DIDI-HUBERMAN, G. (2011). Atlas- Cómo llevar el mundo a cuestas

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Atlas ¿Cómo llevar el mundo a cuestas?

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Atlas ¿Cómo llevar el mundo a cuestas? GEORGES DIDI-HUBERMAN

Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid 26 noviembre 2010 – 28 marzo 2011 ZKM | Museum für Neue Kunst, Karlsruhe 7 mayo – 28 agosto 2011 Sammlung Falckenberg, Hamburgo 24 septiembre – 27 noviembre 2011

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En la nueva exposición del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, nos adentramos de la mano de Aby Warburg en un territorio en el que ante las imágenes sobran las palabras, donde a la línea cronológica se impone el diagrama transversal y el viaje entre pasado y presente, y en el que somos llamados, como espectadores, a una atenta participación en la construcción de nuestras historias y nuestras identidades. La propuesta de Atlas Mnemosyne fue de radical interés en el momento de su formulación, en el primer tercio del siglo pasado; sin embargo, sólo recientemente ha sido analizada con herramientas metodológicas sólidas como las utilizadas por Georges Didi-Huberman, comisario de la exposición, quien le ha dado forma visual y ha actualizado un complejo corpus teórico. Su intención y la de los organizadores de la exposición no ha sido únicamente hacer un homenaje a una figura intelectual del calado de Warburg, sino más bien convertirlo en el genius loci, el espíritu protector, motivador e inspirador de una propuesta de revisitación de las imágenes desde 1914 a nuestros días en un formato distinto del editorial y en un espacio distinto del académico: el del museo. Resulta apasionante, por tanto, intentar imaginar qué respuestas provocará en los públicos del Reina Sofía esta nueva exposición, cómo completará cada uno de estos visitantes su propia cartografía de las imágenes tras verse envuelto en un vórtice de sugerencias visuales. Además, esta exposición nos obliga a un replanteamiento institucional y a una (auto)crítica de las funciones del museo. Desde ahora, arquetipos antiguos como el museo imaginario, o arquetipos del presente como el museo virtual y el acceso universal a las imágenes, se encuentran en la propuesta de Atlas. ¿Cómo llevar el mundo a cuestas? y abren el camino a nuevas consideraciones sobre la gestión y la puesta en valor del patrimonio visual e intelectual de la humanidad. Así, este particular atlas no es sólo una descripción topográfica de territorios de fronteras volubles; es, literalmente, el personaje mitológico que soporta el peso, si no de un mundo físico, sí al menos de las imágenes que lo construyen. Que una institución como el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía dedique una exposición monográfica inspirada en el Atlas de Warburg nos da una idea de cómo es necesaria una lectura del pasado desde el presente, y nos demuestra que la contemporaneidad no se entiende sin la relectura crítica, analítica y participativa de los tiempos pasados. No en vano, la musa de la nueva disciplina de Warburg no sería Clío, protectora de la historia, sino Mnemosyne («la memoria»), todo un manifiesto en favor de la lucha contra la amnesia de las imágenes.

Ministerio de Cultura

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Índice

Presentación, por Manuel Borja-Villel (8)

2. ESBOZO

1. ENSAYO

TREINTA Y SEIS TRAVESÍAS EN LA HISTORIA DEL ATLAS (223)

ATLAS O LA INQUIETA GAYA CIENCIA

3. CATÁLOGO I. Dispar[at]es. «Leer lo nunca escrito» Lo inagotable, o el conocimiento por la imaginación (14) — Herencia de nuestro tiempo: el atlas Mnemosyne (18) — Visceral, sideral, o cómo leer un hígado de carnero (23) — Locuras y verdades de lo inconmensurable (28) — Mesas para recoger el troceamiento del mundo (36) — Heterotopías, o las cartografías del extrañamiento (44) — Leopardo, cielo estrellado, viruela, lo salpicado (52) II. Atlas. «Portar el mundo entero de los sufrimientos» Un titán doblegado por el peso del mundo (60) — Dioses en el exilio y saberes en espera (68) —Pervivencia de la tragedia, aurora de la inquieta gaya ciencia (76) — «El sueño de la razón produce monstruos» (80) — Una antropología del punto de vista de la imagen (86).— Muestras del caos, o la poética de los fenómenos (93) — Puntos de origen y lazos de afinidad (99) — Atlas y el judío errante, o la edad de la pobreza (108) III. Desastres. «La dislocación del mundo, ése es el tema del arte» Tragedia de la cultura y «psicomaquias» modernas (118) — Explosiones del positivismo, o la «crisis de las ciencias europeas» (128) — Warburg ante la guerra: Notizkästen 115-118 (139) — El sismógrafo explosiona (150) — Mesas de orientación para regresar del desastre (160) — El atlas de imágenes y la mirada abrazadora (Übersicht) (165) — Lo inagotable, o el conocimiento por remontajes (177)

ATLAS — ¿CÓMO LLEVAR EL MUNDO A CUESTAS? Obras en la exposición (228) Conocer por las imágenes Dispar[at]es + desastres = atlas (244) — Porque la historia del arte siempre está por recomponer (254) — Abecedarios y pedagogías de la imaginación (264) — El niño-trapero-arqueólogo (274) Recomponer el orden de las cosas Historia natural infinita (274) — ¿Pero cuáles son esas cosas? (298) — ¿Y qué quieren decir esas variaciones de formas? (306) — Lámina-tablado, cuadromesa (314) Recomponer el orden de los lugares Mapas patas arriba (322) — Lo que el atlas hace al paisaje (334) — El paseante de las ciudades, su cámara, sus mil y un puntos de vista (344) — Geografías subjetivas (360) Recomponer el orden de los tiempos Imágenes para escribir y buscar el tiempo perdido (368) — Imágenes para desmontar el desastroso presente (382) — Una historia de fantasmas para adultos (396) — Del desastre al deseo, por el gesto (406)

Índice bibliográfico (192)

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Presentación

Si el atlas como género editorial nació con la intención de recopilar imágenes de un mismo campo de conocimiento, por medio de los trabajos de Aby Warburg se desveló que esa colección de imágenes podía nacer de un denso esquema de pensamiento en la misma medida que de una pulsión; un sistema, en fin, no sistemático, y sensible a la compleja trama que hila el tejido (el «texto») formado por fenómenos intelectuales, espirituales, artísticos. El sistema de Warburg quedó para siempre inserto en el pensamiento contemporáneo a través de su Bilderatlas, inabarcable, irreductible e incontrolable por cuanto nacido de una pulsión de archivo compulsiva, podríamos decir excesiva. Su discurso ha estado muy presente en el entorno académico, tanto en la creación (durante su vida) del instituto londinense que lleva su nombre, como con el largo camino recorrido desde los primeros estudios acerca de su figura (la biografía intelectual de E. H. Gombrich) hasta las más profundas y brillantes aportaciones de Georges Didi-Huberman, comisario de esta muestra. Sin embargo, nunca hasta hoy se había intentado reactivar el discurso del Bilderatlas desde las salas de un museo mediante su aplicación a nuestro mundo, el surgido de la Primera Guerra Mundial y sus consecuencias. La tentación de volver a la problemática del archivo, casi una subdisciplina de la cultura contemporánea (dada la atención que ha atraído en los últimos años), es contestada de forma vehemente por el propio discurso warburgiano. La oportunidad de recoger y restaurar su legado en forma de exposición nos sitúa como museo ante un reto bien distinto: hay, indudablemente, en el Bilderatlas de Warburg, una pulsión archivística, pero su característica más interesante no la ha sabido aprovechar la historiografía que, tras su muerte, glosó su obra; frente a un Warburg positivista, cientifista, archivista, como el surgido de los escritos de Gombrich o Panofsky, nosotros volvemos al origen primigenio de su discurso y nos apoyamos en uno de los arquetipos del paganismo: lo dionisíaco. ¿Qué queremos decir al hablar del componente dionisíaco de Aby Warburg? Se trata de volver a conectarlo (jugando con su forma diacrónica de conexión a través del tiempo), a la vez con Nietzsche y con Derrida: el archivo de Warburg es dionisíaco en la medida en que está relacionado con el deseo, con una pulsión, con un mal. El museo se convierte así en un dispositivo capaz de recoger estas pulsiones sin neutralizarlas, de poner en relación imágenes y discursos intelectuales sin adoctrinar, y encuentra en Warburg la base teórica sobre la que fundamentar nuevas maneras de hacer dialogar e interactuar a los sujetos históricos, más desde una perspectiva transversal y dialógica que lineal 8

y programática. Se abren de esta manera campos de posibilidades, eco lejano de esos «campos magnéticos» de Breton y Soupault o de las «relaciones matemáticas» de Michel Tapié, nuevos territorios en los que las fronteras entre individuos, períodos históricos y geografías se disuelven, y lucen nuevas constelaciones de imágenes que imponen una visión del ser humano como ente eminentemente histórico, dotado de memoria, pero también como ser esquizofrénico, capaz de vivir varias capas de realidad. Así, en esta nueva exposición, el sujeto histórico y el historiador siguen más la danza de la ménade dionisíaca que la procesión de la sacerdotisa apolínea: la primera se muestra, la segunda se explica. De hecho, en esta exposición hemos querido insertar a Warburg dentro de otro de los arquetipos que nos legó la Antigüedad, el genius loci, figura protectora e inspiradora cuya presencia impregna el lugar y, aunque no es visible, es perceptible. De su mano, presentamos series de imágenes que nos permiten repensar aspectos fundamentales, momentos pregnantes de la modernidad y sus derivaciones: los conflictos bélicos, el mundo postatómico, la reconstrucción de la civilización, la memoria, la acumulación y circulación del capital, etc. Esta nueva forma de relacionar las imágenes se muestra, no se explica, por eso, como todo lo procedente del legado del Dioniso nietzscheano, es inagotable y tendrá tantas lecturas como visitantes. Quien acuda a disfrutar de esta nueva exposición del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía tendrá la posibilidad de caminar dentro de un nuevo Bilderatlas. Si se ha tendido a interpretar (de manera lícita) a Warburg como el padre del museo virtual, en esta ocasión los públicos del Reina Sofía entrarán en contacto directo, no mediado, con esos campos de imágenes creados ex profeso. Si el espectador siempre crea su propio «montaje» en función del tiempo y recorrido de su deambular por las salas de un museo, ahora a ese ensamblaje primario de imágenes se le une un montaje añadido que sugiere pero no impone. Una doble moviola, la del espectador y la del Bilderatlas, se activa desde el momento de la inauguración: el «genio del lugar» acompaña, pero no guía al visitante; éste impone, en última instancia, su deseo.

Manuel J. Borja-Villel Director del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía

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Atlas Inquieta gaya ciencia 1. ENSAYO

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¿Qué es lo universal (das Allgemeine)? El caso singular (der einzelne Fall). ¿Qué es lo particular (das Besondere)? Millones de casos (millionen Fälle).

Siempre sucede, Amarga presencia, Duro es el paso! Y no hai remedio. Por qué? No se puede saber por qué. No se puede mirar. Bárbaros! Todo va revuelto, Yo lo vi! Tambien esto, Y esto tambien. Cruel lástima! Que locura! No hay que dar voces, Esto es lo peor! Murió la verdad. Si resucitará?

Nosotros generosos y ricos del espíritu, como fuentes públicas estamos al borde del camino, y no quisiéramos impedir a nadie que tome agua de nosotros; por desgracia, no sabemos defendernos cuando quisiéramos hacerlo, ni tenemos medio alguno de impedir que nos enturbien, que nos ensombrezcan –que la época en la que vivimos arroje en nosotros lo «más actual» de ella, sus sucios pájaros, su inmundicia; los chavales, sus baratijas, y el viajero extenuado que se acerca a nosotros para descansar, sus miserias grandes y pequeñas. Pero haremos lo que siempre hemos hecho: absorbemos lo que se arroja en nosotros, en nuestra profundidad –pues somos profundos, no lo olvidemos– y volvemos a ser transparentes…

F. Goya, Los desastres de la guerra *

F. Nietzsche, La gaya ciencia

J. W. Goethe, Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister

*. Láminas 8, 13, 14, 15, 32, 35, 26, 38, 42, 44, 43, 45, 48, 68, 58, 74, 79 y 80

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I. DISPAR(AT)ES «Leer lo nunca escrito»

LO INAGOTABLE, O EL CONOCIMIENTO POR LA IMAGINACIÓN

Esa sería, brevemente resumida, la forma estándar de todo conocimiento racional, de toda ciencia. Resulta relevante que la desconfianza de Platón hacia los artistas –peligrosos «hacedores de imágenes», manipuladores de apariencia– no evitara que la estética humanista asumiera como propios todos los prestigios de la Idea, como bien ha mostrado Erwin Panofsky1. Y así, Leon Battista Alberti logró reducir en su De Pictura la noción de cuadro a la unidad formular de un «período» retórico: una «frase correcta» donde cada elemento superior se deduzca lógicamente –idealmente– de los elementos de rango inferior: las superficies engendran a los miembros que engendran a los cuerpos representados, como en un período retórico las palabras engendran a las proposiciones que engendran a las «cláusulas» o «grupos» de proposiciones2. En las versiones modernas de esa tradición, que encontramos por ejemplo en el modernismo de Clement Greenberg o, más recientemente, de Michael Fried, los cuadros hallan su razón superior precisamente en el cierre de sus propios marcos espaciales, temporales y semióticos, de modo que la relación ideal entre Sache y Ursache conserva intacta su fuerza de ley.

Imagino que al abrir este libro, mi lector sabe ya prácticamente en qué consiste un atlas. Sin duda posee por lo menos uno en su biblioteca. Pero ¿lo ha «leído»? Probablemente no. No se «lee» un atlas como se lee una novela, un libro de historia o un argumento filosófico, desde la primera a la última página. Además, un atlas suele comenzar –no tardaremos en comprobarlo– de manera arbitraria o problemática, de modo muy diferente al comienzo de una historia o la premisa de un argumento; en cuanto a su final, suele aplazarse hasta que se presenta una nueva región, una nueva zona del saber que explorar, de suerte que un atlas casi nunca posee una forma que quepa dar por definitiva. Por otro lado, no puede decirse que un atlas está hecho de «páginas» en el sentido habitual de la palabra: más bien de tablas, de láminas en las que van dispuestas imágenes; láminas que consultamos con un objeto preciso o bien que hojeamos con tranquilidad, dejando divagar nuestra «voluntad de saber» de imagen en imagen y de lámina en lámina. La experiencia muestra que casi siempre usamos el atlas combinando esos dos gestos, tan disímiles en apariencia: lo abrimos, sí, para buscar en él una información precisa, pero obtenida la información, no abandonamos forzosamente el atlas, sino que recorremos una y otra vez todas sus bifurcaciones, sin poder cerrar la colección de láminas antes de haber deambulado cierto tiempo, erráticos, sin intención precisa, a través de su bosque, su dédalo, su tesoro. Hasta la próxima vez, igual de inútil o de fecunda. Comprendemos así, por simple evocación de este uso desdoblado, paradójico, que tras su apariencia utilitaria e inofensiva, el atlas bien podría revelarse, para quien lo mira con detenimiento, como un objeto dúplice, peligroso, cuando no explosivo, aunque inagotablemente generoso. En una palabra, una mina. El atlas constituye una forma visual del saber, una forma sabia del ver. Mas al reunir, imbricar o implicar los dos paradigmas que supone esta última expresión –paradigma estético de la forma visual, paradigma epistémico del saber–, el atlas subvierte de hecho las formas canónicas a las que cada uno de esos paradigmas atribuye su excelencia, e incluso su condición fundamental de existencia. Sabemos que la gran tradición platónica ha promovido un modelo epistémico fundado en la preeminencia de la Idea: el conocimiento verdadero supone en dicho contexto que una esfera inteligible ha sido previamente extraída –o purificada– del medio sensible, o sea de las imágenes, donde se nos aparecen los fenómenos. En las versiones modernas de esa tradición, las cosas (Sachen, en alemán) no encuentran sus razones, sus explicaciones, sus algoritmos, sino en causas (Ursachen) correctamente formuladas y deducidas, por ejemplo en el lenguaje matemático. 14

Forma visual del saber o forma docta del ver, el atlas trastoca todos esos marcos de inteligibilidad. Introduce una impureza fundamental –pero también una exuberancia, una notable fecundidad– que dichos modelos se proponían conjurar, pues para ello fueron concebidos. Contra toda pureza epistémica, el atlas introduce en el saber la dimensión sensible, lo diverso, el carácter lagunar de cada imagen. Contra toda pureza estética, introduce lo múltiple, lo diverso, la hibridez de todo montaje. Sus tablas de imágenes se nos aparecen antes de cualquier página de relato, silogismo o definición, y también antes de cualquier cuadro, entiéndase esa palabra tanto en su acepción artística (unidad de la bella figura encerrada en un marco) como en su acepción científica (exhaución lógica de todas las posibilidades definitivamente organizadas en abscisas y ordenadas).

1. Véase E. Panofsky, 1924, pp. 17-23 y 61-89. 2. L. B. Alberti, 1435, III, 33, p. 123. Véase M. Baxandall, 1971, pp. 37-50 y 151-171. Id., 1972, pp. 202-211.

Así pues, de entrada, el atlas hace saltar los marcos. Quiebra las autoproclamadas certezas de la ciencia segura de sus verdades y del arte seguro de sus criterios. Inventa, entre todo ello, zonas intersticiales de exploración, intervalos heurísticos. Ignora deliberadamente los axiomas definitivos. Y es que responde a una teoría del conocimiento expuesta al peligro de lo sensible y a una estética expuesta al peligro de la disparidad. Por su propia exuberancia, deconstruye los ideales de unicidad, de especificidad, de pureza, de conocimiento integral. Se trata de una herramienta, no del agotamiento lógico de las posibilidades dadas, sino de la inagotable apertura a los posibles no dados aún. Su principio, su motor, no es otro que la imaginación. Imaginación: palabra peligrosa donde las haya (como lo 15

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es, ya antes, la palabra imagen). Repitamos con Goethe, Baudelaire o Walter Benjamin3 que la imaginación, por desconcertante que sea, nada tiene que ver con una fantasía personal o gratuita. Al contrario, nos otorga un conocimiento travesero, por su potencia intrínseca de montaje, consistente en descubrir –precisamente allí donde rechaza los vínculos suscitados por las semejanzas obvias– vínculos que la observación directa es incapaz de discernir:

para la primera de esas búsquedas, el atlas nos brinda ciertamente un aparato inesperado para la segunda. Nadie ha expuesto mejor que Walter Benjamin el riesgo –y la riqueza– de esa ambivalencia. Nadie ha articulado mejor la «legibilidad» (Lesbarkeit) del mundo en las condiciones inmanentes, fenomenológicas o históricas de la propia «visibilidad» (Anschaulichkeit) de las cosas, anticipándose así a la monumental obra de Hans Blumenberg sobre este problema5. Nadie ha liberado mejor la lectura del modelo meramente lingüístico, retórico o argumentativo que por lo general asociamos con ella. Leer el mundo es algo demasiado fundamental para confiárselo sólo a los libros o confinarlo en ellos: pues leer el mundo significa asimismo vincular las cosas del mundo según sus «relaciones íntimas y secretas», sus «correspondencias» y sus «analogías». No solamente las imágenes se ofrecen a la vista como cristales de «legibilidad» histórica6, sino que toda lectura –incluso la lectura de un texto– debe contar con los poderes de la semejanza: «El sentido tejido por las palabras o las frases constituye el soporte necesario para que aparezca, repentina como el relámpago, la semejanza»7 entre las cosas.

La Imaginación no es la fantasía; tampoco la sensibilidad, aunque resulte difícil concebir a un hombre imaginativo que no sea sensible. La Imaginación es una facultad cuasi divina que percibe ante todo, fuera de los métodos filosóficos, las relaciones íntimas y secretas de las cosas, las correspondencias y las analogías. Los honores y funciones que confiere [E. A. Poe] a esa facultad le dan tal valor […] que un sabio sin imaginación no puede aparecer ya sino como un falso sabio o cuando menos un sabio incompleto4. La imaginación acepta lo múltiple (e incluso goza con ello). No para resumir el mundo o esquematizarlo en una fórmula de subsunción: en ello se diferencia un atlas de un breviario o un compendio doctrinal. Tampoco para catalogarlo o agotarlo en una lista integral: en ello se diferencia un atlas de un catálogo e incluso de un archivo supuestamente integral. La imaginación acepta lo múltiple y lo renueva sin cesar a fin de detectar nuevas «relaciones íntimas y secretas», nuevas «correspondencias y analogías» que serán a su vez inagotables, como inagotable es todo pensamiento de las relaciones que cada montaje inédito será siempre susceptible de manifestar.

En esa perspectiva, cabría decir que el atlas de imágenes es una máquina de lectura, en el muy amplio sentido que Benjamin atribuye al concepto de Lesbarkeit. Forma parte de toda una constelación de aparatos que van desde la «caja de lectura» (Lesekasten) hasta la cámara multibanda y la cámara fotográfica, pasando por los gabinetes de curiosidades o, algo más trivial, las cajas de zapatos repletas de tarjetas postales que encontramos –todavía hoy– en los puestos de nuestros antiguos pasajes parisienses. El atlas sería un aparato de la lectura antes de nada, quiero decir antes de cualquier lectura «seria» o «en sentido estricto»: un objeto de saber y de contemplación para los niños, a la vez infancia de la ciencia e infancia del arte. Eso es lo que apreciaba Benjamin en los abecedarios ilustrados, los juegos de construcción y los libros para jóvenes8. Eso es lo que trató de comprender a un nivel más fundamental –antropológico– cuando con magnífica fórmula evocó el acto de «leer lo nunca escrito» (was nie geschriben wurde, lesen). «Ese tipo de lectura», añadía, «es el más antiguo: la lectura antes de todo lenguaje»9.

Lo inagotable: ¡existen tantas cosas, tantas palabras, tantas imágenes en el mundo! Un diccionario soñará ser su catálogo ordenado según un principio inmutable y definitivo (alfabético en este caso). El atlas, sin embargo, no se guía más que por principios movedizos y provisionales, los que pueden suscitar inagotablemente nuevas relaciones –mucho más numerosas todavía que los términos– entre cosas o palabras que nada en principio parecía emparejar. Si busco la palabra atlas en el diccionario, en principio nada más me interesará, salvo quizás las palabras que comparten con ella una semejanza directa, un parentesco visible: atlante o atlántico, por ejemplo. Pero si comienzo a mirar la doble página del diccionario abierto ante mí como una lámina donde podría descubrir «relaciones íntimas y secretas» entre atlas y, por ejemplo, atolón, átomo, atelier o, en el otro sentido, astucia, asimetría o asimbolia, habré comenzado entonces a desviar el propio principio del diccionario hacia un muy hipotético, muy aventurado principio-atlas. La pequeña experiencia que acabo de describir evoca, claro es, algo parecido a un juego infantil: apenas preguntamos al niño la lectio de una palabra en el diccionario, y enseguida le vemos atraído por la delectatio de un uso transversal e imaginativo de la lectura. Un niño tan poco dócil como las propias imágenes (de ahí la falsedad e hipocresía del dicho francés «dócil como una imagen»). El niño no lee para captar el significado de algo específico, sino para relacionar imaginativamente ese algo con muchos otros. Tenemos pues dos sentidos, dos usos de la lectura: un sentido denotativo en busca de mensajes, un sentido connotativo en busca de montajes. El diccionario nos brinda sobre todo una herramienta valiosa 16

3. Véase G. Didi-Huberman, 2002, pp. 127-141. Id., 2009, pp. 238-256. 4. Ch. Baudelaire, 1857a, p. 329. *. En algunas ocasiones hemos utilizado las traducciones en castellano existentes. En otras, hemos optado por hacer una traducción propia de las versiones propuestas por el autor, a fin de respetar su elección y no entorpecer la coherencia y fluidez del texto. [N. de la T.]

5. W. Benjamin, 1927-1940, pp. 473-507. H. Blumenberg, 1981. 6. W. Benjamin, 1927-1940, pp. 479-480. 7. Id., 1933a, p. 362. 8. Id., 1916-1939, p. 145. 9. Id., 1933a, p. 363. 10. A. Warburg, 1902, p. 106 (traducción modificada). [N. del A.]

Mas el atlas ofrece asimismo todos los recursos para lo que podríamos llamar una lectura después de todo: las ciencias humanas –especialmente la antropología, la psicología y la historia del arte– experimentaron al final del siglo XIX, y sobre todo en las tres primeras décadas del XX, una perturbación capital en la cual el «conocimiento por la imaginación» desempeñó un papel no menos decisivo que el conocimiento de la imaginación y de las propias imágenes: desde la sociología de Georg Simmel, tan atenta a las «formas», hasta la antropología de Marcel Mauss, desde el psicoanálisis de Sigmund Freud –donde la observación clínica dispuesta en «cuadro» da paso al laberinto de las «asociaciones de ideas», transferencias, desplazamientos de imágenes y síntomas– hasta la «iconología de los intervalos» en Aby Warburg… Iconología fundada en la «conaturalidad, la coalescencia natural de palabra e imagen»10 (die natürliche Zusammengehörigkeit von Wort und Bild), hipótesis de la cual la Lesbarkeit benjaminiana no sólo se revela contemporánea, sino además íntimamente concomitante. Iconología cuyo último proyecto fue, como es sabido, la elaboración de un atlas: la famosa 17

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compilación de imágenes Mnemosyne, que será aquí nuestro punto de partida y nuestro leitmotiv 11.

nuevos encuentros, nuevas multiplicidades, nuevas configuraciones. La bellezacristal del cuadro –su centrípeta belleza encontrada, fijada con orgullo, como un trofeo, en el plano vertical de la pared– da paso, en una mesa, a la belleza-fractura de las configuraciones que en ella sobrevienen, centrífugas bellezas-hallazgos indefinidamente movientes en el plano horizontal de su tablero. En la famosa fórmula de Lautréamont, «bello como el encuentro fortuito en una mesa de disección de una máquina de coser y un paraguas», los dos objetos sorprendentes, máquina de coser y paraguas, no constituyen desde luego lo esencial: cuenta más el soporte de encuentros que define a la propia mesa como recurso de bellezas o de conocimientos –conocimientos analíticos, conocimientos por cortes, reencuadres o «disecciones»– nuevos18.

HERENCIA DE NUESTRO TIEMPO: EL ATLAS MNEMOSYNE No resultaría difícil, parafraseando las fórmulas de Ernst Bloch en Herencia de esta época, considerar la forma atlas –al igual que el montaje del cual proviene– como el tesoro de imágenes y pensamientos que nos queda de la «coherencia derrumbada» del mundo moderno12. Desde Warburg, no sólo el atlas ha modificado en profundidad las formas –y por ende, los contenidos– de todas las «ciencias de la cultura» o ciencias humanas13, sino que ha incitado además a gran número de artistas a repensar por completo, en forma de compilación y de remontaje, las modalidades según las cuales se elaboran y presentan14 hoy las artes visuales. Desde el Handatlas dadaísta, el Album de Hannah Höch, los Arbeitscollagen de Karl Blossfeldt o la Boîte-en-valise de Marcel Duchamp, hasta los Atlas de Marcel Broodthaers y de Gerhard Richter, los Inventaires de Christian Boltanski, los montajes fotográficos de Sol LeWitt o bien el Album de Hans-Peter Feldmann, toda la armadura de una tradición pictórica hace explosión. De este modo, lejos del cuadro único, encerrado en sí mismo, portador de gracia o de genio –hasta en lo que denominamos obra maestra15–, algunos artistas y pensadores se han aventurado a bajar de nuevo, digámoslo así, hacia la más simple aunque más dispar mesa. Un cuadro puede ser sublime, una «mesa» probablemente nunca lo será. Mesa de ofrenda, de cocina, de disección o de montaje, depende. Mesa o «lámina» de atlas (dícese plate en inglés o lámina en español, pero el francés table, lo mismo que Tafel en alemán o tavola en italiano, posee la ventaja de sugerir cierta relación tanto con el objeto doméstico como con la noción de cuadro*). Como en el caso de la huella –procedimiento sin edad que tantos contemporáneos habrán explorado sistemáticamente desde Marcel Duchamp16–, comprobamos que, para inventar un futuro más allá del cuadro y su gran tradición, hubo que retornar a la más modesta mesa y a sus pervivencias impensadas. El atlas constituye un objeto anacrónico porque tiempos heterogéneos trabajan en él siempre de común acuerdo: la «lectura antes de nada» con la «lectura después de todo», como he dicho, pero también, por ejemplo, la reproductibilidad técnica de la edad fotográfica con los usos más antiguos de ese objeto doméstico denominado «mesa». Recuerdo que, en la época estructuralista, se hablaba mucho del cuadro como «superficie de inscripción»: en efecto, instituye su autoridad a través de una inscripción duradera, un cierre espacial, una verticalidad que nos domina desde el muro del que cuelga, una permanencia temporal de objeto cultural. El cuadro consistiría, por lo tanto, en la inscripción de una obra (la grandissima opera del pittore, escribía Alberti)17 que pretende ser definitiva ante la historia. La mesa es mero soporte de una labor que siempre se puede corregir, modificar, cuando no comenzar de nuevo. Una superficie de encuentros y de posiciones pasajeras: en ella se pone y se quita alternativamente todo cuanto su «plano de trabajo», como decimos tan bien en francés, recibe sin jerarquía. A la unicidad del cuadro sucede, en una mesa, la apertura continua de nuevas posibilidades, 18

Al propiciar el encuentro, en la misma lámina preliminar de su atlas Mnemosyne, de un mapa geográfico de Europa y Oriente Medio, un conjunto de animales fantásticos asociados a las constelaciones del cielo, y el árbol genealógico de una familia de banqueros florentinos19 [fig. 1], Aby Warburg no pensaba en modo alguno que obraba como historiador «surrealista». Lo que sin embargo aparece en su lámina –su pequeña «mesa de trabajo» o de montaje– es la propia complejidad de los hechos de cultura que todo su atlas trata de relatar en la larga duración de la cultura occidental. Por lo demás, las pocas palabras elegidas por Warburg para introducir la problemática en juego no trataban de simplificar lo inagotable de su tarea: existe, decía, una gran «diversidad de sistemas de relaciones en las que el hombre se encuentra comprometido» (verschiendene Systeme von Relationen, in die der Mensch eingestellt ist) y que el pensamiento mágico (das magische Denken) presenta en forma de «amalgama»20 (Ineinssetzung). Desde el comienzo, pues, Warburg enuncia en su atlas una complejidad fundamental –de orden antropológico– que no se trataba ni de sintetizar (en un concepto unificador) ni de describir de modo exhaustivo (en un archivo integral), ni de clasificar de la A a la Z (en un diccionario). Se trataba de suscitar la aparición, a través del encuentro de tres imágenes disímiles, de ciertas «relaciones íntimas y secretas», ciertas «correspondencias» capaces de ofrecer un conocimiento transversal de esa inagotable complejidad histórica (el árbol genealógico), geográfica (el mapa) e imaginaria (los animales del Zodíaco).

11. Id., 1927-1929. 12. E. Bloch, 1935, p. 9. 13. Véase G. Neumann y S. Weigel (dir.), 2000. 14. Véase S. Flach, I. Münz-Koenen y M. Streisand (dir.), 2005. 15. Véase H. Belting, 1998. *. En francés: tableau. (N. de la T.) 16. Véase G. Didi-Huberman, 1997. 17. L. B. Alberti, 1435, III, 33, p. 240.

18. Lautréamont, 1869, p. 240. 19. A. Warburg, 1927-1929, p. 9. 20. Ibíd., p. 8. 21. Véase G. Didi-Huberman, 2002a, pp. 452-505.

Aun cuando el atlas Mnemosyne constituye una parte importante de nuestra herencia –herencia estética, ya que inventa una forma, una manera nueva de disponer las imágenes entre sí; herencia epistémica, pues inaugura un nuevo género de saber21–, y continúa marcando profundamente nuestros modos contemporáneos de producir, exponer y comprender las imágenes, no podemos, antes incluso de esbozar su arqueología y explorar su fecundidad, silenciar su fragilidad fundamental. El atlas warburgiano es un objeto pensado a partir de una apuesta. Apostar que las imágenes, agrupadas de cierta manera, ofrecerían la posibilidad –o mejor, el recurso inagotable– de una relectura del mundo. Releer el mundo: vincular de diferente manera sus trozos dispares, redistribuir su diseminación, un modo de orientarla e interpretarla, sí, pero también de respetarla, de remontarla sin pretender resumirla ni agotarla. ¿Pero en la práctica, cómo es ello posible? 19

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Sin duda al famoso dictum warburgiano «Dios anida en el detalle» (der liebe Gott steckt im Detail) cabría añadir éste, que lo interpreta dialécticamente: un diablillo anida siempre en el atlas, esto es, en el espacio de las «relaciones íntimas y secretas» entre las cosas o entre las figuras. Un astuto genio yace en algún punto de la construcción imaginativa de las «correspondencias» y «analogías» entre cada detalle singular. ¿Acaso cierta locura no es inherente a todos los grandes retos, no se sustentan en ella, en el fondo, todas las empresas expuestas a los peligros de la imaginación? Así es el atlas Mnemosyne: proyectado en 1905 por Aby Warburg22, su comienzo efectivo no se produjo hasta 1924, o sea en el preciso momento en que el historiador emergía –remontaba, se reponía– de la psicosis23. El Bilderatlas no fue para Warburg ni un simple «prontuario» ni un «resumen en imágenes» de su pensamiento: proponía más bien un aparato para poner el pensamiento de nuevo en movimiento, precisamente allí donde se había detenido la historia, precisamente allí donde faltaban aún las palabras. Fue la matriz de un deseo de reconfigurar la memoria, renunciando a fijar los recuerdos –las imágenes del pasado– en un relato ordenado, o algo peor, definitivo. Quedó inconcluso a la muerte de Warburg en 1929.

todas lás imágenes (73) por blanco/negro

El carácter siempre permutable de las configuraciones de imágenes, en el atlas Mnemosyne, señala por sí solo la fecundidad heurística y la sinrazón intrínseca de tal proyecto. A la vez análisis acabado (pues Mnemosyne no utiliza en total más que un millar de imágenes, realmente muy pocas en una vida de historiador del arte y, más concretamente, en un archivo fotográfico como el constituido por Warburg con sus colaboradores Fritz Saxl y Gertrurd Bing), y análisis infinito (pues siempre podremos encontrar nuevas relaciones, nuevas «correspondencias» entre cada una de las fotografías). Warburg, sabido es, colgaba las imágenes del atlas con pequeñas pinzas en una tela negra montada en un bastidor –un «cuadro», vaya–, después tomaba una fotografía o mandaba que la tomasen, obteniendo así una posible «mesa» o lámina de su atlas, después de lo cual podía desmembrar, destruir el «cuadro» inicial, y volver a comenzar otro para deconstruirlo otra vez. Esta es, así pues, nuestra herencia, la herencia de nuestra época. Locura de la deriva, en cierto sentido: mesas proliferantes, desafío ostensible a cualquier razón clasificadora, trabajo sisífico. Pero en otro sentido, prudencia y saber: Warburg comprendió bien que el pensamiento no es asunto de formas encontradas, sino de formas transformadoras. Asunto de «migraciones» (Wanderungen) perpetuas, como gustaba decir. Comprendió que incluso la disociación es susceptible de analizar, remontar, releer la historia de los hombres. Mnemosyne lo salvaba de su locura, de sus «ideas huidizas», tan bien analizadas por su psiquiatra Ludwig Binswanger24. Pero, al mismo tiempo, sus ideas continuaban «brotando» útilmente, cual imágenes dialécticas, a partir del choque o de la relación de las singularidades entre sí. Ni desorden absolutamente loco, ni ordenación muy cuerda, el atlas Mnemosyne delega en el montaje la capacidad de producir, mediante encuentros de imágenes, un conocimiento dialéctico de la cultura occidental, esa tragedia siempre renovada –sin síntesis, por tanto– entre razón y sinrazón o, como Warburg decía, entre los astra de aquello que nos eleva hacia el cielo del espíritu y los monstra de aquello que vuelve a precipitarnos hacia las simas del cuerpo. 20

22. Véase E. H. Gombrich, 1970, p. 285. 23. Véase L. Binswanger y A. Warburg, 1924-1929. 24. Véase L. Binswanger, 1933b.

Fig. 1 Aby Warburg Bilderatlas Mnemosyne, 1927-1929. Panel A Warburg Institute Archive. Londres Foto Warburg Institute 21

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VISCERAL, SIDERAL, O CÓMO LEER UN HÍGADO DE CARNERO «Leer lo nunca escrito»: la imaginación es ante todo –antropológicamente– aquello que nos capacita para tender un puente entre los órdenes de realidad más alejados, más heterogéneos. Monstra, astra: cosas viscerales y cosas siderales reunidas en la misma mesa o la misma lámina. Walter Benjamin desconocía sin duda los montajes de Warburg en Mnemosyne, pero describe con exactitud sus resortes fundamentales cuando, en su ensayo «Sobre la facultad mimética» – problemática evidentemente común a ambos pensadores–, evoca esa «lectura antes del lenguaje» (das Lesen vor aller Sprache…) y precisa dónde acontece: «a partir de las vísceras, o de las danzas o de las estrellas»25 (…aus den Eingeweiden, den Sternen oder Tänzen). Las danzas, los ademanes humanos en general, constituyen efectivamente lo esencial, el centro de la compilación de Warburg, pensada desde el inicio como un atlas de «fórmulas del pathos» (Pathosformeln), gestos fundamentales transmitidos –y transformados– hasta nosotros desde la antigüedad: gestos de amor y gestos de combate, de triunfo y de servidumbre, de elevación y de caída, de histeria y de melancolía, de gracia y de fealdad, de deseo en movimiento y de terror petrificado… El hombre se halla, pues, en el centro del atlas Mnemosyne, en la energía contrastada de sus gestos, sus pensamientos, sus pasiones. Mas Warburg pone mucho cuidado en que esa energía aparezca con un telón de fondo que designa su límite conflictivo, lo impensado, la zona de no saber : astra a un lado, monstra al otro. De un lado, el hombre se agita bajo un cielo infinito del que muy poco sabe, razón por la cual las láminas preliminares del atlas se consagran a la correspondencia sideral-antropomorfa, o sea «el reporte del sistema cósmico sobre el hombre»26 (Abtragung des kosmischen Systems auf den Menschen) [fig. 2]. De otro lado, se hallan los simétricos abismos del mundo visceral, ya que el hombre se agita sobre la tierra sin entender exactamente lo que le mueve por dentro: sus propios «monstruos». Sugiere el atlas que no existe gesto humano sin conversión psíquica, ni conversión sin humores orgánicos, ni humor sin la secreta entraña que, justamente, lo segrega.

Fig. 2 Aby Warburg Bilderatlas Mnemosyne, 1927-1929 Panel B Warburg Institute Archive, Londres Foto Warburg Institute

El panel 1 de Mnemosyne resulta desde ese punto de vista tan asombroso como significativo [fig. 3]. Asombroso porque junto a imágenes fácilmente identificables, como las figuras astronómicas o astrológicas del sol, la luna o el escorpión, junto a figuras reales (Asurbanipal visible a la izquierda) que acaso indican el horizonte o al menos el uso político de toda representación del mundo, aparecen destacadas, en la parte superior del panel, cinco cosas brutales, cinco formas informes que al historiador del arte occidental le costará sin duda reconocer. Hemos de acercarnos [fig. 4]. Nos percatamos entonces –mas para ello será preciso explorar pacientemente determinadas zonas de la extraordinaria biblioteca reunida por Warburg27, «espacio de pensamiento» (Denkraum) del que nunca puede disociarse nada de cuanto emprendió– de que se trata de representaciones antiguas, babilónicas o etruscas, de hígados de carnero.

Fig. 3 Aby Warburg Bilderatlas Mnemosyne, 1927-1929. Panel 1 Warburg Institute Archive, Londres Foto Warburg Institute Fig. 4 Aby Warburg Bilderatlas Mnemosyne, 1927-1929 Panel 1 (detalle) Warburg Institute Archive, Londres Foto Warburg Institute 22

25. W. Benjamin, 1933a, p. 361. 26. A. Warburg, 1927-1929, p. 10. 27. Principalmente las cotas FEI, FME y FMH.

¡Qué extraño! Si el atlas Mnemosyne aparece efectivamente como un tesoro de saber visual, herencia de nuestro tiempo, convendrá reconocer que el objeto inicial, si no iniciático, de esa herencia –prestigiosa herencia pues en ella nos jugamos 23

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nada menos que nuestra historia del arte en su larga duración–, se encuentra ahí, ¡en unos hígados de carnero presentados como las primeras «frases», valga decir, de una historia de la cultura occidental! El carácter pasmoso de esta entrada en materia, en la parte superior de la lámina 1 de Mnemosyne, nada tiene empero de arbitraria, aunque sólo sea porque Warburg tomaba en serio, en el plano filosófico y antropológico, a las potencias oscuras de la imaginación.

desterritorializado, nos invita la impureza fundamental de las imágenes, su vocación para el desplazamiento, su intrínseca naturaleza de montajes. Y por ello, cuando Warburg quiso exponer, más adelante en su atlas, las Lecciones de anatomía de Rembrandt, comenzó por disociarlas de su significado más evidente – científico, cartesiano– con un montaje de escenas religiosas y evocaciones antiguas susceptibles de hacérnoslas comprender desde el punto de vista de una lejana supervivencia de «anatomía mágica»35 (magische Anatomie), recordándonos así los hígados adivinatorios de la primera lámina.

En primer lugar, esos objetos informes, estratégicamente escogidos por el historiador de las imágenes, no son objetos ni insignificantes ni simples. La complejidad obedece precisamente a su función de imágenes dialécticas: imágenes destinadas a componer juntas los espacios heterogéneos que representan los repliegues viscerales por una parte y la esfera celeste por la otra. Warburg dedicó una parte considerable de su investigación a los temas de astrología: leer los movimientos de tiempo en configuraciones visuales –como son las constelaciones de estrellas–, ¿no constituye en el fondo un paradigma fundamental para todo conocimiento que trate de extraer lo inteligible a partir de lo sensible? ¿Y no es ése, dicho sea de paso, el principal trabajo de todo arqueólogo, de todo historiador del arte? Sea como fuere, Warburg consagró mucho tiempo a entender la importancia cultural de la «pre-ciencia» –o presciencia– astrológica en la historia estética del Renacimiento28, así como en su historia política y religiosa29. En el lado derecho de nuestro panel, por cierto, Warburg decidió colocar, en abyme o en medallón, dos láminas que creó para una exposición de astrología oriental antigua 30. A la sazón se inspiraba en los trabajos de su amigo Franz Boll, de quien tomó –y cuyas ideas adaptó a sus propios retos teóricos– la famosa fórmula per monstra ad sphaeram31. En segundo lugar, los hígados de carnero adivinatorios interesaban a Warburg32 en cuanto representaban, a su modo de ver, un caso ejemplar de esa movilidad histórica y geográfica de la cual las imágenes son vehículos privilegiados: imágenes migratorias que al ser tomadas en consideración convierten todo «estilo artístico» y toda «cultura nacional», como por abuso se dice, en una entidad esencialmente híbrida, impura, mestiza. Mezcla o montaje de cosas, lugares y tiempos heterogéneos. Una de las contribuciones más decisivas de la historia del arte warburgiana radica en su descubrimiento, precisamente en el fondo de lo más «clásico» o más «mesurado» que Occidente ha producido –a saber, el arte grecorromano por una parte y el Renacimiento italiano por la otra– de una impureza fundamental relacionada con grandes movimientos migratorios, que sólo podía sacar a la luz una Kulturwissenschaft digna de ese nombre, esto es, capaz de leer los movimientos de espacios en cada configuración visual33. Así, para dar cuenta de los frescos astrológicos del Palazzo Schifanoia de Ferrara, Warburg comprendió que debía pasar, no sólo por la evidente tradición griega y latina, sino también por sus menos obvias ramificaciones árabes, «desvío» histórico y geográfico observable en muchos otros órdenes, por ejemplo en la perspectiva34. Cuanto sucede en el corazón de los «centros» artísticos obedece asimismo a esos hilos menos visibles que tejen las migraciones culturales, de modo que hemos de ir hasta Bagdad o Teherán, Jerusalén o Babilonia, para evaluar lo que ocurre en Roma, Florencia o Ámsterdam. A este conocimiento nómada, 24

El primero de ellos, arriba a la izquierda [fig. 4], es un hígado de arcilla babilónico que se encuentra en el British Museum [fig. 5]. Sin duda fue modelado hacia 1700 antes de nuestra era. Los otros tres adyacentes provienen del museo de arqueología oriental de Berlín y pueden ser de la primera mitad del siglo XV antes de Jesucristo. Objetos fascinantes y dúplices, como todas las imágenes dialécticas: en ellos coinciden al menos dos temporalidades, dos mundos, dos órdenes de realidad a las que normalmente todo separa. Por un lado, se trata de imágenes realistas en extremo: el hígado del carnero está representado a su verdadera escala, poco más o menos como podía verlo y manejarlo el «hepatóscope» babilonio al colocar en una mesa el órgano sangrante recién arrancado del cuerpo del animal sacrificado. Un anatomista contemporáneo reconocerá sin dificultad la morfología completa del órgano: los lóbulos disimétricos –uno de los cuales se llama «lóbulo cuadrado»–, la protuberancia denominada processus pyramidalis, la vena porta con su porta hepatis, arriba, así como la vesícula biliar que desciende hacia la derecha. Los numerosos modelos de arcilla hallados por los arqueólogos en Oriente poseen idéntico carácter de precisión anatómica36.

28. Véase A. Warburg, 1912, pp. 197-220. 29. Id.,1920, pp. 245-294. 30. Id., 1926, pp. 559-565. 31. Id., 1925a, pp. 2-5. Véanse F. Boll, 1903. F. Boll y C. Bezold, 1911 y 1917. F. Saxl, 1927-1928, pp. 58-72. Id., 1936, pp. 73-84. J. Seznec, 1940, pp. 56-61. M. Ghelardi, 1999, pp. 7-23. M. Bertozzi, 1999. Id., p. 2002, pp. 97-113. D. Stimilli, 2005a, pp. 13-36. 32. A. Warburg, 1925b. Véase P. Matthiae, 2009, pp. 123-138. 33. Véase E. Wind, 1931, pp. 21-35. 34. Véanse A. Warburg, 1912, pp. 197-220. H. Belting, 2008.

35. Véase A. Warburg, 1927-1929, pp. 124-125. 36. Véanse M. Rutten, 1938, pp. 36-70. G. Contenau, 1940, pp. 235-283. M. Mani, 1959-1967. J. Nougayrol, 1968b, pp. 31-50. J.-W. Meyer, 1983, pp. 522-527. R. Leiderer, 1990 (con un atlas anatómico). 37. Véase J. Bottéro, 1974, pp. 100-111. 38. Ibíd., pp. 123-124. 39. Ibíd., pp. 134-143 (ritual), 143-168 (empirismo) y 168-193 (racionalización). Véase C. J. Gadd, 1966, pp. 21-34.

Pero, por otro, esos objetos son otra cosa que simples representaciones naturalistas. Lo comprendemos de inmediato al advertir que el hígado del British Museum, al igual que los demás, está cubierto de escritura y dividido en zonas geométricas marcadas por concavidades regulares, se diría que estratégicamente dispuestas sobre toda la superficie del objeto. La escritura hace pensar en una ley o una sentencia grabada, la distribución geométrica en un misterioso tablero de ajedrez. En un estudio fundamental sobre prácticas adivinatorias mesopotámicas, Jean Bottéro mostró que la denominada «adivinación deductiva» ocupaba un campo considerable que se extendía desde la simple observación de los fenómenos naturales –astros, meteoros, eclipses, guijarros, plantas, animales y, desde luego, el hombre observado en su fisionomía e incluso en sus sueños37– hasta una compleja elaboración de situaciones artificiales como la colocación de las piezas en un juego de azar38 (así lo hace aún hoy el o la que «echa las cartas» con propósito de predicción). La adivinación litúrgica, a la que pertenece la observación de los hígados de animales sacrificados para la ocasión, superpone lo artificial a lo natural, la construcción inteligible al conocimiento sensible. De ahí que la hepatoscopia mezcle tan íntimamente precisión empírica (la visión cercana, entada en las entrañas) y proliferación simbólica39 (la videncia obsesionada por toda una dramaturgia de lejanas relaciones entre los dioses). Los hígados de arcilla vienen a ser interfaces, operadores de transformación entre lo visceral observado de cerca y lo sideral 25

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invocado de lejos. Resultan tan inseparables de la observación anatómica como de la imaginación astrológica y mágica40. Por ejemplo, como escribe Jean Nougayrol citando una inscripción babilónica, «el dios Sol continuaba inscribiendo sus voluntades “en el vientre del carnero”. El espectáculo de la naturaleza era un mensaje que podía ser leído»41. Los repliegues del cuerpo animal dejaban efectivamente «leer lo nunca escrito» en el mapa celestial y en el cuerpo de los dioses. Los rituales de aruspicina, la adivinación por las vísceras, componen una extraña mezcolanza donde los gestos del cuerpo, ante el informe cúmulo sangrante del órgano arrancado, se asociaban con un formalismo jurídico, religioso, casuístico, donde reinaba la escritura42. A cargo de la imaginación y de la imagen –o sea, el modelo de arcilla– quedaba «montar», memorizar o ligar realidades tan diversas. Los sacerdotes colocaban ante la estatua de un dios una tablilla grabada con la pregunta formulada al destino por algún señor (en general el propio rey, por ejemplo Asurbanipal dirigiéndose al dios Shamash). Una vez que el sacrificador había inmolado y abierto a la víctima, se tomaba nota escrupulosa del aspecto de las entrañas, de sus colores, se disociaba después el hígado del cadáver y se inspeccionaban las partes circundantes, denominadas «palacio» del hígado. El adivino o bârû ponía el órgano aún caliente en su mano izquierda o sobre una mesa y observaba todas sus peculiaridades. El estilete sucedía entonces al cuchillo, pues el bârû redactaba un largo informe basándose en formularios muy precisos, aproximadamente de este tenor: Hay un «lugar». El «camino» es doble. El de la izquierda cruza al de la derecha: las armas del enemigo causarán estragos contra las armas del rey. –No hay kal. Se encuentra una protuberancia en la parte derecha del «lugar»: ruina de ejército o de santuario. –La porción izquierda de la vesícula biliar es compacta: tu pie aplastará al enemigo. –El «dedo» y el «meñique» son normales. La parte posterior del hígado está dañada a la derecha: herida en la cabeza, cambio del plan de campaña del ejército. –La porción de abajo va así: un sa-ti se halla en la corona, el «dedo» del hígado en el centro, su base es inconsistente, el kaskasu es brillante, hay quince circunvoluciones intestinales, el interior del carnero es normal. En resumen: el «camino» es doble; el de la izquierda cruza el de la derecha; no hay kal; un «dedo» por la parte del «lugar»; la porción trasera del hígado está dañada a la derecha; un sa-ti ocupa la corona. –Total: cinco signos desfavorables. Ni un solo signo favorable. Desfavorable43. La usanza oriental de contemplar hígados arrancados a los animales –recordemos que contemplar significa ante todo observar una realidad natural delimitándola como templum, es decir, como un campo estrictamente acotado de acción sobrenatural que revela sus signos de predicción, de modo que mirar al espacio se torna mirar en el tiempo–, ese uso ritualizado, casuístico, formal, permitía en efecto «leer lo nunca escrito». A partir de ahí, no obstante, emprendía una dialéctica completa de la materia informe vista como cartografía de síntomas, lo que suscitaba una intensa actividad de escritura interpretativa. La mesa en la que se presentaba la masa orgánica del hígado se volvía imagen en el modelo de arcilla que servía de prontuario y de manual de orientación, después tablilla de escrituras 26

siluetear y restaurar esquina inferior izda

40. Véanse M. Jastrow, 1908, pp. 646-676. J. Nougayrol, 1966, pp. 619. Id., 1968a, pp. 25-81. E. Reiner, 1995. T. Abusch y K. van der Toorn (dir.), 1999. 41. J. Nougayrol, 1968a, p. 32. 42. Véase J. Bottéro, 1987, pp. 233251. 43. Citado por G. Contenau, 1940, p. 262. 44. Véanse F. Fossey, 1905. A. Boissier, 1905-1906. V. Scheil, 1917, pp. 145-148. Id., 1930, pp. 141-154. J. Nougayrol, 1941, pp. 67-80. Id., 1945, pp. 56-97. Id., 1950, pp. 1-40. Id., 1968a, pp. 27-45.

Fig. 5 Anónimo babilonio Hígado adivinatorio, hacia 1700 a.C. Arcilla British Museum, Londres Foto DR Fig. 6 Anónimo babilonio Anomalías del hígado dibujadas en tabletas hepatoscópicas Según G. Contenau, La Divination chez les Assyriens et les Babyloniens París, 1940, p. 242 27

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a la vez diagnósticas (meticulosamente descriptivas) y pronósticas (que declinan hasta el infinito las «relaciones íntimas y secretas de las cosas, las correspondencias y las analogías» inherentes a cada singularidad observada).

los intercambios entre las civilizaciones hitita y babilónica [fig. 4], Aby Warburg abrigaba, sin duda alguna, el deseo de sugerir la «migración» (Wanderung), tanto geográfica como temporal, de las sorprendentes prácticas que acabamos de resumir. La aruspicina asiria y babilónica, en efecto, se dispersó por todas partes desde Oriente Medio –Egipto, el reino de Susa, Canaán– hasta Grecia, hasta el Occidente etrusco y romano51. Migración estrictamente homogénea, dicho sea de paso, respecto de la astrología, con la que la adivinación hepatoscópica mantiene, según hemos visto, conexiones fundamentales52. Si el hígado figura especialmente valorizado en dichas prácticas, se debe asimismo a una psicofísica muy extendida que hacía de él, en el hombre, el órgano por antonomasia de la vida y del alma53 (las cosas cambiaron de modo sensible cuando Hipócrates, en el siglo V a. C., volvió a centrar la sede de la vida en el corazón).

La literatura hepatoscópica asiria y babilónica es considerable. Desde el inicio del II milenio se habían creado auténticas bibliotecas, con millares de informes adivinatorios, de compilaciones de observaciones del hígado y de fórmulas interpretativas. Se encuentran, por ejemplo, dos mil documentos sólo de la época sargónida, entre 721 y 627 a. C.44. Florecen por doquier notables formulaciones, por ejemplo: «Si, siendo doble el Camino, [ambos] son abrasados: revuelta; los días ensombrecerán constantemente»45. El vocabulario es inmenso, a la vez preciso y metafórico: «presencia» (manzâzu, sin duda la palabra más frecuente), «cuerpo», «peligroso», «mentira», «excrementos», «pastel», «lamentación», «insecto», «patas arriba», «ruina», «fundación», «sublevarse», «intervalo», «pústula», «palacio» «semejante a», «al lado uno de otro»46. Ya la tabla de materias de un compendio Bârûtu –que significa «la adivinación por antonomasia»– da que pensar:

De ahí que hallemos, en el ámbito semítico, gran cantidad de fórmulas que transmiten esa antiquísima concepción psicofísica: incluye desde el «canto del hígado» de los Salmos, hasta ciertas fórmulas rabínicas acerca del alma humana alojada en el hígado54. Y se prolonga además hasta en la expresión de poetas árabes más tardíos, sobre el «hígado roto y desgarrado» por la pena de amor o sobre los frutos del amor –los hijos– que se forman «con la sangre más profunda del hígado». Uno de ellos escribe por ejemplo: «El dolor que causa tu ausencia en mi alma es sal arrojada en mi hígado». Otro prefiere decir que «la letra del deseo […] traza en mi hígado líneas que dictan mis insomnios»55. Richard Onians recalca, por otra parte, la importancia del hígado en Los orígenes del pensamiento europeo. Cita como ejemplo el himno fúnebre de Dión para Adonis, en el cual Cipris reclama «un beso que dure hasta que, desde tu alma, tu aliento fluya por mi boca y por mi hígado»56.

I. De las partes de la víctima distintas del hígado, el pulmón, el intestino, esto es, por ejemplo la espina dorsal y las costillas, los riñones, etc. –II. De los intestinos [y especialmente del colon espiral]. –III. De la línea y zona del hígado denominada Presencia [divina]. –IV. De otro surco hepático, normalmente perpendicular al precedente, que lleva el nombre de Camino. –De la «cara estomacal» del hígado, con su Crisol, su Fuerte, su Puerta de Palacio, su Paz. –VI. De la Amarga [la vesícula biliar], antes llamada el Pastor y que, desde los orígenes, forma junto con el Dedo la parte esencial. –VII. Del Dedo mismo [el tercer lóbulo característico del hígado de carnero]. –VIII. Del Arma y otras marcas fortuitas. –IX. Del pulmón en sus diversas partes. –X. De la confrontación [o dialéctica, que ya no estudia los «signos» por separado, sino sus relaciones entre sí o con las circunstancias exteriores]47. El enunciado del último capítulo de ese tratado adivinatorio nos informa por sí solo sobre la complejidad y gran sutileza del universo semiótico que opera en las prácticas de la aruspicina. Una teoría completa de los signos que se extiende mucho más allá de la simple regla universal plasmable en un diccionario. La imaginación de las relaciones abocaba a todos los juegos posibles de correspondencias, cediendo a las cadenas de asociaciones la ocasión de relacionar, de «releer» el órgano, fuera de todo vínculo fijado entre el dato sensible y el significado inteligible48. La observación de las peculiaridades, a su vez, no disociaba la nomenclatura general de los signos y la excepción circunstancial de los síntomas49. De ahí la importancia capital de las «marcas fortuitas» que daban lugar a sistemas de anotaciones gráficas que constituían, de ese modo, «atlas de singularidades» descubiertas en el hígado de los animales sacrificados50 [fig. 6].

51. Véanse A. Boissier, 1935. G. Contenau, 1940, pp. 269-283. J. Bottéro, 1974, pp. 70-72.

45. Citado por J. Aro y J. Nougayrol, 1973, p. 50. 46. U. Koch-Westenholz, 2000, pp. 493-540 (índice de palabras). 47. J. Nougayrol, 1968a, p. 40. 48. Véase G. Manetti, 1993, pp. 1-13.

LOCURAS Y VERDADES DE LO INCONMENSURABLE Al disponer en la primera lámina de su atlas Mnemosyne, justo al lado del hígado adivinatorio del British Museum, tres objetos de igual naturaleza relacionados con 28

49. Véase J. Bottéro, 1974, pp. 144-193. 50. Véanse G. Contenau, 1940, p. 242. J. Nougayrol, 1968a, p. 34.

52. Véanse F. Cumont, 1906, pp. 37-68 y 253-296. F. Boll y C. Bezold, 1911. 53. Véase G. Contenau, 1940, pp. 235-237. 54. Véase A. Merx, 1909, pp. 436-443. 55. Citado ibíd., pp. 429-435. 56. Citado por R. B. Onians, 1951, p. 113. 57. Ibíd., pp. 42-43 y 109-115. 58. Véase F. Lissarrague, 1979, pp. 92-108.

Así pues, también para los griegos el hígado se halla en el centro de la relación entre el cuerpo y el alma. Se asocia con el phrèn, que designa primero el diafragma –por cuanto envuelve al hígado, pero también separa el corazón y los pulmones de las vísceras inferiores– y, por ende, el principio espiritual que alternativamente nos torna cuerdos y locos («frenéticos»). El hígado es el centro del cuerpo porque fabrica las substancias de la vida (la sangre) y de la pasión (la bilis). Cuando Ulises piensa matar a Cíclope con su espada, apunta ante todo al hígado; cuando Zeus castiga a Prometeo o Titios, en el hígado es donde reciben golpes; cuando los personajes trágicos se suicidan, se atraviesan el hígado57. El hígado servirá además de «carne» privilegiada en los sacrificios animales de la Grecia antigua: se colocará en una mesa de ofrenda y se observará su disposición interna –con su «hogar», decían, y sus «puertas»– de modo que el propio espacio de la ciudad, por decirlo así, recobre el orden58. El hígado será por tanto, también para los griegos –y con preferencia a otros órganos como el corazón, el bazo, el estómago, los pulmones o los riñones –, «la sede por antonomasia de la adivinación, el trípode de la mántica», escribe Auguste Bouché-Leclerc en Histoire de la divination dans l’Antiquité. «Sin cabeza o lóbulo, presagia ruina y muerte. Así fueron avisados de su fin próximo Cimón, Agesilao y Alejandro. Mas ese primer examen era sólo el comienzo de un complicado análisis en el que se revisaban todos los signos o “lenguas” (glôssai) del 29

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hígado. El arte, bastante simple al comienzo, debió sobrecargarse, como siempre ocurre, con distinciones arbitrarias o incoherentes. Bien podemos adivinar que las “puertas” del hígado (plutai, dochai), cuyo encogimiento constituía un presagio enojoso, eran las aberturas de la vena porta, pero ¿dónde encontrar y cómo repartir todas estas regiones designadas con los peregrinos nombres de: hogar, mesa, tumba, cuchillo, dios, río, vínculo, barrera? El hígado ocupaba tanto a los hieróscopes griegos que descuidaban casi por completo a los otros órganos»59.

y creencias de su tiempo acerca del papel del hígado en las relaciones entre el alma y el cuerpo63. Retrospectivamente, el texto de Timeo justifica con creces que las representaciones de hígados adivinatorios abrieran el gran álbum de la «tragedia de las culturas» y de la historia del arte occidental que despliega, a su manera, el atlas Mnemosyne. Pues lo que Platón afirma, ante todo, es que el hígado constituye el órgano del deseo –o al menos que está «colocado en el espacio reservado para la parte que desea»– y, en ese sentido, funciona como un receptáculo de imágenes.

Pero nos hallamos en Grecia, patria de la dialéctica. ¿Qué podía decir la filosofía de unas prácticas donde el destino de toda una sociedad humana podía ser «leído» en las vísceras de un animal por medio de una organización celeste que comprometía la voluntad de los dioses? Un epistemólogo moderno, conocedor de la noción de «obstáculo epistemológico» apuntada por Gaston Bachelard60, cuestionaría sin duda la propensión –típica de la astrología, de la adivinación, del pensamiento mágico en general– a inventar vínculos, mediante «analogías», entre órdenes de realidad inconmensurables: los astros o los dioses, los animales, los hombres. Allí donde un signo objetivo parece inducir una relación legítima (lo que es el humo para el fuego), allí donde la monstruosidad física o imaginaria crea un vínculo ilegítimo (la barba en una mujer o los dientes en la gallina), los adivinos griegos se complacían justamente en comprender dentro de un mismo conjunto «signos», «monstruosidades» e «imágenes», sèméia, térata y phasma61. Platón, por supuesto, se planteó estas cuestiones de legitimidad. Y se las planteó precisamente a partir del hígado. Cuenta así, en Timeo, cómo el Demiurgo, consciente de que la especie humana se hallaría perpetuamente dividida entre la razón (logos) y las imágenes (eidôla), decidió fabricar un hígado para el cuerpo humano:

Según esa antigua perspectiva, el hígado sería pues una especie de mesa de imágenes: un plano de inscripciones erráticas o, como dice Platón, un «espejo brillante y nítido» (cuyas impurezas limpia con regularidad el bazo) capaz de recibir y reflejar las «impresiones» y los fantasmas que llegan hasta él64. Sería también una bolsa de imágenes, por cuanto contiene los humores y colores, «dulces» o «amargos», que tiñen nuestros deseos. Y sería, por último, un volumen de imágenes, descrito por Platón en su texto con sorprendente plasticidad: la amargura lo curva, lo contrae, lo arruga, lo vuelve «áspero», obstruye sus lóbulos e induce nuestro «mal humor» hasta la náusea, cuando no hasta la locura; la dulzura, en cambio, le devuelve su «posición recta», su extensión normal, su textura lisa, su «libertad», lo cual inducirá nuestro «buen humor» hasta en el sueño. Un órgano, por tanto, del deseo y de la imaginación. Basta con articular esos dos paradigmas para entender por qué el interés de Warburg por la adivinación y la astrología no estaba en absoluto al margen de su interrogación fundamental sobre la eficacia de las imágenes en una historia de muy larga duración. Las imágenes proporcionan figura no sólo a las cosas y a los espacios sino a los tiempos: las imágenes configuran los tiempos a la vez de la memoria y del deseo. Poseen simultáneamente carácter corporal, mnemotécnico y votivo65. De ahí que a Platón no se le ocultara que el hígado, receptáculo de las imágenes, era también –o mejor: por eso mismo– un aparato para predecir, para figurarse los tiempos venideros sobre la base de cierta memoria de los tiempos pretéritos. El hígado, concluía en el pasaje del Timeo, es efectivamente «la sede de la adivinación» que el bazo se encarga de «mantener siempre brillante y limpio», con el fin de que las imágenes adivinatorias, enviadas por los dioses, se plasmen en él lo más nítidamente posible66.

[El Demiurgo] formó el hígado y lo colocó en el espacio reservado para la parte que desea. Lo concibió compacto, liso, brillante, y conteniendo dulzura y amargor, para que en él, al igual que en un espejo que recibe las impresiones y deja ver las imágenes (eidôla), la fuerza de los pensamientos que llegan desde la inteligencia le produzca espanto cada vez que utiliza la parte congenital del hígado que es la amargura, ésta difunde acidez por todo el hígado y muestra el color de la bilis, cada vez que contrayendo el órgano lo hace por completo rugoso y áspero, pliega y contrae el lóbulo, bloquea y cierra los receptáculos y entradas y proporciona penas y disgustos. Pero cuando alguna inspiración de dulzura procedente de la inteligencia pinta imágenes contrarias, proporciona tranquilidad a la amargura por no querer agitar ni juntarse con una naturaleza contraria a ella, utiliza la dulzura innata sobre aquél y lo consigue todo, lo hace liso y libre, vuelve benigna y feliz la parte del alma que vive junto al hígado, hace que pase un día agradable y le concede por la noche el don de la adivinación en el sueño, puesto que no participa de la razón y la inteligencia62 (logou kai phronèséos). Vemos, pues, al propio fundador del racionalismo occidental forzado a entrar en los remolinos, los repliegues de la vida orgánica e irracional. Confrontado a la obscura potencia de una «monstruosidad» visceral situada en el centro del cuerpo humano –masa amorfa y sin embargo activa por dentro–, Platón se ve obligado a concertar las exigencias de la razón con los usos, conocimientos 30

63. Véase J. Pigeaud, 1981, pp. 50-53. 59. A. Bouché-Leclerc, 1879-1882, I, pp. 171-172 (reed. pp. 136-137). Véase R. Bloch, 1984, p. 36. 60. G. Bachelard, 1938, pp. 13-22. 61. Véase R. Bloch, 1963, pp. 15-16. 62. Platón, Timeo, 71 a-d, pp. 2029-2030.

64. Platón, op. cit. 72 c-d, p. 2031. 65. Véase G. Didi-Huberman, 2006a. 66. Platón, op. cit. 71d-72d, pp. 2030-2031. 67. Platón, Fedro, 244c, p.1260. *. «Hígado» y «locura». [N. de la T.]

El filósofo, desde luego, está para diferenciarse del adivino. Nos advierte de que la razón se opone con firmeza a la imaginación y los signos distintos a los signos indistintos, por «brillante y limpia» que sea la superficie hepática de un carnero sacrificado. Platón recuerda así, en Fedro, que no media más que un paso entre mantiké, o arte del adivino, y maniké, o delirio del loco67 (una sola letra separa, en francés, las palabras «foie*» y «folie*»). Pero Platón sabe además, por tradición o por intuición aún informulable, que las imágenes saben prever los tiempos a través del ejercicio de montajes entre cosas inconmensurables, como los que componen los soñadores inspirados o los oráculos «entusiastas»: «Es un hecho: la profetisa de Delfos y las sacerdotisas de Dodona prestaron bajo el imperio de la locura cuantiosos y eminentes servicios a los griegos –tanto a particulares como a pueblos–, mientras que en su sano juicio nada o poco hicieron. ¿Y qué decir de 31

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la Sibila y demás adivinos inspirados por los dioses, que tanto predijeron a tanta gente, orientando por buen camino su porvenir?»68.

siluetear

En la doctrina platónica existe, claro, todo un arsenal de soluciones conceptuales destinadas a resolver esas dificultades. Mas el recelo permanecerá, como permanece –en el propio Platón e incluso en Descartes, por ejemplo– la inquietud de la razón ante los poderes de la imaginación. Que la imaginación tenga que ver con la locura y, por consiguiente, con el error y la ilusión, en nada puede inquietar a un filósofo racionalista. Pero que, dada su proximidad con la locura, la imaginación sea capaz de alumbrar razones que la razón ignora –como consideraron, entre otros, Goethe o Baudelaire, Benjamin o Bataille–, complica de modo singular cualquier teoría del conocimiento. Locura y verdad no son tan inconmensurables como los dualismos tradicionales pretenden hacernos creer. Lo que Sigmund Freud nos enseñó a nivel psíquico sobre el saber inconsciente de los sueños o de los síntomas, nos lo demostró Aby Warburg a nivel cultural al concentrarse en los saberes supervivientes que las imágenes transmiten en la larga duración69. Así es como sobrevivieron las inmemoriales prácticas hepatoscópicas de asirios y babilonios en el mundo etrusco y romano, a diez o quince siglos de distancia. La primera lámina del atlas Mnemosyne dispone, bajo los hígados adivinatorios babilónicos, dos vistas fotográficas de un pequeño objeto de bronce, objeto extraordinario descubierto en Grossolongo, cerca de Piacenza, en 1877 [figs. 3-4 y 7-9]. No sorprenderá que un artista como Joseph Beuys manifestara su fascinación ante esa cosa sin edad, que evoca mucho menos una estatua itálica que algunas esculturas surrealistas realizadas por Alberto Giacometti en los años treinta del siglo XX70. Se trata de un modelo etrusco de hígado adivinatorio. Posee las mismas características que sus predecesores babilónicos: un realismo suficiente para que podamos orientarnos con precisión en la morfología del órgano; un simbolismo extremo que organiza la superficie en compartimentos disímiles aunque cuidadosamente delimitados –un círculo, varios triángulos, una zona de borde que sigue con regularidad los sinuosos contornos del objeto– y, además, cubiertos de escritura.

68. Ibíd., 244b, p. 1260. 69. Véase G. Didi-Huberman, 2002, pp. 273-362. 70. Véanse A. Giacometti, 1916-1965, p. 481. Id., 1948, pp. 86-94. J. Beuys y V. Harlan, 1986, pp. 107-111. 71. W. von Bartels, 1910. E. Galeotti-Heywood, 1921. A. Grünwedel, 1922, pp. 128-131. G. Furlani, 1928, pp. 243-285.

Figs. 7-8-9 Anónimo etrusco Hígado de Piacenza, siglo II-I a. C. Bronce, 12 x 8 x 6,4 cm Museo civico, Piacenza Foto DR 32

72. Véanse G. Colonna, 1984, pp. 171-184. L. B. van der Meer, 1987, pp. 17-19. G. Rocchi, 1993, p. 9. 73. Véase G. Dumézil, 1966, pp. 636-640.

Ese objeto fascinaba a Aby Warburg. Trató de conseguir un molde (no sabemos si lo consiguió, en cualquier caso el objeto no se encuentra en el archivo hoy guardado en Londres). En su biblioteca poseía diversas monografías sobre el «Hígado de Piacenza»71. Desde aquellos trabajos pioneros, la datación del objeto ha sido revisada por los arqueólogos, gracias sobre todo al estudio de las inscripciones: hoy se considera que el objeto fue realizado, no en el siglo III, sino a finales del II o en el siglo I a. C.72 No deja por ello de dar testimonio de una práctica evidentemente muy antigua, que caracterizó a la religión etrusca y marcó sin duda a la religión romana arcaica, y que continuó dando que pensar hasta los tiempos de Plinio y de Cicerón73. El bronce de Piacenza aparece, en todo caso, como una herramienta de orientación adivinatoria, un prontuario técnico, un atlas en miniatura para los adivinos encargados de reconocer en cada parte visceral, observada de facto en la «mesa de disección» o de consulta, las zonas siderales correspondientes de jure, a saber, los dioses del panteón etrusco implicados en cada síntoma, en cada repliegue del propio órgano. 33

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Así, el «Hígado de Piacenza» es a la vez un objeto práctico y un objeto conceptual: un objeto práctico, puesto que admitía orientar las zonas favorable (pars familiaris) y desfavorable (pars hostilis) del hígado en el ejercicio concreto de su interpretación74; un objeto conceptual, puesto que sus zonas geométricas forman un mapa simbólico que delimita, en el detalle del hígado examinado, los diferentes templa o «marcos» de inteligibilidad atribuidos a cada una de las veintiocho divinidades invocadas75. Sin duda Aby Warburg se interesó de modo especial por el hecho de que la zona del borde se presenta en el «Hígado de Piacenza» como una división del cielo, una partición astrológica en dieciséis regiones, partición que hallaremos seis siglos después en Martianus Capella, cuya influencia, como es sabido, se prolongó a su vez durante toda la Edad Media y el Renacimiento76. Todo lo cual justificaba igualmente que objetos tan extraños y «no artísticos» como esos hígados adivinatorios abrieran el atlas warburgiano de la memoria (Mnemosine) –y no de la crónica (Clío)– de nuestras artes visuales occidentales en muy larga duración. Objeto práctico y conceptual, el «Hígado de Piacenza» no por ello dejó de ser un objeto empático, en el sentido concreto en que Warburg adaptó el concepto de Einfühlung a sus propios retos antropológicos sobre el «conocimiento por incorporación»77; en el sentido también en que Karl Reinhardt pudo reflexionar acerca de las correspondencias cósmico-antropomorfas en la Antigüedad78. Así, cada «fisura» del hígado de carnero contemplado debía representar a su escala, en la mesa de disección, las fuerzas siderales de un relámpago de rayo, un trayecto meteórico o un movimiento de planeta. Pero no nos engañemos sobre la palabra «contemplación»: en absoluto denota una pureza sublime de la mirada. Es técnica, concreta hasta en el manejo de los conceptos. Y sobre todo, polimorfa. Pues hemos de reconocer en el «Hígado de Piacenza» un auténtico objeto cosmopolita, híbrido, mestizo. Un montaje de heterogeneidades cultuales, culturales y temporales. Un objeto típicamente etrusco79, sin duda, pero cuajado de creencias exógenas –no todas las divinidades inscritas él son etruscas– y de lejanas migraciones asirio-babilónicas cuyos armónicos «se oyen» hasta en el vocabulario descriptivo e interpretativo de los adivinos hepatóscopes: el «Camino», la «Presencia», la «Magna Puerta», el «Río», el «Impedimento»80. Incluso la palabra que designaba al oficiante –el «arúspice», haruspex en latín– desafía a la etimología habitual aun evocando, indefectiblemente, la palabra asiria que significa «el hígado»: la palabra har81. Tal cosmopolitismo provenía del pasado –migraciones de creencias y prácticas de Oriente hacia Occidente–, pero también se enriqueció y prolongó hasta épocas ulteriores en el medio romano donde oficiaba el haruspex (intérprete de las vísceras) junto al auspex (intérprete de los pájaros). Roma integró, pues, incluso dentro de una conflictividad siempre posible, las antiguas técnicas etruscas de la adivinación, y ello hasta la Antigüedad tardía82. El hígado del enemigo, por ejemplo, era particularmente valorado por los romanos en las prácticas de hechizo reguladas por «tablillas de maldición» o tabellae defixionis83. Las andanzas y peripecias de los emperadores rebosaban, por lo demás, de acontecimientos prodigiosos y de presagios, como esta anécdota de Augusto que relata Suetonio en la que se conjugan de modo significativo el vuelo de pájaros –buitres, nada menos– con los repliegues del hígado: 34

Durante su primer consulado, cuando consultaba los augurios (augurium capienti), doce buitres surgieron ante él, como otrora ante Rómulo, y al ofrecer un sacrificio, los hígados de todas las víctimas aparecieron replegados en sí mismos hasta la última fibra (omnium victimarum iocinera replicata intrinsecus abima fibra paruerunt): ahora bien, los arúspices fueron unánimes en ver en ello presagios de grandeza y de prosperidad84. Por supuesto, hemos de tener en cuenta diferencias y especificidades: allí donde los etruscos troceaban las vísceras para su examen aislado en la mesa prevista al efecto, los romanos reunían ambos actos, el de la ofrenda benéfica (litatio) y el del examen (probatio) de las vísceras no desprendidas del animal abierto (adhaerentia exta)85. Mas, como apunta Robert Schilling, ambas prácticas acabaron a menudo confundiéndose86. Lo cierto es que la «disciplina etrusca», así llamaban a la aruspicina, suscitó en el mundo romano sospechas incesantes desde la misma autoridad que se le confería. En el año 44 a. C., en un contexto de reflexiones sobre la religión (en su De natura deorum) y sobre el destino (en su De fato), Cicerón escribió un tratado íntegramente dedicado a los presagios, el De divinatione. Su argumentación dialéctica perturbará a más de un comentarista: deja constancia, toma posición –sobre todo contra la instrumentalización política de los arúspices–, pero también deja libre al lector de elegir las conclusiones87. Como Platón antes que él, Cicerón critica la inconmensurabilidad de las escalas de magnitud –la demasiado cercana y peculiar forma de un hígado de carnero, la demasiado lejana y general estructura de las realidades supraterrestres– reunidas en el acto adivinatorio: «Los estoicos –dice para apuntalar su argumento– no admiten que Dios se ocupe de cada fisura del hígado (singulis iecorum fissis) o de cada canto de pájaro (no sería ni conveniente, ni digno de los dioses, ni de ninguna manera posible), pero piensan que, ya en el origen, el mundo fue conformado de manera que ciertos hechos vayan precedidos por ciertos signos (ut certis rebus certa signa praecurrerent), unos en las vísceras, otros en las aves, o bien en los relámpagos, los prodigios, los astros, las visiones oníricas, las palabras pronunciadas durante el delirio»88.

74. Véanse A. Bouché-Leclercq, 1879-1882, IV, pp. 68-74 (reed., pp. 867-870). A. Grenier, 1946, pp. 293-298. A. Maggiani, 1982, pp. 53-88. L. B. van der Meer, 1986, pp. 5-15. Id., 1987, pp. 147-152. 75. Véanse L. B. van der Meer, 1987, pp. 141-144. G. Rocchi, 1993, p. 9 (que cuenta treinta y nueve divinidades). 76. Véase G. Moretti, 1995. 77. Véase G. Didi-Huberman, 2002, pp. 391-432. 78. Véase K. Reinhardt, 1926, pp. 52-53 y 105-106. 79. Véanse C. O. Thulin, 1906-1909, II. R. Bloch, 1984, pp. 49-60. 80. Véanse R. Pettazzoni, 1927, pp. 195-199. G. Furlani, 1928, pp. 243-285. J. Nougayrol, 1955, pp. 509-519. G. Dumézil, 1966, pp. 640-646. 81. Véase A. Boissier, 1900, p. 330. Id., 1901, p. 36. A. Ernout y A. Meillet, 1932, pp. 289-290.

84. Suetonio, Auguste, XCV, p. 142.

82. Véase J. Bayet, 1937, pp. 44-63. R. Bloch, 1968, pp. 201-203. F.-H. Pairault-Massa, 1985, pp. 56-115. S. Montero Díaz, 1991. D. Briquel, 1999, pp. 185-204. Id., 2000, pp. 177-196. M.-L. Haack, 2003. S. W. Rasmussen, 2003, pp. 117-148.

87. Véanse F. Guillaumont, 1984, pp. 43-120. Id., 2006, pp. 325-354. S. W. Rasmussen, 2003, pp. 183-198.

83. Véase R. B. Onians, op. cit. nota 56, p. 594.

88. Cicerón, De la divination, I, 118, pp. 180-181.

85. Véase G. Dumézil, 1966, pp. 635-636. 86. Véase R. Schilling, 1962, pp. 1371-1378.

Tal sería, una vez más, la inquietud de la razón ante las imágenes hechas, no para ver solamente las cosas que se nos presentan, sino para entrever y prever cosas que aún se nos ocultan. Sin duda habremos de acusar a la locura de toda imaginación entregada a las «correspondencias» entre cosas o tiempos inconmensurables. Pero, por otro lado, habremos de admitir la posible verdad del síntoma, que sugiere un vínculo entre «ciertas cosas» (ut certis rebus…) y «ciertos signos» (…certa signa). De ahí que Cicerón adopte una postura doble ante la aruspicina que él contesta en el plano de la razón pura –valga semejante vocabulario– pero que se niega a excluir en el plano de la razón práctica: Comencemos por la aruspicina; a mi juicio, hay que practicarla por el bien de la República y de la religión común, pero estamos solos y podemos buscar la verdad sin estar mal vistos, sobre todo yo que dudo de la mayoría de las cosas. Examinemos primero, por favor, las vísceras. ¿A quién convencerá que los signos presuntamente dados por las vísceras son conocidos por los arúspices gracias a una larga observación? ¿Cómo de larga? ¿Cuánto tiempo 35

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ha durado la observación? ¿Cómo se ha producido la confrontación entre los arúspices para determinar cuál es la parte «enemiga» (pars inimica), la parte «familiar» (pars familiaris), qué lesión señala un peligro, cuál otra una ventaja? […] Evidentemente unos interpretan las vísceras (exta interpretari) de una manera, otros de otra, y la doctrina no es igual para todos. Y si existe sin duda en las vísceras un poder capaz de anunciar el futuro, está necesariamente ligado a la naturaleza o formado de algún modo por voluntad de los dioses y por un poder divino. ¿Qué puede tener en común la tan vasta y espléndida naturaleza, que se prodiga en todas partes y en todos los movimientos del mundo, no osaré decir con la hiel de un pollo (pues algunos afirman que esas son las vísceras más locuaces), sino con el hígado, el corazón o el pulmón de toro cebado para el sacrificio: qué tienen de natural (quid habet naturale) para poder anunciar el futuro89 (quid futurum sit)?

transfigura según un nuevo «sistema de cualidades concretas» cuya interpretación se organiza con el fin de orientar los gestos humanos, las prácticas, las decisiones92. Jacques Vernant prolongó esos análisis en un estudio clásico sobre psicología de la adivinación, donde describe justamente la transformación estructural que alcanza, en la técnica de los arúspices, la percepción del órgano observado: «En el momento de abrir el cuerpo de la víctima, invocar a las divinidades que presiden las diversas partes del organismo “transmuta” el cuerpo, sin cambiar su aspecto, en templo. Las influencias de las diversas divinidades se localizan en el lugar que les está reservado»93. El arúspice ve bien –e incluso «contempla» con especial atención– el hígado animal colocado sobre su «mesa de disección». Pero no sólo lo ve y lo ve «bien»: lo ve de otro modo. La «transmutación» que evoca Jacques Vernant concierne sobre todo a una modificación decisiva en el estatuto de visibilidad del objeto contemplado: pasa de cosa visible en el sentido empírico de la palabra, a ser soporte para otras cosas que entrever o prever. Digo entrever, lo que no quiere decir «ver menos bien» sino, al contrario, ver desde el punto de vista de las «relaciones íntimas y secretas de las cosas, las correspondencias y las analogías». Existe transformación estructural porque, en el marco espacial y temporal muy preciso del templum, la cosa en cuanto unidad visible, da paso a un sistema de múltiples relaciones figurales donde todo cuanto es visto lo es sólo mediante rodeos, relaciones, correspondencias y analogías.

Un siglo después, Plinio el Viejo renovaría implícitamente esa ambivalencia epistemológica. Al presentar la estructura general del «mundo» en el libro II de su Historia natural, no tarda en vituperar «los avisos del rayo, las previsiones de los oráculos, las predicciones de los arúspices […] e incluso naderías como los estornudos o los traspiés»90, que desde luego no tienen punto de comparación con la marcha del universo. Pero cuando se trata de describir, en el libro XI, las partes internas de los animales, mezcla sin recato las peculiaridades del hígado –completamente fantasiosas algunas– con los presagios que se les atribuían:

Aunque para ello es preciso modificar el propio espacio: el espacio de aparición, de presentación o de disposición de las cosas que ver. Aunque para ello es preciso dotarse de una mesa para acoger esa transformación de la mirada y del sentido, para recoger el haz de multiplicidades figurales que esperan ser vistas. «En cuanto un espacio está orientado, limitado y dividido –sin que esas operaciones respondan a necesidades o requisitos implicados por la situación actual sensible, sino ateniéndose a un rito–, adquiere por ello un valor simbólico que lo hace apto para servir de campo de prácticas adivinatorias»94. Se comienza por una secuencia de gestos precisos, concretos, técnicos: el arte, valga decir, de «poner» o preparar la mesa [fig. 10]. Y se acaba con la instalación de un conocimiento nuevo cuyo perfil epistemológico esboza Vernant en conclusión: «la adivinación por consiguiente no se funda aquí en una confusión afectiva, sino en clasificaciones a la vez concretas y precisas, aunque no pueden superponerse a nuestras clasificaciones científicas»95.

A la derecha está el hígado. En él se encuentra la llamada cabeza de las entrañas (caput extorum), parte expuesta a grandes variaciones. Falló en la víctima ofrecida por M. Marcellus poco antes de morir, el día que pereció en combate contra Aníbal, y a la mañana siguiente se encontró doble; falló también cuando C. Marius sacrificó a Utique; lo mismo ocurrió con el emperador Gayo, en las calendas de enero, en la toma de posesión del consulado, el año en que fue asesinado, y con su sucesor Claudio, el mes en que murió envenenado. Durante un sacrificio ofrendado por el dios Augusto en Spoleto, el primer día de su poder, se halló en seis víctimas el hígado replegado en sí mismo a partir del lóbulo inferior, lo cual se interpretó respondiéndole que duplicaría su poder en el transcurso del año. También es mal presagio que la cabeza de las entrañas esté incisada, salvo en la inquietud y el temor donde ese hecho disipe los desvelos. Las liebres de los alrededores de Briletos, Tharne y de Chersones en la Propóntida tienen dos hígados y, cosa extraña (mirumque), uno de ellos desaparece si se trasladan los animales a otra parte91.

MESAS PARA RECOGER EL TROCEAMIENTO DEL MUNDO Pensamiento mágico, se dirá. Aunque conviene entenderse sobre el alcance de tal expresión. Stefan Czarnowski, sociólogo de las religiones que trabajaba en el círculo de Émile Durkheim, Marcel Mauss y Henri Hubert, estudió con gran pertinencia la noción de templum adivinatorio, desde el punto de vista del «troceamiento de la extensión» y de su limitación en un marco preciso, donde todo se 36

89. Ibíd., II, 28-29, pp. 218-219. Véase F. Guillaumont, 1986, pp. 121-135. 90. Plinio el Viejo, Historia natural, libro II, V, 24, p. 15. Véase id., Historia Natural XXVIII, III, 10, p. 21. 91. Id., Historia natural, libro XI, LXXIII,189-190, pp. 88-89.

92. S. Czarnowski, 1923, pp. 339-359. 93. J. Vernant, 1948, p. 305. 94. Ibíd., pp. 311-312. 95. Ibíd., p. 311.

Jacques Vernant nos invita en ese texto a reconsiderar por completo la noción de «pensamiento mágico» o «pensamiento mítico», obnubilada como puede hallarse en las teorías unilaterales –positivistas o neoevolucionistas– sobre la «confusión de las ideas», esa locura de la imaginación que Platón y Cicerón comenzaron a vituperar en nombre de la «razón» o de la «naturaleza». Texto fundacional sobre esa cuestión –en el cual Vernant encontró probablemente recursos para sus propias hipótesis– es el artículo de Émile Durkheim y Marcel Mauss publicado en 1903 sobre las «formas primitivas de clasificación». Aquello que en los ritos y los mitos nos lleva a hablar de «pensamiento primitivo» no responde en absoluto, escriben, a funcionamientos «simples y elementales» (como Freud acababa 37

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de demostrar, dicho sea de paso, con los sueños y síntomas psíquicos), sino que abarca «operaciones mentales en realidad harto complejas»96. Resulta, pues, sencillamente falso abordar el pensamiento mágico, la adivinación por ejemplo, tan sólo desde el punto de vista de la confusión o el contagio empático opuesto a cualquier distinción conceptual. Ambos trabajan de común acuerdo, que es como decir que en esa materia resulta inoperante oponer a toda costa la imaginación a la razón.

Fig. 10 Escena de sacrificio en la Grecia antigua Según C. Daremberg y E. Saglio (dir.), Dictionnaire des antiquités grecques et romaines, I, París, 1873, p. 349 Fig. 11 Técnica prehistórica de lascas Según A. Leroi-Gourhan, Le Geste et la parole, I. Technique et langage, París, Albin Michel, 1964, p. 131 [ed. cast. El gesto y la palabra. Caracas: Publicaciones de la Universidad Central de Venezuela, 1971]

La imaginación se halla en la encrucijada exacta de lo sensible y de lo inteligible (sabemos que Kant trató de construir su fórmula a través de ese «arte escondido en las profundidades del alma humana», que él llamaba «esquematismo trascendental»)97. Ahora bien, las cosas sensibles y sus relaciones inteligibles operan juntas en toda clasificación, en todo conocimiento o práctica técnica, por «primitivas» que sean. Marcel Mauss afirma que la propia «participación» –lo que Warburg a su vez considera a partir de la noción estética de Einfühlung– ha de ser reconocida en sus virtudes estructurales y operatorias, lo cual se verifica en el estudio preciso de las clasificaciones australianas, chinas, hopi o winnebago98. Todo ello guiado por una intuición sociológica y antropológica fundamental: el elemento afectivo tanto como cognitivo de las «clasificaciones primitivas», sus monstra tanto como sus astra, no serían nada más que la reconducción, a nivel de representaciones mentales y de categorías de inteligibilidad, de determinada organización de la sociedad99.

Fig. 12 Estatuilla polinesia (Tubuai, siglo XIX) y Hombre zodiacal (Francia, siglo XVI) Según A. Leroi-Gourhan, Le Geste et la parole, I. Technique et langage, París, 1964, p. 277 [ed.cast. El gesto y la palabra, I, Técnica y lenguaje, Caracas: Publicaciones de la Universidad Central de Venezuela, 1971]

Sin duda habrá que completar ese punto de vista sociológico con la noción técnica de cadena operatoria, introducida en antropología por André Leroi-Gourhan. Por una parte, la operación técnica trocea el mundo, según se observa muy pronto en la industria prehistórica de las «lascas», donde las primeras «formas distintas», como las denomina Leroi-Gourhan, se obtienen por desmontaje violento, percusivo –una suerte de disección de las cosas, por decirlo así–, de los cantos naturales [fig. 11]; por otra parte, Leroi-Gourhan entiende la herramienta obtenida como una verdadera «secreción del cuerpo» donde convergen los dos sentidos de la palabra griega organon100. Lástima que esta antropología técnica haya descuidado ahondar en aquello que hace de toda mesa un verdadero instrumental del mundo y del cuerpo, o sea, algo mucho más complejo que un simple soporte101. En El gesto y la palabra, empero, se encuentra un capítulo crucial sobre el nacimiento del grafismo, donde Leroi-Gourhan pasa de modo significativo de los grabados rupestres prehistóricos a los exvotos extremo-orientales, y luego a dos figuraciones colocadas al lado una de otra, aunque procedan de contextos culturales muy diferentes [fig. 12]. Vemos en ellas, a la izquierda, el dibujo de una estatuilla polinesia que representa el mito de la creación de los dioses y los hombres sobre el cuerpo del gran dios del Océano; a la derecha aparece reproducida una xilografía del Renacimiento con un «Hombre zodiacal», al igual que Aby Warburg, en la lámina B de su atlas Mnemosyne, había dispuesto varios avatares del mismo en un período que va del siglo XII al siglo XVIII [fig. 2]. En ambos casos, el cuerpo antropomorfo está figurado como lugar de troceamiento y de multiplicidad a la vez: los enjambres de criaturas extrañas que lo invaden semejan adherir 38

96. É. Durkheim y M. Mauss, 1903, p. 13. 97. E. Kant, 1781-1787, pp. 150-156. 98. Véanse É. Durkheim y M. Mauss, 1903, pp. 19-81. M. Mauss, 1907a, pp. 94-96. Id., 1907b, pp. 96-99. Id., 1913, pp. 100-103. Id., 1923, pp. 125-131. Id., 1925, pp. 103-105. 99. Véase É. Durkheim y M. Mauss, 1903, pp. 82-89. 100. A. Leroi-Gourhan, 1964, pp. 130-133. Véanse id., 1943, pp. 47-64. 101. Véase id., 1945, pp. 183 y 283.

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a su superficie, así como dilacerar su unidad corporal, sobre todo en el caso del Hombre zodiacal que, en su marco rectangular, parece colocado sobre una mesa en la que hubiera sido disecado con objeto de sacar a la luz el hervidero animal –y sideral– que lo desfigura.

no axiomática de mesa, advertimos que la «superficie preparada» demuestra muy bien su eficacia como campo operatorio al margen de toda regla previamente establecida. Ejemplo: en ciertos ritos de exorcismo chamánicos de Puyuma, en Taiwán, es suficiente una hoja de banano, un guijarro, unas perlas de terracota y unas nueces talladas para conformar un auténtico campo operatorio108 [figs. 13-14]. Pobreza, pues, suma fragilidad del dispositivo: se pone la hoja de banano en el suelo, se disponen los menudos objetos dispares… y lo que allí se representa constituye un mundo, pero un mundo que el menor soplo de viento puede destruir y dispersar en un instante. Sin embargo, hay sistema: emplaza a cada objeto en su función de signo, no en sí mismo, por supuesto, sino según su papel en la disposición. Las nueces son entonces «nueces de ofrenda» según como estén labradas y dispuestas: de a tres (verticalmente) y de a cinco (horizontalmente) en la parte superior de la hoja –o lámina, o página– de banano. Otras serán, por diferencia, las «nueces portadoras del mal»: una representa la muerte violenta, otra la calumnia, y otra los «estornudos inapropiados». Juntas delimitan una «zona nefasta» (como en la pars hostilis de los hígados adivinatorios) a la que debe oponerse el collar de perlas protectoras, la «nuez del guardián» y, por último, la piedra benéfica situada en la base de la composición.

Leroi-Gourhan tuvo el acierto de ver en esos ejemplos gráficos lo que él llama campos operatorios; en ellos el trazo del dibujo, el pictograma o la letra no son disociables de gestos técnicos concomitantes, «motricidades ritmadas» o de elementos de oralidad inherentes a cualquier ritualización del cuerpo102. Recordemos que la antropología estructuralista de Claude Lévi-Strauss, con su «lógica de las clasificaciones» y sus «sistemas de transformaciones»103, permanecería infundada –o puramente abstracta– si olvidásemos la «ciencia de lo concreto» que estuvo en su origen104. A saber, esa experimentación práctica donde el «bricolaje» de ciertos dispositivos –principalmente dispositivos visuales como la estatuilla polinesia o el Hombre zodiacal del Renacimiento– crea el vínculo necesario entre el cuerpo y el pensamiento, los gestos técnicos y las categorías inteligibles, los relatos míticos y el conocimiento científico105 (la crítica encabezada desde entonces por Jack Goody con respecto a la «razón gráfica» adolece a mi juicio de su rechazo a considerar el grafismo en el más vasto contexto de una espacialización del cuerpo y del pensamiento, por lo cual las nociones de «mesa» y «cuadro», por ejemplo, que aquí procuramos distinguir, quedan unilateralmente cerradas una sobre otra)106.

Se trata de un sistema completo, sin duda, y previamente inscrito en una organización simbólica y social. Mas se trata de un sistema abierto donde la regla que pone en práctica, los signos que organiza, no excluyen –y ello resulta capital– las excepciones que admite con el fin de asumir los síntomas propios de cada situación concreta. Se da, sin duda, una gnoseología, pero que se metamorfosea, que se adapta constantemente a la fenomenología de cada caso singular. De ahí que las disposiciones no estén fijadas de una vez para siempre en la hoja de banano (en el juego de ajedrez, el alfil se desplaza de una vez para siempre en diagonal; la torre, de una vez para siempre perpendicularmente, etc.). Al ser singular el envite (¿qué mal preciso había que conjurar ese día?), la regla del juego también lo será: nos enteramos así de que la mujer chamán que debía proceder al exorcismo, la noche anterior soñó esa disposición singular que nada hacía prever109.

Al igual que los hígados adivinatorios etruscos o babilónicos, la estatuilla polinesia y el Hombre zodiacal elegidos por André Leroi-Gourhan constituyen formas orgánicas que asumen, al mismo tiempo, la función de campos operatorios. Sobre la figura inicial se injertan, se disponen e interactúan otras figuras no obstante inconmensurables: una fisura del hígado que se llamará «Puerta de Palacio», una representación antropomorfa donde bullen animales, homúnculos, criaturas fabulosas. ¿Qué es, pues, un campo operatorio considerado en ese contexto? Se trata de un lugar determinado –encuadrado como templum en cualquier extensión posible, el cielo, el mar, una piedra plana, un hígado de carnero…– capaz de hacer coincidir órdenes de realidad heterogéneos y de construir después ese encuentro como lugar de sobredeterminación. Se trata de una «mesa» donde decidimos reunir algunas cosas dispares, cuyas múltiples «relaciones íntimas y secretas» tratamos de establecer, un área que posea sus propias reglas de disposición y transformación para vincular cosas cuyos vínculos no resultan evidentes. Y para convertir dichos vínculos, una vez exhumados, en paradigmas de una relectura del mundo. Los ejemplos escogidos por Aby Warburg y André Leroi-Gourhan presentan la ventaja teórica de ampliar lo que de manera espontánea cabría esperar de la noción de campo operatorio. Desde el humanismo de un Leon Battista Alberti hasta el estructuralismo de un Hubert Damisch no hay más campos operatorios que las «superficies preparadas», regulares, cuadriculadas como en las construcciones perspectivas o las casillas del juego de ajedrez: superficies preparadas según una regla previa cuyo enunciado servirá de cimiento para determinado concepto del cuadro107. Pero si nos remitimos a la noción más heurística, la noción 40

102. Id., 1964, p. 261-300. Id, 1965, pp. 26-34. 103. Véase C. Lévi-Strauss, 1962, pp. 48-143. 104. Ibíd., pp. 3-47. 105. Ibíd., p. 33. 106. Véase. J. Goody, 1977, pp. 110111 (y en general pp. 108-139). 107. Véase H. Damisch, 1987, pp. 101-111.

108. Véase J. Cauquelin, 2001, pp. 158-161. 109. Ibíd., p. 160. 110. Ch. Goudineau, 1967, p. 79. Véanse E. Saglio, 1873, pp. 347-353. S. Dow y D. H. Gill, 1965, pp. 103-114. D. H. Gill, 1965, pp. 265-269. 111. Véase C. Goudineau, 1967, p. 77. J.-L. Durand, 1979a, pp. 143-156. Id., 1979b, pp. 172-180.

El ejemplo de la hoja de banano nos muestra por sí solo toda la extrañeza –y la fecundidad– que posee una mesa o una lámina de atlas. Dispares pueden ser los soportes, las reglas de disposición, los objetos dispuestos. Se produce, sobre todo, una connivencia inesperada –de esas que inquietarán en especial a los filósofos herederos de Platón– entre clasificación y desorden o, si se prefiere, entre razón e imaginación. Sí hallamos, empero, esa mezcla impura en las mesas cultuales de la Grecia antigua, pues la distinción de nomenclatura entre «altar» (bômos) y «mesa» (trapèza) no consigue del todo cerrar el paso a las ambigüedades, pasajes, impurezas de las prácticas en juego110. Al mismo tiempo y sobre mesas adjuntadas es donde se realizan el sacrificio y la ofrenda, de suerte que las mesas sirven a la vez de campos operatorios para disociar, despedazar, destruir el cuerpo del animal y para aglutinar, acumular, disponer las ofrendas de alimento111 [fig. 10]. Entre la variedad tipológica de antiguas «mesas sagradas» aparece, pues, lo más jerárquico y lo más dispar, lo más «triunfal» («mesas agonísticas» donde los 41

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atletas vencedores colocan sus recompensas) y lo más melancólico («mesas funerarias»), lo más organizado y lo más desordenado112 [fig. 15].

fondo blanco

El desorden sólo es sinrazón para quien se niega a pensar, a respetar, a acompañar en cierto modo el troceamiento del mundo. La mesa sería por lo tanto un lugar privilegiado para recoger y presentar dicho troceamiento. Para afirmar su valor fundacional y operatorio, es decir, la posibilidad siempre abierta de modificarse, de producir una nueva configuración. Cada mesa consagraría así, a su manera, el reparto de las cosas: su vocación para ser disociadas y luego redistribuidas. De ahí la dimensión inmediatamente social, cultual y política de la mesa: mensa en latín designó un tipo de pastel que se repartía en cuartos para presentarlos como ofrendas para los dioses y como alimento consumible sobre un campo operatorio que pronto se apropió el nombre113. En su estudio sobre las «mesas sagradas» griegas y romanas, Christian Goudineau destaca el vínculo que mantenían los «campos operatorios» del culto de ofrenda con las divinidades del suelo y la vegetación, en especial Dioniso 114. ¿Cómo no sentirse turbado, por ejemplo, ante el hecho de que todas las mesas de mármol, tanto en edificios religiosos como para usos domésticos o de lujo, se hayan fabricado con un material extraído de las entrañas de la tierra?115. ¿Cómo no deducir entonces que la mesa sirve sobre todo de operador de conversión entre las fuerzas de la naturaleza y los poderes de la cultura, las cosas brutas y los signos organizados, el troceamiento de los monstra y la constelación de los astra? Tanto si es para servir una comida, como para depositar ofrendas, disecar un cuerpo, organizar un conocimiento, practicar un juego de sociedad o tramar en ella alguna operación mágica, en todos los casos la mesa recoge heterogeneidades, da forma a relaciones múltiples. En su obra sobre las creencias y supersticiones de la mesa en la Roma antigua, Waldemar Deonna y Marcel Renard reconocen –hasta en numerosas supervivencias contemporáneas– ese respeto del troceamiento de las cosas, por ejemplo en las prácticas relacionadas con los restos de las comidas, donde «la mesa no debe permanecer completamente vacía»116.

Figs. 13-14 Altar chamánico de Puyuma (Taiwán, siglo XX) Hoja de banano, nueces talladas, perlas de terracota y piedra Según J. Cauquelin, «Steinund Nussaltar», Altäre. Kunst zum Niederknien, dir. J.-H. Martin, Düsseldorf, 2001, p. 159 Fig. 15 Mesa de altar de Agia Irini (Grecia, entre 700 y 475 a. C.) rodeada de estatuillas de terracota Según C. G. Yavis, Greek Altars. Origins and Typology, including the Minoan-Mycenaean Offertory Apparatus, Saint Louis (Missouri), 1949, fig. 64 42

112. Véanse H. Mischkowski, 1917. C. G. Yavis, 1949. D. H. Gill, 1965, pp. 265-269. C. Goudineau, 1967, pp. 77-134. 113. A. Ernoult y M. Meillet, 1932, p. 397. 114. Ch. Goudineau, 1967, pp. 85-119. 115. Plinio el Viejo, Historia natural, libro XXXVI, I, 1-4, pp. 48-49. Véanse R. H. Cohon, 1984. C. F. Moss, 1988. 116. W. Deonna y M. Renard, 1961, pp. 58-60. 117. Ibíd., pp. 107-108.

Durante la comida, los invitados arrojan al suelo lo que no se comen, siguiendo una usanza ampliamente extendida aún en los tiempos modernos; otros restos quedan sobre la mesa. Conservan, al igual que los restos de los sacrificios, el valor sacro de los alimentos, dones de los dioses a los hombres, su fuerza mística, pars pro toto. Al haber estado en contacto con quienes los comieron, impregnados de su personalidad, pueden ser utilizados contra ellos por magos, hechiceros, fuerzas demoníacas. No hay que tratarlos con desprecio, emplearlos mal, abandonarlos sin precaución, so pena de atraer el mal, sino tratarlos con respeto, evitar que caigan en malas manos. Podemos ponerlos fuera de uso, esconderlos, enterrarlos, quemarlos. Mas también podemos guardarlos, pues [como escribe Plutarco] es menester «dejar siempre algo del presente para el porvenir y… pensar hoy en mañana»117. Ese afán de exponer el desorden que exhiben los restos de una comida tiene su origen en numerosas creencias, ilustradas sobre todo por el precepto pitagórico según el cual estaba prohibido recoger lo que había caído al suelo, una manera, literalmente hablando, de respetar el síntoma. A los difuntos se atribuían los 43

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restos caídos de la mesa, los cuales, según expresión de Ateneo, «pertenecían a los muertos»118. En el libro XVIII de su Historia natural, Plinio el Viejo cuenta que se consideraba un pésimo augurio barrer el suelo al levantarse alguien de la mesa, y agrega que esa práctica se basaba en la creencia de que los dioses asistían a las comidas de los humanos, como por lo demás a todos sus actos cotidianos119. Como si, una vez más, se reviviera el poderoso vínculo de lo sideral con lo visceral por medio de los gestos fundamentales para la vida de los humanos.

definía Furetière en el siglo XVIII o «representación de un tema que el pintor encierra en un espacio adornado por lo común con un marco u orla», leemos en el siglo XVIII, en la Enciclopedia de Diderot y d’Alembert122. Pero más allá del sentido habitual del cuadro de pintura, en seguida apareció una acepción más general que suponía a la vez unidad visual e inmovilización temporal: «Cuadro, momento detenido de una escena que crea una unidad visual entre la disposición de los personajes en escena y el arreglo de los decorados, de manera que el conjunto dé la ilusión de formar un fresco», que denota perfectamente la expresión «cuadro viviente», cuya crucial apuesta estética conocemos, desde el siglo XV al XIX, tanto en lo que se refiere a la pintura como al teatro y, más tarde, la fotografía e incluso el cine123.

En 1833 fue descubierto en Roma, entre las puertas de San Sebastiano y de San Paolo, en la viña de Lupi, al pie del Aventino, un soberbio mosaico que data de la época de Adriano120 [fig. 16]. También él presenta un troceamiento, tanto en el material como en lo que figura. Sus dimensiones originales, alrededor de cuatro por cuatro metros, componían un extraordinario rompecabezas de aproximadamente doce millones de teselas, pequeños cubos de mármoles y vidrio fundido de colores, de una variedad y sutileza admirables. Lo que representa dicho mosaico no es menos pasmoso: huesos de pollos y conchas marinas, espinas de pescados y moluscos de todo género, cabeza de gallo y trozos de langostas, mondaduras de manzana y erizos de mar y sepias, conchas de caracoles y fresas y cerezas, racimos de uva y cáscaras de nuez, restos de limón y hoja de lechuga, por no hablar del ratoncillo que, en un rincón, saca buen provecho del respeto que manifiestan los humanos hacia el troceamiento de las cosas. Troceamiento aleatorio fijado desde entonces en el suelo de la villa romana por una composición titulada asarôtos oikos, «la habitación sin barrer»:

Mas la prestigiosa palabra cuadro, en francés* cuando menos, deriva directamente de un vocablo latino en extremo trivial, tabula, que significa tabla, simplemente. Una tabla para todo: para escribir, para contar, para jugar, para comer, para ordenar, para desordenar124. En la práctica del Atlas de Gerhard Richter, como antaño en las series de láminas grabadas en varios «estados» por Rembrandt, se trata sin duda de mesas más que de cuadros. Lo cual significa, ante todo, renunciar a cualquier unidad visual y a cualquier inmovilización temporal: espacios y tiempos heterogéneos no cesan de encontrarse, confrontarse, cruzarse o amalgamarse. El cuadro es una obra, un resultado donde todo está consumado; la mesa, un dispositivo donde todo podrá volver a empezar siempre. Un cuadro se cuelga de las paredes de un museo; una mesa se reutiliza sin fin para nuevos banquetes, nuevas configuraciones. Al igual que en el amor físico donde el deseo constantemente se renueva, se reactiva, constantemente hay que reponer la mesa. Nada en ella se fija de una vez para siempre, todo en ella está por rehacer –por placer renovado antes que por castigo sisífico–, por redescubrir, por reinventar.

Los pavimentos (pavimenta) nacieron en Grecia y su arte se perfeccionó como si fuera pintura […]. En ese género, la mayor celebridad la adquirió Sosos, que realizó en Pérgamo el pavimento que llamaron asaroton oecon, porque en él había representado los restos de la comida (purgamenta cenae) y todo aquello que de costumbre se barre, como si todo se hubiera dejado allí, y ello gracias a pequeños cubos pintados de colores variados121.

HETEROTOPÍAS, O LAS CARTOGRAFÍAS DEL EXTRAÑAMIENTO ¿Acaso todos esos ejemplos, de hígados de carnero o patas de pollo, no nos desplazan, por su trivialidad, a los antípodas de aquella idea del atlas que, al inicio de nuestro recorrido, situábamos en la perspectiva de un destino común al arte y al conocimiento? Tal es el precio que una arqueología exige a todo objeto histórico. Los Atlas de Marcel Broodthaers y de Gerhard Richter pertenecen, sin la menor duda, a lo que cabría llamar la «Historia», con mayúscula, del arte. No por ello será «historia», con minúscula, situar, en el horizonte de esas formas contemporáneas, el uso antiguo de la «habitación sin barrer» o de los restos de comida tapizando la mesa de un banquete romano. Precisamente para comprender mejor –arqueológica y no cronológicamente– a Rafael y a Rembrandt, Aby Warburg dispuso los extraños hígados de carnero mesopotámicos en el umbral de su propio Bilderatlas. Al igual que Rafael y Rembrandt, Gerhard Richter ha destacado en la forma cuadro, o sea, «imagen o representación de algo hecha por un pintor», como lo 44

122. A. Furetière, 1690, III, p. 1982. D. Diderot y J. d’Alembert, 1765, p. 804. 123. P. Imbs (dir.), 1971-1994, XV, pp. 1294-1295. B. Jooss, 1999. B. Vouilloux, 2002. 118. Ibíd., pp. 122-123. 119. Ibíd., pp.124-125. Véase Plinio el Viejo, Historia natural, libro XXVIII, II, 26-27, p. 27. 120. Véase B. Andreae, 2003 p. 46-51. 120 Plinio el Viejo, Historia natural, libro XXXVI, LX, 184, pp. 112-113. Véase W. Deonna y M. Renard, 1961, pp. 113-137.

*. Tableau [N. de la T.] 124. A. Ernout y A. Meillet, 1932, pp. 672-673. Véase A. de Ridder, 1904, pp. 1720-1726. 125. A. Furetière, 1690, III, p. 1981. 126. C. Lévi-Strauss, 1968, pp. 390-411. 127. Véase G. Didi-Huberman, 2002a, pp. 249-251.

Desde sus definiciones más instrumentales y meramente materiales –«Mesa, se dice de varias cosas que son planas»125– hasta la gran variedad de usos técnicos, domésticos, jurídicos, religiosos, lúdicos o científicos, la mesa se ofrece como campo operatorio de lo dispar y lo móvil, de lo heterogéneo y lo abierto. El punto de vista antropológico, tan del gusto de Warburg, presenta la considerable ventaja metodológica de no separar la trivial manipulación de los monstra (los hígados de carnero) y la sublime elaboración de los astra (los cuadros de Rafael), del mismo modo que Claude Lévi-Strauss se negará más tarde a separar los gestos comunes de los «modales en la mesa» y las aspiraciones a los más grandiosos «sistemas del mundo»126. Me parece significativo que Aby Warburg fracasara siempre que trató de fijar su pensamiento en cuadros «definitivos», que por lo general dejaba vacíos o incompletos127. El proyecto del Bilderatlas, debido a su dispositivo de mesa de montaje indefinidamente modificable –por medio de las pinzas móviles con las que colgaba sus imágenes y de la sucesión de tomas fotográficas con las que documentaba cada configuración obtenida–, le permitía reactivar, multiplicar, afinar o bifurcar de continuo sus intuiciones relativas a la gran sobredeterminación de las imágenes. El atlas Mnemosyne fue el aparato concreto de un pensamiento que el propio Warburg expresó, en 1927, al concluir un discurso pronunciado en la 45

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apertura del Instituto Alemán de Historia del Arte en Florencia: «si continua –coraggio– ¡ricomiciamo la lettura!»128. Como si «leer lo nunca escrito» exigiera la práctica de una lectura siempre renovada: la práctica de una incesante relectura del mundo. ¿Percibir las «relaciones íntimas y secretas de las cosas, las correspondencias y las analogías»? Ello no puede disociarse del perpetuo poner en juego que vemos, entre otros, en los paneles 50-51 del atlas Mnemosyne: sobre su negra «mesa de montaje» Warburg dispuso, junto a un célebre cuadro de Mantegna, reproducido a escala muy reducida, diferentes juegos de naipes reproducidos como dignos «cuadros» [fig. 17]. Vemos las Musas del Maestro de Tarot de Ferrara cerca del popular juego contemporáneo del Tarot de Marsella y sus conocidas figuras, el Mago, el Enamorado, la Rueda de la Fortuna… Volver a poner en juego: volver a barajar y a repartir las cartas –de historia del arte– en una mesa cualquiera. Y extraer de esa redistribución la facultad –que Baudelaire decía «cuasi divina», aunque ahora lo comprendo mejor, sin duda quería decir «cuasi adivina» o «cuasi adivinatoria»–, la facultad de releer los tiempos en la disparidad de las imágenes, en el troceamiento siempre renovado del mundo. Barajar y repartir las cartas, desmontar y remontar el orden de las imágenes en una mesa para crear configuraciones heurísticas «cuasi adivinas», esto es, capaces de entrever el trabajo del tiempo en el mundo visible: ésa sería la secuencia operatoria básica para las prácticas que llamamos aquí atlas. Hemos visto que Warburg construyó dicha práctica recurriendo explícitamente a la arqueología: los hígados adivinatorios etruscos, no lejos de las Lecciones de anatomía de Rembrandt, o bien los sarcófagos romanos, no lejos de La merienda campestre de Manet129. Ahora bien, las perspectivas «arqueológicas» abiertas desde entonces por Michel Foucault en el ámbito de la historia de las ciencias no dejan de estar en relación, a mi modo de ver, con esa redistribución operada por Aby Warburg en el ámbito de la historia del arte. En ambos casos salen malparadas las irrevocabilidades del valor (la «obra de arte» criticada por una imagen popular, un naipe o un sello postal, el «discurso de la ciencia» criticado por prácticas transversales, desviadoras, políticas), las distribuciones del tiempo (donde el punto de vista arqueológico desmonta las certezas cronológicas), y por último, las unidades de la representación (puesto que, en ambos casos, el «cuadro clásico» es lo que acabará trastocado hasta los cimientos). De esa connivencia podremos extraer, así lo espero, algunas enseñanzas básicas para una arqueología del saber visual. Sorprende que Michel Foucault «enmarcara» a menudo sus análisis epistemológicos con «imágenes» estratégicas tomadas de la historia de la pintura y la literatura. Así como la Historia de la locura comenzaba con Las regentas de Frans Hals, Las palabras y las cosas comienza con Las Meninas de Diego Velázquez: dos cuadros, dos maneras de significar –y proponer a la comprensión, al análisis– la fuerza de la representación en la «edad clásica», como gustaba decir Foucault130. Pero esa arqueología carece de sentido si no se definen las líneas de fracturas y las líneas de frente de un conflicto estructural del que emergerá una «modernidad» ejemplificada, no ya por cuadros monumentales que plasman la dignidad social de las guildas burguesas y las cortes 46

Fig. 16 Anónimo romano Habitación sin barrer, siglo II (detalle). Mosaico proveniente de la Vigna Lupi (Roma) Museo Lateranense, Vaticano Foto DR

128. A. Warburg, 1927b, p. 604. 129. Id., 1927-1929, pp. 100-101. 130. M. Foucault, 1961, p. 5. Id. 1966a, pp. 19-31.

Fig. 17 Aby Warburg Bilderatlas Mnemosyne, 1927-1929. Panel 50-51 Warburg Institute Archive, Londres Foto Warburg Institute 47

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reales, sino por series de imágenes violentas en las que Francisco de Goya explorará, en el siglo XIX, el ámbito del «hombre arrojado en la noche» a través de sus pequeñas composiciones sobre las cárceles y los manicomios, los grabados de los Disparates o las enigmáticas pinturas de la Quinta del sordo131.

arreglar sombra

Aunque Cervantes abre el capítulo de Las palabras y las cosas dedicado a la «representación clásica»132, será en otro autor hispánico –dentro de una constelación en la que surgen asimismo los nombres de Nietzsche, Mallarmé, Kafka, Bataille o Blanchot133– donde Foucault situará en adelante el «lugar de nacimiento» de su propia empresa arqueológica y crítica. Ese autor es Jorge Luis Borges: Este libro [Las palabras y las cosas] tuvo su lugar de nacimiento en un texto de Borges. En la risa que sacude, al leerlo, todo lo familiar al pensamiento –al nuestro: al que tiene nuestra edad y nuestra geografía–, que trastorna todas las superficies ordenadas y todos los planos que ajustan la abundancia de seres, que provoca una larga vacilación e inquietud en nuestra práctica milenaria de lo Mismo y lo Otro. Este texto cita «cierta enciclopedia china» donde está escrito que «los animales se dividen en a) pertenecientes al Emperador, b) embalsamados, c) amaestrados, d) lechones, e) sirenas, f) fabulosos, g) perros sueltos, h) incluidos en esta clasificación, i) que se agitan como locos, j) innumerables, k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, l) etcétera, m) que acaban de romper el jarrón, n) que de lejos parecen moscas»134. Las Meninas brindan a Foucault, unas páginas más allá, la ocasión de analizar la representación clásica focalizada en un cuadro de sujetos de la realeza retratados por Velázquez: un cuadro existente, majestuoso, complejo por sus sucesivos envites –el sujeto en el cuadro, los sujetos entre sí, el cuadro dentro del cuadro, el marco de la puerta, etc.– cada vez más concentrados. El Emporio celestial de conocimientos benévolos, título dado por Borges a una enciclopedia cuya existencia parece muy dudosa, provoca un género muy distinto de extrañamiento: más bien sería una tabla de materias equivalente a la del tratado hepatoscópico que he citado más arriba, con su frenesí semiótico y su vértigo no concéntrico, sino centrífugo.

Fig. 18 Katsushika Hokusai Manga, 1814 Grabado en madera, 29,5 x 21 cm. Biblioteca Nacional de Francia, París, (Res. Dd 654, vol. 7, fol. 28vº-29rº) Foto DR Fig. 19 Francisco de Goya Disparate femenino, ca. 1815-1824 Aguafuerte y aguatinta, 24 x 35 cm. Prueba de artista Museo Lázaro Galdiano, Madrid 48

131. Id., 1961, pp. 549-554. 132. Id., 1966a, pp. 60-64. 133. Ibíd., pp. 394-395. 134. Ibíd., p. 7 (citando a J. L. Borges, 1952, p. 747).

La «mesa de Borges» no juega en el marco de un solo cuadro que organizaría su cuadrícula e incluso su malicia perspectivistas. Evoca más bien las enormes compilaciones de dibujos chinos o de estampas japonesas (pienso, por ejemplo, en el insaciable Manga de Hokusai [fig. 18]), rompe los marcos o los compartimentos del espacio clasificatorio exigiendo que se abran regiones, ninguna de las cuales vendrá jamás determinada por la precedente: los «perros sueltos» ya se han evadido del cuadro, los «innumerables» siempre escaparán a nuestro recuento, los «que acaban de romper el jarrón» son inesperados e indiscernibles, los «etcétera» nunca podrán ser censados, mientras que los «que de lejos parecen moscas» se imponen de inmediato a nuestra imaginación por su fuerza de sugestión visual. Esa fuerza, como señala Michel Foucault desde el principio, no es sino un movimiento «que trastorna todas las superficies ordenadas y los planos que ajustan la abundancia de seres». Por una parte, arruina el cuadro o el sistema habitual de 49

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conocimientos, por otra, libera esa risa «que sacude todo lo familiar al pensamiento», esa enorme risa que no excluye malestar, repite Foucault varias veces135. ¿Por qué esa risa? Porque la estabilidad de las relaciones se hace añicos, porque la ley de gravedad queda patas arriba, abocada a lo burlesco: las cosas brotan, se elevan, se estrellan, se dispersan o aglutinan, como en una célebre imagen de los Disparates de Goya –y en el contrapunto que forma con todas las demás de la serie–, los hombres se ven a sí mismos transformados en peleles desarticulados, como escupidos al aire por la fuerza de una «superficie de tambaleo», una simple sábana sacudida por seis mujeres, oscura sábana que aún esconde en sus pliegues a un hombre tendido boca abajo y… un asno [fig. 19]. En uno y otro caso, una risa que nos sacude hasta el malestar, pues procede de un fondo tenebroso y de no saber.

distintas unas de otras, no se comunicaran desde el principio en una representación»140. Y así es como se habría construido en la época clásica, que es la «época de la representación» por antonomasia, un «gran cuadro irreprochable»141 dispuesto como soporte de exposición clasificatoria de las «comunicaciones», como afirma aquí Foucault, entre las palabras y las cosas142. Sabemos, empero, que todo el proyecto foucaultiano consiste asimismo en narrar el desmontaje de ese sistema en la época –calificada de «moderna»– en la que el punto de vista de la historia trocea dramáticamente esa magna visión intemporal y jerarquizada de las similitudes143. Existen, sin duda, «cuadros de historia», como se dice, y sin duda la istoria fue para Alberti la «gran obra» del cuadro, lo que lo hacía legible. Lo cierto es que a partir de Goya –y de Sade, según Foucault–, el gran «cuadro de las cosas» se verá irrevocablemente arruinado por la disparidad del devenir: «El campo epistemológico se trocea, o mejor, estalla en direcciones diferentes»144.

Pero ¿de qué malestar, de qué sacudida se trata? ¿Qué es lo que se encuentra amenazado en la dispar serie de Borges (como en la colección, a la vez cómica y amenazadora, de los Disparates de Goya)? Foucault pone buen cuidado en precisar: «Y no se trata de la extravagancia de encuentros insólitos. Sabemos lo desconcertante que puede ser la proximidad de los extremos, o simplemente la repentina vecindad de cosas sin relación»136. Lo dispar, lo heteróclito no se reduce a la «extravagancia» de un mero contraste: sugiere así Foucault que la pista de lo fantástico (a lo Roger Caillois) o de la ensoñación material (a lo Gaston Bachelard) no es ciertamente la mejor pista. Lo que nos sacude de risa, y sacude asimismo «todas las superficies ordenadas y los planos que ajustan la abundancia de seres», es precisamente que los planos de inteligibilidad se trocean hasta desmenuzarse. Lo que se derrumba, en la enciclopedia china o la «mesa de Borges», no es sino la coherencia y el propio soporte del cuadro clásico en cuanto superficie clasificatoria del pulular de los seres.

De ahí que la extraña «mesa de Borges» sea denominada con tanto acierto, en las primeras páginas de Las palabras y las cosas, un «atlas de lo imposible»145. De ahí que desencadene de inmediato la elaboración de un concepto que será crucial en todas las dimensiones del pensamiento de Foucault –desde la epistemología a la política pasando por la estética–, concepto adecuado para designar un campo operatorio que no sería justamente el del «cuadro» o del «lugar común»: el concepto de heterotopía que puede comprenderse sin dificultad a partir de las dispares invenciones goyescas o borgesianas. La heterotopía «sería el desorden que hace centellear los fragmentos de un gran número de órdenes posibles, en la dimensión, sin ley ni geometría, de lo heteróclito; y entiéndase esa palabra lo más cerca posible de su etimología: las cosas están “tendidas”, “puestas”, “dispuestas” en sitios hasta tal punto diferentes que resulta imposible encontrar para ellos un espacio de acogida, definir por debajo de unos y otros un lugar común»146.

En el intervalo entre los animales «que acaban de romper el jarrón» y los «que de lejos parecen moscas», lo que se agrieta, lo que se arruina es efectivamente «el espacio común de los encuentros», «el sitio mismo donde podrían ser vecinos», ese lugar común que habrá que denominar un cuadro, –«cuadro que permite al pensamiento operar en los seres una ordenación, un reparto en clases, un agrupamiento nominal mediante el cual se designan sus similitudes y diferencias»137. La empresa completa de Las palabras y las cosas fue resumida por su autor como una «historia de la semejanza», una «historia de lo Mismo»138, y en el cuadro, en efecto, es donde ambas hallan su forma «clásica» de exposición. Foucault procedió de manera dialéctica en ese empeño: comenzó por respetar y espabilar la noción académica de cuadro. Le restituyó su complejidad en cuanto «serie de series»139. Un cuadro como Las Meninas no es el lugar para una totalidad de lo único, como hubiesen deseado no sé qué estetas, sino más bien una totalidad de lo múltiple que en él se encuentra organizada de manera sinóptica bajo la autoridad de lo semejante.

Así como lo dispar o lo heteróclito se diferencian de la «extravagancia» o lo «incongruente», las heterotopías se diferencian de las utopías, las cuales, dice Foucault, «consuelan» –mientras que las heterotopías amenazan o inquietan–, una manera de sospechar algo que más tarde hizo patente Louis Marin en sus análisis de Tomás Moro, a saber, que los espacios utópicos no son sino un avatar peculiar del espacio representacional clásico147. «Las heterotopías inquietan, sin duda porque socavan secretamente el lenguaje, porque impiden nombrar esto y aquello, porque rompen los nombres comunes o los enmarañan, porque arruinan de antemano la “sintaxis” y no sólo la que construye las frases, –esa otra menos manifiesta que hace “mantenerse juntas” (al lado y en frente unas de otras) las palabras y las cosas»148. En 1982, Foucault considerará las heterotopías desde un punto de vista mucho más político: fue, sin embargo, para afirmar una vez más que «la libertad es una práctica» e incluso una técnica149… Tal y como fueron, a su escala, las opciones técnicas de Warburg para que pudiera funcionar libremente su atlas de imágenes, como una auténtica heterotopía de la historia del arte.

140. Id., 1966a, p. 142. 141. Ibíd., p. 173. 142. Ibíd., pp. 86-91. 143. Ibíd., pp. 229-233. 144. Ibíd., p. 357. 145. Ibíd., p. 9. 146. Ibíd., p. 9. 135. Ibíd., pp. 7, 9, 10.

Ahora bien, esa autoridad promueve una coherencia cultural que fija, justamente, la forma de las relaciones entre cosas vistas y palabras enunciadas: el cuadro sería un espacio para «la posibilidad de ver lo que podamos decir, pero que no podríamos decir más adelante ni ver a distancia si las cosas y las palabras, 50

136. Ibíd., p. 8. 137. Ibíd., pp. 8-9.

147. Ibíd., p. 9. Id., 1984, pp. 755-756. V. L. Marin, 1973, pp. 87-114.

138. Ibíd., p. 15.

148. M. Foucault, 1966a, p. 9, Véase id., 1966b, pp. 21-36.

139. Id., 1969a, p. 19.

149. Id., 1982, pp. 275 y 285.

En 1984, en un magnífico texto titulado «De los espacios otros», Foucault precisa más aún lo que entiende por «heterotopías»: espacios de crisis y desvío, ordenamientos concretos de lugares incompatibles y tiempos heterogéneos, dispositivos socialmente aislados pero fácilmente «penetrables» y, por último, máquinas 51

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concretas de imaginación que «crean un espacio de ilusión que denuncia como más ilusorio aún todo el espacio real, todos los emplazamientos en cuyo interior está compartimentada150 la vida humana». En esta perspectiva de descompartimentación –y pese a que en 1966 Foucault se niega todavía a efectuar una clara distinción entre «mesa» y «cuadro»–, ¿no será el atlas ese campo operatorio capaz de poner en práctica a nivel epistémico, estético, incluso político, «una especie de impugnación a la vez mítica y real del espacio en que vivimos», o sea, el espacio para «la mayor reserva de imaginación»151?

LEOPARDO, CIELO ESTRELLADO, VIRUELA, LO SALPICADO La «mesa de Borges», igual que la noción de heterotopía que la comenta, transforma el conocimiento en su soporte, en su exposición, su disposición y, por supuesto, su contenido. Se anticipa también a la idea de meseta que Gilles Deleuze y Félix Guattari convertirían pronto en elemento constitutivo de los «rizomas» del pensamiento inventivo, donde se forjan los verdaderos descubrimientos. Meseta: «toda multiplicidad conectable con otras mediante tallos subterráneos superficiales de manera que se forme y extienda un rizoma»152. Comprendemos así, ante los paneles móviles del atlas Mnemosyne, que las imágenes están consideradas en él menos como monumentos que como documentos, y menos fecundas como documentos que como mesetas conectadas entre sí por vías a la vez «superficiales» (visibles, históricas) y «subterráneas» (sintomales, arqueológicas). Todo en él responde a un principio de «cartografía abierta y conectable en todas las dimensiones, desmontable, invertible, susceptible de recibir constantes modificaciones»153. Lo que Deleuze y Guattari admiran en esas mismas páginas, a través del «método Deligny» –«trazar un mapa de los ademanes y los movimientos de un niño autista, combinar varios mapas para el mismo niño, para varios niños…»154 [fig. 20]– podemos reconocerlo, a nivel de las migraciones de culturas tanto en corta como larga duración, a través de ese «método Warburg» que aquí interrogamos, esa «historia de fantasmas para adultos» donde se levantaron múltiples mapas móviles de las emociones humanas, los gestos, los Pathosformeln155 [fig. 21]. Desde ese punto de vista, la «iconología de los intervalos» inventada por Aby Warburg mantiene con la historia del arte que la precede las mismas relaciones que la «ciencia nómada» –o «excéntrica», o «menor»– mantiene, en Mil mesetas, con la «ciencia real» o «ciencia de Estado»156. Constituye un saber «problemático» y no «axiomático», basado en un «modelo de devenir y de heterogeneidad que se opone a lo estable, lo eterno, lo idéntico, lo constante»157. Cuando Panofsky propone todavía una ciencia de lo compars en busca de la «forma invariable de las variables», Warburg propone ya esa ciencia de lo dispars que Deleuze y Guattari enfocan de manera dinámica: «No se trata ya exactamente de extraer constantes a partir de variables, sino de poner las propias variables en estado de variación continua»158. Ahora bien, mucho antes de reconocer en las heterotopías foucaultianas una fecundidad filosófica casi fraternalmente asumida159, Gilles Deleuze encontró, en 52

150. Id., 1984, p. 761. 151. Ibíd., pp. 756 y 762. 152. G. Deleuze y F. Guattari, 1980, p. 33. 153. Ibíd., p. 20. 154. Ibíd., pp. 22-23. 155. Véase G. Didi-Huberman, 2002a, pp. 115-270. 156. Véase G. Deleuze y F. Guattari, 1980, pp. 446-464. 157. Ibíd., pp. 447-448. 158. Ibíd., p. 458. 159. Véase G. Deleuze, 1986, pp. 101-130.

Fig. 20 Fernand Deligny Calco de Monoblet, 1976 Tinta china sobre calco, 36,6 x 49,7 cm. Archivos Jacques Allaires y Marie-Dominique Guibal Foto DR Fig. 21 Aby Warburg Esquema de una geografía «personal», 1928 Dibujo a lápiz, 31,8 x 20, 4 cm. The Warburg Institute, Londres Foto Warburg Institute 53

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Borges precisamente, con qué echar a reír al saber, esto es, con qué «sacudir todo lo familiar al pensamiento» o con qué «trastornar todas las superficies ordenadas y los planos que ajustan la abundancia de seres». El capítulo de «Lógica del sentido» acerca del «juego ideal», por ejemplo, comienza con un recuerdo de la «carrera del caucus» de Lewis Carroll, donde «se va uno cuando quiere y se para uno a su aire», así como la «lotería de Babilonia» de Borges, donde «el número de sorteos es infinito [de modo que] ninguna decisión es final»160. Tales paradojas no pueden ser pensadas en general sino «como sinsentido» y no obstante, afirma Deleuze, «precisamente: [son ellas] la realidad del pensamiento», son por consiguiente «el juego reservado para el pensamiento y el arte […], aquello por lo que pensamiento y arte son reales, y perturban la realidad, la moralidad y la economía del mundo»161.

mejor re-difractarse, re-trocearse hasta el infinito. En «El milagro secreto», por ejemplo, un hombre abre un «atlas inútil» entre los cuatrocientos mil tomos de la biblioteca del Clementinum, da por casualidad con un «vertiginoso» mapa de la India, sin pensarlo pone el dedo en «una de las letras más pequeñas» del mapa y luego, al mismo tiempo, experimenta la certeza de haber «encontrado a Dios» y despierta de un sueño ya en perdidos trozos168. Mas en cada fragmento, en cada parcela de materia o de lenguaje, desde la A del Aleph hasta la Z del Zahir, Borges hallará también el cristal de mundos desmontados y remontados hasta el infinito. El Zahir es esa absoluta rareza capaz de focalizar –incluso de portar, como los Justos de la tradición judía– el universo entero de la forma más disimulada posible, a la vez humilde y cambiante, a la vez común y pasajera: En Buenos Aires, el Zahir es una moneda común, de veinte centavos; marcas de navaja o de cortaplumas rayan las letras N T y el número dos; 1929 es la fecha grabada en el anverso. (En Guzerat, a fines del siglo XVIII, un tigre fue Zahir; en Java, un ciego de la mezquita de Surakarta, a quien lapidaron los fieles; en Persia, un astrolabio que Nadir Shah hizo arrojar al fondo del mar; en las prisiones de Mahdí, hacia 1892, una pequeña brújula que Rudolf Carl von Slatin tocó, envuelta en un jirón de turbante; en la aljama de Córdoba, según Zotenberg, una veta en el mármol de uno de los mil doscientos pilares; en la judería de Tetuán, el fondo de un pozo)169.

Acoplando las paradojas de Borges a la idea estoica de temporalidad, Deleuze logra que comprendamos algo esencial para la idea de atlas que intentamos construir aquí: lo que sucede en el espacio paradójico de las diferentes «mesas de Borges» sólo es posible porque un tiempo paradójico afecta a todos los acontecimientos que en él acaecen. Dicho tiempo no es ni lineal, ni continuo, ni infinito: sino «infinitamente subdivisible» y troceable, tiempo que no cesa de desmontarse y remontarse en sus condiciones más inmemoriales. Ese tiempo es el Aión estoico situado por Deleuze en oposición al Cronos mesurable: tiempo en «cuya superficie» –o «mesa»– los acontecimientos, dice, «constan como efectos»162. Así, «cada presente se divide en pasado y futuro, hasta el infinito», según un «laberinto» del que Borges inventaría muchas formas163, si bien es preciso recordar que, algunas décadas antes, Warburg y Benjamin habían aportado su formulación decisiva a través de expresiones como Vorgeschichte y Nachgeschichte, la «pre- y post-historia»164 contiguas a cada cosa del mundo. ¿Cómo extrañarse, en esas condiciones, de que Gilles Deleuze –siempre vía los estoicos– no separe los juegos con el sentido que encontramos por doquier en Borges o Lewis Carroll, de los juegos con el tiempo que suponen las más antiguas prácticas adivinatorias, «dividir el cielo en secciones y distribuir las líneas de los vuelos de las aves, seguir en el suelo la letra que traza el gruñido de un cerdo, sacar el hígado a la superficie y observar en él líneas y fisuras»165, esté exactamente allí donde Warburg marcó el comienzo de sus propias «mesas visuales» de la cultura occidental? Que el Aión surja en lo visible a través de un vuelo de golondrinas, un gruñido de cerdo o un hígado de carnero, nos da a entender de nuevo –recalca Deleuze– hasta qué punto los retos más profundos del destino del hombre tienen que ver con las carcajadas y, en general, con ese «arte de las superficies, las líneas y puntos singulares que aparecen» como cristales de sinsentido166. Como Warburg en su Bilderatlas y Benjamin cuando evoca el arte de «leer lo nunca escrito», Deleuze acabará hablando del juego con el Aión desde la óptica de un encuentro de espacios heterogéneos, por ejemplo «las dos tablas o series [del] cielo y [de] la tierra»167, de lo sideral y lo visceral, de los astra y los monstra.

En cuanto al Aleph, no es en definitiva sino una muy «pequeña esfera de colores tornasolados» y «diámetro de dos o tres centímetros»… mas donde convergen, paradójicamente «sin disminución de volumen», todas las cosas del mundo, entre ellas:

160. Id.,1969, pp. 74 y 77. 161. Ibíd., p. 76. 162. Ibíd., p. 77. 163. Ibíd., p. 78. 164. W. Benjamin, 1928a, p. 44.

El propio Borges es un maestro en el arte –a la vez superficial y profundo, humorístico y conmovedor– de inventar objetos que sean sendos juegos, sendas mesas donde la proliferación de espacios y tiempos se recogerá de pronto, aunque para 54

165. G. Deleuze, 1969, p. 168. 166. Ibíd., p. 168.

168. J. L. Borges, 1944, pp. 539-540.

167. Ibíd., p. 81.

169. Id.,1949, p. 623.

Cada cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo claramente la veía desde todos los puntos del universo. Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta años, vi en el zaguán de una casa en Fray Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, vi en Inverness a una mujer que no olvidaré, vi la violenta cabellera, el altivo cuerpo, vi un cáncer en el pecho, vi un círculo de tierra seca en una vereda, donde antes hubo un árbol, vi una quinta de Adrogué, un ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio, la de Philemon Holland, vi a un tiempo cada letra de cada página (de chico, yo solía maravillarme de que las letras de un volumen cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso de la noche), vi la noche y el día contemporáneo, vi un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala, vi mi dormitorio sin nadie, vi en un gabinete de Alkmaar un globo terráqueo entre dos espejos que lo multiplican sin fin, vi caballos de crin arremolinada, en una playa del mar Caspio en el alba, vi la delicada osatura de una mano, vi a los sobrevivientes de una batalla, enviando tarjetas postales, vi en un escaparate de Mirzapur 55

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una baraja española, vi las sombras oblicuas de unos helechos en el suelo de un invernáculo, vi tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la tierra, vi un astrolabio persa, vi en un cajón del escritorio (y la letra me hizo temblar) cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había dirigido a Carlos Argentino, vi un adorado monumento en la Chacarita, vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo, vi la circulación de mi oscura sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, […] vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré170.

igualar fondo por la zona más clara

Por muy extensa que sea la cita, no forma al fin y al cabo sino una sola frase, que nos obliga a ver en ella una sola lámina del que sería el «atlas de Borges», atlas formado a su vez por un número indefinido de «mesas» de ese género. Lo que cuenta en semejante enumeración de imágenes o de «cosas vistas» no es su intimación, su lista o inventario, sino las relaciones que tejen entre sí, desde el lejano «mar populoso» hasta el cercano cuerpo de una mujer amada, desde el impersonal «círculo de tierra seca en una vereda» hasta la íntima «circulación de mi sangre». Importa aquí «el rigor secreto» de las cosas caóticamente reunidas, como dirá Borges a propósito de Lewis Carroll171. Escribir –ya se trate de Ficciones o de crónicas, de poemas o de ensayos documentales– consistiría por lo tanto, desde esa perspectiva, en formar el atlas o la cartografía extraña de nuestras experiencias inconmensurables (algo muy distinto que efectuar el relato o el catálogo de nuestras experiencias conmensurables). En El Autor, por ejemplo, hay listas aleatorias de impresiones fugitivas o intentos de registrar los recuerdos heteróclitos que, con nuestra muerte, desaparecerán en la nada172. Pero también hay listas perfectamente rigurosas –aleatorias sólo en apariencia–, listas de cosas (Sachen) muy diferentes, aunque engendradas por una sola causa (Ursache), como cuando la realidad de la esclavitud justifica por sí sola una reunión de acontecimientos tan dispares como: «los blues de Handy, […] la grandeza mítica de Abraham Lincoln, los quinientos mil muertos de la guerra de Secesión, […], la admisión del verbo linchar en la treceava edición del diccionario de la Academia española», etc.173 Para Borges, un solo cúmulo de polvo en el fondo de una estantería da testimonio de la «historia universal»174, por eso hay que inventar constantemente, para el propio lenguaje, nuevas reglas operatorias destinadas a abrir las posibilidades de un conocimiento de las «relaciones íntimas y secretas» entre las cosas. Tal es la «enciclopedia china» evocada por Borges en su ensayo sobre «La lengua analítica de John Wilkins», sin que la erudita referencia a cierto «doctor Franz Kuhn» apacigüe la carcajada, ni el trastorno de las superficies, ni el malestar filosófico175. Tales serán la «máquina de pensar» de Raimundo Lulio –que evidentemente no hace sino disfuncionar–, el mundo hipermetafórico de los Kennigar, el sistema de numeración inventado por Funes –una palabra distinta para cada número–, el «laberinto de los impíos» según Aureliano de Aquilea, o bien la lengua extraordinaria de los Yahoos donde «la palabra nrz, por ejemplo, sugiere la dispersión o las manchas [y por tanto] puede significar el cielo estrellado, 56

170. Ibíd., pp. 662-663. 171. Id., 1975a, p. 335. 172. Id., 1960, pp. 5 y 18. 173. Id., 1935, p. 303. 174. Id., 1985, pp. 954-955. 175. Id., 1952, pp. 747-751. (Véase F. A. Khun, 1886)

Fig. 22 «El puñal de Pehuajó» Según Jorge Luis Borges, Atlas, Buenos Aires, 1984, p. 66 57

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un leopardo, una bandada de aves, la viruela, lo salpicado, el acto de desparramar o la fuga que sigue a la derrota»176. Diríase que Borges, al avanzar en edad, concentra gran parte de su energía, como hizo Aby Warburg a partir de su experiencia psicótica, en reconfigurar su propia experiencia poética mediante la forma de atlas que habrían podido titularse todos Mnemosyne. En 1960, compuso un pequeño «museo» de citas dispersas177. En 1975, estableció una colección de desastres, aunque reconocía el carácter inconmensurable –demasiado pequeños, demasiado grandes, demasiado dispares– de los «hechos memorables», por ejemplo ejercitándose en hacer el «inventario» de su desván178. En 1981, retorna, una vez más, a su amor irrazonable –y al uso heterodoxo– de las enciclopedias179. En 1984, dos años antes de morir, Borges publica por fin la obra titulada Atlas, libro «compuesto de imágenes y de palabras», de descubrimientos dispuestos según un orden «sabiamente caótico», donde las fotografías están colocadas solamente para los demás, puesto que ese atlas ilustrado era, después de todo, la obra de un hombre casi ciego180. Atlas de lo inconmensurable, como debe ser todo atlas verdadero, por cuanto sitúa con igual dignidad las imágenes visuales del mundo recorrido –un tótem indio, una torre de piedra, la plaza de San Marcos en Venecia, la ruina de un templo griego, un tigre vivo, un bizcocho que saborear, algunos rincones de Buenos Aires, el desierto en Egipto, una inscripción japonesa, un puñal antiguo con un cuchillo de cocina [fig. 22]– e imágenes de sueños que atormentaban sus noches, sueños de mujeres y de guerras, sueños de «mesas de pizarra» y de enciclopedias cuyos artículos tienen fin pero no principio181. Hallamos de nuevo aquí la esencial dialéctica del atlas, tal y como la caracterizó Walter Benjamin al hilo de sus textos sobre la memoria, la colección, el mundo de las imágenes: se trata de una práctica materialista, en el sentido de que deja a las cosas su anónima soberanía, su profusión, su irreductible singularidad182. Pero se trata, al mismo tiempo, de una actividad psíquica donde el inventario razonado abre paso a la asociación, la anamnesis, la memoria, la magia de un juego que tiene mucho que ver con la infancia y la imaginación183. La imaginación, una vez más: «reina de las facultades» según Baudelaire, la que «modifica a todas las demás», análisis y síntesis a la vez ya que es material, hasta no ver en el mundo más que «un inmenso almacén de observaciones», y poética puesto que «descompone toda la creación, y con los materiales acopiados y dispuestos según unas reglas que no pueden hallar su origen sino en lo más hondo del alma, crea un mundo nuevo»184. «Mundo nuevo» que el atlas transforma en cartografía paradójica y fecunda, una cartografía capaz de extrañarnos y de orientarnos, al mismo tiempo, en los espacios y los movimientos de la historia.

176. Id., 1936, pp. 385-400. Id., 1937, pp. 1106-1110. Id., 1944, pp. 515-517. Id., 1949, p. 583. Id., 1970, p. 252. 177. Id., 1960, pp. 57-59. 178. Id., 1975a, pp. 462-469. Id., 1975b, p. 485. Id., 1975c, pp. 563-564. 179. Id., 1981, pp. 790-791. 180. Id., 1984, p. 865. 181. Ibíd., pp. 863-920. 182. Véase W. Benjamin, 1937, pp. 224-225. 183. Id., 1932, pp. 181-182. Id., 1933-1935, pp. 27-135. 184. Ch. Baudelaire, 1859, pp. 621-622.

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II. ATLAS «Portar el mundo entero de los sufrimientos»

UN TITÁN DOBLEGADO POR EL PESO DEL MUNDO

En una versión anterior de esa lámina, la figura de Atlas se hallaba junto a la serie «informe» de los hígados adivinatorios, lo cual sugería una exégesis del binomio Atlas-Prometeo, los dos hermanos castigados por los dioses, a los que sin embargo tanto debe la humanidad… Sea como fuere, Atlas se presenta aquí con las facciones del célebre Atlas Farnesio del Museo Arqueológico de Nápoles: figura monumental de mármol descubierta y restaurada en el siglo xvi, esculpida entre el 50 y 25 a. C. aproximadamente, según un modelo griego al menos dos siglos anterior2. Aby Warburg lo convertirá en el ammonitore, podríamos decir, o figura emblemática, no sólo de la lámina en la que aparece, sino quizás de todo su atlas, según el doble aspecto que reviste la figura: un cuerpo doblegado por la carga, un espacio desplegado, esférico, legible, del cielo astrológico esculpido en bajorrelieve sobre la esfera romana, y reproducido en un grabado del siglo xviii que aclara perfectamente su profusión de motivos [fig. 24].

El atlas Mnemosyne fue, en manos de Aby Warburg, como un gran poema visual capaz de evocar o de invocar con imágenes, sin por ello empobrecerlas, las grandes hipótesis que proliferan en el resto de su obra: tanto en los artículos publicados, con sus laberínticas notas infrapaginales, como en los innumerables borradores manuscritos y, en general, en todas sus herramientas de trabajo, cajas de fichas, esquemas, fototeca, y hasta en la clasificación de su biblioteca. El atlas de imágenes fue así el obrador de un pensamiento siempre potencial –inagotable, poderoso e inconcluso– sobre las imágenes y sus destinos. No sólo anamnesia de los problemas iconológicos planteados por Warburg durante toda su vida, sino además matriz de cuestiones nuevas que cada afinidad de imágenes estaba –y continúa estando hoy, ante nuestros ojos, como en espera– llamada a suscitar, en cada lámina y de láminas en láminas. Sabemos asimismo que ese dispositivo abierto y fecundo no era, para Aby Warburg, sino la ansiosa y genial respuesta a una situación psíquica que lo mantuvo recluso y estéril entre las paredes del sanatorio de Kreuzlingen, de 1921 a 1924.

Atlas sería así la figura emblemática de una polaridad fundamental a través de la cual Warburg nunca dejó de pensar la historia de las civilizaciones mediterráneas: por un lado, la tragedia con la que toda cultura muestra sus propios monstruos (monstra); por el otro, el saber con el que toda cultura explica, redime o desbarata esos mismos monstruos en la esfera del pensamiento (astra). Recordemos que Atlas, hijo del Cielo y de la Tierra, estaba ya presente en el panteón de los fenicios3. No cabe duda, pues, de que pese al carácter «tardío» –o mejor, superviviente– de la escultura romana representada en la lámina, Warburg quiso subrayar el carácter «primitivo» tanto de su iconografía como de su significado4. Cualquiera que sea la genealogía mítica de Atlas –Jápeto y Clímene según Hesíodo, Éter y Gea según Higino, Urano y Clito según Diodoro de Sicilia5–, todos coinciden en hacer de él, junto a sus hermanos Epimeteo y Prometeo, tanto un ante-dios como un anti-dios.

El atlas de imágenes debe su nombre a un género epistémico atestiguado desde el Renacimiento, principalmente en el campo de la cartografía, muy en boga, a través del enciclopedismo de la Ilustración, en las ciencias de la cultura –arqueología, historia, antropología o psicología– a finales del siglo XIX. Mas, antes de reflexionar sobre una tradición que Warburg a la vez recuperó y deconstruyó, hemos de tener presente que la elección de tal palabra, en la mente de un historiador tan preocupado por la mitología y astrología antiguas, nada tenía, claro está, de fortuito. A semejanza del leitmotiv de Orfeo, personificación de la «tragedia de la cultura» según Warburg, el titán Atlas aparece como una figura al mismo tiempo mitológica y metodológica, alegórica y autobiográfica, del proyecto warburgiano en su totalidad. Y a imagen del titán Atlas es como el atlas de Warburg puede ya aparecérsenos: la respuesta libre y deflagradora –abierta y fecunda– a una situación de opresión cargante –cerrada y estéril– como era la suya desde el final de la Primera Guerra Mundial. El proyecto de Mnemosyne vendría a ser la respuesta de la gaya ciencia a una tragedia o punición del destino. En la lámina 2 del atlas warburgiano, justo después de la disposición visceralsideral de la lámina 1, es donde surge la figura de Atlas, en un contexto de representaciones cósmicas y escenas mitológicas proyectadas en el firmamento para que sea dado a las estrellas el prestigio de los nombres divinos1 [fig. 23]. 60

2. Véanse C. Riebesell, 1989, pp. 33-34. U. Korn, 1996, pp. 25-44. 3. Véase R. Dussaud, 1945, p. 358. 4. Para una interpretación diferente, véase P. Sloterdijkh, 1999, pp. 41-63. 5. Véase W. H. Roscher, 1884-1886, col. 704-711. P. Lavedan, 1931, pp. 141-142. 6. P. Grimal, 1951, p. 59. 1. A. Warburg, 1927-1929, pp. 16-17.

7. Véanse P. Lavedan, 1931, p. 952. J. Döring y O. Gigon, 1961.

Atlas pertenece, en efecto, a una generación anterior a la de los Olímpicos, generación de «seres monstruosos y desmedidos»6 que tomó la decisión de disputar a los dioses su poder sobre el mundo. Hesíodo nombró a doce titanes, como doce son los dioses del Olimpo: simetría, esto es, rivalidad. Los titanes se apoderan del mundo gracias a Cronos –¡el Tiempo sería un anti-dios!– y reinaron hasta que fue destronado por su hijo Zeus. Pero la guerra, la Titanomaquia, duró diez años, hasta que los Olímpicos acaban por precipitar a sus enemigos en el Tártaro7. No olvidemos que, en esa historia, los titanes serán asimismo castigados por querer dar a los hombres –una raza que ellos mismos formaron–, algo que los dioses deseaban guardar en privilegio: de ahí los suplicios concomitantes de Prometeo al Este (suplicio visceral) y de Atlas al Oeste 61

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(suplicio sideral). De ahí estas palabras de Prometeo en la epónima tragedia de Esquilo: […] bastante sufro (dustukhô) ya por la suerte de mi hermano Atlas, que de pie, a poniente, sostiene con sus hombros la columna que separa el cielo y la tierra, fardo penoso (akhthos ouk euagkalon) para los brazos que lo estrechan8. Este es Atlas, ser «sin medida», condenado a la inmovilidad supliciante de una labor que consiste en llevar a hombros el eje del mundo y toda la bóveda celeste. «Bajo una potente coerción, en los límites del mundo, frente a las Hespérides de sonoro canto, sostiene (ékhei) el vasto Cielo, en pie, con cabeza y brazos infatigables: es la suerte que le ha impartido el prudente Zeus», tal y como escribía Hesíodo en su Teogonía9. Al igual que escribirá después Ovidio en Las Metamorfosis: «He aquí a Atlas que sufre (laborat) y apenas puede sostener sobre sus hombros el eje del mundo»10. Pero ¿por qué se le castiga así? Higino responde que por haber «tratado de ascender al cielo» (in caelum ascendere), Atlas se halla justamente ahora –y hasta el fin de los tiempos– «sosteniendo el cielo»11 (caelum sustinere). Sin duda cabría observar, con Theodor Reik, que el mito debe aquí su forma a una estructura de culpabilidad12, siempre que se añada que esa culpabilidad supone una verdadera dialéctica del pathos y de la potencia: ¿acaso no padece Atlas un castigo que, bien mirado, no es sino la actualización de su fuerza titánica, esa que durante siglos le convierte en una personificación del pivote –eje y soporte– del mundo entero?13. Warburg, sabido es, fue un gran lector de Hermann Usener, que no por casualidad había dedicado, en su obra Los nombres de los dioses, un pasaje significativo al titán Atlas, «portador» o «soportador» del cosmos14. En griego, la palabra atlas se forma combinando la a prostética (es decir, elemento no etimológico que se añade al principio de una palabra sin modificar su sentido) con una forma del verbo tlaô, que significa «portar», «soportar». Tlas o atlas es, literalmente, el portante por antonomasia. Pero portar no es algo sencillo. Portar sólo es posible mediante el encuentro de dos vectores antagonistas, la pesadez por un lado, la fuerza muscular por el otro. Portar manifiesta, pues, la potencia del portador y, asimismo, el sufrimiento que aguanta bajo el peso que lleva. Portar es un acto de valor, de fuerza, y también de resignación, de fuerza oprimida: son los vencidos, los esclavos, los que más intensamente sienten el peso de lo que portan. Y eso es lo que de inmediato observamos en la figura del Atlas Farnesio dispuesto por Aby Warburg en el rincón superior derecho de su lámina de atlas [fig. 24]: la potencia del atleta va unida en la escultura al sufrimiento del guerrero vencido. En un dibujo del Codex Coburgensis que muestra el aspecto del Atlas Farnesio en el momento de su descubrimiento arqueológico –y al cual corresponde bien la descripción que daba Ulisse Aldrovandi en 155615–, esa doble condición aparece con una nitidez sobrecogedora [fig. 25]: el héroe mitológico ni siquiera tiene brazos para sostener el peso que aplasta sus hombros; su cabeza es miserable, está vacía y rota, al tiempo que la esfera emerge lujosa, plena y perfecta; sus piernas quebradas lo hunden un poco más en la tierra, que 62

8. Esquilo, Prometeo, 347-348, p. 173. 9. Hesíodo, Teogonía, 517-520, p. 50-51. Véase Apollodore, Bibl., I, 2, 2-3, p. 28. 10. Ovidio, Las metaformosis, II, 296-297, p. 47. 11. Higino, Fábulas, CL, p. 112.

Fig. 23 Aby Warburg Bilderatlas Mnemosyne, 1927-1929. Panel 2 Warburg Institute Archive, Londres Foto Warburg Institute

12. Véase T. Reik, 1957, pp. 40-79. 13. Véase É. Tièche, 1945, pp. 65-86. 14. H. Usener, 1896, pp. 39-40. Véase P. Chantraine, 1968, I, pp. 133-134. 15. U. Aldrovandi, 1556, p. 230-231.

Fig. 24 Aby Warburg Bilderatlas Mnemosyne, 1927-1929. Panel 2 (detalle) Warburg Institute Archive, Londres Foto Warburg Institute. 63

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junto con el cielo, forma su prisión inexorable, la condición de su propia inmovilidad para siempre. En el museo de Nápoles, por cierto, basta con rodear la figura restaurada en el siglo XVI para encontrarse ante una visión depurada, violenta, de esa conjunción del portante (el cuerpo) y del portado (el cielo): la gran esfera aplasta la espalda del titán y forma de este modo un trágico binomio con sus hombros, a la vez potentes y sufrientes [fig. 26]. Antes incluso –o mejor, más allá– de interesarse por la iconografía de las imágenes en las que trabajaba, Warburg procuraba captar en ellas lo que dio en llamar su dinamografía16, fundada a su vez en el juego permanente, jadeante deberíamos decir, de polaridades siempre en movimiento, siempre en conflicto o en transformaciones recíprocas. Una imagen interesante, a juicio de Warburg como lo es hoy al nuestro, es siempre una imagen dialéctica. La figura de Atlas debe considerarse desde el ángulo de las múltiples polaridades que deja surgir, y en primer término, en ese doble aspecto, visible en el Atlas Farnesio, de potencia y sufrimiento. En la gran fototeca de la Kulturwissenschaftliche Bibliothek Warburg que desarrolló Fritz Saxl, siguiendo las indicaciones de su maestro, hallamos numerosas representaciones de Atlas, entre ellas una serie completa documenta, por ejemplo, la gran polaridad mitológica de Atlas y de Hércules, que responde por otra parte a la propia historia de la colección Farnesio, dominada por esas dos monumentales obras maestras del arte antiguo que fueron el Atlas Farnesio y el Hércules Farnesio17.

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Fig. 25 Atlas (Farnese) porta la bola del mundo, del «Codex Coburgensis», mediados siglo XVI Dibujo en papel, 27,3 x 17 cm. Kunstsammlung der Veste, Coburgo Foto DR Fig. 26 Anónimo romano Atlas Farnesio, hacia 150 a.C. Mármol (rostro, brazos y piernas restaurados en el siglo XVI) (detalle). Museo Arqueológico Nacional, Nápoles Foto GD-H 64

16. Véase G. Didi-Huberman, 2002a, pp. 169-190. 17. Véanse E. La Rocca, 1989, pp. 43-65, C. Riesebell, 1989, p. 34. 18. Véase P. Falguières, 1988, pp. 215-233. 19. Véase E. Panofsky, 1930, pp. 49-193. 20. Citado por F. Bardon, 1974, p. 44. Véase A. W. Vetter, 2002. 21. Véase M. Rossi, 2000, pp. 91-120.

La colección cardenalicia –en la que Patricia Falguières ha reconocido un momento fundacional de la noción moderna de museo18– hacía visible, a través de la rivalidad simétrica entre Hércules y Atlas, dos imágenes posibles de la potencia, que podríamos denominar la vis activa por un lado (la potencia directamente eficaz de Hércules) y la vis contemplativa por el otro (la potencia inmóvil y dividida, la potencia patética y sin poder de Atlas). En su estudio clásico sobre la iconografía de Hércules, Erwin Panofsky descuidó la dimensión política de dicha polaridad, en beneficio de una alternativa más ética, la que situaría al personaje de Hércules ante el reto de elegir entre la voluptuosidad y la virtud19. Françoise Bardon, sin embargo, ha reconocido en la iconografía política del siglo XVI, en Francia, el eminente papel de esa doble imagen de la potencia: «Ambos [Atlas y Hércules] son los que de verdad portan el peso del mundo sobre los hombros»20. El papa Julio III y Felipe II de España recurrieron a la imagen de Atlas en el reverso de sus medallas, una forma de situar al titán en el centro de una reflexión sobre la potencia, en la medida en que puede diferenciarse del poder ejercido, y aun contradecirlo. No por casualidad las figuras de poder absoluto –sea el emperador, Cronos o Dios Padre– proceden con frecuencia a una inversión directa de la figura de Atlas, de modo que la esfera del mundo no pesa ya sobre los hombros del personaje alegórico, sino que yace humildemente bajo sus pies21. Al reunir en su biblioteca, en paralelo a las imágenes de la fototeca, una serie completa de estudios sobre el mito de Atlas y su iconografía22, Aby Warburg trata de observar experimentalmente la «dinamografía» de esa figura a través de contextos históricos e ideológicos diferentes. Porque soporta el mundo 65

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entero, Atlas es capaz de personificar el imperio de los hombres sobre el universo. Porque permanece inmovilizado bajo el peso de la bóveda celeste, es capaz asimismo de personificar la impotencia de los hombres frente al determinismo de los astros. Entre esos dos polos extremos, la historia de las imágenes ofrece un extraordinario abanico de versiones, bifurcaciones, inversiones, e incluso perversiones.

la tierra, el mar y todos los seres que los pueblan. Dos siglos después, Eudoxo de Cnido trasladó por primera vez el dibujo de las constelaciones a una esfera sólida, acompañada de instrucciones para su uso, o guía de lectura, de la que conservamos una traducción en verso realizada por Arato en el siglo siguiente, poema titulado Los Fenómenos, que obtuvo un éxito considerable durante toda la Antigüedad. Es probable que la esfera de Eudoxo, ideada para ser una herramienta de trabajo, llevara, prendidas en el lugar adecuado, sobre los personajes o animales que figuran las constelaciones, las estrellas correspondientes. […] Podemos hacernos una idea de cómo era la esfera de Eudoxo viendo la esfera celeste que Atlas lleva a cuestas, conservada en el museo de Nápoles»27.

Versiones cristológicas, por ejemplo, aparecen en el famoso San Cristóbal del museo de Basilea, donde el gigante lleva sobre los hombros, no sólo a Cristo niño, sino a toda la esfera celeste; también conocemos numerosos grabados religiosos de Jesús en los que lleva al mismo tiempo que su cruz (signo de humillación y de pasión), el globo cósmico sobre los hombros (signo de gloria y de potencia). El propio Warburg comentará una versión teratológica de Atlas al evocar la «figura de un hombre que padece el mal francés, dibujado por Durero para una xilografía destinada a acompañar una predicción médica de Usenius, fechada en 1496», en la que una esfera estelar corona la cabeza del desdichado sifilítico, un modo de indicar la influencia de los astros en nuestros sufrimientos terrestres23. Más tarde reinarán las variantes epistemológicas, como un grabado donde Rubens representa a la geometría con los rasgos de la figura titánica observando la sombra que proyecta su esfera, sin olvidar, por supuesto, la figura de frontispicio que abre el Atlas geográfico de Mercator, y asimismo numerosas obras donde el propio autor se halla representado con los rasgos «laboriosos» de Atlas.

Cabe añadir que la esfera celeste sobre los hombros brindó a Atlas la ocasión de un verdadero saber trágico, un saber por contacto y por dolor: cuanto él sabía del cosmos, lo extraía de su propia desdicha, de su propio castigo. Saber próximo, y por ello saber impuro: saber inquieto, e incluso «funesto», si tomamos al pie de la letra una expresión que utiliza Homero en la Odisea para calificar al titán Atlas: «un espíritu maligno», dice, empleando la fórmula oloophrôn (del adjetivo oloos, «funesto»), y que no obstante «conoce del mar entero los abismos y, por sí solo, vela por las altas columnas que guardan, apartado de la tierra, el cielo»28. Por su potencia corporal, pues, Atlas nos preservaría de que el cielo acabe estrellándose contra la tierra. Mas, por su potencia espiritual, Atlas es erudito en abismos y en grandes intervalos cósmicos: poseedor de un saber abisal tan inquietante como necesario, tan «funesto» como fundamental. Y, por ello mismo, saber proliferante: fue consagrado padre fundador de la astronomía, la astrología, la geografía, y también de la filosofía –según observa Diógenes Laercio al principio de sus Vidas29–, e igualmente de la construcción de barcos o del arte de navegar30. Virgilio relata que Atlas enseñó cítara y canto a Jopas, aunque puntualizando que «ese canto decía la luna errante, los eclipses del sol, el origen de los hombres y de los animales, la causa de las lluvias y de los relámpagos»31. Una manera de retornar a los fundamentos, esto es, al cielo y al saber sideral, como precisará Cicerón: «La tradición no haría de Atlas el pilar del cielo, no clavaría a Prometeo en el Cáucaso […] si no hubieran recibido ellos de la astronomía una ciencia maravillosa (caelestium divina cognitio) que simbolizaba su fábula mitológica»32.

Dentro de esta letanía iconográfica donde el modelo del Atlas griego da paso a un modelo romano24, y se desgranan luego los nombres de Francesco di Giorgio, Hans Holbein, Tintoretto, Baldassare Peruzzi o Taddeo Zuccari25, la cuestión del saber se superpondrá cada vez más claramente a la del castigo. Y es que el sufrimiento de portar se torna, en Atlas, potencia de conocer, potencia sin poder que le confiere el hecho de estar en contacto directo con la bóveda celeste y el movimiento de las estrellas. Como la esfera que soporta está grabada con notable precisión, el Atlas Farnesio ha sido comentado a menudo desde el ángulo de la astrología y la astronomía [figs. 24 y 26]: ya lo hacía Giovanni Battista Passeri en 1750 y lo hizo de nuevo Fritz Saxl en 1933, siguiendo los trabajos de Warburg, de Franz Boll y de Auguste Bouché-Leclerc sobre la astrología antigua y sus supervivencias26. Germaine Aujac ha sintetizado, más recientemente, el saber antiguo de que es portador el Atlas Farnesio, sin omitir señalar la extrañeza topológica de esa esfera celeste se diría que vuelta del revés como el dedo de un guante, ya que muestra el cielo como visto desde el exterior (y no visto desde la Tierra): «El concepto de esfera celeste, que nace muy pronto de la observación del movimiento circular de las estrellas, ha resultado uno de los más fecundos, tanto en el plano práctico, por el tratamiento geométrico que autoriza, como en el plano filosófico, por la visión del mundo que ofrece a la reflexión y a la meditación. Anaximandro de Mileto fue el primero, dicen, en “construir” una esfera en representación del cielo. Esfera llena o “sólida”, mostraba el cosmos desde fuera, desde el punto de vista del Creador podríamos decir. En el interior de esa masa compacta, podía imaginarse 66

27. G. Aujac, 1985, pp. 433-434. Véase Aratos, Los Fenómenos. 22. Véanse M. Raoul-Rochette, 1835. J. Wetter, 1858. M. Mayer, 1887. G. Thiele, 1898, pp. 17-56. 23. A. Warburg, 1920, p. 277. 24. Véanse J. Arce, L. J. Balmaseda, B. Griño y R. Olmos, 1986, pp. 2-16 (textos) y 6-13 (figuras).

28. Homero, Odisea, I, 52-54, p. 8. 29. Véase Diógenes Laercio, Vidas, I, 1, p. 66. 30. Véase Clemente de Alejandría, Stromata, XVI, 75, 2, p. 104. 31. Virgilio, Eneida, I, 740-744, p. 34.

25. Véanse F. Saxl, 1933, pp. 44-55. D. P. Snoep, 1967-1968, pp. 6-22.

32. Cicerón, Tusculanas, V, 3, 8, p. 109.

26. Véanse G. B. Passeri, 1750. A. Bouché-Leclerc, 1899, pp. 576-577. F. Boll, 1903. A. Warburg, 1926, pp. 559-565. F. Saxl, 1933, pp. 44-55.

33. Véase A. Warburg, 1927-1929, pp. 10-19. Véase W. Liebenwein, 1996, pp. 9-23. R. Stockhammer, 2005, pp. 341-361.

La cosmología antigua, tema principal de la lámina de atlas en la que aparece la figura del titán [fig. 23], sólo vale en opinión de Warburg por sus capacidades de migraciones espaciales y temporales, de persistencias y transformaciones mezcladas, en una palabra, de supervivencia (Nachleben). El momento en que Atlas entra en escena no sería comprensible sin las láminas precedentes y siguientes, dejando entrever, por un lado, las fuentes orientales de la cosmología griega (en las láminas 1 [fig. 3] y 3, por ejemplo), por otro, el destino occidental hasta Miguel Ángel y Kepler, e incluso hasta el siglo XX (láminas B [fig. 2] y C), de esas grandes concepciones cósmicas y esféricas de la Antigüedad33. La noción de esfera o domo celeste ha sobrevivido, en efecto, durante siglos, y la figura de Atlas aparece, entre otras, en una estructura a la vez homogénea y proliferante que va desde los demonios portadores del cielo, en Palmira, hasta las 67

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criaturas cariátides de las tumbas etruscas, o bien los gigantes pintados en ciertas bóvedas de Pompeya, e incluso en la cúpula este de San Marco, comentada precisamente por Karl Lehmann en términos de Nachleben de la Antigüedad34. Atlas aparece asimismo en un gran poema de setecientos tres hexámetros, compuesto en el siglo VI de nuestra era por Juan de Gaza y titulado Descripción de un cuadro cósmico: se trata de una representación astronómica que combina el simbolismo cristiano –en el centro de ese universo destacaba una cruz majestuosa– con la profusión de las figuras típicas de la astrología pagana35. Corresponderá a los historiadores del arte bizantino y medieval completar las hipótesis warburgianas sobre la pervivencia de la astrología antigua en tiempos del Renacimiento y la Reforma36: la «cruz cósmica» de Juan de Gaza se encuentra tanto en el Sinaí como en San Vital de Rávena37, mientras que el titán Atlas no ha perdido un ápice de su reputación de astrónomo en Adón de Viena, en la Edad Media, ni en Jacobo de Bérgamo, en pleno Renacimiento38.

transmutan en piedras (ossa lapis fiunt). Luego, su cuerpo agrandado en todos los sentidos (altus in omnes) cobra un inmenso desarrollo […] y el cielo con todos sus astros descansa por entero sobre él»40. La fototeca de la Kulturwissenschaftliche Bibliothek Warburg contiene varios testimonios iconográficos de ese episodio –un grabado de Cherubino Alberti basado en un dibujo de Polidoro da Caravaggio, imágenes de Antonio Tempesta o de Gillis Coignet– que Fritz Saxl no deja de mencionar en su estudio sobre Atlas41. Interesante resulta notar que, en las diferentes versiones escritas de ese episodio, la petrificación de Atlas no se reduce a un simple acto mortificante sino que da lugar, por el contrario, a la descripción de un territorio tan extraño y maravilloso como proliferante: La montaña de África fabulosa entre todas (fabulosissimun) [es] el Atlas. En medio de las arenas se eleva hacia el cielo, según cuentan, abrupta y rocosa del lado que mira hacia el litoral del océano al que ha dado su nombre, pero a la vez umbrosa y arbolada, regada por el brotar de los manantiales del lado que mira a África. Al abrigo de su frondosidad, todas las especies de frutos nacen allí tan abundantes que los deseos se ven colmados siempre (ut nunquam satius volptatibus desit). Ninguno de los habitantes es visible durante el día; el silencio universal (silere omnia) expresa un pavor distinto al de las soledades (alio quam solitunum horrore), un mudo temor religioso invade al alma al acercarse, a lo que se añade el pavor que inspira esa cumbre levantada sobre las nubes, y vecina de la órbita lunar (super nubila atque in vicina lunaris circuli). Pero la misma montaña, de noche, centellea con mil resplandores, se llena con los retozos jocosos de egipanes y sátiros, y retumba con el sonido de flautas y caramillo, el estruendo de panderetas y címbalos. Eso han relatado autores harto conocidos, aparte de los trabajos que cumplieron en estos lugares Hércules y Perseo. Respecto al espacio que nos separa del Atlas, resulta inmenso e incierto42 (spatium ad eum immensum incertumque).

DIOSES EN EL EXILIO Y SABERES EN ESPERA ¿En qué consiste el saber de Atlas? Se trata de un saber trágico, he dicho, un saber adquirido por el titán con el telón de fondo de un conflicto del que salió perdedor y de un castigo que deberá padecer, castigo compuesto al mismo tiempo de exilio –Zeus encadena a ambos hermanos, Atlas y Prometeo, a sendas extremidades del mundo para sendos suplicios dialécticamente dispuestos39, uno visceral (el hígado devorado), otro sideral (el cielo soportado)– y de sufrimiento padecido directamente en su potencia, en su propia capacidad sobrehumana para llevar completamente solo el ingente fardo del mundo. Cierto es que Atlas fue el único capaz de traer a Hércules (que engañosamente le prometía su liberación) las manzanas de oro del jardín de las Hespérides, pero esa cosecha milagrosa no fue sino un breve intervalo (a causa de otra trapacería de Hércules) en su vida de eterno prisionero, condenado al saber de las cosas extremas que su cuerpo sustentaba, los abismos del mar y las constelaciones del cielo. La famosa expresión de Esquilo, «saber por el sufrir» (pathei mathos), conviene a la perfección al titán Atlas. Conviene incluso –esa será, al menos, mi hipótesis– al erudito Warburg, inventor de un nuevo género de atlas. El exilio del titán constituyó su castigo eterno. En el castigo se encontraba negado, destruido, esclavizado. En la eternidad del castigo y en el saber resultante, se encontró sin embargo afirmado, conservado, engrandecido. Atlas se veía, valga decir, forzado al Nachleben: a la pervivencia y no a la pura y simple supervivencia (Überleben). En efecto, Atlas ha desaparecido realmente, hace mucho tiempo que nadie puede decir ya qué pinta tiene. Y es que se ha convertido entretanto en una cosa, varias cosas, un nombre común, nuestro bien común. Cuentan que Perseo fue a visitarle un día, pero Atlas le negó la hospitalidad, temeroso de que las manzanas de oro del jardín de las Hespérides fuesen robadas. Entonces, Perseo «le presentó por la izquierda la faz horrenda de Medusa. De cuerpo entero (quantus erat: en todo su ser), Atlas se ve transformado en montaña (mons factus Atlas); su barba y sus cabellos se tornan bosques, sus hombros y sus brazos colinas; lo que fue su cabeza se alza en la cumbre de la montaña; sus huesos se 68

34. Véase K. Lehmann, 1945, pp. 1-27. 35. Véanse P. Friedländer, 1912, pp. 135-164 (Atlas citado en los versos 96-125) y 174-176. G. Krahmer, 1920, pp. 25-26. C. Cupane, 1979, pp. 195-207. L. Renault, 1999, pp. 211-220. 36. Véase A. Warburg, 1912, pp. 197-220. Id., 1920, pp. 245-294. 37. Véase H. Maguire, 1987, pp. 17 y 78. 38. Véase J. Seznec, 1940, pp. 20 y 25. 39. Véase J. Ramin, pp. 51, 85-90 y 115-119.

40. Ovidio, Las metamorfosis, I, 655-662, pp. 117-118. 41. Véase F. Saxl, 1933, p. 45. 42. Plinio el Viejo, Historia Natural, V, 6-7, p. 48 (y, en general, V, 6-16, pp. 48-53). Véanse Heródoto, Historia, IV, 184, p. 190. J. Ramin, 1979, pp. 27-39. 43. Véase P. Plagnieux, 2003, pp. 122-123. 44. Véanse É. Durkheim y M. Mauss, 1903, pp. 13-89. C. Lévi-Strauss, 1962, pp. 48-143.

Tal sería la gran lección de este mito: un castigo transformado en saber inmenso, un exilio transformado en territorio de abundancia, y aun de placeres dionisiacos. Atlas, guerrero vencido, obligado a inmovilizar su potencia, héroe desdichado y oprimido por el peso de su pena, acaba siendo algo inmenso y moviente, fecundo y rico en enseñanzas. En adelante, dará su nombre a una montaña (el Atlas), a un océano (el Atlántico), a un mundo submarino (la Atlántida), a toda suerte de estatuas monumentales destinadas a sustentar nuestros palacios (los atlantes)43, y pronto a una forma de saber que plasma en imágenes la dispersión –y la secreta coherencia– de nuestro mundo todo. De nuevo comprobamos aquí la pertinencia de las nociones aportadas por Émile Durkheim y Marcel Mauss, por Claude Lévi-Strauss después, sobre la fecundidad epistémica de los mitos, su notable función heurística y clasificatoria44. Corresponderá, no obstante, a poetas y artistas –incluso a filósofos e historiadores del arte– no aplastar jamás al mito en la simple obsolescencia, y recíprocamente, no olvidar jamás, en las pervivencias del mito refigurado, el simple pathos que acompañó su sobresalto original. No lejos del Atlas Farnesio se hallaba, en la colección del cardenal Alejandro –y hoy en las mismas salas del museo 69

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arqueológico de Nápoles–, una estatua de Bárbaro arrodillado, recuerdo del gesto fundamental de Atlas en cuanto extranjero (ni dios ni hombre) y en cuanto vencido portando el peso de su derrota. El trágico binomio del hombro potentesufriente y de su carga demasiado pesada [fig. 26], subsiste en el repertorio poético, pictórico, incluso musical, de las «fórmulas de pathos» (Pathosformeln) que Aby Warburg descubre en la historia de las artes, desde el Renacimiento hasta el siglo XX, con el telón de fondo de esa «pervivencia de la Antigüedad» que confirma una vez más cuán resistente es (aunque habría que decir más bien: moviente y fluida así como petrificada). Me parece que el Atlas Farnesio –recordemos que Peter Sloterdijk ve las cosas de otra manera45–, no olvida su propio dolor originario: se ve al titán con ambas rodillas dobladas, como si fuera a derrumbarse. Está claro, en todo caso, que lucha contra su propio hundimiento o agotamiento, con un gesto que retoma fórmulas ya visibles en la pintura de vasos griegos, donde a veces ambas rodillas del coloso están dobladas de modo ostensible46. A pesar de una restauración relativamente convencional, la estatua romana adquiere una visibilidad nueva si la volvemos a situar en el contexto del manierismo romano y de aquella figura sforzata que, en el siglo XVI, funcionaba aún como la imagen dialéctica por antonomasia de la relación entre potencia y sufrimiento, fuerza irresistible y peligro de derrumbamiento. Pensamos desde luego en las figuras pintadas por Miguel Ángel para representar a los ángeles que llevan la gran cruz, o mejor aún, la columna de la flagelación47. Pensamos sobre todo en la extraordinaria serie esculpida de los Esclavos, que podrían verse como sendas variaciones del cuerpo trágico del titán, hasta el punto de que una de ellas será tradicionalmente apodada Atlas48 [fig. 27]. Con independencia incluso de las dimensiones que pueden alcanzar las imágenes de esa amplia serie iconográfica –obsidionales como en la Sala dei Giganti de Mantua o reducidas a objeto de orfebrería como en las figuras de Atlas realizadas por Abraham Gessner49–, lo que me sorprende es que el gesto fundamental de sostener ha de entenderse a la vez en el sentido de peso soportado y de combate librado (como se habla de «sostener una lucha»). Ahora bien, no se trata aquí de un combate cara a cara: no es una reyerta a cielo abierto, sino un combate inmovilizado por verticalización, un «combate a cielo cubierto», se diría. Constituye una lucha con algo que pesa y sobresale por encima de él, y adopta por ello todas las trazas del fatum, del destino, sobre los hombros del cual deberá entonces, literalmente, combatir con el tiempo, padecer sus embates incesantes. Winnicott explica muy bien cómo el peligro de caer linda con el de despersonalizarse y volver por ello a una desgracia que adviene desde la noche de los tiempos. «El temor al derrumbamiento es temor a un derrumbamiento ya padecido», pero que falta al sujeto para incluirlo en su historia50. Una manera de decir que la «fórmula de pathos», en la figura de Atlas, atañe sin duda a la inmovilización –y también a la repetición indefinida, la eternización inconsciente– de un conflicto, su forma superviviente expuesta en todo momento al peligro de derrumbamiento. En la poética general de Aby Warburg, la figura de Atlas acaso ocupe, a su manera, una posición simétrica a la de la Ninfa51. Todo cuanto la Ninfa warburgiana –por ejemplo la bella sirvienta de Ghirlandaio en los frescos de Santa Maria 70

45. Véase P. Sloterdijk, 1999, pp. 41-63. 46. Véase J. Arce, L. J. Balmaseda, B. Griño y R. Olmos, 1986, p. 6 (y fig. 13). 47. Véase G. Colalucci, F. Mancinelli y L. Partridge, 1987, pp. 37-56. 48. Véase V. M. Cole, 2001, pp. 520-551. 49.Véase E. von Philippovich, 1958, pp. 85-88. 50. Véase W. Winnicott, 1974, pp. 38-40. 51. Véase G. Didi-Huberman, 2002a, pp. 249-306 y 335-362. Id., 2002b, pp. 7-24 y 127-141.

Fig. 27 Miguel Ángel Esclavo apodado Atlas, 1519-1536. Mármol Galería de la Academia, Florencia Foto GD-H 71

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Novella de Florencia, que Warbug dispone en una lámina de su atlas dentro de una serie que llega a incluir una fotografía de campesina italiana en el pueblo de Settignano52 [fig. 28]– transporta con generosidad sobre la cabeza como una antigua diosa de la Victoria, Atlas, en cambio, lo llevará a solas, casi sin fuerzas. Todo aquello que aparece como ofrenda erótica y como gracia (aun cruel) sobre la cabeza de la Ninfa, aparecerá como destino trágico y como sufrimiento sobre los hombros de Atlas. Ninfa y Atlas vendrían a ser dos figuras antitéticas –ambas necesarias, una exagerándose en la exhibición histérica, otro derrumbándose en la postración melancólica– de la Pathosformel y del Nachleben según Warburg. Que existen gestos humanos capaces de sobrevivir desde la Antigüedad griega u oriental hasta las actitudes, captadas por el aparato fotográfico del propio Warburg, de una campesina italiana del siglo XIX o comienzos del XX, es lo que pretende mostrarnos el atlas Mnemosyne en toda su extensión (o mejor, diría yo, en todo su «rizoma» de imágenes). No cabe duda, por consiguiente, que el «temor al derrumbamiento» sobrevive en nuestra historia cultural como contrasujeto de todo gesto y potencia (la lámina 56 de Mnemosyne versa sobre ello). Si Aby Warburg integró, por ejemplo, en su biblioteca varias ediciones críticas de las obras de Friedrich Hölderlin –acompañadas de un estudio sobre el trágico enloquecimiento del poeta53–, es porque se proponía volver a situar su poesía en el contexto de las modernas supervivencias de la Antigüedad. Entre 1801 y 1803, Hölderlin había bosquejado precisamente un himno consagrado a los titanes: «Están todavía / Libres de cadenas. Lo divino no afecta a los que no toman parte»54. No por casualidad, en los mismos años, conjugaba en el esbozo de su poema Mnemosyne el temor al derrumbamiento con la paciencia o el pathos de la verdad: Un signo somos, carente de sentido, no sentimos dolor y casi hemos perdido la lengua en el extranjero… […] Sí, los mortales más bien (die Sterblichen) descienden hasta el borde del abismo (an den Abgrund). Por eso se vuelve el eco con ellos. Largo es el tiempo, pero sucede lo verdadero55.

Fig. 28 Aby Warburg Bilderatlas Mnemosyne, 1927-1929. Panel 46 (detalle) Warburg Institute Archive, Londres Foto Warburg Institute 72

52 A. Warburg, 1927-1929, p. 85. Véase también pp. 87, 99 y 103. 53. Véase E. Trummler, 1921. 54. F. Hölderlin, 1801-1803, p. 892. 55. Id., 1803, pp. 879 y 1221. 56. Véase J.-C. Bailly, 1991, pp. 139-170. 57. Véase G. Leopardi, 1817.

Así como el titán Atlas se mantuvo al borde del desmoronamiento entre cielo y tierra, así los «mortales» de Hölderlin permanecen inmóviles –o temblorosos– «al borde del abismo». Que el proyecto de himno a los titanes quedara inacabado, proporciona quizás una indicación sobre el movimiento que Jean-Christophe Bailly caracteriza con acierto como «el fin del himno», precisamente a través de las obras de Hölderlin, Büchner, Kleist, Baudelaire o Leopardi56. Pero «el fin del himno» no significa su olvido ni su obsolescencia: más bien sería una declinación reminiscente –por emplear una noción cercana a lo que Walter Benjamin describe a propósito del aura– o bien un saber en espera, otro modo de llamar el Nachleben. Aby Warburg tal vez ignoraba (o así lo deduzco del índice de sus obras y del catálogo de su biblioteca) que Giacomo Leopardi había traducido y extensamente comentado, en 1817, la Titanomaquia de Hesíodo57. Pero nada ignoraba –incluso resulta algo fundamental para toda su concepción del Nachleben58– de Los dioses en el exilio de Heinrich Heine, texto magnífico, escrito 73

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en 1853, donde el destino que imponen los titanes a los dioses, y luego los dioses a los titanes, continúa en destino que los hombres imponen a titanes y dioses reunidos:

¡Ah, tan desdichado Atlas (ich unglückselger Atlas) soy! El mundo todo de los sufrimientos porto (die ganze Welt der Schmerzen muss ich tragen), Porto lo insoportable (ich trage Unerträgliches) Y el corazón (Herz) en mi pecho se rompe.

[…] en el momento de la victoria definitiva del cristianismo, es decir en los siglos III y IV, los antiguos dioses paganos se toparon con los aprietos y las necesidades que ya habían padecido en tiempos primitivos, es decir, en la época revolucionaria en que los Titanes, forzando las puertas del Tártaro, apilaron Pelión sobre Ossa y escalaron el Olimpo. Obligados se vieron a huir de forma ignominiosa, aquellos pobres dioses y diosas, con toda su corte, y vinieron a ocultarse entre nosotros sobre la tierra, bajo toda suerte de disfraces59.

Orgulloso corazón (du stolzes Herz), ¡tú lo has querido! Querías ser feliz, infinitamente feliz (unendlich glücklich), O infinitamente desdichado (oder unendlich elend), orgulloso corazón, ¡Y ahora eres desdichado (und jetzo bist du elend)!62 El poema casi se asemeja, por su simplicidad, a una letra andaluza. Pues algo muy simple –si bien conflictivo, dividido, dramático– es lo que en él se dice: el ademán de portar lo insoportable, de llevar el mundo todo como un mundo de infinitos sufrimientos. Esto es, sufrir al mismo tiempo por el mundo y por sí mismo, lejos de aquel orgullo o amor propio que otrora buscara una dicha sin fin. Sabido es que tan pronto como apareció el Buch der Lieder, el compositor Franz Schubert decidió poner música al lamento de Atlas. Era en 1828, el mismo año de su muerte (tenía treinta y un años), cuando llegaría a escribir: «Me siento tan abatido que tengo la impresión de que la cama va a ceder bajo mi peso»63. Al mismo tiempo, Schubert asegura a su amigo Eduard von Bauernfeld que a pesar del sufrimiento –o a causa de él–, «armonías y ritmos completamente nuevos daban vueltas en su cabeza», los cuales por desgracia, «desaparecieron en el sueño y la muerte»64.

Un giro fundamental se refleja en este texto: Heine, a la inversa de un Winckelmann, por ejemplo, teoriza abiertamente el ocaso de la Antigüedad pagana, sin necesidad de convertirla en ideal, tanto si se considera éste como un objeto definitivamente perdido (vertiente depresiva) o bien como el canon estético, incluso el imperativo categórico, de una imitación de escuela (vertiente maníaca). Los dioses paganos se hallan en el exilio, reconozcámoslo sin echarnos a temblar. Pero reconozcamos asimismo su manera tan poco académica de sobrevivir pese a todo: sobreviven disfrazados, lo cual brinda a Heine la ocasión de describir con humor –esa sabiduría, esa alegría por encima de toda tragedia unilateral– el proceso mismo de su reaparición travestida, el «tropel de espectros juerguistas», la «orgía póstuma» de «fantasmas jocosos» que se divierten con el anacronismo muy poco clásico o neoclásico de una «polka del paganismo» o un «cancán de la Antigüedad»60.

Pero entre agosto y octubre de 1828, Schubert tuvo tiempo de componer su admirable lied. Después de su muerte fue publicado por Tobias Haslinger, sin número de opus, en una colección titulada Schwanengesang (El canto del cisne), que comprende no menos de siete poemas de Heine con música del gran compositor65. En su excelente libro sobre Schubert, Rémy Stricker escribe que ese último grupo de lieder expresa «una extraña alianza de pasividad y de agresividad»66, en la que podríamos comprender el gesto fundamental de Atlas, guerrero vencido, ser de potencia transformada en sufrimiento. Schubert se interesó sin duda por el efecto inexorable de esa transformación, ya que hace que se repitan –algo que Schumann no osará jamás en sus propios lieder– las palabras del poema de Heine.

Tal humor no es nada frívolo, ni cínico. Considero que significa, por el contrario, tomar en serio el carácter de inquietante extrañeza que en lo sucesivo entrañará toda aparición reminiscente de esa Antigüedad en espera, a la vez presente y espectral, surgiente e ilegible –sintomal, en una palabra, de algo en lo que Sigmund Freud reconocería un deseo reprimido. En el contexto de su análisis del Unheimliche, por cierto, Freud se refiere a su vez a los dioses en el exilio de Heine, cuyo carácter grotesco creaba malestar, cuando no angustia: «El carácter de inquietante extrañeza no puede obedecer sino a que el doble es una formación perteneciente a los superados tiempos originarios de la vida psíquica, que revestía entonces, por lo demás, un sentido más amable. El doble ha pasado a ser una imagen de espanto, del mismo modo que los dioses se vuelven demonios una vez que su religión se ha derrumbado (Heine, Los dioses en el exilio)»61. Resulta que en su Buch der Lieder, publicado en 1827, Heinrich Heine escenifica justamente una breve prosopopeya de Atlas, una suerte de lamentación de sí mismo por el propio titán –eco, tal vez, del Prometeo de Goethe–, cuando el peso del mundo doblega su cuerpo dolorido. La inquietante extrañeza no obedece en el poema a algún «accesorio» espectral, pues no se describe al personaje. Sino más bien a una letanía patética cuya función, al parecer, será extender o eternizar el peso de un sufrimiento –«mundo» y «sufrimiento» vienen a ser aquí una sola y misma pesada cosa– expresado en el ritmo de palabras tales como Herz y Schmerzen, glücklich y unendlich, unglückselger y Unerträgliches: 74

62. H. Heine, 1827, XXIV, p. 120. 63. Citado por W. Reich, 1971, p. 175. 64. Ibíd., p. 176. 58. Véase S. Weigel, 2000, pp. 65-103. 59. H. Heine, 1853, p. 400.

65. Véase B. Massin, 1977, pp. 1225-1259.

60. Ibíd., p. 405.

66. R. Stricker, 1997, p. 305.

61. S. Freud, 1919, pp. 238-239.

67. D. Fischer-Dieskau, 1971, p. 372.

Antes de que el barítono Thomas Quasthoff ofreciera su admirable versión, Dietrich Fischer-Dieskau cantó y comentó espléndidamente Der Atlas, evocando en estos términos el «trabajo de lo negativo»: «El tema inicial de Der Atlas es de naturaleza sinfónica, trágica y grandiosa. Se presenta como gimiendo bajo el peso, con el paso cansino. La repetición de la segunda estrofa, obra de Schubert, conduce dentro de la sobrecarga de dolor al triunfo de la automortificación. El tono de rebeldía y desafío, la tensión del recitativo, los recuerdos de orgullo en la parte central, el triunfo de lo negativo del final»67, todo ello concurre a hacer de ese canto algo semejante a una grandeza bajo coerción. La partitura, en sol menor a un ritmo de 3/4, lleva la indicación Etwas geschwind, que corresponde a poco allegro. Brigitte Massin realizó un análisis del pequeño drama musical casi inmóvil, donde el tema se canta en un registro grave, violentamente marcado por 75

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los bajos, y cuyos «sobresaltos», como ella escribe, acaban siempre en una «caída catastrófica» –sobre todo al pronunciar la palabra elend, «desdichado»– y cerrando toda perspectiva, por ejemplo en la segunda estrofa, cuando Schubert retoma los dos primeros versos del poema mientras que la armonía «recae en sol menor»; el último «sobresalto» alcanza la cumbre en la menor –un fortissimo «subrayado con una disonancia», de modo que la «recaída no resulta por ello sino más pesada»68. Es entonces, como escribe Rémy Stricker, cuando la caída «culmina»69 en el punto de su mayor intensidad, es decir, de su paradoja.

Nadie mejor que Nietzsche para pensar esa relación paradójica, metamorfosis múltiple de sufrimientos y saberes, de labores y juegos. Sabemos que Aby Warburg bebió ampliamente en El nacimiento de la tragedia, incluso en La genealogía de la moral y la segunda Inactual, para teorizar la primacía de lo dionisiaco, la «tragedia de la cultura», la estética de la intensidad, las supervivencias del paganismo, las fracturas en la historia, las inactualidades fecundas o los contratiempos decisivos, la plasticidad del devenir, los conflictos inapaciguables de los que el arte sería la turbulencia central74. Pero es en La gaya ciencia donde Nietzsche expone ese vuelco de valores capaz de encauzar el saber en espera por las vías de un libre juego del saber que no olvide, empero, la tensión trágica de su propio origen.

Todas esas opciones de composición construyen una notable legibilidad del contenido poético, estilístico, filosófico, incluso político –según Frieder Reininghaus70– del poema de Heine. Cuando Schubert trabaja los textos de Heine para la serie de lieder de El canto del cisne, apunta André Coeuroy, «el acompañamiento se torna más complejo y apretado. La línea vocal suele fragmentarse; ya no posee continuamente el largo y flexible desarrollo melódico, a veces casi demasiado melodioso, de los lieder precedentes. Inconscientemente sin duda, tiende hacia una suerte de recitativo. […] Diríase que Schubert, sensible a la novedad lírica de esos textos de un joven poeta aún desconocido, pero que imponía su personalidad, en lugar de tratar de ilustrar poemas y transponerlos a sonidos, desea dejar intacta toda su musical poesía»71. La simplicidad de escucha que autoriza el lied Der Atlas parece acordar las soluciones de Schubert con los posicionamientos innovadores de Heine sobre el peculiar lirismo de las formas populares –en los antípodas del neoclasicismo– como depositarias de un verdadero saber en espera del sufrimiento72. Como los «espectros juerguistas» de Los dioses en el exilio, dicho saber encontrará su forma musical en aquello que Jacques Drillon señala en Schubert como sendas «verdades fragmentarias» que, a semejanza de los trozos de estatuas antiguas en un campo de ruinas, vacilan indefinidamente entre lo «estable» y lo «derrumbado»73.

Como resulta habitual en Nietzsche, todo proviene de un acceso de ira, una rebeldía, de una violenta constatación crítica: la emprende con el dios judeocristiano, como Atlas otrora la emprendiera con los dioses del Olimpo. Y como Atlas, en cierto sentido, lo pagará al precio más alto: el derrumbamiento de su propio pensamiento en la locura. La emprende asimismo con los humanos, sus contemporáneos: «Nosotros, los europeos, nos encontramos ante la visión de un enorme conjunto en ruinas, donde todavía algunas cosas se elevan hacia lo alto, donde otras muchas subsisten carcomidas y con aspecto inquietante, pero donde la mayor parte, ya derrumbada, yace en el suelo»75. La emprende con la ciencia tal y como la gobiernan demasiadas «cabezas esquemáticas» guiadas por una obtusa «creencia en la demostración»76. Vitupera en ese saber vulgar una «necesidad de lo ya conocido» y un «instinto de temor» ante toda extrañeza: dicho saber, en efecto, nada se atreve a comparar –pues para comparar es preciso transgredir una frontera y, por ende, encontrarse en territorio extraño–, tan sólo se apega a «reducir algo extraño a algo familiar»77. Ahora bien, «lo familiar es lo habitual; y lo habitual es lo más difícil de “conocer”, esto es, de considerar como problema, o sea como extraño, lejano, situado “fuera de nosotros”»78.

PERVIVENCIA DE LA TRAGEDIA, AURORA DE LA INQUIETA GAYA CIENCIA Atlas (hablo aún del personaje, pero estoy hablando ya de la cosa, hablo aún del antiguo titán, pero estoy hablando ya del moderno útil de trabajo visual en manos de Aby Warburg): un organismo para sustentar, portar o disponer conjuntamente todo un saber en espera que la noción de Nachleben designa como potencias de la memoria tanto como potencialidades del deseo, y un saber del sufrimiento que la noción de Pathosformel permite observar en el meollo de los gestos, los síntomas, las imágenes. Un saber trágico: una labor sisífica, o mejor, «atlanteana», trabajo que transforma el castigo en algo parecido a un tesoro de saber, y el saber en algo parecido a un destino hecho de infinita paciencia –de resistencia para «soportar» la aplastante disparidad del mundo. Y asimismo un juego: la capacidad de relacionar órdenes de realidades inconmensurables (tierra y bóveda celeste, en el mito de Atlas), de redisponer espacialmente el mundo (Atlas astrónomo, inventor de constelaciones, o Atlas geógrafo de mundos conocidos y abisales)… E incluso de cantar todo ello acompañándose con la cítara. 76

68. B. Massin, 1977, pp. 1264-1265. 69. R. Stricker, 1997, p. 307. 70. Véase F. Reininghaus, 1979, pp. 234-244. 71. A. Coeuroy, 1948, p. 70.

74.Véase G. Didi-Huberman, 2002a, pp. 142-190. 75. F. Nietzsche, 1882-1886, § 358, pp. 262-263. 76. Ibíd., § 348, pp. 246-247.

72. Ibíd., pp. 13-18. T. G. Georgiades, 1967. B. Massin, 1977, pp. 459-460 y 1261-1268. S. Youens, 1996.

78. Ibíd., § 355, p. 256.

73. J. Drillon, 1996, pp. 27 y 35.

79. Ibíd., § 373, pp. 282-283.

77. Ibíd., § 355, p. 255.

Reconocer el mundo, afirma Nietzsche en esas páginas, consiste ante todo en hacerlo problemático. Mas para ello es preciso disponer las cosas de tal manera que su extrañeza surja a partir de conexiones posibilitadas por la decisión de franquear los límites categoriales preexistentes, donde las cosas se hallaban más tranquilamente «colocadas». ¿No nos proporciona Nietzsche en estas reflexiones un programa operatorio que será el mismo que utilice Aby Warburg en su atlas de imágenes? Sea como fuere, la ciencia del siglo XIX –la ciencia positivista– no se presenta a juicio del filósofo sino como un vasto «prejuicio» del que tienden a desaparecer todos los «puntos de interrogación», donde la existencia se presenta «degradada» en determinaciones unívocas, y donde los «señores mecanicistas» –Herbert Spencer es el primer designado en esas páginas– ofrecen «una de las [interpretaciones] más pobres en significado» cuando, afirma Nietzsche, la «música» del mundo –aunque sea un quejido– debería ser objeto principal de nuestros cuestionamientos, de nuestros conocimientos79. Pero a todo crepúsculo corresponde una aurora80. Y en este caso se nombra gaya ciencia. La gaya ciencia o –en todos los sentidos de la palabra– la ciencia humana es aquella que nunca revoca al sujeto de su objeto: «Basta considerar la ciencia como una humanización relativa de las cosas; aprendemos a describirnos a 77

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nosotros mismos de una forma cada vez más justa, al describir las cosas y su sucesión»81. Consiste en reconocer en el saber una fuerza y no únicamente un contenido más o menos objetivo y más o menos formalizado82. Consiste en comprender las cosas como pájaros que no quisiéramos inmovilizar por un uso demasiado convencional, jaula de nuestro lenguaje y de nuestras categorías de pensamiento83. Consiste igualmente en consentir la apariencia de los fenómenos y, por consiguiente, «¡debemos ser capaces de mantener el equilibrio más allá de la moral: ¡y no sólo con la angustiada rigidez de quien en todo momento teme resbalar y caer, sino también sobrevolar y jugar más allá!»84. Consiste, finalmente, en ser artistas, «prolongar la duración del sueño», hacerse «sonámbulos del día», sanar de la inmovilidad mortificante por «necesidad de gozar tras un largo período de privación e impotencia»: en suma, un «tiempo de abril» marcado por «la embriaguez de la curación», algo así como una danza libre del pensamiento85.

que podrían aclarar el proyecto del atlas Mnemosyne, cuando Warburg regresa de su estancia en la clínica de Kreuzlingen: Por último, que no quede por decir lo esencial: se sale de tales abismos, de tan grave enfermedad, incluso de la enfermedad de la grave sospecha, nacido de nuevo, mudada la piel, más sensible, más malicioso; con un gusto más sutil para la alegría; con un paladar más delicado para todas las cosas buenas; con sentidos más placenteros; con una segunda y más peligrosa inocencia en la alegría, también, al mismo tiempo más ingenuo y cien veces más refinado de lo que se había sido nunca92. Los personajes mitológicos de Atlas y de Prometeo no afloran por casualidad en La gaya ciencia, esa pasmosa titanomaquia del conocimiento. Prometeo, afirma Nietzsche, en absoluto «robó la luz»: ese enfoque de las cosas se impuso tan sólo para justificar después su castigo divino. Prometeo no robó la luz, la creó con su propio deseo, «su deseo de luz», lo mismo que creó como imágenes, apunta Nietzsche, tanto a los hombres como a los dioses, todos ellos no fueron sino «obra de sus manos, arcilla modelada por sus manos»93. En cuanto a Atlas, creo que trasparece en el párrafo de La gaya ciencia titulado «La carga más pesada» (Das grösste Schwergewicht), que trata del eterno retorno a través de las palabras de un «demonio» –un dios caído– al que no se nombra: «Esta vida, tal como la vives ahora y la has vivido, tendrás que vivirla no sólo una, sino innumerables veces más; y no habrá nada nuevo en ella, una vida en la que cada dolor y cada placer, cada pensamiento, cada gemido, todo lo indeciblemente pequeño y grande de tu vida habrá de volver a ti, y todo en el mismo orden y la misma sucesión –e igualmente esta araña, y este claro de luna entre los árboles, y también este momento, incluido yo mismo»94. Y es entonces cuando, al evocar una «eterna sanción», comienza el párrafo siguiente, titulado «Incipit tragoedia», que evoca la perpetua inquietud de una alegría abocada al ocaso, «como la abeja que ha hecho acopio de mucha miel»95.

Todo eso podría evocar la figura de un Prometeo desencadenado, o bien de un Atlas por fin liberado de su carga, danzando por los caminos. Pero ya sabemos que Nietzsche nada tiene de un pensador de beatitudes conquistadas de una vez para siempre. La gran fuerza de su exposición consiste en mantener viva la inquietud, es decir, la apertura a la extrañeza, a la extranjería, a la extraterritorialidad. Si reconocer consiste efectivamente en considerar cada cosa como problemática, o sea en buscar la verdad en la parte no conocida, extranjera, desplazada, de cada cosa –lo cual induce a Nietzsche a decir que la verdad misma ha de buscarse «en el terreno de la moral»86–, significa que Atlas, aun liberado de su carga, nunca verá apaciguarse su sufrimiento. Hay que comprender entonces el conocimiento nietzscheano como la inquietud asumida o el movimiento bipolar que un párrafo de La gaya ciencia titulado «Metas de la ciencia» llama sucesivamente «recursos del dolor» y «constelaciones del alborozo»87. Un júbilo doloroso, pues, que se despliega en todo el libro y hasta en los dos últimos párrafos, cuyas respectivas conclusiones son: «Comienza la tragedia» y «Bailar –¿es eso lo que queréis?»88. Que la noción de inquietud se hallara implicada en un problema de conocimiento es algo que podía pasar para muchos por una monstruosidad epistemológico-patética. Está claro, sin embargo, que Aby Warburg la hizo suya, como prueba principalmente su seminario de 1927 sobre Jacob Burckhardt y la locura de Nietzsche89. ¿Acaso el mismo Warburg no había experimentado entre 1918 y 1924 –en cuerpo y alma, e incluso con el cuerpo en un grito–, hasta qué punto su propia vocación de erudito se inquietaba sin descanso entre los dolorosos monstra que le agobiaban y los deslumbradores astra cuyas constelaciones brotaban de su pensamiento? «Nosotros los filósofos», había escrito Nietzsche en el prefacio de 1886 a la segunda edición de La gaya ciencia, «suponiendo que caigamos enfermos, nos abandonamos en cuerpo y alma a la enfermedad –cerramos los ojos [pero] sabemos que el instante decisivo nos encontrará despiertos»90. Y dos páginas más adelante: «Continuamente tenemos que parir nuestros pensamientos desde el fondo de nuestro dolor y proveerlos maternalmente de cuanto hay en nosotros [para] transformar continuamente en luz todo lo que somos, e igualmente en llama todo lo que nos hiere»91. Todo ello para concluir con palabras 78

80. Ibíd., § 343, pp. 237-238. 81. Ibíd., § 112, p. 142. 82. Ibíd., § 110, p. 139. 83. Ibíd., § 298, p. 203. 84. Ibíd., § 107, pp.132-133. 85. Ibíd., § 1, 54 y 59, pp. 21-22, 91 y 97. 86. Ibíd., § 344, p. 240. 87. Ibíd., § 12, p. 62. 88. Ibíd., § 382 y 383, p. 293.

92. Ibíd., p. 26. 93. Ibíd., § 300, p. 205. 94. Ibíd., § 341, p. 232. 95. Ibíd., § 342, p. 233. 96. Ibíd., § 287, p. 195.

89. Véase A. Warburg, 1927c, pp. 21-23.

97. Ibíd., § 249, p. 181.

90. F. Nietzsche, 1882-1886, p. 23.

98. Ibíd., § 319, p. 215.

91. Ibíd., p. 25.

99. Ibíd., § 9, p. 59.

La gaya ciencia resulta, pues, inquieta. Desde ese punto de vista, en cada gesto auténtico de conocimiento, se daría el alborozo arriesgado de quien salva las fronteras, explora territorios extranjeros, rebasa los límites, canta su errar, «ama la ignorancia del porvenir»96, –y el sufrimiento reminiscente de quien reconoce la trágica condición de su propia actividad de conocimiento, aunque tenga que transformar en lamento su canto anterior: «Quien no conoce ese gemido por propia experiencia, tampoco conocerá la pasión del que conoce»97. Un modo para Nietzsche de redefinir por completo las relaciones que, en el logos del saber, se entablan entre ethos y pathos, como si la experiencia adquirida en el conocimiento de las cosas no fuera posible sin una experimentación consigo mismo (con la propia mirada, la propia capacidad de comprender, la propia relación con el sufrimiento: «Nosotros, sedientos de razón, queremos escudriñar nuestras vivencias con tanto rigor como si fuese un experimento científico, ¡hora a hora, día a día! ¿Queremos ser nuestros propios experimentos y nuestros propios cobayas!»98. Así, el hombre de la gaya ciencia aparece alternativamente ante Nietzsche como un volcán –«somos volcanes que crecen, que tendrán sus horas de erupción»99– 79

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y como un hierbajo, un rizoma o un árbol que creciera en todos los sentidos: «Se nos confunde –porque nosotros mismos seguimos creciendo, cambiando continuamente. Nos desprendemos de la corteza vieja, además cambiamos de piel cada primavera, nos volvemos cada vez más jóvenes, más llenos de futuro, más altos, más fuertes, echamos nuestras raíces cada vez más poderosamente hacia lo más profundo –hacia el Mal–, mientras que al mismo tiempo abrazamos el cielo cada vez con más amor y amplitud, y por todas nuestras ramas y hojas absorbemos su luz, cada vez más sedientos. Nosotros crecemos como los árboles –¡eso es difícil de entender, como lo es toda vida!–; no en un único lugar, sino en todas partes, no en una dirección, sino a la vez hacia arriba, hacia afuera, hacia adentro y hacia abajo»100. Por fin, el hombre de la gaya ciencia se presenta como una fuente pública donde todos podrán beber tanto de lo profundo como de la superficie, tanto de la oscuridad como de la limpidez:

Nietzsche, algo semejante al fundamento filosófico de dicha herencia. Aby Warburg no fue ni mucho menos el único que bebió en las transmutaciones nietzscheanas una energía teórica propicia para inventar nuevos objetos visuales del saber. Recordemos brevemente, a título de ejemplo, las posiciones de dos contemporáneos de Warbug que fueron asimismo pensadores y practicantes de una verdadera gaya ciencia visual. El primero, Eisenstein, evoca en su Teoría general de montaje –colección de escritos compuestos entre 1935 y 1937, inédito en francés– el montaje cinematográfico en términos de supervivencia o «reviviscencia emocional», muy cerca en esto de los dioses en el exilio de Heinrich Heine y del Nachleben de Aby Warburg104. Unas páginas más adelante, proporciona un comentario implícitamente nietzscheano – la obra que cita del psicoanalista Alfred Winterstein, Der Ursprung der Tragödie, no es más que una glosa del libro de Nietzsche Die Geburt der Tragödie– del montaje en estado de «nacimiento»… dionisiaco. Dioniso, escribe Eisenstein, personifica por sí solo el «fenómeno originario» (Urphänomen) del montaje, en la medida en que, troceado, desmembrado, fragmentado, continúa transfigurándose en una criatura rítmica, «epifánica», una criatura que renace de todo corte y danza a pesar del agôn (conflicto), del pathos (sufrimiento) y del thrènos (lamentación) que suscita y personifica con su historia105.

Y volvemos a ser transparentes. –Nosotros generosos y ricos del espíritu, como fuentes públicas estamos al borde del camino, y no quisiéramos impedir a nadie que saque agua de nosotros; por desgracia, no sabemos defendernos cuando quisiéramos hacerlo, ni tenemos medio alguno de impedir que nos enturbien, que nos ensombrezcan –que la época en la que vivimos arroje en nosotros lo «más actual» de ella, sus sucios pájaros, su inmundicia; los chavales, sus baratijas, y el viajero extenuado que se acerca a nosotros para descansar, sus miserias grandes y pequeñas. Pero haremos lo que siempre hemos hecho: absorbemos lo que se arroja en nosotros, en nuestra profundidad –pues somos profundos, no lo olvidemos– y volvemos a ser transparentes…101.

El segundo, Georges Bataille, concibió la revista Documents como un verdadero atlas de imágenes –exactamente contemporáneo de Mnemosyne– animado por una energía de transmutación jerárquica típica de la gaya ciencia nietzscheana106. Por otro lado, sabemos que Georges Bataille fue un gran lector y comentarista de la obra de Nietzsche, de quien a menudo toma motivos festivo-trágicos, como la «alegría supliciante» con la que un hombre sería capaz –cita nietzscheana– de «danzar con el tiempo que lo mata»107. Todas esas referencias a El origen de la tragedia o a La gaya ciencia nos incitan a no aislar las perturbaciones teóricas y estéticas acaecidas en los años 1920 y 1930 de esa tenaz memoria que atormenta, se diría, toda la historia del pensamiento occidental. Recordemos, una vez más como ejemplo, cómo Michel Foucault finalizaba su investigación sobre la Historia de la locura en la época clásica situando en Sade y Goya el punto sin retorno de esa modernidad en marcha: «A través de Sade y Goya, el mundo occidental ha obtenido la posibilidad de superar en la violencia su razón, y de reencontrar la experiencia trágica más allá de las promesas de la dialéctica»108.

Pero esa generosidad, ese movimiento incesante, se pagan con una inestabilidad, un errar no menos fundamentales para el hombre de la gaya ciencia. Él, como Atlas, es un apátrida, un desarraigado del espacio y del tiempo: «Nosotros los apátridas […], nosotros los hijos del futuro, ¡cómo podríamos desear pertenecer a esta actualidad!»102. Una manera para nosotros de reconocer el errar que Heinrich Heine describía ya en Los dioses en el exilio y que Nietzsche reitera aquí cuando compara al hombre de la gaya ciencia con algo semejante a un espectro juerguista: «Se alarga la mano hacia nosotros y permanecemos inasibles. Eso asusta. O también: aparecemos a través de una puerta cerrada. O bien: cuando todas las luces están apagadas. O bien: cuando ya estamos muertos […], nosotros hombres póstumos103 (posthumen Menschen)». ¿Cómo no pensar en Warburg que, desde lo hondo de su locura, se creía Cronos en persona y, una vez de regreso en su biblioteca, llegó a definirse como un «aparecido» todavía encadenado a su carga de sufrimiento, pero invocando a Mnemósine –madre de las Musas– para llevar a cabo su titánico proyecto de Atlas? 100. Ibíd., § 371, p. 280.

«EL SUEÑO DE LA RAZÓN PRODUCE MONSTRUOS» Si el atlas Mnemosyne puede considerarse como «la herencia de nuestro tiempo», por lo menos en ese delicado ámbito donde saber e imagen trabajan de concierto, habremos de reconocer ahora, en la inquieta gaya ciencia que formula Friedrich 80

101. Ibíd., § 378, pp. 287-288.

105. Ibíd., pp. 226-231.

102. Ibíd., §377, p. 285.

106. Véase G. Didi-Huberman, 1995.

103. Ibíd., § 365, p. 272. 104. S. M. Eisenstein, 1935-1937, pp. 169-178 (aquí p. 171).

107. G. Bataille, 1939, p. 554. 108. M. Foucault, 1961, p. 554.

Dejemos por el momento a Sade y sus propios catálogos de Pathosformeln (o deberíamos decir de Erosformeln), e interroguemos un instante la posición crucial de Goya en la historia de un atlas cuyo relato no trato de desarrollar aquí, más bien intento construir su arqueología visual y teórica. Hemos visto anteriormente en qué aspectos la forma poética del atlas warburgiano procede de un género que el propio Goya denominó Disparates; en el capítulo siguiente trataremos de comprender en qué se asemeja la forma política del atlas a una colección de Desastres históricos. Recordemos, por el momento, cómo un saber por imágenes puede hallar su forma antropológica a través de la tensión –característica en Goya y puesta en práctica mucho antes de que Nietzsche aportara su formulación filosófica– entre los caprichos de la imaginación y el trabajo de la razón. 81

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Todos conocemos la lámina 43 de los Caprichos titulada «El sueño de la razón produce monstruos» [fig. 29]. La estampa –al aguafuerte y al aguatinta– fue realizada, al igual que las demás de la serie, en 1799 para una tirada de trescientos ejemplares, sobre la base de dibujos principalmente recogidos en dos álbumes, el Álbum de Sanlúcar (1796) y el Álbum de Madrid (1797-1798). No menos de ciento trece estudios preparatorios, la mayoría a pluma y aguada sepia, dibujó Goya para los Caprichos109. Dos dibujos preceden a la lámina 43: el primero se presenta como un verdadero revoltijo, un dislate de visiones diversas, unas veces animales y otras humanas, unas sutiles y otras caricaturescas [fig. 30]; el segundo posee la particularidad de reservar, en toda la parte superior izquierda, un gran espacio en media luna, anotado además con tres inscripciones relativamente profusas en la mesa –como en el grabado final–, así como en ambos márgenes, superior e inferior, de la composición110 [fig. 31].

Fig. 29 Francisco de Goya Capricho 43, 1798 Aguafuerte y aguatinta, 18,1 x 12,1 cm. Museo Nacional del Prado, Madrid Fig. 30 Francisco de Goya Sin título, 1797 Pluma y aguada sepia sobre papel, 23 x 15,5 cm. Museo Nacional del Prado, Madrid Fig. 31 Francisco de Goya Sueño I, 1797 Pluma y aguada sepia sobre papel, con anotaciones a lápiz, 24,7 x 17,2 cm. Museo Nacional del Prado, Madrid

Esas imágenes no exhalan sino misterios y tinieblas: un espacio ofuscado –sobre todo en el grabado– por la pesadez nocturna; un roce generalizado de alas de pájaros o de murciélagos; la mirada misteriosa de un gato, no, de dos gatos que vigilan en la penumbra; por último, ante nosotros, el cuerpo de un hombre derrumbado sobre la mesa. Goya, no obstante, dejó bien claras dos cosas: por un lado, el «Capricho 43» se presenta como un autorretrato; por otro, representa una concepción filosófica de las relaciones entre imaginación y razón. El primer dibujo preparatorio muestra un fragmento del rostro del hombre desmoronado, donde es fácil reconocer al propio Goya cuya faz asoma por segunda vez, justo arriba, con toda claridad, en medio de una multitud de máscaras gesticulantes, de hocicos animales y otros rostros colocados en todos los sentidos [fig. 30]. En el reverso de ese dibujo, Goya esbozaría de modo significativo su «Capricho 6», titulado Nadie se conoce, que muestra un extraño grupo de personajes enmascarados, una escena de carnaval que excluye cualquier esperanza individual de conocer a los demás, e incluso de conocerse a sí mismo111. Máscaras y rostros, máscaras sin rostros o rostros-máscaras: Goya cuida a un tiempo la sencillez de su gesto de autorretrato y la complejidad, si no es la aporía, de todo conocimiento de sí. En el segundo dibujo preparatorio, el artista quiso inscribir esta incontestable precisión: El autor soñando [fig. 31]. Ahora bien, ¿de qué está hecho ese sueño? La composición de la imagen sitúa casi todo el espacio bajo el imperio de esa noche bulliciosa que ahuyenta y arrincona al propio soñador en una esquina de su pupitre. En el primer dibujo preparatorio –más completo, más dialéctico en cierto sentido que el propio grabado–, la noche bulle en todos los sentidos a partir de la cabeza del soñador, de quien emana una suerte de aura, productora a su vez de un batiburrillo total donde lo más cercano (rostro del artista) se codea con lo más deforme (semblantes caricaturescos), lo más extraño (animales) y lo más lejano (la propia oscuridad). A partir de una aporía constitutiva del tema (Nadie se conoce), lo que aquí se despliega es una pequeña relación de las cosas soñadas, que nos dice hasta qué punto esas imágenes forman parte a la vez de lo más íntimo y de lo más extraño del propio soñador. A menudo en Goya, las concreciones figurales obedecen a una decisión poética sumamente sencilla, creadora de la situación de base –en este caso una manera 82

109. Véase P. Gassier, 1973-1975, II, pp. 73-185. 110. Ibíd., p. 76 y 138. Véanse F. J. Sánchez Cantón, 1954, I, n.ºs 41-42. E. A. Sayre, 1988, pp. 227-232. J. Wilson-Bareau, 1992, pp. 9-13. J. Blas, J. M. Matilla y J. M. Medrano J. M., 1999, pp. 238-245 (con bibliografía comentada). J.-P. Dhainault, 2005, p. 118. 111. Véase P. Gassier, 1973-1975, II, p. 107.

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de colocar el cuerpo en un espacio al mismo tiempo familiar (la mesa de trabajo) y fantástico (la noche animal), exterior (el espacio del estudio) e interior (el espacio visionario). Pero tales concreciones figurales son, asimismo, fruto de una vastísima cultura que los iconólogos han podido restituirnos: en filigrana del «Capricho 43», por ejemplo, se hallarían las concepciones de Francisco de Quevedo sobre el sueño –según atestigua el frontispicio de sus Obras, en las ediciones de 1699 o de 1726–, el Ars Poetica de Horacio (traducido en 1777 por Tomás Yriarte, que Goya conocía bien), las Elegías morales de Meléndez Valdés y los Sueños morales de Torres Villarroel (1752), las Empresas políticas de Diego de Saavedra Fajardo, los Hieroglyphica de Pietro Valeriano Bolzani o bien el Alfabeto in Sogno de Giuseppe Mitelli, las Noches lúgubres de José Cadalso, e incluso el Leviatán de Thomas Hobbes112. Se ha llegado a hacer del artista soñador del «Capricho 43» un avatar del Quijote113.

Así pues, hay que mirar «El sueño de la razón» como una imagen dialéctica; así lo hizo Werner Hofmann en repetidas ocasiones, analizando por ejemplo la estructura emblemática de los Caprichos y su contenido moral no prescriptivo, más bien comparable con una interrogación antropológica sobre las «enfermedades de la razón»120. Si los Caprichos –y en general la obra grabada, pintada o dibujada de Goya– se ofrecen sobre todo como intensas dramaturgias del claroscuro, que halla en la técnica del aguatinta una potente herramienta121, es ante todo porque Goya fue un hombre de las Luces comprometido con la inquieta gaya ciencia de las Sombras, o de los monstruos, de la razón122. En efecto, en los Caprichos descubrimos de continuo una especie de articulación dialéctica donde filosofía de las Luces y Romanticismo del sueño se confrontan o se intercambian constantemente, anunciando en «el hombre disonante» analizado por Caroline Jacot Grapa, una subjetividad tensiva y sombría con la que el Romanticismo no cesará ya de jugar123.

Goya, ciertamente, tenía dónde elegir entre la masa de compendios emblemáticos y de repertorios iconológicos que, desde Cesare Ripa, florecieron a lo largo de los siglos XVII y XVIII. Por ejemplo, la Meditatio fue representada a menudo como una figura que se inclina y casi se duerme o se deja llevar por la imaginación, acaso hasta la melancolía. Así, Folke Nordström cotejó el «Capricho 43» con el frontispicio de The Anatomy of Melancholy de Robert Burton114, lo que tal vez convenció a Panofsky, en un apéndice de 1989 a su gran estudio sobre la melancolía, para señalar in fine una «actitud melancólica» en el «Capricho 43» de Goya115. Así que nada nos impide ahora la glosa del camino recorrido desde la Melancolia I de Alberto Durero hasta el «El sueño de la razón» de Francisco de Goya: el murciélago continúa ahí, los instrumentos de trabajo también (compás en Durero, estilete de grabado en Goya), pero el perro se convierte en gato, y el espacio geométrico en una leonera de obsesiones por todas partes. Todo lo expuesto o «posado» en Durero –tanto en sentido físico como moral– se vuelve en Goya explosionado, conflictivo, deflagrador o agobiado en exceso. Ese exceso, analizado por André Malraux en términos de simple «ironía»116, en realidad debe su principio a la omnipresencia de lo grotesco y de las figuras populares de la creencia –y también de la prudencia– en la obra de Goya117. Como es sabido, los Caprichos también deben mucho a Giambattista Tiepolo y sus series de Caprici (1740-1742) o de Scherzi di fantasia (1743-1757) cuya lámina de frontispicio exhibía las mismas aves nocturnas que «El sueño de la razón»118. Como mostró una importante exposición del Kunsthistorisches Museum de Viena en 1996, el «capricho» desempeñó –desde Arcimboldo y Jacques Callot hasta Tiepolo y Goya– un papel fundamental en la teoría y práctica de las artes figuradas de la época moderna119. Entre carcajadas de risa y abismos de angustia, superficies del ingenio y profundidades de la reflexión filosófica, las figuras de los Caprichos, en Goya, señalan el apogeo de esa tradición y al mismo tiempo un punto sin retorno que, junto con los Disparates y los Desastres, nos introducen de lleno en una época de la que todavía forman parte Nietzsche, Freud y Warburg, época que no concuerda ya unilateralmente con los poderes de la razón, sino que se inquieta sin descanso por las potencias, unidas o discordantes, de la imaginación y la razón, de los monstra y los astra, de las tinieblas y las luces. 84

112. Véase G. Levitine, 1955, pp. 56-59. Id., 1959, pp. 106-131. E. Helman, 1958, pp. 200-222. H. Hohl, 1970, pp. 109-118. J. M. B. López Vázquez, 1982, pp. 161-176. R. Alcalá Flecha, 1988, pp. 444-453. A. Stoll, 1995, pp. 264-270. Véase I. Stoichita y A. M. Coderch, 1999, pp. 165-183. 113. Véase J. J. Ciofalo, 1997, pp. 421-436. 114. Véase F. Nordström, 1962, pp. 116-132. 115. R. Klibansky, E. Panofsky y F. Saxl, 1964, p. 675. Véase M. Warnke, 1981, pp. 120-123. 116. A. Malraux, 1950, p. 36. 117. Véase V. Bozal, 1993, pp. 51-52. 118. Véase K. Christiansen, 1996, pp. 275-291 y 348-369 (catálogo). 119. Véanse E. Mai (dir.), 1996, pp. 35-53. W. Hofmann, 1996, pp. 23-33.

120. Véase W. Hofmann, 1980a, pp. 52-61. Id., 1995a, pp. 512-565. Id., 2003, pp. 73-147 (principalmente pp. 85-86, 115, 113, 128 y 130-135). 121. Véase C. Wiebel, 2007, pp. 303-329. 122. Véanse J. Dowling, 1985, pp. 331-359. A. de Paz, 1990, pp. 214-224. P. K. Klein, 1994, pp. 161-194. V. Bozal, 2005, I, pp. 189-236. 123. Véase H. Focillon, 1930, pp. 122-142. C. Jacot Grapa, 1997. G. Poulet, 1977, pp. 9-39. *. Una idea, una visión “de derrière la tête” significa tenerla oculta o disimulada, consciente o incosncientemente. [N. de la T.] *. Acaso “trassemejanzas” nos acerque al significado del neologismo de Mallarmé evocado por el autor. En francés, el prefijo arrière indica la parte de atrás (en el espacio) o anterior (en el tiempo). [N. de la T.]

Ahora bien, todo esto se siente y experimenta de modo directo ante el «Capricho 43». En él las tinieblas están omnipresentes y son peligrosas; pero el ala de la gran lechuza encima del cuerpo casi actúa de semáforo, de señal luminosa, mientras que la inscripción del primer plano, habilitada en reserva de blanco, puede leerse como luminosamente [fig. 29]. Las tinieblas están omnipresentes asimismo porque vemos al pintor, ese profesional de la mirada, no ver ya nada en absoluto, derrumbado en la mesa, con el rostro entre los brazos. Sólo su espalda está iluminada, precisamente como si iluminara, como si viera las apariciones nocturnas que la rodean. El «ojo interior» de las visiones del ensueño, en esa imagen, delegaría por lo tanto su figurabilidad en la espalda arqueada, en el reverso de ese hombre. Una «visión de detrás de la cabeza*», en cierto modo, incluso de «detrás de los hombros». En cuanto a los animales del drama, todos son criaturas de la noche: murciélagos, lechuzas, gatos. Y más concretamente criaturas nictálopes que Goya representa de manera ostensible –al menos las que están en primer plano, incluido el gato enroscado en la parte baja de la espalda del artista– con los ojos muy abiertos. Miren de nuevo ese cuerpo: acurrucado en su parte superior, la cabeza escondida entre los redondos hombros, arqueado, serpentino, casi contorsionado, evoca la figura sforzata de un hombre en pugna con –o prisionero, esclavo de– fuerzas conflictivas que lo superan, aunque estén en él. Todo el pulular de figuras visionarias, que ocupa la mayor parte de la imagen, parece emanar de esa espalda –pienso ahora, espontáneamente, en una expresión de Mallarmé que leí hace tiempo, «arrière-ressemblances»*–, o bien coaccionarla, pesar peligrosamente sobre ella. Añadamos a ello que, en los dos dibujos preparatorios y en el propio grabado, un elemento figural vuelve siempre, como si fuera absolutamente necesario: se trata de una gran mancha negra, un peso de tinieblas, diría yo, que parece acentuar o forzar la curvatura de la espalda del artista. Tal vez hemos de comprender, en esa imagen de carga, que allí donde el titán Atlas debía soportar sobre los hombros el peso del mundo exterior como castigo por su audacia, el pintor Goya reconoce ahora que deberá soportar a cuestas el peso o la gran mancha oscura de todo un mundo interior –aunque extraño, 85

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ajeno– como si las visiones fueran el castigo, el precio que debe pagar por la lucidez acerca de sus propios monstruos. Las imágenes oníricas habrán de pensarse entonces como huellas de un destino o marcas de una herida muy real: ya en los Caprichos –será todavía peor en los Desastres–, Traum y Trauma trabajan de común acuerdo124. ¿Será esta la última lección de un artista capaz de reivindicar juntas las potencias de la razón y de la imaginación? No del todo. Pues falta un elemento decisivo en esa dialéctica, un elemento que el «Capricho 43» escenifica, empero, con perfecta claridad.

Sólo la verdad ofende, solemos decir. No cabe duda de que los Caprichos, a despecho de sus innumerables «fantasías», constituyen una obra de «veracidad» en el sentido kantiano de la palabra. Todas las grandes series grabadas por Goya –Caprichos, Disparates y Desastres, sin olvidar la Tauromaquia–, podrán considerarse entonces como ensayos para una «antropología del punto de vista de la imagen» comparable con aquella Antropología del punto de vista pragmático publicada por Immanuel Kant precisamente en 1798: libro extraordinario –que Michel Foucault tradujo– en el que ciertas grandes construcciones conceptuales enunciadas en La crítica de la razón pura se veían, literalmente, probadas, observadas a simple vista, inquietadas, a veces sentidas y, en todo caso, experimentadas en los cuerpos, los ademanes, las imágenes de cada quien.

Ese elemento es la mesa –toda una arquitectura de tablas ensambladas en el primer dibujo preparatorio, un simple volumen cúbico en el grabado final, más alegórico– en la que el artista se representa dormido. Por este motivo, la mesa forma parte integrante del acto de autorretrato: aparece como un rincón del estudio del artista, una herramienta del pintor, lo mismo que el estilete robado por la lechuza, a la izquierda de la imagen. Conforma un plano de trabajo, preciso, enmarcado, que se opone aquí de manera violenta al insondable espacio del sueño que sobresale por encima de él. Entre ambos, el cuerpo del artista hace de interfaz, operador de conversión entre esos dos órdenes de realidad que son, por un lado, la obra (trabajo del arte que se cristaliza en esa misma lámina grabada, algo que normalmente miramos colocado encima de una mesa) y, por otro, el síntoma (trabajo del sueño que se esparce entre memoria y olvido, como en las inervaciones de todo nuestro cuerpo). El síntoma es desorden privado, caos, hervidero, aparición no controlable; la obra es orden, serie publicable, clarificación gráfica. Salvo que aquí, la obra tiene por objeto al síntoma mismo, o más bien la dialéctica entre obra y síntoma pensada por Goya como una suerte de titanomaquia entre la razón y sus monstruos. Los monstruos de la razón sólo aparecen a espaldas nuestras, por decirlo así (es una manera de recordar, por ejemplo, que olvidamos la mayor parte de los monstruos que pueblan nuestros sueños). Pero el arte de Goya se propuso mostrar los monstruos, mostrarlos públicamente, grabarlos pacientemente, hacerles rendir figura*, se diría. Para comprenderlo, antes habrá sido preciso dotarse de una filosofía dialéctica de las relaciones que mantienen, en una misma imagen, la razón y sus monstruos.

La Antropología kantiana comienza con un elogio a la representación de sí mismo en cuanto «ese poder eleva al hombre infinitamente por encima de todos los demás seres que viven en la tierra»127. A esto, aún muy general, Goya había respondido ya, en «El sueño de la razón», que no se puede efectuar un retrato auténtico de uno mismo sin dejar entrar a toda la jauría de animales, animalidades, inhumanidades o extrañezas, que nos constituyen al dar consistencia a nuestras obsesiones. El propio Kant no hizo oídos sordos a este tipo de problema, cuando interrogándose acerca de «la observación de sí mismo», casi de inmediato llega a introducir la cuestión de las «representaciones que tenemos sin ser conscientes de ellas»: «representaciones oscuras», dice, representaciones cuyo campo es, en realidad, «mucho más extenso» que el de todas las «representaciones claras» puestas a nuestra disposición: «casi siempre somos juguete de representaciones oscuras», admite al final, sobre todo cuando el deseo –debería añadirse la angustia o la memoria– se inmiscuye128. Así pues, en Antropología del punto de vista pragmático, Kant interrogó lógicamente las «diversas formas de la facultad de invención sensible», así como las potencias de la imaginación129. En torno a ésta reflexionó en los términos simétricos de la memoria y la predicción, en un apartado titulado «De la facultad de hacer presente el pasado y el porvenir con la imaginación»130. Se inquietó por aquello mismo a lo que Goya se exponía, a saber, que «es peligroso hacer experimentos con la mente y ponerla, hasta cierto punto, enferma para observarla y buscar su naturaleza a través de los fenómenos que entonces se producen»; el filósofo pasa revista a los peligros principales en las rúbricas de la «alteración del humor» y la «ensoñación melancólica», antes de la «confusión mental» y la «extravagancia»131. Pero a alguien que admitía que la veracidad es tan «imperativa» que no puede ser «limitada por conveniencia alguna», convenía justamente no reducir la sinrazón a un liso y llano defecto de razón: «Pues la sinrazón (que es algo positivo y no sólo falta de razón) es, como la propia razón, una pura forma a la que pueden corresponder los objetos y ambas se elevan a lo universal»132.

UNA ANTROPOLOGÍA DEL PUNTO DE VISTA DE LA IMAGEN Los Caprichos de Goya –su serie completa, junto con las muy numerosas obras afines pintadas o dibujadas– pueden verse sin duda como un atlas de los monstruos que engendran el ensueño o el sueño de la razón. El mismo año que se compuso «El sueño de la razón» –1797–, Immanuel Kant escribe que «la veracidad es un deber que ha de ser considerado como base de todos los deberes […], constituye pues un mandamiento de la razón que es sagrado, absolutamente imperativo, y que ninguna conveniencia puede limitar»125. ¿No tuvo que transgredir Goya muchas conveniencias para grabar sus Caprichos? En todo caso, en 1799, cuando la serie se hallaba lista para su venta, el artista hubo de retirarla tan sólo dos días después, por temor a una censura de la Inquisición126. 86

124. Véase S. Dittberner, 1995, pp. 256-269. *. Rendre figure, escribe el autor, componiendo así un neologismo con rendre raison (rendir cuentas) y prendre figure (cobrar figura). [N. de la T.] 125. E. Kant, 1797, pp. 69-70. 126. Véanse J. Adhémar, 1948, pp. VIII-XIII. E. Fuente Ferrari, 1969, pp. 13-14.

127. E. Kant, 1798, p. 17. 128. Ibíd., pp. 21-24. 129. Ibíd., pp. 47-57. 130. Ibíd., pp. 57-63. 131. Ibíd., pp.80-83. 132. Ibíd., p. 84.

Eso es precisamente lo que Goya arrojó, literalmente, en la hoja de su primer dibujo preparatorio para «El sueño de la razón» [fig. 30]: algunas figuras de obsesiones suyas se atropellan en ella de modo evidentemente singular y «perlaboradas» –muchos otros espectros, en efecto, lo habitan–, pero la situación alegórica permite que el tumulto imaginario acceda a esa «pura forma» de la que habla 87

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Kant, algo que se «eleva a lo universal», sobre todo a través de la utilización de la aguada sepia que sugiere un distanciamiento –grisalla de las imágenes-memoria– a la vez que unifica la imagen como un espacio inseparablemente exterior (visión objetiva, situada, del artista a su mesa de trabajo), e interior (visión insituable de los animales, las máscaras, los rostros que por todas partes flotan en todos los sentidos).

ojos formas y actitudes que sólo han existido hasta ahora en la mente humana, oscurecida y confusa por la falta de ilustración o acalorada por el desenfreno de las pasiones. […] La pintura (como la poesía) escoge en lo universal lo que juzga más a propósito para sus fines; reúne en un solo personaje fantástico, circunstancias y caracteres que la naturaleza representa esparcidos en muchos y de esta combinación, ingeniosamente dispuesta, resulta aquella feliz imitación por la cual adquiere un buen artífice el título de inventor y no de copiante servil135.

El segundo dibujo preparatorio correspondería, por su parte, a un momento muy diferente de la elaboración goyesca [fig. 31]; la abundancia de anotaciones sugiere por sí sola que ese dibujo obedece a una decisión teórica global, mientras que el primero correspondía más bien a un momento de experimentación fenomenológica local sobre la emergencia de algunos «monstruos» en «El sueño de la razón». Primero, en la parte superior de la hoja, Goya ha inscrito Sueño 1º. Decisión estratégica: Goya piensa entonces que esta imagen –a la que precedieron muchas otras– podría servir de frontispicio a la serie completa de los Caprichos, lo cual explica quizás la gran reserva de blanco como lugar más indicado para un título eventual (sabemos que, finalmente, Goya prefirió volver a la solución más canónica de un autorretrato «exterior» que muestra su autoridad, su posición de autor, lejos de la imagen frágil e «interior» del hombre derrumbado-atormentado que vemos en el «Capricho 43»).

Todos esos textos no manifiestan, creo yo, nada más que la «inquieta gaya ciencia» del propio Goya: alegría que obedece a una decisión escandalosa o a una transmutación de valores con frecuencia irónicos, incluso grotescos, en la invención de sus imágenes; saber que obedece a una concepción radical de la actividad artística en cuanto acto de «veracidad» filosófica; inquietud que obedece al hecho de que, para asumir todo eso, Goya se veía obligado a caminar por el filo de la navaja, a punto de hundirse, en todo momento, en las contradicciones de su propio vocabulario. En el centro de esas contradicciones se halla, por supuesto, la imagen, y la imaginación, que es la facultad productora de la misma. Por ejemplo, en el texto del dibujo preparatorio del «Capricho 43», leemos que el autor «sueña», cuando lo que pretende es destapar la falsedad de los «sueños» vulgares de la creencia; leemos que pretende aportar un «testimonio solido de la verdad», pero lo hace por medio de una serie de «caprichos» desbocados. En el manuscrito de la Biblioteca Nacional de Francia, Goya –hombre sordo– vitupera a todos los que «no oyen el grito de la razón»; y fustiga asimismo a aquellos para los que «todo se vuelve visiones», él –hombre de imágenes–, que transformaba cualquier cosa en cosa visual. Por último, en el reclamo del Diario de Madrid, se subleva contra «la mente humana oscurecida y confusa», él, que lo único que propone en sus Caprichos son imágenes oscuras y confusas cuyos misterios escrutan aún los iconógrafos.

Viene a continuación el texto inscrito en la vertical del pupitre. Nada que ver todavía con la frase articulada –la proposición, el argumento filosófico– que pronto leeremos en el grabado. El artista dispondrá aquí, en plena tradición, su signatura o marca de autoridad: «Dibujado y grabado pr Fco de Goya, año 1797». Pero anteceden a esta inscripción las dos palabras programáticas, tan ambiciosas como enigmáticas: «Ydioma universal». ¿A qué apuntaba Goya con estas dos palabras? ¿A la «lengua de los signos» destinada a quienes como él eran sordos?133. Una consideración interna nos inclinaría a buscar más bien por el lado de los elementos in praesentia, a saber, la propia imagen, y también el comentario inscrito por Goya justo debajo: «El Autor soñando. Su yntento solo es desterrar bulgaridades, y perpetuar con esta obra de caprichos, el testimonio solido de la verdad». A este comentario hemos de añadir los que ofrecen respectivamente los manuscritos del Prado y de la Biblioteca Nacional de Francia: «La fantasía abandonada de la razón, produce monstruos imposibles: unida con ella, es madre de las artes y origen de sus marabillas». «(Portada para esta obra: cuando los hombres no oyen el grito de la razón, todo se vuelve visiones)»134. Merece la pena, por último, releer el anuncio anónimo de los Caprichos –donde el personal vocabulario de Goya se trasluce en cada frase– publicado en el Diario de Madrid del 6 y 19 de febrero de 1979: Entre la multitud de extravagancias y desaciertos que son comunes en toda sociedad civil y entre las preocupaciones y embustes vulgares, autorizados por la costumbre, la ignorancia o el interés, persuadido el autor de que la censura de los errores y vicios humanos […] pueda ser también objeto de pintura, ha escogido como asuntos proporcionados para su obra, aquellos que ha creído más aptos a suministrar materia para el ridículo y ejercitar al mismo tiempo la fantasía del artífice, [el autor] ha tenido que exponer a los 88

133. Véase B. Kornmeier, 1998, pp. 1-17. 134. Citado por P. Gassier, 1973-1975, II, p. 76, y por J. Blas, J. M. Matilla y J. M. Medrano J. M., 1999, p. 238. Véase J.–P. Dhainault, 2005, p. 118 (trad. modificada).

135. Citado por J.– P. Dhainault, 2005, pp. 31-32. Véase J. Blas, J. M. Matilla y J. M. Medrano, 1999, p. 415.

Pero esas aparentes contradicciones de Goya son sólo la contrapartida de una inquietud capaz de transformarse en posición dialéctica; lo atestigua su notable concepción de la imaginación (fantasía) y, por consiguiente, de la actividad artística. La imaginación sería de algún modo el pharmakon de Goya: ella es efectivamente ese «lenguaje universal» que sirve para todo, para lo peor y para lo mejor, para lo peor de los monstra tanto como para lo mejor de los astra. La imaginación abandonada a sí misma, eso es lo peor: «produce [entonces] monstruos imposibles», y deja proliferar las «extravagancias y desaciertos» de una «sociedad civil» en manos de «la ignorancia o el interés». ¿Qué hacer para acometer su crítica? Censurarla es precisamente lo que trata de hacer la Inquisición: resulta injusto e inoperante, un oscurantismo contra otro. De todos modos, antropológicamente hablando, nadie podría «suprimir» las imágenes o la imaginación, la cual conforma por completo al hombre. Por consiguiente, será preciso ocupar tan peligroso terreno y convocar a la imaginación con la razón, su falsa enemiga. El arte designaría entonces el lugar donde esa doble convocatoria resulta posible: «Unida con la razón, [la fantasía] es madre de las artes». He aquí por qué –y se trata de un elemento capital del razonamiento de Goya– la pintura puede tener como objeto la «censura de los errores» humanos. Una crítica en el sentido de 89

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Kant, si se quiere, y que convierte la pintura, a juicio de Goya, en una actividad filosófica que apunta a lo «universal» (nótese la habilidad política de Goya cuando emplea, para justificarse en el Diario de Madrid, la palabra de lo que teme por encima de todo, a saber, la censura de la Inquisición).

Fig. 32 Francisco de Goya El porteador, 1812-1823 Pincel y aguada sepia sobre papel, 20,5 x 14 cm. Musée du Louvre. Département des Arts graphiques, París Foto DR

En suma, no se revoca la imaginación: tenemos que portarla –como Atlas porta el cielo para convertirse en su experto por antonomasia– y reportarla a una mesa de trabajo o una lámina de grabado. Lo cual se lleva a cabo a partir de una opción razonada, una «combinación» que designa ya el «artificio» figurativo más importante como un montaje de cosas diversas y confusas que, «ingeniosamente dispuestas», permiten que una imagen pintada o grabada alcance lo universal. Los «monstruos» de Goya nada tienen en absoluto del desahogo personal, sentimental o frívolo que sugeriría una mala lectura de la palabra fantasía: son obra de un artista que entendía su trabajo como una «antropología del punto de vista de la imagen», o sea, una reflexión fundamental sobre las potencias de la imaginación en el hombre, reflexión que toma su método de su objeto, la imaginación pensada como herramienta –idónea, técnicamente elaborada, filosóficamente construida– de un auténtico conocimiento crítico del cuerpo y el espíritu humanos.

Fig. 33 Francisco de Goya No sabías lo q.e llevabas aquestas?, 1820-1824 Tinta sobre papel, 20 x 14,2 cm. Museo Nacional del Prado, Madrid Fig. 34 Francisco de Goya Mal marido, 1824-1828 Lápiz sobre papel, 19,2 x 15,1 cm. Museo Nacional del Prado, Madrid

Este es, pues, el arte pensado por Goya como una verdadera crítica filosófica del mundo y, de modo particular, de esa «sociedad civil» a la que se refiere en el Diario de Madrid. Para asumir tamaño reto, convendrá actuar dialécticamente en dos frentes a la vez: por su actividad crítica, el artista ha de proceder a justos encuadres de la realidad que observa y, por ende, de esa verdad de la que desea dar testimonio; por su actividad estética, se toma la libertad, la fantasía, de proceder a montajes entre las cosas más dispares. Así, advertimos que Goya procede con frecuencia a encuadres patéticos de lo que observa para criticarlo mejor: por citar ejemplos relativos al motivo corporal –o a la «fórmula de pathos»– que aquí nos interesa, señalemos la amplitud en Goya de motivos donde se ve a un personaje doblado por una carga. Basta, para ello, con «encuadrar», aislar en la calle –y en una hoja de dibujo– a un cargador haciendo su trabajo [fig. 32]. Pero también será preciso emplear la fantasía crítica inventando «montajes» alegóricos donde podemos ver, entre otros, a un campesino trabajando la tierra con un eclesiástico a cuestas [fig. 33] o bien a una mujer doblegada por el peso de su marido o a un asno cargado con su amo136 [fig. 34].

136. Véase P. Gassier, 1973-1975, I, pp. 403, 438, 464, 523, 525, 611 («encuadres» documentales). Ibíd., I, pp. 149, 151, 159, 514-515 y II, pp. 123, 137 («montajes» alegóricos). 137. Véase R. Wolf, 1991.

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Esos montajes alegóricos suelen ser tan brutales como las figuras satíricas creadas en una óptica de propaganda política (tema capital, recordémoslo, del trabajo de Warburg cuando concebía su atlas de imágenes). Están emparentados, desde este punto de vista, con las imágenes chirriantes de William Hogarth y, en general, con las caricaturas alegóricas que florecen por doquier en Europa a mediados del siglo XVIII137. Pero en Goya encontramos además todo lo que no suele existir en tales imágenes, a saber, una intensidad psíquica que, a nadie extrañará, fue reconocida y admirada por los románticos franceses. Théophile Gautier, a la cabeza, da cuenta ya en 1838, de los Caprichos y ve en Goya a «un artista de primer orden» pese a una «manera de pintar […] excéntrica», más allá de cualquier «fogosidad»: 91

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La individualidad de este artista es tan fuerte y tan tajante que nos resulta difícil dar de ella una idea siquiera aproximada. No es un caricaturista como Hogarth, Bamburry o Cruikshank; Hogarth, serio, flemático, exacto y minucioso como una novela de Richardson, que deja ver siempre la intención moral; Bamburry y Cruikshank, tan notables por su numen maligno, su exageración bufona, nada tienen en común con el autor de los capricchi [sic]; Callot se asemejaría más a él; Callot, mitad español, mitad bohemio; pero Callot es nítido, claro, fino, preciso, fiel a lo verdadero, pese a lo amanerado de sus giros y la extravagancia fanfarrona de sus arreglos; sus diabluras más singulares son rigurosamente posibles, es pleno día en sus aguafuertes, donde la búsqueda de los detalles empece el efecto y el claroscuro, que sólo con sacrificios se obtienen. Las composiciones de Goya son noches profundas donde algún rayo de luz brusco esboza pálidas siluetas y extraños fantasmas. […] Hemos dicho que Goya es caricaturista, a falta de una palabra más justa. Caricatura del género de Hoffmann, donde la fantasía se mezcla siempre con la crítica y a menudo llega hasta lo lúgubre y lo terrible. […] Las caricaturas de Goya encierran, dicen, algunas alusiones políticas, pero […] hay que buscarlas bien a través del espeso velo que les da sombra. […] Respecto al alcance estético y moral de esta obra, ¿cuál es? Lo ignoramos. Goya parece haber dado su opinión sobre ello en uno de sus dibujos, que representa a un hombre con la cabeza apoyada en los brazos y a cuyo alrededor revolotean búhos, lechuzas, pamplinas. La leyenda de esa imagen dice – El sueño de la razón produce monstruos. Es cierto, pero resulta muy severo138.

frecuente y un proceder inexplicable del artista, se hallan a medio camino entre el hombre y la bestia. […] El gran mérito de Goya consiste en crear lo monstruoso verosímil. Sus monstruos han nacido viables, armónicos. Nadie ha osado más que él en el sentido de lo absurdo posible. Todas esas contorsiones, esas caras bestiales, esas muecas diabólicas están penetradas de humanidad. Incluso desde el punto de vista particular de la historia natural, resultaría difícil condenarlas, tanta analogía y armonía se encuentra en todas las partes de su ser; en una palabra, resulta imposible aprehender la línea de sutura, la línea de confluencia entre lo real y lo fantástico; constituye una vaga frontera que el analista más sutil no podría trazar, hasta tal punto el arte resulta a la vez trascendente y natural142. Baudelaire insiste, en esas líneas, en la constante paradoja de las composiciones de Goya, entregadas siempre a la fantasía de los contrastes: lo «cómico» en él es «pavoroso», la «sátira», «espanto»; la «faz bestial», «humanidad» por antonomasia… Pero tales paradojas nada serían sin la necesidad fundamental que las sostiene y que, propone Baudelaire, sólo puede comprenderse en relación con un auténtico saber de las leyes de la historia natural, cuando Goya se revela capaz de mostrarnos monstruos «viables» o «verosímiles». ¿Qué significa ello sino que el gran artista se distingue por su capacidad para conjuntar lo «transcendente» y lo «natural», lo «fantástico» y lo «real»? ¿No reconocemos aquí, exactamente formulada, la definición baudeleriana de la imaginación que, más allá de cualquier fantasía gratuita o personal, se vuelve capaz de sacar a la luz las «líneas de sutura» o los «puntos de confluencia» entre cosas que todo parece oponer –risa y angustia, humanidad y animalidad, rostro exterior y espectro interior–, una percepción de las «relaciones íntimas y secretas de las cosas»143, que el erudito, y no sólo el poeta, no podrá ahorrarse? Baudelaire lo condensa magníficamente, a propósito de Goya, al proponer que veamos en esos hervideros de figuras algo semejante a rigurosas «muestra[s] del caos»144.

Tenía que suceder, por fin, que Charles Baudelaire se encontrara con los Caprichos de Goya. Tras el Salon caricatural de 1846, claramente orientado en el sentido de una crítica social –patente en el subtítulo: Critique en vers et contre tous*–139, Baudelaire publica en octubre de 1857 un extenso artículo titulado «Algunos caricaturistas extranjeros» en el que, tras Hogarth y Cruikshank, aparece la figura de Goya, «hombre singular [que] ha abierto en lo cómico nuevos horizontes»: horizonte de lo «cómico feroz y […] ante todo fantástico»140. Supone un cómico paradójico donde la risa se hiela hasta el espanto, «algo que se asemeja a esas pesadillas periódicas o crónicas que asedian con regularidad a nuestro sueño»141 – alusión posible, nos gustaría pensar, al propio «El sueño de la razón». Eso es lo que marca al verdadero artista, siempre duradero y vivaz incluso en esas obras fugitivas, valga decir suspendidas a los acontecimientos, que llamamos caricaturas; eso es, digo, lo que distingue a los caricaturistas históricos de los caricaturistas artísticos, lo cómico fugitivo de lo cómico eterno. Goya siempre es un gran artista, a menudo pavoroso. Une a la alegría, a la jovialidad, a la sátira española de los buenos tiempos de Cervantes, un espíritu mucho más moderno, o al menos mucho más buscado en los tiempos modernos, el amor de lo inapresable, el sentimiento de los contrastes violentos, de los espantos de la naturaleza y de las fisionomías humanas extrañamente animalizadas por las circunstancias [a través de] todos los desenfrenos del sueño, todas las hipérboles de la alucinación […]. Toda la fealdad, todas las suciedades morales, todos los vicios que la mente humana puede concebir están escritos en esas […] caras que, siguiendo una costumbre 92

MUESTRAS DEL CAOS, O LA POÉTICA DE LOS FENÓMENOS

138. T. Gautier, 1838, pp. 1-2. 139. Ch. Baudelaire, 1846, p. 497. *. Literalmente leemos: «Crítica en verso y contra todos», fonéticamente podemos oír: «Crítica contra viento y marea». [N. de la T.] 140. Id., 1857b, p. 567. 141. Ibíd., p. 568.

142. Ibíd., pp. 568-570. 143. Id., 1857a, p. 329. 144. Id., 1857b, p. 569. 145. J. W. Goethe, 1809-1810, 731, pp. 82-83.

Ante cuestionamientos tan vastos, forzosamente hemos de volvernos hacia alguien que, en el doblez de las Luces y el Romanticismo, deseó justamente «muestrear el caos» del mundo sobre la base de su doble posición asumida de poeta y de erudito, posición apuntalada por una teoría de la imaginación que era también una teoría del saber, una filosofía de las «líneas de sutura», de los «puntos de confluencia» o de las «relaciones íntimas y secretas entre las cosas». Hablamos, por supuesto, de Goethe. Goethe pretendía completar la crítica de la razón kantiana con una crítica de los sentidos destinada a no separar la actividad artística –movida por su pasión por los fenómenos, incluso por las apariencias– de la ciencia y las disciplinas especulativas: «Kant recabó nuestra atención sobre el hecho de que existe una crítica de la razón, que la razón, facultad suprema del hombre, tiene razones para vigilarse a sí misma. Todos podemos comprobar por nosotros mismos el beneficio que esa voz nos ha deparado. Ahora bien, por mi parte desearía proponer, justamente en ese sentido, una crítica de los sentidos, necesaria si el arte en general […] quiere regenerarse y operar una progresión de buena ley en el camino de la vida»145. 93

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Y es que la confianza unilateral en el juicio era, para Goethe, una trampa en la que los sentidos caerían menos: «Los sentidos no engañan, el juicio engaña», se atrevió a escribir146. El saber resulta necesario, desde luego, pero permanece inoperante sin el pensamiento, inoperante a su vez, dice Goethe, cuando se encuentra desencarnado, separado de la mirada: «Es más interesante pensar que saber, pero no que mirar»147. No existe, por tanto, saber auténtico sino conectado al sujeto y a su capacidad de experiencia148. Incluso a su capacidad de invención, de imaginación, esa phantasia entendida por Goethe en el sentido aristotélico de la palabra (Aristóteles enunciaba que no se puede pensar, ni siquiera conceptualmente, sin imágenes). Por eso el arte y la ciencia no deben oponerse el uno a la otra. Muy al contrario, afirma Goethe, «el estilo [en el terreno artístico] se sustenta en los más hondos fundamentos del conocimiento, en la esencia de los objetos siempre que nos sea dado conocerla en forma de figuras visibles y tangibles»149.

genial y otras veces coja, sobre las relaciones entre la multiplicidad de los fenómenos y su unidad fundamental. Goethe intentó, pues, al hilo de sus procedimientos heurísticos, «emplear» lo múltiple, es decir, a la vez hacerlo florecer e «implicarlo»156 en determinada noción de lo universal: ¿Qué es lo Universal (das Allgemeine)? El caso singular (der einzelne Fall). ¿Qué es lo Particular (das Besondere)? Millones de casos157 (millionen Fälle).

Goethe no se contentó, pues, con inventar bellas formas poéticas, novelescas o teatrales: se ocupó más en general de forjar una forma de conocimiento, un estilo heurístico que fuese operatorio en el campo de la belleza y también en el de la verdad. Danièle Cohn ha hablado bien de esa «forma-Goethe» desde la perspectiva de sus repercusiones, tanto en una filosofía del conocimiento como la de Ernst Cassirer, como en una teoría del arte, una Kunstwissenschaft como la de Heinrich Wölfflin150. No olvidemos –sobre la base de las conclusiones de Danièle Cohn acerca del pathos poético de Goethe y su estética de la intensificación151– que el estilo heurístico de Goethe fue una de las fuentes fundamentales de Aby Warburg, en su proyecto de vasta Kulturwissenschaft fundada en un atlas histórico de las «fórmulas de pathos»152. Cabría decir, con objeto de esbozar un marco de inteligibilidad para esa cuestión, que Goethe se ocupó, antes que Warburg, de examinar todas las cosas bajo el doble aspecto, justamente, del muestreo y del caos. El caos es aquello que nos llega del mundo en masa, que se nos viene encima con desconcertante disparidad: son los monstra del mundo, el aspecto proliferante y «demónico» del que habla Goethe, a veces, en referencia a todo un contexto cultural marcado por la crisis de las Luces y su filosofía de la naturaleza dividida entre panteísmo y ciencias de la observación153. La muestra es aquello que nos da una oportunidad, frente al hervidero de los monstruos, de atisbar los astra del conocimiento, de lo universal, de la visión teórica. De ahí que Goethe nunca cesara, como bien escribe Jean Lacoste, de mostrarse «atento a las múltiples manifestaciones del orden y el desorden, al conflicto de la duración y el devenir, a la conciliación de la permanencia y la metamorfosis, al combate de la sombra y la luz, [en resumen] al juego multiforme de las polaridades»154… De ahí, por ejemplo, el sumo interés de Goethe por la manera con que Lavater quiso muestrear el caos de las pasiones humanas para sus trabajos de fisiognomía155. Muestrear el caos supone reconocer la dispersión del mundo y emprender, pese a todo, su colección. Para llevar a cabo esa labor dialéctica, Goethe –que no apreciaba mucho las soluciones, demasiado especulativas para su gusto, de Hegel– tuvo que forjar una gran hipótesis operatoria, que podemos juzgar unas veces 94

156. Véase J.-P. Lefebvre, 2000, p. 5. 157. J. W. Goethe, 1809-1810, 489, p. 73 (trad. modificada). 158. Ibíd., 491 y 500, p. 73 (el énfasis es mío). 159. Ibíd., 23, p. 118. 146. Ibíd., § 295, p. 61. 147. Ibíd., § 242, p. 59. 148. Ibíd., § 296 y 515, pp. 61 y 74. 149. Id., 1789, p. 98. Véase T. Todorov, 1983, pp. 51-65. A. Grieco, 1998, pp. 147-168. 150. Véase D. Cohn, 1999, pp. 9-67. 151. Ibíd., pp.105-133. 152. Véase A. Pinotti, 2001, pp. 13-102. 153. Véanse P.-H. Tavoillot, 1995. A. Faivre, 1996, pp. 43-48. D. von Engelhardt, 1998, pp. 29-50.

160. Véanse E. Faivre, 1862. R. Magnus, 1906. R. Michéa, 1943. B. Wilhelmi (dir.), 1984. F. Amrine, F. J. Zucker y H. Wheeler (dir.), 1987. G. Giorello y A. Grieco (dir.), 1998. M. Wyder, 1999. 161. J. Lacoste, 1997, pp. 7-8. 162. Véase C. F. von Weizsäcker, 1957, pp. 697-711. É. Escoubas, 1982, pp. 151-163. L. van Eynde, 1998, pp. 13-36 y 67-109. 163. Véase K. J. Fink, 1998, pp. 169-193.

154. J. Lacoste, 1997, p. 6.

164. Véase J. Lacoste, 1997, pp. 42-57. F. Moiso, 1998, pp. 298-337.

155. Véase I. Barta Fliedl, 1994, pp. 192-203.

165. J. Lacoste, 1997, pp. 57-85. Véase J. W. Goethe, 1788-1820.

¿Qué quiere decir Goethe en esos cuatro versos? Que lo universal no se resume en la idea general, la ley abstracta o el denominador común de los casos singulares reunidos. Se desmultiplica, al contrario, en los casos singulares, en cada caso singular: cada fenómeno de la naturaleza, cada obra del hombre. Por eso, un caso particular nunca debe ser aislado de los «millones de casos» que lo rodean en el caos del mundo. La inquieta gaya ciencia de Goethe nada posee, por tanto, de una empresa destinada a reducir las variaciones a lo invariante y el devenir a la eternidad. Muy al contrario, necesita examinar cada caso singular, respetar su diferencia intrínseca y, acto seguido, desplazar su mirada, poner mil nuevos casos sobre la mesa –como las mil imágenes que constituirán el atlas Mnemosyne– a fin de reconocer las diferencias extrínsecas que, según los contextos, pueden ser polaridades conflictivas o afinidades electivas. Desde el punto de vista filosófico, «lo general y lo particular coinciden: lo particular es lo general que se manifiesta en condiciones diferentes. [Pero a la vez] ningún fenómeno se explica él mismo y por sí mismo; sólo varios considerados juntos y organizados con método acaban dando algo que puede tener algún valor para la teoría»158. He ahí por qué «cada existencia particular constituye un analogon de cuanto existe; he ahí por qué la existencia nos parece al mismo tiempo separada y vinculada. Si seguimos demasiado cerca esta analogía, todo se vuelve idéntico; si nos apartamos, todo se dispersa en el infinito»159. Entre ambos peligros teóricos, frente a frente, la identidad indiferente y la dispersión sin freno, la posición de Goethe no será especulativa sino resueltamente concreta, heurística, operatoria y plena de tacto o de «ternura» (según la expresión goethiana eine zarte Empirie que más tarde hizo suya Walter Benjamin). Alternativamente, pues, Goethe va a observar con paciencia, dibujar (es decir, aparejar sus observaciones) y, por último, coleccionar (es decir, aparejar los resultados de sus observaciones). Su obra de científico es considerable160. Ya en 1830, Wilhelm von Humboldt detectaba en ella tanta precisión experimental como «pulsión poética» (Dichtungstrieb), lo que Jean Lacoste –secundando el vocabulario de Goethe– resumió con la expresión de «gaya ciencia»161. Gaya ciencia basada a la vez en la crítica del racionalismo clásico y en el rechazo de una actitud meramente empirista –actitud en la que determinados avezados comentaristas detectarían por cierto las premisas de una auténtica posición fenomenológica ante el mundo162. Trátese de arqueología (reconstitución del templo de Zeus en Pozzuoli)163, de osteología (descubrimiento del hueso intermaxilar)164, de botánica y de zoología (metamorfosis de plantas e insectos)165, de óptica (la famosa teoría 95

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antinewtoniana de los colores)166, de mineralogía (observaciones sobre la disgregación del granito)167 o de meteorología (estudio de las nubes)168, en todos los casos Goethe fue hasta el fondo de los fenómenos, con toda la «ternura empírica» del «científico aficionado», como gustaba definirse él mismo. Ins Enge bringen, escribió en Poesía y verdad: «Ir directo al hecho interesante», «exacerbar la cuestión esencial» en cada parcela del mundo que se observa169. Eso es lo que había que hacer ante el esplendor y el caos del mundo: enmarcar en él –aislar en él, para mejor observarlo como por dentro– cada fenómeno fecundo. Y para ello era preciso asimismo tomar lápiz, pluma y pincel y llenar libretas y hojas de dibujo que constituyeran otros tantos testimonios de esa precisión poética que Goethe demuestra ante la diversidad del mundo sensible170. Dibujar, para él, conllevaba sin duda cierta posición en los debates estéticos de su tiempo171. No por casualidad su viaje a Italia contará para Goethe entre los períodos en que dibujó con mayor intensidad172. Cuando intenta, por ejemplo, captar a la acuarela la evanescencia de las nubes, se sitúa por supuesto dentro de toda una corriente paisajística que, entre la observación naturalista y la Stimmung romántica, convierte la nube en objeto pictórico de primerísima importancia: pensamos en Alexander Cozens, en Luke Howard, en Michael Wutky o bien en Johann Georg von Dillis, Johan Christian Claussen Dahl, Carl Blechen, sin olvidar a Caspar David Friedrich, Pierre-Henri de Valenciennes o John Constable173. O bien cuando Goethe se afana en encuadrar la musculatura de una rodilla – para desmultiplicarla de inmediato en tres variantes posibles [fig. 35]–, reconocemos enseguida un prurito de anatomía artística donde la observación del órgano acompaña la copia atenta de los mármoles antiguos admirados en Italia174. Así pues, dibujar era para Goethe un gesto «artístico» sólo en la medida en que se plegaba a las condiciones «científicas» de la observación experimental: cada vez, o casi, historia del arte e historia natural apoyan juntas la misma decisión gráfica destinada a muestrear los fenómenos, a recoger con la mayor precisión posible la fascinante diversidad del mundo. Por eso, la noción central de la «gaya ciencia visual» goethiana, adopta menos una tradición de debates estéticos, en pos de criterios para la belleza del arte, que una actitud fenomenológica ante el mundo sensible en general. Esa noción es la de morfología, la misma que sentimos actuar en los dibujos donde, por ejemplo, una flor no será mirada como esa bonita cosa que colocamos en un jarrón para un bodegón, sino como un organismo fascinante que debe comprenderse a la vez según su antecedente (el brote, la yema) y su consecuente (la ramificación) [fig. 36]. La «gaya ciencia» a la que apuntaba Goethe, en sus reflexiones teóricas y en sus prácticas experimentales –indagar sobre el terreno, observar, suscitar los fenómenos, dibujarlos, producir sus variaciones–, no era sino una «ciencia general de las formas» capaz de no ignorar ni su multiplicidad, ni las reglas de sus transformaciones recíprocas, es decir, de sus metamorfosis. Consistía menos, como escribió Gerry Webster, en «luchar contra Proteo»175 que en inventar, justamente, un saber de la proteiformidad, una ciencia que nunca se cansó de afrontar los «millones de casos», esto es, los millones de formas singulares: tarea «prometeica», como bien insiste Jean Lacoste176. Tarea no prominente y autoritaria –reducir lo diverso a 96

igualar fondo inferior oscureciendo

166. Véase J. W. Goethe, 1790-1810. Id., 1810. J. Lacoste, 1997, pp. 87158. M. Basfeld, 1998, pp. 71-90. 167. Véase J. Lacoste, 1997, p. 159-186. W. von Engelhardt, 2000, p. 459-473. 168. J. W. Goethe, 1820-1825. Véanse J. Lacoste, 1997, pp. 186-199. W. Busch, 1994, pp. 519-527. 169. J. W. Goethe, 1831, p. 146. 170. Véase P. Maisak, 1996. J. Arnaldo y H. Mildenberger (dir.), 2008. 171. Véase A. Beyer, 1994, pp. 447-454. S. Schulze (dir.), 1994. 172. J. W. Goethe, 1816. V. J. Lacoste, 1999. 173. Véanse W. Busch, 1994, p. 519-527. S. Schulze (dir.), 1994, pp. 528-565. B. Hedinger, I. RichterMusso y O. Westheider, 2004. 174. Véase P. Maisak, 1996, pp. 168-173. 175. G. Webster, 1998, p. 456-478. Véase T. Lenoir, 1987, pp. 17-28. R. H. Brady, 1987, pp. 257-300. 176. J. Lacoste, 1997, p. 84. Véase M. Bollacher, 2000, pp. 529-547.

Fig. 35 Johann Wolfgang Goethe Estudio de rodilla, 1788 Tinta sobre papel, 21 x 15,1 cm. Stiftung Weimarer Klassik, Goethe- und Schiller-Archiv, Weimar Foto DR

siluetear y oscurecer fondo ligeramente

Fig. 36 Johann Wolfgang Goethe Estudio de brotes, de flores y de ramificaciones, 1787 Tinta sobre papel, 15 x 11,7 cm. Stiftung Weimarer Klassik, Goethe- und Schiller-Archiv, Weimar Foto DR 97

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una regla de subsunción–, sino implicada, generosa, artista, casi loca en su deseo de abarcar toda la sinfonía, todo el concierto de las formas, según esa «secreta ley del coro» de la que, en un momento dado, habla el gran poema de La metamorfosis de las plantas177. Estar a la escucha de la «música» del mundo es lo que pronto exigirá Nietzsche en La gaya ciencia178, y lo que Goethe pretende hacer ya cuando observa cualquier cosa según la pulsación diastólica (expansión, disociación) y sistólica (contracción, unificación) de sus formas en constantes metamorfosis179.

Toda forma sería, pues, el trabajo dialéctico, doblemente orientado, de un aspecto manifiesto y de sus solicitaciones latentes. Toda estasis debería ser pensada según la dinámica de estados transitorios que cristalizan de tarde en tarde. ¿El gesto? Una «doble acción». ¿El presente? Una potencia del tiempo donde operan juntos el antecedente y el consecuente, la memoria y la protensión. ¿La presencia? Una cuasi titanomaquia de cada instante: una lucha con eficaces ausencias. Otro ejemplo, fascinante, de ese modo de aprehender las formas nos viene dado por el interés que concedió Goethe en la larga duración –anota sus observaciones en 1785– a un simple montón de piedra del «laberinto rocalloso» de Luisenburg. Goethe realizó un dibujo184, y lo hizo grabar para ilustrar sus comentarios. En él asumía de modo explícito su propia «potencia de imaginación» (Einbildungskraft) y deducía del simple montón de bloques graníticos que tenía a la vista la estructura completa de la forma anterior cuya forma actual era sólo un vestigio desmoronado. Su dibujo lleva en sombreado las formas ausentes que permiten explicar el caos aparente de las formas presentes185 [fig. 37]. Más allá de la fascinación típicamente romántica por esos caos de rocas, era preciso que pudiera redisponerse todo como un drama de fuerzas y de formas, una dialéctica de potencias y de actos, de latencias invisibles y de aspectos sensibles186.

Sabemos hasta qué punto la noción goethiana de metamorfosis ha interesado a ciertos científicos contemporáneos, por ejemplo al zoólogo Adolf Portmann o al matemático René Thom180. Éste ha recordado la gran fecundidad de un concepto de la transformación que incluye la «predominancia del origen»181, es decir, la supervivencia activa de los estados primarios en cualquier forma, por evolucionada, por sofisticada que sea. Mucho antes de Focillon, pues, Goethe llevó lo más lejos posible la hipótesis de una vida de las formas dotada, justamente, de esa vis formae o «potencia formadora» que trastocaba toda la visión neoclásica –la forma en cuanto estasis ideal– por su punto de vista «económico» y «dinámico», explícitamente reivindicado182 por Goethe. En tal perspectiva, la forma no puede reducirse al simple aspecto visible de las cosas, aun geometrizado. No solamente cada fenómeno supone «millones de casos» conexos, sino que cada caso implica además que la forma sea operatoria a varios niveles de potencia y de actualización. Así, Goethe no mirará una escultura como una «forma» más o menos perfecta, sino como un trabajo de formas latentes y manifiestas, en potencia y en acto. De ahí el magistral comentario que desarrolla Goethe, en 1798, ante el Laocoonte del Vaticano (y soñamos qué hubiera sido el análisis goethiano del Atlas Farnesio): «A fin de que una obra de arte plástica se anime de verdad cuando se la contempla, es necesario elegir un momento transitorio; un poco antes ninguna parte del todo debe haberse encontrado en esa postura, poco después cada parte deberá ser forzada a abandonarla. Así es como la obra hallará cada vez una vida nueva para millones de espectadores. […] El objeto elegido es uno de los más propicios que imaginarse pueda: hombres luchando contra criaturas peligrosas que no actúan por su masa o potencia, sino como fuerzas múltiples; no amenazan por un lado solamente y no exigen por tanto una resistencia concentrada en un solo lugar, son capaces, gracias a su longitud, de paralizar a tres hombres más o menos sin lastimarlos. A través de esa parálisis, cierta calma y cierta unidad se extienden ya, pese a la importancia de los movimientos. Las añagazas de las serpientes se indican siguiendo una gradación. Una de ellas lo único que hace es enlazar, la otra está irritada e hiere a su adversario. [Además,] cada figura expresa una doble acción y las tres se afanan de múltiples maneras diferentes. El hijo más joven levanta el brazo derecho para respirar más libremente al tiempo que repele la cabeza de la serpiente con la mano izquierda. Pretende menguar el mal presente y prevenir un mal mayor: ese es el grado más elevado de actividad que puede alcanzar en su situación de prisionero. El padre emplea su fuerza en zafarse del poder de las serpientes, y al mismo tiempo su cuerpo rehúye la mordedura que le es infligida en ese preciso instante. El hijo mayor, espantado por el movimiento del padre, procura liberarse de la serpiente que lo enlaza levemente»183. 98

Así pues, dibujar: aparejar la observación, pero también hacer que intervenga la imaginación, esa capacidad para reacomodar todas las imágenes singulares –o los encuadres– en constelaciones, en remontajes de la realidad. Proceder, por consiguiente, a una operación transterritorial en los campos observados, una operación anacrónica en los presentes observados. Por eso Goethe miraba cada forma, no como simple resultante de un lugar y de una historia, sino como la superposición de varias espacialidades y de varias temporalidades heterogéneas. Como bien observó Ernst Cassirer en el marco de la zoología y la biología goethianas, «la teoría de la metamorfosis nada tiene que ver con [una] cuestión relativa a la sucesión histórica de los fenómenos de la vida; no sólo su contenido, sino su posición ante el problema y su método lo separan de cualquier especie de “teoría de la descendencia”. El concepto goethiano de “génesis” es dinámico, pero no es histórico; vincula formas distantes unas de otras exhibiendo su incesante mediación, pero no pretende establecer ningún árbol genealógico de las especies»187. Una manera de decir que tal método apuntaba ante todo a una disposición sinóptica de las formas capaz de sacar a la luz, tanto en sus diferencias como en sus afinidades, el principio de sus metamorfosis.

177. J. W. Goethe, 1788-1820, p. 181. 178. F. Nietzsche, 1882-1886, § 373, p. 283. 179. Véase J. Lacoste, 1997, pp. 35-42.

PUNTOS DE ORIGEN Y LAZOS DE AFINIDAD

180. Véase A. Portmann, 1973, pp. 11-21. R. Thom, 1978, pp. 52-64.

Sabemos que Goethe organizó el espacio de su propia casa –lo mismo que Aby Warburg haría después– como una verdadera herramienta de trabajo en la que cada problema y cada temática abordada eran objeto de una cuidada colección188. El conjunto acabó componiendo una extraña «colección de colecciones»: una colección a la potencia x, podríamos decir. Inevitablemente los historiadores del arte estudiaron ante todo los conjuntos «artísticos» de Goethe: los bronces antiguos, los moldes de yeso, las medallas, los retratos, los vasos griegos, las mayólicas, los grabados del Renacimiento, los dibujos de Rembrandt o de Rubens189.

181. R. Thom, 1998, pp. 253-297. 182. Véase P. Giacomoni, 1998, pp. 194-229. 183. J. W. Goethe, 1798, pp. 169-174.

186. Véase J. Lacoste, 1997, pp. 159-186.

184. Véase P. Maisak, 1996, p. 265.

187. E. Cassirer, 1940, p. 189.

185. Id., 1785, pp. 332-333. Véase K. J. Fink, 1998, pp. 174-179.

188. Véanse U. Grüning, 1999. G. Schuster y C. Gille (dir.), 1999.

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Recientemente, Johannes Grave ha insistido en la «virtud formadora» de esas colecciones, su Bildungsprozess, su fecundidad desde el punto de vista de una «emancipación de la mirada» indisociable, no obstante, de los debates académicos en los que Goethe nunca dejaba de tomar posición190. De modo que tales colecciones se convertían en manos del poeta en una herramienta eficaz para formular su concepción de una «totalidad del arte» (das Ganze der Kunst) a partir de las muestras singulares acopiadas en la casa de Weimar191. Tal sería la manera clásica –y legítima, no hace falta decirlo– de considerar el espacio epistémico y estético goethiano. Pero podemos comprobar asimismo, ante la «colección de colecciones» de la Goethes Haus, algo parecido a un trastorno de las clasificaciones: una profusión de movimientos transversales que tendrá por efecto la desclasificación de cada parte de colección cuando está en relación con la de otra colección. Sentimos ya una impresión laberíntica, cuasi borgesiana, contemplando las lapidaria del siglo XVIII, donde se recogían los vestigios de una misma área arqueológica, que los grabados de Piranesi muestran de modo a veces vertiginoso192 [fig. 38]. Esa impresión es aún más intensa si consideramos que, en el mismo espacio de la Goethes Haus, coexistían paisajes románticos con raíces vegetales en frascos; un grabado de La Transfiguración de Rafael con una sencilla cesta de paja trenzada; un dibujo de Rembrandt con un abecedario infantil; una Virgen de Schongauer con un abanico pintado; un Triunfo de Mantegna con figuras populares de colores chillones; una copia antigua con un juguete de niño; el Ulises de John Flaxman con un alfiletero, un autómata o cajones llenos de guijarros [fig. 39]. Y es que la «colección de colecciones» goethiana desjuntaba aquí lo que juntaba en otro lado. Impulsada por una gran hipótesis morfológica, estaba hecha para crear vínculos entre las formas, precisamente allí donde los propios objetos diferían respecto a su función o estatuto social. «Desde su llegada a Weimar en 1775 hasta su muerte en 1832, la colección de Goethe, que hasta entonces cabía en dos maletines de mano, aumentó en casi cuarenta mil objetos. Tras cincuenta y siete años de actividad como coleccionista, dejó manuscritos que hoy llenan 341 cajas, 17.800 piedras, más de 9.000 grabados, alrededor de 4.500 moldes de gemas, 8.000 libros, además de numerosas pinturas, esculturas y colecciones de historia natural»193, sin contar los objetos de todo tipo que interesaron al poeta por uno u otro concepto.

Fig. 37 Johann Wolfgang Goethe Caos rocoso de Luisenburg, 1785 Grabado según un dibujo original para el artículo «Die Luisenburg bei Alexanders-Bad» Foto DR Fig. 38 Giovanni Battista Piranesi Fragmentos del plano en mármol de la Roma antigua, 1756 Grabado en cobre, 46 x 38 cm. Extracto de Le Antichità Romane, Roma, Bouchard et Gravier, 1756. Foto GD-H Fig. 39. Colección mineralógica de Goethe Goethes Haus am Frauenplan, Weimar Foto DR 100

189. Véase N. Baerlocher y M. Bircher (dir.), 1989. 190. Véase J. Grave, 2006, pp. 23-305. 191. Ibíd., pp. 307-430. 192. Véase L. Ficacci, 2000, pp. 166-319 y 386-393. 193. C. Asman, 1999a, pp. 108-109. 194. Ibíd., p. 107. Véase E. P. Hamm, 2001, pp. 85-114. 195. C. Asman, 1999a, pp. 107-108.

Se cumplía así, escribe Carrie Asman, «un recorrido ondulante entre lo sublime y lo inepto que permanecen uno cerca de otro en un estrecho intervalo»194, y acaban infundiendo a todas esas cajas, cajones y estanterías el aspecto de una desclasificación generalizada en busca de otras afinidades, otras formas de clasificar, otras formas de construir las semejanzas. Por ejemplo, «la inclusión de cortinas rotas (conservadas por Goethe) en la lista [de su colección], que a todas luces hace añicos el marco del gabinete de arte y maravillas, presagia» –seguimos con Carrie Asman– «el advenimiento de una mirada histórica que aprehende las cosas como signos de una crítica de la cultura de la época»195. El inventario de los tesoros goethianos efectuado entre 1848 y 1849 por Christian Schuchard, del que sólo puedo facilitar aquí un extracto, evoca indefectiblemente las listas de Borges 101

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o aquellos «atlas de lo imposible» que tanto hicieron reír –y trabajar– a Michel Foucault:

102. Una arqueta de caoba, cuyo interior comprende varias separaciones cubiertas de paño azul a ambos lados. Para el secado de las plantas.

[…] 81. Fragmentos de urnas funerarias germánicas, con una perla de piedra.

103. Una serpiente secada.

Hallados cerca de Olbersleben, en el Gran Ducado de Weimar.

104. Una pluma de escribir, incrustada de sal.

82. Hacha de combate, tallada en piedra de tipo serpentina, hermosa y nítida de forma.

105. Una mano y un dedo de momia, procedente del sótano de plomo de Bremen, y un pedazo de otro hueso de momia.

83. Otra, en forma de esquina, corta, con agujero redondo.

106. Tres bustos de yeso: Homero, un busto moderno masculino y otro con coraza.

84. Cuatro diferentes piedras brutas, con la forma de las antiguas herramientas de piedra, y una piedra redonda perforada.

107. Moisés salvado de las aguas, mediocre pintura al óleo sobre madera, 16 cm2.

85. Dos trozos de ornamentos arquitectónicos, de estuco muy duro y basto. En uno de ellos, la parte superior de una cabeza de animal. Alemán medieval.

108. Un cubilete redondo de marfil, con desperfectos en la base, aproximadamente un pie de alto, sin ornamento figural.

86. Dos grandes tejas convexas y una cobija muy grande que acaba en ángulo agudo.

109. Diez máscaras mortuorias: gran duque Carl August von Weimar, Dante, Cromwell, etc. Además, un molde en yeso para uno de ellos.

87. Un trozo de tela pintada en negro, 4 cm2, tejida a lo ancho por las orugas de la Phal. Pavonia media, bajo la dirección de Wenzel Heeger en Berchtolsdorf, cerca de Viena. 88. Un trozo de índigo chino de la mejor variedad.

110. Un minúsculo pedazo de un pastel de la ciudad de Kazán, enviado a un cosaco del Don por su madre durante la guerra francesa. Carta y botín recorrieron Francia y Alemania hasta llegar finalmente a su destino en Creutzburgo, cerca de Eisenach.

89. Un trozo de la carena de una gran nave de las Indias orientales, que destruyeron por completo los moluscos.

111. Una bola de cristal con una apertura sellada, interior negro con cristalizaciones196.

90. Dos pájaros fabricados con plumas aplicadas, y 9 plumas de pájaro, multicolores, parcialmente roídas por los gusanos. En marcos de madera con cristal.

Sería tentador, aunque muy insuficiente, interpretar el carácter heteróclito de las colecciones goethianas en términos de «fantasía» gratuita, o personal, o diletante, o supersticiosa. Conviene interpretar ese cúmulo asombroso más bien como un gesto básicamente cosmopolita: esos objetos han atravesado todas las fronteras197 –incluidos los umbrales, o las jerarquías, del valor–, y Goethe los reúne para una «gaya ciencia» de lo dispar acompasado, de parte a parte, por las potencias epistémicas de la imaginación y de la intuición morfológica. El propio Goethe inventó, medio en broma medio en serio, una tipología completa de los coleccionistas en la que vitupera a los simples «copistas» e insta a los «imaginativos» a hacerse «caracteristicistas»198: esto es, morfólogos que aúnan la imaginación, el saber y la razón. ¿No se precisa imaginación para almacenar un vulgar trozo de tela pintado en negro de cuatro centímetros cuadrados junto a un busto de Homero? ¿No se precisa saber para ver en ese objeto una fabricación de las «orugas de la Phalena Pavonia media»? ¿No se precisa inteligencia morfológica para entender cómo y por qué esas orugas hubieron de «tejer a lo ancho» sistemáticamente la seda de dicho fragmento?

91. Un nido grande y otro pequeño de avispas, el primero en caja de cartón con una tapa de cristal. 92. Un nido de pájaro de forma oblonga, hecho con delicadas briznas de hierba. 93. Un huevo monstruoso. 94. Marga blanca del Kirchli salvaje, en el cantón de Appenzell. 95. Un nido de pájaro indio comestible, partido. 96. Muestras de lana en una arqueta de cartón. También la obra de Sturm, Sobre la lana de carnero, Jena, 1812. 97. Dos docenas de botones de piedra caliza. 98. Cuatro pedazos de bezoar de gacela. 99. Un trozo de cobre vertido en el suelo probablemente a raíz de un incendio u otra circunstancia análoga.

196. Citado Ibíd., pp. 112-114.

100. Un trozo de pietra fongaja procedente de Apulia.

197. Id., 1999b, pp. 153-160. Véase W. Albrecht, 2000, pp. 65-78. J.-M. Valentin, 2000a, pp. 19-41.

101. Un gallo de pelea inglés. Dibujo con mina de plomo, en marco negro bajo cristal.

198. J. W. Goethe, 1799, pp. 88-93. Véase D. Blondeau, 2000, pp. 697712.

102

Como todos los demás objetos de la colección goethiana, el minúsculo trozo de tela fue a la vez, a juicio del poeta-erudito, un casi-nada y un casi-todo. Infinitamente modesto en cuanto caso entre «los millones de casos» que había que contraponerle: el resultado del trabajo de unas cuantas orugas en cuatro centímetros cuadrados, nada más. Pero infinitamente digno de atención en cuanto fenómeno: el resultado de un proceso tan completo como complejo, un «hecho total» 103

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permitiendo ya, si le concedemos la atención que merece, comprender hasta el final qué es una «forma», una «formación», una «creación», una «metamorfosis»… ¿Cuatro centímetros cuadrados de seda? Muy poco, sin duda. Pero un mundo en sí. No es más que un pequeño punto particular en la gigantesca fábrica de lo viviente; y asimismo, en su trama misma, un ejemplo al que nada falta, puesto que en él se dirime la vinculación de lo «pequeño» con el «todo», de lo local con lo global, de la morfología singular con la morfogénesis universal.

centímetros cuadrados del trenzado de seda conservado en una de las innumerables cajas de cartón de la casa de Weimar. Goethe puede afirmar entonces: «Sería el súmmum comprender que todo cuanto es factual es ya teoría. El azul del cielo nos revela la ley fundamental del cromatismo. No busquemos nada tras los fenómenos: son ellos mismos la teoría […], aquello que siempre se manifiesta y se presenta a nosotros como la ley de toda manifestación»203. Pero esa potencia sinóptica del «fenómeno originario» –donde todo puede verse en la misma superficie: la manifestación y su ley, el fenómeno y su origen– no significa en absoluto que las cosas sean «simples» o «puras» de todo conflicto, de toda contradicción. Los propios términos del concepto forjado por Goethe suponen aquí una verdadera potencia dialéctica. «El azul del cielo nos revela la ley fundamental del cromatismo», dice; pero es también porque, la mitad del tiempo, el cielo está negro por encima de nosotros (durante la noche) o cargado de nubes grises (mientras llueve). No es casual, así pues, que Goethe ponga especial atención en despejar el «fenómeno originario» de cualquier «pureza» o «simplicidad» ideales: «La pureza de la nieve es pura mentira. […] La basura brilla cuando luce el sol»204. ¿Por qué Goethe cita el imán* como ejemplo característico de «fenómeno originario» hasta en el armónico pasional, amoroso, que contiene la palabra* que lo designa205? ¿Por qué la experiencia de los «fenómenos originarios» se describe a través de situaciones que expresan el deslumbramiento ante la verdad e incluso la angustia ante la evidencia206? Porque dichas evidencias son «torbellinos» en el río del devenir, «remolinos» en el orden del mundo, «síntomas» en el decurso habitual de las cosas: «Hay escollos en los que todo paseante debe tropezar, […] el poeta indica sus emplazamientos»207.

Hace ya mucho tiempo que los lectores de Goethe reconocieron como «pivote de sus teorías científicas», e incluso «secreto de su estética»199, ese enfoque del caso en cuanto fenómeno y esa comprensión del propio fenómeno –siempre que su manifestación resulte fecunda– como «fenómeno originario» (Urphänomen). Con ese instrumento de pensamiento pudo Goethe rebajar el enfoque idealista cuando, por su posición abstracta y prominente, se muestra inepto para acceder a la experiencia (Erfahrung) múltiple del mundo, cuando el esplendor exuberante –a veces angustioso– de los fenómenos pone a prueba al sujeto. Simétricamente, Goethe necesitaba una herramienta conceptual capaz de superar el empirismo trivial de ciertos naturalistas incapaces de concebir el origen (Ursprung) a partir de los cuatro centímetros cuadrados de su campo de observación. Tampoco entonces temió Goethe edificar una dialéctica heterodoxa que diera ostensiblemente la espalda a las grandes alternativas de la tradición filosófica (universal y singular, idealismo y realismo, etc.). Urphänomen fue de algún modo su palabra mágica: su manera de forzar todas las barreras dogmáticas entre el ver y el saber, el reconocimiento de las formas sensibles y la ciencia de las formas inteligibles. Urphänomen sería de algún modo el fenómeno (Phänomen) considerado, no como efecto secundario de un oscuro «noúmeno» o de una lejana realidad suprasensible, sino como acto primario, primero, integral e insuperable, del origen como tal (Ursprung). El fenómeno visto como un «salto» (Sprung) absolutamente decisivo, irreductible, actual, presente, vivaz, visible: y lo que surge de éste, en ese «salto», no es sino el fondo de los tiempos, la potencia primordial (Ur-) de toda forma y toda formación. Se ha recalcado que, al emplear ese vocablo, Goethe se exponía a una contradicción conceptual, ya que el origen normalmente se halla escondido, profundo, lejano, mientras que el fenómeno sólo es visible en la superficie de las cosas, muy cerca, demasiado cerca de nosotros200. Pero también cabría afirmar que el Urphänomen permite a Goethe, justamente, criticar esa oposición de base convirtiendo el origen en una cosa aflorante, visible en la superficie: el inmediato remolino de las cosas, su síntoma, su «torbellino» y no su «manantial» remoto, como comentaría de modo luminoso Walter Benjamin en su «Prefacio epistemo-crítico» a El origen del drama barroco alemán201.

203. Id., 1809-1810, § 13 y 488, pp. 73 y 116. 204. Ibíd., 1386-1387, p. 48. *. Se trata de la palabra aimant, que puede ser sustantivo («imán») o gerundio del verbo amar («amando»). [N. de la T.] 205. Ibíd., 19, p. 117.

El propio Goethe dejó bien claro que los «fenómenos originarios» exponen su tiempo directamente en su forma, su origen directamente en su manifestación, su morfogénesis directamente en su configuración sensible: «Nada de cuanto se manifiesta visiblemente está por encima de ellos, […] son perfectamente aptos para hacernos retornar por grados a lo largo de la vía por la que nos hemos elevado hasta lo más común»202. Dicho de otro modo: una completa teoría morfogenética de las producciones de lo viviente es lo que se trasluce en los cuatro 104

206. Ibíd., 16-17 y 290, pp. 61 y 116-117. 207. Ibíd., 1058, p. 19. 199. G. Bianquis, 1932, pp. 77. 200. Véase J. Lacoste, 1997, p. 221. 201. W. Benjamin, 1928a, pp. 43-45. 202. J. W. Goethe, 1810, p. 108.

208. Ibíd., 246, p. 60. 209. Ibíd., 305, 500 y 570, pp. 62, 73 y 75 (subrayo yo). 210. Véanse P. Tort (dir.), 1983, p. 41-67. J. Lacoste, 1997, pp. 68-80.

No existiría, pues, «fenómeno originario», por cristalino que sea, más que ligado a todos los demás más allá de las fronteras de la diferencia que no obstante manifiesta: «Considero todos los fenómenos como independientes unos de otros al tratar de aislarlos por la fuerza; después, los considero como correlatos y los reúno en una vida decisiva»208. Ello significa que los «fenómenos originarios» no nos revelan verdaderamente su «vida decisiva», como dice Goethe, sino a través de sus relaciones diferenciales, sus semejanzas (o afinidades) y sus desemejanzas (o singularidades) siempre puestas en juego de forma dialéctica: «La teoría sólo tiene utilidad en la medida en que nos hace creer en la relación que vincula a los fenómenos. […] Ningún fenómeno se explica por sí mismo y a sí mismo; sólo varios tomados juntos y organizados con método terminan por darnos algo que puede poseer algún valor para la teoría. […] El saber descansa en el conocimiento de lo que es preciso diferenciar, la ciencia en el reconocimiento de lo que no puede ser diferenciado»209. Ambos movimientos son igualmente necesarios: el primero aislando la fecundidad intrínseca del fenómeno, el segundo relacionando los fenómenos entre sí para comprender mejor su «vida decisiva». En esa doble necesidad yace la explicación de no pocos compromisos de Goethe. Por ejemplo, sus posicionamientos junto a Geoffroy Saint-Hilaire en la «querella de los análogos», que oponía a éste a los métodos meramente «distintivos» de Cuvier210. O bien su manera de afirmar, en el ámbito estético, la diferencia y la afinidad acordadas del arte con el mundo: «No existe medio más seguro que el 105

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arte para escapar del mundo y tampoco existe medio más seguro para estar unido a él»211. «Lo bello es una manifestación de las leyes secretas de la naturaleza que, sin él, nos habrían quedado eternamente ocultas», afirmaba también Goethe212. Eso es lo que, a su modo de ver, convierte al artista o al poeta en «zahoríes» de fenómenos y problemas que nadie sabría ver sin ellos213. A la vez, la imagen se le presentaba como esa interfaz de la afinidad y de la diferencia, allí donde «la idea se mantiene infinitamente activa e inaccesible», unida a nosotros en ese mismo acto, y sin embargo insondable, separada de nosotros, en cuanto «revelación viviente e instantánea [unida] de lo insondable214 [de lo separado]».

Diferencias y afinidades se hallan entonces involucradas en un mismo movimiento, que debe su nombre (affinitas) al proceso químico más fascinante que pueda existir: «la acción recíproca de dos substancias físicas de especies diferentes, que actúan interiormente una sobre otra y tienden a la unidad; la unificación determina entonces un tercer elemento cuyas propiedades sólo pueden ser engendradas por la unificación de las dos substancias heterogéneas. Dentro de su desemejanza, el entendimiento y la sensibilidad se unen fraternalmente por sí solos para constituir nuestro conocimiento, como si fueran origen el uno del otro, o como si ambos poseyeran una raíz común…»221. Y de golpe, con ese notable modelo epistémico de la afinidad, nos hallamos a contrapelo exacto de todo aquello a lo que el pensamiento de Kant se ve regularmente reconducido – cuando no reducido–, es decir, al modelo del esquema: aquí, sin embargo, «la imaginación es la actividad que transgrede las barreras [allí donde] el esquematismo homogeneiza lo sensible y lo intelectual», como tan acertadamente comenta Fernando Gil222.

Diferencias y afinidades guiarían por tanto el gran juego del mundo: el de los objetos entre sí (por ejemplo, el trozo de tela con el busto de Homero, en la colección de Goethe), el de los organismos entre sí (por ejemplo, la oruga con la falena, en la La metamorfosis de los insectos) y, por supuesto, el de los sujetos entre sí (por ejemplo, Eduardo con Otilia en la novela goethiana Las afinidades electivas)215. Diferencias y afinidades regulan asimismo el mundo de las relaciones que nosotros, sujetos, mantenemos con los objetos que nos rodean: «Existe en el objeto cierta ley desconocida que corresponde a cierta ley desconocida en el sujeto»216. Las afinidades electivas designarían así, al mismo tiempo, esa «fuerza de ley» –esa estructura ontológica– que nos une con el mundo y el misterio que, ante él, nos deja perpetuamente en la brecha del reconocimiento y del no saber. En su sentido primero, comenta Danièle Cohn, «la afinidad expresa la atracción, el movimiento que acerca, la unión improbable y profunda. En los antípodas de una semejanza visible y brutalmente mimética, despunta otra, íntima, que habría sido como guardada en secreto. Desde la sombra en la que mantiene, la afinidad invita a continuidades que unen órdenes ajenos unos a otros. Principio de enlace, posee la fuerza mítica de arraigar la posibilidad de que exista una comprensión del mundo»217. Unión, pues, tan profunda como improbable. Pero, ¿por qué decir que es «improbable»? Porque opera en los entresijos, en las quiescencias o las latencias de la realidad histórica. Porque sólo nuestra imaginación está en condiciones de establecerla, lo cual es mucho decir, puesto que nada de lo que hace aflorar la imaginación puede considerarse «establecido» de una vez por todas. Improbable, por tanto. Pero «profunda»: la minuciosa indagación de Laurent van Eybde sobre Goethe lector de Kant permite evaluar todo lo que el poeta de Las afinidades electivas extrae de los argumentos kantianos en el plano preciso de una «significación ontológica de la imaginación»218. Concretamente en su Antropología del punto de vista pragmático, Kant se plantea efectivamente la cuestión del «poder sensible de inventar afinidades». Sin duda, fantasma y fantasmagoría pueden inventar formas (normales en el sueño, resultan «patológicas», dice Kant, cuando aparecen en estado de vigilia)219. Las afinidades, a su vez, designan ese plano de relaciones mucho más fundamentales donde la imaginación sabe sumarse al entendimiento, cuando la «materia» de las imágenes logra encontrar un «tema en el que se ordena lo múltiple»: operación tan valiosa que Kant llega a definir la afinidad como «unificación de lo múltiple (die Vereinigung des Mannigfaltigen: la organización de lo diverso) por un principio (von einem Grunde) a partir de su raíz originaria (aus der Abstammung)»220, nada menos. 106

221. Ibíd., p. 54. Véanse T. H. Levere, 1971. I. Stengers, 1989, pp. 445-478. M. Goupil, 1991. A. Duncan, 1996, pp. 32-64 y 110-228. M. G. Kim, 2003. 222. F. Gil, 1988, pp. 401-402. Véanse D. Cohn, 1999, pp. 167-168. A. Makowiak, 2009, pp. 169-222. 223. E. Cassirer, 1945, pp. 93-133. 211. J. W. Goethe, 1809-1810, 737, p. 83. 212. Ibíd., 719, p. 81. 213. Ibíd., 419, p. 69. 214. Ibíd., 749 y 752, pp. 85-86. 215. Id., 1809, pp. 123-361. 216. Citado por D. Cohn, 1999, p. 165. 217. Ibíd., p. 165. 218. L. van Eynde, 1999, pp. 88-111. Véase D. Hurson, 2000, pp. 549-566. 219. E. Kant, 1798, pp. 52-53. 220. Ibíd., pp. 53-54.

224. T. Todorov, 1983, p. 57. 225. Véanse J.-P. Lefebvre, 2000, pp. 69-75 y 207-215. L. van Eynde, 2000, pp. 567-582. 226. J. W. Goethe y F. Sciller, 17941805. 227. Véase J. Adler, 1987. 228. Véanse N. W. Bolz (dir.), 1981. J.-M. Valentin, 2000b, pp. 647-664. 229. Véase B. Beutler y A. Bosse (dir.), 2000. 230. A. Warburg, 1918, pp. 613-614. 231. Ibíd., p. 614 (cita textual de Wilhelm Meisters Wanderjahre).

Al privilegiar la relación de afinidad, pues, Goethe se inscribe en una brecha del dogma kantiano abierta en realidad por el propio Kant. Por eso el poeta se sitúa, al final, a la vez en el parentesco y en la distancia respecto del gran filósofo de las Luces, como bien comprobó Ernst Cassirer223. La afinidad respondía al esquema de la doctrina kantiana, del mismo modo que respondía a su manera –«dialógica»224 la denomina Tzvetan Todorov– a la forma canónica, hegeliana, de la dialéctica filosófica225. Para llegar a esa solución conceptual original, hicieron falta tanto la paciencia de una larga confrontación filosófica –de la cual da fe, por ejemplo, la extraordinaria correspondencia de Goethe con Schiller226– como la impertinencia, por decirlo así, de una decisión poética que lanzó ese puente vertiginoso entre la affinitas química y la observación morfológica de los fenómenos naturales227, por un lado, y por otro lado un trabajo sobre el lenguaje completamente orientado hacia una observación poética de las pasiones humanas228. Ello explica, sin duda, la asombrosa fortuna crítica de Las afinidades electivas y, en general, del saber imaginativo o «gaya ciencia visual» que reivindica Goethe229. ¿Cómo sorprenderse de que Aby Warburg hiciera suya tal reivindicación, tendida entre la exigencia de las Luces (astra) y el reconocimiento de los «monstruos» de la razón (monstra)? En un breve texto publicado al final de la Primera Guerra Mundial, esto es, en el momento preciso de su propia titanomaquia –o mejor, psicomaquia–, Warburg expresó públicamente el temor (Leider ist zu befürchten, «es ¡ay! de temer»…) de que el mundo de la cultura humana quedara reducido a las brutales antítesis del «o bien-o bien» (Entweder-Oder) y a las falsas soluciones de las indecisas síntesis que enuncia un dicho del estilo: «la verdad entre los dos se encuentra»230. Tuvo que volverse entonces hacia Goethe para recurrir al gran principio de las afinidades electivas, y también a la organización morfológica que pronto guiaría el Bilderatlas Mnemosyne, recopilación de afinidades visuales compuesto en la perspectiva de una «iconología de los intervalos»: «Lo que se halla entre los dos, ése es el problema [y no la solución, la verdad hallada]: tal vez impenetrable, pero asimismo, tal vez, aprehensible (in der Mitte bleibt das Problem liegen, unerforschlich vielleicht, vielleicht auch zugänglich)»231. 107

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En la misma época, Aby Warburg trabajaba en un texto que aparecería dos años después, en 1920, que abría toda esa «iconología de los intervalos» a una cuestión fundamentalmente política de la que darán testimonio, por ejemplo, las últimas láminas del atlas Mnemosyne232. Ahora bien, ese texto se «sostiene», literalmente, en dos citas de Goethe que conforman el epígrafe del principio y algo parecido a una «moral» al final. La primera cita, extraída de Fausto, sugiere que todas las cosas surgen de las incesantes «migraciones» (Wanderungen) del espacio y el tiempo: desde Oriente a Grecia y de Grecia al Occidente moderno, por ejemplo233. La segunda cita, muy extensa, emana de Materiales para la historia de la teoría de los colores: se da como advertencia de los peligros de todo irracionalismo, cuando incluso la ciencia se encuentra extraviada «en la región de la imaginación y de la sensualidad» (in die Region der Phantasie und Sinnlichkeit), un modo de nombrar aquí las «supersticiones» (Aberglauben) astrológicas de la época moderna234.

dejó de ser un leitmotiv insistente en Benjamin, pues también él trataba de forzar las aporías de la episteme y de la poiesis, del orden y de lo dispar, de lo universal y de lo singular, forjándose una noción de la dialéctica tan «poética» y poco ortodoxa como la de Goethe en su época. Allí donde Goethe se inventaba, con las afinidades electivas, una vía fecunda que no sería incorporada ni por la doctrina kantiana del entendimiento ni por los rigores de la construcción hegeliana, Benjamin se inventó una noción de imagen dialéctica que no fue sometida ni al neokantismo de Hermann Cohen, por ejemplo, ni a la severidad de las grandes soluciones heideggerianas. Era efectivamente una «gaya ciencia imaginativa» lo que pretendía Benjamin, y fue a Goethe a quien una vez más se refirió –y a la misma obra citada en 1920 por Aby Warburg, Materiales para la historia de la teoría de los colores– al comienzo de El origen del drama barroco alemán: Como no podemos aprehender un todo ni en el saber ni en la reflexión, porque al primero le falta la interioridad y a la segunda la exterioridad, forzosamente hemos de pensar la ciencia como un arte, si queremos que pueda esperarse de ella alguna manera de totalidad. Y no es en lo universal, en el exceso, donde debemos buscarla, ya que el arte se expresa siempre por entero en cada obra singular, también la ciencia debería mostrarse por entero en cada uno de sus objetos particulares238.

Pero es a un poeta a quien Warburg convoca, significativamente, para ese alegato a favor de la «gaya ciencia» iconológica. Lo mismo hubiera podido convocar al Goya de «El sueño de la razón» puesto que se trataba, una vez más, de convocar a la imaginación misma como crítica de las imágenes: de convocar nominalmente, según la terminología kantiana recuperada por Goethe, los recursos de la Einbildungskraft contra las producciones de la Phantasie. Considero especialmente importante que, en esas mismas líneas, Warburg recuerde que nuestra experiencia de las imágenes, aun «monstruosas», debe quedar a cargo –como vemos en el grabado de Goya– de una verdadera experimentación en la «mesa de trabajo» (Arbeitstisch) del pensador, del artista o del historiador de arte. Eso es lo que justificaba un empeño como el del atlas Mnemosyne: que los «monstruos» de la Phantasie se encuentren a la vez reconocidos y criticados en la «mesa de trabajo», o de montaje, de un investigador capaz de hacer «coincidir [las imágenes] en el laboratorio (Laboratorium) de una historia iconológica de las civilizaciones»235 (kulturwissenschaftliche Bildgeschichte).

Basta leer las contadas páginas que siguen a ese epígrafe para comprender la deuda que la idea benjaminiana de Ursprung contrajo con la noción goethiana de Urphänomen, del cual había leído Benjamin el comentario filosófico publicado por Elisabeth Rotten en 1913239. Lo que el autor de El origen del ‘Trauerspiel’ alemán podía extraer de la noción de «fenómeno originario» era, en primer lugar, que el saber auténtico se constituye sobre el doble frente de las singularidades («micrología») y de las configuraciones (conexiones, afinidades, «constelaciones»). Ello supone un estilo de conocimiento opuesto a cualquier clasificación positivista y comprometido, justamente, con lo que aquí llamamos un atlas, esto es, un montaje dinámico de heterogeneidades: una «forma que hace operar extremos alejados, excesos aparentes de la evolución, configuración […] donde tales oposiciones pueden coexistir de una manera que cree sentido»240. Benjamin acabará reconociendo en su propia noción cardinal de «imagen dialéctica» una transposición al ámbito de la historia del «fenómeno originario» goethiano: «Imagen dialéctica es aquella forma del objeto histórico que satisface las exigencias de Goethe en cuanto al objeto de un análisis: revelar una síntesis auténtica. Es el fenómeno originario de la historia»241.

ATLAS Y EL JUDÍO ERRANTE, O LA EDAD DE LA POBREZA Como sucede con frecuencia, los motivos teóricos esbozados por Aby Warburg en sus artículos de erudición –y febrilmente explorados, en todos los sentidos, en el laberinto de sus manuscritos–, eran expuestos por Walter Benjamin, exactamente en la misma época, hasta sus últimas consecuencias filosóficas. Al igual que Warburg en su artículo de 1920, Benjamin siguió los motivos goethianos como vía regia para elaborar sus propias concepciones de la historia y de la crítica. El concepto de crítica de arte en el romanticismo alemán, sobre el que disertó Benjamin para doctorarse en junio de 1919, publicado al año siguiente, da comienzo con una máxima goethiana: «Antes que nada […], el analista debería indagar, o más bien procurar saber si realmente deberá vérselas con una misteriosa síntesis o si lo que le ocupa no es más que un agregado, una yuxtaposición, […] o bien cómo sería posible modificar todo eso»236. La obra de Benjamin terminaba, sin duda, situando en una perspectiva crítica la teoría estética goethiana237. No por ello el interrogante planteado al principio 108

232. Id., 1927-1929, pp. 130-133. Véanse C. Schoell-Glass, 1988, pp. 217-246. Id., 2001, pp. 138-208. G. Didi-Huberman, 2006b, pp. 24-28.

238. Citado por id., 1928a, p. 23. 239. E. Rotten, 1913 (citado por W. Benjamin, 1920, p. 165).

233. A. Warburg, 1920, p. 249.

240. W. Benjamin, 1928a, p. 45.

234. Ibíd., p. 286.

241. Id., 1927-1940, p. 491. Véase G. Didi-Huberman, 2000, pp. 128-155.

235. Ibíd., p. 286. Véase id., 1927a, pp. 175-183. 236. Citado por W. Benjamin, 1920, p. 29. 237. Ibíd., pp. 165-177.

242. Véanse S. Mosès, 1992, pp. 129-130. J. Lacoste, 1996, pp. 135-176. J.-P. Lefebvre, 2000, pp. 34-36. S. Weigel, 2008, pp. 113-140.

Vemos así cómo, a despecho de los abismos que las separan a veces de nuestra modernidad, las nociones goetheanas cobraron un nuevo valor de uso en el contexto de las «ciencias de la cultura» que, en Warburg y Benjamin –y asimismo en Simmel y Freud, por ejemplo–, redefinían por completo sus métodos fundadores242. ¿Cómo sorprenderse, entonces, de que Walter Benjamin, contemporáneo de Proust y de Joyce, de Atget y de August Sander, de Eisenstein y de Dziga Vertov, dedicara tantas intensas páginas al comentario de Las afinidades electivas de Goethe? ¿Cómo sorprenderse de que, más allá de cualquier explicación biográfica o psicológica, reconociera en dichas «afinidades» el lugar mismo donde se 109

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experimentan los puntos –o más bien los torbellinos– del origen y los vínculos de configuraciones que los disponen en montajes de heterogeneidades, allí donde está en juego precisamente todo el «contenido de verdad» de una obra o de una época, nada menos?243.

del «ángel de la historia» inspirado a Benjamin, en su último texto conocido, por la obra de Paul Klee titulada Angelus Novus251. A su manera, constituye asimismo una imagen mitológica, y desde este punto de vista podría formar pareja exacta con la figura de Atlas, titán caído que, encorvado por el peso del mundo, se ve impotente para liberarse de él, aun cuando alegoriza precisamente su conocimiento más profundo.

Al desplazar la noción goetheana de «fenómeno originario» hacia las imágenes de la historia –y la historia de las imágenes, tanto da–, Walter Benjamin inclinaba toda la serenidad neoclásica del poeta hacia la inquietud más fundamental que había suscitado, fatalmente, el contexto histórico de los terribles conflictos europeos. No era hora ya de viajes maravillosos a Italia, sino de odio entre los pueblos y, pronto, de asesinato o exilio de los europeos más clarividentes. La melancolía que se transparenta en el comentario benjaminiano de Las afinidades electivas no sólo es debida a que Jula Cohn –la dedicataria del texto– se identifica, según el ensayista, con la Otilia de la novela de Goethe244. En la imagen central de la estrella que cae del cielo, Benjamin vio ese momento de «cesura de la obra, que suspende toda la acción»245, y que corresponde a lo que sería, algún tiempo después, su definición del montaje. «La esperanza pasaba sobre sus cabezas, como una estrella que cae del cielo», había escrito Goethe246.

¿En qué se convierte –y cómo– esa figura de Atlas en la época de Aby Warburg y de Walter Benjamin? ¿En qué consiste la inquieta gaya ciencia de esos hombres que habían leído todas las sabidurías de la Antigüedad, pero a los que la Primera Guerra Mundial y el auge de los fascismos súbitamente sobrecogen de espanto? ¿De qué modo la cuestión de los monstra y de los astra se plantea a los modernos, y aun a los «posmodernos» como nosotros? ¿Qué es una imagen del pensamiento, qué es un pensamiento de la imagen en la época de esas «tormentas de acero» que no llegaron a conocer Kant y Goya, Goethe y Nietzsche? Podríamos comenzar por esta simple constatación: el fardo de Atlas fue, en la época de Warburg y de Benjamin, mucho más duro de soportar de lo que había sido nunca. El sufrimiento de Atlas no era ya el de un titán capaz de dialogar todavía con los dioses del Olimpo, sino el de un hombrecillo desengañado de cualquier trascendencia: un hombre forzado a «organizar su pesimismo»252 ante la historia. El moderno Atlas no es ya aquel que trata de alzar a los astra contra los monstra de sus sueños oscuros: comprueba ahora la potencia de los monstruos en el centro mismo del poder de la razón, como sugirió Freud en 1929, en Malestar en la civilización253, o como lo desarrollaron Theodor Adorno y Max Horkheimer, durante la Segunda Guerra Mundial, en su Dialéctica de la razón254.

De tal situación «micrológica» u «originaria», Benjamin dedujo, de manera muy warburgiana, una prevalencia del elemento «demónico» en Las afinidades electivas, donde la melancolía y la angustia ante la muerte –un pathos visceral– convocan a todas las construcciones siderales, conjeturas y «supersticiones» de la astrología, constituyendo así «la base fundamental a la que el miedo a la vida añade innumerables armónicos»247. Habrá que comprender entonces que las «afinidades electivas» nos conducen ineluctablemente, entre monstra y astra, a lo que nombro yo inquieta gaya ciencia: saber de lo heterogéneo en cuanto «elige» domicilio en su afinidad con el otro, objeto o sujeto. Saber de lo heterogéneo en cuanto nos hace «elegir» lo desemejante como objeto de conocimiento (una seda tejida por orugas con un busto de Homero por ejemplo) o como objeto de amor (amar más allá de las fronteras, «cosmopolíticamente», como hizo Benjamin toda su vida). Así, afinidad electiva sería, antes de nada, amar al desemejante y querer conocerlo por medio de «constelaciones», montajes o atlas (igual que hiciera también Warburg durante toda su vida, desde el paganismo renacentista hasta los indios Hopi). Mas la afinidad electiva impone al bello riesgo de lo heterogéneo y de la heterotopía su contrapartida de sufrimientos, de pathos ineluctable. La afinidad transgrede las fronteras, pero no las elimina. De ahí el último comentario de Benjamin a la novela de Goethe, la última frase de su extenso estudio: «Sólo por mor de los desesperanzados nos ha sido dada la esperanza»248 (Nur um der Hoffnungslosen willen ist uns die Hoffnung gegeben). Cómo no pensar aquí en la sobrecogedora descripción de la Esperanza, en Dirección única, donde Benjamin observa en el relieve de Andrea Pisano que la representa –y que recobra la imagen de Giotto que Warburg, a su vez, coloca en la última lámina de su atlas Mnemosyne249–, esa trágica paradoja: «Está sentada, e impotente, tiende los brazos hacia un fruto que le parece inaccesible. Y, sin embargo, es alada. Nada más cierto»250. Podemos suponer que esa imagen dialéctica se anticipa directamente a la versión moderna 110

251. Id., 1940a, p. 434. 252. Id., 1929, p. 133. 253. Véase S. Freud, 1929.

243. Véase W. Benjamin, 1922-1925, pp. 274-395. Id., 1928c, pp. 59-108. 244. Véase J. Lacoste, 1996, p. 146. 245. W. Benjamin, 1922-1925, p. 392. 246. Citado ibíd., p. 392. 247. Ibíd., p. 318 (y, en general, pp. 314-322). 248. Ibíd., p. 395. Véase V. Liska, 2000, pp. 581-600. 249. A. Warburg, 1927-1929, p. 133. 250. W. Benjamin, 1928b, p. 196.

254. Véase T. W. Adorno y M. Horkheimer, 1944, pp. 13-20. 255. Véase. E. Traverso, 2004, pp. 77125. 256 .W. Benjamin, 1936a, pp. 93-97. 257. Id., 1927-1940, p. 479. 258. Véase J. W. Goethe, 1831, pp. 407-410. 259. Citado por B. Birnbaum, 1964, p. 520. 260. Véanse E. Bloch, 1930, pp. 125135. M. Buber, 1949, pp. 308-310, 358-359, etc. G. Scholem, 1963, pp. 359-365.

Considero significativo, en ese contexto de «pensamiento desarraigado» común a todos aquellos intelectuales judíos forzados al exilio255, que Walter Benjamin deseara presentar a Goethe como un autor irrecuperable por los nazis256, al tiempo que decía querer transponer el «contexto pagano» de los Urphänomene naturales del lado de los «contextos judíos de la historia»257. ¿No había proyectado el propio Goethe escribir, en paralelo a su poema sobre Prometeo, una extensa parábola sobre la figura del judío errante?258. Por otra parte, Benjamin no podía ignorar la figura jasídica popularizada en la época de Goethe con el nombre de Lamedvovniks, los «justos ocultos»: sabios o eruditos –y en este contexto, un mendigo errante muy bien puede ser un sabio y un erudito– que llevan a cuestas un misterioso sufrimiento, ignorantes ellos mismos de que no se trata sino del fardo del mundo. «El justo es el fundamento del mundo», leemos en el libro de los Proverbios, en una época en que, por parte griega, se suponía que el titán Atlas asumía esa tarea. El tratado talmúdico Berajot puntualiza incluso que los justos han de ser considerados «como vivos incluso tras su muerte»259, cual los «hombres póstumos» de nuestra inquieta gaya ciencia. Un pensador como Benjamin podría leer la figura del justo oculto, transmitida en el inicio del siglo XX por los trabajos de Martin Buber sobre el jasidismo, utilizada por Ernst Bloch en la perspectiva de una sabiduría transgresiva, antes de ser estudiada como motivo teológico por Gershom Scholem260, como una variante de Atlas revisitada por Heinrich Heine o Franz Kafka. Esa figura rebaja el 111

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heroísmo del titán, proclama que el pivote del mundo –allí donde pesa y hace sufrir, allí donde debe ser observado– se halla en cada modesta parcela del mundo mirada con ternura. El Urphänomen está por doquier –Goethe tenía razón–, hasta en las cosas más nimias, los síntomas más tenues, los milagros más miserables. El coleccionista o el historiador no son ya esos aristócratas o burgueses acaudalados que pueden encomendar a un secretario la tarea de confeccionar el inventario de sus tesoros. Erran por los caminos, callejean, son indigentes. Pero desde su misma pobreza, todo lo aprovechan para establecer el muestrario del caos.

la imagen buena está en LUCAM carpeta ilustrativas

Benjamin, sabido es, propuso para el historiador materialista el paradigma del trapero tal como aparece –y casi desaparece– bajo el fárrago de sus propios hallazgos, en una admirable fotografía de Atget 261 [fig. 40]. El Sammler de Weimar se ha convertido en el Lumpensammler de las grandes metrópolis urbanas. Un modo de decir que a nuestro Atlas moderno le toca ahora la exuberancia del mundo aprehendida del punto de vista de la pobreza. El mismo año que Hitler accedió al poder, Walter Benjamin se planteó el puesto de tal pobreza en el contexto de esa «nueva especie de barbarie»262 (eine Art von neuem Barbarentum). ¿Cómo describirla y caracterizarla? Benjamin comenzó por dar una respuesta típicamente warburgiana: el «espantoso despliegue de la técnica» que opera en las guerras modernas suscita, curiosa aunque lógicamente, una «reviviscencia de la astrología» y de todos los monstra del irracionalismo: «pavoroso y caótico renacer en el que tanta gente deposita sus esperanzas»263. A su vez, los astra del pensamiento se hallan de nuevo sometidos a un orden de la razón que ignora las constelaciones y no quiere conocer sino clasificaciones positivistas y funcionalistas, reflejo de las jerarquías sociales. En un mundo semejante, Atlas se convierte en el paria por antonomasia. Ya no es el titán confinado por los dioses en el punto más occidental de Occidente, sino el judío errante que, sin tregua, corre de Este a Oeste por los caminos del exilio, acosado por la policía, cruzando fronteras, hostigado por las aduanas. No es fortuito que la psicopatología positivista considerara el vagabundeo, no ya un peligro social, sino una dolencia mental que denotan los conceptos nosológicos de «neurópatas viajeros» o de «vagabundos neurasténicos»264. En su lección clínica del 19 de febrero de 1889, Jean Martin Charcot sencillamente bautizó esas conductas de exilio y pobreza como el síndrome del judío errante265, denominación que su discípulo Henry Meige se apresuró a elevar a categoría patológica de pleno derecho: Siempre es lo mismo; siempre es casi la misma figura. Cada año, vemos presentarse en la clínica pobres diablos miserablemente vestidos. Su rostro enflaquecido, con profundas y tristes arrugas, desaparece bajo la inmensa y nunca peinada barba. En tono lamentable, cuentan una historia repleta de dolorosas peripecias, y si no los interrumpiéramos, parece que nunca llegarían al final. Nacidos muy lejos, por la parte de Polonia o en el fondo de Alemania, desde la infancia la miseria y la enfermedad siempre les han acompañado. Huyeron del país natal para escapar a ambas; pero en ningún sitio han encontrado aún el trabajo que les conviene ni el remedio que buscan. 112

261. Véanse W. Benjamin, 1937, pp. 170-225. G. Didi-Huberman, 2000, pp. 99-111. 262. W. Benjamin, 1933b, p. 366. 263. Ibíd., pp. 365-366. 264. Véase P. Tissié, 1887. 265. Véase J. M. Charcot, 1889, pp. 347-353.

Fig. 40 Eugène Atget Trapero en el distrito XVII de París, 1913 Bibliothèque historique de la Ville de Paris-Fonds Atget 113

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Y después de leguas y leguas recorridas a pie, bajo la lluvia y el viento, con frío y en la más espantosa indigencia, vienen a parar a La Salpêtrière […]. Casi todos estos israelitas son neurasténicos afianzados, que establecen la lista de sus sufrimientos, y se demoran en la lectura de las sensaciones obsesivas que han analizado y anotado meticulosamente: dolores de cabeza tenaces, digestiones penosas, dolores erráticos en la espalda […]. No olvidemos que son judíos, y que forma parte del carácter de su raza desplazarse con suma facilidad. […] Además, al ser israelitas, están particularmente expuestos a todas las manifestaciones de la neurosis. […] Todos parecen haber salido de una misma fuente situada en los confines de Alemania, Polonia y Austria. Todos hablan alemán con preferencia a otras lenguas. Y sin embargo todos son políglotas, como su ancestro el Judío Errante266. ¿Cómo no ver en semejante prosa el «espantoso y caótico renacer» de los monstra en un orden del discurso que pretendía ofrecer todas las garantías de la razón experimental? ¿No será más bien –Benjamin lo dice con energía– que «la cotización de la experiencia se ha venido abajo»267 en ese modo de inventar una enfermedad subjetiva allí donde es el mal social lo que se manifiesta en esos vagabundos, esos sin nombre, esos sin techo, esos indocumentados, esos sin esperanza (die Hoffnungslosen), cuyas fotografías clínicas, por cierto, muestran a veces, además de la indigencia extrema, el petate o fardo de toda una vida hacinada sobre sus hombros? El Atlas moderno es efectivamente el pobre, el paseante de un mundo cruel cuyos amos se desentienden de todo intercalando pantallas de falsos astra (la técnica) y de verdaderos monstra (mitologías revisitadas por stars, ases deportivos y dictadores)268. Ninguna experiencia fue desmentida con más rotundidad que las experiencias estratégicas a través de la guerra de trincheras, o las experiencias económicas mediante la inflación; las experiencias corporales por el hambre; las experiencias morales por los que ejercían el gobierno. […] Nos hemos vuelto pobres. Hemos ido perdiendo uno tras otro pedazos de la herencia de la humanidad; hemos tenido que empeñarlos en la casa de préstamos por la centésima parte de su valor, a cambio de la calderilla de lo «actual». Nos espera a la puerta la crisis económica, y tras ella una sombra, la próxima guerra269.

Fig. 41 August Sander Carbonero berlinés, 1929 Fotografía, 60 x 43 cm. Die Photographische Sammlung / SK Stiftung Kultur,Colonia Fig. 42 August Sander Peón, 1926 Fotografía, 23,6 x 16,9 cm. Die Photographische Sammlung / SK Stiftung Kultur,Colonia 114

266. H. Meige, 1893, pp. 5-6 y 45. 267. W. Benjamin, 1933b, p. 365. 268. Id., 1935, p. 94. 269. Id., 1933b, pp. 365 y 372. 270. Ibíd., pp. 366-367.

Para esa pobreza en experiencia, Walter Benjamin propone una respuesta pese a todo: en cierto modo, es la respuesta de Atlas a los dioses del Olimpo, la respuesta del mundo vivido como peso al mundo vivido como banquete. Radica en comprometerse resueltamente en una experiencia de la pobreza: en constituir el muestrario del caos histórico moderno a partir de sus residuos, incluso de sus detritus. ¿Por qué Benjamin concede tanta importancia a las técnicas conjuntas de la fotografía y del cine? Quizá no tanto para enunciar un diagnóstico sobre los destinos del arte y del aura como para designar el medium de todo atlas moderno, en cuanto conocimiento del mundo observado en la perspectiva de la pobreza. En su artículo «Experiencia y pobreza», serán Bertold Brecht en literatura, Adolf Loos en arquitectura y Paul Klee en pintura, en efecto, los primeros citados como ejemplo de una decisión artística necesaria, la de «comenzar de nuevo y desde el 115

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principio, arreglárselas con poco, construir con casi nada»270. Pero nuestra capacidad para «sobrevivir» (Überleben) a esa situación histórica requiere un redespliegue más amplio aún de nuestras capacidades de testimonio y de exposición de la experiencia. Por eso, la extraordinaria documentación fotográfica constituida por Atget resulta ejemplar a juicio de Walter Benjamin [fig. 40]. Atget está del lado de los pobres y de los Namenlosen, forma parte de «los que tienen que arreglárselas, una vez más, como pueden, [que tratan de] volver a empezar de otra manera y con pocas cosas, [los que] hacen causa común con hombres empeñados en explorar posibilidades radicalmente nuevas, basadas en el discernimiento y la renuncia»271. Atget, en efecto, no vaciló en renunciar (a toda posición «artística») a la vista de dicho discernimiento (de la situación histórica). Pone de manifiesto, según Benjamin, «una extraordinaria facultad para fundirse en las cosas, asociada con la más alta precisión», de suerte que sus imágenes consiguen –cometido de todo conocimiento, de toda gaya ciencia– «desmaquillar lo real»272. En el caso de Atget, podemos leer en el ensayo sobre la reproductibilidad técnica, «las fotografías comienzan a convertirse en piezas de convicción para el proceso de la historia. En ello radica su secreto significado político [y así ellas] ya no se prestan a una mirada desapegada. Inquietan al que las mira»273 (Sie beunruhigen den Betrachter). Tal sería, pues, la inquieta gaya ciencia de los grandes fotógrafos «documentales» que tanto admiraba Benjamin: Karl Blossfeldt, cuyas Urformen der Kunst, inspiradas a su vez en el muestreo goetheano de los vegetales en busca del Urpflanze274, comentó con entusiasmo; Germaine Krull, cuyas fotografías de pasajes parisienses275 coleccionó; y, desde luego, August Sander, cuyo inmenso libro Antlitz der Zeit constituye un atlas sobrecogedor –«más que un libro de imágenes, un cuaderno de ejercicio», escribía Benjamin– en la sociedad alemana de aquella época276. Mientras que Ernst Benkard, en su colección de fotografías Das ewige Antlitz, se había contentado con reunir una intemporal sociedad de alemanes célebres, bajo la apariencia de sus máscaras fúnebres –obra a partir de la cual Martin Heidegger articuló su antología de la imagen, nada menos277–, Walter Benjamin ve en el atlas de Sander una auténtica «pieza de convicción para el proceso de la historia», una comunidad de cuerpos vivos y sufrientes que algunas veces vemos, literalmente, doblegados por el peso del mundo social [figs. 41 y 42]. Como Walker Evans y James Agee harían pronto en el Alabama devastado por la crisis económica278, toda una época del atlas moderno se abre así a la práctica del doloroso muestreo del caos de la historia.

271. Ibíd., p. 372. 272. Id., 1931b, p. 309. 273. Id., 1935, p. 82. 274. Id., 1928d, pp. 69-73. Véase K. Blossfeldt, 1928. 275. Véase U. Marx, G. Schwarz, M. Schwartz y E. Wizisla, 2006, pp. 206225. 276. W. Benjamin, 1931b, pp. 313314. Véase A. Sander, 1929. 277. E. Benkard, 1926. Véase M. Heidegger, 1925-1928, pp. 147-159. 278. J. Agee y W. Evans, 1939-1941. Véase O. Lugon, 2001.

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III. DESASTRES «La dislocación del mundo, ése es el tema del arte»

TRAGEDIA DE LA CULTURA Y «PSICOMAQUIAS» MODERNAS

inmanencia temporal se exponía –aunque fuera enigmáticamente– en cada lámina del atlas Mnemosyne.

Podríamos con razón considerar el atlas Mnemosyne como una herramienta para recopilar o «muestrear», por medio de imágenes, el gran caos de la historia. Se trataría de crear, en suma, con las negras láminas del atlas, consteladas de figuras de todo género, planos de inteligibilidad capaces de efectuar ciertos «cortes del caos», a fin de constituir una especie de arqueología o de «geología cultural» que ponga de manifiesto la inmanencia histórica de las imágenes. Y como de rebote o por carambola, se trataría en definitiva de suscitar el brote de nuevos conceptos, nuevos modos de pensar la temporalidad social y cultural. Tomo aquí el vocabulario de Gilles Deleuze y Félix Guattari sólo para subrayar, una vez más, la potencia filosófica y la audacia –ese «empirismo superior»– del proyecto de Warburg: «Se trata siempre de vencer al caos mediante un plano secante que lo atraviese», escriben Deleuze y Guattari, precisando que «es como si se echara una red, pero el pescador siempre se expone a ser arrastrado y encontrarse mar adentro»1. Una manera, para nosotros, de reiterar la potencia y el sufrimiento inherentes al gesto de Warburg: su vocación por los astra (los conceptos) se ve siempre devuelta a la proximidad de los monstra (el caos). En el plano de la bisagra entre ambos, o mejor, atravesadas, se hallarían, pues, las láminas o «tablas de cortar» operatorias que nos ofrece el punzante compendio de Mnemosyne. Atenazado entre su ambición filosófica nunca formulada del todo –fundar una Kulturwissenschaft para refundar toda disciplina histórica, y hasta toda ciencia humana– y la modestia intrínseca de su interés por los casos singulares, por los pormenores de la erudición filológica, el proyecto de Warburg no puede comprenderse de verdad sino a través de lo que él pretende, sin jamás aprehenderlo o construirlo del todo. El atlas Mnemosyne se extiende entre dos horizontes que su autor evoca o invoca sin nombrarlos nunca, o casi nunca. Por arriba, el horizonte de las Luces y su bisagra romántica: hablamos de Goya, hablamos de Baudelaire discurriendo sobre Goya desde la perspectiva del «muestra[rio] del caos»2, justamente; y hablamos de Goethe, cuya noción de afinidad tantas vías abrió para repensar las prácticas de la observación, del compendio, la intersección, la colección, el atlas. Por abajo, contemporáneos de Warburg, aunque –vagamente, no del todo en realidad– ignorados por él, se hallan, por ejemplo, August Sander3 por su atlas de los «rostros del tiempo», Walter Benjamin por sus «imágenes dialécticas» o bien Sigmund Freud por su forma magistral de considerar la potencia de los monstra. Todos ellos –y muchos más en la misma época– practicaron cortes en el caos, cortes visuales como otros tantos «planos de consistencia», donde la 118

Muestrear el caos, practicar en él cortes para colectar –como en la red del pescador o en la exhumación del arqueólogo– paquetes de imágenes, hacer que todo ello sea visible en planos o en láminas de consistencia visual: esto podría entenderse según tres maneras que Francisco de Goya inscribió con sus admirables series grabadas en el frontón de toda nuestra modernidad: Disparates, Caprichos, Desastres. Los Disparates constituirían una forma de denominar el arte de muestrear lo «dispars», el caos en el espacio: ¿no lo practica Warburg exactamente –hasta en su dimensión de juego, su dimensión de Witz– al osar recoger en la misma lámina de atlas un sarcófago y una fotografía aérea, una ninfa que baila y un anciano que muere, una moneda pequeña de bronce y un arco de triunfo, un busto de niño y un sótano habilitado para sacrificios, una escena bíblica y una lección de anatomía, el monumento a Hindenburg y una publicidad para papel higiénico?4. ¿Y no es exactamente de un conocimiento por medio de montajes de lo que se trata aquí, ese conocimiento no estándar que preconizan –practican y teorizan– en la misma época Walter Benjamin en el Libro de los pasajes o Georges Bataille en la revista Documents?5.

4. A. Warburg, 1927-1929, pp. 21 (lám. 4), 25 (lám. 6), 27 (lám. 7), 29 (lám.8), 125 (lám. 75), 129 (lám. 77). 5. Véase G. Didi-Huberman, 1995, pp. 333-383.

1. G. Deleuze y F. Guattari, 1991, p. 191. 2. Ch. Baudelaire, 1857b, p. 569. 3. A. Sander, 1929.

6. A. Warburg, 1927-1929, pp. 15 (lám. 1), 19 (lám. 3), 25 (lám. 6), 35 (lám. 22), 55 (lám. 32), 69 (lám. 39), 87 (lám. 47), 103 (lám. 56), 105 (lám. 57). 7. Véase W. Benjamin, 1929, pp. 113-134.

El atlas Mnemosyne podría hojearse, en segundo lugar, como un auténtico compendio de Caprichos, explícitamente presentado como arte de muestrear el caos en la psique o en la imaginación colectivas. Hay casi tantos «monstruos de la razón» en el atlas de Warburg como en la serie de Goya: temibles divinidades de las antiguas religiones orientales, titanomaquias y psicomaquias, criaturas femeninas de senos múltiples, serpientes monstruosas, criaturas híbridas del zodíaco, seres disformes que bailan de concierto, metamorfosis crueles y proliferantes, erotismo sádico, caídas vertiginosas, testas grotescas, y por doquier, personificaciones multiformes de la pesadilla de la razón6. ¿Y ese tomarse en serio a los monstra psíquicos acaso no era lo mismo que Walter Benjamin advertía en el trabajo de los surrealistas, que a su manera –y en la misma época– pretendían establecer el improbable inventario de los movimientos del alma, inscritos en los movimientos del deseo y del cuerpo?7. ¿Y la lección teórica común a dichos autores, tan diferentes sin embargo, no observa que cualquier conocimiento de la disparidad pone en juego la propia estructura –y la naturaleza de montaje– de las imágenes del pensamiento? Descubrimos, por último, que el atlas Mnemosyne funciona como una colección de Desastres: el juego de los astra y de los monstra describe en ella, en efecto, 119

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la historia humana en su dimensión más cruel y más violenta. Las muestras del caos espacial –o figural– dan testimonio de un caos psíquico indisociable, a su vez, de sus encarnaciones históricas y políticas. Y es que el conocimiento por montajes o por remontajes siempre conduce a una reflexión acerca del desmontaje de los tiempos en la historia trágica de las sociedades. Esto es precisamente lo que observamos de modo directo en las últimas láminas de Mnemosyne, donde Warburg dispuso los documentos fotográficos contemporáneos de los acuerdos de Letrán suscritos entre el dictador Mussolini y el papa Pío XI8 [figs. 43-44]. En estos montajes se trata, claro, de supervivencias culturales: actúan éstas como un corte transversal en la larga duración de las relaciones entre poder e imagen (por ejemplo, la cátedra de san Pedro, visible en la lámina 79, remite de modo sutil a la efigie del soberano ya visible en la lámina 1), así como en la larga duración del paradigma teológico-político (la eucaristía, que constituye el tema principal de la lámina 79, remite asimismo, a su manera, a los hígados adivinatorios de la lámina 1 en cuanto soportes, misteriosos o místicos, de la creencia y del poder) [figs. 3 y 44]. Mas esta auténtica sintomatología cultural versa además sobre profecía política: la última lámina de Mnemosyne dispone todos los indicios de una larga –y reciente– historia del antisemitismo, de la propaganda política, e incluso de las perturbaciones que se barruntan en ese año de 1929 en que el Mein Kampf de Hitler logra récords de venta en Hamburgo y demás puntos de Alemania9. Nos encontramos, una vez más –y a despecho de los objetos, de los estilos diferentes– en la vecindad de aquellos inquietos contemporáneos de Warburg que fueron Walter Benjamin (por su tesis magistral de una «organización del pesimismo» por medio de las imágenes)10, Kurt Tucholsky y John Heartfield (por los estremecedores montajes políticos de su obra Deutschland, Deutschland über alles, un Bilderbuch publicado en el momento en que Warburg componía sus últimas láminas de atlas)11, y hasta Bertold Brecht, que compuso, desde el punto de vista comunista, varios atlas de imágenes sobre las tragedias de la historia contemporánea12. No era fortuito que también Brecht convocara una larga duración cultural –desde Homero o Esquilo hasta Voltaire o Goethe– para apuntalar una sobrecogedora fórmula muy apreciada por él: auténtica fórmula del desastre según la cual la guerra, y en general la «dislocación del mundo» (die Welt aus den Fugen: el mundo fuera de sus casillas), constituiría, en el fondo, el verdadero «tema del arte» (das Thema der Kunst): La dislocación del mundo, ése es el tema del arte. Imposible afirmar que, sin desorden, no habría arte, ni tampoco que pudiera haber uno: no conocemos mundo que no sea desorden. Susurren lo que susurren a nuestro oído las universidades acerca de la armonía griega, el mundo de Esquilo se hallaba repleto de luchas y de terror, así como el de Shakespeare y Homero, de Dante y Cervantes, de Voltaire y Goethe. Por pacífico que parezca lo que nos cuentan de él, habla de guerras, y siempre que el arte ha hecho la paz con el mundo, la ha hecho con un mundo en guerra13.

8. A. Warburg, 1927-1929, pp. 131-133. 9. Véanse C. Schoell-Glass, 1998, pp. 233-246. Id., 1999, pp. 621-642. Id., 2001, pp. 183-208. W. Pichler y G. Swoboda, 2003, pp. 99-15 y 114-121. G. Didi-Huberman, 2006b, pp. 24-38. 10. W. Benjamin, 1940b, p. 350. 11. K. Tucholsky y J. Heartfield, 1929. 12. Véase G. Didi-Huberman, 2009. 13. B. Brecht, 1940, p. 121 (trad. levemente modificada). [N. del A.]

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Fig. 43 Aby Warburg Bilderatlas Mnemosyne, 1927-1929. Panel 78 Warburg Institute Archive, Londres Foto Warburg Institute Fig. 44 Aby Warburg Bilderatlas Mnemosyne, 1927-1929. Panel 79 Warburg Institute Archive, Londres Foto Warburg Institute 121

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¿Un mundo en guerra? ¿No debe leerse la historia del arte ante todo como una historia de formas? El atlas de Warburg no ignoró ese punto de vista e incluso puede hojearse como un conjunto de mesas para recoger el troceamiento visual del mundo, su infinita variabilidad o invención formal: Disparidades, de formas circulares y de paredes frontales, de movimientos fluidos y de disposiciones tabulares, de enfrentamientos horizontales y de caídas verticales14. Pero Warburg, fundador de una antropología de las imágenes y de una iconología de sus «intervalos», refería cualquier singularidad formal al juego –o al conflicto– de movimientos corporales, psíquicos y culturales. De ahí la importancia de esos gestos y esos Pathosformeln, cuyas constelaciones dispone el atlas como otros tantos Caprichos o «psicomaquias», potencias de la imaginación en la encrucijada de la locura y de la razón, del pathos y del ethos15. Por ello debemos pensar la historia de las imágenes según Warburg como la historia de una tragedia siempre renovada entre lo peor de los monstra y lo mejor de los astra, el sufrimiento y la sophrosyne, la dislocación del mundo y el esfuerzo de reconstrucción, de remontaje, para constituir un «corte en el caos», es decir –utilizando el vocabulario del propio Warburg–, un «espacio del pensamiento» (Denkraum).

sí mismas, él veía formas movedizas, veía lo que llamaba grandes formas del pathos que la Antigüedad había creado como patrimonio perdurable de la humanidad. […] Pero esa capacidad no respondía solamente al don del investigador, ni al del artista. Bebía en su propia y más profunda experiencia vivida. En sí mismo había hecho la experiencia y había aprendido lo que ante él veía –y no estaba en condiciones de ver verdaderamente sino lo que estaba en condiciones de aprehender e interpretar, a partir del centro de su ser propio y de su propia vida. «Pronto había leído la severa palabra –el sufrimiento le resultaba familiar, la muerte le resultaba familiar». Pero del corazón de ese sufrimiento nacieron la fuerza y la peculiaridad incomparables de su mirada. Rara vez un investigador había disuelto más profundamente en mirada, y liberado en ella, su sufrimiento más hondo. […] Warburg no era científico e investigador en el sentido de contemplar desde lo alto, impasible, el juego de la vida y regocijarse estéticamente en el espejo del arte. Él se mantenía siempre en medio de la tempestad y del torbellino de la vida misma; penetraba hasta en sus últimos y más profundos problemas trágicos24.

No existe, pues, forma que no sea –explícitamente o no, secretamente o no– respuesta a una guerra, a un dolor histórico y a su lote de pathos16. El tesoro de las formas siempre es, por cruel que resulte su conjunción, un «tesoro de sufrimientos»17 (Leidschatz). De ahí la índole angustiada, incluso el anclaje melancólico, de la «ciencia sin nombre» inventada por el gran historiador de las imágenes18. De ahí, una vez más, la afinidad esencial que une la tarea de Aby Warburg y la de Walter Benjamin, quien no vacilaba en hablar de la «historia como historia de los sufrimientos del mundo»19 (Geschichte als Leidensgeschichte der Welt). Otros muchos aspectos podrían destacarse aún para establecer la amplitud y profundidad de esa afinidad20 y para reubicar la obra de Warburg, no sólo en el contexto de las «ciencias del espíritu» alemanas, sino dentro de esa constelación atípica de «pensadores judíos heterodoxos»21 a la que discreta y plenamente pertenece.

En estas líneas, Cassirer hace evidente referencia a dos episodios cruciales –e inseparables, como veremos– en la vida de Warburg. Ese sufrimiento o esa «más profunda experiencia vivida» no es sino la locura de Warburg, que lo mantuvo recluso entre los muros del sanatorio de Kreuzlingen, dando gritos e impotente, y al salir de la cual, el proyecto de Mnemosyne tiene visos de salvamiento psíquico y de motor que pone en marcha todo su pensamiento. Cassirer fue una de las raras personas que visitaron a Warburg en el manicomio, el 10 de abril de 1924. Por consiguiente, sabe muy bien lo que dice en su discurso de 1929: le consta el conflicto interior, la guerra visceral que el historiador de arte hubo de llevar a cabo contra sus más íntimos monstra.

En un testimonio conmovedor y preciso, Klaus Berger describió a Warburg con los rasgos de un hombre que, a despecho de su humor proverbial y sus constantes juegos de palabras, veía las cosas desde el punto de vista –o sobre el «plano de consistencia»– del dolor: «Jamás decía: eso es justo, aquello falso. Decía: esto lleva un velo de sufrimiento»22. Toda su teoría de las Pathosformeln se basa en un pensamiento –antiguo o nietzscheano– de la tragedia; toda su teoría de la memoria apunta a un pensamiento «psicohistórico» de los conflictos entre monstra y astra23. En su magnífico elogio fúnebre de Aby Warburg, en 1929, Ernst Cassirer expresa a la perfección aquello que, en el trabajo de su amigo, se organizaba para comprender las formas a través de las fuerzas –las «energías configurantes»– localizadas a su vez en el ojo de sus propios ciclones, «en medio de la tempestad y del torbellino de la propia vida», esto es, del desastre donde sin cesar busca engullirnos el tiempo: Su mirada, en efecto, no descansaba en las obras del arte, él sentía y veía detrás de las obras las grandes energías configurantes. […] Allí donde otros habían visto determinadas formas delimitadas, formas reposando en 122

14. A. Warburg, 1927-1929, pp. 11 (lám. B), 17-23 (lám. 2-6), 37-45 (lám. 23-26), 49-51 (lám. 28-30), 77 (lám. 42), 103 (lám. 56). 15. Véase S. Settis, 1997, pp. 31-73. 16. A. Warburg, 1928-1929, pp. 25, 80, etcétera. 17. Véase M. Warnke, 1980, pp. 113-186. 18. Véase K. Hoffmann, 1991, pp. 261-267. B. Villhauer, 2002, pp. 112-114. M. Bertozzi, 2008, pp. 95-137. 19. W. Benjamin, 1928a, p. 179. 20. Véanse R. Kany, 1987, pp. 179185. J. Becker, 1992, pp. 64-89. M. Schuller, 1993a, pp. 73-95. M. Rampley, 1997, pp. 41-55. Id., 1999, pp. 94-117. Id., 2000, pp. 73100. B. Hanssen, 1999, pp. 991-1013. A. Efal, 2000, pp. 221-238. B. Villhauer, 2002, pp. 87-103. C. Zumbusch, 2004, pp. 31-127 y 246-281. 21. Véase M. Löwy, 2010. 22. K. Berger, 1979, p. 100. 23. Véanse K. Forster, 1976, pp. 169-176. M. Schuller, 1993b, pp. 149-160. U. Port, 1999, pp. 5-42.

24. E. Cassirer, 1929, pp. 55-56. 25. Véase G. Simmel, 1911, pp. 177-215. 26. E. Cassirer, 1942, pp. 211-212. 27. C. G. Heise, 1947, pp. 42-44.

Tampoco olvida Cassirer el contexto o crisol donde se fraguó dicho conflicto. Que Warburg se mantuviera «siempre en medio de la tempestad» significa asimismo que sus monstra, por profundos que fuesen, no eran mero asunto de subjetividad, sino claramente un asunto de historicidad, e incluso de «cultura». Acaso no se habría producido la «guerra visceral» –la fase psicótica– sin la guerra mundial, la guerra social, la guerra obsidional, esa especie de guerra sideral que, entre 1914 y 1918, Warburg vivió intensamente hasta la demencia, desde «el centro de la tempestad y el torbellino». No resulta fortuito que en plena Segunda Guerra Mundial, en 1942, el propio Ernst Cassirer acabara dedicando un estudio –cuasi testamentario– a la noción de «tragedia de la cultura»: en ese texto, las evocaciones de Hegel, de Goethe o del texto clásico de Georg Simmel25 convergen naturalmente hacia la antropología de las imágenes y de las creencias tan querida por Warburg, como hacia el enfoque que, en lo sucesivo, podría servir de referencia a toda reflexión acerca del trágico destino de la cultura en tiempos de dislocación del mundo26. Carl Georg Heise insiste, en sus Persönliche Erinnerungen an Aby Warburg, sobre el «sufrimiento indescriptible» que padeció el erudito a partir de 1914 ante lo que él llamaba Weltkatastrophe, la «catástrofe del mundo»27. La guerra fue literalmente 123

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sufrida por Aby Warburg –y, en tal sentido, «portada» a hombro limpio como haría un Atlas pagano o un Justo hebraico– según varias dimensiones conflictivas, cuyo juego psíquico combinado acabaría destrozando su alma en 1918. Obviamente, la guerra mundial representó primero una tragedia para la cultura: con ella se instaura el reino de la violencia pura, el conflicto radicalizado a ultranza. Nueve millones de muertos y veintiún millones de heridos –seres lisiados, desfigurados– rodeaban en 1918 al historiador del Nachleben [fig. 45]. Sociedades «brutalizadas» (en expresión del historiador George Mosse), hombres «simplificados» (según la fórmula de Frédéric Rousseau), razón sacrificada a las racionalizaciones de la matanza (de acuerdo con los análisis de Daniel Pick o Alan Kramer): la Gran Guerra abría, sí, lo que Wolfgang Sofsky acabaría denominando «tiempos de horror» en el siglo xx28. Aby Warburg probablemente comprendió, como siempre hacía en historia del arte, los acontecimientos de la guerra en la perspectiva de una larga duración pavorosa, de una «guerra civil europea» –que Enzo Traverso reconceptualizará yendo mucho más allá de las hipótesis de Ernst Nolte29– en la que los monstra no cesarían de amenazar toda vida y toda cultura humanas. Que el erudito imaginase algunas veces, desde el fondo de su delirio, que el responsable de esa guerra era él no ha de interpretarse bajo el único punto de vista de su desvarío: Warburg, hombre de cultura, ocupaba asimismo el centro de una familia de banqueros que participaban directamente en los objetivos de la guerra económica alemana, al mismo tiempo que actuaban, ya entonces, en el plano monetario mundial30.

siluetear y oscurecer ligeramente el tono del papel

Fig. 45 Sepultura múltiple de Saint-Rémy-la-Calonne (Mosa) con los cuerpos de soldados muertos en 1914 Foto DR Fig. 46 Aby Warburg Línea de frente de los combates franco-alemanes Dibujo con tinta tomado de Notizbücher, 26 de octubre de 1914, pp. 66-67 Warburg Institute Archive, Londres Foto Warburg Institute 124

28. Véanse J. U. Nef, 1949, pp. 93-116. G. L. Mosse, 1990. D. Pick, 1993, pp. 165-188. F. Rousseau, 1999, pp. 31-174. W. Sofsky, 2002, pp. 127 y 143-149. M. Goya, 2004. A. Kramer, 2007, pp. 31-68. 29. E. Traverso, 2007, pp. 9-21 y 35-127. 30. Véanse G. H. Soutou, 1989, pp. 33, 104, 120-127, 373-376, 743-744. R. Chernow, 1993, pp. 141-190. N. Ferguson, 2003, pp. 185-201. 31. Véanse A. Proust y J. Winter, 2004, pp. 42-50. J.-J. Beecker (dir.), 2005. 32. Véanse J. Kocka, 1973. C. Prochasson, 2005, pp. 255-271. Id., 2008, pp. 51-67.

Esta es la razón por la que la Primera Guerra Mundial, esa tragedia para la cultura, fue asimismo, según el modo de ver de Aby Warburg, una tragedia en la cultura: una tragedia que afectaba al corazón mismo de algo que el historiador siempre trató de comprender, hasta fundar la admirable disciplina de la Kulturwissenschaft. Podemos imaginar, por ejemplo, la turbación que suscitó en Warburg la adopción unilateral de la palabra Kultur por la propaganda militarista alemana cuando, en 1914, pretendió oponerla a la palabra Zivilisation, la cual supuestamente denotaba –contra los «valores eternos» de la Kultur germánica– al mundo enemigo, mundo franco-inglés del utilitarismo técnico y económico. Debemos imaginar cómo un teórico de la cultura considerada como un perpetuo paso de fronteras –esas «migraciones» (Wanderungen) espaciales y temporales que constituyen la esencia de los análisis warburgianos– podía observar la clausura agresiva de todas las fronteras, la implementación de los combates de trincheras, la inmovilización de las líneas de frente, que a veces anotaba en sus libretas, con desasosiego y febrilidad [fig. 46]. Sería necesario un estudio específico para situar con perspectiva la respuesta emocional e intelectual de Warburg ante los acontecimientos de la Gran Guerra –el efecto del desastre en su pathos tanto como en su logos– en el contexto de una verdadera «historia cultural» de ese período31. La guerra de 1914-1918, como sabemos, fue también una Kulturkrieg y una Bilderkrieg que movilizaron a las sociedades civiles al completo32, y en primer término a las que solemos llamar justamente «elites culturales». Muy numerosos fueron los intelectuales que se 125

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afirma en la cultura y que se protege en el combate»43, Jünger hará aún más patente su proximidad fundamental con el ideario de Carl Schmitt sobre la soberanía y sobre un «nomos de la tierra» que defender de toda invasión, de toda contaminación, de todo enemigo44. En su prefacio a la primera edición de La decadencia de Occidente, fechada en noviembre de 1917, y en la misma línea, Oswald Spengler desea que «ojalá [su] libro no sea del todo indigno de los sacrificios militares de Alemania»45.

movilizaron en ambos frentes del conflicto, muy a menudo con el mayor denuedo patriótico y nacionalista, denuedo al que no dejó de contribuir el propio Warburg33. Dentro de la gran «crisis europea», que Pierre Renouvin sería uno de los primeros en diagnosticar34, hemos de mencionar, en primer lugar, la «crisis del espíritu» que ya en 1919 evoca Paul Valéry35. Así las cosas, es más que probable que Warburg tuviera la intuición de que una nueva y radical psicomaquia se desencadenaba en la Europa de 1914: conflicto otra vez –pero más cruel, más brutalmente que nunca– de los astra y los monstra, salvo que ahora los monstra habían elegido domicilio hasta en el cielo (guerra aérea, bombas de gas), sin contar el cielo de las ideas (nacionalismo, propaganda). Ese es el movimiento ineluctable de una «crisis de la cultura» que la Segunda Guerra Mundial haría aún más patente en el implacable análisis que realizan de ella algunos pensadores judíos de la generación siguiente, como Walter Benjamin, Theodor Adorno, Hannah Arendt o Leo Strauss36. Y así, con los primeros días de la Gran Guerra, sonó, valga decir, la hora de los «últimos días de la razón»37. De la magnitud de esta «psicomaquia» da idea, por ejemplo, la prodigiosa cantidad de publicaciones, testimonios, reflexiones y relatos acerca de la guerra que se produjeron durante el transcurso de la misma: hasta el punto de que se habló de tormentas de papel en el ámbito cultural, como si todo ese material fuese el doble en el lenguaje de las tormentas de acero que tenían lugar en las líneas de frente38. Libros, periódicos, carteles, pancartas, octavillas, cartas –además de cuadros, medallas, tarjetas postales, fotografías, música y cine– dan testimonio de la extraordinaria actividad de aquella época en términos de representación y narración de sí misma. El crítico Julius Rab, que editó varias antologías durante la guerra, calcula en cincuenta mil el número de «poemas de guerra» enviados cada mañana a los diarios alemanes. Antes de que finalizara el primer año de conflicto, se habían publicado en Alemania39 doscientos volúmenes de Kriegslyrik. Y todavía es poca cosa si lo comparamos con la producción de «relatos de guerra», donde la gama completa de estilos –desde el testimonio factual hasta las grandes reconstrucciones líricas, pasando claro está por la novela– se ve representada40.

33. Obras generales: R. N. Stromberg, 1982. A. Roshwald y R. Stites (dir.), 1999. V. Cali, G. Corni y G. Ferrandi (dir.), 2000. Por parte francesa: P. Soulez (dir.), 1988. M. Hanna, 1996, pp. 78-105. C. Prochasson y A. Rasmussen, 1996. C. Prochasson, 2008, pp. 273-361. Por parte alemana: J. A. Moses, 1969, p. 45-60. W. J. Mommsen (dir.), 1996. P. Jelavich, 1999, pp. 32-57. B. vom Brocke, 2000, pp. 373-409.

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Pero ¿qué batiburrillo mitológico es ese? ¿Desde cuándo es Marte dios del comercio y Mercurio dios de la guerra? […] Comprendo que alguien sacrifique algodón por su vida. ¿Pero lo contrario? Los pueblos que adoran al fetiche nunca caerán tan bajo, nunca caerán en suponer un alma en la mercancía. […] Cada Estado está en guerra con su propia cultura. […] En vez de estar en guerra con su propia incultura. […] Lo que se emprende en beneficio del Estado se acaba muchas veces en detrimento del mundo50.

34. P. Renouvin, 1934, pp. 5-130. 35. P. Valéry, 1919, pp. 988-1000. 36. Véase W. Benjamin, 1921, pp. 210-243. T. W. Adorno y M. Horkheimer, 1944, pp. 13-20. H. Arendt, 1961, pp. 253-288. L. Strauss, 1962, pp. 81-117. Véase C. Pelluchon, 2005, pp. 7-39. 37. Véase J.-M. Fischer, 1994, pp. 49-55. 38. Véase C. Didier (dir.), 2008.

Mas el contenido intrínseco de esta «psicomaquia» parece más difícil de formular. No obstante, siguiendo la idea fundamental propuesta por Warburg de una «ampliación metódica de las fronteras»41, podemos considerar que en Europa se desarrollaba una «guerra paralela» sobre la cuestión precisamente de las «fronteras del pensamiento». Fueron muchos los escritores e intelectuales que pretendieron volver a cerrar las fronteras y asumir los combates de trincheras, las fortificaciones del punto de vista, las líneas de frente historiográficas: una manera de practicar la política del enemigo tal y como la vemos operar en los relatos de Ernst Jünger, por ejemplo, cuando glorifica a los «guerreros de todos los tiempos», justifica el combate como «experiencia interior» y advenimiento de un «mundo nuevo», celebra la «oscura magia» de una guerra creadora de todo un «despliegue de energías técnicas», que nos obligan a una «movilización total» guiada por el «espíritu del heroísmo»42… Al continuar afirmando –mucho después– que «lo esencial es la salvaguarda de un nomos particular, de un modo de ser que se

Aby Warburg, que yo sepa, nunca se expresó públicamente sobre esos posicionamientos. Más bien procuraba, a través de aquella Rivista illustrata que sólo publicó dos números, en 1914 y 1915, tender la mano a los amigos de pensamiento italianos, que eran asimismo enemigos de la Alemania en guerra46. Su sufrimiento ante el conflicto, empero, nunca dio el paso del rechazo, de la defensa de los rebeldes o de la posición pacifista47. Podríamos hallar algunos acentos warburgianos en las vehementes reflexiones de un Karl Kraus –el anti-Jünger por antonomasia– sobre la Gran Guerra, conducida según él con una nefasta mezcla de pathos antiguo y de técnicas nuevas: «¿Cómo hacemos la guerra? Dirigiendo sentimientos antiguos con la técnica»48. Contra los poetas que «acatan la guerra» y aceptan que ésta «rebaje la muerte al azar»49, Kraus recurría incluso a los dioses en el exilio para que los Estados, entregados a sus estrategias económico-militares, dejen algún día de asesinar juntos el mundo y el mundo de la cultura:

39. Ibíd., p. 18.

43. Id., 1959, p. 98. 44. C. Schmitt, 1922, pp. 1-75. Id., 1950, pp. 70-86 (sobre el nomos) y 256-278 (sobre la Gran Guerra). 45. O. Spengler, 1918-1923, I, p. 11. 46. A. Warburg, G. Thilenius y G. Panconcelli-Calzia (dir.), 1914 y 1915. Véase A. Spagnolo-Stiff, 1999, pp.249-269. D. McEwan, 2007, p. 135-163.

40. Obras generales: L. Riegel, 1978. J. Kaempfer, 1998, pp. 211-273. N. Beaupré, 2006. Por parte francesa: J. Vic, 1918 (816 páginas). A. Ducasse, 1932 (2 volúmenes). M. Rieuneau, 1974, pp. 11-215. L. V. Smith, 2000, pp. 111-133. B. Giovanangelli (dir.), 2004. C. Prochasson, 2008, pp. 161-272. Por parte alemana: M. Boucher, 1961. K. Vondung (dir.), 1980. H. Korte, 1981. H.-H. Müller, 1986.

51. Id., 1909a, pp. 137-146. Id., 1909b, pp. 147-164.

41. A. Warburg, 1912, p. 215. Véase G. Didi-Huberman, 2002a, pp. 35-50.

52. Id., 1930 y 1933. Véanse J. Bouveresse y G. Stieg (dir.), 2006. J. Bouveresse, 2007, pp. 39-120.

42. E. Junger, 1920, pp. 5 y 31. Id., 1922. Id., 1925, pp. 8-9. Id., 1930a, pp. 195-208. Id., 1930b, p. 17.

53. W. Benjamin, 1930b, pp. 198215. Id., 1931a, pp. 228-273. Véase M. Vanoosthuyse, 2005.

47. Véase L. Rasson, 1997. A. Loez, 2010. 48. K. Kraus, 1915-1917, p. 168. 49. Ibíd., pp. 108 y 115. 50. Ibíd., pp. 105, 109 y 123.

Ya en 1909, Karl Kraus había conjugado los motivos del «progreso» y del «apocalipsis»51, –mucho antes, por tanto, de sus famosos posicionamientos de 1930 y 1933 sobre Los últimos días de la humanidad y el auge del nazismo52. Contra la política del enemigo ejercida por todos los nacionalismos europeos con ganas de «volver a cerrar las fronteras», él personificaba, entre otros, la vía de una verdadera cosmopolítica totalmente decidida a «prescindir de cualquier arancel» (cito una célebre frase de Warburg que ilustra su metodología de la «ampliación de las fronteras»). Comprobamos, una vez más, que será Walter Benjamin quien efectúe las formulaciones más rigurosas y abundantes de esa posición: al tiempo que asumía públicamente la defensa de Karl Kraus, Benjamin supo mostrar el componente fascista de los relatos de Jünger, esa «glorificación de la guerra [conducida como] una transposición desbocada de las tesis del arte por el arte»53. El autor de Dirección única no confunde la magnitud de la «psicomaquia» europea con su contenido real: a despecho, pues, del diluvio de «relatos de guerra» editados por doquier, supo diagnosticar una auténtica crisis del relato que correspondía a la vez a la crisis de la historia –el mundo desmontado de la Gran Guerra– y a la de la historicidad positivista, modelo epistémico a través del cual los nuevos tiempos no podrían ya ser comprendidos y descifrados. En «Experiencia 127

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y pobreza», Benjamin se atrevió a decir –contra cualquier patriotismo y cualquier heroísmo– que en 1918 «la gente volvía enmudecida del frente (…) No más rica en experiencia comunicable, sino mucho más pobre»54. En «La crisis de la novela» propuso, a ejemplo de Alfred Döblin, ver en el montaje documental una alternativa a los callejones sin salida de la narración clásica, aunque fuese un relato de guerra con ambiciones épicas55. En «El narrador», por último, volvió sobre la crisis del relato surgida de la experiencia de la Gran Guerra, aunque invocando la vía de las supervivencias inmemoriales –esencialmente populares, «pobres», valga decir– en el arte de narrar56. Un modo de acudir a Mnemósine (la memoria) más allá de las tragedias de la cultura, ante las cuales Clío (la historia) sólo podía «enfermar» –enfermar de las modernas «barbaries»–, según la bella prosopopeya escrita en 1917 por Charles Péguy57.

mal planteado. Si el atlas de Warburg se titula Mnemosyne, a semejanza de la inscripción grabada en el frontón de la Kulturwissenschaftliche Bibliothek de Hamburgo, es sobre todo porque convoca, a pesar de sus novedades, de sus audacias, a toda una memoria del atlas en la cual resultaría ocioso aislar una «época» unilateralmente pertinente. Ya traté de demostrar cómo Mnemosyne toma su propia forma de algunos de sus objetos de estudio más antiguos, sea el Hígado de Piacenza o los ciclos de frescos de Ghirlandaio de Florencia62. Mnemosyne se presenta básicamente como una «memoria de las imágenes» hecha posible por un arte de la memoria, un arte tan antiguo como las propias imágenes. Hay técnica adivinatoria en Mnemosyne, como hay un pulular de figuras característico de los sarcófagos antiguos, contrastes formales al estilo de Donatello, compartimentaciones del espacio a la manera de Miguel Ángel, disposiciones en serie a la manera de los grabados de Rembrandt (o de Goya)… Y sin embargo, Dziga Vertov, László Moholy-Nagy, los álbumes de la Bauhaus, los montajes de Georges Bataille en Documents o los de Walter Benjamin en el Libro de los pasajes, no andan muy lejos (aparte de ser sus contemporáneos) de las láminas negras del atlas warburgiano.

EXPLOSIONES DEL POSITIVISMO, O LA «CRISIS DE LAS CIENCIAS EUROPEAS» El atlas de imágenes Mnemosyne sería, pues, la respuesta, la apertura que inventa Aby Warburg frente a las segmentaciones metodólogicas del positivismo y a los vallados políticos de los nacionalismos culturales exasperados en la Gran Guerra. Constituye una respuesta moderna a las aporías de la modernidad. Ahora bien, esta respuesta ha permanecido durante mucho tiempo ilegible, principalmente porque el silencio de Erwin Panofsky y el discurso de Ernst Gombrich –un discurso mantenido en la larga duración, desde la «biografía intelectual» de 1970 hasta la última conferencia de 1999– hicieron, juntos, todo lo posible para neutralizar las audacias teóricas inherentes al gran proyecto de Warburg. Y para neutralizar dicho proyecto, fue preciso desplegar todas las artimañas de la historiografía con objeto de «echarlo atrás», mantenerlo tercamente en el centro de un obsoleto siglo XIX, con el apoyo58 de las «fuentes»: Charles Darwin, Robert Vischer, Tito Vignoli, Hermann Usener, Karl Lamprecht, August Schmarsow, Carl Justi. ¿Pero no se define un río, justamente, por abandonar sus fuentes? ¿Qué sucede, por cierto, con Nietzsche y con Freud, esas «fuentes» transversales, esos grandes modelos de complejidad, esos «pensamientos en contra de su tiempo» con los que Warburg compartió tantas posiciones?59. Y además, ¿no resulta evidente que, a partir de 1914, ya no era posible que alguien continuara ciegamente en el regazo de un siglo XIX henchido de sus certezas sobre el progreso humano? Aunque desde 1888 Darwin apareciera, efectivamente, a Warburg como un auténtico iniciador teórico –materialista y morfologista, atento en sus modelos de evolución a los missing links portadores de supervivencias60–, el historiador de las imágenes ¿debía asumir por ello, durante la Gran Guerra, la instrumentalización völkisch, étnico-cultural y racista, de que era objeto entonces el darwinismo en el discurso de los tribunos pangermanistas?61. En realidad, el problema de la pertenencia de Mnemosyne a una época determinada –sea «positivista» o «moderna», y hasta «posmoderna», como ciertos críticos anglosajones, muy ingenuamente, han enunciado– parece, sencillamente, 128

Así pues, Mnemosyne recopila y recompone desde cero toda una memoria de lo que cabría denominar las mesas de imágenes, como las produjo la tradición occidental en una larga duración que va desde las constelaciones astrológicas de la Antigüedad hasta las láminas cronofotográficas de Étienne-Jules Marey y los atlas fotográficos –incluso cinematográficos– de los años veinte y treinta del siglo XX. Ciertamente, Mnemosyne no es un popurrí de modelos heterogéneos y muchas veces incompatibles entre sí, sino una reflexión de gran envergadura, el recobro de una tradición oculta donde las imágenes contribuyeron a elaborar los marcos de inteligibilidad de saberes de todo tipo. Desde luego esa tradición nos resulta hoy menos oculta, más «legible» de lo que pudo ser en 1929 –la propia existencia de Mnemosyne no es ajena, por lo demás, a esa nueva legibilidad de las «mesas de imágenes» en la larga duración.

54. W. Benjamin, 1993b, p. 365. 55. Id., 1930a, p. 192.

62. Véase G. Didi-Huberman, 2002a, pp. 494-505.

60. Ibíd., pp. 61-70.

63. Véase B. Barnes y D. Edge (dir.), 1982. H. M. Collins y T. J. Pinch, 1982. G. Fyfe y J. Law (dir.), 1988. H.-J. Rheinberger y B. WahrigSchmidt (dir.), 1997. C. Smith y J. Agar (dir.), 1997. P. Galison y D. J. Stump (dir.), 1996. P. Galison y E. Thompson (dir.), 1999. C. Yanni, 1999. D. N. Livingstone, 2003.

61. Véase T. Lindemann, 2001, pp. 29-146.

64. M. de Certeau, 1975, pp. 63-79 y 84-89.

56. Id., 1936b, pp. 114-151. 57. C. Péguy, 1917, p. 17. 58. Véase E. H. Gombrich, 1970, pp. 307-324. Id., 1999, pp. 268-282. 59. Véase G. Didi-Huberman, 2002a, pp. 126-190 y 273-362.

Representa ante todo un movimiento combinado de la historia de las ciencias y de la historia del arte –por consiguiente, de la epistemología y de la estética– que ha facilitado el notable desarrollo de estudios sobre esos objetos de saberes visuales que son los atlas de imágenes. Los sociólogos de la ciencia reconocieron, en primer lugar, que no existe producción de saber sin la organización de un lugar para esa producción: espacio operatorio, y asimismo espacio de poder o de sujeción; espacio de la prueba, y asimismo espacio retórico o estético63. A partir de las reflexiones de Michel de Certeau sobre las «redistribuciones del espacio» necesarias para la constitución de cualquier ciencia –empezando por la ciencia histórica64–, Christian Jacob ha formulado recientemente, en el marco de un gran proyecto sobre los lugares de saber, las condiciones «cartográficas» de una epistemología que sigue la observación concreta de los procedimientos, a la vez sensibles e inteligentes, que la ciencia pone en práctica o en ejercicio: Cartografía, pues, de un espacio con múltiples escalas. No al estilo del clásico mapamundi donde cada lugar va prendido en la cuadrícula de una geometría que reabsorbe las diferencias en beneficio de la cifra y de la medida, 129

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como para satisfacer el deseo de omnisciencia de un ojo absoluto, sino más bien según el modelo del cuaderno de campo de un grupo de viajeros que se afana en dibujar una ruta a medida que se abre un pasaje, a través de los espacios captados en su extrañeza: cartografía de las líneas de fuga así como de las líneas maestras, de las coherencias, de las encrucijadas, los puntos de referencia, así como de los obstáculos y los caminos transversales65. La tarea de largo alcance efectuada por Bruno Latour, sobre las condiciones materiales y sociales de la producción del saber, implicaba ya esa manera cartográfica –aunque cartografía pensada en la época de Michel Foucault y de Jorge Luis Borges– de considerar la ciencia desde el ángulo de sus «obtenidos» más que de sus «datos», de sus «redes» latentes más que de sus discursos manifiestos66. A partir de ahí, las fronteras entre lo que llamamos ciencia y arte (siempre que entendamos en esta palabra toda la extensión de lo que nos dice, por ejemplo, la techné griega) se vuelven especialmente porosas, hasta tal punto que será posible descubrir en la imagen científica singularidades o polaridades de orden estilístico y, por qué no, la polaridad de lo dionisiaco y lo apolíneo67. Un atlas científico no siempre está organizado para mayor claridad de sus clasificaciones (o de su clasicismo). El erratismo que se ha reprochado a menudo al Bilderatlas de Warburg aparece también, y con mayor frecuencia de lo que imaginamos, en las ciencias de la naturaleza [fig. 47]. Una forma de recordar que un atlas de imágenes nunca se contenta con ilustrar un saber: lo construye e incluso, en ocasiones, consigue deconstruirlo. Sin duda, los historiadores de las ciencias están en lo cierto al ver en los atlas de imágenes empresas a menudo pensadas con vistas a la difusión, la vulgarización, la «popularización» o la pedagogía68. Hasta cierto punto, el atlas Mnemosyne no escapa a esa norma, puesto que ofrece el aspecto de un compendium o de un memorandum de imágenes ejemplares vinculadas por ciertas reglas de inteligibilidad. Las imágenes son extrañas, sin duda, y las reglas bastante oscuras en algunas partes. Con todo, el mismo principio organizaba ya, por ejemplo, las láminas del muy popular Systematischer Bilder-Atlas de Johann Georg Heck, publicado en 1844 con el atrayente subtítulo Ikonographische Enzyklopädie der Wissenschaften und Künste69 [fig. 48]. Por otro lado, el proyecto de Mnemosyne resulta inseparable de una serie de exposiciones a través de las cuales Warburg pretendía esclarecer sus teorías, e incluso incrementar la audiencia de éstas. Justo cuando Fritz Saxl instala en el planetarium de Hamburgo una exposición sobre astrología, planeada por su recién fallecido maestro70, el Deutsches Museum de Berlín presenta una compilación de imágenes –de la que subsiste un álbum que no deja de evocar Mnemosyne– intitulado Technik und Bild71. Mas el argumento de las imágenes «divulgadoras» demuestra sus límites cuando sirve para mantener, de manera más o menos explícita, la jerarquía secular –idealista– del conocimiento inteligible y de sus «ilustraciones» sensibles. Al abrir un laboratorio de fotografía en La Salpêtrière, Charcot pretendía seguramente «ilustrar» su concepto clínico de la histeria, previamente formulado; comprobamos, por el contrario, que el propio concepto fue formado y transformado –construido y reconstruido, aparejado, escenificado– en la producción de las 130

65. C. Jacob, 2007a, p. 14. Véase id., 2007b, pp. 17-40. 66. B. Latour, 1986, pp. 1-40. Id., 1987, pp. 425-514. Id., 1993, pp. 143-252. Id., 1996, pp. 23-46. Id., 2007, pp. 605-615. 67. Véanse G. Holton, 1973, pp. 375-415. A. Hennion y B. Latour, 1993, pp. 7-24. 68. Véanse J.-S. Stoy, 1780-1784. T. Shinn y R. Whitley (dir.), 1985. C. Rittelmeyer y E. Wiersing (dir.), 1991. H. Boning, 1997, pp. 91-121. H. Scmitt, J.-W. Link y F. Tosch (dir.), 1997. A. Daum, 1998. A. Schwarz, 1999. C. Kretschmann (dir.), 2003. P. Boden y D. Müller (dir.), 2009. 69. J. G. Heck, 1844. 70. Véase U. Fleckner, R. Galitz, C. Naber y H. Nöldeke (dir.), 1993. 71. Véase H. Weber, 2008, pp. 100-114.

Fig. 47 Axel Key y Gustaf Retzius Studien in der Anatomie des Nervensystems und des Bindegewebes Estocolmo, Samson und Wallin, 1875, I, Lámina VIII Foto GD-H

oscurecer ligeramente el tono del fondo de la imagen

Fig. 48 Johann Georg Heck Systematischer Bilder-Atlas zum Conversations-Lexikon. Ikonographische Enzyklopädie der Wissenschaften und Künste Leipzig, Brockhaus, 1844 Lámina mineralógica Foto GD-H Fig. 49 Paolo Mascagni Tavole di alcune parti organiche del corpo umano, degli animali e dei vegetali esposte nel Prodromo della Grande Anatomia Florencia, Giovanni Marening, 1819, pl. 14 Foto GD-H

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imágenes72. Y comprobamos asimismo que los atlas cronofotográficos de Étienne-Jules Marey hacen algo distinto –y algo más– que lo que el propio autor podía decir73. No hay por qué oponer a cualquier precio «la ciencia» (unitaria, total, ideal) y su «ilustración» (diseminada, fragmentaria, trivial): todo saber requiere un medio para su presentación. En este aspecto, el Bilder-Atlas «popular» de Johann Georg Heck no es menos riguroso que las Tavole anatómicas «especializadas» de Paolo Mascagni, cuyo modo de presentación74 él perpetúa [figs. 48-49]. El atlas de imágenes aparece por lo tanto como un objeto tan paradójico como necesario para la ciencia moderna, un objeto del que nunca sabemos si es extrínseco o intrínseco a la misma: una forma esta de denominar su función primera, que es «atravesar las fronteras» de lo inteligible y de lo sensible. He ahí la razón, sin duda, por la que los atlas proliferan en lugares de pensamiento que pueden ser sucesivamente centrales, en la formación de conceptos científicos, y periféricos, en la propia actividad de investigación. Cuando me hallaba reuniendo la bibliografía para preparar este texto, en febrero de 2009, el catálogo informatizado de la British Library proporcionaba 35 812 referencias para la palabra clave atlas. Hoy, cuando escribo por fin esta página –22 de julio de 2010– da 36 821, esto es, mil más. La Biblioteca Nacional de Francia propone, por su parte, 51 138 reseñas que por supuesto irán aumentando indefinidamente. Así las cosas, a nadie extrañará que la ilustración científica –y dejo a un lado por el momento el inmenso continente de las publicaciones cartográficas– sea objeto de tantos estudios75. Como bien muestran Lorraine Daston y Peter Galison, la noción misma de objetividad científica posee no sólo una historia, sino además una historia visual. Herederos de Ludwik Fleck y de su estudio pionero acerca de las condiciones no evidentes de la objetividad, en cuanto construcción práctica y teórica del «hecho científico»76, Gaston y Dalison han proporcionado a los atlas de imágenes, y a la cuestión correlativa de la presentabilidad del saber, un lugar crucial –asumido o no por los propios eruditos, problemático en todos los casos– en la historia de la objetividad científica77. A esa toma de conciencia de los epistemólogos, relativa a los aspectos visuales de la ciencia, responde el acusado interés de los historiadores del arte por el contenido epistémico de las imágenes en general. Más allá de los estudios iconográficos anglosajones en la gran tradición panofskiana –la del artista y del erudito en el Renacimiento78–, en la actualidad es en Alemania donde ven la luz los estudios que más profundizan en este género de problemas. No es casual: una nueva generación de historiadores alemanes –sobre todo a partir de los trabajos realizados por Horst Bredekamp en un arco temporal que abarca del Renacimiento a la época contemporánea79– se ha reconocido de modo explícito en la tradición de Aby Warburg y prolonga el cuestionamiento de Mnemosyne por la vertiente de una verdadera iconología científica: lo cual equivale a reconocer en las imágenes, y sobre todo en sus modalidades de presentación, de coexistencia, de montaje, un papel constitutivo en la producción de los saberes80. Una vez planteado el esbozo historiográfico, hemos de retornar a las condiciones que concurrieron en el desarrollo del proyecto de Mnemosyne. Quizás el atlas de Warburg no hubiera visto la luz –al menos en la forma problemática, inquieta, 132

irresuelta, y sin embargo tan audaz, en que lo conocemos– sin el fenómeno general de explosión que el acontecimiento de la Gran Guerra puso, de manera cruda y cruel, a la vista de todos, con su lote de destrucciones masivas y de replanteamientos radicales, y más tarde de redefiniciones y reconstrucciones culturales, en las que la época de Weimar aparece como emblema por antonomasia. La palabra explosión se empleó inicialmente, en la lengua francesa del Renacimiento, para designar «la invasión súbita e inesperada de síntomas»81. A comienzos del siglo XVII, Furetière la define como «acción de estallar con fuerza». Una violenta ruptura de régimen, que supone al mismo tiempo una manifestación más o menos «destelleante» y una destrucción más o menos total, el «estallido» de un mundo. En cualquier caso, es una buena manera de nombrar un colmo –y una paradoja– de visibilidad.

72. Véase G. Didi-Huberman, 1982. 73. Id. y L. Mannoni, 2004, pp. 173-337. 74. Véase F. Vannozzi (dir.), 1996, pp. 59-67. 75. Véase A. Koyré, 1955, pp. 275-288. J. Wechsler (dir.), 1978. A. I. Miller, 1984. M. Lynch y S. Woolgar (dir.), 1990. B. J. Ford, 1992. H. Robin, 1992. P. Rossigol y R. Saban (dir.), 1992. B. S. Baigrie (dir.), 1996. J. R. Brown, 1996, pp. 250-268,. R. N. Giere, 1996, pp. 269-302. D. Topper, 1996, pp. 215-249. L. Daston, 1998, pp. 232-253. C. A. Jones y P. Galison (dir.), 1998. M. Sicard, 1998. B. Holländer, 2000, pp. 163-179. W. R. Shea (dir.), 2000. F. Meroi y C. Pogliano (dir.), 2001. G. C. Bowker, 2005. W. Oechslin (dir.), 2008. S. Siegel, 2009.

En las imágenes de explosiones que invaden toda la iconografía de la Gran Guerra, como otras tantas formas nuevas del género iconográfico secular de Los desastres de la guerra, los momentos captados por la cámara fotográfica suscitan muy a menudo tal colmo o paradoja de visibilidad: enfatizan en extremo la forma empero destinada a su destrucción inminente. Así, el campanario que hace explosión bajo las bombas –en una imagen tomada por el ejército alemán en 1917– permanece un instante suspendido en el apogeo de su forma, engrandecido su aspecto por la nube de tejas que lo envuelve como un aura justo antes de que se derrumbe todo [fig. 50]. ¿No podría servirnos esta imagen de alegoría para toda una serie de «explosiones» que, dentro del régimen epistémico y estético de Mnemosyne, definen su contexto general así como su condición de posibilidad?

76. L. Fleck, 1934. 77. L. Daston y P. Galison, 2007, pp. 17-27 y 363-415. Véase id., 1992, pp. 81-128. P. Galison, 1997. Id., 1998, pp. 327-359. Id., 2000, pp. 15-43. L. Daston, 1988b, pp. 452-467. Id., 2000, pp. 1-14. 78. E. Panofsky, 1953-1962, pp. 103-134. Id., 1954. Véase S. Y. Edgerton, 1985, pp. 168-197. Id., 1991. M. Kemp, 1990. Id., 2004, pp. 382-406. Id. Y. M. Wallace (dir.), 2000. A. Kaniari y M. Wallace (dir.), 2009. 79. H. Bredekamp, 1993, 2004, 2005 y 2007. 80. Véase B. Felderer (dir.), 1996. H. Schramm, 1996. M. Cazort, 1997, pp. 14-25. C. Kockerbeck, 1997. M. Lynch, 1998, pp. 213-228. J. Huber y M. Heller (dir.), 1999. H. Bredekamp, H. Brüning y C. Weber (dir.), 2000. G. Boehm, 2001, pp. 43-54. B. Heintz y J. Huber (dir.), 2001. F. Kittler, 2002. H. Schramm, L. Swartte y J. Lazardig (dir.), 2003. B. Naumann y E. Pankow (dir.), 2004. A. Beyer y M. Lohoff (dir.), 2005. J. Huber (dir.), 2005. H. Bredekamp y P. Schneider (dir.), 2006. M. Hessler (dir.), 2006. D. Mersch, 2006, pp. 405-420. H. Schramm, L. Schwarte y J. Lazardzig (dir.), 2006. C. Blümle y A. Schäfer (dir.), 2007. H. Bredekamp, B. Schneider y V. Dünkel (dir.), 2008.

81. A. Rey (dir.), 1992, I, p. 764. 82. Véase B. M. Stafford, 1984, 1991, 1994, 1996. Id. y F. Terpak (dir.), 2001. H. te Hessen, 1997ª y 1997b, pp. 77-90. 83. Véanse H. E. Hoff y L. A. Geddes, 1962, pp. 287-324. A.-M. Bassy, 1980, pp. 206-233. Y. Deforge, 1981. E. R. Tufte, 1984, 1990, 1997 y 2006. Z. G. Swijtink, 1987, pp. 261-285. L. Daston, 1988a. F. Vergneault- Belmont, 1998. S. M. Stigler, 1999. M. CampbellKelly, M. Croarken, R. Flood y E. Robson (dir.), 2003. P. Despoix, 2005. 84. F. Dagognet, 1969, 1970 y 1973. Véase B. Bensaude-Vincent, 2001, pp. 133-161. 85. F. Dagognet, 1984, p. 223.

En primer lugar, será preciso tener en cuenta un conjunto de fenómenos culturales típicos de los siglos xviii y xix, en los que podemos observar algo semejante a una explosión de la presentabilidad del saber. En aquella época, en efecto, las vías de la presentación científica «explosionan», lo cual es una manera de decir que por una parte proliferan, y por otra, emprenden ya el camino de su propia destrucción o deconstrucción. Tenemos, claro está, la visibilidad tornasolada de las mil y una formas de exponer la ciencia, cuya riqueza e inagotable inventiva82 ha mostrado, entre otros, Barbara Stafford. Se recuerdan aún los Wunderkammern de la época manierista y barroca, pero al mismo tiempo se inventan nuevos «métodos gráficos», técnicas más rigurosas para visualizar las cantidades83. Comienza el tiempo de los cuadros y las nomenclaturas –por ejemplo en química y en todas las ciencias de la vida– cuya eficacia conceptual84 demostró François Dagognet. Pero esta eficacia desembocaba asimismo en una práctica de las imágenes que pretendía ser no sólo ordenadora, sino además abreviadora85. De acuerdo con la confianza positivista que atribuye de manera unilateral a esas prácticas, Dagognet ignora los verdaderos conflictos, incluso las «explosiones» que los atraviesan, conflictos que Michel Foucault –ignorado de modo ostensible en los libros de Dagognet– puso empeño precisamente en evidenciar. Desde esa óptica, podríamos leer Las palabras y las cosas como una gran historia del «cuadro» clásico, y de su «explosión» en el siglo XIX. El cuadro define, desde la época clásica, «el espacio abierto en la representación por un análisis que anticipa la 133

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posibilidad de nombrar; representa la posibilidad de ver lo que podremos decir»86. Representa asimismo una posibilidad de ver que se basa en la existencia de un marco cerrado y en las exclusiones de un fuera de campo, de manera que «el campo de visibilidad donde la observación tomará sus poderes no es sino el residuo de sus exclusiones»87. Pero lo que se gana en claridades, encuadres y mismidades, se pierde en polisemias, aperturas y diferencias: «establecer el gran cuadro intachable de las especies, los géneros y las clases» lleva consigo una estrategia de lo continuo y de la «más pequeña diferencia»88. El conflicto, así pues, subyace ya en esa apariencia de sistematicidad sin restos. Las diferencias no tardan en hablar por sí solas y «ese cuadro se descompondrá a su vez»89: se dislocará por algunos sitios, y hasta estallará por la presión de nuevas «disposiciones epistemológicas» que signan los «límites de la representación» en «la edad de la historia»90. «A partir del siglo XIX», concluía Michel Foucault, «la unidad de la mathesis queda rota [y] el campo epistemológico se trocea, o mejor, estalla en direcciones diferentes»91.

86. M. Foucault, 1966a, p. 142. 87. Ibíd., p. 145. 88. Ibíd., p. 173. 89. Ibíd., p. 229. 90. Ibíd., pp. 229-233. 91. Ibíd., pp. 260 y 357. 92. Id., 1963, p. 107-123. 93. Véase G. Didi-Huberman, 1982, pp. 113-119. Id., 1984, pp. 125-188. P. Comar (dir.), 2008, pp. 339-423. 94. Véase S. Schade, 1993, pp. 499-517. G. Didi-Huberman, 2002a, pp. 284-334.

Fig. 50 Anónimo alemán Explosión de la iglesia de Saint-Martin-sur-Cojeul, 1917 Foto DR Fig. 51 Arthur Worthington, The Splash of a Drop and Allied Phenomena, 1894 Extracto de Proceedings of the Royal Institution, XIV, 1893-1895, frente a la p. 302 Foto G. D.H. 134

95. R. Koselleck, 1975, pp. 68-99. 96. W. Lepenies, 1976, pp. 52-77. Véase A. Geus, 1994, pp. 733-746. 97. Véase S. Bann, 1990, pp. 200-220. C. Jacob, 1992, pp. 468-469. W. A. Goffart, 1995, pp. 49-81. M. S. Pedley, 1995, pp. 83-108. S. Bann, 1996, pp. 95-104. C. Hofmann, 2000, pp. 78-128. 98. Véase G. Canguilhem G. Lapassade, J. Piquemal y J. Ulmann, 1960. W. Coleman, 1971. R. J. O’Hara, 1996, pp. 164-183. H. Bredekamp, 2005, J. Voss, 2007.

Los «cuadros», por supuesto, persistirán –con ese título existe, además, toda una literatura científica–, sobre todo en la voluntad gnosológica de establecer «cuadros clínicos», cuadros cuya justa crítica92 emprendería Foucault precisamente. Así, el cuadro clínico del «gran ataque histérico completo y regular» establecido por Charcot, y conformado por su asistente Paul Richer, no resulta menos fijo y coercitivo, unívoco e intemporal, que los academicismos de la representación artística impartidos en la Escuela de Bellas Artes por el mismo Paul Richer93. Corresponderá a Freud deconstruir el primero de esos cuadros, así como a Degas, Rodin o a los surrealistas, explosionar el segundo. Las láminas del atlas Mnemosyne consagradas al pathos dionisiaco de las ninfas o de las ménades furiosas evocarán, sin duda, la iconografía constituida por Charcot; pero donde el clínico ve, en los gestos patológicos de las secuencias cronológicas unilaterales, manifestaciones típicas, el historiador de las imágenes –más afín en eso a Sigmund Freud– descubre los remolinos temporales de conflictos psíquicos y culturales, repeticiones, represiones o posterioridades94. Forzoso es comprobar que, en esos debates sobre la noción visual de «cuadro», son ante todo modelos temporales antagonistas los que se aplican infaliblemente en el centro de cada objeto, de cada cuestión. El siglo XIX, como sabemos, es «la edad de la historia»: un concepto de historia que era, desde finales del siglo XVIII, el gran «concepto regulador moderno»95, según ha demostrado Reinhart Koselleck. Al viejo reino de la historia natural sucedió lo que Wolf Lepenies llama «historización de la naturaleza»96. Asistimos, en suma, a algo semejante a una explosión de la historicidad, a su manifestación destelleante, y también a su entrada en crisis. Por un lado, el punto de vista de la historia explosiona todas las certezas estáticas que surgen de los simples desgloses espaciales de la naturaleza. Un momento crucial de este régimen epistémico fue, por ejemplo, en el siglo XVIII, la emergencia de los «atlas históricos» que intentan, en definitiva, temporalizar sus propias distribuciones cartográficas97. En el campo de las ciencias de la vida, la noción de «desarrollo» da paso poco a poco a la de «evolución», cuyas complejidades intrínsecas y enigmáticos missing links98 problematizará Charles Darwin 135

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–apoyándose en imágenes, como han recordado Horst Bredekamp y Julia Voss. En aquella época, las ciencias de la tierra y de la prehistoria tratan de visualizar la historia en cortes de todo tipo, en cartografías estratificadas, en foliaciones del espacio y del tiempo99. Pero, por otro lado, el punto de vista de la historia incorpora toda una serie de complejidades que socavarán, como desde dentro, los propios modelos de la evolución. Es entonces cuando las discontinuidades amenazan con explosionar el cuadro:

104. A. Londe, 1896, p. 546. Véase G. Didi-Huberman, 1982, pp. 35-37. D. Bernard y A. Gunthert, 1993, pp. 65-97. A. Gunthert, 2000, pp. 29-48.

Para la historia en su forma clásica, lo discontinuo era a la vez lo dado y lo impensable: aquello que se ofrecía con el carácter de los acontecimientos dispersos –decisiones, accidentes, iniciativas, descubrimientos–; y aquello que, mediante el análisis, debía ser esquivado, reducido, borrado para que aparezca la continuidad de los acontecimientos. La discontinuidad era el estigma de la diseminación temporal, que el historiador se encargaba de suprimir de la historia. Ahora se ha convertido en uno de los elementos fundamentales del análisis histórico. […] Uno de los rasgos más esenciales de la historia nueva es, sin duda, ese desplazamiento de lo discontinuo: su paso del obstáculo a la práctica; su integración en el discurso del historiador, donde ya no desempeña el papel de una fatalidad exterior que es preciso reducir, sino el de un concepto operatorio que utilizamos; y de ahí la inversión de signos gracias a la cual deja de ser el negativo de la lectura histórica (su reverso, su fracaso, el límite de su poder) y es el elemento positivo que determina su objeto y valida su análisis»100.

105. E. Trutat, 1879 y 1884. 106. Véase M. Lynch, 1991, pp. 205-226. L. J. Schaaf, 1997, pp. 26-59. A. Thomas, 1997, pp. 76-119. J. Tucker, 1997, pp. 378-408. Id., 2005. D. Canguilhem, 2004. U. Tragatschnig, 2008, pp. 272-281. 107. Biología y medicina: M. P. Winsor, 1976. R. Taureck, 1980. R. Pujade, M. Sicard y D. Wallach, 1995. M. Kemp, 1997, pp. 120-149. A. Minelli, 2000, pp. 305-324. A. Tosi, 2000, pp. 345-362. H. Bredekamp y F. Brons, 2004, pp. 365-381. Movimiento: É.-J. Marey, 1878 y 1885. M. Braun, 1992. Id., 1997, pp. 150-184. J. Snyder, 1998, pp. 379-397. L. Mannoni, 1999. M. Frizot, 2001. Microscopia, rayos X, espectroscopia: K. Hentschel, 2002. F. Brons, 2008, pp. 153-162. M. Bruhn, 2008, pp. 54-64. V. Dünkel, 2008, pp. 136-147.

Hasta llegar ahí, hasta reconocer la función «portadora» de las discontinuidades y conseguir desplegar –argumentativa o visualmente– «el espacio de [esa] dispersión»101, se necesitaron años, décadas de choques y explosiones internas de la propia época positivista. Antes de que las discontinuidades «explosionen» a ojos vistas en las láminas del atlas Mnemosyne, hubo que pasar por toda una época de conflictos teóricos donde, por ejemplo, el darwinismo quedó atenazado por utilizaciones abusivas o agarrotamientos jerárquicos, que inclinaban su lección fundamental (la evolución de todos) del lado del racismo (la «no evolución» de algunos) o de la eugenesia (la eliminación de los «no evolucionados»)102. Sorprende comprobar que en el centro de esos grandes debates, en los que estaban en juego los modelos de historicidad, las actuaciones para facilitar las «pruebas» o «evidencia» de los hechos científicos fueron sistemáticamente encomendadas a una técnica visual muy precisa. Esa técnica, claro está, no es otra que la fotografía. Su cometido parece tan crucial que acompaña, en definitiva, la gran explosión de la objetividad que marcará a la vez el apogeo y la derrota del positivismo. Esta tercera «explosión» en los regímenes epistémicos incluso reunirá a las dos precedentes, pues al modificar las condiciones de presentabilidad del saber trastornó todos los modelos de historicidad. El aspecto más visible de ese proceso, llamémoslo en primer lugar la explosióndestello de la fotografía en el siglo XIX: de manera destelleante, en efecto, hace su entrada esa técnica en lo que Jonathan Crary llama las «técnicas del observador»103. 136

108. G.-B. Duchenne de Boulogne, 1862, láminas 1-20. 109. Véase G. Didi-Huberman, 1991, pp. 267-322. 110. Véase E. Edwards (dir.), 1992. 111. Véase R. Meyer, 2006, pp. 160-179.

99. Véanse M. J. S. Rudwick, 1976, pp. 149-195. Id., 1992 y 2005. C. Cohen, 1994 y 1999. S. Mosser, 1996, pp. 184-214. Id., 1998, pp. 107-167. R. O’Connor, 2007. 100. M. Foucault, 1969, pp. 16-17. 101. Ibíd., p. 19. 102. Véanse D. Gasman, 1971. P. Tort, 1983. Id., 1992, pp. 13-46. C. Hanke, 2006, pp. 241-261. B. Larson y F. Brauer (dir.), 2009. 103. J. Crary, 1990.

112. Bertillon, antropometría judicial, degeneración: A. Bertillon, 1890 y 1890-1893. P. A. Reiss, 1903. A. Gilardi, 1978. U. Levra (dir.), 1985. G. Barsanti, S. Gori-Savellini y al. (dir.), 1986. D. Pick, 1989. L. Mucchielli (dir.), 1994. F. Chauvaud, 2000. M. Renneville, 2003. I. About, 2004, pp. 28-52. J.-C. Farcy, D. Kalifa y J.-N Luc (dir.), 2007. P. Artières y M. Salle, 2009. P. Margot, J. Mathyer et al., 2009. Lombroso: C. Lombroso, 1878ª, 1878b y 1893. G. Colombo, 1975. L. Guarnieri, 2000. M. Gibson, 2002. D. G. Horn, 2003. 113. L. Daston y P. Galison, 2007, p. 22.

Albert Londe, director del servicio fotográfico de La Salpêtrière, afirmaba con solemnidad en 1896 que «la placa fotográfica constituye la verdadera retina del sabio»104. Fórmula a la que precedían varias décadas de esfuerzos –técnicos y conceptuales– para introducir la práctica fotográfica en el centro de las actuaciones experimentales de la ciencia positiva; pienso por ejemplo en los manuales de Eugène Trutat sobre La fotografía aplicada a las ciencias naturales o a la arqueología105. Proliferan entonces las revistas fotográficas y los atlas iconográficos aplicados a todos los campos de la investigación científica106. Biología, anatomía y medicina, principalmente, echan mano de todas las imágenes posibles, hasta la descomposición del movimiento, hasta la exploración de las zonas más «invisibles» mediante la microfotografía, los rayos X o la espectroscopia107. No resulta fortuito que sea en el campo de las ciencias del hombre donde el destello encuentre sus límites –o donde muchas veces ignorará que los ha alcanzado– hasta que sobreviene el estallido de todas sus certezas, de todos sus modelos de inteligibilidad. Duchenne de Boulogne quiso mostrar, mediante un dispositivo experimental, cómo el rostro humano desencadena –muscularmente– sus diferentes pasiones: pero su Atlas «compuesto por 74 figuras electrofisiológicas fotografiadas» muestra asimismo rostros encadenados al dispositivo técnico que los inmoviliza ante el objetivo108. Charcot, a su vez, pretende demostrar en su Iconografía fotográfica cómo se libera un ataque histérico hasta en sus más incoherentes y desordenados ademanes; pero los violentos movimientos que genera ponen en peligro el propio aparato, y lo que acabamos viendo109 no es más que una mujer prisionera en la camisa de fuerza. Cuando los innumerables atlas de fotografías «antropológicas» pretenden mostrarnos la variedad humana, lo que se puede percibir por igual en sus imágenes110 es el orden opresivo del colonialismo. Cuando Francis Galton pretendía ofrecer las imágenes heterogéneas de una sociedad determinada, es la síntesis unificada de «tipos» –el promedio de todas las diferencias posibles– lo que nos será presuntamente demostrado ad oculos111. Cuando Alphonse Bertillon y Cesare Lombroso, entre los numerosos paladines de la antropometría en el siglo xix, proponían atlas inmensos sobre la diseminación y combinación de los tipos físicos, de los rostros peculiares, es en realidad el encierro, por medio de nomenclaturas, lo que se perfila en el horizonte de todos esos inventarios iconográficos pensados como otros tantos ficheros de señas personales, que buscan desenmascarar la predisposición al crimen, la reincidencia o la «degeneración» moral112. Así, cuando Lorraine Daston y Peter Galison definen los atlas iconográficos del siglo xix como auténticos «diccionarios de las ciencias del ojo»113, no hacen más que adoptar, en lugar de criticarlo, el discurso manifiesto de los eruditos positivistas, sin percatarse de la aporía fundamental –o el ideal inalcanzable– que constituye la idea misma de un «diccionario de imágenes». Una cosa es constatar que en cada imagen, o casi, lo legible y lo visible están íntimamente unidos, incluso se determinan recíprocamente, según vías que además suelen ser muy complejas; otra es pretender establecer –según una ideología que es justamente la de los atlas positivistas– diccionarios de imágenes, esto es, inventarios visuales exhaustivos y organizados según un principio alfabético (hoy 137

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día basta consultar «Google-Imágenes» para calibrar esa ilusión, esa «incoherencia sistemática»).

de las simplificaciones a las que ese texto ha dado lugar muchas veces, nos percatamos de que cada observación requiere su réplica, cada motivo su contramotivo: no existe «técnica» sin «magia», no existe «industralización» sin contenido «diabólico» de la imagen122; no existe detalle filológico sin «fetichismo», no existe valor objetivo sin «inconsciente»123. La fotografía sabe «desmaquillar lo real», pero sabe asimismo «absorber el aura»124; nos coloca ante «lo que es único», pero vale igualmente por sus posibilidades de «reproducción»125. Abarca desde el «empirismo» más preciso hasta la visión «surrealista» del mundo objetivo126. Por último, debe reconocer sus propios límites políticos («una foto de las factorías Krupp o de A.E.G. no revela casi nada de dichas instituciones», según la reflexión que se hacía ya Bertolt Brecht) y mostrarse a la vez capaz de «abrir el camino a una mirada políticamente educada»127.

Daston y Galison analizaron de modo admirable, en efecto, el estallido que la fotografía hizo soportar a los deseos de regularidad inherentes a la observación científica, por ejemplo al comentar el curioso caso de las «gotas» (The Splash of a Drop) en Arthur Worthington114 [fig. 51]. Pero ese análisis pide ser ampliado en una crítica epistemológica –que supone un segundo estallido– de la propia fotografía, en cuanto instrumento de las ciencias positivas y de sus atlas de imágenes. Cabría definir el positivismo según sus propias ambiciones: a saber, que todo objeto de pensamiento –filosófico en concreto– se base siempre en un dato de la ciencia. Pero también cabe observar que los «datos» de la ciencia no son, como afirma Bruno Latour, sino «obtenidos»115. La ciencia, por consiguiente, no nos «da» nada que pueda ser considerado como dato, quiero decir como base intangible y adquirido de una vez para siempre: lo único que hace es quitar y devolver, construir y reconstruir sin tregua sus propios resultados. Creer en los «datos» de la ciencia significa someterse –según la definición de positivismo que proponen Theodor Adorno y Max Horkheimer– al «mito de lo que existe»116.

Nos hallamos, pues, en los antípodas de cualquier sueño positivista sobre objetividad fotográfica (al estilo de Albert Londe), así como de cualquier ontología de la imagen que vitupere a la técnica (al estilo de Martin Heidegger). Lo que Benjamin propone en esas páginas –y en otras muchas– representa una crítica radical de cualquier sustancialismo atribuido a las imágenes, a los saberes y a los tiempos. Ahora bien, en adelante será en el campo de la práctica y en las posibilidades heurísticas del medio donde habrá que situar cualquier juicio sobre éste, así como sobre la realidad de lo que muestra y la historicidad en la que se mueve. Benjamin, aquí al igual que en otras partes, desarrolló su reflexión estética hasta los límites de un auténtico pensamiento «epistemocrítico», como él mismo decía128. Un pensamiento capaz así de reubicar el tiempo –o mejor: los tiempos– en el centro de cada imagen, mientras reubica la imagen –las «imágenes dialécticas»– en el centro de cada momento histórico129.

Ese razonamiento es válido a fortiori para la fotografía, en cuanto instrumento visual de los atlas científicos. En una fotografía, nada nos es «dado» de una vez para siempre (lo cual no la deslegitima, ni que decir tiene). Lo que una imagen fotográfica nos «da» aquí, lo recobra y nos lo sustrae en otra parte, aunque sólo sea en su fuera de campo. La «retina del sabio» no sería, pues, sino un mito cientificista, a menos que aceptemos precisar todo aquello que una retina no ve (desde los puntos ciegos a las miopías, desde los estrabismos a las cegueras) o ve demasiado (desde los fosfenos a los fantasmas). Así las cosas, ¿cómo extrañarse de que el credo positivista haya generado –como desde dentro– tantas creencias, tantos fantasmas, tantos espectros imaginarios?117. Ahí es donde los historiadores de las imágenes –y los paladines de una Kulturwissenschaft, incluso los propios artistas– se mostraron mucho más circunspectos y clarividentes que todos los optimistas del progreso y demás ideólogos de la «retina del sabio». Desde 1925, László Moholy-Nagy cuestionaba, en Malerei Fotografie Film, la unilateralidad de las pretensiones enciclopédicas en el uso de la fotografía: «cien años de fotografía y dos décadas de filme nos han enriquecido sobremanera y podemos afirmar que vemos el mundo con otros ojos. A pesar de todo, el resultado global es hoy poco más que una hazaña visual enciclopédica»118. En un artículo de 1929 titulado «¿Nítido o borroso?», ponía en tela de juicio el adagio según el cual «el objetivo no miente»119. Y concluía: «el problema central no es “objetividad” o “subjetividad”: se trata aquí de las posibilidades» que ofrece, que abre un uso heurístico, inventivo o experimental, de la fotografía120. Y Moholy-Nagy cita como ejemplo –aparte las manipulaciones ópticas que todos conocemos– las posibilidades abiertas por la «serie» diferencial, más allá de cualquier economía unitaria del «cuadro»121. En paralelo con Moholy-Nagy –a quien cita a menudo–, Walter Benjamin construyó en su famosa «Pequeña historia de la fotografía» una visión en extremo dialéctica y crítica de «ese hecho visual total» que representa la fotografía. Lejos 138

122. W. Benjamin, 1931b, pp. 296-297 y 300. 114. Ibíd., pp. 11-16. Véase A. Worthington, 1895. 115. B. Latour, 2007, p. 609. 116. T. W. Adorno y M. Horkheimer, 1944, p. 10 (prólogo de 1969). 117. Véase P. Geimer (dir.), 2002 y 2010. C. Chéroux, 2003. Id. Y A. Fischer (dir.), 2004. 118. L. Moholy-Nagy, 1925, p. 104. 119. Id., 1929a, p. 184. 120. Ibíd., p. 191. El énfasis es mío. [N. del A.] 121. Id., 1936, p. 217.

123. Ibíd., pp. 297-298 y 300. 124. Ibíd., pp. 309-310.

La propuesta de Mnemosyne corresponde exactamente a tal método. Las nuevas posibilidades que abre en la utilización de imágenes fotográficas –las series diferenciales más allá de cualquier «cuadro» iconográfico de conjunto, el montaje de las peculiaridades más allá de cualquier lista unificada, el atlas más allá de cualquier diccionario– suponen otras tantas respuestas prácticas a esa gran «crisis de las ciencias europeas», cuyo diagnóstico implacable, contra toda la época del positivismo, ya sea en ciencias de la naturaleza, ya en «ciencias del espíritu»130, no tardaría en elaborar Edmund Husserl. Pero ¿qué hacer cuando de repente el mundo explosiona, cuando se descompone a todos los niveles de la experiencia y del pensamiento? ¿Qué clase de respuesta puede aportar una imagen –o más bien un montaje de imágenes– al gran desmontaje del mundo?

125. Ibíd., p. 311. 126. Ibíd., pp. 312 y 314. 127. Ibíd., pp. 312 y 318. 128. Id., 1928a, p. 23-56. 129. Véase S. Buck-Morss, 1989, pp. 45-201. G. Didi-Huberman, 2000, pp. 85-155. C. Zumbusch, 2004, pp. 31-127. S. Weigel, 2008, pp. 211-332. J. Nitsche, 2010. 130. E. Husserl, 1936, pp. 9-11 y 325-346.

WARBURG ANTE LA GRAN GUERRA: NOTIZKÄSTEN 115-118 La Primera Guerra Mundial no concedió a nadie la oportunidad de permanecer indiferente o de mantenerse indemne. Cada cual en Europa, de un modo o de otro, estuvo expuesto a esta guerra. Nadie regresó de ella inalterado. Todos, en un momento u otro, se preguntaron cómo orientarse –cómo preservar un horizonte de pensamiento, de proyecto, de deseo– en semejante situación. Cuando Walter Benjamin hizo hincapié en los trágicos obstáculos a la posibilidad de la experiencia 139

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que alzaba una guerra marcada con el sello de lo impensable –«la cotización de la experiencia se ha venido abajo»–, fue para invocar de inmediato la tarea, obviamente difícil, de «comenzar de nuevo y desde el principio, a tener que arreglárselas con poco, a construir con poco»131. Y de utilizar la memoria para que, en medio de la destrucción, un deseo de pensar fuera todavía posible132. Algunos se vieron enfrascados en la batalla. Fue el caso del etnólogo Robert Hertz, alumno y amigo de Marcel Mauss, que murió en el frente del Mosa en abril de 1915, no sin haber dejado, por medio de misivas, luminosas huellas de su pensamiento vigilante133. Fue asimismo el caso de los dos grandes historiadores fundadores de la École des Annales, Lucien Febvre y Marc Bloch. Lucien Febvre combatió en los frentes del Ourcq, Reims y Douaumont; fue teórico e iniciador de un método de combate llamado de «disparo cruzado»; nunca cesó, mientras duró la guerra, de llenar libretas, cartografiar las líneas del frente, dibujar su entorno, reunir fotografías134 [fig. 52]. No integró realmente la experiencia de la guerra en sus análisis ulteriores, salvo quizás con medias palabras –y no por casualidad, en 1943–, en su texto titulado «Vivir la historia»135. Marc Bloch, por su parte, elaboró su experiencia de las trincheras escribiendo numerosos textos, dibujando y tomando él mismo fotografías que acumuló durante toda la guerra: planos, listas, relatos del día a día, semblanzas de camaradas, visiones de la naturaleza devastada, informes de operaciones… todo ello formando cuerpo en una misma documentación ganada a la urgencia136 [fig. 53]. Desde 1914, Marc Bloch ocupó su puesto de historiador de pleno derecho –es decir, de crítica de los hechos y de los discursos– publicando un texto que titula «Crítica histórica y crítica del testimonio», prolongado en 1921 por las «Reflexiones de un historiador sobre las noticias falsas de la guerra»137. Ahora bien, ya en dichos análisis se trataba de todo cuanto, de modo paralelo, constituía el meollo de la problemática warburgiana: desde una «psicología histórica» capaz de discernir la razón (Warburg hubiera dicho: los astra) de los «poderes de la imaginación» (los monstra) en tiempo de guerra, hasta esa «memoria colectiva» cuyo concepto evocaba Bloch, no a partir de Warburg a quien sin duda desconocía, sino de su compatriota y amigo Maurice Halbwachs138. El paralelismo de las actitudes de Marc Bloch y de Aby Warburg ante la guerra ya fue objeto de un ajustado análisis por parte de Ulrich Raulff139. Un día merecería ser extendida al terreno más fundamental del método, por ejemplo al tema del comparatismo cultural y del contenido histórico de las imágenes, cuyo interés compartía Marc Bloch –sin haberlo desarrollado jamás, todo hay que decirlo, de modo sistemático– con la escuela de Aby Warburg140. El autor de Mnemosyne nunca conoció, cierto es, el estruendo de las bombas y el horror cotidiano de las trincheras. Pero se expuso en cuerpo y alma a la guerra: desde el inicio del conflicto, reorganizó por completo el funcionamiento de su investigación, de su biblioteca, con objeto de comprender la gran «psicomaquia» de los monstra y los astra que se dirimía en un plano fundamental, y de la que sólo una «psicohistoria» era capaz, a su modo de ver, de dar cuenta. Como bien demostró Reinhart Koselleck, cualquier «mutación de la experiencia» implica un «cambio de método» en la propia práctica historiadora141. Mi hipótesis, como 140

disimular sombra

131. W. Benjamin, 1933b, pp. 365-367. 132. Véase N. Pethes, 1999. 133. R. Hertz, 1914-1915. 134. Véase H. Febvre, 2009, p. 993. 135. L. Febvre, 1943, pp. 21-35. 136. M. Bloch, 1914-1918, pp. 111-292. 137. Id., 1914, pp. 97-107. Id., 1921, pp. 293-316. 138. Id., 1925, pp. 335-346. 139. U. Raulff, 1991b, pp. 167-178. 140. Véase M. Bloch, 1928, pp. 347-380. Id., 1930-1931, pp. 393-406. Id., 1934, pp. 443-450. 141. R. Koselleck, 1988, pp. 201-247.

Fig. 52 Lucien Febvre Carnet de guerre, 1914-1918 Tinta y lápices de colores sobre papel, 16 x 25 cm. Colección Henri Febvre Foto DR Fig. 53 Marc Bloch Carnet de guerre, 1914-1918 Fotografías pegadas en cartón, 20 x 23 cm. Colección Yves Bloch Foto GD-H 141

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habrá quedado claro, es que dicho cambio –de consecuencias epistemológicas considerables– se encarnó en el atlas Mnemosyne y en las orientaciones teóricas que su invención sacaba a la luz.

Documentación considerable, teniendo presente el carácter privado, familiar cabría decir, de la institución de investigación fundada por Aby Warburg. La biblioteca adquirió al menos mil quinientas obras de guerra entre 1914 y 1918. Y se reunieron innumerables fotografías: alrededor de cinco mil, según el catálogo, muchas de las cuales se extraviaron, probablemente durante la mudanza de la biblioteca a Londres en 1933. Hoy se pueden consultar en ella unas 1445, repartidas en tres ficheros. Se trata de fotografías de prensa, imágenes compradas a los servicios del ejército alemán, tarjetas postales, sellos de correos… Incluso reduciendo un tercio de su cantidad original, e incluso si Warburg parece haber renunciado a organizarla en atlas, esa documentación iconográfica ofrece ya la impresión que pronto proporcionarán las láminas de Mnemosyne: algo así como un desorden genialmente organizado, una profusión de imágenes donde surgen extraordinarias afinidades que remiten a los motivos más fundamentales de la Kulturwissenschaft warburgiana.

Para empezar, Aby Warburg trató de responder a los desenfrenos irracionales de la contienda mundial en cuanto hombre de las Luces. Mientras que la banca familiar –con sede en la pequeña ciudad de Warburg y luego, desde el siglo XVI, en Hamburgo– participaba lógicamente en el esfuerzo bélico alemán, él reflexionó, dolorosamente, acerca del «empadronamiento de los judíos» (Judenzählung), ordenado en octubre de 1916 por ciertos oficiales del ejército para poner en evidencia la supuesta infrarrepresentación de combatientes judíos en el frente142. Pensaba, empero, que los astra podían pelearse eficazmente con los monstra en el terreno de la cultura y de las ideas. Por eso puso tanto empeño en fundar, con el etnólogo Georg Thilenius y el lingüista Giulio Panconcelli-Calzia, una Rivista illustrata con el objetivo de mantener el tejido intelectual europeo, sobre todo para que no quedaran cortados los intelectuales alemanes de sus colegas italianos143. En ella se puede leer, por ejemplo, una apostilla firmada por Wilhelm von Bode –director de los museos de Berlín– sobre el deber de proteger las obras de arte en territorio enemigo, o bien una reseña factual relativa a las persecuciones religiosas en el frente ruso144. Ante una guerra que él consideraba en el plano antropológico –incluso metapsicológico– una Urkatastrophe, una «catástrofe originaria», Aby Warburg procuraba situar su trabajo en el plano de una lucha con las ideas: una lucha contra ciertas ideas (aquellas que alzan al hombre contra el hombre, que quieren cerrar de nuevo las fronteras, excavar trincheras, trazar líneas de frente) con ayuda de ciertas ideas (reabrir metódicamente las fronteras, reconocer la porosidad de las culturas, reivindicar la perpetua «migración» del espíritu). Lo cual justificará entre otras cosas su entusiasmo por la idea de una Sociedad de Naciones y por los esfuerzos de reconciliación franco-alemana. Cuando Aristide Briand y Adolf Stresemann recibieron, en 1926, el premio Nobel de la Paz en razón de tan dificultosa reconciliación, Aby Warburg tomó la iniciativa de editar un sello postal –una imagen «pasafronteras»– de significativo título: Idea vincit145. Fórmula que en la época de Mnemosyne, o sea en 1928-1929, reaparece en el manuscrito de Grundbegriffe: «La idea vence –todo es posible» (Idea vincit –alles ist möglich)146. Pero el fundador de la iconología moderna sabía muy bien que toda «psicomaquia» cultural se encarna en imágenes enfrentadas unas a otras (lo cual sería una manera política de expresar el concepto, crucial en Warbug, de «polaridad»): imágenes que, de modo sucesivo, traducen y traicionan las ideas, haciéndolas unas veces accesibles y otras incomprensibles, unas simplificadas y otras semejantes a cajas chinas. Por ello la «lucha con las ideas» conllevaba una lucha con las imágenes: una lucha contra ciertas imágenes (propaganda, mentira, antisemitismo) con ayuda de otras imágenes (supervivencias, comparaciones, deconstrucciones de la ideología). Lo cual suponía, en la intención de Warburg, establecer una documentación extensiva acerca de la guerra, reunida en la Kulturwissenschaftliche Bibliothek desde el inicio de las hostilidades. 142

¿Qué vemos en esas imágenes? Edificios antiguos o religiosos, monumentos de una larga duración cultural derribados por las bombas; columnas dóricas acribilladas de impactos de ametralladoras [fig. 54]. Abundantes imágenes aéreas (signos por antonomasia de la guerra moderna) que presentan en su mayoría un aspecto lunar o antediluviano (como un signo de que toda destrucción reclama una mirada arqueológica) [fig. 55]. Terribles visiones del frente plagado de alambradas, la vegetación arrasada, todo ello con aspecto de grabado exageradamente ennegrecido, paisaje fantasmal a lo Hercules Segers o vestigios de un apocalipsis dibujado por algún pintor expresionista [fig. 56]. Por doquier, los estigmas de la Urkatastrophe, y por doquier, asimismo, los signos de una gestión técnica de la devastación, como en aquellos documentos en los que vemos al ejército exigirle ahora a la guerra que sea reproductible y llevada a imágenes fotográficas o cinematográficas [fig. 57].

142. Véase R. Chernow, 1993, pp. 141-190. C. Schoell-Glass, 1998, pp. 119-153. M. A. Russell, 2007, pp. 180-219. 143. A. Warburg, G. Thilenius y G. Panconcelli-Calzia, 1914 y 1915. Véase A. Spagnolo-Stiff, 1999, pp. 249-269. D. McEwan, 2007, pp. 135-163. P. Sanvito, 2009, pp. 51-62. 144. A. Warburg, G. Thilenius y G. Panconcelli-Calzia, 1914, p. 16. Id., 1915, pp. 22-23. 145. Véase U. Raulff, 2002, pp. 125-162. D.M. McEwan, 2004, pp. 345-376. 146. A. Warburg, 1928-1929, p. 1 (fechado 6 de julio de 1929).

En esta colección de pesadilla reconocemos igualmente ese sentido de las paradojas visuales tan característico de la mirada warburgiana. Las explosiones aéreas, espeluznante novedad técnica de esta guerra, siembran el cielo de bonitas nubecillas blancas, muy semejantes a las que cualquier historiador del arte suele ver en la pintura de los primitivos italianos [fig. 58]. El dirigible –motivo que pronto encontraremos en Mnemosyne–, alcanzado por un avión de caza, brinda a la vez el aspecto implacable del documento técnico y el pathos de una caída mitológica, a medio camino entre el carro de Faetón y la precipitación de los condenados en el Infierno [fig. 59]. La imagen de un caballo extrañamente suspendido sobre el mar, posee el involuntario esplendor de un plano de Eisenstein [fig. 60]. Pero los manojos de bastones en el taller del artesano nos recuerdan, al mismo tiempo, hasta qué punto la guerra llegó a lisiar, desfigurar y reducir a los hombres a los dolores de la mutilación, de la desemejanza [fig. 61]. En otra parte se suceden, en aparente desorden, los desfiles militares, el lenguaje de gestos para la señalización marítima, Santa Sofía de Constantinopla ocupada por el ejército alemán, los haces luminosos de la DCA en la noche, pueblos en ruinas, maquetas destinadas a los estrategas, los catálogos de vestimentas fabricadas en sucedáneo de papel, carcasas de carros de combate, el 143

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adiós de las desconsoladas mujeres a los marineros que parten, altares de iglesia cubiertos de exvotos militares, navíos que explosionan, el equipamiento técnico de las torretas de tiro, las exequias de un judío (¿muerto en combate?), astilleros en plena actividad, bombas abandonadas en una playa, casas abiertas por la mitad, puentes partidos en dos, monumentos a los muertos, bibliotecas para el ejército, el encuentro de un submarino último modelo y de un velero de siglos pasados, el reciclado de basuras, vehículos todoterreno, un elefante del zoo requisado para el esfuerzo de guerra, ataúdes abiertos, postes desmantelados, las orquestas del frente, las ambulancias de campaña, los blocaos en el bosque, la fabricación del pan en tiempos de escasez, los tickets de racionamiento, la miseria en las calles, una hilera de bueyes desollados en el matadero, un cementerio militar improvisado, soldados ocupando un shtetl de Europa central, una procesión de la Pascua ortodoxa en el frente del Este… Está claro que para Warburg esa cacofonía iconográfica poseía tanto significado como podía tener, para Sigmund Freud, el desorden gestual de un ataque de histeria: ese caleidoscopio, mirándolo bien, no sería sino una colección de síntomas, esto es, una inmensa geología de conflictos que trabajan al aire libre, atraviesan las superficies y bullen en las profundidades. Era preciso, por consiguiente, dotarse de medios –históricos, filológicos, arqueológicos, filosóficos– para interpretar la Urkatastrophe en la aparente diseminación de sus aspectos. De ahí la instauración, dentro de la biblioteca, de herramientas para archivar y clasificar en fichas los innumerables motivos de esa gran «psicomaquia» moderna. La Kriegskartothek de Warburg constaba en 1918 de setenta y dos cajas que sumaban unas noventa mil fichas147. Hoy quedan en el archivo de Londres tres cajas de fichas (Notizkästen) numeradas 115, 117 y 118, que dan fe de la intensa labor filológica desarrollada por Warburg y sus colaboradores en paralelo a su colección iconográfica.

Oscurecer fondo

Figs. 54-61 Aby Warburg Kriegskartothek, 1914-1918. Warburg Institute Archive, Londres (A 2611), (T 3421), (T 4156), (T 3597), (T 4632), (T 4809), (A 193) y (A 383) Foto Warburg Institute 144

147. Véase G. Korff, 2007b, p. 11. P. J. Schwartz, 2007, pp. 39-69. 148. G. Korff (dir.), 2007. 149. Londres, Warburg Institute Archive, IV. 64.1.

Esas cajas fueron examinadas en 2002 por Claudia Wedepohl. El Kasten 115 se titula «Guerra y cultura» (Krieg und Kultur): hace inventario de los objetos (medallas, tarjetas postales, museos de guerra) así como de las herramientas teóricas para orientar la interpretación (la sociología de Max Weber, por ejemplo). El Kasten 117 se interesa de modo especial por las «supersticiones de guerra» (Aberglaube im Krieg) y agrupa un material completo de índole histórica y etnológica que ya dio lugar a un coloquio148 [fig. 62]. El Kasten 118 se titula «Guerra y arte» (Krieg und Kunst) y abarca un campo considerable, desde tarjetas postales que representan a Hindenburg –e imágenes de propaganda en general– hasta los manifiestos futuristas de Marinetti. Una pequeña agenda con anillas metálicas, con ciento treinta y cuatro hojas, completa este dispositivo que sienta las bases de un índice cuyas diferentes escrituras avalan un compromiso colectivo en torno al proyecto warburgiano. Las entradas de ese índice van desde la «Prehistoria» (Vorgeschichte) de la guerra hasta los diferentes sectores geográficos de su desarrollo, de la «Religión» a las «Técnicas de higiene» (Technik-Hygiene), de la «Poesía» (Dichtung) a la «Ética» (Ethik), de las «Fábricas de armamento» (Münitionsfabriken) a la «Literatura de guerra» (Kriegsliteratur) y de las «Figuras celestes» (Figurae Coeli) al «Cinema»149 (Kino). 145

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El trabajo de historia cultural e iconología que lleva a cabo Aby Warburg sobre la Gran Guerra, merece, claro, ser contextualizado. A su manera, forma parte de aquellas «tormentas de papel» que, a partir de 1914, se desencadenaron en todo el mundo intelectual europeo. Encaja sobre todo en el fenómeno específicamente alemán –se encuentran pocos ejemplos de ello en la Francia de dicha época– de las «colecciones de guerra» (Kriegssammlungen) que florecieron a gran escala: desde la Kaiserliche Universitäts- und Landesbibliothek de Estrasburgo (que fue ya para Warburg, al final del siglo XIX, un modelo para su futura Kulturwissenschaftliche Bibliothek) hasta la biblioteca real de Berlín, la Deutsche Bücherei de Leipzig o la biblioteca universitaria de Jena. Sin contar las extraordinarias colecciones privadas de Theodor Bergmann, en Fürth, y de Richard Franck, en Berlín y Stuttgart, una auténtica institución con no menos de veinticuatro empleados a tiempo completo, que comprendía en 1921 alrededor de 45.000 obras –más 2.150 títulos de periódicos150. Una obra de Albert Buddecke sobre las Kriegssammlungen alemanas, editada en 1917, incluía ya doscientas diecisiete colecciones públicas y privadas dedicadas a la Gran Guerra151. Lo que diferencia radicalmente, empero, al proyecto warburgiano de todas esas colecciones, a menudo escenificadas en exposiciones públicas con fines patrióticos152, se refiere, claro es, al contenido crítico que guiaba su principio. Las Kriegssammlungen apuntaban a la instauración de una memoria nacional autoglorificadora, mientras que la Kriegskartothek de Aby Warburg abría el camino hacia una verdadera iconología política, y por consiguiente, a todos los análisis históricos y antropológicos que florecen hoy en el campo de las imágenes producidas en la época de la Gran Guerra153. La «colección de guerra» reunida por Warburg se guiaba, en efecto, por un afán antropológico –característico de su Kulturwissenschaft en general–, lo cual explica su enfoque sumamente amplio, más allá de cualquier jerarquía de valores estéticos entre las «obras del arte» y las «imaginerías» del considerable campo visual ocupado durante la Gran Guerra. Las obras sobre «el arte de guerra» que adquirió la biblioteca de Hamburgo durante el período 1914-1918, por cierto, impresionan a nuestras miradas contemporáneas por la mediocridad general de las pinturas reproducidas154. Toda «psicomaquia» emprende, más allá de una historia del arte de fronteras acotadas, la práctica de una vasta antropología de las imágenes y de las creencias que dichas imágenes reconfiguran y retransforman sin descanso. Si el Kasten 117 ha merecido una atención específica por parte de los especialistas, ello se debe en primer lugar a que su tema, las «supersticiones de guerra» (Aberglaube im Krieg), encajaba directamente en ese objetivo antropológico. Resulta claro, por ejemplo, que ciertos motivos fundamentales del proyecto de Mnemosyne –como «la inquietante dualidad» (die unheimliche Doppelheit) del triunfo y del mártir, o bien la noción crucial de «demonización»155 (Dämonisierung)– operan ya en el trabajo realizado por Warburg sobre la Gran Guerra156. No es casual, a mi juicio, que la verdadera colección de desastres en el antropomorfismo compuesta por Georges Bataille y sus amigos de Documentos, en 1929-1930, desembocara –por influencia del trabajo de Marcel Mauss– en un «Collège de sociología» en cuyas discusiones, de 1937 a 1939, se perfilaba una antropología de la guerra157 que más adelante Ernst H. Kantorowicz, Georges Dumezil o Franco Cardini fundarían históricamente158. 146

150. Véase C. Didier (dir.), 2008, pp. 16-27. 151. A. Buddecke, 1917. Véase H. te Heesen, 2007, pp. 71-85. A. Kaiser, 2007, pp. 87-115. 152. Véase S. Brandt, 2000 y 2005, pp. 139-155. C. Beil, 2004. 153. Véase B. von Dewitz, 1994, pp. 163-176. T. Noll, 1994, pp. 259272. A. Sayag, 1994, pp. 187-196. D. Vorsteher, 1994, pp. 149-162. M.-M. Huss, 2000, J.-M. Linsolas, 2004, pp. 96-11. G. Paul, 2004, pp. 103-171. Id., 2006. S. AudoinRouzeau, 2009, pp. 00-145. 154. V. An., 1917. K. Escher, 1917. An., 1919. 155. A. Warburg, 1929, pp. 39-40. 156. Véase R. Winkle, 2007, pp. 261-299. 157. Véanse G. Bataille, 1938. R. Caillois, 1951, pp. 75-153. G. Didi-Huberman, 1995, pp. 31-164. D. Hollier (dir.), 1995, pp. 403-459, 494-501 y 607-640. 158. Véanse E. H. Kantorowicz, 1951, pp. 105-141. G. Dumézil, 1969. F. Cardini, 1982.

Fig. 62 Aby Warburg Kasten 117, 1914-1918 Warburg Institute Archive, Londres Foto Warburg Institute 147

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La historiografía reciente de la Gran Guerra ha acabado adoptando el punto de vista de la antropología cultural159. Se ha hablado de esa guerra incluso desde la perspectiva del mito160. Se han tenido en cuenta sobre todo las dificultades intrínsecas a cualquier legibilidad de la experiencia, como una manera de plantear la cuestión de las creencias frente a los hechos y de los rumores frente a los testimonios, en concreto sobre la muy debatida cuestión de las «atrocidades alemanas»161. Mas, allí donde el historiador puede intentar legítimamente discernir lo «verdadero» de lo «falso», en ese «régimen de incertidumbre» generalizado que trenzan permanentemente los discursos antagonistas162, el antropólogo –o el arqueólogo de los discursos, a la manera de Michel Foucault– adoptará una mirada más transversal y situará su crítica del lenguaje, o de las imágenes, a un nivel muy distinto. Ese nivel que Aby Warburg caracterizaba con la palabra Kulturwissenschaft.

los análisis de Freud cuando redefinía –precisamente en los años 1916-1917– las relaciones indisociables de la «evolución» psíquica y de la «regresión»167. En 1925, Walter Benjamin reflexionará una vez más acerca de las consecuencias éticas y políticas de semejante anacronismo, cuando la guerra, tan nueva técnicamente que «la imaginación humana rechaz[aba] seguirla», creaba un estado de psicosis donde el arma química –las nubes de gas– se convertía en una especie de «fantasma» tan inasible como implacable168. Aby Warburg –que definía la historia de las imágenes, recordémoslo una vez más, como una «historia de fantasmas para adultos»169 (Gespenstergeschichte f[ür] ganz Erwachsene)– abordó por tanto la Gran Guerra como una lucha con ideas, una lucha con imágenes, pero asimismo una lucha con fantasmas, lucha en la que la civilización europea en pleno se hallaba comprometida muy a pesar suyo. Su análisis de las «supersticiones de guerra» debía terminar, sin duda alguna, por sacar a la luz las supervivencias en marcha en la gran «psicomaquia» de aquel tiempo170. A nadie extrañará que las fichas del Kasten 117 consignen ciertos fenómenos espiritistas (la aparición de los muertos) o místicos (los casos simétricos de Barbara Weigand en Alemania y de Claire Ferchaud en Francia) de la Gran Guerra, que después han sido concienzudamente estudiados por los historiadores171. En la óptica warburgiana se trataba, en efecto, de situar todos esos fenómenos en una antropología o una «psico-historia» capaces de verificar la política de las supervivencias activas en cada síntoma cultural vertido en la colección del Kasten 117. Por ello resulta esencial recordar la coexistencia de esa Kriegskartothek con las indagaciones efectuadas en los mismos años por Warburg sobre la imaginería religiosa y política de la Reforma –otro período de cisma y de crisis cultural– dominada por los seres quiméricos, asno-papa, becerro-monje, cerdas monstruosas y otros, de la propaganda luterana172.

Así como no debemos confundir la Kriegskartothek de Warburg con las Kriegssammlungen patrióticas que son contemporáneas suyas, habrá que disociar sin duda la problemática de nuestro Kasten 117 de los numerosos trabajos positivistas que salieron a la luz, a partir de1914, y que se simplificaban la vida acusando de puros y simples «errores» las obstinadas «supersticiones de guerra». Algunos ejemplos entre otros: en 1916, el artículo de Waldemar Deonna sobre «El recrudecimiento de las supersticiones en tiempo de guerra», o la crítica, por Yves de la Brière, de los oráculos proféticos que proliferaron desde el comienzo de la contienda163. En 1917, Lucien Roure elabora a su vez un catálogo de las «supersticiones de guerra» –y también Guillaume Apollinaire, aunque en un tono más festivo, menos acusador164. En 1918, Albert Dauza dedicó una obra completa a las Leyendas y supersticiones de guerra, en la que aún prevalece el punto de vista positivista directamente derivado de Auguste Comte (el estado «ficticio» del fetichismo) o de Gustave Le Bon: Todas las épocas turbadas, y en especial la guerra, al aumentar el nerviosismo y la credulidad generales, dan origen a gran número de infundios que, cuando corresponden al estado de ánimo del medio, no tardan en acreditarse en el alma simplista de las masas. Actúan en cerebros débiles y emotivos, provocan alucinaciones, incluso visiones proféticas. Por último, al multiplicar las ocasiones de peligro, son propicios al despertar y desarrollo de supersticiones ancestrales. No obstante el avanzado estado de nuestra civilización, la conflagración mundial no podía soslayar esa ley. Provee al observador curioso de una copiosa y pintoresca cosecha de los hechos más variados, cuya eclosión posible –y tan rápida como múltiple– en nuestro entorno no hubiéramos sospechado hace cinco años165. En contra de ese punto de vista simplista –«evolucionista» en el sentido trivial de la palabra, y en el que la razón sale bien parada–, el análisis warburgiano de las «supervivencias» permitía comprender, a un nivel mucho más fundamental, las coexistencias anacrónicas de una guerra moderna marcada por terribles «novedades» técnicas, como los bombardeos aéreos o las armas químicas166, y sin embargo atravesada por tantos arcaísmos del comportamiento social. El punto de vista «psico-histórico» del Nachleben permitía, justamente, no disociar esas paradojas de temporalidad, pues Warburg se mostraba, una vez más, muy cercano a 148

159. Véanse A. Prost y J. Winter, 2004, pp. 209-233. J.-J. Becker (dir.), 2005. S. Audoin-Rouzeau, 2008. 160. Véase M. Isnenghi, 1989, pp. 179-260. 161. Véanse J. Horne y A. Kramer, 2001. O. Forcade, 2004, pp. 451-464. C. Prochasson, 2008, pp. 13-14 y 69-121. 162. Véase C. Prochasson y A. Rasmussen, 2004, p. 9-32. 163. W. Deonna, 1916, pp. 243-268. Y. de La Brière, 1916. 164. G. Apollinaire, 1917, p. 492. L. Roure, 1917, pp. 708-732. 165. A. Dauzat, 1918, p. 7. 166. Véase L. F. Haber, 1986. O. Lepick, 1998. A. Becker, 2004, pp. 257-276.

167. S. Freud, 1916-1917, pp. 431-453. 168. W. Benjamin, 1925, pp. 107-111. 169. A. Warburg, 1928-1929, p. 3 (fechado 2 de julio 1929). 170. Véase G. Korff, 2007c, pp. 181-213. 171. C. Schlager, 2007, pp. 215-243. Véase A. Becker, 1994, pp. 15-55 y 103-138. J. Winter, 1995, pp. 25-38 y 67-91. Sobre Claire Ferchaud: C. Ferchaud, 1917, C. Mouton, 1978. 172. A. Warburg, 1920 [escrito en 1918], pp. 245-294. Véase C. Wedepohl, 2007, pp. 325-368. 173. É. Benveniste, 1969, II, p. 276.

Pero, tal y como Nietzsche hizo en su época y Georges Bataille más tarde, ¿no jugaba peligrosamente Warburg con el fuego de esta «psicomaquia»? Disponiendo y redisponiendo en su mesa de trabajo las imágenes de su Kriegskartothek, ¿no se convertía a sí mismo en el adivino o arúspice de los grandes conflictos psíquicos que lo rodeaban y atravesaban tan íntimamente? Al igual que la primera lámina de Mnemosyne sobre la adivinación [fig. 3], la última, dedicada a la historia contemporánea, aparece sin dificultad como un ejercicio de adivinación –o cuando menos, de inquietud, de presentimiento– política [fig. 44]. Cabría decir entonces que Aby Warburg pensó su atlas (o su propia existencia en cuanto Atlas moderno) tan sólo para conjuntar peligrosamente todos los sentidos de una palabra latina que conocía muy bien, la palabra superstes. Palabra de la supervivencia, del testimonio, mas palabra asimismo de la superstición. Émile Benveniste estableció que el superstes designa ante todo al que está no tanto por encima como más allá de algo. Designa la acción de «subsistir más allá», como decimos de alguien que ha «sobrevivido a una desgracia, a la muerte»; en general, se refiere a la acción de «haber atravesado un acontecimiento cualquiera, de subsistir más allá de dicho acontecimiento», y por lo tanto «de haber sido testigo de él»173. El superstes, por consiguiente, es el que asume la superstitio como «la propiedad de estar presente» en cuanto testigo en 149

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un acontecimiento del que está distante en el espacio y en el tiempo: en definitiva, el adivino de una historia pasada, presente o futura, en la que no ha participado físicamente. Ese «don de presencia» fascina e inquieta a un tiempo. ¿No caracteriza, dicho sea de paso, toda la poética de los grandes historiadores? Sea como fuere, nos consta que ese mismo «don de presencia» indujo a los romanos –para los que la adivinación, como hemos visto, representaba una práctica exógena, extranjera, «pasafronteras», una práctica «babilónica» o «etrusca»– a distinguir la peligrosa superstitio de su propia religio oficial174. Al acercarse en extremo a los fenómenos culturales de la Gran Guerra, Aby Warburg permanecía en cierto modo más allá de lo «verdadero» y lo «falso», en un área del pensamiento alejada de cualquier religión –por ejemplo la religión patriótica y belicosa de las Kriegssammlungen alemanas o de los relatos épicos a lo Jünger–, aunque peligrosamente cerca, todo hay que decirlo, de sus objetos de estudio: las imágenes pensadas como fantasmas operantes.

Por un lado, era preciso tratar las almas enfermas de la guerra: invocar la histeria masculina, practicar electrochoques, detectar los «delirios de interpretación», denunciar las «simulaciones» hasta la más completa absurdidad, como en el caso del llamado «miedo patológico» del soldado al frente178 (uno se pregunta, en efecto, a qué clase de «enfermedad» corresponde el miedo a morir, cuando miles de hombres ven su vida cercenada a nuestro alrededor). Mas, por otro lado, ¿cómo comprender a esas almas enfermas de la guerra? La psicología social –y somera– de un Gustave Le Bon se afanó, desde 1915, en extraer las Enseñanzas psicológicas de la guerra europea, y en juzgar después, en centenares de páginas agotadoras e inútiles, las «transformaciones mentales de los pueblos», las «perturbaciones morales», la «persistencia de las ilusiones» y el «papel de las ideas falsas» en el estado de excepción engendrado por el conflicto179. Muy distinto, evidentemente, fue el criterio que adoptó Freud en los mismos años. El autor de la Traumdeutung impugnaba ya el enfoque psiquiátrico de las «neurosis de guerra»180, iba más allá de la concepción unilateral del trauma como espanto vinculado al riesgo vital de un accidente, para explorar sus mecanismos de posterioridad, de «fijación» y de memoria inconsciente181. Por eso hubo de tomar posición, en el marco de una comisión de investigación, reunida en Viena, en torno a la tortura psiquiátrica que sufrieron los soldados sospechosos de simulación, contra los argumentos del psiquiatra Julius Wagner-Jauregg, acusado de abusar de los electrochoques182.

EL SISMÓGRAFO EXPLOSIONA «Pues toda búsqueda comienza por la inquietud y acaba por el desequilibrio»175. Esta frase que Léon Chestov escribió poco antes de la Segunda Guerra Mundial, en un libro titulado Atenas y Jerusalén –libro en el que se planteaba la cuestión de las migraciones y de las fronteras culturales–, describe bastante bien, en mi opinión, la labor realizada por el autor de Mnemosyne durante la Primera Guerra Mundial. Warburg fue durante todos esos años, en efecto, un investigador inquieto abocado al desequilibrio, expuesto a la caída en razón de su propia investigación. Un «paciente de la guerra» así como su observador, según la excelente expresión de Ulrich Raulff176. En resumen, un superstes en todos los sentidos de la palabra: testigo dotado de un prodigioso «don de presencia»; historiador capaz de interpretar los acontecimientos según el más allá de una larga duración «psicomáquica»; geólogo de movimientos telúricos de los que sabía analizar tanto las latencias como las erupciones, tanto las represiones como los retornos de lo reprimido; y asimismo la víctima –la superficie de inscripción o el «sismógrafo», como él mismo decía– del proceso que observaba. Como si antes o después debiera ser alcanzado por las candentes lavas de la historia, y convertirse en un ser del miedo y la «superstición», un ser «desequilibrado» hasta caer en una locura completa. Warburg evocó el conflicto de 1914-1918 como Urkatastrophe porque había comprendido perfectamente todo lo que, a su modo de ver de «psico-historiador», estaba en juego entonces en el continente europeo en cuanto guerra de las almas: una guerra librada hasta en la psique de cada cual. Los Notizkästen de Hamburgo atestiguan un fenómeno considerable de la Gran Guerra: no sólo fue un conflicto de «gueules cassées»*, un conflicto destructor de rostros –ningún acontecimiento histórico había dañado nunca hasta tal extremo la integridad de la figura humana177 [fig. 63]– sino que además fue un inmenso conflicto destructor de almas. Un conflicto donde, como nunca en el pasado, la psicología y la psiquiatría fueron sucesivamente convocadas, requeridas, alistadas, militarizadas, además de cuestionadas hasta sus últimos fundamentos epistémicos, morales y políticos. 150

178. G. Dumas, 1919. A. Rodiet y A. Fribourg-Blanc, 1930. Véase M. Roudebush, 1995. H. Binnevald, 1998. F. Rousseau, 1999, pp. 200223. A. Becker, 2000b, pp. 135-151. M. S. Micale y P. Lerner (dir.), 2001, pp. 203-305. P. Lerner, 2003 y 2005, pp. 217-230. S. Dupouy, 2004, pp. 234-254. 179. G. Le Bon, 1915, 1916 y 1920. 180. Véase L. Crocq, 199, pp. 213276. I. Mülder-Bach (dir.), 2000. J. Winter (dir.), 2000, pp. 23-141.

174. Ibíd., pp. 276-279. 175. L. Chestov, 1938, p. 317. 176 U. Raulff, 2007, pp. 23-38. *. La expresión, literalmente “caras rotas”, designa a los excombatientes de la Primera Guerra Mundial que presentaban horribles heridas y mutilaciones, sobre todo en el rostro. [N. de la T.] 177. Véase S. Delaporte, 1996.

181. S. Freud, 1916-1917, pp. 349-364. V. K. Abraham, 1918, pp. 173-180. 182. Véase K. R. Eissler, 1979. 183. S. Freud, 1915a, p. 39. 184. Ibíd., pp. 10 y 26-29. 185. Ibíd., p. 9. Véase J. Le Rider, 1992, pp. 599-611. 186. S. Freud, 1915b, pp. 145-171. Véase E. Jones, 1955, pp. 179-220. M. Schur, 1972, pp. 343-412. P. Gay, 1988, II, pp. 7-88.

Desde una óptica más general, las Consideraciones de actualidad sobre la guerra y la muerte, que Freud publica en 1915, desvelan precisamente lo que pudo incitar a Warburg en los mismos años a hablar de Urkatastrophe: a saber, que «la guerra nos despoja de las capas recientes que deposita la civilización (die späteren Kulturauflagerungen) y hace reaparecer [así] en nosotros al hombre de los orígenes183 (Urmensch)». Una manera de nombrar a la vez la «miseria psíquica» (seelische Elend) que nos impone la guerra y el violento anacronismo en el que nos sitúa cualquier perturbación de nuestra relación «tradicional» con la muerte184. Y fue tal la inquietud de Freud ante los «desastres» psíquicos de la guerra, que pronto se formó un desequilibrio fundamental en su pensamiento, quiero decir, un replanteamiento que afectaba a los propios fundamentos de su noción de psique: «Arrastrados por el torbellino de esta época de guerra, sólo unilateralmente informados, a distancia insuficiente de las grandes transformaciones que se han cumplido ya o empiezan a cumplirse, y sin atisbo alguno del futuro que se está estructurando, andamos descaminados en la significación que atribuimos a las impresiones que nos agobian y en la valoración de los juicios que formamos»185. Pero allí donde Warburg no supo, en un principio, más que acumular febrilmente las imágenes de su Kriegskartothek y las fichas de sus Notizkästen, sin lograr formular jamás una respuesta teóricamente articulada a su inquietud –de ahí el deslizamiento de su desequilibrio hacia la locura–, Freud logró ya en 1915 reconstruir o remontar su propio pensamiento psicológico en esa serie magistral de replanteamientos y de reposiciones que constituye la Metapsicología, libro cuyo ensayo conclusivo versaba, y no por casualidad, sobre la cuestión del duelo y la melancolía186. Otras inquietudes y otros desequilibrios exigirán, en los años 151

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siguientes, pensar un «más allá del principio de placer» (por lo que se refiere a la repetición y a la pulsión de muerte), el «porvenir de una ilusión» (respecto de la incesante psicomaquia de los astra con los monstra), y por último, un «malestar en la civilización»187 (otra manera de nombrar la tragedia de la cultura). Por otra parte, así como los historiadores pueden darnos una fecha precisa para el final de la Gran Guerra –a saber, el 11 de noviembre de 1918–, el «psicohistoriador» que fue Aby Warburg y el «metapsicólogo» que fue Sigmund Freud se percataron muy pronto de que semejante guerra sobrevivía psíquica, cultural y políticamente al silencio de las armas. Guerra terminada, y sin embargo guerra interminable: terminada respecto a Clío (la historia), pero interminable respecto a Mnemósine (la memoria). Interminable en cuanto guerra de duelos188. Y también en cuanto guerra de imágenes: pensemos, por ejemplo, en la auténtica «psicomaquia» que opondrá, en los años veinte y treinta, los montajes fotográficos de Ernst Friedrich, en su obra Krieg dem Kriege!, a la altanera iconografía que reúne Ernst Jünger en sus atlas de imágenes Das Antlitz des Weltkrieges, en 1930, y Die veränderte Welt, subtitulado Eine Bilderfibel unserer Zeit, «un abecedario en imágenes de nuestro tiempo», en 1933189 [figs. 63-64].

187. S. Freud, 1920, pp. 41-115. Id., 1927 y 1929.

Fig. 63 Ernst Friedrich Krieg dem Krieg!, Berlín, Internationales Kriegsmuseum, 1924, p. 214 («Gueule cassée») Foto GD-H Fig. 64 Ernst Jünger y Emmanuel Schultz Die veränderte Welt. Eine Bilderfibel unserer Zeit, Breslau, Wilhem G. Korn Verlag, 1933, p. 32 (manifestación nacional-socialista) Foto GD-H 152

188. Véanse P. Fussell, 1975, pp. 310-335. C. Trevisan, 2001, R. Rother (dir.), 2004. 189. E. Friedrich, 1924. E. Jünger, 1930c. Id. y E. Schultz, 1933. 190. E. Husserl, 1922-1924, pp. 63-78. 191. A. Becker, 1998, pp. 359-376. Véanse C. Prochasson y A. Rasmussen, 1996, pp. 250-263. A. Kramer, 2007, pp. 268-327. C. Prochasson, 2008, pp. 363-377. 192. C. Schoell-Glass, 1998. 193. E. Friedrich, 1924, pp. 152-154. 194. Véase G. Krumeich, 2008, pp. 145-163.

Esta sería la tragedia sin fin de la cultura: los astra apelan a la necesaria reconquista del pensamiento –algo que intentó Edmund Husserl, en sus conferencias de 1922-1924 sobre la ética de la «renovación» y su obra de reapropiación del saber190–, pero los monstra no dejan de amenazar a lo que nos queda de razón. Para acabar con ellos, habría que revocar los espectros o matar a los fantasmas que sin descanso atormentan –acosan– a la memoria histórica. Pero no se mata a los fantasmas, puesto que ya están muertos: son indestructibles, precisamente por su situación de Nachleben. Cierto es que Annette Becker ha hablado, respecto al período 1919-1939, de una «imposibilidad de la memoria»; pero me parece que era sólo una manera de nombrar a la propia memoria en su contenido traumático, sintomal e irremisible: la memoria en la medida en que falta a todos nuestros recuerdos conscientes y a todos nuestros monumentos oficiales191. Incluso antes de poner en marcha su gran proyecto Mnemosyne, Aby Warburg hubo de confrontarse, en cuanto historiador de la cultura, a tal tragedia de la memoria. Tan atento estaba a las persecuciones religiosas de todos los tiempos –sobre todo a las largas duraciones así como a los avatares recientes del antisemitismo, tal y como demostró Charlotte Schoell-Glass192– que no le imaginamos tomando por simple episodio lo que fue el primer gran genocidio del siglo XX: el genocidio armenio de 1915, ausente de la Bilderfibel de Jünger, sin duda, pero perfectamente documentado, por ejemplo, en el terrible atlas de imágenes de Ernst Friedrich193. ¿Quién hubiera podido «salir» de semejante guerra sin heridas profundas, sin inquietudes duraderas y sin desequilibrios de cada movimiento? Ello es tanto más cierto, en el caso de Warburg, cuanto que la Alemania de 1918 –la nación perdedora, pronto humillada por el tratado de Versalles– no «salía» de la guerra sino para prolongar la crisis o la «política de catástrofe», según una expresión que no tardaría en emplear Warburg de modo recurrente. Guerra interminable, pues194: guerra que propaga por doquier la potencia de los monstra y la mortífera economía de una Urkatastrophe. Representa la esperanza traicionada de la revolución 153

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alemana que, desde noviembre de 1918, tanto asustó a Warburg, antes de ser relatada por Alfred Döblin195; representa los imponderables de la república de Weimar, verdadera explosión –en los dos sentidos que he apuntado, ambos comentados, por ejemplo, en las admirables crónicas de Siegfried Kracauer– de la modernidad196; representa, por último, la instauración duradera de esa «guerra civil europea» que situó a las sociedades occidentales bajo la creciente influencia de fascismos y totalitarismos197.

sería castigado por ello. De un momento a otro, se esperaba una catástrofe (encarcelamiento, etc.), y la agitación inherente a tal complejo condujo al primer hecho relevante de su psicosis –amenazó a su familia con un revólver, para protegerla de lo irremediable matándola– y a su posterior traslado a la clínica. Aquí, sus alucinaciones, muy agudas, poseían un carácter casi exclusivamente amenazador y angustioso. Las voces se volvían contra él y contra su familia. Oía que disparaban contra su mujer y respondía en estado de agitación extrema a sus llamadas de socorro. Además, delirio de perjuicio de carácter físicoquímico: miedo a los metales y objetos de metal, debido a la influencia eléctrica; miedo al envenenamiento, porque el agua del baño contenía sublimado202 [cloruro de mercurio].

Sorprende comprobar que, a diferencia de Freud –pensador soberano de sus propias inquietudes–, los dos grandes teóricos de la memoria social que fueron Aby Warburg, en Alemania, y Maurice Halwachs, en Francia, no lograron evitar algo así como un desequilibrio o un síntoma en el pensamiento. Resulta extraño, en efecto, que Maurice Halbwachs guardara silencio acerca de su experiencia de la Gran Guerra: alguien que había conocido, desde agosto de 1914 a febrero de 1915, el infierno de las batallas y al mismo tiempo preservado su capacidad de observador –coleccionando y estudiando cartas del frente, fotografías, documentos de la prensa ilustrada198– se mostró incapaz de recuperar ese «material» en su gran libro de 1925 sobre Los marcos sociales de la memoria, en el que exponía, no obstante, los motivos de la memoria cultural y del papel crucial que en ella desempeñan las imágenes, antes de sugerir, en La memoria colectiva, una distinción entre Clío (la historia como «cuadro de acontecimientos») y Mnemósine (la memoria como «multiplicidad y heterogeneidad de las duraciones colectivas»)199. ¿Debería desembocar entonces la comparación entre Maurice Halbwachs y Aby Warburg en la hipótesis de una «represión de la guerra», como propuso Annette Becker?200. Cierto es que no se encuentran más imágenes de 1914-1918 en Mnemosyne que reflexión sobre la Gran Guerra en Los cuadros sociales de la memoria. Mas toda represión admite brechas para el retorno de lo reprimido. Lo que fue silencio en Maurice Halbwachs se hará grito –y crisis– en Aby Warburg. El 2 de noviembre de 1918, a las cuatro de la madrugada, el historiador de las imágenes ingresa con toda urgencia en la clínica del doctor Arnold Lienau, en Hamburgo, tras haber amenazado –revólver en mano, a gritos, fuera de sí– la vida de sus allegados y la suya propia; se le administra de inmediato una serie de substancias medicamentosas como Pantopon, Tropfen o Veronal201. Pero ocurre con esta crisis lo mismo que con la guerra: no se trata de un episodio, sino de un auténtico proceso, que retendrá a Warburg entre las paredes de diferentes manicomios hasta 1924. Ciertamente la guerra, en cuanto episodio histórico, había terminado; pero la psicomaquia memorial continuaba, con su carga de dolores cada vez más pesados, sobre los hombros de nuestro Atlas moderno. Heinrich Embden, médico de Warburg, describía de este modo la «caída» de 1918: Graves síntomas parecen haberse manifestado de forma relativamente inmediata en el otoño de 1918, en razón de impresiones producidas por nuestra situación desesperada. (Entonces estaba yo en el frente.) Como ya he relatado verbalmente, creía él que una gobernante inglesa, amiga de su familia, que se había quedado en Hamburgo durante los primeros meses de la guerra, había sido «espía jefe de Lloyd George» y que, por consiguiente, a él, Warburg, se le haría responsable del desdichado desenlace de la guerra y 154

La «anamnesis» clínica, redactada el 19 de mayo de 1921 por Heinrich Embden, no deja la menor duda sobre el hecho de que el desastre psíquico de Aby Warburg se presentaba ante todo como un desastre de la guerra: La guerra hundió a W[arbug] en una agitación desmedida (mablos), en parte a causa de sus sentimientos patrióticos, elevados y puros, en parte a causa de las repercusiones personales que provocaba en él. Muy pronto tuvo una justa intuición de los peligros, tras la batalla del Marne. Jugaba con la idea de alistarse como intérprete, hablaba mucho de ello: «Es un puesto en el que fácilmente puedes recibir una bala». Tomó clases de equitación, se equipó de botas de campaña y de polainas, […] intentó, gracias a antiguas relaciones, trabajar para la patria, más concretamente en el Instituto alemán de Historia del Arte de Florencia. […] Durante los años de guerra estaba cada vez más agitado. Juntó una enorme colección de periódicos, leía siete diarios, subrayaba cuanto se refería a la actualidad; todo ello fue catalogado, en una gigantesca cartoteca, por un grupo de colaboradores. Por otro lado, realizaba investigaciones cada vez más a fondo sobre la superstición. Para su principal proyecto científico, la pervivencia de los modos de pensamiento antiguos en la Edad Media, se había dedicado al estudio de la astrología, etcétera. Paulatinamente se deslizó entonces del punto de vista del historiador hacia una semicreencia y luego hacia un comportamiento supersticioso. […] Llegó a tomarse por un hombre lobo. Creía que únicamente podría librarse de desgracias inminentes matando a su familia y suicidándose; empuñó un revólver, lo desarmaron con facilidad, y en los primeros días de noviembre de 1918, fue ingresado en la clínica del doctor Lienau203.

195. A. Döblin, 1937-1943. Véase P. Broué, 1971. S. Haffner, 1979. 196. S. Kracauer, 1920-1930. Véase L. Richard, 1976. D. J. K. Peukert, 1987. 197. S. Kracauer, 1947. G. L. Mosse, 1990 y 1999. S. G. Payne, 1995, pp. 71-146. H. U. Gumbrecht, 1997. R. O. Pacton, 2004, pp. 11-18. E. Traverso, 2007, pp. 263-331. 198. Véase A. Becker, 2003, pp. 39-58. 199. M. Halbwachs, 1925, pp. 281 y 296. Id., 1939-1945, pp. 68-79, 103110 y 125-126.

202. Citado por L. Binswanger, 1821-1924, pp. 61-62. 203. Ibíd., pp. 89-90.

200. A. Becker, 2003, pp. 149-157.

204. Véase M. Diers, 1979, pp. 5-14. K. Königseder, 1995, pp. 74-98. G. Didi-Huberman, 2002a, pp. 363-413.

201. A. Lienau, 1918-1919, pp. 213-214.

205. A. Warburg, 1923, pp. 55-133. D. Stimilli, 2005b, pp. 7-52.

Sabemos que tras pasar por los servicios psiquiátricos de Hamburgo y de Jena, el 16 de abril de 1921 fue admitido en la clínica Bellevue de Kreuzlingen, donde bajo la responsabilidad de Ludwig Binswanger siguió una larga cura204 marcada por la célebre conferencia sobre El ritual de la serpiente –pronunciada ante un público de eruditos y de locos–, al final de la cual la interminable psicomaquia adoptó los rasgos de una interminable curación del alma, esa unendliche Heilung, con la que Davide Stimilli resolvió titular su notable edición de la historia clínica de Aby Warburg205. Conocemos asimismo las dificultades que encontraron los psiquiatras para nombrar el sufrimiento que padecía el historiador: Binswanger pronunció primero un diagnóstico de esquizofrenia que descartaba cualquier 155

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reconstrucción intelectual del paciente («sostengo que una reanudación del trabajo científico resulta muy improbable», escribía a Embden el 18 de agosto de 1921)206, antes de sumarse a la opinión que formuló Emil Kraepelin, un diagnóstico de «estado mixto maníaco-depresivo» acompañado de un «pronóstico absolutamente favorable» para el retorno al trabajo del pensamiento207.

(Gefährlichkeit) que conlleva [esa] profesión, riesgo de un hundimiento puro y simple»209. Ante ese peligro o inquietud fundamental, Burckhardt se amuralla en una «torre de marfil» compuesta de libros, de imágenes y de fichas (como Warburg en su biblioteca); pero, en la luz de Turín, Nietzsche hará de esa inquietud un desequilibrio fatal, una caída en la locura (como Warburg en sus crisis).

Estos debates diagnósticos, en torno al caso de Warburg, nos indican que el problema de su locura no puede ser reducido a la observación de un «defecto» y a su conceptualización «semiológica», esto es, a su incrustación unilateral en un «cuadro clínico». Hemos de tomar en serio, como es obvio, los enfoques psicopatológicos –sutiles y comprensivos– de Binswanger hacia su paciente, pero debemos asimismo permanecer a la escucha del propio paciente en cuanto ser pensante. Si tanto habló Warburg de «psicomaquias» en sus estudios de historia cultural, ¿no habremos de tomarle en serio también respecto de su desastre psíquico, en cuanto síntoma de una tragedia de la cultura que se dilucidaba más allá de él, en derredor de él, desde el inicio de la Gran Guerra? Conocemos el papel considerable del concepto de Denkraum en la obra de Warburg: ese «espacio del pensamiento» unas veces construido (en los resultados de su ciencia histórica) y otras destruido (en los escombros de la guerra), reconstruido (en las imágenes y las fichas de su cartoteca) y otra vez destruido (en el derrumbamiento de noviembre de 1918).

El autor de Mnemosyne concluía que Burckhardt es un vidente que consigue mantenerse fiel a los lúcidos principios de las Luces, mientras que Nietzsche es un visionario de tipo nabi, «el anciano profeta que corre por las calles, desgarra sus vestiduras, se lamenta, y a veces arrastra al pueblo en pos de él»210. Fácil resulta comprender, leyendo ese seminario sutilmente autobiográfico, que Warburg fue todo ello a la vez: un vidente del tiempo movido por una psicomaquia constante de los astra (en cuanto hombre de las Luces, filólogo preciso, coleccionista de libros, de fichas y de imágenes) con los monstra (en cuanto hombre trágico, filósofo inspirado, visionario alucinado de las «ondas mnémicas» producidas por los seísmos de la historia). Esta es la razón por la cual el relato clínico de Aby Warburg debe leerse, a su vez, según la doble óptica de los astra y de los monstra, como si el espacio alucinatorio de sus visiones delirantes fuera tan sólo la explosión –destello hecho estallido– de un espacio de pensamiento pese a todo, su propia visión de la historia. Es decir, una versión, pero «desmontada», de su conocimiento más auténtico. ¿No había teorizado Nietzsche, desde Aurora, las virtudes de tal conocimiento por el sufrimiento?

Nos percatamos así, leyendo la historia clínica de Warburg, de que ni uno solo de sus motivos delirantes puede separarse, en realidad, de los grandes paradigmas donde se organizaba desde mucho tiempo antes su pensamiento histórico y filosófico. La locura de Warburg fue pues, en primer lugar, un destino de su Denkraum. Su «psicomaquia», una lucha emprendida en el espacio del pensamiento entre los astra y los monstra, las construcciones para almacenar la multiplicidad del mundo y las explosiones de ese mismo mundo en millones de cadáveres (la guerra real) y en fantasmas eficaces (la guerra en el alma). Desde el comienzo de su internamiento psiquiátrico, por ejemplo, Warburg advirtió un parentesco directo –y legítimo– con el caso de Friedrich Nietzsche, atendido algunos años antes por un tal Ludwig Otto Binswanger, tío de su propio médico en Kreuzlingen208. Luego no debemos temer reconocer, en el otro extremo de ese proceso, el propio atlas Mnemosynne como un momento decisivo de esa gran «psicomaquia» a la vez singular e impersonal, ese remontaje final de un Denkraum desequilibrado por los desastres de la Gran Guerra. No resulta fortuito que en 1927, o sea en una época de intenso trabajo en el atlas Mnemosyne, Aby Warburg dedicara un seminario especial a la «inquieta gaya ciencia» del historiador. Pero decidió encarnarla en el binomio que integran Jacob Burckhardt y Friedrich Nietzsche, y focalizarla enseguida en ese punto preciso donde la inquietud se hace desequilibrio, a saber, el hundimiento psíquico de Nietzsche en 1889. Y es que, según Warburg, los historiadores no pueden ser reducidos al simple estatuto de cronistas del tiempo que transcurre: son ante todo «receptores de ondas mnémicas (Auffänger der mnemischen Wellen), […] sismógrafos muy sensibles (sehr empfindliche Seismographen) cuyos cimientos tiemblan cuando deben captar la onda y transmitirla»; de ahí «el riesgo 156

Quien sufre profundamente y se siente, en cierta medida, prisionero de su dolor, mira hacia fuera con extrema frialdad. Para él han desaparecido todos los falaces atractivos con los que se adornan las cosas cuando el hombre sano fija en ellas su mirada. Yace ante sí mismo, sin brío ni color. Si el enfermo había vivido hasta entonces en una especie de peligroso desvarío, el supremo desencanto que le produce el dolor será el único medio de librarse de él. […] La enorme tensión del intelecto que trata de mantener a raya al dolor, ilumina desde entonces con una nueva luz todo lo que mira, y el inefable encanto que confiere a las cosas toda iluminación nueva suele ser lo bastante poderoso como para vencer la tentación del suicidio, y para que resulte apetecible a quien sufre seguir viviendo211.

206. Citado por D. Stimilli, 2005b, p. 9. 207. Ibíd., p. 15. 208. Ibíd., pp. 19-25. 209. A. Warburg, 1927c, p. 21.

210. Ibíd., pp. 21-22. 211. F. Nietzsche, 1881, p. 94. 212. F. García Lorca, 1930, pp. 919-931.

Ese modo tan «vital» de comprender el saber del que sufre podría aplicarse sin esfuerzo al caso de Aby Warburg. Cuando el sismógrafo hizo explosión en él, las «ondas mnémicas» no tenían ya que transitar por libros, imágenes y fichas: llegaban y trastornaban directamente su alma, su visión y todos los miembros de su cuerpo. Y para ello, sin duda, lo desfiguraban. Pero las huellas monstruosas que esas ondas trazaban en su vida consciente no dejaban de ser huellas de una guerra real e impersonal, que al fin y al cabo él no hacía sino soportar y convertir en monstra. En este sentido, Warburg fue en Kreuzlingen un ser con duende, en la acepción precisa, dionisiaca y espectral que le conferiría Federico García Lorca al despojarlo de la protección de las Musas212. Clío ya no estaba allí, en efecto, para garantizar a Warburg la claridad del relato. En el desorden temporal –dispar[at]es, caprichos o desastres– que a la sazón le agitaba, era juguete de las Erinias antes que de las Musas, de Dioniso antes que de Apolo, del pathos antes que 157

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del logos. Cada uno de sus astra, sus constelaciones de pensamiento, se descomponía –despiezado y revelado al mismo tiempo– bajo el pulular de sus figuras de monstra.

Esa violencia saturniana o titanesca no era, obviamente, sino la otra cara de un terror constante. Warburg veía un alma en cada cosa tan sólo porque veía una muerte en cada cosa, o en cada imagen: efecto de una guerra o de un asesinato obsidional disponiendo venenos, complots, armas fatales y cadáveres a su alrededor. Warburg fue, en Kreuzlingen, ante todo Saturno acosado por la angustia de haber devorado –o de deber devorar– a su propia familia, antes de morir a su vez: en los pralines creía ver la carne de su hermano y experimentaba el horror de que le llegara hasta el vientre y acabara luego en el váter: por eso, escribe Binswanger, «deja inevitablemente un resto cada vez que come algo. Si por descuido come uno de esos restos, se siente sumamente desgraciado y se lamenta de haber devorado a uno de sus hijos»220 (jammert, eines seiner Kinder verzehrt zu haben). Cualquier cosa, cualquier aspecto se vuelve entonces instrumento de una mentira y un peligro: el pan suizo (Bürli) parece a Warburg tan sospechoso que reclama tortas ázimas; la flor se torna amenazadora, el té es mera decocción de sangre humana o el filtro imaginado por alguna «banda antisemita»; el pescado contiene a su propio hijo, y desde el plato le implora en estos términos: «Padre, no me comas» (Vater, du wirst mich doch nicht essen); su tarta de cumpleaños, el 13 de junio de 1922, está «hecha con algo mucho peor que la sangre humana»221.

Por ejemplo, aquello que había justificado la excepcional y célebre precisión filológica de Warburg –«Dios anida en el detalle»–, se transformó después de 1918 en una exageración paranoica incontrolable, que Heinrich Embden denominó una «susceptibilidad excesiva» (übermäbige Empfindlichkeit) respecto de los detalles: «Revestía cosas benignas de un significado agudo, gigantesco, y hacía de ello una cuestión de principio»213 (eine scharfe und grobartige prinzipielle Einkleidung). Al mismo tiempo, su profundo respeto por las singularidades –ese principio epistemológico tan fecundo en su obra–, aliado al leitmotiv de la pervivencia, le hacía ver un alma en cada cosa, por modesta que fuera: «Cada guisante, cada patata, cada alubia es el alma de un hombre»214. Se veía así atrapado por el «animismo» que tan asiduamente había estudiado bajo una perspectiva antropológica, desde los antiguos griegos al Renacimiento, pasando por los indios Hopi. No más Musas, pues, pero Psiques por todas partes: así es como Binswanger reseña en sus notas, el 2 de julio de 1921, que Warburg «se agita por la noche, cuando las mariposas nocturnas atraídas por la luz revolotean en su habitación. Tiene miedo de que las mate el guarda y se pasa horas sin dormir; habla de su dolor a las mariposas»215. Y con fecha del 10 de agosto:

Ese fue el estado de guerra que Warburg se imaginaba en Kreuzlingen. Al igual que en la guerra, cualquier situación encerraba un peligro. Al igual que en la guerra, la mentira y la propaganda (uno de sus grandes temas de investigación entre 1914 y 1918) falseaban la menor información. Así, «la mantequilla es grasa de mosca, el pan no es pan»; las galeradas de su artículo sobre Lutero son «falsas»; «la col rizada es el cerebro de su hermano, las patatas son las cabezas de sus hijos, la carne es la de los miembros de su familia»; los artículos de periódico sobre el nombramiento de su hermano al rango de doctor honoris causa son patrañas; y Warburg acompasaba todos esos recelos con imprecaciones, galimatías y neologismos de todo género222. Todo lo cual no le impide anotar día a día, como buen superstes, todos los elementos de su psicomaquia (constituye el material, aún inédito, de los cuadernos de Kreuzlingen que se conservan en el Warburg Institute de Londres). Se muestra por lo tanto «muy agitado cuando le retiran el abultado paquete de cartas que hasta entonces siempre había llevado consigo, algunas de las cuales datan de la época en que estaba con el doctor Lienau, además de un periódico, completamente destrozado, que también data de aquel período»223.

[Warburg] se ha inventado un culto con las mariposas nocturnas que revolotean en su habitación por la noche. Las llama «animalillos que tienen alma» (Seelentierchen), puede conversar con ellas durante horas. Está muy preocupado porque su «mariposita» no tiene qué comer; quiere darle leche, le trae del paseo una hoja de tilo. Es desdichado cuando la mariposa se va. La busca entonces por todas partes. Es feliz cuando encuentra otro animalillo. Les habla de la manera siguiente: «Mariposita, el profesor te agradece poder charlar contigo, puedo decirte mi profundo dolor (darf ich dir all mein Leid klagen), piensa un poco, mariposita, el 18 de noviembre de 1918, tuve tanto miedo por mi familia que tomé un revólver y quise matarla, y a mí también. Ya sabes, porque los bolcheviques llegaban»216. No cabía esperar en el gran teórico de las polaridades sino que cada cosa mudara en su contraria. El propio Binswanger se declara impresionado por Warburg, dado el «contraste asombroso entre, por un lado, su tierno respeto hacia las plantas, los animales y los objetos inanimados (especialmente envases, como los de los bombones, que nunca había que tirar), y por otro, su agresividad intelectual, su brutalidad sádica durante las fases psicóticas»217. Una violencia que, cada vez más lejos de las Musas, le hacía asemejarse a Saturno –es decir, a Cronos, el Tiempo– devorando a sus hijos. Incluso Fritz Saxl, en sus notas sobre Kreuzlingen, se dejó llevar a la comparación: «Es un rudo padre saturniano»218 (ein harter Saturn-Vater). Esa inmensa fuerza negativa hizo gritar a Warburg durante horas –perdió entonces definitivamente su timbre de voz– y golpear al prójimo, precisa Binswanger, con una «fuerza colosal»219 (kolossale Kräfte), cual Atlas llevando a cabo solo su guerra contra todos los dioses del Olimpo. 158

213. Citado por L. Binswanger, 1921-1924, p. 61 (véase también p. 86). 214. Ibíd., p. 120.

220. Ibíd., pp. 145-146.

215. Ibíd., p. 97.

221. Ibíd., pp. 91, 93, 96-97, 120 y 129.

216. Ibíd., p. 100. 217. Ibíd., p. 180. 218. F. Saxl, 1922-1923, p. 222. 219. L. Binswanger, 1921-1924, p. 77.

222. Ibíd., pp. 74-77 y 106-110. 223. Ibíd., p. 84. 224. Ibíd., p. 88. 225. Ibíd., p. 129.

La interminable guerra psíquica de Warburg después de 1918 fue sin duda una guerra patológica: respondía a su destino personal o a su historia, con minúscula, por ejemplo cuando transformó su relación amorosa con la gobernanta inglesa de la familia en un motivo delirante de culpabilidad política sobre su propio papel en la derrota alemana224. Pero esa guerra estaba asimismo en la onda –sismográfica– de la Historia, con mayúscula, por ejemplo cuando Binswanger cuenta, en 1922, que su paciente se muestra «muy perturbado por la muerte de Rathenau [y] cree (hält) que su hermano está en grandísimo peligro»225. Al emplear el verbo halten, que significa en primer lugar «tener» y «mantener», Binswanger evitaba de modo sutil sugerir que su paciente se hallaba poseído por una simple creencia delirante: tal vez supo que el grupúsculo político que había asesinado a 159

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Walter Rathenau el 24 de junio de 1922 se disponía en efecto a matar a Max Warburg pocos días después226.

con la guerra y con la «psicomaquia» cultural donde Warburg luchó con tantas energías dolorosas: su temporalidad no es reductible a la de episodios históricos fáciles de situar. Ese «milagro» y esa «curación» han soportado, por parte de los historiadores, numerosas simplificaciones, y hasta mitificaciones biográficas y metodológicas. Por un lado, Ernst Gombrich no vio en Mnemosyne más que una «solución al callejón sin salida» en que se hallaba Warburg a su regreso de la locura235: a quien ya no sabía qué decir, no le quedaba, en resumidas cuentas, más que reclasificar las imágenes de su fototeca. Era un modo de desconocer el contenido heurístico, abierto y teóricamente tan innovador, del proyecto Mnemosyne. Por otro lado, el atlas de imágenes apareció como la encarnación misma del «milagro de curación»: una forma esta de salvamiento que habría que atribuir a Fritz Salx, puesto que para recibir a su maestro, nada más regresar éste del manicomio, organizó una «fiesta» y dispuso, en la sala de lectura de Hamburgo, algunos paneles que resumían en imágenes los temas fundamentales de la investigación warburgiana236.

Comprendemos ahora que el autor de Mnemosyne fue en efecto lo que él admiraba en Nietzsche: un «sismógrafo muy sensible» y un «vidente» de tipo nabi. Capaz, como tal, de sufrir locamente, de hacerse añicos. Pero siempre a la escucha, dentro de su propio pathos, de los movimientos impersonales y subterráneos, de los bajos continuos de la historia objetiva. Cuando Warburg «ve» en el jardín de Kreuzlingen «cajas repletas de carne humana» o terrenos acondicionados «a fin de enterrar a hombres vivos» 227, lo único que hace es desplazar –y acercar a sí mismo hasta la incorporación– una realidad histórica visible por doquier durante la Gran Guerra; cuando imagina su biblioteca en llamas228, lo único que hace es presagiar el destino que los nazis hamburgueses reservaron precisamente, en 1933, a la Kulturwissenschaftliche Bibliothek Warburg; cuando se asusta de la «colonia penitenciaria»229 (Verbrecherkolonie), lo único que hace es situarse en algún punto entre una ficción de Straftkolonie a lo Kafka y la futura realidad de los campos de concentración nazis, en la cual resulta difícil no pensar cuando, tejiendo el motivo recurrente del odio antisemita, Warburg acaba creyendo que «la vieja madera que se quemaba eran los miembros de su familia»230. Cuando habla de una «política de catástrofe» (Katastrophenpolitik) no se sabe muy bien si acusa a los médicos de su entorno o bien a los dirigentes de toda Europa231. La historia clínica de Aby Warburg no nos interesaría si fuera tan sólo un episodio puramente subjetivo, un mero defecto en su «espacio de pensamiento». Pero es mucho más que eso. Se desarrolla de forma dialéctica, siempre en dos planos heterogéneos, conflictivos, que sin embargo se cruzan sin cesar: no saber y saber, pathos y logos, historia personal e historia a secas. De este modo es como hemos de comprender la gran «psicomaquia» de Warburg. No nos extrañemos de que «durante mucho tiempo creyera que tenía cabeza de Jano [y] afirmara experimentar una sensación muy nítida de ello»232. En Kreuzlingen, su estado fue calificado casi siempre como «oscilatorio» (häufiger schwankt) por Binswanger: «Durante horas puede ser amable, tranquilo, simpático, desplegar una conversación brillante sobre temas científicos, mostrar ingenio y agudeza; y de repente, todo da un vuelco, entra en un estado de agitación terrible, de una intensidad que hacía ya tiempo no se observaba, utiliza las expresiones más groseras y se torna agresivo»233. Sucesivamente argumenta e increpa, razona y vocifera, trabaja y se lamenta, ordena sus papeles y echa todo por la borda, se apacigua y de nuevo se angustia, le da por gritar y acaba con un juego de palabras extraordinariamente ocurrente234. Sus allegados creyeron durante mucho tiempo que esa guerra no tendría fin.

235. E. H. Gombrich, 1970, p. 285. 236. Véanse N. Mann, 2002, pp. VII-VIII. D. McEwan, 2004a, pp. 110-112. M. Grazioli, 2006. 237. A. Warburg, 1926-1929b, pp. 126-127, 147-148, 167-170, 245255, 326-338, 434-437, 543-555, etc. 238. M. Warnke, 2000, pp. VII-X. Véanse S. Füssel (dir.), 1979. D. Bauerle, 1988, pp. 65-142. M. Koos, W. Pichler, W. Rappl y G. Swoboda (dir.), 1994. P. van Huisstede, 1995, pp. 130-171. T. Spinelli y R. Venuti (dir.), 1998. M. Centanni y K. Mazzucco, 2002, pp. 166-238. K. Mazzucco, 2002, pp. 55-84. Id., 2002b, pp. 85-165. M. Centanni y A. Ferlenga (dir.), 2004.

226. Véase R. Chernow, 1993, pp. 228-229. 227. L. Binswanger, 1921-1924, pp. 99 y 101. 228. Ibíd., p. 105. 229. Ibíd., p. 133.

MESAS DE ORIENTACIÓN PARA REGRESAR DEL DESASTRE Y sin embargo, como sabemos, Aby Warburg terminó por abandonar Kreuzlingen, su «colonia penitenciaria», y por recobrar la razón y retornar a su querida biblioteca a fin de acometer el último gran proyecto de su vida, el atlas de imágenes Mnemosyne. Pero con ese «milagro» y esa «curación» individual ocurre como 160

230. Ibíd., p. 137. 231. Ibíd., p. 158. 232. Ibíd., p. 85. 233. Ibíd., p. 138. 234. Ibíd., pp. 68, 82-85, 138-143, 173-180.

239. A. Warburg, 1923, pp. 55-133. Véanse F. Saxl, 1929-1930, pp. 149-161. C. Naber, 1988, pp. 88-97. U. Raulff, 1988, pp. 59-95. K. W. Forster, 1991, pp. 11-37. F. Janshen, 1993, pp. 87-112. J. L. Koerner, 1997, pp. 9-54. B. Cestelli Guidi y N. Mann (dir.), 1998. P.-A. Michaud, 1998, pp. 169-223. U. Raulff, 1998, pp. 64-74. G. Careri, 2003, pp. 41-76. B. Cestelli Guidi, 2003, pp. 163-192. U. Raulff, 2003. C. Severi, 2003, pp. 77-128. Id., 2004, pp. 21-86. B. Cestelli Guidi, 2004, pp. 523-568. C. Bender, T. Hensel y E. Schüttpelz (dir.), 2007. E. Schüttpelz, 2007, pp. 187-216. 240. Véase P. Fédida, 1970, pp. 7-37.

Resulta sin duda necesario establecer una cronología de Mnemosyne, localizar por ejemplo las menciones del proyecto en ese asombroso documento que es el Tagebuch, el «diario» de la Kulturwissenschaftliche Bibliothek Warburg, escrito a varias manos entre 1926 y 1929237. Y por supuesto, diferenciar las tres principales versiones que conoció la elaboración del proyecto, inconcluso a la muerte de Warburg238. Pero desearía plantear aquí otro género de cuestiones: ¿qué espacio de pensamiento inventa exactamente el atlas Mnemosyne? ¿Qué destino reserva a la inquietud fundamental del método warburgiano y al desequilibrio profundo que resultará entre 1918 y 1924? El desequilibrio estuvo en Warburg tan unido a la inquietud –esto es, al método mismo– que con razón podemos dudar del carácter unilateralmente «salvador» de Mnemosyne en la economía de su pensamiento. El atlas Mnemosyne no rubrica una «salida» de la inquietud ni un reaseguro tranquilo de la investigación «científica». Muy al contrario, constituye la reformulación genial de esa inquietud, su recomposición práctica y teórica, su reconducción bajo nuevas formas, su remontaje. Lleva en sí mismo, vivaz, ese «conocimiento del que sufre» que encarna justamente el titán Atlas (en el plano mitológico) y que Nietzsche designó como la punta de todo pensamiento (en el plano filosófico). ¿Cuáles serían, por último, las lecciones políticas de tal inquietud ante la historia, abocada al desequilibrio, de toda crónica? Sabemos que un momento fundamental de la «psicomaquia» de Warburg para regresar del desastre en que le había sumido la Gran Guerra fue, en 1923, la conferencia que pronunció en Kreuzlingen sobre el «ritual de la serpiente» de los indios Hopi239. Las notas clínicas de Ludwig Binswanger, testigo del evento y su hábil acompañante, nos parecen aquí harto valiosas en la medida en que el psiquiatra, como sabemos, fue un auténtico teórico del «saber pático» y un atento observador del «estilo de ser» de cada uno de sus pacientes240. El 10 de marzo de 1923 nota en Warburg un estado «agitado, furioso, violento»; el 12 de marzo, Fritz Saxl llega de Hamburgo para ayudar al erudito en la preparación de su conferencia; el 18 de marzo, «fin de la cura de opio. No ha aportado sosiego alguno. El paciente estaba tan mal como antes»; pero gracias a la presencia de su ayudante, Warburg se torna «más tranquilo [y] trabaja con bastante regularidad en 161

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su conferencia»; no por ello deja de ser el hombre con «cabeza de Jano» ya que, «a medida que avanza la elaboración de su trabajo […] el estado mental fundamentalmente delirante se mantiene»241.

emprender victoriosamente su psicomaquia de los astra y de los monstra. Las mesas de orientación –como ya los hígados adivinatorios babilónicos, el mapa celeste del Atlas Farnesio, o muy pronto, las láminas del atlas Mnemosyne– serán para Warburg lo que su propia inquietud exigía, metódicamente, para no zozobrar del todo en el caos. «Sólo caos veo ante mí» (ich sehe nur Chaos vor Augen), escribe el 7 de abril de 1924, pocos días antes de una visita de Ernst Cassirer que lo «reorientó» y gracias a la cual sintió renacer en él algo como una «potencia de liberación (Befreiung) respecto del trastorno psíquico»245.

La conferencia se celebró finalmente el 21 de abril de 1923. Binswanger hizo para sí mismo un resumen más bien somero de ella, y prefirió destacar lo que llamaba su atención en el estilo o la propia presentación del discurso: la «sorprendente maestría intelectual» combinada con el «dinamismo» de la argumentación, desequilibrada no obstante por el timbre cascado de la voz del orador; la «gran cantidad de conocimientos [expuestos] de manera un tanto desordenada»; y sobre todo, el hecho de que «el paciente ha depurado mucho la puesta en escena de las imágenes» (Inszenierung der Lichtbilder), de suerte que «la conferencia en sí era más bien una charla relacionada con el material fotográfico»242 (Photomaterial). Entre dos crisis –o entre innumerables emisiones de gritos–, Aby Warburg hallaba en determinada presentación visual la posible mesa de orientación de su pensamiento, lo que Binswanger anota asimismo en un momento en el que observa justamente la aprehensión psíquica del espacio en su paciente:

Una mesa de orientación, en el sentido adivinatorio de la palabra, supone la circulación constante de espacios maléficos y benéficos, o sea de momentos melancólicos (caídas en el tiempo) y maníacos (triunfos sobre el destino): pars hostilis por un lado, pars familiaris por el otro. Tratábase para Warburg, entre 1918 y 1924, de dar la vuelta al disco o a la «mesa», de la primera hacia la segunda, aunque fuera con un movimiento con el que tenía que volver a pasar, fatalmente, por las malas casillas del destino. Pars hostilis: son, por ejemplo, las interrogaciones paranoicas de Warburg preguntando, recién llegado a Kreuzlingen, de qué se le acusa246. Pars familiaris: de regreso en Hamburgo, la misma interrogación pensada como ethos por antonomasia del investigador:

4 de junio [de 1924]. Traslado a la Villa Maria. [Warburg] se había habituado poco a poco a la idea de esa mudanza, pero […] lo más difícil para él era habituarse a las nuevas habitaciones, especialmente al cuarto de baño. […] Ahora necesita acordar el cuarto de baño actual con los precedentes de Jena y de Parkhaus, lo cual le plantea terribles problemas. Ya es muy difícil reconstruir de memoria (in der Erinnerung zu rekonstruieren) el cuarto de baño de Parkhaus. El paciente se halla muy perturbado asimismo, en los otros lugares, por la nueva organización del espacio; está propiamente desorientado (eingentlich desorientiert), pues el eje de la mesa, por ejemplo, está situado de manera diferente respecto de la ventana, de modo que desde la ventana debe hacer otros movimientos para alcanzar la mesa, etc. Coloca sobre la mesa objetos que poseen resonancia afectiva, libros, imágenes, porque facilitan su orientación (die Orientierung erleichtert). Así, cuando lee, mira a escondidas esos objetos que le proporcionan cierto sosiego. Por esta razón, no conseguimos que pierda la costumbre de llevar sus cosas consigo a todas partes243. Comprendemos entonces que, dentro de esa psicopatología del espacio visual –cuyos datos completos, en el plano fenomenológico244, trató de recobrar Binswanger años más tarde–, Aby Warburg no podía prestar atención a una cosa más que vinculándola con otras afines, para formar una constelación en la cual podía él hallar orientación para su pensamiento. De ahí la «costumbre de llevar sus cosas consigo a todas partes», que emparenta una vez más al autor de Mnemosyne con el titán Atlas, con la figura del Judío Errante o con la del trapero benjaminiano –aunque un trapero que acumula manuscritos, fichas y fotografías para intentar recoger el troceamiento del mundo mediante planos de pensamiento o mediante láminas, mediante mesas de orientación. Planos del pensamiento o mesas de orientación: eso es, pues, lo que precisaba Warburg para no hundirse del todo en las disparidades del mundo, los caprichos de la imaginación o los desastres de la historia. Eso es lo que precisaba para 162

Esta sí es una pregunta de ethos científica (eine Frage des wissenschaftlitchen Ethos): ¿pretendemos suscitar por parte de los estudiantes el signo de exclamación de la admiración o el signo de interrogación de la modestia247 (Fragezeichen der Selbstbescheidung)?

245. A. Warburg, 1921-1924, pp. 206 y 214. 246. Ibíd., pp. 183-187.

241. L. Binswanger, 1921-1924, pp. 154-155. 242. Ibíd., pp. 156-157. 243. Ibíd., pp. 176-177. 244. Id., 1933a.

247. L. Binswanger y A. Warburg, 1924-1929, p. 253 (carta del 23 de diciembre de 1925). 248. A. Warburg, 1921-1924, p. 199. Véase Id., 1929, pp. 38-44. 249. Id., 1921-1924, pp. 195-198 y 203.

Otro ejemplo de esa desorientación (funesta) y de la reorientación (benéfica) del Denkraum warburgiano se refiere justamente a la función memorativa de las imágenes. Warburg, que asiste a una conferencia de Binswanger en Kreuzlingen, toma notas furtivas que enseguida derivan hacia sus propios retos de «psicohistoriador». Escribe: «Imagen y signo» (Bild und Zeichen) e inmediatamente después: «Selección fóbica de la función de la memoria en imágenes» (phobische Auslese der Funktion des Bildgedächtnisses), motivo que será una vez más, en el texto de introducción a Mnemosyne, en 1929, el punto focal de toda su reflexión sobre la polarización –terror y atracción, monstra y astra– de las imágenes248. Todos los fragmentos autobiográficos que escribe Warburg en Kreuzlingen dan testimonio de esa capacidad de las imágenes memoriales para funcionar alternativamente como pars familiaris y pars hostilis: gracias a Darwin y luego a Hegel, Warburg descubrió el principio fundamental de una «inmanencia de la ley» (Immanenz des Gesetzes) que fue asimismo el motor irracional de todas sus «alucinaciones fóbicas», de sus «imágenes demoniacas» y de lo que, en cierto momento, denomina sus «espíritus» o «damas pst-pst»249 (Pst-Pst Damen). En Warburg, por lo tanto, el erudito había comprendido perfectamente la doble función cultural de las imágenes –astra y monstra– sin que jamás tuviera garantizado, como paciente, esquivar esa misma oscilación, cuya plena potencia había experimentado desde la niñez: He conservado de aquel período [una fiebre tifoidea contraída a la edad de seis años] las imágenes que me venían en las alucinaciones febriles, y por su nitidez me impresionan como antaño. […] De aquel tiempo me vienen el 163

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miedo suscitado por la incoherencia y la fuerza desproporcionada de los recuerdos visuales (unproportioniert zusammenhangslose Bildererinnerungen) o de las sensaciones olfativas y auditivas, la ansiedad que da nacimiento al caos, y el intento de instaurar un orden intelectual en ese caos (intellektuell Ordnung in dieses Chaos zu bringen) –ese trágico intento infantil (tragische Kindheitsversuch) del hombre pensante comenzó muy pronto para mí250.

Mnemosyne, del que Warburg pronto confió a Binswagner que «comienza a ir más allá de sus límites iniciales» y hace problemática su terminación, a lo que el psiquiatra responde entonces –¿señal de admiración o de inquietud?– que ese nuevo proyecto de Warburg parece un «trabajo monstruoso»258 (eine horrende Arbeit!). Horrend: «horrífico», «aterrador» y asimismo «enorme», «considerable», «formidable». ¿Por qué tan aterrador? Porque el proyecto inherente a Mnemosyne no es sino una «historia de fantasmas para personas mayores», que comenzó en el horror de la Gran Guerra, pasó de la inquietud al desequilibrio y más tarde a la locura de su autor, y que acabaría al mismo tiempo que la pesadilla anunciada de la victoria de los fascismos en Europa [figs. 43-44]. ¿Por qué tan formidable? Porque Mnemosyne tuvo por ambición remontar un mundo desmontado por los desastres de la historia, reanudar sus hilos memoriales más allá de sus episodios, renovar su cosmografía intelectual, como si la esfera que porta el titán mitológico, en el Atlas Farnesio, destruida por los tiempos modernos, debiera ser íntegramente recompuesta, rediseñada desde cero por ese vidente del tiempo que fue Aby Warburg259.

La memoria sería, pues, lo que sujetaba a Warburg a la parte funesta de los irremisibles monstra y, a la vez, lo que le permitía aspirar a la parte benéfica de los astra, en una «tentativa de autoliberación por medio del recuerdo (Selbstbefreiungs-Versuch durch die Erinnerung) de [sus] tentativas de esclarecimiento (Aufklärungsversuche) en materia de psicología del Renacimiento» y de historia cultural en general251. En ese sentido, la estancia en Kreuzlingen no fue solamente un paréntesis en la locura, sino una construcción o una reconstrucción, una reorientación de la loca potencia de las imágenes sobre el destino de los hombres, experimentada, como nunca antes, en el trabajo efectuado en Hamburgo entre 1914 y 1918252. La correspondencia entre Ludwig Binswanger y Aby Warburg tras el regreso de éste a Hamburgo253 –y hasta su muerte– nos permite comprender todavía mejor ese trabajo de reorientación, cuyo resultado no es otro que el propio atlas Mnemosyne, ese gran compendio de mesas de orientación: mesas o «láminas» para rehacer lo que la guerra había deshecho y para comprender la gran «psicomaquia» occidental, según el juego destinal de la pars hostilis de las imágenes y de la capacidad de las mismas para venir, pese a todo, a desempeñar plenamente su papel en la pars familiaris de nuestro pensamiento. Binswanger comenta con acierto, en primer lugar, el sentido de la anamnesis intelectual de Warburg como una prolongación de la anamnesis «pática» llevada a cabo en Kreuzlingen: «Lo que me dice usted del desarrollo de su trabajo me ha interesado mucho», escribe al historiador el 28 de diciembre de 1925. Y precisa de inmediato: «Esa forma de trazar un arco de círculo para atrás (dieses Bogenschlagen nach rückwärts) representa asimismo una tensión hacia delante254 (ein Aufstreben nach vorwärts)». Warburg confirma en estos términos: «Tengo muchísimo que hacer, mi productividad intelectual me proporciona un gran deseo de emprender (unternehmungslustig), hasta el punto de que mi muy querida psique comienza a retejer fielmente los hilos de las últimas ideas que tenía antes de la guerra»255. En junio de 1927, Warburg reitera su pensamiento: «Para el otoño espero volver a Italia y acabar una serie de estudios que la guerra interrumpió»256. Pero esos estudios tomaron, nos consta, un sesgo inesperado aunque previsible. Una orientación o, más bien, una presentación nuevas: fue en 1926, una «exposición destinada al coloquio de los orientalistas alemanes […] en relación con la tercera edición de Sternglaube und Sterndeutung de Boll» ampliada a un proyecto de atlas que habría de «mostrar la migración de los símbolos astrales» y requiere para ello toda una logística fotográfica –«la Photoclark del Dr. Jantsch, de Uberlingen, [que] permite obtener en poco tiempo una enorme cantidad de imágenes sin necesidad de negativos de cristal»–, todo ello para hacer visibles ciertas «consideraciones sobre la psicología de las imágenes»257. Ese trabajo no es sino 164

No por casualidad el vocabulario empleado por el historiador de las imágenes, de vuelta de Kreuzlingen, sugiere una respuesta del pensamiento a esa «dislocación del mundo» que a su modo de ver representa la guerra. ¿Qué representan, pues, las armas del pensamiento contra las de la lucha militar que los hombres no cesan de llevar a cabo contra sí mismos? Warburg habló a menudo de su biblioteca –cuya entrada adornaba una inscripción en griego, MNEMOSYNH, por Mnemosyne– como de una «ciudadela de libros»260 (Büchertrutzkasten). En 1927, en un texto autobiográfico donde aflora aún el traumatismo de la Gran Guerra, jugó con dos palabras: «arsenal» y «laboratorio»261. Reiteró en él su idea de una «ciudadela» para el pensamiento. Pero no se trataba de una torre de marfil confinada en sus propios triunfos de erudición, como hubiera deseado un erudito positivista o idealista: más bien un dispositivo experimental que hace del Denkraum warburgiano algo semejante a un laboratorio capaz de inventarse, de modo permanente, aparatos para ver el tiempo actuando en las palabras, las imágenes y los gestos humanos. 250. Ibíd., pp. 189-190.

EL ATLAS DE IMÁGENES Y LA MIRADA ABRAZADORA (ÜBERSICHT)

251. Ibíd., p. 204. 252. Véase G. Didi-Huberman, 2002a, pp. 363-390. B. Gockel, 2007, pp. 117-134. 253. Véase U. Raulff, 1991a, pp. 55-70. 254. L. Binswanger y A. Warburg, 1924-1929, pp. 257-258 (carta del 28 de octubre de 1925). 255. Ibíd., p. 274 (carta del 16 de diciembre de 1926).

258. Ibíd., p. 286 (carta del 1 de agosto de 1927) y 292 (carta del 18 de julio de 1928). 259. Véase C. Bologna, 2004, pp. 281-282. E. Tavani, 2004a, pp. 121-143.

256. Ibíd., p. 280 (carta del 18 de junio de 1927).

260. L. Binswanger y A. Warburg, 1924-1929, p. 252 (carta del 23 de diciembre de 1925).

257. Ibíd., pp. 263-266 (carta del 6 de octubre de 1926).

261. A. Warburg, 1927a, pp. 175-183.

El atlas de imágenes Mnemosyne fue, pues, el último «aparato para ver el tiempo», el último dispositivo en el que Warburg trabajó desde su regreso a Hamburgo, en 1924, hasta su muerte en 1929. Se basa en la intuición primordial de que una redistribución regulada, una nueva presentación o un remontaje problematizado de los materiales acumulados durante treinta años de investigaciones eruditas eran capaces, según el modo de ver de Warburg, de liberar una fecundidad heurística desapercibida hasta entonces, una verdadera renovación de su «espacio de pensamiento», de su Denkraum completo. La cuestión resulta tanto práctica como teórica, subrayémoslo bien: las teorías no salen «armadas ya» de la cabeza de los eruditos. Dependen directamente de los «aparatos de memoria» –cuyo antiguo vocabulario de los hypomnémata reactualizó Michel 165

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Foucault, pero cuya extensa historia desde la Antigüedad al Renacimiento262 había establecido ya Frances Yates en el marco del Instituto Warburg–, esos «teatros de la memoria» a los que Mnemosyne obviamente se asemeja263.

Kunst de Wilhelm Hausenstein (1922); el Weltatlas histórico-antropológico de Westermann revisado por Adolf Liebers (1922); el Kulturgeschichtlicher Atlas del teatro por Carl Niessen (1924-1927); un volumen de los Bilder zur Kunst-und Kulturgeschichte publicado en 1928 por Guido Schönberger271.

Objeto fascinante como lo es toda obra genial e inacabada, Mnemosyne suscitó –no por casualidad en el contexto de pensamientos «posmodernos»– algunas mitificaciones, la mayor de las cuales habrá sido considerarlo un objeto «anómico» y mudo, la invención de una especie de «historia del arte sin texto». Lo cual es falso, no sólo porque extensos manuscritos teóricos acompañan la elaboración del atlas, sobre todo entre 1927 y 1929, y que Warburg preveía editar dos volúmenes de textos para comentar la disposición de las láminas ilustradas264, sino también porque si el atlas Mnemosyne apunta efectivamente a reorganizar el Denkraum warburgiano de arriba abajo, ello significa que es inseparable de los otros elementos de ese espacio. No es casual que Gertrud Bing, tras la muerte de Warburg –ausentes por lo tanto los volúmenes de comentarios previstos–, pensara que la publicación simultánea de Mnemosyne y del catálogo de la biblioteca podría brindar una inestimable herramienta para «fundar una ciencia de la cultura»265. No cabe duda de que el atlas de imágenes fue pensado –y debe ser pensado– en estrecha relación con la colección de libros organizada, sabido es, conforme a principios tan desconcertantes para un bibliotecario estándar como Mnemosyne lo es para un iconógrafo estándar266. Era así tanto por afán pedagógico267 cuanto por un método de investigación inherente a las tareas de la Kulturwissenschaftliche Bibliothek Warburg en su totalidad: como los libros de la biblioteca, las fotografías del atlas eran objetos reproductibles, y por ello mismo, indefinidamente trasladables, reutilizables en contextos diferentes para que surgiesen nuevas problemáticas268. Al igual que las otras actividades del Instituto, la constitución del atlas fue pensada por Aby Warburg –lo leemos concretamente en una carta escrita a Ernst Robert Curtius el 23 de mayo de 1929– en la perspectiva de una obra colectiva (kollegiale Hilfsbereitsschaft) dependiente de su autoridad269. Por otro lado, no debemos olvidar que el atlas de imágenes era, en tiempos de Warburg, un género floreciente en el campo de las «ciencias de la cultura». Lejos de componer una especie en vías de extinción, como sostuvo Barbara Petchenik en el ámbito de la geografía270, los atlas científicos rodeaban a Warburg desde los primeros años de su formación intelectual (lo cual, como vamos a comprobar, nada quita a la novedad ni a la originalidad de Mnemosyne). De este modo, la Kulturwissenschaftliche Bibliothek Warburg conserva en sus estantes, aún hoy, toda una serie de atlas históricos, arqueológicos, artísticos o antropológicos adquiridos por el historiador de las imágenes desde su juventud hasta el final de su vida: así el Denkmäler der Kunst zur Übersicht ihres Entwicklungsganges de August Voit (1847); el Allgemeiner historischer Handatlas de Gustav Droysen (1886); los dos Bilder-Atlas que Richard Engelmann dedica en 1889 y 1890 a Homero y a las Metamorfosis de Ovidio; el atlas histórico de la ciudad de Hamburgo compuesto en 1904 por E. H. Wichmann; el extraordinario análisis microfotográfico de Rembrandt por Max Lautner (1910); el Bibelatlas de Hermann Guthe (1911); un atlas histórico-geográfico de sellos postales publicado en 1922; los Atlanten zur 166

Mas Warburg no era el tipo de hombre que compone enciclopedias, repertorios o inventarios exhaustivos (por eso la fototeca de su Instituto fue más bien obra de Fritz Saxl, no suya). No trataba de doblegar la noción de atlas a la de diccionario. Su preocupación era muy distinta: ¿cómo presentar un argumento cuyos elementos fueran no palabras o proposiciones, sino imágenes eventualmente distantes tanto en el espacio como en el tiempo? ¿Cómo superar la simple determinación iconográfica, que coloca en una doble página la «fuente» antigua por un lado y su «copia» renacentista por el otro, como vemos en sus primeros trabajos, por ejemplo su tesis sobre Botticelli?272. Ya en 1906, en las dos publicaciones de su conferencia sobre la muerte de Orfeo, comprobamos su voluntad de modificar dicho esquema disponiendo en un mismo plano –en una misma lámina– los diferentes elementos de la sobredeterminación iconológica que su análisis sacaba a luz273 [fig. 65].

262. F. A. Yates, 1966. M. Foucault, 1983, pp. 415-430. 263. Véase C. Bologna, 2004, pp. 295-304. 264. A. Warburg, 1927d, 1927-1928, 1928 y 1928-1929. 265. Citada por N. Mann, 2002, p. IX. 266. Véase S. Sttis, 1985, pp. 122-173. M. Diers (dir.), 1993. S. Caliandro, 1997-1998, pp. 87-103. 267. Véase U. Fleckner, 1933, pp. 316-341. C. Brosius, 1997, pp. 72155. D. Zoletto, 2004, pp. 117-130. 268. Véase B. Cestelli Guidi y F. Del Prete, 1999, pp. 17-24. N. Sato, 1999, pp. 234-239. G. DidiHuberman, 2002a, pp. 452-458. 269. Citado por N. Mann, 2002, p. X. 270. B. B. Petchenik, 1985, pp. 419-433.

271. A. Voit, 1847. G. Droysen, 1886. R. Engelmann, 1889 y 1890. E. H. Wichmann, 1904. M. Lautner, 1910 (Véase F. Brons, 2008, pp. 153-162). H. Guthe, 1911. C. Opitz y P. Lederer, 1922. W. Hausenstein (dir.), 1928. R. Graul, A. Rumpf y G. Schönberger, 1928-1931. 272. A. Warburg, 1893, pp. 63-64. 273. Id., 1906a, pp. 159-166. Id., 1906b, pp. 131-135. 274. Id., 1923-1925, pp. 63-127. 275. Véase E. H. Gombrich, 1970, pp. 229-238. C. Schoell-Glass, 2002, pp. 36-49. C. Cieri Via, 2004, pp. 305-343. A. Pinoti, 2005, pp. 493-539.

Nos queda la impresión –paradójica a primera vista– de que ese sentido agudo de las sobredeterminaciones salió reforzado y precisado de la propia prueba psicótica: fue a su regreso de Kreuzlingen, en efecto, cuando Warburg demostró una voluntad inflexible de no atenerse nunca más a las simples determinaciones de la iconografía tradicional (una imagen requiere su fuente), así como a los tajantes dualismos del formalismo wölffliniano (un estilo, el «lineal», por ejemplo, contradice a su competidor, el «pictórico»). Sin duda había comprendido, y sin duda gracias a la escucha prodigada por Ludwig Binswanger, que las multiplicidades, donde su pensamiento tantas veces se exponía al extravío, constituían en realidad el objeto más valioso, más insustituible y central –aunque fuera centrífugo– de su método. El atlas Mnemosyne, así pues, con sus extraños paquetes o constelaciones de imágenes, halla su razón de ser práctica y teórica en una exposición de las multiplicidades que se convertiría, a partir de entonces, en el envite de cada conferencia. De ahí la superación, e incluso la inversión óptica, de las habituales proyecciones de diapositivas mediante un dispositivo más experimental, donde el conferenciante, así como su audiencia, estaba rodeado, circundado por una multiplicidad de imágenes que actuaban como otros tantos indicadores visuales en la exposición de su argumento. Este fue el caso, en 1925, en la conferencia que pronunció Warburg en homenaje a Franz Boll –sobre el motivo psicomáquico por antonomasia, Per monstra ad sphaeram274–, después, en 1926, en una disertación sobre Rembrandt, y de nuevo en 1927, en la conferencia consagrada a las Metamorfosis de Ovidio275. Así, cada intervención hablada de Warburg –su tentativa de exponer un argumento– acabó acompañada de exposiciones de imágenes donde el argumento buscaba su forma visual congruente más que una simple «ilustración» retrospectiva. En el Tagebuch de la biblioteca se encuentran múltiples huellas de esa labor incesante: el 26 de agosto de 1926, por ejemplo, Warburg escribe que está trabajando en «preparar el atlas de imágenes» (Bilderatlas… vorbereitet) para su conferencia 167

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sobre Rembrandt: unas semanas después, evoca el «material de imágenes» (Bildermaterial) y los «cuadros» instalados en la sala de lectura276. Poco a poco, todos los temas abordados por Warburg en los años 1926-1929 irán sistemáticamente acompañados del intento de exponerlos en forma de imágenes montadas unas con las otras277[figs. 66-67]. No resulta exagerado afirmar que Aby Warburg encontró verdaderamente en el atlas Mnemosyne el dispositivo que su indagación parecía esperar desde siempre: un método capaz de manipular en concepto de objetos interpretantes las imágenes mismas que constituían en un principio los objetos que interpretar. Warburg no ignoraba que Mnemósine, madre de las Musas, representaba desde la Antigüedad una figura central del Denkraum en general, aun siendo ese «espacio del pensamiento» objeto constante de todos los conflictos, de todas las «psicomaquias»278. Al hacer grabar el nombre de Mnemósine en el frontón de su instituto de investigación, el historiador de las imágenes convertía el atlas homónimo en algo más que un nuevo capítulo de su trayectoria intelectual: por un lado, habló de él como de un proyecto consubstancial a toda su vida de erudito y de filósofo –«mi proyecto desde hace treinta años», escribe en dos cartas de 1928279–, por otro, lo convirtió en esa obra interminable cuyas tres versiones existentes nos proporcionan solamente una idea parcial280, puesto que no están acabadas ni comentadas.

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276. A. Warburg, 1926-1929b, pp. 6 (26 de agosto de 1926) y 13 (24-25 de septiembre de 1926). 277. Véase I. Barta-Fliedl, 1992, pp. 214-224. U. Fleckner, R. Galitz, C. Naber y H. Nöldeke (dir.), 1993. M. Warnke, 2000, p. VII. 278. Véase R. Hinks, 1939, pp. 93-130.

Fig. 65 Aby Warburg Der Tod des Orpheus. Bilder zu dem Vortrag über Dürer und die Italianische Antike Hamburgo, 1906 Foto GD-H 168

279. Citadas por N. Mann, 2002, pp. IX y XI. 280. Ibíd., p. X. Véase K, Mazzucco, 2002a, pp. 55-84. 281. E. H. Gombrich, 1970, p. 283. 282. F. Saxl, 1930a, p. 313.

Mnemosyne es, en efecto, un dispositivo extraño –fantasmal a su manera– que exige más que existe. Lo que exige es admirable y nos pide que lo consideremos, aún hoy, como un nuevo comienzo en la historiografía de las imágenes y, en cuanto tal, que lo interpretemos, en el sentido musical de la palabra, para desplegar todas sus versiones, todos los recursos posibles. Lo que existe se ve marcado por la incompletud y por una inquietud –incluso un desequilibrio– constantemente en juego, un juego en el que cualquier configuración, apenas propuesta, se encuentra en crisis. Esta es la razón por la que Mnemosyne en ningún caso es aquello que los discípulos y biógrafos de Warburg han querido generosamente encontrar en él, a saber, una síntesis de su búsqueda en la larga duración. «A large work of synthesis», escribe así Gombrich281, pisando los talones al texto «oficial» sobre Mnemosyne escrito poco tiempo después de la muerte del maestro, donde Fritz Saxl presenta el atlas de imágenes como un resultado unitario de la obra warburgiana en su totalidad por fin aprehendida: «Con el atlas, Warburg ha logrado presentar la plenitud de su trabajo científico, junto con los resultados de su investigación, de un modo unitario» (in dem Atlas gelingt es Warburg, die Fülle seiner wissenschaftlichen Arbeit und ihre Resultate einheitlich der Forschung vorzulegen)282. Basta recordar las láminas de Mnemosyne –esto es, perderse en conjeturas buscando las enigmáticas relaciones que se traman entre cada elemento de la multiplicidad de imágenes– para percatarse de que la fórmula de Fritz Saxl no es más que un deseo piadoso. Lejos de constituir una síntesis y darse como «unidad» (Einheit), el atlas Mnemosyne parece más bien redispersar de modo permanente todo aquello que no obstante recopila. El propio Saxl pensó, en 1930, ampliar el número de láminas a trescientas, por lo cual se vio forzado, teóricamente hablando, a admitir la multiplicidad un tanto desconcertante de las 169

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contextualizaciones y conflictualizaciones donde se halla situada cualquiera de las imágenes de Mnemosyne con relación a las demás283. También Gombrich acabará reconociendo el carácter de «permutaciones caleidoscópicas» (kaleidoscopic permutations) que cobran los montajes del atlas warburgiano, antes de que otros autores utilicen las analogías del laberinto o del jeroglífico284. Mnemosyne constituye, pues, una obra maestra –conmovedor envite epistémico, forma nueva de saber visual– donde todo cuanto está reunido, compilado, libera multiplicidades de relaciones que resulta imposible reducir a una síntesis. Obra de una saludable crisis de la unidad y de una necesaria crisis de la totalidad, un conjunto de mesas para recoger el troceamiento del mundo de las imágenes, más allá de cualquier esperanza –idealista o positivista– de síntesis. La palabra Einheit que emplea Franz Saxl no corresponde a nada de cuanto libra ante nuestros ojos el atlas Mnemosyne. Respecto a la palabra Fülle, no podría entenderse como «plenitud», algo que de todos modos nunca existió en Warburg, sino más bien como «abundancia», una exuberancia que cada lámina del atlas expone hasta el vértigo y reclama aún que prolonguemos con el pensamiento.

283. Ibíd., p. 313. Id., 1930b, XVIII. 284. E. H. Gombrich, 1970, p. 285. Véase J. Tanaka, 2001, pp. 227-346. H. Wohl, 2010. 285. A. Warburg, 1926-1929a (carta a Karl Vossler del 12 de octubre de 1929). 286. Ibíd. (carta a Max Warburg del 22 de febrero de 1927). 287. Ibíd. (carta a Jacques Mesnil del 3 de mayo de 1928). 288. E. Cassirer, 1929, p. 53. V. W. Rappl, 1993, pp. 363-376. 289. Véanse W. S. Heckscher, 1967, pp. 253-280, P. Schmidt, 1993. C. Cieri Via, 1994, pp. 45-47. C. Zumbusch, 2005, pp. 77-98. 290. G. Previtali, 1980, pp. 291-299.

Figs. 66-67 Sala de lectura de la Kulturwissenschaftliche Bibliothek Warburg de Hamburgo durante la exposición Ovid, 1927 Warburg Institute Archive, Londres Foto Warburg Institute 170

291. Véanse M. A. Holly, 1992, pp. 15-25. Id., 1993, pp. 17-25. M. Warnke, 1994, p. 135. G. Didi-Huberman, 2002a, pp. 414-451. 292. Véanse W. Rappl, 2003, p. 45. C. Bologna, 2004, pp. 288-297. M. Vinco, 2004, pp. 132-141. S. Weigel, 2004a, pp. 15-38. M. Pallotto, 2007, pp. 218-231. C. Wedepohl, 2009, pp. 23-46.

En las contadas cartas significativas escritas por Warbug, entre 1927 y 1929, para explicar su proyecto de atlas, jamás hallamos las palabras Synthesis o Einheit, sino más bien palabras o expresiones que giran alrededor del adverbio zusammen, es decir de la idea, más modesta y empírica, de compilar-juntos285. Warburg sabía muy bien entonces que su colección de imágenes funciona como un conjunto de «láminas» –o de «mesas de orientación»– sobre las cuales vienen a encontrarse cosas múltiples y a menudo muy heterogéneas. Por ese motivo evoca él el marco de inteligibilidad de Mnemosyne como «marco sólido y no obstante móvil, articulable» (einem festen Rahmen, der doch zugleich verstellbar ist) para su historia cultural de pervivencias de la Antigüedad286. En carta a su amigo Jacques Mesnil del 3 de Mayo de 1928, evoca finalmente la idea de un sistema –tanto en el sentido técnico como en el sentido conceptual– capaz de modificarse ante cada novedad, cada excepción, cada singularidad, cada exceso: esto es, un sistema «extensible» aun a riesgo de ser «interminable» (ein weitläufiges System)287. Mnemosyne compila efectivamente todo cuanto las fronteras disciplinarias solían separar, como bien observó Ernst Cassirer288, pero no transforma en «unidad» aquello que compila , y aún menos en «totalidad». De ahí la crisis de legibilidad que experimentamos cada vez que nos planteamos la cuestión del significado –la interpretación o el relato subyacente– de las relaciones que Warburg expone entre las imágenes de su atlas. Que Mnemosyne fue, según su creador, una herramienta iconológica y un compendio de «migraciones simbólicas», no cabe duda289. Mas no podemos sino interrogarnos acerca de su «utilidad sistemática», en la cual Giovanni Previtali aún insistía cincuenta años más tarde290. Mnemosyne es una herramienta iconológica tan sólo para decontruir las suposiciones de la propia iconografía, ya que abre la falla de los síntomas en la legibilidad global de las tradiciones simbólicas291. Lo cual supone una filología no convencional, una filología en busca de Urworte constantemente modificados por procesos competidores de intensificación y de neutralización, de polarización y de despolarización, de singularización y de tipologización292. 171

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Mnemosyne no será por tanto ni la enésima variante del ut pictura poesis –como cierta relación con los trabajos de Mario Praz, por ejemplo, podría sugerir293–, ni el proyecto radical de una «historia del arte sin texto»294. Constituye una colección de imágenes para mostrar cómo actúan las imágenes295. Y cómo al actuar llegan a trastocar hasta nuestro propio lenguaje, que sostienen y socavan, en el que se sostienen y donde se modifican, todo ello a la vez. Werner Rappl ha hablado de Mnemosyne en términos de «tempestad de imágenes»296 (Bildersturm). Fácilmente podríamos prolongar esa reflexión viendo en el atlas warburgiano una herramienta para almacenar y leer el mundo histórico como una gran «psicomaquia» atormentada, más allá de cualquier adecuación positiva de las «imágenes» a los «hechos». Mnemosyne sería una tempestad de imágenes por cuanto levanta lo que Juvenal, en sus Sátiras, denominaba justamente «tempestad poética»297 (si quando poetica surgit tempestas). Se situaría, pues, más allá de cualquier «lectura de los hechos», como por lo demás Ernst Bloch, contemporáneo de Warburg, reivindicó desde un punto de vista más explícitamente materialista y político:

la memoria acabara organizándose toda ella sobre la noción operatoria de intervalo303. Redoblando la historia del arte con un punto de vista «psico-histórico» sobre la memoria de las imágenes –las imágenes comprendidas a su vez como función memorial304–, Aby Warburg hacía añicos las fronteras disciplinares que separaban aún la Kunstgeschichte de una Kulturwissenschaft filosóficamente construida, en la que el atlas Mnemosyne jugó a fondo su papel de dispositivo conceptual305. Podríamos ya decir de este dispositivo lo que Ernst Cassirer había reconocido, desde 1929, en la clasificación tan extraña de la Kulturwissenschaftliche Bibliothek Warburg: «De la serie de los libros destacaba cada vez con mayor claridad una serie de imágenes, de motivos y de configuraciones espirituales originales306 (eine Reihe von Bildern, von bestimmten geistingen Urmotiven und Urgestaltungen). Werner Hofmann llamó después «constelaciones» (Konstellationen) a esas «configuraciones espirituales», y Sigrid Weigel «figuras de saber» (Wissensfiguren) actualizadas por una auténtica «técnica del espíritu»307 (Geistestechnik). Claude Imbert, por su parte, vio en ellas lo que llama un espacio analítico inédito: «El Atlas [de Warburg] no es el título de un libro o el nombre de un repertorio de imágenes, sino un espacio analítico al que se añade una operación mental inédita»308.

La cuestión [en la época de los debates filosóficos de los años 1920] era la del concepto de verdad: ¿es ésta una justificación del mundo (die Welt rechtfertigend) o es hostil al mundo (zu Welt feindlich)? ¿No está desprovisto de verdad todo el mundo existente? El mundo tal como existe no es verdadero. Existe un segundo concepto de verdad, que no es positivista, que no está basado en una comprobación de la facticidad, verification through the facts; sino que está más bien cargado de valor (Wertgeladen), como por ejemplo en el concepto «un verdadero amigo», o en la expresión de Juvenal tempestas poetica –esto es, una tempestad tal y como se encuentra en el libro, una tempestad poética, como la realidad no conocerá jamás, una tempestad llevada hasta el fin, una tempestad radical. Así pues, una verdadera tempestad, en este caso con respecto a la estética, a la poesía –en la expresión «un verdadero amigo», con respecto a la esfera moral. Y si ello no se corresponde con los hechos […], en ese caso, peor para los hechos (um so schlimmer für die Tatsachen), como decía el viejo Hegel298. Esa crisis de la legibilidad factual lleva aparejada, pues, una crisis del relato –que en Warburg señala la dificultad de redactar los textos de comentarios para su atlas–, incluso una crisis de la historicidad en cuanto tal. Warburg fue un «vidente del tiempo» más allá de cualquier crónica de acontecimiento299. Al igual que Freud, en 1915, había evocado un «destino de las pulsiones» (Triebschicksale) irreductible a los episodios de la historia del sujeto, Warburg pronto considerará las imágenes desde el ángulo de las psicomaquias y de sus subterráneas «fuerzas del destino»300 (Schicksalsmächte). El envite del atlas Mnemosyne no residía en clarificar la historia del arte: más bien en hacerla más compleja, cuando no oscurecerla, superponiéndole –o, diría yo, «sub-poniéndole»– una cartografía laminada de la memoria, una compleja geología de las pervivencias. Ahora bien, desde este punto de vista, ocurre con las imágenes como con las pulsiones: del mismo modo que Lacan comentó el «destino de las pulsiones» desde la perspectiva del montaje y de sus desmontajes301, en Mnemosyne advertimos asimismo que el destino de las imágenes sólo puede aprehenderse en términos de montajes, desmontajes y remontajes perpetuos302. De ahí que la teoría warburgiana de 172

303. Ibíd., pp. 494-505. Véase P.-A. Michaud, 1999-2000, pp. 43-61. M. Rampley, 2001, pp. 303-324.

293. M. Praz, 1967. Véase M. Forti, 2009, pp. 237-255. 294. P. A. Michaud, 1999-2000, pp. 52-56. 295. Véase K. Sierek, 2007, p. 15. 296. W. Rappl, 1993, pp. 368-373. 297. Juvenal, Sátiras, versos 23-24, p. 151. 298. M. Löwy, 1974, pp. 149-150. 299. Véanse M. Jesinhausen-Lauster, 1985, pp. 175-183. M. Pallotto, 2007, pp. 169-238. M. Hagelstein, 2009, pp. 93-98. 300. A. Warburg, 1924, pp. 41-50. Véase S. Freud, 1915b, pp. 11-43.

304. A. Warburg, 1929, p. 39. Véanse S. Ferretti, 1984, pp. 1-81. S. Rieger, 1998, pp. 245-263. T. Kato, 1999, pp. 229-233. G. Di Giacomo, 2004, pp. 79-112. A. Pinotti, 2004, pp. 53-78. H. Röckelein, 2004, pp. 159-175. E. Tavani, 2004b, pp. 147-199. C. Zumbusch, 2004, pp. 98-120. 305. Véanse E. Wind, 1931, pp. 21-35. C. Brosius, 1997, pp. 156-161. S. Weigel, 2004b, pp. 185-208. 306. E. Cassirer, 1929, p. 54. 307. W. Hofmann, 1995b, pp. 172-183. S. Weigel, 2004b, pp. 191-206. 308. C. Imbert, 2003, p. 15. 309. Ibíd., p. 19.

301. Véase J. Lacan, 1964, pp. 147-169.

310. A. Warburg, 1926-1929b, p. 404 (10 de febrero de 1929).

302. Véase G. Didi-Huberman, 2002a, pp. 471-476.

311. F. Saxl, 1930a, p. 314. F. Checa, 2010, p. 138.

Procediendo de una traductora de Gottlob Frege y de una epistemóloga de las «lenguas formulares», esa última observación merece que nos detengamos en ella, tanto más cuanto que Claude Imbert reconoce en ese «espacio analítico» una verdad construida al margen «de cualquier determinismo»309. ¿Cómo llamar, pues, a ese «espacio analítico» inventado por Aby Warburg en la sucesión «no determinada» –sino sobredeterminada– de las láminas de Mnemosyne? Basta para ello con volver al vocabulario empleado por Warburg a fin de describir su propio dispositivo o Denkraum de imágenes. El 10 de febrero de 1929, en Roma, el historiador anota en su Tagebuch: «Por la tarde, instalado (aufgestellt) Mnemosyne en dos bastidores con tela de yute. Ahora se puede abrazar con la mirada (übersehen) toda la arquitectura [de las imágenes] desde Babilonia a Manet, y criticarla (kritisieren) sin contemplaciones»310. En el pequeño plano que acompaña al manuscrito, reconocemos tanto la arquitectura de la habitación donde Warburg realiza su «instalación» como el contenido de las láminas expuestas. Junto a la palabra Mnemosyne puede leerse la indicación: «aproximadamente 1 300 reproducciones» (ca. 1300 Abb[ildungen]) [fig. 68]. Así pues, el «espacio analítico» de Mnemosyne –y con él el Denkraum warburgiano en general– se caracterizaría en primer lugar por realmente «tomar en consideración la presentabilidad» (Rücksicht auf Darstellbarkeit) del saber en cuestión, y más concretamente, por un minucioso trabajo de instalación visual. Aufstellen significa disponer para poner ante la mirada y significa asimismo montar un dispositivo, un aparellaje, una máquina, para ponerlas en funcionamiento. La operación obedece a una técnica de visualización que por sí misma no es ni narrativa ni explicativa, ni contemplativa ni muda. No es explicativa (y a este respecto, las esperanzas deterministas de una «demostración ad oculos» expresadas desde Fritz Saxl hasta Fernando Checa311 quedarán fatalmente defraudadas), 173

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puesto que sólo acepta una «mirada abrazadora», una simple Übersicht. No es muda ni tampoco insensata (y a este respecto, los argumentos de Benjamin Buchloh acerca de su carácter «anómico» se revelan por completo inadaptados)312 puesto que admite, e incluso convoca, un gesto de crítica (Kritik) conceptual. Filosóficamente hablando, ello significa que el «espacio analítico» warburgiano se basa en una búsqueda de la verdad –criticable en sus resultados, como deseaba su autor, y por lo mismo modificable permanentemente– que transgrede las fronteras del saber y del ver, del discurso y de la imagen, de lo inteligible y de lo sensible. Pero que, por ello mismo, transgrede también los modelos canónicos, deterministas, de la propia explicación. Mnemosyne aparece, pues, como una obra teórica basada en poner en crisis la explicabilidad erudita. Ahora bien, esa crisis no es en absoluto la marca de un defecto de racionalidad. Caracteriza incluso una posición lógica y gnoseológica formulada en la época de Warburg, nacida como una tempestas philosophica en 1918, en la tormenta del frente ruso y más tarde en el barrizal de un campo de prisioneros italiano. Esa posición es la de Ludwig Wittgenstein en su Tractatus logico-philosophicus. No hace falta extasiarse de nuevo ante el silencio místico al que parece invitar su última y demasiado famosa proposición («De lo que no se puede hablar mejor es callar»)313. La penúltima frase más bien es la que deberíamos retener aquí, cuando Wittgenstein insta a «superar [l]as proposiciones» a fin de «adquirir una justa visión del mundo»314 (Er mub diese Sätze überwinden, dann sieht er die Welt richtig).

igualar y oscurecer ligeramente fondo de papel

En ese sentido, Mnemosyne podría aparecernos como una «instalación» visual gracias a la cual aquello que no se puede explicar de modo determinista, habrá que saber mostrarlo, presentarlo por medio de montajes, donde una Übersicht o una «mirada abrazadora» podrían «superar las proposiciones» unívocas e instaurar una «justa visión del mundo». En la crítica mordaz al determinismo positivista que practicó sin cesar, Wittgenstein, sabido es, puso siempre el acento en las propias presuposiciones del lenguaje, de su uso y sus intenciones racionales. Ahora bien, para él, «lo esencial en la intención, en el designio, es la imagen. La imagen de lo que se forma la intención», escribe en sus Observaciones filosóficas, antes de advertir algunas páginas más adelante: «El sentido de una cuestión reside en el método para responder a ella. […] Dime cómo buscas y te diré qué buscas»315. ¿Ha de sorprendernos entonces leer en El cuaderno marrón estas líneas donde la explicación –que tiende a reducir, a «esencializar» la multiplicidad de los casos– da paso enseguida a una pura y simple presentación, a una Übersicht de las peculiaridades?

Fig. 68 Aby Warburg Tagebuch der Kulturwissenschaftliche Bibliothek Warburg, 10 de febrero de 1929 Tinta sobre papel Warburg Institute Archive, Londres Foto Warburg Institute Fig. 69 Aby Warburg Bilderatlas Mnemosyne, 1927-1929 Lámina 79 (detalle) Warburg Institute Archive, Londres Foto Warburg Institute 174

312. B. H. D. Buchloh, 1997, pp. 50-60. Id., 1999, pp. 117-145. 313. L. Wittgenstein, 1921, p. 177. 314. Ibíd., p. 177. 315. Id., 1930, pp. 63 y 66.

Imagina que alguien desea que te hagas una idea de las características de los rostros de una familia dada, los Mengano. Lo haría mostrándote un conjunto de retratos de familia y llamando tu atención sobre ciertos rasgos característicos, y su tarea principal consistiría en disponer (zusammenstellen) convenientemente esos retratos, lo cual te permitiría ver, por ejemplo, cómo determinadas influencias han transformado gradualmente los rasgos, de qué maneras características envejecen los miembros de la familia y qué rasgos van apareciendo entonces de modo más acusado. 175

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La función de esos ejemplos no consistía en mostrarnos la esencia de «derivar», de «leer», y así sucesivamente, a través de un velo de rasgos inesenciales; los ejemplos no eran las descripciones de un exterior que nos dejaría adivinar un interior que, por una u otra razón, no podía ser mostrado en su desnudez. Nos inclinamos a pensar que nuestros ejemplos son medios indirectos de producir cierta imagen o idea en la mente de alguien, –que indican algo que no pueden mostrar. [Al contrario,] nuestro método es meramente descriptivo (rein beschreibend); damos descripciones que no son indicios de explicación316.

Warburg acababa de poner en práctica en el atlas Mnemosyne: inventar un modo de presentación tal que la «mirada abrazadora» levante nuevas conexiones o afinidades entre determinadas imágenes, una manera de que surja la tempestas philosophica de problemas inadvertidos y de abrir nuevos horizontes para una historia de la cultura. Mnemosyne dispone así sus objetos antropológicos –muchos de los cuales pertenecen a la mitología, la religión, la superstición– sin someterse jamás al mito cientificista de la clasificación exhaustiva, a la religión positivista de las explicaciones finales o a la «superstición causal»322 de las determinaciones unívocas. La übersichtliche Darstellung, tal como Warburg estableció su práctica y tal como, contemporáneamente, Wittgenstein estableció su razón, esa «presentación sinóptica» de las multiplicidades resulta valiosa ante todo por su capacidad heurística para suscitar las comparaciones. Valiosa, pues, por su contenido morfológico y crítico, su manera de descubrir y de construir todo un mundo de afinidades o conflictos hasta entonces inadvertidos. Puesto que hablamos de afinidades y de morfología, no nos extrañemos de que el anclaje explícitamente goetheano del proyecto de Warburg resurja asimismo, aunque de modo más discreto, en el argumento de Wittgenstein donde se cita este célebre verso de Goethe: «Y así el coro indica una ley secreta»323 (Und so deutet das Chor auf ein geheimes Gesetz). Una «ley secreta» de las imágenes de la que ninguna teoría posee la última palabra –o la prominencia, o la síntesis– dado que se inventa, se encarna y se transforma en cada nueva afinidad, cada nuevo conflicto.

El ejemplo que elige Wittgenstein apunta de modo explícito al método de los «rostros heterogéneos» con el que Francis Galton, a semejanza de Cesare Lombroso, pretendía en el siglo XIX extraer el «tipo» o la «figura esencial» de un crimen a partir de la superposición o de la suma autoritaria –y no de la más modesta multiplicación– de fotografías de criminales ingleses317. «Desprendernos de las imágenes [esenciales] incrustadas en nuestro lenguaje supone un trabajo de largo alcance», comenta Christiane Chauviré, «y el problema filosófico que nos perturba quedará disuelto en cuanto lleguemos a la Übersicht, la visión sinóptica»318. Wittgenstein elogiará de nuevo esa Übersicht en sus Observaciones a «La rama dorada» de Frazer, esto es, en un ámbito –la antropología– que nos acerca directamente al empeño de Warburg a través de la elaboración de su atlas Mnemosyne: Creo que el intento de explicación (Erklärung) constituye en sí un fracaso, pues sólo debemos reunir correctamente (richtig zusammenstellen) lo que sabemos sin añadir nada, y la satisfacción que tratamos de obtener con la explicación se da por sí sola. […] La explicación histórica, la explicación que adopta la forma de una hipótesis de evolución (Entwicklung), no es sino una manera de reunir los datos –de proporcionar su cuadro sinóptico (Synopsis). Resulta igualmente posible considerar los datos en sus relaciones mutuas y agruparlos en un cuadro general (Übersicht), sin enunciar una hipótesis relativa a su evolución en el tiempo. […] Esta presentación sinóptica (diese übersichtliche Darstellung) es la que nos permite comprender, es decir, precisamente “ver las correlaciones” (Zusammenhänge sehen). De ahí la importancia del hallazgo de los términos intermediarios (Zwischengliedern). Pero en ese caso un hipotético término intermediario no debe hacer más que orientar la atención hacia la similitud, la conexión de los hechos319 (auf die Ähnlichkeit, den Zusammenhang, der Tatsachen lenken). En la continuación directa de ciertas proposiciones del Tractatus sobre la ilusión de que las leyes de la naturaleza sean «explicaciones»320, el ensayo sobre La rama dorada equivale a decir que tanto en antropología como en estética (al igual que en filosofía), la explicación se confunde con la eliminación de la rareza y de la «singularidad» que sólo una presentación comparativa es capaz de respetar. «Wittgenstein», escribe Jacques Bouveresse, «considera que el mérito esencial de gente como Darwin o Freud no radica en sus hipótesis explicativas propiamente dichas, sino en su aptitud para hacer hablar a los propios hechos agrupándolos y ordenándolos de forma inédita»321. Ahora bien, eso es exactamente lo que 176

LO INAGOTABLE, O EL CONOCIMIENTO POR REMONTAJES El atlas Mnemosyne se presenta, pues, como un dispositivo ejemplar de esa Übersicht cuya pertinencia epistemológica, en cuanto aperçu, visión de conjunto o cuadro sinóptico, Wittgenstein –en el preciso momento en que Warburg trabajaba febrilmente en su compilación de imágenes– justificó con reflexiones fundamentales. Una lámina de Mnemosyne se compone antes que nada para orientarnos en el cuestionamiento y hacernos advertir ciertas configuraciones de afinidades o de conflictos, configuraciones que liberan, apostaba Warburg, los estratos más profundos de la «psicomaquia» occidental desde la Antigüedad hasta nuestros días. Pero, como es sabido, el verbo übersehen posee otro sentido, que Wittgenstein no quiso retener y que sin embargo forma parte de toda experiencia de lo advertido, dibujando en ella el contramotivo exacto –el contramotivo freudiano– de su fecundidad heurística: se trata del sentido de la omisión, si no de la escotomización. Übersehen sin duda significa ver con mirada abrazadora y hacer que ciertas cosas o relaciones nos salten a la vista; pero significa asimismo no ver, no captar todo, no percatarse de todo, omitir algo que en lo «advertido» mismo, salta o se nos escapa en las profundidades de lo no sabido.

316. Id., 1935, p. 200-201. 317. Véase C. Chauviré, 2003, pp. 67-72. 318. Ibíd., p. 11. 319. L. Wittgenstein, 1930-1933, pp. 14 y 21. 320. Id., 1921, p. 168.

321. J. Bouveresse, 1982, p. 102. 322. Ibíd., pp. 114-124. 323. L. Wittgenstein, 1930-1933, p. 21. Véase J. Lacoste, 1997, pp. 15-21 y 84-85.

Resulta muy sorprendente, en efecto, que dentro de la fenomenología «caleidoscópica» de Mnemosyne, todo aquello que por un lado nos «salta a la vista», parece sumirse por el otro en la oscuridad de los fondos negros, y por consiguiente escapar a nuestra vista. Todo aquello que irrumpe como nueva evidencia –nueva 177

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afinidad, nueva configuración, nuevas relaciones– huye de igual forma en cuanto nuevo misterio, nueva cuestión que afrontar, nuevo problema que construir. Por ejemplo, puedo comprender que, en la última lámina de Mnemosyne [figs. 44 y 69], el ritual eucarístico fotografiado en 1929 se sitúe en «configuración» con la Misa de Bolsena pintada por Rafael en el Vaticano; de súbito descubro que las dos xilografías de «milagros eucarísticos», reproducidas en la parte inferior de la lámina, señalan una connivencia trágica entre la instauración dogmática de la festividad del Corpus Domini y el desarrollo del antisemitismo en el Renacimiento. Mas, en el preciso momento en que advierto las relaciones que establece Warburg entre dichas imágenes montadas unas con otras, se me escapan de nuevo todas las demás relaciones indicadas en la lámina: ¿por qué, en el mismo lugar, una representación de la Esperanza? ¿Por qué el catálogo de los castigos corporales japoneses y la fotografía de harakiri? ¿Por qué los accidentes de ferrocarril y la sección deportiva del Hamburger Fremdenblatt?

la doble condición que impone al saber que dispensa: en él lo inagotable –la abundancia, la apertura de nuevos horizontes– conlleva lo insondable de algo que permanecerá acaso para siempre misterioso, informulado, invisible. Lo inagotable del saber warburgiano no obedece solamente a la prodigiosa cantidad de material iconográfico que vemos desfilar en Mnemosyne, desde los hígados adivinatorios babilónicos hasta las fotografías de prensa de las primeras décadas del siglo XX. Obedece asimismo –e incluso más– a esa capacidad de desplazar la mirada que hizo de Warburg un verdadero «vidente de los tiempos», un verdadero remontador de tiempos perdidos (perdidos pero eficientes hasta en nuestra más íntima contemporaneidad). Gracias a ese «pequeño gesto que consiste en desplazar la mirada, hace visible lo que es visible, hace aparecer lo que se halla tan próximo, tan inmediato, tan íntimamente unido a nosotros que por ello mismo no lo vemos», como dirá Michel Foucault de todo filósofo en cuanto «diagnosticador del tiempo»327.

La Übersicht, esa «mirada abrazadora» abocada al descubrimiento de nuevas configuraciones, aunque igualmente a la disociación y a la pérdida de toda unidad, caracteriza tan bien el funcionamiento de Mnemosyne porque define, en el fondo, la condición misma del espíritu warburgiano como tal: su potencia y su pathos a la vez (como en el personaje mítico de Atlas). En su extensa carta de 1921 al personal médico de la clínica Bellevue –nombre predestinado, diríase– Aby Warburg escribía de sí mismo: «Mi enfermedad consiste en que pierdo la capacidad de vincular las cosas según sus simples relaciones de causalidad (daß ich die Fähigkeit, die Dinge in ihren einfachen Kausalitätsverhältnissen zu verknüpfen, verlierte), lo cual se refleja tanto en el plano espiritual como en el real…»324. Aun cuando hable, a continuación de esa frase, de «berenjenas rellenas de forma indefinible» –y de la sobreinterpretación delirante a que puede conducir–, lo que aquí se enuncia, con completa lucidez, es efectivamente el logos y la episteme del gran historiador. Pues Mnemosyne muestra a las claras que el genio de Warburg consistía precisamente en ser capaz de vincular las imágenes más allá de sus «simples relaciones de causalidad».

Ese inagotable, empero, implica una contrapartida de insondable. El atlas Mnemosyne, como bien dijo Werner Rappl, queda estructurado como un opus incertum328, siempre entre revelación y misterio, entre dar y retirar. El propio Warburg no ignoraba esa doble condición: «La pausa eternamente huidiza entre la impulsión y el acto; de nosotros depende que dure lo máximo, con ayuda de Mnemósine, ese hálito suspendido329 (diese Atempause)». Era una manera de decir que Mnemosyne respira: hálito contenido cuando se establece el equilibrio inestable de una afinidad de imágenes; hálito recobrado cuando los intervalos –el fondo negro de las láminas– reconquistan su derecho a lo insondable. Lo expresaba el propio Warburg con todo un vocabulario, incluso una jerga idiosincrásica, de la oscilación y la polaridad, según se lee sobre todo en los textos de los últimos años de trabajo en Mnemosyne, entre 1927 y 1929: pienso en el manuscrito de los Grundbegriffe –donde encontramos una definición tan breve como llamativa de la cultura como «tragedia de la polaridad inmanente» (Tragödie immanenter Polarität)330–, y ante todo en la «Introducción» (Einleitung) en la cual Warburg trató de resumir el proyecto teórico inherente a su atlas Mnemosyne:

No decía otra cosa Ludwig Binswanger cuando reflexionaba, como solía hacer, sobre la «forma de ser» de su paciente: «En él, el rigor de la estructura queda siempre un poco por detrás de la profusión de materiales y de aperçus rebosantes de ingenio (zurück hinter der Fülle des Materials und geistreicher Aperçus), pero ello resulta más sensible para quien lo oye que para él mismo. Por desgracia, no siempre logra formular lógica y verbalmente las conexiones que intuye325 (geschauten Zusammenhang). Fue tras la muerte de Warburg, leyendo las necrologías de Fritz Saxl y de Ernst Cassirer, cuando Binswanger logró enunciar la mezcla de compasión y admiración que en el fondo sentía ante la inquieta gaya ciencia de su paciente: «Veo esas necrologías como variaciones sobre un tema musical profundo e insondable (unergründlich), que nadie puede agotar (das von niemanden ausgeschöpft werden kann), pero que colma de alegría la existencia de cada cual, tan pronto como uno u otro compás suena en el silencio del ser»326.

325. L. Binswanger y A. Warburg, 1924-1929, pp. 249-250 (carta a Max Warburg del 1 de mayo de 1925).

Si el atlas Mnemosyne representa efectivamente la «herencia de nuestra época» en el ámbito de la comprensión histórica de las imágenes, hemos de aceptar entonces

326. Ibíd., p. 298 (carta a Mary Warburg del 18 de diciembre de 1929).

Introducir conscientemente una distancia entre uno mismo y el mundo exterior es lo que sin duda podemos designar como el acto fundador de la civilización humana; si el espacio así abierto (Zwischenraum) se convierte en el substrato de una creación artística, entonces se hallan reunidas las condiciones para que esa conciencia de una distancia (Distanzbewubtsein) se convierta en una función social permanente que, modulada por el vaivén pendular entre materia y Sophrosyne [templanza, sensatez], dibuja aquel movimiento cíclico entre una cosmología de la imagen y una cosmología del signo cuya capacidad o impotencia para orientar al espíritu (als orienterendes geistiges Instrument) significa nada menos que el destino de la cultura humana (das Schicksal der menschlichen Kultur). […] Para esclarecer las fases críticas (kritischen Phasen) de ese proceso, habría mucho que extraer aún del conocimiento de la función polar (Erkenntnis von der polaren Funktion) que hace oscilar la creación artística entre la imaginación (Phantasie) y la razón (Vernunft); no se ha aprovechado plenamente, en particular, el inmenso material documental que brindan en este aspecto las

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327. M. Foucault, 1978, p. 954 (versión más extensa citada por C. Chauviré, 2003, p. 9). 324. A. Warburg, 1921-1924, p. 187.

328. W. Rappl, 1993, pp. 373-374. 329. Citado por K. Sierek, 2007, p. 182. 330. A. Warburg, 1928-1929, p. 13 (con fecha 12 de febrero de 1929). 331. Id., 1929, pp. 38-41. V. Id., 1927a, p. 178.

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imágenes formadas por el hombre. Entre la acción imaginaria y la contemplación conceptual se asienta esa exploración titubeante del objeto (das hantierende Abtasten des Objekts) seguida por su reflexión plástica o pictórica que llamamos el acto artístico (künstlerischen Akt). […] El atlas de Mnemosyne, con su material iconográfico, se propone ilustrar ese proceso que cabría describir como un intento por asimilar, a través de la representación del movimiento viviente, un fondo de valores expresivos preformados (vorgeprägter Ausdruckswerte). […]

materia y pensamiento, contacto y distancia, incorporación y reflexión, imaginación y razón, imagen y signo, fiesta orgiástica y ritual de poder, Dioniso y Apolo… Toda la historia de nuestros gestos –y, por ende, de nuestras imágenes– no sería, de creer la lección warburgiana, más que la historia de esa oscilación. Que Mnemosyne, finalmente, se presente como un dispositivo visual tan insondable como inagotable tal vez no designe nada más que su afinidad estructural con las cuestiones que trata, «tragedia de la cultura» o «función polar» de las imágenes. Mnemosyne sería esa «crisis decisiva» practicada en el corazón del saber histórico para brindar la oportunidad de una mirada abrazadora sobre determinadas «crisis decisivas» de la cultura occidental. Del mismo modo que el hombre ante los monstra no puede proceder sino por «exploraciones titubeantes», el atlas Mnemosyne sería un objeto construido para la misma exploración, con el material que le es propio. Por eso no constituye ni un resumen doctrinal ni un manual, ni un diccionario sistemático ni un archivo, ni una síntesis recapitulativa ni un análisis, ni una crónica ni una explicación unilateral. Es un ensayo en el sentido trivial de la palabra –ensayemos a ver si esto funciona o falla, si esto pone de manifiesto u obnubila nuestra mirada, y en cualquier caso intentémoslo de nuevo– tanto como en el sentido epistemo-crítico que le restituyó, en el linaje de Walter Benjamin, Theodor Adorno.

El triunfo de la existencia, prefigurado por las formas plásticas de la Antigüedad, estalla en la conmovedora oposición entre la afirmación de la vida y la negación del yo (in der ganzen erschütternden Gegensätzlichkeit von Lebensbejahung und Ich-Verneinung), y se muestra al alma de las generaciones ulteriores que sobre los sarcófagos paganos ven a Dioniso a la cabeza de su tropa orgiástica, y sobre los arcos [de triunfo] romanos, la marcha triunfal del emperador. […] Desde Nietzsche ya no hay necesidad de presumir de revolucionario para conocer la esencia de la Antigüedad en el símbolo de la doble columna hermética de Apolo-Dioniso. […] La gesticulación desenfrenada que acompañaba al cortejo de los dioses de la ebriedad, especialmente en Asia Menor, abarca toda la gama de movimientos expresivos de una humanidad estremecida por sus terrores (die ganze Skala kinetischer Lebensäuberung phobisch-erschütterten Menschentums), [y esa es] una característica esencial e inquietante (wesentliches und unheimliches) de esos valores expresivos, tal y como podían por ejemplo hablar, sobre sarcófagos antiguos, al ojo de los artistas del Renacimiento.

El atlas Mnemosyne posee en efecto todas las características destacadas por Adorno en su notable texto sobre «El ensayo como forma»: «coordina los elementos en lugar de subordinarlos» a una explicación causal; «construye yuxtaposiciones» fuera de cualquier método jerárquico; produce argumentos sin renunciar a su «afinidad con la imagen»; busca «una mayor intensidad que en la conducción del pensamiento discursivo»; no teme la «discontinuidad» pues ve en ella una especie de dialéctica parada, un «conflicto inmovilizado»; se niega a concluir y sin embargo sabe «hacer que emerja la luz de la totalidad en un rasgo parcial»; procede siempre «de modo experimental» y trabaja esencialmente en la «forma de la presentación», lo cual denota en él cierto parentesco con la obra de arte, aun cuando su envite sea claramente no artístico333.

Con singular ambivalencia procuró el Renacimiento italiano asimilarse ese fondo hereditario de engramas fóbicos (diese Erbmasse phobischer Engramme). […] La necesidad de confrontarse (der Zwang zur Auseinandersetzung) al mundo formal de valores expresivos predeterminados –provengan del pasado o del presente– supone, para cada artista cuidadoso de afirmar su manera propia, la crisis decisiva331 (die entscheidende Krisis). La lectura de ese texto resulta sin duda penosa por la extensión de sus propias circunvoluciones. Aunque en mí evoca menos la «sopa de anguilas», como calificaba Warburg su estilo de escritura (Aalsuppenstil)332, que las dolorosas contorsiones de un Laocoonte en pugna con sus serpientes o de un Orfeo condenado por las ménades furibundas. Pues gira sobre sí mismo justamente en el estilo de aquello que describe: un trabajo, un sufrimiento, una «psicomaquia». La ruda labor de toda cultura humana, en efecto, reside en entrar en la «confrontación» (Auseinandersetzung) o la «crisis decisiva» que sitúa al hombre enfrente de los –o de sus propios– «monstruos». Lo inagotable y lo insondable se reúnen, pues, en la obra de Warburg como en aquello que él percibía en acción dentro de toda cultura: la «exploración titubeante», incluso la tragedia, en las cuales nos sentimos alternativamente orientados y desorientados. Razón por la cual lo esencial (wesentlich) siempre es también, para Warburg, lo inquietante (unheimlich) por antonomasia. Como Nietzsche había visto con claridad, no cesamos de ir y venir en el «intervalo» (Zwischenraum) que adjunta y desjunta al mismo tiempo 180

El ensayo aparece aquí como esa «forma abierta» –ni teleológicamente encerrada, ni estrictamente inductiva, ni estrictamente deductiva– que accede a presentar un material contingente o fragmentario donde lo que se pierde en precisión se gana en legibilidad; «deroga, por tanto, el concepto tradicional de método» al buscar «en las transiciones [su] contenido de verdad»; género «anacrónico» por antonomasia, asocia las técnicas antiguas de la exégesis con los modernos horizontes políticos de la crítica; no tiene miedo a las «sobreinterpretaciones» puesto que sólo se interesa por objetos sobredeterminados; se revela indisociablemente «realista» y «soñador», buscando aprehender en esta doble óptica la «verdadera complejidad» de las cosas humanas; gracias a lo cual su potencia teórica es incomparable, «devora las teorías próximas de él» y, si se da el caso, se muestra «más dialéctico que la dialéctica» misma334. 333. T. W. Adorno, 1954-1958, pp. 7, 21-22 y 27-28. 332. Citado por E. H. Gombrich, 1970, p. 14.

334. Ibíd., pp. 7, 13-17, 19, 23 y 25-27.

No queda ya la menor duda de que, en ese sentido, Mnemosyne representa la «herencia de nuestra época». Así, el atlas de imágenes ha de considerarse desde el punto de vista epistemo-crítico que los enfoques procedentes de Nietzsche o de 181

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Wittgenstein, de Benjamin o de Adorno, habrán, así lo espero, evidenciado. Y resulta por ello una herencia pesada, difícil de llevar, una herencia que no nos simplifica la vida, pues nos propone –en perfecta coherencia con sus propias lecciones sobre la historia de la cultura– una oscilación antes que una posición, un zigzag antes que una vía rectilínea. Asumir la lección de Mnemosyne significa aceptar ir y venir entre la gaya ciencia y la inquietud: entre lo inagotable de las multiplicidades (función epistémica donde operan las disparidades del mundo sensible) y lo insondable de las supervivencias (función crítica donde operan los desastres de la memoria). Doble régimen y doble temporalidad, pues, para ese saber visual de un nuevo género.

Bloch había visto ya en 1935 y críticos como P. Adams Sitney o Hannus Möbius demostraron más recientemente340. Por ello no es abusivo comparar Mnemosyne con el trabajo documental –y no artístico en principio– de August Sander, por ejemplo341 [figs. 41-42]. Por ello puede ser fructífero recordar que en el preciso momento en que Warburg constituía sus Notizkästen de la Gran Guerra, Marcel Duchamp realizaba para su Caja de 1914 una serie de facsímiles, técnica a priori no artística, practicada sobre todo en ámbitos como la arqueología, por ejemplo, y convocada para producir, no cuadros, sino simples «láminas» válidas en la lógica de su colección342 [fig. 70]. Sabemos asimismo que en el preciso momento en que Warburg trabajaba en su atlas Mnemosyne, Kasimir Malevich exponía en Berlín, en 1927, no solamente cuadros admirables, sino también simples mesas ideadas según el reto teórico de una Übersicht de la historia cultural donde el suprematismo ocupaba un lugar propio en medio de textos –traducidos al alemán–, esquemas y montajes fotográficos343 [fig. 71].

La recepción de Mnemosyne ha adolecido de ignorar con excesiva frecuencia ese contenido epistemo-crítico y el doble régimen temporal que sostiene su eficacia. Considerar el atlas de Warburg tan sólo desde el punto de vista «especializado» de la historia del arte significa por tanto desconocerlo dos veces: la primera, en la extensión de su campo epistémico (que va mucho más allá del arte), la segunda, en la dialéctica de sus modelos de tiempo (que van mucho más allá de una historia estándar). ¿Fue la Kriegskartothek de 1914-1918 solamente una herramienta para historiadores del arte? De ningún modo. ¿Debe incluirse en los debates estéticos sobre la «tradición» o la «novedad» inherentes a ese período de guerra?335. Traicionaríamos con ello la riqueza dialéctica de las temporalidades enmarañadas que Warburg nunca dejó de exhumar. Y si la Gran Guerra, en efecto, determina una parte esencial de nuestros «desastres» contemporáneos, lo hace ante todo por vías sintomales cuya economía ha descrito bien Ángel González García con los términos del «resto» y la «historia invisible»336. El atlas Mnemosyne no ha escapado por desgracia a toda una serie de debates cuyos términos –ajustados a modelos epistémicos y temporales que sin embargo Warburg ya había deconstruido– revelaron de inmediato sus límites. Que los gustos artísticos de Warburg (Böcklin, Franz Marc, Liebermann…) quedaran más bien lejos del arte de vanguardia337 no excluye en absoluto las sorprendentes analogías establecidas por Werner Hofmann o Kurt Forster entre Mnemosyne y ciertas obras de Rodtchenko, por ejemplo338. Que las láminas del atlas no sean collages en sentido estricto (tal como Benjamin Buchloh hizo notar, con razón) no significa que sea preciso separar a Mnemosyne de su afinidad con las artes del montaje, con objeto de inscribirlo en la gran lucha epocal del «posmodernismo» con el «modernismo» (como el mismo Buchloh intenta sin convencer)339. En el atlas Mnemosyne, lo inagotable no designa nada más que la capacidad de montar constantemente, desmontar y remontar, corpus de imágenes heterogéneas con el fin de crear configuraciones inéditas y aprehender en ellas ciertas afinidades inadvertidas o ciertos conflictos operantes. Ello significa que se empobrece la noción misma de montaje si la consideramos únicamente desde el punto de vista de una receta (procédé) «artística». Muy por encima de cualquier receta (procédé), el montaje es un procedimiento capaz de poner en movimiento nuevos «espacios de pensamiento»: es una manera de nombrar de nuevo y reconfigurar la gaya ciencia nietzscheana. Incluso en el ámbito estético, el montaje se caracteriza por su naturaleza transversal, paradigmática o transdisciplinaria, como Ernst 182

340. E. Buchloh, 1935, pp. 204-211. P. A. Sitney, 1990. M. Teitelbaum (dir.), 1992. H. Möbius, 2000. 341. Véase B. Cestelli Guidi y F. del Prete, 1999, p. 23. 342. Véase A. Schwarz, 1997, II, pp. 598-603. 343. Véase T. Andersen, 1970, pp. 113-136. 344. W. S. Heckscher, 1967, pp. 268-272. 335. Véase A. Prost y J. Winter, 2004, pp. 250-253. Sobre la «tradición»: Véase K. Silver, 1989. J. Winter, 1995, pp. 245-251. P. Dagen, 1996. M. Hanna, 1996, pp. 143-176. Sobre la «novedad»: Véase J.-M. Palmier, 1978, pp. 35-111. M. Eberle, 1985. M. Eksteins, 1989. R. Cork, 1994a y 1994b, pp. 301-396. É. Michaud, 1997. J. Segal, 1997. K. Artinger, 2000. A. Becker, 2000a, p. 71-84. B. Lorquin, A. Vogel y H. Witterotter, 2007. A. Negri, 2007, J. Arnaldo (dir.), 2008. 336. Á. González García, 2000, pp. 97-109 y 189-195. 337. Véanse M. Forti, 2004, pp. 377-410. S. Lütticken, 2005, pp. 45-59. 338. W. Hofmann, 1980b, p. 65. K. W. Forster, 1995, pp. 184-206. 339. B. H. D. Buchloh, 1997, pp. 50-60. Id., 1999, pp. 117-145. Véase G. Didi-Huberman, 2002a, pp. 480-482.

345. Ibíd., pp. 253-255. 346. Citado por N. Mann, 2002, p. VIII. 347. W. Pichler y G. Swoboda, 2003, pp. 93-180. Véanse M. Glashoff, A. Neumann y M. Doppner, 1987. S. Caliandro, 1997-1998, pp. 96-97. K. Mazzuco, 2000, pp. 99-135. M. Pallotto, 2007, pp. 209-218. K. Sierek, 2007, pp. 20-38 y 63. M. Hagelstein, 2009, pp. 99-108. 348. B. Stiegler, 2009a, pp. 285-320. 349. Véanse D. Elliot y T. Hahr (dir.), 1998. A. te Heesen y E. C. Spary (dir.), 2001. A. te Heesen (dir.), 2002. Id., 2004, pp. 297-327. J. Arnaldo, 2007, pp. 57-74. M. Cometa, 2008, pp. 56-59. T. Castro, 2010, pp. 229-244. 350. Véase I. Graeve, 1988, pp. 237273. F. Brons, 2009, pp. 15-30. A. te Heesen, 2009, pp. 55-64. A. Holzer, 2009, pp. 31-46. B. Stiegler, 2009b, pp. 5-14.

Recordemos que la afinidad –harto sorprendente a primera vista– de Warburg con Marcel Duchamp fue destacada, en algún punto entre las cronofotografías de Étienne-Jules Marey y los collages de Georges Braque, por uno de los discípulos más apasionantes del propio Warburg, William Heckscher344. Más allá de las diferencias de receta (procédé), el común procedimiento que se subraya en ese género de afinidad, atañe antes que nada a la crítica del cuadro que toda la empresa del atlas –al igual que la de las Cajas duchampianas– practica en beneficio de lo que el autor de Mnemosyne denominó una Übersicht comparativa de las imágenes. Desde 1912 –o sea en el preciso momento en que William Heckscher sitúa el instante crucial de la «invención de la iconología»345–, hallamos en la correspondencia de Warburg la magnífica expresión, reminiscencia del francés antiguo, de «cuadro lábil», que designa un pequeño dispositivo ideado para gestionar las presencias y ausencias de los eruditos durante el décimo congreso internacional de historia del arte celebrado en Roma346. ¿No se buscaba así, ya entonces, una alternativa al marco intangible del cuadro fijo antes de que los paneles móviles del atlas demuestren su plena eficacia como «topografías múltiples» –con palabras de Wolfram Pichler y Gundrun Swoboda– y montajes dinámicos?347. Bernd Stiegler ha hablado en fecha reciente del montaje como de una Kulturtechnik, lo cual le ha permitido considerar, desde una perspectiva de larga duración, los procedimientos fotográficos de los años veinte y treinta más allá de todas las cuestiones tradicionales del arte y la industria, de la expresión «subjetiva» y el registro «objetivo»348. Desde ese punto de vista, en todo caso, podemos situar Mnemosyne en un contexto donde los montajes fotográficos desempeñarán un papel decisivo en la presentación –e igualmente en la propia constitución– de los saberes de aquel tiempo organizados en colecciones349. Habría que acometer aquí una tarea ingente, por ejemplo comparando las exposiciones de la Kulturwissenschaftliche Bibliothek Warburg con las numerosas exposiciones fotográficas contemporáneas suyas en Alemania350; o bien recalcando la concomitancia del atlas Mnemosyne con las presentaciones sinópticas del saber en los libros de Le Corbusier y de Amédée Ozenfant, los montajes pedagógicos de la Bauhaus de Weimar y del Vhutemas de Moscú, 183

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o bien las extraordinarias composiciones «tipográficas» de László MoholyNagy en sus libros Malerei Fotografie Film o Von Material zu Architektur351. Tiene desde luego razón el historiador del arte en tomar en consideración las recetas (procédés) formales así como sus temas subyacentes: en ese aspecto, los Arbeitskollagen de Karl Blossfeld o las series documentales de August Sander y Walker Evans352 se distinguen fácilmente, tanto por sus técnicas como por sus apuestas, de una publicación como el Handatlas dadaísta de 1919-1920 o los álbumes de Hannah Höch y de George Grosz353, sin olvidar los usos ulteriores de la fotografía documental –arqueológica, etnológica, geográfica o histórica– por los surrealistas354. Ocurre, sin embargo, que un enfoque «epistemo-crítico», como el que reivindicaban Walter Benjamin o Ernst Bloch, debe obligatoriamente sacar a la luz los procedimientos y los paradigmas más allá de las simples recetas (procédés): por eso Benjamin, en su «Pequeña historia de la fotografía», da cuenta de la gran mutación fotográfica de las dos primeras décadas del siglo XX reuniendo los nombres de Atget y August Sander, de Germaine Krull y Karl Blossfeldt, así como de László Moholy-Nagy, e incluso Eisenstein y Poudovkine355. Esa gran mutación –aparte del famoso «ocaso del aura»– corresponde a la Übersicht, procedimiento por el cual el arte fotográfico participaba del saber hallando nuevas formas de presentación, e incluso de constitución, de dicho saber.

se puede mejorar?

se puede mejorar? 351. Le Corbusier, 1925. A. Ozenfant y C.-É. Jeanneret, 1925. L. Moholy-Nagy, 1927 y 1929b (véase B. Stiegler, 2009a, p. 255268). S. O. Khan-Magomedov, 1990. K.-J. Winkler (dir.), 2006-2008. 352. Véase O. Lugon, 2001, pp. 6183 y 241-294. A. Wilde, 2001. 353. Véase R. Sheppard (dir.), 1982. H. Bergius, 2000. G. Luyken (dir.), 2004. L. Le Bon (dir.), 2005, pp. 328331. B. Möckel (dir.), 2010.

Fig. 70 Marcel Duchamp La Caja de 1914, 1913-1914 Facsímiles fotográficos. Philadelphia Museum of Art, The Louise and Walter Arensberg Collection, Filadelfia Fig. 71 Kasimir Malevich Charte analytique, hacia 1925 Montaje de fotografías, documentos fotomecánicos, dibujos a lápiz y tinta sobre papel, 63,5 x 82,6 cm The Museum of Modern Art, New York 184

354. G. Bataille (dir.), 1929-1930. A. Skira y E. Tériade (dir.), 19331939. A. Breton y P. Éluard, 1938. Véase M. Poivert, 2006. Q. Bajac y C. Chéroux (dir.), 2009, pp. 60-61 y 170-213. 355. W. Benjamin, 1931b, pp. 309-317. 356. Id., 1935, pp. 83-84. 357. Ibíd., pp. 82-83. 358. Véase G. Agamben, 1992, p. 65. P.-A. Michaud, 1998, pp. 37-64. Id., 2003, pp. 87-96. K. Sierek, 2007, pp. 27-52. 359. W. Benjamin, 1928a, p. 45. 360. Ibíd., p. 43.

El atlas Mnemosyne marca a todas luces un momento crucial, aun desconocido por Benjamin en 1931, en esa gran mutación «epistemo-crítica». Su movilidad fundamental y su perpetuo afán de «perfectibilidad» –posibilitados por el uso de pequeñas pinzas con las que Warburg podía disponer provisionalmente una imagen respecto a las demás en su pantalla negra y luego cambiarla de sitio– remiten exactamente al procedimiento de montaje tal como Benjamin lo describe en su texto sobre la reproductibilidad técnica356. Que el autor del Libro de los pasajes se permitiera, en esa reflexión, «pasar» casi inmediatamente de Atget a Charlie Chaplin nos proporciona un indicio suplementario de que, efectivamente, él consideraba el montaje más allá de cualquier especificidad del medio357. Así las cosas, no cabe extrañarse de que la eficiencia del atlas Mnemosyne se haya abordado muchas veces a través de un paradigma cinematográfico (y no su proceso, que Warburg no utilizó ni comentó jamás), como consta en las reflexiones de Giorgio Agamben, Philippe-Alain Michaud o Karl Sierek358. Sabemos por otra parte, desde el famoso «Prefacio epistemo-crítico» compuesto por Walter Benjamin para su libro sobre El origen del drama barroco alemán, que sacar a la luz una configuración de pensamiento original siempre conlleva una «doble óptica» –una dialéctica– donde la verdad que contiene un objeto «procede de extremos alejados, de excesos aparentes de la evolución, [allí] donde tales oposiciones pueden coexistir de una manera que dé sentido359. Ese punto de vista se encuentra ya en el atlas warburgiano, por ejemplo en el motivo crucial de la «oscilación polar», aunque debería aplicarse también a cualquier reflexión sobre todos y cada uno de sus pormenores. Si el atlas Mnemosyne aparece efectivamente como un «origen» en el sentido de Benjamin –esto es, ese «torbellino en el río del devenir»360 que, por nuestra parte, hemos asociado a la expresión tempestas poetica o philosophica–, debemos entonces procurar seguir sus movimientos más 185

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allá de su pura factualidad o su pura filología interna. Dicho de otro modo: tanto en su memoria, como en el deseo que pone en movimiento. «El origen, escribe Benjamin, nunca se da a conocer en la existencia desnuda, evidente, de lo factual, y su rítmica sólo puede ser percibida en una doble óptica. Requiere ser reconocida, por una parte, como una restauración, una restitución, y por otra, como algo por ello mismo inacabado, siempre abierto. […] Por consiguiente, el origen no emerge de hechos comprobados, sino que atañe a su pre- y post-historia361 (Vor-und Nachgeschichte)». La Vorgeschichte del atlas Mnemosyne supone un arco temporal considerable, como he tratado de sugerir, desde las «mesas» adivinatorias antiguas hasta los «teatros» barrocos de la memoria. Dentro de los límites de la edad fotográfica, William Heckscher fue el primero que recordó la importancia de las láminas cronofotográficas de Étienne-Jules Marey, mientras que Philippe-Alain Michaud evoca las primeras cinematografías del gesto humano y la danza362. Contemporáneo de Mnemosyne sería, obviamente, el considerable desarrollo de procedimientos fílmicos que buscan producir algo semejante a una Übersicht en movimiento, como se advierte en los dispositivos sinópticos de Abel Gance o en los montajes sincrónicos de René Clair, Walter Ruttmann, Dziga Vertov, Eisenstein, Jean Vigo o Moholy-Nagy363. Respecto a la Nachgeschichte del atlas warburgiano, aparece evocada en numerosos ejemplos contemporáneos, desde Jean-Luc Godard y Chris Marker a Basilio Martín Patino, o de Yervant Gianikian y Angela Ricci Lucchi a Harun Farocki364. Esta «posthistoria» del atlas Mnemosyne nos ofrece una encarnación tangible de su fecundidad formal, de su naturaleza de «gaya ciencia» inagotable. Atraviesa el campo del arte contemporáneo por todos lados: no pienso únicamente en el paradigma del atlas cartográfico que hallamos en Robert Smithson, Alighiero e Boetti y tantos otros artistas365; ni únicamente en las interpretaciones artísticas de Warburg bajo forma de referencias directas, incluso de performances o de prolongaciones «digitalizadas»366. Pienso sobre todo en el hecho de que algunos de los artistas más radicales en sus opciones formales –Josef Albers o Ad Reinhardt en el ámbito de la pintura abstracta o Sol LeWitt en escultura minimalista– experimentaron en algún momento la necesidad estructural de componer atlas fotográficos367. Pienso asimismo en dos grandes artistas que tomaron al pie de la letra lo inagotable del atlas: Marcel Broodthaers con el humor metódico de la verdadera gaya ciencia368 [fig. 72] y Gerhard Richter con la amplitud impresionante de su Atlas de largo alcance369. Pienso, por último, en la producción considerable de libros fotográficos entre los artistas contemporáneos, o el uso que éstos hacen de archivos impersonales, como observamos en el magnífico compendio Evidence de Larry Sultan y Mike Mandel, en el Album de Hans-Peter Feldmann, en los libros y filmes de Ulrike Ottinger o en las fotografías anónimas reunidas en Floh por Tacita Dean370. Sin olvidar, entre esa inagotable profusión, los dispositivos de «mesas» fotográficas reinventadas por Christian Boltanski o Robert Filliou, Annette Messager o Sophie Calle, Robert Rauschenberg o John Baldessari, Dennis Oppenheim o Victor Burgin, Hanne Darboven o Lothar Baumgarten, Peter Fischli y David Weiss, Susan Hiller o Joëlle Tuerlinckx… 186

Comprobamos, empero, que esa intensa producción de compilaciones se ha interpretado, hasta hoy, en términos de archivos, según un esquema conceptual «posmoderno» donde, por lo demás, el atlas Mnemosyne se ha visto convocado con frecuencia371. Ahora bien, algunas diferencias esenciales separan claramente el atlas de imágenes de la economía propia del archivo. Recordemos que Mnemosyne consta de un millar de imágenes, lo cual es muy poco, pensándolo bien, respecto del archivo –la fototeca– que Warburg y Saxl habían constituido durante décadas en el marco de la Kulturwissenschaftliche Bibliothek Warburg. El atlas escoge en un momento dado mientras que el archivo se niega a escoger durante mucho tiempo. Apunta a un argumento y procede por cortes violentos, mientras que el archivo renuncia al argumento e impone lo que es inabrazable en su masa. En ese sentido, lo que Warburg hace es poner en práctica la gaya ciencia nietzscheana tal y como Michel Foucault la reivindicó para uso de los historiadores:

361. Ibíd., pp. 43-44. 362. Véanse W. S. Heckscher, 1967, p. 269. P.-A. Michaud, 1998, pp. 43-64. A. Métraux, 2005, pp. 21-43.

La historia será «efectiva» en la medida en que introduzca lo discontinuo en nuestro propio ser. Dividirá nuestros sentimientos; dramatizará nuestros instintos; multiplicará nuestro cuerpo y lo opondrá a sí mismo. Nada dejará debajo de sí que tenga la estabilidad tranquilizadora de la vida o de la naturaleza; no se dejará llevar por ninguna obstinación muda hacia un fin milenario. Cavará aquello sobre lo que se la quiere hacer descansar y se encarnizará contra su pretendida continuidad. El saber no ha sido hecho para comprender, ha sido hecho para hacer tajos372.

363. Véase S. Kracauer, 1947, pp. 201-211. W. Beilenhoff, 2005, pp. 201-219. I. Münz-Koenen, 2005, pp. 271-292. M. Streisand, 2005, pp. 153-179. A. Somaini, 2009, pp. 153-182. 364. Véanse G. Bruno, 2002. H. Färber, 2003, pp. 104-120. T. Hensel, 2005, pp. 221-249. U. Holl, 2005, pp. 251-270. U. Frohne, 2006, pp. 161-186. G. Didi-Huberman, 2010, pp. 177-195. 365. Véanse R. Storr (dir.), 1994. M.-A. Brayer (dir.), 1996 y 2000. C. Buci-Glucksmann, 1996. P. Bianchi y S. Folie (dir.), 1997. W. Curnow, 1999, pp. 253-268. K. Harmon, 2004 y 2009. A. Lemmonier (dir.), 2004. M. Vanci-Perahim (dir), 2006. G.-A. Tiberghien, 2007. 366. Véanse D. Sardo, 2000, pp. 14-17. M. Diers, 2001, pp. 299332. L. Brown, 2002, pp. 167-181. M. Bruhn, 2005, pp. 181-187. L. Haustein, 2005, pp. 309-324. K. Kelly (dir.), 2006. H. Munder (dir.), 2008. 367. Véase G. Stoltz (dir.), 2004. B. Danilowitz y M. González (dir.), 2006. 368. Véase B. H. D. Buchloh, 1987, pp. 65-117. C. David (dir.), 1991. R. Krauss, 1999. 369. Véase H. Friedel y U. Wilmes (dir.), 1997. I. Blazwick y J. Graham (dir.), 2003. S. Flach, 2005, pp. 45-69. H. Friedel (dir.), 2006. 370. C. L. Sultan y M. Mandel, 1977. T. Dean, 2001. U. Blickle, G. Matt y C. David (dir.), 2005. I. Schube, M. Clark y M. Hochleitner (dir.), 2007. H. Dickel, 2008. H.-P, Feldmann, 2008.

371. Véanse B. H. D. Buchloh, 1999, p. 117-145. R. Comay (dir.), 2002. H. Foster, 2002, pp. 81-95. H. U. Obrist (dir.), 2002. S. Mokhtari (dir.), 2004. H. Adkins (dir.), 2005. C. Merewether (dir.), 2006. O. Enwezor (dir.), 2008. K. Ebeling y S. Günzel (dir.), 2009. 372. M. Foucault, 1971, pp. 147-148. 373. Véase S. Weigel, 2005, pp. 99-119. 374. G. y N. Fischer (dir.), 1996.

En resumen, el atlas nos ofrece una Übersicht de discontinuidades, una exposición de diferencias, mientras que el archivo ahoga las diferencias en un volumen no expuesto a la vista, en la masa continua de su multitud compactada. El atlas nos propone mesas de orientación, mientras que el archivo nos obliga a perdernos entre sus cajas. El atlas nos deja ver los trayectos de la supervivencia en el intervalo de las imágenes, mientras que el archivo no ha constituido aún tales intervalos en el grosor de sus tomos, pilas o fajos. Por supuesto, ningún atlas sería posible sin archivo que lo anteceda: el atlas ofrecería en ese sentido el «devenir-ver» y el «devenir-saber» del archivo. De él extrae las singularidades antropológicas hasta poner de relieve ese pathos que Foucault, en el texto anteriormente citado, refiere a la necesaria dramatización del saber, y por tanto, a cierto posicionamiento en la cuestión de la memoria, la genealogía y la arqueología373. De ahí el papel pionero de una exposición como Museum vom Menschen, realizada en Viena, en 1996, por Gerhard y Nora Fischer, a partir de una reflexión muy precisa sobre el Bilderatlas de Warburg, mucho antes de que el «mal de archivo» alcanzara al mundo de las exposiciones internacionales374. El archivo nos pide, ciertamente, afrontar la cuestión de lo inagotable y de lo insondable. Pero el atlas, por sus opciones mismas –o más exactamente por sus montajes–, hace visibles lo inagotable y lo insondable en cuanto tales. Gracias a ello se vuelve capaz de despejar las diferencias, de revelar sus inquietantes extrañezas. El filólogo que se pasa la vida en un archivo y poco a poco se familiariza con él pierde con frecuencia, por ello mismo, ese sentimiento de inquietante extrañeza; mientras que el espectador momentáneo de ese archivo –lo cual vale también para el espectador de museo que pasa rápidamente ante una obra de 187

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Schoell-Glass382, o una «iconología política» cuyas premisas detecta Michael Diers en Warburg, y no por casualidad, en el momento de la Gran Guerra383.

On Kawara o de Hanne Darboven, por ejemplo– renuncia al afán de la paciencia, de la búsqueda. Un atlas, por el contrario, nos proporciona la posibilidad de ejercer esa «mirada abrazadora» de las diferencias y de sus extrañezas. Así es como el atlas, infaliblemente, transforma la gaya ciencia en gaya ciencia inquieta.

Esa «iconología política» figura hoy como una de las partes esenciales de la herencia warburgiana384. Su forma visual –el atlas, la Übersicht– corresponde sin duda alguna, o mejor, responde, a la crisis del relato que, en los inicios del siglo xx, vio disolverse las construcciones épicas, mientras los procedimientos fotográficos o cartográficos tomaban su relevo hasta en el corazón mismo del campo literario385. Ello hizo necesarios los Álbumes fotográficos del poeta Juan Ramón Jiménez durante la guerra de España o el Scrapbook de William Heckscher y la Kriegsfibel de Bertolt Brecht durante la Segunda Guerra Mundial386. E indujo en gran medida –la medida de la memoria y del desastre– a escritores como Claude Simon, Georges Perec o W. G. Sebald a inventar formas literarias que casi parecen sustentarse en la práctica del atlas de imágenes387.

Imposible, ante Mnemosyne, eludir esa inquietud que constituye el motor mismo de las configuraciones donde se constituye todo el Denkraum warburgiano. Sin esa fundamental inquietud del atlas –una manera de decir su movimiento perpetuo, su oscilación, su visión trágica de la cultura– no comprenderíamos que la memoria humana es un inmenso campo de conflictos donde se suceden ambivalencias y «crisis decisivas», latencias psíquicas y explosiones sintomales, silencios del cuerpo y elocuencias gestuales, imágenes oníricas y acting out políticos375. Lo que el atlas revela en el gran cuerpo del archivo cultural no es sino esa «psicomaquia» que nos hará ver cada momento, cada monumento, como el síntoma de un conflicto en acción, tanto en el plano psíquico como en las tormentas de la historia política. Por ello la «supervivencia» (Nachleben) warburgiana ha de comprenderse en la perspectiva agonística de una «gran guerra» de las imágenes376. Así, el 18 de agosto de 1928, Aby Warburg anota en su diario de qué clase de inquietud está hecho su trabajo en el atlas Mnemosyne: «Por la mañana, lucha desesperada con la compañía de los espectros (kampf mit der Geister Compagnie); 1051 imágenes deben quedar instaladas»377. También Heinrich Embden, en su anamnesis psiquiátrica de 1921 –incluida por Ludwig Binswanger en el expediente de su paciente–, reserva una posición especial, en Warburg, a esa «ansiedad del plazo» (Terminangst) que le induce a «tener miedo a terminar algo [y] aplazar todas sus conferencias [o] publicaciones», y ocasiona «rituales muy complicados», así como «dolores físicos y una fatiga extrema»378. En suma, diríase que un miedo fundamental hubiera acompañado a Warburg desde su concepción del origen de las imágenes –y de la cultura en general–, como un intento de distanciar, con el miedo, el caos demasiado cercano de los monstra379, hasta su propia imposibilidad de rematar una constelación de astra o un sistema conceptual cualquiera. Miedo padecido (por síntomas interpuestos), miedo actuado (por imágenes compuestas) o miedo pensado (por atlas remontado): acompaña a Warburg en cada una de sus obras, invade su Denkraum, anida en cada uno de sus «detalles». No nos extrañemos de que ese miedo abra y atraviese el atlas Mnemosyne hasta la última lámina. Tenía que existir, sí, un miedo previo para que sociedades enteras sondearan su destino arrancando el hígado de carneros sacrificados con la pretensión de «leer» en ellos los designios del cielo, tal y como observamos en la lámina 1 [figs. 3-4]. Tenía que existir, sí, un miedo persistente –el del propio Warburg– para que en la última lámina de todas [figs. 44 y 69] se pase tan vertiginosa como lógicamente del cuerpo místico (el hoc est corpus meum del ritual eucarístico) al cuerpo de un dictador (Mussolini y el ritual fascista)380. No cabe duda de que la obra de Goya es la gran ausente del atlas Mnemosyne381. Aunque éste acabará asemejándose a un compendio de Desastres y al «obrador» visual de una empresa similar a Masa y potencia, donde el miedo y el pensamiento se reúnen para formar una auténtica «política del espíritu», como en ello insiste Charlotte 188

382. C. Schoell-Glass, 1998, pp. 155-246. 383. M. Diers, 1991, pp. 168-186. 384. Véase M. Warnke, 1992, pp. 23-28. Id., 1996 y 1999, pp. 41-45. M. Diers, 1997. 385. Véase M. Pierssens, 1990, pp. 165-185. Cartografía: Véanse I. Pezzini, 1996, pp. 149-168. R. Stockhammer, 2007. -Fotografía: Véanse M. D. Garnier (dir.), 1997. P. Hamon, 2001. D. Grojnowski, 2002. 375. A. Warburg, 1929, pp. 39-42. Véase D. Bauerle, 1988, pp. 7-64. K. W. Forster, 2002, pp. 1-52. W. Rappl, 2003, pp. 39-92. I. Schiffermüller, 2009, pp. 7-21. 376. Véase G. Didi-Huberman, 2002a, pp. 271-505. M. Treml, 2009, pp. 14-17. 377. A. Warburg, 1926-1929b, p. 330 (18 de agosto de 1928). 378. L. Binswanger, 1921-1924, pp. 87-88. 379. A. Warburg, 1929, pp. 38-43. Véase A. Pinotti, 1997, p. 127-136. 380. Véanse C. Schoell-Glass, 1998, pp. 233-243. Id., 1999, pp. 621-642. Id., 2001, pp. 183-208. Id., 2002, pp. 40-46. W. Pichler y G. Swoboda, 2003, pp. 99-105 y 114-121. C. Cieri Via, 2009, pp. 3-14. J.P. Klenner, 2009, pp. 63-76. C. Schoell-Glass, 2009, pp. 91-99. 381. Véase K. Hellwig, 2010, pp. 155-161.

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Ocurre lo mismo, como es de suponer, en el ámbito de las artes visuales. Obviamente, Aby Warburg no desconocía los montajes fotográficos que John Heartfield publicó a partir de 1918 en el orbe dadaísta, antes de multiplicar en la prensa de izquierdas, desde el fallido golpe de Estado de Hitler en 1923, sus cargas visuales contra el nacionalsocialismo388. Uno de esos fotomontajes [fig. 73] puede evocar la lámina de Mnemosyne dedicada a la noción de Handbarmachung de las imágenes, a saber, su capacidad para estar «al alcance de la mano», de ser potentes en su calidad de manipulables y reposicionables a voluntad389 [fig. 17]. En ambos casos, el destino cósmico (en Warburg) o la historia política (en Heartfield) figuran mediante una serie de naipes dispuestos sobre el fondo negro del panel como lo estarían en la mesa de una vidente, muy erudita en Warburg o muy burlona en Heartfield. Donde Warburg muestra el cortejo secular de las «Musas en el exilio» y la serie de los tarots de Marsella, comenzando por la figura benéfica del Mago, Heartfield pretende mofarse del «Reich de mil años», reivindicado por Hitler, representando un castillo de naipes a punto de derrumbarse y donde reconocemos al dictador, a la derecha de la imagen, en el naipe, fanfarrón y maléfico, del Tamborilero (der Trommler). Mnemósine es la diosa de la memoria. Podemos comprender ahora ya que el atlas de imágenes que lleva su nombre es la forma visual, la forma operatoria de una memoria inquieta –incluso un miedo– que nace de la colisión del Ahora con el Antaño, del desastre presente con la larga duración «psicomáquica», esa «historia de fantasmas para personas mayores» que no cesa de sobrevivir y de reactualizarse en nuestra historia. Más exactamente, el atlas de imágenes sería el compendio visual de una memoria inquieta transformada en saber, ya sea en el espacio del pensamiento histórico, de la actividad artística o del espacio público y político390. Se trata de un atlas ilustrado –preciso en su diseño, completo, documentado, conmovedor– que Thomas Gave, un niño internado a la edad de trece años en Auschwitz, Gross-Rosen y luego Buchenwald, decidió componer en 1945, cuando se hallaba demasiado débil aún para ser evacuado del campo por los aliados391. Una especie de atlas donde se combinan dibujos y fotografías es lo que el pintor polaco Wladyslaw Strzeminski –antiguo ayudante de Kasimir Malevich en la Escuela de Bellas Artes de Witebsk– decidió dedicar entre 1940 189

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y 1945 al destino de sus «amigos los judíos»392. Y una vez más por medio de atlas fotográficos es como los artistas Naomi Tereza Salmon y Esther Shalev-Gerz hallarán una respuesta posible a la pavorosa arqueología del campo de Buchenwald393. ¿Será Mnemósine una diosa melancólica?394. Sin duda, pero no sólo eso. Las «historias de fantasmas para personas mayores» circulan por doquier en On Kawara o Christian Boltanski, en la Kulturgeschichte de Hanne Darboven, The Russian Ending de Tacita Dean, Fait de Sophie Ristelhueber o bien Recall de Susan Hiller395. Pero existen asimismo atlas que convierten sus remontajes en posicionamientos más virulentos, protestas en acto, «psicomaquias» reivindicadas como tales: lo vemos en el Atlas de Gerhard Richter y en su obrita War Cuts, lo vemos en Sigmar Polke, así como, de forma metódica, en Hans Haacke y Alfredo Jaar, Harun Farocki y Pascal Convert, Johanna Hadjithomas y Khalil Joreige, Pedro G. Romero y Walid Raad396. Ahora bien, estos artistas nos recuerdan hoy –como Warburg hiciera a lo largo de su obra– que Mnemósine, aunque madre de las Musas, no es una de ellas. Invocarla significa plantear una cuestión que precede y sobrepasa con creces el simple ámbito del «arte».

392. Véase A. Volker y A. Sommer (dir.), 1997. 393. Véase H. Loewy y H. Seemann (dir,), 1995. N. T. Salmon (dir.), 2006. 394. Véase B. Roeck, 1996, pp. 231-254. 395. Véanse K. Schampers (dir.), 1991, J. Lingwood (dir.), 2004. R. Beil (dir.), 2006. T. Vischer e I. Friedli, 2006, pp. 95-95. D. Adler, 2009. B. Latour, D. A. Mellor y T. Schlesser, 2009.

Fig. 72 Marcel Broodthaers Sin título, panel A, 1974 Montaje fotográfico sobre pintura, 180 x 220 cm. Obra perdida Foto DR Fig. 73. John Heartfield Das tausendjährige Reich, 1934 Montaje fotográfico, 46 x 34,5 cm. Berlín, Akademie der Künste Foto DR 190

Hija de Urano (el cielo) y de Gea (la tierra), Mnemósine personifica una inquietud fundamental, que pone en juego nuestro entero «espacio de pensamiento» ante la historia, obligándonos a ir y venir, sin tregua, entre los monstra y los astra, convocando a nuestras reminiscencias del pasado hasta en el corazón de nuestros miedos o de nuestras luchas presentes, así como de nuestros deseos de porvenir. ¿Qué porvenir? ¿Cómo «leer» las configuraciones –o los frágiles castillos– de naipes sobre la mesa del destino? «Saber / como / profecía» (Wissenschaft / als / Prophetie), podemos leer precisamente, en tres líneas bien separadas, en un manuscrito de Warburg que acompaña la elaboración de Mnemosyne397. ¿Qué esperaba, pues, el pensador –filósofo o artista, historiador o metapsicólogo de las culturas– de sus continuos remontajes de imágenes en los negros cuadros de su atlas, sino que entre la práctica de una «mirada abrazadora» (Übersicht) y la «crítica» (Kritik) incesante de sí mismo y el mundo, le sería dado entrever algo de los «incendios venideros»? Esta es en verdad la difícil –y dialéctica– práctica de quienquiera que intente ver el tiempo.

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Treinta y seis travesías en la historia del atlas 2. ESBOZO

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Desde hace algunos años –y más recientemente, preparando esta exposición– he reunido y clasificado en mi ordenador en torno a doce mil imágenes sobre la cuestión del atlas. Propongo aquí un «esbozo», cuasi lúdico, de esa «mesa de trabajo» que, como es de suponer, «trabaja» sin tregua: un work in progress siempre susceptible de abrirse a nuevos objetos, nuevos problemas, nuevos aperçus.

1. Las viejas fábulas de Atlas 2. Artes de la memoria 3. Cartografía mística: Opicinus de Canistris 4. Robert Fludd 5. Los cuadros de Christophe de Savigny 6. La filosofía se ilustra 7. Inventarios de la naturaleza: Ulisse Aldrovandi 8. La mesa del anatomista: Vesalio 9. Atlas del cuerpo humano 10. Paolo Mascagni 11. Gabinetes de cera 12. La cultura de la curiosidad 13. Botánica y zoología 14. Claude Perrault 15. Atlas geográficos 16. Las ciencias de la tierra 17. Cartografías celestes 18. Galileo, la astronomía 19. Diagramas y cuadros de física y química 20. Enseñar la técnica por la imagen 21. Les láminas de la Enciclopedia 22. Atlas para los artistas 23. Las colecciones de Piranesi 24. Maneras de utilizar el propio cuerpo 25. La razón fisiognómica 26. Comparar lo viviente 27. Charles Darwin 28. Ernst Haeckel 29. De lo biológico a lo ornamental: René Binet 30. El advenimiento de los métodos gráficos 31. La fotografía al servicio de las ciencias 32. Criminología y medicina legal 33. La antropología por la imagen 34. Un atlas de lamentaciones: Ernesto De Martino 35. Una historia de la objetividad: Lorraine Daston y Peter Galison 36. Atlas de nuestras fábulas modernas

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Atlas ¿Cómo llevar el mundo a cuestas? 3. CATÁLOGO

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Obras en la exposición

La guerra del 1914, Editorial Broscheck & Co, Hamburgo, 1914 25,5 x 32,5 cm Cortesía del Warburg Institute, Londres WIA, IV.63.2.1

Montaje fotográfico, 43 contactos, 20,3 x 27,3 cm The Josef and Anni Albers Foundation, Bethany 1976.7.528

Montaje fotográfico, 64 contactos montados sobre cartón, 25,7 x 40,6 cm The Josef and Anni Albers Foundation, Bethany 1976.7.630

«La misère dans l’abondance», en: Vu, París, 30 de mayo de 1936 Revista ilustrada, 37 x 27 cm Musée Nicéphore Niépce, Ville de Chalon-sur-Saône

Josef Albers Calixtlahuaca, México, s/f Montaje fotográfico, 1 foto y 19 contactos sobre cartón, 25 x 20,3 cm The Josef and Anni Albers Foundation, Bethany 1976.7.649

Josef Albers Monte Albán’ 47, 1947 Montaje fotográfico, 17 contactos montados sobre cartón, 18,4 x 25,5 cm The Josef and Anni Albers Foundation, Bethany 1976.7.636

«Le Monde au temps des surrealistes», en: Variétés, Bruselas, junio de 1929 (pp. 26-27) 25,5 x 18 cm Biblioteca y Centro de Documentación MNCARS, Madrid Reserva 470

Josef Albers Mitla, México, s/f Montaje fotográfico, 2 postales y 16 contactos montados sobre cartón, 20,3 x 30,6 cm The Josef and Anni Albers Foundation, Bethany 1976.7.994

Josef Albers Tampu Macchay, Sacsayhuaman, 1953 Montaje fotográfico, 3 fotografías montadas sobre cartón, 25,4 x 20,3 cm The Josef and Anni Albers Foundation, Bethany 1976.7.437

Anónimo romano Atlas, ca. 49 d. C. (Época de Claudio) Mármol blanco, 61,5 x 30 x 36 cm Museo arqueológico de Sevilla REP212

Josef Albers Quetzalcoalt Monument, Calixtlahuac, s/f Montaje fotográfico, 1 fotografía de periódico, 2 fotografías y 14 contactos sobre cartón, 25,7 x 20,6 cm The Josef and Anni Albers Foundation, Bethany 1976.7.650

Josef Albers Pared con grabado, Trujillo, Chan - Chan, Perú, 1953 Montaje fotográfico, 2 fotografías y 9 contactos montados sobre cartón, 25,4 x 20,3 cm The Josef and Anni Albers Foundation, Bethany 1976.7.445

Josef Albers Teotihuacán, México, s/f Montaje fotográfico, 18 contactos distribuidos en 6 filas y montados sobre cartón, 25,4 x 20,4 cm The Josef and Anni Albers Foundation, Bethany 1976.7.411

Josef Albers Chan - Chan, Perú, 1953 Montaje fotográfico, 3 fotografías montadas sobre cartón, 25,4 x 20,3 cm The Josef and Anni Albers Foundation, Bethany 1976.7.446

Josef Albers Tenayuca, México, s/f Montaje fotográfico, 1 fotografía del periódico y 20 contactos montados sobre cartón, 25,7 x 40,6 cm The Josef and Anni Albers Foundation, Bethany 1976.7.632

Josef Albers Pisac, Perú, 1953 Fotocollage, 1 postal y 9 contactos sobre cartón, 25,4 x 20,3 cm The Josef and Anni Albers Foundation, Bethany 1976.7.1049

Anónimo Laon, 1915 Fotografía Museum Ludwig, Colonia Anónimo La clairière en cours de travail dans l’atelier [La claridad trabajando en el taller], ca. 1950 Gelatinobromuro de plata, 6,5 x 10,1 cm Fondation Alberto et Annette Giacometti, París 2003-0662 Francesc Abad Recorregut diari [Recorrido diario], 1974 Fotografías, mapas, billetes y CD: 53,2 x 174,6 cm; 53,2 x 200,7 cm; 53,2 x 200,7 cm Colección MACBA. Fundació Museu d’Art Contemporani de Barcelona Reg. 1822 Ignasi Aballí Un año, 2004 C-print, 190,5 x 134,5 x 3,5 cm Colección de la Junta de Andalucía Centro Andaluz de Arte Contemporáneo, Sevilla CE0222

Josef Albers Monte Albán’ 35, México, 1935 Montaje fotográfico, 40 contactos montados sobre cartón, 20,6 x 50,8 cm The Josef and Anni Albers Foundation, Bethany 1976.7.643

Alighiero e Boetti Manifesto [Manifiesto], 1967 Impresión sobre papel, 98,7 x 68,8 cm GAM. Galleria Civica d’Arte Moderna e Contemporanea, Turín Inv. mnf/11

Vyacheslav Akhunov 1 Square Meter [1 metro cuadrado], 2009 375 cajas de cerillas, 30 x 30 x 30 cm c/u Cortesía de Vyacheslav Akhunov, Tashkent

Josef Albers Mitla, México, ca. 1937 Montaje fotográfico, 2 postales y 15 contactos montados sobre cartón, 20,3 x 30,6 cm The Josef and Anni Albers Foundation, Bethany 1976.7.432

Alighiero e Boetti Buste a Luciano Pistoi-Lavoro postale [Sobres a Luciano Pistoi-Trabajo postal], diciembre de 1975-enero de 1976 Técnica mixta sobre papel: 1 marco: 101 x 94 x 3 cm / 21 dibujos: 46 x 33,5 x 1,5 cm c/u Colección Goetz, Múnich

Josef Albers Bergfahrt Tamazunchale, Jacala, México, s/f

Josef Albers Tenayuca, june 1939, México, 1939

Alighiero e Boetti Uno Nove Sette Nove [Uno nueve siete nueve],

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1979 Bolígrafo de colores sobre lienzo, 101 x 280 cm Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid DE01862 Louis Aragon y André Breton «Le cinquantenaire de l’Hysterie», en: La Révolution surréaliste, París, 1928 (pp. 20-21) 29,5 x 20,5 cm Biblioteca y Centro de Documentación MNCARS, Madrid Reserva 752 N.º Reg.114927

Bauhaus - Alben [Los álbumes de la Bauhaus] Holzbildhauerei [Talla en madera], 1923-1925 Álbum de fotos (encuadernado; 12 páginas con 18 fotos), 33,2 x 23,7 cm Bauhaus-Universität Weimer. Archiv der Moderne BA V Bauhaus - Alben [Los álbumes de la Bauhaus] Vorkurs [Curso preparatorio], 1923-1925 Álbum de fotos (encuadernado; 23 páginas con 32 fotos), 33,9 x 23,7 cm Bauhaus-Universität Weimer. Archiv der Moderne BA X

Hans Arp y El Lissitzky Die Kunstismen, Eugen Rentsch, Zúrich, 1925 27,5 x 21 cm Biblioteca y Centro de Documentación MNCARS, Madrid Reserva 2232

Bauhaus - Alben [Los álbumes de la Bauhaus] Architektur- Ergänzungsband [Arquitectura (tomo adicional)], 1923-1925 Álbum de fotos (encuadernado; 16 páginas con 16 fotos), 33,3 x 23,5 cm Bauhaus-Universität Weimer. Archiv der Moderne BA I.A

John Baldessari Choosing: Green Beans, Edizioni Toselli, Milán, 1971 30 x 21 cm Biblioteca y Centro de Documentación MNCARS, Madrid Reserva 3584

Bauhaus - Alben [Los álbumes de la Bauhaus] Bühne [Escenario], 1923-1925 Álbum de fotos (encuadernado; 15 páginas con 16 fotos), 34 x 23,9 cm Bauhaus-Universität Weimer. Archiv der Moderne BA XI

John Baldessari Teaching a Plant the Alphabet, 1972 Vídeo monocanal, blanco y negro. Sonido, 18’ 40’ Cortesía de Electronic Arts Intermix (EAI), Nueva York

Samuel Beckett Watt, Notebook 1, page 52, 1943 Pluma y tinta sobre papel, 30,2 x 19,6 cm Harry Ransom Center, the University of Texas, Austin 6.5

Georges Bataille, Carl Einstein y Michel Leiris Documents. Doctrines. Archéologie. Beaux-Arts, 1929-1930 Revista, 2 volúmenes incluyendo 15 fascículos, 27 x 22 cm Archivo Christoph Pudelko, Bonn

Samuel Beckett Watt, Notebook 4, page 146, 1943 Grafito y lápices de colores sobre papel, 19,5 x 30 cm Harry Ransom Center, the University of Texas, Austin 7.1

Bauhaus - Alben [Los álbumes de la Bauhaus] Weberei [Taller textil], 1923-1925 Álbum de fotos (encuadernado; 46 páginas con 56 fotos), 33,4 x 23,5 cm Bauhaus-Universität Weimer. Archiv der Moderne BA VII

Berndt y Hilla Becher Wassertürme [Depósitos de agua], 1972-1990 12 fotografías en blanco y negro, 56,5 x 46,5 cm c/u CAPC Musée d’art contemporain, Burdeos 1991-28 (4)

Bauhaus - Alben [Los álbumes de la Bauhaus] Weberei-Ergänzungsband [Taller textil (tomo adicional)], 1923-1925 Álbum de fotos (encuadernado; 10 páginas con 12 fotos), 33,1 x 23,8 cm Bauhaus-Universität Weimer. Archiv der Moderne BA VII.A

Walter Benjamin Manuskripte aus der Passagenarbeit [Manuscrito del Libro de los pasajes], ca. 1940 14 fotolitos pegados al soporte de papel, 21 x 14,8 cm Akademie der Künste, Walter Benjamin Archiv, Berlín WBA 476

Ernst Benkard Das ewige Antlitz. Eine Sammlung von Totenmasken, Frankfurter Verlags-Anstalt, Berlín, 1926 24,5 x 17,5 cm Biblioteca y Centro de Documentación MNCARS, Madrid Material especial 7719 Barbara Bloom Nabokov Butterfly Boxes [Cajas de mariposas de Nabokov], 1998-2008 7 cajas. Impresión digital sobre papel, 38 x 48,26 x 5,08 cm c/u Cortesía de la Galería Raffaella Cortese, Milán Karl Blossfeldt Urformen der Kunst [Las formas originarias del Arte] (Lámina 10), 1905-1925 Lámina con 27 contactos fotográficos, 75 x 93,5 cm Karl Blossfeldt Archiv-Ann and Jürgen Wilde, Zülpich Karl Blossfeldt Urformen der Kunst [Las formas originarias del Arte] (Lámina 11), 1905-1925 Lámina con 12 contactos fotográficos, 75 x 93,5 cm Karl Blossfeldt Archiv-Ann and Jürgen Wilde, Zülpich Karl Blossfeldt Urformen der Kunst [Las formas originarias del Arte] (Lámina 29), 1905-1925 Lámina con 22 contactos fotográficos, 75 x 93,5 cm Karl Blossfeldt Archiv-Ann and Jürgen Wilde, Zülpich Karl Blossfeldt Urformen der Kunst [Las formas originarias del Arte] (Lámina 30), 1905-1925 Lámina con 34 contactos fotográficos, 75 x 93,5 cm Karl Blossfeldt Archiv-Ann and Jürgen Wilde, Zülpich Karl Blossfeldt Urformen der Kunst [Las formas originarias del Arte] (Lámina 54), 1905-1925 Lámina con 25 contactos fotográficos, 229

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75 x 93,5 cm Karl Blossfeldt Archiv-Ann and Jürgen Wilde, Zülpich

Akademie der Künste, Bertolt-Brecht-Archiv, Berlín 277/39

Islas de Wright/Azores], 1969 Tinta roja sobre papel, 26 x 33,8 cm Colección privada

Erwin Blumenfeld Dada Metropolis. M 94, 1930 Collage sobre cartón, 31,8 x 46 cm Colección privada

Bertolt Brecht Journale [Diario], 29 de agosto 1940 Texto mecanografiado y adhesivos sobre papel, 33 x 21,5 cm Akademie der Künste, Bertolt-Brecht-Archiv, Berlín 277/40

George Brecht Untitled (Blackboard Map of Europe) from Landmass Translocation Project [Sin título (Mapa de Europa en una pizarra) del proyecto Traslado de masas continentales], 1970 Tiza sobre pizarra, 91,5 x 114 cm Kunstmuseum Liechtenstein, Vaduz KML 10.19

Mel Bochner 36 Photographs and 12 Diagrams [36 fotografías y 12 dibujos], 1966 36 fotografías y 12 dibujos, 20,5 x 20,5 cm c/u Städtische Galerie im Lenbachhaus, Múnich G 17956 Christian Boltanski Saynèttes comiques. Le baiser honteux La première communion - La visite de docteur L’anniversaire - La toilette du matin, Centre National d’Art et de Culture Georges Pompidou, París, 1975 (pp. 8 y 9) 21 x 30 cm Biblioteca y Centro de Documentación MNCARS, Madrid Material especial 10210 Christian Boltanski Sans Souci, Buchhandlung Walther Konig, Colonia, 1991 22 x 29 cm Biblioteca y Centro de Documentación MNCARS, Madrid Material especial 7041 Jorge Luis Borges Atlas, Emecé Editores, Buenos Aires, 2008 24 x 26 cm Biblioteca y Centro de Documentación MNCARS, Madrid 9/146553 Brassaï «Sculptures invonlontaires», en: Minotaure, revue artistique et littéraire, Albert Skira, París, núm. 3-4, 1933 (p. 68) 32,5 x 25,5 cm Biblioteca y Centro de Documentación MNCARS, Madrid Reserva 1738 Brassaï y André Breton «La beauté sera convulsive», en: Minotaure, revue artistique et littéraire, París, núm. 5 (p. 11). Edición facsímil de 1981 32,5 x 25,5 cm Biblioteca y Centro de Documentación MNCARS, Madrid 69189 Bertolt Brecht Journale [Diario], 19 de agosto 1940 Texto mecanografiado y adhesivos sobre papel, 33 x 21,5 cm Akademie der Künste, Bertolt-Brecht-Archiv, Berlín 277/35 Bertolt Brecht Journale [Diario], 28 de agosto 1940 Texto mecanografiado y adhesivos sobre papel, 33 x 21,5 cm 230

Bertolt Brecht Journale [Diario], 10 de octubre 1940 Texto mecanografiado y adhesivos sobre papel, 38 x 21,5 cm Akademie der Künste, Bertolt-Brecht-Archiv, Berlín 277/48 Bertolt Brecht Journale [Diario], 25 de febrero 1942 Texto mecanografiado y adhesivos sobre papel, 33 x 21,5 cm Akademie der Künste, Bertolt-Brecht-Archiv, Berlín 279/13 Bertolt Brecht Journale [Diario], septiembre de 1943 Texto mecanografiado y adhesivos sobre papel, 39 x 21,5 cm Akademie der Künste, Bertolt-Brecht-Archiv, Berlín 281/20 Bertolt Brecht Journale [Diario],25 de febrero 1943 Texto mecanografiado y adhesivos sobre papel, 33 x 21,5 cm Akademie der Künste, Bertolt-Brecht-Archiv, Berlín 279/14 Bertolt Brecht Journale [Diario], 20 de febrero 1947 Texto mecanografiado y adhesivos sobre papel, 33 x 21,5 cm Akademie der Künste, Bertolt-Brecht-Archiv, Berlín 282/32 Bertolt Brecht Kriegsfibel, Edición original; Eulenspiegel Verlag, Berlín, 1955. 10,5 x 13 cm Akademie der Künste, Bertolt-Brecht-Archiv, Berlín 2101/78 Bertolt Brecht Kriegsfibel ,Eulenspiegel Verlag, Berlín, 1994 30,5 x 25 cm Biblioteca y Centro de Documentación MNCARS, Madrid 7/8 BRECHT, Bertolt 4 George Brecht Landmass Translocation Project: Isle of Wright/Azores [Proyecto Traslado de masas continentales:

Marcel Broodthaers Pense-Bête [Recordatorio], 1964 Libros, papel, yeso, esferas de plástico y madera, 232,5 x 139,5 x 59,5 cm Colección S.M.A.K., Stedelijk Museum voor Actuelle Kunst, Gante Marcel Broodthaers Atlas, 1975 Impresión offset sobre papel, 48,8 x 62,8 cm Colección MACBA. Fundació Museu d’Art Contemporani de Barcelona Reg. 1581 Stanley Brouwn This Way Brouwn [Por aquí Brouwn], 1961 3 dibujos, tinta sobre papel, 24,4 x 32 cm Städtisches Museum Abteiberg Möchengladbach Brouwn 61 Stanley Brouwn This Way Brouwn [Por aquí Brouwn], 1964 Tinta sobre papel, 22,2 x 31,9 cm Colección Block, en depósito en el Neues Museum, Nuremberg L 47 Stanley Brouwn This Way Brouwn [Por aquí Brouwn], 1964 Tinta sobre papel, 24,4 x 32 cm FRAC Nord-Pas-de-Calais, Dunkerque 89.18.1 Jacob Burckhardt Alterthümer [Antigüedades], 1833-1836 Tinta sobre papel, 16,5 x 20,8 cm Jacob Burckhardt-Stiftung, Basilea PA207, 60 Victor Burgin Gradiva, 1982 7 fotografías en blanco y negro, 50 x 61 cm c/u Galerie Thomas Zander, Colonia Pascal Convert Direct-indirect 1 [Directo-indirecto 1], 1996 Vídeo monocanal. Sonido, 13’ Cortesía de la Galería Eric Dupont, París Pascal Convert Direct-indirect 2 [Directo-indirecto 2], 2002 Vídeo monocanal. Sonido, 22’ Cortesía de la Galería Eric Dupont, París Lewis Carroll The Hunting of the snark: an agony in eight fits, Macmillan, Londres, 1876 Con 9 ilustraciones de Henry Holliday 18,5 x 12,8 cm

Bibliothèque nationale de France, París RES P-Z-2591 Fanny Clar y Brassaï «Un homme tombe dans la rue», en: Vu, París, núm. 228, 27 de julio 1932 (p. 1222-1223) Revista ilustrada, 37 x 27 cm Musée Nicéphore Niépce, Ville de Chalonsur-Saône Codex Coburgensis Atlas (Farnese) trägt die Weltkugel [Atlas (Farnese) porta la bola del mundo], ca. 1550 Pluma marrón y pincel gris, 27,3 x 17 cm Kunstsammlungen der Veste Coburg Hz.002.N.º.215 James Coleman Video Installation [Video instalación], 1998-2002 Sin sonido, 25’ Cortesía de James Coleman, Dublín DADACO (Colectivo DADA) Sin título (Plancha I), 1919-1921 Impresión sobre papel, 72,5 x 52,5 cm Berlinische Galerie - Landesmuseum für moderne kunst, fotografie und architektur BG-G 730/78 1 DADACO (Colectivo DADA) Kannst Du radfahren? [¿Puedes montar en bici?](Plancha VII), 1919-1921 Impresión sobre papel, 72,5 x 52,5 cm Berlinische Galerie - Landesmuseum für moderne kunst, fotografie und architektur BG-G 730/78 7 DADACO (Colectivo DADA) Sin título (Plancha XIV), 1919-1921 Impresión sobre papel, 72,5 x 102,5 cm Berlinische Galerie - Landesmuseum für moderne kunst, fotografie und architektur BG-G 730/78 14 Henri Danjou y Germaine Krull «Les clochards dans les bas-fonds de Paris», Vu, París, núm. 31, 17 de octobre 1928 (p. 688-689) Revista ilustrada, 37 x 27 cm Musée Nicéphore Niépce, Ville de Chalonsur-Saône Salvador Dalí «Aspect des nouveaux objets “psychoatmosphériques-anamorphiques”», en: Le Surréalisme au service de la révolution, París, núm. 5, 1933 (pp. 46-47) 29,5 x 21 cm Biblioteca y Centro de Documentación MNCARS, Madrid Reserva 1739 N.º Reg.115248 Salvador Dalí «Le Phénomène de l’extase», en: Minotaure, revue artistique et littéraire, París, núm. 3-4, 1933. Edición facsímil de 1981 32,5 x 25,5 cm Biblioteca y Centro de Documentación MNCARS, Madrid Encuadernada N.º Reg.69189

Hanne Darboven Posthum an meiner Mutter [Homenaje póstumo a mi madre], 1999 Tinta, lápiz y fotografía a color sobre papel cuadriculado (192 folios), 21 x 29,7 cm c/u Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid DE01974 Moyra Davey Simcha Buttons [Botones Simcha], 1996 C-Print, 50,8 x 60,96 cm Cortesía de la artista y de la Galería Murray Guy, Nueva York Moyra Davey Facockta Buttons [Botones Facockta], 1996 C-Print, 50,8 x 60,96 cm Cortesía de la artista y de la Galería Murray Guy, Nueva York Moyra Davey Early [Temprano], 1999 C-Print, 50,8 x 60,96 cm Cortesía de la artista y de la Galería Murray Guy, Nueva York Moyra Davey Pile [Montón], 1999 C-Print, 50,8 x 60,96 cm Cortesía de la artista y de la Galería Murray Guy, Nueva York Moyra Davey Film 1 [Película 1], 1999 C-Print, 50,8 x 60,96 cm Cortesía de la artista y de la Galería Murray Guy, Nueva York Moyra Davey Two Streaks [Dos vetas], 1999 C-Print, 50,8 x 60,96 cm Cortesía de la artista y de la Galería Murray Guy, Nueva York Tacita Dean Floh, Steidl Publications, Göttingen (Edición limitada [2698/4000]), 2001 30,5 x 25 cm Biblioteca y Centro de Documentación MNCARS, Madrid Material especial G 114 (N.º reg. 107803) Guy Debord The Naked City [La ciudad desnuda], 1957 Plano psico-geográfico en color, 33 x 48 cm Colección particular Guy Debord Guide psychogéographique de Paris. Discours sur les passions de l’amour: pentes psychogéographiques de la dérive et localisation d’unités d’ambiance [Guía psicogeográfica de París. Discurso sobre las pasiones del amor: pendientes psicogeográficas de la deriva y localización de unidades de ambiente], 1957 Litografía, 59,4 x 73,8 cm Colección MACBA. Consorcio Museu d’Art Contemporani de Barcelona Reg. 3779

Fernand Deligny Lignes d’Erre [Líneas de equivocación], 1974 Tinta sobre papel marrón, 23 x 35 cm c/u Gisèle Durand-Ruiz, Archivo Fernand Deligny Fernand Deligny Lignes d’Erre [Líneas de equivocación], 1976 8 calcos y 1 hoja de cartón, 36 x 50 cm c/u Gisèle Durand-Ruiz, Archivo Fernand Deligny Fernand Deligny Lignes d’Erre [Líneas de equivocación], 1977 Tinta china y bistre sobre papel Janmarie, 60 x 50 cm c/u Gisèle Durand-Ruiz, Archivo Fernand Deligny Fernand Deligny Lignes d’Erre [Líneas de equivocación], enero de 1979 Plano y 2 dibujos sobre papel, 66 x 51 cm Gisèle Durand-Ruiz, Archivo Fernand Deligny Marcel Duchamp La mariée mise à un par ses célibataires même (Boîte verte) [La novia desnudada por sus solteros incluso (Caja verde)], septiembre de 1934 Caja verde de cartón forrado. Láminas en color y 93 notas, dibujos, fotografías y facsímiles, 33,1 x 27,9 x 2,5 cm Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid AD04850 Alberto Durero Xilografía incluida en: Vaticinium in epidemicam scabiem. Johann Froschauer (impresor) ca. 1496 40,5 x 28,5 cm Bayerische Staatsbibliothek, Múnich Einbl.IV,4 f El Lissitzky Union der Sozialistischen Sowjet Republiken Pressa Köln, 1928 Huecograbado y tipografía, 21,1 x 15,3 cm (x 231 cm desplegado) IVAM, Institut Valencià d’Art Modern, Generalitat 1992.203 Max Ernst Maximiliana ou l’exercice illégal de l’astronomie [Maximiliana o el ejercicio ilegal de la astronomía], 1964 34 aguafuertes sobre papel japón. Éditions du 41°, París, 41 x 30 cm c/u. Realizado en colaboración con el poeta y editor ILIAZD (Ilia Zdanevitch) Galería Chave, París Walker Evans Postcard Display [Exposición de postales], 1941 Sales de plata, 22,9 x 17,8 cm Museum of Contemporary Photography, Columbia College Chicago 1988:99 Walker Evans Trash # 3 [Basura n.º3], 1962 Gelatinobromuro de plata, 20,1 x 25,2 cm Centre national des arts plastiques - ministère de la Culture et de la Communication, París FNAC 93309 231

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Walker Evans Trash # 4 [Basura n.º4], 1962 Gelatinobromuro de plata, 19,2 x 30,7 cm Centre national des arts plastiques ministère de la Culture et de la Communication, París FNAC 93311 Walker Evans Crushed Can [Lata aplastada], 1973-1974 Polaroid, 32 x 28 cm Colección Sandra Álvarez de Toledo Walker Evans y James Agee Let Us Now Praise Famous Men, Houghton Mifflin, Boston, 1960 23 x 5,5 cm Biblioteca y Centro de Documentación MNCARS, Madrid Material especial 10930 Öyvind Fahlström Material for The Planetarium [Material para El Planetario], 1963 Imágenes impresas, recortadas y pegadas entre dos placas de plexiglás, 63,2 x 70,8 x 2,7 cm Centre Pompidou, París. Musée national d’art moderne / Centre de création industrielle AM 1993-27 Harun Farocki Gegen-Musik [Música contraria], 2004 Vídeo instalación en doble proyección. Sonido, 23’ Cortesía del artista Harun Farocki Übertragung [Transmisión], 2007 Vídeo monocanal. Sonido Cortesía del artista Hans Peter Feldmann Voyeur, Verlag der buchandlung Walther Konig, Colonia, 2009 16,5 x 11 cm Biblioteca y Centro de Documentación MNCARS, Madrid Material especial 10841 Florent Fels y Germaine Krull «Les mystères de la foire aux puces», en: Vu, París, núm.126 de junio 1928 (p. 307-307) Revista ilustrada, 37 x 27 cm Musée Nicéphore Niépce, Ville de Chalonsur-Saône Robert Filliou The Upside Down World [El mundo al revés], 1968 7 paneles de madera con postales, 123 x 37 cm Carré d’art-musée d’art contemporain de Nîmes Fischli y Weiss Sichtbare Welt [Mundo visible], 1997 4 Mini DV transferido a disco duro, 120’ c/u Colección Ringier, Suiza Alain Fleischer Paysages du sol [Paisajes del suelo], 1968 8 fotografías a color- cibachromes, 60 x 41 cm Cortesía del artista y de la galería Le Réverbére, Lyon 232

Fotos Triplex «Votre vie et votre vue», en: Vu, París, núm. 185, 30 de septiembre de 1931 (p. 2283) Revista ilustrada, 37 x 27 cm Musée Nicéphore Niépce, Ville de Chalonsur-Saône Benjamin Fondane Álbum de fotografías, 1930-1938 Fotografías recortadas y pegadas sobre cartón, 15 x 19,5 cm Centre Pompidou, París. Musée national d’art moderne / Centre de création industrielle AM 2009-151 3-6-7-8-13-14-16-17-21-2528 Thomas Geve Der Hochspannungszaun [La valla de alto voltaje], 1945 Grafito, lápices de colores y acuarela sobre papel, 10 x 15 cm Colección del Yad Vashem Art Museum, Jerusalén. Donación del artista YVS Inv. N.º.2489/77 Thomas Geve Holzbaracke (Type Pferdestall) [Barracón de Madera (tipo establo de caballos)], 1945 Grafito y lápices de colores sobre papel, 10 x 15 cm Colección del Yad Vashem Art Museum, Jerusalén. Donación del artista YVS Inv. N.º.2489/30 Thomas Geve Gefahren und Schrecken im KL [Peligros y terrores en el CC], 1945 Grafito, lápices de colores y acuarela sobre papel, 15 x 20 cm Colección del Yad Vashem Art Museum, Jerusalén. Donación del artista YVS Inv. N.º.2489/47 Thomas Geve KL Birkenau, 1945 Grafito y lápices de colores sobre papel, 10 x 15 cm Colección del Yad Vashem Art Museum, Jerusalén. Donación del artista YVS Inv. N.º.2489/28 Thomas Geve KL Buchenwald, 1945 Grafito, lápices de colores y acuarela sobre papel, 13 x 20,5 cm Colección del Yad Vashem Art Museum, Jerusalén. Donación del artista YVS Inv.N.º.2489/4 Thomas Geve Auschwitzer A B C [El ABC de Auschwitz], 1945 Grafito, lápices de colores y acuarela sobre papel, 15 x 10 cm Colección del Yad Vashem Art Museum, Jerusalén. Donación del artista YVS Inv. N.º.2489/26 Thomas Geve Armbinden [Brazaletes], 1945 Grafito, lápices de colores y acuarela sobre papel,

10 x 15 cm Colección del Yad Vashem Art Museum, Jerusalén. Donación del artista YVS Inv. N.º.2489/18

Jean-Luc Godard Une catastrophe [Una catástrofe], 2008 Video monocanal Cortesía del artista

6, 7, v9: 49,5 x 35,5 cm Akademie der Künste, Bertolt-Brecht-Archiv, Berlín DR 2881. 1, 2, 3, 4, 6, 7, 8, 9

Thomas Geve Kennzeichen [Designación], 1945 Grafito, lápices de colores y acuarela sobre papel, 10 x 15 cm Colección del Yad Vashem Art Museum, Jerusalén. Donación del artista YVS Inv. N.º.2489/25

Francisco de Goya Le portefaix [El porteador], Álbum F 92, ca. 1812-1823 Lápiz y aguada sepia sobre papel verjurado blanco, 203 x 142 mm Musée du Louvre. Département des Arts graphiques, París RF38976

George Grosz Heads [Cabezas], ca. 1940-1950 Dossier de trabajo Akademie der Künste, John-Heartfield-Archiv, Berlín

Thomas Geve Es mahnen uns die Toten der Konzentrationsläger [Los muertos de los campos de concentración nos impresionan], 1945 Grafito y lápices de colores sobre papel, 23 x 38 cm Colección del Yad Vashem Art Museum, Jerusalén. Donación del artista YVS Inv. N.º.2489/71 Thomas Geve Apell [Pasando lista], 1945 Grafito, lápices de colores y acuarela sobre papel, 10 x 15 cm Colección del Yad Vashem Art Museum, Jerusalén. Donación del artista YVS Inv. N.º.2489/75 Alberto Giacometti Aube [Alba], 1924-1933 Cuaderno escolar, tinta sobre papel, 22 x 17,5 cm Centre Pompidou, París. Musée national d’art moderne / Centre de création industrielle AM 1975-95 Alberto Giacometti Projet pour une place, la cage et autres sculptures [Proyecto para una plaza, la jaula y otras esculturas], después del 14 de agosto de 1930 Pluma y tinta sobre papel, 11,2 x 14,1 cm Fondation Alberto et Annette Giacometti, París 1994-2974 Alberto Giacometti Projet pour une place [Proyecto para una plaza], ca. 1930 Pluma y tinta sobre papel, 12,4 x 17 cm Fondation Alberto et Annette Giacometti, París 1994-2975 Alberto Giacometti On ne joue plus [No más juego], 1931-1932 Mármol, madera y bronce, 4,1 x 58 x 45,2 cm National Gallery of Art, Washington. Donación de la Colección Patsy R. y Raymond D. Nasher, Dallas, Texas, con motivo del 50 Aniversario de la National Gallery of Art 1991.40.1 Alberto Giacometti «Le rêve, le sphinx et la mort de T.» en: Labyrinthe, Ginebra-Molard, núm. 22-23, dic. 1946 (pp. 12-13) 50 x 33,5 cm Biblioteca y Centro de Documentación MNCARS, Madrid Reserva 2446

Francisco de Goya Disparate 1. Disparate femenino, edición de 1930 Aguafuerte y aguatinta, 38 x 56 cm Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Calcografía Nacional, Madrid Francisco de Goya Disparate 3. Disparate ridículo, edición de 1930 Aguafuerte y aguatinta, 38 x 56 cm Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Calcografía Nacional, Madrid Francisco de Goya Disparate 8. Los ensacados, edición de 1930 Aguafuerte y aguatinta, 38,5 x 56 cm Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Calcografía Nacional, Madrid Francisco de Goya Disparate 10. Caballo raptor, edición de 1930 Aguafuerte y aguatinta, 38 x 56 cm Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Calcografía Nacional, Madrid Francisco de Goya Desastre 30. Estragos de la guerra, edición de 1930 Aguafuerte, 28,5 x 37 cm Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Calcografía Nacional, Madrid Francisco de Goya Desastre 39. Grande hazaña con muertos, edición de 1930 Aguafuerte, 28,5 x 37 cm Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Calcografía Nacional, Madrid Francisco de Goya Desastre 60. No hay quien los socorra, edición de 1930 Aguafuerte, 28,5 x 37 cm Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Calcografía Nacional, Madrid Francisco de Goya Desastre 65. ¿Qué alboroto es este?, edición de 1930 Aguafuerte, 28,5 x 37 cm Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Calcografía Nacional, Madrid George Grosz Mappe: Gott mit uns [Carpeta: Dios con nosotros], 1920 8 fotolitografías Láminas 1, 8: 35,5 x 49,5 cm / Láminas 2, 3, 4,

Hans Haacke Shapolsky et al. Manhattan Real State Holdings, a Real-Time Social System, as of May 1, 1971 [Propiedades inmobiliarias de Shapolsky et al. en Manhattan. Un sistema social en tiempo real, 1 de mayo de 1971], 1971 Fotografía en blanco y negro y texto mecanografiado: 24 paneles de 56 x 106,2; 1 de 56 x 39,1 y 8 de 66,2 x 56,5 cm Centre Pompidou, París. Musée national d’art moderne / Centre de création industrielle AM 1990-257(1-33) Ernst Haeckel Kunst-Formen der Natur (dritte lieferung) Verlag des Bibliographischen Instituts, Leipzig, 1899-1904 37 x 28 cm Museo Nacional de Ciencias Naturales (CISC). Biblioteca, Madrid 2-591 Raymond Hains y Jacques Villeglé Pénélope, 1950-1954 Película de 16 mm transferida a DVD, blanco y negro y color.Sin sonido, 13’ 05’’ Centre Pompidou, París. Musée national d’art moderne / Centre de création industrielle AM 1980-F1196 John Heartfield Brudergrüße der S.P.D. [Saludos fraternales de la S.P.D], 1927 Prueba de imprenta pegada sobre cartón con correcciones autógrafas, 43,5 x 50,5 cm Akademie der Künste, Bertolt-Brecht-Archiv, Berlín JH 282 (Augias Nr. 97) John Heartfield Portada para el libro de Kurt Tucholsky Deutschland, Deuschland über alles, Neuer Deutscher Verlag, Berlín, 1929 23,2 x 49,5 cm Akademie der Künste, Bertolt-Brecht-Archiv, Berlín JH 1646 (Augias Nr. 398) John Heartfield Wer Bürgerblätter liest wird blind und taub, en AIZ, Berlín, núm.6, 1930 (p. 103) 38 x 27,5 cm Akademie der Künste, Bertolt-Brecht-Archiv, Berlín JH 1242 (Augias Nr. 366) John Heartfield Arbeitsmaterial [Material de trabajo], ca. 1933 Recortes de prensa y fotografías

Akademie der Künste, Bertolt-Brecht-Archiv, Berlín Susan Hiller Addenda to Dedicated to the Unknown Artists: Addenda I, Section 1: This is a real photograph [Adenda a «Dedicado a los artistas desconocidos»: Adenda I, sección 1: Es una fotografía real], 1976 Gráfico mecanografiado y postales, 91,5 x 105,5 cm Susan Hiller 2010. Cortesía de la Galería Timothy Taylor, Londres T003975 Susan Hiller Addenda to Dedicated to the Unknown Artists: Addenda I, Section 4: Where Howls The Shrill Blast and Where Sweeps The Wave [Adenda a «Dedicado a los artistas desconocidos»: Adenda I, sección 4: Donde aúlla estridente el viento y azotan las olas], 1976 Gráfico mecanografiado y postales, 63,5 x 83 cm Susan Hiller 2010. Cortesía de la Galería Timothy Taylor, Londres T003960 Susan Hiller Addenda to Dedicated to the Unknown Artists: Addenda I, Section 6: A Cornish seascape [Adenda a «Dedicado a los artistas desconocidos»: Adenda I, sección 6: Un paisaje marino de Cornualles], 1976 Gráfico mecanografiado y postales, 63,5 x 89 cm Susan Hiller 2010. Cortesía de la Galería Timothy Taylor, Londres T003961 Susan Hiller Addenda to Dedicated to the Unknown Artists: Addenda I, Section 7: Disappearances [Adenda a «Dedicado a los artistas desconocidos»: Adenda I, sección 7: Desapariciones], 1976 Gráfico mecanografiado y postales, 63,5 x 89 cm Susan Hiller 2010. Cortesía de la Galería Timothy Taylor, Londres T003962 Susan Hiller Addenda to Dedicated to the Unknown Artists: Addenda I, Section 8: Onsite (a regional correlation) [Adenda a « Dedicado a los artistas desconocidos»: Adenda I, sección 8: In situ (una correlación regional)], 1976 Gráfico mecanografiado y postales, 80 x 88,5 cm Susan Hiller 2010. Cortesía de la Galería Timothy Taylor, Londres T003977 Susan Hiller Addenda to Dedicated to the Unknown Artists: Addenda I, Section 10: Scarborough [Adenda a «Dedicado a los artistas desconocidos»: Adenda I, sección 10: Scarborough], 1976 Gráfico mecanografiado y postales, 56 x 75 cm Susan Hiller 2010. Cortesía de la Galería Timothy Taylor, Londres T003978 233

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Susan Hiller Addenda to Dedicated to the Unknown Artists: Addenda II, Section 5: When the loosed storm breaks furiously (Breakwaters) [Adenda a «Dedicado a los artistas desconocidos»: Adenda II, sección 5: Cuando la tormenta estalla con furia (Rompeolas)], 1977 Gráfico mecanografiado y postales, 63,5 x 80,6 cm Susan Hiller 2010. Cortesía de la Galería Timothy Taylor, Londres T003956 Susan Hiller Addenda to Dedicated to the Unknown Artists: Addenda II, Section 6: A rock-bound coast [Adenda a «Dedicado a los artistas desconocidos»: Adenda II, sección 6: Un litoral rocoso], 1977 Gráfico mecanografiado y postales, 59,5 x 93 cm Susan Hiller 2010. Cortesía de la Galería Timothy Taylor, Londres T003963 Susan Hiller Addenda to Dedicated to the Unknown Artists: Addenda II, Section 7: Heaving Billows [Adenda a «Dedicado a los artistas desconocidos»: Adenda II, sección 7: Olas que suben y bajan], 1977 Gráfico mecanografiado y postales, 66,7 x 67,3 cm Susan Hiller 2010. Cortesía de la Galería Timothy Taylor, Londres T003953 Susan Hiller Addenda to Dedicated to the Unknown Artists: Addenda III, Section M: Metaphor & Metonymy [Adenda a «Dedicado a los artistas desconocidos»: Adenda III, sección M: Metáfora y metonimia], 1978 Gráfico mecanografiado y postales, 44,5 x 64,8 cm Susan Hiller 2010. Cortesía de la Galería Timothy Taylor, Londres T003955 Hannah Höch Album [Álbum], 1933 Collage con recortes de prensa, 36 x 28 x 3 cm Berlinische Galerie - Landesmuseum für moderne kunst, fotografie und architektur BG-HHC G 377/79 Roni Horn To Place. Book I: Bluff Life, Peter Blum, Nueva York, 1990 27 x 22 cm Biblioteca y Centro de Documentación MNCARS, Madrid MAN 15735/Material especial 4839 Roni Horn To Place. Book II: Folds, Peter Blum, Nueva York, 1991 27 x 22 cm Biblioteca y Centro de Documentación MNCARS, Madrid Material especial 4985

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Roni Horn To Place. Book III: Lava, Peter Blum, Nueva York, 1992 27 x 22 cm Biblioteca y Centro de Documentación MNCARS, Madrid Material especial 4976 Roni Horn To Place. Book IV: Pooling Waters, Peter Blum, Nueva York, 1994 27 x 22 cm (2 vols.) Biblioteca y Centro de Documentación MNCARS, Madrid Material especial 4597 Roni Horn To Place. Book VII: Artic Cicles, Peter Blum, Nueva York, 1998 27 x 22 cm Biblioteca y Centro de Documentación MNCARS, Madrid Material especial 5730 Douglas Huebler Variable Piece n° 48 (Document for the entire visual “Appearance” as far as the Eye can See) [Pieza variable nº 48 (Documento que demuestra que la «apariencia» es totalmente visual hasta donde alcanza la vista], 1971 Imágenes y mapas impresos, 97 x 210 cm (variable) Museum Ludwig, Colonia ML/F 1985/0037 Douglas Huebler Variable Piece nº 70 [Pieza variable nº 70], 1971 Fotografía en blanco y negro, 68 x 59 cm Musée de Grenoble MG 3636 bis On Kawara I got up [Me levanto], 22 de noviembre 1971 - 7 de febrero 1972 77 postales con sellos, 9 x 14 c/u Colección les Abattoirs, Toulouse N°: 1997.2.1 (1-77) Mike Kelley The Uncanny, Gemeentemuseum, Arnhem; Fred Hoffman, Los Ángeles, 1993 17 x 23,8 cm Biblioteca y Centro de Documentación MNCARS, Madrid SALA 7.04 619 Paul Klee Principielle Ordnung. Strukturen des pflanzlichen Wachstums [Orden principal.Formas del crecimiento de las plantas], 1923 Grafito y lápices de colores sobre papel, 22 x 14,5 cm Zentrum Paul Klee, Berna Obj. Id 24598 Paul Klee Pflanzen auf braun grundiertem Papier [Plantas sobre papel con imprimación marrón], ca. 1930

Plantas sobre papel con imprimación, 46,5 x 30,5 cm Zentrum Paul Klee, Berna. Donación de la familia Klee SFK Hb 48 Obj id 30250 Paul Klee Gliederung. Rhythmen in der Natur / (Kosmische) [Clasificación. Ritmos en la Naturaleza (Cósmico)], ca. 1930 Lápiz sobre papel, 33 x 21 cm Zentrum Paul Klee, Berna Ob. Id 28649 Paul Klee Progressionen.Natürliches Wachstum und progressive Lagenfolge [Progresiones. Crecimiento natural y desarrollos progresivos], ca. 1930 Grafito y lápices de colores sobre papel, 33 x 21 cm Zentrum Paul Klee, Berna Obj. Id 26239 Paul Klee Pflanzen auf schwarz grundiertem Papier [Plantas sobre papel con imprimación negra], ca. 1930 Plantas sobre papel con imprimación, 46,4 x 30,4 cm Zentrum Paul Klee, Berna. Donación de la familia Klee SKF Hb 24 Obj.Id 30254 Paul Klee Pflanzen auf schwarz grundiertem Papier [Plantas sobre papel con imprimación negra], ca. 1930 Plantas sobre papel con imprimación, 46 x 30,5 cm Zentrum Paul Klee, Berna. Donación de la familia Klee SKF Hb 08, Obj. Id 30270 John Latham Encyclopaedia Britannica [Enciclopedia británica], 1971 Película de 16 mm, blanco y negro.Sin sonido, 6’ Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid AD05834 Le Corbusier L’Art décoratif d’aujourd’hui, Les Éditions G. Crès, París, 1925 24 x 16,5 cm Biblioteca y Centro de Documentación MNCARS, Madrid Material especial 1281 Nº Reg.1361 Zoe Leonard Water n° 1 + n° 2 (diptych) [Agua nº 1 y nº 2 (díptico)], 1988 Gelatinobromuro de plata, 61 x 43,2 cm c/u Cortesía de la artista y de la Galería Gisela Capitain, Colonia Sol LeWitt Photo of Florence, r 609 [Fotografía de Florencia, r 609], 1976

Tinta sobre plano recortado The LeWitt Collection, Chester, Conneticut Sol LeWitt On the Walls of the Lower East Side [En las paredes del Lower East Side], 1976 36 paneles, impresión offset sobre cartón, 22 x 44 cm c/u Museum Moderner Kunst Stiftung Ludwig. Donación de Egidio Marzona, Viena MG 141/0 Sol LeWitt Autobiography, Multiples, Nueva York; Lois and Michael K. Torf, Boston, 1980 27 x 26 cm Biblioteca y Centro de Documentación MNCARS, Madrid Reserva 3614 Ghérasim Luca Passionément [Apasionadamente], 1944 Cubomanía. Fotomontaje sobre cartón, 20 x 20 cm Cortesía de Micheline Catti Piero Manzoni Tavole di accertamento [Mesas de comprobación], 1958-1960 8 fotolitografías, (7) 57,2 x 47,2 cm, (1) 47,2 x 57,2 cm Colección Van Abbemuseum, Eindhoven 330 Étienne-Jules Marey Courants de fumée [Corrientes de humo], 1901 36 fotografías en blanco y negro sobre madera, 63,5 x 48,4 cm Cinémathèque française, París ML 10 Ernesto de Martino Tarantismo, ca. 1955 Dosier de imágenes, 25 x 18 cm Archivio De Martino. Cortesía de Vittoria de Palma, Roma Ernesto de Martino Lamento fúnebre, ca. 1955 Dosier de imágenes, 25 x 18 cm Archivio De Martino. Cortesía de Vittoria de Palma, Roma Gordon Matta-Clark Reality Property: Fake Estates, “Jamaica Curb”, Block 10142, Lot 15 [Propiedades reales: bienes ficticios, «Bordillo Jamaica», Bloque 10142, parcela15], 1978 Collage, gelatinobromuro de plata y mapas, 31,1 x 295,9 x 3,8 cm Cortesía del legado Gordon Matta-Clark y la Galería David Zwirner, Nueva York GMCT2119 Henri Michaux Misérable miracle. La mescaline, Gallimard, París, 1972 18 x 10,5 cm Biblioteca y Centro de Documentación MNCARS, Madrid MAN 9705

Laszlo Moholy-Nagy Malerei, Photographie, Film, Langen, Bauhausbücher; 8, Múnich, 1925 24 x 19 cm Biblioteca y Centro de Documentación MNCARS, Madrid Reserva 868 Laszlo Moholy-Nagy Rinnstein [Sumidero], 1925 Gelatinobromuro de plata, 36,8 x 27,3 cm The J. Paul Getty Museum, Los Ángeles 94.XM.28 Laszlo Moholy-Nagy Impressionen vom alten marseiller Hafen (vieux port) [Impresiones del viejo puerto de Marsella], 1929 Película de 16 mm transferida a DVD, blanco y negro. Sin sonido, 9’ Hattula Moholy-Nagy, Ann Arbor, Michigan Laszlo Moholy-Nagy Von material zu Architektur, Albert Langen. Bauhausbücher; 14, Múnich, 1929 23 x 18,5 cm Biblioteca y Centro de Documentación MNCARS, Madrid Reserva 707 Nº Reg.925 Matt Mullican Bulletin Board. Untitled [Tablón de anuncios], 1998 Gráficos, listas, dibujos e impresiones realizados desde 1974, montados sobre madera, 240 x 120 cm Colección Frac Champagne-Ardenne, Reims DIV98.23(1) Matt Mullican Bulletin Board. Untitled [Tablón de anuncios], 1998 30 dibujos a tinta realizados desde 1974, montados sobre madera, 240 x 120 cm Colección Frac Champagne-Ardenne, Reims Inv.: DIV98.23(2) Matt Mullican Bulletin Board. Untitled [Tablón de anuncios], 1999 12 impresiones Inkjet montadas sobre madera, 240 x 120 cm Colección Frac Champagne-Ardenne, Reims Inv.: DIV98.23(3) Bruce Nauman Henry Moore Bound to Fail [Henry Moore atado y condenado al fracaso], 1970 Bronce, 64,8 x 61 x 6,4 cm Froehlich Collection, Stuttgart

Cuaderno escolar con recortes pegados y texto mecanografiado, 30 x 21,7 cm Cortesía de la artista, Berlín Amédée Ozenfant y Charles-Édouard Jeanneret La peinture moderne, Les Éditions G. Crès, París, 1925 24,5 x 16,5 cm Biblioteca y Centro de Documentación MNCARS, Madrid Material especial 2569 Jean Painlevé Hyas et sténorinques, 1929 Película de 16 mm tranferida a DVD, blanco y negro, Sonido, 13’ Les Documents cinématographiques, París Giuseppe Penone Svolgere la propria pelle [Desplegar la propia piel], 1970 104 fotografías en blanco y negro montadas en paneles, 53,5 x 73,5 x 2,5 cm c/u Colección del artista Sigmar Polke Meteorspäne [Virutas de meteorito], 1989 24 fotografías en color, 30,5 x 40,5 cm c/u Städtische Galerie Karlsruhe, Sammlung Garnatz Sigmar Polke Untitled (Goldnuggets) [Sin título (Pepitas de oro)], 1990 3 Fotografías en color, 34 x 50 cm c/u Städtische Galerie Karlsruhe, Sammlung Garnatz Jean Portail y Henri Manuel «Mains», en: Vu, París, núm. 173, 8 de julio 1931 (pp. 982-983) Revista ilustrada, 37 x 27 cm Musée Nicéphore Niépce, Ville de Chalonsur-Saône Stefan Priacel «La grande missère des juifs allemands. Les réfugiés parlent», en: Vu, París, núm. 265, 12 de abril 1933 (pp. 583-585) Revista ilustrada, 37 x 27 cm Musée Nicéphore Niépce, Ville de Chalonsur-Saône Robert Rauschenberg Untitled (Inside of the old carriage) [Sin título (Dentro del viejo carruaje)], 1949 Gelatinobromuro de plata, 29,7 x 30 cm Centre national des arts plastiques - ministère de la Culture et de la Communication, París FNAC 2000-582 (4)

Denis Oppenheim Cobalt Vectors-An Invasion [Vectores de cobalto. Una invasión], 1978 Fotografía en blanco y negro y color, 152 x 356 cm Cortesía del artista

Robert Rauschenberg Quiet House (Black Mountain College) [Casa silenciosa (Black Montain College)], 1949 Gelatinobromuro de plata, 30,3 x 30,3 cm Centre national des arts plastiques - ministère de la Culture et de la Communication, París FNAC 2000-582 (5)

Ulrike Ottinger Script for the film Freak Orlando [Guión para la película Freak Orlando], 1980

Robert Rauschenberg Laundry-New York City [Lavandería-Nueva York], 1950 235

Atlas 168x230 ensayo:Maquetación 1 11/11/10 15:43 Página 236

Gelatinobromuro de plata, 29,3 x 29,9 cm Centre national des arts plastiques - ministère de la Culture et de la Communication, París FNAC 2000-582 (8)

Gelatinobromuro de plata, 30,4 x 30,3 cm Centre national des arts plastiques - ministère de la Culture et de la Communication, París FNAC 2000-582 (7)

Robert Rauschenberg Central Park, 1950 Gelatinobromuro de plata, 30,3 x 30,5 cm Centre national des arts plastiques - ministère de la Culture et de la Communication, París FNAC 2000-582 (3)

Man Ray Élevage de poussière [Criadero de polvo], 1920 (copia de 1982) Gelatina de plata sobre papel, 15,5 x 28,3 cm Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid AS07534

Robert Rauschenberg Sneakers [Zapatillas de deporte], 1950 Gelatinobromuro de plata, 30,3 x 30,3 cm Centre national des arts plastiques - ministère de la Culture et de la Communication, París FNAC 2000-582 (6) Robert Rauschenberg Car and Cover [Coche y funda], 1951 Gelatinobromuro de plata, 30,4 x 30,4 cm Centre national des arts plastiques - ministère de la Culture et de la Communication, París FNAC 2000-582 (9) Robert Rauschenberg Stop, 1951 Gelatinobromuro de plata, 30,5 x 30,5 cm Centre national des arts plastiques - ministère de la Culture et de la Communication, París FNAC 2000-582 (12) Robert Rauschenberg Car with Tarpaulin [Coche con lona], 1951 Gelatinobromuro de plata, 30,3 x 30,3 cm Centre national des arts plastiques - ministère de la Culture et de la Communication, París FNAC 2000-582 (11) Robert Rauschenberg Ceiling with light bulb [Techo con bombilla], 1952 Gelatinobromuro de plata, 29,2 x 29,2 cm Centre national des arts plastiques - ministère de la Culture et de la Communication, París FNAC 2000-582 (1) Robert Rauschenberg Tangier [Tánger], 1952 Gelatinobromuro de plata, 29,8 x 30,5 cm Centre national des arts plastiques - ministère de la Culture et de la Communication, París FNAC 2000-582 (2) Robert Rauschenberg Billboard (Stalin) [Cartel publicitario (Stalin)], 1953 Gelatinobromuro de plata, 29,6 x 29,5 cm Centre national des arts plastiques - ministère de la Culture et de la Communication, París FNAC 2000-582 (10)

Man Ray «Marché aux puces», en: André Breton, Nadja, Gallimard, París, 1928 (p. 53) 19 x 12 cm Biblioteca y Centro de Documentación MNCARS, Madrid Reserva 2 Man Ray L’Objet? [¿El objeto ?], 1930 Gelatinobromuro de plata, 21,6 x 28,5 cm Centre Pompidou, París. Musée national d’art moderne / Centre de création industrielle AM 1994-394(5495) Man Ray Perspective d’un cube, d’une sphère, d’un cone et d’un cylindre et Surface à courbure constante négative d’Enneper, dérevée de la pseudo-sphère [Perspectiva de un cubo, una esfera, un cono y un cilindro y superficie de curvatura negativa constante de Enneper, derivada de la pseudoesfera], 1934-1936 Gelatinobromuro de plata, 8,2 x 11,1 cm Centre Pompidou, París. Musée national d’art moderne / Centre de création industrielle AM 1994-394 (2474) Man Ray Elément infini de M… ? [¿Elemento infinito de M… ?], 1934-1936 Gelatinobromuro de plata, 10,9 x 8,1 cm Centre Pompidou, París. Musée national d’art moderne / Centre de création industrielle AM 1994-394 (2468) Man Ray Hyperpolyèdre dans 4 dimensions à cellule [Hiperpoliedro en cuatro dimensiones de células], 1934-1936 Gelatinobromuro de plata, 10,9 x 8,2 cm Centre Pompidou, París. Musée national d’art moderne / Centre de création industrielle AM 1994-394 (2470)

Robert Rauschenberg Thirty Scatole [Treinta cajas], 1953 Gelatinobromuro de plata, 29,8 x 37,4 cm Legado del artista RR 53.P008.01

Man Ray Un plan bitangeant a un tore le coupe suivant deux cercles [Un plano bitangente a un toro lo corta en dos círculos],, 1934-1936 Gelatinobromuro de plata, 10,9 x 8,2 cm Centre Pompidou, París. Musée national d’art moderne / Centre de création industrielle AM 1994-394 (2471)

Robert Rauschenberg Bathroom Windows (Broadway Studio) [Ventanas del baño (Estudio de Broadway)], 1961

Man Ray Surface du type de celle de Cassini (4ème degré) [Superficie de tipo Cassini (cuarto grado)],

236

1934-1936 Gelatinobromuro de plata, 11 x 8,2 cm Centre Pompidou, París. Musée national d’art moderne / Centre de création industrielle AM 1994-394 (2472) Man Ray Surface de distribution de l’intensité lumineuse dans une zone de diffraction [Superficie de distribución de la intensidad lumínica sobre una zona de difracción], 1934-1936 Gelatinobromuro de plata, 8,2 x 11,1 cm Centre Pompidou, París. Musée national d’art moderne / Centre de création industrielle AM 1994-394 (2473) Man Ray Surface du 4ème degré de tangentes singulières. Hélicoïde développable [Superficie de cuarto grado de tangentes singulares. Helicoide desarrollable], 1934-1936 Gelatinobromuro de plata, 11 x 8,2 cm Centre Pompidou, París. Musée national d’art moderne / Centre de création industrielle AM 1994-394 (2467) Man Ray Surface développée de paraboloïde hyperbolique [Desarrollo en superficie de una parábola hiperbólica], 1934-1936 Gelatinobromuro de plata, 8,2 x 11,1 cm Centre Pompidou, París. Musée national d’art moderne / Centre de création industrielle AM 1994-394 (2477) Man Ray Deux cyclides de Dupin [Dos ciclos de Dupin], 1934-1936 Gelatinobromuro de plata, 8,2 x 10,8 cm Centre Pompidou, París. Musée national d’art moderne / Centre de création industrielle AM 1994-394 (2466 ) Man Ray Surface minima d’Enneper [Superficie mínima de Enneper], 1934-1936 Gelatinobromuro de plata, 8,1 x 11 cm Centre Pompidou, París. Musée national d’art moderne / Centre de création industrielle AM 1994-394 (2478) Man Ray Section d’hélicoïde développable et Expression modulaire d’une fonction elliptique [Desarrollo de sección helicoidal y expresión modular de una función elíptica], 1934-1936 Gelatinobromuro de plata, 8,3 x 11,1 cm Centre Pompidou, París. Musée national d’art moderne / Centre de création industrielle AM 1994-394 (2479) Man Ray Expression modulaire d’une fonction elliptique et Cercles de courbure d’une surface [Expresión modular de una función elíptica círculos de curvatura de una superficie], 1934-1936 Gelatinobromuro de plata, 8,3 x 11,1 cm Centre Pompidou, París. Musée national d’art

moderne / Centre de création industrielle AM 1994-394 (2480) Man Ray Surface cubique des 27 droites et Intersection de surfaces réglées [Superficie cúbica de 27 rectas e intersección de superficies ordenadas], 1934-1936 Gelatinobromuro de plata, 8,19 x 11 cm Centre Pompidou, París. Musée national d’art moderne / Centre de création industrielle AM 1994-394 (2469) Man Ray Surfaces de 4ème degré [Superficies de cuarto grado], 1934-1936 Gelatinobromuro de plata, 8,2 x 11 cm Centre Pompidou, París. Musée national d’art moderne / Centre de création industrielle AM 1994-394 (2476) Man Ray Jeu de polyèdres pouvant remplir 1’? [¿Juego de poliedros pudiendo rellenar 1’?], 1934-1936 Gelatinobromuro de plata, 8,2 x 11,2 cm Centre Pompidou, París. Musée national d’art moderne / Centre de création industrielle AM 1994-394 (2475) Man Ray La Photographie n’est pas l’art, Éditions GLM, París, 1937 25,2 x 16,2 cm IVAM, Institut Valencià d’Art Modern, Generalitat. Biblioteca B. 1995.007 Gerhard Richter Achtundvierzig Portraits [Cuarenta y ocho retratos], 1972. Edición de 1998 48 fotografías a las sales de plata, 70 x 54 cm c/u Colección MACBA. Fundació Museu d’Art Contemporani de Barcelona. Donación Fundación Miarnau Reg. 1513 Gerhard Richter Baader-Meinhof-Fotos [Fotos de los Baader-Meinhof], 1977 (copia de exposición 1989) Fotografías en blanco y negro, 10 paneles con 8 fotos: 51,7 x 66,7 Städtische Galerie im Lenbachhaus, Múnich G 17898 (plates 470-472) G17899 (plates 473-479) Gerhard Richter Übersicht [Visión panorámica], 1998 Impresión offset a tres colores, 83 x 68 cm Colección del Institut d’art contemporain, Villeurbanne/Rhône - Alpes 2004.002 Carlo Rim y Eli Lotar «La Villette rouge», Vu, París, núm. 166, 20 de mayo 1931 (pp. 698-700) 37 x 27 cm Musée Nicéphore Niépce, Ville de Chalonsur-Saône

Arthur y Vitalie Rimbaud Atlas géographique découpé [Atlas geográfico recortado], 1870 36 x 27 x 5 cm Musée-bibliothèque Arthur Rimbaud. Ville de Charleville-Mézières AR1504 Pedro G. Romero Archivo F.X.: Entradas: Giorgio de Chirico; Vito Acconti: Catedral del Futuro; Gordon Matta-Clark. De la edición La Setmana Tràgica, 2001 (copia de exposición, 2010) Impresión offset sobre papel de 100 postales manuscritas, 10 x 15 cm c/u Cortesía del artista Charles Ross Solar Burn [Quemadura solar], 2002 137 quemaduras solares blancas, 20,4 x 20,4 cm c/u Colección particular. Cortesía de Loïc Malle Art Services, París Dieter Roth Ein Tagebuch, Dieter Roth Verlag, Reikiavik, 1984 31,5 x 22,5 cm Biblioteca y Centro de Documentación MNCARS, Madrid Material especial 4090 Thomas Ruff Nacht 20 I [Noche 20 I], 1995 C-Print, 190 x 190 cm Cortesía Fundación Helga de Alvear, Madrid Thomas Ruff Nacht 19 II [Noche 19 II], 1995 C-Print, 190 x 190 cm Cortesía Fundación Helga de Alvear, Madrid August Sander Bauernhand [Mano de un granjero], 1911-1914 (copia de los años cuarenta) Gelatinobromuro de plata, 17,4 x 22,7 cm Die Photographische Sammlung/SK Stiftung Kultur, Colonia PSL-1997-45

August Sander Berliner Kohlenträger [Carbonero berlinés], 1929 Gelatinobromuro de plata, 23,7 x 16,9 cm Die Photographische Sammlung/SK Stiftung Kultur, Colonia DGPH917 August Sander Händestudie [Estudio de manos], 1930 Gelatinobromuro de plata, 21,9 x 17 cm Die Photographische Sammlung/SK Stiftung Kultur, Colonia CT18-18 August Sander Hände eines Gelegenheitsarbeiters [Manos de un jornalero], ca. 1930 Gelatinobromuro de plata, 16,6 x 21,3 cm Die Photographische Sammlung/SK Stiftung Kultur, Colonia CT18-2 August Sander Fliegenragwurz (Ophrys insectifera) [Flor de abeja], ca. 1930 Gelatinobromuro de plata, 28,9 x 19,2 cm Die Photographische Sammlung/SK Stiftung Kultur, Colonia CT14-46 August Sander Gemeiner Wurmfarn (Dryopteris filix-mas), [Helecho macho común], 1930-1950 Gelatinobromuro de plata, 29,3 x 23,3 cm Die Photographische Sammlung/SK Stiftung Kultur, Colonia CT14-62 August Sander Collages del proyecto „Studien-der Mensch” [«Estudios. El ser humano»], ca. 1935 (copia de 1993) Gelatinobromuro de plata, 170 x 49,5 cm Die Photographische Sammlung/SK Stiftung Kultur, Colonia ASA 30-6

August Sander Hände eines jungen Kauffmans [Manos de un joven empresario], 1927 Gelatinobromuro de plata, 16,9 x 19,6 cm Die Photographische Sammlung/SK Stiftung Kultur, Colonia CT18-13

August Sander Collages del proyecto „Studien-der Mensch” [«Estudios. El ser humano»], ca. 1935 (copia de 1993) Gelatinobromuro de plata, 170 x 49,5 cm Die Photographische Sammlung/SK Stiftung Kultur, Colonia ASA 30-5

August Sander Handlanger [Albañil], 1928 Gelatinobromuro de plata, 19,9 x 13,4 cm Die Photographische Sammlung/SK Stiftung Kultur, Colonia CT3-10-9

August Sander Hände [Manos], 1935 Gelatinobromuro de plata, 16,9 x 21,7 cm Die Photographische Sammlung/SK Stiftung Kultur, Colonia CT18-9

August Sander Hände eines fahrenden Komödianten [Manos de un cómico ambulante], 1928-1930 Gelatinobromuro de plata, 22,9 x 17,4 cm Die Photographische Sammlung/SK Stiftung Kultur, Colonia CT18-19

August Sander Zweiblättrige Waldhyazinthe (Platanthera bifolia), [Satirión blanco de dos hojas], ca. 1939 Gelatinobromuro de plata, 29,1 x 22,3 cm Die Photographische Sammlung/SK Stiftung Kultur, Colonia CT14-61 237

Atlas 168x230 ensayo:Maquetación 1 11/11/10 15:43 Página 238

August Sander Wiesen-Schlüsselblume (Primula veris), [Prímula], ca. 1939 Gelatinobromuro de plata, 29,2 x 22,7 cm Die Photographische Sammlung/SK Stiftung Kultur, Colonia CT14-47 Naomi Tereza Salmon Buchenwald Memorial. Exhibits: Glasses. Dentures [Memorial de Buchenwald: objetos, gafas, dentaduras], 1989-1995 (24) fotografías sobre forex, 30 x 45 cm c/u Cortesía Stiftung Gedenkstätten Buchenwald und Mittelbau-Dora, Buchenbald VI 1475G a-e/ VI 1476G a-e Meyer Schapiro Travel Notebooks. Nº 10 [Cuaderno de viaje]: Autun, Bibliothèque municipale, MS Lat.3, 11-12 de septiembre de 1926 Tinta china sobre papel, 19,2 x 14 cm Rare Book and Manuscript Library, Columbia University, Nueva York Meyer Schapiro Meyer Schapiro Travel Notebooks. Nº 13 [Cuaderno de viaje]: Moulins, Musée Anne de Beaujeu, 15 de septiembre de 1926 Tinta china sobre papel, 19,2 x 14 cm Rare Book and Manuscript Library, Columbia University, Nueva York Meyer Schapiro Travel Notebooks. Nº 15 [Cuaderno de viaje]: Charlieu, ruins of the Abbaye Bénédictine, 19 de septiembre de 1926 Tinta china sobre papel, 19,2 x 14 cm Rare Book and Manuscript Library, Columbia University, Nueva York Meyer Schapiro Travel Notebooks. Nº 16 [Cuaderno de viaje]: Rodez, Musée de la Ville, 24 de septiembre de 1926 Tinta china sobre papel, 19,2 x 14 cm Rare Book and Manuscript Library, Columbia University, Nueva York Meyer Schapiro Travel Notebooks. Nº 27 [Cuaderno de viaje]: Paris, Bibliothèque nationale de France, MS n.a.l. 1438, noviembre de 1926 Tinta china, graffito y lápices de colores sobre papel, 19,2 x 14 cm Rare Book and Manuscript Library, Columbia University, Nueva York Meyer Schapiro Travel Notebooks. Nº 28 [Cuaderno de viaje]: Paris, Bibliothèque nationale de France, MS n.a.l. 1491, noviembre de 1926 Tinta china y lápices de colores sobre papel, 19,2 x 14 cm Rare Book and Manuscript Library, Columbia University, Nueva York 238

Meyer Schapiro Travel Notebooks. Nº 29 [Cuaderno de viaje]: Paris, Bibliothèque nationale de France, MS n.a.l. 1496, noviembre-diciembre de 1926 Tinta china y lápices de colores sobre papel, 19,2 x 14 cm Rare Book and Manuscript Library, Columbia University, Nueva York Meyer Schapiro Travel Notebooks. Nº 40 [Cuaderno de viaje]: Jerusalem, Museum of Antiquities, 11-17 de marzo de 1927 Tinta china sobre papel, 19,2 x 14 cm Rare Book and Manuscript Library, Columbia University, Nueva York Franz Schubert Der Atlas (Schwanengesang, D. 957) [El atlas (El canto del cisne)], 1828 Manuscrito autógrafo. Tinta sobre papel, 24,4 x 63,5 x 11,4 cm The Pierpont Morgan Library, Nueva York D.-Verz. 957/8 [Cary 63] Kurt Schwitters Merzgebiet 1a, 1922-1928 Agenda de direcciones encuadernada en piel, 16,5 x 10,5 cm Kurt und Ernst Schwitters Stiftung, Hannover 06835005 Kurt Schwitters Merz Mappe [Carpeta Merz] (lámina 1), 1923 Fotolitografía con collage de un portfolio de 6, 55,6 x 44,3 cm The Museum of Modern Art, Nueva York. Adquisición, 1955. 294.1955 Kurt Schwitters Merz Mappe [Carpeta Merz] (lámina 2), 1923 Fotolitografía de un portfolio de 6, 55,6 x 44,4 cm The Museum of Modern Art, Nueva York. Donación de B. Neumann, 1939 588.1939.5 Kurt Schwitters Merz Mappe [Carpeta Merz] (lámina 3), 1923 Fotolitografía con collage de un portfolio de 6, 55,7 x 44,4 cm The Museum of Modern Art, Nueva York. Donación de B. Neumann, 1939 588.1939.3 Kurt Schwitters Merz Mappe [Carpeta Merz] (lámina 4), 1923 Fotolitografía de un portfolio de 6, 55,6 x 44,5 cm The Museum of Modern Art, Nueva York. Donación de B. Neumann, 1939 588.1939.2 Kurt Schwitters Merz Mappe [Carpeta Merz] (lámina 5), 1923 Fotolitografía con collage de un portfolio de 6, 55,5 x 44,3 cm The Museum of Modern Art, Nueva York. Donación de B. Neumann, 1939 297.1955

Kurt Schwitters Merz Mappe [Carpeta Merz] (lámina 6), 1923 Fotolitografía de un portfolio de 6, 55,6 x 44,4 cm The Museum of Modern Art, Nueva York. Donación de B. Neumann, 1939 588.1939.6 Claude Simon La Route de Flandres. Composition [La ruta de Flandes. Composición], 1959 Bolígrafo azul sobre papel, 21 x 27 cm Chancellerie des Universités de Paris Bibliothèque litteraire Jacques Doucet, París SMN Ms 5 (1) Claude Simon La Route de Flandres. Atlas [La ruta de Flandes. Altas], 1959 Lápiz sobre papel, 21 x 27 cm Chancellerie des Universités de Paris Bibliothèque litteraire Jacques Doucet, París SMN Ms 5 (1) Claude Simon La Route de Flandres [La ruta de Flandes], 1959 Plano a color, 21 x 27 cm Chancellerie des Universités de Paris Bibliothèque litteraire Jacques Doucet, París SMN Ms 5 (2) Claude Simon La Bataille de Pharsale. Recherche d’un champ de bataille [La batalla de Farsalia. Búsqueda de un campo de batalla], 1968 Texto manuscrito, 21 x 27 cm Chancellerie des Universités de Paris Bibliothèque litteraire Jacques Doucet, París SMN Ms 9 Robert Smithson Movie treatment for Spiral Jetty I [Guión gráfico para Spiral Jetty I (Malecón en espiral I)], 1970 Lápiz y collage sobre papel, 47,5 x 58,5 cm Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid DE01410 Robert Smithson Movie treatment for Spiral Jetty II [Guión gráfico para Spiral Jetty I (Malecón en espiral I)], 1970 Lápiz y collage sobre papel, 47,5 x 58,5 cm Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid DE01411 Alfred Stieglitz Equivalent [Equivalente], 1925 Gelatinobromuro de plata, 11,6 x 8,6 cm Musée d’Orsay, París, donación de la Georgia O’Keeffe Foundation, 2003 PHO 2003 - 8 (12) Alfred Stieglitz Equivalent [Equivalente], 1926 Gelatinobromuro de plata, 11,7 x 9,2 cm Musée d’Orsay, París, donación de la Georgia O’Keeffe Foundation, 2003 PHO 2003-8 (13)

Alfred Stieglitz Equivalent [Equivalente], 1926 Gelatinobromuro de plata, 11,5 x 9,2 cm Musée d’Orsay, París, donación de la Georgia O’Keeffe Foundation, 2003 PHO 2003-8 (15) Alfred Stieglitz Equivalent [Equivalente], 1926 Gelatinobromuro de plata, 9,2 x 10,8 cm Musée d’Orsay, París, donación de la Georgia O’Keeffe Foundation, 2003 PHO 2003-8 (14) Alfred Stieglitz Equivalent [Equivalente], 1927 Gelatinobromuro de plata, 9,3 x 11,8 cm Musée d’Orsay, París, donación de la Georgia O’Keeffe Foundation, 2003 PHO 2003-8 (17) Alfred Stieglitz Equivalent [Equivalente], 1929 Gelatinobromuro de plata, 11,7 x 9,2 cm The J. Paul Getty Museum, Los Ángeles 93.XM.25.13 Wladyslaw Strzeminski Zyklus Meinen Freunden den Juden [Ciclo A mis amigos los judíos]. Following the Existence of Feet Which Tread a Path [En pos de la existencia de pies que marquen un camino], 1945 Collage y tinta sobre papel, 33 x 23 cm Colección del Yad Vashem Art Museum, Jerusalén. Donación del artista, cortesía de Judyta Sobel-Zuker YVS Inv. No. 74/1 Wladyslaw Strzeminski Zyklus Meinen Freunden den Juden [Ciclo A mis amigos los judíos]. Stretched by the Strings of Legs [Tensar las piernas como cuerdas], 1945 Collage y tinta sobre papel, 30 x 21 cm Colección del Yad Vashem Art Museum, Jerusalén. Donación del artista, cortesía de Judyta Sobel-Zuker YVS Inv. No. 74/2 Wladyslaw Strzeminski Zyklus Meinen Freunden den Juden [Ciclo A mis amigos los judíos]. With the Ruins of Demolished Eye Sockets / Paved With Stones Like Heads [Con las ruinas de las cuencas de los ojos demolidas / Pavimento con piedras como cabezas], 1945 Collage y tinta sobre papel, 30 x 21 cm Colección del Yad Vashem Art Museum, Jerusalén. Donación del artista, cortesía de Judyta Sobel-Zuker YVS Inv. No. 74/3 Wladyslaw Strzeminski Zyklus Meinen Freunden den Juden [Ciclo A mis amigos los judíos]. The Sticky Spot of Crime [El pegajoso escenario del crimen], 1945 Collage y tinta sobre papel, 33 x 23 cm Colección del Yad Vashem Art Museum,

Jerusalén. Donación del artista, cortesía de Judyta Sobel-Zuker YVS Inv. No. 74/4 Wladyslaw Strzeminski Zyklus Meinen Freunden den Juden [Ciclo A mis amigos los judíos]. I Accuse the Crime of Cain and the Sin of Ham [Yo denuncio el crimen de Caín y el pecado de Cam], 1945 Collage y tinta sobre papel, 30 x 21 cm Colección del Yad Vashem Art Museum,Jerusalén. Donación del artista, cortesía de Judyta Sobel-Zuker YVS Inv. No. 74/5 Wladyslaw Strzeminski Zyklus Meinen Freunden den Juden [Ciclo A mis amigos los judíos]. Vow and Oath to the Memory of the Hands (Existences which are not with us) [Voto y promesa en memoria de las manos (Seres que ya no están con nosotros)], 1945 Collage y tinta sobre papel, 30 x 21.5 cm Colección del Yad Vashem Art Museum, Jerusalén. Donación del artista, cortesía de Judyta Sobel-Zuker YVS Inv. No. 74/6 Wladyslaw Strzeminski Zyklus Meinen Freunden den Juden [Ciclo A mis amigos los judíos]. The Empty Shinbones of the Crematoria [Las tibias huecas del crematorio], 1945 Collage y tinta sobre papel, 30 x 21 cm Colección del Yad Vashem Art Museum, Jerusalén. Donación del artista, cortesía de Judyta Sobel-Zuker YVS Inv. No. 74/9

de época en tres tiras de papel, 34 x 34,3 cm Cortesía Ubu Gallery, Nueva York y Galerie Berinson, Berlín THEM 43 Stefan Themerson Untitled (hair) [Sin título (pelo)], ca. 1928 Gelatinobromuro de plata, 22,2 x 10,2 cm. Cortesía Ubu Gallery, Nueva York y Galerie Berinson, Berlín THEM 31 Stefan Themerson Untitled (Enlarged frames from Europa. Woman’s body, bread and woman’s face twice) [Fotogramas ampliados de la película Europa. Cuerpo de mujer, pan y rostro de mujer duplicado], 1931-1932 Gelatinobromuro de plata, montadas sobre cartón, 25,4 x 9,2 cm Colección Gary & Sarah Wolkowitz. Cortesía Ubu Gallery, Nueva York y Galerie Berinson, Berlín THEM 46 Rosemarie Trockel The Intus-Legere through the Mannerist Gothic Style [El intus legere en el gótico manierista], 1988 Plata, cartón y papel, 12,8 x 10 x 5,5 cm Colección particular. Cortesía Sprüth Magers Berlín - Londres Kurt Tucholsky Deutschland, Deutschland über alles: ein Bilderbuch, Neuer Deutscher Verlag, Berlín, 1929 23,8 x 18,8 cm Bibliothèque nationale de France, París RES P-M-312

Wladyslaw Strzeminski Zyklus Meinen Freunden den Juden [Ciclo A mis amigos los judíos]. Father’s Skull [La calavera del padre], 1945 Collage y tinta sobre papel, 33 x 23 cm Colección del Yad Vashem Art Museum, Jerusalén. Donación del artista, cortesía de Judyta Sobel-Zuker YVS Inv. No. 74/8

Valcárcel Medina (Conocido por) El Libro Transparente, 1970 68 hojas de plástico transparente, 21,5 x 16 cm Cortesía del artista, Madrid

Wladyslaw Strzeminski Zyklus Meinen Freunden den Juden [Ciclo A mis amigos los judíos]. Veins Strung Taut by Shinbones [Venas tensadas por las tibias], 1945 Collage y tinta sobre papel, 30 x 21 cm Colección del Yad Vashem Art Museum, Jerusalén. Donación del artista, cortesía de Judyta Sobel-Zuker YVS Inv. No. 74/7

Karl Valentin Karl Valentin in seinen Rollen 1910 -1913 (Karl Valentin: Münchner Volkssänger,Tafel 72) [Karl Valentin en diferentes papeles de actor 1910-1913 (Karl Valentin: cantante popular de Múnich, lámina 72)], ca. 1927 Fotografía sobre cartón, 27 x 36 cm Münchner Stadtmuseum, Múnich VO 191/72

Antoni Tàpies Tovallons plegats [Servilletas dobladas], 1973 Pintura, lápiz y collage sobre madera, 65 x 100 cm Colección particular, Barcelona Stefan Themerson Przygoda, ca. 1928 Collage de aprox. 102 gelatinobromuros de plata

Valcárcel Medina (Conocido por) Relojes, 1973 365 fotografías y caja contenedor, 9,7 x 9,7 x 6 cm Cortesía del artista, Madrid

Karl Valentin Karl Valentin in seinen Rollen 1910 -1913 (Karl Valentin: Münchner Volkssänger,Tafel 73) [Karl Valentin en diferentes papeles de actor 1910-1913 (Karl Valentin: cantante popular de Múnich, lámina 73)], ca. 1927 Fotografía sobre cartón, 27 x 36 cm Münchner Stadtmuseum, Múnich VO191/73 239

Atlas 168x230 ensayo:Maquetación 1 11/11/10 15:43 Página 240

Marc Vaux Projet pour une place en plâtre [Proyecto para una plaza en yeso], s/f Gelatinobromuro de plata, 16,6 x 22,7 cm Fondation Alberto et Annette Giacometti, París 2003-0728 Lucien Vogel «La rue, les ouvriers», en : Vu, París, núm. 192, 18 de noviembre 1931 (p. 2541-2545) Revista ilustrada, 37 x 27 cm Musée Nicéphore Niépce, Ville de Chalonsur-Saôn Simon Wachsmuth Parabasis, 2009 Instalación doble canal, dos películas en blanco y negro, Hdcam. Sonido. 10 mesas con postales Dimensiones mesas: 300 x 320 cm / duración vídeos: 45’ Cortesía del artista y de la Galería Steinle Contemporary, Múnich Franz Erhard Walther Erster Werksatz [Set de trabajo], 1963-1969 Lienzo, foam, madera, plástico, ropa, cuerda, terciopelo y cuero, 240 x 110 x 150 cm Musée d’Art Contemporain, Marsella Franz Erhard Walther Erster Werksatz [Set de trabajo], 1963-1967 58 Fotografías en blanco y negro,18,6 x 24,6 cu Galerie Jocelyn Wolff, París Franz Erhard Walther Werkzeichnungen [Dibujos preparatorios], 1964-1972 Acuarela, gouache, óleo, café, mina de plomo, lápices de colores, impresión offset y goma arábiga, 30,5 x 22 cm Centre national des arts plastiques - ministère de la Culture et de la Communication, París FNAC 08-679 (1-63) Aby Warburg Sketch of the Mesa verde [Esquema de la Mesa verde], 5 de diciembre de 1895 Lápiz y tinta sobre papel, 20 x 23,2 cm Cortesía del Warburg Institute, Londres WIA, III.2.1 [40] (nº 40/020486) Aby Warburg Der Tod des Orpheus […] [La muerte de Orfeo], 1905 Colección de láminas, 31,5 x 40 cm Cortesía del Warburg Institute, Londres WIA, III.3 Aby Warburg War’s photographies [Fotografías de guerra], 1914-1918 Fotografías en blanco y negro, dimensiones variables Cortesía del Warburg Institute, Londres Aby Warburg Esquema preparatorio para la conferencia Disposition Scheme for the lecture Italienische Kriegsliteratur [Esquema para la conferencia «Literatura de guerra italiana»], 5 de julio de 1915 Tinta sobre papel, 33 x 42,1 cm 240

Cortesía del Warburg Institute, Londres WIA, III.86.2 [1-2] Aby Warburg Esquema preparatorio para la conferencia Luthers Geburtsdatum [El día del nacimiento de Lutero], 1917 Tinta sobre papel, 21 x 33 cm Cortesía del Warburg Institute, Londres WIA, III.90.2 [64] Aby Warburg Esquema para la conferencia Die Einwirkung der Sphaera Barbarica [La influencia de la Sphaera Barbarica], 25 de abril de 1925 Lápiz sobre papel, 21 x 14,1 cm Cortesía del Warburg Institute, Londres WIA, III.94.2.1, fol.115 bis. Aby Warburg Boceto de Wanderstraßen, 1928 Lápiz sobre papel, 31,8 x 20,4 cm Cortesía del Warburg Institute, Londres WIA, III.105.1.3 [6] Aby Warburg Sketch of Warburg’s “personal” geography [Esquema de la geografía «personal» de Warburg], 1928 Lápiz sobre papel, 31,8 x 20,4 cm Cortesía del Warburg Institute, Londres WIA, III.105.1.3 [4] Aby Warburg Der Bilderatlas Mnemosyne, Edición de M. Warnke y C. Brink. Akademie Verlag. Berlín, 2008 30,5 x 25 cm Biblioteca y Centro de Documentación MNCARS, Madrid 7/8 WARBURG, Aby 5 Aby Warburg Der Bilderatlas Mnemosyne [Atlas Mnemosyne] (panel A), 1929-2010 (copia de exposición) Cortesía del Warburg Institute, Londres Aby Warburg Der Bilderatlas Mnemosyne [Atlas Mnemosyne] (panel B), 1929-2010 (copia de exposición) Cortesía del Warburg Institute, Londres Aby Warburg Der Bilderatlas Mnemosyne [Atlas Mnemosyne] (panel C), 1929-2010 (copia de exposición) Cortesía del Warburg Institute, Londres Aby Warburg Der Bilderatlas Mnemosyne [Atlas Mnemosyne] (panel 1), 1929-2010 (copia de exposición) Cortesía del Warburg Institute, Londres Aby Warburg Der Bilderatlas Mnemosyne [Atlas Mnemosyne] (panel 2), 1929-2010 (copia de exposición) Cortesía del Warburg Institute, Londres Aby Warburg Der Bilderatlas Mnemosyne [Atlas Mnemosyne] (panel 3), 1929-2010 (copia de exposición) Cortesía del Warburg Institute, Londres

Aby Warburg Der Bilderatlas Mnemosyne [Atlas Mnemosyne] (panel 4), 1929-2010 (copia de exposición) Cortesía del Warburg Institute, Londres Aby Warburg Der Bilderatlas Mnemosyne [Atlas Mnemosyne] (panel 5), 1929-2010 (copia de exposición) Cortesía del Warburg Institute, Londres Aby Warburg Der Bilderatlas Mnemosyne [Atlas Mnemosyne] (panel 6), 1929-2010 (copia de exposición) Cortesía del Warburg Institute, Londres Aby Warburg Der Bilderatlas Mnemosyne [Atlas Mnemosyne] (panel 7), 1929-2010 (copia de exposición) Cortesía del Warburg Institute, Londres Aby Warburg Der Bilderatlas Mnemosyne [Atlas Mnemosyne] (panel 25), 1929-2010 (copia de exposición) Cortesía del Warburg Institute, Londres Aby Warburg Der Bilderatlas Mnemosyne [Atlas Mnemosyne] (panel 32), 1929-2010 (copia de exposición) Cortesía del Warburg Institute, Londres Aby Warburg Der Bilderatlas Mnemosyne [Atlas Mnemosyne] (panel 42), 1929-2010 (copia de exposición) Cortesía del Warburg Institute, Londres Aby Warburg Der Bilderatlas Mnemosyne [Atlas Mnemosyne] (panel 50-51), 1929-2010 (copia de exposición) Cortesía del Warburg Institute, Londres Aby Warburg Der Bilderatlas Mnemosyne [Atlas Mnemosyne] (panel 56), 1929-2010 (copia de exposición) Cortesía del Warburg Institute, Londres Aby Warburg Der Bilderatlas Mnemosyne [Atlas Mnemosyne] (panel 77), 1929-2010 (copia de exposición) Cortesía del Warburg Institute, Londres Aby Warburg Der Bilderatlas Mnemosyne [Atlas Mnemosyne] (panel 78), 1929-2010 (copia de exposición) Cortesía del Warburg Institute, Londres Aby Warburg Der Bilderatlas Mnemosyne [Atlas Mnemosyne] (panel 79), 1929-2010 (copia de exposición) Cortesía del Warburg Institute, Londres Christoipher Williams Pacific Sea Nettle, Chrysaora Melanaster, Long Beach Aquarium of the Pacific, 100 Aquarium Way, Long Beach, California [Ortiga de mar del Pacífico, Chrysaora Melanaster, Acuario del Pacífico de Long Beach, California, Aquarium Way 100, California], 5 de septiembre, 2007, 2008 Gelatinobromuro de plata, 61 x 50,8 cm Cortesía del artista y de la Galería David Zwirner, Nueva York WILCH0242
DIDI-HUBERMAN, G. (2011). Atlas- Cómo llevar el mundo a cuestas

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