Jenkyns Richard - El Legado De Roma

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EL LEGADO DE UNA NUEVA VALORACION

Entre los elementos que han contribuido a formar lo que llamamos la cultura europea y le han dado carácter destaca sobre todo el legado de la Roma antigua. Las palabras y los conceptos que usamos, nuestra forma de concebir la política y la historia, la arquitec­ tura, los géneros literarios o el derecho están fuertemente marcados por esta herencia. «La idea misma de este libro -nos dice el profe­ sor Jenkyns- es un legado de Roma, ya que los romanos fueron el primer pueblo que convirtió la herencia de otra cultura en la base de su propia civilización.» En los años veinte de este siglo las prensas de la Universidad de Oxford publicaron dos grandes obras colectivas destinadas a conver­ tirse en clásicas: El legado de Grecia y El legado de Roma. El paso de los años mostró la necesidad de reemplazarlas por otras que respondiesen al estado actual de nuestros conocimientos. Primero fue El legado de Grecia , en una nueva versión dirigida por Moses Finley; ahora le ha tocado el turno a El legado de Roma. Bajo la dirección de Richard Jenkyns, de la Universidad de Oxford, un conjunto de catorce especialistas -con nombres tan prestigiosos como los de A.T. Grafton, de la Universidad de Princeton; R. Feenstra, de la de Leiden; R.H. Rouse, de la de California; J. Griffin, de Oxford; C. Martindale, de Bristol, etc.- nos ofrecen una visión de conjunto, actual y rigurosamente informada, donde los historiadores se ocupan del impacto de Roma en las diversas épocas, mientras especialistas en literatura clásica analizan la influencia de los grandes autores, de la sátira o de la retórica, y estudiosos de diversas disciplinas se ocupan del arte, la arquitectura, la ley, el teatro o la lengua, para establecer el balance global de un legado que constituye uno de los fundamentos esen­ ciales de nuestra propia cultura.

Sobrecubierta: El Coliseo en Roma, de Bernardo Bellotto (Palacio Pitti, Florencia).

Bajo la dirección de Richard Jenkyns, de la Universidad de Oxford, ca­ torce especialistas nos ofrecen una vision de conjunto, actual y riguro­ samente informada, donde los historiadores se ocupan del impacto de Roma en las diversas épocas, mientras especialistas en literatura clásica analizan la influencia de los grandes autores, de la sátira o de la re­ tórica, y estudiosos de diversas disciplinas se ocupan del arte, la arqui­ tectura, la ley, el teatro o la lengua, para establecer el balance global de un legado que constituye uno de los fundamentos esenciales de nues­ tra propia cultura.

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RICHARD JENKYNS, ED.

EL LEGADO DE ROMA UNA NUEVA VALORACIÓN

CRÍTICA GRUALBO MONDADORI BARCELONA

Richard Jenkyns I.

EL LEGADO DE ROMA

La idea misma de este libro es un legado de Roma, ya que los romanos fue­ ron el primer pueblo que convirtió la herencia de otra cultura en la base de su propia civilización. Todo el arte y la literatura de Roma se desarrollan a la sombra de Grecia. Sus poetas proclaman este hecho: la Grecia cautiva capturó a su rudo conquistador y llevó el arte al rústico Lacio, dice Horacio (Epístolas, 2, 1, 156 y ss.). El más grande de los romanos hizo del peso abrumador de la cultura griega el centro de su obra maestra: hacia la mitad de la Eneida Virgi­ lio hace que la sombra de Anquises anuncie desde el Elíseo a los romanos, aún no nacidos, que serán siempre inferiores en algunas de las artes y ciencias más nobles: «Excudent alii spirantia mollius aera ...». Otros —es decir, los grie­ gos— alcanzarán la más alta perfección en escultura, oratoria y astronomía; por su parte, los romanos destacarán en las artes, más severas, de la conquista y el buen gobierno (Eneida, 6, 847-853; cf. infra, p. 128). Los poetas alar­ dean de originalidad, pero de una forma curiosamente deferente: «Soy el pri­ mer romano que imita a tal o cual poeta griego». Horacio declara haber sido el primero en presentar a Arquíloco y Alceo a los latinos; Virgilio afirma que su musa fue la primera que jugó con el verso siracusano (es decir, a la mane­ ra de Teócrito); Propercio se autoproclama el Calimaco romano. Por ello se ha dicho a veces que los romanos fueron esencialmente un pueblo imitador, y que su papel principal en la historia de la civilización europea fue el de conducto a través del cual la cultura griega pudo llegar has­ ta la era cristiana. Irónicamente, este punto de vista es una herencia de los romanos, en el más sabio de los cuales encontramos una sutil mezcla de or­ gullo y modestia. Todo el mundo les concede grandeza militar (aunque esta admisión va frecuentemente acompañada de una condena moral); pocos nie­ gan la gran calidad de su poesía, y en general se reconoce que sobresalieron en ingeniería, jurisprudencia y en el sistema de alcantarillado. Algunos les concederían poco más. En pleno auge de la «grecomanía», en 1821, Shelley escribió en el prefacio a Helias;

Todos somos griegos. Nuestras leyes, nuestra literatura, nuestra religión, nuestras artes tienen sus raíces en Grecia. Sin Grecia, Roma, la maestra, la con­ quistadora, la metrópoli de nuestros antepasados, no habría difundido con sus armas la ilustración, y seríamos aún salvajes e idólatras, o, lo que es peor, po­ dríamos haber llegado a un estado de institución social tan estancado y mise­ rable como el de China y Japón.

Esta declaración da cierto valor a las armas y a la instrucción romanas, pero sólo como medio de extender la ilustración griega. En nuestro siglo Arnold Toynbee ha considerado la civilización romana como una simple subespecie del helenismo, la continuación de la cultura griega bajo los auspicios de un estado universal. Podemos, pues, preguntamos por la variedad y amplitud de la aportación romana. Es preciso tener una respuesta si pretendemos estudiar el alcance de la influencia de Roma en los siglos posteriores. Pero antes debemos consi­ derar lo que entendemos por influencia. Podemos distinguir tres tipos: Influencia básica: la fuente es base o condición necesaria para lo influi­ do. La arquitectura renacentista es inconcebible sin modelos clásicos, o el Paraíso perdido sin la tradición épica clásica. Influencia auxiliar: la fuente no es propiamente la base, sino que propor­ ciona apoyo o coherencia. Probablemente las tragedias de sangre inglesas no habrían sido muy distintas sin Séneca, pero resultan senequistas al tomar con­ ciencia de este autor como posible modelo. En la Inglaterra de los siglos xvn y xvm encontramos actitudes sociales y políticas basadas sin ninguna duda en la historia y en la sociedad inglesas, pero que pueden haber sido confor­ madas o estabilizadas por el neoestoicismo o por un conocimiento de la filo­ sofía ciceroniana. Influencia decorativa', la fuente proporciona una elegancia superficial o bien el pretexto o punto de partida, que podría haberse buscado casi con la misma eficacia en otra parte. En el siglo xvm, las citas clásicas en la Cá­ mara de los Comunes eran la prueba de que el orador había disfrutado de la educación de un caballero, pero en sí mismas no eran más que una forma convenida de alarde cultural. Cuando Tiépolo pinta a Marco Antonio y Cleopatra en las paredes del Palazzo Labia de Venecia recurre a la historia romana, pero si no hubiera dispuesto de ésta habría encontrado seguramen­ te un tema similar en otro lugar, y de hecho vistió a sus personajes con una alegre indiferencia hacia la arqueología. Estas distinciones son algo toscas y rápidas, y los límites entre ellas in­ ciertos, pero pueden ser útiles como guía. Los romanos fueron el único pueblo que logró unificar la totalidad del litoral mediterráneo bajo una sola autoridad y mantener su imperio duran­ te siglos, lo que constituye uno de los hechos más notables de la historia.

Quizá no sea muy útil adoptar una actitud moral ante esto. Hasta hace muy poco ha sido casi una ley de la naturaleza humana que cualquier estado lo suficientemente fuerte para hacerlo haya extendido su poder territorial (y resultaría una imprudencia suponer que dicha ley haya sido derogada); cen­ surar a los romanos por su carrera de conquista es como culpar a la lluvia por ser húmeda. La esclavitud es un baldón para el mundo grecorromano, pero también para otras sociedades antiguas, y, cuando menos, es mejor es­ clavizar a los prisioneros de guerra que cegarlos o empalarlos. No se gana mucho con preguntarse si la existencia de la esclavitud hace que los grie­ gos y los romanos fueran buenos o malos para su época. Por lo menos los romanos estaban más dispuestos que los griegos a liberar a sus esclavos. Se ha querido que lamentemos la pérdida y frustración de talento que revela el hecho de que entre todos los fragmentos literarios de la Antigüedad no haya nada escrito por un esclavo siendo esclavo. En cierto sentido esto es verdad, pero esconde que Terencio, Epicteto y Livio Andrónico, el primer poeta latino, fueron esclavos a los que sus amos liberaron; además, debe­ mos la supervivencia de la correspondencia de Cicerón a su liberto Tiro, y las obras de Horacio al desconocido que liberó al padre del poeta y le dio la oportunidad de enriquecerse lo bastante como para dar a su hijo una bue­ na educación. La crucifixión, el método romano de ejecución judicial, era una repug­ nante forma de tortura lenta, y la arena convirtió el sadismo de las masas en una institución social; en este aspecto, y en algún otro, los romanos eran más desagradables que los griegos. Pero en general resulta vano intentar medir los beneficios de la Pax Romana frente a la opresión del poder. Sa­ bemos mucho acerca de las crueldades y corrupciones del gobierno romano, pero quienes lanzan sus invectivas contra los romanos por ello les hacen, en dos sentidos, un ambiguo cumplido. En primer lugar, mucho de lo que sabemos sobre el abuso de poder de los romanos procede de ellos mismos; al menos tenían un ideal de buen gobierno. No sabríamos nada del infame Verres si Cicerón no lo hubiera acusado, ni de la usura del noble Bruto en Cilicia si Cicerón, escandalizado, no lo hubiese descubierto. Puede que los romanos no hayan vivido de acuerdo con su importante papel, pero la hipo­ cresía es, cuando menos, el tributo del vicio a la virtud; si intentamos ima­ ginar la existencia de autocrítica por parte de un asirio o de un azteca ten­ dremos poca suerte. En segundo lugar, si sentimos indignación hacia los romanos es porque los juzgamos según nuestras propias reglas. Por lo ge­ neral se acepta la otredad de los griegos clásicos, mientras que persiste la sensación (normalmente inconsciente) de que los romanos se parecían más a nosotros. Este sentimiento es evidente sobre todo en la crítica de la poe­ sía romana; es sorprendente cuántos eruditos siguen suponiendo que Catulo y Ovidio, incluso Virgilio y Horacio, comparten el punto de vista de una de­ mocracia liberal moderna. Tal vez debemos decir lo siguiente: debido a que la cultura romana, de hecho, es en muchos sentidos humana y «moderna» y nos habla a través de los siglos de un modo que podemos comprender y

apreciar, nos resulta difícil entender lo muy diferente que es de la nuestra. Y esto es un tributo a su éxito. Los griegos nos proporcionaron el lenguaje de la teoría política —de­ mocracia, monarquía, tiranía, etc.—, pero los romanos han tenido una in­ fluencia mayor en la práctica política. Esencialmente nos legaron dos mo­ delos: la constitución mixta, en sus etapas media y final, de la república y lo que podemos denominar cesarismo. (Un posible tercer modelo sería la supuesta frugalidad y austeridad de la primitiva república romana, pero aun­ que esto impresionó a los pensadores políticos y sociales, especialmente desde el Renacimiento hasta el siglo xvm, parece ser más bien una cuestión de actitud ética y tiene poco contenido específicamente político.) Hasta la caída de la república en el siglo i a.C., Roma estuvo gobernada por aristócratas; no se trataba de una casta, sino de un grupo grande y flui­ do que consentía la admisión de nuevos miembros en su seno. Los cargos públicos eran elegidos por un año, y la elección se efectuaba mediante un complicado sistema en el que todos los ciudadanos teman derecho a partici­ par. Observadores griegos como el historiador Polibio, que admiraba el sis­ tema de gobierno romano, lo describieron como una «constitución mixta», y romanos como Cicerón, siempre dispuestos a alabar la sabiduría de sus antepasados, recogieron el cumplido, congratulándose de poseer un sistema idealmente equilibrado que evitaba aquellos extremos de democracia y oli­ garquía que habían debilitado a Grecia. Hasta hace muy poco se solía considerar esto como un tópico: en reali­ dad la república era una oligarquía y los elementos supuestamente democrá­ ticos estaban fosilizados o eran ficticios. Pero recientemente los historiado­ res han concedido más importancia a los elementos democráticos: los cargos eran ocupados por elección popular, y la clase gobernante tenía que solicitar el favor de los votantes. En este sentido, existe cierta similitud verdadera en­ tre la república romana y la forma de gobierno representativo que se desa­ rrolló en Gran Bretaña durante los siglos xvn y xvm, donde la clase dirigen­ te era elegida para el Parlamento por un limitado pero significativo sufragio público. Mientras la mayor parte del continente seguía siendo absolutista, los observadores extranjeros dieron cuenta del carácter romano de las institucio­ nes británicas. Todavía en 1851 un noble italiano le decía a Nassau padre: «Cuando leo las cartas de Cicerón, tengo la impresión de estar leyendo la co­ rrespondencia de uno de vuestros estadistas. Todos los pensamientos, los sentimientos, las expresiones, son ingleses». A la inversa, para los políticos era natural pensar en términos ciceronianos: «otium cum dignitate es mi ob­ jetivo», dijo lord Chesterfield a su hijo tras dimitir (carta del 9 de febrero de 1748). Cuando lord Holland quiso elogiar la ilustración de un estadista espa­ ñol, observó que sus principios podían compararse con «los de Cicerón y mister Fox». Sería absurdo afirmar que la historia de Inglaterra ha estado determina­ da por el modelo romano; sin embargo, las ideas tienen tanta influencia en el proceso histórico como las presiones sociales y las pasiones sectarias. El

Renacimiento italiano había desarrollado una teoría de «humanismo cívico» basada en Cicerón, Séneca y Tito Livio. Los Discursos sobre Tito Livio de Maquiavelo inspiraron la Commonwealth o f Oceana de James Harrington, escrita durante el protectorado de Cromwell, y pasaron de estas fuentes al pensamiento político del siglo xvm, reguladas por una constitución mixta. Y no sólo hemos de pensar en la teoría política, sino también en un con­ cepto conformado por una educación clásica. Los oradores, poetas e histo­ riadores latinos están en la mente de los políticos del siglo xvm; su forma de pensar es inconscientemente senatorial. Es difícil rastrear una influencia cuando ha sido tan absorbida como ésta, pero parece razonable afirmar que la constitución mixta de la república romana ha tenido una influencia bási­ ca en la teoría política y al menos una influencia auxiliar en la práctica po­ lítica. El otro modelo político proporcionado por Roma es el «cesarismo». La misma palabra César, originariamente un apelativo familiar, llegó a conver­ tirse en un talismán. Todavía a principios de este siglo había tres gobernan­ tes que llevaban el título de césar: el shah de Persia, el káiser de Alemania y el zar de Rusia. De hecho, durante 2.000 años, hasta 1978, hubo, más o menos sin interrupción, un «césar» gobernando en algún lugar del mundo. La importancia del legado de Roma radica en este caso no en la creación de una monarquía, ya que naturalmente había habido muchos imperios monárquicos antes, sino en la combinación del absolutismo con un sistema legal altamen­ te evolucionado. Quienes busquen en las leyes romanas algo parecido a los «derechos humanos» quedarán decepcionados, pero como sistema para regu­ lar la familia, la propiedad y las relaciones entre la gente es formidable. Pero más importante aun que la jurisprudencia fue el concepto romano de ciudadanía. Disraeli decía que su esposa era una criatura encantadora, pero que no podía recordar nunca quiénes iban primero, si los griegos o los romanos. Menos probable aún es que se hubiera preguntado por qué habla­ mos de griegos y romanos en lugar de griegos e italianos. Esta costumbre refleja la de los propios romanos (cuando Virgilio habla de Augusto diri­ giendo a los itálicos hacia la batalla de Actium y sacrificando a los dioses itálicos pretende sorprender a sus lectores). «Romano» era un término jurí­ dico, y cualquiera, fuera cual fuese su raza, podía llegar a ser ciudadano ro­ mano (es curioso que ninguno de los poetas romanos fuera, que sepamos, nativo de Roma). Esto constituía una medida notablemente liberal, y como tal asombró a los mismos griegos: ya en el siglo III a.C. el rey Filipo V de Macedonia fue informado de que los romanos eran tan liberales otorgando la ciudadanía que se la concedían incluso a los antiguos esclavos. Algo de la indignación provocada en la época actual por el imperio romano presu­ pone una especie de nacionalismo del cual carecía hasta extremos sorpren­ dentes la mayor parte del mundo romano. Se ha supuesto (por ejemplo) que un caballero britanorromano del siglo n d.C. sentiría la misma clase de re­ sentimiento hacia la dominación extranjera que un indio culto de la época de Gandhi. Pero la Britania romana no era simplemente una sociedad de

celtas gobernada por itálicos. Da la casualidad de que uno de los primeros gobernadores era de origen bereber; en Britania los negros empezaban su carrera política por el nivel superior. En la propia Roma, los no itálicos al­ canzaban posiciones de poder ya en el siglo i d.C. La combinación de autocracia, derecho y la idea de una ciudadanía uni­ versal iba a influir profundamente en la experiencia europea. El sentimiento que, mucho después de la caída del imperio occidental, conservaba Europa de que en cierto sentido Occidente compartía la ciudadanía de una cultura común, se debía seguramente a algo más que a su herencia de la literatura y la lengua latinas; derivaba en parte de la naturaleza del propio imperio romano. Puede ser que los efectos subterráneos de este legado fueran más significativos de lo que parece, pero estas manifestaciones extemas son ya bastante notables. La idea de un imperio cristiano comienza con Constanti­ no; unos cinco siglos más tarde la coronación de Carlomagno por el papa inauguró un «imperio romano» que iba a durar, al menos nominalmente, mil años. «Sacro Imperio Romano» puede parecer un extraño nombre para una federación germánica, pero el sarcasmo de Voltaire de que ni era sacro ni ro­ mano ni un imperio, olvida el antiguo significado de «romano» y de impe­ rium, aún vigente en época de Carlomagno. En Oriente los bizantinos man­ tuvieron un «imperio romano» hasta la caída de Constantinopla en 1453 (de hecho, la mayor parte de la Historia de la decadencia y caída del imperio ro­ mano de Gibbon está dedicada a épocas y lugares que actualmente no califi­ caríamos de «romanos»). Aun siendo griegos, se llamaban a sí mismos ro­ manos, rhomaioi, porque se sentían herederos de una tradición común, a la vez clásica y cristiana. En Turquía, hasta hoy día, un griego es un rum. Quizá los dos procesos que distancian más el mundo clásico de la Euro­ pa moderna son el ascenso del cristianismo y la desaparición de la esclavitud (si se sitúa el nacimiento del mundo moderno en el siglo xvi, los cambios tecnológicos de los últimos doscientos años no entran en consideración); la conexión, si la hay, entre estos dos aspectos sigue siendo tema de fuertes controversias. Ambos procesos derivan de la propia Antigüedad. Tradicio­ nalmente, lo clásico y lo cristiano han estado separados: Pablo de Tarso, un ciudadano romano que escribió en griego en el siglo i d.C., no es un autor clásico; Luciano, nacido un siglo después en la zona más recóndita de Ana­ tolia, sí. Esta convención es en parte justificada -—ya que los judíos estaban en cierto modo marginados— y en parte arbitraria; resulta refrescante des­ cartarla de vez en cuando y considerar el Nuevo Testamento como una co­ lección de textos clásicos. Incluso si aceptamos esto, la Roma clásica tiene una importancia fundamental en la historia cristiana por varios motivos. El más simple es que la Pax Romana dio lugar a un mundo razonable­ mente estable y políticamente unificado en el que pudo surgir el cristianis­ mo. Según otro punto de vista más complejo, podemos suponer que la evo­ lución de la cultura romana había creado un vacío que el cristianismo supo llenar. La religión romana no tema nada que ofrecerle al espiritualmente

hambriento: carecía de contenido moral o teológico, y era incapaz de evolu­ cionar o de adaptarse; en medio de una civilización sofisticada y helenizada, siguió siendo obstinadamente primitiva. Las escuelas filosóficas ofrecían sistemas morales y teóricos acerca de cómo había sido creado el mundo; a veces incluso reunían a los fieles en una especie de iglesia, pero no tenían una verdadera teología, ni una vida mística o sacramental. El culto a Isis o a Mitra ofrecía sacramentos e iniciaciones, pero no un sistema de creencias co­ herente ni una base para el desarrollo moral y espiritual. Sólo el cristianismo combinaba a la vez los atractivos espirituales de la filosofía y del culto de misterios: iniciación, sacramentos, código moral, sistema dogmático y una ecclesia en la que rendir culto junto a otros creyentes. El triunfo del cristia­ nismo sigue siendo uno de los procesos históricos más misteriosos, pero al menos se puede decir que no tenía un rival serio en el mundo romano. Quizá la Roma clásica influyó también en la doctrina cristiana: es más fá­ cil rastrear la idea del purgatorio en la Eneida que en la Biblia. Con toda se­ guridad afectó a la liturgia: las colectas, por ejemplo, siguen un modelo clási­ co de oración: primero (a) se invoca al dios bajo un título, después (b) viene una aretalogía (relación de las virtudes del dios), y por último (c) una súpli­ ca. Así en la colecta del Miércoles de Ceniza del Book of Common Prayer: (ia) Dios todopoderoso y eterno, (b) que no detestas nada de lo que has creado, y perdonas los pecados de todos los penitentes: (c) crea en nosotros corazones nuevos y contritos ... La diferencia está en que lo que ahora se pide es santidad, no un beneficio material. Y, por supuesto, Roma afectó al carácter de la propia Iglesia. Si pasamos directamente de la lectura de los Evangelios a contemplar la Iglesia históri­ ca, una monarquía absoluta con base en Roma, debemos admitir que esta evolución no fue evidente. A su debido tiempo, los papas asumieron el títu­ lo del más alto sacerdocio romano, «pontifex maximus». En él no hay con­ tenido teológico: no existe continuidad entre la religión pagana de Roma y la nueva fe. El cargo de pontifex maximus había sido, de hecho, una distinción más política y social que espiritual; Julio César y Augusto lo habían osten­ tado, y para los papas el verdadero significado del título estaba en procla­ marse herederos de César. En comparación, el poder temporal del papado era una cuestión menor; la contribución crucial de la Roma clásica a la historia de la Iglesia en la Edad Media, y posteriormente, radica en la pretensión de los papas, basada en la idea de una romanidad que trascendía las fronteras geográficas, de ejercer su autoridad sobre la política de los emperadores y otros reyes temporales. La idea de la Cristiandad es en sí misma, en parte, un legado de Roma. «Excudent alii ...» Los romanos tardaron en dedicarse a las artes visuales, y en cierto modo es justo el lamento de Roger Fry de que «no existe nada en

la historia del arte, salvo el primer siglo de los Estados Unidos, como la indi­ gencia artística de la cultura romana primitiva». En escultura, sobresalieron en el retrato; por lo demás, sus mejores obras, como el Ara Pacis de Augusto, apenas pueden ser consideradas como de segunda fila. Muchas de ellas, de to­ dos modos, fueron realizadas por griegos. Una gran cantidad de esculturas grecorromanas eran copias de originales griegos más antiguos. El Apolo Bel­ vedere, reconocido ahora como una copia, fue considerado desde el Renaci­ miento hasta el siglo xvm, e incluso después, como la más bella estatua jamás realizada. La desestimación que desde entonces han sufrido el Apolo, la Ve­ nus de Médicis y otras esculturas representa quizá la mayor caída en desgra­ cia de la historia del gusto, pero por supuesto fue enormemente importante su influencia en el desarrollo de la escultura europea. También influyeron de for­ ma fundamental en la historia de la pintura por su contribución a convertir el desnudo en un tema central a partir del Renacimiento. En lo que respecta a la arquitectura el panorama es diferente. Los roma­ nos tomaron algunas de sus formas más o menos directamente de los grie­ gos, pero también fueron altamente innovadores. La arquitectura griega era arquitrabada, es decir, basada en un tipo de construcción con pilares y dintel; los romanos desarrollaron la arquitectura abovedada, basada en el arco de medio punto y la bóveda. Los mayores logros de la arquitectura romana son posteriores al cénit de la prosa y la poesía y han sido a veces poco valorados por una cultura posterior en la cual la base de la educación ha sido literaria, pero las termas imperiales fueron diseñadas con una imaginación pareja a su escala, y el Panteón se cuenta entre los edificios más importantes del mun­ do. Las primeras iglesias cristianas de Roma y de Ravena muestran el tipo constructivo romano tradicional, la basílica, adaptada a nuevos propósitos con constante inventiva, y son de carácter inequívocamente «tardío», no «medieval temprano». Roma dio origen a gran parte del vocabulario básico utilizado en el Renacimiento y posteriormente: por ejemplo, el orden toscano, la superposición de distintos órdenes, uno sobre otro, la sucesión de arcos de medio punto dentro de una línea de columnas (todo esto puede observarse en el Coliseo). La influencia de Roma en la arquitectura renacentista es indudable; su in­ fluencia en edificios medievales es un poco menos obvia. Se suele conside­ rar que la arquitectura románica del norte de Europa no debe a Roma más que el arco de medio punto y su nombre moderno. La catedral de Durham es la Ilíada de estos edificios, la suprema expresión en la arquitectura occiden­ tal de la idea del poder, pero no es clásica en absoluto. En España y en el sur de Francia, sin embargo, la impresión es diferente. A menudo los capiteles derivan del orden corintio; a veces, incluso cuando lo grotesco medieval ha suplantado al espíritu clásico, persisten los principios clásicos del diseño, y encontramos la cabeza de un hombre, un animal o un monstruo cuidadosa­ mente colocada en los extremos superiores, en el lugar que ocupaban las vo­ lutas del orden corintio. En ocasiones, como en Aulnay, en el Saintonge, no sólo los capiteles siguen el modelo romano, sino también las basas, y hay

una arcada ciega en la parte exterior de la iglesia que es manifiestamente clá­ sica en espíritu y proporciones. Algunas de estas cualidades pasaron al pri­ mer gótico del norte de Francia; uno se siente tentado a afirmar que Suger redescubrió en Saint-Denis el arte romano abandonando el románico. Ciertas obras románicas del sur dan a veces la impresión de que no ha habido rup­ tura de la continuidad con la Antigüedad: el pórtico de Saint-Gilles-de-Provence sigue el modelo de un arco de triunfo romano, y algunos de los relie­ ves escultóricos de Saint-Semin, en Toulouse, poseen la muda gravedad del arte tardorromano. También el románico italiano se basa con frecuencia en fuentes clásicas, y no es sorprendente encontrar columnas antiguas reutilizadas en edificios construidos mil años después, como en San Miniato, en Flo­ rencia. Más tarde aún, Brunelleschi recurre al románico toscano al tiempo que descubre la arquitectura clásica (véase infra, pp. 307-308), y así Roma tendrá una doble influencia, directa e indirecta, en la aparición del Renaci­ miento florentino; es quizá esta mezcla de fuentes lo que confiere a la obra de Brunelleschi su peculiar combinación de frescura y autoridad. Pero el legado de Roma, aunque importante en las artes visuales, radica sobre todo en la palabra. Una gran parte de esta herencia ha sido el propio latín, base de las modernas lenguas romances y con una compleja influencia sobre el inglés. Los anglosajones habían tomado ya una buena cantidad de palabras del latín antes de su emigración a Bretaña; este es el origen de pa­ labras de uso corriente como mat, pit, pin, pipe, sack, sock, cup, beer, butter [«estera», «pepita», «alfiler», «pipa», «saco», «calcetín», «copa», «cerveza», «mantequilla»]. Tras la emigración adoptaron más términos: cat, cook, chest [«gato», «cocinero», «pecho»]; etc. Después de la conquista normanda pene­ traron muchas más palabras procedentes del francés, la mayoría durante los siglos XIV y XV, cuando el inglés se convirtió en una lengua oficial y litera­ ria. El mismo francés había adquirido muchas palabras latinas en dos etapas, la primera directamente del latín vulgar y posteriormente a partir de la len­ gua escrita, y el inglés heredó muchos de estos «dobletes etimológicos». Así las parejas frail y fragile [«frágil»], ransom y redemption [«redención»], poor y pauper [«pobre»] derivan de un original latino (fragilis, redemptio, pauper). En consecuencia, el inglés tiene una vasta provisión de palabras con una inigualable gama de matices (weak no es exactamente lo mismo que frail, ni fragile es igual que breakable) [«frágil»] y variaciones de tono (es­ téticamente fragile y redemption recuerdan más al latín que frail y ransom). La mayor parte del vocabulario abstracto inglés deriva del clásico, y está más cerca de las lenguas romances que del alemán. De una forma menos evi­ dente, el elemento latino sigue aumentando en la lengua cotidiana de nuestro tiempo: si examinamos parejas como lessen/reduce [«disminuir»], wholly/to­ tally [«totalmente»], choice/option [«elección/opción»], vemos que el término latino está eliminando al otro, y hay muchos casos similares. La principal in­ fluencia germánica en el inglés moderno radica, paradójicamente, en la for­ mación de palabras y en la construcción de frases, y procede de los Estados

Unidos (uplifi [«inspiración»], ongoing [«que continúa»], «Said White House spokesman Ziegler ...»). El uso reiterado de estas formas latinas no tiene una buena acogida; en efecto, una gran parte de la literatura actual es monótona y áspera por la sencilla razón de que constituye un indigesto amontonamiento de sustantivos, verbos y adjetivos de origen clásico, con unas cuantas prepo­ siciones y conjunciones supervivientes de origen anglosajón. George Orwell lo señaló hace muchos años (en su artículo «Los políticos y la lengua ingle­ sa») mediante la «traducción» de un pasaje del Eclesiastés al «inglés moder­ no». Este es el texto bíblico en inglés: I returned and saw under the sun, that the race is not to the swift, nor the battle to the strong, neither yet bread to the wise, nor yet riches to men of un­ derstanding, nor yet favour to men of skill; but time and chance happeneth to them all.* [Vi además que bajo el sol no siempre es de los ligeros el correr ni de los esforzados la pelea; como también hay sabios sin pan, como también hay dis­ cretos sin hacienda, como también hay doctos que no gustan, pues a todos les llega algún mal momento.]

Y esta la versión en inglés moderno de Orwell; Objective considerations of contemporary phenomena compels the conclu­ sion that success or failure in competitive activities exhibits no tendency to be commensurate with innate capacity, but that a considerable element of the un­ predictable must invariably be taken into account. [La consideración objetiva de fenómenos contemporáneos lleva a la con­ clusión de que el éxito o el fracaso en actividades competitivas no tiende a estar en proporción con la capacidad innata, sino que invariablemente hay que tener en cuenta una parte considerable de elementos imprevisibles.]

«Una parodia, aunque pequeña», señala Orwell, y estamos de acuerdo con él. También observó que este tipo de lenguaje es un instrumento político utili­ zado para suavizar el duro filo de la crueldad y el engaño. Y un borbotón de palabras latinas puede permitirle a uno decir casi nada durante frases enteras. Una educación clásica tiene la ventaja de proporcionar un oído más fino para estas cosas. La solución no es preferir en lo posible palabras anglosajonas, porque po­ dría ser contraproducente para el idioma. Cuando Cranmer escribió Book o f Common Prayer intentó otorgar a la liturgia ritmo y dignidad, en una lengua con muchas menos palabras polisilábicas que el latín, mediante la unión de

* En este capítulo, y a diferencia del resto de la obra, se ha optado por dar en el texto . las citas en inglés con su correspondiente traducción castellana a continuación para que el lec­ tor pueda seguir cómodamente las comparaciones lingüísticas que hace Jenkyns. En los de­ más capítulos, en general, se ofrecen las citas traducidas en el texto y el original inglés en nota. (N. del e.)

parejas de sinónimos; en general equilibra una palabra anglosajona con otra de origen clásico. Podemos comprobarlo volviendo a la colecta del Miércoles de Ceniza: «create and make in us new and contrite hearts ... lamenting our sins and acknowledging our wretchedness ... perfect remission and forgive­ ness ...». En efecto, la prosa inglesa alcanza con frecuencia su máxima altu­ ra cuando logra el equilibrio entre palabras germánicas y latinas, y esto es así incluso en épocas más «clásicas» que la nuestra. Los escritores del siglo xvm estaban impregnados de los historiadores y oradores romanos; el latín es de­ masiado distinto de nuestra lengua para que los escritores romanos hayan ejercido algo más que un efecto casual sobre el estilo de sus admiradores in­ gleses, pero al menos deben haber transmitido la idea de lo que los eruditos alemanes del siglo xix iban a denominar Kunstprosa, el arte de la prosa. La prosa latina concedía especial atención a la cláusula, el ritmo al final de la frase, y vemos la misma clase de preocupación por la cadencia en los me­ jores escritos de los clasicistas ingleses. Los mismos ritmos de Gibbon si­ guen frecuentemente el latín; así dos oraciones consecutivas de su Decaden­ cia y caída (capítulo 28) terminan con el esquema - uuu - u- [-: sílaba lar­ ga; u: sílaba breve], ritmo favorito de Cicerón: ... the thunder was still silent, and both the heavens and the earthconti­ nued to preserve their accustomed order and tranquillity. ... and the limbs of Serapis were ignominiously dragged streets of Alexandria.

through the

[... el trueno guardaba aún silencio, y tanto los cielos como la tierra se­ guían conservando su acostumbrado orden y tranquilidad.] [ . . . y los miembros de Serapis fueron ignominiosamente arrastrados por las calles de Alejandría.]

En el lamento de Johnson por la muerte de Garrick se aprecia un estilo alta­ mente declamatorio: But what are the hopes of man! I am disappointed by that stroke of death, which has eclipsed the gaiety of nations and impoverished the public stock of harmless pleasure. [Mas ¡cuál es la esperanza del hombre! Estoy decepcionado por este gol­ pe mortal, que ha eclipsado la alegría de las naciones y empobrecido la reser­ va pública de inofensivo placer.]

Este ritmo está elaborado de una forma a medias consciente (Johnson ha sido acusado, efectivamente, de preferir la eufonía al significado y de permitir que la frase caiga en el anticlimax para salvar la melodía, pero ¿no hay algo ex­ trañamente conmovedor en la parábola retórica que se eleva hacia «eclipsed the gaiety of nations» y desciende después hasta la mansa simplicidad de «harmless pleasure»?). Menos consciente es posiblemente el quiasmo étimo-

lógico de la última fiase: en «public stock» el adjetivo es de origen latino y el sustantivo es anglosajón, mientras que en «harmless pleasure» se ha in­ vertido el modelo: hay un ritmo, una danza también en el estilo. Todas las palabras germánicas y clásicas están equilibradas: el tono culto de «disap­ pointed» suaviza los monosílabos anglosajones que reflejan los hechos des­ nudos de la condición humana: hopes, man, stroke, death. En la última frase de la Idea o f a University, de Newman, sentimos los ritmos del siglo xvra sobreviviendo a mediados del xix: I shall have to make appeals to your consideration, your friendliness, your confidence, of which I have had so many instances, on which I so tranquilly re­ pose; and after all, neither you nor I must ever be surprised, should it so hap­ pen that the Hand of Him, with whom are the springs of life and death, weighs heavy on me, and makes me unequal to anticipations in which you have been too kind, and to hopes in which I may have been too sanguine. [Tendré que hacer una llamada a vuestra consideración, a vuestra bondad, a vuestra confianza, de las que he tenido tantos ejemplos, en las que con tanta tranquilidad descanso; y, después de todo, ni vosotros ni yo debemos sorpren­ demos si ocurre que Su Mano, que posee las fuentes de la vida y de la muer­ te, cae sobre mí, y me hace inapropiado para previsiones sobre las que habéis sido demasiado amables, y para esperanzas sobre las que puedo haber sido de­ masiado optimista.]

Esto es más banal que el fragmento de Johnson, pero la gradación «your con­ sideration, your friendliness, your confidence» es el fruto de haber sido cria­ do en la retórica clásica, y hay otro quiasmo etimológico al final, donde la palabra latina anticipations es contestada por la anglosajona hopes, y la an­ glosajona kind por la latina sanguine. Nadie es mejor maestro en el uso contenido de palabras latinas que Shakespeare. No es una habilidad árida, pues ía encontramos en sus mo­ mentos más emocionantes. Veamos las palabras de Hamlet moribundo (5, 2, 357 y ss.): If thou didst ever hold me in thy heart, Absent thee from felicity awhile, And in this harsh world draw thy breath in pain, To tell my story. [Si alguna vez me albergaste en tu corazón, / permanece ausente de esa biena­ venturanza, / y alienta por cierto tiempo en la fatigosa vida de este mundo de dolor / para contar mi historia.] *

Parte de la belleza de este pasaje radica en el contraste entre la etérea fluidez del segundo verso, con sus latinas absent y felicity —una feliz palabra, en

efecto— y los pesados, terribles monosílabos del verso siguiente. Y hay un eufemismo casi cortés en «absent thee from felicity», que nos dice que Ham­ let es un príncipe incluso en la muerte. Ritmo, estilo y significado retratan juntos un noble corazón destrozado. O bien tomemos el clímax de Otelo (5, 2, 3 y ss.): Yet I’ll not shed her blood; Nor scar that whiter skin of hers than snow, And smooth as monumental alabaster. Yet she must die, else she’ll betray more men. Put out the light, and then put out the light ... [Sin embargo, no quiero verter su sangre; / ni desgarrar su piel más blanca que la nieve, / y tan lisa como el alabastro de un sepulcro. / Pero debe morir o en­ gañará a más hombres. / Apaguemos la luz, y después apaguemos su luz ...] Otelo habla de cosas simples y concretas con palabras sencillas: blood, skin, snow. Después cambia de la naturaleza a la cultura, la lengua va del anglo­ sajón al clásico, de palabras cortas a largas. Con «monumental alabaster» se nos dice lo que Desdémona significa para su marido: su belleza, su naci­ miento, su pertenencia a una civilización avanzada — que puede comprar ala­ bastro y tallarlo en forma de estatua— , frente a la cual el Moro se siente un extraño. La lengua refleja todo el pathos de la belleza y próxima muerte de Desdémona al revelamos el pensamiento de Otelo y mostramos el patetismo de su situación. Después volvemos a lo cotidiano, expresado en los términos más sencillos: «put out the light». Ben Jonson dijo que Shakespeare sabía poco latín y menos griego; M il­ ton que apenas balbuceaba su lengua materna. Por contra, el propio Milton era un erudito (fue el primero que enmendó un fragmento corrupto del tex­ to de las Bacantes de Eurípides), y el Paraíso perdido muestra esta erudi­ ción. Se ha criticado el estilo excesivamente clásico del poema: Samuel Johnson, no precisamente enemigo de lo clásico, se quejó de que Milton «estaba deseoso de utilizar palabras inglesas con un idioma extranjero ... De él se puede decir por fin lo que Jonson dice de Spenser, que no escribió ninguna lengua». Pero Milton sabe cuándo se trata de latín y cuándo no. He aquí un momento esencial del poema, cuando Eva cede a la tentación y cau­ sa la ruina de la humanidad (9, 780 y ss.): So saying, her rash hand in evil hour Forth reaching to the fruit, she plucked, she ate: Earth felt the wound, and Nature from her seat Sighing through all her works gave signs of woe, That all was lost. [Esto diciendo, la atrevida mano / tiende hacia el fruto, en hora aciagä y ö r4/ y come. La Tierra sintió la herida, / y la Naturaleza, de su trono, suspirando

dio muestras de dolor / por medio de sus obras, anunciando / que todo estaba perdido.] *

La trágica belleza de este pasaje radica en su simplicidad en medio de una poesía elaborada. Sentimos el contraste entre la mediocridad del acto de Eva, en apariencia vulgar («she plucked, she ate»), y sus portentosas con­ secuencias («Earth felt the wound ...»), ambas cosas expresadas con per­ fecta sencillez. En realidad en esta frase hay varias palabras que derivan del latín: hour, fruit, nature, sign. Pero ello demuestra la presencia del elemen­ to latino en el vocabulario básico anglosajón, ya que en cada caso Milton ha empleado la palabra más simple. Observemos la diferencia entre esto y un lenguaje que hace gala de su clasicismo en las primeras palabras que pronuncia la caída Eva: «heightened as with wine», Eva exalta su estilo, adoptando la forma de expresión de una florida latinidad (795 y ss.): O sovran, virtuous, precious of all trees In Paradise, of operation blest To sapience, hitherto obscured, infamed ... [¡Oh, árbol soberano, el más precioso / y lleno de virtudes del Paraíso, / que produces el don de la sapiencia; / hasta aquí obscurecido y desdeñado ...!]

Idéntico modelo de estilo directo entre la complejidad lo encontramos a menor escala en una de las similitudes clásicas más famosas de Milton (4, 268 y ss.): Not that fair field Of Enna, where Proserpin gathering flowers Herself a fairer flower by gloomy Dis Was gathered, which Cost Ceres all that pain To seek her through the world; nor that sweet grove Of Daphne by Orontes, and th’inspired Castalian spring, might with this paradise Of Eden strive ... [Ni aquel bello / lugar de Enna, en donde Proserpina, / cogiendo flores siendo ella la flor / más preciosa, por Plutón el sombrío / fue raptada, cosa que le cos­ tó a Ceres / la angustia de buscarla por el mundo; / ni la agradable enramada de Dafne / al margen del Orontes, ni la inspirada / fuente Castalia podían com­ pararse / con este Paraíso del Edén ...]

Es el mito clásico en su forma más ornamental, pero en medio aparece el desnudo, casi coloquial, «all that pain», y de repente la diosa Ceres se con­ vierte en una madre cualquiera y Proserpina en una niña. «All that pain», «all was lost»: en la primera frase la tragedia de una mujer, en la segunda la de

toda la humanidad, pero en ambas la lengua, despojada de los habituales la­ tinismos que la adornan, expresa el vacío absoluto de la pérdida. Por el contrario, Emily Dickinson logra intensidad mediante la coloca­ ción exacta de una sola palabra latina en la segunda y última estrofa de «Am­ pie make this bed» [«Haced amplia esta cama»]: Be its mattress straight, Be its pillow round; Let no sunrise’ yellow noise Interrupt this ground. [Que el colchón sea recto, / y la almohada redonda; / y que el ruido amarillo de los amaneceres / no perturbe este suelo.] *

Esto es muy sencillo y preciso, pero rompiendo la simplicidad está la extra­ ña idea del tercer verso y el peso de «interrupt» en el cuarto. Estos dos pe­ queños cambios, uno de sentido y otro de estilo, se contraponen entre sí y forman la conclusión del poema. El supremo logro artístico de Roma fue la poesía, y aquí Virgilio fue ex­ tremadamente importante. Probablemente es el poeta más influyente que ha existido, y el que seguramente ha sido interpretado de las maneras más di­ versas. Para los Santos Padres fue un profeta de los evangelios, en la alta Edad Media un mago y un hechicero, en la baja un sabio y un erudito. Para Dryden fue simplemente «el mejor poeta», el ejemplo perfecto de gusto clá­ sico y maestria técnica. Para Tennyson fue «el romano Virgilio, ... majes­ tuoso en tu tristeza por el dudoso destino de la raza humana», el laureado que combinó patriotismo con una penetrante melancolía y un sentido de la difi­ cultad de la fe; un hombre muy parecido a Tennyson, en realidad. Para los últimos V ictorian os, en la época del imperialismo liberal, fue, en palabras de lord Bryce, «el poeta nacional del imperio, en el que el patriotismo imperial alcanzó su más alta expresión». Para T. S. Eliot, en una época turbulenta, fue el pilar sobre el que se construyó la civilización europea, la piedra fundacio­ nal de la cultura cristiana. Las dos estatuas de Virgilio erigidas en su Mantua natal con seiscientos años de diferencia ilustran dos de sus metamorfosis. El siglo xra lo representó como un erudito, sentado, con birrete y un libro sobre las rodillas. El siglo xix produjo un Virgilio para el Risorgimento: orgullosamente de pie sobre un alto pedestal; grupos escultóricos secundarios a cada lado, con citas en la parte inferior, representan a Roma, soberana y civiliza­ dora (Eneida) y a la tierra de Italia, la madre generosa (Geórgicas). Estas imágenes dispares han continuado en la cultura académica de nues­ tro tiempo. En Norteamérica mostraba ya signos de un culto desagrado por el imperialismo mundial mucho antes de la guerra del Vietnam, cuando se

unió a los movimientos de protesta; el fantasma de esta figura barbada y ador­ nada con collares todavía cruza desgarbadamente algunos campus norteame­ ricanos. En Gran Bretaña hubo en los años ochenta señales de un Virgilio duro y realista que aceptó el nuevo orden de Augusto reconociendo que no había otra alternativa. Hay dos causas para semejante variedad de interpreta­ ciones. La primera es simplemente que Virgilio es un gran genio, y a través de los tiempos la gente ha intentado ponerlo de su parte. La segunda es que hay en efecto algo proteico en su poesía; está más abierta a interpretaciones distintas que la Divina comedia o el Paraíso perdido. Esto no quiere decir que Virgilio se contentara con sumergirse en un baño de melancólica ambivalen­ cia (aunque algunos lo han pensado, y le alaban por ello); la cruda realidad es que tiene más posibilidades de ser malinterpretado que Dante o Milton. Cada una de sus obras se ha convertido en modelo de un género de poe­ sía. Las Bucólicas son la clave de la tradición pastoril; las Geórgicas el mo­ delo de la poesía didáctica, una forma que ha sido practicada menos y en conjunto con menos éxito, aunque estuvo de moda durante el siglo xvm; la Eneida se convirtió en el beau idéal de la poesía épica. Y ha tenido un efec­ to cultural, incluso político, aún mayor. El pensamiento occidental ha estado enormemente influido por la idea de que la época de Augusto fue el punto central de la historia de Roma. Augusto fue un genio político, como confir­ ma incluso el historiador más hostil; no sólo fue el primer emperador roma­ no sino también el más importante. Aun así, la fama de su reinado se debe no tanto a él directamente como a los poetas cuyo ministro Mecenas prote­ gió en su nombre. Las dinastías necesitan héroes literarios para proyectar su gloria hacia la posteridad: los mitos heroicos ingleses y franceses sobre la época isabelina y el grand siècle difícilmente funcionarían sin Shakespeare, Racine, Molière y Corneille. Augusto y Mecenas demostraron su astucia al mantener a poetas; no obstante, tuvieron suerte con el inmenso genio de Vir­ gilio. Una constelación literariamente brillante y un titán: estas fueron las condiciones para la más alta gloria. Horacio y Propercio no hubieran bastado. Lucrecio, el segundo entre los poetas romanos después de Virgilio, no ha tenido una influencia proporcional a su gran calidad; quizá su mayor efecto en las literaturas posteriores ha sido indirecto, como inspirador de las Geór­ gicas. Su admirador más importante entre los poetas posteriores, además de Virgilio, es Milton. Mientras que Lucrecio escribió un poema didáctico, pre­ sentado con una épica grandeza de tono y estilo, Milton invierte el mode­ lo: el Paraíso perdido es una epopeya presentada con un final moralizante; el propósito del poeta es enseñar: «proclame yo la Providencia Eterna, y el ca­ mino de Dios muestre a los hombres» (1, 25 y ss.). Milton pensaba en Lu­ crecio cuando describía cómo el mito clásico de Mulciber (es decir, Vulca­ no) era un recuerdo corrompido de la caída de uno de los ángeles rebeldes (1, 738 y ss.; la «tienra Ausonia» es Italia): Nor was his name unheard or unadored In ancient Greece; and in Ausonian land

Men called him Mulciber; and how he fell From Heaven, they fabled, thrown by angry Jove Sheer o’er the crystal battlements: from mom To noon he fell, from noon to dewy eve, A summer’s day; and with the setting sun Dropped from the zenith like a falling star, On Lemnos th’Aegaean isle: thus they relate, Erring; for he with this rebellious rout Fell long before ... [Su nombre se oía y veneraba / en la antigua Grecia y en la Ausonia / tierra, los hombres le llamaban Mulciber. / Y cuenta la leyenda que del Cielo / por el airado Júpiter fue echado / por encima de las almenas de cristal: / rodó de la mañana al mediodía, / y luego hasta el rociado anochecer, / un día de verano, y, al ponerse / el sol, se desprendió del cénit, como / una estrella fugaz, ca­ yendo sobre / Lemnos, la isla Egea. Esto relatan,/ peroyerran; porque él con su rebelde / turba cayó mucho antes ...]

Erring, esta simple palabra, colocada al inicio de un verso y antes de una pausa larga, imita el errat de Lucrecio, situado de manera similar. Y Milton imita también uno de los modelos de argumentación retórica preferidos por Lucrecio: una y otra vez expone alguna falsa creencia o actitud con evoca­ dora elocuencia, para descartarla como sentimental o supersticiosa con una escueta y sencilla afirmación de la verdad. Así Milton evoca también el mundo remoto y encantador de los mitos griegos — el pasaje, en realidad, está modelado a partir de Homero— únicamente para rechazar como una tontería la belleza que había creado. Esta técnica está más desarrollada en el Paraíso recobrado. Satán asalta al Salvador con su tentación más sutil, des­ cribiendo con arrebatadoras palabras la belleza, la sabiduría y el valor de la Atenas clásica. El Salvador responde de una forma que parece monótona e insulsa frente a la elocuencia de Satán. Pero esta monotonía es deliberada, es una técnica didáctica; el poeta cristiano, como el epicúreo antes que él, demuestra el poder de su fe replicando a una falsa, aunque atractiva, visión de las cosas con un lenguaje conscientemente simple y carente de adornos. De este modo la misma ausencia de retórica se convierte en un método re­ tórico. Después de Virgilio, Ovidio ha ejercido más influencia que cualquier otro poeta latino ya que sus obras, sobre todo las Metamorfosis, proporcio­ naron a las épocas siguientes la clave de la mitología griega. No sólo narró historias, sino que elaboró el modelo estilístico según el cual habían de ser contadas. La religión indígena de Italia tenía pocas historias acerca de sus dioses, que a menudo eran espíritus inmanentes de la naturaleza, como Fau­ no, o personificaciones, como Robigo (moho), Fortuna o Mens Bona (Sen­ tido Común), y por lo tanto la mitología que los romanos tomaron de los griegos tenía desde el principio para ellos un sabor artificial y literario, pero el humor despreocupado y sofisticado que constituye el tono predominante de las Metamorfosis es propio de Ovidio. La mitología como entreteni­

miento: esta es la idea de mito clásico que una persona educada tiene hasta hoy día, y no es tanto griega como romana, y en realidad de Ovidio. Esta es una cuestión sutil. Los griegos podían tratar a sus dioses de forma irreverente, según nos parece a nosotros. Aristófanes convierte a Dionisos y Hércules en personajes cómicos, y los dioses de Homero, especialmente, pue­ den ser infantiles y frívolos. Pero siguen siendo dioses reales, con poder; es este verdadero poder el que les otorga la libertad, denegada a los hombres, de entregarse a su frivolidad o a su rencor. Zeus puede ser engañado por las se­ ducciones de su esposa Hera hasta el punto de descuidar su control de la gue­ rra de Troya, puede recitarle la lista de mujeres con las que ha yacido, pero ambos son al mismo tiempo dioses poderosos. Su unión sexual es parte de la política social del Olimpo, tratada como una comedia de costumbres, pero es también un acto cósmico, descrito en términos que sugieren el sagrado matri­ monio de la tierra y el cielo, y por ello el pasaje más alegre de la Ilíada es también uno de los más inspirados. Las deidades homéricas no tienen nada que ver, por tanto, con el lascivo esposo y la regañona mujer que son el Júpi­ ter y la Juno de Ovidio. Ovidio está más cerca de Offenbach que de Homero. Algo similar sucede con los seres humanos de estas historias. Algunas partes de las Metamorfosis son verdaderamente encantadoras, pero lo son en­ tre comillas, por así decirlo. La alegría se abre paso; el poema en conjunto es un entretenimiento —lo que es realmente raro entre los poemas extensos de la Antigüedad—, y, como tal, de carácter distinto. Si hay un toque ocasional de la fibra sensible, o una escena de horror gótico, se trata de otros golpes de efecto del escritor. Ovidio absorbe el terror, la barbarie, la inspiración de los mitos griegos. Dioses y héroes se convierten en fichas de juego, infinitamen­ te manipulables, totalmente secularizadas, que no plantean ninguna amenaza para las creencias o los valores cristianos. La consecuencia fue grande para la posteridad: había aquí una reserva de caracteres e historias que podían ser uti­ lizados o adaptados para casi cualquier propósito, fuera cual fuese éste. La historia romana contem'a una serie de ejemplos nobles, recogidos so­ bre todo en Tito Livio y en las Vidas de Plutarco. Estamos familiarizados con su efecto posterior en Shakespeare; la influencia es extrañamente indirecta, ya que éste utilizó el Plutarco de North, la versión inglesa de una traducción francesa de un escritor griego sobre temas romanos. Pero Shakespeare no en­ contró en Plutarco simplemente una mina de material tosco, como le pasó con Holinshed, sino que trabajó con la veta del autor. Las Vidas varían en personajes: el de Julio César es político en el estilo y relacionado con el po­ der (en realidad Plutarco, engañado por las luchas de clases de las ciudadesestado griegas, se siente demasiado inclinado a considerar a César como un luchador por el pueblo frente a los oligarcas); la vida de Marco Antonio es un estudio de carácter, románticamente coloreado. Volviendo al teatro de Shakespeare, encontramos la misma distinción: Julio César analiza la mani­ pulación emocional de las masas; Antonio y Cleopatra retrata el abandono de la política por un égoïsme à deux. La amable evocación del lujo de Cleopa-

tra («la galera en que iba sentada, resplandeciente como un trono, parecía ar­ der sobre el agua ...») procede extrañamente del fanfarrón Enobarbo; la in­ congruencia queda explicada cuando examinamos la fuente griega y vemos que Shakespeare ha parafraseado el pasaje más efectista de Plutarco (Anto­ nio y Cleopatra, 2, 2, 196 y ss.; Plutarco, Antonio, 26). Y es Plutarco quien rompe con el decoro biográfico al conceder a Cleopatra, sola, las últimas es­ cenas, elevándola, al final, a una especie de heroico esplendor. Al añadir su nombre al título, Shakespeare demostró comprender la intención de Plutarco. Clarendon leyó a Tito Livio y a Tácito como preparación para escribir su historia de la guerra civil inglesa. Y se puede sentir la influencia de Tácito, el mejor historiador que produjo Roma, en Gibbon, el mejor historiador moder­ no de Roma. El temperamento frío de Gibbon está muy lejos de la mordaci­ dad de Tácito, su soltura de la brusquedad y el ingenio amargo del romano, expresados con una concisión que el inglés no puede igualar. Pero Gibbon se dio cuenta de que Tácito, considerado a veces esencialmente como un artista literario que prefería el drama a la búsqueda desapasionada de la verdad, era un auténtico historiador filosófico, y Tácito le mostró cómo la historia filosó­ fica no resulta entorpecida sino beneficiada por la ironía, el desencanto y la agudeza apotegmática. A veces observamos una afinidad mayor. Tácito des­ cribe a Sejano, el genio del mal de Tiberio, «al que amaba o temía» (Anales, 6, 51). Este brillante rasgo psicológico anticipa uno de los giros favoritos de Gibbon: por ejemplo (capítulo 45), «la credulidad o prudencia de Gregorio estaba casi dispuesta a confirmar las verdades de la religión mediante la evi­ dencia de espíritus, milagros y resurrecciones». En ambos personajes esta for­ ma de hablar nos muestra la ambigüedad de la historia, lo oculto de los mo­ tivos del hombre. ¿Influencia o coincidencia? Es imposible asegurarlo, pero basta con decir que Gibbon llevaba a Tácito en los huesos. La Roma clásica no produjo ningún filósofo original (excepto Lucrecio, cuya originalidad intelectual no está lo suficientemente reconocida), pero las obras filosóficas de Cicerón, aunque derivadas de aquél, lo convierten en uno de los educadores de Europa. Incluso el testimonio lingüístico es contunden­ te: tuvo que inventar un lenguaje filosófico para el la tín , y a é l le debemos las palabras «moral», «cualidad», «comprehensible», «evidencia», «indife­ rencia» (si bien han cambiado su significado). A lo largo de los siglos el cris­ tianismo ha tenido que convivir con una serie de valores algo diferentes, de difícil definición, que se extienden en un espectro que oscila entre el deber y el honor, en un extremo, y la propiedad social y la buena educación en el otro, con la caballerosidad en medio. Un V ictorian o tan serio como J. S. Mili todavía podía decir que «la “agresividad pagana” es uno de los elementos del ser humano, del mismo modo que lo es la “abnegación cristiana”» (On Li­ berty, capítulo 3). Estaba pensando en Grecia, pero históricamente esta idea procede más bien de fuentes latinas. Adam Smith considera que los valores clásicos son una enmienda necesaria al ascetismo cristiano {La riqueza de las naciones, libro 4, capítulo 9):

En la filosofía [moral antigua] los deberes de la vida humana estaban su­ bordinados a la felicidad y la perfección. Pero cuando la moral, así como la fi­ losofía natural, llegaron a enseñarse sólo como subordinadas a la teología, los deberes del hombre fueron considerados principalmente como supeditados a la felicidad de la vida futura. En la filosofía antigua la perfección de la virtud era necesariamente representada como productora, para la persona que la poseía, de la felicidad más perfecta en esta vida. En la filosofía moderna [i.e., medieval] se representaba generalmente, o más bien casi siempre, en contradicción con cualquier grado de felicidad terrenal; y sólo se ganaba el cielo mediante la pe­ nitencia y la mortificación. la austeridad y la humillación de un monje, no por la libre, generosa y animosa conducta de un hombre ... De esta manera la más importante de todas las ramas de la filosofía se convirtió en la más corrompida.

Es interesante que para Smith, en 1776, los antiguos estuvieran todavía del lado del progreso, y La riqueza de las naciones es, al fui y al cabo, uno de los documentos fundacionales del mundo moderno. Shaftesbury desarrolló esta línea de pensamiento en su Inquiry concerning Virtue, or Merit (1699). También desdeña la mística y la ascética cristianas; para él la virtud es una forma de belleza, y el sentido moral una especie de buen gusto. Como escri­ bió en otro lugar, «lo venustum, honestum, decorum de las cosas forzará su camino», y es mejor para esta sensibilidad estética dirigirse a un objetivo moral, ya que «después de todo, la belleza más natural del mundo es la ho­ nestidad y la verdad moral. Porque toda belleza es verdad» (An Essay on the Freedom of Wit and Humour, parte 2, secciones 2 y 3). El tratado de Cicerón sobre la obligación moral, De Officiis —«Tully’s Offices» en el siglo xvm— era parte de la educación de un caballero; ense­ ñaba virtud y buenas maneras, pero también que la gloria —la búsqueda de la distinción personal— era el objetivo correcto del hombre. Pero si quere­ mos captar el tono dieciochesco, deberíamos reflexionar más sobre la natu­ raleza del pensamiento senatorial, formado no sólo a base de textos filosófi­ cos sino de literatura clásica en general. La Eneida proporcionó un modelo de buen gobernante, mientras que Horacio, directamente en sus Epístolas e indirectamente en sus Odas, inculcó la noción de que la vida virtuosa es fru­ to del egoísmo ilustrado y del placer culto. Pitt el Viejo recomendaba a su sobrino que estudiase a Cicerón y a Demóstenes como escuela de elocuen­ cia y valor, pero también le convenció de que Homero y Virgilio enseñaban «honor, coraje, desinterés, amor a la verdad, dominio de la ira, amabilidad en el comportamiento, humanidad ... en una palabra, virtud en su auténtico sig­ nificado» (cartas del 13 de enero de 1756 y 12 de octubre de 1751). Esta vi­ sión procede del Renacimiento: «leemos a los autores profanos», decía John Rainolds, profesor de Oxford y traductor de la Biblia, «para poder ser des­ pués hombres buenos». Los periodos en que dividimos la historia son parte de la herencia de los humanistas del Renacimiento, que inventaron el periodo «clásico» y la edad «media». Con frecuencia se ha dicho que el hombre medieval no tema una

concepción clara de periodo ni un sentido de diferenciación radical entre el pasado clásico y el suyo propio: para él Augusto, Carlomagno y Barbarroja fueron todos ellos emperadores romanos, en tanto que los escritores griegos y romanos eran autoridades similares: Virgilio, Prisciano, Aristóteles, Mar­ ciano Cápela. Si esto es así, Dante pertenece en parte a la Edad Media, y en parte es un precursor. Un modelo de pensamiento típicamente medieval era la tipología, que es la idea de que los personajes del Antiguo Testamento son «tipos» o prefiguraciones del Nuevo; así Jacob y Josué, por ejemplo, se con­ sideraban modelos de Cristo. Con ello se relaciona la costumbre de estable­ cer paralelos entre los mitos clásicos y la Biblia: Deucalión se corresponde con Noé, Hércules con Sansón, la victoria de los dioses sobre los gigantes con la destrucción de la Torre de Babel. Vemos estos sistemas de pensamiento refle­ jados en la fácil coexistencia de lo pagano y lo cristiano en la Divina come­ dia: el Caronte de la Eneida sigue transportando almas en el infierno de Dan­ te {Infierno, 3), mientras que gran parte de su Purgatorio está organizado en tomo a paralelismos entre figuras clásicas y bíblicas. Pero junto a la continuidad Dante explora también la discontinuidad. En el paraíso terrenal (Purgatorio, 30) los bienaventurados unen las palabras de Virgilio a las de la misa, diciendo «benedictus qui venis» («bendito el que vie­ ne ...»), y añadiendo, tomado de la Eneida, «manibus o date lilia plenis» («dadme lirios a manos llenas»). El lamento de Anquises por Marcelo, pre­ maturamente muerto, se transmuta en un himno de alegría. La belleza pagana es absorbida por el paraíso cristiano, pero ambos mundos tienen que separar­ se para siempre, ya que este es el momento en que Dante debe perder a Vir­ gilio, excluido del cielo por haber vivido en la tierra demasiado pronto para conocer el Evangelio. Un poco antes Dante y Virgilio habían encontrado al poeta Estacio, que había concluido su epopeya la Tebaida haciéndose a sí mismo una extraña advertencia. «No intentes rivalizar con la divina Eneida —le dice a su poe­ ma— sino sigue siempre sus pasos a distancia y venérala.» Chaucer lo imi­ tará hacia el final de su Troilo y Criseida (5, 1.789 y ss.): But litel book, no making thow n’envie But subgit be to alle poesye; And kis the steppes, where as thow seest pace Virgile, Ovide, Omer, Lucan, and Stace. [Pero, pequeño libro, no compitas con otros poemas / sino sé humilde hacia toda poesía, / y besa las huellas por donde, como ves, pasan / Virgilio, Ovidio, Homero, Lucano y Estacio.]*

Una leyenda totalmente inventada narra la conversión de Estacio al cristianis­ mo; añadiendo a esto el final de la Tebaida, Dante creó una conmovedora pa­ * Troilo y Criseida, traducción castellana de Antonio León Sendra, Biblioteca de Estudios de Angk'stica n.° 2, Universidad de Córdoba. (N. del e.)

radoja. Estacio se arrodilla para abrazar los pies de Virgilio, el discípulo ante su maestro (Purgatorio, 21); en efecto, revelará que fue el propio Virgilio, a través de su égloga cuarta, quien le condujo a la fe cristiana. Ello sitúa a Vir­ gilio al mismo nivel que Isaías como profetas ambos del nacimiento de Cris­ to, y aun así la paradoja es ilusoria, porque la tragedia reside en el hecho de que Virgilio, que salvó a Estacio, no puede salvarse a sí mismo: entre paganos y cristianos hay un abismo que nadie puede salvar. Dante ha encontrado un sentido de distanciamiento, que irá creciendo con más fuerza en los siglos si­ guientes. Existe, no obstante, una visión del progreso de la influencia clásica a tra­ vés de los siglos que es más o menos la siguiente. La Edad Media sabía poco de la Antigüedad; los humanistas del Renacimiento redescubrieron el mundo antiguo, y la influencia clásica creció firmemente, alcanzando su auge en los siglos xvn y xvra y decreciendo desde entonces con no menos firmeza. Esta idea es más bien engañosa: en muchos aspectos los últimos siglos han ob­ servado un continuo distanciamiento del mundo antiguo. En la Edad Media los escritores clásicos eran respetados como autorida­ des, pero no obstante constituían el medio para un fin. La educación se ba­ saba en el estudio de la lógica, que llevaba a la teología, el derecho o la me­ dicina. Los humanistas cambiaron el sistema, rechazando la lógica en favor de la retórica. Esto era en sí mismo una muestra de la influencia clásica, ya que la retórica había sido el fundamento de la educación romana; al mismo tiempo se dedicaron al estudio de los textos antiguos per se y como mode­ los de elocuencia. La educación se volvió literaria, y la composición de te­ mas y declamaciones en latín se convirtió en parte de la instrucción del alumno. De los humanistas procede igualmente el inicio de la erudición clá­ sica y las bases de un conocimiento de la Antigüedad que ha ido aumentan­ do desde entonces; aunque sin duda tenemos nuestras propias lagunas, sería absurdo negar que sabemos más acerca del mundo antiguo que nuestros an­ tepasados. Sin embargo, el efecto del progreso del conocimiento iba a desalojar a los clásicos de muchas áreas de la vida intelectual. Durante el Renacimiento, la autoridad clásica era aún omnipresente: los hombres de leyes tenían que re­ currir al Digesto, los matemáticos a Euclides; Thomas Linacre, médico de Enrique VE, estudió griego con Poliziano en Florencia y tradujo varias obras de Galeno, así como dos comentarios de la Antigüedad tardía sobre Aristó­ teles. Al mismo tiempo, el latín era la lengua internacional del derecho, la teología, la diplomacia, la erudición, etc. (en 1553 el Royal College of Phy­ sicians descubrió a un impostor basándose en que éste creía que el acusativo de corpus era corporem), pero a lo largo del siglo xvn fue desbancado por las lenguas vernáculas. Mientras tanto, la veneración tributada a la autoridad clásica estaba destinada a disminuir con los avances del conocimiento y la revolución científica del siglo xvn. ¿Para qué recurrir a Galeno después de Harvey? ¿Qué utilidad tema Ptolomeo después de Kepler? El verdadero mé­ rito de los textos clásicos estaba en los temas que se extraían de ellos: así sa-

bemos que los empiristas intentaron aprender métodos de cultivo de los tra­ tadistas de agricultura romanos, pero una vez que las nuevas ideas habían sido puestas en práctica los romanos eran olvidados. Como buenos padres, las autoridades clásicas nos enseñaron cómo abandonar el nido. La sabiduría antigua educó a Europa, una gran tarea que a finales del siglo xvn había terminado. Podemos observar un proceso similar en la literatura. No obstante, es fá­ cil engañarse: Dryden nos parece más clásico que Spenser, pero se puede demostrar que Spenser recurrió a fuentes clásicas en ciertos pasajes que a nuestros ojos son los más románticamente medievales. Si a veces nos resul­ ta difícil detectar el elemento clásico en la literatura del siglo xvi se debe a que es profundo e inconsciente. Milton es mucho más erudito que cualquier poeta inglés del siglo xvi y está muy vinculado a sus antepasados clásicos, pero con un sentido de distancia. Caronte no puede encontrar ya un sitio en el infierno, y la historia de Mulciber es condenada por falsa. Virgilio ya no será un guía, sino alguien que será desafiado o suplantado. Porque Milton es, como él mismo insiste (Paraíso perdido, 9, 27 y ss.), Not sedulous by nature to indite Wars, hitherto the only argument Heroic deemed ... [Poco propicio por naturaleza / a escribir sobre guerras, hasta ahora / el único asunto estimado heroico ...]

y su argumento se eleva por encima de la Ilíada, la Odisea y la Eneida (9, 13 y ss. Véase el pasaje citado más adelante, p. 121). Pero ¿fue suplantada la literatura clásica? Esta pregunta dio lugar a fi­ nales del siglo xvn, en Francia, a la «querella de antiguos y modernos», e incluso afectó a Inglaterra, donde Swift la satirizó como la «batalla de los libros». Los modernos resultan hoy día ridículos: la idea de que el reinado de Luis XIV fue la cumbre de la historia del hombre es provinciana, y el desprecio de Homero por tratar temas groseros (como el vulgar Shakespea­ re), simplemente pedante. No obstante llamaron la atención sobre un as­ pecto importante: si bien los clásicos no eran ya de utilidad práctica, se jus­ tificaban por su mérito original, y ese mérito requería ser demostrado, no asumido tranquilamente como una creencia heredada. Y había otra cues­ tión: incluso si la literatura clásica era tan buena como afirmaban sus de­ fensores, ¿podía ser todavía el elemento básico de la educación? «¿Puede haber algo más ridículo —preguntaba Locke— que el hecho de que un pa­ dre gaste todo su dinero, y el tiempo de su hijo, en hacer que éste estudie la lengua de los romanos, cuando al mismo tiempo le destina a una profe­ sión en la que, al no hacer uso del latín, no tarda en olvidar ese poco que aprendió en la escuela y que, apuesto diez a uno, aborrece por los malos ra­ tos que le procuró?» («Some Thoughts concerning Education»). Este era un desafío que no iba a desaparecer: podemos detectarlo como una corriente

subterránea a lo largo del siglo xvm y creciendo en intensidad en el xix. En un futuro más cercano, sin embargo, el prestigio de la literatura y la erudi­ ción clásicas iba a aumentar más aún. El propio Locke no dudaba de su im­ portancia para las clases sociales más altas: «Considero que el latín es ab­ solutamente necesario para un caballero», decía. Pese a la batalla de los libros, el siglo xvni presenta un alto nivel de gus­ to clásico, pero aun así el sentido de distancia con respecto al mundo antiguo se hace más fuerte. «La esencia del clasicismo vendrá después», dice Valéry; su purismo es consciente, apartado de las cosas comunes y corrientes. La idea de una nueva era augusta es artificial; proclama un renacimiento, una discontinuidad. Pope escribe las Imitations o f Horace: Johnson parafraseará poco después dos sátiras de Juvenal en London y The Vanity o f Human Wishes. Son representaciones especiales en las que el tema elegido desem­ peña un papel; el propio autor se viste con ropas ajenas, y «mira —dice— , me he vestido como este poeta, o como aquel otro». Estas frías personifica­ ciones están lejos de la ávida voracidad renacentista de saber clásico. En cualquier caso, estaba en marcha una reacción contra el artificio. A mediados del siglo xvm se inicia el mayor cambio en gusto y actitud desde el Renacimiento. Filosóficamente se manifiesta en el culto del noble salvaje y el hombre natural, políticamente en las revoluciones norteameri­ cana y francesa, socialmente en un rechazo de los modales afectados, esté­ ticamente en el ataque al rebuscamiento y la complejidad del barroco. Se busca la simplicidad, el retomo a las fuentes. En lo que se refiere a la tra­ dición clásica, significa el rechazo de los romanos, considerados ahora como imitadores y elaboradores, en favor de los griegos, más puros y sim­ ples. Por casualidad, el imperio otomano era en esta época más accesible: James Stuart y Nicholas Revett viajaron por Grecia y trajeron dibujos cui­ dadosamente medidos de muchos de los mejores monumentos, haciendo posible por primera vez un renacimiento griego en arquitectura. La Revolución francesa tuvo lugar en un momento de transición. Entre sus emblemas figura un cuadro neoclásico de David, El juramento de los Hora­ cios, aunque en realidad este fue un encargo real hecho en 1785, cuatro años antes de la toma de la Bastilla. La rebelión estética precedió a la agitación so­ cial y entre sus partidarios se contaron quienes insistieron políticamente en el orden establecido; en la década de 1770 representantes del gobierno habían in­ tentado impulsar una escuela de pintura histórica que celebrara la frugalidad y el patriotismo de la república romana como modelo para la Francia moderna. Muchos de los revolucionarios estaban fascinados por el ejemplo romano, mo­ delando su conducta según los héroes de Tito Livio y sus discursos a partir de Cicerón, a quien en la escuela les habían enseñado a imitar: el apodo de Ro­ bespierre era «el romano». No obstante, unos pocos miraban en cambio a Gre­ cia. Tom Paine decía que los atenienses le parecían más admirables, y menos censurables, que cualquier otro pueblo. Hasta entonces democracia había sido un sinónimo de abuso, y Atenas una terrible advertencia; de ahora en adelante su nombre sería un talismán de extrema virtud.

La obsesión romántica por Grecia resonó a lo largo de la mayor parte del siglo XIX, siendo más profunda en el norte de Europa, en Inglaterra y sobre todo en Alemania. La carta de fundación del helenismo moderno fue la His­ toria del arte (1764) de Winckelmann y su declaración de que la literatura y el arte griegos están marcados por «una noble simplicidad y una tranquila grandeza». Sobre esta base la Hélade ha sido adorada hasta hoy día por su verdadera diferencia: el genio de su arte era clásico, puro, sosegado, sin co­ lor, en contraste con el espíritu romántico, turbulento, caleidoscópico de la Edad Moderna. Bajo esto yace el reconocimiento, consciente o no, de que Roma era aún la base de la civilización europea: no podía, como Atenas, ser tratada como un polo opuesto a la vida actual. Las novelas históricas sobre la época clásica tendían a situarse en el imperio romano: obras tan distintas en temperamento y propósitos como Los últimos días de Pompeya de Lytton, Hypatia de Kingsley, Callista de Newman y Mario el epicúreo de Pater se sitúan en épocas que se suponen conscientes de su retraso en el desarrollo de la civilización romana; todas insisten en la semejanza entre el mundo roma­ no y la Inglaterra moderna y establecen un contraste entre Roma y la Grecia clásica, una Hélade que, como señala Pater {Mario, capítulo 6), «en su pri­ mitiva frescura, ... parecía tan distante ... aun estándolo en realidad de no­ sotros». De este modo se reconocía aún el legado de Roma; sin embargo, el pres­ tigio de la Hélade dirigió la atención hacia esa parte de la Antigüedad que se sentía claramente distanciada del mundo moderno. Citando de nuevo a Pater (,Studies in the History o f the Renaissance, «Winckelmann»): Las fuerzas espirituales del pasado, que han movido e informado la cultu­ ra de una época triunfal, viven en realidad dentro de esa cultura, pero con una vida absorta y subterránea. Sólo el elemento helénico no ha sido tan absorbido ni encerrado dentro de esta vida subterránea: de vez en cuando ha salido a la superficie; la cultura ha sido devuelta a sus fuentes para ser clarificada y co­ rregida. El helenismo no es un mero elemento disuelto en nuestra vida intelec­ tual; tiene una tradición consciente.*

Paradójicamente, el sentimiento de separación es aún más fuerte en el Ulises de Joyce. En cierto sentido, ninguna novela debe tanto a los clásicos, ya que cada secuencia y cada capítulo se corresponden con un episodio o entidad de la Odisea, pero la elección de Homero como principio organizativo parece en parte arbitraria; casi podía tratarse, por ejemplo, del Beovulfo o del Mahabharata. Sentimos —estamos destinados a sentir— la artificiosidad; no percibimos el libre flujo de una tradición mezclada. Irónicamente, la influencia clásica sig­ nificativa en el proyecto de Joyce es más latina que griega, puesto que es la Eneida, parangonable a la Odisea y a la litada, la que le sirve de modelo. El sentimiento de distancia aumenta en la literatura y la ciencia del si*

Traducción castellana: El Renacimiento, Icaria. Barcelona. 1982, p. 154.

glo XX, al menos en lo que se refiere a Grecia. En palabras de Louis Mac­ Neice (Autumn Journal, 9): And how one can imagine oneself among them I do not know; It was all so unimaginably different And all so long ago. [Y cómo puede uno imaginarse entre ellos / no lo sé; / era todo tan inimagina­ blemente distinto / y tan lejano.]

«Estos muertos están muertos», afirma, y, en efecto, podríamos suponer que el mundo clásico difícilmente ha influido en los últimos cien años de un modo nuevo, pero esto sería un error. Tomemos a tres hombres cuyas ideas han contribuido a conformar este siglo: Marx, Freud y Nietzsche. Marx em­ pezó su carrera con una tesis doctoral sobre la influencia de Demócrito en Epicuro (es decir, a través de las teorías atomísticas). El pensamiento europeo ha tendido a discurrir siguiendo dos filosofías, derivadas de Platón y Aris­ tóteles; en palabras de Coleridge, «todo hombre nace aristotélico o platóni­ co ... Existen las dos clases de hombres, y resulta casi imposible concebir una tercera». Pero esto no es así: Aristóteles fue discípulo de Platón, y, aun­ que difería en muchos aspectos de su maestro, coincidía con él en cuanto a la forma de hacer filosofía, la clase de preguntas que debían plantearse y muy a menudo también en las respuestas. El estudio de Marx sobre Epicu­ ro lo liberó de las líneas de pensamiento tradicionales, mostrándole que Grecia había tenido también una escuela filosófica completamente diferen­ te, enteramente materialista, que se había apartado de la metafísica y em­ pezado a partir de la ciencia física. Por su parte, iba a valerse de Hegel, abolir su metafísica y crear el materialismo dialéctico, basado en el estudio científico de la historia. Es plausible suponer que los estudios clásicos de Marx contribuyeron a la evolución del marxismo. Los intereses clasicistas de Freud se descubren sobre todo en su teoría del complejo de Edipo. Sus discípulos y sus enemigos coinciden al menos en esto: que la teoría es muy poco evidente. Los freudianos dirán que su lec­ tura de Sófocles fue el catalizador que provocó el descubrimiento de una verdad permanente de la naturaleza humana; sus oponentes, que Sófocles le indujo a error. En cualquier caso es difícil creer que su tesis hubiera sido exactamente la misma sin el Edipo rey. La tragedia griega tuvo una in­ fluencia fundamental sobre el psicoanálisis. Otras influencias clásicas en Freud son menos simples. Sabemos que es­ taba muy interesado en El banquete de Platón. En este diálogo Platón argu­ menta que el impulso creativo y artístico del hombre es una transformación de su energía sexual, una «procreación en la belleza»; esta extraordinaria idea anticipa la teoría de la sublimación de Freud. Las creencias y valores de Platón eran profundamente distintos de los de Freud, pero ello hace que sea aún más notable su momentánea afinidad. Es imposible decir qué papel de­

sempeñó Platón en el desarrollo de la teoría sexual de Freud, pero probable­ mente podemos clasificarlo como una influencia auxiliar. Y tal vez podemos conjeturar lo mismo acerca de la teoría de Aristóteles sobre la catarsis. Buscando una respuesta al ataque de Platón a la literatura, Aristóteles propone en su Poética que la tragedia tiene una función útil al causar, mediante la piedad y el miedo, una purificación (katharsis) de estas emociones. Jacob Bemays, tío de la esposa de Freud, escribió un famoso artículo afirmando que Aristóteles está empleando una metáfora médica: la tragedia actúa como un purgante, limpiando la mente de emociones confu­ sas. Según este ensayo, la tragedia tiene una función terapéutica, como la psicoterapia freudiana: la mente enferma sana al sacar a la superficie sus angustias internas y nombrarlas. Nadie puede demostrar que Freud leyó a Bemays, pero dados sus intereses clásicos y el parentesco con su mujer ello parece probable. En otro sentido se puede decir que los clásicos influyeron en la teoría freudiana del error. Da la casualidad de que el segundo ejemplo de La psicopatología de la vida cotidiana, en donde se expone esta tesis, trata de una cita errónea de Virgilio, analizada con todo detalle. Pero aparte de este caso concreto, la concepción de Freud presenta el subconsciente como una espe­ cie de filólogo que encuentra significado a través de pequeñas enmiendas al texto. Es difícil creer que esta teoría hubiera podido surgir fuera de una cultura donde la filología y la corrección textual constituían la base de la educación. El efecto en Nietzsche puede ser menos notable que en Freud o Marx, pero su descripción de la tensión existente en la mente creativa entre los im­ pulsos apolíneo y dionisíaco, desarrollada en su primera obra, El nacimiento de la tragedia, a través de un análisis del teatro griego, ha ejercido gran in­ fluencia en la literatura, el arte y el pensamiento de nuestra época. Parte de este efecto, en realidad, llega a través de Freud, cuya idea del yo y el ello si­ gue el mismo esquema de pensamiento. Hay una interacción entre lo antiguo y lo moderno, de tal modo que las líneas exactas de influencia no pueden ser determinadas: las ideas de Nietzsche acerca de la tragedia griega se inspira­ ron en parte en sus comentarios sobre Wagner, y Wagner afirmaba que su idea del drama musical procedía de Esquilo y del teatro griego. Estos ejemplos sugieren que, en efecto, el mundo antiguo ha tomado par­ te en la formación de algunos de los aspectos más significativos de la cultu­ ra del siglo XX. Pero debemos hacer notar que todos, a excepción del sub­ consciente filológico, son más griegos que latinos. Y la contribución clásica a la antropología moderna ha sido también principalmente griega, aunque el punto de partida de la búsqueda de la rama dorada por sir James Frazer fue una zona oscura de la religión itálica, el bosquecillo de Nemi, cuyo sacerdo­ te era un esclavo fugitivo que accedía al cargo tras matar a su predecesor; «el sacerdote que asesinó al asesino, y será a su vez asesinado», en palabras de la canción de Macaulay. Pero en general no será fácil detectar la influencia de Roma en los siglos xix y xx de una forma claramente nueva (una excep­

ción menor es el gusto conscientemente decadente por el Asno de oro de Apuleyo que aparece en Gautier, Pater, Huysmans y otros). Por supuesto, era irremediable que se establecieran comparaciones entre el imperio británico y el romano. Palmerston defendió su agresiva postura en el asunto de don Pacífico citando la denuncia de Verres por Cicerón: «Civis Romanus sum». Estaba en el aíre la frase «imperium et libertas», presunta cita clásica que en realidad era una invención de Disraeli. Cuando lady Eastlake vio el Coliseo, se sintió «orgullosa de que mi nación fuera la descendiente, más auténtica que cualquier otra en el mundo, de esa raza sin par». Incluso los ex­ tranjeros estaban de acuerdo: Guizot dijo a Matthew Arnold que los británicos y los romanos eran las dos únicas naciones que habían gobernado el mundo, y George Hillard, un viajero norteamericano, escribió que los británicos eran «los descendientes legítimos de los antiguos romanos, los auténticos herederos de su espíritu». Pero veamos la cuestión a través de ojos en teoría italianos, pero en realidad norteamericanos: los del príncipe Amerigo, en la primera fra­ se de La copa de oro (1904) de Henry James, «uno de los modernos romanos que encuentra en el Támesis una imagen más convincente de la verdad del an­ tiguo estado que cualquiera de las dejadas por el Tiber». J. R. Seeley escribió en 1870 que el antiguo respeto por Bruto disminuía ante una nueva admiración hacia César, considerado entonces por algunos como «el mayor líder liberal que jamás existió». Poco antes de la primera guerra mundial, lord Bryce, lord Cromer y el diplomático sir Charles Lucas escribieron sendos libros en los que comparaban el imperio británico con Roma. Pero como auténtica influencia auxiliar sobre el pensamiento, quizá la comparación fue más efectiva entre los enemigos del imperialismo. En Patriotism and Empire y en Imperialism, J. M. Robértson y J. A. Hobson, respectivamente, utilizaron el ejemplo romano para afirmar que el imperio era económicamente parasitario y moralmente debilita­ dor. Entre los mismos imperialistas, la comparación con Roma se considerada a menudo errónea en una época que aún adoraba -a los griegos; era corriente hablar de los elementos «griegos» y «romanos» del imperio: por un lado las colonias, en parte independientes y evolucionando hacia la utonomía total, por otro los pueblos de piel oscura, controlados de forma autocrática. A pesar de que la arquitectura victoriana presenta una gran tradición clásica, es sorpren­ dente comprobar qué pocos edificios son de gusto claramente romano, en par­ te quizá porque el estilo parecía demasiado napoleónico. Es cierto que París y La Malmaison demuestran que a Napoleón le gustaba la comparación con Roma (de hecho había sido Primer Cónsul antes de que decidiera coronarse a sí mismo como un nuevo Carlomagno), pero incluso aquí la influencia es esen­ cialmente decorativa; es improbable que Roma supusiera una contribución sig­ nificativa a la ideología del bonapartismo. Tal vez sólo en Italia la antigua Roma fue un auténtico estímulo para el imperio: uno de los impulsos hacia el fascismo en política, así como hacia el futurismo italiano en el arte, fue el sen­ timiento de humillación ante la degeneración de la tierra de los césares, con­ vertida en un museo para extranjeros desdeñosos. Una influencia latina que quizá se perfila mejor en el siglo xix que en épo-

cas anteriores es la propia ciudad de Roma. Durante siglos la ciudad eterna había sido para el mundo el gran ejemplo de mutabilidad y eternidad combi­ nadas, siendo sus ruinas la suprema expresión visible de la magnificencia per­ dida y de las vicisitudes de la fortuna. Dos ideas, a veces mezcladas, seducían a la imaginación: la sustitución del paganismo por el cristianismo, en una mezcla de cambio y continuidad, y el contraste entre el pasado grandioso y un presente que se desmoronaba. Ya en el siglo xn Hildeberto de Lavardin, arzo­ bispo de Tours, evocaba en una elegía el esplendor y la desolación de las rui­ nas romanas (cf. p. 82). En el siglo xv Poggio lamenta su grandeza perdida {De Varietate Fortunae, libro I): Es un pensamiento solemne, para meditar con asombro, que esta colina, el Capitolio, una vez cabeza del imperio romano, la ciudadela de! mundo, ante la que todos los reyes y príncipes temblaban, a la que tantos generales subieron en triunfo ..., esté tan arruinada y destruida, tan cambiada con respecto a su esta­ do original, que las enredaderas han crecido allí donde antiguamente se senta­ ban los senadores y el lugar se ha convertido en un estercolero. Mira hacia el Palatino: allí Nerón ... llenó su palacio con botines de toda la tierra; bosquecillos, lagos, obeliscos, columnatas, estatuas gigantes, teatros adornados con már­ moles de muchos matices, hacían que este lugar pareciera maravilloso a todo aquel que lo contemplaba. Censura a la fortuna, que lo ha arrasado todo ... Exa­ mina las restantes colinas de la ciudad, y las hallarás todas vacías de edificios, y ahogadas con ruinas y maleza ...

Esta elegía invierte deliberadamente un pasaje del libro octavo de la Eneida, en el que Evandro muestra a Eneas una pequeña colina cubierta de maleza. Se trata del Capitolio, y Virgilio sabe, aunque nosotros no, que será un día el corazón de un imperio. Sin embargo, Poggio sabe, pero no Virgilio, que la maleza iba a retomar. Tales sentimientos fueron expresados con más amplitud en el siglo xvin, cuando el Grand Tour condujo a muchos más nórdicos a Roma, y el declive de Italia marcó más el contraste entre pasado y presente, mientras el culto a lo pintoresco impulsó el gusto por las ruinas y la «agradable decadencia». Gibbon afirmó que la idea de su historia se le ocurrió estando sentado «ca­ vilando entre las ruinas del Capitolio mientras los frailes descalzos cantaban vísperas en el templo de Júpiter», y su-último capítulo, que comienza con una cita de Poggio, es una meditación acerca de los vestigios de Roma. Más de un siglo después Frazer intentó emularlo, concluyendo La rama dorada con la visión de San Pedro desde los montes Albanos; Diana y su bosqueci11o han desaparecido, pero otro culto permanece, como comprobamos al oír las campanas del ángelus extendiéndose por la Campania. Para Byron, en 1818, Roma era «un desierto de mármol», «la Níobe de las naciones» {La peregrinación de Childe Harold, 4, 79 y 107): Cypress an ivy, weed and wallflower grown Matted and mass’d together, hillocks heaped

On what were chambers, arch crush’d, column strown In fragments, choked-up vaults, and frescoes steep’d In subterranean vaults ... Behold the Imperial Mount! ’tis thus the mighty falls. [Cipreses y hiedra, hierbajos y alhelíes crecen / en confusa maraña, montones de tierra se elevan / sobre lo que antaño fueron cámaras, arcos derruidos, co­ lumnas rotas / en fragmentos, bóvedas desplomadas y frescos empapados / en criptas subterráneas ... / ¡Mirad el monte imperial! Así acaba la grandeza.]

Clough describe la grandeza de la decadencia de una forma más mordaz, ob­ servando el uso que del pórtico del Panteón hace un golfillo («O land of Em­ pire, art, and love»): Though priest think fit to stop and spit Beside the altar solemn, Yet, boy, that nuisance why commit On this Corinthian column. [Aunque al sacerdote le parezca bien pararse y escupir / junto al altar solem­ ne, / ¿por qué, niño, haces lo mismo / sobre esta columna corintia?]

Sin embargo, el Clive Newcome de Thackeray se recrea en la grandeza de­ rruida de la ciudad, encontrando en los monumentos cristianos a la vez la némesis y la continuación de la antigua Roma (The Newcomes, capítulo 35): Hay una gran población silenciosa de mármol. Hay vapuleados dioses caí­ dos del Olimpo y destrozados al caer, colocados en nichos y sobre fuentes; hay senadores sin nombre, sin nariz, sentados en silencio bajo arcadas, o escondidos en patios y jardines. Y luego, junto a estos difuntos, de cuyas antiguas figuras se puede decir que son sus cadáveres, está la familia que reina, una incontable y tallada jerarquía de ángeles, santos y confesores de la última dinastía que ha conquistado la corte de Júpiter.

La prosperidad y el ferrocarril trajeron aún más ingleses a Roma para ex­ perimentar estos sentimientos, que se repiten en los libros y memorias de viajes Victorianos. En ellos no hay nada nuevo, pero sí una sensibilidad típi­ camente decimonónica que se ceba especialmente en Roma; se trataba de un amor por las muchas capas del pasado, por su compleja acumulación a lo lar­ go de los siglos. Roma, escribió Henry James, «es el hogar natural de aque­ llos espíritus ... que sienten una profunda atracción por el elemento de acu­ mulación en el retrato humano y las infinitas superposiciones de la historia» (.Roderick Hudson, capítulo 5). Tan antigua, tan múltiple es Roma en su cre­ cimiento, que Pater puede atribuir a su personaje Mario los mismos senti­ mientos en el siglo π (Mario el epicúreo, capítulo 11): Muchos vestigios de épocas anteriores a Nerón, el gran reconstructor, se extendían, antiguos, originales, inconmensurablemente venerables, como las

reliquias de la ciudad medieval en el París de Luis XIV : las obras de la época misma de Nerón han llegado a tener esa especie de interés clásico y pintores­ co que las de Luis poseen para nosotros; aunque sin forzar el paralelismo, qui­ zá podamos comparar las finesses arquitectónicas del arcaico Adriano con las excelentes producciones de nuestro revival gótico.

Y mirando hacia el futuro, Mario «creía ver un Foro donde había crecido la hierba, las calles destrozadas del Capitolio y la propia colina del Palatino hu­ mildemente ocupada» (capítulo 12). Aquí Pater, al igual que Poggio cuatro siglos antes, contempla el proceso de cambio descrito en la Eneida y lo hace retroceder. En realidad, la atracción por los restos del pasado no es nueva en el siglo xix; es un descubrimiento de Virgilio, en ningún sitio explorado tan profundamente como en las Geórgicas y en la Eneida. Sería agradable afir­ mar que Virgilio inspiró directamente a aquellos que más tarde lo revivieron, pero es imposible demostrarlo y pudo ser un descubrimiento independiente de la sensibilidad romántica. Puede que el poeta romano lo enseñara o no; desde luego los monumentos de Roma lo alimentaron. La profundidad y multiplicidad del pasado es aún más palpable en Roma que en cualquier otro lugar, pero la ciudad es ahora tan rica, activa y ruido­ sa que no se siente fácilmente el espíritu de majestad caída, ni la emoción que complacía y apenaba a los siglos. Pero la influencia de Roma sigue es­ tando en las raíces de nuestra civilización, absorbida y subterránea, en pala­ bras de Pater. Todos somos griegos, pero también romanos.

B ib l io g r a f ía

Al final de cada capítulo se encontrarán sugerencias sobre otras lecturas. Aquí enumeramos unas cuantas obras de carácter general, así como una o dos que no son mencionadas en otros capítulos. Betts, R. F., «The Allusion to Rome in British Imperialist Thought of the Late Nine­ teenth and Early Twentieth Centuries», Victorian Studies, 15 (1971), pp. 149-159. Bolgar, R. R., The Classical Heritage and Its Beneficiaries, Cambridge, 1954. — , ed.. Classical Influences on European Culture AD 500-1500, Cambridge, 1971. — , Classical Influences on European Culture AD 1500-1700, 1976. — , Classical Influences on Western Thought AD 1650-1870, 1979. Bush, D., Classical Influences in Renaissance Literature, Cambridge, Mass., 1952. Curtius, E. R., Europäische Literatur und lateinisches Mittelalter, A. Francke AG Verlag, Bema, 1948 (hay trad, cast.: Literatura europea y Edad Media latina, Fondo de Cultura Económica, México, 1955, 2 vols.). Erskine-Hill, H., The Augustan Idea in English Literature, Londres, 1983. Highet. G., The Classical Tradition: Greek and Roman Influences on Western Lite­ rature, Oxford University Press, Londres-Nueva York, 1949 (hay trad, cast.: La tradición clásica. Influencias griegas y romanas en la literatura occidental, Fon­ do de Cultura Económica, México-Buenos Aires, 1954, 2 vols.). Es la obra más completa.

[Lida de Malkiel, María Rosa, La tradición clásica en España. Ariel, Barcelona, 1975.] Seznec, J., The Survival o f the Pagan Gods: The Mythological Tradition and its Place in Renaissance Humanism and Art, trad. B. Sessions. Nueva York, 1953. Thomson, J. A. Κ., The Classical Background of English Literature, Londres, 1948. — . Classical Influences on English Poetry, 1951. — , Classical Influences on English Prose, 1956. Estudios discretos. Weinbrot, H. D.. Augustus Caesar in «Augustan» England: The Decline o f a Clas­ sical Norm, Princeton, 1978. Wind, E., Pagan Mysteries in the Renaissance. Londres, 1958.

R. H. Rouse IL LA TRANSMISIÓN DE LOS TEXTOS I n t t r o d u c c ió n

Definición La transmisión de los textos latinos paganos, considerada en su sentido más amplio, es la historia de la literatura latina desde el final de la Antigüe­ dad hasta la época actual, que se centra en la circulación de textos antiguos antes de la invención de la imprenta. Desde un punto de vista más concreto, el estudio de la transmisión traza la historia de aquellos manuscritos que contribuyen directamente a la re­ construcción del texto. Sin embargo, no se puede determinar qué manuscri­ tos son fidedignos sin examinar la filiación de todos los que se conservan, ni tampoco se puede elaborar una explicación inteligible sobre la transmisión del texto sólo a través de sus testimonios más fieles sin considerar la circu­ lación del texto de manera global. Por consiguiente, en este capítulo se tra­ tará la transmisión de los textos de acuerdo con la acepción más amplia del término. Además, es imposible entender la circulación de un texto sin com­ prender la época y el lugar en los que ésta tuvo lugar, es decir, la Edad Me­ dia latina. En muchos aspectos, por tanto, el estudio de la circulación textual corresponde a los medievalistas que analizan el panorama de la historia y la evolución de la sociedad medieval. ' Mientras que «la transmisión de la literatura romana» ha sido interpreta­ da tradicionalmente como la transmisión de las obras maestras literarias de Roma, actualmente se considera que la historia de cualquier obra escrita en la antigua Roma, ya sea en el campo de la literatura, la medicina, el derecho civil, la gramática, la arquitectura o incluso la veterinaria, contribuye de ma­ nera significativa a nuestro conocimiento de la transmisión de las letras lati­ nas. Por añadidura, los conocimientos que resultan del estudio de la transmi­ sión de los textos no literarios puede contribuir a nuestra interpretación de la transmisión de los literarios.

Por último, al examinar los textos latinos, por más que intentemos bus­ car modelos y por mucho que queramos extraer generalizaciones útiles (como las que intentamos a continuación), debemos ser conscientes de que la transmisión de cada texto es un caso particular y de que la historia de cada manuscrito es única. Es esto último lo que confiere a este tema su complejo carácter. Tipos de pruebas La transmisión y la circulación de un texto determinado se reconstruyen a partir de una serie de evidencias que (se espera) conectan entre sí y son lo suficientemente numere sas para dar una visión general del camino recorrido por el texto. Estos indicios pueden ser tanto internos como externos con res­ pecto al texto. La evidencia interna indica la relación textual de los manuscritos su­ pervivientes con otro, revelada mediante su cotejo y representada en el stemma codicum. El stemma es un diagrama semejante a un árbol genealó­ gico que representa la relación filial entre los manuscritos conservados y los postulados por el editor. Los manuscritos individuales, bien existentes o perdidos y supuestos, figuran en el stemma con una sigla, que por lo ge­ neral consta de letras del alfabeto latino para indicar los testimonios exis­ tentes, basadas en la localización actual del manuscrito (P-París, B-Berlín, V-Vaticano) y de letras griegas para los supuestos indicios. Por lo tanto, el stemma representa la relación filológica de unos manuscritos determinados con respecto a otro, y equivale a un mapa de relaciones intelectuales. Para aumentar nuestros conocimientos sobre la transmisión de un texto debemos analizar todos los indicios y considerarlos potencialmente válidos hasta que se demuestre lo contrario. Los editores de textos conservados en un gran número de manuscritos han mostrado cierta tendencia a ignorar las copias de los siglos xiv y xv y a clasificarlas como deteriores («inferiores»). Las Tragedias de Séneca constituyen un buen ejemplo de un texto con poca cir­ culación en la época medieval (cinco manuscritos que forman la base del texto) y una gran circulación durante el Renacimiento (cerca de 400 ma­ nuscritos, desconocidos hasta hace pocos años). Sin embargo, los manuscri­ tos más recientes proporcionan indicios fiables sobre textos de manuscritos antiguos que han desaparecido. En palabras de Pasquali, los manuscritos tar­ díos son «recentiores non deteriores» («posteriores, no inferiores»). Como primer paso, pues, el stemma tiene que basarse en el análisis de todas las co­ pias conocidas. Por otra parte, la concordancia filológica tiene que ir acompañada de concordancia histórica, ya que el stemma es, en realidad, un sustituto en for­ ma de diagrama del discurso histórico, un reflejo de acontecimientos con­ cretos en el tiempo y en el espacio: los manuscritos del siglo xn no pueden descender de manuscritos del xni, por ejemplo. Las familias de manuscritos,

siglas que se agrupan a partir de un símbolo central en el stemma, deben ser consideradas asimismo en términos históricos y ser concordantes: el ejem­ plar que dio lugar a un grupo de manuscritos tiene que estar localizado en al­ gún centro de producción o difusión. Por ejemplo, si el stemma incluye un símbolo que representa un manuscrito de la abadía de Claraval, es lógico que algunos de los manuscritos descendientes de él hayan pertenecido a las casas fundadas por dicha abadía. O, en otro caso distinto, un grupo en el stemma de un texto determinado representa, respectivamente, un manuscrito que per­ teneció a Petrarca y las copias que de él hicieron sus muchos amigos. No obstante, una desventaja inevitable de los stemmata es que pueden re­ flejar la realidad de una forma imprecisa o distorsionada. Un stemma dibuja sólo las relaciones de los manuscritos conocidos o deducidos hoy; por con­ siguiente, si los que se conservan son pocos, el stemma situará forzosamen­ te en proximidad manuscritos que, históricamente, estuvieron muy distancia­ dos en lugar y fecha de origen, y dará esta misma y falsa apariencia de se­ paración a dos obras que en realidad fueron escritas en el espacio de pocos meses, o incluso en la misma habitación, como es el caso de los Diálogos de Séneca. Y, sin embargo, los stemmata siguen siendo el único mapa basado en indicios internos de que disponemos. Afortunadamente hay varias series de testimonios externos que pueden arrojar luz sobre la circulación y transmisión de textos antiguos. En primer lugar, debemos averiguar en la medida de lo posible la fecha y el lugar de origen, las circunstancias de producción y la procedencia o sucesión de la propiedad para cada uno de los manuscritos relacionados con la transmisión. Se supone que este es un paso evidente, pero durante la mayor parte de este siglo los sucesivos editores de textos solían manejar simplemente las lectu­ ras y la cronología dadas por los editores anteriores, sin echar siquiera una ojeada a los propios manuscritos. No es raro que manuscritos antiguos de co­ lecciones deficientemente catalogadas, en especial las pertenecientes a pe­ queñas bibliotecas alejadas de los círculos de investigación habituales, hayan permanecido ocultos durante años ya que fueron catalogados erróneamente como del siglo xv: por ejemplo, el B II 6 f. IX r./X v. de Brescia con las Epístolas de Séneca, o el Hamilton 471 f. XI de Berlín con las obras amato­ rias de Ovidio, identificado sólo tras la publicación de la edición del Oxford Classical Text de 1961. EI ms. 77 de la Biblioteca Universitaria de Amster­ dam, un manuscrito del siglo xii de los Academica posteriora de Cicerón es­ crito probablemente en la abadía cisterciense de Pontigny, fue considerado hasta 1978 una copia insignificante, y, si bien no aporta nada a la edición del texto, es importante para la historia de la difusión medieval. Al estudiar la transmisión como circulación debemos ser prudentes en lo que respecta a sacar conclusiones del número de copias que se han con­ servado de un texto. Cuando éste debe su supervivencia a una sola copia, los editores suelen denominar románticamente a este manuscrito el «super­ viviente solitario», dando a entender que todos sus compañeros fueron des­ truidos en algún momento de la caótica Edad Oscura tras el saqueo de los

bárbaros. Podría haber ocurrido igualmente que dicho texto perviviera du­ rante parte de la Edad Media en varias copias, que no son mencionadas a causa de una falta de interés total por parte de las comunidades monásticas o catedralicias cercanas. Naturalmente, el número de copias conservadas no nos dice exactamente cuántos manuscritos latinos llegaron hasta los si­ glos IX, xn, o incluso xv. Los indicios externos indican que los vestigios li­ terarios de la Antigüedad perduraron en abundancia por lo menos durante varios siglos. Alcuino de York, en el siglo IX, menciona rollos de papiro existentes en Tours. Los historiadores del arte documentan el uso directo de modelos antiguos durante los siglos xi y xn. Sabemos de un montón de códices, existentes aún a finales del siglo xv o principios del xvi, que de­ saparecieron después de que los humanistas anotaran sus lecturas en los márgenes de las ediciones impresas. Algunos de ellos deben de haber sido además reliquias de la Antigüedad. Así pues, el número de manuscritos su­ pervivientes no es un indicio infalible de circulación. De todos los manuscritos existentes sólo se ha conservado un pequeño porcentaje, y de éste únicamente otro pequeño porcentaje lleva un ex libris u otro indicio acerca de su fecha y lugar de origen o procedencia posterior. Por ejemplo, sólo unos 7.400 de los 25.000 a 35.000 manuscritos supervivientes de origen británico han podido ser localizados con respecto a su procedencia medieval. Por lo tanto, las referencias en listas de libros y catálogos medie­ vales a textos antiguos concretos aumentan significativamente nuestras posi­ bilidades de documentar su circulación. A veces es posible incluso identificar un registro en una de estas listas con un manuscrito específico, y establecer así la procedencia medieval de éste. Por ejemplo, se puede identificar tanto el Propercio de Leiden como las Tragedias de Séneca de la Biblioteca Nacional de París con sendos registros en el catálogo de la biblioteca de Ricardo de Foumival, y el ms. Add. 47.678 de Cicerón de la Biblioteca Británica con una anotación en el catálogo del siglo xu de Cluny,.y además identificar un an­ tecesor del manuscrito de Cluny en la lista de libros asociada al palacio carolingio. Debemos recordar, no obstante, que propiedad no es lo mismo que origen; sólo porque en una época determinada un libro perteneciera a un mo­ nasterio concreto, no se puede deducir que ese libro fuera escrito en aquel lu­ gar. En la Edad Media los libros viajaban en el equipaje de sus propietarios, del monasterio a la universidad, de la universidad al sínodo, del sínodo al monasterio, y eran cambiados por otros libros, prestados, dejados en depósi­ to, donados, empeñados, regalados, perdidos o robados. Similar a la evidencia de los catálogos de bibliotecas es la de las citas to­ madas de un texto clásico por un autor medieval. Resulta difícil evaluar este tipo de indicio. ¿La aparición de una palabra o una construcción raras —o in­ cluso de un breve pasaje— indica realmente un conocimiento de primera mano de este o aquel texto, o por el contrario tal uso deriva de alguna fuen­ te intermedia como Prisciano o algún florilegiuml Por ejemplo, san Bernar­ do no pudo haber conocido las Canas a Ático de Cicerón, las Histonas de Tácito o la obra de Catulo, como afirma su editor. Pero los autores medieva-

les citan a los antiguos, y, si bien estas citas no son de utilidad en la recons­ trucción de un texto antiguo, sí proporcionan pruebas de la circulación de ese texto y definen las peripecias que sufrió, indicando los cambios en el uso dado a dicho texto durante la Edad Media. Entre las fuentes medievales fun­ damentales a este respecto figuran \os florilegio, colecciones de extractos de­ dicadas al género epistolar o a la edificación moral que con frecuencia in­ cluyen fragmentos de autores clásicos. Geraldo de Gales, por ejemplo, escri­ bió mucho acerca de las palabras de los autores antiguos, utilizando tanto textos completos como el Florilegium Angelicum. Conrado de Halberstadt recurrió al Manipulus florum a principios del siglo xiv, que a su vez utiliza florilegia anteriores como el Flores paradysi del siglo xm y el Moralium dog­ ma philosophorum del xn. Si supiéramos qué biblioteca utilizó el compilador del Florilegium Gallicum, o en cuál trabajó Vicente de Beauvais, aumentarían notablemente nuestros conocimientos sobre la transmisión de varios autores, entre ellos Tibulo.

H isto ria d e la t r a n s m is ió n

Desde la Antigüedad hasta la Edad Media La transmisión de un texto comienza en el momento en que su autor pone este texto o parte de él en circulación. Trazar la historia de dicha transmisión implica, por tanto, averiguar el número de copias difundidas por el autor o su editor, y, en el caso de la transmisión clásica, requiere un conocimiento de la producción de libros en rollos de papiro en la Antigüedad. Si bien de los autores latinos más importantes sólo Virgilio puede ser editado casi entera­ mente a partir de copias antiguas, los testimonios que se conservan de los textos antiguos ingleses se remontan en última instancia a productos perdi­ dos de la bibliografía romana. La ruptura entre la Antigüedad y la Edad Media queda mitigada gracias a dos factores significativos que explican la literatura conservada. El pri­ mero es que la base cristiana de la civilización europea medieval empezó a establecerse ya durante el bajo imperio a partir de los materiales literarios de la educación romana, cuando el comercio de libros era aún floreciente. A veces olvidamos que el cristianismo occidental fue primero una religión romana, la fe oficial del imperio en la Antigüedad. Cuando la Iglesia Ro­ mana latina, originariamente monástica, salió a convertir al norte pagano bajo la dirección del papa Gregorio I y sus sucesores, llevó junto con su fe la civilización, libros incluidos, de la Antigüedad tardía. Junto al cambio de fe, un segundo cambio ocurrido hacia la misma épo­ ca contribuyó materialmente a la supervivencia de la literatura antigua du­ rante la Edad Media: el traslado de la mayor parte de la literatura antigua del rollo de papiro tradicional al códice de pergamino, recientemente adoptado. Este hecho tuvo lugar en una época relativamente estable del final del impe­

rio, aproximadamente entre el 200 y el 400 d.C., de modo que la civilización clásica confió la literatura romana a un recipiente mucho más duradero que el rollo de papiro en la transición a la Edad Media. Paradójicamente, son los momentos de cambios importantes en el aspecto físico —que en principio habrían debido aumentar las posibilidades de supervivencia de los textos— los que observan el mayor volumen de pérdidas: los cambios de rollo a có­ dice, de los distintos tipos de escrituras nacionales a la carolingia minúscula, y de la escritura manual a la imprenta, ya que una vez que a un corpus lite­ rario se le ha dado una nueva forma física, lo que queda en la forma antigua es descartado por superfluo. El final de la civilización clásica en Occidente —más o menos entre el 450 y el 650 d.C., por lo que respecta a la transmisión de textos— no es tan­ to fruto de la violenta destrucción física del imperio romano, como antes se creía, sino más bien del proceso de barbarización de la cultura latina a lo lar­ go de unos 200 años, cuando el ejército, los funcionarios del gobierno, las clases comerciantes y el pueblo adoptaron las costumbres primero de los os­ trogodos y de los lombardos después. Con el tiempo, el foro, las termas y los templos cayeron en desuso y acabaron por convertirse en ruinas, olvidados sus papeles tradicionales en la vida civil después de que la ciudad-estado uni­ versal fuera sustituida por un reino privado de carácter tribal. Al tiempo que se apagaba la civilización romana, la educación en la escuela pública o con tutor privado disminuía progresivamente; la literatura que había sido propie­ dad común de las clases cultas en la Antigüedad dejó de tener audiencia, y cuando la demanda de libros cesó las librerías públicas desaparecieron. En la Galia, centuriones como Martín (c. 316-397) se convirtieron en santos, sena­ dores como Sidonio Apolinar (c. 423-480) en obispos, y algunos patricios desencantados de la sociedad, como Benito (c. 480-550), formaron comuni­ dades cuyos miembros vivían según una regla. El orden y la estabilidad, an­ tes obligación del Estado, pasaron a ser responsabilidad de la Iglesia. La al­ fabetización, necesaria para la enseñanza de una religión dependiente de las Escrituras y para el funcionamiento de la Iglesia como heredera administra­ tiva del estado romano, se convirtió prácticamente en monopolio de la Igle­ sia, que, en efecto, actuó como administración pública de los reinos nacio­ nales durante los 500 años siguientes. Cuando el mundo mediterráneo se dividió en dos, en oriente Bizancio y Roma en occidente, el conocimiento del griego quedó confinado después del 700 d.C. a la parte oriental, y toda la ciencia griega que no había sido tradu­ cida al latín por figuras como Boecio desapareció de Occidente. Monjes y obispos recogieron aquellos textos antiguos considerados de utilidad por la Iglesia primitiva. Entre ellos destacan textos básicos del trivium como los de Donato, Prisciano y otros gramáticos antiguos, y los compendios o digestos de los siglos rv y v que contenían fragmentos del saber antiguo, como el epí­ tome de Faventino sobre Vitrubio o el compendio de Marciano Capella so­ bre las siete artes liberales. Existe una tendencia a escribir sobre literatura antigua y manuscritos de

la Antigüedad tardía como si hubieran desaparecido todos a la vez durante los caóticos siglos a menudo denominados Edad Oscura, y a considerar la historia de la transmisión en este periodo como una destrucción física a gran escala. Tal visión está ligeramente desenfocada. Es cierto que el periodo en­ tre el 400 y el 600 d.C. sufrió una considerable destrucción, pero la destruc­ ción por el fuego y los elementos no era algo nuevo en la historia de Roma. El elemento excepcional fue que cesó la producción de nuevos manuscritos: la demanda de nuevos libros disminuyó rápidamente, y, una vez cerrado el mercado, los medios de producción desaparecieron. Ello no fue sólo el resul­ tado de la desaparición física de lectores o de bibliotecas, sino que se debió más bien a que la audiencia tradicional, es decir, la clase senatorial romana, decreció en número en un par de siglos y se recicló como una clase eclesiás­ tica con sus propios, aunque pequeños, medios de producción de manuscritos. La falta de producción no equivale, desde luego, a falta de uso. En mu­ chos aspectos es justamente lo contrario. La nueva sociedad amaba las mo­ nedas romanas, y las desbarbaron para que las denominaciones más peque­ ñas se adecuaran a su muy reducida economía monetaria, ya que no podían acuñar metales preciosos en gran cantidad. De igual manera, los libros ro­ manos, en papiro o en pergamino, continuaron cubriendo las necesidades de la reducida clase letrada; no se trataba de libros nuevos, sino de los restos del antiguo comercio de libros conservados en bibliotecas públicas y privadas. Éstos gravitaron lentamente hacia las bibliotecas eclesiásticas (lugar de la nueva clase lectora), y fueron enviados al norte con los misioneros. Bene­ dicto Biscop, por ejemplo, no tuvo dificultad en encontrar libros que llevar­ se a Northumbria cuando visitó Roma en la década del 670, pero se trataba de libros antiguos, cien o doscientos años más viejos que él. Es asombroso lo mucho que ha perdurado la Roma cristiana y su infra­ estructura. Como hemos dicho, actualmente se acepta que la civilización ro­ mana, centrada en la ciudad, el foro y las termas, que se creía habían sido destruidos por los visigodos y ostrogodos que saquearon Roma durante el si­ glo V, permaneció razonablemente intacta, si bien alterada, hasta mediados del siglo vi; en efecto, el adorno externo de esta civilización fue adoptado por el reino ostrogodo de Teodorico (475-527), al cual sirvieron tanto Boe­ cio como Casiodoro. Paradójicamente, la Italia romana fue devastada duran­ te la reafirmación del poder imperial, con motivo de la reaparición en el 540 de tropas bizantinas en Italia bajo el mando de Belisario, general del empe­ rador Justiniano. Roma cambió de manos cinco veces a lo largo de estas campañas. Lo que quedó de las legiones de Belisario cayó ante los lombardos, el úl­ timo de los grupos tribales que invadieron Italia. Aquellas ciudades que, como Milán, se opusieron al avance lombardo fueron arrasadas; las que, como Veroña, les abrieron las puertas quedaron intactas. No es extraño, pues, que se conserve tan poco de la antigua Milán, ciudad de san Ambrosio, o que, por el contrario, en el siglo xiv Petrarca pudiera encontrar en Verona un manuscrito probablemente antiguo de las cartas de Cicerón a Ático. Los acueductos fun­

cionaban todavía en la época del papa Gregorio I Magno (papa entre 590 y 604), pero la clase dirigente romana fue siendo sustituida o absorbida gra­ dualmente por lombardos (o por francos en la Galia), que ni necesitaban, ni menos aún estaban capacitados, para mantener la infraestructura física de la ci­ vilización romana: el foro, las termas, las vías, las bibliotecas, los templos. A medida que estos monumentos iban siendo innecesarios aumentaba el des­ cuido hacia ellos. Finalmente fueron utilizados para el único propósito que les quedaba, como canteras de las que salieron los sillares con los se construye­ ron las basílicas y palacios de la alta Edad Media. A lo largo de los siglos v y vi la Iglesia fue sustituyendo poco a poco al estado romano como fuente de orden y estabilidad. Al tiempo que pro­ pagaba el cristianismo entre los paganos, difundía los restos de la ciencia latina entre los bárbaros. Gregorio de Tours (540-594) emuló a Gregorio de Roma (540-604) en que ambos, como obispos de sus respectivas ciudades, organizaron los asuntos municipales, tanto legales como financieros. Los dos procedían de una familia de rango senatorial y vivieron en el crepúscu­ lo de la civilización clásica. La importancia que para la transmisión textual tiene la unión de lo antiguo y lo medieval, la conexión del pasado con el futuro en el siglo vil, está representada por la conversión de Inglaterra por los misioneros de Gregorio I y el florecimiento de la cultura monástica, que culminó con la renovación de Northumbria, en la cual, a su vez, se basa en gran parte el renacimiento carolingio del siglo vra en la Galia. La Iglesia de Inglaterra, al norte y al sur del Humber, fue fundada por clérigos proce­ dentes de Italia; esto además tuvo lugar en una época (c. 660-685) en que las zonas de la Italia central y meridional que seguían siendo bizantinas acogían a muchos monjes que habían huido de los avances del Islam en Próximo Oriente y el norte de África. Ello explica por qué Teodoro, arzo­ bispo de Canterbury entre 669 y 690, era un griego de Tarso, en Asia Me­ nor, y su compañero Adriano (m. 709), que sabía, griego y lo enseñó en Ro­ chester, era originario del norte de África. Los libros que Beda (673-735) estudió en Monkwearmouth y los que san Bonifacio (c. 675-754) leyó en Canterbury procedían del comercio bibliográfico bajoimperial; algunos de ellos, tras pasar por el vivarium de Casiodoro y la biblioteca del palacio de Letrán, habían sido llevados a Inglaterra por Teodoro, Adriano, Benedicto Biscop (c. 628-689) y sus discípulos. Desde los carolingios hasta el siglo XII En el día de Navidad del año 800 d.C. el rey de los francos fue coronado emperador, sucesor de los cesares en Occidente, por el sucesor del apóstol Pedro en Roma. Carlomagno (742-814) gobernó un vasto estado políticoeclesiástico creado hasta un grado considerable por los misioneros que ha­ bían llegado de Irlanda e Inglaterra a convertir a los paganos. Formados en la Inglaterra sajona y siguiendo el ejemplo de san Columbano, monjes

errantes desde Wilfredo (634-709) hasta Bonifacio evangelizaron y coloniza­ ron los Países Bajos y la Germania, fundando monasterios y obispados en nombre del apóstol Pedro y llevando con ellos libros cuyos antecesores, Be­ nedicto Biscop y Adriano, habían trasladado a Inglaterra desde Roma. El vi­ gor de la reforma carolingia del periodo que va entre 751 y 814 se explica en parte por la juventud de sus establecimientos eclesiásticos. Cuando en el 751 Carlomagno se convirtió en el único rey de los francos, casi todas las fundaciones eclesiásticas al este del Rin estaban dirigidas aún por su primer o segundo abad y capítulo, la mayor parte de los cuales eran irlando-sajones. El programa carolingio de renovación se basaba conscientemente en la Antigüedad. El orden y la estabilidad descansaban en el vigoroso renaci­ miento de todo lo útil y aplicable del pasado romano: por ejemplo, su icono­ grafía y formas artísticas, así como la figura humana como tema central del arte, o su dependencia de la palabra escrita. Aunque culturalmente su tra­ yectoria alcanzó el cénit en el 877 d.C., la renovación carolingia había ase­ gurado ya la supervivencia del arte y la literatura antiguos. Los textos de casi todos los autores latinos se editan hoy generalmente a partir de manuscritos carolingios. Sólo los de unos cuantos autores —Tibulo, Propercio y Catulo, entre otros— no pueden ser reconstruidos mediante manuscritos del renaci­ miento carolingio. El nuevo imperio, como el viejo, se caracterizaba en la práctica por la uniformidad. Las leyes estaban codificadas, la liturgia tipificada, los proce­ dimientos administrativos eran promulgados en capitulares. En la medida de lo posible, el gobierno carolingio intentó basar sus actos en un texto autori­ zado. Consiguió encontrar el autógrafo de la regla benedictina en Montecassino. Buscó el del sacramental de san Gregorio en el palacio de Letrán. Los manuscritos copiados de estos ejemplares autorizados llevaban una fir­ ma que los autentificaba. Bajo Teodulfo de Orleans (750-821) se revisó a la luz del texto griego la traducción de la Biblia realizada por san Jerónimo. Como vehículo de difusión de sus obras la corte carolingia rechazó el tipo de escritura administrativa, ligada y fluida, que había heredado de la An­ tigüedad tardía a través de los merovingios, en favor de la escritura semiuncial tardopatrística, modificándola hasta conseguir la forma que llamamos carolingia minúscula. La rapidez con la que se adoptó esta escritura en todo el imperio entre el 800 y el 830 se explica sólo por la exigua clase dirigente de abades y obispos responsables de su propagación. La literatura del pasa­ do —la mayor parte de la cual se conservaba todavía en esta fecha en ma­ nuscritos producidos en Roma— fue copiada una vez más con la nueva es­ critura. A finales del siglo ix los carolingios habían producido un número notable de manuscritos, de los cuales se conservan unos 6.700. Por desgracia, cada manuscrito copiado con la nueva letra, más legible, convertía en super­ fluo el original. El movimiento que aseguró la supervivencia de la literatura clásica ocasionó al mismo tiempo la destrucción de muchos manuscritos ro­ manos tardíos. En conjunto, sólo se conservan, íntegros o fragmentarios, unos 1.865 manuscritos latinos de los siglos anteriores al 800 d.C.

Aunque el renacimiento carolingio decayó como consecuencia del fraca­ so de la estructura política que había generado, la tarea de transmisión esta­ ba realizada. Las bibliotecas de los grandes centros episcopales y monásticos estaban llenas de autores antiguos y de obras de la patrística. Personajes como Loup de Ferriéres (805-862), Heiric de Auxerre (841-876) y Adoardo habían hecho su trabajo, al igual que Pacífico en Verona. Los rollos de papi­ ro que Alcuino (735-804) vio en Tours podían deshacerse, si no se habían deshecho ya, porque su contenido ya había sido transferido al pergamino. La transmisión de textos antiguos después del renacimiento carolingio comprende tres grandes aspectos: 1) el traslado de manuscritos del siglo ix desde sus centros carolíngios hasta los nuevos centros de actividad intelec­ tual en los siglos xi y xn; 2) el redescubrimiento —como resultado del cam­ bio de intereses o del puro azar— de autores cuyos textos habían permane­ cido ignorados durante siglos, o cuyos lectores no habían dejado huellas de su existencia, como Tibulo, Propercio y Catulo, y 3) la aparición de testimo­ nios sobre familias alternativas o adicionales de uno u otro texto, fruto del incremento sustancial de copistas relacionado con las numerosas abadías be­ nedictinas y cistercienses fundadas en el siglo xn. Mientras que el siglo ix se había ocupado sobre todo de coleccionar los vestigios de la Antigüedad y copiarlos, los siglos xi y xn se dedicaron a con­ cebir nuevos catálogos temáticos, legales y teológicos, a los que se podía aplicar la autoridad clásica y la patrística. Las nuevas escuelas de leyes de Italia centraron la atención en las cartas antiguas como ejemplos de estilo en el arte del discurso. Las fundaciones monásticas del siglo xn recurrieron a los manuales de Vitrubio, Paladio y Vegecio en los temas de drenaje y construc­ ción. Los cronistas monásticos y diocesanos reunieron los textos de los his­ toriadores romanos. La mitología antigua fue la base de los manuales intro­ ductorios en los que los estudiantes aprendían los rudimentos del trivium. La opulencia y el vigor de la sociedad del siglo xn se reflejan en el patronazgo de las nuevas fundaciones monásticas y en la aparición de obispos cultos como los anglonormandos Felipe de Bayeux (obispo de 1142 a 1163), Arnulfo de Lisieux (obispo 1142-1184) y Tomás Becket (1118-1170), o los ger­ manos Rainaldo de Dassel (c. 1120-1167) y Wibaldo de Corvey (1098-1158), cuyo conocimiento de los autores antiguos queda reflejado en sus cartas, y cuyos legados de libros engrosaron las bibliotecas de sus instituciones favo­ ritas (lámina I, manuscrito del siglo xn, entre pp. 240-241).

La E dad M edia tardía

Las escuelas catedralicias se convirtieron en universidades como res­ puesta a la necesidad de enseñar a los sacerdotes a atender a la creciente fe­ ligresía urbana y a recuperar a los grupos sociales que habían caído en la he­ rejía. Las colecciones de extractos de los clásicos latinos más importantes del siglo xn, el Florilegium Gallicum y el Florilegium Angelicum, fueron rees-

tructuradas en el xm, dispuestas en orden alfabético, completadas con índi­ ces temáticos detallados y difundidas en abundancia como manuales para componer sermones. Las bibliotecas de clérigos y administradores eclesiás­ ticos crecieron. Ricardo de Foumival (c. 1200-1260), canciller de la catedral de Amiens, tenía cerca de 300 libros de artes, astronomía árabe, medicina y teología, que incluían las Tragedias de Séneca, las Verrinas y el De Oratore de Cicerón, Tibulo y Propercio; poco después de su muerte su colección se convirtió en el fundamento de la biblioteca de la Sorbona, recién establecida (1257) en París como casa de estudios para clérigos. Hacia principios del si­ glo xrv el texto de Vegecio, además de ser utilizado como manual de fortifi­ caciones militares por Eduardo I de Inglaterra (1272-1307), fue extractado con destino al manual de predicadores compilado por Tomás de Irlanda (an­ tes del 1 de julio de 1306), utilizado con sentido moralizante por los predi­ cadores medievales y traducido al francés por Juan de Vignay. Esto último es un reflejo de la creciente importancia, a finales del siglo xm y a lo largo del xrv, de una audiencia de lectores laicos (o, al menos, de laicos dueños de libros). El florecimiento de la vida urbana, el aumento de la alfabe­ tización y el progreso económico —proceso general en la Europa occidental desde el siglo xn— dieron lugar, finalmente, a una clase de nobleza rural y cor­ tesana urbana que protegió las bibliotecas, a los artistas y a traductores como Vignay. Gracias a la obra de estos mecenas, los hechos de Alejandro y de los césares pasaron a formar parte de las casas nobles del mismo modo que el ser­ món era parte del púlpito. El humanismo Hasta ahora, la supervivencia de autores antiguos había dependido en gran parte de su utilidad. Una sociedad recién nacida había conservado lo que consideró esencial para sus necesidades. Al hacerlo, la gente de la Edad Media contempló el pasado romano como un mundo habitado por gigantes que habían construido estructuras maravillosas aunque inútiles; sin embargo fiieron incapaces de distanciarse de ese pasado. Que Alejandro y César eran diferentes a los reyes medievales no tenía importancia. Podían ser represen­ tados con armaduras medievales, así como Aristóteles y Platón aparecían con vestiduras monásticas. El legado clásico no ayudó a los hombres del medio­ evo a enfrentarse con el concepto de cambio histórico en el tiempo. La no­ ción de progreso o evolución fue ajena a la literatura medieval. (Ni Beovulfo ni Roldán, en el transcurso de sus aventuras, aprenden.) El cambio en esta actitud hacia el pasado es una de las cosas que distinguirá al Renacimiento de la Edad Media. El reconocimiento de que no eran romanos, de que el pasado de Roma era esencialmente distinto, diferenció a los escritores renacentistas de los me­ dievales. Albertino Mussato (1262-1329), colega de Lovato Lovati, compu­ so una tragedia en métrica senequista con un propósito antiguo, animar a los

ciudadanos de Padua a una acción cívica. Petrarca (1304-1374) redactó car­ tas a Cicerón en estilo ciceroniano, aunque Boccaccio (1313-1376) siguió mezclando citas de autores antiguos y medievales sin darse cuenta de que eran fundamentalmente distintos. El reconocimiento de que Roma había sido una cultura básicamente diferente de la suya propia fue en gran parte labor de los humanistas, y éstos, como ha señalado Martines, habían estudiado en primer lugar derecho. La enseñanza de las leyes implicaba competencia en el arte de la retórica, en la redacción de cartas. Un contemporáneo suyo dijo que una carta del canciller florentino Coluccio Salutati (1331-1406) equivalía a 5.000 soldados. Los modelos estilísticos elegidos eran las epísto­ las antiguas: las de Séneca, Plinio el Joven, Símaco y, después de que Pe­ trarca las redescubriera, las de Cicerón a Ático y otros amigos. Profesores de retórica como Guarino de Verona (1374-1460) fueron los umanisti o huma­ nistas en cuyas manos descansa el renacimiento de la Antigüedad. El pasado romano fue reconocido como algo lejano en el tiempo, definiblemente dis­ tinto e interesante como ideal, en el que uno podía refugiarse como hizo Pe­ trarca o bien utilizar como acicate para desafiar al indolente presente. Por consiguiente, se convirtió en una meta cuya persecución se realizó a través de los manuscritos de autores latinos que acumulaban polvo en las bibliote­ cas eclesiáticas. Los humanistas actuaban como diplomáticos, y su búsqueda y descubrimiento de estos textos tenía lugar a ratos perdidos durante el trans­ curso de sus misiones diplomáticas en las cortes eclesiásticas y seculares de Europa. De aquí que Petrarca reuniera su texto de Tito Livio en Aviñón, donde su patrono Landolfo Colonna acompañaba a la corte papal; de aquí que Poggio (1380-1459), cansado de los asuntos del concilio de Constanza (1414-1417), explorara las estanterías de Saint-Gall. Nicolás de Cusa (14011464) visitó muy naturalmente las bibliotecas de Egmont y Saint Maximin en Tréveris, además de otras muchas igualmente interesantes, en su calidad de legado pontificio en Alemania. De manera similar sus antecesores Loup de Ferriéres, Wibaldo de Corvey, Felipe de Bayeux y Ricardo de Foumival, diplomáticos de los siglos xrv y xv, habían investigado las bibliotecas de abadías y catedrales en busca de autores antiguos. Si bien las bibliotecas constituían la fuente de los textos, los medios por los que éstos se difundían eran sobre todo dos: 1) los lugares de reuniones internacionales, como las se­ des de autoridad eclesiástica, la corte papal de Aviñón (1309-1377), los gran­ des concilios de Constanza (1414-1417) y Basilea (1431-1449) y la propia Roma, encrucijadas donde diplomáticos del sur y del norte se encontraban; y 2) los mismos humanistas-diplomáticos, a través de sus redes de amigos y corresponsales. Aun sin testimonios externos es evidente, por ejemplo, que Petrarca fue el responsable único de la introducción, en el círculo humanista italiano del siglo xrv, de toda una serie de textos antiguos; de ellos, el texto padre de una rama de la tradición manuscrita obviamente fue suyo, ya que los manuscritos que se derivan de él pertenecieron en gran parte a sus ami­ gos y a los amigos de sus amigos. La temprana historia moderna de los textos antiguos, la época entre la

Era del Descubrimiento renacentista y la formulación de los principios de edición modernos, es testigo de la aparición de dos nuevas fuerzas motrices que alteraron sustancial mente la actitud de los eruditos contemporáneos ha­ cia los libros: la primera es la aparición de la imprenta en 1454 y, con ella, la capacidad de producir múltiples copias idénticas de un texto y la posibili­ dad (no siempre lograda) de mejorar la calidad del texto en ediciones suce­ sivas. A instigación de Nicolás de Cusa y con el patronazgo del cardenal Bessarion (1400-1470), Sweynheym y Pannartz imprimieron en Italia edi­ ciones de autores latinos a partir de 1465. En París, Fichet y Heynlyn, emu­ lando a Bessarion, contrataron a tres impresores alemanes para que editaran una serie de clásicos de Roma, con objeto de inculcar en los franceses el sen­ tido del deber cívico. En 1501 Aldo Manucio empezó a publicar las edicio­ nes «aldinas» de autores griegos y latinos. Una segunda motivación fue el interés por las lenguas clásicas, griego, hebreo y latín, por sí mismas y como vehículos de transmisión de los textos antiguos. Se quería saber qué decían realmente los antiguos, y se emprendió la resolución de los problemas textuales buscando los manuscritos más anti­ guos y aplicando el conocimiento de la lengua y los principios del sentido común. En esta empresa no se distinguían los textos paganos de los cristia­ nos. Por ejemplo, Nicolás de Cusa, activo erudito, legado pontificio en Ale­ mania e instrumento de reforma y renovación, poseía una copia del Opus pacis cartujano y mandó a los monjes benedictinos de la congregación de Bursfeld que ordenaran su biblioteca y utilizaran textos corregidos de los santos padres y de las Escrituras, y Lorenzo Valla (1406-1457) demostró, mediante el análisis del vocabulario de la «Donación de Constantino», que se trataba de un documento escrito en el siglo ix y no en el iv. Muchos de los que ahora son más conocidos por su humanismo fueron considerados por sus contem­ poráneos como instrumentos de la reforma cristiana, y separar estas facetas de sus vidas supone malinterpretar el siglo xv. Así Erasmo (1469-1536), que había estudiado en las escuelas de los Hermanos de la Vida Común y había leído en profundidad a los autores griegos paganos editados por Aldo Manu­ cio (1449-1515), preparó una edición del Nuevo Testamento griego que fue impresa por Froben en Basilea en 1516. Como había sucedido siempre, fue en un marco eclesiástico donde se gestaron las nuevas actitudes hacia los auto­ res de la Antigüedad y los métodos modernos para tratarlos. Del siglo xvi al xix La imprenta y la conversión en el siglo xvi de las lenguas clásicas en dis­ ciplina académica alteraron visiblemente la naturaleza de la transmisión. Po­ demos preguntamos si el estudio de la transmisión, tai como es conocida tra­ dicionalmente, no termina en realidad con la invención de la imprenta, dada la tendencia de ésta a «congelar» los textos. La historia de los manuscritos de los autores antiguos comprende todavía, no obstante, uno o dos capítulos

más, ya que las bibliotecas eclesiásticas medievales continuaron floreciendo hasta la Disolución de 1536-1539 en Inglaterra, y, en la Europa continental, hasta la desamortización como consecuencia de la Revolución francesa. La búsqueda de manuscritos antiguos comienza en serio cuando surge la profe­ sión de editor, creada por la imprenta y apoyada por las universidades y el mecenazgo. En términos generales, la erudición clásica pasó de Italia a Fran­ cia, los Países Bajos, Inglaterra y Alemania. Entre las figuras principales de esta época están Piero Vettori (1499-1585) y Fulvio Orsini (1529-1600) en Italia; en Francia, Guillaume Budé (1468-1540), Julio César Escalígero (1484-1558), Adrien Tumebo (1512-1565), que enseñó en Toulouse y Paris, y Denys Lambin (1520-1572), además de los coleccionistas y editores Pierre Daniel (1530-1603) y Pierre Pithou (1539-1596) y los hugonotes José Justo Escalígero (1540-1609), profesor en Leiden, e Isaac Casaubon (1559-1614); en los Países Bajos, Justo Lipsio (1547-1606) en Leiden y Lovaina, J. F. Gronovio (1611-1671), Nicolas Heins (1620-1681) e Isaac Vossius (1618-1689), erudito, bibliotecario y coleccionista; y, en Inglaterra, Richard Bentley (1662-1742), director del Trinity College de Cambridge, editor de Manilio y supuestamente del Nuevo Testamento. Son eruditos de un tipo sin preceden­ tes, profesores dedicados a la exploración de las lenguas clásicas en las uni­ versidades de París, Leiden y Lovaina. Dejan tras de sí una nueva clase de fuente para los estudiosos de la transmisión: el cotejo de manuscritos, unas veces en los márgenes de sus obras impresas, otras en textos independien­ tes, para que el filólogo moderno emprenda la identificación de este o aquel manuscrito conservado o perdido. Los procedimientos de edición se hacen más precisos a medida que los eruditos de la Ilustración se van acercando a la captación total de una transmisión determinada. Por todo ello, constitu­ yen la primera generación de editores cuya obra resulta todavía útil, en mu­ chos aspectos, para los investigadores actuales, y algunas de cuyas correc­ ciones son aún aceptadas o seriamente valoradas.El último gran cambio en las bases del estudio de los manuscritos es la desamortización durante la Revolución francesa y sus consecuencias, que contemplaron el surgimiento de los estados europeos modernos a partir del imperio napoleónico en las primeras décadas del siglo xrx. Desde este mo­ mento, los eruditos consultarán cada vez más manuscritos en las bibliotecas públicas; los manuscritos de Claraval, por ejemplo, fueron trasladados a la biblioteca municipal de Troyes, los de la abadía de Mont-Saint-Michel a la biblioteca municipal de Avranches, los de Tegemsee y las demás abadías bávaras a la nueva Biblioteca Estatal de Munich. En la transición a las bi­ bliotecas de propiedad pública, como en cualquier transición de este tipo, las colecciones a veces se dispersaron, y algunos manuscritos pasaron a manos de particulares. El bibliófilo y ladrón de libros Guillaume Libri consiguió es­ camotear valiosos manuscritos de la biblioteca del departamento de Tours, y el bibliotecario de Arras destrozó sus manuscritos para vender las hojas a los fabricantes de cola y a los pescaderos del mercado. Pero aun así desapare­ cieron menos manuscritos en la transición europea que los que se habían

perdido durante la Disolución de las abadías en Inglaterra en el siglo xvi, cuando el estado no fue capaz de supervisar el cambio (y en realidad no te­ nía interés en hacerlo), dejando que la mayoría de los manuscritos fueran a parar a colecciones particulares. Hasta hoy día se han seguido descubriendo manuscritos nuevos, tanto en excavaciones en Oriente Medio como en bibliotecas públicas y privadas de Europa. Al mismo tiempo continúan perdiéndose manuscritos, si no íntegros al menos en parte. La biblioteca municipal y universitaria de Estrasburgo ar­ dió durante la guerra franco-prusiana de 1870; la de la Universidad de Lovaina se quemó en la primera guerra mundial, y, después de reponer libros y manuscritos, volvió a incendiarse durante la segunda; tampoco la biblioteca de la catedral de Chartres salió indemne de la segunda guerra mundial. La re­ encuadernación de manuscritos medievales, tanto por coleccionistas como por bibliotecas modernas, les ha privado de sus guardas, lugar habitual de in­ formación preciosa sobre sus antiguos propietarios. Además ocurre que en los últimos cuarenta años estudiosos y editores han utilizado repetidamente manuscritos que no habían sido abiertos más que una o dos veces en los qui­ nientos años anteriores; los conservadores están comprensiblemente preocu­ pados por el estado en que se encontrarán los manuscritos en el siglo próxi­ mo si continúa el sistema de uso actual. Nuestro estudio de la transmisión de los textos clásicos latinos finaliza con los inicios de la filología moderna en Alemania hacia mediados del si­ glo XIX. Estos inicios están determinados por la formulación de un método para establecer textos críticos, método llamado «teoría estemática de recen­ sión» y atribuido antiguamente a Karl Lachmann. Su base es la detallada ex­ presión, en la década de 1830, de los principios propuestos por el erudito ale­ mán J. A. Bengel hacia 1730 con el fin de construir un árbol genealógico que muestre la filiación, o relaciones de parentesco, de los manuscritos y la «des­ cendencia del texto». Los filólogos alemanes del siglo xix crearon el instru­ mento indispensable para los historiadores de la transmisión, los medios para formar un stemma codicum. Si bien se han perfeccionado las normas, los edi­ tores modernos de los autores clásicos trabajan aún con los principios que ellos establecieron. Para terminar, una pregunta: ¿por qué ciertas obras romanas se conserva­ ron y otras desaparecieron? Podemos proponer varias explicaciones, y cada una de ellas, mejor que una sola, es, de un modo u otro, en parte responsable. Está claro que el grado de circulación de un texto en la Antigüedad tiene que haber afectado al alcance de su difusión medieval. Los Academica posteriora de Cicerón no gozaron de gran popularidad en la Antigüedad, por lo que la tradición era muy débil desde el mismo principio. Ciertas obras antiguas eran antitéticas de la teología cristiana, como las Tragedias de Séneca; al no ser de utilidad en la temprana Edad Media, desaparecieron sin haber sido copiadas (como casi sucedió con las Tragedias). El bajo nivel de circulación medieval de los poetas elegiacos Tibulo, Propercio y Catulo se explica probablemente

también del mismo modo. El hecho de que interesasen a los moralistas cris­ tianos explicaría, por ejemplo, la gran circulación de las obras de Séneca a partir del siglo Di, así como la considerable popularidad de Ovidio en los si­ glos xn y xm. La destrucción física desempeñó igualmente un papel al deter­ minar qué debía de conservarse y qué no, especialmente en el periodo 500750 y otra vez en el siglo ix. No obstante, como ya hemos dicho, no sería correcto atribuir la desaparición de manuscritos literarios antiguos sobre todo a la violencia. La negligencia, por un lado, y la superabundancia causada por la redacción masiva de «nuevas» copias, por otro, explican probablemente la mayor parte de las destrucciones de manuscritos.

L a c ie n c ia a c t u a l

Nuestro conocimiento de la transmisión de la literatura latina ha progre­ sado a lo largo de este siglo gracias a la transformación de lo que antes era obra de aficionados brillantes en una disciplina académica con metodología y reglas fijas. La aparición de la paleografía como ciencia permitió un co­ nocimiento más preciso de las fechas de los manuscritos conservados, sus lugares de origen y las circunstancias de su producción, y, además, centró la atención en los manuscritos medievales como objeto de estudio. Actualmente tenemos un catálogo de 1.865 códices latinos anteriores al siglo ix conserva­ dos íntegra o parcialmente, y con el tiempo habrá un catálogo de cerca de 6.700 códices del siglo ix; también existen listas de manuscritos en escritura benev entina. Tanto en Europa como en Norteamérica ha ido aumentando la publicación de catálogos detallados de las bibliotecas que poseen manuscri­ tos, además de estudios temáticos como la guía tripartita de Paul Kristeller a los inventarios de colecciones, su Iter o voyage littéraire, y el catálogo de tra­ ducciones y comentarios sobre autores antiguos. Birger Munk Olsen elaboró un minucioso catálogo de los manuscritos de autores latinos copiados antes del 1200 d.C. Están en marcha sendos catálogos de los manuscritos de clási­ cos latinos de la Biblioteca Vaticana y de las bibliotecas francesas. Una guía de los manuscritos medievales de origen inglés va por su tercera edición, aca­ ba de aparecer una guía similar de manuscritos de procedencia alemana y existe un fichero con los procedentes de Francia. Los catálogos de manuscri­ tos con indicaciones sobre su fecha, copista o lugar de origen, así como la obra de investigadores como Ullman, Billanovich y De la Mare, han contri­ buido al conocimiento de los copistas italianos del siglo xv. Tenemos nume­ rosos y detallados estudios sobre los manuscritos de un solo texto clásico, que intentan ser exhaustivos en su tratamiento. Y de época más reciente son los trabajos sobre la circulación y la transmisión de una obra concreta. Este tipo de estudios, que al principio eran simples colecciones del material excedente acumulado durante el proceso de edición de un texto, ha terminado por con­ vertirse en un objetivo útil en sí mismo. El control científico sobre los datos referentes a manuscritos es significativamente mejor que hace un siglo.

Los estudiosos de la transmisión textual disponen actualmente de más ediciones de textos que sus predecesores; en efecto, en los años noventa es posible comparar al menos dos o tres ediciones modernas de un gran núme­ ro de autores latinos. Este número era lo bastante amplio como para permi­ tir la redacción de Texts and Transmission, obra que, al fin y al cabo, tenía que fiarse de la calidad de las ediciones existentes. Sin embargo, no sólo hay todavía autores cuyas obras más importantes carecen de ediciones modernas, como Suetonio y Vegecio, sino también muchos clásicos latinos que no pue­ den consultarse más que en ediciones viejas o poco fiables. El estudio de la transmisión de textos se ha convertido en una ciencia, señal de nuestra actitud cambiante hacia la transmisión de la literatura clá­ sica, hacia la Edad Media y hacia el proceso de edición. Esta disciplina na­ ció como parte de la historia o historiografía de la filología clásica, y fue conformada en el siglo pasado por eruditos alemanes con contribuciones notables de Hall, Herescu y, más recientemente, de Hunger y Pfeiffer. Scri­ bes and Scholars, escrito por Leighton Reynolds y Nigel Wilson en 1968 y reeditado en 1974 y 1992, representa el primer intento de estudiar la trans­ misión de la literatura clásica de forma global. Texts and Transmission (1983), por su parte, se esfuerza por primera vez en presentar de una ma­ nera concisa la historia de la transmisión de cada obra literaria de la Anti­ güedad romana. Este análisis del progreso de la ciencia relativa a la transmisión de los tex­ tos latinos no pretende insinuar que, suponiendo que sigamos por el mismo camino, el fin esté próximo y la investigación histórica concreta haya termi­ nado. Por el contrario, siempre habrá nuevas preguntas a medida que apren­ damos lo suficiente para hacerlas. Pasar del anticuarismo al historicismo equi­ vale al progreso desde la identificación de todos los aspectos de una vasija u otro objeto, por ejemplo, a la ubicación de este objeto en su propio contexto histórico y la demostración de su significado dentro de un proceso evolutivo. El estudio de la transmisión está aún, hasta cierto punto, en su fase anticua­ ría: identificando, datando y localizando manuscritos, identificando a quienes copiaron o leyeron a los autores clásicos o las bibliotecas que poseyeron sus manuscritos en la Edad Media, estableciendo las relaciones entre los manus­ critos medievales de un texto antiguo determinado. Por ahora sabemos poco, o incluso hay poca curiosidad, sobre el contexto: sobre cuestiones históricas como por qué los hombres de la Edad Media leían a los clásicos, o por qué copiaron sus manuscritos, o cómo los cambios en la actitud hacia la Antigüe­ dad, reflejados en el conocimiento de estos autores y en la copia de sus tex­ tos, son parte del cambio en la historia intelectual del medioevo. Esta laguna existirá mientras los estudiosos de la transmisión demuestren poco interés por la historia del periodo durante el cual fueron transmitidos y transmutados los textos clásicos. Mientras sean desdeñados los sermones y la liturgia medieva­ les, los investigadores no entenderán el uso que se hizo de los autores anti­ guos en la Edad Media, ni comprenderán, por ejemplo, por qué los monjes medievales pudieron escribir un tratado sobre la enmienda textual.

No puede predecirse con detalle el futuro de los estudios sobre la trans­ misión, pero sí son evidentes ciertos pasos inmediatos. Los límites actuales de la disciplina se han topado con el denso bosque de los manuscritos del siglo XV, no sólo los de la Italia humanista sino también los de la Europa sep­ tentrional; hay que abrirse paso a través de ellos. Una importante serie de textos medievales espera editores inteligentes, que identificarán los textos antiguos que estos autores conocían de primera y segunda mano. La maraña de listas de libros medievales, institucionales y particulares, debe ser editada correctamente, con índices adecuados. Quizá sobre todo podemos esperar una tendencia creciente, en el contexto de los estudios sobre la transmisión de los textos latinos, a tratar cada manuscrito conservado como un testimo­ nio potencialmente valioso y, así, como un objeto real, producido por gente real en una época y lugar concretos y por una razón determinada. Nos será posible aprender algo de cada manuscrito si consideramos la Edad Media como un periodo vivo y cambiante de la historia europea, que aplicó lo que pudo de la Antigüedad a sus propias necesidades, y, al hacerlo, preservó gran parte de la literatura clásica para las generaciones futuras.

B ib l io g r a f ía

La mejor introducción a la transmisión de la literatura romana es L. D. Reynolds y N. G. Wilson, Scribes and Scholars: A Guide to the Transmission o f Greek and La­ tin Literature, Oxford. 1974: (3.a ed. en prensa): hay trad, cast.: Copistas y filólogos, Gredos, Madrid, 1986. Su obra analiza certeramente la reaparición de los autores la­ tinos en la Edad Media, es decir, qué autores eran conocidos en determinada época. El punto de partida para estudiar la transmisión de textos latinos individuales es Texts and Transmission: A Survey o f the Latin Classics, ed. L. D. Reynolds, Oxford, 1983; es de esperar que algún día aparezcan volúmenes comparables sobre la literatura grie­ ga y las obras de los Padres de la Iglesia, tanto romanos como griegos (de Tertulia­ no a Beda). Para un tratamiento sucinto de la crítica textual y la teoría del stemma, véanse Scribes and Scholars, capítulo 6, «Textual Criticism»; P. Maas, Textual Criti­ cism, Oxford, 1958; y M. L. West, Textual Criticism and Editorial Technique Appli­ cable to Greek and Latin Texts, Stuttgart, 1973. [Puede consultarse también el libro de Alberto Blecua, Manual de crítica textual. Castalia, Madrid, 1983, que contiene buena —breve pero selecta— bibliografía, en las pp. 339-340.] Por lo que se refiere a los catálogos e inventarios medievales como evidencias, véase A. Derolez, Les Ca­ talogues de bibliothèque, Typologie des sources du moyen âge occidental, 31, Tumhout, 1979. Sobre la aparición de autores clásicos en inventarios medievales, véase el anticuado pero todavía útil M. Manitius, Handschriften antiker Autoren in mittelal­ terlichen Bibliothekskatalogen, Zentralblatt für Bibliothekswesen, Beiheft 67, Leip­ zig, 1935. La pervivenda de la cultura romana ha sido expuesta brevemente por P. Brown, The World o f Late Antiquity, AD 150-750, Londres, 1971, y con detalle por P. Riché, Education et culture dans l'Occident barbare, vie-vine siècles, París, 1962. La supervivencia de ciudades e instituciones urbanas está tratada por B. WardPerkins, From Classical Antiquity to the Middle Ages: Urban Public Buildings in Northern and Central Italy, AD 300-850, Oxford, 1983. P. Courcelle, Les Lettres

grecques en Occident de Macrobe à Cassiodore, Pans, 1948, proporciona un análisis magistral de la cultura latina tardía en Occidente. Sobre los misioneros anglosajones en la Europa continental, véase W. Levison, England and the Continent in the Eighth Century, Oxford, 1946. Con respecto al Renacimiento carolingio, véase D. Bullough, The Age o f Charlemagne, Londres, 1 9 7 3 y sobre las bibliotecas carolingias, B. Bischoff, «Panorama der Handschriftenüberlieferung aus der Zeit Karls des GroBsen», en Karl der Große: Lebenswerk und Nachleben, II, Düsseldorf, 1965, pp. 233-254. En cuanto al concepto de Renacimiento y su relación con la utilización de ideas e imágenes del clasicismo, véase E. Panofsky, Renaissance and Renascences in Wes­ tern Art, Estocolmo, 1960 (hay trad, cast.: Renacimiento y renacimientos en el arte occidental, Alianza, Madrid, 1985). Sobre el humanismo, véanse A. Campana, «The Origins of the Word “Humanist”», Journal o f the Warburg and Courtauld Institutes, 9, 1946, pp. 60-73, y L. Martines, The Social World of the Florentine Humanists, 1390-1460, Princeton, 1963. [Para España, véase F. Rico, La invención dei humanis­ mo en España, Alianza Universidad, Madrid, 1993.] Está aún por escribir una obra sobre la erudición clásica de la época moderna, pero véase A. Grafton, Joseph Scaliger: A Study in the History of Classical Scholarship, Oxford, 1983. Entre las fuen­ tes paleográñcas están E. A. Lowe, Codices latini antiquiores, 12 vols., Oxford, 1934-1973; B. Bischoff y V. Brown en Mediaeval Studies, 47, 1985, pp. 317-366, y E. A. Lowe, The Beneventan Script: A History o f South Italian Minuscule, ed. V. Brown, 2 vols., Roma, 1980, con una lista revisada de los manuscritos en escri­ tura beneventina en el vol. II. P. O. Kristeller, Latin Manuscript Books Befare 1600, Nueva York, 1965·’, es una guía de catálogos, manuscritos e impresos; para manus­ critos de humanistas del Renacimiento, id.. Iter italicum, Leiden, 1963, y sobre edi­ ciones comentadas y traducciones de los clásicos en el Renacimiento, id., Catalogus translationum et commentariorum, Washington, 1960. B. Munk Olsen, L ’Étude des auteurs classiques latins aux xie et xtie siècles, París, 1982, 3 vols., es un catálogo de­ tallado de todos los manuscritos conocidos de los siglos xi y xn de clásicos latinos importantes. Los manuscritos latinos de la Biblioteca Vaticana han sido recogidos por E. Pellegrin et al., Les Manuscrits classiques latins de la Bibliothèque Vaticane, Pa­ ns, 1975. Sobre la procedencia de manuscritos medievales, véase N. R. Ker, Medie­ val Libraries of Great Britain, Londres, 1964% y su Supplement, ed. A. G. Watson, Londres, 19S7. Existe un estudio equivalente sobre las bibliotecas medievales alema­ nas, editado por Sigrid Krämer. La información referente a las bibliotecas medieva­ les de Francia se encuentra en el Instituto de Investigación e Historia de los Textos de París. La escritura de los humanistas italianos y sus copistas ha sido analizada por B. L. Ullman, The Origin and Development of Humanist Script, Roma, 1960, y por A. C. de la Mare, The Handwriting o f Italian Humanists, Oxford, ] 973. La historia de la erudición clásica es tratada por F. W. Hall, A Companion to Classical Texts, Oxford, 1913; N. I. Herescu, Bibliographie de la littérature latine. Pans, 1943; R. Pfeiffer, History of Classical Scholarship from the Beginnings to the End of the He­ llenistic Age, Oxford, 1968, y H. Hunger et al., Geschichte der Textüberlieferung der antiken und mittelalterlichen Literatur, vol. I, Zurich, 1961.

Charles Davis ΙΠ.

LA EDAD MEDIA

Para la Edad Media, al igual que para el Renacimiento, Roma era la ima­ gen de un pasado común y glorioso, sí bien a veces turbulento. En este ca­ pítulo se intentará describir esa imagen tal como existía en Occidente antes de ser reinterpretada por Petrarca. Queda excluido Bizancio y no se estudia­ rá, salvo de forma incidental, la influencia ejercida por los vestigios físicos, filosóficos, jurídicos y literarios de Roma, y en cambio se hará hincapié en la perduración de aspectos de su pasado en instituciones contemporáneas y en conceptos políticos. Aunque fascinado por Roma, el mundo medieval ignoraba su historia y creía ciegamente en los relatos, detallados pero tendenciosamente retóricos, de san Agustín en su Ciudad de Dios y de Orosio en los Siete libros de his­ toria contra los paganos. Se leía a Tito Livio en el epítome de Floro, y se desconocía a Tácito. Cicerón, César, Salustio, Suetonio y Valerio Máximo eran asequibles, así como Lucano, Estacio y Virgilio, que eran considerados tanto historiadores como poetas. Hacia mediados del siglo v Eutropio escri­ bió un Breviarium de historia romana para el emperador Valente, en el que dedicaba alabanzas a héroes de la república e incluía un largo y ferviente pa­ negírico al emperador Trajano. Tales elogios se repitieron en la ampliación que Paulo Diácono hizo de la obra de Eutropio, la Historia Romana, escrita a finales del siglo vm, y el hecho de que conozcamos más de cien manus­ critos, completos o fragmentarios, de la obra de Paulo dan una idea de su po­ pularidad. Las crónicas universales trataban, naturalmente, de Roma, escritas a menudo al estilo de Orosio. Por lo general interesaba más coleccionar exempla históricos que contuvieran una lección moral que investigar el dis­ curso de la historia antigua o las vidas de sus protagonistas. Esto es así no sólo en Paulo Diácono, sino también en el mucho más instruido Juan de Sa­ lisbury, un eclesiástico inglés del siglo xn gran lector de los clásicos. En dos capítulos de su Policraticus elogia a romanos famosos como Camilo, Fabri­ cio, Marco Porcio Catón, Régulo, a tres de los Escipiones, Marco Curcio,

Augusto y Trajano, y también a personajes no romanos como Alejandro, Aristides, Aníbal y Masinissa (5, 7-8). César, a quien desde luego se dedicó considerable atención tanto en las obras latinas como en las escritas en las lenguas vernáculas, fue tratado de forma ambivalente por Juan, ei cual, como muchos otros, alabó su clemencia pero siguió a Suetonio, Eutropio y Paulo Diácono en la censura de su tiranía, ya que «se había apoderado de la respublica mediante las armas» (8, 19). Del mismo modo que muchos escritores medievales, Juan elogió en lí­ neas generales a los romanos, empleando el concepto histórico expresado por Cicerón y otros según el cual ellos ejercían una tutela o patrocinium, y no una tiranía, sobre los demás pueblos. «Por su devoción a la justicia y a la se­ rena libertad —dice Juan— , por su veneración de las leyes, por su amistad hacia los pueblos vecinos, por su madurez en el consejo y su gravedad en pa­ labras y actos, los romanos lograron el dominio del mundo» (5, 7). Por supuesto perdieron ese dominio del mundo, pero la presencia y mar­ tirio de Pedro y Pablo en Roma les otorgó una nueva dimensión de gloria y poder. Según una leyenda muy extendida. Cristo encontró a san Pedro fuera de las murallas, cuando huía de la persecución pagana, y le dijo que volvie­ ra a la ciudad porque estaba destinada a ser la sede de la Iglesia. Así, Roma en la Edad Media era la ciudad de los Césares y también la de los mártires, y el famoso himno de los peregrinos que se dirigían a sus santuarios no sólo la aclamaba como dueña del mundo y ciudad excelentísima; decía además que era roja por la sangre de sus mártires y blanca por las azucenas de sus vírgenes. Por otra parte, las persecuciones fueron consideradas como un deshonor para Roma, ya que invitaban a la comparación con los sufrimientos de los hijos de Israel en Babilonia. Después de que la Iglesia se hiciera oficial­ mente romana, su poder y exacciones fueron interpretados también de modo negativo, creando una actitud que encontró su reflejo en la ciudad pagana, que se había alimentado de las naciones sometidas. El escritor del poema del siglo xn «Contra la avaricia de los romanos» hizo declarar al rey Mam­ món que desde los tiempos de Rómulo no había encontrado súbditos tan sa­ tisfactorios como los romanos. Walter Map decía que incluso las letras del nombre ROMA eran un acrónimo de Radix Omnium Malorum Avaritia, «la raíz de todo mal es la avaricia». De modo que los términos patrocinium y latrocinium podían aplicarse a Roma. Aparte de estos juicios históricos de carácter general, una gran parte del interés medieval por la ciudad era más anticuarista que moral, y con fre­ cuencia estaba impregnado de un temor que la situaba en el reino de lo má­ gico, lo maravilloso, lo legendario. Se creía que Virgilio, además de repetir una profecía sibilina sobre el nacimiento de Cristo, había sido un gran ni­ gromante. A menudo se miraban el arte y los monumentos paganos como si estuvieran investidos de un poder demoníaco. Incluso un adorador de Roma como Dante hablaba de sus «dioses falsos y mentirosos», que se suponía ha­ bían sido demonios. Según una célebre y muy difundida historia, una estatua

de Venus se vengó de un joven, que en broma le deslizó un anillo de espon­ sales en el dedo, cuando se interpuso entre él y su novia mientras hacían el amor; sólo un mago fue capaz de romper el hechizo y recobrar el anillo. En otro relato, cuando el Panteón fue convertido en iglesia y los demonios que lo habitaban expulsados, el diablo, furioso, se llevó la gran piña de piedra que había en lo alto del edificio a la plaza de San Pedro, dejando un agujero en el techo. Los monumentos romanos más grandes solían considerarse maravillas cuya construcción estaba fuera del poder de los mortales. El tratado del maestro Gregorio (finales del siglo xn o principios del xra), erudito, racional y, para su época, históricamente correcto, dedicado sólo a los restos paganos de Roma, fue prácticamente una excepción, aunque puede atri­ buirse una actitud semejante a Enrique de Blois, entre otros, el cual se llevó es­ tatuas antiguas para adornar la sede de su obispado en Winchester. Que tal ac­ titud era inusual lo indica, a pesar de su educación clásica, una burlona alusión de Juan de Salisbury. Debemos recordar que incluso el maestro Gregorio no excluía la posibilidad de que una estatua de Venus, que le parecía «ruborizada en su desnudez, con un tinte rojizo coloreando su rostro» y que le había hecho retroceder tres veces para contemplarla pese a que la escultura estaba muy le­ jos de su casa, pudo haber ejercido sobre él cierto encanto mágico. Persiste a veces, por tanto, una cierta proximidad en las leyendas sobre los dioses paganos. Hay mucha más en las fábulas acerca de los orígenes y decadencia de Roma, claramente destinadas a glorificar el presente. La in­ vención de fundadores romanos y troyanos para reinos y ciudades del Medi­ terráneo y también del norte de Europa alimentó el orgullo cívico y nacional de los patriotas. Así, Antenor había fundado Padua y Julio César, Florencia, Príamo había sido el antepasado de los sajones y Francus, hijo de Héctor, an­ tecesor de los francos; incluso los advenedizos normandos afirmaron tener sangre troyana. Quizá la leyenda más notable de este tipo, y seguramente la más estimulante para la literatura de ficción, fue la creada por Godofredo de Monmouth, según la cual Bruto, sobrino de Eneas, dio su nombre a Britania, y su descendiente (el gran rey Arturo) luchó con éxito contra sus enemigos en Britania y también contra la progenie romana de Eneas en el continente. A nivel municipal abundaban las nuevas o segundas Romas. No sólo Constantinopla; también Tréveris y Winchester, e incluso la abadía de Glas­ tonbury, se atribuyeron tal calificativo. Los ejemplos más claros proceden, por supuesto, de Italia. Entre otros muchos casos, podemos citar el de Pisa, que se vanagloriaba de su éxito en la campaña contra los musulmanes en el Mediterráneo oriental, no en el sentido de una cruzada, sino como la victo­ ria de una nueva Roma sobre una nueva Cartago. Ninguna ciudad italiana, sin embargo, pretendió tener tantos vínculos con Roma como la metrópoli toscana de Florencia. La imagen de Florencia como una nueva Roma empezó a elaborarse ya en tomo al 1200 en la primera crónica florentina que se conserva, la Cróni­ ca del origen de la ciudad, que contema un esquema de historia universal que incluía Fiésole, Troya y Roma, y culminaba con la victoria final de Fio-

rencia sobre Fiésole. Según ella, Fiésole fue la progenitora de Troya, Troya la de Roma y Roma por dos veces la de Florencia. Fiésole, la ciudad rival, fue destruida en dos ocasiones, una por Roma y otra por Florencia, y en am­ bos casos su población se mezcló con los habitantes romanos del valle infe­ rior. Quinientos años separaban, según la Crónica, la primera fundación de Florencia y la destrucción de Fiésole por Julio César de la destrucción de Florencia y la segunda construcción de Fiésole por Totila; después Flo­ rencia fue reconstruida con la ayuda de Carlomagno y las dos ciudades co­ existieron durante otros quinientos años hasta que los florentinos ocuparon Fiésole tras un ataque sorpresa. La nueva ciudad, según la crónica, fue construida a imagen y semejanza de Roma, con un capitolio, un anfiteatro, una torre vigía y termas. Tanto los monumentos cristianos de Florencia como los paganos son un reflejo de los de Roma, ya que las principales iglesias florentinas, San Pedro, San Pablo, San Lorenzo, San Esteban y el Baptisterio de San Juan, tenían entre sí la misma relación topográfica que las iglesias de Roma del mismo nombre. Giovanni Villani, cronista de principios del siglo xrv, reforzó este aspecto de semejanza pagana y cristiana al afirmar que el Baptisterio de Florencia re­ cordaba mucho al Panteón de Roma, y había sido también un templo paga­ no antes de convertirse en iglesia cristiana. Estas leyendas alimentaron la vanidad de ciudades viejas y nuevas. Al mismo tiempo prestaron a los jóvenes pueblos bárbaros el sentimiento de formar parte de una civilización antigua. Pero la satisfacción que se deriva­ ba de estas fábulas no era el único motivo, y quizá ni siquiera el fundamen­ tal, de la formación de la idea medieval de Roma. Más importante aún fue la continuidad, real o supuesta, entre ciertas instituciones antiguas y las medie­ vales. Esto es así sobre todo en el caso del imperio (llamado a veces roma­ no y a veces cristiano), de la Iglesia Romana y de la ciudad de Roma, tres importantes instituciones cuya historia estaba estrechamente ligada a la del mundo pagano y cristiano primitivo. Para el imperio, el papado y el munici­ pio, el pasado era también el presente. Gracias a ellos, y al menos para sus funcionarios y sus fieles, la ciudad no parecía envuelta en las nieblas de la antigüedad, sino bañada en la luz clara, aunque distorsionada, de la realidad contemporánea. ¿No existía aún el imperio de Augusto, sí bien dividido en las versiones bizantina y germana? ¿No había fundado Pedro, poco después del reinado de Augusto, una Iglesia que seguía estando dirigida por sus sucesores? ¿No mantenía incluso el gobierno civil de Roma tenues pero cuidados lazos con un pasado grandioso? Todavía existían funcionarios que se llamaban senado­ res, y de vez en cuando el gobierno municipal, sobre todo después de que en 1144 se estableciera una comuna, intentaba reafirmar lo que consideraba sus antiguos privilegios. No obstante, por lo general se contentaba con hablar a los potentados visitantes en términos pomposos de sabor clásico. Salvo los juristas (y éstos solían ser hostiles), pocas personas prestaron atención a las reivindicaciones de la comuna. Por lo general, lo que interesaba al mundo

medieval no era la república moderna, ni siquiera la antigua, sino el imperio romano antiguo y moderno. Los teólogos y los historiadores, enfrentados al impresionante hecho his­ tórico de la Roma imperial, intentaron conocer su lugar en el plan divino. Los emperadores y los papas, por su parte, trataron de utilizar el concepto cristiano de su papel histórico, junto con sus leyes y el recuerdo de su poder supremo, para consolidar su autoridad y promover sus gobiernos. También ellos y sus propagandistas invocaron, de vez en cuando, como hicieron los patriotas de la comuna, las virtudes de los héroes republicanos que habían creado la monarquía universal heredada, y, con distinto éxito, defendida, por Augusto y sus sucesores. No todos, desde luego, sentían admiración por Roma. Los reformadores, rebeldes y herejes, los satíricos, los litigantes desilusionados e incluso los propagandistas papales e imperiales, una vez conseguidos sus propósitos in­ mediatos, insistían frecuentemente en su perversidad y corrupción y la des­ cribían como una Babilonia. Incluso Pablo, siendo como era ciudadano ro­ mano, se refirió a ella en este sentido. El desconocido autor del Apocalipsis utilizó una vivida metáfora para describir sus atributos babilónicos: para él era la Gran Prostituta que fornicaba con los reyes del mundo y se emborra­ chaba con la sangre de los santos, y se regocijaba por su futura destrucción. En sus comentarios al Apocalipsis, Victorino de Pettau (m. c. 304) decía que la caída de la Prostituta significaba «la ruina de la gran Babilonia, esto es, de la ciudad de Roma». La mayor parte de los comentaristas posteriores inten­ taron suavizar esta identificación, haciendo que la Prostituta representara al conjunto de los predestinados a la condenación. Pero los cátaros y los valdenses, los franciscanos radicales Olivi y Ubertino da Casale e incluso Dan­ te le dieron más énfasis al aplicar el epíteto a la Iglesia Romana. También una constitución del emperador Federico Π acusaba al pueblo de Roma de haber bebido del cáliz de Babilonia, evidentemente la copa de abominacio­ nes de la Gran Prostituta, que para Federico equivalía al cáliz del papa ro­ mano. Nerón, considerado el principal predecesor del Anticristo, fue el empe­ rador más estrechamente vinculado a temas apocalípticos. Con él se asocia­ ba a menudo a Simón el Mago, el hechicero de Samaria que, según los He­ chos de los Apóstoles (8, 9-20) fue maldecido por Pedro cuando intentó comprarles a él y a Juan el poder de impartir el Espíritu Santo. Partiendo de este episodio se desarrolló ya en época temprana la leyenda, muy difundi­ da, de que Simón el Mago había engañado a Nerón gracias a sus artes má­ gicas y había luchado con Simón Pedro en Roma, volando sobre la ciudad hasta que una plegaria del santo le hizo caer de cabeza a tierra. Nerón y Si­ món el Mago simbolizaron en la Edad Media la violencia y la corrupción del poder romano, e inspiraron muchas profecías sobre la colaboración para hacer el mal de un emperador y un papa, cuyas respectivas autoridades pro­ cedían de Roma.

Ya antes de la conversion de Constantino, sin embargo, algunos de los pri­ meros padres, como Tertuliano (c. 160-c. 220) y Lactancio (c. 240-c. 320), afirmaban que la existencia del imperio tema al menos una ventaja negativa, ya que mientras durara el Anticristo no vendría. Agradecidos por el dudoso orden que proporcionaba, rogaban por su supervivencia como una forma de posponer cosas peores. Esta creencia fue después vinculada al imperio cris­ tiano, y aparece expresada todavía en el siglo xin en el Juego del Anticristo, obra en la que el emperador, llamado Augusto César, insta a otros reyes cris­ tianos a obedecer sus leyes romanas. Vence al rey de Babilonia y deposita su cetro y su corona sobre el altar del Templo de Jerusalén, cediendo su impe­ rio a Dios. Después llega el Anticristo y la caída de los súbditos de Roma y, finalmente, el triunfo de la Iglesia. Medio siglo antes de Lactancio, un gran teólogo cristiano adoptó una vi­ sión de la historia de Roma considerablemente más positiva que ésta. Se tra­ ta de Orígenes, quien sufrió martirio durante la persecución de Decio. Orí­ genes no dudó en calificar a Roma como un instrumento de la providencia divina, otorgándole un lugar subordinado pero muy significativo en el nuevo esquema histórico cristiano. Los acontecimientos más importantes de este esquema eran las dos ve­ nidas de Cristo, la primera para redimir al hombre, y la segunda para juz­ garlo. Para Orígenes, Roma tenía la misión de preparar al mundo para am­ bos eventos. Dominándolo hacía más fácil el cumplimiento de la orden de ir y predicar a todas las naciones dada por el Salvador a sus apóstoles. El periodo de paz de Augusto, según Orígenes profetizado en el Libro de los Salmos (72, 7), había facilitado la propagación de la paz espiritual de Cris­ to. Bajo los sucesores de Augusto continuó el proceso de reducción de di­ ferencias entre los distintos pueblos, de modo que, al llegar el Juicio Final, todos serán llamados en el nombre del Señor con una sola voz, y le servi­ rán bajo un solo yugo. Probablemente se trata del yugo de la Iglesia: hay pocos datos en los fragmentos conservados de sus obras que indiquen que Orígenes previo un imperio cristiano. Sin embargo, tal imperio se haría realidad muy pronto tras la conversión de Constantino, acontecimiento saludado con exaltación por el obispo corte­ sano Eusebio de Cesarea, discípulo de Orígenes, el cual, como ha observado Erik Peterson, convirtió las ideas de su maestro en un programa político, una especie de teología imperial. Eusebio opuso la confusión resultante de la mul­ tiplicidad de gobernantes y dioses a la unidad conseguida por el emperador en la tierra y el Rey en los cielos. Ratificó la interpretación del salmo 72, 7 dada por Orígenes, insistiendo en la coincidencia entre la venida de Cristo y la paz augusta y en el lugar de esta última en el plan divino. Su interpretación de la historia era más materialista y menos escatológica que la de Orígenes. Creía que el progreso hacia un mayor orden y felicidad terrenales iniciado con el ad­ venimiento de Cristo y la paz de Augusto continuaría hasta la Segunda Veni­ da, pero también estaba convencido de que muchos de sus objetivos ya habían sido cumplidos por Constantino. Eusebio pensaba que el milenio era inmi-

nente, y que la soberanía de Dios en los cielos resplandecía ya a través de la soberanía del emperador en la tierra. El estilo de los obispos posteriores, especialmente los de Occidente, ten­ día a ser menos adulador. San Ambrosio de Milán (c. 339-397), por ejemplo, se sintió impelido a oponerse a la herejía y a los crímenes del emperador, en­ frentándose a la política pro aria de Valentiniano y condenando la masacre de Tesalónica ordenada por Teodosio. Ambrosio afirmaba que el emperador no estaba por encima de la Iglesia sino dentro de ella, y por tanto sujeto a su disciplina. Pero al mismo tiempo aceptaba el principio esencial de la tesis de Eusebio sobre el progreso, y dijo que «todos los hombres, viviendo en un im­ perio universal, han aprendido a reconocer sinceramente a un solo Dios to­ dopoderoso». El aparente renacimiento del poder romano durante el siglo iv, y sobre todo con Teodosio, despertó cierto sentimiento de optimismo entre los intelectuales, y, a pesar del estricto control cristiano, hasta los paganos se entusiasmaron con lo que consideraban la renovatio romana. Rutilio Namaciano, dirigiéndose a Roma, declaraba: «tú has hecho una sola patria de diversas razas», y «tú has hecho una ciudad de lo que antes era un mundo». Claudiano, en un pasaje citado en muchos «espejos de príncipes» cristianos posteriores, incluso en el Policraticus de Juan de Salisbury, del siglo xn, presentaba al recientemente fa­ llecido Teodosio aconsejando a su hijo Honorio que imitara a héroes como Ré­ gulo, Catón, Fabricio y Trajano en el gobierno de unos «romanos que durante mucho tiempo lo dominaron todo, y no toleraron ni la soberbia de Tarquinio ni la tiranía de César» {Cuarto consulado de Honorio, 309-319, 410-414). El más elocuente de todos los panegiristas de Roma fue, no obstante, el poeta cristiano contemporáneo Prudencio. Citando los versos de Virgilio (Eneida, 1, 278 y ss.), saludaba a la «Roma dorada», eterna e invencible, adornada no sólo con sus glorias temporales sino también con los méritos de los apóstoles Pedro y Pablo, no solamente con sus monumentos paganos sino con sus grandes iglesias (Contra Símaco, 1, 528-543). Cristo, declara­ ba, había destinado a Roma a imponer el orden y la paz sobre el universo, deseando sus victorias aun cuando invocara a dioses ridículos. Entabló po­ lémicas con los paganos que defendían a estos dioses, pero de una forma amable y amistosa. Después de la conversión del imperio, decía, los ídolos quedarán como inocentes obras de arte (Peristéfanon, 2, 413-484). Tanto los monumentos paganos como los cristianos eran ornamentos de Roma. Trató con benevolencia incluso al recién nombrado emperador Juliano, pagano, del que dijo que era «pérfido con Dios, pero no con el mundo». Con todo, afirmó que los auténticos patriotas romanos eran los mártires cristianos (el papa Dámaso le había precedido en esta declaración). Prudencio opinaba que san Lorenzo estaba sentado en el Senado Eterno llevando una corona cívica y gozando del título de cónsul eterno de Roma. Allí, gracias a Jesús, podía beberse vino de Falemo sin ser interrumpidos por los bárbaros que, al decir de Prudencio, diferían de los romanos tanto como los cuadrúpedos de los bí­ pedos. Prudencio, al igual que Eusebio, recalcó la dimensión eclesiástica e

imperial de Roma, pero utilizó la teoría eusebiana del progreso romano y cristiano para conciliar visiones históricas aparentemente contradictorias. Cuando Alarico saqueó Roma en el año 410, este humor de pacífico op­ timismo se hizo pedazos. No sólo la creencia pagana y cristiana en la singu­ laridad del heroísmo romano y en la universalidad y eternidad del gobierno de Roma sufrió un severo golpe; también la versión occidental de la teología política de Eusebio se vio quebrada. San Agustín, obispo de Hipona, muy in­ fluido por el pesimismo histórico radical del gran teórico donatista Ticonio, no intentó defender ninguna de las dos tesis cuando escribió el más impor­ tante e influyente de los tratados polemistas, La ciudad de Dios. Al contra­ rio, pretendió desacreditarlas. Dada la gran importancia que tuvo su obra en la creación de actitudes cristianas posteriores, es necesario que la analicemos con cierto detenimiento. El propósito explícito de san Agustín era responder a la murmuración pagana posterior al saqueo, según la cual la causa de dicha tragedia era que los dioses de Roma estaban enojados por la hostilidad y la indiferencia de los cristianos, y que el cristianismo había debilitado las virtudes y el patrio­ tismo romanos. Su propósito implícito era la disolución del vínculo forjado por Eusebio entre cristianismo y éxito imperial. San Agustín negó la realidad de los dioses paganos, así como la validez de la virtud romana encamada en el concepto de su justicia. ¿Cómo podía existir verdadera justicia —se pregunta— sin creer en el verdadero Dios? Incluso a un nivel meramente temporal, los pueblos de la raza humana ha­ brían sido más felices si hubieran podido vivir juntos en tantos reinos como familias había en una ciudad. Pero sufrieron el exterminio y el pillaje por parte de los romanos, siendo aceptados sólo mucho después como ciudada­ nos sujetos a las mismas leyes que sus dominadores. No podía decirse que la conquista de estos pueblos fuera el resultado de un deseo de promover el bien común de la raza humana. Algunas guerras habían sido defensivas, como afirmaba Salustio (3, 10), pero en muchos otros casos el motivo de Roma no fue tanto el deseo de supervivencia como el ansia de dominio. Los héroes romanos, aun los más moderados, enérgicos y valientes, no eran realmente virtuosos, ya que reprimían los vicios menores para poder entregarse más completamente al supremo vicio del orgullo (5, 15). Uno de los aspectos del orgullo era el anhelo de gloria, más noble que la mera am­ bición de autoridad y riqueza pero también causa de pecado. Por la gloria Julio César desencadenó una nueva guerra. Por tanto, dice Agustín cáusti­ camente, «el principal deseo de los hombres brillantes, de modo que sus méritos destacaran, era ver a Belona incitando a la lucha a naciones mise­ rables y dirigiéndolas hacia ella con su sangriento látigo» (cf. Virgilio, Enei­ da, 8, 703). Catón de Útica, como había hecho notar Salustio, era más no­ ble porque no estaba interesado en las alabanzas de otros hombres sino en su propia virtud (5, 12). Pero el deseo de reforzar la propia buena opinión de uno mismo es también egoísmo, como claramente manifestó Catón con

su suicidio, puesto que su arrogancia le hizo avergonzarse de ser perdonado por la famosa clemencia de César. Régulo, el general romano capturado por los cartagineses, fue más noble. Enviado a Roma para proponer un inter­ cambio de prisioneros, tras ser obligado a jurar que regresaría a Cartago si su embajada fracasaba, aconsejó al Senado que rechazara la propuesta y después volvió, prefiriendo morir a romper su juramento, y sufrir las es­ pantosas torturas de los cartagineses a evitarlas mediante el suicidio (1, 15). Esta lealtad a los falsos dioses romanos debió de inspirar a los cristianos su fidelidad al verdadero. Pero en otro lugar (3, 18) Agustín acusó a Régulo de «excesiva ansia de alabanza y gloria», ya que antes había intentado imponer la paz a los cartagineses con tan severas condiciones que éstos retrasaron el final de la primera guerra púnica. A pesar de su reticente admiración por algunos héroes romanos, es sig­ nificativo, como advierte Paschoud, que san Agustín siempre se refiera a la historia romana como la historia de «ellos»; sólo la historia de la Iglesia es «nuestra». No obstante su evidente respeto por algunas de sus virtudes y he­ chos, el análisis que hace de las motivaciones de los romanos, incluidos los más importantes, es implacable. Ciudadanos en este mundo de la nueva Babilonia y próximos al infierno, declara Agustín, tomaron su autoridad terrena de Dios, pero lo mismo hicie­ ron los asirios, los persas y todos los demás gobiernos. Era absurdo pensar que tal autoridad podía ser eterna. Virgilio estaba sólo transmitiendo el sen­ timiento romano cuando en su poema hace que Júpiter prediga la eternidad del imperium. Por eso Agustín empezó a demoler los mitos paganos. Tam­ bién intentó, de una manera más moderada, destruir los fundamentos de la teología política de Eusebio. Ni siquiera menciona la idea de que la razón de ser de la paz augusta era preparar el camino de la evangelización cristiana. Se negó a unir su voz a la de los primeros Padres que habían afirmado la pro­ fecía del salmo 72, 7, prefiriendo interpretar este pasaje como el anuncio del ascenso de la Iglesia en la gloria de la resurrección. Por lo tanto no tenía necesidad de hacer un panegírico a Augusto, de modo que su opinión sobre este gobernante es inusualmente negativa. No insistió en la paz augusta, sino en la sangre vertida en sus guerras, inclu­ yendo la del «elocuente especialista en el arte del gobierno», Cicerón, quien, afirma san Agustín, había sido entregado por Augusto a Marco An­ tonio para que lo matara, aunque Cicerón había apoyado al primero en la creencia de que protegería aquella «libertad de la república» que fue más tarde suprimida (3, 30). Agustín interrumpe aquí su discurso sobre la histo­ ria romana. Si bien menciona a Nerón como precursor del Anticristo, no tra­ ta de los demás gobernantes del imperio pagano. Decía que para los hombres era mejor ser gobernados por paganos vir­ tuosos, aun cuando su virtud dependiera únicamente de las reglas de la ciu­ dad terrenal, que por tiranos, aunque mucho mejor era ser gobernados por los servidores del verdadero Dios. Los cristianos tuvieron razón al alegrarse por la conversión de Constantino. Al final, sin embargo, ¿qué importaba quién

gobernara durante esta oscura y transitoria vida, mientras el rey no obligara a sus súbditos a cometer actos de maldad? Los hombres aceptarían agradeci­ dos cualquier intervalo de paz temporal como una ayuda para alcanzar la paz espiritual ofrecida por la Iglesia a través de sus sacramentos. Pero no les preocuparía excesivamente el hecho de que las guerras mundanas estén des­ tinadas a persistir y multiplicarse, a pesar de la cristianización del imperio. En un periodo marcado por el saqueo visigodo de Roma y la invasión de África por los vándalos había pocas posibilidades de que san Agustín se sin­ tiera atraído por el optimismo de Eusebio. Como recordaba a sus lectores pa­ ganos y cristianos, la lluvia divina cae sobre justos y pecadores. Algunos em­ peradores cristianos han disfrutado de bendiciones terrenales y otros no; lo mismo había sucedido con los paganos, y su virtud, o la falta de ella, había tenido evidentemente poca influencia en los éxitos temporales. Las catástro­ fes naturales y humanas habían ocurrido antes y después de la conversión de Constantino. San Agustín pidió ayuda al sacerdote español Orosio para documentar esta última tesis con datos de la historia general de Roma y también de la de otros pueblos. El resultado fueron los Siete libros de historia contra los pa­ ganos, una obra fundamental, junto con La ciudad de Dios, en la formación de la actitud medieval hacia la historia de Roma. Orosio tenía menos interés que Agustín en alabar la virtud romana, y era mucho más consciente de los sufrimientos causados por la conquista de provincias como España, su patria, por el imperialismo romano. Su visión de las épocas paganas era más pesi­ mista aún que la de su maestro. Mediante antítesis mecánicas afirma que todo era peor antes y mejor ahora, incluyendo las invasiones bárbaras. Pero o bien no entendió o bien no aprobó la postura negativa de san Agustín fren­ te a la teología política elaborada por Eusebio y sus seguidores. Por el con­ trario, acepta con entusiasmo esta teología y la desarrolla hasta un punto no­ table, especialmente en lo referente a Augusto, el «más fuerte y clemente», y a su paz universal (6, 1). Orosio, siguiendo la traducción de san Jerónimo de la Crónica de Euse­ bio, dice que la existencia de esta paz fue anunciada por el cierre de las puer­ tas del templo de Jano cuando Octaviano regresó a Roma para asumir el tí­ tulo de Augusto. Por eso afirma que era el único monarca del mundo. Más tarde Orosio introdujo en este relato un detalle inventado por él mismo, un vínculo entre la asunción del nombre de Augusto en el 29 a.C. y el posterior bautismo de Cristo. Ambos acontecimientos tuvieron lugar, según Orosio, el 6 de enero, día en que se celebraba la Epifanía, una ñesta que Orosio inter­ pretaba de acuerdo con la costumbre cristiana oriental y en contra de la opi­ nión de san Agustín y de la Iglesia de Roma. Orosio pensaba que esta fiesta no indicaba la visita de los Reyes Magos, sino el sacramento del bautismo de Cristo, el inicio de su ministerio en la tierra. «Por esta razón —escribe Oro­ sio— , era adecuado recordar fielmente este acontecimiento, ya que el impe­ rio de César tenía que probar en todos los aspectos que había sido preparado para la llegada de Cristo» (6, 20). Después, en el mismo año del nacimiento

de Cristo, Augusto cerró de nuevo las puertas de Jano, inaugurando una paz que duró cerca de doce años. Al mismo tiempo rehusó ser llamado Señor, en un momento en que el verdadero Señor de la raza humana acababa de nacer. Cristo devolvió el cumplido eligiendo, según Orosio, ser incluido en el cen­ so de Augusto, honor que no concedió a ningún otro imperio. Al hacerlo se autoafirmaba como ciudadano romano, y reconocía haber predestinado la mi­ sión histórica de Roma. Orosio estrechó además los lazos entre Augusto y Cristo dando un signifi­ cado cristiano a milagros paganos asociados con el primero. Cuando Augusto regresó a Roma después de la muerte de César, apareció sobre el sol un círcu­ lo semejante al arco iris, indicando que el dueño del mundo había llegado a la ciudad y prefigurando al mismo tiempo el advenimiento del verdadero sol, el dueño y creador del universo. En cuanto a la historia de la fuente de aceite que supuestamente manó en una posada del Trastevere, Orosio señala que fue des­ pués de que Augusto devolviera treinta mil esclavos a sus dueños, matando a los que no lo tenían, y perdonando las deudas del pueblo romano. ¿No fue un­ gido Cristo? ¿No representa la posada a la hospitalaria iglesia? ¿No devuelve Cristo los esclavos del pecado a sus propios dueños (a excepción de aquellos predestinados a la muerte, que no tenían ninguno), y perdona las deudas en que había incurrido el pecador (6, 20)? Esta «teología augusta» de Orosio se di­ fundiría más tarde, y algunas de sus ramificaciones son descritas de manera fascinante por Robert Brentano. Por ejemplo, en la famosa guía de Roma del siglo xn, los Mirabilia, se dice que Augusto había pedido consejo a la Sibila acerca de la propuesta del Senado de ser adorado como dios. Ella profetizó que del cielo vendría un rey, e inmediatamente Augusto vio, en un relámpago pro­ cedente del cielo, a una hermosa virgen con un niño en brazos sobre un altar, y oyó una voz que decía: «este es el altar del hijo de Dios». Se decía que la vi­ sión había tenido lugar en la habitación de Augusto, situada en el mismo lugar donde se construyó después la iglesia de Sancta, Maria in Ara Caeli. Augusto describió su visión al Senado y declinó la ofrecida deificación. Volviendo a una obra histórica más sobria, escrita cerca de un siglo des­ pués, encontramos esta yuxtaposición de Augusto y Cristo repetida, de un modo estilizado pero efectivo, por el influyente cronista Martín de Troppau, quien decía que Augusto había establecido la paz universal pero no quiso ser llamado señor o adorado como dios. En esa época nació Cristo, y entonces la ciudad de Roma y el mundo entero tuvieron dos luces, dos espadas y dos gobiernos: la autoridad pontificia ejercida por Cristo, y la imperial por Oc­ taviano. También Tito, el conquistador de Jerusalén, fue para Orosio una figura providencial. Mediante el saqueo de Jerusalén tuvo el honor de vengar la muerte de Cristo, y también él, junto con su padre, Vespasiano, cerró las puertas del templo de Jano. (Prudencio, Apotheosis, 538-540, había dicho que Tito y Pompeyo hicieron pagar a los judíos su deuda con Dios.) A esta tesis, muy difundida, añadió Dante siglos después un corolario aún más ex­ travagante: hizo de Tiberio, el emperador bajo cuyo reinado murió Cristo,

otro instrumento de la providencia divina. No sólo se permitió a los romanos vengar la muerte de Cristo mediante el castigo de los judíos, decía Dante; también vengaron la caída del hombre mediante la ejecución de Jesús. De esta manera implicaba al imperio romano en la salvación del hombre, ha­ ciendo notar que si Roma no hubiese tenido jurisdicción legal sobre Cristo gracias a su inclusión en el censo de Augusto, su muerte no habría podido redimir a la humanidad. Este privilegio de vengar el pecado de Adán ftie, se­ gún Dante, la máxima gloria jamás concedida a Roma (Purgatorio, 21, 8284; Paraíso, 6, 82-93; Monarquía, 2, 11). Ningún otro escritor cristiano, y desde luego no Orosio, ha ido tan lejos. Pero para Orosio la conexión entre Cristo y el imperio pagano prefiguraba claramente el cumplimiento de la historia en el imperio cristiano, como ciu­ dadano del cual podía decir: «la amplitud de Oriente, la vastedad del Norte, la extensión del Sur y las amplias y seguras sedes de las grandes islas están bajo mi ley y mi nombre porque yo, como romano y cristiano, acerco a los cristianos y a los romanos» (5, 2). Esta unión de los pueblos romano y cris­ tiano en Orosio constituye el extremo opuesto de las referencias de san Agustín a «su historia». Orosio fue discípulo de san Agustín sólo de una ma­ nera superficial. Su verdadero maestro fue Eusebio de Cesarea, como han se­ ñalado Peterson y Mommsen. La idea de Roma de Orosio tuvo al menos tanta influencia en Occidente como la de san Agustín. El carácter negativo del tratamiento que el obispo de Hipona da al problema de la misión providencial de Roma escapó a la ma­ yor parte de los comentaristas medievales (y a muchos de los modernos), aunque su actitud negativa hacia los héroes romanos tuvo una considerable influencia en el pensamiento posterior. Su concepto sardónico de la virtud ro­ mana encontró un montón de imitadores en la Edad Media, desde Fulgencio en el siglo vi hasta Guido Vemani, el crítico de la Monarquía de Dante, en el xrv. Dado que el propio Orosio no se interesó por la virtud romana y con­ sideraba a Roma como una especie de marioneta gigante manipulada por Dios, su obra no planteó ningún problema con respecto a una interpretación semejante. Muchos escritores posteriores fueron capaces de combinar, sin ningún sentido de la incompatibilidad, un entusiasmo orosiano por la impo­ sición romana del orden en el mundo con una indiferencia u hostilidad agustinianas hacia los héroes paganos. San Agustín y Orosio vivieron en una época en la que, al menos en Oc­ cidente, la vertiente imperial de la imagen de Roma empezaba a perder ac­ tualidad. Desde el punto de vista político, la situación de Roma era algo pe­ riférica ya antes del saqueo de Alarico. Constantino había establecido su nueva capital en el Bosforo, y el centro del poder imperial se desplazó ine­ vitablemente a Constantinopla, aunque algunos emperadores romanos tar­ díos, como Valentiniano III, residieran en Roma, y Justiniano, gobernando desde Constantinopla, empleara mucha sangre y oro en arrebatar Roma a los ostrogodos. Pero las invasiones lombardas deshicieron la obra de Justinia-

no, y después Roma llegó a ser considerada más como la ciudad de los apóstoles Pedro y Pablo y de los papas que como la cuna de los héroes clá­ sicos y de los emperadores antiguos y modernos. Prudencio había sido uno de los primeros escritores cristianos en incor­ porar los santos y mártires primitivos al culto patriótico de Roma, aunque para él Roma era también la ciudad de los Césares. El papa León I (m. 461) desarrolló este punto de vista llegando a creer que Cristo había venido úni­ camente para salvar a los romanos. No obstante, marcó una separación entre la Roma pagana y la apostólica más radical que la de Prudencio. Los funda­ dores de la primera habían sido los hermanos de sangre y enemigos Rómulo y Remo, uno de los cuales mató al otro; los fundadores de la segunda fueron los caritativos hermanos en espíritu Pedro y Pablo. De estos últimos, Pedro había sido el destinatario del encargo de Cristo de regir la Iglesia, y fue su presencia revivida la que presidió lo que León creyó era Ia renovatio de Roma tras el saqueo del 410. En un sermón (82), León decía que Roma no era ya la «maestra del error» sino la «discipula de la verdad», y se dirigía a ella como «una raza santa, un pueblo elegido, una ciudad sacerdotal y real, cabeza del universo gracias a la santa sede del bienaventurado Pedro». «Tú —declaraba, refiriéndose a Roma— has extendido tu poder mediante la reli­ gión divina más que a través del dominio terrenal.» Para León y para Orosio populus christianus y populus romanus eran ex­ presiones prácticamente idénticas. Sobre este pueblo debían gobernar en ar­ monía Iglesia y Estado, ayudándose mutuamente en las tareas ordenadas por Dios. Este ideal de cooperación se remontaba a Eusebio de Cesarea, quien consideraba al emperador como el miembro superior de la alianza. León I, por el contrario, pensaba que, al menos en Occidente, el más importante de­ bía ser el papa. Toda intrusión en su autoridad debía ser rechazada aun si pro­ cedía del emperador, y especialmente si venía del advenedizo obispo de Constantinopla. También fueron graves las usurpaciones de poder para un papa más im­ portante, el aristócrata romano Gregorio I Magno (papa entre 590 y 604), pero éste se enfrentaba a un problema desesperadamente cercano: el intento de convivir con los lombardos en la Italia central. Su lamento por Roma cuando los bárbaros sitiaron la ciudad en el 593 refleja el pesimismo con que veía la situación: De la que fue una vez dueña del mundo, vemos ahora lo que queda, afli­ gida como está en todos los frentes por inmensos pesares, por la deserción de sus ciudadanos, los ataques de sus enemigos y la acumulación de sus ruinas ... ¿Dónde está ahora el Senado? ¿Dónde las gentes? Toda pompa y toda cere­ monia se han extinguido ... El Senado se ha ido, el pueblo ha perecido ... Roma está ahora vacía y en llamas (Patrología Latina, 76, 1.010-1.011).

Ni siquiera en épocas más tranquilas demostró san Gregorio, como León, te­ ner esperanzas en una pronta renovatio. Tampoco fue capaz de permitirse

el lujo, como había hecho su predecesor, de limitar su ministerio a los que consideraba romanos. «Me he convertido en el obispo no sólo de los roma­ nos, sino también de los lombardos», observó con amargura. Aun así desea­ ba la salvación de las almas de los bárbaros, y encontró tiempo para enviar misioneros hasta el último rincón del mundo, Britania, una región que en aquella época se hallaba totalmente al margen del ámbito de la civilización romana. Durante mucho tiempo san Gregorio fue recordado más por los ingleses, que esperaban que fuera su protector en el día del Juicio Final, que por los romanos. Fue también en Inglaterra, curiosamente, donde se encontró el pri­ mer testimonio de la leyenda que lo relacionaba —de un modo que sin duda él hubiera lamentado— con el emperador Trajano, elegido mucho antes de­ bido a su virtud: Eutropio, por ejemplo, había terminado su largo panegírico a este emperador, copiado fielmente por Paulo Diácono, declarando que «in­ cluso en nuestra época los príncipes son aclamados por el senado con el gri­ to: “¡que seas más afortunado que Augusto, más justo que Trajano!”». Aun antes de que Paulo escribiera su panegírico, un monje de Whitby compuso, probablemente a comienzos del siglo vm, una vida del papa que incluía una historia extraordinaria, la del rescate de Trajano del infierno mediante su bautismo con las lágrimas de san Gregorio. Esta historia fue incorporada posteriormente (en tomo al 875) a la biografía «oficial» por Juan Diácono, y se difundió a través de Europa. Según el monje de Whitby, un día que san Gregorio cruzaba el Foro (de Trajano) miró hacia «una maravillosa obra suya» y encontró recogido allí un acontecimiento del reinado del emperador que parecía indicar un espíritu más cristiano que pagano. Se trataba de la sentencia de Trajano en favor de una pobre viuda que había apelado a él, pre­ cisamente cuando marchaba con gran prisa a la guerra, contra los asesinos de su hijo. La actuación del emperador le recordó a Gregorio el versículo de la Biblia «haced justicia al huérfano, defended a la viuda» (Isaías 1, 17, aunque para el monje de Whitby son simplemente «palabras de Cristo»), Entonces Gregorio fue a San Pedro y derramó tantas lágrimas por Trajano que sus ple­ garias fueron escuchadas y el buen gobernante pagano se salvó. Es una historia notable, ya que establece un vínculo entre la era pagana y la cristiana y contradice la declaración expresa del propio san Gregorio de que nadie debería rezar por los infieles y los pecadores del infierno. Resulta particularmente significativa porque san Gregorio mostró escasa piedad ha­ cia la cultura pagana, y porque otra leyenda medieval lo relaciona con la des­ trucción de antiguas bibliotecas existentes en el Palatino y el Capitolio. Pero debemos recordar que en realidad el monje de Whitby no estaba describien­ do a Trajano como un buen pagano, sino como un protocristiano; le alaba no por ser un ejemplo de justicia secular, sino por mostrar compasión cristiana. Además, san Gregorio no lloró en el foro de Trajano o sobre la tumba del emperador. Fue a la iglesia de su gran patrón y predecesor, san Pedro, y allí consiguió el favor que buscaba. A finales de la Edad Media, sin embargo, es­ critores como Juan de Salisbury y Dante elogiarán la justicia de Trajano, una

virtud secular y supuestamente romana, y no mencionarán la visita de Gre­ gorio a San Pedro. Para los cristianos de Occidente de principios de la Edad Media era san Pedro quien otorgaba autoridad espiritual al papa. Con el tiempo, éste fue ejerciendo una creciente autoridad temporal. Por supuesto, durante muchos años continuó siendo aliado del emperador. Pero éste estaba lejos, durante casi todo el siglo vm fue un hereje, y su ejército fue de mayor utilidad a Constantinopla que a Roma. Esta ciudad y la región circundante, amenaza­ das cada vez más por los lombardos, estaban, si no en teoría, sí de hecho, bajo la responsabilidad del papa. Pero para protegerlas hacían falta soldados. Con el fin de conseguir esta protección el papa se dirigió a Occidente. En el 754 ungió como rey a Pipino, el poderoso mayordomo de palacio de los fran­ cos, y le concedió el título de patricius Romanus, anteriormente llevado por el representante de Bizancio en Italia, el exarca de Ravena. Más tarde, el tí­ tulo fue conferido al hijo de Pipino, Carlomagno, por la misma razón. Probablemente se pueden deducir ciertas nociones de la ideología papal en este periodo de la curiosa falsificación que fue la Donación de Constanti­ no, aceptada hasta la Edad Moderna como una concesión real de autoridad y territorio hecha por Constantino al papa Silvestre I. Aunque teóricamente se puede fechar la falsificación en el 850, es muy probable, por razones de se­ mejanza estilística con documentos pontificios del tercer cuarto del siglo vm, que se hiciera entonces al menos una primera redacción. Su contenido es una extraña combinación de leyenda y documentos ofi­ ciales, y su terminología es unas veces vaga y otras muy precisa. Comienza con un largo preámbulo en el que Constantino afirma su fe cristiana y relata su conversión. Aquejado de lepra, y habiendo rechazado piadosamente la po­ sibilidad de sanar mediante la inmersión en la sangre de niños inocentes sa­ crificados, como le habían aconsejado sus sacerdotes paganos, fue recom­ pensado con un sueño en el que san Pedro y san-Pablo le recomendaban ser bautizado por el papa Silvestre, que en esa época se escondía de la persecu­ ción imperial. Después de haber encontrado al papa y viéndose curado de la lepra, Constantino decretó que la Iglesia y Sede de Roma serían honradas y ensalzadas sobre su propio trono e imperio y gobernarían sobre todas las iglesias del mundo, declarando también que la silla apostólica asignada a Pe­ dro por el Salvador y el lugar donde Pedro y Pablo sufrieron martirio serían la sede de la ley sacra. Además decía haber construido una iglesia en su pa­ lacio de Letrán (palacio superior a todos los demás del mundo), así como iglesias dedicadas a san Pedro y san Pablo. Mediante la Donación concedió a Silvestre no sólo este palacio, sino también «la corona de nuestra cabeza», que Silvestre rehusó, el fiygium (probablemente la tiara), el superhumeral que rodeaba el cuello del emperador, la clámide púrpura y la túnica carmesí y los otros atributos imperiales, además del derecho a presidir la caballería imperial (esta última concesión pretendía quizá legitimar el derecho del papa a hacer la guerra). El clero pontificio recibiría los honores de senadores, y Constantino cumpliría, en honor de san Pedro, la función de palafrenero del

papa, llevando su caballo de la brida. El emperador añadía que había cedido al papa el palacio imperial y también la ciudad de Roma y todas las provin­ cias, distritos y ciudades de Italia o de las regiones occidentales (esta fraseo­ logía es quizá intencionadamente vaga), trasladando su propio reino a Orien­ te, ya que no era correcto que un emperador terrenal tuviera jurisdicción don­ de el emperador de los cielos había establecido la capital de su culto y sus sacerdotes. Fuera cual fuese el objetivo práctico de esta falsificación, asignaba clara­ mente al papa una autoridad imperial —y más que imperial— sobre Roma (concebida como la ciudad de san Pedro y san Pablo). Sus pretensiones justi­ ficaban que el papa asumiera el derecho a nombrar un patricius romanus que la protegiera de los bárbaros. Después, en el 800, en un momento en el que estaba sometido a fuertes presiones por parte de enemigos locales, el papa León ΙΠ designó patricius a un emperador. La culminación de la alianza en­ tre el papado y los francos fue la coronación de Carlomagno como emperador de los romanos en San Pedro, el día de Navidad de ese mismo año. El signi­ ficado de esta ceremonia ha sido muy discutido, así como los motivos de los que participaron en ella. Según los semioficiales Anales francos, el papa León puso una corona en la cabeza de Carlomagno y en ese instante el pueblo de Roma gritó: «vida y victoria a Carlos, Augusto, coronado por Dios», y fue adorado por el papa como a los antiguos príncipes. Este relato pone al menos tanto énfasis en el papel del pueblo romano como en el del papa. La biogra­ fía oficial de León ΠΙ en el Liber Pontificalis, por su parte, subraya el papel de Pedro y su sucesor León en la coronación, afirmando que fue el celo de Carlomagno por la Santa Iglesia y su vicario lo que motivó que el pueblo gri­ tara, de acuerdo con la voluntad de Dios y de san Pedro, guardián de las lla­ ves del reino celestial: «¡a Carlos, el más piadoso de los Augustos coronado por Dios, grande y pacífico emperador, vida y victoria!». Después «el más santo pontífice» ungió a «su hijo» Carlos con los óleos. El biógrafo de León no menciona la adoración del nuevo emperador por el papa. Más bien parece insinuar que la corona imperial fue un regalo del papa al emperador a cambio de los servicios prestados. Esto se revela de forma explícita en la coronación de Ludovico Pío por Esteban IV en Reims, en 816. Allí no hubo aclamación por el pueblo ro­ mano; los únicos protagonistas de la ceremonia fueron el papa y el empera­ dor. Esteban dijo que había traído para Ludovico la corona del emperador Constantino, y que por ello Roma le otorgaba los «dones de Pedro». Tras bendecir la corona, Esteban invocó el favor de Cristo, «que quiere que Roma llegue a ser la cabeza del mundo». Aquí vemos cómo el aspecto im­ perial de Roma se añade simplemente a su imagen providencial y papal. Pero ¿cuál fue la actitud de los emperadores de la nueva Roma, Cons­ tantinopla, ante estos acontecimientos? Como es natural, la coronación de Carlomagno los enfureció. No obstante, este príncipe estaba más interesado en mantener relaciones diplomáticas con ellos que en usurpar un título espe­ cíficamente romano. Aunque durante unos cuantos años sus monedas lleva­

ron inscrito el lema «renacimiento del imperio romano», muy pronto éste fue reemplazado por el énfasis en la creación de un imperium ckristianum. In­ cluso Einhard, el biógrafo romanizante de Carlomagno, que eligió como mo­ delo para su vida del monarca franco la biografía de Augusto escrita por Sue­ tonio, hace referencia a los esfuerzos de Carlomagno tras su coronación por apaciguar a los ofendidos «emperadores romanos» de Constantinopla. Algunos papas del siglo ix y sus servidores no fueron tan considerados con la sensibilidad de los bizantinos. Nicolás I (856-867) escribió al empe­ rador bizantino Miguel ΙΠ para decirle que era ridículo que se denominara a sí mismo emperador de los romanos, cuando ni siquiera comprendía el latín. Este punto de vista es expresado de forma más detallada y teórica en el in­ forme que Anastasio, bibliotecario del papa, dirigió a Adriano Π (867-872) después del fracaso del octavo concilio ecuménico de Constantinopla, en el 870. Anastasio decía que el emperador bizantino Basilio había insistido en llamarse a sí mismo «emperador de los romanos» a pesar de que los empe­ radores orientales habían perdido por castigo divino su poder en Occidente. Luis II el Tartamudo, protegido del papa, envió una carta escrita por Anasta­ sio a Basilio en el año 871 en la que habla de sí mismo como «el augusto emperador de los romanos» que escribe al «emperador de la nueva Roma», afirmando que el título de basileus de este último podía aplicarse a toda cla­ se de monarcas. Pero el título imperial era diferente: por elección de la Igle­ sia y del papa, él, Luis, y su familia ocupaban el trono imperial. Juan VIH (872-882), sucesor de Adriano, creía que el imperium era un regalo de Dios a través del ministerium del papa, y llamaba a Roma «ciudad sacerdotal y real». No obstante, al mismo tiempo se mostraba orgulloso de su antigua historia. Utilizaba las fórmulas SPQR y «togados», y en una de sus cartas afirmaba patrióticamente que los romanos morirían antes que dar sus hijos como rehenes a sus enemigos. Juan Diácono demostraba ser consciente de este aspecto de la concepción del papa cuando le dedicó la vida de Gregorio I con las palabras siguientes: «Acepta los triunfos del pueblo de Rómulo». Además, cuando Juan VHI le ofreció la corona imperial a Carlos el Calvo en el 875, dijo que lo había hecho después de consultar a sus con­ sejeros y al senado romano. Esta idea aparece reflejada también en los poemas del gramático napolitano Eugenio Vulgario, algunos de los cuales están dirigidos al papa Sergio ΙΠ (904-911). Familiarizado con Horacio, Séneca y Virgilio, alaba a la «áurea Roma», a la que describe como «cabeza del universo, terror del mundo, rayo que cae en la tierra, santuario de reinos, única belleza inmortal, ciudad de ciu­ dades». Elogia asimismo a los Escipiones, a los Fabios y a los antiguos atri­ butos del gobierno, cuya gloria —afirma— ha renovado ahora el pontífice. Pero a pesar de estos cumplidos a la ciudad pagana, era la Roma de Pedro y Pablo la más importante para los papas de este periodo y para sus teóricos y panegiristas: el título de emperador era otorgado por el supremo pontífice, y existía sólo para protección de la Iglesia.

Cuando Juan ΧΠ pidió ayuda a Otón I el Grande, rey de Sajonia, y le co­ ronó en Roma en el 962, indudablemente pensaba en un emperador de este tipo. Pero el propio Otón tenía una idea más simple de su título, ya que se llamaba a sí mismo sólo «imperator» o «imperator augustus» en lugar de «imperator Romanus» o «imperator Romanorum». Su imperio era todavía el imperium christianum de Carlomagno. Widukind de Corvey, el famoso cro­ nista sajón de su reinado, lo llama emperador (título que había aplicado tam­ bién a su predecesor, Enrique el Pajarero) sencillamente porque reinaba so­ bre una serie de pueblos. Widukind ni siquiera menciona su coronación en Roma. Tampoco fue considerado un emperador romano por Benito, un mon­ je de San Andrea, no lejos de Roma, que a propósito de una de las visitas de Otón a Roma escribió: ¡Ay de ti, reino de Italia, oprimido por tantas naciones! ... ¡Ay de ti, Roma! Has sido vencida y pisoteada por muchos pueblos; eres también la cautiva del rey sajón, tu pueblo ha sido juzgado con la espada, y tu poder anu­ lado ... En el apogeo de tu fuerza triunfaste sobre muchos pueblos ... Osten­ taste el cetro y el poder supremo ... Tu belleza era demasiado grande.

Es cierto que la dramaturga y poetisa clasicista Roswitha, monja del mo­ nasterio de Gandersheim, situó a.Otón entre los Césares y se refirió a su im­ perio como «imperium Romanorum» o «Caesarianum» u «Octavianum». Además, Liutprando de Cremona, emisario de Otón, dijo al emperador de Constantinopla que Otón era el verdadero emperador romano. Pero al mis­ mo tiempo reveló hostilidad hacia lo romano y orgullo por lo germánico, sentimientos que probablemente compartía con otros personajes de la corte de Otón. Según su informe sobre la embajada que realizó en Constantinopla c. 969, él y su pueblo fueron insultados por Nicéforo Focas con estas áspe­ ras palabras: «Vosotros no sois romanos, sino lombardos». Liutprando afir­ mó que había respondido así: La historia nos dice que Rómulo, del que los romanos tomaron su nombre, fue un fratricida nacido de adulterio. Construyó un lugar para refugiarse y aco­ gió en él a deudores insolventes, esclavos fugitivos, asesinos y hombres que merecían la muerte por sus crímenes. Esta fue la clase de gente que enroló como ciudadanos y a los que dio el nombre de romanos. De esta nobleza des­ cienden aquellos a los que das el título de «reyes del mundo». Pero nosotros, lombardos, sajones, francos, lotaringios, bávaros, suabos y burgundios, hasta tal punto despreciamos a esas personas que cuando nos enfurecemos con un enemigo no encontramos nada más insultante que decirle: «¡Tú, romano!». Para nosotros, la palabra romano comprende toda clase de bajeza, apocamien­ to, avaricia, lujuria, falsedad y vicio.

Aun cuando Liutprando no llegara a pronunciar realmente estas atrevidas pa­ labras ante Nicéforo, seguramente no se las habría escrito a Otón a menos que pensara que iban a agradarle.

Liutprando no logró el propósito de su embajada, que era conseguir una novia imperial para el hijo de Otón, pero el sucesor de Nicéforo estuvo dis­ puesto a enviar a la princesa bizantina Teófana, que al parecer introdujo en la corte sajona una conciencia de romanidad considerablemente intensifica­ da. Su influencia aumentó después de la muerte de su esposo Otón Π en 983, cuando su hijo, Otón ΠΊ, era menor de edad. En realidad, este último inten­ tó establecer su corte en Roma durante su brevísimo remado, entre 995 y 1002. Actuó en armonía con un papa designado por él, el famoso maestro Gerberto de Aurillac, quien, siendo arzobispo de Reims, había llegado an­ sioso a la corte de Otón en el 997, manifestando con las siguientes palabras su cálida adhesión a la ideología del joven emperador: Nuestro, nuestro es el Imperio Romano. Italia, fértil en frutos, Lorena y Germania, fértiles en hombres, ofrecen sus recursos, e incluso no nos faltan los fuertes reinos eslavos. Tú, César, eres nuestro augusto emperador de los romanos, tú, que, surgido de la sangre más noble de los griegos, los superas en imperio y gobiernas a los romanos por derecho hereditario, pero sobrepa­ sas a ambos en genio y elocuencia.

Cuando subió al trono de San Pedro, Gerberto tomó el nombre de Sil­ vestre Π, sin duda para honrar a Otón como un nuevo Constantino, y quizá con la esperanza de una donación mayor. Pero la forma en que Otón hizo su propia donación a San Pedro carecía totalmente de la deferencia expresada en el lenguaje de la falsificación constantiniana. Según decía, los papas an­ teriores habían actuado enérgicamente contra la propiedad ajena, que nos pertenecía a nosotros y a nuestro imperio. Así eran en efecto las glosas que inventaron, con las que Juan Diácono, apodado «Sin Dedo» [mutilado por el papa Juan XII, huyó a la corte de Otón I], escribió un edicto en letras de oro; bajo el nombre del gran Constantino urdió una antigua mentira ... Rechazando por tanto estos falsos edictos y escritos fantasiosos, por nuestra liberalidad damos a San Pedro lo que es nuestro; no le damos lo que es suyo como si fuera nuestro. Porque así como debido a nuestro amor por san Pedro hemos elegido como papa a nuestro maestro señor Silvestre, ... así por amor al mismo papa Silvestre con­ cedemos a San Pedro dones de nuestro patrimonio imperial, de manera que nuestro maestro tenga algo que ofrecer a nuestro señor Pedro de parte de su discípulo.

Este regalo (los ocho condados de la Pentápolis) era modesto en compara­ ción con el extenso lenguaje de la Donación. Otón ΠΙ pretendía gobernar Roma él mismo, y en este sentido, aunque hay pocos indicios de que tuvie­ ra un interés directo en la historia pagana de Roma, quiso emular a Cons­ tantino, al menos al Constantino de la leyenda religiosa. Una ambición im­ perialista semejante habría sido intolerable para la mayoría de los pontífices posteriores. Roma era un nido demasiado pequeño para dos pájaros como és­

tos, y generalmente el emperador tenía que estar en cualquier otro lugar, lu­ chando contra sus enemigos o haciendo cumplir personalmente sus leyes mientras deambulaba por sus vastos e ingobernables dominios. El intento de Otón de dirigir el imperio desde Roma fue muy breve y de­ sastroso; una sublevación popular lo expulsó de la ciudad. La presencia si­ multánea en ella de los gobiernos del emperador y del papa, con vistas a ejer­ cer su jurisdicción ordinaria de forma progresiva, no se repetiría. Pese a las angustiadas protestas de algunos imperialistas, Roma seguiría siendo una ciudad administrada por el papa, salvo cuando empezaron a destacar ele­ mentos comunales que limitaron su poder local. Pero, quizá como último resplandor de lo que había sucedido bajo Otón III, escritores como Anselmo de Besate y Benzo de Alba aclamaron a los emperadores Enrique III y Enri­ que IV con expresiones que demuestran una conciencia del papel de éstos como sucesores de los grandes gobernantes paganos republicanos e imperia­ les, así como de su cristiana y eusebiana función de virreyes de Dios en la tierra y aliados de los papas. También se concedía más atención a su función como legisladores y restauradores del derecho romano. Al mismo tiempo, las facetas imperial y papal de la idea de Roma no estaban tan íntimamente mez­ cladas como bajo Otón III, cuando León de Vercelli escribió un poema dedi­ cado a Gregorio V, predecesor de Gerberto, en el que afirmaba que el papa, el emperador y la Iglesia podían regocijarse ante la perspectiva de que, ayu­ dado por la fuerza del césar, el papa estaría en condiciones de purificar el mundo. Más tarde, en el siglo xi, los papas reformistas decidieron que tendrían que purificar el mundo por sí solos. Incluso un devoto emperador como En­ rique IH, que ejercitaba su poder eligiendo y deponiendo obispos y papas, llegó a parecer un amo con demasiado poder. Aun el recuerdo de la Roma imperial era a veces agobiante. Uno de los principales consejeros papales de las primeras fases de este movimiento reformista, el cardenal Humberto de Silva Candida, condenó el paganismo, y en consecuencia, al menos por im­ plicación, a la Roma imperial. «La Santa Iglesia Romana debe ser amada y reverenciada —decía— no por haber sido fundada sobre la arena por Rómu­ lo y Remo, ... sino porque fue fundada sobre la roca de Cristo por Pedro y Pablo.» Humberto opinaba que las leyes, instituciones y héroes romanos no eran dignos de admiración; sólo los mártires cristianos sacrificados a la Gran Prostituta tenían tal derecho. La propia Roma era más un cementerio de már­ tires que una ciudad de hombres. Esta postura es una versión mucho más áspera y exacerbada que la de san Agustín, al igual que la creencia de Gregorio VII en el origen pecaminoso del dominio de reyes y príncipes «sobre los hombres, es decir, sobre sus iguales», que, según él, procedía de la ciega codicia y la intolerable presun­ ción instigadas por el diablo. Pero el dominio eclesiástico era otra cuestión, y otro consejero papal elogió a Gregorio, antes incluso de su ascensión al pa­ pado, comparándolo con los Escipiones y afirmando que podía hacer más mediante su anatema que Mario y Julio con la masacre de incontables sol­

dados. Bien es verdad que de vez en cuando Gregorio tenía una visión posi­ tiva de Roma. En 1081 pidió a Alfonso VI de Castilla que no vetara la de­ signación de un prelado de origen humilde, y que recordara que, tanto en la época pagana como en la cristiana, la res publica Romana había valorado más la nobleza individual que la hereditaria. Pero consideraba que su propia posición era más elevada que la de los gobernantes antiguos. En 1075 escri­ bió con orgullo a Svend Π de Dinamarca que las leyes del emperador roma­ no jamás habían conseguido extenderse a tantas regiones como las del papa romano. La expresión más refinada y apremiante de este triunfalismo papal, com­ binada con un auténtico pesar por la pasajera gloria de la Roma antigua, apa­ rece en dos poemas clasicistas del obispo Hildeberto de Tours (m. 1133). En el primero, el poeta se dirige a la Roma pagana: Nada puede igualarte, Roma, ni aun en tus ruinas; destrozada nos enseñas cuán grande fuiste. El tiempo ha destruido tu gloria, y los arcos de César y los templos de los dioses yacen en las ciénagas. Cayó la ciudad de la cual, si deseara decir algo justo, sólo podría afirmar: ¡era Roma! Pero ni el paso de los años ni las llamas ni la espada han podido borrar del todo aquel esplendor.

En el segundo poema contesta la Roma cristiana, y dice que mientras adoró a los falsos dioses gozó de la supremacía del mundo, pero que todo esto desa­ pareció cuando sus templos fueron arrasados. Mas no lamenta su pasada gran­ deza. Sus infortunios le enseñaron a no dejarse engañar por la vanidad. Su verdadera situación es más elevada que antes, ya que la Cruz es más podero­ sa que el Águila, y la gloria de Pedro supera la'de César. «Mediante el celo y las leyes gané el mundo, a través de la Cruz domino el cielo.» El romanismo hierocrático se fue haciendo cada vez más agresivo des­ pués de la victoria del movimiento reformista papal de los siglos xi y xn. La doctrina de la transferencia del imperio de los griegos a los germanos porel papado, afirmada en 1202 por el papa Inocencio ΠΙ, se sumó a lade laDo­ nación de Constantino. Cuarenta años más tarde un panfleto de la curia atri­ buido al papa Inocencio IV llegaba a decir que la Donación no era tal, sino sólo una restitución, y que constituía un reconocimiento de que el dominio del mundo, usurpado en el pasado por los emperadores paganos, pertenecía por derecho a Cristo y a sus vicarios, los papas. No es sorprendente que ante estas afirmaciones los emperadores (y algunos reyes) se vieran obligados a argumentar que el fundamento de su autoridad no descansaba en la Iglesia sino en una tradición mucho más antigua, la de las leyes humanas. Después de todo habían existido cónsules y reyes antes de que Pedro fundara su Sede, y el derecho romano había tenido validez simplemente por haber sido pro-

mulgado por la voluntad de aquellos a los que Dios, y no el papa, había de­ signado para esa tarea. Por lo que respecta a los emperadores, su autoridad no procedía de ninguna santificación sacerdotal, sino de Dios a través de sus elegidos romanos, quienes, mediante la lex regia, que figura en el Codex de Justiniano (1, 17, 1, par. 7) como «ley antigua», les habían transferido «todo el derecho y todo el poder del pueblo romano». De resultas de ello el empe­ rador se convirtió en legislador supremo; sus decretos eran «sagrados» por­ que estaban revalidados por los principios del derecho romano, del que al mismo tiempo era señor y ministro; sus legisladores eran «sacerdotes de la justicia». E. H. Kantorowicz, en su ensayo «Kingship under the Impact of Ju­ risprudence», afirma que no se trataba de «una secularización de lo espiri­ tual, sino más bien de una espiritualización y santificación de lo secular». A esta sacralización de la ley secular y de sus ministros contribuyó la ex­ traordinaria intensidad de los estudios de derecho romano en el siglo xn, di­ rigidos sobre todo al recién descubierto Digesto, vasto compendio de las obras de legisladores romanos recopiladas por Justiniano. Bajo el emperador Federico Barbarroja, en el siglo xn, tanto el derecho como el imperio se con­ sideraban sagrados, y Federico, queriendo legislar como un emperador ro­ mano de la Antigüedad, añadió nuevos decretos al Codex de Justiniano. Su nieto Federico II alude también en sus Constituciones de Melfi a que los ro­ manos, mediante la lex regia, otorgaron ius et imperium al príncipe romano (1, tít. 31). Imitando conscientemente a los emperadores antiguos, Federico, tras su victoria sobre Milán en 1238, envió a Roma el carroccio o carro con los estandartes de la ciudad, como «botín de los enemigos conquistados», rogando cortésmente que aceptaran la victoria de su emperador, que espera­ ba restaurar la antigua gloria de la ciudad. Pero la lex regia podía interpretarse tanto en un sentido popular como im­ perial. Aquellos «sacerdotes de la justicia», los legisladores, empezaron a de­ batir el problema de si el pueblo romano, por medio de la lex regia, había hecho donación permanente o temporal de su poder y autoridad al empera­ dor. ¿Debía ser renovada a la muerte del emperador? En caso de ser así, ¿era necesaria la aclamación del pueblo de Roma para designar al emperador, como al parecer había sucedido en la coronación de Carlomagno? Esta cuestión fue contestada afirmativamente a mediados del siglo xn por la recién creada comuna de Roma, que se rebeló contra el papa en 1143 y de nuevo en 1144. La comuna reconstituyó el Senado y afirmó su derecho a nombrar al emperador. Como ha dicho Robert Benson, «desde 1144 a 1155, lejos de tener objetivos concretos y limitados, los romanos tomaron a la An­ tigüedad como modelo político, y pretendieron ejercer íntegramente las pre­ rrogativas del senado y el pueblo romanos». Este modelo parece haber sido el imperio precarolingio, ante todo el de Constantino y Justiniano, y prescindía totalmente del papa. Estaban muy influidos por el dirigente religioso Amaldo de Brescia (m. 1155), quien creía que los clérigos debían ser despojados de sus propiedades. Uno de sus

seguidores, de nombre Wezel, tuvo la audacia de escribir a Federico que ni los «criados ni las mujerzuelas» de Roma creían en la Donación, «esa men­ tira y fábula herética», y que por lo tanto el papa no tenía derecho a con­ vocarle allí para la coronación. Además, Araaldo iba más allá del imperio cristiano: hacia el pagano y aún hasta la república. En palabras del con­ temporáneo historiador alemán Otto de Freising, «aducía el ejemplo de los antiguos romanos, que mediante la sabiduría de su senado y el disciplina­ do valor de sus jóvenes conquistaron el mundo. Proponía en consecuencia que se reconstruyera el Capitolio, se restableciera el Senado y se restaura­ ra el orden ecuestre». En esta época fue compuesta, según E. Monaci, su editor, una crónica lati­ na con cierta inclinación hacía la república romana, Multe ystorie et troiane et romane. Siguiendo a Paulo Diácono, su autor resaltó episodios y héroes de la ciudad republicana, y de hecho dedicó la mitad de su obra al periodo entre la expulsión de Tarquinio y la usurpación de Julio César. Decía que tras deste­ rrar a Tarquinio el pueblo de Roma pensó que su recién ganada libertad esta­ ría más protegida con dos cónsules que con un rey. Esta libertad fue posterior­ mente atacada por Sila y Julio César, que fueron los primeros en apoderarse por la fuerza de la res publica. Más claramente fechable en la época de la influencia de Amaldo de Bres­ cia es la Graphia aureae urbis Romae, la Descripción de la áurea ciudad de Roma. Contiene una historia mítica sobre asentamientos previos en o cerca del sitio de Roma, un texto ligeramente revisado de los Mirabilia, escritos unos diez años antes con un interés mucho mayor por los monumentos pa­ ganos que por las iglesias, y un Libellus o libro de ceremonias, compuesto antes de mediados del siglo xi, que describe ritos, oficios y atributos impe­ riales romanos. Los Mirabilia hablan con orgullo evidente del Capitolio como sede del gobierno, «en el cual los cónsules y senadores gobernaban el mundo». El Libellus se refiere a él con temor como lugar consagrado a Sa­ turno y Júpiter, a cuyo templo ni siquiera el emperador podía acercarse a me­ nos que vistiera la toga blanca. En conjunto, la Graphia refleja este espíritu de veneración hacia el pasado de Roma. Sin duda tenía también un propósito práctico: reunir convenientemente la clase de tradición que podía ser utilizada para impresionar al emperador ger­ mano. No hay ninguna prueba de que a Federico Barbarroja se le regalara una copia, pero cuando se acercaba a Roma en 1155 para ser coronado por el papa fueron a su encuentro mensajeros de la comuna, quienes, de acuerdo con Helmold, le dijeron que debía «honrar la Ciudad, que es cabeza del mun­ do y madre del imperio». Otto de Freising hizo una gráfica descripción de este encuentro, en la que los embajadores expresan lo que según ellos era la voz del pueblo de Roma: Pido el retomo de los privilegios de la famosa Ciudad. ¡Ojalá bajo este príncipe tome la Ciudad una vez más el timón del mundo! ¡Ojalá con este em­ perador sea reprimida la insolencia del mundo y sometida al único gobierno de

la Ciudad! ¡Ojalá este monarca se vea adornado con la fama y con el nombre de Augusto! ... He planteado la reinstauración del santo senado de la Ciudad santa y del orden ecuestre para aumentar tu gloria y la de la república divina, para que mediante los decretos del uno y las armas del otro pueda retomar al imperio romano y a tu persona la antigua magnificencia ... Tú eras un extran­ jero. Te he hecho ciudadano. Eras un recién llegado de las regiones transalpi­ nas. Te he convertido en príncipe (Gestas de Federico, 2, 29).

A este notable arrebato retórico (cuya elocuencia seguramente debe algo a la técnica literaria de Otto de Freising) replicó Barbarroja desdeño­ samente, diciendo que los francos habían tomado lo que quedó de la liber­ tad romana y habían heredado la dignidad senatorial, el valor ecuestre y el imperio. «Con nosotros están vuestros cónsules. Con nosotros está vuestro senado. Con nosotros está vuestro ejército ... Yo soy el legítimo dueño. Que quien pueda arrebate la clava de la mano de Hércules» (2, 30). Las pretensiones de la comuna se vieron defraudadas por el desdén im­ perial combinado con la hostilidad del papa, aunque resurgieron débilmente un siglo después con Brancaleone, boloñés cabecilla del gobierno comunal de Roma entre 1252 y 1258 que se llamaba a sí mismo «ilustre senador de la benéfica ciudad y capitán del pueblo romano». Pero no revivirían con una exuberancia comparable a la del movimiento del siglo x i i (completado con numerosos ejemplos clasicistas de arte y arquitectura) hasta que Cola di Rienzo, célebre personaje de principios del Renacimiento, estableció su es­ pectacular, aunque breve, régimen comunal, cuyo análisis excede los límites de este capítulo. Es comprensible que Barbarroja y la mayor parte de los emperadores posteriores no estuvieran dispuestos a someterse a una elección por parte del pueblo de Roma. Manfredo, hijo ilegítimo de Federico Π y bisnieto de Bar­ barroja, aspirante al trono imperial sin esperanza de apoyo pontificio, fue la excepción. En 1265 empleó una terminología con reminiscencias de las de­ claraciones comunales del siglo xn. Tras lamentar la Donación y el consi­ guiente enriquecimiento y usurpaciones del clero y denegar a éste toda par­ ticipación en la designación del emperador, Manfredo afirmó que el pueblo romano, por medio de su prefecto, que actuaba en presencia de sus procón­ sules, tenía el derecho a coronar al césar que había resultado elegido «por el decreto de vuestros decuriones, la autoridad del senado y la aclamación pú­ blica de vuestro pueblo en la sede del imperio». Llamó a Roma cabeza del mundo y dijo que era su deseo devolverle su antigua gloria, de modo que «por la autoridad del senado, el pueblo y la comuna sean restituidos los de­ rechos de vuestro imperio». Vencido por el papa y Carlos de Anjou, Manfredo no pudo llevar a efec­ to este plan de coronación comunal. Únicamente en la coronación de Luis de Baviera en 1328 pudo desempeñar la comuna un papel principal. En el intermedio hubo sólo la ambigua coronación de Enrique VII, en 1312, por cardenales asustados. Por lo que respecta al papa, era natural que se mos-

trase aun más hostil que el emperador a las reclamaciones comunales y re­ publicanas. Un papa, sin embargo, Nicolás ΙΠ (1277-1280), descendiente de una antigua y poderosa familia romana, los Orsini, adoptó una actitud muy diferente. Irritado por la potente influencia de Carlos de Anjou en la Italia central y especialmente en Roma, y sintiendo la natural animosidad de un nativo de Roma, y papa por añadidura, hacia las injerencias externas en la ciudad, intentó estimular el patriotismo de la población local. Reconoció el derecho del pueblo a elegir a sus senadores (por entonces solían ser sólo uno o dos), y una vez detentó él mismo este cargo durante un año. En su bula Dentro de las murallas de la ciudad (Intra urbis menia, 24 de septiembre de 1279), exhortaba a los dos senadores que le habían sucedido a tener en cuenta sus altos cargos y recordar que un pueblo grande y sublime mora dentro de las murallas de la ciudad, a la cual Dios ha bendecido de tal manera que se ha extendido mediante dones celestia­ les, y cuyo pueblo, fortalecido por la ayuda divina, excede a otras naciones en magnificencia y poder terrenal. Reyes y príncipes la veneran, y vuestros ante­ pasados la honraron como madre y señora y como la más gloriosa de todas las ciudades.

Por supuesto, para Nicolás, Roma no era sólo la ciudad antigua sino también, y en primer lugar, la ciudad del papa. En una célebre bula anterior, Funda­ mentos de la Iglesia militante (Fundamenta militantis ecclesiae, 18 de julio de 1278), promulgó una política de Roma para los romanos, citando la de­ claración del papa León I de que la ciudad, gracias al sacrificio de los már­ tires Pedro y Pablo, había sido apartada como «una raza santa, un pueblo ele­ gido»; había llegado a convertirse antes en cabeza temporal del mundo pre­ cisamente porque estaba destinada a ser la sede de Pedro. Por ello en Roma debían gobernar los romanos, y a los extranjeros de alta cuna (como Carlos de Anjou) no se les debería permitir servir como senadores u otra clase de magistrados. Esta bula representa un curioso vínculo entre las imágenes co­ munal y papal de Roma. Reflejo de ello es quizá un manuscrito actualmente en Hamburgo (lámi­ na II: 451 in serin. Biblioteca Estatal y Universitaria de Hamburgo, ed. por E. Monaci, facs. por T. Brandis y O. Paecht), escrito con letra semejante a la de la cancillería pontificia bajo Nicolás ΙΠ. Es una copia, con ochenta y tres páginas ilustradas, de una traducción al dialecto romano de las anteriormen­ te mencionadas Multe ystorie del siglo xn. Monaci cree que la traducción fue realizada probablemente por Brancaleone entre 1251 y 1257, ya que la copia de Hamburgo presenta dos ilustraciones fuera del texto que parecen inspira­ das en las monedas de Brancaleone. Pero el tercer dibujo alegórico de la co­ pia, situado al final del volumen, difícilmente puede ser obra suya. Repre­ senta a una reina de pie sobre un león, con una iglesia en la mano izquierda y un globo en la derecha. Sobre el globo está arrodillado un ángel. Una se­ rie de anotaciones en la misma página explica la ilustración. La reina es la

Iglesia Romana, Ecclesia Romana. El león a sus pies es el imperio romano. La iglesia en la mano izquierda es la Iglesia de Dios, Ecclesia Dei, mientras que el globo de la derecha es el mundo. El ángel representa el triunfo del cle­ ro. Es probable que esta página fuera añadida a la copia de Hamburgo para incluir la crónica, que resalta el periodo de libertad romana entre Tarquinio y César, bajo el patrocinium del papa. Sin embargo, no fue en el Lacio, sino en la Toscana, una provincia con un número insólito de vigorosas y tímidas repúblicas, algunas de las cuales pretendían descender de Roma, donde iban a surgir las más interesantes y profundas valoraciones tardomedievales de la república romana. Entre ellas se cuentan las de los dominicos Tolomeo de Lucca y Remigio Girolami de Florencia y la del laico Dante Alighieri, que estaban en Florencia alrededor del 1300. Hablando de muchos de los mismos héroes por los que san Agus­ tín había sentido tan mordaz admiración, pusieron la moral en primer lugar. Para ellos los héroes romanos eran exempla de caritativo autosacriñcio, no de ambicioso narcisismo. Donde Agustín había negado a la res publica ro­ mana incluso la verdadera justicia, Tolomeo trastocó la cita de modo que se entendiera que el gobierno romano había sido benévolo y había sido guiado por un «sincero amor a la patria». También afirmó Tolomeo que este amor debía ser identificado con la suprema virtud de la caritas, y lo mismo hizo Remigio, que incluso citó el comentario de san Agustín en su Regla sobre las palabras de san Pablo, «la caridad no es egoísta». Agustín decía que «la ca­ ridad antepone los asuntos comunes a los particulares», y Remigio identificó «asuntos comunes» con el bien común de Aristóteles, y el bien común con el bien de la comuna. Según Remigio, el bien de la comuna era la paz, la or­ denada concordia de sus ciudadanos, y ni siquiera debía tomarse en cuenta la autoridad del papa si promovía facciones y actuaba en contra de la caridad, «cuyo efecto es la paz». Observa además que un ciudadano debe estar dis­ puesto a ir al infierno, si puede hacerlo sin ofender a Dios, antes que ver allí a su comuna, y, copiando el relato de Paulo Diácono, habla con admiración de Marco Curcio, quien, cuando en el centro de Roma se abrió un gran agu­ jero que conducía al Hades, lo cerró saltando dentro de él a caballo y con ar­ madura, eligiendo literalmente ir al infierno para salvar la ciudad. También Dante alabó el espíritu romano de autosacrificio y dijo que el amor de los hé­ roes romanos por su patria era sobrehumano y estaba inspirado por Dios. El interés de Remigio por la república romana dependía más de su con­ dición de modelo para la comuna que como etapa en la historia providencial de Roma, aunque aceptaba la visión tradicional de la paz de Augusto como la plenitud de la época en que Cristo había elegido nacer. Consideraba que Lucio Bruto, fundador de la libertad romana mediante la expulsión del rey Tarquinio, tenía la misma importancia que Rómulo, el fundador de Roma. In­ fluido quizá por su discípulo Brunetto Latini, florentino, aclamó a Cicerón como «el mejor de los latinos» debido a que había evitado las facciones y an­ tepuesto su país a sus amigos. También admiraba a Julio César por su mag-

nanimidad para con sus enemigos. Pero no tocó el tema de las relaciones en­ tre la Roma pagana y la cristiana. Este era un tema fundamental para Tolomeo y para Dante, pese a tener dis­ tintos puntos de vista sobre él. Tolomeo era un ferviente papista y Dante un im­ perialista radical; Tolomeo consideraba la república romana como preparación del papado, mientras que para Dante era precursora del imperio. Tolomeo pen­ saba que el dominio del mundo había correspondido sucesivamente a Asiría, Persia, Macedonia y Roma, y había pasado después al Salvador y a sus vica­ rios, los papas; que Augusto había gobernado modesta y sabiamente pero ha­ bía sido, aun sin saberlo, vicerregente de Cristo; que los héroes republicanos habían prefigurado con su austeridad la pobreza de Cristo, y eran también un reflejo del estado de inocencia en el Paraíso antes de la caída del hombre. Dan­ te opinaba que el gobierno del mundo había sido otorgado por Dios a Roma y ejercido únicamente por ella. Creía que Augusto había heredado y completado el imperium conseguido por los héroes de la República. Tolomeo, como repu­ blicano, decía que el gobierno republicano convenía más que el monárquico a «los de espíritu viril y corazón valiente y seguros de su inteligencia», como los italianos del norte y los romanos. Pensaba que Italia estaría mejor protegida por un papa fuerte de las ambiciones despóticas venidas de fuera. Dante, como imperialista, creía que el gobierno de Italia había sido subvertido por la usur­ pación eclesiástica, y que la libertad sólo podía ser disfrutada por quienes se sometieran al emperador y obedecieran sus leyes. Estuviera o no influido por Nicolás ΠΙ, Tolomeo era el teórico apropiado para el propósito del papa de combinar el fervor cívico y republicano de Roma con el papismo radical. La retórica imperialista de Dante recordaba con frecuencia a la de la cancillería de Federico Π. Ambos traspasaron los lí­ mites de la propaganda oficial en su intento de comprender y celebrar la grandeza de Roma. No obstante, la tesis de Tolomeo sobre la historia roma­ na, concentrada como estaba en la república y. el papado, no era tan integradora como la de Dante. Llamar a este último imperialista da una impresión totalmente inadecua­ da de la riqueza y complejidad de su concepción de la historia y de la mi­ sión de Roma. Cierto que considera la paz de Augusto como culminación pagana de esta misión y que nunca elogia de forma explícita a la república, pero para él Roma no sólo es la ciudad de los Césares, sino también la de Catón de Útica, que prefirió el suicidio antes que someterse al conquistador Julio. Dante afirma que Catón murió por la libertad, y que su sacrificio pre­ figura el de Cristo. La Roma de Dante es también la ciudad sagrada de Pe­ dro y de los primeros papas y la Babilonia de sus depravados sucesores, fal­ sos herederos de los mártires y auténticos herederos de los perseguidores paganos. Papas como Nicolás III y Bonifacio VIH podían ser identificados incluso con la Gran Prostituta del Apocalipsis. En cuanto a la guía divina de la misión de Roma, Dante creía que se ex­ tendía desde Eneas hasta el Paraíso; desde el viaje de Eneas al otro mundo, que Dante leyó en Virgilio, «nuestro divino poeta» y «nuestro profeta», al

misterioso reformador que para él salvará la «baja Italia» y prefigura la se­ gunda venida de Cristo. Dante dice que Eneas aprendió en el Hades acerca de «las causas del imperio de Roma y del manto del papa», es decir, de la ju­ risdicción temporal y espiritual de la ciudad. Ambas jurisdicciones están ahora terriblemente confundidas y corrompidas. Sin embargo, Dante no ha perdido la esperanza; hace que en el Paraíso san Pedro diga que «la alta pro­ videncia que defendió con Escipión la gloria [autoridad] del mundo para Roma» (Paraíso, 27, 61-63) la liberará pronto de sus presentes miserias. Es significativo que aquí Dante una el recuerdo de un héroe republicano a la es­ peranza de un probable salvador imperial. La historia de Roma proporciona a Dante muchos otros exempla. Junto al panegírico de un grupo de héroes republicanos menciona a Craso como pro­ totipo de avaro, a Cicerón como un ciudadano de origen humilde que defen­ dió la libertad de su ciudad frente al aristócrata Catilina, a Julio César como legítimo emperador digno de estar en el limbo entre los paganos virtuosos, a Constantino como gobernante bienintencionado cuya Donación devastó el imperio y la Iglesia, a Justiniano como el restaurador del imperio mediante las armas y las leyes, a Carlomagno como el salvador del papado ante los lombardos, a Enrique VII como un monarca desafortunado en la tierra pero evidentemente destinado a ocupar un gran trono en el empíreo celeste gra­ cias a su virtud personal. Para Dante Roma es importante también desde el punto de vista tipológi­ co. No sólo los romanos son el nuevo pueblo elegido entre los gentiles; Roma es la nueva Jerusalén terrenal. En una de sus cartas aplica a la ciudad degra­ dada y abandonada por el papa y el emperador, sus esposos, las palabras con que Jeremías describe a Jerusalén al comienzo de sus Lamentaciones (pala­ bras que, dicho sea de paso, empleó también la cancillería de Federico II para referirse a Roma): «¡Cómo se sienta solitaria la ciudad populosa! Ha venido a ser como una viuda la que era grande entre las naciones» (Epístolas, 11, 1). Dante piensa además que su nombre, como el de Jerusalén, puede ser utiliza­ do apropiadamente para simbolizar el Paraíso. En la Edad Media se da fre­ cuentemente a Jerusalén el significado de «visión de paz», apuntando a la paz celestial. Para Dante la paz temporal de Augusto señala en la misma direc­ ción. En el Purgatorio, cuando alcanza el paraíso terrenal y observa el gran y turbador desfile de historia bíblica y eclesiástica, Beatriz le consuela diciéndole (Purgatorio, 32, 100-102) que al final será ciudadano «de esa Roma en la que Cristo es romano». Probablemente no pensaba Dante en la visión de Prudencio de los mártires romanos sentados en el Senado Celestial, sino en la tesis de Orosio sobre la coincidencia entre la paz augusta y el censo en el que Cristo fue inscrito. Puesto que Cristo fue romano en la tierra, Dante podía ser romano en el cielo. Su idea de Roma recoge la mayoría de las concepciones medievales anteriores en una ordenada y notablemente extensa teología de la historia. Comparadas con ella, incluso las rapsodias más elocuentes del Re­ nacimiento parecen en cierto modo unidimensionales.

B ib u o g r a f ía

Respecto a las dos obras medievales más famosas sobre monumentos antiguos, hay una excelente traducción inglesa anotada de la Narrado del maestro Gregorio ti­ tulada Master Gregorius: The Marvels o f Rome, trad. John Osborne, Toronto, 1987, y otra muy pobre de los Mirabilia, titulada The Marvels o f Rome, trad. F. M. Nichols, introducción de Eileen Gardner, Nueva York, 1986:. Véanse ediciones críticas de am­ bas obras en Códice topográfico della città di Roma, ed. Roberto Valentini y Giu­ seppe Zucchetti, III, Roma, 1946, Fonti per la storia d’Italia, n.° 90. Sobre los Mira­ bilia: Herbert Bloch, «The New Fascination with Ancient Rome», en Renaissance and Renewal in the Twelfth Century, ed. Robert L. Benson y Giles Constable, Cam­ bridge, Mass., 1982, pp. 615-636. Sobre Roma en el siglo xni, véase Robert Brenta­ no, Rome Before Avignon, Nueva York, 1974, especialmente el capítulo 2, «The Ideal City», pp. 71-90. Sobre los viajeros medievales ingleses a Roma: George B. Parks, The English Traveller to Italy, I, Palo Alto, California, 1954. Sobre las leyendas, Ar­ turo Graf, Roma nella memoria e nelle immaginazioni del medio evo, Turin, 1915; una visión general en Classical Influences on European Culture, AD 500-1500, ed. R. R. Bolgar, Cambridge, 1971. Acerca del nacimiento de la teoría providencialista de la historia romana, véanse Erik Peterson, Der Monotheismus als politisches Problem, Leipzig, 1935; François Paschoud, Roma Aetema: Etudes sur le patriotisme romain dans l ’occident latin à l ’époque des grandes invasions, Roma, 1967; Theodor E. Mommsen, Medieval and Renaissance Studies, ed. Eugene F. Rice, Jr., Ithaca, Nueva York, 1959, pp. 265-348. Sobre el imperio y las leyes y las pretensiones imperialistas de la Comuna: Ro­ bert Folz, The Concept of Empire in Western Europe from the Fifth to the Fourteenth Century, trad. Sheila A. Ogilvie, Nueva York, 1969; Percy Ernst Schramm, Kaiser, Rom und Renovatio, 2 vols., Leipzig y Berlin, 1929; Ernst H. Kantorowicz, «King­ ship under the Impact of Scientific Jurisprudence», en Selected Studies, Locust Va­ lley, Nueva York, 1965, pp. 151-166; Robert L. Benson, «Political Renovatio: Two Models from Roman Antiquity», en Renaissance and Renewal, pp. 339-386; y la co­ lección de documentos en Eugenio Dupré Thesei der,'Z.’z'cfefl imperiale di Roma nella tradizione del medioevo, Milán, 1942. Sobre la ideología papal, véanse Walter Ullmann, The Growth of Papal Govern­ ment in the Middle Ages, Londres, 1955; J. A. Watt, «The Theory of Papal Monarchy in the Thirteenth Century», Traditio, 29 (1964), pp. 179-318. Por lo que respecta a la hostilidad hacia Roma: Josef Benzinger, Invectiva in Ro­ mam, Lübeck y Hamburgo, 1968.

A. T. Grafton IV.

EL RENACIMIENTO

En 1570 o 1571, Gabriel Harvey se sentó y observó cómo sus superiores discutían acerca de la virtud romana en Hill House, Theydon Mount: Thomas Smith hijo y sir Humphrey Gilbert defendían a Marcelo, Thomas Smith padre y el doctor Walter Haddon a Fabio Máximo, ante una audiencia en Hill House compuesta entonces por John Wood, otros caballeros y yo mis­ mo. Finalmente el hijo y sir Humphrey cedieron ante el distinguido Secretario; quizá Marcelo cedió ante Fabio. Hombres nobles los dos, y juiciosos. Marcelo el más fuerte, Fabio el más astuto. El primero no era débil, ni imprudente el segundo; los dos fueron necesarios. Unas veces preferiría ser Marcelo, otras Fabio.

Esta anotación, conservada en el margen de la copia de Tito Livio de Harvey, indica que los lectores de finales del siglo xvi gozaban de una relación sim­ ple y provechosa con el pasado clásico. Un libro y una serie de intereses unen a estadistas y eruditos, caballeros y actores en un juego único de exégesis. El brutal conquistador de Manda, Gilbert, y el culto embajador en Francia, Smith, debaten el significado y la relevancia del precedente romano antes de que Gilbert vaya a buscar nuevas aventuras en los Países Bajos y el joven Smith a explotar las tierras de Ards, en Manda. Aunque la polémica se re­ suelve a favor de las comedidas tácticas de Fabio, el valiente Marcelo sale también muy bien parado. En la lectura privada que siguió, mientras Harvey, educado en Cambridge, y el joven Smith leían «La Década de Aníbal en una semana», toda moderación desapareció. «Éramos críticos más independientes y mordaces de los cartagineses y los romanos —recordaba Harvey— que hombres con nuestra misma fortuna, virtud o incluso educación.» Disgustados por lo que consideraban falta de resolución de Isabel, los héroes romanos les parecían menos atractivos que «Aníbal, un joven emprendedor y rudo, va­ liente y terrible. Un capitán aventurero y temible en la flor de la vida». La in­ satisfacción del presente podía expresarse y posiblemente hallar alivio en el

análisis de un clásico como Tito Livio, aun cuando ello requiriera que Harvey y Smith vieran más virtud de la que su historiador hubiera apreciado en el gran enemigo de Roma, mientras que la derrota de Aníbal les obligaba, a me­ dida que leían, a modificar su admiración inicial y a admitir que incluso él ha­ bía carecido de la determinación necesaria para el éxito final. «La ocasión es sólo un momento; ahora o nunca», pensaron con tristeza cuando el ejército cartaginés fue destruido mientras pasaba el invierno en Capua y Aníbal per­ dió el control de su propio destino. Esta clase de respuesta a un texto es a la vez fácil de descifrar y exac­ tamente apropiada a su contexto. La elite isabelina, educada en los clásicos por profesores humanistas y experta en trampas gracias a Maquiavelo, se volvió de forma natural para la ilustración política hacia la historia canóni­ ca del pasado de Roma, igual que habían hecho los lectores florentinos de Maquiavelo dos generaciones antes. También éste había entresacado de la obra de Tito Livio sobre el origen y crecimiento de Roma los temas con que había elaborado sus brillantes conferencias en los jardines Rucellai y sus Discursos sobre la primera Década. Los aristócratas isabelinos eran tan de­ votos del modelo antiguo como lo habían sido los patricios florentinos, aun cuando no buscaran en él un sistema para restaurar una república virtuosa sino el modo de ampliar un poderoso imperio. Haddon, por ejemplo, se vio envuelto una vez, durante una cena, en una furiosa discusión con el emba­ jador francés acerca de la habilidad de Cicerón como abogado y jurista. Describió este enfrentamiento en una de sus muchas cartas en latín al viejo Smith, que en esa época se encontraba en París hablando con los profesores del Collège Royal y quizá meditando sobre sus propias obras en latín rela­ tivas al Estado inglés y a la pronunciación del griego y del inglés. Los dos hombres —como Walsingham y el mismo Cecil— leían a los clásicos y bus­ caban la compañía de eruditos profesionales como Harvey, quien podía pro­ porcionar un tono refinado al ya formidable bagaje filológico de aquéllos. La unión de armas y letras, política y erudición, necesidades modernas y modelos antiguos es asombrosamente estrecha. Pero un examen más detallado del Tito Livio de Harvey disipa cual­ quier idea de simplicidad en su eterno idilio con el pasado romano. Harvey leyó a Tito Livio al menos cuatro veces. Lo hizo, además, recurriendo a una amplia gama de fuentes. Es cierto que algunas de ellas simplificaron su relación con el texto; los Discursos de Maquiavelo y los Axiomata de Lambert Daneau le daban las lecturas políticas de Tito Livio ya elaboradas de forma clara y concisa, fácilmente transferible a sus márgenes. Pero otras le hicieron la vida —o al menos la lectura— más difícil. Harvey se refería a Lorenzo Valla como descendiente directo, intelectualmente hablando, de Quintiliano, y «prototipo» de los críticos modernos. El Tito Livio de Har­ vey incluía el polémico panfleto en el que Valla demostraba que Tito Livio había cometido por lo menos un error grave; esta demostración no debili­ tó, sin embargo, su fe en su historiador favorito. Tampoco lo hizo el Me­ thodus ad facilem historiarum cognitionem (1566) de su conocido francés

Juan Bodino. Esta iconoclasta obrita sometía a examen crítico a todos los historiadores antiguos, identificaba a Tácito y Polibio como las mejores fuentes sobre temas políticos y constitucionales y denunciaba en Tito Livio su falta de crítica y su inexactitud. «Nada es más común —se quejaba Bo­ dino— que vacas que hablan, las cabezas de los Escipiones en llamas, es­ tatuas que sudan»; en lo que concierne a superstición, Tito Livio «sobre­ pasa a cualquiera». Además, los discursos que adornan por doquier su obra eran composiciones del propio Tito Livio, no recuerdos de debates reales, y usurpan el espacio que debería haber estado dedicado a los aconteci­ mientos y a sus causas: «Si de Tito Livio suprimes los discursos, sólo que­ darían fragmentos». La crítica de Bodino contribuyó a que Harvey se die­ ra cuenta de que las frases que Tito Livio pone en boca de Meto y Tulo Hostilio eran composiciones suyas; sin embargo, su valor no había dismi­ nuido, sino que se había agrandado, ya que evidentemente eran una fuente y modelo supremos para el estudiante de oratoria latina: «Tito Livio es siempre Tito Livio —observó Harvey con satisfacción— , sean quienes sean los oradores». No obstante, otra autoridad socavó la confianza de Harvey en el valor de Tito Livio y, como consecuencia, en el de la tradición romana que Tito Livio resumía. En 1590 Harvey leía la La ciudad de Dios de san Agustín, «donde examina y resuelve muchas acciones famosas de los romanos, con tan agudo ingenio, profundo juicio y fecunda aplicación, como ninguno de esos políticos ... que tratan de Tito Livio». Lo que chocó a Harvey fue el explícito rechazo de san Agustín a las auténticas virtudes romanas que Haddon, los Smith y Gilbert tanto habían valorado. Cierto que Régulo se había sacrificado por Roma, pero miles de cristianos habían dado su vida por la Iglesia. Gracias a la lealtad de sus ciudadanos, la Ciudad de Dios era al fi­ nal «más sólida», que la ciudad humana de Roma. El clásico cristiano de­ rrocaba al clásico romano. Harvey, en suma, no dispoma de una fuente clara sobre el pasado ro­ mano. El propio texto de Tito Livio ofrecía muchos ejemplos de patriotis­ mo, castidad y republicanismo activo, precisamente la clase de filosofía en­ señada mediante ejemplos que los estudiantes de retórica de la Antigüedad y del Renacimiento buscaban en los textos históricos. Pero también daba lecciones más sutiles, como en el caso de la manipulación política de la re­ ligión por Numa, que fascinaba a Maquiavelo y aterraba a Harvey. Y la voz de Tito Livio era sólo el centro de un coro de comentaristas antiguos y mo­ dernos de su texto y de la historia que éste recogía. Muchas autoridades competían por la atención del erudito y del estudiante; todas eran elocuen­ tes, y de cada una de ellas extraía distintas lecciones sobre los mismos he­ chos, igual que los economistas de ahora cuando analizan una sola gráfica con las fluctuaciones del cambio de moneda. La experiencia de Harvey, además, no era idiosincrásica, sino representa­ tiva. A finales de la década de 1530, intelectuales y caballeros de toda Euro­ pa se volvieron hacia Roma con tanto entusiasmo como los mismos romanos

se habían vuelto una vez hacia Grecia. Com o Grecia, Roma ofrecía un siste­ ma educativo m odelo con el que preparar a los jóvenes para la vida pública. Tanto en los países protestantes com o en los católicos surgieron escuelas donde se enseñaba retórica, ética e historia romanas a los futuros diplomáti­ cos, administradores y clérigos. Com o Grecia, Roma ofrecía una literatura de gran calidad para ser enseñada en las escuelas y también imitada en las len­ guas vernáculas. De Inglaterra a Sarmacia, muchos europeos se formaron a sí m ism os gracias a la producción de obedientes pastiches a imitación de Ovidio, Virgilio y Séneca antes de dedicarse a la creación de epopeyas y tra­ gedias en sus propias lenguas. Com o Grecia, finalmente, Roma ofrecía in­ comparables oportunidades para el turismo culto. Ni la suciedad y las pulgas de las posadas romanas, ni la rapacidad y corrupción de la Curia, pudieron impedir que la antigua caput mundi acabara siendo parada obligada en los Grand Tours de jóvenes caballeros, tanto protestantes com o católicos: Ni si­ quiera el saqueo de 1527, durante el cual los soldados protestantes alemanes se vengaron de lo que consideraban una ciudad pagana y corrupta, infligió daños duraderos a Roma, que gozó de un progresivo crecim iento en pobla­ ción y turismo a lo largo del siglo xvi. Pero a pesar de la solidez, profundidad y amplitud de los contactos europeos con Roma en el siglo xvi, estos eran tan com plejos y contradicto­ rios com o la gama, más reducida, de los contactos de Harvey con Tito Livio. A diferencia de los romanos al buscar la com unión con Grecia, los europeos que volvían sus ojos hacia Roma tuvieron que desenterrar los ideales cultu­ rales que necesitaban, recrear la vida de la antigua ciudad, reconstruir ins­ tituciones olvidadas y corregir textos corruptos. Y, a partir de los clásicos canónicos y las obras pedagógicas de una sociedad pagana, elaborar un cu­ rrículum que se adecuara a las necesidades de una sociedad cristiana. Cada tarea, com o verem os, inspiró obras de gran ostentación y originalidad, pero también condujo a ciertos resultados profundamente problemáticos. El rena­ cim iento de la rom anitas fue largo y doloroso, a pesar de todo el esplendor y la vitalidad del clasicism o renovado que em ergió con ella.

R o m a : el jer og lífic o d i n á m i c o

Em pecem os con la propia ciudad: ningún objeto aislado podía competir con las ruinas de Roma com o testim onio convincente de la superioridad de la cultura antigua en relación a la moderna. Pero ningún texto u objeto pre­ sentaba tantas dificultades al erudito o viajero deseoso de conocer el pasado tal com o fue. El tem pus edax rerum había reemplazado la Roma imperial por una insalubre extensión de pastos cercados y zonas pantanosas. La población subsistía gracias a las lim osnas de la Curia y de las fam ilias de los cardena­ les, así com o de los pagos hechos por viajeros piadosos a artesanos y posa­ deros; la Roma de com ienzos del Renacim iento carecía de las sofisticadas industrias suntuarias y servicios financieros particulares en los que se basa-

ba la prosperidad de las ciudades septentrionales de Italia. El paisaje urbano enfrentaba al curioso con una mezcolanza subdesarrollada de edificios anti­ guos y modernos, amplios espacios abiertos y monumentos mal identifica­ dos. Las leyendas crecían alrededor de sitios como el Panteón, que según se creía había sido construido sobre un gran túmulo y horadado después por los romanos en busca de tesoros enterrados, como perlas formadas alrededor de granos de arena, e incluso visitantes tan informados e históricamente sensi­ bles como Petrarca las recogían. No es sorprendente, pues, que muchos via­ jeros no encontraran inspiradora, sino frustrante, la ciudad. Montaigne, en un famoso pasaje de su diario de viaje, insistía en que se habían desmoronado tantos edificios y se había depositado tanta basura nueva que las auténticas siete colinas eran irreconocibles. Y Du Bellay, en sus Antiquitez de Rome y en los Regrets, habla de la imposibilidad de encontrar a la verdadera Roma en la Roma moralmente corrupta y físicamente ruinosa de su época. Así, pues, Freud tuvo un buen precedente renacentista, pues en El malestar en la cultura utilizó la imposibilidad de proporcionar una imagen de la Roma an­ tigua y moderna como expresiva metáfora de la imposibilidad de represen­ tar estáticamente todas las fases de la historia del pensamiento. No obstante, existía un remedio parcial para la mayor parte de los daños causados por el tiempo, remedio que se fue volviendo más y más potente a medida que avanzaba el siglo xvi. Cuando hacia la década de 1560 Justo Lipsio y su amigo Nicolás Florentius daban un paseo arqueológico, el pri­ mero se sintió afectado no sólo por el sol del mediodía, sino también por el caótico estado de la ruina más grande de Roma, el Coliseo: Entramos [recordaba] y vimos que la apariencia de todo el lugar era con­ fusa, y que su forma se había convertido en un caos. Todo estaba en ruinas y destruido, y esta espléndida obra era sólo una sombra y un cadáver. Entonces me volví hacia Florentius con un suspiro: «Ay, le dije, ¿qué es esto? Todo lo que veo ha sido destruido por el hombre o por el tiempo, y los miembros y ar­ ticulaciones del cuerpo original se han perdido. ¿Quién podrá devolver a estas ruinas su genuina apariencia?».

Florentius no se inmutó y prometió que los periti —los expertos anticua­ rios— podían explicar y restaurar las ruinas. Y, en efecto, demostró un gran conocimiento sobre cada detalle de los anfiteatros antiguos, desde cómo se sentaban los espectadores hasta los mecanismos empleados para representar naumaquias simuladas. Lipsio recogió esta conversación, sin duda corregida y ampliada, en su tratado, generosamente ilustrado, sobre el anfiteatro roma­ no. Este, a su vez, era sólo parte de una coherente serie de obras en las que describía todas las facetas de la vida social y material romana, desde los acueductos y cloacas que habían mantenido a la vasta población de Roma hasta los combates de gladiadores que la habían divertido. Por lo tanto, un anticuario experto podía utilizar la inspección personal y la lectura sistemá­ tica para evocar, a partir de escombros, «una imagen de la ciudad que fue única en el pasado y lo será en el futuro».

La empresa anticuaría no era nueva. Tenía un modelo antiguo en la obra de Varrón, y su tradición moderna se remontaba a eruditos del siglo xrv como G iovanni de Matociis, de Verona. En el siglo xv había ampliado sus horizontes en dos direcciones. Por una parte, desde Brunelleschi y Donate­ llo en adelante, los artistas estudiaron los monumentos romanos con el fin de establecer los principios de proporción y decoración que habían inspira­ do a los antiguos arquitectos y escultores. Por otra parte, eruditos como Poggio Bracciolini empezaron a comparar textos con ruinas, recopilando inscripciones e identificando edificios. Las meditaciones de Poggio sobre las vicisitudes de la vida humana, De varietate fortunae, comenzaban con una colección de inscripciones y una elegante demostración de que las mu­ rallas de Roma no constituían un lienzo unitario. Tanto artistas como erudi­ tos elaboraron syllogai —cuadernos con reproducciones de edificios e ins­ cripciones— , y solían salvar románticamente la distancia histórica entre el duro presente y el pasado perdido rellenando con conjeturas las líneas de te­ jado y de letras desaparecidas. Los melancólicos paisajes clásicos, campestres y urbanos, de los prime­ ros manuscritos, frecuentemente poblados por italianos vestidos a la moda del siglo xv, dejaron paso a finales del xv a obras anticuarías más austeras y sistemáticas. Los eruditos romanos se inspiraron en Pomponio Leto, que lle­ vaba una vida frugal al estilo romano comiendo cebollas cultivadas por él mismo, siguiendo los preceptos de Catón, fuera de su cabaña en el Esquilino, y celebrando fiestas paganas como las Parilia y las Robigalia, y en Six­ to IV, quien volvió a erigir la Loba y otras estatuas. Aprendieron a leer las formas de escritura y las abreviaturas utilizadas por los canteros, y observa­ ron que las inscripciones podían arrojar luz no sólo sobre el poder de des­ trucción del tiempo, sino también sobre problemas específicos de la historia del mundo antiguo a los que la evidencia literaria no había dado respuesta; por ejemplo, copiaron e intentaron explicar el 'calendario conocido ahora como los Fasti Venusini como parte de su esfuerzo en dominar el calendario romano, referencias al cual encontraron en De lingua latina de Varrón y en los Fastos de Ovidio. Los artistas se hicieron también más precisos y siste­ máticos en su tratamiento de los vestigios romanos, como demuestra la fa­ mosa planta de Roma de Mantua. A finales del siglo xv, fra Giocondo de Ve­ rona sintetizó ambos tratamientos, el erudito y el artístico, en una singular colección de restos en la que distinguía cuidadosamente los que había visto directamente y los que había copiado de otros cuadernos. A comienzos del xv:, y por encargo del papa, Rafael emprendió la inspección sistemática de las ruinas romanas, mientras que grandes coleccionistas como Goritz reunían inscripciones y esculturas en jardines donde podían ser estudiadas y copiadas a placer. En 1521, cuando Jacopo Mazzocchi publicó su colección de los Epi­ grammata antiquae urbis, el ritmo de progreso en el conocimiento de las an­ tigüedades romanas es casi incomprensiblemente rápido. Por cada estatua quemada por la plebe de Roma, decía Mazzocchi, los anticuarios desenterra-

ban otra. Únicamente en una colección impresa podían permanecer tranquilos los monumentos de piedra, paradójicamente vulnerables, como se vio clara­ mente después del saqueo de 1527. Descubrimientos particulares como la Domus Aurea de Nerón ampliaron enormemente los medios de expresión de los artistas. Y u n a sola inscripción de gran importancia, como la de los Fastos Ca­ pitolinos, descubierta en los años cuarenta y al parecer vital para la cronolo­ gía global de la historia romana, podía explicarse gracias a los esfuerzos de un equipo interdisciplinar de artistas y eruditos, entre los que figuraban Marliani, Miguel Ángel y Panvinio. A mediados del siglo XVI, eruditos italianos y extranjeros que trabajaban en Roma establecieron un nuevo nivel de rigor y crítica en la investigación anticuaría. Epigrafistas de la vieja escuela como Pietro Apiano habían mez­ clado alegremente en sus colecciones lo real, lo hipotético y lo fantástico. Por el contrario, Martinus Smetius, que realizó excavaciones en Roma entre 1545 y 1551, separaba con cuidado las inscripciones que conocía de segunda mano de aquellas que «yo mismo vi y copié», y éstas a su vez de restos tan fasci­ nantes y problemáticos como el Kalendarium Famesianum, que «contemplé más de cien veces». Smetius indicaba la localización de las inscripciones re­ copiladas, pero tras darse cuenta de que las ubicaciones podían cambiar orga­ nizó su colección no por topónimos de los sitios en los que había excavado, sino por los temas —desde asuntos militares hasta ritos religiosos— que cada inscripción ilustraba, añadiendo además índices temáticos para facilitar las re­ ferencias. Y en un brillante prefacio, en el que esbozaba una historia de la es­ critura epigráfica latina, que al mismo tiempo iluminaba y era iluminada por la historia, más amplia, de la cultura romana, aclaraba la perfección histórica y estética de su método: La forma de las letras puede revelar la época en que ha sido registrado cada acontecimiento, o bien el periodo general. Ya que en los tiempos más an­ tiguos, es decir, antes de los cesares, los romanos utilizaron letras sin adornos, informes ... Desde la época de Augusto a los Antoninos, esto es, durante el periodo más próspero de Roma, dibujaron letras muy bellas, casi cuadradas y meticulosamente medidas en todas las dimensiones. Pero más tarde las letras se fueron deteriorando poco a poco, al tiempo que lo hacían la época y el pro­ pio imperio romano. Al principio las hacían con una ligera inclinación, des­ pués más y más oblongas y al final cayeron en la más completa barbarie, y terminaron siendo exactamente como los caracteres góticos ...

En 1565, cuando Smetius escribió estas palabras, la vieja arqueología ro­ mántica había sido reemplazada por la científica. Un esfuerzo coherente, detallado y crítico por trazar la historia de las instituciones, costumbres y logros artísticos había sustituido desde hacía tiempo la antigua actitud de admiración por una Roma mirabilis construida por superhombres en la An­ tigüedad. En este grave y erudito ambiente floreció y se desarrolló una ciencia se­ ria. Aquellos individuos que, como Pirro Ligorio, rehusaron someterse at

nuevo código de escrupulosa precisión fueron condenados, a veces más du­ ramente de lo que merecían. Los que se adaptaron, como Lipsio, devolvieron a Roma a la vida en monografías que curiosamente anticipan la «nueva his­ toria social» de finales del siglo xx en su interés por lo que los romanos co­ mían y vestían, cómo se casaban y qué hacían con sus muertos. El resumen clásico de las obras del siglo xvi, la edición de Thomas Dempster del C or­ p u s A ntiquitatum de Johannes Rosinus, tiene cerca de 1.063 páginas en cuar­ to en la edición de Ginebra de 1632. Libros más pequeños y accesibles como la Rom a de Georgius Fabricius se unieron a los tratados sistemáticos en su intento de apartar del mercado el antiguo M irabilia urbis R om ae , o al menos relegarlo al último puesto de las colecciones de bolsillo de tratados de Roma, donde figuraba como una curiosidad. Y muchos intelectuales que no eran eruditos por vocación leían ávidamente estas obras. Ben Jonson basó su «masque» sobre el matrimonio, H ym enaei , en el tratado de Bartolomé Brisson sobre el casamiento entre los romanos, así como en una serie de comen­ tarios sobre Catulo, 61. E incluso Montaigne, con cuyo escéptico rechazo a ver algún vestigio de la Roma antigua en la moderna comenzamos, aprove­ chó y aplicó a su manera los triunfos de la erudición anticuaría. Su ensayo «Sobre los carruajes» (3, 6), es una brillante sátira de las vanidades de los monarcas occidentales, antiguos y modernos. Pero hace una excepción con aquellas vanidades en las que «la inventiva y la novedad ... no el gasto, pro­ ducen asombro». Y ofrece como ejemplo los juegos romanos más elabora­ dos, que describe detalladamente, tomados punto por punto y cita por cita de Lipsio. Hacia la década de 1580 estaba claro que, después de todo, podía lle­ gar a saberse algo de Roma. Sin embargo, la tradición anticuaría sufrirá un cambio de dirección en el preciso momento en que alcanzaba el mayor nivel de erudición y exactitud. En los primeros años de la década de 1560 concluye el concilio de Trento con una declaración de guerra total contra el protestantismo y de reforma de las diócesis católicas. El paranoico y agresivo papa Pío IV interrumpe el con­ tacto entre la erudición romana y la de los países nórdicos imponiendo una estricta censura. Y, a partir de su pontificado, las necesidades de la Iglesia tienen clara precedencia sobre los valores humanísticos tradicionales de la erudición clásica. Los mejores eruditos de Roma, hombres como Panvinio y Baronio, dan la espalda a la historia romana en favor de la historia primitiva de su propia Iglesia, con objeto de refutar las afirmaciones protestantes de que la doctrina y las instituciones católicas no tenían base histórica en el cris­ tianismo primitivo. Y lo hicieron en parte investigando y excavando los vestigios tangibles de la otra Roma antigua, la Roma subtenránea de la pri­ mitiva Iglesia cristiana. Se elaboraron syllogai de obras de arte cristianas al mismo tiempo que los dedicados a restos clásicos; san Felipe Neri y sus dis­ cípulos exploraron los más ricos restos cristianos, las catacumbas, que Anto­ nio Bosio publicó meticulosamente. Lo que impulsó la búsqueda de la R om a sotteran ea fue, naturalmente, además de una curiosidad desinteresada, la creencia de que la Iglesia ro­

mana podía así encontrar nuevas fuentes de poder, como sucedió en 1580 cuando un fresco de la Virgen María aparecido en la Suburra, al norte del Coliseo, empezó a curar a los enfermos y a los ciegos. Y fue el deseo de poner en juego toda la riqueza histórica de la tradición católica en el gran combate por las almas de los hombres lo que llevó finalmente a la elabora­ ción de un programa coherente de reconstrucción de la ciudad. Los papas del siglo xv habían soñado con hacer otra vez de Roma una capital clásica. Algunos de ellos, como Nicolás V, reconstruyeron edificios y calles enteras de forma masiva. Por fin Sixto V transformó Roma, pero lo hizo siguiendo a los historiadores eclesiásticos y no a los humanistas y anticuarios. Es cier­ to que gastó mucho dinero encargando a Domenico Fontana el traslado y la nueva erección de los obeliscos romanos, pero su objetivo no era revelar la continuidad entre la Roma clásica y la pontificia. Por el contrario, exor­ cisé cuidadosamente los obeliscos con complicadas ceremonias, y medían­ te inscripciones en sus bases proclamó que habían sido consagrados de nue­ vo al servicio del verdadero Dios. Los obeliscos, así como las columnas de Trajano y Marco Aurelio, tenían un solo propósito en la Roma sixtina: eran hitos en las amplias y largas vías a lo largo de las cuales discurrían las es­ pectaculares procesiones del papa, de templo antiguo en templo antiguo. La nueva Roma era un paraíso más eclesiástico que clásico, pese a la gran im­ portancia que todavía poseían los restos de la Antigüedad. Roma siguió siendo para los eruditos el monumento más importante y el centro de peregrinación más atractivo. Todo artista o sabio que se preciara estaba obligado a visitarla; e incluso después de los grandes días de la ar­ queología romana, sus habitantes podían proporcionar un verdadero caudal de información a los visitantes (aunque tenían la mala costumbre de identi­ ficar cualquier estructura de gran tamaño con unas termas). Los frutos de un siglo de erudición vital fueron cosechados por Lipsio, Escalígero, Grutero y otros; el Corpus de inscripciones que Escalígero y Grutero publicaron en 1603-1604, con sus amplios índices y su divertida sección de spuria, fue una obra clásica durante dos siglos y medio. E incluso en la Roma de la Contrarreforma, algunos eruditos continuaron la tradición de investigación libre y precisa sobre el pasado clásico. Michele Mercati, conservador de la Metaloteca papal, saludaba los cambios físicos de Roma como evidencias históricas de sus teorías. Si veinte o treinta palmos de tierra cubrían los obe­ liscos caídos antes de que Fontana los alzara de nuevo, decía, ello demos­ traba que habían permanecido enterrados por lo menos durante mil años, y por tanto que habían sido destruidos no por una Iglesia negligente, sino por los invasores bárbaros. En cuanto a los jeroglíficos de las inscripciones, eran prueba del saber y no de la perversidad de sus artífices egipcios, que habían ocultado en ellas su profunda sabiduría. Que hubieran sido erigidos en Roma demostraba que el papado se había anexionado esta parcela de sa­ biduría ajena junto con todas las demás posesiones del imperio romano, al que había sustituido. Pero estas voces tolerantes no fueron siempre escu­ chadas. El futuro de la erudición anticuaría romana descansó en el siglo si-

guíente en Bosio y Holstenio, que exploraron las catacumbas y explicaron la imaginería de la Passio Perpetuae, un vivo relato del martirio de santa Perpetua en el 202-203 d.C., comparándolas con el arte de los primeros cris­ tianos. Y los intelectuales romanos más orientados hacia el norte de Europa y las nuevas ideas estaban a principios del siglo xvn más fascinados por las ciencias naturales que por el canon de los clásicos o los monumentos anti­ guos. Los miembros de la academia científica de los Lincei dedicaban más tiempo a las manchas solares y a las conchas marinas, maravillas de la na­ turaleza, que a las obras humanas. El renacimiento físico y social de Roma fue parcial e incompleto, y la siguiente acometida a la estructura antigua de la ciudad no tendría lugar hasta más de un siglo después.

L a t ín : l o s pe r file s d e u n c a n o n

A principios del siglo xrv, algunos enciclopedistas del norte de Italia como Jeremías da Montagnone empezaron a hacer clara distinción entre los autores clásicos y los escritores en latín de la Edad Media, menos cultos (Je­ remías llamaba a los poetas clásicos poetae, y a los otros versilogi). Poco después, Petrarca y otros humanistas transmutaron la curiosidad y la sensibi­ lidad de estos hombres en un programa para un nuevo movimiento intelec­ tual. Petrarca, Salutati, Bruni y otros defendieron el estudio y la imitación de los clásicos literarios latinos frente a los filósofos escolásticos que insistían en la mayor importancia de la dialéctica aristotélica, base de los estudios de medicina y teología. No sólo consideraban a los clásicos latinos como su lec­ tura favorita —la lista de los libros preferidos de Petrarca incluía únicamen­ te a los antiguos y a san Agustín—, sino también como el mejor fundamen­ to para una vida recta, la mejor fuente de una ética válida y como ejemplos históricos útiles y modelos incomparables de aquella elocuencia retórica que hacía atractiva y efectiva la ética. Incluso se atrevieron a emular a los anti­ guos, reviviendo todos los géneros desde la tragedia senequista y la épica de Virgilio a la historia de Tito Livio. En consecuencia, durante ciento cincuenta años eruditos y profesores se enfrentaron a una tarea ingente. Tenían que hallar las reglas de la gramática y la sintaxis del latín clásico y la gama de significados de palabras latinas es­ pecíficas, y redactarlas de la manera más clara posible a fin de que otros pu­ dieran estudiarlas. Y teman que hacerlo aun cuando su catálogo de textos clásicos fuera incompleto y los textos mismos estuvieran llenos de errores de copia. La primera fase del nacimiento de la erudición humanística se caracteri­ zó por la búsqueda, recopilación y coleccionismo. De Petrarca a Poggio, los primeros humanistas arrostraron las dificultades del viaje, la ignorancia y la hostilidad de los bibliotecarios monásticos y la incompetencia y codicia de los copistas (descritos por Poggio como «la escoria del universo») para en­ contrar textos hasta entonces desconocidos o pobremente conservados, co-

rregir sus errores y explicar sus alusiones. Los márgenes de los libros de Pe­ trarca y Salutati reflejan su lucha épica por identificar nombres de lugares y personas, descifrar alusiones literarias olvidadas y contestar a pensamientos elevados y ricas metáforas. Y los catálogos de las grandes bibliotecas huma­ nísticas, como la de Salutati, revelan que poseían un surtido de textos clási­ cos no igualado por coleccionista alguno desde el final del mundo antiguo. Sin embargo, esta primitiva forma de acumulación era demasiado tosca para posibilitar una utilización intensiva de los clásicos. Por consiguiente iría acompañada de una inversión más profunda y sistemática de dedicación in­ telectual, a menudo tan dolorosa como finalmente satisfactoria. Petrarca pudo aún escribir de sui ipsius et multorwn ignorantia («Sobre la ignorancia propia y la de muchos»), pero también realizó durante toda su vida un in­ menso esfuerzo por hacer más clásico su latín, redactando una y otra vez su correspondencia, por ejemplo, para hacer «litterae» (literatura) en lugar de «litera» (simples letras), y para borrar las preposiciones que en un principio había vinculado a los nombres de ciudades. En el siglo xv Lorenzo Valla compiló en seis libros las Elegancias del latín, que presentaba cientos de re­ glas importantes y proporcionaba un ejemplo fundamental de gramática ba­ sada en el estudio empírico de los textos. Y muchos otros humanistas, desde el gran profesor Guarino de Verona al poco conocido Juniano Maius, elabo­ raron listas de vocabulario, léxicos, gramáticas y otros elementos para escri­ bir bien el latín. El redescubrimiento del buen latín no fue un proceso sencillo. Los hu­ manistas buscaron una guía en el extenso corpus de escritos gramaticales antiguos que poseían, desde la gramática de Donato hasta los comentarios de Servio a Virgilio. Pero los autores de estos textos no se habían limitado a codificar la experiencia de los principales escritores de la Antigüedad; en realidad, con frecuencia insistieron en su propio derecho como gramáticos a elaborar normas sobre el uso correcto de la lengua, normas que los autores más importantes habían transgredido. Servio, por ejemplo, enseñó a Petrarca «a añadir preposiciones a los nombres de provincias, pero nunca a los de ciu­ dades», mas lo hizo en un comentario a la Eneida, 1,2, donde Virgilio dice que Eneas «Italiam ... venit», sin preposición, y admitió que Cicerón había añadido una preposición, en una «figura», al nombre de una ciudad. Por otro lado, la práctica clásica contradice frecuentemente la preceptiva antigua; am­ bas deben ser analizadas a través de la visión distorsionada de los errores y deformaciones de los copistas medievales. Por tanto, cuando dos humanistas se insultaban como verduleras por si el destinatario de una carta iba en sin­ gular o en plural, o si se escribía «nihil» o «nichil», no se trataba de «mucho ruido y pocas nueces». Por el contrario, estaban emprendiendo una tarea ur­ gente y de enorme dificultad. No sólo revelaban el latín macarrónico de sus oponentes, sino que estaban creando un nuevo cuerpo teórico de la gramáti­ ca basada en el estudio directo de las fuentes. Gradualmente se fueron superando las dificultades. Los textos básicos recibieron adecuada encamación física en nuevos tipos de escritura y tipo­

grafías que mezclaban las letras capitales conocidas por las inscripciones antiguas y las minúsculas de estilo clásico que imitaban las graciosas mi­ núsculas de los manuscritos carolingios, y así se creó un convincente pasti­ che clásico a partir de diversos ingredientes. Estos elegantes textos eran ampliamente enseñados y leídos. Y a finales del siglo xv la búsqueda de una serie básica de textos y reglas empezó a dejar paso a un esfuerzo más experimental por la exploración de las posibilidades y límites del latín a tra­ vés de su historia. Los humanistas de finales del siglo xv, hombres como Domizio Calderini, Angelo Poliziano, Ermolao Barbaro y Filippo Beroaldo, escribían un latín rico y ecléctico que debía gran parte de su vasto vocabulario a Plinio y Apuleyo. Desafiado a justificar su rechazo a seguir a un solo estilista pre­ eminente como Cicerón, Poliziano replicó ásperamente: «¿Qué me importa? Me expreso a mí mismo». En su defensa de la elección de Quintiliano y Es­ tado como temas de lecciones universitarias, habló en favor de un canon de clásicos tan extenso como su propia práctica estilística: «Lo distinto —de­ cía, refiriéndose al Dialogus de Oratoribus de Tácito— no es necesaria­ mente peor». Estos hombres representaron una rama de la erudición que no eludió las dificultades técnicas ni ignoró ningún texto, temprano o tardío. E hicieron adiciones fundamentales al conjunto de anotaciones eruditas con que se estudiaban todos los textos latinos. En sus Miscellanea, Poliziano de­ fendió que la enmienda de un texto debe tener lugar sólo después del aná­ lisis de los manuscritos conservados; de otro modo, una aparente mejora podía ser simplemente un nuevo arreglo de una mala idea de un simple co­ pista, y esa especie de «esfuerzo semiculto hace más mal que bien». En to­ dos los casos, afirma, se debe partir de la suposición de que los manuscri­ tos más antiguos conservan los mejores textos. Al menos en dos casos im­ portantes —el de las Epistulae ad Familiares de Cicerón y el del Digesto de Justiniano— demostró que todos los manuscritos conservados derivaban de uno solo, que constituía la única autoridad textual. Y cuando pasó de la enmienda a la interpretación, demostró que se debe empezar por el examen de las fuentes griegas de los escritores latinos, que muy a menudo identifi­ caban a la vez la persona histórica, el ser mítico o la doctrina filosófica a los que hacía referencia el autor latino de un modo comprensible para su au­ diencia original, pero ahora oscuro. Barbaro, independientemente, aplicó el mismo principio a la Historia natural de Plinio, un texto sobre el cual poco podía hacer el análisis, pero sí, y mucho, la comparación sistemática con los filósofos griegos y los historiadores naturales. Sus Castigationes Plinianae de 1492-1493, como las Miscellanea, se convirtieron en modelo de la estre­ cha relación de un texto latino con su propio contexto. Durante los primeros dos tercios del siglo xvi, estos principios inspiraron una serie de publicaciones en las que se añadieron nuevos textos al canon ro­ mano y se mejoraron radicalmente los antiguos. El joven Beroaldo, por ejemplo, publicó en 1515 una cuidada edición del manuscrito de Corvey de los Anales de Tácito, un texto vital no sólo para la historia del imperio ro­

mano sino para el pensamiento político del Renacimiento desde Maquiavelo y Guicciardini en adelante. Conservó deliberadamente en su edición impre­ sa los errores del manuscrito, señalándolos con asteriscos en lugar de corre­ girlos, con el fm de presentar al lector la mayor información posible. Pierio Valeriano publicó en 1521 el primer aparato crítico, una relación de los ma­ nuscritos de Virgilio basada profunda y certeramente en el Romano, un im­ portante manuscrito del siglo xv del Vaticano. Entre 1530 y 1550, además, se formó una escuela en tomo al erudito florentino Pier Vettori, cuya vasta edición de Cicerón seguía explícitamente el método de Poliziano y aplicaba su tratamiento histórico a la tradición textual. Antonio Agustín y Lelio Torelli editaron el Digesto a partir del códice florentino; Agustín y Fulvio Orsini hicieron lo mismo con el De verborum significatu de Festo, con su rica infor­ mación sobre las primitivas instituciones romanas. Y sus amigos extranjeros, como Aquiles Estaço en Portugal y Denys Lambin en Francia, se contagia­ ron de este apasionado interés por los manuscritos, aunque no asimilaran el método genealógico de agruparlos. Naturalmente, ni los italianos, ni mucho menos los extranjeros, que tenían acceso limitado a los manuscritos en su pa­ tria y disponían de poco tiempo en Italia, los cotejaron con el detalle que exi­ giríamos ahora. Pero la gran cantidad de información que proporcionaron iba a ser esencial hasta que los filólogos alemanes de los siglos xvin y XIX la sus­ tituyeron aplicando los mismos principios de una forma más sistemática. Es significativo que cuando Richard Bentley editó a Terencio se sintió obligado, a pesar de su carácter iconoclasta y de su irreverencia, a incluir las observa­ ciones de Gabriele Faemo, amigo de Vettori, muy superiores a cualquier lec­ tura contemporánea o posterior del manuscrito (y que a veces demuestra más penetración que los propios comentarios de Bentley sobre aspectos textua­ les). En las décadas de 1560 y 1570 toda edición ambiciosa de un texto latino dicutía problemas textuales a la luz de los testimonios manuscritos, incluso si unos pocos eran inventados y una gran parte de ellos no se examinaba con cuidado debido a su reputación histórica. La exégesis comparativa floreció tan poderosamente, al menos, como el análisis de manuscritos. En las décadas de 1550 y 1560, por ejemplo, Jean Dorat y, otros miembros del Collège Royal de París insistían en sus clases en la imposibilidad de comprender el valor de cualquier poeta latino sin identificar sus fuentes griegas y examinar los cambios que aquél había in­ troducido en el texto original. Una serie de manifiestos literarios dejaron claro que los poetas de la Pléiade habían adoptado el punto de vista de Do­ rat y esperaban cultivar el francés del mismo modo que Virgilio y Horacio habían cultivado el latín: leyendo las fuentes de las que habían bebido los latinos y a los propios latinos, y vertiendo después figuras del pensamien­ to y del estilo propias de ambas fuentes al francés. Y una serie de ediciones —el Anacreonte de Henri Estienne, el Catulo de Muret, el Horacio y el Lu­ crecio de Lambin— demostraron con todo detalle que, como señalaba Es­ tienne:

Horacio copia sin tratar de ocultarlo ... Pero cambia lo que copia para que parezca original, de tantas maneras distintas que apenas pueden reconocerse sus autores. Y esta es una forma honorable de robo.

La crítica literaria seria —como la elaborada Poética de Julio César Escalí­ gero, aparecida en 1561— debía argumentar su valoración de los poetas ro­ manos de forma comparativa. Incluso Escalígero, que consideraba sublime a Virgilio, tuvo que defenderlo demostrando que había perfeccionado las mu­ chas citas tomadas de Homero. Y los comentaristas se dedicaron cada vez más a establecer las genealogías literarias explícita o implícitamente recono­ cidas por los autores latinos. Los lectores del siglo xvi demostraron cierta sensibilidad hacia las muchas formas que podían tomar la imitación y rivali­ dad poéticas, así como hacia el papel fundamental de la imitación en toda creación poética. Virgilio es un ejemplo espléndido. En las primeras edicio­ nes del XVI aparece rodeado de no menos de once comentarios antiguos y modernos que explican detalladamente su vida, infiriendo a menudo datos sobre él y sobre la tradición romana de las palabras del texto. Hacia la déca­ da de 1570 era estudiado a la luz de sus fuentes griegas, recopilado verso a verso por Fulvio Orsini y Germain Vaillant en obras que siguen siendo váli­ das precisamente a causa de su austera concentración en la comparación, como sugiere el título de Orsini: Virgilius collatione scriptorum Graecorum illustratus (Virgilio ilustrado por comparación con escritores griegos). Desde la Antigüedad tardía no se había visto un tratamiento bilingüe semejante de una obra literaria romana. Cuando se aplicaron métodos similares a textos que no teman comentarios canónicos, como el De rerum natura de Lucrecio, el resultado fue sorprendente. En la década de 1560 Lambin y Oberto Gifanio publicaron una serie de ediciones rivales de Lucrecio. Lambin fue el pri­ mero en abrir nuevos caminos al demostrar que la tesis de Lucrecio sobre la infinitud del universo (1, 1.008) procedía de Epicuro, y su descripción de los síntomas de la muerte inminente (3, 531-532) estaba tomada de Platón. Gifanio plagió esta y otras ideas, pero también las completó; señaló con más claridad que Lambin que Lucrecio no había traducido, sino adaptado, la descripción de Tucídides de la peste ateniense. Un texto ignorado o conde­ nado en la Edad Media, jamás enseñado en las escuelas y prácticamente ina­ sequible con anterioridad a 1417 era así intercalado en su contexto en la his­ toria literaria e intelectual de Roma: una traducción de fuentes griegas y a la vez una obra de gran independencia. Explicado de este modo, en el siglo xvn De rerum natura podía servir de modelo para los muchos autores de poesía didáctica en lenguas vernáculas y como ftiente para los hombres de ciencia que esperaban idear una filosofía enteramente mecánica que explicara todos los fenómenos naturales mediante el movimiento de corpúsculos. Sólo el si­ glo XIX, con sus grandes avances en el estudio de la tradición epicúrea, me­ joraría sustancialmente lo conseguido por Lambin y su odiado rival. A pesar de todas las controversias que desfiguraron su apariencia de ciencia seria y objetiva, el siglo xvi contempló la práctica de la filología la­

tina hasta un nivel que no sería superado durante más de dos siglos. Asimis­ mo vio el estilo clásico debatido y a veces modificado en formas creativas nunca superadas, al tiempo que la escritura en latín dejó de formar parte de la creación literaria en el siglo xvn. En primer lugar, cada generación de la­ tinistas se las arregló para encontrar en el canon latino un modelo o una se­ rie de modelos diferentes que les permitiera simultáneamente mostrar su ori­ ginalidad y afrontar las necesidades de su tiempo. Los italianos de principios del siglo XVI, sometidos políticamente a las monarquías nórdicas con sus re­ cursos muy superiores y amenazados culturalmente por humanistas del nor­ te como Erasmo y Budé, que escribían un latín ecléctico y sabían más grie­ go que cualquier italiano, eligieron a Cicerón como modelo único de prosa latina. Bembo, Nizolio y otros dejaron bien sentada la idea de que nada im­ portante se podía decir en una lengua bárbara, y que sólo la continua imita­ ción de un único modelo con un léxico coherente podía hacer posible una oratoria y prosa cultas. Y su prosa alcanzó un nivel tan alto de purismo ci­ ceroniano que Erasmo les concedió el tributo de una brillante sátira. El Ciceronianus se ríe de los desesperados esfuerzos de los ciceronianos por perfeccionar su prosa, a costa del sueño y la comida. Pero también seña­ la seriamente que los cristianos que viven en un mundo moderno no pueden expresar sus pensamientos con formas tomadas de una sociedad pagana. A su vez, la tesis de Erasmo fue desarrollada en las décadas de 1570y 1580 por Marc-Antoine Muret y Justo Lipsio, que consideraron que toda forma de sen­ tencia periódica era irrelevante para las necesidades de la época, con su al­ ternancia en claroscuro de tiranía y revolución, de frases más breves y cor­ tantes. Séneca y Tácito proporcionaban las herramientas para la discusión del dilema del súbdito y el monarca separados por la religión, como Cicerón ha­ bía proporcionado los instrumentos para la «oratio orationis gratia» («amor a la oratoria por la oratoria»). Después de 1600, incluso ellos tuvieron que de­ jar paso a Petronio, cuyo Satiricon (leído por casi todos los humanistas como una elaborada alegoría de la corte de Nerón) fue emulado por John Barclay, entre otros, en novelas latinas que revelaron los secretos de todas las cortes y cancillerías europeas. En todos los casos el canon latino fue capaz de pro­ porcionar nuevos modelos; en todos los casos, también, los cambios en el la­ tín dejaron un gran poso en las lenguas vernáculas. Los ensayos de Bacon y Montaigne surgieron directamente del latín informal de Muret y Lipsio; de este modo las sátiras políticas y las novelas alegóricas de los siglos xvn y xvm utilizaron a Barclay y sus rivales como lentes a través de las cuales leyeron y se acercaron a Petronio y Apuleyo. Los latinistas más creativos no se limitaron, por supuesto, a imitar proto­ tipos clásicos. A veces experimentaron con las fronteras de un género o un modelo. Poliziano, por ejemplo, utilizó a Salustio como modelo de su breve relato de la conspiración de los Pazzi contra los Médicis en 1478. Pero este modelo era problemático en un aspecto crucial. Salustio había hecho hinca­ pié en la corrupción constitucional y social que había conducido a la revuel­ ta de Catilina. En la Florencia del siglo xv, la corrupción de la constitución

tradicional había llevado al gobierno de los Médicis, no al levantamiento contra ellos (levantamiento que los Pazzi, en realidad, representaron como el retomo a la tradición). En consecuencia, Poliziano evitó hacer un excurso constitucional en beneficio de un relato aterradoramente gráfico del carnaval durante el cual los florentinos habían humillado los cadáveres de los Pazzi. Su concentración en los ritos de humillación dio al texto la fuerza de la que habría carecido una descripción más convencional, gracias a la fusión de los mecanismos de Salustio con los de Séneca y Lucano. Otros, menos clásicos aún, hicieron un brillante uso'del latín sin depender en absoluto del canon an­ tiguo, como los autores del gran ataque a los enemigos de Johann Reuchlin, las Canas de unos desconocidos, a comienzos del siglo xvi, y los del amar­ go panfleto contra la Liga Católica, la Sátira menipea, en la década de 1590. Ambas clases de escritores emplearon su sensibilidad hacia el clasicismo en nuevos objetivos, poniendo en boca de sus oponentes barbarismos cuidado­ samente seleccionados que explicarían su falta de moral y cultura. Si los la­ tinistas del siglo XVI podían moldear sus instrumentos de tantas formas dis­ tintas, no es sorprendente que su lengua preferida se convirtiera en la propia de la vida intelectual, aquella en la que los científicos, filósofos e historia­ dores más innovadores de la época, Copémico y Vesalio, Bacon y Campanella, Bodino y De Thou expresaron sus pensamientos. Lo que es aún más sorprendente, algunos poetas latinos consiguieron uti­ lizar modelos clásicos en formas que no sólo concordaban con las condicio­ nes de la Europa moderna, sino que siguen siendo atractivas hoy día. En mu­ chos casos, seguramente, produjeron pastiches de gran calidad a partir de un solo modelo antiguo y de sus adaptadores renacentistas. Así fue como el jesuíta polaco Casimir Sarbiewski, el Ovidio sáimata, elaboró los idilios ele­ giacos que encantaron a generaciones de lectores latinistas, y que reciente­ mente han sido desenmascarados como copias que habían descendido del nivel de la imitación legítima al mero plagio. Pero unos cuantos poetas lati­ nos del Renacimiento pueden aún concitar el interés y el afecto de gente no dedicada a estudiarlos. La elegía a Lorenzo de Médicis de Poliziano, con su métrica experimental y la utilización del lenguaje de los Salmos, expresa una pérdida personal de una manera directa que pocos de los miles de poemas elegiacos convencionales de la época pueden igualar. Y con los Basta, Jo­ hannes Secundus actualizó la más descarada poesía amorosa romana para colmar las necesidades de una sociedad en la que podía discutirse con deta­ lle el Arte de amar con tal de que sus preceptos fueran aplicados en el lecho conyugal. En conjunto, no obstante, la poesía latina tendía a componerse por encargo. Como los dramas al estilo latino tan profusamente escritos y producidos en los colegios protestantes de Oxford y Cambridge y en las es­ cuelas jesuítas de Francia y del Sacro Imperio Romano, proporcionaba una educación rigurosa y sin duda servía de entrenamiento para escritos más ori­ ginales en lenguas vernáculas. En su nivel más original y ambicioso, la filología latina del Renacimien­ to llegó a condensar la historia de la literatura romana en un único esquema

evolutivo e histórico. Así lo hizo Julio César Escalígero en su Poética, donde sugería —y tuvo gran influencia— que las épocas de la poesía romana eran comparables a las etapas de crecimiento de un organismo vivo hasta alcanzar una potente madurez que, con el tiempo, llega a corromperse y pudrirse. Este esquema y la analogía orgánica subyacente conservaban enorme influencia en época de Winckelmann e incluso después. Pero la mayoría de los hombres educados sabían y pensaban mucho menos. Conocían a los clásicos gracias a las lecciones de la escuela: cursos sobre textos determinados. Por supuesto, estos textos eran elegidos tras profundas deliberaciones. En una época en la que todo conocimiento influyente era almacenado en libros, cualquier texto clásico era como una bomba que podía explotar en cualquier momento. Las obras escritas por y para los paganos podían, en el mejor de los casos, provo­ car pensamientos y sentimientos reprimidos, y, en el peor, corromper a los jó­ venes lectores a cuya educación supuestamente contribuían. Algunos clásicos latinos fundamentales se negaban —como a menudo hacen los clásicos— a enseñar la propia moral de un modo claro y definitivo. Ovidio había atraído a legiones de alegoristas que le protegieron en la Edad Media. La negativa de Virgilio a que la Eneida tuviera un final feliz, a recompensar a Eneas por sus sufrimientos y su heroísmo, hizo que Maffeo Vegio escribiera un decimotercer libro en el que el modelo aparentemente incompleto de la Eneida encon­ traba la finalidad que su autor le había negado. E incluso a pesar de que los humanistas de comienzos del siglo xvi escribieron sátiras contra el Ovidio moralizante y quisieron al Virgilio auténtico, les pareció necesario, como a to­ dos los maestros de un canon, modificar y mitigar el poder de sus textos. (A veces intentaron incluso reemplazarlos por sustitutos cristianos, como hizo Colet durante los primeros años de la Escuela de San Pablo; afortunadamen­ te, tales esfuerzos fueron pronto abandonados.) Erasmo, por ejemplo, fue el escritor sobre educación más influyente de su tiempo. Sus libros de texto y Coloquios desbancaron a sus rivales del mercado en todo el norte de Europa. Y sus peticiones acerca de suministrar una educación clásica a la elite laica y eclesiástica tuvieron que ver más que la obra de cualquier otro en la fundación de instituciones como el Corpus Christi College de Oxford, St. John’s College en Cambridge, el Collège Ro­ yal de París y el Colegio Trilingüe de Lovaina. Sin embargo, dedicó su li­ bro De ratione studii al problema de cómo enseñar uno de los versos más difíciles del corpus clásico para cualquier estudioso cristiano: «Formosum pastor Corydon ardebat Alexim» («el pastor Coridón se abrasaba de amor por el hermoso Alexis»; Virgilio, Bucólicas, 2, 1). Y así dejó claro que el maestro debe estar siempre alerta sobre los modos de suavizar los textos más apreciados. Tiene que acumular información sobre cada palabra y ex­ plicar el amor como amistad. Sólo distrayendo así la atención del pupilo po­ día el texto seguir siendo parte de la instrucción cristiana: Si el maestro es inteligente, incluso cuando surge algo que puede corrom­ per a los jóvenes, ello no sólo no perjudica a su carácter sino que les aporta algo

útil. Ya que su atención está dedicada en parte a tomar notas y en parte puesta en más altas cotas del pensamiento. Si el maestro va a hablar sobre la égloga segunda, debe preparar las mentes de sus estudiantes con una introducción apro­ piada, o mejor fortificarlas de esta forma: debe decir que no puede haber amis­ tad entre dos que son distintos, que la similitud engendra benevolencia mientras que la diferencia produce odio y discordia.

Los paralelismos históricos y mitológicos, las sentencias y opiniones insisti­ rían en el mensaje de que Virgilio había descrito la imposibilidad de la amis­ tad entre un rudo campesino y un joven sofisticado, y este mensaje no podía dañar al destinatario por joven e inocente que fuese. Naturalmente, los maestros que trabajaron a partir de estos supuestos centraban su interés en las necesidades de sus alumnos, no en la exactitud textual e histórica. A veces expurgaron los textos, como hicieron los jesuítas con las ediciones de los epigramas de Marcial, pero más a menudo los ma­ nipularon y diseccionaron. Los márgenes de los textos clásicos utilizados por los escolares del siglo xvi muestran que sus profesores evitaban con fre­ cuencia el posible daño mediante el simple expediente de convertir un texto determinado —desde un discurso de Cicerón hasta un libro de las Metamor­ fosis de Ovidio— en una enseñanza liberal amplia, cortando el texto en fra­ ses breves y palabras sueltas. A su vez, usaban éstas para impartir lecciones sobre cualquier tema que se les ocurriera, desde sintaxis a ciencia. El resul­ tado es que el lector moderno no puede predecir las asociaciones que un ver­ so o una línea de prosa podían tener para un lector del siglo xvi. Incluso la cita más romana de todas —por ejemplo, «dulce et decorum est pro patria mori» («morir por la patria es dulce y noble»), de Horacio— podía ser saca­ da de su contexto histórico, moral y poético y utilizada, en este caso, para enseñar lógica. Como un profesor francés explicaba hacia la década de 1570, «este es el argumento que puede ser empleado para convencer a aquellos que creen que es mejor huir y salvar sus vidas que morir luchando». Hay que in­ vestigar esta clase de enseñanza, inspirada por el reformador educativo Pe­ trus Ramus, para creerlo. El moderno lector de los clásicos los lee a la luz del Oxford Latin Dic­ tionary, el Thesaurus Linguae Latinae y el Oxford Classical Dictionary. El lector renacentista estaba asimismo influido por los manuales y las obras de referencia de su época. El estudiante normal aprendía la mayoría de las citas de colecciones útiles como los Adagios de Erasmo y los Epitheta de Ravisio Textor, que agrupaban expresiones concisas por temas, no por autores o pe­ riodos. Así, el lector de Erasmo encontraba todas las variaciones escritas por un autor antiguo sobre máximas como «dulce bellum inexpertis» («la guerra es agradable para los que la desconocen») o «Spartam nactus es: hanc orna» («Esparta es tuya; adórnala»). En la práctica podía usar correctamente las frases en cuestión, urgiendo a los amigos que trabajaban demasiado en un li­ bro: «manum de tabula» («aparta la mano de la tablilla de escribir») y ad­ virtiendo al joven insolente: «ne ignem gladio fodias» («no atices el fuego

con la espada»), Pero tenía poco o ningún conocimiento del contexto del que procedían, asociándolas con otras frases idénticas, similares u opuestas cita­ das en su libro y no con sus creadores. La filología moderna ha investigado una y otra vez este punto con objeto de explicar las curiosas —como pare­ cen desde un punto de vista del siglo xx— alusiones renacentistas a textos clásicos. El predominio de esta clase de cultura clásica de segunda mano, así como de la cultura también de segunda mano extendida a través de las tra­ ducciones, debe tenerse en cuenta en cualquier intento de sondear las pro­ fundidades de los impresos romanos del siglo xvi.

H ist o r ia : e l

e l o g io d e

R oma .

La historia romana empezó en el Renacimiento en un estado de estimu­ lante confusión. Los humanistas de los siglos xiv y xv extrajeron de Tito Li­ vio y Salustio sus fuentes y modelos favoritos, una visión bastante coheren­ te del pasado de Roma, o así parecía. Esta visión destacaba más los grandes hombres y acontecimientos que los edificios e instituciones, preferidos por los anticuarios; insistía mucho en los motivos de héroes y villanos, y con fre­ cuencia les atribuía elaborados y reveladores discursos. Retrataba una Edad de Oro situada en el pasado remoto de Roma, y una época de expansión a fi­ nales de la república y durante el imperio. En resumen, parecía un campo de estudio valioso para muchos escritores y profesores, que podía enseñar bue­ nas costumbres y excelente oratoria con una prosa viva y sólidos hechos. No es de extrañar que los maestros incluyeran textos históricos en sus cursos en escuelas y universidades, o que de las plumas de los humanistas fluyeran con rapidez discursos y tratados en alabanza de la historia. En realidad, sin em­ bargo, la tradición historiográfica contema muchos errores. Los historiadores antiguos no estaban siempre de acuerdo en los hechos, como queda ya claro en la historia de Tito Livio cuando le pareció necesario refutar la idea de que Numa había sido discípulo de Pitágoras. El redescubrimiento de Tácito y la traducción al latín de Polibio, Dionisio de Halicarnaso y Plutarco demostró a comienzos del siglo xvi que, en efecto, muy poco se sabía con seguridad so­ bre Roma, ni siquiera el año de su fundación. Y las diferencias implícitas en los métodos de los autores de la Antigüedad importaban más aún que las ex­ plícitas acerca de lo que a veces afirmaban. ¿Debe el historiador imitar a Tito Livio e investigar el pasado remoto? ¿O debe seguir el ejemplo de los histo­ riadores senatoriales y escribir sobre épocas más recientes aunque carentes de atractivo? ¿Debe ser un erudito independiente como Tito Livio o ante todo un hombre de acción como Polibio? Además, ¿deben ser considerados como únicas autoridades los historiadores antiguos griegos y romanos? Después de todo, rivalizaban con los cronistas medievales, que situaban el nacimiento de Roma en un marco más amplio, astrológico, escatológico o teológico. Y a veces entraban en abierta contradicción con otros escritores que parecían más dignos de respeto, como los muy doctos Beroso, Manetón, Fabio Pictor y

Catón, supuestamente descubiertos (y en realidad falsificados) por el domi­ nico Annio de Viterbo, y publicados con gran esplendor en 1498. Estos tex­ tos oponían a la tradición romana del nacimiento de la ciudad para la gran­ deza una historia alternativa que recalcaba las virtudes de la civilización etrusca que Roma había conquistado y saqueado, así como las raíces troyanas de los pueblos europeos modernos a los que los romanos habían llama­ do bárbaros. Obviamente era necesaria la erudición crítica para mantener la tradición, especialmente cuando las necesidades modernas redoblaron su des­ tructiva influencia sobre ella, llevando a una escuela de humanistas, ubicada en la Florencia nominalmente republicana, a insistir en el valor de la repú­ blica y a deplorar su transformación en imperio, mientras que el historiador romano más importante de todo el siglo xv, Flavio Biondo, adoptó precisa­ mente la postura opuesta, algo natural dada su situación en la Roma papal, elogiando a los primeros emperadores y atribuyendo la caída de Roma a la fundación de Constantinopla y a la invasión de los bárbaros. Los eruditos del siglo xvi resolvieron satisfactoriamente al menos algunos de estos dilemas. El estudio detallado de los distintos anales, incluyendo tan­ to los Fastos como los historiadores, reveló que la fecha de la fundación de Roma y todas las fechas exactas de su historia primitiva eran generalmente conjeturas hechas siglos antes, y estaban tomadas de anales oficiales. A me­ diados de siglo, Melchor Cano y Onofrio Panvinio habían demostrado que in­ cluso en época de Tito Livio sólo se conservaban en Roma anales fragmenta­ rios de los primeros siglos. Los historiadores dieron fechas diferentes para la fundación ya que los eruditos romanos más influyentes, Catón y Varrón, ha­ bían discrepado al respecto; no se podía dar por cierto lo que ellos no habían creído. A comienzos del xvn habían surgido dudas aún más radicales acerca de la tradición romana. José Escalígero admitió que todos los datos sobre la historia de Roma anterior a la expulsión de los reyes eran, en el mejor de los casos, poco seguros, y que la elección de una de las versiones suponía sim­ plemente la aceptación de una línea en el debate científico romano. Joannes Temporarius denunció con mayor agresividad el conjunto de la tradición ro­ mana como un tejido de mentiras del tipo que se suelen componer sobre los pequeños comienzos de una gran nación: Dejemos que los romanos nos presenten al padre de sus antepasados. Al­ gunos dirán que fue el dios Marte, otros que se trataba de un horrible espectro. Que nos muestren a su madre. Uno dirá que fue la vestal Rea, otro que Silvia, otro que Ilia. Si preguntamos por sus nodrizas, sacan a relucir animales: la loba y el pájaro carpintero ... Una cosa está clara: ciertos poetas vanidosos inven­ taron a Rómulo a partir del nombre de Roma porque no conocían los orígenes de la ciudad; este es el curso normal de los acontecimientos cuando los funda­ dores de una ciudad permanecen enterrados en la oscuridad.

Felipe Cluver y otros eruditos del siglo xvn intentaron reemplazar las viejas historias con sus propias explicaciones, necesariamente conjeturas, acerca de cómo los romanos alcanzaron prioridad sobre otros pueblos itálicos. Era evi­

dente, pues, más de un siglo antes de Vico o de De Beaufort, que las histo­ riae romanas no eran idénticas a las res gestae de la historia de Roma, que los eruditos de entonces tendrían que reconstruir mediante la comparación crítica de todos los datos. Sin embargo, cuando el interés por la primitiva historia de Roma empezó a decaer se dedicó una atención más crítica a los siglos siguientes. Nuevos textos históricos como los Anales de Tácito y —quizá desafortunadamente— la Historia augusta dieron a la historia del imperio un esquema cronológico tan definido como el de la república. Nuevos materiales colaterales como los Panegiristas latinos y la Germania de Tácito hicieron posible una cierta vi­ sión del nacimiento de los pueblos no romanos que más tarde se infiltrarían en el imperio y causarían su caída. El redescubrimiento del historiador paga­ no Zósimo, cuyas opiniones expuso Johannes Lowenclavius en un ensayo de 1573, propuso que la auténtica ruptura de la historia romana tuvo lugar tras la división del imperio por Constantino y el reconocimiento oficial del cristia­ nismo: una idea aún hoy válida sobre las causas remotas de la decadencia de Roma. Mientras tanto un nuevo grupo de eruditos se adhirió por vez primera a los debates sobre la historia de Roma. Ya en la Edad Media el Corpus iuris había dado a Occidente su código de derecho internacional y público, y los juristas profesionales, formados en las grandes escuelas italianas de Bolonia y Pisa, habían aplicado los principios del derecho romano a las modernas condiciones políticas y sociales. Lo que no habían hecho, pese a su claro re­ conocimiento de que no vivían en la antigua Roma, fue tratar el Corpus como la creación de una sociedad diferente a la suya propia, y mucho menos explicarlo a la luz de otros textos romanos no legales. A partir del siglo xv, los humanistas intentaron hacer exactamente esto. Y en el siglo xvi empeza­ ron a encontrar brillantes aliados dentro de algunas facultades de derecho. Andrea Alciato, Budé y Jacques Cujas cotejaron los textos legales con las fuentes históricas y epigráficas. Analizaron la constitución romana con mu­ cha más precisión conceptual que cualquier historiador antiguo o moderno, y así no sólo reconstruyeron las instituciones fundamentales de la república y el imperio, sino que volvieron a plantear la verdadera naturaleza del esta­ do romano. No era éste la creación mixta que Polibío había pensado, una mezcla armoniosa de elementos de la monarquía, la aristocracia y el gobier­ no popular; más bien había, como en cualquier otro estado, un solo impe­ rium, que gradualmente pasó del pueblo a los emperadores, y que no era compartido por el estamento básicamente consultivo, el Senado. Los intelectuales de finales del siglo xvi se acercaron a la historia ro­ mana a la luz de estos progresos. En general no lo hicieron a través de la sencilla y supuestamente coherente narrativa clásica, sino de un tratado de consulta como el Método de Bodino. En él no se presentaban al estudiante simples historias, sino una compleja iniciación a los problemas inherentes a la elección entre fuentes diferentes, evaluando su valor probable y estable­ ciendo una relación independiente de acontecimientos. Y esto sólo era el

prólogo a una iniciación más compleja aún al trabajo requerido para inter­ pretar la constitución romana y compararla con otras, antiguas y modernas, orientales y occidentales. El libro de Bodino concluye significativamente con diez páginas de bibliografía sobre fuentes, en lugar de hacerlo con una recapitulación de la historia romana. La época de investigación sobre el pa­ sado había reemplazado a la época de la historia magistra vitae. O así podría parecer. Pero en realidad los eruditos teman que hacer algo más que deducir de las fuentes verdades fundamentales sobre Roma. Debían enseñar a los jóvenes a cumplir con sus obligaciones públicas en una época de revolución y gueiras religiosas, y teman que ofrecer consejo práctico, ins­ pirado en el ejemplo romano, a los jefes militares y políticos que los prote­ gían. En cuanto a la práctica de la inteipretación, además, los eruditos igno­ raban con frecuencia las distinciones técnicas y cronológicas exactas que con tanto trabajo habían expuesto en sus monografías. Cuando Lipsio tuvo que ayudar a Mauricio de Nassau a reformar el ejército holandés según el esque­ ma romano, reconstruyó la militia romana hasta en el menor detalle. Pero lo hizo tratando a Polibio, Frontino y Vegecio como fuentes funcionalmente equivalentes, e ignorando así los grandes cambios ocurridos entre distintos periodos de la historia social e institucional romana. En algunos casos se pro­ porcionaron justificaciones formales por la concentración de un solo autor, periodo y método. Tácito, en particular, se hizo cada vez más popular entre los monárquicos y los republicanos de finales del xvi, ya que su obra era, en palabras de Lipsio, «un teatro de nuestra vida actual». También puede invo­ carse esta doctrina de la similitudo temporum en favor de otros escritores. Grocio, por ejemplo, elogió a Lucano, a quien consideraba un clásico espe­ cialmente apropiado para sus compatriotas holandeses, en ese momento en­ zarzados en una lucha contra la tiranía. En conjunto, sin embargo, la historia romana terminó el siglo en el estado de saludable caos revelado al comienzo de este ensayo por nuestras reflexiones sobre Gabriel Harvey. Era a la vez campo para una investigación sofisticada y abierta y un corpus de los axiomas y ejemplos más simples que se puedan imaginar. Esta curiosa mezcla de cua­ lidades contradictorias pone de relieve la experiencia de Roma de los huma­ nistas del Renacimiento con respecto a la precedente y a la posterior. B d b u o g r a f ía

Las mejores exposiciones del contexto general son: P. O. Kristeller, Renaissance Thought and its Sources, ed. M. Mooney, Nueva York, 1979, y L. D. Reynolds y N. G. Wilson, Scribes and Scholars, Oxford, 1974’; 3.a ed. en prensa. Sobre el re­ descubrimiento de los restos materiales y la sociedad de Roma, R. Weiss ofrece un estudio fundamental que abarca desde los comienzos de humanismo hasta el saqueo de Roma en The Renaissance Rediscovery o f Classical Antiquity, Oxford, 1969; para las cruciales décadas centrales del siglo xvi, véase E. Mandowsky y C. Mitchell, Pi­ rro Ligorio’s Roman Antiquities, Londres, 1963. H. Gamrath analiza las vicisitudes de la ciudad y el descubrimiento a finales del xvi de la Roma Christiana en Roma

sancta renovata, Roma, 1987; lo mismo (más ampliamente) hace G. Labrot en L ’Image de Rome, Paris, 1987. Véanse también R. W. Gaston, ed.. Pirro Ligorio, 1988, y W. McCuaig, Carlo Sigonio, Princeton, 1989. La mejor introducción al desarrollo de la filología y la enseñanza del latín es Reynolds y Wilson, Scribes and Scholars. Para un estudio concreto de la recupera­ ción del latín clásico, véase S. Rizzo, «II latino del Petrarca nelle Familiari», The Uses o f Greek and Latin, ed. A. C. Dionisotti et a l, Londres, 1988; el mejor trabajo en inglés es M. Baxandall, Giotto and the Orators, Oxford, 1971. Sobre la poesía neolatina, véanse J. Sparrow, «Latín Verse of the High Renaissance», Italian Re­ naissance Studies, ed. E. F. Jacob, Londres, 1960, y Renaissance Latin Verse: An Anthology, eds. J. Sparrow y A. Perosa, Londres, 1979. Acerca de los progresos pos­ teriores en la prosa latina, véanse J. D ’Amico, «The Progress of Renaissance Latin Prose: The Case of Apuleianism», Renaissance Quarterly, 37 (1984), pp. 351-392; M. W. Croll, Style, Rhetoric and Rhythm, Princeton, 1966; M. Fumaroli, L'Âge de l ’éloquence, Ginebra, 1980; y W. Kühlmann, Gelehrtenrepublik und Fürstenstaat, Tubinga, 1982. [Véase también F. Rico, Nebrija frente a los bárbaros, Universidad de Salamanca, Salamanca, 1978.] Sobre los métodos de la educación humanista, véa­ se A. Grafton y L. Jardine, From Humanism to the Humanities, Londres, 1986; sobre las técnicas de la erudición textual humanista, A. Grafton, Joseph Scaliger, I, Oxford, 1983, y J. D ’Amico, Theory and Practice in Renaissance Textual Criticism, Berke­ ley, 1988. Sobre Lucrecio, véase D. Clay, Lucretius and Epicurus, 1983. La mejor obra de conjunto sobre historiografía es E. Cochrane, Historians and Historiography in the Italian Renaissance, Chicago, 1981. Una de las primeras visio­ nes del nacimiento de Roma en H. J. Erasmus, The Origins of Rome in Historiography from Petrach to Perizonius, Assen, 1962; sobre la decadencia de Roma, véase el muy documentado trabajo de A. Demandt, Der Fall Roms, Munich, 1984; sobre la tradición de investigación histórica de la constitución romana, véase W. McCuaig, Sigonio, y su «Sigonio and Grouchy: Roman Studies in the Sixteenth Century», Athenaeum, 74 (1986), pp. 147-183. Acerca de la curiosa — aunque influyente— alternativa en el elo­ gio de Roma, véase, finalmente, G. Cipriani, II mito etrusco nel rinascimento florenti­ no, Florencia, 1980.

Jasper Griffin V.

VIRGILIO

De todos los poetas latinos Virgilio es, sin duda, el que ha tenido una ma­ yor influencia. Durante su vida fue reconocido como el poeta al que los ro­ manos cultos habían estado aguardando (recordemos la espera, en los años veinte y treinta de este siglo, de «la gran novela norteamericana»): el escritor que elevaría la literatura latina al mismo nivel que la griega. Empezó hacien­ do un escrupuloso aprendizaje poético, comenzando por poemas modestos ba­ sados en la obra de un poeta griego bastante reciente, y evitando la tendencia a más altos vuelos en estilo y temas. Este libro con diez poemas pastoriles, las Bucólicas, convirtió a Virgilio en el poeta de su generación, considerado por Horacio como amigo y también como un modelo digno de respeto. Al mismo tiempo, su relación con Mecenas hizo posible el establecimiento de estrechos lazos con Octavio, el heredero de Julio César que pronto gobernaría sin riva­ les el mundo romano bajo el nombre de Augusto. A partir de este momento, en su obra no faltará nunca cierta nota de propaganda augusta. Las Bucólicas combinaban el género pastoril «puro» —los amores senci­ llos y las canciones de rústicos más o menos idealizados— con poemas más complejos que aprovechaban el estilo pastoril para tratar indirectamente de política y de poetas contemporáneos. Así establecieron las normas para el gé­ nero en todas las lenguas europeas, desde The Shepheardes Calender de Spenser hasta el Lycidas de Milton, del Pastor Fido de Guarini al Acis y Ga­ latea de Haendel. Los pastores y pastoras de las comedias de Shakespeare derivan de esta fuente, así como la aldea rococó construida por María Antonieta en Versalles, en la que la reina jugaba a ser pastora de ovejas. La siguiente obra de Virgilio, las Geórgicas, tema una escala mayor, cua­ tro libros que componían una compleja unidad de cerca de 2.000 versos. Aquí el poeta tenía un antecedente griego más antiguo y más importante: el poeta arcaico Hesíodo (c. 700 a.C.). Formalmente, las Geórgicas constituyen un ejemplo del más extraño y atemporal de los géneros, el del poema didác­ tico. Las Geórgicas instruyen al lector sobre cómo arar y segar, sobre el cui­

dado de los caballos y las abejas o la viticultura. Pero estas instrucciones es­ tán muy incompletas: un romano podía encontrar obras sobre agricultura mu­ cho más sistemáticas y globales. Por otro lado, gran parte del contenido del poema no es en absoluto instructiva, al menos en el sentido literal del térmi­ no, especialmente aquellos pasajes con meditaciones sobre la vida y la natu­ raleza y el largo relato final con la patética historia de Orfeo y Eurídice. En opinión de Dryden las G eórgicas son «la mejor obra del mejor de los poe­ tas», y estuvieron particularmente de moda en el siglo xviii: vástagos suyos son The Task de William Cowper, The Seasons de James Thomson e innu­ merables poemas menores con títulos como Sugar-Cane, The H op-G arden y The A rt o f P reserving Health. La combinación de racionalismo y sentimien­ to resultaba especialmente atractiva a esa época, al mismo tiempo racional y emocional, y contribuyó a adornar su actitud hacia el paisaje y la naturaleza tanto en la vida como en el arte. Con la Eneida, Virgilio se propuso escribir el más grande poema sobre Roma en estilo épico. Los teóricos de la Antigüedad consideraban que la epopeya y la tragedia eran las dos formas más elevadas de poesía, y que el poeta supremo era Homero. Virgilio había empezado escribiendo poemas menores a modo de entrenamiento, y estaba preparado para correr el enorme riesgo que suponía desafiar una comparación directa con la épica homérica. El tema era patriótico: la fundación de Roma. El mito de Eneas, un héroe troyano que había sobrevivido a la destrucción de Troya, viajó a Occidente y estableció en Italia una ciudad que sería la antepasada de Roma, dio pie al poeta para vincular la temática nacional con el ciclo supremo de la mitolo­ gía griega, y en realidad volver a contar en su poema la historia del Caballo de Madera y de la caída de Troya. La epopeya explota al máximo tanto la R iada como la O disea, ya que no solamente adapta escenas y repite imáge­ nes, sino que además utiliza las líneas maestras de ambos poemas (los vaga­ bundeos de Ulises en la primera mitad, la guerra de Troya en la segunda). Estilísticamente el poema supone el mayor triunfo de la lengua latina: rica­ mente melodioso, flexible y sugerente de una forma más característica de la poesía moderna que de la antigua. Junto a pasajes de imperialismo triun­ fante se suceden otros de resonante melancolía y, en el amor y suicidio de Dido, de obsesionante tragedia. El poema, que quedó incompleto por la muerte de su autor, conoció un éxito inmediato, convirtiéndose en texto es­ colar al cabo de una generación, en posesión universal del Occidente latino. A Virgilio se le denominaba «el poeta», su obra era constantemente citada, garabateada en las paredes, ilustrada en pinturas y mosaicos. Mientras el res­ to de la literatura clásica estaba oculto a la vista, la E neida seguía siendo vi­ sible, y en los tiempos más oscuros de la Edad Media un hombre educado era aquel que «había estudiado a Virgilio y leyes», en tanto que el propio poeta recibía el máximo cumplido de ser considerado como un cris­ tiano —pese a su muerte en el 19 a.C.— o un gran mago. Cuando aparecie­ ron las literaturas nacionales europeas el poeta de la Eneida fue saludado por Dante como «mi maestro y mi autoridad», y la epopeya latina se convirtió en

modelo estilístico de las epopeyas de Tasso, Milton y Camoens, la personifi­ cación de la nobleza y el poder. Es imposible analizar en un solo capítulo la enorme importancia de Vir­ gilio para Europa, de modo que limitaré el tema a su legado en Gran Breta­ ña. Aun así es preciso ser selectivo. En un ensayo publicado en 1931 para ce­ lebrar el bimilenaiio del nacimiento de Virgilio, G. Gordon escribió: A duras penas puedo imaginar que haya habido una época, desde el asen­ tamiento de los romanos, en que Virgilio no haya sido leído o al menos se haya oído su nombre en esta isla. Puede decirse con seguridad que ningún poeta ha ejercido un control tan grande o continuado sobre la producción poética de este país como Virgilio. De Aldelmo a Bridges, es la afirmación más categórica de su alcance.

Recientes descubrimientos sobre la Britania romana han demostrado cuán lejos estaba esto de ser una exageración. Un magnífico mosaico de finales del siglo IV d.C. hallado en Low Ham (Somerset), y actualmente en el museo de Taunton, muestra a la diosa Venus presidiendo cuatro escenas tomadas de la historia de Dido y Eneas; en el lejano norte, en la muralla romana, se descubrió el fragmento de la Eneida en papiro más antiguo que se conoce, escrito a finales del siglo i d.C. En la remota provincia de Bri­ tania —en palabras del propio Virgilio, «penitus toto di visos orbe Britan­ nos», los britanos están separados del mundo entero— , la obra del poeta era familiar a todos. Es, en efecto, un caso especial, y como tal puede ilustrar la continuidad de la cultura clásica con excepcional riqueza. Tras la retirada de los romanos, que según han demostrado obras re­ cientes fue un proceso más gradual y menos dramático de lo que siempre se ha supuesto, Virgilio siguió obsesionando a la literatura inglesa. En el si­ glo vi el historiador Gildas, al describir el heroico pero fracasado esfuerzo de los britanos para repeler a los invasores anglosajones, hace continuas re­ ferencias al relato de Virgilio del saqueo de Troya, en el libro II de la Enei­ da. Un siglo después el poeta y erudito Aldelmo compara su propia hazaña al introducir la poesía en Inglaterra con la de Virgilio al introducir la poe­ sía de Hesíodo y Homero en Roma. El pasaje que cita, del tercer libro de las Geórgicas, contrasta poderosamente, en su perfección formal, con el torpe latín del propio Aldelmo; la poesía de Virgilio es un parche efectista sobre el estilo semibárbaro del escritor inglés, pero el hilo de la tradición, por delgado que sea, aún no se ha roto. Los dos primeros hombres de letras ingleses que alcanzaron significa­ ción europea fueron el historiador Beda de Jarrow («Beda el Venerable») y Alcuino de York, el consejero de Carlomagno. Beda gustaba de adornar su historia con citas virgilianas. También Alcuino cita con frecuencia a Virgi­ lio, tanto en sus cartas como en sus poemas, y en sus propios versos se lla­ ma a sí mismo «Flaccus», como el gran amigo de Virgilio, Horacio; pero muestra la misma mezcla de actitudes hacia el gran poeta pagano que san

Agustín, que en sus Confesiones se reprocha amargamente haber derramado más lágrimas por los sufrimientos de Dido que por los del Salvador. Alcuino, en efecto, tuvo una pesadilla, o según sus palabras una visión, cuando era un escolar en York: estando en el lecho le atacaban los demonios, y Dios le libró de ellos sólo después de que Alcuino prometiera ser consciente al atender al servicio divino y no amar más a Virgilio que a la música de los salmos (Vita Alcuini, I). La obligación de ser clemente con los sometidos es subrayada en una carta mediante la cita de Eneida, 6, 854, «parcere subjec­ tis et debellare superbos», un verso que, como ansiosamente explica Alcui­ no, fue comentado y valorado por el mismo san Agustín; «pero debemos prestar más atención a las enseñanzas de los evangelios que a los versos de Virgilio» (Epístola 119). Otro corresponsal es reprendido por su excesiva devoción a Virgilio: «Deseo que los cuatro evangelios, y no las doce Eneidas, llenen tu corazón» (Epístola 216). Incluso encuentra una frase condensada y epigramática para expresar su actitud ante Virgilio como autoridad en cuestión de latinidad: «Virgilius haud contemnendae auctoritatis falsator» (Epístola 252: Virgilio, escritor de falsedades, no posee ninguna autoridad). Vemos en una sentencia la ambigua actitud de los cristianos medievales con respecto a los grandes escritores de la Antigüedad, que cautivaban la me­ moria y la imaginación, pero que, al entrar en conflicto imperdonable con las enseñanzas de la Iglesia, no podían estar diciendo la verdad. Para el lector medianamente educado, la literatura inglesa comienza con Chaucer. No se puede decir que Virgilio representara para Chaucer lo mismo que supuso para sus modelos italianos, para Dante o incluso para Petrarca, pero dos de sus ambiciosas obras se basan completa y explícitamente en la Eneida. El primer libro de The House o f Fame está dedicado a la historia de la epopeya virgiliana, que Chaucer afirma haber visto, en un sueño, escrita en una tablilla de cobre en el templo de la Fama. La narración, en efecto, em­ pieza con una traducción del inicio de la Eneida (vv. 143-150): Cantaré, si puedo, las armas, y también al hombre que, por su destino, llegó el primero, ñigitivo del país de Troya, a Italia, con gran sufrimiento, hasta las playas de Lavinia. Y así empezó la historia que ahora os contaré.*

La encantadora ingenuidad de este fragmento («... si puedo», «... que ahora os contaré») ofrece otra vez un notable contraste con la pulida seguridad del estilo de Virgilio. ¡Imagínense la forma de hablar que insertaba «si puedo» * [I wol now singen, yif I can, / The armes, and also the man / That first cam, thurgh his destinee, / Fugityf of Troy contree, / In Itayle, with ful moche pyne / Unto the scrondes of Lavyne. / And tho began the story anoon / As I shal telle yow echon.]

entre «canto» y «armas y al hombre»! La poesía inglesa tenía aún mucho que aprender de los modelos clásicos. Chaucer centra su historia en los trágicos amores de Eneas y Dido, y muestra claramente su simpatía por la dama: Pero hablemos de Eneas, y de cómo, ay, la traicionó y la abandonó tan cruelmente ... *

Vuelve a tocar el tema, con mayor entusiasmo aún y en un estilo más ele­ vado, en su Legend o f Good Women. Dido es la tercera de estas mujeres, mártires por amor, tras Cleopatra y Tisbe. El poeta comienza esta vez de una forma más ostentosa: ¡Gloria y honor, Virgilio mantuano, a tu nombre! Y, en lo posible, seguiré tu luz, aunque como ante un fantasma, como Eneas le prometió a Dido ...**

Eneas es aquí un mero seductor que se cansa pronto de la pobre reina, le cuenta, mintiendo, que su destino le impulsa a Italia y, aunque ella se la­ menta ¡Estoy embarazada, y tú has dado la vida a mi hijo!***

la engaña con cruel cinismo: Ya que una noche la abandonó mientras dormía, y huyó junto a sus compañeros, y como un traidor navegó hacia el gran país de Italia ...****

El conde de Surrey, última víctima de Enrique VIII, inventó el verso suelto en su traducción de Virgilio; una generación antes, Gavin Douglas había producido su vivida y picante versión escocesa. Cuando la literatura revivió tras el azote religioso de mediados del siglo xvi, la primera obra dramática de Christopher Marlowe fue Dido Queen o f Carthage. Esta ex­ traña pieza, que oscila desconcertantemente entre la alta tragedia y algo cercano a la farsa, y que incluye pasajes de varios hexámetros enteramen­ te en el latín de Virgilio, nos muestra por vez primera el futuro poder del drama poético inglés. Así, cuando Eneas describe a Dido la última noche * [But let us speke of Eneas, / How he betrayed hir, alias! / And lefte her ful unkyndely...] ** [Glorye and honour, Virgil Mantoan. / Be to thy name! and I shal, as I can, / Folwe thy lanterne, as thow gost byfom, / How Eneas to Dido was forsworn ...] *** [I am with childe, and yeve my child his lyf!] **** [For on a nyght, slepynge, he let hire lye, / And stal awey unto his companye, / And as a traytour forth he gan to sayle / Toward the large contre of Ytayle ...]

de Troya, claramente basada en el segundo libro de la Eneida, oím os los ecos del D oktor Faustas (2,1, 182-187): Entonces ubt'ió el caballo, y de pronto, de sus entrañas N eoptolem o, apoyando su lanza en tierra, saltó, y tras él mil griegos más, en cuyos severos rostros brillaba el inextinguible luego que más tarde incendió el orgullo de A siu.:l;

Volvem os a oírlos, en espera del A ntonio y C leopatra de Shakespeare, cuan­ do Dido dice (4,4, 120-123): Es el enojo de Eneas lo que acaba mis días: si él no me abandona, nunca moriré, porque en sus ojos veo eternidad, y me hará inmortal con un b e so /1“"

El exuberante genio de Marlowe necesitaba las restricciones impuestas por su m odelo virgiliano, y vem os con cruel claridad cuán terriblemente podía traicionarle su propio gusto cuando pierde contacto con su guía. Por ejemplo, no puede resistir adornar el relato de Virgilio, horrendo pero com edido, de la muerte del anciano rey Príamo (2,1, 240-252): E n e a s : En absoluto conm ovido, sino sonriendo ante sus lágrimas,

este carnicero, mientras aún tenía las manos alzadas, poniendo el pie sobre su pecho, se las cortó. ¡Oh, basta. Eneas! No puedo seguir escuchando.

D id o : E n e a s : A n te lo c u a l la r e in a , f r e n é ti c a , s a ltó a su r o s tr o ,

y en su s p árp a d o s, q u e c o lg a b a n d e su s uñ as, p r o l o n g ó u n in s ta n te la v id a d e s u e s p o s o .

Por fin los soldados la arrastraron por los talones y aullando la lanzaron al vacío, que en vió un eco al rey herido. Mientras él levantó sus postrados miembros y habría intentado luchar contra el hijo de Aquiles olvidando su falta de fuerza y de manos ...* * * * ITheii he u n lo c k ’d ihe hor.se; und su ddenly / Hroiii oui his en lrails, N eo p to lem u s. / S e l­ ling his sp e ar upon the g ro u n d , leapl forth, / A nd a fter him a ihousaiut G recian s m ore, / In w h o ­ se stern faces sh in ’d the q u en ch less fire / T h at after burnt the p ride o f A sia. | ** I It is A e n e a s’ frow n that ends my days: / If he forsake me nol, I n ev er die, / For in liis looks I see etern ily , / A nd h e ’ll m ake m e im m ortal w ith a k is s .( μ » |A i;ni;a s : N o i m o v ’d at all, but sm ilin g at his tears, / T h is luncher, w hilsl his hands w ere y et held up, / T read in g upon his b reast, stru ck o ff his hands. / D id o : O end, A eneas! ! can h ear no m ore. / A iínkas : At w hich the frantic q u een le a p ’d on his lace, / A nd in his ey elid s h an ­ ging by the nails, / A little w hile prolo n g ed her h u sb a n d ’s life. / Al Iasi llie so ld iers p u ll’d her by th e heels / A nd sw u n g her h o w lin g in the em pty air, / W hich seni an ech o to the w ounded king. / W h ereat he lifted up his b ed -rid lim bs, / A nd w o u ld h ave g rap p led w ith A c h ille s’ son, / F o rg ettin g both his w ant o f strength and h ands ...)

Esta espantosa ausencia de alegría le habría parecido a Virgilio tan insopor­ table como a la propia Dido de Marlowe. El mismo Shakespeare demuestra conocer al menos los seis primeros li­ bros de la Eneida (nadie ha apuntado un ejemplo inequívoco de una alusión a la segunda mitad del poema). Tiene obsesionantes palabras para Dido: En una noche como ésta, Dido, con una rama de sauce en la mano, en la playa desierta del mar, suplicaba a su amor que volviera a Cartago* (El mercader de Venecia, 5, 1, 9-12)

y en La violación de Lucrecia hace una larga descripción de la pobre Lu­ crecia mirando una pintura del saqueo de Troya (1566-1568), motivo que repite en Hamlet (2, 2, 475-549), al parecer como ejemplo de estilo ampu­ loso y estereotipado. Pero resulta sorprendente que, de todas las obras de Shakespeare, sea La tempestad la más llena de ecos virgilianos. Dicha obra, la última quizá que escribió el poeta, utiliza menos fuentes para su argu­ mento que casi todas las otras, y el pensamiento de Shakespeare volvió a sus viejas lecturas en la escuela de Stratford, recordando la tormenta y el naufragio, las arpías, Iris, Juno y la milagrosa salvación de barcos y mari­ neros: todo ello ocurre en los cinco primeros libros de la Eneida. En el siglo xvn dos grandes poetas ingleses tuvieron íntima relación con la poesía de Virgilio. Milton esperaba que los lectores de Lycidas recordaran las Bucólicas, y que los del Paraíso perdido pensaran constantemente en la Enei­ da. Lycidas, una elegía por la muerte de un joven en el mar, contiene diez re­ peticiones sustanciales de las Bucólicas, especialmente de la égloga décima, en la que Virgilio describe y se hace partícipe del sufrimiento de su amigo el poe­ ta Galo. ¿Quién no cantaría a Lycidas? ... ¿Dónde estabais, ninfas, cuando el despiadado abismo se cerró sobre la cabeza de vuestro amado Lycidas? Porque no estabais jugando en la ladera ...**

¿Tenemos que pensar en el «neget quis carmina Gallo»? («¿quién negaría versos a Galo?») de Virgilio, así como en Quae nemora aut qui vos saltus habuere, puellae Naides, indigno cum Gallus amore peribat? nam neque Parnasi vobis iuga ... (.Buc., 10, 9-11) * [In such a night / Stood Dido with a willow in her hand / Upon the wild sea-banks, and waft her love / To come again to Carthage.] ** [Who would not sing for Lycidas? ... / Where were ye Nymphs when the remorseless deep / Clos’d o’re the head of your lov’d Lycidasl / For neither were ye playing on the steep ...]

[¿Qué bosques, qué sotos os retuvieron, Náyades niñas, / cuando Galo se mo­ ría de un amor no correspondido? / Pues ni las cimas del Parnaso ...]

En un nivel más general que estos ecos verbales, la concepción total de Lycidas como pastor y poeta, víctima de una muerte cruel a la que venció y por lo cual se encuentra entre los bienaventurados en el cielo («No lloréis más, afligidos pastores, no lloréis más / vuestra pena, porque Lycidas no ha muer­ to») procede de las Bucólicas, con la utilización específica de los sufrimien­ tos de Galo de la décima y la deificación de Dafnis de la quinta. Progresando igual que el propio Virgilio desde obras más cortas y menos ambiciosas hasta la composición de una gran epopeya, Milton tomó natural­ mente la Eneida como su principal modelo formal, así como la Biblia es su fuente temática más importante. Los doce libros en que se divide el Paraíso perdido (PP) en su segunda elaboración, la canónica, son una especie de ho­ menaje a los doce libros de la Eneida. El poema comienza con una invoca­ ción a la Musa y una exposición del tema que recuerdan el inicio de Virgilio y, antes que él, los de la Ilíada y la Odisea. Esto, para el lector ideal, no sólo supondría el placer del reconocimiento y definiría el nivel estilístico proyec­ tado, sino que además sugeriría por implicación lo que se expresa explícita­ mente ocho libros después: que Adán, el héroe miltoniano, tiene un papel equiparable al de Aquiles, Ulises o Eneas, aunque en realidad más significa­ tivo e incluso más heroico: De argumento, no obstante, más heroico que el furor con que el severo Aquiles tres veces persiguió a su enemigo alrededor de los muros de Troya; o que la rabia de Tumo al encontrarse desposeído de su novia Lavinia; o la ira de Neptuno o de Juno que asombraron durante tanto tiempo al griego y al hijo de Citerea ... * (Paraíso perdido, 9, 13-19)

Es decir, que Aquiles, el héroe de la Ilíada, o Eneas, hijo de Venus-Citerea, que luchó con Tumo por Lavinia y fue enemigo de Juno, o Ulises, enemigo de Neptuno-Poseidón. Tras este comienzo, el libro primero del Paraíso perdido contiene al me­ nos ocho repeticiones de pasajes de Virgilio, todos ellos obvios para el lec­ tor miltoniano ideal. El poeta no se limita ya a recurrir únicamente a los li­ bros segundo y tercero, con el tema, evidentemente emocionante, de la caí­ da de Troya y la tragedia de Dido: la foima en que se introduce el catálogo * [Argument / Not less but more Heroic than the wrauth / Of stem Achilles on his Foe pursu'd / Thrice Fugitive about Troy Wall; or rage / Of Tumus for Lavinia disespous’d, / Or Neptun's ire or Juno's, that so long / Perplex’d the Greek and Cytherea'S son ...]

de los ángeles caídos, por ejemplo, recuerda un pasaje del libro XI de la Eneida, mientras que el noble símil de las abejas encuentra su paralelo no so­ lamente en el libro primero de la Eneida, sino también en un pasaje más lar­ go sobre abejas del libro cuarto de las Geórgicas (PP, 1, 376 y ss., Eneida, 11, 664; PP, 1, 768 y ss., Eneida, 1, 430 y ss., Geórgicas, 4, 149 y ss., 170 y ss.). Milton es un poeta realmente culto que tiene presente todo Virgilio además de otras fuentes como Homero y los comentaristas rabínicos de la Biblia. Aparte de este uso de pasajes concretos, la estructura general de la estro­ fa miltoniana procede en última instancia de Virgilio, en tanto que Words­ worth y Tennyson afirmaron categóricamente que (en palabras de Tennyson) «Milton tuvo que construir su métrica a partir de ese “oceánico oleaje de rit­ mo” que hay bajo los hexámetros de Virgilio». «Más de una vez —escribió F. T. Palgrave— me convenció Tennyson de esto», mientras que Wordsworth escribió a lord Lonsdale: «Siempre he estado persuadido de que Milton creó su verso suelto según el modelo de las Geórgicas y la Eneida». Tanto es así que la estructura real de la poesía de Milton recuerda más al verso virgiliano que a cualquier otra de sus fuentes. Hay otros dos puntos im­ portantes. En primer lugar, Milton debía a la Eneida la concepción de la his­ toria como designio del cielo, temporalmente obstaculizado por la acción de agentes sobrenaturales subordinados pero triunfante al final. Cuando Dios dice «Mi voluntad es el Destino» (PP, 7, 173), repite el discurso programá­ tico de Júpiter al inicio de la Eneida (1, 257 y ss.). Esto constituía un paso fundamental en la transformación del libro del Génesis en una epopeya he­ roica. En segundo lugar, las repeticiones clásicas tienen un propósito ulterior en el poema de Milton. Dado que la religión cristiana suplanta y abóle los dioses paganos, ahora degradados a la condición de demonios (PP, 1, 500 y ss.), las alusiones clásicas dirigidas a la inteligencia del lector han de ser no sólo reconocidas y apreciadas, sino también entendidas como correcciones y mejoras. Milton parece tener ya en mente la inspiración de la escena más potente del Paraíso recobrado (PR), donde la última y más dura tentación de Cristo es la del arte y el pensamiento de la Grecia pagana, rechazados por Jesús en favor de los Salmos y la Biblia (PR, 4, 225-364). Toda alusión clá­ sica tendría esta doble resonancia, la de una belleza y un significado senti­ dos pero rechazados, y son mucho más que simples adornos en la poesía de Milton. Dryden debe ser tratado con mayor brevedad, aunque también depende mucho de Virgilio y podría dar lugar a un estudio más amplio. Sus obras en prosa contienen más referencias a Virgilio que las de otros escritores, inclu­ yendo a Shakespeare; se refiere a él como «este divino autor», y de sí mismo dice: «Tengo que reconocer que mis maestros han sido Virgilio en latín y Spenser en inglés». Para Dryden, Virgilio es, sobre todo, un ejemplo supremo de «rectitud» y «decoro»: «Virgilio era de temperamento tranquilo, sosegado: Homero era violento, impetuoso y lleno de ardor. El mayor talento de Virgi­ lio fue la decencia de pensamiento y la belleza de palabra» (prefacio a Fables

Ancient and M odem ). El talento vigoroso y masculino de Dryden —él dice

de sí mismo que Homero estaba más «acorde con su genio» que Virgilio— valoraba la forma en que quedaban plasmadas la corrección, la dignidad y la firmeza en el lenguaje y en la expresión. La influencia de Virgilio ayudó mu­ cho a Dryden a conseguir un estilo en el que dureza y potencia ganaran en efecto al ser emparejadas con la urbanidad y la educación. A avanzada edad anunció el proyecto de traducir todas las obras de Virgi­ lio al inglés. La noticia apasionó a la nación. Sus amigos regalaron al vetera­ no poeta todas las ediciones y comentarios sobre Virgilio, Addison escribió un prefacio, los nobles lo invitaron a sus casas de campo para que trabajara en su traducción. Terminó su versión del libro ΧΠ de la Eneida en Denham Court —«ningún hombre disfrutó jamás de una hospitalidad tan amistosa»—, mien­ tras que «la séptima Eneida se tradujo al inglés en Burleigh, la magnífica mo­ rada del conde de Exeter». Como todos los traductores de Virgilio, Dryden tuvo conciencia de enfrentarse a una dura tarea: «Virgilio, sobre todos los poe­ tas, tiene un bagaje, que puedo calificar como casi inextinguible, de palabras figuradas, elegantes y sonoras. Yo, que sólo he heredado una pequeña parte de su genio y escribo en una lengua muy inferior al latín, he encontrado muy pe­ noso cambiar las frases, cuando en mí repercute el mismo sentido ...». Llega a afirmar: «He hecho un gran daño a Virgilio con la traducción ... ¿de qué me sirve reconocer francamente que no he sido capaz de traducir correctamente ningún verso?». A pesar de todo, la traducción es brillante. El pensamiento de Dryden sintoniza por costumbre con la brillantez y retórica de la poesía clási­ ca latina, y aporta energía a su trabajo. Los discursos, las batallas, los aconte­ cimientos sensacionales de toda especie se adecúan bien a tal estilo, aunque por supuesto los pareados imponen un ritmo diferente al de los hexámetros virgilianos y tienden a la agudeza epigramática. La pérdida más importante es la de la cualidad de Virgilio que el siglo xix valoraba por encima de todas: una cierta suavidad en su sensibilidad. Ni siquiera Virgilio pudo convertirla en una de las virtudes de Dryden. Los primeros años del siglo xvin (la traducción de Dryden apareció en 1697) se veían a sí mismos como una edad augusta, y la literatura de la Roma de Augusto fue el punto de referencia común a todas las personas cul­ tas. Pope y Swift encontraban natural expresar sus pensamientos más íntimos en poemas explícitamente titulados «Imitaciones de Horacio», y cada núme­ ro del S pectator llevaba un epígrafe de un poeta latino (de los cuales 126 es­ tán tomados de Virgilio; Horacio contribuyó aún más). La sátira se convirtió en la principal forma poética con The R ape o f the Lock y The D unciad. qui­ zá las dos obras más importantes y características de Pope. El comienzo de The R ape o f the Lock imita con humor cortés el inicio de la E neida , con el añadido de un verso de las G eórgicas : Slight is the subject, but not so the praise [Pequeño es el tema, mas no así la alabanza]

copiando a Virgilio en el tema de la dificultad de ennoblecer poéticamente una humilde parte del trabajo agrícola, la apicultura (G e ó r g 4, 6): in tenui labor, at tenuis non gloria. [De asunto menudo es la tarea, / mas no es menuda la gloria.]*

El poema termina con una exquisita miniaturización de la trágica pregunta de Virgilio, provocada por los actos de los dioses en su propio poema (E nei­ da, 1, 11):

Tantaene animis caelestibus irae? [¿Tan grande es la ira del corazón de los dioses?]**

El poema de Pope será una parodia del tema de las disputas causadas entre dos familias por la maleducada acción de un noble al cortar un bucle del ca­ bello de una dama. Aquí considera su tema con afectada pesadumbre: ¿Pueden unos hombrecillos comprometerse en tan atrevidas empresas, y, en tiernos pechos, anidar tal poderosa cólera?***

Es este un poema ligero y lleno de humor, que juega con todos los ejem­ plos familiares de la epopeya clásica; el más familiar de todos es, por su­ puesto, la Eneida. Dunciad muestra una vena más oscura, grotesca y llena de odio: es un ataque de Pope a sus enemigos literarios. Estos resultan minimi­ zados gracias a la elaborada comparación con héroes épicos y nobles haza­ ñas: competiciones atléticas, una visita a los muertos, etc. Ambos poemas poseen una familiaridad general con la epopeya y con Virgilio, y ofrecen al lector culto intensos y especiales placeres. Como Virgilio, y de manera igual­ mente consciente, Pope había empezado su carrera poética escribiendo poe­ mas pastoriles. Los prologó con dos versos de las Geórgicas seguidos de la traducción de Dryden, y continuó con Messiah, «égloga sagrada a imitación del Polión de Virgilio» (es decir, de la égloga cuarta), un curioso intento de utilizar todos los mecanismos del poema de Virgilio y aplicarlos a la venida de Cristo. Era un comienzo sumamente virgiliano para su carrera, pero Pope evitó la tentación de seguir componiendo serias geórgicas y poemas épicos. Su poesía didáctica es más horaciana que virgiliana (Essay on Criticism, Es­ say on Man)', su épica es cómica, y en ella «Pope asume como trasfondo de Dunciad la historia de la fundación de Roma según Virgilio» (Maynard Mack, Alexander Pope: A Life, 1985, p. 458). * Bucólicas-Geórgicas, introducción, traducción y notas de Bartolomé Segura Ramos, Alianza, Madrid, 1986. (N. de¡ e.) ** Eneida, introducción y traducción de Rafael Fontán Barreiro, Alianza, Madrid, 1993. (N. del e.) *** [In tasks so bold, can little men engage, / And in soft bosoms dwells such mighty Rage?]

En el espacio de un capítulo como este es imposible presentar una sem­ blanza completa de la forma en que el siglo xvm leyó, citó y se impregnó de la poesía de Virgilio. Addison, ese parangón de rectitud en vida y obra, hizo un característico elogio de las Geórgicas: «Formula el precepto más medio­ cre con una especie de grandeza: rompe los terrones, revuelve el estiércol, con un aire lleno de gracia». Su amigo Steele es más sentimental. Al reco­ mendar un poco de lectura de Virgilio antes de acostarse, dice: «[Virgilio] deja la mente sosegada y suavizada por una agradable melancolía, el estado de ánimo que prefiero para terminar el día ...». En la segunda mitad del siglo el doctor Johnson, a los 74 años de edad, dijo a Boswell: «Este año he leído todo Virgilio. Leí un libro de la Eneida cada noche, de modo que terminé en doce noches, y disfruté mucho en ello ... Las Bucólicas me las sé casi de me­ moria». En efecto, tan sincera es esta declaración que aunque Johnson (en The Rambler, n.° 37) escoge un pasaje de la égloga octava (vv. 42-43): nunc scio quid sit Amor: duris in cotibus illum ... [Ahora sé lo que es el amor: en duras breñas ... lo crían ...]

para criticarlo como ejemplo de «impropiedad» en la poesía bucólica, y ob­ serva que «sentimientos como estos, que no se fundamentan en la naturale­ za, son en realidad de poco valor en cualquier poema», al escribir su abru­ madora carta a lord Chesterfield recumó de fornia natural a él como arma con que expresar la crueldad de la que acusaba a su negligente mecenas: «En Virgilio el pastor creció al menos familiarizado con el amor, y lo halló origi­ nario de las rocas. ¿No es un patrón, milord, quien contempla con indiferen­ cia a un hombre que lucha por su vida entre las aguas, y, cuando ha alcan­ zado tierra firme, lo estorba con su ayuda?». Fue en parte la omnipresencia de Virgilio en los últimos años del siglo xvm y primeros del xix la causante de un cierto rechazo hacia él en algu­ nos autores influyentes. Los románticos y rebeldes vieron en él la personi­ ficación de la reacción, tanto en estilo como en política: el poeta cortesano adulador de Augusto y el símbolo de una «corrección» crecientemente mo­ lesta. Ya Pope insinuó algo de la primera observación en su poema sobre sí mismo: ¡Héroes y reyes! Manteneos alejados: dejad dormir en paz a un pobre poeta que nunca aduló a personajes como vosotros: dejad que Horacio se ruborice, y Virgilio también.* («Epitafio para uno que no será enterrado en la abadía de Westminster») * [Heroes and kings! Your distance keep: / In peace let one poor peot sleep, / Who never flatter’d folks like you: / Let Horace blush, and Virgil too.]

El radical Shelley es tajante: «He empezado la F arsalia. Mi opinión sobre los méritos relativos de Lucano y Virgilio no es menos impopular que otras que mantengo»: la crítica salvaje a Nerón era preferible a la laureada de Augusto. Byron estuvo de acuerdo cuando escribió a Tom Moore acerca del «nacimiento en Mantua de ese armonioso plagiario y miserable adulador, cuyos malditos hexámetros me inculcaron a la fuerza en Harrow». Como era de esperar, William Blake fue aún más allá, condenando a Virgilio no sólo como partidario de Augusto sino como adorador del poder y la fuerza a expensas de los valores espirituales: «La Sagrada Verdad ha declarado que Grecia y Roma ... lejos de ser parientes de las Artes y las Ciencias como pretenden, destruyeron toda forma de Arte ... Virgilio, en la Eneida, libro VI, verso 848, dice: “Deja que otros estudien las Artes: Roma tiene algo mejor que hacer, a saber, Guerra y Dominación”». Coleridge pronun­ ció un juicio verdaderamente frío: «Si le quitas a Virgilio su estilo y su mé­ trica, ¿qué le queda?» —quizá una extraña pregunta para venir del autor de Kubla Khan.

Por otra parte, Keats encontró fascinante la E neida en su juventud, así como Leigh Hunt; al final Keats llegó a tener un estilo que podría calificar­ se de virgiliano en H yperion. Lo que resulta más sorprendente, tal vez, es que Wordsworth tradujese al inglés los tres primeros libros de la Eneida y amase las B ucólicas («estos poemas de Virgilio me han complacido siempre mucho; con frecuencia hay en ellos una elegancia y una alegría que ningu­ na traducción puede igualar»). Escribió a Southey: ¡Cuán noble es el primer parágrafo de la Eneida en lo que respecta a so­ nido, comparado con la primera estrofa de la Jerusalén liberada [de Tasso] ! La una avanza con la majestad de los Padres Conscriptos al entrar en el Senado en solemne procesión, y la otra tiene el ritmo de un grupo de reclutas que arrastran los pies en el campo de instrucción, y reciben del sargento la orden de detenerse a cada diez o veinte pasos.

En cuanto a la poesía del propio Wordsworth, se ha dicho acertadamente que «ciertos pasajes de The Prelude permiten calificar a su autor como el mayor virgiliano del siglo» (Life ó f W illiam M o rris , 1901). La primera tormenta romántica se calmó, y Virgilio ocupó su lugar en las aulas de los colegios ingleses. En consecuencia siguió siendo familiar, y se encontraron nuevas cualidades en su obra. En la época victoriana, su causa fue defendida sobre todo por Tennyson, que fue comparado a menudo con Virgilio. En 1882, la Academia Virgiliana de Mantua le encargó un poema para celebrar el decimonoveno centenario del nacimiento de Virgilio, y com­ puso la noble pieza que comienza: «Romano Virgilio, tú que cantaste los arrogantes templos de Ilion envueltos en fuego». Matthew Arnold se inspiró en la E neida al escribir su largo poema «Balder Dead», y William Morris la tradujo al inglés. Morris presenta a un Virgilio medieval y romántico, el úni­ co tipo de Virgilio por el que podía sentir entusiasmo. J. W. Mackail, emi­

nencia eduardiana, catedrático de Poesía en Oxford y poseedor de la O rder of Merit, escribió que Morris «defendió la afirmación de la escuela románti­ ca acerca de una coautoría con los clasicistas en el poema, que no sólo es el logro culminante del latín clásico sino fuente del romanticismo en la litera­ tura europea». Es cierto que la historia de Dido y Eneas desempeñó un papel en la crea­ ción de la idea medieval de la caballería, pero lo que estos escritores del si­ glo XIX quieren decir, y lo que algunos del XX siguen diciendo, es no tanto que Virgilio influyó en la literatura romance, en el sentido técnico, como que fue en realidad un poeta «romántico». Charles James Fox, distinguido entre los políticos británicos por su ternura y capacidad de afecto, observó que la gran cualidad de Virgilio en la Eneida era «el patetismo ... en este aspecto supera a los demás poetas de cualquier época y nación, exceptuando quizá (y sólo quizá) a Shakespeare. Por ello lo sitúo en tan alto nivel: porque segura­ mente sobresalir en un estilo que se dirige al corazón es la mayor de las ex­ celencias». Esto fue escrito en 1801, y se convertirá en piedra angular para muchos admiradores de Virgilio en el siglo xix. En parte debido a la in­ fluencia de Sainte-Beuve, cuyo Étude sur Virgile de 1857 utilizaba palabras como sensibilité, pitié y tendresse profonde, y en parte sin duda porque Vir­ gilio era de hecho leído en todas las escuelas e inevitablemente tuvo que lle­ gar a ser contemplado a la luz de los sentimientos contemporáneos, la idea de Virgilio adquirió rasgos que habrían asombrado a Dryden. En su conferencia inaugural como catedrático de Poesía en Oxford, dada también en 1857, Matthew Arnold declaró que la literatura de Roma, inclui­ do Virgilio, no era, como la de la Atenas de Pericles, «adecuada». Pese a todo su talento poético, Virgilio escapó hacia la inadecuada forma de la épi­ ca: de ahí la dulce y conmovedora tristeza del poema, su estremecedora me­ lancolía, «la obsesionante, irresistible insatisfacción de su corazón». F. W. H. Myers escribió de Virgilio que «todas sus emociones parecen haberse fundi­ do o disuelto en ese Welt-Schmerz ... tan familiar para nosotros». Para Steele, 150 años antes, la «melancolía» había sido el atractivo resultado de la lectura de Virgilio, pero ahora esa melancolía era proyectada sobre el pro­ pio poeta, que se convirtió en un típico Victoriano (como la posteridad se siente tentada a decir), con un carácter tremendamente reminiscente del de Arnold mismo o del de su amigo Arthur Hugh Clough. Ese Welt-Schmerz era en efecto «familiar a nuestros oídos» a mediados del periodo V ictoriano. En este sentido es como Tennyson se dirigió a Virgilio, en 1882, como «tú, majestuoso en tu tristeza ante el dudoso destino de la humanidad». Este aspecto de la poesía de Virgilio existe, en efecto, y es importante; pero como Dryden lo subestimó, hubo una tendencia hace cien años a exage­ rarlo de forma demasiado exclusiva. Virgilio ve el coste humano de la guerra y la conquista, y en la carrera de Eneas nos muestra cuán alto es el precio del im­ perialismo triunfante, pero también aprueba el dominio del mundo por Roma y la ascensión de Augusto como clímax y culminación de la historia de Roma y del mundo. Es preciso considerar ambos aspectos con igual claridad.

Pese a todo esto, para un V i c t o r i a n o de los últimos años era aún posible tomar a Virgilio como un imperialista declarado. Kipling, gran admirador de Horacio, apreciaba también a Virgilio. En Regulus, un relato breve que en su mayor parte trata de la exégesis en una clase de una oda de Horacio cuya mo­ raleja es el desinteresado servicio del imperio, romano y británico, uno de los estudiantes es obligado a escribir, entre otros, el celebrado pasaje de la Enei­ da, 6, 851 y ss.: tu regere imperio populos, Romane, memento (hae tibi erunt artes) pacique imponere morem, parcere subjectis et debellare superbos.] [Tú, romano, piensa en gobernar bajo tu poder a los pueblos / (estas serán tus artes), y a la paz ponerle normas, / perdonar a los sometidos y abatir a lo s so­ berbios.]

El maestro, sentencioso, dicta esto y dice: «AM lo tienes, Winton. Escríbelo dos veces y luego una vez más». «Ahí lo tienes»: imperialismo en una sen­ tencia. Resulta una ironía que Kipling el esteta, que tan en serio se tomó su propio arte y tan duramente trabajó para lograr la maestría en distintos esti­ los y formas, fuera completamente ciego al patetismo que hay mezclado con la afirmación de dominio: que Roma, para conseguir su destino, debe renun­ ciar a la idea de vivir para el arte que tanto significa para Virgilio y ha de contentarse con el difícil e impersonal «arte» de la soberanía imperial. En el siglo xx Virgilio ha continuado siendo una cuestión viva en dispu­ tas literarias. Thomas Hardy, una de cuyas primeras posesiones fue una co­ pia del Virgilio de Dryden, utilizó «veteris vestigia flammae» —«huellas de una vieja llama» (Eneida, 4 ,23)— como epígrafe a sus Poems o f 1912-13 so­ bre la muerte de su esposa, Emma; Donald Davie observa que «Hardy ha afirmado implícitamente ser, y lo ha demostrado, un poeta profundamente virgiliano»: Pero en 1914 la fortuna de Virgilio experimentó un cambio. En ese año Ezra Pound escribió: «No Virgilio, especialmente no la Eneida, don­ de no hay ninguna historia digna de ser contada, ningún sentido de persona­ lidad. Su héroe es un palo que podría haber contribuido al New Statesman». Poco después Wilfred Owen estaba escribiendo «Arms and the Boy», un amargo ataque a la guerra y, por implicación, a Virgilio como su poeta. Pero una persona de gran peso acudió en defensa de Virgilio. T. S. Eliot, el más importante mandarín cultural de la Inglaterra de la época, escribió un ensayo sobre Virgilio titulado What is a Classic? (1944). En él no se cuestiona la na­ turaleza sensitiva abrumada por el mundo. Para Eliot, Virgilio es maduro en pensamiento, maneras y lenguaje, un poeta en comparación con el cual todos los escritores europeos modernos deben sentirse hasta cierto punto provin­ cianos. Su visión de Eneas, consagrándose a sí mismo al servicio de una cau­ sa que va más allá de sus logros en vida representa una nueva visión de la historia que da a la literatura, no sólo de Roma sino también de Europa, una forma y un sentido. Eneas «es el símbolo de Roma, y, como Eneas para

Roma, así es la antigua Roma para Europa. De este modo Virgilio adquiere la posición central del clásico excepcional; está en el centro de la civilización europea, en un puesto que ningún otro poeta puede compartir o usurpar». Virgilio —que para Arnold era «inadecuado»— es para Eliot el único escri­ tor clásico auténtico de la literatura europea, y la visión virgiliana del impe­ rio por decreto divino es la visión esencial de Europa. Eliot señala también como «uno de los más potentes y al mismo tiempo más civilizados pasajes de la poesía» el encuentro de Eneas con el fantasma de Dido en el libro VI. La fría negativa de Dido a perdonar sugiere la propia negativa de Eneas a perdonarse a sí mismo: «la actitud de Dido parece casi una proyección de la conciencia de Eneas». La atracción de este énfasis en Europa como entidad viviente fue espe­ cialmente notable en el año 1944, cuando Europa se estaba destrozando visi­ blemente. El Virgilio de Eliot personificaba las propias esperanzas e ideas del poeta para el futuro, así como su interpretación del pasado. El extraordi­ nario prestigio que Eliot disfrutó tras la segunda guerra mundial confirió a su discurso una gran influencia. Al final, inevitablemente, otro poeta devolvió el golpe. Robert Graves, elegido para la cátedra de Poesía de Oxford en 1961, escribió y publicó como una de sus conferencias un ataque a Virgilio titulado The Anti-Poet. Virgilio, dice Graves, «ha ejercido durante 2.000 años una influencia sobre la cultura occidental desproporcionada en relación a sus méritos como ser humano y como poeta». Para Graves, Virgilio posee sólo cualidades negativas: «la flexibilidad de Virgilio, su servilismo, su limita­ ción ... su perfecta falta de originalidad, coraje, humor o incluso instinto ani­ mal: estas eran las cualidades negativas que primero le recomendaron ante los círculos de gobierno y lo han mantenido en el favor público desde en­ tonces». Virgilio podría no ser un buen poeta, ya que no tiene Musa. Al ser homosexual, tenía miedo de las mujeres y no tiene figura femenina inspira­ dora. «Virgilio no consultó nunca a la Musa: sólo aplicó las reglas de Apo­ lo.» Y los poetas de Apolo no son jamás poetas en el verdadero sentido. En cuanto a la poderosa y civilizada escena entre Eneas y el fantasma de Dido, es, según Graves, sólo de Eneas, sinvergüenza hasta el final, que demuestra en el otro mundo al marido muerto de Dido, Siqueo, que ha tenido un ro­ mance con su esposa. Y W. H. Auden escribió un vigoroso poema, «Secon­ dary Epie», que comienza así: No, Virgilio, no: ni siquiera el primero de los romanos puede conocer la historia romana en el futuro, ni siquiera para servirte políticamente; contar el pasado como una predicción no tiene sentido.*

* [No, Virgil, no: / Not even the first of the Roman can learn / His Roman history in the future tense, / Not even to serve your political turn; / Hindsight as foresight makes no sense.]

Aquí se ridiculiza la idea de un poema profético sobre la historia. Está claro que Virgilio no ha perdido en absoluto su poder de concitar intensos desa­ cuerdos, o, en otras palabras, su presencia en la literatura inglesa. Hasta aquí nos hemos ocupado de la influencia de Virgilio sobre los grandes poetas. Es esta una parte importante de su legado, pero en absolu­ to agota el tema. Era leído en el colegio por todas las personas educadas, y además muchas de ellas intentaron imitar su estilo componiendo poemas en latín. Muchos escribieron más versos en latín que en inglés, y la ardua ta­ rea de componer les dio un conocimiento más íntimo de la técnica, estilo y vocabulario virgilianos, al tiempo que grabó sus poemas en la memoria. No era raro llevar la veneración por el poeta hasta el extremo de consultar sus tex­ tos señalando con el dedo un pasaje elegido al azar. La mejor de estas his­ torias hace referencia al rey Carlos I, quien al consultar las Sortes Virgilianae para conocer su destino se encontró con la maldición de Dido a Eneas: at bello audacis populi vexatus et armis, finibus extorris, complexu avulsus Iuli auxilium imploret videatque indigna suorum funera; nec, cum se sub leges paces iniquae tradiderit, regno aut optata luce fruatur, sed cadat ante diem mediaque inhumatus harena. {Eneida, 4, 614-619) [Perseguido por la guerra y las aimas de un pueblo audaz, / expulsado de sus territorios, arrancado del abrazo de Julo / implore auxilio y contemple las muertes indignas / de los suyos; y que cuando se haya colocado bajo una ley / inicua, ni disfrute del reino ni de la luz ansiada, / sino que caiga antes de tiem­ po y quede insepulto en la arena.]

Esta historia aparece narrada de distintas formas. A veces el rey está en la Biblioteca Bodleiana de Oxford; en otra versión es el poeta Abraham Cow­ ley, autor de Davideis, una epopeya en la tradición de Virgilio («Míster Cowley llevaba siempre a Virgilio en el bolsillo»), quien sugiere la consulta. La similitud entre la profecía de Dido y la desastrosa suerte del rey —guerra civil, exilio, pérdida de su familia, sometimiento y posterior ejecución— im­ presionó la imaginación de la época, y la historia se fue perfeccionando a medida que se seguía contando. Ciertos narradores hallaron un segundo pa­ saje virgiliano relevante. Según ellos, el valiente joven lord Falkland trató de conjurar el sombrío augurio consultando a su vez el texto de Virgilio: lo que le salió fue el lamento de Evandro sobre el cuerpo de su hijo Palante, patéti­ cos versos en los que el desconsolado padre reprocha a su hijo la impruden­ te osadía por la que perdió la vida: non haec, o Palla, dedera promissa parenti, cautius ut saevo velles te credere Marti ... (.Eneida, 11, 152 y ss.)

[No era esta, Palante, la promesa que hiciste a tu padre / de que con cuidado te habrías de entregar a un Marte cruel ...]

Porque, en la batalla de Newbury, lord Falkland, desesperado por los desas­ tres de la guerra civil, buscó deliberadamente la muerte y la encontró. Esta historia, y su popularidad, sirve para demostramos hasta qué punto era fami­ liar la poesía de Virgilio entre los ingleses de la época. Un indicio de esta familiaridad de la poesía latina entre los ingleses de clase alta, es que durante los siglos x v m y XIX los oradores citaban constan­ temente en el Parlamento a los poetas clásicos. Horacio y Virgilio, como era de esperar, son los que aparecen con más frecuencia en los labios de lores y comunes. A menudo las citas eran simplemente tópicos, la reproducción ru­ tinaria de lo que un caballero había aprendido en Eton o Harrow, pero en ocasiones podían alcanzar auténtica distinción. En 1775, Pitt el Viejo quiso exhortar al rey Jorge ΙΠ a que retirase sus tropas de Norteamérica y no obli­ gar a los colonos a entrar en guerra. Se dirigió al rey con las palabras de la súplica de Anquises a César: Tuque prior, tu parce, genus qui ducis Olympo: proice tela manu! (.Eneida, 6, 834-835) [Y tú más, perdona tú que eres del linaje del Olimpo: / ¡arroja las armas de tu mano!]

Según la constitución, el discurso había de dirigirse al ministro del rey, lord North, quien como primer ministro iba pronto a presidir la pérdida de las co­ lonias norteamericanas de Gran Bretaña, pero la alusión al «linaje del Olim­ po» permitió a Pitt apelar directamente, a pesar de las convenciones, al rey, la verdadera fuente de la política. Nadie supuso que los antepasados de lord North eran divinos. Pitt el Joven, en 1800, recurrió a un eficaz verso de Virgilio para apoyar su propuesta de unión de Gran Bretaña e Manda: Paribus se legibus ambae invictae gentes aeterna in foedera mittant. (Eneida, 12, 190-191) [Ambos pueblos, invictos, / se pongan bajo leyes iguales en eterno pacto.]

Por desgracia esto era un transparente engaño, ya que Irlanda era una nación conquistada desde 1689. Pero la confortadora ficción y la cita latina gustaron tanto a los políticos ingleses que fue utilizada de nuevo por Macaulay en 1840 y por lord John Russell en 1844. El político irlandés O’Connell pidió que no se volvieran a repetir estos odiosos versos con referencia a Irlanda. Entonces los políticos ingleses se dedicaron a aplicarlos a las relaciones en­

tre Gran Bretaña y Francia: lord Brougham en 1845, lord Palmerston en 1862. Sir Robert Peel combinó en 1842 ingenio y cortesía cuando el du­ que de Wellington y Marshal Soult trabajaban públicamente por la paz en Europa. Aplicó a Soult, antiguo enemigo de Wellington en la guerra y ahora aliado, las palabras de Diomedes sobre Eneas: Stetimus tela aspera contra, contulimusque manus: experto credite quantus in clipeum adsurgat, quo turbine torqueat hastam. (Eneida, 11, 282-284) [Nos enfrentamos como armas enhiestas / y hemos llegado a las manos; creed a quien conoce / cuánto se yergue sobre su escudo, con qué remolino blande la lanza.]

Durante un debate, lord Brougham hizo un buen chiste gracias a la barroca descripción virgiliana del monstruo Fama, la última hija monstruosa de la tierra, llena de ira contra los dioses: Parva metu primo, mox sese attollit in auras ingrediturque solo et caput inter nubila condit. (Eneida, 4, 176-177) [Pequeña de miedo al principio, al punto se lanza al aire / y camina por el sue­ lo y oculta su cabeza entre las nubes.]

El objeto de la comparación de Brougham era el impuesto sobre la renta, re­ cientemente introducido. La primera Ley de Reforma de 1832 permitió el acceso a la Cámara de los Comunes de miembros de otra clase social. «En mi vida he visto tantos sombreros espantosos», comentó el duque de Wellington cuando los nuevos parlamentarios se reunieron por primera vez. Durante un par de años se re­ dujo considerablemente la costumbre de citar, como si los miembros nuevos no pudieran comprender las alusiones. Pero, como suele suceder, no resulta­ ron ser tan diferentes, y los años que van entre 1835 y la segunda Ley de Reforma de 1867 constituyeron un gran periodo de citas parlamentarias. El novelista Anthony Trollope, al describir escenas de debate en su novela política Phineas Redux (1874), trata esta práctica como parte de los procedi­ mientos de la Cámara. En la novela, mister Daubeny, claramente modelado a partir de Disraeli, jefe del partido conservador, propone la separación de la Iglesia de Inglaterra del Estado, propuesta que ha robado a sus defensores na­ turales, los liberales. El jefe liberal, mister Gresham, cuyo prototipo es cla­ ramente Gladstone, denuncia esta antinatural e incoherente política: apuntando a sus enemigos a través de la mesa, profirió esa trillada cita (toma­ da de la profecía de la Sibila, digo entre paréntesis, acerca de que los troyanos

obtendrán auxilio de donde menos lo esperen, de una alianza con una ciudad griega): «quod minime reris / — se detuvo y comenzó de nuevo— quod mini­ me reris / Graia pandetur ab urbe» [Eneida, 6. 97-98], La potencia e inflexión de su voz en la palabra Graia fueron ciertamente maravillosas (capítulo 8).

Mister Daubeny acepta feliz el sarcasmo y afirma ser en ese sentido un griego, pero con regalos esenciales para los troyanos. A esto contesta mis­ ter Gresham de nuevo en estilo virgiliano, recordando a la Cámara que los regalos de los griegos han sido siempre considerados peligrosos (cap. 33). Todo ello está tan cercano a la práctica parlamentaria de la época que acer­ ca de los duelos mantenidos en 1866 por Gladstone y su fastidioso colega Robert Lowe, leemos que entre ellos dos «casi agotaron el libro II de la Enei­ da», dedicado a los desastres de la caída de Troya: tan concienzudamente, en efecto, que «no le dejaron ni una sola pata al Caballo de Troya». Todo esto, desde luego, pertenece ahora al pasado, y más típica de las elegantes alusio­ nes clásicas de época reciente es la que hizo Winston Churchill: «Debo aho­ ra advertir a la Cámara que voy a terminar de modo inusual. Voy a hacer una cita latina ...». La cita vuelve a ser «Arma virumque cano», la más trillada de toda la poesía latina, y aun así Churchill la traduce por «Canto a las ar­ mas y a los hombres». A finales del siglo XIX Robert Louis Stevenson hizo uso eficaz de Virgi­ lio en su novela The Ebb-Tide. Empieza con tres hombres sin dinero y des­ graciados, «las tres criaturas de habla inglesa más miserables de Tahiti», que se reúnen en la playa. «Y sin embargo —dice el narrador—, ninguno de ellos había aparecido nunca ante un tribunal; dos eran hombres virtuosos, y el ter­ cero, cuando se sentó temblando bajo el árbol, tenía un destrozado Virgilio en el bolsillo.» Es cierto que lo habría vendido si hubiera podido, pero, como no podía, «con frecuencia le consolaba de su hambre», no menos porque le recordaba su juventud en Inglaterra, la escuela, su hogar. «Ya que el destino de esos escritores graves, contenidos y clásicos, con los que trabamos esfor­ zado y a menudo doloroso conocimiento en la escuela, es pasar a la sangre y hacerse nativos en la memoria; de tal modo que una frase de Virgilio ha­ bla no tanto de Mantua o Augusto, como de lugares ingleses y de la propia juventud irrevocable del estudiante.» El hombre que lleva a Virgilio en el bolsillo es el personaje principal de la historia. Justo antes de que comiencen las aventuras que forman el con­ junto del libro, está sumido en la desesperación absoluta. Decide dejar algu­ na señal de su paso por el mundo en la encalada pared de una ruinosa cárcel, y escribe la famosa frase musical de la Quinta Sinfonía de Beethoven. «“Así —pensó—, sabrán que amaba la música y tenía gustos clásicos. ¿Ellos? Él, más bien: la desconocida alma gemela que algún día vendrá y leerá mi me­ mor querela. Ah, ¡sabrá también latín!” Y añadió: “terque quaterque beati / Queis ante ora patrum” [Eneida, 1, 94-95]». Así expresa el personaje su total miseria, arruinado y lejos de Inglaterra: «Tres veces y cuatro veces biena­ venturados aquellos cuyo destino fue morir ante la vista de sus padres». Y el

novelista, su creador, nos muestra al hombre como un caballero, educado y capaz de manifestar sensibilidad e inteligencia. Es un golpe maestro en su economía, en parte porque el autor da por hecho que el lector comprenderá y completará su fragmentaria cita. También nosotros leimos a Virgilio en el colegio. Todos los grandes poetas pueden ser interpretados de muchas maneras di­ ferentes a medida que se suceden las generaciones. Para Dryden y sus con­ temporáneos del siglo xvn Virgilio era el laureado del imperialismo triun­ fante; los ingleses del siglo xix, en contraste, tendieron a ver en su poesía el patetismo de la nostalgia, «una dulce y conmovedora tristeza». Actualmente algunos críticos virgilianos del mundo anglosajón parecen considerar la Eneida como positivamente antiimperialista. Un buen ejemplo de esta cuali­ dad proteica es que mientras Stevenson, como hemos visto, nos cuenta que «una frase de Virgilio habla no tanto de Mantua ... como de lugares ingle­ ses», el historiador Macaulay dice del poeta: Me gusta sobre todo por los temas italianos. Me gustan sus lugares; su en­ tusiasmo nacional; las frecuentes alusiones a su país, sus antigüedades y su grandeza. En este sentido me recuerda a menudo a sir Walter Scott, con el cual [se siente obligado a confesar Macaulay] tiene realmente muy poca afinidad en cuanto al carácter general de su pensamiento ... (Life and. Letters, p. 343).

Para un inglés, ¿evoca Virgilio a Italia o a Inglaterra? Dada su inextinguible capacidad de sugerencia, a cualquiera de ellas, o a ambas. Incluso Byron, que como hemos visto podía a veces expresar hostilidad hacia el poeta, escribió desde Grecia a un antiguo compañero de colegio: «Ten por seguro que no he cambiado. A lo largo de todos mis viajes ni Ha­ rrow ni por supuesto tú me habéis abandonado, y el “dulcis reminiscitur Argos’’ me acompaña en el verdadero lugar al que alude ese verso a me­ dias sobre el pensamiento del argivo caído» (carta del 6 de diciembre de 1811). Es decir, al encontrarse en Argos recuerda al amigo con quien leyó en Harrow el décimo libro de la Eneida, en el cual un argivo, lejos del ho­ gar, «recuerda la dulce Argos mientras se muere» (Eneida, 10, 782). La complejidad de este modelo de recuerdo es notable. Un último ejemplo: el borrador del poema «To Virgil» de Tennyson contiene el verso Citado en las salas de consejos, hablando todavía en cada casa de colegial único emperador viviente de tu propia Roma imperial.’1'

Manifiesta con precisión la familiaridad con Virgilio, desde la escuela hasta la bien construida cita parlamentaria, y quizá sea una lástima que Tennyson decidiera al final sustituirlo por otro verso. * [Quoted in the halls of council, speaking yet in every schoolboy’s home / Only living Imperator left of all thine own imperial Rome.]

La presencia universal de Virgilio se expresa en otras artes además de la literatura. El comienzo de lo que puede denominarse música moderna en Mantua y en Venecia, a finales del siglo xvi, aspiraba a resucitar la música perdida de la Antigüedad, y la primera ópera fue un Orfeo, sobre el tema del mito de Orfeo y Eurídice según el libro IV de las Geórgicas. Vírgiliano fue también el tema de la obra más inolvidable de Henry Purcell, Dido y Eneas, con la hermosa aria de la reina de Cartago antes del suicidio: «When I am laid in earth ...». La tragedia de Dido, no el destino de Eneas, domina la obra. De hecho, el autor del libreto es un galantuomo tan perfecto que rehúsa adscribir el abandono de Dido a los cielos: introduce una colección de brujas que en­ gañan a Eneas para que la abandone por simples celos de la felicidad huma­ na. La música es un arte más romántico y menos reflexivo que la poesía. Algo hay que decir también de las artes visuales. El más virgiliano de todos los pintores es Claudio de Lorena, y en el siglo xvm gozó de inigua­ lable ascendiente sobre el gusto de la aristocracia inglesa. La mitad de sus cuadros que se conservan pertenecen a colecciones inglesas. Su exquisita obra Dido construyendo Cartago, actualmente en la National Gallery de Londres, inspiró El nacimiento de Cartago de Tumer, que en su testamento dejó instrucciones para que su obra se colgara junto a la pintura de Claudio. La yuxtaposición es fascinante. A finales del siglo xvm William Blake, el más inglés de los genios, ilustró las Bucólicas con una serie de obsesivas xi­ lografías, que a su vez inspiraron a Samuel Palmer en la ilustración de los mismos poemas. Los paisajes de Claudio, tan serenos y espirituales, influ­ yeron también en el gusto inglés por lo que respecta a la visión de la propia campiña. El gran jardín de Stourhead, por ejemplo, creado en la década de 1760, contiene una gruta donde el río Stour surge bajo la estatua de una nin­ fa dormida; en la entrada está escrito lo siguiente: Intus aquae dulces vivoque sedilia saxo, Nympharum domus. (Eneida, 1, 167-168) [Dentro, aguas dulces y sitiales en la roca viva, / morada de las Ninfas.]

En los jardines hay un templo con la inscripción: Procul o procul este profani. (Eneida, 6, 258) [¡Lejos, quedaos lejos, profanos!]

La intención era inequívoca: crear un escenario específicamente virgiliano en el que el visitante culto y sensible encuentra, además de estos dos, otros re­ cuerdos de Virgilio. Muchos ingleses, al contemplar el entorno pintoresca­

mente ajardinado desde sus casas de campo de estilo palladiano, lo veían con ojos entrenados por Virgilio y Claudio de Lorena. Era posible en esos escenarios leer algún poema didáctico o incluso re­ flejar las propias posesiones mediante ios versos de las Geórgicas de Virgi­ lio: plan bastante adecuado para un grupo de terratenientes cultos, pero que dependía de la oportuna ayuda de un administrador sensible que suministra­ ra lo que el poema omitía. Se podía planear hacer el Grand Tour por Italia con Virgilio en el bolsillo; mientras tanto, cabía pasear por los terrenos con­ vertidos en jardines no según el denso estilo francés sino al gusto inglés, que derivaba de Virgilio a través de Claudio de Lorena, y antes de volver a la cama inclinar la mente a una placentera melancolía leyendo unas cuantas pá­ ginas de Virgilio. Para la correspondencia y las bellas letras se tenía por su­ puesto a mano una serie propia de citas clásicas, sobre todo de Virgilio; y si se era ambicioso se podía aportar la referencia adecuada a algún uso públi­ co. Cuando sir Joshua Reynolds murió, por ejemplo, los hombres de cultura compitieron en la búsqueda de la correcta inscripción virgiliana para su mo­ numento. Frente a algunas sugerencias obvias tomadas del fúnebre sexto li­ bro de la Eneida, venció Edmund Burke con un verso del libro XII (v. 235): Succedet fama vivusque per ora feretur. [Se ofrece en fama, y vivo andará de boca en boca.]

Así fue el dorado atardecer augusto. Pero Virgilio ha formado parte de la vida de Inglaterra, del mismo modo que ha formado parte de la vida de Europa, de muchas maneras a través de los siglos. Aclamado como maestro por poetas tan distintos como Dante y Dryden, aprendido de memoria en el colegio, ilus­ trado y trasladado a la música, visto como mágico e imperialista, clásico y ro­ mántico, su aportación a la historia de la cultura de Occidente es excepcional. B

i b l io g r a f ía

Sobre Virgilio existen un librito de carácter general escrito por Jasper Griffin para la serie Past Masters, Oxford, 1986, y una buena y concisa Introduction to Virgil’s Aeneid de W. A. Camps, Oxford, 1963. La edición clásica es la de R. A. B. Mynors en Oxford Classical Text. La traducción de Dryden, 1697, ha sido reimpresa muchas ve­ ces; una buena edición moderna es la de C. Day Lewis, dos volúmenes en rústica en The World’s Classics: Bucólicas y Geórgicas, con introducción y notas de R. O. A. M. Lyne, 1985, y Eneida, con introducción y notas de Jasper Griffin, 1986. Guy Lee ha he­ cho buenas versiones de las Bucólicas, Liverpool, 1980, L. P. Wilkinson, Harmondsworth, 1982, y Robert Wells, Manchester, 1982, de las Geórgicas, y Robert Fitzgerald de la Eneida, Nueva York y Londres, 1984. [En castellano: Eneida, Gredos, Madrid, 1989, trad, de V. J. Herrero; Bucólicas, Gredos, Madrid, 1988, trad, de M. Ruiz Loizaga y V. J. Herrero; Geórgicas (editadas con las Bucólicas y el Apéndice virgiliano), Gredos, Madrid, 1990, trad, de T. Recio y A. Soler Ruiz.]

El viejo libro de Domenico Comparetti, Vergil in the Middle Ages (traducción in­ glesa de 1895, reeditada en 1966), ’contiene mucha información curiosa. Tres obras recientes tratan de la influencia de Virgilio. La primera, de carácter más divulgativo, es Virgil: His Poetry through the Ages, de R. D. Williams y T. S. Pattie, ilustrada, Londres, 1982. La segunda: Charles Martindale, ed., Virgil and his Influence, Bristol, 1984, incluye buenos ensayos sobre «Virgil in Dante», «Virgil and the Augustans» y «Virgil at the Turn of Time». La tercera: R. A. Cardwell y J. Hamilton, eds., Virgil in a Cultural Tradition: Essays to Celebrate the Bimillennium, University of Not­ tingham Monographs in the Humanities IV, 1986, especialmente los artículos sobre «Virgil and Medieval Epie» y «Virgil’s Influence on Some Modem Poets». Los co­ laboradores de estos libros analizan muchos aspectos de este amplio tema. Otra reco­ pilación, italiana, es La Fortuna di Virgilio, Atti del Convegno Intemazionale, 1983: Nápoles, 1987, dos de cuyos capítulos tratan de Virgilio e Inglaterra; los demás ha­ cen referencia a otros países como Italia, Francia, Alemania e incluso Japón. Hay un viejo libro erudito: E. Nitchie, Vergil and the English Poets, Nueva York, 1919. El volumen Virgil, editado por D. R. Dudley, Londres, 1969, contiene un buen ensayo de R. D. Williams titulado «Changing Attitudes to Virgil». La recepción de las Geórgicas está bien estudiada en el último capítulo de la obra de L. P. Wilkinson, The Georgies and Virgil, Cambridge, 1969. El ensayo de T. S. Eliot What is a Clas­ sic?, 1944, y también su Virgil and the Christian World han sido reimpresos en su On Poetry and Poets, Londres, 1957. La conferencia de Robert Graves The Anti-Poet apareció en The Crowning Privilege, Londres, 1959. Sobre Dryden: L. Proudfoot, Dryden’s Aeneid and its Seventeenth-Century Predecessors, Manchester, 1960.

Richard Jenkyns VI

EL GÉNERO PASTORIL

El género pastoril, según William Empson, es un modo de «convertir lo complejo en sencillo», quizá una de las aproximaciones modernas más fa­ mosas a este curioso género en términos de las funciones estética o social. Este capítulo se propone principalmente una tarea más monótona: examinar lo que realmente sucedió y buscar el porqué de la existencia de este género, cómo surgió y cómo se ha ido modificando. Cuanto más nos adentremos en su historia accidentada y singular, mejor entenderemos la razón por la cual ha sido un género tan variado e inaprensible. Este género tiene la particularidad de ser una manifestación exclusiva­ mente europea (u occidental). No se puede decir lo mismo de la mayoría de géneros literarios. Podríamos hablar sin problemas de la novela china y referimos también a la épica y sátira chinas. Pero, seguramente, sería ab­ surdo calificar un cuento o poema chino clásico como pastoril (a no ser que lo utilizásemos como metáfora para compararlo a una obra europea). Ya que el género pastoril se basa en una tradición, es por naturaleza y necesi­ dad autoconsciente; si el lector no lo reconoce como pastoril eso significa que de alguna manera no lo ha entendido. El poeta chino no podría haber escrito una obra pastoril pues no compartía la tradición, ésta no hallaba lu­ gar en su mentalidad. Hubiese podido, por supuesto, describir la belleza del campo o la vida de los pastores, pero esto no basta para calificar este poe­ ma de pastoril, ya que lo pastoril no es únicamente poesía sobre la vida en el campo, sino una manera muy concreta de tratar el tema. Sabemos que cuando Milton escribe Las ninfas y los pastores no volverán a danzar en las arenosas riberas florecidas del Ladón.*

*

[Nymphs and shepherds dance no more / By sandy Ladon’s lilied banks.]

se trata de una versión pastoril, aun desconociendo que forma parte de su obra Arcades. Cuando Pope escribe: El hijo de un pastor (no pretende otro nombre) conducía su rebaño a lo largo del plateado Támesis, donde danzantes rayos de sol jugaban sobre las aguas y los verdeantes alisos creaban una temblorosa sombra. Como se lamentara tiernamente, la corriente se olvidó de fluir y a su alrededor el rebaño mostraba muda compasión...*

nuestro conocimiento de la tradición clásica nos pemúte saber que estos ver­ sos, aunque están ambientados en Inglaterra y no tienen ningún punto de refe­ rencia clásico, pertenecen al género pastoril. Pero cuando Hopkins escribe: Gloria a Dios por las cosas moteadas. Por los cielos de dos colores como una vaca pinta; por las escamas rosáceas que afloran sobre la trucha que nada ...**

podemos decir que se trata de poesía de la naturaleza que no es del todo pas­ toril. El género pastoril, en pocas palabras, se refiere a, o se sirve de, ciertas convenciones. Esto no significa que estas convenciones sean fijas ni inalte­ rables; pero significa que la historia y los orígenes del género son particu­ larmente importantes para su comprensión. La gran mayoría de autores pas­ toriles se inspiran en las Bucólicas de Virgilio; éstas son probablemente la colección de poemas breves más influyente que se ha escrito. Pero el propio Virgilio admitía que estaba imitando a Teócrito, un poeta griego del siglo m a.C. nacido en Sicilia. En Teócrito hallamos muchos elementos calificados de pastoriles en Virgilio: pastores tocando la flauta, cantando y hablando en he­ xámetros melodiosos del amor y del campo. El género pastoril tiene su ori­ gen en un único hombre, lo cual es ya una extrañeza; en la mayoría de los géneros no se conoce un único comienzo sino que sus orígenes se pierden en la penumbra de la historia o bien tuvieron una evolución tan lenta que no po­ demos determinar un origen concreto. Teócrito inventó la poesía pastoril y sin embargo no fue así en un sentido. Ya observamos anteriormente que lo pastoril está sujeto a una tradición, pero Teócrito no tenía una tradición como referencia; no era consciente de que estaba asentando una serie de conven­ ciones que le sobrevivirían dos mil años. Algunos de sus idilios son bucó­ licos o pastoriles, otros no (la palabra «idilio» significa ‘esbozo o retrato breve’; la actual acepción de «idilio» es errónea aunque esté asociada a la * [A shepherd’s boy (he seeks no better name) / Led forth, his flocks along the silver Tha­ me, / Where dancing sun-beams on the waters played, / And verdant alders formed a quiv’ring shade. / Soft as he mourned, the streams forgot to flow. / The flocks around a dumb compas­ sion show...] ** [Glory be to God for dappled things— / For skies of couple-colour as a brinded cow; / For rose-moles all in stipple upon trout that swim ...]

tradición pastoril). La diferenciación entre poemas bucólicos y otros que se realizó posteriormente contribuyó a deformar la obra de Teócrito some­ tiéndola con ello a una serie de convenciones. Teócrito vivía en una época en la que se apreciaba la originalidad, y probablemente intentó destacar con un estilo personal y nuevo; aunque seguramente se horrorizase pensando que su obra serviría de modelo a futuras generaciones. Se conservan algu­ nas obras en este estilo de otros poetas pero sería anacrónico hablar de una tradición pastoril griega; estos autores menores son continuadores de Teó­ crito y no del género pastoril. Algo parecido sucede con la poesía pastoril en Roma. Virgilio afirma ser el primer poeta latino que se inspira en Teócrito y no hay razón para dudar de ello. Él mismo tuvo sus propios seguidores: Calpumio Sículo (probable­ mente del siglo i d.C.), Nemesino (siglo ni) y el autor anónimo de las frag­ mentarias églogas Einsiedeln que toman su nombre del monasterio suizo donde se halló su manuscrito. Se podría decir que estos poetas realizan un buen pastiche de Virgilio, lo que no sería una gran injusticia. Así —con ex­ cepción de Virgilio y uno o dos imitadores— , tampoco se puede hablar en la poesía romana de una tradición pastoril. Esta impresión puede ser corro­ borada recurriendo a los críticos literarios de la Antigüedad que dividían la literatura en géneros —épica, elegía, didáctica, sátira, etc.—, pero no men­ cionaban el género pastoril. Ni Horacio ni Quintiliano o Longino no hacen ninguna referencia al respecto. En sus escritos no aparece ningún comenta­ rio sobre este género y no será hasta el siglo iv que aparecerá asociado a la obra del propio Virgilio. Los autores del Renacimiento continuaron el siste­ ma clásico de división por géneros, pero en ellos se produce una novedad: en una jerarquía de géneros, el primer lugar lo ocupa la épica mientras que en la última posición aparece el género pastoril. Cicerón y Quintiliano inspiraron esta manera de ver la literatura pero no tuvieron en consideración este últi­ mo género. Como veremos más adelante, los críticos del Renacimiento se basaban en una fuente antigua para su idea de lo pastoril pero ésta corres­ pondía a la Antigüedad tardía y no al periodo clásico de la literatura. Como último ejemplo del género pastoril clásico cabría mencionar una obra griega: la novela Dqfnis y Cloe de Longo. Esta obra tuvo consecuencias de trascendencia, puesto que proporcionó la idea de que el género pastoril po­ día hacerse en prosa. Cuando hablamos de la repercusión de la obra de Virgi­ lio en la literatura posterior no podemos olvidar a Longo puesto que a partir de finales del siglo xv la tradición virgiliana se fusionará con la concepción pastoril derivada de Longo. El hecho de que el Renacimiento creyese que la Antigüedad conocía un género pastoril concreto con unas reglas de decoro fi­ jas, supuso no sólo que no hiciesen distinción alguna entre autores sino que además desdibujasen los límites que separan los diversos estilos pastoriles. El bello idilio de Longo está, de hecho más cerca del tipo convencional de la pas­ tora de Dresde o de Arcadia que la obra de Teócrito o Virgilio. Es una ironía de la historia de la literatura que fuesen justamente las Bu­ cólicas de Virgilio las que sirviesen posteriormente como modelo a todo un

género poético, pues son realmente pocas las obras menos indicadas al pro­ pósito. El joven Virgilio fue un admirador de los neotéricos, un grupo inde­ pendiente de poetas, casi todos aristócratas de provincia, que practicaban el arte por el arte componiendo versos de un estilo amanerado y elegante que rehuía la solemnidad y lo previsto. La obra maestra de este estilo que ha so­ brevivido es «Peleo y Tetis» de Catulo (poema 64). Esta es también la in­ tención subyacente en las Bucólicas-, lejos de buscar convencionalismos in­ tentan ser extrañas, huidizas y paradójicas. Virgilio desarrolla a Teócrito en dos direcciones aparentemente opuestas: por un lado es más literario y afec­ tado (ejemplo de ello es el uso que se hace de un modelo griego) y por el otro es más realista al reflejar en sus versos la miseria que reinaba en la Ita­ lia rural, debido a la confiscación de las tierras de los campesinos para en­ tregarlas a los soldados licenciados. Los poemas no son idílicos, pero eluden tratar directamente temáticas más duras; en ellos hay muchas cosas que apa­ recen en el fondo o que vemos de forma oblicua en un rincón de nuestro campo visual. Oímos el ruido de una guerra distante, pero en la escena no aparece ningún soldado; oímos hablar de las mujeres de los pastores pero ninguna de ellas habla ni se hace visible. Oímos hablar de la lluvia y del invierno mientras disfrutamos de un clima templado. Coridón ve cómo tra­ bajan los segadores a lo lejos mientras que él descansa con su rebaño. Sin embargo, queda trabajo por hacer: tanto Coridón en la égloga segunda como Melibeo en la séptima se pondrán en breve a hacerlo pero no antes de que fi­ nalice el poema. También hay algunos indicios de tensión entre el campo y la ciudad. Todos estos elementos los desarrollarán posteriormente los autores del Renacimiento, que habían descubierto en las Bucólicas una excelente mina para explotar. Aun así esta obra es particularmente sutil y sugestiva; en el momento en que algunos autores posteriores intentaron hacer explícito lo que en Virgilio estaba implícito se perdió forzosamente el carácter virgiliano. Sin ser consciente de ello, el Renacimiento se había formado una idea acerca de Virgilio propia del siglo rv, derivada de los comentarios de Ser­ vio sobre el poeta. La primera edición impresa de Virgilio se publicó en el año 1469, la primera edición de Servio salió a la luz solamente dos años más tarde, y pronto sería normal encontrar acompañando al texto original de Virgilio el comentario de Servio; la mayoría de ediciones de Virgilio en el siglo XVI presentan esta configuración. Cualquier persona culta del mo­ mento difícilmente hubiese podido separar a Virgilio de su comentarista Ser­ vio y todavía menos hubiese podido admitir que la interpretación de Servio presentase una idea distorsionada e imperfecta del poeta clásico. Servio es­ taba convencido de que Virgilio había seguido aquel orden natural en la vida de un poeta, que se iniciaba en el sencillo estilo bucólico y pasaba por el género intermedio de las Geórgicas para culminar con la épica de la Eneida. Esta idea, con la que Servio ampliaba el análisis de estilo habitual desde Cicerón hasta Quintiliano, contribuyó a que el Renacimiento conside­ rase el género pastoril como un género completamente establecido que se situaba en la base de una jerarquía de géneros. Podemos estar seguros de que

Virgilio no «planificó» su carrera de una forma tan fría y metódica — su transformación de admirador de los neotéricos en el poeta épico por exce­ lencia del Imperio fue imprevisible y extraña—; sin embargo, esta idea influ­ yó en poetas posteriores: tanto Spenser como Pope empezaron escribiendo versos pastoriles, pues pretendían emular al poeta perfecto que había desa­ rrollado y seguido un modelo perfecto. La idea que nos da Servio de las Bucólicas difiere en cierta medida tan­ to de nuestra propia idea sobre Virgilio como del concepto que hoy en día se tiene del género pastoril. Nos impresionan la elegancia y la sofisticación de Virgilio; sin embargo, Servio remarca la sencillez del tema y la ignorancia del pastor. Pero donde más divaga es en la alegorización de las Bucólicas; aun así tampoco aquí podemos afirmar que se equivocaba completamente, aunque estaba muy cerca de ello. En las églogas quinta y novena aparece Menalcas, poeta que presenta rasgos parecidos a Virgilio y de quien quizá se pueda decir que, con la ambigüedad que caracteriza los poemas, representa y al mismo tiempo no representa a Virgilio. En la égloga quinta, Dafnis, muer­ to y ascendido al cielo, recuerda al Julio César divinizado, aunque de hecho no puede ser realmente César. Estos son los indicios —apenas perceptibles y fugaces, como su estilo— de alegoría en Virgilio. Servio va todavía más le­ jos; según él, las mujeres de Títiro, Galatea y Amarilis, que aparecen en la égloga primera, son alegorías de Mantua y Roma. El pino simboliza Roma, los manantiales a los senadores, los arbustos a los gramáticos, etc. Este tipo de afiimaciones son desatinadas, pero fueron inmensamente influyentes; toda la tradición pastoril renacentista, en su vertiente alegórico-moral, tiene su origen en esta interpretación errónea de Virgilio. La égloga primera empieza con Títiro recostado a la sombra de una haya. Según Servio, Títiro representa a Virgilio y esta opinión se repite en libros todavía hoy. Sin embargo esto es falso, pues no hay ni una palabra en el poe­ ma que lo corrobore. Servio (o su fuente) observa que en la égloga sexta Apolo se dirige al poeta llamándolo Títiro y, habiendo interpretado errónea­ mente el estilo virgiliano, relaciona este personaje con el Títiro de la égloga primera. La idea de Servio tiene extraños resultados: razonablemente preten­ de que Menalcas también representa al poeta, con lo cual resulta que tene­ mos dos Virgilios en las Bucólicas; pero lo que dificulta la comparación es que Títiro no se parece en absoluto al poeta, pues tiene el pelo cano, es un anciano y representa un antiguo esclavo, mientras que Virgilio era joven y de nacimiento libre. Aun así era tan grande el prestigio de Virgilio, que los au­ tores posteriores no tuvieron reparo en imitar precisamente estos contra­ sentidos. En el año 1579 apareció la obra The Shepheard.es Calender (El ca­ lendario del Pastor) de Spenser con las anotaciones correspondientes a una persona sólo identificada por sus iniciales E. K. El primer poema «January » introduce a Colin Clout «bajo cuyo nombre —según E. K.— ha pretendido esconderse el poeta tal y como hizo Virgilio con Títiro». En el último poe­ ma, «December», Colin ya es mayor y tiene el pelo cano (Spenser escribió esta obra a los veinte años). En la égloga «October» y a pesar del Colin in-

ventado, aparece Cuddie, que también representa al poeta. Aunque esto pa­ rezca extraño es perfectamente comprensible a la luz de Virgilio o, mejor dicho, del Virgilio de Servio. En el siglo xvi era común pensar que el género pastoril, empezando por Virgilio, tema un estilo sencillo y un contenido alegórico-moral. Sidney es­ cribía lo siguiente en su Apology fo r Poetry: ¿Será que nos gusta el poema pastoril? (acaso allí donde el seto es más bajo podrán saltarlo antes). ¿Ha sido repudiada la pobre flauta que por la boca de Melibeo cantaba la miseria del pueblo subyugado a los señores severos o los soldados salvajes? Y aún, por Títiro, ¿qué felicidad espera a los que están prosternados ante la bondad de los que se sientan arriba? A veces, bajo los bo­ nitos cuentos de lobos y ovejas, esconde consideraciones acerca del mal obrar y de la paciencia, a veces muestra cómo un conflicto en tomo a una nimiedad puede conducir a una victoria insignificante ...

El hábito de crear alegorías recibió un estímulo y se hizo más riguroso por una de aquellas extrañas casualidades que con frecuencia se han ido produ­ ciendo en la tradición pastoril. La égloga cuarta de Virgilio (que no corres­ ponde a lo que normalmente se entiende como poema pastoril, tal como ya señaló Servio) nos habla del inminente nacimiento de una criatura que trae­ rá la Edad de Oro. Esto se interpretó como una profecía del advenimiento de Jesucristo. Esta primera interpretación podía dar paso fácilmente a ulte­ riores proyecciones de la imaginería cristiana en el género pastoril. Según esta explicación, los pastores representarían aquellas primeras personas a las cuales les fue anunciado el nacimiento de Jesucristo; se consideraba que eran el paradigma de un modo de vida particularmente virtuoso. Para ello los evangelios proporcionaban la parábola del cordero y del rebaño al igual que la comparación de Jesucristo con el buen pastor. Estas dos parábolas juntas permitían al poeta pastoril contrastar al pastor virtuoso con el ambi­ cioso y orgulloso, tal y como sucede en The Shepheardes Calender de Spen­ ser. Por otra parte, se podría contrastar al pastor con el labrador. En el Gé­ nesis nos encontramos con una sanción bíblica al respecto: el pastor Abel realiza un sacrificio grato a Dios; y el agricultor Caín, celoso de su herma­ no Abel, lo mata. En las églogas latinas de Mantuano, un fraile carmelita del siglo xv, po­ demos constatar el efecto de la combinación de alegoría y cristianización en la tradición virgiliana (seguramente se refiere a la historia de Caín y Abel y a la presencia del pastor en la Natividad). En el lenguaje de Man­ tuano se nota un esfuerzo por imitar a Virgilio, pero con un ánimo inicial­ mente diferente. Virgilio menciona de paso unas mujeres rezongonas, pero no hay punto de comparación con la extensa diatriba acerca del sexo fe­ menino que aparece en la égloga cuarta de Mantuano y que recuerda, por su contenido, a Juvenal. En Virgilio se hace alusión al clima frío, mientras que en una escena del poema sexto de Mantuano se describe un invierno

helado. En los pastores de Virgilio hay pinceladas de realismo, hasta de or­ dinariez (de vez en cuando Servio procura remarcarlas de manera dema­ siado brutal). Sin embargo Mantuano habla del estiércol, de la castración de animales y de la limpieza de letrinas e incluso hace abandonar la escena a uno de sus pastores para que vomite detrás de un seto (con una equivo­ cada fidelidad a su modelo, Mantuano pone en boca del pastor un lengua­ je que aparece sustancialmente en Virgilio pero en un contexto totalmente distinto). La moralidad de Mantuano es severa y sus cuatro últimos poemas son una única alegoría; su ingenio queda demostrado en su égloga «Sobre la disputa entre frailes observantes y no observantes», que gira en tomo a la vida y el trabajo de un pastor. En el siglo xvi, estos poemas mediocres disfrutaron de una amplia re­ putación. J. C. Escalígero los tildó de flojos, fáciles, discursivos y mal construidos, y justificaba su crítica basándose en que algunos maestros de escuela preferían Mantuano a Virgilio (Poética, 6, 1). Pero no eran única­ mente maestros: Alexander Barclay elogiaba a Virgilio en el prólogo a sus propios poemas pastoriles pero rinde a Mantuano los máximos honores. Pa­ rece ser que no siempre se desprecia lo familiar pues la admiración de la que durante mucho tiempo disfrutó Mantuano se debía a que era conocido y muy utilizado en las escuelas, en las que servía de modelo no sólo por su latinidad clásica sino también por lo edificante del contenido de sus obras. El primer verso en latín que aprendía un alumno de la Inglaterra isabelina era normalmente de Mantuano. «¿Pueden los eruditos sufrir la pérdida de un Homero? ¿O nuestros jóvenes la de los escritos de Mantuano?» Thomas Lodge se hacía esta pregunta en su Defence o f Poetry·, Drayton recuerda cómo fue la primera visita a su tutor: a poco empezó, y primero me leyó al honrado Mantuano y después las Bucólicas de Virgilio ...*

En su Trabajos de amor perdidos (4, 2, 99 y ss.) Shakespeare hace recitar al maestro pedante Holofernes el primer verso del primer poema de Man­ tuano: «Fauste precor gelida quando pecus omne sub umbra Ruminat», y continua: «¡Oh, viejo y querido Mantuano! ... ¡Viejo Mantuano! Quien no lo entiende, no te ama». La gracia está en que la ostentación de saber que realiza Holofernes no es más que un lugar común familiar para cualquier colegial. En sentido parecido Gabriel Harvey se burla con desprecio de los escasos conocimientos de Robert Greene: «Revisó a fondo sus conocimien­ tos de colegial (dentro de sus límites éstos habían sido tan profundamente aprendidos como el “Fauste precor gelida”)». El significado de todo esto es que el estudiante es tempranamente —y casi simultáneamente— iniciado en Mantuano y Virgilio, en un periodo en el que resulta difícil hacer distincio­ *

[shortly he began, / And first read to me honest Mantuan, / Then Virgil's Eclogues ...]

nes exactas. Por ello recogerá una impresión no diferenciada del género pas­ toril latino, es decir Virgilio más Mantuano. Puttenham, uno de los críticos isabelinos más sagaces, se dio cuenta de que fue Mantuano quien había in­ troducido la nota moral; después de analizar a Virgilio concluye: «A estas églogas sucederían posteriormente otras con connotaciones morales para co­ rregir el comportamiento humano, como sucedió con las de Mantuano y otros poetas». Sin embargo, William Webbe agrupa a Virgilio, Calpurnio y Mantua­ no y dice de ellos que: Aunque a simple vista el tema que tratan parezca grosero y familiar, como las conversaciones habituales entre simples payasos, hablan con encanto agra­ dable y provechoso. Pues bajo estas personas, como bajo un manto de simpli­ cidad, o bien continúan elogiando a sus amigos, sin lisonja, o bien condenan gravemente los abusos sin ningún indicio de amargura.

Esta no es una crítica excesivamente inteligente pero sirve de ejemplo para mostrar cómo en algunas mentes es imposible distinguir entre Virgilio, según Servio, y Mantuano. La consecuencia puede verse en The Shepheard.es Ca­ lender, donde Spenser imita a los dos poetas, utilizando para cada uno un es­ tilo basto, rústico y a veces satírico. Gracias a su historia más bien excéntrica, el género pastoril combina dos características opuestas: convencionalismo y variabilidad. Ya hemos visto cómo se han impuesto algunas convenciones; la diversidad era posible ya que les respaldaba el texto clásico. Las Bucólicas de Virgilio eran tan di­ versas, variadas y sugestivas, libres de convenciones y normas —tan dife­ rentes de la impresión que de ellas sacaron Servio y Mantuano— que era ine­ vitable que apareciese otra manera de verlas. En el Renacimiento surgieron dos tendencias dentro de la tradición pastoril: las llamaremos género duro y género blando. Del género duro ya hemos considerado algunos aspectos, mientras que al género blando, versión que acabará predominando, lo reco­ nocemos a través del nombre Arcadia. El fértil paisaje de la Arcadia, de aguas munnurantes y praderas esmaltadas, está habitado por ninfas y ado­ lescentes. Su vida es un feliz idilio; y cuando no son felices, debilitados por un amor no correspondido, su infelicidad se diluye en melodiosa armonía. La famosa frase «Et in Arcadia ego» resume la dulce melancolía que anhela este país. Este es el título de la primera parte de Retomo a Brideshead, de Evelyn Waugh, que recoge las memorias de juventud de un hombre de mediana edad. En su forma más precisa podríamos decir que la historia de la Arcadia es otro capítulo de casualidades. El dicho «Et in Arcadia ego» parece tener una resonancia clásica aunque en realidad no surge antes del siglo xvn, en el cur­ so del cual cambió de sentido. Lo descubrimos por primera vez como título de un cuadro de Guercino en el que se representan dos pastores mirando un cráneo. Evidentemente es la muerte que habla así: «Incluso en la Arcadia, existo». Esta frase se hizo famosa a través de un cuadro de Poussin en el que

se ven unos pastores al lado de una tumba en la que está inscrita esta frase (lámina XI). Ahora es el pastor muerto el que habla y el significado es «Yo también estuve una vez en la Arcadia» (que en latín sería «Et ego in Arca­ dia»), La terrible advertencia de la muerte se ha convertido en nostalgia ele­ giaca; ha surgido una nueva convención, aparentemente clásica, aunque de hecho no lo fuese. En realidad toda la concepción de la Arcadia es una suerte de error. Du­ rante muchos siglos se creyó que Virgilio la había inventado como símbolo de una vida de paz idílica; pero no fue así. Sus églogas, con una excepción, no están ambientadas en la Arcadia. En seis de ellas ni siquiera se mencio­ na este lugar y en tres hay unas vagas referencias a la Arcadia o a los arcadios. Unicamente la égloga décima está ambientada en la Arcadia; en ella vemos al poeta Galo, amigo de Virgilio, pereciendo románticamente de amor. Desconocemos el significado de esta escena pues seguramente estaba relacionada con poemas perdidos. Pero fuera lo que fuese, esta Arcadia no tiene nada que ver con la posterior Arcadia del idilio pastoril: es fría, soli­ taria, escarpada y remota. Y lo que es todavía más importante: no se pare­ ce en nada a los paisajes de las demás églogas virgilianas. Por esta razón ningún poeta, crítico o comentarista de la Antigüedad o de la Edad Media mencionan que Virgilio hubiera inventado Arcadia como símbolo del sosie­ go pastoril; pues de hecho no lo hizo. La idea actual que tenemos de la Arcadia se la debemos al humanista na­ politano Jacopo Sannazaro (1458-1530). Su obra Arcadia (1504) es una mez­ cla de églogas en verso y prosa narrativa; en ella se cuenta cómo un caballe­ ro llamado Sincero (que representa al propio Sannazaro) se retira, cansado de los sufrimientos del amor, a un campo hermoso y agradable. Sannazaro malinterpretó, consciente o inconscientemente, a Virgilio, aunque se trata de una tergiversación con una pincelada de genialidad. Para su nueva Arcadia extra­ jo algunas ideas de las Bucólicas de Virgilio y también de algunos pasajes del übro octavo de la Eneida, en la que vemos a Eneas visitando el futuro em­ plazamiento de la ciudad de Roma y en el que se encuentra con una pequeña ciudad construida por griegos —exiliados de la Arcadia— bajo el reinado de su rey Evandro. La tradición según la cual el emplazamiento de Roma había estado ocupado anteriormente por arcadios es anterior a Virgilio, y no tiene nada que ver con la concepción pastoril; pero la idea de Virgilio podía asimi­ larse a una nueva versión de lo pastoril. Virgilio presenta sutilmente a Evan­ dro con una combinación de realeza y sencillez, una especie de hacendado modesto. Dentro de las fuentes clásicas del género pastoril esto es lo que más se acerca a un tratamiento de la clase señorial enmascarada, que después de Sannazaro se convertirá en tema principal del relato pastoril. La idea de Sannazaro también puede verse como un desarrollo de las Bucólicas. En ellas aparece el contemporáneo de Virgilio, Galo, bajo su pro­ pio nombre; Menalcas es una especie de figura que representa al propio poe­ ta; en Dafnis descubrimos trazos de Julio César. Todo esto difiere bastante de las historias en las que los nobles por una u otra razón (por ejemplo, para

huir del enemigo), se ocultan bajo el disfraz de campesinos; aun así un tema puede conducir a otro, sobre todo si es consecuencia de una mala interpre­ tación de la Eneida. Considerándolo desde otra perspectiva, se podría decir que Sannazaro contribuyó a dar colorido virgiliano a un estilo pastoril dis­ creto y discursivo que debe, a su vez, mucho a Longo. Dafnis y Cloe son una pareja de pastores que llevan una vida sencilla, que al final descubren su verdadera identidad; son hijos de unos señores pero fueron abandonados de pequeños y adoptados por campesinos. Este tema se hará muy popular entre los autores del Renacimiento. A finales del siglo xvi el género pasto­ ril está tan imbuido de temas procedentes del mundo griego que el mismo Longo acabará formando parte de la historia de la tradición virgiliana. La Arcadia de Sannazaro se hizo famosa en toda Europa y dio origen a muchas imitaciones. En España encontramos La Diana (c. 1559) de Montemayor, una de las novelas que inspiró el Quijote y que también causó ad­ miración en Inglaterra, donde en 1598 fue traducida por Bartholomew Yonge. En Inglaterra hallamos dos novelas, una de Thomas Lodge titulada Rosalynde (1590) y otra de Robert Greene, Pandosto (1588); estas dos obras sirvieron a Shakespeare de argumento para sus obras Como gustéis y Cuento de in­ vierno. La Arcadia de Sidney es un caso aparte. En su primera forma, Old Arcadia, se ajusta al modelo habitual de novela pastoril; la New Arcadia, in­ completa hasta su muerte, prolonga mucho la historia añadiendo a las con­ venciones pastoriles batallas y aventuras en la corte. Sidney incluye el tema del disfraz campesino de dos maneras diferentes: los protagonistas son hom­ bres y mujeres de ilustre cuna que viven como campesinos, se parecen mu­ cho a los personajes de Como gustéis. Sin embargo, el pastor Philisides es una figura creada específicamente por Sidney a la manera de Virgilio. Lo complejo se introduce en lo simple de dos modos distintos. La moda del drama pastoril comenzó en Italia con la Aminta (1573) de Tasso. Entre sus sucesores el que más éxito tuvo fue Guarini con II Pastor Fido (1589), que a su vez le sirvió a John Fletcher de inspiración para escri­ bir su obra The Faithful Shepherdess (c. 1610). Aminta también sirvió de es­ tímulo a una tendencia que combinaba el género pastoril blando con el mito de la Edad de Oro. Este mito es de origen griego y aparece por primera vez en Hesíodo: al principio Zeus creó una raza de oro que después destruyó para crear una raza de plata; aquí empieza la decadencia, pues a esta le sucede una de bronce, una raza de héroes, y finalmente la Edad de Hierro, en la que vi­ vimos. Seguramente el Renacimiento conocía esta Edad de Oro a través del libro primero de las Metamorfosis de Ovidio y por la égloga cuarta de Vir­ gilio, en la que el poeta invierte el orden de Hesíodo haciendo que vuelva la Edad de Oro. Esta Edad de Oro aparece también (aunque de forma ligera­ mente diferente) en las Geórgicas y en la Eneida de Virgilio. Corresponde al mito del paraíso, el equivalente clásico del jardín del Edén: uvas colgando de las zarzas, miel goteando de los troncos. Es un lugar en el que no hay nece­ sidad de trabajar, ya que la naturaleza ofrece alimentos en abundancia; en al­ gunas versiones no existe la propiedad privada, puesto que los hombres con­

viven honrada y desinteresadamente compartiéndolo todo. Es esta la razón por la que el mito de la Edad de Oro difiere bastante del idilio, el tipo «arcádico» del género pastoril; pero será Tasso quien se encargará de crear una cierta confusión al introducir un coro «O bella etá de Foro» (1, 565 y ss.). En Aminta se manifiesta una cierta melancolía cuando el coro mira hacia un mun­ do distinto al representado; aun considerando que gran parte del género pas­ toril idílico es nostálgico, no sorprende ver que el anhelo por la Arcadia pueda parecerse a un anhelo por la Edad de Oro perdida. En el país feliz de Sidney vemos a «un pastor tocando la flauta como si jamás hubiese de envejecer» (New Arcadia, 1, 2). Esta es una característica claramente arcádica: no se representa el paraíso, sino un lugar de contento en el que podemos ex­ perimentar fugazmente la ilusión de que las duras leyes del tiempo y del cam­ bio han sido suspendidas. Aun así la Arcadia de Sidney parece transformarse en un lugar paradisíaco (1, 9): ¿Acaso no ves el color de la hierba mucho más intenso que el de las es­ meraldas? Y no ves estas preciosas flores que para conocerlas se necesita toda la sabiduría humana y para describirlas una vida entera. ¿Y estos árboles ma­ jestuosos, no parecen llevar su floreciente vejez con la única alegría de su en­ clave, revestidos como están de una eterna primavera pues aquí la Belleza ja­ más conseguirá marchitarse? ¿Y estos arroyos naturales y deliciosos que sin prisas corren como si quisieran abandonar la compañía de tantas cosas auna­ das en la perfección? ¿Y ves qué dulce murmullo acompaña el lamento de su inevitable partida?

Aquí Sidney realiza aquello que había predicado en su Apology fo r Poetry: que la literatura puede superar la realidad y ofrecer un mundo más bello que ninguno de los que podemos llegar a conocer; «La naturaleza, al contrario de los poetas, nunca ha sabido mostrar la tierra en forma de un tapiz tan bello, ni con ríos tan herniosos, árboles cargados de frutos, flores de dulce perfume, ni con todo aquello que podría hacer de esta tierra tan querida un lugar más apacible. Su mundo es bronce, el de los poetas es oro». En su magnífica obra, Sidney consigue reflejar este universo de oro. También el coro de Tasso aporta un elemento no mencionado, ni desta­ cado, en gran parte de relatos clásicos sobre la Edad de Oro aun cuando Ti­ bulo haga una breve alusión a ello; se trata de que esta había sido una edad de amor libre, de completa libertad sexual, en la que se desconocía la culpa y únicamente existía la norma de hacer lo que quisieses: «S’ei piace, ei lice» (1, 590). Esta nueva nota era una réplica a las severas exigencias de la mo­ ral cristiana; una utilización posclásica de un mito clásico. Por ello el géne­ ro pastoril estaba destinado a convertirse en algo más que una evasión, en un contraste de la realidad. También podía servir de plataforma, a partir de la cual, una vez asentadas una serie de convenciones, se podía proceder a exa­ minar los sufrimientos y las prerrogativas de la responsabilidad moral. El Musidorus de Sidney contrasta la desinhibición sexual de los animales que le rodean con su pasión reprimida por Pamela:

A menudo, cuando el ganado de mi amo venía a pacer a este lugar fresco, podía ver al joven toro como declaraba su amor. Pero ¿cómo? Con miradas orgullosas y con goce. Oh, humanidad desdichada (me dije a mí mismo), para la que la sabiduría (que debería gobernar su dicha) se convierte en traidora de su felicidad. Estas bestias, como niños frente a la naturaleza, heredan su suerte de forma oculta: a nosotros, al igual que los bastardos, nos dejan de lado como a un expósito que crece entre la pena y la tristeza. Sus mentes no anhelan la co­ modidad de sus cueipos, ni a sus sentidos se les permite disfrutar de sus obje­ tos: tenemos los impedimentos del honor y los tormentos de la conciencia.

El germen de esta idea se encuentra en Teócrito, pero se desarrolló esen­ cialmente en los siglos de la cristiandad. El hombre se inserta a sí mismo en la naturaleza sólo para tomar conciencia del abismo insalvable que lo sepa­ ra del universo natural; este es un tema al que regresarán posteriores escri­ tores del género pastoril. A finales del siglo xvi el género duro se hizo más duro y el blando más blando, como jamás había sucedido en la poesía clásica. En las Bucólicas de Virgilio aparecen aspectos duros y blandos, pero su refinada amalgama había sido, por así decirlo, descompuesta en sus elementos constituyentes. A pesar de que el género pastoril había sido en esencia un género autoconsciente, ahora la combinación una vez más de estos aspectos o de con­ traponer diferentes versiones bucólicas se convierte en algo habitual para los escritores. La Arcadia de Sidney es, en parte, una antología de todos los tipos pastoriles: romántico, realista, moral, alegórico, idílico, melancólico. La influencia continuada de Servio y de Mantuano puede verse en los nom­ bres típicamente virgilianos de los campesinos (Dametas, Mopsa), mientras que los pastores más distinguidos toman su nombre de otras fuentes o son nuevas creaciones de apariencia clásica. La misma tendencia se observa en Cuento de invierno: Perdita es la pastora más graciosa, «la perdida» —el tono es italianizante, aunque por su forma también podría ser latín—, mientras que Mopsa es una campesina corriente capaz de cortejar a un pa­ yaso («Mopsa deberá convertirse en su amante: unirse a ella, con ajo para sellar sus besos», 4, 3, 164). Este nombre, que no se halla en Virgilio a no ser que se trate del femenino de Mopsus, gozaba de mucha popularidad en aquel contexto ya que en aquel entonces las palabras mops y mopsy [en cas­ tellano significarían bayeta o fregona] se utilizaban para designar a las chi­ cas y mopsy era un término coloquial para calificar a una mujer descuida­ da o sucia. Es significativo de una mentalidad rural cuadriculada propia de Inglaterra la utilización de este doble sentido de la palabra considerándolo como una aproximación al carácter virgiliano. El género pastoril, al ser autoconsciente, puede llegar a ser autocrítico; a veces incluso se detecta una corriente antipastoril en el género pastoril. En el Cuento de invierno aparecen algunos —pero sólo algunos— indicios al respecto. Greene dividió el escenario de su Pandosto entre Sicilia y Bohe­ mia; por supuesto las escenas rurales están ambientadas en Sicilia, ya que cualquier lector de Virgilio asocia especialmente esta isla con lo pastoril

(en recuerdo de Teócrito). Extrañamente Shakespeare invirtió el modelo de Greene trasladando las escenas de la corte a Sicilia y las rurales a Bohe­ mia, cayendo así en el famoso solecismo de dar a Bohemia una costa marí­ tima. A pesar de su «escaso latín» debería haber sabido que Sicilia era el en­ torno pastoril por excelencia; ¿o acaso se estaba burlando abiertamente de las convenciones? El príncipe Florisel oculta su verdadera identidad y adora a Perdita con una devoción idealizadora típicamente arcádica. Pero Shakes­ peare somete el romanticismo de su héroe a una delicada ironía. El lengua­ je de Perdita tiene la franqueza de las verdaderas campesinas, en contraste con la cortesía de Florisel (4, 4, 154 y ss.): F lo ris e l: P e r d ita :

Vuestra mano, Perdita. Somos dos tórtolos que nunca se separarán. En lo que me concierne, lo juraría.*

Y ella reconoce la realidad física que se agazapa detrás incluso de la pasión más poética (101 y ss.): ... Es más, si yo llevara afeites, no quisiera que este joven me admirara y sintiera solamente por lo tanto el deseo de hacerme madre.**

Ni siquiera Shakespeare está preparado para rechazar la belleza arcádica. Perdita se balancea delicadamente (tal y como, en otro sentido, lo estaban los pastores de Virgilio) entre la realidad y la fantasía. También ella demostrará su origen real y a pesar de haber crecido entre pastores, sin conocer su ver­ dadera identidad, conserva una gracia natural que revela su cuna. El inven­ tario de flores de la poesía pastoril tiene su origen en un pasaje magistral de la égloga segunda de Virgilio (45 y ss.); el de Perdita de Shakespeare hace honor a la exquisita imaginación de Virgilio (4’ 4, 118 y ss.; el pasaje se cita infra, p. 174). Perdita pertenece y al mismo tiempo no pertenece al ámbito rural; es franca y sin embargo romántica. Esta ambivalencia, aunque se ins­ pire en la tradición de la novela griega, y sea por lo tanto diferente, no se aparta mucho del espíritu virgiliano. En el siglo xvn, y anteriormente, vuelve a predominar la tendencia «blan­ da» del género pastoril. Los posteriores ensayos de Spenser en este sentido, el poema Colin Clouts Come Home Againe y el interludio pastoril en el libro sexto de The Faerie Queene, siguen siendo alegóricos pero de forma más dis­ creta. Las primeras obras pastoriles de Drayton están muy influidas por The Shepheardes Calender, pero su última colección pastoril, The Muses ’ Elizium (1630), es mucho más idílica y melodiosa. En ella el mundo bucólico es al *

[ F l o r i z e l : Your hand, my Perdita: P e r d i t a : I’ll swear for’em.]

so turtles pair / That never mean to part.

** [ ... No more than, were I painted, I would wish / This youth should say’twere well, and only therefore / Desire to breed by me.]

mismo tiempo un mundo áureo: la Inglaterra isabelina (Elizium) es un «pa­ raíso terrenal» (Elysium, ‘Elíseo’) lleno de «delicias eternas» y «bosqueciüos siempre verdes» con hojas perennes y ruiseñores que cantan todo el año. Sin embargo, la melancolía que tantas veces tiñe el carácter arcádico está presen­ te también aquí, ya que existe la certeza de que este mundo feliz se ha perdi­ do: en Inglaterra la época isabelina ya ha pasado y no volverá jamás. Los autores pastoriles «duros» consideraban que estaban siguiendo fielmente a Virgilio cuando retrataban a aquellos campesinos que conocían por propia ex­ periencia; y en algún sentido estaban en lo cierto. Los autores del género «blando» transformaron esta práctica: la literatura reflejaría un entorno cono­ cido, familiar y habitual. El Elizium de Drayton es a la vez Inglaterra y un país de fantasía; William Browne mitifica su Devon natal en Britannia ’s P a s­ torals (1613). Anteriormente, el Colin Clouts Com e H om e A gaine (1595) de Spenser había reflejado Irlanda de manera similar, y todavía antes La D iana de Montemayor había ambientado una novela pastoril en el paisaje de León. En la mayoría de estas obras la influencia clásica permanece borrosa y dis­ tante, aunque encontremos una clara afinidad con las Bucólicas en las que Virgilio traslada unos pastores griegos al escenario italiano haciéndoles vivir una vida que combina de manera curiosa la realidad y la irrealidad. Las traducciones que se hicieron en aquel momento de Virgilio nos des­ cubren la manera en la que se estaba modificando el concepto de lo pastoril entre las personas cultas, Abraham Fleming se disculpa en la introducción a su versión del año 1589 por la «bajeza» y el «estilo prosaico» de las B ucóli­ cas, y sus disculpas son adecuadas si tenemos en cuenta que su traducción es más bien pesada en cuanto al ritmo y la dicción. Así son los primeros versos de su versión de Virgilio, con el metro enérgico del alejandrino sin rima: Oh, Títiro, yaces a la sombra de una frondosa haya, tocas una canción campestre en una delgada flauta de caña. Nosotros olvidamos nuestros lazos campesinos y lo dulces que son los prados, olvidamos nuestra tierra mientras tú, Títiro, ocioso en la sombra, enseñas a los bosques a cantar de tan estridente forma a tu bello amor, [Amarilis.*

En 1628 William Lisle toma como modelo al Spenser «áureo» de The Fae­ rie Queene y no al poeta «gris» de The Shepheardes Calender. Utiliza una variedad de metros, y para el primer poema se sirve de una estrofa de siete versos adaptada de Spenser: Tú, en el escondido frescor de esta espesa haya, (Títiro) descansando, yaces meditabundo * [O Tityrus thou lying under shade of spreading beech, / Dost play a country song upon a slender oaten pipe, / We do forsake our country bounds, and meadows sweet which be / We do forsake our native soil, thou Tityr slug in shade / Dost teach the woods to sound so -shrill, thy love fair Amaryll.]

sobre una pequeña flauta, tu Musa silvestre; mas nosotros dejamos nuestros hermosos campos, y de nuestro querido país huimos: mientras tú yaces en la umbría seguridad, enseñando a los retumbantes bosques y al eco a proclamar en alta voz el nombre de Amarilis.*

El propio Lisie utiliza la metáfora de la dorada dulzura para caracterizar «esas delicadas bucólicas»; todavía sobrevive la creencia en el significado alegórico pero no en su importancia moral. La alegoría se ha convertido en el jugo de un delicioso fruto cuya piel dorada representa el significado su­ perficial: «Algunos estarán muy contentos de obsequiar su paladar con este jugo agradable y su vista con la cáscara de estos dorados poemas pastoriles». En los pareados fáciles y fluidos de la versión de John Bidle (1634) se re­ fleja un carácter parecido: Tú, Títiro, bajo la sombra del haya, toca en la delgada flauta una balada silvestre; nosotros abandonamos nuestros confines nativos: nuestras amables granjas y nuestro país dejamos: tú, Títiro, reposando tranquilo en la sombra, enseñas a los bosques a cantar a la hermosa Amarílide.**

Tanto Lisie como Bidle adaptan Virgilio al estilo de Browne, Drayton y de otros autores pastoriles de la época de Jacobo I y Carlos I. Virgilio conti­ nuaría siendo el modelo de la poesía pastoril, pero el modelo se había hecho muy variable. En este contexto nos encontramos con la dura alegoría de Milton, que critica la corrupción del clero en su obra Lycidas (1637), en la que se pro­ duce un salto atrás hacia The Shepheardes Calender (de la que vemos re­ flejados ciertos ecos) y hacia Mantuano. En el Paraíso perdido, y asimismo en Lycidas, Milton se muestra, al igual que sucede con Bach, como un ser extraño, un genio tardío. Aun así la austeridad es sólo un aspecto del poe­ ma, puesto que Lycidas muestra de forma muy elegante la voluntad de reu­ nir en una obra diferentes versiones de lo pastoril. Pero mientras que otros autores se dedican a juntar diferentes tipos pastoriles de creación renacen­ tista, Milton fusionó sus elementos guiándose e inspirándose en el propio Virgilio (85 y ss.): * [Thou, in cool covert of this broad beech-tree, / (Tityrus) at ease, dost mediating lie / On small oat pipe, thy silvan Muse; but we / Leave our fair fields, and our dear country fly: / Whilst thou liest shaded in security, / Teaching the hollow woods, loud to proclaim, / And echo, with the sound of Amaryllis’ name.] ** [Thou, Tityrus, in shroud o f beech, dost play / On slender oaten pipe a sylvan lay; / Our native confines we abandon: we / Our pleasant granges, and our country flee: / Thou, Tity­ rus, i’th’shade reposing still, / Leams’t the woods to resound fair Amaryll.]

Oh, fuente Aretusa, y tú, venerado torrente, Mincio de suave corriente, coronado de cañas resonantes, esa melodía que oí era de mayor talante: pero ahora continúa mi flauta ...*

Aretusa aparece en la égloga décima, Mincio en la séptima y la flauta de ca­ ñas como el eterno símbolo del verso bucólico en la primera. Tanto el tercer verso como la concepción general del pasaje corresponden al comienzo de la égloga cuarta: «Musas sicilianas, levantemos un poco el objeto de nuestros cantos». Milton recoge la idea de Virgilio según la cual el género pastoril permite ajustar el tono y la altura; también acoge la paradoja de recurrir a los poetas antecesores del género en el preciso instante en que se está hablando de un tipo pastoril que está desapareciendo como pastoril. Con las «Musas sicilianas» Virgilio dude a Teócrito; Milton, a su vez, alude a Virgilio por un lado (cuya ciudad natal, Mantua, está situada a orillas del río Mincio) y por el otro a través de Virgilio a Teócrito (Aretusa es un manantial de Siracusa, Sicilia). Milton se proyecta a sí mismo en la corriente de una larga tradición. Lycidas no sólo constituye el mayor poema pastoril en lengua inglesa sino que es el más virgiliano de todos, y no por las múltiples alusiones que hace de las Bucólicas sino porque Milton entendió profundamente las inten­ ciones de Virgilio. Ciertamente su imitación es de detalle; por ejemplo, Mil­ ton resalta aquellos pasajes duros y violentos de Virgilio (123 y ss.): Y cuando se inclinan, sus finas y fulgurantes canciones chirrían en las discordantes flautas de despreciable caña

Tanto el tono áspero como el contenido satírico se inspiran en el verso 27 de la égloga tercera (esta indujo a Dryden a decir que si Virgilio se lo hubiese propuesto hubiera podido ser el más grande de los autores satíricos roma­ nos). Al final de otra serie de poemas, un precioso catálogo de flores nos in­ troduce igualmente en la tradición virgiliana (142 y ss.). Milton descubre que los artificios de Virgilio le permiten tratar unos temas que por una razón u otra no pueden comunicarse de forma directa. La llegada de Lícidas al cielo está creada a partir de la llegada de Dafnis al Olimpo en la égloga quinta. La resurrección cristiana poco tiene que ver con la apoteosis pagana y es justa­ mente esta diferencia la que ofrece a Milton una oportunidad; el cielo no puede ser el imaginado más que de forma figurada o metafórica, y por lo tan­ to el poema de Virgilio le brinda la metáfora para crear una visión de pure­ za y bienaventuranza, sin insipidez (174 y ss.): Donde otras arboledas y otros riachuelos con puro néctar su húmeda cabellera baña, * [O fountain Arethuse, and thou honoured flood / Smooth-sliding Mincius, crowned with vocal reeds, / That strain I heard was of a higher mood: / But now my oat proceeds ...] ** [And when they list, their lean and flashy songs / Grate on their scrannel pipes of wret­ ched straw...]

y oye la inexpresiva canción nupcial en los dichosos reinos del placer y el amor. Allí le divierten todos los santos, que en solemnes ejércitos y dulces agrupaciones cantan, y cantando en su gloria limpian y enjugan para siempre las lágrimas de sus ojos.*

Parece ser que este poema se, inspira en el libro sexto de la Eneida, en el que Virgilio presenta el Elíseo en términos de una especie de creación pastoril heroifícada; sol y verdor ondulado, donde la apacible libertad de movimien­ to es en esencia un estado de felicidad. Hay veces en que la obra bucólica de Virgilio expresa una cierta insatis­ facción con sus propias limitaciones. Esto ocurre al final de las Bucólicas (10, 70 y ss., 75 y ss.): «Baste [sat] con esto lo que ha cantado vuestro poe­ ta, divinas Piérides, mientras tejía sentado un cestillo de malvavisco fino ... En pie: la sombra suele ser mala para los que cantan; la sombra del enebro es mala; las sombras dañan también a las mieses. Tiradpara casa, quelleg el Lucero, tirad, ya hartas [saturae], cabritillas». Esto esuna nota dehastío; y la sombra, hasta entonces deleite del pastor, se toma molesta. La modesta belleza del verso pastoril, simbolizado aquí por el canastillo y su delicado material, tampoco queda mitigada aquí. Sin embargo, el «levantémonos» es ambiguo: ¿nos levantamos para seguir en la cotidianidad del pastor o para huir de todo? Milton capta esta ambivalencia con total exactitud en el final de uno de sus poemas, en el que utiliza uno de los símbolos pastoriles favo­ ritos de Virgilio: los bosques (silvae) (186 y ss.): Así cantó el rudo zagal a los robles y arroyuelos ... y ahora el Sol se había extendido sobre las colinas, y ahora se había derramado en la bahía de poniente; por fin se levantó y sacudió su capa azul: la mañana para los bosques frescos y los nuevos pastos.**

Es una sutileza acentuar «bosques» en la primera parte y «nuevos» en la se­ gunda parte del último verso. ¿Acaso traerá el mañana más versos bucólicos o una escapatoria de lo pastoril hacia otras formas poéticas? No lo podemos saber, pero una vez más el género pastoril ha demostrado ahora su capacidad de autorreflexión crítica y asimismo afectuosa. El siglo xvm continuó produciendo ingentes cantidades de poesía pasto­ ril, pero pocas son dignas de recordar. El modesto succès d ’estime que al­ *[Where other groves, and other streams along, / With nectar pure his oozy locks he la­ ves, / Andhears the unexpressive nuptial song, / In the blest kingdoms meek o f joy and love. ! There entertain him all the saints above, / In solemn troops and sweet societies / That sing and singing in their glory move / And wipe the tears for ever from his eyes.] ** [Thus sang the uncouth swain to th’oaks and rills, ... ! And now the sun had stretched out all the hills, / And now was dropped into the western bay; / At last he rose and twitched his mantle blue: / Tomorrow to fresh woods, and pastures new.]

canzó Ambrose Philips con sus insignificantes versos pastoriles («Namby Pamby») indujo a John Gay a escribir su parodia S hepherd’s Week (1714), obra que nos trae a la memoria que la parodia del género pastoril forma par­ te del género bucólico, aunque Gay no se sintiese atraído, más allá de la sátira, por los temas rurales. En palabras del autor: «Mi amor por mi país natal, In­ glaterra, me im pulsó a describir las costumbres de nuestros labradores ho­ nestos e infatigables, no siendo de ninguna forma más indigna una imitación de un poeta inglés que la de Sicilia o la de la Arcadia; no obstante, no igno­ ro el alboroto organizado últimamente por una chusma de críticos, jóvenes con una delicadeza insípida, en tom o a algo así com o la Edad de Oro y otros monstruosos conceptos a los que pretenden limitar el género pastoril». A l­ gunos de sus nombres — Bumkinet, Grubbinol, Blouzelinda— son una paro­ dia grotesca, mientras que extraen otros, al igual que Philips, directamente de The Shepheardes C alender — un testim onio tardío de la influencia de Spen­ ser; los poemas tienen también alguna alusión a Virgilio. Este es también el siglo en que la idea pastoril se desborda desde la lite­ ratura hasta otras formas de arte: aparece reflejada en la arquitectura de jar­ dines (Stourhead plasma las escenas pastoriles italianas de la vida de Clau­ dio; en el jardín de Shugborough hay un «monumento al pastor» que lleva la inscripción «Et in Arcadia ego»); en las figuras de porcelana de Dresde, S è­ vres y Chelsea; en Versalles, donde las damas se divierten jugando al escondi­ te com o pastoras de una aldea simulada; y también en la música. De todas las obras pastoriles del siglo xvm , la que más destaca por su capacidad para en­ tender que la distancia, la convención, la belleza de la superficie y el humor intensifican, y no dism inuyen, el p a th o s, es tal vez la obra A cis y G alatea de Haendel (con libreto de Gay). También la m úsica instrumental puede llevar el marbete de pastoril: el título de la Sonata Pastoral de Beethoven lo esc o ­ gió el editor por el aire bucólico del último m ovim iento, pero la idea de una sinfonía pastoral fue suya. El último m ovim iento de la gran misa de Beetho­ ven tiene mucho en común con los últimos m ovim ientos de sus primeras obras: el com pás de siete por ocho, el uso continuado de los pedales tónicos, la sencillez de la melodía y lina armonía fuertemente diatónica y por último la misma tonalidad (re mayor) que la sonata. Cuando los sonidos de una ba­ talla distante — timbales— irrumpen en la plegaria de paz del coro, es paté­ tico escuchar que las impresiones interrumpidas tienen aquel tono pastoril sencillo e ingenuo. ¡Qué virgiliano!, y sin embargo hay que reconocer, por supuesto, que la música nada debe al ejem plo clásico. La tradición clásica ha aportado una idea de lo pastoril com o un tipo de arte que alude a algo pasa­ do; las convenciones pastoriles podían evolucionar y cambiar hasta borrar todo vestigio del origen de este género; aun así, lo que queda es el propio concepto de convención. N o obstante, el aspecto más concreto del género pastoril desaparece com pletam ente en el siglo xvm . Pope declaraba en 1717 categóricamente que «lo pastoril es una imagen de lo que llaman la Edad de Oro» (A D is­ course on P astoral Poetry). En 1798 el jacobino Jacques-Louis David ilus-

tra las Bucólicas en un grabado de estilo neoclásico con trazos rococó. El aspecto revolucionario tenía mucha más relación de la que ninguno de ellos hubiese estado dispuesto a admitir, con otro tipo pastoril: María Antonieta. En este siglo el género pastoril en literatura entró en decadencia. La conde­ na de Samuel Johnson al Lycidas es significativa (Lives o f the Poets, «Milton»), «Su forma pertenece al género pastoril, fácil, vulgar y por lo tanto repugnante.» Parece extraño que alguien pudiese calificar al Lycidas de vul­ gar o fácil, aunque estos epítetos podrían aplicarse perfectamente a gran parte del género pastoril del siglo de Johnson. «No puede considerarse una efusión de auténtica pasión, ya que la pasión no persigue alusiones remotas ni opiniones poco transparentes. La pasión no recoge frutos de mirto ni de la hiedra, ni visita a Aretusa y Mincio, ni habla de sátiros groseros o faunos de pezuñas hendidas. Si hay tiempo libre para la ficción hay poco dolor.» Lo importante de este pasaje no es la opinión acerca del éxito que tuvo Mil­ ton sino la negativa a considerar el poema por sí mismo. Johnson tiene razón cuando dice que el Lycidas no es una efusión de sufrimiento apasio­ nado, pero no lo pretende ser, y ya que en la poesía lírica no es axioma la expresión de fuertes emociones personales, podemos desechar esta crítica como no válida. En Virgilio ya destacamos su habilidad para combinar lo público y lo privado, lo personal y lo objetivo recuniendo a la oblicuidad, y mediante la distancia, la alusión y la represión emocional crear nuevos efectos de pathos. Milton captó perfectamente, a diferencia de Johnson, la intención de Virgilio. En estos momentos, y con el romanticismo a la vuel­ ta de la esquina, la clerecía ya había perdido su antiguo sentido instintivo para usar la convención. A partir de finales del siglo xvm y en adelante, el género pastoril ya no tendrá una historia tan continua. El «Michael» de Wordsworth carece de tal manera de referencias literarias que el subtítulo, «un poema pastoril», pare­ ce tener la función de una metáfora o comparación; es como si estuviera di­ ciendo «aquí está sencillamente la historia de un pastor de Westmorland; otros tiempos la hubiesen relatado de un modo bucólico». En la elegía Adonais (1821) que Shelley dedicó a Keats, sólo hay una referencia pastoril: el propio título. Esto nos conduce a uno de aquellas semicasualidades que se manifiestan a lo largo de la historia del género pastoril. La égloga quinta sirvió de modelo principal a la elegía pastoril desde la Edad Media en ade­ lante, mientras que el poema anónimo griego Epitaphium Bionis asentó el precedente clásico para llorar la muerte del poeta en un estilo pastoril. Pero la serie de obras pastoriles funerarias que recorren la poesía inglesa no en­ cuentra ningún equivalente en la literatura continental y de hecho surgió de forma fortuita. La muerte heroica y prematura de Sidney inspiró el homena­ je de varios poetas, muy notablemente el «Astrophel» de Spenser. El Lycidas honra la memoria de Edward King al que Milton representa, si bien invero­ símilmente, como poeta (10 y ss.): «¿Quién no cantaría a Lícidas? Bien sa­ bía él mismo cantar y construir la rima sublime». Shelley sigue esta tradición cuando oculta a Keats bajo un seudónimo griego. Su pregunta (10 y ss.):

¿Dónde estabas, oh madre poderosa, cuando él murió, cuando murió tu hijo hendido por la Hecha voladora que traspasó lo oscuro? La incansable Urania, ¿dónde estaba cuando Adunáis murió'/*

es un eco de Milton (50 y ss.): ¿Dónde estabais, ninfas, cuando el abism o im placable se cerró sobre la cabeza de vuestro amado Lícidas?**

y éstos a su vez se hacen eco de la égloga décim a de Virgilio; en ella el lánguido G alo recibe la visita de unas figuras m isteriosas (19 y ss.): «Ha venido también el pastor; más tarde han venido los porqueros, ... ha veni­ do M enalcas, ... ha venido A polo ... y Pan, dios de Arcadia ...» . Shelley los transforma en apariciones abstractas ( 109 y ss.) V otros también vinieron ... D eseos y Adoraciones Persuasiones aladas y em bozados Destinos Esplendores, y T in ieb la s...* * *

Aunque Shelley evoque en cierta manera los poem as pastoriles, no conside­ ra los elem entos propiamente bucólicos en ellos: en A donais no aparecen ca­ bras ni pastores. En la línea de la elegía pastoril dedicada a un poeta la última obra que cabe mencionar es el «Thyrsis» ( 1866) de Matthew Arnold, escrito en mem o­ ria de Clough. Paradójicamente, este poem a parece confirmar la decadencia del género pastoril ya que refleja una intención parecida a la de su tragedia griega M erope, aunque tuviese mucho más éxito. Es significativo quizá que, a pesar de las referencias al L ycidas o a las B ucólicas, la alusión esencial no es a la tradición europea derivada de Virgilio, sino a la poesía bucólica griega. Uno de los temas que obsesiona a Arnold es el contraste entre la breve­ dad de la existencia del hombre y la repetición eterna de la naturaleza; Tirsis está muerto, pero el cuco siempre volverá (71 y ss.): ¡Él no oye! Él que ¡lega ligero, ¡se ha ido! ¿Qué importa? El año próxim o volverá, y lo tendremos en los dulces días de primavera,

* Adonais y otros pnenuix, trad u cció n ca ste lla n a d e L o re n z a P eraile, E ditora N acional, M adrid, 1978. (/V. del e.) | W here w e n thou, m ighty M other, w hen he lay, / W hen thy son lay, pierced by the shaft w h ich flies / In d arkness? w here w as lorn U rania / W hen A donais d ie d ? | ** I W h ere w ere y e N ym phs w hen the rem o rseless d eep / C losed o ’er th e head o f y o u r lo­ ved L ycidas?! *** [A nd o th ers cam e ... D esires an d A d o ratio n s / W in g ed P ersu asio n s and veiled D es­ tin ies / S p len d o u rs, and G lo o m s ...]

con sus blanquecinos setos y tersos helechos, sus campanillas azules temblorosas en los senderos del bosque, y la fragancia del heno recién segado-. Pero a Tirsis, zagales, nunca más lo veremos ...*

Es una imitación del Epitaphium Bonis (99 y ss.): «Ah, las malvas, cuando mueren en el jardín, y el verde perejil y el crespo y flexible anís revive y cre­ ce un año más; pero nosotros, grandes, fuertes, e inteligentes hombres, cuando morimos ... nos servimos en un largo, interminable, sueño sin despertar». En Adonais Shelley ya había reflejado la idea griega del poeta (153 y ss.): ¡Ay de mí! El invierno se va y viene, pero vuelve el dolor con el volver del año. Los aires, los arroyos reproducen su canto jubiloso, las golondrinas, las hormigas, las abejas reaparecen; frescas hojas y flores ornamentan el féretro de la Estación perdida; las aves amorosas se emparejan ahora en los helechos

«No, lo que conocemos nunca muere», concluye Shelley; y sin embargo: «¡Ya no despertará, oh, nunca más!» (177, 190). En las famosísimas elegías victorianas (In Memoriam, 2) Tennyson utiliza el mismo tono: Las estaciones traen de nuevo las flores, y las primicias del rebaño, ... *

*

*

no es para ti el brillo, el florecer... ***

En el Retrato de Dorian Gray (cap. 2),***''* Oscar Wilde hace repetir el tema a su lord Henry Wotton, consciente sin duda de la obra de Arnold y del original griego correspondiente: «Porque su juventud tiene tan poco tiempo de vida ... ¡tan poco! Las flores vulgares de los campos se secan, pero reflorecen. Este cítiso estará tan florido en el próximo mes de junio como ahora. Dentro de un mes, esa clemátide tendrá flores purpúreas, y de año en año la verde noche de sus hojas mantendrá sus estrellas de púrpura. * [He hearkens not! light comer, he is flown! / What matters it? next year he will return, / And we shall have him in the sweet spring days, / With whitening hedges, and uncrumpling fem, / And blue-bells trembling by the forest ways, ! And scent of hay new-mown. / But Thyr­ sis never more we swains shall see ...] ' ** [Ah, woe is me! Winter is come and gone, / But grief returns with the revolving year; / The airs and streams renew their joyous tone; / The ants, the bees, the swallows, reappear; / Fresh leaves and flowers deck the dead Season’s bier; / The amorous birds now pair in every brake ...] *** [The seasons bring the flower again, / And bring the firstling to the flock;... / not for thee the glow, the bloom ...] **** Traducción castellana de Julio Gómez de la Sema, Planeta, Barcelona, 1983. (N. del e.)

Pero nosotros no reviviremos jamás nuestra juventud». De todas formas no creemos que el Epitaphium Bonis haya sido realmente la fuente de inspira­ ción; ha sido introducido posteriormente para presentar un modelo a partir del cual expresar un sentimiento que ya existía en la sensibilidad románti­ ca. Arnold aportó algo a la idea griega: la sensación de indiferencia de la naturaleza («Él no escucha»). Su cuco no vuelve la mirada a lo bucólico griego sino al ruiseñor de Keats, el pájaro inmortal que no ha nacido para morir y que ha cantado la misma canción durante miles de años. Primero, y parafraseando a Milton, la poesía pastoril se había «entretenido con fal­ sas suposiciones», imaginando que la naturaleza simpatizaba con el pastor y que tanto las cabras como los árboles y los ríos lloraban la muerte de Dafnis o de Lícidas. Ahora que la tradición virgiliana ha sido desechada, ha aparecido otro poema pastoril que sirve de modelo a una emoción contra­ ria: la sensación de distancia entre nosotros y el resto de la naturaleza. La inmensidad azul del cielo es otro símbolo al que recurrieron los escri­ tores del siglo XIX para expresar la soledad del hombre en medio de esta gran impasibilidad. Así vemos cómo la heroína del North and South de la señora Gaskell mira, en estado de abatimiento, «a las profundidades azules y trans­ parentes ... aquellas profundidades interminables del espacio, en la quieta se­ renidad ... rodeada por los gritos de los que sufren en la tierra» inmersos en una «vastedad infinita y esplendorosa» (cap. 5). Mahler refleja en su Canción de la tierra los temas del cielo azul y de la eterna renovación de la naturale­ za en primavera; éstos se manifiestan al principio como una tremenda deses­ peración a la que sigue una especie de recepción panteísta. Das Firmament blaut ewig. «El firmamento es eternamente azul, y la tierra permanecerá invariable y floreciente como en primavera. Y tú, hombre, ¿cuánto tiempo vivirás? ... ¡En primavera la querida tierra está en flor y los cultivos se re­ nuevan! ¡Por doquier y eternamente las distancias son azules! Eternamente... eternamente...» Esta es la quintaesencia de un «mal del siglo» tardío, y aun así las palabras son extraídas de una paráfrasis que Hans Bethge hizo de textos líricos chinos. No importa que sean la Grecia o la China antigua; las mentes creativas se remiten a estas fuentes antiguas no como si fuesen sus maestros sino como vehículos para expresar sus propias percepciones. En los comienzos de la historia pastoril todo era muy diferente, cuando los autores imitaban con agradecida sumisión la obra de Virgilio, o lo que ellos pensaban que Virgilio había hecho. Este respeto a la tradición no ex­ cluía sin embargo el cambio y la originalidad; además, hay muchas posibili­ dades de malinterpretar o distorsionar la obra de Virgilio, y es justamente esta fidelidad a lo precedente una de las principales causas de esta historia pastoril accidentada y particular. El género pastoril ya no es un género lite­ rario vivo; y únicamente dilatando el concepto podremos hallar uno o dos ejemplos en el siglo xx. Ahora que ya está muerto, ¿seguirá muerto como Tirsis o resucitará a una nueva vida al igual que Dafnis o Lícídas o la tierra en primavera? Quizá sea la moda actual de la «intertextualidad», entre los crí­ ticos o los propios autores de creación, una forma de revitalizar un género que

está sujeto, por naturaleza, al precedente y a la convención. Aun así predecir el retomo del sonido de la flauta pastoril sería una precipitación. El género pastoril no fue inventado de la nada, era'una realidad.

B

ib l io g r a f ía

Para las Bucólicas de Virgilio: R. Coleman, Eclogues, Cambridge, 1977. Para la Arcadia: B. Snell, The Discovery of the Mind, trad. T. G. Rosenmeyer, Cambridge, Mass., 1953, cap. 13: «Arcadia: The Discovery of a spiritual Lanscape»: un famoso y sugestivo ensayo aunque con algunas equivocaciones; D. Kennedy, «Arcades ambo: Virgil, Gallus and Arcadia», Hermathena, 143 (1987), pp. 47-59; R. Jenkyns, «Virgil and Arcadia», Journal of Roman Studies, 79 (1989), pp. 26-39. Para la histo­ ria de «Et in Arcadia ego», véase E. Panofsky, Philosophy and History: Essays Pre­ sented to Ernest Cassirer, eds. R. Klibansky y H. J. Paton, Oxford, 1936, pp. 223254, reeditado en Panofsky, Meaning and the Visual Arts, 1955, pp. 295-320. Para el género pastoril desde la crítica literaria: W. Empson, Some Versions of Pastoral, Londres, 1935: con algunas apreciaciones, aunque tiene poco que ver con lo pastoril; R. Poggioli, The Oaten Flute: Essays on Pastoral Poetry and the Pasto­ ral Ideal, Cambridge, Mass., 1975: P. V. Marinelli, Pastoral, Londres, 1971: un es­ tudio breve. Un estudio histórico acerca de la teoría pastoril: J. E. Congleton, Theo­ ries of Pastoral Poetry in England 1684-1798, Gainsville, 1952. Estudios acerca del origen clásico del género pastoril: G. Highet, The Classical Tradition, Oxford, 1949, cap. 9 (hay trad, cast.: La tradición clásica, México, 1954); E. R. Curtius, European Literature and the Latín Middle Ages, tr. W. Trask, Nueva York, 1953 (hay trad, cast.: Literatura europea y Edad Media latina, México, 1955, cap. 10); W. Leonard Girant, Neo-Latin Literature and the Pastoral, Chapel Hill, 1965; T. G. Rosenmeyer, The Green Cabinet: Theocritus and the European Pastoral Lyric, Berkeley y Los Angeles, 1969, se ocupa bastante de Virgilio. Ediciones de poetas posteriores que se inspiran en las fuentes clásicas: The Eclogues of Baptista Mantuanus, ed. W. P. Mustard, Baltimore, 1911, y los textos de Longman de los Complete Shorter Poems de Milton, ed. J. Carey, Londres, 1971; originariamente for­ maba parte de la obra completa de Milton en un volumen, ed. J. Carey y A. Fowler, 1968, y de Matthew Arnold, ed. K. Allott, 1965. Otras lecturas: W. W. Greg, Pastoral Poetry and Pastoral Drama: A Literary Inquiry, With Special Reference to the Pre-Restoration Stage in England, Londres, 1906, sigue siendo un estudio estilístico. Para el género pastoril medieval y su in­ fluencia en el Renacimiento, véase H. Cooper, Pastoral: Medieval into Renaissan­ ce, Ipswich, 1977. Para la elegía pastoril en la Edad Media: E. Z. Lambert, Placing Sorrow: A Study of the Pastoral Elegy Convention from Theocritus to Milton, Cha­ pel Hill, 1976; véase también J. H. Hanford, «The pastoral elegy and Milton’s Ly­ cidas», Proceedings of the Modem Languages Association of America, 25 (1910), pp. 403-447. Para la Edad de Oro: A. B. Giamatti, The Earthly Paradise and the Renaissance Epic, Princeton, 1966, y H. Levin, The Myth of the Golden Age in the Re­ naissance, Londres, 1970. El Penguin Book of English Pastoral Verse, eds. J. Barrell y J. Bull, Harmondsworth, 1974, contiene una serie de poemas que no son del todo pastoriles pero que constituyen una grata antología.

Charles Martindale VIL

HORACIO, OVIDIO Y OTROS* No hay peor desgracia para el hombre que la de romper com­ pletamente con su pasado.

Gladstone In t r o d u c c ió n

En La tradición clásica, Gilbert Highet opina que una de las causas de la decadencia de los estudios clásicos se debe a los humanistas actuales que, excesivamente especializados, se despreocupan de la divulgación. Sea cual sea el grado de veracidad de esta afirmación, no podemos aplicarla a sus pre­ decesores del Renacimiento. En aquel momento quien más destacó como hu­ manista y especialista en temas bíblicos fue Erasmo, que se convirtió en edu­ cador de Europa y en especial de la Europa septentrional. Así lo confirman estas maravillosas palabras extraídas de la corta vida de Aubrey: «él fue el Prodromos [“predecesor”] de nuestros conocimientos y el que convirtió los caminos duros e inexplorados en agradables y transitables». Bajo la influen­ cia de Erasmo se impuso en la Inglaterra del siglo xvr un sistema educativo bastante uniformizado que se basaba en el estudio del latín clásico con espe­ cial hincapié en la literatura, incluida la poesía. En algunos círculos está de moda criticar esta educación humanista comparándola, a veces, con la edu­ cación escolástica a la que desplazó. No se puede negar que, en ciertos as­ pectos, esta educación fue estricta y autoritaria y, por supuesto, los humanis­ tas nunca tuvieron realmente éxito reivindicando el valor de una educación como la que ofrecían (lo mismo sucede con frecuencia en los que enseña­ ban). Pero como mínimo constituía un excelente ejercicio para futuros escri* Quisiera dar las gracias a las siguientes personas por la ayuda prestada: a mi esposa, Mi­ chelle; a mi hermana, la doctora Joanna Parker; a Stephen Medcalf; al doctor Colin Burrow; al doctor Robert Parker, y al editor de este volumen.

tores. A finales de siglo se empezaron a recoger los frutos, de hecho los más preciosos de nuestra literatura. En su horaciana «Epistle to Reynolds: Of Poets and Poetry», Michael Drayton (1563-1631), una Figura importante, aunque olvidada, en la historia del clasicismo inglés, describe cómo pidió a su tutor que lo convirtiese en poeta y cómo éste le respondió que pusiese en práctica sus estudios (vv. 35-38): Se me puso difícil cuando a poco comenzó y primero me leyó al honrado Mantuano y después las Bucólicas de Virgilio: así iniciado pensé realmente haber montado a Pegaso.*

T. W. Baldwin demostró que Shakespeare, aun sin ser precisamente un hom­ bre cultivado, era justamente hijo del tipo de enseñanza de escuela secunda­ ria común en la época Tudor; este hecho (aunque casual) no sólo sirvió para despertar sus inquietudes intelectuales sino que también le enseñó las técni­ cas que posteriormente utilizaría como escritor. Uno de los caminos que nos conducen al clasicismo inglés pasa por las aulas. Desde el siglo xvi hasta 1918 se constata una clara continuidad en el sistema educativo a pesar de los cambios y las constantes peticiones para que la educación fuese más «apropiada» (Milton, como innovador que era, tanto en este tema como en otros, fue una de las voces que abogó por el cambio). El afectuoso retrato satírico que Shakespeare hizo del pedante (y por cierto bastante ignorante) maestro Holofernes en su obra Trabajos de amor perdidos se convertiría posteriormente en punto de referencia para muchos colegiales. Asimismo, Kipling relata en su cuento «Regulus» los esfuerzos realizados por el señor King para incluir —a la fuerza— en temas poco prometedores una oda de Horacio, con resultados, tan sorprendentes como inesperados, que pu­ dieron tener sin duda paralelo en la época. Kipling (que no era un erudito) no dudó en mostrar las ventajas que aportaba este proyecto. En Something o f My­ self (1937), cap. 2, escribía acerca de su profesor de latín que «durante dos años me había enseñado a aborrecer a Horacio; a olvidarlo durante veinte y finalmente a amarlo por el resto de mis días y noches de insomnio». Kipling escribió una serie de odas horacianas que demuestran una sensibilidad al es­ tilo de Horacio con la que pocos humanistas podían rivalizar. En el Renacimiento, pensar en hacer literatura suponía partir de la teoría de la imitación (esta, a su vez, de origen clásico) tal y como lo expone Ben Jon­ son (¿15737-1637) en sus Discoveries (3.055). Se aprendía a escribir imitan­ do a los «mejores» autores, es decir, los autores clásicos mejor considerados. Actualmente se considera que esta idea, tanto tiempo sostenida, es poco se­ ductora e inaceptable. Aun así tenía la inamovible virtud de ser práctica (des­ de pequeños aprendemos muchas actividades imitando) y se puede justificar a sí misma por sus resultados. El cambio de actitud implica un rechazo de I2 * [To’t hard went I, when shortiy he began, / And first read to me honest Mantuan, / Then Virgil’s Eclogues: being entered thus / Methought I straight had mounted Pegasus.]

idea según la cual el objetivo principal de la literatura es aprender a escribir bien. Esto explicaría también el porqué del prestigio de la teoría literaria, o mejor de las múltiples teorías literarias que han ido emergiendo y proliferando a un ritmo vertiginoso en las últimas dos centurias (últimamente apa­ rece una cada dos años aproximadamente). Los especialistas de hoy día se refieren a la imitación como a una especie de alusión, quizá con la intención de hacerla más accesible a las sensibilidades posrománticas; esta concepción implica que el conocimiento del contexto original de cada reminiscencia es un elemento indispensable de significado. Esta suposición es una falacia, puesto que las metáforas que generalmente se utilizan en las disputas en tor­ no a la imitación más que una alusión indican una asimilación creativa. El proceso podría compararse a las abejas produciendo miel del néctar de las flores o a la relación padre-hijo. El resultado sería una nueva creación que procede, pero no depende, del original. Kipling finaliza uno de sus relatos cortos más delicado, «The Gardener», con una alusión al Evangelio según san Juan («y ella se marchó pensando que él era el jardinero»); el lector que no repare en este detalle no podrá hacer una interpretación correcta. Según la alusión, la heroína se encuentra con un ser sobrenatural, o bien Jesucristo mismo o bien algún ser con una ca­ pacidad similar a la de Cristo para penetrar con la mirada el alma humana, creando un instante de revelación o autorrealización. En comparación, si acudimos a la conmovedora imitación que Jonson realizó de uno de los más impresionantes epigramas de Marcial, constatamos que el conocimiento del original, aun siendo fuente de placer para los eruditos y útil para los críti­ cos, no constituye un requisito esencial para el lector (5, 34): Yo, Flacilla, madre de la niña Eroción, la encomiendo a Frontón su padre. ¡Alegría de mis labios y goce de mi alma! Que mi pequeñita no se horrorice en las tinieblas del Orco y con las fauces monstruosas del perro guardián del Tártaro. Iba a cumplir los fríos de su sexto invierno si no le hubiesen faltado otros tantos días. Que juegue retozona entre tan viejos patronos y balbucee mi nombre su ceceante boquita. No cubra sus tiernos huesecillos un rudo césped. Y tú, tierra, no peses sobre ella. ¡Fue tan leve para ti!*

A mi primera hija Aquí yace para piedad de sus padres Mary, la hija de su juventud; pero todos los dones del cielo al cielo vuelven, por lo que el padre se lamenta menos. A los seis meses partió de aquí con su inocencia intacta; su alma la reina de los cielos (cuyo nombre lleva) para consolar las lágrimas maternales, * Marcial, Epigramas completos y «Libro de los espectáculos», traducción castellana de José Torrens Béjar, Iberia, Barcelona, 1976. (N. del e.)

puso entre su cortejo de vírgenes; donde, mientras dure esta separación, esta tumba comparte el nacimiento carnal, que leve y gentilmente cubre la tierra.*

(Epigramas, 22) Jonson, al escribir un epitafio a su hija menor, recordaba un pasaje de un epi­ grama de Marcial que conmemora la muerte de una joven esclava. Jonson omite por supuesto el detallismo romano, incluida la imagen de Eroción re­ trocediendo ante el enorme perro Cerbero, imagen patética y a la vez con un aire alegre pues nadie tomaba al pie de la letra el tradicional mito del mun­ do inferior de los muertos. El autor reemplaza este vacío con temas extraídos del cristianismo, en especial con temas referentes a la Virgen (en aquel mo­ mento Jonson era católico). El epigrama de Marcial concluye con la habitual petición a la tierra para que esta no pese sobre los muertos; este aspecto está muy bien reflejado en un poema que habla de un niño: mollia non rigidus caespes tegat ossa nec illi, terra, gravis fueris: non fuit illa tibi.

Asimismo el poema de Jonson gira alrededor de la pequeña tumba en la tie­ rra, no con tono amargo sino con una dulce tristeza, constituyéndose así en una versión del topos al que aporta un elemento cristiano: el cuerpo de Mary Jonson reposa en la tierra mientras que su alma ha subido al cielo. El pathos del poema es consecuencia de la conformidad de Jonson ante la justicia di­ vina y de que reconoce que su «piedad» procede de una devolución de sus deudas (otro topos de origen clásico). Recogió varios aspectos del poema de Marcial (un padre y una madre, la edad de la chica muerta, su destino que le espera en la vida futura, el ruego a la tierra) y adaptó el tono, pathos y la ele­ gancia de éstos a una obra nueva e inglesa. En el epitafio que Jonson dedicó a su hijo Benjamin vemos reflejada una pena mucho más profunda y una lucha de sentimientos (Epigramas, 45): A mi primer hijo Adiós, niño de mi mano derecha y mi alegría; mi pecado fue esperar demasiado de ti, amado niño; siete años me diste, y te pago, por exigencia de tu destino, en el día exacto. ¡Si pudiera perder ahora todo padre! ¿Por qué lamentaría el hombre el estado que podría envidiar? * [On My First Daughter: Here lies to each her parents’ ruth / Mary, the daughter of their youth; / Yet, all Heaven’s gifts being Heaven’s due, / It makes the father less to rue. / At six months’ end she parted hence / With safety of her innocence; / Whose soul Heavens’s queen (whose name she bears) / In comfort of her mother’s tears, / Hath placed amongst her virgintrain; / Where, while that severed doth remain, / This grave partakes the fleshly birth, / Which cover lightly, gentle earth.]

¿Haber escapado tan pronto a la furia del mundo y la carne, y, si no a otras miserias, a la edad? Descansa en suave paz, y, si te preguntan, di que aquí yace Ben Jonson, su mejor poema. Por cuyo bien, de ahora en adelante, todos sus deseos sean que cuanto ame no le embelese demasiado.*

Este poema no se inspira en un modelo formal específico, pero en cuanto a técnica guarda una estrecha relación con el epigrama latino (por ejemplo, la sutil distinción de la célebre antítesis, «amar»/«querer», que aparece en el último verso y que procede de Marcial, 6, 29, 8). Jonson también utili­ za algunos de los habituales tópicos de la consolatio latina: el derecho que tienen los dioses a hacer volver a los suyos (el vocabulario imperativo con­ tribuye a crear una sensación de posesión paternal) y la idea de que la muerte es una liberación de los sufrimientos de la vida. A imitación de la poesía latina, el vocabulario es decorosamente sencillo, evita metáforas «rebuscadas» (tal y como las califica Jonson en su Discoveries) y mantie­ ne las emociones bajo un estricto control formal. La fuerza del poema re­ side en el significado conferido a ciertos sentimientos poderosos aunque contenidos. Para conseguirlo el autor se sirve a veces de un vocabulario violento («pescar», «exigir», «furia») y de interrogantes y exclamaciones como las del verso 5; todo esto complementado por los hipérbatos y su posterior encabalgamiento que parecen sugerir la idea de que los consue­ los no consuelan. En este sentido se podría interpretar como una feroz iro­ nía la utilización del «exacto» del verso 4. La clásica referencia al tran­ seúnte se ha remodelado de forma que el chico se convierte en «el mejor poema» (aquí juega con la etimología de poema a partir del término grie­ go poiein, que significa tanto «hacer» cómo «engendrar»). El amor fami­ liar se sitúa por encima de la poesía, por muy importante que esta sea, y este elemento —al estar paradójicamente arraigado en un poema— es con­ movedor precisamente porque la propia obra arranca de una preocupación fuerte y autoconsciente. El sentimentalismo es el principal defecto de la li­ teratura que trata temas relacionados con niños, pero Jonson lo evita, ins­ pirándose en la poesía latina y creando un poema delicado y a la vez duro, amargo y resignado que coincide en todos los sentidos con un plantea­ miento clásico. Un hermoso poema contemporáneo de D. J. Enright ofrece una compa­ ración instructiva al respecto: * [On My First Sort: Farewell, thou child of my right hand and joy; / My sin was too much hope of thee, loved boy. / Seven years thou wert lent to me, and I thee pay, / Exacted by thy fate, on the just day. / O, could I lose all father now! For why / Will man lament the state he should envy? / To have so soon 'scaped world’s and flesh’s rage, / And, if no other misery, yet age? / Rest in soft peace, and, asked, say here doth lie / Ben Jonson, his best piece of poe­ try. / For whose sake, henceforth, all his vows be such / As what he loves may never like too much.]

En la m uerte d e un niño

El dolor más grande se encontrará dentro de .la caja más pequeña. Tenemos que vivir con los monstruos. Por tanto no se abucheará a la humanidad porque un humano nos expulsó de su corazón y de su casa. O no se romperá con la vida porque un niño ha muerto. En efecto, tan pequeña como su destinatario es la corona que llevamos: las grandes palabras no sirven. Como cajas gigantescas en tomo a pequeños cuerpos. Ocupando una habitación inapropiada, donde tanto se marchita, y tanto florece.* '

(The Laughing Hyena and other Poems, 1953, p. 73)

Este poema no guarda ninguna relación directa con un original clásico, si bien todos estos poemas tienen como característica común su breve edad y la elu­ sión de un sentimentalismo demasiado directo. El epitafio de Jonson no es por ello menos personal (de hecho lo es más) pero sí más convencional; no creo contradecirme si digo que en parte es esta la razón que hace que el poema sea más delicado. El poema se hace eco de toda una tradición, esa secular experiencia colectiva de respuesta al dolor, que controla y confiere autori­ dad a la voz íntima del poeta. Podríamos ir todavía más lejos: existe un sen­ tido —y esto lo hemos aprendido de T. S. Eliot— por el cual la consecución de una forma tradicional es propiamente la emoción. En el epitafio el senti­ miento se expresa únicamente a través de la forma, como (creemos) sucede en la mayor parte de los poemas de Tennyson. Cuando los especialistas ha­ blan de la tradición clásica, concentran referencias en la mitología y la his­ toria clásicas y hacen alusiones a la literatura clásica. Sin embargo, creemos que la influencia clásica va más allá y que comprende formas de pensa­ miento y emotividad que han ido conformando «el espíritu europeo» y de­ finiendo la sensibilidad y las inquietudes de nuestra cultura, lo que concier­ ne directamente a las experiencias más importantes de nuestra vida. Tanto la teoría como la práctica de la imitación no siempre están en ar­ monía con los parámetros actuales de la poesía. El «Epithalamion» de Ed­ mund Spenser (¿15527-1599), por ejemplo, es en cierto sentido completa­ mente convencional. De todos modos no podemos negar que el género es bastante limitado ya que sus principales topoi fueron establecidos en la An­ * [On the Death o f a Child: The greatest griefs shall find themselves / inside the smallest cage. / It’s only then that we can hope to tame / their rage, / The monsters we must live with. For / it will not do / To hiss humanity because one human threw / Us out of heart and home. Or part / At odds with life because one baby failed / to live. / Indeed, as little as its subject, is / the wreath we give— / The big words fail to fit. Like giant boxes / Round small bodies. Taking up improper room, / Where so much withering is, and so much bloom.]

tigüedad, en especial en Catulo, 61, ya que la poesía amorosa de Safo se ha perdido. Spenser imita en ciertos momentos a Catulo, aunque de hecho se inspire más directamente en los intermediarios franceses. Pero la principal novedad (aparte de las expresiones oportunas) la constituye la ambientación irlandesa, de tal forma que en una combinación sin sentido aparecen el pez de Mulla y los duendes modernos junto a Himeneo, su «radiante tea», Juno y Venus. Además el poema no contiene ninguna idea, ningún «notable pen­ samiento» como diría el pretendiente del Lycidas de Milton; el lenguaje no es en absoluto ambiguo o paradójico, características por lo demás muy apre­ ciadas por algunos críticos actuales. (Los epitalamios de Donne cumplen me­ jor estos requisitos, aunque sus poemas no estén a la altura.) La obra «Epithalamion» tiene un aire celebrativo que se mantiene milagrosamente a lo lar­ go de más de 400 versos en estrofas italianizantes y de una continua gracia lírica. Realmente es una singular proeza, y en cuanto a extensión se podría decir que es de los poemas más bellos en lengua inglesa. Desgraciadamente, y quizá porque los críticos no tienen nada que objetar, no ocupa el lugar que se merece en los tratados de literatura. En el relato de Drayton acerca de sus primeros esbozos poéticos, apa­ rece —más adelante volveremos sobre ello— mencionado Mantuano (14471516), un eminente poeta neolatino de Italia, o en palabras de Holofernes el «viejo y bueno Mantuano». De hecho existe un extenso corpus de tales obras, muchas de ellas no leídas hasta hoy, cuya influencia en los poetas de lengua vernácula no ha sido todavía determinada. El galés John Owen (c. 1563-1622), autor de epigramas neolatinos, era más conocido en toda Europa que cualquiera de sus contemporáneos británicos. En la época pre­ cedente destacó como persona notabilísima del momento el humanista y autor neolatino escocés George Buchanan (1506-1582), tutor de Jacobo I; un contemporáneo francés lo describió como «sin duda el primer poeta de nuestro tiempo», y el doctor Johnson dijo de él que era «el único hombre genial que ha producido su país» y que ningún poeta anterior a Milton lo había aventajado en conocimientos clásicos. El plan de estudios escolar in­ cluía escribir versos latinos. Mucha gente sabía que Milton, conocido por su erudición y considerado generalmente como un pedante, escribía poe­ mas en latín, aunque bien es verdad que bastantes menos de los que escri­ bieron muchos poetas del Renacimiento como Campion, Donne, Herbert y Marvell. Aubrey llegó a decir de Marvell (1621-1678) que «escribiendo versos en latín nadie podía competir con él». Existe una versión latina, en hexámetros, de «The Garden», y ningún especialista puede determinar cuál de los dos poemas se escribió primero. Es interesante la idea de que la re­ finada lírica inglesa de Marvell fuese en realidad una traducción, aunque muy creativa. En Hortus utiliza el estilo característico de la poesía neolati­ na (esencialmente una mezcla de Virgilio y Ovidio) mientras que en «The Garden» se fusiona la economía y forma horacianas con la exaltación y el ingenio ovidianos complementados con pinceladas «metafísicas» moder­ nas. El adulto Marvell pone en práctica todo lo que le habían enseñado de

pequeño en la escuela: escribir diferentes versiones del mismo original uti­ lizando estilos diversos, como un aspecto de la copia, y fluidez retórica; en definitiva, el ideal erasmiano. La influencia latina encontró en la traducción otra potencial vía de pene­ tración. La mayor parte de los-poetas ingleses del Renacimiento se aventura­ ron a traducir, ya que de hecho la mejor manera de entrar a fondo en las cua­ lidades de un poema de lengua extranjera es intentar reproducirlo en el propio idioma. Cada traductor perseguía un objetivo diferente. Algunos tenían la in­ tención de acercar las obras latinas a sus contemporáneos menos cultos; otros pretendían resaltar particularidades estilísticas; e incluso había algunos que perseguían aquella quimera, el «espíritu» de la obra, para intentar reprodu­ cirlo en la fábrica de su imaginación. En la traducción que realizó Arthur Golding de las Metamorfosis (1567) queda reflejada la primera intención; esta obra tan animada y bulliciosa, aunque poco ovidiana por su falta de re­ finamiento estilístico, era muy apreciada por Shakespeare y Ezra Pound. En la traducción de Jonson (Underwoods, 86) de Odas, 4, 1, descubrimos el se­ gundo objetivo; en éstas Horacio trata de renunciar al amor con la sola in­ tención de manifestar su pasión por el joven Ligurino: Intermissa, Venus, diu rursus bella moves? parce, precor, precor. non sum qualis eram bonae sub regno Cinarae, desine, dulcium mater saeva Cupidinum, circa lustra decem flectere mollibus iam durum imperiis ... Venus, again thou mov’st a war Long intermitted: pray thee, pray thee, spare; I am not such as in the reign Of the good Cinara I was; refrain, Sour mother of sweet loves, forbear To bend a man, now at his fiftieth year, Too stubborn for commands so slack ... [Venus, una vez más despiertas guerras / largo tiempo dormidas: te lo ruego repetidas veces, no lo hagas; / Ya no soy aquel que fui en el reinado / de Ci­ nara amable; absténte / madre amarga, / no sometas a un hombre en sus cin­ cuenta años, / demasiado tenaz delante de las órdenes y tan débil ...]

Jonson reproduce fielmente los contrastes de adjetivos de Horacio («amar­ go» / «dulce», «tenaz» / «flojo») al igual que algunos movimientos de frases y algunos modismos del original («mov’st a war»). El resultado es un poco rígido, extraño en inglés, aunque informa detalladamente al lector acerca del original y tiene una extraña vida y fuerza propia. Aun así, la mayoría de tra­ ductores prefirieron mayor libertad para que el autor pudiese hablar con una

voz adecuada a su idioma y moderna. John Dryden (1631-1700), sin duda el mejor traductor al inglés y uno de los más prolíficos, utilizó este método. Sus mejores versiones latinas —por ejemplo, los pasajes selectos de Lucrecio o los de Juvenal— están al mismo nivel y tal vez superan su propia poesía «original». Su atrevimiento y jovialidad se manifiestan en la traducción en verso pindárico de la estrofa del «hombre feliz» de las Odas, 3, 29, de Ho­ racio, que le valió muchos elogios: Feliz aquel, y sólo aquel que puede afirmar que el hoy le pertenece; que, seguro en casa, puede decir: mañana, haz lo que quieras, porque hoy he vivido. Ser bello o espantoso, llueva o truene, la alegría que he poseído a pesar del hado es mía. Ni siquiera el cielo tiene poder sobre el pasado porque lo que ha sido ha sido, y yo he tenido mi momento.*

Sin lugar a dudas podemos calificarla de excelente poesía inglesa, aunque no es completamente horaciana, ya que es demasiado magnífica (si bien con un tono un tanto jovial) incluso para una de las mejores odas de Horacio. El pro­ blema se halla, en parte, en el concepto más bien vulgar que Dryden se ha­ bía formado de Horacio («creo que el rasgo más destacable de su carácter es su energía, su jovialidad y su buen humor»: Preface to Sylvae)·, pero quedé­ monos, con su método: ¿es posible cambiar las palabras de un poema y al mismo tiempo mantener el sentido tal y como opina Dryden en su Preface to Ovid’s Epistles? Pero en último término, más importante que la fidelidad es que la traducción se convirtiera en constante fuente de vitalidad para la poe­ sía inglesa, de lo que resultaron algunas derivaciones; el conde de Surrey (¿15177-1547), por ejemplo, buscando la métrica adecuada para recrear el complejo juego de versos de la Eneida de Virgilio, inventó el verso suelto, lo cual tuvo amplia repercusión en la versificación inglesa posterior. El estudio de la tradición clásica debería ayudar a echar una doble luz, no sólo sobre el imitador .sino también sobre el original. Debido a la escasez de traducciones o imitaciones dignas dudamos si un autor en concreto sigue poéticamente vivo o si sólo lo está para los especialistas (y tal vez ni para ellos). Esta carencia ayudaría a explicar el porqué de la dificultad de com­ prender a Propercio, con su inquietante y enigmática mezcla de agudeza y sentimiento, su experimentación y singularidad y refinamiento lingüísticos, tal y como nos muestra la crítica sobre Propercio. Tomemos como ejemplo el famoso verso del poema sobre la enfermedad de Cintia: «sunt apud infer­ nos tot milia formosarum» (2, 28, 49: «Ya hay en el infierno un gran núme* [Happy the man, and happy he alone / He who can call today his own; / He who, secu­ re within, can say / Tomorrow do thy worst, for I have lived today. / Be fair, or foul, or rain, or shine, / The joys I have possessed in spite of fate are mine. / Not heaven itself upon the past has power, / But what has been has been, and I have had my hour.]

ro de mujeres bellas»). Aquí se combina la lamentación (expresada en parte por el lento movimiento de los espondeos de cinco pies) con el ingenio mor­ daz, mientras a un topos conocido se le da un cariz inusual. Algunos versos de Thomas Campion (¿15677-1620) —autor de un delicado poema que re­ cuerda el 5 de Catulo— de una solemne belleza isabelina, están inspirados en Propercío, aunque no encontremos muchas referencias claramente propercianas: Cuando debes acoger a las sombras de los infiernos, y llega un nuevo y admirado huésped, los bellos espíritus te rodean, la blanca lo, la alegre Elena y los demás ...*

Ezra Pound, en cambio, refleja bastante bien la complejidad de tono, aun­ que su verso libre tenga poco en común con la formalidad métrica de las elegías latinas; pero el autor va mucho más allá yuxtaponiendo palabras de diferentes registros estilísticos: Perséfone y Dis, Dis, tuvieron compasión de ella, hay bastantes mujeres en los infiernos, suficientes mujeres hermosas Iop y Tiro y Pasifae, y las formales muchachas de Acaya, y de la Tróade y de Campania, la muerte le hincó el diente a un montón, el Averno las desea, la belleza no es eterna, ningún hombre es perennemente afortunado, a paso lento o a paso ligero, la muerte no se demora más de una estación.**

El «Homage to Sextus Propertius» (concluido en 1917 y publicado a partir de 1919) forma parte, a pesar de ser ligeramente perverso y ocasionalmente bastante absurdo, de los momentos de gestación del modernismo poético in­ glés, contribuyendo a reavivar la figura de Propercio. (Lo mismo sucede con Donne, que tiene algunas cualidades comunes con Propercio.) En palabras de Eliot: «el “Homage”» es «una crítica a Propercio, pero una crítica que sub­ raya de forma muy interesante los rasgos de humor, ironía y burla de Pro­ percio; detalles que pasaron por alto Mackail y otros comentaristas. Creo que Pound tiene mucha razón, y que Propercio era mucho más civilizado de lo que creyeron sus comentaristas» (Introducción a los Selected Poems de Pound, 1928). Estas son las razones por las que es importante, tanto para los * [When thou must home to shades of underground, / And there arrived a new admired guest, / The beauteous spirits do engirt thee round, / White lope, blithe Helen and the rest...] ** [Persephone and Dis, Dis, have mercy upon her, / There are enough women in hell, / quite enough beautiful women / lope, and Tyro and Pasiphae, and the formal girls of Achaia, / And out of Troad, and from the Campania / Death has its tooth in the lot, / Avemus lusts for the lot of them, / Beauty is not eternal, no man has perennial fortune, / Slow foot, or swift foot, death delays but for a season.]

especialistas en filología clásica como para los estudiantes de literatura mo­ derna, estudiar a los clásicos en el marco de evoluciones posteriores. Es erróneo pensar que todo yacía bajo el dominio de los humanistas del Renacimiento. Algunos puritanos se quejaban de la importancia que se daba al paganismo y de las posibles influencias corruptoras de la literatura. En su Defense o f Poetry (1595) Philip Sidney trató de responder a ello, pero los escritores religiosos no cesaron de expresar su preocupación. Para otros la imitación no hacía más que reprimir el talento original. Thomas Carew (¿15957-1640) elogiaba en su «Elegía» a Donne, a su héroe, por haber re­ chazado la mitología de Ovidio, «el séquito afortunadamente exiliado / de dioses y diosas» que habían llenado las ampulosas páginas de la poesía de antaño, y por haber limpiado el jardín de las musas «con pedantes hierbajos cubierto»; (vv. 26 y ss.): Las perezosas semillas de imitación servil desechadas, y plantadas las de fresca invención. Pagaste las deudas de nuestra mezquina y arruinada época, robos licenciosos, que convierten la furia poética en fingida rabia ... La trampa sutil de furtivos intercambios, y la embaucadora hazaña de palabras de doble filo, y todo lo que hemos tergiversado en el griego y el latín lo has redimido ...*

Hay un elemento paradójico respecto al elogio de Carew. Es posible que Donne hubiese rechazado el decoro ovidiano de la época isabelina, pero creó su propia expresividad modernizando las Sátiras de Horacio y los Amores de Ovidio. En la elegía, Carew escribe de forma clásica y utiliza referencias clá­ sicas (incluyendo el topos según el cual Donne superaría a Orfeo). Estamos todavía lejos del procedimiento de Wordsworth, cuyos ataques al «tráfico de sutilezas clásicas» de Carew parecen anticiparse superficialmente (The Pre­ lude, 18056, 6, 129 y ss.): el sobrevalorado y arriesgado arte de adoptar expresiones de lenguas que carecen de viva voz y convertirlas en connaturales.**

* [The lazy seeds / Of servile imitation thrown away, / And fresh invention planted. Thou didst pay / The debts of our penurious bankrupt age, / Licentious thefts, that make poetic rage / A mimic fury ... ! The subtle cheat / Of sly exchanges, and the juggling feat / Of two-edged words, or whatsoever wrong / By ours was done the Greek or Latin tongue / Thou hast redee­ med ...] ** [that overprized / And dangerous craft of picking phrases out / From languages that want the living voice / To make of them a nature to the heart.]

Parece ser que con la crítica que el doctor Johnson realizó del Lycidas (la elegía pastoril que Milton dedicó a Edward King) en su obra Lives o f the Poets (1779) se produce un viraje decisivo en la sensibilidad literaria. Johnson admiraba a los antiguos, pero aquí se hace eco de un malestar en relación a las formas clásicas en la poesía del Renacimiento, que ahora no parecían con­ cordar con la «sinceridad»: «en este poema no hay naturaleza, porque no hay verdad». La imaginería mitológica, «tal y como la podría proporcionar la universidad», no concuerda, en opinión de Johnson, con la pasión. Tampoco acepta la fusión de lo cristiano con lo pagano (muy habitual entre los poetas a lo largo de más de mil años) ni el uso de metáforas en poemas. La forma misma del género pastoril es «fácil, vulgar y por ello repugnante». Dicho de otra forma, podríamos constatar la incapacidad por parte de Johnson para aceptar ciertas convenciones poéticas o para percibir las emociones que és­ tas encierran. Por ello considera los versos escritos por Milton en Cambrid­ ge, dedicados a Lícidas/King carentes de ternura y de verdad. Y que, en caso de ser poesía «alegórica», tendrían un significado incierto. Por el con­ trario, algunos lectores los encuentran casi insoportablemente conmovedo­ res por su oscuridad: Juntos los dos, antes de aparecer los altos prados bajo los párpados entreabiertos de la mañana, al campo íbamos, y juntos oíamos a qué hora el moscardón toca su insinuante cuerno, festoneando nuestra grey con el rocío fresco de la noche, a menudo hasta que el astro que surge resplandeciente en el crepúsculo al confín del cielo declinado había en su ruta occidental. Mientras tanto, mudas no permanecían las rurales cantinelas, al son templadas de flautas de avena; sátiros rudos bailaban, y faunos de hendida pezuña del alegre son no por mucho tiempo se ausentaban, y al viejo Dametas placía nuestro cantar.*

El tono se parece al de la égloga primera de Virgilio, en la que se considera la frágil belleza del mundo pastoril como algo perdido, o al estilo de «The Scholar Gypsy» (1853) y «Thyrsis» (1866) de Arnold, poemas impregnados de todo tipo de nostalgia: de Oxford, de la juventud y las oportunidades per­ didas, del pasado, de la seguridad de nuestros padres, de quienes hemos sido separados. Los últimos versos del pasaje de Milton tienen un carácter mar­ cadamente arcaico, intencionadamente rústico; la sintaxis es, en cambio, de una sencilla solemnidad que se corresponde adecuadamente a la impresión * [Together both, ere the high lawns a appeared / Under the opening eyelids of the mom, / We drove afield, and both together heard / What time the grey-fly winds her sultry horn, / Bat­ tening our flocks w i± the fresh dews of night, / Oft till the star that rose at evening bright / To­ ward heaven’s descent had sloped his westering wheel. / Meanwhile the rural ditties were not mute, / Tempered to the oaten flute; / Rough satyrs danced, and fauns with cloven heel / From the glad sound would not be absent long, / And old Damoetas loved to hear our song.]

que causan las cosas pasadas y distantes. Tampoco podemos decir que el pa­ saje de Milton sea, en sentido estricto, «alegórico» (no deberíamos intentar descifrar los detalles), pues se trata más bien de una metáfora pastoril sobre las alegrías de juventud compartidas y consideradas ahora como un recuerdo lejano. Tal vez bajo la crítica de Johnson se esconda la idea, defendida pos­ teriormente por muchos lectores, de que el Lycidas jugaba con el dolor y el sufrimiento humanos, a causa del poco respeto que Milton demostraba por los muertos. Esto vuelve a descubrir el abismo que nos separa del Renaci­ miento. A través de un proceso similar, los términos «retórico» y «artificial» han adquirido una connotación bastante peyorativa. Las tradiciones mueren. El problema está en encontrar otras que las sus­ tituyan. Los poetas del romanticismo y posromanticismo rechazaron los pre­ supuestos y las formas del clasicismo renacentista, pero no se libraron del vacío que les creó tal pérdida. En los dos últimos siglos, los autores se vie­ nen quejando del agotamiento de la tradición, que hace cada vez más difícil la comunicación poética. T. S. Eliot intentó recrear en sus poemas y ensayos una cultura que pudiese ser compartida, mientras otros —Blake el que más, Pound durante mucho tiempo— se refugiaban en un idiosincrásico y solipsístico universo de simbolismo personal. En su soneto «The world is too much with us» Wordsworth, deplorando el distanciamiento del hombre res­ pecto a la naturaleza debido al excesivo materialismo, concluye con los si­ guientes versos: ¡Oh, Dios! Preferiría ser un pagano criado en una fe caduca, y así, desde este ameno prado yo podría entrever cosas que me hicieran sentir menos desolado, avistar a Proteo surgiendo de la mar, u oír al viejo Tritón tocar su cuerno engalanado.*

Wordsworth apunta a lo que posteriormente Eliot llamaría la «disociación de la sensibilidad», que al parecer nace con los tiempos modernos. En las dos imágenes mitológicas (probablemente de Ovidio) se refleja todo aquello de lo que ha sido alienado el hombre moderno. Aun así el mundo pagano seguía estando vivo para los poetas del Renacimiento, que veían en él una fuente de simbolismo emocionalmente inteligible. Los poetas posteriores tuvieron más dificultades al crear sus propias tradiciones. En el Lycidas ya se anuncia este problema. A mediados de siglo la elegía pastoril se consideraba anticuada y por ello Milton recrea en su Lycidas, ab initio, el estilo pastoril, en el que pone constantemente énfasis en el artificio de la estructura y el contenido, con claras referencias al género pastoril clásico. Así, crea una actitud que le permite abordar el tema de la lamentación al difunto, que para cualquier poe* [Great God! I’d rather be / A pagan suckled in a creed outworn; / So might I, standing on this pleasant lea, / Have glimpses that would make me less forlorn, / Have sight o f Proteus rising from the sea, / Or hear old Triton b!ow his wreathed hom.]

ta anterior era un tema dado. Sus sucesores —Shelley y Arnold— tuvieron que hacer lo mismo. Es necesario adoptar una forma tradicional que procure a los sentimientos del poeta los medios para percibir y posteriormente co­ municar la disciplina artística, mientras que evocar el nombre de los que mu­ rieron en tiempos pasados actúa, con fuerza en los poemas dedicados a los muertos recientemente.

L a INFLUENCIA DE OVIDIO

Había llegado a ser habitual que la mitología grecorromana estuviese omnipresente en la poesía inglesa. Durante el Renacimiento fue principal­ mente el legado de Ovidio y sus herederos y comentaristas. (Durante el siglo XIX prevaleció la obsesión por todo lo que fuese de origen griego, lo cual no sólo desplazó a Ovidio sino que lo reemplazó a veces por versiones mucho menos logradas desde el punto de vista artístico.) Las Metamorfosis no eran únicamente una valiosa colección de mitos, sino de historias, contadas con tanto entusiasmo e inmediatez, con un ritmo narrativo tan adecuado al tema, que algunos poetas, no sólo no tardaron en reaccionar, sino que las recrearon con su propia imaginación. Este fue el caso de Shakespeare; en su obra Cuento de invierno oímos a Perdita en la escena del banquete de los pasto­ res (4, 4, 112-125): En cuanto a vos, mi más bello amigo, desearía tener algunas flores prima­ verales, como adecuadas a vuestra juventud. También quisiera tenerlas para vosotros. Y para vosotras, que sobre vuestras ramas inmaculadas lleváis vues­ tras virginidades en capullo. ¡Oh, Proserpina! ¡Que no tenga a mi disposición las flores que, en tu espanto, dejas caer del carro de Plutón! ¡Los narcisos, que preceden a las intrépidas golondrinas, y cuya belleza cautiva a los vientos de marzo! ¡Las violetas, oscuras, pero más deliciosas que las pupilas de Juno o el aliento de Citerea! ¡Las pálidas prímulas, que mueren vírgenes antes de haber podido contemplar el brillante sol en toda su fuerza, enfermedad frecuente en­ tre las vírgenes! ...*

Esta obra está marcada por el ritmo de muerte y renacimiento, y en ella des­ taca especialmente la historia de Proseipina, que se relaciona, según Ovidio y su traductor Golding, con el ciclo de las estaciones del año. En este pasa­ je, de un clasicismo exuberante y poco pretencioso, aparece Dis (el nombre latino de Plutón) con un carro, y la eufónica Citerea, a la que se le pueden * [Now, my fairest friend, / I would I had some flowers o ’ the spring that might / Beco­ me your time of day; and yours, and yours, / That wear upon your virgin branches yet / Your maidenheads growing; o Proserpina, / For the flowers now, that frighted thou let’st fall / From Dis’s waggon! Daffodils, / That come before the swallow dares, and take / The winds of March with beauty, violets dim / But sweeter than the lids of Juno’s eyes / Or Cytherea’s breath, pale primroses / That die unmarried ere they can behold / Bright Phoebus in his strength (a malady / Most incident to maids)...)]

atribuir nombres de flores inglesas comunes. El gesto de la Proserpina de Ovidio cogiendo flores significa un paso hacia la pérdida de su virginidad y en el pasaje de Shakespeare hay constantes alusiones a la sexualidad feme­ nina. Tomando por caso a Febo, este no sólo es el sol sino también una dei­ dad masculina que representa todo aquel placer que las doncellas con su «enfermedad verde» jamás podrán llegar a sentir. El mundo de las flores está entrelazado con el sentimiento humano y con un divino universo de dioses, inmanente en la naturaleza; en este mundo, las violetas insinúan el embriagador atractivo de las diosas clásicas y las prímulas evocan pensa­ mientos tristes (con pinceladas de gracia) sobre aquellos que no descubrie­ ron toda la fuerza del sol como pretendiente cósmico. En estos versos, Milton (1608-1674) explica como Adán y Eva se sepa­ ran por primera y última vez antes de la Caída: Y esto diciendo, retiró su mano suavemente de la de su marido, y ágil como una ninfa de los bosques, una oreada o una dríada, o incluida en el cortejo de Delia se fue hacia la espesura, aventajando en su porte y su aspecto de diosa a Delia misma, aunque no iba armada como ésta con su arco y su aljaba, sino con los aperos del jardín procedentes de un arte rudo, virgen del fuego, o traídos por los ángeles. Así adornada se parecía a Palas o a Pomona, a ésta cuando huía de Vetumno ...* {Paraíso perdido, 9, 385-395)

Tal vez sea este pasaje el más conmovedor de todo el poema, como lo son también las manos de la pareja que, previamente y en señal de matrimonio y fidelidad, habían estado unidas, ahora separadas (que se ponga énfasis en el tacto puede atribuirse a la ceguera del propio autor). La palabra «suave» os­ cila entre un adjetivo que se ha de entender con «mano» y un adverbio con «retirar». Milton abandona este momento crítico a favor del encanto inhe­ rente a las referencias ovidianas. Milton, a diferencia de Shakespeare, no tie­ ne la misma actitud tranquila frente al paganismo puesto que no cesa de cali­ ficar constantemente sus comparaciones. Pero los especialistas, que sólo saben ver en la persecución de Pomona por el enamorado Vetumno una advertencia * [Thus saying, from her husband’s hand her hand / Soft she withdrew, and like a woodnymph light, / Oread or dryad or of Delia’s train, / Betook her to the groves, but Delia’s self / In gait surpassed and goddess-like deport, / Though not as she with bow and quiver armed, / But with such gardening tools as art yet rude, / Guiltless of fire, had formed, or angels brought. / To Pales or Pomona thus adorned / Likeliest she seemed, Pomona when she fled / Vertumnus ...]

moral, son poco sensibles al romanticismo melancólico del verso o al aire de dulzura que se respira en el mismo. Milton disfruta con el mundo de Ovidio y lo traslada —en-la medida que le permite su honradez— a la órbita cris­ tiana; es por esto que Milton quedó hechizado por Ovidio. De todas maneras podemos afirmar que sin la mitología de Ovidio la poesía inglesa no sería la misma. La influencia de Ovidio en la literatura inglesa es muy amplia, por lo cual fijaremos cuatro áreas principales. En primer lugar, los poemas que emulan claramente las Metamorfosis. Es una obra idónea para ser revisada y para recrearse en ella ya que su es­ tructura es relativamente imprecisa y tanto el contenido como el tono y la in­ tención están poco definidos. Mientras que sólo hay un poema inglés que se parezca en lo esencial a la Eneida, hay toda una serie de buenos imitadores de las Metamorfosis, como por ejemplo Los cuentos de Canterbury, la Con­ fessio Amantis de Gower y The Faerie Queene. Entre los autores más re­ cientes cabe destacar el Poly-Olbion de Drayton, el Don Juan de Byron, The Earthly Paradise de William Morris, los Cantos de Pound y La tierra baldía de Eliot. La obra no dramática más importante de la época isabelina, el poe­ ma de Spenser —que antaño formaba parte del bagaje cultural de un inglés— tiene un principio aparentemente épico. Spenser, a imitación de la introduc­ ción autobiográfica a la Eneida (que, supuestamente, Augusto mandó supri­ mir y que la mayoría de especialistas actuales consideran falsa) anuncia su intención de la siguiente manera: «Por trompetas austeras cambiar mis semi­ llas de avena». Seguramente fue Virgilio, uno de los dos «poetas más anti­ guos de la historia» («Letter to Raleigh» de Spenser), una de las principales fuentes de inspiración para el majestuoso tema de Spenser. Pero aquí Spen­ ser no utiliza la unificada estructura aristotélica de Homero y Virgilio, sino la forma del romance o ficción novelesca. Aparecen historias aisladas con di­ gresiones y «entrelazamientos», como en Malory; esta forma se remite, se­ gún los teóricos, a Ovidio, y es posteriormente utilizada por los autores épi­ cos del romanticismo italiano, en particular Ariosto. Spenser recurre más a Ovidio que a Virgilio para los detalles, pero ante todo recupera los dos gran­ des temas de Ovidio: el amor y la metamorfosis. En «Mutabilitie Cantos» ex­ plora el universo ovidiano de lo mutable, pero al final la naturaleza rechaza la atrevida petición de dominio total formulada por la Señora Mutabilidad oponiéndola al eterno reposo del «Dios llamado Sabbaoth». Spenser descri­ be en el libro 3, con una fuerza absolutamente superior a la de Ovidio, la gra­ dual desintegración psicológica de Malbecco (recuerda un poco las últimas horas del Mayor Hound en Sword o f Honour de Evelyn Waugh), que culmi­ na cuando se transforma en Envidia. El libro 3 es el más ovidiano de todos, ya que en él Spenser contrasta a su casta heroína Britomart con corrompidas versiones de la sexualidad ovidiana en los castillos de Malecasta y de la he­ chicera Busirane, en su búsqueda de una forma sancionada de amor. Spenser, al igual que sus predecesores medievales a los que tanto se parece, también

se sentía atraído por estas piezas alegóricas de Ovidio, incluso la Casa del Sueño; Spenser imita esta última en un pasaje miméticamente soporífero y lleno de sonidos agradables y dulces (Canto 1, 41): Y además, arrullándolo en su dulce sueño, el curso leve de un arroyo que se arrojaba de una alta roca, y un lloviznar constante sobre el tejado, con el murmullo del viento mezclados, como un susurro de abejas en enjambre, en un sopor lo sumieron. Ningún otro sonido, ni el molesto griterío de las gentes, que suele perturbar el recinto de las villas, se oía allí, donde reposa despreocupado el Sosiego, envuelto en un silencio etemo, lejos de sus enemigos.*

Chaucer (¿13437-1400), a su vez, incluyó en su The Book of the Duchess (153 ss.) una adaptación del cuento de Ceis y Alción de las Metamorfosis de Ovidio. Es recomendable comparar los dos pasajes; donde el poeta medieval explota a Ovidio como una mina de material, su sucesor renacentista realiza una imitación estilística autoconsciente y una emulación del original. En gene­ ral, The Faerie Queene es quizá el intento más ambicioso, jamás llevado a cabo por un poeta del Renacimiento, de construir un poema a partir de las Meta­ morfosis que presente la misma complejidad, una obra épica sobre el amor, el cambio y la naturaleza, pero cuya dinámica es tan antiovidiana como propia­ mente ovidiana. Donde las Metamorfosis, a pesar de parecer una comedia, son capaces de dejamos un regusto de amargura, como un amor condenado, mal llevado y estéril, Spenser ofrece otra perspectiva: una visión de bondad y ce­ lebración, quizá la más sensible de nuestra literatura, un casto amor humano consumado en la unión física del matrimonio. C. S. Lewis tenía mucha razón cuando dijo que leer a Spenser es cultivar la salud de la mente. En segundo lugar, un poema narrativo breve de tema mitológico, que los especialistas modernos denominan epilión. Estuvo muy de moda en la dé­ cada de 1590, y el nivel es sorprendentemente alto, aunque podemos decir que en lo referente a dos obras, Hero y Leandro de Marlowe (1564-1593) y Venus y Adonis de Shakespeare, las ha leído todo el mundo menos los pro­ pios especialistas. El poema de Marlowe es, de todas las obras, el que está mejor realizado: el autor se sirve de una historia extraída de una obra griega tardía de Museo y de la doble epístola de las Heroidas de Ovidio (un inter­ cambio de cartas entre dos amantes) para intentar recrear el universo erótico de las Metamorfosis. Sentimos curiosidad por la psicología humana, por las paradojas y contradicciones del amor, y en este sentido las imitaciones del * [And more, to lulle him in his slumber soft, / A trickling streame from high rocke tum­ bling downe / And euer-drizling raine upon the loft, / Mixt with a murmuring winde, much like the sowne / Of swarming Bees, did cast him in a swowne; / No other noyse, nor peoples trou­ blous cryes, / As still are wont t’annoy the walled towne, / Might there be heard; but carelesse Quiet lyes, / Wrapt in etemall silence farre from enemyes.]

ingenioso Ovidio tienen el mismo efecto que una etiología con un tono heroico-burlesco: «Desde los tiempos de Hero, la mitad del mundo ha estado a oscuras» (1, 50). La descripción del templo en el que profesa Hero, «la mon­ ja de Venus», es una brillante écfrasis que pone, a la manera ovidiana, énfa­ sis en la artificialidad y la ilusión. Marlowe evoca con ello el universo mito­ lógico de Ovidio y resalta, en oposición a la tradición medieval del Ovide moralisé, su intrínseca amoralidad (1, 143 y ss.): Allí podrás ver a los dioses en diferentes atavíos, perpetrando incestos, violaciones y embriagados en orgías. Pues debes saber que bajo este suelo radiante estuvo la estatua de Danae en una torre broncínea, Júpiter escapándose sigilosamente de la cama de su hermana para coquetear con el idálico Ganimedes, o bramando profundamente por su amor a Europa o en una nube recorriendo el arco iris o Marte sanguinario, arrojando la red de h ie iT O fraguada por Vulcano el cojo y sus cíclopes para incendiar ciudades como Troya, Silvano llorando por el joven encantador que en ciprés se ha transformado y bajo cuya sombra los dioses del bosque suelen descansar.*

Los versos sobre Ganimedes nos recuerdan que el mariposón Júpiter es cul­ pable tanto de incesto como de pederastía. El pasaje tiene todo el brillo, la pomposidad y la iconoclasia asociados en el mejor de los casos a Marlowe, aunque también demuestra una cierta ostentación y crueldad en su manera de ver las cosas. Únicamente a través de los versos sobre Silvano (una vez más el tema de la homosexualidad), consigue crear una melancolía delicada y ele­ giaca digna de Ovidio. Spenser, en cambio, al tener una moralidad mucho más firme, es capaz de crear unas imágenes de sensualidad mucho más rica y exuberante que demuestran a los escritores de epiliones lo que en realidad son: unos estudiantes sumamente listos que intentan escandalizar a los ma­ yores respetables: Volvióse entonces un mveo Cisne, para atraer la hermosa Leda a su amoroso trato: ¡Oh arte prodigiosa, e ingenio dulce de aquel que la hizo adormecer sobre narcisos, y así sus primorosos miembros del calor ardiente guareció! * [There might you see the gods in sundry shapes, / Committing heady riots, incests, ra­ pes. / For know that underneath this radiant floor / Was Danae’s statue in a brazen tower, / Jove slyly stealing from his sister’s bed, / To dally with Idalian Ganymede, / Or for his love Europa bellowing loud, / Or tumbling with the Rainbow in a cloud, / Blood-quaffing Mars, heaving the iron net / Which limping Vulcan and his Cyclops set, / Love kindling fire, to bum such towns as Troy, / Sylvanus weeping for the lovely boy / That now is turned into a cypress tree, / Un­ der whose shade the wood-gods iove to be.]

Y mientras, la altanera Ave, erizando su plumaje y atusándose el hermoso pecho, la penetraba. Ella dormía, pero sus ojos entreabiertos vieron cómo él sobre ella se abalanzaba, y sonrió ante su gallardía.*

(Faerie Queene, 3, 11, 32) Obsérvese la ambigüedad en tomo a si Leda está despierta y contenta, como también la minimization del sueño, acompañado de un erotismo exuberante. Shakespeare (1564-1616) es, sin embargo, menos atrevido y seguro, y muy dado a la mera prolijidad verbal. Aun así, no cabe duda de que está muy por encima de Marlowe. Shakespeare traslada el escenario clásico a Inglate­ rra, creando pequeños y brillantes cuadros —una liebre perseguida, una alon­ dra que remonta el vuelo, un caracol que se esconde en su concha— muy apreciados por Coleridge y que nos brindan un universo mucho más rico que el de Marlowe. Al igual que Marlowe, pero en mayor escala, Shakespeare combina la diversidad —desde una media-farsa a una casi-tragedia— de las Metamorfosis profundizando mucho más en las contradicciones de la sexua­ lidad; no es en vano que para muchos Venus evoque al Otelo: pues muerto él se acaba con él la belleza, y muerta la belleza, vuelve el negro caos.**

Además, el poema es casi un compendio de cuadros aislados y conceptos isabelinos que nos demuestra hasta qué punto este estilo constituía, en lo bue­ no y en lo malo, un legado de Ovidio. En tercer lugar, está el amor heroico, que procede sobre todo de las dia­ tribas sobre las Heroidas, una colección de cartas en verso escritas por las heroínas de la mitología a sus amantes o maridos ausentes; fue una obra muy reconocida en una época en la que ni la retórica ostentosa ni la prolijidad es­ taban mal vistas. De hecho había muchos, entre ellos Dryden en 1680, que veían en ella las más sagaces revelaciones de Ovidio en relación a la pasión amorosa y la psicología femenina. Existía la posibilidad de modernizar el es­ tilo, y así lo hizo Drayton en su Englands Heroicall Epistles, un conjunto de cartas de personajes famosos de la historia de Inglaterra. Sin embargo, la obra más célebre es Eloísa y Abelardo de Alexander Pope (1688-1744), se­ gún el doctor Johnson «uno de los más felices productos de la inteligencia humana», más accesible a aquellos que bebieron en Racine y no en Shakes* [Then was he tumd into a snowy Swan, / To win faire Leda to his louely trade: / O won­ drous skill, and sweet wit of the man, / That her in daffadillies sleeping made, / From scorching heat her daintie limbes to shade: / Whiles the proud Bird ruffing his fethers wyde, / And brus­ hing his faire brest, did her inuade; / She slept, yet twixt her eyelids closely spyde, / How to­ wards her he rusht, and smiled at his pryde.] ** [For he being dead, with him is Beauty slain, / And, Beauty dead, black Chaos comes again.]

peare. Es una curiosa amalgama de temas: el pathos ovidiano y una suprema retórica, un escenario de bosquecillos y ermitas, exageradamente «gótico», el rapto sagrado utilizado casi exclusivamente como objeto estético y el tema de la sexualidad femenina abordado de una forma violenta. Al margen de al­ gunos pasajes en que se expone brillantemente el proceso en que la mente reordena y disuelve las formas rígidas de la realidad, el poema se convierte en una curiosa combinación de cortesía y mal gusto; aun teniendo una cier­ ta fuerza, podríamos decir de él que —junto a ciertos fragmentos del propio Ovidio— es un ejercicio en el más pleno estilo kitsch. Sirva de comparación el poema «Epistle of Rosamond» de Drayton, bastante mejor en algunos as­ pectos aunque no tan sensacional. La refinada técnica poética He los pareados cerrados y sus equilibrios, an­ títesis y acentuación procede, en última instancia,. de Ovidio; en Eloísa, como también en Ovidio, parece en general satisfecha de sí misma más que mimética o funcional. Y en este punto Pope supera en complejidad y fuerza imaginativa a Ovidio. Por ejemplo, en esta descripción de The Rape o f the Lock de los peines que están sobre el tocador de Belinda (Canto 1, 135-136): He aquí unidos a la tortuga y el elefante, transformados en peines, el moteado y el blanco*

Las metonimias (tortuga = concha, elefante = marfil) indican momentánea­ mente una extraña unión física antes de que la amenaza se desvíe a través de una metamorfosis mágica, a la manera ovidiana, hacia el hechizo produ­ cido por las texturas del peine. Aquí la formalidad y el equilibrio del verso están encuadrados en una exuberante sensibilidad «romántica» con la que en cierta medida están reñidas. En algunas ocasiones, Pope encuentra contex­ tos en los que la forma coincide con el contenido. En algunos versos osci­ lantes y llenos de múltiples antítesis, refleja el refinado egoísmo y la autosatisfacción de Addison: Condena con escuálidos halagos, con cortés ironía asiente, y, sin desdén, enseña a los demás a desdeñar, deseoso de herir, mas temiendo golpear, insinúa un defecto y titubea al criticar ...**

(Epistle lo Arbuthnot, 201-204) Pope alcanza su madurez como poeta cuando, para moralizar su canto, com­ bina la técnica poética de Ovidio con la «sabiduría» horaciana. * [The tortoise here and elephant unite, / Transformed to combs, the speckled and the white.] ** [Damn with faint praise, assent with civil leer, / And, without sneering, teach the rest to sneer, / Willing to wound, and yet afraid to strike, / Just hint a fault and hesitate dis­ like ...]

En cuarto y último lugar, tenemos toda la pléyade de primeros poemas eróticos. El halo de perversidad que siempre los ha envuelto parece haber atraído a los escritores más sagaces y sofisticados. En el año 1599 la Iglesia mandó quemar una edición —de relevancia histórica— de la traducción que Marlowe realizó en pareados heroicos de los Amores. Otro autor, el joven John Donne (1572-1631), llegó a modernizar el género en sus Elegías, en las que resalta la sordidez y el libertinaje, rechazando el lenguaje elegante de Ovidio y sustituyéndolo por otro más coloquial, probablemente extraído del mundo del teatro. En Songs and Sonnets hay un poema famoso que recrea un tema ovidiano. En «The Sun Rising» hay reminiscencias de Ovidio dirigién­ dose a la Aurora (Amores, 1, 13), y que precede a toda una pléyade de albadas en la literatura inglesa que arranca con Chaucer. Aun así (y parafrasean­ do a Donne) la «fuerza de persuasión masculina» nos aleja del original: Viejo tonto atareado, revoltoso Sol, ¿por qué nos visitas así a través de ventanas y cortinas? ...*

Se suele preferir el poema de Donne por su supuesta mayor pasión y fuerza intelectual, y de hecho expresa un exquisito «égoisme à deux»: Ella es todos los estados y yo todos los principes, nada más,**

Aun así, el precio es muy alto. Donne permanece indiferente, como siem­ pre, a las bellezas que le rodean, mientras que Ovidio describe bellamente la brisa matinal y el canto de los pájaros acompañando a los amantes en la cama. Donne desprecia con arrogancia las inquietudes del resto del mundo, mientras que Ovidio evoca, aparte de la de los amantes, otras formas de vida. Pero no por ello se deberá anteponer el ingenio positivo de Donne al atrevimiento de Ovidio, incluso cuando finalmente, Donne, con una alegre despreocupación, se retracte de su prohibición y ordene al Sol que entre en su habitación, el tono sigue siendo petulante. En tiempos de la Restaura­ ción, los «ingenios de la corte» llevaron más lejos en su plasmación la ne­ quitia de Ovidio. Tanto el poema acerca del aborto de Corma (en la litera­ tura amorosa vemos raramente a una mujer encinta) como el relato acerca de un pasajero ataque de impotencia (Amores, 2, 13 y 3, 7) son una mues­ tra del afán de Ovidio por transgredir todas las expectativas. Estos poemas inspiraron todo un género menor de poemas que trataban del fracaso sexual de los que se pueden destacar, a modo de ejemplo, algunos poemas atri­ buidos a Rochester (1647-1680) y de Aphra Behn (1640-1689) desde la perspectiva protofeminista. Durante el siglo xvn hubo muchas imitaciones * [Busy old fool, unruly Sun / Why dost thou thus, / Through windows and through cur­ tains call on us?] ** [She is all states and all princes I, / Nothing else is.]

—desde un erotismo exuberante hasta la pornografía— de la delicada na­ rración de Ovidio acerca del encuentro amoroso con Corína (Amores, 1, 5). Las dos obras más conocidas al respecto son la «To his Mistress Going to Bed» de Donne y «A Rapture» de Carew; esta última fue duramente criti­ cada en el Parlamento por su inmoralidad.

La

i n f l u e n c ia d e

H o r a c io

Una gran mayoría, entre ellos J. A. K. Thomson, consideran al siglo xvm como el «siglo por excelencia de la literatura horaciana». Esto significa presu­ poner unos claros paralelismos entre la Roma augusta y la Inglaterra del xvm, similitudes basadas en los temas urbanos y en el refinamiento que hallaban su expresión en Horacio, el héroe de la cultura natural para los herederos de Ad­ dison. Sin embargo, y para contrarrestar esta afirmación no deberíamos olvi­ dar que uno de los amigos de Augusto fue acusado por haber alimentado sus lampreas con esclavos, y que no se puede pretender reducir a Horacio simple­ mente a poeta cantor del sentido común y del «aurea mediocritas». Pues es al mismo tiempo el poeta que menosprecia el envejecimiento de la pasión (Odas, 1, 25 y 4, 13), el que recomienda el acto sexual con libertas y escla­ vas (Sátiras 1, 2) y el que compara su inspiración poética con las vivencias de una bacante solitaria sorprendida de noche en un paisaje nevado, una imagen obsesiva y visionaria (Odas, 3, 25, 8 y ss.). Aun así, no cabe duda de que Ho­ racio fue el poeta predilecto del siglo, y algunos pasajes de su obra cuidadosa­ mente elegidos se citaban con frecuencia, por ejemplo, en las páginas del Tal­ ler y del Spectator. Pero fue en los poetas de principios del siglo xvn en los que el Horacio lírico ejerció mayor influencia. Verdaderamente, no se pueden negar ciertos rasgos horacianos en Matthew Prior (1664-1721), aunque embe­ llecidos y de escaso interés; otro tanto sucede con la «Ode to Evening» de Wi­ lliam Collins (1721-1759), en la que se echan a faltar la agudeza, la austeridad y la complejidad en el desarrollo horaciano. Los poetas del neoclasicismo es­ taban mucho más familiarizados con las epístolas horacianas, de estilo más dis­ tendido que el de las Odas, a pesar del entusiasmo que estas habían desperta­ do entre lectores y traductores. Antes de 1600 se pensaba en Horacio como en el poeta de las Sátiras y las Epístolas: por ejemplo, para Thomas Wyatt (c. 1503-1542), quien ilustra a la perfección la práctica poética anterior al alto clasicismo. Debido a su formación humanista conocía bien a algunos autores latinos y tradujo algunos pasajes del Séneca preferido en el Renacimiento: la segunda oda del Thiestes, que expresa el deseo de hallar sosiego lejos de la pe­ ligrosa inestabilidad que conlleva el poder: «Que permanezca el que lo desee encima de la resbaladiza cumbre». (Un traductor posterior es Marvell.) En ge­ neral, no hay en Wyatt ninguna imitación o alusión clara a la poesía latina. Ni siquiera en el relato del ratón de campo y de ciudad, perteneciente a una de sus sátiras, se descubren obvias referencias a Horacio, pues se inspiraba más en los autores italianos que en los poetas de la Antigüedad. Al igual que en sus pre-

decesores medievales, no hay en la obra de Wyatt una afinidad evidente con las Odas. Fue Ben Jonson quien introdujo en la literatura inglesa la obra de Horacio en todos sus aspectos, incluyendo las Odas, y quien modeló, a partir de Horacio, su propia personalidad como poeta, lo que le valió el título del «Horacio inglés». Hoy en día la gran mayoría de humanistas anteponen a las consideracio­ nes más amplias el análisis minucioso de cada poema y hasta hay algunas voces prestigiosas, desde los seguidores del New criticism a los posestructuralistas, que nos previenen de la falacia que supone la crítica biográfica; son éstos quienes abogan por la negación del autor y la total autonomía del tex­ to. Estas opiniones pueden distraer nuestra atención de reconocer que uno de los principales legados de Horacio, que hace que toda su obra sea algo más que una simple suma de las partes, es la creación de un conjunto de poemas unidos por una personalidad, aunque huidiza, y un programa poético, aunque flexible. Más aun, es el intento —jamás llevado a cabo por ningún autor europeo hasta Petrarca— de crear de forma continuada y autoconsciente, un yo o varios yo en su obra. J. W. Mackail, autor del capítulo de literatura del primer Legado de Roma, entendió esto mejor que muchos estudiosos con­ temporáneos: Empezó su tarea [de conquistar ei mundo] siendo inmaduro, tímido con una marcada tendencia a la ordinariez y vulgaridad; cuando la finalizó se ha­ bía convertido a sí mismo en un hombre de mundo, en un caballero, en el Ho­ racio modelo para sus compatriotas y para la posteridad ... Existe, entre el pró­ logo a las Odas, con un aire de incerteza y de humildad inquieta, y el célebre Epílogo, un universo de conquista personal y de autorrealización (Classical Studies, 1925, p. 157).

Según la crítica marxista, este comentario de Mackail ilustraría cómo la crí­ tica literaria tradicional constituye otra forma de lucha de clases, pues de he­ cho Horacio ha sido utilizado por aquellos que buscaban justificar sus opi­ niones particulares acerca de lo que debía ser un caballero. En su «Allusion to Horace», Rochester, por ejemplo, critica con cierto esnobismo a Dryden por su incapacidad de mantener, con aplomo aristocrático, la actitud del cul­ to y libertino caballero, del «educado obsceno». Aun así, y a pesar de las connotaciones de época, sigue siendo válida la idea de Mackail; seguramen­ te hubiese sido compartida en el siglo xvii por los admiradores del poeta latino; para ellos Horacio constituía el poeta modélico de la revelación per­ sonal. El Horacio de Jonson era, al igual que el de Erasmo, un escritor serio que trataba temas éticos: Así era Horacio, un autor muy cortés y — en la medida de lo posible en un pagano— el mejor maestro de la virtud y la sensatez; un excelente y verdade­ ro juez de causas y razones, y no porque así pensase sino porque así se lo en­ señaron la experiencia y la costumbre (Discoveries, 3.204).

Esta idea podría haber hecho que Jonson pasara por alto la ironía, pero tuvo sin embargo en cuenta el humor del poeta, que imitó en poemas como «My Picture Left in Scotland» (Underwoods, 9). En éste bromea sobre su «vien­ tre montañoso», y en «An Epistle Mendicant» (Underwoods, 71) habla de su mala salud en un tono de alegre-despreocupación. Su imagen de Horacio es, en general, la más convincente de todas, desde el alegre celebrante del vino, de las mujeres y del canto, tal y como se le recrea a veces durante la Res­ tauración, hasta el hábil manipulador de tópicos según algunos estudiosos del siglo xx. Entre los horacianos modernos ha sido Colin Macleod el máximo responsable del rescate de esta última imagen. El conocimiento acerca de la Antigüedad aumenta, pero esto no significa necesariamente una mejor com­ prensión de ésta; por ello a veces resulta preferible leer a Horacio a través de Jonson —como por ejemplo su poema «Inviting a Friend to Supper» (Epi­ gramas, 101)— que a. través de muchos nombres consagrados de los últimos dos siglos. (De hecho podríamos ir todavía más lejos: el historicismo, la me­ todología predominante en los estudios clásicos modernos, que, al romper el vínculo que unía el pasado con el presente, ha sido uno de los principales factores de la disminución de la importancia de la filología clásica en el mar­ co general de la cultura europea.) Gracias a sus conocimientos de Horacio y otros autores latinos, Jonson consiguió anteponer al excesivo adorno verbal —de hecho tema poco interés en la obra de Ovidio— y a la metáfora rebus­ cada de tipo shakespeariano, la concisión, el rigor y la moderación. En aquel momento la poesía inglesa necesitaba una inyección de disciplina como la que aportaba Jonson; el resultado queda reflejado en su poema «To Penshurst» (The Forest, 2). En este poema, inspirado en algunos epigramas de Marcial y de Horacio, se compara Penshurst, residencia de la familia Sidney en Kent, con las lujosas casas-escaparate de los ricos de su tiempo. La tradi­ ción del «hombre feliz» en elogio de la vida del campo, que deriva de Epo­ dos, 2 (aun dejando de lado la ironía implícita al final del poema) arremete contra la extravagancia, contra la poesía del retiro en el campo. En Penshurst convergen, al igual que en la finca sabina de Horacio, unos preceptos mora­ les muy concretos, por lo cual se convierte en el paradigma de la hospitali­ dad, de la amistad y del modus vivendi decente, que da significado a su atrac­ tivo exterior. La presencia de las deidades clásicas aporta una pincelada de elegancia al paisaje rural inglés, convirtiendo el entorno familiar en lugar sa­ grado («la ancha haya» revela una similitud con la patula fagus de la égloga primera de Virgilio) (vv. 9-12): Tienes tus paseos para la salud así como para el deporte, tu Montaña, a la que acuden las dríadas, donde Pan y Baco han celebrado sus grandes fiestas, bajo la ancha haya y a la sombra del castaño.* * [Thou hast thy walks for health as well as sport, / Thy Mount, to which the dryads do resort, / Where Pan and Bacchus their high feasts have made, / Beneath the broad beech and the chestnut shade.]

El estilo es sobrio aunque no monótono (vv. 43-44); El ruborizado albaricoque y el aterciopelado melocotón, que cualquier niño puede alcanzar, cuelgan de tus muros.*

Los adjetivos, poco emocionantes aunque bien seleccionados, añaden a unos versos, caracterizados por un equilibrio y elegancia clásicos, una oportuna pincelada de sensualidad, tacto y de comedia ligera. El poema «To Penshurst» está, en cuanto a estilo, más cerca de la epístola que de la oda; aun así hay otros poemas, en los que utiliza de forma evidente varias configuracio­ nes líricas, que exhiben las mismas virtudes, como por ejemplo en la oda «Where dost thou careless lie» (Underwoods, 23). La admiración que Jonson sentía por Horacio iba a tener gran importan­ cia para la poesía inglesa posterior. La excesiva concentración en la denomi­ nada «tendencia metafísica» y simultáneamente la excesiva estima de Donne y el consiguiente descuido de la obra no dramática de Jonson produjeron una grave distorsión de la historia literaria. (En él New Oxford Book o f English Verse de Helen Gardner no se menciona el poema «To Penshurst», y a Jon­ son se le conoce generalmente a través de una selección de obras líricas atrac­ tivas aunque poco relevantes.) Jonson, al igual que Donne, no compartía ciertos aspectos de la poesía isabelina, aunque la obra del primero fue mu­ cho más influyente; de hecho, se puede decir que marcó las pautas de la poe­ sía hasta la muerte de Pope y trascendió la que, con razón, se llamó «fase neoclásica de nuestra literatura». Una de las consecuencias fue la aparición de un nuevo tipo de poema lírico, con un estilo que tenía poco en común con una canción, de estructura sofisticada y personal, en el sentido de que conte­ ma una única sensibilidad poética. «An Horatian Ode upon Cromwell’s Return from Ireland» (1650), de Marvell, es la mejor obra de esta nueva lírica y tal vez el poema político más refinado que se haya escrito en lengua inglesa —en cuyas estrofas se evocan los versos alcaicos de Horacio. Algunos críticos consideraron que la influen­ cia clásica producía efectos constrictivos y paralizadores; pero en los poetas del Renacimiento produjo todo lo contrario, pues a través de ella hallaron su propia expresión e investigaron nuevas posibilidades para la poesía. Pero, al contrario de lo que sucedía con muchos panegíricos del Renacimiento en los que los elogios eran aburridos y poco variados, Marvell intentó, con Horacio como modelo, desarrollar una estrategia retórica para elogiar a Cromwell de manera aparentemente más autoritaria e imparcial. Su modelo principal fue la Oda a Cleopatra (1, 37) de Horacio, que se inicia con injurias proferidas contra ella y finaliza reconociendo la grandeza de la reina derrotada. Esto no significa que Cleopatra, por así decirlo, «robe» accidentalmente el poema (tal y como dijo un estudioso), pues en él se han invertido cuidadosamente los * reach.]

[The blushing apricot and woolly peach / Hang on thy walls, that every child may

acontecimientos: previamente a Accio la reina aparece borracha, rodeada de hombres afeminados, despreocupada en su euforia; posteriormente vuelve a estar sobria y adopta una actitud masculina contemplando estoicamente la destrucción de sus esperanzas y de su palacio. Marvell, siguiendo el modelo horaciano, introduce en su poema un magnífico cuadro del noble porte de Carlos I en el patíbulo, teñido tal vez con una pincelada de ironía acerca del delicado comportamiento y de la dócil cualidad «femenina» del rey, pero sin excesivo pathos para dar verosimilitud donde es preciso (vv. 57-64): Él nada común hizo o pensó acerca de esta memorable escena; pero con su aguda mirada juzgó el filo del hacha; tampoco llamó a los Dioses con lengua vulgar para reivindicar su desvalido derecho, sino que inclinó su hermosa cabeza como sobre una cama. * El ingenioso juego de palabras derivado del latín (en latín acies tiene dos significados: filo de un arma y mirada) contribuye a crear distanciamiento analítico admirablemente: así pues, no es Milton el único en lucir sus cultos latinismos. Cromwell, por el contrario, representa a su vez una fuerza natu­ ral; es rápido como un rayo (imagen extraída de la Farsalia de Lucano), su despiadada astucia en un universo hobbesiano es maquiavélica, su devoción por el interés público es absoluta (para expresar todo esto Marvell recurre a las imágenes de caza de Horacio adaptándolas a su estilo más analítico). Marvell, al igual que Horacio, que compara Roma con Egipto, Octavio con Cleopatra, el ámbito público con el privado como punto de inflexión en la historia, encaja una lucha ideológica en un momento decisivo de cambio tra­ zando paralelismos entre la Revolución inglesa y la transición de la Repú­ blica al Imperio. A través de la adopción de este colorido romano Marvell evita la cuestión religiosa, procedimiento que le permite llegar a conclusio­ nes menos comprometedoras: no es Dios, sino el destino, el que rige. Tam­ bién aplica estrictamente este decoro clásico al pasaje apocalíptico acerca de la espera ante la instauración de Cromwell como conquistador del mundo. (Esta elección de Horacio como modelo podría haber estado estimulada por razones ideológicas. Para los monárquicos, Horacio representaba al poeta retraído, políticamente discreto; para Marvell representaría el instigador de la acción política radical.) En este poema se encuentran a faltar la fuerza, el color y el entusiasmo característicos de una de las últimas odas políticas de Horacio, pero se compensa con una mayor inteligencia. Y con todo, sin Ho­ racio no se habría escrito nunca. * [He nothing common did or mean / Upon that memorable scene; / But with his keener eye / The axe’s edge did try; / Nor called the Gods with vulgar spight / To vindicate his helpless right, / But bowed his comely head / Down as upon a bed.]

Jonson transmitió su concepción humanística de Horacio a sus «hijos li­ terarios», entre los que destaca Robert Herrick (1591-1674), autor muy apre­ ciado a principios de ese siglo antes de que apareciese Donne, aunque hoy día se le subestime. Su poesía, también de inspiración clásica, es general­ mente más elegante, más tímida y autorreflexiva que la de sus «padres». He­ rrick se muestra especialmente preocupado con el tema de la fugacidad, com­ pletamente ignorado por el robusto Jonson, quien, en uno de sus mejores poemas, se sirve con intención del carpe diern («Corinna’s going a Maying», vv. 69-70): Entonces, mientras haya tiempo, y aunque nosotros nos estemos pudriendo, ven, Corinna mía, vayamos a la fiesta de mayo.*

También se recrea en las escalas pequeñas, como en «A Thanksgiving for his House» (17-26): Al igual que mi salón, mí vestíbulo y mi cocina son pequeños; una pequeña despensa y, dentro, un pequeño cajón; que guarda mi pequeña barra de pan entera, intacta; algunas frágiles ramas de espino o brezo me dan fuego; muy cerca de sus brasas me siento y como ellas resplandezco.**

Herrick, resplandeciendo igual que su fuego, disfruta como un (falsamente ingenuo) niño con sus posesiones confortables y seguras; es un Bilbo Baggins del siglo xvn. En cuanto a la actitud, podríamos decir que es típicamente horaciana. En Odas, 4, 2, Horacio describe, con exquisito detalle, el ternero que está a punto de sacrificar comparándolo a las grandes hecatombes de Ju­ lio Antonio; asimismo recomienda a Antonio que escriba poemas a la mane­ ra de Píndaro, mientras él mismo imita el quehacer de la abeja de un modo forzado. Horacio se inclina, tanto en su obra como en su vida, hacia la sim­ plicidad, pero resulta gracioso que lo haga justamente en un poema que em­ pieza imitando el gran gesto de Píndaro, cuya finalidad y complejidad son propiamente pindáricas. Estas sofisticaciones superan lo escrito por Herrick o por cualquiera de los horacianos ingleses a excepción de Marvell y del as­ tuto Pope, quienes, en las famosas palabras de la Vida de Johnson, «difícil­ mente podían tomar el té sin una estratagema». * [Then while times serves, and we are but decaying, / Come, my Corinna, come lets go a Maying.] ** [Like as my parlour, so my hall / And kitchen’s small; / A little butttery, and therein / A little bin; / Which keeps muy little loaf of bread / Unchipped, unflead; / Some brittle sticks of thom or briar / Make me a fire, / Close by whose living coals I sit, / And glow like it.]

Horacio es una presencia constante en los escritos de Pope, aunque es generalmente el Horacio de los poemas en hexámetros y no el de las Odas. Hacia la treintena, Pope ya había conseguido perfilar la actitud burlona, amistosa, de Horacio como también su ironía evasiva y sus difíciles cam­ bios de tono y timbre. Los versos que cierran el poema The Rape o f the Lock se inspiran en dos poemas de Catulo, el poema «La cabellera de Be­ renice» y el primer poema de la serie dedicada a Lesbia. A pesar de ello Pope consigue un efecto a la manera horaciana, ya que simultáneamente critica y disfruta del ensimismamiento de Belinda, se burla y aun así cree en su propia poesía como en una fuerza transformadora; a través de sus hi­ pérboles irónicas transmite la triste sensación de la fugacidad de la belleza (canto 5, 145-150): Porque, después, de-todos los asesinatos de tus ojos, cuando, tras millones de muertos, tú misma mueras, cuando esos hermosos soles se pongan, como tienen que ponerse, y todas esas trenzas yazcan- en el polvo, la Musa consagrará la fama de este bucle, y entre las estrellas escribirá el nombre de Belinda.*

Pope, en general mucho más rencoroso que Horacio, se muestra, en su tra­ to con las mujeres, mucho más relajado y felino. La «Epistle to a Lady» {Moral Essays, 2) ejemplifica el modelo epistolar de Pope, en el que se muestra más flexible: a partir de un modelo de conversación educada, y evitando expresiones obsoletas y arcaísmos, combina, mediante modula­ ciones de tono, lo satírico y lo halagador, lo solemne y lo alegre, lo alto y lo bajo, imitando lo que él denomina «la elegante negligencia» de Horacio (Essay on Criticism, 653). Tanto el consejo final que da a Martha Blount (de la que Pope estaba verdaderamente enamorado) como el elogio que de ella hace como buena mujer, son unos pasajes conmovedores a pesar de, o debido a, las bromas y alegres insinuaciones que hace a continuación (249262): ¡Ah, amiga! Deja a los vanos propósitos el deslumbrar; ¡Que la mente elevar y el corazón conmover tu labor sea! Su encanto aumentará, mientras lo que al Vulgo aburre se pavonea y cae en general olvido. Del mismo modo cuando el resplandor del sol la vista ha fatigado, suave asciende la sobria luz lunar, serena en virgen majestad brillando, y el orbe llameante se hunde desapercibido. ¡Oh! Bendita es con genio, cuya inmaculada luz puede hacer el mañana alegre como el hoy, * [For, after all the murders of your eye, / When, after millions slain, yourself shall die, / When those fair suns shall set, as set them must, / And all those tresses shall be laid in dust, / This lock the Muse shall consecrate to fame, / And midst the stars inscribe Belinda’s name.]

la que sabe adorar e! encanto de la hermana, o prestar a los suspiros de una hija un oído sin agraviar, la que jamás replica hasta calmarse el esposo, o que, pese a ser ella quien lo domina, nunca así se lo hace ver ...* Los primeros versos reflejan un cierto path os y cansancio, efecto de la im­ presión causada al descubrir la fugacidad de una belleza elegante; sin em ­ bargo, Pope pretiere la sobriedad, tal y com o lo expresa a continuación en la comparación del Sol con la Luna. Aun siendo una metáfora bastante común no deja de ser sugestiva, pues pocas veces encontramos en Pope una expre­ sividad tan fervorosa. Estos m omentos, de máxima emotividad, en los que el poeta — ai igual que Horacio— despojado de su principal atributo, la ironía, permanece vulnerable y desprotegido, es im posible que los supiesen repro­ ducir otros escritores más directos. La influencia de Horacio siguió presente a lo largo del siglo — gratamente querida por el doctor Johnson, que tradujo varias odas, entre ellas la 4, 7— para algunos neoclásicos. (Por contra, la estrella de Ovidio prevaleció por varias ra­ zones, hasta finales del siglo xvm y durante el xix.) En las Oclas de Keats, de­ masiado recargadas y ricas, no se puede hablar de influencia horaciana. Pero Horacio, con su predilección por el campo y su talento para la amistad, fue el «gran favorito» de Wordsworth (1770-1850). Así, en Liberty, vv. 100-105: A mí, dadme la más humilde nota de esas tonadas tristes surgida con el toque de sus cadenas de oro, al caer por azar un rayo de sol de su memoria sobre la hacienda sabina que tanto amaba, o cuando el balbuceo de la fuente Bandusia le venía al oído, y él sólo escuchaba ...** ¿Absurda metamorfosis de Horacio en un poeta romántico de la naturaleza? Tal vez, aunque no podem os olvidar el amor de Horacio por ia finca sabina y aquellos lugares del sur de Italia en los que pasó su infancia; ni la imagen vivamente sensual de las uvas madurando (O das, 2, 5, 8 -1 1) ni las viñetas al agua fuerte de la oda al monte Soracte (que posteriormente imitaría Housman en su «On W enlock Edge») que no son en absoluto «una postal pintoresca de Navidad, basada en A lceo» (Nisbet-Hubbard); nuestro antirromanticismo puede llegar a altos grados de equivocación y distorsión. Aun así, cabría pre* IA h friend! to d azzle let the vain desig n ; / T o raise the th o u g h t and touch the heart be thine! / T h at ch arm sh all grow , w h ile w h a t fatigues th e R ing, / F launts and goes dow n, an u n ­ reg ard ed thing. / So w h en the s u n 's broad beam has tired the sight, / All m ild ascen d s the m o o n ’s m o re so b er light, / S eren e in virgin m odesty she sh in es. / A nd u n o b serv ed th e glaring orb d eclin es. // Oh! b lest w ith tem p er, w hose u n clo u d ed ray / C an m ake tom o rro w cheerful as tod ay , / S h e w h o can love a s is te r’s ch arm s, o r h ear / S ig h s fo r a d au g h ter w ith u n w o u n d ed ear, / S he w ho n e ’e r an sw ers till a h usband cools, / O r, if sh e ru les him , n ev er sh o w s she ru les . . . | ** [G ive me th e h u m b le st note o f th o se sad strain s / D raw n fo rth by p ressu re o f his g il­ d ed ch ain s, / A s a ch a n c e su n b e am from his m em o ry fell / U pon the S ab in e farm he loved so w ell, / O r w h en th e p rattle o f B a n d u sia ’s sp rin g / H aunted his ea r— he o n ly listen in g ...1

guntarse qué opinion merecía a Wordsworth el fingido patetismo en tomo al animal sacrificado en la oda Bandusia (3, 13) o del placer estético que siente Horacio en la combinación de la roja y caliente sangre con el agua transpa­ rente y fría. A-ún habiendo escrito la célebre frase «Adiós, Horacio al que tanto odié, no por sus faltas, sino por las mías» (Childe Harold, 4, estrofa 77), Byron (1788-1824) siempre tuvo presente a Horacio tal y como de­ muestran sus poemas, cartas y su diario. In Memoriam, la obra maestra de Alfred Lord Tennyson (1809-1892) se inspira en Horacio en cuanto al detallismo y al dinamismo de los versos, mientras que «To the Revd. F. D. Maurice», una modernización del poema horaciano de invitación, es la obra más encantadora escrita en el siglo xvn (estrofas 1, 4-5 Y 11-12): Ven, si estás libre de cuidados, padrino, ven y ve a tu ahijado: Tu presencia será un sol en invierno, y hará brincar de alegría al muchacho ... Adonde, lejos del ruido del humo y la ciudad, contemplo del crepúsculo la dorada oscuridad, en medio de un jardín despreocupadamente dispuesto, junto a la cresta de una noble colina. Escándalos no habrá a la hora de cenar, sino conversación honesta y saludable vino, y sólo oirás el cotilleo de la urraca parlanchína bajo el techo de un pino ... Ven, Maurice, ven; aún está el césped blanquecino de escarcha o empapado y reblandecido. Pero cuando de marzo la corona haya florecido, azafranes, anémonas, violetas, o después, ven a vemos alguna vez, que pocos hay para nosotros tan queridos, y una vez nada más no vengas, sino muchas, muchas, muchas por muchos años más.*

Es poco común encontrar entre los poetas, y todavía menos entre los espe­ cialistas, una comprensión tan profunda de las convenciones. A. E. Housman (1859-1936), poeta y estudioso, tradujo de un modo excesivamente románti­ co, aunque bello, la oda «Diffugere nives» (Odas, 4, 7), según él «el más * [Come, when no graver cares employ, / Godfather, come and see your boy: / Your pre­ sence will be sun in winter / Making the little one leap for joy. // Where, far from noise o f smo­ ke and town, / I watch the twilight falling brown / All round a careless-ordered garden / Close to the ridge of a noble down. / You’ll have no scandal while you dine / But honest talk and who­ lesome wine, / And only hear the magpie gossip / Garrulous under a roof of pine. // Come, Mau­ rice, come; the lawn as yet / Is hoar with rime, or spongy-wet / But when the wreath of March has blossomed / Crocus, anemone, violet, / Or later, pay one visit here, / For there are few we hold as dear, / Nor pay but one, but come for many / Many and many a happy year.]

bello poema de la Antigüedad»: el solem ne verso de Horacio «pulvis et um­ bra sumus» se convierte en «som os polvo y sueños» de la Tempestad. En poemas com o «Loveliest o f trees, the cherry now» está muy influido por Ho­ racio en cuanto a peso, econom ía y precisión. La combinación de sentim ien­ to nostálgico con el nombre exótico de Cinara (una mujer a la que Horacio siempre asociaba a su juventud) hizo volar la imaginación de algunos poetas de los años noventa, y en particular la de Ernest D ow son (1867-1900): «¡te he sido fiel, Cinara! A mi modo». El apasionado poema de Dowson (el títu­ lo «Non sum qualis eram bonae sub regno Cynarae», es una cita extraída de Odas 4, I, citada supra en la p. 168) encierra una alusión y una evocación de un espíritu de Horacio para que atormente al presente. También en el siglo x x hubo poetas — com o Louis M acNeice ( 1907-1963) y W. H. Auden (1907-1973)— que se interesaron por Horacio. El poeta lati­ no no morirá jamás aun cuando nadie lo vuelva a leer. La literatura y la so­ ciedad inglesas están profundamente marcadas por la sensibilidad y la morali­ dad de Horacio. N os hem os acostumbrado a exigir a un poeta que nos hable de los recónditos lugares en los que transcurrieron sus vivencias y amores, y sin embargo fue Horacio el primero que puso estos requisitos en el centro de la experiencia literaria de Europa, conectándolos con su vocación com o poeta (O das, 4, 3); la «Sussex del mar» está directamente relacionada con la finca sabina. Existe asimismo una tradición de vers de société, en la que el in­ genio aparece asociado a un estilo más confuso, y que pervive en el siglo xx en la figura de John Betjeman; una tradición que desciende en última instan­ cia de Horacio a través de imitadores más joviales com o Matthew Prior. He aquí el homenaje de Prior a Horacio, uno de los más sutiles que jamás se ha­ yan escrito: Así pues, querida Cloe, pon fin a esta bucólica batalla y hagamos las paces como Horacio y Lidia: ya que tú eres una joven mucho más brillante que ella y él fue un poeta más sublime que yo.* («A nsw er to C hloe Jealous», estrofa final)

Quizá no sea Horacio el mayor poeta latino, pero sí es el más simpático, y no en vano a lo largo de muchas centurias se le ha considerado com o un amigo.

F

in a l

En unos fam osos versos de «L’A liegro», Milton compara los estilos di­ ferentes de Jonson y Shakespeare:

* [T hen fin ish , d e a r C h lo e, this pastoral w ar, / A nd let us like H o race and L y d ia agree: / For th o u art a girl as m uch b rig h te r than her / A s he w as a poet su b lim e r than m e.]

Nos esperan las concurridas tablas si la sabia comedia de Jonson representan, o si el dulcísimo Shakespeare, hijo de la Fantasía, góijea agrestes notas.5"

Este poema suele citarse normalmente para respaldar el concepto que tenía el propio Jonson de que Shakespeare «quería arte» y erudición clásica, pero esto resulta de una lectura rápida y poco minuciosa. La comparación, en ab­ soluto polémica, se refiere a los dos autores en estos términos: por un lado a la «erudición» de Jonson, su afán por imitar los modelos clásicos en cuanto que son superiores, y por otro la imaginación creativa («fantasía») de Sha­ kespeare, como un aspecto del arte y no de la naturaleza, en su afán de re­ crear una atmósfera en la que se combine la inspiración con la lengua ingle­ sa («native»). Cada pareado es un pastiche de los estilos característicos de cada autor. Milton utiliza en relación a Jonson un vocabulario corriente y duro; la palabra «sock» traduce al inglés una metonimia latina (soccus = co­ media) y encierra un juego de palabras gracioso: «sock» podría situarse en el escenario o en el pie de Jonson.** En relación a Shakespeare utiliza unas metáforas sugestivas, aunque algo imprecisas, con una modificación central en la transformación del Shakespeare hijo de la Fantasía semipersonificada en Shakespeare pájaro o cantor rústico del bosque. Este estilo «nativo» tiene sus orígenes en la literatura latina, aunque aquí se haga un uso ecléctico de él. (En palabras de Douglas Bush, en Mythology and the Renaissance Tradition, p. 251 : «Las mentes del Renacimiento se parecen (exentas de vulgaridad) a las casas de los nuevos ricos, decoradas con una mezcla incongruente de es­ tilos de diferentes épocas».) G. K. Chesterton opina, con razón, que en este sentido Shakespeare es igual de «clásico» que Milton, para lo cual aduce al­ gunas célebres palabras pronunciadas por Otelo antes de matar a Desdémona (5, 2, 8-13): Si te extingo, agente de la claridad, y me arrepiento en seguida, podré re­ animar tu primitiva llama; pero una vez tu luz extinta, ¡oh, tú,el modelo más acabado de la hábil Naturaleza!, no sé dónde está aquel fuego de Prometeo que volviera a encender tu luz.***

En una versión del mito de Prometeo éste es el donador del fuego y en otra es el iniciador de la vida humana. Shakespeare pretendía seguramente fusio­ nar estas dos ideas de tal forma que el «fuego de Prometeo» significara algo así como «chispa vital» o «fuego de la vida» o simplemente represen­ tara la idea de «fuego original», un fuego encendido donde no existe nin­ * [Then to the well-trod stage anon, / If Jonson’s learned sock be on / Or sweetest Sha: kespeare, fancy’s child, / Warble his native wood-notes wild.] ** Sock, en inglés, significa también calcetín. (N. de la r.) *** [If I quench thee, thou flaming minister, / 1 can again thy former light restore / Should I repent me; but once put out thine, / Thou cunning’st pattern of excelling nature, / 1 know not where is that Promethean heat / That can thy light relume.]

gún fuego. Esta referencia está insertada en una época clasicista que halla su máxima expresión en un delicado «esplendor» latinizante. En palabras de Chesterton: ... el espíritu clásico no es cuestión de nombres o alusiones ... esta profunda resonancia que llega levanta estos ecos de los agujeros y abismos, y no podría lograrse sin una profunda comprensión de la dicción clásica. No podría suce­ der sin la palabra «Prometeico» ... sin las dinámicas polisílabas que son la fuerza de Homero y Virgilio. En sentido práctico y prosaico se podría decir lo que bien dijo Otelo. Él diría: «Si mato a esta mujer, ¿como demonios la haré renacer?». Pero poco majestuoso; poco misterioso; no precisamente con todos los significados y ecos de significados que son propios a los grandes versos 0Chesterton sobre Shakespeare, 1971, pp. 16-19).

El pasaje de «L’Allegro» refleja dos tendencias opuestas en la poesía in­ glesa del Renacimiento. Una de ellas es la tensión existente entre las virtudes inglesas, perfectamente desarrolladas, y la imposición cada vez mayor de una lengua y una cultura extranjera como las latinas. El equilibrio de estos dos fac­ tores (que cada autor consigue a su manera) determina la incomparable fuer­ za de esta literatura. Otra es que la reacción contra esta influencia se bipolarizó en tomo a Ovidio y Horacio, lo que produjo muchas veces unos resultados contrapuestos: por un lado, el eclecticismo que alcanza esplendor y que se ma­ nifiesta de forma pura en Marlowe; y por otro, una respuesta más individual que imita la supuesta austeridad de las obras latinas, como en Jonson. En Mil­ ton convergen las dos tendencias: con encanto en sus primeros poemas y con moderación en los poemas tardíos. Es justamente la tensa conjunción de estas dos grandes tendencias la que confiere grandeza a su Paraíso perdido. Pero de las dos tendencias, sería la ecléctica la que predominaría antes de la guerra civil. La influencia latina resultaría ser enriquecidora, por ejemplo en cuanto a la retórica y a las abundantes referencias mitológicas caracterís­ ticas del drama. Además, aportó una mayor confianza en sí misma e incluso arrogancia. Las nociones actuales de literatura y poesía como esferas autó­ nomas de importancia permanente tienen su origen en el Renacimiento que se hallaba bajo influencia clásica, y que en Inglaterra no se impuso hasta Chaucer. Tanto Ovidio como Horacio hicieron hincapié en el poder inheren­ te del poeta para poder inmortalizarse a sí mismo y a otros. En sus Sonetos, Shakespeare insiste en ofrecer a la amada la gloria eterna, y Donne, a su vez, se instaura como el «monarca del saber»; Jonson es una suerte de dictador li­ terario. Pocas cosas tiene esto en común con los artesanos medievales. ¿Ha sido un logro? Los puritanos —y Platón como su predecesor espiritual— te­ nían razón en un aspecto: el esplendor y la perentoriedad no constituyen los mayores bienes. La pompa sólo nos aparta de cuestiones más elevadas, que para un cristiano significaría la contemplación de Dios y para un humanista el ejercicio de la virtud. Pero, como decía C. S. Lewis en su apología del es­ tilo elevado de Milton (.Preface to Paradise Lost, p. 137):

Por último está la clase a la que pertenece mister Eliot. Algunos están fue­ ra de los muros porque son bárbaros a los que les está prohibido entrar. Otros los han franqueado para ir más allá y errar por el desierto. La «civilización» —bajo la que aquí comprendo la barbarie a la que el poder mecánico ha con­ ferido fuerza y fastuosidad— odia desde abajo a la urbanidad ... Si mister Eliot desprecia las águilas y Tas trompetas de la poesía épica, porque quedan fuera de este mundo, lo acepto. Pero si piensa que toda la poesía debe tener las cualidades de su mejor obra propia creo que se equivoca. Desde el mo­ mento en que vivimos en un planeta meramente mediano, es necesario que tengamos también cosas medianas ... Mister Eliot quizá tenga éxito entre la juventud lectora de Inglaterra con mantos purpúreos y pavimentos de mármol. Pero no por ello los encontrará caminando en arpilleras sobre suelos de barro; únicamente los verá vestidos con trajes feos caminando sobre asfalto. Todo ha sido probado ya antes. Los antiguos puritanos se llevaron los palos de mayo y los pasteles de carne: pero no trajeron el milenio, sino sólo la Restauración.

B i b l io g r a f ía

Existe muchísima bibliografía sobre este tema, por lo cual me limitaré a unos cuantos títulos, con breves comentarios.

1. General Erskine-Hill, Howard, The Augustan Idea in English Literature, Londres, 1983; ma­ gistral, a veces en exceso. Gillespie, Stuart, The Poets on the Classics: An Anthology of English Poets ’ Writings on the Classical Poets and Dramatists from Chaucer to the Present, Londres y Nueva York, 1988; un libro de referencia útil. Greene, Thomas M., The Light in Troy: Imitation and Discovery in Renaissance Poetry, New Haven y Londres, 1982; una sutil, aunque a veces extraña aproxi­ mación modernista. Highet, Gilbert, The Classical Tradition: Greek and Roman Influences on Western Literature, Oxford, 1949; comprensible, aunque poco satisfactoria (hay trad, cast.: La tradición clásica, México, 1954). Jones, Emrys, The Origins of Shakespeare, Oxford, 1977; el cap. 1 es la mejor apro­ ximación al ambiente humanista de la literatura inglesa del Renacimiento. Ogilvie, R. M., Latin and Greek: A History of the Influence of the Classics on En­ glish Life from 1600-1918, Londres, 1964; legible aunque excesivamente esque­ mático en cuanto al orden. Race, William H., Classical Genres and English Poetry, Londres y Sidney, 1988; una antología con continuos comentarios. Röstvig, Maren-Sophie, The Happy Man: Studies in the Metamorphosis of a Classi­ cal Ideal, vol. I: 1600-1700; Π: 1700-1760, Oxford, 1954 y 1958; una abundan­ te colección de material, aunque con algunos comentarios excéntricos. Thomson, J. A. Κ., Classical Influences on English Poetry, Londres, 1951; más bien aburrido.

2. Mitología clásica Bush, Douglas, Mythology and the Renaissance Tradition in English Poetry, Minneâpolis y Londres, 1932; la obra clásica, más bien sobrecargada de detalles. Griffin, Jasper, The Mirror of Myth: Classical Themes and Variations, 1984 T. S. Eliot Memorial Lectures, Londres, 1986; ensayos bien escritos para el lector ge­ neral.

3.

Sobre traducciones inglesas de clásicos

Leishman, J. B., Translating Horace, Londres, 1956; un buen ensayo introductorio y 30 odas traducidas en su métrica original. Martindale, Charles, «Unlocking the Word-Hoard: In Praise of Metaphrase», Com­ parative Literature, 6 (1984), pp. 47-72; ensayo polémico sobre consideraciones acerca de la traducción. Stoneman, Richard, ed., Daphne into Laurel: Translations of Classical Poetry from Chaucer to the Present, Londres, 1982; una compilación útil, pero cuidado con los errores de transcripción. Tomlinson, Charles, ed., The Oxford Book of Verse in English Translation, Oxford, 1980; una antología atractiva. [En castellano, véase la traducción de la Eneida de E. de Villena, ed. M.a C. Gordillo, Universidad de Córdoba, 1990.]

4.

Sobre autores clásicos

Keach, William, Elizabethan Erotic Narratives: Irony and Pathos in the Ovidian Poetry of Shakespeare, Marlowe and their Contemporaries, Hassocks, 1977; un estudio seductor. McPeek, James A. S., Catullus in Strange and Distant Britain, Harvard Studies in Comparative Literature 15, Cambridge, Mass., 1939; una investigación útil. Martindale, Charles, ed., Ovid Renewed: Ovidian Influences on Literature and Art from the Middle Ages to the 20th Century, Cambridge, 1988; 15 ensayos con bi­ bliografía. Thayer, Mary Rebecea, The Influence of Horace on the Chief English Poets of the Ni­ neteenth Century, 1916, reimpr. Nueva York, 1986; un estudio breve.

5.

Autores modernos influidos por los clásicos (por orden cronológico)

Baldwin, T. W., William Shakespeare’s Small Latine and Lesse Greeke, 2 vols., Ur­ bana, 1944; un monumento de investigación, ilegible. Peterson, Richard S., Imitation and Praise in the Poems of Ben Jonson, New Haven y Londres, 1981; sofisticado y a veces excesivamente agudo. Leishman, J. B„ The Art of Marvell’s Poetry, Londres, 1966; un buen trabajo, pero no trata la «oda horaciana».

Wilson, A. J. N., «An Horatian ode upon Cromwell’s Return form Ireland: The Thread of the Poem and its Use of Classical allusion», Critical Quarterly, 11 (1969), pp! 325-341. Braden, Gordon, The -Classics and English Renaissance Poetry: Three Case Studies, New Haven y . Londres, 1978; incluye un ensayo agradable sobre Herrick. Leishman, J. B., Milton’s Minor Poems. Londres, 1969. Martindale, Charles, John Milton and the Transformation o f Ancient Epic, Londres y Sidney, 1986; cap. 4 sobre Milton y Ovidio. Hopkins, David, John Dryden, British and Irish Authors Series, Cambridge, 1986; buena traducción. Brower, Reuben A., Alexander Pope: the Poetry o f Allusion, Oxford, 1959; correcto, amplio, pero le falta a veces mordacidad. Stack, Frank, Pope and Horace: Studies in Imitation, Cambridge, 1985; mucha bi­ bliografía sobre la influencia de Horacio en los siglos xvu y xvm. [En castellano, puede· consultarse Vittore Boccheta, Horacio en Villegas y fray Luis de León, Gredos, Madrid, 1970.]

6.

Poesía neolatina

Binns, J. W., ed., The Latin Poetry of English Poets, Londres y Boston, 1974; una co­ lección de ensayos de calidad variable. Nichols, Fred J., ed., An Anthology of Neo-Latin Poetry, New Haven y Londres, 1979; una buena introducción y selección de algunos de los mejores poetas neo­ latinos. Una pequeña parte del material de este ensayo aparece también en Charles y Mi­ chelle Martindale, Shakespeare and the Oses o f Antiquity, Routledge, Londres y Nue­ va York, 1990.

J. P. Sullivan VIII. LA SÁTIRA Hablamos de sátira cuando un autor se ocupa del vicio, la corrupción y la miseria de la sociedad con la intención de mejorarlos, aunque a veces lo convierta en feroz diatriba o, por el contrario, en una educada reprobación. El origen de este género podría estar en la magia, el mito o el ritual, pero no nos detendremos en ello. Según Geoffrey Grigson nunca ha sido muy dolo­ roso escribir sátiras, cualesquiera que fuesen las intenciones moral o puniti­ va del autor; e incluso lord Byron afirmaba que la rima satírica había surgi­ do en un principio de un spleen egoísta. De ser así, este impulso consiguió aparentar un mayor altruismo y racionalidad; en este sentido no son menos sorprendentes los muchos riesgos que han estado dispuestos a correr los auto­ res satíricos y el furor que han sido capaces de suscitar en sus poderosos ad­ versarios. Los autores romanos se precavieron, cada uno a su manera, ante el peligro: Lucilio rodeándose de amigos poderosos, Horacio defendiendo su inocencia por temor al libelo, Persio publicando su obra postumamente y Ju­ venal evitando las alusiones contemporáneas. En el año 1599 los arzobispos de Canterbury y Londres publicaban en el Stationers’ Hall Register un edic­ to que prescribía la quema de ciertas sátiras y la prohibición de publicar sá­ tiras o epigramas. Las obras de Thomas Nashe, Gabriel Harvey y John Marston fueron presa de las llamas. Ben Jonson, George Wither y Daniel Defoe fueron encarcelados y duramente censurados por sus escritos; y Stephen Co­ llege fue ejecutado en 1681, acusado de alta traición por divulgar una «ca­ lumnia escandalosa titulada Raree Show» contra Carlos II. No es necesario relacionar ejemplos más tardíos de las actuaciones de la censura oficial o po­ pular. La «sátira» se consolida como género literario con derecho propio en épo­ ca romana, a pesar de que ya se vislumbre su forma en los primeros momen­ tos de la literatura griega. Está absolutamente justificado el alarde que hace Quintiliano en su obra De institutione oratoria (10, 1, 93) de que la sátira es un logro plenamente romano («Satura quidem tota nostra est»). Al margen de

los primitivos orígenes e influencias foráneas, existió ya tempranamente en la literatura romana un género amplio y variado llamado satura , una impor­ tante tendencia de la cual se impondría incluso durante el periodo clásico. La actual acepción de «sátira» deriva del refinamiento histórico de esta forma poética más extensa. Aun así, conserva algunos tópicos y técnicas de los mo­ mentos de su gestación. Muchas composiciones poéticas calificadas como satura no eran realmente sátiras, excepto en sentido histórico. Satura signi­ ficaba en tiempos de Horacio ante todo una denigración burlona o una cen­ sura amable y divertida de tipo estético moralizante, aunque Horacio, al igual que sus antecesores, se mostraba indulgente con las alusiones autobiográfi­ cas o reflexiones generales acerca de la vida y la sociedad. Los orígenes de la palabra satura son discutidos. Varrón, en el siglo i a.C., apunta varias derivaciones: de satyrus, debido al contenido ridículo y obsce­ no del género; de lanx satura, la bandeja llena de frutas que se ofrecía a los dioses; o de un relleno de todo tipo de cosas designado también con la pa­ labra satura·, o bien de la llamada lex satura, una ley para todo que abarca­ ba varias medidas inconexas. La palabra etrusca sa tir (hablar) también se ha invocado para explicar el término. Los autores satíricos de la época isabelina se convencieron, como resultado de este debate etimológico, de que el término procedía de los sátiros, criaturas mitológicas lascivas y peludas con patas de macho cabrío, por lo cual optaron por escribir sus «Sátiras» con un lenguaje y una versificación toscos y groseros. Sea cual fuere la etimología, Ennio (239-169 a.C) es calificado por Ho­ racio como el «primer fundador» de la extensa y variada satura, pero es Lu­ cilio (c. 168-102 a.C) a quien Horacio considera el verdadero fundador. Los ásperos ataques dirigidos por Lucilio a personajes eminentes y a los vicios de la época configuraron el carácter de la satura , además de muchas de sus connotaciones actuales. Lucilio también determinó la métrica que posteriormente se convertiría en modelo para los autores romanos posteriores, utilizando exclusivamente el hexámetro en su segundo libro. Por supuesto no todos los rasgos, los objeti­ vos y las técnicas eran exclusivos de la sátira latina, pues podían asimismo encontrarse en la prosa o en la literatura griega temprana. Los precursores es­ pirituales de la sátira romana fueron, para Horacio, los autores teatrales de la antigua comedia ática: Eupolis, Cratino, Aristófanes (c. 450-385 a.C.); en sus obras dramáticas fustigan a personajes del momento como Sócrates, Pericles o Cleón utilizando una importante dosis de sarcasmo, ironía, parodia y obs­ cenidad. Con la desaparición de las libertades democráticas de la Atenas del siglo V y principios del rv, disminuiría la crítica ofensiva a personajes de la vida pública. En el periodo helenístico, la filosofía se hubo de adaptar ä las formas de obediencia supranacional impuestas por Alejandro Magno y más tarde por Roma. La lealtad cívica ya no serviría para llegar a la dicha espiritual; para acceder a ella habría que seguir o bien la doctrina de los cínicos, que re­ chazaban los ideales convencionales, o bien la de los estoicos, en pos de la

virtud y la sabiduría, o bien cultivando la paz interior al modo de los epi­ cúreos. La filosofía popular, a su vez, adaptaría la forma de la arenga o ser­ mo, intercalando citas, parodias, anécdotas divertidas y burlas irónicas a costa de la locura, el prejuicio y el vicio humanos. Esta tradición junto con otras obras satíricas romanas conocidas única­ mente a partir de fragmentos de Ennio, Lucilio, Tumo, Sulpicio y otros, de­ terminaron el canon satírico transmitido posteriormente a la Antigüedad tar­ día, la Edad Media y el Renacimiento. Este canon estaba integrado por los Sermones y las Epístolas de Horacio, las seis sátiras de Persio y las dieciséis de Juvenal, los numerosos epigramas satíricos de Marcial y algunos de Ca­ tulo; en total no superaba los 10.000 versos. Otro género emparentado, aunque menos influyente, es la sátira menipea, una combinación de prosa coloquial y verso que alterna el humor con la se­ riedad. El primero en ponerlo en práctica fue el filósofo cínico Menipeo de Gadara, en tomo al año 175 a.C.; el estilo y la temática inspiraron las nume­ rosas piezas cortas, los diálogos, las historias y los ensayos humorísticos en latín del anticuario Varrón (116-27 a.C). Disponemos de algunos ejemplos romanos de este género escasamente estructurado: en primer lugar están las Apocolocyntosis del joven Séneca, un relato jocoso sobre la muerte en el año 54 d.C. del emperador Claudio y de su frustrada apoteosis. El segundo lugar lo ocupa un relato picaresco, extenso aunque hoy fragmentario: el Satiricon de Tito Petronio (m. 65 d.C.), árbitro de elegancia de Nerón. Byron se inspi­ ró en las Apocolocyntosis para su sátira sobre Jorge ΙΠ, The Vision o f Judge­ ment; y una narración breve del Satiricon, «La viuda de Efeso», sirvió de ar­ gumento a una serie de obras de teatro, entre ellas A Phoenix Too Frequent de Christopher Fry. El primer título que F. Scott Fitzgerald dio a su novela El Gran Gatsby fue Trimalción (personaje clave del Satiricon de Petronio). En cambio, en los cuentos picarescos ingleses hay pocas referencias a Petro­ nio: si tomamos como ejemplo el relato The Unfortunate Traveller (1594) de Thomas Nashe observamos que procede más bien de las historias medieva­ les y de la literatura picaresca europea, cuyo máximo exponente es el Laza­ rillo de Tornes, publicado en el año 1554 en España y traducido al inglés en 1586. No obstante, hubo un autor escocés, John Barclay (1582-1621) que se inspiró en la obra de Petronio para escribir en latín su novela de aventuras Euphormionis Satyricon, una sátira sobre los jesuítas. La narrativa suma­ mente digresiva de un Swift en Tale o f a Tub o de un Steme en Tristram Shandy se explica a través de la sátira menipea, aunque en ese momento, y quizá a causa de la influencia de Luciano, se sustituyó la alternancia de pro­ sa y verso paródico por un entramado de narrativa, diálogo, parodia y ensa­ yo satírico. Las fábulas de animales, en verso yámbico, de Fedro (c. 15 a.C -c. 50 d.C.), liberto de Augusto, aunque herederas directas de la tradición esópica griega, constituyeron un vehículo más apremiado para la sátira que las na­ rraciones menipeas. A diferencia de otras formas satíricas, que se limitaban a citas ilustrativas, estas composiciones alegóricas gozaron de amplia difu­

sión en la Edad Media. Las versiones en prosa, como la colección titulada Romulus, se difundieron ampliamente. Walter Neckham (1157-1217) y el autor anónimo del Bestiary (1250), entre otros, fueron sus imitadores en len­ gua inglesa. Pero donde más arraigaron fue en Francia, y el ciclo de cuentos en francés sobre Reynard el Zorro inspiró a Chaucer para su «The Nun’s Priest’s Tale» y a Spenser so «Mother Hubberds Tale» o «Prosopopoeia» (1591). Poetas como Spenser siguieron utilizando los yámbicos cómicos de Fedro como un medio seguro de hacer llegar al vulgo sus críticas satíricas a la Corte y la Iglesia. Las Fábulas de Jean de La Fontaine (1621-1695) refor­ zaron el interés por las sátiras alegóricas, y a través de él y de un amigo suyo, Nicolas Déspreux Boileau (1636-1711) la sátira inglesa recibió un fuerte impulso continental. En The Owle de Michael Drayton (1604) y en la compleja obra de Dryden The Hind and the Panther (1687) se evidencia la in­ fluencia de las fábulas de animales, que adoptará de modo más ingenuo John Gay (1685-1732), amigo de Pope y maestro de la métrica octosilábica y del pareado heroico. Pero este enfoque de la sátira, tan suave y general, no con­ siguió entre el público y entre los críticos más que el efecto de una diverti­ da frivolidad. El mejor ejemplo de la crítica social y política de Gay lo brinda su The Beggar's Opera, una tragicomedia áspera concebida a partir de ba­ ladas populares y más relacionada con la ópera italiana que con un modelo clásico. La fábula de animales no se volverá a utilizar como medio serio para la sátira hasta que George Orwell lo revivió en su sátira política Rebe­ lión en la granja (1945). Por otro lado, la sátira romana en verso ha tenido mucho peso en la poe­ sía inglesa a partir del Renacimiento y hasta el presente, aunque fue mayor en algunas épocas (la isabelina, jacobea y neoclásica, por ejemplo) que en otras. Debido a que fue la Edad Media la que preservó del olvido la cultu­ ra literaria, dando a conocer los clásicos latinos de la literatura y la filoso­ fía, sería lícito esperar que la sátira romana hubiese ejercido su influjo so­ bre los grandes autores medievales ingleses del siglo xn, tales como Juan de Salisbury, Henry of Huntingdon y Giraldus Cambrensis. Sin embargo ocurrió lo contrario, pues los clásicos como Marcial o Juvenal, más que dictar una forma, tan sólo ilustraron o reforzaron una tesis. La sátira goliárdica de los siglos xii y xm, por ejemplo, aun escrita en una especie de latín, es claramente medieval, al igual que las sátiras inglesas y escocesas en lengua vernácula contra la Iglesia, el Estado y el comercio y de las que son ejemplo The Land, o f Cokaygne, Piers Plowman (c. 1400) de William Langland y Ane Pleasant Satyre o f the Thrie Estaitis (1540) de David Lindsay, esta última es esencialmente una obra moral. También las sátiras más breves y superficiales de John Skelton (m. 1529), que denuncian a la Iglesia y a la corte de Enrique VIII, utilizan un lenguaje y temas cotidia­ nos, mientras que sus versos burlescos son de origen anglosajón más que latino. Aun así, Skelton conocía a Juvenal, al que recurre en sus ataques contra el cardenal Wolsey en Why Come Ye Nat to Courte?

Pero la verdadera resurrección de la sátira literaria se produjo durante el Renacimiento. Se descubrieron los manuscritos y las nuevas imprentas di­ vulgaron los textos dando paso a la proliferación de epigramas y sátiras ins­ piradas en Horacio, Juvenal y Marcial: primero en Italia y más tarde en otros países europeos, incluidos Inglaterra y Escocia. Estos experimentos e imita­ ciones, inicialmente escritos en latín y paulatinamente en lengua vernácula, prosperaron gracias a la similitud de la situación económica, social y litera­ ria de la gente cultivada de las capitales europeas con los autores de la Roma imperial. Incluso había un cierto paralelismo en el comportamiento de los nuevos patronos respecto a los antiguos. La locura fue uno de los primeros temas abordados por la sátira inglesa, tal y como reflejan las obras Speculum Stultorum de Nigellus Wïreker de principios del siglo xin y A Tale o f Threescore Follys and Thre de John Lyd­ gate de la primera década del siglo xv. Pero la obra que reavivó indirecta­ mente la sátira clásica en la literatura inglesa fue el célebre Narrenschiff (Basilea, 1494) de Sebastian Brandt, una sátira en verso profundamente influida por la décima sátira de Juvenal en cuanto a la perspectiva pesimista y los de­ talles ilustrativos. Alexander Barclay (c. 1475-1552) hizo una traducción li­ bre al verso inglés con el título Ship o f Fools (1509). En su prólogo, que por lo demás tomó prestado, presenta la historia de la sátira antigua y utiliza por primera vez la palabra (la forma es satyre) en inglés. A raíz de esta traduc­ ción aparecieron varias baladas en inglés: Coche Lo relis Bote y XXV. orders o f Fooles. En Inglaterra, sin embargo, Joseph Hall (1574-1656) se jactaba en su vi­ gorosa Virgidemiarum (1579): Los que me escucháis seguidme y seréis el segundo satírico inglés.*

Pero ya se le había anticipado sir Thomas Wyatt con sus tres sátiras en ter­ cetos encadenados (escritas en tomo a 1536) y también George Gascoigne (c. 1525-1577) cuya sátira en verso suelto, The Steele Glas (1576) recoge el tópico de que «todo es vanidad». Las Sátiras de John Donne se fechan en tomo al año 1593, y sólo dos años más tarde aparece la obra horaciana de Thomas Lodge A Fig fo r Momus. Los dos últimos autores compusieron en pareados yámbicos rimados; este metro se transformaría posteriormente en los pareados heroicos cerra­ dos; continuó siendo el metro comente para la sátira a lo largo de los dos si­ glos siguientes y alcanzó su cima con los versos de Dryden y Pope. Ahora bien, tuvo una ventaja innegable, puesto que parecía frenar la tendencia in­ herente de la sátira a la divagación, imponiéndole una cierta progresión anti­ tética. ¿Cuáles eran los alicientes de la sátira, en sus formas extensa y breve, *

[Follow me who list / And be the second English satirist.]

en las épocas isabelina y jacobea? Ante todo se trataba de un género amplio y flexible, definido sencillamente a partir de los modelos romanos existen­ tes. Además, dispoma de un- arsenal perfectamente surtido: alusiones e insi­ nuaciones, fábulas de animales y sabiduría popular, invectivas e imágenes y una intertextualidad sofisticada que Ezra Pound calificó de logopoeia. Los temas podían ser o bien universales, como los vicios y locuras de la huma­ nidad encamados en personajes concretos —el sexo femenino era, una vez más, el predilecto, como en Juvenal— , o bien extraídos de marcos cultura­ les o instituciones históricas específicas y fácilmente adaptados a las cir­ cunstancias contemporáneas. Los emperadores se convertían en papas; los aristócratas, si no se los presentaba como tales, en clérigos. Además, cada autor satírico tema su voz personal y su retórica, que pro­ yectaba en cada caso una persona diferente. Esto permitió a los autores pos­ teriores adoptar, o adaptar, el estilo más afín a sus propias inclinaciones e in­ tenciones. Por añadidura, el género era extraordinariamente acomodable, pudiendo ser parasitario de otras formas literarias como el género pastoril o la épica —recordemos The Rape o f the Lock de Pope— , y también era recepti­ vo a influencias de otras culturas. Sir Thomas Wyatt recibió el estímulo del poeta italiano Luigi Alamanni (1495-1556) para traducir dos temas de Hora­ cio en tercetos encadenados ingleses. Horacio comparte, junto a Nicolas Boileau, el honor de ser inspirador de la magistral obra de Pope Satires and. Epistles o f Horace Imitated (1733 en adelante). De la misma manera se basó Donne en el encuentro de Horacio con un pelmazo egoísta (Sátiras, 1, 9) para su cuarta sátira, en la que utiliza, sin embargo, el estilo comprimido y alusivo propio de Persio. A diferencia de otros géneros clásicos, como la épi­ ca, el drama o el género pastoril, la sátira ofreció desde buen principio mu­ cha libertad. Aun así, fue mucho más importante la posibilidad que ofrecía de trazar paralelismos entre la civilización romana del Imperio y la sociedad británica del periodo entre 1550 y 1750. A los habituales temas —como la avaricia, la lascivia, la hipocresía, la lisonja y la ambición humanas— en los que se so­ lía recrear el ojo satírico, se incorporaron nuevas problemáticas del momen­ to, como la injusticia del patronazgo, las extravagancias de la corte y el cada vez mayor contraste entre ricos y pobres en sistemas sociales jerarquizados de forma muy similar. Otros tópicos más concretos podían ser la usura, el so­ borno, la usurpación de tierras, la corrupción de los magistrados, la avaricia y simonía clericales, la falta de honradez en el comercio, la caza de fortunas y el juego. Existe asimismo una ingente cantidad de obras satíricas sobre la mala poesía. Incluso el viejo riesgo, tanto físico como legal, que corrían los autores satíricos se repetirá en Londres y en otras capitales europeas en las que también prosperaba la sátira en la obra de escritores como Quevedo. Aun así, es inevitable que hubiesen diferencias: ni las supersticiones foráneas ni el culto al emperador habían levantado tanta pasión como la blasfemia, las intrigas papistas o la intromisión del puritanismo. Entre los autores romanos, pocos practicaron una crítica satírica seria o políticamente radical. A lo sumo

reprobaban los habituales o recientes abusos de poder por parte de los mo­ narcas o de sus cortesanos, pero nunca concibieron, a pesar de simpatizar con los republicanos, la posibilidad de un cam bio revolucionario en su sociedad estratificada. En cam bio, en las com posiciones satíricas de la Inglaterra del siglo xvn se reflejaban otras circunstancias que giraban en torno a las luchas revolucionarias por intereses fundamentales y que concernían no sólo a la re­ ligión sino también a los cam bios dinásticos; abundaban los autores anóni­ mos y muchas de estas com posiciones eran sorprendentemente de excelente calidad poética. Por otro lado y a pesar del uso ambiguo que se llegó a hacer del término Scityr(e) en los títulos, había un rechazo general a la sinceridad de Marcial o de Juvenal, excepto en la época de la Restauración, cuando lord Rochester alardeaba de su capacidad para rivalizar incluso con Marcial, tal y com o de­ muestra en su obra «A Ramble in St. James Park» {c. 1680). Juvenal había asentado en su sexta sátira un m odelo atractivo de sátira contra el sexo fem e­ nino, que se hizo muy frecuente en Inglaterra, aunque aquí se adoptó un tono más grosero e injurioso que obsceno, exceptuando a John Wilkes y su Essay on Woman (1763). Las referencias abusivas a la afeminación homosexual es mucho m enos frecuente que en la sátira romana, si bien esta ausencia está su­ plida por alusiones mordaces a las purgaciones y a la sífilis (que en Roma no eran problemas médicos). El aspecto cronológico no es el único recurso válido para cuestionar la ex­ clusividad que se atribuye Hall de ser el primer autor «satírico». La sátira poé­ tica, en su forma epigramática más breve, ya estaba consolidada y coexistía con la forma más extensa, a pesar del em peño de la época isabelina en im­ poner la última, puesto que se creía que constituía un correctivo más eficaz para los pecados de la época. Las primeras com pilaciones de epigramas satí­ ricos en lengua inglesa, de Robert Crowley (η. 1518) y John Hey wood (¿1497?-¿1580?), aparecieron en 1550, pero estaban más vinculadas al fer­ vor moral y la sabiduría popular de la Edad M edia en su com binación de anécdotas divertidas, proverbios y fábulas. Les seguían las misceláneas de ma­ tiz más clásico com o las de Barnabe G ooge (1563), George Turberville (1567, 1578), Thom as H ow ell (1581) y N icholas Breton (1582). Timothe Kendall (1577) presentó a un Marcial ligeramente depurado en versión in­ glesa, produciendo un efecto inmediato. En esta época empezaron a proliferar los autores de epigramas, con o sin «sátira», entre los que destacan Tho­ mas Bastard (1566-1618), con su obra Chrestoleros (1598); sir John Davies (1569-1626); Thomas Drant (m. 1578), autor de Medicinable Morall ... the two Bookes o f Horace his Satyres, Englyshed (1566); el prolifico Henry Pa­ rrot (fl. 1600); y John Weaver, cuyos Epigrammes in the Oldest Cut and Ne­ west Fashion aparecieron en 1598, al igual que la obra Skialetheia de Ed­ ward Guilpin, de nuevo una com binación de sátiras y epigramas. Los libros que contenían exclusivam ente epigramas, con o sin algunas sátiras, conti­ nuaron multiplicándose hasta mediados del siglo xvi. Las mejores obras son los Epigrammes (1616) de Ben Jonson, «mi obra más madura», y las Hespe-

rides (1648) de Robert Herrick. Por supuesto, no todos los poemas cortos de estas compilaciones tardías eran epigramas satíricos, pero el género siguió con la moda de los pasquines difamatorios y los ataques personales. Hay otras formas literarias breves como la obra Water-Work, «un batiburrillo de sonetos, sátiras y epigramas», deJohn Taylor (1580-1653). Pero el epigrama satírico, aun estando muy próximo a la réplica ad hominem de los aficiona­ dos poco pretenciosos de la corte, fue perdiendo importancia frente a la sáti­ ra más extensa y ambiciosa que podía llegar a varios centenares de versos y que originaría obras tan magistrales como el Absalom and Achitophel (1681) de Dryden o Dunciad (1729) de Pope, sin olvidar The True-Born Englishman de Daniel Defoe, que tiene una extensión de 1.216 versos, el doble de la longitud de la sexta sátira de Juvenal, la más extensa del canon romano. No obstante, y a pesar de las objeciones de Porson a finales del si­ glo xvm, el epigrama continuó siendo un vehículo popular de comentario sa­ tírico, aunque ya no gozase de tanto prestigio. Es impresionante constatar la calidad y cantidad de las obras satíricas de las épocas isabelina y jacobea. Una vez superados los momentos iniciales e inciertos en los que los humanistas británicos intentaban desprenderse de la actitud moralizante de la Edad Media para desarrollar su propia expresión y su retórica basadas en el modelo clásico, la sátira consiguió ser consciente de sus objetivos y métodos y de las libertades que se podía tomar en la adop­ ción de modelos romanos. Al margen de la moda por las traducciones fieles en verso, como la Iliad de Chapman o las Metamorphoses de Golding, algu­ nos autores satíricos y epigramáticos, especialmente Ben Jonson (¿1572?1631), se inclinaban a tratar sus modelos romanos con la misma libertad crea­ tiva con que éstos habían utilizado a sus predecesores literarios, los griegos. Ben Jonson se expresa así al respecto en Timber. El tercer requisito en nuestro Poeta, o Hacedor, es la Imitación, el ser capaz de convertir la Sustancia o Riqueza de otro Poeta, a su propia Usan­ za ... No imitar servilmente, como dijo Horacio, contrayendo, como Virtud, los mismos Vicios: sino, para extraer lo mejor, las flores más escogidas como la abeja, para convertirlo en miel ...

Pero a menudo esta libertad isabelina significaba licencia, que podía aca­ rrear algunas veces creaciones precipitadas y concepciones erróneas de la na­ turaleza literaria de la sátira. Los autores romanos de versos satíricos sabían que su tono y su métrica eran intencionadamente diferentes de la gracia y fuerza del hexámetro en manos de Virgilio u otros poetas, y aun así había al­ gunos isabelinos que veían en la dicción dura y áspera, en la disposición y versificación imperfectas, las verdaderas señas de identidad de la· sátira seria. Esta actitud era en cierto sentido una reacción contra los primeros isabelinos, muy aficionados a la alegoría romántica de los sonetos y elegías sentimenta­ les y al género pastoril cortesano. El lenguaje complejo de Donne se podría atribuir a su imitación de Persio y a su perseverancia en los conceptos, lo que

le valió la reprobación de Jonson, que criticaba su combinación de sílabas y su acentuación. Aun así, había versificadores mucho más imperfectos que él. Así, pues, los discretos comentarios de Horacio en su sermo pedestris y su afición por un estilo de conversación aparentemente poco ingenioso, como también la intencionada complejidad de la dicción y el metro de Persio, re­ sultaron engañosos. La reivindicación «Mi libertad desprecia las leyes de la rima» es propia de John Marston; en un verso extraído de su obra The Scour­ ge o f Vülanie dice: No imploro sirenas a nuestros tiempos alciónicos, que embellezcan los acentos de mis rimas de talla dura.* {Proemium in Librum Tertium, 9-10)

Este hecho vicia algunas compilaciones de sátiras y epigramas, a menudo bastante extensas, a partir de 1590 y hasta los últimos años del reinado de Jacobo I. Entre sus autores se encuentra el elocuente Samuel Rowlands, que en su obra Humors Looking Glasse (1608) satirizaba la práctica de fumar ta­ baco y otros vicios conocidos; el injurioso John Davies of Hereford; Geor­ ge Wither, que fue encarcelado en 1613 por sus sátiras moderadas en Abu­ ses Stript and Whipt (1613), y por último Henry Fitzgeffrey, famoso por sus mordaces descripciones de personajes en The Notes from Blackfriars (1617). Casi ninguna de estas o de las anteriores creaciones nos dan una sensación de dominio y fluidez. A pesar de ello y gracias a su popularidad, el epigra­ ma satírico ejerció una influencia cada vez mayor y bastante provechosa. La búsqueda de la antítesis, la sorpresa y las cualidades asociadas a un Marcial muy imitado llevaron a la brevedad, la concisión y la elegancia de los nue­ vos epigramas. Paulatinamente, la sátira se iría apoderando de estas carac­ terísticas, abandonando su habitual descuido por el verso y la inicial com­ prensión errónea de sus modelos. El neoclasicismo inglés de un Jonson o un Abraham Cowley (16181667), que hacían un uso libre y amplio de los originales latinos, sobre todo Marcial, coexistía junto a la imitación del epigrama clásico en latín. Gran parte de estas imitaciones solían ser ejercicios esporádicos, a excepción de John Owen (c. 1560-1622), considerado como el «Marcial inglés» y muy co­ nocido en Inglaterra y en el resto de Europa. La composición neolatina ha­ bía sido popular en Italia desde principios del Renacimiento ya que el latín era, y continuó siéndolo, la lingua franca para las naciones políglotas de Europa: además sirvió para moderar el estilo exuberante de la retórica poéti­ ca isabelina al introducir el tono compacto de las elegías ovidianas y la con­ cisión de las antítesis de Marcial. En los últimos años del reinado de Jacobo y en los primeros del de Car­ los I, se produce un eclipse en la evolución de la sátira tradicional; parece ser * Rimes.]

[I crave no Sirens of our Halcyon Times, / To grace the Accents of my rough-hew’d

que la fuerza poética se desvió hacia la lírica o hacia las canciones y baladas populares. Pero pronto la calma se reveló fingida. Considerándolo a poste­ riori podemos decir que la reacción fue casi inmediata: el monárquico John Cleveland (16.13-lé58) quien, tras haber utilizado su afilada pluma en contra de las mujeres en su Vituperium.JJxoris, despliega sus conocimientos metaf­ íisicos para condenar el puritanismo y la causa parlamentaria. Su sátira más famosa, «The Rebel Scot», contiene los célebres versos: De haber sido Caín un escocés, Dios le hubiese cambiado su suerte,

no forzándole a errar, mas confinándolo a su casa.* Sus pareados siguen siendo duros aunque contribuyó, y en esto seguía a Donne y Hall, a establecer este metro como el adecuado para la versificación satírica, con lo cual arrinconaba la métrica utilizada por un autor satírico más destacado que escribió la obra heroico-burlesca Hudibras (1663 en adelante). Aparte de unas pocas sátiras, por ejemplo «Upon Marriage», en las que uti­ lizó los pareados heroicos abiertos, Samuel Butler (1612-1680) usó para su obra más célebre un verso de cuatro pies de rima irregular que se oponía a la disciplina clásica que se estaba gestando en la sátira inglesa. Su versifica­ ción tiende más hacia Malory, Rabelais y Cervantes y hacia los primitivos comienzos de la sátira en verso que a la tradición latina y sus imitadores isabelinos. Sin embargo, sólo tres años habían pasado desde la aparición del úl­ timo canto del Hudibras (1678) cuando surgió una de las mejores sátiras ja­ más escritas en inglés: Absalom and Achitophel de John Dryden. A partir de entonces se asentaría el pareado heroico como el principal metro inglés para la sátira y otros géneros. Se convirtió en el equivalente in­ glés del hexámetro y del pareado elegiaco latino, tal y como evidencian las cuatro sátiras Directions to a Painter de sir John Denham (1615-1669) sobre la vergonzosa gloria de la corte de Carlos, y que son una parodia del elogio de Edmund Waller al monarca. Algunos satíricos adoptaron esta forma de écfrasis burlesca que se basa en la máxima horaciana del ut pictura poesis; en­ tre ellos destaca Andrew Marvell (1621-1678), que en su obra «Last Instruc­ tions to a Painter» dibuja también la corrupción de la corte y del país en ge­ neral. Este género se inspira claramente en los cuadros breves y dinámicos trazados por Juvenal en su décima sátira, donde habla del triste final de los héroes y tiranos históricos como Alejandro, Aníbal, Mario y Sejano, y que sirvieron de modelo a sátiras anónimas como la que trata del ministro de Carlos, el conde de Clarendon, titulada The Downfall o f the Chancellor (1667). Sin embargo, nunca se subrayará suficientemente la importancia atribuida al poeta laureado John Dryden (1631-1700) como teórico, traductor y autor brillante de sátiras convencionales. Fue él quien modificó la descripción satí* [Had Cain been Scot, God would have changed his doom, / Not forced him to wander, but confined him to home.]

rica de personajes y quien estableció la distinción entre metáfrasis, paráfrasis e imitación (o alusión), que algunos poetas isabelinos como Jonson habían practicado con sencillez. Este hecho ejerció un fuerte estímulo en la creación poética, y se recurría a modelos clásicos para paliar la propia falta de originalidad creativa. Los re­ sultados fueron muy diversos. Es importante recordar al respecto las palabras del doctor Johnson en su Life ó f Pope: Este modo de imitación, muy familiar para los antiguos, adaptaba sus sen­ timientos a tópicos modernos, y Horacio, en lugar de hablar de Ennio, habla­ ba de Shakespeare; además acomodaba sus sátiras sobre Pantolabo y Nomen­ tano a los aduladores y pródigos de su tiempo; fue utilizado por primera vez por Oldham y Rochester en el reinado de Carlos Π; esta fecha me consta como la más antigua. Es, pues, una especie de composición intermedia entre traduc­ ción y diseño original que agrada, siempre y cuando los pensamientos tengan una aplicación imprevista y los paralelismos sean afortunados.

Podemos citar aquí un pasaje de la obra «An Allusion to Horace, The Tenth Satyr of the First Book» (1675) de Rochester y que casualmente es una crítica a Dryden: Señor, bien reconozco haber dicho que, de Dryden, las Rimas eran plagiadas, desiguales y mil veces aburridas. ¿Qué protector tendrá de seso tan endeble y tan parcial en su ceguera que lo niegue? Mas que sus obras de Teatro, engalanadas de pe a pa de erudición e ingenio, con justicia gustaron a la Ciudad, en ese mismo Escrito lo dije con la misma libertad.*

Es fácil de comprender la popularidad de la imitación como recurso de la sátira. La emulación de los modelos clásicos brindaba una base sólida a la efímera actualidad de las alusiones contemporáneas. Esta agradable sensa­ ción de ser reconocido desempeña un papel muy importante tanto en la defi­ nición aristotélica de la retórica como también en la teoría freudiana del jue­ go. Además expresaba la voluntad renacentista básica de juntar la inspiración clásica con la moderna. Los paradigmas clásicos de esta técnica se encuentran en Imitations o f Horace (1730 en adelante) de Pope. En cierto modo esto significaba cargar tanto al poeta como al lector con cierta responsabilidad, debido a que gran parte del placer de la lectura pasaba por constatar las discrepancias y analo­ gías entre la nueva creación y su original. La mayoría de los autores satíri­ cos del momento preferían en general las «traducciones creativas», menos * [Well, sir 'tis granted I said Dryden’s Rimes / Were siol’n, unequal, nay dull many Ti­ mes. / What foolish Patron is there found of his / So blindly partial to deny me this? / But that his Plays, embroider’d up and down / With Wit and Learning, justly pleas’d the Town / In-the same Paper I as freely own.]

sujetas al original y muy populares en época isabelina y posteriormente. Este tipo de traducción se aleja, en cuanto a intención y a menudo también en ex­ tensión, de su modelo clásico; un ejemplo nos lo brinda sir Carr Scroope en su «In Defence of Satire» (1677), basada de forma aproximada en Horacio (Sátiras, 1, 4), aunque mucho, más mordaz y personal que el original, bas­ tante moderado. Dryden tiene el mismo planteamiento en sus sátiras políticas y religiosas. La célebre descripción del inmigrante rastrero en Juvenal(3, 60 y ss.) nos da una idea más clara al respecto, y traducida por el propio Dryden de esta ma­ nera: Ingenio agudo, cara dura y verbo fácil, paciente en el esfuerzo, en ocultar agravios hábil, resuélveme esto y adivina de quién se trata: ¿quién lleva a una nación dentro de un hombre solo? Cocinero, hechicero y retor, pedante, geómetra y pintor, funámbulo y doctor. Todo lo sabe el ávido griego en verdad: dile que vaya al Cielo, y al cielo irá.*

Este pasaje se convertirá en Absalom and Achitophel en la célebre descrip­ ción de George Villiers, duque de Buckingham (quien también escribía sáti­ ras), con el nombre de Zimri: A la primera categoría pertence Zimri: un hombre tan polifacético que parecía ser no un único sino todos los epítomes de la humanidad. Con opiniones inamovibles, siempre estuvo en lo falso; fue Todo en los comienzos, y Nada a la larga: pero en el curso de un mes lunar fue químico, tramposo, hombre de estado y bufón; luego se entrega a las mujeres, la pintura, la versificación y la bebida además de diez mil caprichos que murieron pensando ¡dichoso loco, que a cada hora sabría desear o disfrutar algo nuevo! Elogiar y difamar fue su costumbre. Y ambas cosas (para mostrar su juicio) radicalmente: tan sumamente violento, o sumamente educado, que, con él, todo hombre era o bien Dios o bien el demonio. Desperdiciar la salud era su arte personal: nada existe sin recompensa, sólo el Desierto. * [Q u ick W itted , B ra z e n -fa c ’d, w ith fluent T o ngues, / P atien t o f L abour», and dissem­ bling W ro n g s / R id d le m e th is, an d guess him if you can , / W ho b ears a N atio n in a single M an? / A C o o k , a Conjuror, a R h eto rician , / A P ain ter, P ed an t, a G eo m etrician , / A Dancer on th e R o p es, a n d a P h y sician . / All th in g s the hungry Greek exactly know s: / A nd bid him g o to H eav ’n, to H eav ’n h e goes.]

Superado por tontos a los que todavía consideraba demasiado atrasados él tuvo su merecido y ellos su herencia: burló al tribunal; luego buscó un remedio y formó partidos, aunque jamás pudo ser el jefe: pues, a su pesar, la carga del trabajo cayó en Absalom y el sabio AchitopheL Aunque picaro en su testamento, privado de medios no dejó una facción sino que ésta lo dejó a él.*

Las obras Absalom (1681), The Medall, MacFlecknoe y los pasajes satíricos de Religio L aid (todas de 1682) y The Hind and the Panther (1687) de Dry­ den —todas ellas contienen tópicos políticos, religiosos y literarios— son las mejores creaciones dentro de una gran masa de autores neoclásicos que en­ tre 1660 y alrededor de 1714, fecha de la ascensión de la dinastía hannoveriana, pusieron su talento al servicio de la sátira. En el primer puesto de la escala social tenemos a Buckingham, Rochester y John Buckhurst, conde de Dorset (1638-1706), este ultimo muy elogiado por Rochester y Ezra Pound (pues para Pound logopoeia es igual a ironía verbal). De procedencia más humilde, cabe mencionar a Thomas Shadwell, el segundo laureado después de Diyden, a Thomas D’Urfey, Thomas Otway, Elkanah Settle, todos ellos dramaturgos, y, quizá el mejor de éstos, John Oldham (1653-1683). Oldham era uno de los principales exponentes de la imitación, y en su imitación de la tercera sátira de Juvenal, en la que traslada el escenario de Roma a Londres, está al mismo nivel que la obra London del doctor John­ son. En sus Satires Upon the Jesuits (1681), elogiada por Dryden por la vio­ lencia manifestada contra la «vil estirpe de Loyola y el Infierno», resulta muy evidente la inspiración en modelos romanos; este hecho seguramente contribuyó a apaciguar sus injurias enardecidas y le sirvió como un medio habitual de defensa. La última secuencia arranca de Horacio, Sátiras, 1, 8, y su versión de Sátiras, 1, 9 («El pesado») fue la que más elogió Pope. A pe­ sar de su deuda con Horacio, hay que recordar que de las seis sátiras publi­ cadas en sus Poems and Translations (1683), cinco están inspiradas en Juve­ nal. Como buen clasicista publicó también imitaciones de Boileau y los ecos de Marcial no son infrecuentes en sus versos. * [In the first Rank of these did Zimri stand: / A Man so various, that he seem’d to be / Not one, but all Mankind’s Epitome. / Stiff in Opinions, always in the Wrong; / Was Everything by Starts, and Nothing long: / But, in the Course of one revolving Moon, / Was Chymist, Fid­ ler, States-man, and Buffoon; / Then all for Women, Painting, Rhiming, Drinking / Besides ten thousand Freaks that died in Thinking. / Blest Madman, who could every Hour employ, / With Something New to wish, or to enjoy! / Railing and Praising were his usual Theams; / And Both (to shew his Judgment) in Extreams: / So over Violent, or over Civil, / That every Man, with him, was God or Devil. / In squand’ring Wealth was his peculiar Art: / Nothing went unrewar­ ded, but Desert. / Begger’d by Fools, whom still he found too late: / He had his Just, and they had his Estate. / He laugh’d himself from Court; then sought Relief / By forming Parties, but could ne’r be Chief: / For, spight of him, the Weight of Business fell / On Absalom and wise AchitopheL· / Thus wicked but in Will, of Means bereft, / He left not Faction, but o f that was left.]

Sin embargo, la superioridad poética de Dryden frente a sus contempo­ ráneos está suficientemente demostrada viendo las críticas que le dirige, por ejemplo, Shadwell en The Medal o f John Bayes (seudónimo habitual de Dryden): ¿Cuánto tiempo tendré que seguir escuchando, sin responder, cómo miente este laureado, este detractor de segunda fila? El muy necio se ufana, impunemente, de un libelo en el que sobresale, antes que ingenio, su insolencia; mientras con palabras y nombres groseros que deja escapar mancha la Dignidad de la sátira. Pues el libelo y la verdadera sátira en poco se parecen; esta última destaca, con modestia, por su verdad y salero. No hiriendo a las personas, censura los crímenes, no apela al gran hombre, sino a los vicios del momento, con ingeniosos y agudos, y no tajantes y amargos versos.*

Es fácil explicar el extraordinario auge que tuvo el estilo satírico en la li­ teratura de Gran Bretaña en el periodo comprendido entre la restauración de Carlos H y la muerte de la reina Ana. No hubo otra época en la que prevale­ cieran tanto los intereses políticos y religiosos y se derrocharan con tanta profusión, en todo tipo de propaganda, los fondos públicos y privados y las sinecuras bien pagadas. A pesar de las estrictas leyes sobre la venta y con­ sumo de alcohol e incluso las más rigurosas contra las difamaciones de per­ sonas o los libelos sediciosos, los autores satíricos continuaron publicando panfletos y periódicos bajo su propio nombre, bajo seudónimos o anónima­ mente, ayudados por la rapidez y la habilidad de los impresores, expuestos al riesgo también ellos, y por el valor de editores clandestinos como Francis «Eléphant» Smith. A juzgar por las publicaciones y los samizdhat rescata­ dos del olvido —y de la Anthology o f Poems on Affairs o f State (1660-1714), de George Lord, que tema ochocientas páginas, pero sólo nos quedan diez— parece que se confirma la idea de Marcial de que todo patronazgo generoso produce poesía brillante; si existiesen más mecenas, habría más Virgilios («Sint Maecenates, non derunt, Flacce, Marones», 8, 55, 5). Se prefería la sá­ tira en verso y los pasquines a la prosa, ya que en ellos se podían incluir ci­ tas y, además, ofrecían la posibilidad de renunciar a los hechos en favor de una invectiva hiperbólica y una insinuación ingeniosa. En este momento ya se hallaban bien delimitados los géneros de la sátira y el epigrama; se utili­ zaban los antecedentes clásicos para conferir a la injuria una falsa sensación de respetabilidad. El arte de la versificación estaba tan avanzado que sólo un * [How long shall I endure, without Reply, / To hear this Bayes, this Hackney-railer, he? / The Fool, uncudgel’d, for one Libel swells, / Where not his Wit, but Saucyness excels; / Whilst with foul Words and Names which he lets fly, / He quite defiles the Satire’s Dignity. / For Libe! and true Satire different be; / This must have Truth, and Salt, with Modesty. / Sparing the Per­ sons, this does tax the Crimes / Calls not the great Men, but Vices of the Times, / With witty and sharp, not blunt and bitter Rimes.]

universitario anodino y de pocas pretensiones no habría sabido componer un pareado heroico más o menos aceptable. Para los auténticamente pobres, existían las canciones, las baladas y las coplas. En relación a los escritores del momento se podría hacer una distinción entre los radicales, que se oponían tanto al gobierno como a las instituciones y alas tradiciones en general, y los más conservadores, entre los que se cuen­ tan Dryden, Swift, Pope y Gay. Los primeros rehuían el estudio de las letras clásicas, tan habitual entre la nobleza y los terratenientes, al que anteponían las baladas, el género burlesco y las coplas que estaban más al alcance de los nuevos sectores sociales obreros y del comercio. Una situación similar se producirá en el romanticismo. Por supuesto, cada escritor abordó desde dife­ rentes perspectivas un amplio repertorio de asuntos sociales y políticos que trascendían los habituales vicios de corrupción, avaricia, locura y lujuria, que por supuesto seguían existiendo. El odio al protestantismo y el miedo al papismo, estimulados por rumores acerca de complots jesuítas e intrigas francesas, como a menudo reflejaban los versos, tomó un cariz político, ya que se especulaba con la posibilidad —íntimamente relacionada con anterio­ res persecuciones y con la actual corrupción de la corte— de que se impu­ siese en Inglaterra una dinastía católica. Ningún suceso político refleja me­ jor el poder del verso satírico que el hundimiento de Jacobo Π a partir de la exaltada campaña periodística en contra de su política pro católica; y algu­ nas canciones tuvieron el impacto político de «Lilliburlero», el himno de la Revolución Gloriosa de 1688. No hay que olvidar que también se imprimían las protestas de los purita­ nos, los disidentes, los republicanos, los cromwellianos nostálgicos e incluso la de los comunistas prematuros al estilo de los Diggers y los Levellers. Dry­ den mostró cómo los modelos romanos podían adaptarse a los acontecimien­ tos, vicios y personajes contemporáneos. La sátira romana, en cuanto sátira política, había cargado contra aquellos individuos que se aprovechaban de un sistema perfectamente válido. Este es el caso de Persio en su crítica a la cor­ te de Nerón y de los ataques del arrepentido Marcial y de su amigo Juvenal en contra de la crueldad de un Domiciano autocrático; pero no criticaban el concepto mismo de autocracia o de culto imperial. La nueva sátira neoclási­ ca, sin embargo, podía llegar a cuestionar, o defender, el derecho divino de los monarcas, la relación gobierno-religión, el monopolio real sobre los asuntos internacionales o incluso los cambios en las convicciones políticas o religio­ sas personales. Los nuevos neoclásicos se sirvieron de la discusión crítica so­ bre literatura, que los autores satíricos romanos habían llevado a un nivel es­ tético y casi despolitizado, como pretexto para manifestar sus antipatías y simpatías políticas y personales. En consecuencia, el modo heroico-burlesco y la parodia, que hasta el momento eran simplemente un arma más en manos de los autores romanos, se transformaron en un estilo satírico propio, como podemos ver en la obra MacFlechioe de Dryden. Eran excepcionalmente frecuentes las sátiras sobre temas de literatura, a menudo sobre las discusiones críticas que se encuentran en Horacio: uno de

los recursos habituales para desacreditar los principios y las lealtades de un individuo consistía en manchar su reputación o, peor aún, en desmerecer su arte. El metro preferido de un autor podía ser objeto de burla, como lo po­ dían ser también su amante o los principios morales defendidos. El sucesor más destacado y el rival artístico más cercano a Dryden fue Alexander Pope (1688-1744), cuya Dunciad (1728) está indudablemente ins­ pirada en MacFlecknoe menos en el objetivo literario, que en Pope es múlti­ ple mientras que en Dryden es único. La primera sátira de Pope, excluida por las conjeturas del momento de tomar parte en los conflictos religiosos, polí­ ticos y literarios de los que, antes de 1714, surgieron tantos buenos poemas partidistas, se titulaba The Rape o f the Lock (1712; revisada y ampliada en 1714). Se trata de un relato'heroico-burlesco de una pelea en sociedad. Su modelo clásico no es ningún autor propiamente satírico, sino la versión de Catulo del elogio irónico que Calimaco dirigió a la reina egipcia Berenice; en él se relata de forma divertida cómo el mechón de Berenice, previamente sacrificado por la reina para garantizar la seguridad y la victoria militar de su marido, se eleva al cielo transformándose en Coma Berenices. Samuel John­ son la calificó como la obra «más alegre, ingeniosa y deliciosa» de Pope. Pope, no obstante, irá abandonando en sus sátiras de inspiración clásica este tipo de invectiva vehemente y autoritaria, excepción hecha de su áspe­ ro pronunciamiento —a la manera de Dryden— contra los poetas contem­ poráneos y que lleva el título de Dunciad (1728). En su lugar adoptará un discurso reflexivo y refinado para el cual tomó como modelo la fingida e in­ geniosa conversación urbana de Horacio. El Arte poética sirvió de modelo para An Essay on Criticism (1711), pero es Imitations o f Horace, de Pope, escrita en 1733 y en los años siguientes, el mejor ejemplo —anterior al si­ glo xx y en lengua inglesa— de una interacción creativa y fructífera entre un poeta antiguo y uno moderno. En estos poemas, Pope llevó hasta el límite el amplio concepto de Imitation, pues combinó la traducción fiel del original con comentarios irónicos y contemporáneos sobre las implicaciones y puntos de vista de la misma; además, en su versión de Epístolas, 2, 1, de Horacio puso como destinatario, en lugar de Augusto, al completamente inadecuado Jor­ ge Π. Estas Imitations, junto a algunos de sus Moral Essays, en particular la transformación horaciana de la sexta sátira de Juvenal acerca del tradi­ cional tema de los vicios y la estupidez del sexo femenino (Epístola 2, So­ bre el carácter de las mujeres), se consideran normalmente como las me­ jores y más sutiles obras de Pope; pero para poder apreciar mejor toda su complejidad deberían publicarse, como se hizo inicialmente, junto con el texto latino. La ironía subyacente en los versos siguientes sigue siendo perceptible: A ti el universo te rinde este homenaje, la cosecha temprana, pero maduro el elogio. ¡Gran amigo de la LIBERTAD!, entre reyes un nombre por encima de toda gloria griega o romana;

su palabra es la verdad, tan sagrada y venerada, como los oráculos del cielo proferidos desde el altar. ¡Prodigio de reyes! Como él para un mortal jamás nadie ha existido y jamás existirá. Justo en un caso, pero aun así es manifiesto que vuestras gentes, Señor, son parciales en el resto; enemigos de todo valor de la vida excepto de la vuestra y, abogados de la locura, muertos y desaparecidos. Autores que, como las monedas, con la edad adquieren valor; más es la pátina que vale y no el oro.* Su obra maestra es, sin embargo, la E pistle to Dr. Arbuthnot , que sirvió de Prologue to the Satires (1734). Aquí Pope, sin inspirarse en ninguna obra de Horacio en concreto, usa el perfil fragmentario de sí mismo, como hizo Horacio en sus escritos, para crear un divertido —aunque ligeramente de­ fensivo— autorretrato que justifique la finalidad y la motivación de sus Imi­ tations. Más que de imitación se trata de transmutación. Para los historiadores de la literatura, sin embargo, Pope marca el princi­ pio del fin de la sátira clásica en verso. En manos de Waller, Oldham y Dry­ den, el pareado heroico se había convertido en una versificación retórica, va­ riada, fluida y vigorosa, capaz de conseguir los más diversos efectos, desde la más simple frivolidad hasta una emocionante profundidad. El pareado de Pope cierra, junto al hexámetro de Juvenal, un capítulo. Después de él nadie supo escribir tan bien en este estilo; en todo caso escribió de forma diferente. La disponibilidad , por así decirlo, de estas técnicas del verso ya se había ma­ nifestado anteriormente en algunos pasajes impresionantes de la célebre, aun­ que tendenciosa, sátira The D ispensary (1699) de sir Samuel Garth; en ella hay rasgos de la intención de Pope y reminiscencias de la fuerza de Dryden. Aun así, fue Pope quien consumó prácticamente el potencial de la forma. Sa­ muel Johnson ya lo constató al afirmar que después de Pope sería «arriesga­ do ... intentar perfeccionar la versificación». Pero el precio que pagó Pope por su logro fue, en palabras de Cowper, que hizo de la poesía un arte meramente mecánico y cada curruca canta su melodía de memoria.** La lenta decadencia del pareado cerrado va acompañada del surgimiento del espíritu romántico, que se volcó en la lírica griega y los sentimientos y * [To thee, the World its present Homage pays, / The Harvest early, but mature the Praise: / Great Friend of LIBERTY! in Kings a Name / Above all Greek, above all Roman Fame: / Whose Word is Truth, as sacred and revered, / As Heaven’s own Oracles from Altars heard. / Wonder of Kings! like whom, to mortal Eyes / None e’er has risen, and none e’er shall rise. / Just in one Ins­ tance, be it yet confess’d / Your People, Sir, are partial in the rest: / Foes to all living Worth ex­ cept Your own, / And Advocates for Folly dead and gone. / Authors, like Coins, grow dear as they grow old; / It is the Rust we value, not the Gold.] ** [Made poetry a mere mechanic art, / And every warbler has his tune by heart.]

las experiencias del hombre corriente, abandonando los clásicos romanos de la sátira. Paulatinamente, el romanticismo forzará la desaparición del parea­ do, y con ella disminuirá correspondientemente la influencia de la sátira clá­ sica en la inglesa. Sin embargo, cualquier consideración acerca de la influencia de la sátira romana en la inglesa resultaría incompleta si no tuviésemos en cuenta las imitaciones que hizo Samuel Johnson (1709-1784) de las sátiras tercera y dé­ cima de Juvenal: London (1738) y The Vanityo f Human Wishes(1749).A pesar de no tener la fuerza de un Pope en susadaptaciones deHoracio,John­ son consigue infundir a la ingeniosa retórica de Juvenal una moralidad so­ lemne, que modifica de forma radical el carácter del original; para ello recu­ rre a unos equivalentes modernos —y bastante creíbles— para los vicios y caracteres condenados por el original, como por ejemplo con Thomas Wolsey (m. 1530), personaje equivalente a Sejano: Con toda su dignidad, ved aquí a Wolsey, la fortuna en la mano, su palabra es la ley: a él la iglesia, el reino, sus poderes confían, a través de él la luz del favor real brilla, hace corrersu gesto el río de los honores, tan sólo su sonrisa otorga seguridad. En pos de nuevas cimas se alzan sus deseos insaciables, una demanda lleva a otra, y el poder lo encumbra en el poder, hasta que, hastiado de conquistar sin resistencia, ante él rendidos los privilegios, ninguno le quedó por detentar. El soberano frunce al fin el ceño: el séquito real nota el torvo mirar, y de odio ve en él la señal. A dondequiera que acude lo miran como a un extraño, quienes le suplicaban de él hacen escarnio, huyen de él sus allegados. Se esfuman de inmediato la altivez de su estado, el palio de oro, la vajilla resplandeciente, el regio palacio, la lujosa mesa, la legión de librea y el servil señor. Por su edad, por sus cuitas y achaques abatido busca el refugio de un monástico retiro. La pena ayuda a la enfermedad, le escuece recordar su locura, y su postrer suspiro le reprocha haber confiado en reyes. Pues, ¿para qué erigió Wolsey junto a simas de fortuna sobre cimientos endebles tan enorme peso? ¿Para qué, si no fue para abatirlo el golpe del infortunio con más estrepitosa ruina al fondo del abismo?* * [In full-blown Dignity, see Wolsey stand, / Law in his Voice, and Fortune in his Hand: / To him the Church, the Realm, their Pow’rs consign, / Thro’him the Rays of regal Bounty shi­ ne / Turn'd by his Nod the Stream o f Honour flows, / His Smile alone Security bestows: / Still to new Heights his restless Wishes tow’r, / Claim leads to Claim, and Pow’r advances Pow’r; / Till Conquest unresisted ceas’d to please, / And Rights submined, left him none to seize. / At Length his Sov’reign frowns— the Train of State / Mark the keen Glance, and watch the Sign to

Johnson fue capaz de encontrar en los modelos romanos una nueva inspira­ ción; siguiendo más a Juvenal que a Horacio, supo infundir a sus originales una pasión que emanaba de sus propias experiencias: Dígnate dirigir la mirada al fugaz mundo, y apártate un momento de las Letras, para ser sabio. Observa allí los males que a la vida del eradito afligen: estrecheces, afanes, la envidia, el mecenas, la cárcel. Ve a las naciones, de entendimiento tardo y parcas en la justicia, al sepultado Mérito erigir tardío busto. Si el sueño aún halagador encuentras, atiende una vez más, oye la vida de Lydiat y el fin de Galileo.* Charles Churchill (1732-1764) representa una actitud diferente frente a los modelos romanos. Al igual que Johnson, trata los pareados de Pope de forma innovadora. Yvor Winters, refiriéndose al último poema largo que Churchill escribió hacia el final de su vida, The D edication, dijo que era «el mayor poema en lengua inglesa del siglo xvm y uno de los mejores jamás escritos en nuestra lengua». Churchill empezó mostrando su talento a través de la imitación. En The P rophecy o f Famine, los escoceses ocupan el lugar de los griegos de Juvenal, y en The A uthor se reflejan los clásicos temas de Juvenal y Marcial; en esta última obra Churchill deplora el estado del saber y la poesía en aquel momento, y además introduce la idea de Persio sobre la virtud menospreciada: «y Virtud, desde su amplio pedestal agitada, / el Azo­ te del Vicio temía». La sátira misma, o la discusión en tomo al género, proporciona otro tema que el autor comparte con la tradición romana, tal y como muestra esta cita: Sátira, aun cuando gobiernen la Envidia y el mal humor, la mente del hombre siempre deberá seguir su camino ...** La obra Night. An E pistle to R o b ert L loyd recoge la idea de Juvenal del mun­ do como vanidad de vanidades:

hate. / Where-e’er he turns he meets a Stranger’s Eye, / His suppliants scorn him, and his Fo­ llowers fly: / At once is lost the Pride of aweful State, / The golden Canopy, the giitt’ring Pla­ te, / The regal Palace, the luxurious Board, / The liv’ried Army, and the menial Lord. / With Age, with Cares, with Maladies oppress’d / He seeks the Refuge of monastic Rest. / Grief aids Disease, remember’d Folly stings, / And his last Sighs reproach the Faith of Kings. / For why did Wolsey near the Steeps of Fate, / On weak Foundations raise th’enormous Weight? / Why but to sink beneath Misfortune’s Blow, / With louder Ruin to the Gulphs below?] * [Deign on the passing World to tum thine Eyes, / And Pause awhile from Letters, to be wise; / There mark what Ills the Scholar’s Life assail, / Toil, Envy, Want, the Patron, and che Jail. / See Nations slowly wise, and meanly just, / To buried Merit raise the tardy Bust. / If Dreams yet flatter, once again attend, / Hear Lydiat’s Life, and Galileo’s End.] ** [Satire, whilst Envy and ΠΙ-humour sway / The Mind of Man, must always make her Way ...]

Vicio tras vicio con ardor persiguen, y una vieja locura veinte nuevas consigue.* Rechaza con elegancia la ambición, tal y como hace Juvenal en sus comen­ tarios sobre Alejandro y Aníbal: Ocupado con nimiedades a través del valle de la vida, el hombre contra el hombre se enfrenta sin causa para la lucha; los ejércitos se arman unos contra otros y millares perecen, por un ruin poco que no alimenta ni a cincuenta. Las ardillas se disputan las nueces y, bien o mal, ambiciosos luchan porios reyes del imperio universal. ¿Qué más da? Para nosotros todo es lo mismo, una nuez, un universo, una ardilla y un rey.**' Con ironía similar reemprende en The Times la crítica que Juvenal dirigió en su sátira novena a los homosexuales pederastas; en las críticas violentas al obispo Warburton, en The Duellist y The Dedication, Churchill pone en prác­ tica el método directo de Juvenal con la mayor ferocidad posible. Los si­ guientes versos están claramente inspirados en la octava sátira de Juvenal sobre las pretensiones morales de la aristocracia: Pero ¿qué es el linaje si, para complacer a la Humanidad, los heraldos crean insignias de la nada?*** En sus poemas se manifiesta una fuerte tendencia a recurrir a los autores de la sátira formal neoclásica. Los maestros ingleses actúan ahora como inter­ mediarios de la influencia clásica. Esta situación afectaría durante un tiempo a los sucesores de Pope y sólo al final se intentaría, no sin esfuerzo, volver a la imitación directa de Horacio, Persio y Juvenal. Por ello no hace falta que nos detengamos excesivamente en los suceso­ res inmediatos e incluso en algunos contemporáneos de Pope. Los pareados heroicos, que habían alcanzado su máxima expresión con Pope, resultaban ahora demasiado familiares y aburridos. Esta extenuación iba acompañada de un moderado cambio de la sensibilidad, preludio de la eclosión espiritual del romanticismo. Resultaba tentadora la idea de imitar a Pope, pero desalenta­ dora la de emularlo. Aun así, hubo algunos continuadores del estilo heroicoburlesco de la obra Dunciad, aunque siempre mantuvieron una distancia pru* [Vice after Vice with Ardour they pursue, / And one old Folly brings forth Twenty new.] ** [Perplexed with Trifles through the Vale of Life, / Man strives ’gainst Man, without a Cause for Strife; / Annies embattled meet, and Thousands bleed, / For some- vile Spot which cannot Fifty feed. / Squirrels for Nuts contend, and, Wrong or Right, / For the World’s Empire Kings ambitious fight. / What Odds? — to us ’tis all the self-same Thing / A Nut, a World, a Squirrel, and a King.] *** [But what is Birth, when, to delight Mankind / Heralds can make those Arms they cannot find?]

dente: el R oscia d de Churchill y el C onsultad de Chatterton, además de otras que se han sumergido en las profundidades de la historia de la literatura. Sería oportuno mencionar a otros autores satíricos menores no sólo como continuación, sino para mostrar la decadencia a partir de Pope. Edward Young (1683-1765), más joven que Pope, tuvo bastante éxito con sus siete sátiras sobre la fama, The U niversal Passion (1725). A veces resulta oportu­ no el tono solemne de sus sátiras e incluso incorpora en sus tardías «Epistles to Mr. Pope concerning the Authors of the Age» (1730) unos aforismos lati­ nos como el «None think the great unhappy, save the great». Más importan­ tes son William Cowper (1731-1800) y George Crabbe (1754-1832), quizá los únicos que acompañan el lento pero inevitable declive de la tradición clá­ sica. Podría decirse que The Village de Crabbe, aunque se trata de una sátira sobre la falsa nostalgia del The D e serted Village (1770) de Oliver Goldsmith, es esencialmente un comentario benévolo. La sátira no casa con la compa­ sión o el sentimentalismo, tal y como demostraría Wordsworth. Otra forma más temprana de rebeldía contra las normas habituales de la arraigada sátira «clásica» fue la adopción del octosílabo, el verso tosco del H udibras, por al­ gunos escritores como Jonathan Swift, John Gay y otros. Pero el mero hecho de que existiese este género indujo a escribir sátiras a muchos que en otro momento hubiesen escrito novelas. La lista de autores es interminable y nin­ gún otro periodo ha visto nacer tantas obras poéticas meritorias y competen­ tes en cuanto a técnica. Entre los autores dignos de mención, y aparte de los ya citados, cabe destacar a Matthew Prior (1664-1721), John Arbuthnot (1667-1735), Soame Jenyns (1704-1787) con sus obras «The Modem Fine Gentleman» y «The Modem Fine Lady» (con elementos de la sexta sátira de Juvenal); Edward Moore (1712-1757), William Whitehead (1715-1785) con A Charge to Poets, y Robert Lloyd (1733-1764). Mientras tanto se estaban gestando otros factores históricos que pondrían final al dominio literario de la sátira formal basada directa o indirectamente en la duradera tradición romana. El más importante fue el cambio en la sen­ sibilidad. Los problemas sociales, profundamente arraigados, y los apuros de los pobres bajo un sistema económico injusto, levantaban más compa­ sión que indignación, ya que ¿dónde estaban los individuos corruptos a los que se podía vapulear personalmente? Autores como Goldsmith, Cowper y Crabbe se encontraban en el umbral del periodo romántico, la edad del hom­ bre corriente, que postulaba la ruptura con los ideales sociales y literarios for­ jados por la educación clásica y el rechazo de «lenguajes faltos de una voz viva», tal y como aparece en The Prelude (obra empezada en 1798) de Words­ worth. A finales del siglo xvm las nuevas corrientes de pensamiento eran igualitaristas y no conformistas, corrientes que vivieron su apogeo en los ex­ cesos (para algunos) de las revoluciones norteamericana y francesa. Tanto los satíricos romanos como los neoclásicos hablaron de haut en bas\ se ampara­ ban en unos supuestos inamovibles y en un modelo social concreto, y por ello eran, en muchos aspectos, conservadores. Los paladines populistas, a su vez, se inclinaban por la balada, la canción e incluso la prosa para expresar su re­

sentimiento y sus ideales. Así lo evidencia la magnífica sátira de Robert Bums en la que el autor recupera la versificación escocesa autóctona. La sátira de inspiración clásica resurge por última vez en los escritos de autores relacionados con la publicación tory The Anti-Jacobin : John Hookham Frere (1769-1846), George. Canning (1770-1827) y William Gifford (17561826). El «New Morality» (1798) de Canning, escrito en pareados altamen­ te irónicos, arremete contra el Buen Salvaje de Rousseau y contra el senti­ mentalismo democrático y poco patriota de los defensores de la paz con la Francia republicana. William. Gifford, traductor competente de Persio (1821) y Juvenal (1802), se inspira para su escritos en el estilo de estos dos autores latinos: para el despiadado B a via d (1791) se basa en la primera sátira de Per­ sio, y para el M a evia d (1795) en Horacio (Sátiras , 1, 10). (Leigh Hunt, en su contraataque, se expresa en los mismos términos:) En la vertiente literaria está por un lado Peter Pindar, nom d e guerre de John Wolcot (1738-1819), que aplicó la sátira lírica a tejnas políticos, y por otro lado Gifford, que de­ sacreditó, con virulencia clásica, las efusiones de sentimentalismo romántico de la Accademia della Crusca,* cuyo líder fue Robert Meiry. Críticos conser­ vadores como Gifford, editor de la conocida Q uarterly Review, se recrearían con similar aspereza en poetas románticos tan célebres como Southey, Wordsworth, Keats, Shelley y Byron. Una vez más, estas disputas literarias encubrían diferencias políticas muy marcadas. Sería el último gran satírico inglés, George Gordon lord Byron (17881824), aristócrata por nacimiento y modo de vida, pero paladín de los opri­ midos y los espíritus libres, quien mejor comprendería que el pareado heroi­ co había alcanzado la cima con Dryden y Pope y que por ello se tenía que emprender un nuevo camino en la versificación inglesa. A partir del D on Juan (empezado en 1818) la historia de la sátira de inspiración clásica se convertirá en crónica mediocre y accidentada. La débilmente consolidada sensibilidad de la época de la Regencia no supo continuar con la gran tradi­ ción de la sátira neoclásica iniciada por Dryden. Muchos románticos se iniciaron en el género satírico, generalmente en de­ fensa propia. Shelley (1792-1822) utilizó el pareado satírico en su comedia aristofánica S w ellfoot the Tyrant y en su áspera crítica del conservadurismo político y la poesía insípida de Wordsworth titulada P eter B ell the Third. Keats hizo un intento similar, aunque lo dejó incompleto, en «The Cap and Bells» (c. 1820). Ninguno de los dos alcanza la elegancia y el ingenio neo­ clásicos y difícilmente superan a otro de los satíricos de la Regencia, W. M. Praed (1802-1839), la jovial sátira social y la parodia del cual no hacen más que anunciar la tendencia literaria que se impondría posteriormente. Byron se inició en esta atenuada tradición neoclásica con su célebre En­ glish B ards a n d Scotch R eview ers (1809). Empieza con una imitación de los versos de apertura de la primera sátira de Juvenal: * Academia fundada en Florencia en la segunda mitad del siglo xvi, con el propósito de depurar la lengua italiana. (N. del e.)

¿No debo oír? ¿Podrá chillar el ronco Fitzgerald chirriantes pareados en tabernas, y yo no cantaré por miedo a que tal vez la crítica escocesa de escribidor me tache y a mi musa denuncie? A la rima aprestaos: publicaré, con razón o sin ella. Los necios son mi tema, que mi canto la sátira sea.* La obra H ints from H orace (1811), una «alusión» al A rte p o é tic a , estaba escrita en el mismo tono y metro. Ambas obras, en las que, como también en el D unciad de Pope, está latente el problema de la pérdida de actualidad de los littérateurs criticados en ellas, no eran más que abortados preludios a la revuelta que depondría a la sátira neoclásica de su lugar privilegiado. Byron se inspiró, curiosamente, en los experimentos realizados por John Hookham Frere en su The M onks a n d the G iants , cuando adoptó las octavas (el metro del verso tragicómico italiano) para su contundente The Vision o f Judgement (1821); en ella ataca a Jorge ΙΠ y a su poeta laureado (o lacayo, según Byron), Robert Southey. La estructura corresponde a la sátira menipea de Séneca sobre Claudio, la A pocolocyn tosis, aunque la fuerza innovadora es completamente byroniana. Esta fuerza sigue omnipresente en el D on Juan, obra que el propio poeta califica de «sátira alegre con la poca poesía que para el caso se requería» y más adelante de «sátira sobre los abusos de los actua­ les rangos sociales, y no un elogio del vicio». En caso de que en esta ma­ quinaria completamente moderna habitase algún fantasma clásico, sería el espíritu de Horacio. Pero por todo lo anteriormente mencionado y por todas las reminiscencias que encierra tanto de Juvenal como de Marcial, este poe~ me fleu ve representa un viraje decisivo en la tradición satírica inglesa. La sátira extensa halló su continuidad en el siglo xix y en el xx con no­ velistas como Thomas Love Peacock, Charles Dickens, William Makepeace Thackeray y Samuel Butler, y más recientemente Michael Arlen, Anthony Powell, Aldous Huxley, Evelyn Waugh, Kingsley Amis, David Lodge y sus equivalentes del otro lado del Atlántico. Otras salidas literarias menores se encontrarían en los music-halls Victorianos, la ópera cómica y —en la época actual— las producciones efímeras, a menudo salvajes, del teatro, el cine, la radio y la televisión como por ejemplo B eyond the Fringe, M onty P yth on ’s Flying Circus y Spitting Im age ; en Estados Unidos las representaciones de Lenny Bruce, Mort Sahl y Mark Russell. Estos, normalmente, se basan en la parodia y la fantasía. Parece ser que el semblante de la Musa Depravada se ha vuelto más divertido y, por lo tanto, menos amenazador. Gracias a la parodia humorística la sátira en verso consiguió mantenerse viva —aunque de forma inestable— entre el público de las épocas victoriana y posvictoriana. El culto se inició con R ejected A ddresses (1812) de James y Horatio Smith, continuó con Thomas Hood (1799-1845), cuyo poema largo * [Must I not hear? —shall hoaise Fitzgerald bawl / His creaking couplets in a tavern hall, / And I not sing, lest, haply Scotch reviews / Should dub me scribbler and denounce my muse? /'Pre­ pare for rhyme—I’ll publish, right or wrong; / Fools are my theme, let satire be my song.]

M iss K ilm ansegg an d her P recious Leg, es una sátira seria dirigida contra la estupidez de los nouveau riche del comercio; y concluyó con W. S. Gilbert

(1836-1911) y su$ óperas cómicas. Es muy representativo del estado lamen­ table en el que se encontraba en estos momentos la sátira que en la revista cómica Punch se atacase la, disputa literaria entre Bulwer-Lytton y lord Tennyson. The N ew Timón a n d the Poets (1846) de Lytton es muy floja in­ cluso para unos objetivos tan limitados. Únicamente las breves piezas satíri­ cas de Robert Browning (1812-1889), como B ishop B lougram ’s A pology, una reminiscencia de los momentos de apogeo de la sátira, y las obras atípicas de poetas como A. H. Clough (1819-1861) en su Am ours d e Voyage (1858), «el último decálogo», y en D ipsychus (ambas publicadas después de su muerte), sirven de contrapeso a la afición del momento por temas más edi­ ficantes, majestuosos o sentimentales. No obstante, hubjo algunos intentos aislados de recuperar la sátira neo­ clásica en pareados. El laureado Alfred Austin (1835-1913) se burla de las extravagancias de las clases altas londinenses en The Season (1861), que tie­ ne muchos puntos en común con las traducciones de Byron y de Dryden de la sexta sátira de Juvenal sobre las mujeres, aunque no manifiesta la misma fuerza; M y Satire and Its C ensors (1861), de nuevo con rasgos de Byron, es apenas mejor. Más recientemente, Roy Campbell (1901-1957) compuso unos versos vi­ gorosos aunque algo toscos: su polémica G eorgiad (1931) y The Flowering Rifle (1938), una larga lamentación derechista. Sin embargo, se han quedado sólo en experimentos impresionantes. Ninguna de las dos se remite directa­ mente a los orígenes clásicos de la sátira, aunque Campbell hizo una traduc­ ción vivaz en metro heroico de A rte p o ética de Horacio, The A rt o f Poetry (publicada en 1960). Aun así, la sátira se hallaba atrincherada, como parte constituyente, en el modo predominantemente lírico de la poesía del siglo xx. Se manifestará acompañada de una feroz ironía en los poetas de la primera y la segunda gue­ rra mundial. Su poesía está, sin embargo, más arraigada en lo autóctono que en lo clásico. Entre estos poetas figuran Siegfried Sassoon (1886-1966), Ro­ bert Graves (1895-1985) y Wilfred Owen (1893-1918); todos ellos se inspi­ ran más en Swift que en Juvenal, tal y como muestra su realismo desilusio­ nado y el tono mordaz que utilizan. Finalmente, «The Homage to Sextus Propertius» (1917) constituye una de las últimas grandes obras de imitación de la tradición inglesa. Propercio, contemporáneo de Horacio, puede considerarse de hecho como un poe­ ta romántico elegiaco; Pound, sin embargo, estaba convencido —no sin ra­ zón— de que la obsesión erótica por su amante Cintia encubría una serie de comentarios políticos y críticos acerca del imperialismo de Augusto y de la poesía cortesana que lo acreditaba. Basándose en ello, Pound trans­ formó estas observaciones satíricas en crítica irónica del imperio británi­ co, ya que no hay que olvidar que se publicó en torno a la primera guerra mundial:

Y no palpitan mis ventrículos al cesáreo ore rotundos, ni al compás de los frigios padres. Marinero, de los vientos; labrador: sobre sus bueyes; soldado: enumeración de las heridas; el apacentador de rebaños, de ovejas; nosotros, en nuestra estrecha cama, apartándonos de las batallas: cada cual en donde puede, gastando el día a su manera ... En las marismas de Accio, Virgilio le hace de jefe de policía a Febo. Él sabe tabular las grandes naves del César. Se emociona con el arsenal de Ilion, agita las armas troyanas de Eneas, y las esparce a montones por playas lavinias. ¡Abrid paso, escritores romanos, despejad la calle, oh griegos!, porque se inician las obras de una Ilíada mucho mayor (y a la imperial medida) ¡Despejad la calle, oh griegos!* Por desgracia, y debido a su crítica a la sociedad, Pound no pudo desarrollar una «retórica pública» comparable a la de los neoclásicos. El resultado es, a pesar de las ráfagas de invectiva satírica en sus Cantos, un monumento a la frustración, al igual que sucedía con Roy Campbell en su intento más tradi­ cional de reavivar la discusión seria en tomo a las principales cuestiones de orden público. T. S. Eliot, discípulo de Pound, se propuso iniciar la tercera sección («The Fire Sermon») de La tierra baldía con una extensa imitación del Rape o f the Lock de Pope, con versos como: Después de ello, se dirige al baño de vapor, con sus mechones revueltos por pequeños amores palpitantes, perfumes, producto del ingenio francés, enmascaran el conocido y fuerte hedor femenino.** Pound le aconsejó que «hiciese algo diferente». El tono satírico de Eliot ad­ quiere especial relevancia en epigramas como «Mr. Apollinax», una pulla a Bertrand Russell, o «Sweeney Agonistes», al estilo de Aristófanes. Debido al afán de Eliot de volver a la tradición clásica, a su admiración por Dryden y a su deseo de presentar las taras de una sociedad en decadencia, su Cuatro * [And my ventricles do not palpitate to Caesarial ore rotundos / Nor to the tune o f the Phrygian fathers. / Sailor, of winds; a plowman, concerning his oxen; / Soldier, the enumeration of wounds; the sheep feeder, o f ewes; / We, in our narrow bed, turning aside from battles: / Each man where he can, wearing out the day in his manner ... H Upon the Actian marshes, Virgil is Phoebus’ chief of police, / He can tabulate Caesar’s great ships. / He thrills to Ilian arms, / He shakes the Trojan weapons of Aeneas, / And casts stores on Lavinian beaches. / Make way, ye Roman authors, / clear the street, 0 ye Greeks, / For a much larger Iliad is in course of cons­ truction / (and to Imperial order) / Clear the street, O ye Greeks!] ** [This ended, to the steaming bath she moves, / Her tresses fanned by little flutt’ring Loves; / Odours, confected by the artful French, / Disguise the good old hearty female stench.]

cuartetos y poemas similares no dejan de ser principalmente meditaciones personales que poco tienen que ver con el ámbito público. En este capítulo nos hemos ocupado del auge y de la decadencia, o me­ jor dicho, de las. intermitencias en la sátira convencional en lengua inglesa. El fenómeno literario evidencia de forma muy interesante cómo se absorbió el legado clásico, no sólo .a través de la traducción libre y las adaptaciones exactas, sino también a partir del uso creativo que se hizo del original, como sucedió con las Satyres isabelinas, con las imitaciones y alusiones de la Res­ tauración y del neoclacisismo, y recientemente con el «Homage» de Ezra Pound. Aun así, hay que reconocer c¡ue, a pesar del beau monstre de Pound, la influencia directa de la vena romana de la sátira en la poesía inglesa del último siglo y medio ha ido disminuyendo. En mi opinión no se debe úni­ camente a la alienación del mundo actual respecto a la Antigüedad o a la marginación de los estudios clásicos en la enseñanza, sino más bien a la na­ turaleza de la sensibilidad posromántica en su manifestación poética. Ya no existe el discurso público en el que se apoyaban los isabelinos y neoclasicistas. La sensibilidad romántica junto a la preocupación por el estado de ánimo de cada uno, expresados mediante imágenes asociativas, y a veces un lenguaje hermético y una lógica oscura, tienen poco en común con las exi­ gencias ecuánimes de la sátira; incluso en una época en la que con la pro­ liferación de las más infames tácticas de guerra, la sátira parece escribirse por sí sola. B i b l io g r a f ía

Sobre la sátira en general

Coffey, Michael, Roman Satire, Londres, 1976. Elliot, Robert C., The Power o f Satire, Princeton, 1960. Grigson, Geoffrey, ed., The Oxford Book o f Satirical Verse, Oxford, 19S0. Highet, Gilbert, «Satire», en The Classical Tradition: Greek and Roman Influences on Western Literature, Oxford, 1949 (hay trad. cast.·. La tradición clásica, Méxi­ co, 1954). Sullivan, J. P., ed., Critical Essays on Roman Literature: Satire, Londres, 1963. Sobre la sátira y el epigrama de los siglos xvi-xvn

Alden, R., The Rise o f Formal Satire in England under Classical Influence, Filadelfia, 1899. McEuen, Kathryn Anderson, Classical Influence upon the Tribe o f Ben, Nueva York, 1968. Whipple, T. Κ., Martial and the English Epigram from Sir Thomas Wyatt to Ben Jon­ son, Berkeley, 1925.

Sobre la sátira neoclásica

Frost, William, «English Persius: The Golden Age», Eighteenth-Century Studies, 2, 2 (1968), pp. 77-101. Jack, Ian. Augustan Satire: Intention and Idiom in English Poetry 1660-1750, Ox­ ford, 1952. Kupersmith, William, Roman Satirists in Seventeenth Century England, Lincoln, Ne­ braska, 1985. Lord, George de F., ed., Anthology o f Poems on Affairs o f State: Augustan Satirical Verse 1600-1714, New Haven, 1975. Piper, William Bowman, The Heroic Couplet, Cleveland, Ohio, 1969. Stack, Frank, Pope and Horace: Studies in Imitation, Cambridge, 1985. Sobre la Regencia y la sátira moderna

Sutherland, James, English Satire, Cambridge, 1958. Heath-Stubbs, John, The Verse Satire, Oxford, 1969.

Gordon Braden IX.

EL TEATRO

El legado que el teatro clásico ha dejado en nuestra época puede resul­ tar difícil de discernir del mismo concepto de teatro. En un cuento de Bor­ ges se relata cómo Averroes se quedó desconcertado ante dos términos que aparecían en la Poética de Aristóteles («La busca de Averroes», en El Aleph, Bruguera, Barcelona, 1980), y cómo llega finalmente a la conclusión de que una «tragedia» es un panegírico y una «comedia» una sátira o un anatema («admirables tragedias y comedias abundan en las páginas del Corán y en las mohalacas del santuario», p. 76). Este es el comentario más acertado sobre la Poética que ha podido hacer una mente brillante y culta del Islam medie­ val, teniendo en cuenta que no existía una tradición teatral en la cual basar el concepto mismo de la obra. Incluso el televidente más adicto sería capaz de hacer una lectura más precisa de Aristóteles que la que hizo el gran filó­ sofo árabe, que consagró su vida al estudio del autor griego. T. G. Rosenmeyer empieza su capítulo de El legado de Grecia citando a Borges en estos términos: «El cuento subraya la verdad de que el arte escénico no es un va­ lor universal al que todos los hombres tengan acceso por derecho cultural inalienable».* Rosenmeyer continúa diciendo que la tradición teatral en la que nos basamos es una tradición específicamente occidental, cosa que no podemos decir de otras; a la larga, se ha demostrado que las innovaciones en el arte escénico del siglo xx tienen poco que ver con la llegada de tendencias orientales, anunciadas apasionadamente por polemistas como Artaud —recuérdes el teatro No o la danza de Bali—, sino que significan un visible retomo a los orígenes occidentales. Es difícil creer que las influencias exter­ nas hubiesen dado lugar a una obra tan vanguardista como la consagrada Endgame de Beckett sin que previamente existiese un género que ha pervi­ vido, con múltiples modificaciones, desde Esquilo y las fiestas griegas. * Moses Finley, ed., El legado de Grecia. Una nueva valoración, Crítica, Barcelona, 1983, p. 131. (N. del e.)

Lo mismo puede decirse del teatro romano. A través de las versiones la­ tinizadas, la historia preservó el legado griego del desmoronamiento de la ci­ vilización clásica. Aun así, la supervivencia llegó a estar, a veces, muy des­ dibujada. Es muy probable que Séneca escribiese sus tragedias para que fue­ sen declamadas o leídas y no tanto para que se representasen en escena. En la Edad Media, las sociedades cristiana e islámica no supieron cómo inter­ pretar los manuscritos de dramaturgos tan célebres como Plauto y Terencio; muchos estaban convencidos, al igual que Averroes, de que se encontraban ante poemas narrativos en forma de diálogo. No obstante, fue posible recu­ perar la intención teatral de forma que el auge del teatro europeo occidental quedó íntimamente vinculado a estos textos latinos. Una vez que este teatro se hubo consolidado como institución internacional con su historia y tradi­ ciones propias, nació un verdadero interés por sus predecesores griegos. (Hasta 1715 no hubo ningún intento de publicar en inglés una traducción del Edipo Rey de Sófocles.) En esta evidente filiación del teatro occidental, Roma señala el eje central, puesto que gran parte de los elementos que nos remiten a la escena griega tienen su equivalente en su sucesora romana. Pero la constatación de que estos textos son hereditarios y de que los orí­ genes son indiscutiblemente griegos va más allá del objetivo de este libro y de una consideración acerca del teatro clásico. El que Roma constituya un puen­ te entre Grecia y el Renacimiento se debe, en gran medida, al deliberado con­ servadurismo de la cultura literaria latina. En este ámbito de la literatura, como en tantos otros, los autores romanos buscaron ser intencionadamente imitado­ res; tanto Plauto como Terencio citan a menudo la obra —o las obras— grie­ gas sobre las que estaban trabajando —«verbum de verbo expressum» («tra­ ducido literalmente»)— como si pretendiesen justificarse (Adelphoe, 11). Y en este sentido se les suele evaluar. Que desde el siglo xvm nuestra mirada se haya apartado del teatro romano para fijarse en el griego, se debe a la convic­ ción de que gran parte de las obras latinas tienen su equivalente en griego, y en una forma mucho más variada, sólida e interesante. La revalorización del teatro romano en el siglo xx no ha contribuido a desplazar esta creencia pero sí la ha matizado; en este punto nos detendremos para analizar cuál es el va­ lor actual propiamente romano y no griego. ¿Cuál es la contribución específi­ camente romana al tgatro cuya continuidad queda asegurada por Roma mis­ ma? Por supuesto no es una cuestión que merezca un tratamiento tan amplio como la del teatro griego, pero en algunos aspectos resulta más difícil. En cuanto a la comedia, es casi imposible determinarlo y seguramente no viene al caso. Conocemos la comedia griega en gran parte a través de la Co­ media Antigua y de las obras de Aristófanes, una forma que jamás arraigó en otras culturas. La Comedia Nueva, continuadora de la Antigua, ha sido frag­ mentada, casi en la totalidad, por la historia, a pesar de que fue muy popular en la Antigüedad. Ni una sola obra parecía haber quedado intacta hasta que se descubrió, en este siglo, el Díscolo de Menandro. Todo lo que sabemos de la Comedia Nueva lo deducimos o lo extrapolamos de las imitaciones romanas. Así, todos nuestros conocimientos acerca del argumento de la obra Homoioi de

Po.sidipo («Los semejantes», sólo se ha conservado el título) son deducciones de la obra Menaechmi de Plauto, probablemente su equivalente romano. Con esta información completaríamos los anales de la Comedia Nueva, pero no sa­ bríamos haüta qué punto ésta difería —o no— de las obras de Plauto y Terencio. A pesar de la perseverancia de los eruditos en localizar las aportaciones estrictamente romanas —extrayendo, en palabras de Eduard Fraenkel, los ele­ mentos plautinos de Plauto— existe algo en el modus operandi de la comedia que dificulta el acceso a tal información. Sirviéndose del lenguaje corriente y de las costumbres de las clases bajas, la comedia se transformó en vehículo de expresión inmediata del entorno sociohistórico del momento; la constatación de que una comedia griega y una romana con la misma trama fueron popula­ res tanto entre griegos como entre romanos con nombres griegos significa mu­ cho y a la vez nada. La repercusión de un Plauto o un Terencio es inmensa, aunque no será su ramanitas lo que más imitarán sus sucesores, ya que éstos no tardarán en reemplazar el reparto original o bien por cínicos personajes ita­ lianos del Renacimiento o bien por severos protestantes ingleses. En el caso de que en la historia del teatro romano perviviese una tenden­ cia específicamente romana, ésta se hallaría reflejada en la tragedia, cuyos personajes se insertaban —y hasta cierto punto siguen estándolo— en una ambientación más abstracta. Muchos autores trágicos del Renacimiento y de épocas posteriores situaron este ambiente en la Roma clásica. Al situar la es­ cena en este lugar no hacen más que continuar el ejemplo de las tragedias de Séneca, incluyendo la obra Octavia (no'es una obra auténtica de Séneca); en ella, el villano es Nerón y Séneca un personaje más, lo cual le servía segu­ ramente para definir el contexto en el que se ambientaban sus escenas de ca­ rácter más mitológico. De hecho se hacen eco de una creencia común según la cual el Imperio romano constituía el escenario perfecto para los temas trá­ gicos que asolaban la Europa absolutista —y por supuesto era mucho más idóneo que el mundo descentralizado de las leyendas griegas. Además de es­ tos intereses compartidos, los dramaturgos se apropiaron de otros elementos de la dramaturgia de Séneca que lo distinguen de su precedente griego. Los llegaron a integrar de tal forma en el repertorio dramático que ya no pode­ mos distinguir el legado propiamente romano. Cuando en la segunda parte de la película Iván el Terrible (¡van Groznii, 1942-1946) de Sergei Eisenstein, el zar Iván anuncia a los boyardos su intención de hacer fracasar su conspi­ ración, ejecutará esta amenaza haciendo honor a su fama: «seré terrible» (groznom budu). Esta presunción se hace eco de toda una tradición gestual que, desde la retórica dramática del Renacimiento, «io saro sempre Edippo» (Lodovico Dolce, Giocastci, acto 5), «Seré Cleopatra» (Shakespeare, Antonia y Cleopatra, 3, 13, 186), desemboca —es decir, se origina— en una de las heroínas demoníacas de Séneca (Medea, 171): N u t r ix : M i -:i >i -:a :

¡N o d r iz a :

M edea— fiu m .

M edea— / / Μ

εοκα:

— A s ís e r é .|

Los personajes griegos, tales como el Edipo de Sófocles o la Medea de Eurípides, no se imaginan a sí mismos dentro de los términos de una fama preexistente, lo que los incitaría a hablar de este modo; este tipo de retórica y psicología nos puede parecer hoy día muy natural, aunque esta naturalidad es un testimonio de aquellos fundamentos comunes que nos unen al carácter ahelénico del teatro de Séneca. La película de Eisenstein presenta un ropaje his­ tórico poco común: hostigada por el ejemplo y por el ambivalente mecenazgo de Stalin, coloca al lado del totalitarismo del siglo xx a una de las figuras más neronianas de aquel periodo del imperio que redescubrió la retórica dramática de Séneca como vehículo de expresión del «yo» ambicioso. No obstante, la historia de esta herencia se explica únicamente como un entrecruzamiento entre la suerte de la tragedia y la de la comedia. El Nachleben (vida posterior) de la comedia también es muy constante. Contrastan­ do con Eisenstein podríamos aducir Big Business, una película reciente de Disney (1989), que demuestra la actualidad, a lo largo de milenios, de la premisa de los Menaechmi (aunque aquí se da a entender que el equívoco de los hermanos gemelos idénticos sólo puede funcionar plenamente si es res­ paldado por los efectos ilusorios de la cámara). De todas maneras podemos afirmar que, desde la Antigüedad, se recurre más a menudo a los textos ro­ manizados de la Comedia Nueva que a la tragedia de Séneca; Terencio, en cambio, jamás llegó a desaparecer del panorama cultural. Esta práctica está vinculada a la corriente experimental e innovadora del teatro. A lo largo de la Edad Media la comedia irá perdiendo su rasgo genérico hasta el punto de que podía designar tanto una fábula en verso con argumento terenciano como una narración alegórica sobre la ascensión del alma a Dios (en ella Virgilio define su principal obra como una tragedia). En su comentario so­ bre Terencio y Séneca, Dante describe claramente la comedia como «un gé­ nero de narrativa poética» (Literary Criticism, o f Dante Alighieri, ed. y trad. Robert S. Haller, Lincoln, Nebraska, 1973, p. 100). En el Renacimiento se invertirá la tendencia y, en varias lenguas vernáculas, la comedia será sinó­ nimo de «teatro», y «actor cómico» sinónimo de actor. Esta costumbre, al igual que en la Comédie Française, sigue vigente hoy día. El modelo clásico llegó a inspirar, incluso en la Edad Media, una imita­ ción de carácter teatral. Una monja sajona del siglo x, Roswitha de Gan­ dersheim, tomando como ejemplo a Terencio, escribió una serie de «vidas de santos» en forma de guión dramático probablemente para que se representa­ sen en escena: con mucho ingenio consigue sustituir el ethos del amor por el tema de la castidad sublimada. Durante el periodo humanístico del siglo xrv surge un nuevo proyecto que aboga por ponerle un ropaje moderno a la co­ media romana; lo cual, a la larga, resultó ser una de las tentativas más acer­ tadas. El mismo Petrarca escribió, como mínimo, un drama terenciano —al que puso el elocuente título de Philologia— y del que ha sobrevivido un solo verso gnómico; parece ser que destruyó deliberadamente toda su obra de este género por no encontrarle un parecido digno con sus modelos. Pero los intentos continuaron a lo largo de la siguiente centuria y media, impulsados

en parte por el descubrimiento que en 1428 hizo Nicolás de Cusa de doce obras inéditas de Plauto. En los años sucesivos empezaron a realizarse nue­ vas puestas en escena de Plauto y Terencio. Los textos de éstos existirían paralelamente a una serie de comedias neolatinas de autores tan destacados como Alberti, Bruni (posiblemente) y Eneas Silvio Piccolomini —el futuro papa Pío II— ; siete obras de Tito Livio dei Frulovisi (1432-1438) constitu­ yen por sí mismas una obra contemporánea bastante considerable. Estas obras son el antecedente culto de la comedia erudita en lengua vernácula, que fue creada en el siglo xvi y que se convirtió en el mayor éxito teatral del Rena­ cimiento italiano. Entre sus autores figuran algunos de los más famosos per­ sonajes de la literatura del momento: Ariosto, Aretino, Maquiavelo y Bru­ no. Es interesante detenerse en la trayectoria de Maquiavelo: parece ser que intentó reestablecer la comedia aristofánica en una obra perdida titulada Le m aschere. Posteriormente desistió de ello y tradujo la A ndria de Terencio, que sirvió de precedente a la que es quizá la mayor creación del teatro ita­ liano, La m andrágora (c. 1518). Estas obras son, en cierto modo, un episodio modélico de la im itatio clá­ sica como intercambio positivo entre tradición y novedad. Algunos elemen­ tos formales de la comedia romana darán lugar a normas teatrales: la divi­ sión en cinco actos, el prólogo burlesco, la escenificación en la calle, y el aplauso final. En cuanto a la situación central, seguirá siendo lo que North­ rop Frye calificó de situación metahistórica de la comedia: «normalmente su­ cede que un hombre joven desea a una mujer joven, que su deseo topa con cierta resistencia, generalmente por parte paterna, y que cerca del final de la obra y gracias a un giro de la trama, el héroe consigue salirse con la suya» (Anatom y o f Criticism , Nueva York, 1966, p. 163). O en otra definición algo más contundente, esta vez de Terencio, que habla de sus propios convencio­ nalismos: El esclavo que corre o las matronas honradas o meretrices malévolas, una criatura suplantada rutina, un viejo engañado por el esclavo, el amor ... el odio ... los celos ... en ñn, no hay nada que decir que no se haya dicho ya. (Eunuco, 36-41) Este será el panorama que predominará en la comedia italiana. Al madurar en el aspecto formal, la comedia se irá adaptando a las circunstancias del mo­ mento, que le proporcionará nuevos tipos cómicos y satíricos —por ejemplo, el negrom ante (mago) de Ariosto, personaje de una obra tan anticlerical que en 1520 León X prohibió una representación de la misma en el Vaticano— y también una nueva ambientación en la que el Amor pudo materializarse. Al igual que Roswitha, que adaptó la comedia romana a los arquetipos se­ xuales del convento, los renacentistas italianos la adaptaron a la moralidad de la novella, algo más licenciosa y dura que la de la comedia clásica, en la

que el predominio de proxenetas y lupanares no impide que el Amor sea poco promiscuo e incluso completamente legítimo al final. Ni en Plauto ni en Terencio —ni en otros autores romanos— existe nada parecido al discur­ so pronunciado por el protagonista de Poliscena (obra atribuida a Bruni) en defensa de la libertad sexual de las mujeres: tampoco en los modelos clási­ cos encontramos —ni siquiera en ejemplos supuestamente impactantes como el Eunuco de Terencio— la brusquedad y el cinismo que acompañan a los asuntos sexuales de varias obras italianas. En la obra Philogenia (c. 14301435) de Ugolino Pisani, la protagonista es inducida por su amante a mante­ ner relaciones con algunos amigos de éste, que pretende con ello encubrir su primer idilio con Filogenia; al final, ella es obligada a casarse con un aldea­ no que representa al cornudo ignorante. En este contexto, la innovación más significativa será la relevancia que adquirirá, como tema cómico, el obsesi­ vo tópico renacentista del adulterio. En cuanto al enemigo común, y objeto de burla, será el marido en lugar del padre. En La mandrágora de Maquiavelo el héroe maquina un engaño en el que el anciano se convierte en cóm­ plice apasionado de la seducción, junto con el héroe, de su joven y previa­ mente casta mujer, hasta tal punto que el marido introducirá la mano entre las sábanas para comprobar si se cumple lo acordado. Maquiavelo, con su habitual perspicacia, le pone a la mujer el nombre de Lucrecia para mostrar hasta qué punto habían cambiado los ideales de la sexualidad femenina des­ de la Antigüedad. Pero la constante es el tema del engaño, l ’inganno, que el teórico rena­ centista Lodovico Castelvetro reconoció como el centro de interés del gé­ nero (Castelvetro on the Art o f Poetry, trad. ing. Andrew Bongiomo, Bing­ hamton, Nueva York, 1984, pp. 213-217). Aunque el amor quizá cambie de aspecto, el verdadero epicentro del género sigue siendo el mismo: la trama compleja e ingeniosa envuelve a Eros en una tupida red de intenciones e identidades falsas cuyos mecanismos e intersecciones deben ser lo suficien­ temente confusos como para ser interesantes y lo suficientemente claros como para poder seguirlos. El auténtico carácter sexual de la Comedia Nue­ va está más vinculado a este coqueteo descarado que a la atracción erótica que emana de sus personajes o a la lascivia de sus juegos. La habilidad que demostró Terencio al respecto le valió gran parte de su fama; parece ser que era especialmente hábil en convertir los argumentos únicos en dobles (Heauton timorumenos, 1-6). Es probable que, en el Renacimiento, los aspiran­ tes a dramaturgo se sintiesen más atraídos por este aspecto de sus modelos clásicos que por cualquier otro (en La mandrágora hay un breve himno a l ’inganno, en términos claramente eróticos). Aquí volvemos a tener ocasión de comprobar la habilidad para fusionar en una nueva creación los ardides de tramas de diferentes obras romanas. Con ello los autores supieron atraer­ se la atención. Al principio de I suppositi (1509), Ariosto presenta su argu­ mento como una combinación original de los dos engaños que aparecen, uno en la obra Captivi de Plauto y el otro en el Eunuco de Terencio. (La-in­ troducción alude al prólogo de Andria: este título de la obra italiana es un

juego de palabras que encierra todo el fenómeno cómico de la duplicidad.) Los momentos más álgidos de la tradición son aquellos en los que se inser­ ta en la trama un giro concreto que produce el efecto del enredo. El carde­ nal Bibbiena se forjó su lugar en la historia del teatro al imitar —e incluso superar— en su Calandria (1513) la comedia Menaechmi; en Calandria los hermanos gemelos se convierten en hermano y hermana; este intercambio abrirá las puertas a toda una multiplicidad de arreglos («no sé por qué, pero Lidio se ha transformado en mujer. Lo descubrí al tocarlo y, a pesar de te­ ner que renunciar al placer, no Üoro tanto por mí como por él, que por mi causa ha perdido aquello que más apreciaba», 4, 2, cf. Oliver Evans, The Genius o f the Italian Theater, eá. Eric Bentley [Nueva York, 1964]). El con­ cepto desembocará finalmente en un subgénero: la comedia del disfraz se­ xual, que se introduce en la escena del Renacimiento. Estos enredos de-la trama podrían ser obra del azar, pero son, en parte, resultado de la intriga urdida por los propios personajes. El mayor intrigante podría ser uno de los amantes, aunque normalmente suele ser el sirviente o el amigo astuto, motivado por una especie de inclinación natural a la mani­ pulación. De hecho se ha llegado a plantear como premisa del género que «el control que tiene un personaje sobre la acción varía en proporción inversa a su implicación emocional en la misma, como propone Douglass Parker en The Complete Comedies o f Terence, ed. Palmer Bovie, New Brunswick, Nue­ va Jersey, 1974, p. 230. Asimismo el estafador, en escena, da la impresión de ser la propia personificación del autor como un dios oculto entre bastidores. Esta analogía adquiere especial fuerza en contextos en los que, por así de­ cirlo, el arte de la narrativa dramática empieza a ser recuperada por toda una cultura. En las novelle, y en otras formas narrativas, pueden encontrarse unas txamas parecidas, aunque el arte de su escenificación sea completamente di­ ferente, ya que el teatro religioso y popular de la baja Edad Media ofrecía es­ casa orientación al respecto. Si se considera la historia del teatro renacentista en un contexto más amplio se podría decir que la imitación de la comedia clásica sirvió de entrenamiento para este arte: incluso se diría que «cambió completamente la forma del teatro europeo» (Leo Salingar, Shakespeare and the Traditions o f Comedy, Cambridge, 1974, p. 187). La commedia erudita, como indica su nombre, peca de excesivo rigor li­ terario, tantas veces atribuido a la imitatio clásica. En su tierra natal no im­ pulsará el tipo de teatro popular nacional que se impondrá en el resto de Europa a finales del siglo xvi. Su locus seguirá siendo el palacio ducal y la academia humanista, mientras que gran parte de sus actores continuarán siendo aficionados, más interesados en su prestigio cultural que en su profesionalidad dramática. Aun así, esta limitación resultó ser más permeable que otras. Tanto las obras individuales como los ejemplos presentados por este género volverán a aparecer en otros teatros públicos, normalmente en momentos decisivos. Entre las primeras comedias célebres de George Chap­ man encontramos una adaptación general al inglés de Alessandro (c. 1545) de Alessandro Piccolomini, titulada May Day (1601-1611), y una intriga a

la italiana del Heauton timorumenos de Terendo, titulada All Fools (1601). En esta ultima aparece un nuevo tipo de intrigante cuya forma de hablar sea quizá la que más se parezca, de todas las figuras de la escena renacentista, a la de un dramaturgo: «dejaos gobernar por mí / y veréis cómo confiero una forma muy perfecta / a esta ordinaria trama, que la ciega Suerte (el gracio­ so / bajo consejo y advertencia), había creado ciegamente» (1, 2, 121-124). Shakespeare adapta la obra I suppositi —que George Gascoigne tradujo como The Supposes (1575)— a la historia de Lucentio-Bianca en Lafierecilla domada, entrelazándola con otra trama. Otra obra, algo más inmadura y anterior, La comedia de los errores, gira en tomo a la duplicación del con­ cepto de la obra Menaechmi. La trama principal de la obra Noche de Reyes y el artificio más importante utilizado por Shakespeare en sus mejores co­ medias tienen su origen en el giro de Bibbiena, que a su vez halla la conti­ nuidad a través de la obra anónima Gli Ingannati — Los engañados— (1531), cuyo autor fue, según todos los indicios, Castelvetro. También en Italia la comedia erudita abrirá al teatro nuevos horizontes, por ejemplo con las obras de temática rural de Angelo Beolco, conocido ge­ neralmente por el nombre artístico de «il Ruzzante». Beolco se opone, con tono provocativo, a algunas de las tendencias esnobs del teatro italiano de principios del siglo xvi, en especial a la devoción que se tenía por el dialec­ to toscano literario y por el distanciaxniento que se mantenía con las clases bajas rurales, a las que Beolco se sentía especialmente vinculado. Sus pri­ meras obras casi podrían calificarse como sainetes brechtianos, escritos en el dialecto popular de Padua y en las que el humor, en su sentido más primiti­ vo, es bastante más áspero y brutal —y sexualmente más promiscuo— que su equivalente urbano. En sus últimas obras, en las que muestra no tanto las limitaciones de la tradición erudita como la infinita capacidad de adaptación, Beolco intenta adaptar este ethos a las convenciones y argumentos de la co­ media clásica. Tanto La piovana como La vaccaria (1533) están claramente modeladas a partir de las obras Rudens y Asinaria de Plauto. Con la profesionalizacíón del teatro italiano a mediados del siglo xvi asistimos a la manifestación más importante de la commedia dell'arte. Sus compañías teatrales difundirán la cultura italiana por los escenarios de Euro­ pa en las dos centurias siguientes; en sus giras por el continente difundirán sus propias leyendas e ideas cosmopoütas en los talentos locales (durante muchos años compartieron el Hôtel de Bourgogne de París con la compañía de Molière). No se ha podido discernir con mucha precisión el verdadero al­ cance de su influencia debido a su carácter de inmediatez; estas compañías no dejaron nada por escrito ni ningún tipo de recuerdo. Solían ser atraccio­ nes improvisadas en'grupo, con tipos esperpénticos y scenari muy austeros; cada actor debía tener muy bien interiorizado su papel ya que en el mo­ mento, siempre imprevisible, de la representación todo dependía de la efi­ cacia y de la credibilidad de los actores. A veces se ha llegado a utilizar dell’arte como antónimo controvertido de erudita, aunque la diferencia entre ambas tradiciones resulte más que evi­

dente. El abismo que las separa es, en cierto modo, más teórico que real. Los orígenes del teatro popular se encuentran en el humanismo. En una edición que recopila los scenari de Flaminio Scála (1611; trad. ing. de Henry F. Sa­ lerno en Scenarios o f the Commedia dell’Arte, Nueva York, 1967) se sitúa al autor al lado de las grandes-figuras de la Antigüedad, explicando cómo éste deseaba inmortalizarse a través de estas «memorias impresas de su vida y su obra» (p. xxxi); tanto esta compilación de Scala como otras muestran cómo, una vez más, volvía a dominar en el gremio la temática de la Come­ dia Nueva: el amor entre jóvenes, las interferencias de los mayores y en es­ pecial las supposiziorti —nombre dado por Ariosto— que son la identidad falsa y el engaño premeditado. Gran parte de la energía de los nuevos auto­ res cómicos se canalizó hacia la costumbre erudita de elaborar nuevas alter­ nativas. El tema de los hermanos gemelos siguió ejerciendo gran atracción. En muchas tramas de Scala aparecen estos gemelos, en algunas en forma de hermano y hermana. Ciertos scenari de otros autores duplican, e incluso tri­ plican, la ecuación (Li sei simili). Es probable que Shakespeare y otros dra­ maturgos se hubiesen inspirado en estas fuentes, por ejemplo asistiendo a representaciones, o bien por referencias, o bien porque sabían el latín o el italiano. En algunas personae se descubren claros rasgos de sus predeceso­ res clásicos: así el viejo Pantalone, el atrevido amante Orazio o el soldado fanfarrón Capitano Spavento. En cambio, otros caracteres consiguen trans­ formarse de forma espectacular: el servus dolosus (el esclavo pérfido), al identificarse con tipos populares del momento crea un nuevo espectro de personajes: Arlequín, Polichinela, Brighella. La commedia dell’arte no se separa de la tradición erudita, sino que le añade de forma divertida otros ele­ mentos cómicos a modo de improvisación. Estas diferentes líneas de influencia nacen de otros aspectos de la come­ dia romana: de la habilidad formal y la vitalidad que, de hecho, son caracte­ rísticas propias de Plauto y de Terencio. La herencia de la comedia clásica se mueve en dos direcciones: por un lado, hacia el tipo de intriga de la pièce bien faite; por el otro, hacia la fusión con la tradición europea del payaso profe­ sional y virtuoso. Ambos elementos, cuando se asimilan en la misma medida, como sucede en Molière, que leyó los textos latinos y además actuó con los italianos, dan lugar a lo que, en un sentido modernizado del término, se ha llamado comedia clásica. Los dramaturgos romanos de comedia vuelven a aparecer en el panorama del teatro europeo, aunque de forma completamente renovada: Terencio es el gran maestro de Diderot y de Congreve; Giraudoux considera su obra más célebre como la trigésimo octava versión del Anfitrión de Plauto (una de las versiones anteriores corresponde a Molière). A lo laigo de los siglos xvi y xvn los modelos romanos quedarán definitivamente inte­ grados en el teatro internacional en las lenguas vernáculas. Tanto la tragedia como la comedia romanas tuvieron una suerte similar. En el periodo humanista aparecen vinculadas y complementándose, si bien fue la tragedia el género predominante. La recuperación de la comedia clásica in­ cluye el reestablecimiento de su semejante más noble. La primera tragedia

«moderna» apenas precede a la Philologia de Petrarca. En 1314, en Padua, escribe Albertino Mussato su obra latina Ecerinis, seguramente motivado por la reciente recuperación del Codex Etruscus de las tragedias de Séneca y por el círculo «prehumanista» de Lovato Lovati, en el que por primera vez desde la Antigüedad se llegan a comprender los metros de las tragedias. Al año siguiente de su publicación, los paduanos rindieron un homenaje a Mussato, pues haber resucitado la tragedia senequista tenía un gran valor para los tiempos que corrían. En Ecerinis toca una temática más contemporánea que mítica; en ella refleja la vida del tirano Ezzelino da Romano, el ambicioso signore que había atemorizado, en el siglo precedente, a la población de Pa­ dua, y que Jacob Burckhardt consideró el prototipo del nuevo salvaje que se impondría entre los políticos italianos del Renacimiento. Mussato lo compa­ ra a Nerón, el emperador loco que se esconde detrás de la galería de villanos monstruosos de Séneca. Estos temas paralelos seguirán existiendo después del trecento y fuera de Italia, asegurando de esta forma la hegemonía de la tragedia de Séneca frente al resurgimiento de la tragedia griega. Pero esta afinidad tuvo también su contrapartida: los aspirantes a drama­ turgo tuvieron que someterse al teatro relativamente estático de Séneca, el cual, posteriormente, sería injustamente comparado con sus predecesores ate­ nienses: «Los personajes de la obra de Séneca se comportan ... como una compañía de juglares, sentados en semicírculo, que se levantan uno a uno para ejecutar su “número” o intercalando en sus recitaciones una canción o una réplica. No creo que un público griego hubiese soportado los primeros trescientos versos del Hercules Furens ...» (T. S. Eliot, Selected Essays, Nue­ va York, 1950, pp. 54-55). A esta desestimación se le podría imputar su poca imaginación, ya que ha sido precisamente Séneca quien más interés ha des­ pertado en el teatro del siglo XX por la fuerza y el rigor de su dramaturgia. Peter Brook lo elogia por su «teatro desligado del decorado, del vestuario, de los movimientos, los gestos y los asuntos de la escena». Pero son justamen­ te estos los elementos de los que más se burlará Eliot: «Lo único que re­ quiere la obra es un grupo de actores que estén completamente inmóviles» (prólogo a Seneca ’s Oedipus, según una adaptación de Ted Hughes, Garden City, Nueva York, 1972, p. 5). Aun así, para que esta parálisis al estilo de Beckett pueda considerarse como tensión dramática habría que examinarla a la luz de unas exigencias dramáticas más convencionales, exigencias que se­ guramente ya existieron en tiempos de Séneca pero que los humanistas tu­ vieron que recuperar. Los textos de Séneca ayudaron, y al mismo tiempo im­ pidieron, esta recuperación. Unos apuntes de dirección en verso del Ecerinis muestran hasta qué punto el autor había sido influido, a pesar de sus nuevos recursos eruditos, por la concepción errónea que la Edad Media se había for­ mado del género. Eso significa seguramente que en su estreno la obra fue de­ clamada por un único orador. A pesar de que los especialistas insistiesen en esta confusión, la imitatio trágica continuaría conservando un cariz más de­ clamatorio que dramático, y de hecho el género no ha conseguido destacar consistentemente por encima de la comedia.

La historia de la tragedia humanística es más pobre que la del género có­ mico. Existen menos de seis obras en latín anteriores al siglo xvi y ninguna de ellas (excepto la primera) pertenece a un autor digno de mención. En el teatro del cinquecento, la commedia erudita comparte la escena con una serie de tragedias en lengua vernácula, aunque estas son pocas y sus autores poco conocidos: Giambattista· Giraldi Cinthio, Lodovico Dolce, Luigi Groto. Su ámbito suele ser el de la experimentación culta para un público de elite; ejer­ cieron una influencia internacional evidente al llevar al límite el tema de la villanía propio de Séneca, con lo cual peretendían intensificar el terror y atentar contra las expectativas generales. El equivalente en lengua inglesa de estas obras es Tito Andrónico («peor que a Filomena ha tratado a mi hija / Y peor que Proene me vengaré», 5, 2, 194-195). Es un caso aislado dentro del canon de Shakespeare. A raíz de la recuperación, en el siglo XVI, de la Poética de Aristóteles y de la posterior codificación de las llamadas «tres unidades» —acción, lugar y tiempo— por Castelvetro (1571), surge una nueva corriente en el seno de la tragedia humanística que tiende más a un rigor formal que a la temática sensacionalista. Una muestra de ello son las tragedias francesas de Robert Gamier y Antoine de Montchrestien, que alcanzaron un importante succès d ’estime y fueron imitadas en otros países como, por ejemplo, en Inglaterra en el círculo de la condesa de Bedford, que produjo en la década de 1590 tra­ ducciones y obras originales de la propia condesa, de Samuel Daniel, de Fulke Greville y de Thomas Kyd. En su Defence of Poetry, Philip Sidney, her­ mano de la condesa, intenta justificar este tipo de tragedias «corrientes»; se trata de una reivindicación bastante común, sobre todo en países en los que había conseguido arraigar el teatro popular mestizado. Por su excesiva serie­ dad, estas obras se han convertido en el paradigma del esnobismo intelectual que amenaza al teatro, mostrando con ello lo absurdo que resulta un enfoque exclusivamente literario del drama. Al ser excesivamente prolijas subordinan la acción dramática al discurso, muy retórico, de tal forma que consiguen eli­ minar de la escena no sólo la violencia sino incluso el enfrentamiento entre los principales antagonistas. Como alternativa a lo que se estaba haciendo en Bankside, resulta un esfuerzo vanamente perverso. La tragedia, al ser escenificada, se halla más cerca de la «polinización cru­ zada», que tanto lamentaba Sidney, que de la imitación de Séneca. Giraldi Cinthio inaugura una importante corriente de experimentación en el género, tanto en la teoría como en la práctica: su cuarta obra, Altile, tendrá un final feliz. A esta nueva modalidad la llamará tragedia di lieto fin, es decir, trage­ dia de final feliz. Giambattista Guarini, en la misma línea, sustituirá este tér­ mino por el más célebre de «tragicomedia» (extraído del prólogo del Anfitrión de Plauto) con el que designará a su obra II pastor fido (1589), que tuvo un éxito internacional. En Jean Rotrou encontramos un buen ejemplo de estos nuevos arreglos, ya que tradujo el prólogo de Juno en el Hércules Furens, que utilizó posteriormente para el comienzo de Les Sosies (1637), su versión del Anfitrión. El término tragicomedia no exige el predominio de un tono

cómico o que sean imprescindibles las escenas cómicas. Se aplica a una tra­ ma no cómica con un aparente final trágico pero que, gracias a un ardid com­ plejo e inesperado en el hilo conductor de la historia, no se produce. Los teó­ ricos vieron en este género la expresión de la fe cristiana como el objetivo fi­ nal y providencial de la contingencia del hombre. En este sentido, el autor no representaría a un Dios en general, sino al Dios del Nuevo Testamento, mien­ tras que la dramaturgia sigue la trayectoria de la teología. Pero lo que en de­ finitiva se pretende con ello no es la exclusión de los finales trágicos, que con­ tinuarán existiendo, sino la asimilación de estos finales —y las expectativas generales que los acompañan— a unos mecanismos de elaboración de la tra­ ma y de los personajes que ya existían para la comedia. «La tragedia europea se definiría como una amalgama de la dramaturgia de Terencio, del tema en cuestión y de una dicción elevada que la tradicional teoría de la retórica aso­ ciaba a la tragedia» ([Martin Mueller, Children o f Oedipus, Toronto, 1980, p. 12). No obstante, a mediados del siglo xvn, cuando Corneille utiliza su ex­ periencia en la comedia y en la tragicomedia para su adaptación de la Medea de Séneca, esta fusion ha sido aceptada por todos menos por el clasicismo académico. Medea (1635) es un buen ejemplo de aquellos aspectos que debían cam­ biar para que la tragedia neosenequista se pudiese escenificar. En ella se prescinde completamente del coro, el diálogo adquiere relevancia en detri­ mento del discurso declamatorio (empieza con una conversación bastante informal) y se introducen nuevos papeles hablados y se perfilan los ya exis­ tentes. La trama presenta una hábil complicación, de tal forma que el final catastrófico, más que predestinación, parece resultado del enredo entre el personaje y su circunstancia (aparece un nuevo detalle que gira en tomo a la funesta vestidura con la cual Medea matará a su rival Creusa). Es difícil separar los aspectos técnicos de este cambio del traslado temático de la ac­ ción hacia el tema del Amor, propio de la comedia. La innovación más im­ portante de Corneille respecto a la trama es la creación de la configuración Medea-Jasón-Creusa vinculada al triángulo amoroso Jasón-Creusa-Egeo y que tiene algo de cómico: el hombre joven que obtiene la mujer joven del senex. Este tipo de contaminatio se convertirá en recurso habitual en las ac­ tualizaciones de las obras trágicas clásicas: el Edipo (1659) de Corneille se separa de su modelo clásico al introducir en la trama a dos jóvenes aman­ tes, Teseo y Dirce, que acabarán casándose. Racine, a su vez, añade en su Phèdre (1677) el tema del amor legítimo al papel del joven Hipólito, que en el original destaca por su notoria misoginia. A pesar de que este tipo de ex­ posición tiene precedentes en la tragedia griega, marca un claro distanciamiento, en algunos puntos muy acusado, de los orígenes senequistas. Sin embargo, no se puede decir que, en este contexto, la tragedia de Sé­ neca haya sido superada. El pasaje más célebre de la Médée de Corneille (319-320), está modelado a partir de algunos versos del original en latín, aunque el efecto es más impresionante:

N érine :

Votre pays vous hait, votre époux est sans foi:

Dans un si grand revers que vous reste-t-il? M édée :



M oi.

[N é r i n e : . .Vuestro país os odia, vuestro esposo os repudia: / ¿qué os queda después de tantos reveses?

M edea :

Y o misma..]

Para Boileau este es un momento extraordinario. El «moi» es una sublima­ ción de la respuesta original «Medea superest» (166) que, por sí misma, fue fuente de inspiración para muchas célebres imitaciones: «Soy Antonio / aún» (Antonio y Cleopatra, 3 ,1 3 , 92-93; «soy duquesa de Malfi todavía» (John Webster, The Duchess o f Malfi, 4, 2, 139), convirtiéndose en elemen­ to obligado para todas las obras que tratasen la historia de Medea: «Medea bin ich wieder», proclama Medea en la Alemania del xix (Franz Grillparzer, en el acto 4 de su Medea). Citando estas imitaciones T. S. Eliot pretendía mostrar la amplia difusión de Séneca en el panorama cultural europeo; se­ gún él, este tipo de retórica responde a una postura estética de resistencia autodramatizadora, que él consideraba estoica, o como mínimo senequista. De hecho es senequista, pero no por razones exclusivamente filosóficas; el sabio estoico y el villano senequista convergen en esta afirmación del yg in­ dependiente que se traduce en un egoísmo muy potente capaz de desafiar las normas. Séneca es el único escritor clásico, y por supuesto también drama­ turgo, que supo expresar esta ambición de forma directa y radical; este es el elemento más vigoroso y constante de todo el legado teatral de Séneca. Se trata de una manera de ser absoluta y beligerante, contrapuesta a la multi­ plicidad y la confusión de la comedia. El perfeccionamiento del teatro trá­ gico y el ethos expansivo del Amor romántico, más que desplazar este le­ gado del género, lo perfilarán todavía más como rasgo definitorio de la tra­ gedia europea. Calificaremos este legado como sublimidad megalomaníaca. Su dinámica consiste en buscar un tipo de acción, a través de la cual inmortalizar un nom­ bre, no importa cuál; Atreus, en el Tiestes, es tal vez el mejor exponente: A ge, anime, fac quod nulla posteritas probet, sed nulla taceat, aliquod audendum est nefas atrox, cruentum, tale quod frater m eus suum esse m allet — scelera non ulcisceris, nisi uincis.

[Ven, corazón mío: lleva a cabo algo que jamás nuestros descendientes pueden aprobar, pero no pueden tampoco dejar en silencio. Hay que atreverse a hacer una maldad atroz, sangrienta, tal que mi hermano hubiera querido ser el autor: no lograrás vengar sus crímenes si no los excedes (Tiestes, 192-196).] Las acciones más monstruosas de la escena ateniense apenas hacen una alu­ sión a este tipo de motivación herostrática. De hecho, una mente de la polis

difícilmente hubiese concebido un individualismo tan rebelde. Acompaña a esta motivación el tipo de retórica hiperbólica, tan característico de las obras teatrales de Séneca (aunque también existen indicios de ella en Grecia): Aequalis astris gradior et cunctos super altum superbo uertice attingens polum, nunc decora regni teneo, nunc solium patris, dimitto superos: summa uotorum attigi. [Camino a Ia altura de los astros, y en mi marcha, con mi altiva cabeza que los supera, llego a tocar lo más alto del cielo. Ahora están en mi poder los bienes regios, el trono de mi padre. Me despido de los dioses, ya he llegado a la cum­ bre de mis votos (Tiestes, 885-888).] El egotismo triunfante lanza su grito al cosmos. Esta prodigalidad declama­ toria, al evadirse del contexto estéril del neoclasicismo dramático, se esta­ blece en el repertorio del discurso escénico: Nuestras oscilantes lanzas se blandirán en el aire y las balas, como los rayos terribles de Jupiter, suscitando llamas y fieras nubes de humo, satisfarán a los dioses más que las ciclópeas guerras. Y, mientras, marchemos con nuestras armaduras, como el sol brillantes; borraremos las estrellas del cielo, y oscureceremos sus pupilas, que contemplarán, pasmadas, nuestras admiradas armas.* (Christopher Marlowe, 1 Tamerlán el Grande, 1, 3, 18-24) Con esta forma de hablar, sobre el escenario generalmente desnudo del tea­ tro moderno, se identificarán una serie de figuras trágicas que darán paso al drama de la individualidad titánica. El éxito no será siempre igual. La pauta queda asentada definitivamente con el Atreo de Séneca y su aparentemente literal barrido del Sol y las estre­ llas; Marlowe le seguirá los pasos con Tamerlán, pretendiendo igualar su im­ presionante retórica — sus «términos asombrosos»— con la grandeza que emana del mundo militar, cuya invencibilidad está suficientemente demostra­ da. El teatro isabelino iniciará su trayectoria con esta eclosión de la voluntad sin límites que anhela conquistar el mundo. Del mismo modo esta retórica puede reflejar —y dramatizar— la derrota de su interlocutor, como sucede con Tamerlán cuando sucumbe no al enemigo sino a la muerte natural: Venid, marchemos contra los poderes del cielo, y colguemos en el firmamento negras flámulas * [Our quivering lances shaking in the air / And bullets like Jove’s dreadful thunder­ bolts, / Enrolled in flames and fiery smouldering mists, / Shall threat the gods more than Cy­ clopean wars / And with our sun-bright armour as we march, / W e’ll chase the stars from he­ aven, and dim their eyes / That stand and muse at our admired arms.]

para anunciar la matanza de los dioses. ¿Qué haré, amigos? No puedo sostenerme. * (2 Tamerlán el Grande, 5, 3, 58-51) Probablemente sea este el intento renacentista que imite con más fidelidad el sentido senequista del fin del mundo; el uso de la hipérbole surte efecto pre­ cisamente por ser contraria a la realidad: ¡Aullad, aullad, aullad! ¡Oh, sois hombres de piedra! Si yo poseyera vuestras lenguas y vuestros ojos, de tal modo los emplearía que haría estallar la bóveda del firmamento.** (Rey Lear, 5, 3, 258-260) Este tipo de discurso-adquiere, al reflejar una realidad impenetrable, tal fuer­ za y profundidad que supera cualquier aspecto de la obra de Séneca. Aque­ llo que Séneca representa como un anhelo de omnipotencia, lo insertan los dramaturgos modernos, a modo de prueba, en una realidad más dura. Esta prueba adquiere su máxima expresión en el tema de la venganza, como muestra el siguiente pasaje: Los vientos tumultuosos, cómplices de mis palabras, al oír mi llanto han sacudido los árboles deshojados y han despojado a los prados de su florido verdor. Volvieron a los montes marismas con la pleamar de mi llanto, y quebrantaron las metálicas puertas del infierno. Pero persiste en mi alma torturada el tormento de quebrados suspiros e inquietas pasiones que aladas se remontan y, suspensas en el aire, golpean las ventanas de los cielos más brillantes, reclamando justicia y venganza. Pero se encuentran, en las alturas del Empíreo, en sitios tales que, cintos de murallas de diamante, se me antojan inconquistables; y se resisten así a mis lamentos, y a mis palabras impiden la salida.*** (The Spanish Tragedy, 3, 7, 5-18) * [Come, let us march against the powers of heaven, / And set black streamers in the fir­ mament / To signify the slaughter o f the gods. / Ah friends, what shall I do? I cannot stand.] ** [Howl, howl, howl! O, you are men of stones! / Had I your tongues and eyes, I’d use them so / That heaven’s vault should crack.] *** [The blustering winds, conspiring with my words, / At my lament have moved the leaveless trees / Disrobed the meadows of their flowered green, / Made mountains marsh with spring tides of my tears, / And broken through the brazen gates of hell. / Yet still tormented is my tortured soul / With broken sighs and restless passions / That winged mount and, hovering in the air, / Beat at the windows of the brightest heavens, / Soliciting for justice and revenge. / But they are placed in those empyreal heights, / Where, countermured with walls of diamond, / I find the place impregnable; and they / Resist my woes, and give my words no way,]

Así habla el Hieronimo de Thomas Kyd en una obra contemporánea del Ίαmerlán, que tuvo el mismo éxito pero mayor influencia. Kyd establece con esta obra las premisas de la tragedia de venganza inglesa, en la que la pe­ rentoriedad prohibida toma la forma de cruel paradoja; en ella el vengador es excluido de la sociedad a causa de su cometido; pero la satisfacción de esta citación también puede significar su muerte. Este modelo de historia, aunque a veces esté invertido e incluso satirizado, dominará en la tragedia inglesa hasta el cierre de los teatros ordenado por los puritanos. Un ejemplo contun­ dente para este tipo de tragedia es The Cardinal (1641) de James Shirley. En cuanto al personaje más célebre de Shakespeare, éste desprecia los «apuntes» de teatro (en sus propias palabras: Hamlet, 5, 1, 284), se irrita por su situa­ ción apremiante y a veces incluso acepta su suerte, que es la de encontrarse atrapado en este género. En el continente, este género se amplía con un nuevo concepto, el ho­ nor, reforzando con ello su presencia en escena. A la sombra de Corneille o de Lope de Vega, la tragedia francesa y la comedia española reincidirán en el tema del amor propio en una sociedad de preceptos ético-morales muy es­ trictos. El honor adquiere especial relevancia cuando es ofendido y la ac­ ción, al igual que en Inglaterra, gira en torno a la venganza; aun así, será la moralidad la que determine el resultado. Aparte de tragedias sobre el honor existen las tragicomedias: los héroes de El Cid (1637) y Peribáñez (c. 1606), por ejemplo, recurren a la venganza de sangre para satisfacer la ofensa de la que ha sido objeto el honor de su familia, haciéndose perdonar posterior­ mente por el monarca, que incluso los elogia. En España este concepto del honor está estrechamente vinculado con la exigencia de castidad para las mujeres, con lo cual abarca gran parte de los temas tradicionales de la co­ media (Peribáñez mata por un intento de seducción de su mujer); en Fran­ cia el honor está vinculado principalmente al tema del amor (en El Cid, don Rodrigo y Jimena no pueden casarse porque, entre ellos, tienen pendiente una cuestión de honor y venganza). El centro de gravedad se sitúa justamente en este sentimiento de honor, tan arraigado en el individuo que infunde connota­ ciones de severidad y soledad a las relaciones sociales y personales. En resumidas cuentas, el drama que Burckhardt describió como «una mis­ teriosa mezcla de conciencia y egoísmo» (The Civilization of the Renaissance in Italy, trad. S. G. C. Middlemore, Nueva York, 1958, p. 428) se convertirá en uno de los pilares centrales del teatro europeo. Entre los herederos directos, y actuales, está el western norteamericano, que más que ser un teatro de obras morales en su lucha entre el bien y el mal, es una introspección sobre la na­ turaleza y los límites del amor propio masculino. El teatro de los siglos xvn y xvm amplía el repertorio mítico de la tragedia clásica con nuevas temáticas: la historia romana y griega, crónicas bíblicas y orientales y, por supuesto, le­ yendas políticas de la historia moderna de Europa. Así lo reflejan las trage­ dias de Vittorio Alfieri (1749-1803): Antigone, Oreste, Agamennone, Ottavia, Sofonisba, Timoleone, Antonio e Cleopatra, las dos obras sobre Bruto, Maria Stuarda (temática bastante común, tratada por primera vez por Montchres-

tien), Congiura de ’ Pazzi (trata de un intento de asesinato de Lorenzo de Médicis) y por último Filippo, sobre Felipe Π y don Carlos. Este tema se hizo mucho más célebre a partir de la obra de Schiller Don Carlos (1787); este autor, historiador de la guerra de los Treinta Años, convierte la historia de Europa de los siglos xvi y xvh en el escenario obligado del teatro clásico ale­ mán; obras ejemplares.de este son: Fiesco (1783), Wallenstein (1798-1799), María Estuardo (1800), Guillermo Tell (1804) y la obra inacabada Demetrios (sobre el hijo de Iván el Terrible), todas ellas de Schiller; Egmont (1788) de Goethe y El príncipe Federico de Homburg (1811) de Kleist. Estas obras reflejan un ethos aristocrático de la guerra, la política de la corte y las ambiciones imperiales. Pero la temática principal se articula en torno al individuo titánico y su actitud violenta ante lo establecido. Esta vez el concepto de «honor» tiene fuertes connotaciones de clase: se vincu­ la a una especie de identidad aristocrática que simboliza un estilo personal al que todos, amén de su clase social, podían tener acceso (así, el rey as­ ciende socialmente a Peribáñez por considerarlo como uno de sus mejores súbditos). A partir del Renacimiento y hasta el siglo XIX el polémico tema de la situación de la aristocracia europea estará siempre presente; ésta, des­ pojada de sus ancestrales privilegios como casta de guerreros, seguía es­ tando presente en el imaginario de la sociedad europea, a pesar de los alti­ bajos y reestructuraciones que había sufrido. La insistencia en el tema de la venganza, uno de los privilegios de la aristocracia que con más dificul­ tad erradicó el Estado, probablemente tuviese su origen en los conflictos entre esta clase y el Estado moderno (el ritual del duelo no ha desapareci­ do hasta entrado este siglo). A finales del siglo xvm la tragedia se hace eco de las tendencias políticas libertarias, como en Alfieri o Schiller, mientras que la venganza deja de ser una venganza del individuo contra el monarca opresor para normalizarse y hacerse pública. Con la proliferación de estas obras, la tragedia senequista irá perdiendo paulatinamente su importancia. A finales del siglo xvm, Séneca ya no tendrá tanta influencia como autor de tragedias. En la crítica de Schlegel a las obras del autor latino (1809), la veneración renacentista sufre un duro revés al ins­ taurarse una concepción totalmente opuesta que predominará durante más de un siglo: «indudablemente ampulosas y desapasionadas, una acción y un ca­ rácter poco naturales, rebeldes por su transgresión de las convenciones y por lo tanto desprovistas de todo efecto dramático; por ello pienso que hubiese sido mejor que se hubiesen quedado en las escuelas de retórica en vez de pa­ sar a la escena» (A Course o f Lectures on Dramatic Art and Literature, trad. John Black, Londres, 1846, p. 211). Habla en un sentido amplio del decoro dramático, que extrae del teatro gran parte de la retórica y la radicalidad emocional de la tragedia senequista. En cierto sentido se podría decir que ésta se ha mudado a la ópera, en la que tenía más asegurada su superviven­ cia. (Un ejemplo pionero al respecto lo proporciona L ’incoronazione di Poppea de Monteverdi, que trata, entre otros temas, de la muerte de Séneca; du­ rante los siglos xvm y xix se producirá un considerable entrecruzamiento de

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â^ifitowW iT 10«rftwitf hrà -:rt$ iH ^tu atn Fitn fe**i«mÍMjm{cwe f>$. Máximo ejemplo y modelo de la maldad atractiva, sirvió al cristianismo primitivo como antitipo cuya firme localización en la topografía de la ciudad le concedió un puesto en la demonología comparable al de Pilatos o Herodes, expresado en referencia a los destinos de san Pedro· y san Pablo. Un cronista latino lo resume con alar­ mante concisión: «Siguió Nerón, destripó a su madre, violó a su hermana, quemó doce partes de Roma, mató a Séneca, vomitó ranas en el Laterano, crucificó a Pedro, decapitó a Pablo, gobernó 13 años y 7 meses, fue devora­ do por lobos» —todo lo que necesitamos saber sobre un personaje que, en efecto, ha sido asociado a menudo con el Anticristo. Este predominio se re­ flejaba en toda la ciudad; no sólo con la extraña introducción etimológica de ranae (ranas) en Laterawus o con su fantasma en la Vía Lata, sino mediante obeliscos, palacios, templos, tesoros que podían mostrarse al visitante de la ciudad: todo ello completa ficción. Los DOCUMENTOS Y EL DESCUBRIMIENTO DE LA VERDAD Las historias sobre Nerón o las peculiares descripciones de los geógra­ fos árabes pueden ser ficción en un sentido; en otro son, como hemos apun­ tado ya, intentos de responder y explicar el singular carácter de Roma. El maestro Gregorio encama un nuevo tipo de curiosidad hacia las antigüeda­ des paganas por su perseverancia; los relatos más primitivos están dedica­ dos entusiásticamente a la presentación de la Roma cristiana según una tra­ dición que se remonta a la Antigüedad tardía y a visitantes como Sidonio Apolinar, los cuales, si bien quedaban impresionados por los acueductos, se dirigían no obstante a los martyria. En la alta Edad Media las otras maravi­ llas de la ciudad se incluyen entre las obras de este tipo en los Mirabilia. Pero la yuxtaposición es siempre algo difícil, y el análisis de la relación de las ruinas antiguas, todavía sospechosas, con la historia del cristianismo toma varias formas. La verdad, esto es, que Roma siguió siendo una ciudad imperial durante 200 años después de convertirse en cristiana, y que al prin­ cipio hubo una cierta fusión de las tradiciones cristianas con las similares romanas, habría sido difícil de aceptar y no era válida. El papa Dámaso, con su elaborado programa de construcción y su afición a divulgarlo mediante el sistema tradicional de las inscripciones en latín, no era un héroe cultural;

hasta hoy no se ha reconocido que cuando en el siglo vi el general Narsés, al reconstruir un puente sobre el Anio, utiliza el orgulloso lenguaje de con­ quistador y dominador de la naturaleza de una forma que se remonta a tra­ vés de Nerón y César hasta Jeijes, está de hecho empleando también un la­ tín que recuerda deliberadamente al de Isaías según la Vulgata {CIL, 6, 1.199). Frente a estos ejemplos de la simbiosis de la antigua condición de Roma con su presente cristiano en la Antigüedad tardía, durante la Edad Media pre­ dominaron relatos mucho más inquietantes y triunfalistas. Gregorio Magno era más recordado que el papa Dámaso por su temeridad, ya que tuvo la de­ bilidad de interceder por el alma condenada del emperador Trajano, y sobre todo por haber ordenado una purga sistemática de las imágenes antiguas de la ciudad, historia que iba a ser causa de un porfiado debate en tiempos de la Reforma pero que es de hecho mítica —mítica en el sentido de una historia cuya narración tiene un valor aclaratorio para el mundo en el que es conta­ da. Un paralelo más tranquilizador era el popular cuento de Augusto y el Al­ tar de los Cielos. Según la versión de los Mirabilia, Octaviano consultó a la sibila de Tívoli sobre el preocupante tema de su propia divinidad y recibió en respuesta una profecía de la encamación de Cristo, al tiempo que tuvo una visión de la Virgen y el Niño mientras una voz declaraba: «Este es el altar del Hijo de Dios». El lugar, entonces la casa de Octaviano, es actualmente la iglesia de Santa Maria d’Aracoeli. En este caso la localización del mito, bajo la gran basílica de la cima norte de la colina del Capitolio, es parte importante de la historia. Se ha su­ gerido plausiblemente que en la vinculación de la historia con el lugar ha desempeñado un importante papel un antiguo elemento, parte de la rica es­ tratigrafía de la ciudad clásica. El templo romano de la Fe, Fid.es, muy cer­ cano, así como la dedicatoria fid e i a u g . s a c r ., interpretada erróneamente como f i ( l io ) d e i a v g (u s t u s ) s a c r ( a v it ) (Augusto dedicó esto al Hijo de Dios) y no como f id e i a v g ( u s t a e ) s a c r ( u m ) (consagrado a la Fe Imperial), pueden haber contribuido a originar una útil leyenda. Recordemos que el Aracoeli albergó hasta la Contrarreforma otro conspicuo ejemplo de este tipo de culto: un pedestal en el que las marcas de los pies de la estatua se interpretaron como las huellas del arcángel san Miguel y fueron muy vene­ radas. El pedestal en cuestión estaba en realidad dedicado a la diosa Isis. Estos ejemplos nos presentan una forma nueva y refinada mediante la cual los monumentos de la antigua Roma se convirtieron en época medieval en tema de especulación, mito y discusión: el examen detallado, a menudo con interpretaciones imperfectas, de estatuas o inscripciones concretas y el intento de utilizarlas sistemáticamente, junto con temas procedentes de las fuentes literarias, para alcanzar un consenso acerca de lo que había estado su­ cediendo frente a los desacuerdos entre historias incompatibles e improba­ bles sobre el significado de las ruinas. Si el resultado fue una reducción en el alcance de las posibilidades imaginativas para la identificación de cada vestigio, las tentativas por encontrar un marco interpretativo correcto enri-

quecieron inconmensurablemente la reacción de nativos y extranjeros ante las ruinas. El siguiente ejemplo nos ayudará a elaborar la crónica del nacimiento de un nuevo tipo de interpretación. Una lámina de bronce —una de las pocas que se libró del fundidor— recoge una ley del 70 d.C. que confería al em­ perador Vespasiano las prerrogativas de sus predecesores en el imperio. Este documento es mencionado por primera vez por el maestro Gregorio, que lo interpreta como una mágica «tablilla prohibiendo el pecado», legible pero de significado impenetrable. (Podemos compararla, en cuanto al valor de la búsqueda de salvación cristiana en los monumentos antiguos, con la costum­ bre de prosternarse ante la base del obelisco del Vaticano para obtener la ab­ solución.) Su contemporáneo Odofredo, jurista de Bolonia, hizo una conje­ tura más osada, tomándola por la famosa Ley de las Doce Tablas. En 1347 adquirió gran relevancia en tiempos de la toma del poder en Roma por el ca­ becilla popular Cola di Rienzo. Por entonces había sido correctamente inter­ pretada como una carta de concesión de derechos constitucionales, y Cola hizo de ella su arma ideológica en la lucha que emprendió para liberar en Roma los órganos de gobierno de la ciudad del dominio temporal de los papas. Es este un momento vital. El empate entre antigüedades paganas y cristianas tomó una nueva forma y adquirió una nueva importancia. La lite­ ratura latina alcanzó un nuevo predominio y un nuevo contexto arqueológi­ co, simbolizados por la coronación de Petrarca en el Capitolio el 8 de abril de 1341. El significado de los restos romanos se convirtió en tema de deba­ te político y filosófico. La afirmación de la administración secular de la ciu­ dad de ser heredera de los antiguos romanos floreció en el siglo xvi cuando el Capitolio fue reconstruido alrededor de los vestigios más espléndidos de la ciudad clásica, con los Fastos en su museo y la estatua de Marco Aurelio en el centro de la plaza de Miguel Angel, y continuando esta tradición se for­ mó el gobierno de Italia cuando en 1870 Roma se convirtió en la capital del reino. Esta es la razón de que, hasta hoy día, aparezcan las letras SPQR en los objetos más mundanos dentro del ámbito del Comune de Roma. Esto no implica que el conocimiento aumentara en proporción al interés. Cola di Rienzo creyó que el pomerium de la hex de imperio Vespasiani era el huerto {pomarium) del emperador, no el límite sagrado de la ciudad. El problema potencial de que la topografía mencionada en los textos de Cice­ rón, Horacio y Tito Livio era casi irrecuperable y que los monumentos más evidentes del paisaje urbano del medioevo tardío eran creación de empe­ radores relativamente insignificantes en los anales literarios fue soslayado mediante la ignorancia. No es sorprendente que las fuentes literarias del si­ glo I a.C. se pusieran en relación con monumentos del periodo severiano. Así, acerca del ninfeo del Aqua Julia, más tarde llamado de forma igual­ mente absurda «los Trofeos de Mario», dice Capgrave: «El palacio de un tal Catilina, hombre de maravilloso ingenio y gobierno», lo que demuestra que ¡ni Salustio ni Cicerón eran mejor interpretados que la arqueología! El Pan­ teón se creyó que era de la época republicana con un pórtico augusteo has-

ta bien entrado el siglo xix (de hecho, a pesar de la inscripción que lo fecha en el 27 a.C., toda la estructura fue erigida por el emperador Adriano). Incluso cuando los estudios se hicieron más sistemáticos en la época de Biondo y Alberti y sus sucesores (y en muchos aspectos estaban más en la tradición de Petrarca y los Mirabilia que eran representativos de una nueva ciencia o un serio renacimiento de lo antiguo), se realizaron nuevas interpre­ taciones erróneas de tipo erudito. Resultaba interesante identificar el bien conservado templo cercano a Santa Maria in Cosmedin como el templo de la Fortuna Viril, ya que era un culto atestiguado en las fuentes que se ade­ cuaba a la imagen de la vigorosa Roma de la república. Tal identificación ha perdurado hasta nuestra época, y sólo muy recientemente se ha establecido con (casi) total seguridad que se trata del templo de Portunus, el dios de los puertos, y que conmemora el interés de los nobles romanos del siglo π a.C. por obtener el mayor provecho posible del imperio que habían conquistado: un hecho que no habría interesado a los anticuarios de los siglos xv y xvi. A medida que los edificios iban siendo correctamente fechados —y ya en el Renacimiento muchos lo estaban— la opulencia de las construcciones impe­ riales podía tomarse como signo de la decadencia que constituía el tema central de la literatura romana. La virtuosa república dio paso al monstruoso imperio, y los monumentos tienen un agitado florecimiento pronto cortado por los desastres inevitablemente causados por los vicios imperiales. Puede cultivarse una nueva clase de instructiva tristeza a través del estudio de las destrozadas reliquias del poder de Roma, y, al igual que ciertas opiniones ex­ cesivamente optimistas acerca de la identidad de los monumentos, se trata de una reacción que ha tenido una larga historia. Como hemos visto, la Iglesia tuvo una relación difícil con todo esto. La actitud del papa Gregorio, al que se le ha atribuido la total destrucción de la Roma pagana, fue ambigua. Por una parte, podía verse como instrumen­ to del castigo por la lujuria, la vanidad y el abuso del poder absoluto que habían caracterizado a la ciudad en la Antigüedad; por otra, apareció como un vándalo desde el momento en que los restos fueron siendo progresiva­ mente considerados importantes, interesantes y (poco a poco) bellos. El pa­ pado, de hecho, comenzó la explotación de la ideología antigua; la estatua de Marco Aurelio que hemos visto en su secular puesto del Capitolio fue confundida con Constantino en siglos anteriores, no sólo a causa de la fama de este emperador, sino porque la catedral de Letrán, en cuya proximidad estuvo situada originalmente, necesitaba un monumento al autor de la Do­ nación como una patente de la autenticidad del documento. En aquellos primeros tiempos, el papado no había tenido demasiados problemas con su herencia pagana; en los siglos ex y X, cuando el poder estaba en su nivel más bajo y la ciudad sufría por la hostilidad sarracena, o después del sa­ queo de 1084, el pasado cristiano y romano era visiblemente más grande que cualquier logro contemporáneo. La Iglesia fue maldecida de un modo característicamente romano; la acusación de que estaban «foris Petrus, intus Nero» se lanzó contra numerosos papas. De hecho, el renaciente poder y la

confianza de los papas «neronianos» de la baja Edad Media y el Renaci­ miento fueron causa de una mayor destrucción de los vestigios de la primi­ tiva ciudad. Los GODOS, LOS CRISTIANOS, EL TIEMPO, LA GUERRA, LA INUNDACIÓN Y EL FUEGO '

La «destrucción de la antigua Roma» —tema de investigación por dere­ cho propio durante siglos, de hecho desde la leyenda del papa Gregorio— había sido, desde luego, un proceso constante desde la misma Antigüedad. Los emperadores del siglo rv habían dictado medidas para la protección de la integridad de los monumentos, muchos de los cuales eran ya antiguos. El problema era la orgánica introversión de Roma como fenómeno social y ar­ quitectónico, ese curioso autoparasitismo resultante de la obstinada devoción de jefes y ocupantes a la vez hacia una dinámica de renovación urbana —re­ novación que, cuando las canteras de Asia y los bosques de Siria se agota­ ron, tomó la forma de reutilización sin fin de todo lo que había sido cons­ truido en Roma. La extracción de las grapas de metal utilizadas para unir la mampostería, y la interminable conversión del mármol quemado en cal, son dos aspectos evidentes del proceso, que debe compararse con los anteceden­ tes de ocupación ininterrumpida de las mismas construcciones que las actua­ les investigaciones están descubriendo en zonas del núcleo medieval de Roma. Más espectacular, y a menudo más dañino para la imagen de la ciudad, es el robo de los sillares de piedra o mármol para su reutilización por do­ quier, cosa que había sucedido a una escala asombrosa. Desde la desastrosa visita del emperador oriental Constante H a mediados del siglo vu, que dio lugar al implacable desmonte de la decoración marmórea del templo de Ve­ nus y Roma, hasta el sistemático saqueo de sillares para las tumbas de Car­ los y Roberto de Anjou, reyes de Nápoles, a finales del siglo xm y comien­ zos del XIV, Roma fue tratada como una vasta cantera. Dice Petrarca de las depredaciones de los angevinos: «Es con tus columnas de mármol, con los umbrales de tus templos y las estatuas de las tumbas en que yacen las ceni­ zas de tus padres con lo que está decorada la perezosa Nápoles». Pese a ello, la cantidad de mármol que aún queda en Roma es impresionante, aunque los revestimientos de desolado ladrillo, que no lograron la aprobación de fray Eustace como garantía de pintoresquismo, son testigos elocuentes de todo lo que ha desaparecido a causa del negocio de la construcción o del homo de cal. El daño no fue mayor, a pesar de todo, gracias a la utilidad ideológica que prestaron los monumentos a las aspiraciones de la comunidad secular de Roma, como hemos visto ya en lo que respecta a Cola di Rienzo. Al menos desde mediados del siglo xn, época de Amaldo de Brescia, estas afirmacio­ nes fueron reforzadas mediante la referencia al pasado romano. Así, un edicto del 27 de marzo de 1162, que resucita el tono de sus predecesores de

ocho siglos antes, prohíbe dañar la columna de Trajano, «de modo que pue­ da permanecer entera e incólume para la gloria del pueblo romano en su es­ tado presente mientras dure el mundo». La declaración de pervivenda eter­ na garantizada por un monumento tan espectacular pertenece tanto al clima de naciente interpretación del mundo antiguo como al mundo del pensa­ miento de las profecías del pseudo-Beda. Con frecuencia, la destrucción de los restos de la antigua ciudad no ha sido casual. Mientras la totalidad de la época antigua, «annorum series et fuga temporum» («la innumerable sucesión de años y la fuga de las genera­ ciones», Horacio, Odas. 3, 30), ha tenido los efectos predecidos por los pro­ pios romanos, debemos insistir una vez más en que la erosión más dañina ha sido espoleada por el conocimiento de lo que la arruinada Roma significa. Los angevinos no estaban robando mármoles corrientes, sino empezando (o continuando) la eliminación de logros significativos del arte antiguo: tema sobre el que volveremos más adelante. El significado radica tanto en un cre­ ciente sentimiento hacia el arte clásico, que se desarrolló con las colecciones de los saqueadores, como en el contenido ideológico de las asociaciones de la antigua Roma. Quienes tenían algo que perder por la evocación de la ciu­ dad precristiana y quienes la convirtieron en su punto de referencia tuvieron un efecto peijudicial sobre lo que quedaba de ella. Al final, de hecho, la identificación con el pasado, al implicar una creencia de propietario en el de­ recho a disponer de él, ha tenido los peores efectos: pocos individuos han da­ ñado tanto los vestigios de la antigua Roma como Benito Mussolini, que los utilizó de la forma más vigorosa como símbolo político. Pero la larga serie de papas durante el periodo de esplendor pontificio, desde mediados del si­ glo xv hasta mediados del xvm, combinó la búsqueda de la gloria de los Cé­ sares con el desdén del cristianismo triunfante hacia lo pagano, y al crear su nueva Roma arrasaron gran parte de lo que aún quedaba. Los papas de este periodo se consideraban a sí mismos detentadores del poder resucitado de León y Gregorio; los monumentos que inspiraron a sus arquitectos fueron también, en otro sentido, cantera para la nueva ornamentación de la ciudad, y la expoliación se justificó mediante la oposición cristiana al paganismo. Como ha escrito Carroll Westfall sobre el principio de las nuevas costumbres en el pontificado de Nicolás V: «La Antigüedad estaba presente en el diseño, pero no como una norma arquitectónica que obsesionara al papa o como un objeto de rivalidad celosa. La Iglesia y su papa habían triunfado desde hacía mucho tiempo». Pese a la naciente expansión del renacimiento de los estu­ dios clásicos, los visitantes contemplaban Roma a través de un prisma cris­ tiano más exclusivo en esta época que doscientos años antes. En los relatos de visitantes como Giovanni Rucellai, que estuvo en Roma en 1450, los mo­ numentos antiguos desempeñan un papel insignificante, en notable contraste con la visión del maestro Gregorio, de la que ya hemos hablado. De todas formas, los protagonistas del redescubrimiento del pasado ro­ mano no dejaron de llorar por los monumentos de la Antigüedad. El viejo tema de la destrucción de la idolatría pagana por Gregorio Magno adquiere

en este momento nueva importancia como foco de un debate estrechamente relacionado con el papado de la época, en el cual las tradicionales leyen­ das sobre la ciudad desempeñaron una vez más una función mítica en las discusiones sobre la política contemporánea. La tradición humanística del primer Renacimiento llegó a un acuerdo, sobre todo en las obras de Ghiber­ ti y Vasari, mediante el cual se lamentaba la destrucción sin condenar el celo de Gregorio. Pero al mismo tiempo ello tema un contrapeso en la vin­ dicación de una primitiva iconoclasia que puede vincularse con el triunfalismo de los papas, y este aspecto predominó a finales del siglo xvi cuando la Roma de la Contrarreforma fue reconstruida por Sixto V. Es en esta época cuando, siguiendo el ejemplo del ángel colocado en lo alto del Mausoleo de Adriano un siglo antes, se erigieron las estatuas de Pedro y Pablo sobre las columnas de Marco Aurelio y Trajano, monumentos cuya emblemática im­ portancia para el conocimiento del pasado de la ciudad hemos mencionado ya. El simbolismo era crudo pero efectivo: «y apostólicas columnas se ele­ van / donde duermen las sublimes cenizas imperiales» (Childe Harold, 4, 110, vv. 989-990). La Roma sixtina fue un magnífico triunfo, aunque alcanzado a expensas de la destrucción de monumentos enteros; una destrucción que pareció y si­ gue pareciendo excesiva. Los grabados de la época muestran algunos de ellos como ruinas pintorescas y atractivas en sí mismas, que habrían embellecido la ciudad de arte y turismo creada inintencionadamente por Sixto. En 1812 Eustace resumió y transmitió la ortodoxia: «Sería injusto y desagradecido acusar al papa, a quien el mundo debe la cúpula de San Pedro, de falta de gusto; o sospechar de un soberano, con el cual está en deuda la Roma mo­ derna por la mitad de su belleza, indiferencia hacia sus antigüedades: sin em­ bargo, no podemos por menos de lamentar la pérdida del Septizonium, que había resistido el ataque de tantas causas destructivas y que, ya íntegro o en ruinas, tuvo que haber representado el más asombroso derroche de grandeza arquitectónica» (véase la lámina XXXII). El ARTE ROMANO Y LOS ORÍGENES DEL ROMANTICISMO

El Septizonium, un elaborado despliegue bajoimperial de fuentes y orna­ mentación arquitectónica próximo a la iglesia de San Gregorio Magno, es sólo una entre las muchas víctimas de este periodo que podemos enumerar. A primera vista este proceso parece entrar en conflicto con la creciente afi­ ción entre la elite eclesiástica y sus parientes laicos en otras cortes a formar colecciones de obras de arte y otras antigüedades interesantes. En efecto, al final se desarrolló con el tiempo un mayor interés erudito católico al margen de la sistematización e interpretación de estas colecciones, interés que llegó a abarcar los restos conservados por sí mismos y que condujo al nacimiento del espíritu de conservación y restauración. Para comprender los orígenes del paso vital por el cual los objetos antiguos llegaron a formar parte del siste-

ma de símbolos de estatus que define a las aristocracias de la época, debe­ mos volver a la Edad Media y visitar de nuevo la mágica atmósfera de las bellas estatuas de mármol situadas entre la vegetación y decadencia de lo disabitato. Hay un nexo directo entre el ambiente de temor e incomprensión que hemos documentado en el periodo primitivo y el gusto por coleccionar y poseer estas admirables y extrañas reliquias de un pasado que seguía sien­ do moralmente peligroso aun cuando hubieran desaparecido las asociaciones con lo demoníaco que previamente tenía. La transición aparece sugestiva­ mente ilustrada una vez más por la obra del maestro Gregorio: Pero esta imagen, de mármol de Paros, está trabajada con tan asombrosa e inexpresable habilidad que más parece una criatura viviente que una estatua: ya que, en su desnudez, se parece a una mujer ruborizada, cuyo rostro está te­ ñido de color rosado; mientras que si la miras de cerca, la sangre parece fluir bajo el pétreo semblante. A causa de su maravilloso aspecto y de cierta per­ suasión mágica, me sentí impulsado por tres veces a volver atrás para contem­ plarla, aunque mi alojamiento estaba a cuatrocientos metros de distancia (12).

Muy probablemente la diosa de Gregorio era la estatua conocida posterior­ mente como la Venus Capitolina, ya que estaba rodeada de muchas otras an­ tigüedades en la colección de la propia ciudad, tal como la describimos; su irónico relato nos lleva del ambiente de los Mirabilia al mundo de los co­ leccionistas del primer Renacimiento. La formación de colecciones de antigüedades constituye un hito en la historia de las ruinas de Roma, y no sólo porque era un modo nuevo de or­ ganizar y hacer accesible las huellas del pasado. Dio lugar por primera vez a un saqueo minucioso de las ruinas, a medida que aumentaba la demanda de mosaicos y estatuas. Sin duda la fértil influencia de las bóvedas pintadas de la Domus Aurea, o esculturas como el Laocoonte o los Nióbides son adqui­ siciones importantes, pero las investigaciones que las sacaron a la luz resul­ taron terriblemente dañinas para los monumentos que las cobijaban, y tam­ bién, como los arqueólogos de nuestra generación han constatado con dema­ siada claridad, para la estratigrafía de los niveles medievales y romanos. Sin embargo, el significado real de este nuevo entusiasmo por las curiosidades supervivientes de la antigua Roma es que formaba parte de la creación, en el seno de la aristocracia eclesiástica, de una Roma que tema una nueva y eli­ tista vida cultural. Las fases más recientes de la larga historia de la actitud ante los restos de la ciudad antigua no pueden ser comprendidas con propie­ dad si no se valora totalmente el estrecho vínculo entre el redescubrimiento del mundo del arte romano y la creación de una vigorosa y próspera cultura aristocrática en Roma. La colocación de estatuas, inscripciones y mosaicos en los nuevos jardines y palacios de una Roma que estaba alcanzando su má­ xima cota de conspicuo lujo y complejidad cultural desde la caída del impe­ rio romano, ha condicionado las reacciones de todos los observadores poste­ riores con respecto a ellos. La doble imagen de Roma, los logros artísticos

de la ciudad renacentista y barroca al lado de las antigüedades, incluyéndo­ las y utilizándolas, se crea a través de este proceso. Sin embargo, el crecimiento de esta civilización no fue constante a lo largo del siglo xvi, y la naturaleza precaria de los éxitos que se habían al­ canzado bajo los papas de finales, del siglo xv y que culminaban con Julio Π, hizo que la yuxtaposición de arruinada grandeza y presente esplendor resul­ tara conmovedora: en otras palabras, los antiguos vestigios seguían cum­ pliendo su función de colosal m em ento m orí para los sistemas políticos hu­ manos. La amenaza de implicación en las guerras de religión y el saqueo de 1527 pusieron de relieve las preocupaciones. El efecto aparece con claridad en la poesía de viajeros como Jacques Grévin (en Roma en 1567), que utili­ za la experiencia de su visita para hacer resaltar los desastres contemporá­ neos de Francia; la antigua ruina de Roma y las circunstancias de su des­ pliegue en el siglo xyi la convierten en vehículo perfecto de reflexiones como ésta: «Car, puisque j ’estois né en saison malhereuse / J’aimais mieulx aller voir les ruines d’autrui // Et m’esmerveiller, que toujours plein d’ennui / Voir de mes propres yeus la France ruineuse»* (soneto 7, final). En Grévin, e igualmente en su contemporáneo Du Bellay (por ejemplo en el 29, final: «Rome vivant eut l’omement du monde / Et morte elle est du monde le tom­ beau»),** Roma aparece como una inequívoca tumba: todo cuanto fue ro­ mano yace sepultado, y no se puede contemplar en otros lugares (compárese con el epígrafe a este artículo). Para Du Bellay (27, 10-11), la razón radica en el proceso mediante el cual se creó la nueva Roma a partir de las ruinas de la antigua: «Rome fouillant son antique séjour / Se rebastit de tant d’oeu­ vres divins».*** En cierto sentido, la Roma de los siglos xvi y xvn fue, en mayor medida que antes, una recreación de la ciudad clásica. Las inscripciones habían pro­ porcionado una base para el renacimiento de las funciones y títulos adminis­ trativos romanos; estas y otras antigüedades se podían contemplar en lacs ca­ sas de la nobleza, pero los ejemplos más espectaculares fueron los dedicados a embellecer los espacios públicos, especialmente los grandes obeliscos, eri­ gidos con una imitación consciente de la capacidad técnica romana para se­ ñalar los grandes ejes de la Roma sixtina; igualmente los antiguos acueductos se volvieron a poner en uso, y, gracias a sus aguas, la vida cortesana retomó a las secas colinas del Janiculo y el QuirinaL En esta última —en los límites de la ciudad medieval aunque, por supuesto, dentro de la muralla aureliana— se desarrolló un nuevo suburbio entre el gran palacio papal y el nuevo ninfeo terminal del Aqua Felice. Se construyeron allí magníficos jardines de estilo clásico alrededor de antigüedades ya existentes o reunidas al efecto, como los fragmentos gigantescos del entablamento del templo de Serapis en los Jardi* [Pues, ya que he nacido en una época desgraciada / prefiero ir a ver las ruinas de otros lugares // y maravillarme, que, disgustado, / contemplar con mis propios ojos la ruina de Francia.] ** [Roma viva fue adorno del mundo / y muerta es del mundo la tumba.] *** [Excavando su antigua morada / Roma se reconstruye con tantas obras divinas.]

nes Colonna; los Jardines Famesio, en el Palatino, en el centro de las ruinas de los palacios de los Césares, son un paralelo cercano. Palacios e iglesias en el nuevo estilo, San Andrea o San Carlo alie Quattro Fontane, completaron el nuevo barrio. Cada fragmento del pasado romano adquirió ahora una doble condición. Podía considerarse como un valioso fragmento de la historia remota de la ciudad, con todo su antiguo significado ideológico, pero también podía aso­ ciarse con el gusto de las casas más ricas de Roma, mostrado en la arquitec­ tura de moda o el escenario de un refinado jardín artístico. Así se creó un nuevo significado, también en un sentido literal, a partir de los ingredientes potenciales de jardín con estatuas o de patio con esculturas, de paisaje crea­ do tanto en tres dimensiones como pintado en dos. Es importante señalar que los vestigios romanos no perdieron a lo largo de este proceso su melancóli­ ca ambigüedad; aportaron un tono elegiaco a los esquemas decorativos de los que formaban parte. Las tradicionales reflexiones tristes acerca de la transitoriedad de la grandeza son transformadas por la constante conciencia de las actitudes continuamente cambiantes entre connoisseurs y observadores civi­ lizados. Las ruinas perdieron parte de su deprimente carácter hostil y empe­ zaron a ser pintorescas. Los orígenes de la visión romántica, al menos en lo que concierne a las reliquias de la Roma antigua, pueden remontarse hasta esta apropiación de la actitud medieval, con su pesquisa sobre el poder, de­ cadencia, impermanencia y cambio religioso, a través del refinado gusto de la aristocracia de la Roma papal. Si bien llega a su auge en el periodo ro­ mántico, en el amplio sentido del término, a finales del siglo xvni y princi­ pios del XIX, sigue siendo una combinación de ideas que ya aparecen en las villas con jardín del Seicento y en los paisajes de Claudio de Lorena. DE LA PEREGRINACIÓN AL TURISMO Las comodidades del palacio barroco constituían un elemento nuevo en la composición de la tradición de interpretación de la Roma antigua, pero su aportación a la visión de la Antigüedad dejó intactos los rasgos principales ante los que habían reaccionado también los visitantes medievales, sobre todo el contraste entre decadencia pagana y actividad cristiana. Este con­ traste continúa siendo una característica central de la experiencia del si­ glo xvra, tanto en la progresiva investigación por Goethe del catolicismo y las antigüedades, que culminó con la afirmación de que «sólo en Roma se puede estudiar a Roma», con su positiva imitación del sentimiento de Grévin de la total integración de la ciudad y su pasado, como en las famosas re­ flexiones autobiográficas de Gibbon acerca de cómo le fue sugerido el tema de su Decadencia y caída del imperio romano al contemplar a los frai­ les descalzos de Aracoeli entre las ruinas del antiguo Capitolio —un lugar significativo para semejante revelación, como es evidente ahora gracias a las observaciones que hemos hecho. La continuidad del tema es, por lo tan-

to, impresionante, pero el tono ha sido alterado para siempre por el hecho de que Roma no es ya solamente interesante, evocadora, inspiradora de ad­ miración, melancólica, hermosa: es también un lugar de moda. A partir de la época de su esplendor barroco, Roma se convierte en un posible destino cómodo para la elite europea, especialmente para la procedente del norte; la vida cortesana de la ciudad' está en relación con, y es influida por, los co­ mienzos del fénomeno del viaje elitista. Este es el antecedente de la otra cara de la experiencia dieciochesca, la ampliación del ámbito de erudición de los cardenales para incluir al rico septentrional, el resurgimiento de la ciudad como cantera que hemos visto en la época de los angevinos, la acti­ tud ante la Antigüedad que vemos en el museo Británico o en el Ashmolean y que aparece en los grabados de Piranesi y, sobre todo, en la figura de Winckelmann, quien obstinadamente consideró el legado artístico propio de la antigua Roma, up fenómeno local en cualquier caso, como el ideal del arte de la antigua Grecia. De modo que los inicios de la reacción romántica, en la antigua tradición melancólica, el desvanecimiento de la gloria de la Roma papal, el desarrollo de Roma como un destino turístico de elite, se remontan al siglo xvn y, so­ bre todo, al xvm. Podría decirse que los vestigios de la grandeza romana no habían sido nunca tan admirados y tan culturalmente influyentes como a principios del siglo xrx, en el punto máximo de la culminación de este pro­ ceso. Pero el apogeo del romanticismo está vinculado al efecto catalizador de los cambios políticos. La ocupación francesa y la inclusión de Roma en el imperio napoleónico interrumpieron de forma explícita y espectacular la lenta y casi eterna evolución de los Estados Pontificios, y se podría añadir, con gran efecto, esta repentina intervención a la tradición de actitudes fren­ te a Roma. Por ejemplo, en 1800 Chateaubriand calificó a Roma de sepul­ cro, como su compatriota Grévin en el siglo xvi, pero en un doble sentido: al otro lado del Tiber, un Vaticano muerto servía de contrapeso a los muer­ tos monumentos imperiales del centro de la ciudad. Estaban muertos, pero aún eran útiles, con riesgo de malos augurios, a las pretensiones imperiales del estado francés, con su combinación de los valores libertarios de los hé­ roes de la República y la autocracia militar de los Césares, en una postura excepcional para recurrir al potencial ideológico de las ruinas. La propia ciudad resultó alterada, con el ajardinamiento de la Piazza del Popolo en un estilo continuador del precedente papal y también con la primera lim­ pieza del Foro de Trajano, que permitió que la Columna de Trajano pudie­ ra admirarse íntegramente por primera vez, como antecedente de la vía de los Foros Imperiales y el urbanismo arqueológico del régimen fascista. Otra actuación de los conquistadores en el Coliseo (otro de los principales monumentos simbólicos) se hizo rápidamente famosa; un fragmento de es­ tatua colosal, que se creía de Pompeyo el Magno, constituyó un espléndido adorno en la representación del Brutus de Voltaire, pero el público se sintió ultrajado porque se le habían aserrado los brazos para poder transportarla desde su hogar, la colección del Palazzo Spada. El agudo francófobo Eusta-

ce hizo muchas bromas a costa del episodio en su guía (II4, 33), pero tam­ bién llamó la atención de Byron: Y tú, imponente estatua ... ¿él murió y también tú pereciste, Pompeyo? ¿Fuisteis vencedores de incontables reyes o marionetas en un escenario?* (iChilde Harold, 4, 87, vv. 775-783, con nota erudita de Hobhouse)

No hay expresión más importante del papel de Roma en el ambiente de la época que este canto cuarto del Childe Harold’s Pilgrimage (CH), de 1812, escrito cuando la ocupación francesa estaba aún en su apogeo, que refleja una y otra vez los temas que hemos venido analizando. La conciencia de la pro­ ximidad de la Roma clásica es fuerte: El foro, donde el inmortal acento de Cicerón parece comunicar su llama al aire que respiramos.** (CH, 4, 112, vv. 1.007-1.008)

pero choca con un nuevo sentimiento más acusado de la destrucción del tiempo, que hace que la monumentalidad de Roma conmemore su propia de­ saparición —ideas presentes ya en los sonetos de Grévin pero expresadas más poderosamente ahora: ¿Quién coronó de hiedra los arcos y pilastras que ante mí tengo? ¿Fueron Tito o Trajano? No; fue el tiempo.*** (CH, 4, 110, vv. 986-987)

El paisaje con ruinas calculado para satisfacer el gusto aristocrático de Roma, y que en esa época agradó igualmente a Shelley durante su breve visita, es la base para una exploración intensamente metafórica a través de estos evoca­ dores escenarios de los personajes de narrador, autor, poeta. Pero lo notable desde el punto de vista de la presente investigación es el efecto focal que esta particular visión ha tenido sobre el tema de la recepción de los vestigios físi­ cos de la antigua Roma. Los textos, leyendas y creencias de los primeros años, en la medida en que se relacionaban con la experiencia de la Antigüe­ dad, fueron recuperados por Byron: en el Coliseo encontramos la profecía de Beda; con la comparación entre Sila y Cromwell volvemos a los pensamien­

* [And thou, dread statue ... did he die / And thou too perish, Pompey? have ye been / Victors o f countless kings, or puppets of a scene?] ** [the Forum, where the immortal accents glow / And still the eloquent air breathes — bums with Cicero.] *** [Whose arch or pillar meets me in the face, / Titus or Trajan’s? No — ’this that of Time. ]

tos de Grévin sobre su patria; la iconoclasia cristiana y su parte en la gran saga de la destrucción está memorablemente presente en el famoso verso que da título a una de las secciones anteriores (80, 712), eco a su vez de la Epis­ tle to Addison de Pope: Algunos sienten el golpe silencioso de una época que se desmorona, otros furia hostil, otros cólera religiosa; la ceguera bárbara, el celo cristiano conspiran y la piedad papal, y el fuego godo.*

Aquí se hallará el trágico destino de Cola di Rienzo y el sentimiento objeti­ vo de una experiencia religiosa consumada (146, w. 1.307-1.308): Santuario de todos los santos y templo de todos los dioses, de Júpiter a Jesús.**

Hay un fuerte sentido de guía, que en su máximo punto se expresa en la relación de esculturas, que incluyen inevitablemente el Laocoonte y el Apo­ lo de Belvedere. Byron no está simplemente respondiendo a la atmósfera y a la presencia de las vistas pintorescas: el canto es un desarrollo elaborado de toda la tradición expositora, y no aspira a retratar verdades ocultas, sino la Roma del visitante, la Roma turística. Su peregrino lleva en la mano la guía de fray Eustace; es el heredero del bos Britannicus del pseudo-Beda y del maestro Gregorio, pero transfigurado. La excesiva comparación del poema con las efusiones más espontáneas pero convencionales que Shelley registró en sus cartas tras visitar el Coliseo en 1818 minimiza el genio con el cual las inevitables emociones previstas de la experiencia viajera se han transforma­ do y ennoblecido. Por todo ello, la obra supuso una bendición para los herederos de Eusta­ ce. El canto cuarto de Childe Harold fue también fundamental en otro senti­ do, ya que toda la literatura de viajes subsiguiente sobre Roma está hasta cierto punto en deuda con él y recurre al mismo repertorio de alusiones, aho­ ra enriquecido con citas byronianas. Poco más de una década después Stend­ hal se burla de las riadas de visitantes ingleses que llevan el ridículo libro de Eustace en la mano (11 de noviembre de 1827), y a la vez, en su propia vi­ sita de rigor al Coliseo, se cree en la obligación de leer allí a Byron a la luz de la luna. Qué ver y qué pensar acerca de lo visto estaban ahora más que nunca determinados. En realidad la Roma papal no estaba muerta; el Patri­ monio de San Pedro tendrá cincuenta y cinco años más de vida después del congreso de Viena, y la época contempló una gran cantidad de romanticismo tardío que, como veremos, tuvo un último florecimiento febril en el tiempo * [Some felt the silent stroke of mouldring age, / Some hostile fury, some religious rage; / Barbarian blindness, Christian zeal conspire / And Papal piety, and Gothic fire.] ** [Shrine of all saints and temple of all gods, / From Jove to Jesus.]

del fin del gobierno de los papas. Pero resulta tentador hacer un esfuerzo para ver el proceso más desde el punto de vista de los que vivieron en la ciu­ dad y sus alrededores que del de los forasteros sentimentales: volver breve­ mente sobre lo que revela la carta de Shelley, que recuerda a su corresponsal que «en Roma, al menos durante el primer entusiasmo del reconocimiento de los tiempos antiguos, no ves nada de los italianos» (carta 488, ed. F. L. Jo­ nes, p. 59).

R u in a s e n el p a is a j e : l a c r e a c ió n d e l a « R o m a C a p it a l e »

La Campania romana es, en sentido amplio, una vasta planicie de suave pendiente, con barrancos de cauce llano y escalpadas laderas, que se extien­ de entre la falla de los Apeninos allí donde el Anio se precipita en cascadas sobre Tivoli y los arenosos bosques de la costa; entre los lagos volcánicos de los montes Sabatinos al noroeste y los más conocidos de Albano y Nemi en el grupo volcánico de las colinas Albanas al sureste. Este es el paisaje de Roma, y llegados a este punto es preciso incluirlo en nuestro relato. Los ro­ manos lo percibieron como una unidad topográfica que llegaba hasta Aefu­ la, más allá de Tivoli, y hasta Soracte o el monte Albano, la tierra del Tiber y el Anio, cuyos primitivos bosques salvajes imaginara Virgilio. En la Roma augusta tales descripciones fueron en realidad muy imaginativas, ya que toda la región estaba ocupada desde hacía mucho tiempo por una irregular urba­ nización suburbana dependiente de la metrópoli. El denso asentamiento dejó ruinas impresionantes, comparables con las de la ciudad: ciudades enteras como Ostia, grandes villas como la del emperador Adriano en Tívoli o la de Domiciano en el lago Albano, o las de incontables particulares como Plinio el Joven, cuya villa fue una de aquellas cuyas ruinas sobresalieron de las are­ nosas dunas costeras del Litus Laurentinum. No podría haber mayor contraste con la Campania del siglo xvn. En esta época la región no estaba cultivada, ni siquiera muy habitada. La economía dependía del pastoreo trashumante y era inestable debido a los bandidos y al paludismo. Hasta mediados del siglo xvm los viajeros —y Smollett puede servir como ejemplo— expresan concisamente su disgusto. Pero el paisaje era muy variado e interesante, y ofrecía pintorescas vistas cuando se combi­ naba con las ruinas de construcciones romanas que habían sido protagonistas del escenario 1.600 años antes. Aun cuando el vulcanismo de la bahía de Ná­ poles, más poteñte, tema efectos más extraordinarios, el repertorio de esce­ nas desde los ninfeos romanos de Albano hasta las desmoronadas villas jun­ to a las. cascadas de Tívoli era todavía espectacular. Como las ruinas clásicas de la ciudad, los vestigios del extraño paisaje rural se habían considerado misteriosos y peligrosos. Todavía en el siglo xvi el anticuario Athanasius Kircher pensaba que el túnel que drenaba el lago Albano, a pesar de ser men­ cionado por Tito Livio, había sido construido por demonios. El impacto vi­ sual de la Campania está ya presente en Claudio de Lorena, aunque en lite-

ratura habrá que esperar hasta el periodo romántico: Goethe fue una figura especialmente influyente tras el cambio (véase su Viaje a Italia, 22 de febre­ ro de 1787). Shelley nos proporciona un texto típico: «En Albano llegamos una vez más a la vista de Roma —arco tras arco en filas interminables que se extienden a través del páramo deshabitado, con el definido perfil azul de las montañas entre ellos; montones de ruinas sin nombre se levantan como rocas en la planicie, y la planicie misma con su ondulante y desigual super­ ficie anunciaba la proximidad de Roma» (Shelley, Cartas, ed. E L. Jones, II, p. 84, 23 de marzo de 1819). La visión de Roma a través de la Campania, con las arcadas de los acueductos imperiales que conducen a ella, es clásica; inspiración para el diseño de paisajes en otras partes de Europa, es el tema de incontables menciones en cartas, poemas y cuadros. En este sentido, la fa­ ceta erudita del romanticismo originó también las investigaciones sobre el «Lacio de Virgilio» de-Fea, Nibby, Canina, Gell o Niebuhr. Al igual que en la Antigüedad, el paisaje no podía disociarse de la ciu­ dad. Desde todos los puntos de vista —recordemos los cuentos de viajeros de los geógrafos árabes— Roma había sido una ciudad maravillosamente si­ tuada para la profectio y reditus, llegada y partida, a causa de su visibilidad a través del escenario. Y las actitudes ante la Campania no son simples res­ puestas sentimentales a datos geomorfológicos; están estrechamente relacio­ nadas con temas de la primera parte de este capítulo. La misma pregunta era planteada ante el disabitato dentro y más allá de la muralla: ¿qué había ido mal? ¿Cómo podía expresarse la sensación de vivido contraste entre la deso­ lación del presente y el testimonio de la prosperidad de la zona en la época romana? En este contraste los pensadores del siglo xix estaban más cerca de Virgilio que al imaginar que lo que veían era una suerte de supervivencia del paisaje romano, ya que Virgilio construyó un contrapeso a lo que le rodeaba, un antitipo que se convertiría en realidad en el futuro lejano. La imagen de vastas ruinas en un desierto no es sólo un adorno conmovedor; el pensa­ miento progresista de la Ilustración estaba preocupado por evitar o revocar tal decadencia. Una posibilidad era que la situación antigua no había sido tan feliz, y que el anticlasicismo había tenido una abundante progenie; pero, uti­ lizando el sentido común, más bien se tendía a pensar que la cantidad de res­ tos antiguos indicaban una historia sencilla, y que había ocurrido un cambio desastroso de fortuna. Por más pensativo que pudiera poner a un visitante del norte de Europa, la naturaleza del cambio era de la mayor importancia para los italianos. Estudios hidrológicos, geológicos y arqueológicos, de raíz ro­ mántica, surgieron en las últimas décadas de la Roma papal en un intento de descubrir si había sido una catástrofe ambiental o la locura humana lo que había hundido a la Campania. ¿Fue maiios muertas o paludismo, aluviones o feudalismo, clima u ociosidad? Las implicaciones políticas del debate, mien­ tras Italia avanzaba hacia el nacionalismo, estaban claras. Era quizá inevitable que la respuesta fuera que se trató de un error hu­ mano: la Iglesia fue acusada y no estaba en posición de presentar argumen­ tos en contra tras los fatales acontecimientos de 1870, que al final convirtie­

ron a Roma en la capital de Italia. La recuperación de la Campania fue uno de los temas más urgentes de la agenda ideológica. Desde que los romanos habían iniciado claramente el proceso, la arqueología y la interpretación del pasado tenían un nuevo papel. Los proyectos analizados y emprendidos en esos años —nuevo alcantarillado y acueductos, la canalización del Tiber, el drenaje de los pantanos de la Campania, la apertura de un nuevo canal y puerto en la desembocadura del Tiber— tienen un auténtico sentimiento ro­ mano, y los arqueólogos que dirigieron la recuperación del pasado desde el florecimiento de nuevas construcciones no perdieron ocasión de contar cómo los romanos resultaban ser los predecesores de cada una de las iniciativas del Estado italiano. Rodolfo Lanciani, que infatigablemente comunicara los nue­ vos hallazgos a una audiencia de habla inglesa, tiene una considerable res­ ponsabilidad en el mito del «genio utilitario de los romanos». El gusto y la habilidad de los romanos en ingeniería, que parece tan del siglo xix, es en realidad una invención de los ingenieros romanos de esa época. Los ar­ queólogos no estaban especializados en filología o historia, y se relacionaban con el pensamiento progresista y práctico de los países del norte de Europa: Giacomo Boni, que dejó al descubierto el Foro y gran parte del Palatino, e identificó una letrina de lujo en la Domus Transitoria de Nerón como un as­ censor hidráulico, era admirador y amigo de Ruskin y Morris. Sólo Lanciani podía haber descrito la formación de la vasta colección de todas las ins­ cripciones romanas conocidas, el Corpus Inscriptionum Latinarum, como «la mayor empresa literaria de la época moderna». El arrasamiento de la Roma papal transformó nuestro conocimiento de la ciudad antigua y nuestra actitud ante ella. Una enorme cantidad de aspectos que podían haberse investigado desaparecieron a causa de las prisas, la ig­ norancia o la malicia: la «arqueología de los almacenes» está recogiendo aún la cosecha de los trabajos de este periodo que nunca llegaron a publicarse. Pero tanto en cantidad como en calidad la información disponible sobre la Roma antigua resultó completamente modificada, y se crearon las bases que impulsaron un siglo de estudios creativos y progresivamente sistemáticos. Y es precisamente hoy, con un renovado florecimiento de la economía italia­ na y muchas oportunidades nuevas, especialmente en la Campania, cuando está teniendo lugar otra revolución, mientras el paisaje dibujado por Shelley desaparece por completo bajo una incontrolada especulación. No deberíamos mostramos desagradecidos con la época de Boni y Lanciani, pero hemos pa­ gado tres altos precios por ella. El primero y más evidente es que el daño fue terrible. Se destruyeron mo­ numentos de todas clases y épocas para crear la ciudad nueva; la Roma cris­ tiana fue tratada con especial desinterés, pero el mundo de los palacios y vi­ llas renacentistas y barrocos se convirtió en la víctima principal. Cuando sus dominios fueron expropiados para construir Via Veneto o la estación Termi­ ni, el mundo que había generado la Roma romántica quedó arrasado; un ca­ pítulo en la Destrucción de la antigua Roma no mencionado por su nombre en la obra de Lanciani.

En segundo lugar, el papel público de los restos antiguos fue amplia­ mente realzado, y según un nuevo espíritu de investigación científica y ra­ cional. Henry Jameç· estuvo por primera vez en Roma en 1869, y en todas sus visitas posteriores lamentó la desaparición de la «dorada atmósfera» de tran­ quilidad papal. De igual manera- Ferdinand Gregorovius, el gran historiador de la Roma medieval, documentó y deploró la devastación realizada por el nuevo gobierno. La Roma romántica fue sistemáticamente transformada: a modo de potente símbolo, y al servicio de la conservación y la investigación, aquellas enredaderas y plantas que habían hecho del Coliseo un lugar tan atrayente para Byron y Shelley, y que en realidad tenían un considerable in­ terés botánico, fueron arrancadas sin piedad. Una vez más el Coliseo desem­ peñó un papel emblemático, perdiendo los altares de los supuestos mártires y la belleza de su vegetación para convertirse en el poco atractivo y excesi­ vamente restaurado pecio que es hoy. En otros lugares, sin embargo, se ha permitido la hiedra y el pino, el alcaparro y el acanto para recuperar gran par­ te de la zona muerta de arqueología fosilizada que se creó en el centro de la ciudad durante este periodo, destruyendo el capricho goticista de la Villa Mills y perdonando únicamente los Jardines Famesio— donde por una iro­ nía del destino está enterrado Boni, que excavó gran parte de la zona. La idea de Roma de su propio pasado, ahora más humana e integradora, está dis­ puesta a admitir el retomo de lo pintoresco y el restablecimiento de un am­ biente agradable en el desierto arqueológico. Esto se debe en parte al terrible efecto que tuvo el poder de las ruinas so­ bre las ideologías, más allá de la arqueología y el urbanismo. Un panfleto de 1904 expresa la extravagante y recargada mezcla de anticlericalismo y ar­ queología sobre una base romántica: Cuando el hombre sea recreado enteramente como pagano, entonces y sólo entonces será capaz de emprender un certero vuelo hacia el futuro. En esta pa­ lingenesia espiritual Roma, como símbolo del paganismo, puede y debe tener una misión. Así, excavar todas sus piedras; volver a erigir todas sus columnas; trazar todas las huellas y señales de su grandeza. Quienes convirtieron en cal sus estatuas y columnas para iglesias y palacios, monasterios y burdeles, no comprendieron las necesidades del espíritu humano, de la historia, de la evo­ lución social.

Las ruinas en el paisaje «hablan de todo el entendimiento, la fuerza, la poesía, el idealismo de nuestra alma —renovada y digna de empezar su via­ je, siguiendo el espíritu del paganismo, hacia la conquista del futuro». Cua­ renta años después, en una revista fascista se discutía la posibilidad de que Churchill pudiera bombardear Roma. No importaba: Roma no es Londres. En Roma los muros destruidos son una visión familiar; aspiran a la función de ruinas y con su poesía inspiran a las almas una actuación excepcional. Además, ¿qué pasó cuando Hitler bombardeó Londres? Se hicieron descu­ brimientos arqueológicos que eran en sí mismos como las ruinas de Roma. La apropiación de la Roma clásica como justificación de la Roma Capitale

dio lugar a las reivindicaciones cada vez más delirantes de un imperio roma­ no por Mussolini, que tanta huella han dejado en la ciudad actual, y convierte la interpretación de los elementos supervivientes y la cuestión de su preser­ vación y exhibición en un problema político extremadamente delicado hasta nuestros días.

C o n c l u s ió n

Este capítulo ha tratado más de la destrucción que de lo que se conserva, y no podría haber sido de otra manera. He intentado demostrar que dicha destrucción ha sido siempre un tema recurrente: forma un contraste evidente con la grandilocuencia de los edificios y sus pretensiones de trascender es­ cala o riqueza, pero el sentido de ansiedad y culpa o temor inherente a la contemplación de su transitoriedad y al intento de explicarla ha sido igual­ mente una preocupación eterna. En el aspecto más simple, toma la forma, re­ petida frecuentemente, de buscar un culpable concreto o un tipo de exagera­ da destructividad. Pero esto es absurdo, ya que el proceso es en realidad con­ tinuo. Roma no ha tenido nunca un estado perfecto, terminado. Incluso en la época de los Antoninos, sólo un tercio de sus edificios, más o menos, podía calificarse de nuevo. La insatisfacción con la arquitectura urbana ha sido siempre parte de su vida, según las quejas de Cicerón y Tito Livio, igual que dio origen a los proyectos de Augusto y Nerón, en la legislación del alto y bajo imperio. Los constructores de Roma, sus habitantes, también se apro­ vecharon de ello. La ciudad cuya re-creación es su raison d ’être se alimen­ ta de sí misma; un lugar cuya alma es la concepción de nuevos edificios es autoparasitaria. La destrucción es un aspecto de la vida de una ciudad for­ mada por muros, no por gente, y la gran preocupación de los visitantes de la ciudad por su constante erosión a causa de fuerzas tanto internas como externas refleja la fascinación del proceso. Si Roma hubiera sido simple­ mente saqueada y abandonada, para acabar convertida en un desierto cam­ po de ruinas como Palmira o Petra, la tragedia habría sido mayor, pero su atracción, tal como la hemos documentado, mucho menor. Pero Roma no es sólo ruinas arquitectónicas. «Die ubi Tullius ...»; Roma como lugar ha sido siempre un complemento del estudio de la literatura lati­ na, y su interpretación resultaría empobrecida sin tal estudio. El contraste en­ tre el completo mundo evocado por los autores clásicos y sus dilapidados vestigios es vital para una experiencia conmovedora. Podemos contrastar Alejandría o Cartago, cuyas formas antiguas desconocemos, o Atenas, cuyos restos están situados en el nivel de los de Roma desde hace sólo dos siglos. Tucídides confronta la apariencia futura de las arruinadas Esparta y Atenas; con el mismo espíritu los romanos imaginaron su futuro y lo realizaron: «exegi monumentum aere perennius, / regalique situ pyramidum altius; / quod non imber edax ñeque Aquilo / impotens potest diruere ...» [«he le­ vantado un monumento más perenne que el bronce y más alto que la regia

construcción de las pirámides, que ni la lluvia voraz, ni el Aquilón desenfre­ nado podrán derruir ...»]. El texto de Horacio (Odas, 3, 30) está lleno de emoción e ironía para el visitante que, entrando en Roma por la pirámide de Cestio, busca casi en vano vestigios comprensibles de la ciudad que Ho­ racio conoció entre las enormes-estructuras de ladrillo de los últimos empe­ radores. En muchos aspectos Atenas nos es mucho más conocida que Roma. La excavación sistemática de lo que había sido una ciudad casi abandonada nos ha proporcionado una información extraordinaria sobre la vida pública de todas las épocas de su pasado. Muchos de los monumentos romanos más impresionantes son, en cambio, prácticamente inéditos. Las actitudes que hemos venido examinando en este capítulo ocuparon el lugar de una in­ vestigación detallada. Empezamos a entender la Acrópolis, pero ignoramos casi todo acerca del Capitolio. Debemos concillamos con la idea, que en el futuro también será parte de las complejas respuestas al simbolismo de las ruinas, que mucho de lo que sabemos sobre la antigua Roma seguirá apa­ reciendo; es improbable que podamos analizar estas ruinas en un contexto vacío de tradición, sin complicamos con la estratigrafía de ocupación y la aún más embrollada estratigrafía de la historia de la interpretación. Una vez entendido esto, sin embargo, enriquece nuestra percepción del signifi­ cado de los restos físicos y de la importancia de su estudio, y nos anima a pensar que las ruinas de Roma seguirán siendo una parte predominante de su legado al futuro. B ib l io g r a f ía

La mejor obra general sobre la primera parte del periodo aquí estudiado es la de Richard Krautheimer, Rome: Profile of a City, 312-1308, Princeton, 1980; cf. tam­ bién su Three Christian Capitals: Topography and Politics, Berkeley, 1983. Puede encontrarse una útil colección de citas en David Thompson, ed., The Idea of Rome from Antiquity to the Renaissance, Albuquerque, 1971. Sobre la Notitia y el Curiosum, G. Hermansen, «The Population of Imperial Rome: the Regionaries», His­ toria, 27 (1978), pp. 129-168, especialmente las pp. 131-138. Acerca de los geógra­ fos árabes, Ignazio Guidi, «La descrizione di Roma nei geografi arabi», Archivio delia societá romana di storia patria, I (1878), pp. 173-218. El material referente a Constantinopla está editado por A. Cameron y J. Herrin, Constantinople in the Early Eighth Century: the Parastaseis Syntomoi Chronikai, Leiden, 1986. El texto del pseudo-Beda por Migne, Patrología Latina, 94, p. 543. La mejor introducción en inglés a la Roma medieval sigue siendo la obra de Ro­ bert Brentano, Rome before Avignon, Londres, 1974, con una buena introducción erudita y romántica a Roma como «desmoronada mezcla de todos sus pasados». Más reciente es el libro de Cesare D ’Onofrio, Visitiamo Roma mille anni fa, la città dei Mirabilia, Roma, 1988. Sobre las tradiciones y leyendas: A. Graf, Roma nella me­ moria e nelle immaginazioni del medio evo, Turin, 1923; D. Comparetti, Virgilio nel Medio Evo, Florencia, 1967; y, más específicamente, Ch. Hülsen, «The Legend of Ara Coeli», Journal o f the British and American Archaeological Societies o f

Rome, 4 (1907), pp. 45 ss.; Johanna Heidemann, «The Roman Footprints of the Ar­ changel Michael», Mededelingen Ned. Inst. Rome, 47 (1987), pp. 147-156. Sobre los Mirabilia, F. Nichols, Mirabilia Urbis Romae, 1986; son particular­ mente interesantes Alexander Neckham de Oxford, De Naturis Rerum, ed. T. Wright, Londres, 1863; John Capgrave, Solace o f Pilgrims: a Description o f Rome ca AD 1450, ed. C. A. Mills, Londres, 1911; Magister Gregorius, The Marvels of Rome, trad. J. Osborne, Toronto, 1987 = Medieval Sources in Translation, 31). Sobre la destrucción y conservación en la baja Edad Media y el Renacimiento, Tillmann Buddensieg «Gregory the Great, Destroyer of Pagan Idols», Journal of the Warburg and Courtauld Institutes, 28 (1965), pp. 44-65; Michael Greenhalgh, The Survival o f Roman Antiquities in the Middle Ages, Londres, 1989, especialmente pp. 208-210, sobre la magia y las estatuas; A. De Boüard, «Gli antichi marmi di Roma nel medio evo», Archivio délia Societá Romana di Storia Patria, 34 (1911), pp. 239-245; Rodolfo Lanciani, The Destruction o f Ancient Rome, Londres, 1901, ca­ pítulo 16; Roberto Weiss, The Renaissance Discovery o f Classical Antiquity, Oxford, 1973, capítulos 5-7. Sobre la nueva ciudad de los siglos xv y xvi, Carroll William Westfall, In this Most Perfect Paradise: Alberti, Nicholas V and the Invention of Conscious Urban Planning in Rome 1447-55, University Park, Pennsylvania, 1974; sobre las esculturas y su colocación, Hans H. Brummer, The Statue Court in the Vatican Belvedere, Estocolmo, 1980; Elisabeth MacDougall, «II giardino all’antico: Roman statuary and Italian Renaissance gardens», en R. I. Curtis, ed., Studia Pompeiana Presented to Wilhelmina Jashemski (1988), I, pp. 139-154. Una obra muy importante sobre la ciu­ dad y su región a comienzos del siglo χνα es la de Jean Delumeau, Vie économique et sociale de Rome dans la seconde moitié du XVI' siècle, Paris, 1957-1959. Romanticismo y sus precursores: sobre Winckelmann, véase Alex Potts, «Winckelmann’s Construction o f History», Art History, 5 (1982), pp. 377-407; Goethe, Italian Journey, trad. W. H. Auden y Elizabeth Mayer, Londres, 1962 (hay trad, cast.: Viaje por Italia, Iberia, Barcelona, 1956); Stendhal, Rome, Naples, Florence (1906), p. 608 para Byron a la luz de la luna. Las citas de Byron proceden de la Complete Poetical Works, ed. J. J. McGann, II, Oxford, 1980 (hay trad, cast.: Obras, Plaza & Janés, Barcelona, 1961); las de Shelley de Letters, ed. F. L. Jones, Π, Ox­ ford, 1964. Véase en general J. J. McGann, The Beauty o f Inflections: Literary In­ vestigations in Historical Method and Theory, Oxford, 1985. Las frecuentes citas de John Chetwode Eustace, A Classical Tour through Italy, 1812; varias ediciones. Actitudes de tradición romántica en el si­ glo xix: cardenal Wiseman, A Few Flowers from the Roman Campagna, Londres, 1861; narraciones de viajes en Hawthorne (Passages from the French and Italian Notebooks, Londres, 1871) y Augustus Hare (Walks in Rome, Londres, 1871). Se ha citado además a Ferdinand Gregorovius, The Roman Journals, ed. y trad. G. W. Hamilton, 1911, pp. 402-403, sobre la limpieza del Coliseo por Rosa. Acerca de Roma Capitale, Rodolfo Lanciani, The Ruins and Excavations of An­ cient Rome, Londres, 1897; Wanderings in the Roman Campagna, Londres, 1909; Notes from Rome, ed. A. Cubberley, Londres, 1989. Sobre Boni, P. Romanelli, Studi Romani, 7 (1959), pp. 262-274. En general, sobre el tema de la base política de la ar­ queología en Roma desde Napoleón hasta el presente, véase el excelente estudio de Daniele Manacorda y R. Tamassia, II piccone del regime, Roma, 1985, de donde pro­ cede (p. 61) la referencia al bombardeo aliado. El panfleto neopagano es de Erminio Troilo, Roma Pagana, Mantua, 1904.

INDICE ALFABETICO Aberdeen, Universidad de, 265 absolutismo, 15, 17, 2S5 abuso de poder, 13 Accademia della Crusca, 218 Accursio, Gran glosa de, 362, 372 Acrópolis, 400 acueductos, 49-50, 378, 382, 390, 396 Adam, Robert, 288, 298, 305, 310-311, 316 Adams, John Quincy, 265 Addison, Joseph, 123, 125, 182 Adriano, 299, 305, 312, 385; villas de, 299, 318. 319, 395 África, 50, 71, 325, 339, 354, 370 Aftonio, 256 Agricola, Rudolf, 256, 261, 264 Agripa, Marco Vipsanio, 305, 317 Agustín, Antonio, 103, 360 Agustín, san, 73, 87, 100; y la retórica, 248, 255, 257, 258, 259, 266; Ciudad de Dios, 62, 69-71; Confesiones, 117 Alamanni, Luigi, 202 Alarico I. rey visigodo, 69, 73, 270 Alarico Π. rey visigodo, 358 Aibani, cardenal Alessandro, 287-288 albanés, 339, 342 Albano, 395 Alberico de Monte Cassino, 260 Alberti, Leon Battista, 228, 298, 305, 308309, 326; De re aedificatoria, 300, 308, 314, 322; De statua, 278 Alberto, principe, 293, 294 Albeno Magno, 252 Alceo, 11 Alciato, Andrea, 111, 367 Alcuino de York, 46, 52, 116-117, 259, 347 Aldelmo, san, 116 alegoría, 177, 199, 204, 227, 259, 316; en el género pastoril, 142, 143-144, 149, 153 Alejandría. 399

Alejandro Magno, 53, 63, 198, 272, 310 Alemania: arquitectura, 316, 321; colecciones de arte, 282; derecho, 364, 365-366, 368, 369, 370, 372; erudición en, 57; evangelización en, 51; obsesión romántica por Gre­ cia, 35; retórica de la música, 264; teatro, 241-242 alfabetización, 48, 53 alfabetos, 351-352 Alfieri, Vittorio, 239, 241 Alfonso I, rey de Aragón, 309 Alhambra, 320 alusiones, 131-133, 192, 241, 256, 274, 394; autobiográficas, 198; en la poesía pastoril, 152-154, 155, 156, 157, 166; en la sátira, 198, 202, 203, 207, 219; evitación de Juve­ nal de las, 197; imitación como, 163 Amalfi, 364 Ambrosio, san, 49, 68, 258 Amis, Kingsley, 219 Amsterdam, 45, 291 Anacreonte, 103 analogía, 251 Anastasio, 78 angevinos, 387, 392 anglonormandos, 52 anglosajones, 116, 200, 243, 349, 350; len­ guaje, 19-20, 21, 23 Aníbal, 63, 91, 92, 206, 216, 256 Annio de Viterbo, 110 Anselmo de Besate, 81 Antemio de Tralles, 313 Antenor, 64 Anticristo, 66, 67, 70, 382 anticuarios, 95-97, 98, 274 Antiguo Testamento, 31, 280, 308 Antioquía, 313 Antoninos, 97 Apiano, Pietro, 97

Apolo Belvedere. 18, 276-277 Apolodoro de Damasco, 302 Apolonio de Tiana, 379 Apuleyo, Lucio, 38, 102, 105, 257, 262 Aquiles, ¡21 Aquisgrán, 272, 303 árabe, 342, 350 Arbuthnot, John, 217 Arcadia, 145-148, 157 arco de triunfo, 299, 30¡, 304, 307-312 argumento, 249, 250, 264 Ariccia, 314 Ariosto, Ludovico, 176, 228, 229 Aristides, 63 Aristófanes, 28, 198, 225 Aristóteles, 53, 87, 207, 224, 252; teoría de la catarsis, 37; y retórica, 249, 250, 263, 266 Arlen, Michael, 219 Arles, 307 Arnaldo de Brescia, 83-84, 386 Arnold, Matthew, 38, 126, 127, 129, 158-159, 174; «Tyrsis», 157, 172 Amulfo de Lisieux, 52 arqueología, 99, 269, 275. 322, 384, 397-400; científica, 97-98 Arqufloco, î I arquitectura, 18-19, 85, 284, 286, 298-327; au­ tóctona, 326; influencia italiana, 285; monu­ mental, 374; movimiento moderno, 296, 298, 299, 326-327; renacentista, 12, 18; re­ nacimiento griego, 34, 293, 298; victoriana, 38; véase también órdenes arquitectónicos Arras, 56 Artaud, Antonin, 224, 243 arte, 11, 63, 259, 299, 388-391; colecciones. 269-297 artículo, uso del, 331-332, 333, 334, 345-346 Arturo, rey, 64 Arundel House, 283 Ashmolean, museo, 283, 392 asianismo, 255, 263 Asiría, 70, 88 Astle, Thomas, 289 Astor, William Waldorf, 295-296 Atenas, 27, 35, 263, 306, 324, 399-400; liber­ tades democráticas, 198 aticismo, 255, 263 Ático, Tito Pomponio, 49, 54 Aubrey, John, 167 Auden, W. H., 129, 191 Augusto, Cayo Octavio, 26, 88, 374, 383, 399; como pontifex maximus, 17; opinión de san Agustín, 70; paz de, 67, 71-73, 87; Virgilio y, 114, 125-126, 127 Austin, Alfred, 220

. Austria, 342, 370, 372 autocracia, 16, 211, 392 avenidas, 323 Averroes (Ibn Rushd), 224, 225 Aviñón, 54, 276, 322 Avranches, 56 Azzo, 362

Baalbek, 303 Babilonia, 63, 66, 67, 70, 88, 378 Bach, J. S„ 152 Bacon, sir Francis, 105, 106, 263, 264, 283 Baker, sir Herbert, 325 Bal anas, 379 Balcanes, 339 Baldwin, T. W., 162 Baleares, islas, 333 Banco de Inglaterra, 311 Barbaro, Daniele, 301 Barbaro, Ermolao, 102 barbaros, 65, 68, 75, 76, 110, 334; estatuas de, 379; Iglesia y, 50; invasión de los, 71. 99, 110, 270, 302 Barbarroja, véase Federico I (Barbarroja) Barclay, Alexander, 144, 201 Barclay, John, 105, 199 Barletta, 272 Barroco, 301, 314, 315, 390-391, 397; arqui­ tectura, 286, 301, 303, 310, 323, 325; arte clásico en el, 280-285; música, 264 Barrizza, Gaspariano, 26 ! Basilea, 54, 55 basílica, 299, 301-304, 383 Basilio I, emperador bizantino, 78 Bassae, 290 Bastard, Thomas, 203 Baviera, 370 Beauvois, Vicente de, 47 Becket, Tomás, 52, 379. Beckett, Samuel, 224, 243 Beda el Venerable, 50, 116, 254, 258, 259, 379 Bedford, condesa de, 234 Bedford, duque de, 291 Beethoven, Ludwig van, 133, 155 Behn, Aphra, 181 Behrens, Peter, 321 Belisario, 49 Bell, John, 294 Belle Isle, 316 Belleperche, Pierre de, 362 Belvedere, patio del, 276-278, 280, 293, 319, 324 Bembo, Pietro, 105

benedictinos, 51, 52, 55 beneventina. escritura, 58 Bengel, J. A., 57 Benito, san, 48, 79 Benson, Robert, 83 . Bentley, Ene, 230 Bentley, Richard. 56, 103 Benzo de Alba, 81 Beolco, Angelo, 231 bereberes, dialectos, 16, 339 Berenice, reina egipcia, 212 Berlín, 44, 45, 316, 318 Bernardo, san, 46 Bemays, Jacob, 37 Bemini, Gianlorenzo, 284, 292, 301, 314 Beroaido, Filippo, el Joven, 102 Beroaldo, Filippo, el Viejo, 2.62 Beroso, 109 Bessarion, cardenal, 55 Bethge, Hans, 159 Betjeman, sir John, 191 Beyond the Fringe, 219 Bibbiena, cardenal, 230, 231 Biblia, 20, 31, 51, 254, 258, 266 Biblioteca Nacional, 46 bibliotecas, 45-47, 49-52, 53-59, 75, 317 Bidle, John, 152 Bienaventuranzas, 254 Biondo, Flavio, 110, 275, 385 Biscop, Benedicto, 49, 50-51 Bizancio, 262; emigración de, 366; imperio de, 16, 48, 50, 65, 78, 313; tropas, 49 Black, John, 240 Blackbum, 294 Blair, Hugh, 265 Blake, William, 126, 135, 173 Blenheim Palace, 310 Blondel, François, 301, 310, 311 Blouet, G. Abel, 306 Blount, Martha, 188 Blundell, Henry, 289 Boccaccio, Giovanni, 54 Bodino, 93. 106, 112 Boecio, 48, 49, 249, 258 Boffrand, 310 Bohemia, 149-150 Boileau, Nicolas Déspreux, 200, 202, 209, 236, 265 Bolena, Ana, 295 Bolonia, 111, 251, 260, 262, 384; escuela de derecho, 360-363, 365, 367 Bonaparte, Paulina, 292 Boncompagno de Signa, 260 Boni, Giacomo, 397, 398 Bonifacio, san, 258, 303

Bonifacio VIH, papa, 51, 88 Borges, Jorge Luis, 224 Borghese, cardenal Scipione, 284, 285 borgoñones, 342, 343 Borromini, Francesco. 301, 304, 314 Bosio, Antonio. 98, 100 Boswell, James, 125 Botticelli, Sandro, 273 Boullée, Étienne-Louis, 317, 318 Boumann, J„ 316 Bouges, 367-368 Bovie, Palmer, 230 Bracciolini, Poggio, 39, 54, 255, 261, 300; De variatote Fortunae, 39 Bramante, Donato d’Angnolo, 305, 314, 318, 324; y el patio Belvedere, 277, 319. 324 Brancaleone, 85, 86 Brandis, T., 86 Brandt, Sebastian, 201 Brendel, Otto, 299 Brentano, Robert, 72 Brerewood, Edward, 343 Brescia, 45 Breton, Nicholas, 203 Brettingham, Matthew, 286-287 Brisson. Bartolomé, 98 Brook, Peter, 233 Brougham, lord, 131, 132 Browne, Lyde, 289 Browne, William, 151, 152 Browning, Robert, 220 Bruce, Lenny, 219 Brunelleschi, Filippo, 19, 96, 303, 307-308, 313, 314 Bruni, Leonardo, 100, 228, 229 Brunner, Heinrich, 364 Bruno, Giordano, 228, 252 Bruto, Marco Junio, 13, 38 Bruto, Lucio, 87 Bruto de Troya, 64 Bryce, lord, 25, 38 Buchanan, George, 167 Buckingham, duque de, 208, 209 Budé, Guillaume, 56, 105, 111, 367 Bulwer, John, 252 Bulwer-Lytton, Edward G. E., 35, 220 Burckhardt, Jacob, 233, 239 Biiring, J., 316 Burke, Edmund, 136, 263, 265 Burlington, lord, 286, 304, 305, 315, 320 Burmeister, Joachim, 264 Bums, Robert, 218 Bursfeld, congregación de, 55 Bush, Douglas, 192 Butler, Samuel, 206, 219

Byron, lord, 126, 134, 197. 21 S, 220. 398: Childe Harold, 39. 393; Don Juan, 176. 218: English Bards and Scotch Reviewers, 218

caballería, 127 Cabo, colonia británica de El, 370 Caenegem, R. C. van, 365 Calderini, Domizio. 102 Calimaco, 212 Calpurnio, Siculo, 140, 145 Cámara de los Comunes, 12, 132 Cambridge, Universidad de, 106, 107, 172, 365 Camillo, Giulio, 252 Camilo, Marco Furio, 62 Campanella, Tommaso, 106 Campania romana, 284, 395-397 Campbell, Colen, 286, 323 Campbell, George, 265 Campbell, Roy, 220, 221 Campion, Thomas, 167, 170 Canning, George, 218 Cano, Melchor, 110 Canova, Antonio, 291, 292, 317 Capgrave, J., 382, 384 Capilla Sixtina, 279, 284 Capitolino, museo, 272, 276, 288 Capitolio, 272, 277, 380, 383, 384, 391, 400 caprichos pictóricos, 311 Capua, 92, 274, 314 Carew, Thomas, 171 Carlisle, conde de, 287 Carlomagno, 89, 259, 272, 302-303, 307, 308; coronación de, 16, 50-51, 77-78, 83, 302303; reconstrucción de Florencia, 65; título de patricius Romanus, 76 Carlos, don, príncipe de España, 240 Carlos I de Inglaterra, 130, 186, 205, 279, 282, 283 Carlos Π de Inglaterra, 197, 210 Carlos V, emperador, 369 Carlos VI, emperador, 315 Carlos de Anjou, 85-86, 386 Carlos el Calvo, 78 carolingios, 102, 259, 307, 350; renacimiento, 50-52, 303, 347 Carracci, Annibale, 283 Cartago, 70, 258, 399 cartas, 52, 54 Casaubon, Isaac, 56 Casiodoro, 49, 50, 258, 259, 271 Castell, Robert, 320 castellano, 329, 333-334, 335, 336, 337, 342; préstamos, 331, 348; pronunciación, 338, 344-345

Castelvetro, Lodovico. 229, 231, 234 Castle Howard, 287, 324 catacumbas, 98, 100 catalán, 335, 336, 337, 338; artículos defini­ dos, 333; dialectos influidos por el, 342; pronunciación, 344 Catalina de Rusia, emperatriz, 289 cátaros, 66 catarsis, 37 Catilina. 89, 105, 253-254 catolicismo, 391 Catón el Viejo, 62, 68, 259 Catón de Útica, el Joven, 69, 88 Cattano, Giovanni, 256 Catulo, Caio Valerio, 13, 51, 52, 57, 167, 170; comentarios sobre, 98; poemas de Pope y, 188; sátira de, 199, 212; «Peleo y Tetis», 141 Cavaceppi, Bartolomeo, 287, 288 Cavalleriis, G. B. de, 281 Caxton, William, 262 Ceilán, 370 Cellini, Benvenuto, 278 celta, lengua, 331, 337, 338, 343, 351 Centula, monasterio de, 303 Cervantes de Salazar, Francisco, 264 Césares, 53, 63, 74, 79, 88; autocracia militar de los, 392; búsqueda de la gloria, 387 Chabham, Tomás, 260 Chalgrin, J.-F.-T., 304, 311 Chantrey, sir Francis, 291, 292 Chapman, George, 204, 230 Chartres, catedral de, 57 Chateaubriand, François René de, 392 Chatsworth, 291, 292 Chatterton, Thomas, 217 Chaucer, Geoffrey, 31, 117-118, 177, 181, 193, 200 checa, lengua, 351 Chesterfield, lord, 14, 125 Chesterton, G. Κ., 192, 193 China, 12, 138, 159; lengua, 351, 354 Chiswick. 315, 320 Choisy, Auguste, 301 Churchill, Charles, 215, 216-217 Churchill, Winston, 133, 398 Cicerón, Marco Tulio, 63, 70, 87, 105, 140, 141; denuncia de Verres, 13, 38; obras filo­ sóficas de, 29-30; supervivencia de la co­ rrespondencia de, 13; Academica posterio­ ra., 45, 57; Cartas a Ático, 46, 49; De in­ ventione, 247, 248, 257; De oratore, 53, 246, 248, 249; Epistulae ad Familiares, 102; Orator, 246, 254-255; Verrinas, 53; véase también retórica

Ciño de Pistoia, 363 Ciríaco de Ancona, 276 cirílica, escritura, 351 cisterciense, orden, 46, 52 citas, 108, 131, 133, 144, 145, 182 ciudadanía. 15, 16 Claraval, abadía de, 45, 56 Clarendon, conde de, 29, 206 clasicismo, 34, 174, 182, 235, 314; alemán, 321; autóctono, 326; inglés, 162; intelectual en la pintura francesa, 284; renacimiento, 94. 173, 266; toscano. 307 clásicos, escritores, 32, 184-185, 200; en el Renacimiento, 101, 102, 107. 108-109; in­ fluencia clásica. 32, 35, 36; véase también educación Claudiano, 68, 257 Claudio de Lorena. 135-136, 155, 311, 316, 391, 395; y la poesía pastoril, 284 Claudio, Tiberio Claudio Ñero. 199, 219 Clemente III, papa, 272 Clemente VII, papa, 319 Clemente XII, papa, 288 Clemente XTV, papa, 288, 292 Cleveland, John, 206 Cliveden, 295 Clough, Arthur Hugh, 40, 127, 357, 220 Cluny, abadía de, 46 Cluver, Felipe, 110 Codex Etruscus, 233 codificación: Código civil francés, 370, 372; Codex de Justiniano, 83, 356-358, 359, 360-361, 363, 367, 371; de Teodosio, 357, 358 Coing, H., 365, 366 Coke, Thomas, 286 Cola di Rienzo, 85, 275. 384, 386 Colbert, J.-B., 315 Coleridge, Samuel Taylor, 36, 126, 179 Coliseo, 38, 95, 99, 392, 393, 394, 398; su­ perposición de distintos órdenes, 18 College, Stephen, 197 Collège Royal de París, 103, 107 Collins, Wüliam, 182 Colonna, Landolfo, 54 Columbano, san, 50 comedia, 224, 225-226, 228-233, 235, 236; y la tragicomedia, 234-235, 239 Comedia Nueva, 225-226, 227, 229, 232 Congreve, William, 232 conquistas, 11, 13 Conrado de Halberstadt, 47 Conring, Hermann, 363-364 Concilio de Toledo, m , 258 Concilio de Trento, 98

Concilios de Constanza, 54 Constante Π, emperador de Oriente, 271, 386 Constantino e¡ Grande, emperador, 73, 272, 312, 374; conversión de, 67, 70-71; divi­ sión del imperio, 111; estatuas de, 272, 285, 385; imperio cristiano, 16, 67; véase también Donación de Constantino Constantinopla, 73, 76, 77-78, 367, 377, 381: destrucción de esculturas, 271, 272; funda­ ción de, 110, 375 Constitución inglesa de 1689, 285 Constituciones de Melfi, 83 Copémico, Nicolás, 106 Corán, 224 Córcega, 342 Corneille, Pierre. 26, 235, 239 Corny. Emmanuel Here de, 310 Corpus iuris civilis, véase codificación corrupción, 66, 105, 197, 206, 211 Corresi, Paolo, 262 Corvey, manuscrito de, 102 Cowley, Abraham, 130, 205 Cowper, William, 115. 213, 217 Cox, Leonard, 262 Coysevox, Antoine, 283 Crable, George, 217 Cranmer, Thomas, 20 Craso, Marco Licino, 89, 247 Cressoles, Louis de, 252 cristianismo, 29, 31-32, 69, 381-382; ascenso del, 16-17; destrucción de obras de arte, 270, 271; doctrina católica en el, 98-99; la fe oficial del imperio, 47; lenguas y, 349, 350, 351 ; reconocimiento oficial del, 111 ; sentimiento pagano, 277, 387; sustitución del paganismo, 39; véase también Biblia; Iglesia; misioneros Cristina de Suecia, reina, 282 Cristo, 308, 383 crítica, 255 , 264, 266; drama, 240; literaria, 104, 169, 170-171; satírica, 198, 199; en la investigación, 97 Cromer, lord, 38 Cromwell, Oliver, 185, 186 Crowley, Robert, 203 crucifixión, 13 Cujas, Jacques, 111, 367 Curia, 94 Curiosum Urbis, 270 Curzon, sir Nathaniel, 311

Dacia, 339 Dámaso, papa, 68, 382-383 Dance, George, 304

Danceau, Lambert, 92 Daniel, Pierre, 56 Daniel, Samuel, 234 Dante Alighieri, 31-32, 63, 66, 75, 87-89; y Virgilio, 115, 117, 136, 227; Purgatorio, 32, 73 Darmstadt, 316 David, Jacques-Louis, 34, 155, 292 Davie, Donald, 128 Davies, sir John, 203, 205 Davis, A. J., 317 Dawson, J. P., 366, 371, 372 declamación, 251-252, 253, 256, 257 Defoe, Daniel, 198, 204 deliberar, 247, 248 democracia, 14, 34 Demócrito, 36 Demóstenes, 30, 263 Dempster, Thomas, 98 Denham, sir John, 198, 204 Derbyshire, 311, 316 derecho, 32, 54, 81, 248, 356-372; combina­ ción de autocracia y, 15, 16; el latín como lengua internacional, 32, 266; escuelas de, 52; humano/secular, 82, 83; internacional y público, 111, 368; natural, 368-370; sobre la venta y consumo de alcohol, 210; tribu­ nales, 247 Desgodetz, Antoine, 315 Devonshire, duque de, 291 dialéctica, 250, 251, 256, 259, 263-264; aris­ totélica, 100; invención y, 258, 261, 264; medieval, 261 dibujos, 281, 282,314,315, 325 Dickens, Charles, 219, 252 Dickinson, Emily, 25 Diderot, Denis, 232 Digesto, 32, 357, 360, 361, 363, 366, 367; Poîiziano y el, 102; posición predominante, 368 Diocleciano, 312 Dionisio de Halicarnaso, 109 dioses, 28, 64, 70, 122 Disney, Walt, 227 Disraeli, Benjamin, 15, 38, 132 documentos y verdad, 382-386 Dolce, Lodovico, 234, 264 Domicino, 211, 272, 395 dominicos, 87 Donación de Constantino, 80, 89, 375, 385; análisis de la, 55; ideología papal y, 76, 82, 84, 85 Donatello, 96, 273, 275, 276, 278-279, 280, 295 donatismo, 258

Donato, 48, 101, 253, 259 Dondi, Giovanni, 275 Doneau, Hugues (Donellus), 367 Donne, John, 167, 171, 185, 193, 206; Ele­ gías, 1S1; Sátiras, 201, 202 Dorat, Jean, 103 Dorset, conde de, 209 Douglas, Gavin, 118 Dowson, Ernest, 191 Drant, Thomas, 203 Drayton, Michael, 144, 152, 162, 167; En­ glands Heroicall Epistles, 179-180; The Muses' EUzium, 150-151; The Owle, 200; Poly-Olbion. 176 Dresde, 273 Dryden, John, 33, 124, 169, 179, 183; impor­ tancia de, 206-207; y pareados heroicos, 201, 213, 218; y Virgilio, 25, 115, 122-124, 127, 134, 136, 153; Absalom and Achitophel, 204, 206, 208, 209; The Hind and the Panther, 200, 209; MacFlecknoe, 208, 211; Virgilio, 128 Du Bellay, Joachim, 95 D’Urfey, Thomas, 209 Durham, catedral de, 18

Eastlake, lady, 38 eclecticismo, 325 Edad de Oro, 109, 143, 147-148 Edad Media, 62-89; derecho, 356-358, 363, 366, 371-372; escritores clásicos respeta­ dos, 32; Iglesia, 17; lenguas, 336-33S, 339, 347-348, 349-350, 352; pervivencia del arte clásico, 269-274; retórica, 247, 252, 256, 258-260, 263, 265; Roma, 380-381, 382, 386, 388; teatro, 222, transmisión de textos, 43, 46-53, 58, 59-60, 104 Edad Oscura, 25, 45, 49, 375, 378, 380 edificios, 375, 399; de planta central, 312318 Edimburgo, Universidad de, 265 Edipo, complejo de, 36 editor, 17, 56, 58-59 Eduardo I, rey de Inglaterra, 53 educación, 18, 32, 47, 48, 352; clásica, 12, 15, 34, 107,217; de un caballero, 12, 30,94; fi­ lología y, 37; humanística, 161-162; retóri­ ca en, 246, 255, 257, 265-266 Egipto, 186 Egremont, conde de, 288 Einsiedeln, églogas, 140, 271 Eisenstein, Sergei, 226-227 Elgin, mármoles de, 289, 290, 293, 294 Eliot, T. S., 25, 166, 170, 173, 194, 236; Vir-

gilio para, 128-129; Cuatro cuartetos, 221222; La tierra, baldía, 176, 221; Selected Essays, 233 Elíseo, 11, 151, 154 Elmes, Harvey Lonsdále, 306 elocuencia, 247, 258, 263, 265, 266 ; elocutio, 247, 252 Empson, William, 138 engadino, 336, 337, 338 Ennio, 198, 199 Ennodio, 256 Enright, D. J„ 165-166 Enrique I el Pajarero, rey de Germania, 79 Enrique IH, emperador germánico, 81 Enrique m , rey de Francia, 309 Enrique IV, emperador germánico, 81 Enrique VII, emperador germánico, 85, 89 Enrique VÜI de Inglaterra, 118, 200, 295 Enrique de Blois. 64 épica, 94, 116, 124, 140, 141-142. 202 Epicteto, 13 Epicuro, 36, 104 epigramas, 108, 163-167, 184, 262, 263; satí­ ricos, 197, 199, 201, 203-204, 205, 210 epilión, 177 Erasmo de Rotterdam, 55, 105, 161, 264; Adagios, 108; Ciceronianus, 105, 262, 263; Coloquios, 107 Escalígero, José Justo, 56, 99, 110 Escalígero, Julio César. 56, 104, 107, 144, 262 escandinavas, runas, 351 Escipiones, 62, 78, 81, 89 esclavitud, 13, 16, 72. 182 Escocia: enseñanza de retórica, 265, sátira, 199, 200, 218 escultura, 11, 18, 96, 264. 289-296, 391 eslavas, lenguas, 333-337, 339, 342, 351 Esopo, 255 España, 18, 71, 288, 342, 368 Esquilo, 37, 224 Estado, Publio Papinio, 31-32, 62, 102 Estaço, Aquiles, 103 Estanislao, duque de Lorena, 310 estatuas, 376, 380, 381, 386, 394; coloreadas, 273-274; enumeración de, 377; moldeado, 281 ; reacción ante las, 389 Esteban IV, papa, 77 Estienne, Henri, 103 Estocolmo, 288 estoicismo, 12, 198, 236, 241, 247 Estrasburgo, 57 estructura urbana, 299, 323 ética, 100, 259 etrusca: civilización, 110; lengua, 198, 338

Euclides, 32 Eugenio IV, papa, 322 Eurípides, 23, 227, 243 Eusebio de Cesarea, 67, 68, 69, 71, 73, 74 Eustace, fray, 375, 388, 392, 394 Eutropio, 62, 63, 75 Evans, Oliver, 230 excavaciones, 288, 311, 318, 319, 322

Fabio Máximo, 91 Fabio Pictor, Quinto, 109 Fabios, 78 Fabricius, Georgius, 98 Faemo, Gabriele, 103 Falconetto, Giovanni, 309 Falkland, lord, 130 Famaby, Thomas, 250 Farnesio, colección, 277, 282, 283, 391, 398 Farrell, Terry, 326 fascismo, 38, 392, 398 Federico I Barbarroja, emperador, 31, 83, 8485 Federico Π, emperador, 66, 83, 85, 88, 89, 274 Federico Π el Grande, rey de Prusia, 311, 316 Federíco-Guillermo, rey de Prusia, 321 Fedro, 199 Félibien, Jean-François, 320 Felipe Π, 240 Felipe IV, 282 Felipe de Bayeux, obispo, 52, 54 Fénelon, François, 265 Fichet, Guillaume, 262 Fidias, 273 Fiésole, 64-65 figuras retóricas, 253, 254, 260, 262, 264 Filipo V, rey de Macedonia, 15 filología, 37, 59, 104, 360, 367; comparada, 336-337, 345, 346; latín vulgar y, 331 filosofía, 17, 29-30, 36, 93, 247-248, 266; en el periodo helenístico, 198; mecánico, 104; moral, 100, 108 Fischer, Karl von, 317 Fischer von Erlach, Johann, 315 Fitzgeffrey, Henry, 205 Fitzgerald, F. Scott, 199 Flaxman, John, 291, 292 Fleming, Abraham, 151 Fletcher, John, 147 Flitcroft, Henry, 316 Florencia, 65, 105, 130, 360; arquitectura, 19, 303, 307, 309, 310, 313; arte, 274, 276, 278, 279-280, 282, 285 Florentius, Nicolás, 95

Flora, 62 Foley, John Henry, 294 Fontainebleau, 278, 280 Fontana, Cario, 314 Fontana, Domenico, 99 Ford, Onslow, 294 Foro, 271, 272, 397 Fortuna, 27 Foumival, Ricardo de, 46, 53, 54 Fox, Charles James, 127 Fraenkel, Eduard, 226 Francia, 33, 106, 200, 252, 255, 390; arquitec­ tura, 18, 301, 307, 309, 324; composición poética, 260; derecho, 359, 361, 364, 365, 367-368, 370; dialectos, 333, 342; erudición clásica y moderna, 56, 58; escultura, 282, 292, 294-295; introducción de la prensa, 262; véase también lenguas; Orleans; París; Tours; Versailles franciscanos, 204 Francisco I, rey de Francia, 278, 280, 309, 367 Francisco I de Lorena, 310 francos, 76, 79, 85, 338, 343, 359; alianza en­ tre el papado y los, 77; substitutos de la cla­ se dirigente romana en la Galia, 50; véase también Carlomagno Francus, 64 Frankfurt, 366 Frazer, sir James, 37 Fredborg, K. M., 260 Frerc, John Hookham, 218, 219 frescos, 279, 283 Freud, Sigmund, 36-37, 95, 207 Friul, 342 Froben, 55 Frontino, 112 Frulovisi, Tito Livio dei, 228 Fry, Christopher, 199 Fry, Roger, 17 Frye, Northrop, 228 fuentes, 323, 388 Fugger, Jacob, 282 Fulgencio, 73

Galeno, 32 galés, 337, 342, 350 Galia, 48, 50, 338 Gaili, Jacopo, 277, 279 Galo. 120-121, 146, 157 Gardner, Helen, 185 Gamier, Robert, 234, 243 Garth, sir Samuel, 213 Gärtner, Friedrich von, 317, 321

Gascoigne, George, 201, 231 Gaskell, Elizabeth, 159 Gautier, Théophile, 38 Gay, John, 155, 200. 211, 217 Genazzano, 305 Genserico, 270 Geoffrey de Vinsauf, 260 geógrafos árabes, 278, 382, 396 Geraldo de Gales, 47 Gerberto de Aurillac, papa Silvestre Π, 80, 81 germánicas, lenguas, 334, 339, 342, 343, 350, 351; influencia del inglés, 19-21, 22, 349 germánico, 339, 347, 351 Getty, J. Paul, 296, 322, 326 Ghiberti, Lorenzo, 275, 276, 388 Ghisalba, 317 Gibbon, Edward, 21, 29, 39; Historia de la de­ cadencia y caída del imperio romano, 16, 21, 39 Gibson, John, 274, 294 Gifanio, Oberto, 104 Gifford, William, 218 Gilbert, Humphrey, 91, 93 Gilbert, W. S., 220 Gildas, 116 Gilley, Friedrich, 311 Giocondo de Vemoa, fra, 96, 301 Giotto di Bondone, 275 Giraldi Cinthio, Giambattista, 234 Giraldus Cambrensis, 200 Giraudoux, Jean, 232 Girolami de Florencia, Remigio, 87 Giuliano da Maiano, 309 Giustiniam, colección, 282, 283 Gladstone, W. E., 133 Glastonbury, 64 glosadores, 361, 362, 363, 364, 367 gobierno, 11, 13-14, 65, 72, 84-85, 88; deca­ dencia, 257; devastaciones realizadas por el, 393; papal, 78, 80-81, 384; sátira y oposi­ ción al, 211 Godofredo de Monmouth, 64 godos, 270, 378, 386 Goethe, Johann Wolfgang von, 241, 292, 356, 391, 396; Egmont, 240; Fausto. 242 Golding, Arthur, 168, 174, 204 Goldsmith, Oliver, 217 Gondoin, Jacques, 316 Gonzaga, Ludovico, 308 Gonzaga, corte de los, 279, 283 Googe, Barnabe, 203 Gordon, G., 116 gótico, estilo: arquitectura, 298, 303, 351; es­ cultura, 274, 293, 294 Gough, Piers, 326

Gower, John, 176 gramática: latina, 100, 101, 330-332, 335, 343, 348. 352-354; retórica y, 246, 259, 261, 263, 266; romance, 334, 339, 345-347 Gran Bretaña, 26, .131, 136, 205, 210; Bruto le dio su nombre; 64; carácter romano de las instituciones, 14; imperio, 38, 220, 295; obsesión romántica por Grecia, 35; romana, 15-16, 116, 339, 349; véase también Esco­ cia; Inglaterra Gran Cisma de Occidente, 276 Granada, 309, 320 Grand Tour, 39, 94, 135, 285, 286, 290, 295 grandeza militar, 11-12 Graves, Robert, 129, 220, 326 Grecia, griegos, 13-14, 213, 366, 392; arqui­ tectura, 300, 304, 311, 321, 325-326; arte y escultura, 284-285. 290, 291," 293-295. 299; Bizancio, 16, 48; contribución a la antropo­ logía. 37; democracia y oligarquía, 14; filo­ sofía, 36,102; helenismo, 12, 35; influencia en Roma, 11-12; lengua, 55, 329-330. 337. 339, 350-351; mito, 147, 174; pastoril, 139, 140. 147; poesía, 103-104, 114-115, 139, 141, 156-159, 165; sátira, 197. 198, 199; teatro, 224-227, 233 . 235 , 237, 239-241, 243; tratamiento a los dioses, 27-28; véase también Atenas; retórica Greenberg, Alan, 326 Greene, Robert, 144, 147, 149-150 gregoriana, reforma de la Iglesia, 361 Gregorio, maestro, 64, 273, 380, 382, 384, 389 Gregorio de Tours, san, 50, 258 Gregorio I el Magno, papa, 47, 50, 74-75, 381, 383, 385, 387-388 Gregorio V, papa, 81 Gregorio VU, papa, 81 Gregorovius, Ferdinand, 398 GreviUe, Charles, 289 Greville. Fulke, 234 Grévin, Jacques, 390, 391, 392, 393, 394 Grigson, Geoffrey, 197 Grilio. 257 Grillparzer, Franz, 236 Grocio, Hugo, 112, 368 Gronovio, J. F., 56 Groto, Luigi, 234 Guarini, Giambattista, 114, 147, 234 Guarino de Verona, 54, 101 Guercino (G. F. Barbieri), 145 Guicciardini, Francesco, 103 Guilpin, Edward, 203 Guizot, F. P. G., 38 Guyana, 370

Haddon, Walter, 91, 92, 93 Haendel, G. F., 114, 155 Hall, F. W„ 59 Hall, Joseph, 201, 203, 206 Haller, Robert S., 227 Hamburgo, 86, 366 Hamilton, Gavin, 288, 290 Hamilton, sir William, 291 Hampshire, 288 Hampton Court, 279, 283 Hancarville, barón d \ 289 Hannover, casa de, 209 Hardy, Thomas, 128 Harrington, James, 15 Harvard. Universidad de, 265 Harvey, Gabriel, 91-94, 112, 144, 197, 262 Hawksmoor, Nicholas, 310, 324 Heaist, William Randolph, 296 hebreo, 55, 342, 378 Héctor, 64 Hegel, G. F. W., 36 Heins, Nicolas, 56 Heiric de Auxerre, 52 helenismo, 12, 35, 295 Henry o f Huntingdon, 200 Herbert, George, 167 Herculano, 288, 296, 318, 322 Herescu, N. I., 59 Hermógenes, 248, 256, 262 héroes, 26, 73, 74 Herrick, Robert, 187, 204 Hesiodo, 114, 116, 147 Hever Castle, 295 Heywood, John, 203 Highet, Gilbert, 161 Hildeberto de Lavardin, arzobispo de Tours, 39, 82 Hillard, George, 38 hipódromo, 319 Hirt, Alois, 321 historia, 28-29, 36, 93, 104, 109-112, 166 historicismo, 184 Hitler, Adolf, 398 Hobson, J. A., 38 Holanda, 367, 370 Holbech, William, 287 Holinshed, Ralph, 28 Holkham Hall, 286, 287, 306 Holland, lord, 14 Holofernes, 167 Holstenio, 100 Homero, 28, 33, 123, 246; Iliada, 33. 35, 115, 121; Odisea, 33, 35, 115, 121 Hood, Thomas, 219 Hope, Thomas, 291, 293; colección, 296

Hopkins, Gerald Manley, 139 Horacio, 11, 13, 140, 197, 198, 205; copia, 104; imitaciones de, 212, 213, 214, 216; in­ fluencia de, 182-191, 193; Kipling y, 128, 162; Virgilio como modelo para, 114; Arte poética, 220, 250; Epistolas, 30, 199, 212; Odas, 30, 128, 168-169, 400; Sátiras, 171, 199, 202, 208, 209, 218 Hostilio, Tulo, 93 Hotman, François, 367 Housman, A. E., 189, 190 Howard, Thomas, conde de Arundel, 282-283 Howell, Thomas, 203 Hughes, Ted, 233 hugonotes, 56, 367 humanismo, 193, 204, 227, 278; en el Renaci­ miento, 30-31, 105, 106-107, 109, 112, 146, 162, 167, 171, 182-183, 275, 366-368; impopularidad, 293, 296; textos y, 53-55, 58; teatro y, 230, 232-234; tradición, 317, 370, 388; y derecho, 111; y educación, 32, 92, 110, 161; y erudición, 100, 101, 102; y retórica, 260-261, 264 Humberto de Silva Candida, cardenal, 81 Hunger, H., 59 Hungría, 339 Hunt, Leigh, 126, 218 Huvé, J.-J.-M., 306 Huxley, Aldous, 219 Huysmans, J.-K., 38

iconoclasia, 103, 271, 381, 388, 394; del mo­ vimiento moderno en arquitectura, 298, 325 idilios, 106, 139, 141, 146, 149, 150 Iglesia, 70-71, 87, 260, 375, 385, 396; compa­ ración con el imperio, 356; conflictos con las enseñanzas de la, 117; derecho y, 359, 365; latín en la, 33S, 351, 352; literatura en la, 48; triunfo de la, 67; sátiras contra, 200; y el Estado, 74; y la Epifanía, 71 ; y la his­ toria primitiva, 98; y los bárbaros, 50, 65 iglesia circular, 313, 314 imitación, 166, 169, 171, 177, 184; como alu­ sión, 163; de la poesía latina, 165; en ar­ quitectura, 310; en el teatro, 225, 227, 230; en retórica, 261, 262, 263, 264, 266; y Vir­ gilio, 104, 153, 176; véase también sátira imprenta, 55, 56, 201, 261, 262 indoeuropeo, 331 influencia romana: auxiliar, 12, 15, 37; básica, 12, 15 ingeniería, 100, 390, 397 Inglaterra, 35, 133, 134, 182, 193; actitudes sociales y políticas en los siglos x v ii y

xviii, 12; arquitectura, 303, 305, 315-316, 323-324, 326; bibliotecas eclesiásticas, 5657; colecciones de arte, 279, 282-283, 285290, 291, 292-296; educación, 161-162; isabelina, 144, 151; misioneros en, 50; y derecho, 364, 365 inglés: epigramas, 203; lenguaje, 19-20, 2324, 123, 192, 193, 329, 352; literatura, 117118, 130, 176, 262, 265; poesía. 156-157, 163-164, 169-171, 185, 193, 200; pronun­ ciación, 92; retórica, 250-252, 260, 262265; sátira, 197, 200, 201-202, 211; sílabas tónicas, 254; traducción al, 123, 126, 234; verbos, 335 Inocencio ΠΙ, papa, 82 Inocencio IV, papa, 82 Inocencio VIII, papa, 319 Instituciones, 357. 360, 367 invención, 247-248, 251, 258, 259, 261, 262; incluida en la dialéctica, 264 Irlanda, 50, 91, 131, 151; lengua, 350, 351 irlando-sajones, 51 Imerio (Guaraerius), 360, 361 ironía, 254 Isabel I de Inglaterra, 91 Isidoro de Mileto, 313 Isidoro de Sevilla, 259 Isis, 17 Islam, 50. 64, 224, 339, 342, 378 Isócrates, 247 Israel, 63 Italia, 26, 369; bizantina, 50, 76, 77; declive de, 39; devastación de, 49; edición de auto­ res de Roma, 55; erudición clásica, 56; fas­ cismo, 38; influencia de Carlos de Anjou en, 86; nuevas escuelas de leyes, 52; pros­ peridad, 95; siglo XIX, 317; véase también Boloña; Florencia; Lombardia; Mantua; Milán; Nápoles; Padua; Rímini; Roma, ciu­ dad; Turin; Vaticano; Venecia; Verona italiano, 331, 333, 335, 336, 351; pronuncia­ ción, 338, 344, 345, 346, 347 Iván el Terrible, zar, 226

Jacobo I de Escocia, 205 Jacobo Π de Escocia, 211 Jacques de Dinant, 251, 260 Jadot, Nicolas, 310 James, Henry, 38, 40, 398 Japón, 12, 372 jardines, 319, 320, 321 Jefferson, Thomas, 306, 317, 31S, 321 Jenkins, Thomas, 288, 289 Jenyns, Soame, 217

Jeremías de Montagnone, 100 Jerónimo, san, 51, 71, 257 Jerónimo Napoleón, príncipe, 321 Jerusalén, 67, 72, 89, 303,-308 jesuítas, 106, 108, 1.99, 211, 252, 264: holan­ deses, 368-370, 371 Jhering, Rudolf, 356 Johnson, Francis, 326 Johnson, Philip, 326 Johnson, Samuel (Dr. Johnson), 23, 167, 179, 189, 212; estilo declamatorio, 21-22; y Ju­ venal, 34, 214-215; y Virgilio. 125; Life of Pope, 207; London, 34, 209, 214; Lycidas, 156, 172, 173; The Vanity of Human Wishes, 34, 214-215 Jones, F. L., 395 Jones, Iñigo, 282. 320 Jonson, Ben, 23, 193, 197, 205, 207: compa­ ración de Shakespeare y, 191-192; y Hora­ cio, 183-184, 185, 187; Discoveries, 162, 165; Epigramas, 164, 203; Hymeneaeu 98; Timber, 204; Underwoods. 168 Jorge Π de Inglaterra, 212 Jorge m de Inglaterra, 131, 199. 219, 273 Jorge de Trebisonda, 262 Joyce, James, 35 Juan V in Diácono, papa, 75, 78, 80 Juan ΧΠ, papa, 79, 80 Juan de Garlandia, 260 Juan de Salisbury, 62-63, 64, 68, 75, 200, 255 Jubileo Universal, 276 judíos, 16, 73 Juliano, emperador, 68 Juliano, jurista, 358 Julio II, papa, 276, 277, 314, 319, 390 Julio Antonio, 187 Julio César, 17, 65, 69, 70, 84, 87, 89; en las Vidas de Plutarco, 28 Junius, Franciscus, 264 jurisprudencia, 11, 15, 366, 368, 370, 372; re­ nacer de la, 359-363 juristas, 65, 365. 366, 367, 369, 372 Justiniano, emperador, 73, 89, 313; véase también codificación Justino, mártir, san, 380 Juvarra, Filippo, 315, 325 Juvenal, 143, 169, 197, 377; Johnson parafra­ sea sátiras de, 34, 214-215

Kant, Immanuel, 265 Kantorowicz, E. H., 83, 366 Karlsruhe, 316 Keats, John, 126, 156, 159, 218; Odas, 189; «The Cap and Beils», 218

Kedleston, 304, 311, 316 Kelheim, 317 Kendall, Timothe, 203 Kent, condado, 295 Kent William, 286, 304, 306, 324 Kepler, Johann, 32 King, Edward, 156, 172 Kingsley, Charles, 35 Kipling, Rudyard. 128, 162, 163 Kircher, Athanasius, 395 Kleist, Heinrich von, 240, 242, 243 Klenze, Leo von, 311 Knobelsdorff, Georg von, 316 Koschaker, Paul, 369 Krier, Léon. 299, 322, 326 Kristeller, Paul, 58 ■ Krubsacius, Friedrich-August, 321 Kunstprosa, 21 Kuttner. S., 359, 360, 361 Kyd, Thomas, 234, 239

Lachmann, Karl, 57 Lactancio, 67, 257 ladinos, 342 La Fontaine, Jean de, 200 Lafreri, Antoine, 281 Lake District, 316 Lambin, Denys, 56, 103, 104 Lancashire, 289 Lanciani, Rodolfo, 397 Landriani, Gerardo, 261 Langland, William, 200 Lansdowne, marqués de, 289 latín, 100-107, 246-248, 250-256, 329-354, . 367, 384; cartas, 92; como base de las mo­ dernas lenguas romance, 19; como lingua franca, 205; composición de versos en, 130; de Dryden, 169; de Mantuano, 143-144; de Virgilio, 118; declamación, 32, 256; en edu­ cación, 32, 34, 161, 167, 265-267; epigra­ mas, 165; escritura epigráfica, 97; influencia sobre el arte y la música del Renacimiento, 264; lenguaje filosófico para el, 29; Milton y el, 23-24; oratoria, 15; poesía, 115, 182, 284; predominio de la literatura, 384; prosa, 21, 262; Shakespeare y el, 23; transmisión de la cultura literaria y el, 200; vulgar, 331 Latini, Brunetto, 87 Latinoamérica, 345 Laugier, M.-A., 303, 315, 325-326 Laurana, Luciano, 309 Lebas, 304 Le Corbusier, 326 Le Faucher, Michel, 252

legisladores. 83 Leibniz, G. W., 351 Leicester, conde de, 286 Leiden, Universidad de, 367 Leighton, Frederic, 293, 294 lenguaje, 329-354; bárbaro, 105; clásico, 55, 56; del derecho, 32, 266; filosófico, 29; fir­ meza en el, 123; flexiones del, 246; hermé­ tico, 222 León I, papa, 74, 86 León III, papa, 77 León X, papa, 228, 271, 319 León de Vercelli, 81 Leonardo da Vinci, 275, 278 Leptis Magna, 302 Leto, Pomponio, 96 Letrán, palacio de, 272 Lever, William Hesketh, 295 Lewis, C. S., 177, 193 leyendas, 31, 63-65, 66, 75-76, 95, 226 Liber Pontificalis, 271 Libri, Guillaume, 56 Liga Católica, 106 Ligorio, Pirro, 97, 277, 319, 320, 324 Lrnacre, Thomas, 32 Lincei, Academia de los, 100 Lincoln, catedral de, 307, 312 Lindsay, David, 200 Lipsio, Justo, 56, 95, 98, 99, 105, 112; y Ci­ cerón, 262, 263 Lisle, William, 151-152 Lisias, 263 literatura, véase cartas; inglés; prosa; textos Liutprando de Cremona, 79, 80 Liverpool, 273, 274, 289, 294, 306, 311 Livio Andrónico, 13 Livio, Tito, 28-29, 62, 91-94, 109, 395, 399; humanismo cívico basado en, 15 Livomo, 306 Lloyd, Robert, 217 Loba, 96 Locke, John, 33-34, 264 Lodge, David, 219 Lodge, Thomas, 144, 147, 201 Lodi, 261 lógica, 32, 108, 222, 249-251, 354 logopoeia, 202, 209 Lombardia, 360 lombardos, 48, 50, 79, 89, 343; Gregorio I y, 74-75; invasión de, 49, 50, 73, 76; legisla­ ción de, 359, 360, 361 Londres, 135, 202, 265; arquitectura, 304, 311, 320, 322, 326; véase también arte, co­ lecciones Longino, Casio, 265

Longo, 140, 147 Lonsdale, conde de, 293 Lope de Vega, Félix, 239, 243 Lord, George, 210 Lorena, 80, 339 Loschi, Antonio, 261 Lotario III, emperador, 363 Loup de Ferriéres, 52, 54 Louvre, 273, 281, 284, 290 Lovaina, 56, 57, 107 Lovati, Lovato dei, 233 Lowe, Robert, 133 Lowenclavius, Johannes, 111 Lowther Castle, 293 Lübeck, 366 Lucano, 62, 106, 112, 126, 186, 266 Lucas, sir Charles, 38 Luciano, 16, 199 Lucilio, 197, 198, 199 Lucrecio, 26-27, 29, 103, 104, 169 Ludovico Pío, rey de Francia, 77 Ludovisi, colección, 281 Luis Π el Tartamudo, rey de Francia, 78 Luis ΧΠΙ de Francia, 282 Luis XIV de Francia, 281, 282, 285, 290, 310, 311, 315 Luis de Baviera, 85 Luis I de Baviera, 293, 317. 321 Lutero, Martín, 261 Lutyens, sir Edwin, 298, 311, 317 Lydgate, John, 201 Lytton, Edward G. E., véase Bulwer-Leytton, Edward G. E.

Macaulay, Thomas Babington, 37, 131, 134 MacDonald, William L., 298, 299, 312, 323 Macedonia, 88, 339 Machuca, Pedro, 320 Mack, Maynard, 124 Mac kail, J. W., 126, 170, 183 McKim, Charles, 306, 317 Macleod, Colin, 184 MacNeice, Louis, 36, 191 Madrid, 282 magiares, 339, 351 Mahler, Gustav, 159 Maiano, Giuliano da, 309 Maine, Henry Sumner, 372 Maius, Juniano, 101 Majencio, 301-302 Malatesta, Sigismondo, 308 Malory, Thomas, 176, 206 Manetón, 109 Manfredo, 90

Manilio, Marco, 56 Mantegna, Andrea, 275, 279, 283 Mantua, 25, 134, 142, 279, 283; iglesia de Sant’Andrea, 305, 308,, 310, 312 Mantuano, 143-145, '152, 167 manuscritos, véase documentos; textos . ■ Manucio, Aldo, 55 Map, Walter, 63 Maquiavelo, Nicolás, 92, 93, 103; Discursos sobre Tito Livio, 15. 92; Lu Mandrúgora, 228, 229; Le masckere, 228 •Marcial, 108, 184, 199, 200, 201, 203, 205; ataques contra Domiciano, 2 11; ecos en Oldham de, 209; en Churchill temas de, 215; reminiscencia en Byron, 219; y patro­ nazgo, 210; Epigramas, 163-164, 165 Marciano Capela, 31, 259 _ ' Marco Aurelio, emperador, 99, 272, 384, 388 Marco Curcio, 62, 87 Mare, A. C. de la, 58 Marlborough, duque de, 310 Marlowe, Christopher, 181, 193; Dido Queen o f Carthage, 118, 120; Hero y Leandro, 177-179; Tamerlân el Grande, 237 Marochetti, Carlo, 294 Marot, Jean, 303 Marston, John, 197, 205, 243 Martín, san, 48 Martín de Troppau, 72 Martines, L., 54 Marwell, Andrew, 182, 185-186, 187; Hortus, 167; «Last Instructions to a Painter», 206 Marx, Karl, 36, 37 Mateo de Vendôme, 260 Matilde, condesa, 360 Matociis, Giovanni de, 96 Mauricio de Nassau, 112 Mausoleo de Adriano, 270 Mazarino, duque de, 282, 283 Mazzochi, Jacopo, 96 Mecenas, Cayo Cilnio, 26, 114, 210 Médicis, 105-106, 278, 281-282 Médicis, Cosme de, 276 Médicis, Lorenzo de, 106, 240 Melanchthon, Philipp, 261, 262 memoria, 247, 248, 252 Menandro, 225 Mengs, A. R., 292 Menipeo de Gadara, 199 mens bona (sentido común), 27 Mercati, Michele, 99 Mère, madame, 292 merovingios, 51, 350 Merry, Robert, 218 metafísica, 36

metáfora, 253, 254 Mexico, Universidad de, 264 Michelozzo di Bartolommeo, 313 Middlemore, S. G. C., 239 Middlesex, 311 Miguel III, emperador bizantino, 78 Miguel Ángel Buonarrotti, 97, 279, 284, 305; y la Piazza del Campidoglio, 272, 384 Milán, 49, 8 3 ,3 1 1 ,3 1 3 ,3 1 7 Mill, John Stuart, 29 Milton, John, 116, 162, 167, 192; Arcades, 138-139; Lycidas, 114, 120-121, 152-154, 156-157, 172-173; Paraíso perdido, 23-24, 26,33, 120, 121. 175-176, 193; Paraíso re­ cobrado, 27, 122 Mirabilia Romae Urbis, 273, 380, 382, 383, 385, 389 Mirón, 290 misioneros, 50 mitología, 151, 166, 172, 192-193, 383, 397; arte y, 274, 284; de Ovidio, 171 ; griega, 2728, 115, 147, 174; heroínas de, 179-180; Milton y, 24, 26-27; moral cristiana y, 148, 164; pagana, 70; sátira y, 197, 198; y el tri­ vium, 52 Mitra, 17 Moldavia, 351 Molière, 26, 231, 232 Möller, Georg, 316 Mommsen, Theodor, 73, 360 Monaci, E., 84, 86 monarquía, 14, 71, 105, 111, 203, 311; abso­ luta, 15, 17, 285; universal heredada, 66 monasterios, fundación y cultura, 50, 51, 52 Mond, sir Alfred (lord Melchett), 296 Monkwearmouth, 50 Montaigne, Michel de, 95, 98, 105, 263 Montano, Giovanni Battista, 314 Montchrestein, Antoine de, 234, 239-240 Montecassino, 51, 361 Monte Cavallo, 272, 273, 280, 293 Montefeltro, Federico de, duque de Urbino, 309 Montemayor, Jorge de, 147, 151 Monteverdi, Claudio, 240 Montfaucon, Bernard, 281 Montpellier, 310 Mont-Saint-Michel, 56 Monty Python's Flying Circus, 219 monumentos: conocimiento de, 383, 384, 385; destrucción de, 387-388, 397; ■enumeración de, 377; lenguaje de los, 380; mito y, 383; paganos, 63-64, 65, 68; pintura inspirada en, 284; poder simbolizado en los, 375, 379; protección de la integridad de los, 386; reconstrucción por la Iglesia, 276

Moor, Karl von, 241 Moore, Charles, 326 Moore, Edward, 217 Moore, Tom, 126 morales, principios, 248 Monis, William, 126-127, 176, 397 mosaicos, 115 Mosellanus, Petrus, 254 Mueller, Martín, 235 Munich, 56. 282, 293, 311, 317 Muret, Marc-Antoine, 103, 105 Museo Británico, 283 , 288, 289, 290, 291, 392 música, 37, 134-135, 259, 264, 300 Mussato, Albertino, 53, 233 Mussolini, Benito, 387, 399 Myers, F. W. H., 127

Nancy, 310 Nápoles, 309, 317, 321, 382, 386, 395; colec­ ciones de arte, 277, 285; fundación de uni­ versidades, 362 Napoleón Bonaparte, emperador, 38, 290. 291, 292, 311, 317 Narsés, 383 Nashe, Thomas, 197, 199 Neckham, Walter, 200 neoclasicismo, 156, 185, 205, 237, 265, 316; arte clásico y, 285-297 Neri, Felipe, 98 Nerón, 226, 233, 280, 382, 399; corte de, 105, 211; Domas Aurea de, 97; historias sobre, 382-383; precursor del Anticristo, 66, 70 Neuerberg, Norman, 322 Newman, John Henry, 22, 35 New Statesman, 128 Nícéforo Focas, 79, 80 Nicolás I, papa, 78 Nicolás m , papa, 86, 88 Nicolás V, papa, 99, 276, 387 Nicolás de Cusa, 54, 55, 228 Nietzsche, F. W., 36, 37, 243 Niger, Ralph, 360 Nimes, 307, 317, 324 Nizolio, Mario, 262 Nollekens, Joseph, 292 Norfolk, 286, 287, 306 Norman, Alfred, 321 normandos, 19, 64, 349 Norteamérica, 25, 219, 250, 264, 265; arqui­ tectura, 317, 322, 323-324, 326; coleccio­ nismo escultórico, 269, 295, 296; lenguaje, 19, 350 North, lord, 131

N orth, T h o m a s, 28

Northumbria, 49, 50 nostalgia, 172, 311 Notitia Urbis. 270 Nueva Delhi, 317 Nueva York, 306, 317 Nuevo Testamento, 16. 55, 56, 235 Numa Pompilius, 93, 109

obeliscos, 99, 323, 382 occitano, 335, 336, 338, 342, 344, 346 O’Connell, Daniel. 131 Octavio, véase Augusto Odofredo, 384 Odón de Metz, 303 Oldham, John, 209, 213 oligarquía, 14 Olsen, Birger Munk, 58 ópera, 134, 200, 219-220. 240, 241 oratoria, 93, 246-251, 254, 261, 264, 265 órdenes arquitectónicos, 298, 299, 325; corin­ tio, 18, 300, 303, 308, 310, 317; dórico, 300, 304, 311, 317, 321; jónico, 300, 302, 313, 318; toscano, 18 Orígenes, 67 Orleans, 362, 363, 365 ornamentación, 253, 263 Orme, Philibert de Γ, 309 Orosio, Paulo, 62, 71-73, 89 Orsini, Fulvio, 56, 103. 104 ortografía, 330, 336, 337, 338, 343-344 Orwell, George, 20, 200 Ostia, 290 ostrogodos, 48, 49, 73, 342 otomano, imperio, 34 Otón I el Grande, emperador, 79-80, 81

Otón Π, emperador, 80 Otón Ht, emperador, 80-81 Otto de Freising, 84, 85 Otway, Thomas, 209 Ovidio, 13, 45, 58, 106, 107, 189, 193; in­ fluencia de, 174-182, 284; Fastos, 96; Me­ tamorfosis, 27, 28, 108, 147, 168, 176, 177, 179 Owen, John, 167, 205 Owen, Wilfred, 128, 220 Oxford, Universidad de, 107, 130, 172, 265; catedráticos de poesía, 127, 129; dramas producidos en, 106, escuela de derecho de, 365; váse también Ashmolean, museo

Pablo de Tarso, san, 16, 66, 382 Padua, 54, 64, 273, 279

Paecht, O., 86 paganos, 88, 385, 398; abismo entre, 32; acti­ tud de Milton frente a los, 175; adopción de formas de arte, 270; antigüedades, 384; cris­ tianos y, 68, 71,.75-76, 84, 380; decaden­ cia, 391; desdén hacia los, 387; imágenes, 308, 315, 381; puritanos y, 171 ¡.sustitución de, 39; virtuosos, 89 Paine, James, 311, 316 Paine. Tom, 34 Países Bajos, 56, 91 Paladio, 52 paleografía, 58 Palestrina, 299, 305, 319, 324-325 Palgrave, F. T„ 122 palladianismo, 286 Palladio, Andrea, 298, 301, 312, 315, 316, 320; atención en Gran Bretaña por, 304; diseño de monumentos de varios niveles, 324-325; estudio de las termas por, 304, 305; Quattro libri dell’architettura, 314, 324 Palmer, Samuel, 135 Palmerston, lord, 38, 131, 288 Palmira, 399 pandectistas, 370, 371, 372; véase también Digesto Panteón. 18, 64, 65, 312-318, 325, 384; le­ yenda y, 95; reparación de la cúpula, 323; vigas de bronce del techo, 271 Panvinio, Onofrio, 97, 98, 110 papado, 65, 82, 88, 99, 385, 387; alianza con los francos, 77; ideología y, 76, 385; poder y, 17, 384; y la restauración de Roma, 322323 papismo, 211 pareados heroicos, 181, 201, 213, 216, 218 Parilia, 96 París, 38, 44, 56. 231, 264; arquitectura, 304, 306, 310, 311, 316-317, 321; esculturas ro­ manas en, 290 Parker, Douglass, 230 parodia, 155, 198, 199, 218, 219 Parrot, Henry, 203 Partenón, 290, 293, 317, 326 Paschoud. François, 70 pastoril, género, 125, 138-160, 202 Pater, Walter, 35, 38, 40-41 Paulo Π, papa, 276 Paulo Diácono, 62, 63, 75, 84, 87 Pavía, 261, 272, 361 Pax Romana, 13, 16 Pazzi, conspiración de los, 105-106 Peacham, Henry, 282 Peacok, Thomas Love, 219 Pearson, Weatman (vizconde Cowdray), 296

Pedro, san, 76, 77, 302, 303, 324, 380, 382; méritos de, 68; Roma, la ciudad de, 63, 74, 78, 81, 86 Peel, sir Robert, 131 Pembroke, conde de, 283 Pentápolis, 80 Pepo, maestro, 360 Perder, Charles, 311 Pericles, 198 Perrault, Charles, 303. Perrault, Claude, 298, 301, 303, 324 Persia, 70, 88, 350 Persio, 197, 199, 202, 211, 216, 218; Donne imita a. 204-205; idea de virtud, 215 Peruzzi, Baltasar, 320 Peterson, Erik, 67’, 73 Petra, 399 Petrarca, 54, 95, 100-101, 261. 275; corona­ ción de, 384; escribió un drama terenciano, 227; reinterpretación de Roma, 62; y Cice­ rón, 49, 54, 261; y los angevinos, 386; Phi­ lologia, 227, 233 Petronio, Tito, 105, 199 Petworth, 293 Peyre, Marie-Joseph, 306 Pfeiffer, Rudolf, 59 Philips, Ambrose, 155 Piccolomini, Alessandro, 230 Piccolomini, Eneas Silvio (papa Pío II), 228, 308 Pietro da Cortona, 301, 310, 325 Pietro da Milano, 309 Pindar, Peter (John Wolcot), 218 pindárico, verso, 169, 187 Pini, Paoli, 264 pintura, 34, 115, 264, 283, 285, 311 Pinturicchio, Bernardo, 319 Pío Π, papa, 228, 308 Ho IV, papa, 98, 319-320 Pío V, papa, 277 Pipino el Breve, 76 Piranesi, Giambattista, 288, 325, 392 Pisa, 64, 111, 273, 274, 360 Pisani, Ugolino, 229 Pisano, Giovanni, 273 Pisano, Nicola, 274 Pitágoras, 109 Pithou, Pierre, 56 Pitt el Viejo, William, 30, 131 Pitt el Joven, William, 131, 311 plagio, 104, 106, 126 Platón, 36, 53, 104, 193, 248, 266 Plauto, 225, 228, 279; Anfitrión, 234; Asina­ ria, 231; Captivi, 299; Menachmi, 225-226; Rudens, 231

Plaw, John, 316 Plinio el Joven, 54, 257; villas de, 277, 299, 318, 319, 320, 321, 322 Pfinio el Viejo, 317, 376; Historia natural, 102 Plutarco, 28-29, 109 Poccianti, Francesco, 306 poesía, 23-28, 106-109, 390; crítica de la, 13; didáctica, 104, 114-115; 124; gran calidad, II; griega, 104, 114-115, 139, 141, 156159, 165; lenguaje, 330; lírica, 156; moder­ nismo en, 170; pastoril, 167, 172-173, 185, 187, 193; satírica, 200-201, 202, 210, 220221

Poggio, véase Bracciolini, Poggio Poitiers, Diana de, 309 polaco, 351 Polibio, 14, 93, 109, 111, 112 Policleto, 295 Poliziano, Angelo, 32, 102, 103, 105-106, 261, 262 Pompeya, 288, 318, 321 Pompeyo, 72, 392 pontifex maximus, 17 Pope, Alexander, 139, 142, 180, 209, 212-213, 218; Arte poética, 212; A Discourse on Pas­ toral Poetry, 155; Dunciad, 123-124, 204, 212, 219; Eloísa y Abelardo, 179; Epistle to Addison, 394; «Epitafio», 125; An Essay on Criticism, 124, 212; Imitations o f Hora­ ce, 207, 212-213; The Rape o f the Lock, 123, 188, 202, 212, 221 Pope, John Russell, 318 Porphyrios, Demetri, 326 Porson, Richard, 204 Port Sunlight, 293, 296 portugués, 329, 333, 334, 335, 345, 348; pro­ nunciación, 344 Posidipo, 225 Possagno, 317 posglosadores, 362, 363, 364, 366, 369 posmodemismo, 299, 325 Potain, N.-M., 303 Potsdam, 310 Pound, Ezra, 128, 168, 173, 202, 209, 222; Cantos, 176, 221 ; «Homage to Sextus Pro­ pertius», 170, 220 Poussin, Nicolas, 145-146, 282, 284 Powell, Anthony, 219 Pozzo, Cassiano del, 281 Prado, Museo del, 282 Praed, W. M„ 218 Praxiteles, 273, 277 predicación, 258, 259, 260, 262; elocuente, 252 Pretexto, 258

Primaticio, Francesco, 278 Princeton, 265 Prior, Matthew, 182, 191, 217 Prisciano, 31, 46, 48, 256 Procopio, 270 pronunciación, 330, 336, 337-338, 343-348, 350 Propercio, Sexto, 11, 51, 52, 53, 169-170, 220; bajo nivel de circulación, 57 prosa, 105, 108, 122, 252, 253; rítmica, 254255, 259; satírica, 198, 199-200, 218 Provenza, 342 Próximo Oriente, 50, 57 proyectos, 298-299, 300, 304, 306, 322, 374375 Prudencio, 68, 72, 74, 89, 270 Prusia, 370 psicoanálisis, 36 Pula, 307, 309 Purcell, Henry, 135 puritanismo, 202, 206, 211, 239 Puttenham, George, 145

Quatremère de Quincy, 292 Quevedo, Francisco de, 202 Quintiliano, 102, 141, 246, 248, 256, 264, 265; influencia de, 261-262; De institutione ora­ toria, 197, 248, 250, 251, 252, 255, 256, 261

Rabano Mauro, 258, 259 Rabelais, François, 206 Racine, Jean, 26, 179, 235 Radding, C. M., 361 Rafael, 96, 271, 275, 305, 319, 320; influen­ cia de, 280, 284 Ragusa (Dubrovnik), 339 Rainaldo de Dassel, 52 Rainolds, John, 30 Ramus, Petrus, 108, 261, 264 Ravena, 18, 76, 272, 302 «recepción», en e! derecho romano. 363-366 Reforma, ley de ( 1832), 132 Reggio, Raffaelo, 261 Régulo, 62, 68, 70, 93 Reims, 77, 80, 274 relieves, 274, 275 religión, 2 1 1 ,3 0 1 ,3 4 2 , 343 Renacimiento, 44, 91-112, 385, 389, 397; es­ critores, 140-141, 142, 145, 147, 152-153, 348; nuevas palabras en la lengua, 349-350; pensar hacer literatura, 162-163; véase tam­ bién arquitectura; arte; humanismo; poesía; retórica; teatro

renuncia, cláusulas de, 364-365 réplicas. 273, 278, 281 Restauración, 181, 184, 203, 210 retórica. 100, 123, 180, 193, 246-267: dramá­ tica, 226, 237, 240, 243; estudiantes de, 93; fundamento de la educación romana,· 32; método, 27; sátira y, 202, 204, 206, 214, 221

retorrománico, 339, 342, 344 Reuchlin, Johann. 106 Revett, Nicholas, 34 Révigny, Jacques de, 362 Revolución francesa, 34, 56 Reynolds, sir Joshua, 136, 264 Reynolds, Leighton, 59 Rialto, Bridge, 309 Richelieu, cardenal, 282 Rimini, 307, 308. 343 ritmos, 254-255 Roberto de Anjou, 386 Robertson, J. M., 38 Robespierre, Maximilien F. M. I. de, 34 Robigalia, 96 Rochester, 50 Rochester, lord, 181, 183, 203, 207, 209 rococó, 156 Rodin, Auguste, 295 Rodolfo Π, káiser, 282 Roma, ciudad, 38-41, 63-39, 84-87 , 93-94, 272, 374-400; infraestructura, 49, 50; sa­ queada en el 410, 69, 71, 73, 74; saqueada en 1527, 94, 97, 390 romances, lenguas, 19, 329-354 románico, 18-19, 307-308 romanización, 351 romanticismo, 127, 241, 291, 296, 392, 394; erudito, 396 Romano, Ezzelino da, 233 Romano, manuscrito, 103 Romanus, Aquila, 254 Rómulo, 63, 74, 79, 81, 272, 379 Rosenmeyer, T. G., 224 Rosinus, Johannes, 98 Roswitha de Gandersheim, 79, 227, 228 Rotrou, Jean, 234 roumanche, 339 Rousseau, Jean-Jacques, 218, 311 Rowlands, Samuel, 205 Royal College of Physicians, 32 Ruán, 258 Rubens, Peter Paul, 282 rumano, 334-339, 344, 348, 351 Ruskin, John, 293, 397 Russell, Bertrand, 221 Russell, lord John, 131

Russell, Mark, 219 Rutilio Namaciano. 68

Saarinen, Eero, 312 sabina, deidad, 380 Sahl, Mort, 219 Saint Maximin, biblioteca de, 54 Sainte-Beuve, Charles Augustin, 127 sajones, 64, 79, 80 Salemo, 274 Salerno, Henry F., 232 Salingar, Leo, 230 Salomón, rey, 308 Salona, 320 Salustio, 62, 69, 105, 106, 109, 384 Salutati, Coluccio, 54, 100, 101 Salvi, Nicola, 310 San Petersburgo, 288, 289 Sangallo, Antonio da, 319 Sangallo, Giuliano da, 318, 319 Sannazaro, Jacopo, 146-147 sánscrito, 353 Santa Maria d’Aracoeli, 383 santuarios, 300, 311, 316, 319, 323-325 Sarbiewski, Casimir, 106 sarcófago, 274, 279, 284 sardo, 333, 336, 338, 344; dialectos, 330, 334, 342 Sarmacia, 94 sarracenos, 385 Sassoferrato, Bartolo de, 363 Sassoon, Siegfried, 220 sátira, 105, 138, 140, 153, 197-222 satumiano, verso, 330 Savigny, Friedrich Carl von, 362, 370-371 Scala, Flaminio, 232 Scalfarotto, Giovanni, 315 Scamozzi, Vincenzo, 320 Schiller, J. C. V. von, 240, 241, 242, 243 Schlegel, August von, 240 Scott, sir George Gilbert, 294 Scott, sir Walter, 134 Scroope, sir Carr, 208 Secundus, Johannes, 106 Seeley, J. R„ 38 Sejano, Lucio Elio, 206, 214 Selva, Antonio, 317 semita, lengua, 352 Séneca el Viejo, Lucio Aneo, 256 Séneca el Joven, Lucio Aneo, 105, 106, 226, 227, 382; como modelo estilístico, 54; «humanismo cívico» basado en, 15; y tra­ gedias de sangre inglesas, 12; Apocolocyntosis, 199, 219; Diálogos, 45; Epístolas,

45; Tragedias, 44, 46, 53, 57; véase tam­ bién teatro Sergio III, papa, 78 Serlio, Sebastiano, 300, 304, 324 Servio (comentarista de Virgilio), 141-142, 143, 144, 145 Settle, Elkanah, 209 Severo, Septimio, 307; arco de, 272, 309. Shadwell, Thomas, 209, 210 Shaftesbury, conde de, 30, 285-286 Shakespeare, William, 26, 28, 116, 191-192, 193, 232; Antonio y Cleopatra, 28-29, 119; Como gustéis, 147; Cuento de invierno, 147, 149-150, 174; Hamlet, 22-23, 120, 239; La fierecilla domada, 231; Otelo, 179; Tito Andrónico, 234; Trabajos de amor perdidos, 144, 162; Venus y Adonis, 177 Shelley, Percy Bysshe, 126, 174, 218, 394, 395, 396; Adonais, 156-158; Hellas, 11-12 Sheridan, Thomas, 252 Shirley, James, 239 Sibila, 72, 132, 377, 383 Sicilia, 139, 150, 153, 274, 322 Siculo, Calpumio, 140, 145 Sidney, sir Philip, 143, 147, 148, 156, 171; Arcadia, 149; Defence o f Poetry, 234 Sidonio Apolinar, 382 Siena, 274 Sila, 393 Si loé, Diego de, 309 silogismo, 250, 251 Silvestre I, papa, 76 Silvestre II, papa, 80 Sfmaco, Quinto Aurelio, 54 Simón el Mago, 66, 380 simbolismo, 173 Simpson, John, 326 sínodo de Whitby, 258 sintáctica, relación, 331-332 Siracusa, II, 321 Siria, 386 Sixto IV, papa, 96, 276 Sixto V, papa, 99, 323, 388 Skelton, John, 200 Smetius, Martinus, 97 Smith, Adam, 29-30 Smith, Francis «Eléphant», 210 Smith, James y Horatio, 219 Smith, Thomas, 91, 92, 93 Smollett, Tobias George, 395 Soane, John, 310-311 Soarez, Cipriano, 264 Sócrates, 198, 247 sofistas, 247 Sófocles, 36, 225, 227

sonido de las palabras, modificaciones en el, 335, 337-338, 345, 348, 349 Sorano, 377 Sorbona, 53. 262 Soult, Marshal, 131 Southey, Robert, 126. 218, 219 Spectator, 123, 182 Speer, Albert, 3 18 Spenser, Edmund, 23, 33, 122, 142, 176-177, 200; «Astrophel», 156; Colin Clout Come Home Againe, 15 0-15 1; «Epithalamion», 166-167; The Faerie Queene, 150, 151, 177, 179; The Shepheardes Calender, 114, 142, 143, 145, 150 Spitting Image, 2 19 SPQR, 78, 384 Squarcione, Francesco, 279 Stalin, I,, 227 status, teoría del, 248-249, 260 Steele, Richard, 125, 127 Stein, P., 367 Stendhal, 394 Stem, Robert, 326 Sterne, Laurence, 199 Stevens, Alfred, 294 Stevenson, Robert, Louis, 133, 134 Stier, Wilhelm, 321 Stourhead, 135, 155, 316 Stowe, 306, 323 Stuart, James, 34 Suburra, 99 Suecia, 282 Suetonio, 59, 62, 63, 78 Suger, Abbot, 19, 308 Suiza, 271, 336, 342 Sulpicio, 199 Surrey, conde de, 118, 169 Susenbrotus, Johannes, 254 Svend II, rey de Dinamarca, 82 Swift, Jonathan, 33, 123, 199, 211, 217, 220

Tácito, 29, 93, 105, 109, 112; Anales, 102, 111; Dialogus de Oratoribus, 102; Histo­ rias, 46 Tahiti, 133 Talon, Omer, 264 Tarquinio, 68, 84, 87 Tasso, Torquatto, 116, 147, 148 Tañer, 182 Taylor, John, 204 teatro, 36, 193, 202, 224-244; musical, 37; poético, 118 Tegemsee, 56 Temanza, Tommaso, 315

Temple, lord, 323 templos, 307, 308, 309, 382, 383, 385, 390; decadencia de los, 270; circulares, 284, 314; y santuarios, 323-325 Temporarius, Joannes, 110 Tenerife, 322 . Tennyson, Alfred Lord, 25, 122, 126,.127, 220; In Memoriam, 158, 190; «To Virgil», 134 Teócrito, 11, 139-140, 141, 149, 150, 153 Teodoro, arzobispo de Canterbury, 50 Teodorico, rey ostrogodo, 49, 272 Teodosio Π, emperador de Bizancio, 270, 272, 357 Teodulfo de Orleans, 51 Teofana, princesa bizantina, 80 Teofrasto, 253 teología, 32, 53, 72, 100, 258; antitéticas obras antiguas, 57; política, 67, 69, 70, 71 Tercer Reich. 318 Terencio, 13, 103, 227, 279; Andria, 228; Heauton timorumenos, 231 termas, 299, 302, 304-307, 377; técnica en la construcción de, 304 Terry, Quinlan, 326 Tertuliano, 257, 266 Tessin, Nicodemus, 315 Textor, Ravisio, 108 textos, 92-97, 100-111, 323, 333, 381, 393; dramáticos, 225, 228, 232; hagiografías, 347; jurídicos, 347, 363, 366-367, 371; la imprenta divulga, 201; retórica, 246, 254, 260, 261, 266; sirios, 378; transmisión de, 43-60 Thackeray, William Makepeace, 40, 219 Thiepval, 311-312 Thierry de Chartres, 260 Thomson, J. A. K., 182 Thomson, James, 115 Thomeycroft, Hamo, 295 Thovaldsen, Bertel, 291 Thou, Jacques Auguste de, 106 Tiberio, Claudio Nero, 29, 72, 273 Tibulo, Albio, 47, 51, 52, 53, 57, 148 Tiépolo, Giovanni Battista, 12 Times, The, 216 Tito, 72, 304, 305, 307 Tívoli, 319, 383, 395; santuario, 300, templos, 284, 314, 324; villa Adriana, 288, 318 Tiziano, 284 Tolomeo de Lucca, 87-88 Tomás de Aquino, santo, 252 Tomás de Ashby, 260 Tomás de Irlanda, 53 Torelli, Lelio, 103 Toscana, 87, 308

Totila, rey ostrogodo, 65 Tours, 46, 52, 56 Town, Ithiel, 317 Townley, Charles, 289, 290 Toynbee, Arnold, 12 traducciones, 168-169, 181, 199, 201, 204, 220; creativa, 207-208; dramática, 234 tragedia, 37, 53, 94, 121, 157; véase también teatro tragicomedia, 234-235, 239; véase también comedia Trajano, 75, 302, 339, 383; alabanza a, 62, 63; columnas de, 99, 387, 392 Transilvania, 339 Trastevere, 72 Traversagni, Lorenzo, 262 Tréveris, 54, 64, 302, 303 Triboniano, 357 trivium, 48, 52, 259, 261, 352 Trollope, Anthony, 132 tropos, 253, 254, 259, 260 Trouard, L.-F., 304 Troya, 65, 118; saqueo de, 115, 116, 120, 121, 133 troyanos, 64, 110, 115, 132, 133 Troyes, 56 Tucídides, 104, 399 Turberville, George, 203 Turin, 315, 317 Turnbull, George, 264 Tumebo, Adrien, 56 Turner, J. M. W., 135 Turno, 199

Ubaldi, Baldo degli, 363 Ubertino da Casale, 66 Ullman, B. L„ 58 Unger, G. C., 310 Unión Soviética, 352 universidades, 56, 57 Usus modernus pandectarum, 368

vaciados en esculturas, 278, 279, 281-282 Vaillant, Germain, 104 valdenses, 66 Valente, emperador, 62 Valentiniano ΠΙ, emperador, 68, 73 Valeriano, Pierio, 103 . Valerio Máximo, 62 Valéry, Paul, 34 Valla, Giorgio, 262 Valla, Lorenzo, 55, 92, 101, 261, 262 valón, dialectos del, 339

Vanbrugh, sir John, 287 vándalos, 71, 385 Varrón, Mareo Terencio, 96,110,198,199,259 Vasari, Giorgi, 274, 276, 278, 279, 388 vasco, 330, 342 Vaticano, 228, 280, 285, 288, 319. 392; len­ gua hablada en el, 330; manuscritos en el, 44, 58, 103; véase también Belvedere Vegecio, 52, 53, 59, 112 Vegio, Maffeo, 107 Veglia (Krk), isla de, 339 Velázquez, Diego, 282 Venecia, 12, 272, 273, 305, 309, 315; co­ mienzo de la música moderna en, 134 Véneto, dialectos del, 342 Venturi, Robert, 326 Venus, 64. 116, 273, 290, 294 vernáculas, lenguas, 63, 329-330, 347-348, 351, 352-354; escritos en, 106; imitación li­ teraria en, 94; latín desbancado por las, 32; literatura ert, 260; modernas, 104 Veraani, Guido, 73 Verona, 49, 52, 279, 302, 325 Verres, 13, 38 Verrocchi, Andrea del, 273 Versalles, 114, 281, 283, 304, 315 verso suelto, 169, 201 Versalio, Andreas, 106 Vespasiano, 72, 384 Veno ri, Piero, 56, 103 Vicentino, Nicola, 264 Vicenza, 305, 314 Vico, Giambattista, 248 Víctor, Julio, 259 Victoria de Inglaterra, reina, 293 victoriana, época, 292 Victorino de Pettau, 66, 257 Viena, 315; congreso de, 394 Vignay, Juan de, 53 Vignola, Giacomo, 320 Villani, Giovanni, 65 villas, 277, 299, 318-323, 395 Vinogradoff, P., 356 Virgilio, 15, 70, 114-136, 159. 266, 396; edi­ ción de, 47; extremadamente importante, 25; mago, 380, 381-382; profecía sobre el nacimiento de Cristo, 63; relación de los manuscritos de, 103; y Teócrito, 140, 149150; Bucólicas, 107, 114, 120-121, 125, 139, 140-141, 142, 145-157, 172, 184; Eneida, 11, 17, 25, 30, 31, 33, 35, 39, 41, 68, 69, 101, 107, 115-128, 132, 133, 134, 141, 146, 147, 154, 169, 176, 247; Geórgi­ cas, 25, 26, 41, 114-115, 116, 122, 123125, 135, 141, 147

visigodos, 49, 71, 342, 359 Vitrubio, 52, 286, 299, 300-301, 309, 318, 319, 324; arquitectura, 326, Palladio estu­ dia a, 304, Perrault editó la obra de, 303, 324; traducido al inglés, 320; De architec­ tura, 298, 300-301 vlachs, 339 vocabulario, 330-332, 335, 337, 339, 345, 348-351 Voltaire, 16, 392 Vossius, Isaac, 56 Vulgario, Eugenio, 78 vulgata, lengua, 254

Wagner, Richard, 37 Waller, Edmund, 206, 213 Walpole, Robert, 287 Warburton, arzobispo, 216 Ward, John, 265 Warwickshire, 287 Watts, G. F., 293 Waugh, Evelyn, 145, 176, 219 Weaver, John, 203 Webb, John, 304 Webbe, William, 145 Webster, John, 236 Weddell, William, 288 Weinbrenner, Friedrich, 316 Wellington, duque de, 131-132, 293 Welt-Schmerz, 127 Westfall, Carroll, 387 Westmacott, sir Richard, 273, 291, 292293 Wezel, 84 Whately, Richard, 265 Whitby, 75 Whiterhead, William, 217 Wibaldo de Corvey, 52, 54 Widukind de Corvey, 79 Wiegand, Theodor, 321 Wight, isla de, 293 Wilfredo, san, 51 Wilkes, John, 203 Wilson, Nigel, 59 Wilson, Thomas, 262 Wilton House, 283 Wiltshire, 316 Winchester, 64 Winckelmann, Johann Joachim, 292, 326, 392; Historia del arte, 35, 288 Windermere, isla de, 316 Windscheid, Bernhard, 372 Winters, Yvor, 215 Wireker, Nigellus, 201

Wither, George, 197, 205 Witherspoon, John, 265 Wolcot, John, véase Pindar, Peter Wolff, Emil, 294 Wolsey, Thomas, cardenal, 200, 214 Wood, John, 91, 304 ' Wordsworth, William, 122, 126, 218·, Liberty, 189; «Michael», 156; Peter Bell the Third, 218; The Prelude, 171, 217; «The world is too much with us», 173 Worksop, 304 Wotton, lord Henry, 158 Wyatt, sir Thomas, 182-183, 201, 202

Yale, 265 Yates, Frances, 252 Yonge, Bartholomew, 147 York, 117, 304, 305 Yorkshire, 287, 288 Young, Edward, 217 Yugoslavia, 351

Zacarías, 270 Zoffany, Johann, 289 Zósimo, 111 Zulueta, F. de, 358

ÍNDICE DE LÁMINAS I. Π. ΠΙ. IV. V. VI. VII. VIII. IX. X. XI. XII. Xm. XIV. XV. XVI. XVn. XVin.

(entre pp. 240-241)

Manuscrito de Isaías, con notas al margen de las Tragedias de Sé­ neca (ms. del New College, siglo xn, Bodleian Library, Oxford). La Iglesia de Roma, según un manuscrito del siglo xn (Staats-und Universitätsbibliothek, Hamburgo). Marforio (Roma, patio del Museo Capitolino, Alinari 6.006). Estatua ecuestre de bronce de Marco Aurelio (plaza del Campidoglio, Roma, Alinari 5.963). Sarcófago con la representación de Hipólito y Fedra (Campo San­ to, Pisa). Apolo Belvedere (Roma, Museos Vaticanos, Alinari 6.501-2). Miguel Ángel, David (Academia, Florencia). Rafael, La escuela de Atenas (Roma, Museos Vaticanos, Estancias de Rafael, Alinari 7.892). Venus Lely (Museo Británico, 1963, 10-29. I, préstamo de S. M. la Reina Isabel Π). Carracci, panel central del techo del Palacio Famese (Roma, Ali­ nari 7.428). Poussin, Et in Arcadia ego (Louvre, Paris). Holkham Hall, Norfolk: Galena de las Estatuas, orientada hacia el norte. J. Zoffany, Estatuas de Townley (Galería de Arte y Museos de Townley Hall, Burney, Lancashire). John Gibson, La Venus pintada (Walker Art Gallery, Liverpool). Interior de basílica en C. Perrault, Los diez libros de arquitectura de Vitrubio (París, 1673, pp. 150-151). Sant’Andrea, Mantua: nave central (L. Alberti, comenzada en 1470). Holkham Hall, Norfolk: vestíbulo de mármol (W. Kent, a partir de 1734). Estación de Pennsylvania, Nueva York. Vestíbulo de taquillas (McKim, Mead y White, 1902-1911).

XIX. Sant’Andrea, Mantua: fachada occidental (L. Alberti, comenzada en 1470). XX. Arco del Carrusel, París (Perder y Fontaine, 1806-1808). XXI. Monumento a los desaparecidos del Somme, Thiepval, cerca de Arrasr, Francia (E. Luytens, 1927-1932). ΧΧΠ. Villa Rotonda, cerca de Vicenza, exterior (A. Palladio, c. 15661570). ΧΧΠΙ. Karlskirche, Viena (J. B. Fischer von Erlach, 1716-1733). XXIV. Kedleston, Derbyshire, planta (J. Paine y R. Adam, c. 1759 en adelante). XXV. Escuela de Cirugía, París, interior de la sala de anatomía (J. Gondoin, 1769-1775). XXVI. Jefferson Memorial, Washington, DC (J. R. Pope, 1934-1943). XXVII. Casino de Pío XV, Jardines Vaticanos, Roma (P. Ligorio, 15591562). XXV ΓΙΙ. Museo J. Paul Getty, Malibú, California (Langdon, Wilson y Genter, 1970-1975). XXDÍ. Maqueta de la ciudad de Atlantis, Islas Canarias (L. Krier, 1987). XXX. Capitolio del Estado, Richmond, Virginia (T. Jefferson, 1785). XXXI. Union Buildings, Pretoria, Suráfrica (H. Baker, 1910-1912). ΧΧΧΠ. El Septizonium en un dibujo de Jan Brueghel (Fototeca Unione de la Academia Americana de Roma, 6.627).

ÍNDICE P r e f a c i o .................................................................................................. Nota sobre los c o l a b o r a d o r e s ............................................................ I. II.

El legado de Roma, por R ich ard J e n k y n s ............................. 11 La transmisión de los textos, por R. H. Rouse

.

.

.

.

HI.

La Edad Media, por C h a rle s D a v i s .....................................62

IV.

El Renacimiento, por A. T. G r a f t o n ..................................... 91

V.

Virgilio, por Jasper G r i f h n ..................................................... 114

VI.

El género pastoril, por R ichard J e n k y n s ............................... 138

VH. Horacio, Ovidio y otros, por C h a rle s M a rtin d a le .

.

La sátira, por J. P. S u l u v a n .....................................................197

IX.

El teatro, por G ordon B r a d e n .............................................224 La retórica, por G eorge A. K e n n e d y .....................................

XI.

El arte, por G eoffrey W a y w e l l .............................................269

ΧΠ.

La arquitectura, por David W a t k i n ..................................... 298

Xm.

El lenguaje, por Rebecca P o s n e r .............................................329

XIV.

El derecho, por R o b e rt F e e n s t r a .............................................356

XV.

La ciudad de Roma, por N icholas P u r c e ll

.

.

.

43

161

VIH. X.

7 9

.

índice a l f a b é t i c o ....................................... ..............................402 índice de l á m i n a s ................................................................................... 423

246

374
Jenkyns Richard - El Legado De Roma

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