hijo volviese. Hasta que un día le vio desde la cima de la colina y salió corriendo a su encuentro. Él estuvo ahí. Estar ahí, mantener abierta una casa asentada sobre roca firme, que los padres estén ahí, es la gran condición para que la educación pueda tener éxito incluso frente a las equivocaciones y las traiciones, los caprichos cuando son pequeños y los grandes «no» cuando están en la adolescencia y en la juventud. La esperanza de que el hijo disfrute del bien tan esperado depende de que el adulto esté seguro, de que se quede, de que la casa esté abierta; porque si no, si se derrumba o se cierra, el daño ya está hecho, ya que se le niegan la esperanza y el perdón. Todos necesitamos el perdón para vivir, saber que hay un sitio al que podemos volver. Ese padre corrió el riesgo, y este riesgo no se nos ahorrará a ninguno de nosotros, ni profesores ni padres, si queremos ser educadores. Si queremos ser plagiadores de soldaditos en serie, de soldaditos de plomo, es otra cuestión; pero si amamos la libertad de nuestros hijos y de nuestros alumnos, no se nos ahorrará este riesgo, tendremos que correrlo hasta el fondo. Termino con tres notas. La primera es que gracias a Dios hemos aprendido el concepto de “mérito”, el concepto católico y cristiano de mérito. El que haya visto la película de la RAI sobre san Agustín46 se habrá percatado de lo que, para Agustín, representó su madre, Mónica. Ese hijo fue realmente un pecador pero llegó a ser santo. Me conmueve esta historia porque es la de muchos padres que me voy encontrando por Italia y por el mundo. Sobre todo madres, porque las madres lo tienen más dentro, las mujeres nos lo enseñan mejor: la conciencia de que yo doy la vida por mis hijos, entrego la vida por mis alumnos y, después, que sea lo que Dios quiera. Pero manteniendo la certeza última, incluso ante el aparente fracaso, de que el ofrecimiento de mi vida a Dios «vale» porque los méritos de su Hijo han salvado a la humanidad entera. Del mismo modo, mi sacrificio de hoy puede obtener de Dios, por intercesión de la Virgen, la salvación de mi hijo. Os leo otras dos cartas que me han impresionado. Una dice textualmente: «Para mí ya es demasiado tarde». ¡No digáis eso!, ¡nadie puede decir eso! Conozco situaciones terribles, muy dolorosas, que viven algunas personas con sus hijos, pero nunca podemos decir «ya es tarde». Nosotros somos entusiastas de Nicodemo, el anciano que va a ver a

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Jesús de noche, avergonzado, y le dice: «Ya es tarde, estoy viejo», y Jesús le responde que no es verdad, se puede volver a empezar desde cero (como dicen nuestros hijos: «Papá, ¿se puede volver a empezar de cero?»). «Jesús, ¿es posible empezar de nuevo?, ¿un viejo puede volver a empezar como si volviera a nacer del vientre de su madre?». Jesús le responde que sí, que es un don que el Espíritu puede conceder. Es cierto, se puede volver a nacer. Por tanto, el educador combate siempre, como una madre que sufre por el mal de su hijo y, sin embargo, nunca tira la toalla, no es capaz de decir: «Basta, ya no me interesa». Suceda lo que suceda, hasta el último aliento, hasta el final, hasta ese último momento, hasta su último aliento, su hijo es su hijo, y ella tiene fe, reza, espera y lucha para que algo suceda, para que algo le haga volver. Lo mismo vale para el profesor: ese alumno que te desespera, el más difícil de todos, es del que dices: «No te abandono, hasta el último minuto de la última hora de clase del 15 de junio me hago cargo de ti; eres mío, estoy aquí para ti y no cederé. Luego será lo que tú quieras, lo que tu libertad elija; pero estaré aquí esperándote hasta el último minuto de la última hora de clase». El adulto, el educador no puede decir: «Para mí ya es tarde», ¡esa frase no existe! La última observación nace de otra pregunta que me ha llegado: «A menudo, en la realidad de cada día, parecen prevalecer la codicia y el egoísmo, parece que las personas que más valen, las que avanzan en la vida y en su carrera profesional, son los más astutos. Frente a estas cosas, igual, o más, que frente a la enfermedad, el sufrimiento o la muerte, ¿cómo podemos seguir afirmando que hay una esperanza de bien, una hipótesis buena?». ¿Cómo podemos afirmar frente a nuestros hijos una esperanza de bien ante el mal más patente, ante la enfermedad, el sufrimiento o la muerte? Volvemos a empezar desde el inicio: es necesario que tú, adulto, hayas hecho una experiencia tan cierta y clara de este bien que puedas al menos susurrar: «Es posible, te juro que es posible, para mí es posible». Puedes decirlo por lo que has experimentado, por lo que has visto, oído y tocado —no por tus fantasías religiosas, sino por tu experiencia en la vida al hacerte adulto—, puede que con la boca pequeña y con mucho esfuerzo, avergonzándote un poco y enrojeciendo delante de tus hijos mientras lo dices, pero puedes decir: «Es posible». Es el recorrido que se relata en el Cántico de las criaturas de san Francisco, «Alabado seas, mi Señor…», porque es posible dar gracias por todo. Es preciso haber tenido un encuentro, tener un maestro que va por delante, alguien que te muestra el camino. Pero además, es que la vida es este continuo encuentro positivo con la realidad, tan positivo que también atrae a los demás hombres y hermanos nuestros, tan positivo que, incluso viendo todo el mal que hay, es capaz de abrazarlo: «Bienaventurados los que perdonan y aguantan por tu amor los males corporales y la tribulación».Y después san Francisco puede llegar a decir esta última frase increíble que solo el Cristianismo podría inventar, porque no existe en ninguna otra cultura o religión del mundo: «Alabado

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seas, mi Señor, por nuestra hermana la muerte corporal». Se puede llegar a saber que la muerte no tiene la última palabra, que hay alguien que venció a la muerte y, por eso, hoy podemos abrazar el sufrimiento por un bien último que permanece invencible, por una última victoria definitiva que es la resurrección de Cristo. Con estos presupuestos podemos intuir una verdadera educación, juntos, ayudándonos.

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JUNTOS ES POSIBLE Conclusión del curso sobre Educar es un riesgo47 Franco Nembrini – Ante todo, me gustaría agradecer las numerosas contribuciones que me han llegado. Para que el debate sea más ordenado las he leído detenidamente y he pedido a algunos padres que intervengan, pues me parecía que sus preguntas y observaciones recogen las preocupaciones y preguntas de todos. Por otro lado, no queremos responder a todo. Más que las respuestas nos interesan las hipótesis de trabajo que plantean y ciertos problemas bien acotados en sus términos y definición. Esto nos permite identificar las preguntas más importantes para poder retomarlas en casa y, espero, en el diálogo que mantendremos a continuación. Se trata por tanto de intentos de respuesta, ya que la educación es una aventura continua y nunca termina: supone siempre un riesgo ante lo imprevisible y eso impide que cerremos el asunto. La educación es un desafío siempre abierto. Concluimos el curso, pero empezamos un trabajo que espero podamos continuar. Tenemos que compartir nuestras experiencias sin buscar recetas o fáciles soluciones. Las recetas no funcionan porque tratamos con personas y, por tanto, lo que te valió con tu primer hijo puede que ya no te sirva con el segundo, lo que hoy iba bien puede que mañana no funcione. La educación es así. Hay que ayudarse a entender bien los criterios y después cada uno actuará allí donde esté, como esté y como pueda. Una segunda advertencia: no nos debe asustar este riesgo, no debemos tener miedo. Observo en muchas intervenciones que hay miedo a equivocarse: «En el fondo, la educación me da miedo. Probablemente sea el miedo que tengo a la vida o frente a la vida lo que me haga temer por la educación de mis hijos». Tenemos que ayudarnos a vencer el miedo y darnos cuenta de que somos capaces —como padres de nuestros hijos o profesores de nuestros alumnos— de realizar nuestra tarea. Es verdad que hay mucho trabajo que hacer, pero eso no debe asustarnos. En primer lugar porque no estamos solos, pero sobre todo, porque si Dios nos ha dado hijos, si Dios ha apostado por nosotros y apuesta por nosotros, significa que podemos conseguirlo. No en el sentido de que el éxito esté garantizado, sino en el sentido de que realmente podemos asumir nuestra responsabilidad hasta el fondo, cordial y libremente. No caigamos en la trampa de la mentalidad que nos rodea, que quiere darnos a entender que, en el fondo, ningún padre es capaz de educar. Hoy en día parece que para educar hace falta un equipo de asesores:

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un sociólogo, un psicólogo, un sacerdote, un dietista… Pero las cosas no son así. Queremos ayudarnos a poner en juego toda nuestra responsabilidad como adultos, asumiéndola hasta el fondo y de esta manera, cumplir nuestra parte, seguros de que lo que se nos ha encomendado es posible y estamos a la altura. Conmigo está Roberto Rossi, director de Primaria del colegio La Traccia, que me ayudará a conducir esta conversación. Roberto Rossi – Cuando volví a casa después de estos encuentros, empecé a hablar con mi mujer porque deseaba compartir con ella todo lo que me rondaba en la cabeza. Así que escribí lo que voy a leer a continuación: “como marido estoy contento porque este curso me ha proporcionado muchas ideas, sugerencias y emociones que compartir con mi mujer. Como padre me sentí aliviado desde la primera noche porque desde el primer momento vi confirmado el valor que tiene compartir la experiencia de la vida familiar: las cosas que te cuestan, el dolor y las alegrías, las dudas y las certezas… compartir todo esto es bueno, y para nuestros hijos constituye una hipótesis educativa muy concreta. Lo que he escuchado me acompaña y ha renacido en mí la alegría, la esperanza y la paciencia. Muchas veces digo: «Señor, ¡dame cinco minutos de paciencia más!», y son suficientes. Cambian el resto de la jornada o transforman un acontecimiento determinado. Hacen falta mucha paciencia y mucho amor para perdonar una y otra vez, descubriendo que es algo hermoso. Hay que amar y perdonar, pero no hay que hacerlo por interés, para que el otro cambie como queremos nosotros. No se trata de eso. Se perdona para seguir el ejemplo de Jesús, que incluso en la cruz dice: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen». Muchas veces, tampoco nuestros hijos saben lo que hacen. Si parto de este presupuesto y pienso que Jesús perdonó a todos los que le hicieron sufrir, a los que le traicionaron, ofendieron y crucificaron, ¿cómo no hacer lo mismo con nuestros hijos que Dios nos ha confiado y son motivo de grandes alegrías? Sin ellos, muchos hechos de nuestra vida no nos habrían hecho avanzar. Si luego pienso en Jesús como hijo, no puedo olvidarme del grito desesperado: «Padre, ¿por qué me has abandonado?». Entonces, pensé que esto podría decirlo uno de nuestros hijos; o, peor aún, yo podría no ser capaz de oír este grito de auxilio. Puede que nuestros hijos nos busquen y nosotros estemos a lo nuestro, con prisas, enfadados y no les escuchemos. ¿Hay alguna forma para dar gracias todos los días? No sé si habéis visto la película Cincuenta primeras citas48: me conmovió porque cada día empezaba siempre igual. Sin embargo, es un renacer. Si comprendiéramos que cada día es una gracia, viviríamos con más alegría, serenidad y pasión: los buenos días a nuestra mujer, el beso a nuestros hijos... No son hábitos, sino dones cada día, y, si transmitimos esta conciencia a nuestros hijos y a los que nos rodean, nuestra vida puede mejorar. Retomando la parábola del hijo pródigo nacía en mí el pensamiento de que no podemos abandonar a nuestros hijos

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aunque nos digan mil veces no, en el momento en que nos buscan no podemos faltar; no tanto físicamente, sino como ejemplo, como punto firme, aunque nos cueste. Solo de esta manera podemos testimoniar que una vida que perdona de verdad no es sólo una teoría, sino que puede ser una experiencia”. Franco Nembrini – Gracias, porque además respondes a la objeción de quien cree que lo que dijimos las dos primeras noches es demasiado abstracto o difícil. Que alguien nos diga, desde su experiencia, que en la vida puede existir el perdón es realmente interesante. Es francamente útil que un padre nos diga a todos que no hay que tirar la toalla y abandonar al hijo, que hay que permanecer, que hay que perdonar cien veces si cien veces te dice que no, que el grito: «Padre, ¿por qué me has abandonado?» puede ser el grito de nuestros hijos que no escuchamos y, por el contrario, que se puede estar ante ellos de forma positiva, que se puede vivir la relación con ellos como una novedad, tanto en casa como en sus circunstancias, adoptando un punto de partida indefectiblemente positivo. Además, ante la cuestión del perdón, o como lo hemos llamado en otro momento «misericordia», se abre todo el problema educativo. Intervención – Estoy totalmente de acuerdo con lo que dice Roberto Rossi. Creo que, todos los días, cada uno tiene que practicar el perdón con sus hijos, independientemente de lo que se pida o se reciba: hay que ofrecer siempre el perdón. Puede que gritemos, nos peleemos y discutamos, pero, al final, está siempre el encuentro, la unión entre los padres y el hijo. Me considero una persona muy práctica y cuando se habló de “conveniencia” en la segunda sesión, volví a casa y pensé: «lo voy a intentar», pero puede que no lo haya entendido bien. Intenté elaborar una propuesta, crear algo para mi hijo, intentando organizarle un método de estudio y de comportamiento en casa diciéndole: «Te conviene hacer esto». Llegados a un punto, se había convertido más en una forma de chantaje que de verdadera conveniencia para él. Así que la cosa no llegó a buen puerto, le entró por un oído y le salió por el otro (tiene quince años); así que me parece que hace falta mucha paciencia y constancia. Mi mujer tiene muchísima constancia, no para de insistir y, por eso mi hijo la toma más con ella que conmigo… Pero esta conveniencia que les propuse corre el riesgo de convertirse en chantaje, si no se lleva a cabo de la forma adecuada, si no se piensa y se escucha de la forma correcta. Franco Nembrini – Es una observación muy acertada. Hemos hablado de “conveniencia” en estos términos: el chico debe ver en nosotros, y por lo tanto debe poder experimentarlo, la conveniencia de la propuesta que le hacemos, es decir, debe poder experimentar que la propuesta que se le hace es un bien para él. Tú dices que lo has hecho y que te has dado cuenta de que este intento de mostrar a los hijos que es conveniente obedecer puede transformarse enseguida en un chantaje. «Si haces esto, obtendrás esto; si no los haces, no obtendrás nada». ¿Qué diferencia hay entre proponer

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algo que conviene y hacer un chantaje? Es un chantaje cuando el bien prometido es externo a la persona. Si le prometes cosas a cambio de que te obedezca, es chantaje. En cambio, la conveniencia se promete, se muestra y se testimonia. Acordaos de la indicación fundamental que nos hemos dado: la educación coincide con un testimonio. El chico tiene que ver en nosotros todo los que decimos y este es el punto de partida fundamental. La conveniencia que hay que demostrar a un hijo coincide con un incremento de su personalidad, con lo que le hace crecer. La conveniencia que tenemos que testimoniarles no es una conveniencia en el sentido de obtener cosas, pues eso es chantaje, un chantaje espantoso. Es peor todavía, porque les introduciremos en la lógica del consumismo, que es precisamente lo que queremos combatir. La conveniencia que les proponemos a nuestros hijos es que la vida pueda ser grande, que pueda ser alegre, que puedan ver más cosas en la realidad, que puedan conocer y amar más las cosas y, por lo tanto, que puedan decir: «Soy más feliz en mi relación concreta con las cosas, en mi vida diaria; soy más yo mismo y, por eso, estoy más contento, más feliz». Esta es la conveniencia que tienen que ver y que tenemos que proponer. Si en lugar de esto la conveniencia consiste en un: «me das algo y, entonces, te recompenso», ya no funciona. Intervención – La conveniencia que yo le ofrecía era su satisfacción personal y no bienes materiales. Intentaba meterle en la cabeza que, por ejemplo, si hubiese estudiado y sacado buenas notas, habría tenido una satisfacción personal por lo que había hecho, un conocimiento nuevo que habría podido poner en práctica, un cumplimiento suyo, no mío o de su madre. Quería hacerle entender esto: que tenía que hacer esas cosas para él mismo. Franco Nembrini – Hace falta tiempo. No es que llegas una noche a casa y, como tú ya lo has oído y lo entiendes, él también lo va a comprender. Hace falta tiempo y mucha atención, sobre todo respecto a la cuestión de los resultados escolares, que a menudo se reduce al problema de las notas. Hay que estar especialmente atentos en este punto: muy a menudo, usamos las notas como chantaje, ya seamos profesores o padres. Sin embargo, lo que nos interesa es precisamente esa conveniencia que has descrito: «Es por ti, para que puedas conocer las cosas y, por tanto, conocerte a ti mismo, vivirlo todo más intensamente, como un hombre de verdad». «Es por ti» en este sentido. Pero no basta con decírselo una vez, es un camino de años en el que les vamos acompañando. Intervención – Mi hijo tiene 14 años y medio. Para poneros en situación os digo que no estudia mucho y que nuestras peleas nacen siempre de este punto. Al principio me enfadaba muchísimo y reaccionaba mal, me ponía siempre de los nervios. Después empecé a pensar que tiene fragilidades, que él es así y que tiene sus debilidades, que tengo que aceptarlo como es, con todos sus límites. Así entendí que no tengo que vivir sus fracasos como un fracaso mío. A todos nos gustaría tener un hijo bueno y guapo,

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inteligente y estudioso, pero me he dado cuenta de que, si acepto sus límites, vivo de forma más serena la relación con él. Estoy contenta porque he obtenido resultados, estoy empezando a ver que esta forma distinta de aproximarme a él está madurando, con mucha paciencia. Antes me escondía muchas cosas, las que estaban mal no nos las decía y nos las contaban otras personas; sin embargo, ahora, por ejemplo, llega y nos dice que ha tenido mala nota en algo. Este es un paso que él ha dado, que hemos dado juntos. De esta forma, aceptándolo como es, le animas: los resultados vienen lentamente, pero él es más consciente y esto le está llevando a madurar un poco más. Para mí es un gran paso hacia adelante, aunque conlleve mucha paciencia. Franco Nembrini – Me ha conmovido mucho lo que has dicho: «Sus fracasos no son mi fracaso». ¿Por qué unes las dos cosas? ¿Por qué haces esta afirmación y dices que a partir de esto ha cambiado la relación con tu hijo, que él confía más e incluso estudia más? Intervención – Porque muchas veces pensamos que conocemos a nuestros hijos. Nos hacemos preguntas y nosotros mismos nos damos automáticamente las respuestas, como si planificáramos su forma de ser y casi como si decidiéramos por ellos. Si luego las cosas no salen como queríamos, nos enfadamos, porque nos gustaría que nuestros hijos fuesen mejores que los de los demás, como si tuviesen que destacar en todo. Pero no es así. También se lo dije a él hace poco, cuando un día llegó a casa y me dijo que a un chaval de trece años le habían contratado para un equipo de fútbol, mientras él se sentía mediocre porque no era bueno jugando al fútbol ni tampoco en los estudios. Yo le dije que él era normal, no mediocre: como los demás. «Este chico de trece años es un fenómeno, pero es él el que es excepcional. Todos los demás son como tú, puede que un poco más estudiosos…». Roberto Rossi – Pero si a mí me hubiesen dicho que soy normal, pensaría que el otro, que es un fenómeno, no ha hecho ningún esfuerzo para llegar hasta ahí, para obtener ese resultado. Sin embargo, todo en la vida de los hombres conlleva un trabajo, la vida es una empresa que se construye poco a poco y no se te ahorra ningún esfuerzo. Franco Nembrini – Pues yo lo que le diría a mi hijo es: «No eres normal, eres extraordinario. El que es anormal es el otro». Porque si no, corremos el riesgo de aumentar la tragedia que viven tantos chicos con trece o catorce años, que tienen delante una imagen obsesiva de modelos que sacan de las películas, de los telediarios, del deporte y del mundo del espectáculo que parecen ser fuera de lo normal. Al comparar, sufren un encontronazo negativo y ven su vida como algo banal y vacío, que no tiene nada de excepcional. Tenemos que rebatir esta concepción: «Tú eres extraordinario porque eres único en el mundo, no hay nadie como tú. La novedad y la grandeza que muestra el otro chico jugando al fútbol, la puedes alcanzar tú por la profundidad con la

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que miras las cosas, por la inteligencia que tienes frente a las cosas, por cómo sabes amar y conocer el mundo. Tú puedes sacar a la luz todo lo extraordinario que hay en ti y que ven tus padres. Para Dios, para mí y para tu madre, no hay nadie como tú». Hay que ayudarles a percibir su normalidad como algo extraordinario, grande, muy grande y, por lo tanto, ayudarles a hacer ese trabajo que describía Rossi. De otra forma, si le dices que es normal y que el otro es excepcional, se queda pensando que le han timado, que a él no le ha ido bien. Intervención – Me refería más bien al nivel futbolístico, pero también en esto hay algo de verdad. No sé si alguna vez habéis ido a un partido de fútbol de estos chicos de catorce años: se asiste a un triste espectáculo en el que los padres están convencidos de que sus hijos son grandes campeones. Yo le digo: «Baja los pies a tierra, porque juegas al fútbol pero no eres tan bueno». Creo que estas cosas también hay que educarlas. Franco Nembrini – ¿Tú lo entiendes como un sano realismo? Bueno, en este sentido estamos de acuerdo. Esos padres locos que desde las gradas parece que serían capaces de matar a los árbitros porque han pitado una falta contra su niño… Os reís, pero estos ejemplos son el pan de cada día, y son válidos para todos, estamos todos en el mismo saco. Todos creen que su hijo es un niño prodigio. Muchas veces el drama del colegio es éste, que los padres te vienen diciendo: «¿Cómo es posible que digas estas cosas de mi hijo, de mi niño?». A mí en este sentido me fue fenomenal, porque asistí una sola vez al partido de uno de mis hijos, y acabó marcando en propia meta: así terminó toda la pasión por el deporte para él, para mí y para todos… Intervención – En mi opinión es importante educar a los chicos en la normalidad, mientras que los modelos que recibimos de la televisión nos dicen que la vida es de anuncio. Hay un libro que se titula Il fascino della normalità49 (El atractivo de la normalidad)… Por la mañana, cuando acompaño a mis hijos, me encanta escuchar cómo los profesores de primaria les hacen reflexionar sobre el hecho de lo que les espera en el nuevo día. Hay uno que dice: «¡Quién sabe qué cosas extraordinarias ha preparado el Misterio de la vida para nosotros hoy!». En un mundo que quiere que todos seamos extraordinarios, buenos, guapos y que vayamos a la moda, la normalidad en sí se convierte en algo extraordinario. Un domingo por la tarde quedamos con la clase de mi hija a comer costillas y éramos noventa personas: parecía algo excepcional y, sin embargo, era de una banalidad increíble. No tenía nada de extraordinario, se convierte en algo excepcional porque hemos perdido el sentido de las cosas simples. Franco Nembrini – Lo extraordinario no es hacer cosas fuera de lo normal. Lo extraordinario no es lo que hacemos, sino cómo vivimos lo que hacemos. Por eso, un hijo puede ver su vida como extraordinaria si tiene delante a sus padres y a adultos que hacen lo que tú acabas de decir en tu intervención. Si un niño va al colegio y la profesora

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le dice a las ocho de la mañana: «¡Quién sabe las cosas extraordinarias que habrá preparado el Misterio de la vida para nosotros hoy!», entonces crece con la idea de que una hora de clase, la primavera o la amistad con un compañero son cosas extraordinarias, que llegan al nivel de la estrella del fútbol o de otras figuras o modelos. Es más, les superan. Intervención – Mis hijos están en primaria, así que los problemas son diferentes. Se ha dicho varias veces que no hay que insistir demasiado en las reglas, porque la regla en sí misma no lleva a nada e incluso corre el riesgo de obtener el efecto contrario. En gran parte estoy de acuerdo, pero me doy cuenta de que en el caso de mis hijos, al ser tan pequeños, las reglas son necesarias. Pedirles que las obedezcan sirve para darles seguridad y para hacerles entender que hay ciertas cosas que se deben hacer y otras que no se hacen. Me pregunto cómo hacer frente a las típicas travesuras, o a faltas más graves, que casi todos los niños hacen a veces, poniendo en peligro incluso su propia seguridad: ¿qué diferencia hay entre el castigo, que habría que poner, y la corrección, que educa? ¿Qué hacer para que el castigo no se limite a resolver momentáneamente la situación, sino que sirva de verdad para que mi hijo aprenda de lo que ha sucedido? Mi problema no es tanto entender qué tengo que hacer o no para que el niño comprenda, más bien quiero entender cuál debe ser mi posición como adulta y qué quiere decir elegir un castigo, qué debo tener en cuenta al castigar para que el niño se corrija. Pongamos otro caso muy común, cuando el niño claramente no responde a esa conveniencia que puede ver en nosotros, o también cuando, ante una experiencia evidente de que una cosa que le dices le conviene, tu hijo no lo acepta y te suelta claramente que él es otra persona diferente a ti. Ante esta provocación, ¿qué implica que el adulto mantenga intacta su propuesta? Los ejemplos que puedo poner son bastante banales. Por ejemplo, ante una mentira muy prolongada en el tiempo, aunque evidentemente haya sido desenmascarada, le decíamos: «A nosotros no nos gusta mentir; es mucho mejor vivir de otra manera, tratando de ser sinceros», pero él no nos hace ni caso. ¿Qué quiere decir que el adulto mantiene su propuesta ante estas situaciones? O incluso en una circunstancia muy habitual, cuando los hermanos se pelean entre ellos y los padres sufren mucho porque tienen muy claro que es mucho mejor tratarse con serenidad y tranquilidad. En este caso de nuevo se puede proyectar sobre los hijos una mirada parcial a partir de una imagen ideal abstracta. ¿Estamos hablando de una exigencia justa y legítima o no? Franco Nembrini – Desde el punto de vista educativo los problemas de fondo son los mismos independientemente de la edad: la dinámica educativa, aun implicando formas y soluciones distintas, es la misma en sus pasos fundamentales. Esta intervención ha planteado tres o cuatro cuestiones de gran calado: el problema de las reglas; el castigo y

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las correcciones; la relación de éstos con el dinamismo de la libertad; en el caso de que un hijo no acepte lo que se le propone, qué quiere decir que el adulto debe mantener su propuesta, y si tiene sentido seguir insistiendo en la corrección de comportamientos equivocados, como el que ha citado de los hermanos que se pegan… Intentaré aportar algunas observaciones breves, casi sólo enunciados, indicando algunos de los factores que podrían servir para una respuesta que, en realidad, cada uno tendrá que dar por sí mismo. El primer punto es que si corre peligro la seguridad del niño, sí que es necesario darles un par de azotes; un niño que mete los dedos en un enchufe tiene que comprender que eso no se puede hacer, que es peligroso porque pone en juego su salud y su vida. Esto es obvio. Existen actitudes que hay que prohibir por el peligro que conllevan, sobre todo a una determinada edad, cuando el niño no lo entiende y se obstina. Yo no le hago ascos a unos azotes. Sin embargo, la cuestión más interesante es la de las reglas, que es un tema recurrente en todas las intervenciones que habéis mandado. Reflexionemos sobre esto. Jesús en el Evangelio dice dos cosas aparentemente contradictorias. Cuando Jesús habla de la ley dice que Él ha venido a liberarnos de la esclavitud de la ley, y luego cuando le preguntan cuál es la norma fundamental de la vida, responde de modo aparentemente simple que es el amor: «Ama a Dios». Es decir: «Procurad tener un ideal grande en la vida, aprended a reconocer la grandeza que Dios ha dado a vuestra vida, descubrid que vuestra persona tiene un valor infinito. Reconoced esta dependencia de Dios como un don que os constituye y, por tanto, estad agradecidos, amad a Dios y amad al prójimo como a vosotros mismos». Esta es la síntesis de la ley. Pero, por otro lado, cuando le recriminan que no respeta el sábado y cosas parecidas, dice que no ha venido al mundo para abolir ni una línea de la ley. Son dos afirmaciones aparentemente contradictorias, pero precisamente en su coexistencia se encuentra la posición justa. Las reglas sirven, está claro. Si ahora, mientras hablamos, no observásemos ciertas reglas, esto sería un caos. Ya sea en clase o en casa, no se puede pensar que la vida del hombre, tan estrechamente ligada al tiempo y al espacio, pueda prescindir de leyes y reglas. Vivimos sujetos a ciertas leyes. Pensad en las leyes de la física: existe una ley, denominada ley de la gravedad, que no te permite saltar desde cinco metros de altura porque te rompes la cabeza. También en la convivencia, en la vida cotidiana, vivimos sujetos a la ley, pero las reglas han de ser instrumentos y no un fin en sí mismo. Nosotros tenemos una intención buena, que damos por supuesta, la de amar a nuestros hijos; pero acto seguido establecemos que el fin de la vida se reduce a que respeten nuestras reglas, y esto es inaceptable. No es aceptable lo que de hecho muchas veces hacemos de manera inconsciente, es decir, sustituir el instrumento por la finalidad. El objetivo es que nuestro hijo viva contento, que crezca, que camine con plena libertad, que tenga también margen para equivocarse, porque el momento de corregir llega precisamente cuando uno se

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equivoca y, en muchos casos, es entonces cuando uno aprende a relacionarse correctamente con la realidad. Los profesores lo saben: si tuviesen que enfadarse cada vez que los alumnos no saben algo, entonces tendrían que cambiar de profesión. De hecho, su labor es exactamente esta, mostrar el error del alumno, su falta de conocimientos, su ignorancia, para luego corregirles. A base de tareas en clase y de preguntas el niño entiende. Se trata de una corrección continua para que el niño crezca, es decir, para que se haga mayor y libre, para que pueda ser él mismo. Éste es el objetivo de las normas. No nos damos cuenta, pero en clase y en casa damos por descontado el fin —«Claro que te quiero, soy tu padre (o tu madre)»—, pero es algo que efectivamente se da por supuesto y no se convierte en la forma de la relación. Por eso, las reglas se convierten en el contenido de la relación. Este es el error. Roberto Rossi – Este tema de las reglas es recurrente y por eso querría aclarar una ambigüedad que me parece ver en algunos padres. Este curso lo hemos inaugurado con una provocación fortísima por parte de Franco Nembrini sobre el hecho de que nuestros hijos nos miran siempre. Ay de nosotros si pensásemos que, como nuestros hijos nos miran y basamos su educación en el respeto de las reglas, nosotros somos los primeros que no podemos equivocarnos nunca. Si fuese así sería para volverse locos. Pero lo que os quería contar sobre la relación entre regla y amor es esto: una mañana a las ocho uno de nuestros alumnos comenzó a dar balonazos a sus compañeros, y de un golpe muy fuerte le rompió las gafas a uno de ellos. No era la primera vez, desde hacía unos días se dedicaba a pegar balonazos con todas sus ganas. Así que quedé con los demás profesores de su grupo para decidir la medida más adecuada con el fin de dar un toque de atención a este chico por un lado y ayudar a sus compañeros, que estaban un poco asustados. Al final tomamos una decisión: el sábado y el domingo ese grupo tenía una salida a la montaña y propusimos a los padres del chico que había dado el balonazo que, si estaban de acuerdo, comprasen una gafas nuevas al compañero con el dinero correspondiente a la señal que ya habían pagado para la excursión: el chaval no iría a la excursión, pagaría una parte del coste de las gafas y su familia completaría la suma. Llamé a su madre para explicarle lo que había sucedido y me dijo que estaba de acuerdo con la decisión. Antes de que terminase la mañana, fui a la clase del chaval al que le habían roto las gafas y le entregué el dinero diciéndole que era el dinero del compañero que le había roto las gafas y le informé de que al chaval del balonazo le habíamos castigado a no ir a la excursión (no vamos a entrar en si la medida era oportuna, que podría ser discutible; de todas formas ya lo habíamos decidido). Lo más interesante sucedió a la mañana siguiente, pues la madre del chico al que le habían roto las gafas vino y me dijo que no quería el dinero porque prefería que el chaval, el culpable, fuese a la excursión de montaña. ¡Nos devolvió el dinero diciendo que quería que ese muchacho pudiese ir a la excursión! Uno,

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en nombre de la regla, podría haber dicho: «Soy el director, he decidido que no va a ir a la excursión y, por tanto, se queda en casa». Nos volvimos a reunir, intentamos decidir de nuevo qué hacer y supuso un trabajo muy interesante. Al final no tuvimos más remedio que doblegarnos ante algo que era más grande que nuestra regla, más grande que nuestra medida: cuando esta madre vino al colegio se nos hizo evidente que, frente al muchacho que venía manifestando una actitud de fuerte intolerancia hacia sus compañeros porque no hacían lo que él quería, había otra vía. Se equivocó y debía recibir un castigo, pero de repente hubo un perdón que le corregía mucho más que mi regla y mi castigo. Aunque no nos fue fácil aceptar que viniese a la excursión después de lo que había pasado, fue como si este hecho se impusiera. Cuando convoqué al chico que había dado el balonazo, que por otro lado hasta el día anterior decía que no lo había hecho aposta, y se lo conté, se puso a llorar y me prometió que le pediría perdón a su compañero, con lo que admitía que se había equivocado. A última hora vinieron a mi despacho ambos chicos y el de las gafas rotas me dijo: «Que sepa que mi compañero me ha pedido disculpas y me gustaría que pudiese venir a la excursión». Podríamos pasarnos semanas discutiendo si los padres o yo tenemos razón, pero en cualquier caso me parece un ejemplo que ayuda a entender el límite de las reglas y hasta qué punto el amor puede superar toda regla, como en situaciones imprevistas como las que ocurren todos los días en el colegio. Este es un ejemplo de alguien que te mira no por cómo miras tú a los demás, sino con tanta misericordia, perdón y benevolencia que, aunque te hayas equivocado, puedes volver a empezar. Creo que hicimos bien a este alumno aunque eligiésemos dar un paso atrás en la decisión que habíamos tomado. Franco Nembrini – Se entiende muy bien. Esto vale más que cualquier charla sobre el asunto. Roberto Rossi – Es muy interesante darse cuenta de que a veces los padres de otros niños nos ayudan a perdonar a nuestros hijos… Otra cosa que me conmovió muchísimo de este ejemplo es que puede haber alguien que tenga una idea mejor que la nuestra sobre cómo actuar frente a nuestros hijos o nuestros alumnos. Así que tenemos que decidir: podemos enfadarnos, diciendo que, como es nuestro hijo, decidimos nosotros, o plegarnos ante una propuesta que reconocemos como algo mejor. Franco Nembrini – Este ejemplo es de una claridad cristalina. Viene de una madre, no de un profesor del colegio, y demuestra una verdad profundísima: que lo que sostiene el mundo, lo que nos sostiene a cada uno de nosotros es la misericordia. Si os paráis a pensar un momento, os daréis cuenta de que todos vivimos por la misericordia de Dios, porque si dependiese de lo que conseguimos ser y de lo que hacemos, Dios debería acabar con nosotros fulminándonos ahora mismo. Vivimos de un perdón continuo y en lo que podemos imitar un poco a Dios es, precisamente, en un perdón continuo, en una

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caridad continua. Esto es lo que mueve al mundo, lo que le hace seguir adelante, ya que esta caridad, este perdón implica que siempre hay una posibilidad de volver a empezar, para todos nosotros, para nuestros hijos y para nuestros peores alumnos. Siempre hay una posibilidad de volver a empezar. Si no fuese así, la vida sería un infierno, un chantaje mutuo, la esclavitud de la ley y de las reglas. Os pongo un solo ejemplo. No sé si habéis seguido la cuestión de la carta del Papa a los católicos de Irlanda50; os sugiero que la leáis entera porque es un ejemplo impresionante de cómo se pueden conciliar y unir los dos extremos. El Papa recuerda a unos y otros, a las víctimas y a los culpables, a toda la Iglesia y a cada uno de nosotros, frente a un error muy grave, a una culpa muy grave como la que se había denunciado —la pedofilia por parte de algunos sacerdotes, la culpa más grave que me puedo imaginar— qué quiere decir la misericordia. El Papa explica que no hay que taparse los ojos ante el mal, sino pedir un arrepentimiento sincero y total que implica aceptar la ley y el castigo. Pide, por tanto, todo lo que se debe pedir y respeta completamente la ley. Pero esta no es la última palabra: el mal cometido no es la última palabra sobre el hombre. Esta carta me impresionó muchísimo y no dejo de releerla porque me parece que de una posición así se puede aprender lo que significa ser padre frente a los peores fracasos, frente a los peores errores y estupideces que puedan cometer nuestros hijos, nuestros amigos, nuestra mujer o marido. Y sobre todo frente a nosotros mismos, ya que el verdadero problema está precisamente en perdonarnos a nosotros mismos. Es una ejemplificación histórica concretísima de lo que significa la caridad en todos sus aspectos, una vez comprendido lo que respecta a las reglas, que son un instrumento y no el fin. Me gustaría añadir dos observaciones sobre la intervención anterior. La primera es que las peleas entre hermanos no son nada: podría contaros mi infancia, cuando seis hermanos y tres hermanas vivían en sesenta y dos metros cuadrados… Yo no me comería mucho la cabeza, a no ser que se estén matando entre ellos, ya que creo que está bien que exista un conflicto sano entre hermanos. Está muy bien que todas las veces les digáis que no se hace, pero con una tolerancia que no considere un problema gravísimo que haya pequeñas peleas entre hermanos. El caso de la mentira es más interesante. Hay razones de carácter psicológico, temperamental, de estima por uno mismo y de otro tipo que hace que no sea fácil admitir una culpa delante de los padres. El hijo sabe perfectamente lo que ha hecho y que está mintiendo: sobre lo que no tiene que haber ninguna duda es de que tú lo sabes y él sabe que los sabes. Punto. No me parece que haya que estar insistiendo durante días hasta que lo admita completamente, porque ese no es el problema. El problema es que entienda que sabes perfectamente que ha sido él y que así no crece, no asume sus responsabilidades. La cuestión no es machacarle para que confiese a toda costa.

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Intervención – Hicimos un viaje muy bonito con los alumnos de los primeros cursos de secundaria a Florencia. El segundo día comimos en frente del convento de san Marcos. Por supuesto los chicos se abalanzaron sobre la comida y se lo comieron todo rápidamente. Pero cuando terminaron se pusieron a tirar las sobras de los bocadillos a los pájaros y a jugar al fútbol con las naranjas. Al principio nos enfadamos porque, evidentemente, era un desperdicio absurdo y un gesto muy feo por su parte, falto de un sentido elemental de la realidad y de la educación. Nos miramos entre los profesores y comentamos: ¿cómo les corregimos ahora? Roberto se acordó de que, al pasar por la plaza donde está la galería del Hospital de los Inocentes, había visto a muchos vagabundos. Así que entre dos o tres profesores cogimos las bolsas vacías y empezamos a recuperar los bocadillos que no se habían comido y las naranjas, llenamos las cuatro bolsas, llamamos a los cinco o seis chicos que habían empezado a dar patadas a la comida y les dijimos que nos siguieran. Ellos nos miraron y nos siguieron un poco asombrados. Llevamos las bolsas a la plaza y empezamos a repartir la comida a los mendigos que tenían necesidad. Los chicos nos seguían un poco inquietos porque no entendían bien lo que estaba sucediendo. En vez de soltarles el sermón, les estábamos llevando con nosotros. Nos acercamos a la primera pareja de vagabundos, que eran dos jóvenes, y les preguntamos si querían comida. Se pusieron muy contentos, nos sonrieron ampliamente y aceptaron los bocadillos y las naranjas. Después les preguntamos si querían agua, pero ellos nos mostraron una pequeña botella de agua llena hasta la mitad y nos dijeron que ya tenían suficiente. Después, nuestros alumnos nos dijeron que los vagabundos se habían dado cuenta de que podíamos darle el agua a otro y por eso habían dicho que ya tenían. Nos conmovió también que los chicos, mientras nos acompañaban, vieron tres formas diferentes de recibir. La primera era la que os he contado. La segunda fue una mujer que gritando, empezó a decir que tenía seis hijos y que teníamos que darle bocadillos; antes de que pudiésemos reaccionar nos quitó la bolsa de las manos y se fue. Y también fue una sorpresa que empezamos a debatir con nuestros alumnos lo que había sucedido, dándonos cuenta que había dos formas de recibir: la primera es humana hasta el fondo y la segunda ni siquiera te mira a la cara, no es humana y no es recibir. El tercer episodio fue el siguiente: llegamos a un sitio donde olía mucho a alcohol y, enseguida, encontramos a algunos vagabundos que, en cuanto nos vieron, se acercaron y nos preguntaron si formábamos parte de alguna institución de caridad. Les respondimos que éramos de un colegio y que estábamos allí de excursión. Ellos, antes incluso de recibir nada, nos contaron su vida: de dónde venían, que uno de ellos tocaba en las fiestas de los pueblos de la provincia de Bergamo… Al volver con los demás compañeros, era como si el error que habían cometido aquellos chavales hubiera dejado espacio a algo más grande, tanto que no hablamos con los chicos de la culpa, sino de lo que había sucedido

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después. En ese momento entró una mirada mucho más grande, capaz de corregir de manera completamente evidente lo absurdo que había sido su acción anterior, sin necesidad de ningún sermón. Cuando volvimos, Roberto tuvo la idea de contarles a todos lo que había pasado, de tal manera que los que previamente habían cometido un acto vergonzoso se habían convertido no en héroes, pero sí en gente conmovida por una experiencia humana verdadera. Franco Nembrini – Estos dos ejemplos son suficientes. Delante de unos chicos que están jugando con las naranjas y los bocatas, las primeras reacciones serían la ira y las reglas: «¡Esto no se hace, tomaremos medidas!». Aun así, no habría sido un error si lo hubiesen hecho, ninguno de nosotros tendría nada que objetar; pero siempre hay una medida mejor. En este sentido digo que la regla no educa: si hubiésemos sancionado el comportamiento de los chicos, seguramente la siguiente vez no habría cambiado nada, habrían vuelto a jugar con las naranjas. Hacen falta adultos como estos profesores, que se plantearon cuál es la diferencia entre el castigo y la corrección. Para que el castigo no sea solo un castigo, sino que sirva para corregir, hace falta un adulto que sepa que se puede hacer una propuesta ganadora, que se puede proponer una iniciativa positiva: entonces se acuerdan de los vagabundos y desafían a los chicos, apuestan por la libertad de estos cuatro insensatos que estaban jugando a la pelota con las naranjas, les retan a que sean protagonistas de un gesto mil veces más grande. Cuando les proponemos algo así se maravillan ellos mismos de lo que les ha sucedido, tanto es así que al volver a casa, de lo que hablan es de esto que les ha pasado. El ejemplo es muy claro y nos ayuda a entender que las reglas están bien y que puede que el castigo sea necesario a veces, pero que el educador nos lleva más allá: consigue que el mal, el error y la derrota se conviertan en una ocasión, transforma lo que parece ser un fracaso en una ocasión de crecer, lanza un reto a nuestra libertad. Intervención – Me parece que hablamos mucho de educar a nuestros hijos, pero que habría que hacerlo de educar a los padres. A lo mejor, después de educar a los padres se puede empezar a pensar en educar a los hijos. Al principio hablaste de los miedos: ver a tanta gente que había venido a escuchar —creo que el problema que tenemos con nuestros hijos es que muchas veces no les escuchamos, debido a las prisas que llevamos — me hace pensar que no debemos tener tanto miedo. Ver que tanta gente quiere tomarse en serio el tema de la educación significa que estamos dando un paso y, por tanto debemos tener menos miedo. El hecho de plantearse el problema y de intentar de alguna manera escuchar a alguien que sabe más me parece un paso hacia delante. Hace un tiempo empecé a ir a los partidos de fútbol de los niños los sábados, pero dejé de ir porque no me gustaba el ambiente crispado que había entre los padres. Yo recuerdo cuando era pequeño y las madres no sabían ni siquiera qué era un fuera de juego…

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cuando llegaba a casa después del partido del sábado mi madre me preparaba el té y escuchaba lo que yo le contaba. Hoy veo que, en cuanto los niños salen del campo, los padres empiezan a hacer mil comentarios sobre el partido y, por eso, seguramente a los niños se les quitan las ganas de decir nada. Franco Nembrini – ¡Llegamos incluso a hablar por ellos! Es verdad, el tema fundamental es nuestra propia educación, la de los adultos, esta es la cuestión que hay que retomar. Yo soy el primero en reconocer que soy así: por mi temperamento yo me quedaría en la afirmación del error de los chicos, pero hace falta el coraje de tomar la iniciativa. Muchas veces también nosotros sucumbimos a una mentalidad devastadora: los padres que se pelean en el campo de fútbol por un partido de niños de seis años insultando al árbitro, o las madres que se llevan al cine a sus hijas de catorce años a ver películas absolutamente vacías, o que se ponen a ver con ellas los típicos programas destructivos de la televisión, comportándose igual que sus hijas. Son ejemplos que reflejan una necesidad de cambio radical de mentalidad. Somos nosotros los que tenemos que ponernos en juego, con la fuerza de nuestra experiencia y con la profundidad de lo que vivimos, con la decisión de no vivir en el engaño, nosotros en primer lugar. Roberto Rossi – Yo voy más allá y digo que estos modelos vacíos les resultan fascinantes. Nuestros chicos viven las relaciones entre ellos imitando lo que ven. Por ejemplo, ante determinados enamoramientos entre chicos de doce años, me estoy dando cuentas de que es muy difícil transmitirles la idea de que dicha experiencia se puede vivir de otro modo a lo que ven en las películas. Porque en la televisión han acabado por arruinar hasta las figuras del Rey Arturo o el Mago Merlín: ¡recientemente ha habido una serie en televisión sobre un Rey Arturo que parece que se acaba de bajar de la tabla de surf y hace las mismas cosas que los adolescentes! Para muchos de nuestros chicos la única forma de vivir la relación entre ellos, cuando se trata de vivir una relación de este tipo, es la que ven en la televisión. Los chicos tienen dificultades para encontrar en el mundo en el que viven una alternativa a las modalidades de relación que están en boga. Pero lo más impresionante es que percibo que también a nosotros los adultos nos cuesta proponer una manera distinta de vivir las cosas. Esto vale más que las reglas, porque el problema no es decirles simplemente a nuestros alumnos que está prohibido besarse o abrazarse, sino preguntarles qué significado tiene para su propia vida hacerlo de esa manera. Aquí es donde se ve lo necesario que es educar a los adultos. Me parece que es urgente que en la relación entre los padres y los compañeros crezcamos en una capacidad de juicio sobre la calidad de la experiencia humana que vivimos. Si un hombre y una mujer viven una determinada experiencia conyugal, esta se tiene que traducir en un juicio que ayude a su hijo a afrontar las relaciones afectivas que tiene. Veo mucha

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confusión en los adultos a la hora de dar un juicio claro. Franco Nembrini – Todo esto requiere de nuestra parte un movimiento de resistencia cultural. Desde hace años ya no veo la televisión, pero me acuerdo que una vez me quedé horrorizado al ver a una presentadora idiota que, hablando a un niño de cinco o seis años que tenía que cantar, le preguntó si tenía novia. ¡Fue como para agarrar la televisión y tirarla por la ventana! Un niño de cinco años que oye este tipo de cosas acaba creciendo tonto: no es que tenga un problema, es que se lo provocan. El niño se quedó sin palabras y la presentadora seguía insistiendo, mientras él la miraba como diciendo: «¿Qué me estás contando?». Y ella volvió a insistir… ¡terrible! Estamos en una cultura en la que retransmisiones como estas son el pan nuestro de cada día, y si pensamos en chavales un poco más mayores, de diez, doce o catorce años, ¡la cosa es más grave! El resultado es que con veinte años ya lo han hecho todo y están desesperados (porque ahí está el verdadero problema). Los alumnos que tenía cuando daba clases en un instituto público, a los veinte años habían probado todo lo que se supone que pueden probar, y el resultado era que a esa edad se quedan solos con sus desesperados, aburridos y grises días, en un aburrimiento mortal. Con veinte años ya se han dado cuenta de que ni el novio o la novia pueden resolver su problema, pues han tenido una docena entre los quince y los veinte años y han visto que es la tumba de la vida, en lugar de algo que les ayuda a vivir. Han intentado llenar el vacío con una relación afectiva vivida según los modelos al uso, que ven por todas partes, y han descubierto, más tarde, lo dañinos que son. Es una verdadera batalla que hay que combatir juntos, en la que tenemos que sostenernos, ser muy amigos y tener muchos amigos. Roberto Rossi – Esta mañana un compañero me ha contado que se ha acercado a una alumna suya en el pasillo y le ha dicho: «Te veo un poco apagada desde hace algún tiempo». Es una chica de secundaria que parece mucho más mayor por cómo se comporta y se viste. Al oír este comentario, la chica se ha echado a llorar. El profesor la ha preguntado por qué lloraba y ella le ha respondido: «Esta semana he ido con los de catequesis a ver a unas monjas de clausura… Ellas están ahí dentro, encerradas, pero están llenas de una felicidad que yo no tengo». Y esta chica es una de esas que va de una relación a otra. Franco Nembrini – Termino leyendo una intervención escrita que ha llegado y que nos afecta a todos: «Me doy cuenta de que no tengo la solidez y la certeza de la que hablas, pero la deseo y veo que, a veces, tengo miedo. Miedo a la muerte, miedo a las enfermedades, miedo a aquello que me pueda suceder a mí o a las personas que quiero: miedo a la realidad; y esto, después de todo el bien que he visto y he experimentado, me duele mucho. Me gustaría entender mejor qué nos lleva a esta situación de incertidumbre

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y de miedo, y si se puede recuperar una mirada segura sobre la positividad de la vida y de la realidad». Como muchos de vosotros habéis expuesto cuestiones similares, quiero terminar con esta pregunta que nos llevamos todos a casa; porque el problema del dolor, del misterio de la vida que también es dolor y, por tanto, privación, sacrificio, desgarro y herida, lo tenemos todos. Lo único que se me viene a la cabeza es decir que faltan diez días para la Pascua de Resurrección y que meditaremos juntos, el Jueves y el Viernes Santo, la amplitud del misterio del dolor inocente, del dolor incomprensible. No tengo respuestas, pero existe una posibilidad de responder al misterio de dolor que hiere la vida, nuestra vida y la de nuestros hijos: mirar la cruz y al hombre que está clavado en ella, y mirarlo también tres días después, cuando resucita y, por tanto, vence todo dolor, sufrimiento y muerte. Solo es posible creer que la vida es un bien, solo es posible esperar el bien para nuestros hijos, un bien último, solo es posible confiar en que al final el mal no vence —a pesar de cada no, de cada negación, de cualquier traición que hayamos perpetrado—, si miramos a aquel hombre que ha cargado sobre sus espaldas cada dolor, cada traición, cada herida y los ha vencido. Esto se comprende viviendo juntos, así que ¡no nos quedemos solos! Pensad en la belleza de este encuentro: los ejemplos, las preguntas para verificar, el hecho de estar juntos, de trabajar y caminar juntos… ¡cuánto ayuda! Hace falta valentía porque la educación es una de esas cosas que tocan la intimidad de la vida adulta, y permitir que se discuta cómo tratamos a nuestros hijos es difícil. Es una cuestión que cuesta compartir incluso con los amigos más íntimos, pero hay que intentarlo, hay que tener la valentía de hacerlo.

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JESÚS ES EL SEÑOR51 La educación como introducción a la realidad Quiero partir de algunos hechos que me han permitido entender qué es la educación. Empezaré con una premisa: para hablar de mi experiencia como padre y profesor tengo que partir de mi experiencia como hijo, porque la primera vez que comprendí qué es la educación fue con mis padres. Soy el cuarto de diez hijos y la imagen que conservo de mi pobre padre es la de aquel hombre que, en medio de la pequeña habitación donde dormíamos los siete hijos varones (somos siete chicos y tres chicas), se ponía de rodillas y empezaba a rezar el Padre Nuestro. Este era mi padre: una persona que miraba algo más grande que él y que nos invitaba a seguirle sin necesidad de decirlo. Cuando me hice mayor y volvía muy tarde a casa por multitud de compromisos en los que estaba implicado, me encontraba siempre a mi padre todavía despierto, porque nunca se iba a la cama sin haber cerrado la puerta después de que el último hijo volviese, y cuando a las dos o las tres de la madrugada yo llegaba a casa, para que no se enfadase, le decía: «Venga, papá, vamos a rezar las Completas juntos». Él me respondía: «Vete a la cama, bobo, que mañana por la mañana tienes que trabajar: rezo yo las Completas por ti», y rezaba por cuarta o quinta vez las Completas y lo hacía por mí, para que pudiese irme a la cama a descansar. El día antes de morir, paralizado en la cama, completamente afónico, le pregunté cómo estaba y me respondió en dialecto bergamasco de la misma forma que lo había hecho toda la vida: «Farés pecàt a lamentàm», que significa «cometería un pecado si me lamentara», o lo que es lo mismo: «todo es Gracia». Mi padre era así. Y mi madre, que murió hace ya muchos años (en 1985), era una mujer muy sencilla, hija de campesinos, que había tenido diez hijos y que murió diciéndome: «Me da pena morir porque ahora que ya sois un poco más mayores, me podría dedicar a hacer un poco de bien»52. Ya sé que me podríais objetar: «Lo que cuentas vale para la película El árbol de los zuecos53, pero son hechos y actitudes de un mundo que ya no existe» y esta observación puede parecer del todo cierta. Pero os he hablado de mis padres porque creo que aprendí de ellos un criterio fundamental que el tiempo ha desvelado como absolutamente decisivo en el itinerario educativo. Y este criterio se podría definir así: que la educación

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es un problema de testimonio. No es una cuestión de los niños, de los adolescentes o de los jóvenes. Si ellos están tan a la deriva hoy no es por su culpa o, mejor aún, es también por culpa suya, pero en primer lugar la responsabilidad es nuestra. En el ámbito educativo el problema no es la generación de los hijos sino la generación de los padres, no es la generación de los discípulos sino la de los maestros. En otras palabras: los hijos vienen al mundo exactamente igual que hace 100 o 1000 años, con el mismo corazón, con el mismo deseo, con la misma razón de siempre, caracterizados, por tanto, por un irreprimible deseo de verdad, de bien, de belleza, es decir, con el deseo de ser felices. Pero ¿qué padres, qué maestros, qué testigos tienen delante? Esto lo entendí de forma absolutamente radical una tarde que estaba tranquilamente en casa con mi hijo Stefano, que entonces tendría 4 o 5 años, corrigiendo exámenes como cualquier profesor de italiano. Estaba tan absorto en el trabajo que no me había dado cuenta de que Stefano se había acercado a mi mesa y me miraba en silencio. No pedía nada en concreto, no necesitaba nada, sólo observaba cómo trabajaba su padre. Me acuerdo que nuestras miradas se cruzaron y en aquel momento tuve la intuición repentina de que la mirada de mi hijo contenía una pregunta absolutamente radical, inevitable, a la que no podía dejar de responder. Era como si mirándome me dijese: «papá, asegúrame que ha valido la pena venir al mundo». Esta, me dije, es la pregunta de la educación, y desde ese momento no pude volver a entrar en clase o mirar a un alumno sin sentir que me dirigían una pregunta: «¿Cuál es la esperanza que te sostiene? Porque necesito saberlo para creerme tus consejos, tus enseñanzas e incluso las cosas que dices que me tengo que estudiar. Sólo te puedo creer por una gran esperanza que se hace presente en ti». La educación comienza cuando un adulto intercepta esta pregunta y siente el deber y la responsabilidad de responderla. Pero está claro que no podrá responder con reglas, consejos o teorías: solo puede responder con su vida. Como dice el Deuteronomio 6, 20-25: «Mañana cuando tu hijo te pregunte: “¿Qué significan los testimonios y estatutos y decretos que Jehová, nuestro Dios, os mandó?”, entonces dirás a tu hijo: “Nosotros éramos siervos del Faraón en Egipto, y Jehová nos sacó de Egipto con mano poderosa. Jehová hizo señales y milagros grandes y terribles en Egipto, sobre el Faraón y sobre toda su casa, delante de nuestros ojos; y nos sacó de allá, para traernos y darnos la tierra que juró a nuestros padres. Y nos mandó Jehová que cumplamos todos estos mandatos, y que temamos a Jehová nuestro Dios, para que nos vaya bien todos los días, y para que nos conserve la vida como hasta hoy. Y tendremos justicia cuando cuidemos de poner por obra todos estos mandamientos delante de Jehová, nuestro Dios, como él nos ha mandado”». O como Dante en el Paraíso, que

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cuando Pedro le interroga sobre la fe, le pregunta: «Esta querida alegría sobre la cual se funda toda virtud, ¿de dónde te viene?»54. ¿Por qué, cuando era pequeño, deseaba ser como mi padre? Porque presentía, estaba seguro de que mi padre sabía las cosas que son importantes para la vida. Sabía qué eran el bien y el mal, la verdad y la mentira, la alegría y el dolor, la vida y la muerte. Por tanto, sin discursos y sin sermones me introducía en un sentido últimamente positivo de la existencia, de todos los aspectos de la vida. Era el testimonio vivo de una Verdad conocida. La educación, como escribe don Giussani en su libro Educar es un riesgo, es «introducción a la realidad total, es decir, a la realidad hasta afirmar la existencia de su significado»55, pues bien, mi padre hacía exactamente esto. Yo creo que es esto lo que les falta a los jóvenes hoy en día. Han crecido sin nadie que les ofreciese esta «hipótesis explicativa de la realidad» y, por eso, tienen miedo, se enfrentan a las cosas con indecisión, están tristes y, en consecuencia, a menudo son violentos. Porque, como bien sabemos los adultos, no se puede estar mucho tiempo triste sin volverse malo. Pero caigamos en la cuenta de que la tristeza de nuestros hijos es hija de la nuestra, su aburrimiento es hijo del nuestro. En cambio, mi padre, y lo digo aposta como algo paradójico, consiguió educarnos porque no se planteaba el problema de educarnos, de convencernos de nada. Evidentemente lo deseaba; pedía para que sucediera; pero era como si con su presencia nos desafiara: «yo soy feliz, ¿veis cómo vivo?, mirad a ver si encontráis algo mejor y decidid». Perseguía tenazmente su santidad, no la nuestra. Sabía que nosotros solo podíamos ser santos por una libre elección personal. La educación como misericordia Pero esto no bastó, no bastó porque en la relación entre mis padres y yo se interpuso algo que la quebró. Yo tenía 17 años y, a pesar de la educación que había recibido en casa, se introdujo en mí la duda, el escepticismo, en resumen, entré en crisis, una crisis profunda que me hacía sufrir mucho. Lo que más me hacía sufrir era que la nada devoraba lo que yo más quería, devoraba a mi padre y a mi madre, a mis hermanos y a mis amigos. Era un sentimiento de inconsistencia de la realidad que se lo tragaba todo. Todo se desmoronaba. Al mirar a mi madre trabajando en casa, lloraba porque sentía que algo la estaba apartando de mí. Ni siquiera todo el amor que la tenía lograba devolvérmela. Todas las cosas que amaba perdían su consistencia. Viví uno o dos años sumido en una crisis profunda, abandonando, por supuesto, la

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práctica religiosa, que ya no me decía nada. Es más, llegaba incluso a desafiar con maldad a una de mis hermanas que había conocido el movimiento de Comunión y Liberación diciéndole: «Dime de qué te ha salvado el Salvador, de qué te ha redimido el Redentor. Sois como los demás, a veces peores que los demás, sufrís y morís como los demás: ¿dónde está la salvación? ¿De qué te ha salvado? Cuando sales de Misa el domingo, ¿puedes decir algo más de ti misma que yo?». Ella tenía entonces 19 años, y evidentemente no podía responderme lo que hoy responderíamos ambos: que lo que Jesús ha traído a la vida es simplemente una nueva criatura, una persona que antes no existía, un yo con una conciencia de sí mismo y de las cosas que antes no tenía, y que era lo que yo estaba buscando. ¿Qué le faltaba a la educación que había recibido? A mis padres les sucedió lo que unos años después le sucedió al padre de una alumna mía. Os cuento brevemente el episodio. Vino a verme el padre de una alumna mía (una chica un poco especial, que tenía sus rarezas) muy preocupado y dolido porque su hija le hacía sufrir. Llamó a mi casa una noche, cenamos juntos y, al final describiendo abiertamente lo que le preocupaba verdaderamente, se echó a llorar (porque se había dado cuenta de que entre su hija y yo sí que había cierta sintonía, que de alguna manera yo la entendía), se subió la manga de la camisa enseñándome las venas y, casi gritando desesperadamente, me dijo dándose con la mano en el brazo: «Profesor, yo la fe la llevo en la sangre, pero no consigo transmitírsela a nadie. ¿Usted puede hacerlo? Usted lo puede hacer: hágalo, por favor, porque yo la llevo en la sangre, pero ya no sé cómo comunicársela a mi hija». En ese momento me di cuenta de que hoy el problema de la Iglesia es el método, el camino, y que la genialidad de lo que don Giussani ofrece a la Iglesia y al mundo es esto: descubrir que, cuando la fe vuelve a ser un acontecimiento presente, se puede transmitir, comunicar. Después comprendí cuál era el drama de ese padre: pensaba que entre su hija y él había una generación de diferencia y, sin embargo, entre su hija y él se había interpuesto una cultura que llevaba cuatrocientos o quinientos años negando toda su tradición cristiana y las cosas de las que él vivía, y que mediante la televisión y el colegio —después de la Segunda Guerra Mundial en adelante— había ocupado el espacio entre su hija y él. Esto es lo que les hacía falta a mis padres y a aquel padre: la conciencia de esta distancia y el método, el camino para superarla. Y solo se podía superar volviendo a proponer el cristianismo en su radicalidad elemental: una presencia viva, capaz de iluminar las contradicciones de la existencia de una forma convincente. No como la solución de los problemas, sino como un punto de vista nuevo para afrontarlos. No una teoría contrapuesta a otras teorías sino, en palabras de Romano Guardini, «la experiencia

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de un gran amor que hace que todo lo que sucede se convierta en un acontecimiento dentro de su ámbito». Este es el gran reclamo de Benedicto XVI en su memorable discurso de Verona a la Iglesia italiana: ampliad la razón, desafiad a la modernidad para recoger todo lo positivo pero también para denunciar las insuficiencias de una cultura nihilista y relativista que se ha fraguado en los últimos siglos y que, en muchos aspectos, se ha convertido en enemiga del hombre56. Después tuvo lugar el encuentro con don Giussani: fulgurante. Vino a mi casa. Mi pobre madre no estaba bien porque el primero de sus diez hijos, que había entrado en el seminario, se había salido arrollado por la ola de la contestación del mayo del 68 y, no solo había abandonado la práctica religiosa y la Iglesia, sino que había fundado uno de los primeros grupos extremistas de izquierda de nuestra zona, junto a otros siete ex seminaristas. Don Giussani vino a conocer a mis padres y confesó a mi madre, que creo que le contó el dolor que tenía. Mi hermano ese día no estaba en casa. La semana siguiente llegó desde Milán un paquete de libros para este hermano mío al cual don Giussani ni siquiera había conocido. Y para mi asombro el paquete de libros, en vez de contener Biblias o Evangelios, contenía El Capital de Karl Marx y demás libros de ese tipo. Fue el día de mi vida en el que tuve la primera seria sospecha de que Dios existía, porque sólo Dios puede hacer algo así; y fue entonces cuando me vino a la cabeza que el otro nombre de la educación es misericordia, es caridad, es aquello a través de lo que Dios sale a tu encuentro: no te pide que cambies primero para darse a conocer; no te pide que hagas esto o aquello antes, como para merecerlo; se hace presente ahí donde tú estás, con tus gustos, con tus intereses, con tu temperamento, con tus pecados. Ver que don Giussani no tenía miedo de regalar un libro de Karl Marx a mi hermano porque sabía que él debía medirse con lo que pretendía defender, seguro de que, acompañado, sería capaz de reconocer la verdad, me hizo pensar que la educación es esta misericordia en acto, por la cual Dios viene a nuestro encuentro allá donde estemos. De hecho, tuve la sospecha de que aquel hombre tenía algo que ver con Dios, porque jamás me pediría que cambiase para quererme: me quería de antemano, tal y como era. Es la naturaleza propia del amor. Una gratuidad absoluta. «En esto consiste el amor: en que Dios nos amó primero, siendo nosotros aún pecadores». Esta identificación de la educación con la misericordia trae consigo algunas consecuencias que me parecen decisivas: a) La educación no depende de técnicas psicológicas, pedagógicas o sociológicas. Es el ofrecimiento de la propia vida a la vida del otro. Es el ofrecimiento de una propuesta de vida existencialmente significativa y convincente que tiene sus raíces en la experiencia alegre y cierta de un testigo. Si para educar hubiesen bastado las palabras,

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nos habrían llovido evangelios. Sin embargo, Él vino entre nosotros y se queda como compañero de nuestra pobre existencia. b) Si es así, la acción misionera del cristiano y de toda la Iglesia solo puede consistir en un testimonio valiente de la fe allí donde viven los hombres, donde los jóvenes pasan su juventud y, por lo tanto, en primer lugar en el colegio. No podemos seguir desarrollando la acción pastoral en ámbitos cerrados, diferentes de los lugares de estudio, de trabajo y de diversión, sino que tenemos que volver a encontrar a nuestros hermanos los hombres allá donde residen sus intereses, sus afectos, su inteligencia y sus labores. Una fe que no es pertinente a la vida real, que no se muestra capaz de exaltar el yo, el corazón y la espera de cada uno jamás podrá suscitar curiosidad, interés o deseo de ser seguida. c) El problema con los hijos y con los alumnos no puede ser conseguir que sean cristianos, que recen, que vayan a la iglesia. Si nos ponemos así, creerán que es una pretensión de la cual hay que defenderse y distanciarse. Creo que el secreto de la educación es que tus hijos te miran: cuando juegan no sólo juegan, siempre te están mirando por el rabillo del ojo, hagan lo que hagan, y que te vean feliz y fuerte frente a la realidad es el único modo de educarles. Feliz y fuerte no porque seas perfecto (eso no se lo creerán nunca, un padre que intenta esconderles a sus hijos su propio mal es patético y triste), sino porque eres tú el primero que pide perdón y es perdonado cada día. De esta manera, eres libre con ellos, aunque te equivoques, estás liberado de la angustia de tener que demostrar una coherencia imposible, ya que tu tarea como padre es simplemente poner siempre tus ojos en un ideal grande; ellos te tentarán, tirarán de la cuerda, te pondrán a prueba siempre: todos son hijos pródigos. Es lo que en Educar es un riesgo se llama «función de coherencia ideal», es la gran función educativa: que tú estés, que permanezcas, que te quedes ahí y, en el caso de que se alejen, mirarán siempre de soslayo a ver si tú sigues en tu sitio, si estás en casa, si eres un hogar para ellos, y entonces volverán, independientemente de todo el mal que hagan. Esta firmeza que tienes, esta certeza que vives con tus amigos y con tu mujer es de lo único que tienen necesidad nuestros hijos para ser educados, es lo único que nos piden sin darse cuenta, y sobre este testimonio se apoya su esperanza. Se trata de apostar todo a su libertad. Pensad en la parábola del hijo pródigo (a la que a partir de ahora, como he leído el libro del Santo Padre, llamaré «la parábola de los dos hermanos»)57: nosotros siempre tenemos la tentación de retenerlos en casa, mientras que ellos quieren marcharse, medirse con la realidad. Tenemos miedo de su libertad porque nos provoca dolor, es como una herida sangrante. O también confundimos la responsabilidad con volvernos

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como ellos: también yo me voy de casa contigo y así te vigilo de cerca. ¡Pero qué desesperación supondría para nuestros hijos si el día que quisieran volver a casa, descubrieran que no tienen ningún lugar al que volver, que ya nadie les espera, no hay nadie que les perdone! Este es el riesgo de educar: un amor ilimitado por la libertad del otro. Esta es la libertad que ama y estima el Padre en nosotros, hasta soportar el dolor por el hijo que se va. La educación como ímpetu misionero Una vez mi hijo Andrea cuando tenía 15 años me dijo muy serio: «Pero papá, ¿somos una familia normal?». Porque todo lo que hay fuera de aquí dice lo contrario: el colegio, la televisión, los amigos. Entonces entendí que mi hijo percibía una absoluta diferencia entre la educación que recibía en casa y la vida fuera de ella, la vida en el mundo de los demás. Se trataba de hacerle ver otro «mundo», pero otro mundo en «este» mundo. Entendí que mi hijo me estaba reclamando que le demostrase que lo que yo le proponía no era una extravagancia, sino que realmente había gente que vivía así, que había amigos, familias, movimientos, iglesias, parroquias y misiones que le permitiesen entender y estar seguro, de manera que el día en que tuviese que afrontar el mundo él solo, tuviese razones suficientes para hacerlo. Mi hijo necesitaba todo el peso y la fuerza de muchos testimonios, necesitaba estar seguro de que la realidad que le proponíamos sus padres, aunque fuera una realidad minoritaria en cierto sentido, era posible y real, porque así lo era en muchas familias, en muchas casas, para muchos amigos. Tras haber hospedado en mi casa a un chico de Sierra Leona, me invitaron a ir a visitar el país y comprendí que Dios nos estaba ayudando: sin que lo hubiésemos previsto, nos estaba poniendo en bandeja una experiencia misionera para que la pregunta de mis hijos se viese atendida. De esta forma, disfrutando de la amistad de quienes me invitaron a Sierra Leona, pude ayudar a mis hijos a vencer esta objeción, y pudieron comprender que no se trata de una extravagancia de los padres, sino que se puede salir de casa con un juicio, con una cultura, una caridad y una esperanza lo suficientemente firmes como para desafiar las categorías culturales de este mundo tan aparentemente hostil. Esto enlaza con lo que he dicho al principio: que se necesita el testimonio de un ideal grande, que debe verificarse cada día frente a todo el horizonte de la experiencia humana, frente al mundo. De esta forma, son ellos los que llegan a decir: «Esta es la victoria que vence al mundo: nuestra fe». Pero tienen que recibir una propuesta decidida, completa, que tenga en cuenta todos los aspectos de la realidad y todas las dimensiones de la persona, aún siendo conscientes de que el resultado no está en nuestras manos, pues no sabemos lo

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que Dios nos tiene reservado a nosotros, a nuestro país, al mundo. Seguramente tendremos que aceptar la idea de que somos una minoría, un pequeño rebaño, pero dotado de dos cosas: la certeza de que «portae inferi non prevalebunt» y la certeza de su misericordia, de aquello que la tradición llama «mérito». Es decir, la esperanza segura de que por la fe de algunos, muchos se salvarán, como acontece en el pasaje bíblico en que Abrahán negocia con Dios la salvación de la ciudad por los méritos de diez justos.

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SOMOS TODOS PADRES PUTATIVOS58 La realidad de las Familias para la acogida59 ha sido siempre para mí especialmente significativa, porque me parece que la gratuidad que implica acoger a un hijo que no es tuyo es la única forma de ser padres y madres de tus hijos biológicos. Este es el aspecto clave que determina lo que son verdaderamente la paternidad y la maternidad. Somos todos padres putativos, esta es la cuestión: los hijos no son nuestros. Con el Bautismo se los encomendamos a la Iglesia porque mediante este sacramento aparece la verdad de lo que son: no son hijos “nuestros”, sino hijos de la Verdad, hijos de Dios. «Realmente somos hijos de Dios», dice san Juan. Pero cuando uno dice que sus hijos son hijos de Dios tiene que sacar conclusiones, tiene que reconocer que no le pertenecen como una propiedad. Me habéis pedido que hable de la relación entre educación y acogida. Creo que son lo mismo: son sinónimos. ¿Cómo se puede hablar de acogida si no se plantea una cuestión educativa? ¿Y cómo se puede hablar de educación si no es como acogida? O mejor, vamos a darle el nombre adecuado a las dos palabras, vamos a usar una palabra que contenga las dos: misericordia. La misericordia es la naturaleza de Dios. Dios es misericordia y sólo Dios es misericordia. Misericordia quiere decir que Dios afirma la bondad del ser, de las cosas, de la realidad, de la vida de cada uno de nosotros incluso antes de que seamos dignos de ello. La naturaleza propia de Dios es afirmarnos, abrazarnos y perdonarnos —insisto— antes de que nosotros lo merezcamos. En esto consiste el amor, dice san Pablo, en que Dios nos amó «siendo aún pecadores» (Rm 5,8). En esto consiste la acogida y en esto consiste la educación: educar significa afirmar al otro. La educación comienza cuando acojo al otro en la situación en la que se encuentra. En esto está todo el secreto de la educación. Si lo que intentas es cambiar a tus hijos, se dan cuenta y lo perciben como una trampa, como una pretensión sobre ellos de la que hay que defenderse. Cuántas veces he dicho: el secreto de la educación es ignorarla como problema porque, si supone un problema para ti, se convierte en un problema para tus hijos. Y de un problema, de una pretensión, de uno que te dice: «tienes que ser distinto de cómo eres», cualquier hijo se defiende. Si, por el contrario, la relación parte de una afirmación: «Te amo así como eres, te afirmo por lo que eres, pero yo estoy siguiendo este camino, estoy yendo en esta dirección, estoy mirando estas cosas que me hacen feliz; si quieres ven conmigo», el hijo se siente libre. Es más, lo que le dices le

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intriga, le entra curiosidad y puede que le entren ganas de seguirte. Para tu hijo es psicológicamente insoportable que la educación constituya un problema para ti. Tu problema debe ser el de educarte a ti mismo y ya está, con eso basta. La educación no necesita casi palabras. Mejor dicho, la única palabra que tiene sentido a la hora de educar es la que responde a una pregunta que se plantea, que los hijos nos plantean explícitamente. Nunca deis respuestas a preguntas que no se han planteado o que los chicos no consideren urgentes para ellos mismos. Por tanto, sólo la conciencia de que somos padres putativos, sólo la certeza de que la educación es otro nombre para designar la misericordia, establece una gratuidad, genera esa gratuidad que hace de la paternidad y la maternidad algo verdadero. Sin este punto de partida la paternidad y la maternidad son fuente de errores, de chantajes, se convierten en el cauce donde se vierten frustraciones y deseos equivocados. Sólo si nos consideramos padres putativos, es decir, personas a las que Alguien les ha encomendado la vida de otros, ya sea en el caso de los hijos naturales o en los acogidos, sólo así podemos tener la esperanza de ser verdaderos padres y madres para nuestros hijos. Durante un encuentro con profesores en Brasil uno de ellos me dijo: «Perdone, pero puede que usted no haya entendido una cosa: aquí no hay familias. La familia no existe. Y los chicos con los que estamos son hijos que llegan desestructurados, huérfanos, gente que ha crecido en las favelas; en estas periferias de las grandes ciudades latinoamericanas la familia no existe; entonces, ¿de dónde partimos?». Me salió de forma espontánea, de golpe, una respuesta que viene de dos mil años de cristianismo. Le dije: «¿Cuál es el problema? Estáis vosotros». Todos eran profesores y les dije: «¿Qué problema hay? Vosotros sois padres y madres de estos niños». La tradición de la Iglesia ha llamado durante siglos «padre» a los curas y «madre» a las monjas. ¿Por qué? Porque vivían una verdadera paternidad y maternidad, entregando su vida por Cristo y entregando todo su tiempo a los hijos de los demás. Hemos llamado durante siglos «madres» a las monjas y «padres» a los curas y frailes porque ellos nos indican qué es la verdadera paternidad y la verdadera maternidad. Por tanto, vivir como propone Familias para la acogida es exactamente lo que ha intuido y custodiado la Iglesia durante dos mil años de cristianismo: que no hay verdadera paternidad si no es en esa forma de ser padres que Dios ha confiado a la misericordia, a la capacidad de perdón, a la capacidad de acogida y gratuidad que pueden vivir un hombre y una mujer. Por otro lado, el hecho de que llamemos a los frailes y a las monjas «padre» y «madre» es interesante, porque también les llamamos «hermano» y «hermana». Esto es precioso, porque expresa que no puedes ser padre de nadie si no eres antes hermano. Es decir, no puedes ser padre de nadie si tú antes no estás delante de un padre que te educa con su vida. Me parece que esta idea de que los frailes y monjas se llamen «padres» y «madres»

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nos ofrece una serie de indicaciones a los progenitores. Por ejemplo, que no se puede ser padre o madre en soledad, que sólo podemos serlo perteneciendo a una comunidad. Es un pueblo, es siempre y sólo un pueblo el que genera verdadera vida. En la soledad no se genera nada. La familia es un pequeño pueblo, es un ejemplo para el pueblo, y no es una casualidad que el Concilio la ha llamado «iglesia doméstica». Es un ejemplo para el pueblo porque Dios sólo habita en su pueblo, y del mismo modo uno vive la gratuidad y la acogida para construir ese pueblo. Es la misteriosa acción de Dios dentro de la comunidad para suscitar santos, vocaciones y toda una increíble riqueza de vida: todo para generar un pueblo de gente salvada. Para generar continuamente Su pueblo. Desde este punto de vista, mi santo de referencia natural es san José, el padre putativo de Jesús, porque esa es la idea de paternidad que he aprendido en mi vida. La paternidad de todos, incluso la de aquellos que traemos al mundo hijos nacidos de nuestra carne, es la de san José. Y la tarea que tenemos todos está descrita de forma eficaz y extraordinaria por una figura de la historia de la salvación, san Juan Bautista. Si tuviera que sintetizar en una imagen en qué consiste la educación, diría que consiste en un hombre que se levanta ante los jóvenes y dice: «¡Mira! Ahí está el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo». El núcleo de la educación es este, que haya un adulto que desde su propia experiencia pueda decir: he visto dónde está la verdad y os lo indico. No me señalo a mí mismo. No os digo: seguidme a mí; sino que tenéis que ir detrás de ese hombre que veis ahí. Así pues, toda la educación se resume en esto: en la disponibilidad continua del adulto para dejarse educar él mismo. Frente a mis hijos siempre he jugado una carta ganadora: intentar responder a la realidad tal como se me ha puesto delante. Porque en la realidad está Dios que te interpela, está Dios llamándote. Responder a la realidad con alegría, con generosidad, intentando hacer todo lo que está en tu mano, es el gran testimonio que necesitan nuestros hijos. Acoger la realidad como vosotros me enseñáis, estar abierto a las necesidades que se manifiestan en la vida, es el indicio de una felicidad y de una consistencia que es lo único que educa realmente. Entonces te puede pasar que lleguen tres padres que te digan (corría el año 1984): «Profesor Nembrini, estamos desesperados, en el colegio están destruyendo a nuestros hijos, ¿qué hacemos?». ¿Tú qué haces? ¿Les dices: «Es cosa vuestra, paso de vosotros, mis hijos no están en primaria»? ¡No!, creas una cooperativa y levantas un colegio. Ahora se ha convertido en un colegio grande, pero nació literalmente así: de cuatro amigos que quisieron responder a tres padres desesperados que vinieron a pedir ayuda a mi casa. O te encuentras en el Meeting de Rimini60 con el padre Bepi Berton61, un sacerdote que recoge a los niños soldado en Sierra Leona, y te pide ayuda; ¿qué haces?, ¿le dices que no? Te dice: «Me gustaría mandarte un chico durante un año, ¿le acoges?». ¿Le dices que no al Padre Berton? No

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puedes, tienes que decir que sí, porque cuando suena el timbre o el teléfono es Dios que te está llamando. Te llama y ¿tú qué respondes? ¿Le dices que no? No. Y entonces te vas a África. Y cuando tus hijos te dicen: «Bueno, ya sólo nos faltaban los negros, ahora sí que estamos apañados». Ante esta reacción, ¿qué hago? ¿Cómo les explico que el último pensamiento que podía tener en la vida eran África y sus moradores, pero que ahora nos hacemos cargo de alguno de ellos? ¿Cómo se lo explico? ¡No se lo expliqué! Pedí dinero prestado —porque cuesta mucho el viaje— y fuimos a África toda la familia las navidades del año pasado. Cuando volvimos a casa, me dijeron: «Papá, ahora es como si fuésemos por ahí con un letrero colgado del cuello que dice: “Si me quejo, pegadme”, porque ya no podemos lamentarnos de nada, habiendo visto cómo vive esta gente». Tienes que hacerles ver a tus hijos aquello que ves tú. ¿Les das un sermón sobre los negros de África? No, les llevas a África, a ver a tus amigos, a ver qué están naciendo allí. Y así lo entienden. O te llama una amiga psicóloga y te dice: «Hay un chico que necesita una casa». ¿Qué haces? ¿Le dices que no? No, miras a tus hijos y les preguntas: «¿Lo hacemos?». «Sí», te responden. Y así tuvimos en casa durante ocho meses a un chico de dieciséis años con problemas. Este es el gran secreto de la educación: que tú respondas a la vida, entonces tus hijos te seguirán; y si no te siguen, ¡problema suyo! Estad tranquilos también en este punto: son libres, son mayores y Dios los custodia y los acompaña. Antes alguno de vosotros me ha preguntado: «¿Cómo educa esta acogida a nuestros hijos al igual que nos ha educado a nosotros? ¿Qué habrán entendido ellos, que les ha costado mucho convivir con los hijos acogidos?». Respondo: ¡los educa en todo! No hay problema, seguid así porque ya estáis educando a vuestros hijos, y ellos están aprendiendo mucho más de lo que a veces reconocen. No sé —estás cosas las sabéis mejor vosotros que yo— si es bueno acoger a alguien en casa cuando a los hijos les cuesta mucho. Nosotros, por ejemplo, antes de acoger a aquel chico les preguntamos a nuestros hijos, y uno —al que más le afectaba el asunto, porque los primeros dos estaban en la universidad y vivían en Milán, y él en cambio tiene la misma edad de este chaval al que acogimos, y es evidente que era el más indicado para tener relación con él— dijo que no. Por ello le contesté que no a nuestra amiga psicóloga. ¿Qué hago? ¿Le obligo a que acoja? Fue él quien después de dos meses, habiéndome oído decir en una ocasión que cuando suena el teléfono es Dios el que te interpela, cambió de parecer y me dijo: «Si es Dios el que llama a la puerta, no me parece bien no abrir». Dijo que sí, y entonces también dijimos sí mi mujer y yo. Nos toca vivir lo que Dios nos permite vivir, sin ninguna pretensión prometeica, sin pensar que vamos a hacer no sé qué obras: hagamos lo que Dios nos llama a vivir en función de nuestras capacidades y con mucho realismo. Nunca, en ningún caso, podemos permitir que nuestra generosidad pese sobre otros. Si

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ahora mismo me pidieran que acogiese a otro chico, creo que diría que no. Estamos hasta arriba, con la vida que llevamos no podemos hacer más. Puede que digas que no con dolor, pero el realismo requiere que tengamos en cuenta todos los factores de una situación. Retomando el hilo, esta posición de apertura del adulto que sacrifica su vida por un gran ideal, es lo único que puede educar a nuestros hijos. Aunque ellos, de momento, lo nieguen, porque puede que estén en una edad difícil, no pasa nada. Lo único que recordarán es que tenían un padre y una madre que respondían a la realidad en virtud de un bien que estaban experimentando, de un bien que perseguían día a día, de una certeza que sostenía su vida. Es lo único que necesitan y se lo estamos dando por el modo cómo vivimos. El resto no debe agobiarnos, viene solo. Aunque vuestros hijos no respondan enseguida, no os preocupéis. Otra persona me preguntaba qué podía hacer con uno de sus hijos, que con ocho años no quiere ir a misa. Yo, en este sentido, he tenido mucha suerte, porque cuando era pequeño mi madre iba todos los días a misa, a las cinco de la mañana, y uno de los recuerdos más bonitos que tengo es cuando tenías el privilegio de ser elegido: todas las mañanas elegía a uno, en el silencio de la noche venía, me despertaba y me decía: «Franco, ¿vamos a misa?»: me había elegido. Puede que fuésemos tontos, no lo sé, está claro que los chicos de hoy en día son diferentes; pero en este ejemplo hay una idea inteligente: me había elegido a mí. Este elemento de la elección contaba con dos puntos claves para que la considerásemos un privilegio: primero, una relación absolutamente única y de predilección con mi madre, que luego durante el día tenía muy poco tiempo, pero en ese momento había pensado en mí. Y después, al volver de misa, nos parábamos en la lechería a tomar chocolate caliente. ¡Que era algo que no nos podíamos permitir nunca! Pero si ibas a misa, tenías la suerte de tomar chocolate. ¡Para mí Jesús, entonces, no iba asociado a la forma sagrada, sino que sabía a chocolate! ¡Para mí Jesús tenía un sabor delicioso, muy pero que muy rico! Cuando era pequeño, mezclaba las dos cosas: ¡Jesús está muy rico, riquísimo! Por eso, siempre me pareció que llevar la vida que llevaba mi madre llenaba la vida de cosas buenas. Ahora lo digo un poco en broma, pero puede que no sea tan ridículo: un hijo que no quiere ir a misa puede que no entienda respuestas como «hay que ir a misa porque vamos mamá y yo, porque para nosotros es importante…»; les da igual ese tipo de respuestas. Déjale en casa y dile: «¡Me voy a jugar un partido de futbol!». Tiene que encontrar algo bueno para él. Mi madre había inventado el chocolate y don Bosco siempre tenía los bolsillos llenos de caramelos para sus chicos de la periferia de Turín. Cada uno tiene que inventarse algo: le tienen que entrar ganas de ir contigo. Es decir, tiene que percibir que no le pides un sacrificio, sino que más bien es como comer chocolate; tiene que llegar a decir: «Lo que me he perdido, soy tonto»… ¡Prueba a decírselo tú alguna vez! No, mejor no se lo digas, ¡eres tú el que debe tener

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esta concepción! Es verdad que pasarán años y una vida entera, y que hará falta esfuerzo y una forma diferente para tratar a cada uno, ya que cada hijo es diferente al otro… Me acuerdo que cuando mi segundo hijo, Andrea, era pequeño —tendría tres o cuatro años, pero con esa edad ya era duro de mollera, desde que nació, un cabezota por vocación, por definición…—, todas las noches antes de irse a dormir rezábamos: «Abuela Anna y abuela Clementina», que eran mi suegra y mi madre ya fallecidas, «ayudadnos a ser buenos niños». Una vez, yendo a misa, se puso caprichoso porque quería que le comprásemos chucherías en un quiosco que había a la salida de la iglesia. Entonces le dije: «Pero, Andrea, si te portases mejor, igual mamá y yo te compraríamos alguna chuche para alegrarte un poco, pero si te pones así…». Y el pequeño elemento, con cuatro añitos, se puso muy serio y me dijo: «Pero papá, todas las noches les pedimos a las abuelas Anna y Clementina que nos hagan más buenos, ¡pero yo creo que esas dos pasan de nosotros!». ¿A un hijo así tienes ganas de llevártelo a misa? Sólo quería chucherías, le daba igual todo lo demás, pero aun así ha ido madurando, ahora es un tipo fantástico… Si, en cambio, hubiéramos empezado a preocuparnos, a correr de un experto a otro, al asistente social, al psicólogo… Sobre esta cuestión os diré una cosa: hay que saber distinguir muy bien entre todo lo que hemos dicho hasta ahora y los instrumentos. Si los confundimos, estamos cavando nuestra propia tumba. Lo digo en serio: «Sois los mejores padres para vuestros hijos», a pesar de todos los psicólogos, sociólogos, pedagogos y asistentes sociales. Sobre este punto soy absolutamente radical. Diariamente soy testigo del proceso de reducción del problema educativo a una cuestión terapéutica en los colegios: el profesor, que a menudo no es capaz de mantener una buena relación con los chicos, en cuanto surge un problema dice: «esta no es mi tarea, yo estoy aquí para dar clase, hay que llevarle a un especialista». Entonces, para afrontar un problema que es educativo vienen el psicólogo, el médico, el asistente social… Un auténtico caos. La “medicalización” de la relación educativa destruye la educación. Sin embargo, es la fuerza y la grandeza del corazón con el que Dios te ha traído al mundo, lo que hace de ti un padre digno o una madre digna, y por tanto capaz de acoger. No lo dudéis, no deis ningún paso atrás en este tema. ¿Pero qué os hace capaces de acoger? La grandeza, la seriedad y la magnanimidad con las que os planteáis esa pregunta vosotros mismos. De hecho, cuanto más humilde seas más capaz de acoger serás; es decir, cuanto más pidas ser acogido tú también cada día. Pensad en los niños soldado del padre Berton en Sierra Leona. Son chicos que ahora mismo tienen quince o veinte años, que fueron secuestrados con cuatro o cinco y hechos esclavos, y con sólo ocho años les pusieron una metralleta en la mano, les drogaban, les

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emborrachaban y les mandaban a incendiar pueblos y a asesinar gente —daba igual si morían, porque requisaban más niños en los pueblos que atacaban—, y después llegaban los adultos. Para tener menos pérdidas mandaban una avanzadilla de niños de ocho años con la metralleta y el lanzallamas para quemar a la gente viva. ¿Ha quedado clara la situación? ¿Qué problema tienen estos niños? Sólo tienen un problema: que haya alguien que les perdone porque han hecho cosas horribles. Estos chicos tienen recuerdos aterradores, con diez años han descuartizado con una motosierra a gente viva. Entonces tú vas donde está el Padre Berton y le preguntas: « Pero ¿cuál es el secreto de tu obra? ¿Cómo has podido acoger a tres mil y pico niños y devolver dos mil a sus familias?». Y Berton, muy tranquilo, responde: «Sólo hay una forma: perdonarles. Sólo tienen necesidad de ser perdonados».Y me conmovió mucho que después un hijo mío me dijera: «Papá, pero en el fondo todos somos niños soldado». Sí, todos somos niños soldado, porque ese mal lo tenemos todos dentro; es verdad que nosotros no usamos una motosierra, no usamos un lanzallamas, pero todos hacemos el mal. La conciencia de que todos necesitamos ser perdonados es lo que hace capaz de acoger a alguien. Cualquier otra cosa sería un orgullo desproporcionado, una generosidad que chantajea al otro y le asfixia, sería sólo una ciega presunción. Si, por el contrario, empiezas diciendo: «Todos somos malos» —como dijo Jesús, «Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará buenas cosas a los que se las pidan!» (Mt 7, 11)—, si partes de ahí, podrás acoger y educar porque tienes necesidad de ser perdonado y el mal del niño que acoges, del chico que tienes que perdonar, el mal del mundo es el que tú también cometes. Entonces, o haces experiencia de este perdón o ¿qué les vas a perdonar a los demás? No eres capaz, les echas encima tu carga, tu moralismo, tus reglas, tus manías, les echas encima lo peor de ti travestido de bien, sin libertad, sin sombra de libertad. Pero pedir perdón y obtener el perdón por la mañana y por la noche te dota de una libertad, de una capacidad de acogida y de una misericordia infinitas. Y entonces eres el mejor padre para tus hijos. Claro está que, siendo católicos, el perdón no nos lo inventamos en nuestros sueños, lo pedimos todos los días ante Dios, pidiendo perdón a una comunidad. Es decir, se pide un consejo, se pide un juicio incluso sobre ese gesto de acogida que estás pensando hacer: «Pero, ¿crees que en esta situación familiar es adecuado que acoja a un niño así?». No tomas una decisión así solo, la afrontas con tus amigos. Eres consciente del mal, de la fragilidad que hay en ti, y en ese sentido pedir perdón coincide con preguntar a la comunidad, o en su caso a un amigo de la asociación: «¿Tú qué piensas? ¿Tú qué harías?». La acogida suprema sería que aquel a quien has pedido consejo y que está más capacitado que tú, te dijese: «No, no lo hagas, no estás listo, tu familia no está lista, no se dan unas condiciones adecuadas; lo aprecio, te entiendo, eres muy generoso, pero mejor

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no lo hagas». Y entonces, por todas las razones que hemos dicho hasta ahora, lo aceptas y obedeces el consejo. Esta sería la acogida suprema, obedecer a nuestros amigos, a la unidad con ellos, llegando incluso a renunciar al gesto de acogida que querías realizar para hacer uno aún más grande: una acogida magnánima de ti mismo y de lo que eres, de los límites que tienes. Lo que te mueve a acoger a otro es el corazón que Dios te ha dado, los amigos que tienes y la acogida de ti mismo tal como eres. No se puede ir al psicólogo a preguntarle las razones de la acogida, o las tienes tú o no te las dará ningún psicólogo, ningún pedagogo, ningún asistente social. Un asistente social te ayudará para los trámites necesarios; un psicólogo es un técnico que te podría decir: «Berton, si un niño con diez años ha pasado por lo que me cuentas, procura que por las noches duerma solo», o «es mejor que duerma con otros diez niños». Puede ser una recomendación importante que Berton desconoce, pero tenemos que tener claro que es sólo un instrumento. Creo que podemos distinguir muy bien entre el perdón que vive Berton y los instrumentos que le pueden ayudar. Las técnicas son necesarias, ya que estamos hablando de casos difíciles, a menudo desesperados, pero son sólo instrumentos. Por tanto, puedo ir al psicólogo que sea, pero debo saber que sólo me proporcionará algunos instrumentos. Haced el favor de distinguir las dos cosas porque, si no, es un lío. Y, por otro lado, si no distinguimos entre las dos cosas, al final ¿sabéis quién es el único capacitado para acoger? El Estado. Porque al final el que forma a los expertos es el Estado. Y entonces se acabó. Acabamos en la dictadura estatalista de los que siempre han pensado que en el fondo el Estado va antes que la familia. Si nuestra posición está clara, si actuamos así, entonces podremos superarlo todo, desde los fracasos hasta la «repulsión» —es la palabra que ha usado uno de vosotros antes para definir la relación con un hijo acogido que llega a ser insoportable—, que parece ser el peor de los fracasos, porque es precisamente la negación de ese bien que nos movió a acogerle. Si somos leales con nosotros mismos, ¿quién puede negar que ha experimentado en ciertos momentos repulsión por los hijos, por el marido o por la mujer? Si por un repentino milagro nos diésemos cuenta del mal del que somos capaces, nos esconderíamos todos por la vergüenza. ¿O alguno piensa que está exento? A veces digo en broma que me preocupa un poco ir al paraíso por si se ve todo el mal que he hecho; me da muchísima vergüenza, puede que haya gente que conozca… espero que no se vea todo, todo el pasado, que se corra un tupido velo, que estemos tan contentos juntos… Bromas aparte, todos tenemos algo de qué avergonzarnos. Pero la cuestión es que tenemos una compañía de amigos que aun así nos perdonan, que igualmente nos quieren aunque seamos así, aunque sintamos a veces esta repulsión. Es suficiente con que en la relación con nuestros hijos no pretendamos afirmar nuestra capacidad de

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querer, sino que afirmemos que hay alguien que nos quiere, que son dos cosas bien diferentes. De lo contrario, el drama de la coherencia nos mata. No soy capaz de querer bien, sólo puedo presumir de la fidelidad de Dios, no de la mía. Hacer ver, mirar, indicar a tus hijos, a tu mujer, a todos, la fidelidad con la que Dios te abraza, es decir, la fidelidad de la compañía, de los amigos con los que compartes la vida. Para mí esta compañía es el movimiento de Comunión y Liberación, para otros será otra comunidad, cada uno tendrá su compañía; pero es la fidelidad de Dios la que sostiene todo. ¿Hasta dónde llegará tu fidelidad? No llega ni a esta noche. Somos limitados, estamos hechos así, llevamos dentro este mal y esto no debe ni sorprendernos ni escandalizarnos. Es más, Dios tuvo más coraje que nosotros: nos dio estos hijos siendo perfectamente consciente de cómo estamos hechos, del mal del que somos capaces. ¿Pensamos acaso que es que se ha dado cuenta después? Él nos creó y lo sabe todo sobre nosotros. ¡Y aun así te ha dado a tu hijo!

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«NO ES BUENO QUE EL HOMBRE ESTÉ SOLO»62 Ante los acontecimientos de estos últimos meses –meses misteriosos en los que hemos vivido el fallecimiento de don Giussani, al que muchos de nosotros, yo incluido, estábamos personalmente unidos, y del gran Papa Juan Pablo II— ha surgido en cada uno de nosotros una pregunta radical. Al menos en mí ha surgido esa pregunta, porque cuando muere una persona que va por delante de nosotros y nos guía, deja en los que le quieren una gran responsabilidad. Un acontecimiento como la muerte, por su propia naturaleza, te obliga a asumir una actitud que de otro modo sería imposible que tomases. La muerte de un padre, si verdaderamente lo ha sido para ti, te confiere una responsabilidad: como si en ese momento te hicieses definitivamente un hombre. En mi caso sucedió así cuando murieron mis padres. Los Apóstoles debieron de experimentar lo mismo cuando Jesús les dijo: «Os conviene que yo me vaya porque así os convertiréis en lo que debéis ser». Por eso, que muera don Giussani, que muera un Papa como Juan Pablo II, dos grandes padres, dos grandes educadores, a nosotros nos exige asumir definitivamente una gran responsabilidad, como padres y como educadores. Desde este punto de vista quiero hacer tres observaciones. ¿Cuál es la enseñanza fundamental que hemos recibido de estos grandes hombres, en continuidad con toda la tradición de la Iglesia? Que es necesario tener una gran estima por nuestro propio corazón, por nuestra persona, porque nuestro corazón es bueno, su raíz es buena. Podemos traicionarlo, pero Dios nos ha dotado en la vida de un corazón bueno, parecido al suyo. Este es el primer gran descubrimiento que hice cuando me encontré con el cristianismo: mi corazón, y el de todo hombre, está hecho de un gran amor por la verdad, de una sed infinita por saber qué es el bien y qué es el mal, qué son la vida y la muerte, la alegría y el dolor, está hecho del deseo de conocer la verdad de las cosas, grandes y pequeñas. Cuando tengo a mi hijo delante, cuando pienso en las estrellas y en la inmensidad del mundo, este deseo de verdad que hay en mí y en todo hombre, se convierte de inmediato en un deseo de bien, de bondad: quiero que la vida sea buena para mí y para todos mis hermanos los hombres. ¡Estamos hechos de esta voluntad de bien, de este deseo de bien, nos levantamos cada mañana y trabajamos para buscar este bien, para procurar que el tiempo no sea inútil! Aunque muchas veces no nos damos cuenta, la esperanza que nos

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mueve a levantarnos cada mañana está constituida por este deseo de que el tiempo no sea inútil, de que el día sirva para un bien, para construir algo bueno para nosotros y para nuestros hermanos los hombres. La única razón que nos da el coraje de traer al mundo a nuestros hijos es esta esperanza de bien. Debemos recordar que la naturaleza de nuestro corazón es este deseo de conocer la verdad, de amar el bien y de construir obras útiles y bellas. Puesto que estamos hechos así, constituidos por este deseo de bien, de bondad y de belleza, entonces procuramos vivir según este deseo. Cada acción que realiza el hombre y el trabajo que hace, sigue esta estela. De ahí viene el concepto de «obra»; el hombre siempre obra. Jesús llamó a Dios «el eterno trabajador» y, si el hombre es partícipe de la naturaleza de Dios, trabaja siempre. También realizan una obra las madres que, en su hogar, se ocupan humildemente de sus hijos, y frente a Dios y frente a la historia tienen la misma dignidad que un ejecutivo de una empresa. De esta manera, la obra de un político, de un cura, de un trabajador o de un profesor tiene el mismo valor. Por esto se unen los hombres. En cuanto ponen en marcha una obra sienten la necesidad de estar acompañados, de caminar en compañía de otros hombres que están dispuestos a asumir el riesgo de poner a prueba el deseo de su corazón frente a la realidad, tratando de modificarla para que sea mejor, para que se acerque más a la imagen con la que la hizo Dios. Hay una maldición que pende sobre nuestras cabezas desde Adán y Eva: «¡Ay del hombre que esté solo!». La Biblia dice que cuando Dios vio al hombre que había creado dijo: «No es bueno que el hombre esté solo» (Gn 2, 18). Y esto no tiene que ver solamente con el matrimonio, no describe solamente la naturaleza de la relación hombre-mujer, sino que da cuenta también de la naturaleza de la persona en acción. Por eso, cuando el hombre intenta modificar la realidad, afirmar el bien, en definitiva, trabajar para que el mundo sea mejor, no puede actuar solo. Es más, la acción del demonio consiste precisamente en favorecer la soledad del hombre. El mal, el mal más absoluto es la división y el empeño del demonio, del mal, es dejar al hombre solo, ya que esta condición es exactamente contraria a su estructura original, al hombre tal y como es creado. El hombre, habiendo sido creado a imagen y semejanza de Dios, que es Trinidad, se realiza a sí mismo en la tensión a la unidad con los demás hombres, de igual forma que a un nivel biológico para generar un hijo es necesaria la unidad de un hombre y una mujer. Y esa condición es verdadera, independientemente de lo que puedan afirmar las mentiras de la cultura en la que estamos inmersos. Necesitamos amigos para sostener este compromiso, este camino fatigoso de un «yo» que se adentra en el mundo. Si me preguntasen cuál es la razón por la que Dios vino a la tierra, yo respondería que fue para hacer posible la amistad entre los hombres. Algo que parecía imposible empieza a ser posible: «Yo os llamo amigos» (Jn 15, 15).

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Estoy contigo porque estimo mi corazón y estimo el tuyo, con todo el alcance de su deseo infinito. Me ha impresionado mucho Giorgio Vittadini, que fue el fundador y presidente durante mucho tiempo de la Compañía de las Obras63, que ha publicado la siguiente reflexión sobre la muerte de don Giussani: «Gracias, don Giussani, por habernos permitido vivir a la altura de nuestro deseo, por haber sido profeta de un mundo a la altura de nuestro deseo». Si un hombre vive a la altura de su deseo reconocerá siempre el deseo del otro, y sentirá y abrazará como suya cualquier huella de verdad, de belleza o de bondad, por pequeña que sea. Por eso es posible que personas que provienen de culturas y religiones diferentes sean amigas y trabajen juntas, precisamente por el reconocimiento de este origen común, de este corazón que tienen en común. Si el objetivo es afrontar la vida de esta forma, y unirnos y ayudarnos para asumir esta tarea, el único problema es educarnos para vivir así. La educación es la gran tarea de los adultos, y no sólo para los padres o los educadores, sino para todas las personas adultas. El hombre siempre debe ser educado, porque solo no podría mantenerse en pie ante el desafío de la realidad, especialmente en un tiempo como el nuestro en el que, como ya hemos dicho, todo conspira para que el hombre se quede aislado. Cada vez más vemos en acto dos culturas distintas: una cultura —trasversal a las corrientes de derechas y de izquierdas— que pretende condenar al hombre a la soledad, porque de esta manera este se hallará en manos del poder; y la cultura cristiana —que afortunadamente comparten también muchos laicos— que defiende el corazón del hombre y su tensión a la amistad y a la unidad. Debemos tener esto muy presente, para no caer en la tentación de pensar que la educación es un asunto para especialistas, pues muy al contrario se trata sencillamente del problema del hombre, y somos hombres sólo en cuanto podemos ser educados. Lo cierto es que ya nada ni nadie educa. No educa la familia, que ha sido destruida por la cultura que relega al hombre y a la mujer en el restringido núcleo familiar; no educa el trabajo, que en la tradición europea ha sido siempre un lugar privilegiado de educación, donde la sabiduría y la competencia de generaciones de artesanos, campesinos, obreros y empresarios se transmitían a los jóvenes. En cambio, hoy en día esa cultura de la soledad exaspera la competencia y la rivalidad hasta generar a veces un comportamiento opuesto: «No te enseño mis competencias para evitar que me robes el puesto». Por otro lado, en Italia existe una generación de artesanos y de pequeños empresarios que han tenido éxito, han generado multitud de empresas y hoy tienen el problema de que no consiguen transmitir este patrimonio a sus hijos, porque son “incompetentes”, no son adultos, no asumen su responsabilidad, son inmaduros. De esta forma está sucediendo que, al pasar las empresas de una generación a otra, se produce una tasa altísima de fracasos.

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Siempre les digo a mis hijos que sus bisabuelos con dieciocho años iban a la guerra, con veinte fundaban una familia y con treinta tenían una sabiduría para afrontar la vida que es incomparable con la de un joven de hoy en día, que con treinta años tiene miedo de casarse y sigue viviendo en casa de sus padres pegado a la falda de su madre. Me fijo en las madres que miran ya a sus hijos con dos o tres años y dicen: «¡Pero qué inteligente es mi niño, qué avispado!»…, que los niños de hoy son más inteligentes es una mentira, simplemente están estimulados en extremo por la televisión, las tecnologías y otros factores, pero son superficiales, no interiorizan nada, no tienen opiniones o criterios propios, están totalmente en manos del poder, de aquel que grita más fuerte, de los periódicos que leen, de lo que escuchan. Así con treinta años pueden tener una opinión por la mañana al levantarse, cambiarla al mediodía y tener otra distinta por la noche. El problema es que el corazón del hombre sólo desea conocer la verdad, mientras que estos chicos crecen en un contexto de relativismo que les hace decir: «Bueno, al fin y al cabo la verdad no existe». El corazón del hombre lleva dentro la exigencia de construir algo bueno y, en cambio, estos chicos es como si no pudiesen construir y les costase llevar a término nada. Por eso tienen un escepticismo terrible y un miedo enorme a afrontar la vida. Ante esta emergencia educativa nuestra tarea está muy clara: hay que remangarse y empezar. Por eso es un signo precioso que exista una obra como la vuestra, cuya razón de ser es el compromiso educativo: que exista un colegio como el vuestro64 quiere decir que es posible educar, y constituye un signo de esperanza. Si los que están haciendo este colegio —padres y profesores— creen que aún es posible educar a los chicos, significa que para mí también es posible. Alrededor de un colegio así puede crecer una gran compañía de obras: una madre que realiza un gran esfuerzo para criar a sus hijos sabe que no está sola, el trabajador que se gana la vida con el sudor de su frente sabe que no está solo… Y así nace un pueblo. La gran recomendación que nos hizo don Giussani antes de morir es que vuelva a existir una educación del pueblo. Entorno a una madre que educa así a sus hijos nace una obra, pues personas del barrio quieren ser amigas suyas, construir junto con ella, y así se erige una obra. Tres amigos que ayudan a una familia en crisis, que se juntan para salvar a una familia, realizan una obra muy grande. Un empresario que se une a otros para hacer algo que ayude a los jóvenes a encontrar trabajo (porque la injusticia mayor es no tener un trabajo) y, entre todos, poco a poco, van dando vida a la Compañía de las Obras, realizan una obra extraordinaria. La Compañía de las Obras es un pueblo que vive, que se ve, que construye obras: es el pueblo cristiano que considera amigos a todos los hombres de buena voluntad. Jesús nació en el portal de Belén mientras los ángeles cantaban «Paz a los hombres de buena voluntad». Esto es el cristianismo.

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La última observación que quiero hacer es un reclamo a una gran alianza con las mejores fuerzas vivas de la sociedad, porque la educación ha de ser defendida como tarea prioritaria de la sociedad misma, de la familia y de cualquier adulto. Es preciso concertar una gran acción social que llegue hasta el compromiso político en defensa de los derechos de la persona y, por lo tanto, de los más indefensos que son los niños. El gran derecho de un niño es el de contar con un adulto que dé testimonio de la positividad de la vida. El verdadero delito con respecto a los niños es negarles la esperanza. Necesitamos un movimiento de adultos, de trabajadores, de personas de todos los estratos culturales y sociales, de todos los hombres de buena voluntad que se unan para asumir esta responsabilidad.

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EL APRENDIZAJE, UNA RELACIÓN AMOROSA65 En el caso de los profesores, la educación pasa a través de la enseñanza. No hay un momento en el que se educa y otro en el que se enseña, sería una esquizofrenia. Yo, que soy profesor de italiano, educo enseñando italiano. Pongo un ejemplo elemental que me viene a la cabeza de mi propia experiencia. Si estoy frente a un niño de Sierra Leona que está hambriento, lo que tengo que hacer es darle comida. El niño tiene hambre y debo responder a ese hecho: le doy pan. ¿Si no qué hago? ¿Le digo que espere un poco, que le voy a explicar unas cuantas cosas antes…? No, le doy el pan y punto. Lo importante es la conciencia que tengo al darle ese trozo de pan. Como una madre que da de mamar a su niño: le da leche y punto, pero hay formas y formas de dar de mamar. Se puede dar de mamar de tal forma que, mientras el niño mama, recibe todo el amor de su madre, recibe, junto a la leche, el sentimiento positivo del ser que tiene su madre. Por el contrario, puede haber una forma de amamantar en la que se transmite un sentimiento de sospecha y amargura respecto del ser. Hay formas y formas, pero la madre le da la leche y punto, no se trata de que le dé ningún discurso sobre el valor de la vida, de cuando sea mayor… todo depende del sentimiento que tiene la madre de sí misma y del mundo mientras da de mamar a su hijo. Así pues si yo soy profesor de italiano, tengo que enseñar italiano, no tengo que soltar sermones. La cuestión es que hay un modo de dar clase de italiano que hace que los chicos levanten la cabeza y digan: «¡Entonces estudiar es interesante!». Y a partir de ahí son ellos los que empiezan a preguntar: «¿Usted de dónde sale, por qué dice estas cosas?». Si llegas a clase y les machacas porque tienes la pretensión de enseñarles analíticamente cómo está hecha la estructura, los cantos, las rimas, las referencias, la retórica… de la Divina Comedia, los chicos se vuelven locos y después de media hora no te soportan. Pero como no te pueden pegar un tiro a ti, se lo pegan a sí mismos, es decir, se duermen, se pierden, se dopan… Si, por el contrario, entras en clase y dices: «Chicos, cuando tenía vuestra edad descubrí que Dante hablaba de mí, y puede que también hable de vosotros», y aunque ellos te miren y digan: «Profesor, no diga tonterías», empiezas a hablar de ti. Yo les contaría que en el verano de sexto de primaria estuve trabajando de ayudante en una tienda de alimentación en Bérgamo (por aquel entonces era así, en verano había que trabajar para salir adelante), y lloraba a lágrima viva porque estar con

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doce años en casa de tus jefes de lunes por la mañana a sábado por la noche no es fácil. Y seguiría narrándoles cómo mientras subía y bajaba por la escalerilla de la bodega transportando cajas de agua muy pesadas, me vino de improviso a la mente un verso de Dante que mi profesora me había mandado estudiar de memoria, en el que su tatarabuelo Cacciaguida le predice el exilio: «Probarás cuán amargamente sabe el pan ajeno y cuán duro es subir y bajar las ajenas escaleras». Lloré de conmoción, ahí, en las escaleras, porque vi mi experiencia descrita por un hombre del siglo XIV, que en tres versos había fotografiado lo que me estaba sucediendo. Entonces, una vez en casa, me apresuré a leer Dante, y después a Leopardi, y después a Pirandello, y me hice profesor gracias a este descubrimiento, porque la literatura habla de mí, habla de mi humanidad y leer es apasionante, ya que me entiendo a mí mismo, me encuentro a mí mismo, y a ti también. De esta manera, vas a clase y dices «Chicos, escuchad esto que es increíble: “En medio del camino de nuestra vida, / me encontré en una selva oscura”. Cuando os vais a la cama con un nudo en la garganta, llorando porque hay algo que no cuadra, porque la felicidad que esperabas el domingo no cumple sus promesas, ¿no os sentís como en una “selva oscura”? ¿No creéis que este verso expresa muy bien lo que nos pasa? La vida es una selva oscura donde no se ve, no se entienden las cosas». Entonces los chicos te miran y dicen: «¡es verdad!». Y les viene el interés y están deseando volver a casa por la tarde para seguir leyendo. Y después empezamos a seguir juntos a Dante y el viaje que realiza, su dificultad para ver las cosas, después la intuición de un bien —la colina iluminada por el sol—, y el deseo de subir, pero no lo consigue porque el leopardo, el león y la loba —es decir, el pecado, la fragilidad de cada uno— le asustan y le hacen retroceder; y entonces llega ese grito maravilloso, «¡Apiádate de mí!», que alguien tenga piedad de mí… ¿Se puede decir algo más bonito de uno mismo? A esto me refiero cuando digo que educas dando tu asignatura, igual que un padre trabajando o una madre ocupándose de las tareas del hogar. Las palabras sirven muy poco para educar, mientras que si vives lo que te toca, si respondes a lo que se te pide que vivas, tu testimonio educa. ¿Qué tienen que hacer los profesores? Tienen que dar este testimonio, ayudarse a hacer esto, y nada más. Como uno solo no lo puede hacer, porque un desafío así no se aguanta, la tarea de los profesores de un colegio o de diferentes colegios es ayudarse. Yo cuando he tenido algún problema a la hora de dar clase, me he dejado ayudar, he buscado a algún amigo profesor y le he preguntado: «Ayúdame a prepararme la clase sobre Ariosto», o sobre Maquiavelo o sobre lo que fuere. Escuchaba lo que hacían ellos, lo que sucedía en sus clases, porque los trucos de la profesión se aprenden. Es mejor preguntar y pedir ayuda, que tardar diez años en elaborar una idea que a lo mejor otro ya ha desarrollado. Así todo es más fácil, ¿no? Hay que estar rodeados de amigos. Como acabo

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de describir, yo siempre he procurado enseñar apoyado en una amistad. Lo primero que te recuerda esta amistad es que antes de empezar a hablar ya estás educando a los chicos. Ya sabéis lo que los chicos cuentan a su vuelta del primer día de colegio: «Papá, con la de italiano va a ser complicado hacer bromas, con el de matemáticas da igual que abra el libro o no…». Los chicos son así, son tremendos, en un momento nos fotografían. Sin querer comunicamos lo que somos: por la forma en la que entras en clase, por cómo les saludas, por cómo vas vestido, por cómo cuidas el aula… Por poner un ejemplo: ¿cómo les enseñas a los chicos el orden y la belleza? Diciéndoles que tienen derecho a vivir en un sitio bonito, y por tanto tirar al suelo papeles y porquerías varias es de estúpidos. En cada ocasión se te ocurrirá una manera distinta de expresarte. Una vez en una clase dije: «No pienso entrar en esta pocilga, me voy al bar; llamadme cuando la hayáis limpiado», hasta que no fueron a pedirle al bedel una escoba y una fregona y limpiaron la clase, no volví a entrar. Cuando me preguntaron que por qué, les respondí: «Porque tenéis derecho a vivir en un sitio bonito, no podéis infravaloraros así, no sois cerdos, tenéis derecho a la belleza, por eso el aula tiene que estar limpia y ordenada». En otras ocasiones, si te das cuenta de que si les hablas en estos términos sólo conseguirás que se endurezcan más, lo haces tú, y ver al profesor de italiano recogiendo durante el descanso los papeles que hay en el pasillo hace que se avergüencen, hasta que se ponen a limpiar contigo: entonces has ganado, porque si uno, avergonzado de que su profesor recoja los papeles, se pone a hacerlo contigo, has ganado, les has ganado a todos. Luego estas cosas hay que contarlas a los compañeros, así aprendemos los unos de los otros. Hay que tener amigos que te ayuden a mantener la mirada levantada. Si lo que acabo de decir es cierto, haremos un colegio, educaremos, afrontaremos las asignaturas, la realidad, como camino a la verdad, que es la única necesidad real que tienen los chicos: que a través de la enseñanza, a través de las materias pase un valor grande, un sentido por el que valga la pena vivir. Siempre me ha conmovido mucho que los medievales llamasen a las disciplinas, es decir, las diferentes formas de conocer la realidad, «Trivium» y «Quadrivium», es decir, tres vías y cuatro vías: las formas del saber, los diferentes puntos de vista desde los que miramos la realidad son «vías», «caminos» hacia el único significado que todos buscamos y que da sentido a todo. De hecho, los medievales llamaban a las disciplinas «criadas o sirvientas de la teología», todas servían para llegar al conocimiento de Dios y de sí mismos. El otro aspecto que me parece importante subrayar es que sólo se aprende en el marco de una relación amorosa, afectiva. En la vida sólo se aprende lo que ya se ama. No existe una relación educativa si no es dentro de una relación amorosa. Es una ley de la dinámica del conocimiento. Porque ¿cómo surge en un chico la pasión por la física, por

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la astronomía o por la geografía? ¿Y por qué los chicos hoy no aprenden nada? Porque no hay pegamento que haga que las cosas que les decimos se les queden pegadas. ¿Cuál es ese pegamento que hace que se les quede pegado lo que les decimos, lo que llamamos materias y disciplinas? Es el interés por el sentido de todo. Porque antes de pedir ayuda para convertirse en ingeniero o mecánico, el chico que te mira (lo admita o no lo admita es igual, porque es así) te pregunta: «¿Por qué eres así? Hazme entender por qué vale la pena esforzarse, estudiar, hacer los deberes, tiene que haber una razón que lo una todo». El entusiasmo por esta razón, que propone un adulto, es lo que permite que se les queden las cosas, que aprendan. Pensemos precisamente en la palabra «aprender», aprendizaje: quiere decir adherirse, apegarse, que se te peguen las cosas. Sin este pegamento no se les queda nada. Sin un adulto que, a través de lo que enseña, te muestra las razones de su esperanza, las razones de su entusiasmo, las razones de su propia felicidad, los chicos no tendrán razón suficiente para estudiar en el colegio y aprender. Lo que te dice otra persona lo aprendes en proporción a la relación que vives con ella, cuanto más “pegamento” haya tanto más se te quedan las cosas. En la relación educativa este pegamento es la intensidad del deseo de bien que percibo que el otro tiene por mí. Incluso cuando un chico parece tener una dificultad especial con una asignatura y no la aprende aún haciendo esfuerzos, en el marco de una relación afectiva significativa aprende mucho y velozmente. En Italia nos cuesta mucho el inglés, a veces los chicos parecen negados para aprender idiomas, pero cuando escuchan una canción en inglés que les gusta, se la aprenden en seguida: esto quiere decir que pueden aprender inglés. La diferencia está en el hecho de que, en el segundo caso, tienen un interés real (la canción) y, en el primero, falta este interés. El problema es que la pedagogía moderna, la idea moderna de la enseñanza tiende a excluir precisamente este factor, la relación, que sin embargo es decisiva a la hora de poder educar. Si se teoriza, como ya se ha teorizado, que la tarea del colegio es instruir y no educar, es natural que la propia idea de escuela quede devastada. En estos dos mil años de historia de la Iglesia hubo periodos de barbarie en los que se denostó la idea misma de padre. Pero nunca se había hecho de forma tan radical y grave como en la cultura moderna un intento de destruir la referencia al Padre eterno y, por tanto, del padre terrenal. En condiciones similares la tradición de la Iglesia pensó en llamar «padre» a los sacerdotes. Hoy en día aún llamamos «padre» a los monjes, a los religiosos, y «madre» a las monjas. Esto quiere decir que la Iglesia ha percibido siempre la presencia de un cristiano y, en particular, la presencia de los consagrados, como la fuente de una posible maternidad y paternidad. Desde este punto de vista cada cristiano es padre y madre, y de una forma aún más sorprendente lo son aquellos que se consagran a la verdad, es decir, aquellos que se consagran a Cristo, siendo padres en un mundo

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donde ya no existe la figura paterna. Si esto es cierto, el papel que tenemos en el mundo es crear un hogar donde haya un padre y una madre. De hecho, en mi caso concreto, don Giussani ha sido más padre en mi vida que mi pobre padre. Es más, la relación con Giussani hizo posible que yo descubriese y valorase la relación con mi padre. Así que lo único que les puedo decir a los profesores que viven en una sociedad sin padres y madres es: «Sed padres y madres para todos vuestros chicos. Que vuestros colegios sean casas donde se pueda vivir esta paternidad; puede que esto enseñe a los adultos que os vayáis encontrando a ser un poco más padres y madres». Mi tarea de profesor me ha hecho vivir esto en carne propia. Una vez, el primer día de clase en un cuarto curso de una escuela de contabilidad, al entrar en el aula vi a una chica sentada en el suelo a la que ningún profesor había conseguido convencer para que se sentase en el pupitre. Se pasaba todas las mañanas sentada en el suelo y, debido a un tic nervioso, se arrancaba el pelo de la cabeza y de las cejas, por lo que estaba medio calva. Nadie conseguía convencerla. Yo empecé a hacer mi trabajo, que era dar clases sobre Dante (para variar). Poco a poco, vi que el asunto iba interesándole: alzó la cabeza, después me la encontré medio de pie, en vez de sentada, después de pie del todo y más tarde sentada en el banco. Un tiempo después descubrí que grababa a escondidas todas mis clases y en su casa las transcribía. Cuando dos años después hizo la selectividad me regaló un taco enorme de cuadernos donde había transcrito todas mis clases de los últimos cuatro años. Cuando le pregunté por qué había hecho ese trabajo de transcribir palabra por palabra todas mis lecciones, me respondió: «Porque es bonito, ¡porque esto es bonito!». Nos hicimos un poco amigos, por lo que su madre vino a verme y me dijo: «Veo que mi hija, desde que le ha conocido, está un poco más contenta: ¿me podría echar una mano? Es que no sé a quién acudir por lo de arrancarse el pelo». Yo conocía un centro de consulta psicológica (en este caso era necesaria una intervención) y se lo aconsejé. Después de un mes, en el que la chica había ido a este centro, su madre volvió y me enseñó el informe del psicólogo. Decía: «Esta chica tiene un grave conflicto con la figura paterna (el padre la había abandonado), a la que ha sustituido el profesor Nembrini. Se aconseja que la chica se aleje inmediatamente del colegio y de cualquier posibilidad de relación con dicho profesor». La madre lloraba: «¿Qué hago? Mi hija está mejor desde que usted le ha echado una mano». Yo le respondí: «Señora, haga lo que usted vea... Yo en su lugar, rompería el papel. Y después seguiría adelante y ya se verá cómo evolucionan las cosas». Al final esa chica se curó. Ahora está felizmente casada, graduada (ella, aspirante a contable) en letras modernas con matrícula de honor en la Universidad Católica de Milán y yo soy el padrino de uno de sus hijos. ¿Qué le sucedió a esa chica sin padre? Que se encontró con un adulto que (con lo poco que podía hacer, porque uno, como he dicho, es lo que es y hace lo que puede, no puede llegar a todo) le

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dijo: «Mira, yo estoy aquí; no soy tu padre pero podemos hacer una parte del camino juntos». ¿Os imagináis lo que sería que cientos de profesores trataran así a sus alumnos? Entre nuestros chicos cada vez son más los que no tienen padre o que lo tienen pero como si no lo tuvieran. Hay que decirles: «Muchachos, no sé si os falta un padre o una madre, pero podemos hacer una parte del camino juntos». Esta es la paternidad que podemos vivir todos, ofreciendo posibilidades inesperadas también a los chicos que no tienen una figura paterna. Todos somos padres putativos de toda la humanidad. Y cada uno responde como puede en su ámbito…, porque es verdad, hay millones de niños sin padre, pero en ellos piensa el Padre Eterno. Cada uno responde a lo que le toca. De esta forma, el colegio, cuya tarea específica es la instrucción, también se hace cargo de ese nivel de educación que la familia ha dejado de asumir. Con mucho realismo, en el sentido de que el colegio tiene una modalidad, un tiempo y un espacio específicos, diferentes a los de la familia. Pero a menudo, cuando se vive la enseñanza de esta forma la familia se siente interpelada y puede volver a asumir su papel educativo, acompañada por el colegio. Cada vez es mayor el número de casos en los que ambos padres trabajan y por la noche quieren llevar la vida despreocupada de antes de casarse, según ese modelo «juvenil» que los medios tienden a imponer como el único modelo de vida que vale la pena. Esto hace que los padres acaben delegando en el colegio la educación de sus hijos. Como colegio, nosotros procuramos plantear las actividades para evitar esta delegación de los padres en el colegio, por ejemplo, fijamos un horario escolar de mañana, de manera que los que puedan volver a su casa lo hagan; por otra parte, los padres a menudo necesitan realmente que se les ayude en su tarea: hay que apoyarles y, al mismo tiempo, responsabilizarles, recordándoles que son los mejores padres para sus hijos, y esto lo hacemos mediante estrategias que les puedan ayudar, como las que utilizamos en nuestro colegio. Con el tiempo, esto se ha desvelado como algo muy útil. Algunos padres nos han dicho: «La experiencia en este colegio ha sido incluso más importante para mí que para mis hijos». Para que la enseñanza se viva de esta forma es necesario que entre los profesores exista una compañía, una amistad verdadera. No se puede generar si no uno mismo no es generado. Es necesaria ser generados continuamente, no sólo en un momento dado sino a lo largo de toda la vida. Esto significa que una comunidad de profesores no puede dejar de interrogarse, de juzgar lo que pasa en el colegio, de acompañarse continuamente sobre cómo educar a través de su trabajo. Vale la misma regla que sirve para los pequeños: al igual que no existe una clase de niños si no es alrededor de un profesor — porque un grupo de chicos solos no puede activar un acontecimiento educativo que sostenga y corrija en el trabajo—, del mismo modo un grupo de educadores necesita

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tener un punto de referencia que indique un juicio que sostenga y corrija el trabajo educativo. Hay una profunda analogía entre el aspecto existencial y el organizativo: al igual que en un colegio para funcionar tiene que haber un director que dé forma a la institución y que tome las decisiones, desde el punto de vista existencial es necesaria una persona mirando a la cual mi libertad se ve provocada y educada. Si no hay nadie que viva esta experiencia casi es mejor cerrar el colegio, porque hace más daño que otra cosa. Si, por el contrario, algunos profesores viven entre ellos una relación así, entonces alrededor de éstos pueden ir creciendo poco a poco otros que al principio no tenían una experiencia educativa de este tipo. Un grupito de profesores que viva una amistad así, acaba siendo capaz de descubrir y valorar todos los instrumentos de los que disponen, y de aprender de todo aquello que otros han hecho antes. Hay que afrontar la eterna cuestión de las «competencias», de las específicas capacidades profesionales que un profesor debería tener. Está claro que todo lo que hemos dicho hasta ahora, tiene que concretarse en una forma precisa: no se puede vivir o comunicar nada, si no lo hacemos dentro de una forma precisa, concreta. Es como tener que llevar agua de un sitio a otro: para transportar el agua hace falta que ésta tome una forma, hace falta echarla dentro de un recipiente, porque si no acabaré llevando como máximo un par de gotas, no conseguiré llevarla. Así que uno se pone a estudiar, lee libros, toma iniciativa para aprender cómo otras personas han enseñado esto o aquello. Sería absurdo tener que redescubrirlo todo nosotros solos sin aprovecharnos de lo que otros ya han llevado a cabo. Pero las formas han de seguir siendo instrumentos contingentes, respecto a los cuales tenemos que ser libres, juzgándolos, cambiándolos y corrigiéndolos. La primera condición es tener la valentía de arriesgarse, tratando de inventar instrumentos y modalidades para poder vivir y comunicar lo que hemos dicho. La red de relaciones que vive cada uno es el primer recurso en el que centrarse. Pero ni siquiera se puede copiar lo que hacen otros, si no es como ayuda a lo que tú ya estás intentando hacer. Limitarse a copiar es algo muy peligroso, que nos convierte en personas rígidas y violentas, lo queramos o no. Sin embargo, mirar un ejemplo y sacar provecho de ello para vivirlo en tu situación concreta, es mucho más interesante. Siempre con mucho realismo: ¡no estamos aquí para salvar el mundo! Hagamos lo que podamos y, después, durmamos tranquilos. Creo que san Francisco Javier tenía este lema: «Navegar por el mar, salvar un alma y después morir». ¡Más que suficiente! La madre Teresa de Calcuta, en el mar de necesidad que tenía, cuando un periodista le preguntó: «Si tuvieses que cambiar dos o tres cosas, ¿qué cambiaría?», respondió: «Cambiaría mi corazón y el tuyo». Esta es la grandeza de los santos, que saben muy bien que es la Providencia de Dios la que hace las cosas y no nosotros.

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LA EVALUACIÓN: AFIRMAR EL VALOR DEL OTRO66 La evaluación es una cuestión de absoluta relevancia para el trabajo de un profesor, porque el modo de evaluar marca decisivamente la forma de acompañar al alumno a lo largo de su trayectoria académica. Por ello es pertinente dedicarle una profunda reflexión. En primer lugar, me llama la atención que los términos que utilizamos cotidianamente en nuestro trabajo de profesores son absolutamente positivos. Tomemos la palabra evaluar: evaluar significa ante todo observar lo que vale, reconocer un valor, reconocer y afirmar el valor del otro y de la realidad entera. Cuando evaluamos «damos valor» a las cosas, reconocemos el valor de lo que tenemos delante. Lo hacemos, por ejemplo, cuando al abrir la puerta de clase nuestra primera reacción o percepción es la de advertir el valor que es el otro. No el valor que el otro «tiene», como si le fuese atribuido por alguien o pudiera no tenerlo, sino el valor que el otro «es». O bien tomemos la palabra verificar en el sentido de comprobar, que es un término aún más denso. ¿Qué quiere decir comprobar? ¿Qué quiere decir verificar? Verificar viene del latín verum facere, que significa «hacer verdadero», hacer que algo llegue a ser verdadero. Que llegue a ser verdadero ¿el qué? ¿Verdadero para quién? Realizar una verificación implica acompañar al alumno para que se adhiera a la verdad, la reconozca y la haga propia, que haga suyo ese pedacito de verdad que encierran las cosas, que está dentro de la propuesta que les hacemos, dentro de lo que enseñamos. Incluso el término corregir viene del latín cum regere, que significa, llevar juntos, «sostener», ayudar a caminar, ayudarse a caminar, a permanecer en pie, a no caer. Evaluar, verificar, corregir, son tres modos de hablar de una positividad. La evaluación jamás tiene que ser un acto punitivo, no tiene jamás un valor o significado de condena del otro, incluso cuando tienes que poner un tres o hacer repetir curso. Porque ambas cosas se pueden hacer por el bien del otro, para afirmar al otro, para acompañarle y ayudarle. Exactamente como cuando das una medicina amarga, cuando cortas con un bisturí o cuando das un cachete si es necesario: la evaluación es una operación siempre positiva, jamás negativa, jamás punitiva. Desde este punto de vista, la evaluación llega a coincidir con la educación, porque evaluar, dar un juicio, es reconocer un valor. Afirmar el valor no es una operación que

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haces una vez al mes cuando corriges las tareas en clase, no es una operación extemporánea que realizas una vez al año cuando pones las notas; si es verdad lo que estamos diciendo, el profesor evalúa siempre. Afirmar el valor del otro es inherente a la relación entre las personas, no es algo que se hace en ciertos momentos y en otros no. En ciertos momentos tienes que poner exámenes, en ciertos momentos debes medir el resultado de un aprendizaje desde un punto de vista cuantitativo, pero la evaluación como afirmación del valor, como compañía para que el otro camine, es una operación que haces cada día, que haces siempre, es una dimensión de la relación educativa, pertenece a la naturaleza de la relación. Pensad en los padres, en cómo miran siempre a sus hijos. Siempre. Incluso cuando el niño duerme, cuando no está haciendo nada. Desde el momento en que existe, por el mismo hecho de existir, el hijo es para sus padres como un pensamiento siempre presente, un motivo de atención constante: mires lo que mires, con el rabillo del ojo tienes siempre presente a tu hijo, tienes presente lo que amas, tienes presente lo que cuenta. De hecho no consigues pensar en nada de lo que haces si no es en función de ese bien que es tu hijo, de la tarea que tienes frente él. Algo parecido sucede con nosotros, los profesores. La cuestión es ser conscientes de ello. Por eso queremos ayudarnos a tomar conciencia de la condición de nuestra tarea de profesores, del planteamiento cultural y moral que exige nuestra profesión. Nuestro oficio exige una moralidad, es decir, exige un modo de mirar a los chicos que tenemos delante. Si no enseñamos movidos por un bien, por un valor, por el deseo de acompañar a nuestros chicos a descubrir y comprobar la verdad, para corregirles estando a su lado, entonces lo mejor es que cambiemos de profesión. Porque nuestra profesión es así: es un modo de mirar, coincide con una mirada hacia nuestros alumnos. Recientemente conocí a Alessandro D’Avenia, el autor del libro Blanca como la nieve, roja como la sangre67, que también es profesor, y me puso un ejemplo que me llamó mucho la atención. Me dijo: «Estaba observando a mi sobrino de dos años y me di cuenta de que cuando se caía al suelo, si no se había hecho daño, no se echaba a llorar automáticamente; miraba en torno y observaba al adulto. Si encontraba una mirada asustada, rompía a llorar. Si encontraba una sonrisa, una mirada segura, se levantaba y se ponía a jugar otra vez». Esa caída, ese hacerse daño, es la imagen de la necesidad que tienen nuestros alumnos: también ellos caen, se hacen daño, no saben las cosas, parten de una necesidad, de una ignorancia; la posibilidad de que retomen el camino, de que aprendan (caminar quiere decir aprender, aprender cosas, crecer en el conocimiento de la realidad según la singularidad de cada uno) depende de la mirada que el adulto tenga hacia ellos: si encuentran esa sonrisa, un adulto que afirma una certeza de bien, los chicos aprenden; si, por el contrario, el adulto los mira asustado, si domina el miedo —

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después trataré de explicar en qué sentido nos domina a veces el miedo y se lo transmitimos a nuestros alumnos, pequeños o grandes— los chicos tendrás miedo, y en el miedo uno no aprende, se defiende de lo que debería aprender. En cambio, ante una presencia llena de certeza, ante una persona que reconoce la verdad, los chicos crecen y aprenden. Ellos y nosotros. Voy a sintetizar este punto con dos palabras que ya he usado otras veces y que me vienen a la cabeza siempre que trato de entender por qué nos resulta tan difícil evaluar, por qué la evaluación es una cuestión de tanto calado que, en realidad, nunca terminamos de adentrarnos en ella… Porque es algo que sólo sabe hacer bien Dios. Porque la evaluación consiste en que misericordia y verdad se puedan encontrar. Es la gran promesa que se nos hizo a los hombres. El salmista se preguntaba, ¿qué sucederá, qué novedad traerá Dios al mundo cuando vista paños mortales y se haga compañero de camino?: «Misericordia y verdad se encontrarán» (Sal 84, 11), podrán estar juntas. No es un eslogan abstracto o lejano. Pensad en lo que sucede cuando evaluamos, cuando debemos decidir quién promociona y quién repite. Normalmente, a las personas nos cuesta mantener juntas estas dos cosas: porque sentimos que estamos hechos para ser buenos, para vivir la misericordia; pero es como si para ser misericordiosos tuviésemos que renunciar a la verdad, es decir, a ser justos. Por otra parte, cuando tratamos de ser justos, de afirmar la verdad, es como si tuviéramos que renunciar a ser buenos. De esta forma, o el deseo de ser buenos se opone al deber de la verdad y de la justicia, o el intento de ser justos se somete al deseo de ser buenos. En este lío radica toda la fatiga de la educación y de la enseñanza. La frustración y el malestar que experimentamos cuando estamos poniendo las notas finales y hay que decidir, es un malestar sacrosanto que experimentamos por esto que acabo de decir. Es como si percibiésemos una contradicción entre ambas cosas y no consiguiéramos mantenerlas juntas. Bien, el obstáculo que debemos superar en nuestro trabajo es precisamente este: que sea posible mantener juntos el amor al otro —una misericordia, un afecto, una acogida, una benevolencia por el otro— y la justicia, un sentido justo de las cosas, de manera que podamos llamar a las cosas por su nombre, al bien, bien y al mal, mal. Para poder hacerlo, todavía nos queda por aprender algo que todavía no hemos dicho: que el error, incluso el más grave, se puede mirar con amor. Si es así, se podrá superar la dicotomía que vivimos frecuentemente y que se refleja en la percepción que tienen los estudiantes respecto de sus profesores, y que les lleva a dividirlos en buenos y malos: los buenos son aquellos que cierran un ojo (el de la justicia) y los malos los que cierran el otro (el de la misericordia). Sin embargo, esto es un buenismo ineficaz y genérico, como si dijésemos un «está bien…» que impide hacer un camino. El buenismo, el sentimentalismo y las palmaditas en la espalda no llevan a ningún lado, sólo bloquean el

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camino. Parece que es bondad y, sin embargo, es maldad porque impide la corrección real, es decir, impide que los chicos den pasos, impide su camino. En mi opinión, esta es la enfermedad más grave y difundida hoy en día en las familias. Los padres, temerosos de su tarea, asumen el papel de eliminar todo lo que cueste esfuerzo y, haciendo esto, impiden que sus hijos crezcan, de manera que seguirán siendo niños hasta los treinta años. El buenismo no sirve, el buenismo no tiene nada que ver con la educación. Pero tampoco tiene nada que ver con la educación esa dureza, esa afirmación de la verdad y de la justicia sin misericordia, que nos convierte en esclavos de la ley. Las reglas son: te he dado lo que te tenía que dar, ahora te toca a ti. Es problema tuyo. He cumplido mi deber, ahora cumple el tuyo, mientras yo me limito a medir si eres capaz de cumplirlo o no. Es la otra gran tentación que vemos todos los días en las familias: refugiarse de nuevo en la ley. El gran atajo de los hombres y de los profesores cuando no quieren educar es la ley, la aplicación de las normas. Los dos atajos de los que renuncian a educar son: un genérico «querámonos» que no lleva a ningún lado o una afirmación tan rígida de las reglas, de los deberes y de los objetivos —un juicio implacable— que acaba con el otro, le aleja de ti, le deja solo, le abandona completamente. ¿Quién necesita estos atajos? El adulto que tiene miedo de asumir enteramente el reto de la relación, el reto de la educación. ¿Por qué nuestro trabajo es tan sacrificado? ¿Por qué los profesores son la categoría social con más riesgo de sufrir una crisis nerviosa? Porque su trabajo implica una relación, implica tener una relación con otra persona en toda su profundidad e intensidad, con todas sus exigencias. Poder mirar una clase (o tres o incluso nueve clases) de esta manera, vivir cientos de relaciones con compañeros y con estos chicos de esta manera, tomar en serio este reto implica una tensión moral y, por tanto, psicológica muy fuerte. Para vivir esta tensión, es decir, para vivir una relación a la altura de su significado hacen falta hombres capaces de asumir un gran esfuerzo. Pero frecuentemente se tiene miedo y se buscan atajos: el miedo es la verdadera razón por la que se evita educar y se buscan los dos atajos mencionados. Para no tener miedo hace falta estar seguros de lo que se vive, es decir, es necesario que lo que se intenta comunicar sea una experiencia vivida. Me parece que el término que contiene tanto la misericordia como la verdad es «amor», pero es necesario desvincular esta palabra de cualquier eco dulzón, meloso o sentimental. «Amar» significa amar lo que el otro es y su destino, afirmar el valor del otro y querer con pasión su destino. El amor a su destino implica amar el camino que el otro tiene que recorrer para que emerja todo el bien al que está destinado, para que vea, conozca y se adhiera a la verdad y, de esta manera, crezca como persona. Entre su valor reconocido y afirmado, y su destino de plenitud, está el curso escolar, es decir, en medio está el tiempo, está todo lo que hace el colegio, está la enseñanza. El

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tiempo, el colegio y la enseñanza son instrumentos para que los chicos puedan alcanzar aquello a lo que están llamados, el bien y la felicidad a los que están llamados. A los profesores nos compete darles los medios —y el apoyo necesario, que consiste en corregirle y guiarle— para que se puedan adherir libre y personalmente a la verdad. Creo que la palabra «amor», amor al valor del otro y a su destino, define el contenido del tiempo que pasa y, por lo tanto, el de nuestra acción cotidiana. Por eso evaluamos siempre: porque si la evaluación es la mirada que tienes sobre ti y sobre los chicos que te son confiados, nunca dejamos de estar evaluando. Ni siquiera cuando vuelves a casa al acabar tus horas de clase, ni cuando te vas dormir. Usando un eslogan que puede ser un poco duro, pero muy significativo, se podría decir que «a la hora de evaluar, la alternativa está entre el rescate y el chantaje»68. Se puede evaluar de una forma que verdaderamente sea un rescate, porque ofrezca una nueva posibilidad de bien. Es una forma de evaluar, de examinar, de interrogar, de sacar a la pizarra, de tener la vista puesta en cada silla…, es una mirada que ofrece cada día al alumno una posibilidad de bien (y también para ti como profesor), una gran oportunidad de dar un paso, aunque sea pequeño, que es motivo de alegría, que da sentido al día, al esfuerzo que has hecho… La evaluación, entendida ahora en sentido reducido, como asignar notas y resultados, puede ser el ofrecimiento de una posibilidad de bien, de rescate para los alumnos y para nosotros, o un chantaje, es decir, coincide con ejercer un poder, lo que en el fondo, es violencia. Porque hay una manera de crucificar al otro clavándolo a su propio límite, a su necesidad, a su ignorancia, a lo que no sabe, a los errores que comete; es una manera de evaluar que encierra al otro en la prisión del propio límite. Esto acaba siendo, en parte por el rol institucional que tenemos, un poder ejercido, una condena, una violencia. Ante una cuestión como esta, no puede no venirnos a la mente la frase de Jesús: «No juzguéis, y no seréis juzgados» (Lc 6, 37). De primeras la evaluación sería justo lo contrario, porque evaluar coincide con juzgar. ¿En qué sentido Jesús nos llama a no juzgar? Nos advirtió que seremos juzgados con la misma vara con la que hayamos juzgado, y esto debería hacernos temblar: hay una forma de juzgar al otro que es crucificarlo a su límite y a su necesidad, a su mal y a su error. Creo que esta también es la razón existencial y psicológica por la que los chicos odian el colegio. ¿Por qué odian el colegio, por qué odian a los profesores, por qué no aprenden? Porque están bajo el peso de este chantaje, es decir, de esta violencia. Sin embargo, con una mirada como la que hemos descrito antes surge una posibilidad de rescate y de bien de la que nacen las ganas de aprender, saber y conocer. Vayamos más al fondo. Hacer un juicio es el acto más humano que existe: los animales no juzgan, los hombres sí. Por tanto es propio del hombre juzgar, y la evaluación es el

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nombre que se da en la escuela a la acción de juzgar, es decir, al instrumento para afirmar un valor. Debemos preguntarnos por qué entonces Jesús dice en el Evangelio que no debemos juzgar —no juzguéis para no ser juzgados—, pues en otros momentos dice que debemos juzgar, y san Pablo nos invita así: «Valorad todo, y quedaos con lo bueno» (1 Ts 5, 21). Es como si Jesús nos advirtiese: estad atentos porque al final es sólo Dios el que hace las cuentas. Vuestra tarea —en la relación entre hombres— es juzgar, pero no en el sentido de condenar. Tened cuidado de que el juicio no signifique cerrar el asunto, echar una losa encima, negar la esperanza. No digas jamás: «Hasta aquí hemos llegado, no hay nada que hacer». Pero no nos confundamos. Esto no quiere decir que no tengamos que suspender a nadie. Lo que significa es que cuando suspendo a un alumno, cuando le pongo un cuatro, debo hacer todo lo posible para comprender en qué o cómo mi alumno puede dar un paso. La clave de la película El milagro de Ana Sullivan69 es que refleja bien el desvelo de la maestra cuando mira a la muchacha y se pregunta: «¿Qué puedo hacer para llegar a ti? Hay una barrera entre tú y yo, hay un muro que me impide entrar en relación contigo, tomar de la mano tu inteligencia, tu corazón, tu necesidad y hacer parte del camino contigo. No consigo llegar a ti». El sufrimiento de esta maestra reside en su deseo por descubrir el camino para alcanzar a la muchacha, para llegar a ella. El «no juzguéis» del Evangelio se refiere al «se acabó, no se puede hacer nada más, jamás podré llegar a ti». Es la rendición que condena al otro a la soledad y, por lo tanto, es un acto de violencia. Por eso nos resulta ajeno. «No juzguéis y no seréis juzgados» significa no cerréis nunca la puerta, dejad siempre abierta una posibilidad. Como me dijo una vez un profesor: «Este alumno es mío hasta el último minuto de la última hora de clase». No neguéis nunca la posibilidad de un cambio. En este sentido, no juzgar quiere decir perdonar. ¿Cuántas veces tiene que volver a empezar un profesor la relación con un alumno? Siempre, siempre. Setenta veces siete, es decir, siempre: cada hora, cada día, cada momento. Se trata de una dimensión inherente a la relación; por eso implica una actitud moral. Mantener esta apertura, apostar siempre por cualquier posibilidad de bien para el otro, es lo que da forma y contenido a todos los instrumentos que utilizamos para evaluar. Es evidente que esto determina la forma de poner los exámenes y de prepararlos: no se trata de echar un pulso, o simplemente medir, sino de ofrecer una posibilidad para que los alumnos verifiquen si han aprendido y qué han aprendido, es decir, que den un paso en el conocimiento, un paso hacia la verdad. Por eso los exámenes están pensados y estudiados en función de la realidad de esa clase, y si es posible de ese chico. Después, al corregirlos, no tendré el gusto sádico de decir: «Tenía razón, realmente es tonto». Es exactamente al revés: es como la lágrima de la madre que ve cómo su hijo se cae al suelo

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y le dice «venga, arriba»; si se vuelve a caer empieza a preguntarse «por qué pone el pie así», y entonces puede que le lleve al médico. La madre se muere de preocupación por ver cuál es el punto débil en el que es preciso intervenir: quiere entender, investiga, se preocupa, pide ayuda a los que saben más que ella para identificar el punto que puede permitirle a su hijo correr como los demás. No le da un azote diciéndole: «¡Te he explicado cómo se hace, ahora camina!». Todos sabemos lo que es estar delante de un alumno que ni habla ni estudia, con toda la pasión por entender la razón por la que no habla, por la que no se relaciona, por comprender lo que necesita verdaderamente… Quiero terminar enumerando algunas consecuencias de las observaciones anteriores. Primera consecuencia: se descubre que la actitud educativa correcta es una suerte de preferencia. La preferencia es el modo normal, inevitable, de la relación entre hombres. Esto es tan cierto que incluso Dios, al hacerse hombre, tuvo que usar el mismo método, ya que de no hacerlo no habría podido comunicarse: eligió a unos pocos, les prefirió, para que lo que estos vivían con él pudiesen llevarlo a otros, y así llegara a ser para todos. En clase tener una preferencia es la actitud que te permite preferirles a todos. Como cuando eran pequeños mis cuatro hijos y me preguntaban: «¿A quién prefieres de nosotros?». Yo siempre les respondía: «Os prefiero a los cuatro». Hay una atención a cada uno de ellos por lo que, cuando miro a uno, este debe sentirse mirado con una preferencia, es decir, con una atención y dedicación únicas: en este momento para mí es como si sólo existieses tú. Esto es tener una preferencia: hacerle sentir al otro que cuando le miras, cuando estás con él (se puede hacer también con treinta chicos en clase) eres todo para él y él es todo para ti, como una relación única e inconfundible. Esto es amor, que el otro se sienta confiado a ti porque tú te entregas por entero en la relación con él. «Preferencia» es, entre otras cosas, el nombre más adecuado para indicar lo que las circulares del Ministerio llaman «itinerario personalizado». Una verdadera preferencia es un amor que es capaz de abrirse a todos y, de alguna manera, de llegar a preferir a cada uno: nace así en ti una pasión por cada uno de los chicos, por entenderles, por identificar su necesidad particular, por respetar su ritmo. Entiendo cuántas dificultades implica lo que digo, entiendo que abre un debate infinito, pero es muy bueno que estas cosas sean objeto de un trabajo y una reflexión que nunca va a terminar del todo. Segunda consecuencia. Evaluar, entonces, no es una acción individual, sino que siempre es una acción colegiada. Para sostener la esperanza, para sostener el camino de un niño hacen falta un padre y una madre que le traigan la vida y, con más razón, que le sostengan en la esperanza a lo largo de su vida. Hace falta una acción común, o, mejor aún, en términos más profundos, una comunión: lo que educa, lo que sostiene, lo que corrige es siempre una comunión. Pero no es sólo una estrategia, eso de que cuatro ojos

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ven mejor que dos, sino que también es una cuestión sustancial, porque el límite que cada uno lleva consigo exige el apoyo y la ayuda de otro: «¿Tú qué ves en ese chico? ¿Hay en él algo que no estoy viendo y tú sí?». Porque esta dimensión comunitaria, este trabajo en común, consiste en intentar aprender realmente los unos de los otros. La junta de evaluación no es el ámbito donde defiendo mi idea, lo que ya tengo en la cabeza, por lo cual a la hora de evaluar me pongo mi armadura como si estuviera luchando en contra de los demás, porque sé que la directora defenderá a los alumnos y yo, en cambio, me quiero cargar a esos tres. Porque las cosas suelen ser así: llegamos allí con tono amable pero con nuestra idea fija en la cabeza, dispuestos a defenderla a toda costa. Por eso digo que cuando toca junta de evaluación nos volvemos malos, sobre todo con nosotros mismos y también con nuestros compañeros. Justo cuando nos reunimos para evaluar mostramos muestra mayor y peor rigidez, nuestra defensa del propio prejuicio (prejuicio: un juicio previo, dado de antemano). Es verdad que uno tiene que llegar a la junta de evaluación con su valoración hecha, si no ¿qué clase de profesor eres? Un profesor no puede llegar sin una idea en la cabeza después de un año de relación con los chicos. Si fuese así tendría que cambiar de profesión. Hay que llegar allí con un juicio bien fundado, pero la junta de evaluación debería ser el lugar donde, con curiosidad, se le pregunta al compañero: «¿Pero tú qué has visto? ¿Qué tienes en cuenta? ¿Qué has comprendido de este chico, de esta chica?». En este sentido la evaluación es siempre un diálogo entre el grupo de profesores e implica la curiosidad de aprender, porque entre nosotros siempre hay alguien de quien aprender, gracias a Dios. Alguien con una genialidad educativa, con una genialidad para las relaciones, para percibir el sentimiento del otro, más aguda que la tuya, más profunda que la tuya, alguien de quien merece la pena aprender. Y tú también «vas a la escuela» buscando a tus compañeros porque puedes aprender de ellos, y no necesariamente tienen que ser los más mayores. En lo que concierna a la vida no hay ninguna clase de automatismos. Se puede envejecer haciéndose uno más sabio, como muchos, pero se puede envejecer volviéndose cada vez más rígido. La edad no se corresponde siempre con la sabiduría. Puede ser al revés. Es más, Dios muchas veces se divierte haciendo precisamente lo contrario: Dios elige al último y le coloca como modelo ante los más mayores, ancianos y sabios del lugar. Acordaos de cuando eligió al rey David. Es un ejemplo que vale para todas las situaciones humanas. El profeta le pide al padre de David que le muestre a sus hijos; el padre les llama y el profeta dice: «Este no; este tampoco; no es él, no es él… ¿estás seguro de que estos son todos?». «Sí, estos son, además del pequeño que está fuera con las ovejas, ¿pero qué tiene ese que te pueda importar?». «Llámale». El pequeño que estaba fuera, al que el padre ni siquiera tomaba en serio, era David. El padre ni siquiera había contado con él al presentar sus hijos al profeta y, sin embargo, él era el elegido

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para ser rey. La vida, gracias a Dios, funciona así. Para terminar, tres acotaciones. La afirmación de que el amor es un amor al valor que el otro es ahora mismo, tal y como es, antes de que proyectes sobre él tus expectativas, exigencias y objetivos, es una afirmación que describe el contenido del tiempo. La evaluación tiene lugar a lo largo del tiempo, en el marco de una relación, dentro de una paciencia. La paciencia todo lo alcanza. Tres años o cuatro años, da igual. Estás ahí por alguien y no le vas a dejar nunca. Se trata, entonces, de entender qué sucede en el tiempo, qué relación hay entre evaluación y tiempo. Pongo sólo un ejemplo en negativo de la relación entre evaluación y tiempo: a veces tenemos la tentación de poner la nota final haciendo la media de las notas obtenidas durante el curso. A mí no se me ocurre nada más irracional que hacer la media de las notas. La media es un método racional, pero cuando se aplica en el colegio resulta irracional, es decir, un método que, aun siendo justo, se aplica en el contexto equivocado. La postura que hemos descrito elimina la idea de que el juicio que das a lo largo del curso sea una media de lo que sucede: pertenecemos a una cultura, a una concepción cristiana de la vida que afirma que el instante presente redime el pasado. Si evaluar es reconocer el valor, se evalúa siempre un valor presente, un valor del presente. Si Jesús, delante del buen ladrón, hubiese hecho la media entre treinta o cuarenta años de hurtos, homicidios y adulterios, y un momento de bondad, la media no le habría dado para decirle: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso»… Para nosotros la evaluación es como si recogiese todo el pasado y lo salvase. Podríamos decirlo así: la evaluación consiste en salvar en el presente todo el pasado, todo el mal y todo el bien que ha permitido que suceda lo que se está dando en el presente. Por lo tanto, evaluar a final de curso es mirar a cada alumno por el paso que ha dado, por el punto del camino al que ha llegado ahora. ¿Qué han hecho falta diez «cuatros» para llegar a un «seis»? Eso tiene más mérito todavía. Es como si uno hubiese llegado a la cima de la montaña después de haberse caído diez veces; cuando llega lo abrazas y lo felicitas más que a los demás. Se ha caído diez veces para llegar ahí, pero lo que le da valor a todo y rescata esas diez caídas es que ha llegado. No le haces la media: a ver, diez caídas más la llegada, igual a «suspenso»… y le empujas montaña abajo porque no se merecía llegar hasta ahí, ha ido de listo y a los listos no se les recompensa… Luego oímos cosas como: «No soporto que me haya tomado el pelo todo el año. No ha hecho nada en todo el año y ahora como ha estudiado una semana, porque es un genio, ¿le tengo que animar? A mí no me engaña, ahora lo va a pagar…». Nuestra maldad y los chantajes salen a la luz en expresiones como estas. Si, por el contrario, en estos casos pensásemos en cómo nos gustaría que nos tratasen… Segunda acotación. Si la evaluación es lo que hemos dicho hasta ahora, a ella pertenece también la responsabilidad del contacto con las familias. Hay una cuestión

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muy importante a la hora de evaluar: tendencialmente un profesor o un colegio debería compartir con los padres su continua evaluación y, por lo tanto, deberían ser capaces también de comunicar, de implicarse y de asumir una responsabilidad ante las familias. No hay nada peor que una familia que lo reduce todo a esperar el éxito final de sus hijos como una sentencia caída del cielo, totalmente ajena al recorrido que ha llevado a ese resultado. Último punto. El tema de la evaluación afrontado desde esta perspectiva potencia la profesionalidad. Lo que hemos dicho hasta ahora no supone en absoluto una falta de atención o un menosprecio de los instrumentos necesarios para evaluar. Es todo lo contrario, tenemos que ir afinando los instrumentos que utilizamos, por ejemplo las notas. Tenemos que aclarar qué queremos decir exactamente cuándo ponemos un seis, un siete, un ocho… El amor se caracteriza por llegar a los detalles. Es más, es un amor que nos hace prestar atención a los detalles y, por tanto, a todos los instrumentos. Al contrario, en el marco de una desafección, todo lo que se dice es desechable; percibimos lo que hacemos como una simple burocracia, formularios que hay que rellenar, formalismos que hay que cumplir: montañas de papeles que no tienen nada que ver con tu tarea. Cuando los instrumentos no nos interesan nada, ahí se muestra una falta de afecto por uno mismo y por el otro. Sin embargo, cuando uno se aprecia a sí mismo, a su trabajo y al otro, también afina los instrumentos: se vuelve más profesional, más preciso, más atento y más creativo. Si no tiene los instrumentos, se los inventa. Lo que trato de explicar no es una recomendación genérica, que deja todas las cosas tal como estaban. Si todo sigue igual significa que no hemos empezado todavía a entender lo que he descrito hasta ahora. De hecho comprobaremos que lo que acabamos de decir lo hemos hecho nuestro si empezamos a afinar los instrumentos hasta el último detalle. Estaremos siempre dispuestos a cambiarlos, a tirarlos por la borda si es necesario, podremos equivocarnos mil veces, pero buscaremos siempre el instrumento más adecuado. Os cuento un episodio que me ha conmovido mucho y que nos permite ver muy bien esta posición educativa que he descrito. Un profesor de secundaria, tenía que dar la última hora de clase al final del curso y se preguntaba cómo despedirse de sus alumnos. Daba vueltas pensando cuál sería la forma más adecuada de despedirse de sus alumnos después de un recorrido de tres años70 de los cuales, el último había sido el más difícil, un fracaso respecto a las expectativas que tenía. Después del entusiasmo que suscitaron los dos primeros años, fue como si la clase se hubiera apagado. ¿Cómo despedirse de una clase a la que has acompañado durante tres años y que te ha decepcionado? Así que al final decidió escribirles y regalarles un relato. Os leo la introducción y la conclusión: Sentado a la sombra de un olivo, el aparcero disfrutaba de los rayos de sol matutinos. Detuvo la mirada en las manos nudosas, ahumadas y llenas de callos como

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si no le perteneciesen. Ya no se acordaba de los momentos de cada arañazo y de las cicatrices. Después de un tiempo había perdido la vergüenza de enseñar aquellos dedos rechonchos y requemados por el sol. Eran el instrumento de su oficio, nada podía hacer para evitar que se volviesen así de sucias y callosas. A sus espaldas el jardín que el dueño le había confiado y que, en breve, él le devolvería, callaba esperando. «Es un buen jardín —se decía a sí mismo— me habéis dado un buen jardín y espero poderos devolver un jardín aún mejor». Se repetía esto y lo memorizaba, pensando en su próximo encuentro con el dueño. Sabía que la tierra era buena y los brotes también. No era tan tonto como para echarle la culpa a la tierra o a los brotes si alguno de los árboles no crecía bien. De hecho era un jardín de árboles y, como se había dedicado por entero al mismo con la ayuda de Dios, se los conocía todos. Había llegado hasta el punto de llamar por su nombre a cada árbol, de tal forma que la gente se preguntaba si se había vuelto loco por culpa de su jardín. Cuando se lo preguntaban, él replicaba con una sonrisa cándida que el jardín no era suyo y que, si hacía eso, era solo porque se lo habían dado, se lo habían confiado y con lo que se te confía no se bromea, sólo hay que amarlo. Se levantó en plena canícula, se cargó la azada a la espalda y abrió la verja, quería echar una ojeada. Era un campo bonito, aunque no faltasen las malas hierbas y las hojas caídas: el aparcero sabía que el dueño era bueno y no se fijaba demasiado en ciertos detalles. «Qué bien —dijo con una risilla— qué suerte». Y ahí se quedó apoyado en su azada ante el primer tronco, como haría un escultor ante la estatua que ha dejado de tallar por un momento. «Tú eres Fulanito», murmuró sonriendo… Y prosigue describiendo virtudes y defectos de cada uno de los veintisiete árboles, es decir, de sus alumnos. Podríamos decir que les juzga. Os leo solo lo que escribió del chico que más quebraderos de cabeza le había dado en esos tres años. A un lado había un tronco robusto y salvaje. El aparcero le sonrió con ternura: «Querido mío, cuánto he sufrido por ti. En las noches de tempestad, tus enérgicas ramas sacudían al viento y las otras plantas temblaban de miedo [era un chico que pegaba a sus compañeros]. Los agricultores con los que reparto el salario [la junta de clase] me decían a menudo que eras un árbol imposible de cultivar. Pero has crecido. Me has enseñado la paciencia en la sequía y la alegría de los brotes en las ramas secas. Tú más que ninguno me has hecho aprender el arte antiguo de elegir las semillas [es decir, de ver qué es lo que necesitaba en ese momento concreto]. Tú más que ninguno me has hecho ser mendigo de la lluvia, te estoy agradecido, joven roble. Serás un gran árbol porque en ti corre agua buena, y si Dios y tú queréis, muchos vendrán a buscar tu amparo, a buscar una buena sombra bajo tu tupido follaje».

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Y os leo la conclusión: El aparcero se quedó callado mientras soplaba el viento y, después, se rascó la cabeza. Estaba cansado, sabía que el tiempo apremiaba y que le quedaba poco para devolverle ese jardín al que se lo había entregado. Y dijo a sus plantas: «No sé qué destino os tiene reservado el dueño a cada uno de vosotros, pero conociendo sus consejos y sus insistencias para que os diese lo mejor creo que vuestro camino será grande y que en los parques o en los bellos jardines de ciudad, o puede que sobre altas cumbres, echaréis raíces. Os pido perdón por estas manos tan bruscas y débiles a veces [verdad y misericordia]. Sabed que no han escatimado en energía y trabajo. Pero veo que estáis en una tierra óptima y que bueno es el sol que os ilumina por la mañana a vosotros y a mí. He aprendido a disfrutar de este sol tanto como de esta agua que os sacia a vosotros y a mí. Además, le agradezco al dueño que me haya encargado a mí, indigno aparcero, custodiar y cultivar sus árboles más hermosos en este lugar y en este tiempo». Y, diciendo esto, el aparcero salió del recinto sonriendo. Otra tarea le esperaba. Me parece un ejemplo muy significativo que ilustra lo que quiere decir que en esta percepción del bien del otro y de uno mismo, y en el intento de realizarlo en la medida de nuestras posibilidades, está también la clave para ser libres del éxito: hacemos todo lo que sabemos hacer con nuestras pobres manos, y después, Otro y la libertad del alumno son los que deciden. Pero en sentido más amplio me parece un ejemplo extraordinario de lo que quiere decir evaluación. También él habrá tenido que poner notas y habrá decidido si suspender o no, habrá usado los instrumentos y habrá intentado afinarlos, pero lo que describe esta narración es la evaluación como actitud verdaderamente moral.

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POR QUÉ ME HICE PROFESOR71 Hoy os quiero contar sencillamente cómo me enamoré de la literatura y de mi oficio de profesor. Nosotros vamos al colegio para estudiar, pero estudiamos para conocer. ¿Para conocer qué? Tengo cincuenta años y llevo treinta dando clase, pero sigo viviendo con una intensidad que a mí mismo a veces me parece extraordinaria. Me sigo levantando por la mañana como cuando tenía dieciséis o diecisiete años. Todo lo que he aprendido en los años posteriores a mi adolescencia ha servido para responder a la pregunta que me surgió cuando tenía vuestra edad. A menudo les digo a mis alumnos y a mis hijos que lo que decidáis ser entre los quince y los veinte años lo seréis toda la vida. Cuando se es adulto sólo se cambia al precio de un dolor verdadero. La vida crece a partir de una semilla, de un planteamiento, de una posición que se decide ahora, a vuestra edad. En estos años os estáis jugando, de una forma mucho más seria de lo que os podéis imaginar, vuestro futuro y lo que seréis para toda la vida. Teniendo en cuenta esto, sed responsables, pensad en ello de vez en cuando. No malgastéis el tiempo, que hay poco y no se sabe cuánto tenemos. Y no lo digo en plan gafe, la vida es un verdadero drama, no sabemos lo que nos espera, y cómo lo afrontaremos es algo que depende de lo que decidamos ahora. Lo primero que puedo transmitiros es una intuición sobre lo que es el estudio. Tened presente que nadie va al colegio por estudiar sin más; nadie trabaja por trabajar y nadie ama por amar. El objetivo real de la vida es la pasión por uno mismo, el interés por uno mismo, el amor a sí mismo: este es el motivo por el que cada uno se mueve, estudia, trabaja, ama, tiene hijos y se sacrifica. La razón para hacer todas estas cosas sólo es adecuada si coincide con la pasión que uno tiene por aquello que le constituye, por el propio corazón, por la propia persona. El Evangelio dice explícitamente que no se puede amar a los demás si uno no se ama a sí mismo: «Ama a tu prójimo como a ti mismo». Podría parecer una fórmula reducida, ¿por qué Jesús no dijo «Ama a tu prójimo más que a ti mismo»? Porque no es posible: amas al otro en la medida en que te amas verdaderamente a ti mismo. Amas el destino bueno del otro porque has descubierto que tú tienes un destino bueno, amas en el otro las cosas buenas, grandes y verdaderas que has podido ver y conocer en tu experiencia; si no las amas porque son buenas para ti, no puedes amarlas como buenas para otra persona. De otra forma sería imposible amar. La pasión que tenemos por los demás y por la realidad es proporcional al cuidado que tienes

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por ti mismo. Es así, uno estudia por su propio interés, por pasión por sí mismo. Creo que entendí esto por primera vez cuando estaba en sexto de primaria. Mi profesora de italiano era maravillosa, tendría poco más de veinte años, pero era una maestra buenísima y muy apasionada por lo que enseñaba. Y yo, en sexto de primaria, ¿qué iba a hacer? Si hay que estudiar, ¡se estudia! Mandaba estudiar algunas cosas de memoria pero yo no entendía por qué había que estudiar de memoria. Lo entendí ese verano cuando mi padre se puso muy enfermo y me tuve que ir a trabajar todo el verano a la ciudad de Bergamo. Trabajaba de ayudante en una tienda de alimentación y me alojaba, de lunes a las 6 de la mañana a sábado a las ocho de la tarde, en casa de los dueños. Era la primera vez que vivía fuera de casa y fue muy duro para mí, lloré mucho, en parte porque ellos eran los típicos patrones a la antigua usanza, y me hacían trabajar doce horas al día en condiciones bastante duras. Una noche, al terminar mi jornada de trabajo, todavía me pidieron que colocase unas cajas de agua y de vino que acababan de llegar. Tenía que llevarlas al almacén, que estaba en un sótano oscuro al que se llegaba por unas escaleras muy empinadas: lloré amargamente. En ese momento —lo recuerdo como si fuese ayer— descubrí el valor de la literatura... y también descubrí por qué merecía la pena estudiar de memoria. La memoria es algo realmente fantástico, es un almacén en el que metes cosas y después ya se encarga ella, cuando llega el momento oportuno, de pescar aquel verso, aquella poesía, aquel recuerdo que sirve para iluminar la experiencia que estás viviendo: ¡esto es lo mejor de la memoria! Si en el almacén no hay nada, al afrontar el presente no te viene nada a la mente. En cambio si el almacén está lleno de cosas buenas que te has estudiado de memoria la vida se vuelve increíble: suceda lo que suceda, la memoria recuperará aquel verso que te ayuda e ilumina lo que sucede en el presente. Así que, nada, estaba bajando por las escaleras y cuando iba por la mitad me vino a la cabeza, como una iluminación, un terceto de Dante que pertenece a uno de esos pasajes de la Divina Comedia que de mala gana me había estudiado de memoria. Es el fragmento donde Dante se encuentra con su tatarabuelo, Cacciaguida, que profetizándole el exilio —como yo, Dante sería alejado de su casa— le dice: «Probarás cuán amargamente sabe el pan ajeno y cuán duro es subir y bajar las ajenas escaleras». Me quedé de piedra y por primera vez lloré de alegría, pues el primer pensamiento que me vino a la cabeza fue: «Dante, seiscientos años antes que yo, describió en un terceto, de forma perfecta, lo que yo estoy experimentando en este momento». Fue una alegría desbordante. Me decía a mí mismo: «¡habla de mí!». Nunca antes había entendido por qué tenía que estudiar la Divina Comedia y de repente descubrí que hablaba de mí: en esto consiste el interés supremo por todo lo que se estudia. Después, según vas creciendo, el abanico se amplía: ya no es sólo la pasión por la

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literatura, pasa a ser también una pasión por el cine, las ciencias naturales, la astronomía… Querrías conocerlo todo. Pero partiendo de que todo, de alguna forma, habla de ti. No hay nada, desde una brizna de hierba hasta un poema, que no me interese. Inter-esse en latín quiere decir «estar dentro». Tener interés por algo significa descubrir que tú estás dentro de ese poema o de esa brizna de hierba. ¿Por qué te interesa una poesía? Porque habla de ti, el tema eres tú. Mi primer gran descubrimiento en la vida fue este interés: una poesía de Dante hablaba de mí. Volví a casa y empecé a leer sin parar, empecé realmente a estudiar. De repente me gustaba, como si el aburrimiento que había experimentado el año anterior hubiese desaparecido. ¿Por qué se queda uno con la boca abierta ante un cuadro, una canción, una película, una mujer bella y dices que son bonitos, bellos? ¿Qué te hace decir que algo es bonito? Es decir, ¿qué es el arte? El arte es la capacidad que una persona tiene para hablar de ti mismo. Te quedas con la boca abierta porque tiene que ver contigo. Porque querrías haberlo dicho o hecho tú: el escritor que leo es capaz de interpretarme a mí, mejor de lo que me interpreto yo a mí mismo. Los acontecimientos se sucedieron de tal manera que, aunque yo había terminado segundo curso de la secundaria jurándole a mi profesora que de mayor sería profesor de italiano —porque mi vocación nació aquel día en esas escaleras (no podría amar la literatura si no me hubiese encontrado con esa profesora, yo sólo no lo habría conseguido)—, pero no pude comenzar el curso académico siguiente, porque mi padre necesitaba que yo trabajase. Mis profesores fueron a verle a mi casa para convencerle de que me dejase estudiar y mi padre, muy conmovido, finalmente decidió que siguiera estudiando y yo, contentísimo, soñaba con que luego iría a la universidad. Sin embargo, poco después me dijo que no podría cursar los cinco años de Liceo72 necesarios para ir luego a la universidad, porque no podía pagar lo que costaba, así que me mandó a una escuela para secretarios de empresa. Aguanté solo un mes. Me acuerdo cuando llegó la profesora de taquigrafía, que empezó a garabatear en la pizarra cosas incomprensibles… y ya en ese momento me di cuenta de que ese no era mi camino, así que recogí mis cosas, me acerqué educadamente a la mesa de la profesora y le dije que me había equivocado de escuela. Y desde aquel día no volvieron a verme. Regresé a casa y le dije a mi padre que quería ponerme a trabajar. Y fue esto lo que hizo que se convenciese de que había que hacer lo posible para que yo pudiese ir al Liceo. No pude elegir el de humanidades, el Liceo clásico (por problemas burocráticos), así que me decidí por el Liceo científico porque tenía asignaturas que también me gustaban. Aguanté dos años pero después ya no pude más, porque en aquellos dos primeros años de Liceo entré en crisis: tenía dentro una pregunta radical que me alejó, en primer lugar, de la fe. Fue la época de las revueltas del ‘68 y me considero una persona afortunada por

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haber vivido aquellos momentos. Vosotros sois más desafortunados porque vivís en un mundo donde todo conspira para esconder las preguntas más bellas que tenéis dentro. En cambio, yo viví esa generación en la que todo te provocaba a manifestar esas preguntas, aunque duró poco porque después todo derivó en ideología. Durante esos años era normal subir al autobús para ir al colegio, sentarse al lado de un chico que nunca habías visto y hacerse amigo suyo porque le preguntabas: «Pero, ¿estás contento con tu vida? ¿Por qué vas al colegio?». Soy de una generación que durante dos o tres años se mantuvo al nivel de estas preguntas, interrogándose sobre la amargura que sentía. Volviendo a mi historia, yo estaba muy mal, pasaba las noches por ahí solo, perdí a mis amigos porque decían que estaba loco, que estaba mal de la cabeza porque les ponía delante esta cuestión, no daba tregua, quería que me diesen una razón por la que valiese la pena vivir: no me bastaban ni los discursos, ni jugar al fútbol o al futbolín. Ni siquiera me bastaban las chicas. Vagaba solo por las noches leyendo a Leopardi y a Pirandello. El colegio empezó a repelerme porque no había ningún profesor que se tomase en serio lo que me inquietaba: lo único que tenía claro era que si iba a clase, era para poner encima de la mesa esta pregunta por el sentido, todo lo demás me daba igual. Es verdad que tenía un vago recuerdo de Dante, pero quedaba sepultado bajo un dolor más grande. Llegó un momento en que no pude más y dejé el colegio. Le dije a mi padre que no estaba bien, y además en casa necesitaban que buscase un empleo porque mi padre había perdido el trabajo. Así que me puse a trabajar en una fábrica para poder ayudar a mi familia. Sin embargo, esta pregunta que tenía dentro me seguía doliendo. Estaba contento de poder ayudar a mis padres, pero esta pregunta no me dejaba tranquilo. Hasta que un día cedí a la insistencia de algunos amigos que me arrastraron con ellos a celebrar un encuentro de inicio del curso de Gioventù Studentesca. Yo no tenía ni idea de qué era Comunión y Liberación. Este encuentro se celebraba en Pésaro, y duraba tres días73. En parte fui para descansar, porque estaba agotado, y también porque quería ver el mar por primera vez, que al final no pude verlo porque solo íbamos del hotel al lugar de encuentro y vuelta al hotel… Durante esos tres días sucedió un milagro. No sé muy bien qué entendéis vosotros por esa palabra, pero creo que su uso en este caso es adecuado. Volví a casa después de esos tres días totalmente cambiado. Me entró la sospecha de que Dios pudiese existir, porque ¡en aquel lugar se tomaban en serio mi pregunta radical, la que yo llevaba dentro, y les parecía algo razonable…! Eso me impresionó. Las personas que hablaron —aún tengo los apuntes: la primera lección de don Luigi Giussani, la segunda de don Francesco Ricci74 y la tercera lección de don Luigi Negri75 —, esos tres tipos estimaban por primera vez mi dolor, mi sufrimiento, estimaban mi pregunta. Es más, me decían: «tú que tienes esta pregunta eres el único que piensa de

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verdad, vas por el buen camino, ve hasta el fondo. No escuches a ese mundo de adultos cínico y perverso que te dice: si tienes alguna pregunta, tranquilo, ya se te pasará». Esto era lo que más odiaba: que ante una exigencia de sentido, me dijeran «ya se te pasará»: lo único que consideraba verdaderamente mío, porque todo lo demás me parecía una basura, era que quería ser feliz. Les decía a mis amigos de entonces (ellos os lo podrían confirmar): «Quiero comprender, tenéis que decirme por qué cuesta tanto vivir, por qué la vida es un drama, qué es esta realidad que me rodea, tenéis que explicármelo». Si me hubiesen dicho: «Franco, en África hay un hechicero que tiene la respuesta a tu pregunta», me habría ido incluso caminando porque no tenía nada que perder. Si no entiendes el sentido de las cosas, ya lo has perdido todo, ¿qué te queda? Sentía que ya lo había perdido todo: había perdido a mi padre, a mis hermanos, a mis amigos, el motivo por el que estudiar… Os voy a contar una interesante anécdota que ilustra con qué seriedad decía entonces que «todo es una basura». Nunca he sido demasiado guapo pero, aun así, había alguna que otra chica que ligaba conmigo. Me acuerdo de una en concreto —llamémosla María — que era muy guapa. Sus ojos azules me volvían loco, me acuerdo de ellos como si fuera ayer. Me dijo que sentía algo por mí. Una noche me la llevé aparte y le dije: «Mira, para ya, porque me gustas de verdad, pero tenemos que esperar un tiempo. Estoy de mierda hasta el cuello y, como sería de delincuentes arrastrar conmigo a una buena chica como tú, lo mejor es que te alejes de mí porque soy un peligro». Una vez un cura me había dicho que cuando uno le dice a otra persona «te quiero» significa que desea su bien. Le dije a María: «Ni siquiera sé cuál es el bien para mí, ¿cómo quieres que sepa qué es bueno para ti? No deseo empezar contigo porque te llevaría al desastre. Cuando sea capaz de decir, con un poco de seriedad, cuál es el bien para mí, entonces sabré decirle a una mujer «te quiero», pero hasta que no llegue ese momento no quiero ser responsable de arrastrarte a la nada conmigo». Esto era, sin duda, herencia de la educación que había recibido de mis padres, aunque por aquel entonces —esto fue antes de esos tres días de Pésaro de los que os he hablado— estuviese convencido de que era imposible amar, por la misma razón por la que no tenía una razón verdadera para estudiar. Vamos a formularlo en positivo: si descubrís la razón por la que vale la pena estudiar, habréis descubierto también la razón por la que vale la pena amar. Os aseguro que las dos cosas van juntas. Al final hay una sola razón que rige todo lo demás, el amor por una mujer, el amor por los amigos, el amor por el estudio, el amor por los pobres del Tercer Mundo. El amor o existe o no. Si existe, lo abarca todo; si no existe, tendrás un problema incluso cuando pienses que quieres de verdad a una mujer. Para mí esta es una regla absoluta.

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Así que volví de Pésaro totalmente asombrado, con la sospecha de que Dios existía y, en la primera reunión en la que pude participar con los chavales de aquella comunidad les dije a los otros nueve que habían estado conmigo: «Habéis hecho que me llegue a plantear la posibilidad de que Dios exista, pero ahora me lo tenéis que demostrar, ahora lo quiero ver». Fue el 29 de septiembre de 1972, y los años siguientes de mi vida no han sido otra cosa que el desplegarse de esa intuición. Tengo 51 años, me levanto por las mañanas y os aseguro que es como cuando tenía diecisiete años, preguntádselo a mi mujer, a mis hijos: me levanto y abro la ventana, pidiendo a la realidad que me muestre su significado. Quiero amar la realidad. Me interesa la realidad porque tengo interés por mí mismo, quiero ser grande: ser grande significa ser capaz de abrazar toda la realidad, de abrazar las cosas. Ser grande significa ser capaz de decirle «te amo» a una mujer después de veinticinco años de matrimonio con mayor naturalidad e intensidad que cuando se lo dije por primera vez. Significa poder leer una poesía y conmoverme como cuando tenía diecisiete años y vagaba por ahí solo. Ahora vivo de esos tres años, del rumbo que tomó mi vida en esos tres años. ¡Lo que me impresionó fue comprender que había sucedido algo grande, algo decisivo para mi vida! Al volver de aquellos días en Pésaro, de repente me descubrí enamorado del estudio y volvió a nacer en mí una pasión: intentad imaginar lo que significa volver con la “sospecha”, con la casi certeza, de que lo que has visto y oído es verdadero y tiene que ver contigo. De esta forma empecé a estudiar de verdad y a leer con una pasión que jamás había sentido, descubriendo que todo hablaba de mí, hasta el escritor más insignificante…, todo hablaba del interés que yo tenía por las cosas. Además de eso, me enamoré perdidamente: la incertidumbre y las dudas que tenía sobre la relación con las chicas se resquebrajaron. Fui a mi primer «raggio»76 de la comunidad y allí, con 17 años, la vi: era ella, Grazia, mi mujer. Me enamoré perdidamente de ella. Precisamente yo, que había dado aquella respuesta a María. Yo, que teorizaba que el amor entre un hombre y una mujer era imposible. Yo, que no era capaz de estudiar, volví a casa y me puse a estudiar como una bestia, enamorado de todo lo que leía. Yo, que teorizaba que una relación con una mujer no podía funcionar, me enamoré locamente de esta chica de quince años, que tuvo la gran sabiduría —Dios la bendiga eternamente— de decirme que no durante cuatro años: ¡tuve que ganármela! Como os he dicho, perdí la cabeza por ella la primera vez que la vi, pero dos o tres semanas después durante otro «raggio» se levantó un chico que dejó entender que estaba enamorado de Grazia. Entonces me dije a mí mismo: «Este me la va a quitar». Así que levanté la mano yo también y dije: «Yo también tengo algo que decir. También estoy enamorado de Grazia». Qué queréis que os diga, intenté adelantarme a los acontecimientos… Después, mientras la acompañaba a casa, me dijo: «Mira, por favor,

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déjalo estar». Le pregunté si aun así podía esperarla, pero ella me repitió que no lo hiciese. De vez en cuando volvía a intentarlo, cada uno o dos meses, le decía con discreción: «Aquí estoy». Tenía clarísimo que o me casaba con ella o con ninguna, y de vez en cuando se lo recordaba. Y la cosa siguió así. Durante cuatro años me dijo «no» hasta que, cuando yo tenía veinte años, un día cualquiera, me dijo inesperada y repentinamente, «sí»: estas son las cosas que hace Dios. No me acuerdo de los tres días siguientes porque estaba como loco de contento… Lo que aprendí de su «no» durante esos cuatro años fue algo grande, que me salvó: me dio la posibilidad de vivir. Todavía hoy le sigo dando las gracias por ese «no». Me obligó a “poner en juego” todos mis recursos, toda mi inteligencia y afecto en crecer, en hacerme adulto, que es lo más adecuado para vuestra edad. Tenéis derecho a haceros mayores y, dado que una relación afectiva seria exige mucho en términos de energía y de tiempo, psicológicamente, tenéis derecho a invertir vuestras energías intelectuales, el dinero, el tiempo, en haceros mayores; mayores, es decir, libres; disponibles para vivir a tope todas las circunstancias, las ocasiones, los encuentros. Todas las cosas bellas que os pueden suceder en la vida tenéis que aprovecharlas, no desaprovechéis nada. Tenéis derecho a aprovechar lo mejor de la vida para madurar, de manera que, cuando os presentéis ante una mujer, tengáis ya cierta consistencia. Después fue precioso cuando empezamos a salir. Y, cuando éramos novios, nos veíamos una vez al mes, vivíamos a cien metros de distancia, pero nos veíamos sólo una vez al mes porque yo había apostado todo por esa relación. Le decía: «Grazia, ¡quiero casarme con la mejor mujer del mundo! Para casarme no me conformo con menos. Y tú tienes derecho a casarte con el mejor hombre del mundo, por menos de eso no te cases conmigo. No quiero acabar como mis amigos (y le daba nombres) que, como tienen novia, tienen ocupados el martes, el jueves, el sábado por la tarde y el domingo por la noche. ¡No quiero esa lápida en mi vida! Esta gente ya está muerta, son como cadáveres ambulantes». Entretanto ella ya había empezado a trabajar, yo estaba estudiando. Eran, por lo tanto, dos vidas diferentes, pero ahí residía la grandeza de la relación: veía a Grazia una vez al mes y cada mes me parecía una mujer diferente, más madura. Me contaba lo que había hecho, los encuentros, las responsabilidades que le habían dado en el trabajo, de la presencia en el mundo del trabajo, y yo la veía crecer ante mis ojos. En definitiva, el encuentro con Comunión y Liberación me suscitó un amor a mí mismo tan fuerte y tan potente que hizo que volviese a enamorarme de las dos cosas más importantes de la vida: el conocimiento (quería conocer) y el amor (quería a una mujer, pero a una mujer verdadera y en el seno de una relación absolutamente verdadera, es decir, donde estuviesen en juego mi felicidad y la suya, mi destino y el suyo). Si no es así, nos acabamos tratando como perros, y yo no quería eso. Porque uno puede tener

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interés por una mujer porque le gusta —porque es guapa, porque es rubia…—, pero con el tiempo cuántas hemos visto que han acabado mal, porque al final son todas cosas que no permanecen. De hecho, cuando empiezas a sospechar que el otro está contigo solo porque le gustas, sientes que te utiliza, y comienzas a cansarte, llegando incluso a odiar esa relación donde te sientes utilizado. Pero si el otro empieza a salir contigo para acompañarte en el camino hacia tu destino, ¿no es realmente otra cosa? Daos cuenta de que los ojos azules o el pelo rubio, o todo lo demás, son sólo los rasgos externos a través de los cuales Dios hace que te intereses por una mujer para que sea tu compañera hacia el destino: ¡eso es muy distinto! El amor por el estudio y el amor por las mujeres, es decir, el amor por la vida es sólo uno y, si funciona por un lado, funciona también por el otro. Lo demás es sencillo: estudié, hice las pruebas de acceso a la universidad por mi cuenta, estudiando los sábados, los domingos, por las noches. Después empecé la universidad trabajando al mismo tiempo, y nunca llegué a ir a clase, sólo iba a hacer los exámenes. Tenía que trabajar. Pero al final conseguí hacerme profesor de italiano. Me gustaría poneros dos o tres ejemplos de cómo, estudiando literatura, todo lo que he intentado deciros fue manifestándose de una forma clamorosa. Tened en cuenta que yo casi siempre he enseñado a estudiantes de contabilidad y administración de la zona de Bergamo, la mayoría de ellos hijos de pequeños empresarios que se habían abierto camino solos, con mucho dinero pero pocos estudios, por lo que el italiano era para ellos la primera lengua extranjera. Su destino estaba marcado: seguir con la empresa de sus padres. Su máxima aspiración en la vida era convertirse en contables, leer La Gazzetta dello Sport o como mucho el diario económico Il Sole 24 Ore... Yo me fui dando cuenta de que mi tarea como profesor era conseguir que se enamorasen del estudio, suscitar en ellos la pasión por el estudio y la lectura. Así pues, la mayoría de las veces empezaba el curso con la Carta a Francesco Vettori de Maquiavelo, leyendo un párrafo que me gusta muchísimo y que contiene uno de los pasajes, en mi opinión, más bellos sobre lo que significa estudiar. Maquiavelo, que en ese momento está en el exilio, le cuenta a su amigo cómo pasa el día: por la mañana hago esto, después como en la taberna, por la tarde hago no sé qué y al final escribe: Al caer la noche vuelvo a casa y entro en mi estudio, en cuyo umbral me despojo de aquel traje de faena, lleno de lodo y lamparones [por fin hay un punto en el que puedo dejar el lodo en el que vivo normalmente todo el día] para vestirme ropas de corte real y pontificia [me visto como un rey, ahí soy un rey, soy el señor de las cosas]; y así ataviado honorablemente, entro en las cortes antiguas de los hombres de la Antigüedad. Soy recibido por ellos amorosamente, me nutro de aquel alimento que es privativamente mío, y para el cual nací [la conciencia de lo que me rodeaba cuando

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era niño, cuando era joven. Ese alimento para el que hemos venido al mundo, para conocer la realidad, amarla y servirla (lo de servirla se entiende cuando se es mayor)]. En esta compañía no me avergüenzo de hablar con ellos (…) Esto es el estudio: hablar con la gente, dialogar con los «hombres de la Antigüedad», con los sabios que nos han precedido, que tuvieron la misma pregunta. Como lo que me pasó a mí bajando aquellas escaleras con Dante: interrogar a los grandes hombres que nos han precedido y comprender sus intentos. Es como preguntarle a Dante: tú que pasaste por mi mismo trance, ¿cómo saliste de él? Preguntarles la razón de sus actos, y esperar que ellos, por su humanidad, me respondan. Y cuando digo por su humanidad me refiero al elemento que tenemos en común: el corazón. Por el corazón que tenemos en común me responden y yo durante cuatro horas pierdo la noción del tiempo, no temo a nada, no me desalienta la muerte y me entrego por entero a ellos: esto es estudiar. Un diálogo con “los hombres de la Antigüedad”, que presupone que te aprecies a ti mismo, que te cuides, que vivas con el corazón en la mano. Sé que en el mundo actual hacer esto es durísimo, más duro que lo fue para nosotros y me hago cargo de cuánto os cuesta, porque es más difícil de lo que fue para mí, porque hoy todo conspira para que olvidéis esas preguntas, para que las dejéis de lado. Pero, ¿por qué estamos juntos?, ¿por qué habéis organizado un encuentro como el de hoy? Aunque estés aquí por vez primera, ¿por qué has venido? Porque por fin has encontrado a gente que estima tu pregunta, que estima tu corazón en un mundo que conspira para que te olvides de él. Quiere a tu corazón, cuídate, esto es lo que te dicen los amigos que están aquí, esto es lo único que puedo decirte: quiérete. Así uno empieza a darse cuenta de que aquellos que han llegado a ser grandes en la historia de la humanidad, cualquier artista, cualquier genio, en realidad no ha hecho otra cosa que esto, quererse bien a sí mismo, y por eso ha sabido afinar las cuerdas de su humanidad y de su experiencia de tal manera que, cuando las toca, como un diapasón, hacen vibrar también las tuyas: sientes que el corazón está hecho de la misma forma, del mismo modo. Tomemos el famoso principio de la Divina Comedia: A mitad del camino de la vida, en una selva oscura me encontraba porque mi ruta había extraviado. ¡Cuán dura cosa es decir cuál era esta salvaje selva, áspera y fuerte que me vuelve el temor al pensamiento! Es tan amarga casi cual la muerte. Muchachos, decidme si habéis encontrado alguna vez una descripción mejor de lo que

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sois, de lo que todos somos. Perdidos, perdidos en una selva oscura, quiere decir que estás en la oscuridad porque parece que todo va en contra de ti, por eso todo te da miedo, y es una experiencia tan amarga y tan tremenda que se parece a la muerte. También se puede morir de este miedo con quince años o con diecisiete. Entonces insisto: ¿habéis oído alguna vez a alguien hablar de forma tan verdadera de vuestra vida? ¿No hablan esos versos de cuando os vais a la cama, el sábado o el domingo por la noche, como dice el gran Leopardi en El sábado en la aldea, con mal sabor de boca porque la fiesta no ha cumplido lo que prometía? Si la espera del sábado no se ve cumplida, el domingo os sentís desilusionados y os dan ganas de gritar como Leopardi: «Oh tú, naturaleza, ¿por qué no das después lo que un día prometes?, ¿por qué tanto engañas a tus hijos?». ¿No veis descrita aquí vuestra experiencia de cada día? ¿No os interesaría dialogar con este hombre, Dante, que tiene la valentía de decir «mas para tratar del bien que encontré en ella / contaré otras cosas de las que en ella vi»? ¿Os interesa que hagamos juntos este recorrido? Dante continúa y dice que la vida sería más bella si hubiese luz, porque en la luz entiendes las cosas; pero no hay luz, estamos todos ciegos; somos como el ciego de nacimiento, apoyados en la pared, diciendo: «Señor, ¡ten piedad de mí!», porque no vemos. Si cuando tenía vuestra edad algún adulto me hubiese dicho: «Estoy en un apuro, pero he ido al fondo de este mal, tan al fondo que al final he encontrado el bien. Si quieres, sígueme», yo le habría seguido, aunque supusiese ir a África andando. Hoy tengo cincuenta años y soy consciente de que ya no me da la vida para hacer otras carreras, pero me enfado conmigo mismo por lo ignorante que soy. Por ejemplo, no entiendo la música, no recibí una educación musical y me duele muchísimo. En este aspecto mis hijos me han superado: escuchan una canción y la entienden. Yo escucho música y es sólo ruido, no soy capaz de leerla, de entenderla, es como si estuviera sordo. Todos somos así, miramos las cosas pero no las vemos, no las descubrimos, no las conocemos de verdad. Miras una montaña y no entiendes nada, para ti son todas iguales, son como jorobas en la tierra. Me encanta llevar de excursión a nuestros alumnos y que Armando, que es un genio en esto, les ayude a “leer” las montañas, los árboles, las hojas, los insectos: ¡es algo increíble! Él ve las cosas y yo me enfado porque no las veo… Incluso se puede estar con una mujer y jamás verla de verdad, no verla en toda la vida por lo que es. Por el contrario, yo quiero ver las cosas y poseerlas, darles nombre; y por tanto, en la medida de lo posible, quiero abrazarlas, amarlas, que el tiempo sea útil, lleno de alegría, lleno de bien. Por eso, les digo siempre a mis alumnos: si hay alguien que dice que lo ha conseguido, ¿no os interesaría seguirle? Y así empiezo a leer la Divina Comedia, ayudándoles a encontrarse con este hombre que dice que la luz existe, que sería precioso que existiera la luz, y que, con ánimo, se propuso encontrarla. Pero no lo consigue porque un león, una loba y una onza se interponen en su camino. Cuando

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llegamos a este punto, les digo a mis alumnos: ¿cuántas veces habéis intentado salir de este drama existencial vosotros solos? No podemos, porque tenemos dentro un vicio que no se puede curar, o mejor aún que se puede curar, pero sólo en determinadas condiciones. Nuestro corazón, que es el que nos permite intuir lo bella que debería ser la vida, es débil y, por eso, solos no podemos conseguir lo que por naturaleza deseamos, porque tenemos esta debilidad mortal que se llama pecado original. Esto quiere decir que, si queremos ser leales hasta el fondo, sólo nos queda una posibilidad: que en el peor momento de nuestra vida, cuando vemos que realmente solos no podemos, tengamos la lealtad de pedir ayuda, de gritar, como hace Dante. Si os acordáis, él estaba a punto de entrar en la selva oscura: Mientras yo bajaba por la cuesta, se me mostró delante de los ojos [un encuentro gratuito, impredecible, totalmente inmerecido] alguien que, en su silencio creí mudo. Cuando vi a aquel en ese gran desierto «Apiádate de mí —yo le grité—, Seas quien seas, sombra u hombre vivo». Las primeras palabras de Dante como personaje de la Divina Comedia son: «Apiádate de mí». A mis alumnos siempre les digo que esto es lo único que podemos hacer: gritar para que alguien se apiade de nosotros, para que alguien nos eche una mano y de esta forma salir de este drama que no podemos resolver solos. Dante se encuentra con Virgilio, quien le confirma que tenía razón, que está hecho para la luz, y le dice: tienes razón, y valoro tu deseo, pero te estás equivocando de camino, éste no es el método adecuado, he venido para mostrarte el buen camino. Si quieres venir conmigo, recorreremos juntos todo el infierno que te acecha, es decir, todo el mal que puedes hacer. Recorreremos juntos la senda de la expiación. Después te aventurarás a encontrar la verdad, la belleza y el bien, porque se puede, sí, es posible conocerlos en la vida. Volverás a la tierra completamente nuevo para decirles a los hombres que la vida es grande y positiva, que la última palabra no la tiene esa selva oscura, sino una luz infinita, una belleza infinita, un amor insondable. Empecé a leer a Leopardi, que es un poeta que para mí tiene una grandeza extraordinaria, con quince años, yo solo… mucho tiempo después, me he dado cuenta de que era el vértice de la cultura europea. En Europa, mucho antes de su caída, de que cediese a la nada y al nihilismo que después la arrasaría incluso desde el punto de vista material y físico (las guerras mundiales, los campos de exterminio, los gulags…), este hombre, Leopardi, enfermo y cheposo, solitario en su grandeza absoluta, ya se había erigido en toda su estatura humana, diciendo que desconocemos el porqué de las cosas,

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que no sabemos responder a la única pregunta a la que merece la pena contestar: «¿qué soy yo?». Uno puede dejar los libros de Leopardi en la mesilla y seguir leyéndolos toda la vida, agradeciéndole que le haya abierto el cerebro, que le mantenga abierta la pregunta por el sentido de la vida, porque cuando esta se cierra, estás acabado. La finalidad de nuestra amistad, el fin por el que estamos juntos, la razón de todo lo que he hecho en estos treinta años, es mantener abierta esta herida. Nuestra amistad mantiene abierta esta herida existencial en nosotros y nos empuja a interrogarnos para conocer, para buscar el sentido de las cosas. La poesía de Leopardi que más me gusta es una que no está en los libros de texto ni en las antologías. Se titula Al conde Carlo Pepoli, y expresa lo que estoy intento decir, pero de forma mucho más bonita. Cuando habla de los jóvenes, dice que el sentimiento predominante del hombre, lo que le hace grande, es el tedio, es decir, el sentimiento de desproporción entre las expectativas del corazón y la realidad que no cumple con esas expectativas. El pobrecillo no era cristiano, no sabía que detrás de la realidad se esconde su significado, no lo supo ver (este es el gran concepto cristiano de sacramento: que dentro de la realidad se esconde su significado). Por eso dice que la vida es un tedio mortal, un tedio que nos acompaña siempre, porque la realidad sin significado es algo verdaderamente desagradable. Describiendo la vida de los jóvenes de su tiempo, dice proféticamente: Otro en el culto de cabello y trajes, de ademanes y andar, y en vano estudio de coches y de caballos, de repletas salas y parques, y ruidosas plazas, juegos y cenas y envidiados bailes noche y día transcurre; y de sus labios la risa no se aparta; ¡ay!, en su pecho, el hondo pecho, grave, firme, inmóvil como columna adamantina, se alza tedio inmortal, contra el que nada puede vigor de juventud, y no lo mueve dulce palabra de rosado labio, ni la mirada tierna, estremecida, de dos negras pupilas, la mirada, lo más digno del cielo entre mortales. Esto es lo más grande que se podría escribir: pasan el día jugando, con «envidiados bailes», con las bonitas y con las feas, riéndose siempre como tontos. A este «tedio inmortal» no lo destruye ni la «dulce palabra de rosado labio»: de todo lo que puede

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pasar en este mundo, lo más bonito, lo que más nos acerca al paraíso es el enamoramiento. Pero ni siquiera la mujer más bella del mundo basta para romper la costra de este «tedio inmortal», este hastío. Esto es lo que yo había entendido cuando le dije lo que le dije a María. Y no por ser muy joven sientes menos este hastío. La naturaleza te hace percibir sensiblemente este fastidio al menos hasta los veinte años. Después, cuando uno se hace mayor, entierra ese fastidio. Leed también los Cuadernos de Serafino Gubbio operador, de Pirandello, otra obra un poco menos conocida. Escuchad qué grande es esto que escribe: Estudio a la gente en sus ocupaciones más comunes, por si lograra descubrir en los otros lo que a mí me falta en todo lo que hago: la certeza de que comprenden aquello que hacen [necesitamos sólo una cosa: saber con certeza qué sentido tiene lo que hacemos, es decir, tener una certeza sobre la realidad]. En principio, sí, me parece que muchos la tienen [mirad por ahí, pensad en vuestros compañeros, pero también en vosotros mismos, siempre parecemos muy seguros de lo que hacemos], por la forma en que se miran y se saludan entre ellos, corriendo de acá para allá tras sus asuntos o tras sus caprichos. Pero luego, si me detengo a mirarles un poco más adentro, a los ojos [si te paras un momento y alguien te mira fijamente a los ojos, te enfadas], con estos ojos míos concentrados y silenciosos, he aquí que inmediatamente se ensombrecen. Incluso algunos se desmoronan en una perplejidad tan inquieta, que si siguiera escrutándolos un poco más, me injuriarían o me agredirían [este es el problema: como él muestra la verdad a los ojos del pueblo, de la multitud, está mal visto, porque formula las preguntas adecuadas, las que incomodan, las que duelen]. No, tranquilos. Con esto me basta: saber, señores, que no tienen claro ni seguro, tampoco ustedes, ni siquiera ese mínimo que les viene determinado poco a poco por las muy rutinarias condiciones en las que viven [no estáis seguros de nada de lo que vivís]. Hay un más allá en todo. Ustedes no quieren o no saben verlo. Pero si, mínimamente, este más allá brilla en los ojos de un ocioso como yo, que se ponga a observarles, he aquí que se desmoronan, se turban o se irritan. Conozco también yo el montaje externo [la manera de olvidar, de acallar nuestro yo; don Giussani lo ha llamado «descuido del yo»77], es decir mecánico, de la vida que estrepitosamente y vertiginosamente nos ocupa sin darnos un instante de paz. Hoy, así y así; esto y aquello por hacer; correr aquí, con el reloj en mano, para llegar a tiempo allá. –No, querido, gracias: ¡no puedo! –¿Ah sí?, ¿de verdad? ¡Qué suerte tienes! Me tengo que ir corriendo… –A las once, el desayuno.

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–El periódico, la cartera, el despacho, el colegio… –Bonito tiempo, ¡qué pena! Pero los negocios… –¿Quién pasa? Ah, una carroza fúnebre… Un saludo, al vuelo, al que se ha ido. –La tienda, la fábrica, el tribunal… Nadie tiene tiempo o modo de detenerse un momento a considerar, si lo que ve hacer a los otros, lo que él mismo hace, es verdaderamente aquello que, por encima de todo, le conviene, aquello que puede darle la auténtica certeza, en la que únicamente podría encontrar reposo. El reposo que se nos da después de tanto fragor y de tanta vertiginosidad está gravado por un cansancio tal, aturullado de tanto aturdimiento, que ya no nos resulta posible recogernos a pensar un minuto. Con una mano nos sujetamos la cabeza, con la otra hacemos un gesto de ebrios. –¡Evadámonos! Sí. Más fatigosas y complicadas que el trabajo, encontramos las evasiones que se nos ofrecen; por lo cual, del reposo no obtenemos más que un incremento del cansancio78. Si uno lee una página así, no la olvida el resto de su vida: no encontramos un momento para pararnos y pensar si lo que estamos viviendo nos conviene realmente, es decir, si se cultiva una certeza en la que nuestro corazón pueda descansar. Por eso se entiende por qué hay que ponerse juntos, por qué existe el movimiento de Comunión y Liberación, por qué existe la Iglesia: estamos juntos porque de otra forma viviríamos en un olvido absurdo, donde incluso la llamada más grande de Dios, el amor, podría pasar a tu lado sin que te dieses cuenta. Estamos juntos para que alguien te diga: párate, alza la cabeza, mira, escucha a tu corazón. Haz esto, cuídate, saca tiempo para escuchar a tu corazón cuando te dice la verdad y síguelo. Esta es la única finalidad por la que Dios nos ha puesto juntos. Si Dios unió al hombre y a la mujer fue por esto, y por menos no vale la pena casarse. Esta es la única razón por la que vale la pena dar clase. Por menos de esto no vale la pena entrar en clase.

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PINOCHO, ESE DESCONOCIDO79 Mi lectura de Pinocho es casi tan antigua como la de Dante. Creo que junto al volumen 16 de Tex Willer80, que se titulaba Il fuoco, el primer libro con el que empecé a disfrutar de la lectura —en primero de primaria, nada más aprender a leer— fue Pinocho. Después, como sucede a menudo, dejé de leerlo y lo redescubrí repentinamente con 24 o 25 años, cuando empecé a dar clases de religión. Enseñé religión ocho años antes de pasar a ser profesor de italiano y en ese tiempo tuve la suerte de leer un libro cuyo título me resultaba curioso, un libro que imagino que conoceréis, y al que le debo todo lo que voy a decir. Hay que ser modestos en esta vida: descubrí que era posible leer Pinocho como lo haremos esta noche gracias a un libro del cardenal Giacomo Biffi que lleva por título: Contro Maestro Ciliegia. Commento teológico a «Le avventure di Pinocchio»81 . Sólo tenemos tiempo para mencionar algunas cosas, para degustar algunos pasajes del principio de la historia, pero si queréis retomar lo que diremos hoy y proseguir con la lectura de las aventuras de Pinocho desde el punto de vista que os propongo aquí, sólo tenéis que acudir a ese libro. Esa interpretación me pareció tan extraordinaria que la leí y releí muchas veces, al mismo tiempo que leía y releía el cuento de Pinocho, hasta que decidí un año que lo utilizaría como texto para trabajar en la clase de religión. Y así, durante ocho años, en 3º de Secundaria les mandaba a mis alumnos que trajeran a clase Pinocho, de Carlo Collodi. Pasábamos las horas de religión leyendo juntos el cuento y comentándolo libremente, como en parte voy a intentar hacer ahora. Ha sido un libro que me ha acompañado durante todos estos años y que retomo a menudo. Cuando estoy cansado o cuando necesito retomar algunas cuestiones fundamentales, las imágenes de Pinocho siempre son una ayuda, porque con su hilaridad y con la ligereza propia de los cuentos, al mismo tiempo tiene un espesor y una profundidad inexplicable. Antes de empezar la lectura quiero subrayar que realmente nos encontramos ante un caso literario increíble. ¿Por qué ha tenido un éxito tan impresionante? ¿Por qué un simple cuento podría ser —según algunos— el segundo libro más traducido en la historia de la literatura universal después de la Biblia? Ha sido traducido a más de cien idiomas y dialectos locales, un éxito que perdura. ¡Y es sólo un cuento! Un cuento muy raro, aparentemente lleno de contradicciones, sobre todo al comienzo. Collodi terminó, en un principio, con el capítulo XV en el que ahorcan a Pinocho colgándolo del Roble

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Grande. El capítulo se publicó en el Corriere dei Ragazzi con la palabra «Fin» escrita en grande al final. El contrato de Collodi finalizaba y este decidió irse a Sudamérica. Pero en seguida un mar de cartas de niños que protestaban por el triste final del muñeco de madera invadió la redacción del periódico. ¡No puede terminar así! Madres, niños, clases enteras escribieron a la editorial quejándose y protestando por el final del cuento. El editor se vio obligado a ir a buscar a Collodi que estaba en Sudamérica y, de algún modo, obligarle a que prosiguiese con la historia. Parece increíble, pero fue por este incidente, por este tropiezo en el recorrido justo en el momento clave, quizás el más decisivo, por el que Collodi dio un giro fundamental a la historia. ¡Llevó la historia a su cumplimiento! La historia que vamos a leer ahora, no sería como la vamos a leer si no hubiese tenido lugar ese episodio de una muerte que no acaba en la muerte, ya que le sigue de alguna manera una cierta clase de resurrección. Se trata, por tanto, de una historia inusual, una historia verdaderamente extraña, que ha llevado a muchos a preguntarse por su éxito. ¿Cómo es posible que este cuento, este bendito cuento, no muera? ¿Cómo es posible que se lea y se relea, y que no haya niño italiano, o incluso europeo, que no haya tenido entre sus manos el cuento de Pinocho? Hay muchísimas tesis, se ha escrito de todo y más, cada uno ha tirado para su lado: los hay que ven reflejado el modelo de la educación bajo los Saboya a finales del siglo XVIII, los hay que lo ven como una crítica marxista a la sociedad burguesa, algunos han encontrado una recóndita simbología sexual descifrable desde una óptica psicoanalítica… A mí personalmente la interpretación que más me convence es la que voy a proponeros, la interpretación —absolutamente genial, para mí un golpe de genio— de Giacomo Biffi, que en aquel momento no era aún arzobispo de Bolonia82. ¿Por qué me convence? Porque me parece que, respecto a otras interpretaciones, tiene en cuenta todos los factores y, por tanto, es más fiel al texto. ¡Me convence! Lo vais a ver también vosotros. Resulta sorprendentemente convincente que toda la historia sea como una filigrana legible a través de una hipótesis extraordinariamente simple y universal. Es como si la historia de Pinocho no fuese más que una síntesis de la ortodoxia católica, es decir, de todo lo que la Iglesia ha enseñado siempre sobre el hombre, sobre su destino, sobre su origen, su fin y su lucha en la vida para llegar a realizarse plenamente. Además, desde este punto de vista, abundan las analogías con la Divina Comedia. Si tuviese que escribir un comentario sobre Las aventuras de Pinocho, podría titularse exactamente como un libro sobre la Divina Comedia que publiqué con el título: «En busca del Yo perdido». Vamos a explicar por qué. Sé que ante esta lectura puede surgir una objeción y aprovecho este momento para aclararla: ¿es legítimo leer Pinocho desde esta perspectiva, sabiendo que seguramente

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Collodi, que tuvo una trayectoria en ciertos momentos radicalmente anticlerical —un comecuras, así se definía él—, no tenía ninguna intención de decir lo que afirma la interpretación de Biffi? Mi respuesta es que obvia y absolutamente sí. Lo importante es ser leales, es decir, no atribuirle al autor una intención que no tenía. Además, la belleza de las cosas bellas está en las cosas mismas. ¡Y son bellas más allá de las intenciones del autor! Lo que hace que la comunicación entre hombres sea eficaz e interesante es que cada gesto y cada palabra suya contienen siempre más de lo que pretendía la persona que los ha realizado o proferido. Esta es la belleza de la comunicación entre los hombres. Hace falta ser muy leales cuando se indaga lo que quiere decir un autor, y para ello hay que utilizar criterios objetivos y rigurosos, pero una vez realizado este trabajo de exégesis para reconstruir las intenciones del autor, lo maravilloso de una obra literaria es que cada uno conecta con ella a la luz de lo que está viviendo. Una obra literaria es bella cuando dice algo verdadero. Pensemos en Dante: me resulta difícil imaginar que cuando Dante escribía la Divina Comedia tuviese en la cabeza los millones de volúmenes que se han escrito después intentando entender el contenido de su obra maestra, cada uno desde su punto de vista. Es extraordinario que sea el lector quien, de alguna manera, lleve a término una obra de arte. Esta, al salir de la pluma, del pincel del pintor, es como si sólo hubiese nacido a medias. Todos nos quedamos maravillados ante los frescos de Giotto en la Basílica de San Francisco de Asís. ¿Qué sucede ahí? Que ponemos algo de nuestra parte, que hablamos con los frescos, que Giotto nos dice algo porque nosotros, consciente o inconscientemente, estamos interrogando al autor de esas pinturas y dialogamos con la obra. Efectivamente, contemplando los frescos de Giotto nace un diálogo que permite a cada uno llevarse consigo una palabra secreta, sólo suya. Y esto es perfectamente legítimo: es la belleza propia del arte, la belleza propia de la comunicación. Aclarado este punto, repito que lo que vamos a hacer ahora no es una operación impropia. Lo que vamos a efectuar es una especie de operación al cuadrado que me da cierta vergüenza: presentar la presentación de un libro… ¡Pero qué más da! Intentaré contaros cómo leo Pinocho, qué me ha enseñado y sugerido su lectura con los alumnos a lo largo de tantos años y qué me sigue enseñando hoy en día. Os lo propongo como una hipótesis de lectura posible, que vosotros podéis llevar a cabo en los mismos términos: en la vida uno tiene preguntas, la realidad le afecta, le provoca, le llama, y en el encuentro con una obra literaria aparentemente para niños —pero como ya sabéis, todas las palabras que son realmente para niños también son para los mayores—, aparentemente simple por ser un cuento, el adulto puede encontrar respuestas para su vida, para el propio drama, para la propia existencia, respuestas significativas y extraordinarias. Así que cada uno es libre de realizar esta operación —que llevan a cabo

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siempre los hombres sabios— de interrogar la realidad para buscar rastros de respuesta a las preguntas que llevamos dentro allá donde se puedan encontrar. No me gustaría que os fuerais con la objeción: «Yo creo que se lo ha sacado de la manga, ha forzado la interpretación, Nembrini le hace decir a Collodi cosas que él no quería decir…». ¡Esto lo sé! Lo que digo lo digo yo, no lo dice Collodi, Biffi me ha enseñado a leerlo de tal forma que el libro me habla, me dice ciertas cosas. Seguro que alguna vez a primera hora de la mañana habéis dicho o hecho algo sin enteraros bien de lo que hacíais. Yo empiezo a funcionar bien a las cuatro de la tarde… hasta esa hora la conciencia que tengo de mí mismo es más bien baja, así que perfectamente me puede suceder que me encuentre con una alumna en la puerta del aula y, casi sin darme cuenta —porque de hecho se me olvida a los sesenta segundos—, ponerle una mano en el hombro y decirle: «Levanta la cabeza, ánimo. Estamos juntos, ¡venga!». Si a las ocho de la mañana veo a mis alumnos con caras largas, no puedo dejar de reaccionar y decirles unas palabras de ánimo, lo que soy capaz… y después seguramente me olvido. Unos años después, se puede descubrir que aquellas palabras que le dijiste a esa chica sin enterarte, completamente inconsciente del valor que podían tener, fueron para ella ocasión de un cambio decisivo. Era la primera vez que un profesor la miraba a los ojos… Es sólo un ejemplo, cada uno podría poner otros, de la belleza que tiene la comunicación entre los hombres. Leer Pinocho es algo parecido. No sé qué nos quería decir Collodi, pero cuando leo, hablo y dialogo con Pinocho, descubro cosas maravillosas de mi vida que intentaré transmitiros ahora. Vamos a empezar ya con la lectura del texto. Es posible que lo más extraño del libro sea precisamente el primer capítulo, ya que habla de un carpintero que encuentra un trozo de madera. Después este carpintero, que es maese Ciruela, desaparece: el trozo de madera acaba en manos de Geppetto y maese Ciruela no vuelve a aparecer. Es de esas cosas raras que te hacen dudar: me da por pensar que a veces el Padre Eterno se divierte mandando sus mensajes y enseñanzas a través de canales insospechados, impensables e inesperados. Eso también le debió pasar a Collodi. Si hubiese empezado con «Había una vez un trozo de madera que acabó por casualidad en el taller de un tal Geppetto», etcétera, el cuento habría funcionado igualmente, sin ningún problema. ¿Cuál es el porqué de este extrañísimo capítulo, con un personaje que en un momento está y al otro desaparece por completo? La hipótesis de Biffi es que este primer capítulo es la clave para leer la historia entera. Entender el primer capítulo significa entender el planteamiento del cuento y de su recorrido. Vamos allá: Érase una vez… —¡Un rey!— dirán mis pequeños lectores. No, muchachos, os habéis equivocado. Érase una vez un trozo de madera.

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No era una madera de lujo, sino un simple leño de los que en invierno se mete en las estufas y chimeneas para encender el fuego y calentar las habitaciones. No sé cómo fue, pero el caso es que un buen día este trozo de madera apareció en el taller de un viejo carpintero llamado maese Antonio, aunque todos le llamaban maese Ciruela, pues tenía la punta de la nariz siempre reluciente y morada como una ciruela. Ya se podrían decir muchas cosas sobre estas líneas, porque este íncipit invita a reflexionar. Érase una vez… Todos los cuentos empiezan con «Érase una vez» y, si os paráis a pensar un momento en el problema de la existencia, el problema del destino de cada uno de nosotros y de la historia de la humanidad, todo se juega en la respuesta que le demos a esta pregunta: ¿Quién érase una vez? ¿Qué hay en el origen? ¿De dónde se parte? ¿De dónde partimos? ¿Qué hay al comienzo de todo, en el origen de la realidad? Normalmente, al menos en la concepción que la historia cristiana ha mantenido durante dos mil años, érase una vez un rey, un Rey, el Rey. La respuesta siempre ha sido esta, la humanidad siempre ha dado la misma respuesta a esta pregunta: en el origen hay un Rey, hay un Señor de la realidad, hay un Señor del universo y de ahí empiezan todas las historias. Y, en cambio, esta vez al principio hay un trozo de madera. Aquí Biffi hace un recorrido muy interesante e intrigante: en la modernidad cuesta mucho partir de la mera afirmación de que Dios existe, entonces, ¡hay que partir de la realidad! Tenemos que partir, aunque sea haciendo un esfuerzo mayor, de la realidad, de lo que hay. Por ello: «Érase una vez un trozo de madera», la realidad, la naturaleza, las cosas, el ser. Lo que hay. Para empezar identificamos la realidad con este trozo de madera. Un trozo de madera aparentemente normal, algo que estamos acostumbrados a ver y tocar todos los días. Pero tengamos presente una cosa, un verbo—«No sé cómo fue, pero el caso es que un buen día este trozo de madera apareció en el taller de un viejo carpintero»—: apareció. La sucesión de acontecimientos de este personaje, maese Ciruela, empieza a definirse: para él las cosas aparecen. Anticipo una cosa: maese Ciruela representa todo lo que no hace falta ser para entrar en las aventuras de Pinocho, es como el prólogo, previo a todos los acontecimientos, porque nos dice cómo no hay que afrontar la aventura de la vida, por lo cual es una figura totalmente negativa, en contraposición con el comportamiento tan diferente que tendrá Geppetto. Para él, para maese Ciruela, las cosas aparecen y no le importa mucho saber cuál es su origen y de dónde vienen: aparecen y punto. Tan pronto como maese Ciruela vio aquel trozo de madera se alegró mucho y, restregándose satisfecho las manos, farfulló: —Este leño me viene de perilla: lo utilizaré para hacer una pata de mesa. Frente a la realidad el materialista/racionalista, maese Ciruela, no es capaz de imaginar nada más que lo que sería capaz de hacer. La realidad no tiene ningún misterio

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escondido, la realidad está a ojos de todos, la realidad es lo que es, es lo que sucede ante ti, lo que estás acostumbrado a manipular. Un trozo de madera podrá ser, como máximo, una pata de mesa. La realidad, en todo caso, se puede plegar a mi voluntad, a mi proyecto, se puede utilizar para mi conveniencia, para algún objetivo o interés míos. Esto es lo máximo que maese Ciruela llega a imaginar. Dicho y hecho. Cogió el hacha afilada para empezar a descortezarlo y pulirlo; pero, cuando estaba por propinar el primer hachazo, se quedó con el brazo suspendido en el aire, pues oyó una voz muy fina que decía implorante: —¡No me des muy fuerte! Imaginaos cómo se quedó el viejecito maese Ciruela. Volvió los ojos extraviados por el taller para ver de dónde podía salir aquella vocecita, y no vio a nadie. Todo el recorrido terrible, desde este punto de vista terrible, que llega a hacer maese Ciruela es que algo aparece. Pero como la realidad es misteriosa y tiene un principio dentro que él no quiere admitir, que no quiere reconocer, entonces intenta una y otra vez encontrar una explicación a su medida. El hecho está ahí, lo tiene delante, pero ¡no escucha esa bendita vocecilla! El último pensamiento que se le ocurre es que venga de ahí, de lo que para él siempre será un simple trozo de madera. Miró dentro de un armario que siempre mantenía cerrado y nadie; miró en el capazo de las virutas y del serrín y nadie; abrió la entrada del taller para echar una ojeada a la calle, y nadie. ¡Evita ponerse frente al misterioso principio de la realidad que le interpela! Prefiere no reconocerlo, busca una explicación acorde con los cánones que tiene metidos en la cabeza. Me viene a la mente esa profesora que, después de haber explicado durante meses el cuerpo humano, les mandó a sus alumnos que escribieran en los cuadernos esta brillante observación: «Queridos niños, como sabéis hemos estudiado cómo está hecho el cerebro, cómo está hecho el corazón, cómo está hecho el estómago. Ahí no está, ahí tampoco y ahí tampoco, por lo tanto, el alma no existe». Mandó que lo escribiesen niños de 2º de Primaria. Es el mismo procedimiento. Ya lo entiendo —dijo riéndose y rascándose la peluca—: resulta que la vocecita me la he imaginado. Volvamos al trabajo. El materialista se ve obligado a hacerse el tonto, porque se ve obligado a decir: «Se ve que lo he soñado, se ve que lo hemos soñado, que nos hemos dejado llevar por la imaginación… Probablemente me he equivocado, ha sido una pesadilla, probablemente es por la digestión… Volvamos al trabajo, centrémonos en los “hechos”». Y, retomando el hacha, propinó un golpe imponente al trozo de madera. —¡Ay, que me has hecho daño! —gritó lamentándose la misma vocecita.

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Esta vez maese Ciruela se quedó de piedra, con los ojos que se le salían de las órbitas por el miedo, la boca abierta y la lengua colgando hasta el mentón como una máscara grotesca. Cuando recuperó el uso de la palabra, temblando y balbuciendo, empezó a decir: (porque lo desconocido llega a asustar, da mucho miedo) —Pero, ¿de dónde habrá salido esta vocecilla que ha dicho ay?... Porque aquí no hay un alma. ¿Y si por casualidad fuera este trozo de madera, que ha aprendido a llorar y a quejarse como un niño? He aquí la profesión de fe del materialista: No me lo puedo creer. Basta con mirar a este trozo de madera… Es como determinadas declaraciones que escuchamos a menudo sobre el hombre, desgraciadamente también en boca de grandes profesores e ilustres científicos, en el debate sobre la eutanasia, la eugenesia, la bioética… Es como decir: «No hay más que mirar, el hombre es esto», una maraña de nervios, un conjunto de huesos particularmente organizados y nada más. Basta con mirar este trozo de madera: es un leño para la chimenea, como todos; y si lo echo al fuego me podré hervir una cacerola de alubias. El destino de lo que no es nada es ser destruido. ¿O tal vez…? ¿Se habrá escondido alguien dentro? ¡Acabas pensando idioteces! A fuerza de ser consecuentes con el propio materialismo se acaban diciendo estupideces inenarrables: se prefiere pensar que haya alguien escondido dentro, antes que admitir el misterio del Ser. ¿Se habrá escondido alguien dentro? Si hay alguien escondido, peor para él. ¡Ahora se va a enterar! La ideología, siempre firme en la furia, en la voluntad ciega de negar a cualquier precio la apariencia misteriosa que la realidad conserva testarudamente, acaba volviéndose violenta, siempre. Y, mientras decía esto, sostuvo con ambas manos aquel pobre trozo de madera y se puso a azotarlo sin piedad contra las paredes del taller. Luego se dedicó a escuchar, por si oía alguna vocecita que se quejara. Esperó dos minutos, y nada; cinco minutos, y nada; diez minutos, y nada. — Ya lo entiendo —dijo entonces, riéndose a la fuerza y desgreñándose la peluca—: parece que la vocecita que ha dicho «ay» me la he imaginado yo. ¡A trabajar de nuevo! Se ve obligado por segunda vez a dárselas de visionario. Y como le había entrado un espanto atroz, probó a canturrear para darse algo de coraje.

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Mientras, apartando el hacha, agarró la garlopa para pulir el trozo de madera; pero mientras procedía arriba y abajo, oyó la misma vocecita que le dijo riendo: —¡Para! ¡Que me haces cosquillas por todo el cuerpo! Esta vez el pobre maese Ciruela cayó fulminado. Cuando volvió a abrir los ojos, se vio tendido en el suelo. Su rostro parecía desfigurado, y hasta la punta de la nariz, de morada como la tenía casi siempre, se veía ahora turquesa por el pánico. En definitiva, el comportamiento de maese Ciruela es como ese comportamiento relativista, si preferís cientificista, que tan común es hoy en día. Acabo de leerme la encíclica Spe salvi 83: ¡es como leerse Pinocho! Hace el recorrido, todo el recorrido, y expone exactamente esto: las ideologías de los últimos dos o tres siglos, con su relativismo, han generado una violencia inaudita, sin precedentes, y al final se han revelado un fracaso para el hombre, incapaz de gobernar, amar y abrazar la realidad por lo que es. Porque si no se reconoce en la realidad un principio que es más grande que lo que la ciencia pueda decir sobre ella, no hay escapatoria, se acaba plegando violentamente la realidad al propio proyecto. También es violencia la mentira de no llamar a la cosas por su nombre. Vamos a ver juntos cómo debería ser tratada la realidad; o todavía antes, cómo puede haber nacido la realidad, el universo entero: es la otra hipótesis, la que utiliza Geppetto. Por si os sirve, os digo que la clave de la lectura que os estoy adelantando es que Geppetto representa a Dios. Es Dios en su acto creador. En aquel momento, llamaron a la puerta. —Pasen —dijo el carpintero, sin fuerza para tenerse en pie. Entonces entra este simpático viejecillo que se parece mucho a maese Ciruela, pero que es completamente lo contrario. Buenos días, maese Antonio —dijo Geppetto—. ¿Qué hace tirado así en el suelo? Enseño cálculo a las hormiguitas. Que le aproveche. ¿Qué le trae por aquí, compadre Geppetto? ¡Las piernas!... Sepa, maese Antonio, que he acudido a usted para pedirle un favor. Aquí estoy, dispuesto a servirle. Esta mañana se me ha ocurrido una idea. ¿Lo veis? En el primer caso, la realidad simplemente aparece, se debe a la casualidad más absoluta, sin ni siquiera preguntar sobre el porqué y el origen de las cosas; en este, Pinocho es fruto de un deseo, de un pensamiento, de un acto de la voluntad. —He pensado en fabricarme una hermosa marioneta de madera, pero una marioneta maravillosa, que sepa bailar, hacer esgrima y pegar saltos mortales. Con la marioneta aspiro a viajar por el mundo, para ganarme un mendrugo de pan y un

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vasito de vino. ¿Qué le parece? Es impresionante. Geppetto quiere labrar el trozo de madera pensando en un designio tan aparentemente disparatado. ¿Cómo se puede sacar de un trozo de madera, de la materia bruta, una marioneta maravillosa, que te acompañe en la vida, es más, que haga compañía a Dios mismo por toda la eternidad, porque la vida de Dios es la eternidad? Alguien que sea para Dios un compañero alegre y animado, «que sepa bailar, hacer esgrima y pegar saltos mortales». Sólo Dios puede tener una imaginación así. Sacar el ser de la nada, sacar al hombre de la materia. Lo que hará Geppetto recuerda clamorosamente al acto creador de Dios, que plasma con arcilla una figura a la que después infunde el alma, es decir, le hace partícipe de su propia naturaleza. Aquí sucede lo mismo. Se acaban enzarzando en una escaramuza que acaba a tortas, porque por medio está la voz que les hace enfadarse —no sé si os acordáis, se oye la vocecita y cada uno piensa que ha sido el otro el que se está burlando de él—. Al final Geppetto se va con su trozo de madera bajo el brazo. Acabada la batalla, maese Antonio se vio con dos arañazos en la nariz, y el otro, con dos botones menos en la chaqueta. Equilibradas las cuentas de ese modo, se estrecharon la mano y juraron seguir como buenos amigos toda la vida. Mientras, Geppetto tomó su buen trozo de madera y, dando las gracias a maese Antonio, regresó a casa renqueando. Tercer capítulo: la creación. Genial. También aquí dan ganas de decir: ¿cómo se le ha podido ocurrir esta idea? Escuchad las fases por las que pasa Geppeto para crear su marioneta: La casa de Geppetto era un cuartucho a pie de calle que recibía luz de una claraboya. El mobiliario no podía ser más simple: una mala silla, una cama precaria y una mesita ruinosa. En la pared del fondo se veía un hogar con el fuego encendido; pero el fuego estaba pintado, y junto al fuego aparecía dibujada una olla que hervía alegremente y arrojaba una nube de humo que parecía de verdad. En cuanto entró en casa, Geppetto tomó enseguida los arneses y se dispuso a tallar y a fabricar su marioneta. —¿Qué nombre le pondré —se preguntó—. Le quiero llamar Pinocho. Y aquí está naturalmente toda la cuestión del nombre. ¿Quién conoce el verdadero nombre de cada uno de nosotros? ¿Qué quiere decir dar nombre? ¿Qué sucede cuando Dios hace desfilar ante Adán a todos los seres vivos y le dice: «Le pondrás nombre a cada uno de ellos»? Dar nombre, tanto en el lenguaje bíblico como en el lenguaje psicoanalítico, nombrar, saber el nombre, es conocer la estructura profunda de aquel que se nombra. Geppetto dando el nombre realiza el acto del Dios creador que establece la naturaleza de lo que está haciendo.

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—Le quiero llamar Pinocho. Una vez que hubo hallado el nombre para la marioneta, se puso a trabajar a conciencia y enseguida tuvo hecho el pelo, luego la frente, también los ojos. Una vez hechos los ojos, imaginad lo maravillado que se quedó cuando se dio cuenta de que los ojos se movían y que lo miraban fijamente. Biffi resalta esta extrañeza que encontramos también en Dante. Se movían y le miraban fijamente. ¿Cómo pueden moverse y al mismo tiempo mirarle fijamente? Se movían porque el ojo, la mirada del hombre, tiende a abrazar toda la realidad. Se mueve, va de un lado a otro, querría aferrarlo todo, entenderlo todo, abrazarlo todo, amarlo todo. Por otro lado, la condición para que esto sea posible es tener la mirada fija en Aquel que hace todas las cosas, en el que se apoya y se mantiene el ser y la existencia. ¡Qué bonita esta mirada que está atenta a toda la realidad y al mismo tiempo mira fijamente los ojos del Padre¡ Es la mirada del hombre, la que debería ser la mirada original del hombre tal y como sale de las manos de Dios. A Geppetto, viéndose mirado por aquel par de ojos de madera, casi le sentó mal y dijo con acento receloso: —Ojazos de madera, ¿por qué me miráis? Nadie respondió. Entonces, después de los ojos, le hizo la nariz; pero la nariz, una vez hecha, empezó a crecer y, crece que te crece, en pocos minutos pasó a ser una nariz interminable. Después de la nariz le hizo la boca. No había aún terminado con ella cuando Pinocho empezó a reírse y a mofarse de él. Enseguida empezó a reírse de su propio padre. Es el primer paso de la rebelión inicial, de lo que es el pecado original: huir del padre, renegar del propio origen. Y en una trágica sucesión de acontecimientos y de decisiones se llega a la elección definitiva: este niño, al contrario que otros niños que nacen llorando y provocan la sonrisa de sus padres, viene al mundo riendo y provoca el llanto de su padre: … empezó a reírse y a mofarse de él. —¡Deja de reír! —dijo Geppetto, susceptible; pero fue como hablarle a la pared. —¡Deja de reír, te repito! —aulló amenazante. Entonces la boca dejó de reír, pero le sacó la lengua. Geppetto, para no estropear su ilusión, fingió no darse cuenta y siguió trabajando. Después de la boca, le hizo el mentón y luego el cuello, los hombros, la barriga, los brazos y las manos. Cuando tuvo terminadas las manos, Geppetto notó que le arrebataban la peluca de la cabeza. Se volvió, y ¿qué vio? Vio su peluca amarilla en manos de la marioneta. —¡Pinocho! Devuélveme enseguida la peluca.

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Y Pinocho, en lugar de devolvérsela, se la puso a sí mismo en la cabeza y quedó sepultado debajo, casi sofocado. Ante aquella insolencia burlona, Geppetto se entristeció… El misterio de la tristeza de Dios frente al rechazo del hombre, a la burla del hombre ante su origen y la paternidad de la que depende. …se entristeció y, melancólico como no lo había estado en su vida, volviéndose hacia Pinocho dijo: —¡Hijo, eres un bribón! Esto es lo más increíble: la declaración explícita de la intención de Geppetto. No sólo tenía en mente una marioneta. Sabía desde el principio que lo que estaba creando sería un hijo. “Hijo”, hijo en cualquier caso. Y esta palabra establece el valor y el sentido de todo el cuento, de toda la aventura. Todo el problema de Pinocho será volver a ser hijo, llevar a cabo el fin por el que vino al mundo. El final de la historia, clamoroso desde este punto de vista, será exactamente la transformación de esta marioneta. En la escatología final, tras el juicio final, tras la resurrección final, será por fin aquello para lo que había sido creado: hijo de su padre, un niño de carne y hueso. Todo lo que le sucede a Pinocho es el drama del hombre que, habiendo huido de la casa del Padre, habiendo negado y perdido su naturaleza de hijo de Dios, lucha a lo largo de toda su vida intentando recuperarla y reconstruirla, para que se haga realidad, para llegar a ser conforme a su destino original. —¡Hijo, eres un bribón! ¡No estás terminado aún y ya empiezas a faltarle el respeto a tu padre! Y se secó una lágrima. Faltaban todavía por hacer las piernas y los pies. Cuando Geppetto terminó de hacerle los pies, sintió que le propinaban una patada en la punta de la nariz. «Me lo merezco —dijo para sí—. Debería haberlo pensado antes: ahora ya es tarde.» Ya es demasiado tarde, porque Dios es fiel a su designio. Una vez que ha creado al hombre, ya no puede volver atrás. ¿Por qué es tarde? ¿Cómo puede ser tarde para Dios? Es tarde porque Dios no puede renegar de lo que ha hecho, de su acto de amor, de su criatura. Es tarde. Tendrá que morir en la cruz para volver a unir todas las piezas, porque en el momento en el que eligió desbordar su infinitud para crear otra cosa, otra cosa casi infinita —porque la libertad del hombre participa verdaderamente de la naturaleza de Dios—, una vez creada la libertad humana, Dios tiene que asumir hasta el fondo todas sus consecuencias. Pero Dios es fiel, no da marcha atrás. Luego se puso la marioneta bajo el brazo y la depositó en el suelo para hacerla

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caminar. Pinocho tenía las piernas entumecidas y no sabía moverse, y Geppetto lo llevaba de la mano para enseñarle, un paso detrás de otro. Parece el pasaje del profeta Oseas, «y yo enseñaba a Efraín a caminar, tomándolo de la mano»84, parece un fragmento del Antiguo Testamento. Cuando se le desentumecieron las piernas, Pinocho empezó a caminar y a correr por la habitación, hasta que, llegado a la puerta de entrada, saltó a la calle y se dio a la fuga. Y el pobre Geppetto venga a correr detrás de él sin poder alcanzarlo, porque aquel diablillo de Pinocho brincaba como una liebre […]. —¡Agarradlo! ¡Agarradlo! — gritaba Geppetto, pero la gente que iba por la calle, viendo a aquella marioneta de madera que corría como un caballo árabe, se detenía encantada a mirarla y reía de todo corazón sin poder dar crédito a lo que veía. Al final, por suerte, apareció un carabinero […]. El poder civil, las fuerzas del orden, el Estado. El poder que organiza y que debería servir y custodiar la correcta y adecuada convivencia entre los hombres. Sin embargo, es ambiguo, como todo en el hombre es ambiguo tras el pecado original, tras la herida original. Ambiguo, tanto que puede llegar a cometer errores clamorosos. El intento del hombre de hacer justicia, siempre se tambalea, no es más que eso, un intento. Al final, por suerte, apareció un carabinero que, oyendo todo el alboroto y creyendo que se trataba de un potrillo que se hubiera revuelto contra su amo, se plantó valientemente con las piernas extendidas en medio de la calle, resuelto a pararlo e impedir que ocurrieran mayores desgracias. Con todo, Pinocho, al percibir de lejos al carabinero que bloqueaba la calle, optó por pasarle sorpresivamente por debajo de las piernas, pero fracasó. El carabinero, sin moverse un ápice, lo agarró limpiamente por la nariz (se trataba de una narizota desmesurada, que parecía hecha a propósito para ser atrapada por los carabineros) y se lo entregó a Geppetto, que, como correctivo, se dispuso a propinarle enseguida un buen tirón de orejas. Pero imaginaos cómo se quedó cuando, al buscarle las orejas, no consiguió encontrarlas; y ¿sabéis por qué? Porque durante el frenesí de la talla había olvidado esculpirlas. Entonces lo agarró por el cogote y, mientras se lo llevaba de vuelta, le dijo meneando amenazadoramente la cabeza: —Vámonos enseguida a casa. Cuando lleguemos, no te quepa duda de que ajustaremos las cuentas. Pinocho, ante aquella advertencia, se tiró al suelo y no quiso caminar más. Llega el momento en que el padre debe corregir al hijo, y veis lo que sucede. Esta es

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también una página realmente impresionante porque el juicio del carabinero, que debería servir a la verdad, viene manipulado y alterado completamente por la opinión general de los gandules. Mientras los curiosos y los gandules… Es decir, los que no tienen nada que hacer y están ociosos, en su tiempo de ocio se inventan historias, calumnias. Me recuerdan un poco a ciertos periodistas… Mientras, los curiosos y los gandules empezaban a rondar y a hacer corrillo. Uno decía una cosa, otros decían otra. Pobre marioneta —decían algunos—, tiene razón de no querer regresar a casa. ¡Vete a saber cómo le azotará ese hombretón de Geppetto!... Pensad en determinadas formas de tratar problemas como las actitudes erróneas o violentas de los adolescentes… …tiene razón de no querer regresar a casa. ¡Vete a saber cómo le azotará ese hombretón de Geppetto!... Y el resto añadía maliciosamente: —Ese Geppetto parece un caballero, pero es un auténtico tirano con los niños. Si se ve con la pobre marioneta entre las manos, es muy capaz de hacerla añicos. En definitiva, tanto hablaron y tanto hicieron que el carabinero volvió a dejar en libertad a Pinocho y se llevó al pobre Geppetto a la cárcel. Este, falto como quedó entonces de palabras para defenderse, se puso a llorar como un ternerito y, al encaminarse a la cárcel, balbucía sollozando: —¡Desgraciado hijito mío! ¡Y pensar los afanes que he pasado para que fuera una marioneta decente! Pero me lo merezco: debería haberlo pensado antes. De nuevo la fidelidad absoluta de Dios. Lo que sucedió después es una historia como para no creérsela, y os la contaré en los siguientes capítulos. En el memorable capítulo cuarto, Pinocho, una vez «salido de la minoría de edad», valiéndose de su razón, se cree dueño del mundo. «Salido de la minoría de edad» —por decirlo como los grandes ilustrados85—, el hombre, dándose cuenta por fin de que el mundo es su casa, habiendo echado a ese incómodo dueño que era Dios, y por lo tanto habiendo renunciado a los mitos antiguos, a los cuentos religiosos que había necesitado siendo niño, habiendo renunciado a las quimeras de la religión y abandonado su minoría de edad, presume de haber tomado plena conciencia de su razón —esa razón con R mayúscula a la que se hicieron estatuas para adorarla en las iglesias durante la Revolución Francesa— y se autoproclama dueño del mundo. Por fin desaparece Geppetto del horizonte, ya hemos echado a Dios de la vida, se puede comenzar a razonar como hombres adultos, como hombres hechos y derechos. Ya no dependemos de los

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cuentos antiguos, tenemos plena conciencia de nuestras posibilidades que hay que desplegar para poseer plenamente la realidad. …mientras el pobre Geppetto era conducido sin culpas a prisión, ese pícaro de Pinocho, libre de las garras del carabinero… La libertad, tal y como la entiende el hombre moderno… …libre de las garras del carabinero, salió a todo correr campo a través, para llegar cuanto antes a casa; y en su gran afán corredor saltaba hondos taludes, setos de endrinos y charcas profundas, como si fuese una cabritilla o una liebre perseguida por un cazador. Una vez delante de casa, encontró la puerta entornada. La empujó, entró y, una vez la tuvo cerrada a cal y canto, se sentó en el suelo, dejando escapar un gran suspiro de alegría. ¡Ah! ¡Por fin es el dueño, dueño de su vida! Dueño de la realidad, dueño del mundo, dueño de la naturaleza. Pero la satisfacción le duró poco, pues oyó a alguien en la habitación que hizo: —Cri, cri, cri. —¿Quién me llama? —preguntó Pinocho asustado. —Soy yo. Pinocho se volvió y vio a un gran grillo que subía pausadamente por la pared. «Soy yo» es el modo en el que Dios se presenta a Abrahán, a Moisés; con esta expresión Jesús se presenta a los apóstoles. Biffi define al Grillo Parlante como «el misterio de la conciencia moral». ¡Precioso! Habiéndose deshecho de Dios, queda aún un problema que es preciso resolver: que en nosotros hay una misteriosa presencia suya, hay algo, que la Biblia define como «imagen y semejanza de Dios», con la que hemos sido hechos, hay algo que nos lo recuerda. Su voz resuena de alguna forma en nosotros, aunque hayamos echado a Dios de casa, de nuestros pensamientos, de nuestra concepción. Una huella Suya, un sello Suyo permanece en nosotros y, de vez en cuando, se hace notar. Se llama conciencia: la conciencia, intrínseca en cada hombre, de lo que es el bien y lo que es el mal. —Dime, grillo, ¿quién eres tú? —Soy el Grillo Parlante… Observo una nota estupenda: si todos los animales en Pinocho hablan, ¿por qué solo el grillo se llama parlante? Precisamente porque es un animal especial, no es como todos los demás, representa algo. ¿Qué puede representar el único animal del cuento que se autodefine como parlante? Aquello que por definición es la Palabra. El animal que habla es la Palabra. Es la conciencia que no puede quedarse callada, que no puede dejar de hablar. Por eso, se la atribuye sólo a él este adjetivo, parlante. El Grillo Parlante. … y vivo en esta habitación desde hace más de cien años.

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Existo desde antes que tú, en este sentido tiene algo divino, cien años quiere decir eterno. Estoy aquí desde siempre, existo desde siempre. —Pero hoy esta habitación es mía —dijo la marioneta—, y si quieres hacerme el favor, vete enseguida no te des ni siquiera la vuelta. —Yo no me voy a ir de aquí —respondió el Grillo— hasta que no te haya dicho una gran verdad. —Dímela y date prisa. —Ay de los niños que se rebelan contra sus padres y abandonan caprichosamente la casa paterna. No les irá bien jamás en este mundo, y antes o después deberán arrepentirse amargamente. Ay de los hombres que se rebelan contra la paternidad de Dios, contra la dependencia de Dios, porque les irá mal: no les irá bien jamás en este mundo, y antes o después deberán arrepentirse amargamente. —Canta pues, Grillo mío, como gustes; pero yo sé que mañana al alba me quiero ir de aquí, porque si me quedo me pasará como a todos los niños, o sea, que me mandarán a la escuela, y por gusto o por fuerza me tocará estudiar; y yo, por decírtelo en confianza, de estudiar no tengo ninguna gana. Me divierto más corriendo tras las mariposas y subiéndome a los árboles para coger pajaritos del nido. —¡Pobre tarugo! Pero no sabes que, obrando así, de mayor te convertirás en un fantástico borrico y que todos te tomarán el pelo. ¿No sabes que este camino lleva a un empobrecimiento del hombre hasta reducirse a animal? Porque todo el recorrido, dramático desde este punto de vista, se pone en juego en esta alternativa, tertium non datur: o buscamos nuestra verdadera identidad, nuestro verdadero rostro (o Pinocho se hace hijo de Geppetto) o el otro camino, el que marca la tristísima suerte de Larguirucho, que es el de convertirse en asno, y no sólo en asno. Al convertirse en asno, cuando llega a ser viejo le tiran al mar con una piedra de molino al cuello para sacar de él una piel de tambor. La marioneta, cuyo glorioso y luminoso destino era convertirse en hijo de Geppetto, puede caer durante mucho tiempo en la perversión, la negación progresiva de sí mismo hasta parecerse a los animales, a los objetos, a la nada. La alternativa a la dependencia es el retorno a la nada. —¡Cállate, grillote de mal agüero! —gritó Pinocho. Pero el Grillo, que era paciente y filósofo, en lugar de tomarse a mal la impertinencia, prosiguió en el mismo tono de voz. —Y si no te va lo de ir a la escuela, ¿por qué no aprendes al menos un oficio como para ganarte honestamente un trozo de pan? —¿Quieres que te lo diga? —replicó Pinocho, que empezaba a perder la paciencia —. Entre todos los oficios del mundo solo hay uno que me guste.

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—¿Y cuál sería ese oficio? El de comer, beber, dormir, divertirme y de la mañana a la noche hacer vida de vagabundo. Quitarse totalmente de encima la propia responsabilidad como hombre, la responsabilidad de convertirse en aquello a lo que uno está llamado a ser, es verdad que cuesta esfuerzo y trabajo. —Para tu información —dijo el Grillo Parlante con su calma acostumbrada, todos los que se dedican a ese oficio acaban siempre en el hospital o en la cárcel. Se harán mal a sí mismos en el cuerpo y en el espíritu. Se privarán de la posibilidad de moverse con libertad. —Ojo, grillote de mal agüero… ¡si me provocas un berrinche, ay de ti! —Pobre Pinocho, de verdad que me das pena. —¿Por qué te doy pena? —Porque eres una marioneta y, lo que es peor, porque tienes la cabeza de madera. Al oír estas últimas palabras, Pinocho saltó colérico y, tras coger del banco un martillo de madera, lo arrojó contra el Grillo Parlante. Quizás ni siquiera creía que acertaría, pero desgraciadamente le dio de lleno en la cabeza, hasta el punto de que el pobre grillo apenas tuvo el aliento de hacer cri, cri, cri, y luego se quedó allí muerto y pegado a la pared. Con violencia se puede acallar esta voz de la conciencia que, siendo de alguna forma eco de la voz del Padre, nos recuerda constantemente nuestra responsabilidad como hombres. Se puede acallar en nombre del instinto, en nombre del interés, de la irresponsabilidad, se puede asestar un golpe mortal a la propia conciencia en nombre de lo que a cada uno le parezca y apetezca. Pero con una sorpresa que descubriréis cuando avancéis en la lectura del libro: que el Grillo Parlante no muere. Volverá a lo largo del cuento con una forma diferente, como una especie diferente, porque gracias a Dios no es posible acallar del todo la conciencia, el último tribunal de la conciencia humana. Basta un mínimo sobresalto, basta un encuentro, a veces, basta un arrepentimiento, una sombra de arrepentimiento, para que la conciencia, que parecía muerta, vuelva a la vida, vuelva a hablar. Por eso, a lo largo de la historia veremos que lo que ahora parece el final definitivo del grillo no lo es. El grillo volverá, volverá durante toda la historia. Pero mientras tanto, nuestro Pinocho ha conseguido acabar con su padre y con la conciencia. Una vez eliminados estos dos, parecería llegado el momento en el que la razón ilustrada pudiera alcanzar la belleza, la libertad, la plenitud vital y una plena satisfacción. Y, sin embargo, la que parecía ser la hora de la libertad, de la realización de uno mismo, se inicia con un cuadro trágicamente negativo. Si antes imaginábamos que la escena se desarrollaba en un tranquilo día de sol, de repente…

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Entretanto, empezó a hacerse de noche, y Pinocho, acordándose de que no había comido nada, sintió una punzada en el estómago que recordaba mucho al apetito. Hasta ahora no se había hablado del hambre, de una necesidad tan radical. Pero, muerto el padre, muerta la conciencia moral… como dice Woody Allen en un célebre y potentísimo aforismo: «Dios ha muerto, Marx ha muerto y yo no gozo de buena salud». Es la síntesis de trescientos años de modernidad. El pobre Pinocho corrió enseguida hacia el hogar, donde había una cacerola hirviendo, e hizo el gesto de destaparla para ver qué había dentro; pero la cacerola estaba pintada en la pared. Lo que parece que satisface resulta ser un sueño, ficción, una máscara trágica, teatro, tragedia… Imaginaos cómo se quedó. […] Entonces se puso a correr por el taller… El taller es el mundo, la casa de Geppetto es el mundo. La casa donde vivía Geppetto era donde podía moverse, los amigos de Geppetto eran amigos del significado, amigos del Padre. …se puso a correr por el taller y a hurgar en todos los cajones y armarios en busca de algo de pan… Un hambre, un hambre atroz, un hambre que evidentemente no es sólo el hambre del estómago sino que es otro tipo de hambre, la misma de la que hablaba Jesús: el hambre de significado, de un bien y una alegría en esta vida. Tan ineludible, tan imperiosa, que hace que el hombre se contente con cualquier cosa con tal de tener la ilusión de saciarse. …se puso a correr por el taller y a hurgar en todos los cajones y armarios en busca de algo de pan, aunque fuera pan seco, un mendruguito, un hueso que le hubiera sobrado al perro, un poco de polenta mohosa, una espina de pescado, un hueso de cereza, vamos, cualquier cosa para masticar; pero no encontró nada, absolutamente nada de nada. Mientras, el hambre iba en aumento, y el pobre Pinocho no tenía otro alivio que el del bosteza, y daba unos bostezos tan grandes que por momentos la boca le llegaba hasta las orejas. Y después de bostezar, escupía y sentía que el estómago se le iba. Entonces, llorando y desesperándose, decía: —El Grillo Parlante tenía razón. He hecho mal rebelándome contra mi papá y huyendo de casa… Si mi papá estuviera aquí, ahora no me vería muriéndome a bostezos. ¡Oh, qué atroz enfermedad es el hambre! De vez en cuando, el hombre tiene estos momentos de lucidez, de conciencia verdadera de sí mismo, al menos a la hora de reconocer su necesidad. Cuando hete aquí que le pareció ver en la pila de basura algo redondo y blanco que parecía un huevo de gallina. Pegar un brinco y arrojarse encima fue todo uno. Era un

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huevo de verdad. El gozo de la marioneta es imposible de describir: hay que intentar imaginarlo. Casi creyendo que se trataba de un sueño, le daba vueltas al huevo entre sus manos y lo tocaba y lo besaba, y al besarlo decía: —Y ahora ¿cómo debo cocinarlo? Voy a hacer una tortilla… No, es mejor al plato… O… ¿no estaría más sabroso frito en la sartén? ¿Y si lo preparase como para beberlo?... El único poder que Pinocho tiene sobre la realidad es un huevo de gallina, obligado a buscar algo para vivir, algo para saciar su hambre. Y lo encuentra en la basura. No, lo más rápido es cocinarlo al plato o en la sartén: ¡tengo demasiadas ganas de comérmelo! Esto es justo la idolatría: sin el padre acaba por adorar un huevo de gallina que se encuentra en un montón de basura. ¿Y cuál es el resultado? Que ponemos nuestras esperanzas en el huevo de gallina de turno. Dicho y hecho, dispuso una sartencita sobre un hornillo lleno de brasas vivas, puso en la sartén, en lugar de aceite o mantequilla, algo de agua, y cuando el agua empezó a humear, ¡toma!... quebró la cáscara del huevo y lo escudilló dentro. Pero en lugar de la clara y la yema, escapó un pollito jovial y ceremonioso que, con una delicada reverencia, dijo: —Mil gracias, señor Pinocho, por haberme ahorrado la fatiga de romper la cáscara. Hasta la vista, que le vaya bien y recuerdos en casa. Dicho lo cual, extendió las alas y, encarando la ventana, se fue volando hasta perderse de vista. La pobre marioneta permaneció allí como embrujada, con la mirada perdida, la boca abierta y la cáscara del huevo en la mano. Recuperado del primer desconcierto, empezó a llorar, a chillar, a golpear con los pies desesperadamente el suelo, y llorando decía: —Pues sí, tenía razón el Grillo Parlante. Si no hubiera huido de casa y si mi padre estuviera aquí, ahora no me vería muriéndome de hambre. ¡Oh, qué atroz enfermedad es el hambre! Y visto que el cuerpo le seguía rezongando más que nunca… Pero se convierte en un lamento. No es una decisión real la de ir a buscar a su padre. Es puro lamento. …y no sabía cómo acallarlo, pensó en salir de casa y escapar hasta el pueblo de al lado. ¡Se aventura al mundo en búsqueda del significado perdido, de la paternidad perdida, de la condición de hijo perdida, porque el hambre es demasiado grande! El hambre de belleza, de verdad, de cosas buenas… ¡de vivir! Los requisitos para vivir. ¿Pero en qué

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se ha convertido este mundo sin Dios, esta casa sin un padre? Precisamente, era una tremenda noche de invierno. Tronaba fuerte, relampagueaba como si el cielo fuera a incendiarse y una ventisca fría y desgarradora, soplando rabiosamente y levantando un inmenso nubarrón de polvo, hacía aullar y chirriar todos los árboles del campo. Pinocho tenía mucho miedo de los truenos y de los rayos, pero el hambre era peor que el miedo, por lo cual entornó la puerta de casa y, tomando carrerilla, tras un centenar de saltos llegó al pueblo con la lengua fuera como un perro de caza. Con anterioridad vimos que la pérdida del padre ha establecido una hostilidad invencible con la realidad, con las cosas: la olla pintada en la pared, el huevo que le toma el pelo… Ni siquiera lo real, las cosas concretas, responden a esa promesa de bien que necesitamos para vivir. Cabría esperar una serie de gestos solidarios entre hombres, de amistad, como dice Leopardi en su poesía La retama86, y sin embargo, uno se da cuenta de que ni siquiera la relación con los hombres se mantiene en pie. ¿Cómo es posible ser hermanos sin un padre en común? Para ser hermanos hace falta que exista un padre. Sin un Padre común la fraternidad es algo imposible. De esta forma la amistad entre los hombre se convierte en incomprensión, peligra cualquier relación entre los hombres, corre el riesgo de convertirse en su contrario. La imagen de la Biblia que refleja esta idea es la Torre de Babel. La rebelión contra Dios provoca algo tremendo: que los hombres ya no puedan comunicarse los unos con los otros. «Y desde aquel día hablaron lenguas diferentes»: ya no se entendían entre ellos. Y eso mismo le pasa a Pinocho. Va al pueblo, que es como ir a la comunidad de los hombres, donde hay gente, donde a uno le gustaría encontrar algo de comprensión, de solidaridad: ahí están tus hermanos, alguien te ayudará. Pero lo encontró todo oscuro y desierto. Las tiendas estaban cerradas, las puertas de las casas cerradas, las ventanas cerradas, y por la calle no se veía ni siquiera un perro. Parecía el país de los muertos. En esto se convierte un mundo sin padre. Entonces Pinocho, acuciado por la desesperación y el hambre, se arrimó al timbre de una casa y empezó a tocas sin cesar, diciendo para sí: «alguien se asomará». De hecho, se asomó un viejecito con la gorrita de dormir en la cabeza, que gritó muy irritado: —¿Qué quieres a estas horas? —¿Me haría el favor de darme algo de pan? —Espérame aquí, que vuelvo enseguida —respondió el viejecito, creyendo que debía tratarse... ¡Es un malentendido! Ya no se entiende: Pinocho tiene mucha hambre, pero el

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viejecito tiene parte de razón al no creérselo. …creyendo que debía tratarse de uno de esos chicos revoltosos que se divierten por las noches tocando los timbres de las casas para molestar a la buena gente que duerme plácidamente. Pasado medio minuto, la ventana se abrió de nuevo, y la voz del viejecito le gritó a Pinocho: —Ponte debajo y abre el sombrero. Pinocho se quitó enseguida el sombrerito; pero, mientras se dedicaba a abrirlo, sintió que le llovía encima una palanganada de agua que lo bañó de la cabeza a los pies, como si fuera la maceta de un geranio marchito. Regresó a casa empapado como un pollito y destrozado por el cansancio y el hambre; y como no tenía ya fuerzas para mantenerse en pie, se sentó, apoyando los pies calados y embarrados en un brasero lleno de brasas vivas. Alcanzamos así el tercer nivel de negación, el más tremendo. Una vez perdida la amistad con la realidad, perdida la amistad con los demás hombres, ¿cuál es la tragedia de las tragedias? Se pierde la amistad con uno mismo. Quien peca va en contra de sí mismo, dice el Evangelio. No es un problema de desobediencia o desprecio a Dios. El mal, estar lejos de la verdad, la negación de la verdad, nos hace daño, nos destruye, es malo para nosotros. Y así nuestro Pinocho, que se gloriaba de haberse independizado del padre, se descubre enemistado con todo, sobre todo enemistado consigo mismo. Mientras duerme, se le queman los pies sin que se dé cuenta. Se quema, se consume, se reduce a la nada, se hace realidad el destino al que le había condenado el paupérrimo pensamiento del Maestro Ciruela: un buen trozo de madera para encender el fuego y calentar las habitaciones. Pinocho se quema, se hace cenizas. Parece que esta sea la última palabra, la victoria de la nada. Y así se durmió; mientras dormía, los pies, que eran de madera, prendieron, y poco a poco se le fueron quedando carbonizados hasta convertirse en cenizas. Cuántas formas hay de ir por la vida dormidos, sin conciencia de nosotros mismos y de lo que nos rodea, de nuestras responsabilidades. Así la vida termina por reducirse a este sueño inconsciente y, poco a poco, acabamos por convertirnos en cenizas. Si leemos la parte final de la encíclica del Papa sobre el juicio final87, explica exactamente esto. ¿Qué es el juicio final? Que uno se convierte en lo que ha intentado convertirse toda la vida. Si durante toda la vida has dormido con los pies apoyados en las brasas encendidas, el juicio final será que eres ceniza, que no eres nada. Esto es el infierno. Y Pinocho seguía durmiendo y roncando, como si sus pies fueran de otro. Se puede dormir y roncar en la vida como si el propio corazón, que se está yendo al garete, fuese de otra persona, como si la propia razón fuese de otro.

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Por fin, al hacerse de día, se despertó… ¿Qué nos puede sacar del sopor? ¿Qué nos puede despertar si estamos dormidos y nos estamos quemando lentamente? ¿Qué puede recrear lo que se había perdido? ¿Qué nos puede devolver los pies quemados, ensanchar de nuevo el corazón pequeño y mezquino que nos hemos construido, la razón pequeña y mezquina por la que hemos optado? ¿Qué podrá regenerar en nosotros la verdad, la plenitud de la vida? Por fin, al hacerse de día, se despertó porque alguien había llamado a la puerta. Precioso. Cada día nos podemos despertar porque alguien llama a nuestra puerta mientras dormíamos. Si dependiese de nosotros, seguiríamos durmiendo y, sin embargo, no. Nos hemos despertado porque alguien ha llamado a nuestra puerta. ¿Y quién ha llamado? ¡Dios! Dios mismo llama cada día a nuestra puerta para mantenernos despiertos, vigilantes. —¿Quién es? —preguntó bostezando y restregándose los ojos. —Soy yo —respondió una voz. Era la voz de Geppetto. El pobre Pinocho, que seguía con los ojos soñolientos, todavía no se había visto los pies, que se le habían quemado; de modo que, tan pronto como oyó la voz de su padre, se removió en la silla para correr a abrir el pestillo; pero tras dos o tres trompicones, se cayó de bruces y se quedó tirado en el suelo. ¿Os acordáis de la sorpresa de Dante? Se está muriendo en la selva oscura, está consumiéndose como Pinocho, está precipitándose a la nada, convirtiéndose en cenizas, y después viene la colina iluminada por el sol, se le hace presente la salvación, y entonces va corriendo para intentar subir… Pero no puede hacer nada. En la Divina Comedia aparecen la onza, el león y la loba, en Pinocho, los pies quemados. Son lo mismo. Una debilidad extrema, una herida, una incapacidad estructural le impiden hacer al hombre lo que le gustaría: correr a los brazos de Dios cuando lo advierte, cuando lo siente presente, cuando querría que estuviese presente. …se cayó de bruces y se quedó tirado en el suelo. Es como el mito de Ícaro, ¿verdad? Los antiguos sabían perfectamente que al hombre no se le han dado las fuerzas necesarias para llegar a Dios, para llegar al sol. Y al golpearse contra el suelo hizo el mismo ruido que habría hecho un saco de cucharones caído de un quinto piso. —¡Ábreme! —gritaba Geppetto desde la calle. —Papá mío, no puedo —respondía la marioneta llorando y rodando por el suelo. —¿Por qué no puedes? —Porque se me han comido los pies. —¿Y quién te los ha comido?

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—El gato —dijo Pinocho mirando al gato, que, con las patitas extendidas, se divertía meneando unas virutas de madera. —¡Ábreme, te digo! —repitió Geppetto—. ¡Si no, cuando entre en casa el gato te lo voy a dar yo! —No puedo tenerme en pie, de verdad. Oh, pobre de mí, que me tocará andar de rodillas toda la vida. Geppetto, creyendo que todos esos gimoteos eran otra travesura de la marioneta, se decidió a terminar de una vez y, trepando por el muro, entró en casa por la ventana. Precioso. Dios entra en la vida del hombre de una forma inesperado. Es una sorpresa, entra de una forma que el hombre jamás habría imaginado. ¿Cómo habría podido imaginar el hombre, una vez asumida su incapacidad radical y su flaqueza que le impide abrir la puerta a Dios, que Dios entraría por la ventana? ¿Acaso imaginó el hombre, una vez tomada conciencia de su incapacidad para llegar a Dios, que Dios se haría como él? ¿Podría haber imaginado el hombre, incapaz de volar, que Dios bajaría a la tierra, nacería en un establo y moriría en la cruz para hacerle compañía, para salvarle? Dios entra en la historia de una forma absolutamente imprevisible, saliéndose de cualquier esquema. Dios entra siempre por la ventana, nunca lo hace por la puerta principal. Siempre entra de una forma sorprendente, imprevista, gratuita. Entró dispuesto a darle su merecido; pero luego, cuando vio a su Pinocho tendido en el suelo y verdaderamente sin pies, se enterneció y, colgándoselo enseguida al cuello, se puso a besarlo y a hacerle mil caricias y mil zalamerías y, con unos lagrimones que le resbalaban mejillas abajo, le dijo sollozando: —Pinocho mío, ¿cómo te has podido quemar los pies? “Pueblo mío, ¿qué te he hecho? ¿Adónde has ido?” Pinocho le empieza a contar toda la historia… Y el pobre Pinocho empezó a llorar y a berrear tan fuerte que se le oía desde cinco kilómetros de distancia. Geppetto, que de todo aquel cuento embarullado había entendido una sola cosa… Esto es, ¡que tenía mucha hambre! Al final, Dios no se centra en el sinfín de correrías de Pinocho, sino que le mira y ve su necesidad, abraza su necesidad. Dios es misericordia, abraza la necesidad del hombre. …sacó del bolsillo tres peras y ofreciéndoselas le dijo: —Estas tres peras eran para mi desayuno, pero te las doy con gusto. Cómetelas, y buen provecho. Y el hombre enseguida, en cuanto Dios actúa así —ha ido a buscarle, ha entrado por la ventana, le ha abrazado, perdonado, besado, le ha dado su desayuno para saciar su hambre—, se llena de orgullo, se llena de orgullo y piensa que se le debe todo.

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—Si quiere que me las coma, hágame el favor de pelarlas. El hombre, incluso ante Dios, interpone una pretensión. Biffi escribe una de sus simpáticas ocurrencias al respecto: «A veces me da por pensar que el hombre, aun cuando consiga entrar en el Paraíso al final de los tiempos, es posible que mire a su alrededor con aire altivo como si en su pueblo hubiese visto algo mejor». Estamos hechos así: somos capaces de entrar en el Paraíso con ínfulas de haber visto cosas mejores en nuestro pueblo. Así que Geppetto le regala a Pinocho el abecedario. El abecedario es la razón, le confía la razón, es decir, la capacidad de juzgar, la capacidad de ser uno mismo. Escuela quiere decir tomar conciencia de sí mismo. Por fin hay una escuela donde acudir, es decir, un acceso al conocimiento del bien y del mal. Participar en la vida de Dios, es decir, de Geppetto, significa participar en el conocimiento del bien y del mal, esto es, de la verdad, de la vida verdadera. En esto consiste la educación. Pinocho hace cien mil promesas, como pasa siempre con los hombres… ¿Cómo evitamos el compromiso con nuestra vida cotidiana? Imaginando que mañana podremos hacer grandes cosas. Quiero comprarle a mi padre una chaqueta nueva, toda de oro y de plata y con los botones brillantes… Propósitos preciosos; qué lástima que sean tan bonitos como irrealizables. Habría sido más serio, grande, digno el humilde propósito de ir al colegio. Y, sin embargo, llegamos al extraordinario episodio de Comefuego: arrastrado al teatro de títeres, Pinocho se desprenderá del abecedario que le había comprado Geppetto vendiendo su chaqueta. Pinocho vende el abecedario, es decir, vende la propia razón para participar en el teatro de marionetas. Uno puede deshacerse de la propia razón, de la propia alma, de la propia conciencia… pero lo más adecuado usar la palabra «razón». Uno puede deshacerse de la razón porque es infinitamente más simple y más cómodo participar en el teatro de marionetas, dejar que te pongan tres hilos y vivir dirigidos por una varilla manipulada por diferentes marionetistas de este mundo, contentándote con un destino fatal, como el de que te quemen para asar el cordero de Comefuego. Comefuego, es decir, la alternativa al padre. También en este caso se podría decir tertium non datur, las alternativas son o un padre o un dueño, o Geppetto o Comefuego, o depender de Dios y estar libres de lo demás, o liberarnos de Dios y ser esclavos de todo y de todos, de los miles de comefuegos que el mundo nos presenta y ofrece. Después, —y perdonadme porque tengo que ir terminando— Collodi relata, uno tras otro, los siguientes capítulos: el del intento de Pinocho de salvarse de Comefuego en el pasaje de las monedas; el del gato y la zorra, que recrea el misterio del mal, del diablo; hasta llegar al episodio del ahorcamiento, que evoca fácilmente el Viernes santo: «¡O papá mío!... Si estuvieras aquí…». El grito de Pinocho es el de Jesús en la cruz, «Dios

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mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?», mientras, como entonces, la tierra se oscurece… Después Pinocho se salva de forma imprevisible, le salva la intervención del extraño personaje de la Niña del pelo turquesa, que es improbable que sea una niña — tiene el pelo turquesa, por lo que es improbable— y que no es otra cosa que una imagen de la Iglesia. La Niña del pelo turquesa es la Iglesia, la presencia extraordinaria y misteriosa, contradictoria a primera vista, que del sacrificio de Pinocho/Cristo en adelante —se podría incluso dividir el cuento entre Antiguo y Nuevo Testamento, antes y después del episodio de la muerte— acompañará a Pinocho en su intento de volver con su padre y estará ahí cada vez que la necesite. Estará ahí con sus peticiones, sus imperativos, sus medicinas —es decir, Jesús y los sacramentos— que son ciertamente difíciles de asumir, de hecho, muchas veces Pinocho no la quiere escuchar; pero la Iglesia con sus medicinas, la Niña del pelo turquesa con sus medicinas, está siempre ahí, presente y preparada en caso de necesidad para ayudar a retomar el camino. Presente de muchas formas y modos diferentes, hasta el final de la historia en ese impresionante último capítulo en el que por fin Pinocho vuelve de verdad a casa de su padre, al que encontrará, no por casualidad, en el océano, en medio del agua: el misterio del Bautismo, el renacer de la vida por medio del agua. En la visión escatológica final Pinocho se despertará y verá con una sonrisa de complacencia y de pacífica resignación a la vieja marioneta, un trozo de madera tirado en un campo e inerte, viendo que él se ha convertido en un niño de carne y hueso. Es, por fin y de forma definitiva, hijo de su padre.

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ÍNDICE PRÓLOGO PRÓLOGO A LA EDICIÓN ESPAÑOLA NOTA EDITORIAL HIJO DE GRANDES MAESTROS UN ASUNTO DE HOMBRES VERDADEROS EL RIESGO DE EDUCAR JUNTOS ES POSIBLE JESÚS ES EL SEÑOR SOMOS TODOS PADRES PUTATIVOS «NO ES BUENO QUE EL HOMBRE ESTÉ SOLO» EL APRENDIZAJE, UNA RELACIÓN AMOROSA LA EVALUACIÓN: AFIRMAR EL VALOR DEL OTRO POR QUÉ ME HICE PROFESOR PINOCHO, ESE DESCONOCIDO

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1 Encuentro en la parroquia San Ignacio de Loyola, Milán, 20 de febrero de 2004. 2 Se refiere a la ley italiana nº 53/2003 que, siendo Letizia Moratti Ministro de Educación, reformó el sistema nacional escolar. 3 Luigi Giussani (1922—2008), sacerdote italiano, fundador del movimiento eclesial Comunión y Liberación. 4 «Volvería a brotar el canto de nuestro pueblo si el horizonte de la actividad de la ONU fuera la educación del corazón de la gente, en lugar del enfrentamiento mortal –como favorecen los que deberían aplacarlo– entre musulmanes y herederos de los antiguos pueblos, ya sean hebreos o latinos. ¡Y esto constituiría la verdadera riqueza de la vida de un pueblo! Si se diera una educación del pueblo, todos vivirían mejor. El miedo o el desprecio de la Cruz de Cristo jamás proporcionarán la alegría de vivir que se expresa en una fiesta popular o en una reunión familiar. El testimonio de Dante Alighieri se ha renovado en el dolor de la señora Coletta: “En ti misericordia, en ti piedad / en ti magnificencia, en ti se aúna / todo lo que en la criatura humana es bondad”». Luigi Giussani, Telediario de TV2, 20.30h - 18 de noviembre de 2003, tras el atentado en Nassirya en el que 19 soldados italianos perdieron la vida. Disponible en el número de diciembre de 2003 de la revista Huellas. 5 «Hermano, ¿te aburro ahora, si te hablo?»/ «Habla, no puedo dormir». «Escucho / como un roer…»«Será acaso una termita…» // Hermano, ¿has oído ahora un lamento / largo en la oscuridad?»«Será acaso un perro…»/ «Hay gente en la puerta…»«Será acaso el viento…»// «Escucho dos voces suaves, suaves suaves…» / «Acaso sea la lluvia que cae bellamente.» / «¿Escuchas esos toques?»«Son las campanas». // «¿Tocan a muerto? ¿dan las horas?» / «Acaso…» «Tengo miedo…» «También yo». «Creo / que truena: / ¿cómo haremos?» «No lo sé, hermano: / estate cerca, estemos en paz: seamos buenos» / «Sigo hablando, si te gusta. / ¿Recuerdas, cuando por la cerradura // venía la luz? «Y ahora la luz está apagada» // «Incluso en aquellos tiempos teníamos miedo: / sí, pero no tanto». «Ahora nada nos conforta, / y estamos solos en la noche oscura». // «Ella estaba allí, detrás de esta puerta, / y se escuchaba un murmullo fugaz, / de cuando en cuando». «Y ahora madre está muerta». // «¿Recuerdas?» «Entonces no estábamos tan en paz / entre nosotros…» «Nosotros somos ahora más / buenos…» / «ahora que no hay nadie que se compadezca // de nosotros…» «que no hay nadie que nos / perdona». Cit. en Luigi Giussani, Mis lecturas, Ediciones Encuentro, Madrid 1997, pp. 45- 46. 6 L. Giussani, Educar es un riesgo. Apuntes para un método educativo verdadero, Ediciones Encuentro, 2011. 7 En el norte de Italia se denomina así el lugar donde se desarrollan las actividades de la parroquia para los chicos. 8 Chi ciapa ciapia e chi g’ha pura scapa, en dialecto bergamasco en el original. 9 Padre Giussepe Berton, sacerdote italiano que pasó más de 40 años en Sierra Leona, dedicado a la educación de niños y jóvenes, y muy especialmente, de la recuperación y atención de niños-soldado, obligados a participar en la guerra civil que asoló el país durante una década. El padre Berton desarrolló una experiencia extraordinaria de acogida, educación e inserción civil de estos niños. En el momento en que el autor celebró este encuentro el padre Berton seguía desarrollando su actividad. Murió en junio de 2013. 10 Este encuentro tuvo lugar en Calcinate, Bérgamo, en el norte de Italia, el 5 de febrero de 2010. Dirigido a padres y profesores vinculados al colegio La Traccia, del cual Franco Nembrini era director, el curso consistió en un análisis crítico del libro de Luigi Giussani, Educar es un riesgo. 11 Luigi Giussani, Educar es un riesgo. Apuntes para un método educativo verdadero, Ediciones Encuentro, 2012. 12 Luigi Giussani, El sentido religioso, Ediciones Encuentro, 2008, p. 138. La autora inglesa a la que se refiere Giussani en este libro es Barbara Ward. Esta frase, no obstante, en otras ocasiones es atribuida al teólogo Reinhold Niebuhr, y diversos críticos afirman también que debe atribuirse al escritor Evelyn A. Waugh. 13 Luigi Giussani, Educar es un riesgo, op. cit. pp. 61-62. 14 Se refiere a la intervención de Su Santidad Benedicto XVI con ocasión del congreso Jesús es el Señor. Educar en la fe, en el seguimiento, en el testimonio. En la Basílica de San Juan de Letrán, el 11 de junio de 2007, disponible en la página web: http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cevang/p_missionary_works/infantia/documents/rc_ic_infantia_doc_20090324_ 15 Luigi Giussani, Educar es un riesgo, op. cit. pp. 64-75. 16 Luigi Giussani, Educar es un riesgo, op. cit. pp. 65. 17 Ibíd. 18 Dante Alighieri, Paraíso, XXIV, 89-90, Cátedra, 1988. 19 Luigi Giussani, Educar es un riesgo…, op. cit. p. 67. Ibíd. en las dos citas sucesivas. 20 Luigi Giussani, Educar es un riesgo…, op. cit. p. 70. 21 Luigi Giussani, Educar es un riesgo…, op. cit. pp. 70-71. 22 Luigi Giussani, Educar es un riesgo…, op. cit. p. 71.

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23 Luigi Giussani, Educar es un riesgo…, op. cit. p. 74. 24 Luigi Giussani, Educar es un riesgo…, op. cit. p. 75. 25 Luigi Giussani, Educar es un riesgo…, op. cit. pp. 77-78. 26 19 de febrero 2010. Calcinate (Bergamo). 27 Luigi Giussani, Educar es un riesgo…, op.cit. pp. 81-82. 28 Luigi Giussani, Educar es un riesgo…, op.cit. pp. 82. 29 Dante Alighieri, Paraíso XXXIII, 1. 30 Luigi Giussani, El sentido religioso, op. cit. pp. 58-60. 31 En italiano la expresión original es “peccato!”, lo cual permite al autor mostrar la idea de pecado que está tratando de desarrollar. La traducción española puede ser “¡qué pena!” o “¡qué lástima!”. 32 Luigi Giussani, Educar es un riesgo…, op. cit. pp. 85-86. 33 Luigi Giussani, Educar es un riesgo…, op.cit. pp. 82-83. 34 Luigi Giussani, Educar es un riesgo…, op.cit. pp. 86. 35 Ibíd. 36 Ibíd. 37 Luigi Giussani, Educar es un riesgo…, op.cit. pp. 86-87. 38 En la zona de Bérgamo y en otras partes de Italia, se ha conservado una antigua tradición por la cual los regalos los trae santa Lucía y no el Niño Jesús, como en el resto de Italia, Papá Noel o los Reyes Magos. Por tanto, la noche de los regalos es la del 12 al 13 de diciembre. 39 La Traccia es el colegio en el que trabaja Franco Nembrini. 40 Nicola Fambri, Ne vedremo delle belle. Lettere agli amici, Itacalibri, Castelbolognese 2007. 41 Luigi Giussani, Educar es un riesgo…, op.cit. pp. 89. 42 Ibíd. 43 Ibíd. 44 Luigi Giussani, Educar es un riesgo…, op.cit. pp. 89-90. 45 Luigi Giussani, Educar es un riesgo…, op.cit. pp. 91-92. 46 Hace referencia a la película Sant’Agostino (San Agustín), dirigida por Cristian Duguay y producida por la RAI (compañía de radio y televisión pública de Italia) en el año 2009. 47 Calcinate, Bergamo, 26 de marzo 2010. 48 50 first dates, dirigida por Peter Segal, 2004. 49 Se refiere al libro de Aldo Filosa, Bilancio settimanale. Il fascino della normalità, L’autore Libri, Florencia 2007. 50 Benedicto XVI, Carta pastoral a los católicos de Irlanda del 19 de marzo de 2010, disponible en la página web del Vaticano: http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/letters/2010/documents/hf_benxvi_let_20100319_church-ireland_sp.html 51 Testimonio en el congreso eclesial diocesano «Jesús es el Señor. Educar en la fe, en el seguimiento y en el testimonio». Roma, 11 de junio de 2007. 52 La historia de la familia Nembrini está recogida en un libro que tiene como título esta expresión: Roberto Persico, Farès pecàt a lamentàm, Itacalibri, Castelbolognese, 2009. 53 Ermanno Olmi, L’albero degli zoccoli, 1978. La película narra la vida sencilla y profundamente arraigada en la fe de las familias campesinas del norte de Italia en una época que podría ser finales del siglo XIX. 54 Dante Alighieri, Paraíso, XXIV 89-91. 55 Luigi Giussani, Educar es un riesgo, op. cit. pp. 61-63. 56 Se refiere al discurso pronunciado por Benedicto XVI en el IV Congreso nacional de la Iglesia italiana, Verona, 19 de octubre de 2006. 57 Joseph Ratzinger/Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, La Esfera de los Libros, 2007. 58 Encuentro organizado por la asociación Familias para la Acogida, Vicenza, 2004. 59 Asociación fundada en Italia en 1982 por un grupo de familias que tenían hijos adoptados o acogidos, con el objetivo de «ayudar a las personas y a las familias a vivir concretamente el valor de la familia como lugar fundamental del crecimiento y de la acogida de la persona y a profundizar en su significado cultural y difundir su importancia social». Desde el año 2000 la asociación se ha constituido también en España (www.familiasacogida.es). 60 El Meeting de Rimini es un gran encuentro que se celebra desde hace más de 30 años en esta ciudad del Adriático. Organizado por personas de Comunión y Liberación, se celebran conferencias, debates, exposiciones y espectáculos a los que asisten miles de personas de todo el mundo. 61 El padre Bepi Berton falleció en Italia en junio de 2013.

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62 Encuentro con la Compañía de las Obras en España, Madrid, 22 de abril de 2005. 63 Asociación de empresas, con y sin ánimo de lucro, nacida en Italia en 1986, con el objetivo de ayudarse recíprocamente ya sea en las necesidades materiales o para mantener vivas las razones de una empresa dirigida según la concepción cristiana de la vida. 64 El autor se refiere al Colegio Internacional Kolbe, un colegio concertado en Villanueva de la Cañada (Madrid), donde se realizó este encuentro. 65 Encuentro organizado por la Fundación San Benedetto, Lugano, 29 de septiembre de 2004. 66 Intervención en el Claustro de profesores del Colegio La Traccia. Calcinate (Bérgamo), 3 de septiembre de 2010. 67 Alessandro D’Avenia, Blanca como la nieve, roja como la sangre, Grijalbo 2010. 68 Ndt: el autor hace un juego de palabras en italiano “riscatto” y “ricatto” (rescate y chantaje). 69 El milagro de Ana Sullivan es una película de 1962 dirigida por Arthur Penn y basada en hechos reales. El largometraje cuenta la historia de una niña sordomuda y ciega que consigue aprender a comunicarse con lenguaje verbal a través del tacto gracias a una institutriz. 70 En el actual sistema educativo italiano la Scuola Media consta de tres cursos. Por eso, este profesor dio clase a sus alumnos durante el ciclo de tres años que precede la Scuola Superiore, que en España correspondería al Bachillerato. 71 Testimonio a la comunidad de Gioventù Studentesca de Varese, 1 de octubre de 2006. El movimiento de Gioventù Studentesca fue la primera realidad de estudiantes de secundaria y bachillerato que impulsó en la escuela pública italiana el sacerdote Luigi Giussani. Surgido en los años 50 del pasado siglo, de GS surgiría posteriormente el movimiento eclesial Comunión y Liberación. 72 En Italia la Enseñanza Superior o Liceo, que equivale al Bachillerato en España, consta de cinco años, desde los 14 años a los 19. 73 Desde los inicios del movimiento creado por don Giussani, uno de los momentos más importantes de la vida de GS en Italia era la celebración de lo que se llamaban “Tre Giorni”, es decir, tres días de encuentro en la ciudad de Pésaro en los que participaban todos los estudiantes vinculados al movimiento. 74 Sacerdote de Forlì, fue uno de los primeros seguidores de don Giussani en la región de Emilia Romagna. Durante veinte años fue el animador del Centro de Estudios de Europa Oriental. 75 Actualmente, monseñor Luigi Negri es obispo de Ferrara. 76 Así llamaban a las reuniones semanales en Acción Católica de los años cincuenta. La palabra remite al radio de un círculo, para indicar que cada uno de los que tomaba parte en este encuentro debía relacionar su experiencia personal con un punto central. Don Giussani mantuvo este término para denominar los encuentros de los grupos de GS, un nombre y una experiencia que continúan hoy en Italia con los bachilleres de Comunión y Liberación. 77 «El mayor obstáculo para el camino del hombre es el “descuido” del yo. En lo contrario de este “descuido”, es decir, en el interés por el propio yo, consiste el primer paso para caminar de un modo verdaderamente humano»: Luigi Giussani, El rostro del hombre, Ediciones Encuentro, Madrid, 1996, p. 7. 78 Luigi Pirandello, Cuadernos de Serafino Gubbio operador (traducción de Elena Martínez), Gadir, Madrid 2007, pp. 11-12. 79 Conferencia con motivo del ciclo de encuentros «El yo y el infinito» organizado por la Asociación cultural Paola Bernabei, Roma 2 de diciembre de 2007. 80 Tex Willer es el protagonista de una serie de comic de aventuras del oeste muy popular en Italia. 81 Giacomo Biffi, Contro Maestro Ciliegia. Commento teológico a «Le avventure di Pinocchio», Jaca Book, Milán, 2009. (ndt. En contra del maestro Ciruela. Comentario teológico a «Las aventuras de Pinocho»). 82 Monseñor Giacomo Biffi fue arzobispo de Bologna de 1984 a 2003. Actualmente, es arzobispo emérito. 83 Benedicto XVI, Spe salvi, encíclica del 30 de noviembre de 2007 sobre la esperanza. 84 Cfr. Os 11, 3. 85 «La ilustración es la salida del hombre de su minoría de edad. El mismo es culpable de ella», Immanuel Kant, Respuesta a la pregunta: ¿qué es la ilustración? 86 Giacomo Leopardi, Cantos…, op. cit. pp. 470-487. 87 Cfr. Benedicto XVI, Spe salvi, n. 41-48: “El Juicio como lugar de aprendizaje y ejercicio de la esperanza”.

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Introducción a una fenomenología de la vida Barbaras, Renaud 9788490552476 536 Páginas

Cómpralo y empieza a leer «La vida ocupa un puesto singular en la fenomenología. No hay pensamiento fenomenológico, empezando por el de su fundador, para el que esta noción no desempeñe un papel central. De la «Lebenswelt» husserliana a la vida fáctica del primer Heidegger, de la vida descrita por Merleau-Ponty en «La estructura del comportamiento» a la Vida como pura auto-afección tematizada por Michel Henry a lo largo de toda su obra, la vida está, en cierto sentido, en el centro de las grandes fenomenologías y, en gran medida, es lo que éstas intentan pensar. Con todo y con eso, nos costaría caracterizar con alguna precisión lo que cada una de estas filosofías entiende por vida, así como evidenciar un concepto fenomenológico de vida. Es como si nunca se pensara en la vida misma, y únicamente fuera invocada como lo que, siendo obvio en cierto sentido, permite apropiarse o determinar lo que constituye el auténtico centro temático de la fenomenología, a saber: la actividad del sujeto trascendental en cuanto constitutivamente relacionado con un mundo, si se me permite expresarlo de modo tan somero. De suerte que la vida no pasa de ser un concepto operativo, en lugar de temático, por no decir una mera invocación mágica: está omnipresente y a la vez curiosamente ausente, dado que nunca es ¡qué menos! objeto de una auténtica interrogación».

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El caso Galileo Mayayo, Mariano Artigas 9788499206790 400 Páginas

Cómpralo y empieza a leer Probablemente ningún juicio y veredicto ha suscitado tantas interpretaciones y controversias como el de Galileo Galilei. Historiadores, filósofos, novelistas, dramaturgos, periodistas religiosos y científicos se han aproximado a él acentuando un aspecto de la historia, pero a menudo olvidando (u ocultando) otros. A pesar de ello, el caso Galileo se ha convertido en un auténtico mito en la conciencia colectiva, pero el desconocimiento de lo que realmente ocurrió es alarmante. Este libro, escrito por dos de los mayores especialistas en Galileo, trata de aclarar el proceso en el convencimiento de que la verdad es más satisfactoria y provocadora que la propaganda.

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Ortega y Unamuno en la España de Franco Puerta, Antonio Martín 9788499206806 320 Páginas

Cómpralo y empieza a leer Durante la primera parte del régimen de Franco se desarrolló una fuerte polémica acerca de la apertura cultural, cuestión que fundamentalmente giraba en torno a José Ortega y Gasset y a Miguel de Unamuno. Dos obras de este último acabarían en el Índice de Libros Prohibidos en 1957. La España de la época era un estado confesional, y así una controversia que se inició en ámbitos eclesiásticos concluyó adquiriendo carácter político. Notables personalidades del mundo de la cultura como Julián Marías, Pedro Laín Entralgo, Rafael Calvo Serer, Dionisio Ridruejo, Antonio Tovar, Gonzalo Fernández de la Mora, José Luis Aranguren o el Padre Ramírez protagonizaron una polémica en la que también intervinieron obispos y miembros de órdenes religiosas (dominicos, jesuitas y agustinos), socios de grupos religiosos (Opus Dei y Asociación Católica Nacional de Propagandistas), e incluso señalados miembros de la política oficial del momento, como Joaquín Ruiz-Giménez y Manuel Fraga. El libro de Antonio Martín Puerta aporta datos nada conocidos y desvela las fuertes tensiones que una polémica intelectual sobre dos personalidades tan relevantes de la cultura española generó a todos los niveles durante casi veinte años.

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La sabiduría del mundo Brague, Rémi 9788499207070 424 Páginas

Cómpralo y empieza a leer La sabiduría del mundo. Historia de la experiencia humana del universo, a pesar del poco tiempo transcurrido desde su publicación original en 1999, ha sido traducido a 5 idiomas. Su intención es ambiciosa: desarrollar la historia filosófica de la representación de la noción del mundo. ¿Cómo imaginar nuestra existencia de hombres, nuestra búsqueda del bien, nuestra presencia en el mundo? Para explorar estas cuestiones, Rémi Brague propone navegar por la historia del pensamiento. Su libro nos restituye a la relación que une el hombre con el universo: indaga los orígenes antiguos y las fuentes bíblicas, recorre las inflexiones medievales y describe el naufragio de la época moderna. Durante dos mil años el hombre se ha visto a sí mismo como un mundo en pequeño: orientado hacia el cielo, hecho para contemplarlo. Ha creído que la sabiduría que buscaba estaba conectada con la que ya gobernaba el universo. El orden y la belleza del mundo eran el modelo que marcaba el bien. Pero esta imagen antigua que sobrevivió durante la Edad Media, se iba a difuminar en el alba de la modernidad. Ha dejado su lugar a "visiones del mundo" donde fragmentos de la concepción antigua se mezclan con nuevos modelos, y el cosmos ha dejado de ser el preceptor del hombre. La sabiduría del mundo se nos ha vuelto invisible. Hoy debemos volver a pensarla de nuevo. Brague va trazando el panorama grandioso de las respuestas antiguas a la cuestión filosófica por excelencia: ¿cómo alcanzar la sabiduría? Su tesis es que todas las respuestas se conciben en relación a una idea que se nos ha vuelto lejana: la idea de cosmos, 176

es decir, de un orden inmutable del universo. Llegar a ser sabio no significa otra cosa, para los antiguos, que observar ese orden e imitar esa sabiduría que es la del mismo mundo. La sabiduría del mundo es el primer título de una ambiciosa trilogía.

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Se llamaba Carolina Lozano, José Jiménez 9788490558058 240 Páginas

Cómpralo y empieza a leer Esta novela es la evocación de la representación del «Hamlet» shakespeariano por artistas ambulantes y gentes de un pueblo de la meseta en la inmediata postguerra; y la evocación, por parte del narrador, de la figura de una de sus maestras, Carolina Donat, «una señorita maestra que iba a ser actriz y ha hecho de Ofelia en el teatro, y tiene además un Arlequín». Tiempos, vidas y teatro -un teatro que ya muchos piensan condenado por el cine-- se entrecruzan de forma magistral a lo largo de sus páginas. Como señala en el prefacio la profesora Carmen Bobes, «el encanto de Se llamaba Carolina es el que tienen otros textos de su autor, como Ronda de noche o Agua de noria, donde la espontaneidad es la norma, a pesar de que los motivos y la historia puedan ser terribles».

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Índice PRÓLOGO PRÓLOGO A LA EDICIÓN ESPAÑOLA NOTA EDITORIAL HIJO DE GRANDES MAESTROS UN ASUNTO DE HOMBRES VERDADEROS EL RIESGO DE EDUCAR JUNTOS ES POSIBLE JESÚS ES EL SEÑOR SOMOS TODOS PADRES PUTATIVOS «NO ES BUENO QUE EL HOMBRE ESTÉ SOLO» EL APRENDIZAJE, UNA RELACIÓN AMOROSA LA EVALUACIÓN: AFIRMAR EL VALOR DEL OTRO POR QUÉ ME HICE PROFESOR PINOCHO, ESE DESCONOCIDO

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El arte de educar de padres a hijos

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