Modos del ensayo. De Borges a Piglia - Alberto Giordano

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Giordano, Alberto Modos del ensayo : de Borges a Piglia - 1a ed. - Rosario : Beatriz Viterbo Editora, 2005. 288 p. ; 20x14 cm. ISBN 950-845-166-1 1. Crítica Literaria I. Título CDD 801.95.

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Biblioteca: Ensayos críticos Ilustración de tapa: Daniel García

Primera edición de Modos del ensayo. Jorge Luis Borges – Oscar Masotta: octubre 1991 Primera edición de Modos del ensayo. De Borges a Pligia: noviembre 2005 © Alberto Giordano © Beatriz Viterbo Editora España 1150 (S2000DBX) Rosario, Argentina www.beatrizviterbo.com.ar [email protected]

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Borges: la ética y la forma del ensayo

I. Más allá (o más acá) de las batallas literarias Borges nos enseñó a leer la totalidad desde el detalle. Desde y no en: el detalle que atrae la atención del lector y lo hace olvidar por un momento la totalidad de la obra vale por ésta, no porque la represente, sino porque instaura un nuevo punto de vista para pensarla. La adición de un recuerdo patético en el final de una sextina del Martín Fierro vale por todo el poema de Hernández, no porque represente el conjunto de sus técnicas compositivas, sino porque desde su “postulación de la realidad” se puede leer el poema de un modo inédito, como una novela. De la misma forma, los versos del Paraíso que contienen la sonrisa equívoca de Beatriz antes de desaparecer definitivamente valen por toda la Divina Comedia, no porque en ellos se condensen sus sentidos alegóricos, sino porque desde el patetismo que los recorre, y que suspende la intencionalidad doctrinaria y edificante, se puede, inesperadamente, leer el poema de Dante como una conmovedora historia de amor 1 . En los dos casos, el detalle suplementario se convierte en una perspectiva capaz de reformular el sentido de la totalidad gracias a la convicción 8

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y la emoción (el placer que despierta el encuentro con un rasgo patético) que Borges experimenta en su lectura. Quise recordar esta enseñanza del Borges ensayista, para poner bajo su invocación una propuesta de releer la totalidad virtual de su obra crítica desde un texto absolutamente marginal y anecdótico. Se trata de un texto con el que me encontré mientras realizaba una pequeña investigación por encargo sobre las funciones de la literatura en el discurso de las revistas argentinas de izquierda durante los años 20 y 30. Lo que se dice, un encuentro inesperado. No sólo porque no pensaba encontrar un texto de Borges dentro de ese corpus, sino porque, una vez encontrado el texto, nada me hacía suponer, antes de leerlo, que desde él iba a poder repensar uno de los problemas más interesantes de las intervenciones ensayísticas borgianas: cómo se articulan en la escritura de un mismo texto dos registros heterogéneos (y a veces suplementarios), uno ligado a la política de la literatura y el otro interesado por sus resultados 2 . El texto en cuestión es menos que una nota o una reseña, más circunstancial por su género y más anecdótico por su tono que las habituales colaboraciones de Borges en las revistas culturales de la época. Se trata de la respuesta, escrita para irritar antes que para satisfacer la demanda, a una encuesta organizada por la revista Contra a mediados de 1933. Contra representa en los años 30 una de las más interesantes tentativas de formular una política cultural de izquierda que desborde los límites ideológicos y estéticos de las publicaciones identificadas con el realismo social 3 . Su director, Raúl González Tuñón, y uno de sus colaboradores habituales, Córdova Iturburu, habían coincidido con Borges en algunos de los emprendimientos de vanguardia de la década anterior (Martín Fierro y Proa). A ese pasado vanguardista se debe, seguramente, la militancia de Contra por un arte que contribuya a la formación de una conciencia colec-

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tiva revolucionaria pero en el que los contenidos de izquierda se articulen con una problematización de las formas de representación. Para instalar dentro del campo literario argentino la discusión sobre la función social del arte en sus propios términos, Contra convocó a algunos de los jóvenes escritores del momento para que respondiesen a una pregunta: “¿El arte debe estar al servicio del programa social?”. En una sección del número 3 titulada “Arte, arte puro, arte propaganda” se publicaron las tres primeras respuestas: las de Nidia Lamarque y Luis Waisman, dos colaboradores de la revista, y la de Borges. Vale la pena recordar los argumentos y el tono de las respuestas de Lamarque y Waisman, ya que en buena medida representaban la posición de Contra en ese debate, para apreciar, por contraste, el carácter intempestivo de la intervención de Borges. Los dos rechazan la exigencia propuesta por la pregunta de plantear el problema en los términos morales del deber, pero eso no quita que sus respuestas estén dominadas por una imperiosa voluntad de enjuiciamiento moral: para los dos hay una forma de arte buena (“el arte [que] refleja la realidad social”, el arte “al servicio del proletariado”) y otra mala (el arte por el arte, “que expresa la decadencia mental de la burguesía”, que es una “fórmula de cretinos”) y a partir de ese paradigma inflexible, formulan juicios tan contundentes como cuestionables (el valor de la obra artística es directamente proporcional a la claridad con que refleja los fenómenos sociales: “Por la boca del Dante habla todo el mundo feudal, de ahí su prodigiosa grandeza”). Recordemos ahora la respuesta de Borges, que sacude violentamente el substrato moral de la oposición arte puro/arte propaganda: Es una insípida y notoria verdad que el arte no debe estar al servicio de la política. Hablar de arte social es como hablar de geometría vegetariana o de repostería endecasílaba. Tampoco el Arte por el Arte es la solu-

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ción. Para eludir las fauces de ese aforismo, conviene distinguir los fines del arte de las excitaciones que lo producen. Hay excitaciones formales, id est artísticas. Es muy sabido que la palabra AZUL en punta de verso produce al rato la palabra ABEDUL y que ésta engendra la palabra ESTAMBUL que luego exige reverberaciones de TUL. Hay otros menos evidente estímulos. Parece fabuloso, pero la política es uno de ellos. Hay constructores de odas que beben su mejor inspiración en el Impuesto Único y acreditados sonetistas que no segregan ni un primer hemistiquio sin el Voto Secreto y Obligatorio. Todos ya saben que este es un misterioso universo, pero muy pocos de esos todos lo sienten.

Como bien lo señala Beatriz Sarlo, la ironía y la burla son los recursos de los que se vale Borges para desprenderse, inmediatamente, casi sin argumentaciones, de la exigencia implícita en la pregunta de ser respondida en sus propios términos. “Borges sabe que el solo planteo de un interrogante de esta especie [“¿El arte debe estar al servicio del programa social?”] tiene inscripta una respuesta afirmativa: someterse a la pregunta implica aceptar el objeto-problema de la relación arte-sociedad: precisamente lo que Borges no acepta.” 4 De una sola vez, mediante un certero golpe de irrisión, Borges se pone más allá de la alternativa arte puro/ arte al servicio de lo social, juega al “desubicado” para ridiculizar los términos de la encuesta. No busca la polémica, sino la disminución instantánea del interlocutor. La réplica indignada de Córdova Iturburu en el número siguiente de Contra 5 es una prueba inequívoca de que Borges logró con su intervención el efecto de incomodidad y provocación que buscaba y, lo que seguramente era más importante para él, el desplazamiento del eje del debate desde lo que Contra quería discutir (y él no) hacia su persona. La respuesta de Iturburu es respuesta a Borges antes que a la encuesta 6 . Una primera posibilidad de lectura de la intervención borgiana es en clave de autofiguración. Exhibiendo su destreza para la ironía, la reducción al absurdo y el arte de injuriar, Borges aprovecha la encuesta para construirse una

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imagen de intelectual ingenioso e irreverente. Pero esta primera lectura debe complementarse con una inscripción de la autofiguración borgiana en su contexto de época, si no queremos correr el riesgo de volver equivalentes esta “colaboración” del joven Borges en una revista de sus pares de izquierda con las humoradas del Borges inapelablemente consagrado, años después, en cualquier entrevista pública. La ironía es aquí algo más que un atributo seductor o irritante de una sensibilidad singular, es un arma para intervenir en las luchas por la legitimidad cultural. Como se sabe, durante las décadas del 30 y el 40 Borges colaboró asiduamente en varias publicaciones culturales de muy diverso signo (Sur y El Hogar, Los Anales de Buenos Aires y la Revista Multicolor de los Sábados del diario Crónica, entre otras) 7 . Una de las causas de tan numerosa y heterogénea producción hay que buscarla seguramente en la necesidad del joven Borges de conseguirse un sustento económico a través de su profesión de escritor. Otra, más interesante, en su deseo de reconocimiento, en su voluntad de disputar con otros jóvenes del campo literario, y con algunas figuras de prestigio, una posición central en su interior. Borges pudo abstenerse de responder la encuesta de Contra, como hicieron la mayoría de sus colegas 8 , ya que los términos en los que estaba planteada le eran ajenos. Pero su constante disponibilidad para las batallas literarias hizo que encontrase allí una ocasión más para impugnar las pretensiones de sus adversarios en la conquista de la legitimidad institucional. Borges usa su respuesta para deslizar uno de los principios fundamentales de su estética (no hay que confundir los fines del arte, su “eficacia”, con las motivaciones que lo producen; dicho en otros términos: “en el arte nada es tan secundario como los propósitos del autor” 9 ) y, fundamentalmente, para ridiculizar dos estéticas antagónicas, con las que ya tenía y seguiría teniendo planteada una disputa.

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Por una parte, Borges descarga su insidia contra la estética materialista que identifica a los jóvenes escritores de izquierda, una franja numerosa, y muy visible desde la década anterior, del grupo de pares con los que tiene que confrontar sus pretensiones de ocupar dentro del campo literario el lugar de los “nuevos”. Si en otras intervenciones también críticas de las estéticas de izquierda se toma aunque sea un momento para argumentar su impugnación, como cuando reseña en El Hogar el manifiesto Por un arte revolucionario de André Breton y Diego Rivera 10 , en este caso aprovecha la incursión en el terreno enemigo para hacer estallar un pequeño pero muy potente artefacto retórico. La forma en que reduce al absurdo el sentido de la consigna “arte social” (“es como hablar de geometría vegetariana o de repostería endecasílaba”) recuerda “la buena humorada de Macaulay” que él mismo cita en uno de sus ensayos sobre Chesterton 11. Lo demás, es puro arte de injuriar: constructores de odas, sonetistas que segregan hemistiquios. Por otra parte, Borges usa su respuesta para cargar una vez más contra Leopoldo Lugones, uno de los escritores-faros dentro del campo literario de la época. La ripiosa rima en ul, que toma como ejemplo de arte por el arte para ridiculizar su voluntad de sofisticación y belleza, es una rima lugoniana de la que se viene burlando desde la década anterior. En un comentario sobre el Romancero recogido en 1926 en El tamaño de mi esperanza, Borges argumenta la fatalidad de los ripios en “el sistema de Lugones” recurriendo precisamente al uso de esa rima extravagante: “si [un poeta] rima en ul como Lugones, tiene que azular algo en seguida para disponer de un azul o armar un viaje para que le dejen llevar baúl u otras indignidades. (...)...si alguna vez [los clásicos] rimaron baúl y azul (...), fue en composiciones en broma, donde estas rimas irrisorias caen bien. Lugones lo hace en serio” 12 . Esta insistente ridiculización de Lugones muestra

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que el joven Borges no estaba dispuesto a dejar su prestigio en manos de algunas de las autoridades estéticas de turno, sino que más bien apostaba a conseguirlo, entro otros medios, a golpes de desautorización. Llama la atención el abrumador provecho que sacó Borges de una ocasión que muchos de sus pares, seguramente por considerarla poco importante, prefirieron dejar pasar. Su respuesta a Contra habla claramente de una calculada y siempre alerta voluntad de agitación como estrategia para intervenir en los debates del campo literario. Esta, tal vez, podría ser la conclusión a la que llegásemos después del –excesivamente pormenorizado– comentario que acabo de ensayar: el horizonte retórico de las intervenciones críticas del joven Borges (pero también, aunque con menos virulencia, del Borges de las décadas siguientes) suele no ser el de la persuasión sino el del combate. Sin embargo no puedo concluir aquí porque un detalle todavía me reclama, un resto del comentario en el que tal vez se realice lo que Juan B. Ritvo llamó “la utopía del detalle absoluto”. Desde la primera vez que la leí, la última frase de la respuesta de Borges jugó a desprenderse del texto y del contexto, a desbordar (o retraerse más acá de) la intencionalidad irónica y a suspender el alcance institucional e histórico de la intervención. En esa frase se nos habla de algo que tiene que ver con los resultados de la literatura y ya no con la política literaria que practicaba el joven Borges en sus textos críticos. “Todos ya saben que este es un misterioso universo, pero muy pocos de esos todos lo sienten.” La significación de esta frase final no afecta directamente la del conjunto de la respuesta, por eso podríamos obviarla sin atentar en absoluto contra la verosimilitud o la verdad de lo que reconstruí en clave de sociología literaria. Lo que esta frase entredice, más acá de la persistencia del gesto irónico y descalificador, atrae el pensamiento hacia una realidad extraña a la lógica de las

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batallas por la legitimidad y el prestigio. Desde el punto de vista de la política de la literatura, el misterio de los resultados literarios están de más, y de eso, precisamente, habla la última frase de la respuesta de Borges. Tal vez sea excesivo decir que la frase habla de eso, tal vez sea mejor decir que en esta frase hay un eco de la más insistente afirmación que recorre los ensayos borgianos: la del misterio de la eficacia estética. Se la puede encontrar, manifestándose de distintas formas, en todos los géneros críticos que practicó Borges: la reseña, la nota, el ensayo y el prólogo (incluso en los géneros orales, la conferencia y la entrevista periodística). A Borges lo asombra el misterio de que un verso, el gesto de un personaje en un relato, la postulación de la realidad en una novela o el tono de una conjetura en un ensayo puedan tocarlo, conmoverlo, sin que él sepa –y no siempre esté interesado en saber– por qué. Lo asombra que la eficacia literaria sea inmediata, que un texto pueda depararle un “goce físico” 13 , que pueda afectar su cuerpo de lector “como la cercanía del mar o de la mañana” 14 . Y la fuerza que este asombro ejerce en su escritura crítica es siempre mayor que la de los juicios fundados en algún criterio de valor establecido, incluso de los establecidos por él. Por eso puede decir que “realmente no hay otro canon” más que “sentir físicamente la presencia [de un texto] 15 ”, ningún otro fundamento del valor literario más que la emocionada convicción del lector. Borges sabe que el campo de las instituciones estéticas está tramado por juicios morales, los que se confrontan en las luchas por la legitimidad para las que siempre está dispuesto, pero sabe también, porque piensa todos los problemas del campo desde la posición del lector, que “un hecho estético (...) no puede autorizar un juicio moral” 16 y que conviene actuar sobre el anudamiento inevitable de la moral y la estética para liberar a ésta de la servidumbre a valores que, en última instancia, la niegan. La afirmación del misterio

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contamina de ambigüedad e incertidumbre la trama moral con la que se teje la política de la literatura. La última frase de la respuesta de Borges nos lleva a pensar que hay algo más potente, en términos de eficacia literaria, que la devaluación irónica que ejerce una política sobre otra: la presencia misteriosa del goce estético, que suspende el conflicto. El goce físico de la lectura no puede autorizar ningún juicio moral, pero puede hacernos sentir –sin padecer– lo que la moral teme y olvida: que este es un universo misterioso, “que nos destruye, nos exalta y nos mata, y no sabemos nunca qué es” 17 . El misterio no es la evidencia (la revelación) de lo inefable, sino una invitación a buscar explicaciones todavía imposibles. La fórmula borgiana –otro lugar común de sus ensayos 18 – según la cual la eficacia literaria “es anterior a toda interpretación y no depende de ella” no niega la posibilidad de una reflexión fundada en el misterio, sino que invalida las pretensiones de cualquier hermeneútica trascendental. El goce de la lectura no sólo no necesita de interpretaciones para existir, prefiere evitarlas para que ninguna paráfrasis borre de la superficie textual la presencia extraña que lo suscita. Los ensayos de Borges se escriben desde y hacia la proximidad con lo inexplicable. La invención de razones que amplifican la inquietud y el encanto del misterio sustituye en ellos la referencia a algún código simbólico preestablecido. Dije, al comenzar, que un detalle suplementario puede convertirse en una perspectiva capaz de reformular el sentido de la totalidad gracias a la convicción y la emoción que se experimentan en su lectura. Dije después que Borges piensa todos los problemas del campo literario desde la posición del lector. Estas dos afirmaciones, decisivas en mi argumentación, remiten a otra intervención borgiana de la década del 30, esta vez a uno de sus ensayos más conocidos, “La supersticiosa ética del lector” 19 . En este ensayo ineludible para

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quienes creemos que la crítica literaria es esencialmente un relato de nuestras experiencias de lectura (un relato en el que la generalidad de los conceptos y el modo afirmativo de los argumentos no niegan, sino que intentan transmitir lo intransferible e incierto de esas experiencias, hasta el punto de dejarse conmover por su presencia evanescente), Borges sostiene que el crítico no se debe dejar inhibir por supersticiones profesionales, si quiere experimentar “la eficacia o la ineficacia de una página”, sino que debe perseverar en su posición de lector, “en el sentido ingenuo de la palabra”. La ética del ensayista, la que se afirma incluso en los márgenes más inesperados de las intervenciones críticas, es la del lector ingenuo o inocente 20 , la del que sólo escribe, aún cuando responde a las demandas culturales, sobre lo que aumenta su potencia de pensar, imaginar e interrogarse, de experimentar en la escritura su legítima rareza.

II. Algo más sobre el prólogo a La invención de Morel En la nota anterior argumenté la necesidad, o mejor, la conveniencia de no limitar las intervenciones ensayísticas de Borges a la efectuación de una política literaria o cultural determinada. Se trata de un problema que intento formular desde un punto de vista ético, sin descuidar la trama de exigencias institucionales que rodean y condicionan la escritura de un ensayo, pero valiéndome de esas referencias contextuales para hacer aparecer todavía con más fuerza, con mayor fuerza de desprendimiento, la intransferible posición de lector que el ensayista ocupa, irrenunciable y a veces imperceptiblemente, cuando interviene en las disputas del campo cultural, la posición en “vaivén” (Molloy) de una sensibilidad inquietada por la literatura de un modo prei n s t i t u c i o n a l . M i h i p ó t e s i s, c u y a v a l i d e z a c a s o d e b a

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restringirse a Borges, a algunos ensayos de Borges, es que el ensayista siempre dice o entredice lo que conviene al modo singular en que la literatura afecta su cuerpo de lector aunque esa afirmación perturbe la eficacia de su intervención pública. Para construir las condiciones retóricas que me permitan experimentar y ceñir los alcances de esta hipótesis, voy a proponer –en rigor, a recordar– una relectura del célebre prólogo de Borges a La invención de Morel en términos de efectuación de políticas literarias, es decir, una relectura en la que se hace evidente el carácter eminentemente estratégico de este texto. Sin duda, hay que leer este prólogo como una intervención múltiple, animada en principio por la voluntad de apoyar la incorporación de Bioy Casares al campo literario argentino y, lo que es más importante, de legitimar la existencia de una nueva modalidad narrativa, la que supuestamente practicaban a comienzos de los 40 el propio Borges y su joven amigo, identificada con el rigor constructivo y la conciencia del carácter artificioso del hecho literario. Después de dos reseñas lo suficientemente excesivas como para resultar contraproducentes, una a La estatua casera, la otra a Luis Greve, muerto 21 , Borges parece haber encontrado al fin una narración de Bioy que no propicie la transmutación de los elogios críticos en involuntarias ironías. Como la distancia entre el texto y el comentario favorable no es en esta ocasión exorbitante, el gesto legitimador se cumple. El “ditirambo final” 22 del prólogo borgiano, que eleva el rigor de su trama a las cumbres de la perfección, acompañará para siempre la circulación de la primera novela de Bioy como una suerte de sello que garantiza su valor. Pero más importante que esta pequeña estrategia de promoción personal es la otra, la que tiene por objeto un modo de escribir ficciones en frontal y declarado antagonismo con

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dos poéticas de la narración dominantes en la época, las del realismo y la novela psicológica. En un trabajo insoslayable, María Teresa Gramuglio desplegó las posibilidades de una lectura del prólogo a La invención... “en términos de estrategias de escritor, esto es, de construcción de espacios y alianzas para la propia escritura, cuando ella cuestiona la norma y propone un nuevo valor” 23 . En el interior de Sur, Borges y Bioy traman una alianza contra la estética humanista de Mallea y las supersticiones realistas de la novela psicológica a favor de los artificios policiales y fantásticos y de la razonada imaginación de la novela de aventuras. Por cautela, o –lo que acaso sea lo mismo– por mala fe, Borges no menciona a Mallea en el prólogo y elige polemizar con otra autoridad intelectual dentro de la revista, con Ortega y Gasset y sus ideas sobre la novela. A propósito de lo nuevo que La invención... y sus propias ficciones traen a nuestra indigente literatura nacional, para abrirle camino, Borges discute –a su modo, ironizando– la legitimidad de los juicios de Ortega que cimientan entre algunos escritores de la élite cultural argentina el prestigio de la novela psicológica. La suya puede parecer, en una primera aproximación, una típica estrategia de desplazamiento del otro y tentativa de ocupar su lugar. En este punto conviene abrir un paréntesis en el desarrollo de la lectura del prólogo a La invención... para recordar que las poéticas que Borges propone en sus ensayos suelen ser, esencialmente, poéticas de combate, que el interés mayor que guía la formulación de estas poéticas es menos establecer unívoca y taxativamente qué deben ser la literatura o un género, que impugnar criterios de valoración que, favorecidos por las ideologías culturales de la época, se impusieron como dominantes. No se puede dudar del rechazo borgiano frente a la moral realista y el humanismo como fundamento estético, pero tampoco se puede identificar simple-

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mente su poética del relato con los valores que defiende en el prólogo a La invención... para argumentar ese rechazo. El rigor en la construcción de tramas novedosas no es para él un valor en sí mismo, vale por la fuerza con que descompone lo que el discurso de Ortega “estatuye”. Las poéticas borgianas se enuncian por lo general en el contexto de una discusión con alguna voz autorizada y suelen pedir que se las lea por la fuerza con que sacuden y desestabilizan lo estatuido antes que por la coherencia y la consistencia (siempre discutibles, siempre al borde de la exageración o lo arbitrario) de lo que proponen. Vuelvo a la lectura del prólogo. En la frase final, el ditirambo que consuma el deseo borgiano de instalar a su joven colega y aliado en un lugar de prestigio dentro del campo literario nacional, se dice algo, algo parece haber sido dicho o está por decirse que enrarece la jugada política. El punto de consumación es al mismo tiempo punto de exceso. Allí donde se cierra sobre sí mismo, en un enunciado memorable, difícil de olvidar por su tono y su sintaxis espléndidos, el prólogo se resquebraja y deja abierta, entredicha, la posibilidad de otra enunciación. “He discutido con su autor los pormenores de su trama, la he releído; no me parece una imprecisión o una hipérbole calificarla de perfecta.” Para una moral de la construcción narrativa, como la que Borges contrapone a las interpretaciones humanistas del arte de novelar, la perfección es el más alto grado de rigor que se puede alcanzar en la invención de una trama. Para esta clase de moral formalista, que celebra la escenificación de lo obvio –la especificidad verbal de toda narración– como si se tratase de un milagro, La invención de Morel es una novela ejemplar. Así se entendió lo que Borges dice en el prólogo, así quiso Borges que se entendiera. Pero, como se sabe, “en el arte nada es tan secundario como los propósitos del au-

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tor”, y esta exitosa jugada se contamina de literatura gracias a un fracaso o, para ser más justo, a una inesperada reaparición que proyecta sobre los argumentos una sutil e indespejable ambigüedad: la reaparición de la figura del lector haciendo prevalecer sus fueros sobre los del estratega de las batallas literarias. Decir, cuando es casi lo único que se dice de una novela, que su trama es “perfecta”, es decir mucho y demasiado poco. Mucho, para quienes confunden estética y moral y creen que la perfección es, en cualquier campo, un valor superior. Demasiado poco para quienes, como Borges, en otro lugar pero por la misma época, creen que se trata de un atributo que quizá sirva para consolarse de la falta de otros más “encantadores”, pero que en sí mismo es “poco estimulante”. “El concepto de perfección –escribió Borges en diciembre de 1938, acaso en el contexto de otra disputa literaria– es negativo: la omisión de errores explícitos lo define, no la presencia de virtudes.” 24 ¿De la ausencia de qué otros atributos novelescos se consuela Borges en el prólogo a La invención de Morel elogiando la perfección de su trama? ¿De la falta de qué virtudes narrativas lo consuela a Bioy reconociéndolo como un inteligente y reflexivo constructor de argumentos? Se pueden encontrar respuestas a estas preguntas en “El primer Wells” 25 , otro ensayo de Borges sobre un ingenioso inventor de tramas técnicamente irreprochables. La eficacia de los primeros ejercicios fantásticos de Wells, entre los que se cuenta un precursor evidente de la primera novela de Bioy, La isla del Dr. Moreau, no depende, no podría depender según Borges, de la “felicidad de sus argumentos”, sino de la presencia de otros atributos que exceden las astucias técnicas y remiten, conjeturalmente, al influjo sobre la narración de fuerzas más potentes que las de una voluntad constructora. En las ficciones de Wells Borges admira la “infinita y plástica ambigüedad” de sus simbolismos, la forma en que

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esas ficciones refieren, de un modo claro pero evanescente, los procesos “inherentes a todos los destinos humanos”. Para este Borges, el Borges que ensaya un juicio sobre una obra que lo conmueve sin apartarse de su ética de lector, el Borges que figura una perspectiva literaria que desborda el formalismo desde más acá de las interpretaciones humanistas, no importa la perfección sino la eficacia de una historia, algo que ocurre “casi a despecho de su autor” y que despierta en el que lee la certidumbre, difícil de nombrar pero indubitable, de que se está hablando de algo desconocido de sí mismo. Este Borges no desdeña los placeres que depara un artificio calculado, la ingeniosa y diestra ejecución de un argumento sorprendente, pero afirma –dice y entredice– que más intensos que esos placeres de literato son los inocentes “goces de la lectura”, los estremecimientos que provoca en la sensibilidad del que lee, modestos descubrimientos de su secreta impersonalidad, la “lúcida inocencia” del que escribe. 26 Esa inocencia que Borges seguramente echó de menos en las discusiones sobre exitosos procedimientos narrativos con el autor de La invención de Morel. ¿Habría que concluir después de seguir este desvío de la lectura, este desvío en la estrategia legitimadora, que Borges se burló de Bioy y de sus lectores, que voluntariamente entredijo lo contrario de lo que declaró con énfasis para sorprendernos a todos en nuestra buena fe? La generosidad de la escritura borgiana me impone conjeturar una explicación menos insidiosa, más afín con los misterios que a veces también inquietan el disciplinado ejercicio de la crítica. Borges quiso darle un espaldarazo definitivo a su joven colega, presentarlo ante sus virtuales lectores, contra algunas expectativas ya legitimadas, como un narrador ejemplar. Por eso escribió un prólogo brillante, capaz de seguir ejerciendo su poder de persuasión medio siglo después de haber sido escrito, por eso puso una vez más sus incomparables dotes de

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polemista al servicio de la causa de los libros y la amistad. Pero algo en su ética de lector lo llevó inadvertidamente a traicionar –sin conspirar contra el éxito de su ejecución– ese proyecto, a entredecir su renovada decepción por la falta de ambigüedad y plasticidad en la escritura de Bioy. Fiel, sin posibilidad de renuncias, a los goces de la literatura, tuvo que serle infiel a la amistad. Por eso, en lugar de las esperables referencias al encanto o a la eficacia de algunos episodios, de algunos pormenores, estatuyó la perfección sin matices, inhospitalaria, masiva, de La invención de Morel. 2000

Notas 1 Cf. “La poesía gauchesca”, en Discusión (Buenos Aires, Emecé, 4ª ed., 1966; págs. 36-37) y “La última sonrisa de Beatriz”, en Nueve ensayos dantescos (Madrid, Espasa Calpe, 1982; pág. 155 y ss.). 2 Los términos son de Borges. Los tomo de una digresión sobre los hábitos culturales franceses que aparece al comienzo de “El otro Whitman”: “A París le interesa menos el arte que la política del arte: mírese la tradición pandillera de su literatura y de su pintura, siempre dirigidas por comités y con sus dialectos políticos: uno parlamentario, que habla de izquierdas y derechas; otro militar, que habla de vanguardias y retaguardias. Dicho con mejor precisión: les interesa la economía del arte, no sus resultados.” (en Discusión, ed. cit.; pág. 51). 3 Para una caracterización detallada de la política cultural de Contra, ver Beatriz Sarlo: Una modernidad periférica. Buenos Aires 1920 y 1930, Buenos Aires, Nueva Visión, 1988; pág. 138 y ss. y Sylvia Saítta: “Contra. La revista de los franco tiradores de Raúl González Tuñón: un debate sobre la función política y revolucionaria de la literatura en la década del treinta”, en Saúl Sosnowski (Ed.): La cultura de un siglo: América Latina en sus revistas, Buenos Aires, Alianza, 1999.

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Beatriz Sarlo: op. cit.; pág. 146. 5 “¿Debe estar el arte al servicio del problema social? quiso decírsele –y él no pudo dejar de entenderlo–. ¡No cree usted que esa ideología y ese sentimiento revolucionarios tienen bastante dignidad humana para engendrar un arte! (...) Claro está que un arte al servicio del Voto Secreto y Obligatorio o del Impuesto Único sería, esencialmente, ridículo. (...) Pero no se trata de eso. Borges no puede dejar de saberlo” (Contra Nº 4, agosto de 1933). 6 Según Sarlo, la respuesta de Oliverio Girondo, publicada en el mismo número que la de Iturburu, se puede leer también como una réplica a la intervención de Borges. 7 Para una nómina exhaustiva de las publicaciones de Borges durante este período y un análisis de esa producción en términos de estrategias de posicionamiento y lucha dentro del campo literario, ver Annick Louis: Jorge Luis Borges: oeuvre et manoeuvres, Paris, L’Harmattan, 1997. 8 En una nota que acompaña la publicación de las respuestas de Iturburu y Girondo en el Nº 4, Contra explica las razones del final repentino de la encuesta: “Quisimos dar a la encuesta un tono polémico, vivo, y no fue posible porque tanto elementos de izquierda como de la derecha y del centro, se han guardado sus opiniones”. 9 “Edward Shanks: Rudyard Kipling. A Study in Literature and Political Ideas”, en Borges en Sur 1931-1980, Buenos Aires, Emecé, 1999; pág. 142. Se trata de una referencia casual, la primera que encuentro entre tantas otras que se podrían dar: la afirmación de la insignificancia estética de los propósitos del autor es un lugar común de la ensayística borgiana. 10 “Un caudaloso manifiesto de Breton”, en Textos cautivos, Buenos Aires, Tusquets, 1986; págs. 287-8. En esta reseña no faltan –como lo prueba su título– las ironías, pero el tono general de la escritura es más reflexivo. 11 “Hablar de gobiernos esencialmente protestantes o fundamentalmente cristianos es como hablar de un modo de hacer compotas esencialmente protestante o de una equitación fundamentalmente católica.” (“Modos de G.K. Chesterton”, en Borges en Sur 1931-1980, ed. cit.; pág. 18). 12 El tamaño de mi esperanza, Buenos Aires, Seix Barral, 1993; pág. 96. 13 “Swinburne”, en Borges en Sur 1931-1980, ed. cit.; pág. 148. 14 “The Unvanquished, de William Faulkner”, en Textos Cautivos, ed. cit.; pág. 246. La misma imagen surge en su lectura del poema Lepanto de Chesterton: “Es una página que conmueve físicamente, como la cercanía del mar” (“Modos de G.K. Chesterton”, ed. cit.; pág. 23) 15 “The Oxford Book of Modern Verse, de W. B. Yeats”, en Textos Cautivos, ed. cit.; pág. 136.

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“Un libro sobre Paul Valéry”, en Textos Cautivos, ed. cit.; pág. 147. 17 “Eugène G. O’Neill, premio Nobel de Literatura”, en Textos cautivos, ed. cit.; pág. 50. 18 Borges la enuncia a propósito de un dístico de Quevedo (“Quevedo”, en Otras Inquisiciones, Buenos Aires, Emecé, 6ª ed., 1971; pág. 61), los dramas de O’Neill y las novelas de Faulkner (“Eugene G. O’Neill, premio Nobel de Literatura”, en Textos cautivos, ed. cit.; pág. 50), la belleza de un poema de Eliot (“T. S. Eliot”, Idem; pág. 143), la prosa de Cervantes (“Miguel de Cervantes: Novelas Ejemplares”, en Prólogos, Buenos Aires, Torres Agüero, 1975; pág. 45), la obra de Kafka (“Franz Kafka: La metamorfosis”, Idem; pág. 105) y las operaciones estéticas de Shakespeare (“Página sobre Shakespeare”, en Borges en Sur 1931-1980, ed. cit.; pág. 71). 19 En Discusión, ed. cit.; págs. 45-50. 20 Cf. “Borges y la ética del lector inocente. Sobre los Nueve ensayos dantescos”, en infra. págs. 53-67. 21 En Sur, Nº 18, marzo de 1936 y Sur, Nº 39, diciembre de 1937, respectivamente. 22 Michel Lafon, “Poética del prólogo”, en Boletín/7 del Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria, U.N.R., octubre de 1999, p. 11. 23 María Teresa Gramuglio, “Bioy, Borges y Sur, diálogos y duelos”, en Punto de vista Nº 34, julio-setiembre de 1989, p. 12. 24 Jorge Luis Borges: “Stories, Essays and Poems, de Hilaire Belloc”, en Textos cautivos, ed. cit., p. 291. 25 En Otras inquisiciones, Buenos Aires, Emecé, 6ta. ed., 1971. Todas las citas de este ensayo corresponden a las páginas 126 y 127. 26 “En libros no muy breves, el argumento no puede ser más que un pretexto, o un punto de partida. Es importante para la ejecución de la obra, no para los goces de la lectura” (“El primer Wells”, ed. cit., p. 126).

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Borges: la forma del ensayo

Por cierto que este autor, en cuanto yo lo conozco, es con frecuencia bastante insidioso. No porque afirme una cosa y piense otra, sino en cuanto fuerza el pensamiento hasta el extremo y Le confiere una prioridad absoluta, de tal suerte que si el lector no lo capta con la misma energía, puede comprender lo dicho en un sentido muy diverso. Soren Kierkegaard, La repetición.

Introducción Apenas si hemos comenzado a leer los ensayos de Borges. Quiero decir: apenas si hemos comenzado al leerlos como ensayos. Hasta hace no mucho tiempo era difícil encontrar, en la monumental bibliografía crítica, un trabajo en el que se apreciaran esos ensayos sin remitirlos, casi de inmediato, a las narraciones o a los poemas del mismo autor. Parecía evidente, a los ojos de los lectores especializados, que el valor de los ensayos de Borges era relativo a la posibilidad de iluminar, a partir de ellos, algún aspecto de su obra literaria: los ensayos valían en tanto facilitaban la comprensión, orientaban la lectura de los poemas y de las ficciones 1 . Por obra en parte de la teoría y de la crítica, de las mutaciones de método e incluso de objeto que ellas sufrieron, pero también, sobre todo, por obra de la literatura –que atraviesa y descompone las convenciones con que se quiere interpretarla–, nuestros hábitos de lectura hoy son otros. Atendemos, a un tiempo, a lo que en los ensayos borgianos se dice (las opiniones de Borges acerca de la literatura, la filosofía, el cine) 27

y a lo que, en el modo en que eso está dicho (las estrategias enunciativas), se muestra. A veces, cuando el azar o la necesidad nos son propicios, cuando nuestra lectura percibe (inventa) el juego inquietante de las múltiples relaciones entre lo enunciado y su enunciación, conseguimos desplazar esos ensayos desde los rigores de la reflexión hacia el lugar, apenas entrevisto, al que ellos nos atraen: la literatura. Situados en perspectivas diferentes, de acuerdo con diferentes horizontes conceptuales y protocolos de lectura también diferentes, las bibliografías más actualizadas incluyen un conjunto de trabajos que tientan un encuentro con los ensayos de Borges sin limitarlo a la comprensión –y la reproducción– de lo que dicen. Están, por un lado, aquellos estudios que sirven de complemento a desarrollos anteriores, que añaden nuevos conocimientos a los ya producidos sin que esto provoque ninguna clase de conflictos 2 . Por otro lado, un lado menos cierto y más próximo –por lo mismo– a los artificios de la literatura, están aquellas tentativas que perturban y discuten algo de lo ya conocido, que transforman la imagen de Borges ensayista con la que estábamos familiarizados 3 . Por un desvío que encuentra en la polémica las condiciones de su trazado, las notas que siguen intentan participar en esta transformación.

Invitación a la polémica En el Nº 16 de la revista Punto de vista 4, Beatriz Sarlo publicó un ensayo titulado “Borges en Sur: un episodio del formalismo criollo”, que nos interesa por varios motivos. En primer lugar, porque se trata ciertamente de un ensayo. Sarlo elude los tópicos de la crítica borgiana y lo hace no sólo en cuanto a su modo de lectura –que no se sujeta a ningún método y toma prestados de varios los elementos que necesita–

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sino también en cuanto a los objetos que elige para practicarla: un conjunto de notas que Borges publicó en los primeros años de Sur, a comienzos de la década del treinta, y que en algunos casos no fueron recogidos luego en volumen. De acuerdo con la estrategia de desplazamiento que anima a los mejores ensayos, Sarlo descubre en esa marginalia la formulación de una poética: hace sensible algo fundamental donde un lector menos inteligente sólo hubiese encontrado algo curioso. A este movimiento de desvío lo acompaña otro acaso más temerario: el que produce el encuentro, fuera de la ley que distribuye los discursos, de un argentino extraviado en la retórica y un teórico del formalismo ruso. (Aunque nuestro desacuerdo con los resultados a los que llega Sarlo es –como se verá luego– considerable, no dejamos por eso de admirar la ejecución de su lectura, la fuerza de los procedimientos con los que se realiza el trabajo. Más aún, si nos disponemos a polemizar con este ensayo, es porque creemos encontrar en él suficiente riqueza como para seguir, en otra dirección, hacia otras conclusiones, explotándola.) En segundo lugar –en el orden de esta exposición, no de las razones–, el trabajo de Sarlo nos interesa por su tema: la escritura ensayística de Borges y la posibilidad de encontrar en ella (dicha o actuada) una poética; porque no estamos de acuerdo con lo que en él se afirma a propósito de ese tema y porque el desacuerdo tiene que ver, en lo fundamental, con una apreciación diversa de lo que son los ensayos borgianos. El lector no familiarizado con el trabajo de Sarlo al que hacemos referencia agradecerá un resumen. En las páginas de Sur, al margen de las preocupaciones fundamentales de la revista, Borges publicó una serie de notas literarias: “Séneca en las orillas”, “El Martín Fierro”, “El arte narrativo y la magia”, “Noticia de los Kenningar”, “Elementos de preceptiva” y “Los laberintos policiales y Chesterton”. A veces en forma explícita, otras por lo que deja entredicho,

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Borges inventa en esas notas una poética fundada en la combinación de dos líneas hasta entonces antagónicas: el “criollismo urbano” y “la estética del procedimiento”. A la pregunta por la identidad de los materiales con que construir la literatura argentina –en estos términos plantea la cuestión Sarlo– Borges responde transformando el “suburbio” en una nueva materia literaria, convirtiendo las orillas en un espacio mítico, es decir, en una “construcción estéticoideológica” nueva. Sobre este aspecto de la caracterización no vamos a volver en adelante: con él estamos de acuerdo. Es a la otra vertiente de la supuesta poética a la que queremos dirigirle nuestros reclamos. Para enunciarla, Sarlo se vale de un rodeo: recuerda algunas de las tesis propuestas por Víctor Sklovski en su clásico “El arte como procedimiento”: el valor artístico de un objeto depende del modo en que éste es percibido, percibir artísticamente es percibir extrañadamente, en ruptura con los automatismos; lo artístico en sí reside en el poder de innovación respecto de las formas conocidas. De inmediato, Sarlo vuelve la mirada sobre los ensayos de Borges y decide la semejanza: como a Sklovski, a Borges le “importa más el cómo que el por qué”; para el escritor argentino, como para el teórico ruso, “el procedimiento decide el destino (la eficacia) de una invención”. Como no se trata simplemente de sorprender, de dejar al lector admirado –y atontado– por la inesperada reunión de dos nombres extraños entre sí, Sarlo se ocupa de fundamentar la ocurrencia, de “probar” por la lectura de los ensayos la consistencia de su interpretación. Cuando lo hace, es difícil no quedar persuadido. Porque ¿desde dónde, sino desde la afirmación del procedimiento, se puede valorar –como lo hace Borges– las inscripciones de carro, los Kenningar y la letra de una “chabacana” milonga? ¿Y quién, sino alguien que supone que lo específico literario es la puesta en evidencia del procedimiento, puede hacerles

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un lugar a esas formas populares y rudimentarias junto a las obras de Milton o de Cummings? Para Borges son tan literarios el tango “Villa Crespo” y los ripios de la epopeya germana como el Paraíso perdido, porque han sido producidos, como él, “desde la preocupación estética por el procedimiento”. Y si de lo que se trata es de dar pruebas del formalismo borgiano, que podía resultar más convincente, menos recusable que citar esta afirmación tomada de “Elementos de preceptiva”: “La literatura es fundamentalmente un hecho sintáctico”. Antes de poder determinar la fallas de su lectura –si es que las hay–, incluso antes de disponer de medios para arriesgar una interpretación antagónica; antes de avanzar siquiera un paso en el trabajo crítico, nos enfrenta a la lectura de Sarlo un problema de creencia. No creemos que se pueda identificar a Borges con el formalismo, que en el centro del sistema borgiano domine el procedimiento. Claro que tampoco creemos que se pueda dar por sentado que existe tal sistema, y menos aún que si lo hay, le podamos reconocer un centro. Creemos que para Borges la literatura no es “eso”; creemos que para él es “otra cosa”. ¿Pero por qué creemos en lo que creemos, y sobre todo, qué valor tienen nuestras creencias? Hecha de una mezcla imprecisa de saber y de querer (creo en lo que sé porque quiero), la creencia está tan próxima al conocimiento como a la ignorancia; es a un tiempo lo que elijo y lo que acepto, lo que propongo y lo que se me impone. Por eso no hay respuestas directas para las preguntas que nos formulamos. Por eso no queda otro camino que hacer la prueba de la polémica: poner a trabajar una creencia contra otra. Quizá de esa confrontación podamos obtener algo: algo que eche luz sobre la literatura de Borges, la crítica de Sarlo y sobre nosotros.

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Las armas y las letras Es cierto que Borges afirma en “Elementos de preceptiva” que “la literatura es fundamentalmente un hec ho sintáctico”, que lo “particular literario” es el resultado de una combinatoria formal, del uso de técnicas verbales. Pero no menos cierto es que en otros ensayos el sentido de sus afirmaciones es diverso de éste, incluso contrario. Pienso por ejemplo, en las definiciones del tipo: “toda arte es una prefijada costumbre de pensar la hermosura” 5, o en esta otra, que apunta también a lo esencial desde fuera de la reflexión sobre el procedimiento: “la finalidad permanente de la literatura es la presentación de destinos” 6. Si aquí ya nada permite afirmar que para Borges la literatura es nada más que un hecho técnico (¿cómo reducir la “hermosura” a la sintaxis?, ¿acaso son hermosos los Kenningar?), podemos todavía elevar la apuesta y jugar otro par de citas que no dejen lugar a dudas de que para él, en materia literaria, la técnica ocupa un lugar subalterno. En una nota sobre Góngora recogida en El idioma de /os argentinos, Borges dice que el poeta español “es símbolo de la cuidadosa tecniquería, de la simulación del misterio, de las meras aventuras de la sintaxis”: de eso que él siempre consideró “no literatura” 7; y en otro ensayo del mismo libro, “Eduardo Wilde”, encontramos esta proposición: “Al gran lector, al hombre con vocación de lector, al poseído por la ajena realidad escrita de un libro, la técnica le resulta tan invisible como las letras individuales que recorre, sin fijarse en sus firuletes y en el abuso o escasez de la tinta. Mala señal es que interese mucho una técnica: si alguien se fija demasiado en nuestra voz, en nuestra manera de articular, en nuestra elocución, no ha de interesarle lo que decimos. Plena eficiencia y plena invisibilidad serían las dos perfecciones de cualquier estilo” 8 ¿Es posible imaginar

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algo más extraño, menos afín con la valoración de la “puesta en evidencia del procedimiento”? Nos hemos limitado a subrayar y transcribir algunas afirmaciones de Borges contrarias a las que cita Sarlo y solidarias, por eso, con nuestras creencias. A unos dichos de Borges, que nos parecen no enunciados por él (por lo que creemos que él es), hemos opuesto otros, de los que no dudaríamos en afirmar que son “claramente” borgianos. Dichos contra dichos, afirmaciones contra afirmaciones. En este punto, donde un Borges parece ser tan cierto como el otro y cada uno idéntico a sí mismo por la distancia en la que se oponen, parece que no queda más que elegir: o el Borges formalista, que declara la esencialidad del procedimiento, o el Borges...(¿cómo llamarlo?)... que nos dice que lo literario excede “las meras aventuras de la sintaxis”. En este punto parece que nos desbarrancamos en el relativismo más absoluto, que si esto y su contrario son igual de ciertos, entonces reina la incerti-dumbre, que no hay forma de decidir, más allá de lo que cada uno cree, la verdad o la falsedad de lo que Borges dice. Y acaso debamos concluir en un punto semejante –si devolvemos estos ensayos al lugar hacia el que ellos nos atraen–, pero no creemos en verdad que nuestra marcha haya concluido. Antes bien, todo nos indica que estamos a punto de partir y que habremos de comenzar a marchar cuando encontremos un recurso menos estéril que oponer, simétricamente, un dicho a otro dicho, una afirmación a otra afirmación, Al conjunto de ensayos que es el objeto de su estudio, Sarlo propone añadir uno más. “Modos de G. K. Chesterton”, publicado también en Sur pero unos años después que el resto 9. La sugerencia consta en la primera nota a pie de página, y como en el desarrollo del trabajo Sarlo no vuelve a ocuparse de él, queda abierta la pregunta por las razones de la inclusión de este ensayo. En el párrafo titulado “Chesterton,

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escritor” creemos que está la respuesta. Del escritor inglés, al que considera –según su reconocida arbitrariedad– “uno de los primeros escritores de nuestro tiempo”, Borges valora por sobre todo “sus virtudes retóricas, (...) sus puros méritos de destreza”. El punto de vista parece ser el mismo que el de los demás ensayos: la afirmación de que en literatura lo fundamental es la técnica. ¿Se puede acaso leer otra cosa en la frase citada? Tal vez no, pero recordemos nuestra decisión de no limitar el comentario a la transcripción de frases. Un cierto pragmatismo siempre será pertinente. Consideremos el “contexto” en el que aparece la afirmación citada, o dicho de un modo más pretencioso, sus “condiciones de producción”. Borges propone el valor retórico de Chesterton contra la opinión de los “críticos realmente informados”, que suponen que la literatura es lo más prescindible de un literato, que éste sólo puede interesar “como valor humano (...), como ejemplo de tal país, de tal fecha o de tales enfermedades”. La frase que nos ocupa es una afirmación, la declaración de algo que se considera valioso, pero es también una estocada, un golpe que da Borges a la estupidez de los críticos. Esa frase debe ser leída de acuerdo con la escena en la que ocurre, recostada sobre el horizonte polémico en el que se enuncia. No decimos que de esta forma su sentido cambie absolutamente, pero no dudamos de que se relativiza su valor de verdad. ¿En otras circunstancias, enfrentado a otros críticos, a otro lugar común literario, Borges afirmaría lo mismo? Confrontemos ya no frases sueltas, sino situaciones de interlocución. ¿Qué ocurre en “La supersticiosa ética del lector” 10 , uno de los clásicos de la crítica borgiana de la década del treinta? Porque es otro el referente (Cervantes en lugar de Chesterton), pero sobre todo porque es otro el estereotipo que se quiere disolver (la superstición de que las “tecniquerías” son lo más valioso de una obra literaria), Borges sostiene “que la pasión del tema tratado manda en el escri-

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tor” y que el valor mayor del Quijote “(y tal vez el único irrecusable)” es el psicológico. ¿Diremos que este ensayo contradice al anterior, que estamos otra vez en la encrucijada de no poder determinar cuál es la verdadera opinión de Borges acerca de lo que es la literatura y cuál es la falsa? Desde luego que no. En un ensayo se valoran los aspectos técnicos de la literatura y en el otro los temáticos, pero eso no basta para hablar de una oposición entre ambos. En primer lugar, porque las virtudes retóricas de Chesterton no son las “habilidades aparentes” que persiguen los lectores supersticiosos: luego, porque cada ensayo es un acto único, un paso de polémica que se ejecuta de acuerdo con condiciones únicas, para conseguir un efecto disolvente también único. Y lo que haya de verdad en cada caso (la verdad que el ensayo produce en el acto de la polémica, no una verdad a la que se representa, a la que se obedece) vale, en principio, sólo para él. Comparar dos ensayos de Borges uno con otro, requiere de un procedimiento para comunicar entre sí dos actos de enunciación (que convergen o divergen) antes que dos enunciados (solidarios o antagónicos). Si diésemos alguna vez con ese procedimiento, el “patrón” con arreglo al cual se realizará la comparación lo proveerá la física, antes que la lógica o la semántica: el valor-fuerza desplazará al valorsignificado y al valor-verdad. Ya no nos preguntaremos si un ensayo es más verdadero que otro, si dice lo mismo que el otro o si afirma otra cosa. Preguntaremos por la diferencia de intensidad entre ambos; querremos saber –si se trata de ensayos polémicos– qué tan fuerte son los golpes que da cada uno y si es el mismo u otro el objetivo sobre el que los lanzan. Como en “Modos de G. K. Chesterton”, como en “Swinburne”, como en el “Prólogo” a la Antología poética argentina que escribió con Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares 11 , en “Elementos de preceptiva” Borges afirma la esencialidad

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de la técnica contra las interpretaciones que reducen la literatura a la servicial –pero subsidiaria– función de documento. Se sitúa –como lo precisa Sarlo– “lejos de toda estética expresivista”. Tal vez sea en referencia a estos ensayos que podamos hablar del “formalismo” de Borges, pero sólo en referencia a ellos, y además, acordándole a “formalismo” un sentido menos doctrinario que polémico, incluso provocador. Cuando las circunstancias presionan, cuando el sentido común –o algún otro sentido atrofiado– quiere arrogarse la verdad “humana” de la literatura, Borges no vacila en proclamar su profesión de fe formalista: “La literatura es fundamentalmente un hecho sintáctico”. Pero si las circunstancias son otras –como en “La supersticiosa ética del lector”, como en “Menoscabo y grandeza de Quevedo”, como en el “Prólogo” a las Novelas ejemplares 12 –, necesaria, estratégicamente, el sentido de lo que se afirma es otro. ¿Una poética de Borges? Tal vez sea más preciso –y más estimulante– hablar de poéticas, poéticas de combate –armas para intervenir en la discusión sobre las letras– que se enuncian en cada ensayo. O en cada momento de un mismo ensayo 13 .

La dimensión de la literatura Para volver sensibles los conceptos de su teoría sobre la especificidad literaria, en el momento de la ejemplificación, Sklovski recurre a fragmentos de Tolstoi, Gogol y Pushkin y a algunos cuentos y adivinanzas populares 14 . “Bajo la mirada de la ciencia in-diferente” –según feliz, y nietzscheana, expresión de Barthes 15–, son tan literarios los elementales juegos adivinatorios como los episodios de Guerra y paz. Todos fueron creados por medio de procedimientos cuya finalidad es asegurar una percepción “desautomatizada”, y eso,

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para el ojo del científico, es lo único notable. ¿Pero Borges, que estima tan poco a la indiferencia tratándose de los estudios literarios 16, qué tiene que ver con esto? En verdad casi nada. Releamos “Séneca en las orillas” 17. Las inscripciones de carro son elevadas a objeto de la retórica. ¿O habría que decir, mejor, que la retórica es rebajada a un censo de “chirolas” expresivas? El proyecto es de parodia, como se puede leer. Borges se burla de los procedimientos taxonómicos de la retórica, abusando de su generosidad y su paciencia. Reconoce dos nuevos “géneros literarios”, que nos advierte no debemos confundir: la inscripción de carro y el nombre de las empresas comerciales (“género que abunda en apretadas obras maestras como la sastrería El coloso de Rodas por Villa Urquiza y la fábrica de camas La dormitológica por Belgrano”), y una “especie definida” dentro del primero: la inscripción de carritos repartidores. Bastaría con considerar esta diferencia de registros (teórico, en un caso; paródico, en el otro) para notar la distancia que separa a Sklovski de Borges. Pero hay más. Es cierto, como dice Sarlo, que Borges lee las inscripciones de carro “a la manera de la literatura”. Pero eso no quiere decir que las lea de la manera en que Sklovski lee las adivinanzas eróticas y los cuentos populares: percibiendo sus procedimientos. En Borges, la dimensión de la literatura es la del encuentro. Los kenningar, “los epigramas de corralón’’, las estrofas de una milonga o de un tango adquieren dimensión literaria no porque se transformen –bajo una mirada formalista– en una nueva clase de objetos, sino porque participan de una nueva clase de experiencia. Lo literario no es una propiedad –ahora percibida– de esos objetos, sino un modo de relacionarse con ellos. En Borges, la dimensión de la lectura es la de la experiencia evaluativa (y no la de la percepción in-diferente). Se lee porque se experimentan

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atracciones y rechazos (¿acaso Borges no habla de “goce” para referirse al lazo que lo une a los kenningar 18 ?). Unos objetos curiosos, marginales, menores, incluso “chabacanos” capturan la atención (“seducción de lo bajo”, diría Bataille, otro lector hedónico). Para Borges, que los somete a burla tanto como los toma en serio, esos objetos se convierten en una ocasión para ejercitarse en actividades tan poéticas como los paseos distraídos: para imaginar (un carro, fuerte como el criollo que lo maneja; un carro postergado por el tráfico veloz de la calle Las Heras, que siente su demora como “posesión entera de tiempo, casi de eternidad” 19) y para quedarse suspendido, como en un ensueño, a la espera de una respuesta imposible (¿con qué “inflexión de voz eran dichos [los kenningar], desde qué caras, individuales como una música, con qué admirable decisión o modestia” 20 ?). En un ensayo escrito en 1926, pocos años antes de los primeros publicados en Sur, Borges confiesa: “Yo tampoco sé lo que es la poesía, aunque soy diestro en descubrirla en cualquier lugar: en la conversación, en la letra de un tango, en libros de metafísica, en dichos y hasta en algunos versos” 21. Pasemos por alto la ironía del “hasta”, el juego de inversiones que promueve, y retengamos lo siguiente: la literatura está donde se la descubre, donde se la encuentra, y sobre eso no hay nada que saber (o mejor: lo que se sabe –qué es la literatura en esta ocasión, las razones del encuentro–, se sabe después). Con la indiferencia que pone el botánico en clasificar y describir una planta (¿será la indiferencia su goce?), el formalista responde a la pregunta “¿cómo está construido un texto literario?”. Otra, y en otro tono, es la interrogación que se le impone a Borges en cada descubrimiento (sabemos que hay descubrimiento porque irrumpe esta pregunta): “¿Cómo pueden tocarme estas fantasías, y de una manera tan íntima?” 22. (El lector recordará aquí la inscripción de carro que Borges destaca por sobre todas, “el honor, la tene-

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brosa flor”, de su antología.) En Borges, la dimensión de la literatura es la de la incertidumbre.

Elementos de preceptiva Todos hemos leído “El arte narrativo y la magia”, un ensayo de “análisis de los procedimientos de la novela” 23 . Los problemas de causalidad narrativa sobre los que reflexiona Borges en ese texto pertenecen, aproximadamente, a la clase de problemas que los formalistas rusos llamaban “de motivación”, y sus continuadores estructuralistas “de verosimilización”. Basta la mención de este ensayo para acordar con Sarlo en que “la interrogación sobre la práctica de la literatura es central” en la poética de Borges. Pero si el ensayo que se menciona es otro, “Elementos de preceptiva”, y si se mencionan los juicios de Sarlo sobre él, entonces se desencadena el desacuerdo. Sobre el tejido inadvertidamente elástico de “Elementos de preceptiva”, Sarlo practica una reducción (llamémosla “reducción a poética” 24 : un juego de tensiones irresueltas queda reducido en su lectura a un conjunto de afirmaciones; un acto de literatura, a una reflexión sobre ella. ¿El error de Sarlo? Caer en la trampa de la inmediatez de lo dicho, de la evidencia de lo que se dice explícitamente. Sarlo supone que “Elementos de preceptiva” es “el texto más clásico” de la serie que estudia y entiende que la cuestión de la especificidad literaria (la esencialidad del procedimiento) aparece en él “claramente formulada”. Claridad y clasicidad. Estas apreciaciones nos resultan poco convincentes. Pero como apostamos al desvío antes que a la oposición frontal, no diremos que “Elementos de preceptiva” es el menos clásico de esos ensayos, sino que es el más romántico; y en lugar de proponer que las cuestiones esenciales se for-

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mulan en él obscuramente, advertiremos que están puestas en una dimensión que no es la de lo visible. ¿Qué encuentra Sarlo en “Elementos de preceptiva”? Como nos suele ocurrir a todos, encuentra lo que buscaba: algunas proposiciones generales (“Ese delicado juego de cambios, de buenas frustraciones, de apoyos, agota para mí el hecho estético. Quienes lo descuidan o ignoran, ignoran lo particular literario”; “Creo en los razonables misterios, no en los milagros brutos”; “La literatura es fundamentalmente un hecho sintáctico”) y algunos ejemplos en los que se verifica lo que las proposiciones dicen. De lo general a lo particular, de la proposición al ejemplo. Si esto fuera todo, no sabríamos cómo negar la claridad y la clasicidad del ensayo de Borges. Pero aquí también hay más. Comencemos por el título, “Elementos de preceptiva”. Parece imposible imaginar uno más clásico. Pero lo que no tiene nada de clásico es que éste sea el título de una breve nota (cuatro páginas en cuerpo menor) publicada en la última sección, la sección suplementaria de una revista. Clásicamente “Elementos de preceptiva” funciona como nombre de un género: es el título que se da a una clase de manuales o tratados de retórica literaria. Esta discordancia entre el título (tradicional, mayor) y lo que nombra (marginal, menor), esta primera irrupción de la diferencia (que abre un espacio entre el título y él mismo) ocasiona una perturbación en la lectura, una especie de anticipación fallida que desconcierta al lector. El título nos sorprende, diciendo: “Anuncio que esto que se va a leer es un manual de preceptiva literaria, pero no se por qué lo anuncio ya que esto que se va a leer (la nota que está aquí abajo) no es, evidentemente, un manual de preceptiva literaria”. Diferencia y repetición. El primer momento del ensayo profundiza la grieta por la que se desbarrancan las certidumbres del lector. Después de transcribir el comienzo de

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una milonga que conoció unos años atrás, “en un almacén de campaña cerca del Arapey”, y que quedó grabada en su memoria, Borges declara su propósito: distinguir las operaciones de ese “modesto espécimen literario”, los efectos que la estrofa produce en él, sin ceder a las inútiles valoraciones (“quererla por ingenua o despreciarla”). A continuación sigue el análisis, que consiste en un comentario moroso, verso por verso. A su término, la conclusión: “Hasta aquí el examen. No lo emprendí para simular virtudes secretas en la destartalada milonga, sino para ilustrar las actividades que puede promover en nosotros cualquier forma verbal. Ese delicado juego de cambios, de buenas frustraciones, de apoyos, agota para mí el hecho estético. Quienes lo descuidan o ignoran, ignoran lo particular literario”. Esto es lo que Borges dice antes y después de ejecutar la lectura. Y esto es lo que retiene Sarlo, que cree que Borges dice lo que dice: “No puede resultar sorprendente [dados sus intereses formalistas] que el análisis de la ‘chabacana milonga’ sea un inventario sintáctico-semántico de las ‘sorpresas’ que proporciona al lector. Análisis de los desvíos, realizado para demostrar las actividades que puede promover cualquier forma verbal”. Lo que no puede dejar de sorprendernos es que Sarlo dé por sentado que Borges analiza esta milonga, este fragmento de poesía de las orillas, como si se tratara de uno cualquiera, de uno entre otros, sin advertir que, aunque él dice dejarlas fuera, en su forma más elemental: el adjetivo, las valoraciones entraron en juego. De “modesta”, la milonga pasa a ser considerada “chabacana” y “destartalada”. El que ocupa a Borges es algo más que un espécimen popular y menor que, por haber sido escrito desde la preocupación por el procedimiento, puede ser puesto junto a la literatura culta y mayor (el Paraíso perdido, Cummings). Tal vez la eficacia de la milonga dependa de las técnicas con que fue producida. De lo que no caben dudas es de que ella es horrible. La referencia

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puntual e innecesaria a la situación en la que conoció a ese “espécimen” y a las condiciones en las que lo transcribe (“la repito con la seguridad de no equivocarme”) no pueden no hacernos pensar que tampoco en esta ocasión Borges está dispuesto a prescindir de la propia convicción y de la propia emoción. ¿Podemos imaginar a Sklovski refiriendo las circunstancias en las que conoció alguna de las adivinanzas eróticas que analiza en “El arte como procedimiento”? ¿Podemos imaginarlo deteniéndose en una adivinanza de mal gusto, él, que pide disculpas al lector cuando sus ejemplos son “groseros” 25 ? Más difícil aún nos resulta imaginar que un análisis formalista se realice de acuerdo con un impulso irónico. Releamos el examen de la milonga que ejecuta Borges: “Una vez había dos globos. En este verso, la inauguración oficial de los cuentos de hadas –la equivalencia criolla del érase una vez español– prepara la mención de los globos, que figuran más bien entre los encantos del siglo diecinueve. Este feliz anacronismo sentimental es el primer “efecto” de la milonga. Si Gracián la hubiera perpetrado, yo recelaría otro peor: una discordia espuria entre la soledad de la vez y la dualidad de los globos. “Y no sabía en cuál subir. Segundo desvío. De golpe, el hecho intemporal del verso anterior se nos convierte en un increíble rasgo biográfico. “Al punto me dirigí. Tercer desvío. Brusca determinación no esperada. “Al del viaje de cien años. Cuarto desvío, por donde se viene a saber que el inocente compadrito de la milonga ya conocía los globos y que el destino de uno era una expedición venerable, que confiere (o requiere) longevidad en quienes la acometen. Se calla el derrotero del otro, no menos admirable sin duda. “Que me llevó a un país extraño. Sorpresa negativa, sorpresa de que no haya sorpresa, porque un país extraño es lo menos que puede justificar ese viaje. “Donde las mulas ladraban. Aquí se aborda por primera vez una maravilla directa –claro que con pobre fortuna–. Mulas ladraban quiere ser una incongruencia total, pero se libra felizmente de serlo, por la común connotación de rencor que hay en las dos palabras.”

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¿Qué tiene de “feliz” y de “sentimental” el anacronismo del primer verso, qué de “increíble” el rasgo autobiográfico del segundo, qué de “venerable” y “admirable” el viaje del cuarto? Si esta profusión de adjetivos sublimes, excesivos, inadecuados en relación con los sujetos a los que se aplican no basta como prueba de que Borges simula “virtudes secretas en la destartalada milonga”, de que está obrando paródicamente a la manera de cierta crítica estilística, volvamos sobre las puntuaciones del tercero y del quinto verso: ¿cómo hablar de “desvíos”, de “sorpresas” e incluso –reducción al absurdo– de “sorpresa de que no haya sorpresa”, cuando es ostensible que el lector no anticipa ni espera nada? En un quiasmo de seguro involuntario, Borges da sus goles más eficaces, los de mayor intensidad irónica, en el análisis del primero y último verso: un desvío sintáctico-semántico que provoca un efecto de sorpresa en el lector (lo que él anticipaba una comparación entre términos valiosos se transforma, sobre la marcha, en la comparación de dos términos despreciables) y una coherente e inverosímil asociación de sentidos que convierte en otro “efecto” feliz una incongruencia que no tiene ninguna importancia que lo sea. Cuando hablamos de intensidad e impulso irónicos, pensamos en la forma más “simple” de ironía, la que Juan B. Ritvo llama “vulgar” 26 (para distinguirla de otras más específicas): dar a entender lo contrario de lo que se afirma explícitamente. Borges dice que describe el funcionamiento formal de la milonga sin simular que ella posee virtudes secretas, pero al confrontar la insignificancia de cada verso con la riqueza de significaciones que le descubre, entendemos que le está inventando valores mientras simula describirla. Como el que miente de la forma más inverosímil, para que no tomemos por verdad su mentira, para que sepamos que miente y que sabe que lo sabemos, Borges simula que está simulando: abre una distancia tan ostensible entre el texto “tu-

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tor” y su paráfrasis que el juego de la simulación se hace evidente. Cuando nos situamos en ese lugar hacia el que la estrategia irónica apunta, el ensayo nos susurra: “Digo que describo procedimientos cuando en realidad invento valores, pero los invento de un modo tan excesivo (con tan poco disimulo) que no dejo lugar a dudas de que estoy inventando. No quiero que crean que me han desenmascarado, quiero que sean mis cómplices en este juego”. Aquí nos precipitamos en una primera conclusión (primera, porque es lo primero que se nos ocurre, porque ya se nos ocurrió antes): lo que se manifiesta como literario no es el “espécimen” sino el juego al que da lugar: no encontramos a la literatura en la milonga –que además de ser “chabacana” carece de virtudes formales– sino en el juego doble de simulación. Antes de convencernos de que ya lo hemos dicho todo, recibimos una última señal del ensayo: no cualquier “espécimen” puede ser la ocasión de tal juego. Es necesario que carezca absolutamente de belleza, que su sintaxis sea excesivamente torpe, como para que su elogio resulte, a todas luces, insostenible, una burla manifiesta. Tan desagradable y torpe como para que no se lo pueda borrar de la memoria, para que no se puedan olvidar las circunstancias en que se lo conoció. Porque sus delicadezas formales son inexistentes, la milonga pertenece a la literatura: es condición de su experiencia. Sólo una fealdad extrema puede ser tan atractiva y memorable como la más esplendente belleza. Aquí llamamos literatura e esa fuerza de atracción. Si “Elementos de preceptiva” terminase donde termina el comentario de la milonga, estaríamos en condiciones de sustituir una certidumbre por otra: este no es un ensayo de poética sino de parodia, más próximo a las Crónicas de Bustos Domecq y a los elogios que Carlos Argentino Daneri se dirige a sí mismo que a un manifiesto formalista. Pero “Elementos de preceptiva” continúa, y lo que sigue está escrito en

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otro(s) registro(s). De la ironía que domina en el primer momento, apenas si encontramos un eco ligero en el segundo (el comentario de dos versos del tango “Villa Crespo”), y en los análisis que siguen (de un verso del Paraíso Perdido, una estrofa de Cummings y un cartel callejero) el impulso irónico parece haberse extinguido por completo. Sin la espectacularidad del comienzo, tan discreto como para que dudemos de su existencia, ese impulso reaparece por última vez en la afirmación que cierra el ensayo: la literatura “es accidental, lineal, esporádica y de lo más común”. En los párrafos que preceden a esta frase (aquellos en los que Borges propone la anterioridad de una estética “de los diversos momentos” por sobre la “de las obras”), todo es seriedad, ausencia de juegos indirectos. Para Sarlo, “Elementos de preceptiva” es un “artefacto heterogéneo” porque es heterogénea la procedencia de los ejemplos a los que recurre Borges. (De esa heterogeneidad queda poco cuando se entroniza al procedimiento en punto de referencia: sin importar el contexto del que son extraídos, porque habitan en un espacio homogéneo, los ejemplos se vuelven equivalentes. No por azar, la “coherencia” y la presuposición del “sistema” son los conceptos-valores a los que apela Sarlo 27 ). Para nosotros, la heterogeneidad del ensayo es irreductible porque se localiza no en los ejemplos, sino en el modo de su presentación. Dentro de sus límites, los límites de una dispersión excéntrica, “Elementos de preceptiva” complica dos fuerzas enunciativas diferentes, sin reducir una a otra (todos los enunciados del ensayo son paródicos; todos serios) ni las dos a una tercera (alguna instancia de síntesis). En él se afirman dos acontecimientos enunciativos divergentes, y se los afirma de un modo tal que es la divergencia misma –en su valor positivo– lo que se afirma. “Nos referimos a una operación según la cual [dos modos de enunciación, dos registros enunciativos] son afirmados por su diferencia, es decir, no son objetos de

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afirmación simultánea sino en la medida en que su diferencia es también afirmada, es afirmativa.” 28 Borges dice en serio, dice en broma, y en la distancia que se abre entre uno y otro decir, los opuestos, como opuestos, en tanto se oponen, se comunican. “Resonancia entre dispares” dice Deleuze, para dejar en claro que no se trata de una identidad de los contrarios. A esta incertidumbre de la enunciación, a esta inestabilidad del sentido, la lectura, complicada en el juego de la diferencia, responde afirmando lo incierto e inestable: mostrando que si se quiere fijar un enunciado (como serio o paródico), no se puede evitar que él continúe moviéndose en su lugar bajo la sospecha de que disimula un aspecto diverso. En este diálogo de la literatura con ella misma, diálogo entre dos incógnitas que poco se parece a la reflexión, la cuestión formalista no es más que un señuelo para atraernos hacia la discusión de otra más esencial: la de la forma del ensayo. Tal como la acabamos de describir (una complicación de lo diferente sin mediación), la forma de “Elementos de preceptiva” es la ironía, pero ya no en su sentido “vulgar”, sino en el que le daban los románticos alemanes: “La ironía es la forma de la paradoja” (Friedrich Shlegel) 29 . Una forma que “comienza a separarse como película delgada del contenido que, sin embargo, no cesa de formar: [que] se desdobla entre el acto de constituir un cierto y determinado contenido y la contemplación burlona de ese mismo acto” 30 . Para decir lo que es la literatura, la identidad de lo “particular literario”, Borges opta por un exceso desconcertante: ¿debemos entender que su alegato formalista es sólo una broma?, ¿lo es por completo?, ¿acaso no hay en este ensayo algo que podamos tomar absolutamente en serio?, ¿cómo saber, sin dejarnos librados a nuestras creencias, dónde está lo serio y dónde lo paródico? Una forma excesiva para un contenido insuficiente. La atracción y el rechazo entre dos registros

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enunciativos y la ausencia de fundamento. “Esto es la literatura, lo digo en serio. Esto es la literatura, lo digo en broma. Esto es la literatura, ¿lo digo en serio o en broma?” En cuestiones de literatura, cuando la literatura se vuelve un cuestionamiento de sí misma, parece no haber más que un precepto elemental: cada cual según su juego. 1990

Notas 1 En un trabajo publicado en Montevideo en 1955, Emir Rodríguez Monegal sitúa los ensayos en el conjunto de la obra borgiana de este modo: “Tal vez estas especulaciones metafísicas o teológicas de Borges carezcan de todo valor filosófico. Es probable que Borges no haya agregado una sola idea nueva, una sola intuición perdurable, al vasto corpus compilado por occidentales y orientales desde las meditaciones de los presocráticos o de las pasivas alucinaciones de Buddha. Pero son fundamentales para comprender el sentido último de su obra creadora. (...) Es evidente que sin examinar estas perplejidades es imposible situar precisamente la obra creadora de este singular escritor” (“Borges: teoría y práctica”, en Número, N º 27, diciembre de 1955; pág. 137). Para probar que se puede sustituir el léxico sin variar el discurso, casi treinta años después, Rodríguez Monegal insiste: “estas especulaciones (metafísicas o teológicas) son fundamentales para comprender cómo ha sido producida su obra, en qué campo cultural se inscribe, de dónde arrancan sus figuras, sus tópicos” (Borges por él mismo, Barcelona, Editorial Laia, 1984; pág. 53). Es un ejemplo de tantos que se podrían dar, pero no uno entre otros: como se sabe, Rodríguez Monegal es uno de los “intérpretes oficiales” de Borges. 2 Así, por ejemplo, las comunicaciones de Jaime Alazraki sobre la “estructura oximorónica” de algunos ensayos borgianos (que demuestran que Borges fue tan original en la construcción de formas ensayísticas como en la de formas narrativas); así también los trabajos de Graciela Montaldo sobre la ensayística borgiana de la década del veinte (que testimonian cómo Borges, además de enunciar un programa poético y un proyecto ideo-

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lógico, inventó, en sus primeros libros, una nueva forma de practicar la crítica). Cfr. las Referencias bibliográficas al final de este ensayo. 3 En esta dirección polémica situamos Las letras de Borges de Silvia Molloy (los momentos de ese libro en los que la autora se ocupa de Borges ensayista) y los ensayos de Juan B. Ritvo, Sergio Cueto y Luis Peschiera. Cfr. las Referencias bibliográficas. 4 Buenos Aires, noviembre de 1982; págs. 3-6. 5 En “Ascasubi”, en Inquisiciones, Buenos Aires, Editorial Proa, 1925; pág. 56. 6 En “La felicidad escrita”, en El idioma de los argentinos, Buenos Aires, Editorial Gleizer. 1928; pág. 45. 7 En “‘Para el centenario de Góngora”, en El idioma de los argentinos, ed. cit., pág. 124. 8 Ed. cit.; pág, 158. 9 Nº 22, Buenos Aires, julio de 1936 (recogido en Páginas de Jorge Luis Borges, Buenos Aires, Editoria Celtia, 1982; págs. 138-142). 10 En Discusión, Buenos Aires, Editorial Emecé, 1966, 4a. ed.; págs. 4550. 11“ Los hábitos literarios ingleses rechazan con parejo rigor la diatriba y el ditirambo, pero la indiferencia y la fatiga son perceptibles. El hombre Swinburne interesa muy poco. La pésima costumbre contemporánea de reducir la obra a un mero documento del hombre, a un puro testimonio de orden biográfico, ha deformado la valoración de la obra. (...) No hay biógrafo de Swinburne que no deplore la pobreza de la biografía de Swinburne. Vida y muerte le han faltado a esa vida, parecen decir todos. Olvidan su opulencia intelectual: su lúcida invención y afinación de melodías verbales” (En “Swinburne”, en Sur, N º 33, Buenos Aires, julio de 1937; recogido en Páginas de Jorge Luis Borges, ed. cit.; págs. 157-58). “Hará veinte años clasificábamos a los poetas por la omisión o por el manejo de la rima; ese criterio (sin duda, insuficiente y parcial) tenía por lo menos la virtud de señalar una diferencia retórica. Ahora se prefieren las distinciones religiosopolíticas: interminablemente oigo hablar de poetas marxistas, neotomistas. nacionalistas. En 1831 observó Macaulay: ‘Hablar de gobiernos esencialmente protestantes o esencialmente cristianos es como hablar de repostería esencialmente protestante o de equitación esencialmente Cristiana.’ No menos irrisorio es hablar de poetas de tal secta o de tal partido. Más importante que los temas de los poetas y que sus opiniones y sus convicciones es la estructura del poema; sus efectos prosódicos y sintácticos” (“Prólogo” a la Antología poética argentina, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1941; recogido en Páginas de Jorge Luis Borges. ed. cit.; pág. 165).

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i2 “El ejercicio intelectual es hábil para establecer la virtud de estas artimañas retóricas (metáforas y antítesis), ya que todas ellas estriban en un nexo o ligamen que anuda dos conceptos y cuya adecuación es fácil examinar. La viabilidad de una metáfora es tan averiguable por la lógica como la de cualquier otra idea, cosa que no le acontece a los versos que un anchuroso error llama sencillos y en cuya eficacia hay como un fiel y cristalino misterio” (En “Menoscabo y grandeza de Quevedo”, en Inquisiciones, ed. cit; págs. 42-43); “Juzgado por los preceptos de la retórica, no hay estilo más deficiente que el de Cervantes. Abunda en repeticiones, en languideces, en hiatos, en errores de construcción, en ociosos o perjudiciales epítetos, en cambios de propósito. A todos ellos los anula o los atempera cierto encanto esencial. Hay escritores –Chesterton, Quevedo, Virgilio– integralmente susceptibles de análisis, ningún procedimiento, ninguna felicidad hay en ellos que no pueda justificar el retórico. Otros –De Quincey. Shakespeare– abarcan zonas refractarias a todo examen. Otros, aún más misteriosos, no son analíticamente justificables. (...) A esta categoría de escritores que no puede explicar la mera razón pertenece Miguel de Cervantes” (En “Prólogo” a las Novelas ejemplares, Buenos Aires, Editorial Emecé, 1946; recogido en Prólogos, Buenos Aires, Editorial Torres Agüero, 1975; pág. 45). 13 En “Modos de G. K. Chesterton”, en el parágrafo que sigue a aquel en el que declara su admiración por las virtudes retóricas del escritor inglés, Borges se lamenta de que en sus poemas los procedimientos sean demasiado evidentes: “Han sido ejecutados con esplendor (los poemas), pero se nota demasiado en ellos el argumento. Se nota demasiado la distribución, el andamio” (ed. cit.; pág. 142). Cuando la exigencia de ir contra una interpretación que devino norma cede, cuando ya se ha disipado el fantasma del humanismo, el criterio de valoración se modifica. 14 Cfr. “El arte como artificio”, en A.A.V.V.: Teoría de la literatura de los formalistas rusos, México, Editorial Siglo XXI, 3a. ed., 1978; págs. 55-70. 15 En S/Z, Madrid, Editorial Siglo XXI, 1980; pág. 1. 16 Del editor de una desconocida antología poética, Borges dice: “Creo percibir en él esa resignación peculiar de los historiadores de la literatura y de los filólogos que admiten y clasifican todos los libros como la astronomía clasifica todos los astros y la paciente y generosa dermatología todos los males de la piel” (En “Dudley Fitts: An anthology of contemporary Latin American Poetry, en Sur, Nº 102, Buenos Aires, marzo de 1943). Borges dibuja una transversal irónica, la vía para una risible interdisciplinariedad: los discursos teórico e histórico se alejan de la literatura para acercarse a la dermatología. 17 En Sur, Nº 1, Buenos Aires, verano de 1931.

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18 “Noticia de los Kenningar” en Sur, Nº 6, Buenos Aires, otoño de 1932; pág. 208. 19 “Séneca en las orillas”, ed. cit., pág. 175. 20 “Noticia de los Kenningar”, ed. cit., pág. 207. 21 “Ejercicio de análisis”, en El tamaño de mi esperanza, Buenos Aires, Editorial Proa, 1926; pág. 107. 22 “Prólogo” a Ray Bradbury: Crónicas marcianas; recogido en Prólogos, ed. cit; pag, 26. 23 “El arte narrativo y la magia”, Sur, Nº 5, Buenos Aires, verano de 1932; pág. 172. 24 En el sentido en que Michel Foucault habla de “reducción a sistema”, en “Lo que digo y lo que dicen que digo” (El viejo topo, Barcelona, enero-febrero de 1979; págs. 28-29). 25 Victor Sklovski: op. cit.; pág. 61. 26 En “Mediación y repetición” (2a. parte), en Conjetural, Nº 14, Buenos Aires, noviembre de 1987; pág. 38 y ss. Entre otros, el ensayo de Ritvo tiene el mérito de llamar la atención sobre la complejidad y la problematicidad de esta forma aparentemente “simple” de la ironía. El enigma de la ironía “vulgar” es, según Ritvo, “el sentido llamado directo. El alcance irónico, ¿consiste en dar a entender lo contrario de lo que se dice o en disimular lo que se dice dando a entender, muy ostensiblemente, su contrario?” (pág. 39). El lector encontrará repercusiones de esta pregunta en lo que sigue de este ensayo. 27 “¿Qué significa este conjunto?”, se pregunta Sarlo a propósito de la diversidad entre los ejemplos, para responder: “Significa que Borges ya ha completado, de algún modo, el sistema de su literatura. En 1933 y en Sur, armó ese artefacto heterogéneo (de Milton a la poesía popular de las orillas) al que su obra ha dotado de una coherencia que hubiera parecido, a priori, imposible” (En op. cit.; pág. 5). 28 Gilles Deleuze: La lógica del sentido, Barcelona, Editorial Paidós, 1989; pág. 179. 29 En “Fragmentos”, en A.A.V.V.: Los románticos alemanes, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1968. Un tiempo después de haber sido escrito este ensayo, el Profesor Darío González me pone en conocimiento de dos textos en los que se sugiere un parentesco entre la ironía borgiana y la que practicaron los románticos alemanes: “El último de los exquisitos” de E. M. Cioran y “Borges filósofo” de Louis Vax (Cfr. Referencias bibliográficas.). Transcribo un momento del primero de esos ensayos –uno de los textos que mayor justicia hace a la obra de Borges–: “El juego en Borges recuerda la ironía romántica, la exploración metafísica de la ilusión, el malabarismo con lo Ilimitado. Friedrich Schlegel, hoy en día, se halla adosado a la Patagonia...” 30 Juan B. Ritvo: op. cit.; pág. 41.

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Referencias bibliográficas Alazraki, Jaime: “Estructura oximorónica en los ensayos de Borges”, en A.A.V.V.: Asedio a Jorge Luis Borges, Barcelona, Editorial Ultramar, 1982; págs. 117-128. · “Borges: una nueva técnica ensayística”, en El ensayo y la crítica literaria en Iberoamérica, Toronto, Universidad de Toronto, 1970; págs. 137-143. · “Tres formas del ensayo contemporáneo: Borges, Paz, Cortázar”, en Revista Iberoamericana, Nº 118-119, enero-junio de 1982; págs. 11-20. Borges, Jorge Luis: Inquisiciones, Buenos Aires, Editorial Proa, 1925. · El tamaño de mi esperanza, Buenos Aires, Editorial Proa, 1926. · El idioma de los argentinos, Buenos Aires, Editorial Gleizer, 1928. · Discusión, Buenos Aires, Editorial Emecé, 4a. ed., 1966. · Prólogos, Buenos Aires, Editorial Torres Agüero, 1975. · Páginas de Jorge Luis Borges. Seleccionadas por el autor, Buenos Aires, Editorial Celtia, 1982. · “Séneca en las orillas” (en Sur, Nº 1, Buenos Aires, verano de 1931; págs. 174-179); “El arte narrativo y la magia” (en Sur, Nº 5, verano de 1932; págs. 172-179); “Noticia de los Kenningar” (en Sur, Nº 6, otoño de 1932; págs. 202-208); “Elementos de preceptiva” (en Sur, Nº 7, abril de 1933; págs. 158-161); “Dudley Fitts: An anthology of contemporary Latin American Poetry” (en Sur, Nº 102, marzo de 1943). Cueto, Sergio: “Fragmentos sobre la entonación ensayística”, en Sergio Cueto y Alberto Giordano: Borges y Bioy Casares ensayistas. Rosario, Ediciones Paradoxa, 1988; págs. 17-27. Cioran, E. M.: “El último de los exquisitos”, en A.A.V.V.: Destiempo de Borges, Gaceta del Fondo de Cultura Económica, Nº 188, México, agosto de 1986; pág. 70.

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Deleuze, Gilles: La lógica del sentido, Barcelona, Editorial Paidós, 1989. Giordano, Alberto: “Borges ensayista: avatares de la lectura”, en La papirola, Nº 2 y 3, Buenos Aires, diciembre de 1987 y abril de 1988; págs. 54-56 y 43-46 respectivamente. · “El ensayista argentino y la tradición”, en Sergio Cueto y Alberto Giordano: Borges y Bioy Casares ensayistas, Rosario, Ediciones Paradoxa, 1988; págs. 5-16. Montaldo, Graciela: “Los ensayos del joven Borges”, en Espacios Nº 6, Buenos Aires, octubre-noviembre de 1987; págs. 20-22. · “Borges: una vanguardia criolla”, en A.A.V.V.: Irigoyen, entre Borges y Arlt, Tomo VII de la Historia social de la literatura argentina, Buenos Aires, Editorial Contrapunto, 1989; págs. 215228. Molloy, Sylvia: Las letras de Borges, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1979; págs. 20-24, 172 y ss. y 184 y ss. Pesquiera, Luis: “Nueve ensayos borgeanos”, en A.A.V.V.: Borges: juegos de lectura, Rosario, Universidad Nacional de Rosario, 1988; págs.27-30. Rest, Jaime: El laberinto del universo. Borges y el pensamiento nominalista, Buenos Aires, Editorial Librerías Fausto, 1976. Ritvo, Juan B.: “El filósofo sublime”, en Sitio, Nº 4/5, mayo de 1985; págs. 71-73. · “Mediación y repetición”, en Conjetural, Nº 10 y 14, Buenos Aires, agosto de 1986 y noviembre de 1987; págs. 55-66 y 33-46 respectivamente. Rodríguez Monegal, Emir: “Borges: teoría y práctica”, en Números, Nº 27, diciembre de 1955. · Borges por él mismo, Barcelona, Editorial Laia, 1984; págs. 4972. Sarlo, Beatriz: “Borges en Sur: un episodio del formalismo criollo”, en Punto de vista, Nº 16, Buenos Aires, noviembre de 1982; págs. 3-6. Vax, Louis: “Borges filósofo”, en A.A.V.V.: J. L. Borges, Buenos Aires, Editorial Freeland, 1978; págs. 97-104. 52

Borges y la ética del lector inocente (Sobre los Nueve ensayos dantescos)

1. Un ensayo puede ser –según una intuición de Roland Barthes– un registro de las ocasiones en las que un lector, “tocado” de alguna forma por lo que lee, se ve obligado a levantar la cabeza, a apartar la vista del texto que tiene frente a sí para suspenderla en el vacío, dejando a su inteligencia y a su sensibilidad dispuestas para el encuentro con las ideas que ese texto les dio que pensar. Este método de composición es, sin dudas, el que siguió Borges para escribir sus Nueve ensayos dantescos. Sin su talento, pero con el mismo afán de consignar nuestra experiencia de lectores, nos servimos de ese mismo “método” para reunir en este trabajo una serie de notas que corresponden a otros tantos momentos en los que los ensayos borgianos sobre la Comedia nos obligaron a distraernos de la lectura para atender a nuestro deseo de escribir. 2. La primera ocasión de desvío, en la que nuestra atención abandonó, momentáneamente, el discurrir de la prosa borgiana, la encontramos al comienzo del primer ensayo, “El noble castillo del canto cuarto”. Borges introduce su comen53

tario a través de un procedimiento narrativo, ajeno a la retórica de la exégesis literaria. “Noches pasadas –escribe–, en un andén de Constitución, recordé bruscamente un caso perfecto de uncanniness (siniestro), de horror tranquilo y silencioso, en la entrada misma de la Comedia” (pág. 96) 1 . Por una parte, por lo gratuito de la referencia anecdótica e imprecisa a “una noche pasada” y a “un andén de Constitución”, este incipit parece indicarnos que no nos encontramos frente a un texto de crítica convencional, que el que está frente a nosotros es otra cosa (algo más o algo menos –el lector deberá, si lo desea, dilucidar la cuestión) que un “texto de saber”. Por otra parte, en este comienzo semejante al de un relato, se nos dice que el comentario fue desencadenado por un recuerdo brusco, es decir, que Borges se encuentra con la Comedia, antes de ir en su búsqueda, cuando experimenta, involuntariamente, la atracción inquietante de lo siniestro que ocurre en el canto cuarto. Esta digresión narrativa nos informa que la decisión de escribir sobre la Comedia no precede a su relectura, sino que es suscitada por una de sus modalidades más intensas: el recuerdo. La posición del ensayista, fundada en su decisión de escribir (que es siempre una decisión ética), excede las demandas que interpelan a la crítica y a las que ella no puede dejar de responder. El ensayista no escribe, en principio, para entrar en el juego de las interpretaciones contrapuestas que buscan cimentar el prestigio (o el descrédito) de una obra, sino por una razón más “íntima” (el término es de Borges, lo encontramos en los Ensayos dantescos y sobre él volveremos más adelante): para explicarse, es decir, para conjeturar e incluso inventar, los motivos de la misteriosa atracción que una obra ejerce sobre él. 3. Este primer detalle circunstancial nos devolvió al prólogo del libro, en el que Borges habla, precisamente, del va-

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lor de los detalles circunstanciales. En ese prólogo (pág. 86) se nos anticipa que el ensayo de lectura al que vamos a asistir es obra de un “lector inocente”, que presta atención no a lo que la Comedia tiene de “universal”, “sublime” o “grandioso”, es decir, a aquello en lo que debemos detenernos según los imperativos de la tradición, sino a su “variada y afortunada invención de rasgos precisos”, de “pormenores”. Borges no se interesa por la articulación de las grandes secuencias simbólicas (los periplos míticos o místicos), ni por las intrincadas combinaciones de temas y motivos, ni por los abigarrados conjuntos de personajes. En todo caso, si los tiene en cuenta, es sólo como contextos de aparición, de emergencia de un detalle, pero no para someter el detalle a la ley del contexto (que prescribe reducir lo singular a lo particular, lo curioso a lo representativo), sino para hacer más sensible la fuerza de irreductibilidad que anima a todo detalle, su poder de desprenderse de lo que lo condiciona. (En estos, como en otros muchos ensayos, Borges intenta realizar la utopía literaria del detalle absoluto, de la consumición de los contextos.) Ensayo por ensayo, esta es la nómina de los objetos dantescos que atraen y desencadenan la lectura de Borges: una “discordia” casi imperceptible en la construcción poética del castillo que aparece en el canto IV del Infierno; la incertidumbre, cifrada en un verso del Infierno, acerca del canibalismo que Ugolino della Gherardesca habría ejercido sobre sus hijos; el enigmático relato del último viaje de Ulises, una mera digresión ornamental para los comentaristas especializados; la paradójica compasión con la que Dante escucha el relato de Francesca, condenada por la voluntad moral del propio Dante al Infierno; la aparición del nombre de Beda en la “corona de doce espíritus” que Dante encuentra en el canto X del Paraíso; una curiosa metáfora autorreferencial que ocupa el espacio de un único verso; un monstruo imaginario, un ser compuesto por la adición de

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otros seres; dos “anomalías” en la representación gloriosa de Beatriz cuando Dante la encuentra al entrar al Paraíso; la inquietante sonrisa de Beatriz al desaparecer de la vista de Dante definitivamente. Cada uno de los Ensayos dantescos puede ser considerado como una suerte de nota al pie de página escrita por Borges a partir de una curiosidad de la Comedia. Pero esta práctica de la notación marginal no debe confundirse con los afanes de la crítica erudita. Las notas de Borges quieren ser algo más que un añadido a la monumental bibliografía crítica, algo más que un aporte personal a la infatigable glosa que acompaña, desde hace siglos, la lectura del poema. Por un desplazamiento en el que se define la singularidad de su escritura ensayística, Borges apunta desde los márgenes a lo esencial de la Comedia: no a su centro, sino, precisamente, a su descentramiento infinito. Cada detalle vale para Borges por todo el poema, pero no porque lo represente, porque dé una versión microscópica de su grandiosidad, sino porque en su lectura se pueden experimentar todas las potencias de conmoción y de goce de las que el poema es capaz. Si cada pormenor vale por la totalidad de la Comedia es porque esa totalidad verbal se ha convertido en un objeto amoroso y, como se sabe, basta con un rasgo de la persona amada, incluso menos: con su recuerdo, para experimentar todo lo que puede la pasión. El recorrido que traza la lectura de Borges va, según dijimos, desde los márgenes de la obra hacia lo esencial: su descentramiento. Es otro modo de decir que despojando a la Comedia de su grandiosidad y su sublimidad y convirtiéndola en una “antología casual” (pág. 138) de circunstancias felices o conmovedoras, siempre inauditas, Borges devuelve al poema de Dante su condición de clásico, es decir, de texto “capaz de casi inagotables repeticiones, versiones, perversiones” 2 .

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Desatendiendo las exigencias de la tradición, desobedeciendo los mandatos de la exégesis alegórica –que propone interpretaciones “frígidas”, “míseros esquemas” (pág. 156) que disuelven cualquier rareza en los clichés de algún sentido trascendental–, Borges anticipa desde el Prólogo a los Nueve ensayos dantescos que actuará como un lector argentino, es decir, como un lector “irreverente” , que se apropia sin supersticiones de la tradición y que, en lugar de rendirle culto, juega -en el sentido más serio del término– con ella. Por eso, en el momento de escribir lo que le da a pensar cada detalle, preferirá, antes que plegarse al coro de los que afirman la monumentalidad de la Comedia (y decretan, por un exceso de respeto, la imposibilidad de su lectura), afirmarse a sí mismo, en cada acto de lectura, como un polo de atracciones y rechazos circunstanciales. Borges sabe que sin permitirse los placeres y los riesgos de la lectura irreverente la vida del poema –que se mide en términos de transformación y no de permanencia– corre peligro: peligro de extinguirse bajo el peso asfixiante de los inconmovibles valores culturales que se la obliga a encarnar. Los detalles que la lectura localiza, entre la invención y el reconocimiento, como factores de tensión con cualquier contexto (literario, histórico, dogmático), significan en todos los casos la irrupción, discreta pero contundente, de un suplemento en relación con lo que ya fue leído (el trabajo de exégesis realizado por generaciones de autoridades críticas, a las que Borges hace referencia constante en sus ensayos, como para mostrar que no las ignora sino que, para poder leer –para poder experimentar un vínculo singular que reavive al poema– necesita desconocerlas, desautorizarlas). 4. El lector “advertido”, el que ya sabe, antes de que la lectura ocurra, qué debe leer, se aplica al desciframiento de los diferentes sentidos que entraña la estructura alegórica

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del poema. Su consigna es acabar con la ambigüedad: enumerar y nombrar sin faltas los sentidos. Otro es el ejercicio del lector inocente, del que se aventura en su experiencia de la Comedia. Así, en el ensayo titulado “El falso problema de Ugolino”, Borges se detiene en un verso, el número 75 del penúltimo canto del Infierno, para confrontarse con un problema tradicional de la exégesis dantesca que “parte –según él lo entiende– de una confusión entre el arte y la realidad” (pág. 105). Después de recordar lo que sobre el “problema” en cuestión (¿Ugolino devoró o no a sus hijos?) han dicho las autoridades críticas, después de ensayar, con prolijidad pero sin demasiada convicción, una respuesta que atiende al contexto histórico (“real”), Borges se sitúa en la perspectiva literaria: “El problema histórico de si Ugolino della Gherardesca ejerció en los primeros días de febrero de 1289 el canibalismo es insoluble. El problema estético o literario es de muy otra índole. Cabe enunciarlo así: ¿Quiso Dante que pensáramos que Ugolino (el Ugolino de su Infierno, no el de la historia) comió la carne de sus hijos? Yo arriesgaría la respuesta: Dante no ha querido que lo pensemos, pero sí que lo sospechemos. La incertidumbre es parte de su designio” (pág. 108). En la suspensión de los sentidos alegóricos que suscita la atracción del detalle, Borges experimenta la más potente fuerza literaria: la de la incertidumbre. “Negar o afirmar el monstruoso delito de Ugolino [en este juego de alternativas contrapuestas, de decisiones sin resto, se agotan los exégetas] es menos tremendo que vislumbrarlo” (pág. 110). “Ugolino – concluye Borges, de una manera espléndida– devora y no devora los amados cadáveres, y esa ondulante imprecisión, esa incertidumbre, es la extraña materia de que está hecho” (pág. 111). La Comedia, viene a decirnos Borges, está hecha menos de una rigurosa trama de sentidos superpuestos, que de su

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inesperada vacilación. Por eso, a la pregunta que propone el verso examinado su lectura da una respuesta justa, una respuesta que no anula sino que preserva la potencia de incertidumbre que es la vida de la obra. En lugar de descifrar, de decidirse por éste o aquel sentido, Borges deja –para un lector por venir– la búsqueda abierta. 5. La incertidumbre es ambigüedad, pero irreductible: ambigüedad que no quiere ser reducida, tensión que no quiere apaciguarse. Por eso la incertidumbre es un valor para la ética borgiana, para la ética del ensayista, porque a la vez que su afirmación cumple una función crítica (cuestiona las certidumbres que se impusieron como evidencias, inquieta la cristalización de las experiencias estéticas en valores culturales), por esa misma afirmación de lo incierto se establecen las condiciones para el goce literario y para el ejercicio de una inusual forma de la inteligencia, la que consiste en la capacidad de formular un problema como tal, sin dar por presupuesta su resolución, extremando su potencia problematizante. Sin la incertidumbre, que era “el designio de Dante”, el lector no podría “sospechar” o “vislumbrar” el canibalismo de Ugolino, simplemente lo negaría o lo aceptaría, no podría experimentar lo estético en su desborde respecto de lo realhistórico: “la inminencia de una revelación, que no se produce” 3 y que, porque no se produce, todavía –y para siempre– atrae imperiosamente. Sin el recurso a la incertidumbre, a la suspensión del sentido, no se podría enunciar una conjetura que, como la que ensaya Borges para explicar la “discordia” entre la voluntad de condenar a Francesca y la compasión que despierta el relato de su culpa, responda a la naturaleza paradójica del problema: no sólo no lo resuelva, sino que lo plantee, del modo más enérgico posible, como irresoluble. “Dante comprende y no perdona; tal es la para-

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doja indisoluble. Yo tengo para mí que la resolvió más allá de la lógica [es decir, en los dominios inciertos de la literatura]. Sintió (no comprendió) que los actos del hombre son necesarios y que asimismo es necesaria la eternidad, de bienaventuranza o de perdición, que éstos le acarrean” (pág. 123). Borges se interesa por aquellos incidentes que conspiran contra la coherencia semántica de la Comedia, por aquellos pormenores que aparecen bajo la forma de “discordias”, “anomalías”, “ambigüedades” y “paradojas”. Cada uno de estos modos de figuración, de aparición del sentido como radicalmente incierto (vacilante, en suspenso, desdoblado) nos dice claramente que la incertidumbre no es una forma de ser del sentido, que no está dada en las profundidades semánticas o en la superficie estilística del texto, sino que ocurre, como un devenir que arrastra simultáneamente al texto y a su lector. La incertidumbre no es un estado de indefinición del sentido, sino el devenir-indefinido de cierto sentido: un acontecimiento que ocurre en ciertos detalles de un texto (localizándolos como detalles inquietantes) cuando el lector se encuentra allí a sí mismo, como sujeto de una interrogación o una sospecha cuya resolución no termina de producirse, encontrándose con el texto convertido en objeto de goce: en un texto que entredice sólo para él un suplemento de sentido indecible. Sin el designio incierto que anima su voluntad de lector apasionado e impertinente, Borges no podría señalar (y hacer sensible para nosotros, sus lectores) la incertidumbre que era “el designio de Dante” al escribir algunos momentos de su poema. Desde esta perspectiva de la incertidumbre como acontecimiento (y no como estado) del sentido, se puede formular una doble versión (una doble valoración) del oxímoron borgiano. “Horror tranquilo” (pág. 96); “verdugo piadoso” (pág. 119); “pesadillas de deleite” (pág. 158); “intolerable beatitud” (pág. 159). Como ocurre con muchos textos de Borges, los

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Nueve ensayos dantescos son ricos en esta clase de figuras que los manuales de retórica se obstinan en describir como “una variante especial de la antítesis de palabras aisladas” en la que, como en toda figura de bipartición, “las dos partes están en oposición una con otra y se mantienen unidas por la totalidad del todo” 4. La primera versión del oxímoron es la de la retórica clásica, que lo considera un lugar cerrado en el que conviven en reposo sentidos contrapuestos. Esta versión contribuye a cimentar la imagen de Borges como un autor fascinado por los esquemas binarios, las estructuras simétricas, la coincidencia de los opuestos. Cuando la confrontamos con nuestra experiencia de lectores borgianos, con los modos en que la escritura de los Ensayos dantescos afecta nuestra sensibilidad, esta versión del oxímoron nos resulta, aunque irreprochable, carente de fuerza y de interés: “frígida”. Nada dice ni transmite del vértigo sutil que instalan en nuestro pensamiento esas figuras extrañas. La otra versión atiende menos a la presencia antagónica de los términos que al intervalo que los une y los separa, al intersticio que une separando, que aproxima manteniendo a distancia y que es la fuente inagotable de la tensión semántica. Para esta otra versión el oxímoron no es un lugar de convivencia (aunque se trate de la convivencia de opuestos), sino un sitio inhabitable por el que los sentidos pasan sin establecerse (ni siquiera como opuestos), atrayéndose a fuerza de diversidad. Menos que una figura en la que se expresa el estilo de un autor, el oxímoron es, desde este punto de vista, uno de los modos de aparición del cuerpo incierto, gozoso, del autor y del lector en los márgenes inesperados de un texto. Borges escribe “intolerable beatitud”, para referirse a la impresión que sufría Dante cuando se creía atravesado por la mirada de su amada, y esta reunión de afectos inaproximables es seguramente la forma justa de hacer aparecer, en su lectura de “los versos más patéticos que la lite-

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ratura ha alcanzado” (pág. 155), el secreto del desgarramiento amoroso del poeta 5 . Para nosotros, lectores del ensayo borgiano, “intolerable beatitud” dice, del modo más intenso que podamos imaginar, la monstruosa y fascinante condición de las personas que, por un capricho del azar, se convirtieron para alguien en objeto de amor: aparecen como íntimamente distantes. 6. En el párrafo final del ensayo titulado, lacónicamente, “Purgatorio, I, 13”, Borges recuerda un verso de Milton (“la más hermosa de sus hijas, Eva”), que probablemente no venga al caso, y a propósito de él escribe: “para la razón, el verso es absurdo; para la imaginación, tal vez no lo sea” (pág. 138). Lo primero que nos interesa subrayar en este gesto borgiano es la adopción de un criterio para valorar las ocurrencias literarias heterogéneo al del sentido común. Lo que no sirve para la razón (o, en otros ensayos, para la lógica o, simplemente, para la realidad), puede servir para la literatura, que es esencialmente un ejercicio imaginativo, no porque en ella la razón no cumpla ningún papel, sino porque, cualquiera sea el papel que cumpla, lo hace bajo el dominio del deseo de imaginar. Borges propone una lectura imaginativa de la Comedia que no reniega de las estrategias de la razón pero que las subordina a la voluntad incierta de imaginar, para ampliar su campo de experimentación o para imprimirle mayor intensidad a sus fuerzas. Lo segundo que nos interesa señalar –y ya está implícito en lo primero– es que el gesto de Borges no supone únicamente la afirmación de un valor contra otro, sino fundamentalmente una transformación en la perspectiva de valoración. Borges no juzga la eficacia de los versos de Dante (o de Milton, o de Góngora, o de Byron) según criterios morales –observando los valores de la moral histórica, de la moral filológica, de la moral doctrinaria–, sino que la experimenta

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desde un punto de vista ético. Los versos valen no por su carácter representativo, sus rigores lógicos o su perfección estilística, sino porque afectan de un modo conveniente la subjetividad del lector: porque lo mueven a imaginar, a inventar, a escribir. Contra las supersticiones morales, que apartan al lector de lo que puede, por una ética de la lectura inocente. Esta es la consigna que afirman, casi siempre indirectamente, los Ensayos dantescos. Y es en esa afirmación, más que en el ejercicio de una retórica impresionista y digresiva, que se establece la diferencia radical entre los ensayos borgianos y cualquier modalidad de la crítica (hermenéutica, filológica, estilística, filosófica). La diferencia entre lo que puede una lectura fundada en criterios morales y lo que puede una lectura que se despliega respondiendo a una afirmación ética queda formulada de un modo inequívoco en el primero de los Nueve ensayos dantescos, cuando Borges evalúa, alternativamente, las “razones técnicas” y las “razones íntimas” que explican algunas anomalías en la construcción del “noble castillo del Canto IV” de la Comedia. En la formulación de las razones técnicas confluyen el examen de motivaciones históricas, doctrinarias y de composición poética. Las razones íntimas, en cambio, remiten según Borges a motivaciones “de índole personal” (pág. 103). Si en el ominoso castillo que habitan Homero, Horacio, Ovidio y otras muchas autoridades poéticas y filosóficas de la antigüedad pagana la imaginación de Dante mezcló nobleza y horror, es porque los grandes poetas de la antigüedad, que viven olvidados de Dios, sumidos en un “anhelo sin esperanza” (pág. 99), son según Borges, figuraciones del propio Dante (del autor del poema, no del protagonista), que se sabía un maestro en el arte de las letras, como ellos, y que vivía como ellos en el infierno porque lo olvidaba Beatriz.

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Borges vuelve a conjeturar una razón íntima cuando intenta justificar la interpolación, en la trama de la Comedia, del relato del último viaje de Ulises. La razón íntima supone también en este caso la consideración de Dante como autor. Aunque el relato del insensato viaje de Ulises a los confines del mundo no está suficientemente motivado por las leyes compositivas del poema, su inclusión, acaso innecesaria, fue para Dante inevitable: en la aventura final de Odiseo encontró, según Borges, una proyección de su propia aventura poética, tan “ardua”, “arriesgada” y “fatal” (pág. 116) como la del héroe homérico. Las razones íntimas propuestas por Borges para explicar la existencia de ciertas anomalías técnicas y compositivas en la Comedia no son presentadas como objetos de reconocimiento y demostración (no hace falta solicitar el acuerdo de otros lectores para enunciarlas), sino de imaginación y conjetura. No son las razones más verdaderas o más creíbles, según las reglas de verosimilitud establecidas por un determinado consenso crítico, sino, simplemente, las más convenientes, y esto porque no se trata de razones que Borges buscó trabajosamente, forzando su ingenio, sino de razones que encontró misteriosamente envueltas en los detalles que, por un designio incierto, distrajeron su atención. Son objetos de fascinación. Borges presiente la sombra de Dante proyectándose discretamente sobre sus criaturas; imagina a Dante, su pasión por una mujer y por las letras, en las faltas de motivación o en las discordias que dan a su invención un aura incierta. Las razones íntimas, imprevistas e improbables, son las más convenientes porque le permiten a Borges proyectar en secreto sobre sus argumentaciones críticas su propia sensibilidad poética y amorosa. 7. El lector inocente es, según vimos, un lector impertinente, un lector lo suficientemente audaz como para recono-

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cer, y no sólo reconocer sino también apreciar, las fallas que mantienen vivos los monumentos culturales. Es lo que hace Borges en el ensayo titulado “El encuentro en sueño”. Borges se detiene esta vez en dos anomalías presentes (que su lectura hace presentes) en la Comedia: la procesión que acompaña a Beatriz, que Dante quiso que fuera bella, “es de una complicada fealdad” (pág. 149); la actitud de Beatriz, durante el encuentro con Dante, no es de beatitud sino de severidad. Para explicarse la existencia de estas dos anomalías, que él supone “derivan de un origen común” (pág. 150), Borges recurre a una conjetura “poética”. Dante escribe la Comedia como quien sueña, para realizar un deseo: volverse a encontrar con Beatriz, y le ocurre “entonces lo que suele ocurrir en los sueños, manchándolo [al encuentro deseado] de tristes estorbos” (pág. 152). La perspectiva “poética” que adopta Borges para ensayar su conjetura, aligerada de los aplastantes sentidos alegóricos, le permite establecer con el poema de Dante un vínculo más íntimo y más intenso que el de los lectores tradicionales: un vínculo en el que se revela lo obvio (eso que terminan por olvidar los amantes de las “profundidades” del sentido): que la Comedia es, esencialmente, una historia de amor. Que el lector más inocente puede llegar a ser, a fuerza de inocencia, es decir, de descreimiento en la tradición, el lector más soberbio, lo demuestra Borges en el último ensayo de su libro, “La última sonrisa de Beatriz”. “Mi propósito – declara Borges, sin ahorrarse gravedad y contundencia– es comentar los versos más patéticos que la literatura ha alcanzado. Los incluye el Canto XXXI del Paraíso y, aunque famosos, nadie parece haber discernido el pesar que hay en ellos, nadie los escuchó enteramente” (pág. 156). Después de citar la estrofa que incluye la sonrisa de Beatriz y de recordar (y menospreciar por “no menos intachable que frígida”) la interpretación que dieron de ella los

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alegoristas (esa sonrisa es un símbolo de aquiescencia), Borges propone –esta vez con un énfasis mayor que en otras ocasiones– un desvío que toma la forma de una “sospecha”. Borges sospecha que Dante escribió la Comedia para recuperar, al menos por un momento, a Beatriz, y que, como ocurre cuando un desdichado imagina la dicha, algo “deja entrever el horror que ocultan esas venturosas ficciones” (pág. 158). Eso que deja entrever el horror, eso atroz, que es más atroz porque ocurre en el Paraíso, eso siniestro, es lo que el lector inocente percibe (inventa): las circunstancias atroces de la desaparición de Beatriz, la fugacidad de su sonrisa y de su mirada, el desvío eterno de su rostro. Después de recordarnos lo obvio, el lector inocente nos enfrenta a lo inaudito: ¿quién hubiese esperado la irrupción de lo siniestro en el Paraíso? Es tan extraña y perturbadora como la presencia de un amor eterno, imposible de no admirar, de no desear, en el Infierno 6 . Cuando concluimos la lectura de los Nueve ensayos dantescos, nuestro pensamiento queda detenido ante una imagen final en la que se envuelven todas las imágenes que lo atrajeron: la Comedia es, esencialmente, la historia de un desencuentro que la obstinación del enamorado vuelve infinito: la historia del eterno alejamiento de Beatriz, siempre esquiva, siempre distante por la fuerza de un amor sublime e insensato, cautivo de su desaparición.

Notas

1 Las indicaciones de página entre paréntesis remiten, en todos los casos, a Jorge Luis Borges: Nueve ensayos dantescos, Madrid, Espasa Calpe, 1982. 2 Jorge Luis Borges: “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz (1829-1874)”, en El Aleph, Obras Completas, Buenos Aires, Emecé, 1974; pág. 561. 3 Jorge Luis Borges: “La muralla y los libros”, en Otras inquisiciones, Buenos Aires, Emecé, 1971; pág. 12. 4 Heinrich Lausberg: Manual de retórica literaria, Madrid, Editorial Gredos, 1983. 5 Y de suspender la eficacia de una de las interpretaciones más aceptadas: la que identifica, simplemente, a Beatriz con una encarnación beatífica de la gracia, olvidando que ella también fue, que antes que nada fue una mujer que no correspondió el amor de Dante, que lo ignoró e incluso llegó a burlarse de él. 6 Un amor como el que une para siempre a Paolo y Francesca, esos “dos amantes que el Alighieri soñó en el huracán del segundo círculo y que son emblemas oscuros, aunque él no lo entendiera o no lo quisiera, de esa dicha que no logró” (págs. 152-3).

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Borges ensayista: avatares de la lectura.

I. Una metáfora geométrica que comunica las imágenes de Dios, el Universo y la Naturaleza con la de una imposible esfera infinita; una metáfora que atraviesa, según diversas entonaciones, la historia de la filosofía y que fue signo de su liberación para un hombre, y para otro fue la cifra atroz de su soledad. Una máquina de “pública y famosa inutilidad”, la máquina de pensar que en el siglo XIII inventó Raimundo Lulio; artefacto paradójico que confunde método y azar en la resolución de un problema, y que es del todo absurdo “como instrumento de investigación filosófica” aunque de probable eficacia (si la literatura no fuese más que un arte combinatoria) “como instrumento literario y poético”. La inmortal, acaso irrefutable, paradoja de Aquiles y la Tortuga atribuida a Zenón de Elea; un “pedacito de tiniebla griega” que invita a la humanidad desde hace siglos a la ignorancia y al misterio y que prefigura, leída desde El castillo, las narraciones del laberíntico Franz Kafka. La ingeniosa e increíble tesis de Philip Henry Gosse acerca de la creación del mundo; tesis de una “elegancia un poco monstruosa” que reconcilia la religión con la ciencia, la fe con la paleontología. La no menos ingeniosa y poco convincente tesis que J. W. Dunne 68

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expone en Un experimento con el tiempo; tesis “espléndida” que quiere que, de algún modo, el porvenir ya exista y que los sueños premonitorios sean las pruebas de su existencia. Para un lector desatento este catálogo parecerá la suma arbitraria de algunas extrañezas. El lector informado, en cambio, habrá advertido ya sus razones. En él se agrupan, en un cierto desorden, algunos de los objetos filosóficos que atraen a Borges, que arrastran su lectura 1 . Recuerdo aquí la última frase de un ensayo de Juan B. Ritvo sobre Walter Benjamin (“Un objeto solitario hace señas a un lector solitario” 2 ) y la interpretación que, en “Las salidas del texto” 3, ensaya Barthes de los saberes que escenifica Bataille en “El dedo gordo”. Como Bataille, Borges se interesa por el detalle extraño, presta atención a los pormenores sorprendentes. Para él la filosofía es menos un saber venerable, un corpus de “grandes temas”, que la ocasión de volver a experimentar el asombro, la atracción del misterio. Dicho de otro modo: para Borges la filosofía es la ocasión del reencuentro con la literatura. O bien: allí donde, leyendo a la filosofía, Borges reencuentra a la literatura, nos reencuentra con la filosofía, con su olvidado gesto originario. Un paso más (en la huella de los de Barthes): la valoración de la “curiosidad”, del detalle situado en los márgenes de la filosofía, no es sólo una extravagancia. Por ella se produce “un comienzo de destrucción del saber (de su ley), mediante su conversión en futilidad, su miniaturización” 4. Lo “evidente” cede su lugar al asombro, se desnaturaliza. Ficción y paradoja ocupan a la filosofía. (El ensayo como retorno de lo reprimido) En su lectura de la teología Borges pone en juego esta misma estrategia de miniaturización. Así, por ejemplo, en “La duración del infierno” 5 . En el prólogo a Discusión, a propósito de este ensayo, dice Borges que él declara su “afición incrédula y persistente por las dificultades teológicas”.

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Borges lector aficionado e incrédulo de la teología: vale la pena que nos detengamos en esto. Si los predicadores descuidan la especulación sobre el Infierno, si los católicos creen en ese “mundo ultraterreno” pero no se interesan en él, Borges, ni especialista ni creyente, se interesa y, desde ese interés fascinado, desde una cierta exterioridad que no dejará de tener consecuencias, lee. Con una mirada extraña, mirada literaria, Borges examina un detalle marginal de la teología. En una nota a pie de página, casi como al pasar, encuentro una expresión barthesiana que nombra, con belleza y rigor, lo singular de esta posición de lectura: “amateur de infiernos”. Examinemos detenidamente el modo en que se construye “La duración del Infierno”, los procedimientos 6 de su puesta en escena. En forma alternativa y de acuerdo con un orden de inverosimilitud creciente, Borges evalúa los argumentos que niegan o validan la atribución de eternidad al Infierno. “Inverosimilitud”, “argumentos”: ¿cómo no oír la resonancia retórica de estos términos? Podemos apreciar ya los efectos de esa mirada extraña con la que Borges observa a la teología. Efectos de desenmascaramiento, efectos de revelación. El corpus teológico deviene en este ensayo disputatio: campo de batalla en el que se enfrentan interpretaciones antagónicas. Además –nuevo exceso, nuevo desborde– los argumentos son valorados no por su consistencia teológica sino por lo que tienen de “importantes y hermosos”, no por su virtud lógica sino por su eficacia “dramática”. Del mismo modo, “las razones elaboradas por la humanidad a favor de la eternidad del Infierno” son descalificadas ya por frívolas y engañosas, ya por policiales y disciplinarias (adviértase en este último caso el gesto de distanciamiento: Borges parece olvidar que la teología –ella sobre todo– es una disciplina). Remito una vez más al Barthes lector de Bataille: por la intrusión del valor, por la puesta en juego de valores que se

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imponen como ajenos a un orden establecido, el ensayo excede al saber. Obligado por ese exceso a descubrir su “verdadero” rostro, a quitarse la máscara, el saber se muestra como lo que “en verdad” es: se muestra como ficción. “Ficción interpretativa”, precisa Barthes, releyendo a Nietzsche en Bataille. Volvamos a “La duración del Infierno”, volvamos a los gestos borgianos. ¿De qué otro modo calificarlos sino como excesivos? ¿Qué valor sino el del exceso representa para la teología la afirmación de lo dramático, de lo curioso? La mirada extraña de Borges ilumina, con una luz oblicua, aquello que supo disimularse tras las tinieblas de la creencia: que las especulaciones teológicas no son más que ejercicios retóricos, o, si se prefiere una fórmula más frecuentada, que la teología no es sino una rama de la literatura fantástica. Parafraseando a Foucault, cabría hablar aquí de una “retorización de la teología”. Enumero los demás procedimientos que se orientan en esta empresa: a) la construcción de series heterogéneas, como la que encabeza “el cartaginés Tertuliano” y que enhebra su nombre con los de Dante, Quevedo, Torres Villaroel y Baudelaire, o como aquella otra en la que se yuxtaponen “el infierno sabiano”, “el infierno de Swedenborg” y “el infierno de Bernard Shaw” (en las dos series se advierte un mismo desplazamiento: el que va desde un primer término teológico hacia los otros términos, literarios); b) el ejercicio de la burla, cuando Borges lee el “sentido intrínseco” de las primeras observaciones del artículo que el Diccionario hispano-americano dedica al Infierno (recuerdo la perplejidad y el apuro en los que es sorprendido el piadoso articulista); c) el ejercicio de la ironía, cuando son convocadas en torno de “Infierno” una serie de palabras tomadas del léxico comercial: “establecimiento”, “servicial”, “propaganda (la referencia a la etimología católica del último término lejos de reducirlo, enfatiza el gesto irónico), o cuando, para designar al ensayo que estamos por terminar de leer,

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Borges habla de una “página de mera noticia”; d) el recurso a la reductio ad absurdum, en la refutación del segundo argumento –mera “frivolidad escolástica”– que afirma la eternidad del mundo ultraterreno (permítaseme citar ese momento del ensayo: “argüir que es infinita una falta por ser atentatoria de Dios que es Ser infinito, es como argüir que es santa porque Dios lo es, o como pensar que las injurias inferidas a un tigre han de ser rayadas”) ; e) las variaciones en la entonación, cuando en la presentación del tercer argumento en favor de la eternidad del Infierno, el tono expositivo es desviado por un enunciado novelesco (“Ahora se levanta sobre mí el tercero de los argumentos, el único”) al que sigue otro conjetural (“Se escribe así, tal vez...”); f) la intrusión del misterio, como efecto de la modalización recién citada, que subraya la falta de origen del tercer argumento –el único al que Borges no atribuye un autor–, que deja irremediablemente abierta la pregunta por la identidad de quien lo enuncia; g) la formulación de una creencia personal, como “cierre” de la exposición de los diferentes argumentos, la formulación de una creencia a la que no es extraña, además, la argumentación paradójica (el Infierno es posible –afirma Borges–, pero “es una irreligiosidad creer en él”). Heterología, para decirlo con Barthes; heterotopía, si preferimos citar a Foucault. El juego múltiple de los procedimientos configura al ensayo como espacio heterogéneo, atravesado por fuerzas diferentes; espacio en el que se atraen, hasta confundirse, fuerzas que en el orden disciplinario se excluyen: lo objetivo y lo subjetivo, lo cómico y lo serio. Deliberadamente dejé para el final de estas notas el comentario de la Postdata que añade Borges a su ensayo. En ella comunica un sueño “propio” (las comillas son ineludibles), y en ella el lector recupera una afirmación esencial que fue dicha, algunas páginas antes, como al paso: el atributo de continuidad –“el hecho de que la divina persecución

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carece de intervalos, de que en el Infierno no hay sueño”– es el atributo infernal más horroroso, tal vez porque ese atributo es “de imaginación imposible”. Enuncio algunas preguntas que la lectura de la Postdata provoca: ¿qué significa el sueño narrado por Borges?, ¿para qué lo narra?, ¿vale como ejemplo, como ilustración?, ¿de qué? Confieso no tener respuestas para estos interrogantes, no disponer de medios para calmar la inquietud. Tal vez convenga entonces, para no enmudecer, repetir el gesto borgiano, dejar que la inquietud, aunque más no sea en forma casi balbuciente, hable. El Infierno soñado por Borges es como el recuerdo eterno de lo que en la vigilia se olvida: el recuerdo sin olvido de la falta de identidad, de la falta de destino. Lo infernal, sin embargo, no es la vacilación de las certezas -no saber, por un momento, quién se es ni dónde se está-: lo infernal es que no haya vacilación, que la falta de identidad y destino sean continuas. Infierno del sueño en el que nada se sabe, nada en absoluto. Infierno del sueño en el que no hay intervalos, en el que no se sueña. Infierno que Borges abandona temblando, ya no dormido, aún no del todo despierto, y que tal vez lo deja ante la inminencia de otro Infierno, igualmente temible: la prolijidad demoníaca de lo real. II. Casi al comienzo de su “Historia de la eternidad” 7 , para ilustrarnos sobre el universo platónico de las formas, Borges –que parece no sufrir la superstición de las fuentes originales– cita algunos pasajes de las Enéadas. El registro de una “imaginación personal” viene a interrumpir el flujo expositivo: el mundo de los arquetipos se le antoja a Borges un “inmóvil y terrible museo”, un museo “quieto, monstruoso y clasificado”. De inmediato, el lector es advertido del poco valor de esa ocurrencia, de la posibilidad de olvidarla. “De lo que no conviene que prescinda –agrega Borges– es de alguna noticia general de esos arquetipos”. Al episodio siguen

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algunas páginas “de intención propedéutica”. La moral expositiva parece haber sido recuperada. Y sin embargo la advertencia fue infructuosa. Atento menos a lo dicho que a lo que se muestra, desplazado de ese lugar en el que el autor lo interpela, el lector borgiano no prescindirá –en la lectura de este u otro ensayo, pero tampoco en la de los textos filosóficos– de esa extraña imaginación, de esa ocurrencia sorprendente. Para él, el universo platónico ya no volverá a ser el que los manuales y la transmisión académica banalizan. ¿Cómo haría, después de atender a la monstruosa imagen del museo, para no apreciar su aura de muerte? Si Borges dice que lo personal es prescindible, si afirma el valor de lo general, su decir, para el lector borgiano, es irónico. Sirvan como pruebas de esta interpretación, las numerosas observaciones personales que atraviesan el resto del ensayo y la “teoría personal” –teoría que consiste en la trascripción del relato “Sentirse en muerte”– con que concluye. Cediendo a una enunciación casi epigramática y al deseo de parafrasear una vez más a Barthes, en otro lugar anoté: el ensayo como intrusión de la subjetividad –del cuerpo– en el discurso del saber 8. Volvamos unas páginas atrás. Borges se detiene en la duración del Infierno porque experimenta su “dificultad” (dificultad que no experimentan ni el predicador ni el creyente), porque ese asunto marginal y anacrónico ejerce sobre él “fascinación y poder”. En este sentido, el de una lectura desencadenada por la presión de un afecto, “La muralla y los libros” 9 es ejemplar. Quiero detenerme aquí en su comentario. Comienzo por el incipit, las primeras palabras del ensayo, que ya me parecen significativas. “Leí, días pasados...” ¿Qué importa este detalle informativo?, ¿qué función cumple esta referencia imprecisa a la vida del ensayista? Tal vez sirva, por su inutilidad, como anuncio de que no es, el que nos ocupa, un texto de saber. Tal vez, por su tono anecdótico, que lo que sigue es, de algún modo, una narra-

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ción, una historia de lecturas (como quien dice, una historia de aventuras). (En algún lugar de Guirnalda con amores dice Bioy Casares: “por las digresiones entra en los escritos la vida”. Me permito también aquí una paráfrasis: por las digresiones –arte de ensayista– entra en el saber la literatura.) Esta vez fue la historia china la que ofreció a Borges una curiosidad en que detenerse. Saber que el emperador Shih Huang Ti ordenó a un mismo tiempo la construcción de la gran muralla y la quema de los libros que lo precedieron; saber que esas operaciones fueron simultáneas y que fueron atribuidas a una misma persona; saberlo, satisfizo inexplicablemente a Borges, lo satisfizo y lo inquietó a la vez. “Indagar las razones de esa emoción –declara en su primer párrafo–es el fin de esta nota”. En la frase siguiente leo: “Históricamente no hay misterio en las dos medidas”. Razono lo fundamental: la perspectiva que se pone en juego en el ensayo no es la de la disciplina que sirvió como pretexto, sino la del ensayista. Hay misterio cuando Borges no se contenta, no se tranquiliza, con la explicación de los sinólogos; cuando siente “algo más”. Algo impreciso, tal vez innombrable, una emoción a la que falta su palabra justa. “Inquietud” es el nombre que damos –y da Borges– a esa falta de nombre. Vuelvo sobre una frase antes citada: “Indagar las razones de esa emoción es el fin de esta nota”. Quien ha leído ya “La muralla y los libros”, quien conoce su curso errático sabe que “indagar razones” significa en esta ocasión experimentar la falta de una razón (de un fundamento), contornear esa ausencia. Borges no busca, en lo que sigue del ensayo, explicar el misterio, hacerlo desaparecer por una explicación. Busca preservarlo. Quiere mantener abierto su poder de inquietud y transmitir esa inquietud al lector. El ejercicio de una enunciación conjetural –de la que la proliferación de adverbios (tal vez, quizá, acaso) es la huella más evidente– lo hace posible.

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Tratándose de un ensayo de Borges, el recurso a la etimología no parece impertinente. Atendamos entonces a los sentidos que se agrupan, desde esa perspectiva, en torno a conjetura. Ellos son: “arrojar”, “lanzar”, “exponer” 10. En esta serie de tres, advierto un cuarto término entredicho: jugar. La conjetura, para nosotros, es una modalidad de la apuesta. En el acto de conjeturar, entre el azar y la necesidad, entre la invención y la regla, el sujeto que arroja, que lanza un argumento a la consideración de los otros, se expone. Juega, se juega y además, porque se priva de enunciar certezas, porque deja que lo incierto ocupe la escena, abre el juego a un lector por venir. Habría que pensar aquí, para especificar la clase de juego al que el ensayo conjetural se parece, en un ajedrez de múltiples dimensiones, de múltiples estrategias: un ajedrez como el que alguna vez ideó Xul Solar y que Borges, de tanto en tanto, recuerda. Un ajedrez, agrego yo, en el que la partida siempre ha comenzado, en el que el primer movimiento es ya una réplica. La consulta de un diccionario –otro recurso borgiano– tampoco parece inútil. A propósito de conjetura, el Petit Robert anota: “opinión fundada en probabilidades”. El término entredicho esta vez es verosimilitud. La conjetura, entonces, como juego retórico. Así, en “La muralla y los libros”, aunque las conjeturas son causadas por una emoción que le es extraña, la historia, como horizonte de verosimilitud, no desaparece. La invención no la desconoce, no podría desconocerla. Un momento del ensayo lo muestra con claridad. Después de conjeturar que tal vez fue un “propósito mágico” el que animó la doble empresa de Shih Huang Ti (tal vez “la muralla en el espacio y el incendio en el tiempo fueron las barreras mágicas destinadas a detener la muerte”), Borges considera la posibilidad de que la construcción y la hoguera no hayan sido actos simultáneos. “Esto –dice– (según el orden que eligiéramos) nos daría la imagen de un rey que em-

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pezó por destruir y luego se resignó a conservar, o la de un rey desengañado que destruyó lo que antes defendía”. Aun que “dramáticas” (es decir, interesantes –tal vez damasiado–), las dos conjeturas son rechazadas porque carecen, según lo que Borges sabe, “de base histórica”. La referencia a lo que cuenta Herbert Alien Giles (quienes ocultaron libros fueron condenados a construir la muralla) clausura cualquier especulación fundada en ellas. Lo dicho: la invención conjetural no puede desconocer la historia. Puede sí servirse de ella para recomenzar el juego. “Esta noticia –declara Borges, a propósito de lo que informa Giles– favorece o tolera otra interpretación”. Aquí se desencadena el momento más borgiano del ensayo, el de mayor intensidad estética. Aquí el misterio se agrava y el asombro nos domina. Los temas y la entonación de las ficciones ocupan el texto. “Acaso –conjetura Borges– la muralla fue una metáfora, acaso Shih Huang Ti condenó a quienes adoraban el pasado a una obra tan vasta como el pasado, tan torpe y tan inútil. Acaso la muralla fue un desafío y Shih Huang Ti pensó: Los hombres aman el pasado y contra ese amor nada puedo, ni pueden mis verdugos, pero alguna vez habrá un hombre que sienta como yo, y ése destruirá mi muralla, como yo he destruido los libros, y ése borrará mi memoria y será mi sombra y mi espejo y no lo sabrá. Acaso Shih Huang Ti amuralló el imperio porque sabía que éste era deleznable y destruyó los libros por entender que eran libros sagrados, o sea libros que enseñan lo que enseña el universo entero o la conciencia de cada hombre. Acaso el incendio de las bibliotecas y la edificación de la muralla son operaciones que de un modo secreto se anulan”. El fragmento es demasiado bello como para no citarlo entero. (Abro este paréntesis para subrayar, apoyándome en la lectura de otro ensayo, algo de lo ya dicho. En “El sueño de Coleridge” 11 –tal vez el mejor ejemplo, junto con “La muralla

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y los libros”, del difícil arte de la conjetura– Borges busca explicarse una asombrosa repetición: la repetición de un sueño. En el siglo XIII el emperador mongol Kublai Khan soñó un palacio que luego hizo construir de acuerdo con esa visión. Cinco siglos más tarde el poeta inglés Samuel Taylor Coleridge soñó un poema sobre aquel palacio que después, en la vigilia, fragmentariamente, transcribió. ¿Cómo fue eso posible? En la “resolución” del enigma Borges desecha a la vez el recurso al azar 12 y a la intención solapada. Prefiere, en cambio, detenerse en las hipótesis que “trascienden lo racional”, porque ellas son “más encantadoras”. Tal vez los dos monumentos –conjetura– fueron las dos realizaciones, sucesivas e inacabadas, del inexplicable plan de un “ejecutor sobrehumano”. Tal vez, porque el palacio se destruyó y el poema quedó inconcluso, advendrá un tercer término en la serie que dará cumplimiento al plan. Tal vez –no debemos distraernos–, en la forma de una escultura o de una melodía, ese tercer término ya advino. Pulsadas por lo que Borges llama en otro lugar “estética de la inteligencia” 13 , las conjeturas “encantadoras” no explican el misterio ni resuelven el enigma. Encantan, dan a la razón un golpe de encantamiento.) Ya en otra dirección... Digo mejor: acaso en una dirección diversa, Borges enuncia en el último párrafo de “La muralla y los libros” una conjetura más, una conjetura que, sin quererse metalingüística, se expone a decirnos algo sobre el equívoco arte de conjeturar. Permítaseme una vez más citar el ensayo en extenso: “La muralla tenaz que en este momento, y en todos, proyecta sobre tierras que no veré, su sistema de sombras, es la sombra de un César que ordenó que la más reverente de las naciones quemara su pasado; es verosímil que la idea nos toque de por sí, fuera de las conjeturas que permite. (Su virtud puede estar en la oposición de construir y destruir, en enorme escala)”. Es verosímil, parece decirnos Borges, que el encuentro con la forma acontezca en los lími-

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tes del lenguaje y la razón, en ese lugar inhabitable en el que las palabras siempre faltan y siempre son excesivas; que la forma nos toque, nos “punce” –diría Barthes– más allá y más acá del sentido, fuera de cualquier saber. “Todas las formas –generaliza– tienen su virtud en sí mismas y no en un ‘contenido’ conjetural”. Así, por ejemplo, el irresistible dístico de Quevedo “Su tumba son de Flandes las Campañas/y su Epitaphio la sangrienta Luna”), cuya eficacia “es anterior a toda interpretación y no depende de ella” 14 (esos versos nos conmueven aunque no sepamos, ni deseemos saberlo, si la “sangrienta luna” es la de los campos de batalla o la de la bandera otomana). Así, también, algunos kenningar, que nada transmiten ni sugieren, que “deparan una satisfacción casi orgánica” 15 : “no son un punto de partida, son términos”, son -Barthes a propósito del haiku- un “remate sin eco” 16 . El hecho estético –declara Borges en el memorable, siempre citado, final de “La muralla y los libros”– es, quizá, la “inminencia de una revelación, que no se produce”. La definición que parece realizarse en el enunciado es aplazada por el modo conjetural de la enunciación. El adverbio, insoslayable, nos recuerda que aquí se trata de arte; no deja que olvidemos lo indefinido, indefinible, de la situación. “Todas las formas tienen su virtud en sí mismas”, decía Borges unas líneas más arriba. Nada nos impide ahora leer ese subrayado como irónico y desviar el sentido del final de la frase. Borges dice “todas las formas” y eso, precisamente, es lo que aquí no hay. Cada forma, por ser artística, es única, esencialmente diferente. La generalidad en la que la palabra “arte” las introduce es algo que las formas artísticas, una por una, no dejan de cuestionar. Y acaso sea esa su virtud: no ser nunca ellas mismas, no serlo (por siempre) aún. En el hecho estético algo quiere decirse a alguien, algo le será dicho a alguien, algo, tal vez, imperceptiblemente, ya le fue dicho. En el hecho estético, o mejor (Borges con Blanchot),

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en la experiencia estética, la forma y el sujeto que ella atrae están fuera de sí. En un crepúsculo, en un rostro, en unos versos de Quevedo puede acontecer el arte, si ese crepúsculo, ese rostro y esos versos dejan de ser lo que ya son (un crepúsculo, un rostro, unos versos), y si en ellos, atraído como por una música extraña, alguien (un caminante, un enamorado, un lector) viene a perderse. “El olvido –pudo haber dicho Borges– fue mi Beatriz”. 1987

Notas 1 Cfr., respectivamente, “La esfera de Pascal” (en Otras inquisiciones); “La máquina de pensar de Raimundo Lulio” (en Textos cautivos); “La perpetua carrera de Aquiles y la tortuga” y “Avatares de tortuga” (en Discusión); “La creación y P.H. Gosse” (en Otras inquisiciones) y “El tiempo y J.W. Dunne” (en ídem). 2 Juan B. Ritvo: “Walter Benjamin y la retórica de la ciudad”, en Paradoxa, N°3, Rosario, 1988; pág 22. 3 Roland Barthes: “Las salidas del texto”, en A.A.V.V.: Bataille, Barcelona, Ed. Mandrágora, 1976. 4 Roland Barthes: op. cit.; pág.43. 5 En Discusión, Buenos Aires, Ed. Emecé, 4a. ed., 1964. 6 Tomo esta palabra en el sentido que le da Réda Bensmaïa en su lúcida interpretación de la escritura ensayística de Barthes (“Du fragment au détail”, en Poétique, Nº 47, septembre 1981). Para este autor, el procedimiento es “la respuesta táctica del ensayista al problema de la constitución del texto”; opuesto tanto a la compositio retórica como al sistema, el procedimiento “es lo que permite al ensayista inventar un nuevo espacio de escritura y de lectura”. 7 En Historia de la eternidad, Buenos Aires, Ed. Emecé, 15ta. ed., 1981; pág.16. 8 Alberto Giordano: “Del ensayo”, en infra, págs. 223-247. 9 En Otras inquisiciones, Buenos Aires, Ed. Emecé, 6ta. ed., 1971. 10 La información acerca de la palabra “conjetura” que el lector encuentra en este y en el siguiente párrafo, la tomé de un “servicial” ensayo de Juan B. Ritvo, El psicoanálisis y la ilusión de las ciencias conjeturales (Rosario, LEP&D, 1980; pág. 9 y ss.).

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En Otras inquisiciones, ed. cit. 12 En “El enigma de Edward Fitzgerald”, por el contrario, tal vez porque son otras las exigencias estéticas, “la suposición de un azar benéfico” no es menos misteriosa, menos inquietante, que las conjeturas “de índole metafísica” que sirven a lo sobrenatural (Umar y Fitzgerald pudieron no haberse encontrado; ninguna necesidad ordenó el encuentro). “Toda colaboración –dice Borges– es misteriosa. Esta del inglés y del persa lo fue más que ninguna, porque eran muy distintos los dos y acaso en vida no hubieran trabado amistad y la muerte y las vicisitudes y el tiempo sirvieron para que uno supiera del otro y fueran un solo poeta”. (En Otras inquisiciones, ed. cit; pág. 113). 13 La perpetua carrera de Aquiles y la tortuga”, en Discusión, ed. cit.; pág. 117. 14 “Quevedo”, en Otras inquisiciones, ed. cit.; pág. 61. 15 “Las Kenningar”, en Historia de la eternidad, ed. cit.; pág. 46. l6 Roland Barthes: “El haiku”, Xul, Nº 3, Buenos Aires, diciembre de 1981.

La otra aventura de Adolfo Bioy Casares

La anécdota es conocida por todos: el propio autor la refirió en innumerables entrevistas. Para no recaer en los excesos pretendidamente vanguardistas cometidos en sus primeros libros, a comienzos de la década del 40 Bioy decidió componer los siguientes como si se tratase de máquinas de relojería, y bajo este impulso definió en ellos las líneas esenciales de su poética narrativa. En las novelas La invención de Morel (1940) y Plan de evasión (1945) y en la recopilación de cuentos La trama celeste (1948), se lee una doble afirmación: de la literatura como artificio y del artificio como medio privilegiado para interrogar lo real. Contra las estéticas naturalistas y realistas, Bioy afirma el carácter convencional de la literatura, la especificidad de sus técnicas y de los efectos que ellas producen. Pero sus máquinas literarias no se contentan con exhibir su ser de artificio: el poder de esas ficciones se ejerce en una experiencia inédita de la realidad, una experiencia heterogénea en relación con los saberes convencionales, en la que se hace sensible lo misterioso de lo que nos es más familiar: la unidad del tiempo y del espacio y la identidad de la persona. 82

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El arte narrativo de Bioy está fundado en dos virtudes éticas: la “cortesía” hacia el lector (cortesía que consiste en despertar su atención, en interesarlo por el desarrollo de una trama rigurosamente construida y, a la vez, en encantarlo por obra de las digresiones y los detalles circunstanciales, dándole ocasión así de que su pensamiento se despegue del transcurrir de la historia y siga sus propios impulsos secretos) y la exploración de lo “misterioso”, esa dimensión de lo real que la realidad, para volverse obvia y previsible, niega. En esas mismas virtudes, en las que se afirma el valor de una cierta relación (“íntimamente distante”, diría Maurice Blanchot) con el lector y con la realidad que se experimenta, se funda también la escritura ensayística de Bioy Casares. Cortesía, en este caso, tanto hacia quien lo lee como hacia los autores y las obras que ha leído, cortesía que habrá de revelársenos como la condición para experimentar, a través de la escritura, todo lo que hay de misterioso en “las aventuras del trabajo mental” cuando éste se cumple en los dominios de esa realidad esencialmente incierta que es la literatura. En “La Celestina”, el primero de los ensayos reunidos en La otra aventura 1, Bioy Casares afirma que la vida de una obra (y por “vida” debemos entender aquí el poder de transformación de esa obra, que se ejerce tanto sobre sí misma a través del tiempo como sobre quienes se aproximan a ella ocasionalmente) depende del “misterioso agrado” que es capaz de suscitar. La afirmación se encuentra no sólo en el primer ensayo del libro sino, más precisamente, en su primera frase, como una suerte de declaración de principios y de consigna. Apartándose de las preceptivas tradicionales, Bioy declara que la verdad y la belleza –esos valores que se quieren atemporales– no son suficientes para mantener viva una obra, que las obras mueren si no encuentran un lector que se sienta atraído por algo misterioso que cobra presen-

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cia en ellas, algo, una presencia que tiene mucho de ausencia porque resulta agradable sin saber por qué. Si la tarea que el ensayista se ha propuesto (y cuál otra podría ser) es dar su testimonio de lector acerca del poder de transformación de las obras sobre las que escribe, deberá hacerlo preservando ese misterio por el que las obras viven en su lectura. El ensayista, nos dice Bioy al comenzar su libro, propone argumentos que parten de eso que le resulta agradable pero no para anularlo bajo el peso de una explicación definitiva sino para transmitirle a otro lector el goce de lo incierto, ese goce que es la prueba literaria de que algo, en las obras y en quienes las leen, está vivo. Bioy distingue, en “La Celestina”, dos modalidades del discurso crítico: están, por un lado, aquellos trabajos que discurren de acuerdo con una orientación prevista, desde y hacia un punto ya determinado, confirmando sin expandir las fronteras del conocimiento, y están, por otro, los que siguen un curso errático (lo que no quiere decir erróneo) que van trazando a medida que lo recorren, en las encrucijadas y los desvíos de los caminos conocidos. A los primeros Bioy los vincula con el poder rector de “la impasible teoría”, que sufren cómodamente, ávidos como están de generalidades y certidumbres inobjetables. Los otros son obra de ensayistas, de escritores que reconocen en los sentimientos “apresurados y conmovidos” que los afectaron en la lectura de un libro las razones para escribir sobre él. Estas tentativas inciertas pero extremadamente rigurosas (porque se hace necesario extremar el rigor, si se avanza para saber por qué se ha emprendido la marcha y cuál es su destino, ese rigor que no necesita el que se mueve en el mismo lugar, para reconocerlo) formulan un saber de la literatura atento “a la incalculable trama de las circunstancias” que se manifiesta en la lectura. Ese saber de lector, no de estudioso, presta una atención relativa a las virtudes retóricas de un texto (relativa a los afec-

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tos que se potencian en su lectura); su objeto no es la literatura en sí sino su experiencia: la experiencia, que este saber en acto preserva y transmite, del “misterioso agrado” que es su “vida misma”. La teoría y la historia literaria, que se empeñan en imponer límites precisos y valores generales a lo que sólo se experimenta como dispersión y singularidad, son pasiones tristes que debilitan las fuerzas de atracción de las obras y las fuerzas de invención de los lectores. A diferencia del ensayista, que responde en primer lugar –como lo quiere Borges– a la propia convicción y a la propia emoción, el teórico o el historiador de la literatura se dejan dominar por una serie de supersticiones (las obras valen por su “riqueza” temática y por sus aciertos retóricos y sólo se las puede leer correctamente si se conoce el contexto en el que fueron escritas) que limitan su potencia de actuar, es decir, su capacidad de inventar, bajo el influjo de lo misterioso que ha salido a su encuentro, nuevas formas de sentir y de pensar. Los términos subrayados no pertenecen a Bioy sino a Spinoza y vienen a recordarnos que los problemas que importan al ensayista son, fundamentalmente, problemas éticos, que su búsqueda es la de valores convenientes para la experiencia de la literatura que, en lugar de inmovilizarla remitiéndola a principios trascendentes, sirvan para darle nuevos impulsos. Hay en los ensayos de Bioy una vindicación constante de la felicidad, de la “alegría de vivir” que, como la que él encuentra en las novelas de Zola para atemperar el espectáculo de las miserias humanas (págs. 151-2), la literatura transmite a través de procedimientoa que le son propios. La felicidad (de leer, de escribir) es el valor superior de la ética del ensayista y en él se fundan los desplazamientos que su práctica imprime a las valoraciones morales reconocidas. Por eso, aunque la verdad o el acierto de las opiniones de un escritor sean más que disticutibles, ellas valen si nos dejan presen-

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tir la existencia de un espíritu “resuelto y libre” (“Memorias de Frank Swinnerton”, pág. 131). Por eso también un fracaso lógico, como el intento fallido de Gracián de explicar las razones del fenómeno estético, puede valer como un triunfo literario, si los argumentos que no nos persuaden nos permiten participar en “una de las más extrañas y no menos afortunadas aventuras de la lengua” (“Agudeza y arte de ingenio”, pág. 29), si bajo la frialdad de las sentencias que parecen querer imponerse a cualquier realidad se puede oír “un eco de eruditas conversaciones y de profundas bibliotecas” (pág. 30), los ecos de un mundo maravilloso, como el que Bioy reconstruye en el último ensayo de su libro, dedicado a su relación con Borges: un mundo hecho de “Libros y amistad”. Como Borges, que acuñó esa expresión no para confundir dominios diferentes sino para propiciar la imaginación de uno radicalmente nuevo, Bioy se siente atraído por aquellas obras en las que se afirman valores estéticos singulares, los valores de una “estética de la inteligencia”. La inteligencia que agrada a Bioy no es la que brilla, la que sorprende, ni mucho menos la que se impone a fuerza de erudición, sino otra menos espectacular y más equívoca: la que él llama, a propósito de Étiemble, “inteligencia pura”, que se diferencia de las demás porque aparenta ser “un tanto irresponsable y frívola” (“Un tomo de la Enciclopedia de la Pléiade”, pág. 168). Esta inteligencia, que reconocemos con agrado en los ensayos del propio Bioy, no es un atributo del autor que se expresa a través de su obra y que podría expresarse, por lo tanto, a través de otros medios, sino un efecto de la obra misma, es decir, un efecto literario. Una apariencia feliz que debe mucho a los modos en los que el autor se hace presente en lo escrito, modos que remiten, en cada caso, a una decisión –tal vez sería más preciso decir a una “convicción”– ética.

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Apreciamos en los ensayos de Bioy lo mismo que él aprecia en las obras de los maestros ingleses del género (en Steele y Addison, en Samuel Johnson, en De Quincey, en Stevenson, en Wilde): “la sombra del autor mezclándose con el tema” (“Ensayistas ingleses”, pág. 33). La “sombra”, es decir, una presencia indirecta y opaca, discreta, que entrevemos como si estuviese a punto de desaparecer. Leemos los ensayos de Bioy, atendemos a la exposición de los temas, al desarrollo de los argumentos y, ocasionalmente, descubrimos que nuestra atención fue capturada, como al paso, por la presencia de quien los ha escrito. Esa presencia –insistimos– es un efecto literario animado por una convicción ética. En el tono de conversación y en el estilo despreocupado y llano, que nos recuerdan “la engañosa facilidad que es frecuente en las obras perfectas” (“Una novela de Hartley”, pág. 147), Bioy se nos hace presente no para acompañar sus afirmaciones con el peso de su autoridad sino, por el contrario, para aligerar el carácter afirmativo de sus enunciados. La prosa “conversada” y la falta de artificios –producto, como se sabe, de otros artificios, menos evidentes– nos sugieren que lo que se dice en estos ensayos a propósito de una obra no debe ser tomado como un juicio definitivo, mucho menos como el único que se pueda formular, que la convicción en lo enunciado no supone la gravedad en su enunciación. La presencia discreta de Bioy en sus ensayos, de una discreción hecha tanto de reserva como de intensidad, nos persuade del deseo de que sus juicios sean tomados como apreciaciones circunstanciales que valen tanto como las de otro lector (otro lector, eso sí, capaz de escribir ensayos como los suyos: la discreción no se confunde con la falsa modestia) porque no se autorizan más que en lo que ha aprendido sobre literatura, o sobre cualquier otra materia –no importa que tan rigurosa sea–, leyendo. La “sombra” de Bioy que entrevemos mezclándose con los temas de sus ensayos, como el “misterioso agrado” de las

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obras que esos ensayos preservan y transmiten, es, más que la manifestación de una presencia (que siempre resulta brillante y espectacular), la “presentización” 2 de una ausencia. La discreción de los ensayos reunidos en La otra aventura se aplica por igual a la forma en que se imponen los temas tratados y a las intervenciones del autor a propósito de ellos. Esa discreción nos remite al modo en el que Bioy se ausenta de lo escrito (como voz de autor, es decir, como voz autorizada) por la experiencia del goce o del interés del tema sobre el que escribe. En la discreción leemos las huellas, apenas esbozadas, del encuentro del autor con lo misterioso de la obra que lo ocupa, ese encuentro que hace vacilar sus certidumbres y lo pone en estado de invención. Ese encuentro que repetimos, porque algo del misterio que lo preside nos fue transmitido, cuando nos aventuramos en el reconocimiento de esas huellas sin importarnos demasiado si se trata verdaderamente de su reconocimiento o de su invención. Como al autor de estos ensayos, y gracias a su ausencia, nada nos importa tanto entonces como satisfacer nuestro deseo de escribir. Como todo ensayista, Bioy escribe para opinar: sobre las obras que ha leído, sobre la forma en que otros las han leído (casi no hay ensayo de La otra aventura en el que no se pueda avizorar un “conato” de polémica), sobre otros autores y otras obras, y también sobre otros temas (no siempre librescos), que el recuerdo asocia, de las formas más variadas, con los que circunstancialmente lo ocupan. Las opiniones se suceden casi sin interrupción, los párrafos encuentran por lo general su unidad temática y retórica en un juicio de valor, pero la discreción hacia el tema tratado y hacia el lector hacen que Bioy se prive, en la mayoría de los casos, de enunciar la última palabra. Ya sea por el recurso a la conjetura como modo de enunciación, o por el “buen manejo de la ironía”, que es la figura de la ambigüedad de los sentidos,

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es decir, de la suspensión de los valores, el lector se siente invitado, sin sentirse compelido (porque no hay ninguna apelación directa a su persona), a sumarse al juego de las opiniones, a enunciar, no la afirmación última, la que nadie desea (porque sería como desear que no haya más lectores), sino una afirmación más. A una interrogación esencial, esas interrogaciones que surgen de la inesencialidad de la experiencia literaria, Bioy no responde con una afirmación, que la anularía, sino con algunas conjeturas que nos mantienen en un tiempo esencialmente literario, un tiempo de inminencia. Así, cuando se pregunta en “La Celestina” por las razones del agrado que despiertan en él las páginas finales de la tragicomedia, esas páginas imperfectas, escritas con un estilo poco adecuado, Bioy da mayor intensidad al misterio conjeturando dos respuestas de naturaleza diferente: “Quizá algunas frases concretas, perdidas en las morosas enumeraciones, son bruscamente eficaces; o quizá a esta altura de la obra, nuestra participación en el argumento y en la suerte de los personajes ya es tan íntima, que palabras como padre, hija, muerte, amor, congoja, nos estremecen” (pág. 13). Las conjeturas, disímiles en cuanto al contenido pero referidas las dos a los avatares de la lectura, bordean el misterio, lo señalan, parece que van a explicarlo pero finalmente lo resguardan. La ironía, que escinde la perspectiva de valoración desde la que se sitúan las opiniones, contaminando la identidad de cada valor con la presencia simultánea de su contrario, es otra estrategia de descentramiento, de desautorización de lo enunciado, a la que Bioy recurre constantemente en sus ensayos. Puede irrumpir casi imperceptiblemente, jugando con el doble sentido de una palabra, como en la atribución del epíteto “curioso” a un estudio filológico sobre La Celestina que pasa por ser una de sus interpretaciones autorizadas (¿el libro al que se hace referencia es “curioso” porque des-

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pierta interés o porque se interesa demasiado en lo que no corresponde; porque es interesante o porque es indiscreto?). Podemos encontrarla también en otras formas menos sutiles pero igualmente eficaces, como en el agregado de una referencia aparentemente circunstancial al término de un ensayo, una referencia anecdótica que no añade nada a la información que hasta ese momento se nos había suministrado, pero que sirve para que Bioy, sin decirlo, tome distancia de sus afirmaciones precedentes. Así, por ejemplo, en el párrafo con el que concluye el ensayo sobre el estudio que Edmund Wilson dedicó al descubrimiento de los manuscritos del Mar Muerto, estudio que hasta ese momento había sido apreciado en consonancia con el valor “cultural” e “histórico” del acontecimiento que es su tema. “No sé dónde leí – escribe Bioy en ese párrafo– que el número del New Yorker con el trabajo de Wilson sobre los manuscritos se agotó rápidamente y que en esa ocasión la mayor parte de los compradores eran señores de aspecto eclesiástico” (“Los manuscritos del Mar Muerto”, pág. 96). Tal vez Bioy no recuerde dónde leyó esa información porque acaba de inventarla; tal vez no pudo resistir la tentación de concluir su reseña sembrando dudas sobre el valor del estudio de Wilson (para todos aquellos que, como él, no aparentan ser espíritus piadosos). Con excepción del dedicado a su amistad con Borges, todos los ensayos de Bioy reunidos en La otra aventura son comentarios de libros que sirvieron en su momento como prólogos o como reseñas. El principio compositivo que rige la escritura de estos comentarios es simple: Bioy expone el contenido del libro (da un resumen de la trama, si se trata de una narración, o de las tesis propuestas, si se trata de un ensayo) y formula una evaluación de acuerdo con el agrado, o desagrado, que experimentó en su lectura. Como las tramas “perfectas” de sus novelas y sus relatos, la exposición simple y lineal, sostenida en la elegancia de una prosa con-

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jetural cuyo tono “de conversación” se tensiona levemente gracias a los distanciamientos irónicos, sirve en los ensayos para mantener despierto el interés del lector. Como en las novelas y los relatos, la atención hacia su interés es sólo uno de los aspectos de la cortesía para con el lector. Cuando ese interés está asegurado, Bioy se permite ciertos desvíos del curso de la exposición, ciertas libertades retóricas que significan para el lector, sin que el autor se lo proponga, del modo más feliz en que pueden suceder las cosas: indirectamente, el reconocimiento de uno de sus derechos fundamentales –porque su ejercicio aumenta la capacidad de goce–: el derecho a la distracción. En los ensayos de Bioy, las digresiones que interrumpen el desarrollo del comentario, esos desvíos en los que se cifra su verdadero arte de ensayista, toman por lo general dos formas: la reflexión circunstancial sobre los más variados aspectos de la literatura y de la vida, que comunica, de un modo imprevisto, la literatura con la vida, y la construcción de series de referencias que ligan autores, obras, motivos o personajes literarios. A propósito de los personajes de “Una novela de Hartley”, A Perfect Woman, Bioy recuerda la opinión de un crítico al que le pareció irreal el único personaje infantil de la novela, Janice, para declarar que no está de acuerdo con esa opinión porque para él “Los niños suelen ser inverosímiles y un poco irreales” en la propia realidad, “tal como Janice, de Hartley” (pág. 146). La misma remisión de la literatura a la vida, para formular un juicio favorable sobre un aspecto de la primera, se produce cuando Bioy conjetura que David Garnett encontró en sus deseos predilectos –que él llama “sueños de la vigilia”– los materiales con los que compuso la trama de Aspects of Love. Por eso, para quien comparte las ensoñaciones de Garnett, como es el caso de Bioy, resulta encantador encontrar entre los personajes de su libro “amigas hermosas, ale-

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gres y despreocupadas, que toleran con filosofía a sus rivales (mujeres, en fin, como sólo se encuentran en la imaginación de los hombres)” (pág. 141). El recuerdo, a propósito de las virtudes literarias de un autor, del de otros autores que ha leído con igual agrado; el recuerdo, a propósito del impacto que le produce la composición psicológica de un personaje, de otros acontecimientos de lectura similares producidos por la presencia singular de otros personajes; el recuerdo de las diferentes formas en que fue tratado un mismo tema en la obra de varios autores; cada una de esas series de referencias, en las que los términos se ligan entre sí por el ejercicio de una memoria desinteresada en exhibir su erudición pero obcecada en reanimar experiencias felices, son otra forma de la digresión en los ensayos de La otra aventura, otra forma por la que –como dice Bioy en Guirnalda con amores– “entra en lo escrito la vida”. Las series que la memoria construye obedecen a una sola ley compositiva: el gusto (o disgusto) de Bioy. Por eso los términos se ligan por “similitud” y no por “semejanza”, es decir, se ligan en acto (por el acto del recuerdo) y no de acuerdo con un patrón general establecido 3 . Las referencias encadenadas no sirven en ningún caso para autorizar una opinión, para dar fundamento a un juicio. Sirven, nada más, para que el lector acompañe, si lo desea, el recorrido gozoso del autor por su biblioteca personal. Las reflexiones circunstanciales y las series de referencias que suspenden momentáneamente en los ensayos de Bioy el desarrollo de las exposiciones, son como “las escenas vívidas, que pedía Stevenson” (pág. 38) en los relatos para provocar en el lector la ilusión de realidad. Como “la inclusión de algún episodio que empieza y no concluye, de algún personaje efímero” (pág. 142), esos detalles circunstanciales que agradan al lector de una novela, las digresiones significan en los ensayos los momentos de mayor felicidad tanto para

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quien escribe como para quien lee. Bioy se deja llevar por el recuerdo de otros encuentros con la literatura o por el deseo de anotar, en los márgenes del libro que comenta, una reflexión ocasional. En esos momentos de abandono, en los que todos los deseos parecen buscar su satisfacción en el deseo de escribir, los lectores de La otra aventura recibimos, agradecidos, la mayor felicidad que puede darnos la literatura: el espectáculo sutil, discreto, de su encuentro con la vida.

El arte de lo indirecto

1993

Notas 1

Adolfo Bioy Casares: La otra aventura, Buenos Aires, Ed. Emecé, 1983. Los números de página entre paréntesis remiten en todos los casos a esta edición. Para un comentario de las estrategias argumentativas en “La Celestina”, que ha servido como punto de partida para la escritura de estas notas, cfr. “El arte de lo indirecto”, en infra., págs. 95-101. 2 El concepto de “presentización”, que supone la experiencia de lo misterioso de una realidad y no su representación por medios convencionales, pertenece a Walter Benjamin (cfr. sus “Tres iluminaciones sobre Julien Green”, en Imaginación y sociedad. Iluminaciones I, Madrid, Ed. Taurus, 1980). 3 “La semejanza –escribe Michel Foucault en Esto no es una pipa– tiene un ‘patrón’: elemento original que ordena y jerarquiza a partir de sí todas las copias cada vez más débiles que se pueden hacer de él. Parecerse, asemejarse, supone una referencia primera que prescribe y clasifica. Lo similar se desarrolla en series que no poseen ni comienzo ni fin, que uno puede recorrer en un sentido o en otro, que no obedecen a ninguna jerarquía, sino que se propagan de pequeñas diferencias en pequeñas diferencias. La semejanza sirve a la representación, que reina sobre ella; la similitud sirve a la repetición que corre a través de ella” (Barcelona, Ed. Anagrama, 1981; pág. 64).

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Hace algún tiempo, mientras cursaba el segundo año de la Licenciatura en Letras, leí por primera vez el ensayo de Bioy Casares sobre La Celestina. Me encontraba ocupado entonces, muy a mi pesar, en el cumplimiento de una de esas tareas que sirven a la Academia para evaluar la disposición al trabajo de los estudiantes: debía “elaborar” una bibliografía en la que constasen, ordenados alfabéticamente de acuerdo con el nombre de sus autores, los principales estudios sobre la tragicomedia. Hallado por azar –servía de prólogo a una de las ediciones consultadas–, leído sin demasiada atención –al fin de cuentas era obra de un escritor, no de un crítico–, el ensayo de Bioy no pasó a formar parte de aquel catálogo: su evidente inutilidad me eximía de incluirlo junto con las monografías eruditas y los artículos especializados. La bibliografía presentada mereció la aprobación: su exhaustividad y su pertinencia parecían inobjetables. La ausencia de Bioy, claro, no fue notada. Volví a leer el prólogo hace pocos días. Lo encontré esta vez, ya no por azar, al comienzo de La otra aventura, el libro que reúne los ensayos de Bioy 1 . Después de esa segunda

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aproximación–más atenta que la primera, menos interesada– pude comprobar que no había errado en dejarlo fuera de la bibliografía crítica: “La Celestina”, en verdad, es inútil: no sirve a la verificación de ningún método, a la repetición de ninguna teoría; su lugar –lo supe nuevamente– no es el de la crítica literaria, que viene del conocimiento y va hacia él discurriendo entre certezas. Libre de las arrogancias teóricas y de la exhibición –tan poco elegante– de tecnicismos, Bioy sitúa su comentario en un lugar incierto, que no disimula “la incalculable trama de las circunstancias” a la que está sujeto: el lugar de una lectura que se permite a veces, más allá del conocimiento, ser apresurada y conmovida; el modesto, esencial lugar del ensayo literario. “La crítica se ofrece a cada momento al ensayista como una especie de trampa que debe eludir” (Raúl Beceyro: “El proyecto de Benjamin”). Bioy lo sabe y por eso hace explícita, ya en el comienzo, la diferencia en las perspectivas. El “metódico análisis del argumento, del estilo y los personajes”, la docta estrategia de la filología (este es el interlocutor con el que se dialoga en “La Celestina”), no sirven para satisfacer los deseos del ensayista. Ni el examen minucioso, ni la pesquisa erudita atienden a aquello que el ensayo busca prolongar: la “vida misma” de la obra literaria. El “misterioso agrado” que La Celestina sigue suscitando en los lectores, la emoción, por ejemplo, que Melibea y Pleberio provocan en Bioy hacia el final de la tragicomedia, no parecen existir a los ojos de la “impasible teoría”. El ensayo, por el contrario, se funda en la interrogación por las razones de esos afectos. ¿Por qué, se pregunta Bioy en “La Celestina”, las páginas finales de la tragicomedia ejercen sobre mí una particular atracción?, ¿por qué, si el estilo de esas escenas no es el más adecuado, ellas logran conmoverme? Que el ensayo no dé a estas preguntas una respuesta definitiva, que en lugar de afirmar una réplica aventure conjeturas (“Quizá

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algunas frases concretas, perdidas en las morosas enumeraciones, son bruscamente eficaces; o quizá, a esta altura de la obra, nuestra participación en el argumento y en la suerte de los personajes ya es tan íntima, que palabras como padre, hija, muerte, amor, congoja, nos estremecen”.), es, quizá, su mayor virtud. Lo misterioso del agrado que esas escenas suscitan no desaparece: las conjeturas lo rodean, amenazan explicarlo y, a la vez, lo resguardan. A la oposición frontal que se plantea en las primeras páginas, prefiero la estrategia sutil, indirecta, por la que la filología es desbordada en el resto del ensayo. Invito al lector a que me acompañe en su recorrido. Dos –entre otras a las que presta atención– son las cuestiones sobre las que Bioy se detiene: la de la originalidad de la tragicomedia y la de su autoría. Nos introducimos en la primera por una referencia a los antecedentes que, de la trama, los personajes y el estilo de La Celestina, señala Menéndez y Pelayo. De Menandro al Arcipreste de Talavera, pasando por una comedia latina del siglo XII y el Libro de Buen Amor, las fuentes consignadas son más que numerosas. Sigue luego una remisión al “curioso libro” 2 de F. Castro Guisasola, Observaciones sobre las fuentes de La Celestina, que añade, sobre la cuestión tratada, nueva y más notable información: en la tragicomedia no sólo se toman prestados de la antigüedad fábulas y caracteres, sino que también, en casi todos sus párrafos, se citan sentencias y moralidades de filósofos griegos y latinos. En verdad, precisa Bioy, “la imitación no se limita a sentencias; comprende simples frases y fragmentos de diálogo sin importancia”. Para dar crédito a sus palabras cita dos pasajes de otras tantas comedias de Terencio. Con cierto laconismo, al final del párrafo añade: “Los ejemplos podrían multiplicarse”. Hasta aquí, centrando el comentario en uno de sus tópicos, Bioy se ha limitado a reproducir y a prolongar los argu-

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mentos y los procedimientos de la crítica filológica. Ha citado las autoridades (Menéndez y Pelayo en primer lugar), ha dado muestras de su erudición, de su conocimiento de las fuentes. Viene entonces, en el discurrir del ensayo, un momento como de pasaje. Tal vez debamos aceptar que la única originalidad de La Celestina consiste en su doble carácter de drama o novela y de centón, pero no olvidemos entonces – agrega Bioy– que “los libros hechos de citas no son infrecuentes en los siglos XVy XVI y en los comienzos del siglo XVII”, Un “caso memorable”, el Discoveries de Ben Jonson, del que las investigaciones han probado que no posee casi ninguna frase original, vale como ejemplo. Bioy recuerda, a propósito de esta obra, que Swinburne la consideraba superior a los dramas de su autor y expone luego sus dudas acerca de la legitimidad de tal elogio. Pero entonces, precipitando una supuesta conclusión, conjetura: “tal vez nuestra duda resulte injusta: componer obras interesantes y hermosas, con frases destinadas a otros párrafos, a otras situaciones, a otros temas, ha de ser, por lo menos, tan difícil como componerlas con frases inventadas por uno mismo”. Cuando creíamos que la cuestión de la originalidad ya estaba clausurada, la primera frase del párrafo siguiente, de pronto, en otro lugar, vuelve a abrirla: “Fuera de la historia literaria, esta supuesta originalidad de La Celestina no es muy importante”. Fuera de la historia literaria, es decir, fuera del dominio de la crítica filológica. La dirección en la que la argumentación venía avanzando sufre un desvío. El ensayo se abre a la afirmación de otro valor, de otra perspectiva: la cuestión de la originalidad, tal como hasta aquí se ha planteado, importa a la crítica y a la historia literaria, no a la literatura. Quizá la tragicomedia sea original; quizá –como acuerdan los filólogos– no haya originalidad en ella. En cualquier caso, si se la plantea en términos de “fuentes” y “antecedentes”, esa cuestión es, para la literatura, irrele-

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vante. Para ella es de otra originalidad de lo que se trata. Sin énfasis, con la elegancia de quien conoce íntimamente la materia tratada, Bioy afirma: “Lo cierto es que existe una originalidad que no depende de astucias retóricas; una originalidad que resulta de la maduración de la obra en la mente del artista; una originalidad que está en las obras de arte, como la luz en la impar arquitectura de cada aurora y de cada crepúsculo. Ningún crítico negará esta originalidad a La Celestina”. Esta originalidad, de la que no puede dar testimonio la búsqueda filológica y que es la esencia misma de la obra literaria, parece ser tan evidente como innombrable. La comparación a la que Bioy recurre, imagen hecha de imágenes, sólo la sugiere, sólo la roza. No me parece excesivo afirmar que, en esta confusión de imposibilidad y certeza, de saber y no poder decir, “La Celestina” ofrece al lector la mayor de sus enseñanzas: el ser de la literatura, su originalidad, su origen, es siempre –para siempre– un enigma por resolver, un misterio que la ansiedad de las palabras directas sólo puede perder (¿Hace falta recordar, una vez más, el mito de Orfeo?). Al admirable desvío que Bioy impuso aquí a la marcha de su ensayo, me cabe hacerle una sola objeción: habría preferido que, en la frase final, en lugar de apelar a la sinceridad del crítico, hubiese apelado a una instancia más frágil pero más decisiva: la sensibilidad del lector. Tal vez –pienso ahora– la objeción es injusta y Bioy, gentilmente, supuso que al crítico esa sensibilidad no podía serle extraña. En el comentario de la segunda cuestión, la de la autoría de la tragicomedia, Bioy ensaya un recorrido semejante al que siguió en el comentario de la primera. Para comenzar, enuncia, a modo de exposición, las preguntas que la crítica filológica se formula: ¿Quién escribió La Celestina?, ¿cuándo y dónde se la publicó por primera vez?, ¿el autor del primer acto es también el de los restantes? Sin tomar distancia

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del interés que anima esos interrogantes, repasa las opiniones de las autoridades en el tema (Menéndez y Pelayo, DíezCanedo, Cejador) para terminar conjeturando, “a la luz de los documentos” más recientes, una respuesta: “Es probable que el primer acto, los quince restantes de las ediciones más antiguas y tal vez los cinco añadidos en la de 1502, sean de un mismo autor; asimismo no parece improbable que el autor sea Rojas”. Después de un tratamiento poco minucioso, de seguro el que merece, la cuestión de la autoría parece haber quedado clausurada. Sigue a continuación una breve noticia biográfica de Fernando de Rojas. En forma casi imperceptible, la dirección del ensayo comienza a cambiar de rumbo. Bioy informa el año y el lugar en el que nació Rojas, el nombre de la ciudad en la que transcurrieron sus días, el nombre de su mujer, el credo de sus padres, y luego añade: “Además conjeturamos que en 1490 ó 1492 escribió la Tragicomedia de Calisto y Melibea”. Sin decirlo, enhebrando en una misma enumeración vida civil y obra literaria, Bioy muestra lo irrisorio de la cuestión planteada. Si en lugar de haber nacido en Montalván el autor de La Celestina hubiese nacido en otra “puebla”, si en lugar de ser judíos sus padres hubiesen sido cristianos, si nunca se hubiese casado, si su nombre no fuese Fernando de Rojas, ¿tendría eso alguna importancia, modificaría el agrado que sentimos en la lectura y que es la “vida misma” de la tragicomedia? Lejos de las preocupaciones filológicas, después de haberlas atravesado, el ensayo concluye: “Con alguna melancolía pensamos que del hombre que ha imaginado y escrito la Tragicomedia sólo queda el nombre (menos aún: quizá un nombre equivocado). Sin embargo, queda también su libro, y, en definitiva, el libro es siempre la posteridad del escritor. Perderse y perdurar en la obra, declarar, con su propio destino, todo lo que hay de triste, de bello, de terriblemente justo, en la creación, no me parece una estrecha inmortalidad...” Segura-

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mente el lector habrá releído más de una vez el párrafo que acabo de citar. Seguramente lo juzgará, como yo, magnífico. Bioy ha sabido dar un golpe de gracia a la argumentación. Un golpe nada violento, claro, nada estridente, que nos lleva, desde la aridez de las “curiosidades” filológicas, a la difícil, inquietante reflexión sobre la creación en literatura. ¿Acaso no ha seguido el autor de La Celestina el mismo destino que sigue cualquier autor de una obra literaria? ¿Acaso el creador no queda siempre fuera de lo creado? ¿El que escribe, en literatura, no es siempre anónimo? Citar aquí a Blanchot sería demasiado. Detengámonos mejor, una vez más, en la admirable prosa de Bioy: “...todo lo que hay de triste, de bello, de terriblemente justo, en la creación...” ¿Quién, si no alguien ligado íntimamente a ese acontecimiento misterioso, podría referirlo con tanta precisión, con tanta belleza? 1988

Notas 1

Buenos Aires, Editorial Emecé, 1988. El gesto irónico pasa casi inadvertido: ¿el libro de Castro Guisasola es “curioso” porque despierta interés o porque se interesa demasiado en lo que no corresponde; porque es interesante o porque es indiscreto? 2

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Imágenes de José Bianco ensayista

Seguramente a José Bianco le habría incomodado que se hable de obra crítica a propósito de los ensayos, las notas y las reseñas que publicó en diarios y revistas culturales durante más de medio siglo. Su confesado desapego por las cosas que escribía y su renuencia a considerarse un escritor de oficio lo habrían llevado a rechazar, por excesivas, tanto su identificación como crítico, como la atribución del carácter de obra a la serie errática de escritos en los que testimonió ocasionalmente sus preferencias de lector. Lo cierto es que, a pesar de la sorpresa y el resquemor que seguramente despertaría en su sensibilidad de hombre de letras el cumplimiento de un destino tan institucional, la perseverancia que puso Bianco en satisfacer las dos pasiones que dominaron su vida literaria, “la fruición de la lectura y la necesidad de transmitir esa fruición a otros lectores” 1 , terminó por incorporar sus ensayos, bajo la apariencia de una obra moderadamente extensa, a la historia de la crítica literaria en nuestro país. En el capítulo que esa historia dedica al ensayo de los escritores, entre el humanismo de Victoria Ocampo y Mallea y la “estética de la inteligencia” de Borges y Bioy 102

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Casares, sus colegas de Sur, la obra de Bianco ocupa un lugar discreto pero definido, al que los investigadores nos aproximamos ansiosos por encontrar otro monumento que justifique nuestra tarea. Los ensayos de Bianco son nuestro objeto de investigación. ¿Pueden ser también algo más? ¿Podríamos descubrir en ellos algo más interesante, más actual que la efectuación de una determinada política cultural, que la exhibición de un estilo y una moral de la crítica condicionados por la historia y las ideologías estéticas? Al margen del encanto que nos despierta su anacronismo, ¿podríamos reencontrarnos en su lectura con alguno de los problemas que interrogan y delimitan nuestros modos de ensayar la crítica? ¿Qué pueden decirnos a nosotros, que hemos leído a Barthes y a Blanchot, que nos hemos familiarizado con las complejidades e incluso con la disolución de las teorías literarias, estos ensayos de un escritor emparentado con las prácticas literarias del siglo XIX, “un maestro de la causerie”, según Molloy 2, “un epítome de la época en que funcionaron los salones literarios”, según Pezzoni? En las notas que siguen tal vez se puedan encontrar algunas respuestas indirectas para estas preguntas. Lo primero, y acaso también lo último, que llama la atención al leer los ensayos de Bianco es la agradable persistencia en su escritura de procedimientos característicos de la crítica decimonónica a la manera de Sainte-Beuve (la forma en que la reflexión literaria se articula con el recuerdo de anécdotas) y del estilo sobrio y elegante de la mejor tradición de los ensayistas ingleses. Los ensayos de Bianco están “bien escritos”, según un “ideal de lengua literaria” que supone que “escribir bien es escribir con claridad, con la menor cantidad posible de preocupaciones de tipo formal, tratar de atraer la atención del lector, de divertirlo” 3 . Si en la

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prosa de otros ensayistas –Borges, por dar un ejemplo– se prefiguran el desconcierto o la conmoción de un lector sacudido por la irrupción de un modo de argumentar inesperado, en los ensayos de Bianco, escritos con una prosa que quiere ser “lo más tersa posible, y a la vez familiar, conversada” 4 , el lector presupuesto es un camarada con el que se comparten preferencias o al que hay que guiar para que no se extravíe por caminos que lo alejarían de la auténtica belleza. En la figura de Bianco –la que se perfila en la escritura de sus ensayos, pero también en el recuerdo de sus laboriosos años como secretario de redacción de Sur y como animador de intensas tertulias en el living de su casa- se condensan, según Pezzoni, “rasgos de esos grandes lectores y escritores del siglo pasado, instalados en su medio como guías, como conductores, como directores de la orquesta que son los textos literarios y los lectores que los ejecutan”. Bianco cultivó, tanto en la escritura de sus ensayos como en los intercambios orales con sus colegas, el arte de la conversación, pero no lo hizo únicamente, como tal vez el anacronismo del imaginario de los salones podría hacérnoslo suponer, bajo los dictados de una moral de las buenas costumbres, sino también de un modo mucho más apasionado, siguiendo los impulsos, a veces arrebatados, a veces arbitrarios, de su entusiasmo. El culto liberal al respeto por las opiniones del otro y el culto humanista a la verdad, la razón y la justicia, esas dos viejas formas de espiritualidad a las que nunca renunció y que lo identifican como hombre de letras en el sentido moral del término 5 , se sometían en última instancia en las conversaciones de Bianco a lo que Pezzoni llama una “ética de la opinión entusiasta”, de las “decisiones firmes”. El ejercicio de esa ética, discreto y elegante en los ensayos, mucho más vehemente en las tertulias privadas según recuerdan los amigos, obraba en su discurso crítico una especie de desprendimiento, un leve pero sensible desapego de la moral huma-

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nista, que hacía posible la afirmación de otros valores menos espirituales, más afines a las rarezas y las ambigüedades que se experimentan en contacto con la literatura. La actualidad de los ensayos de Bianco, la posibilidad de que su escritura se revele al destino de objeto de investigación que le hemos impuesto y despierte el deseo de otra escritura, está librada según creemos a la enunciación de esos gestos de entusiasmo que tensionan y reaniman la representación de un proyecto cultural y un ethos crítico agotados. Uno de los lugares privilegiados que eligen los escritores para construir una imagen de sí a través de la que esperan ser reconocidos es el relato de sus comienzos. En la rememoración de las condiciones y el modo de su ingreso a la literatura entredicen el punto de vista desde el que quieren que se los lea, no tanto que se lean sus escritos como que se los lea a ellos como autores. Bianco cedió a la tentación de diseñar su propia imagen a través del recuerdo de su iniciación literaria en el comienzo de una entrevista que, paradójicamente, interrumpió con un llamado a la modestia y la impersonalidad (“No hablemos más de mí. Uno escribe y luego se olvida.” 6). Empecé a escribir hace tantos años que me he olvidado cuándo... Lo primero que publiqué era una crítica. Yo era joven; estábamos en el campo y fuimos a la ciudad de Azul. Compré un libro en una librería de Azul y se me ocurrió escribir lo que pensaba sobre él. En la casa donde yo estaba había una colección de la revista Nosotros, entonces mandé mi nota a esa revista, a Roberto Giusti y salió publicada. También fue reproducida en una revista francesa porque el libro era de un escritor francés, Jean Jaques Brousson y se llamaba Itinéraire de Paris à Buenos Aires. Mi nota era muy favorable al libro cuando, en general, todas las que habían salido en la Argentina no lo eran. 7

Al recordar, de un modo anecdótico, cómo fue que ingresó a la institución literaria, Bianco prefiere que sea la casuali-

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dad, y no su decisión de convertirse en escritor, la protagonista de la historia. Por azar, buscando algo que lo ayudase a pasar el tiempo, encontró (¡en la librería de un pueblo!) un libro francés que habría de gustarle; porque sí, porque se le ocurrió, escribió lo que pensaba de ese libro desinteresadamente; y cuando decidió hacer públicos sus pensamientos, otra vez intervino el azar para elegir el destino editorial que iba a tener esa primera nota: si los dueños de casa no hubiesen estado suscritos a Nosotros, el joven Bianco tal vez no habría elegido la revista de Giusti para su debut. Suscitada por la curiosidad de la entrevistadora, y, a un nivel menos manifiesto, por la propia demanda de reconocimiento, la rememoración de sus comienzos sirve para que Bianco realice una estrategia de autofiguración en la que se entredice el valor de lo anecdótico y casual como condición para un auténtico ejercicio literario, desinteresado por sus efectos. Estos valores, que niegan los afanes del joven dispuesto a hacerse un lugar, son los de quien acostumbra presentarse, en un medio saturado de mezquindades y narcisismos, bajo la apariencia discreta de un escritor que, cumplida su carrera literaria, dice no reconocerse como un profesional. Bianco se recuerda como quiere que lo recuerden, como uno de esos hombres de letra ejemplares, “para quienes lo esencial es la palabra y la obra, y no el efecto, el resultado material de esa palabra y de esa obra” 8. Podemos impugnar desde una moral de la literatura más actual los valores que informan esta imagen de escritor con la que Bianco quiere que se lo identifique. También podemos hacer algo más interesante: impugnarlos desde lo que se puede leer en aquella primera reseña publicada en Nosotros, obra, afortunadamente, de un joven ambicioso que todavía tenía mucho por ganar y al que las declaraciones de desinterés no podían servirle demasiado. La impresión que deja la relectura de “Sobre el Itinéraire de Paris à Buenos-Ayres” 9 ,

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es que Bianco escribió esta nota sobre el libro de Brousson porque ese libro tuvo “la virtud de sacar de quicio a todo el mundo”, porque escandalizó a todos los críticos argentinos. Más que un libro encontrado por azar, parece ser el libro que estaba buscando para poder tramar a partir de él una irrupción polémica en el campo literario porteño. Tan sorprendente como la voluntad de oponerse al conjunto de “la crítica”, a la que presenta como un bloque homogéneo, cohesionado por sus prejuicios, es la convicción con la que el crítico de sólo veinte años impone, mientras comenta el libro de Brousson, una perspectiva sobre las relaciones entre literatura y moral que sabe paradójica. Las memorias del secretario de Anatole France escandalizaron a los críticos oficiales (el único mencionado explícitamente es –¡nada menos!– el de La Nación) porque en ellas el maestro aparece, impiadosamente, con todas sus duplicidades y sus miserias espirituales. Contra ese consenso fundado en la identificación del arte con los buenos modales, el joven crítico afirma que no hay que reprochar las faltas de respeto del “irreverente secretario”, sino que hay que agradecerlas, porque nos dan una imagen de France vívida, a la vez encantadora y exasperante, una imagen conmovedora, que puede irritar pero también enternecer porque está desprovista del “maquillaje convencional que desfigura la fisonomía de los hombres célebres y pretende convertirlos en seres completamente distintos de los demás”. “Por otra parte –agrega, y este agregado es para nosotros esencial porque muestra, más allá de los debates críticos, dónde autoriza el ensayista sus juicios más potentes– el libro es entretenido, de fácil lectura y está muy bien escrito.” Lejos del culto al desinterés, que acaso ya admiraba en otros escritores pero que todavía no podía profesar, Bianco ingresó en la literatura argentina a fines de la década del veinte tomando la apariencia, que construyó y sostuvo en

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sus intervenciones, de un crítico con convicciones estéticas muy firmes, animado por un espíritu polémico, que sabe que para legitimar su lugar tiene que establecer alianzas y declarar antagonismos. Esta imagen es la que instituye no sólo la retórica de su primera nota, sino la del conjunto de sus colaboraciones en Nosotros durante 1928. 10 Cada intervención del joven Bianco, ya sea que se trate de destruir la novela de un debutante o los relatos de un “veterano”, o de elogiar la prosa ligera de una memorialista que no aspira a ser reconocida como escritora 11 , es una contundente toma de partido en favor de la eficacia estética del estilo sencillo, de la sobriedad y la elegancia en la escritura, contra las imposturas de los estilos pretenciosos, contra “ese énfasis que hace estragos en nuestra literatura, tan inclinada, por desgracia, a las actitudes impropiamente fundamentales” 12 . El joven crítico es un moralista irónico, que prefiere posar de frívolo antes que pasar por serio, y que viene a recordarles a sus colegas y a los lectores que la voluntad de escribir “cosas trascendentales”, ese hábito enraizado en la indigente cultura nacional, conspira contra los auténticos valores literarios, contra la posibilidad de que un texto resulte interesante y encantador. Como ocurre siempre que es un escritor el que ensaya sus juicios críticos, Bianco escribe sobre qué debe ser la literatura desde lo que supone es o llegará a ser su propia literatura. La moral de la forma por la que milita en sus colaboraciones en Nosotros es la misma que justifica su poética del relato ambiguo, tal como comenzará a manifestarse un par de años después con la publicación de “El límite”, su primer cuento. En esas tempranas intervenciones críticas Bianco formula, según Prieto Taboada, “una toma de posición que orientaría el resto de su obra: se coloca a idéntica distancia de la bulliciosa profesión de literariedad de la vanguardia y del “verismo abominable” de la escritura realista” 13 . La in-

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terpretación de Prieto Taboada remite a los dos textos más interesantes del corpus que estamos revisando, la reseña sobre Aquelarre de Eduardo González Lanuza (Nosotros 225226, febrero-marzo 1928) y el ensayo sobre Los caminos de la muerte de Manuel Gálvez (Nosotros 230, julio 1928). El joven crítico, que también es, secretamente, un joven narrador, arremete con idéntico impulso irónico sobre quien sabe por encima suyo y sobre quien reconoce a su lado: ajusta cuentas tanto con uno de sus pares como con uno de los supuestos maestros de la ficción nacional. González Lanuza le interesa menos por sí mismo, que por ser un representante de los “jóvenes de la nueva generación”, esos otros jóvenes que irrumpieron escandalosamente en la literatura argentina proclamando su voluntad de ruptura. El juicio de Bianco a propósito de las pretenciones vanguardistas de estos escritores está fundado seguramente en el recelo que le provocaba su excesiva visibilidad institucional, pero también en una lúcida ética literaria que lo lleva a sospechar de cualquier moral de escuela y a no confundir los efectos de las políticas culturales con los de las poéticas que presuponen efectivamente los textos. “En estos jóvenes novísimos –escribe-, contrariamente a lo que se cree, hay mucha más sujeción y disciplina que anarquismo y espontaneidad”. La nota sobre la novela histórica de Gálvez, la única que, dado el prestigio de ese autor, no se publica en la sección de reseñas bibliográficas, es la más extensa y la más violenta en cuanto a la intensidad del gesto descalificador. El recurso constante a la burla y la ironía aproxima esta intervención polémica a las insidias del arte de injuriar. De tan estereotipado, el estilo de Gálvez parece, según Bianco, menos literario que el de un editorial de La Nación; la falta de sinceridad en sus modos de evocar narrativamente los episodios históricos y sus limitaciones para imaginar un personaje o una escena le resultan, sencillamente, “soporíferas”; su afición al melodra-

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ma y las truculencias le recuerdan la prosa de un “gacetillero policial”. Enfrentado a la engañosa profundidad de una escritura que quiere imponerse como magistral, el aprendiz de crítico no disimula su falta de respeto y argumenta la necesidad de demoler al impostor. De un maestro como Gálvez sólo se pueden esperar ejemplos negativos: “Los jóvenes novelistas argentinos deberán considerar Los caminos de la Muerte como la antítesis de la obra que es de desear que realicen”. (En los márgenes de la demolición a la que somete el verismo de Gálvez, Bianco propone una imagen luminosa del novelista como sonámbulo, como conciencia adormecida por la fascinación del mundo imaginario que creó, que anticipa las ambigüedades de la voz narrativa en Sombras suele vestir y Las ratas y prefigura la teoría de Saer sobre la somnolencia como medio natural de la narración 14 . Este hallazgo de ensayista es un suplemento de la intervención crítica, y es también la razón de que la crítica no se cierre sobre sí misma, satisfecha por el cumplimiento de sus intenciones retóricas.) Bianco se desempeñó en varias ocasiones como antólogo de su propia obra crítica. Siempre dejó fuera de la selección sus colaboraciones en Nosotros. Seguramente, y con razón, consideraba que las pequeñas reseñas, en algunos casos de autores olvidados, no merecían ser recuperadas, pero otras tienen que haber sido las razones que lo decidieron, cada vez, a olvidar su nota sobre Gálvez. El espectáculo, para nosotros tan actractivo, de un joven escritor extremando la potencia de sus recursos críticos para poner las cosas en su lugar y, de paso, definir un lugar como propio, tal vez lo incomodaba porque presentía que su reaparición podía llegar a perturbar el proyecto de autofigurarse como un hombre de letras desinteresado de las coyunturales batallas literarias. Tal vez por eso en ninguna de las antologías que preparó o supervisó se pueden encontrar ensayos de una violencia crí-

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tica semejante a la que exhibe la nota contra Gálvez. Tal vez por eso, si exceptuamos los apuntes ligeramente irónicos que escribió poco antes de morir “En defensa de El amante de Lady Chaterley” 15 para rectificar algunas apreciaciones de David Lagmanovich, no se pueden encontrar siquiera ensayos en los que la polémica funcione como estrategia dominante. Bianco solía repetir la sentencia de Gide según la cual la moral es “una dependencia de la Estética”. Su convicción en que los mejores valores para juzgar las obras literarias son los que provienen de la singularidad de sus búsquedas estéticas, lo llevaba a acordar con Proust en que “la única prueba que tiene un escritor de haber escrito útilmente y según la verdad reside en el goce que su obra le proporciona” 16 , a reivindicar la diversión contra la exigencia de “profundidad”, esa superstición tan habitual entre los intelectuales argentinos 17 , a rechazar cualquier forma de literatura edificante. Este Bianco, tan próximo del Borges impertinente que estima las ideas religiosas o filosóficas por su potencia estética, es el que considera que en un ensayo literario las ideas valen por la verdad que encierran pero, sobre todo, por lo que hay en ellas “de singular y atractivo para la sensibilidad de un poeta, [por] lo que tienen de paradójico” 18 . Pero hay también otro Bianco, que coexiste con el que afirma la inmanencia de las búsquedas estéticas, y es el que considera que filosofía, literatura de imaginación y poesía son sinónimos de “valores espirituales” y que estos valores trascendentales (verdad, justicia, razón, libertad, persona) se caracterizan por su abstracción y su universalidad 19. Este Bianco apegado a la doxa humanista, que no puede o no quiere desprender definitivamente la estética de la moral, es el que sostiene, a propósito de la literatura de Mallea, que la búsqueda de la belleza es siempre búsqueda del orden que se oculta

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tras la apariencia caótica del mundo 20 , el que argumenta la eficacia del estilo bueno según los términos de una metafísica de la expresión bella porque justa, en la que “las palabras cumplen su verdadera función: borrarse ante la idea que intentan enunciar, convertirse en vehículos imperceptibles de un significado” 21 . No nos interesa optar por uno u otro Bianco, en primer lugar, porque no hay elección posible, porque el moralista que añora la unidad de belleza, verdad y bien ya no es una figura intelectual verosímil, pero sobre todo, porque lo que nos interpela es precisamente la coexistencia de lo heterogéneo y lo antagónico, los modos en que se manifiesta en algunos de sus ensayos la tensión entre estética y humanismo. Nos parece que el Bianco más interesante es el que no puede evitar o provoca en su escritura crítica la divergencia entre algunas afirmaciones demasiado orientadas por valores trascendentes y la enunciación de impulsos subjetivos que no valen más que por la fuerza con que se quieren imponer. Nos interesa el Bianco que puede abrir y cerrar un extenso prólogo a sus relatos con declaraciones de modestia en las que se refiere a la insignificancia de los recuerdos sobre su propia obra y que al mismo tiempo es capaz de someter al lector durante páginas y páginas de ese prólogo a la transcripción textual y nada modesta de casi todo lo que se escribió sobre esos relatos 22 . Nos interesa el Bianco que, siguiendo a Proust, distingue con precaución y lucidez el yo que escribe un texto literario del que se manifiesta en la vida social y las costumbres para declarar la superioridad del primero, pero que al mismo tiempo cede a la fascinación de la presencia de los autores y, a propósito del trato personal que tuvo con ellos, los encuentra invariablemente idénticos o semejantes a sus libros (le ocurre con Borges, Martínez Estrada, Octavio Paz, Benda, Girri y Camus).

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La coexistencia de estas dos afirmaciones antagónicas, la del anonimato y la impersonalidad de la obra literaria y la de su continuidad respecto de la vida del autor, nos sitúa en uno de los mejores lugares para leer la tensión entre estética y moral tal como se manifiesta en los ensayos que Bianco escribió sobre distintos autores a la manera de perfiles o retratos espirituales. Como el Sainte-Beuve de los Portraits littéraires, a quien no podemos menos que considerar su maestro en esta forma de la crítica, Bianco construye la imagen moral y estética de un autor a partir de la familiaridad con su obra, de las curiosidades encontradas en su correspondencia o en sus memorias y de las referencias dadas por sus contemporáneos o su posteridad, entre las que se encuentran, claro, las de los estudiosos. Con los materiales que provee la erudición, dominada por el juicio y organizada por el gusto –como quería el autor de los Lundis–, compone imágenes que aspiran simultáneamente a la fijeza y a la mutabilidad, imágenes que pretenden capturar el “natural” de un autor y al mismo tiempo exhibirlo en su irreductible complejidad. “El estudio literario –escribió Sainte-Beuve– conduce siempre al estudio moral” 23 . Bianco seguramente suscribiría esta sentencia, y también aquella otra que dice que todo retrato de un autor es a la vez el autorretrato del crítico, pero la rareza de su propio “natural”, modelado por experiencias tan inquietantes como la continua y apasionada lectura de Proust, lo lleva a desplazar o desdibujar a veces el horizonte de moralidad sobre el que se recorta la figura irrepetible de un autor. Los retratos que Bianco escribió para conmemorar a sus amigos o a otros escritores con los que mantuvo un trato personal suelen ser muy entretenidos, por el recurso constante a las anécdotas, y muy eficaces en cuanto a la definición de una imagen personal del homenajeado a través de la que se lo reconoce como un espíritu atractivo y virtuoso, pero

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nos terminan decepcionando porque advertimos que la proximidad sentimental con el autor sustituye en ellos la intimidad con su obra 24 . El relato de las vivencias personales del crítico, incluso si nos conmueve o nos divierte, nos hace añorar la referencia a lo que realmente nos interesa de él, sus experiencias de lectura. Si lo que buscamos en un retrato literario es la imagen singular de aquello en lo que alguien se convirtió por obra de la literatura, las imágenes que componen estos ensayos nos decepcionan, no importa qué tan extraordinario sea el modelo, porque son demasiado personales, es decir, demasiado convencionales. Tal vez los únicos ensayos en los que Bianco no sacrifica sus inquietudes y sus perplejidades de lector para favorecer el acabado de una imagen que condense los valores estéticos y humanos de un autor con el que tuvo ocasión de conversar sean los que escribió sobre Julien Benda. La familiaridad con el gran hombre, al que frecuentó durante su estancia parisina en la posguerra, e incluso la certidumbre de la identidad entre lo extraordinario de su personalidad y la de su estilo (“Julien Benda hablaba como un libro, como un libro de Julien Benda.”), no le impiden apreciar e incorporar a su retrato las ambigüedades y las contradicciones que proyecta sobre esa figura ejemplar el recuerdo de una obra sometida a los equívocos y las incoherencias de la escritura. En “Visita a Julien Benda” 25 , de 1957, Bianco transcribe, apelando a su memoria y a su imaginación, una entrevista con el autor de La Trahison des Clercs que tuvo lugar en el “inhóspito cuarto de un hotel de segundo orden” atestado de libros y papeles. A la manera de los narradores realistas, deriva de la descripción del ambiente la caracterización del personaje: Benda aparece en las primeras páginas del ensayo como la encarnación perfecta del intelectual desinteresado por todo lo que no sea la creación de su obra. Pero de a poco, gracias a la sensibilidad del retratista para escuchar y

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transcribir las afirmaciones de su modelo pero también los tonos con que las enuncia, se va perfilando una figura desdoblada. Tal como Bianco lo recuerda en su escitura, desde una proximidad conmovida y extrañada, Benda se nos aparece tan irresistible como insoportable. La tensión entre el énfasis excesivo y la elegancia que recorre todas sus argumentaciones, la “serena violencia” con la que busca afirmar sus ideas contra todos, despierta al mismo tiempo rechazo y admiración. En los dos ensayos siguientes, “De nuevo Julien Benda” y “El escritor y sus palabras” 26, de 1956, Bianco profundiza su lectura de las ambigüedades que provoca la coexistencia en la imagen del autor de La France Byzantine dos figuras heterogéneas, la del clerc y la del escritor. Benda es “un campeón demasiado humano del idealismo inhumano” que “predica con harta vida y pasión el renunciamiento a la vida y las pasiones”. Acaso porque su adhesión a las tesis de Benda ya no es tan fuerte, o tal vez porque la simpatía que lo liga a ciertas convicciones de este autor no necesita ejercerse masivamente, Bianco reconoce que algunos de sus razonamientos le interesan menos por su apariencia de verdad que por lo que tienen de curioso u original, porque son “literariamente válidos”. Más que un gesto impertinente, a la manera de los de Borges leyendo la filosofía como literatura fantástica, este interés en la potencia estética de un argumento antes que en la pretensiones de su contenido doctrinario es la condición para que Bianco construya el retrato más atractivo y también más auténtico de Benda, el de alguien que, sin proponérselo, y a veces sin saberlo, llevó la escritura intelectual hasta el límite de sus posibilidades y en ese límite experimentó “que la sensibilidad y la inteligencia, que el pensamiento y el estilo son inseparables, y que las ideas, por abstractas que sean, están sometidas a la forma material que las hizo posible”.

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En su retrato de Victoria Ocampo Bianco precisa un rasgo que se podría reconocer en otros escritores de Sur, incluso en él mismo: “profesaba el culto de los valores espirituales encarnados en escritores y artistas a los que había transferido su parte de credulidad” 27 . Como la autora de los Testimonios, Bianco adhiere a una serie de valores espirituales que remiten a la tradición humanista liberal y que él también suele encontrar encarnados con mayor frecuencia en los dominios estéticos que en los siempre desasosegantes dominios de la realidad política y social (“Quiero que en la vida haya la misma libertad que en la buena literatura, la misma diversidad de opiniones.” 28 ). Pero a diferencia de Victoria, en quien la creencia se confunde a veces con la simple ingenuidad, Bianco ama lo ambiguo, los matices inciertos, y esa atracción por lo desconocido puede llevarlo a suspender sus adhesiones morales más obvias y a descubrir rasgos admirables en figuras de artista poco comprometidas con la representación de valores trascendentes. En la dirección abierta por el párrafo anterior se puede intentar una lectura simultánea de los retratos que Bianco dedicó a Casanova y Fénelon para alivianar la excesiva consistencia moral de las figuras con las que tradicionalmente se los asocia, la del libertino y la del hombre de la Iglesia, y para proponer un modo de lectura más activo que el que responde a la exigencia de identificarlos con la presencia o la ausencia de determinados virtudes 29. En los dos casos Bianco se aproxima a la singularidad del retratado desde una perspectiva inesperada mediante el recurso a un tercer autor que cumple una función mediadora. A Casanova entra por la admiración de Sainte-Beuve; a Fénelon, por la veneración de Voltaire. La evocación de la aplitud moral que les permitía a uno y otro apreciar lo que no se le parecía en nada es el punto de partida para un recorrido que va de la ponderación de los contrastes a la decidida afirmación de lo ambiguo. ¿Qué

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descubre Bianco en las Memorias de Casanova? Algo sorprendente: la ética del libertino, la ética de quien carece de sentido moral. El “licencioso veneciano” era un aventurero sin escrúpulos, un pecador irredimible, pero su despreocupada vitalidad, su astucia y su audacia, esas pasiones felices que se condensan en su “desafuero” y su “inconducta”, permitían “a todas sus facultades brillantes, rápidas, osadas, desenvolverse sin mesura y sin escrúpulo”. En la prosa ligera de Casanova Bianco descubre la afirmación de una ética que nos recuerda lo que Foucault llamará varias décadas después una estética de la existencia, la ética dichosa del que sólo acepta como bueno lo que intensifica su alegría y aumenta su potencia de actuar. No menos actual (nos referimos a nuestra actualidad) es lo que descubre en la obra de Fénelon: el pensar como un movimiento descentrado cuyo rigor depende, no de su coherencia, sino de su capacidad para experimentar y dar forma a la tensión entre la particularidad absoluta de los matices y las estructuras generales de la razón. “¿Las ideas opuestas se presentaban en su espíritu simultáneamente? ¿O sucedía que al desarrollar una idea la sutilizaba en forma tal que ya las últimas prolongaciones parecían confundirse con su antítesis?” Como sea, reconoce Bianco en el comienzo del ensayo, siempre resulta difícil “indagar qué pensaba [Fénelon] en última instancia”. Lo reconoce, no como quien señala la incomodidad de un obstáculo o la presencia exasperante de un límite, sino como quien se recuerda, antes de emprender la marcha, que hay más de un camino posible y que, afortunadamente, todavía no sabe cuán lejos podrá llegar. Como para Sainte-Beuve, el crítico es para Bianco “un hombre que sabe leer, y que enseña a leer a los demás” 30 . Ese saber y las formas de transmitirlo requieren estudio, destrezas retóricas, y el ejercicio de dos facultades superiores, la inteligencia y el gusto. Pero todas estas competencias ad-

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mirables no tienen más que un alcance limitado, si el crítico no cumple con una condición ética, la disponibilidad para desprenderse de los estereotipos morales que, mientras no lee, mientras vive las satisfacciones o los desencantos de cualquier existencia personal, le garantizan la conformidad consigo mismo. El crítico es el que aprendió en sus lecturas, y aprendió después a enseñarlo mientras escribe, que para aproximarse a una obra literaria hay que desear también su reticencia, que el buen lector no es el que impone su voluntad de comprensión, sino el que se atreve a suspenderla para dejarse conducir por señales ambiguas. Como el lector de Casanova que él mismo fue y que quiere que aprendamos a ser, el crítico es para Bianco alguien que “corresponde desprevenido al llamado [de un autor], y cuando pretende echarse atrás ya es demasiado tarde”, ya no puede ni quiere dejar de experimentar la inquietud y el goce, “los sentimientos complejos, indefinibles” que acompañan su conversación con lo desconocido. ...la lectura, ese goce a la vez a pasionado y sereno... Marcel Proust, Días de lectura

Bianco fue un hombre de Sur quizá menos por sus aciertos estéticos, siempre singulares, que por algunas limitaciones que compartió con otros escritores identificados con el proyecto cultural de la revista. No nos referimos a las obvias limitaciones ideológicas de lo que aquí, simplificando, hemos llamado doxa humanista, sino a otras que tienen que ver con la especificidad de la práctica literaria. “A Sur –escribe Jorge Panesi- le faltó reflexión crítica específica sobre la dificultosa y mudable especificidad de lo literario, que confundió con el arte del buen decir y del decoro estilístico”. 31 Basta con recordar las afirmaciones de Bianco sobre la “cla-

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ridad” como atributo de la literatura “bien escrita”, para reconocer en su discurso esa confusión que Panesi señala como propia de Sur. 32 Claro que por ser un narrador, un traductor y un crítico de talento, Bianco disponía de un saber técnico y una perspectiva específica sobre los problemas literarios que desbordaban ampliamente los límites fijados por los estereotipos de la claridad y el decoro, pero a ese saber y esa perspectiva les faltó un discurso que los articulase conceptualmente y sólo pudieron manifestarse indirecta o fragmentariamente. Los más interesantes fragmentos teóricos diseminados en los ensayos de Bianco son los que se refieren a la realidad de la ficción, al poder que tiene la ficción de hacer sensible los aspectos desconocidos de la realidad, lo que ésta desconoce de sí misma, a partir del olvido de sus imágenes convencionales. El escritor –dice– “olvida la realidad para darnos su esencia” 33, nos aproxima al misterio de su inesencialidad porque, sin representarla, la evoca como una dimensión inquietante en la que lo próximo y lo distante, lo familiar y lo extraño, convergen. El arte del escritor consiste en “prestar al hecho real lo que acaso le faltaba: su acento justo, sus virtudes sugestivas” 34 , en imponer la ficción como más cierta, como más real que realidad. Este es, según Bianco, el sentido en el que hay que interpretar la célebre paradoja de Wilde “la vida imita al arte”: la ficción es más real que la realidad porque experimenta los equívocos y las incertidumbres que la realidad tuvo que rechazar para volverse inmediatamente reconocible, porque “nos interna en ese segundo plano que los años, la costumbre y los prejuicios parecían haber ocultado definitivamente a nuestros ojos”. 35 Bianco teoriza en sus ensayos de un modo fragmentario, por medio de digresiones que descubren en la singularidad de un autor o una obra la presencia de leyes literarias generales, o bien de un modo menos perceptible, actuando un

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saber sin enunciarlo, suspendiendo, por fidelidad a lo irrepetible de un encuentro, la voluntad de generalización sin la cual parece no podría ejercitarse la crítica. Este modo incierto de teorización no se sostiene en la inteligencia del ensayista, esa fuerza admirable que anima en su escritura el salto a lo general, sino en la potencia de un estilo de transmisión que responde a la presión de afectos intransferibles. Se trata de teorías en acto (acaso las únicas teorías en las que la literatura no está por completo ausente) cuya existencia conjetural depende exclusivamente de la convicción con la que alguien las recibe. En este sentido, si decimos que “Marcel Proust a los sesenta años de su muerte” 36 es, además de un ensayo extraordinario que las antologías del género en nuestro país deberían incluir, una teoría en acto de la lectura y de la escritura ensayística, este enunciado no reconoce ni reclama otro fundamento más que la fuerza con la que ese ensayo conmovió nuestra sensibilidad crítica. Descubrir la eficacia teórica de este ensayo tan poco pretensioso, casi didáctico, es tal vez el único modo en que sabemos agradecerle el deseo de imaginar y escribir que nos transmitió. Proust era para Bianco el novelista más importante del siglo XX, y también algo más íntimo y difícil de precisar: un punto de vista desde el que solía aparecer situado al pensar o escribir sobre casi cualquier cosa. El autor de la Recherche es, además de una referencia constante, el tema de varios de sus ensayos y no por casualidad algunos de esos ensayos se encuentran entre los mejores que escribió. Pensamos en “Proust y su madre” y, claro, en “El ángel de las tinieblas”, dedicado a la imposible amistad entre Proust y Léautaud, con el que ganó en 1973 el premio literario La Nación destinado a ensayos inéditos. “Marcel Proust a los sesenta años de su muerte” es el último de la serie y el más autobiográfico. Bianco lo escribió a los setenta y cuatro años, cuatro años antes de morir, para conmemorar la grandeza de un autor

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amado y, sobre todo, las circunstancias en las que surgió ese amor. Como si hubiese sabido que era la última ocasión en la que daba testimonio del vínculo dichoso que lo unió a Proust por más de medio siglo, se despide de su obra de una manera proustiana, tomándose a sí mismo como objeto de reflexión, transformándose él mismo (pero hay que ver de qué sí mismo hablamos) en un espectáculo. Bianco recuerda, al comenzar el ensayo, el “asombro un poco mágico” que le produjo Proust cuando lo leyó por primera vez en 1924, un asombro que ya nadie podrá experimentar porque para cualquier lector, desde hace décadas, incluso antes de que se enfrente a una de sus páginas, Proust es uno de los pilares de la narrativa contemporánea, una voz familiar de la que ya escuchó, sin saber, ecos en la voz de otros narradores. El propósito no declarado del ensayo es recuperar algo de ese asombro, no sólo recordarlo a través de anécdotas, si no, de algún modo, revivirlo. Como en las buenas autobiografías, las que fueron ganadas por la literatura, Bianco trata no sólo de representar lo que le ocurrió en el pasado cuando se le reveló la obra de Proust, sino de hacer que ese encuentro mágico resuene en el presente y lo transfigure, que pase a través de él como la promesa de un descubrimiento inminente, a punto de ocurrir. (Sólo en este sentido puede decirse que un ensayo es una autobiografía de lecturas, cuando su escritura toma la forma del recuerdo y es la ocasión de que el ensayista vuelva a ser un niño que aprende a leer y no sólo un adulto memorioso que exhibe cómo sabe hacerlo). Después de la alusión al asombro que provocaba la lectura de la Recherche cincuenta años atrás, el ensayo se convierte en el relato de cómo y en qué circunstancias el joven Bianco, todavía un adolescente (“Acababa de cumplir diecisiete años.”), sufrió por primera vez el encantamiento de la escritura proustiana. La historia, que es una historia de amor,

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comienza, como muchas, con una decepción. Bianco recuerda haber comprado los tomos de A l’ombre des jeunes filles en fleurs para cumplir con la obligación de leer a un autor cuya gloria no dejaba de crecer. Bastó que hojease el primer tomo para reconocer que “no comprendía nada”: el estilo y los procedimientos le resultaron demasiado extraños y desconcertantes. Antes de pasar las primeras cincuenta páginas, abandonó la lectura. El flechazo ocurrió unos meses después, gracias a la intervención de un amigo (tal vez la figura del go-between, del intermediario, sea tan importante en los ensayos de Bianco como en sus narraciones). 37 Este amigo, un joven con curiosidades literarias que luego se convertiría en sacedorte, le sugirió comenzar la lectura de la Recherche por Un amour de Swan, cuya estructura no difiere demasiado de la de las novelas corrientes. Bianco siguió el consejo, y entonces sí, de la mano de la historia de Swan y Odette, esa historia vulgar de amor y de celos entre dos personajes banales, un mundano y una cocotte, sucedió el “verdadero encuentro con Proust”. “¿Cómo era posible que un libro poblado de seres tan poco atractivos, un libro en que no sucedía nada, o casi nada, pudiera ser de un interés tan vertiginoso? Me lo preguntaba sin preguntármelo, inconscientemente. Lo único que hacía era leer.” La enunciación de esta pregunta, pregunta de ensayista que se interroga, no por el valor de un texto en general, sino por las razones irrepetibles de la conmoción que le provoca su lectura, señala la proximidad del crítico, que es un literato profesional, con el lector “común” o “ingenuo” que alguna vez fue, y, al mismo tiempo, anticipa la posibilidad de su distanciamiento. La pregunta preserva el punto de vista singular del lector, pero su sola enunciación podría dar lugar al olvido de esa singularidad, si la respuesta desplaza la atención desde el misterio inconciente de una lectura apasionada, que no sabe ni necesita saber por qué ocurre, hacia

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los dominios de alguna moral de la literatura en donde ese capricho encontraría una justificación. Ese desplazamiento es, por lo general, inevitable, pero hay modos (los modos del ensayo, diferentes por naturaleza de los protocolos de la crítica) de desplazarse y al mismo tiempo mantenerse más acá de cualquier efectuación moral. Mientras que el lector lo único que hace y quiere es leer, el ensayista quiere saber por qué al leer ocurren ciertas cosas. A veces, por querer saber y escribir sus hallazgos, transforma esas cosas inciertas, esos afectos innombrables, en valores y se olvida de sí mismo como lector para representarse como crítico. Otras veces la fuerza de la pasión que lo liga a una obra resiste el olvido, se apodera de su voluntad de conocimiento y escritura, y lo hace entredecir, más acá de cualquier protocolo o estrategia, la rareza y la ambigüedad de su sensibilidad y de lo que la conmueve. La diferencia del arte narrativo proustiano respecto del de otros novelistas es la razón que encuentra Bianco para explicarse el interés vertiginoso que despertó en él Un amour de Swan. Ese modo de novelar tan poco novelesco, que prescinde de aventuras y peripecias, que suspende constantemente el desarrollo de la intriga y presenta un mundo, como el mundo, sin origen ni fin, es el modo que tuvo que inventar Proust para narrar, según su lógica, sin imponerle una perspectiva extraña, el desenvolvimiento necesariamente anómalo y equívoco de una historia de amor. En pocas líneas Bianco resume las alternativas principales de esa historia dejándose guiar por el recuerdo de la impresión que le causaron en aquella primera lectura, “impresión –dice- que redundaba en beneficio de uno mismo, porque llegábamos a olvidar la existencia del novelista. Éste, al prestarnos su mirada, conseguía desaparecer, y uno creía estar descubriendo las cosas por cuenta propia, lograba sentirse infinitamente lúcido...” La fuerza del encantamiento dominaba a tal punto

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la lectura, que al olvido de la existencia del autor seguía la del propio acto de la leer (“Por momentos, olvidaba que estaba leyendo”). Y cuando al encontrar una metáfora sorprendente, que formulaba equivalencias inauditas, recuperaba la conciencia de que ese mundo desplegado ante sus ojos era obra de un gran novelista, la reaparición del autor, lejos de debilitar el encantamiento, lo potenciaba hasta el punto de provocar, por un exceso de interés, la suspensión de la lectura. Como esos goces que, de tan intensos, sólo pueden sostenerse si, de tanto en tanto, se los interrumpe para después recomenzar, la gratitud hacia el autor reencontrado era tanta, “que cerrábamos el libro y por unos minutos dejábamos de leer”. Además de una teoría en acto de la escritura ensayística, que dice que el ensayista únicamente escribe sobre lo que lo conmovió para intentar recuperar la fuerza de esa conmoción, para que eso lo siga conmoviendo, “Marcel Proust a los sesenta años de su muerte” es también una teoría en acto de la lectura, que dice que el olvido es la condición de los placeres del texto y la suspensión, la prueba de sus goces. Bianco eligió homenajear por última vez a Proust presentándolo como nadie más podía hacerlo, de un modo ni superior ni inferior a otros, simplemente, irrepetible: “en el mismo orden –dice– en que se me apareció cuando lo leí por primera vez”. Ese orden es, en principio, el orden cronológico que reproducen las secuencias de un relato autobiográfico, pero en un nivel menos perceptible es también un orden de otra naturaleza, el orden de los afectos que intervinieron en la lectura y el de los que intervienen en su rememoración. Al recordar cómo se le reveló el genio de Proust, Bianco escribe más de lo que cuenta, entredice otros afectos y otras historias que rodearon su encuentro con la Recherche y al hacerlo evoca, sin representar, imágenes de sí mismo lo sufi-

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cientemente ambiguas como para desprenderse a la vez de los protocolos críticos y de los modos de su ensayo. La primera imagen se recorta en el interior de un paréntesis. El encanto novelesco de las vidas tediosas de Swan y Odette hacía pensar al joven Bianco que tal vez su propia y tediosa vida fuese tan rica y novelesca como la de los personajes de Proust. La frase que recuerda esta reflexión entusiasmada se interrumpe durante varias líneas por otra reflexión entre paréntesis: “(¿Qué muchacho, a los diesiciete años –pregunta el hombre de más de setenta-, en aquella época, no ha encontrado la vida tediosa? ¿Qué muchacho, a esa edad, sobre todo si tiene aficiones intelectuales, no ha deseado que los años transcurran para empezar a vivir, como si no estuviera viviendo ya, y viviendo intensamente? Cuando los años pasan, nos damos cuenta de ello. Lo que se llama ‘la edad ingrata’, lejos de serlo, es una de las edades más fecundas. Creo que esto lo dice el mismo Proust, pero en caso de que no lo diga, me permito sostenerlo yo)”. Bianco se desvía del relato de su encuentro con Proust a través de esta digresión propia de un moralista, pero el trazado de ese desvío no hace más que reunirlo otra vez con el autor de la Recherche, y esta vez de un modo singular, que todavía no había experimentado. Qué importa quién es el autor de esa reflexión sobre las virtudes de la adolescencia. En el orden de los afectos que moviliza la escritura de este ensayo, Bianco y Proust pueden, por un momento, confundirse y las palabras de uno ser las del otro. ¿Efecto de identificación? Más bien parece algo menos frecuente: un efecto de fusión, en el que las dos subjetividades, antes que reconocerse una en otra, se pierden en favor de una enunciación impersonal. La segunda imagen se desenvuelve a partir de un detalle, una anotación casual y mínima, o, para ser más precisos, a partir de una “X” que señala la falta de esa anotación. “No deja de tener gracia –escribe Bianco a propósito del amigo

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que facilitó su entrada al mundo de la Recherche– que un sacerdote me haya inducido a leer una obra cuyo espíritu es tan agnóstico en materia religiosa. Pero yo seguí su consejo, y Fray Mario Agustín X –omito el apellido– y Un amour de Swann están unidos a mi segundo y verdadero encuentro con Proust.” La omisión del apellido del intermediario contamina momentáneamente de ambigüedad el curso del ensayo. ¿Por qué se resiste Bianco a darnos esa información? ¿De qué preserva al amigo de entonces, si de eso se trata, al mantener cierta incógnita sobre su identidad? Haber iniciado a un adolescente en la lectura de Proust no es una falta tan grave, ni siquiera para un religioso. Por lo demás, el gesto es paradójico: la omisión del apellido y el reconocimiento de esa omisión llaman la atención del lector sobre la identidad del futuro fraile como no lo hubiese hecho la presencia del nombre completo. A menos que el gesto no esté dirigido al lector, o que él no sea su único ni principal destinatario, y de lo que se trate, precisamente, sea de darle a la figura de ese amigo un relieve singular, una presencia que excede el ritual del agradecimiento ¿La innecesaria discreción de Bianco será tal vez un modo indirecto de comunicar algo que no puede o no debe nombrar, un modo elíptico de ser indiscreto? La ambigüedad transforma el nombre incompleto del amigo en una imagen, que es, como toda imagen, presentificación y reserva de sentido, un contacto a distancia. En ese salto a lo imaginario, que le impone a nuestro comentario los riesgos y las venturas de la imaginación, el joven que será sacerdote y el joven que será escritor son ya personajes de una historia, otra historia, que el ensayo no cuenta pero a la que quiere aludir. Una historia inconfesable, suponemos, por eso la conveniencia de omitir un detalle que podría resultar comprometedor; una historia inolvidable, también, por eso el deseo de evocarla después de medio siglo, llaman-

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do la atención sobre lo omitido. Al recordar los comienzos de su amor por Proust, y en esos comienzos la historia de Swann y Odette, Bianco no pudo dejar de recordar una tercera historia, la de los amores adolescentes de dos jóvenes con curiosidades literarias. 2001

Notas 1 Enrique Pezzoni: “Bianco: todas las fruiciones”, en Vuelta Sudamericana 1, 1986; pág. 5. 2 Sylvia Molloy: “Una luz encendida”, en Primer Plano, Suplemento Cultural de Página/12, 17-5-1992. 3 “El lector es uno mismo”, entrevista de Cristina Ferrero en José Bianco: Ficción y reflexión, México, Fondo de Cultura Económica, 1988; pág. 396. 4 “Estilo, autor y narrativa”, entrevista de Andrés Avellaneda en Ibid.; pág. 414. 5 A la manera de uno de sus héroes, Voltaire, que “defendió la libertad porque durante toda su vida habría de sentirse escritor, esencialmente escritor” (“Voltaire y la libertad de espíritu”, en Ficción y reflexión; ed. cit., pág. 170), o de su admirado Léautaud, que venció su confesada frivolidad porque “se consagró por completo al ejercicio de las letras” (“Diarios de escritores”, en Ibid., pág. 178). 6 “El lector es uno mismo”, entrevista de Cristina Ferrero, ed. cit.; pág. 398. 7 Ibid; pág. 394. 8 “Julien Benda”, ed. cit.; pág. 51. 9 La reseña, publicada originalmente en Nosotros, en enero de 1928, fue reproducida en el “Dossier José Bianco” del número 565-566 de Cuadernos Hispanoamericanos (ed. cit.; págs. 11-13) y de allí la citamos. 10 Debemos al trabajo de investigación sobre los ensayos de Bianco que realiza actualmente Julieta Lopérgolo la posibilidad de revisar este corpus todavía no reeditado. 11 Nos referimos, respectivamente, a las reseñas bibliográficas sobre La locura de Nirvo de Rodolfo Del Plata (Nosotros 225-226, febrero-marzo 1929), sobre La jugadora de pocker de Enrique García Velloso (Nosotros

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228, mayo 1928) y sobre Recordando de Lucía Laínez de Mujica Farías (Nosotros 231, agosto 1928). 12 “París-Glosario Argentino, por Roberto Gache”, reseña bibliográfica en Nosotros 233, octubre 1928; págs. 115-116. 13 Antonio Prieto Taboada: “Ficción y realidad de José Bianco (19081986)”, Revista Iberoamericana 137, 1986; pág. 959. 14 Cfr. Juan José Saer: “Narrathon”, en El concepto de ficción, Buenos Aires, Ariel, 1997; págs. 155 y ss. 15 En Ficción y reflexión, ed. cit.; págs. 260-264. 16 “Moral y literatura. Una encuesta de la revista Sur”, en Ibid.; pág. 409. 17 “Siento gratitud por las obras que me divierten. En ese sentido, no parezco argentino. (...)...en la Argentina, el público inteligente desdeña las obras que lo divierten. Piensa, quizá, que no son bastante profundas.” “Conversación con J. B.”, entrevista de Danubio Torres Fierro, en Ibid.; pág. 407. 18 Ibid.; pág. 404. 19 Cf. “Julien Benda”, en “Dossier José Bianco”, Cuadernos Hispanoamericanos 565-566, 1997; págs. 50-64. 20 “Las últimas obras de Mallea”, en Sur 21, junio 1936; págs. 39-71. 21 “Moral y literatura. Una encuesta de la revista Sur”, ed. cit.; pág. 408. 22 “Prólogo” a Las ratas. Sombras suele vestir, Buenos Aires, Monte Avila, 1985. 23 Sainte-Beuve: Retratos literarios, Buenos Aires, Estrada, 1947; pág. LXXIX. 24 Nos referimos a sus ensayos sobre Victoria Ocampo, Borges, María Luisa Bombal, Martínez Estrada y Camus. 25 En Ficción y reflexión, ed. cit.; págs. 214-218. 26 Ibid., págs. 222-228 y 229-231 respectivamente. 27 “Victoria”, en Ibid.; pág. 234. 28 “Sobre las memorias”, en “Páginas dispersas de José Bianco (19081986)” reunidas por Juan Gustavo Cobo Borda, en Cuadernos Hispanoamericanos 516, junio 1993; pág. 37. 29 Ver “Casanova” (1929) y “Postrer etapa de Fénelon” (1935), en Ficción y reflexión, ed. cit.; págs. 135-138 y 139-143, respectivamente. 30 Sainte-Beuve, op. cit.; pág. XXXI. 31 En “Cultura, crítica y pedagogía en la Argentina: Sur/Contorno”, en Críticas, Buenos Aires, Norma, 2000; pág. 61. 32 La claridad es también para Bianco un atributo de la crítica “bien escrita”, a la que caracteriza por el uso de un estilo “comprensible”, desprovisto de jergas en boga y seudotecnicismos (Cf. “Sur”, en Ficción y reflexión, ed. cit.; págs. 322-323). ¿Cómo no recordar aquí las lúcidas re-

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flexiones de Barthes en el comienzo de Crítica y verdad sobre el rechazo a las jergas, en nombre de la claridad (digamos, lo comprensible), como un síntoma de intolerancia frente al lenguaje del otro? ¿Cómo no recordar que las leímos en español gracias a la traducción de Bianco? 33 “La Argentina y su imagen literaria”, en Ficción y reflexión, ed. cit.; pág. 153. 34 “El corte, de Fernando Sánchez Sorondo”, en “Páginas dispersas de José Bianco (1908-1986)” reunidas por Juan Gustavo Cobo Borda, en Cuadernos Hispanoamericanos 516, junio 1993; pág. 32. 35 “Viaje olvidado”, en Ficción y reflexión, ed. cit.; pág. 148. 36 En Ficción y reflexión, ed. cit.; págs. 330-334. 37 En el Prólogo a las Páginas de José Bianco seleccionadas por el autor (Buenos Aires, Celtia, 1984), Hugo Beccacece estudia los desplazamientos de deseo que propicia la figura del go-between en “El límite” y Sombras suele vestir.

II

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Los ensayos literarios del joven Masotta (Primer encuentro)

A comienzos de la década del sesenta, en tiempos que también fueron difíciles, sin duda, pero que se nos antojan a veces –desde el horizonte de nuestras imposibilidades actuales– una suerte de paraíso perdido de la Universidad argentina, el Instituto de Letras de la Universidad Nacional del Litoral, bajo la dirección del profesor Adolfo Prieto, realizó una encuesta sobre la crítica literaria en nuestro país. Yuxtaponiendo preguntas sobre los aspectos profesionales y metodológicos de la crítica y sobre sus influencias en los lectores y en los escritores, se elaboró un cuestionario que fue enviado a la mayor parte de los críticos (consagrados y no) que “ejercían” por entonces. La imprenta de la Universidad, en un volumen que hoy descansa en los anaqueles de las bibliotecas públicas, editó el conjunto de las respuestas 1 . Vale la pena el esfuerzo de atravesar, entre otras, la respuesta académica e insufrible de Enrique Anderson Imbert (que encuentra en todo momento la ocasión para remitir a uno de sus manuales sobre el tema), la autosuficiente y recelosa de Juan Carlos Ghiano (que se lamenta –sin pudor– de que la crítica periodística esté “en manos de hombres menores de cuarenta años”) y la magistral –en el peor sentido de la palabra– de Roberto F, Giusti, para encontrarse con la del jo132

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ven ensayista (algo más de treinta años, por entonces, y menos de una decena de publicaciones en revistas) Oscar Masotta. No siempre da buenos resultados buscar lo esencial de una escritura allí donde su autor reflexiona sobre ella. Sucede a veces que, en favor de una mayor claridad, de una comunicación más directa, se pierde su rareza, su poder de inquietud. (Si se quiere un ejemplo, basta con recordar –y comparar con su extraordinaria narrativa– el conjunto de artículos que Juan José Saer tituló Una literatura sin atributos 2 ). Pero no es este el caso de la respuesta de Masotta. Llamado a responder por su escritura, a dar cuenta de su práctica de ensayista, Masotta escribe una respuesta, convierte su respuesta en ensayo.

Cuento aquí mis limitaciones, y yo sé que es de mal gusto referirse a las barreras que no se han podido franquear. Pero tal vez me atraiga el mal gusto, tal vez me agrade hacer pose de lucidez, o tal vez es preciso decirlo sencillamente de este modo. Oscar Masotta

“El tema es realmente apasionante para mí –dice Masotta–, puesto que sin pensar en volverme únicamente hacia la crítica literaria, he escrito unos pocos ensayos –sobre Arlt, sobre la novelística de Viñas– donde lograba más que llegar a resultados objetivos satisfactorios, experimentar simplemente las dificultades –de formación y de comprensión– que constituyen la posibilidad misma de hacer crítica literaria.” En una sola, pero compleja e intensa frase, Masotta define las coordenadas según las cuales desea que se sitúen sus ensayos. Aunque el adverbio diga lo contrario –y habría que leerlo entonces como un énfasis, o si se prefiere, como un ademán irónico, semejante a esos “nada más” 134

que entredicen un “nada menos”–, la situación no tiene nada de simple y su dificultad, desplazada del lugar de obstáculo al de posibilidad, comunica lo esencial de una búsqueda en la que se confunden, sin mediación o síntesis, fuerzas heterogéneas. Pero vayamos por partes. Masotta habla de “dificultades”, dificultades de formación y de comprensión, y se refiere sin duda a las carencias teóricas y metodológicas que constituían el “fondo común” de la crítica literaria argentina antes de la divulgación estructuralista; se refiere, por ejemplo, a las dificultades que él mismo experimentó en la “Explicación de Un dios cotidiano” 3 y que no le permitieron “pasar del análisis del uso de las conjunciones y preposiciones, un análisis minucioso del estilo, a la significación política de la obra.” Pero la frase de Masotta es lo suficientemente ambigua, lo felizmente ambigua, como para que uno pueda desviar la perspectiva de lo coyuntural a lo esencial. Si la literatura es, como lo quiere Maurice Blanchot (“un crítico excelente”, dice Masotta en otro momento de la respuesta), una experiencia que suspende el poder de comprensión, que se orienta hacia un más allá o un más acá de la comprensión, la dificultad de comprender, la fuga sin perspectiva del sentido, testimonia el encuentro de la crítica con la literatura, la pertenencia del discurso crítico a la improbable búsqueda literaria. Por otra parte, más allá de las insuficiencias instrumentales, que siempre son posibles de superar, la formación es necesariamente precaria si de lo que se trata es de asistir a un acontecimiento que no ha ocurrido todavía, que ocurrirá inesperadamente por primera y única vez (quien habla de “competencia literaria” se permite, sin saberlo, mientras cree hacer uso de una categoría o un concepto, una figura semejante al oxímoron). En la experiencia de estas dificultades esenciales, y no en alguna teoría o algún método que garanticen resultados satisfactorios, sitúa Masotta “la posibilidad misma de hacer crítica literaria”. Y esto equivale a decir que no hay crítica literaria sin la expe135

riencia de sus límites, que la crítica, si es literaria, si consigue recomenzar –desde otro lugar, con otros medios– la inagotable búsqueda de la literatura, sólo se hace posible cuando experimenta el desfallecimiento de sus poderes, la imprevista metamorfosis de las fuerzas que la animan. El ensayista acierta cuando yerra, cuando se queda sin palabras, por la presión de la literatura que le ha salido al paso, y necesita interrumpir la marcha. Lo más valioso de un ensayo crítico es lo que le falta, su modo de confrontarse con el fracaso. Porque allí donde hace evidentes sus límites, en el intento de franquearlos, el ensayo da a leer la exigencia y el deseo de proseguir. El ensayista triunfa si sabe fracasar, si convierte en saber su fracaso. (Masotta, que de ser otro, un profesional de la crítica o un profesor, se hubiese creído una autoridad en el tema, descubrió, mientras intentaba hacerlo, que le era imposible escribir sobre Arlt y que esa imposibilidad, que era también una renuncia a disimular sus contradicciones, a limar sus asperezas, lo ponía en contacto con el “lado peligroso” de su obra, el único capaz de mantenerla viva. Por eso publicó en el Nº 5 de Hoy en la cultura, contra las expectativas de sus editores, los “Seis intentos frustrados de escribir sobre Arlt”.)

Por eso se estigmatiza como cosa ociosa el esfuerzo del sujeto en el ensayo por penetrar loque se esconde como objetividad detrás de la fachada: se le estigmatiza por puro miedo a lanegatividad. Se arguye que todo es mucho mássencillo. Theodor W. Adorno

“A un objeto en desvío sólo puede contestarse con un método oblicuo.” Es a propósito de la historieta, y del modo 136

desordenado en que la interpela, que Masotta enuncia esta frase admirable. Su alcance, sin embargo, desborda la pertinencia de las “reflexiones presemiológicas” y se extiende a la “metodología” de cualquier intervención ensayística. Un objeto en desvío es cualquier objeto (la filosofía o la literatura, el psicoanálisis o la comunicación de masas) cuando se resiste a circular por la vía regia de los discursos instituidos, cuando se libera de las facilidades académicas o de las periodísticas (lo que Masotta llama la “crítica cotidiana”) y se entrega a los desplazamientos, a veces vertiginosos, a veces apacibles, que le impone una perspectiva oblicua. “Bajo la mirada del ensayo, toda formación espiritual tiene que convertirse en un campo de fuerzas” (T.W.Adorno). Fuerzas en tensión, fuerzas en lucha unas contra otras y que determinan, cada vez que se confrontan, un cambio de lugar. Fuerzas que se debilitan y se integran mansamente bajo el yugo de las definiciones inequívocas, de los conceptos totalizadores; fuerzas que el ensayo, indiferente a las exigencias de completud y de continuidad, reanima en toda su potencia. De lo simple presupuesto a lo complejo experimentado, por tanteos inciertos y fragmentarios: si se quiere una fórmula que precise el sentido del ensayo (lo que es, en verdad, un gesto poco ensayístico), puede considerarse ésta. Y desde ella, antes de que se revelen su ambición y su banalidad, puede considerarse otro momento de la respuesta de Masotta. El cuestionario incluía una pregunta doble por el “prestigio” del trabajo crítico: cuál es el que le asigna el encuestado y cuál el que supone le asigna el “medio ambiente”. En lugar de responder directamente, de alguna de las formas verosímiles, Masotta prefiere tomar distancia y aventurarse en un recorrido polémico que le permite multiplicar los problemas en lugar de resolverlos y suspender, siempre para más adelante, el momento de la conclusión. “No sé bien qué entender por prestigio –confiesa Masotta, como sorprendido–, pero fin-

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giré de cualquier manera que entiendo algo por esa palabra.” Masotta dice que fingirá entender para poder comenzar la marcha, pero antes de decirlo finge no entender del todo y ese es su modo de comenzar: poniendo en cuestión a los encuestadores, recusando el modo simple (digamos mejor: simplista) en que se formuló la pregunta. La frase que sigue es otro golpe (no un “cross”, sino más bien una cachetada, para llamar la atención, para provocar) lanzado en la misma dirección: “La palabra (prestigio) reenvía a la relación del crítico con el lector, relación bastante complicada como para intentar describirla aquí”. No es que Masotta no esté interesado en describir esa relación que, como se verá de inmediato, lo preocupa intensamente y a la que habrá de dedicar más de dos páginas de su respuesta; lo que quiere, distanciándose de la palabra elegida por los encuestadores, para que se descomponga la evidencia de su sentido, es hacer notar la complejidad insoslayable de esa relación, desviar la mirada hacia otras relaciones, otros problemas, inapreciables si se permanece en el nivel de los términos consabidos. Como si dijera: “Bien, hablemos del prestigio de la crítica, pero no demos por sentado que ya sabemos de qué estamos hablando: las cosas son más complejas, mucho más de lo que –según ustedes lo exponen– parece”. (Más adelante, cuando el movimiento de la reflexión lo pone frente a la relación del crítico con el público de masas, Masotta repite el gesto: declara, casi con gravedad, que “es preferible guardar silencio (sobre ese vínculo problemático), no porque se trate de una cuestión poco candente, sino porque es muy difícil reflexionar sobre ella”. Es preferible –entredice Masotta– que se callen los espíritus simples, los que suponen que es posible reflexionar sobre esta cuestión tan “candente” sin experimentar su dificultad (como quien dice, fríamente, sin correr riesgos de quemarse), y que tome la palabra la exigencia crítica, apasionada, de complejizar.)

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Multiplicación de los problemas: para comenzar, Masotta va de un término simple “prestigio”, a los dos términos de una relación compleja, el crítico y el lector, y construye, en lo que sigue, la necesidad de otros desdoblamientos (lector virtual/ “el que verdaderamente lee”; prestigio del autor/valor de la obra) y de otras, más específicas relaciones (la del crítico, “en tanto escritor”, con el público de masas y la de la dificultad de un texto con su ideología). La presentación de casos “complicados” e “interesantes”, que valen menos como ejemplos que como estímulos de la reflexión (porque la empujan hacia un horizonte apenas entrevisto en lugar de anclarla, cómodamente, en lo particular), da cuerpo al examen de esas relaciones. La cuestión del prestigio se enrarece, se vuelve heterogénea cada vez que la reflexión salta, de la certidumbre fácil de las postulaciones generales, al terreno menos firme, incierto, de lo singular. Eventual, estratégicamente pasan a escena Maurice Blanchot, el Saint Genet de Sartre y Borges. Aunque es un crítico “perfecto”, y aunque fue traducido en más de una ocasión por el grupo “Poesía Buenos Aires”, Blanchot es casi un desconocido en los medios académicos de la época. “¿Diré entonces –se pregunta Masotta, retórico– que Blanchot carece de prestigio? ¿O diré que su prestigio se sitúa entre sectores de ‘iniciados’, entre exquisitos?” Al tiempo que denuncia la mala fe de ciertas valoraciones admitidas (un crítico al que pocos leen es un crítico para exquisitos), la respuesta –obviamente negativa– que Masotta da a estas preguntas lo lleva a situar la reflexión en un nivel de mayor complejidad, esto es, de mayor riqueza que el inicial: el caso de Blanchot es imposible de apreciar si no se distinguen dos dimensiones a veces irreconciliables: la del prestigio de un autor y la del valor de su obra. Otro caso (también inapreciable, si no se adopta una perspectiva oblicua): el Saint Genet de Sartre, “la obra de

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crítica más importante de nuestro tiempo” –según Masotta. La situación de este ensayo monumental se revela paradójica, determinada por la intervención de factores heterogéneos (su calidad, su dificultad, su ideología), cuando se la evalúa desde el horizonte de los desencuentros –a veces no queridos, siempre inevitables– del crítico, “en tanto escritor”, con el público de masas. De lectura imposible para la mayor parte de la clase media ilustrada, por la complejidad y la aridez de sus desarrollos, el Saint Genet está, sin embargo, “escrito para el proletariado”. Porque los límites del cuestionario son estrechos, o quizá porque no dispone de medios para hacerlo, Masotta se ahorra la argumentación que vendría a sostener (a imponer) esta paradoja. De cualquier modo, aunque no estemos persuadidos de su verdad (aunque nos encontremos lejos de aceptar, sin más, que el Lector Modelo del Saint Genet es una clase social, sus intereses), la eficacia crítica del aserto es innegable. Si no convence, conmueve: impulsa a la reflexión. La localización paradójica del ensayo de Sartre lo lleva a Masotta a enunciar una intrincada serie de consideraciones: que el vínculo entre la ideología de un texto y su dificultad –su ilegibilidad– dista mucho de ser simple; que es una facilidad (y una estupidez) suponer que un texto difícil fue escrito, necesariamente, para que no puedan acceder a su lectura “las masas” (como si “dificultad” fuese –y sólo puede serlo para el populismo más banal– sinónimo de “elitismo”); que el lector virtual, esto es, el sector social hacia el que el texto “tiende”, puede coincidir o no con el público real, con el que efectivamente lo puede leer; que el prestigio de un autor puede ser el efecto de su ideología, sólo de su ideología, o de la calidad de su obra, sólo de ella, o de otros factores que no son la calidad, la ideología, ni la suma de ambos. Desde el punto de vista complejo que adoptó para apreciar la cuestión del prestigio, Masotta hace notar que hay ejemplos “perfectos”, como el de Camus y El hombre re-

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belde, en los que un texto reaccionario pertenece a un autor prestigioso para sectores reaccionarios, pero que hay también “toda una gama de ejemplos imperfectos, de matices”. Por eso prefiere, a la generalidad de las afirmaciones críticas, la crítica sutil de lo singular, y a las respuestas contundentes, que se quieren definitivas, la firme debilidad de responder con preguntas a una pregunta (“a la pregunta sobre la relación entre prestigio y medio ambiente se debe contestar entonces con una pregunta: ¿de qué crítico se trata?, ¿cuál es su ideología?, su crítica, ¿es de tendencia?”) 4. La presentación del caso de Borges, que parece responder a la necesidad de hacer más perceptible la distinción entre el prestigio de un autor (en este caso, un autor “de derecha”) y el valor de su obra, y que no agrega, en verdad, casi nada a lo ya dicho, es poco más que un suplemento anecdótico. Es también la ocasión para permitirse un gesto de provocación, un gesto, como se dice, de “mala educación” (porque no es de personas “bien educadas” la descortesía con los anfitriones). Como la del Saint Genet, la situación de Borges –presentada por Masotta– es paradójica: mientras que en Argentina, sirviéndose de Sartre como de un arma para la crítica ideológica, Adolfo Prieto niega los valores literarios de Borges, a quien considera un autor para “exquisitos”, en Francia, Sartre mismo hace publicar a Borges en las páginas de Les Temps Modernes. Poco más que una anécdota: ¿hace falta recordar que Prieto dirigía la encuesta a la que está respondiendo Masotta? Los tiempos cambiaron (pero no creemos en verdad que se trate simplemente del “paso” del tiempo) y el orden en el que Masotta problematiza la cuestión del prestigio ya no es el nuestro. Dejamos de saber, porque nos resistimos a pensar la literatura adecuadamente, de acuerdo con lo sabido, qué se quiere decir cuando se habla de la “ideología” de un texto, cuál es el valor “ideológico” de una obra –la de Borges,

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por ejemplo–, más allá de que lo reconozca o no un hombre de izquierda (sabemos que es una torpeza llamar “reaccionaria” a la literatura borgiana, pero no entendemos –aunque nos simpatiza el gesto– qué se quiere decir cuando se la sospecha “progresista”). La omnipresencia de lo ideológico, la necesidad de plantearlo todo en sus términos, dejó de ser, para nosotros, una evidencia 5. Y sin embargo la actualidad del joven Masotta es, para nosotros, innegable. No porque lo encontremos semejante a lo que somos, a lo que son hoy los críticos literarios, sino porque él representa lo que hoy queremos ser; porque su escritura obedece a las fuerzas que queremos den pulso a nuestros ensayos: las que moviliza la pasión –necesariamente crítica, inevitablemente polémica– de pensar. 1989 Notas 1 Encuesta: la crítica literaria en la Argentina, Universidad Nacional del Litoral, Rosario, 1963. 2 Universidad Nacional del Litoral, Cuadernos de Extensión Universitaria N° 8, Santa Fe, 1986. 3 En Conciencia y estructura, Buenos Aires, Ed. Jorge Alvarez, 1969; págs. 120-144. 4 Multiplicar los problemas, responder con preguntas a las preguntas, atender a lo singular. La balanza se inclina del lado de la búsqueda, de la tentativa, antes que del de la conclusión (dicho con palabras de Lezama Lima: la grandeza está en el flechazo, no en el blanco). En este sentido, la frase con la que Masotta cierra este momento de su actuación (de su respuesta como acto literario) es tan enfática y excesiva como rigurosa y verdadera: “El problema de la relación del prestigio con el medio ambiente se complica entonces al infinito”. 5 Que no se concluya de esto nuestra indiferencia por lo político: se trata, más bien, en lo que nos concierne, de querer pensar la intervención política, la eficacia de lo que se hace público, en términos de estrategia y no de verdad (se trata, como diría Masotta, de encontrar “una cierta manera nueva de plantear las dificultades”).

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La búsqueda del ensayo

I. Al joven Masotta, al de los mejores momentos de Sexo y traición en Roberto Arlt y de Conciencia y estructura, lo imagino tal como Maurice Blanchot imaginó a Foucault: como un hombre en peligro 1 . Lo imagino semejante a ese orador al que los demás –para fijarle un lugar, para identificarlo del modo en que ellos quieren que se los identifique– llaman “independiente”, que no se reconoce ni en los emblemas ni en el discurso de los grupos instituidos, ni siquiera en los del anarquismo, y que participa en una asamblea llamada a decidir, cuanto antes, con la premura que es de rigor en esas ocasiones, el sentido y la intensidad de los pasos con que proseguirá una lucha que ya ha dado comienzo. Porque no está dispuesto a dejar en manos del pasado, sólo de él, la solución a los problemas que inquietan al presente, porque advierte que el conflicto es esta vez, como siempre, único –y eso sin desconocer la serie de otros conflictos semejantes que lo incluye–, se le impone a este orador la necesidad de sostener un ejercicio que los demás, los “hombres de élite” 2 –los que ya saben qué hay que hacer y sólo buscan la forma de que se lo acepte como el camino verdadero–, desdeñan: el ejercicio de

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la crítica. A quien se deja dominar por la ansiedad o por la mala fe, este ejercicio le parecerá ocioso: no persuade más que sobre los riesgos de la persuasión, sobre la facilidad con la que dejamos, por lo común, que se nos persuada. Cada vez que toma la palabra, este orador recurre a los procedimientos de la polémica: vuelve sobre lo que acaba de decirse para situar la discusión en el nivel que él supone más riguroso: el de las condiciones de enunciación. Y entonces muestra la debilidad, la inconsistencia de los estereotipos, y hace visible, desmontando los medios que las producen, el carácter interesado y poco evidente de las supuestas evidencias. Dice “no, no es ese el sentido en el que deberíamos orientar nuestra lucha; no va de suyo que lo que aquí ocurre sea exactamente lo mismo que ya les ocurrió a aquellos otros en aquel otro lugar, que los términos consabidos, esos que el hábito y la pereza convirtieron en los únicos posibles, sean los más eficaces para pensar esta coyuntura. Quienes afirman lo contrario –por ignorancia, por mala fe o por cobardía– nos niegan la posibilidad de encontrar el camino justo”. Y lo dice sin saber él mismo cuál es ese camino, y sin ocultar a los otros miembros de la asamblea –a los que reconoce, por ese gesto, como sus interlocutores– que lo ignora. Se parece en algo al parlamentario “inoportuno” que Viñas imaginó, en uno de sus ensayos de Contorno, como el doble alegórico de Roberto Arlt 3. Como él, dice lo inaudito –las razones sustraídas de lo que dicen los demás– y denuncia las reglas del juego. Conmueve el intercambio monótono de consignas. Incomoda, molesta. Pero las diferencias entre uno y otro son quizá mayores que estas rápidas semejanzas. El parlamentario de Viñas practica la denuncia “automática”; a fuerza de sinceridad, grita, golpea: las palabras le salen “a borbotones, desesperadamente, sin inteligencia muchas veces” 4 , con torpeza las más. Y entonces, por fidelidad a sí mismo, se olvida de quienes lo escuchan. El orador que imagino semejante al

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joven Masotta no renuncia tampoco a las armas de la pasión, pero menos aún a las de la lucidez. Su discurso es, toda vez que consigue sujetarlo al ritmo exigente de la polémica, necesariamente reflexivo. Así como se detiene en las palabras de los otros para evaluar su eficacia, para señalar los límites de su pertinencia, selecciona con cuidado las propias y calcula, con todo el rigor que es posible en esa situación, el alcance de la sintaxis que emplea. Y porque no disfraza de indignación su desconcierto, porque no juzga necesario –sino más bien hipócrita y estéril– ocultar las propias carencias, hace un lugar a sus interlocutores –les da el lugar de interlocutores– para que en las dificultades del diálogo el futuro comience a hacer señas. Imagino un momento de esa asamblea en el que el orador “independiente” es interrumpido otra vez por uno de los “hombres de élite”, uno cualquiera, que le exige no demore más el curso de la discusión y haga explícita, si la tiene –y si no que calle: eso es lo que quiere decirle–, su propuesta. Imagino que ese orador al que he puesto el rostro del joven Masotta guarda silencio por un instante, sólo por un instante, y después, con voz firme, casi crispada, dice: “Es preciso sobre todo que la necesidad de la reforma no sirva de chantaje para limitar, reducir y detener el ejercicio de la crítica. En ningún caso hay que escuchar a los que dicen: ‘No critiquen ustedes, que no son capaces de hacer una reforma’. He ahí palabras de gabinetes ministeriales. La crítica no tiene que ser la premisa de un razonamiento que terminaría en: esto es lo que queda por hacer. Debe ser un instrumento para los que luchan, resisten y no quieren más a lo existente. No tiene que ocuparse de la ley ante la ley. No es una etapa en una programación. Es un desafío con respecto a lo existente.” 5

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II. Tomada desde el punto de vista cuantitativo, la obra ensayística del joven Masotta se presenta, en el conjunto de la crítica literaria argentina, como poco relevante. Tanto es así, que nos parece un exceso hablar de “obra” para referirnos a sólo una decena de ensayos y un breve libro. Pero si emplazamos la perspectiva en otro lugar, orientada ya no hacia los resultados obtenidos (la obra como trabajo realizado) sino más bien hacia la experiencia que se disimula en ellos (la obra como búsqueda) 6, tal vez nos sea posible sentar las bases de otra evaluación y apreciar en este conjunto discreto de ensayos uno de los momentos más intensos y más lúcidos de la crítica literaria en nuestro país. “¿Conclusiones? En fin: ni la brevedad ni el nivel de análisis en el que hemos situado la reflexión nos permite sacar ninguna.” Esta modesta declaración de límites se encuentra al comienzo del último parágrafo –el que se dedica, por lo común, al cierre de las cuestiones expuestas– de un extenso y riguroso ensayo de Masotta sobre la historieta 7. No se trata esta vez, como lo advertimos antes en otros ensayistas, de uno de esos irónicos gestos de modestia que instalan la tensión entre el decir y lo dicho, que descentran al texto haciendo que diverjan lo enunciado y su enunciación. Lo que Masotta dice en estas dos frases hay que tomarlo al pie de la letra: el momento de las conclusiones todavía no ha llegado, el trabajo que queda por hacer es todavía más vasto y riguroso, más problemático que el que ya fue hecho. En Sexo y traición en Roberto Arlt, su ensayo más “completo”, en el que llega a resultados más “definitivos”, encontramos una declaración semejante. Consta en una nota a pie de página, extensa y poblada de referencias, en la que Masotta hace frente al confuso tópico de la “sinceridad” arltiana 8. Después de situar su trabajo, de explicitar su intención de “describir la significación de la obra de Arlt tal como aparece a un lector ingenuo, sin dejar de referir esa significación a las estructu-

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ras sociales y efectivas que ayudan a comprender”, agrega: “Pero una verdadera labor crítica excedería este trabajo; yo me propongo describir ‘estructuras significativas’ –cosa que no se había hecho aún con Arlt– es decir, describir simplemente eso que la obra, a su manera, dice. Un trabajo posterior debiera rebasar el análisis de las novelas, para convertirse en un psicoanálisis existencial e histórico del hombre Arlt y no ya del hombre de Arlt. Este psicoanálisis investigaría al nivel del entrecruzamiento dialéctico de la obra con la vida del autor, la relación entre la ‘autenticidad’ de sus personajes, la insinceridad constitutiva del autor, y la presunta sinceridad del hombre Arlt. Se vería entonces cuáles mitos sociales la obra y la vida de Arlt revelan y denuncian y cuáles otros en cambio, afirman”. Recostada sobre el horizonte inalcanzable de la “verdadera crítica”, horizonte utópico hacia el que tienden –como ejemplo excesivo– las increíbles mil quinientas páginas de El Idiota de la familia, el ensayo de Masotta no puede ser considerado más que provisorio e inconcluso. El encuentro con una “estructura significativa”, la hipocresía de la moral de la clase media, es sólo el primer paso en una búsqueda dilatada que avanza por desbordes. La referencia doble del párrafo anterior nos permitirá volver a la imagen con que comenzamos. Porque busca, porque hace perceptibles las exigencias desmesuradas de su búsqueda, el carácter ineludible y a veces insalvable de los problemas que asaltan a quien busca, Masotta es un hombre en peligro. Experimenta los peligros a los que se expone quien se decide a pensar y a escribir (habría que decir, mejor, quien se dispone a pensar y a escribir) y hace saber, cuando él mismo lo aprende, que sin la experiencia de esos peligros no hay pensamiento ni escritura: no hay búsqueda. Se expone al peligro de lo difícil, que arranca la reflexión del suelo familiar de los prejuicios y la obliga a situarse en el nivel don-

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de las cosas son “menos seguras, más serias, menos sencillas” 9; al peligro de lo imposible, que supone, antes que la renuncia, el agotamiento de las fuerzas que agitan a la búsqueda, que desencadena su recomienzo desviando la meta hacia un radical más allá: al peligro mayor, “el peligro de la falta de peligro” 10 , la tentación casi irresistible de conservar el saber de partida, de conservarse en el lugar de partida, bajo la protección de las viejas y confortables certezas. Y ya sea que triunfe o que sucumba ante ellos, porque da testimonio de la existencia de esos peligros –y de lo que esa existencia compromete–, parece justo hablar de “obra” a propósito de los textos del joven Masotta, y más precisamente –aunque tal vez sólo sea una redundancia– de obra de ensayista. En el origen de la búsqueda, cuando ésta se deja determinar por el epíteto “esencial”, hay una carencia y el deseo de superarla, el reconocimiento inquietante de una falta que no es posible, por el momento, colmar. Sólo busca el que se confronta con la precariedad de su situación, el que no encuentra en lo existente (en lo que tiene, en lo que sabe) lo que desea. La autenticidad de una búsqueda, la prueba –por decirlo así– de que se trata de una búsqueda, la encontramos en su relación insistente con ese estado de precariedad y carencia, en el modo en que la búsqueda responde a esa insuficiencia que la determina. Con la lucidez que le reconocimos como uno de sus atributos característicos, anticipándose –o respondiendo–al juicio de sus detractores, en el “Prólogo” a Conciencia y estructura, dice Masotta: “Yo no he evolucionado desde el marxismo al arte ‘pop’; ni ocupándome de las obras de los artistas ‘pop’ traiciono, ni desdigo, ni abandono el marxismo de antaño... Al revés, al ocuparme de esa nueva tendencia viviente de la producción artística más contemporánea, entiendo permanecer fiel a los vacíos, a las exigencias y a las necesidades de la teoría marxista.” 11 Masotta entiende bien: no es

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a través de la obsecuencia doctrinaria, de la recitación disciplinada de verdades eternas como se da prueba de fidelidad teórica. Sólo es fiel quien consigue mantener vivo lo que ama. Si se la convierte en dogma, en un cuerpo sagrado de proposiciones siempre idénticas a sí mismas, irremplazables, irrefutables, la teoría muere. Se la condena a la esterilidad de lo eterno. Mantenerla viva es obligarla, con violencia si es necesario, a decir lo nuevo: una nueva interpretación acerca de algún fenómeno que nos permita observarlo como por primera vez. Masotta entiende que la fidelidad se prueba evitando el estancamiento de la teoría: ese momento de autosuficiencia que la pone fuera de la historia (tratándose nada menos que del marxismo, ¿qué podría haber de deseable en ese afuera?). Se es fiel a la teoría, se consigue mantenerla viva, trabajando a favor de sus carencias, haciéndolas presentes, por el trabajo teórico, como condición necesaria para su superación. Decir lo que le falta a la teoría (en la cita de Masotta: los instrumentos para una interpretación materialista del arte “pop”) e indicar la dirección en la que hay que orientar el comienzo de la búsqueda. Exponerse, si es necesario (¿y cómo habría de no serlo?), al peligro de la disolución. Para Masotta, como para Sartre –reconocido–y reconocible– maestro, los conceptos del marxismo “son principios directores, indicaciones de tareas, problemas, y no verdades concretas” 12 . Por eso la tarea esencial, la comprensión del sentido de una experiencia concreta, está siempre por hacerse. Los conceptos que regulan esa comprensión no son previos a la experiencia interrogada sino que se deducen de ella. Si en el horizonte fulgura la totalización, si el análisis cree marchar hacia la superación de las diferencias, recorre ese camino atendiendo a las opacidades, respetando los derechos de lo heterogéneo y de lo particular y dándose los medios (las mediaciones) para comprenderlos. Al “terrorismo meto-

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dológico” de los “marxistas perezosos”, que disuelven apresuradamente lo particular en las determinaciones fundamentales, Masotta prefiere una “dialéctica paciente” 13 que aplaza el momento de la síntesis para darse la posibilidad de descubrir lo irreductible en lo diferente y las mediaciones por las que él participa de la totalización en marcha. En su trabajo sobre “Merleau-Ponty y el ‘relacionismo’ italiano”, evaluando la transposición de la categoría económica de “necesidad” al nivel filosófico, la posibilidad de definir a la historia como “desarrollo dialéctico entre las satisfacciones humanas nunca cristalizadas y las necesidades” 14 , Masotta advierte: “La categoría de necesidad tiene esto sin embargo de dificultoso: que levanta la querella clásica entre los que definen al hombre por la necesidad y aquellos que lo definen por el deseo. Pareciera que si aceptáramos la posición de los primeros, no podríamos no condenar a la pasividad a la realidad humana; si tomáramos la de los segundos, negaríamos la fuerza condicionante de lo económico social. La verdad no está en ningún ‘punto medio’ sino en una síntesis: pero ésta tendría que dar cuenta del pasaje de la necesidad al deseo y recíprocamente”. En un trabajo bastante posterior, “Jacques Lacan o el inconsciente en los fundamentos de la filosofía”, evaluando esta vez la posibilidad de un encuentro de las perspectivas fenomenológica y psicoanalítica, en el marco de las afirmaciones de unos, los discípulos de Lacan, que postulan la irreductibilidad entre ambas, y de otros, Fink y Waelhlens, que sugieren la posibilidad de un puente que las comunique, Masotta, con precaución, propone: “A nuestro entender habría que revisar la cuestión, y comenzar por dar la razón a los primeros, para intentar sólo después recuperar los puntos en común entre fenomenología y psicoanálisis, pero a partir del alejamiento máximo que señala lo más específico de cada perspectiva, sin intentar traducir los datos de la una en términos de la

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otra” 15. Se trata en verdad de dos problemas diversos, porque son diversas las pertinencias a las que responde cada uno, pero más fuerte que esa diversidad es la semejanza formal que se advierte entre ambos: los dos están propuestos como problemas, es decir, los dos postulan la necesidad de la búsqueda de una solución porque niegan que esa solución ya esté dada en el conocimiento existente o que se la pueda obtener de inmediato a partir de él. La solución es, como se sabe, el descubrimiento del “pasaje”, de la comunicación entre dominios heterogéneos: la mediación, que no es –como lo quiere el sentido común– un “punto medio”, sino un laborioso trabajo de síntesis (un improbable trabajo de síntesis, diríamos nosotros) que apuesta a la superación de las diferencias pero bajo la condición de que ella se produzca sólo después de haber llegado lo más lejos posible en la singularización de lo diferente, cuando se ha hecho aparecer lo más específico de cada uno de los términos en juego. Para alcanzar la identidad de los contrarios se debe trabajar a favor de sus diferencias. Es lo que dice Masotta a propósito de otra relación dialéctica: “para hablar de política cuando se habla de literatura es necesario, para decirlo así, poner entre paréntesis todo lo que se sabe de política para dejar que la obra hable por sí misma” 16 . Aquí llegamos al punto que más nos interesa. Es a propósito de la relación literatura/política que Masotta va más allá de la enunciación del problema y ensaya, por tanteos inciertos y fragmentarios, la búsqueda de una solución. En el contexto exigente de esa búsqueda, dar con la solución significa descubrir, en la lectura de una obra, el modo específico en el que se articulan esos dominios heterogéneos: leer la presencia literaria de lo político, las transformaciones que sufre lo político cuando deja de responder a sus leyes y se somete a “las leyes internas de la obra” 17 .

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El ensayo de búsqueda comienza por un desvío de lo obvio, por su puesta entre paréntesis (lo que queda puesto entre paréntesis es tanto lo que ya se sabe de política como las certidumbres acerca de la literatura). Así, por ejemplo, en la lectura de Arlt, el punto de partida es la negativa a aceptar como “evidente que el contenido social de sus libros es valedero, pero no su contenido político”, y en la lectura de Viñas 18 , la puesta en cuestión de la creencia en que son suficientes las intenciones progresistas del autor para garantizar el carácter progresista de la obra. Y si a lo político en la literatura se llega por un desvío, el modo de la lectura sólo puede ser el del rodeo 19 . El trabajo crítico no se limita a la “descripción de los contenidos a la vista” 20 ; él interpreta a la obra “menos por lo que dice expresamente que por lo que revela” 21 , es decir, por lo que su “lógica interna” 22 muestra. Lo político en Arlt y en Viñas no es un contenido anterior y exterior a sus obras, del que éstas no serían más que su representación. Lo político en la literatura no es objeto de representación sino de presentación: lo que la marcha sinuosa de la lectura hace presente. Ya sea que traten de disimularlo o de disculparlo, o que se decidan a aceptarlo con resignación, los críticos de izquierda coinciden en afirmar la falta de valor político de los textos de Arlt. Y en verdad, ¿qué podría haber de valioso en la conducta de Astier –consideremos ese ejemplo privilegiado–, que en lugar de encaminarse hacia la toma de conciencia –el reconocimiento de su situación y de la necesidad de transformarla– se precipita en la delación, que a la solidaridad con un semejante (uno que es, como él, un esclavo) prefiere la traición, entregarlo al Amo? En efecto –reconoce Masotta–, nada hay de valioso en ese acto, si se lo extrae de la narración y se lo aprecia como sólo un episodio –un episodio policial más, sólo eso– en la vida de un delincuente. Pero desde el momento en que se acepta –como lo ha hecho Masotta–

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que entre literatura y vida hay una diferencia esencial, y se lee tratando de no abandonar “el nivel inmanente de la obra de ficción”, esa valoración resulta, más allá de las buenas intenciones de los críticos –o quizá por ellas–, insostenible. Según lo propone la lectura de Masotta, en El juguete rabioso se narra “una verdadera fenomenología de la aparición del mal”, y el acto de la delación, como el robo de la biblioteca y el intento de quemar la librería ocurridos antes, debe ser interpretado como un término de ese desarrollo dialéctico en el que se manifiesta el mal. De acuerdo con este horizonte, la “lógica interna” de la obra hecha presente por la lectura, la traición de Astier al Rengo es la superación de todos los momentos precedentes, el momento más rico en el desarrollo, el que reúne la mayor riqueza de determinaciones, y, por eso mismo, el que revela con mayor intensidad, en la forma más espectacular, el sentido de la moral de Astier, la hipócrita moral de la clase media: una moral en la que el bien y el mal, lejos de excluirse, se confunden, en la que el mal es la condición del bien, en la que es necesario hacer el mal (traicionar) para obrar bien (respetar la ley). Por este rodeo crítico, que pone en crisis, a un tiempo, las valoraciones admitidas y los criterios de valoración que las sostienen, Masotta descubre otro –un nuevo– valor: hay en la obra de Arlt un contenido político recuperable para la izquierda que es efecto, no de lo que se dice que los personajes hacen (“desmasificarse” sin apuntar a la clase social, afirmando una moral individual), sino de lo que en ese hacer se muestra (que hay masificación, clases sociales y morales de clase). Se lo puede decir de otra forma, con otras palabras, las del joven Masotta en uno de sus mejores ensayos: “Los personajes de Arlt no intentan poner una bomba al mundo de los de arriba, sino erigirse en verdugos de los de abajo. Pero por lo mismo, al reconstruir con sus actos particulares, de individuos singulares y concretos el sentido de esa escalera jerár-

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quica de verdugos y víctimas que la sociedad sostiene en el anonimato de lo general, nos obliga a conocer de manera emocionante qué cosa es una jerarquía social, o lo que es lo mismo, a un insidioso comercio con ese aberrante, bastante poco escondido, que nosotros llamamos, con palabras neutras y lavadas, sociedad de clases” 23. Insistamos: la significación política en literatura no es un dato inmediato, fácilmente reconocible, sino el resultado de un modo indirecto de leer. Esa estrategia indirecta, que avanza negándose a aceptar la significación más explícita como la más verdadera, es, por una parte, el medio de que se vale Masotta para recuperar ideológicamente la obra de Arlt y, por otra, el instrumento que le permite desenmascarar los límites ideológicos de la novelística de David Viñas. La “Explicación de Un dios cotidiano” se abre con la enunciación de un desconcierto –mezcla de sorpresa y fastidio–y de las preguntas que él provoca: “Primero: ¿cuál es la lógica interna que une una novela que parece escrita para cristianos, al autor, que al revés, es ateo? Y después: ¿por qué Viñas elige a un sacerdote para hacer de él una figura simpática y al mismo tiempo, y por primera vez, adopta la primera persona?”. Tal vez en una forma menos rigurosa y más fragmentaria de lo que Masotta mismo hubiese deseado, la “Explicación” es un ensayo de respuesta que opera por una multiplicación de las preguntas. “Responder con preguntas a las preguntas”: esta parece ser la consigna que gobierna su movimiento, el entramado progresivo de los –resueltos e irresueltos– problemas. La primer pregunta plantea un aparente desencuentro entre la significación política que es posible leer en la “lógica interna” de la novela, en la forma en que ella está construida y en los procedimientos empleados para hacerlo, y la significación política con la que el autor informa sus declaraciones. Masotta recuerda que Viñas le confesó “en privado,

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sus intenciones”: lo que se propuso hacer, a través de Un dios cotidiano, fue “mostrar” un colegio de curas “desde adentro”, y el uso de la primera persona, de un narrador-testigo (una conciencia testimonial) que fuese además uno de los miembros de la institución mostrada, le pareció el medio más efectivo para hacerlo. “Un colegio de curas contado en tercera persona habría resultado poco convincente, y visto por un espíritu liberal, la crítica habría sido demasiado frontal”. Esto es lo que Viñas dice que quiso hacer. Pero está además lo hecho, la obra literaria que es Un dios cotidiano, y ella no parece corresponder a esas intenciones. El autor de la novela dice que quiso mostrar un colegio de curas desde adentro. No hay por qué no oírlo. Pero tampoco tenemos por qué tomar sus palabras como si fuesen, necesariamente, vehículos de la verdad. Entendida como rodeo, la lectura dialoga también con otro autor, un “autor (que) llama al lector pero (que) no le habla, o si se prefiere, (que) le habla pero sin hacer explícitas las significaciones que desea comunicarle” 24 . Un autor que comienza a hablar cuando el lector escucha su llamado, cuando la voz del autor “real” –la voz autorizada– es llamada a silencio. ¿Qué señas le hace a Masotta este autor oblicuo?, ¿qué le dice, sin decir, en su lenguaje mudo? Que el colegio de curas no es sólo un colegio, que vale por todo el mundo, y que Un dios cotidiano es, menos que una novela realista, una novela alegórica. Pero entonces –la pregunta se precipita– “¿por qué Viñas ha debido simbolizar el sentido de lo que es el mundo para él concentrándolo en una escuela de curas?” Acaso no haya otro momento más justo para hablar de “rodeo” que el que va desde la formulación de esta nueva pregunta hasta la enunciación de su respuesta. Extendiendo el análisis al conjunto de su obra narrativa, Masotta advierte que hubo un cambio de actitud en Viñas, una evolución literaria y política, y que ese cambio está re-

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presentado en Un dios cotidiano. Viñas dejó de entender que “comprometerse” equivale a escribir en forma espontánea y violenta, inmediatamente sincera, para aceptar que no hay verdadero compromiso sin que medie la reflexión. A la vez, sustituyó la imagen que tenía de sí mismo como hombre “sincero”, “íntegro” e “indignado”, por otra menos vanidosa y más política. Finalmente, en relación con los aspectos técnicos de sus relatos, dejó de utilizar un narrador omnisciente en tercera persona para adoptar otro en primera y testigo, y reemplazó una perspectiva temporal fundada en el pasado por otra enraizada en el presente. Ahora bien, ¿cómo es que este denso conjunto de cambios encuentra en Un dios cotidiano el espacio apropiado para su representación? En el acto de delegar la voz narrativa en el padre Ferré hay que ver –cree Masotta– “una necesidad sentida por el autor y su decisión de encarnarse él mismo en su personaje”. El autor, Viñas, se encarna en su personaje, Ferré, y sobre esta “encarnación” –que es una primera equivalencia– Masotta construye una proporción (Ferré es a Porter lo que el “nuevo Viñas” es al “viejo Viñas”) que deviene alegoría (la denuncia que hace Ferré de Porter, y que causa la expulsión del último, representa el acto por el cual el “nuevo Viñas” renuncia al “viejo Viñas”, la sustitución de la rebelión inútil por la conciencia reformista). Viñas se ha encarnado en el padre Ferré, que representa al modo en que Viñas entiende ahora el compromiso político. ¿Pero cuál es el sentido de esta forma, ya no inmediata sino reflexiva, de comprometerse? Para explicarlo, Masotta narra la progresiva adaptación de Ferré al mundo del colegio en los términos de una dialéctica del reconocimiento: Ferré llega al reconocimiento de los otros que no son él. Pero sucede que la novela se cierra en ese momento, en el momento de la alienación de Ferré a los otros, en su asimilación al mundo cerrado del colegio, y no aparece planteada en ella la po-

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sibilidad de una superación, de una salida fuera del encierro, que reinicie el movimiento. Por eso hay que hablar aquí –dice Masotta– de una “dialéctica trunca”. El mundo del colegio, el mundo que para Viñas representa al Mundo, es el mundo de lo cotidiano: un mundo en el que sólo vale el presente, un presente “limitado, rarificado”, un mundo de “hombres pasivos”, de hombres que se niegan, por temor, la posibilidad del futuro. Un mundo que es nada más que un aspecto del mundo, uno de sus niveles de existencia, y que entorpece el acceso a los otros niveles (al de la política como transformación, por ejemplo). En este punto, el lector termina de reconocer lo que desde un principio vino sospechando: que el mundo en el que Ferré logró encarnarse, en el que se ha comprometido, “poco o nada tiene que ver con el suyo propio”. Más que una forma de compromiso (o mejor, porque se trata de una forma tan limitada de compromiso) la de Ferré es una forma de evasión: lo cotidiano niega la Historia. ¿Qué fue de las intenciones de Viñas? Su novela, que él pensó sería un manifiesto de la literatura “comprometida”, se ha revelado, al término del rodeo, una novela de evasión. Lo que se dice, una catástrofe. La catástrofe de la literatura: los medios se liberan y traicionan a las buenas intenciones. Pero tal vez haya un modo más riguroso de decirlo, el que la búsqueda de Masotta hace posible: la literatura no tiene que ver con las buenas o malas intenciones, y si se puede hablar de una significación política en literatura, esa significación es la que la literatura misma, a su modo, según su “lógica interna”, produce. (A propósito de los ensayos críticos de Viñas, pero con referencia también al Borges de Adolfo Prieto, Masotta se lamenta por “cómo ha sido oscurecido entre nosotros lo que se debe entender por literatura comprometida”. A favor de un encuentro inmediato de la literatura con la política (que

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significó, en todos los casos, la reducción de la literatura a la política, la disolución de lo específico literario en la evidencia de la obra como vehículo de intenciones políticas), esos autores olvidan que el compromiso exige –como lo apuntó Sartre– un pasaje de lo dado a la reflexión, un minucioso trabajo de reflexión sobre las condiciones de la producción de sentido en literatura. Basta con recordar las reflexiones de Masotta sobre el uso que hace Juan Carlos Ghiano de ciertos adjetivos con valor de sustantivo, sobre los efectos estéticos e ideológicos provocados por ese uso 25 , para advertir qué lejos está él de las simplificaciones, fáciles y tentadoras, en las que recaen otros críticos de izquierda. El joven Masotta ama los matices, las particularidades, las diferencias. Ama todo lo que es necesario amar para amar a la literatura. Por eso no nos sorprende –aunque nos admira– que haya llegado a una comprensión tan sutil de lo que es la experiencia literaria, que haya descubierto, por ejemplo –pero no es un ejemplo entre otros–, que la significación en literatura tiene que ver más con la dificultad y con la decepción que con la comunicación directa 26 . Por eso no nos sorprende tampoco que se niegue a integrar el coro de los detractores de Borges 27 , que le dé, por el contrario, un lugar de referencia privilegiada cuando se trata de definir la literatura 28 , y, más aún, que considere que Borges es, junto con Arlt, uno de los más grandes escritores que produjo el país 29 .)

III. El éxito de una búsqueda depende menos de sus hallazgos que de los peligros que amenazan hacerla fracasar. Triunfar en una búsqueda (en una búsqueda esencial, la búsqueda de la literatura) es encontrar el modo, buscando, de mantener despierto el deseo de buscar. Por eso no parece aventurado –ni sólo una ocurrencia– afirmar que el más exitoso de los ensayos del joven Masotta es “Seis intentos frus-

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trados de escribir sobre Arlt”. Aunque ya lo había hecho (o quizá mejor: porque ya lo había hecho, porque había avanzado, y no poco), Masotta descubre que ahora, en este momento extremo de su búsqueda del sentido de la obra de Arlt, le es imposible continuar (escribiendo) y que sólo le queda escribir para dar testimonio de su imposibilidad de hacerlo. Entonces escribe esa imposibilidad de escribir, y podemos suponer que la tensión entre poder e impotencia, la prueba de los límites de su búsqueda, no pudo no impulsarlo a continuar, a ir –aunque más no fuera un sólo paso– más allá. Lo imposible –hecho posible por la escritura– es condición de posibilidad de la insistencia en escribir. Si ahora es imposible (continuar la búsqueda), todavía es deseable (buscar). El fracaso de una búsqueda no depende de los peligros que la acechan sino de sus hallazgos. Fracasar en una búsqueda es encontrar, demasiado pronto, lo que se creía buscar. Dar por terminada una lectura bajo la suposición de que lo esencial ya fue reconocido. Quedarse sin palabras, no porque se experimente su insuficiencia (tal la prueba de lo imposible), sino porque se cree haberlo dicho todo. También de estos fracasos, de la esterilidad de las conclusiones apresuradas, dan testimonio los ensayos del joven Masotta. Detengámonos ahora en uno de ellos, “Ricardo Rojas y el espíritu puro”, apostando a que descubrir las razones por las que una búsqueda se detiene es otra forma de llegar a saber qué se pone en juego cuando se libera el deseo de buscar. Como es un ensayista y obedece al imperativo de “pensar más de lo que se encuentra ya pensado en lo dado” 31 , y como sabe que para hacerlo es necesario aventurarse por la vía difícil, exigente, de lo indirecto, Masotta considera que todavía es una tarea a realizar la explicación del nacionalismo de Ricardo Rojas y que, si se quiere llevarla adelante, será necesario atender a: a) el contenido inmanente de sus trabajos, es decir, su coherencia filosófica, su argumentación

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interior, los principios de los que parte y los que rehúye, su modo de razonar y los límites más allá de los cuales se niega a razonar; b) el aspecto situacional-cultural de su obra, entendiendo por tal el juicio que surge de un cotejo entre su nacionalismo con otros que le son contemporáneos; c) la relación de ese nacionalismo con el contexto socio-político del que emana y al que se refiere”’ 31. Un programa de investigación como éste, ejemplar por el modo en que conjuga rigor y ambición, seduce al lector, que espera ver, en lo que sigue, cómo le da cumplimiento Masotta. El lector espera ansioso, por ejemplo, el momento en que asistirá al análisis –que él supone detallado, minucioso– de los procedimientos retóricos de que se vale el autor de La restauración nacionalista para argumentar. Pero ese lector –que hemos sido nosotros– se ve defraudado de inmediato. En un solo párrafo, en menos de diez líneas. Masotta dice todo lo que tiene para decir en relación con el primer punto del “programa”. Una referencia masiva al trabajo realizado por Giusti, que usurpa el lugar de los deseables análisis retóricos, basta para liquidar –el término es el más apropiado– la cuestión. Giusti ha dicho lo “suficiente”: que el sustrato teórico de Rojas es el “individualismo abstracto” y que su método es “apriorístico y metafísico”. El lector, que es un lector de ensayos, no puede disimular su malestar: más allá de que acuerde o no con las caracterizaciones de Giusti, le parece inadmisible que Masotta las juzgue “suficientes”. ¿Cómo no esperar más de alguien que –como se sabe– ama los matices y las diferencias? Pero, lector de ensayos al fin, se decide a continuar la lectura, a esperar que Masotta le dé una ocasión para el encuentro. De alguna forma, discretamente, la ocasión parece tener lugar en el momento siguiente del ensayo. Para cumplir con el segundo punto del “programa”, Masotta identifica el nacionalismo de Rojas con el de Barrés, y más precisamente,

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las diferencias entre Barrés y Maurrás con las diferencias entre el nacionalismo “liberal” de Rojas y el nacionalismo “de derecha” aparecido en Argentina alrededor de 1930. El recurso a la analogía pone de relieve no la falta de originalidad, sino el carácter “generoso” del nacionalismo de Rojas, que tan pronto como veneraba las fuentes indígenas de nuestra cultura daba muestras de respeto por la Constitución y el Parlamento, por la libertad de conciencias y el diálogo. Pero ese pensamiento que era generoso era también, por lo mismo, extremadamente “sincrético”. En este momento de la argumentación Masotta vuelve a referirse a Giusti, esta vez para disentir: “Giusti, que ha puesto al descubierto la debilidad del pensamiento de Rojas, después de comprobar que no era un filósofo, ni un pensador, ni un sociólogo –a pesar que trabajaba con pensamientos y que sus ideas implicaban constantemente a lo sociológico– concluye entonces que Rojas era un poeta... ¿Será entonces que los poetas tienen derecho a la debilidad e incoherencia en el ordenamiento de las ideas? No lo creo.” Pero más que en disentir con Giusti, en negar que la prosa de Rojas sea también poesía, Masotta está interesado en proponer otra interpretación. Para hacerlo, recuerda que el discurso de Rojas está, como lo está cualquier discurso, sin importar cuál sea su género, ligado a las estructuras de la sociedad de la que surge, y que puede (y debe) ser interrogado en su relación con esa sociedad de la que se “alimenta” y a la que pretende “regular” o “salvar”. Sin vacilar, de una vez, Masotta concluye lo fundamental: “Resumiendo: esta obra generosa, este pensamiento sin coherencia, esta prosa que no es ni filosofía, ni sociología, ni historia es simplemente esto: ideología”. En el resto del ensayo, destinado a explicitar, por el comentario de un ejemplo, el sentido de ese “resumen”, Masotta sitúa a La restauración nacionalista en su época, los conflictos sociales ocurridos durante el Centenario, a los que, por

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un acto de denegación, esa obra no hace ninguna referencia. Entonces –la conclusión se hace evidente– todo parece indicar que el “espíritu tradicional” es, para Rojas, “espíritu puro”, desencarnado, que esa fuerza inmaculada que él llama “nacionalismo” trasciende las miserias del “mercantilismo”. Y entonces, porque afirma la existencia de una zona pura y olvida, que ella “no vive sino de y en el seno de la zona impura”, la obra de Rojas es obra de mistificación, es ideología: no hace más que “velar las relaciones reales entre los hombres en la sociedad existente”. El lector, que ha venido leyendo el ensayo con impaciencia, con la misma impaciencia con que parece haber sido escrito, no puede abandonar la impresión de que Masotta ya había llegado antes a ese lugar al que ahora se supone acaba de llegar, antes incluso de leer a Rojas. Siente que, en lugar de asistir al descubrimiento de algo nuevo, presencia el reencuentro con algo ya sabido. ¿Acaso lo que Masotta dice de la obra de Rojas no es, con ligeras variantes, lo mismo que ya dijo a propósito de Güiraldes y su Don Segundo Sombra (“El platonismo de Güiraldes”), lo mismo también que dirá luego a propósito de Juan Carlos Ghiano y de Lugones ( “ L e o p o l d o L u g o n e s y Ju a n C a r l o s G h i a n o : a n t i m e rcantilistas”)? En los tres casos Masotta reconoce un mismo funcionamiento ideológico: la creencia en ciertos valores purificados de mercantilismo –“el hombre de campo”, “el nacionalismo”, “la dignidad”– como desconocimiento de las relaciones mercantiles que determinan toda valoración. El lector se siente decepcionado al terminar la lectura no porque suponga que la ideología de Rojas es otra, porque sienta la necesidad de polemizar con la caracterización de Masotta, sino porque esperaba –y había razones para hacerlo: los ensayos sobre Arlt y sobre Viñas– otra cosa. Volvamos a considerar el desarrollo del ensayo. Las exigencias planteadas al comienzo son las del rodeo: llegar al

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fin propuesto, el sentido de la obra de Rojas, después de recorrer el camino más largo y más complejo, el que presenta las mayores dificultades y hace posible, por eso, el encuentro con lo más particular, lo más específico de esa obra. Pero a poco de avanzar, apenas salido, Masotta olvida la exigencia de aventurarse por un rodeo que difiera el encuentro final todo lo posible, y se precipita por un atajo, el recurso a la “ideología”, que le permite dar término casi de inmediato a la búsqueda. Con un mínimo de esfuerzo y un máximo de garantías de verdad –las que aporta la teoría marxista–, Masotta descubre rápidamente la clave que permite explicar la obra de Rojas: no es más que ideología. El precio que paga a cambio de esas comodidades es la disolución, en su generalidad ideológica, de todo lo que esa obra tiene de particular. “Resumiendo –dice Masotta, y lo dice sin vacilar, con la seguridad del que se sabe en lo cierto–: esta obra generosa, este pensamiento sin coherencia, esta prosa que no es ni filosofía ni sociología, ni historia es simplemente eso: ideología.” En este punto, en el que supone acercarse a la verdad, Masotta se aleja definitivamente de nosotros. Porque ¿qué podemos encontrar de seductor nosotros, lectores de ensayos, en un modo de decir que extrae sus fuerzas de su debilidad, que se supone potente porque se deja librado a los poderes del conocimiento teórico? ¿No eran posibles, llegados a este punto, otros gestos menos económicos pero más eficaces –inciertos– que el resumen y la simplificación? ¿A qué otro lugar pueden llevarnos resumir y simplificar sino al de partida?, ¿con qué otro peligro pueden confrontarnos más que con el “de la falta de peligro”? Resumir, decir las cosas de la manera más simple y más directa, se opone –si no frontal, radicalmente– a buscar, escribir a favor de la complejidad y de lo indirecto.

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En “El platonismo de Güiraldes”, Masotta comienza recordando un lugar común, la afirmación de que la figura de Don Segundo es la figura del peón de campo vista con los ojos del patrón, y después de admitir su exactitud pero también su insuficiencia, propone una variación: “Mejor habría sido decir que (la figura de Don Segundo) es la figura del peón, simplemente vista, mirada” 32. Por uno de esos gestos que nos permiten reconocerlo como un ensayista (pone el saber filosófico al servicio de la crítica ideológica, como una herramienta más y no como su fundamento), Masotta introduce después algunos conceptos elementales del platonismo que le permiten desarrollar el sentido del desplazamiento propuesto. Que el desvío se continúe luego en un atajo, que el recurso al platonismo se subordine a la desmitificación de siempre (todo concluye con la sanción de Don Segundo Sombra como “una contribución de la literatura gauchesca a la necesidad de velar las relaciones de clase”), no niega la eficacia crítica de esa variación. Si uno lee sin prestar demasiada atención, confiado en la permanencia de una sensibilidad de ensayista de la que ya dio pruebas, puede creer que Masotta actúa, en el ensayo sobre Rojas, un gesto semejante al que acabamos de referir, que si retoma la caracterización de Giusti (la prosa de Rojas, que no es ni sociología, ni filosofía, ni historia es poesía), lo hace para imponerle un desvío por el recurso a la ideología. Pero si se lee detenidamente, dándose el tiempo necesario para comprender –el tiempo que Masotta no se dio para escribir–, se advierte, por el contrario, otra cosa: antes que desviarla, porque le niega cualquier valor, Masotta deja la interpretación de Giusti en su lugar: como está demasiado ansioso por llegar a otro lugar, la pasa por alto. Pero, ¿y si en lugar de negarla, de hacerla a un lado, Masotta se hubiese atrevido a robar la afirmación de Rojas como poeta, si se la hubiese arrebatado a Giusti para hacerla significar en otra

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dirección? ¿No hubiese sido posible, atendiendo a los aspectos literarios de esa prosa, y a la tensión que los liga con los históricos, filosóficos y sociológicos, dar con otra imagen de Rojas, menos cierta pero más sugerente, capaz de motivar el recomienzo de la búsqueda? A la enunciación de estas preguntas, que el fracaso de Masotta hace posible –hay que reconocerle ese mérito–, sólo puede seguir la repetición de una fórmula que llama a continuar: todo está por hacerse. 1989

Notas 1 Maurice Blanchot: Michel Foucault tal y como yo lo imagino, Valencia, Ed. Pre-Textos, 1988; pág. 13 y ss. 2 “¿No será que los hombres de élite, progresistas o conservadores, liberales o totalitarios, socialistas o católicos, terminan todos por parecerse’.’” (Oscar Masotta: “Sur o el antiperonismo colonialista”, en Conciencia y estructura, Buenos Aires, Ed. Jorge Álvarez, 1968; pág. 110.) 3 “Arlt –Un escolio”, en David Viñas y otros: Contorno (Selección), Buenos Aires, CEAL, 1981. Capítulo. Biblioteca argentina fundamental, Nº 122; págs. 83-85. 4 Ídem; pag. 85. 5 Michel Foucault: “Debate con los historiadores”, en El discurso del poder, Buenos Aires, Ed. Folios, 1983; pág. 229. 6 Cf. Maurice Blanchot: “Los caracteres de la obra de arte”, en El espacio literario, Buenos Aires, Ed. Paidós, 1969; pág. 209 y ss. 7 “Reflexiones presemiológicas sobre la historieta y el ‘esquematismo’” en Conciencia y estructura, ed. cit., pág. 271. 8 Buenos Aires, CEDAL, 1982; págs. 57-58 9 “Leer a Freud”, en Introducción a la lectura de Jacques Locan, Buenos Aires, Ed. Corregidor, 1974; pág. 157. 10 “Roberto Arlt, yo mismo”, en Conciencia y estructura, ed. cit.; pág. 190. 11 Ed. cit.; pág. 11. 12 Jean-Paul Sartre: “Cuestiones de método”, en Crítica de la razón dialéctica. Tomo 1, Buenos Aires, Ed. Losada, 1963; pág. 41.

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13 Las expresiones entrecomilladas, el sentido de la frase en su conjunto y el proyecto referido en ella pertenecen a Sartre (Cfr. “Cuestiones de método”). Nos parece oportuno recordar aquí que, más allá de algunas opiniones demasiado generales e imprecisas (del tipo: todo Sexo y traición en Roberto Arlt estaba ya en el Saint Genet), es poco lo que se ha dicho sobre las relaciones del joven Masotta con la obra de Sartre. Todavía no hemos determinado si la adhesión de Masotta al método “progresivo-regresivo” debe ser pensada en términos de repetición (es decir, de transformación) o de simple reproducción; si él encontró en el método sartreano unos “indicadores de tareas”, un modo de plantear los problemas atendiendo a lo singular antes que unas soluciones válidas para cualquier caso, o si lo tomó como un “discurso tutor”, un conjunto de reglas a las cuales sujetar el movimiento de búsqueda (y se haría difícil entonces, a decir verdad, seguir hablando de “búsqueda”). Nos parece oportuno enunciar aquí la necesidad de volver, en otro momento, sobre esta cuestión. 14 En Conciencia y estructura, ed.cit.; pág. 23. 15 Idem; pág. 73. 16 Sexo y traición en Roberto Arlt, ed. cit.; pág. 10. 17 Idem. 18 “Explicación de Un dios cotidiano”, en Conciencia y iwtructura, ed. cit. 19 Sobre el ensayo de lectura como rodeo, Cfr. Nora Avaro y Analía Capdevila: “Un ensayo político. A propósito de Sexo y traición en Roberto Arlt”, en A.A.V.V.: David Viñas y Oscar Masotta: ensayo literario y crítica sociológica, Rosario, Ediciones Paradoxa, 1989. 20 Sexo y traición en Roberto Arlt, ed. cit.; pág. 28. 21 Idem; pág. 11. 22 “Explicación de Un dios cotidiano”, ed. cit.; pág. 120. 23 “Seis intentos frustrados de escribir sobre Roberto Arlt”, en Sexo y traición en Roberto Arlt, ed. cit.; pág. 85. 24 Sexo v traición en Roberto Arlt, ed. cit., pág. 27. 25 Hay (un mecanismo) bastante común (en la prosa de Ghiano) que consiste en tomar un adjetivo, sustantivarlo, y luego pluralizarlo: “exquisito”, “exquisitez”, “exquisiteces 7 '. Dejando de lado los reproches de tipo formal, sería interesante preguntarse por el valor del procedimiento. En Ghiano, parece, se trata tanto de oscurecer el sentido de las proposiciones como de dar al fraseo una fachada de riqueza visual, para cargarla de peso afectivo y tal vez, como de una capa de socarronería y virilidad, que como veremos no está alejada de su concepción de las cosas.” (“Leopoldo Lugones y Juan Carlos Ghiano: antimercantilistas”, en Conciencia y estructura, ed. cit.; pág. 167.

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26 Cfr. el momento de Sexo y traición en Roberto Arlt en el que Masotta considera las diversas conjeturas del lector sobre el sentido de la conducta del Astrólogo. Cada conjetura contraría las otras, sin que se pueda optar por una de ellas y desechar a las demás. El lector no puede decidir si el Astrólogo es un auténtico revolucionario o un moralista burlón. Transcribo una de las frases con las que concluye ese momento del ensayo: “es en esa oscilación de las significaciones, en ese enloquecimiento del sentido, donde debemos ir a buscar lo que esta obra entiende comunicarnos: no podemos pedir al autor que sea explícito ahí donde ha decidido ser difuso o que hable demasiado claro cuando ha elegido la ambigüedad” (ed. cit., pág.29). 27 Durante la década del cincuenta y comienzo de la del sesenta la mayor parte de los críticos de izquierda coincidían en negarle valor literario a la obra de Borges. Sobre esta cuestión, cfr. Nicolás Rosa: “Borges y la crítica”, en Los fulgores del simulacro (Santa Fe, Universidad Nacional del Litoral, 1987; págs. 259-278). 28 Cfr. Sexo y traición en Roberto Arlt, ed. cit.; págs. 14 y 71. 29 “Seis intentos frustrados de escribir sobre Roberto Arlt”, ed. cit.; pág. 85. 30 T.W. Adorno: “El ensayo como forma”, en Notas de literatura, Barcelona, Ed Ariel, 1962; pág. 13. 31 “Ricardo Rojas y el espíritu puro”, en Conciencia y estructura, ed. cit.; pág 146. 32 En Conciencia y estructura, ed. cit.; pág. 117.

Referencias bibliográficas A) Ensayos de Oscar Masotta: · Sexo y traición en Roberto Arlt, Buenos Aires, CEDAL, 1982 (incluye “Seis intentos frustrados de escribir sobre Roberto Arlt”). · Conciencia y estructura, Buenos Aires, Ed. Jorge Alvarez, 1969, en especial: “Crítica y literatura”. B) Trabajos sobre Oscar Masotta: Avaro, Nora y Capdevila, Analía: “Un ensayo político” (A propósito de Sexo y traición en Roberto Arlt), en AA.VV: David Viñas y Oscar Masotta: el ensayo literario y la crítica sociológica, Rosario, Ediciones Paradoxa, 1989.

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Gusmán, Luis: “Constancia de una actitud de lector”, en Tiempo argentino, 25 de noviembre de 1984; pág. 5. Jinkis, Jorge: “El psiconálisis, punto de llegada”, en Tiempo argentino, 25 de noviembre de 1984; pág. 5. Rosa, Nicolás: “Sexo, traición, Masotta y Roberto Arlt”, en Setecientosmonos, N° 6, Rosario, agosto de 1965. Steimberg, Oscar: “La marginalidad de un creador feroz”, en Tiempo argentino, 25 de noviembre de 1984; págs. 2-3. Sebreli, Juan José: “El joven Masotta” en Arte Nova, N° 5, abril-mayo 1980; págs. 22-24. C) Bibliografía complementaria: Masotta, Oscar: Introducción a la lectura de Jacques Lacan, Buenos Aires, Ed. Corregidor, 1974 (incluye “Leer a Freud” y “Qué es el psicoanálisis”). · Ensayos lacanianos, Barcelona, Ed. Anagrama, 1978. Rosa, Nicolás: “Sexo y creación: Sartre y Genet”, en Crítica y significación, Buenos Aires, Ed. Galerna, 1970; págs. 101-143; “Viñas: las transformaciones de una crítica”, en Los fulgores del simulacro, Santa Fe, UNL, 1987. Sartre, Jean-Paul: Crítica de la razón dialéctica. Tomo I, Buenos Aires, Ed. Losada, 1963. · San Genet comediante mártir, Buenos Aires, Ed. Losada, 1967.

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Cortázar en los 60: ensayo y autofiguración “Allí estoy yo violando todas las reglas de la sensatez.” Cortázar, a propósito de Rayuela

El caso de Cortázar parece ser el de un autor que prevalece sobre su obra aunque (o tal vez porque) constantemente se reconoce excedido por fuerzas misteriosas que lo mueven a su realización. La insistencia en representarse como un “medium” a través del cual pasan y se manifiestan fuerzas desconocidas, ajenas a su voluntad 1, no sólo no sirvió para propiciar un adelgazamiento de su figura de autor, para favorecer su proyección a un segundo plano, detrás de los acontecimientos impersonales que toman cuerpo en su escritura, sino que, por el contrario, alimentó con nuevos argumentos la reducción de su obra a un atributo de su sensibilidad. En el caso de Cortázar, tan diferente en esto al de algunos de sus escritores amados, pienso en Arlt o en Felisberto, que están siempre convirtiéndose en personajes de sus invenciones anómalas, el carácter insólito y perturbador de las narraciones termina imponiéndose como una manifestación de la excentricidad y la excepcionalidad de su creador. Se lo puede leer en la declaración que tomé como epígrafe, recogida por Luis Harss en “Cortázar, o la cachetada metafísica” 2 : más acá de la crisis generalizada a que son sometidos en

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Rayuela los principios lógicos y la identidad, como centro, causa y fin del proceso narrativo que viola todas las reglas de la sensatez, se preserva y resplandece el yo creador, identificado por su voluntad de transgredir lo establecido. (Qué tan conmovidas pueden estar la lógica y la sensatez cuando se las cuestiona con tanta autoridad, cuando se pretende impugnarlas sin impugnar al mismo tiempo la certidumbre del yo, es una pregunta imposible de no formular en este punto pero que me demoraré en responder.) Cortázar es un escritor que no reniega de sus contradicciones, sobre todo si es él mismo el que las percibe (cuando son los otros los que se las señalan, puede reaccionar con crispación, incluso con necedad). Acaso la mayor de sus contradicciones inadvertidas sea la que consiste en haber afirmado durante décadas, siguiendo a Keats, que el carácter poético no tiene identidad ni atributos invariables, que el olvido de sí mismo es una condición esencial para el cumplimiento del acto literario 3, y haber construido laboriosamente durante ese mismo tiempo una de las imágenes de escritor más acabadas y reconocibles de la literatura argentina. La edificación de esta imagen fue en parte sustancial obra del entusiasmo y el interés de los lectores y críticos, pero también, y acaso de un modo más decisivo, del continuo proceso de autofiguración que Cortázar realizó a través de las digresiones metaliterarias en sus novelas, las cada vez más frecuentes declaraciones sobre el valor y el sentido de su obra en las entrevistas y –lo que aquí me interesa comentar– sus intervenciones ensayísticas. Por razones de sobra conocidas: la extraordinaria visibilidad que cobró su figura en el contexto cultural latinoamericano después del éxito de Rayuela y de su adhesión a la causa de la revolución cubana, este proceso de construcción e imposición de una autoimagen se intensificó a partir de la segunda mitad de la década del 60, sobre todo a partir de la

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publicación en 1967 de La vuelta al día en ochenta mundos. El primer libro “almanaque” de Cortázar es una monumental puesta en escena de un conjunto de atributos pretendidamente desconcertantes por los que su autor quiere ser reconocido: la informalidad, el sentido de lo insólito y excepcional, la voluntad de trasgresión. Cortázar se muestra, pone su afinadísimo arte literario en función de mostrarse tal como le gusta verse, incluso en la intimidad: como alguien “que es terriblemente intelectual y al mismo tiempo está más vivo que un gato de azotea” 4. Las ocurrencias calculadamente disparatadas, las mezclas que se saben impertinentes, el recurso a la parodia, la ironía y la autoironía; toda esa batería de procedimientos que la inteligencia moviliza contra las imposturas de lo solemne para mostrarse divertida, no sólo no evitan la monumentalidad de la escenificación, sino que la propician. La “tensión posesiva” que caracteriza, según Yurkievich, la escritura de Cortázar 5, se manifiesta en este caso en la voluntad de imponerle al lector una imagen de sí que, lejos de provocar su descolocamiento, busca su adhesión por la vía de una identificación con valores que se pretenden transgresivos y se saben seductores. La eficacia de las formas de autofiguración cortazarianas está fundada, por una parte, en el contenido moral de las imágenes que propone y, por otra, en el modo satisfactoriamente crítico, en el límite, tranquilizador, de sus procedimientos constructivos. La vuelta al día en ochenta mundos, y un par de años después, como un eco bastante debilitado, Último round, escenifican un cuestionamiento ocurrente y divertido de la inteligencia y la literatura que es obra de ellas mismas. El intelectual formado en la “alta” cultura, con una irrenunciable vocación de trascendencia, juega a la desestabilización de su arte y su figura pública, pero cuidándose de conservar los fundamentos morales que le dan al juego y a la desestabilización un valor trascendente.

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Una pieza clave en este proceso de autofiguración es el ensayo “Del sentimiento de no estar del todo” 6. Como el sentido de lo fantástico y el del humor, el sentimiento de la inevitable descolocación en el mundo, de la imposibilidad de estar en un solo lugar, le viene a Cortázar desde la niñez y debe ser tomado como una manifestación de la coexistencia en su sensibilidad de dos aperturas al mundo: la del adulto y la que corresponde a la “visión pueril”. El “hombre-niño” que se figura Cortázar es un hombre enriquecido por la conservación de algunos atributos infantiles, pero definitivamente liberado de la indeterminación que gobierna el mundo de la infancia. Ese niño que el adulto reconoce como parte de sí mismo, no es más que un estereotipo adulto, el del “monstruito”, destinado a reducir la heterogeneidad de la infancia y a desconocer su inaprensibilidad. Cortázar suma atributos, concilia los opuestos, sin perder nada: la lateralidad infantil como condición para abrirse a lo desconocido no sólo no descompone, o al menos inquieta su “madurez técnica”, sino que se pone a su servicio. A través de la figura aparentemente excéntrica y marginal del “hombre-niño” (o, en su versión más estereotipada, del cronopio), celebra su superioridad espiritual, la que proviene de la feliz reunión en su persona del extrañamiento infantil con las virtudes más severas del temperamento adulto: el dominio pleno de las facultades expresivas y el sentido de la autocrítica 7. Cortázar libró una lucha constante contra la razón occidental por considerarla reductora de las posibilidades humanas, pero muchas veces lo hizo con el arma más poderosa con que cuenta la razón para ejercer su dominio: la duplicación de las identidades como recurso para conjurar los riesgos del desdoblamiento. La eficacia y los límites de este recurso quedan expuestos claramente en su metafísica de la “para-realidad”. Disimulada bajo la cómoda aceptación de lo habitual y establecido, “al otro lado de la Gran Costumbre” 8,

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existe según Cortázar una realidad desconocida, que responde a leyes propias, indiferentes a los principios lógicos, pero tan rigurosas e implacables como las que rigen el orden de apariencias en el que la mayoría se mueve diariamente. Esta realidad secreta, hecha de “reversos [que] desmienten, multiplican, anulan los anversos” 9 , no está dada, pero es accesible para quien, como el poeta o el narrador con “sentimiento de lo fantástico”, la acepta y la sabe usar. Parafraseando una formulación blanchotiana, se puede decir que Cortázar propone la existencia de otra realidad como una forma inteligente de desconocer lo otro de la realidad, la irrealidad que el mundo de los hábitos, pero también el de las excepciones, rechaza para poder constituirse como mundo aceptable y cognoscible. La metafísica cortazariana prueba su eficacia cuando reconoce que la para-realidad es “más real” 10 que el orden de las costumbres y denuncia el carácter reactivo de lo establecido 11 , pero señala sus límites y exhibe su propia voluntad de reacción cuando limita la aparición de lo desconocido a la revelación de otro orden por conocer, secreto pero disponible. La idea de una realidad extraña pero que está a disposición de algunos sujetos excéntricos bloquea, cuando parecía que iba a propiciarla, la enunciación de otra idea infinitamente más inquietante, la que afirma la realidad de lo indisponible, de lo que aparece sin darse, próximo en y por su inaccesibilidad. Cortázar es un coleccionista de azares guiado por una consigna paradójica, la negación de lo casual. En su metafísica, hasta los “intersticios de sinrazón” tienen su razón de ser. Los encuentros fortuitos y las coincidencias imprevisibles que trazan figuras en sus narraciones, sus ensayos, incluso en su correspondencia, no expresan la potencia creadora de la indeterminación, sino que revelan una necesidad de otro orden. Cortázar es un buscador de hallazgos cada vez más seguro de sí mismo porque sabe, y en ese saber funda su

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praxis literaria, que los agujeros que corroen la realidad son más que una superficie sin espesor en la que se hunden las certidumbres habituales, son la apertura a una realidad superior, más vital, más humana. Por eso los acepta con felicidad, incluso con euforia (“Y me gusta, y soy terriblemente feliz en mi infierno, y escribo.” 12 ), porque ya se los ha apropiado. En el comienzo de Por los tiempos de Clemente Colling Felisberto Hernández condensa su poética de la narración del recuerdo en una fórmula que responde a una exigencia ética inflexible: “Pero no creo que solamente deba escribir lo que sé, sino también lo otro” 13 . Cuando Cortázar comenta la fórmula, en uno de tantos ensayos destinados a fortalecer la complicidad de sus lectores, le impone un alcance moral que inevitablemente la debilita: “Porque ‘lo otro’, ¿quién lo conoce? Ni el novelista ni el lector, con la diferencia de que el novelista adelantado es aquél que entrevé las puertas ante las cuales él mismo y el lector futuro se detendrán tanteando los cerrojos y buscando el paso. Su tarea es la de alcanzar el límite entre lo sabido y lo otro, porque en eso hay ya un comienzo de trascendencia”. 14 En Cortázar lo otro no es más que otra versión de lo mismo, más rica y también más atractiva, con sus peligros seductores y no demasiado peligrosos, la versión que puede dar una inteligencia entrenada en el cuestionamiento de sí misma pero lo suficientemente firme como para no perder, bajo ninguna circunstancia, la convicción en su integridad. Dando pruebas de su poder, pero sin poner su poder a prueba, la inteligencia se resiste a experimentar la alteridad de lo mismo, esa experiencia que es la de sus límites pero también la de sus posibilidades extremas, y elige representarse lo otro bajo la apariencia tranquilizadora de un dominio a conquistar, lo suficientemente extraño como para desautomatizar las costumbres, lo suficientemente familiar como para, al explorarlo, no perderse.

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“Yo –dijo algunas vez Cortázar– parezco haber nacido para no aceptar las cosas tal como me son dadas.” 15 Más que al encuentro con lo desconocido en alguna de sus imprevisibles formas, sus ensayos –y a veces también sus novelas y algunos relatos– tienden a la escenificación de este destino de excepcionalidad. Por eso, no importa qué tan lejos vayan, ni cuánto amplíen el horizonte de sus posibilidades, se quedan siempre más acá de lo que anuncian, aferrados a la vieja certidumbre del autor como subjetividad extraordinaria que se realiza a través de una obra trascendente, de –para usar un cliché que Cortázar nunca abandona– la “gran literatura”. Posdata. Un aspecto fundamental de la autofiguración cortazariana en los 60, también uno de los más estudiados, es la construcción de la imagen del “escritor revolucionario” a partir de una versión del compromiso en literatura tan ingeniosa como poco consistente. En varias intervenciones críticas, que no son estrictamente ensayos pero que suelen tomar una forma ensayística, Cortázar propone modos de superar la irreductibilidad entre literatura y política por la vía de la conciliación de sus respectivos intereses morales. Su inteligencia opera en estos casos con una velocidad mayor a la acostumbrada, porque se permite facilidades a las que por lo general renuncia cuando se ocupa de problemas estrictamente estéticos. En pocas palabras: se permite yuxtaponer casi inmediatamente dominios que sabe heterogéneos sin darse tiempo para experimentar e interrogar las dificultades de su articulación. Como cuando afirma que el escritor que necesita la revolución es alguien en quien se da “una fusión total de (...) dos fuerzas, la del hombre plenamente comprometido con su realidad nacional y mundial, y la del escritor lúcidamente seguro de su oficio”, alguien “en quien se fusionan indisolublemente la conciencia de su libre

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compromiso individual y colectivo, con esa otra soberana libertad cultural que confiere el pleno dominio del oficio”. 16 Estas fórmulas deben mucho a la retórica de la necesaria superación de las diferencias –siempre rendidora en términos ideológicos– y poco a las exigencias propias del pensamiento crítico. A partir de su adhesión fervorosa a la causa de la revolución cubana, Cortázar se impone la tarea de demostrar, no de llegar a saber, cómo una literatura como la suya, que ni es realista, ni testimonial, ni populista, puede ser funcional a esa causa justa. Cómo se puede, porque tiene que poderse, contribuir a la revolución sin renunciar a los experimentos específicamente literarios, a los juegos y los placeres del cronopio. El recurso a la identidad esencial entre el proyecto humanista de la revolución y el de la “gran literatura” permite, a poco de andar, concluir la búsqueda: “el socialismo da una visión práctica” de lo mismo que “la poesía da una visión espiritual”, del “arquetipo” en el que culminará la humanidad cuando definitivamente se realice 17 . Cortázar puede reducir con facilidad la diferencia radical entre la literatura, que es un ejercicio de despoder, y los juegos de dominación propios de la política, porque previamente redujo la singularidad de sus respectivas búsquedas al cumplimiento de los más altos valores morales. 2002

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Notas 1 Julio Cortázar: “Algunos aspectos del cuento”, en Obra crítica/2, Edición de Jaime Alazraki, Madrid, Ed. Alfaguara, 1994; pág. 374. 2 El ensayo-entrevista de Harss fue recopilado en la antología crítica que acompaña la edición de Rayuela de la Colección Archivos (México, 1992); de allí lo citamos (pág. 700). 3 Cfr. “La urna griega en la poesía de John Keats”, de 1946 (recogido en Obra crítica/2, ed. cit., págs. 25-72) y “Casilla del camaleón”, publicado veinte años después en La vuelta al día en ochenta mundos (la edición que consultamos es la 26ª de bolsillo, en dos tomos, México, Ed. Siglo XXI, 1998; págs. 185-193). 4 Carta a Francisco Porrúa del 5 de enero de 1964, en Julio Cortázar: Cartas 1964-1968, 2, Buenos Aires, Ed. Alfaguara, 2000; pág. 668. 5 Saúl Yurkievich: Julio Cortázar: al calor de su sombra, Buenos Aires, Ed. Legasa, 1987; pág. 8. 6 En La vuelta al día en ochenta mundos, ed. cit.; págs. 32-46. 7 Sobre la confianza indubitable de Cortázar en su “sentido de la autocrítica” como respaldo y control de su imaginación excéntrica, ver Sara Castro Klarén: “Julio Cortázar lector. Conversación con Julio Cortázar”, en Cuadernos Hispanoamericanos 364-366, 1980; pág. 18. En este sentido, ver también la caracterización cortazariana del “escritor consumado” (otra auto-imagen) como “aparato cibernético”: “De las múltiples formas posibles de expresión de cada vivencia, elimina las que elegiría el escritor novato o mediocre (...) y deja pasar la única forma justa y exacta.” (Cuaderno de bitácora, en Rayuela, ed. cit.; pág. 474). 8 “Poesía permutante”, en Último round, México, Ed. Siglo XXI, 1969; pág. 66 (Planta Baja). 9 “Del sentimiento de lo fantástico”, en La vuelta al día en ochenta mundos, tomo I, ed. cit.; pág. 71. 10 “Casilla del camaleón”, ed. cit.; pág. 190. 11 “...todo orden establecido se forma en cuadro frente a una sospecha de ruptura y pone sus peores fuerzas al servicio de la continuación.” (“De otra máquina célibe”, en La vuelta al día en ochenta mundos, tomo I, ed. cit.; pág. 124. 12 “Del sentimiento de no estar del todo”, ed. cit.; pág. 35. 13 En Felisberto Hernández: Obras completas 1, Montevideo, Arca/Calicanto, 1981; pág. 23. 14 “La muñeca rota”, en Último round, ed. cit.; pág. 108 (Planta Alta). 15 Julio Cortázar y Omar Prego Gadea: La fascinación de las palabras, Buenos Aires, Ed. Alfaguara, 1997; pág. 45.

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16 Algunos aspectos del cuento”, ed. cit.; pág. 381 y 382, respectivamente. 17 “Acerca de la situación del intelectual latinoamericano”, carta a Roberto Fernández Retamar publicada en Casa de las Américas en 1967 y recogida luego en Último round, de donde citamos (ed. cit., pág. 213 (Planta Baja)).

Cortázar y la denegación de la polémica

La práctica de la polémica es uno de los fenómenos en los que con mayor claridad suele manifestarse una contradicción, acaso insalvable, acaso constitutiva, del modo en que los intelectuales realizan sus intervenciones públicas: a la vez que dan curso a las arrogancias y los resquemores de un narcisismo exacerbado, se proponen discutir en nombre del bien (teórico, ideológico o político) común, trascendiendo el plano de los mezquinos intereses personales. Algo, o mucho, de la convicción en el carácter excepcional de la propia subjetividad y de la función social que les toca cumplir aparece siempre en las discusiones de los intelectuales, pero disimulado, como si se tratase de un vicio que su moral reprueba, bajo la coartada del cumplimiento del deber. “Artículo de Barreto sobre el mío –anota Angel Rama en su diario de exilado, el lunes 14 de noviembre de 1977–: el jefe revolucionario que me reprende y señala a la vindicta pública porque no soy suficientemente revolucionario al escribir de Senghor. Es oír con tono adusto y en hombre ya mayor, los razonamientos esquemáticos que hacíamos y hacen los estudiantes. Más que enojarme me deprime, porque no puedo dejarlo 178

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pasar dadas sus groseras inexactitudes y acusaciones, y el trabajo que deberé tomarme en esta semana ya cargada para hacerlo, me abruma.” 1 El estado de depresión es la máscara que adopta el enojo, el placer de sentirse indignado frente a las acusaciones injustas y fácilmente rebatibles de un adversario inferior, para volverse moralmente aceptable. ¿Por qué no dejar pasar, sobre todo en una semana de por sí complicada, sobre todo cuando la polémica no hará más que agravar las complicaciones del exilio, las afrentas de un “seudointelectual” dogmático y xenófobo con el que no hay posibilidad alguna de diálogo? ¿Por qué, si lo que tenía para decir sobre Senghor ya quedó dicho y publicado, tomarse el trabajo de volver sobre el tema para discutir contra la mala fe de un antagonista que no merece el mínimo respeto, “la garrulería revolucionaria de los bares, prototipizada”? A estas preguntas, que acaso se haya hecho, Rama habría respondido seguramente apelando a la necesidad ideológica de intervenir sobre la opinión pública para contribuir, con material auténtico, a una comprensión lo más justa posible del problema en cuestión. Aunque no hay razones para dudar de la sinceridad de tal respuesta, se podrían encontrar otras menos morales, más ambiguas y, por lo mismo, más interesantes, en la extraordinaria novela del “mal querido” que narran las páginas del Diario siguiendo los avatares de un narcisismo siempre soterrado, el del intelectual latinoamericano como último héroe moderno. 2 Si se lo aprecia desde el punto de vista de los afectos que moviliza su relación con el acto de polemizar, el caso de Cortázar es, en algún sentido, semejante al de Rama. Narcisismo y denegación son también las claves para interpretar la contradicción que singulariza los vínculos del autor de Rayuela con una práctica que se le aparece como indisociable de las resonancias bélicas que transmite la etimología de su nombre. Porque deriva de “polemos”, guerra, Cortázar de-

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clara en numerosas ocasiones su renuncia a polémica como modo de confrontar posiciones encontradas, pero esas declaraciones se encuentran casi siempre al comienzo de una intervención que el destinatario del texto y los lectores que asisten a la discusión (y después los críticos y los historiadores de la literatura) identifican inequívocamente como polémica. No querría abrir una polémica, pero (sin decirlo ni reconocerlo) polemizo... Al desenvolvimiento de esta contradicción, en la que se condensan la mayor parte de las tensiones que recorren las autofiguraciones de Cortázar como intelectual revolucionario 3, se puede entrar, precisamente, desde otra anotación del diario íntimo de Rama. “17 de octubre de 1974 “Repentina llegada de Julio Cortázar, invitado a un coloquio de periodistas al que decidió asistir, dice, porque le informaron que consideraría el tema chileno. “(...) “...Curiosamente está muy desconectado de los amigos comunes, dedicado al ‘dossier noir’ chileno, y en general lo encuentro extrovertido, más en el mundo que en sí mismo, contrariamente a la impresión que me causara el Octaedro que había visto días pasados y donde me había parecido que comenzaba su reintegro a sí mismo. “(...) “...es su autenticidad (la cosa que más he admirado siempre en él) la que ahora se me presenta sombreada. No sé bien por qué ha venido, ni sé en qué está (...) y por momentos pienso que está en plan de difundirse a sí mismo, cosa que no tiene por qué parecerme mal y la he visto en muchos escritores cumplida cabalmente, pero que tratándose de él me desconcierta. Incluso su entrega a la causa propagandística chilena se me hace también entrega a la causa personal, apoyada en la otra.” 4

El malestar que siente Rama, lo que por razones de afecto prefiere llamar desconcierto, tiene que ver con la certidumbre de que alguien como Cortázar difícilmente reconocería que el interés en sí mismo (un sí mismo volcado al mundo como espectáculo, olvidado del auténtico sí mismo del

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escritor) prevalece en sus intervenciones públicas sobre los intereses de la causa chilena, y que esa falta de reconocimiento no podría atribuirse a un estratégico ocultamiento de la verdad, sino a un auténtico efecto de desconocimiento. Lanzado al mundo para cumplir con dedicación y generosidad con los imperativos morales que le prescriben, en tanto intelectual, las causas revolucionarias a las que ha adherido, por un efecto que parecería paradójico, Cortázar se va encerrando cada vez más, sin saberlo, en la celebración narcisista de su figura de escritor comprometido. La imagen que creyó entrever Rama en las páginas de Octaedro de un deseable “reintegro a sí mismo”, un reintegro que no supondría el ensimismamiento y el abandono de los compromisos públicos, sino más bien una auténtica apertura a los otros, nos habla de su añoranza por el Cortázar de un tiempo pasado, un Cortázar no necesariamente menos político, pero sí menos teatral. Entre aquel pasado de búsquedas rigurosas y exigentes, que se cumplían sin las presiones del diálogo con expectativas multitudinarias, y este presente de autenticidad “sombreada”, que Rama inscribirá un tiempo después bajo el signo del “conformismo” 5, se extienden los años de la consagración literaria de Cortázar y de la institucionalización de su figura de intelectual solidario con las revoluciones socialistas. Por razones que no es difícil imaginar, y que el insidioso sentido común condensa en una regla de fácil comprobación: algunos sujetos, cuanto más reconocimiento tienen, más lo necesitan, o peor, menos toleran su falta, las polémicas de Cortázar aparecen recién después de que se cumple el proceso que lo instala como escritor-faro dentro del campo latinoamericano, para ser más precisos, cuando la legitimidad de esa posición empieza a ser cuestionada. La lectura de los dos primeros volúmenes de su Obra crítica 6, los que reúnen los ensayos y la reseñas publicados an-

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tes de Rayuela, muestra que en Cortázar conviven desde el comienzo la figura del escritor con la del crítico interesado no sólo en teorizar su práctica, sino también en confrontar de un modo vehemente con las estéticas y las poéticas dominantes, para denunciar sus limitaciones y su carácter reaccionario. 7 A la vez que intenta una conceptualización, ética más que estética, de la forma literaria en la que se está ejercitando (la “novela existencial”, la única capaz de revelar y conquistar plenamente la realidad de lo humano), y define una imagen de escritor con la que espera ser reconocido (la del “rebelde” que recela de la literatura y quiere destruirla para cumplir cabalmente con las exigencias del acto poético) 8, Cortázar busca continuamente la discusión, la promueve o trata de mantenerla abierta, fiel a la moral de la transgresión que orienta sus intervenciones críticas en el sentido de una política de choque vanguardista. Por lo común, el cuestionamiento está dirigido a una instancia general e impersonal (el “pozo romántico-realista-naturalista-verista”9 en el que cayó la literatura argentina y del que no parece querer salir), pero a veces la discusión presupone un antagonista preciso, fácilmente reconocible aunque no se lo nombre (Eduardo González Lanuza, autor de una lamentable reseña sobre Adán Buenosayres publicada en Sur, sobre cuya lectura Cortázar ironiza en su propia recensión de la novela de Marechal 10 ). En una sola ocasión, en “Irracionalismo y eficacia”, la interpelación crítica toma la forma de una réplica puntual y rigurosamente argumentada a las afirmaciones del texto de un autor reconocido 11 . Aunque manifiestan claramente una voluntad de imponer el propio punto de vista sobre el de los otros, y la vehemencia del tono, el que corresponde a un ensayista que “no vacila y [que] cuando se acalora es contundente” 12 , prueba que no se trata sólo de imponer ideas, sino, de algún modo, de imponerse a sí mismo, las discusiones que promueve

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Cortázar antes de su consagración no corren el riesgo de plantearse en un terreno personal. Se las puede leer como jugadas estratégicas de alguien que se está haciendo un lugar pero que todavía no tiene un lugar por el que responder. O también, lo que parece más justo, como gestos de un “rebelde” al que le interesa menos el reconocimiento de los otros que la coherencia entre sus actos y las exigencias morales del programa literario y vital que se impuso. Como sea, recién a fines de los sesenta el nombre de Cortázar aparece asociado a una verdadera polémica, y esto por varios motivos, pero sobre todo porque lo que entró en discusión, el valor ideológico de su última novela y el alcance de algunas afirmaciones enunciadas en sus ensayos recientes, compromete su nombre. La polémica que entre 1969 y 1970 sostuvieron Cortázar y Oscar Collazos en las páginas de Marcha ya fue contextualizada e interpretada con eficacia en varias ocasiones 13. Como se sabe, el ensayo con el que Collazos abrió la polémica no se limita a enjuiciar el distanciamiento de “lo real circundante” que se habría operado en 62. Modelo para armar, ni a denunciar el “profundo menosprecio por la realidad” que entrañarían algunas ironías sobre la literatura “comprometida” de La vuelta al día en ochenta mundos, pero esos momentos de su intervención fueron seguramente los que más afectaron a Cortázar y lo movieron a una réplica en la que, más allá del plano general en el que se formulan los argum e n t o s, l a e n u n c i a c i ó n a p u n t a c o n t i n u a m e n t e a u n a personalización de los problemas tratados. Como Collazos nunca abandona en sus críticas el registro de reconocimiento y admiración que lo pone, frente al maestro, en la posición de un “principiante”, el narcisismo de Cortázar se inquieta levemente y reacciona con una violencia moderada, la que transmiten los gestos de condescendencia 14 . De todos modos, quizás porque el control que el otro ejerce sobre su

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agresividad no garantiza el dominio sobre los propios impulsos agresivos, la réplica se abre con la denegación del acto que la sostiene: Quede desde ya entendido que no escribo con ánimo de polémica, puesto que me parece excelente que un ensayista tan animoso y bien dotado como Collazos aborde cuestiones capitales para nuestra cultura, sino que lo hago para incitar al lector a que analice nuestros puntos de vista y llegue a conclusiones que nos beneficiarán a todos. 15

Esta declaración de buenas intenciones, que reaparecerá luego cada vez que Cortázar se implique en una polémica, resulta tan poco creíble como innecesaria. ¿De dónde proviene la necesidad de aclarar que sólo se discute para el bien común? ¿De la suposición de que hay algo malo en las discusiones, y sobre todo en las discusiones por motivos personales? ¿Del temor, entonces, a que se confundan las buenas intenciones que guiarían esta réplica con algún impulso “oscuro”, sin fundamentos morales, digamos, por dar un ejemplo, la irritación que despiertan las críticas o los malentendidos alrededor de la propia obra? ¿Y por qué sería precisamente la polémica el modo de discutir bajo el imperio de esas pasiones que se temen tan poco generosas? Porque “polémica” se emparienta con “polemos”, responde Cortázar, y la discusión entre intelectuales y artistas tiene que renunciar al espíritu belicoso para poder ser constructiva. ¿Pero de dónde, además del recurso a la etimología, sale semejante identificación de la muy civilizada práctica de la polémica, la más exigente dentro del orden retórico, con el ejercicio de una agresividad extrema? Cuando dice que no va a polemizar, cuando pretende diferenciar sus intenciones y sus modos argumentativos de los de la polémica mientras polemiza, Cortázar desconoce lo que hace para poder hacerlo. No se trata de que engañe al otro, porque no miente cuando declara sus buenas intenciones de

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diálogo, sino más bien de que necesita engañarse a sí mismo para darse un gusto que previa y arbitrariamente se prohibió. Cuando se anticipa a declarar su falta de ánimo guerrero, en esa anticipación innecesaria (porque nadie, salvo él, teme entrar en guerra por el hecho de discutir), Cortázar revela, a la vez que disimula, la carga de agresividad que lo tensiona y a la que quiere darle, soterradamente, curso. Si tiene que conjurar el fantasma de la violencia exorbitante que acecharía en la polémica, primero tuvo que inventarlo, y tras esa invención se pueden conjeturar la huellas de un deseo, inconfesable para la moral humanista, que busca su realización en el “polemos” denegado: el de imponerse sobre el otro por el goce mismo de la imposición. El gesto denegatorio parece responder en principio a la necesidad de protegerse de los arrebatos de intolerancia propios y ajenos que podrían manifestarse durante la discusión, pero su eficacia final tiene que ver con que algo del temible y excitante deseo de imposición se realice sin desestabilizar la imagen moral que Cortázar tiene de sí mismo. Según una perspicaz fórmula psicoanalítica, el “no” de la denegación (el de “no escribo con ánimo de polémica”) “desconoce lo que, sin embargo, reconoce para mejor desconocer” 16 . Cortázar reconoce en el Otro (teme en los otros y en sí mismo) la implicación entre polémica e intolerancia, para mejor desconocer la agresividad polémica de sus supuestos diálogos, su ánimo de polemizar en el sentido, que solo él sostiene, bélico del término. Si la favorable disimetría entre las posiciones del principiante y el maestro consagrado atemperan las reacciones del narcisismo intelectual herido, cuando la discusión se plantea entre pares, aunque el otro sea más joven y no goce del mismo reconocimiento, la hostilidad se declara y fluye con menos disimulo. Es el caso de la carta a Saúl Sosnowski en la que Cortázar responde a las críticas con las que David Viñas envistió contra su obra y su imagen en un momento

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de la entrevista publicada en el número 1 de Hispamérica. 17 Las críticas de Viñas sintetizan rápidamente los argumentos sobre las contradicciones ideológicas y estéticas del autor de Rayuela expuestos en De Sarmiento a Cortázar. Como no leyó el libro, a Cortázar no le parece bien abrir una polémica a partir de un reportaje, pero igual lo hace, a través de una pirueta retórica poco convincente que redobla el gesto denegatorio. No leyó el libro, dice, porque Viñas, que “es un compañero a pesar de nuestras discrepancias”, no se lo envió y porque él, “por una especie de narcisismo al revés”, no anda buscando lo que otros escriben sobre su obra ya que esas lecturas lo aburren, y, además, porque prefiere ocupar su tiempo en cosas más provechosas, “como mi último libro y algunas otras en terrenos prácticos que por razones obvias no se dicen por escrito”. Cortázar posa de distendido, pero no deja de resultar curioso que quien no tiene tiempo ni interés para leer un libro en que se lo critica, los tenga para responder a una versión simplificada, y necesariamente menos rigurosa, de esas críticas. El recuerdo de las muchas y entusiasmadas cartas en las que comenta a sus críticos (los favorables, por supuesto) cómo lo leyeron, hace evidente su voluntad de “sobrarlo” a Viñas, de plantear la réplica en un terreno menos respetuoso que el que suponen las preventivas invocaciones a la “honradez”, la “inteligencia” y el carácter “bien intencionado” del interlocutor. (En la intimidad de otra carta, Cortázar enuncia la verdad de su ánimo polémico, y desenmascara las imposturas del provechoso diálogo público: lo quiso hacer con Viñas fue neutralizarlo inmediata y drásticamente, “pararle el carro” 18 ). Más que un “narcisismo al revés”, el que Cortázar exhibe en esta polémica es un narcisismo satisfecho consigo mismo, impermeable a los cuestionamientos y no demasiado tolerante. Por eso casi no hace ningún esfuerzo para desarmar desde dentro los argumentos del antagonista, operación sin

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la cual no puede haber una auténtica discusión intelectual, y prefiere limitarles de un plumazo el derecho a la existencia. “Todo va muy rápido en América Latina y el nivel en que se sitúan las reflexiones de Viñas me parece hoy bastante rebasado por cosas que están sucediendo en plena calle o en la secretaría de la presidencia.” La presencia del estilo cortazariano, su manera de polemizar a golpes de ironía, digresiones humorísticas y eficaces fórmulas coloquiales, no alcanza a disimular que esta vez el lugar de las réplicas razonadas quedó vacante y que las ocurrencias verbales destinadas a provocar la irritación del otro y a encauzar la propia no sirven para ocuparlo. Lo que al denegar la polémica Cortázar desconoce y afirma es su autoritarismo, su voluntad de imponerse, en tanto autor, como autoridad inapelable cuando lo que se discute concierne al sentido de su obra. A esa voluntad de dominación remiten la intolerancia frente a los lectores que no aceptan sus pactos de complicidad y la agresividad disfrazada de condescendencia cada vez que sanciona una interpretación desfavorable como una prueba más de “la diferencia que va de los saltos de la creación al avance forzosamente más retardado del lector y del crítico” 19 . Forzosamente: para Cortázar, los juicios negativos sobre su literatura se fundan, antes que en otros criterios estéticos e ideológicos tal vez más “avanzados”, en el retraso constitutivo de la posición de quienes los enuncian. Collazos lee mal 62. Modelo para armar porque los lectores suelen reaccionar con desconcierto y fastidio cuando “un autor que admiraban y que de golpe se sitúa en una posición diferente” no les da lo que esperan, lo que se acostumbraron a leer (otra Rayuela). Viñas se equivoca cuando señala las limitaciones literarias y políticas de su proyecto porque se obstina en interponer entre él y lo que lee su propia imagen: “es la vieja exigencia del lector al escritor, ese dirigismo inoperante pero que sigue siendo irre-

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ductible, y que en el fondo no pasa de una mera proyección personal en una obra ajena” 20 . Cuando no son “cómplices” y aceptan la módica libertad que les concede el autor, los lectores son “frustrados” o “resentidos” que se quieren apropiar de lo que no les pertenece y tiene un legítimo dueño. Tanto cree Cortázar que el autor es el propietario de su obra que hasta supone que de él, y no más bien de su desaparición, depende, tablero de instrucciones mediante, la pluralidad de las lecturas, que podrán ser más de una pero nunca contradecir sus previsiones. Un exabrupto en otra intervención polémica revela que las raíces narcisistas de la actitud con la que Cortázar enfrenta a sus críticos son todavía más profundas que las que supone esta superstición de la propiedad: antes que el dueño, el autor es la obra. “Porque el relato soy yo...” le dice a Danubio Torres Fierro, para responder por la verdadera interpretación que exige “Apocalipsis de Solentiname” 21, y es su modo de decir que quién, más que él, puede saber cómo, con qué acierto, su literatura fantástica se inscribe eficazmente en un contexto revolucionario (un modo poco elíptico de decirle al crítico que lo puso en discusión que mejor se calle). Para un autoritarismo bien intencionado, nada puede resultar más fastidioso que un interlocutor que polemiza sin aceptar las reglas de juego que amablemente quiere imponerle y que desenmascara la violencia retenida en los ademanes de generosidad. Por eso la polémica más dura, la que más molesto dejó a Cortázar, fue la que sostuvo a comienzos de los 80 con Liliana Heker sobre el por entonces muy conflictivo tópico exilio y literatura. Heker no sólo no aceptó ponerse en el lugar de “cordial interlocutora imaginaria” que dialoga con un compañero de ruta a propósito de algunos desacuerdos coyunturales, sino que pateó el tablero del supuesto diálogo para hacer aparecer las estrategias del narcisismo solapado.

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Cortázar había publicado en 1978, en la revista Eco, una comunicación titulada “América Latina: Exilio y literatura” 22 en la que abordaba los problemas actuales que supone la realidad del exilio para los escritores latinoamericanos desde “una visión muy personal”. Lo primero que molestó a Heker, y la movió a abrir una polémica desde las páginas de El ornitorrinco 23 , fue que justificase la asunción casi excluyente de esa visión personal en el reconocimiento de su falta de “aptitud analítica”, cuando en realidad lo que su intervención transmitía era, no exclusiva pero sí notablemente, la intención de servirse de un tema con semejantes implicancias sociales para hablar de sí mismo, para celebrar su exitosa “experiencia personal” como exilado. Cortázar se propone en su texto como ejemplo de lo que hay que hacer para superar el exilio como disvalor y convertirlo en un principio positivo para asumir e intentar transformar la realidad política latinoamericana. Aunque acuerda con este programa de superación, lo que Heker no deja de advertir es que Cortázar moraliza a partir de su experiencia, como si la ineptitud para el análisis fuese en su caso una facultad superior y no una carencia y, lo que definitivamente la irrita, que ese discurso moralizador incursiona con voluntad de dominio en un campo sumamente sensible del que sabe poco: la situación de los escritores e intelectuales argentinos no exilados durante la dictadura militar. Entonces le discute casi todo: los alcances de las expresiones “exilio” y “exilio cultural”, la posibilidad de aplicarlas a su situación y, con agresividad, la supuesta mayor eficacia política del exilio respecto de la resistencia activa y riesgosa en el medio que se pretende modificar. La dureza del ensayo de Heker sorprendió a Cortázar ya que en el momento en que se desencadena la polémica contaba a la escritora en las filas de sus camaradas políticos y de sus lectores “cómplices”. El tono de la carta pública con la

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que de hecho acepta el intercambio polémico, denegándolo en el primer párrafo, se parece por momentos al de un padre fastidiado por las actitudes de un hijo desagradecido, que quiere devolverlo a su lugar de respeto sin perder el buen humor y la compostura que le debe, y se debe a sí mismo, por ocupar un lugar superior. Querida Liliana Heker, tu artículo “Exilio y literatura” (...) lleva como subtítulo “Polémica con Cortázar”. Nunca he olvidado que “polémica” se emparenta con “polemos”, la guerra, y por eso detesto la palabra y prefiero sustituirla mentalmente por “diálogo”; del tono de tu texto deduzco que también esa es tu intención, y que lo de “polémica” es más bien una ranada del ornitorrinco, si se me permite la hibridación, para que los lectores más belicosos se relaman las fauces anticipando sillas rotas, tirones de camiseta y otras demostraciones propias de intelectuales ansiosos de verdad. No les daremos el gusto, pero desde luego buscaremos la verdad, tan lejos el uno del otro en el espacio pero desde un terreno común que, lo sé de sobra, compartimos y queremos. 24

El humor y la cordialidad no sólo no disimulan, sino que ponen de relieve, la condescendencia que entraña, en el contexto de una discusión como la que planteó Heker, el uso del “nosotros”, un modo de intentar apropiarse del otro para reducirlo a una figura complementaria de sí mismo, que quiere más o menos lo mismo y está en el mismo lugar que uno (teniendo en cuenta el eje de la polémica, más que una declaración de camaradería, esto último parece una ironía involuntaria). La poco amable “Respuesta de Liliana Heker” 25 , con su premeditada y distanciadora elusión del tuteo, para dejar en claro desde la primera línea que se propone como una intervención pública y no como una carta personal, desarma violentamente los imaginarios acuerdos previos que presupone el “nosotros” cortazariano. Para Heker, Cortázar esquivó la discusión sobre el exilio y su condición de exilado que ella sí quería dar. Más que una tentativa de diálogo, su intervención es un monólogo autosatisfecho, algo

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que un auténtico ejercicio polémico, no importa cuán aviesas sean las intenciones de los polemistas, vuelve necesariamente imposible. Yo basaba mi nota en algunas opiniones suyas de “América latina: exilio y literatura” con las que no coincidía y que citaba rigurosamente. Si a su vez usted hubiera discutido mi texto nos habríamos aproximado un poco más a la verdad. En eso reside la virtud de las polémicas: nadie las gana o las pierde, ni matan a nadie, como ocurre con las guerras: permiten conocer una opinión y sus objeciones.

A fuerza de no haberla citado, ni, lo que más teme Heker, haberla leído con atención, Cortázar puede suponer que los acuerdos son mayores que las diferencias y ponerse por encima de la discusión, desatender las objeciones e insistir cómodamente en lo que ya había escrito. A su conciliador “se me ocurre que no tenías demasiadas críticas que hacerme”, Heker responde profundizando la discusión: sus declaraciones sobre la realidad cultural argentina le parecen “negligentes”, fundadas en “recursos lírico-demagógicos” más que en razonamientos políticos; cuando sugiere que el auto-exilio es la única actitud de combate posible, lo que hace, y no debería, es “erigir su decisión personal en programa político”. En una carta que le escribió a Rama en enero del 82, Cortázar confiesa que la polémica con Heker le “deja mal gusto en la boca... Tanta mala fe acaba por quitarte las ganas de poner cosas en claro, pero la verdad es que entre los escritores que siguen en la Argentina hay muchos que, por razones de mala conciencia o de puro resentimiento, multiplican sus ataques contra los exilados” 26. Para su inconmovible narcisismo, la mala fe y el resentimiento son siempre faltas del otro, que no acepta las verdades que tiene para decirle, pero nunca pasiones que pudiesen gobernar su propio ánimo. Aunque no hay razones para dudar de la honesti-

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dad de Cortázar cuando se juzga tan generosamente, tampoco se puede dejar de señalar cuánto de resentimiento y mala fe denegados entraña esta candorosa autopercepción. Es cierto que la respuesta de Heker fue encarnizadamente personal, y que abundó en chicanas e ironías descalificadoras, pero algunos argumentos merecían ser atendidos y evaluados, dada la importancia del tema, aún al costo de tener que suspender por un momento la confianza en la propia autenticidad. No sabemos cuál fue, si la hubo, la respuesta de Rama a la carta de Cortázar, ni cuál su opinión sobre la polémica que mantuvo con Heker, pero otra entrada del Diario registra una impresión más o menos contemporánea de aquel intercambio que dice, con dolida lucidez, algo de la verdadera posición que ocupó Cortázar en el debate sobre literatura y exilio: “Domingo 27 [1980] “Desagrado, cólera y más tarde una larga, larga depresión, cuando oí a Cortázar en el acto de presentación de la revista Sin Censura que él patrocina en París. “(...)...a pesar de que sigue siendo un ‘literato puro’ opina sobre política con tal simpleza, ignorancia de los asuntos y elementalidad del razonamiento, que produce o descorazonamiento o cólera. A mí las dos cosas y concluyo abominando de los escritores metidos a políticos: concluyen haciendo mal las dos cosas. “(...) “La extrapolación es evidente: aprovechando la autoridad ganada en el campo de la ‘literatura pura’ se la usa para impartir una doctrina sobre asuntos que le son enteramente ajenos y donde no ha habido prueba de ningún tipo de competencia o de conocimiento serio. Desgraciado equívoco. He conocido sus desgraciadas consecuencias en el pasado y nada parece que ellas hayan contribuido a hacer más serias y responsables las palabras políticas que hoy siguen pronunciando los intelectuales.” 27

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Notas 1

Angel Rama: Diario 1974-1983, Montevideo, Trilce, 2001; pág. 89. Para una lectura del Diario de Rama en esta dirección novelesca, ver Alberto Giordano: “Unos días en la vida de Angel Rama” (en prensa en la revista Estudios, Caracas, 2004). 3 Uso deliberadamente este cliché setentista, en el que se yuxtaponen dos términos heterogéneos (intelectual y revolucionario), más un tercero presupuesto (escritor), para recordar uno de los contextos que delimitan las intervenciones cortazarianas y al que estas intervenciones contribuyeron a definir, el de los discursos ideológicos fundados en la “supresión casi total de las mediaciones entre el campo literario y el campo político” que instituían “simbiosis” ideológicas tan eficaces retóricamente como acríticas (cf. José Luis De Diego: ¿Quién de nosotros escribirá el Facundo? Intelectuales y escritores en Argentina (1970-1986), La Plata, Al Margen, 2001, págs. 25 y ss.). 4 Angel Rama: op. cit., págs. 54-5. 5 Ver la entrada del 23 de diciembre de 1977 (ed. cit., pág. 97). 6 Obra crítica/1, Edición de Saúl Yurkievich, Madrid, Alfaguara, 1994 y Obra crítica/2, Edición de Jaime Alazraki, Madrid, Alfaguara, 1994. 7 La primera frase de la reseña a la traducción de La náusea, publicada en el número 15 de Cabalgata en enero de 1948, testimonia con elocuencia cuán vehemente podía ser el joven Cortázar en la descalificación de las posiciones adversas: “Hoy, que sólo las formas aberrantes de la reacción y la cobardía pueden continuar subestimando la tremenda presentación del existencialismo en la escena de esta posguerra y su influencia sobre la generación en plena actividad creadora, la versión española de la primera novela de Sartre...” (reproducida en Obra crítica/2, ed. cit., pág. 106). 8 Cfr. Teoría del túnel. Notas para una ubicación del surrealismo y el existencialismo (en Obra crítica/1, ed. cit., págs. 31-137), “Notas sobre la novela contemporánea” (en Obra crítica/2, ed. cit., págs. 141-155) y “Situación de la novela” (Ibid., págs. 215- 241). 9 En la reseña a Sin embargo, Juan vivía de Alberto Vanasco, publicada en el número 18 de Cabalgata de abril de 1948 (reproducida en Obra crítica/2, ed. cit., pág. 132). 10 La reseña de Cortázar se publicó en la revista Realidad en 1949 (está reproducida en Obra crítica/2, ed. cit., págs. 167-176) y es uno de sus ensayos más interesantes del período anterior a Rayuela. Contra la estética del decoro siempre vigente en Sur , Cortázar valora A d á n Buenosayres como un “acontecimiento extraordinario en las letras argentinas” en tanto abre “un camino ya ineludible” para la novela nacional, un 2

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camino en el que, como deja entrever la sólida convicción del reseñista en la superioridad de sus criterios de valoración, Cortázar supone que ya se ha aventurado con miras a logros todavía mayores que los de Marechal. 11 Cortázar responde al contenido “poco claro” de un capítulo de Valoración literaria del existencialismo en el que Guillermo de Torre descalifica esta filosofía por sus componentes irracionalistas. El ensayo se publicó originalmente en la revista Realidad en 1949 (está reproducido en Obra crítica/2, ed. cit., págs. 189-207). 12 Saúl Yurkievich, “Un encuentro del hombre con su reino”, en Julio Cortázar: Obra crítica/1, ed. cit., pág. 16. 13 El primer ensayo de Collazos, “La encrucijada del lenguaje” apareció en los números 1460 y 1461 de Marcha (30 de agosto y 5 de setiembre de 1969, respectivamente); la respuesta de Cortázar, “Literatura en la revolución y revolución en la literatura: algunos malentendidos a liquidar”, en los números 1477 y 1478 (9 y 16 de enero de 1970, respectivamente); el segundo ensayo de Collazos, “Contrarrespuesta para armar”, en los números 1485 y 1486 (13 y 20 de marzo de 1970). El conjunto de la polémica está recogido en A.A.V.V.: Julio Cortázar. Al término del polvo y el sudor, Montevideo, Biblioteca de Marcha, 1987 (de donde citamos). 14 En una carta a Fernández Retamar de mayo de 1970, Cortázar considera que el diálogo (también aquí se resiste a llamarlo polémica) con Collazos resultó provechoso porque su réplica ayudó a que el joven escritor colombiano afinase “bastante mejor la puntería en su segundo trabajo, y eso solo bastaría para justificar nuestro cambio de opiniones” (Cartas 1969-1983. Edición a cargo de Aurora Bernárdez, Buenos Aires, Alfaguara, 2000, pág. 1387). 15 “Literatura en la revolución y revolución en la literatura: algunos malentendidos a liquidar”, ed. cit., pág. 106. 16 Juan B. Ritvo: “La negación está estructurada como un palimpsesto”, en Conjetural 2, 1983, pág. 54. 17 Ver Mario Szichman: “Entrevista a David Viñas”, Hispamérica 1, 1972, pág. 66 y Julio Cortázar: “Respuesta”, en Hispamérica 2, 1972, págs. 5558. 18 Se trata de una carta a Jean L. Andreu fechada el 25 de mayo de 1973, en la que, después de recordar que ya “le paró el carro” en la revista de Sosnowski, da rienda suelta a su rencor y fija una imagen degradada de Viñas, nada fraterna ni generosa. “Me dio un poco de pena comprobar en Buenos Aires hasta qué punto los ‘pensadores’ tipo Viñas, Sábato, etc., son olímpicamente ignorados por gente que está en otra cosa más inmediata e importante. Curiosamente, la indiferencia de la gente alcanza simultáneamente a gente tan dispar como Murena y Viñas; esas secuelas ideológicas de Martínez Estrada, aunque polarizadas y antagónicas, hue-

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len en ambos casos a puro racionalismo abstracto, construcciones mentales geométricas que no reemplazan las verdaderas intuiciones sobre la realidad latinoamericana, mucho más presentes en cualquier frase del Che o en los versos de algunos poetas que en las famosas teorías viñescas del ‘viaje y retorno’, de ‘París-Argentina’, y otras geometrías bien gratuitas” (en Cartas 1969-1983, ed. cit., pág. 1523). 19 “Literatura en la revolución y revolución en la literatura: algunos malentendidos a liquidar”, ed. cit., pág. 123. El más espectacular de los gestos condescendientes es el que se realiza en la enunciación de lo que Cortázar considera “un corolario” de sus argumentaciones: “ningún creador auténtico reprochará a lectores y críticos que tarden en aprehender el sentido de su obra; tal vez sería justo que lectores y críticos no se apresuraran tanto a imaginar escapismos, traiciones y renuncias en obras que no entran ya de rondón por las puertas de su casa” (en Ibid.). 20 “Respuesta”, ed. cit., pág. 58. 21 “Para Solentiname”, en Obra crítica/3, Madrid, Alfaguara, 1994, pág. 158. En este ensayo, publicado originalmente en 1978, en el número 15 de Vuelta, Cortázar responde a la reseña de Torres Fierro a Alguien que anda por ahí, publicada un año antes en el número 11 de la misma revista. En la más personal de sus polémicas, Cortázar exhibe con menos discreción su narcisismo (la satisfacción por los propios logros, el fastidio porque no se los reconozca como tales) tal vez porque antes, en un claro gesto denegatorio que anticipa la intensidad con la que ejercerá su autoritarismo, lo negó con espectacularidad: “En materia literaria creo que nunca he respondido públicamente a mis críticos; en parte porque no me gustan las polémicas, que casi siempre terminan not with a bang but a whimper, y también porque prefiero seguir aventurándome por mi cuenta en vez de quedarme en la esquina atendiendo a las luces verdes o rojas. Si hoy me concedo esta excepción, los motivos son graves y no puedo pasarlos por alto, precisamente en la medida en que no me conciernen personalmente sino que tocan la raíz misma de la literatura latinoamericana de nuestros días.” 22 Recogida en Obra crítica/3, ed. cit., págs. 161-180. 23 Liliana Heker: “Exilio y literatura. Polémica con Julio Cortázar”, en El ornitorrinco 7, 1980, págs. 3-5. 24 “Carta a una escritora argentina”, en El ornitorrinco 10, 1981, pág. 3. 25 En el mismo número de El ornitorrinco, págs. 4-7. 26 Cartas 1969-1983, ed. cit. pág. 1759. El resto de la carta es una espectacular descarga de su propio resentimiento contra “los argentinos”, que “ahora que les regalan (casi no hay otra palabra) un poco más de libertad, empiezan a sacar pecho...”. 27 Diario 1974-1983, ed. cit., págs. 153-4.

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Un intento frustrado de escribir sobre David Viñas

El ensayista, solemos decir, escribe para saber. ¿Para saber qué? Algo o mucho de las cosas del mundo, cómo hay que escribir para que en las palabras se diga algo o mucho de las cosas del mundo y, sobre todo, cuáles son sus disposiciones y sus competencias para ese ejercicio de escritura en el que el saber, si es que algo llega a saberse, es una venturosa y arriesgada experiencia de búsqueda. “Lo que se pone a prueba [en el ensayo] es el poder de ensayar, de poner a prueba, la facultad de juzgar y de observar. Para cumplir plenamente con la ley del ensayo, el ensayista debe ensayarse a sí mismo” 1. Escribiendo sobre cualquier cosa, el ensayista escribe sobre sí mismo (si se identifica con el inventor del género, casi cualquier cosa puede servirle como pretexto para volver(se) a escribir), pero la inevitable intensidad con la que se realizan en su escritura los gestos de autoinspección desborda las figuras que traza la reflexividad. Al escribir sobre sí mismo, siguiendo la vía de un hallazgo presentido o entrevisto en el que se revele un aspecto desconocido del mundo y una nueva posibilidad para su ejercicio, el ensayista se expone no sólo al error o al fracaso (esos peligros son la contraparte 197

de los placeres que le depara su andar “metódicamente ametódico”), sino, lo que es más inquietante, al dibujo de inesperados e inadvertidos autorretratos. También sobre esto escribió Montaigne, en “Del hablar pronto o tardío”, celebrando su continuo trato con lo imprevisto, acaso para conjurar el temor que le provocaba: “No me hallo a gusto cuando me poseo y dispongo de mí mismo. El azar manda más que yo. (...) Ocúrreme también el no hallarme cuando me busco y hallarme más por encontronazo que inquiriendo en mi entendimiento. Puede que haya lanzado alguna sutileza al escribir. (...) La olvido hasta tal punto que ya no sé lo que quise decir y cualquier extraño la descubre a veces antes que yo. Si pasase siempre la navaja allí donde esto me ocurre destrozaría mi obra por entero.” 2 Desde hace un tiempo intento leer en los ensayos de algunos escritores argentinos las formas que toman las autofiguraciones subjetivas y de descubrir (imaginar o inventar) los momentos o lugares dentro de esos procesos en los que, llevado más allá de sí mismo por impulsos secretos –llamémoslos pasiones, llamémoslos deseos–, el que ensaya se olvida o se desvía del curso previsto por las estrategias de autofiguración y entredice perfiles que complican o enrarecen la consistencia moral de las imágenes en las que busca reconocerse a través del reconocimiento de los Otros. Espero o persigo la emergencia de esos desdoblamientos imprevistos, la aparición de un sujeto del ensayo diferente, a veces discordante, de la subjetividad del ensayista 3 , porque en ellos se manifiesta, con más fuerza que en un rasgo de estilo o un gesto de argumentación idiosincrásico, la voluntad de ensayar una enunciación del saber en nombre propio. Se podría decir, ironizando, que juego al psicoanálisis de algunas figuraciones intelectuales o literarias, sobre todo porque si no se ha establecido una cierta transferencia con el autor (entendido, en principio, pero no exclusivamente, como

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aquello en lo que alguien se convirtió por obra de la escritura), estos ejercicios de lectura se vuelven imposibles. Lo que llamo transferencia tiene que ver con la fuerza con la que me impulsan a escribir, aunque no siempre me identifique con ellos, aunque pueda llegar a encarnizarme al criticarlos, los modos en los que algunos ensayistas se exponen cuando buscan articular sus experiencias subjetivas como lectores con los saberes sobre la literatura. Algo ligado a esta experiencia equívoca pero determinante de la transferencia fracasó en mi vínculo con Viñas ensayista, al que leí, estudié, e incluso enseñé, pero sobre el que no pude continuar escribiendo, a poco de comenzar un ensayo de respuesta a la interpelación que me llegaba de su estilo y sus modos críticos. Como es fácil imaginar, la interrupción no estuvo motivada por un repentino golpe de indiferencia frente a la espectacular exposición de sí mismo a la que Viñas se somete, gozoso, en la escritura de sus ensayos (no puedo imaginar un lector al que esta escritura, en algún sentido, no lo conmueva, lo que habla claramente de la potencia del estilo que la modaliza). Lejos de la indiferencia, lo que me iba ganando mientras escribía, de un modo insistente, hasta volverse masivo, era una sensación de rechazo generalizada, que ya no me dejaba apreciar los muchos aciertos y hallazgos que antes había leído, estudiado e incluso enseñado, que orientaba mi crítica en una única y empobrecedora dirección, la de la oposición frontal. Ganado por el rechazo, perdí interés en comentar la afortunada invención del concepto de “mancha temática”, que tan eficaz me había resultado en un trance pedagógico para ejemplificar la forma ensayística de introducir y usar los conceptos, “sin ceremonias”, como dice Adorno, suspendiendo la definición; ya no quise prestar atención al talento y la audacia que Viñas pone en juego cada vez que construye series textuales en las que la convergencia de elementos heterogéneos reve-

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la aspectos inadvertidos de cada uno, funciones que les desconocíamos; me desentendí de la eficacia, que yo mismo había experimentado como lector, de una retórica intelectual que muchas veces persuade, aunque no confiemos en la verdad que comunican los enunciados, por la pasión crítica que transmite su enunciación. 4 En algún momento dejé de soportar activamente el malestar y la voluntad de polémica que me acompañaban desde el comienzo, y la discusión que venía intentando poner en escena declinó en un monólogo reactivo. Cuando en la relectura me golpeó la evidencia de este debilitamiento, preferí dejar de escribir. Si tuviese ahora que decir qué era lo que se me había vuelto tan intolerable en Viñas ensayista, una apreciación de Ana María Zubieta sobre el “estilo de polémica parlamentaria” con el que interpela a sus pares en De Sarmiento a Cortázar, para “hostigarlos”, “amonestarlos” o “desenmascararlos” 5, me abre una posibilidad que entreveo propicia. La voz crítica que Viñas imposta en sus ensayos, con un arte para hacer que la escritura hable de una eficacia indiscutible, es muchas veces la voz de un moralista receloso, que descarga sobre los especímenes literarios un juicio de valor capaz de hundirlos o rescatarlos antes de que hayan terminado de exponer la singularidad de su existencia. Una voz de propaganda y orden, al servicio de una metafísica de la “realidad histórica”, lo “exterior”, lo “concreto” y el “cuerpo” (una metafísica más conveniente que otras, pero animada por una voluntad de reducción y sometimiento semejante), que juega a encolumnar del lado del bien o del mal las obras y los escritores interpelados. En algún momento dejé de escuchar esta voz en los puntuales gestos enunciativos que le sirven de soporte y su presencia se me volvió intolerablemente continua. Omnipresente y obsesiva la voz me decía una sola cosa: “También en el campo literario alguien tiene que decir las cosas como son, y ese soy yo.” Y yo, que amo la literatura

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porque en ella las cosas no siempre son lo que son, e incluso, muchas veces, todavía no son, cómo no iba a oír con desagrado, y ya sin esperanzas de poder incorporarla a un diálogo crítico, esta voz que me intimaba a encolumnarme detrás del líder para acompañarlo en su empresa de desmitificación generalizada (en la que por lo general la literatura misma, y no cierto modo de significarla, es el mito encubridor 6 ) o que me amonestaba por mi incapacidad o mi falta de voluntad para asumir el compromiso con las cosas concretas. El rechazo era una respuesta al deseo de disciplinamiento que transmiten los gestos morales de un yo crítico fascinado por su integridad y su superioridad, pero no, como tal vez podría suponerse, a la exacerbada teatralidad con la que ese yo se afirma cada vez que celebra su virtud política, su autenticidad y su valentía, desenmascarando las faltas ideológicas de los otros. Aunque contradice claramente su proyecto de impugnar el mito burgués del escritor como individualidad excepcional 7, el altísimo grado de exposición retórica al que Viñas somete su subjetividad crítica no sólo no me molesta, sino que me atrae. Las tensiones entre moral y narcisismo, que acaso sean constitutivas de la figura del intelectual, las formas en que se desorienta la escritura cuando las apetencias de autofiguración ponen a su servicio los argumentos morales, son avatares ensayísticos que interrogan vivamente las condiciones bajo las que se cumple casi cualquier ejercicio crítico. Lo poco que llegué a escribir sobre Viñas ensayista, uno de esos comienzos en los que el comentario de una curiosidad debe servir a la exposición de algunos problemas generales, intentaba construir un diálogo polémico entre dos textos encontrados casualmente: una nota que Viñas publicó en 1969 en el número 234 de Cuadernos Hispanoamericanos, “Después de Cortázar: historia y privatización”, y otra de Rodolfo Walsh publicada en la edición del 19 de diciembre

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de 1967 de Primera Plana, “Una literatura de la incomodidad” 8 . La nota de Viñas la encontré en mis tiempos de tesista, mientras intentaba reconstruir, con la innecesaria exhaustividad que es de rigor en esos casos, la bibliografía crítica sobre Puig. En el contexto de una caracterización sumaria e implacable de las limitaciones ideológicas que padecía la por entonces “nueva generación de narradores argentinos”, Viñas dedica un párrafo a la La traición de Rita Hayworth para comunicar que en las resoluciones formales (¡nada menos!) y en los usos que hace Puig en su primera novela del imaginario cinematográfico encontró, radicalizada, la misma tendencia a “la elusión, omisión o rechazo de la referencia histórica concreta” que ya había “descubierto” en la textura de los primeros libros de otros narradores debutantes: Ricardo Piglia (La invasión), Aníbal Ford (Sumbosa), Germán García (Nanina), Néstor Sánchez (Nosotros dos) y Ricardo Frete (Los parientes). Repasemos el desarrollo de esta intervención. Comienza con la presentación de una tesis crítica, “la incidencia de Cortázar” sobre la nueva generación de narradores, a la que se le da el estatuto de evidencia (no hace falta ser un especialista en retórica para saber que la presentación de un argumento como cosa evidente apunta más a la intimidación o la inhibición del auditorio que a la apertura de una común búsqueda crítica). Que la supuesta evidencia era apenas una afirmación muy discutible lo sabemos, sin necesidad de beneficiarnos con la amplitud de perspectiva que nos da la distancia histórica respecto del acontecimiento evaluado, por otras intervenciones contemporáneas, como la lúcida lectura de Piglia sobre La traición de Rita Hayworth 9, en las que el sentido político de las formas literarias era apreciado desde un horizonte ideológico menos estrecho. Como muchas otras tesis enunciadas a partir de una experiencia de lectura, la de Viñas es menos la constatación de

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un estado de cosas que la expresión de un deseo referido al modo en que esas cosas podrían ser percibidas. A Viñas le gusta la idea de que los nuevos narradores, por haber equivocado el camino y elegir “prolongar los resultados literarios de Cortázar”, quedaron marginados del curso progresista de la historia, porque verlos así, replegados en su impotencia, lo tranquiliza, le permite conjurar los fantasmas del desplazamiento inminente. En sí mismo no es ni bueno ni malo que la enunciación de los argumentos críticos sirva al cumplimiento de un deseo difícil de admitir y ajeno al orden de razones en que se plantea la discusión ideológica; lo triste es la calidad reactiva de los deseos que parecen animar esta intervención, cómo tienden a empobrecer la lectura de la dimensión literaria de los textos, de su realidad histórica y sus alcances políticos. Después de presentar la tesis y el corpus de referencia, Viñas anticipa el recorrido puntual por cada uno de los libros examinados en una digresión metodológica: “...los comunes denominadores de una estructura generacional me dan solamente un esqueleto. La carnosidad de cada individuo se me disuelve como si lo hubiera sumergido en algún ácido; para recuperarla necesito palpar la menuda complicidad de cada texto particular. Operemos, pues, a nivel de texturas.” Las expectativas abiertas por este anuncio, sobre todo por la eficacia de las metáforas corporales, se van frustrando a medida que avanza la exposición. Un párrafo por cada libro alcanza para probar dos cosas: el talento de Viñas para las síntesis críticas y su ansiedad por reducir las texturas particulares, apenas las palpó, a la encarnación de los mismos y secos esquemas que subyacen, según su metafísica de la escritura liberal, a casi toda la literatura argentina. La rareza del cuerpo de cada texto se pierde irremediablemente cuando se lo interpreta desde un discurso que piensa el cuerpo como un valor, como un operador de trascendencia.

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Si a Viñas la voz de Puig le “susurra” que frente a la pantalla cinematográfica el cuerpo del espectador, su sexualidad y sus contradicciones, desaparecen, es porque se privó de escuchar el cuerpo de las voces narradas en la novela, todo lo que hay de político e histórico en el modo en que cada una aparece tensionada por la generalidad de los estereotipos que reproduce y la singularidad del acto de su enunciación 10. Después de dar por verificada la tesis de partida, Viñas propone una serie de preguntas que apuntan a precisar “algunas correlaciones desde los textos hacia el contexto”, preguntas retóricas que rápidamente descubren su juego: afirmar, como otras tantas evidencias, un conjunto de condicionamientos históricos que explicarían la impotencia política de los nuevos narradores. Para Viñas, Piglia, Puig y los otros erraron el camino porque no eligieron tomar el del “compromiso explícito con la historia”, que es el que abrieron “los narradores argentinos aparecidos alrededor de 1955”, su propia generación. “Estos no son como nosotros, porque son como aquel otro, el ‘hermano mayor’. Y porque les tocó un tiempo de declinación, no tan bueno como el nuestro”. La “propuesta de apoliticismo” posterior a la caída del gobierno de Illia y la “depresión” que siguió a la muerte del “Che” un año después se refractarían en el temor a lo exterior y el enclaustramiento que caracterizan la narrativa de “la que podría ser llamada ‘generación del 66’”. No es éste un lugar apropiado para expedirse sobre lo inconveniente que resulta a veces pautar la dinámica de los procesos literarios remitiéndolos a algún acontecimiento de la historia política más o menos espectacular. Lo que no quiero privarme de apuntar es que, en nombre de la “referencia histórica concreta”, un valor en sí mismo para su moral crítica, Viñas reduce el sentido histórico de un acontecimiento literario a la reproducción de lo establecido (“los resultados literarios de Cortázar”). Lo niega como acontecimiento, como emergen-

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cia, todavía ni buena ni mala, de algo que abre un tiempo de incertidumbre y suspensión del juicio. En la por entonces muy publicitada (¿y por eso mismo tan inquietante? 11 ) nueva narrativa argentina, Viñas se apura a leer otro síntoma ideológico, otra versión de lo consabido, para poner rápidamente las cosas en su lugar y poder decirlas tal como son. Cuando se pretende política la lectura de Viñas es sobre todo moral porque el compromiso con la metafísica de la “realidad histórica concreta” restringe decididamente sus posibilidades de apreciar la potencia de los textos literarios en términos no tan distantes de la lógica y la temporalidad de su acontecer. Estas limitaciones, que se vuelven armas poderosas en manos de un crítico, no las encuentro en los esbozos de lectura que Walsh comunica en su nota de Primera Plana, esa otra tentativa de evaluar lo que estaba pasando, más bien lo que estaba a punto de pasar, en términos de política literaria con la obra de los nuevos narradores. A partir de la lectura de los manuscritos de La invasión, Sumbosa, Nanina y Los parientes, Walsh arriesga una predicción, otra expresión de deseos, si se quiere, pero una que no necesita enmascararse de evidencia histórica porque quiere ser una apuesta: “la narrativa argentina está por sufrir una renovación sin precedentes a manos de autores cuya edad oscila alrededor de los veinticinco años y que todavía no han publicado un libro. La actitud de este movimiento [hablar de “movimiento” en lugar de “generación” ya es índice de una comprensión más dinámica del fenómeno evaluado] es la rebelión. Cabía esperarlo: sorprende, en cambio, el ímpetu subversivo que lo anima.” Lo que no puede dejar de sorprendernos a nosotros es la completa inversión de signo que propone la intervención de Walsh respecto de la de Viñas. Donde éste sanciona una literatura del repliegue y el encierro, aquél experimenta impulsos de desenmascaramiento, crítica y destrucción de la realidad y avizora un inminente efecto de “in-

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comodidad” que sacudirá la institución literaria con consecuencias imprevisibles. La diferencia de los juicios se funda en la heterogeneidad de las perspectivas de valoración puestas en juego. “El objeto de la ira [que expresa la escritura de los nuevos narradores], son los padres literarios, y el botín en disputa son las armas mismas de la narración, las formas en que se puede, o no seguir contando.” La lectura de Walsh es efectivamente política, interviene para hacer sensible un movimiento y no para interrumpirlo, porque atiende a la especificidad política de las disputas literarias, esa realidad en la que el crítico comprometido tal vez descubriría otra maniobra de elusión de la realidad para así desentenderse de su propio papel en el combate. Antes de ser metodológica, la diferencia es ética, concierne a la disposición para situar los argumentos críticos al nivel del acontecer literario, que siempre es histórico (y por eso no necesita de justificaciones históricas) e inmediatamente político. En el “copete” que enmarca su reedición, leemos que la nota de Walsh es un “lúcido modelo de crítica literaria”. Otro énfasis periodístico, claro, pero uno de esos que merodea la verdad. En su brevedad y su carácter decididamente coyuntural, esta intervención transmite una interesante lección de crítica ideológica, la de la generosidad como virtud política. Para aprehender a la literatura en su devenir, hay que querer a la literatura y a su devenir, hay que querer lo nuevo, porque tal vez nos modifique, hay que apostar a la modificación. Me consta que “Después de Cortázar: historia y privatización” es un texto menor dentro de la crítica de Viñas, poco representativo de su proverbial capacidad para articular literatura e historia de un modo inédito y revelador. Lo dije antes: mi tema no es la obra ensayística de Viñas (me falta generosidad para poder abordarla), sino las razones por las que tuve que dejar de interrogarla. Este ensayo de explicación no pretende decir la verdad de esa obra, habrá quien

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diga que ni siquiera la roza, pero se sentiría necio o cobarde si no declarase, para finalizar, su convicción de haber puesto en juego algo verdadero. 2003

Notas 1 Jean Starobinsky: “¿Es posible definir el ensayo?”, en Cuadernos Hispanoamericanos 575, 1998, pág. 36. 2 En Ensayos I, X, Barcelona, Ediciones Altaya, 1998, pág. 77. 3 Carlos Kuri argumenta la conveniencia ensayística de esta distinción en “De la subjetividad del ensayo (problema de género) al sujeto del ensayo (problema de ensayo)” (en Marcelo Percia -Ed.-: El ensayo como clínica de la subjetividad, Buenos Aires, Lugar, 2001, págs. 99-118). 4 Entre los trabajos que se ocupan con inteligencia de éstos y otros aciertos de Viñas ensayista me interesa recordar en particular, porque me hubiese gustado escribir algo semejante, el de Adriana Astutti y Sandra Contreras, “Entregarse a la literatura: David Viñas” (en AA.VV.: David Viñas y Oscar Masotta. Ensayo literario y crítica sociológica, Rosario, Paradoxa, 1989, págs. 3-14). 5 Ana María Zubieta: “La historia de la literatura: dos historias diferentes”, en Filología XXII, 2, 1987, pág. 208. 6 El desarrollo de este paréntesis nos llevaría a diferenciar los modos críticos de Viñas de los del Barthes de El grado cero de la escritura y las Mitologías, modos de practicar la crítica ideológica entre los que también se podrían señalar varias coincidencias. 7 En su polémico ensayo “David Viñas: la crítica como epopeya”, Julio Schvartzman comenta el proceso retórico por el que “el heroísmo condenado en el escritor liberal burgués retorna [en los ensayos de Viñas] en la construcción del heroísmo del crítico político” y recuerda, entre otras referencias convergentes, un momento de la lúcida “Explicación de Un dios cotidiano” de Oscar Masotta sobre “la desgracia de los hombres íntegros (la desgracia del yo igual a yo)”. El ensayo de Schvartzman forma parte del volumen 10 de la Historia crítica de la literatura argentina que dirige Noé Jitrik, La irrupción de la crítica (directora del volumen: Susana Cella), Buenos Aires, Emecé, 1999; ver en particular el parágrafo titulado “El héroe crítico”, págs. 169-172.

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8 La nota de Walsh fue reproducida en la contrapa de un reciente número de Radar Libros. 9 “Clase media: cuerpo y destino (Una lectura de La traición de Rita Hayworth de Manuel Puig)” (1969), en Jorge Lafforgue (Comp.): Nueva Novela Latinoamericana 2, Buenos Aires, Paidós, 1974, págs. 350-362. 10 Pero además, ¿por qué dar por sentada la “elusión del cuerpo” mientras se ve una película (por qué otra razón que no sea la de querer condenar esta experiencia en nombre de lo que se supone no es: una apertura a lo exterior)? ¿Acaso no se ve una película con todo el cuerpo? ¿No es el del espectador un cuerpo que se excita o se contrae, que reposa o se inquieta según lo que ve? 11 Contextualicemos: ¿hasta qué punto la intervención de Viñas no será una consecuencia del malestar que le habría provocado el entusiasmo un tanto desmedido con el que cierto periodismo cultural de la época celebraba la irrupción de los nuevos narradores? Más que con la textura de Sumbosa o de La invasión, el tono de su nota y la orientación de sus argumentaciones parecen dialogar con aquellos énfasis periodísticos. Imaginemos: a comienzos de julio de 1968, Viñas lee en la sección “Artes y espectáculos” del número 288 de Primera Plana una crónica de Alberto Cousté titulada “Nueva novela: para vivir aquí”. Tolera más o menos mal la referencia a Cortázar en la segunda frase, la ocurrencia de que la fecha de la publicación de Nosotros dos en Sudamericana, por indicación suya, es la del nacimiento de la “nueva novela argentina”. Advierte, sin sorpresa, la ausencia de su nombre y el de otros escritores comprometidos en el párrafo dedicado a los precursores y exponentes de la nueva narrativa a nivel continental, en el que tampoco lo sorprende el lugar de privilegio que ocupa Cortázar. Cuando llega al remate de la introducción, la frase en la que se da por evidente que “la nueva novela ha llegado a la Argentina, con intenciones arrasadoras, iconoclastas”, antes de avanzar en la lectura de las declaraciones de Frete, Ford, García y Puig sobre sus respectivas experiencias literarias, ya decidió que, frente a tanta mistificación, alguien tiene que intervenir.

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Las perplejidades de un lector modelo

En uno de sus relatos más esquivos, que pudo suscitar, por eso mismo, las interpretaciones más diversas, Borges celebró la invención de una técnica que enriquece el arte de la lectura: la técnica del anacronismo deliberado y de las atribuciones erróneas. “Esa técnica de aplicación infinita –leemos en el último párrafo de “Pierre Menard, autor del Quijote”– nos insta a recorrer la Odisea como si fuera posterior a la Eneida y el libro Le jardin du Centaure de Madame Henri Bachelier como si fuera de Madame Henri Bachelier.” Es sabido que Borges practicó, con obstinación e ingenio, esta técnica sorprendente, que leyó las narraciones de Hawthorne como si hubiesen sido escritas después de las de Kafka y algunos versos del Martín Fierro como si los hubiese escrito, en otra lengua y en otro género, Mark Twain. Habituados a festejar estas audacias, olvidamos a veces que la técnica que inventó el simbolista de Nîmes es, más que una técnica, más que un artificio inteligente, una ley que rige el universo literario. Lo advirtamos o no, lo afirmemos o no, todas las obras son leídas a destiempo, todas devienen inactuales, todas difieren, por las lecturas, del presente improbable de su crea-

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ción. Por lo mismo, porque recomienzan cada vez en otros contextos que les añaden un suplemento de sentido imprevisible, todas las obras se vuelven impropias, todas se desautorizan gracias a las lecturas, y el error (“el hecho de estar en camino –dice Blanchot– sin poder detenerse nunca”), antes que un accidente deliberado que enrarece su atribución a un origen simple, es la fuerza y el medio de su sobrevivencia, del juego infinito de las versiones. Extremando la argumentación, se podría decir que es tan erróneo (aunque menos ocurrente, claro) atribuirle a Macedonio Fernández la autoría de los discursos de Yrigoyen como atribuirle la del Museo de la novela de la Eterna. El párrafo anterior lo escribí hace muchos años; iba a servir de apertura a un trabajo sobre el uso de la atribución errónea como procedimiento constructivo en algunos textos de Ricardo Piglia que abandoné, después de avanzar unas pocas páginas, por falta de convicción en mis prejuicios sobre las limitaciones de tal estrategia compositiva. Lo reencontré en estos días, ordenando viejos papeles, junto con los fichajes y las notas para las clases de uno de mis primeros seminarios sobre el ensayo literario en Argentina. (La tonalidad amarillenta de esos papeles que estas páginas pretenderán volver actuales habla, no sé si de mi perseverancia en tratar de situar lo que alguna vez perturbó e interrogó mis elecciones críticas o, simplemente, de mi dificultad para cambiar de tema.) Recuerdo que al comenzar el seminario había planteado la hipótesis de una supuesta continuidad entre las retóricas ensayísticas de Borges y Piglia legible, más allá de las obvias diferencias estilísticas e ideológicas, en la repetición de ciertos gestos que articulan saber y subjetividad en la escritura de lo que se está leyendo. Como para Piglia, decía, para Borges, según los modos en que se entredice su figura de lector cuando enuncia un argumento literario, la crítica “es una de las formas modernas de la autobiografía”

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y el crítico, “alguien [que] escribe su vida cuando cree escribir sus lecturas”. 1 Pero, después de leer y comentar detenidamente durante varias clases los ensayos de Discusión y Otras inquisiciones, cuando comenzamos a recorrer algunos de los que Piglia publicó entre fines de los 60 y mediados de los 80, bruscamente, la hipótesis de partida perdió sustento. No sólo fui dejando de percibir la supuesta continuidad, sino que, cada vez con mayor énfasis, me dediqué a construir una suerte de oposición Borges/Piglia, en la que el primero representaba una suerte de figura paradigmática e irrepetible de ensayista, sobre la base de sus muy diferentes modos de relacionarse, al escribir sus lecturas, con lo que, siguiendo a Blanchot, llamaba –y todavía llamo– la incertidumbre esencial del acontecimiento literario. La escritura borgiana no sólo encuentra en lo incierto (el “misterio” de lo que inquieta o satisface al ensayista) una condición de posibilidad para su realización, sino que, además, al realizarse según las modalidades de un pensamiento conjetural, hace que lo incierto se configure y no cese de configurarse. Para Piglia, en cambio, dicho en sus propios términos, “Todo el trabajo de la crítica (...) consiste en borrar la incertidumbre que define a la ficción”. 2 La oposición, imagino, pudo desplegarse tanto a partir de lo que leímos en los ensayos de uno y otro autor como de lo que dejamos de leer y, sobre todo, se me ocurre ahora, gracias a desatender la probable dimensión irónica de algunas afirmaciones y algunos gestos críticos de Piglia. Lo cierto es que en los apuntes de una clase de agosto de 1988 encuentro una prolija, y en sus propios términos muy convincente, serie de pares opositivos. Del lado de Borges, la escritura ensayística como enunciación conjetural que mantiene activa la ambigüedad irreductible del “espécimen” literario que atrajo al lector, que mientras intenta explicarse las razones de una misteriosa atracción deja que la emoción capturada

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por el misterio sea quien razone. Del lado de Piglia, el ejercicio constante de una retórica de la certeza que impone la imagen de la lectura como desciframiento, como captación sin restos de los sentidos secretos de una obra o un texto (lo secreto tiene que ver muchas veces, porque el crítico lee en clave ideológica, con una realidad histórica y cultural enmascarada o distorsionada). Mientras que la forma del ensayo borgiano tiende a instalar la suspensión o la indecidibilidad del sentido, radicalizando la singularidad de un detalle hasta hacerlo valer por una totalidad irreal que descompone cualquier todo verificable, Piglia afirma de modo apodíctico y generaliza a partir de rasgos particulares que cobran inmediatamente, apenas son señalados, el valor de representantes de una totalidad oculta, imperceptible pero cierta, en trance de desciframiento. La proliferación de adverbios y formas adverbiales que apuntan a imponer esa totalidad como evidente, una de las marcas más reconocibles de su estilo (herencia, en parte, del de David Viñas), habla claramente de la voluntad del crítico de perfilarse como aquel que, dentro de la institución literaria, tiene a su cargo nombrar sin dudas ni vacilaciones. “Todos los libros de Viñas se pueden leer como...”, “toda la eficacia de Ajuste de cuentas se sintetiza en...”, “[Las nieves del Kilimanjaro] no narra otra cosa que...”, “toda [La traición de Rita Hayworth] no hace otra cosa que...” (Mis notas registran varias páginas de esta clase de ejemplos.) Si el ensayista, de acuerdo con la imagen que nos hicimos leyendo a Borges, escribe para saber, es decir, escribe lo que va sabiendo y señala, como lo más valioso de su experiencia, lo que todavía no sabe, la imagen del crítico que entredicen los textos de Piglia es, claramente, la de quien escribe porque ya sabe, alguien que exhibe sus hallazgos y no alguien que realiza y muestra una búsqueda. 3 En un papel abrochado a una de las hojas en las que esbocé el desarrollo de aquella clase, encuentro una alternativa más

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para el planteo de la oposición: mientras que en Borges la práctica de la lectura del detalle está ligada al placer del lector por los momentos o lugares en los que el sentido vacila, en los que se manifiesta como un presente sin presencia bajo la forma de lo inminente, en la escritura de Piglia se jerarquizan los fenómenos de densificación semántica, ya sea por condensación, exasperación o síntesis, en la medida en que sirven a la imposición del efecto de totalidad evidente: una escena del Facundo “condensa y sintetiza lo que gran parte de la literatura argentina no ha hecho más que plegar, releer, volver a contar...”, una secuencia de Los dueños de la tierra se puede leer “como una versión en miniatura” de toda la obra de Viñas, “la historia del tango es una variación incesante del primer verso de ‘Mi noche triste’...” Me salgo de la transcripción del viejo papel y anoto, sobresaltado por la enojosa simplificación que entraña la última cita, una reserva que en principio, por insidiosa precaución metodológica, se podría proyectar sobre otros ensayos de Piglia: el recuerdo de “Mariposita”, “Fruta amarga” o “Quedémonos aquí”, otros tangos de exasperada sentimentalidad pero con una representación de los padecimientos amorosos menos resentida que el de Contursi, podría llevarnos a sospechar que el golpe de ingenio crítico que apunta a imponer la totalidad como evidente, más allá de la seductora sintaxis con que se ejecuta, aquí como en otros lugares, no siempre da en el blanco (que no es la verdad de lo leído, claro, sino las posibilidades que tienen los textos –y a veces, en ciertas circunstancias, algunos tangos pueden tenerlas– de hacernos experimentar la irrealidad de nuestro mundo). Como mi predicamento crítico de entonces era, y en parte sigue siendo, una especie de doxa deconstructivista (doxa que, frente al rechazo o el recelo, no dudaba en reclamarse sólida teoría literaria), me di a a la búsqueda de alguna afirmación o algún gesto que instalase, dentro de la muy coherente y

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sistemática retórica ensayística de Piglia, la contradicción, el exceso o simplemente la tensión entre lo dicho y su enunciación. Buscaba, y lo propuse en el seminario como tarea común, algo que pudiese servir para poner fuera de sí, desde sí misma, esta retórica, una posibilidad de hacerla perder consistencia para que se abra a la experiencia de lo incierto, ese camino sin orientación definitiva por el que el ensayo, deseoso de saber qué lo mueve, suele encontrar la literatura. Como se trata de una escritura fortalecida por el reconocimiento de su inteligencia y un constante ejercicio de autorreflexión, la tarea se nos fue volviendo imposible y hasta banal en sus pretensiones: tal vez no teníamos forma de superar el rechazo presupuesto en la oposición de base porque no tenía sentido querer superarlo, porque acaso la fuerza de esa escritura consistiese, precisamente, en provocar nuestro rechazo, en dejarnos fuera de su acontecer. Pero un día llegó el día del hallazgo. En un texto bastante curioso, “Notas sobre literatura en un diario”4, producto de lo que –para usar un estereotipo que habría que interrogar– se suele llamar estrategia de “ficcionalización de la crítica”, encontramos algo extraño, una afirmación divergente de las otras que sostienen el sistema crítico de Piglia. En la primera entrada, la del día martes, el diarista registra las alternativas de una “larga conversación con Renzi sobre Macedonio Fernández”, en la que se habla de su lugar dentro de la literatura argentina, de la potencia política de su escritura y de algo más 5 : Pero hay otra cuestión, dice Renzi. ¿Cuál es el problema mayor del arte de Macedonio? La relación del pensamiento con la literatura. Le parece posible que en una obra puedan expresarse pensamientos tan difíciles y de forma tan abstracta como en una obra filosófica, pero a condición de que todavía no estén pensados. Este “todavía no”, dice Renzi, es la literatura misma. Para avanzar un poco más en esta dirección, dice, tendríamos que distinguir entre el pensamiento que tiene la estructura de la verdad y el pensamiento que tiene la estructura de la ficción. El pensar,

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diría Macedonio, es algo que se puede narrar como se narra un viaje o una historia de amor, pero no del mismo modo.

Me recuerdo leyendo en otra clase esta cita sorprendente y comentando que esta forma de pensar la literatura, como ocasión de un aplazamiento esencial y definitivo del sentido y la verdad, pone a Piglia más cerca de Blanchot que de sí mismo. Esta idea de la ficción como un pensar sin pensamientos, como el acontecimiento de una afirmación en la que nada se afirma y que por eso mismo manifiesta el ser errante de la afirmación y la falta de fundamentos de lo afirmado, se diferencia radicalmente de las ideas habituales que los textos de Piglia transmiten sobre la ficción como efecto de falsificación que supone la preexistencia de lo verdadero. “La ficción –leemos en una entrevista– sin duda trabaja con la verdad pero a la vez construye un discurso que no es ni verdadero ni falso. Que no pretende ser ni verdadero ni falso. Y en ese matiz indecible entre la verdad y la falsedad se juega todo el efecto de la ficción. Es falso pero también es verdadero. Y a la inversa.” 6 Parece lo mismo, por lo de la indecibilidad entre lo verdadero y lo falso, pero la presencia de términos como “trabaja” y “construye” muestran que se ha operado una reducción del acontecimiento que neutraliza el problema de lo falso o lo verdadero (la expresión de lo todavía no pensado) a la producción técnica de determinados efectos discursivos que buscan deliberadamente esa neutralización pero que, como responden a una voluntad de ficcionalizar que sí distingue entre verdad y mentira, no pueden ser más que efectos de falsificación. Piglia supuestamente ficcionaliza cuando en el “Homenaje a Roberto Arlt” reescribe un relato de Andreiev y se lo atribuye a Arlt, o cuando le hace decir a Renzi versiones paródicas de sus teorías verdaderas. ¿Cómo podríamos esperar en estos casos que la ficción exceda la alternativa de lo verdadero o lo falso, saltando más acá del

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terreno en el que se efectúa, si sólo se trata del producto de una calculada estrategia de autor? Las expectativas de relectura abiertas por el hallazgo se fueron apagando pronto ya que no pudimos encontrar en otros ensayos resonancias de la feliz y anómala ocurrencia del todavía no como ser de lo literario. La retórica crítica de Piglia se volvió a cerrar sobre sí misma, y el cierre fue definitivo, aunque el seminario nos deparaba aún otros dos descubrimientos. Una tarde, hojeando por casualidad El libro que vendrá, miré por arriba un ensayo sobre Musil que desconocía y al llegar a la sección titulada “La literatura y el pensamiento”, atraído por la familiaridad y el interés del título, comencé a leer: Otro problema mayor del arte musiliano: la relación del pensamiento con la literatura. Precisamente, él concibe que en una obra literaria puedan expresarse pensamientos tan difíciles y de forma tan abstracta como en una obra filosófica, pero a condición de que todavía no estén pensados. Este “todavía no” es la literatura misma, un “todavía no” que, como tal, es cumplimiento y perfección. 7

Lo primero que sentí, contaba en la clase siguiente, cuando descubrí por azar que el autor de la ocurrencia que tanto nos había entusiasmado era en verdad el mismísimo Blanchot, fue satisfacción. Antes que nada, por el descubrimiento mismo, porque acaso era el primero en revelar la presencia del truco. Después, porque de algún modo había anticipado la verdad de la falsificación ¿No había reconocido indirectamente a Blanchot, aún sin haber leído el ensayo expropiado, tras la máscara de la atribución errónea? Mi satisfacción era la del lector competente al que un texto le dio ocasión de exhibir lo que sabe. Un lector modelo, según la triste figura de la libertad lectora que debemos a la teoría de la cooperación textual de Umberto Eco, un lector que repone sentidos calculadamente elididos, que sólo hace lo que

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una estrategia compositiva llamada “autor modelo” previó que tiene que hacer. Al reconocerme en una figura tan poco exaltante, y sin saber todavía cuál era esta vez el sentido del juego de la falsificación, más allá del juego mismo, más allá de que sirva para ilustrar la teoría supuestamente arltiana de que el escritor argentino “no puede escribir si no copia, si no falsifica, si no roba...” 8, el sentimiento de satisfacción declinó bruscamente en incómoda perplejidad. ¿Por qué un autor plagia a otro pudiéndolo citar? ¿Por qué no haber escrito “Las notas de Blanchot sobre Musil me hacen pensar en Macedonio...” en vez de citar borrando la referencia y las comillas? ¿Atribuirle a Renzi, que es casi como decir a sí mismo, algo que dijo Blanchot, eso es para Piglia un efecto de ficción? Propuse estas preguntas en clase. Alguien dijo que a Piglia le interesa desmitificar la idea de propiedad literaria, que en última instancia, estos juegos de apropiación y robo son un avatar más del viejo truco formalista –que tan buenos servicios prestó a la crítica ideológica– de la puesta en evidencia del procedimiento: cuando la falsificación se descubre, se comprende que nadie es dueño de lo que se dice o se escribe. ¿Pero qué pasa –intervino otro, más ingenuo– cuando el lector no descubre el robo y permanece engañado? Le explicamos que no importa, que para la literatura moderna ya no importa quién habla ni quién escribe porque... Pero entonces –se obstinó el ingenuo– volvamos a la pregunta inicial: si en última instancia nadie puede reclamarse Autor de lo dicho o escrito, ¿por qué no aclarar que esto lo dijo otro? Las cosas quedaron así, mal planteadas, pero tampoco importaba. Mientras nos preparábamos para salir, alguien más tomó la palabra. Todos sabemos –dijo–, y no necesitamos que nos lo vuelvan a enseñar, que la literatura viene de la literatura y que incluso la escritura de un ensayo supone la absorción y la transformación de lo que escribieron otros ensa-

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yistas, pero me pregunto... –y aquí hizo una pausa, para garantizar nuestra atención– ¿el recurso sistemático a la atribución errónea, la reducción, como decía usted, de la ley a procedimiento sintáctico, no estará hablando de una dificultad para la invención? Lo dijo, cuando ya no queda tiempo, un asistente al seminario. No quiero atribuirme sus palabras.

valencia entre ficción y efecto de falsificación, reinstala el horizonte de lo verdadero y borra, en consecuencia, todo lo que la revelación del ser de lo literario (ser de la desaparición que habla en un lenguaje exilado de la verdad y el sentido) tiene de inocente, pero también de inquietante. “Un falsificador, aunque todo poderoso, sigue siendo una verdad sólida que nos ahorra el pensar más allá.” 10

Posdata. Un tiempo después, cuando ya habíamos pasado a otra cosa, un último descubrimiento vino a cerrar con doble vuelta nuestras expectativas de deconstruir alguna vez la retórica crítica de Piglia. Alguien me acercó las “Notas sobre Macedonio en un diario” publicadas a fines del 85 en el suplemento cultural de Clarín, un ensayo que inadvertidamente había quedado fuera de nuestro corpus de referencia. Mientras lo iba leyendo, no dejaba de lamentarme por no haberlo podido usar en clase: era un ejemplo consumado de la crítica-ficción, generoso en afirmaciones ocurrentes, analogías ingeniosas, citas claramente apócrifas y, todo lo hacía suponer, atribuciones erróneas. Cuando llegué a la última entrada, advertí que era una reelaboración de la primera del otro ensayo con forma de diario. Entre las varias modificaciones, una me devolvió instantáneamente al estado de satisfacción del que pudorosamente había conseguido rescatarme. Renzi seguía diciendo a propósito del arte de Macedonio lo que Blanchot escribió a propósito del de Musil, pero con una ligera variación:

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Le parece posible que en una novela puedan expresarse pensamientos tan difíciles y de forma tan abstracta como en una obra filosófica, pero a condición de que parezcan falsos. Esa ilusión de falsedad, dice Renzi, “es la literatura misma”. 9

Blanchot corregido por Piglia: la sustitución de “todavía no pensados” por “que parezcan falsos” reintroduce la equi218

Notas 1 Ricardo Piglia, Crítica y ficción, Santa Fe, Universidad Nacional del Litoral, 1986, pág. 11; también en el “Epílogo” de Formas breves, Buenos Aires, Temas Grupo Editorial, 1999, pág. 137. 2 En Crítica y ficción, ed. cit., pág. 11. 3 “El ensayo escribe (y describe) una búsqueda. (...) En el ensayo se dibuja un movimiento más que un lugar alcanzado. Como la flecha del arquero zen, el ensayo es el trayecto más dar en un blanco. Pero, a difer e n c i a d e l a f l e c h a , e l m o v i m i e n t o d i s c u r r e e n v a r i a s d i r e c c i o n e s, exploratorio, muchas veces incierto.” (Beatriz Sarlo, “Del otro lado del horizonte”, en Boletín/9 del Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria, Universidad Nacional de Rosario, 2001, pág. 16). 4 En Lía Schwartz Lerner e Isaías Lerner (Ed.), Homenaje a Ana María Barrenechea, Madrid, Ed. Castalia, 1984, págs. 145-149. 5 Al escribir “el diarista registra”, inmediatamente oí una admonición: usted confunde al diarista, que es una entidad ficticia, como el narrador de un relato, con el autor de las “Notas...”, y querrá atribuirle a éste lo que quiso que dijera aquél. Es cierto, Piglia no es el diarista, como tampoco es Renzi, su versión exasperada, pero también es cierto que, por alguna razón que habría que estudiar, tal vez por el impulso apodíctico del dispositivo retórico que las incluye, estas duplicaciones no vuelven incierta la enunciación. “Piglia”, la figura de autor que suponemos detrás de lo que se dice en sus ensayos, es el nombre de un reconocible dispositivo enunciativo que comprende, como una de sus posibilidades, la formulación de versiones exacerbadas e incluso autoparódicas de sí mismo a través de la voz de un personaje literario. Lo que quiero decir es que tal vez Piglia no suscriba en todos los casos lo que dice Renzi, sobre todo por el modo de decirlo, pero cuando Renzi habla en los ensayos (habría que ver qué ocu-

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rre en los relatos y las novelas) siempre oímos detrás de sus enunciados, como una referencia de la que toman un poco de distancia pero sin provocar ningún desprendimiento, a “Piglia”, a su retórica de la certeza crítica. 6 En Crítica y ficción, ed. cit., pág. 11. 7 Maurice Blanchot, “Musil”, en El libro que vendrá, Caracas, Ed. Monte Avila, 1969, pág. 169. 8 Ricardo Piglia, “Homenaje a Roberto Arlt”, en Prisión perpetua, Buenos Aires, Ed. Sudamericana, 1988, pág. 172. 9 Ricardo Piglia, “Notas sobre Macedonio en un diario”, Clarín Cultura y Nación, 12 de diciembre de 1985, pág. 3. 10 Maurice Blanchot, “El infinito literario: el Aleph”, en El libro que vendrá, ed. cit., pág. 111.

III

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Del ensayo ...permítaseme sugerir –y es una idea que tomo en préstamo de Roland Barthes– que si me siento a escribir el relato de todas las veces que he “levantado la cabeza” provocado por la lectura, eso es un ensayo. Y esto transformaría al ensayo en una especie de autobiografía de lecturas: no tanto en el sentido de “los libros en mi vida”, sino más bien en el de los libros que han apartado al ensayista de “su” vida: que lo han hecho escribir, derramar sus lecturas sobre el mundo... Eduardo Grüner

Del ensayo como único modo de dialogar con la literatura La afirmación –me apresuro a reconocerlo– puede parecer excesiva. Prefiero, de todos modos, no reducir su énfasis y ensayar algunos argumentos en los que pueda soportarse. El ensayo (denominado “literario” –sólo a él voy a referirme–) como diálogo con la literatura. “Diálogo” debe tomarse aquí en un sentido próximo al de la “conversación” heideggeriana (que se diferencia de la mera “charla” tanto como se diferencia el ensayo de la “causerie”), es decir, al de una interpelación que se realiza no desde fuera, al amparo de un exterior en el que encuentra reposo quien interpela (miseria de los metalenguajes) sino en el interior del campo interpelado, comportándose “según su modo”. La búsqueda del ensayo, en la que el diálogo se instituye, “acompaña” al movimiento de la literatura, lo duplica, y encuentra en esa estrategia mimética la ocasión de dar testimonio de lo que 222

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está en juego –parafraseo a Blanchot– por el hecho de que una palabra como la literaria se enuncie. ¿Qué se ensaya en un ensayo? ¿Cuál es la forma que adopta esa interpelación que es, ella misma, literatura? Un sintagma hoy ya cristalizado, “ensayo de lectura”, anticipa la respuesta. El ensayo, como diálogo, es un ensayo de lectura. Que una lectura se ensaye no significa que sus efectos sean provisorios, que sean sólo gérmenes, esbozos, que podrían (deberían) ser retomados, ampliados, en un trabajo de mayor aliento (una monografía, un tratado), él sí definitivo 1. El concepto de lectura definitiva no corresponde –parafraseo a Borges– sino a la religión o al cansancio, nunca a la búsqueda del ensayo, a la búsqueda de la literatura, que recomienza incesantemente, que no tiene más límites que el infinito. Dicho de otro modo: si un ensayo de lectura es provisorio, ese no acabamiento, esa falta de conclusión, no es accesoria sino esencial: la lectura es, por definición, provisoria: lo que en una lectura se cierra, en otra, capaz de inventar lo que aquella entredice, se reabre. Sin otro propósito que la falta de alguno, por el solo placer que esa práctica le proporciona, Poe escribe en los márgenes de los libros o, si la extensión de las notas lo requiere, en tiras de papel que pega entre sus hojas “pensamientos” que la lectura le sugiere. Esas “descargas” parecen no estar destinadas, en un comienzo, más que a quien las escribe. En las anotaciones marginales, dice Poe, “nos hablamos a nosotros mismos”; de allí la audacia y la soltura que las caracteriza. En algún momento, sin embargo, Poe decide “trasladar” a otros lectores esos pensamientos escritos. Los agrupa, probablemente los rescribe, suprime algunos, agrega otros y los publica con el título de Marginalia. Se ha dicho que Poe publicó esas notas por interés económico, por el dinero que cada página de la colección podía redituarle. Se pueden conjeturar otros intereses. Pero lo cierto es que encontramos en este

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episodio un deslizamiento propio del ensayista, deslizamiento respecto del lector que él mismo es al que se refiere Barthes en las últimas páginas de Crítica y verdad. El ensayista (Barthes habla del “crítico”, pero lo piensa como ensayista) no sólo lee sino que, además, escribe su lectura, la publica (la hace pública), la “derrama” sobre el mundo. “Habla” con sus palabras lo leído, lo reduplica por su escritura, y su deseo ya no es el de la obra, el de “querer ser la obra”, sino el de su propio lenguaje. Del leer al escribir se juega, entonces, un deslizamiento “amoroso” por el que el ensayista, devolviendo “la obra al deseo de la escritura, del cual había salido”, logra transmitir cierta verdad de la literatura, de la que el término “pasión” da la medida. Del ensayo se han señalado siempre la heterogeneidad de sus materiales y de sus procedimientos, la dificultad para clasificarlo o definirlo. Es conocida la alegoría por la que Jaime Rest lo llamó “cuarto en el recoveco”. Lo que aquí denomino “ensayo” no es ajeno a esas determinaciones empíricas, pero no se reduce a ellas. Así como la brevedad de un texto, su tono conversado, cierta displicencia teórica, no nos garantizan que en él se ensaye una lectura, es posible localizarla en los márgenes de una monografía o en la totalidad de un texto que la tradición redujo a doctrina. En todos los casos, la determinación de un texto como ensayo depende de un ensayo de lectura que lo lea como tal. Se ha dicho que “no hay meta-lectura de la lectura”. Repito la fórmula: no hay meta-ensayo del ensayo. Dije antes que me referiré exclusivamente al ensayo literario. Una aclaración más: “literario” no debe ser tomado aquí en un sentido puramente temático. Tal como la entiendo, la “literariedad” de un ensayo depende no tanto de su tema como de que en él se realice la puesta en acto de una legalidad propia de la literatura, de un modo de “conocer” literario. Los ensayos borgianos de tema filosófico o teológico, La cá-

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mara lúcida de Barthes, por ejemplo, serán considerados desde esta perspectiva. En lo que sigue, un conjunto de notas de lectura destinadas menos a ceñir los caracteres del ensayo, sus generalidades, que a mostrar ciertos lugares desde donde proseguir su búsqueda.

I La respuesta auténtica siempre es la vida de la pregunta. Maurice Blanchot En el corazón de un ensayo sobre la novela, Blanchot reflexiona: “Estas anotaciones no pretenden resolver ningún problema. Plantean, por el contrario, toda suerte de ellos y muy difíciles”. El ensayo al que me refiero, “La novela, obra de mala fe”, tiene el rigor y la complejidad acostumbrados en Blanchot, y esa reflexión central, situada, como una señal, en su centro, dice lo mismo que el discurrir del texto muestra: que la búsqueda del ensayo no concluye con el encuentro de una solución que, retroactivamente, ponga fin a los problemas planteados, una respuesta (supuesta verdadera) que cierre la marcha abierta por la pregunta, sino que, por el contrario, esa búsqueda es de una singularidad tal que en ella “encontrar significa mostrar huellas y no inventar pruebas”, no develar un sentido sino, multiplicando las vías, invitar a la develación. Blanchot parte, en este caso, de los puntos de vista que Jean Pouillon sostiene sobre la novela en Temps et roman. Retoma el recorrido de Pouillon a partir de sus lagunas, sus paradojas, los obstáculos que no pudo sortear y con los que,

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por general, se enfrentó sin saberlo. Su estrategia, sin embargo, no es crítica. Blanchot no descalifica la marcha de Pouillon, por ingenua o equívoca que ella sea, sino que, por el contrario, la prosigue, desviándola, para recomenzar allí una vez más (pero también, en algún sentido, por primera vez, por única vez) la marcha “propia”. Para Pouillon –según la reseña de su libro que hace Blanchot– la novela pone (debe poner) en escena los diferentes modos que los hombres tienen de conocerse a sí mismos y de conocer a los otros, de tomar conciencia de sí mismos y de los otros; su única finalidad es restituir, aplicándolos, esos modos de conocer. Blanchot reafirma, a su vez, lo esencial del vínculo novela-conocimiento, pero lo somete a un desplazamiento sutil. Mientras que Pouillon apoya su estudio en los desarrollos de disciplinas que, desde fuera de la literatura, se han ocupado del conocimiento, Blanchot busca especificar un modo literario de conocer, que no se reduzca a la “toma de conciencia” sino que, tal vez, la exceda. Se trata, para Blanchot, de prestar atención a la “transformación radical” que se opera en la palabra literaria, de no desconocer que el lenguaje de la novela no es el de las disciplinas (lenguaje que supone representar seres reales) sino el de la ficción (lenguaje que presenta seres imaginarios, seres ausentes, que los presenta en su ausencia y como ausentes). La búsqueda se abre, entonces, a la interrogación por las condiciones de posibilidad de la ficción y del acto de imaginar. Blanchot se pregunta “qué es una ficción, cómo es posible y qué actitudes supone en quienes participan en ella, creándola al escribir o produciéndola leyendo”, y al ensayar una respuesta entredice nuevas preguntas, dirigidas a un lector por venir, de un orden de razones también nuevo. ¿En qué sentido la novela capta –según lo dice Blanchot– “el sentido del mundo humano en su conjunto”? ¿Cuál es “el sentido de

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lo que es más verdadero” que hace su aparición “en el elemento vacío de la ficción”? Ensayar una lectura (es esta la lección de Blanchot, lección de ensayista que ha sabido sostener a través de toda su obra) es constituir a lo leído en una interrogación dándole una respuesta auténtica, es decir, una respuesta que a la vez que la constituye es capaz de cerrarse sobre esa interrogación “pero para preservarla, conservándola”.

...existe ahí una laguna que se nos invita no a reparar bien o mal, sino, por el contrario, a respetar. Marthe Robert “No interpretaré esta historia”. Así comienza Walter Benjamín, luego de transcribir un fragmento de “Construyendo la muralla china”, uno de sus ensayos sobre Kafka. Negarse a interpretar ese relato significa para Benjamin negarse a someter su lectura al juego monótono de correspondencias que impone la exégesis alegórica; negarse a duplicar (es decir, a desconocer) la letra del texto leído por su remisión masiva a un “más allá”, a un sentido segundo que sería su verdad. Se sabe: la hermenéutica “judío-realista” (Benjamin lee polemizando con ella) reduce los relatos kafkianos a parábolas edificantes que, como las bíblicas, serían los artificios didácticos de una supuesta doctrina. “K. es al tribunal lo que el Hombre es...” El recurso es conocido por todos. Basta con multiplicar esas proporciones primeras para “agotar” el sentido de los relatos. Los detalles, abundantes, que ni siquiera la tradición más clásica dejó de notar, son dejados de lado por su irreductibilidad al esquema parabólico. En El proceso, por ejemplo, ¿qué puede decirnos de ese saber doc-

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trinario que el relato supuestamente ejemplifica la membrana que une los dedos de la mano de la criada del abogado? Las lecturas que se ensayaron de los textos de Kafka (pienso en Walter Benjamin, desde luego, pero también en Marthe Robert, en Beda Allemann y en Jacques Derrida, entre otros 2), lecturas que, sin desconocerla, desbordan la exégesis clásica, se detuvieron en lo inquietante de esos detalles irreductibles, de esas “singularidades sumamente precisas”, para valorarlos como el lugar en donde se opera “un pequeño desplazamiento de acento” respecto del funcionamiento clásico de las parábolas. Para que esos detalles fuesen notados en lo que tienen de valioso, los lectores de Kafka debieron, en primer lugar, suspender el afán de explicación, de comprensión, y ensayar vías inéditas para la lectura. Recuerdo la marcha de esos ensayos: se parte del reconocimiento de la semejanza estructural entre los relatos de Kafka y las parábolas (se parte del límite que las hermenéuticas se han impuesto) pero se hace notar de inmediato que esos relatos son, a la vez, algo más y algo menos que parábolas, porque si, como en las parábolas, el texto “sensible” parece aludir a otro, “inteligible”, ese texto “inteligible” aludido insiste en sustraerse a cualquier determinación. Aquello a lo que los relatos kafkianos aluden elude el reconocimiento. Nos decimos: “aquí hay algo más, otra cosa”, pero su identidad se nos escapa, no sabemos cómo nombrarlo, cómo circunscribirlo. Según la técnica deceptiva que define a la literatura moderna, los relatos kafkianos invitan a la exégesis alegórica pero para mantenerla en un aplazamiento indefinido. Parábolas equívocas (si se me permite el oxímoron), fracasan en la transmisión, en la ilustración de la doctrina que las sostiene. Parábolas sin doctrina, “sólo-parábolas” inaplicables en la vida diaria, incapaces de librarnos de sus fatigas, son, a la vez, la señal de la posibilidad y de la imposibilidad de la trascendencia. Son (para servirme también aquí de Blanchot) improbables. 229

Parábolas a las que le falta la doctrina; símbolos que revelan ningún enigma: se trata –una vez más– de enunciados paradójicos, y sostener esas paradojas –tarea de ensayista– es el único modo de testimoniar, de “respetar”, lo singular de la experiencia kafkiana. Lo dicho: la doctrina de la que los relatos de Kafka son ilustración falta, pero su faltar es estructurante: la falta de doctrina, la imposibilidad de un habla parabólica capaz de transmitirnos la Verdad deviene en Kafka la posibilidad de la literatura, de una palabra inquietante que se enmascara con los signos de la tradición para anunciar su ruina. El proceso, El castillo, “Ante la ley” descomponen el orden de las parábolas instalando en su clausura un juego suplementario de faltas y excedentes. La doctrina se lee, como faltante, en los detalles que exceden la interpretación alegórica: en los “inesperados personajes”, en el “insólito colorido”. Allí donde fracasa la hermenéutica, donde muestra su imposibilidad de dar cuenta de esos detalles, allí un ensayo de lectura se hace posible. El exégeta, el hermeneuta, compulsado a interpretar, lo hace según los dictados de la Tradición. Su lugar es cómodo (lo que dice está garantizado desde siempre) pero, por eso mismo, improductivo: para él Kafka no es más que otro capítulo en la historia de la literatura mística. El ensayista, en cambio, se sitúa en un lugar polémico respecto de la tradición, y la incomodidad de su vínculo con ella favorece la emergencia de lo nuevo: en el fracaso de la mística Benjamin lee a la literatura kafkiana como profética.

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II He trabajado al azar de mi biblioteca. Jorge Luis Borges

Dispuesto a examinar los argumentos que niegan o validan la eternidad del infierno 3, Borges parte de la lectura de un artículo del Diccionario enciclopédico hispano-americano. Según Borges mismo lo aclara, el artículo se muestra útil para el discurrir del ensayo no por la riqueza o el rigor de la información que ofrece, sino “por la perplejidad que se le entrevé”, es decir, por los presupuestos entredichos en sus pobres enunciados. Se trata de reconocer en el gesto borgiano un modo de operar propio del ensayista que lo diferencia radicalmente del lector profesional, sometido siempre a los imperativos del método. Mientras que éste, el especialista, predetermina un fin para su trabajo y, en función de ese fin determinado, se provee de medios específicos que le permitan alcanzarlo, el ensayista, lector-“bricoleur”, trabaja con los medios que están al alcance de su mano y la cuestión de la utilidad desplaza, en su lectura, a la de la especificidad. Para el especialista la pertinencia y la homogeneidad de los medios funcionan como un resguardo contra los golpes del azar. El ensayista, en cambio, por la heterogeneidad misma de sus recursos, está siempre, de un modo u otro, en una relación de intimidad con el azar, relación constitutiva de la lectura que busca, por su práctica, no ocultar sino afirmar. Se trata, en todo caso, para él, de saber poner al azar del propio lado (Eduardo Grüner). Opuse, transponiendo una distinción levistraussiana, el ensayista, como lector-“bricoleur”, al especialista, lector profesional. El modo diverso en que cada uno de ellos se vale de las citas y las referencias confirma la distinción. Para el especialista las citas y las referencias son fundamentales, es

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decir, funcionan como fundamentos: lugares inmóviles, por incuestionados, que sostienen el supuesto movimiento de su lectura. Citas de autoridad, en las que el especialista se autoriza (sin esa autorización nada se atrevería a decir), delimitan, incluso antes de que se inicie, el recorrido de la lectura. Todo posible desborde (“lo que se lea...”) es, quiere ser, obturado por lo escolar de esas remisiones. Para el ensayista, en cambio, citar es escribir. Lo ya dicho es menos una coartada que un pretexto para su decir. Cualquier ensayo de Borges vale aquí como ejemplo: la puesta en escena de las referencias, el modo dramático en que se las hace jugar (el “saludo al paso” barthesiano), testimonia que para el ensayista lo esencial es siempre, por sobre lo tratado, el movimiento de la escritura, movimiento que quiere que nada, ningún fundamento, quede en su lugar. “Determinada por su indeterminación” (Maurice Blanchot), la búsqueda del ensayo es errática. El ensayista se encuentra siempre, para decirlo de algún modo, dispuesto a los juegos del azar, y en su búsqueda suele encontrar algo que no buscaba o, lo que es lo mismo, algo que buscaba (que se buscaba) sin saber. ¿Qué ocurre cuando el ensayo se intersecta con las teorías, cuando se liga con saberes a los que se les supone un alto valor explicativo? Si la fuerza del ensayo es la dominante, la consistencia de esos saberes se descompone. La lectura deja ver (produce) grietas en las que se anuncia el inminente derrumbe del edificio teórico. Si, por el contrario, es la fuerza teórica la que domina, la búsqueda del ensayo se desvía de su errar: se orienta, adquiere sentido. Desprovisto de esa “distracción” esencial que hace posible el acontecimiento de la lectura, el ensayista se transforma en un profesional del reconocimiento: cada vez que se detiene sobre una obra lo hace sólo para glorificar algún modelo. Los resultados de esa práctica son conocidos: el Museo de la No-

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vela de la eterna deviene pretexto para la exposición de alguna teoría de la escritura o de la producción textual; los relatos de Felisberto Hernández, ejemplos de un familiar, ya nada inquietante, efecto de “siniestro”.

III ...una coordinación de palabras (otra cosa no son las filosofías)... Jorge Luis Borges El ensayista, lector impertinente El especialista (para insistir en una oposición que no está exenta de devenir obstáculo) lee y escribe en el interior de una región del conocimiento que cierto principio de pertinencia viene a delimitar. “En este campo se opera de este modo, con estos objetos, y según este método”. El cumplimiento de ese imperativo disciplinario garantiza al especialista la unidad de su recorrido, recorrido que garantiza, a su vez, la unidad de la disciplina que lo acoge. El ensayista, según el alcance que el término ha tomado en mi discurso, pone en cuestión, por su práctica, “la solidaridad de las antiguas disciplinas”. Opuesta al trabajo interdisciplinario, que multiplica las pertinencias para el abordaje de un objeto cierto, su búsqueda transmite a las disciplinas que atraviesa la incertidumbre de su objeto imposible. Transdisciplinaria, la búsqueda del ensayo opera una literaturización del saber. Aunque su desconocimiento del hebreo es –según lo declara– casi total, Borges ensaya “Una vindicación de la cá-

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bala”. La exigencia de atenerse a versiones de segunda mano no va, sin embargo, en desmedro de su tarea, pues ella apunta a vindicar no la doctrina cabalística, “sino los procedimientos hermenéuticos o criptográficos que a ella conducen”. El desplazamiento es radical: Borges se detiene en lo que la doctrina ve como accesorio: en los valores literarios de la cabala. Esa detención en los procedimientos, en la que la literatura se afirma, funciona como un disparador para el examen (y, de algún modo, el establecimiento de una tipología) de las relaciones entre escritura y azar. La lectura en “bouestrophedon”, la sustitución de una letra por otra y el valor numérico de las letras como pretexto para la relectura de Tennyson, Verlaine, Valéry o De Quincey. En ese mismo ensayo, llevado (por el azar de su biblioteca: la encabezan una cita de Bacon y otra de John Donne) a una reflexión sobre la Trinidad, Borges se dirige hacia la elucidación de los fines persuasivos de esa “sociedad”, hacia el reconocimiento de sus funciones retóricas. Aunque impensable e intelectualmente monstruosa, la Trinidad aparece como necesaria para la “propaganda” (en otro ensayo Borges recuerda, no sin ironía, la genealogía católica de este término) de la doctrina. Como al pasar, en una acotación al margen, se permite incluso subrayar, a propósito de las figuras que componen la Trinidad, “su culpable condición de meras metáforas”. En “La duración del Infierno”, ese otro ensayo de Borges al que recién hice referencia, encuentro gestos equivalentes en impertinencia. El “objetivo” del ensayo es, en este caso, examinar los argumentos que sostienen o invalidan la eternidad del infierno. “Argumentos”: es el término que Borges utiliza y que introduce, desde el comienzo, una de las fuerzas que atraviesan el ensayo: el desborde de la teología por la retórica. En la descalificación, por “inverosímiles”, de los argumentos que afirman la eternidad del infierno creo ver a esa fuerza ya como dominante. De las tres “razones elaboradas por

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la humanidad a favor de la eternidad del infierno”, la primera, “de orden policial”, no merece siquiera el esfuerzo de una refutación. La segunda, que por probar tanto es prueba de nada, se sostiene únicamente, según la explicación de Borges, en el uso equívoco que se hace del término “infinito”. “Es la pluralidad de sentidos de la voz infinito” –leo en el ensayo– la que fundamenta el “engaño” de esta “frivolidad escolástica”. El tercer argumento merece una consideración especial no porque su virtud sea lógica (menos aún teológica) sino porque ella “es enteramente dramática”. Del mismo modo, los dos argumentos que invalidan la eternidad del infierno son apreciados por “hermosos”. Virtud dramática y hermosura: el discurso de la Teología es conmovido por un desplazamiento de valores: se trata de la intrusión violenta, impertinente, de adjetivos, de valoraciones, que le son extraños 5 . Recuerdo –también yo “como al pasar”– que el examen de los argumentos se encuentra enmarcado por una serie de referencias, entre las que prevalecen las literarias (Dante, Quevedo, Torres Villaroel), al comienzo, y por la comunicación de un sueño (también una ficción) al final. En el Epílogo a Otras inquisiciones Borges declara su tendencia a “estimar las ideas religiosas o filosóficas por su valor estético y aun por lo que encierran de singular y de maravilloso”. Baste el extenso párrafo anterior para testimoniar lo que a las “ideas religiosas” se refiere. Agrego ahora unas notas de lectura motivadas por “La perpetua carrera de Aquiles y la Tortuga”, para dar cuenta de lo que corresponde a las “ideas filosóficas”. El procedimiento que gobierna la construcción de este ensayo es el corriente en Borges: el enhebrado de referencias a partir de un tema, la exposición, en este caso, de las refutaciones de la paradoja de Aquiles atribuida a Zenón de Elea. Borges recuerda, en primer lugar, la refutación de Stuart Mili, que implica a las de Aristóteles y Hobbes, y luego la de Bergson. Ninguna de

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las dos habría refutado efectivamente –según sus demostraciones– la paradoja. Toca entonces el turno al examen de la refutación formulada por Russell, autor de “libros de una lucidez inhumana, insatisfactorios e intensos”. Se trata de la “única refutación” conocida por Borges, “la única –dice– de inspiración condigna del original, virtud que la estética de la inteligencia está reclamando”. Un nuevo espacio queda instituido, y si en él “la estética de la inteligencia” desplaza a la filosofía, se entiende bien por qué los libros de un autor, aunque insatisfactorios, pueden ser valorados por lo que tienen de intensos. Creo que lo fundamental del ensayo (fundamental para la dirección en la que intento leerlo) se encuentra ya en la elección del tema. ¿Por qué tomar de la monumental enciclopedia filosófica este pequeño artículo? ¿Por qué dedicarle un ensayo, incluso más de uno (la paradoja de Aquiles es también el tema de “Avatares de la tortuga”)? Desde luego que por su valor literario (en otro ensayo Borges lee a esta paradoja como uno de los precursos de Kafka). “Las reiteradas visitas del misterio que esa perduración postula, las finas ignorancias a que fue invitada por ella la humanidad –afirma Borges a propósito de la paradoja– son generosidades que no podemos no agradecerle”. Visita del misterio, invitación a la ignorancia (en “Avatares de la Tortuga” se habla de “intersticios de sinrazón”): ¿no es esto acaso lo que llamo literaturización del saber, o, para decirlo de otro modo, su puesta en incertidumbre por el acontecimiento de la literatura? La paradoja de Aquiles y la Tortuga pone en juego la palabra infinito, palabra “que una vez consentida en el pensamiento –dice Borges–, estalla y lo mata”. Tal vez es en esta afirmación del infinito en donde se establece un lazo esencial entre la paradoja y la literatura, si la verdad de su experiencia (la de la literatura) está, como lo quiere Blanchot, “en el error del infinito”. Como en la paradoja de Zenón, la literatura introduce en lo limitado una

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apertura a lo infinito, y la extrañeza de que, aunque más veloz, Aquiles no pueda ya, no pueda nunca, alcanzar a la Tortuga no es diferente a la que la ficción instala en nuestras certidumbres. Borges cierra el examen de las refutaciones formulando una opinión propia: “Zenón es incontestable, salvo que confesemos la idealidad del espacio y del tiempo. Aceptemos el idealismo, aceptemos el crecimiento concreto de lo percibido, y eludiremos la pululación de abismos de la paradoja”. Se trata de una opinión –advierte Borges– que puede parecer “impertinente y trivial”. El lector borgiano sabe que, en efecto, lo es. “Impertinente”, porque excede la pertinencia que el discurso filosófico impone. “Trivial”, porque es esa la posición en la que el escritor se sitúa “con respecto a la pureza de las doctrinas (trivialis es el atributo etimológico de la prostituta que aguarda en la intersección de tres vías)”. Barthes con Borges: se trata –lo recuerdo– de hacer jugar al azar del propio lado 6 . Literaturización del saber. Su puesta en incertidumbre por el acontecimiento de la literatura. Arriesgo una fórmula más: por el ensayo el saber se somete a la prueba de la literatura, prueba que no lo destruye sino que lo desplaza (“su nuevo lugar –dice Barthes, a propósito de Bataille– es el de una ficción”). La intrusión de valores (lo inverosímil, lo espléndido, lo hermoso) provoca la aparición de aquello que las disciplinas, para constituirse en disciplinas, deben enmascarar: su ser de lenguaje, su “culpable condición” de “ficciones interpretativas”. Por el ensayo las filosofías se muestran como coordinaciones de palabras (los Parerga und Paralipomena de Schopenhauer, como uno de “los más agradables libros de ensayos de la literatura alemana”), la teología, con sus monstruosas invenciones (la Trinidad, el infierno), como una especie del género fantástico.

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IV Invalidada sea la estética de las obras; quede la de sus diversos momentos. Jorge Luis Borges Un detalle arrastra toda mi lectura. Roland Barthes El ensayo, lectura del detalle Un axioma equívoco: “todos los acusados son hermosos”; una membrana siniestra, que sin embargo enorgullece a la dueña de la mano: estos detalles mínimos, casi sin sentido, y no las generalidades de un diagrama alegórico, constituyen, para quienes supieron leerlos, lo específico de los relatos de Kafka. Del mismo modo, según la argumentación que construye Barthes en su lectura, la enumeración morosa de los manjares que consumen los libertinos entre orgía y orgía (“sopa con caldo de 24 gorrioncitos en arroz y azafrán, torta cuyas albóndigas son de carne de paloma molida y cubierta con fondos de alcachofas, huevos en jugo, compota al ámbar”) es, en las obras de Sade, “la señal misma de lo novelesco”. El proyecto borgiano de una lectura “inocente” de la Divina Comedia, que no se interese por lo “universal” del poema, menos aún por lo que tiene de “sublime o grandioso”, sino que sepa valorar “la invención de rasgos preciosos”, que reconozca en esos “pormenores” lo que la Comedia tiene de más “deleitable”; ese proyecto de lectura, que Borges consuma en sus Nueve ensayos dantescos, se orienta también en esa dirección 7 . El ensayo como lectura del detalle. Contra la evidencia de la obra, la de su completud, la de su unidad, el ensayista afirma el valor del detalle. Un detalle aislado, un detalle que

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en la lectura se aísla, puede valer para el ensayista –y no sólo como ejemplo– por toda una obra. Más aún: puede valer por toda una literatura, por toda la literatura. En uno de sus más bellos ensayos, “Chateaubriand: Vida de Rancé”, Barthes radicaliza este gesto. La ocurrencia singular de un adjetivo, de sólo un adjetivo, es, en este caso, el detalle que soporta la especificación de la literatura. Transcribo un fragmento de ese ensayo: “En su prefacio, Chateaubriand nos habla de su confesor, el abate Séguin, quien le ordenó como penitencia escribir la Vida de Rancé. El abate Séguin tenía un gato amarillo. Tal vez este gato represente toda la literatura: pues si la notación reenvía sin duda a la idea de que un gato amarillo es un gato desgraciado, miserable, y por lo tanto encontrado y agregado a otros detalles de la vida del abate que testimonian su bondad y su pobreza, este amarillo es tan simplemente amarillo que no conduce solamente u n s e n t i d o s u b l i m e, i n t e l e c t u a l , s i n o q u e p e r m a n e c e persistentemente en el nivel de los colores (oponiéndose, por ejemplo, al negro de la vieja sirvienta, o al del crucifijo): decir un gato amarillo y no un gato miserable es de alguna manera el acto que separa al escritor del escribiente, no porque el amarillo “produce una imagen” sino porque da un golpe de encantamiento al sentido intencional, retorna la palabra hacia una especie de más acá del sentido: el gato amarillo dice la bondad del abate Séguin pero también dice menos, y es aquí donde aparece el escándalo de la palabra literaria”. En la lectura de Chateaubriand retorna una clásica proposición barthesiana: la palabra literaria es palabra “para nada”: desviada de la economía del sentido, gasto puro, sin reservas, instala en el flujo de la comunicación novelesca una vacilación irreductible. Retomo mi argumentación a partir de esta cita de Barthes. Un adjetivo (el “amarillo” atribuido al gato del abate Séguin) puede representar toda la literatura, pero –esto es lo fundamental– para hacerlo necesita de

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un ensayo que lo instituya como representante. La determinación de “lo literario” por un detalle encuentra en la singularidad de un acto de lectura su condición de posibilidad, pero encuentra también allí su límite. El saber que el ensayo produce es esencial (es un saber que afecta al ser de la literatura) pero no generalizable. Lo singular del modo en que Barthes especifica a la palabra literaria expulsa la reproducción y la aplicación. “Amarillo” representa a la literatura pero por esta sola vez. Lo que Barthes afirma de ese adjetivo no puede transponerse sin más a otro adjetivo o al mismo adjetivo en otra ocurrencia. Para decirlo de otro modo: si toda la literatura “pasa” por este “amarillo”, pasa por única vez, y no disponemos de los medios para saber dónde, cuándo volverá a pasar. Es tarea de otro ensayo de lectura constituir, inventar, ese lugar de “paso”. (En algún lugar de El espacio literario se lee: “un solo libro en peligro abre una brecha peligrosa en la biblioteca universal”. La advertencia de Blanchot me remite a la práctica del ensayo, cuando ésta se define –como aquí sostengo– por la lectura del detalle. Poner un libro en peligro, violentar su unidad, desencadenar por esa violencia el desorden y la confusión en las bibliotecas: ¿no es causa de este movimiento la lectura del detalle? El “elogio hiperbólico”, compañero aquí –como siempre– de la falta de examen, no duda en afirmar la pertenencia del Martín Fierro al noble género épico. Las supersticiones que sostienen esa afirmación son por demás conocidas. Los argumentos en que se desarrollan no van más allá de un juego de falsas coincidencias entre el poema de Hernández y la épica primitiva. Sobre ese horizonte tradicional, lectura –polémica– de lecturas 8 , Borges enuncia, en “La poesía gauchesca”, un “convencimiento” sorpren dente (“la índole novelística del Martín Fierro”), que se precipita luego de la consideración de un detalle. Se trata de dos versos. Recuerdo la estrofa que los incluye:

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Había un gringuito cautivo Que siempre hablaba del barco Y lo ahugaron en un charco Por causante de la peste. Tenía los ojos celestes Como potrillito zarco. “Tenía los ojos celestes como potrillito zarco”: una información suplementaria, “una imagen más”, que nada agrega a la historia pero que aparece como devuelta por la memoria “de quien supone ya contada una cosa”. En esta “adición patética del recuerdo” está, según Borges, “la eficacia máxima de la estrofa”. ¿Qué lee Borges en este detalle? El tema del Martín Fierro: el acento puesto menos en los hechos que en el modo de contarlos, “el hombre que se muestra al contar”. La técnica del poema consiste en una “doble invención”: la de los episodios y, a la vez, la de los sentimientos del héroe acerca de esos episodios. En el uso de esta técnica Borges fundamenta la inclusión del poema de Hernández entre las obras novelísticas. Poema que es una novela: una “brecha peligrosa” se abre en la biblioteca universal. El orden vacila, los volúmenes se desclasifican. La lectura de un detalle, la valoración, por sobre las evidencias del género, de dos versos, provoca un encuentro imprevisible. Apartado del anónimo juglar del Mío Cid, Hernández se encuentra con Mark Twain. Cierro el paréntesis con un convencimiento: menos que la afirmación de “la índole novelística” del poema –se trata de una tesis tan opinable como cualquier otra–, lo más valioso que la lectura de Borges transmite es su desborde: la relatividad de los géneros, la inconsistencia de las clasificaciones.

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V Quien ande en busca de ciencia, cójala donde se aloje, que yo no profeso tenerla. Estas son solamente mis fantasías, con las que no pretendo hacer conocer las cosas, sino hacerme conocer yo. Montaigne Desde hace unos años, parece que sólo tengo un único proyecto: explorar mi propia estupidez, o, mejor dicho, convertirla en objeto de mis libros. Roland Barthes

El ensayo, intrusión de la subjetividad en el discurso del saber Ninguna superstición más extraña a la ética del ensayista que la de la objetividad, el deseo de volver insignificante el propio discurso para que, por él, la realidad (de las obras, de los autores) hable. El recurso a la primera persona del singular o, si se quiere una referencia más específica, a un “método dramático” 9 (que pone en escena una enunciación y no una reflexión, que simula un discurso en lugar de describirlo), lo testimonian. Para retomar la oposición: si el especialista, lector indiferente, desatiende “la propia convicción, la propia emoción”, el ensayista afirma siempre, por la modalidad de su lectura, una perspectiva. Para explicar el funcionamiento literario del exordio de una milonga, Borges deslinda los efectos que produce en él la estrofa (“Elementos de preceptiva”); para investigar lo que la fotografía es “en sí misma” Barthes toma como único punto de partida las fotos que existen para él, las que lo atraen (La cámara lúcida). Perspectivismo. El lugar común nietzscheano me devuelve a Barthes. En “Las salidas del texto”, ensayo sobre un 242

ensayo (“El dedo gordo”) de Bataille, leo: “Ante cualquier cosa, el saber se pregunta: “¿qué es eso?”. ¿Qué es el dedo gordo?, ¿qué es este texto?, ¿quién es Bataille? Pero el valor –de acuerdo con la consigna nietzscheana– amplía la pregunta: ¿qué es eso para mí? “El texto de Bataille responde de un modo nietzscheano a esta pregunta: ¿qué es el dedo gordo, para mí, Bataille?, y por un desplazamiento: ¿qué es este texto, para mí, que lo estoy leyendo? (Respuesta: el texto que me habría gustado escribir)”. Se trata de reivindicar, contra el imaginario de objetividad que exige el saber, “una cierta subjetividad”. “Subjetividad del no-sujeto” –la llama Barthes–, que nada tiene que ver con el impresionismo. Subjetividad incierta, equívoca, extraña a los juegos de la función autor; subjetividad insistente, irreductible, que la generalidad de ningún saber puede aplastar. ¿A quién, a qué remite ese “yo” que se hace cargo del discurso amoroso? ¿A quién, a qué, el que descalifica o aprueba en los ensayos que firma Borges? Menos que la respuesta –cualquiera sea–, lo decisivo es aquí que el preguntar se vuelva posible: que se abra la interrogación por el sujeto del ensayo (sujeto de la lectura), que el saber se vea obligado a dar cuenta de su enunciación. Cuando Borges, examinando los modos fundamentales de la doctrina del Eterno Regreso (en “El tiempo circular”), remite bruscamente a su actualidad, a los tiempos de declinación en los que se siente vivir; cuando Barthes recuerda la conmoción que experimentó frente “a un espectáculo de transformistas en un café parisiense “ para explicar el funcionamiento textual de las alusiones sadianas a la belleza de los cuerpos; cuando el ensayista nos remite, a veces bruscamente, a veces escandalosamente, a su propia vida, asistimos a un desenmascaramiento: en lugar de ocultarla (exigencia que el saber se impone), el discurso del ensayo muestra, como espectáculo y también como objeto de conocimiento, la subjetividad que lo enuncia. 243

El ensayo, intrusión del cuerpo en el discurso del saber. ¿Cómo exceder, por la lectura, los estereotipos, los códigos, lo legible?, ¿cómo afirmar la diferencia de quien lee?, ¿cómo hacer que el cuerpo lea? Estas preguntas encuentran en los últimos ensayos de Barthes las condiciones de su enunciación, así como las de sus respuestas. El cuerpo. Se trata, en verdad, de una palabra cuya significación no es fácil de ceñir. “Palabra-mana”, dice Barthes, “nunca instalada, siempre atópica”. Palabra errática, equívoca, destinada a nombrar la imposibilidad de un nombre, la falta de una palabra única, irrepetible, capaz de representar (en el orden necesariamente general del lenguaje) la singularidad de un sujeto. “Cuerpo”: otro modo de decir esa “cierta subjetividad” que Barthes nos invita a reivindicar. Pero, entonces, ¿cómo hacer que el cuerpo lea? Abro La cámara lúcida. En la página 61 de la edición española, “ofrecida en plena página”, recibida “en pleno rostro”, una fotografía: sobre el empedrado destruido de una calle nicaragüense, el cadáver de un joven cubierto con una sábana; junto a él, sufrientes, los familiares, los amigos; más cerca que los demás, desconsolada, la madre; detrás de las figuras, cerrando el cuadro, casas humildes y sobre sus paredes dos inscripciones: “Abajo la dictadura” y “FSLN”. Barthes realiza una lectura doble de esta fotografía. Por una parte, de acuerdo con su competencia cultural, reconoce lo que la fotografía comunica (la situación de Nicaragua en 1979: las luchas revolucionaria, la miseria, la muerte). Lector clásico, se sitúa en un lugar simétrico al del fotógrafo: reconoce sus intenciones, lo que, por medio de la fotografía, quiso decir. Para el lector educado que Barthes simula ser, esa fotografía no es indiferente, pero si se siente interesado por ella, ese interés que experimenta (el studium) sólo está

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en función de los sentidos que puede reconocer. En esta primera modalidad de la lectura el cuerpo del lector queda fuera de juego. Por otra parte, más allá (o más acá) del studium, disparado por la presión “de lo indecible que quiere ser dicho”, otro modo de leer se desencadena. Algunos detalles gratuitos, que nada informan, que nada comunican (un pié del cadáver está descalzo, la madre lleva ropa blanca en sus brazos, una mujer se cubre la nariz con un pañuelo), atraen con insistencia a Barthes. Estos detalles que aparecen de golpe, como por azar, en el campo de la mirada, en la lectura, producen una división de la “foto unaria”, de la foto que se quiere sin trastorno, sin indirecto. La comunicación se desvía. No buscados, esos detalles “punzan” a Barthes sin que él pueda saber bien por qué (únicamente a posteriori podría explicarse la causa de esa captura) y lo instalan, por eso mismo, en lo neutro de una experiencia en la que las certezas del sujeto que mira y del objeto mirado vacilan. Estos detalles en los que el lector no reconoce ninguna intención, ningún sentido, detalles que lo afectan sin que le sea posible nombrarlos, exceden el studium. Punctum es el nombre que da Barthes al conocimiento de ese exceso. En esta otra modalidad de lectura, en la que las intenciones del autor se desvanecen, en la que nada hay por reconocer, el cuerpo de quien (¿quién?) lee se pone en juego, y se juega del único modo posible: como testimonio de una imposibilidad. Puro suplemento, esos detalles innombrables que se imponen al lector, que el cuerpo del lector inventa al experimentar su atracción, emergen desbordando los códigos, mostrando en ellos una falta: la de una palabra que dé nombre a ese cuerpo, al afecto que los atrae. 1987

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Notas 1 La consideración del ensayo como resultado provisorio de un trabajo a proseguir es tan corriente como autorizada. Sirva de testimonio este fragmento del artículo “Ensayo” del Diccionario de literatura española (Madrid, Revista de Occidente, 1931): “El ensayo tiene una aplicación insustituible como instrumento intelectual de urgencia para anticipar verdades cuya formulación rigurosamente científica no es posible de momento, por razones personales o históricas; con fines de orientación e incitación, para señalar un tema que podrá ser explotado en detalle por otros”. 2 Walter Benjamin: “Franz Kafka” (en Angelus Novus), “Una carta sobre Kafka” y “Construyendo la muralla china” (en Imaginación y sociedad. Iluminaciones I); Marthe Robert: el capítulo sobre las alusiones de su Kafka; Beda Allemann: “Kafka: sobre las parábolas” (en Literatura y reflexión I) y Jacques Derrida: “Kafka: Ante la ley” (en La filosofía como institución). En todos los casos, aunque desde perspectivas diferenciadas (lo que mantiene al conjunto en un estado de reunión y, a la vez, de dispersión), los ensayos centran su búsqueda en el modo en que se pone en escena en los relatos de Kafka el conflicto irresoluble entre la generalidad (la Ley, las grandes metas, las parábolas) y la singularidad (un hombre, las fatigas de la vida diaria). 3 En “La duración del infierno” (en Discusión, Buenos Aires, Emecé, 4ta. ed., 1966). 4 “Borges en Sur: un episodio del formalismo criollo”, en Punto de vista, N º 16, Bs.As, noviembre de 1982. 5 Los placeres de la relectura me llevan a mencionar un ejemplo más: en “El tiempo y J.W. Dunne”, lo “espléndido” de una tesis (no su consistencia lógica) hace que las falacias cometidas por Dunne en el desarrollo de las argumentaciones sean consideradas por Borges como baladíes. 6 A propósito de Barthes: es desde el tópico de la impertinencia que deben examinarse las relaciones de su discurso con el de los saberes contemporáneos (lingüística, psicoanálisis, marxismo y –desde luego– teorías literarias). Se trata, en lo general, de relaciones de apropiación y transposición: una estrategia de robo y desvío que se vale de las teorías como de “Una reserva de imágenes particulares, de ficciones de idea.” Barthes con Borges: habría que ensayar una evaluación de las semejanzas entre la “estética de la inteligencia” que Borges reivindica y el “discurso estético” (“residuo y suplemento” de los otros discursos) que Barthes se atribuye. 7 Dos ejemplos más (entre tantos otros que se podrían citar) de Borges: en “Modos de G. K. Chesterton” (en Páginas de Jorge Luis Borges seleccionadas por el autor, Buenos Aires, Celtia, 1982), la mención de algunos

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títulos que sobresalen por su “economía verbal” es testimonio suficiente de las “virtudes retóricas” de ese autor; en “Notas sobre el Quijote” (en Idem), el examen de una frase, la última de la novela, basta para descalificar a los panegiristas de Cervantes, que glorifican su obra a base de desconocerla. 8 Lectura –polémica– de lecturas (lectura que se construye polemizando con otras lecturas): la fórmula vale para no pocos de los ensayos borgianos. 9 Como el que utiliza Barthes en Fragmentos de un discurso amoroso.

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La crítica de la crítica y el recurso al ensayo

0. Como las de la literatura, aunque según otras exigencias y por otros medios, las búsquedas de la crítica literaria son también –y acaso en primer lugar– búsquedas de sí misma: modos de interrogarse por lo que puede (leer donde ya se ha leído, donde se lee de otras formas) y por sus estrategias de resistencia al poder (de los códigos culturales que determinan en cada caso lo legible). Aunque no siempre se explicite en estos términos, aunque la interrogación no siempre tome una forma reflexiva, entre los problemas que interesan al crítico el que mayor inquietud provoca en su escritura es el del sentido y el valor de su acto. Menos por voluntad de ensimismamiento o de “autismo” que por el deseo de descubrir lo que le resulte más conveniente y de desprenderse de lo que la limita, mientras interpela y se deja interpelar por toda clase de objetos literarios, la crítica es –acaso en primer lugar– crítica de la crítica 1 . Este movimiento de interrogación que anima en forma intermitente la escritura del crítico pasa entre las estrategias retóricas que identifican sus palabras como las de un intelectual y los gestos intransitivos que las identifican como las de un escritor. El 248

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crítico es a un mismo tiempo intelectual y escritor, “écrivant” y “écrivain” –en los términos de Barthes–, cuando la crítica no se conforma con ser un ejercicio disciplinado, que va de una generalidad a otra 2, y se afirma como tensión entre sus alcances institucionales y su singularidad de acto de escritura. Lo que llamamos crítica de la crítica es la forma que toma un problema doble: cómo decir lo intransferible de nuestras experiencias con la literatura en un lenguaje ocupado por generalidades teóricas y políticas, un lenguaje en el que los conceptos y las consignas morales (que en muchos casos no son más que síntomas de los juegos de poder propios de nuestras disciplinas o de nuestras instituciones) imponen inmediatamente la adopción de un punto de vista totalizador y, al mismo tiempo, cómo comunicar el sentido y el valor de esa experiencia literaria (que es, precisamente, una experiencia de suspensión del valor y el sentido) de forma tal que, sin negarla del todo, sin reducirla por completo a alguna de las generalidades en curso, pueda transformarse en ocasión de una intervención institucional, pueda ser referida en el interior de algún debate crítico de actualidad. Desde mediados de los ’80, es decir, desde la reinstauración de la democracia, la crítica literaria argentina que se practica en el interior de las instituciones académicas (o en sus márgenes internos) buscándose a sí misma se encontró, en varias ocasiones, con el ensayo, o, para ser más precisos, con la evidencia de una “crisis”, una “decadencia” o un “decaimiento” de la forma ensayo dentro de la cultura nacional. En este trabajo intentaremos situar dos de esas ocasiones en las que la crítica, alertada por su propio decaimiento, apeló al ensayo como valor no sólo para apreciar desde él sus indigencias actuales, sino también para señalar, en su dirección, posibles vías de experimentación que le permitirían no cerrarse sobre sí misma, no clausurarse en la reproducción de las morales académicas y de sus metodologías de investi-

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gación y escritura 3 . Más que el ensayo en sí mismo, nos interesa aquí lo que el encuentro con sus valores provoca en algunas de las formas más lúcidas de la crítica académica: la discusión, desde dentro, de lo que esa crítica (todavía) puede cuando las funciones del investigador y del profesor se ven sacudidas por una interrogación sobre el lenguaje crítico que desborda sus fundamentos intelectuales. 1. En una conferencia que dictó en noviembre de 1984 en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires y que fue publicada, un mes después, en el Nº 1 de Espacios, en una suerte de “lección inaugural” pronunciada en un momento que se suponía de reactivación de la institución universitaria, Beatriz Sarlo expuso sus dudas acerca de la efectividad, e incluso la utilidad, del trabajo crítico. En un gesto de inconformismo propio de un intelectual (de lo que son –de lo que deben ser– para ella los intelectuales), habló de la crítica críticamente, interrogándose sobre sus limitadas condiciones de posibilidad en el contexto académico y sobre su (hoy muy restringida) función social. Como lo habría de reiterar algunos años después, en su respuesta a una encuesta de la misma revista Espacios, para Sarlo el discurso crítico ha ganado en especialización lo que ha perdido en eficacia. A la pregunta ¿quiénes son los lectores implícitos de la crítica que escribimos hoy en la universidad?, Sarlo responde, apesadumbrada, “nuestros propios colegas”, únicamente ellos pueden realizar las complejas operaciones de lectura que esos textos requieren.Como para Said, para Sarlo el intelectual se debilita políticamente, pierde poder de contestación en tanto sede a las “presiones del profesionalismo” 4 . La actual incapacidad de la crítica para “plantear preguntas que susciten un interés colectivo más allá de los ámbitos académicos” 5 , para protagonizar “movimientos de la esfera pública” 6 , se debe fundamentalmente, según ella,

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a la radical especialización de su discurso, a la fetichización de lo específico gracias a la cual el lenguaje crítico se vuelve iniciático. En el contexto de esta evaluación de las imposibilidades actuales de la crítica para comunicarse con una audiencia más amplia que la de los “iniciados”, Sarlo apela al ensayo para referirse tanto a lo que el discurso crítico perdió como a lo que hay que hacer para restituirle su poder de articulación con la experiencia social. La especialización y la tecnificación de los saberes sobre la literatura, como un aspecto del proceso de modernización que sufrieron en la década del 60 las ciencias sociales y las humanidades, determinaron una “crisis de la forma ensayo” dentro de la cultura argentina, una declinación e incluso una estigmatización de la que había sido, en las décadas anteriores, la forma privilegiada del ejercicio crítico. Pensando en textos como Muerte y transfiguración de Martín Fierro, en los que la ausencia de una tecnología de análisis no va en desmedro del rigor en la interpretación, Sarlo recuerda que alguna vez la crítica literaria más interesante supuso un lector sin demasiadas competencias específicas pero concernido por problemas que atraviesan distintas esferas de la vida social. Para saltar el cerco de las jergas especializadas sin recaer en las trivialidades del impresionismo, para poder imaginar, desde la propia experiencia crítica, un lector interesado por la articulación de lo específico literario en contextos ideológicos y políticos, Sarlo invita a seguir la dirección del ensayo, a orientar las búsquedas críticas por los caminos de Mimesis de Auerbach o de Hombres alemanes de Benjamin. En Sarlo, como en los otros autores que consideraremos, la interrogación de la crítica sobre sí encuentra en el ensayo una estrategia de resistencia a los poderes reductores de la academización. Lo específico de su modo de interrogación pasa por la formulación de preguntas en términos de efica-

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cia, de capacidad para producir determinados efectos sobre una audiencia dada (los actuales lectores “cultos”). Sarlo no reflexiona sobre el ensayo desde un punto de vista ético o político, sino desde un punto de vista retórico: los valores que encuentra en el ensayo son técnicos, instrumentales (al servicio de valores éticos y políticos definidos en otro lugar). Para Sarlo el ensayo no es un problema (tal vez por eso se conforma con una de sus caracterizaciones más triviales, la de un “cuarto en el recoveco” según Jaime Rest) sino un recurso apropiado para resolver los problemas de inteligibilidad de la crítica; menos que una forma conveniente de experimentar el saber (tal como lo conceptualizaron Lukács y Adorno 7), para ella es un medio de transmisión de conocimientos, un instrumento adecuado para que el crítico recupere su rol de “portador de la mediación” (Hauser, citado por Sarlo) entre el autor y el público.* Seguramente, el contexto apropiado para evaluar la potencia y los límites del recurso al ensayo en Sarlo sea el de una reflexión sobre las particularidades de su estilo crítico desde Una modernidad periférica en adelante 8. Nos conformaremos aquí con señalar que la identificación del ensayo con una estrategia retórica ajustada a las expectativas de una determinada audiencia deja fuera de reflexión algunas de las características que singularizan el ensayo como forma: su excentricidad, su marginalidad e incluso su inutilidad. En este sentido, valdría la pena confrontar la perspectiva de Sarlo con la caracterización del ensayo propuesta por Raúl Beceyro, a propósito de Benjamin, en un trabajo publi*En un ensayo reciente, “Del otro lado del horizonte” (en Boletín/9 del Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria, 2001), Sarlo desborda ampliamente los límites de esta caracterización y circunscribe, con lucidez e ingenio, la singularidad de la forma ensayo en una dirección que converge con la de las argumentaciones de los otros críticos considerados en estas notas.

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cado en Punto de vista en 1980. Para Beceyro, el ensayo es, ante todo, la forma que toma “un pensamiento que no contempla ningún tipo de compromiso con el mundo, y que no acepta otra lógica que la de su propio desarrollo” 9 . 2. La asimilación del ensayo como forma con el despliegue de un pensamiento cuya lógica es, no sólo distinta, sino también contraria, a la del pragmatismo de la funcionalidad y la eficacia, insiste en cada uno de los textos del Dossier del Nº 18 de Babel, “Últimas funciones del ensayo” 10 . A la vez que señalan el vínculo casi necesario del ensayo con la polémica, los textos de este Dossier polemizan con la actualidad cultural (la de comienzos de los ’90, después de seis años de vida democrática en las universidades) desde la afirmación de los valores del ensayo. En primer lugar, coinciden con Sarlo en reconocer el debilitamiento que produjo la especialización en el ejercicio crítico: “La compulsión de pensar para los pares –escribe Schmucler–, es decir, para los integrantes de las diversas instituciones del reconocimiento académico, relega con frecuencia el interés por aquello que se trata” (pág. 25). Pero la discusión con lo académico no se propone en nombre de una mayor eficacia (la que supuestamente se lograría ampliando la audiencia), sino a favor de una transformación de las condiciones éticas de la crítica que implica, en primer lugar, el cuestionamiento de “la eficacia como medida de todas las cosas” (pág. 25). Lo que se busca, apelando al ensayo, no es la posibilidad de establecer nuevos pactos de lectura, sino de ampliar y potenciar las posibilidades de la crítica liberándola de la compulsión al entendimiento, de la exigencia de justificarse por el consenso. El cuestionamiento desde el ensayo está dirigido a las instituciones académicas, gobernadas por la departamentalización, la reproducción de lugares comunes específicos y el “eclecticismo desapasiona-

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do” (Ferrer, pág. 23), pero sobre todo está dirigido a los géneros críticos (la tesis, la monografía, el paper) que hablan la “lengua académica” (Galende, pág. 26), lengua de minorías –por lo especializada– pero tan transparente y homogénea como la que se habla en los medios masivos porque intenta realizar, como ella, el ideal del “lenguaje como simple mediación extrañada de su destino exploratorio” (Casullo, pág. 22). Los protocolos de la investigación y la enseñanza universitaria se reproducen según una lógica indiferente al asombro, el desconcierto y el vértigo de la conjetura que experimentan los sujetos en trance de saber, porque se sostienen en las convenciones de una lengua en la que todos hablan y se entienden porque nadie dice nada que ya no haya sido dicho. Esas convenciones viven de la falta de interrogación: circulan y ejercen su potencia de homogeinización en tanto nadie se pregunta cómo, en qué condiciones, según qué juegos de poder, un enunciado llegó a convertirse en lo que hoy pretende imponerse como una evidencia. La lengua académica es un dispositivo que borra en cada enunciado las huellas de su enunciación. A quienes hablan o escriben en esa lengua se les exige 11 sacrificar la singularidad de sus vínculos con el saber en favor de una inteligibilidad inmediata. En las carreras universitarias de ciencias sociales y humanidades –escribe González– “ha triunfado la escisión entre conocimiento y escritura, lo que es decir entre escritura y autoinspección del sujeto” (pág. 29). En el contexto de un empobrecimiento y un achatamiento de la crítica dentro de las instituciones académicas –gobernadas por exigencias técnicas de comunicabilidad semejantes, como ya fue dicho, a las que satisfacen los medios masivos–, el ensayo se presenta como un campo de resistencia a la homogeinización y el disciplinamiento porque no niega, sino que explota las posibilidades de su ineficacia. En los textos reunidos en el Dossier de Babel para alertarnos sobre

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su inminente desaparición, el ensayo se afirma como una posibilidad de extraviarse, demorarse en curiosidades, retroceder y cambiar de orientación o moverse sin una orientación precisa en el transcurso de una búsqueda crítica, menos por diletantismo que por afán de encontrar conceptos justos (ni adecuados, ni pertinentes: justos). El ensayo ofrece al crítico la posibilidad de no reducir sus hallazgos e incertidumbres, de no llegar a tiempo (e incluso de no llegar nunca) al momento de la verificación y la “transferencia de resultados” y de aprovechar esos intervalos de indeterminación que su discurrir abre en las disciplinas e instituciones para volver a preguntarse por su lugar intransferible dentro de ellas. Todos los textos del Dossier hacen referencia a las precariedades del ensayo pero no sólo para identificar procedimientos alternativos a los de las retóricas especializadas, sino fundamentalmente para señalar disposiciones éticas capaces de impulsar políticas de la crítica (en los textos y en las instituciones) que resistan a las dominantes. Si el “decaimiento del ensayo” dentro de la cultura argentina de las últimas décadas supone una “pérdida trágica de la experiencia” 12 (de la experiencia de pensar sin fundamentos ciertos) en la práctica intelectual, el elogio del ensayo que pronuncian los textos del Dossier apunta a la reinstauración de la interrogación como ejercicio intelectual imprescindible. Antes que en su brevedad, su carácter provisorio, la flexibilidad de su prosa o la heterogeneidad de sus temas, el ensayo se reconoce en el cumplimiento de una regla ética: “no escribir sobre ningún problema, si ese escribir no se constituye también en problema” (González, pág. 29). Los autores del Dossier no son críticos literarios profesionales (tampoco profesores o investigadores de literatura); el editor los presenta como “un grupo de cientistas sociales”. Su inclusión en este trabajo está justificada, sin embargo, al menos por dos razones: en primer lugar, porque

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su caracterización del pragmatismo académico como aquello a lo que el ensayo resiste se extiende explícitamente a lo que ha ocurrido también en las carreras de Letras y, en segundo lugar, porque para pensar la singularidad de la experiencia ensayística como cuestionadora de las metodologías y las retóricas universitarias remiten a las tensiones irreductibles del “saber de lo poético” (Casullo, pág. 22), no tanto en el sentido del ensayo como una “literaturización” del saber (sociológico, filosófico, político), sino de la restitución, a través del ensayo, de la circunstancia literaria que las palabras del saber, para constituirse en tales, necesariamente olvidan. El ensayo se presenta aquí como la posibilidad de un encuentro (fuera de cualquier cálculo epistemológico en términos de interdisciplina) de los lenguajes de las ciencias sociales y “aquellos vinculados al espacio estético” (Schmucler, pág. 24), un encuentro en la escritura (desinteresada de su función mediadora, convertida en exploración de lo desconocido) por el que la crítica, sin renunciar a sus deseos de saber y de valorar, se transforma también en un ejercicio de “indisciplina estética” (Ferrer, pág. 23). En el ensayo se vuelve a tramar el vínculo entre saber y experiencia que las morales de la comunicabilidad y la eficacia desataron: las palabras recortan un fragmento de literatura, lo conceptualizan, lo juzgan, pero al mismo tiempo transmiten las razones singulares por las que ese fragmento capturó la escritura del crítico. Interrogándose sobre sí, sobre el interés de su objeto (que no siempre se corresponde con su valor actual) y sobre la justeza de su escritura (que compromete el rigor pero para desbordarlo), el ensayista pone en suspenso –y en esa suspensión interroga– las exigencias institucionales. Experimenta el fracaso de la función mediadora del lenguaje crítico, no porque renuncie a decir la verdad, sino porque sabe que tiene que buscarla en un lugar todavía imposible, del

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que las retóricas académicas no dicen (ni quieren decir) nada. Volviéndose sobre sí mismo, porque su sí mismo se transformó en un misterio o en un problema, el ensayista pierde la función moral de su trabajo para reencontrar su dimensión ética. Restituyéndole a los enunciados críticos su inestable y todavía desconocido sujeto de la enunciación, la escritura del ensayo pone fuera de sí el el saber volviendo a plantear las preguntas más profundas: por qué y para qué (pensamos lo que pensamos, decimos lo que decimos, escribimos lo que escribimos) en este momento. Postdata. Este trabajo que comenzó como una reseña de dos ocasiones en las que la crítica recurrió al ensayo para reconocer sus límites y proponerse tareas, terminó siendo una paráfrasis fervorosa de lo dicho en una de esas ocasiones y un nuevo elogio del ensayo como forma. Advertidos de este desliz involuntario, que conspira contra nuestra pretensión original de describir las funciones y los valores del ensayo en el discurso de la crítica literaria argentina de las últimas décadas, a punto de corregir el error, intercalando entre nuestras palabras –para reconducirlas por los caminos de la descripción– la referencia a este o aquel autor, decidimos dejar lo escrito como está. Las razones, obvias y acaso discutibles, se encuentran en lo expuesto. 1998

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Notas 1 La expresión –con el alcance ético que aquí tratamos de darle– la tomamos de H. González, “Teorías con nombres propios. El pensamiento de la crítica y el lenguaje de los medios”, El ojo mocho 3, 1993, pág. 38. 2 La generalidad de un enunciado teórico de base y la de la conclusión a la que se “llega” después de pasar por la particularidad de un ejemplo. 3 Una tercera ocasión tuvo lugar en el número 4/5 de Sitio, publicado en 1985. Los “Entredichos” (la sección de la revista que funcionaba como editorial) y el “Anexo” de ese número están dedicados a la “decadencia del ensayo argentino”. Para una caracterización de las políticas culturales de Sitio y del rol que juega el ensayo dentro de esas políticas, ver Alberto Giordano, “Sitio: ensayo y polémica”, en Razones de la crítica, Buenos Aires, Ed. Colihue, 1999. 4 Edward W. Said, Representaciones del intelectual, Barcelona, Paidós, 1996; pág. 82. 5 Beatriz Sarlo, “Respuesta a la Encuesta a la crítca literaria”, en Espacios 7, 1988; pág. 22. 6 Ibid.; pág. 23. 7 Cfr. Georg Lukács: “Sobre la esencia y la forma del ensayo” (en El alma y sus formas) y T. W. Adorno: “El ensayo como forma” (en Notas de literatura). 8 En este sentido, remitimos aquí a María Celia Vázquez, “Beatriz Sarlo: una crítica moderna”, y a Judith Podlubne, “Beatriz Sarlo/Horacio González: perspectivas de la crítica cultural”, en A.A.V.V., Las operaciones de la crítica, Rosario, Beatriz Viterbo, 1998. 9 Raúl Beceyro, “El proyecto de Benjamin”, en Punto de vista 10; pág. 22. 10 El Nº 18 de Babel fue publicado en 1990. Los artículos del Dossier “Últimas funciones del ensayo” que aparecen citados en este trabajo son: Nicolás Casullo, “Entre las débiles estridencias del lenguaje” (p. 22); Christian Ferrer, “Melodías, sonetos, papers” (págs. 22-23); Héctor Schmucler, “Los mortales peligros de la transparencia” (págs. 24-26); F.ederico Galende, “La academia y la máquina de hacer suspiros” (págs. 26-27); Ricardo Forster, “El encogimiento de las palabras” (págs. 27-28); Horacio González, “Elogio del ensayo” (pág. 29). 11 O bien se lo exigen ellos mismos (podríamos decir, gustosamente) para hacerse un lugar dentro de la comunidad de los especialistas, para no correr los riesgos de la incomprensión y la falta de reconocimiento, o bien se lo exigen las normas institucionales (en un espectro bastante amplio que va de las prescripciones para presentar un proyecto de investiga-

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ción o un informe a las que disciplinan la escritura de papers para revistas “con referato”). 12 Las dos últimas expresiones entrecomilladas pertenecen a un trabajo de Américo Cristófalo sobre el ensayo que no fue publicado en el Dossier de Babel pero que puede leerse como una prolongación de sus principales afirmaciones y de su voluntad de polémica (cfr. Américo Cristófalo, “Dialéctica del ensayo”, en El ojo mocho 3, 1993).

Lo ensayístico en la crítica académica 1

La celebración del centenario borgiano fue lo suficientemente unánime y compulsiva como para que hasta el suplemento cultural de un oscuro diario de provincia se decidiese a interpelar a los especialistas lugareños sobre cuál era, a juicio de cada uno, el texto clave de Borges. Mi respuesta, enviada por escrito, fue laboriosamente mutilada por el editor del suplemento con la intención de darle la apariencia de una declaración oral y casual, el tipo de declaración que no sé –ni estoy seguro que querría– formular. Afortunadamente guardé la versión original, que no era, a decir verdad, más que la condensación de un trabajo en curso sobre la forma en que la escritura ensayística de Borges se desprende a veces de las políticas culturales que la suscitan, y creo que podría resultar oportuno transcribirla aquí para comenzar esta acotada reflexión sobre lo ensayístico en la crítica académica. Para quienes creemos que la crítica literaria es un relato sobre nuestras experiencias de lectura –un relato en el que la generalidad de los conceptos y el modo afirmativo de los argumentos no niegan, sino que transmiten lo intransferible e incierto de esas experiencias, hasta el pun-

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to de dejarse conmover por su presencia evanescente–, el texto clave de Borges es “La supersticiosa ética del lector”. En este ensayo Borges polemiza con los críticos que desatienden su propia convicción y su propia emoción de lectores para fundar sus juicios estéticos sobre algunas de las supersticiones impuestas como valores indiscutibles. Las supersticiones no son tanto creencias falsas, como creencias que, por la voluntad de adherir a lo convenido que las anima, debilitan el poder de argumentar lo valioso de un texto literario atendiendo a su eficacia, es decir, al modo en que algo de ese texto, misteriosamente, inquieta, da placer o fastidia. A partir de la lectura de este ensayo de Borges se puede proponer una suerte de regla ética para cualquier ejercicio crítico interesado en afirmar la íntima extrañeza de la literatura: no escribir más que sobre aquello que aumenta nuestra potencia de pensar, imaginar e interrogarnos, de experimentar en la escritura nuestra legítima rareza.

La paráfrasis de una sentencia de René Char que Foucault, según uno de sus biógrafos, citaba frecuentemente y una versión resumida y simplificada de la teoría de Deleuze sobre el debilitamiento que ejercen las supersticiones, comentan y orientan el sentido del ensayo borgiano hasta transformarlo en una suerte de manifiesto sobre qué es conveniente que sea la crítica literaria si no quiere distanciarse excesivamente de la experiencia que estaría en su origen. Se me dirá, con razón, que esta ética del ejercicio crítico fundada en la afirmación de lo que ocurre en la lectura tiene mucho que ver con la práctica del ensayo literario, que es, como se sabe, el género de las reflexiones ocasionales y fragmentarias en las que una subjetividad individualizada por sus gustos y su talento conjetura, en primera persona, las razones de lo inquietante de un texto, pero poco con las exigencias de conceptualización y sistematicidad a las que necesariamente debe responder la crítica académica. El ensayista puede limitarse a referir de un modo impresionista sus vivencias de lector o escritor, o puede dialogar con los saberes especializados sin prestar demasiada atención a los principios de pertinencia, pero el crítico académico, esa figura opaca, modelada por una serie de pactos y compromisos institu262

cionales, no puede abandonar el diálogo teórico, no puede intervenir en ese diálogo entre especialistas –que suele tomar la forma del debate o la disputa– sin reconocer la especificidad de las operaciones y los protocolos que definen sus condiciones de enunciación. En verdad, no puede ni quiere dejar de hacerlo. Y de esta obstinación, que podría ser tomada como un índice de enclaustramiento e indiferencia, pero también de apasionamiento y deseo de búsqueda, provienen sus obvias limitaciones y sus menos reconocidas potencias. Alertada sobre su inclinación a reproducir valores y criterios de valoración que se suponen rigurosamente fundados, a no pensar más allá o –lo que podría resultar más perturbador– más acá de lo establecido y legitimado por la comunidad de los especialistas, la crítica académica busca en el ensayo una posibilidad de conjurar los fantasmas de la erudición banal y la ineficacia. Esa búsqueda se realiza principalmente por dos caminos. Por el camino de Hume, que veía al ensayista como un embajador del mundo de los doctos viajando por el de los conversadores para elaborar, con los materiales de ese mundo ordinario, un saber sencillo pero refinado 2 , la crítica académica encuentra en el ensayo una retórica que le permite salirse de sí misma, o mejor, pasar a otra cosa, una estrategia comunicativa con la que salta por encima del cerco de la especialización y alcanza con su discurso una audiencia más amplia. Por otro camino decididamente heterogéneo, el de Adorno, la crítica académica encuentra en el ensayo una forma de experimentar el acontecimiento del saber en la experiencia de la escritura, una forma “metódicamente ametódica” de restituirle a los conceptos teóricos el vínculo con “el elemento irritante y peligroso de las cosas” 3 borrado por el impulso generalizador y reproductivo. Por este otro camino, en el que me interesa avanzar, los límites del orden académico son excedidos pero desde su interior, por la presión que la escritura del saber, en diálogo con

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lo que Adorno llama la “experiencia espiritual”, ejerce sobre sus morales del conocimiento y sus rutinas metodológicas. Desestabilizándolo y enfrentándolo con la necesidad de interrogarse sobre lo que excluyó para poder instituirse, lo ensayístico le devuelve al discurso académico su siempre debilitada potencia de impugnación, su fuerza crítica. En su lúcido “Elogio del ensayo” 4 , Horacio González enuncia otra regla ética para los ejercicios críticos que se resisten a aceptar la escisión entre conocimiento y escritura promovida por el discurso académico: “no escribir sobre ningún problema, si ese escribir no se constituye también en problema”. El ensayo de formas de saber atentas al carácter problemático y problematizante de un texto literario –ese es el caso que nos ocupa– supone una subjetividad en estado de inquietud e interrogación, problematizada por el deseo de explicarse, en términos teóricos, la singularidad de lo que le ocurre en la lectura de ese texto. Esta intrusión en el campo de la teoría de una subjetividad tensionada entre la afirmación del carácter intransferible de su experiencia de lectura y la necesidad de recurrir a la generalidad de los conceptos para explicarse y comunicar esa afección singular, define para mí lo ensayístico de la crítica académica. El crítico académico deviene ensayista cada vez que escribe no para reproducir lo ya sabido, sino para saber: saber qué pasa entre un texto y su lectura, entre ese encuentro incierto y las previsiones teóricas. En esos momentos extraordinarios en los que los conceptos dejan de funcionar como garantes de la consistencia y la legitimidad de la escritura crítica para transformarse en medios de búsqueda, se define el estilo de cada crítico, su modo de problematizar la literatura y las formas de conocerla y, en consecuencia, de desplazar los límites de la teoría. La escritura de los conceptos, que ya no hay que confundir con la escritura a partir de ellos, priva momentáneamente al crítico de certidumbres sobre la

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legitimidad de su trabajo, pero a cambio de esa inquietante precariedad institucional le restituye a sus argumentos la posibilidad de un rigor y una sensibilidad para los hallazgos que la moral académica ignora casi por completo. 2000

Notas 1 Una versión más extensa de este ensayo sirvió de prólogo a Manuel Puig: la conversación infinita (Rosario, Beatriz Viterbo Editora, 2001). 2 Cfr. David Hume: “Sobre el género ensayístico” y “Sobre la sencillez y el refinamiento en el arte de escribir”, en Sobre el suicidio y otros ensayos, Madrid, Alianza, 1988, págs. 23-30 y 31-39, respectivamente. 3 Theodor W. Adorno: “El ensayo como forma”, en Notas de literatura, Barcelona, Ariel, 1962. 4 En Babel Nº 18, 1990, pág. 29.

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Lo novelesco de la crítica Las letras de Borges de Sylvia Molloy 1

La circunstancia que nos reúne es, en cierto sentido, equívoca. Y aunque desatender el equívoco podría ahorrarle a mi discurso algunas incomodidades, me parece justo, e incluso conveniente –tratándose del libro de Molloy y de la literatura de Borges–, comenzar señalando una discordia y avanzar, con cuidado, a partir de ella. Se trata de la discordia entre la moral que domina hoy el acto de presentación de un libro, de cualquier libro sobre Borges y la política, fundada en una ética literaria, que anima este libro, único entre todos, como otros, porque se quiere el espacio de una afirmación singular. Se trata entonces de un avatar más de la tensión entre el trabajo de unificación e identificación que realiza la Cultura en nombre de valores que, por establecidos, se suponen fundamentales y el ejercicio de una enunciación diferencial e intransferible, de una búsqueda en, o mejor, entre las palabras, que resiste cualquier sanción moral, cualquier apropiación en beneficio de una causa justa. Casi en mitad del año que habrá significado la más extraordinaria (y ruidosa) ocasión para que nuestra precaria Cultura nacional, celebrando la más monumental de sus instituciones, 266

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se celebre a sí misma; casi en mitad del año en que los escritores y los críticos, dispersándonos de homenaje en homenaje, habremos contribuido a la canonización de Borges como nunca antes (juntos y al mismos tiempo); casi en mitad de este año abrumador, nos reunimos para presentar un libro que nos advierte desde sus primeras páginas que “el texto borgiano se ha vuelto cifra solemne e inamovible: anulado, casi, en nombre de la cultura” (58), y que para propiciar su lectura, es decir, para recuperar su potencia de inquietud (algo en lo que la escritura de Molloy pone todo su empeño), hay que desprenderse de las supersticiones que llaman a la veneración e inhiben la posibilidad de dialogar con él. ¿Cómo no escuchar, hoy y aquí, mientras lo presentamos, la advertencia de este libro como una suerte de anticipada amonestación? ¿Cómo no suponer que, presentándolo en estas circunstancias, incorporándolo a la unánime celebración de nuestro clásico, contribuimos a que el libro de Molloy, más allá de la lucidez con la que enuncia su propósito y del apasionado rigor con que lo ejecuta, se neutralice a sí mismo? No alcanza con declarar la diferencia de este libro, con suscribir a su tentativa de extrañamiento de los estereotipos borgianos, para sustraerlo a la empresa de totalización que se realiza actualmente en nombre de Borges. No quiero parecer ingrato: pocas veces mi discreta profesión de crítico literario, mi precaria colocación dentro del campo cultural, me depararán un placer tan intenso como este de participar en la presentación de un libro que considero ejemplar dentro de la crítica argentina, uno de esos pocos libros en los que el saber no niega ni debilita las pasiones de la lectura, sino que les da un espacio para que se manifiesten, renovadas, en las tensiones de la argumentación. Pero es precisamente el modo en que las búsquedas críticas de Molloy me interpelan, son las exigencias que esas búsquedas le plantean a mis propias tentativas de transmi-

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tir un saber de la literatura fundado en la inminencia de su encuentro, lo que me hace temer que al presentar este libro en unas circunstancias que seguramente facilitarán su circulación inadvertidamente lo esté separando de su poder de conmover certezas y de señalar lo desconocido. El recuerdo, siempre oportuno, de una diferencia que Maurice Blanchot propone en varios ensayos (y que Molloy recupera en uno de los epígrafes de su libro 2 ), me lleva a releer la última frase del párrafo anterior y a reconocer, disimulada por la aparente continuidad del discurso, una confusión de registros que al despejarse podría permitirme ceñir con cierta precisión los alcances de la discordia que me intranquiliza y esbozar una “resolución” posible a través de un desvío. Presentamos un libro, oportunamente, suponemos que la coyuntura puede beneficiarlo con un suplemento de visibilidad, pero tememos que esa visibilidad excesiva, que no brota de su escritura sino del acuerdo con valores culturales, neutralice una obra. Nuestro temor, aunque fundado, tal vez resulte innecesario, porque el libro no es la obra, y si bien podemos recelar del destino de Las letras de Borges al incorporarse a la cultura como uno más de sus bienes de temporada, nada tenemos que temer por la obra crítica de Molloy, que, como cualquier obra, cuida de sí misma, menos por previsión que por el ejercicio de una indiferencia soberana, expulsando todo lo que no participa de su afirmación. Más allá de lo que dicen y entredicen sus páginas, la presentación de Las letras de Borges, hoy y aquí, contribuirá al fortalecimiento de las supersticiones borgianas: por inevitable, este destino no es ni bueno ni malo. Entre tanto, en otro tiempo, en un presente imposible a destiempo de la actualidad, y en otro lugar, desde una superficie de palabras convertidas en imágenes, la obra crítica de Molloy continuará atrayendo secretamente a sus lectores para comunicarles la necesidad de una búsqueda que acaban de recomenzar: la búsqueda irrea-

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lizable de un texto borgiano liberado de las supersticiones del borgismo. La diferencia a la que acabo de referirme, y la discordia que esa diferencia ayuda a despejar, pueden parecer innecesarias y excesivamente técnicas, una suerte de manierismo profesional. Esto, tal vez, para un lector que no escribió sus lecturas de Borges dialogando con el libro de Molloy, que sólo tuvo con ese libro un contacto bibliográfico. Pero para quienes encontramos en Las letras de Borges no sólo una de las más inteligentes e innovadoras lecturas de este autor, sino también una interrogación sobre las condiciones de posibilidad y de imposibilidad del ejercicio crítico que inquieta nuestra propia práctica, la diferencia se impone. Presento el libro y me desentiendo de él, lo abandono, con mis mejores augurios, a los juegos de poder que dominan nuestra empobrecida Cultura nacional. De la obra no puedo desprenderme tan fácilmente, y esto desde hace quince años, porque continúa interpelándome en lo esencial de mi modo de leer a Borges y de argumentar, por escrito, esa lectura. De esto quiero hablar (de esto hablo desde el comienzo), de lo que la existencia de la obra crítica de Molloy pone en juego para quien experimentó los placeres y las incomodidades de sus búsquedas. Pero como de una obra no es posible hablar directamente, como no puedo referirme a la obra de Molloy más que señalando los lugares de su libro en los que tomó cuerpo esa interrogación que me interpela, ensayo un desvío. ¿Qué es leer? En la Introducción a Las letras de Borges encontramos una respuesta precisa: “permitirse el tiempo de reconocer lo extraño y de reconocerlo dentro de sí” (pág. 13). Permitirse un tiempo de vacilación y asombro, de desconcierto e invención, en el que el texto se desprende de los signos que lo hacían reconocible, se transforma en un misterio instantáneo y en el que el lector, conmovido por la apari-

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ción de un vacío que corroe sus certidumbres, se abandona activamente a la experiencia de lo desconocido. Esta definición, que nos aleja decididamente de cualquier teoría de la lectura fundada en los imaginarios del reconocimiento y la cooperación, nos aproxima otra vez a un autor al que Molloy refiere con insistencia, y no sólo cuando lo cita: leer –escribe Blanchot– “exige más ignorancia que saber, exige un saber que inviste una inmensa ignorancia y un don que no está dado por anticipado, que cada vez hay que recibir, adquirir y perder en el olvido de sí mismo.” 3 ¿Qué tuvo que olvidar Molloy, o mejor, qué tuvo que estar dispuesta a olvidar cada vez que lo desconocido del texto borgiano salió a su encuentro como para que su discurso no borrase la inquietud y el placer que ese encuentro le provocaba? Tuvo que olvidarse de sus competencias de lectora profesional: olvidarse cada vez de lo que ya sabía sobre literatura, y sobre la literatura de Borges en particular. Cada vez: el olvido, que no depende de una decisión metodológica sino, más bien, de la disponibilidad para dejarse afectar por lo extraño, no está dado ni es continuo, ocurre (reconocemos que ocurrió) cuando la lectura señala algo que escapa a sus previsiones, cuando circunscribe un vacío móvil, inquieto e inquietante, un “vaivén” (pág. 15). De este olvido da testimonio, no el abandono de los recursos teóricos y técnicos de los que dispone Molloy en tanto especialista, sino, por el contrario, el uso intensivo al que somete los conceptos y las metodologías, un uso que los lleva hasta el límite de sus posibilidades confrontándolos con la presencia de un resto que escapa a la voluntad de inmovilización. Como el Barthes de S/Z, Molloy usa las categorías del análisis del relato e identifica los procedimientos compositivos de cada texto, no para cerrarlo sobre sí, sino para poder experimentar sus inconsistencias estructurales, sus puntos de desplazamiento y descomposición. El trabajo de estructuración está orientado por lo que lo excede: el re-

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conocimiento de detalles móviles que desequilibran la coherencia textual. Molloy es una lectora apasionada del detalle, del detalle que se perfila suplementariamente sobre la superficie del texto manifestando la falta, o mejor, la sustracción del fundamento inamovible. Ya se trate de una sorpresa sintáctica, de un argumento desconcertante o de la “potencia contenida” (pág. 112) del gesto de un personaje, los detalles que Molloy va señalando sobre las superficies textuales como restos del trabajo de estructuración participan de una economía significativa del gasto sin reserva: están de más, no significan nada cierto. Por eso mismo, a fuerza de intransitividad, le dan a la estructura textual un golpe de encantamiento literario que la pone en contacto, inmediatamente, con la indeterminación que determina el funcionamiento de sus términos. En el detalle que fascina y deja en suspenso, un “suspenso perturbador” (pág. 25), la voluntad de comprensión, o que inquieta la reflexión y la precipita en el vértigo de las conjeturas, Molloy reconoce el ejercicio de un procedimiento esencial en la literatura de Borges: la interpolación, que consiste en “abrir una brecha en una serie previsible” (pág. 148). Si la serie es, como afirma Molloy (se trata de una de las afirmaciones más interesantes de su libro, una afirmación que puede tener, y ya tiene, consecuencias afortunadas en otras lecturas), “la estructura profunda de la prosa borgiana, ficción o ensayo” (pág. 54), la interpolación es entonces el procedimiento de desestructuración básico porque, al desorientar el encadenamiento serial privándolo de causa y fin, descompone cualquier simulacro de fijeza (la linealidad de la trama, la identidad del personaje o el valor de verdad de un argumento). La ocurrencia del detalle suplementario que vale por toda la literatura de Borges supone no sólo el olvido de sí del lector, sino también el olvido del propio Borges, de las imágenes familiares que el hábito de la lectura, el estudio y la

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veneración fueron imponiendo insensiblemente como representaciones auténticas de su literatura. Molloy se olvida de Borges, se desprende de los lugares comunes que inmovilizan y domestican la lectura de su obra, menos por un gesto de distanciamiento que por la distancia que instituye la proximidad que va tramando su comentario. Molloy se pega al texto borgiano, no deja que los estereotipos se interpongan entre su cuerpo de lectora y el cuerpo textual, que orienten el diálogo por la vía muerta del reconocimiento, y en ese cuerpo a cuerpo sin distancias abre una distancia imperceptible entre el texto y él mismo. Molloy descentra la obra de Borges sutil e insistentemente, la pone en obra, cada vez que descompone la evidencia de una duplicidad estilística o temática, desplazándola de la identificación de su principio constructivo con la oposición binaria y la complementariedad de los opuestos. El desplazamiento que opera la irrupción de lo extraño en lo evidente no se clausura con la identificación de otro centro, sino que se sostiene en la suspensión del sentido del detalle excedentario. Molloy lee en cada duplicidad, no la cifra definitiva del arte borgiano, sino la ocasión puntual de la manifestación de un desdoblamiento. La placentera dialéctica de lo mismo y lo otro, con sus oposiciones y sus identificaciones siempre reconocibles, no rige más que la estructura superficial de los textos de Borges. En su revés, la afirmación inquietante de la diferencia en la mismidad atrae cada “duplicidad satisfactoria” (pág. 74) hacia el vacío sin término y sin profundidad que la reciprocidad entre los opuestos disimula. En esta descomposición de los juegos binarios provocada por la irrupción de un “rasgo diferencial” inidentificable, que ni es lo mismo ni lo otro y que inquieta cada término, se asienta, según Molloy, la “postulación de la realidad” del texto borgiano. Cada vez que aparece lo que tuvo que desaparecer para que una duplicación inmovilizase el flujo del sentido, se revela el carácter, no ilusorio, sino

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irreal del mundo: que la identidad (de un personaje o una historia, de un autor o del propio lector) es “plural, momentánea y dispersa” (pág. 30). La estrategia crítica de Las letras de Borges nos recuerda la consigna deleuziana de “tomar la obra en su totalidad, seguirla más que juzgarla, recorrer sus bifurcaciones, sus estancamientos, sus ascensos, sus brechas, aceptarla, recibirla entera.” 4 Molloy se resiste a que las distinciones de épocas y de géneros actúen sobre su lectura como principios clasificatorios que limitan los recorridos. No desconoce, desde luego, las diferencias evidentes entre un ensayo o un relato, o entre el Borges del 20 y el del 30, pero no deja que esas evidencias determinen el sentido de una experiencia que las excede. La experiencia literaria de Borges es la de una tensión en el lenguaje provocada por la simultaneidad del descreimiento y la confianza en el poder de las palabras (pág. 187), del temor y el deseo de descomponerlas (pág. 144). A esta experiencia sólo se puede acceder desde la evidencia de un género o de un período apreciando el modo en que esa experiencia indetermina sus convenciones específicas. Molloy desenvuelve toda la obra de Borges, pero no en el sentido de un desarrollo, de sus sucesivas realizaciones, sino atendiendo a la insistencia de una insatisfacción 5 irremediable. Esa insistencia de una tensión que no quiere ni tiene cómo apaciguarse atraviesa los géneros y las décadas y le da a la obra su unidad paradójica, unidad que es fuente de dispersión y fragmentación. Si, desviándose del lugar común, Molloy sostiene que “Pierre Menard” no inaugura la ficción borgiana sino que la afirma (pág. 51), es porque piensa la afirmación como repetición y amplificación de un diferir, como el retorno de un ejercicio de desdoblamientos disimulado en las estructuraciones bimembres. Las tensiones entre lo serio y lo paródico que impiden detalladamente que la reflexión sobre la literatura que realiza este relato se cierre

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sobre sí misma y nos entregue una valoración unívoca, repiten las tensiones de los juegos de enmascaramiento de Historia universal de la infamia, juegos en los que la máscara disimula y revela la ausencia de rostro verdadero, y la tensión que recorre la biografía de Carriego entre el deseo de “fijar un personaje rotundo” (pág. 31) y, simultáneamente, de borrarlo. Hacia adelante –la serie es reversible porque cada término anticipa y al mismo tiempo recuerda los otros– la tensión se repite en la interpolación solapada de un “tercer elemento” (pág. 75) en los relatos, que desequilibra el paralelismo de los personajes dobles y pulveriza las identidades recíprocas, y en el uso paródico de la erudición, que atrae al lector “por su lejanía aguijoneante” (pág. 160), despertando en él un deseo de identificar las fuentes verdaderas o apócrifas que no tendrá cómo satisfacer. Molloy reconoce en Borges uno de sus maestros literarios, un maestro “de desasosiego, de marginalidad, de oblicuidades, de traslados” 6 . El mejor testimonio de la transmisión de ese legado ético (que podría sintetizarse en una consigna: no aceptar como valioso estéticamente más que lo que aumenta la potencia de escribir-pensar-gozar) lo da la irreverencia con la que trata en su libro al propio Borges cada vez que, por fidelidad a la extrañeza de su obra, lo pone en contradicción consigo mismo o lo desdice, suspende su autoridad. Hubiese querido yo también, por fidelidad a la obra crítica de Molloy, terminar esta presentación señalando los lugares de su libro en los que el comentario se enrarece y exige un desvío, pero la admiración obstruye todavía el tiempo de la irreverencia. Si intento pensar cuáles son esos lugares de consumación y exceso, lo único que consigo es recordar algunos momentos dichosos de Las letras de Borges, o de su Posdata: Molloy descubriendo que Borges inventó en su paráfrasis de “Wakefield” una sonrisa y que gracias a ese discreto –nunca antes advertido– exceso de imaginación

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arruinó la teoría del relato que acababa de fundar; Molloy dejándose encantar por la presencia de una mirada irrecuperable para los esquemas binarios en “Historia del guerrero y la cautiva”, una mirada que anuncia la revelación inminente de una historia que sin embargo no se narra; Molloy acechando la presencia de Baudelaire en Fervor de Buenos Aires para inventarle a Borges un precursor inesperado, que difícilmente hubiese querido reconocer; Molloy atestiguando la visita del desasosiego en las páginas de un Atlas escrito para conmemorar la felicidad. Sobre estos pocos recuerdos de lecturas de detalle, figuraciones de lo novelesco de la crítica, se podría fundar una teoría literaria de la lectura, una teoría enamorada de su imposibilidad, que cortejase su disolución y se encarnizase con su propia virtud. 1999

Notas 1 Este texto fue leído en la presentación de Las letras de Borges y otros ensayos de Sylvia Molloy (Rosario, Beatriz Viterbo Editora, 1999), el jueves 27 de mayo de 1999, en el Foro Gandhi de la ciudad de Buenos Aires. 2 Cf. pág. 49. 3 Maurice Blanchot: El espacio literario, Barcelona, Editorial Paidós, 2a. ed., 1992; pág. 180. 4 Gilles Deleuze: Conversaciones, Valencia, Editorial Pre-Textos, 1995; pág. 139. 5 La insatisfacción, afirma Molloy, es “la materia misma de la obra borgiana” (pág. 156). 6 Sylvia Molloy: “Cómo leer a Borges, hoy”, en Clarín Cultura y Nación, 9 de mayo de 1999; pág. 8.

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Lecciones de literatura

Nos preguntábamos, hace algunas semanas, durante el desarrollo de una clase de crítica literaria, sobre las posibilid a d e s d e e n s e ñ a r l i t e r a t u r a . N o s l o p r e g u n t á b a m o s, promediando la exposición de la lectura de un texto, con una mezcla de inquietud y desasosiego, casi con la certeza de que la respuesta terminaría siendo negativa. Que estuviésemos reunidos allí, trabajando eficazmente sobre un corpus establecido, a partir de una serie de consignas precisas, parecía invalidar de hecho la necesidad de la pregunta: nosotros mismo, en ese momento, podíamos ser tomados como la prueba viviente e irrefutable de la enseñabilidad de la literatura. Y sin embargo la pregunta se había vuelto necesaria precisamente porque estábamos allí, sosteniendo una tentativa de comunicar pedagógicamente, en términos teóricos, nuestras experiencias de lectores. El presentimiento de algo irreductible a la enseñanza, en el texto o en su lectura (en ese punto, ¿cómo distinguirlos?), apareció cuando el rigor de las argumentaciones pedagógicas había alcanzado su máxima potencia explicativa. Sólo entonces, en esas condiciones intransferibles, se nos hizo presente la existencia de un lí-

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m i t e, c u a n d o b a j o l a p r e s i ó n d e l d e s e o d e c o m u n i c a r conceptualmente la singularidad de nuestro encuentro con ese texto intentamos franquearlo. Como la teoría (la literaria, al menos) es un arte de formular problemas y no una preceptiva para darlos por resueltos incluso antes de que se hayan planteado, salimos del impasse en el que nos había precipitado nuestro ejercicio doble de lectura y enseñanza gracias a la enunciación de un (para nosotros) nuevo principio teórico: si la literatura es, en el límite, imposible de enseñar (porque su experiencia resiste la comprensión en términos generales y directamente comunicables), de esta imposibilidad sólo tenemos pruebas cuando una tentativa de enseñar qué ocurre en la lectura de un texto literario es llevada al límite de sus posibilidades. Fuera de esta experiencia cada vez única e irrepetible de los límites entre el texto y las retóricas pedagógicas, la enseñabilidad de la literatura está tan fuera de discusión como la de cualquier otra cosa. La imposibilidad de la enseñanza de la literatura no se enseña, se transmite, y para eso hace falta un estilo de exposición que domine sobre el discurso pedagógico, que lo tensione hasta el punto de hacerlo señalar lo que no tiene medios para decir. Recordé esta escena de aprendizaje literario cuando leí, hace algunos días, la edición de las clases de Enrique Pezzoni sobre la literatura de Borges 1 . El libro reúne tres conjuntos de clases, dos correspondientes a 1984, el otro a 1988, agrupadas por la editora según un criterio temático. Cada conjunto está centrado en el análisis de un relato borgiano a partir de un tópico teórico expuesto previamente. En esas clases dirigidas a estudiantes todavía no iniciados en los rudimentos del análisis literario, Pezzoni enseñaba teoría y para hacerlo ponía las propuestas teóricas en contacto con la obra de uno de sus escritores preferidos a fin de que éstas probasen su poder de explicación. Como suele ocurrir cuan-

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do un lector apasionado somete sus preferencias a los dispositivos metodológicos del saber codificado, en las clases de Pezzoni –tal como hoy nos llegan transcriptas– asistimos tanto a la explicación de la literatura por la teoría, como al cuestionamiento, y a veces la disolución, de los presupuestos teóricos por obra de lo que acontece en la literatura. Para señalar a sus estudiantes la presencia, en los textos de Borges, de los acontecimientos que subvierten el horizonte de expectativas teóricas, el profesor Pezzoni contaba con un recurso más potente que cualquier retórica de enseñanza: con un estilo de exposición fundado en su sensibilidad de homme de lettres. En estas clases que hoy podemos leer gracias al trabajo de edición de una de sus discípulas, mientras enseña algo sobre teoría literaria y mucho sobre la literatura de Borges, Pezzoni transmite su modo, sutil y elegante, de entrar a la literatura desde la teoría para ir desprendiéndose progresivamente de las certezas hasta encontrar, en el corazón de los textos, el misterio de una revelación inminente, que acaso nunca se produzca pero que ya transformó, por su sola inminencia, el punto de vista del lector. En las clases reunidas bajo el título “El tercer duelo”, clases dictadas durante junio y julio de 1984, Pezzoni expone una lectura de “Emma Zunz” que se sostiene en la referencia a algunos conceptos básicos de la teoría literaria tomados, por lo general, del formalismo ruso y las poéticas estructuralistas, los paradigmas más serviciales a la hora de las prácticas metodológicas. Pezzoni va, en el comienzo, desde la inevitable escolaridad de algunas distinciones formales (autor/narrador, lector/narratario), al modo en que el relato de Borges las escenifica a partir de los deslizamientos de su instancia narrativa. Durante el resto de la clase, el recorrido será siempre el mismo: de lo simple (los conceptos teóricos) a lo complejo (su aplicación textual) para hacer aparecer lo ambiguo (la presencia de una inestabilidad esen-

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cial en la urdimbre del relato que neutraliza la oposición de lo complejo y lo simple). El tópico de la regulación del vínculo texto/extra-texto a través de los códigos culturales lleva a Pezzoni a examinar la adscripción de “Emma Zunz” al género policial. La teoría queda expuesta otra vez como un instrumento eficaz para aproximarse a algo que, en el límite 2 , se le escapa. El relato de Borges juega a la identificación y el desvío simultáneos respecto de las leyes del policial, parece estructurarse por completo alrededor de un enigma pero produce su efecto ficcional más intenso después de que el enigma fue resuelto, cuando la intriga policial quedó cerrada. Pezzoni nos muestra cómo, a partir de una intervención irónica del narrador que excede las previsiones de cualquier modelo, la trama policial de “Emma Zunz” se abre inciertamente y cómo esa apertura, en la que se nos deja presentir la irrealidad del tiempo y el espacio, comunica este relato con las búsquedas esenciales del conjunto de la literatura borgiana. El diálogo con la teoría quedó definitivamente desplazado por un diálogo de la literatura consigo misma, pero fue la propia teoría la que nos condujo hasta su necesaria desaparición. Esto es lo que transmite –sin enunciar– el estilo expositivo de Pezzoni, un estilo hecho de anticipaciones y suspensiones, de orientaciones firmes y repentinos desvíos, el estilo en el que la literatura, a través de la experiencia de un lector, interpela los discursos que pretenden explicarla. En las clases de Pezzoni los conceptos teóricos soportan, hasta donde pueden, la escenificación del funcionamiento de la literatura. Pezzoni usa la teoría para enseñar cómo están construidos los textos de Borges y, cuando la teoría se revela insuficiente, a partir de su insuficiencia, para mostrar cómo actúan los juegos borgianos sobre cualquier forma de pensamiento convencional. “Emma Zunz” o “El inmortal” (al que están dedicadas las clases del tercer grupo, de noviembre del 84) son textos “juguetones”, que promueven determina-

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das interpretaciones para volverlas luego, durante el desarrollo de una trama rigurosa pero minada de puntuales contingencias, imposibles o irrelevantes. Se dejan identificar con las reglas de un verosímil o las convenciones de un género y, al mismo tiempo, afirman la presencia evanescente de algo desconocido que suspende las comodidades del reconocimiento. Pezzoni experimenta, y hace que sus estudiantes de teoría literaria experimenten, el perturbador efecto de desasosiego de las ficciones borgianas, que “tranquilizan e inquietan simultáneamente al receptor”. Tal vez si el profesor pudiese contentarse con ser un homme de lettres que cuenta a otros sus aventuras textuales (algo así como un ensayista oral), Pezzoni hubiese cerrado la exposición de su lectura de Borges con la constatación del carácter juguetón y desasosegante de sus ficciones. Pero un profesor siempre se exige algo más consistente, con más peso moral, que el recuerdo de sus experiencias: la posibilidad de atribuirles un valor que las justifique institucionalmente. Por una acertada decisión de la editora, el libro se abre con un grupo de clases dictadas entre mayo y junio de 1988, cuatro años después de las clases sobre “El inmortal” y “Emma Zunz”. “El sujeto Borges o la exhibición desaforada” es no sólo el grupo más extenso de la compilación, sino también el que incluye las clases con mayores pretensiones de sistematicidad y totalización. Aunque también en este caso las exposiciones están referidas centralmente a un relato, “Tema del traidor y del héroe”, Pezzoni practica una estrategia de constantes entradas y salidas del texto que le permite profundizar la interpretación de este relato y, simultáneamente, transformarlo en una suerte de perspectiva privilegiada para apreciar el conjunto de la obra de Borges. El punto de partida –destinado a ser desbordado e incluso olvidado por la exposición– es esta vez la teoría formalista sobre el procedimiento y sobre el valor de su “puesta en evi-

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dencia”. Pezzoni recorre una serie de textos –construye la serie– siguiendo las alternativas de los juegos borgianos con el procedimiento, juegos múltiples en los que se instaura un sujeto que funciona como causa inmanente del orden textual, como “sostén contingente de sí mismo”. A este sujeto que insiste, como un factor de secreta inestabilidad, en la estructuración formal de los poemas, los relatos y los ensayos, Pezzoni lo reconoce (lo adivina, lo inventa) por sus efectos de cuestionamiento y de subversión sutil. El “sujeto textual llamado Borges” es un sujeto ambiguo, tensionado entre el rechazo y la nostalgia de un orden fundado en una causa primera y simple, un sujeto que “tiene un lado montonero a pesar de su conducta conservadora”, que construye rigurosamente para cortejar la disolución. Las clases de Pezzoni escenifican su diálogo crítico con este sujeto que subvierte las convenciones y las normas de la institución literaria, que cuestiona los paradigmas epistemológicos, que se cuestiona incluso a sí mismo, a veces hasta la autoparodia. Quizá porque tiene demasiado presentes los juicios adversos de algunos críticos de izquierda sobre el sujeto empírico Borges y sabe que esos juicios pueden proyectarse sobre la obra para descalificarla, Pezzoni vuelve en cada clase sobre los gestos nihilistas y anarquistas de ese sujeto textual que realiza un trabajo de subversión tal vez único dentro de la cultura argentina. La marcha a través de la complejización y la suspensión de los presupuestos teóricos se orienta esta vez por el camino de la recuperación ideológica. Avanzando en esta dirección, Pezzoni encuentra otro valor para los textos borgianos: además de desasosegantes y subversivos, son didácticos, porque “destruyen para instruir en una forma de actividad y lectura”, porque quieren “enseñar a leer cuestionando las relaciones habituales entre práctica discursiva y realidad”. Cuando la intransitividad y la inquietud de los juegos textuales se estabilizan en la producción de un efecto

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crítico-didáctico (cuando se consuma la traición a la ética del homme de lettres), el profesor descubre ante sus estudiantes, y en este descubrimiento consiste su mejor enseñanza, que las buenas lecciones de literatura son las que dicta, más allá de los conceptos y las metodologías, después de atravesarlos, la literatura misma. Posdata. La traición del profesor al homme de lettres no es contingente, sino necesaria. Su ocurrencia señala tanto los límites de la transmisión de la literatura en sus propios términos, conforme a su própia ética, como las condiciones de posibilidad de su enseñanza en un contexto institucional desde una perspectiva que lo excede (esa perspectiva –sin la cual sólo hay comunicación institucional de la literatura, olvido total de su experiencia– se funda sobre los restos de la sensibilidad del homme de lettres traicionado, restos que interrogan e inquietan los protocolos institucionales desde su interior). El buen profesor no es aquel que no traiciona su sensibilidad de homme de lettres (el profesor se constituye en esa traición), sino aquel que, como Pezzoni en estas clases, encuentra un estilo de exposición en el que los conceptos y los modos argumentativos no niegan, sino que añoran la sensibilidad traicionada. 2000

1 Enrique Pezzoni, lector de Borges. Lecciones de literatura 1984-1988. Compilado y prologado por Annick Louis, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1999. 2 El límite de la resistencia a la teorización es isomorfo respecto del de la enseñabilidad de la literatura.

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Indice

I Borges: la ética y la forma del ensayo ..9 Borges: la forma del ensayo ..27 Borges y la ética del lector inocente (Sobre los Nueve ensayos dantescos ) ..53 La otra aventura de Adolfo Bioy Casares ..83 El arte de lo indirecto ..95 Imágenes de José Bianco ensayista ..103

II Los ensayos literarios del joven Masotta (Primer encuentro) ..133 La búsqueda del ensayo ..143 Cortázar en los 60: ensayo y autofiguración ..169 Cortázar y la denegación de la polémica ..179 Un intento frustrado de escribir sobre David Viñas ..197 Las perplejidades de un lector modelo ..209

III Del ensayo ..223 La crítica de la crítica y el recurso al ensayo ..249 Lo ensayístico en la crítica académica ..261 Lo novelesco de la crítica. Las letras de Borges de Sylvia Molloy ..267 Lecciones de literatura ..277 284

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Biblioteca Ensayos Críticos

La dorada garra de la lectura. Lectoras y lectores de novela en América Latina, por Susana Zanetti

Las letras de Borges y otros ensayos , por Sylvia Molloy Literaturas indigentes y placeres bajos. Felisberto Hernández, J.Rodolfo Wilcock, Virgilio Piñera por Reinaldo Laddaga

Geografías imaginarias. El relato de viajes y la construcción del espacio patagónico, por Ernesto Livon-Grosman Poesía concreta brasileña. Las vanguardias en la encrucijada modernista, por Gonzalo Aguilar

El abrigo de aire. Ensayos sobre literatura cubana, por Mónica Bernabé, Antonio José Ponte y Marcela Zanin

Dislocaciones culturales: nación, sujeto y comunidad en América Latina, por Silvia Rosman

Manuel Puig: la conversación infinita, por Alberto Giordano

El deseo, enorme cicatriz luminosa. Ensayo sobre homosexualidades latinoamericanas, por Daniel Balderston

Variaciones vanguardistas. La poética de Leónidas Lamborghini por Ana Porrúa

El arte del olvido y tres ensayos sobre mujeres, por Nicolás Rosa

Andares clancos. Fábulas del menor en Osvaldo Lamborghini, J.C. Onetti, Rubén Darío, J. L. Borges, Silvina Ocampo y Manuel Puig por Adriana Astutti La dicha de Saturno. Escritura y melancolía en la obra de Juan José Saer, por Julio Premat

Un dibujo del mundo: extranjeros en Orígenes, por Adriana Kanzepolsky Viaje intelectual. Migraciones y desplazamientos en América Latina (1880-1915), por Beatriz Colombi La Europa necesaria. Textos de viaje de la época modernista, por Jacinto Fombona

Desencuadernados. Vanguardias ex-céntricas en el Río de la Plata. Macedonio Fernández y Felisberto Hernández por Julio Prieto

Martínez Estrada en Ensayos críticos

Las vueltas de César Aira, por Sandra Contreras

Paganini

Fulguración del espacio. Letras e imaginario institucional de la revolución cubana (1960-1971) por Juan Carlos Quintero Herencia

El mundo maravilloso de Guillermo Enrique Hudson

Gabriela Mistral Una mujer sin rostro, por Lila Zemborain

Muerte y transfiguración de Martín Fierro

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Sarmiento - Meditaciones Sarmientinas Los invariantes históricos en el Facundo

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Modos del ensayo. De Borges a Piglia - Alberto Giordano

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