Propiedad del lobo

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PROPIEDAD DEL LOBO Título original: Propiedad del lobo. Primera edición: diciembre, 2017 Sonia Fraez, 2017. © 2017, Sonia Fraez Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de la autora. Todos los personajes, situaciones y lugares son fruto de la imaginación de la autora y cualquier semejanza con personas y personajes (presentes o pasados), situaciones y lugares reales son meramente coincidencia.

Índice de capítulos Capítulo uno Capítulo dos Capítulo tres Capítulo cuatro Capítulo cinco Capítulo seis Capítulo siete Capítulo ocho Epílogo

Capítulo uno Allanamiento de morada Estaba oscuro y olía a limpio, pero el lugar vibraba con tensión. Erika Rusell no solía meterse en esos líos, pero esta vez no había otra salida. Su raza siempre había estado caracterizada por un apego a los objetos valiosos que no era normal. ¿Y quién podía culpar a Kim? Ella era completamente humana. Aquella noche había algo en el aire. Algo espeso y pesado, una fuerza invisible que vaticinaba… algo. Erika no estaba muy segura del qué. Pero podía hacerse una idea. Apartó un cuadro horrible de un hombre desnudo comiéndose una naranja para ver si detrás había una caja fuerte. No la había. Que los talentos de Erika la hiciesen una buena ladrona no quería decir que a ella se le diese bien, ni si quiera que le gustase. Era la primera vez que cometía allanamiento de morada y estaba muy, muy nerviosa. Pero necesitaba recuperar su anillo. Erika había heredado su naturaleza especial de su abuela materna, que no había pasado el don a su madre, pues el gen que las definían como una de las criaturas más especiales de la naturaleza había permanecido dormido en su hija para ser heredado por ella… por Erika. Tampoco es que hubiesen sido unas noticias estupendas. Las mujeres que heredaban aquellos dones eran perseguidas por otras razas, incluyendo a la de los humanos. Las antepasadas de Erika habían sido forzadas, esclavizadas, capturadas, hechas prisioneras y, en demasiadas ocasiones, asesinadas. Por eso Erika había evitado todo lo que la definía como una de los suyos. Su hermana Kim siempre la había protegido, incluso había intentado que se olvidase

de aquel maldito anillo. ¿Quién iba a pensar que una joya tan preciosa, tan maravillosa, llegaría a manos de la tienda de antigüedades que poseían las hermanas? Erika tenía debilidad por los objetos brillantes y Kim se ocupaba de ellos antes de que fuese demasiado tarde, antes de que su hermanita los viese. Pero no había sido lo bastante rápida con ése y Erika lo había visto. Y se había enamorado. Era un diamante enorme, con aspecto de dorado gracias al oro en el que estaba engarzado. La suave luz ambarina de la estancia había lanzado mil destellos en la piedra preciosa, que habían cautivado el corazón de Erika. Era más fuerte que ella. Era una necesidad primaria, grabada en lo más profundo de su ser. Kim lo había ocultado rápidamente y había mirado a Erika. Erika había fingido no verlo. Erika había fingido que no le importaba. Y casi lo había conseguido, hasta que se había enterado de que su hermana había logrado vender el anillo. Erika lo comprendía, a pesar de que una parte primigenia de ella se sentía dolida y furiosa con su hermana. Kim no había pretendido hacerla daño, sino protegerla. Pero para Erika, aquello había dolido tanto como si hubiesen vendido a un hijo suyo. Como si se hubiesen llevado a la propia Kim. Ella estaba enamorada de ese anillo, y no podía hacer nada por evitarlo. Necesitaba tenerlo. Miró en todos los cajones de la planta inferior y subió las escaleras cuando comprendió que el anillo no se encontraba ahí. Erika era meticulosa, ligera como el aire y con una percepción que iba más allá de lo humano. Sería la perfecta ladrona. Si solo hubiese practicado un poco más.

Llegó a un despacho oscuro, revestido de caoba y con aspecto impoluto. Sintió el anillo antes de tenerlo en su poder. Había una caja fuerte dentro de un armario. No fue difícil abrir la caja, en absoluto. Cuando la abrió, vio un montón de billetes, papeles… y en un rincón, como olvidada, estaba su preciosa joya. La cogió con mimo y la acunó en sus manos antes de ponerse el anillo. Lo acarició, una vez en su dedo anular, como si fuese la más bella de las creaciones. Estaba tan ensimismada que no percibió la amenaza hasta que el gruñido gutural no hizo que sus pelos se erizaran. ―Pon las manos sobre la cabeza. Ahora. A través de la cortina de su cabello rubio, Erika vio que estaba armado. Así que hizo lo que le pedía. Sintió cada paso que él daba hacia ella como una latente amenaza. Un tirón sacudió sus entrañas. El aire se espesó aún más. Algo estaba sucediendo. ―Contra la pared ―ordenó aquella caliente voz. Caliente, suave y grave, que se deslizaba sobre ella como deliciosa y líquida miel. A Erika le encantaba la miel que, una vez derretida, brillaba como el oro. Estaba oscuro y no podía verle, pero sintió su presencia junto a ella a pesar de que tampoco había emitido sonido alguno al moverse. ―No se mueva ―advirtió la voz. Unas manos recorrieron sus brazos y bajaron despacio hasta sus pechos. Las ardientes manos de aquel hombre rodearon los firmes montículos y amasaron los senos en un cacheo demasiado poco profesional. Erika se dio una bofetada mental cuando casi añoró aquellas manos cálidas en esa parte de su anatomía al bajar éstas por su cintura. ¿Cómo podía ser tan excitante que te tocaran la cintura? Las manos se deslizaron por su vientre y descendieron hasta su entrepierna, que

estaba más húmeda y a más alta temperatura de lo que era aconsejable. ¿Oyó al policía respirar con dificultad? Las manos siguieron su curso y bajaron por las piernas, mandando escalofríos de deseo por el cuerpo de Erika. Cuando volvieron a subir, amasaron las sensibles nalgas a placer. ―Veo que vas desarmada. Ella no fue capaz de contestar. El policía agarró sus manos y de un violento tirón las aprisionó a su espalda, en donde unas frías esposas la inmovilizaron. Salieron por la puerta de atrás, mientras el corazón de Erika latía a toda velocidad. ¡La habían pillado! Cuando cruzaron el patio trasero en dirección a la entrada, el policía la empujó hasta que su culo aterrizó en el suelo y ahí sacó un segundo juego de esposas, con el que la dejó firmemente atrapada junto a la barandilla de la escalera. ―No te muevas. No hagas un sonido. Si lo haces, te arrepentirás ―amenazó. ¿Cómo podía sonar alguien tan sexy y tan… capullo al mismo tiempo? Él sacó la radio de su cinturilla y la miró fijamente a través de la noche. Erika no podía distinguir sus rasgos, pues estaba demasiado oscuro. Sin embargo, sí podía ver el brillo de sus ojos verdes. Dios, ¡brillaban como esmeraldas! ―Falsa alarma. La casa estaba vacía. Haré una ronda por si acaso y te aviso si veo algo, pero puedes irte a casa, Tom. Se escuchó el sonido que emitió la radio cuando él cerró la comunicación. ―Recibido, Shaun ―dijo una voz distorsionada por la máquina. ―Con esto creo que hemos acabado, tío. Que pases buena noche. El policía… Shaun. Shaun no contestó. Simplemente se quedó mirándola un buen rato, hasta que decidió que había sido suficiente y después liberó a Erika de la valla para hacerla caminar hasta la entrada. ¿Por qué había mentido a su compañero, si la había pillado con las manos en la

masa? ¿Y por qué no la soltaba, si «había sido una falsa alarma»? No había reparado en el anillo. La había cacheado y no había notado nada en los bolsillos de sus apretados pantalones negros, así que había dado por supuesto que ella no había robado nada y que no iba armada. Ni si quiera se había llevado el móvil, por miedo a que la llamaran o se le cayese o la policía pudiese rastrearla con alguno de esos aparatos que salen en las películas de policías. Shaun la arrastró hasta una moto del departamento de policía de Nueva York. Le liberó una mano y, arrastrándola de la esposa que había quedado libre, montó a horcajadas sobre la moto. ―Sube. Bien, éste sí que es un chico mandón. Con cautela, Erika hizo lo que le habían ordenado. Pasó una pierna con cierta dificultad por encima de la moto y se sentó, dejando una distancia prudencial entre la espalda del policía y ella. Sin embargo, aquello no duró. Shaun tiró de las esposas y pasó sus brazos por delante de su propio vientre, esposándolos ahí. Los pechos de Erika quedaron pegados a la espalda del policía y su entrepierna se encontró con el trasero de él. ―Agárrate fuerte ―dijo. Antes de que se diese cuenta, le había puesto un casco e iban a través de la carretera a tal velocidad que parecía que volaban. Él tomó una curva y el cuerpo de Erika se deslizó hacia la carretera. Con miedo, pues jamás había montado en moto con anterioridad, apretó los muslos contra los de él, buscando soporte. Él gruñó. La moto paró cerca del río Este de Manhattan, en el Upper East Side. Atravesaron York Avenue hasta girar en la setenta y tres, donde unos edificios de piedra rojiza quedaban ensombrecidos por las escaleras de incendios y parecían pequeños en comparación con otros más modernos, de color blanco, que se alzaban a más del doble de altura.

Había negocios a pie de calle, Erika echó el ojo a un restaurante de sushi, pero a aquellas horas no había nada abierto por aquella zona. Shaun le quitó las esposas. Y Erika no se lo pensó. Corrió. Sabía que él no la atraparía, los humanos nunca lo hacían. Ella era más rápida, más ligera, sus antepasadas habían volado y descendido desde los mismísimos cielos. No había forma humana de que él la atrapase. Pero lo hizo. El policía se la echó al hombro mientras se dirigía a uno de aquellos edificios de piedra roja de aquel barrio de clase media. Y, mientras ella rebotaba, completamente paralizada por el shock, contra su hombro, sintió miedo. No había forma humana de que él la atrapase. Así que, por lógica, él no era humano. Por primera vez aquella noche, Erika sintió miedo.

Capítulo dos Un olor nuevo Aquella mujer olía… raro. No raro en plan calcetines sucios, pizza y condones usados, que era un olor al que se había acostumbrado cuando fue a la Universidad. No, aquella mujer olía a algo que él no había olido antes. Nunca. Y aquello era extraño de cojones. Tenía un olor peculiar que era dulce, delicado y con un toque especiado. Shaun no tendría problema en decir que era lo más maravilloso que había olido nunca. En especial cuando ella se había excitado. Aquel olor picante y cálido le había invadido sus fosas nasales y había vuelto loca a su bestia interior. Jamás había hecho algo así. Jamás había sentido algo así. Y todo era culpa de aquella mujer. Dio gracias a que sus apacibles vecinos no salieran al descansillo, en especial cuando ella había comenzado a protestar. Enérgicamente. Shaun había tenido que darle un azote en aquel delicioso trasero que se moría por marcar. Se moría por marcarla a ella. Mía. ¿Qué locura lo había poseído? Había oído historias. Historias sobre parejas que estaban predestinadas. Historias sobre lobos que encontraban a su pareja de vida, la única que comprendería a la bestia que llevaban dentro.

A la esencia más profunda de su ser. Shaun había creído que se trataba de eso: historias. Hasta hoy. Cuando había visto a aquella diminuta mujer agachada, dispuesta a robar la caja fuerte de aquella casa, simplemente tendría que haberla detenido. Tendría que haber avisado a su compañero, Tom, y haberle dicho que la alarma silenciosa había saltado porque una chica se había colado en la casa. Podrían haber llegado a un acuerdo, pues no había robado nada y no había nadie herido. Tampoco había daños. Una multa, y no la habría visto otra vez. Pero en cuanto ella le había mirado, con aquellos ojos azules abiertos debido a la sorpresa, su lobo interior había rugido y la sangre había golpeado con fuerza sus venas. Un grito interior había clamado por aquella hembra y su naturaleza más básica había la había reclamado como suya. Mía. ¿Se debía aquel olor especial y nuevo al hecho de que ella era su pareja destinada? El simple hecho de tenerla agarrada, echada sobre su hombro, hacía que se pusiese duro como una piedra. Había disfrutado tanto con aquel azote, cuando ella había empezado a gritar… Ahora ella olía a miedo, pero él borraría ese olor de su cuerpo para siempre. Aquella mujer estaba hecha para oler a excitación. A sexo. Estaba jodido. ¿Cómo podía explicarle que él era un lobo? Que su familia era su manada, aunque él la había abandonado hace tiempo para seguir su propio camino. Para formar su propia manada. Para tener a sus propios hijos. ¿Cómo podría explicarle a ella que el lobo que llevaba dentro quería tener crías… con ella? ¿Y cómo podía pensar cuando ella se removía y cada movimiento que hacía lo ponía más duro que el anterior?

Cuando por fin llegó a su casa, con su mujer colgando literalmente de su brazo, sintió una satisfacción que no había sentido jamás. Una satisfacción mayor que cuando acabó la carrera de Ciencias en la Universidad de Miami en Ohio, mayor que cuando aprobó los exámenes y las pruebas físicas para entrar a ser policía. Hogar. Gritó su lobo. Hogar. Corroboró él. Dejó que ella cayese en su cama y su lobo soltó un gruñido de satisfacción que resonó en la estancia. Ella lo miraba indefensa desde el colchón cubierto de una suave colcha gris. ―¿Qué vas a hacerme? Aquello hizo que su lobo arañara la jaula donde lo tenía confinado, rugiendo por salir. Quería hacerla suya. Yo también quiero hacerla mía. ―Dime tu nombre. Ella lo miró fijamente. ―¿Sólo sabes dar órdenes? ―Quiero que me digas tu nombre. Su voz sonó distorsionada. Más grave. Más gutural. El lobo quería conocer el nombre de su compañera. Ella se estremeció ante el sonido. ¿Percibiría el peligro? ¿Percibiría la posesión? O quizás… ¿sentía excitación? ―Erika. Erika. El lobo saboreó el nombre, haciéndolo suyo. Shaun disfrutó del sonido de ella diciendo su nombre, diciéndoselo a él. El placer lo sacudió. Se acercó a ella y Erika gateó hasta tocas con su espalda la pared en la que se

apoyaba el cabecero de la cama. Shaun quiso decirle que estuviese tranquila, que él no le haría daño. Que la quería. Que la necesitaba. Que cuidaría de ella hasta su último aliento. Pero todo lo que le salió fue: ―Estás a mi merced. Eres mía. Shaun maldijo a su lobo, pese a que eso era lo que sentía en lo más profundo de su ser. Había sido brutalmente honesto. Pero no hacía falta asustar a su compañera, maldita sea. Ella tragó saliva y ello atrajo la mirada de él a su garganta… y a su ajustada camiseta. Se subió a la cama y vio cómo ella se quedaba paralizada. ―No voy a hacerte daño ―prometió. Enterró una mano en su melena, tan pálida que parecía hecha de rayos de luna, y atrajo la delicada cabeza hasta su propio rostro, acercando los labios hasta que la besó. Probar aquella boca fue como morir e ir al cielo. Con suavidad, lamió los labios de ella y la incitó a que abriese los suyos. Ella gimió y él aprovechó para introducir la lengua en su interior. Acarició su mejilla, como si ella fuese a romperse. Su lobo estaba furioso. Su parte salvaje, la parte que él estaba manteniendo contralada con férreo agarre de hierro se revolvía y rugía, deseando tomar. Deseando follar. Duro. Salvaje. Violento. Marcándola. Pero no podía asustarla. Así que tenía que luchar consigo mismo y mantener la calma. Aunque ella fuese tan suave. Aunque ella le estuviese dando la bienvenida, cálida, abierta y receptiva. Gruñó. ―Tengo que ir a comisaría. Volveré antes de que te des cuenta.

Sacó las esposas que le había quitado y la dejó atrapada contra el cabecero de la cama, atada a uno de los hierros que daban forma a los intrincados dibujos que formaban los curvados barrotes. ―No tardaré ―dijo, dándole un rápido beso.

Capítulo tres La imagen del pecado Erika no podía creerse lo que la había poseído. ¿Podía un hombre ser tan sexy como para que eso te succionara la voluntad? Era como si su cuerpo y su mente se hubiesen dividido, uno a merced de aquel enorme hombre y el otro de vacaciones en algún lugar muy lejano. Cuando le había visto bajo las luces del apartamento, se había puesto cachonda. Alto, fuerte, duro como una piedra. Tenía músculos que ella quería lamer como si fuesen un helado de chocolate. Su piel cetrina era perfecta y estaba cubierta de una rasposa barba de cuatro días un poco más oscura que su cabello, que era tan oscuro que parecía negro pero no llegaba a serlo. Sus ojos verdes, que tanto la habían quemado mirándola, estaban rodeados de espesas pestañas que deberían haber resultado femeninas pero que no lo eran en absoluto. Si Erika tuviese que poner cuerpo y rostro al pecado, acababa de encontrar la imagen. Cuando se fue, el hechizo pareció menguar, pero una parte de ella ―una parte loca, completamente demente y embrujada por culpa de aquel cuerpo maravilloso hecho para el placer― aún quería quedarse, esperarle… y hacer cosas perversas con él. Pero tenía que volver con su hermana. Y no está bien querer quedarse con polis corruptos que secuestran a ladronas, por muy buenos que estén. Sus hormonas no parecían captar aquello. Como siempre, deshacerse de una cerradura no fue difícil. Incluso sin la llave. No era realmente magia, simplemente era como si conociese las cerraduras, como si nadie pudiese mantener nada fuera de su alcance ni tratar de retenerla a ella.

Simplemente estaba en su naturaleza. Cuando logró abrir las esposas, se desperezó en la cama y decidió observar la casa de aquel… capullo. Adonis. Gilipollas. Semental. Oh, Dios. Sí que parecía todo un semental. Erika no quería entretenerse, pues él había dicho que no tardaría. Agudizó el oído, por si escuchaba el sonido de alguna moto, pero la calle parecía desierta. Vio fotos de él, lo que parecían sus padres y cuatro hermanos, lo que a Erika le pareció una enorme familia. Había otras en las que había más de cuarenta personas, y todos parecían compartir aquel cabello oscuro, aquellos pómulos regios y aquellos ojos misteriosos, de espesas pestañas. Abrió la nevera y se sorprendió de la enorme cantidad de carne que tenía ese hombre en la casa. Carne roja y sangrienta, filetes, bistecs, entrecots, solomillos... Tiene que mantener ese cuerpazo fibroso. Estaba a punto de irse, su curiosidad menguada por el nerviosismo que sentía al pensar que él volvería y la pillaría otra vez, cuando lo vio. Estaba sobre una cómoda de robusta madera, descansando como si nada. Era un brazalete de lo que parecía oro puro. Era de él. Era ancho y poderoso, pesado, brillante y terriblemente masculino. Tenía lo que parecían símbolos vikingos. A Erika le encantaban las historias vikingas. No quería robarle nada, no a él. Pero aquello era más de lo que podía soportar. ¿Oro vikingo? El brazalete era demasiado ancho hasta para ponérselo en el bíceps, así que se lo puso en el cuello. No pudo evitar mirarse en el espejo. Su pálido cabello caía a ambos lados de su rostro, hasta tocar sus caderas. En su

piel pálida destacaban sus ojos azules, sus labios rosados y, ahora, el fuerte brillo de aquel brazalete de oro puro. Estaba enamorada. Otra vez. Además, hacía juego con su anillo. Con una sonrisa en los labios, salió del apartamento del policía, sabiendo que si no se enfadaba por su escapada, definitivamente se enfadaría cuando se diese cuenta de que su brazalete ―que debía de ser terriblemente caro, en especial para un policía― había desaparecido. Cuando llegó a la puerta principal, miró al cielo y no le costó orientarse. Llegó a casa una hora más tarde, corriendo. ―¡¿Dónde te habías metido?! Donde ella era palidez y luz, su hermana era todo lo contrario. Tenía la piel pálida, pero ligeramente bronceada ―y ahora mismo rosada debido al enfado― el cabello, en vez de ser ondulado como el de su hermana, era liso y de un tono castaño rojizo. Era más bajita y más menuda, y ahora mismo un volcán en erupción. ―¿Tienes idea de lo preocupada que estaba? ¿De la cantidad de barbaridades que se me han pasado por la cabeza? ¿De lo que te podría haber pasado? ¡Estaba muerta de preocupación! Y… ―sus bonitos ojos castaños se clavaron en el cuello de Erika. ―¿Qué demonios has hecho? ¿De dónde has sacado eso? Erika se tapó el brazalete del cuello con la mano, lo que fue un craso error. ―Maldita sea, ¡has ido a por el anillo! ¿En qué diablos estabas pensando? Erika odiaba decepcionar a su hermana. Casi se echó a llorar. ―No he podido evitarlo. Era mío. Lo necesitaba, Kim. Siento haberte preocupado. Kim se desinfló como un globo al que pinchan con una aguja. Abrazó a su hermana. ―No pasa nada. ¿Dónde has estado? ―Fui a recuperar mi anillo, pero una alarma saltó. La policía…

―¡Oh, Dios! ¡¿Te han detenido?! ―interrumpió su hermana. Erika negó con la cabeza. ―Un policía me ayudó. Me cubrió. Dijo que era una falsa alarma. Y, después, me llevó a su casa. Me escapé. ―¿Un policía te llevó a su casa? Hay que denunciarlo, Erika. Ese hombre podría ser malvado, podría estar secuestrando mujeres, podría… ―¡No! ―la vehemente contestación sorprendió a ambas. ―No ―repitió Erika más suavemente. ―Es un buen hombre, lo sé. Lo sentí. Simplemente… no sé qué pasó. Ha sido una noche extraña. Solo quiero irme a la cama, hermanita ―sonrió, cansada. Habían sido demasiadas emociones. Kim le dio un último abrazo y se despidió de su hermana, ya más tranquila. Erika, por su parte, no pudo pegar ojo en toda la noche. Se metió en la cama vestida con su pijama, con el anillo en su dedo y abrazando el enorme brazalete de oro. Al menos tenía su tesoro con ella.

Capítulo cuatro Recados Habían pasado dos días desde que Erika había desaparecido y su hermana aún no la había perdonado. De hecho, a pesar de que no estaba abiertamente enfadada con ella, había delegado en ella todas las recogidas de objetos que iban destinados a la tienda. Lo cual no sería tan malo, a Erika no le importaba hacer los recados en absoluto, sino fuera porque el frío había comenzado a hacer presencia en la ciudad de Nueva York y las calles estaban casi heladas. Erika sólo quería arrebujarse en una manta calentita y escapar del frío. Llamó a la puerta y una mujer de tez oscura la recibió con una brillante sonrisa. ―Buenos días, pasa. Erika agradeció el gesto. La mujer le ofreció un café caliente que ella aceptó con agrado y, poco después, volvió con una taza. Se sentaron frente a una mesita en la que había una caja. Una caja llena de libros. Kim no pensaba arriesgarse con más joyas, así que había comprobado que los pedidos eran completamente inofensivos. El padre de Iona había fallecido, y quería donar aquellos libros. Erika tenía que ver si había algo que merecía la pena comprar. Estudió la mercancía con cuidado y mimo, casi con reverencia. Aunque su naturaleza especial la hacía muy propensa a perder la cabeza por las cosas brillantes, Erika adoraba los libros por sí misma. Y le encantaba comprarlos, leerlos y luego venderlos para que otros pudiesen disfrutar de ellos. Era un placer suyo, del que no tenía por qué sentirse culpable después, así que

jamás había disimulado el cariño que tenía a todas aquellas ediciones impresas de historias maravillosas. En aquella caja había algunas ediciones antiguas que podrían valer algo, pero en general no había nada de demasiado valor. ―Puedo darte veinticinco dólares por toda la caja ―admitió. ―Hay algunos libros que valen algo, pero no son lo suficientemente raros como para que alguien se gaste mucho por ellos ni lo suficientemente nuevos como para que la gente los compre porque sí. La mayoría son simplemente libros usados y probablemente ni si quiera se vendan. Iona la miró, asintiendo con la cabeza. ―No esperaba ganar un dólar con ellos, así que lo que me des estará bien. Espero que entretengan a alguien más, a mí los libros viejos no me llaman la atención, pero mi padre disfrutaba enormemente con ellos. Erika sonrió. ―A alguien encontraremos. Cuando salió de aquella casa, llevaba unos quince libros encima. No había sido mala compra en general, si lograran vender alguno de los libros. Probablemente acabaran acumulando polvo en una de las estanterías de la tienda. Cuando llegó, su hermana sonreía a un cliente, que acababa de comprar una bailarina de porcelana. Erika le saludó y dejó la caja en el mostrador. ―Quince libros. He pagado veinticinco dólares por ellos. Kim suspiró. ―Será una buena inversión, si conseguimos venderlos. Cosa que dudo. ¿Tenías que comprarlos todos? ―Algunas ediciones no son tan malas, y están en un estado no muy desgastado. Su hermanita puso los ojos en blanco. ―Tú y los libros. Vale. Dejaré esto en la trastienda. ¿Te ocupas tú del mostrador? Kim no esperó respuesta y se fue. Sintió la vibración en el aire, antes que nada.

El ambiente crepitaba con expectación. Erika intuyó lo que iba a ocurrir antes siquiera de poder llegar a pensarlo. Y, en efecto, unos segundos más tarde, la campanilla de la puerta sonó y un hombre hecho para las perversidades más sucias que una chica pudiera imaginar entró por la puerta de su pequeña tienda de Manhattan. Vestido de uniforme. Y con gafas de aviador. Se cruzó de brazos y la miró. Incluso a través de los cristales tintados que tapaban el verde de sus irises, Erika supo que la estaba fulminando con la mirada. ―Bien, bien. Volvemos a encontrarnos, Erika. Ella no podía hablar. ―¿Creías que no te encontraría? ―Lo dudé. Sólo sabes mi nombre, y te podría haber mentido. Pero él conocía su olor, un olor único. Su lobo jamás olvidaría esa fragancia, y, aunque había tardado dos días en dar con ella debido a los fuertes y diversos olores que se entremezclaban entre sí y al tamaño de la gran manzana, Shaun había captado su aroma. Y lo había seguido, como si su vida dependiese de ello. ―Vas a venir conmigo, así que ¿será por las buenas o por las malas? ―No voy a ir contigo ―siseó ella, mirando hacia la escalera que daba a la trastienda. Por favor, que Kim se entretuviese hasta que pudiera deshacerse de ese sexo con patas. ―Por las malas, pues. Si no vienes conmigo, despídete de tu tienda. ―¿Qué? ―Aquello la sorprendió de verdad. ―Oh, vamos. ¿Tienes absolutamente todo en regla? ¿Sigues todas y cada una de las regulaciones al pie de la letra? Inspeccionaré esto hasta que encuentre el más mínimo fallo, y entonces cerraré la tienda hasta que se demuestre que puedes hacerte cargo de ella. Pero eso puede tardar meses, incluso años. Ella apretó los labios. ―Eres un capullo.

Él se acercó al mostrador, intimidándola con su tamaño. ―No sabes cuánto, pero siempre consigo lo que quiero y ahora te quiero a ti. Así que, te lo repito, ¿será por las buenas, Erika, o será por las malas? Ella le fulminó con la mirada. Oh, sí. Su pareja tenía agallas. El lobo en su interior se revolvió de gusto. ―¡Kim! Tengo irme un momento. ¡Te llamaré! ―¿Cómo que te vas a…? Pero la puerta al cerrarse detrás de ella ahogó las protestas de su hermana. Al menos, aquella vez llevaba su móvil. Shaun había venido en coche, y no en uno policial, a pesar de que llevaba puesto el uniforme. Agradeció que no hubiese traído la moto, pues el interior del vehículo estaba calentito y era más cómodo. ―¿Dónde está mi brazalete? Algo protestó dentro de ella. ¡Es mío! ―No sé de qué me hablas. ―Sabes perfectamente de qué te hablo. Es un puto brazalete de oro macizo, no pasa desapercibido. Quiero que me lo devuelvas. ―¿Has perdido oro macizo? Deberías tener más cuidado, pero yo no lo tengo. Shaun se había quitado las gafas para conducir y, según la dirección que estaban siguiendo, Erika estaba segura de que se dirigían a la casa de él y no a la de ella. Aquello era bueno. El brazalete estaba a salvo. ―Mira. Es una joya de familia. Fue de mi padre y de su padre antes que él, y de mi bisabuelo antes de eso. Tiene siglos de antigüedad. Lleva en mi familia generaciones. Aquello dolió. Ella no quería robarlo, pero se había perdido debido a su naturaleza codiciosa. Devolverle la joya la desgarraría por dentro.

No era capaz. ―No sé de qué me hablas ―pero su voz tembló. ―Escucha. No tomaré represalias. Tú simplemente devuélvemela, haré como si no hubiera pasado nada. Y entonces, tú y yo podríamos ir a tomar un café. Ella lo miró de hito en hito. ―¿Me invitas a salir a pesar de que te he robado? Él sonrió de medio lado. ―¿Así que admites que me has robado? Erika bufó. ―Yo no he admitido absolutamente nada. El coche paró y ella se percató de que habían llegado a su casa. A aquel hermoso edificio rojizo del Upper East Side. ―Ven conmigo y pórtate bien. O si no… Dejó la amenaza en el aire, dejando a Erika con la mente llena de posibilidades. Ninguna demasiado horrible.

Capítulo cinco ¿Dónde está el brazalete? ―¿Quieres tomar algo? ―preguntó Shaun. Erika no podía dejar de estar sorprendida por lo civilizado del policía. Si alguien le robara una de sus preciadas joyas a ella, Erika le arrancaría la cabeza al culpable. ―No, gracias. Él la miró. La miró durante tanto tiempo que ella comenzó a ponerse nerviosa y, cuando abrió la boca para decir algo ―jamás recordó el qué― él la besó. La besó con un hambre descarnada, con furia y con necesidad desnuda. La besó como si no hubiese un mañana, como si ella fuese su salvación. Y ella le devolvió el beso con la misma hambre, con la misma necesidad y con la misma pasión. Las manos de él no se entretuvieron. Fueron directas a los pantalones de ella, que se arremolinaron abajo, donde fueron víctimas de las impacientes patadas femeninas. Erika le quitó la camisa del uniforme y la camiseta blanca que llevaba debajo. Las gafas habían desaparecido en algún momento y su camiseta ya no estaba, tampoco. Shaun se deshizo de su sujetador y la empujó a la cama. No estuvo ni un segundo sola. Un gruñido gutural invadió la estancia y un instante después, la ardiente lengua de él se arremolinaba alrededor de un delicado seno. Ella agarró su cabello y tiró, disfrutando de las sensaciones que él le provocaba. Tenerla desnuda debajo de él era el puto cielo.

¿Cómo había podido sobrevivir sin ella todos estos años? La bestia dentro de él quería salir y reclamarla como suya, con el mismo hambre con el que la estaba reclamando Shaun. Tenía que tenerla a raya, o ella se asustaría. Con los dedos, a la vez que se deleitaba comiéndole las tetas, frotó el hinchado y resbaladizo clítoris. Ella gemía y se movía y tiraba de él como si quisiera más. Él quería más. ―Joder, pequeña, estás empapada. ―Shaun ―gimió. Aquel sonido era el más exquisito que había escuchado en su vida. Su nombre. En sus labios. Cuando se retorcía de placer. Un placer que él le estaba proporcionando. Shaun se quitó los pantalones y los calzoncillos y los alejó de una patada. Se acercó a ella para darle un húmedo y violento beso que dejó los ya hinchados labios magullados. Ella le arañó la espalda al sentir cómo su hinchada polla se frotaba contra ella, volviéndola loca. Oh, Dios. Me está volviendo loca. Él comenzó a bajar, a besar su barbilla, su cuello ―oh, cómo besó su cuello―, su pecho, su vientre… y más abajo. Erika gritó. Shaun gruñó de satisfacción masculina, sabiendo que le había procurado placer a su mujer. Llevado por una lujuria animal, entró dentro de ella, rápido, fuerte y sin ceremonias. Ella le apretó como ninguna otra lo había hecho jamás. Shaun empujó con todo su ser, hasta que notó que ella se corrió. Entonces algo se rompió dentro de él. La bestia se liberó. Supo que no se había transformado totalmente igual que supo que la bestia, el lobo, se había apoderado de sus acciones. Había tomado el control.

Empujó dentro de ella casi con violencia, llevándola al orgasmo una vez más, haciendo que ella se agarrase a su espalda como si fuese un salvavidas. Su pelo brillaba con vetas pálidas y luminosas, atrayendo las manos masculinas. La bestia agarró el pelo de su hembra y tiró, haciéndola daño, haciéndola mirarle. Ella se dio cuenta de que sus ojos eran diferentes. De que estaba mirando a otra… cosa. Sin embargo, el placer la arroyaba de igual forma y la atracción no disminuyó un ápice. La bestia rugió con aprobación y bajó para morderle el cuello, marcándola como suya. Su hembra. Su pareja. Su mujer. Cuando él se corrió, lo hizo con violencia. Lo hizo como nunca. Y cuando abrió los ojos tras el orgasmo, ella se había quedado dormida. Cuando Erika despertó, él se estaba vistiendo. Estaba saciada como jamás lo había estado, se encontraba confundida, pero también feliz. ¿Qué había sido aquello? ¿Y cómo podía haber sido tan salvaje? Ella quiso ir hacia él. Pero no pudo. Le miró, enfadada. ―¿En serio? ¿De verdad era necesario? Él tuvo los cojones de encogerse de hombros. ―La última vez escapaste de las esposas. No quería correr riesgos. La había atado con mil cuerdas. Tenía nudos en cada muñeca y tobillo, además de nudos para juntar ambas extremidades. Estaba atada como un conejo y estirada, con los tobillos anclados a los pies de la cama y las muñecas al cabecero.

―Eres un pervertido. ―Y tú has disfrutado de ello como una perra en celo ―contestó él. Ella lo miró indignada. Avergonzada. Él le dio un beso en la frente. ―No es un insulto. Me ha encantado que lo disfrutases tanto como yo. Y de ahí las cuerdas. Cuando vuelva, quiero repetir sin necesidad de pasarme dos días buscándote ―sus labios rozaron los de ella. ―Volveré pronto. Ella se revolvió, tiró y gritó. Pero las cuerdas no eran cerraduras. Y su don no se extendía a éstas. Estaba bien jodida.

Capítulo seis Es la hora de las respuestas Erika no se dio cuenta de que se había quedado dormida hasta que Shaun volvió y la despertó. El hombre risueño, juguetón y salvaje había desparecido. En su lugar, había un hombre de su mismo físico, pero con la cara marcada por la tensión y la preocupación. ―Es la hora de las respuestas, Erika. Ella tragó saliva, nerviosa. ¿Quería otra vez su brazalete? ―¿Qué quieres decir? ―¿Qué hacías aquella noche en casa de los Brown? ¿De los quién? ―¿Qué? ―La noche que te pillé robando. La noche que te traje aquí. Estabas robándole a los Brown. Quiero saber exactamente qué es lo que buscabas y por qué estabas allí. Ella se mojó los labios, resecos, con la lengua. Shaun siguió el movimiento con una mirada peligrosa. ―Mi hermana le vendió un anillo a Katy Brown, hija de los dueños de la casa. Era el cumpleaños de su madre, así que le compró el anillo para ella. El anillo era mío ―se defendió. ―Lo necesitaba. No podía dejar que ellos se lo quedasen. ―¿Cogiste el anillo? Ella asintió. ―¿Y mi brazalete? ¿También era tuyo? ¿De verdad esperas que te crea? ―¡Es mi brazalete ahora!

El policía la miró atónito. ―¡Lo robaste! Las lágrimas salpicaron los ojos de Erika. ―No quise hacerlo. Me llamó. Lo vi. Me enamoré de ese brazalete, igual que me enamoré de ese anillo. No puedo evitarlo. No depende de mí. Necesito esos objetos igual que necesito respirar. Si no los obtengo, me vuelvo loca. Y si los devuelvo, siento un dolor horrible. Shaun se precipitó a quitarle las ataduras y consolarla, seguro, como su compañero que era, de que ella no le estaba mintiendo. Pero ¿cómo era aquello posible? ¿Tenía problemas psicológicos? Tenía que ayudarla. ―Ya pasó, Erika. Ya pasó ―depositó un beso en su cabeza. ―Podemos superarlo juntos. La ludopatía… Ella se separó de él. ―¡No tengo ese tipo de problema! ¡No soy una ladrona! Él la miró, enarcando una ceja. ―Bien, no soy una ladrona, normalmente. ―Entonces, ¿qué te ocurre? No puedo ayudarte si no me lo cuentas, Erika. Confía en mí. ¿Lo haría? ¿Se atrevería ella a confiar en él? ―No puedes ayudarme. ―Déjame intentarlo. ―¡No puedes! Tú deberías saberlo mejor que nadie. ¡Tampoco eres humano! Shaun la miró, atónito. ¿Cómo podía ella, en nombre del cielo, saber aquello? Un momento. ¿Tampoco? ―¿Qué eres? ―preguntó Shaun. Ella lo miró, desafiante, y puso espacio entre ambos. Su lobo rugió ante aquello, nada complacido por la distancia que había impuesto entre ellos su compañera. ―Tú primero. Dices que confíe en ti. Dame alguna razón para hacerlo, aparte de amenazarme, secuestrarme y pedirme que te dé mis joyas.

Erika parecía casi furiosa cuando pronunció aquella última frase. Shaun cogió aire, esperando no espantarla. ―Soy un lobo. Un hombre lobo, para ser más específicos. La noche que te encontré, el lobo que hay en mí te reconoció como su pareja. No podía dejar que te metieran en la cárcel y no podía dejar que huyeras de mí. Sabía que no era la mejor forma de empezar una relación, pero… no siempre puedo controlar a mi yo más salvaje. Jamás te haría daño, de eso tienes que estar segura. Sólo quiero cuidarte ―la miró, con lo que a Erika casi le pareció algo de vulnerabilidad ―y amarte. Aquella última palabra le robó el aliento que le quedaba, estremeciéndola de placer. Su mente estaba en shock, pero su cuerpo estaba muy, muy complacido. Amarme. ―Soy descendiente de valquirias ―ella no se sorprendió cuando él la miró con los ojos abiertos como platos, pues no había muchas de su especie. ―Llevamos tanto tiempo ocultándonos que no sabemos realmente lo que queda de los poderes de nuestra raza ―Erika suspiró, largamente. ―Tenemos debilidad con las joyas. No podemos evitar ser codiciosas. Tenemos que proteger nuestro tesoro con nuestra vida, pues perderlo es sumamente doloroso. Shaun, no voy a darte mi brazalete. Es mío. ―Ya lo veremos. Pensé que estabais extintas. Ella frunció el ceño ante su «ya veremos», pero continuó: ―Casi nos extinguimos. Éramos guerreras poderosas, mi raza era una de mujeres terriblemente bellas, buscadoras de tesoros que los guardaban con su vida. Los hijos de las valquirias son guerreros poderosos, descendientes de los mismísimos dioses. Las que son como yo han sido capturadas para que protegiesen los tesoros de otros, lo cual era tan doloroso… ¿sabes lo que sería para mí estar en constante contacto con joyas, piedras preciosas y tesoros que tendría que proteger y ver constantemente, consciente de que no son míos? ¡Me mataría! Y cuando no las usaban de guardianas, las violaban, bien por su belleza o bien para que sus hijos fueran los más fuertes del mundo, heredando las fortalezas de sus madres valquirias. Mi raza vivía codo con codo con los dioses, pero fue codiciada por los mortales. Llevo toda mi vida escondiendo lo que soy. Protegiéndome. Mi hermana…

―¿También es valquiria? ―No. Ella me ha ayudado muchísimo. Siempre cuidando de mí. No sé qué haría sin ella. Y, en cuanto lo dijo, un dolor se apoderó de su pecho. Jadeó. ―¡Erika! ¿Estás bien? ―Mi hermana. ―Lo sé, lo sé, cariño. Cuidaré de ella también, te lo prometo. ―No. ¡No! Algo le ha pasado. Lo siento. Tenemos que irnos ―saltó de la cama y buscó su ropa. Su lobo se agitó. Su compañera estaba asustada. Mataría al responsable de ello. Se vistió a toda prisa, decidido a buscar a la hermana de su compañera.

Capítulo siete Destrozado La tienda estaba vacía, así que se dirigieron a toda velocidad hasta el apartamento que compartían las hermanas en el barrio de Belmont, cerca de donde se encontraban el hospital St. Barnabas y el parque Quarry Ballfields que, como decía el nombre, era poco más que un césped donde los jóvenes jugaban al fútbol americano y donde los amantes de los animales paseaban a sus perros. Cuando llegaron, estaba todo destrozado. Y no había signos de Kim por ningún lado. Erika estaba furiosa. Alguien había entrado en su santuario, en su casa, y se había llevado a su hermana. Corrió para ver si sus joyas estaban a salvo y Shaun la siguió. En su habitación, una estantería que ocupaba toda la pared fue movida por la pequeña valquiria y, detrás, en la pared de ladrillo, ella quitó un par de piedras. ―Ese escondite es un poco rebuscado. Ella suspiró de alivio. ―Pero ha funcionado ―lo miró, recelosa, y ocultó de su vista su escondrijo, para taparlo nuevamente. ―Tu brazalete no está ahí ―mintió. Y él supo que mentía. Aunque no fuese su pareja destinada, aunque no tuviese los instintos de un lobo, aunque no pudiese oler que acababa de ponerse nerviosa al mentir… era la primera vez que decía que el brazalete era suyo y no de ella. Su valquiria no era muy buena mentirosa. ―No voy a quitarte tu brazalete ―le dijo, enfatizando el «tu». ―El brazalete es tuyo y tú eres mía, así que todo queda en casa ―ella se emocionó al oír eso, pero su preocupación por Kim empañó el sentimiento; él lo adivinó y admitió: ―Ahora hay que ir tras tu hermana. Quienquiera que la tenga, es peligroso. ―¿Cómo lo sabes? ―preguntó ella, pálida. Aquello no había sido una conjetura. Él estaba seguro.

―Quise saber sobre tu incursión en la casa de los Brown porque la alarma silenciosa volvió a saltar. La casa estaba igual que ésta, está claro que quienquiera que tenga a tu hermana busca algo. Y, cuando no lo encontró en casa de los Brown… Ella esperó, pero Shaun no dijo nada. Él no quería preocuparla. ―¿Qué? ―musitó Erika. ―Los mató. El miedo se juntó con la furia y ella gritó. Fue un chillido agudo y enfurecido. Los cristales reventaron. Había sido el grito de una valquiria. Un rayo estalló en la noche. ―A mi hermana no le pasará nada ―sentenció, y se dirigió hacia el coche de Shaun. El lobo solo sonrió ante la furia de su compañera guerrera, pese a que le latían los tímpanos. Una vez en el coche, se dirigieron hacia la quinta avenida. ―¿Por qué vamos allí? ―Sé lo que buscan ―dijo ella, mostrándole el anillo en su mano. ―Los Brown y mi hermana sólo tenían este anillo en común. Hay que encontrar a quien le vendió el anillo a mi hermana, preguntarle quién podría querer el anillo. Llegaron al lujoso edificio en pocos minutos y un hombre mayor los recibió. En cuanto vio a Shaun, quiso cerrar la puerta. Éste la bloqueó. ―Policía ―anunció, enseñando la placa. El escueto hombre tragó con nerviosismo, mirándola a ella y a él, sin decidirse a dejarlos entrar. ―Mi hermana está en peligro por culpa del anillo que le vendió ―suplicó ella, mostrándole el dorado y bello abalorio en su mano. ―Por favor, tenemos que hablar con usted. Shaun enarcó las cejas.

―Es usted un duende. ―Miró a Erika. ―Los duendes son desconfiados y temerosos por naturaleza, al verme se ha asustado. No voy a hacerle daño, señor. Sólo queremos su ayuda. Reticente, él los dejó pasar. Se sentaron en un lujoso sofá de terciopelo verde. La estancia era de tal opulencia, que Erika tuvo que hacer tremendos esfuerzos por no mirar a su alrededor. ―¿Sabe de alguien que quisiera el anillo? ―Preguntó Shaun. ―¿Por qué nos lo vendió? ¿Se quería deshacer de él? ―Se impacientó ella. Shaun le pidió paciencia con la mirada. El hombre retorció sus manos. ―Mi mujer era una elfa, tenía muchas joyas especiales. Murió hará un año y necesitaba vender algunas de sus cosas, yo… ―el hombre miró al techo y Erika supo que casi se le escaparon las lágrimas. ―Necesito espacio, su presencia me ahoga. Siempre la echaré de menos, pero necesito tener menos recuerdos, para poder pasar página y no ahogarme en el dolor. ―Miró su anillo. ―Estaba especialmente encariñada con ese anillo, pero no sé por qué. Es de lo primero de lo que me deshice, siempre lo llevaba puesto. ―¿Sabe de alguien que quisiera el anillo? ―Insistió el policía. ―Hubo… hubo un elfo, creo. Vino el otro día, diciendo que era un anillo élfico y que debía de estar con los de su especie. Le dije que se lo había vendido a la señorita Kimberly Russel ―se disculpó con la mirada. ―Le dije dónde estaba su tienda. Lo siento. Parecía un hombre simpático. Salieron de allí con una detallada descripción, con la que Shaun pudo pedir a su compañero Tom una identidad. Mientras esperaban, él llevó a Erika a un veinticuatro horas del centro, donde comieron un kebab. ―Ni si quiera me gustan estas cosas ―dijo Erika, dándole un mordisco. ―A mi tampoco, pero necesitas comer algo y, de momento, no tenemos otra cosa que hacer que esperar. Ella suspiró. ―Esto va más deprisa en las películas.

Shaun sonrió. ―Esto no es una película, cielo. Pero no te preocupes. Encontraremos a tu hermana. ―Shaun, quiero darte las gracias. Por todo. Él la miró intensamente, a punto de decir algo. Pero el sonido del móvil le interrumpió. ―Lo tenemos ―informó a su compañera.

Capítulo ocho Brooklyn El elfo al que perseguían se encontraba en un barrio con clase de Brooklyn, pero aun así no tan elegante como la quinta avenida de Manhattan. Erika sintió la presencia de su hermana en aquel edificio, mucho antes de llegar al piso en el que Darcy Smithers se encontraba. Cuando llamaron a la puerta, todo sucedió muy deprisa. El elfo vio el anillo. Erika vio a su hermana, sentada en el suelo y con marcas de maltrato en el rostro y en el cuello. Cuando el elfo fue a atacarla, ella ya estaba corriendo hacia Kim. No vio el peligro, no se preocupó de nada que no fuese sacar a su hermana de allí. El elfo la atacó por la espalda, lacerándola. ―¡Zorra, dame el anillo! Un lobo grande y de color chocolate apareció como un borrón y arrancó al asqueroso elfo de encima de Erika. ―Vamos, hermanita, tenemos que salir de aquí. Cuando le quitó la mordaza, Kim protestó. ―¡Espera! ¡Espera! Erika, hay que encontrar a Katy. ―¿Katy? ¿Katy Brown? ¿La hija de los Brown? Ella asintió. ―Este loco hijo de puta fue a por ella antes que a por mí. Ella le dijo que estaba en casa de sus padres, pero cuando no lo encontró allí, decidió que ellos habían devuelto el anillo a la tienda. ¡Se coló en nuestra tienda para ver los registros! Y cuando no encontró nada, me secuestró a mí también. Erika no le dijo que aquella serpiente había hecho mucho más que mirar

registros. Acabó de desatar a Kim. ―¿Dónde está Katy? Aunque prestaba atención a su hermana, también tenía controlado a Shaun. Su increíble lobo estaba luchando con valentía contra el elfo, pero éste no se dejaba vencer con facilidad. La preocupación le retorció las entrañas. ―En el baño. Ambas fueron corriendo al cuarto de baño, donde se encontraron a la mujer. Estaba inconsciente y sangraba un montón. ―Hay que llevarla a un hospital. Rápido ―dijo Kim, asustada. Un chillido lastimero se oyó desde el salón y Erika corrió a ver qué había sucedido. Su lobo estaba sangrando en el suelo y el maldito elfo sostenía un cuchillo ensangrentado en la mano. Una furia ciega y salvaje se desató en el pecho de Erika y se extendió por todo su cuerpo. ―Nadie. Toca. Lo. Que. Es. Mío. El aire se cargó de electricidad, un viento que nació de la nada comenzó a latir en la habitación. ―Val… ¿valquiria? ¡No! Yo… Un rayo blanco descendió de los cielos, del hogar de los dioses, llamado por la valquiria. Cayó veloz y fulminó al elfo, destellando en la habitación antes de que se escuchara el infernal sonido que emitió al estallar.

Epílogo Seis meses después ―¡Mira lo que te he traído, hermanita! Kim se acercó a la sala de estar de la casa en la que vivía ahora Erika, en la calle setenta y tres con York Avenue. Habían celebrado su cumpleaños, y la mayoría de los invitados, incluyendo a todo el clan Stark ―la familia de Shaun― hacía poco que se habían ido. Ella se removió, tratando de levantarse. ―No, quita, no te levantes ―Kim le tendió la caja. ―¿Te gusta? Eran unos botines de bebé, amarillos. Justo como si lo hubiesen convocado, el pequeño que llevaba en el vientre dio una poderosa patada a su madre. Erika se encogió. ―Tu hijo es un lobo malo, ha salido a ti. ¡Me va a matar a golpes! Shaun venía con una cerveza para Kim y otra para él. ―¿Un lobo? A mi me da que son sus genes de guerrera valquiria. ―¿Todavía no sabéis si va a ser niño o niña? ―No. Mi suegra está que trina ―sonrió Erika. ―Pero no queremos saber si es lobo o loba antes de que nazca. ―O guerrero o guerrera ―añadió Shaun. ―¿Y si es humano? ―No ―respondió Erika a su hermana. ―Aunque no me diese las patadas que me da, que te aseguro que no son humanas, sería imposible. Es mitad lobo, mitad valquiria, es imposible que ninguno de los dos genes le afecte, pues los dos padres son especiales. Por decir algo ―rio. ―Este niño va a ser un dolor de muelas, te lo aseguro.

Shaun le dio un beso en la mejilla, quedándose ahí un segundo más del necesario. ―Yo también tengo algo para ti. ―Como sean más regalos para el bebé, voy a matar a alguien ―miró a su hermana. ―No te ofendas. Kim sonrió y se levantó. ―He traído esto también para ti ―le tendió un libro. Era una novela erótica de hombres lobo. Los ojos de Erika chispearon de alegría. ―¡Kim! ¡¡Me encanta!! Su hermana sonrió y, al cabo de un rato, se despidió. Shaun se desperezó en el sofá, atrayendo a su mujer valquiria contra sí. Su lobo suspiró de gusto. ―¿No quieres abrir mi regalo? Ella se mordió el labio y lo miró. Su lobo la miraba con hambre, tendiéndole un paquete envuelto en papel brillante. Lo abrió con cuidado y, cuando abrió la caja de terciopelo que venía envuelta y la abrió, pegó un chillido. ―¡Oh, Dios mío! En el interior había un brillante, opulento y exquisito collar de rubíes. La valquiria que había en ella se estremeció de placer, los dedos de los pies de Erika se encogieron de gusto. ―Es precioso ―susurró. ―Es tuyo. ―Mío ―pero Erika no miró al collar cuando lo dijo. Shaun la sentó en su regazo y le susurró al oído: ―¿Qué te parece si te desnudas y te pones el collar? Y entonces me dejas hacer contigo lo que quieras. Erika sonrió, se levantó y dejó caer su liviano vestido al suelo. Tenía que saciar a su lobo.

FIN.

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Propiedad del lobo

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