El Alma Del Mundo-Scruton Roger

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ROGER SCRUTON

EL ALMA DEL MUNDO Traducción de Rafael Serrano

EDICIONES RIALP, S. A. MADRID

Título original: The Soul of the World. © 2014 by ROGER SCRUTON. Publicada en acuerdo con International Editors Co. y Princeton University Press. © 2016 de la versión española por RAFAEL SERRANO, by EDICIONES RIALP, S. A., Colombia, 63, 8º A - 28016 Madrid (www.rialp.com)

Realización ePub: produccioneditorial.com ISBN: 978-84-321-4647-3 No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ÍNDICE

PORTADA PORTADA INTERIOR CRÉDITOS PREFACIO INTRODUCCIÓN A LA EDICIÓN ESPAÑOLA 1.CREER EN DIOS RELIGIÓN Y PSICOLOGÍA EVOLUTIVA PUNTOS DE VISTA INTERNOS Y EXTERNOS NATURALISMO LA PRESENCIA REAL RELIGIÓN Y MAGIA LA RELIGIÓN Y LO SAGRADO PENSAMIENTOS SOBRE GIRARD EPISTEMOLOGÍA DE LO SAGRADO CONFRONTACIÓN CON EL ESCÉPTICO

2.EN BUSCA DE PERSONAS EL CONCEPTO DE PERSONA ENTENDER Y EXPLICAR DUALISMO COGNITIVO QUALIA INTENCIONALIDAD MÁS DUALISMO COGNITIVO

3.UNA MIRADA AL CEREBRO SOBREDETERMINACIÓN LA IDEA DE INFORMACIÓN LA FALACIA MEREOLÓGICA EN PRIMERA PERSONA AÚN MÁS DUALISMO COGNITIVO SUJETO Y OBJETO INTENCIONALIDAD DESBORDANTE

4.LA PRIMERA PERSONA DEL PLURAL EL ORDEN DE LA ALIANZA

EL CÁLCULO DE DERECHOS INFLACIÓN DE DERECHOS LA FUNDAMENTACIÓN DE LOS DERECHOS JUSTICIA Y LIBERTAD OBLIGACIONES NO CONTRACTUALES MÁS ALLÁ DE LA ALIANZA

5.DE CARA UNOS A OTROS SONREÍR, MIRAR, BESAR, SONROJARSE ENMASCARAR EL YO DESEAR AL INDIVIDUO EL MITO DE LOS ORÍGENES HEGEL, LA DIALÉCTICA Y LA AUTOCONCIENCIA LIBERTAD

6.DE CARA A LA TIERRA EL ASENTAMIENTO Y LA CIUDAD EL TEMPLO OTRO MITO DE LOS ORÍGENES COLOFÓN IMAGINADA LA CALLE Y EL LIBRO DE PATRONES EL MUNDO CAÍDO BELLEZA Y ASENTAMIENTO

7.EL ESPACIO SAGRADO DE LA MÚSICA CIENTIFICISMO Y ENTENDIMIENTO HUMANO ENTENDER LA MÚSICA EL ESPACIO DE LA MÚSICA CULTURA MUSICAL CULTURA DE MASAS Y ADICCIÓN EL SENTIDO DEL SILENCIO EL SIGNIFICADO DE LA MÚSICA SIGNIFICADO Y METÁFORA SIGNIFICADO Y COMPRENSIÓN BAILAR CON LA MÚSICA SOBRE NADA MÚSICA Y MORAL

8.BUSCANDO A DIOS EL ORDEN DE LA CREACIÓN MUERTE Y SACRIFICIO DAR Y PERDONAR DUALISMO COGNITIVO Y CREENCIA RELIGIOSA LA EXISTENCIA DE DIOS LA NATURALEZA DE LA RELIGIÓN MUERTE Y TRASCENDENCIA

ÍNDICE ANALÍTICO ÍNDICE ONOMÁSTICO

ROGER SCRUTON

PREFACIO

Este libro está basado en las Conferencias Stanton, pronunciadas en el trimestre de san Miguel (otoño) de 2011, en la Facultad de Teología de la Universidad de Cambridge. Mi intención ha sido aprovechar argumentaciones filosóficas sobre la mente, el arte, la música, la política y el derecho, para determinar lo que está en juego en las actuales disputas sobre la naturaleza y el fundamento de la creencia religiosa. De esta forma, creo que hago un lugar, en cierta medida, a la cosmovisión religiosa, sin llegar ni mucho menos a defender la doctrina o la práctica de una fe particular. Aquí y allá doy referencias; pero predomina un tono informal, y las alusiones a otros autores son más coloquiales que académicas. Los capítulos 5 y 6 vuelven sobre temas de mis Conferencias Gifford, pronunciadas en 2010 en St. Andrews y publicadas en 2012 con el título The Face of God. Sin embargo, los presentan en otro contexto y arrojan sobre ellos una luz bastante distinta. En el capítulo 6 me baso en argumentos desarrollados con mayor amplitud en The Aesthetics of Architecture [1] (1979, reeditado en 2013) y en The Classical Vernacular: Architectural Principles in an Age of Nihilism (1994). En el capítulo 7 trato sobre asuntos que examiné más a fondo en The Aesthetics of Music (1997) y en Understanding Music (2009). Al mirar de nuevo esos cuatro libros desde la perspectiva que ofrecen las Conferencias Stanton, he podido ver con más claridad que las posturas con las que espontáneamente sintonizo en estética también admiten un desarrollo teológico. Estoy muy agradecido a la Facultad de Teología de Cambridge por invitarme a dar estas conferencias, y a los oyentes curiosos que acudieron semanalmente a alentarme. Estoy especialmente agradecido a Douglas Hedley por su apoyo y por hacerme repensar las cuestiones. Fiona Ellis,

Robert Grant, Douglas Hedley, Anthony O’Hear y David Wiggins leyeron versiones previas de este libro, y les estoy muy agradecido por sus útiles observaciones. También estoy agradecido por los luminosos comentarios de los dos revisores anónimos consultados por Princeton University Press, así como a Ben Tate, de Princeton University Press, por su estímulo. Scrutopia, mayo de 2013

[1] Versión española de Jesús FERNÁNDEZ ZULAICA: La estética de la arquitectura, Alianza, Madrid, 1985 (N. del T.).

INTRODUCCIÓN A LA EDICIÓN ESPAÑOLA

Como filósofo, Roger Scruton, nacido en 1944 en un pequeño pueblo de Inglaterra, es reconocido en especial por su contribución en el ámbito de la estética, a la que prestó atención ya desde su tesis doctoral, defendida en Cambridge, su alma mater. A esta disciplina dedicó luego algunas de sus obras principales: The Aesthetics of Architecture (1979) —traducida al español—, The Aesthetic Understanding (1983), The Aesthetics of Music (1997), Beauty (2010). Temas de estos libros afloran en otros suyos, como el presente. Al estudiar la belleza, Scruton no la ha tomado como el feudo de un especialista, y por eso ha encontrado conexiones con materias que están separadas de ella solo en la superficie. La percepción estética es una vía de acceso a lo específico del ser humano, al que no basta con tener las necesidades materiales satisfechas, y le resultan imprescindibles cosas que son biológicamente superfluas. El interés por distintos territorios del pensamiento es característico de Scruton, que no ha seguido una carrera académica ordinaria. Aunque ha enseñado en universidades de Gran Bretaña y Estados Unidos, y aún hoy es profesor visitante en la de Oxford, desde los años ochenta trabaja por cuenta propia en la docencia, ciertamente, pero sobre todo como escritor y polemista, y también en diversas iniciativas para la promoción de la cultura. En el mundo anglosajón, quien no haya leído alguno de sus más de treinta libros, puede sin embargo conocerlo por sus artículos, sus conferencias o su participación en debates, sus intervenciones en televisión u otros medios. Scruton encaja en el perfil de lo que se suele entender como intelectual público, que aborda cuestiones de interés común y se dirige a los ciudadanos en general. Cuando trata asuntos de actualidad —éticos, políticos, sociales… —, Scruton aporta una perspectiva conservadora, lo que en él no equivale sin

más a la postura de cualquier partido así llamado o descrito. Por ejemplo, él coincide poco con las tesis del thatcherismo. Su conservadurismo tiene raíces menos ideológicas que culturales e intelectuales. Ser conservador, según Scruton, no es simple apego a las tradiciones, a lo que ha superado la prueba de la duración. Ser conservador supone comprender que “es fácil destruir las cosas buenas, pero no es fácil crearlas”. No aparecen por ucase: van creciendo a partir de lo heredado, en un proceso que es de todos sin que nadie en particular lo domine. El conservadurismo, entonces, pide atención y apertura al cambio, pues desarrollo y variación es ley inscrita en la naturaleza y en la sociedad: congelarlas es matarlas. Mas, por eso mismo, el conservador desconfía de las novedades impuestas en nombre de ideas abstractas: utopías, mesianismos, soluciones de laboratorio, transformaciones radicales. Un sobrio realismo exige respetar la finitud, como subraya Scruton en Usos del pesimismo[1], donde examina la fe en el progreso característica de la modernidad. Por esas razones, Scruton sostiene además que el ecologismo no es una causa propia de la izquierda o del progresismo; no es una causa liberal, ni anticapitalista. El conservacionismo es, justamente, conservador. El conservadurismo, dice en Green Philosophy (2012), suministra los más profundos motivos para proteger la naturaleza. Con respecto concretamente a los animales, la actitud correcta es la piedad, había dicho en Animal Rights and Wrongs (1996): frente a las teorías de los derechos de los animales, Scruton centra la cuestión en nuestros deberes hacia ellos, como criaturas, no productos nuestros, que son. Otra faceta de Scruton como intelectual público es su trabajo para impulsar estudios e intercambios culturales, principalmente en la Europa del Este durante la última década del comunismo. Es uno de los iniciadores de dos fundaciones educativas, una que aún opera en Eslovaquia y la República Checa, y otra que estuvo activa en Polonia y Hungría hasta que el fin del totalitarismo en 1989 la volvió innecesaria. También fundó una asociación cultural anglo-libanesa, que funcionó durante ocho años en el Líbano hasta 1995, cuando el dominio de Siria y su aliada Hezbolá hizo imposible continuar con ella. No cabe una semblanza de Scruton sin referencia a su amor por la música. Además de las obras que él mismo cita en el Prefacio, así como un capítulo y otros pasajes de El alma del mundo, lo manifiesta su actividad de creador y

estudioso. Ha compuesto dos óperas, con libretos escritos por él mismo. Es miembro del Future Symphony Institute, un think tank que promueve la difusión de la música clásica. Ha escrito también cuatro novelas y un libro de relatos, y un documental televisivo titulado “Por qué importa la belleza”, que produjo y emitió la BBC. Es autor de obras de divulgación filosófica. Tiene ensayos sobre filosofía política y cultura, sobre la identidad de Inglaterra, el vino o la caza. En otros examina de modo crítico corrientes de pensamiento contemporáneas, como el multiculturalismo (The West and the Rest, 2002) o los estructuralismos y neomarxismos alumbrados en el París de 1968 y entre historiadores y sociólogos británicos (Thinkers of the New Left, 1986, ampliado y actualizado en 2015 con el título Fools, Frauds and Firebrands). En español se han publicado, además de las obras ya citadas, Historia de la filosofía moderna: de Descartes a Wittgenstein (Edicions 62, 1983; Península, 2003); Filosofía para personas inteligentes (Península, 1999); Cultura para personas inteligentes (Península, 2001); su contribución al volumen colectivo Los costes sociales de la pornografía (Rialp, 2014). El presente libro es el más reciente de los tres que el autor ha dedicado específicamente a asuntos de religión. Tal vez el lector se sorprenda de que en varios capítulos no se trate de Dios. No es que Scruton pierda de vista el tema. La razón es, más bien, que en la época moderna, las objeciones a la religión no se refieren directamente a los contenidos de la fe: están más atrás. El teísmo queda simplemente descartado si se profesa un cientificismo que solo reconoce validez al conocimiento empírico y que reduce el ser humano a producto de la evolución, y la conducta inteligente, a chisporroteo de neuronas. La religión —y también la moral— es entonces, a lo sumo, una ventaja adaptativa, útil para la supervivencia de la especie, pero sin significado objetivo. Scruton no pretende defender ningún credo ni ningún artículo de fe en particular. Acude a la discusión en ese terreno previo. Argumenta que ese empirismo no solo niega valor a la religión: también deja sin sentido a la música, anula las matemáticas, torna inexplicables las relaciones interpersonales. Las explicaciones científicas son válidas —o no: la historia de la ciencia está llena de hipótesis desechadas—, pero no captan todo. La acústica revela la naturaleza física de los sonidos de una sinfonía, pero la música, aunque se da en aquello que la acústica analiza, no es lo que captan

unos sensores de intensidad, frecuencia y otras magnitudes que se pueden registrar en un fonograma. Tampoco la conducta humana resulta comprensible solo por su dimensión biológica, ni aun en sus manifestaciones más simples: la descripción y explicación de los movimientos musculares implicados no permite entender una sonrisa, que puede ser acogedora, sardónica, amarga, sincera, falsa. La tentación es dividir la realidad en dos, como hace —en expresión de Scruton— el “mito del alma”, entendida como el yo metido dentro de un cuerpo que es su cascarón; pero tal solución lleva a aporías. Scruton, inspirado en una larga tradición filosófica, propone un “dualismo cognitivo”. El mundo, y el hombre, es uno, pero se conoce de dos maneras: la de la ciencia –la explicación– y la de la comprensión. Las personas comparecen por la segunda vía, que es también la de la religión. Esta distinción de perspectivas, válidas pero inconmensurables, no aclara la cuestión ontológica. Pero muestra que, si la ciencia empírica no detecta en la naturaleza ninguna traza de Dios, eso no basta para negarlo. Esto abre la cuestión de cómo se puede encontrar a Dios, es decir: cómo Dios, que está fuera del orden natural, puede manifestarse a seres —los humanos— que pertenecen a este orden. Ha de ser mediante la comprensión, como nos encontramos las personas; no en la cadena causal propia del espacio y el tiempo. En el ámbito teleológico, el de las razones, el de las personas, se mueven los “mitos de los orígenes”, que iluminan la condición humana exponiendo su situación presente como el resultado de una historia: como la del pecado original en la Biblia o las que proponen otras tradiciones religiosas. Aunque no sean explicaciones, sino relatos —y Scruton llega a decir que la doctrina cristiana de la Encarnación es uno más—, no se pueden tomar como simples fantasías o metáforas, pues expresan verdades muy hondas que no caben en el lenguaje de la ciencia. Creo que Roger Scruton presta con este libro un valioso servicio por su inteligente crítica al cientificismo. Aun lectores que discrepen de él en algunas de sus interpretaciones de la religión, podrán agradecer la habilidad con que despeja el camino apartando la maraña de extrapolaciones de evolucionistas y neurocientíficos —más aún neurofilósofos— que, por haber alcanzado grandes hallazgos, creen poder explicarlo todo. Un reduccionismo es un simplismo que —digamos, parafraseando a Leibniz—, si acierta en lo que afirma, yerra por lo que niega.

Rafael Serrano

[1] Roger Scruton, Usos del pesimismo. El peligro de la falsa esperanza, trad. de Gonzalo Torné de la Guardia, Ariel, Barcelona, 2010. Edición original: The Uses of Pessimism: And the Danger of False Hope, Atlantic Books, Londres, 2010.

1. CREER EN DIOS

Las discusiones al uso hoy día en torno a la creencia religiosa responden, en parte, a la confrontación entre cristianismo y ciencia moderna, y en parte a los ataques del 11-S, que atrajeron la atención sobre otro enfrentamiento: entre el islam y el mundo moderno. Según una opinión muy extendida, en ambas confrontaciones la razón apunta en una dirección y la fe en la otra. Y si la fe justifica el asesinato, la fe no es una opción. Sin embargo, las dos confrontaciones tienen orígenes completamente distintos. Uno es intelectual, el otro emocional. Uno se refiere a cómo es la realidad; el otro, a cómo debemos vivir. Los intelectuales que han abrazado la causa del ateísmo a menudo dan la impresión de creer que la religión se define por una explicación general del mundo, que incidentalmente da consuelo y esperanza, pero que, como toda explicación, puede ser refutada con pruebas. Pero la religión de los islamistas no es así. No es ante todo un intento de explicar el mundo, o de mostrar qué implica la creación para el curso normal de las cosas. Proviene de una necesidad de sacrificio y obediencia. Sin duda, los islamistas sostienen muchas creencias metafísicas, entre ellas que el mundo fue creado por Alá. Pero también creen que están sometidos a los mandatos de Alá, que están llamados a ofrecerse en sacrificio por Alá, y que su vida cobrará sentido al darla por Alá. Esas creencias son más importantes para ellos que la metafísica, y no sucumbirán a intentos quisquillosos de refutar los principios básicos de teología. Esas creencias expresan una necesidad emocional que precede a los argumentos racionales y condiciona las conclusiones de la teología. Esta necesidad emocional está muy extendida, y se puede ver no solo en comunidades de carácter expresamente religioso. El deseo de sacrificio está

profundamente arraigado en todos nosotros, y es invocado no solo por las religiones, sino también por las comunidades civiles, especialmente en tiempo de emergencia o guerra. Es más: si damos crédito a Durkheim, esta es la experiencia religiosa central: la experiencia de mí mismo como miembro de algo, llamado a renunciar a mis intereses por el bien del grupo y a celebrar mi pertenencia al grupo con actos de devoción que podrían no tener otra justificación que estar mandados[1]. Otros han subrayado la conexión entre sacrificio y sentido. Patočka, por ejemplo, sostiene que el sentido de la vida, aun en el descreído siglo XX, reside en aquello por lo que la vida —la propia vida de uno— se puede sacrificar. Esta impresionante idea tuvo un profundo impacto en el pensamiento centroeuropeo en la época comunista, y en especial en los escritos de Václav Havel[2]. Pues sugiere que, en las sociedades totalitarias, donde la incesante sucesión de pequeños castigos va socavando la capacidad de sacrificio, no queda nada que sea digno de nuestra solicitud. Esto es lo que queda, en el ámbito secular, de la idea religiosa central: que lo sagrado y lo sacrificial coindicen. Por supuesto, hay una enorme diferencia entre las religiones que exigen el sacrificio de uno mismo y las que —como la de los aztecas— exigen sacrificar a otros. Si hay en la historia religiosa de la humanidad algo que pueda llamarse progreso, es la gradual preferencia por uno mismo en vez del otro como víctima primaria del sacrificio. Precisamente en esto funda el cristianismo su pretensión de superioridad moral. RELIGIÓN Y PSICOLOGÍA EVOLUTIVA Vivimos en una era de explicaciones desenmascaradoras, y los desenmascaramientos antes en boga de los sociólogos son ahora desenmascarados a su vez por la psicología evolutiva. Según una idea muy extendida, hechos sociales que antes se entendían como parte de la “cultura” se han de explicar ahora como adaptaciones, y una vez así explicados, les hemos quitado su aura, por así decir: los hemos privado de todo poder propio sobre nuestras creencias y sentimientos, y los hemos reducido a aspectos de nuestra biología. La teoría durkheimiana de la religión ha sido reinterpretada en este sentido. Las religiones sobreviven y ganan adeptos, se dice, porque favorecen las “estrategias” reproductivas de nuestros genes[3]. Al pertenecer a un grupo cuyos miembros están obligados por la regla del sacrificio, uno

obtiene sustanciales ventajas reproductivas: territorio, seguridad, cooperación y defensa colectiva. De ahí que las religiones no solo estimulen y exijan el sacrificio: muestran un vivo interés por la vida reproductiva de sus miembros. Los dioses se congregan en los ritos de paso en que una generación prepara el terreno y cede el mando a su sucesora: nacimiento, mayoría de edad, matrimonio y muerte. Están fascinados con nuestros hábitos sexuales, y en algunos casos exigen mutilación genital, circuncisión y complicados rituales de pureza sexual. Condenan severamente el incesto, el adulterio y la promiscuidad, y en general nos compelen a ejercer la sexualidad dando preferencia a los hijos futuros sobre los placeres presentes, y a la transmisión de capital social sobre el despilfarro de recursos morales. Tan perfectamente se ajustan las religiones tradicionales a las estrategias de nuestros genes, y tan implacablemente parecen favorecer el genotipo sobre el fenotipo, que uno está tentado de decir que poco o nada más queda por entender a quien busque una explicación del impulso religioso. Es una adaptación como cualquier otra, y si parece tan profundamente arraigada en nuestro interior que se diría fuera del alcance de la argumentación racional, eso es justamente lo que cabía esperar, pues así es como se transmiten las adaptaciones. Por tanto, si adoptamos el punto de vista de la psicología evolutiva y damos por válidas tanto las recientes defensas de la “selección grupal” como el ataque contra el “modelo sociológico estándar” del comportamiento social, llegamos a una descripción de la creencia religiosa que parece descartar por completo sus credenciales de racionalidad, por ilusorias en sí mismas y a la vez irrelevantes para la forma y la fuerza del sentimiento religioso[4]. Es importante afrontar esta tesis desde el principio, pues uno de mis objetivos es indicar que las explicaciones funcionales de tipo evolucionista no afectan al contenido de nuestras creencias y emociones religiosas. Tengo dos razones para decir esto. La primera es la siguiente: las explicaciones como las que se han popularizado en la literatura contemporánea pasan por alto el aspecto de nuestros estados mentales que es más importante para nosotros, y por el cual entendemos los motivos del otro y actuamos en consecuencia; ese aspecto es la intencionalidad: que se refiere a algo. Una buena ilustración de esta idea es el tabú del incesto. Según Freud, el tabú es poderoso porque se interpone en el camino de un deseo poderoso. Nos repugna el incesto porque inconscientemente queremos cometerlo. Los psicólogos evolucionistas rechazan esa explicación: nos dicen que la

repugnancia al incesto surge no porque queramos cometerlo, sino porque no queremos. No queremos porque no quererlo es un rasgo adquirido por selección natural. Los seres humanos a los que no repele el incesto han muerto en su mayoría. Científicamente hablando, no hay duda de con qué teoría debemos quedarnos. Freud no da una verdadera explicación causal del tabú del incesto, sino que más bien lo reinterpreta como parte de una estrategia racional, aunque seguida por el inconsciente. Para hacer funcionar su explicación, Freud tiene que inventar una entidad, el inconsciente, de cuya existencia no tenemos más indicios, o solo indicios que vienen de otras pseudoexplicaciones del mismo tipo. Sin embargo, podemos sentir cierta simpatía por Freud. Pues él quiere explicar no solo por qué está prohibido el incesto, sino también por qué el pensamiento del incesto nos afecta en lo más hondo de nuestro ser. El asco que sentimos, y que llevó a Edipo a clavarse un puñal en los ojos y a Yocasta a ahorcarse, tiene una intencionalidad o dirección peculiar. Se dirige a la idea de que esta persona es mi hermana, madre, hermano o padre, y me dice que cualquier contacto sexual con ella sería una especie de corrupción, sería echar a perder algo que después ya nunca será lo mismo. El incesto, pues, se ve como un crimen existencial que cambia lo que somos para nosotros mismos y para los demás. Desde el punto de vista de la evolución, bastaría que el incesto provocara repugnancia de la misma manera que la provocan la carne podrida o las heces. Los procesos mentales no añaden nada a la función reproductiva. Al contrario: la ponen en peligro, al envolverla en la peculiar intencionalidad de nuestras relaciones personales, haciéndonos sacar este error reproductivo del oscuro reino de la biología a la luz de la reflexión moral y, así, haciéndonos encontrar no solo razones contra el incesto, sino también razones a favor: como las comunes entre los faraones egipcios, o como las que se impusieron a Segismundo y Siglinda en su único momento de gozo. Pero esto significa que hay algo en el tabú del incesto que la explicación evolucionista no explica: su intencionalidad, su aspecto más importante para nosotros, por el que el incesto entra en nuestro pensamiento y es a su vez transformado en algo que puede ser tanto deseado como prohibido. Y eso, sin duda, es lo que nos atrae en Freud: que su explicación, por más débil que sea como ciencia, es un intento de explicar lo específico del tabú del incesto y de mostrar por qué nosotros, seres racionales, personales, conscientes, lo

experimentamos como un tabú, mientras que otros animales sencillamente no lo practican (a no ser, claro, que lo practiquen). PUNTOS DE VISTA INTERNOS Y EXTERNOS Esto me lleva a mi segunda razón para descartar las explicaciones evolucionistas: que no pueden atender al orden interno de nuestros estados mentales. La evolución explica la conexión entre nuestros pensamientos y el mundo, y entre nuestros deseos y su cumplimiento, con razones pragmáticas. Pensamos y sentimos de la manera que favorece la meta de reproducirse. Pero nuestros estados mentales no tienen tal meta. Buscamos lo verdadero, lo bueno y lo bello, aunque lo falso, lo repugnante y lo desordenado podrían muy bien haber sido igual de útiles a nuestros genes. El caso de las matemáticas es especialmente elocuente. Podríamos haber evolucionado sin la capacidad de entender el campo de la verdad matemática y, sin embargo, estar igual de bien adaptados para resolver los pequeños problemas aritméticos que encuentra el cazador-recolector. Entonces, ¿cómo se explica el hecho crucial: que nuestro pensamiento “se aferra” a un ámbito de verdades necesarias y va infinitamente más allá de los problemas que necesitamos resolver? Una vez pasado lo peor —aprender a contar—, la especie humana fue capaz de adentrarse en este nuevo territorio para gozar del suculento fruto del conocimiento inútil, construir teorías y demostraciones y, en general, transformar su visión del mundo, sin provecho alguno para su potencial reproductivo, o con provecho que llega demasiado tarde para ejercer alguna presión evolutiva en favor de la investigación que lo produce. La teoría evolucionista puede darnos un esquema del surgimiento de las operaciones aritméticas básicas, pero uno podría entender el esquema sin entender matemáticas. Y del razonamiento matemático surge la auténtica cuestión filosófica, la cuestión que la biología nunca podría resolver: ¿de qué tratan las matemáticas? ¿Qué son los números, conjuntos y cardinales transfinitos? Pero las matemáticas no son un caso especial. De muchas maneras, las personas adquieren una mejor comprensión del mundo interpretando signos y símbolos; e incluso si ello confiere una ventaja adaptativa, la interpretación también despliega una visión del mundo distinta de la que ofrece la teoría de la evolución[5]. El lenguaje es el caso más llamativo. No sabemos cómo

surgió. Pero sabemos que nos hace capaces de entender el mundo como ningún animal mudo podría entenderlo. El lenguaje nos hace capaces de distinguir la verdad y la falsedad; el pasado, el presente y el futuro; lo posible, lo actual y lo necesario, etc. Podemos decir que vivimos en un mundo distinto del que habitan las criaturas sin lenguaje. Ellas viven inmersas en la naturaleza; nosotros permanecemos para siempre en el borde de la naturaleza. Como las emociones y los motivos se fundan en pensamientos, nuestra vida emocional y nuestros motivos para obrar son de un género completamente distinto a los de los otros animales. Sin duda por eso hemos de poner en cuestión esas teorías que definen el altruismo como una “estrategia evolutiva estable”; teorías defendidas y afinadas por John Maynard Smith, David Sloan Wilson, Elliott Sober, Matt Ridley y otros[6]. Pues en las personas, el altruismo no es algo meramente instintivo, aunque tenga un componente instintivo. Es también una respuesta pensada, basada unas veces en el agapé o amor al prójimo, otras en complejas emociones interpersonales como el orgullo o la vergüenza, que a su vez se fundan en el reconocer al otro como mi semejante. En las personas, el altruismo siempre implica juzgar que lo que es malo para el otro es algo que yo tengo un motivo para remediar. Y la existencia de tal pensamiento es precisamente lo que no explica la teoría de que el altruismo sea también una estrategia dominante en el juego de la reproducción. Así como las matemáticas nos descubren el mundo de las necesidades matemáticas, la moralidad nos descubre el mundo de los valores, y la ciencia el mundo de las leyes naturales. Pensamos sobre el mundo, y esto significa dirigir el pensamiento más allá de nuestras necesidades genéticas, hasta el mundo del que formamos parte. Desde el punto de vista evolutivo, es pura casualidad que hayamos dado ese paso desde el instinto útil al pensamiento objetivo. El filósofo Thomas Nagel sostiene que tal cosa no puede ser mera casualidad, y sugiere que el universo debe, por tanto, estar gobernado por leyes teleológicas. En opinión de Nagel, es una ley de la naturaleza que nuestro pensamiento científico tienda a la verdad, nuestra moralidad al bien y, quizás —aunque él no llega tan lejos—, nuestro gusto a lo bello[7]. Volveré sobre esa propuesta radical en capítulos posteriores. Pensemos lo que pensemos al respecto, debemos reconocer que la psicología evolutiva no puede dar una visión completa ni de nuestros estados mentales, ni del universo representado en ellos. La misma teoría de la evolución es una teoría

científica. Tenemos razones para creerla solo porque confiamos en que la objetividad de nuestro pensamiento no es un subproducto accidental del proceso evolutivo, sino una guía imparcial para explorar la realidad, cuyas credenciales no se reducen a sus ventajas adaptativas. La teoría de la evolución puede parecer que ofrece una perspectiva externa de la ciencia. Pero está escrita en el lenguaje de la ciencia. Si la teoría realmente ofreciera una perspectiva externa, entonces cabría que hubiese llegado a la conclusión de que las creencias falsas son más útiles para sobrevivir que las verdaderas, y por tanto que todas nuestras creencias son probablemente falsas. Pero, entonces, ¿qué pasaría con la teoría que así dice? Si es verdadera, probablemente es falsa. En otras palabras, si intentamos dar la preeminencia al naturalismo por esta vía, nos topamos con una versión de la paradoja del mentiroso, un obstáculo ante el que solo cabe una reacción: ¡vuelta atrás! NATURALISMO Esto me lleva de nuevo a la religión. Explicar la religión en función de su utilidad reproductiva es dejar sin explicar y ni siquiera captar lo esencial del fenómeno, que es el pensamiento religioso: la intencionalidad del impulso al sacrificio, de la necesidad de dar culto y obedecer, de la turbación del que se acerca a las cosas santas y prohibidas e implora su permiso. Por supuesto, de ahí no se sigue que la explicación de este pensamiento se halle fuera de las circunstancias biológicas y sociales de la persona que lo tiene. Los pensamientos religiosos podrían ser como los de los sueños, que remitimos no a los objetos representados en ellos, sino a cosas que pasan en el sistema nervioso durante el sueño. De hecho, hay culturas en que los sueños se consideran como el vehículo principal por el que los dioses y sus obras se dan a conocer. Por esa misma razón, sin embargo, esas culturas no comparten nuestras teorías sobre el origen orgánico de los sueños. Más bien piensan que los sueños dan acceso a otro mundo y a los seres que lo habitan. Es fácil ver, a partir de la comparación con los sueños, que hay un problema real en torno a la epistemología de los pensamientos religiosos. La tradición teológica que hemos heredado —que comienza con Platón y Aristóteles, y alcanza su máxima elaboración en la época medieval con Avicena, Averroes, Maimónides y Tomás de Aquino— tiende a afirmar que hay un único Dios, creador y conservador del mundo físico, pero que a la vez

es trascendente, está fuera del espacio y del tiempo y, por tanto, no es parte del mundo físico. Si saltamos varios siglos, hasta la Crítica de la razón pura de Kant, y luego un poco más, hasta la teoría de la relatividad de Einstein, llegamos a la conclusión de que un Dios así no puede ser parte del sistema de causas, pues el continuo del espacio-tiempo es la matriz en que se dan las causas. Si existe algo que se pueda llamar —en palabras de Eliot— «el punto de intersección de lo intemporal con el tiempo», la física no puede descubrirlo. En cuyo caso no puede haber conexión causal entre Dios y nuestros pensamientos sobre él. Quine y otros sostienen que la epistemología debe ser “naturalizada” para que dé la explicación empírica de nuestro conocimiento, en vez de un supuesto fundamento a priori de él[8]. Según esos pensadores, deberíamos mirar las cuestiones epistemológicas desde fuera, como cuestiones que atañen a la relación entre un organismo y su medio ambiente. Las creencias verdaderas y las percepciones verídicas son creencias y percepciones que relacionan al organismo con su medio como es debido, que le dan información fiable sobre las causas de ellas. Las ilusiones y las creencias falsas ejemplifican “cadenas causales anómalas”, y se han de explicar no por referencia a los objetos representados en ellas, sino de otra manera: como se explican los sueños, por ejemplo. Según esta teoría, nuestra ontología consiste en todos esos objetos a los que remite la verdadera explicación de nuestras creencias. No incluye las criaturas que aparecen en nuestros sueños ni los personajes de ficción; como tampoco los dioses y espíritus, por más queridos que nos sean, y por más imposible que nos resulte liberarnos de la creencia de que existen. Sin embargo, si Dios es un ser trascendente, si vive fuera del continuo del espacio-tiempo, entonces es una verdad profunda, necesaria quizás, que Dios no ejerce influencia causal alguna en las creencias que lo tienen por objeto… ni en cualquier otra cosa que suceda en el espacio y el tiempo. Si esto basta para excluir a Dios de nuestra ontología, entonces hay que excluir también muchas otras cosas. También tenemos creencias sobre números, conjuntos y otros objetos matemáticos. Y también estos están fuera del espacio y del tiempo, o en todo caso no ejercen influencia causal en el mundo físico. Naturalmente, por eso mismo es discutido el estatuto de las verdades matemáticas. ¿Las matemáticas describen algún ámbito trascendental de objetos eternamente existentes? ¿O de alguna manera esbozan las leyes del

pensamiento, pero sin verdadero compromiso ontológico? No es este el lugar para examinar esas cuestiones, que han absorbido las energías de todas las grandes cabezas filosóficas desde Platón hasta hoy. Basta decir que en torno al tema de la verdad matemática se ha avanzado en sofisticación, pero no en consenso. Y esto significa que al tema de la verdad teológica no se le puede dar carpetazo tan fácilmente como quieren los ateos. Los monoteístas están obligados por su propia teología a admitir que la explicación causal de su creencia en Dios puede no hacer referencia al Dios en que creen. Que esta creencia debe ser explicada en términos de procesos biológicos, sociales o culturales, es una verdad contenida en la creencia misma. Entonces, ¿cómo pueden esas explicaciones mostrar que la creencia es falsa? LA PRESENCIA REAL Eso no es un argumento a favor de la verdad de la creencia religiosa, sino solo una sugerencia que librará al creyente de la carga de la prueba. Supone exigir al ateo que busque argumentos dirigidos al contenido de la creencia, no a su origen, Pero surge un problema nuevo, bien conocido de la teología judía, cristiana y musulmana desde principios de la Edad Media, y es el problema de la presencia de Dios. Este problema será mi punto de partida, y por eso ahora tengo que plantearlo con todo cuidado. Que Dios está presente entre nosotros y se comunica directamente con nosotros es una afirmación central del Antiguo Testamento. Esta “presencia real” o shekiná es, sin embargo, un misterio. Dios se revela ocultándose, como se ocultó de Moisés en la zarza ardiente, y como se oculta de los fieles en el Tabernáculo (mishkán) y el Santo de los Santos. Los nombres shekiná y mishkán derivan del verbo shakán: habitar o establecerse; en árabe, sakana, del que deriva el sustantivo sakinah, usado en distintas partes del Corán (v.gr., al Baqara, 2, 248) para designar la paz y el consuelo que viene de Dios. Habitar y establecerse son los temas subyacentes a la Torá, que nos cuenta la historia de la Tierra Prometida y del pueblo que finalmente se asienta allí para construir en Jerusalén el Templo cuyos diseño y rituales fueron dados a Moisés, y que será para Dios un lugar donde habitar. Como deja claro la narración, el pueblo elegido no es el único que va en busca de un lugar donde asentarse: también Dios, que solo puede habitar en medio de ellos estando ritualmente oculto a ellos. Como le dice Dios a Moisés, «ningún

hombre verá mi rostro y quedará con vida» [Ex 33, 20]. Y toda la atormentada historia de la relación entre Dios y el pueblo elegido nos pone ante los ojos la terrible verdad: que Dios no puede mostrarse en este mundo sino escondiéndose de aquellos a quienes atrapa haciéndolos confiar en él, como atrapó a los judíos. El conocimiento de su presencia va unido a la imposibilidad de encontrarlo. Metafísicamente hablando, esto es lo que cabía esperar. No es solo que la intervención de un Dios trascendente en el mundo del espacio y del tiempo sería un milagro (aunque los milagros, por las razones que expusieron Spinoza y Hume, no son las simples excepciones que sus defensores dicen). Es más bien que resulta difícil entender cómo esto, aquí y ahora, puede ser una revelación de un ser eterno y trascendente. Un encuentro personal directo con Dios, si se entiende a Dios a la manera filosófica de Avicena o Tomás de Aquino, no es más posible que un encuentro personal directo con el número dos. «Ahora vemos como en un espejo, confusamente; entonces veremos cara a cara», dice san Pablo [1 Cor 13, 12]. Sin embargo, por “entonces” entiende “más allá del aquí y ahora”, en el ámbito trascendente que habita Dios. San Pablo puede parecer que niega la naturaleza oculta de Dios; en realidad, está afirmándola. Y, sin embargo, la experiencia de la “presencia real” está en el corazón de la religión revelada, y es fundamento de la liturgia y el ritual tanto de la sinagoga como de las principales Iglesias cristianas. Es importante captar esto. Muchos de los que hoy escriben contra la religión —y, concretamente, contra la religión cristiana— parecen pensar que la fe consiste solo en sostener creencias de tipo cosmológico en relación a la creación del mundo y la esperanza en la vida eterna. E imaginan que esas creencias son, en cierto modo, rivales de las teorías de la física y están expuestas a refutación por todo lo que sabemos de la evolución del universo. Pero los verdaderos phenomena de la fe no son así. Incluyen la oración y la vida de oración; el amor de Dios y el sentido de su presencia en la vida del fiel; obediencia y sumisión ante la tentación y las cosas de este mundo; la experiencia de que ciertos tiempos, lugares, objetos y palabra son “sagrados”, es decir, en expresión de Durkheim, «puestos aparte y prohibidos», reservados para usos que solo se pueden comprender bajo el supuesto de que esas experiencias median entre este mundo y otro que no se nos revela de otra manera. De estas ideas surgen dos cuestiones inmensamente difíciles. No son

cuestiones que inquieten a los creyentes comunes. Pero son fundamentales para entender qué está en juego en la cosmovisión religiosa. La primera es metafísica: ¿Cómo puede lo trascendente manifestarse en lo empírico, para que el Dios eterno sea una presencia real en la vida de sus fieles de la tierra? La segunda es conceptual: ¿Qué pensamiento anima el encuentro con lo sagrado, o sea, qué conceptos, creencias y percepciones definen la intencionalidad de la fe? Dejo para más adelante la primera de estas cuestiones porque no creo que se pueda responder hasta que nos hayamos aclarado con la segunda. Con razón pensamos que hay algo misterioso y quizás inexplicable en la “presencia real”. Pero nadie que tenga la experiencia de ello se inclina a pensar que es mera ilusión: se acredita por sí sola ante nosotros con una autoridad que hace enmudecer el escepticismo, aunque a la vez queda abierta a interpretación. Tal fue la nuit de feu de Pascal: la noche del 23 de noviembre de 1654, cuando, durante dos horas, experimentó la certeza total de que estaba en la presencia de Dios: «El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, no el Dios de los filósofos y de los sabios»; en otras palabras, un Dios personal, íntimamente revelado, no aparecido al conjuro de un argumento abstracto. «Père juste, le monde ne t’ai point connu, mais je t’ai connu» [cfr. Jn 17, 25], escribió entonces en el trozo de papel en que registró la experiencia: palabras asombrosas, que solo una completa convicción pudo haber engendrado. RELIGIÓN Y MAGIA Cuando los antropólogos abordaron por primera vez el tema de la mentalidad religiosa, muy pronto descubrieron pautas de pensamiento muy extendidas entre los seres humanos, y también difíciles o imposibles de asimilar a los objetivos y métodos de la investigación científica. Aunque sir James Frazer escribe (en The Golden Bough) como si el pensamiento mágico naciera como un conato de ciencia —usado para predecir y dominar el alcance de las acciones humanas—, sin duda está muy claro tanto que la magia, al contrario que la ciencia, no representa el mundo como totalmente independiente de la voluntad del que intenta entenderlo, como que la magia pretende no tanto predecir resultados cuanto dominarlos. El instrumento primario de la magia es el conjuro. A diferencia de una inferencia científica, un conjuro se dirige directamente al mundo natural, mandándole obedecer los

deseos del que lo pronuncia. Aunque el mago necesite invocar poderes ocultos para obtener la cooperación de dioses y espíritus, no pretende descubrir cómo funciona la naturaleza, ni usar las leyes de la naturaleza para producir el efecto deseado. Pretende ahorrarse por completo la predicción para dirigirse a la naturaleza como a un sujeto a semejanza de él mismo: como algo que puede someterse a sus mandatos y ser movido por su súplica[9]. Muchos condenarían tal pretensión como superstición e idolatría. Pero, aunque dejemos atrás el pensamiento mágico, en la mentalidad religiosa permanece la idea central de otro sujeto, el dios al que uno dirige sus pensamientos y sentimientos. La presencia real no es la de una misteriosa fantasía, un espectro que merodea ni una visión. Es la presencia de un sujeto, una primera persona del singular a la que uno puede dirigirse, implorar, argumentar y amar. Los creyentes pueden no creer completamente y del todo que en sus oraciones se dirigen a otro sujeto: su fe puede ser débil y vacilante, o pueden llegar al momento sagrado con algún distanciamiento estético, o de una manera u otra pueden no entregarse por entero a la experiencia inmediata. Pero su estado mental está “dirigido a un sujeto”. Tiene la intencionalidad particular que informa todas nuestras actitudes interpersonales, y que se adhiere a ellas porque son formas de dirigirse una persona a otra: una disposición a dar y aceptar razones, a hacer peticiones y también a responder a peticiones, un reconocimiento de la libertad de uno frente al otro, con todos los bienes y peligros que implica. Una disposición, podríamos decir, recordando la historia veterotestamentaria de Jacob y el ángel, a “luchar con Dios”: la idea significada en el nombre Isra-el. Quienes buscan a Dios, ni buscan la demostración de la existencia de Dios, ni les sería de ayuda ser persuadidos, digamos, por las cinco vías de Tomás de Aquino, o por la versión del argumento cosmológico formulada por Avicena, o por cualquiera de esos especiosos argumentos que han circulado en los últimos años sobre la improbabilidad de que el universo fuera justamente como es si no hubiera sido creado por Dios[10]. No buscan argumentos, sino un encuentro de sujeto a sujeto, cosa que se da en esta vida pero que a la vez se extiende de alguna manera más allá de esta vida. Quienes afirman haber encontrado a Dios siempre escriben o hablan en esos términos: dicen haber encontrado la intimidad de un encuentro personal y un momento de confianza. Los grandes testigos de esto —santa Teresa de Jesús, Margery

Kempe, san Juan de la Cruz, Rumi, Pascal— sin duda nos persuaden de que al menos una parte del encuentro con Dios consiste en la irrupción en la conciencia de un estado mental intersubjetivo, pero que conecta con un sujeto que no es meramente humano. E incluido en ese estado mental está el sentido de reciprocidad, de que el Otro se dirige a mí, de tú a tú. Pero la historia no acaba aquí. Resulta evidente, al menos desde Durkheim, que la religión es un fenómeno social, y que la busca individual de Dios responde a una profunda necesidad de la especie. Los seres humanos desean “compartir su suerte” con algo, dejar de estar proscritos, rechazados, geworfen, no ser meros individuos, y pertenecer a una comunidad, aun si el precio es la sumisión o islam. Las personas se unen de muchas maneras, y algunas, como los eremitas, quieren estar solas con su Dios. Pero la tendencia normal del impulso religioso es a la pertenencia, por la que entiendo una red de relaciones que no son ni contractuales, ni negociadas, sino que se reciben como un destino y un don. Uno de los puntos débiles de la filosofía política moderna es que da muy poco espacio a las relaciones de esta clase: las relaciones de pertenencia que preceden a la opción política y la hacen posible. Pero, como sostengo en el capítulo 4, son el núcleo de toda verdadera comunidad y se reconocen precisamente por su carácter “trascendente”, es decir, un carácter que surge de fuera del ámbito de la opción individual. Durkheim señalaba que uno no simplemente cree en una religión, sino —lo que es más importante— pertenece a una religión, y que las disputas sobre doctrinas religiosas no son simplemente, por regla general, discusiones en torno a abstrusas cuestiones metafísicas, sino intentos de fijar un criterio de pertenencia y, por tanto, una manera de identificar y excluir a los herejes que amenazan a la comunidad desde dentro. LA RELIGIÓN Y LO SAGRADO Pero ¿qué distingue la identidad religiosa de, digamos, el parentesco, la nacionalidad, las lealtades tribales o la conciencia de que una tierra y unas costumbres son “nuestras”? Según Durkheim, «una religión es un sistema unificado de creencias y prácticas relativas a cosas sagradas, es decir, cosas puestas aparte y prohibidas; creencias y prácticas que unen en una misma comunidad moral, llamada “Iglesia”, a todos los que se adhieren a ellas».

Pero esta definición simplemente traslada el problema a los conceptos enunciados en ella, los conceptos de sagrado e Iglesia. La caracterización parentética que hace Durkheim de lo sagrado como “puesto aparte y prohibido” es sugerente, pero dista mucho de ser satisfactoria. Queremos saber de qué modo las cosas sagradas están puestas aparte y cómo están prohibidas. No están prohibidas al modo como lo está el chocolate por los padres de un niño o conducir bebido por el Estado. En el contexto religioso, lo que está prohibido para una persona está permitido o incluso exigido para otra. La hostia que el creyente común no puede tocar sin sacrilegio, sin embargo, se le puede ofrecer junto al altar de manos del sacerdote. Y en la tradición católica, el fiel está obligado a recibir el sacramento dos veces al año. Una cosa está clara: las viejas teorías de la magia, representadas por sir Edward Burnett Tylor, Frazer y las escuelas decimonónicas de antropología, no explican lo sagrado. En la magia hay algo de prosaico, de aquí y ahora, de utilitario, que tiene poco o nada en común con la reverencia que inspiran, por su carácter ultramundano, las cosas sagradas. Consideremos los ejemplos que nos son familiares: la Eucaristía y los objetos de culto; las oraciones con que nos dirigimos a Dios; la Cruz, el rollo de la Torá, las páginas del Corán. Los fieles se acercan a esas cosas con reverencia, no porque tengan poder mágico, sino porque parecen estar a la vez en nuestro mundo y fuera de él: como un puente entre lo inmediato y lo trascendente. Están a la vez presentes y ausentes, como el mishkán y lo que oculta a nuestra vista. Eso, en efecto, parece ser un rasgo de lo sagrado en todas las religiones. Objetos, palabras, animales, ceremonias, lugares sagrados: todo parece estar en el horizonte de nuestro mundo, mirando, por un lado, a lo que no es de este mundo porque pertenece a la esfera de lo divino, y, por otro, al interior de nuestro mundo, para encontrarse con nosotros cara a cara. Por medio de las cosas sagradas podemos influir en lo trascendente y recibir su influjo. Si en este mundo hay alguna presencia de lo divino, ha de ser en la forma de un acontecimiento, momento, lugar o encuentro sagrado: al menos así hemos creído siempre los humanos. Hay verdad en lo que dice Durkheim: que las cosas sagradas están de alguna manera prohibidas. Pero lo prohibido es tratar una cosa sagrada como si perteneciera al orden común de la naturaleza: como si no tuviera función de mediación. Tratar una cosa sagrada de esa manera ordinaria es una

profanación[11]. Un paso ulterior a la profanación es el sacrilegio, por el que un objeto sagrado es arrancado de su condición separada de lo común y arrojado o reducido de alguna manera a la condición contraria hasta hacerlo vulgar y repugnante. La tradición judaica es rica en ejemplos de lo sagrado: de hecho, el Templo era una especie de depósito de cosas sagradas, y se alzaba como símbolo de la presencia protectora de Dios durante los años gloriosos del triunfo judío, así como más tarde, cuando los judíos pudieron negociar suficiente autonomía para conservar la Ciudad Santa como propia. La destrucción del Templo por los romanos en el año 70 fue acompañada de sacrilegios, como el saqueo de vasos sagrados por paganos o la quema de los libros santos. Esos actos fueron vividos por los judíos como un profundo trauma existencial: la repetición del trauma de la primera profanación, unos seiscientos años antes, que es el tema de las Lamentaciones de Jeremías. En ambas ocasiones, lo que pensaron los judíos fue lo siguiente. Esos objetos sagrados están bajo la protección de Dios mismo: le pertenecen, son su propiedad. Por eso son santos. Entonces, si Dios permite que sean profanados, es porque nos ha abandonado: ha rechazado nuestras ofrendas y las prácticas con que actualizamos su presencia entre nosotros. Ese es el aterrador pensamiento que recorre las Lamentaciones, un texto que intenta hallar sentido al sacrilegio contra el Templo viéndolo precisamente como la manera que usa Dios para dejar claro que se ha apartado de nosotros, retirando la protección sobre su Templo y sobre su pueblo. Frazer y sus contemporáneos quedaron hondamente impresionados por el concepto polinesio de tabú, palabra que desde entonces ha pasado a todos los idiomas. Objetos, personas, palabras, lugares son tabú cuando se deben evitar, cuando no podemos tocarlos, acercarnos a ellos o aun pensar en ellos sin contagiarnos. Un tabú puede ser impuesto sobre algo, a semejanza de una maldición, o puede pegarse a cualquier clase de cosas: objetos, animales, alimentos, personas, palabras, lugares, tiempos. La idea de tabú va acompañada de la noción complementaria de mana, la fuerza espiritual que ciertas cosas encierran e irradian, por virtud de la cual pueden causar cambios en el entorno humano. Toda una cosmovisión está contenida en las ideas de tabú y mana, y no sorprende que los antiguos antropólogos intentaran extenderlas a todas las religiones. Así, las leyes sobre alimentos expuestas en el Levítico a menudo se ponen como ejemplos de tabúes[12]. Y tal vez deberíamos intentar entender lo sagrado a la luz de este concepto: una cosa se

hace sagrada cuando las maneras corrientes de usarla son tabú, y cuando, usada de cierta manera especial, posee un mana propio. ¿Adelantamos algo con eso? Un tabú existe, pensaba Freud, para prohibir algo que es intensamente deseado. Es la respuesta colectiva a la tentación individual. El principal campo de batalla de la tentación es el sexo, y el principal tabú es el que prohíbe el incesto, en especial el incesto entre hijo y madre: el tabú impuesto por el primer padre a sus hijos. Así, en Tótem y tabú, Freud presenta una teoría de la religión primitiva en la misma línea que la teoría del complejo de Edipo. Y la teoría tiene un interesante corolario: que la reverencia religiosa y el sentido de lo sagrado pertenecen al mismo ámbito psíquico que el deseo sexual y su ética concomitante de pureza e impureza. Freud llega a esta conclusión a partir de la controvertida —y, de hecho, desacreditada— teoría del complejo de Edipo. Pero esa es una conexión que se ha hecho de distintas maneras a lo largo de siglos. Por ejemplo, la hace Dante a propósito de Beatrice, objeto prohibido de su deseo erótico, que le revela los misterios del Paraíso. Muchos dirían hoy que la teoría freudiana del tabú es arbitraria, fruto de la misma colección de temas obsesivos y fobias de la que procede su teoría, francamente increíble, de la sexualidad infantil. Pero detrás de la teoría hay una idea interesante: la cualidad de prohibidas que tienen las cosas sagradas es una característica tan extraña, y carga a los que la experimentan con exigencias sociales y psicológicas tan fuertes, que necesita una explicación especial. De alguna manera ha de entrar esta extraña idea en una comunidad humana, transformándola de un grupo diluido de individuos que compiten entre sí en una unidad social aunada por su sentido del significado trascendente de los rituales que comparten sus miembros. Así pues, Tótem y tabú es una teoría de la “hominización”, de la transición desde la tribu simiesca a la comunidad humana. Según la teoría, esta transición se verifica a causa del pecado original de parricidio, a resultas del cual toda la comunidad queda vinculada por prohibiciones y sometida a la carga inconsciente de la culpa colectiva. Precisamente esa concepción subyace a la no menos imaginativa teoría de lo sagrado desarrollada por René Girard en La violencia y lo sagrado (1972) y obras posteriores. Vale la pena recordarla ahora, pues mi argumento tocará muchos de los temas que la motivan.

PENSAMIENTOS SOBRE GIRARD Girard comienza con una observación que no puede dejar de hacer un lector imparcial de la Biblia hebrea o del Corán: la religión monoteísta puede prometer paz, pero también está profundamente implicada en la violencia. Esos escritos nos presentan a un Dios que se aíra a menudo, es dado a locos arrebatos de destrucción y pocas veces merece los epítetos que le dedica el Corán: al-raḥmān al-raḥīm, “el compasivo, el misericordioso”. Hace exigencias indignantes y sanguinarias, como la de que Abraham sacrifique a su hijo. Esta concreta exigencia, crucial para las tres religiones abrahámicas, es, según Kierkegaard, la prueba suprema para la fe, prueba a la que Abraham debe responder con una “resignación infinita”, y reconocer así que todo, incluido su hijo, pertenece a Dios. Otros, en cambio, ven en esta historia una provocación, que invita a condenar la religión por ser una fuerza que puede prevalecer hasta sobre los más severos imperativos morales[13]. Para Girard, sin embargo, la historia tiene un significado enteramente distinto. Ilustra el verdadero papel de la religión, no como la causa de la violencia, sino como la solución a la violencia, aun si la solución ha de tomar, como aquí, la forma de una ofrenda sacrificial. La violencia misma viene de otro origen, y no hay sociedad sin ella, pues es engendrada por el mismo intento de los seres humanos de vivir juntos como individuos, en vez de como miembros de un hatajo o un rebaño. Lo mismo se puede decir también de la obsesión con la sexualidad: la religión no es la causa, sino un intento de solución. En estas dos ideas, Girard está próximo a Freud, y de hecho, Tótem y tabú es una de las obras que más cita. Girard piensa que la condición primitiva de la sociedad era el conflicto. Del esfuerzo por resolver este conflicto nace la experiencia de lo sagrado. Esta experiencia se da de muchas maneras —en el ritual religioso, en la oración, en la tragedia—, pero su verdadero origen es un acto de violencia comunitaria. En cuanto las sociedades primitivas salen del estado de naturaleza y de la esclavitud de la vida animal, son invadidas por el “deseo mimético”, al luchar unos por igualar las adquisiciones sociales y materiales de sus rivales, de modo que excitan el antagonismo y desencadenan el ciclo de la venganza. Esta forma humana de violencia no es una “guerra de todos contra todos”, como la que atribuye Hobbes al estado de naturaleza. Es ya un fenómeno social que implica un fuerte sentido del otro como semejante a mí.

La solución a esta clase de violencia es identificar una víctima, marcada por el destino como “ajena” a la comunidad y, por tanto, sin título para ser vengada, que pueda ser objeto de la sed acumulada de sangre y que pueda poner fin a la cadena de castigos. El chivo expiatorio es la manera que tiene una sociedad de recrear “diferencia” y así restaurarse. Uniéndose contra el chivo expiatorio, los miembros de la comunidad son liberados de sus rivalidades y se reconcilian. Mediante su muerte, la víctima purga la sociedad de violencia. La santidad resultante de la víctima es el eco prolongado de la reverencia, el alivio y la reunificación visceral con la comunidad que se experimentó con su muerte. Mediante el incesto, la realeza o la hybris mundana, la víctima se distingue como el extraño, el que no está con nosotros, y al que, por tanto, podemos sacrificar sin reanudar el ciclo de la venganza. La víctima, pues, es a la vez sacrificada y sagrada, la causa de los males de la ciudad y su remedio. La experiencia de lo sagrado no es, según esto, un residuo irracional de miedos primitivos, ni una superstición que algún día será barrida por la ciencia. Según Girard, es una solución a la agresión acumulada que anida en el corazón de las comunidades humanas. Sin embargo, es una solución que, en su versión original, pone la violencia en el centro de las cosas. Con un curioso argumento, Girard sugiere que Jesús fue la primera víctima expiatoria que comprendió la necesidad de su propia muerte y que perdonó a quienes se la infligieron. Y al someterse a la muerte, sostiene Girard, Jesús dio la mejor prueba, quizás la única prueba posible, de su naturaleza divina. Era el Cordero de Dios, la víctima inocente, y también el Emmanuel, Dios con nosotros, que vino a liberarnos de la violencia que hasta entonces estaba encerrada en el corazón de nuestras comunidades[14]. Sobre él cargaron todos los pecados del mundo —pecados de envidia, rivalidad y malicia—, y él aceptó la muerte que esos sentimientos en el fondo anhelan. Esta idea mística es celebrada en la Eucaristía cristiana, cuando los comulgantes actualizan el sacrificio del Dios que tomó sobre sí los pecados de ellos y así les obtuvo el perdón. El Parsifal de Wagner anticipa la interpretación girardiana de la Eucaristía, y también la paz inefable que fluye del momento de nuestra redención. El sacrificio que el Redentor hace de sí mismo torna el conflicto en perdón y la violencia en paz. Tal es el significado de la sublimemente serena música del Viernes Santo, en el tercer acto; música que representa el rostro sonriente del

mundo el día en que se realiza el sacrificio. La teoría girardiana del sacramento es también anticipada por Hegel: «En los sacramentos —dice—, la reconciliación se lleva al sentimiento, al aquí y ahora de la conciencia presente y despierta; y todas las múltiples acciones quedan reunidas bajo el aspecto de sacrificio»[15]. Girard, al igual que Hegel, afirma estar describiendo rasgos profundos de la condición humana que se pueden observar tanto en los cultos mistéricos de la antigüedad y en los santuarios del hinduismo como en el rito cotidiano de la Eucaristía. Y como Hegel, Girard quiere distinguir la religión cristiana con un trato especial. Los sacramentos cristianos representan la solución que no fueron capaces de hallar las búsquedas anteriores de lo sagrado: el autosacrificio de Dios. Con independencia del valor que pueda tener Girard como apologista cristiano, su narrativa no explica qué es considerar sagrada una cosa. Girard se apoya en que el animal del sacrificio es considerado sagrado por quienes lo sacrifican. Pero ¿por qué? ¿Responde la teoría a la pregunta o más bien la supone ya respondida? Reformular la teoría con el lenguaje de la psicología evolutiva es esquivar la cuestión. Se puede describir un ritual como una adaptación sin hacer referencia a cómo los participantes interpretan lo que están haciendo. Se podría simplemente sugerir que los sacrificios rituales superan la agresión entre miembros de una sociedad tribal al suministrar un enemigo vicario contra el que pueden unirse los rivales. Así perpetúan los bienes que reporta el pertenecer a un grupo. Pero también en la explicación evolucionista se echa algo en falta: una justificación filosófica del pensamiento sobre el que se construyen nuestras concepciones de lo sagrado. Y eso también falta en la teoría de Girard. Además, la teoría no es fácil de extender a otros ámbitos en que nos inclinamos a hablar de cosas sagradas. Las ideas de lo sagrado y de lo sacramental se asocian espontáneamente al nacimiento, a la unión sexual y al matrimonio, así como a la muerte corriente de la gente corriente: cosas todas que se ponen aparte, se miran con reverencia, en las que Dios está directamente implicado y que pueden ser profanadas. ¿Por qué no son tan importantes como los aspectos más expresamente sacrificiales de la vida religiosa? Los ritos de paso son, sin duda, más fundamentales que los sacrificios rituales; a veces son, quizás, la ocasión para celebrar sacrificios rituales, pero en sí mismos son mucho más necesarios para la salud psíquica y la cohesión de la comunidad que el sacrificio ocasional de un chivo

expiatorio. El sentido de lo sacro, sin duda, es anterior al sacrificio ritual, más primitivo, más fundamental, más esencial a la condición humana que cualquiera de los fenómenos que se suelen invocar para explicarlo. Esto no significa que carezcan de valor las explicaciones genealógicas como la propuesta por Girard. Ayudan a sacar a la luz rasgos esenciales del fenómeno que intentan explicar. Pero, de hecho, no lo explican. Tienen la índole de los “mitos de los orígenes” —tema que analizaré con más detenimiento en el capítulo 5—, historias que representan las capas de la realidad social como etapas de un proceso temporal. De todas formas, ahora podemos decir algo un poco más preciso sobre la intencionalidad de la actitud religiosa. Es un intento de comunicación de sujeto a sujeto; es buscar una relación estrecha, íntima y personal con un ser que está presente en este mundo aunque no es de este mundo; y en este intento de comunicación hay un movimiento hacia el sacrificio, en el que uno mismo y el otro podrían darse por completo y así lograr una reconciliación que está fuera del alcance del diálogo humano ordinario. Quizás esta actitud está conectada con aquellas formas primitivas de violencia a las que alude Girard. Ciertamente, tiene resonancias con las historias de víctimas sacrificiales y hace pensar que esta actitud tiene raíces mucho más misteriosas de lo que en la vida cotidiana podemos reconocer fácilmente. Pero el carácter esencial de la actitud religiosa es el de una conciencia intersubjetiva en que está contenida de algún modo la disposición al sacrificio. Y al juzgar las religiones, tenemos viva conciencia de la medida en que los sacrificios que piden son sacrificios de otros o sacrificios de uno mismo. Es sin duda eso, más que cualquier otra cosa, lo que nos han hecho ver los actos de los “mártires” islamistas. EPISTEMOLOGÍA DE LO SAGRADO Aún queda la otra gran cuestión: la de la veracidad. ¿Hay algo que responda a esta busca de lo sagrado? ¿Puede lo eterno hacerse presente entre nosotros de manera que satisfaga nuestra busca? No debemos considerar esto como si fuera simplemente una cuestión teológica o metafísica. Pues es una cuestión que está inscrita en el propio sentimiento religioso. Es la fuente de la duda religiosa y también la prueba puesta a la fe. A menudo, cuando una comunidad de fe determina que ciertos objetos, ritos o palabras son sagrados,

pierde la presencia de la cosa en cuestión, que se retira a la eternidad, como el Dios de Moisés y Abraham cuando su templo fue destruido. La misma retirada a la eternidad se dio, en cierto momento, con el Dios del Corán. Si realmente el Corán es una revelación de Dios, pronunciada por el Eterno, ¿cómo puede entonces —se preguntaron los eruditos— existir en el tiempo como un texto más entre otros que interpretar y aplicar mediante argumentos de comunes mortales? Esta cuestión preocupó especialmente a la escuela Asharita de teología, y la conclusión a la que llegaron los eruditos fue que el Corán debe ser eterno, al margen del tiempo y de los cambios, y, por tanto, no está abierto a interpretación ni enmienda. Desde ese momento, la puerta del ijtihad (interpretación creativa) quedó cerrada[16]. Visto desde una perspectiva cristiana, el Corán dejó de ser un testimonio de la presencia de Dios entre nosotros y se convirtió en la prueba de su ausencia: el rastro que dejó al partir para siempre de nuestro lado. Los sufíes no aceptaron esto, y las oraciones e invocaciones de Rumi, Hafez y Omar Jayam llaman de nuevo a Dios el Amigo que se mueve entre nosotros, que se encuentra con nosotros en este mundo, aunque como quiere y de modo imprevisible, como la sakina del Corán. Ahora bien, para la ortodoxia suní, que nos dice que Dios se reveló, pero solo en un libro que existe fuera del espacio y del tiempo, esto deja la cuestión de la presencia de Dios en nuestro mundo exactamente tal como era: una pregunta sin respuesta. Quizás ocurre algo semejante en la tradición protestante. Según Paul Ricœur, el cometido de la religión (se refiere a la religión cristiana) en nuestra época es consumar la expulsión de lo sagrado de la práctica de la fe para que encaremos a Dios como Él es, no confinado en este o aquel momento o este o aquel rincón del mundo[17]. Pero sabemos que esta amputación de lo sagrado no estimula la fe: solo la priva del suelo sobre el que crece. La verdadera cuestión para la religión en nuestra época no es cómo amputar lo sagrado, sino cómo redescubrirlo, de modo que el momento de pura intersubjetividad, en el que no aparece nada concreto, pero en el que todo depende del aquí y ahora, pueda existir en una forma pura y orientada a Dios. Solo cuando estemos seguros de que existe ese momento de la presencia real en el ser humano que la experimenta, podemos plantear la cuestión de si es una verdadera revelación o no: un momento no solo de fe, sino de conocimiento, y un don de la gracia.

CONFRONTACIÓN CON EL ESCÉPTICO Volveré sobre el tema de lo sagrado. Pero estos pocos comentarios suscitan observaciones que serán importantes para mi argumentación en los dos capítulos siguientes. Hay, me parece, dos maneras de adentrarse en el tema de la teología: la cosmológica y la psicológica. Podemos especular sobre la naturaleza y el origen del mundo, en busca del Ser del que depende el orden natural. Y podemos especular sobre la experiencia de la santidad, en la que los individuos encuentran otro orden de cosas, una intrusión en el mundo natural desde una esfera que está “más allá”. Ambas vías apuntan a lo sobrenatural. No puede haber una explicación del mundo como un todo en términos naturales porque la explicación debe sobrepasar el ámbito de la naturaleza y llegar a su fundamento trascendente. No podría haber una explicación de la santidad —de lo “numinoso”— que no relacionara la experiencia con un sujeto trascendente. La experiencia de las cosas sagradas, según he sugerido, es una especie de encuentro interpersonal. Es como si tú te diriges a otro yo y este se dirige a ti; pero el otro es un yo que no tiene forma tangible en el orden natural. Tu experiencia va más allá del ámbito empírico hasta un punto de su horizonte. Esta idea está expresada con viveza en los Upanishads, donde Brahmán, el principio creador, viene presentado como trascendente, universal y también como atmán, el yo en que todos nuestros yoes independientes aspiran a ser absorbidos y unidos. La respuesta escéptica a estas observaciones es decir que son ilusorias. Es una ilusión creer que el mundo natural tenga una explicación distinta de sí mismo. Pues ¿qué es una explicación, sino la demostración de que un fenómeno pertenece al orden natural, el orden de las causas y efectos tal como lo investiga la ciencia? Es una ilusión creer que hay cosas sagradas, momentos sagrados, misterios santos. Pues explicamos tales cosas como explicamos todo lo demás: mostrando el lugar que ocupan en el orden de la naturaleza. Esas experiencias vienen de la presión social, que nos hace ver intenciones, razones y deseos en todo lo que nos rodea, de modo que, al no encontrar causa humana de las cosas que más hondamente nos afectan, imaginamos que tienen una causa divina. Si tomamos en serio el argumento de Kant en la Crítica de la razón pura y el de Hume en los Diálogos de religión natural, sin duda no tenemos más remedio que aceptar que las dos vías a la trascendencia —la cosmológica y la

psicológica— están definitivamente cerradas. No podemos, por las razones expuestas por Kant, razonar más allá de los límites de nuestro propio punto de vista, que está circunscrito por la ley de la causalidad y las formas del espacio y del tiempo. No tenemos acceso a la perspectiva trascendental desde la que se puede formular con sentido, y menos responder, la cuestión del fundamento último de la realidad. Y no podemos, por las razones expuestas por Hume, deducir de nuestras experiencias religiosas que no son ilusorias. Para entender las experiencias religiosas tendríamos que verlas no desde el punto de vista de la primera persona, sino desde fuera: como si fuesen experiencias de otros. Y habríamos de buscar la explicación natural, la que nos interesaría si quisiéramos entender, como querría un antropólogo, las costumbres de una tribu exótica. Podríamos llegar a la conclusión de que la experiencia de lo sagrado es una adaptación vital, como el horror al incesto. Pero esto no sirve para justificar la perspectiva del creyente, para quien esa experiencia es una ventana abierta a la trascendencia y un encuentro con el Dios escondido. Comparto ese escepticismo hasta cierto punto. Pero no me satisface, por la razón que detallaré brevemente. Kant está en lo cierto cuando afirma que el conocimiento científico muestra el mundo desde nuestro punto de vista —el punto de vista de la “experiencia posible”— y está atado por el espacio, el tiempo y la causalidad. Sin embargo, también está en lo cierto cuando dice que la razón está tentada de traspasar esos límites y se esfuerza por captar el mundo en su totalidad y desde una perspectiva trascendental. Kant creía que esta tentación lleva a contradicciones, de las que expone algunas en el capítulo sobre las “antinomias” de la Crítica de la razón pura. Su más grande sucesor, Hegel, negaba que esas contradicciones impusieran límites a la investigación racional. Para Hegel, la razón está trascendiendo continuamente sus propios puntos de vista parciales en su viaje hacia la “Idea absoluta”. Por su propia naturaleza, la razón apunta a una especie de explicación última de la realidad en la que todas las contradicciones —que lo son solo desde una perspectiva parcial— sean superadas. Si Hegel está en lo cierto, la vía cosmológica apunta más allá del límite del mundo tal como lo describe la ciencia, hacia un lugar en que se puede plantear una pregunta de otra clase, una pregunta que no se puede contestar con una causa, sino solo con una razón: la pregunta “¿por qué?” planteada con respecto al mundo en su totalidad; la pregunta dirigida a Brahmán. Solo podemos contestar tal

pregunta con una descripción teleológica, no causal, de las cosas. Tal descripción no tendrá relevancia para la ciencia cosmológica, ni contacto alguno con ella. Sin duda, desde el punto de vista científico, las creencias y prácticas religiosas no se explican a gusto del devoto. Dos siglos de razonamiento escéptico, de Diderot y Hume, y de Feuerbach y Renan, hasta los psicólogos evolutivos de hoy, deben abrirnos a la verdad evidente de que la religión es un fenómeno natural como cualquier otro, que se ha de explicar, primero, por su función social y evolutiva, y segundo, por lo que ocurre en el cerebro del creyente. Desde luego, las religiones ofrecen una poderosa narrativa de acontecimientos pasados y presencias no vistas con la que dotar de finalidad y sentido la vulgar materia de la vida de nuestra especie. Mediante esas ficciones entendemos la experiencia de lo sagrado. Pero las ficciones ni explican la experiencia, ni validan su intrínseca pretensión de verdad. Sin embargo, también de esto hay más que decir. Desde luego, hay religiones idolátricas y religiones que mezclan lo natural y lo sobrenatural de manera que vuelven absurdo lo uno y lo otro. Pero también hay religiones que dan la espalda a las prácticas idolátricas, que nos invitan a vivir los momentos concretos de participación en los ritos con una mente despierta que llegue precisamente más allá de lo que está presente a los sentidos, hacia la perspectiva situada en el borde de las cosas, que se dirige a nosotros de tú a tú. La narrativa de una religión es como un comentario a esos momentos, un rodrigón que desechar cuando la experiencia, la sakina, se ha captado por completo. Este “ir más allá” del momento religioso no es distinto, diría yo, del impulso trascendental de la razón misma. A fin de cuentas, las vías cosmológica y psicológica dirigen al mismo destino, y ese destino está en el horizonte último de nuestro mundo.

[1] Émile DURKHEIM, Las formas elementales de la vida religiosa (1912), trad. de Ana Martínez Arancón, Alianza, Madrid, 2008. [2] Jan PATOČKA, Two Studies of Masaryk y Heretical Essays in the Philosophy of History, trad. de E. Kohák, Open Court, Chicago, 1996 (versión española de A. C. Ibáñez: Ensayos heréticos: sobre la filosofía de la historia, Edicions 62, Barcelona, 1988). Václav HAVEL, “Politics and Conscience”, disponible en varias colecciones de ensayos de Havel. [3] Ver David Sloan WILSON, Darwin’s Cathedral: Evolution, Religion, and the Nature of Society, University of Chicago Press, Chicago, 2002. [4] Sobre los argumentos a favor de la selección grupal, ver Edward O. WILSON, The Social Conquest of Earth, Liveright, Nueva York, 2012. Sobre el final del “modelo sociológico estándar”, ver Jerome BERKOW, Leda COSMIDES y John TOOBY (eds.), The Adapted Mind: Evolutionary Psychology and the Generation of Culture, Oxford University Press, Nueva York, 1995. [5] Sobre algunos de los argumentos en torno a este tema, ver Anthony O’HEAR, Beyond Evolution: Human Nature and the Limits of Evolutionary Explanation, Oxford University Press, Oxford, 1997. El argumento contra el naturalismo está articulado de un modo más formal en Alvin PLANTINGA, Warrant and Proper Function, Oxford University Press, Oxford, 1993, cap. 12. [6] Ver especialmente Matt RIDLEY, The Origins of Virtue, Viking, Nueva York, 1996. [7] Thomas NAGEL, Mind and Cosmos, Oxford University Press, Nueva York, 2012. [8] W. V. QUINE, “Ontological Relativity”, en Journal of Philosophy (1968), reeditado en Ontological Relativity and Other Essays, Columbia University Press, Nueva York, 1969 (versión española: La relatividad ontológica y otros ensayos, Tecnos, Madrid, 1974). [9] La tesis de que la magia es trascendida por la religión, pues la primera actúa directamente en la naturaleza, mientras la segunda invoca un ser sobrenatural que actúa en nuestro nombre, obtuvo amplia aceptación por influencia de Frazer. Ver, por ejemplo, las Conferencias Gifford de W. Warde FOWLER: The Religious Experience of the Roman People, Macmillan, Londres, 1911. Dudo que tal distinción tenga mucho peso en el pensamiento de los antropólogos actuales. [10] Ver, por ejemplo, Richard SWINBURNE, “Argument from the Fine-Tuning of the Universe”, en John A. Leslie (ed.), Physical Cosmology and Philosophy, Macmillan, Nueva York, 1990, pp. 160-187. Esta propuesta y otras similares son objeto de crítica por parte de Elliot SOBER en “The Design Argument”, en W. MANN (ed.), The Blackwell Companion to Philosophy of Religion, Blackwell, Oxford, 2004, pp. 117-147. [11] Ver la discusión de la distinción sagrado/profano en el examen de los datos antropológicos que hace Mircea ELIADE en Lo sagrado y lo profano, trad. de Ramón Alfonso Díez Aragón y Luis Gil Fernández, Paidós, Barcelona, 1998. [12] Aunque Leon KASS hace un heroico intento de justificarlas con razones distintas y más espirituales en su brillante libro The Hungry Soul: Eating and the Perfection of Our Nature, University of Chicago Press, Chicago, 1999 (versión española de Gabriel Insausti y Eduardo Michelena: El alma hambrienta: la comida y el perfeccionamiento de nuestra naturaleza, Cristiandad, Madrid, 2005). [13] KIERKEGAARD estudia esto en Temor y temblor (1843). Sobre el uso de la historia de Abraham contra la religión que la transmite, ver Paul CLITEUR, The Secular Outlook: In Defence of Moral and Political Secularism, Wiley-Blackwell, Oxford, 2010. [14] Ver este argumento especialmente en Le Bouc émissaire, Grasset, París, 1982. [15] G. W. F. HEGEL, Lectures on the Philosophy of Religion, ed. Peter C. Hodgson, trad. Hodgson et al., University of California Press, Berkeley, 1988, p. 193 (versión española de Ricardo Ferrara: Lecciones sobre filosofía de la religión, Alianza, Madrid, 1984.) [16] Cfr. Robert REILLY, The Closing of the Muslim Mind, ISI Books, Wilmington, 2010. [17] Cfr. Paul Paul RICŒUR, Figuring the Sacred: Religion, Narratuve, and the Imagination, edición de Mark I. Wallace, traducción de David Pellauer, Augsburg Fortress, Minneapolis, MN, 1995.

2. EN BUSCA DE PERSONAS

Hasta ahora, mi análisis ha versado sobre una serie de nociones difíciles a las que no siempre se concede un lugar central en la experiencia religiosa: las nociones de lo sagrado, la presencia real y la busca de Dios en este mundo. Pensemos lo que pensemos de la importancia evolutiva de la fe religiosa y de su función en la selección natural, hemos de reconocer que hay otra función, distinta y mucho más transparente, que parece cumplir la religión: mantener la vida de la persona. A eso contribuyen todos los aspectos de la fe y la obediencia religiosas. Las religiones centran y amplifican el sentido moral; custodian los aspectos de la vida en que radican las responsabilidades personales: principalmente, sexo, familia, territorio y ley. Nutren las emociones peculiarmente humanas, como la esperanza y la caridad, que nos elevan por encima de los motivos que rigen la vida de otros animales y nos hacen guiarnos por la cultura y no por el instinto. Algunos ponen objeciones a la religión precisamente por eso: dicen que la fe invade la esfera moral y, en cierto modo, se arroga el derecho intrínseco de la moral a nuestra obediencia. Lo más reprochable de la religión, según los humanistas ateos, es la pretensión de apropiarse en nombre de Dios de los recursos morales de los que dependemos los humanos. Así, para Feuerbach, el cristianismo confisca nuestras virtudes y las proyecta a un ámbito inaccesible de seres celestiales, de modo que nos aliena de nuestra propia vida moral[1]. Sin embargo, esa crítica es de doble filo. En manos de Wagner, la noción que tiene Feuerbach de los dioses —proyecciones de nuestras pasiones mortales— adquiere una significación nueva, redentora. Solo lo que ya es espiritualmente trascendente, sugiere la música de Wagner, se puede proyectar así en la pantalla de Valhalla. Como los dioses viven de

nuestros sentimientos morales, son redimidos por medio de nosotros y dependen de nuestras pasiones sacrificiales. Y esas pasiones contienen su propio valor moral. La religión no menoscaba el poder redentor de nuestras emociones, sino que dota la vida moral de una narrativa que revela su verdad profunda[2]. EL CONCEPTO DE PERSONA Los dioses no son cosas, ni siquiera animales, aunque pueden mostrarse en figura de animal, como los dioses del antiguo Egipto. Un dios es el objeto de un encuentro personal. Así es como Isis se revela a Apuleyo en El asno de oro. Aun las religiones metafísicas del Oriente sitúan el encuentro personal en el centro de sus ritos y prácticas. Los avatares de Shiva y Krishna patrullan las calles de las ciudades hindúes, y en el Baghavad Gita, Krishna se revela a Arjuna ofreciendo consejos muy personales sobre las responsabilidades en que se incurre en batalla. Krishna habla en la persona del cochero de Arjuna, pero también habla por Brahmán, el Eterno, y se preocupa de reforzar la idea de que nuestro entendimiento humano no tiene modelo para concebir este ser del que todo procede y todo depende, excepto el yo, denominado atmán, el pronombre reflexivo sánscrito. El tema principal del Gita es que debemos dedicar la vida al Ser Supremo. Todo lo que hagamos para dar prioridad a la conciencia sobre la materia, para potenciar el verdadero yo interior liberándolo de todo cuidado por las cosas temporales y sensibles, nos acercará al yo universal, el Brahmán, que es nuestro destino final y lugar de reposo. Esta doctrina recuerda la idea agustiniana de que estamos inquietos hasta que descansemos en Cristo; y la idea del Espíritu Santo que expresa san Pablo es semejante a la del Gita, 9, 28: «Los que me dan culto con devoción (yoga) habitan en mí, y también yo en ellos». En efecto, a lo largo del Gita encontramos las dos vías a la divinidad —la cosmológica y la psicológica— constantemente envueltas en una, al ser transformado el conocimiento interior del yo en un conocimiento exterior del principio divino del que fluye el mundo de lo contingente. La busca del fundamento del mundo es la busca del yo que inclina su mirada sobre nosotros desde fuera del tiempo. Análogamente, los budistas, en las situaciones difíciles, dicen que «se refugian en Buda, en el dharma (preceptos) y en el sangha (comunidad sagrada)», lo cual indica que incluso en este credo, el más impersonal de los

grandes credos, cierta clase de devoción tiene precedencia sobre el nirvana. En todas sus modalidades, la religión incluye suplicar al desconocido que se revele como objeto y también como sujeto de amor. Buscar a Dios es buscar una persona, el redentor al que uno puede confiar su vida. El término “persona”, heredado del latín, designaba originalmente la máscara teatral, y derivadamente el personaje que hablaba a través de ella. El derecho romano lo adoptó para denotar el sujeto jurídico, titular de derechos y deberes. Y Boecio lo introdujo en la filosofía al definir “persona” como «una sustancia individual de naturaleza racional», indicando así que una persona es persona por esencia y, por tanto, no podría dejar de ser persona sin dejar de existir. Tomás de Aquino aceptó esta definición y señaló que nos confiere otra esencia distinta de la que nos corresponde por ser miembros de una especie biológica. Después surgió el problema, reconocido ya por Tomás de Aquino pero hecho célebre por Locke, de la identidad personal. ¿Podría tener una persona una historia distinta que el organismo humano en el que vive? Del cadáver del problema de Locke ha salido una nube de experimentos mentales, como insectos enloquecidos, y ahora que el cadáver está descompuesto no hay modo de volver a encerrarlos. Más importante para nuestro propósito es la reelaboración del concepto de persona en la filosofía de Kant y Hegel. En Kant, la idea de “sustancia individual” pasa a segundo plano y la razón se adelanta a reemplazarla. Para Kant, el rasgo distintivo del ser racional no es la unidad sustancial ni la capacidad de entender argumentos, sino la conciencia y el uso del “yo”. Porque puedo identificarme en el uso de la primera persona, soy capaz de vivir la vida del ser racional, y esto me introduce en la malla de relaciones interpersonales de la que derivan los preceptos fundamentales de la moralidad. (Ver en especial las lecciones de Kant publicadas con el título Antropología en sentido pragmático.) El sujeto que se identifica a sí mismo es a la vez trascendentalmente libre y dotado de “unidad trascendental de apercepción”: el conocimiento inmediato de sí mismo como centro unificado de la conciencia. Estas ideas piden ser expuestas en términos más modernos, y lo mismo se ha de decir de los añadidos de Hegel al cuadro kantiano. Para Hegel, las personas alcanzan la libertad y la autoconciencia que las distingue, y el proceso de adquirir esos atributos nos envuelve en relaciones de sumisión y dominación con otros semejantes y también nos pone en situación tanto de

exigir como de otorgar el reconocimiento sobre el que se funda el orden moral. Yo llego a conocerme como sujeto mediante un proceso de autoalienación por el que me encuentro conmigo mismo desde fuera, por así decir, como un objeto entre otros. Debo conquistar mi libertad al mundo de extraños y competidores forzando a otros a reconocer que, en efecto, soy libre y, por tanto, merezco ser tratado no como medio, como si fuera un objeto, sino como un fin. En el proceso dialéctico por el que la libertad viene a la existencia intercambiamos relaciones de poder por relaciones de justicia, y apetitos solipsistas por una vida negociada con otros. La magistral y poética descripción que hace Hegel de este proceso[3] ha tenido influencia duradera en la filosofía y también pide ser expuesta en términos más modernos. En especial, debemos mostrar cómo la dialéctica, que Hegel presenta en forma de narración, no es un proceso en el tiempo, sino la lógica interna de nuestros estados mentales: un proceso que existe solo en el resultado. ENTENDER Y EXPLICAR Deberíamos comenzar por el caso de la primera persona, pues los malentendidos en torno al significado de “yo” han llevado a los más influyentes errores sobre su referencia, incluido el error de Descartes, quien creía que el pronombre de primera persona se refiere a una sustancia no física y no espacial revelada directamente solo a ella misma. Una cosa es inmediatamente aparente: que muchas afirmaciones hechas en primera persona son epistemológicamente privilegiadas. Cuando yo digo que tengo un dolor, que quiero salir de la habitación, que estoy pensando en Elizabeth o que estoy preocupado por mi hijo, comunico situaciones sobre las que no puedo, en circunstancias normales, equivocarme, y que no necesito comprobar. Este privilegio epistemológico parece estar vinculado en cierta manera con la gramática de la primera persona: si alguien no usara la palabra “yo” para hacer afirmaciones privilegiadas de ese estilo, mostraría no haberla entendido. La autoconciencia presupone los privilegios de la conciencia de primera persona, y la existencia de tales privilegios está también supuesta en nuestro diálogo interpersonal. “Yo” es un término deíctico, como “aquí” y “ahora”. Sin embargo, esto no explica las peculiaridades epistemológicas a las que acabo de referirme. Aunque no puedo equivocarme al identificar el lugar en el que estoy como

aquí, ni el momento en el que estoy hablando como ahora, no tengo ningún privilegio especial con respecto a lo que está sucediendo aquí y ahora, sino los privilegios que dependen de mi uso de “yo”. Por otra parte, está claro que los términos deícticos no tienen sitio en la ciencia y que, así como una ciencia unificada ha de sustituir toda referencia a “aquí” y “ahora” por posiciones identificadas en el espacio cuatridimensional, también ha de abandonar el uso de “yo”. Sin embargo, como ha señalado Thomas Nagel, esto lleva a un singular rompecabezas con respecto a la relación entre uno mismo y el mundo[4]. Podemos imaginar una descripción científica del mundo que identifique todas las partículas y campos de fuerza y todas las leyes del movimiento que rigen sus cambios, y que dé una identificación completa de las posiciones de todas las cosas en un momento dado. Pero, por completa que fuera esa descripción, hay un hecho que no menciona y que es, para mí, el hecho más importante que hay, a saber: ¿cuál de los objetos de este mundo soy yo?; ¿dónde estoy yo en el mundo de la ciencia normalizada? La identificación de cualquier objeto en primera persona queda descartada en la empresa de la explicación científica. De modo que la ciencia no puede decirme quién soy yo, menos aún dónde, cuándo o cómo estoy. Ahora bien, no debemos engañarnos pensando que las personas tienen una existencia “puramente” subjetiva, que en cierto modo las sustrae del continuo espacio-temporal. Somos personas; pero las personas son también objetos con que nos cruzamos en el mundo que percibimos. Las personas actúan sobre otros objetos, y otros objetos actúan sobre ellas, y hay leyes que rigen su nacimiento y su desaparición. Las personas, pues, son objetos; pero también son sujetos. Se identifican en primera persona, y este modo de identificarse es una parte inamovible de nuestra manera de describirlas. Una persona es, para nosotros, un alguien, no solo un algo[5]. Las personas son capaces de responder a la pregunta “¿por qué?” hecha con respecto a su estado, sus creencias, sus intenciones, sus planes y sus deseos. Esto significa que, si bien muchas veces nos esforzamos por explicar las personas como explicamos otros objetos de nuestro entorno —mediante causas y efectos, leyes del movimiento, constitución física—, tenemos además otra manera de acceder a su conducta pasada y futura. Además de explicar su comportamiento, queremos entenderlo, y el contraste entre explicar y entender es del todo relevante para nuestro modo de describir las personas y su mundo.

Esa distinción se puede remontar a los argumentos de Kant en torno a la razón práctica y a la teología kantiana de Schleiermacher. Pero las versiones modernas suelen partir de Wilhelm Dilthey y su teoría del Verstehen[6]. Según Dilthey, los agentes racionales miran el mundo de dos maneras distintas —aunque no necesariamente incompatibles—: como algo que explicar, predecir e incluir en leyes universales, y como ocasión para pensar, actuar y sentir. Al mirar el mundo del segundo modo, como objeto de nuestras actitudes, sentimientos y opciones, lo entendemos mediante las categorías que nos aplicamos unos a otros cuando pretendemos justificar nuestra conducta o influir en la de otros. Buscamos razones para actuar, significados y ocasiones apropiadas para sentir. Así no explicamos el mundo por causas físicas, sino lo interpretamos como objeto de nuestras reacciones personales. Nuestras explicaciones buscan la razón más que la causa, y nuestras descripciones son también invocaciones y modos de interpelar. La tesis de Dilthey es a la vez difícil de formular y controvertida, y se ha de reconocer que él mismo nunca la explicó con la claridad que sería razonable pedir. Por ahora basta un ejemplo. Imaginemos una pelea a muerte entre dos grupos de personas, y que un bando sale victorioso. Tras haber matado a los enemigos, los vencedores regresan llevando las armaduras de los vencidos, las ponen sobre un altar y lo rodean con lámparas que desde entonces mantienen encendidas día y noche. ¿Por qué lo hacen? Uno puede imaginar una explicación por el deseo de adquirir territorio y haber desarmado a los rivales que compiten por él. Pero todas esas explicaciones biológicas, en cierta medida, dejan el hecho central envuelto en misterio. ¿Por qué tratan así las armaduras de sus enemigos? La respuesta es que, para ellos, la armadura es un trofeo. Este concepto forma parte del razonamiento con que ellos podrían justificar sus acciones unos a otros. Aclara lo que hacen, pues responde a la pregunta “¿por qué?”. Y muestra una razón que es objeto de conocimiento inmediato para los soldados mismos. El concepto de trofeo pertenece al Verstehen. No denota una propiedad del objeto que pudiera figurar en alguna ciencia natural, pero conecta el objeto con las razones, deseos y motivos de los agentes que lo destinan a un uso. Verstehen no se debe ver simplemente como otro modo de conceptualizar el mundo, aunque lo es. Es un modo de conceptualizar el mundo que surge de nuestro diálogo interpersonal. Cuando me dirijo a ti como a un yo semejante a mí, describo el mundo en referencia a lo útil, lo bello y lo bueno; entonces

adorno las impresiones sensoriales con colorido emocional; entonces atraigo tu atención a cosas que califico de elegantes, delicadas, trágicas o serenas. Con la ciencia describimos el mundo a los otros; con el Verstehen describimos el mundo para los otros, y lo moldeamos según las exigencias del encuentro yo-tú, del que depende nuestra vida personal. Por usar una expresión de Husserl, Verstehen remite al Lebenswelt, el mundo de la vida: un mundo abierto a la acción y organizado por los conceptos que dan forma a nuestros actos. En un célebre artículo de filosofía analítica[7], Wilfrid Sellars distinguía la “imagen manifiesta” del mundo —la imagen representada en nuestras percepciones y en las razones y motivos que rigen nuestra respuesta a ella— y la “imagen científica”, que resulta del empeño sistemático por explicar lo que observamos. Las dos imágenes no son conmensurables: entre ellas no existe correspondencia de elemento a elemento, y rasgos que pertenecen a la imagen manifiesta pueden estar ausentes en la ciencia. Así, los colores y otras cualidades secundarias, que pertenecen a nuestro modo de percibir el mundo, no aparecen como tales en las teorías físicas, que se refieren en cambio a las longitudes de onda de la luz refractada. En posteriores escritos, Sellars distinguía el espacio de la ley, en que los sucesos se representan según las leyes de la física, y el espacio de las razones, en que los sucesos se representan según las normas de justificación y razonamiento que rigen la acción humana. Estas ideas han sido tomadas y elaboradas en obras más recientes de John McDowell y Robert Brandom, y sospecho que buena parte de lo que diré encontrará eco en sus escritos[8]. Sin embargo, creo que la distinción hecha por Sellars no llega al núcleo de nuestra situación en cuanto sujetos, porque su concepción de la “imagen manifiesta” se apoya en una teoría deficiente de la primera persona y su papel en el diálogo interpersonal. Por eso seguiré la vía que me parece más inmediatamente prometedora, teniendo en cuenta de vez en cuando a Sellars y sus seguidores, pero dejando a un lado sus argumentos concretos. En particular, usaré la expresión de Husserl, y me referiré al Lebenswelt en vez de a la imagen manifiesta, en parte porque quiero subrayar que la distinción entre el mundo de la ciencia y el mundo en que vivimos es una cuestión de razón práctica no menos que de percepción. DUALISMO COGNITIVO

Sin embargo, seguiré a Sellars en un punto. Propondré una especie de dualismo cognitivo, según el cual el mundo se puede entender de dos maneras: la de la ciencia y la del entendimiento interpersonal. La propuesta que deseo desarrollar tiene precedentes en filosofía. Quizá fue Spinoza el primero en sostener que el mundo es una cosa, vista de dos —dos al menos— maneras distintas[9]. Pensamiento y extensión eran para Spinoza dos atributos de una misma realidad única. Las dos, según él, suministran una forma completa de conocimiento. Podríamos conocer el mundo como extensión mediante el estudio de la física, y mediante ese estudio terminaríamos conociendo todo cuanto se puede conocer. Pero la ciencia resultante no diría nada de las ideas ni de la mente en cuanto vehículo de las ideas. Análogamente, mediante el estudio de las ideas podríamos conocer el mundo como pensamiento, y también mediante ese estudio llegaríamos a conocer todo cuanto se puede conocer. Pero los dos estudios serían inconmensurables. No podríamos pasar de uno a otro y volver al primero, como no podríamos pasar de la descripción de un rostro pintado a la descripción de las manchas de color y de esta a aquella, y pretender así dar una información exhaustiva de la pintura. La analogía con la pintura es imperfecta, pero nos ayuda a ver cómo lo que una cosa es, vista como un todo, podría no obstante ser entendida en detalle de dos modos, que son inconmensurables[10]. Kant tiene un enfoque similar. Nuestro mundo, dice, puede ser visto desde el punto de vista del entendimiento, y en tal caso lo conocemos como una malla de conexiones causales tendida en el espacio y el tiempo, y sujeta a leyes universales y necesarias. Pero ciertos objetos de ese mundo se pueden ver, y más aún, se deben ver de otro modo, desde la perspectiva de la razón práctica. Aquello que, desde el punto de vista del entendimiento, está sometido a leyes biológicas que determinan su comportamiento, desde el punto de vista de la razón práctica es un agente libre, obediente a las leyes de la razón. Esos dos puntos de vista son inconmensurables, es decir: de uno de ellos no podemos extraer una descripción del mundo tal como se ve desde el otro. Ni podemos entender cómo uno y el mismo objeto puede ser aprehendido desde ambas perspectivas. Incluso, sería más correcto decir que la cosa que el entendimiento ve como un objeto, la razón la ve como un sujeto, y esa misteriosa identidad de sujeto y objeto es algo que sabemos que se da, aunque no podemos entender cómo se da, pues no tenemos una

perspectiva que nos permita captar el sujeto y el objeto en un solo acto mental. El dualismo cognitivo, ya el de Spinoza, ya el kantiano, es desconcertante[11]. Pues parece afirmar y negar a la vez la unidad de la realidad, afirmar y negar a la vez que los seres humanos formamos parte del orden natural. Pero podemos aceptar sin caer en contradicción una versión del dualismo cognitivo, siempre que reconozcamos la prioridad explicativa de la ciencia. Describir el “orden de la naturaleza” mediante alguna ciencia completa y unificada es dar una respuesta sistemática a la pregunta “¿qué existe?”. Pero el mundo puede ser conocido de otra manera, mediante la práctica del Verstehen. El mundo, conocido de esta otra manera, será un mundo “emergente”, representado en el aparato cognitivo del observador, pero que emerge de la realidad física, como el rostro emerge de los pigmentos sobre el lienzo, o la melodía de la secuencia de notas. La relación de “emergencia” es asimétrica. El orden de la naturaleza no emerge del Lebesnwelt; es, podríamos decir con expresión de Strawson, “ontológicamente anterior”: su existencia está presupuesta por el Lebenswelt, pero no al contrario[12]. De aquí viene la creencia de que el orden de la naturaleza es todo lo que realmente hay. Pero sería un error sacar esa conclusión, por dos razones. Primero, el Lebenswelt es irreductible. Lo entendemos y nos referimos a él empleando conceptos de libertad y responsabilidad que no tienen sitio en las ciencias naturales; por decirlo con la expresión de Sellars, el Lebenswelt existe en «el espacio de las razones», no en «el espacio de la ley». Segunda, los conceptos de libertad y responsabilidad van más allá del horizonte de la naturaleza, de modo que plantean la pregunta que la ciencia no puede formular: la pregunta “¿por qué?” hecha con respecto al mundo en su totalidad. Esta pregunta abre la posibilidad de que el orden de la naturaleza sea a su vez dependiente. La naturaleza no necesita una explicación causal, pero tal vez necesite que se dé razón de ella. Aquí resulta útil un ejemplo. Consideremos el sencillo tema que abre el Tercer concierto para piano de Beethoven (ejemplo 1). Desde el punto de vista de la ciencia, consiste en una serie de notas, una tras otra, cada una identificada por su frecuencia. Pero nosotros no oímos una secuencia de notas. Oímos una melodía, que comienza con la primera nota y sube de do a sol pasando por mi bemol, y luego baja gradualmente al punto de partida.

Pero en cierto modo, el movimiento no se detiene, y Beethoven decide rematarlo con una doble reafirmación de la cadencia. Después responde una frase, armonizada esta vez, que lleva a un disonante la bemol como novena menor del acorde de sol. Oímos un súbito aumento de tensión y una poderosa fuerza gravitatoria que baja ese la bemol a sol, aunque la melodía no para aquí, pues busca la respuesta a las dos cadencias que habíamos oído antes, y la encuentra en otro par de cadencias, si bien esta vez en clave de sol.

Ejemplo 1: Tercer Concierto para Piano de Beethoven, apertura.

Podríamos seguir describiendo esos pocos compases hasta llenar un libro entero sin agotar todo el valor musical que encierran. Pero lo que quiero subrayar es que no se puede describir lo que ocurre en este tema sin hablar de movimiento en el espacio musical, de fuerzas gravitatorias, de respuestas y simetrías, de tensión y distensión, etc. Cuando uno describe la música, no describe sonidos oídos sucesivamente: describe una cierta acción en el espacio musical, en el que unas cosas suben y bajan en respuesta de una a otra y contra la atracción de campos de fuerzas. Estos campos de fuerza ordenan el espacio unidimensional de la música, algo así como la gravedad ordena el continuo espacio-temporal. Al describir notas como música, las colocamos en un orden de acontecimientos distinto del orden de la naturaleza[13]. Un experto en acústica podría dar una descripción completa de este tema —descripción que nos permitiría reproducirlo siguiendo sus instrucciones— sin mencionar o ni siquiera oír el movimiento en el espacio musical. Tal experto describiría secuencias de notas, no tonos musicales. El oyente acústico y el musical aprehenden lo que oyen de dos maneras distintas. Cada una es cognitivamente completa, es decir, aprehende y ordena todo lo que hay. Y las dos son inconmensurables, en el sentido de que una aprehensión parcial según una de ellas no se puede completar con una aprehensión parcial según la otra. Una descripción del tema que nos diga que sube mediante una tríada menor ascendente de do a sol, sucedida por un sonido que dura la tercera parte del precedente en la frecuencia de 349,2 hercios, se aparta de lo que se estaba describiendo (el movimiento en el espacio musical) y toma otra dirección (la dirección exigida por el orden de la naturaleza, que es un orden de sonidos). Hay un paralelismo con la pintura. Se puede describir por completo una pintura por el asunto representado, que se ve en la distribución de manchas de colores. Pero no se puede pasar de una descripción parcial del asunto a una descripción de píxeles sobre un gráfico bidimensional y de ahí otra vez al asunto, y creer que así se sigue describiendo lo que se ve. La inconmensurabilidad se extiende aun a los elementos descritos. Lo que desde el punto de vista acústico es una cosa, desde el punto de vista musical pueden ser dos. Así, en una fuga al teclado dos voces pueden coincidir en una misma nota y producir un mismo sonido. Pero en este único sonido oímos dos tonos distintos que se mueven en dos direcciones y pertenecen a dos líneas melódicas. A la inversa, lo que es acústicamente plural (un conjunto de

sonidos simultáneos) puede ser musicalmente singular (un acorde). Esto es muy claro en el ejemplo de Beethoven, donde un fragmento de acordes responde a un fragmento de unísonos y octavas, de suerte que oímos los acordes como elementos musicales, de la misma manera que oímos los tonos que los preceden. Si alguien quisiera diseñar una máquina capaz de reproducir el concierto de Beethoven no le resultaría útil una descripción del movimiento en el espacio musical. En cambio, le serviría disponer de un análisis de los tonos y de su duración. Podría transcribir ese análisis a una notación digital apropiada y usar la transcripción para programar un aparato capaz de producir sonidos sucesivos. Y el aparato sería capaz de dar a los oyentes exactamente lo que oirían en la sala de conciertos. De hecho, eso es lo que hace el arte de la grabación musical. Uno podría ser un brillante ingeniero de grabación aunque padeciera sordera tonal y en la música no oyera más que secuencias de sonidos. El reduccionista alegaría que, por tanto, la música no es más que la secuencia de sonidos, pues si reproduces la secuencia, reproduces la música. A eso se replica diciendo: claro, la música depende, emerge de la secuencia de sonidos. Los sonidos son “ontológicamente anteriores”. Ahora bien, para oír la música no basta con captar los sonidos. La música es inaudible, menos para quienes poseen la capacidad cognitiva de oír el movimiento en el espacio musical, la orientación, la tensión y la distensión, la fuerza gravitatoria de las notas graves, cómo las melodías tienen una dirección y un curso de acción característico, etc. Estas cosas que oímos en la música no son ilusiones: quien no logra oírlas, no oye todo lo que hay, así como quien no logra ver el rostro en una pintura no ve todo lo que hay. La música es ciertamente parte del mundo real. Pero es perceptible solo para quienes son capaces de conceptualizar el sonido y de reaccionar a él de una forma que no tiene parte alguna en la ciencia natural de la acústica. En este momento, es útil consignar una protesta contra lo que Mary Midgley llama “nadamasqueísmo” [“nothing buttery”]. Se ha extendido el hábito de declarar que las realidades emergentes no son “nada más que” [“nothing but”] las cosas en que las percibimos. La persona humana no es “nada más que” el animal humano; la ley no es “nada más que” relaciones de poder social; el amor sexual no es “nada más que” el impulso de reproducción; el altruismo no es “nada más que” la estrategia genética dominante descrita por Maynard Smith[14]; la Mona Lisa no es “nada más

que” unos pigmentos extendidos sobre un lienzo; la Novena Sinfonía no es “nada más que” una secuencia de notas con diversos timbres. Etcétera. Desprenderse de este hábito es, a mi juicio, el verdadero fin de la filosofía. Y si nos libramos de él con respecto a las cosas pequeñas —sinfonías, pinturas, personas—, podemos librarnos también con respecto a las grandes, sobre todo con respecto al mundo en su totalidad. Y entonces podríamos concluir que tan absurdo es decir que el mundo no es más que el orden de la naturaleza, según lo describe la física, como decir que la Mona Lisa no es más que un lienzo embadurnado de pigmentos. Sacar esa conclusión es el primer paso en la busca de Dios. Volvamos al caso de las personas. El dualismo ontológico de Descartes sobrevivió hasta tiempos recientes como la tesis de que la conciencia es irreductible a ningún proceso físico, y que la relación entre el cerebro humano y la mente humana no puede ser descifrada ni suprimida por ninguna ciencia puramente biológica. La conciencia se “dejaría fuera” cada vez que se intentara dar una explicación puramente física del pensamiento y de la acción humanos, y su peculiar inmediatez y transparencia serían como un residuo imposible de eliminar de las explicaciones neurológicas. Muchas eran las razones para sostener esta tesis; pero las dos principales eran la fenomenología de la primera persona y la intencionalidad. La introspección, alegaban los dualistas, revela una propiedad interna irreductible de nuestros estados mentales, un quale que no se puede explicar con ninguna teoría física. Además, los estados mentales tienen la característica de “apuntar a algo”, de “ser acerca de algo”; característica que no se puede reducir a ninguna relación entre acontecimientos o cosas físicas, sino que es enteramente sui generis y una marca de lo mental en cuanto mental. QUALIA Ninguna de esas consideraciones, me parece, basta para justificar el dualismo ontológico de tipo cartesiano. La primera pasa por alto dos hechos importantes: que la conciencia es distinta de la autoconciencia y que la autoconciencia no es la conciencia de una clase especial de objeto. Es evidente que la conciencia es distinta de la autoconciencia: consideremos el caso de los animales no humanos, de los cuales muchos son conscientes, pero pocos o ninguno son autoconscientes. No podemos explicar el

comportamiento de perros y gatos si no admitimos que tienen percepciones, sensaciones y también actitudes cognitivas y apetitivas. Todo eso son estados conscientes: con eso queremos decir que implican que el animal advierte su situación y su entorno. Pero en nuestras explicaciones de esas criaturas no entra la “quididad” interna o quale de sus estados mentales, y aunque podríamos, con Thomas Nagel, plantear la pregunta de cómo es ser un murciélago, no cabe respuesta que se refiera a qualia[15]. Lo que Wittgenstein llamaría la “gramática” de “cómo es” funciona de otra manera. La frase no denota una cualidad públicamente inaccesible de una experiencia: resume lo que sabemos al tener una experiencia y lo que imaginamos al imaginarla. “Cómo es” se refiere al “conocimiento por familiaridad”, y “saber cómo es” tragarse un caracol es haberse tragado un caracol[16]. No es el especial sentimiento interior, la murcielaguidad de la experiencia del murciélago lo que nos diría cómo es ser un murciélago. Es la forma de vivir del murciélago, que conocemos por observación, pero en la que no podemos participar. Sabemos que los perros sienten dolor, y que esa experiencia es mala y una ocasión apropiada para tener piedad y poner remedio. Pero no tenemos fundamento para suponer que en el perro herido hay algo más allá de lo que es observable por la ciencia: el dolor es algo que podemos ver, como vemos la alegría, la depresión y el deseo. La idea de la “quididad” interior o quale recibe apoyo solo de la autoconciencia: la conciencia de criaturas que, como yo, pueden decir qué sienten, y que tienen una advertencia inmediata y originaria de su propio estado mental. Es la existencia de este “punto de vista subjetivo”, entrañado en el uso de “yo” y en la atribución en primera persona de estados mentales, lo que hace surgir la creencia de que en un estado mental hay algo aparte de lo que se puede descubrir por medios físicos. En mi propio caso, se dice, se me presenta el proceso interior como es en sí mismo, y esto muestra algo que otro nunca puede observar, por la precisa razón de que solo es accesible por introspección. Esta idea de la primera persona fue pacientemente y, a mi juicio, definitivamente demolida por Wittgenstein en las Investigaciones filosóficas, aunque ya en el capítulo de los “Paralogismos” de la Crítica de la razón pura, Kant había señalado la falacia que supone interpretar la autoconciencia como la conciencia de cierta clase de objeto separado de los demás objetos de nuestro común mundo físico. Es verdad que cada persona tiene conocimiento

privilegiado de su propio estado mental actual y advertencia inmediata de toda una gama de estados mentales que puede atribuir a sí misma con plena evidencia. Persiste la ilusión de que, por tanto, esos estados mentales tienen algo especial, un brillo interior, por así decir, revelado solo a uno mismo, que uno mismo es capaz de registrar porque está inmediatamente presente a su conciencia de una manera en que ningún objeto o acontecimiento físico podría estar presente. Además, se supone, este quale interior es precisamente lo mental de todo estado mental. De ahí que, según esta opinión, la “vida interior” es esencialmente interior: inobservable a los demás y vivida en un mundo exclusivo de ella. No es fácil disipar estas ilusiones. Pero su carácter ilusorio fue elegantemente mostrado por Wittgenstein en las secciones de Investigaciones filosóficas conocidas a veces como el “argumento del lenguaje privado”[17]. La conclusión es que el conocimiento en primera persona de lo mental es conocimiento por evidencia; a fortiori, no es conocimiento de algo inobservable para otros. La mente está ahí fuera y es observable; ahora bien, para observarla debemos usar conceptos y establecer conexiones distintas de los que usan y las que hacen las ciencias naturales. Adoptar esta postura no es negar que nuestras experiencias tienen cualidades, ni que se pueden comparar cualitativamente. Atribuimos cualidades a muchas de nuestras experiencias no mirando adentro, sino mirando afuera, a las cualidades secundarias de los objetos. Ver el rojo es una experiencia visual clara; pero describir esa experiencia es describir qué aspecto tienen las cosas rojas, lo que a su vez requiere mostrarlas. Las cosas rojas son cosas como esta; y ver el rojo es una experiencia visual que tienes cuando ves algo como esto. Ver el rojo es distinto de ver el verde, porque las cosas rojas son distintas de las cosas verdes. Sin duda, eso plantea la cuestión de las cualidades secundarias: ¿están de verdad ahí, en las cosas que parecen poseerlas? Me inclino a pensar que las cualidades secundarias son disposiciones a suscitar experiencias en el observador normal, pero que las experiencias se deben identificar a su vez por medio de las cosas que percibimos. La circularidad de tal explicación es, a mi juicio, un círculo virtuoso, no vicioso[18]. A la vez, hemos de advertir que en muchos estados mentales no hay “cómo es” que valga. No hay nada que sea como creer que el dióxido de carbono es un gas, preguntarse si la luna es de queso, admirar a Jane en vez de a Mary, dudar del testimonio de Justin, entender el teorema de

Pascal o leer esta frase. Sin embargo, esos estados mentales son parte de la vida interior al igual que las sensaciones y percepciones. INTENCIONALIDAD Esos argumentos, según creo, destruyen el fundamento para concebir la conciencia como un residuo especial, un resplandor interior que de alguna manera acompaña a acontecimientos y procesos que por lo demás se pueden describir con el lenguaje y las teorías que describen la realidad física. Más complicado, sin embargo, es el segundo argumento a favor de un dualismo ontológico estricto: el argumento de la intencionalidad. Este argumento impresionó tanto a Brentano, que, tras haber comenzado con él el libro en que pretendía exponer “la psicología desde el punto de vista empírico”, se vio incapaz de seguir adelante. Pues el argumento parecía poner un obstáculo insuperable a cualquier investigación empírica de estados psicológicos. (Ver Psicología desde el punto de vista empírico, vol. 1 —el vol. 2 no apareció nunca—.) Por decirlo de modo sencillo: los estados mentales —o en todo caso un aspecto importantísimo y central suyo— son sobre cosas distintas de ellos mismos, y esta relación de intencionalidad parece no pertenecer a la realidad física. Puedo pensar en lo que no existe; puedo querer, imaginar y decidir sobre cosas que no tienen cabida concebible en el mundo físico o que, si en efecto existen en él, pueden ser enteramente distintas de como las pienso. Puedo enfocar mis estados mentales en objetos indeterminados, aunque todo lo real es determinado. Etcétera. Entonces, ¿cómo pueden ser los estados mentales parte de la realidad física, si están vinculados a una relación de intencionalidad que no se puede anclar al mundo físico? Dos respuestas de moda a esta cuestión contribuyen a disipar su urgencia: la de Dennett y la de Searle[19]. Dennett alega que las expresiones intencionales —como las usadas para atribuir creencias, deseos o intenciones — tienen una función explicativa. Nos resulta más fácil explicar la conducta de un organismo si la conceptualizamos de esa manera, y al hacerlo adoptamos una “actitud intencional” con respecto a ella: tratamos con el organismo como nos tratamos unos a otros, preguntando qué quiere y qué piensa, y suponiendo que en general quiere lo que es bueno para él y piensa lo que es verdad. La posibilidad de adoptar esta actitud intencional, dice Dennett, de ninguna manera implica que tratamos con un objeto no físico, ni

que la conducta que nos ocupa no se podría explicar más mecánicamente, o por algún proceso computacional oculto a la mirada común. Al fin y al cabo, podemos tratar más fácilmente con nuestros ordenadores si los describimos diciendo que piensan esto y quieren tal cosa; según Dennett, podemos adoptar una actitud intencional aun con un termostato, que “intenta” restablecer la temperatura de un cuarto cuando “piensa” que hace demasiado calor, y así con otras cosas. El argumento presupone que la criatura que adopta la actitud intencional — la que es capaz de interpretar el mundo de esa manera, hablando de pensamiento, percepción y deseo— puede ser ella misma explicada de modo no intencional, que la “actitud” es solo una actitud, y que todo objeto para el que esta actitud es apropiada se puede entender de otra manera, como un sistema computacional. Pero esas entidades que se pueden explicar así — termostatos y ordenadores, por ejemplo— son precisamente los que reconocemos distintos de nosotros: máquinas en las que proyectamos nuestro propio equipamiento mental, conscientes de que empleamos una complicada metáfora. De ahí que necesitemos un argumento ulterior que, o bien elimine por completo la actitud intencional, o bien demuestre que la intencionalidad es una propiedad de los sistemas físicos. Esta segunda vía es la escogida por Searle, así como por Fodor y otros defensores de la “teoría representacional de la mente”. Su réplica es conceder que la intencionalidad es una característica destacada de las cosas que la poseen, pero que eso no demuestra que las cosas que la poseen no sean también cosas físicas. ¿No es también una frase escrita una cosa física? ¿No pueden los animales tener estados del sistema nervioso que permitan atribuirles intencionalidad razonablemente? Más aún: ¿no está justo para eso el sistema nervioso? “About, my head”[20], dijo Hamlet, señalando así la característica central del pensamiento: que es sobre el mundo, pero tiene lugar en la cabeza. Me parece que esta respuesta está bien encaminada, pero abre la vía a un dualismo de otra clase, el que yo defiendo. Cuando atribuyo estados intencionales a un perro, es para explicar su comportamiento. Pero, claro está, somos nosotros los que formulamos las explicaciones y los que aportamos los conceptos usados para elaborarlas. Esos conceptos toman características objetivas del entorno del perro y las clasifican según principios científicos que nosotros entendemos pero no existen en el pensamiento de un perro. Las

creencias y deseos de un perro se refieren al mundo tal como se presenta a la percepción del perro. El perro huele una liebre, ve un hombre, oye un cuerno. Lo sé solo porque identifico esas cosas en el entorno del perro, y solo porque sé que puede reaccionar de modo selectivo al olor de una liebre (de otra manera que al de un conejo, por ejemplo), a la vista de un hombre (de otra manera que a la de un espantapájaros, por ejemplo), al sonido de un cuerno (de otra manera que al de un violín, por ejemplo). El uso de estos términos para describir el contenido de las creencias de un perro depende de la relación causal entre la experiencia perceptiva del perro y los objetos que lo rodean. No necesito mirar ningún “escenario interior de la conciencia” para describir las creencias del perro; tampoco podría buscarlo. Con independencia de la teoría computacional que podamos elaborar, para explicar el paso del estímulo a la respuesta en la mente de un perro, describiremos el contenido intencional del estado mental del perro con términos referidos al mundo físico: el mundo que impacta sobre la percepción del perro. Por usar la jerga técnica: al explicar la intencionalidad de la mente de los animales, adoptamos una perspectiva “externalista”. Las creencias del perro son creencias de re, no de dicto: las identificamos por las cosas que nosotros advertimos en el entorno del perro, usando conceptos que pertenecen a las ciencias naturales. MÁS DUALISMO COGNITIVO Las cosas son completamente distintas en nosotros. Como Searle ha defendido a lo largo de muchos años y muchos libros, el mundo humano contiene cosas que no existen con independencia de nuestros estados intencionales, pues las traen a la existencia declaraciones humanas. El nuestro es un mundo de instituciones, leyes y pactos. Por todas partes nos rodean cosas que existen por decisión nuestra y cuya continuidad depende de nuestra aquiescencia. Esas cosas no derivan solo de promesas, disposiciones y voluntades individuales; también —lo que es más importante— dependen, sostiene Searle, de lo que llama “intencionalidad social”: la convicción común de que nosotros estamos, colectivamente, sujetos a ciertas obligaciones. No se podría entender la vida humana sin referencia a esta intencionalidad colectiva, que, según sostiene Searle plausiblemente, crea «razones para actuar independientes de los deseos». El mundo humano es un complejo de «poderes deónticos» que atañen a cargos, instituciones, leyes y

convenios que llegan a la existencia, como los contratos, en virtud de nuestro compromiso de respetarlos[21]. En sí misma, esa tesis no implica que se haya de entender a los seres humanos de manera completamente distinta de los perros. La intencionalidad colectiva podría ser un fenómeno tan natural, y tan fácil de subsumir en una ciencia unificada, como la intencionalidad de perros, gatos y pájaros. Sin embargo, hay una dificultad a la que Searle, a mi juicio, no presta suficiente atención. Las declaraciones humanas —las promesas, por ejemplo— son compromisos hechos en primera persona, en muchos casos a otro identificado como “tú”. Están situadas en el entramado de encuentros yo-tú, y serían inconcebibles sin los peculiares privilegios que acompañan al conocimiento en primera persona. El distintivo de la acción intencional es la capacidad del agente de decir inmediatamente, y por evidencia, que esto es lo que está haciendo, y de responder a la pregunta “¿por qué?”[22]. Y las intenciones para el futuro se distinguen de las predicciones porque quienes las declaran están dispuestos a ofrecer razones en primera persona para lo que han resuelto hacer. Además, como han señalado Searle y otros, las intenciones tienen un carácter reflexivo. Si tengo la intención de hacer algo, no pretendo simplemente que eso se produzca: pretendo que eso se produzca en virtud de mi intención. Al expresar mi intención me hago responsable de un futuro estado de cosas: si no se cumple, hay que dar una justificación, y si mi intención se expresa como parte de una promesa, entonces quedo obligado con el otro a hacer lo que he dicho. Estas y otras características similares significan que la conciencia de primera persona y la responsabilidad con el otro están entrelazadas en nuestra intencionalidad social. Los estados mentales que apuntan al mundo de los pactos e instituciones humanas apuntan a un mundo de “yoes” y “túes”, y están basados en el supuesto de que todos los participantes en ese mundo conocen inmediatamente y por evidencia no solo lo que pretenden, sino también sus razones (al menos algunas) para pretenderlo. Este supuesto impone una restricción radical a los modos posibles de conceptualizar los objetos de la conciencia social. Yo no veo al otro, y menos a mí mismo, como un organismo cuyo comportamiento se explica por alguna hipótesis sobre la naturaleza de sus estados intencionales. Veo al otro como me veo yo mismo: como un “yo”, al que me dirijo usando la segunda persona, y cuyas

razones, las que él mismo se atribuye, tienen para mí precedencia sobre la opinión de cualquier tercera persona sobre lo que a él le mueve. Esta perspectiva de segunda persona ha sido examinada con detalle por Stephen Darwall, y ha tenido su papel en filosofía al menos desde el argumento del señor y el siervo en la Fenomenología del espíritu, de Hegel. Aparece en el célebre artículo de Strawson “Libertad y resentimiento”[23]. Y sugiere que hay maneras de conceptualizar las personas que, precisamente porque respetan las prerrogativas de la primera persona en nuestro trato mutuo, emplean conceptos que no tienen parte alguna en las ciencias empíricas. Cuando me dirijo a mi esposa en diálogo interpersonal, doy preferencia a sus afirmaciones en primera persona. Las razones que me ofrece son las que cuentan, y sus sinceras declaraciones de intenciones y creencias forman la base de mi respuesta. La veo como un centro libre de conciencia, que se dirige a mí desde la perspectiva de un “yo” unificado, individual y singular como yo. Cuando le pregunto “¿qué vas a hacer?”, mi pregunta pide respuesta. Es muy distinta de la pregunta “¿qué va a hacer él?”, y las dos preguntas no funcionan como casos de un mismo esquema: “¿qué va a hacer x?”. Una se refiere a una decisión, la otra pide una predicción, y al preguntar por una decisión, me dirijo al yo que eres tú. Para hacerlo, me comprometo con esas “razones independientes del deseo” a las que se refiere Searle, y esas razones se formulan con conceptos que no sirven para describir el mundo físico: conceptos como derecho, deber, justicia, virtud, pureza, que informan nuestras relaciones interpersonales. Es esencial al diálogo interpersonal la práctica de pedir y rendir cuentas. Nos consideramos unos a otros responsables, no solo de nuestras acciones, sino también de nuestros pensamientos, sentimientos y actitudes. La pregunta “¿por qué?”, que te dirijo, por lo general no pide una explicación, desde luego no una explicación como la que podría dar un neurólogo. Pide que me cuentes qué pasa desde tu perspectiva de primera persona, de tal modo que me resultes inteligible y, normalmente, aceptable. Unas veces podrías ofrecer una justificación de tus actos y sentimientos. Otras, lo que dices de ellos no bastará para justificarlos, pero a pesar de ello dará testimonio de que eres responsable. (Imaginemos un diálogo que comenzara por: “¿Estás enfadado conmigo?”). Tan poderoso y básico es en nuestra vida el encuentro yo-tú, que estamos naturalmente inclinados a creer que es un encuentro entre objetos, y que esos

objetos existen en alguna dimensión distinta de la que contiene las cosas físicas corrientes. Es esto, según creo, y no los misterios de la vida “interior”, lo que mueve a la gente a abrazar algún tipo de dualismo ontológico y a creer que el ser humano no es uno sino dos. Sostengo más bien que hay un dualismo cognitivo, pero no un dualismo ontológico, subyacente a nuestra respuesta al mundo humano. El encuentro yo-tú es precisamente no un encuentro entre objetos, y por tanto no un encuentro entre objetos de un tipo especial y ontológicamente primordial. Es un encuentro entre sujetos, y solo se puede entender si reconocemos que la lógica de la conciencia de primera persona está incorporada en los conceptos que dan forma a nuestro trato mutuo. ¿A qué lugar del mundo, pues, iremos a buscar a las personas? Lo que propongo es que no buscamos una clase especial de objeto, sino más bien un objeto al que podemos responder de una manera especial. Los candidatos obvios son los seres humanos, los miembros de la especie natural Homo sapiens, cuya constitución biológica define cómo son. Pero ¿qué hay entonces de la primera persona? No es esencial a los seres humanos que se identifiquen en la primera persona; pero es esencial a las personas. La conciencia de primera persona es la premisa de las relaciones interpersonales, y de esas relaciones depende nuestra naturaleza como personas. Es esta la razón por la que nos resulta tan desconcertante la cuestión de la identidad personal. La literatura filosófica, de John Locke y Thomas Reid a Sydney Shoemaker y Derek Parfit, abunda en experimentos mentales que nos recuerdan que la identidad de la persona y la del cuerpo se pueden considerar por separado. Y parece extraño decir que la persona se identifica con el ser humano, cuando las características que definen la identidad de la una son distintas de las que definen la identidad del otro. Quizá ocurre más bien como con la imagen y el lienzo, o la melodía y la secuencia de sonidos. Quizá deberíamos decir que una persona determinada se realiza en un determinado ser humano, en vez de decir que se identifica con él… lo que abre la posibilidad de que una y la misma persona se realice ahora en un cuerpo, después en otro. En tal caso, sin embargo, ¿dónde se puede encontrar a la otra persona? ¿Cómo podemos descubrir su verdadera naturaleza? ¿Y qué relevancia tiene el organismo humano para nuestra comprensión de la persona? Supongamos que la persona individual existe en su cuerpo de manera semejante a como un

rostro pintado existe en los pigmentos del lienzo. Entonces estaríamos tentados de pensar que entender las operaciones del cuerpo no está más relacionado con entender la persona que la teoría química de los pigmentos con interpretar el significado del rostro pintado. Habría un salto epistemológico insalvable entre nuestra teoría del ser humano y nuestro conocimiento de la persona. ¿Pero realmente es así? ¿Qué se sigue del dualismo cognitivo que he propuesto en este capítulo?

[1] Ludwig FEUERBACH, La esencia del cristianismo, trad. José Luis Iglesias, Trotta, 2.ª ed., Madrid, 2009. [2] Cfr. R. WAGNER, “Die Religion und die Kunst”, en Gesammelte Schriften und Dichtungen, Fritzsch, 2.ª ed., Leipzig, 1887-1888, 10:211. [3] Ver en especial Fenomenología del espíritu (1807), cap. IV, sección A, subsección 3: “Señor y siervo”. [4] Cfr. Thomas NAGEL, The View from Nowhere, Oxford University Press, Nueva York, 1986. [5] Cfr. Robert SPAEMANN, Personas: acerca de la distinción entre “algo” y “alguien”, trad. de José Luis del Barco Collazos, EUNSA, Pamplona, 2000. [6] Ver en especial W. DILTHEY, The Formation of the Historical World in the Human Sciences, en R. A. MAKKREEL y F. RODI (eds.), Selected Works, vol. 3, Princeton University Press, Princeton, 2002. La mejor introducción a Dilthey que he encontrado es la entrada correspondiente a este autor en la Stanford Encyclopedia of Philosophy, de libre acceso en Internet. [7] “Philosophy and the Scientific Image of Man”, en Science, Perception and Reality, Ridgeview, Austin, 1963. [8] John MCDOWELL, Mind and World, Harvard University Press, Cambridge (Massachusetts), 1994; Robert BRANDOM, Reason in Philosophy: Animating Ideas, Harvard University Press, Cambridge (Massachusetts), 2009. [9] Dejo a un lado la cuestión de si Spinoza pensaba que Dios tiene infinitos atributos, de los que solo conocemos dos: lo discuto en mi libro Spinoza: A Very Short Introduction, Oxford University Press, Oxford, 1986. [10] Sobre la relevancia de la analogía en el caso de Spinoza, ver ibid. [11] Y hay una modalidad más, no menos desconcertante, a la que Donald Davidson llama “monismo anómalo”: ver “Mental Events”, en Essays on Actions and Events, 2ª ed., Clarendon Press, Oxford, 2001. [12] Ver capítulo 1 del libro Individuals, de Strawson (Routledge, Londres, 1956). [13] El espacio al que aquí me refiero es un espacio fenomenológico, no una “geometría”, o sea, no es

simplemente una cartografía de acontecimientos musicales representados como puntos en un continuo. Tal cartografía es posible: ver, por ejemplo, Dmitri TYMOCZKO, A Geometry of Music, Oxford University Press, Nueva York, 2010. Pero no dice nada de lo que oímos cuando escuchamos música. Ver mi reseña de Tymoczko en Reason Papers (2012). Hago una exposición más detallada del espacio musical en The Aesthetics of Music, Oxford University Press, Oxford, 1997. [14] Cfr. J. MAYNARD SMITH, “Group Selection and Kin Selection”, en Nature 201 (1964): 1.145-47, y del mismo autor, Evolution and the Theory of Games, Cambridge University Press, Cambridge, 1982. [15] Cfr. “What Is It Like to Be a Bat?”, en Mortal Questions, Oxford University Press, Oxford, 1982. [16] Ver mi examen de este punto en Art and Imagination, Methuen, Londres, 1974, pp. 105-106. [17] Ludwig WITTGENSTEIN, Philosophical Investigations, Oxford University Press, Oxford, 1952, pt. 1, secc. 220ss. Ofrezco una versión del argumento en el cap. 4 de Modern Philosophy, SinclairStevenson, Londres, 1994. Ver también la enérgica negación de los qualia a cargo de Michael TYE, Consciousness, Color, and Content, MIT Press, Cambridge (Massachusetts), 2000. Para una visión general de la hoy prodigiosamente abundante literatura sobre los qualia, ver el artículo de Michael Tye en esa voz de la Stanford Encyclopedia of Philosophy, en Internet. [18] Ver el argumento sobre los sonidos en SCRUTON, The Aesthetics of Music, cap. 1. Hay interesantes reflexiones sobre el entrelazamiento entre experiencia subjetiva y cualidades secundarias en Colin MCGINN, The Subjective View: Secondary Qualities and Indexical Thoughts, Oxford University Press, Oxford, 1983, y en TYE, Consciousness, Color, and Content. [19] Daniel C. DENNETT, The Intentional Stance, MIT Press, Cambridge (Massachusetts), 1989; J. R. SEARLE, Intentionality: An Essay in the Philosophy of Mind, Cambridge University Press, Cambridge, 1983, y Rationality in Action, MIT Press, Cambridge (Massachusetts), 2001. [20] “Vamos allá, cerebro”, traduce José María Valverde en su edición para RBA, Barcelona, 1994 (el original de Shakespeare es “About, my brain”: Hamlet, acto II, escena 2). El autor remite a la acepción corriente de about (acerca de) para significar que el pensamiento es “acerca de” algo y a la vez se da en la cabeza. (N. del T.) [21] Cfr. J. R. SEARLE, The Construction of Social Reality, Free Press, Nueva York, 1995; Making the Social World: The Structure of Human Civilisation, Oxford University Press, Oxford, 2009; etc. [22] Así lo ha mostrado con sutileza Elizabeth ANSCOMBE en Intention, Blackwell, Oxford, 1957. [23] Stephen DARWALL, The Second-Person Standpoint: Morality, Respect, and Accountability, Harvard University Press, Cambridge (Massachusetts), 2006; P. F. STRAWSON, Libertad y resentimiento y otros ensayos, Paidós, Barcelona, 1995.

3. UNA MIRADA AL CEREBRO

Cuando pensamos en los animales no humanos, difícilmente podemos dudar que reciban información de su cuerpo y de su entorno, que esta información sea procesada de alguna manera por su sistema nervioso central, del que el cerebro es la parte más importante, y que su comportamiento sea resultado de ello. Por tanto, hablar de la mente animal viene a ser lo mismo que hablar del cerebro animal. Y si eso es verdad en el caso de los animales, ¿no es verdad también en el caso de los seres humanos? ¿Por qué habríamos de resistirnos a admitir esa conclusión, una vez abandonado el dualismo ontológico que he rechazado en los dos primeros capítulos? En un libro que ha tenido gran influencia, Neurophilosophy, publicado en 1986, Patricia Churchland nos recomienda preguntarnos qué ha aportado la filosofía a nuestra comprensión de los procesos mentales humanos, entiéndase en comparación con los numerosos hallazgos de la neurociencia[1]. La respuesta es que no mucho, o aun nada en absoluto: depende de nuestro grado de exasperación. Churchland es de la opinión de que los conceptos que tenemos —los conceptos de la «psicología popular», como ella la llama— no tienen verdadera relevancia. No es solo que esos argumentos sean “meramente verbales”, como a menudo se decía en otros tiempos. Es que pasan por alto que nuestros conceptos populares pertenecen a una teoría: una teoría útil, que nos da cierto manejo del lenguaje humano y de la conducta humana, pero teoría al fin y al cabo. Y las teorías se sustituyen por otras mejores. Eso, dice, es lo que está pasando ahora que la neurociencia toma el relevo de la psicología popular y suministra explicaciones de la conducta humana mejores que las que nunca podría darnos ese anticuado lenguaje de creencias, percepciones, emociones y deseos. Han pasado más de

veinticinco años desde que se publicó el libro de Churchland, y en su estela han brotado disciplinas enteras que exhiben con orgullo el prefijo “neuro” para alistarse bajo el estandarte de Churchland. Hemos entrado en una nueva época en que la filosofía, otrora la sierva de la teología, es considerada por buena parte de quienes la practican como la sierva de la neurociencia, con la misión de quitar los obstáculos que los prejuicios populares y los modos supersticiosos de pensar han puesto en el camino del progreso científico. Por otra parte, el concepto de persona, que ha sido un interés central de la filosofía al menos desde la Edad Media, se resiste a ser traducido al idioma de la neurociencia, al estar ligado con modos de entender y de interpretar a los seres humanos que puentean las leyes causales y las categorías de construcción de teorías. Como he escrito en el capítulo anterior, evaluamos la conducta humana según criterios de libertad y responsabilidad. Las personas se distinguen de los demás seres de nuestro entorno por ser objeto de amor, afecto, ira, perdón. Las miramos cara a cara y de yo a yo, considerando a cada una un centro de reflexión autoconsciente que responde a razones, que toma decisiones y cuya vida forma un continuo narrativo en que la identidad individual se mantiene de un momento a otro y de año en año. Todos esos aspectos de nuestro entendernos interpersonal están supuestos en el juicio moral, en la ley, en la religión, en la política y en el arte. Y todo eso cuadra mal con la imagen de nuestra naturaleza defendida por muchos estudiosos de la neurociencia, que describen las características supuestamente peculiares de la humanidad como adaptaciones, más sofisticadas que las capacidades sociales que se observan en otros animales, pero no esencialmente diferentes en su origen o función. Esas adaptaciones, dicen, están “programadas” en el cerebro humano y se explican por su función en el procesamiento cognitivo que se da cuando los estímulos sensitivos llevan a respuestas conductuales que han favorecido la reproducción. Además, los neurocientíficos suelen subrayar que los procesos cerebrales representados en nuestros estados de conciencia son solo una diminuta porción de lo que ocurre dentro de nuestras cabezas. El “yo”, según el encantador símil de David Eagleman, es como un pasajero que se pasea por la cubierta de un enorme trasatlántico mientras se dice a sí mismo que él mueve el barco con los pies[2]. Las técnicas de neuroimagen cerebral se han usado para poner en duda la realidad de la libertad humana, para revisar el concepto de razón y el lugar que la razón ocupa en la naturaleza humana, y para cuestionar la validez de la

vieja diferencia esencial que distinguía a la persona del animal y al agente libre del organismo condicionado. Y cuanto más sabemos del cerebro y sus funciones, más se pregunta la gente si nuestras viejas maneras de manejar nuestras vidas y resolver nuestros conflictos —juicios morales, procesos jurídicos, transmisión de virtudes— son las mejores, y si podría haber formas más directas de intervenir que nos llevaran de modo más rápido, más fiable y quizás más amable al resultado justo. El sistema nervioso es una red de conmutadores (sí/no), y está extendiéndose la convicción de que funcionan como “válvulas lógicas” y el cerebro es una especie de computadora digital, que opera transmitiendo cálculos basados en informaciones recibidas por los receptores repartidos por el cuerpo y ordenando las respuestas apropiadas. Esta convicción viene reforzada por la investigación en redes neurales artificiales, en las que las válvulas están conectadas para imitar algunas de las funciones del cerebro. La investigación en inteligencia artificial conecta directamente con la “ciencia cognitiva”, disciplina que tiene su origen en las especulaciones propuestas por Alan Turing y otros, cuando la idea de computación empezó a recibir amplia atención por parte de los lógicos. El principal interés de esta disciplina es entender qué clase de vínculo se establece entre una criatura y su entorno en virtud de los distintos procesos “cognitivos”, como aprender y percibir. En una criatura dotada de mente, no hay conexión directa como la de un fenómeno regido por una ley entre estímulo sensitivo y respuesta conductual. Cómo responda la criatura depende de lo que percibe, lo que desea, lo que cree, etc. Esos estados mentales implican pretensiones de verdad y de referencialidad que no admiten explicaciones mecanicistas. La ciencia cognitiva debe, pues, mostrar cómo surgen las pretensiones de verdad y de referencialidad y cómo pueden tener eficacia causal. Gran parte de la teoría resultante se basa en una reflexión a priori y sin recurso a experimentos. Por ejemplo, la conocida teoría modular de la mente, de Fodor, identifica funciones discretas reflexionando sobre la naturaleza del pensamiento y sobre las conexiones entre pensamiento y acción, así como entre el pensamiento y sus objetos en el mundo[3]. Esa teoría dice poco sobre el cerebro, aunque ha servido de inspiración a neurocientíficos, muchos de los cuales se han guiado por ella en la búsqueda de vías neurales determinadas y sus correspondientes zonas del córtex. La psicología evolutiva nos dice que miremos el cerebro como el resultado

de la adaptación. Para entender qué hace el cerebro hemos de preguntar qué ventaja competitiva obtendrían los genes de su poseedor haciendo justamente esto, en el entorno original en que se formó nuestra especie. Por ejemplo: ¿de qué manera adquirieron nuestros antepasados una ventaja, en aquellos largos y duros años del Pleistoceno, reaccionando no a cambios en su entorno, sino a cambios en sus propios pensamientos sobre el entorno? ¿De qué manera se beneficiaron genéticamente gracias a la sensibilidad a la belleza? Y así sucesivamente. Ya he señalado que los psicólogos evolutivos han dicho muchas cosas con respecto al altruismo y a cómo se podría explicar como una “estrategia evolutivamente estable”. Tal vez ciertos neurocientíficos estarían interesados en aprovechar la idea, para sostener que el altruismo ha de estar, pues, “programado” en el cerebro, y cabe esperar que se descubran vías y centros determinados a los que pueda ser atribuido. Supongamos que hemos probado que algo llamado altruismo es una estrategia evolutivamente estable para organismos como nosotros; supongamos también que hemos descubierto la red de neuronas que se disparan en el cerebro cuando realizamos algún acto o gesto de altruismo. ¿No dice eso algo de las operaciones de nuestros sentimientos morales, y no pone eso además rigurosos límites a lo que un filósofo podría decir al respecto? Con este ejemplo se puede ver cómo podrían converger las tres disciplinas —neurofisiología, ciencia cognitiva y psicología evolutiva—, haciendo cada una su contribución para definir las cuestiones y a resolverlas. Quiero suscitar unas cuantas dudas sobre si es acertado combinar esas disciplinas, y también sobre si es acertado pensar que así iluminamos la condición humana con una luz que nos daría derecho a llamarnos neurofilósofos. SOBREDETERMINACIÓN Consideremos la explicación del altruismo que ofrece el psicólogo evolutivo, tal como la expuso sutil y apasionadamente Matt Ridley en su libro The Origins of Virtue[4]. Ridley propone plausiblemente que la virtud moral y el hábito de obedecer a lo que Kant llamó la ley moral es una adaptación. La prueba, según él, es que cualquier otra forma de comportarse habría puesto a los genes de un organismo en clara desventaja en el juego de la vida. Por usar el lenguaje de la teoría de juegos: en las circunstancias que han prevalecido en el curso de la evolución, el altruismo es una estrategia

dominante. Así lo mostró John Maynard Smith en un estudio publicado originalmente en 1964 y que Robert Axelrod reutilizó en su famoso libro The Evolution of Cooperation, de 1984[5]. Pero ¿qué entienden exactamente esos autores por “altruismo”? Un organismo actúa de modo altruista, dicen, si beneficia a otro organismo a su propia costa. El concepto se aplica igualmente a la hormiga soldado que va hacia las llamas que amenazan el hormiguero y al oficial que se arroja encima de la granada a punto de estallar que amenaza a su pelotón. El concepto de altruismo, así entendido, no puede explicar, ni aun reconocer, la diferencia entre esos dos casos. Pero sin duda hay toda la diferencia del mundo entre la hormiga que va instintivamente a las llamas, incapaz de entender qué hace o de temer las consecuencias, y el oficial que conscientemente da su vida por sus soldados. Si Kant está en lo cierto, un ser racional tiene un motivo para obedecer a la ley moral, con independencia de ventajas genéticas. Ese motivo valdría aunque el resultado normal de su seguimiento fuera lo que los griegos observaron sobrecogidos en las Termópilas o los anglosajones en la batalla de Maldon. En tales circunstancias, se ve a un grupo entero arrostrar la muerte, plenamente consciente de lo que hace, porque la muerte es la opción honrosa. Aun si uno no cree que la explicación de Kant sea la correcta, lo cierto es que este motivo se puede observar universalmente en los seres humanos y es completamente distinto del de la hormiga soldado, por estar basado en la conciencia de la situación adversa, del coste de obrar bien y de la llamada a entregar la vida por otros que dependen de uno a los que debe la vida. Para decirlo de otro modo: en el planteamiento de los psicólogos evolutivos, la conducta de los espartanos en las Termópilas está sobredeterminada. La explicación por la “estrategia reproductiva dominante” y la explicación por el “honroso sacrificio” son las dos suficientes para explicar esta conducta. Entonces, ¿cuál es la explicación verdadera? ¿O la explicación del “honroso sacrificio” es solo un cuento que nos contamos a nosotros mismos para prender medallas en el pecho de la arruinada “máquina de sobrevivir” que murió por obedecer a sus genes? Pero supongamos que la explicación moral es suficiente. Entonces, la explicación genética sería trivial. Si los seres racionales están motivados a obrar así, con independencia de toda estrategia genética, entonces eso basta para explicar que obren de esa manera. Y estar dispuestos a obrar así es una

adaptación, pues todo lo que eso significa es que las personas que estaban dispuestas por naturaleza a obrar de cualquier otra manera, a estas alturas se habrían extinguido, con independencia de las razones que pudieran tener para obrar como obraron. Esto nos lleva otra vez al paralelismo con las matemáticas que expuse en el capítulo primero. Es fácil mostrar que la competencia matemática es una adaptación. Pero eso no dice nada de la distinción entre demostraciones válidas e inválidas, ni nos hace comprender nada del razonamiento matemático. Hay aquí una disciplina interna que toda la psicología del mundo nunca aclarará, así como hay una disciplina interna del pensamiento moral que naturalmente lleva a la conclusión de que es obligatorio hacer tal cosa[6]. Por supuesto, es también un hecho que los seres humanos están dispuestos a hacer lo que creen que deberían hacer. Pero lo que les impele es el juicio moral, más que un instinto ciego. El paralelismo no es exacto. Pero ilustra cómo las explicaciones evolucionistas se reducen a la trivialidad cuando lo que se trata de explicar contiene sus propios principios de justificación. Además, el pensamiento moral, como las matemáticas, despliega ante nosotros una visión del mundo que trasciende lo que nos suministran los sentidos y es difícil explicar como subproducto de la competición evolutiva. Los juicios morales están articulados en el lenguaje de la necesidad, y no hay rincón de nuestro universo que escape a su jurisdicción. La moralidad proporciona otro ejemplo de cómo la intencionalidad “trasciende” el orden de la naturaleza, poniéndonos en relación por el pensamiento con el conjunto del cosmos. Y la moralidad solo tiene sentido si hay razones para actuar que son normativas y vinculantes. Es difícil admitir esto y resistirse a la conclusión a la que llegó Thomas Nagel: que el universo se rige por leyes teleológicas[7]. LA IDEA DE INFORMACIÓN La ciencia cognitiva se ocupa de la manera como es procesada la información por criaturas orientadas a la verdad. Y su fin es explicar la percepción, la creencia y la decisión a partir de las funciones de procesamiento de la información que esos actos entrañan. Ahora bien, ¿es una sola la idea de información implicada aquí? Cuando te informo, también te informo de algo: por ejemplo, que ha aterrizado el avión que trae a tu

esposa. En este sentido, información es un concepto intencional, que describe estados que solo se pueden identificar por su contenido. La intencionalidad, la referencia a representaciones, es un conocido obstáculo para todos los intentos de explicar los estados cognitivos con el esquema estímulorespuesta; pero ¿por qué no es obstáculo para la ciencia cognitiva? Es obvio que el concepto de información como informar “de” no es el que se ha desarrollado en la informática o en los modelos cibernéticos de los procesos mentales humanos. En estos modelos, información significa el cúmulo de instrucciones para tomar tal o cual salida en un trayecto binario. La información es suministrada por algoritmos que relacionan entradas de datos con salidas dentro de un sistema digital. Esos algoritmos no expresan opiniones; no comprometen a la computadora a cumplirlas o a incorporarlas a sus decisiones, porque la computadora no toma decisiones ni tiene opiniones. Lo que quiero decir se puede ilustrar con un ejemplo. Supongamos que una computadora está programada para “leer”, como se dice, unos datos en código digital, que ella traduce a píxeles, con el efecto de que muestra en su pantalla la foto de una mujer. Para describir este proceso no necesitamos referirnos a la mujer de la foto. Todo el proceso puede ser descrito completamente hablando del hardware que traduce los datos digitales a píxeles, y del software, o algoritmo, que contiene las instrucciones para hacer eso. No hay necesidad ni derecho, en este caso, de usar conceptos como los de ver, pensar, observar, para describir lo que hace la computadora; tampoco tenemos necesidad ni derecho de atribuir a lo que se observa en la foto algún influjo causal, o algún influjo en absoluto, en la operación de la computadora. Por supuesto, nosotros vemos la mujer de la foto. Y para nosotros, la foto contiene información de un tipo totalmente distinto a la codificada en las instrucciones digitalizadas para producirla. La foto da información sobre una mujer y su aspecto. Es imposible describir esta clase de información sin usar lenguaje intencional: lenguaje que describe el contenido de ciertos pensamientos, más que el objeto al que se refieren. Pensemos en la famosa pintura El nacimiento de Venus, de Botticelli (figura 1). Sabemos bien que, en la realidad, no existe una escena como la representada, que no existe la diosa Venus y que esta imagen memorable no es de nada real. Pero ahí está. De hecho, hubo una mujer real que sirvió de modelo a Botticelli: Simonetta Vespucci, amante de Lorenzo de Medici. Pero la pintura no es de o sobre Simonetta. Al mirar esta pintura, miramos una

ficción, y eso es algo que sabemos y algo que condiciona cualquier interpretación que podamos hacer de su significado. Esta es la diosa del amor erótico, pero en la versión platónica del eros, según la cual el deseo nos eleva del mundo de los afectos sensuales a la forma ideal de lo bello (eso mismo que, dicho sea de paso, era Simonetta para Botticelli). Esta pintura ayuda a hacer clara y creíble la teoría de Platón: es una obra de pensamiento concentrado que cambia, o debería cambiar, la forma de ver el mundo a cualquiera que la mire largamente. Hay todo un mundo de información contenido en esta imagen; pero es información sobre algo que no se puede introducir en el algoritmo que una computadora podría usar para trasladarla, píxel a píxel, a la pantalla.

Figura 1: Sandro Botticeli, El nacimiento de Venus, Florencia, Galleria Degli Uffizi. © 2013, Photo SCALA, Florencia / Cortesía del Ministerio Beni e Att. Culturali

La cuestión es: ¿cómo pasamos de un concepto de información al otro? ¿Cómo explicamos la emergencia de los pensamientos sobre algo a partir de procesos que se explican por completo por la transformación de datos codificados visualmente? La ciencia cognitiva no nos los dice. Y tampoco nos lo dirán los modelos informáticos del cerebro. Estos podrían mostrar cómo se codifican las imágenes en formato digital y cómo se transmiten en ese formato por vías neuronales hasta el centro donde son “interpretadas”. Pero ese centro, de hecho, no interpreta. Interpretar es un proceso que nosotros hacemos, sacando conclusiones, extrayendo información sobre

cosas y viendo lo que hay ante nosotros. Y también lo que no hay, como la diosa Venus en la pintura de Botticelli. Un escéptico de la intencionalidad podría decir que eso simplemente muestra que, en último análisis, concepto científicamente respetable de información, no hay más que uno: que en la realidad no existe eso de la intencionalidad, y por tanto no se plantea la cuestión de cómo procedemos de un concepto de información al otro[8]. Pero haría falta un sólido argumento independiente para concluir eso. Al fin y al cabo, ¿la ciencia no es sobre el mundo, y no consiste precisamente en información del tipo que el escéptico niega que exista? LA FALACIA MEREOLÓGICA En un libro polémico, The Philosophical Foundations of Neuroscience, Max Bennett y Peter Hacker describen lo que llaman la “falacia mereológica”, de meros, parte, y “mereología”, la rama de la lógica que estudia la relación entre parte y todo[9]. Según ellos, es la falacia de explicar una propiedad de una cosa atribuyendo esa misma propiedad a una parte de la cosa. Un caso típico es la famosa falacia del homúnculo en filosofía de la mente, relacionada a veces con Descartes, que intentó explicar la conciencia del ser humano por la presencia de un alma interior, el “verdadero yo” que está dentro. Claramente, eso no explicaba nada: simplemente trasladaba el problema. Bennett y Hacker creen que muchos científicos cognitivos incurren en esta falacia cuando dicen que el cerebro “forma imágenes”, “interpreta datos”, tiene conciencia o advertencia de cosas, toma opciones, etc. Ciertamente sería una falacia pensar que se puede explicar así algo como la conciencia, diciendo que el cerebro es consciente de esto o de lo otro: la explicación sería evidentemente circular. Dennett y otros objetan que ningún científico cognitivo ha pretendido nunca dar explicaciones de ese tipo[10]. Para Dennett, nada prohíbe usar expresiones intencionales para describir el comportamiento de entidades que no son personas ni tienen conciencia, como podemos usarlas, según cree, para describir sencillos mecanismos de control, como los termostatos. Cuando el termostato actúa para encender la refrigeración porque la habitación ha alcanzado determinada temperatura, responde a información procedente del mundo exterior. A veces comete errores y calienta la

habitación en vez de enfriarla. Entonces se lo puede “engañar” echándole aire caliente. Y en aparatos más complejos, como una computadora, resulta aún más obvio que el lenguaje mental que nos aplicamos unos a otros nos da una manera útil de describir, predecir y entender a grandes rasgos lo que hacen las computadoras. Según Dennett, no hay nada de antropomorfismo cuando hablo de lo que piensa mi computadora, lo que me pide hacer, etc. Como subrayé en el capítulo anterior, para Dennett, yo simplemente adopto lo que él llama la “actitud intencional” hacia algo que así me resulta más fácilmente explicable. Su comportamiento se puede predecir con acierto usando expresiones intencionales. Lo mismo ocurre con el cerebro: puedo emplear expresiones intencionales con el cerebro o sus partes, sin por eso suponer la existencia de otro individuo consciente: otro distinto, quiero decir, de aquel de quien es tal cerebro. Y al hacer así, podría, de hecho, explicar las conexiones entre entradas y salidas que observamos en todo el organismo humano, y en ese sentido proponer una teoría de la conciencia. Hay parte de verdad en la réplica de Dennett. No hay razón para suponer que, cuando usamos expresiones intencionales para describir procesos cerebrales y sistemas cognitivos en general, sostengamos por ello la existencia de un centro de la conciencia a la manera de un homúnculo, aunque lo describamos exactamente como podríamos describir una persona, atribuyéndole pensamientos, sentimientos o intenciones. El problema, sin embargo, es que sabemos cómo prescindir de expresiones intencionales para describir el termostato; también podemos prescindir de ellas, con un poco más de dificultad, para describir el ordenador; pero las descripciones que hace la ciencia cognitiva del cerebro digital parecen llevarnos a lo que se pretende —explicar la conciencia— solo si mantenemos las expresiones intencionales y rehusamos sustituirlas. Supongamos que algún día podemos hacer una descripción completa del cerebro en términos de procesamiento de información digitalizada entre entrada y salida. Entonces podremos abandonar la actitud intencional para describir cómo funciona esa cosa, al igual que con el termostato. Pero entonces no estaremos describiendo la conciencia de una persona. Estaremos describiendo algo que ocurre cuando las personas piensan y que es necesario para que piensen. Pero no estaremos describiendo su pensamiento, como no describimos ni el nacimiento de Venus ni la teoría platónica del amor erótico detallando todos los píxeles de una imagen en pantalla de la pintura de Botticelli.

Algunos filósofos —sobre todo Searle— sostienen que el cerebro es la sede de la conciencia, y que a priori no hay óbice para descubrir las redes neurales en que —en expresión de Searle— “se realiza” la conciencia. Eso me parece que es esquivar el problema. No sé qué se quiere decir exactamente con “se realiza”: ¿podría realizarse la conciencia en vías neurales en una cosa, en chips de silicio en otra y en cuerdas y palancas en otra? ¿O está necesariamente vinculada con redes que permiten un determinado tipo de conexión entre entrada y salida? Si así es, ¿con qué clase de redes? ¿De las que vemos en animales y personas cuando los describimos como seres conscientes? En tal caso, no hemos avanzado: seguimos estando en que la conciencia es una propiedad del animal entero o de la persona entera, no de una determinada parte. Todo esto es intrincado, y si insistimos en darle vueltas, llegaremos a un terreno en que filósofos recientes han escarbado tanto que lo han hecho, a mi juicio, completamente estéril. EN PRIMERA PERSONA Además, no creo que el verdadero problema para la ciencia cognitiva sea el problema de la conciencia. De hecho, ni siquiera estoy seguro de que sea un problema. La conciencia es una propiedad que tenemos en común con los animales superiores, y la veo como una propiedad “emergente”, que aparece en cuanto la conducta y las relaciones funcionales que la rigen alcanzan cierto nivel de complejidad[11]. El verdadero problema, a mi modo de ver, es la autoconciencia: la conciencia en primera persona que nos distingue de los otros animales y nos permite identificarnos, y atribuirnos predicados mentales a nosotros mismos, en primera persona; los mismos predicados que otros nos atribuyen en segunda y tercera persona. Algunos creen que podemos explicar esto si podemos identificar un yo, un monitor interno que registre los estados mentales que se dan dentro de su cobertura y los marque, por así decir, en una pantalla interior. A veces me da la impresión de que eso es lo que sostiene Antonio Damasio[12]; pero, naturalmente, eso le lleva al argumento de Bennett y Hacker, y otra vez duplica el problema que con eso se trataba de resolver. ¿Cómo se entera el monitor de los acontecimientos mentales que se dan dentro de su campo visual? ¿Podría cometer errores? ¿Podría atribuir a un estado mental un

contenido de conciencia que no le correspondiera? Algunos dicen que eso es lo que ocurre en el fenómeno de “inserción del pensamiento”, típico de algunas enfermedades mentales. Pero no hay razón para pensar que una persona que tiene tales “pensamientos insertados” podría alguna vez equivocarse al pensar que le vienen a ella[13]. La teoría del monitor es un intento de reducir la autoconciencia al mecanismo que supuestamente la explica. Es conocida esa desconcertante propiedad de las personas: que por dominar el uso en primera persona de los predicados mentales son capaces de hacer ciertas afirmaciones sobre sí mismas con una especie de privilegio epistemológico. Las personas son inmunes no solo al “error de identificación”, en palabras de Shoemaker, sino también (en el caso de estados mentales como el dolor) al “error de atribución”[14]. Que tenemos esta inmunidad de la primera persona es una de las verdades profundas sobre la condición humana. Si no la tuviéramos, no podríamos entrar en diálogo unos con otros: siempre estaríamos refiriéndonos a nosotros mismos como si fuéramos otro. Sin embargo, el privilegio de la primera persona es característico de los humanos, constituidos como criaturas dotadas de lenguaje: es una condición relacionada de alguna manera con su dominio de la autorreferencia y la autopredicación. Los monitores internos, estén situados en el cerebro o en otra parte, no son “criaturas dotadas de lenguaje”: no cumplen su función participando en la red lingüística. Por tanto, no pueden en absoluto tener capacidades que deriven del uso del lenguaje y que sean intrínsecas y dependientes de la gramática profunda de la autorreferencia. Con esto no pretendo negar que el autoconocimiento tenga una cierta explicación neurológica. Ha de tenerla, así como ha de haber una explicación neurológica de cualquier otra capacidad mental que se revele en la conducta, aunque no necesariamente una explicación completa, pues el sistema nervioso es, al fin y al cabo, solo una parte del ser humano, que es él mismo incompleto hasta que establece relación con el mundo circundante y con sus semejantes (porque, como defenderé más adelante, la condición de persona es una propiedad relacional). Pero esta explicación no se formulará en términos tomados directamente del lenguaje de la mente. De ninguna manera describirá personas, sino ganglios y neuronas, sinapsis organizadas digitalmente y procesos que solo en sentido figurado se pueden describir con lenguaje mental, así como describo mi ordenador solo en sentido figurado

cuando digo que está descontento o enfadado. Sin duda, hay una causa neurológica de la “inserción de pensamientos”. Pero no se formulará hablando de pensamientos en el cerebro que el monitor interno de alguna manera ha conectado mal. Probablemente no hay modo, por más que escudriñemos —por así decir— la fenomenología de los pensamientos insertados, de hacernos una idea del trastorno neural del que surgen. Palabras como “yo”, “decidir”, “responsable” y otras por el estilo no tienen sitio en la ciencia neurológica, que puede explicar por qué un organismo las pronuncia, pero no puede darles contenido material. Es más, uno de los errores recurrentes en neurociencia es el de buscar los referentes de tales palabras: buscar el lugar del cerebro donde reside el “yo”, o el correlato material de la libertad humana. La excitación con las neuronas espejo tiene su origen ahí: en la creencia de que hemos encontrado la base neural del concepto del yo y de nuestra capacidad para ver también a otros como yoes[15]. Pero todas esas ideas desaparecen de la ciencia de la conducta humana una vez que la vemos como producto de un sistema nervioso digitalmente organizado. Por otra parte, las ideas del yo y de la libertad no pueden desaparecer de las mentes de los sujetos humanos mismos. La conducta de unos con otros está mediada por la creencia en la libertad, en el yo personal, en el conocimiento de que yo soy yo y tú eres tú, y cada uno de nosotros es un centro de pensamiento y de acción libres y responsables. De estas convicciones surge la trama de respuestas interpersonales, y de las relaciones establecidas entre nosotros deriva nuestra propia autocomprensión. Parecería seguirse de aquí que necesitamos clarificar los conceptos de yo, de libre elección, de responsabilidad y lo demás, para tener una comprensión clara de lo que somos, y que toda la neurociencia del mundo no va a servirnos de ayuda en esta tarea. Vivimos en la superficie, y lo que nos importa no son los invisibles sistemas nerviosos que explican cómo funcionan los seres humanos, sino las apariencias visibles a las que respondemos cuando respondemos a ellas como a personas. Son estas apariencias las que interpretamos, y a partir de nuestra interpretación elaboramos respuestas que han de ser a su vez interpretadas por aquellos a quienes van dirigidas. De nuevo encontramos un útil paralelismo en el estudio de las pinturas. No hay modo, por más que escudriñemos el rostro de la Venus de Botticelli, de analizar la composición química de los pigmentos usados para pintarla. Por

supuesto, si escudriñamos el lienzo y las sustancias aplicadas sobre él, podemos conocer su composición química. Pero entonces ya no escudriñamos el rostro; más aún: ni siquiera lo vemos. Creo que podemos entender el problema con más claridad si nos preguntamos qué pasaría si tuviéramos una ciencia del cerebro completa, que nos permitiera cumplir el sueño de Churchland y sustituir la psicología popular con la teoría supuestamente verdadera de la mente. ¿Qué pasaría entonces con la conciencia en primera persona? Para saber que estoy en un determinado estado mental, ¿tendría que someterme a un escaneo cerebral? Sin duda, si la verdadera teoría de la mente es una teoría de lo que ocurre en las vías neurales, para conocer mis propios estados mentales tendría que hacer lo mismo que para conocer los tuyos, sin poder adquirir certeza hasta haberme remontado a su esencia neural. Lo más que podría decir sería algo así como: “Parece como si pasara tal y cual cosa…”. Pero entonces ha desaparecido la primera persona, y solo se puede hablar en tercera persona. ¿O no? Si nos fijamos un poco más, vemos que de hecho, el “yo” no ha desaparecido de la escena. Pues la expresión “parece como si”, en ese aserto imaginario, de hecho significa “me parece como si”, que significa, a su vez, “tengo una experiencia de este tipo”, y esta afirmación goza del privilegio de la primera persona. Con ella no se comunica algo que debo averiguar o que podría ser erróneo. Entonces, ¿qué comunica? De algún modo, el “yo” sigue ahí, en el borde de las cosas, y la neurociencia no ha hecho más que correr el borde. El estado de conciencia no es eso que se describe en términos de actividad del sistema nervioso, sino eso que se expresa en la afirmación: “Me parece como si…”. Además, yo no podría eliminar este “yo”, esta perspectiva de primera persona, y conservar las cosas en las que se basan la vida y la comunidad humanas. Como he dicho en el capítulo anterior, la relación yo-tú es fundamental para la condición humana. Somos responsables unos ante otros, y esta responsabilidad depende de nuestra capacidad para dar y aceptar razones, que a su vez depende de la conciencia en primera persona. Pero los conceptos implicados en este proceso —los de responsabilidad, intención, culpa, etc.— no tienen sitio en la ciencia del cerebro. Traen consigo un esquema conceptual rival que está —diría yo— inevitablemente en tensión con cualquier ciencia biológica de la condición humana.

AÚN MÁS DUALISMO COGNITIVO Entonces, ¿cómo habría de tomar un filósofo los hallazgos de la neurociencia? No pretendo decir que soy algo distinto de este organismo que está delante de ti. Esto que está aquí soy yo. La mejor forma de proceder, me parece, es mediante el dualismo cognitivo que bosquejé antes, por el que podemos captar la idea de que puede haber una realidad y ser entendida de más de una manera. Al describir una secuencia de sonidos como melodía, sitúo la secuencia en el mundo humano: el mundo de nuestras respuestas, intenciones y autoconocimiento. Elevo los sonidos por encima del ámbito físico y los recoloco en el Lebenswelt, que es un mundo de libertad, razón y ser interpersonal. Pero no describo algo distinto de los sonidos, ni supongo que hay algo escondido detrás de ellos, algún “yo” interior o esencia que se revela a sí mismo de alguna manera inaccesible a mí. Describo lo que oigo en los sonidos cuando respondo a ellos como a música. De una manera análoga, sitúo el organismo humano en el Lebenswelt, y al hacer así uso otro lenguaje, y con otras intenciones, distintos del lenguaje y las intenciones que se emplean en las ciencias biológicas. Por supuesto, la analogía es imperfecta, como todas las analogías, aunque volveré sobre ello más adelante, cuando trate el problema del significado musical. Pero señala cómo salir del dilema del neurocientífico. En vez de tomar la carretera principal teórica que recomienda Patricia Churchland, e intentar hallar una explicación neurológica de lo que queremos decir cuando hablamos de personas y de sus estados mentales, hemos de tomar el camino ordinario del sentido común y reconocer que la neurociencia describe un aspecto de las personas, con un lenguaje incapaz de contener lo que queremos decir cuando describimos lo que pensamos, sentimos o pretendemos. La condición de persona es una propiedad “emergente” del ser humano como la música es una propiedad emergente de los sonidos: no algo aparte de la vida y de la conducta en que la observamos, pero tampoco reductible a ellas. Una vez que ha emergido la condición de persona, es posible relacionarse con un organismo de una manera nueva: la propia de las relaciones personales. (De modo semejante, podemos relacionarnos con la música de una manera en que no podemos relacionarnos con algo que oímos como una mera secuencia de sonidos: por ejemplo, podemos bailarla.) Este nuevo orden de relaciones trae consigo un nuevo orden de comprensión, en el

que en vez de causas, se buscan razones y significados como respuesta a la pregunta: “¿Por qué?”. Con las personas entramos en diálogo: podemos exigirles que justifiquen su conducta ante nosotros, como nosotros debemos justificar nuestra conducta ante ellas. Característica central de este diálogo es la autoconciencia. Esto no significa que las personas sean en realidad “yoes” que se esconden dentro de sus cuerpos. Significa que su propia manera de describirse tiene privilegio, y no se puede desechar como simple “psicología popular” que en el futuro dejará su lugar a una neurociencia como es debido. Esto tiene gran relevancia para el argumento del capítulo anterior. Como señalé ahí, el dualismo cognitivo tiene sentido siempre que se dé “prioridad ontológica” a la cosmovisión científica. El Lebenswelt se encuentra frente al orden de la naturaleza en una relación de emergencia. Pero esta relación no es reductible a una relación de uno a uno entre singulares. No podemos decir de un individuo identificado de una manera que es el mismo individuo que uno ha identificado de la otra manera. No podemos decir “una cosa, dos concepciones”, pues eso plantea la cuestión: ¿Qué cosa?, lo que plantea la cuestión: ¿Según qué concepción se identifica la cosa? Spinoza vio esto, y por eso quitó por completo de su ontología el concepto “cosa” y reformuló el concepto de sustancia como un nombre del mundo en su totalidad. No hay “sustancias individuales” en la concepción spinoziana de la realidad. Se puede ver el problema con mucha claridad en el caso de las personas, pues si digo “una cosa, dos concepciones”, y luego pregunto qué cosa, la respuesta dependerá del “esquema cognitivo” dentro” del que estoy en ese momento. La respuesta podría ser: este animal; o podría ser: esta persona. Y esas son respuestas diferentes, como sabemos por toda la literatura sobre el problema de la identidad personal. En otras palabras, cada esquema tiene su propia manera de considerar el mundo, y los esquemas son inconmensurables. Como el concepto de persona es tan difícil, estamos tentados de esquivar el problema y decir que solo hay una manera de identificar eso de que hablamos, usando el concepto “ser humano” para pasar del modo científico al interpersonal de ver las cosas, y de este a aquel: es, por ejemplo, lo que hacen David Wiggins en Sameness and Substance y Peter Hacker en su defensa wittgensteiniana de nuestro aparato conceptual ordinario[16]. Pero si vemos las cosas así, me parece, subestimamos la diferencia que supone el uso de la primera persona. Mi autoconciencia me permite identificarme sin referencia a mis coordenadas físicas. Estoy seguro

de mi identidad a lo largo del tiempo sin consultar la historia espaciotemporal de mi cuerpo, y este hecho da una resonancia metafísica especial a la pregunta “¿quién soy?”. El hilemorfismo de Aristóteles arroja luz sobre este asunto. Aristóteles creía que la relación entre cuerpo y alma es como entre la materia y la forma: el alma es el principio organizador, y el cuerpo, la materia de la que está compuesto el ser humano. La idea es oscura y las analogías que propone Aristóteles no son convincentes. Pero la teoría resulta más clara expresada como la relación entre un todo y sus partes. Así, Mark Johnston defiende, en nombre del hilemorfismo, la idea de que la naturaleza esencial de una cosa singular viene dada por el concepto en el que sus partes son reunidas en una unidad[17]. Si aceptamos ese enfoque, deberíamos concluir, creo yo, que en el caso de los seres humanos hay dos conceptos unificadores: el del organismo humano y el de la persona, cada uno integrado en un esquema conceptual dirigido a explicar o a entender su objeto propio. Así, el dualismo cognitivo proyecta una especie de sombra ontológica. El ser humano está organizado a partir de sus constitutivos materiales de dos formas distintas e inconmensurables: como animal y como persona. Cada ser humano es en realidad dos cosas, pero no dos cosas separables, pues esas dos cosas residen en el mismo lugar al mismo tiempo, y todas las partes de una son también partes de la otra. De aquí surge una especie de dualismo ontológico, como subproducto del dualismo cognitivo. No nos fuerza a creer en un ámbito de entidades misteriosas ocultas en los intersticios, por así decir, del mundo físico. Simplemente proyecta una sombra sobre el orden natural por efecto de la luz de nuestro trato mutuo. Pero esto suscita una duda escéptica. Aceptemos que nos vemos unos a otros como personas y que, al vernos así, organizamos el material humano de un modo distinto al de cualquier ciencia natural; ¿qué garantía tenemos entonces de no estar tratando con ficciones? ¿No podrían ser los conceptos de persona, libertad, razón o responsabilidad una alucinación común, un délibáb, como dicen los húngaros, que se desvanece cuando se ve la materia de la vida humana como es debido, con los fríos ojos de la ciencia? De hecho, al admitir la prioridad ontológica de la “imagen científica”, ¿no he abierto la vía a tal objeción? El resto de este libro es una continua réplica a esa duda escéptica. Y la réplica comienza, como debe ser, por el problema del libre albedrío.

SUJETO Y OBJETO En una conocida serie de experimentos, Benjamin Libet usó técnicas de neuroimagen para explorar los antecedentes causales de las decisiones humanas[18]. Sus resultados muestran que cuando las personas escogen entre cursos de acción alternativos, hay un especial brote de actividad en los centros motores del cerebro que lleva directamente a la acción. Pero los propios sujetos comunican su decisión unos momentos después, cuando la acción ya está “en curso” (desde el punto de vista del sistema nervioso central). La conclusión que muchas veces se saca de estos experimentos es que el cerebro “decide” qué hacer, y nuestra conciencia se activa siempre más tarde, cuando ya ha saltado el interruptor. Pero esa conclusión en absoluto se sigue de los datos. Ciertamente, a veces una acción intencional va precedida de una decisión o elección; pero, por lo general, la acción es la elección. Y lo que la hace intencional no es que surja de una determinada manera, sino que el sujeto puede decir por evidencia inmediata que yo hice esto, o estoy haciéndolo, y hacerse así responsable de ello. Decir que somos libres es señalar este hecho: que podemos justificar y criticar nuestras acciones, reclamarlas como propias, y saber inmediatamente y con certeza lo que haremos, no prediciendo lo que haremos sino decidiendo hacerlo. (De ahí la idea de Anscombe de que la acción intencional se distingue por aplicársele un «especial sentido de la pregunta ¿por qué?»[19].) La libertad surge de la malla de relaciones interpersonales, y aparece como corolario de “yo”, “tú” y “¿por qué?”. De los experimentos de Libet podría decirse que pretenden descubrir el lugar del sujeto en el mundo de los objetos. Buscan el punto de intersección de la autoconciencia libre y el mundo en que actúa. Y no lo encuentran. Lo más que encuentran es una sucesión de acontecimientos en la corriente de las cosas, ninguno de los cuales se puede identificar con una elección autoconsciente. Hay aquí un paralelismo con la cuestión que planteé en el primer capítulo: la cuestión de la presencia de Dios en el mundo. Si miramos el mundo con los ojos de la ciencia, es imposible hallar el lugar, el momento o la particular secuencia de acontecimientos que se pueden interpretar como manifestación de la presencia de Dios. Dios desaparece del mundo tan pronto como dirigimos al mundo el “¿por qué?” de la explicación, y las personas humanas desaparecen del mundo cuando buscamos la explicación

neurológica de sus actos. Pues Dios, si existe, es una persona, como nosotros, y su identidad y su voluntad están integradas con su naturaleza como sujeto. Tal vez lo hallaremos en el mundo en que estamos solo si cesamos de invocarlo con el “¿por qué?” de la causa y lo conjuramos con el “¿por qué?” de la razón. Y el “¿por qué?” de la razón se dirige de mí a ti. El Dios de los filósofos desapareció detrás del mundo porque lo describían en tercera persona, en vez de dirigirse a él en segunda persona. Aquí hay una conexión con la teología cristiana de la Encarnación. En Flp 2, 7, san Pablo dice que Cristo «se vació» (ἑαυτόν ἐκένωσεν) y tomó la forma de esclavo, para «hacerse obediente hasta la muerte». Este pasaje es una autoridad para la tesis de que Dios solo puede estar presente entre nosotros mediante un vaciarse (kénosis) en el que los atributos divinos son como dejados a un lado, desactivados por un gesto sacrificial del que solo Dios es plenamente capaz. Simone Weil añade que Dios solo puede mostrarse en este mundo retirándose por completo del mundo: aparecer ante nosotros vestido con los atributos divinos sería absorber y aniquilar lo que no es Dios, y deshacer así la obra de la creación[20]. Amar a Dios es amar una ausencia, y esta ausencia se nos hace presente en Cristo, la persona cuyo ser es también una abnegación de sí. El pensamiento de Weil es desde luego misterioso y bordea la contradicción. Pero el creyente dirá que eso no debería sorprendernos, pues aquí estamos al borde del orden natural, explorando el horizonte de nuestro mundo. No podemos estar ante el creador en un encuentro directo cara a cara, pues quedaríamos aniquilados: «Mi rostro no lo puedes ver, porque no puede verlo nadie y quedar con vida» (Ex 33, 20). Pero al vaciarse en Cristo, Dios muestra su libertad y hace posible que nos dirijamos a Él como a un Tú. Este vaciarse se realiza de nuevo en la Eucaristía, el acto de comunión que se hace «en conmemoración mía»: en otras palabras, en reconocimiento de la presencia de Dios como un Yo entre nosotros. INTENCIONALIDAD DESBORDANTE Volveré más tarde sobre esos pensamientos místicos. Pero antes hay que abordar el tema de la autoconciencia para sentar las bases de mi ulterior argumento. Muchos filósofos se han referido al “misterio” de la conciencia, como si la conciencia fuera una característica peculiar del mundo que no se

puede conciliar con los postulados comunes de la física. Pero eso es profundamente engañoso. Si hay aquí algún misterio, no está en cierta materia o hecho o ámbito peculiar en el mundo de los objetos. El misterio, si lo hay, surge del privilegiado punto de vista del sujeto y está sobre el horizonte dentro del cual se desarrolla el mundo del sujeto. Ningún intento de encerrar al sujeto en el mundo de los objetos tendrá éxito realmente. Podéis extraer de la persona tantas partes del cuerpo como queráis, pero nunca encontraréis el lugar donde está, el lugar desde el que se dirige a mí y al que a mi vez me dirijo. Lo que nos importa no son los invisibles sistemas nerviosos que explican cómo funcionan los seres humanos, sino las apariencias visibles a las que respondemos cuando respondemos a ellas como a personas. Son estas apariencias las que interpretamos, y a partir de nuestra interpretación elaboramos respuestas que han de ser a su vez interpretadas por aquellos a quienes van dirigidas. Estas respuestas van dirigidas no a un objeto de nuestro mundo común, sino al horizonte, al yo, que identifica el punto de vista del otro, y que solo el otro puede ocupar. Me parece entonces que hay un salto metafísico insalvable entre el objeto humano y el sujeto libre con quien nos relacionamos como con una persona. Sin embargo, continuamente damos el salto. ¿Cómo es eso? Toda investigación filosófica, según Kant, empieza y acaba en el punto de vista del sujeto. Si me pregunto qué puedo saber o qué debo hacer, o qué me cabe esperar, entonces la cuestión es sobre qué puedo yo saber, etcétera, dadas las limitaciones de mi perspectiva. No es una pregunta sobre qué puede saber Dios, qué es cognoscible desde cierto punto de vista que está fuera de mi alcance, o qué es cognoscible desde ningún punto de vista en absoluto. Para contestar a la pregunta, por tanto, primero he de entender mi propia perspectiva, lo que significa entender qué ha de ser verdadero con respecto a mí, si he de hacer la pregunta filosófica. Yo sé que soy un sujeto singular y unificado de experiencia. Este pensamiento de ahora, este dolor, esta esperanza y este recuerdo son propiedades de una cosa, que soy yo. Lo sé por evidencia inmediata, sin tener que hacer comprobación alguna y ni siquiera usar criterios de ningún tipo: eso es lo que se quiere decir (o se debería querer decir) con el término “trascendental”. La unidad del sujeto autoconsciente no es el resultado de investigación alguna, sino el presupuesto de todas las investigaciones. La

unidad de la conciencia “trasciende” todo argumento, pues es la premisa sin la cual ningún argumento tiene sentido. Esta “unidad trascendental de apercepción” incluye también una afirmación de identidad a través del tiempo. Yo me atribuyo estados mentales — recuerdos, esperanzas, intenciones…— que se extienden al pasado y al futuro, y que me representan como el mismo a lo largo del tiempo. ¿Cómo es esto posible y con qué garantía afirmo mi identidad como una verdad objetiva acerca del mundo? Esas preguntas subyacen al argumento kantiano de la “deducción trascendental de las categorías”, pero no es este el lugar para discutirlas. Importa más la versión expandida hecha por Kant del sujeto trascendental como la desarrolla en su teoría ética y también —aunque no es frecuente advertirlo— en su estética. La pregunta fundamental de la razón práctica va dirigida a mí y dice: “¿Qué he de hacer yo?”. Puedo contestar esta pregunta solo en el supuesto de que soy libre. Este supuesto tiene una base trascendental, pues es la premisa, no la conclusión, de todo razonamiento práctico. La libertad trascendental, como la unidad trascendental de apercepción, pertenece a mi perspectiva sobre el mundo. No es una perspectiva que podría adoptar un animal, pues depende del uso de la palabra “yo”: de la capacidad de identificarme en primera persona, y de dar y aceptar razones para creer lo que creo, hacer lo que hago y sentir lo que siento. Fichte y Hegel desarrollaron esas ideas para permitir una nueva forma de penetrar en la condición humana. La conciencia inmediata que caracteriza la posición del sujeto es, según Hegel, abstracta e indeterminada. Si fuéramos puros sujetos, existentes en un vacío metafísico, como creía Descartes, no llegaríamos nunca al conocimiento, ni siquiera de nosotros mismos, ni seríamos capaces de apuntar a una meta determinada. Nuestra conciencia quedaría abstracta y vacía, sería una conciencia de nada determinado o concreto. Pero como sujeto trascendental, no estoy simplemente situado al borde de mi mundo. Dentro de mi mundo me encuentro con otros. Yo soy yo para mí mismo solo porque yo soy tú para otro, y en la medida en que lo soy. Por tanto, debo ser capaz del diálogo libre en el que me hago responsable de mi presencia ante la presencia de ti. Eso es lo que significa entender el uso de la primera persona. Y porque entiendo el uso de la primera persona, tengo conciencia inmediata de mi condición. La posición que, para Kant, define la premisa de la filosofía y está presupuesta en todo argumento, ella misma

descansa sobre una presuposición: la presuposición del otro, aquel contra quien me mido en competencia y en diálogo. “Yo” exige “tú”, y los dos se encuentran uno con otro en el mundo de los objetos. Hegel ilustra esta idea con una serie de parábolas sobre la “realización” del sujeto —su Entäusserung u objetivación— en el mundo de los objetos. Algunas de estas parábolas (me resisto a llamarlas argumentos), especialmente la del señor y el esclavo, se discuten en la literatura de ciencia política. Muchas de ellas contienen profundas verdades sobre la condición humana y sobre la naturaleza social del yo. Sin embargo, la metafísica idealista a la que supuestamente lleva Hegel —la metafísica de la “idea absoluta”— no es, a mi juicio, ni defendible ni inteligible del todo. El sentido duradero de lo que Hegel quiere decir solo se puede captar, creo, si nos adherimos firmemente al concepto desde el que parte la narrativa, que es el concepto del sujeto, como rasgo definitorio de la condición humana y al que se debe el misterio del mundo. Contenido en este concepto está lo que llamo “intencionalidad desbordante de las actitudes interpersonales”. En todas nuestras respuestas a los otros, sean de amor u odio, de afecto o desafecto, de aprobación o desaprobación, de ira o deseo, miramos al interior del otro, en busca de aquel horizonte inalcanzable desde el que se dirige a nosotros. Somos animales que nadan en la corriente de la causalidad, que nos relacionamos entre nosotros en el espacio y el tiempo. Pero en el encuentro yo-tú no nos vemos unos a otros así. Cada objeto humano es también un sujeto, que se dirige a nosotros con miradas, gestos y palabras desde el horizonte trascendental del “yo”. Nuestras respuestas a los demás apuntan a ese horizonte, pasando más allá del cuerpo, hacia el ser que el cuerpo encarna. Es este rasgo de nuestras respuestas interpersonales lo que da tan irresistible fuerza al mito del alma, del verdadero pero oculto yo que está velado por la carne. Y por eso nuestras respuestas interpersonales se desarrollan de una determinada manera: nos vemos unos a otros como envueltos dentro de esas respuestas, por así decir, y nos pedimos cuentas unos a otros por ellas como si procedieran ex nihilo del centro unificado del yo. Tal vez digáis que, cuando nos vemos unos a otros así, damos crédito a una doctrina metafísica, quizás incluso a un mito metafísico. Pero no se trata aquí de la doctrina cartesiana del alma-sustancia, ni obviamente de un mito. Además, una doctrina que está encerrada en nuestras emociones personales básicas, que no se puede suprimir sin

menoscabo de la relación yo-tú de la que depende nuestro entendernos en primera persona, no se puede descartar como un simple error. Tiene algo del estatuto que atribuye Kant a la unidad original de la conciencia: el estatuto de un presupuesto de nuestro pensar, incluido el pensar que podría llevarnos a dudar de ello. De hecho, según una forma de entender el asunto, la adhesión a este presupuesto, y la práctica que de ella resulta, es en lo que realmente consiste la libertad trascendental kantiana. La indispensable presencia en nuestra vida de esta intencionalidad desbordante está en la raíz de la filosofía y es la verdadera razón por la que resulta tan difícil a la gente aceptar las perspectivas evolucionistas y reduccionistas sobre la condición humana. Eso mismo explica también la frecuente queja de que, si bien nuestra sociedad secular da espacio a la moralidad, al conocimiento y a la vida de la mente, adolece de un déficit espiritual. Los seres humanos, oímos decir, tienen una dimensión “espiritual”, con necesidades y valores espirituales, y la gente lo dice aunque rehúse dar su asentimiento a ninguna religión, y aunque rechace el viejo mito del alma o lo considere una elaborada metáfora. La razón, creo, es esta: la “intencionalidad desbordante” de nuestras actitudes interpersonales no es una cualidad inmutable; se puede educar, redirigir, dominar mediante virtudes y corromper con el vicio. En algunos casos de autismo extremo, incluso puede faltar, como falta en los animales. Pero aprender a dirigir nuestras actitudes al horizonte del ser del otro, desde el que el otro a su vez dirige la mirada, eso exige una disciplina que va más allá del mero respeto. En todo lo que atañe a lo más hondo y duradero de nuestra vida —la fe religiosa, el amor erótico, la amistad, los vínculos familiares y el disfrute del arte, la música y la literatura — nos dirigimos al horizonte desde el que nos busca la mirada del otro. La formación moral incluye cuidar esta intencionalidad desbordante, para hacer posible, en las más difíciles circunstancias, mirar a la otra persona en el yo. Eso es lo que la gente entiende por disciplina “espiritual”, y lo que Platón llama “el cuidado del alma”. Está desapareciendo de nuestro mundo actual, por razones que no hace falta detallar. Pero a continuación trataré de mostrar por qué importa esto.

[1] Patricia SMITH CHURCHLAND, Neurophilosophy: Toward a Unified Science of the Mind-Brain, MIT Press, Cambridge (Massachusetts), 1986. [2] David EAGLEMAN, Incognito: The Secret Lives of the Brain, Oxford University Press, Nueva York, 2011. [3] Jerry A. FODOR, The Modularity of Mind: An Essay in Faculty Psychology, MIT Press, Cambridge (Massachusetts), 1983. [4] Cfr. cap. 1, nota 6. [5] John MAYNARD SMITH, “Group Selection and Kind Selection”, y John MAYNARD SMITH y G. R. Price, “The Logic of Animal Conflict”, Nature 246 (1973): 15-18; Robert AXELROD, The Evolution of Cooperation, Basic Books, Nueva York, 1984. [6] Cfr. O’HEAR, Beyond Evolution, cit., cap. 1, nota 5. [7] Cfr. Mind and Cosmos, cit., cap. 1, nota 7. [8] Esta postura paradójica es defendida por Alex ROSENBERG en The Atheist’s Guide to Reality: Enjoying Life without Illusions, W. W. Norton and Co., Nueva York, 2011; el lector podría muy bien preguntar sobre qué trata ese libro. [9] Max BENNETT y Peter HACKER, The Philosophical Foundations of Neuroscience, Blackwell, Oxford, 2003. Sobre mereología, ver el iluminador estudio de Peter Simons Parts: A Study in Ontology, Oxford University Press, Oxford, 1987. [10] Cfr. Daniel C. DENNETT, en Dan ROBINSON (ed.), Neuroscience and Philosophy: Brain, Mind, and Language, Columbia University Press, Nueva York, 2007. [11] Para decirlo de otra manera: la conciencia es parte de la vida de los animales superiores. Cfr. Alva NOË, Out of Our Heads, Hill and Wang, Nueva York, 2009. [12] Ver, por ejemplo, Antonio DAMASIO, Looking for Spinoza: Joy, Sorrow, and the Feeling Brain, Harcourt, Nueva York, 2003. [13] Se puede ver un útil resumen de este tema en George GRAHAM, “Self-Ascription”, en Jennifer RADDEN (ed.), The Philosophy of Psychiatry: A Companion, Oxford University Press, Oxford, 2004. [14] Sidney SHOEMAKER, Self-Knowledge and Self-Identity, Cornell University Press, Ithaca (Nueva York), 1963. [15] El descubrimiento de las neuronas espejo (que se disparan cuando el sujeto realiza una acción y también cuando ve hacerla a otro) se debe a Giacomo Rizzolatti. Las extravagantes especulaciones a que dado lugar este descubrimiento están bien ilustradas en el artículo de V. S. Ramachandran “Mirror Neurons and Imitation Learning”, disponible en Edge: . [16] David WIGGINS, Sameness and Substance Renewed, Cambridge University Press, Cambridge, 2007; P. M. S. HACKER, Insight and Illusion, Oxford University Press, Oxford, 1972, reeditado en 1986 (ver el sitio web de Hacker). [17] Cfr. Mark JOHNSTON, “Hylomorphism”, en Journal of Philosophy 103, n. 12 (2006): 652-98. [18] La mejor fuente para este tema es el artículo de Libet para Robert KANE (ed.), The Oxford Handbook of Free Will, 2.ª ed., Oxford University Press, Oxford, 2011. [19] Cfr. ANSCOMBE, Intention, cit. (cap. 2, nota 22). [20] Simone WEIL, La gravedad y la gracia, 4.ª ed., Trotta, Madrid, 2007.

4. LA PRIMERA PERSONA DEL PLURAL

En el capítulo precedente he aportado razones para pensar que nuestra autocomprensión como personas no puede ser sustituida por ninguna ciencia natural del ser humano. No niego que somos animales, o que nuestra conducta y nuestra vida mental están gobernadas en gran parte por los procesos computacionales que se dan en nuestro cerebro. Pero, como he indicado, nos conocemos a nosotros mismos, y a los demás, bajo un concepto que no denota nada natural y cuyo sentido proviene de la red de nuestras interacciones libres: el concepto de persona, que a su vez se explica por el conocimiento en primera persona y el encuentro yo-tú. Consecuencia de esto es que no podemos sustituir nuestro modo de entendernos unos a otros con una ciencia, por exhaustiva que sea, del cerebro humano. El mundo humano, organizado por la conciencia en primera persona, emerge del orden de la naturaleza y, a la vez, es inconmensurable con él. La conciencia en primera persona y la razón práctica (dar y aceptar razones para obrar) son las fuerzas que configuran la persona humana. A estas fuerzas, sostengo, no les afecta la prueba de que nuestras acciones, pensamientos y percepciones dependen de un vasto sistema de procesos cerebrales de los que no somos conscientes. Como he dicho en el capítulo anterior, estamos tentados de presentar el encuentro yo-tú como un encuentro entre objetos que existen en alguna dimensión distinta del mundo físico que los rodea. Pero, insisto, sostengo que hay un dualismo cognitivo subyacente a nuestra respuesta al mundo humano, y que todo dualismo ontológico (por ejemplo, el dualismo de animal humano y persona humana) debe entenderse como una sombra proyectada sobre el orden de la naturaleza por nuestra doble manera de entender las cosas. Si esta doble manera de entender se basa

en leyes teleológicas, es una cuestión que aún no estamos equipados para afrontar. Baste decir que podemos describir y entender el conocimiento en primera persona sin recurrir a ningún misterioso ámbito “interior” como el postulado por Descartes. Y podemos hacerlo aun reconociendo que la división entre sujeto y objeto es absoluta e irreductible. El encuentro yo-tú es un encuentro entre sujetos, y solo se puede entender si admitimos que la lógica de la conciencia en primera persona está incorporada en los conceptos por los que se configura nuestro trato mutuo. Y esos conceptos, a su vez, configuran el Lebenswelt, que es un mundo de apariencias que se nos hace presente en la experiencia. A diferencia del orden de la naturaleza, el Lebenswelt no tiene partes ocultas ni puramente postuladas. Se entiende mediante conceptos de tipo funcional, moral y estético, mediante los intereses que nos unen y separan, y en términos que están abiertos en todas sus facetas a las ideas de “yo”, “tú” y “¿por qué?” que empleamos al dialogar entre nosotros. Es un mundo que contiene melodías y no solo sonidos, rostros y no solo fisonomías, significados y no solo causas. Y esas cosas son elementos reales y objetivos de nuestro mundo, aunque nunca se mencionen en los tratados de las ciencias empíricas. Inspirándose en la obra de J. L. Austin, John Searle subraya lo que llama “declaraciones”: los actos de habla, como nombrar o prometer, que traen a la existencia las situaciones a las que se refieren. Cuando prometo ir a verte mañana, creo una obligación de visitar que desde ese momento existe como dato institucional: un dato perteneciente al ámbito de las relaciones humanas[1]. Análogamente, cuando un parlamento aprueba una ley, la declaración de la ley crea la ley que describe, que desde ese momento existe como una obligación que recae sobre todos los miembros de la comunidad respectiva. La idea de Searle proporciona un buen punto de partida para mi argumentación en este capítulo. Nos recuerda que las personas son capaces de relacionarse unas con otras no simplemente manifestando sus deseos, como los animales, sino adquiriendo obligaciones, haciendo promesas, comprometiéndose y, en general, haciéndose responsables del futuro y el bienestar de otros. Y al obrar así crean un ámbito de instituciones y leyes en el que se encuentran cómodos como nunca podrían encontrarse en un estado de naturaleza. Los seres humanos crean obligaciones declarándolas, y esas obligaciones existen, sostiene Searle, objetivamente, como “poderes deónticos” que estructuran el mundo de las instituciones. Se puede ver esta

teoría como un primer paso para desarrollar la idea husserliana del Lebenswelt, al mostrar cómo es que el mundo humano pueda diferir tan radicalmente del mundo de los animales, aunque desde el punto de vista científico no contenga más que las mismas cosas fundamentales. EL ORDEN DE LA ALIANZA Es una característica de la tradición religiosa judía considerar la relación entre Dios y su pueblo fundada en una alianza: en otras palabras, un acuerdo vinculante, por el que Dios exige obediencia solo porque carga Él mismo con obligaciones hacia aquellos a los que manda. La idea de que Dios puede estar atado por obligaciones hacia sus criaturas ha tenido un hondo impacto en nuestra civilización, pues implica que la relación de Dios con nosotros es de la misma clase que las relaciones que nosotros creamos en virtud de nuestras promesas y contratos. Nuestra relación con Dios es una relación entre seres libres que se hacen responsables de sus actos. Y la forma más simple que puede tomar tal relación es la de un intercambio de promesas, forma reconocida por la ley desde tiempos antiguos[2]. Cuando una persona obtiene una promesa a cambio de otra suya, adquiere una obligación que, en su caso, se puede exigir por ley. Por medio de la ley de contratos, los seres humanos llegan a entender la lógica de tales obligaciones. Esto es algo que han logrado sin ayuda de la filosofía académica, deduciendo principios que parecen estar implicados en la idea misma de prometer y son seguidos siempre que la gente intenta resolver sus disputas ante un juez imparcial. Aunque existen distintos sistemas de leyes de contratos —el romano y el inglés, por ejemplo—, sus diferencias proceden o de la forma de ver la naturaleza y el estatuto de las personas (las leyes más antiguas discriminaban entre hombres libres y esclavos), o de que gobiernos o grupos de interés pretenden algo que no tiene que ver con nada implicado en el acuerdo contractual. Por ejemplo, un gobierno podría dar garantías de permanencia a los arrendatarios en los contratos de arrendamiento, con independencia de las condiciones del acuerdo. Estos intentos de fijar los derechos de las partes contratantes en función de otros fines suelen tener como consecuencia que dejen de existir los contratos así regulados: así, la Ley de Arrendamiento británica de 1968, por ejemplo, en efecto hizo desaparecer los contratos de alquiler de vivienda, al otorgar

garantía de permanencia a precios regulados. Así sucedió porque la gente no suscribe contratos cuando las obligaciones exceden las que conscientemente asumen. Por eso, el derecho común[3] de contratos presenta formas de razonar que existen en todas partes, aun en sociedades sin códigos escritos, y aun en lugares como los patios de juego para niños, donde la ley no es más que la institución del juego limpio que se hace cumplir entre todos. A continuación menciono algunos de los principios reconocidos en todas partes. Un contrato impuesto por la fuerza o bajo engaño no es exigible. Un contrato es válido solo si se suscribe con un adulto responsable, y las cláusulas son claras y los contratantes las entienden claramente. Los contratos han de ser respetados, y una persona que obtiene un beneficio en virtud de un contrato está obligada a cumplir con su parte. Una persona que incumple un contrato está obligada a resarcir a la otra parte, restableciéndola —en la medida de lo posible— en la posición que tendría si se hubiera cumplido el contrato. Una persona que firma un contrato para recibir algún bien o servicio tiene derecho a una descripción veraz de lo que se dispone a adquirir. Estos y otros principios, que surgen inmediatamente de la naturaleza de los acuerdos humanos, suministran los fundamentos del “derecho natural” en el que se basó Hugo Grocio para desarrollar el derecho de gentes[4]. Análogamente, el ámbito de los daños genera principios comunes que parecen estar implícitos en nuestro trato mutuo. Los daños no se refieren a las consecuencias deónticas del acuerdo, sino a la asignación de responsabilidades cuando los actos de una persona perjudican los intereses de otra. Como la ley de contratos, el derecho común de daños es una mina de razonamiento práctico ordinario, que muestra la estructura intrínseca de las responsabilidades tal como surgen espontáneamente en las relaciones ordinarias de dependencia. Esto resultaba evidente a J. L. Austin, que dedica algunos de sus artículos más importantes a conceptos que aparecen en el curso del razonamiento propio del derecho común, en particular el concepto de excusa, por el que captamos la distinción entre las consecuencias de las acciones de una persona que le pueden ser imputadas, y las consecuencias que se dan sin culpa de su parte. El concepto de imputación tiene una función esencial en la exposición que hace Kant del razonamiento jurídico en la parte primera de la Metafísica de las costumbres (“La doctrina del derecho”), y los argumentos de Austin en “Un alegato en pro de las excusas” e “Ifs and Cans”

se pueden considerar una reelaboración de la materia tratada por Kant y otros en el siglo XVIII[5]. El punto fundamental es que imputamos a las personas todas aquellas consecuencias de sus acciones u omisiones que se puedan referir a la esfera de la conciencia en primera persona y la libre elección: las que puedan ser tenidas por “mías”, y por las que uno pueda ser llamado a dar cuenta de “tus actos”. Esta observación nos recuerda que el mundo de las obligaciones y los derechos no es una imposición artificial al servicio de un poder soberano, sino más bien el fruto natural del encuentro yo-tú. Juristas como Samuel Pufendorf o Hugo Grocio no se limitaron a explicar las sutilezas del derecho romano. Para ellos, eso era algo secundario que solo tenía sentido en el contexto de una exposición más general de los principios naturales por los que los seres humanos se atan a obligaciones, reconocen derechos, hacen cumplir acuerdos y resuelven disputas. Análogamente, la explicación que da Adam Smith de la moralidad como el juicio ponderado del “espectador imparcial” es una generalización de principios que sostienen no solo el discurso moral corriente, sino también el derecho común. Y en sus lecciones de jurisprudencia, Smith resume el principio del contrato afirmando que deriva directamente de la obligación incluida en una promesa. Si se profiere abierta y claramente, sostiene, una promesa induce a esperar razonablemente que se la cumplirá. Esta expectativa es algo «con lo que un espectador imparcial fácilmente se mostraría conforme», como dice Smith[6], y eso es lo que hace vinculantes los contratos, aun si no hay aparato legal para hacerlos cumplir. En todos nuestros negocios nosotros somos no solo yo y tú, sino también él o ella: dicho de otro modo, un actor bajo la mirada del espectador, un objeto de juicio, incluido el nuestro propio. Y también esto es el ineludible resultado de la relación yo-tú. Al verme como un tú a tus ojos, me elevo sobre mí mismo para adoptar la actitud del espectador: y lo mismo exijo de ti. El espectador imparcial aparece como una especie de sombra de nuestras relaciones; es “el tercero que siempre va a tu lado”, el que nos juzga a los dos. También este sentimiento “va más allá” de sí mismo y apunta al horizonte de nuestro mundo. Y no debería sorprendernos. Pues el sentido de que somos juzgados en todo lo que hacemos es el núcleo de la religión. EL CÁLCULO DE DERECHOS

Si seguimos el argumento hasta el final, llegaremos, según creo, al antiguo concepto de derecho natural: una ley inscrita en la misma razón humana y que deriva precisamente de nuestra disposición a obligarnos libremente en virtud de acuerdos y a vivir en concordia con nuestros prójimos. Hay, como prefiero decir, un “cálculo de derechos, responsabilidades y deberes” intrínseco a nuestro deseo de alcanzar acuerdos, y este cálculo impone las restricciones que se han de obedecer para llegar a un ordenamiento político de consenso. Merced a este cálculo podemos deducir una concepción viable de derechos humanos[7]. En este campo estamos en deuda con W. N. Hohfeld[8], cuya tipología de derechos y obligaciones legales puso orden en la discusión. Hohfeld no hablaba de derechos naturales, sino de los definidos por un sistema legal, y distinguía entre derechos [claim rights] y libertades [liberty rights], y entre estos dos tipos y las potestades, por una parte, y las inmunidades por otra. Son los dos primeros, y la distinción entre ellos, el interés principal en la discusión sobre derechos humanos. En el caso típico, un derecho surge de una circunstancia pasada que crea una exigencia de una persona contra otra obligada a cumplirla. Por ejemplo, si yo te he transmitido mi casa en virtud de un contrato de compraventa, entonces puedo exigirte el precio acordado, y eso es mi derecho, o sea, una exigencia que sería confirmada por un tribunal de justicia en el caso de que se suscitara alguna disputa. Los derechos pueden surgir a raíz de un daño. Si por negligencia dejas que tus vacas pisen mi pradera y me causen daños por valor de quinientos dólares, entonces tengo derecho a exigirte esa suma. En estos claros casos de contrato y daños es fácil ver que todo derecho por parte de una persona determina un deber por parte de otra. De hecho, Hohfeld define el derecho como un “deber dirigido”: dirigido hacia la persona concreta que es titular de la exigencia. Y este deber es una carga según la ley. En muchos casos no se puede cumplir: la persona a la que se reclama la exigencia puede no tener medios para satisfacerla. Sin embargo, debe satisfacerla, y la ley le obligará a hacerlo en la medida en que pueda. Además, el deber que impone la ley surge de una relación de responsabilidad. Tanto por contrato como por daños —así como por fideicomiso—, la ley considera a alguien responsable frente a una reclamación de otro. Y esta persona responsable se define como el individuo, o bien la empresa o grupo, que por haber actuado de cierta manera, incurrió en la responsabilidad en

cuestión. De ahí que no pueda haber cálculo de derechos y deberes que no implique también un procedimiento de “imputación”. Este procedimiento define el significado legal de “responsabilidad”. Los derechos, normalmente, son muy distintos de las libertades. Una libertad impone a otros un deber general de respetarla; pero puede no derivar de una relación determinada y puede no exigir nada determinado de ningún individuo. Es un derecho que resulta violado por un acto de intrusión o injerencia, pero que se respeta no haciendo nada. El deber de respetar una libertad no es por tanto oneroso ni supone responsabilidad concreta alguna por parte de ninguna persona determinada. Tales son mi derecho a la vida, a la integridad física, a la propiedad, y los demás derechos que tradicionalmente se reconocen derivados de la ley natural. Se los respeta absteniéndose de impedirlos, y el deber de respetarlos recae clara e inequívocamente sobre toda persona. Esto no significa que no haya dificultades legales para hacer respetar las libertades, ni que una relación concreta no pueda ser relevante al respecto. Por una parte, las libertades pueden entrar en conflicto, como cuando mi libertad de cultivar verduras en mi huerta entra en conflicto con tu libertad de plantar al lado un seto de cipreses de Leyland. La ley considera sensatamente que los derechos como esos no son ilimitados, y los conflictos se pueden resolver introduciendo las limitaciones. No obstante, si de verdad tienes derecho a hacer algo, toda sentencia que te lo prohíba es una injusticia contigo. Un conflicto de derechos que no se pueda resolver poniendo limitaciones es estrictamente análogo a un dilema moral, en el que uno está obligado a realizar dos acciones incompatibles. Esta naturaleza absoluta de los derechos hay que entenderla bien. Los derechos definen lo que Joseph Raz llama razones excluyentes —o sea, razones cuya validez excluye los argumentos contrarios—, no razones predominantes, o sea, razones que han de prevalecer[9]. Mi derecho a cerrarte mi puerta es quebrantado por tu decisión de echarla abajo. Sin embargo, aunque yo no lo sé, tú has visto que se ha declarado un fuego en el segundo piso e irrumpes para apagarlo. En tal caso, tu deber moral de salvar mi vida prevalece sobre mi derecho a no dejarte entrar. No obstante, tu decisión de echar mi puerta abajo es una violación de un derecho, y en esa medida tu acción me causa agravio. INFLACIÓN DE DERECHOS

Los derechos surgen de contratos y daños, como dice Hohfeld. Dudo que en tiempos de Hohfeld se otorgara reconocimiento a reclamaciones de cualquiera contra todo el mundo, con independencia de la relación entre las partes. Sin embargo, esta es la clase de derechos que ha comenzado a introducirse en las listas de supuestos “derechos humanos” propuestos por parlamentos trasnacionales. El paso de libertades a derechos resulta más fácil por la ambigüedad de muchas formulaciones. Consideremos el caso del derecho a la vida. Tal como se expresa en la Declaración de Independencia de Estados Unidos, significaba la libertad de conducir mis asuntos sin amenaza a mi vida. Impone a los demás el deber de no matarme, y como eso es un deber desde cualquier punto de vista moral, un deber que Kant, por ejemplo, sostenía que es justificable a priori, no hay dificultad intelectual para incluir el derecho a la vida en la lista de derechos naturales. Sin embargo, la expresión “derecho a la vida” se puede retocar para que adquiera otro significado, el del derecho a ser protegido contra cualquier cosa que amenace quitarme la vida: una enfermedad, por ejemplo. Una persona con una enfermedad que amenace su vida podría, desde este punto de vista, ser conceptuada como víctima de una violación de sus derechos. Y si admitimos eso, inmediatamente nos endosan la cuestión del deber: ¿quién debe ayudar a esa persona y cómo? Supongamos que, en algún lugar, hay un médico que puede curar la enfermedad, pero que está muy cansado, muy lejos, muy harto de que le pidan trabajar sin cobrar, etcétera, y por tanto no responde a la petición de ayuda. Podríamos censurar a ese médico. ¿Pero estamos dispuestos a llevar hasta el final la idea de que la expresión designa un derecho con un estricto deber correlativo y decir que el médico ha violado el “derecho a la vida” de otro? Como mínimo reconoceremos que eso es controvertido, mientras que si entendemos “derecho a la vida” como una libertad, no lo es. Sin duda, tenemos otras maneras mejores de describir los deberes implicados en casos como este, sin cargar sobre otro una exigencia incondicionada del tipo que está supuesto en el lenguaje de los derechos. Ahora es fácil ver por qué un libertario objetaría a que se amplíe la lista de derechos humanos para introducir derechos con estrictos deberes correlativos, en especial reivindicaciones de bienes genéricos como la salud, la educación, un cierto nivel de vida, etcétera, muchos de los cuales se introdujeron en la Declaración Universal de Derechos Humanos con la aprobación de Eleanor Roosevelt. Pues, a falta de una responsabilidad concreta que especifique

quién ha de satisfacer esas reclamaciones, inevitablemente señalan al Estado como único prestador posible. Y las reclamaciones amplias y vagas exigen una masiva expansión del poder estatal, entregar al Estado toda clase de responsabilidades que antes asumían los individuos y centralizar la vida social en la maquinaria estatal. Dicho de otro modo, los derechos de reclamación inevitablemente nos empujan en una dirección que, para muchos, es moral y políticamente peligrosa. Además, es una dirección diametralmente opuesta a la que se quería tomar cuando se introdujo originalmente la idea de derechos (naturales) humanos, pues lleva a aumentar el poder del Estado, en vez de limitarlo. Pero hay otro motivo de inquietud con la idea de que los derechos de reclamación podrían ser también derechos humanos. El argumento de Hohfeld sugiere que el concepto de derecho pertenece a una familia de conceptos —responsabilidad, inmunidad, deber, facultad, potestad, etc.— que, al igual que los conceptos modales —posibilidad, necesidad y probabilidad—, identifican operaciones mutuamente entrelazadas del pensamiento racional. El concepto de derecho pertenece a lo que se podría llamar —por deferencia a Quine— un “círculo de términos jurídicos”, que están interconectados, remiten unos a otros y entre ellos definen una operación sistemática del intelecto racional[10]. Hay, digamos de nuevo, un “cálculo de derechos, responsabilidades y deberes” que los seres racionales usan para resolver sus disputas y alcanzar el acuerdo sobre asuntos de interés común o intereses contrapuestos. La posibilidad de hacer este cálculo es una de las cosas que nos distinguen de los animales inferiores: la tendríamos aun en el caso de que no intentáramos garantizar el cálculo con un sistema legal. El concepto de justicia pertenece a este cálculo: la injusticia consiste en denegar derechos y méritos, así como en el castigo inmerecido, el robo, la opresión, la esclavitud o el falso testimonio. LA FUNDAMENTACIÓN DE LOS DERECHOS Una interesante cuestión filosófica es cómo se fundamenta este “lenguaje de los derechos”. Y otra cuestión, en parte filosófica y en parte antropológica, es la función del lenguaje de los derechos. ¿Por qué los seres humanos hacen uso de términos jurídicos? ¿Qué ganan con ello, y por qué este uso se ha implantado en distintas partes del mundo hasta ser tenido por completamente

natural? Me gustaría aventurar una respuesta a estas cuestiones. Me parece que el lenguaje de los derechos tiene la función de permitir a la gente reivindicar una esfera de soberanía personal, en la que sus decisiones son ley. Y las esferas de soberanía personal tienen a su vez una función, la de permitirnos asumir obligaciones libremente: dicho de otro modo, crear el ámbito de hechos institucionales que subraya Searle en su filosofía social. De ahí que den precedencia a las relaciones consensuales. Definen las fronteras tras las que las personas pueden retirarse y que no se pueden traspasar sin transgresión. Así pues, la función primaria de la idea de derecho es identificar lo que está dentro de las fronteras de mí y lo mío. Si yo tengo derecho a estar sentado en una habitación, entonces tú no puedes echarme sin hacerme agravio. Al determinar tales derechos, definimos los puntos fijos, los lugares seguros desde los que las personas pueden negociar y llegar a acuerdos. Sin esos puntos fijos, es improbable que se den la negociación y el libre acuerdo, y si se dan, probablemente el resultado será inestable. Si no tengo derechos, el acuerdo entre nosotros no tiene garantías de que se cumplirá; mi esfera de acción resulta vulnerable a la constante invasión por parte de otros, y nada puedo hacer para definir la posición desde la que negocio de manera que te obligue a reconocerla. Los derechos, entonces, nos permiten implantar una sociedad en que las relaciones consensuales son la norma, y nos lo permiten definiendo para cada uno la esfera de soberanía personal de la que están excluidos los demás. Esto explica que Dworkin sostenga en Los derechos en serio que «los derechos son triunfos» [como los de una baraja][11]. Un derecho es parte de la valla que define mi territorio soberano: al reivindicarlo, pongo un veto absoluto a cosas que tú podrías hacer. Esto explica también la conexión directa entre derecho y deber: el carácter absoluto del derecho comporta un deber de respetarlo. Y explica que las disputas en los tribunales de justicia sean juegos de suma cero cuando se invocan derechos para dirimirlas. Si consideramos los derechos de este modo, como instrumentos que salvaguardan la soberanía, y así hacen de los acuerdos entre partes soberanas el cemento de la sociedad, entonces vemos inmediatamente por qué las libertades tienen el mejor título para la universalidad, y por qué los derechos —si se los separa de toda historia de responsabilidad y acuerdo— suponen una amenaza al orden consensual. Una reclamación contra otro, si se expresa

como un derecho, es la imposición de un deber. Si este deber no deriva de ninguna acción libre o ninguna cadena de responsabilidades que dé fundamento firme a la reclamación, entonces al expresarlo como derecho, anulamos la soberanía del otro. Le decimos: aquí hay algo que debes hacer o dar, aunque tu deber de hacerlo no derive de nada que hayas hecho o de lo que seas responsable; es simplemente una exigencia que debes satisfacer. Lo que a su vez parece una invasión de los derechos del otro. Qué distinto es un caso como ese al de las libertades. Pues estas son, por su misma naturaleza, instrumentos para “proteger la soberanía”. Son vetos a lo que otros pueden hacerme o quitarme, no exigencias de que hagan algo o den algo en lo que yo esté interesado. El deber que definen las libertades es un deber de no injerencia, y el interés que protegen es el más fundamental que tengo, a saber: mi interés en conservar el poder de tomar decisiones por mí mismo sobre los asuntos que más directamente me conciernen. Las libertades existen para asegurar que podamos presentarnos en la esfera pública como sujetos libres, y así entablar las relaciones tú-yo sobre las que en definitiva se basa la esfera pública. El concepto de derecho se funda, pues, en una metafísica del yo como la que he defendido en los dos capítulos anteriores. Es un instrumento fundamental del entendimiento humano, y define un camino muy trillado de conflicto y conciliación en el Lebenswelt. JUSTICIA Y LIBERTAD Por tanto, si hay los llamados “derechos naturales”, han de tener el aspecto esencialmente negativo de las libertades: derechos a no ser molestado, más que exigencias de prestaciones determinadas. Pero los organismos que afirman declarar los derechos humanos para las condiciones de la vida moderna no reconocen tal limitación. Bentham, para quien el concepto de derechos naturales era «palabrería con zancos», fue el primero en reconocer conscientemente el peligro de la “inflación de derechos”, el peligro de que la gente reclamara como derecho, sin base en autoridad legal alguna, lo que no es más que un interés, y así bloqueara la vía de la negociación y el compromiso. Se suponía que el concepto de derecho humano da un punto de vista neutral al margen de controversias legales y morales, desde el cual se puede evaluar la legitimidad de cualquier decisión concreta. En realidad, hoy se usa para tomar partido en controversias políticas. Y como nadie que

emplea el concepto, hasta donde yo puedo ver, pregunta nunca cómo se puede justificar un derecho, no puedo menos que pensar que creen en la idea de derechos humanos tan poco como Bentham. Si en cambio aceptamos la limitación que propongo a la doctrina de los derechos, podemos empezar a examinar una distinción vital en los asuntos humanos: entre los regidos por la justicia y los que dependen de otro tipo de vínculo entre personas. Aristóteles definió la justicia como el dar a cada persona lo que le es debido. En términos más modernos, justicia significa respetar derechos y méritos. La justicia es una cierta restricción a las relaciones humanas que rige nuestras empresas cooperativas. Es una propiedad de las acciones y omisiones humanas, y en general se la entiende negativamente, por las injusticias que cometemos, punto que deja claro Adam Smith, y también Kant. Cometo una injusticia cuando contravengo o desprecio la soberanía de otro, al negarme a reconocer sus derechos o méritos en materia que le concierne, por ejemplo dándole órdenes o rehusando pedir su consentimiento, o defraudándole con mentiras y engaños. En el célebre pasaje de la Fenomenología del espíritu al que ya me he referido, Hegel dice que en todos nosotros hay una especie de residuo de relaciones de dominación y servidumbre, y que nuestra disposición a buscar el encuentro yo-tú, en el que el libre acuerdo y el abierto reconocimiento de otro sustituye a la dictadura, ha surgido de las «luchas a vida o muerte» que precedieron a la aparición de la negociación y la ley, y conserva reliquias de ellas. Este pensamiento de Hegel (que asoma a través de la teoría girardiana del sacrificio de la que traté de modo sumario en el capítulo primero) me parece completamente convincente, y una manera de expresarlo es decir que la justicia es la realización de la libertad humana: la forma de establecer relaciones humanas que son libres y objetivamente vinculantes precisamente porque son libres. Y conquistamos la justicia adoptando en nuestro trato mutuo el punto de vista del juez imparcial. Tal vez vale la pena señalar dos importantes consecuencias de ver la justicia de este modo. Primera: la distinción entre lo justo y lo injusto es interna al razonamiento práctico corriente, y todos nosotros podemos entenderla y ponernos de acuerdo al respecto. Segunda: es esta una distinción que pertenece al ámbito de la acción humana y no se aplica a situaciones juzgadas tal como son en sí mismas y sin referencia a cómo se produjeron. Por tanto, esta concepción de la justicia contrasta con la que recientemente

han propuesto John Rawls y otros, para quienes la justicia es una propiedad de distribuciones y resultados. La disputa es profunda y difícil. Permítaseme decir solo que, si vemos la justicia al modo de Rawls, debilitamos la conexión entre justicia y responsabilidad, y sustraemos el concepto de justicia a nuestro razonamiento práctico ordinario. Precisamente el énfasis en resultados y no en acciones, obligaciones y responsabilidades, es lo que ha llevado a anular el derecho común de contratos y daños con leyes de finalidad redistributiva. De ahí la siempre creciente lista de “derechos humanos” sin fundamento en nuestras ordinarias negociaciones libres, pero que están al servicio de objetivos de política general. OBLIGACIONES NO CONTRACTUALES No iré más allá en este terreno, pues atañe a la profunda disputa contemporánea entre socialistas y liberales clásicos en torno al buen gobierno de las sociedades modernas; disputa que daría tema para otro libro. En cambio, quiero examinar cómo el mundo humano se prolonga más allá de los límites de la justicia hasta obligaciones que son legadas y otorgadas en vez de creadas. Soy escéptico respecto de los intentos de ampliar el concepto de justicia para incluir las muchas demandas que en su nombre hacen los socialistas y sus compañeros de viaje. Sin embargo, coincido con el consenso liberal de izquierdas en que estamos cargados con más obligaciones que las expresamente contraídas y que la libre elección no es el único material de que está hecho el ámbito de los deberes. Como defenderé más adelante, el orden de la alianza nos exige ir más allá de él para asumir obligaciones que no tienen su origen en que hayamos consentido en ellas. Así pues, muchas de las relaciones más importantes para nosotros no caben en las condiciones de un contrato: afecto, amistad, amor; todas sobrepasan los límites del mero acuerdo hasta incluir un dar incondicional al otro, que tal vez espere reciprocidad, pero no la exige. En efecto, aunque muchos de los poderes deónticos que nos rodean son creados, como sugiere Searle, nos encontramos sujetos también a vínculos y obligaciones “trascendentes”, en cuanto parecen no tener ni su origen ni su causa de extinción en acuerdos entre vivos. Estos vínculos y obligaciones están dotados de un carácter “eterno”. Carecen de límites temporales claros, y la capacidad de

reconocerlos y obrar en conformidad con ellos es fundamental no solo para la religión, sino también para el pleno desarrollo del Lebenswelt. Podemos captar lo que aquí está en juego atendiendo a tres contrastes: entre contrato y voto, entre justicia y piedad, y entre afecto y amor. Un contrato tiene disposiciones que definen el acuerdo. Satisfechas las disposiciones, el contrato se ha cumplido; si no se satisfacen sino que se incumplen, entonces la obligación de cumplir se convierte en una obligación de compensar. Los contratos fraudulentos, los acuerdos impuestos por coerción o los contratos que se eluden cuando la parte inocente ha cumplido con lo convenido son casos paradigmáticos de injusticia, en los que una persona trata a otra como mero instrumento y la defrauda en sus derechos. Los votos, por contraste, pueden no tener disposiciones precisas: son compromisos, sin límites definidos, de ser digno de confianza en algún respecto. Tienen un carácter existencial, en cuanto atan a las partes en un destino común y en lo que antes se llamaba una “unidad sustancial”. Para decirlo de otro modo: un voto es una consagración de uno mismo, un don de sí, total o parcial, en el que el otro es invitado a confiar. El paradigma de esto es el matrimonio, tal como se lo concebía hasta época reciente y aún se lo concibe en muchas sociedades a lo ancho del mundo. El matrimonio tradicional, visto desde fuera como un rito de paso a otra condición social, desde dentro se ve como un voto. Este voto puede ir precedido de una promesa. Pero es algo más que una promesa, pues las obligaciones que origina no se pueden expresar en disposiciones determinadas. Un voto de matrimonio crea un vínculo existencial, no un conjunto de obligaciones especificables. Y la gradual desaparición de los votos matrimoniales es un caso especial de la transición “de estatuto a contrato” que examinó, desde fuera, aquel gran antropólogo de sillón que era sir Henry Maine[12]. Pero hay algo más en esa transición. El triunfo de la idea contractual del matrimonio representa un cambio en la fenomenología de la unión sexual, un retirarse del mundo de los “vínculos sustantivos” a un mundo de acuerdos negociados. Y el mundo de los votos es un mundo de cosas sagradas, en el que obligaciones santas e inviolables permanecen a lo largo de nuestra vida y nos mandan seguir determinados caminos, queramos o no. Es esta experiencia la que la Iglesia siempre ha tratado de salvaguardar y el Estado ha puesto en peligro, con su empeño por remodelar el matrimonio al gusto de esta época secular. Desde luego, una institución como el matrimonio es relativamente fácil de

entender desde un punto de vista externo, el de un antropólogo funcionalista. El matrimonio es un rito de paso: un acontecimiento en la vida del individuo, así como en la vida de la comunidad; un acontecimiento en que la comunidad invierte algo de su voluntad de vivir. La comunidad está interesada en recalcar que el vínculo matrimonial es más que un contrato, y en imponer en los esposos un compromiso existencial que asegure el futuro de los hijos que nazcan del matrimonio. Las comunidades que dejan de insistir en ese compromiso, o que permiten que se erosione el matrimonio, reinterpretándolo primero como un contrato y luego como una opción que los padres pueden tomar o no tomar, son comunidades que no ofrecen seguridad a los hijos. Pero lo que me interesa no es la justificación externa de matrimonio, sino más bien su lógica interna, lo que es desde el punto de vista de los que lo contraen. Un voto se parece a un contrato en que es un compromiso voluntario de seres libres. Pero se diferencia de un contrato en que no tiene estipulaciones delimitadas y en que se extiende por una duración indefinida. Tiene un carácter “trascendente”, como los participantes suelen reconocer invocando a los dioses. Cuando uno llama a los dioses a ser testigos de un voto, da a su compromiso una permanencia distinta de la que se puede asignar a un contrato: está escrito en los cielos, o grabado en runas en la lanza de Odín[13]. Otra manera de expresar lo mismo es decir que los votos, al menos los que establecen relaciones, tienen una cualidad sacramental. Seres sagrados están presentes en su inicio y velan por su desarrollo. Esto se puede observar en todos los ritos de paso que nos son familiares —aunque en el cristianismo ha sido motivo de controversia, y una de las diferencias entre católicos y protestantes, si realmente el matrimonio ha de considerarse sacramento, como el bautismo y la Eucaristía—. El segundo contraste que me interesa es entre justicia y piedad. Una obligación de justicia es una deuda con otro porque él tiene derecho a ella o porque la merece. Derechos y méritos son privilegios comparables pero no idénticos: los derechos son, en general, cosas beneficiosas para su titular, mientras que los méritos pueden ser negativos, como un castigo merecido. Si todas nuestras obligaciones se originasen en compromisos, según supone Searle, lo lógico sería suponer que todas son obligaciones de justicia. Pero no es así. Hay obligaciones de piedad: obligaciones que nunca fueron prometidas pero debemos a otros en reconocimiento de sus méritos, o en

agradecimiento por su protección, o simplemente como humilde reconocimiento de que nosotros no somos los autores de nuestro destino. En el Leviatán, Thomas Hobbes defiende que las obligaciones políticas tienen su origen en el contrato social, basándose en que «un hombre no está sometido a ninguna obligación que no derive de algún acto suyo»[14]. Esta idea ha tenido una larga historia posterior: parece justificar la obediencia política por la misma razón que el cumplimiento de una promesa: es decir, que los ciudadanos se imponen a sí mismos la obligación de obedecer. Pero es sin duda evidente que nuestras obligaciones más importantes no se adquieren así: por ejemplo, nuestros deberes hacia los padres. Con razón sostiene Hegel que los deberes familiares pertenecen a la esfera de la piedad (los lares y penates de la religión romana), y que ocurre algo parecido con los deberes políticos. También esta vez, sin desarrollar el argumento, doy por evidente que una explicación completa de las obligaciones humanas debe reconocer en la piedad otra fuente verdadera de las “razones independientes del deseo” que rigen nuestros deberes. Por último, el contraste entre afecto y amor. En la Ética a Nicómaco, Aristóteles señala que la amistad se da en distintas formas, y de ellas destaca tres a las que presta atención particular: amistad por placer, por interés y por virtud, que se corresponden con tres clases de razones para actuar (el placer, la utilidad y el bien). Todas ellas caen bajo el rótulo general de philia, en oposición a eros, y tanto philia como eros se distinguen del amor que en el Nuevo Testamento se llama agapé, término que tradicionalmente se traduce por caridad o amor al prójimo. Todas estas relaciones crean obligaciones que, sin embargo, raramente se pueden traducir al lenguaje de los contratos. Además, el lenguaje de las obligaciones no capta lo que nuestros amores tienen de especial, a saber, que no se pueden generalizar. Puedo tener deberes generales de caridad, o de lealtad en los negocios, o de buena vecindad; deberes que no exigen reconocer como destinataria de ellos a una persona determinada. Pero el amor implica cariño a alguien concreto cuya presencia y bienestar son esenciales para la identidad del amante: son parte del fundamento de su ser, por emplear una expresión teológica. Por eso el amor —bien entendido— llena el mundo con una necesidad de otra clase que la que deriva de las obligaciones de caridad y buena vecindad. Las personas se hallan vinculadas por lazos intransferibles. Estos lazos dotan a otro de un valor único y lo distinguen de todos los demás que hay en el mundo. Las

personas encuentran su realización de esta manera, al descubrir objetos de atención y afecto para los que no hay sustituto. MÁS ALLÁ DE LA ALIANZA Si juntamos estas tres ideas, reconociendo que los seres humanos, en cuanto personas, viven no solo en un mundo de contratos, sino también en un mundo de votos, deberes de piedad y afectos irreemplazables, llegamos a otro aspecto del conocimiento interpersonal, un aspecto que lo distancia aún más de la cosmovisión científica. No podemos vivir en plena comunicación con nuestros semejantes si consideramos todas nuestras relaciones como contractuales. Las personas no están en venta: dirigirse al otro como tú en vez de como él o ella es automáticamente verle como un individuo para el que no existe sustituto. En las relaciones que de verdad importan, los otros no están frente a mí como miembros de una clase de equivalencia. Yo los doto, en mis sentimientos, de una individualidad que no se puede expresar en el lenguaje de la ciencia, sino que exige usar conceptos que no aparecen en el esquema lógico de las cosas: conceptos como los de sacrificial y sacramental. Otro modo de decir lo mismo es recurrir a la idea de “vínculo trascendente”. No todas nuestras obligaciones son adquiridas libremente o creadas por decisión propia. Algunas las recibimos “desde fuera de la voluntad”. Son las que tienen dos características: su función social a largo plazo y su carencia de plasticidad interna. Los votos de matrimonio, las obligaciones con padres e hijos, los vínculos sagrados con la familia y la patria: tales cosas han de ser preservadas de la corrosión de la voluntad, hay que hacerlas inflexibles y “eternas”, para que cumplan su función evidente de proteger la sociedad de las fuerzas del deseo egoísta. No puede sorprender, pues, que sean introducidas en el orden de lo eterno mediante actos sacrificiales. Mucho se ha escrito sobre los efectos sociales de la secularización. Pero tengo para mí que aún no se ha expresado bien el punto crucial: que el efecto principal ha sido en el Lebenswelt. El mundo de las obligaciones ha ido siendo transformado en un mundo de contratos, y por tanto de obligaciones rescindibles, finitas y dependientes de la voluntad individual. Hace mucho tiempo lo señaló Burke contra la teoría del contrato social de Rousseau y su efecto subversivo: que si la sociedad es un contrato, decía, es un contrato en

el que los muertos, los vivos y los no nacidos son todos igualmente socios; en otras palabras, no es un contrato en absoluto, sino la herencia de un cargo de administrador, que no se puede reducir al acuerdo de obligarse a él[15]. Todas las obligaciones de amor son como esa. El proceso de secularización se puede entender partiendo de Rousseau. La secularización implica despejar el Lebesnwelt de todas las manifestaciones de piedad que no se puedan sustituir por opciones libres y obligaciones autoimpuestas. Se recrea el mundo sin la referencia a lo trascendente, sin el encuentro con cosas sagradas, sin los votos de fidelidad y sumisión, que no tienen otra justificación que el peso del deber heredado. Pero resulta —como intentaré mostrar en los capítulos siguientes— que esos votos estaban mucho más profundamente insertos en el tejido de nuestra experiencia de lo que suelen creer los ilustrados, y que sin vínculos trascendentes, el mundo no es una variante del mundo que los tenía, sino un mundo completamente distinto, en que los humanos no estamos de verdad en casa. Al menos eso sostengo. Si así es, ello nos dice algo extremadamente importante sobre la experiencia religiosa y sobre la transformación del mundo que se produce cuando dejamos de referir su sentido a una fuente trascendente. En todas las sociedades que perduran, sostengo, el orden de la alianza se extiende a otro orden, en el que las obligaciones son trascendentes, los vínculos, sagrados, y los contratos se resuelven en votos.

[1] En “How to Derive ‘Ought’ from ‘Is’”, Philosophical Review 73, n. 1 (1964), Searle sostiene que la referencia a la institución de la promesa permite a uno pasar de describir lo que hace la gente a declarar lo que debería hacer. Esta controvertida afirmación ha suscitado muchas críticas que son irrelevantes para la tesis de Searle. Todo lo que pide la tesis es admitir que las personas en general adquieren, aceptan y confían en obligaciones, no que esas obligaciones existan como imperativos morales vinculantes con independencia de la creencia colectiva en ellas. [2] Por ejemplo, por el Código de Hammurabi (1792-1750 a. C.), babilónico, que incluye disposiciones sobre contratos, obligaciones y daños.

[3] “Derecho común”: common law, el sistema de normas vigentes por costumbre o por jurisprudencia que es propio de Inglaterra y de allí se extendió a otros países. Se opone al statute law, el cuerpo de las leyes promulgadas (N. del T.). [4] GROCIO, De iure belli ac pacis (París, 1625). Versión española de Primitivo Mariño en Del Derecho de Presa. Del Derecho de la Guerra y de la Paz, Centro de Estudios Politicos y Constitucionales, Madrid, 1987. [5] J. L. AUSTIN, “Ifs and Cans” y “Un alegato en pro de las excusas”, en Ensayos filosóficos, Alianza, Madrid, 1988, versión española de Alfonso García Suárez. I. KANT, Metafísica de las costumbres, primera parte, Tecnos, Madrid, 1989, versión española de Adela Cortina Orts y Jesús Conill Sancho. Kant escribió antes de que el término “responsabilidad” (Verantwortung) fuera corriente en el habla jurídica y moral. En su lugar, usaba el concepto del derecho romano “imputatio”, que traduce por Zurechnung. [6] Lectures on Jurisprudence, Liberty Press, Indianápolis, 2001, p. 87. Versión española de Alfonso Ruiz Miguel: Lecciones de jurisprudencia, Agencia Estatal Boletín Oficial del Estado, Madrid, 1996. [7] He expuesto eso más extensamente en Animal Rights and Wrongs, Continuum, Londres, 2004, donde afirmo que el concepto de derecho, bien entendido, depende de la autoconciencia, de modo que los animales no tienen derechos en el uso normal del término, lo cual no significa que podamos tratarlos como nos venga en gana. [8] W. N. HOHFELD, Fundamental Legal Conceptions as Applied in Judicial Reasoning, Yale University Press, New Haven, 1923. [9] Joseph RAZ, The Authority of Law: Essays on Law and Morality, Oxford University Press, Oxford, 1979. Versión española de Rolando Tamayo y Salmorán: La autoridad del derecho. Ensayos sobre derecho y moral, Universidad Nacional Autónoma de México, México, D. F., 1982. [10] Cfr. W. V. QUINE, “Two Dogmas of Empiricism”, en From a Logical Point of View, MIT Press, Cambridge (Massachusetts), 1956, sobre el “círculo de términos intensionales”. Versión española de Manuel Sacristán: “Dos dogmas del empirismo”, en Desde un punto de vista lógico, Ariel, Barcelona, 1962. [11] Ronald DWORKING, Taking Rights Seriously, Harvard University Press, Cambridge (Massachusetts), 1978. Versión española de Marta Guastavino: Los derechos en serio, Ariel, Barcelona, 1984. [12] Sir Henry MAINE, Ancient Law, Clarendon Press, Oxford, 1861. [13] Para que a su tiempo sea consumida por el fuego de Loge. Además, cuando la lanza por fin es hecha pedazos por la impetuosa libertad del individuo que se afirma, todos los votos y todas las obligaciones piadosas se desmenuzan y se convierten en polvo: tal es el destino del mundo humano en Götterdämmerung. [14] HOBBES, Leviathan, p. 2, cap. 21. Versión española de Carlos Mellizo: Leviatán: la materia, forma y poder de un estado eclesiástico y civil, Alianza, Madrid, 2004. [15] Edmund BURKE, Reflections on the Revolution in France (1791). Versión española de Estaban Pujals: Reflexiones sobre la Revolución Francesa, Rialp, Madrid, 1989.

5. DE CARA UNOS A OTROS

La beldad del rostro, por el dueño ignorada, se evidencia a ojos ajenos. Ni aun el ojo mismo, el órgano más fino que nos sirve, a sí propio se ve, ni de sí sale. Mas mirándose un ojo en otro ojo se saludan, su forma contemplando, porque a nosotros mismos no nos vemos hasta que de nosotros no salimos y reflejada vemos nuestra imagen. En eso yo no veo nada extraño. SHAKESPEARE, TROILO Y CRÉSIDA[1] Los hechos invocados por Shakespeare en esas líneas no resultan extraños, en verdad, pues son el estribillo constantemente repetido de la vida personal. Pero en cuanto los examinamos, descubrimos que son tan extraños como cualquier cosa que conocemos. He sugerido que nuestro modo de entender la persona recurre a conceptos que no tienen lugar en las ciencias explicativas y en cierta manera sitúa a las personas —tanto a uno mismo como a los demás — en el borde de las cosas. Ciertamente, las personas son objetos en el mundo de los objetos. Pero nos dirigimos a ellas como sujetos, cada una con su peculiar perspectiva del mundo, y cada una dirigiéndose al mundo desde su propio horizonte. Hay un misterio que atañe al sujeto, aunque no es un misterio que se pueda resolver con el dualismo ontológico de los cartesianos. Ese misterio es el de la “presencia real”. ¿Cómo puede esta cosa, que no es

una cosa sino una perspectiva, aparecer en el mundo de los objetos, donde no ocupa lugar alguno? ¿Cómo es que podemos no solo dirigirnos al otro, sino encontrarlo realmente en el mundo empírico? La respuesta viene sugerida por el hecho de que cada uno de nosotros muestra su rostro en ese mundo, y el rostro, aunque aparece en el mundo de los objetos, pertenece esencialmente al sujeto. He estudiado este asunto en The Face of God, y aquí resumo algunas de las tesis que defiendo más extensamente en ese libro. El concepto de rostro, sostengo, forma parte, con los de libertad y responsabilidad, de la concepción interpersonal del mundo. O sea, al ver un rostro en un conjunto de rasgos, no lo entiendo biológicamente, como la película visible que reviste otro cerebro y deja pasar, a través de los ojos y los oídos, la información que el cerebro procesa. Lo entiendo como la presencia real de ti en nuestro mundo común. Mi rostro es también la parte de mí a la que otros dirigen su atención cuando se dirigen a mí como “tú”. Yo estoy detrás de mi rostro, pero a la vez estoy presente en él, hablando y mirando a través de él a un mundo de otros que también se revelan y ocultan al mismo tiempo, como yo. Mi rostro es un límite, un umbral, un lugar donde aparezco como el rey en el balcón de palacio. (Por eso Dante, en el Convivio, describe los ojos y la boca como “balcones del alma”.) Mi rostro está pues envuelto con el pathos de mi condición. En cierto sentido, tú ves más claro que yo lo que soy en el mundo; y cuando me enfrento con mi propio rostro, puede haber un momento de temor, al tratar yo de casar la persona que tan bien conozco con esta cosa que otros conocen mejor. ¿Cómo puede la persona a la que conozco como una unidad continua desde mis primeros días hasta hoy, ser idéntica a esta carne en decadencia a la que otros se han dirigido a lo largo de todos los cambios que ha sufrido? Esta es la cuestión que exploró Rembrandt en su serie de autorretratos de distintas épocas de su vida. Para Rembrandt, el rostro es el lugar donde el yo y la carne se funden, y donde el individuo se revela no solo en la vida que brilla en la superficie, sino también en la muerte que va asomando entre las arrugas. El autorretrato de Rembrandt es esa cosa extraña: un retrato del yo. Muestra al sujeto encarnado en el objeto, abrazado por su propia mortalidad y presente como la muerte en el incognoscible borde de las cosas. Cuando estoy cara a cara frente a María, no estoy frente a una parte física de ella, como estoy, por ejemplo, cuando miro su hombro o su rodilla. Estoy

frente a ella: frente al centro individual de conciencia, el ser libre que en el rostro se me revela como un semejante. Por eso hay rostros mentirosos, pero no codos ni rodillas mentirosas. Cuando leo una cara, en cierto modo me informo del modo como las cosas le parecen a otra persona. La cara se presenta en el mundo de los objetos como iluminada desde atrás. De ahí que sea el destino y la expresión de nuestras actitudes interpersonales, y que miradas, ojeadas, sonrisas sean la moneda de nuestros afectos. Esto significa que el rostro humano tiene una especie de ambigüedad inherente. Puede verse de dos maneras: como vehículo de la subjetividad que luce en él, o como una parte de la anatomía humana. La tensión sale a la luz al comer, como sostienen Leon Kass y Raymond Tallis[2]. Nosotros, a diferencia de los animales, no hincamos el hocico en la comida para ingerirla. Nosotros nos llevamos la comida a la boca, manteniendo la postura erguida que nos permite conversar con nuestros semejantes. En todas las culturas (anteriores a la nuestra), comer es un acto social, con un pronunciado carácter ritual, a menudo precedido de una oración de acción de gracias. Tiene lugar en un espacio santificado y ritualizado al que han sido invitados los dioses. Todos los rituales imponen disciplina al rostro, y esto es parte de lo que experimentamos cuando comemos. Aunque sirve a una finalidad biológica, mi rostro permanece bajo mi jurisdicción. Es el lugar donde yo estoy en el mundo de los objetos y el lugar desde el que me dirijo a ti. SONREÍR, MIRAR, BESAR, SONROJARSE Por eso la cara tiene un interesante repertorio de variaciones, que no se pueden entender como meros cambios físicos, a diferencia de los que observamos en los rasgos de otras especies. Por ejemplo, la sonrisa. Los animales no sonríen: a lo sumo hacen muecas, a la manera de chimpancés y bonobos. Cuando Milton, en El paraíso perdido, describe el amor entre Adán y Eva, dice que las “sonrisas emanan de la razón; negadas al bruto, son el alimento del amor”. La sonrisa reveladora es la involuntaria, la bendición que un alma confiere a otra al brillar con el yo entero en un momento de autorrevelación. La voluntaria y deliberadamente remarcada no es sonrisa sino máscara. La “carita sonriente” que todos los niños saben dibujar no es el retrato de una sonrisa. Una cara solo puede sonreír cuando el alma luce desde ella, y la sonrisa geométrica no es sonrisa sino mueca.

Mientras que una sonrisa sincera es espontánea, un beso sincero es voluntario. Así ocurre, al menos, con el beso de cariño. En el beso de pasión erótica, sin embargo, la voluntad es en parte vencida, y en este contexto, el beso puramente deliberado tiene un aire de insinceridad. El beso erótico sincero es a la vez expresión de la voluntad y rendición mutua. Por eso exige gobernar los labios, para que el alma pueda respirar por ellos, y también rendirse ahí, en el perímetro del ser propio. El beso erótico no es solo cosa de los labios: aún mayor es la intervención de los ojos y las manos. El beso de deseo pone de relieve la misma ambigüedad del rostro que está presente al comer. Los labios que los amantes se ofrecen uno a otro están repletos de subjetividad: son los avatares del yo, que llaman a la conciencia del otro en un don mutuo. Pero aunque los labios son ofrecidos como espíritu, responden como carne. Bajo la presión de los otros labios, se vuelven órganos sensoriales que traen consigo toda la trampa fatal del placer sexual e incitan a rendirse a una fuerza que irrumpe en el yo desde fuera. De ahí que el beso sea el momento más importante del deseo: aquel en que los amantes están totalmente cara a cara y también expuestos por completo uno a otro. El placer del beso no es cosa de sensaciones, sino de la intencionalidad yo-tú y lo que esta significa. Los besos tienen una intencionalidad propia. Por eso puede haber besos falsos y falso placer en el beso, como experimentó Lucrecia, según la versión de Benjamin Britten y Ronald Duncan, al besar al hombre que tomó por su marido pero en realidad era el violador Tarquin, como descubrió demasiado tarde para defenderse. La presencia del sujeto en el rostro es aún más evidente en los ojos, y los ojos tienen su papel tanto en las sonrisas como en las miradas. Los animales pueden mirar cosas; también se miran unos a otros. Pero no pueden mirar al interior de las cosas. Quizás el más denso de todos los actos de comunicación no verbal sea el de los amantes cuando se miran a los ojos. No miran la retina, ni examinan las peculiaridades anatómicas de los ojos, como haría un óptico. Entonces, ¿qué miran o buscan? La respuesta es obvia: cada uno busca al otro, y también espera mirarle, como una subjetividad libre que ansía estar con él, tú a tú. En su influyente estudio de la mirada (le regard) en L’Être et le néant, Sartre deja bien claro que la mirada otorgada a otro sujeto es ella misma revelación del sujeto: tiene la intencionalidad desbordante que he descrito en el capítulo 3. Por eso nos desasosiega que nos miren. Es una

intrusión en el mundo que viene de un punto más allá del horizonte y que me pide cuentas de mí mismo como subjetividad libre. Volver mis ojos a ti es un acto voluntario. Pero lo que después recibo de ti no es obra mía. Como símbolo de toda percepción, los ojos entran en escena por esa “transparencia epistémica” que permite a la persona revelarse a otra en su cuerpo, como nos revelamos en nuestras miradas, sonrisas y sonrojos. La coincidencia de perspectivas que comienza cuando a una mirada se responde con un sonrojo o una sonrisa, llega a su cumplimiento final en la mirada plenamente correspondida: el “estoy viéndote verme” de la atención arrobada, en que de ninguno de los dos se puede decir que hace o sufre lo que se hace. Las miradas son voluntarias. Pero la plena revelación del sujeto en el rostro no lo es, por regla general. Las sonrisas suelen ser involuntarias, y las “sonrisas de regalo”, como podríamos llamarlas, siempre lo son. Análogamente, la risa, para ser genuina, debe ser involuntaria, aunque la risa es algo de lo que solo las criaturas con intenciones, razones y autoconciencia son capaces. Lo importante es que, si bien sonreír y reír son movimientos de la boca, impregnan la cara entera, de suerte que en uno y otro caso el sujeto se revela como “vencido”. También se puede reír y sonreír voluntariamente, y cuando así ocurre hay algo de macabro, como en la risa cínica o cuando uno se esconde tras una sonrisa. La risa voluntaria es una especie de coraza espiritual con la que una persona se defiende contra un mundo traidor con una traición. El sonrojo se parece más a las lágrimas que a la risa en que no puede ser intencionado. Solo un ser racional puede sonrojarse, aunque nadie pueda sonrojarse voluntariamente. Aun si, mediante algún truco, eres capaz de hacer que la sangre afluya a tus mejillas, eso no sería sonrojo sino engaño. Y el carácter involuntario del sonrojo es lo que le confiere su significado, consistente en que es el otro quien lo provoca. La mirada dirigida a la mirada de otro tiene una “intencionalidad interrogativa”, por así decir. La persona que mira a quien tiene al lado es consciente también de que está al borde de mirar dentro de él. Aquí se da un cierto desbordamiento, heredado del encuentro yo-tú, que cambia la apariencia de la mirada humana a los ojos de la persona mirada. El sonrojo es una respuesta natural a eso, un reconocimiento de que la mirada originada en el horizonte donde tú estás ha tocado el horizonte que está en mí.

ENMASCARAR EL YO Espero no llevar demasiado lejos esta fenomenología del rostro si veo en él un símbolo del individuo y una manifestación de su individualidad. Las personas son animales individuales; pero también son personas individuales, y, como he dicho en el capítulo 2, conciliar ambas cosas es un rompecabezas. Según una tradición —la representada por Locke—, la identidad de la persona a lo largo del tiempo se reconoce por la continuidad del “yo”, no por la persistencia del cuerpo. Aunque no admito eso, sí admito que ser persona tiene algo que ver con la capacidad de recordar el pasado y hacer designios para el futuro, haciéndose responsable del uno y del otro. Y esta conexión entre la condición de persona y el uso de la primera persona tiene a su vez algo que ver con nuestra percepción de que los seres humanos son individuos de un tipo especial y en un sentido especial, que los distingue de otros seres particulares. El conocimiento que tengo de mi propia individualidad, que deriva de mi conciencia directa e inmediata de la unidad que enlaza mis estados mentales, da cuerpo a la idea de que me mantengo en el ser como un individuo a través de todos los cambios corporales que se puedan imaginar. Mi Istigkeit o haecceitas se ejemplifica en mí, como algo que no puedo perder. Es anterior a todos mis estados y propiedades, e irreductible a cualquiera de ellos. En este sentido, soy también semejante a Dios. Y es esta conciencia interior de individualidad absoluta lo que en el rostro se manifiesta y se hace carne. Los ojos que me miran son tus ojos, y son también tú; la boca que habla y las mejillas que se sonrojan son tú. La percepción de que la persona irradia a través del rostro y lo impregna de su identidad subyace en el poder de las máscaras teatrales. En el teatro clásico griego, como en el japonés, la máscara se consideraba no solo esencial para reforzar la tensión dramática, sino también como el mejor modo de asegurar que el rostro reflejara las emociones expresadas por las palabras. Es el espectador, cautivado por las palabras, quien ve brillar en la máscara el significado que tienen. Se ha quitado el impedimento de la carne humana, y la máscara parece cambiar con cada fluctuación de las emociones del personaje, para hacerse el signo externo del sentimiento interior, precisamente porque la expresión representada en la máscara se origina no tanto en quien la lleva puesta cuanto en quien la mira. Hacer una máscara que

se pueda ver así exige una destreza que se adquiere tras toda una vida dedicada al oficio, o tal vez más que una vida, pues los fabricantes de máscaras para el teatro Noh japonés transmiten su arte de generación en generación, y las mejores se conservan en colecciones privadas de mecenas y actores, para usarlas tan solo en las ocasiones más solemnes. La máscara era un símbolo de Dionisos, el dios en cuyos festivales se representaban las tragedias. No significaba lo lejano que el dios estaba de los espectadores —Dionisos no era un deus absconditus—, sino su presencia real en medio de ellos. Dionisos era el dios de la tragedia y también el dios del renacer, obrado por el vino en el alma de sus devotos, para incluirlos en la danza de su propia resurrección. La máscara era el rostro del dios, que sonaba en el escenario con la voz del sufrimiento humano y en el culto mistérico con un gozo divino y ditirámbico. Es revelador que la palabra “persona”, que usamos para expresar todos esos aspectos del ser humano relativos a la conciencia en primera persona, proviene del teatro romano, donde persona significaba la máscara que llevaba el actor y, por extensión, el personaje al que representaba[3]. Al adoptar el término, el derecho romano quería indicar que, en cierto sentido, siempre comparecemos a juicio enmascarados. Como dijo sir Ernest Barker: «No es el ego natural el que entra en el tribunal. Es una persona titular de derechos y deberes, creada por la ley, que comparece ante la ley»[4]. El rostro, como la persona, es tanto producto como productor de juicio. Esto sugiere un pensamiento al que vuelvo: que la condición de persona, como la obligación, nace de nuestro uso de ese mismo concepto. Hemos de reconocer también que las máscaras no se usan solo en el teatro. Hay sociedades —Venecia es el caso más singular— en que las máscaras y las mascaradas han adquirido complejas funciones que las ponen en el centro mismo de la vida comunitaria, hasta hacerse piezas imprescindibles del vestuario, sin las que la gente se siente desnuda, indecente o fuera de lugar. En el carnaval de Venecia, la máscara servía tradicionalmente a dos fines: suspender la identidad cotidiana de la persona y también crear una nueva identidad que la sustituía; una identidad conferida por los demás. Así como en el teatro la máscara lleva la expresión que la audiencia proyecta en ella, en el carnaval la máscara tiene la personalidad que le dan los otros. De ahí que, lejos de apartar a unos de otros, el acto colectivo de enmascararse hace a cada uno el producto de los intereses de los demás: el carnaval resulta ser la forma

más alta de «efervescencia social», por usar la densa expresión de Durkheim. Y quizás nuestras interacciones cotidianas sean más “carnavalescas” de lo que pensamos, por obra de un continuo y creativo imaginar que tras cada rostro hay algo como esto: o sea, la unidad interna que tan bien conocemos y para la que no tenemos palabras[5]. Ese pensamiento lleva a otro: que la individualidad del otro reside meramente en nuestro modo de verlo y tiene poco o nada que ver con su modo de ser. Volvemos a poner los pies en la senda que siguió Spinoza y que nos lleva a la conclusión de que no hay verdaderos individuos, sino solo vórtices dentro del único ser que es todo. DESEAR AL INDIVIDUO Me inclino a pensar que no hay respuesta a la pregunta por lo que me hace ser el individuo que soy que no sea una afirmación trivial de identidad. Pero también me inclino a pensar que la noción de individualidad absoluta brota espontáneamente de las relaciones interpersonales más básicas. Está implicada en todos nuestros intentos de llevar una vida íntegra y responsable. Y está incorporada tanto en nuestro modo de percibir como en el de describir el mundo humano. En vez de descartarla como si fuera una ilusión, diría que es un “fenómeno bien fundado”, en el sentido que le da Leibniz: una manera de ver el mundo que nos es indispensable y que nunca podríamos tener una razón concluyente para rechazar. Además, el rostro tiene este significado para nosotros porque es el umbral en el que aparece el otro, ofreciéndonos “esto que soy yo” como interlocutor. Esta propiedad va al núcleo de la condición humana. Nuestras relaciones interpersonales serían inconcebibles sin el supuesto de que podemos vincularnos mediante promesas, cargar ahora con la responsabilidad por cierto acontecimiento futuro o pasado, hacer votos que nos atan para siempre con quien los recibe, y adquirir obligaciones que consideramos intransferibles a ningún otro. Y todo eso lo leemos en el rostro. En especial, leemos esas cosas en el rostro de la persona amada al dirigirle una mirada amorosa. Nuestras emociones sexuales se basan en pensamientos individualizadores: eres tú quien yo quiero, no tu tipo o patrón. Esta intencionalidad individualizadora no procede simplemente de que son personas —individuos, dicho de otro modo— aquellos a los que deseamos. Procede de que el otro es deseado como sujeto encarnado, no como carne[6].

Y el sujeto encarnado es lo que vemos en el rostro. No necesito subrayar hasta qué punto nuestra comprensión del deseo ha sido influida y hasta trastornada por los escritos —desde Havelock Ellis a los informes Kinsey, pasando por Freud— que han pretendido alzar el velo que cubría nuestros secretos colectivos. Pero vale la pena señalar que si uno describe el deseo a la manera que se ha puesto de moda —como la busca de sensaciones placenteras en los genitales—, la esfera de las relaciones sexuales resulta totalmente “desmoralizada”. Que una violación se considere una atrocidad y una profanación resulta imposible de justificar. Violar a alguien sería exactamente tan malo como escupirle, pero no peor. De hecho, según este planteamiento, todo en la conducta sexual humana se torna ininteligible, y solo el “encanto del desencantamiento” lleva a la gente a dar por buenas las teorías de moda. El deseo sexual, como se ha entendido en todas las épocas anteriores a la nuestra, es inherentemente comprometedor, y la decisión de expresarlo o de darle curso siempre se ha visto como una decisión existencial, en la que está en juego algo más que la satisfacción del momento. No es para extrañarse, por tanto, que el acto sexual haya sido rodeado de prohibiciones: trae consigo una carga de vergüenza, culpa y celos, así como de gozo y felicidad. El sexo está por eso profundamente implicado en la idea de pecado original: la sensación de que estamos desgarrados de lo que verdaderamente somos, por haber caído en el mundo de los objetos. El libro del Génesis contiene una importante intuición sobre el lugar que ocupa la vergüenza en nuestra comprensión del sexo. Adán y Eva han tomado del fruto prohibido y han obtenido el “conocimiento del bien y del mal”: dicho de otro modo, la capacidad de inventar por sí mismos la ley que gobierna sus actos. Dios pasea por el jardín y ellos se esconden, conscientes por vez primera de sus cuerpos como objetos de vergüenza. Este tener “vergüenza del cuerpo” es un sentimiento extraordinario, que solo puede tener un animal autoconsciente. Es un reconocimiento del cuerpo como a la vez íntimamente yo mismo y de alguna manera algo distinto de mí: una cosa que se ha puesto a deambular por el mundo de los objetos como por propia iniciativa, para hacerse víctima de miradas curiosas. Adán y Eva se han hecho conscientes de que no están solamente cara a cara, sino unidos de otra manera, como cuerpos, y, en la incomparable versión de Milton, la mirada cosificadora de la lujuria ahora envenena el deseo antes inocente. Con la hoja

de parra, Adán y Eva pueden librarse uno al otro de lo peor: aseguran, aunque provisionalmente, que aún pueden estar cara a cara, aun cuando el eros haya quedado privatizado y ligado a sus genitales. En su famoso fresco de la expulsión del paraíso, Masaccio muestra la diferencia entre las dos vergüenzas: la del cuerpo, que mueve a Eva a cubrir sus partes sexuales, y la del alma, que mueve a Adán a cubrirse el rostro. Adán oculta el yo; Eva muestra el yo en toda su confusa pena, pero aún protege el cuerpo: ahora sabe que puede ser manchado por ojos ajenos (ver figura 2).

Figura 2: La expulsión de Adán y Eva del paraíso terrenal, iglesia de Santa Maria del Carmine (Florencia). © 2013, Photo SCALA, Florencia / Fondo Edifici di Culto (Ministero dell’Interno).

Del árbol del conocimiento que causó la caída del hombre, sin duda erróneamente se dice que nos da el conocimiento del bien y del mal. Más bien nos dio el conocimiento de nosotros mismos como objetos: caímos del reino de la subjetividad al mundo de las cosas. Aprendimos a mirarnos unos a otros como objetos y a arrojar de nuestra mirada el rostro y todo lo que el

rostro representa. Perdimos lo que era más precioso para nosotros: el velo no rasgado del Lebenswelt, que se extiende de horizonte a horizonte a través de la materia oscura de la que todas las cosas, nosotros incluidos, están hechas. EL MITO DE LOS ORÍGENES La historia de la caída del hombre es un “mito de los orígenes”. Tales mitos, que son una parte vital de la religión, muestran las capas de conciencia a la manera arqueológica, como si cada capa fuera de algún modo “anterior” a la que descansa sobre ella. Con la visión religiosa, interpretamos nuestra naturaleza “retrospectivamente hasta los orígenes” para entender en forma narrativa lo que en realidad es la verdad sobre el momento presente, en el que estamos atrapados para siempre. La historia de la caída, tal como acabo de describirla, contiene una profunda verdad sobre la psique humana. Nos dice que estamos tentados de concebir nuestras relaciones más íntimas de modo cosificador, como un asunto de cuerpos en el que el otro ya no está presente como sujeto en su rostro. Pero expresa esta verdad mediante una historia de la “caída”, la concreta transgresión ocurrida en un momento concreto, antes del cual disfrutábamos de la pureza que entonces perdimos. Esta historia es una ficción, pero una ficción que ilustra una verdad. Todas las religiones incluyen este tipo de retrospección, con la que fijan las verdades fundamentales del ser autoconsciente en forma de narración de los orígenes. La misma historia de la creación es una narrativa de esa clase; con esto no pretendo negar que el mundo depende de Dios y es expresión de su poder creador, sino más bien insistir en que no hay un “momento” de la creación, un momento antes del cual no había nada y después del cual empezó a desplegarse el tiempo. Es verdad que los científicos se remontan en la historia de nuestro universo hasta la “singularidad” del Big Bang, más allá del cual no puede pasar nuestra razón, pues las leyes de la física solo son válidas para lo que vino después. Pero esto no implica que hubiera un momento de la creación que dividiera el tiempo entre el periodo de la nada y algo posterior. Más bien implica que no podemos dar contenido a la idea de tiempo vacío, en cuyo caso el relato de la creación, según el cual Dios interviene para poner fin a la nada, es una historia sobre nada, y por tanto no es una historia.

Decir que una narración es un “mito de los orígenes” no es rechazarla, sino decir que se debe entender de otra manera, como revelación de realidades actuales. Wagner ilustra esto bellamente en El anillo del Nibelungo, en que la narración se despliega adelante y atrás al mismo tiempo. Cada paso que da Odín para resolver sus dilemas desvela una decisión “anterior” que condujo a él inexorablemente, un encuentro más hondo y más primitivo con el orden de la naturaleza. El mito se refiere a un origen sepultado a tanta profundidad que solo se puede entender en retrospectiva, a medida que se sacan los fragmentos enterrados, uno a uno, a la luz de la conciencia. El significado de estos fragmentos se revela en el “ahora”. Pero es un “ahora” eterno: tal es la carga del místico Preludio a Götterdämmerung, en que las nornas tejen la cuerda del destino, sin entender sus propios actos más que parcialmente, y solo en la cosa que producen. (Las doncellas del Rin, que son ellas mismas atributos del eterno comienzo, más adelante llaman la cuerda el Urgesetzes Seil, la cuerda de la ley primitiva, anterior a todo.) Wagner muestra que la libertad idealizada que representa Odín —la libertad de regir un mundo y embellecerlo con ley, seguridad y propiedad— es una quimera mientras no se realice en la carne mortal. Pero la libertad se realiza como amor, y el amor exige renuncia. Cuando Odín lo comprende, está preparado para aceptar su propia mortalidad. El viaje espiritual de Odín comenzó con su busca de la gloria inmortal; termina con su decisión consciente de morir. Pero el “comienzo” y el “fin” están eternamente presentes. Uno contiene al otro: por eso la narración se despliega así, en los dos sentidos a la vez. La narración bíblica es muy diferente, por supuesto. Wagner era un dramaturgo y un antropólogo que entendía los mitos como mitos y los presentaba mostrando todas sus paradojas. La narración bíblica, aunque es claramente el producto de un intelecto ingenioso (o varios intelectos ingeniosos, si damos crédito a los especialistas), pretende ser un relato de lo que ocurrió realmente en esos seis días de la creación. Habla de una unión original entre el hombre y Dios, rota por las acciones libres de nuestros “primeros padres”, tras lo que la humanidad vagó por el mundo, en continuos conflicto y desolación. Y el Nuevo Testamento ofrece una redención final, ya anunciada por los profetas. El precio del pecado original ha sido ahora pagado por Dios mismo, y por fin queda abierto para nosotros el camino de retorno a la unidad con Dios. Este relato ejemplifica una pauta ampliamente seguida, no solo en los mitos

de los orígenes, sino también en los ritos de paso, donde los individuos primero se separan de la tribu y luego se someten a una reincorporación ritual. La vemos ejemplificada también en ciertas explicaciones filosóficas y poéticas de la naturaleza y el destino de las sociedades humanas. La pauta es esta: unidad inocente; luego, separación culpable, que finalmente lleva a recobrar la unidad en un estado de comprensión y perdón. En The Mind of God and the Works of Man, Edward Craig sostiene de modo convincente que la filosofía dominante durante el romanticismo en Alemania deriva de “el único gran tema metafísico con que estaban obsesionadas las mentes de esta época: la unidad, su pérdida y su recuperación”[7]. Es, dice, “el gran vals cósmico, el trío metafísico de la dialéctica hegeliana”[8]. Pero el romanticismo alemán no fue el único que vio el mundo según esta pauta universal. Muchas religiones antiguas tienen una estructura semejante, en particular los cultos de Isis y Osiris, Attis y Adonis. El rito católico de confesión, penitencia y absolución es asimismo un caso de tal pauta, que también ejemplifican algunas tragedias griegas, en especial la Orestiada y la saga de Edipo, que termina con Edipo en Colono. De todas formas, Craig acierta al escoger la dialéctica hegeliana, que tiene un interés especial por su estructura cuasitemporal que presenta intencionadamente presupuestos lógicos como si fueran fases de una narración, usando incluso la palabra “momento” y el lenguaje del tiempo —“antes”, “aún no”, “después”— para expresar la estructura interna de nuestra vida mental. Nos ayudará a entender la relevancia del rostro y de la subjetividad humana tal como se revela en él si nos detenemos a considerar lo que Hegel tenía en mente. HEGEL, LA DIALÉCTICA Y LA AUTOCONCIENCIA Según Hegel, la dialéctica es una estructura que descubrimos en todas las actividades que tienen por finalidad la libertad, la conciencia o el conocimiento. Tales prácticas “comienzan” con un momento de inmersión, en que el sujeto tiene una conciencia que es “inmediata” y “abstracta”. El sujeto procede hacia el conocimiento concreto solo mediante un movimiento hacia fuera, hacia lo que “limita” y “determina” las fronteras del yo. El sujeto experimenta este factor limitante como algo otro, un genuino objeto de conocimiento y no un mero aspecto del yo. El movimiento hacia fuera, o

Entäusserung, introduce el momento crucial de alienación o extrañamiento. La busca del conocimiento engendra conflicto, sin el que no puede haber reconocimiento de un mundo objetivo o del propio lugar del sujeto en el mundo. El conflicto es después superado, trascendido en un nuevo nivel de libertad, desde el que el proceso dialéctico puede comenzar otra vez. Toda la trayectoria de la vida consciente puede ser, más aún, debe ser descrita en estos términos, como movimientos sucesivos desde lo abstracto e inmediato a lo concreto y determinado, en un proceso a través del conflicto al momento de la trascendencia, cuando la oposición es superada y reconciliada. En este cuadro, la pauta de unidad en la inocencia, seguida de separación culpable, seguida de reconciliación en un estado de conocimiento, es presentada como la estructura fundamental de la conciencia. Si vemos la dialéctica hegeliana como un “mito de los orígenes”, todo eso adquiere un nuevo aspecto. Entonces entendemos la división tripartita de la vida consciente como una estructura permanente en la conciencia misma. No es que las cosas descritas como “momentos” o “etapas” se sucedan en el tiempo, sino que están, por así decir, envueltas en la psique en una relación de dependencia mutua. Esto se puede ilustrar con una reflexión sobre los dos aspectos de nuestro ser que Kant destacó como objetos de especial atención: la autoconciencia (que él llamaba “apercepción”) y la libertad. La autoconciencia comienza, según la narrativa dialéctica, en la conciencia inmediata (“evidente”) de un mundo unificado, en el que aún no se distinguen lo interior y lo exterior. Pero la conciencia exige un objeto, y el objeto de la conciencia, una vez “puesto”[9], queda fuera del yo y, a la vez, entra en conflicto con él al presentar una frontera y un límite a los deseos subjetivos. Los objetos son “para usarlos”. Frustran mis deseos y también los satisfacen. Mediante mi interacción con objetos encuentro al otro, que entra en conflicto conmigo por la posesión y el uso de ellos. Mediante la larga lucha que sigue, que tiene tantos momentos como capas la autoconciencia, el sujeto llega a reconocer que también él es otro para aquellos que entran en conflicto con él. Su conocimiento propio es ahora “mediado” por un concepto del mundo objetivo, en el que está situado como un agente autoconsciente entre otros. Y este conocimiento abre la vía para retornar de la alienación, o más bien la vía para progresar a un nuevo tipo de unidad. Esta unidad no es la unidad del yo consigo mismo, la identidad vacía con que comenzó el proceso, sino una unidad del yo y el otro, una reconciliación en el trato mutuo entre sujetos que

se reconocen como libres uno al otro. Es en este momento cuando comienza la vida moral, la vida en sociedad. Esa narrativa debería ser reescrita en forma “lógica”, donde la relación rectora sea la presuposición en vez de la sucesión. El cuadro resultante es este: yo existo como sujeto, o sea, como un ser autoconsciente con conocimiento inmediato de mi esfera interior, que define mi punto de vista en el mundo. Pero esto presupone que existo en un mundo de objetos al que puedo referirme y que puedo identificar como distinto de mí. La referencia, a su vez, presupone a otros con quienes comparto una lengua y, por tanto, la perspectiva de primera persona. Y la lengua presupone un mundo común, un Lebenswelt, en el que otros están representados en forma de sujetos como yo. En suma, la autoconciencia presupone todas esas etapas “posteriores” de alienación con respecto al otro y de reconciliación con él, tal como están descritas en la narrativa de Hegel. LIBERTAD Análogamente, el relato de la libertad se puede escribir de dos maneras. Según la versión tipo “mito de los orígenes”, el sujeto libre comienza con una libertad original, que es inmediata e “indeterminada”. Esta libertad es, dice Hegel, el «bei sich selbst» del yo: mera autosuficiencia[10]. La libertad solo puede hacerse real y determinada si se ejerce en un mundo que es distinto, externo a la subjetividad del agente. Mientras no se realice en un mundo objetivo, la libertad es un sueño, no un ejercicio de elección racional, ni una forma de autodeterminación ni de autoconocimiento. Pero el sujeto, al ejercer su libertad en el mundo de los objetos, entra en conflicto con otros que hacen lo mismo. En este conflicto, cada uno considera al otro como un obstáculo, un objeto que someter. En otras palabras, los sujetos comienzan tratándose como objetos. Al ser objetos unos para otros, cada uno se convierte en objeto para sí mismo, y así entra en el estado de alienación, en que el valor de la libertad está como velado por las necesidades y los apetitos. En el mundo alienado, el agente no ve valor en su propio ser, ni razón para sus acciones, que se le imponen por la fuerza de los acontecimientos. Solo cuando los agentes se reconocen recíprocamente como sujetos libres, empiezan a actuar en virtud de razones. Pues las razones son públicas, válidas para todos los agentes racionales y expresadas en el lenguaje del mundo que ellos

comparten: el Lebenswelt. Las razones prácticas radican en el reconocimiento que los agentes libres se otorgan unos a otros cuando se aceptan unos a otros como fines en sí mismos. En otras palabras, la libertad solo se realiza plenamente en el mundo de las personas, vinculadas por derechos y deberes mutuamente reconocidos. Entonces es libertad concreta, determinada, por la que los agentes alcanzan la plena conciencia de sí mismos y de sus razones para hacer lo que hacen. Por supuesto, Hegel no se expresa así, y mi relato resume muchos cientos de páginas en un solo párrafo. Pero basta para mostrar que la narrativa del “mito de los orígenes” es vicaria de otra, en la que de nuevo la presuposición sustituye a la sucesión como la relación vinculante entre los “momentos”. La libertad del sujeto presupone la pertenencia a un mundo en el que se puede trazar la distinción entre los fines de la acción y los medios necesarios para asegurarlos. Esa distinción es obra de la razón práctica, que a su vez presupone una comunidad de seres racionales que se respetan como personas y se reconocen la libertad que se realiza mediante su trato mutuo y sus proyectos. En suma, el conocimiento inmediato de mi libertad, que es la premisa de la razón práctica, también presupone el mundo que la razón práctica crea, el Lebenswelt común, estructurado por poderes deónticos. Abordar la autoconciencia y la libertad a la manera de un “mito de los orígenes” nos permite captar la complejidad de estos dos aspectos de nuestra condición. Cada uno puede ser desplegado en las capas que lo componen, y cada capa nos dice algo más del Lebenswelt. El rostro queda iluminado como desde dentro por la autoconciencia y la libertad, y cada rostro que vemos nos mira desde fuera del orden natural. El rostro no es un objeto entre objetos, y cuando nos invitan a percibirlo como un objeto, a la manera de la pornografía, solo logran quitarle la forma humana. Al describir la función del rostro en las relaciones interpersonales, he tratado de ilustrar una verdad importante sobre el Lebenswelt y un axioma crucial de mi dualismo cognitivo. Es la verdad de que las superficies son hondas. Envueltos en la mirada, el sonrojo, el beso y la sonrisa, están esas capas del ser que son más fáciles de mostrar a la manera de Hegel, mediante un mito de los orígenes, que a la manera acostumbrada entre los filósofos analíticos. El sujeto se revela en su rostro como libre, autoconsciente, autocognoscente, y en parte adquiere esas características porque se realizan, se hacen públicas en su rostro. Tratando cara a cara con otros adquirimos plena conciencia de las

limitaciones que impone la razón práctica, y por tanto de la libertad que nos otorga nuestra pertenencia a la sociedad. Cuando Sellars propuso su distinción entre la imagen manifiesta y la imagen científica, afirmó, de una manera no completamente alejada de los pensamientos que he expuesto en este capítulo, que la idea de persona es central en la imagen manifiesta, y que con la idea de persona viene la de comunidad. La imagen manifiesta representa una inversión cognitiva común. Sin embargo, Sellars confiaba en implantar la “primacía de la imagen científica”, tesis que consideraba fundamental para el nuevo cometido de la filosofía. Creía que la “imagen manifiesta” era en cierto modo superficial, el efecto de lo que Hume llamaba la “capacidad de la mente para desparramarse sobre objetos”, una cáscara que quitar para así revelar la verdad sobre el mundo, que es lo que dice la ciencia. (Así, según una tesis empirista tradicional, la ciencia desnuda el mundo de cualidades secundarias, que no son más que los colores con que se adorna el mundo —visto desde nuestra perspectiva—, y lo describe a partir exclusivamente de cualidades primarias.) Pero cuando consideramos el ejemplo del rostro, vemos que esta imagen es profundamente engañosa. La imagen manifiesta es plena, rica y profunda. Los aspectos más importantes de la condición humana hay que buscarlos entre sus pliegues, encerrados ahí como las armonías en la música y los relatos que se cuentan en pinturas, y diciéndonos qué somos en realidad y en el fondo. Para nosotros, el rostro es la presencia real de una persona; es la imagen de la libertad, modelada por las exigencias de la vida social. Para decir qué es lo que vemos cuando vemos un rostro, una sonrisa, una expresión facial, hemos de usar conceptos tomados de un lenguaje distinto al de la ciencia, y hacer conexiones de un tipo distinto al de las que son el objeto de las leyes causales. Y lo que presenciamos cuando vemos el mundo de esta manera es algo mucho más importante para nosotros, y mucho más repleto de significado, que cualquier cosa que puedan captar las ciencias biológicas. Con el ejemplo del rostro entendemos un poco de lo que quiso decir Oscar Wilde cuando dijo que solo las personas muy superficiales no juzgan por las apariencias.

[1] Acto III, escena III; según la versión española de Guillermo Macpherson, en Obras dramáticas de Guillermo Shakespeare, t. VII, Librería de Perlado, Páez y Cª, Madrid, 1922 (N. del T.). [2] Leon R. KASS, The Hungry Soul, University of Chicago Press, Chicago, 1999 (versión española de Gabriel Insausti y Eduardo Michelena: El alma hambrienta, Ediciones Cristiandad, Madrid, 2005); Raymond Tallis, Hunger, Acumen, Londres, 2008. [3] La etimología es disputada: unos dicen que la palabra viene del latín per-sonare, “sonar a través de”; otros, que es de raíz etrusca y deriva del culto de Perséfone, que era el tema principal del teatro etrusco, donde ella tenía una función parecida a la de Dionisos en el teatro ático. [4] Sir Ernest BARKER, introducción a Otto Gierke, Natural Law and the Theory of Society, 15001800, traducción de Barker, Cambridge University Press, Cambridge, 1934, p. LXXI. [5] Debemos la palabra “carnavalesco”, en la acepción referida a una actitud general hacia la realidad, a Mijaíl BAJTÍN, Rabelais and His World, traducción de Hélène Iswolsky, Indiana University Press, Bloomington, 1993. [6] He defendido esto extensamente en Sexual Desire: A Moral Philosophy of the Erotic, Free Press, Nueva York, 1986. La noción de “sujeto encarnado” es fundamental también en el análisis de la percepción que hace Merleau-Ponty. [7] Edward CRAIG, The Mind of God and the Works of Man, Clarendon Press, Oxford, 1987, p. 136. [8] Ibid., p.151. [9] El verbo original es setzen, que comenzó a emplear Fichte en este contexto para denotar el poder creador original de la subjetividad. Cfr. la Wissenschaftslehre (1794). [10] Lecciones de filosofía de la historia, Introducción B (a).

6. DE CARA A LA TIERRA

Los mitos de los orígenes no son cuentos de hadas corrientes ni formas de explorar lo sobrenatural. Son intentos de comprender la condición humana proyectando la naturaleza humana hacia un origen imaginario libre de historia e instituciones. El mito describe un mundo en el que las personas existen desde el principio, y emplea ese recurso para buscar la causa de los males de las personas de aquí y ahora. El relato rousseauniano del “buen salvaje” es un mito de ese tipo, así como la teoría del “contrato social” para explicar el poder político. Y como está en la naturaleza de las personas que solo puedan prosperar en un estado de reconocimiento mutuo y responsabilidad recíproca, la índole de persona implica la busca de la rectitud moral y la posibilidad de la culpa. En el relato del pecado original, esta profunda verdad de la condición humana se expresa en forma de mito de los orígenes. De un mito como ese no se debería decir que no es más que un cuento, vacío de verdad. Por el contrario, es una verdad oculta dentro de un relato. En este capítulo intentaré decir más sobre esa verdad en el contexto de otro relato. Los mitos de los orígenes presentan un fuerte contraste con la ciencia de los orígenes tal como se ha desarrollado en la estela de Darwin. Es la moda de explicar algunas características de la vida personal que tienen carga emotiva entendiéndolas como “adaptaciones”, o sea, respuestas seleccionadas en “nuestro entorno de adaptación evolutiva”. Muchos de nuestros rasgos más arraigados, se dice, aparecieron a lo largo de la época de las comunidades de cazadores-recolectores. Estas comunidades tenían lenguaje y herramientas, pero no derecho, religión ni agricultura, cosas que surgieron en tiempos posteriores, cuando los humanos dejaron la vida nómada y comenzaron a cultivar la tierra. Para el psicólogo evolutivo, la naturaleza humana está

compuesta en gran parte de esas primitivas adaptaciones, que pueden entenderse como soluciones a los problemas para la supervivencia en circunstancias que en general ya no existen. Una razón por la que las civilizaciones tantas veces han tratado la naturaleza humana como un obstáculo y la han combatido con todo el arsenal del derecho, la religión y la moral, es que nos situamos frente al mundo a partir de una herencia genética que en cierto modo hemos superado. Los impulsos de destruir al intruso, excluir al crítico, someter al poderoso y matar, esclavizar o violar a los cautivos, son sin duda ventajas adaptativas en las duras condiciones en que distintas tribus compiten por unos recursos escasos en medio de bestias salvajes y desastres naturales. Pero trastornan la obra de la civilización y han de ser encauzadas en otras direcciones o aun suprimidas para que podamos prosperar como personas, en un estado de responsabilidad recíproca[1]. La ciencia de los orígenes hace derivar nuestra psicología de impulsos dudosamente interpersonales, que han de ser dominados precisamente para que podamos prosperar como sujetos libres en vez de animales esclavizados por nuestros genes. ¿Cómo explicamos entonces la transición desde la vida del animal humano a la de la persona humana? Sabemos que la transición se dio. Y suponemos que se dio de modo gradual, a medida que las viejas adaptaciones cedían a la presión de la reciprocidad social. Pero el resultado final —el emerger de sujetos libres, vinculados a otros semejantes por derechos y deberes— es un estado que no se puede explicar con las leyes de la biología. Este estado emergió del orden natural, pero no es parte de él. De ahí que, cuando intentamos imaginar cómo es que las personas han llegado a ser lo que son, recurramos tantas veces a un “mito de los orígenes”. Contamos una historia en la que desde el principio aparecemos como el “hombre eterno”, en palabras de Chesterton: aquello que de hecho hemos llegado a ser solo con el paso del tiempo y, en cierta medida, inexplicablemente[2]. Ofreciéndonos mitos de ese tipo, las religiones nos ayudan a entendernos a nosotros mismos. No es que esos mitos carezcan de fundamento. En muchos casos se pueden reescribir en lenguaje más analítico, así como la dialéctica de Hegel se puede reescribir en términos de presuposición en vez de sucesión entre sus “momentos”. Además, hay otra idea de Hegel, ya explícita en Aristóteles, que apuntala la concepción narrativa del Lebenswelt. Aristóteles escribió sobre la potencia (dýnamis) de un ente, y de la plena expansión de esa potencia en su

actividad (enérgueia) o en su forma cumplida y completa (entelechia). Los autores medievales, siguiendo a Aristóteles, distinguieron el potencial de una cosa del acto que lo realiza. Dicho de manera muy simple, hay entes cuya esencia consiste en el poder de desarrollarse de una determinada manera. Lo que tales entidades son esencialmente, a menudo solo se puede comprender por referencia a su forma final. Es de la esencia de una bellota que se convertirá en un roble, a no ser que se lo impida algún defecto o trastorno. Y solo entendemos qué es una bellota entendiendo en qué se convierte. Análogamente, aunque hay algunos seres humanos que no exhiben los rasgos característicos de la persona, sin embargo los seres humanos son esencialmente personas, pues en su naturaleza está llegar a ser personas y realizarse como personas. La condición de persona es el telos, el fin de cada uno de nosotros. Hegel sostenía que pertenece a la naturaleza de la conciencia afanarse por la “realización” u “objetivación” (Entäusserung) a fin de alcanzar una forma determinada y objetiva. El relato que cuenta la dialéctica se puede entender de otra forma, atemporal, como lo que define qué ha de ocurrir para que una cosa se realice plenamente. Así, las personas tienen libertad de modo abstracto e incondicional; pero lo que de verdad es esta libertad solo puede entenderse por referencia a su realización objetiva en las instituciones del Estado. El Estado está contenido en la semilla de la libertad como el roble en la bellota. La narrativa de la Filosofía del Derecho nos habla de las capas de conciencia refleja que se realizan en las instituciones políticas. Y para entender la dependencia mutua que mantiene unidas esas capas, a menudo ayuda suministrar una narrativa que proceda por etapas hacia la realidad que está secretamente presupuesta desde el principio. Esta narrativa no tendrá relación alguna con el relato que cuenta el psicólogo evolutivo. Pues de principio a fin, los protagonistas son personas, sujetos de conciencia refleja, y ya, por tanto, subproductos de un proceso evolutivo que opera en el trasfondo oculto. El relato evolutivo describe la maquinaria que está tras el telón de fondo y que, aun si se revelara, no tendría relación inteligible con la acción que tiene lugar en el escenario. EL ASENTAMIENTO Y LA CIUDAD

Es justo un mito de los orígenes lo que se invoca al describir la relación de las personas con los lugares que habitan. No todo hábitat es adecuado a personas, y el paradigma que nos presenta la historia es, desde el punto de vista biológico, una anomalía. Todo lo que sabemos de la vida que nos define, lo sabemos por la historia, el arte y la literatura de los pueblos asentados, que liberaron tierra de formas rivales de vida, hicieron cultivos y en medio de sus campos levantaron la ciudad para refugio de ellos mismos y de sus dioses. La historia que nos cuentan es nuestra historia, y nos dice cómo podemos habitar los lugares de los que hemos tomado posesión. En la religión de los antiguos griegos y romanos, el hogar —y el fuego que arde en él— tiene un significado especial: representa la voluntad de asentarse por parte de la familia dueña de la tierra circundante. Ahí es donde se reserva un lugar para los dioses domésticos, y donde se reúnen los miembros de la familia para el recuerdo ritual de los ancestros que establecieron su derecho a estar donde ella está. Arqueólogos y antropólogos no son unánimes sobre los orígenes de las creencias religiosas correspondientes, aunque está claro que griegos, romanos y etruscos dieron culto a dioses cuyas figuras y fuerzas eran conocidas también en la India antigua. La palabra sánscrita para designar a Dios, deva, tiene eco en la latina deus y en la griega theos, como ocurre también con los nombres de algunas divinidades, es especial Júpiter, el dios del cielo, que es Dyauspitr en los Vedas[3]. Los Vedas dan mucha importancia a Agni, el dios del fuego (ignus en latín), que santifica el hogar y lo protege como ámbito de soberanía de la familia que junto a él come, reza y descansa. El culto del hogar iba acompañado del culto a los antepasados, cuya presencia se reconoce en los rituales domésticos y en los dioses (los lares y penates) que han sido entregados en herencia a la familia. Cuando las personas se han asentado en un lugar, experimentan una necesidad metafísica dominante: la necesidad de la prueba auténtica de que este lugar es nuestro, que tenemos derecho a él y que podemos invocar la ley del universo para proteger nuestro título. El culto a los antepasados contribuye a satisfacer esta necesidad. Los muertos que yacen bajo el hogar o están sepultados al lado escuchan nuestras plegarias, y su presencia espiritual confirma nuestra propiedad, que es ejercida no solo en nuestro nombre, sino también en el de ellos. El régimen de propiedad, tan fundamental para edificar ciudades y para distribuir la tierra, surge entonces como un imperativo religioso.

Estas observaciones, nada sorprendentes, facilitan entender otro mito de los orígenes y otra manifestación del “pecado original”. En La Cité antique, publicada en 1864, el historiador Fustel de Coulanges cuenta la historia de la ciudad antigua, que para él es ante todo una fundación religiosa, en la que la gente se junta para proteger sus hogares, sus ancestros y sus dioses, y en la que cada familia adquiere un asentamiento permanente. Religión y familia crecen juntas, como un solo y eterno imperativo, y de su unión nacen el hogar, el régimen de propiedad y el ámbito sagrado de la vida doméstica. La religión de los antiguos estaba así adaptada a la vida agraria que llevaban y a los pequeños ámbitos de soberanía local por los que ejercían su dominio de la tierra. Poco a poco, según la historia que cuenta Fustel de Coulanges, las familias fueron formando asociaciones más amplias, genera, tribus, fratrías, como sabemos por las leyes de las ciudades-estado de Grecia y Roma. Y en cierto momento surgió la idea de la Ciudad en cuanto asociación política, y del pueblo como su realización física. La fundación de la ciudad se hizo posible solo gracias a cambios radicales en el culto de quienes serían sus ciudadanos. Junto a los dioses familiares, que sobrevivieron en sus ámbitos de soberanía privada, surgieron dioses nuevos y más públicos, con la función de unir a las personas de varias familias en formas comunes de culto y en la lealtad a la tierra que compartían. En la historia de la fundación de Roma vemos un arquetipo de la transición desde el culto del hogar, y de los ancestros a los que había engendrado, a las ceremonias públicas dedicadas a los dioses de la ciudad: dioses que no eran exclusivos de ninguna familia. Todas las ciudades antiguas fueron fundadas por un acto de consagración y edificadas en torno a los altares de sus dioses protectores. En palabras de Fustel : «Toute ville était un sanctuaire; toute ville pourrait être appelée sainte». Para los ciudadanos, la ciudad era un don que les habían otorgado los dioses, que protegían a los habitantes y avalaban sus leyes. En las escrituras de los israelitas, la ciudad adquiere otro mito de los orígenes. El don divino de las leyes y la Alianza tiene por finalidad guiar al pueblo por la vía del Señor. Pero en la Biblia hebrea la ley no se sostiene sola, ni los mandamientos de Dios se presentan como si fueran arbitrarios o sin fundamento en las relaciones personales que Dios mantiene y exige. Por el contrario, la ley está conectada desde el principio con el concepto de amor al prójimo, el amor que san Pablo llama agapé y que (por decirlo en los

términos de Kant) es mandado como ley. La vida entre prójimos es lo que Dios regula con los Diez Mandamientos: una vida que trasciende los límites de la familia y se aventura en un territorio que los ancestros no pueden vigilar fácilmente. Y Dios añade un mandamiento más a los Diez: que los israelitas le edifiquen una casa, un templo en que la arquitectura y los rituales atraigan la presencia real del Señor. EL TEMPLO Es natural creer que un lugar se hace sagrado por el templo edificado sobre él y por el acto de consagración con que da comienzo la construcción: así suponen los mitos griegos y romanos. En el Antiguo Testamento, sin embargo, sucede al revés. Los patriarcas erigen altares, ofrecen sacrificios, dan nombre a lugares hechos santos en virtud de un encuentro con Dios y sus ángeles. Tampoco esto debería sorprendernos. La idea de lugar sagrado parece ser un universal humano, y solo por las especiales circunstancias de los pueblos agrícolas del Mediterráneo el hogar se convirtió en el paradigma del espacio consagrado. Para algunas culturas, dioses, espíritus y otros agentes sobrenaturales viven en medio de nosotros y se debe darles culto o reconocerlos en el lugar exacto donde residen. Para otras, un lugar se vuelve sagrado porque allí se aparece un espíritu, quizás el de alguien que murió con alguna necesidad fundamental insatisfecha o habiéndosele negado algún amor profundo, y cuyo momento de crisis ocurrió justo en ese sitio: es la idea que encontramos en la religión sintoísta y que se representa en el teatro Noh japonés. Las penas habitan el mundo y hechizan los lugares donde fueron sufridas. Otras culturas conectan los lugares sagrados con leyendas de héroes o con grandes batallas del pasado, y acudimos a ellos para rendir homenaje a un sacrificio en bien de la patria. En todas las sociedades en que los muertos son sepultados de forma ceremonial, el lugar de la sepultura se convierte en “camposanto”, y cuando pasamos por él lo propio es hacer gestos y decir palabras rituales. Los ritos funerarios, las creencias sobre dioses y la otra vida, invocar a los ancestros y declarar nuestra solidaridad con muertos y no nacidos, son las experiencias centrales de las que derivan las culturas perdurables, y se expresan en cementerios y tumbas de toda época y lugar.

Los patriarcas judíos consideraban la Tierra Prometida no como una cosa que consumir y desechar, sino como una herencia que cuidar y transmitir. Así fue como justificaron el cruel —e imperdonable para la mentalidad moderna — exterminio de los cananeos, como se cuenta en el libro de Josué. Y esta idea estaba vinculada con otras dos: el convencimiento de que Dios era una presencia real en medio de ellos, y la concepción de la tierra como un don: no un don para que la generación presente lo use a su arbitrio, sino un don para un pueblo en su totalidad y para todos los tiempos, un recurso que renovar y transmitir. Esto muestra una verdad general acerca de lo sagrado. Los lugares sagrados están protegidos contra el expolio; están empapados de las esperanzas y los sufrimientos de quienes lucharon por ellos. Y pertenecen a otros que aún no existen. Tal sentimiento ataba a los israelitas a la Tierra Prometida y a la Ciudad Santa edificada en ella. Dios había mostrado a Moisés el diseño de un santuario (Ex 25, 8), y en torno a ese templo se construyó la ciudad de Jerusalén: la ciudad que luce en el monte que es el lugar sagrado adonde el pueblo de Dios se vuelve en la tribulación. En tiempos de los Salmos, la santidad del templo y la de la ciudad eran ya una sola: el verdadero asentamiento es donde Dios habita en medio de nosotros, y destruirlo es un sacrilegio que cambia la faz del mundo. Si me olvido de ti, Jerusalén, que se me paralice la mano derecha; que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti, si no pongo a Jerusalén en la cumbre de mis alegrías. [Sal 137 (136), 5-6] El expolio de la tierra y el saqueo de nuestros hábitats humanos hacen surgir en nosotros un eco de la desolación que el salmista registra en esas palabras; la desolación que sigue cuando un lugar pierde su spiritus loci, es reducido a ruinas y deja de ser un hogar dentro del Lebenswelt. Y me parece que no entenderemos lo que realmente está en juego en la conciencia ecológica que ha arraigado en tantos de nuestros contemporáneos, si en su núcleo no reconocemos una memoria religiosa.

El mensaje de Dios en relación con el templo no era simplemente la fundación de un culto específico dedicado al dios de una tribu. Era un mensaje para todos nosotros: nos dice que Dios habitará en medio de nosotros solo si también nosotros habitamos, y de modo que no destruyamos la tierra ni la malgastemos, sino la conservemos para hacer de ella un santuario permanente para Dios y para el hombre. Por eso, la promesa del reino de Dios en el libro del Apocalipsis es la promesa de una “Nueva Jerusalén”, la Ciudad Santa, en la que vivimos unos junto a otros y cara a Dios. El tema de la Ciudad Santa, que es la medida y el ideal de todos nuestros asentamientos, san Agustín lo hizo central para la vida cristiana en La ciudad de Dios. Su mensaje sobre el templo antiguo, tanto en la versión pagana como en la judeocristiana, podríamos resumirlo así: una verdadera ciudad comienza con un acto de consagración, y el templo es el modelo de toda otra morada. OTRO MITO DE LOS ORÍGENES Ese relato es también un mito de los orígenes. Este mito no nos habla de nuestra expulsión del Paraíso y de nuestra separación de Dios. Más bien nos habla de nuestro haber sido rescatados de una vida errante y de la contienda entre nosotros por la decisión colectiva de establecerse en un lugar para volver a estar unidos, aunque de otra forma, con el Dios que nos había expulsado de nuestra primera morada. El relato comienza por un templo, y ese templo debe ser adecuado para el dios que lo habita. Debe ser una morada permanente, que exprese una presencia eterna en la ciudad. De ahí que el templo que funda la ciudad haya de ser de piedra. Ha de contener un santuario, en el que el dios pueda estar oculto a quienes le dan culto y a la vez revelado a sus sacerdotes. Pero debe ser también un espacio público. El templo simboliza la intención colectiva de habitar este lugar donde la comunidad ha hecho una renovada decisión de permanencia. Por eso, el templo debe ser permeable a la ciudad, estar rodeado quizás por un espacio abierto, y con columnatas, corredores, claustros, recintos en que los ciudadanos puedan relacionarse libremente en la presencia benigna del dios que vela sobre ellos. Al mismo tiempo, el templo no es del todo parte de la ciudad. Hablando metafísicamente, es un lugar en el borde de la ciudad, el lugar que llena el

dios. Su arquitectura debe mostrarlo: debe apuntar hacia fuera de este mundo, así como estar abierto a los negocios del mundo. La “referencia trascendente” de la arquitectura sagrada refleja la intencionalidad desbordante de nuestras actitudes interpersonales. El yo de Dios reside en este lugar, y la arquitectura nos hace conscientes de ello. Nos rodea no simple piedra, sino una piedra testigo, traída a la vida por la talla, el modelado, la luz y la sombra, para que se alce junto a nosotros en actitud de observar. El templo es el lugar donde los fieles pueden encontrar a Dios. Pero Dios está también oculto aquí, escondido en el sanctum interior o en los ritos que solo algunos saben descifrar. El templo revela a Dios ocultándolo, y esta paradoja está simbolizada en su estructura y forma. Las iglesias, las mezquitas y los templos siguen transmitiendo este sentimiento, aun al que entra en ellos sin fe. Son lugares encantados por una “presencia invisible”, y sus formas y detalles tienen el aspecto de cosas a las que miran unos ojos que no se ven. San Pablo alude a la fuente de este sentimiento en la psique humana en la Primera epístola a los corintios (6, 19): «¿Acaso no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que habita en vosotros y habéis recibido de Dios?». El cuerpo humano es el lugar donde el otro está a la vez presente y oculto, a resguardo de mí pero revelado cuando se pronuncian las palabras justas y se hacen los gestos adecuados. «En el mundo no hay más que un templo —escribió Novalis (Himnos a la noche)—, que es el cuerpo del hombre… Tocamos el cielo cuando posamos la mano en un cuerpo humano». En la vida cotidiana no vemos las cosas exactamente así. Pero en la intimidad amorosa, en la ira o en el deseo, descubro al otro como encantado por él mismo. Miro dentro de él, y se convierte en una presencia que siento pero que escapa a mis intentos de conjurarla, hasta que la mirada o la palabra o el toque justo súbitamente la detiene y la pone ante mí. En esta experiencia nos inspiramos cuando consideramos el templo como santuario. Dios es una presencia real en su templo, como tú en tu cuerpo. El paralelismo entre el cuerpo y el templo influye en las formas de la arquitectura sacra. Como el ser humano, el templo está erguido. No es un solo monolito, como el cuerpo humano no es un sólido continuo. Es la exfoliación de un código generativo, contenido en la unidad primaria de la columna, cuya dimensión proporciona la medida escalar al edificio entero. Es lo que aprendemos al estudiar los órdenes clásicos, pero no solo en ellos, como mostró Otto von Simson en su magna obra sobre la catedral gótica[4].

La naturaleza generativa de la arquitectura sacra es una característica espiritualizante. Por todas partes, la piedra lleva la marca de una intención configuradora. Los elementos encajan en la relación que Alberti llamaba concinnitas: la correspondencia apropiada entre parte y parte, la capacidad de un detalle de dar una respuesta visual clara al “¿por qué?” planteado por otro[5]. Un templo no es simplemente una obra de piedra de carga. La columna es tallada, acanalada, adornada con basa y capitel, coronada por un friso o un arco, o unida a una bóveda donde la piedra alcanza la ligereza del cielo. Por medio de molduras y detalles decorativos, la piedra se llena de matices, adquiere una apariencia traslúcida, como el rostro trasluce el espíritu que lleva dentro. COLOFÓN IMAGINADA Lo que sigue está tomado de una obra mía, una continuación de Xanthippic Dialogues titulada Perictione in Colophon. El libro cuenta la historia de Arqueanasa, a la que Diógenes Laercio identifica sin base alguna con la amante de Platón[6]. Arqueanasa se encuentra en su ciudad natal de Colofón, hospedada por una sobrina de Platón, Perictione, bailarina en un club nocturno de lujo. La ciudad, ahora ocupada por los persas, ha quedado oculta tras elevadas torres dedicadas a la inescrutable burocracia que ha sustituido a la vida libre de la polis griega, y Perictione, exasperada por las quejas de Arqueanasa contra este cambio, le pide que explique cómo se edificó la ciudad vieja de Colofón. Arqueanasa contesta con el siguiente mito de los orígenes. Sobre esta colina, que se alza sobre un valle de huertos y pastos, con sencillas cabañas de piedra caliza, y paredes y bancales del mismo material, dispuestos con esmero, los fundadores de Colofón levantaron un templo a Artemisa y se pusieron bajo la protección de la diosa: celebrando festivales en su honor y enseñando a los niños las danzas de Artemisa. El templo era de piedra, con columnas jónicas, pues así se estilaba en Lidia. No era grande, pero tan perfecto de proporciones que los colofonios no permitieron que se construyera ningún edificio cerca de él, y plantaron en derredor un jardín con tilos y carpes. Y a partir del diálogo entre el templo y su jardín fue como creció la ciudad. Algunos donaron al templo muebles y estatuas; otros embellecieron el jardín con setos y praderas y fuentes. Y cada añadido al templo encontró su réplica ornamental fuera, hasta que el entorno del templo llegó a ser una obra arquitectónica, como si se hubiera hecho de piedra y no de hierba y madera y plantas. Hay mucho que aprender de los jardines, en especial los jardines como el que describo. En tales lugares, las plantas, los edificios y el mobiliario no tienen uso definido. Los campos del labrador y el almacén del mercader tienen una finalidad, pero no las praderas y estatuas de un jardín. Cada objeto

está ahí sin otro fin que él mismo. Y también nosotros, cuando visitamos el lugar, dejamos atrás nuestros intereses. Paseamos a la sombra, solazamos nuestro espíritu con la vista del agua clara que burbujea sobre piedras ambarinas y escuchamos a los pájaros que cantan por encima de nosotros. Y todo sin otra finalidad que deleitarnos en esas cosas. Además, el jardín es un lugar de encuentro. Las personas se cruzan unas con otras, entran en conversación, quizás juegan juntas o se quedan sentadas unas junto a otras en paz. Y estas maneras de estar en un jardín tienen particular importancia, Perictione, pues están libres de interés. En un jardín, las personas están por encima de intereses, unas junto a otras en una cercanía que es también estar atentos al mundo… Allí, en nuestro jardín municipal, estábamos en paz unos con otros y con el mundo. Y a partir de esta paz se edificó la ciudad. Aquí hay algo curioso. La columna de un templo se suele comparar con el tronco de un árbol… [Pero] la comparación es muy engañosa, en cierto sentido. El tronco de un árbol es mucho más alto que la columna; está cubierto de manchas e irregularidades, se abre en ramas de toda forma y tamaño, no culmina en capitel y se alza del suelo directamente, sin basa. En suma, es distinto de una columna en todos los aspectos, excepto en que está en posición de firmes, y aun eso, solo en jardines y parques. ¿Por qué la gente entonces recurre tanto a esta comparación? Lo importante, me parece, es el juego de luces y sombras. Los rayos de sol atraviesan el dosel de hojas, una cosa proyecta sombra sobre otra, y cada objeto que se alza recibe una sombra a sus pies. La sombra es el lenguaje de las cosas que están erguidas, el medio de su diálogo. Y el tronco de un árbol es el lugar de las sombras, por el que el árbol alcanza la luz… Como el tronco de árbol, la columna se yergue ante nosotros. Y como el tronco, es un lugar de luces y sombras. Comienza por una basa, a cuyo alrededor molduras cóncavas forman un anillo de oscuridad. Se eleva con un solo gesto hacia el capitel, donde florece en volutas talladas, con toda clase de franjas y cordones y ranuras que no tengo palabras para describir, pero que en todo caso con la vista sola reconocemos mejor que con cualesquiera palabras. A veces, para resaltar el efecto, el arquitecto añade canales al fuste, para que la columna se transforme en largos filos de luz dorada sobre la blanda sombra. Y si tuvieras que comparar este acanalado con la corteza de un árbol, que es la gran recolectora y envoltorio de sombras y el medio por el que el árbol roba la luz circundante, te equivocarías otra vez. Pues la corteza de un árbol es una excrecencia, sus bordes son descuidados y sus sombras son como las sombras en una ladera, en valles y en grietas entre paredes que crecen y se elevan. El acanalado de una columna, en cambio, es una incisión, tallada por manos curiosas, un vaciar y esculpir la piedra. Sus bordes están pulidos: sondean y cuestionan el aire, y la luz no es robada por el canal sino que vive en él, como una sonrisa en un rostro. Y si tuviera que decir qué es en esencia una columna, qué es cuando se la juzga por su significado real para quien está junto a ella, no diría que es piedra, mármol o madera. Diría que es luz cristalizada. Y al capturar la luz de esta manera, los griegos nos educamos en su uso. El templo se convirtió en el modelo de todo edificio, y con razón, pues siguiendo este modelo no hacemos sino ampliar y amueblar nuestra casa común. … Habrás notado, estoy segura, que las torres de la moderna Colofón no tienen orientación, ni perspectiva preferente, ni gestos o expresiones que te guíen hacia ellas. No miran a nada, no acogen nada, no sonríen ni asienten a nadie. Por eso no podemos sentirnos cómodos en su presencia. Y eso no es todo. La torre moderna, que los ignorantes pueden tal vez comparar a la columna de un templo, es en realidad todo lo contrario. Pues la torre moderna carece de todo lo que da significado a la columna. No tiene basa ni capitel; evita molduras, cornisas y ornamentos, como si fueran crímenes, y su superficie está desprovista de sombras significativas y, por tanto, de luz, pues la luz necesita la sombra para ser vista. La torre huye hacia arriba, como fugándose de sí misma, pero concluye en nada: sin entablamento ni tejado que proteja el firmamento, al que hiere con agresivos golpes punzantes… Y por eso mismo, aunque la torre es alta, vertical y esbelta, en realidad no se yergue ante

nosotros. Pues no tiene postura ni reposo. Su alcance vertical no expresa orden vertical alguno. Al contrario, su orden es horizontal. La torre está pensada como una planta horizontal, que luego se proyecta hacia arriba, bloque sobre bloque y piso sobre piso, hasta que quepa el número deseado de despachos o dormitorios o celdas. Para que el diseño sea fácil de ejecutar, la planta es regular, por lo general cuadrada u oblonga. Y esto significa que la torre ha de ser construida en lugar despejado, y que se eleva rodeada por solares vacíos y calles destruidas.

LA CALLE Y EL LIBRO DE PATRONES Y quizás es esto lo que más me disgusta de esta Colofón tuya: que no tiene calles. Claro, te concedo que hay carreteras y avenidas, talladas a través de la ciudad como pasillos en un maizal. Pero esas carreteras no están delimitadas por casas contiguas y apoyadas unas en otras. No están vigiladas por viviendas, y sus límites no son umbrales entre el espacio público y el privado. Nada se mantiene a lo largo de ellas en posición de reposo, e incluso el aire sobre ellas es azotado y rasgado por cables. A mi modo de ver, una calle de verdad es como un jardín: no un medio, sino un fin. Es un lugar donde entretenerse y contemplar, donde reunirse y conversar, donde uno está junto a objetos que están junto a uno. La nueva carretera no es un fin, sino un medio: es un conducto para ir de un lugar a otro. Los edificios que se encuentran a lo largo de sus bordes están simplemente arrojados ahí, y ofenden tanto a la tierra como al cielo por su incapacidad de conectar con uno y otro. En la Colofón antigua, en cuanto se levantaban casas, las calles surgían a la vez. Pues aquellas viejas casas se erguían una junto a otra, mirando en la misma dirección. Y la gente estaba a las puertas, conversando. Pronto, frente a cada hilera de casas, surgió un espacio público, un espacio que estaba tan consagrado como el jardín junto al templo. Los ciudadanos, para expresar su orgullo por la ciudad, y para marcar el suelo no como mío o tuyo o suyo, sino nuestro, comenzaron a acondicionar este espacio público. Lo pavimentaron con adoquines, lo enmarcaron por ambos lados con losas o con pizarra pulida y erigieron pequeños santuarios de pórfido o mármol, para que los dioses se encontraran en casa en la calle, que es la casa de todos. Esas calles cohesionaban la ciudad y le proveían de arterias por las que su vida pudiera fluir. Y tan complacidos estaban los colofonios con el aspecto de las calles que, en la asamblea, discutían cómo conservarlas mejor y cómo asegurar que ese espacio público siguiera siendo siempre nuestro, y nunca de él o de ella. Tras mucho deliberar, decretaron que en lo sucesivo todas las casas y tiendas y talleres de Colofón debían mirar a la calle, y que no hubiera ningún edificio más alto que aquellas primeras casas junto al jardín de Artemisa, excepto los templos de los dioses, los salones de reunión y la biblioteca pública, que había de ser el símbolo de su orgullo cívico y por el que mostraban que lo más importante para ellos, después de los dioses, era la idea de Grecia. Y decretaron que cualquier edificio que se construyera en Colofón, fuera casa o tienda o templo, debía ser de piedra y según el estilo fijado en el libro colofonio de patrones… El libro de patrones no prohibía las innovaciones, pero las controlaba, con el supuesto de que ya se habían abierto nuevos caminos en arquitectura y que la ciudad requería un trabajo de consolidación. La arquitectura no puede progresar como la música y la poesía, sin atender más que a las exigencias del genio. La arquitectura es un proyecto público: el arquitecto no edifica para el cliente privado, sino para la ciudad. Todos estamos obligados a vivir con el resultado, que, por tanto, no debe ser ofensivo para nadie. La originalidad debe ceder a las buenas maneras, como en el vestir, que puede ser original solo si primero se ajusta al decoro. El libro de patrones es resultado de un largo proceso de prueba y error, por el que el aspecto de la ciudad y la sensibilidad del ciudadano fueron armonizándose gradualmente hasta establecerse una fluida relación familiar entre los edificios y los transeúntes…

Pero no he señalado la verdadera diferencia entre la antigua y la moderna Colofón, ni cómo realmente conformamos nuestros edificios y nos conformamos con ellos. Estas cosas no se pueden entender, me parece, de modo secular. Nuestra arquitectura procede del templo, por la razón de que la ciudad procede de su dios. La piedra del templo es la expresión terrena de la inmortalidad del dios, y esta a su vez es el símbolo de una comunidad y su deseo de vivir. El templo, como la liturgia, es para siempre, y la comunidad incluye no solo a los vivos, sino también a los muertos y a los no nacidos. Y los muertos están bajo la protección del templo, que los inmortaliza en piedra. Eso es lo que uno entiende instintivamente cuando ve arquitectura religiosa. Y ese es el sentimiento del que crecen las ciudades: la voluntad de permanencia de la tribu… Del templo permeable surgió la columnata y, por tanto, la columna como unidad de significado y principio de nuestra gramática arquitectónica. En la antigua Colofón los edificios se ajustaban a esta gramática, pero con la variedad y el humor propios de los miembros de una multitud pacífica. Y en cada uno de ellos sentida pero no vista, había una columna, firme e inmóvil como el espíritu permanece inmóvil e invisible en cada uno de nosotros. La columna permanecía en medio de los cambios y reforzaba nuestro sentido de pertenencia. Así, en nuestras calles y templos, y en nuestro jardín, los colofonios percibíamos una licencia visible de habitar, una confirmación de nuestro derecho de ocupación y un recordatorio de que pertenecíamos a una comunidad que incluía a nuestros antepasados y descendientes, tanto como a nosotros mismos. La urbanidad de nuestros edificios era cuestión de buenas maneras y decoro: esas son las virtudes del ciudadano, de quien se ha asentado y ha abandonado los hábitos de aquellos nómadas que tomaban de la tierra lo que podían y proseguían su camino, dejando tras de sí su basura. Y entonces vinieron los persas, trayendo por delante nuevas hordas de nómadas. Apareció una nueva arquitectura, y con ella una nueva forma de vivir. Estas pantallas murales inarticuladas, verticales y vacías, estos desiertos aplanados que en otro tiempo fueron calles, con los solares aún en duelo por sus casas desaparecidas; todo eso muestra que hemos huido de la ciudad a un lejano lugar rodeado de barricadas, donde la buena vecindad muere y la gente vive solo para sí. Por grandes e imponentes que sean los edificios de la nueva Colofón, no tienen aire de permanencia. La ciudad es como un vertedero congelado, y aun si conserva este aspecto por siempre, siempre parecerá temporal. La cruda utilidad de estos edificios no habla de nosotros y de nuestro derecho a habitar, sino de ellos, de los poderes anónimos que están usándonos para sus inescrutables fines. Por eso estos edificios se perciben como una profanación: nada sagrado queda en ellos…

EL MUNDO CAÍDO Las quejas de Arqueanasa contra la arquitectura moderna proceden de un mito de los orígenes que sitúa el templo consagrado en el corazón de la ciudad: el templo es el lugar desde donde mira Dios. Tiene este carácter porque está firme y nos habla, porque ocupa su espacio como una esfera de libertad, y porque repele las abusivas exigencias de la mera utilidad al proclamar que su existencia es un fin en sí misma. En cambio, las nuevas formas arquitectónicas no hacen referencia a los orígenes sagrados de la ciudad y consideran los edificios como instrumentos, en cierto modo como hemos hecho con los seres humanos. Y sin duda no es forzado relacionar ambas cosas. Hemos caído en el hábito de ver todo, incluidos nosotros

mismos, como una cosa que usar y explotar, y en eso consiste nuestra caída. En el capítulo anterior relacionaba este hábito con “la ética de la impureza y el tabú”, como suelen decir los antropólogos. En los asuntos humanos se da una tentación primordial, que es la de tratar a las personas como si fueran cosas, y al alma encarnada como si fuera carne. Este hábito de “desfigurar” al otro bien podría ser una adaptación, desde la perspectiva evolucionista; pero desde el punto de vista religioso es también una profanación. Como he afirmado en el capítulo anterior, la tentación de mirar a los otros como si fueran objetos es lo que llamamos o deberíamos llamar pecado original. Así dije: El árbol del conocimiento que causó la caída del hombre (…) nos dio el conocimiento de nosotros mismos como objetos: caímos del reino de la subjetividad al mundo de las cosas. Aprendimos a mirarnos unos a otros como objetos y a arrojar de nuestra mirada el rostro y todo lo que el rostro representa. Perdimos lo que era más precioso para nosotros: el velo no rasgado del Lebenswelt, que se extiende de horizonte a horizonte a través de la materia oscura de la que todas las cosas, nosotros incluidos, están hechas.

Cuando vemos el mundo exclusivamente como un conjunto de objetos, nada se libra del trueque y el intercambio. Eso es lo que estamos haciéndonos unos a otros y haciendo a la Tierra. Es también lo que estamos haciendo a nuestro hábitat, que deja así de ser un hogar para convertirse en una “máquina para vivir”, como Le Corbusier, el ideólogo del urbanismo moderno, llamaba a su ideal de casa. Por volver al mito de Arqueanasa: tras la caída nos hicimos un segundo hogar, que era la ciudad, el lugar consagrado donde la ley, la urbanidad y las buenas maneras nos dieron cierta paz: no la paz que sobrepuja todo entendimiento [cfr. Flp 4, 7], la que dejamos atrás en el Paraíso, sino la paz como patrimonio común, contaminada de mortalidad, pero la mayor que podemos lograr los mortales. Y ahora, destruyendo ese hogar, construimos un nuevo mundo caído. A la ciudad griega le debemos nuestros ideales de gobierno y libertad de pensamiento. A los romanos les debemos el don de la ley territorial y el de la ciudad conformada por la ley. Pero política y derecho no son el fundamento donde descansa la ciudad. El fundamento, dice Arqueanasa, es religioso. Ella confirma a su manera el mito propuesto por Fustel de Coulanges. Las formas constructivas romanas —arco, edículo, columna adosada, pilastra, bóveda y cúpula— se pueden ver como tentativas de conservar la presencia sagrada de la columna en los usos de la vida civil. En ellas vemos la interpenetración de

lo sagrado y lo secular, y por tanto la santificación de la comunidad humana y la humanización de lo divino. Esa es la fuente de su atractivo y la razón de su durabilidad. Con las formas constructivas romanas comenzó la verdadera historia de la arquitectura occidental, que es la historia del Orden implícito. Es el Orden contenido en los libros de patrones y preservado en cornisas, marcos de ventanas, molduras y dinteles, en chimeneas y barandillas, en las calles de nuestras ciudades antes del siglo XX. Aun la esquina más elaborada se puede ver, pues, como la consecuencia lógica de reglas inteligibles, de suerte que parece no tanto una intrusión cuanto una culminación. El ejemplo que ofrezco, de Pietro da Cortona en Santa Maria della Pace, muestra exactamente qué quiero decir cuando hablo de la gramática generativa de la arquitectura de los templos (figura 3). Ese ángulo se ve como una forma a la que se ha llegado, no como una forma impuesta, y se ha llegado a ella mediante el poder generativo del Orden oculto en su interior. Es piedra, pero piedra con alma.

Figura 3: Pietro da Cortona, Santa Maria della Pace (detalle). Foto: Roger Scruton.

Los edificios tradicionales tienen orientación: miran al mundo, no siempre en una sola dirección, pero de tal manera que se dirigen al espacio que hay frente a ellos. No son límites del espacio público sino visitantes que se reúnen a lo largo de él. Además, tras la fachada hay vida: se atisba por las ventanas, y puertas y molduras la insinúan. Es forzar un poco las cosas hablar en este caso de «visitación y trascendencia», como hace Lévinas a propósito del rostro humano. Pero es fácil ver por qué alguien podría estar tentado de usar esa expresión. Nuestra capacidad de dotar de rostro a los edificios es como la de ver un personaje en la máscara teatral. Los edificios que nos dan la cara adquieren una cara, una expresión propia. Y sin duda una de las características más inquietantes del paisaje urbano modernista es que los edificios no tienen cara.

Huelga decir que los modernos tratadistas de arquitectura no adoptan el mito de los orígenes que propone Arqueanasa. No consideran la arquitectura una consagración del suelo en nombre de los dioses que van a habitar sobre él. Para el escritor moderno, todo eso es metáfora, y una metáfora que deberíamos abandonar. Sin embargo, también en el siglo XX ha habido esfuerzos serios por captar el verdadero significado de la arquitectura, que han tendido a rebajar la función y la utilidad en favor de valores profundamente arraigados en la psique. Para los seguidores de Melanie Klein, por ejemplo, la arquitectura es una representación del cuerpo humano, y en particular del cuerpo materno, amado y odiado, necesitado y objeto de repulsa, que lleva inscritas nuestras ansias y alegrías más hondas[7]. Para Ruskin, la arquitectura ha de estar guiada por la lámpara de la verdad y la del sacrificio, que apuntan siempre a la vida idealizada del espíritu. Siempre que filósofos y críticos han pensado seriamente en la distinción entre la arquitectura permanente y una choza provisional, han ido en la dirección de Arqueanasa, y han encontrado en un estrato, profundo y espiritual, de la psique humana, la fuente del consuelo que sentimos cuando las cosas van bien y de nuestro malestar cuando van mal. El mito de Arqueanasa habría de ser reescrito, no como un relato sobre los orígenes de la arquitectura, sino como un relato sobre su esencia. Las ciudades son hogares para nosotros cuando los edificios salen a nuestro encuentro cara a cara. La arquitectura popular de todas las épocas y lugares se ha adaptado a la necesidad humana de asentarse y tener un hogar, y en cada caso ha desarrollado una variante local de la postura erguida, el aspecto sonriente y el orden fractal común a todas las cosas que crecen[8]. En la tradición clásica, estas constantes estéticas son incorporadas a la gramática para convertirse en principios generativos de un número indefinido de figuras y formas bellas. El Orden implícito conserva el fondo sosegado y discreto de formas que —según el mito— fueron extraídas de la naturaleza y consagradas al espíritu. Es la licencia visible de habitar, la confirmación de nuestro derecho de ocupación y el recordatorio de que nuestra comunidad nos precede y nos sobrevive[9]. Delante de un lugar u objeto sagrado, me mantengo a distancia, en señal de respeto. Esta porción del mundo, creo, es inviolable. Así como el sujeto aparece en el rostro humano, y ante el asesino y el agresor presenta el “no” absoluto, en el lugar sagrado aparece un “yo” que observa, busca, interroga y

nos manda respetarlo. La experiencia de lo sagrado es interpersonal. Solo las criaturas que piensan en primera persona pueden ver el mundo de esa manera, y que lo hagan depende de una especie de disposición interpersonal, una voluntad de encontrar sentido y razones, aun en cosas sin ojos que las miren ni boca para hablar. Eso es, en mi opinión, lo que Alberti quería decir cuando hablaba del esfuerzo por la concinnitas. Los arquitectos de verdad no someten sus materiales a una finalidad externa; conversan con ellos, permitiéndoles interrogar al espacio en que construyen. Como somos sujetos, el mundo nos devuelve una mirada interrogante, y nosotros respondemos organizándolo y conceptualizándolo de una manera distinta a la que dicta la ciencia. El mundo tal como lo vivimos no es el mundo tal como lo explica la ciencia, al igual que la sonrisa de la Mona Lisa no es una mancha de pigmentos en un lienzo. Pero este mundo vivido es tan real como el gesto risueño de la Mona Lisa. Y la misma intencionalidad desbordante que informa nuestras reacciones al rostro humano, informa nuestras reacciones al hábitat humano, que se nos muestra como un lugar poseído por la presencia de aquellos que moraron en él. Un espacio público no es un espacio sin dueño, sino un espacio en que las muchas esferas de propiedad llegan a un límite acordado. El límite puede ser una calle, una serie de fachadas o una silueta en el horizonte. Representa el asentamiento de propietarios particulares, uno junto a otro, y el modo de vida que comparten. Por eso, cuando alguien traspasa el límite o se lo apropia para su interés particular, lo consideramos una profanación. Esto se cumple especialmente en las ciudades, cuyos contornos registran un diálogo continuo, de siglos, entre “vecinos” [neighbors]: los que “edifican cerca” [build nearby], según la etimología anglosajona de la palabra. El consumismo las barre como un tornado, sembrando a su paso esas imágenes de modelos publicitarios que parecen muñecas, y que ocultan a nuestra vista las fachadas, como en los edificios cubiertos de vallas publicitarias y paneles digitales en la actual Bucarest, en otro tiempo llamada “el París del Este”. Habría que resaltar el contraste entre las calles vulgares de las ciudades modernas y las desordenadas composiciones que surgen por obra de una mano invisible cuando las fachadas de la arquitectura funcional tradicional tienen que alinearse. Fijémonos en los canales secundarios de Venecia (figura 4). Es evidente que están habitados, y en ellos cada elemento tiene su uso; pero ningún elemento fue impuesto por su uso, y una agradable redundancia

puebla las fachadas. Tales ejemplos nos ayudan a entender lo que se perdió cuando se impuso la funcionalidad modernista y la ciudad de bloques sustituyó a la ciudad de columnas. La “máquina de vivir” no es sujeto sino objeto: un lugar en un mundo caído.

Figura 4: Un canal veneciano. © Photoaisa.

BELLEZA Y ASENTAMIENTO Aquí nos encontramos en un territorio filosófico que fue cartografiado por Kant en la Crítica del juicio. El tema de la primera parte del libro es el juicio estético, un juicio que todos hacemos y necesitamos hacer, según Kant, para alcanzar una comprensión completa del mundo y de nuestra propia capacidad racional. La belleza reside en las apariencias, pero también las apariencias son realidades, y cosas que compartimos. Nuestro interés por las apariencias

nace de nuestro deseo de estar a gusto en nuestro entorno y de que el mundo de los objetos refleje de alguna manera nuestras personales preocupaciones. En el mundo de las apariencias llegamos a ser lo que de verdad somos, y prueba de ello es el rostro humano: el lugar donde el sujeto humano queda a la vista y se abre a otros. La Crítica de la razón pura mostró que las apariencias no son las “impresiones” pasivamente recibidas del mito empirista, sino resultado de una profunda interacción entre sujeto y objeto, por la que imponemos forma y orden en lo que nos llega por los sentidos. En nuestra interacción cotidiana con el mundo, los objetos de experiencia se nos presentan como cosas que conocer o cosas que usar. Pero cabe otra actitud, en la que las apariencias son ordenadas como objetos que contemplar. En la experiencia de la belleza llevamos el mundo a la conciencia y lo dejamos flotar allí. Por decirlo de otro modo: saboreamos el mundo como algo dado, no solo como algo recibido. Esto no es como saborear un gusto o un olor: implica un estudio reflexivo de significados y un intento de encontrar la relevancia humana de las cosas que aparecen ante nosotros, tal como aparecen. Este saborear impresiones lleva por sí solo a una actitud crítica y a elecciones racionales. Mido el objeto observado contra el sujeto que lo observa, y pongo a los dos en cuestión. De este modo, el interés estético es la apertura culminante al Lebenswelt: nuestra forma de mirar el mundo como el sentido de sí mismo. Los valores estéticos son valores intrínsecos: cuando encuentro belleza en un objeto es porque lo veo como un fin en sí mismo, no como un mero medio. Y su significado intrínseco para mí reside en su modo de comparecer a mi percepción: me provoca en el aquí y ahora. Este modo de encontrarse con objetos en el mundo es, significativamente, como mi modo de ver personas cuando están frente a mí, cara a cara, y reconozco que soy responsable ante ellas y ellas ante mí. En la experiencia estética tenemos algo parecido a un encuentro cara a cara con el mundo mismo y con las cosas que contiene, como el que tenemos en la experiencia de las cosas y de los lugares sagrados[10]. Aunque, por definición, los valores intrínsecos no pueden traducirse a valores utilitarios, esto no significa que carezcan de utilidad. Pensemos en la amistad. Tu amigo es valioso para ti como lo que es. Tratarlo como un medio —usarlo para tus intereses— es destruir la amistad. Y sin embargo, los amigos son útiles: nos ayudan en la necesidad y acrecientan las alegrías de la

vida cotidiana. La amistad es sumamente útil mientras no la consideremos útil. Algo análogo ocurre con el hábitat humano. Obtenemos los bienes que reporta edificar cuando dejamos de buscarlos, y en vez de eso nos esforzamos por encajar las partes unas con otras de manera armónica. Concinnitas es la madre de la utilidad. El estudio de la estética cobró impulso cuando Kant y Hume simultáneamente reconocieron (aunque con fundamentos muy distintos) que el gozo estético implica un juicio. Mi placer se basa en percibir la rectitud del objeto en el que me gozo, tal como se presenta a mi atención. Kant y Hume escribieron, a este propósito, sobre el “juicio del gusto”. Esa manera dieciochesca de expresarlo es equívoca, pues la palabra “gusto” se emplea hoy para designar nuestras preferencias más arbitrarias en la comida y la bebida. Es mejor hablar del carácter normativo de las opciones estéticas. Nuestros juicios estéticos corrientes se refieren a lo bueno y lo malo, lo adecuado y lo que armoniza, lo que se ve y suena apropiado. Vestirse para una fiesta, poner la mesa, decorar una estancia, etc., son cosas que buscan la apariencia justa, y el placer que causan es inseparable del juicio de que la cosa tiene el aspecto que debe tener. Hay aquí una relación interna entre preferencia y juicio. Por eso, nos guste o no (y hoy, a la mayoría de la gente no le gusta), nos hacemos responsables de nuestras opciones estéticas ante otros seres racionales. Con esas opciones creamos presencias en el mundo de los otros, y lo que ellos piensan del resultado es parte de lo que importa a ellos y a nosotros. Con esto no digo que podemos encontrar razones para nuestras opciones, menos aún que podamos encontrar justificaciones. Pero en cierto sentido estamos comprometidos con la existencia de esas razones, y el arte de la crítica consiste en descubrir vías que nos lleven a ellas. Ni Kant ni Hume dieron con un argumento que realmente pudiera sustentar esta busca de “la norma del gusto”, aunque los dos dijeron cosas interesantes y de gran alcance al respecto. Pero el fenómeno resulta menos misterioso, me parece, si lo vemos como algo que surge de la relación yo-tú y de nuestra tendencia intrínseca a la responsabilidad. El juicio estético es un elemento fundamental en la postura que los románticos alemanes llamaban Heimkehr, el retorno a casa. Al diseñar nuestro entorno, lo traemos a la esfera de la responsabilidad hacia los demás y de la suya hacia nosotros. Y en ese sentido damos un rostro al mundo. Desfiguramos el mundo cuando garabateamos “yo” por todas partes e incitamos a otros a hacer lo mismo. La belleza es el

rostro de la comunidad, y la fealdad, el ataque a ese rostro a manos del solipsista y del que rebusca en la basura. Hacemos de nuestro entorno un hogar cultivando, edificando, adornando el mundo. Los valores estéticos rigen toda modalidad de asentamiento; son los nómadas, los que “pasan sin detenerse”, quienes no se hacen responsables del aspecto que tienen las cosas a su alrededor. El rostro de la naturaleza, tal como lo vemos en los excelentes paisajes pintados por Constable o Crome, por Courbet o Corot, es un rostro vuelto a nosotros, que muestra y recibe ceños y sonrisas. Artistas posteriores mostraron una expresión de otra clase, traída al rostro de la naturaleza por el imperioso deseo de hallar lo que realmente hay allí, con independencia de mitos e historias. En los cuadros de Van Gogh, árboles, flores, huertos, campos y casas se abren al pincel del artista, de modo semejante a como un rostro humano se abre en respuesta a una sonrisa, para revelar una intensa vida interior y una afirmación del ser. A lo largo del siglo XIX, artistas, poetas y compositores exploraban e imploraban así el rostro de la naturaleza, deseosos de un encuentro directo y de yo a yo. El deseo de perpetuar este rostro y salvarlo de daños innecesarios desencadenó el movimiento ecologista, que fue —al menos en sus orígenes— la expresión política de una profunda sensibilidad romántica[11]. Si es correcta la tesis que expongo en este capítulo, se puede generalizarla hasta cubrir todo el hábitat humano: no solo la ciudad, sino el entorno en que está situada y el paisaje a su alrededor. La degradación del medio ambiente se produce de la misma manera que la degradación moral: presentando personas y lugares de modo impersonal, como objetos que usar en vez de sujetos que respetar. El sentido de la belleza pone freno a la destrucción presentando su objeto como irremplazable. Cuando el mundo me devuelve la mirada con mis ojos, como hace en la experiencia estética, también se dirige a mí de otra manera. Algo se me revela, y me hace quedarme quieto y absorberlo. Es, por supuesto, absurdo decir que hay náyades en los árboles y dríades en los bosques. Lo que se me revela en la experiencia de la belleza es una verdad fundamental del ser: que el ser es un don.

[1] Expongo este arg umento más extensamente en The Uses of Pessimism and the Danger of False Hope, Atlantic Books, Londres, 2010; Oxford University Press, Nueva York, 2011. [2] G. K. CHESTERTON, El hombre eterno, trad. de Mario Ruiz Fernández, Cristiandad, Madrid, 2004. [3] Una forma arcaica del nombre latino es Diespiter, “Padre Día”, que se encuentra en obras poéticas (p.ej., en HORACIO, Odas, 1, 34). [4] Otto VON SIMSON, La catedral gótica: Los orígenes de la arquitectura gótica y el concepto medieval de orden, trad. de Fernando Villaverde Landa, Alianza, Madrid, 2007. [5] Leon BATTISTA ALBERTI, De re aedificatoria (1452); versión castellana de Francisco Lozano: Los diez libros de arquitectura, Alonso Gómez, Madrid, 1582, reproducida en facsímil por el Colegio Oficial de Arquitectos Vasco-Navarro, Bilbao, 2007. [6] Diógenes Laercio, en su Vidas de los filósofos, atribuye a Platón un poema (hoy se cree que es una inscripción funeraria) que traduzco libremente como sigue: Arqueanasa es mi chica, la de Colofón, bajo cuyas mismas arrugas se asienta el deseo; vosotros, bastardos, los que la hospedasteis tras su viaje iniciático, ¡seguro que ella atizó vuestro fuego! Este arrebato de celos por parte de Platón se explica en Phryne’s Symposium, el último de los Xanthippic Dialogues (Roger SCRUTON, ed. Sinclair-Stevenson, Londres, 1992). Perictione in Colophon fue publicado en St. Augustine Press (Chicago, 2001), al igual que Xanthippic Dialogues. [7] Ver, por ejemplo, Adrian STOKES, Stones of Rimini, Faber and Faber, Londres, 1934, y mi estudio de Stokes y Klein en La estética de la arquitectura, Alianza, Madrid, 1985, cap. 10. [8] Cfr. Nikos A. SALINGAROS, A Theory of Architecture, Umbau-Verlag, Solingen, 2006. [9] Martin HEIDEGGER, “Building, Dwelling, Thinking” (“Bauen, Wohnen, Denken”, 1951), en Poetry, Language, Thought, trad. Albert Hofstadter, Harper Collins, Nueva York, 1971. [10] Se puede ver este tema con mayor amplitud en Roger Scruton, Beauty: A Very Short Introduction, Oxford University Press, Oxford, 2009. [11] Cfr. Roger SCRUTON, Green Philosophy: How to Think Seriously about the Planet, Atlantic, Londres, 2012.

7. EL ESPACIO SAGRADO DE LA MÚSICA

El argumento de los dos capítulos anteriores incluye una propuesta sobre lo sagrado: que se nos presenta como parte de la “intencionalidad desbordante” de nuestros estados mentales interpersonales. La forma encarnada del otro, tal como se nos presenta en el amor, la ira o el deseo, es entendida como una revelación. El otro habita su cuerpo, y se revela en él, no como algo visto por una ventana, sino como algo que revolotea fuera de la vista, algo que solo habita en el «espacio de las razones»[1]. Los muchos filósofos franceses que han meditado en el papel del “otro” en nuestras actitudes y estados mentales tenían en mente, creo, esta experiencia[2]. Ellos comprendieron que, si bien en la acepción corriente, todo cuanto en mi mundo no soy yo, es otra cosa distinta de mí, en mi mundo hay también una clase de entes que son otros activamente: su otredad consiste en que yo, a mi vez, soy otro para ellos. En la mirada de un otro de esa clase, estoy aislado, convocado dentro de mí mismo y obligado a dar cuenta de mis actos. Y yo miro al otro justo del mismo modo. Es esta “intencionalidad desbordante” que nos acompaña en nuestra busca del hogar y que hace, en la célebre expresión de san Agustín, que nuestro corazón esté inquieto hasta que se aquiete en Ti. He investigado cómo esta intencionalidad desbordante va en busca de sentido, no solo en el rostro y la figura del ser humano, sino en el mundo de los objetos cotidianos y los lugares de peregrinación donde deseamos sentirnos en casa. Y he relacionado este fenómeno con el dualismo cognitivo que vengo defendiendo a lo largo de este libro. Nuestro modo dual de ver el ser humano se extiende al mundo de los objetos y lo reclama como nuestro: Welt y Lebenswelt contienen el mismo material, pero organizado de dos maneras contrarias. Pues somos criaturas que construyen hogares —«der

Mensch ist ein heitmatliches Wesen», en palabras de la filósofa Karen Joisten[3]— y queremos dejar nuestra huella en nuestro entorno y recibir apoyo y seguridad del lugar donde estamos. Eso, sostengo, es el origen de la estética de la vida cotidiana, a la que dediqué algunos comentarios al final del capítulo anterior. El aliento estético es un punto álgido en nuestra exigencia de que el mundo tenga sentido para nosotros, y así corresponda, de una manera profunda, a la intencionalidad interpersonal con que miramos nuestro entorno. El estudio de este aspecto de la condición humana era una parte fundamental, quizás la más fundamental de todas, de las humanidades en la época en que emergieron de la filología como materia de estudio en la universidad. Y vale la pena volver de nuevo sobre los actuales intentos de rebajar o descartar la visión humanística, o de sustituirla por una ciencia natural del ser humano para situar al hombre en el orden de la naturaleza y no en el mundo interpersonal. Pues lo que a continuación diré depende firmemente de viejos modos de pensar y viejos métodos de argumentar que se han desarrollado, y a mi juicio con éxito, en las distintas disciplinas humanísticas durante los dos últimos siglos. CIENTIFICISMO Y ENTENDIMIENTO HUMANO Hasta hace poco se daba por supuesto que, si hay algún método en humanidades, no era el método de la ciencia. No entendemos las obras de Shakespeare por medio de encuestas y experimentos. No interpretamos El arte de la fuga aplicando un análisis acústico, ni el David de Miguel Ángel gracias a la cristalografía del mármol. Arte, literatura, música e historia pertenecen al Lebenswelt, el mundo modelado por nuestra conciencia, y no las estudiamos explicando cómo surgieron sino interpretando su significado. La explicación tiene un método, que es el de la ciencia. La interpretación va en busca de un método, pero nunca está segura de haberlo encontrado. Desde principios del siglo XIX se han defendido con energía la “hermenéutica”, la “fenomenología”, el “estructuralismo”, disciplinas que prometen el “método” que se buscaba para descubrir y explorar el significado. Pero estas propuestas suelen evaporarse cuando se las examina de cerca, y fácilmente incurren en la falacia del alegato especial en favor de determinado elenco de autoridades, determinada herencia cultural o determinado gusto estético.

Pero en las dos últimas décadas, el campo de las humanidades ha sido invadido por el darwinismo, y de una manera que difícilmente habría podido prever el propio Darwin. La duda y la vacilación han dado paso a la certeza, la interpretación ha sido subsumida en la explicación, y todo el ámbito de la experiencia estética y el juicio literario ha sido bajado del Olimpo y reducido a “adaptación”, es decir, una parte de la biología humana que existe por el beneficio que reporta a nuestros genes. Ya no hay que romperse la cabeza buscando el significado de la música o la naturaleza de la belleza artística. El significado del arte y la música reside en lo que hacen por nuestros genes. En cuanto vemos que esas características de la condición humana son adaptaciones, adquiridas quizás hace muchos miles de años, en la época de nuestros antepasados cazadores-recolectores, seremos capaces de explicarlas. Sabremos qué son en esencia el arte y la música cuando descubramos su función. Consideremos el caso de la música. Una madre que canta a su niño, por medio del canto crea un vínculo. Los dos se mecen al ritmo de la música; el niño la interioriza como sonido de la madre, el sonido de la seguridad. Una mujer que puede de esa manera establecer lazos afectivos con su hijo le da una fuente adicional de seguridad, y los dos se mantienen más firmemente unidos en momentos de crisis. Así, la madre que canta, mediante su canto confiere una ventaja reproductiva a los genes que producen su música: una ventaja mínima, pero suficiente para que, tras unos pocos centenares de generaciones, los humanos que cantan prevalezcan sobre sus competidores sin oído musical. O pongamos por caso la belleza. ¿Por qué existe y qué hace por nosotros? El problema se asemeja al de la cola del pavo real (como lo presenta, por ejemplo, Geoffrey Miller[4]). ¿Por qué esta ave malgasta sus recursos, se dificulta volar y por lo general se hace pasto de depredadores, solo para exhibir un generoso surtido de bonitas plumas? La respuesta es que la belleza importa. Importa como signo de aptitud reproductiva: los atributos superfluos son la dote de organismos que van sobrados de energía. Por eso, si las pavas distinguen a los pavos por el tamaño de la cola, también los seleccionarán — de forma inconsciente pero segura— por su aptitud reproductiva. Sus genes tendrán más posibilidades de perpetuarse si ellas van a por el pavo con cola, y la presión evolutiva hará por tanto que las colas se hagan cada vez más grandes hasta que el desgraciado pájaro se derrumbe por el peso de la cola. Y

por eso precisamente, según nos dicen, los hombres se tatúan, se sacan fotos, escriben poemas, pues con esas prácticas superfluas hacen gala de los derrochados recursos biológicos que las hacen posibles. Las mujeres se rinden a los artistas por la misma razón por la que las pavas se rinden a las glamurosas colas. Las humanidades están siendo gradualmente invadidas y sometidas por explicaciones de ese estilo que pretenden barrer el caos de la hermenéutica y sustituirlo por ciencia neta y comprensible. Y las explicaciones que se dan son realmente tan absurdas como los dos ejemplos que acabo de poner: absurdas precisamente porque pretenden explicar algo que no han definido. Así, hasta que uno defina qué es la música y en qué se diferencia de las notas, no sabrá qué cuestión plantea cuando se pregunta por los orígenes de la música. Mientras uno no reconozca que el sentido humano de la belleza es algo completamente distinto de la atracción sexual que experimenta la pava, no sabrá qué demuestran las escasas semejanzas entre ambas cosas, si es que demuestran algo. Uno describirá la motivación de los actuales seres humanos como si no fuera “nada más que” su arquetipo hipotético, y en vez de una ciencia de la evolución humana le saldrá un nuevo mito de los orígenes, del que además habrá quedado excluido todo lo propiamente humano. Peor aún, la misma forma de ver los fenómenos humanos como “adaptaciones” es poner las cosas patas arriba. Implica una aplicación, caso por caso, de la teoría de la selección natural, con el complemento de la genética moderna, que nos dice que, si un rasgo está extendido en nuestra especie, entonces ha sido “seleccionado”. Pero esto solo significa que el rasgo no es antiadaptativo, que no sería eliminado por la fuerza de la evolución. Eso no nos dice nada sobre cómo apareció el rasgo en cuestión. Ni tampoco sobre el sentido o la relevancia que tiene para nosotros. El intento de explicar el arte, la música, la literatura y el sentido de la belleza como adaptaciones es sin duda trivial en cuanto ciencia y vacuo en cuanto modo de entender las cosas. No nos dice nada de importancia sobre el asunto y causa un ingente daño intelectual al hacer creer a la gente que en las humanidades no hay, a la postre, nada que entender, pues todo ha sido explicado… y despojado de su pretendido misterio. (Esa es, por cierto, la postura de Alex Rosenberg en The Atheist’s Guide to Reality, 2011.) ENTENDER LA MÚSICA

Así, uno de los datos más importantes en relación con la música es que es algo que entender, y entender la música no consiste en explorar vías neuronales o relaciones acústicas, sino en presenciar y captar el orden y el significado intrínseco de los acontecimientos en el espacio musical. Además, la música es apariencia. Si uno busca la música en el orden de la naturaleza, no la encontrará. Encontrará, sin duda, sonidos, o sea, vibraciones con tono, por lo general causadas por la actividad humana y que impactan en los oídos de quienes los escuchan. Pero no encontrará nada de lo que caracteriza a la música. Por ejemplo, no encontrará el espacio en que se mueve la música. No encontrará las fuerzas gravitatorias que llevan una melodía al reposo o hacen que las notas de un acorde se combinen en una sola entidad. No encontrará melodías, esas cosas raras que comienzan y terminan y se mueven por el espacio musical entre sus vigorosos extremos. No encontrará tonos —los elementos de los que están compuestas las melodías—, sino solo las notas en que los oímos. La música es toda apariencia, y sin embargo no es una ilusión ni un barniz superficial que podríamos no advertir sin por eso salir perjudicados. Está ahí fuera y no aquí dentro, por decirlo con las conocidas metáforas; pero son metáforas, que podrían ser tanto ilustrativas como engañosas cuando se trata de explicarlas. Esto es algo de lo que quise mostrar en el capítulo 2, y vale la pena volver a considerar brevemente el ejemplo que puse ahí (ejemplo 1). La secuencia de sonidos que uno oye al principio del Tercer Concierto para Piano de Beethoven no se percibe como una simple secuencia. Los sonidos contienen un movimiento, que está en el espacio musical. No es un movimiento como el que se observa en máquinas o incluso animales. Es una expresión de intención: la intención contenida en la música (que no es necesariamente una intención privada del compositor). Dicho de otro modo: es un movimiento del que uno puede, en cualquier momento, preguntar “¿por qué?”. ¿Por qué, por ejemplo, desciende rápidamente desde el fa, tras haber llegado allí con un salto en arpegio? ¿Por qué, tras haber vuelto al punto de partida, procede a subrayar su presencia con dos marcas de puntuación de dominante a tónica? Estas preguntas pueden resultar difíciles de contestar. Pero tienen sentido, como lo tendrían si se refirieran a acciones humanas. Las dos comas están para completar la frase, para fijar su cierre en la mente del oyente, para preparar el camino a otro movimiento, de respuesta, que llevará todo a otra clave. ¿Y por qué hacer eso? También esa pregunta tiene

respuesta. El tema entero se desarrolla por medio de preguntas y respuestas, como en una partida de ajedrez, lo que sustenta la extendida idea de que una obra como esa dice algo, aunque no algo que se pudiera expresar con palabras. Muchos no admiten la idea de movimiento musical, o quieren sustituirla por algo que parezca más en consonancia con la realidad: por ejemplo, la pérdida de tensión que acompaña el retorno a la tónica, o las expectativas armónicas que se acumulan a lo largo de una línea musical. Pero estas descripciones no son menos metafóricas que la idea de movimiento musical, y además solo son aplicables a cierto tipo de música. Hay movimiento por el espacio musical en la música atonal, y hay melodías —las pentatónicas, por ejemplo— que mantienen todo el tiempo una tensión armónica uniforme, y sin embargo se mueven. El movimiento musical está, o parece estar, dirigido a un objetivo. Es decir, se mueve hacia cierres o semicierres definidos, que a su vez tampoco se pueden explicar fácilmente en términos de tensión armónica. Son acontecimientos “en el espacio de las razones”. La expresión clásica recurre a este hecho para generar una idea de progreso y culminación musical: un movimiento se forma a partir del material temático, y avanza por el espacio musical en busca de su culmen. Y esto nos hace presente algo que no encontramos en la vida cotidiana, tan cargada de aleatoriedad: el gesto completo, el gesto que se completa a sí mismo en virtud de su propio contenido interior, el que no tiene otro fin que él mismo y, sin embargo, también cumple ese fin. Para muchos, este es el misterio central, y la recompensa más importante, que entraña la música seria: que nos muestra la acción humana llevándose a sí misma a su conclusión. El movimiento musical tiene también una especie de necesidad interna, o al menos tiende a ella. En El arte de la fuga, Bach explora las muchas maneras en que los gestos musicales generan su propia aura de necesidad, de suerte que lo que sigue parece forzoso, y a su vez parece forzar a lo que viene a continuación. Esto es así, aunque en cada momento pueda haber muchas maneras sintácticamente posibles de continuar. Aquí la necesidad es como conquistada a partir de la libertad, en vez de a la inversa. De nuevo nos resulta difícil describir este proceso sin recurrir a metáforas, por ejemplo: pregunta y respuesta, premisa e inferencia. Pero esa impresión de necesidad es tan importante para nuestra experiencia de la música que tendemos a

criticar una pieza que no la tenga, y nos irritan las redundancias y las digresiones arbitrarias que parecen no tener nada que ver con el argumento musical. EL ESPACIO DE LA MÚSICA Esta impresión de necesidad habría que entenderla en relación con la intencionalidad del movimiento musical. En la música encontramos acciones que son necesarias y libres a la vez. La música se percibe como una solución al conflicto entre libertad y necesidad, servida en un espacio que le es propio. Ante semejante forma de describir la música, el lector bien podría preguntar si es una descripción de algo real. A lo que contesto que sí, aunque es una realidad que no se puede captar desde el punto de vista cognitivo ordinario. Ninguna ciencia, ninguna teoría, ningún modo de explicar que nos sirva para ordenar y predecir el mundo físico podría en absoluto entrar en contacto con el movimiento que oímos cuando oímos una melodía en el espacio musical, y las representaciones geométricas de las relaciones musicales no explican, a mi juicio, el espacio musical[5]. Uno puede verlo muy claro si se pregunta qué es lo que se mueve cuando se mueve la música. La melodía de Beethoven en nuestro ejemplo comienza en do y sube a mi bemol. Pero ¿qué se ha movido? No el do, que está fijo para siempre en do. Ni tampoco hay algo que se haya liberado de ese do y viajado hasta mi bemol: no existe un ectoplasma musical que viaje por el vacío entre los semitonos. Si uno sigue planteando preguntas como esas, llegará pronto a la conclusión de que hay algo contradictorio en la idea de que una nota pueda moverse a lo ancho del espectro tonal: ninguna nota se puede identificar con independencia del lugar que ocupa, lo que sugiere que la idea de lugar es en cierto modo ilícita. El espacio musical desafía de múltiples maneras nuestra concepción habitual del movimiento: por ejemplo, la equivalencia de octavas significa que un tema puede volver a su punto de partida aunque suba continuamente: una especie de paradoja de Escher, sin paralelo en la geometría normal. El espacio musical tiene otras interesantes propiedades topológicas. Por ejemplo, las cosas rara vez pueden moverse por el espacio musical de manera que coincidan con su imagen especular, como tampoco la mano izquierda, por usar el famoso ejemplo de Kant, se puede

girar en el espacio físico para hacerla coincidir con la mano derecha. Así, ningún acorde asimétrico puede ser transformado en su forma especular. El resultado neto de estas y similares reflexiones es que nada se mueve literalmente en el espacio musical, pero que en cierto modo la idea de espacio no se puede suprimir de nuestra experiencia de la música. Estamos ante una arraigada metáfora, pero no exactamente una metáfora verbal, pues no hablamos de cómo la gente describe la música; hablamos de cómo la experimenta. Es como si hubiera una metáfora espacial y de movimiento entrañada en nuestra experiencia y nuestro conocimiento de la música. Esta metáfora no se puede “traducir”, y lo que dice no puede decirse en el lenguaje de la física, por ejemplo, hablando de los tonos y timbres de los sonidos en el espacio físico. Sin embargo, lo que describe —el movimiento musical— es una presencia real, y no solo para mí: para cualquiera que tenga oído musical. No hay aquí nada misterioso, si admitimos el dualismo cognitivo que vengo defendiendo. Ni debería sorprendernos que los términos que aplicamos a la música la coloquen firmemente en el terreno de la vida personal. Se mueve como nosotros nos movemos, con razones para lo que hace y con una intención (que en cualquier momento podría desaparecer, como las intenciones de las personas). Tiene, por así decir, la apariencia exterior de la vida interior, y aunque se oye, no se ve; se oye como se oye la voz y se entiende como entendemos el rostro: como una revelación de subjetividad libre. A diferencia de nosotros, sin embargo, la música crea el espacio en que se mueve. Y ese espacio está ordenado por campos de fuerza que parecen irradiar desde las notas que se encuentran en ellos. Consideremos el acorde, quizá el más misterioso de todos los entes musicales. No cualquier conjunto de notas forma un acorde, ni aunque sean notas de la misma tríada consonante. (Así, en el Hostias de la Grande messe des morts de Berlioz, donde las flautas tocan una tríada de si bemol separada cuatro octavas del si bemol de los trombones, este último si bemol parece no pertenecer en absoluto al acorde, pese a ser su fundamental.) En gran parte de la música moderna no oímos acordes sino solo “simultaneidades”, sonidos de distintos tonos y timbres que suenan a la vez, pero entre los cuales hay un espacio vacío: a menudo, un espacio encantado, como en las obras atonales de Schönberg. Un acorde, consonante o disonante, llena el espacio musical que queda entre sus bordes. Y desde sus bordes mira otros objetos musicales. Uno puede meter más notas en él, pero con eso lo que consigue es hacerlo

más denso, no ocupar un espacio que no esté ocupado ya. Y aquí se ve otra peculiaridad del espacio musical: que dos objetos pueden estar en el mismo espacio al mismo tiempo, como cuando las voces del contrapunto coinciden brevemente en una misma altura, o cuando dos acordes se superponen y cada uno conserva su propia Gestalt, como en la música politonal. Los acordes tienen relaciones características con los campos de fuerza en que están suspendidos. Pueden ser suaves y fluidos, como los acordes de decimotercera en el jazz, y eso a pesar de su disonancia. Pueden ser duros y compactos, como los acordes finales de una sinfonía de Beethoven, y eso a pesar de su consonancia. Pueden rendirse a sus acordes próximos, llevar a ellos o apartar de ellos, o pueden alzarse separados y bien perfilados. CULTURA MUSICAL Está claro, o debería estarlo, que la música no funciona como el lenguaje: no está organizada mediante reglas semánticas que nos permitan asignar una interpretación a toda expresión musical del mismo modo que asignamos un significado a toda expresión lingüística. Eduard Hanslick hizo una importante aportación al subrayar esto en su libro The Beautiful Music, planteado como una réplica a las extravagantes afirmaciones de los wagnerianos a favor del poder expresivo de la música. Hoy, a cualquier aproximación a la pregunta por el significado musical le saldrá inmediatamente al paso una pregunta escéptica: ¿de qué tipo de música habla usted? ¿Y por qué no habla de mi tipo de música? Funciona una especie de censura en nombre del gusto popular, y para pasarla, uno tiene que probar sus credenciales políticas de alguna otra manera[6]. El triunfo más famoso a este respecto es el del crítico de la Escuela de Frankurt Theodor Adorno, quien, llegado a Hollywood como refugiado en los años treinta del siglo XX, pagó la generosa hospitalidad con que fue acogido haciendo burla de quienes se la ofrecieron, en especial de la industria del espectáculo que, según él creía, los tenía esclavizados[7]. El ataque de Adorno al jazz y al lenguaje basado en el jazz del cancionero norteamericano no se refería directamente a la música, de la que él apenas tenía algo que decir. Se refería a la escucha, y a lo que significaba escuchar una vez que los medios de comunicación masivos podían captar oyentes en todos los hogares. Adorno creía que el escuchar había cambiado, hasta

demandar las melodías de corto alcance y las confusas progresiones armónicas que atribuía —sin haber estudiado el asunto, todo hay que decirlo — a las canciones del jazz. Había habido, según decía, una “regresión” de la escucha, una retirada de las grandes aventuras antes propuestas por la tradición sinfónica clásica a las entrecortadas exhalaciones que piden poco o nada en correspondencia. Hemos de reconocer que sin duda hay una gran diferencia entre una cultura musical basada en la escucha seria de prolongados movimientos de pensamiento musical altamente complejo, y una cultura musical basada en oír melodías de curso en gran parte predecible, apoyadas por ritmos mecánicos y armonías de serie, que agotan rápidamente su escaso potencial musical. El auge de la nueva cultura de masas no se ha dado solo en el ámbito de la música. En esto se puede ver un signo de grandes cambios sociales y políticos, y sin duda Adorno acertaba al señalarlo. Podemos no estar de acuerdo con la crítica de Adorno. Al fin y al cabo, él descartaba todo: no solo el jazz, sino el musical y el cancionero norteamericano que nacieron del jazz; la síntesis de jazz y música culta que hace Gershwin en Rhapsody in Blue, Stravinski en su Concierto para piano e instrumentos de viento, Ravel en el Concierto para piano en sol mayor, entre un centenar de exuberantes obras “serias”; melodías memorables como All the Things You Are, de Jerome Kern, Some Enchanted Evening, de Richard Rodgers, Night and Day, de Cole Porter, y muchas más. Pero sin duda es plausible sostener, con Adorno, que los medios de masas alteraron el modo de escuchar. El proceso que comenzó en tiempos de Adorno ha seguido avanzando, hasta el punto de que hoy, a menudo, no está claro si la música es para escuchar o solo para oír de pasada, o tal vez incluso para mirar, como el sonido de fondo en un vídeo fascinante. No se puede poner en duda la importancia de la música en nuestra civilización, como fuente de cohesión social y como consuelo solitario. La gente queda conformada según lo que oye y las diversiones con que se entretiene, y Platón tenía sin duda razón cuando miraba con alguna suspicacia a los coribantes de su tiempo. Adorno compartía los recelos de Platón por otras razones, en especial porque consideraba la nueva música norteamericana una enemiga del pensamiento autónomo, una especie de cautivadora adicción que llevaba a la esclavización de sus devotos. Y aunque Adorno sin duda se equivocaba con respecto a Cole Porter, Jerome Kern, Richard Rodgers, George Gershwin, Hoagy Carmichael y todos los demás

cuyas canciones siguen teniendo eco en el corazón de las personas corrientes, señalaba algo importante que tiene relevancia para lo que vengo argumentando en este capítulo. CULTURA DE MASAS Y ADICCIÓN Para comprender el asunto es útil volver sobre un tema examinado en el capítulo 5: la intencionalidad del deseo sexual. Las civilizaciones que conocemos han incorporado el sexo en proyectos a largo plazo, a veces vitalicios, de unión entre personas. El sexo ha sido absorbido, como afirmé antes, en el mundo de los votos, más que en el de los contratos, y el sexo contractual, como el recreativo, solo se ha aceptado con una forma de reprobación ritual. En el mundo en que vivimos ha surgido una nueva clase de norma sexual, en la que queda recortada la intencionalidad desbordante de la relación interpersonal. El objeto sexual sustituye al sujeto sexual, y en muchos casos, como en la pornografía, este objeto queda reducido a una simple parte del cuerpo, o —por usar la expresión vulgar— a un instrumento. Este enfoque instrumentalizador anula la realidad del otro como sujeto, y cuando se lo usa para excitar y satisfacer cierta clase de pulsión sexual, separa por completo el placer sexual de la relación yo-tú, sin que haya, en tal caso, ni un yo ni un tú. Lo interesante, desde el punto de vista psicológico, es que la experiencia resultante es adictiva, es decir, se puede obtener sin esfuerzo, lleva automáticamente al placer que la culmina y coloniza rápidamente el cerebro de quien cede a ella. (Sobre las consecuencias psicológicas, se puede consultar el recientemente fundado Journal of Sex Addiction.) Algo semejante ha ocurrido con la música, en la que el “remedio rápido” ha expulsado la respuesta por simpatía, y en la que la intencionalidad yo-tú ya no es el centro de la atención. En la música discotequera, por ejemplo, la atención se vuelca por completo a temas rítmicos repetidos, en muchos casos sintetizados digitalmente y sin clara función musical, por los que la excitación musical se lleva a un clímax narcisista inmediato que se repite después. No hay melodía ni progresión armónica, sino simple repetición, que no exige esfuerzo de escuchar y está divorciada de toda relación con el mundo exterior. El que baila al son de esta música, por regla general no baila con su pareja, sino frente a ella, por la sencilla razón de que no hay un “con”

fijado por la línea musical. La música es maquinal, no solo en su sonido, sino también en el modo de producirla y en que rodea todas las relaciones interpersonales para concentrarse en el puro estímulo y en la pura respuesta. Es una música de objetos, de la que han sido excluidos los sujetos. (Si el lector quiere un ejemplo, tiene uno en I Wanna Be a Hippy, de Technohead, y no deje de ver el vídeo.) Aquí tenemos uno de esos aspectos de la música que no nos resultan sorprendentes hasta que pensamos en ellos. De la danza de los israelitas ante el becerro de oro a las orgías de hip-hop, las distracciones musicales de la gente corriente han atraído las maldiciones de los guardianes clericales. A lo largo de la historia, los sacerdotes han tratado de controlar no solo lo que se canta y se toca en el templo, sino confinar y, en caso necesario, prohibir las juergas que tienen lugar fuera. Ya no creemos que eso pueda hacerse por ley, como quería Platón. Pero nos siguen preocupando gravemente los cambios de las costumbres musicales, al igual que a Moisés cuando bajó del monte y, al ver la idolatría de las masas, arrojó al suelo las tablas de la ley. Esa fue tal vez la primera protesta de la que hay constancia contra la “cultura de masas”. Adorno es un Moisés moderno, y su héroe Arnold Schönberg quiso expresar en música aquel episodio del Antiguo Testamento, para mostrar que nunca debemos sacrificar la verdad a la facilidad de comunicación. En el contraste entre Moisés y Aarón en la ópera inacabada (y sin duda imposible de acabar) de Schönberg, vemos dramatizado el choque de culturas que preocupaba a Adorno. Hay una cultura de pensamiento de curso largo y conceptos abstractos, representada por Moisés, y una cultura de placer inmediato y comunicación fácil, representada por Aarón. La primera nos orienta al fundamento trascendente del ser; la segunda reduce los seres a ídolos. La manera en que Schönberg trata este tema nos recuerda que gran parte de la preocupación con respecto a las depravaciones de la cultura musical popular refleja el temor a la idolatría: a los falsos dioses, el culto falso y las falsas emociones. Adorno quería mostrar que las libertades de que aparentemente gozaba el pueblo norteamericano son ilusorias, y que la realidad cultural subyacente es de esclavitud: esclavitud a los fetiches del mercado y la cultura consumista, que poniendo los apetitos por encima de los valores duraderos, lleva a la pérdida de la autonomía racional. La música popular no era, para Adorno, algo a lo que los norteamericanos habían sido liberados, sino algo de lo que

debían ser liberados. En suma, él era, a sus propios ojos, un iconoclasta que liberaba al pueblo del dominio de los ídolos. EL SENTIDO DEL SILENCIO Claramente, aquí estamos sumergidos en aguas profundas, y no vamos a salvarnos adoptando simplemente ese enfoque sin juicios de valor que tan a menudo promueven los cursos de apreciación musical. En esto, no hacer juicios de valor es ya hacer un tipo de juicio: es dar por supuesto que en realidad no importa qué escuches o al son de qué bailes, y que no hay diferencia moral entre los distintos hábitos de escuchar música que han surgido en la era de la reproducción mecánica. Esa es una postura con implicaciones morales y que va en contra del sentido común. Suponer que quienes viven con un pulso rítmico mecánico como trasfondo continuo de sus pensamientos y movimientos viven de la misma manera, con la misma clase de atención y la misma pauta de dificultades y aspiraciones, que otros que solo conocen la música de sentarse a escucharla, apartando de la mente cualquier otro pensamiento; eso es extremadamente inverosímil. Dicho en pocas palabras, la diferencia entre esas dos formas de reaccionar a la música es la que hay entre impedir el silencio y dejarlo hablar. En la cultura de la escucha, la música es una voz que surge del silencio y que lo usa como un pintor usa el lienzo: el silencio es la prima materia de la que está compuesta la obra, y las partes más elocuentes de los movimientos de la sonata clásica suelen ser aquellas en que no se puede oír nada, cuando por un momento, por breve que sea, oímos por medio de la música el silencio de fondo, como en los recitativos de la Sonata en re menor de Beethoven, op. 31, n. 2, conocida como La tempestad. Los temas pueden ser interrumpidos por silencios en los que la carga expresiva es de algún modo mayor que la soportada por las notas. Un ejemplo muy bueno de esto es el tema usado por Elgar para las Variaciones Enigma, en que los susurros de las cuerdas son constantemente sacados del silencio como por una mano, y luego finalmente apartados por el contratema en clave mayor, que sale de atrás, por así decir, y llena todo el espacio disponible. Hay quienes dicen que la cultura de la escucha está ligada a una época y no es esencial, que es simplemente un uso posible de la música, y que en otros tiempos y lugares la música tiene otros significados. No dudo que hay algo de

verdad en eso. Sin embargo, hay que hacer dos importantes salvedades. Primera, hemos de reconocer que la música no es algo independiente de la manera como reaccionamos a ella. Según dije antes, lo que oímos en el tema de apertura del Tercer Concierto para Piano de Beethoven no es solo una secuencia de notas, sino un movimiento en el espacio musical que responde a fuerzas gravitatorias que lo dirigen e impulsan. Alguien podría no oír este movimiento, y se puede decir plausiblemente que solo lo entiende bien la persona que lo escucha de la manera justa, obediente a las restricciones que transforman el sonido en tono. En este sentido, escuchar no es una actividad que pudiera ser sustraída de la música y esta quedara como estaba. Escuchar es tan necesario para la naturaleza de la música como lo es la relación yo-tú para nuestra naturaleza de personas. La música, como las personas, es un hecho relacional. En segundo lugar, aunque es verdad que la música tiene muchos usos, tales usos son formas de escuchar. El lector oirá decir que la cultura de concierto de las metrópolis occidentales es, sin embargo, elitista y abstracta, y que la forma que naturalmente toma la música es la de acompañamiento de la actividad humana, ya sea bailar, desfilar, trabajar o prepararse para la guerra. Y, como indiqué antes, los psicólogos evolutivos serán los primeros en suscribir la idea, para asimilar la música a una u otra de las estrategias que favorecen la perpetuación de nuestros genes. Sin embargo, esos “otros usos” de la música son prolongaciones del arte de escuchar. Y desde tiempos antiguos ha sido verdad en todas las culturas que el peculiar poder de la música es más perceptible no cuando bailamos o cantamos, sino precisamente cuando nos cautiva el puro tono y nos paramos a escuchar. Así, es la música instrumental la que constituye el núcleo de la raga clásica india y del gamelán balinés, y también de la casi olvidada música clásica de China y Japón. Las antiguas discusiones sobre el poder de la música y la competición entre fuerzas apolíneas y dionisiacas que en ella buscan expresarse fueron representadas de forma mítica en la lira y el aulos. Fue la lira de Orfeo, no su voz, la que dejaba suspensos a los animales y a las piedras. En el décimo soneto del segundo libro de los Sonetos a Orfeo, Rilke, consciente del peligro que supone la máquina y toda clase de manera instrumental de ver las cosas, invoca la música de Orfeo como prueba de que aún vivimos en un mundo consagrado:

Para nosotros en cambio el ser está aún encantado; en cientos de sitios es él aún origen. Un juego de puras fuerzas que nadie toca que no se arrodille y admire. Palabras salen aún tiernamente junto a lo inefable... Y la música, siempre nueva, de las piedras más estremecidas construye en el espacio inutilizable su casa divinizada. [Versión española de Eustaquio Barjau: Rainer Maria RILKE, Elegías de Duino. Los Sonetos a Orfeo, Cátedra, Madrid, 1987]

El espacio de la música es inutilizable, pues nada sólido se mantiene en él. La casa que la música construye está hecha de piedras estremecidas (bebendsten Steinen): piedras-vida, hechas de aliento y pensamiento. Y así como las palabras salen hacia aquello que no pueden tocar ni encontrar — hacia el sujeto que no se puede abarcar con palabras—, así la música sale al espacio más allá del orden de la naturaleza, donde residen las cosas intangibles. Cuando escuchamos pura música instrumental, a menudo tenemos esta impresión, y entonces parece que la música está diciéndonos algo de la mayor importancia, revelándonos algo sobre nuestro mundo, algo que quizás no se puede declarar o explicar, sino solo sugerir en el puro lenguaje de los tonos. EL SIGNIFICADO DE LA MÚSICA ¿Podemos decir algo más preciso sobre el significado de la música, más preciso que la maravillosa invocación que contienen las metáforas de Rilke? Creo que sí. Pero antes hemos de reconocer algunas dificultades. Los que han defendido con más energía que la música carece de significado la describen como un medio expresivo, lo cual implica que, de alguna manera, nuestras emociones habitan la música y que nosotros, al encontrarlas en ella, somos movidos a simpatía y comprensión. No digo que esto sea erróneo, pero necesita una exposición cuidadosa para que podamos entender qué quiere decir exactamente. La primera dificultad, señalada por Hanslick, es la aparente contradicción entre la idea de que la música expresa emociones y la afirmación de que es un arte abstracto (o absoluto, como se decía entonces)[8]. Los románticos que defendían la música absoluta como el liberar la música de la distracción que supone su uso en danza, ópera y canto, exaltaban el puro “pensamiento sonoro” de la música instrumental, como habrían hecho los seguidores de

Orfeo. Para ellos, el alma respiraba en una sinfonía o un cuarteto de Beethoven con un sonido puro propio, separado de los condicionantes de la acción. Pero las emociones, señalaba Hanslick, como los demás estados mentales, son sobre cosas. ¿Y cómo puede la música encerrar esta intencionalidad si es un arte puramente abstracto? Además, esta idea de que la música debería encerrar tal intencionalidad, ¿no va en menoscabo de la esencia de la música, que es un arte de puro sonido, o más bien de «formas hechas sonido», en palabras de Hanslick? Los que quieren atribuir imágenes, argumentos y personajes a, por ejemplo, El arte de la fuga, nos parece que no han entendido el significado de la obra: su monumental presencia en el mundo de los tonos, alzada por encima y más allá del mundo humano en un sereno trono de autoridad. Hay dos respuestas a eso que merecen ser refutadas. La primera es decir que la música puede, por así decir, tener una intencionalidad prestada. Aun la música puramente instrumental puede adquirir así un asunto, y nadie tiene la menor dificultad en considerar títulos como Hojas barridas por el viento, Moldava, La ascensión de la alondra, La Mer… apropiados a las piezas que nombran. La segunda respuesta es que la música puede imitar nuestros estados de ánimo, al margen de su intencionalidad específica y reproduciendo sus propiedades dinámicas, y así despertar en nosotros una viva sensación de estar en presencia de emociones cuyos precisos objetos no necesitamos definir para sentir su empuje gravitatorio. La música comparte la dimensión moral y emocional de los seres humanos, y en eso reside su relevancia. Esas dos respuestas pretenden resolver el misterio del significado musical, pero en realidad nos distraen de él. Para replicar a la primera, recurramos a un ejemplo: el gran poema tonal orquestal de Rajmáninov llamado La isla de los muertos, título tomado de la conocida pintura evocadora (o más bien la serie de pinturas) de Arnold Böcklin (figura 5). Una explicación ingenua de esta pieza diría tal vez que es una representación con tonos de lo mismo que Böcklin representa con óleo. Pero eso es no entender nada del título. Las pinturas de Böcklin muestran una isla sepulcral en medio de un mar quieto, iluminada por la luz del atardecer y visitada por una figura envuelta en un sudario, de la que se ha borrado toda individualidad. Esa figura está erguida en un bote impulsado por un remero que claramente no pertenece a ese lugar de no retorno. La pintura no es una representación de la muerte, sino la expresión de unos sentimientos ante la muerte que son de todos conocidos.

Un poco melodramática quizás, pero transmite una sensación de sombría e irreversible calamidad. A eso se parece la muerte, podríamos pensar, en la medida en que se parece a algo. Eso es la muerte vista no como un acontecimiento en el orden de la naturaleza, sino como el límite infranqueable del Lebenswelt: nuestro aislamiento final en un lugar donde solo pueden alcanzarnos recuerdos impotentes desde el mundo de los vivos.

Figura 5: Arnold Böcklin, La isla de los muertos, primera versión (1880). Kuntsmuseum de Basilea. © 2013. DeAgostini Picture Library/SCALA, Florencia.

La pieza de Rajmáninov no es un intento de representar la isla de Böcklin: ¿cómo podría la música hacer tal cosa? Las rocas, los lúgubres cipreses, las bocas de los sepulcros, la extraña luz de un sol que se hunde en un horizonte fuera de la vista: ¿cómo podrían esas cosas materializarse en sonido? La música ciertamente puede captar el movimiento del bote, pues el movimiento es algo que oímos en la música. Pero precisamente en relación con esto, Rajmáninov permite a la música zarpar a una travesía propia. Él construye toda la primera parte de la pieza a partir de una especie de cadencia asimétrica de remo, en compás de 5/4: dos pulsos seguidos de tres, a veces con el orden secuencial cambiado, de modo que a tres pulsos siguen dos. Sobre esto erige un solemne motivo con notas consecutivas al que se va sumando la orquesta entera, expandiendo una sola triada en la menor hasta convertirla en una especie de cadáver hinchado (ejemplo 2). La armonía pasa

a re menor, y la trompa responde con una llamada hueca parecida a un débil recuerdo de la vida. Entonces un estallido de agudos acordes disminuidos en los violines y la madera alzan el vuelo como pájaros espantados desde las armonías duras como piedras en el metal. Todo esto es maravillosamente evocador. Nos sugiere contextos en los que estos recursos han estado vinculados con pensamientos y acontecimientos determinados, y después la reproducción de las cuatro primeras notas del Dies irae refuerza esos vínculos. Pero nada se describe en realidad, y uno podría seguir el argumento musical sin experimentar nunca el poder evocador de la música de la forma que he indicado.

Ejemplo 2: Rajmáninov, La isla de los muertos.

El lector podría muy bien decir que esta pieza expresa una emoción cercana a la expresada por la pintura de Böcklin, que las dos obras muestran lo que

podríamos llamar semejanza expresiva o aun identidad expresiva. Pero supongamos que alguien no lo capta, que niega que la música evoque para él algo similar a los sentimientos que evoca la pintura de Böcklin. ¿Habríamos de concluir que no ha entendido la música? Usted diría quizás que ese se ha perdido algo. Pero supongamos que él sigue con toda atención el movimiento musical, así como su impresionante manera de desarrollar el exiguo material, hasta un clímax puramente musical y sin equivalente en la pintura. ¿No es eso una señal de que comprende la música? Y al contrario, supongamos que alguien capta todas las referencias a la muerte, señala todas las conexiones con la pintura de Böcklin, pero es incapaz de seguir el argumento musical, se pierde en el ritmo, no siente el impulso musical que va desarrollándose hasta el clímax: ¿no deberíamos decir que no ha entendido la pieza? A lo que quiero llegar es lo siguiente. Si el significado de la pieza de Rajmáninov está en parte en los pensamientos y sentimientos en torno al objeto sugerido por la pintura de Böcklin, entonces entender la pieza tendría que implicar recuperar esos pensamientos y sentimientos. Pero me parece que podríamos entender la pieza como música sin tal recuperación mental. Análogamente, podríamos tener una buena idea de los pensamientos y sentimientos que Rajmáninov quiere evocar sin entender el argumento musical. Haríamos bien en recordar la costumbre decimonónica, representada por A. B. Marx, de asignar programas narrativos a las sinfonías y sonatas de Beethoven. Hoy esas narraciones han quedado olvidadas o se mencionan solo para ridiculizarlas: vemos en ellas fantasías particulares de su autor, no el significado público de la obra. No se puede negar que aplicamos a la música términos que denotan emoción y temperamento: yo mismo acabo de hacerlo al describir nuestra experiencia de la composición de Rajmáninov. Hay música triste, alegre, amarga, vacilante, noble, apasionada o tímida. Muchos filósofos se han basado en esto para proponer una intencionalidad generalizada de la experiencia musical, alegando que la música proporciona el equivalente sonoro de las pasiones humanas, variando de igual manera o con los mismos cambios de énfasis que nosotros cuando nos afecta la emoción. El problema, a mi modo de ver, es que todas esas descripciones son figuradas. Y no sirven para distinguir la música de las otras cosas que describimos con lenguaje figurado. Hablamos de la nobleza del roble, del triste ciprés, del sauce llorón,

del lúgubre pino; pero esas descripciones tan solo rozan la superficie de las cosas que tocan, como hojas que el viento arrastra por el camino. SIGNIFICADO Y METÁFORA Hay una conocida postura en filosofía de la música que pretende basar la metáfora en la analogía. Dice más o menos como sigue. Empezamos con esta pregunta: ¿qué significa describir una pieza musical como triste, noble, etc.? Respondemos con una sugerencia: queremos decir que la música se parece a una persona triste o noble. ¿En qué se parece? Aquí remito a algunos escritos de Peter Kivy sobre este tema, que nos dicen que la música triste comparte las propiedades dinámicas de las personas tristes: es lenta, encorvada, pesada, etc[9]. Y la música noble es erguida, franca, sencilla de ademanes y de cadencias claras y sinceras. Entonces protesto: un momento, así no avanzamos nada; usted dice que la música triste comparte propiedades con las personas tristes, y para probarlo describe esas propiedades de dos maneras: con lenguaje literal para las personas y con lenguaje figurado para la música. Literalmente, la música no se mueve lentamente, ni se encorva, ni es pesada. La analogía resulta no ser analogía alguna, sino una manera de sustituir una metáfora por otra. Insisto en mi pregunta: ¿qué significan esas metáforas, y qué me dicen de aquello a que se aplican? Además, hay un argumento ampliamente aceptado, propuesto originalmente por Wittgenstein en las Investigaciones filosóficas, según el cual uno no explica el significado de una metáfora fijándose en el uso metafórico, sino fijándose en el sentido literal. Lo que pide explicación no es el significado de la palabra “triste”, “noble”, o la que sea, sino la finalidad con que se usa justamente esa palabra en este preciso contexto. Y cualquiera que sea la finalidad, no es describir o escoger analogías. Pero supongamos que existen esas analogías. Supongamos que puede tener sentido aplicar a la música un término que denota emoción o virtud, por las semejanzas entre la obra musical y el estado o disposición mental al que se refiere el sentido literal. ¿Querría esto decir que el término identifica algo interesante para la estética y moralmente significativo en la cosa a la que se aplica? Mi respuesta es no. Todo tiene parecido con cualquier otra cosa, y la mayoría de los parecidos son irrelevantes; lo que hace interesante un parecido es el contexto en que se usa. Usted puede parecerse a Elvis Presley. Pero si

no sabe cantar, no sabe moverse de manera sexy, no puede hacer nada para exhibirlo, su parecido es irrelevante. En música advertimos muchos parecidos. El tema con que Beethoven abre su Op. 18, n. 1 es como alguien que firma un cheque: agarra la pluma firmemente y luego la desliza sin apretar sobre el papel. Pero ese parecido (suponiendo que lo admitamos) no tiene nada que ver con la música ni con lo que la música significa. Naturalmente, pues, necesitamos distinguir los parecidos accidentales de los significativos: y eso es precisamente lo que no lograremos hacer si la única base para aplicar predicados mentales a la música es el tipo de analogía que señala Kivy. Para decirlo sencillamente: oír la tristeza de la música no es oír una analogía entre la música y un sentimiento: es oír la tristeza en la música. Oír tristeza en la música es oír los contornos de la tristeza en la música: de acuerdo. Pero los rasgos que oímos en la música no son necesariamente rasgos de la música. Es más, sostengo que en este caso son rasgos (estar inclinado, pesadez, fatiga) que no puede tener literalmente. Así, al explicar qué es oír tristeza en la música, simplemente hemos recurrido a la misma noción que había que explicar: la noción de oír x en y, cuando x es una propiedad que y no puede tener en sentido estricto. Entonces, ¿qué pasa cuando oímos tristeza en la música? Estamos ante una percepción metafórica: oímos la música bajo un concepto que no se aplica en sentido estricto[10]. Y lo hacemos dirigiendo a la música la intencionalidad desbordante que nos dirigimos unos a otros, y así situamos la música dentro del Lebenswelt en el mismo lugar donde situamos a los sujetos como nosotros. SIGNIFICADO Y COMPRENSIÓN Estas dos disputas, que no he hecho más que bosquejar, nos devuelven al concepto que considero central para cualquier estudio humanístico de la música: el concepto de comprensión musical. Si la música tiene significado, entonces es lo que uno entiende cuando la entiende. Esto, que para el caso del lenguaje fue puesto de relieve por Frege (y por Dummett siguiendo a Frege) [11], debería resultar obvio para un filósofo analítico, aunque parece haber sido pasado por alto en gran parte de la literatura sobre estética musical, y tampoco se le ha dado lugar alguno, hasta donde yo sé, en la neurociencia de

la música[12]. Una teoría del significado musical es un conjunto de requisitos para la comprensión de la música: nos dice que, para entender la obra, hay que captar cierto contenido oyéndolo o ejecutándolo, y entonces la pregunta es qué significa “captar un contenido”. Claramente, esto rara vez o nunca consiste en identificar un objeto del que trata la música, ni siquiera en el caso de la “música programática”. Tampoco consiste normalmente en oír analogías o semejanzas con estados mentales corrientes o extraordinarios. Supongamos que usted está escuchando una composición musical homofónica; por ejemplo, una raga clásica o una pieza de canto gregoriano. Usted no sabe el nombre ni la procedencia de la raga, y las palabras latinas del canto le resultan ininteligibles. Pero usted escucha con el mayor interés, transportado por la música y sintiendo el imperio del ritmo. En tal caso, ¿cuál es el “contenido” que usted capta? Usted no atribuye esta música a un sujeto determinado, como si fuera la voz de una persona reconocible. Es una voz sin sujeto, por así decir; o, más bien, no exactamente una voz, sino un movimiento en el espacio musical, que no es el movimiento de una cosa física, pues ninguna cosa física puede existir en ese espacio, sino una pauta puramente intencional, en que cada paso es respuesta al precedente. Tampoco atribuye usted un objeto a la música: tal como usted la oye, la música no desarrolla un pensamiento sobre ninguna cosa determinada, ni se dirige a ninguna meta reconocible. Y esto es tan cierto de La Mer como de una fuga de Bach. Si usted puede atribuir un objeto a la intencionalidad de la música, eso es, por así decir, un hecho externo: algo que usted pone en la música pero que no está directamente contenido en ella. Lo que esto indica es que la música es oída como una especie de intencionalidad pura: una relación intencional de la que han sido borrados los dos términos, sujeto y objeto. Usted puede aportar los términos, por ejemplo, añadiendo a la música un contexto dramático, poniéndole letra o dándole un título. Pero estas adiciones externas no forman parte del contenido musical, que ha de ser entendido, tanto por el intérprete como por el oyente, de otra manera. Entonces, ¿cómo lo entendemos? He aquí dos sugerencias. Primera, el contenido intencional de una pieza de música le pertenece en cuanto música. Se despliega con el desarrollo musical, y no es una analogía o semejanza superficial, por las razones ya mencionadas. Como un pensamiento en el lenguaje, permea la cosa que lo expresa y toma su carácter de la sintaxis musical. Si no fuera así, entonces lo

que es más significativo en la música —el desarrollo de la línea musical, el modo como cada momento da paso al siguiente y es respondido por este— sería solo accidentalmente parte de lo que significa la música, y en tal caso sería difícil sostener que el significado es lo que hay que captar para entender la música. Consideremos el obbligato para violín solista de Erbarme Dich mein Gott, de Bach, y cómo hay que interpretarlo para “captar” el significado: la subida hasta el re inicial, la entonación suplicante del la agudo en el segundo compás, el silencio al final del compás que la termina, el accidentado descenso posterior: todos estos acontecimientos musicales están impulsados por el movimiento armónico y melódico, por el que se profundiza y desarrolla el significado extramusical (ejemplo 3). Segunda sugerencia: nuestra reacción a esta intencionalidad percibida no se debería considerar puramente cognitiva. No consiste solo en reconocimiento, sino sobre todo en empatía: en “moverse con” la línea musical y ser movido por ella. Aquí deberíamos recordar que el movimiento musical tiene lugar en un espacio fenomenológico, estructurado por una causalidad puramente virtual, y que ningún sonido se mueve realmente de un lugar a otro en el espectro musical. Sin embargo, este movimiento es algo que oímos ineludiblemente. Nos movemos con la música y reaccionamos a las fuerzas que suenan en ella. De nuevo vemos una intencionalidad desbordante en nuestra reacción a los tonos musicales: oímos más allá de ellos, por así decir, hasta alcanzar la subjetividad que revelan. Pero es una subjetividad sin nombre. A no ser que haya letra o un contexto dramático que nos diga de quién es esta voz, la música parece llegarnos de ninguna parte y de nadie en particular.

Ejemplo 3: Bach, Erbarme Dich mein Gott.

BAILAR CON LA MÚSICA Podemos profundizar algo más en este fenómeno si examinamos una de las primeras reacciones a la música, que es bailar. Bailar es moverse con algo, con la conciencia de que eso es lo que uno está haciendo. Uno se mueve con la música y también (en los bailes a la antigua usanza) con su pareja. Este “moverse con” es algo que los animales no pueden hacer, porque implica la imitación deliberada de una actividad intencional localizada fuera del propio cuerpo de uno. Eso, a su vez, exige el concepto de uno mismo y del otro, y de la relación entre los dos; concepto que, como ya he indicado, no es posible fuera del contexto de la conciencia en primera persona. Con esto no niego la muy notable coordinación que puede existir en los animales no humanos. La

capacidad de las bandadas de pájaros y de los bancos de peces para cambiar súbitamente de dirección, respondiendo instantáneamente cada pájaro o pez al menor impulso del vecino, de modo que todos se mueven como si fueran un solo organismo guiado por una sola voluntad; es algo que deja suspenso y maravillado. Es justo aquí cuando se presentan los neurocientíficos hablando de neuronas espejo y postulando un mecanismo que, según algunos de ellos (Ramachandran, por ejemplo), es la raíz de la autoconciencia en las personas[13]. Pero eso es absurdo: no hay intencionalidad yo-tú que una al pez con su vecino de banco, ni pájaro alguno ha sentido la extraña fascinación con el movimiento autosuficiente de otro que Shakespeare expresa: When you do dance, I wish you A wave o’ the sea, that you might ever do Nothing but that… (Cuando bailas, te querría hecha ola del mar, para que nunca hicieras nada más que eso…) (Cuento de invierno, acto IV, escena IV)

Notemos cómo Shakespeare, al igual que siempre, señala el punto crucial: «When you do dance», y el “do” vuelve a aparecer en un impresionante encabalgamiento con «Nothing but that». Cuando bailas con la música, entiendes la música como la fuente del movimiento que fluye a través de ti. Te mueves por simpatía con otro ser intencional, otra fuente de vida. Pero la cosa con que bailas no está viva, aun si es producida por alguien vivo. La vida en la música está ahí en virtud de que puedes bailar con la música. La vida en la música es el poder de suscitar una vida paralela en ti, el que baila. Dicho de otro modo: la vida en la música es una vida imaginada, y la danza, una manera de imaginarla. Esto explica algo que Platón observó y resaltó: que la cualidad moral de una obra musical se contagia al que baila al son de ella. La música lasciva, atrevida o agresiva nos invita a “movernos con” precisamente esas cualidades morales. Claro que somos seres sujetos a tentaciones y nuestro conocimiento moral muchas veces se eclipsa cuando somos tentados. Lo que aprendamos por simpatía probablemente tendrá una influencia solo marginal en nuestra conducta. Pero, como señaló Hume, nuestras simpatías tienden a coincidir y a

reforzarse unas a otras, mientras que nuestros deseos egoístas compiten y así se anulan entre ellos. Por eso, lo que se nos contagie por simpatía con una obra de arte o con las personas en ella representadas es de una importancia inmensa. Una obra musical que mueve a la nobleza que oímos en ella, como hace la Segunda Sinfonía de Elgar, despierta simpatía hacia esa virtud, y al acumularse esa simpatía, la obra mejora el temple moral de la humanidad, como sin duda Mozart hizo con sus óperas y Beethoven con su música de cámara. Y este es el efecto que Platón tenía en mente cuando hablaba contra la música de los coribantes de su tiempo. Uno no escucha con una pieza musical; la escucha. Pero el “con” de la danza se reproduce en la escucha. De algún modo, uno se mueve con la música al escucharla, y este movimiento es —o implica— un movimiento de simpatía. Escuchar no es lo mismo que bailar; pero se parece más a bailar que a oír. Muchos oyen música sin escucharla. Escuchar implica atención; pero atención al movimiento imaginado y a la intencionalidad que está más allá de él. La persona que escucha música es llevada por ella en cierto modo como quien baila es llevado por la música a cuyo son baila. Escuchar es en el fondo como estar en presencia de otra persona y en comunicación con ella, si bien una persona conocida solo por el yo que de alguna manera es exhalado a través de la línea musical. Aquí las semejanzas no son entre la forma de la música y la forma del carácter. Son semejanzas entre dos experiencias: oímos la intencionalidad independiente de la línea musical, y nos la apropiamos por simpatía, y así la incorporamos a nuestra propia experiencia. SOBRE NADA En una anterior aproximación a este tema resumí mi idea de la música de esta manera: “La música es un movimiento de nada en un espacio que no está en parte alguna, con una intención que no es de nadie, en el que oímos un sentimiento inexistente cuyo objeto es nadie. Eso es el significado de la música” (quien así habla es Perictione[14].) Solo añadiría que el objeto no es lo único que es un nadie: también lo es el sujeto. La música nos ofrece una pura intencionalidad que podemos aplicar a otros fines, pero que en su forma pura tiene una especie de efecto purificador en quien la escucha bien dispuesto: nos abre a la empatía, aunque con nadie en particular; nos prepara al encuentro yo-tú, aunque con nadie en particular, y nos habla de un orden

del ser distinto al de aquel en que está atrapada nuestra vida en la carne: un orden de pura empatía entre sujetos, sin el estorbo de un mundo objetivo. El espacio inutilizable de la música es, en palabras de Rilke, un hogar divinizado. Por tanto, ofrece un icono de la experiencia religiosa, como mostraré en el último capítulo. En el caso de lo que antes se llamaba “música absoluta” no hay manera de completar la descripción de su intencionalidad. Se refiere a nada en particular, o a todo en general, según se mire. No hay ninguna historia determinada sobre la vida que sea la del Cuarteto en do sostenido menor de Beethoven. Pero toda vida humana está ahí, en cierto modo. Esta música no es simplemente una forma compleja que es agradable de escuchar: contiene un alma, y esa alma se dirige a nosotros en el tono más serio. No hay opciones fáciles, ni emociones postizas, ni insinceridad en esta música, que tampoco tolera esas cosas en ti. De alguna manera propone un ejemplo de vida más alta y te invita a vivir y sentir de un modo más puro, para que te liberes de los fingimientos cotidianos. Por eso parece hablar con tanta autoridad: te invita a entrar en un mundo distinto y más alto, en el que la vida halla su plenitud y su finalidad. Mi modo de expresar esto era decir que esa música es pura intencionalidad: no presenta ni sujeto ni objeto, sino la intencionalidad pura, etérea, el acto de referirse a sí misma en un espacio metafísico propio. Esos filósofos reduccionistas que piensan que no existe eso llamado intencionalidad, deben por tanto negar que existe la música. Su mundo contiene sonidos pero no melodías, así como contiene cerebros pero no personas. Dicho así, sin embargo, la música parece más misteriosa de lo que es. Sabemos que la música es expresiva, y que media toda la diferencia del mundo entre los músicos que tocan con empatía con su atmósfera emocional, y aquellos a los que la música no causa impresión. Interpretar esta música comprendiéndola es identificarse con su intencionalidad: oír en su movimiento un rasgo propio que uno reproduce en sí mismo. Y todo eso da a la música un lugar en el centro de nuestra vida. Pero cuando se trata de traducir lo que entendemos al lenguaje de la crítica, hablamos de forma y estructura, de relaciones tonales y progresiones armónicas. Intentamos mostrar cómo la obra, pese a su carácter episódico, está meticulosamente compuesta de frases y secuencias; cómo cada nuevo episodio responde al anterior y contribuye al argumento musical en curso. Mostramos cómo los

cambios radicales de tonalidad, ya insinuados en el primer movimiento de fuga y luego subrayados en cada sucesivo episodio, están anunciados en la frase de apertura, y cómo la pugna entre las tonalidades de do sostenido y la, ceremoniosamente presentada en el tercer compás, se mantiene a lo largo del cuarteto, haciendo que el último movimiento oscile de fa sostenido a do sostenido mayor solamente en los últimos compases (ejemplo 4). Los análisis de este tipo, que son la materia prima de la crítica, podrían invitar a pensar que Hanslick tenía razón después de todo: que en la música no hay eso que se llama “intencionalidad”, que toda referencia a la forma de vida que en la música se revela y se representa es mera metáfora, y que lo que llamamos “vida” en el cuarteto de Beethoven no es más que las sorpresas sintácticas con que nos topamos al escucharlo.

Ejemplo 4: Beethoven, Cuarteto en do sostenido menor, op. 131.

Ejemplo 5: Beethoven, Cuarteto en do sostenido menor, op. 131.

Y sin embargo, nos resistimos a esa conclusión. El Cuarteto en do sostenido menor es una de las piezas más conmovedoras que escribió Beethoven: una obra profunda y con autoridad que habla, como dijo Beethoven de su Missa solemnis, «de corazón a corazón». En esa frase inicial hay una seriedad desafiante, una invitación al diálogo y a la empatía, que es

el verdadero tema de todo lo que sigue. Y cuando, en el segundo tema del sexto movimiento, la frase inicial es evocada tras muchas desviaciones, uno siente la fortaleza de espíritu capaz de mantenerse constante a través de tantos cambios (ejemplo 5). Decir de esta música que es “profunda” y que tiene “autoridad” no es dejar volar la fantasía. Pues esas palabras captan el modo como reaccionamos a ella. El Cuarteto en do sostenido menor nos invita a “dejarlo hablar” y absorber su vida. Y esto es típico de las grandes obras de música instrumental en nuestra tradición: que nos exigen una especie de rendición, que reconozcamos su autoridad. Incluso una obra tan abstracta y arquitectónica como El arte de la fuga habla con autoridad, te dice que cuando hayas acabado de oírla no serás ya la misma persona que cuando empezaste. ¿Tiene sentido una afirmación como esa? La palabra “profundo” tiene muchas acepciones, y todas están relacionadas mediante cadenas de analogía y paronimia a los ejemplos centrales de estanques, ríos y océanos[15]. Shakespeare dice algo profundo con su verso «Yace tu padre en el fondo» [La tempestad, acto I, escena 2]: nos recuerda la última morada del padre en el corazón de cada uno. Es un gesto profundo el de Wagner cuando comienza el ciclo del Anillo desde ese mi bemol bajo, el límite inferior de la voz humana, y que muestra la transición del ser al llegar a ser, mientras la serie armónica se extiende por las aguas de la superficie. Aplicamos la palabra “profundo” a afirmaciones y a personas, a gestos y emociones, a observaciones y miradas. ¿Por qué negar su uso al crítico musical? En escritos recientes, Peter Kivy ha subrayado que la música no habla de cosas, a diferencia del lenguaje, y por tanto no puede decir cosas profundas, al modo en que pueden decirlas las obras literarias[16]. Pero no debemos dejarnos convencer por el argumento de Kivy. Al calificar de profunda una obra musical, describimos su carácter, y el carácter de una obra musical es algo que oímos en ella y a lo que respondemos cuando respondemos con empatía. Se puede ver el carácter en un rostro, una mirada o un gesto. Y se puede oír en una entonación de voz. Por tanto, también se puede oír en la música. Profundidad, en la música como en las personas, es lo opuesto a superficialidad. Un tema superficial puede ser materia de un profundo examen musical (como en las Variaciones Diabelli de Beethoven), así como un tena profundo puede ser desarrollado de una manera superficial (Variations sérieuses de Mendelssohn). Una obra puede comenzar con un

tema impresionante pero mostrarse incapaz de permanecer fiel a él, como ocurre, por ejemplo, con el poema tonal de Strauss Also sprach Zarathustra, que comienza con el mismo gesto que usó Schubert con tan asombroso efecto al principio de su Cuarteto en sol mayor: cambiar sin anunciarlo entre mayor y menor en el acorde tónico. Pero en Strauss, el gesto es vacío y aparatoso, una afirmación de carácter a cuya altura no se mantiene la pieza en su conjunto. En cambio, el cuarteto de Schubert, que es verdaderamente un monumento de la música de cámara, es congruente de principio a fin, sin que ni una nota desmienta la intensa mirada al vacío con que comienza la obra. La música, he dicho, implica la creación de movimiento en un espacio fenoménico propio; y como ese movimiento tiene un pulso temporal, podemos compartirlo, como hacemos al bailar[17]. Escuchar música está aguas abajo de bailarla. Es un modo de atender a un movimiento musical y hacerlo propio. Como he señalado, bailar es normalmente una actividad social: un “bailar con”. Y supone una actitud hacia uno mismo y hacia el otro que se traduce inmediatamente en gestos. A veces uno baila solo, pero entonces no está realmente solo, pues baila con la música: la música se convierte en su pareja, y uno adecúa sus movimientos a la música como podría adecuarlos a los de su pareja en la pista de baile. Así ocurre en el ballet, y esto nos recuerda algo importante: que hay una gran diferencia entre el bailarín que entiende la música que baila, y el que simplemente baila junto con ella sin entenderla. Entender la música implica traducirla a gestos que sean expresivos en sí mismos y que estén en consonancia con el contenido intencional de la música. MÚSICA Y MORAL ¿Por qué es importante para nosotros que la música que escuchamos sea profunda, sincera, seria? ¿Por qué buscamos en la música las cualidades morales que admiramos, y qué esperanza cabe de encontrarlas en ese espacio metafórico adonde nosotros nunca podemos aventurarnos? Seguramente es razonable pensar que configuramos nuestra vida emocional por medio de las relaciones que desencadenan nuestras emociones, y que gran parte de lo que sentimos es resultado de nuestras tentativas de “hacernos responsables” de nuestros sentimientos y modelarlos conforme a las reacciones empáticas que provocan. La emoción es, en gran medida, material plástico, y se deja

modelar no solo por el intento de entender su objeto, sino también por el deseo de comportarnos como se debe en el espacio público que nos rodea. Este “salir afuera” de la vida interior es parte de la educación emocional, e implica aprender cómo llevar a otros a una relación fructífera con nuestros sentimientos, a fin de ganarnos su simpatía. Algo semejante se puede ver en esas ocasiones festivas, ceremoniales y ritualizadas en que nos permitimos disfrutar de nuestros sentimientos, sean de alegría o pena, y se impone la experiencia de “compartir”. Gran parte de lo que se hace en esos momentos es obra de la imaginación, y no resulta sorprendente que en las ocasiones en que nos permitimos llevar nuestros sentimientos al límite, se suscite en nosotros la simpatía hacia personas puramente imaginarias. Por eso el teatro trágico griego formaba parte de un festival religioso y una celebración comunitaria de la ciudad y sus dioses. Esta era la ocasión en que la gente podía ensayar sus emociones de empatía, y por tanto “aprender cómo sentir” en las difíciles circunstancias que imperan en todo el ámbito humano excepto en el teatro. (Y de ahí la tentación de rehacer el resto de la vida como un teatro, en el que todas las emociones son un lujo: la tentación de lo que llamamos sentimentalismo.) Lo anterior sugiere que formamos nuestras emociones por medio de nuestras respuestas empáticas, que nos hacemos responsables de sus manifestaciones externas y que en todo esto hay lugar para una genuina éducation sentimentale. Si el teatro puede contribuir a esta educación, también la música. Cuando nos movemos con la música, empatizamos con la vida que hay en ella. Y nos abrimos a la experiencia de “compartir” moviéndonos con la conciencia intencional contenida en la línea musical. Nos apropiamos de los gestos que hace la música, y «somos la música mientras dura la música», por emplear las conocidas palabras de T. S. Eliot [“The Dry Salvages”, en Cuatro cuartetos]. Usamos la música para construir nuestra propia Entäusserung emocional, como podríamos modelar nuestras empatías adoptando los gestos rituales en un funeral o uniéndonos a un desfile patriótico. Si uno lee lo que dicen los críticos musicales sobre las obras instrumentales que están también dispuestos a calificar de profundas, a menudo verá que se refieren a la narrativa musical. Describen la pieza diciendo que se mueve a través de ciertos estados, quizá para explorarlos, que pasa por obstáculos, dificultades y crisis, y quizá que sale de las tinieblas a la luz, y así muestra

que eso se puede en verdad hacer. Así, Schubert puede mostrarnos terror puro en el Cuarteto en sol mayor, que pasa gradualmente de la perplejidad a la aceptación, a hallar belleza y serenidad en el reconocimiento mismo de que todo ha de acabar. Tal comentario será plausible solo si el crítico lo respalda con una descripción convincente de la narrativa musical. Como señalé antes en mi crítica a Kivy, cualquiera puede decir: “Aquí la música es triste, por la clave menor, las frases en descenso, etcétera”. Pero no todo el mundo puede mostrar cómo un compositor como Schubert es capaz de hacer música que se alza sola de su propia desesperación, mediante recursos puramente musicales: recursos que nos resultan convincentes tanto musical como emocionalmente, y que muestran cómo un proceso emocional se puede empezar en la música y también concluirlo en ella. La música te lleva a través de algo, suscitando en ti respuestas empáticas que podrían en su momento ser incorporadas a tu propia vida interior. La música te socializa, aun la más privada e íntima; esta tal vez más. (Pensemos en esos gestos íntimos que hay en la música de cámara de Brahms, por ejemplo —como el lento movimiento del Quinteto en fa menor—: invitaciones a una ternura duradera, imágenes de amor doméstico que sabemos nunca se realizarán, pero que quedan en el alma para siempre, como ideales y reconvenciones.) Por eso, los críticos tantas veces alaban la música instrumental por su sinceridad y la critican por su sentimentalismo. Parece extraño, a primera vista, describir con esos términos una obra puramente instrumental. ¿Cómo puede ser un cuarteto de cuerda más sincero que otro? ¿Cómo mienten los violines? ¿Cómo se puede decir que el Quinteto para piano de César Franck es sentimental, como si subiera y bajara de ánimo, con Bambi y la muerte de la pequeña Nell? Que tales descripciones sean adecuadas depende de nuestra capacidad de reconocer el “sentimiento falso” en gestos, movimientos y desarrollos dramáticos. Es falso no solo el sentimiento que encubre un fingimiento. Lo es también el que está mal enfocado. El sentimiento falso se dirige a uno mismo en vez de al otro. En gestos y expresiones faciales reconocemos la fisonomía de la persona centrada en sí misma, la simpatía insincera que calcula costes y beneficios, la compasión fingida que se recrea en el sufrimiento. Entonces, ¿no podemos reconocerlo también en la música? No es absurdo oír narcisismo en las zalameras melodías y untuosas armonías del último Scriabin, o la insincera dulzura del Agnus Dei del Requiem de Duruflé. Son cosas que oímos no solo encontrando analogías, sino también

entrando, oyendo en la intencionalidad de la línea musical y comprendiendo que está enfocada no al otro sino a sí. Me parece, pues, que es razonable atribuir cualidades morales a la música instrumental. Tampoco deberíamos resistirnos a la idea de que la música puede lograr la clase de autoridad emocional que atribuimos a Shakespeare o Racine: ese claro planteamiento de una posibilidad moral, que es también una validación de la vida humana. Las grandes obras de la música incluyen un argumento musical de gran escala. Afrontan dificultades y pruebas, que son —por así decir— piedra de toque para su material, y muestran que los elementos melódicos, armónicos y rítmicos salen mejorados de la prueba. Esto es justo lo que ocurre en el Cuarteto en do sostenido menor de Beethoven. Nada más empezar se oye la segunda aumentada de la escala armónica menor —en este caso, de si sostenido a la natural—, presentada como el gesto central en un tema de fuga. El intervalo parece llevar una carga meditativa inmensa, como una mano alzada para prestar juramento (ver de nuevo el ejemplo 4). El intervalo vuelve una y otra vez mientras el argumento musical lo envuelve, lo enmarca, se mueve con él hasta que, en el último movimiento, se hace serenamente melódico: la mano ahora está puesta sobre el pecho. Aquí la profundidad no es la de un aserto, sino la de un estado mental, una manera de salir al encuentro del mundo, que no atribuimos a ningún sujeto determinado ni relacionamos con ningún objeto determinado, pero que, no obstante, despierta empatía. En este gesto oímos un modo abierto y virtuoso de relacionarse con el mundo. Destacamos grandes obras de arte en general, y de música en particular, porque influyen en nuestra vida. Nos dan un indicio de la profundidad y valor de las cosas. Las grandes obras de arte son el remedio de nuestra soledad metafísica. Aun cuando su mensaje sea inquietante, como en la novena y la décima sinfonías de Mahler o en la sexta de Chaikovski, es, por así decir, una inquietud que aquieta, que da al oyente afligido una prueba de que no está solo. Si tengo razón, disfrutar de la música implica una especie de movimiento empático hacia fuera. En la música, como en la sexualidad y en la arquitectura, se puede arrancar la relación entre sujetos y sustituirla por una ordenación de objetos. Y de una u otra manera, el resultado es una cultura idolátrica, en que la libertad y la personalidad quedan anuladas por una invasión de imágenes que demandan una respuesta adictiva. Como he

explicado en el capítulo anterior, tenemos todas las razones para considerar este resultado una “caída”, y la gran historia contada en el Génesis se prolonga para incorporar estos nuevos y preocupantes hechos. La caída no ocurrió en un momento determinado de la historia: es una característica permanente de la condición humana. Estamos suspendidos entre libertad y mecanicismo, sujeto y objeto, fin y medios, belleza y fealdad, santidad y profanación. Y todas esas distinciones derivan del mismo hecho fundamental: que podemos vivir abiertos a los otros, respondiendo de nuestras acciones y pidiendo cuentas a los demás, o cerrarnos a los otros, acostumbrarnos a verlos como objetos, para retirarnos del orden de la alianza al orden de la naturaleza.

[1] Tomo de Sellars la expresión «el espacio de las razones»; ver capítulo 2. [2] El culto del Otro en la filosofía francesa de posguerra se remonta a Hegel a través de las conferencias que pronunció Kojève de 1934 en adelante, reunidas por Raymond Queneau en Introduction à la lecture de Hegel, Gallimard, París, 1946 (versión española de Andrés Alonso Martos: Introducción a la lectura de Hegel, Trotta, Madrid, 2013). Pero ver especialmente “La existencia del prójimo”, en Jean-Paul Sartre, El ser y la nada, parte III, cap. 1 (versión española de Juan Valmar: RBA, Barcelona, 2004). [3] Philosophie der Heimat: Heimat der Philosophie, Akademie Verlag, Berlín, 2003. [4] Geoffrey MILLER, The Mating Mind, Random House, Nueva York, 2000. Es interesante relacionar el problema de la cola del pavo real con el de la hormiga que se sacrifica, como hace Helena Cronin en The Ant and the Peacock: Altruism and Sexual Selection from Darwin to Today, Cambridge University Press, Cambridge, 1991. [5] Pace Tymoczko, A Geometry of Music. Remito de nuevo a mi reseña de esta obra en Reason Papers (2012). [6] No es este el lugar apropiado para rebatir a los defensores del ecumenismo musical. Quien esté interesado en mi opinión sobre la música pop puede consultar el artículo “Soul Music”, publicado en la edición digital de American, 27 de febrero de 2010 (http://www.aei.org/publication/soul-music/), que va acompañado de ejemplos y vídeos musicales. [7] Cfr. “Why Read Adorno?”, en mi obra Understanding Music, Continuum, Londres, 2009. [8] Eduard HANSLICK, The Beautiful in Music: A Contribution to the Revisal of Musical Aesthetics, versión inglesa de Gustav Cohen, Novello, Ewer and Co., Nueva York, 1891. [9] Por ejemplo, The Corded Shell: Reflections on Musical Expression, Princeton University Press,

Princeton, 1981. [10] Trato esto por extenso en The Aesthetics of Music. [11] Sir Michael DUMMETT, Frege: Philosophy of Language, 2.ª ed., Harvard University Press, Cambridge (Massachusetts), 1981. [12] Cfr. Aniruddh H. PATTEL, Music, Language, and the Brain, Oxford University Press, Oxford, 2008; Daniel J. Levitin, This Is Your Brain in Music: Understanding a Human Obsession, Atlantic Books, Londres, 2007, etc. [13] Cfr. RAMACHANDRAN, “Mirror Neurons and Imitation Learning”. [14] Perictione in Colophon, p. 221. [15] Aristóteles introduce la idea de acepciones “parónimas” con el ejemplo de “sano”, que puede decirse de una persona, un alimento, un rostro, etc. Cfr. mi libro Art and Imagination, parte 1. [16] Ver Music Alone: Philosophical Reflections on the Purely Musical Experience, Cornell University Press, Ithaca (NY), 1993, y A Philosophy of Music, Oxford University Press, Oxford, 2007. [17] Ver SCRUTON, The Aesthetics of Music.

8. BUSCANDO A DIOS

En este libro he desarrollado una concepción de sujetos autoconscientes y su mundo. He intentado mostrar que la intencionalidad desbordante de las respuestas interpersonales nos ofrece significados que trascienden el ámbito de cualquier ciencia natural. El “orden de la alianza” emerge del “orden de la naturaleza”, algo así como el rostro emerge de la carne o el movimiento de tonos emerge de la secuencia de sonidos en la música. No es una ilusión ni un invento, sino un «fenómeno bien fundado», por usar la expresión de Leibniz. Está ahí fuera, objetivamente perceptible, tan real como cualquier propiedad del mundo natural. Así es, al menos, para el sujeto autoconsciente; para todas las demás criaturas sensibles, en cambio, el orden de la alianza es invisible, incognoscible e irrelevante. Mis reflexiones me han llevado a un territorio alejado de mi punto de partida, los actuales debates sobre religión. Y el lector tal vez se pregunte por qué me he detenido tanto en los temas del asentarse, del edificar y del hacer música antes de volver al asunto principal. Mi intención ha sido introducir al lector en dos ideas fundamentales: primera, que la intencionalidad yo-tú se proyecta más allá del límite del mundo natural; y segunda, que así revela nuestra necesidad religiosa. La primera de estas ideas halla confirmación en la música. Nuestra cultura musical, he dicho, nos pide que respondamos a una subjetividad que está más allá del mundo de los objetos, en un espacio propio. La música se dirige a nosotros como lo hacen las personas. Por supuesto, el sujeto musical es puramente imaginado, al igual que el “espacio inutilizable” en que suena. Se nos presenta como un dirigirse sin nombre, una intencionalidad sin objeto,

cuyo sujeto no tiene más realidad que esta. Sin embargo, la música nos interpela desde allende los límites del mundo natural. La segunda idea está implicada en distintos momentos de mi argumentación. El orden de la alianza, sugiero, no basta por sí solo para sostener comunidades humanas duraderas. Una sociedad sobrevive cuando se asienta, y el asentamiento depende de la piedad y del sacrificarse. La relación yo-tú abraza a las generaciones ausentes y a otros que no están claramente presentes entre nosotros. Y nos lleva a hacer sacrificios en bien de personas que no pueden merecerlos mediante un compromiso mutuo. Por medio de los vínculos “trascendentes” de piedad entramos en el ámbito de lo sagrado, de obligaciones que no se pueden justificar en virtud de ningún pacto que hayamos hecho y que hablan de un orden eterno y ultramundano. Y entonces se suscita la cuestión de si nuestros encuentros con lo sagrado son verídicos en algún sentido. Por decirlo de manera sencilla: ¿es lo sagrado una mera invención humana o nos viene también de Dios? El arte, la literatura y la historia escrita de la humanidad nos cuentan el relato de nuestra necesidad religiosa y de nuestra busca del ser que podría satisfacerla. ¿De dónde viene esa necesidad? En el orden de la alianza, el amor al prójimo crece para llenar los huecos entre nuestros pactos. La red de alianzas nos une a ella con hilos firmes, y ¿no es esto sin duda bastante consuelo? Que nuestra intencionalidad interpersonal vague por regiones más metafísicas no es para nosotros motivo de mayor preocupación. O, a lo sumo, podría conceder el ateo, podemos considerarlo una adaptación, una reliquia de viejos sentimientos de inseguridad que nos hace ir siempre en busca de un amigo que nos ayude, aun en aquellas circunstancias en que no cabe encontrarlo. Y viendo así las cosas, estamos dispuestos a gestos de renuncia, con los que no ganamos nada, pues la recompensa se la apropian nuestros genes. EL ORDEN DE LA CREACIÓN Sostengo que esa explicación es inaceptable. La vida humana está sometida a continua perturbación a causa de experiencias que no se pueden encajar en un marco contractual. Esas experiencias no son simples residuos irracionales, aunque pertenecen a otro orden de cosas, en el que “la generación y la

corrupción”, por usar la expresión aristotélica, son los principios rectores: el orden de la creación. La física no puede hacer nada con la idea de creación. En el orden de la naturaleza no hay creación ni destrucción, y lo que conocemos como objetos son simplemente las formas efímeras que adoptan las partículas y fuerzas en su paso desde la singularidad en un extremo de la cadena causal a la singularidad en el otro extremo. En el orden de la naturaleza, una cosa se transforma en la que le sucede sin ninguna pérdida ni ganancia absoluta, y todo el ser está gobernado por leyes de conservación que nos prohíben decir que una cosa es creada de la nada, o que otra simplemente desaparece. Sin embargo, en nuestra propia vida nos enfrentamos continuamente con el pensamiento de la nada. La individualidad del yo me sugiere un pensamiento extraño: esto que conozco solo como sujeto y no puedo conocer como objeto, un día será destruido sin que quede ningún resto. El yo está compuesto de nada y, por tanto, se va sin dejar nada. Ese es el temible pensamiento contenido en la figura envuelta en sudario que está en el bote de Böcklin, que se yergue como el “yo” [“I”] en una frase [“sentence”]: una sentencia de muerte, un arrêt de mort[1]. El yo existe en el borde de las cosas: ni es parte del mundo físico ni está excluido de él; por tanto, puede ser destruido sin que deje nada. Así como vino a la existencia de la nada, así se esfuma en la nada cuando llega su hora. La muerte, por tanto, es el límite de mi mundo: más allá no hay nada. Sartre sostenía que esta nada que atisbo en el fin de la vida está presente en todos mis momentos de vigilia, pues es lo que el yo esencialmente es. Así como no puedo mover los ojos para ver el límite de mi campo visual, no puedo cambiar mi atención de modo que el sujeto se convierta en un objeto de su propia conciencia. El sujeto se escapa a la nada ante todos mis intentos de capturarlo[2]. En la autoconciencia, en efecto, me enfrento a le néant. Para nosotros, dice Sartre, «la nada se da en el seno mismo del ser, en su meollo, como un gusano». Cualesquiera que sean los términos que escojamos para apresar este escurridizo rasgo de nuestra condición, hemos de admitir que la vida humana nos ofrece constantemente el pensamiento de la aniquilación y de la absoluta fragilidad de nuestros asideros. Es como si, en las situaciones límite que nos encontramos, súbitamente se rasgara en pedazos el velo de nuestras seguridades y nos enfrentáramos con otro orden, donde el ser y la nada,

creación y destrucción forcejean sin fin y sin resultado definitivo. Gerard Manley Hopkins lo dice con gran fuerza: Oh la mente, la mente tiene montañas; precipicios espantosos, escarpados, no sondeados por el hombre. Tenerlos en poco podría quien nunca se asomó allí. Y tampoco por mucho tiempo nuestra pequeña resistencia soporta esa pendiente o profundidad. ¡Aquí!, arrástrate, desdichado, bajo un consuelo escondido en un torbellino: toda vida la muerte termina y cada día muere con el sueño. [Soneto 65: “No worst, there is none”]

La moralidad secular pertenece al orden de la alianza: procura fundar las obligaciones en contratos y repudiar todo lo que se impone al sujeto desde fuera de su voluntad[3]. Pero en las situaciones límite alcanzamos a ver tras el orden de la alianza cosas que no tienen lugar en él: esos escarpados precipicios, “no sondeados por el hombre”, por uno de los cuales caeremos un día. No hay pacto que motive al soldado que entrega su vida por su país, que mueva a la madre a dejar todo por el bien de su hijo tullido, que inspire a los amantes en la obra de títeres de Chikamatsu a saltar al precipicio o a Cordelia a decir la verdad a Lear que espera adulación, que haga a Brunilda arrojarse a la pira funeraria del infiel Sigfrido, y así en incontables casos reales y en tantas valiosas obras de arte. Los actos que suscitan nuestra maravilla y admiración, y los grandes gestos trágicos que nos ofrecen el arte y la literatura, nos recuerdan que hay otro mundo tras nuestras negociaciones diarias. Es un mundo de absolutos, en que los principios rectores son creación y destrucción, no acuerdo, obligación y ley. Pero ciertas experiencias hacen que este mundo irrumpa a través del velo de concesiones mutuas para darse a conocer. Sin duda, el poder de la tragedia no consiste, contra lo que sostenía Aristóteles, en excitar y purgar la piedad y el miedo, sino en mostrar que los humanos podemos afrontar la aniquilación y, sin embargo, conservar nuestra dignidad de seres libres y autoconscientes: que podemos afrontar el sufrimiento y la muerte como individuos, no como meros pedazos de carne. Dicho de otro modo, que la muerte puede ser levantada por encima del orden de la naturaleza y transfigurada en una característica soportable del Lebesnwelt. MUERTE Y SACRIFICIO Pero el miedo a la muerte permanece. El miedo, como dice Larkin, a

La segura extinción a la que vamos y en la que estaremos perdidos siempre. No estar aquí, no estar en sitio alguno, y pronto; nada más terrible, nada más verdadero. Este es un modo especial de tener miedo que ningún truco disipa. Lo intentaba la religión, ese gran brocado melodioso, apolillado, creado para fingir que nunca morimos… [Philip Larkin, “Aubade”]

La extinción del sujeto, de modo que solo quede el objeto, nos confunde y desconcierta. En nuestro caso, es de algún modo inimaginable. La muerte es un límite que no tiene otro lado, y es la nada que está al otro lado lo que teme Larkin, con un temor que ningún truco disipa, pues todos los trucos pertenecen a este lado del límite[4]. Pero también la muerte del otro es misteriosa. La intencionalidad desbordante que nos une a nuestro mundo se encuentra aquí con una puerta cerrada y en vano da golpes en ella. El cuerpo muerto que tengo ante mí ya no es el otro, sino un objeto que le pertenece. Temo tocarlo, consciente de que debo tratarlo con reverencia, pues pertenece a otro que ha desaparecido. Es la prueba de su nada y la advertencia de que me aguarda el mismo destino. De ahí que los cuerpos de los muertos reciban honor. Son dones recibidos por quienes los han dejado, y ahora han de ser entregados, cedidos por la comunidad en un acto colectivo de sacrificio. Esta entrega de los muertos es un deber para los vivos: por eso, en el libro 11 de la Odisea, el espíritu de Elpénor, que había caído del tejado del palacio de Circe, suplica a Ulises que vuelva al lugar de su muerte y lo entierre con arreglo al rito acostumbrado, para que su cuerpo no yazga “sin duelo ni sepultura” (ἄκλαυτον ἄθαπτον). El cuerpo muerto es un objeto que habla completamente de la nada: es un signo de otro orden, en el que las cosas vienen a la existencia por fíat y son barridas sin causa. Volvamos un momento a lo dicho sobre el sacrificio en el capítulo 1. La etimología de la palabra sacrificio —sacrum facere, hacer sagrado— es notablemente significativa, como ha señalado Douglas Hedley en su interesante libro sobre este tema[5]. En la antigüedad, el sacrificio se concebía como una manera de “hacer sagrado” algo, lo cual implicaba que somos nosotros los que conferimos santidad al mundo por medio de cosas que hacemos. Lo mismo está implicado en el verbo “consagrar”. Desde

luego, damos por supuesto que también participan los dioses: la consagración de un templo es también una invocación al dios que residirá allí. Pero subsiste la implicación de que es por medio de nuestros actos como surge lo sagrado. Y en las sociedades paganas, el más importante de esos actos era el sacrificio. Según René Girard, la primitiva forma del sacrificio es el asesinato colectivo de una víctima, cuya muerte se siente como una liberación de los conflictos “miméticos” de la comunidad, y que adquiere la santidad renovando la cohesión de la tribu. Como señalé en el capítulo 1, esta teoría no explica, de hecho, la cualidad sagrada de la víctima sacrificial, ni nos dice qué significa realmente el término “sagrado”. Si los sacrificios de este tipo tienen un sentido religioso, creo, es porque ponen a la vista la aniquilación. La tribu se agolpa junto a la ventana para mirar cómo la llama del ser se extingue en la criatura empujada al vacío. Lo significativo no es el efecto terapéutico sino el espectáculo, en el que el ser y la nada compiten en el interior de la víctima. Eso, me parece, es la única manera en que tal acontecimiento podría insinuar lo sagrado. Pero, así concebido, lo sagrado es una pura abstracción: una experiencia no mediada de temor reverencial ante la nada. Está para ser superada, aufgehoben: así diría Hegel, y yo coincido con él. Por eso propongo otro “mito de los orígenes”, en el que esbozo los dos “momentos” ulteriores por los que se ha de pasar, en el paso del sacrificio a la santidad: el momento del don y el momento del perdón. DAR Y PERDONAR El momento del perdón es ilustrado por la historia veterotestamentaria de Abraham e Isaac (o Abraham e Ismael en la versión coránica). Que Abraham estuviese dispuesto a sacrificar a su hijo podría parecer un pecado, como la práctica azteca de los asesinatos masivos en honor del dios sol. Sin embargo, Abraham entregaba algo que amaba profundamente, arriesgando su propia felicidad y su ser, por un Dios al que creía con derecho a pedírselo. Al disponerse a hacer el don de su querido hijo, reconocía que su hijo, a su vez, era un don de Dios[6]. Había alcanzado un umbral, había dejado a un lado a sí mismo y sus deseos y se disponía a ofrecer en sacrificio lo que le era más querido. Lo hacía por la única razón de que Dios lo mandaba, y que no

consultara a Isaac hace pensar en una obsesión por Dios rayana en lo patológico. Tanto Abraham como Dios habían traspasado el límite de la alianza que acababan de hacer: Abraham al ofrecer a su hijo, y Dios al exigirlo. No se había acordado nada semejante (cfr. Gen 17). Pero Abraham salió sin titubeos del seguro orden de la alianza para adentrarse en el arriesgado orden de la creación, donde se dejan a un lado reglas y pactos. Y al hacer así, descubrió una verdad religiosa fundamental: que existir no es un accidente, sino un don. Esta idea da paso a un nuevo momento en el despliegue de lo sagrado, y ritos, liturgias, santuarios, tal como los entendemos, son todos formas de dramatizar este momento, formas de ilustrar la verdad de que cuanto tenemos y somos nos ha sido dado[7]. El momento del perdón pone ante los ojos otra verdad religiosa: que el sacrificio alcanza la reconciliación solo mediante el sacrificio de uno mismo. Esta es la verdad que se hizo patente en la Cruz y que desde entonces está entrañada en todos los ritos sagrados de la religión cristiana. Aunque discrepo de la explicación de lo sagrado que propone Girard, coincido con él en que la Cruz señala la transición a otro orden de cosas, en que ya no se requieren víctimas. En este nuevo orden es el sacrificio de sí lo que sustenta la vida moral, y para el cristiano, la más intensa de todas las realizaciones de lo sagrado es la Eucaristía, que conmemora el propio sacrificio de sí hecho por Dios por el bien de la humanidad. De este sacrificio hemos de aprender la vía del perdón. La alianza exige que cada persona cumpla sus obligaciones y reciba sus derechos. Pero nadie tiene derecho al perdón, y nadie, en el esquema de la alianza, está obligado a ofrecerlo. El perdón llega, cuando llega, como un don. Ciertamente, es un don que hay que ganar. Pero se gana con penitencia, contrición y expiación, actos que no pueden ser cláusulas de un contrato pero que deben ser ofrecidos para que puedan rectificar la falta. De este modo, el momento del perdón lleva a término el proceso que observamos en la idea medio loca que tenía Abraham de lo que se le pedía hacer. Es el momento del reconocimiento mutuo, cuando dos personas renuncian al resentimiento en un intercambio de dones. La teología cristiana distingue tradicionalmente entre naturaleza y gracia. Sin detenerme en los intrincados argumentos que se han elaborado en torno a esta distinción, remito a mis sugerencias en el último párrafo, que indican que las cosas necesarias para la vida espiritual son dones, que se nos entregan

cuando nosotros nos ofrecemos. Lo sagrado nos llega cuando, en medio de todos nuestros cálculos, dejamos aparte el orden de la alianza y vemos el mundo, a nosotros mismos y todo lo que tenemos como dones: signos, diría un cristiano, de la gracia de Dios. Por eso deberíamos ir más allá de la insistencia de Girard en la violencia sacrificial. Mucho más importantes entre los momentos sagrados son aquellos en que irrumpe la idea de don. Por ejemplo, está el momento del enamorarse. El amante se experimenta como dependiente del ser de la otra persona y vinculado a él. En su mundo aparece una división entre la vida con ella y un vacío donde ella no está. En los celos cae en ese vacío, y ella también. En la posesión él se renueva. En todo lo que pasa entre los amantes, la creación lucha con la destrucción. No es sorprendente, pues, que haya una vacilación, un sentido del carácter prohibido de esto que es tan querido. El cuerpo de la otra persona se concibe como algo exterior al orden de la alianza que entra en él desde un lugar de imperativos inescrutables que debemos obedecer… pero obedecer libremente. La proximidad de lo sagrado y lo prohibido es un lugar común de la antropología. Lo uno y lo otro invitan a la transgresión e inspiran por igual temor y deseo cuando nos encontramos en su presencia. Georges Bataille lo subrayó, en relación con el sentimiento erótico, en un texto de amplia influencia[8]. Las personas caen en trampas con que nunca podría encontrarse ninguna criatura confinada en el orden de la naturaleza. La experiencia de lo sagrado es la revelación, en medio de las cosas cotidianas, de otro orden, en el que creación y destrucción son los principios rectores. Los grandes momentos de la vida son precisamente aquellos en que resplandece este orden, haciendo que los pactos pierdan su sentido y los votos los reemplacen. Una nueva vida es un don llegado del lugar donde las cosas son creadas y destruidas por razones no meramente humanas. Así, el nacimiento se señala con ritos de aceptación y gratitud, y por votos de proteger el cuerpo y el alma del recién nacido. El amor sexual es el momento en que dos personas hacen don de sí, y también se disponen a los sacrificios que exigen la familia y el amor a los hijos. La muerte es el momento en que se entrega el don de la vida, y el funeral es el reconocimiento, en retrospectiva, de este don y de que «el Señor me lo dio, el Señor me lo quitó; bendito sea el nombre del Señor» [Job 1, 21]. Cuando pienso en estas cosas,

me parece que no es casualidad que, en toda vida humana, coincidan lo sagrado, lo sacramental y lo sacrificial. Nuestra vida de seres libres es una vida en comunidad, y la comunidad depende del orden de la alianza. Pero las comunidades no subsisten sin sacrificio. Las personas son llamadas a dar la vida en tiempo de guerra, a sacrificar sus comodidades presentes por el bien de sus hijos y a hacer el sacrificio diario del perdón, por el que renuncian a la venganza y a la satisfacción por el bien de otros en los que no tienen especial interés. Salvo que se deje al orden de la creación brillar a través de la red de pactos, la comunidad está amenazada de extinción, al debilitarse los motivos para el sacrificio. De ahí la necesidad de ritos en los que se hace presente el sacrificio como experiencia comunitaria. Repetir esos ritos es una manera de unir a las personas en torno a una necesidad común. Los ritos de paso son, pues, instrumentos de perpetuación social, y no extraña descubrir que son un universal humano[9]. Los ritos se adornan a menudo con una explicación. Pero es un tipo especial de explicación: no un dato de ciencia natural ni de teología abstracta, sino un mito de los orígenes como los que he descrito en el capítulo 5. Sin duda, en los actos de culto, los mitos y los relatos se presentan como artículos de fe. Pero habría que entenderlos de otra manera. Son modos de unir el Lebenswelt con la naturaleza. Esto no significa que los relatos no sean más que amables ficciones. La gente se ha agarrado a ellas y las ha repetido en la adversidad. Son los fragmentos que se han salvado de textos a los que comunidades perseguidas han rehusado renunciar en tiempos de indigencia, pues contienen la respuesta al sufrimiento y la visión del orden más allá del desorden: el orden que se revela cuando se derrumba la alianza. DUALISMO COGNITIVO Y CREENCIA RELIGIOSA No obstante, aunque los relatos no sean ficciones, ¿a qué realidad apuntan? El dualismo cognitivo que vengo defendiendo en este libro implica que el mundo se puede enfocar de dos modos: el de la explicación, que busca clases naturales, conexiones causales y leyes universales, y el modo de la comprensión, que es un “pedir cuentas”, una demanda de razones y significados. Y tal vez sea así como deberíamos entender lo sagrado y lo sobrenatural: no como irrupciones de causas sobrenaturales en el orden

natural, pues la idea de “causa sobrenatural” es próxima a la contradicción, sino como revelaciones del sujeto, acontecimientos dentro de la ordenación del universo sobre los que se puede claramente preguntar y responder la cuestión “¿por qué?”. Todo monoteísmo razonable concebirá a Dios no solo como trascendental, sino como relacionado con el mundo en el “espacio de las razones”, más que en la cadena de causas. Él es la respuesta a la pregunta “¿por qué?”, hecha en relación con el mundo en su totalidad. Bien puede alguien decir, con los ateos, que la pregunta no tiene respuesta. Pero si lo dice porque cree que solo tiene sentido preguntar “¿por qué?” si se pregunta por causas, simplemente esquiva la cuestión. El fundamento teleológico del mundo no es perceptible para la ciencia, ni se puede describirlo en términos científicos. Por tanto, no puede ser probado ni refutado con el método científico. Solo se puede probar mediante el entrelazado de sentidos, mostrando, como he intentado hacer en este libro, que la responsabilidad es intrínseca a nuestra naturaleza. He dicho que el Dios del Antiguo Testamento nos invita al ámbito de la alianza, asegurándonos que también Él habita allí. Partiendo de la teoría de Searle sobre declaraciones y poderes deónticos, traduje el relato del encuentro de Dios con los patriarcas a prosa filosófica corriente. También dije que, bajo el orden de la alianza, hay otro orden de cosas que se manifiesta en situaciones de emergencia, cuando nos enfrentamos a la verdad de que estamos suspendidos entre el ser y la nada. Señalé que la ciencia del ser humano que ve en el cerebro la sede de toda actividad y pensamiento, no hallará en el organismo que estudia aquello a lo que nos dirigimos en el espacio de las razones. El “yo” es trascendental, lo que no significa que existe en otra parte, sino que existe de otro modo, como la música existe de un modo que no es el del sonido, y Dios de un modo que no es el del mundo. La busca de Dios a menudo parece sin esperanza; pero el fundamento que por lo común se da para pensar así implica que también es vano buscar a otra persona humana. ¿Por qué no decir más bien que estamos al borde de un misterio? En los siguientes pensamientos conclusivos quiero acercarme lo más que pueda a ese borde. El Dios de los filósofos ha sido definido de tal manera que aparentemente se lo sitúa completamente fuera de la esfera en que nosotros existimos y donde esperamos encontrarlo. Él es el “ser necesario”, la causa sui, “aquel mayor que el cual nada se puede pensar”, la “causa final” de un mundo

“orientado hacia” Él, etc. Todas esas expresiones definen parte de la enorme carga metafísica que han puesto sobre los hombros de Dios los intentos filosóficos de demostrar su existencia. No digo que esos intentos sean inútiles, ni que no planteen interesantes problemas para los que el postulado de Dios es una de las posibles soluciones[10]. Pero el Dios al que apuntan está fuera de la esfera de las causas, mientras que nuestros pensamientos dirigidos a Dios exigen un encuentro con Él dentro de esa esfera, un encuentro con la “presencia real”. Dios mismo lo exige, según creemos, pues nos pide que hagamos una alianza con Él. No puedo contestar a la pregunta de cómo es posible que uno y el mismo ser esté fuera del espacio y del tiempo, y sin embargo se lo encuentre como sujeto en el espacio y el tiempo. Pero entonces tampoco puedo contestar a la pregunta hecha de ti y de mí: cómo uno y el mismo ser puede ser un organismo y a la vez un sujeto libre al que se pide cuentas en el espacio de las razones. El problema de la identidad personal indica que la pregunta puede no tener respuesta. De hecho, que preguntas como esta son imposibles de contestar es parte de aquello que el dualismo cognitivo nos obliga a sostener. Muchos pensadores monoteístas, desde Tertuliano a Kierkegaard, pasando por Algacel, sostienen que la fe florece en el absurdo, pues al aceptar el absurdo acallamos el intelecto racional. Yo diría más bien que la fe nos pide que aprendamos a vivir con misterios, sin borrarlos, pues borrándolos tal vez borremos la faz del mundo. Los cristianos creen que pueden conciliar la trascendencia de Dios con la presencia real gracias a la doctrina de la Encarnación. Pero yo considero esa doctrina como otro relato, que no explica el misterio de la presencia divina, sino que simplemente lo reitera. Sin embargo, hay algo más que decir sobre la relación entre Dios y el hombre. En algunos puntos de la discusión he mencionado el argumento de Thomas Nagel: que si no hay en el fondo leyes teleológicas que rijan el mundo natural, es una casualidad improbable que los humanos nos guiemos por nuestra razón hacia la verdad y el bien. Yo me inclino más a la postura de Kant en la Crítica de la razón pura: que la orientación de nuestro entendimiento a la verdad tiene fundamento trascendental. Con esto quiero decir que su validez se presupone aun en los intentos de negarla. No hay modo de que un ser que razona pueda siquiera albergar la idea de que su pensamiento podría ser sistemáticamente falso o incapaz de rectificación en virtud de sus propios principios internos. Me parece muy improbable, por

tanto, que se pueda armar un argumento a la manera de Nagel, en favor de la existencia de un universo regido por causas finales. Al mismo tiempo, sin embargo, los sujetos existen en el espacio de las razones, y estas razones se atienen a criterios de validez. Si así no fuera, la ley natural, el derecho común y el orden de la alianza carecerían de fundamento. Si por causas finales entendemos razones, sentido y formas de responsabilidad racional que nos permiten vivir como sujetos en un mundo comunitario, entonces es una provocación infundada negar que exista la causa final. He aquí un modo de ver el asunto. Las leyes de la física son leyes de causa y efecto, que relacionan condiciones complejas con las condiciones más simples y anteriores de las que fluyen. Por tanto, los principios teleológicos pueden no dejar huella perceptible alguna en el orden de la naturaleza, tal como la física lo describe. Sin embargo, es como si los humanos nos orientáramos por tales principios, en buena medida como algunos animales se orientan por el campo magnético terrestre. En el orden de la alianza estamos apuntados a una determinada dirección, guiados por razones de autoridad intrínseca. Si buscamos el fundamento de estas razones y significados, siempre miramos más allá del horizonte físico, como hacemos cuando miramos al interior de los ojos de otra persona y le preguntamos “¿por qué?”. Ver así el orden teleológico no equivale a aceptar el “diseño inteligente”. Es verdad, creo, que la teoría neodarwinista, que explica la aparición de diseño en la naturaleza por medio de la selección natural que obra a partir de mutaciones genéticas espontáneas, encuentra serias dificultades para explicar las formas básicas y planes corporales de las especies[11]. Hoy está claro que para hacer un animal viable hace falta más información que la almacenada en su código genético. Pero tomar datos como ese como prueba del diseño inteligente supone apartarse de la ciencia natural. La biología intenta explicar fenómenos complejos como la inteligencia a partir de fenómenos más simples como la replicación codificada. En cambio, considerar la inteligencia como resultado del diseño inteligente es poner el efecto en la causa. Es explicar la inteligencia por la inteligencia, y por tanto hacerla inexplicable. Desde luego, quizás es inexplicable. Pero eso sería una afirmación teológica, no científica. LA EXISTENCIA DE DIOS

Nuestra relación con Dios es intencional (y, por consiguiente, intensional), y los lógicos se adelantarán a decir que no se puede cuantificar en un contexto intensional, y por tanto, de esta actitud orientada a Dios no se puede deducir que Dios existe realmente. Eso es verdad. Pero con la mirada creyente vemos creación y destrucción disputándose el dominio, y a nosotros mismos atrapados entre las dos. Vemos el mundo a la vez contingente y provisto de una razón, aunque sea una razón que no podemos descubrir. La fe entiende el mundo a la luz de esto, como un lugar “de paso”. De ahí que haya una situación especial que podríamos llamar la “pérdida de la fe”, que no es simplemente el rechazo ateo a ver la naturaleza de otra manera que la propia de las ciencias naturales, sino la busca frustrada de razones, quizás combinada con un deseo de inventarlas. Vemos esta pérdida de fe en el existencialismo de Sartre, para quien la existencia es una incógnita, y la nada, una presencia constante, que es la “presencia real” del yo, el pour soi, en todos nosotros. Para Sartre no existe un Dios que dé la razón por la que existo; por tanto, soy yo quien debe darla, y al hacer así me apoyo en la intencionalidad interpersonal que apunta en una dirección religiosa, pero a la que Sartre da otro sesgo infinitamente más deprimente y más solitario. Un lector atento de El ser y la nada, que a mi juicio es una gran obra de teología poscristiana, reconocerá que el verdadero tema es el orden de la creación, en el que aniquilación y sacrificio nos acechan a cada paso. En esta obra, Sartre busca también una manera de ser que se pueda asumir completamente, con la conciencia de que, si la aniquilación viene por el “compromiso”, viene como es debido y como un don llegado del vacío. El pour soi de Sartre está estrechamente relacionado con el sujeto trascendental de Kant. Discrepo de las implicaciones más radicales de la filosofía de uno y otro; pero creo que entre los dos, Kant y Sartre nos muestran cómo podríamos usar el concepto del “yo” para retornar a una especie de teísmo. El resultado será un teísmo de fe, que triunfe sobre la increencia de manera semejante a la descrita por el obispo Blougram en el poema de Browning: Conmigo, fe significa perpetua increencia mantenida en silencio como la serpiente bajo el pie de Miguel, que está tranquilo solo porque la siente retorcerse.[12]

Esta fe dubitante ve a Dios como sujeto que se dirige a nosotros en este mundo desde un más allá. En palabras de Hegel, Dios es una “unidad subjetiva espiritual”; los judíos fueron los primeros en entenderlo así. Es el “sujeto absoluto”, la “subjetividad que se relaciona a sí misma consigo misma”[13]. Es inobservable, y cognoscible de modo concreto solo de la manera formulada por Maimónides y Algacel, que nos dicen que conocemos a Dios exclusivamente por la via negativa, considerando las cosas que Dios no es. Pocos han ido tan lejos como Juan Escoto Eriúgena, el teólogo irlandés del siglo IX, que escribió: «No sabemos qué es Dios. Dios mismo no sabe qué es porque no es nada. En sentido estricto, Dios no es, pues trasciende el ser»[14]. Pero es interesante notar que Escoto dice de Dios lo mismo que dice Sartre del sujeto de la conciencia. Sitúa a Dios en el ámbito de le néant. No es necesario suscribir esas ideas. La obra medieval de misticismo apofático, La nube del no saber, vuelve a dar lustre a la trascendencia de Dios: Bien puede ser amado, pero no puede ser pensado. Por el amor se puede asirlo y retenerlo, pero con el pensamiento, ni asirlo ni retenerlo. Y así, aunque a veces puede ser bueno pensar expresamente en la bondad y excelencia de Dios, y aunque eso puede ser una luz, y parte de la contemplación, de todas formas, cuando nos aplicamos a la contemplación misma, hay que apartarlo y cubrirlo con una nube de olvido. Y debes pasar por encima de ello con determinación y agilidad a la vez, con un devoto y delicioso arranque de amor, y esforzarte por perforar esa oscuridad que está encima de ti; y percutir esa espesa nube del no saber con un agudo dardo de amor ardiente, y no cejar, pase lo que pase[15].

Ideas semejantes encontramos en la obra de místicos como san Juan de la Cruz o Julián de Norwich. Estos autores afirman que Dios es un sujeto y que puede y debe ser amado. Y esto significa que, si existe, es una persona, caracterizada por esas propiedades que son esenciales a la persona, como autoconocimiento, libertad y sentido del bien y del mal. Tal ser puede amarnos a su vez. Además, Dios, si existe, es uno, y es creador. Dios es el término último de nuestra busca de razones, y si hubiera dos dioses, nunca se alcanzaría el término final, pues no habría un ser que fuera el último responsable. El politeísmo invita a sus dioses al orden de la naturaleza, para que se conviertan en “espíritus” que se mueven activamente en el espacio donde estamos. Se los encuentra como se encuentra a ti y a mí, brujuleando por los rincones, a menudo adoptando la figura de personas conocidas, como los dioses de Homero, para aconsejar en los asuntos humanos a aquellos a los que han otorgado especialmente su favor. Dirigir

plegarias a tales deidades es permanecer en el orden de la naturaleza, a la vez que se rehúsa verlo como naturaleza. Hay una tradición de la filosofía musulmana que solo permite que se diga de Dios una cosa concreta: que es uno, poseedor de una inimitable tawhid o unicidad, que le pertenece precisamente porque no le pertenece como una propiedad que podría ser compartida. Pero insistir en esto es correr riesgo de contradecirse. La unicidad de Dios es también una singularidad, un modo de ser exactamente la persona que es, y al expresar esto, inevitablemente le atribuyo esas propiedades sin las cuales no podría ser persona, ni objeto de amor. Sin embargo, la idea de tawhid nos recuerda que atribuimos unidad e identidad a Dios concebido como puro sujeto, y sin referencia a hechos de ninguna clase en el orden de la naturaleza, como los que podríamos usar para reconocernos y atribuirnos identidad unos a otros a lo largo del tiempo. Con esto planteamos el problema de la identidad personal de una forma tan aguda que quizás no podamos decir nada más para resolverlo. Entendemos a Dios como el sujeto desnudo, por así decir, desprovisto de toda seña de identidad. Sabemos que Dios, si existe, es creador, pues todo cuanto eso significa, y cuanto puede significar, es que está fuera de la esfera causal como razón última de la existencia de esta. No es metáfora hablar de la voluntad de Dios, como no lo es hablar de tu voluntad cuando procuramos entender tus acciones. Ni en uno ni en otro caso presupone esto alguna extraña entidad metafísica, la voluntad, que actúe como una súbita chispa para poner las cosas en movimiento. Pues lo que entendemos por voluntad es la responsabilidad en primera persona de la que he tratado en el capítulo 2. Es lo que buscamos cuando en el espacio de las razones preguntamos “¿por qué?”. Quienes consideran que Dios da la existencia al mundo en un momento determinado, mediante un acto que destella en medio de la nada primordial como un rayo salido de la mano de Zeus, no entienden correctamente la voluntad. La historia de la creación, tal como la cuenta el Génesis, es uno de los muchos “mitos de los orígenes”, que tienen sentido solo porque podemos reescribirlos en el lenguaje de las razones en vez de leerlos en el lenguaje de las causas. Así como yo doy razón ante Dios por lo que soy y hago, así Él da razón ante todos nosotros por el mundo en que nos encontramos. Fe significa creer, como Abraham, que en la mente de Dios hay razón suficiente para todo lo que es y para todo lo que se nos pide, la muerte incluida. No es para extrañarse, pues, que la fe sea dura; y cuando la pregunta “¿por qué?” más

nos inquieta, con más fuerza pisamos la serpiente que se retuerce bajo nuestros pies. La pregunta “¿por qué?” se dirige de mí a ti. Se nos impone en esos momentos in extremis cuando el orden de la creación irrumpe alrededor de nosotros. Es entonces cuando clamamos a Dios, que nos dirá por qué sufrimos, por qué vivimos y por qué morimos. Dentro de la esfera de la naturaleza solo hay causas. Pero para la visión de la fe, la esfera tiene un telos, una razón para ser como es. Y tener fe es creer que la teleología del mundo dará razón también de mi aflicción. Por la fe comprendemos que la existencia no es un simple hecho, sino también un don, y que los dones tienen razones. Y la respuesta de fe es reconocer que también nosotros hemos de dar. Quienes lean las tradiciones sufí e iluminista del islam encontrarán en ellas ideas semejantes a las que he esbozado, y me parece que así es como hay que entender la iluminación (ishrāq) que buscaban Avicena y Algacel: como un lugar en el ámbito de la alianza, donde resplandece el sacrificio. En el Masnavi, Rumi tiene los siguientes versos: Una vez, alguien preguntó a un gran jeque qué es el sufismo. “El sentimiento de gozo cuando llega súbita la decepción”.

Rumi no quiere decir gozo ante la decepción, sino gozo por la decepción: el reconocimiento de que te han pedido dejar algo, y que también eso es un don. En nuestro tiempo, la fe, según creo, debe fundarse así, y me complace el dualismo cognitivo que vengo defendiendo porque no me parece, contra lo que sostenía Kant, que niegue las exigencias de la razón para hacer un hueco a las de la fe, sino que más bien crea el espacio al borde de la razón donde la fe puede arraigar y crecer. Pero fe no es lo mismo que religión. Es una actitud hacia el mundo, una actitud que rehúsa contentarse con la contingencia de la naturaleza. La fe mira allende la naturaleza, preguntándose qué se me pide como agradecimiento por este don. Por regla general, no se molesta en hacer teología; está abierta a Dios, y activamente implicada en el proceso de hacerle hueco: el proceso que Scheler llamaba Gottwerdung, el hacerse de Dios[16].

LA NATURALEZA DE LA RELIGIÓN Muchos que se dirían agnósticos o aun ateos viven la vida de la fe, o algo parecido: viven en una actitud de apertura al sentido, reconociendo los momentos sacramentales y dando gracias, a su manera, por el don del mundo. Pero no se adhieren a ninguna religión. Entonces, ¿qué diferencia marca la religión? El núcleo de la religión es ritual, y es característico de la religión que sus rituales sean meticulosos. Una palabra o un gesto equivocado, una manera equivocada de dirigirse al dios: todas esas desviaciones no son simples errores, sino profanaciones. Rompen el hechizo, al cambiar lo que se entendía como necesario en algo arbitrario e improvisado. Al fiel se permiten sus propias palabras y sus propias oraciones privadas. Pero incluso cuando renueva su relación con Dios con el susurro del pensamiento, necesita una guía. De ahí el alivio que todas las religiones ofrecen a sus devotos en forma de fórmulas de oración, de tiempos y lugares señalados para orar, y otras semejantes “ventanas a la trascendencia” donde hacer una pausa en su agitada vida para mirar el horizonte de la salvación. Para los cristianos, el Padrenuestro, el Avemaría y otras expresiones en que ha precipitado nuestra relación con lo divino son los talismanes que nos consuelan y que tienen toda la autoridad de la religión de la que han surgido. Judíos, musulmanes e hindúes comparten esta experiencia, y los judíos ortodoxos escriben oraciones en filacterias para llevar adheridas al cuerpo las palabras santas, como si su influencia pudiera pasar del papel a la carne. En las liturgias de la religión hay un conjurar cosas ausentes y un intento de santificar la vida de la comunidad elevándola del ámbito de la naturaleza y dotándola con una especie de necesidad razonada. Hablan de cosas antiguas e inmutables, de cosas heredadas de venerados ancestros, de relatos que transforman en obligaciones las palabras y símbolos del rito. En la liturgia estamos en contacto con nuestros ancestros, a los que nos dirigimos no en pasado, sino en el eterno presente que es el suyo. Por eso, aunque los rituales se forman por una especie de selección natural y se ajustan con el tiempo, la asamblea nunca las recibe como meras invenciones, y menos aún como invenciones del momento. Innovar es peligroso, y las desviaciones solo se aceptan si se pueden entender como nuevas versiones de una esencia inmutable y eternamente válida. Solo hay otra esfera en que los seres

humanos se adhieren a esta identidad absoluta entre forma y contenido: la esfera del arte, que junta de otra manera el momento presente y el significado eterno[17]. Cuando la fe entra en la esfera de la religión, exige cambios y enmiendas en nombre de la doctrina. La religión natural ordinaria mantiene que lo que cuenta es lo que haces: pronuncia las palabras sagradas, observa las fiestas, obedece a la ley de la alianza, y te salvarás, creas o no en la doctrina. Para la fe, en cambio, las obras no bastan y quizá ni siquiera sean necesarias. Lo que importa es que creas. Este énfasis en la fe no es una peculiaridad de la Reforma. El cristianismo surgió como un sistema de creencias que atravesó el velo de las ceremonias paganas. La Iglesia primitiva dedicó sus mejores esfuerzos a resolver cuestiones de doctrina e incorporar las soluciones a su credo. Cada Iglesia cristiana ha centrado así su liturgia en un “credo”, encerrado dentro de las invocaciones y alabanzas como el hueso sólido en el interior de la fruta. En el islam, la fe pone el ritual completamente en segundo plano, y muchas exhortaciones del Corán comienzan así: “¡Oh vosotros creyentes!”. Las crisis, tanto en el cristianismo como en el islam, suelen ser crisis de doctrina más que de ritual, y cuando los rituales se separan, como ocurrió entre Roma y Constantinopla, el clero reinterpreta la separación como una divergencia de fe. La guerra entre ritual y doctrina pasó a primer plano con la Reforma. Calvino examinó la herencia litúrgica de la Iglesia cristiana para su mayor consternación: veía herejía y blasfemia a cada paso, y exigió una purificación completa de la Iglesia, una reinterpretación de la Eucaristía y borrar la penitencia y el matrimonio de la lista de los sacramentos, con graves consecuencias que cambiaron el curso de la historia europea. Hasta el día de hoy, las Iglesias están agitadas por la pugna entre misterio sacrificial y claridad doctrinal. El primero exige antiguas fórmulas y solemnes ritos, en los que la idea de sacrificio se representa pero no se explica. La segunda exige nuevos sermones y explicaciones seculares, que perforan el vaso de la liturgia, de suerte que los contenidos se derraman por el suelo. La relación dialéctica entre ritual y doctrina, en la que una corrige y realza a la otra, no ha tenido nunca un ejemplo más claro que en la religión judía. La antigua religión de los israelitas surgió de intensos encuentros con lo sagrado, profundamente grabados en la memoria del pueblo y en la tradición oral, que fueron formando una nueva visión teológica. Según esta visión, el Dios de

Israel es el único Dios, creador del mundo, que obra en todo según severos requisitos morales, que exige obediencia y otorga al pueblo elegido por Él lo que no ha otorgado a nadie más: la ley, la Torá. Esta ley no es un mero compendio de moral. Es también un resumen de aquellas profundas experiencias de lo sagrado por las que los israelitas habían percibido su singularidad y que fueron subsiguientemente entendidas como prueba de que ellos eran objeto de la atención, el cuidado y la elección de Dios. Por eso hoy los judíos ortodoxos —los que se consideran estrictos observantes de la Halajá (la vía que manda la ley)— se adhieren firmemente a los rituales, que rigen sus vidas hasta los mínimos detalles: vestimenta, dieta, lenguaje, ceremonias, horas de comer y las partes del día. Muchas de esas ceremonias reiteran episodios de la Biblia. El Séder o cena de Pascua, por ejemplo, reproduce detalladamente los acontecimientos en torno a la liberación de los judíos de la opresión egipcia. Su bella letanía hace una serie de preguntas que comienza por esta: «¿Por qué esta noche es distinta de todas las demás? ». Y ello ilustra tres importantes características de los ritos judíos: primera, que son (en su mayor parte) asuntos privados, para celebrar en casa; segunda (y en conexión con la anterior), que no interviene un sacerdote ni nadie que oficie de mediador entre el hombre y Dios: todos los judíos están directamente en la presencia de Dios cuando se leen las sagradas escrituras y se realizan los gestos sagrados; tercera, que la ceremonia es una representación, como si la Pascua no hubiera ocurrido en un momento determinado, sino que ocurriera eterna y constantemente. Según un dicho rabínico, “en la Torá no hay antes ni después”: en otras palabras, los acontecimientos que en ella se recuerdan no se deben ver como acontecimientos ordinarios en el tiempo, sino como episodios constantemente repetidos en la relación de Dios con el hombre. Al realizar los ritos de la Pascua, el judío se hace él mismo parte de la historia eterna, como también en todas las demás ocasiones y fiestas señaladas como sagradas. Tal es el significado de todo “mito de los orígenes”. Análogamente, el Sabbat ha de ser considerado santo, o sea, fuera del flujo ordinario de los acontecimientos. En la víspera del Sabbat, el hombre sale del tiempo a la eternidad, y entonces, en la quietud, está en armonía con Dios. También está en casa con su familia, y el Sabbat es simultáneamente una consagración del individuo a Dios y una consagración de la familia como el foro en que se obedece a la ley de Dios. Todo el judaísmo está contenido en

la idea de Sabbat, el día en que el hombre mira las criaturas de Dios no como medios de satisfacer tal o cual necesidad o apetito, sino como fines en sí: en otras palabras, el día en que el hombre ve el mundo como lo ve Dios, desde fuera y como un todo. El Sabbat contiene la esencia de la religión en todas sus formas superiores: un requerimiento a detenerse, a no buscar la utilidad, a repetir acciones que no tienen más explicación que ellas mismas, y en todo eso reconocer que el mundo está suspendido entre la creación y la destrucción, y que te compete renovar el orden de la alianza entre las personas que amas. Entonces fe y rito coinciden en la experiencia compartida de la presencia de Dios. MUERTE Y TRASCENDENCIA En su expresión original, la religión era un remedio para la muerte. Al dar culto a nuestros antepasados, que yacen enterrados bajo el hogar o en tumbas cercanas, rehusamos reconocer su partida. Los muertos siguen con nosotros; nuestro culto los hace reales. De ahí que se dote a las tumbas de una permanencia que rara vez igualan las casas de los vivos. La tumba indestructible subraya que la muerte ha sido frustrada y que los muertos permanecen. Se invoca a los ancestros, se les reza, y en algunas religiones incluso se les reserva alimentos de la mesa de sus descendientes. Y esta constante representación de su presencia es a la vez una promesa de que también los vivos seremos inmortales. Esta promesa fue renovada otra vez cuando el culto a los antepasados se adaptó a la fe monoteísta y a su debido tiempo tejió ese «gran brocado melodioso, apolillado, / creado para fingir que nunca morimos». ¿Debemos aceptar el desdeñoso juicio de Larkin? Al fin y al cabo, nunca podremos tener evidencia al respecto: no nos llegan noticias del «país desconocido de cuyos confines / ningún viajero vuelve». ¿Por qué no confiar en que sobreviviremos a la muerte y suponer que fe y obras nos salvarán, si algo nos salva? Trucos mentales como la apuesta de Pascal podría parecer que rescatan del escepticismo la cuestión de la supervivencia y la depositan en el regazo de la fe. El problema, sin embargo, está en el concepto mismo de supervivencia. Después de lo que Tomás de Aquino expuso sobre este tema en la Suma teológica, ha quedado claro para los filósofos que la conexión del ser humano con su cuerpo no se puede considerar meramente contingente, y

que la identidad personal a través del tiempo tiene que estar fundada en algo distinto de la memoria y la esperanza. Hay una abundante literatura sobre el tema, de la que es una culminación reciente la destacable obra de Mark Johnston, donde sostiene que no podemos sobrevivir a la muerte como individuos, pero que de algún modo, por la práctica del agapé cristiano, pervivimos de la única manera que cabe esperar[18]. Ahora bien, como Johnston reconoce, esta idea está más cercana al budismo que al cristianismo. La suya es una idea de supervivencia sin el yo. Y sin embargo, es el yo el que proyecta sus esperanzas más allá de este mundo, y es la intencionalidad desbordante de la relación yo-tú lo que hace tan difícil aceptar que no nos espera nada sino la extinción. Es en este punto donde el dualismo cognitivo se queda corto. Solo las criaturas autoconscientes afrontan la perspectiva de la aniquilación; pero la muerte es un acontecimiento que pertenece al orden de la naturaleza. La ciencia natural nos dice que la muerte es una disolución, la desaparición de un pequeño vórtice de resistencia a la entropía que barre todo a su paso y lo arroja al vacío. Y porque la muerte es un acontecimiento natural, eso es todo lo que podemos saber de ella. O casi todo. San Pablo veía el sacrificio de Cristo como redención: el modo en que Cristo adquirió para nosotros la vida eterna al tomar sobre sí nuestros pecados. Esta idea es extraña, quizás no del todo inteligible: ¿cómo puede el sufrimiento del inocente pagar la deuda moral del culpable? San Pablo también nos dijo que “ahora vemos como en un espejo, confusamente; entonces veremos cara a cara” [1 Cor 13, 12]. Y con “entonces” quería decir después de que hayamos pasado el umbral de la muerte. En un largo poema inspirado en Tomás de Aquino, Richard Crashaw expresó el mismo pensamiento con estas palabras: ¡Ven, amor! ¡Ven, Señor!, y ese largo día por el que desfallezco, ven. Cuando esta alma seca esos ojos vean, y beba la fuente no sellada de Ti. Cuando el sol de la Gloria ahuyente las sombras de la Fe, y por tu velo me dé tu Faz. [The Hymn of Sainte Thomas, in Adoration of the Blessed Sacrament (Adoro te), 1648]

He aquí, me parece, la fe que raya en esperanza. Podemos rehuir la muerte como una aniquilación o saludarla como un tránsito. Podemos verla como la pérdida de algo precioso o como la ganancia de otra manera de ser. Depende

nosotros, en cierto sentido. Cuando vivimos con plena conciencia y aceptación de nuestra mortalidad, nos consideramos de paso en el mundo. Nos abrimos a la muerte y la aceptamos como nuestra consumación. Simone Weil lo expresa a la manera del mito cristiano de los orígenes: El hombre se puso fuera de la corriente de la obediencia. Dios decidió castigarlo con la fatiga y la muerte. En consecuencia, la fatiga y la muerte, si el hombre las sobrelleva con espíritu pronto, constituyen un aporte a la corriente del Sumo Bien que es la obediencia a Dios[19].

La vida tras la muerte, concebida como un estado que sigue a la muerte en el tiempo, es un absurdo. Pues la sucesión en el tiempo es propia de la esfera causal, en el continuo espacio-temporal que es el mundo natural. Si algún mensaje cabe extraer de mis argumentos, es que la idea de salvación —de una justa relación con el Creador— de ninguna manera requiere la vida eterna así concebida. Pero sí requiere aceptar la muerte, y pensar que en la muerte nos reunimos con nuestro Creador, el que está vinculado a nosotros en virtud de una alianza, a quien debemos dar cuenta de nuestras faltas. Retornamos al lugar de donde salimos y donde esperamos ser recibidos. Esto es un pensamiento místico, y no hay modo de traducirlo a la jerga de la ciencia natural, que habla de antes y después, no de tiempo y eternidad. La religión, tal como la he considerado, no describe el mundo natural sino el Lebenswelt, el mundo de los sujetos, recurriendo a alegorías y mitos para recordarnos quiénes y qué somos. Y Dios es el sujeto omnisciente que nos acoge cuando pasamos a ese otro ámbito que está tras el velo de la naturaleza. Mirar la muerte de esa manera es, por tanto, acercarse a Dios: nos hacemos, mediante nuestras obras de amor y sacrifico, parte del orden eterno; “pasamos” [Pascua] a ese otro lugar, donde la muerte ya no nos amenaza. El velo al que se refiere Crashaw, el que oculta la faz de Dios, es el “mundo caído”, el mundo del ser cosificado. La vida de oración nos rescata de la caída y nos prepara para una muerte que con todo sentido podemos ver como redención, pues nos une con el alma del mundo.

[1] Ver la atribulada obra en prosa de Maurice BLANCHOT titulada así. [2] SARTRE, L’Être et le Néant, Gallimard, París, 1943. El argumento de Sartre está muy bien explicado en: Sebastian GARDNER, Sartre’s Being and Nothingness, Continuum, Londres, 2012. Sobre el intrincado sentido de la muerte como horizonte, ver J. J. VALBERG, Dream, Death, and the Self, Princeton University Press, Princeton, 2007. [3] Así Hobbes, Locke, Rousseau, etc. Y ver de nuevo CLITEUR, The Secular Outlook. [4] Sobre la muerte como límite absoluto, ver Vladimir JANKÉLÉVITCH, La mort, Flammarion, París, 1966. [5] Douglas HEDLEY, Sacrifice Imagined: Violence, Atonement and the Sacred, Continuum, Londres, 2010. [6] Es posible que Kierkegaard vaya en esa dirección en Temor y temblor; pero véase en John LIPPIT, Kierkegaard and Fear and Trembling, Routledge, Londres, 2003, un examen de los muchos niveles de lectura que tiene el texto de Kierkegaard. [7] Hay ideas sugerentes sobre la lógica y el fruto del don en Lewis HYDE, The Gift: Imagination and the Erotic Life of Property, Vintage Books, Nueva York, 1983. [8] Georges BATAILLE, L’Érotisme, Editions de Minuit, París, 1957. [9] Ver Arnold VAN GENNEP, Les rites de passage, Émile Nourry, París, 1909, donde el autor explora la experiencia “umbral” («le moment liminaire») que viven los participantes. Los ritos de paso definen límites que atravesamos, y así nos ayudan a entender el Lebenswelt como permanente, liberado de la decadencia propia de lo natural. [10] Ningún filósofo reciente ha organizado los argumentos con tanta insistencia y claridad como el calvinista Alvin PLANTINGA, cuyas ideas han sido resumidas en James F. SENNETT (ed.), The Analytic Theist: An Alvin Plantinga Reader, William B. Eerdmans, Grand Rapids, 1998. [11] Ver un resumen de las dificultades en Stephen G. MEYER, Darwin’s Doubt: The Explosive Origin of Animal Life and the Case for Intelligent Design, HarperCollins, Nueva York, 2013. [12] Robert BROWNING, “Bishop Blougram’s Apology”. [13] Ver las lecciones de 1827 en G. F. W. HEGEL, Lectures on Philosophy of Religion, ed. de Peter C. Hodgson, trad. de R. F. Brown et al., University of California Press, Berkeley, 1984-85, pp. 357, 361. (Versión española de Ricardo Ferrara: Lecciones sobre filosofía de la religión, Alianza, Madrid, 1984.) [14] Juan ESCOTO ERIÚGENA, Sobre las naturalezas (Periphyseon), edición de Lorenzo Velázquez Campo, traducción de Lorenzo Velázquez Campo y Pedro Arias Fernández, EUNSA, Pamplona, 2007. [15] The Cloud of Unknowing and Other Works, edición y traducción de A. C. Spearing, Penguin, Harmondsworth, 2001. [16] Max SCHELER, Vom ewigen in Menschen, Der Neue Geist, Leipzig, 1921. [17] Cfr. Roger SCRUTON, Beauty: A Very Short Introduction, cap. 8. [18] Mark JOHNSTON, Surviving Death, Princeton University Press, Princeton, 2011. [19] The Need for Roots, traducción de Arthur Willis, Routledge, Londres, 1952, último cap.

ÍNDICE ANALÍTICO

Actitudes interpersonales Adicción Altruismo Amistad Amor Amor erótico Arquitectura Asentamiento Ateísmo Autoconciencia Aztecas Baghavad Gita Baile: ver Danza Ballet Belleza Beso Budismo Caída, la Calles Calvinismo Chivo expiatorio Ciencia passim Ciencia cognitiva Cientificismo Ciudad Columnas Computación Conciencia passim Contrato Contrato social Corán Cosmológico, argumento Cristianismo Cruz

Cualidades secundarias Culto a los antepasados Culto del Otro Cultura Cultura de masas Danza Daños (Derecho) Darwinismo, 214 Derecho común (Common law) Derecho romano Derechos Derechos Humanos, Declaración Universal de Derechos naturales Derechos, inflación de Derechos, lenguaje de los Deseo sexual Dialéctica Dios de los filósofos Dios, existencia de Diseño inteligente Don Dualismo cognitivo Dualismo ontológico Ecologismo Emergencia Entender y explicar Epistemología Epistemología naturalizada Eucaristía Evolución Falacia mereológica Fe passim Filosofía política Genética Gracia Hilemorfismo Hinduismo Hominización Idolatría Incesto Individualidad Información Intención

Intencional, actitud Intencionalidad Intencionalidad desbordante Islam Jardines Jazz Judaísmo Juicio Estético Justicia Lebenswelt Lenguaje privado, argumento del Ley Ley natural Leyes teleológicas Libertad trascendental Libros de patrones Liturgia Magia Mana Máscara Matemáticas Matrimonio Metáfora Milagros Mirada Mitos de los orígenes Monoteísmo Moralidad Muerte Música Música, entender la Música, escuchar Música, profundidad en la Musical, espacio Musical, significado Nada Naturalismo Neurociencia Neuronas espejo Nuevo Testamento Obligaciones no contractuales Oración Orden de la alianza Orden de la creación

Orden de la naturaleza Pecado original Perdón Persona, concepto de Personal, identidad Pertenencia Piedad Poderes deónticos Politeísmo Pornografía Presencia real Primera persona Profanación Psicología evolutiva Qualia Redención Religión Religiones de Grecia y Roma Responsabilidad Risa Ritos de paso Rostro Sabbat Sacramentos Sacrificio Sagrado Secularización Segunda-persona, perspectiva de Selección grupal Sentimentalismo Silencio Sintoísmo Soberanía personal Sobrenatural Socialismo Sociología Sonido y tono Sonrisa Sonrojo Sueños Sufismo Sujeto y objeto Sustancia Tabú

Teatro Templo Teología Torá Totalitarismo Tragedia Trascendental (en Kant) Trascendental— Unidad transcendental de apercepción Trascendente, lo Trascendentes, vínculos Upanishads Vecinos Vedas Verdad passim Vergüenza Verstehen Via negativa Violación Violencia Votos

ÍNDICE ONOMÁSTICO

Adorno, Theodor Alberti, Leon Battista Algacel Anscombe, Elizabeth Apuleyo Aquino, santo Tomás de Arqueanasa de Colofón Aristóteles Agustín, san Austin, J. L. Averroes (Ibn Rushd) Avicena (Ibn Sina) Axelrod, Robert Bach, J. S. Barker, Sir Ernest Bataille, Georges Beethoven, Ludwig van Bennett, Max Bentham, Jeremy Berkow, Jerome Berlioz, Hector Böcklin, Arnold Boecio Botticelli, Sandro Brahms, Johannes Brandom, Robert Brentano, Franz Britten, Benjamin Browning, Robert Burke, Edmund Carmichael, Hoagy Chaikovski, Piotr Ilich Chesterton, G. K. Chikamatsu Monzaemon

Churchland, Patricia Smith Cliteur Constable, John Corot, Jean-Baptiste-Camille Cosmides, Leda Courbet, Gustave Craig, Edward Crashaw, Richard Crome, John Cronin, Helena Damasio, Antonio Dante Alighieri Darwall, Stephen Darwin, Charles Davidson, Donald Dennett, Daniel C. Descartes, René Diderot, Denis Dilthey, Wilhelm Diógenes Laercio Dummett, Sir Michael Duncan, Ronald Durkheim, Émile Dworkin, Ronald Eagleman, David Einstein, Albert Elgar, Sir Edward Eliade, Mircea Eliot, T. S. Ellis, Havelock Escoto Eriúgena, Juan Escher, M. C. Feuerbach, Ludwig Andreas von Fichte, Johann Gottlieb Fodor, Jerry Franck, César Frazer, Sir James Frege, Gottlob Freud, Sigmund Fustel de Coulanges, Numa Denis Gardner, Sebastian Gershwin, George Girard, René Graham, George

Grocio, Hugo Hacker, Peter Hafez de Shiraz Hanslick, Eduard Havel, Václav Hedley, Douglas Hegel, Georg Wilhelm Friedrich Heidegger, Martin Hobbes, Thomas Hohfeld, W. N. Homero Hopkins, Gerard Manley Horacio Hume, David Husserl, Edmund Hyde, Lewis Jankélévitch, Vladimir Jayam, Omar Jesús de Nazaret Juan de la Cruz, san Johnston, Mark Joisten, Karen Julián de Norwich Kant, Immanuel Kass, Leon Kempe, Margery Kern, Jerome Kierkegaard, Søren Kinsey, Alfred Kivy, Peter Klein, Melanie Kojève, Alexandre Larkin, Philip Le Corbusier (Charles- Édouard Jeanneret-Gris) Leibniz, Gottfried Wilhelm von Lévinas, Emmanuel Levitin, Daniel J. Libet, Benjamin Lippitt, John Locke, John Lorenzo de Medici Mahler, Gustav Maimónides (Moisés ben Maimón) Maine, Sir Henry

Marx, A. B. Masaccio Maynard Smith, John McDowell, John McGinn, Colin Mendelssohn, Felix Merleau-Ponty, Maurice Meyer, Stephen G. Miguel Ángel (Michelangelo Buonarroti), Midgley, Mary Miller, Geoffrey Milton, John Mozart, Wolfgang Amadeus Nagel, Thomas Noë, Alva Novalis (Georg Philipp Friedrich von Hardenberg) O’Hear, Anthony Pascal, Blaise Patel, Aniruddh D. Patočka, Jan Pablo, san Pietro da Cortona Plantinga, Alvin Platón Porter Pufendorf, Samuel von Queneau, Raymond Quine, Willard Van Orman Rajmáninov, Serguéi Ramachandran, V. S. Ravel, Maurice Rawls, John Raz, Joseph Reid, Thomas Reilly, Robert Rembrandt van Rijn Renan, Ernest Ricoeur, Paul Ridley, Matt Rilke, Rainer Maria Rizzolatti, Giacomo Rodgers, Richard Roosevelt, Eleanor Rosenberg, Alex

Rousseau, Jean- Jacques Rumi Ruskin, John Salingaros, Nikos A. Sartre, Jean-Paul Scheler, Max Schleiermacher, Friedrich Daniel Ernst Schönberg, Arnold Schubert, Franz Searle, John Sellars, Wilfrid Shakespeare, William Shoemaker, Sydney Simons, Peter Simson, Otto von Skryabin, Alexander Smith, Adam Sober, Elliott Spaemann, Robert Spinoza, Baruch Stokes, Adrian Strauss, Richard Stravinski, Igor Strawson, Sir Peter Swinburne, Richard Tallis, Raymond Teresa de Jesús, santa Tertuliano Tooby, John Turing, Alan Tye, Michael Tylor, Sir Edward Burnett Tymoczko, Dmitri Valberg, J. J. Van Gennep, Arnold Van Gogh, Vincent Vespucci, Simonetta Wagner, Richard Warde Fowler, W. Weil, Simone Wiggins, David Wilde, Oscar Wilson, David Sloan Wilson, E. O.

Wittgenstein, Ludwig

ROGER SCRUTON es doctor en Filosofía por la Universidad de Cambridge, y especialista en Estética. Ha sido profesor en Birkbeck College (Londres) y en las universidades de Boston y St. Andrews. Es fundador y editor del periódico The Salisbury Review, y fundador también del Claridge Press. Miembro del consejo editorial del British Journal of Aesthetics e investigador del Ethics and Public Policy Center. Es autor de más de cuarenta libros.

Bebo, luego existo Scruton, Roger 9788432148606 304 Páginas

Cómpralo y empieza a leer Una copa de vino al día, según muchos médicos, es bueno para la salud. Más de una, puede llevarnos a la ruina. Sea dudoso o no el consejo para la salud del cuerpo, defiende Scruton, es indudablemente bueno para la salud del alma. Y no hay mejor acompañamiento que el vino cuando se trata de filosofar. La filosofía, con una copa en la mano, no solo enseña a beber pensando, sino a pensar bebiendo. Con sentido del humor, el autor ofrece un antídoto ante tantos disparates que hoy se escriben sobre el vino, y defiende con contundencia una bebida que está en el fundamento mismo de nuestra civilización. In vino veritas.

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La suerte de haber nacido en nuestro tiempo Hadjadj, Fabrice 9788432146732 62 Páginas

Cómpralo y empieza a leer Quien se adhiere a un partido político, primero se adhiere a su doctrina, y luego hace propaganda y procura incorporar a muchos para transformar el mundo según esos valores. ¿Es así como actúa la Iglesia Católica? El autor analiza las diferencias entre militancia y conversión misionera, antes de llevar a cabo un agudo y optimista balance de los tiempos que nos toca vivir: la esperanza del que cree está por encima de toda nostalgia y de toda utopía, en una época que se caracteriza por la muerte de las utopías.

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En diálogo con el Señor Escrivá de Balaguer, Josemaría 9788432148620 512 Páginas

Cómpralo y empieza a leer Este volumen de las obras completas, primero de la serie Textos de la predicación oral, recoge el texto de veinticinco predicaciones de san Josemaría entre 1954 y 1975. Dirigidas en su momento a miembros del Opus Dei, sus palabras son ahora publicadas por primera vez para un público general, en el contexto de sus obras completas, para que "muchas otras personas —además de los fieles del Opus Dei— descubran una ayuda para tratar a Dios con confianza y afecto filial". Su título "manifiesta bien el contenido y finalidad de esta catequesis: ayudar a hacer oración personal", en palabras de Javier Echevarría. El estudio crítico-histórico ha sido llevado a cabo por Luis Cano, secretario del Instituto Histórico San Josemaría Escrivá de Balaguer y profesor de Historia de la Iglesia en el Istituto di Science Religiose all'Apollinare (Roma) y Francesc Castells i Puig, licenciado en Historia y doctor en Filosofía, y miembro del mismo Instituto.

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Escondidos González Gullón, José Luis 9788432149344 482 Páginas

Cómpralo y empieza a leer El inicio de la Guerra Civil española, en 1936, sorprendió al fundador del Opus Dei y a la mayoría de sus miembros en la zona republicana. Todos se escondieron para evitar la dura represión revolucionaria. Con el paso de los meses, los refugios y asilos dieron paso a las escapadas y expediciones. Gracias al desvelo de José María Escrivá, el Opus Dei sobrevivió en medio de la tragedia desencadenada por el conflicto armado.

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En la tierra como en el cielo Sánchez León, Álvaro 9788432149511 392 Páginas

Cómpralo y empieza a leer El 12 de diciembre de 2016 murió en Roma Javier Echevarría. Esa noche fue trending topic. Era el tercer hombre al frente del Opus Dei. A los 84 años, el obispo español dejaba la tierra después de sembrar a su alrededor una sensación como de cosas de cielo. Menos de 365 días después de su fallecimiento, 45 de las personas que más convivieron con él, hablan en directo de su alma, su corazón y su vida. Sin trampa ni cartón.Este libro no es una biografía, ni una semblanza, ni un perfil, ni un estudio histórico. No es, sobre todo, una hagiografía… Es un collage periodístico que ilustra, en visión panorámica, las claves de una buena persona, que se implicó en mejorar nuestro mundo contemporáneo.

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El Alma Del Mundo-Scruton Roger

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