El cajón de los sentimientos. Un filósofo en una comunidad terapéutica

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El cajón de los sentimientos Un filósofo en una comunidad terapéutica

José Luis Cañas Fernández

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A mis hijos: Bernardo, y Victoria, my daughter in law; Joaquín, José María, y Teresita; conocedores de la belleza de esta Escuela, «hija mía» también.

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Prefacio C uando el autor de este libro me pidió que redactase el prefacio del mismo, el subtítulo de su obra no dejó en principio de sorprenderme o intrigarme: Un filósofo en una comunidad terapéutica. Parecía como si la antigua propuesta platónica de los gobernantes filósofos retornase ahora, en los tiempos modernos, aunque con una finalidad más concreta y, si se quiere, modesta: el filósofo como sanador y educador, casi como sacerdote. ¿Qué ha pasado realmente con la filosofía? José María Pemán, desde fuera de la filosofía, en Mis almuerzos con gente importante decía que «el hombre es lo único que interesa al filósofo desde que los filósofos no interesan a la mayoría de los hombres». La verdad es que el interés por el conocimiento –directo, explícito y universal– de lo humano ocurre en el interior de la filosofía en épocas relativamente recientes. Baste solo recordar lo tardío de la introducción de los saberes antropológicos en las Facultades de filosofía. Y, a la verdad, si para algo debería servir la filosofía, sería para conocer y mejorar al hombre. Aquí tiene, pues, su lugar el filósofo como «terapeuta» y como educador de eso que llamamos lo humano. Porque el hombre es el lugar donde confluyen las dimensiones todas de la realidad en una sutil y frágil unidad. En él están lo material y lo cerebralespiritual, lo empírico y lo fantástico, lo pasado y el futuro, la pequeñez de su origen individual y el todo de sus apetencias sin límite, lo dado por la biología y lo advenedizo pero esencial de la cultura, el yo de la propia soledad e interioridad y los otros –sin los cuales hasta el mismo yo sería incapaz de surgir–, la limitación de su propio ser espacial e histórico y la infinitud que le envuelve y en definitiva hondamente le des-finitiza... En fin, si en el análisis de estos extraños modos de ser del hombre la filosofía no se siente a gusto, no sé yo a qué otras disciplinas o saberes habría que recurrir. En este sentido, me parece que una de las excelencias de este libro es justamente la de haber acercado –de manera a la vez sencilla, directa e impactante– la complicada fenomenología de los afectados por la deshumanización de las adicciones a lo que podría ser la raíz última originaria de esta problemática. Al ser humano en su radicalidad, y de manera especial cuando se trata de desajustes profundos de los que el propio afectado ni siquiera es capaz de ser consciente, esclavo de sí mismo, no le valen fáciles recetas ni cómodos consuelos. ¿Por qué? Porque, como bien pondrá de relieve el autor de esta obra, el ser humano no es una «cosa» más del universo. Es «persona», en toda su hondura y trascendencia. La persona participa, en efecto, de dimensiones que no están sin más a la vista. Que no son propiamente medibles o contables, ni vienen dadas por los genes. De aquí proviene la absoluta necesidad de la cultura, entendida en su clásico y específico sentido antropológico. Ahora bien, si aquí se da efectivamente la «posibilidad», no menos reside aquí también el «riesgo». Por eso el existir humano es siempre una posibilidad que se abre y al mismo tiempo un azar, cuyo desenlace al menos provisional no está siempre del 4

todo en nuestras manos. Uno no decide, por ejemplo, ni quiénes son sus padres, ni el entorno íntimo y conformador de su infancia. En cierto modo tampoco decide sobre bastantes de las cosas con las que ha de habérselas en la vida. Y, a pesar de ello, esas «cosas» pueden introducirse de tal modo en la propia vida que se llegue a producir en buena medida una identificación con las mismas o se llegue a creer que no se puede vivir sin ellas. Ese es el poder y la fuerza de lo «cultural» en el hombre. Sin embargo, tal como nos muestra aquí el profesor Cañas, también en lo cultural y desde lo cultural pueden ocurrir transformaciones, incluso bien radicales, en las derivas culturales de signo negativo o deshumanización que acaecen en individuos concretos, que no dejan por ello de ser y seguir siendo personas. Y personas no solo en el tradicional sentido filosófico de Boecio, de posesión de una propia y particular «sustantividad», sino caracterizadas también, en lejano seguimiento del medieval Ricardo de San Víctor, por su «relacionalidad». Es decir, si el aprendizaje cultural ha conducido a la persona a la esclavitud de sí misma cuando entra en el mundo de las adicciones, por ejemplo, y con ello su sustantividad y su propia capacidad de decisión han quedado mermadas, no por ello ha quedado anulada sin embargo su relacionalidad. La función que al «terapeuta-filósofo» y al nuevo educador le corresponde es justamente ampliar ese limitado mundo de relaciones. Porque, como muy certeramente advertirá en algún momento José Luis Cañas, «el principal problema de los adictos no es la adicción, sino el desamparo humano». Este es, en el fondo, el secreto de esta «Escuela de Sentimientos», sobre cuyo interno funcionamiento nuestro autor nos ofrece páginas tan bellas y relatos tan desgarradores. Y no menos hemos de agradecerle también los lectores por haberse hecho aquí él mismo, de este modo, portavoz de historias trágicas, de miedos, deseos, desesperanzas y alegrías de unas personas a quienes les ha tocado en suerte tener que atravesar durante una buena parte de sus vidas un oscuro y angustioso túnel. Porque seguramente tiene él razón cuando nos dice que tales relatos y testimonios «aportan mayor conocimiento sobre el ser humano que muchos tratados sistemáticos de filosofía y psicología juntos». Para el profesor Cañas, los seres humanos estamos felizmente siempre a tiempo de cambiar de rumbo, y avanzar hacia el conocimiento y experiencia viva de las raíces de lo personal. Tales raíces, en las que se oculta el germen de un nuevo modo de vivir, están en cosas aparentemente tan etéreas, pero a la postre imprescindibles, como el amor recibido y dado, la aceptación generosa de los otros, la libertad que de todo ello nace y que de todo es capaz, la búsqueda del sentido de la vida y la felicidad que plenifica. Solo si se atiende verdaderamente a tales «cosas», y se educa así a las personas, se puede comprender aquel paradójico dicho de R. Garaudy de que «en los países más ricos no se muere por falta de medios, como en los países del tercer mundo, sino por ausencia de fines». Sin duda, esta encomiable aportación de mi colega y amigo de la Universidad Complutense de Madrid corrobora ostensiblemente la verdad de tal dictamen. 5

MANUEL CABADA CASTRO

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Prólogo a la primera edición costarricense J oven como soy en estas lides, debo decir que pocas veces me he sentido tan honrada y afortunada como al prologar este libro de José Luis Cañas, amigo del alma de quien me considero discípula. Una joya creada con sus aportes filosóficos y científicos humanistas, cuyos primeros brotes salieron a la luz de su experiencia vivida en una comunidad terapéutica, donde día a día bebió los amargos tragos del dolor, el sufrimiento, la desesperanza, la oscuridad y la miseria humana que produce la esclavitud existencial de las adicciones. Fenómeno actual creciente (primera parte del libro) que abarca todo tipo de deshumanización y violencia y que no hace acepción de personas: niños, adolescentes, jóvenes, adultos, ancianos, madres, profesionales, padres, hijos, hermanos, hombres y mujeres, personas sufrientes, en fin, que han motivado al autor de este libro a viajar por el mundo llevando en el corazón una luz encendida de esperanza que se llama Rehumanización. Muchas son las razones, pienso yo, por las cuales debemos leer esta auténtica Escuela de Rehumanización, pero por brevedad anotaré solo dos que proceden de dos sentimientos que afloran ahora con fuerza en mí: Primero, la forma tan humana, apasionada y sencilla a la par, con que don José Luis va narrando sus vivencias personales (segunda parte) y las va vinculando a sus conocimientos sobre el ser humano en una original «estructura personal trascendente» (tercera parte), que desde las primeras páginas despierta en el lector un verdadero interés por saber cómo superar el mundo de la deshumanización y las esclavitudes actuales, un mundo mucho más real de lo que imaginamos pareciera inexistente. Cuando hablo de forma apasionada me refiero a vehemencia, a forma viva, porque eso ha ocasionado en las personas que nos hemos zambullido en su lectura: nos hemos sentido vivos, ardorosos de conocer más para poder sumarnos al noble y esperanzador cometido de la rehumanización. Y segundo, todo lo referente a la fundamentación de la persona humana, única e irrepetible, porque en esta obra don José Luis imprime una riqueza invaluable a la sola posibilidad de «volver a ser persona» integral en su mente, en su cuerpo y en su espíritu, de suerte que nos abre los ojos del alma para ver al otro como a uno mismo, y nos alerta para no formar parte de ese ejército de antropologías deshumanizadoras y deshumanizantes que rodean a nuestras sociedades, hedonistas e impersonales. Volver la mirada a la persona significa entre otras cosas, en palabras del autor, «proyectar un futuro más humano, un futuro próximo que será el tiempo de la rehumanización o no será», porque «la necesidad de abrir en la brecha de la Historia un nuevo paradigma de rehumanización» es tan imperiosa como posible, simplemente empezando por leer y rumiar este maravilloso legado de amor. Me siento orgullosa de esta Patria mía que ha engendrado en su seno la semilla rehumanizadora sembrada en la tierra de mi humanidad a través de un escrito del Dr. Cañas, que germinó en la Fundación Costarricense para la Rehumanización-FUCOPRE, 7

y la Escuela que dignamente lleva su nombre. Dichosa esta Patria que ahora abre otra vez su seno para dar a luz este libro, su obra maestra, una primicia para esta tierra bendita que se niega a abrazar la deshumanización. Y dichosa esta Patria mía que a través de la difusión de esta teoría abre una ventana rehumanizadora al mundo y traza caminos de esperanza a las personas más desfavorecidas de nuestra nación, y a todas las personas de buena voluntad. Gracias, en fin, a don José Luis por esta valiosa obra y por la buena acogida que ha dado a la Fundación Costarricense para la Rehumanización, y que Dios le bendiga para que siga llevando sus escritos a todas partes. OLGA MARTHA MARTÍNEZ Fundadora y Presidenta de FUCOPRE

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Introducción «Resulta vano el discurso del filósofo que no cure algún mal del ánimo humano». (Epicuro)

M is queridos lectores: Este libro es fruto de mi encuentro con personas profundamente heridas por la deshumanización en sus vidas. Desde el año 1996 en que publiqué en Madrid el ensayo De las drogas a la esperanza, hasta el 2014 con la edición de Escuela de Rehumanización en Costa Rica, mi propuesta de prevención y sanación de las esclavitudes existenciales se ha afianzado a lo largo de este tiempo como un método educativo novedoso para enseñar a las personas a recuperar la felicidad perdida, tal vez la asignatura pendiente más importante y difícil de la vida. Jamás olvidaré una anécdota que me sucedió en el hotel Westin Camino Real de la bella Ciudad de Guatemala, en 2009, cuando presentaba la primera edición de mi manual Antropología de las adicciones. Entre la fila de personas que esperaban una dedicatoria se acercó una mujer de avanzada edad con un ejemplar en sus manos del libro De las drogas a la esperanza (San Pablo, Madrid 1996), y mirándome con ojos emocionados me dijo: «Gracias a esta obra mi hijo ha podido abandonar la esclavitud de las adicciones y recobrar las ganas de vivir…». Junto con un abrazo, naturalmente estampé en su «pequeño tesoro» una firma especial. Después no supe más de esa señora, y posiblemente nunca sabré cómo llegó a sus manos aquel ejemplar editado en España hacía entonces 13 años, pero solo por haber vivido aquel encuentro fugaz con ella mereció la pena haberlo escrito. En realidad, la necesidad de airear de nuevo mis «encuentros filosóficos» con un buen número de personas esclavas de sí mismas, con frecuencia resurge en mí como una obligación y como una gratitud. Obligación moral, porque seguramente estas personas en su situación son los seres más necesitados de ayuda; y deuda de gratitud, porque cuando experimentamos su humanidad a nuestro lado, codo con codo, cuando vemos que son de carne y hueso, reales, como cualquiera de nosotros, poco a poco se convierten en cercanas e íntimas, y al escribir y leer sobre su esperanza sale fortalecida nuestra propia esperanza. Siempre me es grato traer a la memoria el día lejano de 1993 en que me fui a vivir durante unos meses a la Comunidad Terapéutica de la Asociación Proyecto Hombre de Málaga (España), y cómo experimenté entonces algo similar a lo que cuenta SaintExupéry cuando aparece de súbito en la vida un Principito «a quien no es posible desobedecer»: me encontré con gentes desestructuradas al límite en sus vidas por las esclavitudes de las adicciones, pero tan ilusionadas por «nacer de nuevo» y con unas ganas de «volver a ser persona» tan grandes que me fueron revelando al ser humano mucho mejor que en mis estudios pasados en las universidades donde me formé. De suerte que aquel descubrimiento inicial mío con el paso del tiempo iba a ser completado y enriquecido con otras muchas vivencias similares, hasta convertirse en la actualidad en 9

un modelo antropológico y en un método eminentemente educativo. Recuerdo también que por entonces leí a Viktor Frankl, en El hombre en busca de sentido, un psicólogo en un campo de concentración, y me lancé a indagar sobre la salida de la esclavitud psicológica y espiritual que atenazan al ser humano en cualquier tiempo y lugar, y cómo sería factible recuperar la felicidad perdida. Me di cuenta de que la deshumanización y las esclavitudes existenciales en general eran bien estudiadas y analizadas por las distintas ciencias y técnicas contemporáneas, pero no la recuperación de las personas que las padecen. A dicha liberación o recuperación integral de la persona la llamé rehumanización. Por desgracia vivimos inmersos en sociedades deshumanizadas, y el pesimismo antropológico está instalado en el pensamiento y la ciencia contemporánea con una preponderancia creciente pero, como veremos aquí, este pesimismo epistemológico puede ser superado por una antropología esperanzadora y realista. Es evidente que el mejor camino para salir de cualquier esclavitud existencial es no caer en ella, pero cuando uno ha quedado atrapado en sus redes tiene que haber alguna posibilidad de salir de verdad, por remota que sea, y recobrar la felicidad perdida. A esa filosofía de vida rehumanizadora que la hace posible en la actualidad la llamo Escuela de Rehumanización, tal vez un nuevo topos ideal donde curar las heridas del alma provenientes de la falta de sentido y la infelicidad profundas del ser humano actual. Yo había escrito mi tesis doctoral sobre el pensamiento del filósofo y dramaturgo francés Gabriel Marcel, un pionero de la rehumanización, que me marcó hondamente. Pero solo después de experimentar la verdadera esperanza encarnada en unas personas concretas, es decir, de carne y hueso, descubrí que mis conocimientos acerca de la naturaleza humana aún eran bastante abstractos, y que en realidad siempre sucede así: la lectura de lo que otros han dicho sobre la vida humana no suple lo que uno experimenta por sí mismo. El expiloto de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos, Richard Bach, escritor de relatos deliciosos como Jonathan Livingston Seagull, o There´s no such place as far away, decía que en un tiempo de su vida investigó religiones, estudió a Aristóteles, a Descartes, a Kant, y que leyó tantas letras microscópicas para llegar al final a esta sabia conclusión: «Tienes que arreglártelas solo, Richard. ¿Cómo quieres que sepamos lo que es válido para ti?». Es fácil constatar cómo a lo largo de la historia muchos pensadores y sistemas filosóficos han interpretado al ser humano desde teorías abstractas y alejadas de humanidad. Y, al contrario, también comprobamos cómo de experiencias personales comprometidas han brotado escuelas y corrientes de pensamiento fecundas. Pretender conocer al ser humano desde teorías abstractas fue la vivencia inicial de Dominique Lapierre, según manifestó a un prestigioso rotativo internacional: «Yo era un escritor de best sellers con mucho éxito editorial. Conocía Calcuta porque había pasado allí un tiempo durante la elaboración de mi novela Esta noche, la libertad, pero solo había visto la ciudad desde la habitación de un hotel de cinco estrellas. Es decir, no me enteré de nada en absoluto». Solo años después, fruto de su encuentro y compromiso durante mucho tiempo con personas reales de carne y hueso, pudo decir en La ciudad de la 10

alegría: «Entonces descubrí personas extraordinarias, gente que me daba cada día lecciones de amor y de coraje. Gente que me enseñó lo que era la vida con una V mayúscula». Que se puede salir de las esclavitudes infrahumanas cuando se ha tocado fondo es algo bastante incomprensible y misterioso para mí. Pero en «el cajón de sentimientos» es tan palpable y visible como para Lapierre el encuentro con la belleza en los arrabales de las grandes ciudades de la India, o para Frankl salir con vida de los campos de concentración nazi. Aquí los conceptos de libertad, verdad, amor, comunicación, esperanza y belleza, estructura antropológica fundamental de todo ser humano, no son conceptos teóricos ni palabras retóricas, son vocablos que se llenan de sentido como en pocos espacios sociales. Estamos en un ámbito educativo privilegiado donde las personas analizan los procesos que les han llevado a la esclavitud de sí mismas, pero sobre todo donde aprenden y experimentan que pueden volver a llenar su vida de sentido y recobrar la libertad perdida, y que por muy desestructuradas que estén pueden volver a ser felices. Por todo ello, doy a la imprenta de nuevo Escuela de Rehumanización, título de la primera edición en español (San José de Costa Rica, 2014). Me gustaría ahora personalizar, y dirigirme a todos mis lectores por vuestro nombre, y a todos los educadores y voluntarios que ayudan a cambiar de vida a quienes gritan desde lo más profundo su infelicidad y su dolor, sabiendo que las generaciones venideras agradecerán eternamente vuestros esfuerzos. Pero también quisiera dirigirme a quienes creen que no necesitan cambiar nada en sus vidas aunque «su mal aliento apeste al universo», como diría Paul Claudel, porque en verdad todos necesitamos cambiar cosas en nuestra vida. En realidad solo el cambio personal es la situación humana de esperanza en estado puro, y, como veremos aquí a través de magníficos testimonios, la clave de la rehumanización también. Antes de abrir esta auténtica «caja de amor», os invito a parar en la introducción (Primera parte) y reflexionar despacio sobre la «mentalidad esclava» y la infelicidad de nuestras sociedades, para situar correctamente el fenómeno adictivo actual y comprender por qué hoy día ya no tiene sentido hablar de adicciones, mucho menos de drogas, ni de ludopatías, ni de trata de personas, ni de explotación sexual, ni de corrupción política o económica, ni de violencia en general: simplemente debemos hablar de deshumanización. Los lectores más impacientes, generalmente los jóvenes, ya podéis empezar directamente a recorrer los entresijos de la Escuela (Segunda parte), y «dialogar» con las gentes que se crucen en vuestro camino. Advierto que os vais a encontrar con personas que luchan a brazo partido por salir de sus esclavitudes interiores. Personas cuyo «paisaje del alma» en otro tiempo de su vida quedó tan desfigurado como disuelto en la nada, pero ahora tienen el coraje y la esperanza de recuperar el brillo de la felicidad perdida y testimoniar su victoria sobre la muerte. Al final (Tercera parte) propongo una breve «teoría de la rehumanización» basada en la que denomino «estructura personal trascendente» de los seres humanos, es decir, la 11

filosofía de vida o fundamentación antropológica que hace posible la espléndida realidad educativa de esta Escuela, tal vez una nueva filosofía de la educación cuya oportunidad y eficacia el tiempo venidero dirá. Quisiera recordar aquí a tantas personas cuyo solo nombre renueva mi felicidad: Pilar, mi querida mamá, presente ya desde el Cielo para siempre; Teresa María, mi compañera del alma y madre de mis maravillosos hijos; Modesto Fernández, guía y consejero desde mi juventud; Alfonso López Quintás, mi mejor maestro de la Universidad; el P. Benito Gil, mi querido amigo escondido ahora en una silla de ruedas, sanador de heridas profundas en muchos jóvenes de Málaga y del resto de España; Juan José Soriano, actual Director de la comunidad terapéutica Proyecto Hombre de Málaga; y al Director y primer profesor de esta Escuela en Costa Rica, Ramón Vega Sánchez. Tengo muy presentes a quienes me han invitado en estos últimos años a difundir mi obra en sus instituciones y universidades, tantos buenos colegas y amigos que temo dejar a alguno fuera de este espacio. Estoy muy agradecido al magnífico filólogo Javier del Hoyo, de la Universidad Autónoma de Madrid, que ha tenido la amabilidad de corregir el estilo. Y a todas y cada una de las personas de la Fundación Costarricense para la Rehumanización-FUCOPRE, encabezadas por su presidenta Dª Olga Martha Martínez, puente de entrada en América de esta Escuela que inmerecidamente lleva mi nombre. JOSÉ LUIS CAÑAS

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Primera parte El fenómeno de la deshumanización y las esclavitudes actuales

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Antes de preguntar por el mundo que vamos a dejar a nuestros hijos, debemos preguntarnos por los hijos que vamos a dejar a este mundo.

E ra la primera vez en mi vida que entraba en una casa de Reinserción, un centro de personas esclavas de sí mismas por causa de las adicciones. Aquella tarde pretendía entrevistar a alguna de estas personas en su etapa final de formación, a punto de obtener su graduación definitiva, y enseguida la directora de aquel centro me facilitó la tarea. —Habla, por ejemplo, con esta mujer –indicó dirigiendo su mirada hacia ella–, pues dentro de las muchas historias que pasan por aquí seguramente su vida te ayudará a conocer este lugar mejor que las explicaciones que yo pueda darte ahora… Digamos que aquella mujer se llamaba Esperanza y que, después de las presentaciones de cortesía, solo tuve que dejarme acompañar por ella mientras me fue enseñando la casa. Lo hizo con gusto y amabilidad, entre otras cosas porque era su casa. Poco después nos sentamos, encendió un cigarrillo, y en dos minutos me encontraba dialogando, es decir, dando y recibiendo razones como los griegos, con alguien a quien acababa de conocer, pero en ese momento me pareció como si estuviese en presencia de la Humanidad. —Me dice la directora que hable contigo porque estás escribiendo un libro sobre nosotros, ¿no? Para mí es un placer contar mi vida pasada... Y así, en presencia de Esperanza, me hallé de pronto escuchando este conmovedor relato existencial: —Yo tengo el sida –empezó–. Hace aproximadamente dos años estuve en terminales, en un hospital de la ciudad de Cádiz, y los médicos me dieron por muerta varias veces. La verdad es que para ellos fue un auténtico milagro el día en que me dieron de alta, pero en realidad no saben que el verdadero milagro de mi vida se ha producido ahora, en estos dos últimos años pasados en este Programa. ¡Cuánto me gustaría que me vieran ahora! Cuando me dieron de alta, como literalmente no tenía dónde caerme, me recogieron en su casa unas monjas Adoratrices hasta que me convencieron para que viniese al Centro de Acogida (primera etapa del Programa base) para rehabilitarme... —¿Cómo era tu vida antes de que te ingresaran en el hospital en ese estado? —Me había casado muy joven y tuve dos hijas. Pronto me abandonó mi marido y hube de enfrentarme a la dura realidad: sin trabajo, y con dos niñas muy pequeñas, empecé a vender mi cuerpo y a prostituirme. Caí en las redes de la prostitución y, desde ahí, me enganché a las primeras drogas para acabar en lo peor de lo peor. Y con las drogas peores llegó el sinsentido de mi vida y el desastre. Te puedes imaginar el calvario de hechos y acontecimientos que se sucedieron a lo largo de esos años. Al poco de caer en la droga perdí la custodia de mis hijas y las recogieron unos familiares. Empecé a robar y a engañar a todo el mundo... hasta que llegué a lo más bajo: la mendicidad. Como ya no tenía fuerzas ni para ejercer de prostituta, solo me quedaba mendigar. Me hice mendiga y me eché a andar por los caminos del mundo hasta llegar a vivir debajo de los puentes, llena de harapos, en compañía de los perros... De repente, Esperanza interrumpe su relato para decirme que escriba esto en el libro: —Entonces me consideraba un perro. Llegué a creerme de verdad que yo era un 14

perro, no una persona... Te puedes suponer lo que fue mi vida pasada en la calle. Yo soy de un pueblo de Extremadura y viví con mis padres en su casa hasta que un día casi me dieron por muerta y me ingresaron en un hospital. En realidad llegó un momento en que mis padres deseaban que me muriera. Recuerdo oír a mi madre, estando yo en la cama sin fuerza alguna ni para hablar, decirle a mi padre: ¡Ojalá se muera esta noche! Pero había algo en lo más profundo de mí misma que se revelaba contra esa trágica realidad. Algo me decía con fuerza en mi interior: «¡Yo no quiero morir! ¡Yo no me muero hoy! ¡Yo no me muero!». Y lo mismo sentí en el hospital cuando por dos veces los médicos me dieron ya por muerta. Me cogían la mano y, como no tenía pulso, por dos veces escuché mi defunción de las bocas de los doctores. ¡Y yo no podía hablar para decir que NO! ¡Que yo no estaba muerta! ¡Que aún estaba VIVA! No tenía fuerzas ni para abrir los ojos, pero aún era consciente de mi realidad... Muchas veces, durante estos últimos años, me he preguntado de dónde me vendría entonces esa fuerza para no querer morirme en ese estado. Y aquí estoy ahora, en un presente lleno de esperanza. A punto de obtener la graduación definitiva, contenta de vivir y de poder recoger a mis niñas. No quiero volver a mi pueblo. Conozco la profesión de peluquera y, con la ayuda asistencial que ha empezado a darme el Estado, ya he alquilado un apartamento pequeño para empezar una nueva vida. ¿Sabes por qué estoy tan contenta acondicionándole? Porque tengo unas ganas locas de ir a por mis hijas y traérmelas aquí, y vivir de nuevo las tres juntas. Lo que más ilusión me hace ahora es educarlas y, cuando puedan entender mi lenguaje, contarles mi vida pasada para que a ellas nunca les suceda lo mismo que a mí... Y los ojos transparentes de esta joven mujer, durante el largo rato que pasamos dialogando aquella tarde en ese Centro de la Asociación Proyecto Hombre de Málaga, no dejaron de brillar. 1. Mentalidad adictiva y definición actual de las adicciones La deshumanización de las adicciones es hoy un problema grave a escala planetaria, quizá el mayor problema de la humanidad actual, que afecta especialmente a los jóvenes. La «mentalidad adictiva» de nuestras sociedades es de tal magnitud que ya no la podemos identificar solo con personas que consumen drogas, como el caso que acabamos de presentar de Esperanza, ni tan siquiera con personas que son dependientes de algo o de alguien, sino que podemos identificarla con el ser esclavo de sí mismo que lleva una vida infeliz y vacía de sentido. Tipología que se da en cualquier sociedad y familia, en hombres y mujeres de nuestro entorno cotidiano, compañeros nuestros o familiares nuestros, quizá en nosotros mismos, y cuyo denominador común se puede resumir en una búsqueda equivocada o errónea de la felicidad. Reparemos en que el fenómeno adictivo actual es un problema serio para los gobiernos de la mayoría de los países del mundo porque el número de adictos va en aumento y pueden poner en peligro el llamado «bienestar social» y colapsar los recursos sanitarios, farmacológicos, asistenciales, judiciales, policiales o carcelarios. Pero la lucha de los Estados contra las adicciones, el robo y la trata de personas, la esclavitud sexual, 15

la violencia en general, tiene poco éxito precisamente porque los gobernantes no abordan las causas deshumanizantes que las provocan, ni tienen en cuenta las condiciones existenciales de vida de sus ciudadanos. Ante este panorama, la pregunta evidente es qué podemos hacer. Y lo primero que podemos decir es que la persona deshumanizada no es diferente a las demás, alguien especial por las características de su personalidad o por un origen familiar o ambiental más o menos desestructurado o marginal. Antes bien, la inmadurez personal que padece en último término es fruto de su actuar irresponsable, y sus condicionantes genéticos y ambientales aunque influyen en ella no son totalmente determinantes, entre otras razones porque otras personas de su familia y su mismo entorno no andan por caminos de esclavitud existencial. La adicción a las drogas, por ejemplo, es un problema que entra en cualquier persona, en cualquier familia, y en cualquier sociedad, independientemente de su tipología o su nivel social o económico. En consecuencia, encontrar soluciones verdaderas al problema pasa por revisar el tipo de actitudes y valores transmitidos por la estructura familiar y social a las nuevas generaciones, su educación, y la calidad de sus relaciones personales. Si algo está claro en el mundo de las adicciones hoy es que la persona adicta o deshumanizada, quiera o no, implica a su entorno en los problemas que origina, y logra convertirse en el centro de la preocupación de los demás sirviéndose de todo y de todos, creando un gran desconcierto a su alrededor. Pero hay esperanza. Como veremos en este libro, en nuestra Escuela de Rehumanización hay salida verdadera incluso para las situaciones de mayor deshumanización o esclavitud, y toda persona puede volver a ser dueña de su porvenir. El mejor mensaje que transmiten quienes viven procesos de rehumanización se puede resumir en la capacidad de volver a sentirse persona, única actitud que hace posible levantarse de cualquier tipo de vida infrahumana y reencontrar la felicidad perdida y crecer como personas. Porque toda vida infeliz y carente de sentido es una vida extraviada, malherida, deshilachada como un tejido roto o deteriorado. Es sintomático que la búsqueda equivocada de la felicidad produzca atractivo y rechazo a la vez, tanto individual como socialmente: por un lado, un rechazo claro, y, por otro, un atractivo fascinado hacia el mundo de lo desconocido. En general aceptamos la conflictividad familiar, escolar, o laboral, que generan las personas «adictas buenas» porque nuestras sociedades cada vez son más permisivas con las esclavitudes sutiles. Pero, junto con la comprensión humana hacia las personas caídas, podemos preguntarnos por qué no sentimos la necesidad de ayudarlas a salir de verdad del sórdido mundo que las esclaviza y atenaza, facilitado por la misma sociedad que las fomenta. La hipocresía social es cada vez mayor porque solo llamamos la atención a las personas desestructuradas que no soportamos fuera del ámbito asignado, y muchas políticas asistenciales lo único que hacen es «asear» los espacios sociales mediante programas de «reducción de daño» para que todo siga igual: para que cada uno siga en su sitio. Observemos que el grave error de priorizar el objeto adictivo frente a la persona adicta proviene de aceptar el simple esquema «buenas-malas», confundiendo sustancias 16

con personas. Grave error. Histórico ya. Como si hubiese esclavitudes buenas y esclavitudes malas. Este maniqueísmo, extendido a gran escala social y sutilmente admitido, sentencia que cuando las conductas adictivas cumplen determinadas «funciones buenas» como diversión o alivio del dolor, y se mantienen dentro de un uso adecuado o terapéutico, no hay problema; el problema surge cuando producen «consecuencias malas» a la salud, u originan graves conflictos familiares y sociales. Pero ambas formas, en una especie de efecto pendular, son fruto de una mentalidad irresponsable que no prevé que una vez se empieza por ese camino es muy difícil detenerse. En efecto, muchas personas de nuestro entorno cotidiano no pueden trabajar, ni estudiar, ni relacionarse con los demás sin estar mediatizadas por algo adictivo y esclavizante, sea consumo de psicofármacos, sea una relación de pareja negativa, sea la dependencia de una realidad virtual como las redes sociales, etc. Urge una educación específica a niños y jóvenes sobre el uso de internet y la redes sociales, pues su mal uso está influyendo deficitariamente en otras áreas importantes de su vida y en su desarrollo personal. Sucede que a estas conductas no las consideramos esclavas, pensando que están dentro de un «orden controlado». Quienes nos preocupan son los jóvenes que crean inadaptación y alarma social, cuando su principal problema no es una adicción concreta, sino la deshumanización de su desamparo afectivo y la destrucción personal que provoca el desenfoque de una búsqueda errónea de la felicidad. Muchos profesionales de la ayuda –médicos, profesores, educadores, psicólogos, trabajadores sociales, enfermeras–, desalentados por los pocos resultados de sus esfuerzos con las personas esclavas de sí mismas, piensan que lo único que se puede hacer con ellas es suministrarles «sustancias buenas», aun sabiendo que el retorno a las «malas» es lo normal después de un abandono aparente. No se intenta, por ejemplo, un decalaje o reducción paulatina del «fármaco bueno», dentro de programas rehumanizadores o humanistas serios de abandono total de la esclavitud. Pero así la persona nunca podrá salir de su espiral adictiva, y el fracaso está asegurado a priori porque no se la ayuda a reconstruir su paisaje del alma desde los fundamentos antropológicos previos a su esclavitud existencial. El debate social recurrente sobre las adicciones, fomentado por ideologías y poderosos grupos de presión económicos, es su legalización. Pero la pregunta que siempre se deja sin responder es si se puede superar la esclavitud de uno mismo con el uso de sustancias legales, o si estas son «buenas» por ser legales. El solo planteamiento de la legalización parece incoherente si pensamos de verdad en la persona esclava de sí misma, porque la aceptación social de su atadura no solo no la estimula a plantearse en serio su rehumanización, sino que se estabiliza en su uso y consumo. Precisamente uno de los momentos cumbre de la liberación total de su dependencia se da cuando la persona toma conciencia de su realidad personal y, desde un profundo autoconocimiento de sí misma, decide vivir sin ataduras y sin comportamientos negativos que conduzcan de nuevo a ellas. Lo bonito del ser humano es saber que la posibilidad última de su recuperación es impredecible y depende, en última instancia, de 17

uno mismo. No en vano su capacidad de reacción es sorprendente. Y para eso la sociedad debe superar sus incoherencias y crear espacios de esperanza auténtica, y escuelas de formación que impartan programas auténticamente rehumanizadores. Todo esto nos pone ante la necesidad de redefinir el concepto de adicción y asociarlo con claridad a la esclavitud existencial y a la infelicidad. Justamente en este punto comprendemos por qué hoy las adicciones engloban a todo tipo de «autoesclavos», y por qué ya no tiene sentido hablar de drogas. Es interesante ver cómo ha evolucionado el concepto de droga en las últimas décadas. La definición genérica de «droga» acuñada por el comité de expertos de la Organización Mundial de la Salud en los comienzos de los años setenta hablaba de «toda sustancia que introducida en el organismo vivo puede modificar una o más funciones en este». La propia OMS amplió luego el concepto a cualquier tipo de sustancia adictiva (alcohol, anfetaminas, barbitúricos, cannabis, cocaína, alucinógenos, opiáceos, disolventes volátiles), y empezó a utilizar el término farmacodependencia. Otras directivas posteriores hablarán de «sustancia que estimula, inhibe o perturba las funciones psíquicas, perjudica la salud y es susceptible de generar dependencia». Más recientemente la OMS referirá la adicción como una enfermedad físico-psico-emocional causada no solo por una sustancia, sino también por una actividad o relación de codependencia. Desde la experiencia de las personas que se rehumanizan estas definiciones son claramente deficitarias porque ponen el acento en lo accidental (sustancia, actividad, problema), y no en lo esencial o estructura personal trascendente constitutiva del ser humano. Desde nuestro punto de vista todas las adicciones producen dependencia esclavizante, sin atender al tipo de sustancia «interna» o acción «externa» que produce dicha dependencia, porque todas inciden en el ser humano completo, es decir, en su forma física, psíquica y espiritual, y, en suma, porque lo incapacitan para ser feliz. Por eso debemos avanzar hacia definiciones más realistas y esperanzadoras. Propongo la siguiente: adicción es cualquier realidad que hace esclava a la persona en su cuerpo, en su mente o en su espíritu. Jacques Durand-Dassier, pionero investigador sobre las primeras comunidades terapéuticas de exdrogadictos en Nueva York, observó que la palabra «dependiente» era demasiado débil para calificar los lazos que unen a un toxicómano con su droga. Con más razón hoy, y desde una fundamentación antropológica más aquilatada, podemos aplicar el calificativo de esclavitud a cualquier tipo de conducta adictiva, y el término «esclavo-infeliz» no es desproporcionado si tenemos en cuenta la destrucción de la personalidad a que se ven sometidas las personas deshumanizadas, independientemente del tipo de sustancia o actividad compulsiva que sigan. Cualquier dependencia frente a algo o a alguien, es decir, frente a una relación afectiva insana, al sexo por el sexo, a la trata de personas, a las sectas, al poder por el poder, al trabajo obsesivo, a la ludopatía, a las compras compulsivas, a la comida por exceso o por defecto, al uso inapropiado de internet o las redes sociales... todas son «drogas» porque deshumanizan. La mayoría de estas actividades son necesarias para la 18

vida, pero cuando se dan de forma compulsiva esclavizan a las personas porque se convierten en conductas alienantes que llevan al enanismo psicológico y a la infelicidad. Eso son las adicciones: esclavitudes existenciales. De ahí la gran responsabilidad educadora de las instituciones, de los gobernantes, de los medios de comunicación, de la sociedad en general, y la urgencia en comprender bien el fenómeno adictivo actual. Ciertamente no todas las adicciones son iguales y, de hecho, existen importantes diferencias entre ellas: las sustancias y los estupefacientes alteran el funcionamiento del cerebro rápidamente, a diferencia de las demás. Sin embargo, cuando nos situamos en el plano de la deshumanización es fácil identificar los puntos en común entre tipos de esclavitudes aparentemente distintas porque todas son provocadas por las mismas causas profundas, todas conducen a la dependencia y a la esclavitud existencial de las personas, y, en definitiva, porque todas impiden el crecimiento personal. La mentalidad adictiva es huir de uno mismo, y huir de uno mismo provoca mentalidad adictiva. La huida de nosotros mismos nos hace asomarnos a un profundo vacío existencial, y si no llenamos ese vacío caemos en la desesperación. Por eso la mentalidad adictiva actual, creciente y sutil, nos atrevemos a identificarla como la «esclavitud de nuestra época», nueva esclavitud que proyecta inquietante su sombra siniestra sobre el destino de las sociedades del siglo XXI. Pero decir «yo soy así, y no puedo cambiar» es un juicio falso porque, como veremos en nuestra Escuela de Rehumanización, se puede salir de todos los fondos y de todos los pozos, incluso de los contaminados por la desesperación profunda, y cambiar de vida. A pesar de lo que llevamos dicho, es posible que todavía algunos piensen que a ellos no les afecta este fenómeno ni esta mentalidad: «Yo no soy adicto, ni nadie de mi familia o entorno, y, por tanto, ese no es mi problema». Pero si pensamos de verdad en las redes que tienen atrapadas a tantas personas que nos rodean, sobre todo jóvenes, si nos encontramos cara a cara con su infelicidad profunda a nuestro lado, es necesario ahondar en esta nueva esclavitud de proporciones gigantescas. 2. Los jóvenes, las familias y las esclavitudes modernas Es evidente que las personas más expuestas a esta moderna esclavitud son los jóvenes. Ellos son particularmente susceptibles no solo a la influencia del ambiente escolar y del grupo de compañeros a los que pertenecen, sino a las condiciones de una «cultura de muerte» sustentada en ideologías relativistas, caldo de cultivo apropiado para las nuevas modalidades de esclavitud existencial. Los expertos señalan que esta «cultura adictiva» está tan arraigada en la mayoría de ambientes juveniles porque es percibida por los jóvenes como portadora de fuertes sensaciones y como medio imprescindible de integración grupal y, en suma, como búsqueda de una felicidad huidiza que nunca llega porque se transita por caminos equivocados. Pero a continuación hemos de subrayar que en los ambientes juveniles negativos de nuestras sociedades, además de nuestra responsabilidad colectiva debe aparecer pronto y clara, desde el inicio, la propia responsabilidad individual del joven. El enfoque correcto 19

de este fenómeno complejo es afirmar que tanto para entrar como para salir del mundo adictivo, y en cualquier caso para hacer justicia a la condición humana, ha de quedar muy claro desde el principio que, sin excluir otras responsabilidades –especialmente de la familia y de la escuela–, la persona siempre es la primera y la última responsable de su vida. Cada persona «personalmente». Al inicio, casi a la edad de niños, los adolescentes empiezan a participar de la felicidad grupal y la euforia colectivas. Primero mediante las adicciones «blandas» se busca la novedad de la excitación para evadirse de sus responsabilidades, generalmente el estudio y las tareas en casa. Después, mediante las «duras» o atajos rápidos, se buscará no experimentar la miseria de una existencia sin sentido y cargada de infelicidad. A partir de ahí el joven vivirá en el ambiente de engaño y mentira colectivos que le engancharon desde la niñez, y que le afectará poderosamente en su estilo de vida a partir de la adolescencia. Afortunadamente no todos los jóvenes que entran en contacto con este mundo de mentira generan una dependencia automática, ni al límite; pero también es cierto que uno no se hace autoesclavo por una decisión bien reflexionada y por propia voluntad. Por eso, aparte la falaz distinción blandas y duras, buenas y malas, uso y abuso, la felicidad alcanzada resulta tan escurridiza que la expresión «uso responsable» asociada a cualquier tipo de adicción se convierte en una trampa existencial que puede terminar en tragedia. Y también es claro que una persona no cae en la esclavitud de golpe, sino que hasta llegar a esa situación antes ha dado muchos pasos previos de conductas negativas. Surge entonces la desconcertante pregunta de por qué el ser humano repite patrones de comportamiento negativo y de conductas autodestructivas en su vida. Igual que engancharse no es una respuesta de golpe, la conducta adictiva tampoco se manifiesta de golpe. Es un proceso de pasos encadenados. El fenómeno reviste una lógica interna asombrosa, puesta de manifiesto magníficamente por la literatura clásica universal. A medida que el joven esclavo de sí mismo empieza a acumular problemas en su familia, en sus estudios, en su trabajo o en sus ámbitos sociales, comienza a negar que (1) su actividad adictiva constituye un problema que no puede controlar («yo controlo»), y (2) que los efectos negativos en su vida tienen alguna conexión con dicha actividad («esto no tiene nada que ver con las drogas»). Es típico de la adolescencia, y de la mentalidad adictiva en general, tratar de persuadir a todo el mundo de que uno controla su vida y no se tienen problemas. Sucede que se elude el problema y no se reconoce, sobre todo en sociedad o delante de los demás. Los ambientes juveniles actuales están llenos de esclavos de las redes sociales y no lo saben: ni ellos, ni sus padres, ni sus profesores. Lo mismo les sucede a las personas dependientes de otra persona, o simplemente de un pasado penoso: no reconocen su problema. Y muchos familiares cercanos niegan la realidad de que su hijoa, esposo-a, hermano-a, etc., sea una persona esclava, con lo cual están haciendo el juego que le interesa a quien se hace la víctima. Esta es una situación típica de inmadurez familiar colectiva en la que parece que todos engañan a todos para mantenerse en un estado de cosas que no llevan a ninguna parte. En definitiva, hoy día no todas las 20

familias ni todos los educadores saben que hay muchos tipos de esclavitud y de deshumanización. Para comprender la mentalidad de una persona que ha llegado al límite de la esclavitud de sí misma hemos de situarnos en su trayectoria vital y sus circunstancias familiares previas. En efecto, es preciso echar la vista atrás y ver cómo fue la niñez y la juventud de esa persona, averiguar las primeras conductas que la llevaron a entrar por caminos de destrucción personal. Y cuando buscamos las causas en la familia y en el hogar lo primero que aparece son los aprendizajes elementales de la vida cotidiana: el ejemplo de los padres y hermanos en relación con sus hábitos culinarios, alcohol, tabaco, etc., con el uso de televisión, ordenador, redes sociales, en el manejo diario del dinero y la economía doméstica, etc., son conductas fundamentales, pero sobre todo la vivencia de sus relaciones mutuas, su amor, su fidelidad, su dedicación mutua, su empleo del tiempo festivo y de espacios lúdicos. En definitiva: los estilos de vida familiares. Hay un dato relevante permanente en el tiempo, que confirman las estadísticas a lo largo de los años, y es que los hijos adictos de familias negativas a menudo han sido sometidos a algún trauma en su corta vida, especialmente la adicción de uno de sus padres o de los dos: el 65% de los adolescentes adictos tienen por lo menos un progenitor adicto. El denominado «triángulo perverso» por A. Schutzenberger y M. Sauret, en 1977, formado por el hijo adicto (vértice a) la madre sobreprotectora (vértice b) y el padre adicto o ausente (vértice c), es un modelo que desgraciadamente sigue vigente. Muchos padres que delegan su responsabilidad educadora en la escuela o en otras personas (empleadas de hogar, abuelos, etc.), poco a poco pierden su autoridad natural y la posibilidad de educar a sus hijos en el respeto y promoción de su libertad y responsabilidad, en la educación de su afectividad y en la comunicación. Sobre todo sus hijos padecen incomunicación permanente en el hogar. Los siguientes testimonios, recogidos un día cualquiera en nuestra Escuela, son bien claros y elocuentes: «En mi infancia, igual que en mi juventud, tuve poca comunicación con mis padres. Mi relación con ellos ha sido siempre algo superficial y distante. Nunca los he visto como personas, siempre han sido gente que me subvencionaba en mi juventud y me protegía en mi infancia. Una relación fría y egoísta». «Mis padres se separaron y yo me fui a vivir con mi madre y mis hermanos. Mi padre tenía problemas de alcohol y agresividad, y de ahí vino la separación de mi madre. Yo siempre he ido por su dinero y no por el cariño. Siempre he escapado buscando la soledad y la incomunicación, o juntándome con gente negativa…». Una importante causa de incomunicación familiar y, por tanto, facilitadora de conductas adictivas, está en el aislamiento que provoca la «sobredosis de pantalla» en el hogar (televisión, ordenador, móvil), consumo que sustituye el diálogo familiar necesario sobre los acontecimientos personales del día. Pantalla, por otra parte, tantas veces llena de mensajes de violencia y poder, dinero fácil y corrupción, placer desmadrado..., o simplemente de contra-ejemplos personales que mitifican la realidad. Niños y jóvenes, que necesitan modelos de identificación y admiración, interiorizan 21

estas situaciones y personajes muchas veces cargados de negatividad o parcialidad, con lo cual se inclinan con más facilidad hacia lo negativo, como reconocen estos jóvenes: «Escapaba mucho con la computadora para no ver los problemas que había a mi alrededor. Me encerraba en mi habitación con el ordenador y ya no existía comunicación con mi familia». «Teníamos un televisor en cada habitación de la casa, cada uno aislado de los demás. No hablábamos entre nosotros, y para hablar con mi padre había que solicitar audiencia». «Mi casa ha sido siempre un lugar donde la televisión estaba enchufada durante todo el día, y la comunicación entre nosotros era mínima…». La esclavitud existencial que pueden provocar hoy las nuevas tecnologías de la comunicación sigue el mismo patrón que la adicción a la televisión antes: su uso compulsivo induce a actitudes y pautas de vida negativas o despersonalizantes, con síndrome de abstinencia, excitación placentera mientras se realiza la acción, «actos delictivos» para poder continuarla, o simplemente fomenta la evasión y la falta de atención a otras actividades necesarias en la vida. Hablamos de la esclavitud que provoca estar enganchado al terminal (ordenador, teléfono móvil, tableta) de forma compulsiva y sin descanso, día y noche en casos extremos. Este vivir instalado permanentemente en la realidad virtual deshumaniza sobre todo porque separa a las personas de las personas. Otro mal ejemplo familiar para los hijos es el manejo irresponsable y mal uso del dinero, y consiguientemente algo mal aprendido desde pequeños: «No me relacionaba con nadie si no era para sacarle dinero. A mí me llevó a la droga la afición al dinero desde muy pequeño. Recuerdo que tenía tan solo cuatro años y ya les sacaba dinero a los adultos chantajeándoles». «Mi vida en la calle era jugar a las cartas por dinero. Hubo un tiempo en que me convencí de que ganaría mucho dinero fácil mediante el juego, y que necesitaba otra forma de vida más cómoda y rápida. Los que yo creía mis amigos me aconsejaban robar, pero solo se preocupaban de mí cuando tenía dinero. Cuando me hacía falta dinero no tenía más que robarlo». «Al principio trabajaba y consumía, y no me iba mal; hasta que empecé a tener problemas económicos y tuve que engañar a la gente y a la propia familia. La vida entonces era angustiosa: no tenía amistad ni relación auténtica con las personas. Un solo pensamiento me obsesionaba: el dinero para conseguir droga…». Muchos progenitores y parejas que asisten a reuniones de autoayuda en los lugares donde se rehumanizan sus hijos, refiriéndose a la irresponsable administración del dinero en su hogar se autoinculpan y refieren claramente que no supieron educar a sus hijos en el valor y uso responsable del dinero: «No supimos enseñarle a usar correctamente el dinero»; «nos era más fácil quitarnos al niño de encima dándole dinero»; «me decía (y le decía) que no le faltase nada a mi hijo, lo que yo no tuve de pequeño que no le falte a mi hijo», etc. Es evidente que la mentalidad adictiva, es decir, el aspecto más emocional de esta moderna esclavitud, se genera sobre todo en la infancia. ¿Qué tipo de familia es la que 22

fomenta esta mentalidad? No necesariamente es el hogar dividido por el divorcio o la separación de los padres, aunque es obvio que en este hogar hay más dificultades educadoras, sobre todo es el mal ejemplo de sus miembros, la falta de afecto y la falta o ausencia de límites. La verdadera educación en el hogar es el modo global en que los miembros de la familia se relacionan entre sí, el clima familiar. Lo mismo diremos de una buena educación escolar. Una función vital de la familia es servir de parachoques entre los hijos y el ambiente social. La familia es el primer lugar de entrenamiento que tiene el ser humano para afrontar los problemas de la vida, y al que puede acudir para restaurar la confianza en sí mismo. Los hijos necesitan que la familia refuerce su autoestima, no que la deprima. Para la mayoría de personas propensas a desarrollar una mentalidad adictiva su hogar no fue precisamente un sitio en el que pudieron renovar la confianza en sí mismos, sino un lugar en el que su autoestima era atacada. Cuando los padres valoran más la imagen que la honestidad, el tener más que el ser, la ocultación y la mentira más que la verdad, cada vez son más incapaces de estar presentes para sus hijos de la manera que verdaderamente importa, es decir, tener encuentros de verdad con ellos. «Con mi padre no recuerdo que hubiese relación alguna. No digo que él no me quisiera, pero la realidad es que apenas lo veía. Se iba a trabajar cuando yo no me había levantado y volvía cuando yo estaba acostado. No recuerdo que jugara nunca conmigo», dirá un joven del centro de Rehumanización. No hablamos de familias desestructuradas que eluden sistemáticamente su responsabilidad educadora y maltratan a sus hijos, caso claro de «homo adictus». Hablamos de familias «normales» cada vez más frecuentes. En efecto, el interrogante surge cuando nos encontramos con «jóvenes esclavos» que provienen de «buenas familias». Sucede que aun en una familia que parece ser atenta y afectiva, la personalidad del hijo puede ignorarse tanto como en una familia visiblemente caótica porque la situación de engaño es más sutil y queda oculta tras una apariencia de corrección social. El tema es complejo, pero el resultado es que en esa familia el efecto del hijo adicto puede ser demoledor porque en ella, aparentemente, se mantienen buenas bases de convivencia. En ambos tipos de familias, aquellas en que hay una desatención y un abuso evidentes, y aquellas en las que el abandono es más sutil y oculto, el hijo llega a la edad adulta sin que sus necesidades como persona hayan sido satisfechas, es decir, sin haber sido educado. El hijo se hace prematuramente independiente, es decir, más dependiente. Y esta dependencia existencial es la que abona el terreno para germinar una mentalidad adictiva. En la familia generadora de adicción las personas rara vez dicen lo que realmente quieren decir, y en vez de ello la comunicación tiende a ser indirecta y cargada de manipulación. Las personas están en gran medida ajenas a sus sentimientos por haberlos sepultado hace tiempo, cuando eran niños, y están más atentas a mantener la imagen familiar que a ser sinceros y honestos. Los hijos así terminan por sentirse incapaces de afrontar los retos de la vida, y cuando se encuentran con problemas reales –cosa que antes o después sucede– comienzan a 23

eludir su responsabilidad. ¿Cómo prevenir esa irresponsabilidad? La respuesta a esta pregunta lógicamente nos interesa mucho a los padres y a los educadores, y debería interesar a los gobernantes responsables. Y lo primero que podemos hacer es generar actitudes positivas en nuestra relación con los hijos en los hogares, en los centros escolares con nuestros alumnos, y en general en la sociedad con los jóvenes, mediante palabras y actuaciones de este estilo: «¿Qué piensas? ¿Cómo te sientes? Tu actuación me gusta cuando haces esto, y no me gusta cuando haces aquello. Cuéntame lo que piensas, sientes y haces. Si te sientes enojado o resentido, por favor dímelo directamente, que también yo lo haré. Y si te sientes cariñoso demuéstramelo, porque yo también necesito mucho de tu afecto. Quiero que sepas que creo en ti, creo en tu persona, creo en tu valía, creo que llegarás a ser grande. Corre riesgos calculados en la vida, no te encierres en tu soledad, vive intensamente, etc». Está claro que la falta de comunicación en el hogar, los programas de televisión y videojuegos negativos, el consumo de páginas de internet y redes sociales perniciosas, el uso inadecuado del dinero, etc., inciden decisivamente en el «enanismo psicológico» de los hijos, y constituyen el caldo de cultivo apropiado para desarrollar una mentalidad adictiva y terminar enganchados a la esclavitud de sí mismos. Lo cual nos lleva a concluir que una persona no desarrolla una personalidad adictiva ni por herencia ni por causalidad ambiental principalmente, sino que las experiencias antieducativas de su infancia la predisponen a hacerse adicta. Y, a menos que se interrumpan esos patrones de conducta, los problemas pasarán a sus hijos, y estos a los suyos... si es que se llega a tiempo de tener hijos. Concluyamos que la mentalidad adictiva, por el hecho de vivir en «sociedades adictivas», nos afecta a todos. Está en juego no solo nuestra felicidad personal, también nuestra continuidad como familia y como sociedad. De ahí que la educación preventiva tenga tanto que decir, no solo la intervención cuando el problema angustioso llama a la puerta de nuestra casa, y que la necesidad de educar en valores sea siempre una prioridad de los gobernantes responsables. 3. La etapa escolar y la calle Interesa acercarnos a la etapa escolar, cuando se gesta la mentalidad esclava de niños y jóvenes, porque de ella podemos extraer algunas conclusiones muy reveladoras de lo que puede llegar a ser una vida de infelicidad prolongada. Aunque no se puede concluir que todas las personas adictas padecieron un alto nivel de fracaso escolar en su infancia o su juventud, no es menos cierto que la mayoría sí. De entrada hallamos una correlación muy alta entre absentismo escolar (hacer novillos, o hacer pellas, en expresión española) e iniciarse en conductas adictivas y consumo de sustancias. Leamos, por ejemplo, estos testimonios que dan de sí mismos algunos jóvenes residentes de nuestra Escuela: «Mis años de estudio fueron una pesadilla. De pequeña, en primaria, fui bien. Pero en secundaria conocí a mi primer novio y con él descubrí las salidas nocturnas, el alcohol y las drogas. Entonces ya pasaba de ir a clase, y mis padres con sus problemas no se daban 24

cuenta de los míos». «En mi época escolar empecé las primeras borracheras de alcohol y a consumir los primeros cannabis en horario escolar, aunque los verdaderos problemas no llegaron hasta mucho tiempo después». «Fueron años de engaño a mis padres. Empecé a fumar y a robar, y a juntarme con gente negativa. Me juntaba con gente mayor que yo para no sentirme inferior a otros niños de mi edad, y desde ahí empezaron mis problemas con las drogas». «El colegio me gustaba. Siempre he disfrutado con los estudios y con cualquier actividad intelectual, pero tenía pocas amigas y era muy tímida. Me costaba mucho relacionarme con los demás. Yo era más bien solitaria pues las otras niñas me rechazaban, y nunca tuve un grupo o una buena amiga. Más bien iba de aquí para allá con diferentes grupos de chicos. Cuando cambié de colegio busqué un ambiente diferente a los anteriores para sentirme aceptada, y así fui cayendo en lo más negativo…». La pregunta entonces es qué hacer desde la educación formal y desde el ámbito escolar para atajar la mentalidad adictiva creciente de nuestros niños y jóvenes. Y la primera respuesta clara es que desde los centros educativos, igual que desde la familia, la mejor tarea siempre es la prevención. Es de sentido común que los centros educativos generen condiciones y espacios de vida positivos, que enseñen a los alumnos a movilizar la poderosa energía y vitalidad que tienen ofreciéndoles mensajes acordes a las ilusiones e ideales de vida por descubrir, y no mensajes negativos o superficiales cargados de decepción e infelicidad. Desde el punto de vista de la consecución de la felicidad personal lo mejor que puede aportar la Comunidad Educativa a la sociedad es ofrecer a las nuevas generaciones alternativas de vida creativa. Este es un nivel profundo y riguroso a la hora de plantear la prevención de todo tipo de esclavitudes personales, porque no basta con hablar de prevención sin ofrecer a los jóvenes posibilidades reales de vida saludable –corporal, mental y espiritual–, tanto personal como comunitariamente. En este marco de sentido global es donde padres y profesores actuamos más y mejor si estamos coordinados. Hace bastantes años un buen sindicalista italiano, Marco Marchioni, decía que el problema de las toxicomanías era uno más de los problemas a los que debían enfrentarse las comunidades locales o municipios (barrios urbanos o rurales), porque antes y paralelamente a este problema existen otros problemas, y defendía como prioridad de toda política municipal poner en marcha programas culturales, deportivos, asociativos, etc., como entramado normal y fundamental para toda la población y no para sectores especiales de ella. Y el fundador de Progetto l´uomo en Italia, el Padre Mario Picchi, decía magníficamente bien que «un toxicómano es alguien que tiene un problema añadido» (1998, 22). Coincidimos con el diagnóstico tanto de Marchioni, más social, como el de Picchi, más personal, cambiando toxicomanía y toxicómano por esclavitud y esclavo existencial. Desde el punto de vista educativo lo primero que hemos de superar son nuestras propias contradicciones, nuestras propias conductas compulsivas asociadas al 25

consumismo y al éxito fácil. Es utópico pretender avanzar en la prevención de los jóvenes y no desenmascarar las contradicciones en las que incurrimos los adultos. Aquí reside una buena explicación de la poca eficacia educadora de la sociedad actual, que asiste inerme a la cada vez mayor aceptación de las esclavitudes. Por eso todos, no solo gobernantes y políticos, tenemos una grave responsabilidad en la educación de niños y jóvenes, como nos recuerda aquel proverbio africano que dice que «para educar a un niño hace falta toda la tribu». Abandono educativo de la tribu es para el niño y para el joven actual sinónimo de «la calle». Podemos utilizar la expresión de la calle como el equivalente a una antigua existencia adictiva o condición de esclavitud existencial. Solo quien ha vivido en la calle sabe lo que es la calle, es decir, sabe por amarga experiencia lo que se vive en un medio terriblemente hostil. Retroceder en la vida es verse de nuevo en la calle, verse de nuevo solo y en la mentira, entre gentes que viven del engaño y de actitudes negativas, siempre con la careta puesta, con una imagen falsa de sí mismos y una permanente manipulación de los demás. Aparentar, engañar, mentir, manipular, refugiarse en la adicción, etc., todas estas conductas pertenecen al mismo linaje deshumanizador: la forma moderna de esclavitud existencial de los seres humanos. «Para definir mi vida pasada –dirá este joven– utilizaría las siguientes palabras: evasión y engaño. Evasión porque rehuía cualquier tipo de responsabilidad, sin querer tomar conciencia de lo que mi vida era y lo que debía ser. Y engaño porque vivía de la mentira conmigo mismo y con los demás. Tenía una venda en los ojos que me impedía ver la realidad». En términos parecidos se expresan otros jóvenes sobre su vida pasada en la calle, y en todas observamos la misma convicción, profunda, del mismo proceso autodestructivo: «Mi vida de negativo en la calle era la del engaño: no tenía amigos, no podía contar con nadie y vivía solo para ponerme droga, sin importarme familia, vecinos ni amigos». «Tenía compañeros que solo pensaban en la calle, siempre buscando algo que nos hiciese salir de la monotonía, y lo encontrábamos en las drogas y el alcohol». «La mayoría de mis amigos eran negativos, y cuando entraba en contacto con alguna persona positiva no me gustaba estar con ella porque no sabía hablar o entrar en su conversación». «Mi “vida de calle” era buscar la manera de llenar el vacío que sentía, cada día peor que el anterior. Salía por las mañanas y me tiraba casi todo el día fuera, solamente iba a mi casa a por dinero y a pelearme con mi familia. Para mí no había sábados ni fines de semana, encerrado en mi habitación, sin amigos porque me decían la verdad». «Desde los 15 años siempre he estado metido en círculos de drogas y alcohol, y me he sentido rechazado por la sociedad. Ahora me doy cuenta de que nunca he tenido amigos, sino “colegas” de conveniencia». «La amistad la confundía con la complicidad. En la calle aprendí a vivir con mucha gente pero desconfiando de todos…». En nuestra Escuela de Rehumanización, todo lo contrario que en la calle, vamos a ver cómo las personas efectúan un cambio de actitudes y de mentalidad radical ante la vida mediante la vivencia de su verdad desnuda a través de la comunicación, la afectividad y 26

la adquisición de valores que dan sentido a su existencia como seres que aspiran a compartir la vida con actitud de firmeza, seres capaces de transmitir que la vida humana no es «una historia contada por un idiota», como diría Shakespeare, ni «una pasión inútil» (Sartre), ni un «instrumento programado» (Skinner), sino un campo de posibilidades de libertad y creatividad que brota de las experiencias del encuentro consigo mismo y con los demás. Y por aquí llegamos a la conclusión más esperanzadora: podemos ser personas auténticamente libres. 4. De la deshumanización a la rehumanización La esperanza de ser libres de verdad, o de rehumanizarse plenamente las personas, nos plantea ahora reflexionar por qué los seres humanos vivimos instalados en unas sociedades tan deshumanizadas. Y lo primero que podemos preguntarnos es quién es el ser humano al que dirigimos nuestros métodos, nuestras técnicas y nuestras ciencias. Sabemos, por las ciencias humanas y las ciencias de la salud en general, que la persona es una unidad físico-psicoespiritual, un modelo antropológico muy antiguo por cierto, que nos llega hoy actualizado por múltiples teorías y psicoterapias, incluso a través del pragmatismo de autores como Howard Gardner, Martin Seligman, Lou Marinov, o Peter Watson. Y estamos en el buen camino, porque solo desde una profunda unidad antropológica de la persona, «espíritu psicosomatizado» en expresión del filósofo y místico español Fernando Rielo (2012, 43s.), podemos entender que la deshumanización de la violencia, las adicciones, la corrupción del dinero, la trata de personas, la explotación sexual y demás patologías caracterizadas por una dependencia esclava son sobre todo conductas que proceden de una desestructuración de esa unidad personal provocada por un vacío existencial. De suerte que el fenómeno de la deshumanización siempre tiene detrás de su explicación una deficiente gestión educativa de la dimensión personal unitaria, o dicho de otro modo, un déficit biográfico o espiritual cuya consecuencia visible inmediata es no encontrar sentido a la vida. Tratar de obviar o ignorar este «déficit del espíritu» en la persona deshumanizada, y quedarse solo en los niveles físicos o psíquicos como hace el paradigma cientificista, conlleva dejar de lado –cuando no eliminar– el componente básico de todo ser humano: su libertad y su responsabilidad en la construcción o destrucción de su propio yo. Por el contrario, afirmar la dimensión ético-espiritual implica que la mayor parte de nuestras conductas deshumanizantes nacen de hábitos de los que, en última instancia, nosotros somos los responsables. En este sentido, podemos decir que todavía falta por hacer una ciencia definitiva del ser humano –que ya inició Søren Kierkegaard en el siglo XIX–, vuelta a la realidad personal singular, sin hacerla depender de la genética, el ambiente, los instintos, o cualquier otra instancia suprema que no sea su libertad y su responsabilidad. Desde que nacemos, en efecto, somos responsables de lo que vamos haciendo en la vida, y adquirimos unos hábitos que poco a poco van configurando nuestra personalidad, 27

es decir, lo que llamamos ética (del griego éthos) o modo de ser singular, carácter configurador y transfigurador de nuestro yo. Esconder la ética es no reconocer la propia responsabilidad de la persona deshumanizada en su destrucción y, por tanto, eliminar su posible recuperación justamente porque sin ese reconocimiento no podemos enseñarle a usar de forma correcta su libertad. Reducir la dimensión espiritual a la dimensión psíquica, y la dimensión psíquica a la dimensión física, hace imposible cualquier recuperación definitiva de la persona deshumanizada. Dicho de otra forma: los modelos antropológicos que solo tienen en cuenta la dimensión bio-psico-social de la persona sirven para explicar su deshumanización, pero no su rehumanización o posible superación de esclavitudes existenciales. La persona es una unidad corpóreo-espiritual que no puede entenderse si se fracciona en interacciones mecánicas, bioquímicas o psicológicas, es decir, sin tener en cuenta una visión global de su estructura antropológica básica, que es esencialmente libertad, verdad, comunicación, amor y esperanza, y belleza. El amor, por ejemplo, si se explica solo mediante reacciones bioquímicas se está diciendo que ciertas sustancias pueden proporcionar alegría, entusiasmo o felicidad, a un ser humano que puede gozar de la vida sin preocuparse de su porvenir, ni de los demás, y mucho menos de la inmortalidad de su alma. De suerte que cuando reducimos a la persona a sus dimensiones bioquímicas hacemos de la condición personal una «desmoralización» –tal como emplearon ese término los filósofos españoles Ortega y Gasset, Zubiri, o Aranguren–, en contraposición al «estar en buena forma moral». La elemental distinción entre dependencia física y dependencia psíquica hoy día apenas aporta luz para comprender el fenómeno de las esclavitudes existenciales. La definición actual que da la Organización Mundial de la Salud de farmacodependencia habla de fenómenos de comportamiento cognoscitivos y fisiológicos de intensidad variable en los que el uso de una o varias sustancias psicoactivas resulta prioritario, con deseo obsesivo de procurarse y tomar dicha sustancia y su búsqueda permanente, y cuyos factores determinantes pueden ser biológicos, psicológicos o sociales. Es decir, la ciencia sigue instalada en el modelo bio-psico-social dejando de lado la dimensión espiritual. Sin embargo, es fácil ver cómo en la vida de las personas farmacodependientes además de estos elementos hay elementos espirituales que la afectan decisivamente en su vida relacional. Justamente en la conciencia o dimensión espiritual del ser humano, que la filosofía clásica denominaba noética y el personalismo actual denomina «dimensión personal», se hallan los problemas existenciales de falsedad, de desamor, de incomunicación, de desesperanza, etc., raíz de las patologías relacionadas con la esclavitud de uno mismo. En suma, no se puede comprender un fenómeno tan complejo y profundo como la deshumanización de las esclavitudes existenciales quedándonos solo en la periferia somática, psíquica y social de las personas, también es preciso asomarnos a sus vivencias espirituales profundas. Por consiguiente, para prevenir y curar las conductas deshumanizadas como la violencia, las drogas, la sexoadicción, la ludopatía, la corrupción económica, la trata de personas, el acoso o bullying escolar o laboral 28

(conducta adictiva amparada y propagada a través de las redes sociales que intimida y agrede psicológicamente a las personas), o cualesquiera otras esclavitudes más sutiles como la compulsión a las redes sociales, más que fijarnos en su vertiente física-psíquicasocial tenemos que investigar en el deterioro ético o espiritual de las personas. La capacidad del ser humano para construirse o para destruirse pone de manifiesto la existencia no solo de factores biológicos, psicológicos y sociales sino de estructuras antropológicas esenciales o constitutivas previas. Es lo que llamamos estructura personal trascendente o antropología fundamental (Tercera parte). Aquí vamos a ver esa estructura de forma experiencial o vivencial, de suerte que la vivencia de la libertadresponsabilidad, la verdad, el amor, la comunicación, y la esperanza, nos va a llevar de forma indirecta al descubrimiento de un modelo educativo preventivo muy eficaz, y un modelo curativo o psicoterapéutico muy efectivo para ayudar a los seres deshumanizados en su recuperación total como personas. Y en la medida en que las ciencias y las técnicas tradicionales no sirven para explicar esta vivencia rehumanizadora, apuntamos hacia la construcción de unas Ciencias de la Persona-CCP (Cañas, 2013) de nuevo cuño. La integración de teoría y práctica en una antropología rehumanizadora actual nos permite concluir con optimismo que poco a poco las CCP pueden abrir caminos novedosos a una medicina, una educación, una psicología, una sociología, una economía,... rehumanizadoras, con resultados evaluables en términos de eficacia social y, sobre todo, frutos visibles en esperanza y felicidad personales. Con lo que llevamos dicho estamos ya bien preparados para entrar en esta Escuela de Rehumanización. Desde ella vamos a ver la espléndida educación que se imparte en tres centros o espacios pedagógicos privilegiados que van a devolver la libertad perdida a las personas esclavas de sí mismas, es decir, que van a sentirse persona quizá por primera vez en su vida. Estamos, en definitiva, ante las etapas de crecimiento en valores que toda persona, tenga o no problemas de esclavitud existencial, ha de realizar en su vida para ser feliz.

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Segunda parte Un filósofo en una comunidad terapéutica rehumanizadora

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I Génesis de la Escuela de Rehumanización «Hubiera dado el mundo por haber tenido valor para decir la verdad, para vivir la verdad» (Oscar Wilde).

I ndagar en los orígenes y la génesis de la Escuela de Rehumanización indudablemente nos lleva a los comienzos de las Comunidades Terapéuticas. En el año 1958 Chuck Dedrich creó en California (USA) la Fundación Synanon destinada a la ayuda y rehabilitación de personas drogadictas. Sin estudios universitarios, este hombre inventó en Synanon una terapia institucional de autoayuda muy novedosa para aquella época, que a lo largo del tiempo daría frutos espléndidos. Pocos años después, en 1964, una persona rehumanizada en Synanon llamada David Deitch, quien antes de pasar por allí había experimentado la ineficacia de varios centros hospitalarios porque hasta entonces no existía otra alternativa para sanar las heridas del alma, fundó un centro llamado Daytop Village. Su experiencia le permitía hablar a otros adictos como ningún profesional de la medicina o la psiquiatría podía hacerlo, entre otras cosas porque para enseñar en ese centro no hacía falta ser médico, ni psicólogo, ni pedagogo. Para trabajar y residir allí y aprender a vivir solo había que hacer de barrendero, cocinero, ama de casa, etc., porque el solo hecho de pertenecer al propio centro como cualquier miembro pertenece a un hogar propiciaba el aprendizaje y la cura. Más que una nueva teoría pedagógica, en suma, era un novedoso modo de vivir que devolvía al ser humano caído la confianza de volver a ser persona y recobrar su dignidad perdida. Daytop Village pasó a Europa a través de la Fundación Proyecto Hombre en Italia. Se inició en Roma cuando un grupo de personas dispuestas a ayudar a drogadictos de su ciudad, al frente de las cuales estaba el P. Mario Picchi, empezaron a dar cobijo en sus casas a jóvenes que sufrían esta grave esclavitud. Al cabo de unos años comprobaron que su labor a pesar de ser valiosa y desinteresada aún era escasa, y en un congreso de Comunidades Terapéuticas celebrado en Canadá estos voluntarios se encontraron con el Programa norteamericano heredado de Synanon, por entonces bastante estructurado, y rápidamente lo adoptaron como suyo. Corría el año 1979 y había nacido en Italia un «progetto per l´uomo», un programa terapéutico-educativo de tipo comunitario que iba a ayudar a cientos de personas a abandonar sus conductas adictivas y sus esclavitudes existenciales, y, sobre todo, a ser persona, es decir, a sentir, pensar y actuar como personas. En 1985 Progetto l´uomo llegó a España como Comunidad Terapéutica, y adoptó el mismo nombre: Asociación Proyecto Hombre. Los primeros directores de los distintos centros y los primeros terapeutas españoles fueron a Italia a prepararse. Luego buscaron colaboradores, y con los primeros exadictos rehumanizados comenzaron su andadura. Por entonces las Comunidades Terapéuticas se extendieron con rapidez no solo por España, Italia o USA, sino a nivel mundial. Después fueron evolucionando hasta llegar a 31

las actuales instituciones de ayuda, centros que ofrecen programas variados y diverso tipo de enseñanzas en función de las nuevas realidades adictivas y los nuevos perfiles demandados por las sociedades, ciertamente generando esperanza en miles de personas que llaman a sus puertas. En el momento presente estamos ante el reto de implantar y difundir a escala global, como método educativo generalizado, la Comunidad Terapéutica Rehumanizadora. Dicho de otra forma: la Escuela de Rehumanización es un método preventivo y formativo ideal válido para ayudar a cualquier persona con déficit de desarrollo personal, tenga o no una esclavitud adictiva concreta y, por tanto, válido para cualquier persona y cualquier sociedad. Hablamos de una auténtica escuela de vida y para la vida, basada en una antropología personalista y unos programas educativo-preventivos muy eficaces, cuyo éxito estriba en poner a la persona en el centro de toda su actuación. Estamos, en suma, ante un modelo educativo rehumanizador que supera al modelo rehabilitador de la Comunidad Terapéutica tradicional. Inspiradas en esta Antropología de las adicciones (Cañas 2004, 2009, 2013, 2015), en la actualidad despuntan varias instituciones rehumanizadoras, con este nombre, en países de Iberoamérica como Perú, Guatemala, Costa Rica, Ecuador y Colombia. Pretenden ser espacios formativos y preventivos pensados no solo para los jóvenes más necesitados de ayuda, sino también para cualquier persona que quiera crecer como persona. Centros educativos eficaces gracias a la enseñanza y el aprendizaje de una filosofía de vida muy útil para nuestros tiempos, que sirve para rehumanizar a las personas que «vuelven a nacer» –literalmente–, pero sobre todo que previene a todos de no caer en la deshumanización. Este es el modelo educativo teórico y práctico que llamamos Escuela de Rehumanización o Escuela de Sentimientos. Oficialmente fundada en la ciudad de San José de Costa Rica, en 2013, como centro de formación, ofrece una capacitación académica en varios cursos y seminarios-talleres impartidos por diversos especialistas universitarios, cuya enseñanza principal consiste en enseñar y transmitir a las personas a vivir y madurar en: (1) la libertad-responsabilidad, (2) la verdad, (3) el amor, (4) la comunicación, (5) la esperanza y (6) la belleza. Esta capacitación fundamental se lleva a cabo mediante el estudio y la actualización de materias básicas de Filosofía, Psicología y Pedagogía, desde la perspectiva de la moderna antropología personalista y la teoría de la rehumanización. Y como Institución terapéutica, esta auténtica «escuela de amor» ofrece a las personas la posibilidad de vivir en tres centros llamados Escuela de Acogida, Escuela de Comunidad y Escuela de Reinserción, durante aproximadamente dos años, para aprender a madurar pasando por tres etapas evolutivas de crecimiento personal. Apoyada en la mejor tradición de las Comunidades Terapéuticas humanistas, como Proyecto Hombre en España o Progetto l´uomo en Italia, la novedad de la Escuela de Rehumanización consiste en que pretende extender sus prácticas (y su modelo teórico) a toda la sociedad como educación no formal. El organigrama de la Institución terapéutica es básico y funcional: un director general al frente de los tres centros, un director al frente de cada uno de los centros, los 32

educadores-terapeutas, los monitores y los alumnos. Los educadores-terapeutas generalmente son profesionales de la ayuda, educadores, psicólogos, trabajadores sociales, enfermeras..., quienes, aparte de su formación profesional o académica, previamente han pasado por los tres centros o escuelas de rehumanización. En ellos, que supervisan y coordinan a los grupos y dirigen la actuación de los monitores, descansa la mayor responsabilidad de la Escuela. Los monitores son los propios alumnos veteranos que están en la última fase de su proceso rehumanizador. Y, por último, hay también un grupo amplio de colaboradores o voluntarios: padres de alumnos, jubilados, estudiantes en prácticas, etc., quienes realizan una amplia gama de actividades muy útiles y necesarias para la Escuela. El objetivo principal de esta sencilla estructura organizativa, donde todos, desde el director general hasta el monitor más novato, son educadores, es ayudar a las personas a pasar de su esclavitud o dependencia a la auténtica liberación a través de un programa educativo rehumanizador personalizado. La formación completa es un proceso de maduración personal que puede durar entre 20 y 24 meses, dependiendo de la situación existencial de cada uno, de manera que el paso por estos centros, a modo de fases evolutivas de crecimiento natural como la niñez, la adolescencia y la adultez, constituye un proyecto educativo global de maduración orientado al encuentro del sentido de la vida o «vuelta a ser persona» que trae como consecuencia la adquisición o recuperación de la auténtica felicidad en la vida. Son, en definitiva, tres etapas o tres escuelas sucesivas cuya temporización suele ser la siguiente: durante la Escuela de Acogida, y bajo régimen de tutela, el alumno vive un largo periodo –4/6 meses de media– de petición y renovación de su petición de ingreso en la Escuela de Comunidad; una vez ingresa en esta Comunidad es un interno que aprende y trabaja plenamente integrado en una casa-escuela internado; y, por último, más allá de los 16-18 meses desde que inició su formación, sale del internado y acude de vez en cuando a otra Escuela llamada de Reinserción, donde conserva un importante apoyo institucional hasta conseguir la graduación final. Teniendo siempre presente que el paso de una persona por estas escuelas, como en cualquier centro educativo auténtico, se entiende como un período de transición y nunca como una meta en sí. Tomada de la Fundación Synanon, con algunas adaptaciones pero conservando su frescura original, los alumnos recitan diariamente esta sencilla «filosofía»: Estamos aquí porque no hay ningún refugio donde escondernos de nosotros mismos. Hasta que una persona no se confronta en los ojos y en el corazón de los demás, escapa. Hasta que no permite a los demás compartir sus secretos no se libera de ellos. Si tiene miedo de darse a conocer a los otros, al final no podrá conocerse a sí mismo ni a los demás. Estará solo. ¿Dónde podremos conocernos mejor sino en nuestros puntos comunes? Aquí juntos, una persona puede manifestarse claramente, no como el gigante de sus sueños ni el enano de sus miedos, sino como un hombre parte de un todo con su aportación a los demás. Sobre esta base podemos enraizarnos y crecer, no solos como en la muerte sino vivos para nosotros mismos y para los demás. Pero es hora ya de entrar en la vida cotidiana de estos centros, y conocer in situ a los 33

alumnos en sus íntimas luchas y sus mudas germinaciones.

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II Escuela de Acogida «… Poniendo verdadera alegría donde solo hubo fuegos de artificio» (J. L. Martín Descalzo).

E n el lamentable estado existencial en que le ha dejado tirado «la calle», la Escuela de Acogida recibe a una persona que se presenta con el lastre de múltiples problemas personales: soledad interior, desprecio de sí mismo, fracasos afectivos, historias del pasado no resueltas… un ser que, en suma, vive su persona como fracaso. En el fondo desea ser ayudado, pero al mismo tiempo reacciona escéptico y desconfiado. Durante mucho tiempo ha asumido el papel de víctima y de manipulador de los demás, está acostumbrado a rechazar todo tipo de responsabilidades, y se oculta detrás de una imagen defensiva que no le permite aflorar sus sentimientos auténticos. Es más, siente miedo a verse a sí mismo en el deplorable estado en el que se encuentra y tapa su auténtica realidad, la encierra y aísla de las emociones verdaderas, evadiendo todo tipo de comunicación afectiva auténtica. Lo normal es, una vez que admite ingresar aquí, que solo desee recibir ayuda pasivamente, no a través de su propio esfuerzo. Aún no sabe que para salir adelante va a tener que trabajar muy duro, va a necesitar muchos esfuerzos y coraje, todo lo contrario a lo que ha hecho hasta ahora en su existencia: evitar malestares cotidianos normales, descargar sus responsabilidades en los demás, evitar desafíos comunes de la vida. Ahora esta persona probablemente solo piensa concederse una tregua, un abandono momentáneo de sus esclavitudes adictivas, sin preguntarse de veras por qué se encuentra así. Pero detrás de esa situación está el mundo de inseguridades que siempre trató de sostener mediante su círculo adictivo y, al fracasar, sintió miedo. Se creó una identidad ficticia que expresaba a través de sentimientos confusos, vestimentas, vocabulario y gestos propios, reacciones violentas. Pero a pesar de estos dinamismos defensivos vive momentos que le hacen experimentar el mundo que trata de ocultar, y esto provoca un intenso sufrimiento y le hace vivir en un estado permanente de vacío existencial. Pero justamente esos momentos más duros van a servirle para pedir ayuda y deseos de cambiar. Pensemos que las personas deshumanizadas no suelen ingresar voluntariamente en una escuela de estas características, no suelen pedir ayuda hasta ese punto de forma lúcida, y cuando lo hacen es porque han tocado fondo y no pueden seguir sobreviviendo en la calle sin un trabajo, o han sido echados de casa por sus familias o caseros. Algunos viven en la pura indigencia, y otros son obligados por orden judicial a rehabilitarse. En todo caso, lo normal es que acudan a inscribirse en el centro empujados por alguien conocido, generalmente un familiar cercano. Nuestra Escuela considera esta primera etapa un momento decisivo porque ofrece al ser esclavo de sí mismo la posibilidad de recuperarse totalmente como persona, aunque él no lo sabe. Cerca de él, en el mismo proceso rehumanizador, hay otros jóvenes y otras 35

personas con historias parecidas, con las mismas actitudes, donde se reflejan unos en otros haciendo imposible la manipulación y los engaños. Los educadores y los monitores, como antes han recorrido el mismo camino, ahora son capaces de ofrecer auténtica ayuda con desinterés y lucidez a los que ingresan y, aunque no necesariamente todos los educadores son exadictos, ellos son el mejor ejemplo de que es posible salir de la esclavitud adictiva. En todo caso, la persona que ingresa acepta y firma un contrato de pertenencia a una estructura familiar –aunque todavía no sabe hasta qué punto– que le ofrece la posibilidad de sentirse escuchado, acogido, querido, y le ofrece modelos vivientes de credibilidad palpables a cada paso. El camino para salir de toda esclavitud existencial antes o después pasa necesariamente por el conocimiento de uno mismo. La persona deshumanizada necesita conocer las causas que le han llevado a huir de sí misma, y luego identificar sus necesidades como persona. Cuando Abraham Maslow conoció por primera vez la comunidad de Daytop Village, en Nueva York, descubrió que las necesidades básicas de los seres humanos son muy pocas: necesitamos sentirnos protegidos y seguros, necesitamos experimentar sentimientos de pertenencia donde identificarnos (familia, grupo), necesitamos tener la sensación de que la gente siente afecto por nosotros y merecemos ser amados, y necesitamos sentirnos respetados y valorados. Así levantó su famosa pirámide de necesidades: «Primero, seguridad, no tener ansiedad ni miedo; segundo, pertenencia, tenéis que pertenecer a un grupo; tercero, necesitáis gustar a alguien; cuarto, respeto, necesitáis que alguien os respete» (Maslow 1987, 274). Todo esto lo va a encontrar el ser que acude a esta Escuela desde el mismo momento de su ingreso en ella. Su maduración gradual será favorecida por la dinámica del grupo, por la posibilidad de expresar sus sentimientos y emociones, por la identificación de sus vivencias con sus terapeutas y monitores. Los cambios que se esperan de él se reflejarán fundamentalmente en la superación de su incomunicación y aislamiento iniciales, porque poco a poco irá descubriendo un lugar propio que le ayudará a propiciar unas relaciones y una comunicación con los demás adecuadas. Debido a que tiene un nivel de tolerancia a la frustración y al malestar abismalmente bajo necesita madurar en todas las áreas de su estructura antropológica fundamental: en la libertad, tomando decisiones responsables en su vida y no huyendo de los problemas; en la verdad, empezando a vivir instalado en ella y no en la mentira; en la comunicación, con todas las personas con las que irá relacionándose; en la afectividad, expresando sus sentimientos con los compañeros del grupo, con la familia, etc., y en la esperanza de salir rehumanizado como persona. Al ingresar en esta Acogida realiza su primera entrevista o coloquio con un educadorterapeuta, a quien le expone su situación presente y los motivos que le llevan a dejar sus esclavitudes y adicciones. A menudo su relato está lleno de ocultación y justificación, evidencia clara de sus dificultades relacionales y comunicativas con los demás, donde afloran sus habituales actitudes de manipulación y victimismo. Por su parte, el terapeuta le escucha y le acoge al tiempo que empieza ya a desenmascarar excusas y autoengaños. En un segundo momento se produce una entrevista conjunta con su familia o con su 36

«seguimiento» (tutor) y, antes de firmar el contrato de ingreso que le ofrece el Centro, se le exponen con toda claridad las normas a las que se compromete si decide comenzar, y se le hace ver que se va a meter en un mundo totalmente diferente, empezando por los detalles más pequeños. Se le dice, por ejemplo, que desde el primer día deberá llegar puntual a la Escuela, bien aseado, vestido con corrección y sin llevar objetos de mucho valor encima. Esta puesta en escena expresa la confianza en una maduración progresiva y en la posibilidad de un cambio de vida profundo. Con frecuencia la persona «mal educada» tiene un comportamiento artero y su aceptación aparente de las normas no quiere decir mucho. Los educadores-terapeutas, como antes han pasado por lo mismo, hacen gala de una perspicacia muy superior a la de los educadores o psicólogos tradicionales o teóricos. Es bastante difícil engañarles o manipularles. Apelan a la responsabilidad del candidato diciéndole a qué se compromete, por qué necesita de otras personas, y qué excusas no pueden ponerse para no cumplir con lo establecido. Ha de quedar claro desde el principio que en esta Escuela va a encontrar la ayuda y la formación que necesite pero nadie recorrerá el camino educativo por él, su responsabilidad no podrá delegarla en otro. Aquí nadie va a rehabilitarle desde «afuera», mucho menos a rehumanizarle. El educando no va a ser un receptor pasivo sino el protagonista activo y principal de su propia recuperación como persona. Si es drogadicto, por ejemplo, el primer paso que ha de dar será romper tajantemente la atadura física con su adicción y superar la crisis de abstinencia sin miramientos especiales. Para ello no va a recurrir al uso de sustancias sustitutivas que prolongan el problema, sino que cuenta en todo momento con el apoyo de los terapeutas, la familia, los nuevos amigos y la supervisión médica. Debe tener muy claro que no puede compaginar estar en esta Escuela y seguir con «algo adictivo», por poco que sea. Por eso, si se producen recaídas, especialmente al principio, le viene bien para darse cuenta de lo excluyente que es su nueva actitud ante la vida. Así pues, desde el comienzo se le exigen dos reglas tajantes y absolutamente claras: nada de violencia y nada de conductas adictivas. Además de nada de drogas ni sustitutivos adictivos de ningún tipo, en estos primeros encuentros se le explica que a partir de ahora no puede estar solo, ni en la calle ni en casa, y por tanto siempre estará acompañado por alguien que conozca las reglas y le exija su cumplimiento. También se le explica que no puede hablar con «personas negativas», ni hablar en negativo, es decir, personas y actitudes relacionadas con el mundo adictivo anterior. Nada de «temas de calle»: asuntos de robos, pornografía, películas violentas, cárcel…, ni conversaciones negativas. Tampoco puede llevar dinero, ni llaves, ni cosas de valor, para evitar tentaciones. De igual modo, solo puede hablar por teléfono con personas positivas (normalmente con la familia), tampoco puede meterse en internet, chats, redes sociales, sin permiso de su seguimiento. Por último, se le pide elementales normas de educación y respeto hacia sí mismo y hacia los demás sobre su aspecto físico, algo que ha descuidado durante años. Ahora habrá de ser aseado: ducharse, y –para los chicos– además afeitarse, que será obligatorio hacerlo a diario. 37

Digamos que las primeras semanas y los primeros meses aquí son muy duros, y las tensiones en los comienzos debidas al cambio radical de vida que se le exige a la persona que ingresa son numerosas. Son una especie de provocación continua a su razón y a su corazón. Pero su orgullo le va a empujar hacia el camino correcto de la toma de iniciativas, y eso es precisamente lo que la Escuela desea para el que comienza. La primera presión, y tal vez la más importante, es el rechazo que cada persona lleva a cabo de su propio comportamiento infantil y «mal educado» anterior. Un rechazo que es vivido como un auténtico empujón hacia el comportamiento adulto maduro. De suerte que en estos momentos iniciales sus familiares, y especialmente los seguimientos, van a resultar decisivos. En resumen, en los coloquios iniciales que duran de dos a cinco días dependiendo del estado inicial de la persona que desea ingresar en nuestra Escuela, se pretende exponer al protagonista y a su familia las condiciones y características generales en las que se basa este programa de vida auténticamente rehumanizador. Y si acepta estas normas pronto pasará a los primeros grupos de encuentro, donde permanecerá un par de horas diarias. 1. Los familiares Interesa mucho profundizar en el papel de la familia en el proceso rehumanizador de uno de sus miembros, papel básico porque una de las mejores claves para entender correctamente esta formación es el trabajo de rehumanización «familiar» que se lleva a cabo en la Escuela de Sentimientos. Las familias, en efecto, también emprenden un proceso de cambio personal paralelo al de su hijo o familiar, y empiezan a asumir el auténtico papel de educadores que les compete: autoridad y afectividad unidas, nunca separadas[1]. Desde que se entra en esta Institución los familiares participan con regularidad en actividades específicas que se organizan para ellos. Principalmente en reuniones o grupos de autoayuda de padres, también llamados grupos de «encuentro familiar», donde aprenden a conocer y a discernir las relaciones internas de la familia, y a reconstruir un mundo familiar a menudo muy deteriorado. Estas reuniones, que son dirigidas por un padre o una madre veteranos, surgen de la necesidad de constatar que «nuestros hijos hablan de ellos en sus grupos, pero nosotros no tenemos con quién hablar», y por eso aquí los seguimientos «contamos cómo nos sentimos, y nos desahogamos hablando de los problemas comunes que tenemos, y aportamos nuestra experiencia para ayudarnos unos a otros porque todos pasamos por lo mismo». Así cuentan algunos padres sus vivencias antes de conocer la Escuela: «Cuando me enteré del problema de mi hija la primera reacción fue de incredulidad, no era posible que ella estuviera metida en las adicciones; y no quise ver la realidad. Era total mi desconocimiento sobre estos temas y sus consecuencias». «Yo creía que mi hijo estaba muy bien arropado por toda mi familia, y de pronto se me fue de las manos y me sentí hundida y vacía». «Yo no me enteré de su adicción un día en concreto, ni me lo dijo nadie, sino que lo 38

fui viendo venir…». Y así expresan sus deseos y objetivos en el momento presente: «Quiero que mi hijo se haga un hombre, porque antes de venir a este programa no era nada, ni hacía nada, estaba como perdido…». «Antes mi hija era rebelde, me contestaba, nos tenía amargados a todos, se iba a la calle y volvía cuando le parecía, ahora ya no me contesta, me pide permiso...». «Espero que mi hermano encuentre un trabajo y lleve una vida normal, como los demás hermanos... Que cambie de mentalidad, que sea más limpio, que ame de verdad, que sea responsable, que sepa decir NO a las tentaciones, y tome en la vida el camino de los valores». Observemos que estos objetivos van dirigidos directamente a rescatar a la persona de sus esclavitudes existenciales, nada más importante que eso. Ello es posible porque los miembros de las familias se reúnen con cierta frecuencia, tanto en la Escuela como en sus casas particulares, para hablar de ellos mismos y decir cómo se sienten, para analizar cómo van cumpliendo los compromisos adquiridos, en qué han mejorado, qué pueden mejorar, qué necesitan de los demás, y por qué cosas se felicitan unos a otros. Sabemos que en poco tiempo los padres cambian su forma de pensar respecto a los problemas de su hijo o familiar. En efecto, cuando este empieza el programa de rehumanización tienden a dejar de contemplarle como una catástrofe, y sobre todo empiezan a aceptar el hecho de que tiene una esclavitud. Aunque él aún no haya cambiado, los padres y familiares empiezan a cambiar sus emociones rápidamente al modificar su forma de pensar en él. Un padre, en una de estas reuniones, escribió lo siguiente: «Mi relación con mi hijo ahora es cada vez mejor porque de él estoy aprendiendo a ser padre». Tener un hijo o una hija deshumanizados por causa de las adicciones suele causar depresión y vergüenza a los padres y familiares cercanos, pero cuando llaman a las puertas de la Escuela ellos están seguros de que el paso por este centro cambiará de verdad a su ser querido. Con todo, han de aprender y saber que aun cuando su ser querido consiga rehumanizarse ello no cambia el hecho de que hubo un tiempo en que existieron problemas de deshumanización en su hogar, necesaria asunción de una realidad pasada como vacuna de futuro. La ayuda inicial que ofrece la Escuela de Acogida a los familiares consiste en hacerles ver que sus emociones negativas no están precisamente a su servicio, no representan lo mejor para sus intereses a medio ni a largo plazo. En los grupos de encuentro familiar van a descubrir que las emociones inadecuadas no sientan bien, y traen menos beneficios que dolor. La Escuela, en definitiva, les ayuda a cambiar su forma de sufrir y sentir negativa por otra positiva. De modo que la rehumanización de una persona no es solo su rehumanización, es la rehumanización de su familia también. Las familias trabajan en la reeducación de sus sentimientos, para que también ellos aprendan a sentir y controlar sus emociones como familia. En lugar de que se sientan deprimidas por el acontecimiento adverso en su vida, el grupo las ayudará a pensar más racionalmente, las animará a experimentar una tristeza 39

más apropiada. En definitiva, aquí no se enseña a no sentir el sufrimiento sino a sentirlo de manera ajustada a la esperanza que se abre ante sus ojos, incrédulos al principio pero totalmente convencidos al final. Algunas familias, hasta tal punto llegan a encontrar de nuevo la paz y la unidad perdida, que incluso cantan la «feliz culpa» del hijo en vías de rehumanización, y expresan sin vergüenza que gracias a la esclavitud de su hijo ahora los demás están más unidos que nunca. Así se expresan un padre y una madre de la misma familia, en esta situación: «En los grupos de autoayuda fuimos consiguiendo un conocimiento más acertado y completo del problema que teníamos en la familia, y comenzamos a trabajar determinados aspectos de la relación familiar que hasta entonces no nos habíamos planteado, sobre todo la comunicación. En nuestra familia, seis personas de todas las edades (A, 22 años; M, 18 años; P, 13 años; R, 10 años; M, 46 años y P, 49 años) hoy día tenemos una comunicación impensable antes de nuestro contacto con el centro que se resume en estas pocas palabras: cada uno tiene su espacio para hablar de sus necesidades y de sus problemas cuando lo cree necesario, y en un clima donde prima el afecto». Por todo esto podemos hablar de que estamos ante un auténtico programa educativo de rehumanización, es decir, de re-educación integral de las personas y la sociedad. Vamos a detenernos en este punto. 2. Los seguimientos y los codependientes Es indudable que las familias tienen mucho que ver con los hijos deshumanizados, previa o consiguientemente a la aparición de sus problemas concretos. Previamente, como mejor agente preventivo: si la familia mantiene un clima abierto a la comunicación y al cariño resulta muy difícil que pasen desapercibidas las crisis o dificultades serias de los hijos, y se consoliden conductas autodestructivas «irreversibles». Y por consiguiente, como la mejor ayuda educadora a la labor del centro de rehumanización. Cuando la esclavitud adictiva es una realidad palpable en un hogar, la reacción de la familia resulta decisiva tanto para iniciar el proceso de cura como para seguir el desarrollo del mismo. Pero lo mismo decimos desde el punto de vista preventivo: que no se cuenta suficientemente con las familias por parte de los gobernantes a la hora de hacer programas preventivos, más bien se observa el olvido generalizado de que son objeto en los principios orientadores de la prevención y en el diseño de programas auténticamente educativos. Lo normal es tener algún familiar cercano –madre, padre, mujer, marido, hijos, hermanos, tíos, primos...–, que viven el sufrimiento de ver cómo un ser querido para ellos es destruido poco a poco, y cómo se va produciendo un desmembramiento de la unidad familiar. Cualquiera que conozca a un ser adicto sabe lo dañino y cruel que puede ser con los seres que le aman, y cómo su adicción puede minar los recursos económicos y morales de su familia. De hecho los familiares viven en un continuo chantaje emocional, incluso en el temor de ser agredidos con abusos físicos, enfados continuos, destrucción de la propiedad, etc. 40

Pero también hay personas solitarias, en la calle o no, ciudadanos del mundo sin familia alguna ni seres cercanos que se interesen por ellos, que llegan al centro. Afortunadamente son pocas personas en esta situación, pero ¿quién les sigue de cerca en su proceso? ¿Quién hace el seguimiento de estas personas? Respuesta: en torno a la Escuela florece un grupo de voluntariado pujante y valiosísimo. Sin su ayuda no se podría atender a estas personas tan desestructuradas, quizá las más necesitadas dentro de los necesitados de la sociedad. Desde monjas y frailes que acogen en sus casas a jóvenes que están en esta situación de desamparo, pasando por jubiladas y jubilados que hacen lo mismo en sus propios hogares, hasta grupos organizados, tipo ONGs, que les asisten en pisos o casas de alquiler, etc. La rehumanización de una persona es un camino muy humano y muy esperanzador, es una formación para hallar el sentido de la propia existencia. Esta realidad, constatable a diario por la legión de voluntarios que aparece de continuo en nuestras sociedades, pone de manifiesto que a través de la ayuda desinteresada y la entrega generosa el ser humano se aporta a sí mismo a la totalidad del torrente de la vida solidaria. De este modo los centros de Rehumanización incorporan los valores de solidaridad y gratuidad a su estructura, fundamentales para entender la eficacia de su método educativo-terapéutico. Es, en definitiva, un camino que los gobernantes han de favorecer como representantes de la sociedad. Hay muchas personas voluntarias que podemos llamar seguimientos o tutores. De acuerdo con la dirección de la Escuela, estas personas están comprometidas con todas sus fuerzas y medios posibles a ayudar a su hijo, marido, hermano, amigo, ser humano... a salir de la angustiosa situación en que vive. Y la primera ayuda (autoayuda) que pueden ofrecerle es creer que su ayudado puede llegar a ser capaz de tolerar la frustración. Un seguimiento puede ser una joven enamorada de su novio, por ejemplo, a quien se le dirá con total claridad: «si quiere cambiar de vida ayúdale hasta morir, pero si no quiere, mejor es que le dejes; no tiene sentido sufrir tanto». Con frecuencia en el entorno familiar hay personas negativas, que pueden ser los mismos padres o el cónyuge, quienes por miedo o por temor a la familia o a los demás favorecen la conducta esclava de su ser querido incluso proporcionándole la droga o la esclavitud que sea, o dinero para obtenerla. Son aquellos familiares que permanecen acomodados a la situación esclava y experimentan una especie de chantaje afectivo que les impide abandonar esa relación deshumanizada, o negociar esa situación. A estas personas las llamamos «codependientes». Son personas que en un principio pueden pretender ayudar sinceramente a sanar, sin embargo están tan «empastadas» que encaminan sus propias vidas hacia el caos sin darse cuenta. De alguna forma dependen de la adicción de su hijo, hija, esposo, etc., incluso diríamos que su vida encuentra sentido siendo «adictos a la persona adicta». Muchos profesionales clínicos defienden la hipótesis de que uno elige una pareja que tiene un problema adictivo porque él mismo tiene su misma adicción, o porque tiene necesidad de permanecer enganchado. A punto de graduarse, al final de su aprendizaje en la Escuela de Rehumanización, esta mujer recuerda así su vida conyugal pasada: 41

«Mi vida antes de entrar en la Escuela estaba completamente desestructurada. No tenía amigos. Me drogaba con mi marido, y fui abandonando todas mis amistades hasta centrar mi vida únicamente en él y la droga. Por la mañana no quería despertarme porque me sentía muy desgraciada. Llevaba a los niños al colegio y de vuelta a casa me metía de nuevo en la cama, hasta que ya no aguantaba más e iba a comprar droga. Todo el día me lo pasaba buscando dinero de un lado para otro y poniéndome droga con mi marido». Pero una vez enganchada, ¿qué puede hacer esta persona sola? ¿Cómo da el paso de acudir a un centro? ¿Quién la ayuda? Porque en su situación ciertamente apenas tiene capacidad de decisión por sí misma. Hemos de pensar, por tanto, en las familias y en concreto y sobre todo en las madres y las esposas. De su mano –literalmente– aterrizará un día con la desesperación del cansancio en su rostro. 3. Los grupos de encuentro Al ingresar en la Escuela de Acogida la primera palabra que aprende la persona es la palabra «encuentro». Los grupos de encuentro constituyen el fundamento relacional y terapéutico más importante de la rehumanización, sobre la que descansan todos los programas y, en definitiva, la Escuela de Rehumanización entera. Porque, sin lugar a dudas, aquí todo el trabajo educativo está enfocado hacia la comunicación y el encuentro entre las personas. Durante esta primera etapa, los grupos de encuentro se articulan en tres niveles llamados Orientación, Intermedio y Precomunidad, a los cuales van accediendo las personas a través de su trabajo diario y su responsabilidad crecientes. En el primer nivel o grupo de Orientación, los temas a tratar se centran en las dificultades que la decisión de dejar la antigua adicción puede ocasionar a la persona esclava de sí misma, y a la vez que se presta ayuda y solidaridad se fortalece el sentimiento de pertenencia a un grupo. Uno de los objetivos principales de este primer nivel es iniciarse en el mundo de los valores y la creatividad. Normalmente el grupo está reunido cuando entra un nuevo aspirante. En el momento adecuado, y para no romper la dinámica de la reunión, se van presentando. Los demás le dicen brevemente algunos datos personales y, en general, palabras que le ayuden y faciliten la integración en el grupo. Pero no solo se presentan sino que deben intentar ya encontrarse de verdad con él. Pensemos que el recién llegado en estos primeros días suele sentirse muy mal a causa de la renuncia a la «comodidad» del mundo que acaba de dejar. El primer día que entra en el grupo el monitor indica a alguno de sus compañeros que le expliquen los «empeños». Los empeños son trabajos cotidianos habituales de una casa, pequeñas responsabilidades que rara vez asume la persona en su etapa adictiva. Suponen para el recién acogido las primeras dificultades porque no suele encontrarle mucho sentido levantarse a tiempo para llegar puntual al centro, hacer su cama, barrer la cocina, fregar la vajilla que utilice o colocarla en el lavavajillas, etc., y mucho menos realizar el «zafarrancho» o limpieza especial los fines de semana, durante varias horas, de su habitación o de alguna parte de su casa. 42

Después de conocer la obligación de hacer estas tareas el recién llegado empieza a aprender la dinámica del grupo, que se basa en la confianza a la hora de expresar sus sentimientos, su estado físico, sus dudas y temores. Durante las dos horas que dura esta reunión algunos, o todos, van contando cómo han pasado el día anterior, si hicieron bien los empeños, o si les ocurrió algo especial, y mientras uno habla los otros pueden confrontarle. La confrontación consiste en preguntar a uno sobre lo que ha dicho, para hacerle ver algo que debió hacer o no, siempre con el ánimo de hacerle pensar sobre sus actitudes para ayudarle. Incluso se pueden confrontar conductas fuera del grupo, en el pasillo, donde se habla de cosas que preocupan, porque eso ayuda a conocerse mutuamente y a practicar la comunicación, algo en principio bastante desconocido para un ser esclavo de sí mismo. Confrontar es dialogar con veracidad sobre cualquier conducta o situación por la cual uno se siente mal. Es decirle al otro que uno se siente mal por algo, asumiendo siempre que la responsabilidad de ese sentimiento es personal. Cada uno es responsable de sus sentimientos, y no puede culpar a los demás de cómo se siente, pero es importante que se lo haga saber al otro así como que le pida lo que necesite para sentirse mejor. El candidato que entra en esta Escuela de Acogida pronto debe aprender e interiorizar una serie de conceptos de significado particular, que después utilizará frecuentemente a lo largo de todas las fases del programa educativo. Por ejemplo, el concepto de «contrato» es el pacto entre dos o más personas para ocultar algo mutuamente. O el concepto de «aceptación», que se refiere a intentar caerle bien a otra persona para buscar contrato con ella, etc. Estas palabras y estos lenguajes, que proceden de una rica experiencia educativa, los manejan las personas con envidiable soltura desde el primer momento. En definitiva, el grupo de Orientación es la base inicial del programa rehumanizador: si la persona conecta bien desde el principio en este eslabón inicial, donde se trabaja casi exclusivamente los empeños (y, si es el caso, sobre desintoxicación de alguna sustancia), está más garantizada su permanencia en el centro y su liberación total. Pensemos que para la mayoría de estas personas esto ya es un gran logro. Y en todo caso después de conocer el programa educativo que le espera la persona decidirá con más conocimiento quedarse o marcharse. Quienes han evolucionado positivamente a lo largo de estos primeros meses pasarán al grupo llamado Intermedio. Aquí, sin abandonar la revisión de las responsabilidades personales que fueron el objetivo principal en el primer grupo de Orientación, comienzan ahora a compartir problemas personales relacionados con su familia, sus motivaciones, etc. A menudo se les recuerda que tienen que hablar de sí mismos, de sus miedos e inseguridades. Ahora la persona comienza a descubrir su mundo interior y se da cuenta de que es un desconocido para sí mismo y para los demás, que vive con una máscara permanente, una imagen defensiva que solo le sirve para aislarse y le impide crecer y ser ayudado. La entrada en el Intermedio la solicita el propio interesado cuando se ve a sí mismo apto para estar en un nivel superior. Y cuando pide «paso de grupo», si el monitor y los 43

terapeutas piensan que está preparado, le enviarán a este grupo después de examinarle y aprobarle el porqué de su petición. Nada más llegar al grupo Intermedio debe hacer una autovaloración de su vida próxima anterior, es decir, una especie de lista de faltas donde escribe y revisa lo que ha hecho mal en el grupo de Orientación: si recayó en su adicción o conducta adictiva, si tomó alguna vez algo de drogas, si robó algo, si tuvo contratos o aceptaciones secretas con otras personas, etc. Esta lista la leerá en público, y en público los demás le confrontarán. Superados estos dos niveles, de Orientación e Intermedio, se llega al último nivel llamado grupo de Precomunidad. En este grupo de encuentro se prepara a la persona para pasar a la Escuela de la Comunidad o internado propiamente dicho. Ahora se trabaja sobre las actitudes y los sentimientos más a fondo, y se observa ya un gran cambio desde que ingresó, tanto en el aspecto exterior como en los pensamientos respecto a su familia, a la Escuela y hacia a sí mismo. Los miembros de Precomunidad ya pueden tener responsabilidad en el centro, es decir, supervisar tareas como el orden del local, dejar cerradas puertas y ventanas al final del día, limpieza general, etc. Al tener una responsabilidad la persona siente que hay otras personas que confían en ella, y que su trabajo es importante. El mayor grado de responsabilidad adquirida en esta etapa le permitirá ir y venir solo al centro, sin necesidad de que le acompañe su seguimiento, lo cual indica que se acerca pronto la entrada en el internado de la Comunidad. Además de estas reuniones formativas, en la Escuela de Acogida se realizan otros grupos de encuentro que forman parte importante del programa educativo y terapéutico. Por ejemplo el llamado feed-back: después de la reunión de grupo los monitores informan por escrito de lo sucedido en dicha reunión rellenando unas fichas individuales de cada persona, indicando la actitud y lo destacable en cada caso. Más tarde se reúnen y ponen en común; de este modo se tiene conocimiento del avance o retroceso de cada persona, conductas que se observan en un gran tablón de anuncios situado en la sala de la dirección del centro. También se imparten «seminarios». Un día a la semana hay una «clase teórica» para las personas de Intermedio y Precomunidad. En estas reuniones se tratan diferentes temas, siempre relacionados con la adquisición de valores, sobre actitudes y necesidades que los terapeutas estén apreciando esos días, u otros temas de interés general para todos. Se imparten de forma «magistral» por uno o varios monitores, es decir, por alumnos que tan solo hace unos pocos meses estaban empezando y ahora enseñan lo que han aprendido a los que llegan nuevos. Así expresan su paso por la Escuela de Acogida estos cuatro monitores: «El objetivo del programa de rehumanización es llegar a ser personas maduras. Cuando se empieza a consumir droga se deja de crecer: no sientes dolores físicos ni psíquicos, pero dejas de madurar como persona para convertirte en una marioneta. Al venir aquí tienes la edad mental de un niño de 13 años. Aquí aprendemos a afrontar los problemas diarios y cotidianos, a comunicar. Hay personas que hablan pero no dicen nada, el drogadicto miente para conseguir la droga porque el suyo es un mundo de 44

mentiras, sin embargo hace falta expresar cómo se siente uno y hablar auténticamente para volver a ser persona». «Una meta muy importante en la vida es alcanzar una afectividad equilibrada: aprender a querer de verdad a las personas y dejarte querer, hacer un sacrificio por otra persona, hacer algo por alguien. Un adicto es alguien tan egoísta que se pone una dosis aunque sea a costa de la comida de su hijo...». «Lo que yo persigo ahora es sentirme persona, que los demás me traten como persona. Yo soy muy sensible y necesito que me comprendan, que me escuchen y me ofrezcan su confianza. En la Escuela encontré todo esto, y ahora yo me siento capaz de ofrecer mi apoyo a otros que lo necesitan». «Este Centro sirve para socializarte con las personas, para hacer amigos de verdad y pasarlo bien sin esclavitudes. Para tener un círculo de amigos positivos. Volver a formar parte de la sociedad de la cual nos separó la adicción. Buscar un trabajo digno en la vida. Formar una familia». En nuestra Escuela también es importante el éxito personal, primero por la autoestima reflexiva y la madurez emocional de cada uno, y segundo porque con la ayuda de los demás cada persona procede a su propio autocrecimiento. Así cuenta su vivencia este joven: «Cuando entré aquí, y durante largo tiempo, pensaba que este centro era un paréntesis en mi vida, solo eso. Creía que mi problema eran las drogas, así que si lograba dejar de consumir todo se solucionaba. A pesar de que en mi interior sabía que debía cambiar muchas cosas (hábitos, honestidad, comportamientos...) jamás me creí capaz de conseguirlo. No sabía o no quería reconocer que el problema era yo, no mis esclavitudes. Pero ahora, con 30 años de edad y nueve meses en esta Escuela, me planteo mi vida de otra forma. Es como comenzar de cero. Mis recuerdos adictivos no he logrado arrinconarlos del todo pero sí quiero que no influyan en mi ánimo de seguir adelante. Porque hacia adelante todo lo veo nuevo: nueva forma de afrontar los problemas, las relaciones, las diversiones. Por primera vez en mi vida me siento tan orgulloso de mí mismo que no me producen incertidumbre todas esas cosas. Al contrario, ansío encontrármelas de cara. Me siento como un bebé especial: un bebé que ha podido “elegir un cerebro”. Un bebé adulto que ya no está indefenso, y puede construir un futuro asentado en sólidos cimientos con la ayuda de otro buen número de bebés que le acompañan y que son sus compañeros». La persona en vías de rehumanización, cuando compara la compañía del encuentro que vive ahora y la soledad en la que vivía antes, comprende de verdad el valor de la relación interpersonal. Antes no traicionaba a sus conocidos inmediatos por puro egoísmo, porque sin ellos no podía procurarse su objeto adictivo. Evidentemente esa no era una relación de amistad auténtica, de persona a persona. En realidad estaba casi completamente aislado y rodeado de competidores de toda clase, siendo él el peor enemigo de sí mismo. Vivía en un mundo de soledad interior, sin lazos afectivos y sin actividad y recompensa fuera de su dependencia, refugiado en un mundo aislado e impenetrable para los demás. Era en esencia un buscador de placer solitario, un buscador 45

de relaciones egocéntricas consigo mismo. Lo cierto es que esta soledad le acompaña desde su infancia, porque en la historia personal de todo ser esclavo de sí mismo se cuentan dificultades familiares y carencias afectivas graves, problemas de integración social o escolar, y en definitiva falta de cariño auténtico y de posibilidades reales de encuentro interpersonal. Una residente de la Escuela de Acogida cuenta en este retazo de su niñez, bien sintomático, la falta de verdadero cariño de su padre: «Cuando era niña mi padre me compraba toda clase de juguetes pero nunca jugaba conmigo. No guardo memoria de ninguna vez que se acercara a mí para hablar de mis cosas o problemas. Por el contrario, sí recuerdo que me llevaba con él al bar, y lógicamente yo allí me aburría en total soledad interior, rodeada de hombres extraños, rodeada de todo menos del afecto auténtico de mi padre...». Reparemos en el énfasis que pone ahora esta mujer cuando examina la soledad pasada en su etapa infantil. Una de las carencias afectivas más acusadas del ser humano proviene de la falta de pertenencia a alguien. Una persona solitaria radical no tiene auténtica pertenencia familiar, ni grupal, ni social. Su personalidad ha quedado tan diluida que es difícil en esta situación encontrar la identidad personal. A diferencia de algunos animales, el ser humano no está equipado para sobrevivir en la soledad. Necesita del grupo para llegar a la madurez personal. El ser esclavo de sí mismo no tiene la posibilidad de expresarse libremente ante los demás: el prójimo siempre es peligroso para él. Las escuelas de Acogida tratan este grave problema de la soledad proporcionando al alumno un grupo de pertenencia, donde va a sentirse profundamente aceptado como un ser único en el mundo. Donde las miradas de sus compañeros son de acogida y afecto, no miradas ladronas de intimidades, como en la calle. Cuando dos personas se comunican surge entre ellas un intercambio de emociones en libertad, no solo de informaciones, y entonces existen como personas y se descubren como personas. «Lo mejor del Programa –dirá otro residente– es el cariño de los demás y, sobre todo, que aquí no rechazan a nadie». Pero su evolución, especialmente en esta primera etapa, es muy lenta y no se alcanza sin retrocesos. El ser humano en vías de recuperación como persona muchas veces tiene la impresión de perder su personalidad y su originalidad, de modo que su cura como persona con frecuencia es vivida por él de manera desgarradora, y no es la carencia adictiva lo que le resulta penoso sino su propia rehumanización; eso es lo que más le cuesta porque es lo más valioso. En realidad experimenta una crisis normal de crecimiento, lo más eficaz y duradero a la larga, pero eso él ahora no lo sabe. Para comprender este fenómeno tan profundo del crecimiento personal podemos establecer un «triángulo personalista rehumanizador» (Cañas 2008, 228-230), cuya lectura sería la siguiente: para ganar la presencia de la liberación (vértice c) la persona necesita superar el egoísmo y la soledad (vértice a) a través del amor o comunicación auténtica con los demás (vértice b). Liberación (c) 46

Egoísmo (a) ------------------------ (b) Amor En la Escuela de Sentimientos, en efecto, alrededor de cada persona hay otras personas con historias parecidas, con las mismas actitudes y dificultades. Aquí todos se ven reflejados en los demás, unos en otros. Por eso aquí las mentiras son inútiles, entre otras razones porque los terapeutas y los formadores han recorrido antes el mismo camino y ahora tienen la capacidad «absoluta» de discernir la verdad, una habilidad que ejercitan con interés y firmeza para ofrecer ayuda a sus nuevos compañeros. El hecho de tener un problema común tan fuerte como la deshumanización ayuda enormemente al contacto entre el recién llegado y el veterano. Con su ejemplo personal, el educador muestra al recién llegado que el esfuerzo que se espera de él no es imposible. Lo primero que se tiene al inicio del día es un encuentro breve muy dinámico, donde no faltan unos minutos finales para reír con algún chiste escenificado o cuentecillo gracioso, en una atmósfera de humor sano, sin decir tacos ni obscenidades. Este encuentro para iniciar el día es un grupo de personas grande donde se cultiva la reflexión a base de intervenciones espontáneas y vivenciales, tipo experiencias cotidianas. Por ejemplo un día se trata el tema de la cooperación, otro la honestidad, otro la humildad, etc., y se trabaja luego a lo largo del día o de la semana esa idea. Pensar, sentir y actuar desde la concreción del pequeño detalle el tema o la idea que se ha expuesto. Después de este encuentro general se pasa al encuentro más personal, en pequeños grupos de 6-8-10 miembros. La dinámica de estas reuniones en grupos más personales consiste primero en comunicar cada uno sus vivencias, sentimientos, estados de ánimo, etc., y luego los demás le confrontan. Le dicen cómo le ven, y al final se hace una ronda de intervenciones para decir cada uno cómo ha visto al grupo, o cómo se siente él en ese momento: «me ha gustado»; «no me siento bien», etc. Al principio cada uno cuenta los fallos que ha tenido durante el día o días pasados (fin de semana pasado), por ejemplo respecto a los empeños y trabajos que tiene encomendados. Allí se escuchan frases semejantes a estas: «No fregué». «No limpié el polvo». «No lavé la vajilla». «He usado el ordenador sin permiso». «He comido un caramelo que tenía alcohol». «He robado unos cigarrillos de tabaco». «No me he afeitado durante el fin de semana». «Me he “dejado llevar” verbalmente con mi padre». «Le dije una ironía a mi madre». «He despotricado contra los monitores». «He dicho tacos y he insultado»… Engañar, mentir, rodear, manipular, estar cerrado, dejarse llevar (se emplea mucho esta significativa perífrasis)... son expresiones usuales que le dicen en su cara a quien está hablando. El mundo de la mentira indica que la persona está muy identificada con actitudes de calle, es decir, de mentalidad adictiva y deshumanización. Muy pocos se libran de esta crítica de los demás. Pero es curioso, y bien significativo, la facilidad de los demás para observar la mentira en el que habla y luego no la ven en sí mismos cuando les toca hablar a ellos. Sucede que ahora la objetividad no es importante porque hay exageración tanto por parte de los confrontadores como por parte de quien recibe las críticas. Los confrontadores exageran las culpas del «atacado», quien a su vez exagera su actitud de 47

inocencia ultrajada. Pero la dignidad de cada uno siempre queda salvaguardada por el afecto porque se ayuda al otro sin aplastarle, y al tiempo que se le hace ver con claridad la infantilidad de su comportamiento se le tiende la mano. Las exageraciones de los demás sirven para que la persona se enfrente consigo misma, es decir, para autoevaluarse sin hacer trampas. Estos grupos de encuentro son valiosos en la medida en que una persona que está sola no ve con la suficiente claridad lo que está haciendo mal y el grupo se lo muestra. La terapia de confrontación no resulta destructora más que en la medida en que se ejerce unilateralmente; sin embargo aquí el confrontado pasa a convertirse en confrontador momentos después mediante su derecho de réplica. Impresiona que a un joven, perteneciente a un grupo intermedio (3-4 meses desde que inició el curso), que había faltado a la Escuela dos días alegando razones de salud, después de haber comunicado al grupo sus vivencias en los dos últimos días, le confronten así de duramente: «¿Por qué nos quieres manipular?», «estás sacando imagen», «te estás engañando», «no mereces estar con nosotros», «eres un irresponsable», «pasas del grupo», «te haces la víctima», «estás cerrado en el grupo y no lo quieres ver», «no tienes las cosas claras ni sabes lo que quieres», «te estás escapando», «actúas como un cobarde», «estás muy solo y te tragas todo», «haces lo que has hecho siempre: escapar», «tienes un montón de culpa», «te escondes de ti mismo», «eres muy deshonesto», «me siento manipulado al oírte», «te mientes y nos mientes», «lo que me transmites es que estás haciendo lo que te viene en gana», «eres incoherente», «no estás haciendo nada por mejorar», «tienes un montón de historias que no estás comunicando con el grupo», «no eres capaz de dar la cara...». Esto se lo dicen a un joven –portador de sida– ¡por haber faltado dos días! Naturalmente su terapeuta le bajará de nivel a otro grupo inferior de iniciación. Lo cierto es que faltar dos días a la Escuela es una conducta grave, de falta de respeto hacia los demás. En el fondo es la misma conducta evasiva acostumbrada en la calle, como «hacer novillos» en la etapa del colegio, por ejemplo. Pero lo normal es cometer fallos menores: «No me tomé las medicinas que debía», «de madrugada he visto abierta la puerta de mi casa y no he avisado a mis padres», «no hice bien la limpieza de mi cuarto», «no fregué mis cubiertos después de desayunar y lo hizo después mi madre»... o simplemente no estar atento a lo que dice otro, o mantener una postura incorrecta en una reunión, como, por ejemplo, estar sentado con las piernas cruzadas. Lo bueno es que esta enseñanza no termina ahí, solo con palabras. Ahora, después de confrontarle todos, el responsable le manda que salga al pasillo y abandone la reunión durante unos minutos para hacer una «experiencia educativa», es decir, para reflexionar sobre su actitud y su conducta, y después entrar al grupo a reconocer su culpa. Pero incluso esta experiencia no sería eficaz si solo consistiese en salir al pasillo a «meditar». Lo educativo consiste en ponerse a limpiar el polvo, o repasar los aseos, o fregar el inodoro del centro durante ese breve tiempo. Es un ejercicio de humildad que, en contra de lo que pueda parecer a primera vista, el nuevo residente acepta sin rechistar. Otra cosa es el talante con el que asume la humillación –lo más probable es que aún no sea capaz 48

de interiorizarla–, pero de momento una persona que hasta hace tan solo unas semanas, incluso días, estaba tirada en la calle dejándose llevar de sus ganas (cuando las tenía), ahora es capaz de obedecer una orden de otro. Pensemos que la palabra obediencia es totalmente desconocida en el vocabulario de una persona esclava de sí misma. El monitor que dirige estos grupos para iniciados es alguien que está muy avanzado en su proceso de rehumanización personal, ya lo hemos dicho, normalmente en la última etapa de su formación. Todos los que ingresan en la Escuela, antes o después, pasan por el rol de monitores, entre otras razones para dar gratis lo que antes recibieron gratis. Con frecuencia, en estas reuniones los terapeutas y los monitores hacen comentarios muy profundos y muy humanos a sus alumnos, del tipo siguiente: «Te da miedo entrar en el grupo porque tu actitud es de “negativo” y no hablas con claridad. No transmites claridad. No te quieres mirar a ti mismo y eso es por algo. Lo que me llega es que ocultas, tapas, te engañas a ti mismo y nos quieres engañar a los demás. Eres incapaz de decir tus culpas de golpe y vas soltando cosas a cuenta gotas. Te sientas en la silla a fingir, eso es lo que has hecho toda la vida, pero aquí eso no te sirve de nada. No dices las cosas de corazón. La inseguridad de tu gesto me transmite muchas cosas negativas, muchas actitudes de “calle”. Cuando contestas y rebotas inmediatamente es porque te estás defendiendo. Tanto “pensar” (no hablar) y darle vueltas a las cosas es por algo: tienes miedo a hablar. Cuando uno está mal se deja atrás muchas cosas ocultas. Tienes un saco de culpa que tratas de ocultar. No haces nada por salir adelante. Transmites apatía y desgana porque te defiendes de las confrontaciones que te hacen los demás, en vez de aceptarlas. Sigues “sacando calle”. Estás cargado de culpa. Yo no veo en ti claridad. ¿Cuándo piensas cambiar la actitud tan violenta que tienes? ¿Por qué estás “pasando” de todo y de todos? Estás perdiendo el tiempo, no estás aceptando la ayuda de nadie. Te veo en la calle. No sé qué estás haciendo aquí. Ya sabes dónde vas a parar. Te veo buscando contrato con todo el mundo. Pienso que todavía sigues con las adicciones, o tomas pastillas, o algo... De tu postura no me llega claridad. Así estás perdiendo el tiempo», etc. Aparentemente son palabras duras. Tan duras que parecería no las van a soportar y se van a marchar del centro en el acto. Pero las pronuncia alguien que hace poco más de un año estaba en su misma situación: lleno de complejos y temores, de miedos y fracasos. Seguramente ningún médico, psicólogo, maestro, sacerdote, menos un policía o un juez, pueden decir estas palabras con tanta eficacia. «Una de las cosas más interesantes de este Centro –dijo Maslow a los residentes de Daytop– es que está dirigido por personas que han pasado por el cedazo de la experiencia. Vosotros sabéis cómo hay que hablar a gente que está en la misma situación, y eso es un trabajo. Tal vez sea una nueva profesión» (1987, 227). A este trabajo lo podemos llamar hoy profesión de educadorrehumanizador, un nuevo perfil profesional emergente en la educación y la psicoterapia actuales. El aprendiz de rehumanización soporta esta presión porque acaba de salir de una situación límite más penosa que la anterior. Ahora le mantiene la esperanza de salir curado como persona, pero eso no le pone al total abrigo del fracaso o de la depresión. 49

Además, la puerta de la Escuela está siempre abierta para salir... pero también para volver a entrar. El centro nunca le rechazará, será él quien libremente decida marcharse y quien libremente decida volver si lo desea. Aunque ha de saber que cuando vuelva se enfrentará a la dureza de los demás y a su cruda realidad personal. De momento su realidad es bien dolorosa. Literalmente «está hecho polvo», pero algo en su interior le anima a cambiar. La gente no cambia cuando se siente bien, cambia cuando está harta. El dolor nos empuja a esas decisiones clave de la vida: al fin nos ponemos de pie y nos amamos a nosotros mismos. Nos dolemos y tomamos una decisión. Y aquí es donde encaja el adverbio finalmente. Probablemente no decimos ¡ya basta! cuando estamos aburridos, sino cuando estamos hartos de nosotros mismos. Es decir, para dar el paso de la deshumanización a la rehumanización, o de la esclavitud a la libertad, es posible que sea necesario pasar del aburrimiento a la hartura. Por lo demás, para ingresar en la Escuela también es necesario pasar un «examen» para asegurarse de la motivación del candidato, entre otras razones porque la psicología de la persona deshumanizada está muy dañada. Por lo general, en ese momento de su vida esta persona solo pretende hacer un «descanso» de unos meses para después volver a sus esclavitudes y a sus mentiras. «Una desintoxicación junto a una cura de semirreposo es una buena política para un drogadicto listo y organizado. Este puede también querer escapar a una actividad policial intensa y temporal» (Durand-Dassier 1994, 51). En la Escuela de Rehumanización tampoco hay sitio para estas conductas. A los candidatos se les hace una entrevista severa para asegurarse de sus motivaciones, como hemos visto, donde se exponen con claridad las normas y las reglas que, si se admiten, van a propiciar una auténtica conversión existencial, que diría Gabriel Marcel (Cañas 1998, 73-101). Porque el agente terapéutico definitivo es la estructura acogedora del Centro: un conjunto de personas que se encuentran en un ámbito apropiado para aprender a crecer como personas, y no ante un conglomerado de técnicas psicológicas abstractas de humanidad. Un entorno auténticamente educativo, en fin, donde todo el mundo ayuda a los demás y todos esperan de los demás que hagan lo mismo. Pero a pesar de las precauciones, cada año la Escuela de Acogida pierde un porcentaje elevado de personas, con fechas punta en los primeros días de estancia. Es quizá el momento más duro para todos. La rehumanización, como la belleza, es difícil.

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III Escuela de Comunidad «Todo lo que no se da, se pierde» (D. Lapierre).

E l Centro educativo llamado Comunidad es un internado que funciona como casa terapéutica a tiempo completo. La estancia en este internado varía según la capacidad de aprendizaje y la madurez de cada persona, y suele durar un curso de entre nueve meses y un año. Si la etapa de Acogida ofrece al alumno un largo momento de reflexión para tomar conciencia de sí mismo y de su situación pasada y presente, el paso a la Comunidad va a transformar esa toma de conciencia en una reconstrucción de la vida plena de valores. El propio interesado debe pedir con insistencia el paso a este centro donde va a llevar a cabo el proyecto de vida personal rehumanizador que ha atisbado en el centro de Acogida. Como no puede ser de otra forma, aquí se sigue trabajando la enseñanza relacional y la adquisición de valores relacionales, en ese clima de encuentro acogedor y único capaz de educar de verdad a las personas. En la Escuela de Comunidad se educa sobre todo la correcta expresión de los sentimientos a través de los llamados grupos de encuentro dinámicos, y de las historias de la vida pasada en los llamados grupos de encuentro estáticos. También son muy importantes los grupos de encuentro «sonda», es decir, reuniones grupales que tratan monográficamente sobre sexualidad (vivencia sexual del pasado), familia (relaciones con los padres, hermanos, cónyuge...), sociedad (estudios, trabajo laboral, posición social...), y otras reuniones o grupos que, en definitiva, comparten el denominador común de ser grupos de encuentro. Así refieren algunos su vivencia de los encuentros durante el paso por esta etapa de Comunidad: «Los grupos estáticos son muy fuertes. Al principio yo los temía, puesto que duele mucho revivir situaciones del pasado que te han marcado. Pero en realidad es donde mejor me di cuenta de dónde venían mis frustraciones, y desde ahí pude empezar a trabajar para cambiar mis problemas y mis comportamientos en el momento presente». «Los grupos sonda sobre familia y sexualidad tratan de dar una pasada por tu vida sobre estos temas, y a mí me ayudaron porque además de desvelar con menos vergüenza los secretos o tabúes que escondía de mi pasado, me di cuenta de que yo no soy la única persona a quien le pasa eso, algo que antes creía, de modo que me ayudaron mucho a aceptarme a mí misma». «Al principio me parecía imposible que delante de personas extrañas pudiera expresar mis sentimientos o mis pensamientos íntimos. Luego me quedé sorprendido de que pudiera hacerlo y sobre todo que me sintiera comprendido y aceptado. Una cosa que en su momento me extrañó mucho fue que siendo personas tan distintas hubiésemos pasado por situaciones tan parecidas. Parecía la misma película con distintos protagonistas». «Los grupos de encuentro han sido una de las experiencias más positivas que me han ayudado a conocerme y a cambiar de vida. Recuerdo especialmente los tres grupos 51

estáticos que hice en la Escuela de Comunidad, porque cada uno me descubrió cosas nuevas sobre mí. Los dinámicos me ayudaron a derribar las barreras que tenía a la hora de expresar mis sentimientos, y para darme a conocer a los demás, así como también a aceptar el hecho de que aquello que sienten los demás en un momento dado sobre ti no quiere decir que ya no te aman. Sobre todo aprendí que expresar lo que uno siente es necesario para que exista una auténtica relación personal con los demás». 1. Organización comunitaria La Escuela de Comunidad o Internado es la casa de una familia muy numerosa[2]. En ella no se usa internet, ni teléfono móvil, ni se ve televisión de forma habitual, ni se usan dispositivos de tipo evasivo que entorpecen el crecimiento personal. Igual que en Daytop Village la televisión era considerada «un pasatiempo estúpido y bastante nocivo» (Durand-Dassier 1994, 59), en nuestra Escuela tampoco hay tiempo para perder. Estamos en un hogar donde la vida laboriosa y ordenada fluye sin grandes cosas, donde cada uno tiene sus responsabilidades y derechos, y donde todos pretenden formar parte de una gran familia. Normalmente es un edificio amplio, a las afueras de la ciudad, donde conviven 60-80 personas; con un ala reservada para mujeres en la proporción de uno (mujeres) a cinco (hombres). Cuando se ingresa en este centro, y después de firmar un nuevo contrato redactado en presencia de los padres o acompañantes, al nuevo residente se le enseña la casa y se le asigna un «hermano», que será la persona encargada de acompañarle durante las primeras semanas de su permanencia en ella. Observemos que la palabra hermano se emplea en la Escuela de Sentimientos con total naturalidad para designar a cualquiera. Se distingue de la palabra «camarada» en la medida en que coloca el acento sobre la confianza, la fidelidad y la fe mutuas, y la intimidad compartida. Aquí, las personas se llaman por su nombre y no por el apellido. El apellido hace referencia a la estirpe, pero no hace personas individuales. Y lo mismo sucede con la palabra familia para designar a todo el centro. A la voz de «¡familia!», dicha por el director del centro o el terapeuta encargado para dar un aviso o para dar la palabra a alguien, inmediatamente todo el mundo guardará absoluto silencio en señal de atención y respeto. En efecto, es digno de resaltar la buena educación y el buen tacto de los residentes a la hora de escuchar en la discusión y la confrontación: «Perdona, ¿has terminado ya?». «¿Puedo hablar ya?». «¿Me permites la palabra?». Estas formas educadas, exquisitas, de pedir y tomar la palabra en la Escuela permiten a todos hacerse escuchar, aseguran el respeto de los demás y producen el sentimiento de que a uno se le tiene en cuenta como persona. Son formas correctas de intervenir en una conversación, que se echan en falta con frecuencia en programas televisivos, por cierto, donde el espectador asiste a debates donde no se sabe escuchar ni pedir la palabra con respeto. Otro aspecto educativo muy interesante proviene del sentido de preocupación por los demás, del cálido acercamiento hacia el otro, cara a cara. La implicación en la guía de 52

los demás es una actitud formativa muy profunda porque compromete a toda la persona. Es posible que el éxito de nuestra Escuela descanse en el sincero acercamiento y calor – amor, en el sentido de caritas– que reina en ella. Aquí la persona, cuyo nombre y apellido así como su pasado y sus problemas conoce todo el mundo, cuenta con la condición de miembro de una familia, de pertenencia. En este ámbito la sola presencia provoca el intercambio y las implicaciones de persona a persona, es decir, aquí todo está en función de posibilitar situaciones dialógicas de encuentro. Es, en definitiva, un hogar «ambitalizado» por quienes lo habitan, por personas que hacen realidad lo que decía Heidegger de que primero es habitar y después construir la casa, y no al revés. También llama la atención la exquisita tolerancia con que se tratan temas de deporte, política o religión. Aquí estos temas apenas tienen importancia, al menos no trascienden el fuero interior de las personas, porque ciertamente no interesan al buen funcionamiento de la Escuela. En todo caso, las actitudes de tolerancia y de respeto revelan un alto grado de madurez y educan en la aceptación de los demás independientemente de sus gustos personales y opiniones, es decir, actitudes básicas para la convivencia social. Todas estas características, en fin, ayudan a configurar lo realmente importante en la Escuela de Sentimientos: el crecimiento personal de todos y cada uno de sus integrantes. Mientras en la sociedad la importancia personal se suele cifrar en dinero y poder, en el Centro es la estimación como persona lo que cuenta. El espíritu de competición toma la forma de autocompetición, es decir, de competición consigo mismo y sin rivalidad con los demás. Es frecuente que alguien pida perdón en público a toda la comunidad por una falta cometida. Ello indica interiorizar y admitir que todavía uno es demasiado infantil para gozar de la confianza de los demás, sobre todo si a uno le han nombrado jefe o coordinador de algo. Aquí no se busca el poder por el poder: el cargo es vivido como un servicio a los demás, no como un fin para sí mismo. Un residente veterano percibe que lo realmente importante no es el poder ejercido sobre los otros, sino su crecimiento como persona. Una relación paternalista y unilateral no es objetivo digno de alguien que está en camino de llegar a ser adulto. La jerarquía organizativa está en función de la evolución personal o rehumanización de la persona, que la llevará a asumir progresivamente lugares de trabajo con mayor responsabilidad. La jerarquía de los trabajos refleja la «ancianidad» o antigüedad de los residentes, pero sobre todo tiene que ver con la participación activa en la conducción de la casa, es decir, con trabajos de creciente responsabilidad. Ello moviliza las mejores capacidades y las íntimas aspiraciones de cada persona, en un camino de claridad y de honradez en la superación de perezas e hipocresías, y en la construcción de unas relaciones transparentes entre los compañeros y los educadores. Cuando la persona llega desde la Escuela de Acogida se le asigna la categoría profesional de «trabajador». Después pasará a responsable, luego a supervisor, después a coordinador y, finalmente, ascenderá al rango de «anciano». El rango de estas categorías es inferior a los profesores-terapeutas y al director, y, según el nivel de trabajo en el que se encuentre cada uno, así se tendrán más o menos derechos y deberes. Lo de menos son los nombres de estas categorías, lo que realmente importa es la persona que las encarna. 53

Además, la Escuela de Comunidad está dividida en sectores o lugares de trabajo: cocina, comedor, lavandería, mantenimiento, jardinería, animales, enfermería-farmacia, secretaría, área cultural, y «el punto» (meeting point); y cada sector de trabajo, al frente del cual se encuentra un profesor-terapeuta, lo componen ocho o diez personas de todas las categorías profesionales citadas. El trabajo se convierte en un medio ideal para fomentar la autodisciplina y la responsabilidad de la persona con el cumplimiento de unos objetivos que repercuten en toda la comunidad. Pero no es un fin en sí mismo. El fin siempre es la persona, no el trabajo. La tarea debe ser sobre todo un instrumento de superación y desarrollo personal. Además, a lo largo de varios meses prácticamente todos los residentes pasan por todos los sectores, adquiriendo así una buena cualificación laboral para añadir a su currículum vitae. Por ejemplo, todos han de pasar por «el punto». El meeting point, o lugar de control de entradas y salidas de los residentes de la casa, y recepción de las personas que la visitan, es también el lugar donde cada uno comunica el sitio donde se halla en todo momento mediante un práctico sistema de tablillas que se intercambian según el lugar adonde se va. Las obligaciones de cada uno están muy organizadas y supervisadas. Nadie puede salir de su trabajo a no ser por causa justificada, ni distraerse, ni hacer el vago, puesto que eso puede provocar una llamada de atención mediante lo que se llama un «reclamo personal» (R.P.). Cuando alguien es confrontado o avisado por una actitud negativa y no la cambia, entonces el educador, o incluso algún compañero del mismo sector de trabajo, puede darle un R.P. Es una llamada de atención que consiste en dejar momentáneamente el lugar donde se está trabajando, salir a un espacio más abierto (al pasillo, al comedor, o al jardín, etc.) y a distancia de un par de metros, de frente y mirando a los ojos, decirle – más bien gritarle– un breve discurso sobre su conducta o comportamiento que tiene que cambiar. Es una llamada de atención fuerte, para hacerle caer en la cuenta de su actitud pasiva o irresponsable. Así lo justifica un residente: «Nosotros llega un momento en que no entendemos con formas amables. Nos dicen las cosas varias veces y pasamos. Ahora bien, cuando alguien te mira a los ojos, te grita y tú no puedes dejar de estar enfrente, es más fácil que escuches y te pienses lo que se te dice». Reparemos en que la vida diaria de la persona no está dividida en tiempo libre y tiempo de trabajo, sino más bien en diversas actividades vividas en grupos diferentes y de estructura flexible. Aquí todo es un continuo. La noción de trabajo es superada de alguna manera por un sentido global de lo que se hace, ya que tiene tanta importancia observar un comportamiento responsable durante el tiempo de descanso o la comida como durante el trabajo. La vivencia del tiempo así entendido forma parte esencial del programa educativo de una manera natural. Por lo demás, la información circula libremente por la Escuela porque en ella no existen secretos. Por otra parte hay una permanente movilidad, casi por obligación, mediante actualizados cambios en los servicios, frecuentes promociones o regresos al escalón final, sea cual fuere el puesto que se está ocupando. El objetivo es no dormirse, no tomar determinadas costumbres estables o instalarse en una situación cómoda. 54

Pensemos, por ejemplo, en la rehumanización de una persona que dejó los estudios muy atrás, o que pasó cinco, seis o diez años en la calle sin hacer nada de provecho, incluso en la cárcel. No es fácil empresa porque necesita aprender casi todo de nuevo, y es necesario volver a enseñarle casi todo. Su vida en el centro hace que ocupe numerosos puestos de trabajo de creciente responsabilidad, y si retrocede en la importancia de sus funciones no es por causa de una impresión momentánea o de un juicio general, sino por la valoración directa de su comportamiento inmediato. Hacer mal el trabajo que a uno se le ha encomendado compromete la responsabilidad del interesado en relación con la casa entera en la medida en que esta sufre (poco o mucho) por ello. La autoevaluación de su comportamiento diario, su autovigilancia, le permite comprobar sus propios progresos y su grado de responsabilidad. Estamos aquí lejos de las pedagogías y las psicologías directivas, en la medida en que cada cual toma plenamente a su cargo su propia evolución personal. Este criterio «comportamental» único del centro tiene la gran ventaja de que permite al grupo la distinción entre el comportamiento concreto y la persona. Se condena el pecado, no al pecador. Se condena el error o el mal comportamiento de uno, no a su persona, y esto es fundamental como pertenencia a la Escuela y como señal de respeto incuestionable a la identidad personal. Uno de los pilares de esta educación rehumanizadora está en la autoayuda. «Ayúdate, para que te pueda ayudar», decía Don Bosco con frecuencia a los jóvenes exdelincuentes a los que él educaba. Si se niega la libertad personal, si se diluye la asunción de la propia responsabilidad, entonces no tiene lugar ni la ayuda ni la autoayuda. Por eso aquí la vida de cada uno, ayudado por los demás y autoayudado por uno mismo, es una continua lucha de superación personal. Cada uno es responsable de su vida, y por eso cada uno se autoevalúa continuamente. Decir: «espero echar un buen día»; «me he sentido bien esta mañana y ahora espero me vaya bien la tarde», etc., es un ejercicio responsable de propósito de mejora. La persona no entra en un dinamismo de crecimiento personal hasta que no es capaz de formular que la principal dificultad es uno mismo. Aquí un joven puede llegar a afirmar con la más profunda de sus convicciones: «la liberación de mis esclavitudes llegó el día en que mi padre me echó de casa». Esta afirmación solo puede brotar en momentos de sincera autoevaluación, y revela un alto grado de madurez alcanzado ya. Efectivamente, aquí las personas ya dicen de sí mismos lo que antes les decía el monitor en la Escuela de Acogida: «me creo estar en posesión de la razón», «no me paro a pensar y me encierro en mi idea», «me siento solo, escapo de mí mismo», «voy a escondidas de todo el mundo», «siempre huyendo, siempre escondiéndome, siempre ocultando y ocultándome, siempre viviendo con la mentira y la pillería», «huyo de los problemas», «antes no sabía darle nombre a mis sentimientos», «me pongo la careta», «somos cobardes, impotentes para cambiar, venimos de un mundo en el cual no nos hemos respetado ni hemos sabido respetar a los demás», etc. Este autoconocimiento de su verdad, desnuda, en buena medida es la esencia de una terapia educativa que podemos resumir en el eslogan «ayúdate para que te ayudemos». Todo el proceso de rehumanización trata de que la persona sienta, piense y actúe por sí 55

misma, es decir, que sea de verdad persona, no que dependa de conductas adictivas, ni de nadie (personas negativas), ni de Instituciones (la propia Escuela o Centro), ni de ninguna otra esclavitud existencial. Tal vez uno de los mejores aportes de la psicoterapia rehumanizadora sea el axioma de que solo uno mismo, ayudado por los demás, puede cambiar su vida. La confianza en los demás se da cuando hay afecto auténtico, imprescindible para avanzar en el proceso de maduración personal. Cuando se va de alta una persona y le despiden sus compañeros de la Escuela de Comunidad, muchos le dirán lo mal que se lo ha hecho pasar en algunos momentos durante aquellos meses de estancia, pero a pesar de todo, y porque ha sido exigente con afecto, le dirán en público y con total sinceridad: «te quiero mucho»; y el interpelado responderá inmediatamente: «y yo». Es preciso, en efecto, distinguir muy bien el auténtico del falso afecto. Para hacer continuamente ese ejercicio sutil hace falta, como diría el matemático y filósofo cristiano Blaise Pascal, «finura de espíritu». El ser deshumanizado por cualquier causa, como una tumba dentro del cementerio de la calle, vive solo en la jaula de su esclavitud existencial. Paradójicamente la esclavitud de su deshumanización rellena también su vacío afectivo: vive por ella y para ella. Por eso mientras en la calle ocupaba el lugar principal su vida solitaria, ahora en el Internado queda reducida prácticamente a nada. Por ejemplo, solo se permite fumar en determinados sitios y en determinados momentos del día, puesto que la comunicación es permanente. Nuestra Escuela busca «crear» tiempo de presente, no de pasado ni de futuro. A una persona esclava de sí le es tan inútil vivir instalada en un futuro imaginario como vivir anclada en alguna fase de su vida pasada: cuando yo me crié, me casé, era más joven, cuando no consumía, cuando salga de aquí... En realidad, ni el recuerdo doloroso del pasado ni la ensoñación «loca» del futuro llevan a ninguna parte. Un buen ejemplo lo tenemos en la patética figura de Lady Havisham, que describió Charles Dickens en su novela Great Expectations: sentada en su habitación, vestida de novia varias décadas después de que la dejó el novio, su monumental cobardía no la dejaba enfrentarse a la vida como es; vivía puras ensoñaciones e inútiles mentiras en su caverna, en sus fantasías respecto a cómo podrían ser las cosas. Aquí nadie vive ocioso, ni tiene tiempo de ficciones futuras ni pasadas que alejan de la realidad. Aquí la persona se cura cuando aprende a vivir a fondo el momento presente, su momento presente. El tiempo real del que verdaderamente dispone a lo largo de su jornada, donde entra en las profundidades de su ser a través del laberinto de su identidad personal. Y como se trata de hacer experiencias personales, el tiempo es un factor decisivo, puesto que para crecer es preciso encontrar el propio ritmo de vida. Una sola verdad bien asimilada en una situación comunitaria, es decir, de afecto auténtico envolvente, pleno de sentido, abre a todas las demás casi sin apercibirnos de ello. Cuando era esclava de sus pasiones la persona solo ansiaba colmarse de impresiones y sensaciones placenteras inmediatas, pero esas sensaciones se desvanecen y los mismos momentos de goce se diluyen pronto en el tiempo inexorable del reloj. Ante la condición 56

efímera del momento se esforzaba por repetir sin pausa la dosis necesaria para mantener la impresión de que el goce no pasaba. Pero todo su esfuerzo era en vano porque las sensaciones no perduran. Su actitud la podemos comparar a la actitud del «hombre inmediato» que describió magistralmente S. Kierkegaard, en La enfermedad mortal (1849): un ser que no conoce otra dialéctica que la de lo agradable y lo desagradable, que se enlaza inmediatamente deseando, anhelando, gozando, pero en definitiva siempre egoísta, como le pasa al niño cuando está diciendo «para mí». Por lo demás, observemos también que en este hogar cada cual trata de ayudar al otro cuando ve que este atraviesa un periodo de depresión, sobre todo cuando aparece el terrible síntoma de la desesperanza: el miedo a volver a la vida esclava anterior, a la deshumanización pasada, pensamiento por el cual todo el mundo pasa alguna vez. Sin embargo, lo precario y lo frágil tienen también un efecto positivo educador y terapéutico muy considerable: intensificar las relaciones mutuas entre personas que comparten los mismos objetivos y las mismas normas. Ello empuja a una vigilancia más cuidadosa en relación con el propio comportamiento, puesto que este, de alguna manera, compromete la existencia misma de la casa. Y además lleva a cada uno a hacer respetar las normas del grupo, dada la relación de estrecha interdependencia que hay entre todos. Cada uno vigila su propio comportamiento y debe evitar cualquier violencia verbal y cualquier vulgaridad. Debe volver a colocar en su lugar cualquier objeto desplazado, sea él mismo o no el responsable del desorden: manchas en el suelo, ceniza de un cigarro, una prenda de ropa caída del tendedero... Pero las nociones de ayuda y de autoayuda se desarrollan hasta el extremo de que nadie en la Escuela se abstiene de hacer una observación a cualquiera con la intención de ayudarle a rectificar su conducta equivocada. Cada persona es un maestro y un terapeuta sin debilidades para con el otro, al que considera como su «hermano». La jerarquía de la casa únicamente es funcional, no separa a las personas. Todos pueden decir lo que piensan de los demás, incluso de manera vehemente (en su lugar y momento apropiados, como veremos), sea cual fuere su posición jerárquica. Los enfrentamientos son públicos y todo el mundo puede tomar posición. Los interesados se lanzan a fondo porque arriesgan la estimación de su «hermano» y su propia reputación. Cada persona toma en su mano su propia liberación pero pide (necesita pedir) ayuda al otro. Cada persona da al conjunto la imagen de un hormiguero activo, donde cada uno se encuentra con los otros residentes, y está obligado a «rozarse» con los demás varias veces al día. Este roce, efectivamente, es el auténtico encuentro. Y esta alta frecuencia de encuentro, es decir, de relación auténtica, no es, claro está, ajena a la intimidad extraordinaria que todos comparten. La presencia física reiterada es la mejor ocasión para el encuentro espiritual de las personas. Lo que sorprende de la actividad del centro no es solo el trabajo ordenado, sino la ausencia de aislamiento de las personas. La cohesión del grupo es tan fuerte, la presión social sobre cada uno es tan importante, que el grupo prácticamente no cuenta con desviacionistas. Los residentes rara vez salen del centro, excepto cuando obtienen permiso de fin de semana para estar con la familia. Pero 57

tienen total apertura de puertas para abandonar libremente el centro. El profesor A. Maslow acuñó la acertada expresión de «terapia sin rodeos» (1987, 272) para explicar la sinceridad que el ser humano puede soportar, es decir, su capacidad para encajar la verdad, sobre todo «su verdad», y el beneficio que procura rechazar de plano los encubrimientos, los «contratos», las excusas, las evasiones, los rodeos. El gran descubrimiento educativo de Maslow fue que la gente no solo puede admitir la sinceridad sino que la necesita, que le es muy útil y terapéutica para su vida, que para madurar hay que pasar por la prueba de soportar las asperezas y durezas de las relaciones humanas, y esto se educa y se aprende desde niños: «Puedo daros un ejemplo de los indios pies negros. Son hombres de carácter fuerte, que se respetan y que, como guerreros, eran ejemplo de bravura. Su reciedumbre les permitía serlo, y creo que desarrollaban estas cualidades gracias a un mayor respeto por sus niños. Me acuerdo de un bebé que apenas empezaba a andar y que quería abrir la puerta de una cabaña, pero no podía. La puerta era pesada y grande, y él empujaba y empujaba. Un norteamericano se habría levantado para abrirle la puerta. Pero los pies negros se quedaron media hora sentados mientras el bebé forcejeaba con la puerta, hasta que fue capaz de abrirla solo. Gruñó y sudó, pero luego todo el mundo le alabó por haberlo conseguido. Diría que los pies negros respetaron al niño más que el observador norteamericano» (Maslow, 276). Esto es absolutamente preventivo porque es absolutamente educativo. Y añade Maslow otro delicioso ejemplo, también revelador, de un niño de siete años que era una especie de niño rico entre aquellos indios pies negros: «Tenía varios caballos y ganado a su nombre, y era el dueño de un paquete de medicinas de especial valor. Un día, una persona mayor quiso comprarle las medicinas, que eran su posesión más valiosa. Pues bien, su padre me contó que el niño, al recibir esta oferta –no olvidéis que solo tenía siete años–, se fue al bosque a meditar en soledad. Estuvo fuera dos o tres días, con sus noches, acampando al aire libre y meditando solo. No pidió consejo a sus padres, y ellos tampoco le dijeron nada. Regresó y anunció su decisión. Me imagino a nosotros haciendo lo mismo con un niño de siete años» (277). Como la Comunidad suele ser un lugar relativamente pequeño, cada persona se encuentra con los demás varias veces al día. La costumbre es saludarse y entablar conversación cada vez que es posible hacerlo, y las ocasiones no faltan, pero ya hemos dicho que aquí no se habla de cualquier cosa ni de cualquier modo, antes al contrario hay una serie de temas tabú o simplemente negativos: experiencias de calle, adicciones, críticas a otros, deseos de abandonar, etc. Además de cortesía al hablar, hay que esforzarse en hablar no de cualquier tema anodino o extraño, sino de temas realmente importantes para el desarrollo personal. Se trata de promover la implicación personal y no de mantener una conversación por matar el tiempo. Todo esto podría parecer un corsé de normas rígidas, pero no es así. Un veterano puede hablar dos horas seguidas con la misma persona, no por privilegio alguno sino por su madurez. Los criterios normativos, por tanto, son de índole personal e interior, no imposiciones externas. La libertad de cada uno y su apreciación personal, sus iniciativas y sus enjuiciamientos de las cosas serán altamente respetados, pero después se someterán 58

a la crítica del grupo. La interacción permanente tiene por objeto suscitar en cada persona una participación máxima en la vida de la casa y, por tanto, acelerar desde su responsabilidad su maduración personal. Desde lo más importante hasta lo más nimio, porque no hay errores pequeños en el comportamiento habitual, y ningún detalle –por pequeño que parezca– es trivial. Olvidarse de apagar una luz es, en el fondo, tan relevante y significativo como dejar que se pierdan 50 kilos de comida. De hecho no es fácil que una persona de poca responsabilidad cometa faltas graves, porque se encuentra en los primeros pasos del escalafón y no ocupa puestos de responsabilidad especial. Si ocupa un lugar elevado, el grupo se guardará de sus futuros errores degradándolo. Concluyamos que la mejor explicación del sentimiento de pertenencia a la Escuela es que en ella las personas son tratadas como personas, no como objetos, que todos gozan de sus derechos y dignidad, sea cual sea su situación y su antigüedad en la casa. De hecho, la ausencia de privilegios y de salarios es la prueba más palpable. La jerarquía es esencialmente funcional, y cuanto más alta, más está al servicio de los demás. No separa a las personas, las acerca. Es señal de su participación y de su pertenencia plena a la vida del Centro, y no signo de superioridad alguna. Hace unos años el poeta rusoestadounidense de origen judío y premio Nobel de literatura, Joseph Brodsky, dijo sobre la pertenencia algo definitivo: «La condición del esclavo es menos desalentadora que alguien considerado como un cero a la izquierda». Saber la pertenencia incondicional a esta Escuela coloca a cada persona en pie de igualdad con los demás, en cuanto a su derecho al respeto y en cuanto a sus deberes, tanto consigo mismo como en relación con el grupo. Un comportamiento infantil, e incluso nocivo para el grupo, puede desencadenar la cólera y el rechazo, pero jamás el desprecio. Por eso considerar a alguien un cero a la izquierda posiblemente es más terrible que haber caído en cualquier esclavitud, en cualquier adicción, en el sida, en un campo de concentración, o en la situación más deshumanizante que podamos imaginar. O, mejor, eso es la deshumanización en estado puro. Es preciso insistir en la aceptación incondicional de la persona y la aceptación condicional de su comportamiento, porque aquí radica una de las mayores claves educativas de nuestra Escuela. Un comportamiento infantil no es ni tolerado ni aceptado. Pero haga lo que haga quien sea, y por muy infantil que sea lo que haga, el culpable siempre será considerado como un hermano y el grupo pondrá en marcha todo cuanto esté de su parte para ayudarle a madurar. La estructura educativa, en suma, está orientada al aquí y ahora, y anima de continuo a las personas a asumir sus responsabilidades tanto de su pasado como de cambio en el presente para proyectarse hacia el futuro. Un comportamiento adulto maduro, a fin de cuentas, no es algo que se aprenda en serie, ni en un tiempo récord, sino algo que procede de la libertad personal y es querido conscientemente a lo largo de la vida. 2. Estructura dialógica comunitaria El cultivo de la comunicación mediante el diálogo y la escucha es una fuente educativa y 59

terapéutica de insospechados resultados, como ya puso de manifiesto Viktor Frankl con su teoría de la logoterapia. Efectivamente, la comunicación auténtica es el vehículo que favorece como pocos la posibilidad del encuentro. Encontrarse no es yuxtaponerse, ni chocar. Una desafortunada palabra, un insulto, una expresión dicha en mala hora, rompe el encuentro, rompe la comunicación y crea distancias, produce choques entre las personas. Para dialogar es preciso situarse ante una presencia. Antes de entablar un «diálogo curativo» la persona tiene que ponerse en presencia de otra persona, es decir, tiene que afrontar, es decir, mirar a los ojos a los demás, algo muy distinto a enfrentase a los demás, y de ahí podrá surgir luego la confrontación con los demás basada en el afecto. En esas condiciones de diálogo los demás le transforman por elevación, es decir, le educan, según ese concepto francés tan expresivo para designar la educación, élever. No puede ser de otro modo: también la rehumanización resuelve los problemas por elevación. Porque, como ya expresó Teilhard de Chardin en frase última, «todo lo que se eleva converge». En lo profundo de su ser, toda persona necesita experimentar su esencia dialógica, es decir, comunicativa. La persona en vías de rehumanización la siente especialmente aquí y ahora porque la descubre de verdad posiblemente por primera vez en su vida. Aquí y ahora experimenta la necesidad de la verdadera amistad para no ahogarse bajo su piel. Por eso «grita» para que la llamen por su nombre; como decía Simone Weil, «todo hombre grita para que se le llame por su nombre», y cuando puede llamar a alguien por su nombre descubre que ya puede establecer relaciones personales auténticas. Si nos fijamos bien, la «fuerza curativa» de esta autoayuda rehumanizadora emana de la voluntad de las personas por encontrarse en el diálogo. Hasta el punto de que toda la estructura de la Escuela está pensada para lograr la relación y el encuentro interpersonal. El número de participantes en los grupos de encuentro rara vez sobrepasa la docena, y su ley de constitución es la heterogeneidad: de sexo, antigüedad en la casa, madurez personal, etc. Por lo general el más antiguo, es decir, el educador-terapeuta, desempeña las funciones de animador del grupo, pero comparte esa función con los restantes participantes. Cuando el grupo se está ocupando de alguien es de él de quien se habla, y no de uno mismo, y además se observa que la crítica sea positiva y no destructiva. Bien podemos llamar a esta formación rehumanizadora terapia del encuentro porque, en definitiva, todo en esta educación son posibilidades de crear y favorecer encuentros: iniciales, dinámicos, estáticos, sonda, familiares, en la mañana, en la tarde, encuentros por sectores de trabajo, de tipo maratón, de dirección, disciplinarios... De tal forma que, como no podía ser de otro modo, también aquí la primera palabra con la que se encuentra el recién llegado es la palabra encuentro. Vamos a re-vivir ahora estos encuentros de la mano de algunos alumnos aventajados del centro. 2.1. Encuentro inicial Calificamos de «encuentro inicial» la entrevista previa que pasa toda persona que quiere 60

ingresar en el internado. Tres, cuatro o más personas, entre ellas el director y algún terapeuta o algunos residentes veteranos que se conocen perfectamente, se sitúan frente al interesado que desea ingresar en la Escuela de Comunidad, quien no suele conocerlos. Mantienen con él una entrevista parecida a la que ya pasó unos meses atrás para entrar en la Escuela de Acogida, pero ahora lógicamente desde una situación de madurez personal iniciada. En esta entrevista se le hacen, entre otras, estas tres preguntas existenciales: «¿quién eres?», «¿qué vienes a buscar a esta Escuela?», y «¿qué quieres de nosotros?». A continuación, las 8-10 personas del sector de trabajo al que quedará adscrito inicialmente hacen una «rueda» de bienvenida. De pie y con los brazos entrelazados, todos se van presentando. Le dan razones de su vida en esta casa, le abren sus puertas interiores, le dicen que cuente con ellos. Luego se presenta él, y cuenta a sus nuevos amigos las esperanzas que trae consigo en su mochila. Todos hablan de lucha y de superación de dificultades. Al final le cantan una canción con una bonita letra, como por ejemplo esta: «Bienvenido, ya estás aquí, has dado un paso más. No ha sido fácil, te lo has tenido que ganar. La lucha continuará, pon de tu parte y camino verás. Nuestra ayuda necesitarás. Juntos podremos, tú solo no podrás. Comienza a caminar. Nuestro cariño tú siempre lo tendrás. Hazte sentir y lo notarás. Rompe tu imagen y date a conocer, y tu meta conseguirás...».

2.2. Encuentros dinámicos Dos días a la semana se reúnen las personas del mismo sector de trabajo para tener los grupos «dinámicos». Se sitúan todos formando un círculo alrededor de dos sillas separadas, una enfrente de otra, y en ellas se sientan las dos personas que quieren hablarse delante de los demás. Se llama «dinámicos» a estas reuniones por la cascada de vivencias y emociones que se liberan al dar rienda suelta a los sentimientos. La forma de hablar en estos grupos se solicita por medio de un escrito que previamente se ha dejado en «el cajón de los sentimientos», esa maravillosa caja que guarda entre sus secretos la esencia de la Escuela. En un papel se escribe «de..., para...», y se añade los sentimientos que se quieren confrontar: soledad, ira, miedo, odio... o bien para expresar sentimientos de alegría, acogida, afecto, etc. El educador organiza el encuentro apuntando a las personas que quieren hablar ese día. Se reúnen todos, se forman las parejas correspondientes, y se comienza. Entonces se liberan las emociones y los sentimientos contenidos, cada uno respetando escrupulosamente el turno de palabra del otro, y al final los dos se reconcilian y perdonan mediante un abrazo. Al terminar la 61

reunión, todos van diciendo brevemente cómo se han sentido y qué les ha parecido el grupo dinámico, es decir, se autoevalúan y evalúan a los demás. Así es. Para eliminar tensiones, como si se tratase de una válvula de escape ideal, existe este práctico sistema que permite «llevar» al otro para decirle a la cara los sentimientos personales. Permite a todo residente solicitar la confrontación con cualquier persona, sin que esta otra persona reciba aviso previo. El efecto catártico es excelente, porque el grupo a continuación toma en su mano las riendas de la situación para ayudar al interesado a aclarar con calma su problema o sus sentimientos, que también pueden ser de alegría. Este procedimiento acerca muchísimo a las personas, porque las posibilita llegar a ser íntimas en la medida en que llegan a conocerse a fondo. Cada residente «saca» a aquel a quien desea decirle a la cara, mejor a los ojos, aquellos sentimientos que ha tenido con él por alguna actitud o conducta particular: «Quiero llevar a tal persona», le dice cualquiera al educador que dirige el grupo. Naturalmente el terapeuta también puede «llevar», e incluso puede «ser llevado» por cualquiera de los miembros del grupo. Cara a cara, sentados en dos sillas enfrentadas, uno habla o grita o se enfurece o chilla o llora (o todas a la vez) al otro, quien en su mudez solo puede escuchar sin apartar su mirada de quien le increpa. Mientras sucede esto, los demás corifeos inclinan la balanza de la justicia sobre alguno de los argumentos que expone y, mientras habla, le susurran ideas –más leña al fuego– para que saque todos los impulsos reprimidos, todas las tensiones acumuladas, todos los sentimientos ocultos. Pero cuando termina de hablar se cambian los papeles. Ahora le toca hablar al otro y escuchar al primero, en la misma actitud que aquel mantuvo con este. Se trata de madurar en el autocontrol emocional hablando de los sentimientos propios, no de los demás: «yo he sentido…»; «me he sentido…»; «no he sentido…»; «no me he sentido…». Abrirse a los demás y darse a conocer cómo es cada uno y lo que siente. Respetar y pedir disculpas y perdón. Saber perdonar a las personas con las que se han tenido roces a lo largo del día o de la semana. Revisar y tratar de aclarar situaciones y sentimientos personales. En suma, superar el miedo de enfrentarse con la verdad de uno mismo (respetarse) y con la verdad de los demás (saber respetar). Lo que dice este joven al respecto lo podrían suscribir todos: «ahora veo mis complejos y miedos, he sentido miedo a la soledad y ahora me conozco mejor a mí mismo, todo esto se siente en el centro, es muy duro, la Comunidad no fue un paraíso…». La escenificación de un encuentro dinámico de sentimientos más o menos sigue este guion: abre la reunión el educador con una pregunta sobre cómo van al grupo y todos van diciendo brevemente su estado de ánimo: «nervioso, pero con ganas de “echar” un buen grupo», es la tónica general. Empieza quien lleva a otro diciéndole alguna conducta o aspecto negativo (o positivo) que ha vivido con él, lo que le ha dolido (o le ha agradado), etc. En el caso de sentimientos negativos le dice a la cara lo que ha sentido con su acción o actitud, normalmente de humillación. Y después, cuando se ha desahogado todo lo que ha querido, le reconoce algún aspecto positivo o se da cuenta de que su intención era buena, o simplemente le pide una reconciliación pública, es decir, un abrazo. A continuación le toca al otro su turno de réplica. La misma dinámica de 62

cosas negativas y cosas positivas que ha sentido con su compañero, a quien también pide una reconciliación. Ambos se ponen de pie y se dan un sincero abrazo. Le toca el turno a la pareja siguiente. A veces la emoción suelta las lágrimas, que corren por las mejillas y afloran con facilidad. Al final de la reunión el educador pregunta cómo se siente cada uno, y todos van diciendo brevemente su estado de ánimo, que suele ser elevado y reconfortado: «estoy muy lleno»; «hay un buen clima en el grupo», etc. Lo mejor es escuchar directamente a los protagonistas. Cosas parecidas a las siguientes se dicen a la cara con toda normalidad y con total sinceridad: «Me he sentido humillado con tu conducta del otro día, X. Con desconfianza hacia ti. Machacado. No me he sentido ayudado. Me sentí engañado contigo, me dio rabia de mí mismo, no me sentí escuchado, no me sentí respetado, que me dio odio [gritándole: odiooo...]. Me duele mucho, estoy harto de mí mismo, he estado buscando la soledad, me he sentido solo, incapaz de pedir ayuda, he sentido vacío, lo veía venir y me he dejado llevar, rabia de lo mal que me he sentido... [Pausa, inflexión, cambio de voz y tono] (...) Pero lo bien que me he sentido ayer por la mañana, cuando te acercaste a mí y me dijiste cuatro palabras de ánimo; no sabes cuánto me ayudaste, X, cuando me dedicaste unos segundos; no sabes la fuerza que he tenido para luchar, para tirar adelante todo el día. El ánimo que me diste (lágrimas)…». Otro joven, a quien su terapeuta había desclasado[3] esa semana y había impuesto una «línea de soledad», es decir, sin rol en el grupo (sin reloj, sin bolígrafo, sin ninguna responsabilidad, obligado a pedir permiso hasta para ir al aseo...), «llevó» a su terapeuta. Así fueron sus intervenciones: [Gritándole] «Rabiaaa. He sentido profunda rabia. Me he sentido solo, muy solo todos los días que llevo desclasado. Que me da miedo, miedooo... de verme de nuevo en la calle, soledad de verme fracasado. Pensando en abandonar todo. Un inútil, impotente de mí, frustrado. Solo. Solooo... [chillando]. Me ha dolido mucho. Impotente, vacilado, provocado por ti. He sentido que te odiaba, y que no veía ayuda por ningún lado. Soledaaad... [Inflexión, cambio de tono de voz] (...) Pero ahora reconozco que has pretendido ayudarme. Me duele mucho hacerte daño. Te pido que me perdones, y me sigas ayudando. Que me está haciendo bien este desclasamiento». Réplica del terapeuta: «A mí también me ha dolido muchísimo verte en esa soledad. Yo sé lo mal que se pasa ahí. Me duele ver cómo te has sentido. Me ha costado mucho ponerte el desclasamiento. Que soy una persona como tú, y que yo también he tenido muchos complejos, como tú ahora, pero quiero que sepas que por encima de todo te quiero [lágrimas]...». Otra mujer joven, se expresa así: «Agobiada. Impotente. Me he sentido sola. Muy inútil. Fracasada. No me siento respetada ni comprendida. He sentido que no soy capaz de llevar esto adelante. Yo con 63

esto no puedo. Esto puede conmigo. Agobiada de tanto trabajo [ahora los demás susurran por lo bajo: “trabajar y trabajar, agobiada de trabajar, tanto trabajar ¿para qué?”]. Confundidaaa [gritando]. Sin saber lo que tenía que hacer. Impotente. Frustrada. Mucha rabia. Desvalorada. Con el interés que puse en lo que me habías mandado, y lo mal que me sentí. Estoy hundida. Muy sola. Perdida. Yo poniendo de mi parte y tú sin comprenderme…. [Inflexión] (...) La verdad es que luego hablé contigo y me sentí valorada. Llena. Muy cerca de ti, y te quiero. Ahora me siento ayudada por ti». Respuesta: «También a mí me ha hecho sufrir mucho verte agobiada. Me siento orgulloso de ti y de mí; y que te quiero ayudar…». Otro joven: «Me he sentido utilizado por ti. Utilizado porque tú te llevaste los honores a costa de mi trabajo. Impotente. Que no me respetabas. Me he sentido violento y muy agresivo. Solo. Manipulado. Muy agobiadooo [gritando con rabia]. Muchas veces solamente veo exigencia y exigencia. Aquí solo he venido a trabajar y trabajar. Me siento provocado. Inferior. Porque no soy capaz de mandar. Tú eres más nuevo que yo en el Centro y mandas a la gente mejor que yo. Me siento perdidooo... Tengo iniciativas y no sé qué hacer con ellas... [llorando] [Inflexión] (...) Pero ahora me siento ayudado y cercano a ti. Te pido que me sigas hablando y poniendo las cosas claras». Otros sentimientos como los siguientes, dirigidos al terapeuta-educador, se pueden escuchar en este tipo de encuentros: «Me he sentido inferior, impotente, rabioso, frustrado. Me dolió mucho el desclasamiento. He sentido miedo, soledad, vacío. No me lo creía cuando me desclasaron. Ahora ¿qué hago yo? Antes ya me habían desclasado por lo mismo. A estas alturas y no haberme dado cuenta de mi actitud. Inferior. Ciego. Bloqueado. Sin saber cómo pedir ayuda. Rabia de haber fallado por lo mismo. Sin darme cuenta. Me siento muy hundido. Inútil. Solo. Un día y otro solo. Solooo... [gritando] [Inflexión] (...) La vergüenza que me ha dado. Pero ahora reconozco que me ha ayudado mucho este desclasamiento. Estoy viendo las cosas positivas, y me he sentido querido porque he visto que te costó tomar esa decisión». Respuesta del terapeuta: «A mí me dio mucho miedo tomar esa decisión. Me duele mucho que te empeñes en querer ser perfecto delante de mí. Yo te quiero como eres, con tus fallos, no como un ser perfecto...». Hemos dicho que el cajón de los sentimientos es también el lugar para llevar las alegrías, las gratitudes, los pequeños o grandes descubrimientos de dicha y felicidad que cada uno va haciendo en su vida. Un joven, a quien cambiaban de sector de trabajo ese 64

día y ascendían a coordinador, «llevó» a cuatro personas (una de ellas el educador), los cuatro a la vez. No pudo contener las lágrimas durante sus intervenciones. Y a los demás les pasó lo mismo: «Me duele mucho tener que abandonar el sector –les dijo–. Llevo aquí con vosotros desde que llegué a la casa, cinco meses, y ahora me siento muy confuso y dolorido. Tengo mucho miedo al cambio. Ahora mismo estoy bloqueado, como cerrado. Os pido que me sigáis ayudando. Que me vengáis a ver en mi nuevo sector, a preguntarme cómo estoy…, que os quiero mucho a los cuatro». Y dirigiéndose a cada uno de forma personal: «Me he sentido muy valorado y querido por ti, W. Siempre he estado muy a gusto contigo, quería ponerme a tu lado y te he buscado para estar cerca de ti». «Contigo, J, lo he pasado muy bien. Siempre compartiendo los problemas. Contándonos todo. Me has ayudado mucho». «Y tú también, B. Me has ayudado muchísimo. Lo mal que lo hemos pasado juntos tantos ratos, y cómo nos entendíamos». «Me he sentido muy comprendido y escuchado por ti, X (el educador), siempre apoyado por ti, y nunca me he sentido rechazado». Respuestas: W: «Ayudado, comprendido, apoyado. Me duele verme separado de ti. Me llegan mucho todas tus cosas». J: «Siempre me he visto reflejado en ti como en un espejo. Hemos estado codo con codo tanto tiempo. Tantos buenos y malos ratos juntos. Ahora que te vas me doy cuenta de lo mucho que te quiero». B: «Lo bien y a gusto que me he sentido contigo. No quiero separarme de ti. Que me acuerdo de ti desde cuando estábamos en el colegio juntos. Que cuentes con todo mi apoyo cuando salgamos de aquí y siempre». X: «Ahora recuerdo cuánto me dolió aquel retroceso tuyo. Me recuerdas lo que yo era cuando llegué aquí hace bastantes años, como tú ahora. Me acuerdo del que llegó y del que ahora está aquí (lágrimas)...». Abrazos y lágrimas, afecto,... todo sucede durante un corto espacio de tiempo. Después de expresar con esa libertad sus sentimientos más íntimos todos salen francamente confortados. La vida triunfa sobre la muerte. Y así siempre, porque todos, tarde o temprano, pasan por situaciones semejantes. Para muchos residentes resulta muy difícil, sobre todo en los comienzos, la expresión pública de sus sentimientos; representan el riesgo de la confianza profunda. Mostrar pena y desnudez, llorar ante un grupo, es convertirse en vulnerable ante los posibles ataques de los demás, es ponerse en sus manos. Pero cuando una persona ha pasado por esa valentía, cuando comprueba que nada desagradable le ha sucedido, cuando no se encuentra sola en aquella situación, la unión del grupo llega a ser extraordinaria y el afecto resulta fácil de expresar y de aceptar. Estos «dinámicos», en fin, donde las personas experimentan la libertad de expresar sus sentimientos hablando y callando, gritando y chillando, llorando y riendo, tienen una 65

función catártica espléndida y son el desahogo natural de la presión constante que ejerce el Centro sobre todo el mundo. Sin violencia y sin insultos se permiten las palabras más llanas y expresivas a la hora de defenderse, donde no hay «contratos» secretos con los participantes, ni con los educadores, ni con ninguna autoridad salvadora exterior. Algunos profesionales de la ayuda describen esta catarsis liberadora diciendo que la auténtica valentía consiste en atreverse a hacer preguntas difíciles, en mirar a la cara del otro el vacío y sentir los imponderables, en atreverse a experimentar la increíble vulnerabilidad del ser humano. La cobardía, por el contrario, consiste en ocultar lo que vemos solamente para hacer la vida más simple. Hoy día la psicoterapia defiende la oportunidad de gritar o «desbloquear la voz» en los grupos terapéuticos, medio arcaico y fundamental de expresión y de comunicación, porque ayuda a liberar tensiones ocultas. Se sostiene, en definitiva, que gritar al otro a la cara sentimientos de rabia contenida aporta un beneficio provechoso, ciertamente siempre que no se abuse de esta técnica. 2.3. Encuentros estáticos Determinados grupos y reuniones que se mantienen todas las semanas en la Escuela pretenden expresar vivencias personales sin más, sin muchas réplicas ni confrontaciones. Tampoco son reuniones para aclarar juicios de convivencia u organización. Son encuentros para escuchar a las personas cuando desnudan su mundo interior y expresan su vida pasada delante de los demás. En estas reuniones la persona expone su trayectoria y cuenta sus historias del pasado que le están influyendo negativamente en el presente y, por tanto, no le dejan crecer. «En estos grupos he podido sacar a la luz frustraciones íntimas que tenía, y he sido capaz de perdonarme a mí mismo cosas que he hecho mal en el pasado», dirá alguien. En el fondo son encuentros para insistir en la liberación y la alegría consiguiente que produce la verdad frente a la mentira. Es muy duro que a uno le desmonten su imagen, aparentemente sin piedad, cuando sale a hablar de sí mismo, pero después le quedará la alegría de la superación. La verdad, como en el parto, es alumbrada después del dolor y da alegría profunda. El siguiente caso, que podemos escuchar en un grupo estático en un día cualquiera, nos ilustra mejor que otra explicación teórica la dureza y la liberación, a la vez, de esta terapia y de esta formación tan completa: «Mi problema –relata este joven– es la “imagen” que saco ante los demás. Yo soy una persona insegura y, para que no se note que me afectan las cosas, ofrezco otra imagen. He sido violento y agresivo, siempre con mucha imagen para quedar por encima de los demás, hasta llegar a creerme que ciertamente yo soy así y que no tengo remedio. Recuerdo una vez en la cárcel que tuve una pelea muy violenta con otro recluso y este me pegó bien. Como yo no podía sufrir esa humillación, aquello no podía quedar así, no lo podía consentir. Así que por la noche, cuando aquel estaba dormido, fui y le metí un golpe en la cabeza con una barra de hierro. Tenía que demostrar que yo era más fuerte y valiente, y aunque por dentro estaba muerto de miedo tenía necesidad de aparentar lo que no era. Me castigaron a celdas incomunicadas, y en aquella soledad recuerdo que era 66

capaz de llorar muchas veces, pero cuando se acercaba algún funcionario de la prisión volvía a cambiar totalmente de imagen y me mostraba agresivo con él. Mi vida siempre ha sido sacar imagen, instalado en una actitud defensiva para no dejar que nadie entrara en mí. En el fondo no quería que nadie se pusiese por encima de mí...». Reconocer así –con este realismo y desnudez– la vida pasada delante de los demás, en un ejercicio de humildad y de verdad sincero, es un paso muy importante para la rehumanización de una persona. Pero aún no será decisivo si no va acompañado de una radical transformación de la conducta hacia sí mismo y hacia los demás. Se va por el buen camino, pero aún no se ha llegado a la meta. Todavía falta mucha paciencia y tiempo. Ciertamente, ante este testimonio conmovedor impresiona que su educador le dijese a continuación que su relato todavía no era suficiente. Que durante los meses que llevaba en la Comunidad aún no se apreciaba en él voluntad clara y firme de cambiar definitivamente esa forma de ser de calle por otra vida nueva desde el mundo de los valores. Y le propuso hacer el siguiente juego de rol: Debía abandonar momentáneamente la sala y los demás debían manifestar quiénes le echarían del grupo y quiénes no. De diez personas –¡para asombrarse!– ocho dieron su veredicto de culpable, que merecía ser expulsado del grupo, y expusieron sus razones. A continuación se le mandó llamar y se le dijo, siguiendo con el juego, que había ocho personas que hipotéticamente le expulsarían de su grupo, y que debía coger su silla y sentarse cara-cara frente a cada una de las ocho personas que él pensase que le expulsarían, mirarles a los ojos y decirles sus razones. Y a todos les fue diciendo más o menos: «Tú desconfías de mí porque...». Previamente había confesado al grupo que a él le daba mucha vergüenza manifestar su afectividad en público y que se mostrasen afectivos con él, porque antes lo consideraba algo de cobardes y porque él nunca había vivido eso en su familia. De modo que ahora, por un lado distinguía sus carencias afectivas desde niño, y por otro le hacía mal sentirse rechazado por la gente. Acabado el juego, le dieron tal varapalo sus compañeros –en ese momento llevaba seis meses en la Escuela de Comunidad–, que a cualquiera se le habrían quitado las ganas no ya de volver a hablar, sino de quedarse allí más tiempo. ¿Cómo es posible aguantar este vapuleo, u otros similares, y saber que tarde o temprano a todos también les sucederá lo mismo? Solo cabe una respuesta válida: el amor. Indudablemente estamos en presencia de destellos de amor educativo verdadero. Solo el afecto auténtico que se tienen aquí las personas, el cariño real de personas que se encuentran, hace posible entender que se permanezca libre y deliberadamente. Tal vez este sea el núcleo central, el reducto y el corazón de toda terapia auténticamente rehumanizadora. La ayuda y el afecto de los demás llegan después de la catarsis y la purificación, después del reconocimiento profundo de la propia miseria. Es la fe que mueve montañas, o el amor que hace moverse al sol y a las estrellas, que dirían los clásicos. Luego, siguiendo con este joven, todos le fueron dando sus razones de cómo le veían. Al final, el terapeuta le preguntó cómo pensaba él que le podían ayudar los demás ante su realidad. Y a los demás también les preguntó cómo se sentían en ese momento. La 67

mayoría dijeron que les había recordado muchas actitudes de ellos mismos, y que de alguna manera les invitaba a mejorar su vida y su relación con los demás. Después de desmontar su actitud y sus sentimientos en una reunión de este tipo, se le pregunta a continuación cómo cree él que le pueden ayudar los demás. En el caso que comentamos alguien sugirió –y él aceptó de buen grado– una respuesta del tipo «tened paciencia conmigo», es decir, más cariño, para aprender a tener más paciencia con los demás. Pensemos que la paciencia en el mundo de la deshumanización no existe. El ser adicto, por ejemplo, desconoce por completo el significado de la expresión tener paciencia: necesita su objeto adictivo y lo necesita ya, igual que el alcohólico necesita su trago. En suma, la educación de una persona, como la madurez, necesita paciencia. Necesita sobre todo su propio tempo, ese tiempo interior de lo valioso: una obra musical, una espiga de trigo, una persona,... el crecimiento personal y el encuentro consigo mismo y con los demás en gran medida es cosa de paciencia. En la paciencia maduran los encuentros personales, mientras que en la impaciencia el tiempo se vacía de sentido y se espesa. Porque los encuentros, como la verdadera amistad, exigen sus ritos, sus mudas fidelidades y sus lentas germinaciones. 2.4. Encuentros «sonda» En la Escuela hay también previstas una serie de reuniones sin confrontaciones ni debates, sino de autorreflexión serena compartida con los demás. Versan sobre tres temas monográficos, principalmente, de gran trascendencia para alcanzar la madurez y el equilibrio personales: sexualidad, familia y trabajo. En torno a estos temas esenciales para el crecimiento personal se programan grupos de encuentro que se realizan cuando el alumno lleva ya cierto tiempo. Se reúnen seis, ocho o diez personas, sin un tiempo límite prefijado de antemano, para hablar históricamente de su vida en el plano social, familiar o sexual. Cada uno va contando delante de los demás sus vivencias pasadas, sus traumas y secuelas, sus crisis y abismos, en definitiva su vida íntima. Podemos fijarnos, por ejemplo, en la reunión llamada «sonda-sexualidad» que se lleva a cabo solo entre personas del mismo sexo y que versa sobre las vivencias sexuales del pasado. Muchos especialistas clínicos establecen con claridad que una de las raíces de las adicciones la constituye el consumo sexual, y que emprender el camino de la embriaguez y otras esclavitudes es porque ningún tipo de sexualidad de consumo es capaz de ofrecer la rapidez del «bienestar» que asegura otro tipo de «borracheras». Hablamos de personas sexoadictas, y su tipificación desde el punto de vista médico y psiquiátrico de sexoadicción, porque esta realidad les hace esclavas y anula su libertad. En cualquier caso, la vinculación entre sexo y adicciones está bien clara para los alumnos del centro, y es vista como un elemento importante para entender las causas ocultas de su esclavitud y su conducta anterior. Conviene detenernos ante este fenómeno tan común, y a la vez tan hermético, porque la mayoría de personas adictas antes de llegar a lo hondo de la sima han sido esclavas de una sexualidad mal vivida. Efectivamente, cuando vivía en la calle, esta persona 68

consideraba la «sexualidad libre» como la forma más perfecta de vivencia sexual, a modo de liberación total y sin tabúes. Esta disolución de límites se llevaba a cabo antes a través de otros tipos de actividades como la velocidad y la inmersión en ambientes psicodélicos –a veces agitados hasta la violencia–, el arrastre de impresiones visuales y auditivas en conciertos, cine y espectáculos pornográficos, etc., y así hasta caer en el «viaje sin fronteras» del sexo por el sexo o sexualidad libre, alcohol y drogas, en una especie de espiral encadenada de límites imprecisos. Reparemos en que reducir la sexualidad a genitalidad empieza por la afirmación de que da lo mismo el tipo de sexualidad que se elija, porque todos son perfectos con la sola condición de que resulten placenteros. Son muchos y coincidentes los testimonios que podemos escuchar entre los residentes de la Escuela, acerca de esta vieja esclavitud de la humanidad: «El sexo lo entendía como puro goce. El cuerpo me lo pedía y casi no me importaba con quién lo hiciera». «El sexo para mí era una forma de obtener placer. Solo pensaba en mantener el mayor número posible de contactos [relaciones completas] porque eso me hacía sentirme bien. Además, pensaba que cuantas más relaciones tuviera, más experiencias buenas para mi vida». «Mi vida sexual ha sido un desmadre. Los hombres eran trofeos para mí, y ligar se convirtió en un vicio. Buscaba en el sexo una vía de escape; me asqueaba pero estaba enganchada igual que a la droga». «La sexualidad la entendía así: solo quien practica sexo es más hombre». «Para mí acostarme con una mujer se convirtió en una droga, en una pura necesidad...». Es decir, el criterio sexual primordial para estas personas antes de su rehumanización y antes de su «conversión existencial», era buscar la satisfacción proveniente del placer por el placer. Placer que pronto se trocaba en la falsa ilusión que confunde la euforia del vacío con el entusiasmo de la plenitud. Obsesión sexual y esclavitud adictiva van de la mano, como dirá con lucidez este otro joven exdrogadicto: «La sexualidad la entendía sin ningún tipo de limitaciones. Mi círculo de amigos y yo estábamos abiertos a cualquier tipo de experiencia que nos diera placer. Me daba igual que fuera heterosexual, homosexual o bisexual. Ahora pienso que, en el fondo, yo siempre he buscado obsesivamente el cariño que no tuve de pequeño, mediante el sexo y las drogas». La sexualidad así vivida ha sido devaluada porque ha sido deshumanizada. María Schneider, la protagonista femenina de la otrora famosa película de B. Bertolucci El último tango en París, pocos años después de haberla rodado hizo unas declaraciones que no tienen desperdicio porque, igual que una persona que se rehumaniza, provienen de una auténtica conversión interior. «He sido explotada –dijo–: no era famosa, era solo una mujer de diecinueve años. Me pusieron la etiqueta de “la chica del tango”. He sido aniquilada por esta película. Para mí fue una violencia moral. La desnudez es algo que no debería ser explotado de esa manera por el cine». 69

Cuando la persona deshumanizada descubre lo mismo que María Schneider comienza su recuperación verdadera. En el fondo de su ser anhela, como todo ser humano, la auténtica felicidad. Ha sido víctima de una sociedad –familia, escuela, entorno de pobreza y marginación– que muchas veces le ha estafado en sus sentimientos más nobles. Muchas veces no ha sabido lo que es el bien, la belleza, la verdad, el cariño auténtico… porque nadie se lo enseñó. Es más, probablemente le enseñaron todo lo contrario. Antes de caer en las últimas redes de la pura esclavitud lo había probado todo, y hasta entonces todo le había decepcionado, como expresa, por ejemplo, su vivencia de la sexualidad esta otra joven mujer: «La sexualidad nunca la viví bien porque desde pequeña no la aprendí unida al amor o al sentimiento, más bien la he vivido como un desahogo placentero buscando cariño a través de ella..., incluso la utilizaba para agradar. Además de sentirme utilizada por ella, para mí no era algo limpio, más bien la experimentaba como vía de escape». Reparemos ahora en otra estrecha vinculación dentro de este mundo tan misterioso: la sexualidad mal entendida y la violencia. «Yo siempre he sido muy violento»; «yo me dejo llevar muchas veces por la agresividad»; «yo siempre he utilizado el sexo para…», son frases que se escuchan con frecuencia en los grupos «sonda» y en los grupos estáticos, sobre todo entre los varones. Quizá una de las explicaciones más lúcidas sobre la violencia se halla en el reduccionismo sexual. Primero se reduce a la persona a la condición de objeto de placer, después se la viola, y después se la asesina... Frecuentemente este suele ser el guion cinematográfico del género llamado «porno». No es difícil captar la conexión que se da entre pornografía y violencia, entre la no realización sexual y el desencadenamiento de la violencia (violación viene de violencia). Erich Fromm ya demostró que cuando el hombre no logra amar de verdad, o expresarse creativamente, quiere destruir. Y Viktor Frankl, estando en Auschwitz, constató que incluso en los sueños el prisionero se ocupaba muy poco del sexo. Porque cuando se vive en un ámbito de violencia es imposible llevar una vida afectiva sexual plena. Desde la perspectiva rehumanizadora, en efecto, también se corrobora que el auténtico placer sexual y el gozo verdadero de la vida afectiva no son finalidades en sí mismas. El placer sexual siempre es un valor añadido, una ganancia adicional que se deriva de una acertada relación, y no del placer por el puro placer. Más todavía: la vivencia de la sexualidad puede ser sublimada como verdadero afecto cuando la persona vive en clave de rehumanización: la vida afectiva en la Escuela de Sentimientos fluye auténticamente humana y llena de sentido porque aquí las personas se tratan con auténtico respeto. El trato respetuoso, la generosidad, y el servicio a los demás marcan el camino del amor verdadero porque elevan a la persona a lo mejor de sí misma, y eso también es plenitud afectiva. 2.5. Encuentros «maratones» La re-educación o adquisición de valores personales como el autocontrol, la honestidad, la cooperación, desarrollo de habilidades sociales, etc., se concreta en esta Escuela en 70

cosas muy prácticas de la vida diaria: ser puntuales, cuidar y usar adecuadamente los objetos personales, respetar los objetos de los demás, vivir intensamente los actos comunitarios, controlar los impulsos negativos, erradicar la complicidad, ejemplaridad en el trabajo, aprender a organizar y dirigir el trabajo de equipo, fomentar el diálogo, interesarse por la familia, darse a los más necesitados, servicio y eficacia, trato amable y cordial con todos, etc. De igual modo, la autoeducación en valores comunitarios de autocontrol, cooperación, sociabilidad, honestidad, etc., se van concretando también en la vida diaria de la Escuela a través de detalles. Por ejemplo, llegar puntual a los actos, tener siempre la cama bien hecha, cuidar una presentación correcta, respetar el silencio de la noche, comer en el lugar y hora señalada, mantener una comunicación adecuada moderando el tono de voz, acoger a todos rotando de sitio en el comedor y evitando reservar puestos en cualquier lugar, atender a las personas que visitan el centro, emplear un vocabulario correcto, fomentar la comunicación con todos los residentes, confrontar y aceptar la confrontación, ser eficientes en el trabajo, mantener la compostura y evitar cualquier tipo de violencia, etc. Para revisar a fondo su crecimiento personal en estos valores individuales y comunitarios, aproximadamente una vez al mes se lleva a cabo en la Escuela una reunión larga, de tipo maratón. Los residentes dedican todo el día a revisar su crecimiento personal, es decir, cómo llevan adelante su formación y su proyecto de crecimiento de vida. Es un día especial durante el cual se pasa revista a las conductas y confrontos, actitudes positivas y negativas, etc., a lo largo del mes. En definitiva, se trata de aumentar en honestidad: estar abiertos, ser claros y no tener miedo a hablar sinceramente en el grupo. Después de varias horas de sentada, una vez superado el vértice de la distancia de perspectiva necesaria, las personas se entregan a comunicarse en profundidad porque la confianza recíproca llega a ser tan grande que posibilita alcanzar la presencia del verdadero encuentro. Este procedimiento provoca la aparición de una relación de confianza que es intensamente vivida en el grupo por cada persona singular. En efecto, al cabo de varias horas consecutivas de reunión, se establece una confianza profunda y cada uno se atreve a afrontar sus temores de manera no igualada en cualquier situación de la vida corriente. El sentimiento de ser aceptado por el grupo, de participar de su vida, de poder exponer lo que uno es sin correr riesgos de desprecio, de contar totalmente como persona, es fundamental. La actitud del educador o de los responsables, que cumplen las funciones de animadores, aquí es capital. Su implicación y su compromiso en relación con el grupo es para ellos tan útil como para el resto. El sostén afectivo unánime que el grupo proporciona a cada persona no es posible sino gracias a este procedimiento «sin tiempo», hasta conseguir una verbalización interior del tipo: «Me he expuesto, he corrido el riesgo de ponerme a descubierto, he sido aceptado, por lo tanto he llegado a ser aquí un participante-animador completo» (Durand-Dassier 1994, 80). Al cabo de un tiempo largo de reunión ocurre un crecimiento personal que puede ser 71

observado por cualquiera, y sobre todo puede ser experimentado. La hipótesis de Durand es que en estos maratones la prolongación temporal sin interrupción crea una especie de «tiempo abstracto» respecto al tiempo de la vida normal, impidiendo que la persona recupere de inmediato el ánimo, de modo que vaya paulatinamente deslizándose hacia un «estado segundo» de inmersión prolongada y sin solución de continuidad, en un entorno nuevo que se convierte en familiar e íntimo. Una de las mejores cualidades del encuentro interhumano consiste en los frutos de la intimidad. Y unas personas en principio alejadas y extrañas, pueden llegar a ser íntimas y cercanas mediante este tipo de encuentros y diálogos donde se da la necesaria apertura interior de las vivencias. Porque, en definitiva, en estos maratones claramente se da ese tipo de encuentro entre las personas, la apertura al otro y a la confianza recíproca. 2.6. Encuentros familiares Posiblemente, una de las mejores claves para entender la terapia rehumanizadora que se lleva a cabo en nuestra Escuela sea el trabajo educativo y la labor de auténtica terapia con las familias de los alumnos. Como no puede ser de otra forma, en la Comunidad también se mantiene estrecha colaboración y se siguen fomentando los encuentros con las familias de los residentes. Ahora los propios alumnos actúan como agente preventivo sobre los demás miembros de su familia, imperceptiblemente, produciendo cambios positivos en las relaciones familiares. De hecho, ese cambio empezó a darse muy pronto en su familia. Poco a poco empezó a notarse durante la etapa de ingreso en la Escuela de Acogida, pero ahora se va consolidando en profundidad y extensión. A lo largo de los meses que dura la etapa de formación en la Comunidad, el alumno recibe a su familia con frecuencia, y mantiene con ellos encuentros personales. Este encuentro familiar consiste en una reunión con sus padres, con su pareja, con su seguimiento o con sus familiares más próximos, estando presente su educador o alguien de la dirección del centro. A veces incluso el residente no sabe cuándo va a tener lugar el grupo familiar hasta unas horas antes del mismo. En una habitación tranquila, delante del profesor-terapeuta que actúa de moderador, hablan todos por riguroso turno. Hasta que no termina de hablar quien tiene la palabra los demás no pueden intervenir. Sin culpabilizar a nadie de nada, se tratan sobre todo temas que tienen que ver con las relaciones anteriores habidas entre sí, situaciones familiares relevantes, comportamientos pasados, sentimientos positivos y negativos, recuerdos…, y sobre proyectos e ilusiones que se tienen para el futuro, etc. Cuando acaba la reunión todos se sienten muy emocionados y expresan actitudes de perdón y auténtico afecto entre ellos. A partir de estos encuentros el residente, previo permiso de la Escuela, ya puede salir los fines de semana a vivir con su familia en su casa. Así expresan algunos alumnos el valor de estas reuniones con su familia: «Para mí el encuentro familiar ha sido muy importante porque por primera vez en mi vida me he sentado a hablar de verdad los problemas que he tenido con ellos, y he sido capaz de decirles lo que sentía por ellos». «El encuentro familiar fue muy beneficioso porque fui capaz de romper a hablar y 72

decir los conflictos ocultos que había vivido con mi familia. Allí dije lo que nunca antes había sido capaz de decirles, y ellos a mí. Fueron cosas muy fuertes, pero desde entonces todo fue mucho mejor». «Los encuentros familiares me han ayudado mucho a acercarme a mi familia y a ser claro, a afrontar los problemas que tenía con ellos, y a dar salida a muchos sentimientos que nunca antes había comunicado. A partir del encuentro familiar he empezado a ser honesto con ellos, y a decirles y expresarles mis sentimientos, de modo que me han servido para romper la barrera que había entre nosotros». Un hombre casado, a punto de concluir su formación en la Escuela, puede decir con envidiable espontaneidad lo siguiente de su esposa: «Mi experiencia aquí ha sido como empezar de nuevo a vivir con mi mujer, a sentir por ella, sobre todo a conocerla porque realmente no la conocía». Y ella puede expresar así la evolución que ha visto experimentar a su marido durante aquellos meses: «Cuando me enteré de que era toxicómano, al principio no le di la suficiente importancia y lo dejé pasar. Incluso creí que aquello no era tan malo. Después empecé a recelar, a no creerle, a disgustarme y a odiarle. Una pesadilla. Ahora, desde que está haciendo este curso, mi relación con él es más comunicativa, de mayor confianza. Sobre todo más humana, más sana, más sincera. Ahora nos cogemos de la mano y nos miramos a los ojos». Con este tipo de reuniones, en fin, se consigue ir identificando posibles conflictos del pasado aún no resueltos en las relaciones familiares. Y a partir de ahí se puede avanzar en la reconstrucción de la convivencia familiar, donde ya se han puesto bases firmes de diálogo y comunicación, de perdón y comprensión, tan necesarias para volver a crear el auténtico clima de familia. 2.7. Encuentros de terapeutas El grupo director de la Comunidad está formado por los terapeutas-educadores (también «operadores») y los más antiguos de la casa. Son seis-ocho personas, moderadas por el director, que tienen poder de decisión, tanto sobre detalles diarios como sobre las grandes decisiones de la casa. Se reúnen todos los días, y discuten los asuntos nuevos que se presentan y los problemas referentes a la política general organizativa del centro. Entre ellos debe darse un comportamiento amistoso, despreocupado y sin tensiones, y cada uno suele tomar notas de los asuntos de los que ha de encargarse. Una de las tareas importantes que hacen es entrevistar a las personas nuevas que llegan de la Escuela de Acogida, es decir, mantienen con ellas el encuentro inicial. Recordemos que muchos terapeutas son exadictos que llevan dos, cinco, diez o más años rehumanizados, algunos con sida, y ahí siguen dando ejemplo con una alegría de vivir envidiable. Sus reuniones también las podemos llamar grupos de encuentro porque entre ellos se da la misma dinámica de la formación que imparten: confrontación de conductas, reparto de tareas para el día, revisión personalizada de los residentes, incidencias, etc. Se encuentran para tomar decisiones necesarias en la organización de la casa, y entran en detalles habituales de cualquier hogar: algún residente, o varios, que se han puesto enfermos de empacho la noche anterior y se comenta darles una dieta 73

especial; la crisis de ansiedad de alguno que quiere abandonar el centro, etc. En resumen, pasan revista a los incidentes del día anterior dignos de resaltar: actitudes, sentimientos, cómo ven a los residentes, etc. Emiten juicios, ponen líneas de actuación, diseñan estrategias de ayuda, como hacen los padres con los hijos en cualquier familia normal. 2.8. Encuentros de la mañana Son breves reuniones diarias de toda la casa, después del desayuno. En estos encuentros al inicio del día, similares a los de la Escuela de Acogida, algún responsable comenta cómo ve la situación del centro y de la gente en general. Luego se hace una ronda rápida y espontánea de confrontaciones sobre conductas generales del día anterior. Cualquiera puede levantarse y llamar la atención sobre algo o alguien que le ha molestado. Expresiones como: «caer encima de todo el mundo», «nos rebotamos cuando nos dicen algo que no nos gusta», «me ha saltado esta actitud de calle»... son frecuentes en este tipo de manifestaciones abiertas y espontáneas. Estos momentos también sirven para pedir perdón públicamente a toda la casa por algún comportamiento inmaduro, o acción pasada de la que uno siente pesar. O simplemente uno se levanta para dar las gracias a alguien por algún detalle positivo concreto experimentado. Luego hay un breve rato de sana alegría, que puede estar amenizado con chistes, canciones, dramatizaciones, imitaciones... que suele organizar el sector cultural de la casa y que ayudan mucho a animar la jornada. Después se da una consigna para intentar vivirla durante el día, a partir de la cual se pueden dar algunas breves intervenciones espontáneas, reflejo de sus vivencias: la humildad, la amistad, la solidaridad... Y se dice la «filosofía», todos de pie y unidos: «Estamos aquí porque no hay ningún refugio donde escondernos de nosotros mismos…». A continuación cada uno se va a su puesto de trabajo, luego de asistir a una breve reunión de su sector. Al cabo del día se tienen diversos grupos de encuentro por sectores de trabajo, en una dinámica de autoevaluación continua donde, por ejemplo, se reflexiona sobre la línea de trabajo del sector. En ellos se habla de intenciones positivas y buena disposición para «echar un buen día». Después todos juntan las manos en una manifestación explosiva y festiva de autopertenencia a un sector de trabajo: se apiñan las manos, símbolo de unión de voluntades, y se sueltan al viento con fuerza, como diciendo «¡aquí estamos nosotros!». Y cada cual a su puesto, y a funcionar. Este tipo de encuentros se repite varias veces a lo largo de la jornada, por ejemplo después del almuerzo, siempre con una finalidad autoestimulante y de autoevaluación. Ciertamente encontrarse con una persona también es hacer bien las cosas pequeñas de cada día en el puesto de trabajo. Un residente se siente responsable de un simple barrido de suelo, y el trabajo bien hecho es altamente satisfactorio en la medida en que todo lo que concierne al grupo es también importante para uno mismo. La misma dinámica de encuentro acontece a la hora de las comidas, donde el ambiente es alegre y despreocupado. Cada uno se sienta donde le parece bien, pero procurando rotar de sitio con frecuencia. La mesa está puesta. Cada cual debe limpiar su sitio al abandonarlo y 74

poner sus cubiertos sucios en el lugar destinado para ello. Como en cualquier casa. 2.9. Encuentros disciplinarios Finalmente, existen también en el centro reuniones generales que podemos llamar encuentros disciplinarios. Este procedimiento grupal tiene lugar cuando una persona decidió abandonar la casa y quiere volver de nuevo a ella. El objetivo principal en este caso es dar a conocer al interesado hasta qué punto su abandono ha dolido y escandalizado a sus compañeros, que lo entienda y se sienta profundamente arrepentido. Algunos abandonos son de corta duración y el interesado solicita pronto su readmisión. La organización será muy dura con él, porque es una burla para los demás marcharse unos días, creyendo poder vivir solo sin haber completado su formación o estancia en la Escuela. Cualquiera puede abandonar el centro, siempre que quiera, pero tiene que saber lo que le espera si decide volver. Es totalmente libre de salir e incluso se le pagará el billete de ida, pero no el de vuelta. En situaciones de crisis personal el castigo no es efectivo sino cuando la humillación es lo bastante poderosa como para «obligar» a la persona a revisar una nueva valoración de su comportamiento que haga sobresalir su carácter dudoso, tanto para la Escuela como para él mismo. En todo caso el interesado ha de saber que si vuelve al centro ha de someterse a esa dura disciplina. Alrededor de un gran círculo se reúnen todos. En el centro se coloca una silla vacía frente al «desertor», y por ella van desfilando todos los que quieren expresar sus sentimientos de decepción a su cara. A pesar de la dureza, el afecto y la ayuda mutua, una vez más, no faltarán. Por eso también podemos denominar al grupo disciplinario, como no podía ser de otro modo, grupo de encuentro. *** Concluyamos que en la Escuela de Rehumanización los encuentros posibilitan que cada uno sea un educador y un terapeuta eficaz para con el otro. Son el medio y el fin, el camino y la meta. Los objetivos individuales de conquistar el propio equilibrio afectivo y llegar a ser un adulto de verdad caminan exactamente en el mismo sentido que los objetivos del grupo. Y este sorprendente equilibrio, entre las personas individuales y el conjunto de la casa, contrasta poderosamente con el medio habitual de la persona «maleducada» y deshumanizada en la calle. Ahora es capaz de reconocer su culpa. A esta Escuela llegan las personas sobre todo para desarrollar su crecimiento personal. Cada uno lleva en su bolsillo, físicamente, su Proyecto de Crecimiento Personal, una octavilla plastificada que contiene resumida la filosofía y los objetivos de la rehumanización, a modo de recordatorio cotidiano. Para crecer personalmente, en primer lugar es preciso liberarse de las prisas. El desarrollo de nuestra vida no es una propiedad natural que nos viene dada sin más, ni es tampoco una conquista orgullosa de nuestra voluntad, sino una gratuidad existencial. Las mismas culpas personales y sociales, con tal de que se reconozcan, nos empujan hacia adelante en el crecimiento personal. Y entonces nuestros gestos y esfuerzos de cada día, en su monótona repetición, son integrados en la corriente de vida interior que empieza a circular con nueva fuerza. El ser liberado de sus esclavitudes, en efecto, al mismo tiempo que aumenta ese deseo 75

de crecimiento personal y de perfección interior, necesita un sincero arrepentimiento de su vida pasada, porque puede tener conciencia perfecta de las faltas cometidas, pero no por ello sentido del «pecado», como le pasaba a aquel joven que reconocía su vida pasada de violencia en la cárcel pero, según su formador, aún no tenía plena conciencia de lo que eso suponía en el presente para él. Cuesta mucho reconocer las propias culpas, pero el ser esclavo de sí mismo tiene una dificultad añadida: le es más difícil reconocer su culpa porque no es forzosamente su deshumanización y su debilidad la que confiesa y llora, más bien es la culpa profunda la que ama en forma de sutil desesperación. Solo desde la luz del encuentro con los demás, mediante el auténtico afecto que se despliega en la Escuela, pueden rasgarse los ojos cegados y salir al descubierto la dolorosa revelación de las culpas. Cuando esto suceda ya no solo no reprochará a la sociedad su pena, sino que será capaz de hacer la experiencia de la disculpa, es decir, la experiencia del perdón. Un alumno-residente, con la espontaneidad envidiable de la vivencia en la verdad, dirá lo siguiente después de las presentaciones de cortesía: «Yo he estado ocho años en la cárcel, pero esto [la Escuela] es distinto. Es cierto que en la cárcel a veces los funcionarios intentaban hacer con nosotros algunas cosas positivas parecidas a las que vivimos aquí... Pero claro, los pobres empleados tampoco tienen tiempo, sus familias lógicamente están antes que los reclusos...». Con estas sinceras palabras este hombre demuestra no solo no odiar a la cárcel como institución, sino comprender a la misma sociedad que le encerró ocho años entre rejas. Aquí reside una grandeza y una capacidad de humildad extraordinarias. Cuando la persona reconoce humildemente su culpa empieza a vivir en la verdad y experimenta la paz consigo mismo y con los demás. El cambio profundo que acontece en su interior es un desgarrón más doloroso que todos los escrúpulos y sentimientos de culpabilidad juntos. El sentimiento de culpa es siempre doloroso, pero en la Escuela de Rehumanización siempre va acompañado de la confianza en el amor de los demás, reflejo de la trascendencia que habita en cada persona, en todas las personas. Cuando el ser esclavo de sí mismo se coloca en su historia de culpa pasada, cuando comprende que esa historia viene de más lejos que su entorno familiar, su ámbito escolar y social, de la sociedad en general e incluso de su «demonio interior» que le empuja, entonces se pone en el camino correcto de su liberación. Porque al mismo tiempo comprende y descubre una realidad mucho más exultante: que no se le revelan sus culpas para hacerle sentir su miseria sin mostrarle inmediatamente la posibilidad de recuperarse como persona. El descubrir la culpa entonces es mucho menos importante que el descubrimiento del amor de los demás. Por eso es realmente catártica una Escuela de Sentimientos, por el encuentro auténtico que se da entre las personas a lo largo de los meses que dura la formación. El cambio interior que se va produciendo es tan increíble, tan profundo, que es preciso verlo para creerlo. Recordemos que el ser esclavo de sí mismo se encerraba sobre sí y sobre los dones recibidos para hacer de su propio ego el único centro. Por eso no había verdad en él. Vivía arrojado en la mentira de sí mismo. Pero ahora en el centro 76

puede romper ese círculo egocéntrico, su ombligo del mundo, mediante el encuentro que da un sentido nuevo a su existencia. Cuanto más avanza en la construcción de su persona y en su crecimiento personal ve más claro sus faltas pasadas, pero faltas perdonadas porque están asumidas y reconocidas. Igual sucede en la experiencia religiosa, que percibimos la culpa en el mismo momento en que sentimos que nuestros pecados están perdonados. En conclusión, el sentimiento de reconocer las propias culpas es estimulante y beneficioso, mientras el solo reconocimiento de la falta sin afecto hunde a la persona en el desaliento, cuando no en el resentimiento. Por eso, con el sacerdote francés Jean Lafrance también nosotros podemos afirmar que «el verdadero pecado es no aceptar la ayuda gratuita de los demás», y por el contrario, que el afecto bien entendido es la clave universal de la salvación por el amor. 3. Los sentimientos en la comunidad Afortunadamente la persona esclava de sí, por su condición de ser-para-el-encuentro, es capaz de despertar su rico mundo de sentimientos dormidos, es decir, es capaz de amar, de sentir alegría o pena verdaderas, como cualquier persona. Pero tiene que reconquistar el terreno perdido en su vida pasada, y por eso las reuniones o encuentros frecuentes para revisar el espacio de la afectividad y los sentimientos son esenciales en la Escuela. Cuando la persona estaba deshumanizada generaba «mecanismos» de autodefensa para destruir los sentimientos y no sentir, levantaba muros delante de sus ojos, igual que cuenta Viktor Frankl en otra situación similar de esclavitud: «en la mayoría de los prisioneros la vida primitiva y el esfuerzo de tener que concentrarse precisamente en salvar el pellejo llevaba a un abandono total de lo que no sirviera a tal propósito, lo que explicaba la ausencia total de sentimientos en los prisioneros» (1993, 42). La rehumanización va a derribar esas autodefensas fortificadas. El mundo sentimental de cualquier persona es un estado interior que tiene una cualidad vivencial positiva o negativa, y no podemos saber a priori qué ruta seguirán o qué camino escogerán nuestros sentimientos. La pena y la tristeza afloran con naturalidad en la Escuela. Aquí la persona recuerda perfectamente la tristeza que sentía cuando estaba en la calle, sola, y aquel mundo lo vivencia ahora como un pesar y un dolor interior de desolación, aflicción y pesadumbre, pena. No solo es una tristeza debida a factores externos como una sustancia, que se curaría con relativa facilidad con el tiempo, como las heridas del cuerpo, es más bien una tristeza profundamente vital que experimenta como vacío interior, como un estado del alma invadida por la falta de afecto. Siente el sentimiento de la falta de sentimiento, a veces tan intenso y de tal profundidad que se identifica con la frase «no puedo estar más triste», y con el terrible pensamiento de creer que «ya no puedo salir», sentimiento de angustia mortal que destruye pero no mata, como muy bien definió S. Kierkegaard la desesperación: una enfermedad que bloquea la vida del espíritu pero no extingue la luz de la conciencia. Por el contrario, cuando hay esperanza de superar la desesperanza afloran pronto los sentimientos de alegría. Por fortuna, la persona en vías de rehumanización que se educa 77

en nuestra Escuela experimenta sobre todo el sentimiento más provechoso para su alma: la alegría. Efectivamente, aunque no exenta de sufrimiento, la alegría y la satisfacción interior ahora son su estado afectivo cotidiano, como consecuencia de todo lo positivo que va descubriendo en su nueva existencia. Es el resultado de vivir conforme a una actitud permanente de encuentro con los valores, que, en definitiva, da sentido a su nueva vida. En contraste con su vida pasada en la calle, en la Escuela experimenta ese proverbio sueco que dice que «una alegría compartida es doble alegría, y una pena compartida es media pena». Sobre todo es capaz de discernir la verdadera alegría del placer por el placer, experiencias vitales que se diferencian polarmente. La relación entre el «placer de calle» y la «alegría del hogar» es semejante a la diferencia entre una hoguera fugaz y una brasa permanente. Antes su placer era superficial, pasajero, instantáneo, inmediato. Ahora su alegría es profunda, relacional, duradera, porque afecta a las aspiraciones más íntimas de su persona. Para entender este mundo arcano de alegrías y tristezas, quizá nada mejor que escuchar el siguiente relato, vivo retrato de una existencia marcada por la experiencia de los sentimientos más íntimos. Es la vida de una mujer contada con el corazón en la mano, en un encuentro estático un día cualquiera, donde podemos ver espléndidamente encarnados los sentimientos humanos más universales. Una joven mujer, madre de dos hijos, que llevaba dos meses en la Escuela comunitaria y era la primera vez que hablaba en este tipo de reuniones. Comenzó diciendo que estaba muy nerviosa, y luego lentamente empezó a contar su vida desde que conoció a su marido, sus relaciones de noviazgo, sus inseguridades a los 18 años, su desconfianza y temor a quedar embarazada, las reuniones con unos amigos a fumar cannabis en su apartamento... «Al principio, cuando le conocí, él fumaba hachis y yo lo veía normal. Tuvimos una relación, mi primera relación, y me quedé embarazada. Sentí miedo y dejé pasar el tema, como creyendo que no iba conmigo. Se lo negué a mi madre, que me lo notó. Sentía miedo de verme sola, tirada a la calle, y por eso se lo negaba. Experimenté sentimientos de vergüenza y de hundirme en la miseria. Tenía mucho miedo a verme rechazada. Recuerdo que cuando se enteró mi madre, por la hermana de mi marido, lloré todo el día. Lloré de impotencia. A partir de ese día sentí desconfianza con mi familia, agresividad, fracaso, porque detrás de mi novio me lo echaban en cara. Entonces yo era muy joven. Me casé a los cuatro meses del embarazo. Ahora siento dolor y rabia, impotencia al recordar cómo fue mi juventud: me casé de calle, mi familia me decía que no podía casarme de blanco, tampoco di un banquete normal y lo celebramos en mi casa. La verdad es que ese día fui feliz, pero después todo aquello se desvaneció y empecé a sufrir. Nos quedamos viviendo en la casa de mis padres, en una habitación que nos prepararon para los dos. Pero la convivencia pronto fue muy difícil. Los comentarios de unos y otros y yo en medio, impotente de todo. La familia de él tampoco me gustaba, su hermana era muy cotilla y hablaba mal de la gente. Mi madre tiraba hacia sí, pero al final me fui a vivir con mi marido a casa de su hermana, que se había quedado viuda con dos hijos. A mis 19 años, metida en una casa pequeña y sucia, todos los días quitando “mierda” a la casa de mi cuñada y a los hijos de mi cuñada. Muchas veces sentía asco y 78

odio de mí misma. Él empezó a llegar tarde por las noches, y hasta arriba de alcohol. Discutíamos. Yo intentaba decirle que aquello no era vida, pero me daba miedo y no se lo decía. A veces le chillaba por los roces que teníamos con su hermana. Discutíamos y después él quería “arreglarlo” en la cama. Luego yo sentía impotencia y asco. Se gastaba todo el dinero en bares y yo le echaba la bronca en la casa. Las discusiones eran cada vez más violentas: él me hablaba agresivo y yo le devolvía las palabras más agresivas, igual de violenta o más que él. Me sentía hundida y fracasada. Le intentaba decir algo y me dejaba con la palabra en la boca: se iba al bar y yo muerta de rabia. Ese día peor que el anterior, y el día de mañana peor que el de ayer; así se me quitaban las ganas de intentar hablar con él serenamente. Sentía mucha impotencia. Me quedé embarazada del segundo hijo. También, por aquel momento, empecé a trabajar y, con el dinero, se suavizó un poco la tensión con su hermana. A partir de entonces yo empecé a salir por las noches con mi marido, a acompañarle a los bares y a no dejarle solo. Pero su hermana ya no nos soportaba en su casa por las horas a las que aparecíamos, etc., me cerraba las puertas con llave, me retiraba hasta los muebles. Recuerdo que, estando embarazada de mi segundo hijo, no tenía ni siquiera sillas para sentarme, y tenía que planchar la ropa de rodillas en el suelo “para no manchar”... Cuando nació el niño, aquella noche tuvieron que ir a buscar a mi marido porque estaba de juerga. Me sentí muy sola y muy dolida. Llegó al hospital borracho. Lo pasé fatal, y después se lo dije como pude. Volvimos a casa con el niño y volvieron los problemas. Él llegaba a las tantas. Yo le hablaba agresivamente: sacaba imagen y no le decía la soledad en la que vivía. Continuamente me sentía provocada por él, me dejaba llevar por el odio. Sentía un infierno por dentro: utilizada, engañada..., y no se lo podía decir. Un sentimiento de impotencia total». En ese momento de su relato, absorta en sus pensamientos con la mirada fija al frente, las lágrimas por sus mejillas y todos los demás escuchando en absoluto silencio, el terapeuta educador se dirigió a ella con voz grave para provocarla sentimientos de rabia: «Te tenía agobiada, M. No te respetaba. Te usaba como a un objeto y ahora le lloras. Te manipulaba, te trataba como a un mueble, te utilizaba en la cama después de las discusiones. ¡Como un trapo de usar y tirar...! y ahora le lloras. ¡No te respetes, llórale…! [con fuerza] ¿Qué sientes, M.?». «¡Rabiaaaaa...! Entonces me planteé –prosiguió su relato– separarme de él, irme a la casa de mi madre. Cuando ya estaba en trámites legales de divorcio, él me pidió perdón de rodillas y por favor que no le dejase, que iba a cambiar... Le creí y volví con él. Lo que yo no sabía entonces es que aquello iba a empeorar todavía más. Conocimos a una pareja que estaba enganchada, y empezamos a consumir. Recuerdo mis primeras rayas de cocaína. Yo trabajaba de lunes a viernes, y por las noches y los fines de semana nos poníamos bien de droga. A los pocos meses de consumir empecé a sentirme físicamente fatal, pero yo no sabía que aquellos dolores eran efecto del síndrome de abstinencia. Un día me ofreció “mierda” para aplacar el síndrome: “Ponte esto y verás como no se parece en 79

nada a lo que has probado hasta ahora”. Él me puso la primera inyección de heroína en vena, y aquello, efectivamente, me pareció mucho mejor que todo lo anterior. Recuerdo que ese primer pinchazo me lo ofreció, y me lo puso, el día de mi cumpleaños». Como una voz en off se escuchó al terapeuta repetir incisivo, casi con crueldad: «¡Menudo regalo de cumpleaños, M!» [pausa larga… silencio]. «Ahora –continuó– ya estábamos los dos enganchados y aparentemente más unidos que nunca. Unidos por la droga. Los niños se los llevó mi hermana, y ya no volvimos a verlos. Él me decía que para qué íbamos a verlos en aquel estado, total para unas pocas horas... El resultado es que no volvimos a verlos. Ahora estábamos los dos fuertemente enganchados. Empezamos a vender en nuestra habitación. Y yo ya no le dejaba solo para nada. Por él y por mí. Nos necesitábamos mutuamente para suministrarnos. Empezamos a robar los dos, porque no teníamos dinero suficiente para ponernos. Ahora sentía miedo de todo. Y todo terminó en tragedia. Un fracaso total. Mi vida hecha una ruina. Él cayó preso en la cárcel. Yo cometí un robo y, cuando él salió de la cárcel, al poco tiempo me metieron entre rejas a mí. Poco después él se puso una primera sobredosis en la calle. Le recogieron en el hospital, se recuperó, le dieron de alta médica pero al día siguiente volvió a ponerse. Me vino a ver a la cárcel. Los días pasaron y yo soñaba con él. Un día soñé que se había muerto… Y, efectivamente, así sucedió. Una mañana llegó una funcionaria de la prisión a darme la noticia, y antes de que me lo dijese tuve una intuición y se lo anticipé yo. Así me enteré de la muerte de mi marido. Y yo entre rejas, sin poder hacer nada por él. Totalmente impotente. Un profundo miedo. Me echaba la culpa de su muerte. Me sentí hundida. Vacía. Muy sola. ¡Rabiaaaa! [gritando]». «¿Qué le dirías ahora, M.? –intervino de nuevo el educador–. Imagina que X está aquí, delante de ti, y puedes hablarle ahora». «Ahora, X –contestó M. sin moverse–, te diría que no me he sentido respetada por ti. Solo manipulada, provocada, agredida. Ahora me siento muy sola, con mucho miedo. Me has hecho mucho daño. Pienso que no me has querido, solo has mirado por ti. Me has hecho daño hasta el día de tu muerte. Fuiste un cobarde, sin saber afrontar las dificultades de la vida. Todavía me siento manipulada por ti, como si desde el otro mundo todavía dependiera de ti. No vivo ni de noche ni de día. Pero a partir de ahora, todo esto se acabó. Te dejaré para siempre fuera de mi recuerdo. Todo lo que no he hecho contigo, a partir de ahora lo haré en mi vida. Te dejaré para siempre a un lado. Dejaré el fantasma de tu imagen que se proyecta sobre mí como una sombra alargada. Todo este tiempo he estado confundida por ti, confundida en mis sentimientos. He tapado muchos sentimientos, y no he querido afrontar la realidad. Ahora comprendo que he estado equivocada y manipulada por ti... A partir de ahora se acabó…». Este impresionante relato existencial, que se puede escuchar en la Escuela de Comunidad en un día cualquiera y en una reunión cualquiera, encierra tal profundidad antropológica que seguramente aporta mayores conocimientos sobre el ser humano que muchos tratados sistemáticos de filosofía o psicología juntos. ¿Qué decir de la libertad? ¿De qué o de quién somos esclavos? ¿Está el ser humano programado irreversiblemente 80

por su genética o su «circunstancia»? ¿Hasta qué punto? ¿La verdad y la mentira son meros nominalismos, o meras ideas? Sobre el amor ¿qué tipos de amor y de odio existen? Y la comunicación y la relación ¿qué pensar de la fidelidad, la confianza y la fe en los demás? ¿Existe la pura soledad de la incomunicación? ¿Y la amistad? Y sobre la esperanza y la desesperación, ¿no se descolocan tantos tópicos? El testimonio de una sola persona como esta, que lucha así a brazo partido por salir de su antigua esclavitud, posiblemente nos acerca al conocimiento de la naturaleza humana mucho mejor que cientos de horas de estudios teóricos en nuestras Facultades y Universidades. Observemos cómo esta joven mujer, con estudios primarios, ahora sabe utilizar a la perfección el verbo manipular. Las personas esclavas de sí mismas han vivido tan en sus carnes la manipulación que cuando logran rehumanizarse saben que no es digno vivir en ese estado de permanente engaño. Lo más profundo del ser humano, porque es «imagen y semejanza de Dios», está en su dignidad. De ahí proviene el rechazo radical de verse tratado como un objeto. Ahí radica el profundo respeto debido a su condición de realidad personal no cosificable. Con nuestra manía cientificista catamos solo al homo mensura, al hombre desfigurado, rebajado del nivel personal y transformado en «cosa», determinado por procesos materiales o sociales, por reacciones químicas o mecánicas. Pero ese no es el hombre. El hombre y la mujer son persona. Cuando una persona se hace adicta y mantiene relación de pareja con otra adicta, en principio se siente segura, pues piensa que al menos no será abandonada. Cree que la otra persona la necesita, y para no ser abandonada tolerará todo tipo de abusos y falta de respeto debido a que necesita desesperadamente estar con alguien cómplice. Lo mismo sucede con cualquier otra conducta esclava o deshumanizante compartida en pareja. Por eso la rehumanización se dirige preferentemente a abordar las relaciones personales auténticas y la necesidad de experimentar el amor auténtico. Y a elevar la autoestima. Si de verdad queremos hacer algo por las personas deshumanizadas, hemos de ayudarlas a desterrar su creencia irracional de que son indignas y han de conformarse con ser tratadas mal. Contrastemos ahora el caso de esta mujer y su relación de pareja, con el no menos asombroso relato que cuenta Viktor Frankl a propósito de un diálogo imaginario que mantuvo con su joven esposa cuando estaban separados en Auschwitz, y veremos con claridad que la auténtica libertad se expresa en el encuentro que no depende de la cercanía-lejanía en el espacio y el tiempo, ni acontece por la mera vecindad corporal, sino que brota de las experiencias de sentido; o como diría Richard Bach «ningún lugar está lejos» si tenemos deseo y voluntad de estar al lado del ser amado aunque vivamos separados por miles de kilómetros de distancia, y, al contrario, dos personas pueden vivir juntas bajo el mismo techo y no encontrarse nunca. «Mi mente se aferraba a la imagen de mi mujer –escribe Frankl–, a quien vislumbraba con extraña precisión... Un pensamiento me petrificó: por primera vez en mi vida comprendí la verdad vertida en las canciones de tantos poetas y proclamada en la sabiduría definitiva de tantos pensadores. La verdad de que el amor es la meta última y más alta a que puede aspirar el hombre. Fue entonces cuando aprendí el significado del 81

mayor de los secretos que la poesía, el pensamiento y el credo humanos intentan comunicar: la salvación del hombre está en el amor y a través del amor. Comprendí cómo el hombre, desposeído de todo en este mundo, todavía puede conocer la felicidad si contempla al ser amado» (1993, 45-46). Y en la página siguiente proclama así la victoria del amor sobre la muerte: «Ni siquiera sabía si ella vivía aún. Solo sabía una cosa, algo que para entonces ya había aprendido bien: que el amor trasciende la persona física del ser amado y encuentra su significado más profundo en su propio espíritu, en su yo íntimo. Que esté o no presente, y aun siquiera que continúe viviendo deja de algún modo de ser importante... Si entonces hubiera sabido que mi mujer estaba muerta, creo que hubiera seguido entregándome a la contemplación de su imagen y que mi conversación mental con ella hubiera sido igualmente real y gratificante» (47). Por el camino del amor siempre podemos avanzar, ir más lejos. El ser amado desaparecido físicamente por la muerte, pero más vivo y presente en el ánimo de su amante que antes, lo demuestra. Como el de Viktor Frankl, también fue el caso de Gabriel Marcel (Cañas 1998, 58s.), y el de tantos pensadores que nos han transmitido su vivencia apasionada de esta realidad. Pero volvamos a poner los pies en el suelo. De alguna manera misteriosa la condición del ser humano es errar, tropezar en la misma piedra una y otra vez. La persona puede recaer. Es más, nos atrevemos a decir que a veces necesita recaer. 4. Las recaídas La vida de las personas es, como definió al mar tan bellamente Paul Valéry en los versos geniales de su Cementerio Marino, «siempre renovada» (La mer, la mer, toujours recommencée). El ser que reconoce humilde su culpa puede esperar frecuentes recaídas, pero también otras tantas recuperaciones en su proceso de sanación total. No solamente recaídas en el consumo de sustancias, si es el caso, sino en actitudes y conductas negativas o de calle que le hacen retroceder amargamente. Pero es mejor que prevea los contratiempos que van a surgir. Porque debe enfrentarse a una lucha sin cuartel para la superación de sus problemas, probablemente durante toda su vida, y siempre debe estar dispuesto a aceptar la realidad desnuda, su realidad. La tentación de volver a la calle, como sombra siniestra, planea en algún momento sobre todo proceso rehumanizador. En algún momento duro de su proceso formativo la persona pasa por un punto crítico en el que las razones para esperar se convierten en razones para dudar. Pero entonces aparece en la noche de su corazón esa pequeña chispa, esa luz interior que en realidad nunca ha dejado de iluminar su alma desde que tiene conciencia de sí, para darle esperanzas de salir del arrabal. Se da en lo más profundo de su ser, y es una convicción que no le abandona, aunque sea frágil y como sostenida por un hilo débil. Es posible que solo en la etapa última, tal vez años después, reconozca ese lógos, esa razón esperanzadora de vivir hasta el punto de afirmar que sin ella su vida no tendría sentido. Cada día debe estar en estado de conversión interior. No le bastará con hacer un acto intelectual de voluntad o de fe, sino dar a su existencia una orientación que vaya 82

conformándose con maneras auténticas de pensar, obrar y relacionarse con los demás. Hay etapas en las que esta elección es más radical, sobre todo al principio, porque se trata de una opción que pone en tela de juicio las profundidades de su ser y su destino. Pero esta elección es siempre posible, y es la expresión más profunda de su personalidad que a menudo inaugura o pone fin a una crisis de crecimiento en cada etapa de su historia personal. Sería caso raro que una persona no tuviera algún momento de recaída a lo largo de su proceso de aprendizaje y de crecimiento personal en la Escuela. Más bien sería motivo de especial atención, porque no es humano. Por eso hemos de considerar las recaídas como hechos que proporcionan una oportunidad educativa valiosísima para la persona. No tienen por qué ser consideradas fracasos, antes bien de las experiencias de recaída se pueden obtener buenas lecciones si se abordan honestamente porque nos hacen caer en la cuenta de que somos débiles y frágiles, y necesitamos de los demás. «En la humildad está la verdad», decía santa Teresa de Ávila. Y no hay mejor forma de conocer la humildad que pasar por alguna situación de recaída. Sin crisis no hay crecimiento auténtico. Dicho de otro modo: solo la vida purificada puede seguir adelante y con mayor impulso creativo en una nueva etapa.

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IV Escuela de Reinserción «El mejor monumento a una obra es ella misma» (V. Frankl).

S uperado el tiempo de crecimiento personal en el internado, la Escuela de Comunidad se viste de fiesta para dar la despedida a algún residente que ha completado su formación. Casi todas las semanas hay en el centro un día festivo y alegre por la despedida: uno solo, o dos, o alguna persona más, se despiden del resto de compañeros. Toda la familia reunida en un gran círculo, de pie, los más cercanos e íntimos van diciendo y expresando sus sentimientos. Después, si la emoción deja, los que se marchan dan las gracias: «Me siento muy lleno y os quiero a todos», es la expresión que más se repite, casi letánica, llenando de sentido el tiempo y el espacio de la Comunidad. Al final entonan todos juntos una hermosa canción de despedida, como por ejemplo esta: «A ti te canto hoy esta canción, para que cuando la escuches, te acuerdes un poquito de mí. Tú te irás y no te veré en largo tiempo. Pero tu recuerdo será mi única alegría. Cuando te digo adiós sentiré muy dentro, que algo mío se me va, y me queda un hueco dentro. Es un tiempo en el que estaré muy solo, pero tu recuerdo será mi única alegría. Esperaré tu regreso con la esperanza, de que al volver tu amistad será más fuerte y mejor. Cuando te digo adiós sentiré muy dentro, que algo mío se me va, y me queda un hueco dentro».

La meta está más cerca. Ahora se pasa a una nueva Escuela llamada Reinserción, última etapa de esta formación y este proyecto de crecimiento personal rehumanizador, en régimen de externado o abierto. Suelen ser tres-cuatro meses más de convivencia, vividos desde el mundo de los valores que se han adquirido, donde la persona empieza a insertarse plenamente en la sociedad. Ahora se colabora con más intensidad en la Escuela de Acogida, como monitor de un grupo, dando testimonio a quienes empiezan de que es posible volver a ser persona, compartiendo gratuitamente los valores que se han adquirido gratis. Se vive y se trabaja ya en el propio hogar familiar, se empiezan estudios académicos o se busca trabajo remunerado, se empiezan nuevas amistades con gente positiva. Poco a poco, la persona se va alejando de la Escuela hasta quedar solo en una reunión o grupo de encuentro semanal o quincenal. En este centro escucharemos cosas como esta: «El objetivo que persigo aquí es sentirme persona, y que me traten los demás como persona. Yo soy muy sensible y necesito tener gente que me comprenda, me escuche y me ofrezca su confianza». «En la Acogida y en la Comunidad he encontrado que era persona. También aquí en Reinserción espero encontrarlo, y ahora me siento capaz de recibir y de ofrecer mi apoyo 84

a otros que lo necesiten». «Pienso que el gran objetivo de esta Escuela es ser admitido por la sociedad como otra persona nueva, y no estar marginado. Deseo integrarme, tener novia, trabajo, esperanza de sentirme un hombre útil, cuidar de la casa y la familia, realizarme como persona...». La persona, la persona, la persona… siempre está presente la persona. Pero a lo largo del proceso, junto con los avances hemos visto que se dan retrocesos. También ahora en la etapa de Reinserción. Un momento típico de retroceso, por el que pasa ahora todo el mundo y que luego se integra como crisis de crecimiento, es el miedo a encontrarse solos en la sociedad, y sin gente cercana a quien contar la vida y los problemas cotidianos. Como de hecho no se suelen tener amigos positivos anteriores, las personas ahora corren el peligro de idealizar la amistad que han aprendido en la Escuela. ¿Y después? Aunque es cierto que, después de adquirida esta formación, la mayoría tiene muchas ganas de afrontar el mundo, y son conscientes de que esta experiencia debe servirles como orientación y guía para desenvolverse en la sociedad y no como un estado en el que permanecer toda la vida, lo cierto es que todos en mayor o menor medida pasan – hacia el final de su formación– por el sentimiento de apego a esta gran familia que les ha dado a luz de nuevo y les ha devuelto a una vida con sentido. Ahora sienten con fuerza la nostalgia por la vida creadora que han llevado con otras personas en su misma situación, y con los que han anudado estrecha amistad. Es la crisis de crecimiento de toda separación. A lo largo del tiempo vivido en la comunidad-internado se hace hincapié en la lucha contra cualquier dependencia que se pueda crear en esa situación de mayor protección. Sin embargo, la llegada al centro de Reinserción supone un momento de ansiedad, como en todas partes. Se trata de una nueva oportunidad en la vida para dar un paso más hacia el crecimiento personal que tanto se busca, ahora en condiciones de menor protección. Por eso aquí también hay tres fases temporales de autocrecimiento progresivo: A, B y C. En realidad estas tres fases expresan momentos de la vida real que empiezan por la superación de los miedos normales debidos a la falta de control, a pasar parte del día fuera de casa, a la necesidad de tomar iniciativas, a tener que administrarse su dinero, a reanudar relaciones familiares y amistosas abiertas, experiencias que la persona vive ahora de forma muy diferente porque ahora tiene nuevos valores. Efectivamente, la salida de la Escuela de Comunidad y su paso a esta última y definitiva etapa es ocasión de ansiedad y conmoción, pero vivida como un momento de madurez y paso a una existencia de más madurez. La reinserción no es solo una verificación de los aprendizajes adquiridos hasta ahora, sino un paso más en el crecimiento personal en condiciones de menor protección y mayor contacto con la realidad. Las tres fases de esta etapa expresan momentos temporales de la reinserción en la realidad social, empezando por la superación de los miedos iniciales, hasta encontrar trabajo remunerado o completar los estudios, etc., y, en definitiva, hasta tener una autonomía efectiva y plena en su vida personal, familiar y profesional. 85

En la primera Fase (A) la persona aún vive en régimen de internado de lunes a viernes. El fin de semana se cierra el centro. Así se pasan aproximadamente otros dos meses, porque la persona, sobre todo al principio, experimenta un fuerte choque con la sociedad. Han sido muchos meses de su vida reciente vividos con intensidad, de destierro voluntario de la sociedad. Ahora es preciso volver a la sociedad, pero la sociedad sigue siendo la misma de antes. En el primer mes se hace una revisión general de todo lo vivido: «¿cómo me veo?, ¿cómo me ven los demás?, ¿cómo me ve la familia ahora?». Y se hace un compromiso revisable. En esta fase todavía el horario personal se hace y se revisa en el centro: horas de salida y de entrada, etc. En la segunda Fase (B) se vive ya plenamente en el domicilio personal. Ahora el horario de vida se fija con la familia, no con la Escuela. La persona estudia, o trabaja, o busca trabajo, y solo acude al centro dos tardes a la semana –normalmente lunes y viernes– para tener reuniones de grupo. Grupos de familia, por ejemplo, donde cada uno expone lo que vive ahora con su familia, lo que pasa ahora en su casa, o lo que hace ahora en su entorno social. En general son grupos de encuentro sobre temas variados: la programación personal de vida, la autoevaluación, la violencia-agresividad, etc. Por último, llega la tercera Fase (C) donde la vida personal se vive con plena autonomía. Ya no se hacen programaciones, ni horarios, ni grupos temáticos... Solo se asiste a una reunión quincenal, es decir, a un grupo de encuentro entre amigos donde cada uno cuenta cómo le va en su nueva vida. Cómo le va en la familia, en la Universidad o en la Academia, en el trabajo, con las nuevas amistades, etc. Es cierto que todavía se busca mucho apoyo y opinión de la Escuela, pero la última decisión de cualquier cosa ha de tomarla cada uno personalmente. Este centro, como parte de una Escuela global, sigue siendo un hogar organizado y ordenado, que implica de las personas participación y compromiso. Ahora las situaciones nuevas a las que se enfrenta cada uno en su vida crean sentimientos de miedo y dudas, que necesitan confrontarse también en grupos de encuentro. En los grupos temáticos, por ejemplo, cada uno contesta por escrito e individualmente una serie de preguntas, y después se reúnen con un profesor-terapeuta para comentar y confrontar sus opiniones. También se tienen encuentros mixtos con varias familias, etc. Cada lunes hay grupos de encuentro para hablar sobre el fin de semana pasado, donde se revisa y comparte lo vivido, donde los guías orientan y ayudan a analizar los sentimientos suscitados en las relaciones y dirigen el comportamiento en base a las nuevas responsabilidades de que se disfruta. Se trata de seguir creciendo bajo menor protección. Se pretende que las motivaciones y las acciones nazcan del interior de las personas, desde dentro, y no tan dirigidas como antes en la Escuela de Comunidad. Ya vimos que en los momentos iniciales se da una crisis personal. De nuevo es una distancia de perspectiva para dar a luz a esa persona nueva que poco a poco quiere abrirse a la sociedad que le vio nacer hace mucho tiempo. En verdad el paso de Comunidad a Reinserción es bastante fuerte: al principio se producen muchas situaciones nuevas y dificultades. Hay miedo a regresar al pasado. Un momento clave en 86

esta etapa es el paso a la Fase B, fuera del centro, porque suele producir una gran ansiedad el querer conseguir toda la madurez de forma rápida. Es decir, cuando se comparan deseo y realidad se produce la frustración. Aquí la labor educadora principal se basa en el apoyo y reafirmación de los valores adquiridos, apelando a la capacidad de cada uno para equilibrar su ansiedad y sus miedos, y a su responsabilidad. Inicialmente, cuando entraron en la Escuela, muchos deseaban exclusivamente desengancharse de forma rápida de su dependencia esclava, pero no pensaban en crecer como personas porque no creían en su dignidad personal, y, desde luego, ni se imaginaban que el proceso fuera tan duro. Los testimonios que podemos recoger, a este respecto, son convergentes: «Entré en la Escuela de Acogida de cara a mis padres. Solo quería quitarme el ansia de la droga y la esclavitud de encontrar dinero como fuera». «Fui a esta Escuela porque mi familia me hizo “chantaje” y me quitaron a mi hija hasta que me rehumanizara». «Entré obligado. Luego veía que iba ganando cosas valiosas, como la familia y amigos». «Ahora tengo amigos positivos que he conocido por medio de una parroquia. Un cura de esa parroquia conocía este Programa y fue quien me llevó a él. Por entonces, cuando estaba en la calle, yo no creía nada de la religión. Aunque aquí se habla de uno mismo, no de Dios». «Me ha costado más volver a la sociedad que hacer el Programa, porque aquí lo tenía todo: cariño, amistad... Lo más difícil en la sociedad es ser tú mismo, mantener tus gustos, no dejarte arrastrar. A veces me falta mantenerme firme y tener un carácter más fuerte». En general, quienes llegan a esta etapa de Reinserción no es previsible que tengan crisis graves, y continúan aprendiendo en virtud de una elección libre y seria. De hecho saben vivir en el centro, pero temen el mundo exterior. Y es lógico. Aquí el segundo y tercer estadios de su rehumanización están pensados para acostumbrarse a un mundo hostil en el que el otro no ayuda, más bien es competitivo, donde en muchas ocasiones no se nos tiene en cuenta y donde la honradez profunda y la verdad no son fáciles de encontrar. Es, si cabe, una etapa más dura porque la persona sufre un fuerte desengaño: ha cambiado de vida, ha aprendido mucho y bueno en su vida, pero los demás apenas. Amigos, trabajo, familiares... la sociedad es la de siempre. El «choque» es tan fuerte porque en su entorno anterior más o menos todo sigue igual que hace dos años; es decir, la calle sigue siendo la calle, la sociedad sigue siendo la sociedad, y esta constatación ahora se hace muy dura de llevar. Por eso decimos que todas las personas necesitan hacer esta formación. Más o menos, así trascurre un grupo de encuentro en la Fase inicial (A). Cada uno va haciendo una revisión del fin de semana pasado, una revisión de su horario personal: cómo ha cumplido o no lo que se había programado. Cuando hay algún aspecto puntual criticable los demás le confrontan. Por ejemplo, llegar tarde a casa y no avisar por 87

teléfono a los padres: «Como siempre he hecho lo que he querido ahora me cuesta mucho entender que hay que hacerlo así». Otra conducta criticable: «Entré en un bar en el que debía dinero desde hace dos años y me he sentido muy mal»; y el grupo le confronta: «¿Y no se lo devolviste? ¿Por qué no has ido de frente al dueño y le has restituido lo que es suyo?», etc. Se habla de saber decir «tu verdad» a la gente nueva que te presentan: no ocultar tu antigua condición si se presenta la situación propicia. Primero para protegerse a sí mismo, y segundo para que le respeten a uno los demás como es en su totalidad. También se puede preguntar por el mejor momento y el peor momento del fin de semana. Por último, se termina pidiendo un compromiso concreto para el fin de semana siguiente. He aquí el talante de otro grupo de encuentro ahora en la Fase final (C), muy distendido y afable. Comunican sus relaciones familiares, con los padres, esposa/o, novia/o, hijos..., sus nuevas relaciones en el trabajo, su salud, sus nuevas amistades. Una persona que había pasado ocho años de su vida en la cárcel dirá que «es peor cárcel estar metido en la droga que estar entre rejas». Este hombre tenía un hijo de nueve años a quien no conocía, a quien tuvieron recogido unas monjas en una casa de tutela, y ahora quería hacerse cargo de él. Otra persona, de raza gitana, que vivía en un barrio de frecuente tráfico de estupefacientes, da testimonio de que se puede salir de la droga incluso viviendo con ella a la puerta de casa y viéndola correr por delante de las propias narices. Naturalmente todo esto lo transmite a los nuevos jóvenes que llegan a la Escuela de Acogida. El conjunto de vivencias sinceras y profundas imperceptiblemente ha ido creando entre los residentes unos lazos de amistad muy fuertes. Tan fuertes que terminan conociéndose muy bien y anudando amistades para toda la vida, e incluso algunos, después de superada su etapa de formación, llegan a iniciar relaciones de pareja estables. Pero antes han tenido que pasar por la graduación oficial. La graduación Al final de este largo proceso educativo espera la graduación. En nuestra Escuela los graduados no son «sujetos restaurados», ni «individuos rehabilitados» según un modelo previo, ni son clones. Son personas singulares rehumanizadas. Son persona, sin más. Personas libres, cada una con sus características, que tienen en común principios y valores nuevos, y sobre todo el empeño de seguir creciendo y madurando como personas. Incluso es preciso ir más allá y afirmar que son más persona que otras muchas «personas normales». De modo que la sencilla filosofía de la rehumanización que propicia este lugar ideal, sirve para acompañar en el camino de la vida a cualquier persona caída por la causa que sea, y en el grado que sea, pero que lucha por adquirir una nueva vida sin manipulaciones ni engaños. Unos seis u ocho meses después de terminar su formación en la última etapa o Escuela de Reinserción (Fase C), el alumno obtiene su graduación. La graduación, o alta terapéutica definitiva, se vive con gran alegría, como en una fiesta. Esa alegría que 88

«anuncia siempre que la vida ha triunfado» (Bergson), o como diría Dante en La Divina Comedia «pura luz intelectual llena de amor, amor del verdadero bien henchido de júbilo, júbilo que supera toda dulzura» (Paraíso, XXX, vv. 40-43). Para hacernos cargo existencialmente de lo que es sentir una gran alegría habría que preguntárselo a quienes, por ejemplo, han vivido en un campo de concentración y un día tuvieron la dicha de ver a sus libertadores, como le pasó a Viktor Frankl. Es decir, es preciso preguntar a alguien que estuvo muerto y volvió a la vida, alguien que tuvo en sus manos todas las razones para desesperar y suicidarse, como ese cura evadido de los campos de concentración nazis que dijo «vuelvo del infierno», y no acabó con su vida porque incluso en esas circunstancias supo encontrar el sentido de pensar antes en los demás que en sí mismo. Esta experiencia profunda de alegría de liberación radical es comparable a la que experimenta el alumno de nuestra Escuela cuando llega el momento de su graduación, porque ha salido de la esclavitud del egoísmo profundo –eso es deshumanización– y ha encontrado de nuevo sentido a su vida. Por eso es muy bello asistir a una graduación. Pero nadie piense que es, dentro del programa educativo de la Escuela, algo extraordinario. Es un acto sencillo, pero intenso de emociones contenidas, eso sí. Lo primero es una entrevista individual que mantiene la persona que ha «vuelto a ser persona» con el Director de la Escuela. A lo largo de esta entrevista hace un repaso de su trayectoria por el programa en las distintas etapas, a la vez que contesta algunas preguntas que previamente ha reflexionado en casa y las trae pensadas y respondidas, incluso por escrito. Así transcurre una de estas entrevistas, un día cualquiera: «Pregunta (P): ¿Tú crees que te has ganado este paso? Respuesta (R): Creo que sí. Me ha costado mucho. En el Centro de Comunidad entré de lleno cuando hice el primer grupo estático. Recuerdo que sentí mucha vergüenza de mí mismo... P. ¿Qué cambios crees que hay en ti? R. Ahora no puedo ni mirarme en una fotografía anterior de mi época de negativo. P. ¿Cómo vives la comunicación con tu mujer y con tus hijos ahora? R. Entre alta y muy alta. Yo le pondría un ocho sobre diez. P. Valora tu responsabilidad. Valora tu amor gratuito. R. Mucho mejor. Pero creo que tengo que seguir trabajando estos valores durante toda la vida. P. Tu postura ante el alcohol. R. Me da mucho miedo. Equivocamos el camino buscando la felicidad donde no está… P. Ahora –le dice el entrevistador– te voy a hacer una última pregunta que puedes no contestar: ¿Quién es Dios para ti? R. Yo no sé si Dios existe. Pero estoy seguro de que, si existe, Dios es Amor...». Después de esta entrevista individual a continuación se mantiene otra con su familia delante. Todos van diciendo el cambio que han visto en su hijo, marido, padre, cuñado, 89

hermano... A los hijos –en el caso que comentamos era padre de dos hijos de 10 y 14 años– también se les pregunta qué cambios han notado en su padre. La sorpresa salta a la vista del observador cuando dicen con toda naturalidad lo que ellos han cambiado en este tiempo, no su padre, sino ellos personalmente. Protocolo final, antes de un pequeño ágape de despedida: el interesado y varios testigos firman en un libro de registro. El director de la Escuela de Rehumanización podrá comentar con orgullo: «Esta es la diferencia entre una auténtica escuela y una secta; en una secta se sabe cuándo se entra pero no se sabe cuándo se va a salir de ella; por el contrario aquí nosotros crecemos como personas cuando vosotros os marcháis graduados». Es tarea de cada cual, la tarea que a todo ser humano se le encomienda cuando viene a este mundo, encontrar el sentido de la propia existencia. La Escuela ayuda, pero andar el camino es tarea personal. De ahí el respeto exquisito a la libertad personal. Lo contrario de lo que hacen las sectas: relevan del esfuerzo de pensar por sí mismos al proponer a las gentes unas metas de felicidad que son puro espejismo, y las manipulan para llevarlas a un camino sin retorno. Eso es sectadependencia. Sobre las dificultades de encontrar empleo, y qué futuro espera, las respuestas son optimistas: «La cosa está bastante complicada, pero la mayoría de nosotros somos “superclase” y tenemos muchas posibilidades». Esta es la grandeza de la esperanza. «Si uno no puede explicar lo que ha estado haciendo, su trabajo carece de valor», dijo en cierta ocasión el físico austríaco Erwin Schrödinger. El problema de encontrar empleo para estas personas es menos problema porque ciertamente los que han llegado hasta la graduación son unos fenómenos, aunque solo sea por la capacidad de superar las mayores dificultades que han demostrado, y sobre todo porque han aprendido a convivir con la esperanza. La esperanza, a partir de ahora, es una realidad que ha entrado a formar parte del vocabulario del alma. En adelante también lo será de la vida.

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Tercera parte Ideas básicas para una filosofía de la rehumanización

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Rehumanizar es ampliar la razón de vivir.

1. Estructura personal trascendente del ser humano Para entender de verdad la educación que administra esta maravillosa Escuela de Sentimientos es necesario realizar un proyecto de vida rehumanizador o de cambio profundo en la propia vida personal. El desarrollo y la madurez humana es un proceso formativo complejo porque nuestras mejores cualidades como personas –libertad, verdad, amor, comunicación, esperanza– son ambivalentes. Podemos vivir en la verdad y ser transparentes, pero también en la mentira y en la ocultación. Podemos amar, pero también odiar, y el afecto nos puede liberar o esclavizar. En el mundo de la comunicación los lenguajes nos construyen o destruyen. Podemos esperar o desesperar, … en definitiva porque somos libres. A cada paso en la vida tenemos que elegir. Nos proponemos ahora «teorizar» brevemente sobre la rehumanización, fundamento del trabajo cotidiano de «volver a ser persona» o «crecer como persona», proveniente de esta rica experiencia educativa[4]. En efecto, la Escuela de Rehumanización o Escuela de Sentimientos, como Comunidad Terapéutica actualizada es un lugar educativo ideal donde teoría (filosofía de vida) y práctica (psicoterapia) van de la mano porque su ayuda es eficaz y duradera en la medida en que la persona ayudada desempeña inmediatamente la función de ayudadora, y ello deviene en aprendizaje de una auténtica relación y encuentro con los demás, fruto de una enseñanza verdaderamente rehumanizadora. La primera enseñanza que se transmite aquí es que solo las personas pueden relacionarse de verdad, es decir, ofrecer posibilidades de encuentro, desde el respeto y el afecto verdaderos. En el fondo, toda ciencia de la persona o Ciencias Personales (CCPP) se apoya en estas dos categorías antropológicas esenciales: la relación y el encuentro. La persona es un ser de encuentro, sin encuentro se muere, y sin relación no hay encuentro. La Escuela de Rehumanización administra una «terapia del encuentro» cuyo verdadero agente es la relación en sus dos formas básicas: consigo mismo y con los demás. Recordemos que el «estatuto de persona» es común a todos los miembros de la Escuela, no de forma abstracta sino bien presente en la palabra «hermano» y en la palabra «familia», lo cual también significa vivencia de relaciones simétricas. Toda antropología realista parte de la constatación de que somos seres constitutivamente relacionales, y desde que nacemos establecemos con nuestra madre una relación única para acabar de perfeccionarnos extrauterinamente. La relación ha sido una categoría filosófica espléndidamente desarrollada por el pensamiento contemporáneo a partir de S. Kierkegaard (Cañas 2003), también por la moderna ciencia de la computación, o por los teóricos de la comunicación en sus distintas ramas, y ha sido colocada como la categoría central de la psicoterapia (Durand-Dassier 1994, 117155). Uno de los primeros descubridores de esta terapia relacional o «terapia del encuentro» en Psicología fue el profesor Abraham Maslow en la Escuela de Daytop Village. En cierta ocasión les dijo lo siguiente a sus residentes: «Solo he estado en un grupo de 92

encuentro, y no sé cómo habría reaccionado de haber permanecido mucho tiempo allí. En toda mi vida, nadie ha sido tan franco conmigo. Contrasta notablemente con el mundo convencional, el mundo de los profesores universitarios. Las reuniones de profesores ciertamente no se parecen a estos encuentros. No significan nada y, si puedo, trato de evitarlas. Todo el mundo es muy cortés y nadie se queja de nada. De un profesor, recuerdo haber pensado que sería incapaz de decir “mierda” aunque le llegara al cuello. En el mundo de donde vengo todos son muy educados porque evitan la confrontación. Creo que sería estupendo que pudierais ir a una de nuestras reuniones de la Facultad y tener un verdadero encuentro. Lo pondría todo patas arriba, y sospecho que saldríamos ganando» (1987, 279-280). El encuentro consigo mismo y el encuentro con los demás forma el entramado antropológico principal que se da en los centros de Rehumanización. El ser humano que solo ve fuerzas deterministas y automáticas en sus acciones necesita darse una vuelta por aquí, y vivir en su propia carne la experiencia del auténtico encuentro. Porque sin esa vivencia rehumanizadora, sin ese volver a nacer de nuevo como persona, no es posible educar de verdad, ni prevenir, ni crecer como seres humanos, ni recobrar la felicidad. Por eso sostenemos que la terapia relacional y la vivencia del encuentro deben ser el paradigma de todas las profesiones y todos los profesionales de la educación y de la ayuda, y la cura, de nuestro tiempo. En nuestra Escuela hemos visto cómo el ser con un «problema añadido» –todos tenemos algún problema añadido– «vuelve a nacer» porque descubre que es persona. Gracias a una filosofía de vida que le sitúa de lleno en la comprensión del sinsentido de su existencia anterior puede abandonar un estado vital de angustia existencial, y generar pensamientos positivos hasta llegar a nacer de nuevo como persona. Realmente es preciso nacer de nuevo cada día para salir de la esclavitud existencial de uno mismo. Pero –como dice un proverbio oriental– a un prisionero no se le puede sacar de la cárcel hasta que él no es consciente de que está preso. El rico mundo, tan humano y existencial, que hemos ido descubriendo de la mano de tantas personas que en un tiempo pasado eran esclavas de sí y después de su paso por esta Escuela experimentan que son libres de verdad, ha sido posible gracias a que apuntan hacia un cambio de vida radical que va más allá de una mera rehabilitación. Lo sintetiza muy bien este joven: «Mi experiencia de los grupos de encuentro es que los educadores y los compañeros me han ayudado a conocerme y a respetarme, a confiar en mí mismo y en los demás, a ser honesto y veraz, a comunicarme y a relacionarme de una forma abierta, una forma totalmente desconocida para mí hasta ahora y que me da mucha esperanza». Efectivamente, en este espacio de enseñanza y aprendizaje ideal desde el primer día se hace hincapié en el problema de fondo por medio de relaciones de encuentro y de autoayuda basadas en la honestidad y el respeto mutuo entre las personas. Esta educación y esta psicoterapia hacen posible hablar hoy de Escuela de Rehumanización y de Ciencias de la Persona. En sentido estricto no son algo nuevo. Los antecedentes teóricos de la rehumanización los podemos rastrear en escuelas filosóficas humanistas 93

del siglo pasado, como la fenomenología, el pensamiento existencial, el pensamiento dialógico, el personalismo… Y la terapia rehumanizadora también la encontramos en métodos y técnicas humanistas como la logoterapia, el análisis transaccional, la Gestalt, etc. Sin embargo, todavía hoy estos ricos modelos humanistas son admitidos con reticencias en algunos círculos académicos, porque –se argumenta– su concepción científica y filosófica del mundo, y su modelo explicativo del ser humano es «demasiado débil». Pero debemos preguntarnos honestamente si esa confianza es tan débil en realidad. Y recordar que la concepción personalista de las ciencias surgió en torno a la segunda guerra mundial cuando hizo quiebra «el mito del eterno progreso» y la confianza ilimitada en el poder de la técnica; y cuando los modelos científicos se concentraban en métodos mecánicos y funcionales precisamente apareció una ciencia basada en conceptos como «dignidad», «conciencia de responsabilidad», «orientación de sentido», «Gestalt», etc., que pronto se extendió por Europa y por América gracias a autores como V. Frankl, A. Maslow y F. Perls y la escuela humanista en general. Con todo, digamos que sus esfuerzos no fueron suficientes. Y así llegamos a la filosofía de la rehumanización hoy y a las ciencias personalistas actuales, no por lugares abstractos, sino por caminos de experiencia o vivencias personales y concretas como en la Escuela que hemos visto desplegarse aquí. Un lugar, en definitiva, donde las personas viven y experimentan la voluntad de ser personas como una auténtica ciencia, y con G. W. Allport pueden afirmar que «al elegir ser dignos de su sufrimiento atestiguan la capacidad humana para elevarse por encima de su aparente destino» (1993, 9). En esta tercera y última parte de nuestra obra presentamos las ideas básicas de la ciencia de la rehumanización que hemos dado en llamar «estructura personal trascendente», la estructura antropológica universal que toda persona posee por el hecho de ser persona: su libertad, su verdad, su amor, su comunicación, su esperanza y su belleza. 2. Libertad y esclavitud Para hablar de libertad o esclavitud en la persona viene bien recordar ahora aquella rotunda afirmación del ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha: «Tú mismo te has forjado tu ventura», idea que ejemplifica muy bien la responsabilidad mediante la cual nos hacemos a nosotros mismos, dentro de nuestras circunstancias y con ellas, para bien o para mal. Y en todo caso, como demuestran a diario las personas que se rehumanizan en el mundo, la libertad y no la esclavitud es un deseo universal básico del ánima humana: «Yo, en libertad nací y en libertad me fundo», vuelve a decir Cervantes por boca de la pastora Marcela en El Quijote. La antropología personalista que se nos ha ido desplegando aquí de forma vivencial demuestra que la persona es un ser libre y autónomo que puede escoger y ordenar los derroteros de su propia existencia, y que sus condicionamientos genéticos y ambientales los puede manejar y jerarquizar a su modo. Está influenciada por ellos, pero estar influenciado no quiere decir estar determinado inexorablemente, entre otras razones 94

porque otras personas en las mismas condiciones y circunstancias no derrotan por caminos de esclavitud, y la predisposición genética de cada uno no anula la capacidad última intransferible de acercarse o distanciarse de la realidad. Sobre los condicionantes genéticos y ambientales propios cada persona puede construir una enorme riqueza vital. Nuestras condiciones genéticas (materiales, psíquicas y espirituales), y sociales, históricas… están ahí, algunas para siempre, pero cada uno puede combinarlas y recombinarlas, jerarquizarlas a su modo y cambiarlas, tanto en cosas importantes como en cosas nimias. Y, por consiguiente, afirmar que uno no está del todo dirigido por fuerzas deterministas, naturales o sociales, además de realista sobre todo es terapéutico. La persona está ligada a sí misma, a los demás, y al mundo, pero no totalmente sometida, de suerte que hasta el último instante de su vida puede determinar su pensar, y, en definitiva, elegir su destino. Esto es catártico. En última instancia las conductas autoesclavizantes son una grave irresponsabilidad aprendida desde niños. Desde bien pequeños somos responsables de poner la vida en pequeñas elecciones deshumanizantes: primeras mentiras y engaños, primeros hurtos y pequeños robos, primeras amistades negativas, primeros tragos de alcohol, etc. Todas son decisiones iniciales que, si no se corrigen mediante la educación y la prevención, llevan a la esclavitud de nosotros mismos. Pero de igual modo somos libres cuando emprendemos el camino de la rehumanización y la ayuda, el camino de vuelta a nuestra «casa del ser» que diría M. Heidegger. Ulises (Odiseo), y su mítico viaje de regreso a Ítaca venciendo toda suerte de adversidades, sería un magnífico modelo de rehumanización o vuelta al «hogar del yo», y por eso la epopeya homérica también nos sirve de ejemplo para la superación de las esclavitudes modernas. ¿Qué dicen las ciencias de la naturaleza sobre las esclavitudes existenciales? De momento el principio determinista que niega la libertad está siendo sistemáticamente refutado mediante los experimentos sobre el genoma humano. Desde Craig Venter, en 2001, sabemos que nuestro genoma contiene un sorprendente escaso número de genes: alrededor de 30.000, solo 5.000 más que una planta silvestre, el doble que algunas moscas y menos que otras especies animales. Esto supone un serio revés a la perspectiva antropocéntrica que sitúa al ser humano como colofón de la evolución. Si a partir del genoma queremos saber qué convierte en humano al ser humano, esta no es una pregunta contable, y si los métodos experimentales ni siquiera pueden explicar por qué nos diferenciamos tanto de una planta o un insecto, ello quiere decir que sin recurrir a otros medios de conocimiento no podemos explicar la vida personal. La libertad y la responsabilidad personales no son anulables por el mensaje genético, y el factor hereditario no es el responsable último de comportamientos éticos como la deshumanización y la esclavitud. Por esto, con autores como F. Fukuyama y otros muchos, nos alzamos en contra de una ingeniería genética que pretenda controlar la naturaleza humana hasta el punto de poner en juego la dignidad de nuestra especie. Una mirada serena a la dignidad de las personas nos ayuda a comprender que nuestra existencia no está determinada del todo porque somos «libertad libre», es decir, seres «capaces de libertad». La ética y la axiología actuales distinguen entre «libertad positiva 95

y libertad negativa» (Méndez 2013, 53-54), entre «libertad creativa y libertad de maniobra» (López Quintás 2012, 47-59), entre libertad de construcción y libertad de destrucción, etc., siempre dos tipos de libertad opuestos. Son dos «fuerzas» tan opuestas que cuando las confundimos bloqueamos nuestro desarrollo y madurez como personas. Dicho de otro modo: cuando la persona se adentra por caminos de deshumanización se esclaviza y esclaviza a los demás, y viceversa, cuando abandona la deshumanización elige su reconstrucción y rehumaniza a la sociedad que le rodea. Podemos afirmar entonces que hay libertad-libre y libertad-esclava. La libertadesclava equivale a irresponsabilidad ante la vida, mientras la libertad-libre siempre va asociada a la responsabilidad. Ciertamente la auténtica libertad conlleva esfuerzo y energía, y una seria atención a los propios deberes que llamamos conducta responsable, pero por eso hablamos de estado de madurez, de estado adulto, de mayoría de edad, para señalar a una persona que es auténticamente ella misma: «ser hombre es precisamente ser responsable», dejó escrito Antoine de Saint-Exupéry en su magnífica obra Terre des Hommes, de 1939. Reparemos en que el término madurez se encuentra en todas las lenguas del mundo, y en todas significa cierto estado de plenitud al que se llega después de un proceso de crecimiento interior que nos otorga verdadera «libertad libre». El alumno de una escuela rehumanizadora es una persona en vías de madurez porque en ella piensa, actúa y se siente libre. De hecho, nadie le obliga a permanecer allí ni un minuto si no quiere. La libertad libre es algo íntimo que nace del respeto hacia sí mismo, y para respetarse la persona tiene que conocerse y preguntarse muchas veces quién es y cuáles son sus objetivos e ideales en la vida. Ante estas preguntas ha de tomarse todo el tiempo necesario –normalmente dos cursos– hasta hallar respuesta. Hasta aprender de sus errores para no volver a fallar, y extraer enseñanzas positivas, y demostrarse que está en camino de perfección y se acerca a su madurez personal. En conclusión, para explicar qué le sucede a la persona deshumanizada es más coherente acudir a su libertad, también en sus peores situaciones o disposiciones vitales, que sostener un determinismo ciego como el de Sigmund Freud. En los campos de concentración el hambre era la misma para todos, sin embargo Viktor Frankl observó que la gente reaccionaba y se diferenciaba desde su personal posicionamiento existencial: «en aquel laboratorio vivo, en aquel banco de pruebas, observábamos y éramos testigos de que algunos de nuestros camaradas actuaban como cerdos mientras que otros se comportaban como santos» (1993, 128); lo cual le llevó a concluir que «hay dos razas de hombres en el mundo y nada más que dos: la raza de los hombres decentes y la raza de los indecentes» (1993, 87), y ambas se encuentran en todas partes y en todas las capas sociales porque en cualquier tiempo y lugar siempre hay margen para la libertad interior. Es verdad que el peso de la responsabilidad personal a veces es tan grande que el ser humano prefiere abandonarse al destino y ser modelado por otros. Pero la realidad implacable es que él es el último responsable de su destino, él es quien decide lo que hará en el instante siguiente, incluso cuando se abandone a su suerte. Es más, el 96

abandono de su libertad es la verificación de que ha tomado una de las decisiones más libres de su existencia. El gran filósofo español Miguel de Unamuno decía que en la vida de las personas hay algo más que conocerse, hay también que serse: «ser uno mismo». No hay más senderos. Solo el camino de la auténtica libertad puede sacar a la persona del mundo de la esclavitud hacia su rehumanización o liberación plena. Si desde Frankl sabemos que «cada tiempo tiene su neurosis y cada tiempo necesita su psicoterapia» (1993, 124) está claro que en la actualidad hemos de encontrar psicoterapias encaminadas a liberar de la esclavitud existencial al ser deshumanizado de nuestras sociedades. La Escuela de Sentimientos, espacio educativo y método formativo ideal para «tiempos débiles», afortunadamente hoy día es una realidad esperanzadora para muchas personas desestructuradas que ahora pueden «tejer esas tenues hebras de vidas rotas, en una urdimbre firme, coherente, significativa y responsable» (Allport 1993, 7) y liberarse de verdad de sus antiguas ataduras. 3. Verdad y mentira Desde la libertad estrenada en la Escuela, el ser «enfermo del espíritu» acepta la nueva luz de la verdad y el conocimiento de sí mismo que le ofrece la vida. Ese autoconocimiento y esa luz que brota desde su interior es la mejor guía para vivir en la verdad, de la verdad y para la verdad, como apasionadamente dijo Oscar Wilde: «Hubiera dado el mundo por haber tenido valor para decir la verdad; para vivir la verdad. Eso es lo más grande en la vida. ¡Vivir la verdad!». Como ahora le arrojan la verdad en la cara, sin andar con muchos rodeos, experimenta lo mismo que experimentó Maslow en Daytop Village: «Tengo la sensación de que si me quedara en este grupo, escucharía cosas que en mi vida he oído. Sería como verme en una película filmada por una cámara oculta que pudiera mostrarme cómo me ven los demás. Después, podría evaluar lo que he visto y pensar si tienen razón o no. ¿Cuánta verdad hay en ello? Sospecho que alcanzaría un mayor conocimiento de mí mismo, y que ese autoconocimiento sería útil para la búsqueda de la identidad. Una vez superado el dolor, el autoconocimiento pasa a ser algo muy positivo. Es agradable saber algo en lugar de dudar o hacer conjeturas. “Quizá no me habló porque soy malo; quizá se comportaron así porque soy malo”. Para el hombre normal y corriente, la vida es una sucesión de quizás. No sabe por qué la gente le sonríe o deja de sonreírle. Es una sensación muy agradable no tener que adivinar. Es bueno poder saber» (1987, 281). Una de las características formativas más relevantes de esta «cura relacional» es enseñar y aprender a diferenciar entre lo que una persona es y lo que hace, es decir, confrontar conductas desde la honestidad y la transparencia. Esta confrontación se realiza desde el mismo instante en que la persona ingresa en la Escuela de Sentimientos, y en cualquier momento, para llevarla a vivir la verdad, en la verdad y para la verdad. La exposición de la verdad con afecto ayuda a crear una especie de resonancia emocional que proporciona un cauce por el que se liberan las emociones profundamente soterradas. Y aunque la confrontación apasionada de la verdad es una experiencia ciertamente estresante, nos ayuda a madurar y a enfrentarnos a la confusión inevitable de la vida 97

humana. Hablar de uno mismo en los grupos de encuentro y observar la atención de los demás a sus palabras es una experiencia gratificante, y al mismo tiempo un termómetro de autocontrol personal excelente. El egoísmo, la autosuficiencia, la impaciencia, no necesitar de los demás, no pedir ayuda, son actitudes que todos llevamos muy dentro desde pequeños. Es la actitud del niño pequeño que quiere algo y lo quiere ya: «Juan solo». Hablar de uno mismo significa superar timideces e inhibiciones pero especialmente identificar, quizá por primera vez en la vida, pensamientos y emociones que siempre se habían negado. Confrontar, en suma, significa pasar de la mentira a la verdad. Cosas parecidas a estas se escuchan con frecuencia en la Escuela: «Me cuesta reconocer que estoy fallando cuando me lo dicen otros. Respondo con mucho orgullo. Yo siempre he sido violento, me sentía a gusto cuando era violento. No sabía pedir ayuda a los demás». «Ahora veo mi cambio interior, pero también veo que cuando me relajo un poco vuelvo a ser egoísta y a sacar imagen, y a ponerme la careta». «Me cuesta aceptarme a mí misma, me siento inferior, me comparo con otros y me salta la envidia, tengo deseos de subir de rol y no me han subido». Los educadores y los demás compañeros confrontarán esta sinceridad con una claridad digna del mejor aprendizaje en la mejor universidad del mundo: «¿Por qué das más importancia a tus conductas que a ti mismo? ¿Dónde está tu trabajo en valores? ¿Lees tu “proyecto de crecimiento personal” a diario y lo vives? ¿Por qué te dejas llevar de la prisa?». En algunas reuniones se dan silencios espesos que rasgan el aire a propósito de preguntas directas, comprometedoras. La lucha íntima que cada uno experimenta proviene de avanzar y retroceder. El crecimiento personal es una revisión de vida completa, de abajo arriba, una lucha sin cuartel, una reconquista de la ciudadela interior que se halla enajenada. Incluso el trabajo en la Escuela puede ser un valor o puede ser un escape, una huida hacia adelante. Pero como la persona intenta vivir en la verdad y salir de la mentira, y lucha y se esfuerza por salir de su error, la misma persona se percata de esta sutil situación: «Llevo unos días agobiada por el trabajo –dirá una joven–. Parece como si aquí viviera solo para trabajar. Estoy dando más importancia al trabajo que a las personas. Quiero sentirme útil ante los demás y asumir responsabilidades, y ahora descubro que le doy más importancia a las responsabilidades que a las personas». Una de las cosas que más nos libera de nuestras ataduras es la autenticidad con la que tratamos de vivir ante nosotros mismos y ante los demás. Eso es buscar apasionadamente la verdad. La máscara de la mentira ha ocupado tanto espacio autodestructivo en la vida anterior que ahora hay que luchar a brazo partido por «desenmascarar a la máscara». Vivir en la mentira era vivir de imagen, ponerse la careta. Ahora las relaciones han de fundarse en la verdad, en la experiencia del gozo que supone descubrir que se puede vivir libre en la verdad. La persona esclava de sí misma viene del mundo de la mentira y cuando descubre que puede hacer pequeñas experiencias de verdades en su vida, reflejo 98

de la Verdad, un mundo de sentido comienza a revelarse en su interior: intuye que es posible la liberación, su liberación. En el mundo deshumanizado se adoptan papeles, se actúa dramatizando, las personas se enmascaran o se esconden detrás de su fachada. Y esto es autodestructivo porque al renunciar a nuestro verdadero ser, al rechazarnos a nosotros mismos, nos condenamos a ser rechazados por los demás. Cuando vivimos en la esclavitud de la mentira perdemos nuestra autenticidad, perdemos hasta el sentido de la vida, y en su lugar se instala una imagen, una máscara despótica de una importancia increíble. Una de las funciones de «ponerse la máscara» es ocultar aquellos aspectos de la personalidad que son demasiado dolorosos o demasiado aterradores como para verlos y enfrentarlos. Enorme despilfarro de energías mentales y espirituales para desempeñar un papel que no es el nuestro, o mantener una imagen que no es auténtica. Hasta que no conseguimos liberarnos del lastre de esa imagen no experimentamos la alegría de vernos libres, ni el gozo de vivir la verdad y en la verdad. En la Escuela de Sentimientos el ser caído descubre con asombro que ser él mismo es algo mucho más natural y espontáneo, y que apenas hace falta esfuerzo comparado con el terrible desgaste psíquico que supone mantener la careta de la mentira y la ocultación. Incluso mientras estaba en la calle, la pequeña luz de la verdad nunca dejó de alumbrarle, entre otras razones porque, aunque él engañaba a los demás, deseaba que los demás no le engañaran a él. Ya lo dijo con su acento existencial característico san Agustín, aquel buen catador de la psicología humana por propia experiencia: «Muchos he tratado a quienes gusta engañar, pero que quieran ser engañados a ninguno» (Conf. X). Cuando el agua está turbia, sucia, hay que dejarla reposar bajo la claridad del sol para que las impurezas se depositen en el fondo y el agua aparezca pura en la superficie. Lo mismo sucede con el paso de la mentira a la verdad. La rehumanización es un proyecto de crecimiento personal que se lleva a cabo no mediante conductas extraordinarias o sensacionales sino trabajando la honestidad al ritmo de la vida diaria. Sobre todo aceptando nuestra propia verdad como personas, con nuestros límites y deficiencias a través de los cuales nos purificamos perdonándonos a nosotros mismos. Y entonces experimentamos esa alegría y paz interiores que ya dijo Cervantes a través de Don Quijote: «un buen arrepentimiento es la mejor medicina que tienen las enfermedades del alma». Pero la vivencia de la verdad es una conquista continua. A la persona no le es dada de una vez para siempre sino que, como muy bien dijo el filósofo suizo Max Picard a propósito de la fidelidad: «el ser humano debe fundar el hogar cada mañana». De la perseverancia en el camino de la verdad nacerá la generosidad y la profunda disponibilidad, y brotará, en suma, la felicidad. 4. Amor y desamor Si afirmamos que la más profunda esencia de la persona está en su capacidad de amar, desde Platón en adelante nos alineamos con todos los pensadores de la Historia para quienes el primer y más profundo misterio del ser humano es el amor…, aunque 99

ciertamente no sabemos qué es el amor. «Mi peso es mi amor, él me lleva donde me quiera llevar», había dicho san Agustín (Conf. XIII, 9), para concluir aquel maravilloso «ama et quod vis fac», liberador, definitivo. Más cercano a nosotros, Carl G. Jung, en un pasaje de su autobiografía Recuerdos, sueños, pensamientos, confiesa desarmado: «tanto en mi experiencia médica como en mi propia vida me he encontrado repetidamente frente al misterio del amor y nunca he sido capaz de explicar qué era» (Apud, Hillman 2000, 127). Es difícil, ciertamente, saber del amor, del auténtico amor. Sabemos que el desamor es la máxima deshumanización, y lo más destructivo del ser humano. Incluso se ha dicho que las adicciones son el desamor, etc. Pero en todo caso podemos estar seguros de que sin amor no somos personas. En la estructura personal trascendente del ser humano, en efecto, resalta con claridad el amor como una función básica, tutelar, definitiva. En el amor y el afecto recibido de los demás nos atrevemos a decir que se halla el factor más determinante para nuestro desarrollo y equilibrio personales. De sobra saben los psiquiatras y los psicólogos que muchas de las neurosis provienen de que en la etapa de la niñez la persona no recibió la debida porción de afecto que necesita, y que la ausencia temprana de amor se paga más pronto que tarde con la esclavitud de sí mismo, es decir, con la servidumbre de la deshumanización. Desde la Escuela de Sentimientos podemos asegurar que el amor es el verdadero ámbito de la libertad, el espacio de la libertad libre. Una persona que no vive un verdadero amor en su vida, y no se encuentra de verdad con los demás, no puede llamarse persona plenamente realizada y libre. El encuentro amoroso o afectivo es tan necesario en los seres personales sobre todo porque dota de sentido su vida. Y con Eric Fromm descubrimos que la senda para conocer el secreto del hombre no es la del pensamiento sino la del amor. Ciertamente la antropología actual ha ampliado su razón práctica a través del rico mundo del amor y de los sentimientos humanos. Una filosofía de vida basada en el egoísmo, contraria al ideal del amor, es justamente una filosofía que engaña a la persona porque en el momento en el que desaconseja amar desaconseja ser persona. La psiquiatría moderna dirá que en la capacidad de amar se encuentra una buena dosis de paz y de felicidad de las personas, algo tan importante para la armonía interior que la filosofía personalista actual concluye que «la persona es un ser para el que la única dimensión adecuada es el amor» (K. Wojtyla), por la sencilla razón de que excluye ser tratada como un objeto. Antes de que el pensamiento cristiano situase al amor como categoría central de la vida personal, tanto el pensamiento griego como la sabiduría oriental y la cultura hebrea habían llegado a la misma conclusión, lo cual apunta a que es algo originario de toda la humanidad. Dentro de nuestra propia tradición clásica bien podemos hacer de Sócrates el prototipo de «psicólogo de la humanidad», porque la primera preocupación para el hombre más sabio de Atenas era la salud del alma: «yo digo de mí que soy un ignorante de casi todas las cosas, excepto de la naturaleza del amor» (Banq. 177d). Y desde Sócrates y Platón hasta nuestros días, pasando por el cristianismo, lo mismo. 100

En la obra Premières Méditations poétiques, del poeta romántico francés Alphonse de Lamartine, podemos leer este verso genial: «Un solo ser te falta, y todo queda despoblado» (Un seul être vous manque et tout est dépeuplé). Esta frase expresa un mundo interior que desborda la dimensión materia-espacio-tiempo para instalarse en la esfera del amor personal, en la esfera de la dimensión espiritual. ¿Qué ser es ese que al faltar deja nuestro entorno despoblado? Cuando el mundo relacional se derrumba, poco importa en ese momento saber que alrededor nuestro se mueven miles o millones de seres humanos, porque el ser amado era único en el mundo. Es lo mismo que expresa Gabriel Marcel por boca de uno de sus personajes de teatro preferidos: «amar a un ser es decirle tú no morirás», frase que repetirá de muchas formas y en muchas de sus obras posteriores (Cañas 1998, 116s.). Al volver la mirada a la persona desestructurada por su esclavitud interior encontramos que la dimensión antropológica universal amor-temor nos aclara muchas cosas de su mundo. A la importancia de ese binomio se le ha prestado escasa atención filosófica y humanista, y sin embargo el amor y el temor envuelven nuestra vida y nuestra personalidad y orientan nuestra acción. Al preguntarnos quién es el ser deshumanizado hemos de pensar en la persona concreta que padece una esclavitud de sí misma. En ella, en esa persona única, no en el «sujeto», ni en el «individuo», ni en el ser humano abstracto, vemos a alguien que tiene su historia, quizá una vida tortuosa llena de temor y desamor. Una vida negativa que, aunque conserva el recuerdo de momentos positivos, está marcada por la pesada contradicción del desamor en su existencia. Por eso necesita que se la escuche, necesita ser acompañada con amor respetando su libertad y su dignidad, y eso también se enseña y se aprende. En nuestra Escuela el educador-terapeuta (el filósofo, diría Platón) enseña y cura porque se encuentra en el mismo plano que el amante: «ambos surgen del mismo impulso primordial que subyace tras su búsqueda amorosa» (Fedro 248d), de suerte que entiende su función educadora como amor del alma, es decir, como una continua posibilidad sanadora que no depende ni de la situación ni de un especial «eros terapéutico». Porque el auténtico amor no se limita a encontrar el camino sino que, como guía de almas, es intrínsecamente el camino. Podemos concluir que el amor se encuentra constitutivamente en todas las personas, sean o no esclavas de sí mismas, y, como bien certifican la educación y la psicoterapia rehumanizadoras, en el teatro de la vida humana juega el papel esencial sin el cual las personas no somos personas. 5. Comunicación e incomunicación En 1921 el pensador austríaco Ferdinand Ebner, en su obra La palabra y las realidades espirituales, llegó a la idea de que la «soledad del yo» y la «carencia de tú» son las auténticas raíces de todos los trastornos y enfermedades psíquicas. Un año después, en 1922, apareció la primera edición de Yo y tú, de Martin Buber, quien se esforzó toda su vida por acercar esta obra a los «filósofos terapeutas» porque, en definitiva, descubrió con Platón que lo esencial de la filosofía es el diálogo y que, en lo fundamental, la 101

psicoterapia consiste en el diálogo. Lo mismo descubrirán G. Marcel y E. Mounier en Francia; M. de Unamuno y J. Ortega y Gasset en España, etc. Ciertamente estos prometedores comienzos del pensamiento dialógico y del pensamiento personalista en el siglo XX no se desarrollaron con la potencia que encierran. Pero la filosofía y la antropología personalista actuales aspiran a llenar de ideas fecundas este espacio vital para la rehumanización de las personas hoy. Inspirada en las filosofías dialógicas, en efecto, la Escuela de Sentimientos enseña que la persona es un ser que vive entretejido con otros seres personales y que, de alguna manera, su vida depende de la calidad de su comunicación con los demás. Nada más lejos de su realización que el individualismo feroz, la independencia absoluta, o la eficacia simplista del utilitarismo, porque la persona es por naturaleza intersubjetiva, interdependiente, con vocación intrínseca de compartir. Hasta el punto de que cuando vive en soledad se desarrolla patológicamente. Teresa de Calcuta, Nobel de la Paz, bien sabía que «peor que la peor enfermedad es la soledad del que no tiene nada ni nadie». Sören Kierkegaard fue el pensador que inaugura la época contemporánea justamente porque puso en valor la comunicación y la relación humanas. Fue el primero en exponer la estructura relacional del ser humano como algo esencial a su naturaleza, incluso mediante su propia relación con sus lectores cuando distingue entre obras de comunicación directa o de «edificación» (que al decir de Heidegger son las más importantes), y obras de comunicación indirecta o seudónimas, las más conocidas. En una de estas últimas, La enfermedad mortal, escribe: «el yo es una relación que se relaciona consigo misma […] que en tanto se relaciona consigo misma, está relacionándose a otro […] y que al autorrelacionarse y querer ser sí mismo, el yo se apoya de una manera lúcida en el Poder que lo ha creado» (Apud, Cañas 2003, 20s). Se ha dicho que esta idea abre el pensamiento contemporáneo, al menos desde un siglo atrás en adelante. En todo caso, hoy día podemos afirmar con rotundidad que la comunicación sirve de terapia de construcción y la incomunicación de destrucción. La palabra desempeña un papel estructurante clave en la vida de toda persona, hasta el punto de que la palabra inhibida conlleva enfermedad del alma y, por tanto, infelicidad. Pensemos que muchas personas no saben hablar de lo que viven y sienten, y suelen evitar tomar la palabra, y ello les hace mal. Por eso en la Escuela de Sentimientos es de vital importancia la expresión verbal, porque a través del uso correcto de la palabra las personas entablan relaciones en las que la reciprocidad y la interdependencia permiten el intercambio auténtico y tranquilizador. La comunicación entre las personas exige un diálogo abierto que cumpla determinados requisitos, y en condiciones de igualdad y de reciprocidad como interlocutores válidos. No es posible entenderse si uno solo habla y no escucha, si hay superposición de palabras, si hay abuso de autoridad en la conversación, si la intención de no escuchar es, al mismo tiempo, una relación de dominio y manipulación, es decir, de incomunicación. Sobre la incomunicación es paradigmática una obra que inauguró el teatro del absurdo en la segunda mitad del siglo XX, La cantante calva (1950), de Eugène Ionesco. En ella 102

se expresa el aislamiento que produce en los seres humanos la radical incapacidad de la comunicación. Mediante un «diálogo» a base de frases hechas e inconexas, tal como sucede en los libros para aprender idiomas, Ionesco muestra lo absurdo del ser humano cuando trata de relacionarse con los demás mediante preguntas y respuestas mecánicas. El concepto de comunicación humana está vinculado al de expresión, y ambos no se pueden reducir a una mera transmisión de mensajes sin poner en juego la capacidad creadora del lenguaje. Dicho de otro modo, los contenidos de la comunicación no son meros referentes de objetos sino de realidades del espíritu que se manifiestan en el lenguaje, y más en concreto en la palabra. La filosofía personalista dirá que los seres humanos existimos en el diálogo, y esto quiere decir que la persona se realiza por vía de inmersión en el lenguaje y en la comunicación, sobre todo mediante la poesía. Para el filósofo personalista español A. López Quintás el poeta es un «ser creador de ámbitos», no de fantasías irreales. Ciertamente este ser «creador de ámbitos» está tocado por la divinidad, como diría Platón es «un ser endiosado» (Ion, 534b); y solo si somos capaces de entender así el poder rehumanizador de la palabra comprendemos su alto valor terapéutico. Todos podemos y debemos ser poetas, en este sentido. Y necesitamos reaprender la capacidad de comunicar poéticamente porque las palabras auténticas, las que salen del corazón, nos permiten vivir en armonía con nuestros propios fundamentos ontológicos y antropológicos. La comunicación poética o comunicación amorosa, en efecto, es un fundamento de la rehumanización porque permite a las personas salir de todo tipo de esclavitudes. La persona esclava de sí misma se siente «espiada y robada en su intimidad» simplemente «por la mirada de los otros», como dirá J.-P. Sartre, y vive un a-isla-miento autoexcluyente que le asfixia, pero, como muy bien escribió el poeta inglés John Donne, el hombre no es una isla: «No man is an island, entire of itself; every man is a piece of the continent, a part of the main». Se aísla cuando evita las palabras y el contacto de la mirada con los demás. Por el contrario, cuando comprende que la comunicación transforma su angustia percibe que puede ser-con-el-otro, o sea salir de su centro para darse al otro sin perderse en el intercambio. La misma comunicación poética lo facilita, pues a diferencia de otro tipo de comunicaciones en las que el terapeuta es un mero objeto de transferencia (caso del psicoanálisis) en la comunicación interpersonal auténtica el educador va al y viene del encuentro con la persona autoesclava, en un intercambio de escucha donde al principio sirve de modelo pero después fuerza a romper las rígidas estructuras anteriores. Si decimos que la persona es un proceso de intercomunicación continua, necesita dejarse ver ante los demás como es, sin temor, para poder alcanzar una existencia auténtica. No olvidemos que la escucha es indispensable pero no es un fin en sí misma. De todo ello, en suma, podemos concluir que la comunicación humana es una categoría antropológica esencial porque sin ella no se puede crecer como personas; que mediante la comunicación la persona puede liberarse de sus esclavitudes; y que la incomunicación conduce a la deshumanización. 103

6. Esperanza y desesperación El tema de la esperanza está bien presente en los intentos de fundamentación del ser humano por parte de la antropología filosófica contemporánea, y de modo especial por los pensadores personalistas. Gabriel Marcel fue uno de los pioneros modernos en tratar la esperanza como una categoría ontológica, tema que ocupará a filósofos como Ernst Bloch, teólogos como Moltmann, Metz, etc., y a otros autores posteriores exponentes del humus existencial esperanzador que, tácita o expresamente, atraviesa el siglo XX como nunca antes lo había hecho a lo largo de la historia pasada. Hoy podemos decir que toda aproximación filosófica a la esperanza es una rehumanización, y toda rehumanización es una filosofía de la esperanza. En efecto, a la hora de fundamentar la realidad de la persona rehumanizada es preciso colocar la esperanza como pilar maestro de su estructura antropológica vital. George Steiner, al comentar el siguiente caso real, nos viene a decir que en ninguna circunstancia o supuesto está permitido desesperar: «Bajo Brezhnev –que no era lo peor, era grave pero no era Stalin– había una joven rusa en una universidad especialista en literatura romántica inglesa. La metieron en un calabozo, sin luz, sin papel ni lápiz, a causa de una delación idiota y completamente falsa, ni falta hace aclararlo. Conocía de memoria el Don Juan de Byron (treinta mil versos, o más). En la oscuridad lo tradujo mentalmente en rimas rusas. Sale de la prisión habiendo perdido la vista, dicta la traducción a una amiga y esa es ahora la gran traducción rusa de Byron. Ante ello, me digo varias cosas. En primer lugar, que la mente humana es totalmente indestructible. En segundo lugar, que la poesía puede salvar al hombre. Hasta en lo imposible. En tercer lugar, que una traducción, incluso con la imperfección humana, traduce lo que traduce, lo cual es otra manera de decir que hay una relación entre lenguaje y realidad. Y en cuarto lugar, me digo que debemos ser felices» (1999, 118-119). Ante relatos existenciales tan impresionantes como el que acabamos de leer pronto caemos en la cuenta de que la esperanza es una categoría constitutiva de la persona, imprescindible para comprenderla en su complejidad, y sobre todo para explicar su rehumanización o vuelta a ser persona. Para esa joven rusa hubo salvación en su vida porque intuyó que había esperanza. Eso es rehumanización, o, lo que es lo mismo, sin eso no hay rehumanización. La esperanza y la desesperación son actitudes totalmente opuestas en la vida de una persona, pero son fundamentales para comprenderla porque deciden su existencia. Quienes conocen la estrecha relación que existe entre el estado de ánimo –o la falta de él– y la capacidad del cuerpo para conservarse inmune, saben también que si la persona pierde la esperanza de vivir, ello puede anticipar su muerte. Pensemos en un drogadicto, por ejemplo, que solo vive a la espera de su dosis y cuando esta falla le sobreviene la desesperanza. El proceso transformador de la rehumanización que supera las esclavitudes de uno mismo es posible porque hay esperanza. Una vez más, comprobamos que el planteamiento adecuado para superar la deshumanización actual es de tipo existencial o vivencial. Las adicciones y las esclavitudes existenciales son una salida equivocada a la 104

necesidad que todos tenemos de buscar el placer y anestesiar el dolor, de olvidar las frustraciones de la vida, de evadirnos de los conflictos internos o negarlos, de alterar la conciencia para escapar de la angustia vital que a veces nos embarga, y, en definitiva, por la necesidad que todos tenemos de trascender y ser felices. La gravedad de las esclavitudes de uno mismo estriba en la desesperación producida por la creencia (equivocada) de que ya no se puede dar marcha atrás en la autodestrucción. La desesperación, como sombra siniestra, planea sobre el ser deshumanizado con especial atracción. La pregunta ¿tiene sentido la vida? necesita una respuesta con sentido. Albert Camus escribió en El mito de Sísifo (1942) que solo existe un problema filosófico verdaderamente serio: juzgar si la vida merece o no merece ser vivida. Pero la vida puede ser vivida como muerte (deshumanización) hasta llegar a morir de verdad: primero de forma lenta y luego como desenlace real. «El prisionero que perdía la fe en el futuro –en su futuro– estaba condenado. Con la pérdida de la fe en el futuro perdía, asimismo, su sostén espiritual; se abandonaba y decaía y se convertía en el sujeto del aniquilamiento físico y mental» (Frankl, 1993, 76). Podemos sospechar, al menos como hipótesis merecedora de estudio, que muchas muertes por sobredosis son sobredosis voluntariamente administradas. Dicho de otro modo: la desesperación extrema puede llevar al suicidio. Es fácil constatar que el abismo de oscuridad en torno a la muerte se acrecienta cuando su causa directa son las esclavitudes adictivas y la violencia. Y es lógico, porque cuando el ser humano cae en la desesperación más extrema se apodera de él una terrible depresión de ver su vida arruinada y despojada de sentido. Pero justamente en los momentos más adversos es cuando el sentido de la vida actúa como fuerza esperanzadora. El sentido es una meta a conseguir en el futuro, y esa meta está ya en el presente impulsando el porvenir. ¿Hacia dónde lo impulsa? Decididamente hacia la verdad y la felicidad. Solo hace falta seguir su voz y ponerla en práctica. Afortunadamente la autodestrucción solo tiene la penúltima palabra. La filosofía de la rehumanización genera en la persona tal energía espiritual que continuamente está lanzando el mensaje de que es posible salir de la esclavitud. Hay esperanza. En el fondo, la esperanza es la conversión de alguien que pasa de sentirse una cosa a sentirse persona. Quienes se liberan de esa despótica esclavitud de sí mismos coinciden en afirmar que de nuevo, y por primera vez en su vida en sentido literal, sienten que son personas. Estamos ante la auténtica conversión existencial, ante un auténtico cambio de ideal en la vida. La esperanza se expresa en la actitud que se adopta frente al ideal en la vida. Toda conversión implica la orientación de la existencia hacia un ideal polarmente distinto al anterior, una libertad interior nueva. La vida humana entera queda entonces ordenada de tal forma esperanzadora que lo transforma todo, que produce en la persona un cambio espectacular de vida. Y esta nueva orientación en torno a un nuevo ideal de vida libera tal energía creadora que el ser humano se siente capaz de emprender acciones que antes consideraba inaccesibles o imposibles. Diríamos que la rehumanización del ser deshumanizado solo es posible en un ámbito de convivencia propicio para cambiar el ideal del egoísmo, que le precipitó al vacío 105

existencial de la calle, por el ideal de la solidaridad y el encuentro que le devuelvan a la plenitud existencial. Es evidente que nadie se dice a sí mismo «voy a adoptar un ideal de vida esclavo, aun cuando sé que eso me llevará a una vida vacía de sentido». Pero esta trágica consecuencia es lógica. Y al revés, en la Escuela de Rehumanización la persona pone en práctica el principio de «intentar es triunfar», y al adentrarse por caminos de revisión personal profundos encuentra la esperanza y la paz de ánimo y la esperanza. Cuando uno se acepta tal como es, cuando admite que había perdido el control de su vida, entonces empieza a recobrarlo. Es una paradoja, pero hay muchas en la recuperación de la libertad perdida. Precisamente las personas más desestructuradas, gracias a que descubren que son personas cuando se rehumanizan, son el mayor ejemplo de recuperación plena. El ser más herido, el ser más esclavo de sí, en el fondo de su ser busca la felicidad de manera última y profunda. Quiere amar y ser amado porque ha sido hecho para la relación y el encuentro, para la mirada y la comunión, porque necesita ser aceptado por los demás y experimentar en su vida la liberación de la verdad, el amor, la comunicación, la esperanza y la belleza. La buena noticia que le trae la esperanza es que su recuperación como persona es posible y que, una vez que renuncia a las «soluciones deshumanizantes», obra en su vida cambios positivos profundos. Porque abandonar la esclavitud no significa que tenga que resignarse a llevar una vida de restricciones, sino todo lo contrario. De hecho, en gran medida su recuperación se basa en el bienestar interior que conlleva vivir la verdad de su existencia como persona y la alegría del encuentro con los demás. Con el tiempo, su recuperación como persona le brindará más placer del que jamás haya podido proporcionarle la deshumanización que le esclavizaba. En resumen, si admitimos que el ser deshumanizado es un ser que está «en situación penúltima» es legítimo pensar que hasta el último momento tiene la posibilidad de hacer la experiencia de la esperanza, por pequeña que sea. De hecho, las personas que logran «volver a nacer» son el mejor testimonio de que somos seres para la esperanza. Las personas que se rehumanizan nos están diciendo que incluso en las circunstancias más adversas y en las situaciones límite es posible hacer la experiencia de la esperanza. Que en cualquier momento puede aflorar la sorprendente capacidad de convertir la desesperación en esperanza y salir de cualquier esclavitud. Y que esto se educa, y es educativo, entre otras razones porque es bello. 7. Y belleza Hay esperanza en la rehumanización, y hay belleza. La belleza, entendida como la capacidad estética de las personas, también es una categoría antropológica esencial perteneciente a la estructura personal trascendente. Es impresionante la capacidad estética que tiene el ser humano y su poder de elevación de niveles inferiores hacia realidades superiores por medio de la belleza y de lo bello. «A medida que la vida interior de los prisioneros se hacía más intensa –escribe V. Frankl–, sentíamos también la belleza del arte y la naturaleza como nunca hasta entonces. Si alguien hubiera visto nuestros rostros cuando, en el viaje de Auschwitz a un campo de Baviera, contemplamos 106

las montañas de Salzburgo con sus cimas refulgentes al atardecer, asomados por las ventanas enrejadas del vagón celular, nunca hubiera creído que se trataba de rostros de hombres sin esperanza de vivir ni de ser libres. A pesar de este hecho –o tal vez en razón del mismo– nos sentíamos transportados por la belleza de la naturaleza, de la que durante tanto tiempo nos habíamos visto privados. Incluso en el campo, cualquiera de los prisioneros podía atraer la atención del camarada que trabajaba a su lado señalándole una bella puesta de sol» (1993, 47-48). Exactamente igual, con la misma intensidad de descubrimiento ingenuo del mundo y las cosas, un joven de nuestra Escuela dirá con la emoción de lo nuevo: «Yo antes jamás me había parado a pensar en la belleza de una puesta de sol. Ahora descubro asombrado que puedo gozar con algo tan sencillo. Si vienes en otoño por el centro verás lo que es una auténtica puesta de sol en el mar... Ahora soy capaz de gozar con cosas cotidianas como llevar a pasear al parque a mi sobrina pequeña, o simplemente poder dialogar con mi padre. Desde los trece años solo mantuve conversaciones con mi padre sobre temas estrictamente profesionales, porque era mi jefe, pero ahora le descubro como padre y me siento muy feliz porque puedo hablar con él como con un amigo». Concluyamos que la persona participa de la belleza de las cosas y de la belleza de los demás cuando cae en la cuenta de que ella es bella en sí misma. Por eso, la belleza de espíritu aflora en la Escuela de Rehumanización como en pocos espacios sociales, porque es un lugar de total transparencia de sentimientos y afectos verdaderos. Esta belleza del alma humana fue el descubrimiento del profesor Maslow cuando conoció a las personas del Centro de Daytop Village en Nueva York. También fue mi descubrimiento en la Comunidad Terapéutica Rehumanizadora del Proyecto Hombre en Málaga.

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EPÍLOGO: Cartas para soñar «Ata tu carro a una estrella y tu vida a un ideal» (Ralph W. Emerson).

E n la «estructura personal trascendente» que llamamos libertad-esclavitud, verdadmentira, amor-desamor, comunicación-incomunicación, esperanza-desesperación, y la belleza, se fundamenta la formación y el aprendizaje para la vida que imparte la Escuela de Rehumanización, un método educativo ideal que debemos extender por el mundo. Cuando escribí De las drogas a la esperanza terminé aquel libro con una hermosa carta en la cual una madre contaba el sorprendente proceso de transformación de su hijo, en otro tiempo de su vida esclavo de las drogas. Su historia daba cuenta de lo que un programa terapéutico auténticamente rehumanizador era capaz de hacer no solo en un hijo caído, sino también en unos padres y en una familia destrozada por el dolor. Han pasado muchos años desde que la leí, más de veinte, pero el tiempo no ha hecho sino reforzar mi teoría: la belleza de la rehumanización es capaz de devolver la auténtica libertad y la esperanza de una profunda transformación existencial a cualquier persona esclava de sí misma. Aquella «carta para soñar» decía así: «Queridos amigos: Mi niño tan guapo y tan bueno, era imposible que estuviera atado con fuertes alambres a la dependencia, a la decadencia, a la muerte. No podía ser. Y, sin embargo, así era. Había que aceptar la realidad por más que quisieras rebelarte contra ella. Y llegaron los primeros conflictos, y las primeras broncas, y el tratar de convencer al hijo, y las palabras cariñosas y las palabras fuertes, y los pequeños hurtos y los no tan pequeños robos, y las malas compañías y las huidas de casa y, finalmente, la calle. La calle, inmisericorde y dura, que termina por convertirlos en basura. Y una no comprende nada, ni se explica nada aunque en días, en meses o en años, se va preguntando a sí misma si hemos sido culpables, si hemos hecho mal las cosas, si los hemos educado bien. Y hay un sentido de culpa no explicada, no comprendida. Y noches y noches interminables de insomnio, de desvelos. Y se resiente la salud, y no atina una casi ni a pensar, y una angustia infinita nos sube desde el armario del alma e invade todo nuestro ser, toda nuestra vida, inundada, ahogada en un Jordán de lágrimas. Nadie ha llorado –llora– tanto como una madre con un hijo drogadicto. Como en el verso de Lope de Vega, “solo quien lo probó lo sabe”. Y cualquiera de esas madres ha rezado más que cien monjes en oración, pidiendo un milagro para su hijo. Y se empieza el largo calvario de médicos, de psicólogos, de psiquiatras, de algunos inútiles medicamentos, en la búsqueda de encontrar una solución que no se ve por ninguna parte. Y se oye hablar de clínicas varias, de centros distintos, de precios diferentes. Y la familia entera sufre desorientada, perdida la esperanza, viendo cómo el hijo cae cada día más en el pozo sin fondo de la toxicomanía. Y cuando ya se ha perdido 108

la esperanza, cuando un infierno de angustia habita entre nosotros, parece como si aquellas oraciones hubieran, por fin, llegado a su destino. Y alguien un día nos habló de esta Comunidad Terapéutica. Y convencimos al hijo, que ya estaba derrotado, a ir juntos. Y, tras muchas dudas, fue, fuimos. Llegamos con la tristeza infinita de los ojos cansados y el alma confusa y la leve esperanza de que quizá la esperanza perdida se encontrara aquí. Y así fue. Me reencontré con la esperanza en Proyecto Hombre (Málaga). Lo quiero como algo propio. Es mi familia. Las madres, los padres, los jóvenes, los terapeutas, la dirección, todos son ya parte de mí misma y yo parte de ellos. Este proceso sería largo de explicar, pero hoy solo quiero decir que viendo a mi hijo, a todos los hijos que aquí vienen, a todos los padres y madres que día a día van recuperando la esperanza, vamos recuperando la alegría, tenemos de nuevo ganas de vivir. Cada cual podrá dar una explicación; para mí la clave está en el amor, ese amor que, como termina Dante su Divina Comedia, hace mover al Sol y a las estrellas...». Tal vez sea oportuno saber que esta carta, que llevaba por título Reencuentro con la esperanza, la escribió un padre y la puso en boca de su mujer. Nunca supe la razón. Pero lo que realmente interesa es airearla porque, a día de hoy, la sencilla filosofía de vida que destilan sus palabras no solo no ha perdido un ápice de actualidad sino que su optimismo antropológico, merced a ese deseo de logro de felicidad que todos los seres humanos llevamos enraizados en el alma, es más necesaria que nunca para la educación actual y la liberación de las esclavitudes existenciales. Más reciente, llegó a mi correo electrónico desde la cárcel de Lurigancho –uno de los penales más peligrosos del mundo según National Geographic– en la ciudad de Lima (Perú), otra bonita carta referida a una persona reclusa allí. Me la envió el director de la Escuela de Rehumanización ANDA, ubicada en ese penal, una institución inspirada también en el personalismo de la Antropología de las adicciones, que dice así: «Querido José Luis: Hoy, en la mañana, he tenido una entrevista muy especial. Ha venido a la Comunidad una persona de 62 años de edad, y 14 en prisión, a pedir ayuda para dejar su adicción. Escuchar su relato existencial y su guion de vida demoledor me ha generado sentimientos confusos. Por un lado, es muy duro ver a un hombre de esa edad que aún no se ha encontrado consigo mismo, y sigue huyendo de sus posibilidades; pero al mismo tiempo me ha entusiasmado ver que a pesar de su edad quiere desesperadamente cambiar, y ese deseo tan fuerte que percibo, producto quizá del hastío en el que vive, del hartazgo de su condición, me hace renovar mi fe en la persona. Puedo decirte que reafirma mi convicción íntima de que en todos los seres humanos está latente la posibilidad de dar vuelta y emprender un nuevo camino, no importando la edad o lo que uno haya vivido antes. Ese hombre está ahí aguardando a rescatar a la persona que aún no conoce. Y en momentos como este agradezco que alguien lo haya puesto en un libro [Antropología de las adicciones. Psicoterapia y Rehumanización] al cual puedo recurrir y decir: “aquí está escrito y yo lo estoy viviendo”; o sea no puede haber nada más verdadero o real. Gracias por eso…». 109

Ante estos testimonios concluyamos varias cosas importantes: primero, que por muy caídos y desestructurados que estemos siempre podemos rehumanizarnos y gritar al mundo el triunfo de la libertad sobre la esclavitud, la verdad sobre la mentira, el amor sobre el odio, la comunicación sobre la incomunicación, la esperanza sobre la desesperación, y la vida sobre la muerte; segundo, que, como auténticas luces que alumbran a la humanidad con su ejemplo, estas personas son los mejores documentales vivos que podemos llevar hoy a los jóvenes y a los sistemas educativos; y tercero, que la vida es bella y tiene sentido.

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Referencias bibliográficas ALLPORT G. W. (1993), Prefacio, en V. FRANKL, El hombre en busca de sentido (infra) p. 7-10. CAÑAS J. L. (1996), De las drogas a la esperanza, San Pablo, Madrid (Das drogas a esperança 1998, Brasil; De la adicción a la esperanza 2010, Guatemala). –(1998) Gabriel Marcel: filósofo, dramaturgo y compositor, Palabra, Madrid. –(2003) Sören Kierkegaard: entre la inmediatez y la relación, Trotta, Madrid. –(2004) Antropología de las adicciones. Psicoterapia y rehumanización, Dykinson, Madrid (2009, Guatemala; 2013, Costa Rica; 2015, Ecuador, Colombia). –(2008) La hermenéutica personalista de Alfonso López Quintás, en J. L. CABALLERO (ED.), Ocho filósofos españoles contemporáneos, Diálogo Filosófico, Madrid, p. 199-255. –(2013) Hacia las Ciencias de la Persona. Fundación de la Psicología Personalista, en J. L. CAÑAS–X. M. DOMÍNGUEZ–J. M. BURGOS (EDS.), Introducción a la Psicología Personalista, Dykinson, Madrid, p. 189-203. –(2014) Escuela de Rehumanización, FUCOPRE-ICD, San José de Costa Rica. DURAND-DASSIER J. (1994), Psicoterapia sin psicoterapeuta, Marova, Madrid (2ª ed.) (Psycoterapie sans Psychotherapeute 1968). FRANKL V. (1993), El hombre en busca de sentido, Herder, Barcelona (15ª ed.) (Ein Psychologe erlebt das Konzentrationslager 1946). HILLMAN J. (2000), El mito del análisis, Siruela, Madrid (The Myth of Analysis 1992). LÓPEZ QUINTÁS A. (2012), El logro de la plenitud personal. Un nuevo método formativo, Team Star, Santiago de Chile. MASLOW A. (1987), La personalidad creadora, Kairós, Barcelona (3ª ed.) (The Farther Reaches of Human Nature 1971). MÉNDEZ J. Mª (2013), Introducción a la Axiología, Sepha, Málaga. PICCHI M. (1998), Un proyecto para el hombre, PPC, Madrid (Un progetto per l´uomo 1994). RIELO F. (2013), Concepción mística de la antropología (J. Mª LÓPEZ Y OTROS EDS.), Fundación Fernando Rielo, Madrid. STEINER G. (1999), La barbarie de la ignorancia, Taller de Mario Muchnik, Madrid (Barbarie de l´ignorance 1998).

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Índice Prefacio Prólogo a la primera edición costarricense Introducción PRIMERA PARTE EL FENÓMENO DE LA DESHUMANIZACIÓN Y LAS ESCLAVITUDES ACTUALES 1. 2. 3. 4.

Mentalidad adictiva y definición actual de las adicciones Los jóvenes, las familias y las esclavitudes modernas La etapa escolar y la calle De la deshumanización a la rehumanización SEGUNDA PARTE UN FILÓSOFO EN UNA COMUNIDAD TERAPÉUTICA REHUMANIZADORA

I Génesis de la Escuela de Rehumanización II Escuela de Acogida 1. Los familiares 2. Los seguimientos y los codependientes 3. Los grupos de encuentro III Escuela de Comunidad 1. Organización comunitaria 2. Estructura dialógica comunitaria 3. Los sentimientos en la comunidad 4. Las recaídas IV Escuela de Reinserción La graduación TERCERA PARTE IDEAS BÁSICAS PARA UNA FILOSOFÍA DE LA REHUMANIZACIÓN 1. Estructura personal trascendente del ser humano 2. Libertad y esclavitud 3. Verdad y mentira 4. Amor y desamor 5. Comunicación e incomunicación 6. Esperanza y desesperación 7. Y belleza EPÍLOGO: Cartas para soñar Referencias bibliográficas

112

[1]

Las familias aportan cantidades económicas a la Escuela bastante inferiores al coste real de la enseñanza que dura esta formación. Los principales sostenimientos provienen de ayudas externas, estatales o privadas. [2] Durante un tiempo corto, un mes o un par de meses, pueden ser admitidas en esta casa personas que no tienen problemas de esclavitud adictiva pero quieren vivir esta experiencia de crecimiento personal integrándose como uno más en la estructura de la Escuela (N. del A.: a la edad de 18-19 años, todos mis hijos tuvieron el privilegio de hacer esta experiencia educativa). [3] Desclasamiento, resolución, fuera de responsabilidad, son formas de provocar crisis de crecimiento que fuerzan a la persona al encuentro consigo misma. El residente deja de pertenecer temporalmente a la estructura, o deja de tener la responsabilidad que realizaba. Solo realiza las actividades que se le mandan, no puede hablar con nadie, y hace todo bajo permiso. Estas medidas se toman cuando los educadores lo creen oportuno, por falta de colaboración o por otra causa proporcionada. [4] Para profundizar en la teoría de la rehumanización véase Antropología de las adicciones, psicoterapia y rehumanización (Cañas 2004, 2009, 2013, 2015), donde hay abundantes referencias y bibliografía especializada.

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Índice Prefacio Prólogo a la primera edición costarricense Introducción Primera parte El fenómeno de la deshumanización y las esclavitudes actuales 1. 2. 3. 4.

Mentalidad adictiva y definición actual de las adicciones Los jóvenes, las familias y las esclavitudes modernas La etapa escolar y la calle De la deshumanización a la rehumanización

Segunda parte Un filósofo en una comunidad terapéutica rehumanizadora I Génesis de la Escuela de Rehumanización II Escuela de Acogida 1. Los familiares 2. Los seguimientos y los codependientes 3. Los grupos de encuentro

III Escuela de Comunidad 1. 2. 3. 4.

15 19 24 27

30 30 31 35 38 40 42

51

Organización comunitaria Estructura dialógica comunitaria Los sentimientos en la comunidad Las recaídas

52 59 77 82

IV Escuela de Reinserción

84

La graduación

88

Tercera parte Ideas básicas para una filosofía de la rehumanización 1. 2. 3. 4. 5. 6.

4 7 9 13 13

Estructura personal trascendente del ser humano Libertad y esclavitud Verdad y mentira Amor y desamor Comunicación e incomunicación Esperanza y desesperación 114

91 91 92 94 97 99 101 104

7. Y belleza

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EPÍLOGO: Cartas para soñar Referencias bibliográficas

108 111

115
El cajón de los sentimientos. Un filósofo en una comunidad terapéutica

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