3-la lista de los doce - matthew reilly

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LA LISTA DE LOS DOCE

MATTHEW REILLY

Schofiel 03

Traducción de María Otero González

Libros publicados de Matthew Reilly 1. El templo2. Antártida: Estación polar3. Área 74. La lista de los doce Título original: ScarecrowPrimera edición© Karanadon Entertainment Pty Ltd 2003Ilustración de portada: © OpalworksDerechos exclusivos de la edición en español: © 2012, La Factoría de Ideas. C/Pico Mulhacén, 24-26. Pol. Industrial «El Alquitón».28500 Arganda del Rey. Madrid. Teléfono: 91 870 45 [email protected]: 978-84-9018-100-3 INFORMACIÓN DE LA FACTORÍA DE IDEAS

Para Natalie, una vez más

Agradecimientos No sé vosotros pero, cuando leo un libro, la mayoría de los nombres que aparecen en la página de agradecimientos no me dicen demasiado. O bien son amigos del autor o gente que ha ayudado al autor durante la fase de investigación del libro o ha contribuido a su publicación. Pero dejadme que os diga una cosa: esa gente merece un agradecimiento público y profundo. En mis libros anteriores siempre he escrito en la página de agradecimientos estas palabras: «A todo aquel que conozca a un escritor, que jamás infravalore el poder que tienen sus ánimos y apoyo». Creedme, los escritores (toda la gente creativa en general) se alimentan de los ánimos de su gente. Nos alientan, nos empujan a seguir adelante. Una palabra de aliento puede eclipsar miles de críticas negativas. Y si bien puede que vosotros, mis queridos lectores, no reconozcáis todos los nombres que figuran a continuación, cada uno de ellos, a su modo, me animó a seguir. Este libro es mejor gracias a su ayuda. Así pues, en el lado de los amigos: Gracias, una vez más, a Natalie Freer por su compañía y su sonrisa y por leerse otro libro mío en tandas de sesenta páginas; a John Schrooten, a mi madre y a mi hermano, Stephen, por decirme lo que realmente pensaban. Y a mi padre por su silencioso apoyo. A Nik y a Simon Kozlina por llevarme a tomar un café cuando lo necesitaba y a Bec Wilson por todas esas cenas cada miércoles. Y a Daryl y Karen Kay, y a Don e Irene Kay por ser tan entusiastas sujetos de pruebas, tercos ingenieros y buenos amigos. En el lado técnico: Quería darle las gracias especialmente al extraordinario Richard Walsh, de BHP Billiton, por la fantástica visita a la mina de carbón en Appen. ¡Las escenas en la mina de este libro son mucho más auténticas gracias a esa experiencia! Y gracias a Don Kay por presentarnos. Y, por supuesto, una vez más, mi más sincero agradecimiento a mis increíbles asesores militares estadounidenses, el capitán Paul M. Woods, del ejército de los Estados Unidos, y el exsargento de artillería del Cuerpo de Marines Kris Hankison. Es increíble todo lo que estos dos hombres saben; por ello, cualquier posible error del libro es culpa mía, y ha sido cometido a pesar de sus objeciones. Y, de nuevo, gracias a todos los que trabajan en Pan Macmillan, gracias por otro gran esfuerzo. Todos los trabajadores de Pan Macmillan, desde el departamento Editorial al de Publicidad, pasando por los comerciales que se patean calles y librerías, son maravillosos. A todo aquel que conozca a un escritor, que jamás infravalore el poder que tienen sus ánimos y apoyo. M. R.

Girando y girando en el vasto girar, el halcón no puede oír al halconero; las cosas se destruyen; ceden los cimientos; la anarquía se desata sobre el mundo… —W. B. Yeats, La segunda venida

El cementerio está lleno de valientes. —Proverbio

Prólogo Los mandatarios del mundo

Londres (Inglaterra) 20 de octubre, 19.00 horas Eran doce en total. Todos hombres. Todos multimillonarios. Diez de los doce superaban los sesenta años de edad. Los otros dos estaban en la treintena, pero eran hijos de miembros anteriores, por lo que su lealtad estaba asegurada. Si bien la pertenencia al Consejo no era estrictamente hereditaria, con el transcurso de los años se había convertido en algo habitual que los hijos reemplazaran a sus padres. En el resto de los casos solo se podía acceder al Consejo mediante invitación, que rara vez era concedida, como cabría esperar de tan augusto grupo de individuos: El cofundador de la mayor empresa de software informático del mundo. Un magnate del petróleo saudí. El patriarca de una familia banquera suiza. El propietario de la mayor empresa naviera mundial. El mejor corredor de Bolsa. El vicepresidente de la Reserva Federal de Estados Unidos. El reciente heredero de un imperio de ingeniería militar proveedor de misiles para el Gobierno estadounidense. No había magnates de la prensa en el Consejo, pues de sobra es conocido que sus fortunas se basan en gran medida en deudas y precios de acciones fluctuantes. El Consejo controlaba los medios de una manera muy sencilla: vigilando a los bancos que proporcionaban el dinero a los magnates de la prensa. Asimismo, tampoco había líderes políticos. Como el Consejo bien sabía, los políticos poseen la forma de poder más ínfima e inferior: el poder efímero. Al igual que los magnates de la prensa, están en deuda con otros por su influencia. En cualquier caso, el Consejo ya había sido con anterioridad responsable del ascenso y caída de presidentes y dictadores.

Y ninguna mujer. El Consejo consideraba que, todavía, no existía ninguna mujer en el planeta digna de un asiento en aquella mesa. Ni siquiera la reina. Ni tampoco la heredera francesa del imperio cosmético Lillian Mattencourt, cuya fortuna personal ascendía a veintiséis mil millones de dólares. Desde 1918, el Consejo se había reunido dos veces al año. Ese año, sin embargo, se habían producido nueve encuentros. Al fin y al cabo, ese era un año especial. Si bien el Consejo podría considerarse una sociedad secreta, sus reuniones jamás se celebraban en secreto. Las reuniones secretas de gente poderosa llaman la atención. No. El Consejo siempre había sido de la opinión de que los secretos mejor guardados eran aquellos presenciados pero «no vistos». Por ello, las reuniones del Consejo se celebraban por lo general durante importantes congresos internacionales: el Foro Económico Mundial, que tenía lugar una vez al año en Davos, Suiza; diversas juntas de la Organización de Comercio Mundial; incluso se había reunido en una ocasión en Camp David, cuando el presidente no se encontraba allí. Ese día se encontraban en la sala de reuniones principal del hotel Dorchester, en Londres. Se procedió a la votación y la decisión fue unánime. —Entonces está decidido —dijo el presidente—. La partida de caza comenzará mañana. La lista de objetivos se dará a conocer esta misma noche a través de las vías habituales, y las recompensas serán abonadas a aquellos que presenten a monsieur J. P. Delacroix, de AGM Suisse, la pertinente prueba que demuestre que tal o tales objetivos han sido eliminados. »Hay quince objetivos en total. La recompensa para cada uno de ellos se ha fijado en 18,6 millones de dólares. Una hora después, la reunión concluyó y los miembros del Consejo levantaron la sesión para tomar un trago. En la mesa de la sala de reuniones, a sus espaldas, seguían las notas y actas de la reunión. De todas aquellas que se encontraban delante del asiento del presidente, solo había una bocarriba. En ella figuraba una lista de nombres.

Se trataba de una lista particularmente impresionante, por decirlo de una manera suave. En ella figuraban miembros de la élite militar mundial: el SAS británico, la unidad Delta del ejército de Estados Unidos y el Cuerpo de Marines. También estaban presentes las Fuerzas Aéreas israelíes, al igual que agencias de inteligencia como el Mossad y el ISS (el Servicio de Seguridad e Inteligencia, el nuevo nombre de la CIA), además de miembros de las organizaciones terroristas Hamás y Al Qaeda. Era una lista de hombres, de hombres especiales, hombres que desempeñaban con brillantez las mortíferas profesiones que habían escogido, hombres que tenían que ser eliminados de la faz de la tierra antes de las doce del mediodía del 26 de octubre, hora oficial de la Costa Este estadounidense.

Primer ataque Siberia 26 de octubre, 09.00 horas (hora local) 21.00 horas (25 de octubre) (Tiempo del Este{1}, Nueva York, EE. UU.)

Los cazarrecompensas internacionales del mundo actual poseen muchas similitudes con sus antepasados del Lejano Oeste americano. Por un lado están los «cazarrecompensas solitarios»: por lo general exmilitares, asesinos por cuenta propia o fugitivos de la justicia. Se trata de profesionales que trabajan solos y que son conocidos por sus armas, vehículos o métodos idiosincráticos. Luego están las «organizaciones»: empresas que hacen de la caza y captura de fugitivos un negocio. Con sus infraestructuras cuasimilitares, las organizaciones de mercenarios participan a menudo en las cacerías humanas internacionales.

Y, cómo no, también existen los «oportunistas»: unidades de fuerzas especiales que desertan y se dedican a la caza de recompensas; o bien agentes del orden público a los que el aliciente de una recompensa privada les resulta mucho más tentador que cumplir con sus obligaciones legales. Pero no podemos pasar por alto las complejidades de las cacerías modernas. No es infrecuente que un cazarrecompensas actúe conjuntamente con un gobierno nacional que busque desvincularse de ciertas acciones. Ni tampoco es infrecuente que los cazarrecompensas suscriban acuerdos tácitos con estados miembros para que les sea proporcionado asilo político como pago por un «trabajo» previo. Al final, una cosa sí queda clara: las fronteras internacionales no significan nada para el cazarrecompensas internacional. Fuerzas no gubernamentales en zonas de conflicto con presencia de cascos azules. —Libro Blanco de las Naciones Unidas

1.1

Espacio aéreo sobre Siberia 26 de octubre, 09.00 horas (hora local) 21.00 horas (25 de octubre) (Tiempo del Este, Nueva York, EE. UU.) El avión surcaba el cielo a la velocidad del sonido. A pesar de tratarse de un aparato de considerables dimensiones, no aparecía en las pantallas de ningún radar. Y, a pesar de estar rompiendo la barrera del sonido, no producía ninguna explosión sónica (una reciente mejora en los detectores de ondas se encargaba de ello). El bombardero furtivo B-2, con sus cristales de la cabina de mando cual ceño fruncido, pintura negra absorbente de radar y alas de diseño futurista, no acometía por lo general misiones de ese tipo. Había sido diseñado para transportar dieciocho mil kilos de armamento y material, desde bombas guiadas por láser a misiles de crucero termonucleares. Ese día, sin embargo, no transportaba bombas. Ese día el compartimento que albergaba las bombas había sido modificado para acoger una carga ligera pero inusual: un vehículo de ataque rápido y ocho marines estadounidenses. En el interior de la cabina de mando del bombardero furtivo, el capitán Shane M. Schofield era totalmente ajeno al hecho de que, seis días atrás, se había convertido en el objetivo de la mayor caza de recompensas de la historia. El plomizo cielo siberiano se reflejaba en los cristales plateados reflectantes de sus gafas antidestellos. Las gafas de sol ocultaban dos cicatrices verticales que recorrían los ojos de Schofield, heridas de una misión anterior y el motivo de su alias operativo: Espantapájaros. De corta estatura, Schofield era enjuto y musculoso. El casco de kevlar blanco y gris ocultaba su pelo oscuro y de punta y un rostro atractivo a pesar de sus prematuras arrugas. Era conocido por su agudeza, por saber mantener la cabeza fría en momentos de presión y por la alta consideración en que lo tenían los marines de rango inferior. Era un líder que cuidaba de sus hombres. Corría el rumor de que era nieto del gran Michael Schofield, un marine cuyas proezas durante la segunda guerra mundial

habían contribuido a acrecentar la leyenda del Cuerpo de Marines. El B-2 surcaba los aires en dirección a un rincón remoto del norte de Rusia, a una instalación soviética abandonada emplazada en la yerma costa siberiana. Su nombre oficial soviético había sido «Krask-8: Instalación penitenciaria y de mantenimiento», el más remoto de los ocho complejos que rodeaban la ciudad ártica de Krask. Siguiendo con la tradición rusa, los complejos habían recibido los imaginativos nombres de Krask-1, Krask-2, Krask-3… así hasta el octavo. Hasta hacía cuatro días, la instalación Krask-8 era tan solo una estación remota tiempo ha olvidada; un complejo a medio camino entre un gulag y una instalación de mantenimiento en el que los prisioneros políticos se habían visto obligados a realizar trabajos forzosos. Había centenares de instalaciones de ese tipo emplazadas en distintos puntos de lo que otrora había sido la Unión Soviética: horripilantes y gigantescos monolitos manchados de petróleo que, antes de 1991, habían conformado el corazón industrial de la URSS, pero que en la actualidad yacían inactivos, dejados de la mano de Dios, enterrados en la nieve; las ciudades fantasma de la guerra fría. Pero, dos días atrás, el 24 de octubre, todo había cambiado. Porque, ese día, un equipo de treinta terroristas islamistas chechenos bien armados y adiestrados había tomado Krask-8 y había anunciado al Gobierno ruso que lanzaría cuatro misiles nucleares SS-18 (habían sido abandonados en los silos de la instalación tras la caída de la URSS en 1991) sobre Moscú a menos que Rusia retirara sus tropas de Chechenia y declarara a esa república un estado independiente. La fecha límite eran las diez horas del presente día, el 26 de octubre. Esa fecha tenía un significado. El 26 de octubre se cumplía un año desde que soldados de élite rusos irrumpieran en un teatro moscovita tomado por terroristas chechenos y pusieran fin a un sitio de tres días, matando a todos los terroristas y a más de un centenar de rehenes. Ese día también era el primero del mes sagrado musulmán del Ramadán, un día tradicionalmente de paz, algo que no había parecido importar en absoluto a aquellos terroristas islamistas. El hecho de que esa instalación fuera algo más que una reliquia de la guerra fría también era algo nuevo para el Gobierno ruso. Tras indagar en los archivos secretos soviéticos, las afirmaciones terroristas habían resultado ser ciertas. Krask-8 era un secreto del que el antiguo régimen comunista no había informado al nuevo Gobierno durante la transición a la democracia.

Era cierto que albergaba misiles nucleares: dieciséis para ser más exactos; dieciséis misiles balísticos intercontinentales con cabezas nucleares SS-18; todos ellos ocultos en silos subterráneos que habían sido diseñados para eludir los sistemas de detección por satélite estadounidenses. Al parecer, también existían clones de la instalación Krask-8 (idénticos emplazamientos para el lanzamiento de misiles camuflados como instalaciones industriales) en otrora estados clientes de la Unión Soviética como Sudán, Siria, Cuba y Yemen. Y así, en el nuevo orden mundial (después de la guerra fría, después del 11 de Septiembre), los rusos habían pedido ayuda a los estadounidenses. Como respuesta rápida, el Gobierno de Estados Unidos había enviado a Krask-8 una unidad contraterrorista rápida y ligera de los Delta comandada por los especialistas Greg Farrell y Dean McCabe.

Los refuerzos llegarían después, el primero de los cuales era ese equipo: una unidad marine comandada por el capitán Shane M. Schofield. Schofield entró con aire resuelto en el compartimento de bombas del avión, respirando con la ayuda de una máscara especial para aviadores de gran altura. Se encontró con la imagen de un contenedor de carga de tamaño medio, en cuyo interior se encontraba un vehículo de ataque rápido Commando Scout. Probablemente el vehículo blindado más rápido y ligero en servicio, parecía un cruce entre un coche deportivo y un Humvee. Y en el interior del vehículo, firmemente sujetos a sus asientos, se hallaban siete marines de reconocimiento, los miembros restantes del equipo de Schofield. Todos llevaban equipos de protección corporal de color gris y blanco, cascos grises y blancos, uniformes de combate grises y blancos. Y todos tenían el semblante serio, concentrados ante su inminente misión. Mientras Schofield observaba su gesto serio, quedó desconcertado una vez más por su juventud. Resultaba extraño pero, a la edad de treinta y tres años, se sentía decididamente viejo en su presencia. Asintió al hombre más cercano. —Látigo, ¿cómo va la mano? —¿Eh? Esto… muy bien, señor —respondió el cabo Látigo Whiting sorprendido. Le habían disparado en la mano durante una terrible batalla en las montañas de Tora Bora a principios de 2002, pero desde ese día Látigo y Schofield no habían vuelto a trabajar juntos—. Los médicos dicen que usted me salvó el dedo índice. Si no les hubiera dicho que lo entablillaran, se habría quedado deforme. Para serle honesto, no pensaba que se acordara, señor. Los ojos de Schofield brillaron. —Siempre lo recuerdo. Salvo por un miembro de su unidad, ese no era su equipo habitual. Su equipo de marines (Libby Zorro Gant y Gena Madre Newman) se encontraba en esos momentos en las montañas del norte de Afganistán persiguiendo al número dos de Osama bin Laden, el terrorista Hassan Mohammad Zawahiri. Gant, teniente recién graduada de la escuela de Aspirantes a Oficial, estaba al frente de una unidad de reconocimiento en Afganistán. Madre, una experimentada sargento de artillería, que había ayudado a Schofield cuando este era un joven oficial, era su jefe de equipo. Se suponía que Schofield iba a unirse a ellas, pero en el último minuto lo habían desviado de Afganistán para dirigir aquella inesperada misión. El único de sus hombres que había podido llevar con él era un joven sargento llamado Buck Riley júnior, alias Libro II. Callado, serio y dotado de una vehemencia impropia de sus veinticinco años. Libro II era un guerrero muy duro. Por lo que a Schofield concernía, con su ceño fruncido y su nariz chata, cada día se parecía más a su padre, Libro Riley. Schofield pulsó su radio por satélite y habló por el Vibramike que llevaba en el cuello. En vez de captar palabras, aquel micrófono perceptor de vibraciones recogía las resonancias de su laringe. El sistema de enlace ascendente por satélite que incluía el dispositivo era el nuevo GSX-9, el sistema de

comunicaciones más avanzado del ejército estadounidense. En teoría, una unidad portátil GSX-9 como la de Schofield podía transmitir una señal al otro lado del mundo con gran nitidez. —Base, aquí Mustang Tres —dijo—. ¿Informe de situación? Oyó una voz por el auricular. Era la voz de un operador de radiocomunicaciones de la Fuerza Aérea destinado en la base de la Fuerza Aérea McColl, en Alaska, el centro de comunicaciones de esa misión. —Mustang Tres, aquí Base. Mustang Uno y Mustang Dos han entablado combate con el enemigo. Han encontrado los silos y causado numerosas bajas. Mustang Uno está custodiando los silos y espera la llegada de los refuerzos. Mustang Dos informa de la existencia de al menos doce agentes enemigos que siguen oponiendo resistencia en el edificio de mantenimiento principal. —De acuerdo —dijo Schofield—. ¿Qué hay de nuestro seguimiento? —Una compañía de soldados especializados del ejército de Fort Lewis está de camino, Espantapájaros. Cien hombres, a aproximadamente una hora de usted. —Bien. Libro II habló desde el interior del vehículo blindado. —¿Qué ocurre, Espantapájaros? Schofield se volvió. —Nos vamos de paseo. Cinco minutos después, el contenedor de carga cayó de la parte inferior del bombardero furtivo y se precipitó en picado cual roca a la tierra. En el interior del contenedor, en el vehículo que albergaba dentro, se encontraban Schofield y sus siete marines, zarandeados por las vibraciones de la caída a velocidad terminal. Schofield observó cómo los números del altímetro digital de la pared descendían a toda velocidad: Quince mil metros… Catorce mil metros… Doce mil… Nueve mil… Seis mil… Tres mil… —Preparados para la activación de los paracaídas a mil quinientos metros… —dijo el cabo Max Clark Kent, el jefe de carga, con un tono de voz desprovisto de toda emoción—. Objetivo de aterrizaje fijado por el sistema de guiado por GPS. Las cámaras externas verifican que la zona de llegada está despejada. Schofield siguió mirando el veloz descenso del altímetro. Dos mil quinientos metros… Dos mil cien… Mil ochocientos… Si todo salía de acuerdo con lo planeado, aterrizarían a unos veinticinco kilómetros al este de Krask-8, justo al otro lado del horizonte, fuera del campo de visión de la instalación.

—Activando paracaídas primarios… ahora —anunció Clark. La sacudida que recibió el contenedor en caída libre fue tremenda. El recipiente comenzó a dar bandazos y Schofield y sus marines fueron zarandeados en sus asientos, si bien sujetos por sus cinturones de seguridad de seis puntos y las barras protectoras antivuelco. Y entonces, de repente, estaban flotando en el aire, gracias a la ayuda de los tres paracaídas direccionales del contenedor. —¿Cómo va eso, Clark? —preguntó Schofield. Clark estaba guiándolos con la ayuda de un joystick y las cámaras externas del contenedor. —Diez segundos. Estoy dirigiéndoos hacia una carretera situada en mitad del valle. Prepárense para aterrizar en tres… dos… uno… El contenedor aterrizó en tierra firme e inmediatamente después la pared delantera se abrió y la luz del día penetró en el contenedor. El vehículo ligero de ataque Commando Scout aceleró y salió del interior del contenedor al gris día siberiano.

1.2

El Scout avanzó por una carretera de tierra embarrada delimitada por montañas cubiertas de nieve. Inertes árboles grises flanqueaban las laderas. Rocas negras sobresalían de la alfombra de nieve. Inhóspito. Brutal. Y gélido como el infierno. Bienvenidos a Siberia. Sentado en la parte trasera del vehículo ligero de ataque, Schofield habló por el micrófono que llevaba en el cuello: —Mustang Uno, aquí Mustang Tres. ¿Me recibe? Sin respuesta. —Repito: Mustang Uno, aquí Mustang Tres. ¿Me recibe? Nada. Probó con el segundo equipo del Delta Force, Mustang Dos. También sin respuesta. Schofield tecleó la frecuencia del satélite y habló con Alaska: —Base, aquí Tres. No puedo contactar con Mustang Uno ni Mustang Dos. ¿Tienen contacto con ellos? —Eh, afirmativo, Espantapájaros —dijo la voz desde Alaska—. Estaba hablando con ellos hace unos momentos… La señal se cortó. —¿Clark? —comprobó Schofield. —Lo siento, señor. No hay señal —dijo Clark desde la consola del Scout—. Los hemos perdido. Mierda, pensaba que estos nuevos receptores de satélite eran incorruptibles. Schofield, preocupado, frunció el ceño. —¿Interferencias? —No. Ninguna. Estamos en un espacio aéreo libre de radiofrecuencias. Nada debería estar afectando a esa señal. Debe de haber algo al otro lado. —Algo al otro lado… —Schofield se mordió el labio—. Recurrente frase.

—Señor —dijo el conductor, un sargento entrecano de avanzada edad conocido como Toro Simcox—, deberíamos entrar en el campo visual en unos treinta segundos. Schofield miró hacia delante, por encima del hombro de Simcox. Observó cómo la embarrada carretera se sucedía a gran velocidad bajo el capó blindado del vehículo y cómo se acercaban a la cima de una montaña. Tras ella, se encontraba Krask-8. En ese preciso momento, en el interior de una sala de radiocomunicaciones de tecnología de última generación de la base de la Fuerza Aérea McColl en Alaska, el joven operador de radiocomunicaciones que había establecido contacto con Schofield miró a su alrededor confuso. Su nombre era Bradsen, James Bradsen. Hacía apenas unos segundos, sin previo aviso, el suministro de electricidad del centro de comunicaciones se había cortado de repente. El comandante de la base entró en la habitación. —Señor —dijo Bradsen—. Acabamos de… —Lo sé, hijo —respondió el comandante—. Lo sé. Fue entonces cuando Bradsen vio a otro hombre detrás de su comandante. Bradsen no había visto antes a ese otro hombre. Era alto y robusto, pelirrojo y con desagradable rostro de roedor. Llevaba un traje de civil y sus ojos oscuros no parpadeaban. Solo observaban la sala con una mirada fría e imperturbable. Todo él decía a gritos: «Servicio de Seguridad e Inteligencia». El comandante de la base dijo: —Lo lamento, Bradsen. Competencia de Inteligencia. Esta misión ya no está en nuestras manos. El vehículo de ataque Scout ascendió la montaña. En su interior, Schofield contuvo la respiración. Ante él, en todo su esplendor, se hallaba el complejo Krask-8. Se encontraba situado en el centro de una vasta llanura, un grupo de edificios cubiertos por la nieve: hangares, cobertizos, un enorme almacén de mantenimiento, incluso una torre de oficinas de quince plantas fabricada en vidrio y hormigón. Todo el complejo estaba rodeado por una alambrada de espino de seis metros de altura y, tras esta, a unos tres kilómetros quizá, Schofield pudo divisar la costa norte de Rusia y las olas del océano Ártico. Huelga decir que el mundo post guerra fría no había tratado demasiado bien al complejo Krask-8. Aquella miniciudad estaba completamente desierta. La nieve cubría la media docena de calles del complejo. A la derecha de Schofield, gigantescos montículos de material y objetos diversos se agolpaban contra las paredes del almacén de mantenimiento principal, una estructura del tamaño de cuatro campos de rugbi. A la izquierda de ese enorme almacén, y conectado a este mediante un puente cubierto, se hallaba la torre de oficinas. Descomunales estalactitas de hielo pendían de su tejado plano, petrificadas, inmóviles, desafiando las leyes de la gravedad. El frío en sí también había hecho mella en el complejo. Sin personal para echar anticongelante,

prácticamente todos y cada uno de los cristales de las ventanas se habían contraído y resquebrajado. En esos momentos todos estaban rotos o agrietados y el punzante viento siberiano los atravesaba con total impunidad. Era una ciudad fantasma. Y, en algún lugar bajo esta, se encontraban dieciséis misiles nucleares. El Scout atravesó las puertas blindadas abiertas del Krask-8 a la friolera de ochenta kilómetros por hora. Había descendido la pendiente hacia el complejo y en esos momentos uno de los marines de Schofield estaba encaramado a la torreta de una ametralladora de 7,62 mm dispuesta en la parte trasera del vehículo blindado. En el interior, Schofield se asomó tras Clark para poder ver la pantalla del ordenador del joven cabo. —Busque los localizadores —dijo—. Tenemos que averiguar dónde están los hombres de Delta. Clark pulsó algunas teclas y en la pantalla aparecieron varios mapas informáticos de la instalación. Uno de los mapas mostraba el complejo desde un alzado lateral:

En él podían contemplarse dos grupos de puntos rojos parpadeantes: uno en la planta baja de la torre y un segundo grupo en el interior del almacén de mantenimiento. Los dos equipos de la unidad Delta. Pero había algo que no cuadraba. Ninguno de los puntos parpadeantes se movía. Todos ellos estaban inquietantemente inmóviles. Schofield sintió cómo un escalofrío le subía por la espalda.

—Toro —dijo sin alterarse—, llévese a Látigo, Tommy y Hastings. Comprueben la torre de oficinas. Yo me llevaré a Libro II, Clark y Gallo para asegurar el edificio de mantenimiento. —Recibido, Espantapájaros. El Scout avanzó a gran velocidad por una calle estrecha y desierta, cruzando por debajo de pasarelas de hormigón, atravesando los omnipresentes montículos de nieve. Se detuvo en el exterior del gigantesco almacén de mantenimiento, justo delante de una pequeña puerta para el personal. La escotilla trasera se abrió hacia fuera y al momento Schofield y tres marines con trajes de camuflaje para nieve salieron por ella y corrieron hacia la puerta. Tan pronto como salieron, el vehículo se marchó rumbo a la puerta contigua de la torre acristalada de oficinas. Schofield entró en el edificio de mantenimiento con el arma en ristre. Llevaba un Heckler & Koch MP-7, el sucesor del MP-5. El MP-7 es un subfusil de cañón corto, compacto pero potente. Además del MP-7, Schofield llevaba una pistola semiautomática Desert Eagle, un cuchillo de combate Ka-Bar y, en una funda en la espalda, un Armalite MH-12 Maghook: un gancho magnético con cable que se disparaba desde un lanzador de doble empuñadura similar a una pistola. Además de su kit estándar, Schofield había portado consigo arsenal extra para esa misión: seis potentes cargas de demolición fabricadas con termita y amatol. Cada una de esas cargas de mano podía volar un edificio entero. Schofield y su equipo recorrieron un corto pasillo flanqueado por despachos y oficinas hasta llegar a una puerta situada al otro extremo. Se detuvieron. Escucharon. Ni un sonido. Schofield entreabrió la puerta y alcanzó a ver el espacio abierto, el inmenso espacio abierto… Entonces abrió la puerta un poco más. —Dios… La zona de trabajo del almacén de mantenimiento se extendía ante él como un gigantesco hangar. Su techo, de cristal resquebrajado, dejaba entrever el cielo gris siberiano. Solo que no se trataba de un hangar normal y corriente. Ni tampoco era un almacén de mantenimiento normal y corriente para una colonia penitenciaria. Ocupando tres cuartas partes del suelo de aquel enorme espacio interior había un gigantesco foso de hormigón en el suelo. Y, en su interior, elevado del suelo con la ayuda de unos bloques de hormigón, se hallaba un submarino de doscientos metros de eslora. Era increíble, espectacular.

Como si de un gigante en su trono se tratara, rodeado por un complejo despliegue de estructuras que pertenecían a gente de un tamaño mucho menor. Y todo ello cubierto por una capa de hielo y nieve. Grúas y pasarelas se entrecruzaban sobre el submarino, mientras que estrechos puentes horizontales lo conectaban con el suelo de hormigón del almacén. Una única y vertiginosa pasarela unía la falsa torre de tres pisos del submarino con una especie de balcón o galería superior. Schofield parpadeó ante tan extraña imagen y su cerebro procesó toda esa nueva información. En primer lugar identificó el submarino. Era un Typhoon. El submarino de clase Typhoon había sido la joya de la corona del arsenal nuclear por mar de la URRS. A pesar de que solo fueron construidos seis, esos submarinos de misiles balísticos y morro alargado se habían hecho famosos gracias a algunas novelas y películas de Hollywood. Pero, si bien tenían un diseño espectacular, habían sido terriblemente inestables y, por tanto, habían requerido de constantes mejoras y mantenimiento. Siguen siendo los submarinos más largos jamás construidos por el hombre. Schofield observó que habían estado trabajando en los compartimentos para los torpedos cuando el complejo Krask-8 fue abandonado: el casco exterior alrededor de los tubos de torpedos de la proa del submarino había sido arrancado lámina a lámina. Cómo un submarino de clase Typhoon había llegado al interior de un almacén de mantenimiento situado a tres metros hacia el interior desde el océano Ártico era otra cuestión. Y encontraba su respuesta en el resto del edificio de mantenimiento. Tras el enorme dique del Typhoon (más bien separando el dique del resto del foso) Schofield vio una enorme compuerta vertical de acero. Y, tras ella, agua. Una vasta extensión rectangular e interior de agua parcialmente congelada, contenida cual presa por la compuerta del dique. Schofield supuso que bajo ese tanque de agua se hallaba alguna especie de sistema de cuevas submarinas que se extendían hacia la costa y que permitían que los submarinos accedieran al complejo para ser reparados, lejos de los entrometidos satélites espías estadounidenses. Y entonces todo quedó claro. El complejo Krask-8, a tres kilómetros hacia el interior desde la costa ártica y centro de trabajos forzosos (según figuraba en los mapas), era en realidad una instalación secreta soviética de reparación de submarinos. Schofield, sin embargo, no dispuso de más tiempo para reflexionar sobre ello, pues fue entonces cuando vio los cuerpos.

1.3

Yacían junto al borde del dique: cuatro cuerpos, todos con el uniforme de nieve del ejército estadounidense, los equipos de protección corporal… … Y acribillados a disparos. La sangre cubría todo. Salpicaduras en rostros y torsos, charcos por todo el suelo. —Me cago en la puta —murmuró Clark. —Joder, son los Delta —dijo el cabo Ricky Gallo Murphy. Al igual que Schofield, quizás imitándolo, Gallo llevaba unas gafas de cristales plateados antidestellos. Schofield no dijo nada. Los uniformes de los cadáveres habían sido modificados: a algunos les faltaba la protección del hombro derecho, otros tenían las mangas cortadas a la altura del codo. Uniformes personalizados: la seña de identidad de los Delta. Había dos cuerpos más en el foso propiamente dicho, a unos nueve metros por debajo del nivel del suelo, también acribillados a tiros. Cientos de casquillos y cartuchos trazaban un amplio círculo alrededor de la escena. Disparos de los hombres del equipo Delta. A juzgar por aquello, los hombres de Delta habían disparado en todas direcciones al verse acorralados. Susurros de voces. —¿Cuántos en total? —Solo cuatro aquí. El equipo Azul informa de la presencia de cuatro más en la torre de oficinas. —Entonces, ¿quién de ellos es Schofield? —El de las gafas de cristales plateados. —Francotiradores preparados. A mi señal. Uno de los cadáveres llamó la atención de Schofield. Se quedó inmóvil. Al principio no lo había visto, porque la mitad superior del cuerpo colgaba del borde del dique, pero ahora podía verlo con claridad.

De los seis cadáveres, solo a ese le faltaba la cabeza. Se la habían cortado. Schofield hizo una mueca de asco. Era repugnante. Del cuello rebanado colgaban trozos de carne desgarrados; el tubo del esófago y la tráquea quedaban al descubierto. —Madre de Dios —musitó Libro II cuando se acercó a Schofield—. Pero ¿qué demonios ha ocurrido aquí? Mientras las cuatro diminutas figuras de Schofield y sus marines examinaban la escena del crimen junto al dique seco, no menos de veinte pares de ojos los estaban observando. Estaban dispuestos por todo el lugar en puntos estratégicos; hombres vestidos con idénticos uniformes para la nieve pero portando una considerable variedad de armas. Observando en tenso silencio a que su comandante diera la señal. Schofield se puso de cuclillas junto al cuerpo decapitado y lo examinó. Los hombres de la unidad Delta no llevaban insignias ni ningún tipo de identificación, pero no las necesitaba para saber de quién se trataba. Podía saberlo por su físico. Era el especialista Dean McCabe, uno de los líderes del equipo de la unidad Delta. Schofield miró a su alrededor, al área más inmediata. La cabeza de McCabe no estaba allí. Schofield frunció el ceño. No solo le habían cortado la cabeza, se la habían llevado… —¡Espantapájaros! —oyó de repente por el auricular—. Aquí Toro. Estamos en la torre de oficinas. No va a creerlo. —Pruebe. —Están todos muertos, todos los hombres de Delta. Y, Espantapájaros… le han cortado la cabeza a Farrell. Un fuerte escalofrío le recorrió la espalda. Su cerebro se puso en funcionamiento. Sus ojos escudriñaron el lugar: ventanas resquebrajadas y rotas y paredes cubiertas de hielo, fundiéndose y tornándose borrosas a modo de caleidoscopio. El complejo Krask-8. Vacío y aislado… Ni rastro de los terroristas chechenos desde que llegamos… Hemos perdido el contacto por radio con Alaska… Y todos los miembros de los equipos Delta están muertos… por no hablar del no menos singular detalle de las cabezas extraviadas de McCabe y Farrell. Y entonces lo supo. —¡Toro! —susurró por su micro de cuello—. ¡Vengan aquí ahora mismo! ¡Nos han tendido una trampa! ¡Nos han tendido una trampa!

Y en ese momento, mientras hablaba, los ojos de Schofield se detuvieron en un pequeño montículo de nieve en un rincón del inmenso dique… y, de repente, una forma escondida tras el montículo entró en foco: un hombre cuidadosamente camuflado con un uniforme de combate para la nieve que apuntaba, con un fusil de asalto Colt Commando, al rostro de Schofield. Maldición. Y entonces los veinte asesinos dispuestos por todo el almacén abrieron fuego sobre Schofield y sus hombres y el dique se convirtió en un campo de batalla.

1.4

Schofield se agachó por acto reflejo justo cuando dos balas le pasaron rozando la cabeza. Libro II y Clark hicieron lo mismo, tirándose al suelo, entre los cuerpos de los Delta, cuando una ráfaga de disparos impactó en el suelo. El cuarto marine, Gallo, no tuvo tanta suerte. Quizá fueran las gafas reflectantes que llevaba (que hacían que se pareciera a Schofield) o quizá fuera simplemente mala suerte. Una ráfaga de disparos atacó sin piedad su cuerpo, haciéndolo jirones, zarandeándolo a pesar de estar ya muerto. —¡Al foso! ¡Ahora! —gritó Schofield, prácticamente placando a Clark y Libro II para sacarlos de la línea de fuego. Los tres rodaron hasta el borde y cayeron al dique en el mismo instante en que miles de balas impactaron a su alrededor. Cuando Schofield y los demás cayeron al foso del dique, lo hicieron bajo la atenta mirada del comandante de la fuerza armada que los tenía rodeados. Su nombre era Wexley, Cedric K. Wexley, y en su vida anterior había sido comandante de la unidad de reconocimiento del ejército sudafricano. Así que este es el famoso Espantapájaros, pensó Wexley mientras observaba a Schofield moverse. El hombre que derrotó a Gunther Botha en Utah. Bueno, he de reconocer que sus reflejos son buenos. Antes de su caída en desgracia, Wexley había sido un brillante miembro de los Recces, en gran medida por haberse tratado de un ferviente seguidor del régimen del apartheid. De alguna manera había logrado que sus tendencias racistas pasaran desapercibidas y había sobrevivido a la transición a la democracia. Pero entonces mató a un soldado negro en un campamento militar, golpeándolo hasta la muerte. Ya lo había hecho con anterioridad, pero esa vez no logró pasar desapercibido. Y cuando soldados como Cedric Wexley (psicópatas, sociópatas, matones…) eran dados de baja de las fuerzas armadas legítimas, acababan siempre en las ilegítimas. Razón por la que Wexley era el soldado al frente de esa unidad: un equipo de operaciones especiales que pertenecía a una de las organizaciones mercenarias más destacadas del mundo: Executive Solutions, o ExSol, con sede en Sudáfrica. Si bien ExSol se especializaba en misiones de seguridad en el tercer mundo (como ayudar a mantener dictaduras africanas a cambio de un jugoso porcentaje de los beneficios de la extracción de diamantes) también, cuando la logística lo permitía, se embarcaba en la consecución de recompensas más lucrativas que surgían de manera ocasional.

Con casi diecinueve millones de dólares por cabeza, se trataba del botín más lucrativo jamás habido y, gracias al chivatazo de un amigo bien situado en el Consejo, Executive Solutions había tomado la delantera para hacerse con tres de esas cabezas. El operador de radiocomunicaciones de Wexley se colocó junto a él. —Señor, el equipo Azul ha entablado combate con los marines en la torre de oficinas. Wexley asintió. —Dígales que regresen al dique por el puente cuando hayan terminado. —Señor, hay otra cosa —dijo el operador. —¿Sí? —Neidricht está en el tejado y dice que capta dos señales entrantes con el radar externo. —Se produjo una pausa—. Cree que se trata del Húngaro y del Caballero Oscuro. —¿En qué posición se encuentran? —El Húngaro a unos quince minutos. El Caballero está más lejos, a unos veinticinco quizá. Wexley se mordió el labio. Cazarrecompensas, pensó. Putos cazarrecompensas. Wexley odiaba ese tipo de misiones precisamente porque detestaba a los cazarrecompensas. Si no te levantaban el objetivo de primeras, los muy cabrones dejaban que hicieras el trabajo sucio, te acechaban de camino al lugar donde debías hacer entrega de las pruebas y te robaban el objetivo para reclamar la recompensa como suya. En un intercambio militar frontal, el ganador era el último hombre que quedara en pie. Pero con las recompensas no era así. En ellas el ganador era el que presentaba la presa en el lugar acordado, independientemente de cómo la hubiera obtenido. Wexley gruñó. —Del Húngaro puedo encargarme, es un incompetente. Pero el Caballero Oscuro… él sí que va a ser un problema. El comandante de ExSol bajó la vista al foso del submarino. —Lo que significa que tendremos que hacer esto rápido. Acaben con ese gilipollas de Schofield y tráiganme su puta cabeza. Schofield, Libro II y Clark cayeron por la pared del foso del dique. Cayeron nueve metros hasta aterrizar sobre los dos cuerpos del equipo Delta desplomados en el suelo. —¡Vamos! ¡Muévanse! —Schofield empujó a los otros dos bajo el enorme submarino Typhoon negro elevado sobre los bloques. Cada bloque estaba fabricado en resistente hormigón y era del tamaño de un coche pequeño. Cuatro largas filas de bloques sostenían el gigantesco submarino, conformando una serie de estrechos

callejones en ángulo recto bajo el casco de acero negro del Typhoon. Schofield habló por su micrófono de cuello mientras avanzaba en zigzag por los oscuros callejones. —¡Toro! ¡Toro Simcox! ¿Me recibe? La voz de Toro, acelerada y desesperada: —¡Espantapájaros, mierda! ¡Nos están disparando! ¡Todos los demás han caído y yo… yo estoy herido! No puedo… oh, joder… ¡no! Se oyeron disparos al otro lado de la línea y la señal se cortó. —Mierda —dijo Schofield. Y, de repente, oyó varios golpes sordos en algún punto a sus espaldas. Se volvió, MP-7 en ristre, y a través del bosque de gruesos bloques de cemento, vio al primer grupo de soldados enemigos descendiendo con cuerdas al foso. Con Clark y Libro II tras él, Schofield se abrió paso por entre los oscuros callejones bajo el Typhoon, esquivando el fuego enemigo. Sus perseguidores se encontraban ya también en el laberinto de hormigón, unos diez hombres en total, y estaban avanzando de manera sistemática, cubriendo los callejones con fuego pesado, arrinconando a Schofield y a sus hombres hacia la compuerta que había al otro extremo del dique. Schofield observó el avance de sus enemigos, analizó sus tácticas, contempló sus armas. Sus tácticas eran estándar. Las habituales en una situación así. Pero sus armas… Sus armas. —¿Quiénes son estos tipos? —dijo Libro II. Schofield respondió: —Tengo una ligera idea, pero no le va a gustar. —Pruebe. —Mire sus armas. Libro II echó un vistazo rápido. Algunos de los hombres, con máscaras blancas, llevaban MP-5 mientras que otros tenían fusiles de asalto franceses FAMAS o Colt Commando estadounidenses. Otros portaban AK-47 o versiones de este como el Tipo 56 chino. —¿Ve las armas? —preguntó Schofield mientras seguían avanzando—. Todos llevan armas diferentes. —Mierda —dijo Libro II—. Mercenarios. —Eso era lo que estaba pensando. —Pero ¿por qué? —No lo sé. Al menos, no aún. —¿Qué vamos a hacer? —preguntó Clark con tono desesperado.

—Estoy en ello —dijo Schofield mientras alzaba la vista al grueso casco de acero que se cernía sobre ellos, buscando posibles opciones de escape. Con la espalda apoyada contra uno de los bloques de hormigón, asomó la cabeza por una de las esquinas exteriores y contempló el foso del dique… y vio la enorme compuerta de acero que separaba el foso del tanque de agua cubierta de hielo del extremo este. Se le vino a la mente la mecánica del dique. Para meter un Typhoon de enormes dimensiones en el foso había que hacer descender la compuerta, inundar el dique y gobernar el submarino hasta allí. A continuación se subía de nuevo la compuerta y se extraía el agua del dique, momento en el que a su vez se colocaba el submarino sobre los bloques para poder trabajar con mayor facilidad en este. La compuerta… Schofield la observó con detenimiento y pensó en la cantidad de agua que contendría. Miró en la otra dirección: hacia la proa del submarino. Y entonces lo vio. Era su única oportunidad. Se volvió a los demás. —¿Llevan los Maghook? —Eh… sí. —Sí. —Prepárense para usarlos —dijo Schofield mientras contemplaba la compuerta de acero, de tres plantas de altura y más de veinticinco metros de ancho. Sacó su Maghook de la funda de la espalda. —¿Vamos en esa dirección, señor? —preguntó Clark. —No. Vamos en la otra, pero para hacerlo necesitamos volar la compuerta. —¿Volar la compuerta? —acertó a decir Clark mientras miraba a Libro II. Libro se encogió de hombros. —Esto es habitual. Destroza todo… Justo entonces, una ráfaga inesperada de balas golpeó sin piedad los bloques de hormigón que tenían a su alrededor. Provenía de la dirección de la compuerta. Schofield se puso a cubierto tras un bloque, se asomó y vio que diez mercenarios más habían bajado a ese extremo del foso. Mierda, pensó, ahora estamos atrapados en el foso entre dos grupos enemigos. El nuevo grupo de mercenarios comenzó a avanzar. —Ahora veréis —dijo. Cedric Wexley seguía contemplando el dique desde arriba. Vio que sus dos pelotones de mercenarios cercaban a Schofield y a sus hombres desde ambos

flancos. Y una gélida sonrisa se esbozó en su rostro. Iba a ser demasiado sencillo. Schofield cogió dos cargas de demolición de termita y amatol de su ropa de combate. —Caballeros. Sus Maghook. Los tres sacaron sus ganchos magnéticos. —Ahora hagan esto. —Schofield se desplazó hasta el costado izquierdo del Typhoon, levantó el Maghook y lo disparó a poca distancia, hacia el casco del submarino. ¡Clangggg! Clark y Libro II hicieron lo mismo. ¡Clangggg! ¡Clangggg! Schofield contempló el submarino en toda su extensión. —Cuando la ola nos golpee, dejaremos que los cables del Maghook se desenrollen, así podremos desplazarnos a lo largo del exterior del submarino. —¿Ola? —dijo Clark—. ¿Qué ola? Pero Schofield no respondió. Simplemente cogió las dos cargas de demolición que tenía en las manos y seleccionó el interruptor del temporizador que quería. Los interruptores de los distintos temporizadores de que disponían las cargas de termita y amatol eran de tres colores: rojo, verde y azul. Si accionabas el interruptor rojo, disponías de cinco segundos antes de la explosión; el verde concedía treinta segundos; el azul, un minuto. Schofield escogió el rojo. A continuación arrojó las dos cargas, que volaron por encima de las cabezas del equipo mercenario que avanzaba hacia ellos hasta rebotar contra la compuerta de acero como si de dos pelotas de tenis se tratara. Fueron a parar al punto más débil de la compuerta, donde esta se juntaba con la pared derecha de hormigón del foso. Cinco segundos. Cuatro… —Esto va a doler… —dijo Libro mientras se enrollaba el cable del Maghook en el brazo. Clark hizo lo mismo. Tres… dos… —Uno —susurró Schofield, con la mirada fija en la presa—. Ahora. ¡Bum!

1.5

Las explosiones gemelas de las cargas de demolición de termita y amatol sacudieron las paredes de toda la estructura del almacén. Una llamarada de luz cegadora iluminó la compuerta. El humo recorrió todo el foso, cubriendo los callejones entre los gigantescos bloques de hormigón en su avance, engullendo al grupo más cercano de asesinos, envolviendo todo con lo que se topaba en el camino, incluido el equipo de Schofield. Se produjo un momento de inquieto y extraño silencio… Y entonces se oyó el crujido, un crujido atronador, tremendo, y la compuerta de acero cedió bajo el peso del agua y cien millones de litros avanzaron inexorables por el foso, abriéndose paso entre el humo. Una pared de agua. La ingente cantidad de líquido producía un sonido aterrador, como si rugiera, levantando espuma, enturbiándose con la tierra del suelo, avanzando a lo largo del dique. El grupo más cercano de mercenarios fue brutalmente golpeado por la pared de agua y arrastrado en dirección oeste. Schofield, Libro II y Clark fueron los siguientes. La pared de agua les golpeó en el mismo sitio (estaban allí y un segundo después habían desaparecido). Los levantó al instante del suelo, zarandeándolos como muñecas de trapo hacia la proa del Typhoon, golpeándolos contra el costado del casco. El otro equipo de mercenarios también fue alcanzado por el agua. La fuerza de esta los golpeó contra la pared de hormigón del otro extremo del dique y muchos de ellos quedaron atrapados bajo el agua cuando las olas chapalearon contra el extremo de aquel foso de doscientos metros de largo. Schofield y sus hombres, sin embargo, no se golpearon contra la pared. Cuando el agua los alcanzó, se aferraron a los lanzadores de sus Maghook y los cables conectados a los ganchos magnéticos se desenrollaron a gran velocidad. Cuando llegaron a la proa del Typhoon, Schofield había gritado: —¡Ahora! Y entonces había pulsado el botón del Maghook que activaba el mecanismo de bloqueo para frenar

el carrete del cable. Libro II y Clark hicieron lo mismo… y los tres se detuvieron con una fuerte y simultánea sacudida junto a la proa del Typhoon mientras el agua golpeaba sus cuerpos desde todos los flancos. Junto a ellos, exactamente donde Schofield la había visto antes, se hallaba la enorme abertura de los tubos lanzatorpedos, los tubos que estaban siendo reparados cuando el complejo Krask-8 había sido abandonado. En ese momento, los tubos se encontraban a unos treinta centímetros por encima de la superficie del agua. —¡A los tubos! —gritó Schofield por su micro—. ¡Entren al submarino! Libro y Clark hicieron lo que se les ordenó y, forcejeando y retorciéndose contra el torrente de agua, entraron en el submarino. Silencio. Schofield fue el último en salir del tubo de lanzamiento de torpedos y se encontró en el interior de un submarino de misiles balísticos soviético de clase Typhoon. Estaba rodeado de frío acero. Las estructuras que otrora habían contenido los torpedos ocupaban el centro de la habitación. Filas y filas de tuberías cubrían el techo. Un hediondo olor corporal (el olor del miedo, el olor de los submarinistas) llenaba el aire. Dos cascadas de agua se abrían paso por entre las aberturas de los tubos lanzatorpedos, anegando con rapidez tan reducido lugar. Estaba muy oscuro: la única luz era la gris luz del día que se filtraba por los ahora inundados tubos lanzatorpedos. Schofield y los demás encendieron las linternas del cañón de sus armas. —Por aquí —dijo Schofield, saliendo de la sala de torpedos mientras sus piernas chapaleaban contra el agua, que seguía subiendo. Los tres marines llegaron a la impresionante sala contigua, una cámara de techo elevado que contenía veinte enormes silos de misiles; estructuras tubulares que se alzaban desde el suelo hasta el techo, empequeñeciéndolos. Cuando pasaron a la carrera junto a ellos, Schofield observó que las escotillas de acceso de algunos de ellos estaban abiertas, desvelando su interior vacío. Las de al menos seis de los silos, sin embargo, seguían cerradas, lo que indicaba que todavía contenían misiles. —¿Hacia dónde ahora? —preguntó Libro II. —¡A la sala de mando! ¡Necesito información sobre esos cabrones! Subió casi al vuelo por la primera escalera de travesaños con la que se topó. Treinta segundos después, Shane Schofield entró en la sala de mando del Typhoon. Había polvo por todas partes. El moho había crecido en los recovecos de la sala. Solo el ocasional reflejo de las linternas de sus hombres dejaba entrever las brillantes superficies metálicas que yacían bajo el polvo.

Schofield corrió hacia la plataforma de mando, hacia el periscopio allí emplazado. Lo desplegó y se volvió hacia Libro II. —Necesitamos energía. Este submarino tenía que estar conectado al suministro geotérmico de la base. Tiene que quedar algo de energía residual. Encienda el sistema de control central Omnibus. A continuación encuentre las medidas de apoyo de guerra electrónica y las antenas de radioenlace conectadas. —Entendido —dijo Libro II mientras se ponía en marcha. Una vez desplegado del todo el periscopio, Schofield miró por él. Era un periscopio óptico básico, por lo que no requería de electricidad para funcionar. A través del tubo, Schofield contempló el dique, vio que las aguas llenaban el foso alrededor del Typhoon y a media docena de mercenarios, junto al borde, observando cómo este iba llenándose de agua. Giró el periscopio y lo elevó, captando la galería desde la que podía divisarse el foso del dique. Allí vio a más mercenarios y a un hombre en particular que gesticulaba histriónicamente. Estaba enviando a otros seis hombres hacia la pasarela que conectaba la falsa torre del Typhoon con la galería. —Te veo… —dijo Schofield al hombre—. ¿Libro? ¿Qué hay de la electricidad? —Un segundo, mi ruso está un poco oxidado… espere, aquí está… Libro apretó algunos botones y, de repente, un pequeño grupo de luces verdes cobró vida alrededor de Schofield. —De acuerdo, pruebe ahora —dijo Libro. Schofield se puso unos auriculares polvorientos y activó la antena de las medidas de apoyo electrónico. (La antena ESM, presente en los submarinos modernos, era poco más que un escáner que buscaba todas las frecuencias de radio disponibles.) Schofield percibió voces al instante. —… ¡ese cabrón tarado ha volado la puta compuerta! —… han entrado por los tubos lanzatorpedos. ¡Están dentro del submarino! A continuación una voz más calmada. Miró por el periscopio y vio que el que estaba hablando era el individuo con aspecto de ser el comandante de la unidad. —Equipo Azul, entren al submarino por la falsa torre. Equipo Verde, encuentren otra pasarela y úsenla como puente. Divídanse en dos grupos de dos y accedan al submarino por las escotillas de evacuación delantera y trasera… Schofield escuchó la voz atentamente. Acento marcado. Sudafricano. Tranquilo. Ni rastro de presión o ansiedad. No era buena señal.

Por lo general, un comandante que acababa de ver cómo una docena de sus hombres era arrastrada por un maremoto tendría que estar, al menos, un poco nervioso. Ese tipo, sin embargo, parecía impertérrito. —Señor, aquí radar. El primer contacto aéreo entrante ha sido identificado como un caza polivalente Yak-141. Es el Húngaro. —¿Tiempo estimado de llegada? —preguntó el comandante. —De acuerdo con su velocidad actual, cinco minutos, señor. El comandante pareció reflexionar sobre aquella novedad. A continuación dijo: —Capitán Micheleaux. Envíeme a todos los hombres que tengamos. Me gustaría terminar con esto antes de que nuestros competidores llegaran. —Eso está hecho —respondió una voz con acento francés. El cerebro de Schofield comenzó a funcionar a toda velocidad. Estaban a punto de acceder al interior del Typhoon a través de la falsa torre y de las escotillas de evacuación delantera y trasera. Y los refuerzos estaban de camino… pero ¿desde dónde? Vale, se dijo a sí mismo. Vuelve atrás. ¡Piensa! Tu enemigo. ¿Quiénes son? Una fuerza mercenaria. ¿Por qué están aquí? No lo sé. La única pista son las cabezas extraviadas. Las cabezas de McCabe y de Farrell… ¿Qué más? Ese tipo sudafricano ha dicho que los «competidores» estaban de camino. Pero es una palabra un tanto extraña para este contexto… Competidores. ¿Qué opciones tienes? No muchas. No podemos contactar con nuestra base; no disponemos de medios para una evacuación inmediata; no al menos hasta que los Rangers lleguen, que será como mínimo en treinta minutos… Mierda, pensó Schofield, media hora como mínimo. Esa era la mayor ventaja de sus enemigos. El tiempo. Exceptuando a esos «competidores» que habían mencionado, tenían todo el tiempo del mundo para dar caza a Schofield y sus hombres. Entonces eso es lo primero que tenemos que cambiar, pensó Schofield. Tenemos que imponer un límite temporal a esta situación. Miró a su alrededor, evaluando la constelación de luces verdes que iluminaba la sala de mando. Tenía electricidad…

Lo que significaba que quizá podría… Pensó en los seis silos que aún seguían sellados, mientras que todos los demás habían sido abiertos. Podía haber aún misiles en ellos. Sin duda los rusos habrían quitado las cabezas, pero quizá los misiles siguieran allí. —Venga —Schofield invitó a Clark a encargarse del periscopio—. Eche un vistazo a los malos. Clark cogió el periscopio mientras Schofield se dirigía a una consola cercana. —Libro, écheme una mano aquí. —¿En qué está pensando? —preguntó Libro II. —Quiero saber si los misiles del submarino siguen funcionando. La consola cobró vida cuando pulsó el interruptor de alimentación. Apareció una pantalla que solicitaba un código y Schofield introdujo un código soviético universal obtenido por el ISS del que se le había hecho entrega al inicio de esa misión. Llamado «código de desactivación universal», era una especie de llave maestra electrónica, la última llave maestra electrónica creada para uso exclusivo de los trabajadores soviéticos de mayor rango. Se trataba de un código de ocho dígitos que funcionaba para todos los bloqueos de teclados de la era soviética. Le había sido proporcionado a Schofield para poder acceder a todos los teclados digitales de Krask-8. Al parecer, existía un equivalente estadounidense, conocido solo por el presidente y algunos militares de elevado rango, pero Schofield no sabía cuál era. —¡Veo a seis hombres en la galería! ¡Se dirigen a la pasarela! —gritó Clark—. Cuatro más en el suelo, ¡están colocando un puente para poder abordarnos! Libro II pulsó algunos interruptores y apareció una pantalla que mostraba que, en efecto, seguía habiendo algunos misiles en los silos de la sección delantera del Typhoon. —De acuerdo —dijo Libro II mientras leía la pantalla—. Las cabezas nucleares han sido extraídas, pero todo parece indicar que sigue habiendo misiles en los silos. Déjeme ver… hay un total de seis… —Uno es todo lo que necesito —dijo Schofield—. Abra escotillas para los seis misiles y después abra una más. —¿Una más? —Confíe en mí. Libro II se limitó a negar con la cabeza y a hacer lo que se le había ordenado. Pulsó los interruptores de las escotillas de siete de los silos misilísticos del submarino. A Cedric Wexley casi se le salen los ojos de las órbitas. Vio el Typhoon, rodeado en esos momentos de agua, vio a sus hombres cercándolo… Y entonces, para su asombro, vio cómo siete de las escotillas delanteras se abrían lentamente con la ayuda de sus bisagras hidráulicas. —Pero ¿qué demonios está haciendo? —preguntó Wexley en voz alta.

—¿Qué demonios está haciendo? —preguntó Libro. —Cambiar la escala de tiempo de esta batalla —dijo Schofield. En la consola apareció otra pantalla que mostraba las coordenadas GPS de Krask-8: 07914.74; 7000.01. Coincidían con las coordenadas que había utilizado cuando su equipo había descendido del bombardero furtivo. Schofield tecleó la información necesaria. Programó los misiles para que se dispararan de inmediato y volaran durante un periodo de veinte minutos y a continuación introdujo las coordenadas del objetivo: 07914.74; 7000.01. No esperaba que todos los misiles fueran a funcionar. Las juntas tóricas de los cohetes de aceleración de propelente sólido se habrían degradado de manera considerable con el paso de los años, probablemente inutilizando todos los misiles. Pero solo necesitaba que funcionara uno. Al cuarto intento lo consiguió. Cuando la luz verde parpadeó, apareció una última pantalla solicitando el código de autorización. Schofield usó el código de desactivación universal. Autorización concedida. A continuación pulsó el botón de «Disparar».

1.6

Cedric Wexley oyó el ruido antes de contemplar el espectáculo. Un profundo e inquietante retumbo emanó del interior del submarino. Entonces, con una explosión atronadora, ¡un misil balístico SS-N-20 de nueve metros de largo salió disparado de una de las escotillas delanteras del submarino! Fue como el lanzamiento de un transbordador espacial: comenzó a salir humo, expandiéndose por todas partes a toda velocidad, llenando por completo el dique, envolviendo al gigantesco Typhoon en una bruma grisácea y rodeando a los mercenarios que se habían reunido en los accesos. Por su parte, el misil salió disparado hacia arriba, atravesando el resquebrajado techo de cristal del almacén, rumbo al grisáceo cielo de Siberia. Cedric Wexley no cambió el gesto. —Prosigan con el ataque. Capitán Micheleaux, ¿dónde están esos refuerzos? Si en ese mismo momento alguien hubiera estado contemplando el complejo Krask-8 desde el horizonte, habría presenciado una imagen increíble: una columna de humo precipitándose al cielo que cubría la ciudad. Dio la casualidad de que sí que había alguien contemplando aquella imagen. Un hombre sentado en la cabina de mando de un Yak-141 de fabricación rusa que se dirigía a gran velocidad hacia el complejo Krask-8. En la sala de mando del submarino, Schofield se volvió. —¿Dónde están? —le preguntó a Clark, que seguía en el periscopio. —Hay demasiado humo —respondió Clark—. No veo nada. La imagen que se veía en esos momentos a través del periscopio se limitaba a una neblina gris. Clark solo podía ver el área inmediata alrededor del propio periscopio: el espacio situado encima de la falsa torre, donde únicamente se podía estar de pie, y la estrecha pasarela que conectaba la falsa torre a la galería. —No puedo ver n… El rostro de un hombre se rozó contra el periscopio. Llevaba una máscara antigás. —¡Joder! —Clark no pudo evitar pegar un bote del susto y retirarse del ocular—. Están fuera, ¡justo

encima de nosotros! —No importa —dijo Schofield mientras se dirigía a las escaleras—. Es hora de marcharnos y no vamos a hacerlo por ahí. Schofield, Libro II y Clark corrieron a la sala de los silos misilísticos por la que habían pasado antes. El agua allí alcanzaba ya una altura de treinta centímetros. Llegaron a uno de los silos vacíos, cuya diminuta escotilla de acceso seguía abierta, y se metieron dentro. Se toparon con la imagen del silo vacío: un cilindro de nueve metros de altura en cuya parte superior podía divisarse la escotilla abierta que daba al exterior del casco: la séptima escotilla que Schofield había abierto. Muescas para manos y pies recorrían la pared del silo cual escalera. Los tres marines comenzaron a ascender. Llegaron al extremo superior del silo. Schofield asomó la cabeza… y vio que dos mercenarios desaparecían en el interior de la escotilla de evacuación delantera del submarino, a tres metros de donde ellos se encontraban. Perfecto, pensó Schofield. Iban a entrar mientras él y sus hombres salían. Además, el espacio alrededor del Typhoon seguía envuelto en la neblina levantada por el disparo del misil. Los ojos de Schofield se posaron en la galería desde la que podía divisarse el Typhoon y el comandante sudafricano que estaba dirigiendo la operación. Ese era el hombre con quien Schofield quería hablar. Corrió hacia la escalera de mano situada en el exterior de la falsa torre del submarino. Schofield y los demás treparon por la falsa torre del submarino y recorrieron la pasarela que la conectaba con la galería del nivel superior. Vieron una pequeña estructura interna similar a un despacho al final de la galería alargada. Allí, en la puerta, farfullando a un micro de radio mientras al mismo tiempo intentaba ver algo a través de la neblina, se hallaba el comandante mercenario, Wexley, flanqueado por un solo guardaespaldas armado. Ocultos bajo el humo, Schofield, Libro II y Clark avanzaron rápidamente por la galería en dirección a Wexley. Se abalanzaron sobre él. Schofield gritó «¡Quietos!» y el guardaespaldas disparó, pero Clark lo hizo al mismo tiempo. Alcanzaron al guardaespaldas en la cara y cayó. Clark también fue abatido. Entonces Wexley sacó su pistola, pero Schofield rodó a toda velocidad y disparó dos veces con su Desert Eagle. Wexley fue alcanzado en el pecho y en la mano y salió disparado nueve metros atrás hasta golpearse contra la pared exterior del despacho y desplomarse en el suelo. —¡Clark! ¿Está bien? —gritó Schofield mientras apartaba de una patada la pistola de Wexley. Clark había sido alcanzado cerca del hombro. Puso una mueca de dolor mientras Libro II le

examinaba la herida. —Sí, solo me ha rozado. Wexley también se encontraba bien. Llevaba un chaleco antibalas bajo el uniforme, lo que le había salvado del disparo en el pecho. Yacía apoyado contra la pared exterior del despacho, resollando y agarrándose su mano herida. Schofield pegó el cañón de su Desert Eagle a la frente de Wexley. —¿Quién es y por qué está aquí? Wexley tosió mientras intentaba coger aire. —He dicho que quién es y por qué está aquí. Wexley habló casi en un susurro. —Mi nombre… es Cedric Wexley. Trabajo con… Executive Solutions. —Mercenarios —dijo Schofield—. ¿Y por qué está aquí? ¿Por qué están intentando matarnos? —No a todos, capitán. Solo a usted. —¿A mí? —A usted y a esos dos hombres de la unidad Delta, McCabe y Farrell. —Schofield se quedó inmóvil al recordar el cuerpo decapitado de Dean McCabe. También recordó que Toro Simcox le había dicho que le habían hecho lo mismo a Greg Farrell. —¿Por qué? —¿Importa acaso? —dijo Wexley con sorna. Schofield no tenía tiempo para eso. Así que pisó con la bota la mano herida de Wexley, retorciéndosela ligeramente. Wexley gritó de dolor. A continuación alzó la vista y miró a Schofield con ojos envenenados. —Porque han puesto precio a su cabeza, capitán Schofield. Suficiente como para que todos los cazarrecompensas del mundo vayan tras usted. Schofield sintió cómo se le formaba un nudo en el estómago. —¿Qué? Con la mano sana, Wexley sacó una hoja de papel arrugada del bolsillo de su pecho y se la lanzó con desdén a Schofield. —Mírelo usted mismo. Schofield estiró la hoja de papel. Era una lista de nombres. Quince nombres en total. Una mezcla de soldados, espías y terroristas. Vio los nombres de McCabe, Farrell y el suyo en ella.

El acento sudafricano de Wexley se tiñó de sombrío deleite cuando habló: —Me imagino que está a punto de toparse con algunos de los mejores cazarrecompensas de todo el mundo, capitán. Y con sus amigos. Los cazarrecompensas son proclives a retener a las amistades y seres queridos como cebo para hacerse con el objetivo. A Schofield se le heló la sangre al pensar en sus amigos capturados como rehenes por los cazarrecompensas. Gant… Madre… Obligó a su cerebro a regresar al presente. —Pero ¿por qué tienen que cortarnos la cabeza? —preguntó. Wexley respondió con un bufido. Schofield se limitó a volver a estrujar la mano ensangrentada de Wexley con su bota. —Espere. Espere. Espere. Quizá no he sido lo bastante específico —dijo Wexley con maldad—. El precio que han puesto a su cabeza, capitán, es literalmente el precio de su cabeza: 18,6 millones de dólares para la persona que lleve su cabeza a un castillo en Francia. Una importante suma, la mayor de la que yo haya tenido noticia: suficiente para sobornar a los más altos oficiales, suficiente para borrar toda prueba de una falsa misión contraterrorista en Siberia, suficiente para asegurarse de que sus refuerzos, un equipo de Rangers de Fort Lewis, no lleguen a abandonar la base. Está solo, capitán Schofield. Está aquí… solo… con nosotros… hasta que lo matemos y le cortemos su puta cabeza. El cerebro de Schofield echaba chispas. No se había esperado algo así. Algo tan concreto, tan individual, tan personal. Entonces, de repente, vio que Wexley hacía algo extraño: apartó la vista, solo que esa vez el sudafricano miró por encima del hombro de Schofield. Schofield se volvió y casi se le salen los ojos de las órbitas. Cual inquietante precursora de una erupción volcánica submarina, una masa de bullentes burbujas apareció en el «lago» cubierto de hielo, que en esos momentos se extendía desde el foso del dique. La fina capa de hielo que cubría el agua se resquebrajó de manera estruendosa. Y entonces, del centro de la espuma, como una gigantesca ballena emergiendo a la superficie, apareció el cuerpo de acero negro de un submarino de ataque Akula. Si bien nunca llegaría a alcanzar las ventas internacionales de los submarinos de clase Kilo, más pequeños, el Akula estaba ganando una rápida popularidad en los mercados internacionales de armas; mercados que el nuevo Gobierno ruso ansiaba explotar. Executive Solutions era, obviamente, uno de los clientes de Rusia. El Akula avanzó con rapidez por el lago helado. Tan pronto como se elevó, hombres armados comenzaron a salir de las escotillas, extendiendo las pasarelas a la orilla y recorriéndolas hasta el suelo del almacén. Schofield palideció. Había al menos treinta mercenarios más.

Wexley esbozó una malévola sonrisa. —Siga, siga sonriendo, bastardo —dijo Schofield. Miró su reloj—. Porque no dispone de mucho tiempo para capturarme. En exactamente dieciséis minutos el misil del Typhoon va a regresar a esta base. Hasta entonces, sonría. ¡Plaf! Schofield golpeó a Wexley en la nariz con la Desert Eagle, dejándolo inconsciente. A continuación corrió junto a Libro para ayudarlo con Clark. —Cójalo del otro hombro… Ayudaron a levantarse al joven cabo. Clark intentó ponerse en pie. —Puedo hacerlo… —dijo justo cuando su pecho estalló en sangre. Escupió de manera involuntaria, desde los pulmones, y la sangre salpicó la pechera de Schofield. Clark se quedó mirando a Schofield, horrorizado, mientras la vida iba apagándose en sus ojos. Se desplomó sobre la pasarela de rejilla de la galería, muerto, disparado por la espalda por los mercenarios que en esos momentos estaban atacándolos desde el recién llegado submarino y que se acercaban por el otro extremo del almacén. Schofield se quedó mirando horrorizado a su compañero muerto. No podía creérselo. Salvo Libro II, todo su equipo había caído, estaban muertos, asesinados. Y ahí estaba él, en una base siberiana desierta con cerca de cuarenta mercenarios pisándole los talones y solo un hombre a su lado, sin refuerzos de camino ni forma alguna de escapar.

1.7

Schofield y Libro II corrieron. Lo hicieron para poner a salvo sus vidas mientras las balas agujereaban las finas paredes de escayola a su alrededor. El nuevo grupo de mercenarios de ExSol, provenientes del Akula, había entablado combate con una intensidad aterradora. En esos momentos estaban subiendo por todas las escaleras que habían podido encontrar y cruzando a la carrera el almacén con el único propósito de hacerse con la cabeza de Schofield. Los mercenarios que habían entrado en el Typhoon instantes antes ya sabían que Schofield había escapado y estaban saliendo del submarino con las armas en ristre. Schofield y Libro II corrieron en dirección oeste, accediendo al puente de hormigón cubierto, que conectaba el dique con la torre de oficinas del complejo Krask-8. A medida que se acercaban al puente, Schofield había visto los movimientos de las fuerzas de Executive Solutions: algunos de ellos estaban escalando hacia la galería, mientras que otros estaban avanzando de manera análoga a Schofield y Libro, solo que en la planta baja. Corrían bajo ellos, también en dirección a la torre. De lo único que Schofield estaba seguro era de que Libro y él tenían que alcanzar la torre de oficinas y llegar a la planta baja antes que los malos. De lo contrario, los dos quedarían atrapados en aquel edificio de quince plantas. Cruzaron el puente elevado, dejando atrás a gran velocidad los marcos de hormigón resquebrajados de sus ventanas. Entonces llegaron al otro extremo del puente, entraron en la torre de oficinas… Y frenaron en seco. Estaban en una galería, una especie de balcón diminuto, uno de los muchos que recorrían en dirección ascendente las quince plantas de la estructura, todos ellos conectados por una red de escaleras desde las que se divisaba el enorme abismo cuadrado del interior de la torre. Aquello no era una torre de oficinas. En realidad se trataba de una estructura hueca y vacía de acero y vidrio. Un falso edificio. Conformaba una estampa impresionante, era como estar en un invernadero descomunal: el gris paisaje siberiano podía contemplarse tras las ventanas resquebrajadas que conformaban los cuatro lados del edificio. Y en la base de la estructura acristalada gigante, Schofield encontró su razón de ser: cuatro descomunales silos de misiles balísticos intercontinentales medio enterrados en el suelo de hormigón

en una disposición casi cuadrangular. Guarecidos tras la falsa torre de oficinas, jamás habrían podido ser captados por los satélites espías estadounidenses. Schofield se imaginó que tres grupos más de silos se encontrarían bajo los otros «edificios» de Krask-8. En el suelo, junto a los silos, un nivel por debajo de él, vio diez figuras desplomadas en el suelo: los seis miembros del equipo Delta de Farrell y el pelotón marine de cuatro hombres de Toro Simcox. Schofield miró el reloj, la cuenta atrás que indicaba que el misil del Typhoon regresaría a Krask-8 en 15.30… 15.29… 15.28… —A la planta baja —le dijo Schofield a Libro—. Tenemos que llegar a la planta baja. Corrieron a la escalera más cercana, comenzaron a bajar… Y una ráfaga de disparos los recibió. Mierda. Los mercenarios habían llegado primero a la planta baja. Debían de haber cruzado la carretera cubierta de nieve situada entre el almacén del dique seco y la torre. —¡Maldición! —gritó Schofield. —¿Y ahora qué? —gritó Libro II. —¡No parece que tengamos muchas opciones! ¡Subamos! Y eso hicieron. Subieron y subieron, trepando por las escaleras como un par de monos fugitivos, esquivando el fuego mercenario en su ascenso. Habían subido diez plantas cuando Schofield se atrevió a detenerse y mirar hacia abajo. Lo que vio hizo añicos cualquier atisbo de esperanza que pudiera haber albergado hasta ese momento. Vio que la unidad mercenaria al completo se colocaba alrededor de los silos misilísticos de hormigón de la planta baja de la torre: unos cincuenta hombres en total. Y entonces el grupo de mercenarios se separó cuando un hombre se colocó en el medio. Era Cedric Wexley, con la nariz rota y completamente ensangrentada. Schofield se quedó petrificado. Se preguntó qué haría Wexley a continuación. El comandante de los mercenarios podía enviar a sus hombres por las escaleras tras Schofield y Libro y contemplar cómo los abatían uno a uno hasta que los dos marines se quedaran sin munición y se convirtieran en blancos seguros. No era una estrategia muy atrayente que dijéramos. —¡Capitán Schofield! —La voz de Wexley resonó por el ancho hueco de la torre—. ¡Corra todo lo que quiera, pero ya no tiene adónde ir! Recuerde mis palabras, ¡muy pronto ya no podrá correr más! Wexley sacó varios objetos pequeños de su uniforme. Schofield los reconoció al instante y se quedó helado. Pequeños y cilíndricos; las cargas de demolición de termita y amatol. Cuatro. Wexley debía de

haberlas cogido de los cuerpos de los marines muertos de Schofield. Y entonces supo cuál era el plan de Wexley. Wexley le pasó las cargas de termita a cuatro de sus hombres que, al momento, corrieron a las cuatro esquinas de la planta baja y las colocaron junto a los pilares de la torre. Schofield cogió sus prismáticos y se los llevó a los ojos. Alcanzó a ver una de las cargas de termita fija en la columna y vio los interruptores de los temporizadores: rojo, verde y azul. —¡Inicien los temporizadores! —gritó Wexley. El hombre al que Schofield estaba observando a través de los prismáticos presionó el interruptor azul de la carga de demolición. Azul significaba «un minuto». Los tres mercenarios a cargo de las otras cargas de demolición hicieron lo mismo. Schofield abrió los ojos de par en par. Libro II y él disponían de solo sesenta segundos hasta que el edificio volara por los aires. Puso en marcha el cronómetro de su reloj: 00.01… 00.02… 00.03… —¡Capitán Schofield! ¡Cuando esto acabe, buscaremos entre los escombros y hallaremos su cuerpo! Y cuando lo hagamos, ¡yo personalmente le cortaré la puta cabeza y me mearé en su cadáver! ¡Caballeros! Tras eso, los mercenarios se dispersaron cual bandada de pájaros a las salidas dispuestas en la planta baja. Schofield y Libro II solo pudieron contemplar impotentes cómo se marchaban. Schofield pegó la cara a la ventana más cercana y los vio reaparecer en el terreno exterior cubierto de nieve. Rodearon el edificio, cubriendo todas las salidas con sus armas. Schofield tragó saliva. Libro y él estaban encerrados en ese edificio; un edificio que, en cincuenta y dos segundos, iba a estallar.

1.8

Fue mientras miraba por la ventana a los soldados mercenarios cuando lo oyó. Un estruendo fuerte y retumbante. El sonido inconfundible de un caza. —La transmisión de antes —musitó Schofield. —¿Qué? —preguntó Libro II. —Cuando estábamos dentro del Typhoon, dijeron que habían captado un contacto aéreo entrante: un caza polivalente Yak-141. Pilotado por alguien a quien llamaron «el Húngaro». Dijeron que venía de camino. —¿Un cazarrecompensas? —Un competidor. Pero en un Yak-141. Y un Yak-141 es un… —dijo Schofield—. ¡Vamos! ¡Rápido! Corrieron a la escalera más cercana y subieron en dirección al tejado de la torre de oficinas. Schofield abrió la trampilla del tejado. Libro II y él la atravesaron y al instante fueron golpeados sin piedad por el fuerte viento siberiano. Su cronómetro seguía avanzando: 00.29 00.30 00.31 Conformaban una imagen de lo más singular: dos diminutas figuras en lo alto de la torre, rodeadas por los edificios abandonados de Krask-8 y las inhóspitas montañas siberianas. Schofield corrió al borde del tejado para ver de dónde provenía el ruido del motor. 00.33 00.34 00.35 ¡Allí! Estaba sobrevolando un edificio bajo ligeramente abovedado a unos cuatrocientos cincuenta metros al oeste: era un caza supersónico Yakovlev-141.

El Yak-141, el equivalente ruso al avión a reacción Harrier, era probablemente la aeronave más horrible jamás construida; con sus bordes cuadrados y su abultado motor de combustión residual, no había sido fabricado para ser bonito. Pero su tobera trasera permitía vectorizar su posquemador de combustible para que apuntara hacia abajo, posibilitando de esa manera que despegara y aterrizara verticalmente, y que también se mantuviera inmóvil en el aire cual helicóptero. 00.39 00.40 00.41 Schofield sacó su MP-7 y descerrajó un cargador entero de treinta balas en dirección al morro del Yak en un intento a la desesperada por atraer la atención del piloto. Funcionó. Como si de un Tyrannosaurus rex al que le han interrumpido el almuerzo se tratara, el Yak-141 viró en el aire y pareció mirar directamente a Schofield y Libro II. Entonces, con un bandazo, incrementó la potencia y se acercó a la torre. Schofield agitó los brazos hacia el avión como un idiota. —¡Aquí! —gritó—. ¡Acércate! ¡Acércate más! 00.49 00.50 00.51 El Yak-141 se aproximó aún más, de manera que en esos momentos se encontraba a unos cuarenta metros del tejado de la torre. No lo bastante cerca… Schofield podía ver al piloto desde esa distancia, un hombre de rostro ancho que llevaba un casco de vuelo y parecía confuso. Schofield agitó los brazos frenéticamente, gritando una vez más. 00.53 00.54 00.55 El Yak-141 se acercó una fracción más. Treinta y cinco metros… 00.56 —¡Joder, aprisa! —gritó Schofield mientras contemplaba el tejado bajo sus pies, esperando a que de un momento a otro las cargas de termita explotaran. 00.57 —Demasiado tarde. —Schofield se giró hacia Libro con gesto elocuente y bajó el arma. Al ver a

Schofield, Libro hizo lo mismo. —Haga lo que le diga —dijo Schofield de repente—, y seguirá con vida. ¡Ahora corra! Echaron a correr, a gran velocidad, codo con codo, acercándose al borde del tejado de quince plantas de altura. 00.58 Llegaron rápidamente al borde… 00.59 … Y, cuando el cronómetro de Schofield marcó el minuto, Libro II y él saltaron al vacío. Sus pies abandonaron el parapeto en el mismo instante en que la sección inferior del edificio estalló en una lluvia de hormigón, y toda la torre (los sesenta metros, el tejado, las paredes acristaladas, las columnas de hormigón…) se desplomó bajo ellos como si de un gigantesco árbol recién talado se tratara.

1.9

El piloto del Yak-141 observó anonadado cómo el edificio de quince plantas que tenía ante sus ojos se desintegraba, desmoronándose al ritmo de una extraña cámara lenta, derrumbándose en su propia nube de polvo. Era un hombre fornido y bajo, con el rostro redondo, rasgos de Europa del Este y ceño permanentemente fruncido. Su nombre era Oleg Omansky. Pero nadie lo llamaba así. Otrora miembro de la policía secreta húngara, con fama de emplear más la violencia que el cerebro, era conocido en el mundillo como «el Húngaro». En esos momentos, sin embargo, el Húngaro estaba confundido. Había visto a Schofield, a quien había reconocido al instante como uno de los integrantes de la lista, y a Libro II saltar del tejado un instante antes de que el edificio se hubiera desplomado. Pero ahora no los veía. Los restos y escombros del edificio habían levantado una enorme nube de polvo que lo cubría todo en un radio de un kilómetro a la redonda. El Húngaro rodeó el emplazamiento, buscando el lugar donde Schofield había aterrizado. Observó que un grupo de hombres estaba formando un perímetro alrededor del edificio derrumbado (cazarrecompensas, sin duda) y vio que corrían hacia las ruinas una vez que el desmoronamiento del edificio había cesado. Pero seguía sin ver a Schofield. Comprobó el estado de sus armas y se dispuso a aterrizar en el tejado de un edificio cercano. El Yak-141 aterrizó sin problemas en el tejado de uno de los inmuebles más bajos del complejo. Su propulsor trasero, que apuntaba hacia abajo, se encargó de limpiar la superficie de escombros y restos. Tan pronto como hubo aterrizado, la cubierta transparente de la cabina se abrió y el Húngaro salió por ella. Su cuerpo era tan orondo como su rostro y llevaba un fusil de asalto AMD, la versión húngara más rudimentaria pero igual de eficaz del AK-47, cuya principal diferencia era la empuñadura delantera extra. Se había alejado cuatro pasos del avión cuando… —Tire el arma.

El Húngaro se volvió… … Y vio a Shane Schofield salir de debajo del Yak-141, con un MP-7 en ristre que apuntaba directamente a la nariz del Húngaro. Cuando la torre acristalada voló en pedazos, Schofield y Libro II habían saltado a la nada, cayendo justo bajo la parte delantera del Yak-141, que sobrevolaba en esos momentos el edificio. Antes de empezar a correr, Schofield había sacado de su funda el arma emblema de los marines, el Maghook. A continuación había saltado del edificio y había apuntado a la parte inferior del Yak y había disparado. Libro II había hecho lo mismo. Los Maghook habían salido disparados y los cables unidos a sus ganchos habían comenzado a desenrollarse. Con dos golpes sordos, las dos potentes cabezas magnéticas habían conectado con la parte inferior del avión y las caídas respectivas de Libro y Schofield se habían visto abruptamente frenadas cuando los cables de sus Maghook se habían tensado. Cuando el Yak se dispuso a aterrizar en el tejado más cercano, habían activado los carretes internos de sus Maghook y los cables habían comenzado a enrollarse de nuevo, subiéndolos así hacia la parte inferior delantera del caza, donde estarían a salvo durante el aterrizaje y al mismo tiempo (gracias a la nube de polvo) no podrían ser vistos por las fuerzas mercenarias en tierra. El aterrizaje resultó bastante complicado debido a todos esos escombros y restos que surcaban el aire sin control alguno y al chorro de calor del propulsor trasero, pero lo habían conseguido. El Yak-141 había aterrizado y Schofield y Libro II habían descendido hasta el tejado del edificio y se habían alejado del avión. Schofield tenía un plan muy sencillo para el Yak-141. Robarlo. Schofield y Libro II se encontraban frente a frente con el Húngaro en el tejado del edificio bajo. El Húngaro soltó su fusil de asalto, que repiqueteó al caer al suelo. Schofield cogió su rudimentaria arma. —¿Otro cazarrecompensas? —preguntó, gritando por encima del estruendo del caza al ralentí. —Da —gruñó el Húngaro. —¿Cuál es su nombre? —Soy el Húngaro. —¿El Húngaro, eh? Bueno, llega tarde. Los mercenarios se le han adelantado. Ya tienen a McCabe y a Farrell. —Pero no a usted. —La voz del Húngaro estaba desprovista de toda emoción. Schofield entrecerró los ojos. —Tengo entendido que tienen que llevar mi cabeza a un castillo en Francia para reclamar el dinero. ¿Qué castillo? El Húngaro miraba el arma de Schofield con recelo.

—Valois. La fortaleza de Valois. —La fortaleza de Valois —dijo Schofield. Pasó entonces a la cuestión monetaria—. ¿Y quién paga esto? ¿Quién quiere verme muerto? El Húngaro le sostuvo la mirada. —No lo sé —gruñó. —¿Está seguro de ello? —He dicho que no lo sé. Había algo en aquella franqueza tan directa que hizo que Schofield lo creyera. —Bien… Schofield se dirigió hacia el Yak, caminando hacia atrás, con las armas aún en ristre pero, mientras lo hacía, sintió cierta lástima por aquel orondo cazarrecompensas que tenía ante él. —Voy a llevarme su avión, Húngaro, pero también voy a decirle algo que no debería. No esté aquí en once minutos. Schofield y Libro II subieron por la escalera de la cabina de mando del Yak-141 con sus armas apuntando al Húngaro. —¿Sabe? —dijo Libro II—. Un día de estos, su Maghook no va a funcionar. —Cállese —dijo Schofield. Subieron. Schofield, otrora piloto de un Harrier, no tuvo problemas para vérselas con los controles de mando del Yak. Activó el propulsor para el despegue vertical y el Yak-141 se elevó en el aire, por encima del tejado. A continuación incrementó la potencia de los posquemadores y puso rumbo a las yermas montañas siberianas, dejando a la solitaria figura del Húngaro allí, mirando anonadado e impotente a su alrededor. Schofield y Libro II dejaron el complejo Krask-8 tras su estela. Schofield, sentado a los mandos del Yak-141, meditó cuál sería su próximo movimiento. Libro II, que iba sentado en la parte trasera, dijo: —¿En qué está pensando? ¿Vamos a ese castillo? —El castillo es importante —dijo Schofield—. Pero no es la clave. Sacó la lista de objetivos de Wexley de su bolsillo. —Esta es la clave —dijo. Miró los nombres de la hoja arrugada y se preguntó qué tendrían en común. A grandes rasgos, la lista consistía en una compilación de los guerreros más destacados en el campo

internacional: soldados de élite como McCabe y Farrell; espías británicos del MI6; un piloto de la Fuerza Aérea israelí. Hasta Ronson Weitzman aparecía en ella (el general de división Ronson Weitzman, del Cuerpo de Marines de Estados Unidos, uno de los rangos más elevados que existían dentro del Cuerpo). Y eso sin mencionar a los terroristas de Oriente Medio que figuraban en la lista: Khalif, Nazzar y Hassan Zawahiri. Hassan Zawahiri… Schofield conocía ese nombre. Era el segundo de Al Qaeda, la mano derecha de Osama bin Laden. Y un hombre que en esos momentos estaba siendo arrinconado en las montañas del norte de Afganistán por fuerzas estadounidenses, por dos amigas de Schofield del Cuerpo de Marines: Elizabeth Gant y Madre Newman. La voz de Wexley invadió los pensamientos de Schofield: «Los cazarrecompensas son proclives a retener a las amistades y seres queridos como cebo para hacerse con el objetivo…». Schofield frunció el ceño. Sus amistades y uno de los objetivos de la lista (Zawahiri) se encontraban en el mismo lugar. Era el punto de partida perfecto para cualquier cazarrecompensas. Así que tomó la decisión. Activó el piloto automático del Yak: sur-sur-oeste. Destino: norte de Afganistán.

1.10

Once minutos después de que Schofield abandonara el complejo Krask-8, una columna de humo blanco surgió de entre las nubes que se alzaban sobre la base, encabezada por el misil SS-N-20 que había sido disparado veinte minutos antes desde el submarino. El misil descendió cual rayo hacia los restos de Krask-8, decidido a causar todo el daño posible. Se precipitó a tierra a velocidad supersónica. Mi quinientos metros… Seiscientos metros… Trescientos metros… Y entonces, en una fracción de segundo… … Estalló… … A doscientos cincuenta metros del suelo. El misil descendente se desintegró en miles de fragmentos tras explotar cual petardo al ser alcanzado desde un lateral por un misil más pequeño guiado por láser. Los restos del misil lanzado por el submarino cayeron sobre el complejo sin causar daños. Y cuando el humo se hubo dispersado, allí, inmóvil en el aire, sobre la instalación, se hallaba el segundo caza que había llegado a Krask-8 esa mañana. Este era mucho más aerodinámico que el Yak-141 del Húngaro, también más largo, y estaba pintado por completo de negro. El único rastro de otro color se podía encontrar en su morro cónico, blanco. También tenía alerones Canards en el frente y una cabina de mando para dos personas. Era un Sukhoi S-37, un caza polivalente de construcción rusa con un diseño mucho más avanzado que el Yak-141. El S-37 se cernió cual halcón sobre la base destruida, escudriñando la escena. Las calles estaban desiertas. Los miembros de ExSol habían desaparecido. Tras unos minutos de vigilancia aérea, el Sukhoi aterrizó en una franja de terreno no muy alejada del almacén del dique. Dos hombres bajaron de la cabina. Uno era extremadamente alto, al menos dos metros trece, y llevaba un fusil de asalto G36.

El segundo hombre era más bajo que el primero pero aun así seguía siendo alto: uno ochenta y seis. Iba vestido de negro de pies a cabeza: ropa de combate negra, equipo de protección corporal negro, casco negro…, y llevaba dos escopetas de corredera Remington 870 en sendas fundas en los muslos. Las dos armas estaban fabricadas en reluciente acero plateado. También había otro rasgo característico en él: llevaba unas gafas antidestellos con la montura negra y los cristales tintados de color dorado. Mientras sacaba una de sus escopetas plateadas y la blandía, como si de una pistola se tratara, el hombre de negro dejó a su compañero vigilando el Sukhoi mientras él se dirigía hacia la puerta que Schofield había utilizado instantes antes para acceder al almacén. Se detuvo en la entrada y comprobó el suelo cubierto de nieve tocándolo con su mano enguantada. Entró. El almacén estaba vacío. Los restos de la nube de humo provocada por Schofield persistían en el aire. El submarino Typhoon se alzaba en medio del almacén. La fuerza mercenaria de ExSol se había marchado. Al igual que su submarino clase Akula. El hombre de negro examinó los cadáveres de la unidad Delta que yacían junto al foso inundado, los casquillos de munición en el suelo, el cuerpo decapitado de McCabe y el cadáver aún caliente del cabo marine de Schofield, Gallo, que había sido tiroteado cuando los mercenarios habían destapado su trampa. Algunos cuerpos flotaban bocabajo en el inundado dique. Moviéndose con pasos calmos y calculados, el hombre de negro se acercó a la compuerta que otrora había separado el dique del lago y se fijó en la sección lateral reventada. Espantapájaros, pensó el hombre de negro. Después de que dispararan a uno de sus hombres, lo arrinconaron en el dique. Así que lo voló, inundando el foso, matando a los hombres que habían bajado a por él… El hombre de negro se acercó al borde del lago interior y se acuclilló junto a una serie de pisadas húmedas que había sobre el suelo de hormigón: pisadas recientes de botas de combate de distintas marcas. Aquello solo podía significar una cosa: mercenarios. Y todos ellos habían accedido al almacén desde una superficie húmeda. Un submarino. Un segundo submarino. Así que Executive Solutions ha estado aquí. Pero han llegado muy rápido. Demasiado rápido. Deben de haberles dado el chivatazo, alguien que esté detrás de la cacería. Les han dado ventaja para hacerse con las cabezas de los estadounidenses. De repente se oyó un gruñido y el hombre de negro se volvió con el arma en alto, rápido como una mangosta.

Provenía de la galería desde la que se divisaba el almacén. El hombre de negro subió a gran velocidad por una escalera de travesaños cercana y llegó a un pequeño despacho interno dispuesto en la galería superior. Junto a la entrada yacían dos figuras: la primera era el cuerpo sin vida del cabo Max Clark Kent; el segundo era otro soldado (y, a juzgar por su fusil de asalto francés, un mercenario de ExSol) y seguía con vida. Pero no le quedaba mucho tiempo. La sangre manaba de una herida abierta en la mejilla. Le habían volado media cara. El hombre de negro se colocó delante del mercenario herido y lo miró con frialdad. El mercenario herido estiró la mano hacia el hombre, con ojos suplicantes, gimiendo: —Aidez-moi… S’il vous plait… aidez-moi… El hombre de negro miró en dirección al puente de hormigón que otrora había conectado esa galería con la demolida torre de oficinas. Un edificio de quince plantas destruido: Espantapájaros de nuevo. El mercenario lo intentó de nuevo: —Por favor, monsieur. Ayúdeme… El hombre de negro se volvió y lo miró con frialdad. Tras un largo instante, dijo: —No. A continuación le descerrajó un tiro en la cabeza. El hombre de negro regresó a su aerodinámico Sukhoi y volvió junto a su gigantesco compañero. Subieron de nuevo a su caza, despegaron verticalmente y pusieron rumbo sur-sur-oeste. Una vez el Sukhoi se hubo marchado, una figura salió de uno de los edificios de Krask-8. Era el Húngaro. Permaneció allí, en la calle desierta, observando con los ojos entrecerrados cómo el Sukhoi desaparecía sobre las montañas en dirección sur.

Segundo ataque Afganistán-Francia 26 de octubre, 13.00 horas (Afganistán) 03.00 horas (Tiempo del Este, Nueva York, EE. UU.)

Imaginemos una limusina en las accidentadas calles de la ciudad de Nueva York que habitan los mendigos. En el interior de la limusina se encuentran las regiones postindustriales y climatizadas de Norteamérica, Europa, el Pacífico y otros lugares aislados… Fuera está el resto de la humanidad, yendo en una dirección completamente opuesta. —Doctor Thomas Homer-Dixon Director del programa de estudios sobre la Paz y los Conflictos

Departamento de Ciencias Políticas, Universidad de Toronto

2.1

Fortaleza de Valois, Bretaña (Francia) 26 de octubre, 09.00 horas (hora local) (13.00 horas en Afganistán – 03.00 horas Tiempo del Este, EE. UU.) Los dos cazarrecompensas cruzaron el puente levadizo por el que se accedía a la fortaleza de Valois, un castillo imponente enclavado en la escarpada costa noroeste francesa, desde la que se domina el océano Atlántico. Construida en 1289 por el demente conde de Valois, la fortaleza no era el típico castillo francés. Mientras que en la mayoría de los edificios fortificados franceses se ponía gran énfasis en la belleza, la fortaleza de Valois era mucho más utilitaria. Era una roca, una fortaleza sombría y lúgubre. Ancha, achaparrada y sólida como pocas, gracias a la combinación de su singular enclave y las audacias de la ingeniería de la época, la fortaleza de Valois había sido casi inexpugnable en su tiempo. El motivo: se alzaba sobre una enorme formación rocosa que sobresalía del mismo océano, a más de cincuenta metros de los elevados acantilados costeros. Las pétreas y colosales paredes de la fortaleza se fundían en su descenso con las paredes verticales de la formación rocosa de manera tal que toda la estructura se alzaba unos ciento veinte metros por encima de las batientes olas del Atlántico. La única conexión del castillo con tierra firme era el puente de piedra de dieciocho metros, cuyos últimos seis conformaban el puente levadizo. Los dos cazarrecompensas cruzaron el puente, empequeñecidos por el oscuro castillo que se cernía amenazante sobre ellos, mientras el viento incesante del Atlántico azotaba sus cuerpos. Entre los dos llevaban una caja blanca con una cruz roja y las palabras: «Órganos humanos: no abrir. Entrega urgente». Una vez hubieron atravesado el puente, los dos hombres se dirigieron al rastrillo de setecientos años de antigüedad de la fortaleza y accedieron al castillo. En el patio fueron recibidos por un caballero atildado que llevaba un frac impoluto y un par de

quevedos con montura de alambre. —Bonjour, messieurs —dijo el hombre—. Soy monsieur Delacroix. ¿En qué puedo ayudarles? Los dos cazarrecompensas (estadounidenses, con chaquetas de ante, tejanos y botas de vaquero) se miraron entre sí. El más alto gruñó: —Estamos aquí para recoger la recompensa de un par de cabezas. El atildado caballero les sonrió con cortesía. —Por supuesto. ¿Y sus nombres son? El más grande dijo: —Drabyak, Joe Drabyak. Ranger de Texas. Este es mi socio, mi hermano, Jimbo. Monsieur Delacroix les hizo una reverencia. —Ah, oui, los famosos hermanos Drabyak. Pasen, por favor. Monsieur Delacroix los condujo al interior de un garaje que tenía una colección de coches caros y exclusivos: un Ferrari Modena rojo; un Porsche GT2 plateado; un Aston Martin Vanquish; algunos coches de rali listos para la competición, y, ocupando un lugar privilegiado en el centro de la exposición, un Lamborghini Diablo de un reluciente negro. Los dos cazarrecompensas estadounidenses observaron la colección de coches con regocijo. Si su misión salía de acuerdo con el plan, muy pronto estarían comprándose uno de esos potentes coches. —¿Son suyos? —gruñó a modo de pregunta el mayor de los Drabyak mientras caminaba tras monsieur Delacroix. El pulcro caballero contuvo la risa. —Oh, no. No soy más que un humilde banquero de Suiza que supervisa la distribución de fondos de mi cliente. Los coches pertenecen al propietario del castillo, no a mí. Monsieur Delacroix los guió hasta unas escaleras de piedra situadas en el extremo del garaje que conducían a una planta inferior… Y de repente entraron en la Edad Media. Llegaron a una antesala redonda de paredes de piedra. Un largo y estrecho túnel salía a la izquierda y desaparecía con la tenue luz subterránea de las antorchas. Monsieur Delacroix se detuvo y se volvió hacia el más menudo de los dos texanos. —Joven monsieur James. Usted permanecerá aquí mientras su hermano y yo verificamos las cabezas. El mayor de los Drabyak asintió a su hermano menor de modo tranquilizador. A continuación, monsieur Delacroix condujo al mayor de los Drabyak a través del túnel iluminado por antorchas. El túnel desembocaba en un espléndido despacho. Una de las paredes estaba enteramente ocupada por una gran ventana que regalaba unas increíbles vistas panorámicas del océano Atlántico

extendiéndose hacia el horizonte. Cuando llegaron al extremo del túnel, monsieur Delacroix se detuvo de nuevo. —Si es tan amable de entregarme el maletín, por favor… El cazarrecompensas le dio la caja de transporte de órganos blanca. Monsieur Delacroix dijo: —Y ahora, si es tan amable de esperar aquí… Delacroix entró en el despacho, dejando al texano justo tras la entrada, todavía dentro del túnel de piedra. Delacroix se dirigió a su escritorio y sacó un mando a distancia de su chaqueta. Apretó un botón… ¡Bang! ¡Bang! ¡Bang! Y tres puertas de acero descendieron de unas hendiduras ocultas en el techo del pasillo. Las dos primeras puertas sellaron la antesala, encerrando al menor de los Drabyak en la sala de piedra circular, cortándole la salida tanto por las escaleras que subían al garaje como por el estrecho túnel en el que se hallaba su hermano mayor. La tercera puerta de acero aisló el despacho del pasillo, separando a monsieur Delacroix del mayor de los Drabyak. Unas pequeñas ventanas de plexiglás, dispuestas en cada una de las puertas de acero, permitían a los cazarrecompensas contemplar el exterior desde su nueva prisión. La voz de monsieur Delacroix se oyó a través de unos altavoces dispuestos en el techo. —Caballeros. Como sin duda ustedes dos sabrán, una recompensa de este valor atrae a, cómo decirlo, individuos más bien carentes de escrúpulos. Permanecerán donde están mientras verifico la identidad de las cabezas que me han traído. Monsieur Delacroix colocó la caja médica en su escritorio y la abrió con manos expertas. En su interior había dos cabezas en muy mal estado. Una de ellas estaba cubierta de sangre y sus ojos estaban abiertos de par en par en una expresión de horror absoluto. La otra estaba en peor estado. Quemada. Monsieur Delacroix no mudó el gesto. Se puso unos guantes de cirujano y con total tranquilidad sacó la cabeza salpicada de sangre de la caja y la colocó sobre el dispositivo de escaneo que tenía junto al ordenador. —¿Y quién afirman ustedes que es? —preguntó monsieur Delacroix al mayor de los Drabyak por el interfono. —El israelí, Rosenthal —dijo Drabyak. —Rosenthal. —Delacroix introdujo el nombre en el ordenador—. Mmm… agente del Mossad…

Identificación por ADN no disponible. Típico de los israelíes. No importa. Tengo instrucciones al respecto. Tendremos que utilizar otros medios. Delacroix inició el dispositivo de escaneo sobre el que se encontraba la maltrecha cabeza. Al igual que un TAC, el dispositivo emitió una serie de haces muy finos de láser sobre el exterior de la cabeza. Una vez terminado el escáner, Delacroix abrió la boca de la cara ensangrentada y se dispuso a escanear la dentadura. A continuación, Delacroix pulsó otro botón del teclado y comparó la cabeza analizada con la base de datos que aparecía en la pantalla de su ordenador. El ordenador emitió un bip y monsieur Delacroix sonrió. —El porcentaje de la referencia cruzada es del 89,337%. Según las instrucciones que me han sido proporcionadas, una verificación del 75% o superior es suficiente para garantizar el pago de la recompensa. Caballeros, su primera cabeza ha sido identificada por su tamaño craneal y por la historia clínica dental como la del comandante Benjamin Y. Rosenthal, del Mossad israelí. En estos momentos son 18,6 millones de dólares más ricos. Los dos cazarrecompensas sonrieron en sus respectivas celdas de piedra. Delacroix sacó la segunda cabeza. —¿Y este? —preguntó. El mayor de los Drabyak dijo: —Es Nazzar, el tipo de Hamás. Lo encontramos en México. Estaba comprando unos M-16 a un capo de la droga. —Fascinante —exclamó Delacroix. La segunda cabeza estaba ennegrecida por las quemaduras y le faltaba la mitad de la dentadura, aparentemente a causa de un disparo de bala… o de un martillazo. Monsieur Delacroix procedió a las identificaciones craneales y dentales por láser. Los dos cazarrecompensas contuvieron la respiración. El proceso de comprobación de identidad parecía angustiarles cada vez más. El cráneo y la dentadura de la segunda cabeza obtuvieron una coincidencia del 77,326%. Monsieur Delacroix dijo: —El porcentaje es del 77%, sin duda debido a los daños infligidos a la cabeza. Como bien saben, de acuerdo con las instrucciones que me han sido dadas, un porcentaje de verificación del 75% o superior es suficiente para garantizar el pago de la recompensa… Los cazarrecompensas sonrieron. —A menos que se disponga de muestras de ADN del individuo en cuestión, en cuyo caso debo cotejarlas —añadió Delacroix—. Y, según los dosieres, existe una muestra de ADN de este individuo.

Los dos cazarrecompensas se volvieron para mirarse, horrorizados. El mayor de los Drabyak dijo: —Pero no puede ser… —Oh, sí —dijo Delacroix—. De acuerdo con los datos que me han sido facilitados, el señor Yousef Nazzar fue encarcelado en el Reino Unido en 1999 acusado de importación de armas. En virtud de la política de detención de presos británica, le fue extraída una muestra de sangre. Mientras el mayor de los Drabyak le gritaba que se detuviera, monsieur Delacroix inyectó una aguja hipodérmica en la mejilla izquierda de la cabeza ennegrecida que tenía ante sí y le extrajo una muestra de sangre. La sangre fue a continuación depositada en un analizador del ordenador de Delacroix. Otro bip. Malo, esta vez. Delacroix frunció el ceño y, de repente, su rostro adoptó un gesto mucho más peligroso. —Caballeros… —dijo lentamente. Los cazarrecompensas se quedaron petrificados. El banquero suizo paró de hablar, como si estuviera ofendido. —Caballeros, esta cabeza es una falsificación. Esta no es la cabeza de Yousef Nazzar. —No, espere un segundo… —comenzó el mayor de los Drabyak. —Silencio, señor Drabyak —ordenó Delacroix—. La cirugía estética está bastante lograda; han contratado los servicios de un buen cirujano plástico, eso es cierto. Quemar la cabeza para evitar cualquier posible identificación visual… bueno, es un truco inteligente pero viejo. Y la dentadura reestructurada estaba muy bien falsificada. Pero no sabían que existían muestras de ADN, ¿verdad? —No —gimió el mayor de los Drabyak. —¿La cabeza de Rosenthal también era falsa, entonces? —La obtuvo un socio —mintió el mayor de los Drabyak—, y nos aseguró que era… —Pero usted la ha presentado ante mí, monsieur Drabyak, y por tanto es responsabilidad suya. Permítame que le hable de manera clara. La honestidad podría serle de ayuda en este momento. ¿Es la cabeza de Rosenthal también falsa? —Sí —dijo Drabyak con una mueca harto significativa. —Se trata de una grave infracción de las normas, señor Drabyak. Mis clientes no tolerarán intento alguno de engaño, ¿lo comprende? El mayor de los Drabyak no dijo nada. —Por suerte, también he recibido instrucciones al respecto —dijo Delacroix—. Señor Drabyak, el hermano mayor. El pasadizo en el que se encuentra, ¿sabe lo que es?

—No. —Oh, claro. Qué estúpido por mi parte, si usted es estadounidense. No saben nada de historia mundial salvo el nombre de todos sus presidentes y la capital de todos los estados de su país. Conocer las guerras medievales europeas sería pedir demasiado, ¿no? El rostro del mayor de los Drabyak palideció. Delacroix suspiró. —Monsieur Drabyak, el túnel en el que usted se encuentra fue utilizado en otros tiempos como trampa para atrapar a aquellos que querían atacar este castillo. Cuando los soldados enemigos atravesaban este pasadizo, se les lanzaba aceite hirviendo por las canaletas de las paredes, acabando con los intrusos de una manera harto dolorosa. El mayor de los Drabyak se volvió para mirar las paredes del túnel de piedra. Era cierto, había una serie de hendiduras del tamaño de una pelota de baloncesto cerca del techo. —Este castillo, sin embargo, ha sufrido algunas modificaciones —continuó explicando Delacroix— para adecuarse a la tecnología de nuestra era. Si es tan amable de mirar a su hermano. El mayor de los Drabyak se volvió y miró con los ojos como platos a través de la ventana de plexiglás de la puerta de acero que lo separaba de su hermano menor. —Despídase de su hermano —dijo la voz de monsieur Delacroix por los altavoces. En el despacho, Delacroix levantó de nuevo su mando a distancia y apretó otro botón. En el acto, un terrible zumbido mecánico surgió de las paredes de piedra de la antesala circular del menor de los Drabyak. El zumbido se intensificó, acelerándose por momentos. Al principio el menor de los Drabyak permaneció impertérrito. Entonces, con terrorífica inmediatez, se convulsionó violentamente, llevándose la mano al pecho, al corazón. A continuación se llevó las manos a las orejas… y un segundo después, comenzaron a sangrarle copiosamente. Gritó. Y, mientras su hermano mayor lo observaba, ocurrió lo más horrible de todo. Cuando el zumbido alcanzó su cénit, el pecho de su hermano menor estalló y la caja torácica reventó hacia afuera en una repugnante mezcla de sangre y casquería. El menor de los Drabyak cayó al suelo de la antesala con la mirada perdida y la caja torácica reducida a ensangrentados despojos. Muerto. La voz de Delacroix dijo: —Un sistema de defensa por microondas, monsieur Drabyak. Très efectivo, ¿no le parece? El mayor de los Drabyak estaba estupefacto. Giró sobre sí mismo, pero no tenía escapatoria.

—¡Hijo de puta! Dijo que la honestidad nos sería de ayuda —gritó. Delacroix rompió a reír. —Estadounidenses. Creen que pueden librarse de todo implorando piedad. Dije que podría ser de ayuda. Pero, en esta ocasión, he decidido que no será así. Drabyak contempló lo que quedaba de su hermano. —¿Es eso lo que va a hacer conmigo? Monsieur Delacroix sonrió. —Oh, no. A diferencia de usted, yo soy un gran admirador de la historia. En ocasiones, los métodos antiguos son mucho más satisfactorios. Y, tras decir eso, el banquero suizo pulsó un tercer y último botón de su mando a distancia… Mil litros de aceite hirviendo se vertieron por las oquedades de las paredes del túnel en el que se encontraba Joe Drabyak. La piel se le abrasó en cuanto el aceite entró en contacto con ella y su rostro se escaldó en menos de un segundo. La ropa se fundió con su cuerpo. Mientras el aceite lo abrasaba, Drabyak gritó. Gritó y aulló de dolor y lloriqueó hasta la muerte, pero nadie lo oyó. Y es que la fortaleza de Valois, situada sobre una elevada formación rocosa desde la que se domina el océano Atlántico, suspendida en el extremo de la costa de Bretaña, se encuentra a más de treinta kilómetros de distancia de la ciudad más cercana.

2.2

Montañas Hindu Kush Frontera Afganistán – Tayikistán 26 de octubre, 13.00 horas (hora local) 03.00 horas (Tiempo del Este, EE. UU.) Fue como atravesar las puertas del mismísimo infierno. El vehículo ligero blindado de ocho ruedas de la teniente Elizabeth Gant fue golpeado por un tornado de polvo y tierra cuando salió a los ciento ochenta metros de terreno abierto que protegían la entrada al sistema de cuevas donde se ocultaban los terroristas. Una terrible ráfaga de disparos levantó el terreno alrededor del vehículo mientras este se acercaba a la entrada de la cueva, protegida a su vez por los disparos de la artillería apostada en posiciones elevadas. Se trataba del quinto intento de las fuerzas aliadas de acceder al sistema de cuevas (una mina soviética transformada en el escondite del segundo de Osama bin Laden, Hassan Zawahiri, además de unos doscientos terroristas de Al Qaeda fuertemente armados). Más de un año después de que el régimen talibán fuera derrocado (e incluso a pesar de que una guerra mucho más pública y notoria se hubiera librado y ganado contra Sadam Husein en Iraq), la operación Libertad Duradera seguía activa en los lugares más sombríos de Afganistán: las cuevas. Pues la aniquilación final de Al Qaeda no podría lograrse hasta que todas las cuevas de los terroristas fueran despejadas, y eso implicaba un tipo de batalla no muy adecuada para ser retransmitida por la CNN o la Fox. Una lucha feroz, sin escrúpulos. Mano a mano, hombre a hombre. Y, justo esa semana, las fuerzas británicas y estadounidenses habían encontrado ese sistema de cuevas en el extremo norte del país, en la frontera entre Afganistán y Tayikistán, la base terrorista más importante de Afganistán. Se trataba del centro de la red de Al Qaeda. Una mina de carbón soviética abandonada, otrora conocida como la mina Karpalov, había sido convertida por la empresa constructora de Osama bin Laden en una red laberíntica de cuevas en la que los terroristas vivían y trabajaban y en la que almacenaban un arsenal nada desdeñable de armas.

También venía con un mecanismo de defensa extra. Era una trampa de metano. El carbón emite metano, un gas altamente inflamable, y los niveles de metano superiores al cinco por ciento son explosivos. Una chispa y todo salta por los aires. Y, si bien las secciones interiores de la mina abandonada contaban con suministro de aire fresco gracias a unos conductos de ventilación similares a chimeneas, las zonas más externas estaban llenas de metano. En otras palabras, los soldados invasores no podían usar las armas hasta llegar al centro de la mina. Una cosa sí era segura: los terroristas que se habían internado en ese sistema de cuevas no iban a caer sin oponer resistencia. Al igual que el ataque en Kunduz el año anterior y el baño de sangre en Mazar-e-Sharif, esa iba a ser una lucha a muerte. La última batalla de Al Qaeda. La entrada a la mina consistía en un arco de cemento reforzado lo suficientemente ancho como para que pasara un camión de grandes dimensiones. La pronunciada ladera de la montaña estaba llena de pequeños nichos para francotiradores desde los que los terroristas cubrían la vasta extensión de terreno descubierto situado ante la entrada. Y, en algún lugar en el entramado de cimas montañosas que cubrían la mina, se hallaban las aberturas de dos conductos de ventilación: huecos de diez metros por diez que se alzaban cual chimeneas desde la base de la mina, permitiendo la entrada de aire fresco. Los terroristas habían tapado hacía tiempo la parte superior de esos conductos con cubiertas de camuflaje para que no fueran percibidas por los aviones espías. Esos conductos eran el objetivo de Gant. Se harían con el control de un conducto desde el interior, volarían la tapa desde abajo, y enviarían un láser de localización que sería captado por un bombardero C-130 que estaría sobrevolando el área, proporcionándole así un blanco imposible de errar. Lo único que quedaría por hacer después sería salir de la mina como alma que lleva el diablo antes de que una MOAB de casi nueve toneladas de H6 (más conocida coloquialmente como la Madre de Todas las Bombas){2} cayera por la chimenea. Los primeros tres intentos de esa mañana para acceder al sistema de túneles habían resultado de lo más fructíferos.

En cada intento, dos LAV-25 (vehículos de combate de infantería de ocho ruedas) con marines y soldados del SAS habían sobrevivido a las ráfagas de disparos y habían logrado acceder a la cueva. El cuarto intento, sin embargo, había sido un desastre. Había terminado con un terrible fuego cruzado de granadas rusas propulsadas por cohetes, conocidas como «asesinas de LAV», que habían impactado en los dos vehículos, acabando con la vida de todos sus ocupantes. El de Gant era el quinto intento, y había implicado el envío de dos areneros a toda velocidad como señuelo para atraer el fuego enemigo, tras lo cual sus dos ocho ruedas se habían dirigido a la entrada de la cueva respaldados por los disparos de morteros a emplazamientos enemigos. Había funcionado.

Los rapidísimos areneros usados como señuelo habían recibido todo el ataque (fuego de armas automáticas y granadas propulsadas por cohetes que habían estallado en el suelo a su alrededor). Mientras, el LAV-25 de Gant salía de su escondite, seguido por una segunda bestia de ocho ruedas. La zona situada justo encima de la entrada a la cueva había saltado en pedazos por los impactos de los morteros mientras los dos LAV habían cruzado la llanura descubierta antes de acceder a la entrada del sistema de cuevas, desapareciendo en la oscuridad, a salvo de la lluvia de disparos exterior, si bien adentrándose en un infierno diferente. Elizabeth Zorro Gant tenía veintinueve años y, recién graduada en la escuela de Aspirantes a Oficial, acababa de ser ascendida a teniente. No era frecuente que a una teniente recién nombrada se le asignara el mando de una unidad de reconocimiento tan valorada, pero Gant era especial. Fornida, rubia, y más en forma que muchos triatletas, era una líder nata. Tras sus ojos, azules como el cielo, se hallaba un agudísimo intelecto. Además, ya tenía dos años de experiencia en una unidad de reconocimiento como suboficial. Asimismo, se comentaba que tenía amigos importantes. Había quien afirmaba que su rápido ascenso y nombramiento al frente de una unidad de reconocimiento había sido el resultado de la recomendación, ni más ni menos, del mismísimo presidente de Estados Unidos. Se rumoreaba que había tenido que ver con un incidente acaecido en el Área 7, la base más secreta de la Fuerza Aérea, durante el cual Gant había demostrado su valía en presencia de este. Pero eso solo eran conjeturas. Su mayor recomendación, al final, había provenido de una altamente respetada sargento de artillería marine llamada Gena Madre Newman, que había respondido por ella de la mejor manera posible: Madre había dicho que, si Gant era puesta al frente de una unidad de reconocimiento, ella haría las veces de su jefe de equipo. Con su más de metro noventa de altura, cabeza rapada, una pierna ortopédica, y una gran e implacable destreza en el arte de la guerra, lo que Madre decía era incuestionable. Su alias lo decía todo. Era una manera «cariñosa» de mentar a la responsable de haberla traído al mundo. Así que Gant se hizo con el mando de la novena unidad de reconocimiento del Cuerpo de Marines de Estados Unidos un mes antes de que esta fuera enviada a Afganistán. Había otro detalle acerca de Gant digno de mención. Llevaba casi un año siendo la pareja del capitán Shane M. Schofield.

2.3

El Yak-141 recién adquirido de Schofield volaba a una velocidad de casi Mach 2. Habían transcurrido casi cinco horas desde la batalla en el complejo Krask-8 y en esos momentos, ante sus ojos y los de Libro II, se hallaban las imponentes montañas Hindu Kush. En algún recóndito lugar de la cordillera se encontraba Libby Gant, rehén potencial número uno para alguien que quisiera la cabeza de Schofield. El Yak estaba casi sin combustible. Una rápida parada en un aeródromo soviético abandonado en una zona rural de Kazajistán les había permitido repostar, pero en esos momentos el combustible volvía a escasear. Tenían que encontrar a Gant pronto. Dado que ya no podía confiar en nadie de la base de Alaska, Schofield sintonizó la radio del avión a una críptica frecuencia estadounidense por satélite: la frecuencia de la agencia de Inteligencia del departamento de Defensa de Estados Unidos. Una vez hubieron verificado su identidad, pidió que lo pasaran con el Pentágono, más concretamente con David Fairfax, del departamento de Cifrado y Criptoanálisis. —Aquí Fairfax —dijo una joven voz masculina por el auricular de Schofield. —Señor Fairfax, soy Shane Schofield. —Hola, capitán Schofield. Me alegro de oírlo. ¿Y bien? ¿Qué ha destruido hoy? —He inundado un submarino de clase Typhoon, tirado abajo un edificio y lanzado un misil balístico para destruir una instalación de mantenimiento. —Un día tranquilito, ¿no? —Señor Fairfax, necesito su ayuda. —Claro. Schofield y Fairfax habían formado una extraña alianza durante el incidente acaecido en el Área 7. Los dos habían recibido sendas medallas (secretas) por su valentía y, tras ello, se habían convertido en buenos amigos. Mientras sobrevolaban en esos momentos las montañas de Tayikistán a bordo del Yak-141, Schofield visualizó a Fairfax: sentado delante de su ordenador en una habitación de alguna planta subterránea del Pentágono, vestido con una camiseta de Mooks, vaqueros, gafas y zapatillas Nike, mordisqueando

un Mars y asemejándose mucho a un Harry Potter recién salido de la universidad. —¿Qué es lo que necesita? —preguntó Fairfax. —Cuatro cosas —dijo Schofield—. Primero, necesito que me diga en qué parte de Afganistán se encuentra Gant. Las coordenadas exactas. —Joder, Espantapájaros, eso es información operativa. No tengo acceso. Podrían detenerme solo por intentar acceder a ella. —Obtenga la autorización. Haga lo que tenga que hacer. Acabo de perder a seis buenos marines porque mi misión en Siberia se ha visto comprometida por alguien de nuestro país. Era una trampa para ponerles mi cabeza en bandeja a unos cazarrecompensas. No puedo confiar en nadie, David. Necesito que haga esto por mí. —De acuerdo. Veré lo que puedo hacer. ¿Qué más? Schofield sacó la lista de nombres que le había cogido a Wexley, el líder de ExSol. —Necesito que investigue estos nombres por mí… Schofield leyó en voz alta los nombres de la lista de objetivos, incluido el suyo. —Averigüe qué tienen en común. Trayectoria profesional, destreza francotiradora, color de pelo, lo que sea. Cotéjelos con todas las bases de datos de que disponga. —Entendido. —Tercero, busque una base en Siberia llamada Krask-8. Averigüe todo lo que pueda sobre ella. Quiero saber por qué fue escogida como emplazamiento para la emboscada. —De acuerdo. ¿Y la última tarea imposible? Schofield frunció el ceño mientras pensaba en uno de los nombres que había oído mencionar en la radio en el complejo Krask-8. Finalmente dijo: —Esto va a sonar un poco extraño, pero ¿puede buscar a un tipo llamado el Caballero Oscuro? Busque en todas las bases de datos de mercenarios o de exmilitares. Es un cazarrecompensas y, hasta donde sé, es muy bueno en su trabajo y va tras de mí. Quiero saber quién es. —Eso está hecho, Espantapájaros. Contactaré con usted tan pronto como pueda.

2.4

El vehículo de ocho ruedas blindado de Gant se detuvo en el interior de la oscura entrada a la cueva. Sus puertas traseras dobles se abrieron hacia fuera y el equipo de seis marines salió con las armas en ristre y sus botas resonando en el suelo. Gant salió del LAV y escudriñó el área con la descomunal Madre Newman a su lado. Las dos llevaban cascos, equipos de protección corporal y uniformes de combate color arena y blandían MP-7 y ballestas del tamaño de pistolas. La cueva en ese punto era ancha y alta y sus paredes estaban recubiertas de hormigón. Unas anchas vías de tren descendían hasta desaparecer por un túnel muy pronunciado que tenían ante sí, por el que se accedía a la mina. —Esfinge, aquí Zorro —dijo Gant por su micro de cuello—. Estamos dentro. ¿Dónde están? Una voz con acento británico respondió: —Zorro, aquí Esfinge. Santo Dios, ¡esto es un caos! ¡Estamos en el extremo este de la mina! ¡A unos doscientos metros del acceso! Se han replegado y están delante de los dos conductos de ventilación, en una bolsa de ai… La señal se cortó. —¿Esfinge? ¿Esfinge? Mierda. —Gant se volvió hacia dos de sus hombres—. Retaco, Freddy. Echen un vistazo a los lugares desde donde están lanzando las granadas propulsadas por cohetes. Tiene que haber algún túnel interno desde el que se pueda acceder a ellos. Trinquen a esos cabrones para que podamos abrir un pasillo seguro en esta mina. —Sí, señora. —Los dos marines se fueron. —El resto —dijo Gant—, síganme. El Yak-141 de Schofield estaba en esos momentos sobrevolando las cimas montañosas de Tayikistán. Fairfax contactó en ese momento con él. —Bien, de acuerdo. ¿Me escucha? He encontrado a Gant. Su unidad está trabajando con la estación de mando móvil California-2, dirigida por el coronel Clarence W. Walker. California-2 se encuentra en las coordenadas GPS: 06730.20; 3845.65. —Recibido —dijo Schofield mientras introducía las coordenadas en su ordenador de a bordo.

Fairfax prosiguió: —También he obtenido un par de resultados con esa lista que me dio. Siete de los quince nombres aparecieron inmediatamente en la base de datos de personal de la OTAN: Ashcroft, Kinsgate, McCabe, Farrell, Oliphant, Nicholson y usted son mencionados en algo llamado «Estudio RRNM de las fuerzas conjuntas de la OTAN». Está fechado en diciembre de 1996. Parece una especie de estudio médico conjunto que hicimos con los británicos. —¿Quién guarda ese estudio? —El USAMRMC, el comando de material e investigación médica del ejército de Estados Unidos. —¿Cree que podrá hacerse con él? —Por supuesto. —¿Y el otro resultado? —preguntó Schofield. —Uno de nuestros satélites espías de la red Echelon captó una transmisión de datos en banda vocal de un avión desconocido que sobrevolaba esta misma mañana Tayikistán. En la transmisión se mencionaban algunos nombres de su lista. Le leeré la transcripción: «Base, aquí Demonio, tenemos a Weitzman vivo, tal como se nos ordenó. Nos dirigimos a la mina Karpalov. Es el premio gordo, la mayor concentración de objetivos de la lista, cuatro de ellos en un mismo lugar: Ashcroft, Khalif, Kinsgate y Zawahiri. La novia de Schofield también está allí». Schofield sintió que se le hacía un nudo en el estómago. Fairfax dijo: —Hay una anotación aquí. Dice que la voz de la transmisión interceptada tenía acento británico y que esa voz pertenece a… uau… —Siga hablando. Fairfax volvió a leer: —Voz perteneciente a Damon F. Larkham, alias Demonio. Otrora coronel del SAS británico. —Fairfax hizo una pausa—. Gozó de gran reputación en la década de los noventa, pero fue juzgado por un tribunal marcial en 1999 por su relación con el que fuera el oficial al frente del SAS, un cabrón llamado Trevor J. Barnaby. —Sí, me las he visto con Barnaby —dijo Schofield. —Larkham fue condenado a once años de cárcel, pero escapó durante el traslado a la prisión de Whitemoor. Mató a nueve guardias. »En la actualidad es el presunto líder de una organización de cazarrecompensas conocida como la Guardia intercontinental, Unidad 88 o «IG-88», con sede en Portugal. Joder, Espantapájaros, ¿dónde demonios se ha metido? —En algo que puede hacerme perder la cabeza si no tengo cuidado. —Schofield y Libro II intercambiaron miradas. —Respecto al sitio que me mencionó, Krask-8 —continuó Fairfax—, lo único que he podido

encontrar ha sido esto: en junio de 1997, toda la ciudad de Krask, junto con las instalaciones de mantenimiento limítrofes, fue vendida a una compañía estadounidense, la Atlantic Shipping Corporation. Además de sus negocios navieros, Atlantic también se dedica al negocio del petróleo. Adquirió Krask-8 tras comprar cerca de diez mil hectáreas en el norte de Siberia para la búsqueda de petróleo. Schofield ponderó la información. —No. No me sirve. Fairfax dijo: —Oh, y no he encontrado nada sobre ese Caballero Oscuro en las bases de datos de exmilitares. En estos momentos estoy pasando un programa de búsqueda a algunas de las bases de datos secretas de Inteligencia. —Gracias, David. Siga con ello. Cuando averigüe algo, hágamelo saber. Tengo que colgar. El avión ganó velocidad. Nueve minutos después, el Yak-141 aterrizó verticalmente en una nube de arena sobre un claro no muy alejado de una considerable congregación de vehículos de patrullaje del desierto y tiendas de campaña. Schofield había oído que la campaña en Afganistán se había convertido en un nuevo Vietnam (sobre todo porque Afganistán, incluso en tiempos de guerra, era uno de los principales productores de heroína del mundo). Los hombres de las montañas afganas no solo tenían la habilidad de desaparecer en sistemas de cuevas ocultos, sino que, de tanto en tanto, cuando se veían acorralados, intentaban sobornar a los soldados aliados con ladrillos de heroína pura prensada. Y, teniendo en cuenta que un ladrillo así podía alcanzar el millón de dólares en el mercado, en ocasiones funcionaba. Precisamente la semana pasada había llegado a oídos de Schofield la deserción de una unidad rusa. Una unidad entera de fuerzas especiales de soldados del Spetsnaz, un total de veinticuatro hombres que en teoría estaban allí como unidad de observación, había robado un helicóptero de transporte de fabricación rusa Mi-17 y había desaparecido en busca de una cueva que supuestamente contenía treinta palés de ladrillos de heroína. Bienvenidos a Afganistán. El avión de Schofield fue recibido por un círculo de marines fuertemente armados que no se tomaron muy bien que un caza ruso no autorizado estuviera aterrizando en su territorio. Pero en cuestión de segundos reconocieron a Schofield y a Libro II y los escoltaron a la tienda del comandante de la base, el coronel Clarence Walker, del Cuerpo de Marines de Estados Unidos. La tienda del comandante se hallaba en la base de una montaña poco pronunciada tras la que se encontraba la entrada a la mina de Al Qaeda. El coronel Walker estaba de pie delante de un mapa gritando por su radio cuando Schofield y Libro entraron: —¡Bueno, encuentren el modo de restablecer las señales de radiofrecuencia ahí abajo! ¡Pongan un

cable de antena! ¡Usen vasos de plástico y un puto cordel si es necesario! ¡Tengo que hablar con los hombres que están en la mina antes de que lleguen los bombarderos! —Coronel Walker —dijo Schofield—, siento interrumpirle, pero se trata de algo muy importante. Soy el capitán Shane Schofield y tengo que encontrar a la teniente… Walker se volvió con el ceño fruncido. —¿Qué? ¿Quién coño es usted? —Señor, soy el capitán Shane Schofield y creo que en esa cueva puede haber algo más que terroristas islamistas. Probablemente también se encuentren unos cazarre… —Capitán, a menos que esté pilotando un C-130 Hércules con una bomba MOAB guiada por láser a bordo, no quiero hablar con usted en estos momentos. Siéntese y espere su puto turno. —¡Eh! ¿Qué demonios es eso? —gritó alguien. Todos salieron de la tienda de campaña a tiempo de contemplar cómo un enorme helicóptero ruso de transporte sobrevolaba el área situada justo delante de la entrada de la mina y aterrizaba en la arena. Una veintena de hombres enmascarados saltó del helicóptero y desapareció en el interior de la mina bajo los disparos de los terroristas ocultos en la ladera de la montaña. Tan pronto como los hombres se internaron en la mina, el helicóptero despegó al tiempo que disparaba con sus cañones laterales a los francotiradores antes de desaparecer tras una montaña en dirección norte. —¿Qué demonios ha sido eso? —gritó el coronel Walker. —¡Era un Mi-17! ¡Con una insignia rusa en el costado! —gritó un observador—. ¡Era la unidad Spetsnaz desertora! —Este lugar es una locura, una puta locura… —murmuró Walker, y se giró—. Bien, capitán Schofield, ¿sabe algo de esto? Pero Schofield y Libro II ya no estaban allí. Es más, lo único que Walker vio fue que un vehículo ligero de asalto se marchaba de allí a gran velocidad con Schofield y Libro II en su interior. El vehículo ligero de asalto recorrió la franja de terreno situada en tierra de nadie, delante de la entrada de la mina, levantando una enorme nube de arena tras de sí. Los disparos de los francotiradores apostados en la montaña impactaron en el terreno, muy cerca de sus ruedas. Un vehículo ligero de asalto es como un arenero. No tiene parabrisas ni está blindado. Consiste en una serie de barras protectoras antivuelco que conforman una estructura que protege al conductor y al copiloto. Es ligero, rápido e increíblemente ágil. Schofield giró el volante, trazando un amplio círculo con el vehículo y levantando una polvareda a su alrededor que los ocultó por completo. Los disparos de los francotiradores comenzaron a alejarse más

de sus objetivos. A continuación se dirigió a la entrada de la mina. Los disparos se tornaron más intensos… Y de repente se produjeron varias explosiones en la zona de la montaña situada sobre la entrada de la mina y seis de los nidos de francotiradores estallaron en simultáneas lluvias de arena. Y, un segundo después, los disparos cesaron. Alguien había volado los emplazamientos desde el interior. Schofield pisó el acelerador a fondo y se adentró en la oscuridad de la mina.

2.5

A seiscientos metros bajo la superficie, Libby Gant recorría a pie un largo túnel rocoso guiada por las linternas dispuestas en su casco y en su MP-7. La seguían tres marines. En todo momento comprobaba el metanómetro, un dispositivo que detectaba los niveles de metano en la atmósfera. En esos momentos, el porcentaje era del 5,9%. Mal dato. Seguían en el anillo exterior de protección de la mina. Aquello era un laberinto, una serie de túneles bajos y de forma cuadrada, cada uno del ancho de un túnel ferroviario y con pronunciados ángulos rectos. Algunos túneles parecían adentrarse eternamente en la oscuridad, mientras que otros terminaban en abruptos callejones sin salida. Y todo era gris. Las paredes rocosas, los techos bajos horizontales, incluso las vigas de madera que sujetaban el techo, todo estaba cubierto de aquel espectral polvo gris. Nada escapaba de aquel manto. Era polvo de piedra caliza, una sustancia inerte que evitaba que el altamente inflamable polvo de carbón se desprendiera de las paredes y el peligro de explosión fuera mayor. Cuando Gant y su equipo llegaron al final del pronunciado túnel de acceso, fueron recibidos por un soldado del SAS. Después de que se cortaran las comunicaciones por radio, lo habían enviado como mensajero. —¡Giren a la izquierda aquí y luego sigan recto hasta llegar a la cinta transportadora! ¡A continuación sigan la cinta hasta la barricada! ¡No se aparten de la cinta, es fácil perderse! —les había advertido el soldado. El equipo de Gant siguió sus instrucciones al pie de la letra: echaron a correr por un túnel rocoso y curvado de doscientos metros de largo que albergaba una cinta transportadora elevada. Metanómetro: 5,6%… 5,4%… Los niveles de metano iban descendiendo a medida que se adentraban en la mina. 5,2%… 4,8%… 4,4%… Mejor, pensó Gant. —¿Sabes? —dijo Madre mientras corrían—. Creo que te va a hacer la pregunta en Italia.

—Madre… —dijo Gant. Tras esa misión, Madre y Gant (junto con Schofield y el marido de Madre, Ralph) iban a irse de vacaciones a Italia. Pensaban alquilar una villa en la Toscana durante dos semanas antes de acudir a la famosa exhibición aérea «Aerostadia Italia» en Milán, cuyo principal reclamo eran dos X-15, el famoso avión cohete construido por la NASA, el avión más veloz jamás fabricado. Madre estaba impaciente. —Piénsalo; la Toscana. Una villa antigua. Un hombre con clase como Espantapájaros no desperdiciaría una oportunidad así. —Te ha dicho que iba a pedírmelo, ¿no? —quiso saber Gant mientras miraba al frente. —Sí. —Es un gallina —se burló Gant mientras doblaba una curva. Entonces, oyó disparos—. Continuará —dijo, y miró a Madre. Delante de ellas, en la oscuridad, vieron los haces de luz de linternas dispuestas en cascos y las sombras de los soldados aliados en movimiento. Todos corrían a colocarse tras una barricada improvisada a partir de viejos equipos de extracción: barriles, cajas, minicontenedores de acero… Y, tras la barricada, Gant descubrió los valiosísimos conductos de ventilación. En aquel lugar estrecho, reducido, de techos bajos, la cueva donde se encontraban los conductos de ventilación era una más que bienvenida franja de espacio abierto. De seis plantas de altura e iluminada por bengalas de fósforo blanco, brillaba cual catedral subterránea. Los conductos de ventilación, de diez metros de ancho, desaparecían por el techo a través de dos huecos de idéntica forma cónica dispuestos en el mismo. Y, bajo los conductos de ventilación, se estaba librando una de las batallas más brutales de la historia. Los miembros de Al Qaeda se habían preparado bien. Habían construido también una barricada en aquella caverna de techo elevado, una barricada que era infinitamente superior a la de los soldados aliados. La habían levantado con aquellos equipos de extracción de mayores dimensiones que habían sido abandonados en la mina: enormes vehículos equipados con taladradoras semiesféricas, palas cargadoras frontales, algunos camiones antiguos similares a los Humvee (más conocidos como Driftrunner), y cubetas llenas de carbón que absorbían el impacto de las balas. Cuando Gant llegó a la barricada aliada, vio a los terroristas al otro lado de la caverna: eran cerca de un centenar, todos vestidos con chalecos de cuero marrón, camisas blancas y turbantes negros. También iban armados hasta los dientes: AK-47, M-16, granadas propulsadas por cohetes… Gracias al aire fresco que proporcionaban los conductos de ventilación, las armas podían dispararse con total seguridad en el interior de aquella área subterránea. Gant se unió a los soldados aliados. Eran unos veinte, una mezcla de marines estadounidenses y soldados del SAS británico.

Se colocó junto al comandante aliado, un hombre del SAS llamado Ashcroft, alias Esfinge. —¡Esto es una puta pesadilla! —gritó el comandante inglés—. Se han parapetado delante de los conductos y, cada pocos minutos, uno de ellos… ¡Mierda! ¡Aquí viene otro! ¡Dispárenlo! Gant se volvió para mirar al otro lado de la barricada aliada. Con una impresionante rapidez, un terrorista árabe barbudo había salido de la barricada de Al Qaeda en una moto, disparando un AK-47 con una mano e invocando a Alá. Llevaba el pecho cubierto de explosivos C4. Tres soldados del SAS le dispararon con sus fusiles automáticos y el suicida salió despedido de la moto y cayó al suelo. El árabe se golpeó contra el suelo… y entonces explotó. En cuestión de segundos había desaparecido de la faz de la tierra. Gant abrió los ojos de par en par. El líder del SAS, Ashcroft, se volvió hacia ella: —¡Esto es un caos, cielo! De tanto en tanto esos cabrones nos lanzan un ataque suicida y tenemos que abatirlos antes de que lleguen a nuestra barricada. El problema es que tienen que disponer de una cueva con suministros en algún punto a sus espaldas. ¡Generadores, gasolina y munición, agua y comida suficientes para sobrevivir aquí hasta el año 3000! Es un callejón sin salida. —¿Y si los sorteáramos? —preguntó Gant mientras señalaba los túneles que había a su derecha. —¡No! ¡Hay bombas trampa! Cables detonantes. Minas antipersonas. ¡Ya he perdido a dos hombres por mandarlos allí! ¡Esos malditos llevan tiempo aguardando una pelea en este lugar! ¡Va a ser necesario un ataque frontal! ¡Lo que necesito son más hombres! En ese momento, casi en fila, unas veinte linternas colocadas en cañones de armas aparecieron en el túnel que llevaba de regreso a la entrada de la mina. —Ah, refuerzos —exclamó Ashcroft mientras se dirigía al túnel para recibirlos. Gant observó cómo se marchaba y saludaba al líder del nuevo pelotón estrechándole la mano. Qué raro, pensó. El coronel Walker había dicho que el siguiente equipo no entraría hasta al menos otros veinte minutos. ¿Cómo han entrado estos tipos tan rápido? Observó cómo Ashcroft les señalaba la barricada y les explicaba la situación. Ashcroft dio la espalda al recién llegado un solo segundo, segundo que el líder de ese nuevo grupo de soldados aprovechó para sacarse algo del cinturón y golpearle con fuerza la nuca. Al principio Gant no supo qué había pasado. Ashcroft no se movió. Entonces, Gant vio horrorizada que la cabeza de Ashcroft se ladeaba en un ángulo imposible y caía al suelo, separada de su cuerpo. Casi se le salieron los ojos de las órbitas.

¿Qué…? Pero no tuvo tiempo para más, pues tan pronto como Ashcroft hubo caído, las ametralladoras de ese nuevo grupo de hombres cobraron vida y comenzaron a disparar a los soldados aliados apostados tras la barricada. Rápida como un destello, Gant saltó por encima de la barricada y cayó a uno de los minicontenedores de acero que la conformaban, justo cuando las balas impactaron a su alrededor. Un segundo después se le unieron Madre y sus otros dos marines. El resto de los soldados aliados no tuvo tanta suerte. La mayoría de ellos fueron acribillados sin piedad por aquella inesperada ráfaga de disparos a sus espaldas. Sus cuerpos estallaron en miles de sanguinolentos agujeros y se convulsionaron terriblemente. —¡Mierda! ¡Qué coño es esto! —Gant se pegó a la oxidada pared de acero de su contenedor. Estaban atrapados entre dos enemigos diferentes: uno, delante de su barricada; el otro detrás. Un sándwich letal. —¿Qué hacemos? —gritó Madre. El rostro de Gant adoptó una expresión resuelta. —Seguir con vida. ¡Vamos, por aquí! Y, tras eso, Gant condujo a su equipo en la única dirección posible. Saltó por encima de la parte delantera del contenedor y aterrizó, cual gato, sobre el polvoriento tramo de terreno situado entre las dos barricadas.

2.6

En ese mismo momento, el vehículo ligero de asalto de Schofield y Libro II se detuvo en la entrada de la mina. Schofield vio las vías del túnel, que descendían como una montaña rusa hacia la mina, y fue a dar un paso hacia ellas cuando dos figuras salieron de un túnel lateral cercano. Schofield y Libro se dieron la vuelta a la vez con sus MP-7 en ristre. Las otras dos figuras hicieron lo mismo y… —¿Paul? —dijo Schofield con los ojos entrecerrados—. ¿Paul de Villiers? —¿Espantapájaros? —Uno de los hombres bajó el arma—. Joder, casi le disparo. Era el cabo Paul Retaco de Villiers, que regresaba tras terminar con los nidos de los francotiradores en la ladera de la montaña con su compañero, un cabo lancero apodado Freddy. —Tengo que encontrar a Gant —dijo Schofield—. ¿Dónde está? —Abajo —dijo Retaco. Treinta segundos después, Schofield recorría el pronunciado túnel al volante del vehículo ligero de asalto mientras Libro II viajaba como guardia armado y Retaco y Freddy compartían el asiento trasero del artillero. Los faros del vehículo refulgían conforme descendían los treinta grados de inclinación del túnel, a horcajadas sobre las vías férreas que recorrían el centro de este. Cerca del final del túnel, Schofield metió la marcha atrás, lo que hizo que las ruedas comenzaran a girar frenéticamente mientras el coche derrapaba en dirección a la base del túnel. La estrategia funcionó: el coche aminoró la velocidad, si bien levemente. Pero fue suficiente y, cuando quedaban pocos metros para el final del túnel, Schofield quitó la marcha atrás y el vehículo ligero de asalto salió disparado de allí hacia el laberinto de cavernas, pasando de largo el cuerpo inerte del mensajero del SAS que allí yacía. Gant estaba completamente expuesta al fuego enemigo. Se hallaba al otro lado de la barricada aliada, y solo la separaban unos veintisiete metros de los doscientos letales soldados santos. Si las fuerzas terroristas querían abatirla a ella y a sus tres marines, esa era su oportunidad. Gant

esperó a que la ráfaga de disparos acabara con su vida. Pero no ocurrió así. En vez de eso oyó disparos, pero en algún punto tras la barricada de Al Qaeda. Gant frunció el ceño. Era un tipo de disparos que no había oído nunca antes. Sonaba demasiado rápido, muy rápido, como el zumbido de una minigun de seis cañones… Y entonces vio algo que la cogió totalmente por sorpresa. Vio cómo la barricada de Al Qaeda era acribillada a tiros desde el interior: sus paredes salieron despedidas, golpeadas por el impacto de millones de balas a gran velocidad… y de repente los terroristas comenzaron a saltar su propia barricada para salir a tierra de nadie, huyendo de una fuerza oculta apostada tras su propia barrera… exactamente lo mismo que había hecho Gant. Una cosa sí estaba clara. Los terroristas estaban huyendo de algo mucho peor que Gant. Conforme saltaban y sorteaban desesperados su barricada, eran alcanzados y abatidos por disparos efectuados a sus espaldas. Un segundo antes de que uno de los terroristas de Al Qaeda quedara reducido a jirones al intentar trepar la barricada, Gant alcanzó a ver un láser de localización verde apuntándolo. Un láser verde… —¡Teniente! —gritó Madre, a su lado—. ¿Qué demonios ha pasado aquí? ¡Pensaba que las guerras se libraban entre dos fuerzas enemigas! —¡Lo sé! —respondió Gant—. Pero aquí hay más de dos fuerzas enemigas. ¡Vamos, síganme! —¿Adónde? —Solo hay una manera de solucionar este problema, ¡y es haciendo lo que hemos venido a hacer! Gant atravesó aquella tierra de nadie, se agazapó bajo la cinta transportadora elevada a su izquierda y echó a correr hacia el conducto de ventilación izquierdo. Gant llegó al extremo norte de la cinta transportadora elevada justo cuando cuatro terroristas de Al Qaeda salieron corriendo de su barricada, perseguidos por fuego enemigo. Los tres primeros guerreros treparon por las cajas que habían sido colocadas a modo de escalera y saltaron a la cinta transportadora mientras el cuarto pulsaba un botón verde de considerable tamaño de una consola. La cinta transportadora cobró vida… … Y los tres hombres subidos a ella desaparecieron de su campo de visión a gran velocidad en dirección a la barricada aliada. El cuarto hombre saltó a la cinta tras ellos y también desapareció. —Uau. Va a toda leche… —exclamó Madre. —¡Vamos! —gritó Gant mientras corría hacia la parte posterior de la barricada de Al Qaeda. Salió a un espacio abierto: la zona de techos elevados situada bajo los conductos de ventilación. Parecía una catedral. La tenue luz blanca de las lámparas eléctricas iluminaba parcialmente la zona.

También vio el motivo por el que los terroristas de Al Qaeda habían salido de la seguridad de su barricada. Un equipo de unos quince soldados vestidos de negro (sombríos espectros, unos con gafas de visión nocturna de cristales verdes y otros con gafas antidestellos Oakley parecidas a las de los que practican motocrós) estaba desplegándose desde un pequeño túnel ubicado tras la barricada de Al Qaeda, en el rincón nordeste de la caverna. Fueron, sin embargo, sus armas lo que llamó la atención de Gant. Las mismas que habían desatado el infierno sobre los terroristas. Esos nuevos soldados iban equipados con fusiles de asalto Metal Storm M-100. Los Metal Storm, un tipo de arma eléctrica, no emplean las piezas móviles habituales para disparar sus balas sino veloces secuencias de descargas eléctricas y, por ello, pueden disparar la friolera de diez mil balas por minuto. Una tormenta de metal literal, de ahí su nombre. Además, los fusiles de aquellos hombres iban equipados con miras láser de un espectral color verde (así que, hasta que averiguara su nombre real, Gant se referiría mentalmente a ellos como la «fuerza verdinegra»). Pero había algo muy extraño. La fuerza verdinegra no parecía prestarle atención a ella. Estaban persiguiendo a los terroristas a la fuga. En medio de toda aquella confusión, Gant se arrastró por el polvoriento suelo bajo el conducto de ventilación izquierdo y comenzó a montar un lanzador de morteros vertical. Una vez el lanzador estuvo listo, gritó: «¡A cubierto!» y apretó el gatillo. Un mortero salió disparado por el conducto de ventilación y desapareció por él a frenética velocidad cuando… ¡Bum! A seiscientos metros por encima de ellos, el mortero impactó en la cubierta que tapaba el conducto de ventilación, volándola en pedazos. Los restos cayeron por el conducto hasta el suelo, al mismo tiempo que una franja de luz gris natural bañaba la caverna desde arriba. Cuando la lluvia de escombros y restos hubo cesado, Gant se acercó de nuevo y, rodeada por su equipo, montó un nuevo dispositivo, esta vez más pequeño: un diodo compacto emisor de rayos láser. Pulsó un interruptor. Inmediatamente después, el diodo emitió un brillante láser rojo que desapareció por la chimenea y salió disparado al cielo cual bala. —A todas las unidades, aquí Zorro —dijo Gant por su micro de garganta—. Si siguen con vida, presten atención. El láser ha sido colocado. Repito, el láser ha sido colocado. De acuerdo con los parámetros de la misión, ¡los bombarderos llegarán en diez minutos! Me da igual qué más esté pasando aquí, ¡salgamos de esta mina! En el campamento marine en el exterior de la mina, un oficial de comunicaciones se levantó de repente de su consola. —¡Coronel! ¡Acabamos de captar un láser de localización proveniente del interior de la mina! Es el haz de Gant. ¡Lo han logrado!

El coronel Walker corrió junto a él. —Contacte con los C-130 y dígales que tienen el láser. Y lleve al personal de evacuación a la entrada de la mina para recoger a nuestra gente conforme vaya saliendo. En diez minutos esa mina va a ser historia y no podemos esperar a los rezagados. Gant y Madre y los dos marines que iban con ellas se volvieron a la vez. Seguían detrás de la barricada de Al Qaeda y ahora tenían que regresar a la barricada aliada y a continuación subir por el túnel de acceso. Pero no llegaron más allá de unos metros. Tan pronto como comenzaron a moverse, se toparon con un callejón sin salida justo delante de la barricada de los terroristas, prácticamente en tierra de nadie. Cuatro terroristas de Al Qaeda estaban rodeados por un grupo de seis hombres de la fuerza verdinegra. Los estaban apuntado con los haces de sus fusiles Metal Storm. Gant los observó desde detrás de la barricada. El líder del pelotón de la fuerza verdinegra dio un paso adelante y se quitó el pasamontañas. Tenía bellas y angulosas facciones de modelo y los ojos azules. Se dirigió a los terroristas. —¿Quién es Zawahiri? Hassan Zawahiri… Uno de los hombres de Al Qaeda irguió la cabeza desafiante. —Yo soy Zawahiri —dijo—, y no pueden matarme. —¿Por qué no? —dijo el líder del pelotón verdinegro. —Porque Alá me protege —dijo Zawahiri sin alterar la voz—. ¿No lo sabían? Soy su Elegido. Su soldado. —El terrorista comenzó a subir la voz—. Pregúntenles a los rusos. De todos los muyahidines capturados, solo yo sobreviví a los experimentos soviéticos en los calabozos de su gulag de Tayikistán. ¡Pregúntenles a los estadounidenses! ¡Yo fui el único superviviente de sus ataques de misiles crucero tras el atentado en la embajada africana! —El volumen de su voz continuaba en aumento—. ¡Pregúntenle al Mossad! ¡Ellos lo saben! ¡He sobrevivido a más de una docena de intentos de asesinato! ¡Ningún hombre puede matarme! Soy el elegido. Soy el mensajero de Dios. ¡Soy invencible! —Está equivocado —dijo el líder del pelotón. Apuntó al pecho de Zawahiri y le disparó sin piedad. El terrorista cayó hacia atrás por el impacto y su torso se tornó en una masa sanguinolenta, separando prácticamente su cuerpo en dos. A continuación, el apuesto soldado dio un paso al frente e hizo la cosa más extraña y horripilante de todas. Se cernió sobre el cadáver de Zawahiri, sacó un machete de detrás de su espalda y, con un tajo limpio, le separó la cabeza de los hombros. Gant abrió los ojos de par en par. A Madre casi se le desencaja la mandíbula. Las dos observaron horrorizadas al soldado, que cogía la cabeza de Zawahiri y la metía como si nada en una caja de transporte de órganos.

Madre susurró: —Pero ¿qué cojones está pasando aquí? —No lo sé —dijo Gant—. Pero ahora no vamos a averiguarlo. Tenemos que salir de aquí. Se volvieron en el mismo instante en que una muchedumbre de unos treinta terroristas de Al Qaeda corría en estampida hacia ellas, hacia la cinta transportadora, gritando, sin munición, perseguidos por los soldados verdinegros. Gant abrió fuego y se cargó a cuatro terroristas. Madre hizo lo mismo y abatió a cuatro más. Los otros dos marines del equipo de Gant se vieron arrastrados por la estampida. —¡Son demasiados! —le gritó Gant a Madre. Se tiró a la izquierda para apartarse de la muchedumbre. Por su parte, Madre retrocedió a las cajas desde las que se accedía a la cinta transportadora, disparando sin cesar, antes de verse sobrepasada por el número de terroristas y caer hacia atrás sobre la cinta transportadora en marcha. A los hombres de verde y negro que habían matado a Zawahiri parecía divertirles la imagen de los terroristas de Al Qaeda corriendo desesperados a la cinta transportadora. Uno de ellos se acercó a la consola de control de la cinta transportadora y pulsó un enorme botón amarillo. Un rugido mecánico llenó la caverna y, desde su posición en el polvoriento suelo, Gant se volvió para ver de dónde provenía. Tras la barricada aliada, en el extremo más alejado de la cinta transportadora, una trituradora gigantesca de piedra había sido activada. Se componía de dos enormes ruedas cubiertas de «dientes» trituradores en forma cónica. Gant soltó un grito ahogado cuando vio a los terroristas de Al Qaeda saltar de la cinta transportadora en marcha para salvar la vida. Esperó a que Madre lo hiciera, pero no ocurrió. Gant no vio a nadie que se pareciera a Madre saltar. Mierda. Madre seguía sobre la cinta transportadora, aproximándose peligrosamente a la trituradora. Madre seguía en la cinta, que proseguía su avance hacia las fauces giratorias de la trituradora de piedra, en esos momentos a cincuenta y cinco metros de distancia. El problema era que estaba luchando contra dos terroristas de Al Qaeda. Mientras que los demás soldados de Al Qaeda habían decidido saltar de la cinta transportadora, esos dos habían preferido morir en la trituradora de piedra… e iban a llevarse a Madre con ellos. La cinta transportadora siguió recorriendo el largo de la caverna, acercándose a la trituradora a una velocidad de treinta kilómetros por hora; ocho metros por segundo.

Madre había perdido el arma al caer sobre la cinta y en esos momentos estaba forcejeando con los dos terroristas. —¡Cabrones suicidas! —gritó mientras forcejeaba. Con su más de metro noventa de altura, Madre era fuerte como un roble, lo suficientemente fuerte como para hacer frente a sus dos atacantes, pero no para vencerlos—. ¡Os creéis que vais a acabar conmigo, ja! —les gritó en la cara—. ¡Ni de puta coña! Le dio una patada en la entrepierna a uno de ellos, que no pudo evitar gritar de dolor. Lo volteó y lo lanzó hacia la trituradora de piedra, a dieciocho metros en esos momentos, que continuaba acercándose con rapidez. Solo le quedaban dos segundos y medio. Pero el segundo tipo seguía ahí, agarrando con fuerza a Madre. Era un luchador empecinado y no iba a soltarla. Yacía bocabajo sobre la cinta, con los pies por delante. Madre estaba en idéntica posición, pero con la cabeza primero. —Suél… ta… me —gritó. El primero de los hombres de Al Qaeda cayó a la trituradora. Un alarido de dolor. Un estallido de sangre, sangre que salpicó todo el rostro de Madre. Y entonces, en un momento de claridad, Madre lo supo. No iba a conseguirlo. Era demasiado tarde. Estaba muerta. El tiempo se ralentizó. Los pies del terrorista que la agarraba de los brazos se precipitaron a las fauces de la aterradora máquina, que lo engulló de inmediato. Madre lo vio todo desde muy cerca: un hombre de metro ochenta devorado en un segundo. Otro estallido de sangre le salpicó a bocajarro el rostro. Entonces notó la trituradora a escasos centímetros de su rostro, cada diente de las ruedas, descubrió sangre en ellas y que sus manos desaparecían en… Y de repente se elevó por encima de las fauces de la trituradora. Pero no mucho. Solo unos centímetros, lo suficiente para apartarse de la cinta transportadora en funcionamiento, lo suficiente para evitar precipitarse hacia una muerte inevitable. Madre frunció el ceño y miró hacia arriba. Y allí, sobre ella, colgado de una mano de una viga de acero y con la otra agarrando el cuello del equipo de protección corporal de Madre, se encontraba Shane Schofield.

2.7

Cinco segundos después, Madre estaba de nuevo en tierra firme, junto a Schofield y Libro II y sus nuevos fichajes, Retaco y Freddy. El vehículo ligero de asalto estaba estacionado cerca de ellos, tras la barricada aliada. —¿Dónde está Gant? —gritó Schofield por encima de aquel caos. —¡Nos separamos en la otra barricada! —le respondió a gritos Madre. Schofield miró en esa dirección. —¡Espantapájaros! ¿Qué coño está pasando? ¿Quiénes son? —¡Todavía no puedo explicártelo! Todo lo que sé es que son cazarrecompensas. ¡Y al menos uno de ellos va tras Gant! Madre lo agarró del brazo. —¡Espera, tengo malas noticias! ¡Ya hemos colocado el láser de localización para los bombarderos! Tenemos exactamente… —Miró su reloj—. ¡Ocho minutos antes de que la mina sea alcanzada por una bomba de ocho toneladas guiada por láser! —Entonces será mejor que encontremos rápido a Gant —dijo Schofield. Después de que la estampida de Al Qaeda pasara de largo, Gant se puso de pie y se topó con varios haces de láser verde apuntándole al pecho. Alzó la vista. Estaba rodeada por otro subgrupo de la fuerza verdinegra: seis hombres, con sus fusiles Metal Storm en ristre, apuntándola. Uno de los soldados de negro alzó la mano y dio un paso adelante. El hombre se quitó el casco y sus gafas protectoras Oakley al mismo tiempo, mostrándole su rostro, que Gant jamás olvidaría. Que jamás podría olvidar. Parecía sacado de una película de terror. En algún momento de su vida, la cabeza de ese hombre debía de haberse visto atrapada en medio de un fuego cruzado, pues todo su cráneo carecía de pelo y estaba horriblemente deformado, con la piel abrasada, retorcida, en carne viva. Los lóbulos de las orejas se le habían fundido con los laterales de su cabeza. Tras todas aquellas cicatrices, sin embargo, los ojos del hombre brillaban llenos de regocijo.

—¿Es usted Elizabeth Gant? —preguntó amigablemente mientras le quitaba las armas. —Sí… sí —dijo Gant, sorprendida. Al igual que el otro líder del pelotón verdinegro, aquel hombre tenía acento británico. Parecía tener unos cuarenta años. Experimentado. Astuto. Sacó el Maghook de Gant de la funda de su espalda y lo tiró al suelo lejos de ella. —Lo siento, tampoco puede quedarse con esto —dijo—. Elizabeth Louise Gant, alias Zorro. Veintinueve años. Recién graduada en la escuela de Aspirantes a Oficial. La segunda de su promoción, si no me equivoco. Otrora miembro de la decimosexta unidad de reconocimiento de la fuerza marine bajo el mando del entonces teniente Shane M. Schofield. Exmiembro del HMX-1, el destacamento del helicóptero presidencial, también bajo el mando del capitán Shane M. Schofield. »Y ahora… ahora ya no está bajo el mando del capitán Schofield debido a la normativa de los marines respecto a la fraternización entre soldados. Teniente Gant, soy el coronel Damon Larkham, alias Demonio. Estos son mis hombres, la Guardia intercontinental, Unidad 88. Espero que no le importe, pero necesitamos tomarla prestada un tiempo. Y, tras decir eso, uno de los hombres de Larkham agarró a Gant por detrás y le cubrió la boca y la nariz con un pañuelo empapado en cloroformo y en cuestión de segundos Gant se sumió en una profunda oscuridad. Un instante después, el apuesto líder del pelotón al que Gant había visto cortarle la cabeza a Zawahiri se colocó junto a Damon Larkham. Llevaba tres contenedores médicos del tamaño de una cabeza. —Señor —dijo el líder del pelotón—, tenemos las cabezas de Zawahiri, Khalif y Kingsgate. Hemos encontrado el cuerpo de Ashcroft, pero su cabeza no está. Creo que los Skorpion están aquí y que se nos han adelantado. Larkham asintió pensativo. —Mmm. El comandante Zamanov y sus Skorpion. Creo que esta incursión ha sido más que provechosa. —Miró el cuerpo de Gant—. Y puede que hayamos añadido una inestimable adquisición. Dígales a todos que se dirijan a la puerta trasera. Es hora de regresar a los aviones. Esta mina está a punto de ser volada por unos bombarderos.

2.8

Dos minutos después, el vehículo ligero de asalto de Schofield bordeó el extremo de la cinta transportadora que había junto a la barricada de Al Qaeda y se detuvo. Schofield, Libro II, Madre y los otros dos marines se bajaron del vehículo, armas en ristre, buscando a Gant. —Madre, ¿tiempo para que explote la bomba? —gritó Schofield. —¡Seis minutos! Gant no estaba allí. Ni tampoco la fuerza verdinegra. La zona tras la barricada de Al Qaeda estaba desierta. La batalla había concluido. Madre se colocó en el extremo más cercano de la barricada, no muy lejos de la cinta transportadora. —Aquí es donde la vi por última vez. Nos quedamos pasmadas cuando el tío bueno de ese grupo de verde y negro le cortó la cabeza a un terrorista y después un montón de esos terroristas tarados salieron en estampida en nuestra dirección. Señaló el lado nordeste de la caverna, tras los conductos de ventilación. Allí Schofield vio un pequeño túnel del tamaño de la puerta de un garaje. Y luego vio algo más, en el suelo: un Maghook. Se acercó y lo cogió. Vio la palabra «Zorro» escrita con un rotulador blanco en un lateral. El Maghook de Gant. Se lo sujetó en el cinturón. A continuación volvió con los demás. Madre estaba diciendo: —… y no nos olvidemos de la cuarta fuerza que hay aquí abajo. —¿Una cuarta fuerza? —intervino Schofield—. ¿Qué cuarta fuerza? —Hay cuatro fuerzas distintas en el interior de esta mina —dijo Madre—. Nosotros, Al Qaeda, esos cabrones de negro y verde que se han llevado a mi Gant, y una cuarta fuerza: un grupo de tíos que se cargaron a Ashcroft y atacaron la barricada aliada desde detrás. —¿Han matado a Ashcroft? —dijo Schofield. —Y no solo eso. Le cortaron la puta cabeza. —Joder. Otro grupo de cazarrecompensas —dijo Schofield—. Entonces, ¿dónde está esa fuerza ahora?

—Esto… creo que ya están aquí… —aventuró Libro II con un tono que no hacía presagiar nada bueno. Surgieron de repente del interior y alrededores de la barricada de Al Qaeda; cerca de veinte soldados armados, vestidos con uniforme de combate de desierto, pasamontañas color crema y botas rusas de combate amarillentas. Salieron de los Driftrunner y las cubetas con carbón que conformaban la barricada terrorista. La mayoría de ellos blandía subfusiles automáticos VZ-61 Skorpion, el arma de las fuerzas especiales de élite rusas: los Spetsnaz. Era por esa arma por lo que se habían ganado su apodo, los Skorpion. Habían estado esperando. Un hombre que llevaba las barras de un comandante, dio un paso al frente. —Tiren las armas —ordenó de manera cortante. Schofield y los cuatro marines obedecieron. Dos de los soldados Spetsnaz corrieron junto a Schofield y lo sujetaron con fuerza. —Capitán Schofield, qué sorpresa tan agradable —dijo el comandante Spetsnaz—. Mis informantes no mencionaron que usted estaría aquí, pero su aparición es más que bienvenida. Puede que su cabeza suponga la misma recompensa que las demás, pero atrapar al famoso Espantapájaros sin duda reportará gran prestigio para quien lo consiga. El comandante parecía evaluar a Schofield desde su larga y aquilina nariz. Resopló. —Pero quizá su reputación sea inmerecida. Arrodíllese, por favor. Schofield siguió de pie. Señaló el diodo emisor del láser que Gant había colocado. —Habrá visto el dispositivo que hay ahí. El diodo está guiando una bomba de ocho toneladas hasta esta mina. Estará aquí en cinco minutos… —He dicho que se arrodille. Uno de los guardias golpeó a Schofield detrás de las rodillas con la culata del fusil. Schofield cayó al suelo bajo una de las cúpulas de la cuasicatedral que albergaba los conductos de ventilación. El comandante sacó entonces de una funda que llevaba en la espalda una reluciente espada: un sable de hoja corta ruso. —He de decir —dijo el comandante mientras se acercaba a Schofield y giraba distraídamente la espada en su mano—, que estoy un tanto decepcionado. Pensaba que matarlo sería mucho más difícil. Levantó la espada y, cogiéndola con las dos manos, la blandió… justo cuando un par de puntos láser azules aparecieron en los torsos de los guardias de Schofield. Un segundo después, los dos guardias fueron abatidos. Schofield alzó la vista… El comandante Spetsnaz se volvió… Y entonces todos lo vieron. Estaba bajo el otro conducto de ventilación, con una escopeta plateada Remington en cada mano,

manejándolas como si fueran pistolas. Los dispositivos de mira por láser de última generación habían sido incorporados a los cañones de acero inoxidable de las escopetas. Justo a su lado, sobre dos trípodes plegables, había dos ametralladoras FN-MAG accionadas por control remoto e igualmente equipadas con miras de láser azul. Una de esas ametralladoras estaba en esos momentos iluminando el torso del comandante Spetsnaz con su láser azul mientras que la otra luz se movía de manera aleatoria entre los soldados rusos. Quienquiera que fuera ese hombre, iba completamente de negro: ropa negra, equipo de protección corporal negro con marcas de batallas anteriores, casco de jóquey negro. Y, en su rostro (un rostro sin afeitar, curtido y de gesto sereno), llevaba unas gafas antidestellos con cristales de color dorado. Schofield se fijó en que una gruesa cuerda colgaba verticalmente del conducto de ventilación por encima del hombre cuando, de repente, esta salió disparada hacia arriba, desapareciendo cual serpiente asustadiza. —Vaya. Hola, Dmitri —dijo el hombre de negro—. ¿Ha desertado otra vez? El comandante Spetsnaz no parecía para nada contento de ver al hombre de negro. Ni tampoco le emocionaba el láser azul que en esos momentos iluminaba su torso. El comandante ruso gruñó. —Siempre resulta más sencillo desaparecer en este tipo de misiones internacionales. Estoy seguro de que usted lo sabrá mejor que nadie, Aloysius. El hombre de negro, Aloysius, dio un paso adelante y caminó entre los fuertemente armados Spetsnaz como si nada. Schofield se fijó en su funcional chaleco negro. Estaba equipado con una extraña selección de dispositivos no militares: esposas, pitones de escalada, una pequeña botella de buceo, incluso un diminuto soplete… El hombre de negro pasó junto a un soldado ruso y este de repente levantó su arma. Destellos. Disparos. El soldado fue acribillado a tiros. La ametralladora accionada por control remoto procedió a apuntar con su mira láser a los demás soldados Spetsnaz. Impertérrito, el hombre de negro se detuvo delante de Schofield y del comandante. —El capitán Schofield, supongo —dijo mientras ayudaba a Schofield a ponerse en pie—. Espantapájaros. —Eso es… —dijo Schofield con cautela. El hombre de negro sonrió. —Knight. Aloysius Knight. Cazarrecompensas. Veo que ya conoce a los Skorpion. Tendrá que disculpar al comandante Zamanov. Tiene la mala costumbre de cortarle la cabeza a la gente nada más

conocerla. Vi la señal, el láser, desde el aire. ¿Cuánto queda para el lanzamiento de la bomba? Schofield miró a Madre. —Cuatro minutos, treinta segundos —dijo Madre mientras miraba su reloj. —Si se queda con esa cabeza, Knight —siseó el comandante ruso—, lo perseguiremos hasta los confines de la Tierra y lo mataremos. —Dmitri —dijo el hombre llamado Knight—. No podría hacer eso aunque quisiera. —Podría matarlo ahora mismo. —Pero entonces usted también moriría —aseguró Knight mientras asentía al punto azul sobre el torso del comandante Dmitri Zamanov. —Merecería la pena —repuso Zamanov. —Lo siento, Dmitri. —Knight se echó a reír—. Es un buen soldado y, seamos honestos, un puto cabrón psicótico. Pero lo conozco demasiado bien. No quiere morir. La muerte le asusta. A mí, por otro lado… bueno, no podría importarme menos morirme. Zamanov se quedó inmóvil. Aquel tipo acababa de decirle al comandante ruso que se había tirado un farol. —Vamos, capitán —dijo Knight. Cogió el MP-7 de Schofield del suelo—. Coja a sus hombres y mujeres y sígame. Entonces, Knight condujo a Schofield y a los demás marines por entre el grupo de soldados Spetsnaz sin que se produjera ningún otro disparo. —¿Quién es usted? —preguntó Schofield mientras caminaba. —Eso no importa —dijo Knight—. Lo único que ahora mismo necesita saber, capitán, es que tiene usted un ángel de la guarda. Alguien que no quiere verlo muerto. Llegaron al extremo este de la barricada de Al Qaeda, a escasa distancia del túnel situado en el rincón de la caverna. Knight abrió la puerta de un camión Driftrunner que conformaba la sección trasera de la barricada de Al Qaeda. —Suba. Schofield y los demás subieron al interior, bajo las miradas torvas de los Skorpion. Aloysius Knight subió al asiento delantero del Driftrunner y encendió el motor. —Bien. —Se volvió hacia Schofield—. ¿Está listo para correr? Porque, tan pronto como abandonemos la protección de mis armas por control remoto, esos chupapollas van a estar muy cabreados. —Estoy listo. —De acuerdo.

Entonces Knight pisó el acelerador y el Driftrunner salió disparado hasta desaparecer por el estrecho y bajo túnel del rincón de la caverna. Tan pronto como desapareció del campo de visión, los veinte miembros del equipo de Spetsnaz de Zamanov se pusieron en marcha. Unos se subieron a otros Driftrunner y tres de ellos ocuparon el vehículo ligero de asalto abandonado de Schofield. Sus motores cobraron vida y la persecución comenzó.

2.9

Luces en la oscuridad. Luces de faros rebotando, saltando, avanzando por el aire lleno de polvo. El Driftrunner del Caballero Oscuro descendía a gran velocidad por el estrecho túnel. El Driftrunner era más o menos del tamaño de un Humvee y consistía, en esencia, en una camioneta de grandes dimensiones con una larga batea trasera y una cabina del conductor parcialmente cubierta. No había, sin embargo, una pared o ventana divisoria entre la cabina del conductor y la parte trasera donde iban los trabajadores; se podían atravesar los dos compartimentos simplemente subiendo por encima de los asientos. El túnel era cuadrado, un cuadrado casi perfecto, con paredes de granito y techo plano de piedra sustentado por vigas de madera. También era prácticamente recto, pues se extendía en la oscuridad cual flecha. Y era estrecho, muy estrecho. El Driftrunner a duras penas pasaba por él. El hueco entre el camión y el túnel era de unos treinta centímetros a cada lado, mientras que con respecto al techo la distancia entre el vehículo y este era de metro veinte. Los Skorpion estaban pisándoles los talones. Los tres soldados rusos que habían tomado el vehículo ligero de asalto de Schofield estaban en esos momentos avanzando a gran velocidad por el túnel tras el Driftrunner. Su vehículo era más pequeño y rápido, por lo que los estaban alcanzando con facilidad. El conductor manejaba el vehículo a gran velocidad mientras sus compañeros disparaban al Driftrunner con sus subfusiles automáticos VZ-61. Bañados con la luz retumbante de los faros del vehículo ligero de asalto, Madre y Libro y Retaco y Freddy devolvían los disparos. Tras el vehículo ligero de asalto se hallaban los otros tres Driftrunner, que albergaban a los diecisiete miembros restantes de la unidad desertora de Spetsnaz. Un pequeño convoy atravesando a una velocidad peligrosa el túnel rocoso. —¡Madre! ¡Tiempo! —gritó Schofield desde el asiento de pasajeros del primer camión. —¡Tres minutos! —¿Cuál es la longitud del túnel? —preguntó Knight. —Más de seis kilómetros.

—Vamos a estar muy justos. Libro y Madre y Retaco y Freddy siguieron disparando al vehículo ligero de asalto que seguía a su camión. Alternaban los disparos de manera que, mientras dos de ellos abrían fuego, los otros dos cargaban sus armas. Siguiendo ese patrón, Madre y Libro se agacharon para volver a cargar sus armas; Retaco y Freddy ocuparon su lugar y los alcanzó una ráfaga devastadora de disparos. El rostro de Freddy se transformó en pulpa. A Retaco lo acertaron en la garganta y cayó, apretando los dientes del dolor. Libro II se tiró hacia delante para evitar que se cayera del camión y logró cogerlo… Pero eso era todo lo que los Skorpion necesitaban. Madre, que seguía cargando su arma, se volvió para ver qué estaba ocurriendo. Se giró justo a tiempo para ver que dos ocupantes del vehículo ligero de asalto saltaban de la parte delantera del vehículo a la batea trasera del Driftrunner. Libro tenía las manos ocupadas, pues seguía sujetando a Retaco. Los dos Skorpion aterrizaron de pie y levantaron sus armas para matar a Libro y a Retaco. Su arma todavía no estaba cargada, así que Madre se abalanzó sobre ellos, placándolos, y los tres cayeron al suelo de la batea mientras las paredes del túnel se sucedían en una masa borrosa de color gris. Knight y Schofield lo vieron todo. Schofield se incorporó para ir a ayudarlos. —¡Tenga! —gritó Knight mientras le pasaba una de sus Remington plateadas—. ¡Mientras esté allí atrás, no deje de disparar a ese vehículo! Schofield se lanzó a la zona de carga descubierta del Driftrunner. Vio a Madre en el suelo, forcejeando, vio que Libro II subía a Retaco a la batea, vio el vehículo ligero de asalto avanzando por el túnel tras ellos y cómo sus faros iluminaban el espacio confinado. Levantó la Remington plateada y, sosteniéndola con las dos manos, disparó al vehículo. El retroceso de la escopeta fue bestial. Sus efectos, aún mayores. Lo que quiera que fueran los proyectiles que usaba ese Knight resultaba de lo más destructivo. El vehículo ligero de asalto salió disparado del suelo. Alcanzado por los disparos de la escopeta, se elevó en el aire y comenzó a tambalearse de lado a lado. Tal era la velocidad que llevaba, que el vehículo rodó y comenzó a dar tumbos, golpeándose con las paredes y el techo del túnel antes de detenerse súbitamente sobre su techo abollado. El conductor seguía con vida de milagro, pero no por mucho tiempo. Una fracción de segundo después de que se detuviera, el vehículo ligero de asalto fue golpeado por detrás y estalló en pedazos cuando el primer Driftrunner Skorpion lo arrolló y pasó por encima, seguido del segundo camión de los Spetsnaz y posteriormente del tercero.

En cuestión de segundos, los Driftrunner de los Skorpion estaban justo detrás del camión de Schofield, con sus faros refulgentes acercándose cada vez más en aquel polvoriento túnel. El primer camión ruso aceleró y golpeó su parachoques bull bar con el paragolpes trasero del Driftrunner de Schofield. Los dos vehículos sufrieron el impacto. Entonces los Skorpion quitaron de una patada el parabrisas del primer Driftrunner ruso y salieron al capó y, antes de que Schofield pudiera hacer nada por evitarlo, en el estrecho espacio que conformaba el oscuro túnel, tres de ellos saltaron a la batea de su vehículo. Hicieron caso omiso de Libro II y Madre y fueron directamente a por Schofield con sus subfusiles listos para disparar. Knight los vio por el espejo retrovisor y pisó el freno. El Driftrunner dio un bandazo y todos cayeron hacia delante, incluidos Schofield, Madre, Libro y Retaco. Como piezas de dominó al caerse, los otros tres camiones del convoy chocaron entre sí, morro con batea, morro con batea, morro con batea. En el Driftrunner de Schofield, los tres Skorpion que iban tras él salieron despedidos hacia delante. Uno de ellos soltó el arma para intentar agarrarse a algo; el otro cayó dando tumbos al suelo de la batea, junto a Schofield; el tercero salió despedido hacia la cabina del conductor, donde se golpeó contra el salpicadero. Alzó la vista y se encontró con el cañón de una escopeta plateada y el punto de un láser azul iluminando su nariz. ¡Bum! Knight disparó. La cabeza del soldado estalló cual lata de sopa de tomate. Knight pisó de nuevo el acelerador y el Driftrunner siguió avanzando. Los otros dos soldados Spetsnaz, sin embargo, una vez recuperado el equilibrio, solo tenían ojos para Schofield. El que había perdido su arma sacó un cuchillo de caza Warlock, mientras que el otro alzó su VZ-61 a gran velocidad… Y en ese mismo momento, Knight se giró y los vio, y sus ojos refulgieron, una mirada que decía que no osaran tocar a Schofield. Schofield reaccionó con rapidez. Esquivó el subfusil, cual karateka, empujando el cañón a un lado justo cuando su enemigo disparó. Pero no podía contra los dos. El otro soldado blandió su cuchillo y se abalanzó sobre él, sobre su garganta. Y, de repente, Aloysius Knight estaba allí. Y, con una fuerza increíble, Knight arrojó al soldado del cuchillo y al del VZ-61 de Schofield a la

cabina del conductor en el mismo instante en que su Driftrunner era golpeado con fuerza por el camión que tenían detrás. Knight y los dos soldados Spetsnaz salieron despedidos hacia delante, atravesaron el parabrisas del camión y cayeron al capó. A decir verdad, no traspasaron el parabrisas. Fabricado con un cristal de seguridad inastillable, el parabrisas se resquebrajó y salió despedido de su marco, aterrizando sobre el capó cual alfombra rectangular (intacta, pero abollada). Los cuatro Driftrunner prosiguieron con su avance por el estrecho túnel. Schofield vio que Knight había colocado una barra de acero sobre el pedal del acelerador para que el Driftrunner siguiera avanzando por el túnel. Las paredes rocosas del túnel se encargaban de corregir su dirección. Sobre el capó del primer camión, Knight forcejeaba con los dos Skorpion. El soldado del cuchillo intentaba desesperadamente volver a llegar hasta Schofield, mientras que el del VZ-61 había perdido su arma al intentar agarrarse en la caída. Knight, sin embargo, se había llevado la peor parte. Agarrado al parachoques del camión, las piernas le colgaban de la parte delantera. Vio que el hombre del cuchillo se arrastraba por el capó para volver a por Schofield, entonces lo agarró de la bota y tiró con fuerza, empujándolo hacia la parte delantera del capó… y tirándolo fuera del camión. Con un grito de horror, el soldado ruso cayó bajo el Driftrunner, bajo sus chirriantes ruedas. Fue zarandeado y aplastado por las ruedas de todo el convoy de Driftrunners hasta que el último camión lo escupió, magullado, destrozado. Muerto. El otro Skorpion lo vio y comenzó a patearle las manos a Knight, pero este se agarró al cinturón del hombre y comenzó a tirar de él también. —¡No! —gritó el Skorpion—. ¡Nooo! —¡No podéis tenerlo! —gritó Knight mientras tiraba del soldado Spetsnaz hacia sí. El soldado llegó a la altura de Knight. Era un soldado enorme, con rostro fiero y enfadado. Se aferró al cuello de Knight. —Si caigo, Caballero Oscuro, tú también lo harás… —gruñó. Knight lo miró fijamente. —Vale. Y entonces se soltó del parachoques, arrastrando consigo al estupefacto soldado ruso, y los dos cayeron al polvoriento suelo, delante del camión en marcha…

2.10

El soldado Spetsnaz impactó contra el suelo y rodó y, ¡plaf!, lo aplastaron las ruedas del primer Driftrunner. A diferencia de Knight, él no se había sujetado al parabrisas del Driftrunner en su caída. Mientras caía, Knight había agarrado la alfombra de cristal resquebrajada y la había lanzado al suelo, bajo él. El parabrisas cayó al suelo y Knight aterrizó sobre él, cual gato, y la plancha de cristal comenzó a deslizarse por el polvoriento suelo, al principio por delante del convoy, ¡antes de que el primer Driftrunner lo pasara por encima! El convoy de Driftrunner (los cuatro camiones) pasó por encima de la diminuta figura de Aloysius Knight, que seguía deslizándose bocarriba encima del parabrisas. Knight fue rebasado por el cuarteto de camiones y, cuando estaba a punto de salir de debajo del último, sacó su otra escopeta, la sostuvo por el cañón y colgó la empuñadura en la parte inferior del parachoques trasero del cuarto y último Driftrunner. El parabrisas salió despedido bajo él y se alejó dando tumbos en la oscuridad del túnel. Knight fue arrastrado por el Driftrunner mientras las piernas le colgaban y rebotaban contra el suelo. Entonces logró auparse y subir a la batea del último Driftrunner, listo para volver a la batalla. En el primer Driftrunner, Schofield estaba en esos momentos sentado en el asiento del conductor. Después de que Knight hubiera salido volando por el parabrisas y acabara bajo la parte delantera del camión, Schofield había quitado de una patada la barra de acero del acelerador y había aferrado el volante. Por el espejo retrovisor, vio a Madre y a Libro II luchar mano a mano con dos bastardos Spetsnaz y vio que dos Skorpion más saltaban del segundo Driftrunner al suyo. Esos dos nuevos tipos fueron directamente a por Schofield, a la cabina del conductor. Son demasiados, gritaba el cerebro de Schofield. Vio que los dos soldados se acercaban a gran velocidad, con las armas en ristre. Estarían allí en cuestión de segundos. Entonces recordó algo sobre los vehículos que se empleaban en minería. Corrió a ponerse el cinturón de seguridad.

—¡Libro! ¡Madre! ¡Agárrense! A continuación se estiró y abrió de una patada la puerta del copiloto del Driftrunner. La respuesta fue inmediata. El freno de mano se activó al instante de forma automática y el camión se detuvo de inmediato. Se trataba de un elemento de seguridad presente en todos los vehículos utilizados para la minería: para evitar que los mineros resultaran heridos, si la puerta del copiloto se abría, el vehículo quedaba inutilizado y el freno de estacionamiento se activaba. El segundo Driftrunner, cogido por sorpresa, se dio de bruces contra la parte trasera del primero. El tercer y el cuarto camión hicieron lo mismo y chocaron entre sí cual acordeón. Respecto a los dos Skorpion que iban tras Schofield, uno de ellos salió volando por el parabrisas, vacío en esos momentos, arrojado a al menos cuatro metros y medio por delante del vehículo. El otro se golpeó la barbilla contra el techo de la cabina del conductor pero, mientras las piernas se le iban hacia delante del impacto, por algún motivo la cabeza se le quedó atascada en el techo de la cabina y, con un crujido horripilante, se le partió el cuello. Por otro lado, Madre y Libro II habían hecho lo que se les había ordenado y, en vez de luchar contra sus atacantes, se habían agarrado a lo que tenían más cerca, de manera que, cuando el camión se detuvo, sus atacantes habían salido despedidos hasta golpearse contra la parte trasera de los asientos del conductor y el copiloto. Uno de ellos quedó inconsciente por la caída. El otro solo sufrió algunas magulladuras y logró ponerse en pie, pero Madre lo golpeó con la culata en la cabeza y se sumió en la más profunda oscuridad. Schofield estiró el brazo y cerró la puerta del copiloto. Pisó el acelerador y pronto retomaron la marcha. El daño y la destrucción fue menor en los otros Driftrunner. Prosiguieron su marcha tras el primer camión, todavía con al menos diez hombres a bordo. Pero entonces llegaron el daño y la destrucción: bajo la forma de Aloysius Knight. Cuando se produjo el impacto, Knight estaba subiendo a la batea del último camión, por lo que no había llegado a verse afectado. Ahora que los Driftrunner estaban en marcha de nuevo, sin embargo, se abrió paso con rapidez por el camión, despachando a los Skorpion con brutal eficacia. Los rusos intentaron resistirse, trataron de alzar sus armas y matarlo a él primero. Pero Knight era como una máquina de matar. Dos Skorpion en la batea: disparó a uno en la cabeza con su escopeta, mientras que al otro lo agarró por el cuello y lo alzó por encima del techo de la cabina del conductor, dejando que lo golpeara una de las vigas de madera del techo y que el impacto le arrancara de cuajo la cabeza al soldado. Llegó a la cabina del conductor, apuntó con su Remington de cañón corto al copiloto y, sin pestañear, disparó.

Bum. El conductor, sorprendido, se volvió, justo cuando Knight, haciendo caso omiso de él, voló el parabrisas y lo atravesó para saltar a la batea del tercer camión. Zamanov estaba allí. Corrió a guarecerse cuando Knight avanzó por el Driftrunner, disparando a los soldados a su izquierda y derecha. Varios de los Skorpion intentaron dispararle, pero Knight era demasiado rápido, demasiado ágil, demasiado bueno. Era como si anticipara sus movimientos, incluso el orden en el que iban a disparar. De camino a la cabina del conductor, Knight vislumbró a Zamanov poniéndose a cubierto bajo el salpicadero, pero solo lo vio momentáneamente y, puesto que su prioridad era seguir avanzando hasta regresar junto a Schofield, no se detuvo para matar al ruso. Solo mataría a aquellos que se interpusieran en su camino. Saltó al segundo camión. En el primer Driftrunner, Schofield conducía en esos momentos a una velocidad vertiginosa, solo que ya no había enemigos en su camión. Delante de él, a lo lejos, se discernía una pequeña mancha blanca: el final del túnel. Madre saltó al asiento del copiloto junto a él. —Espantapájaros, ¡quién cojones es esa gente! ¿Y quién es ese tipo de negro? —¡No lo sé! —gritó Schofield. Miró por el espejo retrovisor y vio a Aloysius Knight salir al capó del Driftrunner que tenían detrás. —Pero parece ser el único aquí que no está intentando matarme. —Podría estar planeando hacerlo más tarde —sugirió Libro II desde la batea—. Voto por deshacernos de él. —Totalmente de acuerdo… —comenzó a decir Madre antes de callarse de repente. Habían llegado al final del túnel. Una cegadora luz blanca se filtraba por una pequeña entrada cuadrada. Estaba a unos doscientos metros de distancia. Lo que había hecho que Madre callara, sin embargo, era el enorme y demoníaco objeto que había aparecido en el aire tras la salida del túnel: era un caza experimental. Un caza Sukhoi S-37 negro que se alzaba inmóvil en el aire, justo en el exterior del túnel. Visto desde delante, con su morro apuntado y sus alas en posición descendente cual misiles en lanzamiento, el S-37 parecía un halcón enorme y maléfico que los miraba fijamente. Se oyó un golpe sordo tras Schofield cuando Knight aterrizó en la batea de su Driftrunner y se colocó tras ellos. —Tranquilos —dijo mientras asentía al caza—. Está con nosotros.

Knight pulsó un botón de su muñequera, activando así la radio: —¡Rufus, soy yo! Estamos saliendo a toda leche, tenemos tres vehículos enemigos pisándonos los talones. Necesito un Sidewinder. Solo uno. Apunte bajo y a su derecha, doscientos metros. Como hicimos en Chile el año pasado. —Recibido, jefe —dijo una voz grave por el auricular de Knight. —¿Puedo? —Knight señaló con la cabeza al volante de Schofield. Schofield le dejó cogerlo. Knight giró bruscamente el volante y condujo el Driftrunner hacia la pared izquierda del túnel. El Driftrunner se pegó a la pared y las ruedas comenzaron a chirriar hasta que el camión se alzó en un ángulo de cuarenta y cinco grados sobre la pared (dos ruedas en el suelo y dos en la misma pared). —¡Ahora, Rufus! —gritó Knight por el micro de su muñeca. Inmediatamente después, una columna de humo salió disparada del ala derecha del caza negro y, con un bum retumbante, un misil Sidewinder fue directo al túnel, a gran velocidad, prácticamente pegado al suelo. Desde el punto de vista de Schofield, el misil permaneció casi pegado a la pared izquierda, acercándose bajo y veloz hasta que… ¡Shuuuum! Pasó zumbando por debajo del camión inclinado cuarenta y cinco grados e impactó en el que había inmediatamente detrás. La explosión retumbó por todo el túnel. El primer Driftrunner Spetsnaz explotó en un millón de pedazos. Como no tenían manera de evitarlo, los dos camiones de minería tras el primer Driftrunner Spetsnaz chocaron contra la parte trasera de lo que quedaba de este. Al mismo tiempo, el Driftrunner de Schofield salió a la cegadora luz del día, a un área plana y vasta de carga y descarga excavada en un lateral de la montaña. Tras esa extensión, justo bajo el caza en vuelo, había una caída de trescientos metros. Knight se volvió hacia Madre. —¿Cuánto tiempo queda para que estalle la bomba? Madre miró su reloj. —Treinta segundos. —Esto va a doler, Dmitri. —A continuación habló de nuevo por el micro de su muñeca—: Rufus. Nos encontraremos en la siguiente área de carga y descarga que hay descendiendo la ladera de la montaña. —Miró a Schofield—. Tengo tres pasajeros conmigo, incluido nuestro hombre. —¿Algún problema? Knight dijo:

—Nah, ha sido bastante tranquilito esta vez. Treinta segundos después, el aerodinámico Sukhoi aterrizó en una nube de arena sobre otra área de carga y descarga situada un poco más abajo de la precaria carretera que descendía de la ladera. Plana y redonda, este lugar se asemejaba a una plataforma de aterrizaje natural que sobresalía de la cara de la montaña que daba al precipicio. El Driftrunner de Schofield se detuvo junto a ella. En ese mismo momento, guiada por el diodo láser que Gant había colocado en el interior de la mina, una bomba MOAB era lanzada desde la parte trasera de un C-130 Hércules y se dirigía hacia los conductos de ventilación de la mina. El sistema de guiado funcionó a la perfección. La bomba se precipitó a su objetivo, alcanzando una velocidad terminal, con sus aletas controlando su trayectoria de vuelo antes de desaparecer en la chimenea (en esos momentos abierta) de la mina. Uno… Dos… Tres… Detonación. Toda la montaña se convulsionó. La explosión resonó desde el interior de la mina. Schofield, que se encontraba en esos momentos junto a la cabina para dos personas del Sukhoi ayudando a Madre a subirse, tuvo que agarrarse a la escalera para no perder el equilibrio. Miró hacia la cima que se alzaba por encima de ellos, a la capa de nieve que descansaba sobre ella, y entonces lo supo. —Oh, no —musitó—. Una avalancha… Se volvió para mirar de nuevo hacia la carretera justo a tiempo para ver que dos figuras agachadas salían del túnel de la mina a pie, menos de un segundo antes de que la explosión se produjera y los restos de los Driftrunner salieran despedidos hacia el exterior. Los tres Driftrunner fueron catapultados lejos del límite de la primera área de carga y descarga y salieron disparados en horizontal, rebasando por encima a las dos figuras agazapadas para, a continuación, caer en picado al barranco. Fue entonces cuando se oyó un inquietante ruido en algún punto por encima de Schofield. El gigantesco cuerpo de nieve que descansaba sobre la cima de la montaña que se cernía sobre el Sukhoi estaba moviéndose, resquebrajándose, comenzando a… deslizarse. —¡Muévanse! —gritó Schofield mientras subía la escalera. La avalancha comenzó a ganar velocidad. —¡Rápido! ¡Al compartimento de bombas! —gritó Knight.

Libro y Madre se metieron a duras penas por la pequeña cabina y salieron al estrecho espacio que había tras esta: un compartimento de almacenamiento de bombas que había sido reconvertido en… una celda. —¡Entren! —gritó Knight a sus espaldas—. ¡Yo me uniré a ustedes! Knight se apretujó con ellos. Schofield fue el último en subir a la cabina de mano y se sentó en el asiento del artillero. Alzó la vista. La nieve que descendía en vertical había tomado la apariencia de una ola oceánica: pequeñas explosiones blancas que precedían a la avalancha propiamente dicha. Knight gritó: —¡Rufus! —¡Ya estoy en ello, jefe! —El altísimo hombre del asiento delantero accionó la palanca del acelerador y el Sukhoi ganó altura. —Vamos… —dijo Schofield. La avalancha se acercaba a gran velocidad hacia ellos, descendiendo vertiginosamente, retumbando, golpeando la ladera. El Sukhoi siguió ganando altura y se cernió inmóvil en el aire unos instantes antes de sobrepasar a gran velocidad el borde del precipicio justo cuando la avalancha de nieve lo alcanzaba y se precipitaba al vacío con un rugido colosal, engullendo la zona de carga y descarga de una sola dentada antes de pasar por debajo del caza y caer al abismo. —Ha estado cerca —suspiró Knight.

2.11

Tres minutos después, el Sukhoi S-37 aterrizó en un claro en el lado afgano de la montaña, a cerca de kilómetro y medio del lugar donde estaba estacionado el Yak-141 de Schofield. Schofield, Knight, Libro y Madre bajaron del avión, mientras el piloto (un tipo enorme y con barba poblada al que Knight presentó como «Rufus») apagaba los motores. Schofield se alejó unos metros para ordenar sus pensamientos. Habían pasado muchas cosas ese día y quería despejar su mente. Oyó un ruido por el auricular. —Espantapájaros, soy Fairfax. ¿Está ahí? —Sí, estoy aquí. —Escuche, tengo un par de cosas para usted. Algunos datos de esos tipos del comando de material e investigación médica del ejército de Estados Unidos e información importante de ese Caballero Oscuro, la mayoría proveniente de las listas de los más buscados del FBI y del Servicio de Seguridad e Inteligencia. ¿Tiene un minuto? —Sí —dijo Schofield. —Joder, Espantapájaros, no son muy buenas noticias… En su despacho en las profundidades del Pentágono, Dave Fairfax estaba sentado delante del ordenador, bañado por la luz de la pantalla. En la zona este de Estados Unidos acababan de dar las cuatro de la mañana del 26 de octubre y el despacho estaba en completo silencio. En la pantalla de Fairfax había dos fotos de Aloysius Knight: en la primera se veía a un joven sonriente con la cabeza afeitada y uniforme del ejército de Estados Unidos. La segunda era una foto borrosa tomada a cierta distancia de Aloysius Knight blandiendo una escopeta en cada mano y corriendo como alma que lleva el diablo. —Vale —dijo Fairfax, y procedió a leer—. Su verdadero nombre es Knight, Aloysius Knight, treinta y tres años de edad, metro ochenta y seis, ochenta y cuatro kilos. Ojos: marrones. Pelo: negro. Características distintivas: lleva unas gafas antidestellos con los cristales tintados debido a una patología ocular conocida como distrofia retinal aguda. Quiere decir que sus retinas son demasiado sensibles para soportar la luz natural, de ahí la necesidad de llevar cristales tintados. Mientras la voz de Fairfax resonaba por el auricular de Schofield, este miraba a Knight, que estaba

junto al Sukhoi con los demás, con las dos escopetas enfundadas, sus gafas de cristales tintados y su uniforme de combate negro. Fairfax prosiguió: —Otrora miembro del Séptimo equipo de la unidad Delta, considerado por muchos el mejor de todo el destacamento, la élite entre la élite. Alcanzó el rango de capitán, pero fue declarado culpable de traición in absentia en 1998 tras delatar una misión que estaba dirigiendo en Sudán. Según los datos de Inteligencia, Knight recibió dos millones de dólares de una célula local de Al Qaeda por informarles sobre un ataque inminente de Estados Unidos a uno de sus almacenes de armas. Trece miembros del equipo murieron como resultado del aviso que dio Knight. »Tras aquello perdieron su rastro, pero fue redescubierto dieciocho meses después en Brasilia. Un equipo de seis SEAL de la Armada fue enviado para liquidarlo. Knight los mató a todos y envió por correo sus cabezas a Coronado, la base naval de los SEAL en San Diego. »En la actualidad trabaja como cazarrecompensas por cuenta propia. Agárrese. Al parecer, las compañías aseguradoras están al tanto de estas cosas para los secuestros: Carringtons lo considera el segundo mejor cazarrecompensas del mundo. —¿Solo el segundo? ¿Quién es el mejor? —Ese Damon Larkham del que le he hablado antes. Espere un segundo, aún no he terminado con Knight. El ISS cree que, en el año 2000, Knight siguió la pista y mató a doce terroristas islamistas que habían secuestrado a la hija del vicepresidente ruso, a la que le habían cortado cuatro dedos y por la que habían exigido un rescate de cien millones de dólares. Knight los siguió hasta un campo de entrenamiento terrorista en el desierto iraní, fue allí, arrasó el campamento, cogió a la chica (sin los dedos, claro), y la devolvió a Moscú sin que los medios se enteraran. A cambio, dice aquí, el Gobierno ruso le dio… espere a oír esto… un caza experimental Sukhoi S-37, además de privilegios para poder repostar en cualquier base rusa del mundo. Al parecer, el avión es conocido en el mundillo de los cazarrecompensas como el Cuervo Negro. —El Cuervo Negro, ¿eh? —Schofield se volvió para mirar el Sukhoi S-37… y vio que Aloysius Knight caminaba en su dirección. —Tenga cuidado, Espantapájaros —dijo Fairfax—. No es el tipo de tío que uno querría tener pisándole los talones. —Demasiado tarde —dijo Schofield—. Lo tengo justo enfrente. Schofield y Knight se unieron a los demás bajo el Cuervo Negro. Libro II y Madre fueron junto a Schofield. —¿Estás bien? —le preguntó Madre en voz baja—. Libro me ha contado lo que ocurrió en Siberia. Perdona mi lenguaje, pero ¿qué cojones está pasando aquí? —Ha sido una mañana muy dura —dijo Schofield—, y mucha gente ha muerto. ¿Alguna idea de qué le ha ocurrido a Gant? —La última vez que la vi fue cuando esos soplapollas del láser verde irrumpieron y yo caí a esa cinta transportadora…

—La han capturado —dijo una voz a espaldas de Madre. Era Aloysius Knight. —Ha sido obra de un cazarrecompensas llamado Damon Larkham y sus hombres de la IG-88. —¿Cómo lo sabe? —preguntó Libro II. —Rufus. —Knight asintió a su compañero, el enorme piloto. Con su frondosa barba, Rufus poseía un rostro ancho y sonriente y unos ojos sinceros. Se encorvaba ligeramente, como si intentara disminuir sus dos metros trece. Cuando habló, lo hizo con rapidez y de una manera concisa, como si estuviera leyendo un informe. —Tras dejar a Aloysius en el conducto de ventilación —dijo—, me dirigí a la entrada trasera. Solté una carga de MicroDots en aerosol sobre el área de carga y descarga que había en el exterior del túnel, tal como usted me dijo, jefe. A continuación me mantuve inmóvil en el aire a cerca de un kilómetro y medio de distancia, también siguiendo sus instrucciones. »Unos cinco minutos antes de que todos ustedes salieran, un enorme helicóptero Chinook flanqueado por un par de helicópteros de ataque Lynx aterrizó en el área. Entonces dos vehículos ligeros de asalto y un Driftrunner salieron a gran velocidad del túnel de la mina y subieron por la rampa del Chinook. A continuación este despegó y se dirigió hacia las montañas, en dirección a Afganistán. Schofield dijo: —¿Cómo sabe que Gant iba con ellos? —Tengo fotos —dijo Rufus—. Aloysius me dijo que si algo inusual ocurría mientras él estaba dentro de la mina, tomara fotos, así que eso hice. Schofield observó a Rufus mientras este hablaba. Para tratarse de un hombre que podía maniobrar un caza ruso con tan increíble destreza (algo que requería de un conocimiento casi innato de la física y la aerodinámica), su discurso parecía extrañamente formal y directo, como si se sintiera más cómodo con las formalidades militares. Schofield ya había visto a hombres como Rufus antes: a menudo los pilotos (y los soldados) más talentosos pasaban muchas dificultades en las situaciones sociales. Estaban tan centrados en su área de conocimiento que la mayoría de las veces tenían problemas para expresarse o eran incapaces de captar matices conversacionales como la ironía o el sarcasmo. Había que tener paciencia con ellos. También había que asegurarse de que sus compañeros soldados fueran igual de pacientes. Era directo, pero no estúpido. Había mucho más en Rufus de lo que a simple vista parecía. Knight sacó un monitor portátil de la cabina del Sukhoi y se lo mostró a Schofield. En el monitor había una serie de fotos digitales que mostraban a tres vehículos saliendo a gran velocidad del acceso trasero de la mina al área de carga y descarga y subiendo al helicóptero Chinook. Knight pulsó un interruptor para ampliar la foto del vehículo ligero de asalto al frente. Entonces dijo: —Mire las tres cajas blancas del asiento del copiloto. Cajas para el transporte de órganos. Tres cajas: tres cabezas.

Pasó a otra foto, que mostraba una imagen aumentada y borrosa de un Driftrunner que corría tras los dos vehículos ligeros de asalto. —Fíjese en la batea del camión —dijo Knight—. Todos los hombres de Larkham van vestidos de negro. Una persona, sin embargo… esa… la que no lleva casco… viste el uniforme color arena de los marines. Y Schofield la vio. Aunque la figura estaba borrosa y desenfocada, reconoció su forma, la caída de su corto cabello rubio. Era Gant. Estaba desplomada, inconsciente, en la batea del Driftrunner. A Schofield se le heló la sangre. El mejor cazarrecompensas del mundo tenía a Gant.

2.12

Schofield deseaba ir a rescatarla más que cualquier otra cosa… —No. Eso es exactamente lo que Demonio quiere que usted haga, capitán —dijo Knight, leyéndole el pensamiento—. No se apresure. Sabemos dónde está. Y Larkham no va a matarla. La necesita con vida si va a usarla para capturarlo a usted. —¿Cómo puede estar tan seguro? —Porque eso es lo que yo haría —dijo Knight como si tal cosa. Schofield se calló y le mantuvo la mirada a Knight. Era casi como contemplar un espejo: Schofield con sus gafas antidestellos plateadas que enmascaraban sus cicatrices, Knight con sus gafas de cristales dorados que protegían sus ojos defectuosos. A Schofield le llamó la atención un tatuaje en el antebrazo de Knight. Era un águila calva con gesto furibundo y las palabras: «Duerme con un ojo abierto». Schofield había visto esa imagen antes: en los carteles y pósteres con los que se había empapelado el país tras el 11 de Septiembre. En ellos, un águila americana decía: «Eh, terrorista, duerme con un ojo abierto». Bajo el tatuaje del águila tenía otro que simplemente rezaba: «Brandeis». Schofield no sabía qué significaba eso. Volvió a mirar a Knight a los ojos. —He oído hablar de usted, señor Knight —dijo—. Su lealtad no es algo de lo que pueda alardear. Vendió a su unidad en Sudán. ¿Por qué debería creer que no va a venderme a mí también? —No se crea todo lo que lea en la prensa —le advirtió Knight—, o en los archivos del Gobierno de Estados Unidos. —Entonces, ¿no va a matarme? —Capitán, si fuera a matarlo, ya tendría una bala en el cerebro. No. Mi trabajo es mantenerlo con vida. —¿Mantenerme con vida? Knight dijo: —Capitán, comprenda una cosa. No estoy haciendo esto porque usted me guste o porque crea que

es alguien especial. Me pagan por hacer esto, y me pagan bien. El precio que han puesto a su cabeza es de 18,6 millones. Tenga por seguro que me pagan considerablemente más que eso para evitar que lo maten. —Muy bien, pues —dijo Schofield—. ¿Quién le está pagando para mantenerme con vida? —No puedo decirlo. —Sí que puede. —No voy a decirlo. —Los ojos de Knight ni siquiera pestañearon. —Pero la persona que lo ha contratado… —Ese tema está fuera de toda discusión —sentenció Knight. Schofield optó por otra táctica. —Muy bien, entonces, ¿por qué está ocurriendo todo esto? ¿Qué es lo que sabe de esta cacería? Knight se encogió de hombros y apartó la vista. Rufus respondió por él. Ya liberado de su tono directo, propio de los documentales, su discurso sonó mucho más sencillo y honesto. —Estas cacerías se dan por todo tipo de motivos, capitán Schofield. Para capturar y matar a un espía que ha desertado con un secreto en su cabeza. Para coger a un secuestrador a quien se le ha pagado un rescate. Quédese con estas palabras: no hay mayor furia que la de un hombre rico que quiere venganza. Algunos de esos gilipollas ricachones prefieren pagarnos dos millones de dólares por atrapar a un secuestrador que los apresó por un millón. No es muy habitual, sin embargo, que se dé una lista de objetivos por valor de diez millones de dólares en total, y mucho menos una en la que se ofrezcan casi veinte millones de dólares por cabeza. —Entonces, ¿qué es lo que saben sobre esta cacería humana? —preguntó Schofield. —Se desconoce la identidad del proponente —dijo Rufus—, al igual que los motivos, pero el asesor es un banquero de AGM Suisse llamado Delacroix que cuenta con experiencia en este tipo de cosas. Ya hemos tratado con él con anterioridad. Y, mientras el asesor sea legítimo, a la mayoría de los cazarrecompensas no les importa el motivo de la cacería. Rufus miró a Knight. Knight se limitó a ladear la cabeza. —Una gran cacería. Quince objetivos. Todos tienen que estar muertos para las doce del mediodía del día de hoy, hora de Nueva York. 18,6 millones por cabeza. Eso son doscientos ochenta millones en total. Cualquiera que sea la razón de esta cacería, sus organizadores consideran que vale todo ese dinero con creces. —¿Dice que todos tenemos que estar muertos para las doce del mediodía, hora de Nueva York? —dijo Schofield. Esa era la primera vez que se mencionaba un límite de tiempo. Miró su reloj. Eran las dos y cinco de la tarde en Afganistán, por lo que en Nueva York serían las cuatro y cinco de la mañana. Ocho horas para el plazo.

Se quedó pensativo en silencio. Entonces, de repente, alzó la vista. —Señor Knight, ahora que me ha encontrado, ¿cuáles son sus instrucciones de aquí en adelante? Knight asintió lentamente, impresionado por el hecho de que Schofield le hubiera formulado esa pregunta. —Mis instrucciones son muy claras a ese respecto —dijo—. De ahora en adelante, debo mantenerlo con vida. —Pero no le han dicho que me encierre, ¿verdad? —No… —dijo Knight—. Mis órdenes son que le permita libertad total de movimiento, que vaya adonde le plazca, pero bajo mi protección. Y así una pieza del rompecabezas encajó en el cerebro de Schofield. Quienquiera que estuviera pagando a Knight para protegerlo, no solo quería que mantuviera a Schofield con vida, esa persona también quería que Schofield fuera activo, que hiciera lo que aquella cacería humana tenía que evitar que hiciera. Se volvió hacia Knight. —Ha dicho que sabía dónde estaba Gant. ¿Cómo? —La carga de MicroDots que Rufus ha pulverizado sobre la zona de carga y descarga antes de que los tipos de Larkham llegaran allí —dijo Knight. Schofield había oído hablar de la tecnología MicroDot. Al parecer, era el último hito en nanotecnología. Los MicroDots eran chips microscópicos de silicona del tamaño de la cabeza de un alfiler pero con una potencia procesadora enorme. Si bien muchos creían que los MicroDots serían la base de una nueva generación de superordenadores con base líquida, en ese momento lo utilizaban fundamentalmente los fabricantes de coches de lujo como dispositivos de seguimiento: rociaban la parte inferior de tu Ferrari con pintura impregnada de MicroDots y así estos, y tu coche, podían ser localizados en cualquier parte del mundo y ningún ladrón de coches, por muy persistente que fuera, podría quitarlos. La carga de MicroDots que Rufus había detonado había soltado una nube de cerca de mil millones de MicroDots en la zona. —Damon Larkham, sus hombres, sus vehículos y su chica están todos cubiertos de MicroDots —explicó Knight. Sacó una Palm Pilot de su cinturón. Estaba repleta de antenas y añadidos de creación propia, y parecía bastante más gruesa y maciza que una PDA normal, como si fuera resistente al agua. En la pantalla de la Palm había un mapa del mundo y, sobreimpreso sobre ese mapa, cerca de Asia central, una serie de puntos rojos en movimiento. El equipo de Damon Larkham. —Podemos seguirlos a cualquier parte del mundo con esto —dijo Knight.

Schofield comenzó a pensar, intentó ordenar sus pensamientos, sopesar sus opciones para poder idear un plan de actuación. Finalmente dijo: —Lo primero que tenemos que hacer es averiguar por qué está ocurriendo todo esto. Sacó la lista de objetivos y la analizó por centésima vez. Madre y Libro II la leyeron por encima de su hombro. —El Mossad —dijo Madre en voz baja al ver una entrada: 11. ROSENTHAL, Benjamin Y. ISR Mossad —¿Qué ocurre? —dijo Schofield. —Ese Zawahiri dijo algo acerca del Mossad israelí cuando estábamos en la mina, antes de que perdiera la cabeza. Estaba como loco, gritando que había sobrevivido a los experimentos soviéticos en un gulag, y luego a los ataques con misiles crucero estadounidenses en 1998 y después dijo que el Mossad sabía que era invencible, porque habían intentado matarlo una docena de veces. —El Mossad… —musitó Schofield. A continuación pulsó su comunicador vía satélite. —Fairfax, ¿sigue ahí? —Siempre que quede café, aquí estaré —respondió. —Señor Fairfax, busque a Hassan Mohammad Zawahiri y a Benjamin Y. Rosenthal. ¿Alguna coincidencia? —Un segundo —dijo la voz de Fairfax—. ¡Tengo algo! Un intercambio de información entre el servicio de Inteligencia israelí y el estadounidense. El comandante Benjamin Yitzak Rosenthal es el «katsa» de Hassan Zawahiri, su oficial de Inteligencia, implicado en operaciones de campo, el tipo que lo controla. Rosenthal tiene su base en Haifa, pero al parecer ayer mismo fue llamado al cuartel general del Mossad en Londres. —¿Londres? —dijo Schofield. Un plan estaba empezando a tomar forma en su mente. Y de repente se sintió vivo de nuevo. Había estado defendiéndose toda la mañana, reaccionando, ahora iba a empezar a ser proactivo. —Libro, Madre, ¿Qué les parecería hacerle una visita al comandante Rosenthal en Londres? Vean si pueden arrojar algo de luz sobre esta situación. —Encantada —dijo Madre. —Claro —convino Libro II. Aloysius Knight observaba la conversación distraído, sin prestarle interés. —Oh, Espantapájaros —dijo la voz de Fairfax—. Iba a mencionarle esto pero no he tenido la

oportunidad. ¿Recuerda el informe del comando de material e investigación médica del ejército de Estados Unidos que le mencioné antes, el estudio RRNM de la OTAN? Bueno, está fuera de mi alcance. Hace dos meses fue eliminado de los archivos del USAMRMC. Existe una copia en algún almacén de Arizona, pero el resto de las copias han sido eliminadas o destruidas. »Pero encontré algo sobre los dos tipos que lo redactaron, esos dos hombres de su lista que trabajaron para el comando de investigación médica: Nicholson y Oliphant. Nicholson se retiró hará un par de años y en la actualidad vive en una residencia en Florida. Pero Oliphant dejó el USAMRMC el año pasado. En estos momentos es el médico jefe de urgencias del hospital Saint John, Virginia, no muy lejos del Pentágono. —¿De veras? —dijo Schofield—. Señor Fairfax, ¿le gustaría ser agente de campo por un día? —Lo que sea con tal de salir de este despacho. Mi jefe es el mayor gilipollas del planeta. —Entonces, cuando tenga oportunidad, ¿por qué no va al Saint John y tiene una charla con el doctor Oliphant? —Eso está hecho. —Fairfax cortó. —¿Qué hay de ti? —le dijo Madre a Schofield—. No pensarás quedarte con este cazarrecompensas, ¿verdad? —Le lanzó a Knight una mirada fulminante. Knight tan solo arqueó las cejas. —Dice que puedo ir adonde quiera —replicó Schofield—. Depende de él si quiere protegerme o no. —Entonces, ¿adónde piensa ir? —preguntó Libro II. Schofield entrecerró los ojos. —Voy a ir al origen de esta cacería humana. Voy a ir a ese castillo en Francia. Libro II dijo: —¿Y qué va a hacer? ¿Llamar a la puerta? —No, voy a recoger una recompensa. —¿Una recompensa? —dijo Madre—. Yo, esto, no quiero hacer de abogada del diablo, pero ¿no necesitas… una cabeza… para recoger la recompensa? —Cierto —convino Schofield mientras contemplaba la Palm Pilot modificada de Knight, el miniordenador que mostraba los progresos de Damon Larkham—. Y sé dónde encontrar algunas. Y, al mismo tiempo, voy a traer de vuelta a Gant.

Tercer ataque Francia – Inglaterra – EE. UU. 26 de octubre, 11.50 horas (Francia) 05.50 horas (Tiempo del Este, Nueva York, EE. UU.)

En los próximos cincuenta años, la población mundial aumentará de cinco mil quinientos millones a más de nueve mil millones… El 95% de ese incremento de población tendrá lugar en las regiones más pobres del mundo. —Robert D. Kaplan, La anarquía que viene

El campamento de los santos, la novela que Jean Raspail escribió en 1972 sobre una invasión de Francia por parte de una armada de indigentes del tercer mundo… ha resultado ser profética… En el

siglo XIX, Europa invadió y colonizó África. En el siglo XXI, África invade y coloniza Europa. —Patrick J. Buchanan, La muerte de Occidente

3.1

10. POLANSKI, Damien G. USA ISS Berlín, Alemania 22 de octubre, 23.00 horas Le gustaba follarse a las tías por detrás, bombeando cual martillo neumático y aullando gritos de vaquero. Y estaba obsesionado con los culos. Le encantaban las veinteañeras con culitos pequeños y prietos. Había descubierto esos hechos gracias a las prostitutas del barrio rojo berlinés, cuyos servicios contrataba a menudo. La trayectoria profesional de Damien Polanski había conocido tiempos mejores. Experto del Bloque del Este durante la guerra fría, se encontraba en esos momentos destinado en la oficina de campo del servicio de Seguridad e Inteligencia en Berlín, envejeciendo y tornándose más irrelevante día tras día. Sus hazañas de la década de los ochenta (la deserción de Karmonov, el descubrimiento de los archivos Cobra soviéticos…) habían sido tiempo ha olvidadas por una agencia de Inteligencia que ya no lo quería allí. Un perro viejo en un nuevo mundo. Atrajo su atención con facilidad. No resultó muy difícil. Era una mujer impresionante: piernas largas y bien torneadas, fuertes espaldas, pechos pequeños y perfectos y esa fría mirada euroasiática. Algunos la llamaban la Reina de Hielo. Se sentó en la barra del bar, enfrente de su mesa, dejó caer su bolso de mano y se agachó para cogerlo, regalándole la vista con la imagen de su minifalda de vinilo negra. Sin ropa interior. En quince minutos Polanski se encontraba en la habitación de un hotel quitándose a toda prisa los pantalones y pensando: ¡Arre, nena! ¡Arre! Ella salió del baño totalmente desnuda, con las manos en la espalda. Los ojos de Polanski se abrieron de par en par al verla. Se tiró a la cama, se volvió… justo cuando la espada de samurái de hoja corta que ella llevaba en las manos le rebanó limpiamente el cuello.

7. NAZZAR, Yousef M. LBN HAMÁS Beirut, Líbano 23 de octubre, 21.00 horas Los testigos dijeron que había sido uno de los trabajos más profesionales que habían visto en Beirut (algo que, tratándose de la ciudad que era, es mucho decir). Vieron que Yousef Nazzar, comandante de Hamás conocido por haber recibido adiestramiento soviético, entraba en el edificio de apartamentos. Ni siquiera un segundo después, dos turismos se detuvieron delante del vestíbulo y ocho soldados se bajaron de ellos y entraron a toda velocidad en el edificio. Uno de ellos llevaba una caja blanca con una cruz roja en un lateral. Había algo que coincidía en todos los relatos de los testigos: las armas que los asesinos habían usado. Todos las identificaron o describieron como subfusiles automáticos VZ-61 Skorpion. Y entonces, de repente, los asesinos salieron y, con el chirrido de los neumáticos de sus vehículos, se marcharon. El cuerpo de Yousef Nazzar fue encontrado después en el suelo de su apartamento. Le faltaba la cabeza.

8. NICHOLSON, Francis X. USA USAMRMC Residencia de ancianos Cedar Falls Miami, Florida 24 de octubre, 07.00 horas La enfermera de la recepción jamás podría haberse imaginado que se trataba de un asesino. Cuando le había preguntado «¿En qué puedo ayudarle?», él le había respondido, de manera cortés, que trabajaba en el hospital y que estaba allí para recoger los objetos personales de un residente de Cedar Falls recientemente transferido. Era alto y delgado, con la piel muy oscura y la frente ancha. Más de un testigo lo describiría después como «africano». No sabían que, en la comunidad internacional de cazarrecompensas, era conocido por un nombre muy sencillo: «el Zulú». Vestido con una bata blanca, recorrió con total tranquilidad la residencia con una caja de transporte de órganos en su mano. Encontró la habitación con rapidez, y al anciano, Frank Nicholson, durmiendo en su cama. Sin un instante que perder, el Zulú sacó un machete de debajo de su bata.

La policía encontró su coche dos horas después, abandonado en el aparcamiento del aeropuerto. Para entonces, sin embargo, el Zulú ya se encontraba en un asiento de la primera clase del vuelo 45 de United Airlines con destino a París. En el asiento contiguo iba la caja de transporte de órganos. A Frank Nicholson se le echaba mucho de menos en la residencia. Había sido un anciano muy popular, amigable y extrovertido. La dirección también lo había tenido en mucha estima. Puesto que había sido médico, había salvado la vida de más de un anciano que había sufrido un colapso en el campo de golf. Sin embargo, resultaba curioso que, a diferencia de muchos otros, nunca había hablado de sus días de gloria. Si se le preguntaba, siempre respondía que había trabajado como científico en el comando de material e investigación médica del ejército de Estados Unidos en Fort Detrick, «haciendo algunas pruebas para las fuerzas armadas», antes de jubilarse el año anterior. Y luego llegó esa noche en que el asesino había entrado en su habitación y le había cortado la cabeza.

3.2

Fortaleza de Valois, Bretaña (Francia) 26 de octubre, 11.50 horas (hora local) 05.50 horas (Tiempo del Este, Nueva York, EE. UU.) Siempre había adorado la anarquía. Le encantaba la idea, el concepto: la pérdida total y absoluta de control; una sociedad sin orden. En particular le encantaba la manera en que la gente (la gente normal y corriente) respondía a ella. Cuando los estadios de fútbol se venían abajo, salían en estampida. Cuando se producían terremotos, saqueaban. Durante las batallas y matanzas anárquicas (Nankín, My Lai, Stalingrado…) violaban y mutilaban a sus iguales. La teleconferencia con los otros miembros del Consejo no empezaría hasta dentro de otros diez minutos, tiempo suficiente para que el miembro número Doce satisficiera su pasión por la anarquía. Su nombre era Jonathan Killian. Jonathan James Killian III, para ser más exactos, con treinta y siete años de edad era el miembro más joven del Consejo. Nacido en la abundancia (su padre era estadounidense y su madre francesa), poseía el porte altanero de aquel acostumbrado a tener todo lo que desea. También tenía una mirada fría que podía hacer que el negociador más combativo callara. Era un don poderoso que se veía acentuado por un rasgo facial inusual: Jonathan Killian tenía un ojo azul y otro marrón. Su fortuna se estimaba en treinta y dos mil millones de dólares y, gracias a un complejo entramado de empresas, era el propietario de la fortaleza de Valois. A Killian nunca le había gustado el miembro número Cinco. Si bien era inmensamente rico gracias a un heredado imperio petrolífero en Texas, el número Cinco carecía de suficiente intelecto y era propenso a las pataletas. Con cincuenta y ocho años, seguía siendo un niñato consentido y malcriado. También había sido un persistente y obcecado oponente a las ideas de Killian en las reuniones. Resultaba de lo más irritante.

En esos momentos, sin embargo, el miembro número Cinco se hallaba en una enorme mazmorra de piedra en el nivel inferior de la fortaleza de Valois, en las rocosas profundidades del castillo, acompañado de sus cuatro asistentes personales. La mazmorra era conocida como el foso de los Tiburones. De casi cinco metros de profundidad y paredes de piedra verticales, tenía una perfecta forma circular. También era ancha: unos cuarenta y cinco metros. Asimismo, estaba llena de una serie de piedras elevadas de distintos tamaños. Una cosa estaba clara: una vez que una persona se encontraba allí, era imposible escapar. En el centro del foso, y descendiendo verticalmente en la tierra, se hallaba una especie de «sumidero» de tres metros de ancho que daba directamente al océano. En esos momentos la marea estaba subiendo, por lo que el agua que entraba al foso a través del sumidero crecía con rapidez, vertiéndose, llenándolo, convirtiendo la colección de piedras irregulares en una serie de pequeñas y pétreas islas, para horror del miembro número Cinco y sus asistentes. Por si eso fuera poco, dos oscuras formas podían vislumbrarse moviéndose por entre los pasajes que conformaban las islas, justo por debajo de la superficie del agua (formas con aletas dorsales y cabezas en forma de bala). Eran dos enormes tiburones tigre. Además, el foso de los Tiburones estaba provisto de dos detalles más dignos de mencionar. Primero, un balcón situado en la cara sur. Antes de la revolución, la aristocracia francesa celebraba luchas gladiatorias en sus mazmorras (por lo general campesinos contra campesinos o, en el caso de mazmorras más sofisticadas como la de la fortaleza de Valois, campesinos contra animales). El segundo detalle digno de resaltar del foso de los Tiburones se encontraba en la mayor de las plataformas de piedra elevadas, junto a la pared norte. En este lugar se hallaba un objeto aterrador: una guillotina de tres metros y medio de altura. Alta y brutal, era un añadido de Killian. En su base se hallaba un bloque de madera con unas ranuras talladas (para la cabeza y manos de una persona). Una manivela en un lateral de la guillotina levantaba su cuchilla de acero de forma triangular e inclinada. Un simple resorte la dejaba caer. Killian se había inspirado en los actos de los soldados japoneses durante el saqueo de la ciudad china de Nankín en 1937. Durante tres terribles semanas, los japoneses habían sometido a los chinos a torturas inenarrables. Más de trescientas sesenta mil personas fueron asesinadas en ese tiempo. Se cuenta que los soldados japoneses celebraban competiciones de decapitaciones. O peor, hacían elegir a los padres: o violaban a sus propias hijas u observaban cómo estas eran violadas. O hacían a los hijos escoger entre tener sexo con sus madres o morir. Killian estaba intrigado. Por lo general, los chinos escogían la salida más honorable y aceptaban la muerte antes que realizar actos tan atroces. Pero algunos no. Y eso era lo que le había divertido a Killian. Lo lejos que podía llegar la gente para sobrevivir. Y por eso había hecho que colocaran la guillotina en el foso de los Tiburones, con la idea de que aquellos que se encontraran allí pudieran tomar una decisión similar.

Morir de una manera terrible a merced de los tiburones tigre, o morir rápidamente y sin dolor por su propia mano, en la guillotina. En ocasiones, cuando tenía a un grupo de gente en el foso (como era el caso), Killian les hacía ofertas faustianas: «Matad a vuestro jefe en la guillotina y liberaré al resto»; «Matad a esa gritona histérica y liberaré al resto». Luego nunca los liberaba, claro está. Pero los prisioneros no lo sabían en ese momento y, en numerosas ocasiones, morían con las manos manchadas de sangre. Las cinco personas encerradas en el foso se aferraban desesperadamente a las paredes, pues el agua a su alrededor crecía con gran rapidez. Una de las asistentes del número Cinco consiguió trepar unos centímetros la pared y agarrarse a una pequeña piedra, pero un hombre más corpulento que vio esa piedra como su único salvavidas tiró de ella. Killian los observaba desde el balcón apostado en el lado sur, completamente fascinado. Una de esas personas vale veintidós mil millones de dólares, pensó. Los demás ganan cerca de sesenta y cinco mil dólares al año. Y, sin embargo, ahora mismo son todos iguales. Anarquía, pensó. El gran igualador. Pronto, el nivel del agua alcanzó el metro y medio, aproximadamente a la altura de sus torsos, y los dos tiburones tigres pudieron ya recorrer el foso con mayor rapidez. Al principio los prisioneros se subieron a las islas de piedra, pero pronto esas islas también quedaron sumergidas bajo el agua. Cinco personas. Dos tiburones.

Una visión nada agradable. Los tiburones se abalanzaron sobre aquellas desventuradas personas, arrastrándolos al agua, sumergiéndolos, abriéndolos en canal. La sangre comenzó a teñir las olas batientes. Después de que un asistente se hundiera bajo el agua en una espuma carmesí, dos mujeres, asistentes del miembro número Cinco, se mataron en la guillotina. Así hizo también el número Cinco. Al final, en vez de enfrentarse a los tiburones, había preferido cortarse él mismo la cabeza. Entonces, de repente, todo hubo terminado y el agua rodeó la plataforma de la guillotina, borrando las pruebas, y los tiburones se regodearon en los cuerpos decapitados, y Jonathan Killian III se dio la vuelta y regresó a su despacho para la conferencia del mediodía. Rostros en las pantallas de televisión dispuestas en las paredes. Las caras de los otros miembros del Consejo, conectándose desde todas partes del mundo. Killian tomó asiento. Cinco años antes, había heredado un enorme imperio naviero (un entramado empresarial conocido como Axon Corporation, uno de los principales proveedores de Defensa). Entre otros, Axon construía destructores y misiles de largo alcance para el Gobierno estadounidense. En cada uno de los tres primeros años tras la muerte de su padre, Jonathan Killian había incrementado cinco veces los beneficios anuales de la corporación. Su invitación oficial a formar parte del Consejo había tenido lugar poco tiempo después. —Miembro número Doce —dijo el presidente, dirigiéndose a Killian—. ¿Dónde está el miembro número Cinco? Está con usted, ¿no es cierto? Killian sonrió. —Se le ha pinzado un músculo en la piscina. Mi fisioterapeuta personal está viéndolo en estos momentos. —¿Está todo dispuesto? —Sí —dijo Killian—. Los Kormoran están posicionados en todo el mundo, fuertemente armados. La DGSE envió los cadáveres a Estados Unidos la semana pasada y mi fábrica de Norfolk ha sido generosamente impregnada con su sangre; lista para recibir la llegada de los inspectores estadounidenses. Todos los sistemas están colocados, esperando la señal de inicio. Killian paró de hablar. Decidió jugarse el todo por el todo. —Por supuesto, señor presidente —añadió—, como ya dije con anterioridad, no es demasiado tarde para dar un paso más… —Miembro número Doce —dijo de manera cortante el presidente—, las medidas ya han sido acordadas y no nos desviaremos de ellas. Lo lamento pero, si vuelve a sacar este tema, se le impondrá una sanción.

Killian agachó la cabeza a modo de reverencia. —Como usted desee, señor presidente. Una sanción del Consejo era algo que había que evitar a toda costa. Joseph Kennedy había perdido a dos de sus famosos hijos por desobedecer las directrices del Consejo para que dejara de hacer negocios con Japón durante la década de los cincuenta. El hijo pequeño de Charles Lindbergh había sido secuestrado y asesinado, mientras que el propio Lindbergh se había visto obligado a soportar una campaña de difamación contra él que dejaba entrever su admiración por Adolf Hitler (y todo porque había desafiado un edicto del Consejo para seguir haciendo negocios con los nazis durante los años treinta). Más recientemente, había tenido lugar el impertinente consejo de administración de Enron. Y todo el mundo sabía lo que le había ocurrido a Enron. Conforme la teleconferencia proseguía, Jonathan Killian permanecía en silencio. Respecto a ese tema, consideraba que sabía mucho más que el Consejo. El Experimento de Zimbabue, idea suya, había probado de sobra su punto de vista. Tras décadas de represión económica en manos de los europeos, a las mayorías africanas (asoladas por la pobreza) ya no les importaban los derechos de propiedad de los blancos. Y el Informe Hartford sobre el crecimiento de la población mundial (y el descenso de la población occidental) no había sino reforzado su argumento. Pero no era el momento de discutir. El asunto oficial de la teleconferencia concluyó y varios de los miembros del Consejo siguieron conectados, charlando amigablemente entre ellos. Killian se limitó a observarlos. Uno de los miembros estaba diciendo: —… Compre los derechos de perforación por mil millones. Y que lo tomen o lo dejen. Esos estúpidos gobiernos africanos no tienen opción… El propio presidente estaba riéndose: —… Me encontré con esa Mattencourt en Spencer la otra noche. Es una potrilla de lo más agresiva. Me volvió a preguntar si consideraría su entrada en el Consejo. Así que le dije: «¿Cuál es su valía?». Ella dijo: «Veintiséis mil millones». «¿Y su empresa?» «Ciento setenta mil millones». Así que le dije: «Bueno, sin duda es suficiente. ¿Qué me dice? Me hace una mamada en el baño de caballeros ahora mismo y está dentro». ¡Se marchó hecha una furia! Dinosaurios, pensó Killian. Viejos hombres. Viejas ideas. Cabría esperar algo más de los hombres más ricos del mundo. Pulsó un botón para cortar la señal y todas las televisiones dispuestas en las paredes se tornaron negras.

3.3

Espacio aéreo sobre Turquía 26 de octubre, 14.00 horas (hora local) 06.00 horas (Tiempo del Este, Nueva York, EE. UU.) Los MicroDots que portaba el equipo IG-88 de Damon Larkham contaban una historia muy peculiar. Tras dejar la mina de carbón Karpalov, el equipo de Larkham había volado a un aeródromo en Kunduz controlado por los británicos; un hecho que había disparado todas las alarmas en el cerebro de Schofield, pues ello significaba que Larkham estaba trabajando con la aprobación tácita del Gobierno británico en ese asunto. No es una buena señal, pensó Schofield mientras surcaba el cielo en la parte trasera del Cuervo Negro de Aloysius Knight. Así que los británicos sabían lo que estaba pasando… En el aeródromo en Kunduz, los hombres del IG-88 se habían dividido en dos subequipos: uno había subido a bordo de un avión en dirección a Londres y el otro en uno que se dirigía a la costa noroccidental de Francia. El que volaba a Londres (un aerodinámico y elegante Gulfstream IV) se estaba alejando a gran rapidez del segundo, un avión de transporte militar C-130J Hércules de la Real Fuerza Aérea. En esos momentos, el Sukhoi de Knight estaba volando en paralelo a los aviones de Larkham, tras el horizonte, con su tecnología de invisibilidad activada. —Es una táctica habitual de Demonio —dijo Knight—. Divide a sus hombres en un equipo de entrega y otro de ataque. Envía el equipo de ataque a liquidar al siguiente objetivo mientras su equipo de entrega lleva la cabeza al lugar donde será verificada. —Todo apunta a que el equipo de ataque va a Londres —aventuró Schofield—. Van tras Rosenthal. —Es probable —dijo Knight—. ¿Qué quiere hacer? Schofield no podía pensar en otra cosa que no fuera Gant, en el interior de aquel Hércules. —Quiero ese avión. Knight tecleó en la consola de su ordenador.

—Muy bien. Estoy accediendo a su ordenador de datos del vuelo. Ese Hércules tiene previsto reabastecerse en vuelo al oeste de Turquía en noventa minutos. —¿De dónde despega el avión cisterna? —preguntó Schofield. —Está previsto que un avión cisterna VC-10 despegue de la base de la Fuerza Aérea británica en Acrotiri, Chipre, en exactamente cuarenta y cinco minutos. —De acuerdo —dijo Schofield—. Libro y Madre, Rufus los llevará a Londres. Encuentren a Benjamin Rosenthal antes de que el equipo de ataque de Larkham lo haga. —¿Qué hay de ti? —preguntó Madre. —El capitán Knight y yo nos bajamos en Chipre. Cuarenta y cinco minutos después, un avión cisterna Vickers VC-10 británico despegó de su pista en Chipre. Aunque su tripulación de cuatro hombres lo desconocía, el avión llevaba dos polizones en la bodega de carga trasera (Shane Schofield y Aloysius Knight, a quienes Rufus había soltado, bajo la protección de su cortina de invisibilidad, a cinco kilómetros de allí). Por su parte, Rufus, Madre y Libro II habían puesto rumbo a Londres de inmediato. En poco tiempo el VC-10 ya se encontraba en el espacio aéreo turco, acercándose al Hércules de la RAF proveniente de Afganistán. El avión cisterna se colocó delante del Hércules y se elevó ligeramente por encima. A continuación una manguera descendió de su extremo posterior. Medía cerca de setenta metros de largo y en su extremo había una especie de «ancla» de acero que en última instancia se uniría al avión receptor. Controlada por un solo operador y alojada en un compartimento acristalado en la parte posterior del avión cisterna, la manguera seguía descendiendo hacia el receptáculo del Hércules (esencialmente una tubería horizontal), situado justo encima de las ventanas de la cabina de mando del avión de transporte. El ballet aéreo se ejecutó a la perfección. El operador del avión cisterna extendió la manguera y maniobró mientras el Hércules se adelantaba ligeramente y conectaba la manguera en el receptáculo. El combustible comenzó a bombear entre los dos aviones en vuelo. Mientras esto ocurría, Knight comenzó a cargar su H&K con unas extrañas balas de 9 mm. Cada una tenía una banda naranja pintada alrededor. —La mejor amiga de los Delta. Balas de 9 mm con gas expansivo. Mejores que las balas huecas. Penetran en el objetivo y luego estallan a lo grande. —¿Cómo de grande? —Lo suficiente para cortar a un hombre en dos. ¿Quiere algunas? —No, gracias. —Tenga. —Knight le metió algunas balas naranjas en el bolsillo del uniforme a Schofield—. Para

cuando lo reconsidere. Schofield asintió al chaleco de Knight y a la peculiar colección de objetos que pendían de él: la pequeña botella de buceo, el minisoplete, los pitones de escalada. Incluso había una pequeña bolsa enrollada que Schofield reconoció al instante. —¿Es una bolsa para transportar cadáveres? —preguntó. —Sí. Una Markov Tipo-III —dijo—. La conseguí de los soviéticos. Nadie ha fabricado una mejor. Schofield asintió. La Markov Tipo-III era una bolsa química para cuerpos. Tenía un cierre de cremallera doble, estaba fabricada en nailon cubierto por una película de poliuretano y podía contener, sin riesgo de fugas, un cuerpo infectado por el peor tipo posible de contaminación: plagas, armas químicas, incluso residuos radioactivos sobrecalentados. Los rusos las habían utilizado mucho en Chernóbil. Eran los pitones, sin embargo, lo que más intrigaba a Schofield. Podía entender que un cazarrecompensas portara consigo una bolsa para cadáveres, pero ¿pitones? Los pitones son unos resortes similares a unas tijeras que los escaladores introducen en pequeñas grietas de las montañas. El resorte del pitón se abre con tanta fuerza, sujetándose en las paredes de la grieta, que los escaladores pueden atarle cuerdas y sostener el peso de su cuerpo. Schofield se preguntó para qué las podría usar alguien como él. —Una pregunta; ¿para qué usa los pitones? Knight se encogió de hombros. —Para escalar muros y paredes. Para trepar por los edificios. —¿Para nada más? —preguntó Schofield. ¿Como instrumento de tortura, quizá? Knight le sostuvo la mirada. —Tienen… otros usos. Cuando el reabastecimiento hubo casi finalizado, Schofield y Knight salieron. —Usted se ocupa del operador —dijo Knight mientras sacaba otra pistola de 9 mm—. Yo me encargo de la tripulación de la cabina. —Vale —aceptó Schofield antes de añadir rápidamente—: Knight, puede hacer lo que quiera en el Hércules, pero ¿qué le parece no usar la fuerza letal aquí? —¿Qué? ¿Por qué? —Esta tripulación no ha hecho nada. Knight frunció el ceño. —Oh, bien… —Gracias. Y se pusieron en marcha. Con sus quince ventanas en la cabina de mando, el avión de transporte C-130 proporcionaba a sus

pilotos una visibilidad excepcional. En esos momentos los dos pilotos del Hércules británico podían ver la parte posterior del VC-10 encima de ellos y la larga manguera que se extendía desde este, como si de su cola se tratara, hasta el receptáculo situado justo sobre su cabina. Habían hecho ese tipo de reabastecimiento en vuelo cientos de veces. Una vez los dos aviones estuvieron conectados, los pilotos habían activado el piloto automático y se habían preocupado más de observar los números del reabastecimiento de combustible que las increíbles vistas exteriores. Probable razón por la que no se percataron cuando, a los veintidós minutos de reabastecimiento, una figura vestida de negro se deslizó por la manguera cual especialista desafiando a la muerte, y las ventanas de la cabina de mando estallaron por el impacto de su ráfaga de disparos.

3.4

Era una imagen espectacular, dos aviones gigantescos volando conjuntamente a veinte mil pies de altitud, unidos por la cola y el morro por la manguera… … Y la diminuta figura de un hombre deslizándose por esa manguera como si de una tirolina se tratara, colgado de una mano mientras con la otra blandía una pistola H&K y disparaba a la cabina de mando del Hércules. Sus dos pilotos se agacharon cuando los cristales estallaron en añicos. El viento entró en la cabina. Pero el avión, con el piloto automático activado, siguió en posición. Por su parte, Aloysius Knight se deslizó por la manguera de combustible a una velocidad vertiginosa, colgado del cinturón de seguridad que había atado a la manguera con el rostro cubierto por una máscara de oxígeno para aviadores de gran altura y un ultracompacto paracaídas de ataque MC-4/7 en la espalda. Puesto que el receptáculo del Hércules estaba situado directamente encima de su cabina, Knight finalizó su descenso atravesando las ventanas hechas añicos del aparato y aterrizó en el interior de la cabina golpeada por el viento. Habló por el micro de su muñeca: —¡De acuerdo, Espantapájaros! ¡Baje! Unos segundos después, una segunda figura (también con máscara y un pequeño paracaídas) se deslizó desde el avión cisterna por la manguera de combustible antes de desaparecer por lo que quedaba de las ventanas del Hércules. En el compartimento de carga del Hércules, todos se volvieron (ocho soldados vestidos de negro, dos hombres trajeados y dos prisioneros) al oír un estruendo atronador en la cabina, seguido del rugido del aire entrante. Los ocho soldados eran miembros del equipo de entrega del IG-88. Nadie conocía los nombres de los dos hombres trajeados, pero llevaban plaquitas identificativas del MI6: el servicio de Inteligencia Secreto británico. Y los dos prisioneros eran la teniente Elizabeth Zorro Gant y el general Ronson H. Weitzman, los dos del Cuerpo de Marines de Estados Unidos, capturados por las fuerzas de Larkham en Afganistán. Justo cuando el ataque había comenzado en mitad del vuelo, Gant había recuperado la conciencia.

Estaba sentada en la bodega del Hércules con las manos esposadas a la espalda. A poca distancia de ella, Ronson Weitzman, uno de los oficiales de mayor rango del Cuerpo de Marines, yacía bocarriba sobre el capó de un Humvee estacionado en la bodega, atado, con los brazos extendidos como si lo hubieran crucificado en horizontal, con las muñecas sujetas con dos pares de esposas a cada espejo lateral del Humvee. Le habían cortado la manga derecha del uniforme y le habían colocado una goma alrededor de su brazo descubierto. Los dos hombres del MI6 estaban a su lado. Gant se había despertado cuando el más bajo había sacado una aguja hipodérmica del brazo de Weitzman. —Dele un par de minutos —había dicho ese mismo hombre. El general levantó la cabeza con ojos vidriosos. —Hola, general Weitzman —dijo el agente más alto mientras sonreía—. La droga cuyos efectos está comenzando a notar se conoce como EA-617. Estoy seguro de que un hombre de su rango habrá oído hablar de ella. Es un desinhibidor neuronal, una droga que retarda la liberación del neurotransmisor ácido gamma-aminobutírico en su cerebro, y que hará que responder a nuestras preguntas con sinceridad resulte algo más sencillo. —¿Qué? —Weitzman se miró el brazo—. ¿… 617? No… Observando la escena desde una distancia prudente estaban los miembros del IG-88, comandados por el alto e increíblemente apuesto soldado que Gant había visto en las cuevas de Afganistán. Había oído a los otros hombres del IG-88 llamarlo «Cowboy». —Muy bien, general —dijo el hombre alto del MI6—. El código de desactivación universal. ¿Cuál es? Weitzman frunció el ceño y apretó con fuerza los ojos, como si su cerebro estuviera intentando resistirse a la droga de la verdad. —No… no conozco ese código —dijo de una manera poco convincente. —Sí que lo conoce, general. El código de desactivación universal estadounidense. El código que anula todos y cada uno de los sistemas de seguridad de las fuerzas armadas estadounidenses. Usted supervisó su entrada en un proyecto militar secreto llamado proyecto Kormoran. Sabemos de la existencia de ese proyecto, general. Pero no sabemos el código, y eso es precisamente lo que queremos. ¿Cuál es? Gant estaba completamente estupefacta. Había oído rumores acerca de la existencia de un código de desactivación universal. Una leyenda urbana: un código numérico que anulaba los sistemas de seguridad militares de Estados Unidos. Weitzman parpadeó, resistiéndose a la droga. —No… no existe… —No, general —dijo el hombre alto—. Sí que existe y usted es una de las cinco personas de la cúpula militar que lo conocen. Quizá debería incrementarle la dosis.

El hombre alto sacó otra jeringa y se la inyectó en el brazo a Weitzman. Weitzman rugió. —No… El suero EA-617 penetró en su brazo. Y fue entonces cuando las ventanas de la cabina de mando habían estallado en añicos bajo la ráfaga de disparos de Knight.

3.5

Schofield aterrizó en la cabina del Hércules, junto a Knight. —¿Puedo usar ya la fuerza letal? —gritó Knight. —¡Adelante! Knight señaló a un monitor de televisión en el salpicadero de la cabina, un monitor que mostraba una imagen en gran ángulo del compartimento de carga del Hércules. Schofield vio cerca de una docena de cajas de madera junto a las escaleras de acceso a la cabina un Humvee con Weitzman crucificado sobre el capó, ocho de los malos con uniformes de combate negros y, en el suelo, apoyada contra la pared de la bodega, a la izquierda del Humvee, con las manos esposadas a la espalda… … Libby Gant. —Son demasiados para abatirlos con armas —observó Schofield. —Lo sé —dijo Knight—. Así que quitemos las armas de la ecuación. Sacó dos pequeñas granadas de su ropa de combate, dos granadas pintadas de amarillo. —¿Qué son…? —preguntó Schofield. —AC-2. Británicas. Granadas adhesivas. —Cargas antiarmas de fuego —dijo Schofield mientras asentía con la cabeza—. Vaya, vaya. El SAS británico, experto en operaciones contraterroristas, había desarrollado las AC-2 para operaciones contra terroristas armados que tuvieran rehenes. Básicamente se trataba de una granada de mano estándar, pero con una característica extra muy especial. —¿Listo? Recuerde, dispone de un disparo antes de que su arma se encasquille —dijo Knight—. Muy bien, echemos la casa abajo. Entreabrió la puerta de la cabina de mando y lanzó las dos cargas AC-2 a la bodega. Las dos granadas de color amarillo volaron por el compartimento de carga y rebotaron sobre la parte superior de las cajas de madera de la bodega antes de aterrizar en el suelo junto al Humvee y… Primero se produjo la explosión: destellos de una cegadora luz blanca seguidos de estallidos atronadores cuyo objetivo era ensordecer y desorientar.

Y, a continuación, tuvo lugar la característica adicional de las granadas AC-2. Cuando explotaron, las dos granadas lanzaron en todas direcciones unas brillantes partículas grises y blancas que cubrieron por completo el espacio cerrado del compartimento de carga. Las partículas eran como confeti y, una vez se hubieron dispersado, se quedaron flotando en el aire, de tamaño microscópico, conformando un velo gris y blanco, cual bola de nieve que se acabara de agitar. Solo que no era confeti. Era un adhesivo especial, un componente fibroso y pegajoso que se pegaba a todo. La puerta de la cabina de mando se abrió y Knight y Schofield irrumpieron en la bodega. El soldado del IG-88 más cercano fue a coger su arma, pero recibió un virote en la cabeza, cortesía de la miniballesta que Knight llevaba colocada en la protección de su antebrazo derecho. El segundo hombre más cercano a ellos también se giró rápidamente, y un virote, lanzado esta vez desde la ballesta del brazo izquierdo de Knight, le atravesó el ojo. Fue el tercer soldado del IG-88 el que logró apretar el gatillo de su fusil de asalto Colt Commando. El fusil disparó… una vez. Una bala solo. A continuación se encasquilló. El pegajoso adhesivo de las granadas de Knight se había adherido a su cañón, a su percutor, a todas las piezas móviles, inutilizándolo. Schofield golpeó al hombre con la culata del Maghook. Pero los otros dos hombres del IG-88 habían aprendido rápidamente la lección y, en cuestión de segundos, lanzaron sendos cuchillos de caza Warlock que se clavaron en las cajas de madera que había junto a ellos. Knight respondió sacando de su chaleco una de las armas más siniestras que Schofield jamás había visto: una estrella ninja de cuatro pequeñas hojas afiladas o shuriken. Era del tamaño de la mano de Schofield: cuatro hojas brutalmente curvadas y afiladas que se extendían desde un núcleo central. Knight lanzó el shuriken con destreza y este cortó lateralmente el aire, silbando, antes de rajar las gargantas de los dos soldados del IG-88. Cinco, pensó Schofield. Quedan tres, además de los dos con traje… Y entonces una mano lo agarró de repente… … Lo agarró con una fuerza que lo pilló desprevenido… … Y Schofield salió despedido hacia la entrada a la cabina. Se golpeó con dureza contra el suelo y cuando alzó la vista vio a un gigantesco soldado del IG-88 acercándose acechante hacia él. Era enorme: al menos dos metros diez, de color, con unos bíceps descomunales y un rostro crispado por una furia desmedida. —¿Qué coño crees que estás haciendo? —dijo el gigante. Pero Schofield ya estaba de nuevo en movimiento. Se puso en pie y le propinó un tremendo golpe con la culata del Maghook en la mandíbula. El golpe dio en el blanco.

Y el gigante ni se inmutó. —Oh, oh —exclamó Schofield. El gigante negro le soltó un puñetazo y lo mandó volando a la cabina de mando, como si de una muñeca de trapo se tratara. A continuación lo cogió con una facilidad pasmosa y le dijo: —Has entrado por esa ventana. Ahora saldrás por ella. Y, sin pestañear siquiera, el soldado lanzó a Shane Schofield por las ventanas rotas de la cabina del Hércules.

3.6

En el compartimento de carga, a rebosar de partículas, Aloysius Knight (que estaba atacando a las fuerzas enemigas, lanzándoles los shuriken…) se giró para ver dónde estaba Schofield… … En el mismo instante en que este era arrojado por la ventana. —Joder —musitó Knight. Al igual que él, Schofield llevaba un paracaídas, así que estaría bien, pero su repentina desaparición no ayudaba a los cálculos de aquella pelea. Knight habló por el micro de su radio. —¡Schofield! ¿Está bien? Una voz golpeada por el viento respondió: —¡Aún sigo aquí! Visto desde el exterior, el Hércules seguía surcando el aire a veinte mil pies, debajo del avión cisterna… solo que en esos momentos una diminuta figura pendía de su morro cónico. Schofield se aferraba al morro del avión mientras el viento lo golpeaba con fuerza. A veinte mil pies sobre el resto del mundo pero, gracias a su Maghook, magnéticamente sujeto al avión de transporte militar. Su atacante (el hombre del IG-88 cuyo alias era, como no podía ser de otra manera, Rocko) estaba asomado por una de las ventanas de la cabina. Entonces Rocko volvió al interior y reapareció con una Colt del calibre 45 que debía de haber estado guardada en la cabina y que, por tanto, no se había visto afectada por la detonación de las granadas adhesivas de Knight. —¡Joder, mierda! —gritó Schofield cuando el primer disparo le pasó rozando la cabeza. Había confiado en que Rocko diera por sentado que se había precipitado a una muerte segura y volviera al interior del avión, dándole así a Schofield la oportunidad de volver a subir y entrar por las ventanas de la cabina. Pero no… Así que Schofield hizo lo único que podía hacer. Sacó el Maghook de Gant de la funda, apuntó con él por debajo del morro del avión, lejos de la línea de fuego de Rocko, y se aferró a él de manera tal que en esos momentos pendía de la parte inferior del

avión de transporte. Habló por el micro de cuello, activado por voz. —¡Knight! ¡Sigo en la partida! ¡Necesito que abra una puerta externa para mí! En el interior de la bodega, Knight esquivó un cuchillo volador y lanzó uno de sus shuriken al pecho de uno de los tipos de traje. Había oído a Schofield. Vio el botón de control rojo que abría la rampa de la bodega y le lanzó un shuriken. ¡Zas! Impactó en el botón y, con un leve zumbido, la rampa trasera del compartimento de carga del Hércules comenzó a abrirse. —¡Muy bien, capitán! ¡La rampa está abierta! —dijo la voz de Knight por el auricular de Schofield. Schofield avanzó todo lo rápidamente que pudo por la parte inferior del Hércules con ayuda de los dos Maghook, magnetizando uno y desmagnetizando el otro de manera alterna y a continuación balanceándose de uno a otro cual crío, recorriendo así los veinte metros del vientre del avión en dirección a su rampa trasera, en esos momentos abierta. El viento accedió por la rampa trasera a la bodega, haciendo que las partículas adhesivas suspendidas en el aire formaran remolinos. Una ventisca interior. En el interior del compartimento de carga, Knight llegó hasta Gant. —Estoy aquí para ayudarla —dijo sin un instante que perder mientras le cortaba con un cuchillo las esposas de plástico que le apresaban las muñecas. En ese momento, dos manos de color lo agarraron y lo lanzaron hacia atrás. Rocko. El enorme soldado del IG-88 golpeó a Knight contra un lateral del Humvee. El cuchillo de Knight salió volando. El líder del IG-88, Cowboy, salió de su posición a cubierto, en el lado derecho del Humvee. —¡Sus gafas! —gritó. Rocko le soltó un salvaje puñetazo que partió el puente de las gafas de cristales tintados de Knight, y también su nariz. Las gafas se le cayeron, exponiendo sus ojos a la luz. —¡Aaaah! —Knight cerró fuertemente los ojos. Otro puñetazo de Rocko lo dejó inconsciente. —¡Póngalo delante del coche! —dijo Cowboy mientras quitaba las sujeciones del Humvee y se colocaba al volante—. Las rodillas delante de los neumáticos. Rocko hizo lo que se le ordenó: colocó el cuerpo inerte de Knight pegado a las ruedas del Humvee y se apartó. Cowboy encendió el motor y pisó el acelerador.

El Humvee se precipitó hacia delante, directo a las rótulas de Knight. Y Cowboy sintió un leve y oportuno bache cuando el Humvee pasó por encima del cazarrecompensas y se chocó contra el lateral de una de las cajas.

3.7

—¡Maldita sea, joder! —gritó Rocko. —¿Qué? —gritó Cowboy. —¡El otro ha vuelto! Ninguno de los británicos había visto a Schofield regresar al Hércules. Ni Cowboy ni Rocko ni el hombre trajeado de la Inteligencia británica que quedaba con vida. No lo habían visto subir a la bodega tras el Humvee por la rampa trasera, aferrado a sus Maghook. Ni tampoco lo habían visto avanzar sigilosamente por el lado derecho del Humvee y cruzar por delante de este, sacando de allí a Aloysius Knight… al mismo tiempo que arrastraba al soldado del IG-88 que quedaba hasta colocarlo delante del vehículo en marcha, haciendo que lo atropellara a él y no al Caballero Oscuro. Schofield y Knight se dieron de bruces contra la pared lateral de la bodega, justo al lado de Gant. Knight tenía los ojos fuertemente cerrados. Schofield ni siquiera se detuvo a tomar aire. Cortó las esposas de plástico de Gant y le dio el cuchillo. —Hola, nena. Te eché de menos en Afganistán. ¡Vamos! Ayúdame con el general. El general Weitzman seguía sobre el capó del Humvee con las muñecas esposadas a los espejos del coche. Gant le quitó un manojo de llaves al soldado atropellado y encontró la que abría las esposas. Mientras tanto, Schofield se puso en pie justo cuando, a su lado, Cowboy emergía de la puerta del conductor mientras, al mismo tiempo, en el extremo delantero del vehículo, el tipo del MI6 desclavaba el cuchillo incrustado en la caja de madera. Un sándwich poco apetecible. Schofield extendió los brazos en ambas direcciones y disparó sus Maghook de manera simultánea. En aquella atmósfera impregnada de partículas adhesivas solo podría efectuar un disparo con cada uno. Disparó. El primer gancho no alcanzó a Cowboy, pero tampoco era su intención. Impactó en la puerta

blindada que estaba abriendo. Desde tan cerca, el Maghook tronó al chocar contra ella, cerrándola, golpeando a Cowboy y metiéndolo de nuevo en el interior del coche. El hombre trajeado del MI6 recibió en el pecho el impacto del otro Maghook. Se encorvó, con las costillas rotas, y se precipitó hacia la caja que tenía detrás. Por su parte, Gant estaba soltando la mano izquierda del general Weitzman. La muñeca le quedó libre. —Vale —dijo—. La otra muñeca. Al otro lado… Pero al otro lado del Humvee estaba… Rocko. Allí. Inmóvil. Cerniéndose sobre el cuerpo tendido de Weitzman. Schofield apareció al lado de Gant y se quedó mirando fijamente a Rocko. —Ocúpate del general —dijo sin apartar los ojos del gigante soldado—. Y estate atenta a mi señal. —¿Qué señal? Pero Schofield no respondió. Simplemente se acuclilló y sacó dos shuriken de Knight de un cuerpo. Al otro lado del Humvee, Rocko hizo lo mismo. Entonces los dos caminaron hasta el área tras el Humvee, un espacio reducido que daba a la rampa de carga, desde la que se divisaba el cielo azul. Permanecieron el uno frente al otro durante un instante (el alto y corpulento Rocko; el menudo y más proporcionado Schofield), cada uno de ellos blandiendo dos afilados shuriken. Y los lanzaron. Destellos plateados, el sonido metálico de afiladas cuchillas. Rocko lanzó un shuriken, Schofield lo esquivó. Mientras Schofield y Rocko peleaban en la parte trasera del compartimento de carga, Gant soltó la muñeca derecha de Weitzman, pero dejó la esposa abierta unida al espejo lateral. Ayudó a bajar al suelo a Weitzman. Mientras, el general murmuraba incoherencias: —Oh, Dios, el código… el código universal… vale, vale, existe, pero solo algunas personas lo conocen… Se basa en un principio matemático… y, sí, se introdujo con el Kormoran, pero hubo… hubo también otro proyecto involucrado… Camaleón… Schofield y Rocko seguían moviéndose en la parte posterior de la bodega mientras sus shuriken volaban y chocaban. Llegaron al lado derecho del Humvee, donde estaban Gant y Weitzman. Schofield encabezaba la marcha, desplazándose hacia atrás, esquivando los shuriken de Rocko. —¡Gant! —gritó Schofield—. ¿Preparada para la señal? —¡Sí! ¿Cuál es?

—¡Esta! Y entonces Schofield placó el siguiente golpe de Rocko y, con gran rapidez, cambió su peso y golpeó la mano del gigante que blandía el shuriken contra el capó del Humvee, justo al lado de la esposa abierta que instantes antes había retenido a Weitzman. —¡Ahora! Gant respondió al instante, se tiró al capó del Humvee y cerró la esposa alrededor de la muñeca de Rocko. Rocko se quedó helado. ¡Estoy esposado al espejo lateral del Humvee! Schofield se arrojó al suelo junto al general Weitzman. —Señor, ¿se encuentra bien? —preguntó mientras se acercaba a él. Pero el general seguía balbuceando: —Oh, no… no fue solo el proyecto Kormoran… También estaba el Camaleón… Oh, Dios, Kormoran y Camaleón juntos. Barcos y misiles. Todo encubierto. Dios… Pero el código de desactivación universal cambia cada semana. En este momento, es… el sexto… oh, Dios mío, el sexto m… m… mercen… mercen… De repente, un silbido. El destello del acero. Y a continuación la cabeza del general se convulsionó y una línea roja apareció en su cuello… … Y entonces Schofield vio que la cabeza del general Ronson H. Weitzman se separaba de su cuerpo. La cabeza cayó al suelo y rodó hasta detenerse junto a los pies de Schofield. Tras una decapitación, la cabeza humana aguanta con vida otros treinta segundos. Así, el rostro sin cuerpo de Weitzman se quedó mirando de manera horripilante a Schofield desde el suelo. Sus párpados pestañearon unos instantes antes de que, gracias a Dios, sus músculos faciales se relajaran finalmente y la cabeza quedara inerte. Schofield se volvió para alzar la vista y vio al segundo de Larkham, el apuesto y joven Cowboy, al otro lado del Humvee, blandiendo un machete de filo largo del que en esos momentos goteaba sangre fresca. Sus ojos eran los de un demente, sedientos de sangre. Se dispuso a abalanzarse sobre Schofield con el machete… … Justo cuando una mano le agarró la muñeca por detrás y la golpeó contra el capó del Humvee, haciendo que el machete saliera disparado de su mano, al mismo tiempo que su sigiloso atacante cerraba la otra esposa alrededor de la muñeca de Cowboy. Cowboy se volvió: era Aloysius Knight, de pie, tras él, con un nuevo par de gafas con cristales de color ámbar. —No ha estado mal, Cowboy. Ha recordado mi talón de Aquiles. A continuación Knight cogió el machete y sonrió al asesino del IG-88.

—Yo también recuerdo el suyo. Su incapacidad para volar. Entonces Knight se dirigió a la puerta del conductor del Humvee, se inclinó y metió la marcha atrás. Asintió a Schofield y Gant. —Apártense. Cowboy y Rocko, esposados a ambos lados del Humvee, miraban horrorizados a Knight. —Adiós, chicos. Y, tras eso, Knight clavó el pedal del acelerador al suelo del coche con el machete. El Humvee salió despedido hacia atrás, hacia la rampa trasera abierta. El vehículo alcanzó el final de la rampa y luego se quedó un instante inclinado hacia abajo antes de precipitarse a una caída de veinte mil pies.

3.8

Una vez que el Humvee hubo desaparecido por la rampa trasera del Hércules, Schofield corrió junto a Gant y la abrazó con fuerza. Gant le devolvió el abrazo, con los ojos fuertemente cerrados. Cualquier otra persona habría llorado en esa situación, pero no Gant. Sí sentía la emoción del momento, pero no era una persona que llorara con facilidad. —¿Qué demonios está pasando? —preguntó cuando se separaron. —Cazarrecompensas —dijo Schofield—. Mi nombre está en una lista de gente que tiene que ser exterminada antes de las doce del mediodía de hoy, hora de Nueva York. Te cogieron para hacerse conmigo. Le habló a Gant de lo acontecido en Siberia y luego en Afganistán, de los cazarrecompensas que había conocido hasta ese momento (Executive Solutions, el Húngaro, los Skorpion Spetsnaz y, por supuesto, el IG-88 de Damon Larkham) y también le mostró la lista de objetivos. —¿Qué hay de él? —Gant señaló con la cabeza a Knight cuando este desapareció en el interior de la cabina de mando para desconectar el avión del avión cisterna—. ¿Quién es? —Él es mi ángel de la guarda —dijo Schofield. Se oyó un gemido de dolor cerca de las cajas de madera. Schofield y Gant se volvieron rápidamente… … Y vieron a uno de los agentes británicos de traje en el suelo, agarrándose con fuerza las costillas. Era el hombre al que Schofield había alcanzado en el pecho con su Maghook. Fueron junto a él. El hombre respiraba con dificultad y tosía sangre. Schofield se agachó y lo examinó. —Tiene las costillas aplastadas y los pulmones perforados. ¿Quién es? Gant dijo: —Solo me enteré de parte. El otro y él estaban interrogando al general con una droga desinhibidora, estaban preguntándole por el código de desactivación universal estadounidense. Dijeron que Weitzman supervisó la incorporación del código a algo llamado proyecto Kormoran. —¿De veras? —preguntó un asombrado Schofield—. Una droga desinhibidora. —Miró a su

alrededor y vio un kit médico en el suelo. Había algunas jeringas, agujas y frascos de suero. Cogió uno de los frascos y miró la etiqueta. —Entonces veamos qué tal le sienta un poco de su propia medicina. Aloysius Knight regresó de la cabina de mando y se encontró con el agente británico trajeado apoyado contra la pared del compartimento de carga, con la manga de la camisa subida y doscientos miligramos de EA-617 corriendo por sus venas. Knight tocó a Schofield en el hombro. —Nos hemos separado del avión cisterna —dijo—. En estos momentos el aparato está con el piloto automático y seguimos con el rumbo inicial: una pista de aterrizaje privada en Bretaña, en la costa atlántica francesa. Y Rufus acaba de llamar. Va a dejar a su gente en un aeródromo abandonado a unos sesenta y cinco kilómetros de Londres. —Bien —dijo Schofield mientras pensaba en Libro II y en Madre rumbo al cuartel general del Mossad en Londres. A continuación volvió a centrar su atención en el agente británico capturado. Tras unos cuantos intentos en vano por resistirse a la droga, pronto supieron que su nombre era Charles Beaton y que era miembro del MI6 británico. —Esta cacería. ¿Qué sabe de ella? —preguntó Schofield. —Casi veinte millones por cabeza. Quince cabezas. Y los quieren a todos fuera del mapa para las doce del mediodía de hoy. Hora de Nueva York. —¿Quiénes son? ¿Quién está pagando todo esto? Beaton resopló con desdén. —Tienen muchos nombres. El grupo Bilderberg. El grupo de Bruselas. El Consejo Estrella. Los Doce Majestuosos. El M-12. Se trata de un grupo conformado por la élite empresarial privada que gobierna este planeta. Doce de ellos. Los hombres más acaudalados del planeta, hombres que poseen gobiernos, hombres que destruyen economías enteras, hombres que hacen todo aquello que les place… Schofield se apoyó contra la pared. —Muy bien… —dijo Knight. —Deme nombres —exigió Schofield. —No sé sus nombres —fue la respuesta de Beaton—. No es mi área. Mi campo de conocimiento es el ejército americano. Todo lo que sé es que el M-12 existe y que es quien está financiando esta cacería humana. —Muy bien, entonces. ¿Sabe qué esperan conseguir con esto? —No —dijo Beaton—. Mi tarea era obtener el código de desactivación universal de Weitzman y dárselo al cazarrecompensas, a Larkham. Para que ganara ventaja con respecto a los demás. No sé nada de la cacería ni de los motivos de ese grupo para organizarla.

—¿Quién del MI6 lo sabe entonces? —Alec Christie. Es nuestro hombre allí. Lo sabe todo sobre el M-12 y supongo que, por ende, también sobre esta cacería. Pero el problema es que el MI6 no sabe dónde está. Desapareció hará dos días. Christie. Schofield recordaba el nombre de la lista: 2. CHRISTIE, Alec P. RUS MI6 —Pues deben de haber descubierto su identidad, porque también está en la lista —dijo Schofield. Intentó abordar el asunto desde otra perspectiva. —¿Qué son esos proyectos, Kormoran y Camaleón, sobre los que estaba interrogando a Weitzman? Beaton hizo una mueca, pues seguía intentando resistirse a la droga. —El Kormoran es un proyecto de la Armada estadounidense. Durante la segunda guerra mundial, la Armada alemana ocultó algunos de sus buques de ataque en barcos comerciales. Uno de ellos se llamaba Kormoran. Creemos que la Armada estadounidense está haciendo lo mismo pero a una escala más acorde con los tiempos que corren: está construyendo navíos de guerra capaces de lanzar misiles balísticos intercontinentales, solo que esos navíos de guerra no parecen tales. Se asemejan a petroleros y buques portacontenedores. —Uau —susurró Gant. —Vale. Eso el proyecto Kormoran —dijo Schofield—. ¿Qué hay del proyecto Camaleón? —No sé nada de ese proyecto. —¿Seguro? Beaton gimió. —Sabemos que está relacionado con el Kormoran y sabemos que es algo grande, pues tiene la clasificación de máxima seguridad. Pero, en estos momentos, no sabemos sobre qué versa ese proyecto. Schofield frunció el ceño pensativo. Era como hacer un rompecabezas, pieza a pieza, hasta que lentamente apareciera una imagen. Tenía algunas piezas, pero no la imagen completa. Aún. Dijo: —Entonces, ¿quién lo sabe, señor Beaton? ¿De dónde ha estado sacando el MI6 toda esta información secreta de nuestro país? —Del Mossad —acertó a decir Beaton—. Disponen de una oficina en Londres, en Canary Wharf. Logramos colocar micrófonos ocultos allí e interceptar algunas conversaciones el mes pasado. Créame, el Mossad lo sabe todo. Saben de la existencia del M-12. Saben de la existencia de Kormoran y Camaleón. Conocen todos los nombres de la lista y por qué están ahí. Y también saben otra cosa más.

—¿Cuál? —dijo Schofield. —El Mossad conoce el plan del M-12 para el día de hoy.

3.9

Torre King, Canary Wharf, Londres 26 de octubre, 12.00 horas (hora local) 13.00 horas (Francia) 07.00 horas (Tiempo del Este, Nueva York, EE. UU.) Libro II y Madre subieron a la torre King, de cuarenta plantas, por un ascensor acristalado lateral. El Támesis se extendía ante ellos, parduzco y zigzagueante. El centro histórico de Londres iba desapareciendo de su campo de visión, envuelto en la lluvia. El distrito de Canary Wharf contrastaba en extremo con el resto de Londres (un distrito empresarial y bursátil de acero y cristal que albergaba rascacielos, parques muy cuidados y nada más y nada menos que el edificio más alto de Gran Bretaña: la impresionante torre de Canary Wharf). Si bien gran parte de Londres mantenía una esencia victoriana propia del siglo XIX, el distrito de Canary Wharf era puro futurismo del siglo XXI. Libro y Madre seguían ascendiendo al cielo gris londinense. Otros cuatro ascensores acristalados subían y bajaban a la gente en uno de los laterales de la torre de oficinas, idénticas cajas de cristal pasándolos en ambas direcciones. Libro y Madre llevaban ropa de civil: chaquetas de ante, botas, vaqueros azules y jerséis de cuello vuelto que cubrían sus micros. Los dos llevaban una Colt del calibre 45 oculta en la parte trasera de sus vaqueros. Una joven y atractiva ejecutiva ataviada con un traje de Prada iba también en el ascensor con ellos. Parecía muy menuda en comparación con Madre, con sus espaldas anchas y su cabeza rapada. Madre respiró profundamente y a continuación le dio un golpecito a la chica en el hombro. —Me encanta su perfume. ¿Cuál es? —Issey Miyake —respondió la chica. —Tendré que hacerme con uno. —Madre sonrió. Habían sido muy rápidos. Después de entrar en el espacio aéreo británico gracias a la tecnología de invisibilidad del avión,

Rufus los había dejado en un aeródromo abandonado no muy lejos del aeropuerto de la ciudad de Londres. Allí habían sido recogidos por un helicóptero pilotado por un viejo amigo de Rufus. Él los había dejado en el helipuerto comercial de Canary Wharf hacía quince minutos. ¡Tin! Su ascensor se detuvo en la planta 38. Libro II y Madre salieron a la enorme recepción de Goldman, Marcus & Meyers, abogados. Goldman Marcus ocupaba las tres últimas plantas de la torre; la 38, la 39 y la 40. Parecía la recepción de un bufete de abogados importante: lujoso, espacioso, grandes vistas. Sin duda esa era la impresión que daba al visitante ocasional. Solo que aquello no era un bufete. Entre sus numerosos despachos, salas de reuniones y plantas abiertas, las oficinas de Goldman Marcus contenían tres salas de la planta número 39 en la que todos los abogados tenían prohibida la entrada: salas que se empleaban para uso exclusivo del Mossad, el famoso servicio secreto israelí. El Mossad, el servicio de Inteligencia más implacable del mundo que protegía a la nación más amenazada de la historia: Israel. Ninguna otra nación había experimentado una amenaza terrorista tan prolongada. Ninguna otra nación había estado rodeada de enemigos hostiles declarados (Siria, Egipto, Jordania, Líbano, por no mencionar a los palestinos en el interior de sus fronteras). Ninguna otra nación había visto por la televisión internacional cómo siete de sus atletas olímpicos eran asesinados. ¿Y cómo podía con todo aquello Israel? Sencillo. Descubría las amenazas extranjeras antes que nadie. El Mossad tenía gente en todas partes. Conocía los levantamientos internacionales antes que nadie y actuaba de acuerdo con la inamovible política de «Israel, siempre primero». 1960: El secuestro del criminal de guerra nazi Adolf Eichmann en Argentina.1967: Los ataques preventivos sobre las bases aéreas egipcias durante la guerra de los Seis Días.31 de agosto de 1997: Un agente del Mossad se encontraba en el bar del hotel Ritz la noche en que la princesa Diana murió. Había estado siguiendo a Henri Paul, el chófer de Diana. Incluso se había dicho que el Mossad supo de los ataques del 11 de Septiembre en Estados Unidos antes de que estos se produjeran (y que no se lo habían comunicado al Gobierno estadounidense porque a Israel le convenía que Estados Unidos entrara en la guerra contra el terrorismo islamista).

En la comunidad internacional de Inteligencia hay una regla de oro: «El Mossad lo sabe todo». —¿En qué puedo ayudarle? —dijo la sonriente y educada recepcionista. —Sí —dijo Libro II—. Nos gustaría hablar con Benjamin Rosenthal, por favor. —Me temo que no hay nadie aquí con ese nombre. Libro II no perdió un segundo. —Entonces llame al presidente de la sociedad y dígale que los sargentos Riley y Newman están aquí para ver al comandante Rosenthal. Dígale que estamos aquí en nombre del capitán Shane Schofield, del Cuerpo de Marines de Estados Unidos. —Lo siento mucho, señor, pero…

En ese momento, como por arte de magia, el teléfono de la recepcionista sonó y tras una breve conversación telefónica entre susurros, la recepcionista le dijo a Libro: —El presidente va a mandar a alguien para que los reciba. Un minuto después se abrió una puerta interna y un hombre musculoso y trajeado apareció. Libro y Madre se percataron del bulto (del tamaño de un Uzi) bajo su chaqueta… ¡Tin! Había llegado un ascensor. ¡Tin! Otro. Libro II frunció el ceño y se volvió. Las puertas de los dos ascensores se abrieron… … Y dentro estaban Damon Larkham y su equipo de diez hombres del IG-88. —Oh, mierda —dijo Libro II. Salieron corriendo de los ascensores, ataviados con uniformes de combate negros y disparando sus Metal Storm de última generación. Libro y Madre se lanzaron por encima de la mesa de recepción al unísono, justo cuando toda la zona a su alrededor fue asaltada por los disparos de los Metal Storm. El hombre musculoso que se hallaba junto a la puerta comenzó a convulsionar por el impacto de los disparos y cayó. La recepcionista recibió un tiro en la frente y se desplomó hacia atrás. El equipo del IG-88 entró a toda prisa. Uno de ellos se quedó rezagado para encargarse de los dos civiles que habían saltado por encima de la mesa de recepción. Rodeó el mostrador y… … ¡Pum, pum! Recibió dos balas en el rostro de dos armas diferentes. Libro y Madre se pusieron en pie con sus pistolas humeantes. —Vienen a por Rosenthal —dijo Libro—. ¡Vamos! Era como seguir el rastro de un tornado. Libro y Madre accedieron a la zona de oficinas principal. Hombres y mujeres con traje yacían desplomados sobre sus escritorios, todos ellos cosidos a balazos, sus mesas de trabajo quedaron destruidas. El equipo de ataque del IG-88 irrumpía mientras en la planta abierta con sus armas en ristre. Cristales hechos añicos. Pantallas de ordenadores reventadas. Un guardia de seguridad sacó un Uzi de su chaqueta, pero fue abatido por las vertiginosas balas de los Metal Storm.

Los hombres del IG-88 subieron por una escalera interna que conducía a la planta 39. Libro y Madre fueron tras ellos. Llegaron al extremo superior de la escalera justo cuando tres miembros del equipo del IG-88 se separaban del resto y entraban en una sala de interrogatorios, donde en cuestión de segundos acabaron con dos hombres del Mossad y sacaron a rastras a un tercero (un hombre joven que solo podía ser Rosenthal) de la habitación. Rosenthal estaba en la treintena, tenía la piel aceitunada y unas facciones atractivas. Llevaba el cuello de la camisa desabrochado y parecía exhausto. Libro y Madre no perdieron un instante. Rodearon las escaleras y arrinconaron a los tres cazarrecompensas coordinándose a la perfección: Libro derribó al hombre de la izquierda, Madre al de la derecha y los dos dispararon al hombre del medio. Rosenthal se desplomó en el suelo. Libro y Madre corrieron junto a él y lo ayudaron a levantarse. —¿Es usted Rosenthal? —preguntó Libro—. ¿Benjamin Rosenthal? —Sí… —Estamos aquí para ayudarlo. Shane Schofield nos envía. Rosenthal pareció reconocer el nombre. —Schofield. De la lista… ¡Pum! Madre abatió a otro hombre del IG-88 cuando este salió de la sala contigua y los vio. —¡Libro! —gritó—. ¡No hay tiempo para charlas! ¡Tenemos que seguir moviéndonos! ¡Puede interrogarlo mientras corremos! ¡A las escaleras! ¡Ahora! Siguieron subiendo por la escalera interna, a la planta 40, dejando atrás una serie de ventanas curvadas desde las que podía divisarse todo Londres, antes de que las vistas de la ciudad se vieran bruscamente reemplazadas por un helicóptero de ataque que se cernió justo delante de las ventanas, ¡enfrente de Libro, Madre y Rosenthal! Era un helicóptero Lynx, el equivalente británico al Huey, equipado con una minigun de seis cañones y misiles guiados antitanques. —¡Vamos! —gritó Madre, tirando de ellos—. ¡Vamos, vamos, vamos, vamos, vamos! El Lynx abrió fuego. Se produjo un ruido ensordecedor cuando los cristales estallaron. Las ventanas de la escalera se vinieron abajo con el impacto de los disparos del helicóptero. Los cristales cayeron sobre Libro y Madre mientras corrían por las escaleras llevando a Rosenthal entre los dos. Una sección entera de la escalera se derrumbó por los disparos en el mismo instante en que alcanzaron la seguridad de la cuadragésima planta. Damon Larkham caminaba por entre los restos de la planta 39 mientras escuchaba los informes de situación por sus auriculares.

—Aquí Aerotransportado Uno. Están en la 40. Dos, vestidos de civiles. Parecen tener a Rosenthal con ellos… —Aerotransportado Dos, estamos aterrizando ahora mismo en el tejado. Segunda unidad desembarcando… —Aquí Aerotransportado Tres. Estamos doblando la esquina nordeste. Nos dirigimos a la planta 40… —Aquí Equipo Técnico. Los ascensores están bloqueados. Cuatro ascensores detenidos en la planta 38, el quinto está en el vestíbulo. Nadie va a ir a ninguna parte… —Caballeros —dijo Larkham—. Exterminen a esas plagas. Y tráiganme a Rosenthal.

3.10

Visto desde la distancia, los tres helicópteros Lynx del IG-88 rodeaban la parte superior de la torre King cual moscas acechando a un excursionista. Uno había aterrizado en la parte superior del edificio, mientras que los otros dos seguían rodeando las plantas superiores, vislumbrando su interior a través de las ventanas. Al oír el estallido de los cristales, algunas personas habían llamado a la policía. Libro II y Madre echaron a correr por un pasillo de la planta 40, arrastrando a Benjamin Rosenthal con ellos. —¡Hábleme! —le dijo Libro a Rosenthal mientras corrían—. La lista. ¿Por qué Schofield y usted están en ella? Rosenthal intentó coger aire. —El M… El M-12 nos puso en ella. Yo estoy en la lista porque sé quiénes son sus miembros y puedo sacar sus nombres a la luz cuando lleven a cabo su plan. —¿Y Schofield? —Él es diferente. Es un individuo muy especial. Es uno de los pocos que pasó las pruebas Cobra… una de las nueve personas en el mundo que pueden desactivar el CincLock-VII, el sistema de seguridad de los misiles Camaleón. Justo entonces, la puerta de una escalera de incendios que había junto a ellos se abrió y de ella salieron cuatro mercenarios del IG-88 blandiendo fusiles Metal Storm y miras láser de color verde. Libro y Rosenthal no tuvieron tiempo para reaccionar, pero Madre sí. Los empujó al interior de otro pasillo mientras ella echaba a correr en la otra dirección, esquivando por centímetros las ráfagas devastadoras de los fusiles. Libro y Rosenthal corrieron en dirección norte y se metieron en un pequeño despacho. Sin salida. —¡Mierda! —gritó Libro mientras corría hacia la ventana y veía que un helicóptero Lynx pasaba en ese momento. Y entonces, la vio, tras la ventana. Los cuatro cazarrecompensas del IG-88, que habían echado abajo la puerta de la escalera de

incendios, se dividieron en dos grupos de dos: dos irían tras Libro y Rosenthal y los otros dos tras Madre. Los dos soldados que perseguían a Libro y a Rosenthal los vieron entrar en el despacho lateral, a menos de veinte metros de ellos. Se acercaron a la puerta del despacho y en silencio se apostaron a ambos lados. La puerta tenía el número «4009». —Equipo Técnico, aquí Libra Cinco —dijo el soldado al mando por sus auriculares—. Necesito un plano de la planta. Despacho número cuatro, cero, cero, nueve. La respuesta fue inmediata: —Es un callejón sin salida, Libra Cinco. No tienen adónde ir. El hombre asintió al soldado situado a su lado y este abrió de una patada la puerta y entró disparando con su fusil Metal Storm. No alcanzó a nadie. El despacho estaba vacío. Su única ventana (del suelo al techo) estaba hecha añicos y la lluvia londinense estaba entrando al interior del despacho. Ni rastro de Libro. Ni de Rosenthal. Los dos hombres del IG-88 corrieron a la ventana y miraron hacia abajo. Nada. Solo el cristal vertical de la torre y un parque a los pies del edificio. Entonces alzaron la vista, justo cuando un chirrido mecánico cobró vida por encima de ellos y vieron la parte de acero inferior de una plataforma de limpieza de ventanas ascender por un lateral del edificio en dirección al tejado. Libro y Rosenthal estaban en la plataforma de limpieza de ventanas ascendiendo con gran rapidez por una de las paredes de la torre King. La plataforma, larga y rectangular, pendía de dos sólidos y resistentes cabrestantes que sobresalían de la parte superior de la torre. Instantes antes de que sus atacantes entraran en el despacho, Libro había hecho añicos la ventana y, sujetando a Rosenthal, había saltado y se había agarrado a la pasarela. Había aupado a Rosenthal y después había subido él a la plataforma. Sus pies habían desaparecido del campo de visión de la ventana justo en el mismo instante en que los dos hombres del IG-88 habían irrumpido en el despacho. Una ráfaga de balas perseguía a Madre mientras esta corría en dirección oeste por el pasillo con dos tipos del IG-88 pisándole los talones. Justo cuando las balas estaban a punto de alcanzarla, giró bruscamente a la izquierda y entró en una oficina. Se encontraba en el interior de una sala de juntas de gran categoría. Tenía el suelo de madera, butacas de cuero y la mesa de juntas más grande que Madre había visto nunca. Podía medir fácilmente siete metros de largo. —Putos abogados —musitó Madre—. Siempre compensándose por tener la polla minúscula.

La sala estaba situada en una esquina del edificio y tenía ventanas hasta el techo que proporcionaban unas vistas espectaculares de Londres en una de las paredes. El otro lado daba a los ascensores exteriores. Madre sabía que su Colt no tendría nada que hacer frente a las armas de los hombres del IG-88, así que esperó tras la puerta. ¡Bang! La echaron abajo de una patada y entraron. Madre disparó al primer hombre en la sien antes de que este pudiera siquiera verla, y apuntó con su arma al segundo… Clic. —¡Joder! Sin munición. Se abalanzó sobre el segundo hombre y los dos salieron despedidos a la mesa de juntas mientras el fusil Metal Storm del cazarrecompensas disparaba frenéticamente en todas direcciones. Las ventanas de la sala de juntas fueron las más castigadas por los disparos y comenzaron a resquebrajarse. Madre forcejeaba con su agresor encima de la mesa. Era un tipo grande, fuerte. Sacó un cuchillo mientras Madre hacía lo mismo y los dos filos entrechocaron. Entonces, de repente, mientras luchaban, Madre vio dos formas en la entrada. Hombres. Pero no del IG-88. Eran dos fornidos israelíes con traje, sendos Uzi colgados de los hombros y manchas de sangre en las camisas. Hombres de Seguridad del Mossad. Los dos israelíes se quedaron contemplando la pelea que tenía lugar sobre la mesa de la sala de juntas. —¡Cazarrecompensas! —gritó uno de ellos. —¡Vamos! —gritó el otro tras mirar al pasillo—. ¡Ya vienen! El primer hombre miró con desdén a Madre y a su atacante y a continuación sacó una potente granada RDX de su bolsillo, le quitó la anilla y la lanzó a la sala de juntas. A continuación, su compañero y él se marcharon corriendo. Madre, que seguía intentando esquivar los golpes de su oponente con el cuchillo, vio volar la granada al interior de la sala a cámara lenta. Rebotó en el suelo y desapareció bajo la gigantesca mesa. Madre oyó cómo se golpeaba contra una de las patas de la mesa, del grosor del tronco de un árbol. Y entonces estalló. La detonación fue monstruosa.

A pesar de su robustez, el extremo de la mesa más cercano a la puerta se desintegró en miles de astillas. Respecto al resto de la mesa, que aun así seguía midiendo sus buenos siete metros, algo muy diferente ocurrió. La fuerza expansiva de la granada levantó la mesa del suelo y, cual vagón de tren al descarrilar, comenzó a deslizarse por la sala de juntas, hacia las ventanas resquebrajadas del extremo oeste de la sala. Madre lo vio venir un instante antes de que ocurriera. La mesa atravesó las ventanas resquebrajadas cual ariete y salió disparada al exterior, a cuarenta plantas de altura. Entonces, con una sacudida terrible, la mesa se inclinó y Madre comenzó a escurrirse (a gran velocidad, por el largo de la mesa, mientras la lluvia golpeaba su rostro) hacia ciento veinte metros de cielo vacío. Resultaba una imagen de lo más extraña: una mesa enorme sobresaliendo de la planta superior de la torre. La mesa se inclinó aún más, hasta alcanzar un ángulo de cuarenta y cinco grados y después más, con las dos figuras de Madre y el soldado del IG-88 deslizándose sobre ella. De repente, la mesa en caída libre se detuvo. Su extremo superior había chocado contra el techo de la planta 40 y se había quedado encajado, mientras que las dos patas delanteras habían hecho lo propio contra el suelo, justo en el precipicio, haciendo que la mesa se detuviera repentinamente, suspendida en un ángulo vertiginoso a cuarenta pisos por encima del suelo. Madre estaba resbalándose sobre la mesa con gran rapidez, pero en el último momento logró clavar el cuchillo en la superficie de esta y, usando los agujeros para los dedos del cuchillo como empuñadura, se detuvo, quedando suspendida del cuchillo clavado mientras sus pies le colgaban por fuera del extremo inferior de la casi vertical mesa. Su oponente no fue tan rápido. En su intento por agarrarse a algo soltó el cuchillo mientras caían. Al final, no había conseguido agarrarse a nada pero, por suerte para él, se encontraba encima de Madre cuando la mesa había salido disparada por la ventana. Así, había caído sobre ella y sus pies se habían golpeado contra el cuchillo clavado en la mesa. En esos momentos colgaba sobre Madre, con un pie apoyado en su cuchillo, sonriendo. Se agarró al borde de la mesa con las manos y comenzó a dar patadas a los dedos de Madre. Madre apretó los dientes y siguió sosteniéndose a pesar de los golpes, pues los agujeros para los dedos del cuchillo los amortiguaban en parte. Entonces oyó el ruido. Zum-zum-zum-zum-zum-zum-zum-zum…

Provenía de los rotores de un helicóptero. Miró a su alrededor y vio un helicóptero Lynx cerniéndose justo a su lado cual avispón gigantesco. —Oh, joder —gimió. El hombre del IG-88 le hizo señas al piloto, indicándole que bajara, que se colocara bajo ellos. El piloto obedeció y el helicóptero se colocó por debajo de Madre. Las borrosas palas de sus rotores conformaban un neblinoso círculo blanco bajo sus pies. Entonces el cazarrecompensas siguió dándole patadas, solo que esa vez con más fuerza. ¡Crac! Madre oyó cómo se le rompía un dedo. —¡Cabrón! —gritó. Volvió a soltarle otra patada. Las palas del rotor rugían cual sierra circular a escasos tres metros de las botas de Madre. Su atacante levantó el pie para propinarle una última patada. Bajó la pierna con fuerza… … Cuando Madre hizo algo totalmente inesperado. Sacó el cuchillo de la mesa, lo que hizo que ambos cayeran rápidamente hacia abajo, hacia el extremo inferior de la mesa, ¡hacia las borrosas palas del helicóptero! Su oponente no podía creérselo. Sin su punto de apoyo, se precipitó por el mueble y comenzó a deslizarse hacia el extremo inferior. Los dos estaban resbalándose por el tablero pero, a diferencia de su agresor, Madre sí estaba preparada. En su descenso, logró clavar el cuchillo en la cara interior de la mesa y se agarró fuertemente a él, deteniendo así su caída. El hombre del IG-88 pasó junto a ella, rebasó la mesa y cayó al vacío… … Y el mundo se ralentizó mientras Madre observaba su rostro horrorizado, sus ojos y boca abiertos de par en par, alejándose de ella. Entonces se golpeó contra las palas del rotor (plaf) y su forma humana desapareció, convirtiéndose en un estallido de sangre. La sangre salpicó el parabrisas del helicóptero y el Lynx se alejó del edificio. Madre no tuvo tiempo ni para suspirar aliviada. Pues, justo en ese momento, mientras pendía de la cara interior de la mesa de la sala de juntas, empapada bajo la lluvia londinense, el mueble se movió ligeramente. Una sacudida repentina. Hacia abajo. Madre se volvió para mirar hacia arriba y vio que las patas apuntaladas al suelo de la planta 40

estaban combándose. La mesa va a caerse. —¡Oh, joder! ¡A tomar por culo todo! —gritó al cielo—. ¡No voy a morir! Evaluó sus posibilidades. Se encontraba en la esquina suroeste, en la cara oeste del edificio. Justo a la vuelta de la esquina, debajo de donde ella se encontraba, podía ver uno de los ascensores acristalados, detenido en la planta 38, en la cara sur del edificio. —Vale —se dijo a sí misma—. Mantén la calma. ¿Qué haría Espantapájaros? El Maghook, pensó. Sacó su Maghook y apuntó al techo interior de la planta 40. Disparó. No ocurrió nada. El Maghook no disparó. El gatillo emitió un clic y el cañón un leve silbido. Se había quedado sin gas propulsor. —¡Oh, vamos! —gritó—. ¡Esto nunca le pasa a Espantapájaros! Súbitamente, la mesa se sacudió de nuevo y se desplazó otro medio metro. Madre comenzó a desenrollar el Maghook manualmente (con los dientes) mientras murmuraba: —No es justo, no es justo. No es justo, joder… La mesa se estaba tambaleando y sus patas combando por el peso, a punto de romperse. Cuando Madre consideró que ya tenía cable suficiente, lanzó con la otra mano el gancho del Maghook a la planta 40. Este aterrizó en el borde de la pieza de apoyo de la ventana, aferrándose a esta justo cuando la mesa cayó… … Y Madre soltó el cuchillo y se balanceó lejos de la mesa de juntas… La mesa cayó bajo la lluvia y sus siete metros de largo se precipitaron por el edificio… … Mientras Madre se balanceaba en su cuerda antes de golpearse contra la pared acristalada del ascensor, que estaba a la vuelta de la esquina, y agarrarse al borde de la parte superior. Siete segundos después, la enorme mesa de juntas de Goldman, Marcus & Meyer cayó en la acera y estalló en miles de pedazos.

3.11

Libro y Rosenthal llegaron al tejado del edificio en la plataforma de limpieza de ventanas. Se escondieron tras una de las chimeneas y, cuando se asomaron por ella, vieron uno de los helicópteros de Damon Larkham en el helipuerto de la azotea, con los rotores girando, envuelto en la incesante lluvia. —Siga hablando —le pidió Libro a Rosenthal—. Ese grupo, el M-12, escribió la lista. Y quieren a Schofield muerto porque… —Por las pruebas Cobra —dijo Rosenthal—. Porque las pasó. Aunque en la OTAN se llamaron de otra manera: «Pruebas de rapidez de respuesta de las neuronas motoras». —¿Rapidez de respuesta de las neuronas motoras? —repitió Libro II—. ¿Se refiere a los reflejos? —Sí. Exactamente —confirmó Rosenthal—. Todo versaba sobre los reflejos. Reflejos superrápidos. Los reflejos de los hombres de esa lista son los mejores del mundo. Pasaron las pruebas Cobra y solo alguien que pasa las pruebas Cobra puede desactivar el sistema de seguridad por misiles CincLock-VII, y el CincLock-VII es la parte central del plan del M-12. —Un sistema de seguridad misilístico… —Sí, sí, pero no se deje engañar. Esta cacería es solo una parte de un plan mucho mayor. —¿Y cuál es ese plan? —Golpear el orden mundial existente. Crear una guerra mundial. Agostar la tierra para que pueda crecer de nuevo —explicó Rosenthal—. Escuche, tengo un archivo abajo. El Mossad ha estado interrogándome durante los últimos dos días. Es un archivo sobre esta cacería, sobre el M-12 y sus miembros, y lo más importante de todo, su plan… La cabeza de Rosenthal estalló en pedazos. Como un globo de agua lleno de sangre. Sin previo aviso. Su rostro quedó hecho jirones por la letal ráfaga de veinte disparos de un fusil Metal Storm apostado en algún punto tras Libro II. Libro II se volvió… … Y vio al mismísimo Damon Larkham en la puerta de las escaleras de incendios, a unos veinticinco metros de él, blandiendo su Metal Storm.

Libro miró a Rosenthal, ensangrentado, muerto. El hombre del Mossad ya no contaría más historias, no sin su rostro. Así que Libro echó a correr. Hacia el helicóptero allí estacionado, con su pistola en ristre, disparando sin cesar. La pared acristalada del ascensor se hizo añicos y Madre se balanceó hasta su interior. En esos momentos se encontraba en la cara sur de la torre, en la planta 38. Vio los demás ascensores, parados en la misma planta que ella. Si estuvieran numerados del uno al cinco a lo ancho de esa cara del edificio, entonces los ascensores 1, 2, 3 y 5 estaban detenidos en la planta 38. Había un hueco vacío en el lugar donde debería haber estado el número 4. Debía de estar en una planta inferior. Madre se encontraba en el número 1, en la parte izquierda de la cara sur. Pulsó el botón para abrir las puertas. Era como estar en una pecera. Madre sabía que el helicóptero Lynx que la había aterrorizado instantes antes iría en su búsqueda pronto y no quería ser un blanco tan fácil… El helicóptero. Madre se volvió. ¡Estaba justo allí! Cerniéndose junto al ascensor acristalado, por la cara oeste, mirándolo fijamente. Madre siguió pulsando el botón. —¡Maldita sea, joder! ¿Está este puto botón conectado a algo? Y entonces vio una columna de humo salir de uno de los lanzamisiles laterales del Lynx. ¡Le habían lanzado un misil! Un misil guiado antitanque salió del lanzador, dibujando una línea horizontal directa al ascensor de Madre. Las puertas del ascensor comenzaron a abrirse. El misil se precipitaba hacia los ojos de Madre. Madre metió las manos entre las puertas y tiró de ellas. Logró salir del ascensor justo cuando el misil atravesó su cara oeste, desde el lateral, y achicharró su interior antes de salir despedido por el otro lado, directo al siguiente ascensor. El misil guiado antitanque recorrió la cara sur de la torre King, haciendo pedazos uno tras otro los cuatro ascensores detenidos en la planta 38, provocando una secuencia de explosiones conforme penetraba en las paredes acristaladas de cada ascensor hasta que, dejando tras de sí una lluvia de cristales, salió disparado del último y se precipitó hasta el Támesis, donde estalló erigiendo un gigantesco géiser de agua. Por su parte, Madre aterrizó torpemente en el interior de la recepción de la planta 38. La puerta del ascensor seguía abierta.

Tumbada bocabajo en el suelo, alzó la vista. Y vio a cuatro cazarrecompensas en lo que quedaba de la recepción, mirándola. Parecían tan sorprendidos de verla como ella de encontrarlos allí. —Mira tú por dónde… —murmuró Madre. Los hombres del IG-88 alzaron sus fusiles Metal Storm. Madre se puso de pie de un salto y se dirigió al único lugar al que podía ir: el ascensor. Allí, se agachó bajo el panel de control cuando una ráfaga de disparos atravesó sus puertas abiertas. La lluvia y el viento azotaban a Madre. El ascensor era en esos momentos poco más que una plataforma abierta desde la que se divisaba todo Londres. Madre miró hacia la cara sur de la torre. Los otros tres ascensores estaban allí, en fila, con sus paredes acristaladas hechas añicos por el misil. —Vivir o morir, Madre —dijo en voz alta—. A tomar por culo. Morir. Así que echó a correr. A treinta y ocho plantas de altura, por la cara sur del edificio, salvando los huecos de casi un metro de ancho que había entre los ascensores semidestruidos. Tan pronto como aterrizó en el segundo ascensor, el helicóptero Lynx regresó, en esta ocasión disparando con su minigun y arrasando ese lado del edificio con una devastadora ráfaga de balas. Pero Madre siguió corriendo, esquivando sus disparos por centímetros, y saltó a la plataforma del tercer ascensor. El hueco donde debería haber estado el cuarto elevador se abría ante sus ojos. Sin embargo, Madre no se detuvo. Había mucha distancia, tres metros y medio, pero saltó de todas formas, hacia delante, con los brazos extendidos, a treinta y ocho plantas de altura, con la esperanza de poder agarrarse al quinto ascensor con las manos. Pero no tuvo suerte. Tan pronto como saltó supo que no iba a lograrlo. Sus manos no se agarraron al suelo del quinto ascensor por escasos centímetros y Madre cayó.

3.12

Pero el gancho del Maghook que llevaba en la mano sí lo logró. Puede que el maldito Maghook ya no funcionara pero, al llevarlo en la mano, Madre había añadido otros treinta centímetros a su brazo. Era justo lo que necesitaba. El gancho de acero se agarró al suelo del ascensor y frenó la caída de Madre. Había comenzado a trepar por él cuando… Zum-zum-zum-zum-zum-zum-zum… El Lynx. Había vuelto y se cernía, amenazador, ante Madre mientras esta pendía del suelo del ascensor destruido. Tras él, un segundo helicóptero Lynx del IG-88 observaba la escena. Esta vez el Lynx se hallaba tan cerca de Madre que esta pudo ver el rostro sonriente del piloto. La saludó con la mano y a continuación agarró el disparador de su arma. Madre, colgando de la plataforma del ascensor, totalmente vendida, negó con la cabeza. —No… Los cañones de la minigun del helicóptero comenzaron a rotar, justo cuando Madre percibió un movimiento tras el aparato: una columna de humo gris, tras el Lynx, la estela de un misil que parecía provenir de… El segundo helicóptero Lynx. El misil impactó en el Lynx que había estado amenazando a Madre. Se produjo una explosión colosal en el aire y, en menos de un segundo, el Lynx había desaparecido. Tan cerca estaba de la onda expansiva que Madre no pudo hacer otra cosa que seguir agarrándose con fuerza al Maghook. Los restos del primer Lynx comenzaron a golpearse contra el edificio, humeantes, en llamas. Lo que quedaba del helicóptero se precipitó a una franja de hierba situada en la base del edificio con un fuerte estruendo. Madre miró hacia el segundo helicóptero Lynx, el que había volado en pedazos a su compañero… y vio al piloto.

Libro II. Oyó su voz por el auricular: —Hola. Acabo de encontrarme con esta preciosidad en el tejado. Por desgracia, su piloto no quería vendérmelo. Me preguntaba dónde se había metido. —Ja, ja, muy gracioso, Libro —dijo Madre mientras trepaba al quinto ascensor—. ¿Qué tal si me baja de esta puta torre? —Encantado. Pero ¿puede conseguirme algo primero? Madre corría por un pasillo de la planta 39. Su Colt encabezaba la marcha. Aquel lugar era un desastre. Las paredes estaban llenas de agujeros de balas. Nada fabricado en cristal o vidrio seguía en pie. Si el IG-88 seguía allí, Madre no se topó con ellos. —Está cerca de la escalera interna —explicó la voz de Libro por su auricular—. La sala donde encontramos a Rosenthal. Tiene que ser una especie de sala de interrogatorios. —Recibido —dijo Madre. Madre vio una puerta cerca de la parte superior de las escaleras en curva y corrió hacia ella. Al entrar se encontró con un espejo semirreflectante que daba a una sala de interrogatorios adyacente. Dos videocámaras apuntaban al espejo. En una mesa cercana había gruesas carpetas de papel manila y dos cintas de vídeo digitales. —Es una sala de interrogatorios —informó Madre—. Hay archivos. Cintas de vídeo. ¿Qué es lo que quiere? —Todo. Todo lo que pueda coger. Y todo lo que tenga que ver con el M-12 o el CincLock-VII. Y coja las cintas, incluso las que sigan dentro de las videocámaras. Madre cogió un maletín Samsonite plateado que había en el suelo y lo llenó de documentos y de cintas de vídeo. Las dos cámaras tenían cintas, así que también las cogió. Y entonces salió de la sala de interrogatorios y subió las escaleras de incendios que conducían al tejado. Llegó al exterior corriendo, bajo la lluvia, justo cuando Libro aterrizó allí con su Lynx. Subió al helicóptero y este despegó, dejando las ruinas humeantes de la torre King tras de sí.

3.13

Agencia de Inteligencia del departamento de Defensa Subnivel 3, Pentágono 26 de octubre, 07.00 horas (hora local) (12.00 horas en Londres) El jefe de Dave Fairfax lo pilló cuando estaba saliendo de su despacho para ir al hospital Saint John a buscar al doctor Thompson Oliphant. —¿Adónde cree que va, Fairfax? Su nombre era Wendel Hogg y era un gilipollas. Hogg, un tipo fornido, había pertenecido al ejército: veterano de guerra en Iraq, un detalle que no perdía la ocasión de mencionar. La cuestión es que Hogg era un estúpido. Y, siguiendo la tradición de los jefes estúpidos en cualquier lugar del planeta: (a) se aferraba rígida e inflexiblemente a las normas (b) despreciaba a la gente con talento como David Fairfax —Voy a por café —dijo Fairfax. —¿Qué tiene de malo el café de aquí? —He probado ácido fluorhídrico mejor que el café de aquí. Justo entonces, una joven menuda entró en la oficina. Era la chica que repartía el correo, una escasamente llamativa muchacha llamada Audrey. Los ojos de Fairfax se iluminaron al verla. Por desgracia, también los de Hogg. —Hola, Audrey —la saludó Fairfax con una sonrisa. —Hola, Dave —respondió ella con timidez. Para otros podía ser una chica poco agraciada, pero a Fairfax le parecía bonita. Entonces Hogg dijo en voz alta: —Pensaba que se iba, Fairfax. Oiga, ya que va al Starbucks, ¿por qué no nos trae un par de frappuccinos grandes? Y rápido, ¿quiere?

A Fairfax se le ocurrieron un millón de contestaciones ocurrentes, pero se limitó a suspirar. —Lo que usted diga, Wendel. —Eh —gritó Hogg—. Diríjase a mí como sargento Hogg o sargento, joven. No recibí una bala en Iraq para que un debilucho informático como usted me llame Wendel. Porque, cuando llegue el momento de ponerse en pie y mirar frente a frente al enemigo… —Le lanzó una mirada engreída a Audrey—. ¿Quién querría que sostuviera el arma, usted o yo? El rostro de Fairfax se enrojeció. —Diría que usted, Wendel. —Buena respuesta. Y, avergonzado, tras despedirse con la cabeza de Audrey, Fairfax se marchó.

Urgencias del hospital Saint John Arlington (EE. UU.) 26 de octubre, 07.15 horas Fairfax entró en las urgencias del Saint John y se dirigió a la recepción. No estaba muy concurrida a esas horas de la mañana. Solo había cinco personas (más bien muertos vivientes) sentadas en la sala de espera. —Hola, mi nombre es David Fairfax. Quería ver al doctor Thompson Oliphant. La enfermera del mostrador masticaba chicle perezosamente. —Un segundo. ¡Doctor Oliphant! ¡Alguien pregunta por usted! Una segunda enfermera salió de uno de los boxes con cortinas. —Glenda, shhh. Ha ido a echarse un rato. Iré a buscarlo. La segunda enfermera desapareció por el pasillo. En ese momento, un hombre de color muy alto se acercó al mostrador de recepción junto a Fairfax. Tenía la piel muy oscura y la frente inclinada propia de los habitantes de Sudáfrica. Llevaba unas gafas de sol modelo Elvis y una gabardina oscura. Era el Zulú. —Buenos días —dijo el Zulú con fría formalidad—. Me gustaría ver al doctor Oliphant, por favor. Fairfax intentó no mirar al cazarrecompensas, intentó que no se notara que su corazón latía a toda velocidad. Alto y desgarbado, el Zulú era enorme, del tamaño de un jugador de baloncesto profesional. La cabeza de Fairfax le llegaba al pecho. La enfermera del mostrador hizo un globo con el chicle.

—Vaya, pues sí que está solicitado esta mañana. Está descansando. Ya han ido a buscarlo. En ese momento, un médico con ojos somnolientos apareció al otro extremo del pasillo de uso exclusivo para personal autorizado. Era un hombre mayor: cabello cano, rostro arrugado. Llevaba una bata blanca. Salió de la habitación lateral frotándose los ojos. Se puso las gafas. —¿Doctor Oliphant? —comenzó el Zulú. —¿Sí? —dijo el anciano doctor mientras se acercaba. Fairfax fue el primero en ver el arma bajo la gabardina del Zulú. Era un Cz-25, uno de los subfusiles más rudimentarios del mundo. Se parecía al Uzi, solo que era peor (el hermano gemelo feo, con un cargador de cuarenta balas sobresaliéndole de la empuñadura). El Zulú sacó el arma, apuntó con ella a Oliphant y, ajeno a la presencia de al menos siete testigos, apretó el gatillo. Fairfax, junto al asesino, hizo lo único que se le ocurrió. Empujó el arma con su mano derecha, haciendo que la ráfaga inicial agujereara la pared situada junto a la cabeza de Oliphant. La gente se agachó. Las enfermeras gritaron. Oliphant se tiró al suelo. El Zulú golpeó con el revés a Fairfax y este se golpeó contra un carrito cercano. Entonces el Zulú echó a andar, no a correr. Rodeó la mesa de recepción y se dirigió al pasillo de uso exclusivo para el personal del hospital, tras Oliphant, con su Cz-25 en ristre. Disparó sin piedad. Las enfermeras se apartaron de su camino. Oliphant se arrastró de rodillas por el suelo hasta una sala de suministros que daba al pasillo mientras las balas impactaban en el suelo a su alrededor. Fairfax yacía entre los objetos que portaba el carrito sobre el que había caído. Vio una bolsa de polvo blanco: «Ceolita – Cloro – Producto de limpieza industrial – Evitar contacto con la piel». La cogió. A continuación se puso de pie y echó a correr mientras todos los demás se apartaban de la acción. Se asomó por el pasillo de personal y vio que el Zulú se detenía delante de una puerta abierta y levantaba su Cz-25. Fairfax le lanzó la bolsa del cloro en polvo por el aire, que golpeó al Zulú en un lateral de la cabeza y estalló en una nube de polvareda blanca. El Zulú gritó y se alejó de la puerta, dándose manotazos en su cabeza cubierta de polvo, intentando desesperadamente quitarse la abrasadora ceolita de su piel. Los cristales de sus gafas de sol estaban en esos momentos cubiertos por una capa de polvo blanco. Estaban empezándole a salir ampollas en la

piel. Fairfax echó a correr por el pasillo y se deslizó por el suelo, justo por debajo del Zulú. Se asomó por la puerta y vio al doctor Oliphant escondido bajo unas estanterías, cubriéndose el rostro. —¡Doctor Oliphant! Escúcheme. Mi nombre es David Fairfax y trabajo en la agencia de Inteligencia del departamento de Defensa. ¡No soy ningún héroe, pero ahora mismo es todo lo que tiene! ¡Si quiere salir con vida de esta, será mejor que venga conmigo! Oliphant extendió la mano y Fairfax se la cogió. Levantó al médico. A continuación esquivaron al Zulú, que seguía intentando quitarse el polvo del rostro, y salieron del hospital.

3.14

Las puertas correderas automáticas se abrieron un instante antes de volar en pedazos por el impacto de los disparos del Cz-25. El Zulú estaba de nuevo en la competición y quería venganza. Había una ambulancia aparcada justo a la entrada de urgencias. —¡Suba! —gritó Fairfax mientras abría la puerta del conductor. Oliphant saltó al asiento del copiloto. Fairfax encendió el motor y pisó el acelerador. La ambulancia aceleró, pero no antes de que los dos oyeran un golpe sordo en la parte trasera del vehículo. —Oh, oh… —dijo Fairfax. Por el espejo lateral vio la enorme figura del Zulú en el parachoques trasero, con sus manos agarradas a las barras del techo. ¡El Zulú estaba en la ambulancia! Las ruedas del vehículo chirriaron cuando Fairfax aceleró en la rotonda y salieron al aparcamiento. Pasó por encima de un badén y una franja de hierba con la esperanza de que el Zulú se soltara del parachoques. La ambulancia metió un bote tremendo al pasar por encima del siguiente badén a gran velocidad. Fairfax estaba seguro de que nadie podría haberse logrado asir tras algo así. Pero entonces las puertas traseras de la ambulancia se abrieron desde el exterior y el Zulú entró en el compartimento trasero. —¡Mierda! —gritó Fairfax. El Zulú ya no llevaba su Cz-25, pues había tenido que soltarlo para lograr agarrarse a la ambulancia con las dos manos. Pero en esos momentos, a salvo en el interior del vehículo, sacó un machete de hoja larga de su gabardina y miró a Fairfax y Oliphant con una furia desmedida en sus ojos inyectados de sangre. Fairfax vio el machete. —Dios mío… El Zulú avanzó hacia ellos por el compartimento trasero, agarrándose a una camilla con ruedas con el freno echado.

Fairfax tenía que hacer algo, y rápido. Vio que la carretera se bifurcaba: a la izquierda hacia la salida y a la derecha hacia una rampa de cemento en curva desde la que se accedía al aparcamiento de varias plantas del hospital. Escogió la derecha y giró el volante bruscamente, pisando el acelerador conforme ascendían por la rampa en espiral. La fuerza centrífuga de su giro acelerado hizo que el Zulú perdiera el equilibrio y se golpeara contra uno de los laterales del habitáculo trasero, deteniendo así su avance de manera momentánea. Pero no podían seguir subiendo eternamente, pensó Fairfax. El aparcamiento del hospital solo tenía seis niveles. Le quedaban cinco plantas para ocurrírsele algo. Al mismo tiempo, alguien más estaba observando el frenético ascenso de la ambulancia por la rampa. Se trataba de una mujer de una belleza espectacular, con largas piernas, espalda ancha y fríos ojos japoneses. Su verdadero nombre era Alyssa Idei, pero en el mundillo era conocida como la Reina de Hielo. Ya había cobrado la recompensa por Damien Polanski y en esos momentos su objetivo era Oliphant. Iba vestida de cuero negro de arriba abajo: pantalones de talle bajo ceñidos, cazadora de motorista y botas de tacón. Llevaba su cabello negro recogido. Bajo su cazadora, en dos fundas, guardaba dos subfusiles Steyr SPP. Encendió su Honda NSX y se dirigió al aparcamiento. La ambulancia de Fairfax siguió subiendo por la rampa en curva mientras sus neumáticos chirriaban y sus puertas traseras se golpeaban sin cesar. Llegaron al nivel 3: tres plantas antes de llegar a la planta superior, al tejado, antes de que el Zulú que llevaban atrás tuviera de nuevo libertad de movimiento. Pero Fairfax ya sabía lo que iba a hacer: iba a conducir la ambulancia hasta el nivel descubierto del aparcamiento, precipitarla al vacío y saltar de ella en el último momento con Oliphant, dejando al Zulú dentro. —¡Doctor Oliphant! —gritó mientras volvía la vista al Zulú—. ¡Escúcheme y hágalo con atención porque no sé si vamos a tener otra posibilidad de hablar de esto! ¡Usted es objetivo de una cacería humana internacional! —¿Qué? —¡Han puesto precio a su cabeza, dieciocho millones de dólares! Creo que está relacionado con un estudio de la OTAN que usted llevó a cabo en 1996 con un tipo llamado Nicholson. El estudio RRNM. ¿Sobre qué versaba ese estudio? Oliphant frunció el ceño. Seguía conmocionado; intentar asimilar cualquier pregunta mientras alguien quería acabar con tu vida resultaba complicado. —¿El RRNM? Bueno, era… era… La ambulancia proseguía con su vertiginoso ascenso.

Nivel 4 y subiendo. —Era… era como las pruebas Cobra soviéticas, una prueba para… Mientras Oliphant trataba de explicarse, Fairfax miró hacia atrás y de repente vio que la malévola figura del cazarrecompensas estaba más cerca de lo que se había pensado. ¡Estaba blandiendo el machete justo delante de la cabeza de Fairfax! No tenía modo de defenderse. No había escapatoria. El Zulú blandió el machete. Y este impactó en el reposacabezas del asiento de Fairfax, a un escaso milímetro de su oreja derecha. ¡Dios! Pero en esos momentos el Zulú ya estaba pegado a ellos. De alguna manera había conseguido seguir avanzando, a pesar de la poderosa inercia de la ambulancia. Nivel 5… Fairfax intentó centrarse. Entrecerró los ojos. Pisó el acelerador. La ambulancia respondió, incrementando la velocidad. Llegaron al final de la rampa a cuarenta kilómetros por hora y la ambulancia casi se vuelca, pues en esos momentos solo dos de las ruedas tocaban el suelo. Entonces salieron a la planta superior descubierta, totalmente desierta a esas horas de la mañana. Fairfax enderezó el volante y la ambulancia, que venía de un giro brusco, dio tumbos hasta volver a apoyar sus cuatro ruedas. El cambio abrupto de dirección hizo que el Zulú saliera despedido hacia el otro lado del compartimento trasero de la ambulancia… dejando el machete clavado en el asiento del conductor. Fairfax aceleró hacia el borde de la planta superior del aparcamiento. —¡Doctor Oliphant! ¡Prepárese para saltar! —gritó. Se precipitaron hacia el borde de la planta, hacia la patéticamente pequeña valla que la delimitaba. Fairfax se revolvió en el asiento. —Estese preparado. A la de tres. Uno… dos… El Zulú se abalanzó hacia el asiento del conductor y los agarró a los dos. Fairfax estaba conmocionado. ¡No iban a poder saltar! Vio que el final del tejado se acercaba a ellos a una velocidad extrema y en su desesperación giró el volante y pisó el freno. La ambulancia comenzó a colear de manera frenética.

Y así, en vez de golpear la valla con el morro (como había sido la intención inicial de Fairfax), la ambulancia giró ciento ochenta grados y se golpeó contra la valla con la parte trasera. El extremo posterior de la ambulancia atravesó la valla y, con Fairfax, Oliphant y el Zulú dentro, salió disparada hacia atrás, seis plantas por encima de la civilización, y cayó… … Solo tres metros. Cuando la ambulancia cayó marcha atrás y atravesó la valla, su parachoques delantero se enganchó a un poste que había quedado en pie y sujetó el vehículo al tejado. La caída se vio frenada abruptamente. Quedaron colgados verticalmente de la planta superior del aparcamiento, del morro, con las puertas traseras abiertas. En el interior de la ambulancia, todo lo que debía de haber estado en horizontal estaba en esos momentos en vertical. Oliphant seguía sentado en el asiento del copiloto, solo que en esos momentos estaba bocarriba y su espalda presionaba su asiento. Fairfax no había tenido tanta suerte. Cuando se habían golpeado contra la valla, el Zulú había tirado de él y lo había lanzado a la sección trasera de la ambulancia. Pero entonces el vehículo se había puesto en vertical y los dos habían resbalado hacia abajo. Y, puesto que las puertas traseras estaban abiertas, revelando una caída de seis plantas, Fairfax y el Zulú se habían agarrado a lo primero que habían encontrado. El Zulú se había sujetado a la camilla, con el freno puesto; Fairfax a una balda de la pared. Y allí estaban, colgando en el interior de una ambulancia en vertical, con una caída de seis plantas aguardándolos. Pero el Zulú no había terminado. Seguía queriendo la cabeza de Oliphant. Se estiró hacia delante para coger su machete, que seguía en el reposacabezas del asiento del conductor. —¡No! —gritó Fairfax mientras intentaba agarrarlo. Pero era demasiado tarde. El Zulú, que todavía seguía sujeto a la camilla con una mano, cogió la empuñadura del machete y lo sacó del asiento. Volvió sus ojos inyectados de sangre hacia Fairfax y su boca esbozó una siniestra y amarillenta sonrisa. —¡Adiós! —dijo mientras se disponía a dar su último golpe. —Lo que tú digas, cabrón —dijo Fairfax mientras lo miraba. El Zulú lo atacó.

La hoja fue acercándose hacia la cabeza del informático. Justo cuando Fairfax soltó una patada al seguro de las ruedas de la camilla. La respuesta fue inmediata. La camilla cayó cual peso muerto y se precipitó por las puertas abiertas… ¡con el Zulú encima de ella! Fairfax observó la caída del cazarrecompensas y de la camilla. Sus enormes ojos abiertos de par en par fueron reduciéndose a leves manchitas conforme caía y caía y caía. La camilla se volteó en el descenso, lo que hizo que el Zulú se estrellara primero contra el suelo de hormigón con un terrible golpe sordo. Sus órganos internos reventaron, pero seguía con vida. Aunque no por mucho tiempo. Un segundo después, el extremo de la camilla chocó contra su cabeza, aplastándola como si de una nuez se tratara. Fairfax y Oliphant tardaron unos minutos en salir de la ambulancia, todavía en vertical, pero lo lograron. Lo hicieron por el parabrisas delantero y treparon por el capó. Los dos se desplomaron en el suelo de la planta superior del aparcamiento, sin aliento. Fairfax miró la ambulancia, que seguía colgando del borde de la planta superior. Por su parte, Oliphant seguía farfullando, abrumado y conmocionado: —Las siglas significan: «Rapidez de respuesta… Rapidez de respuesta de las neuronas motoras». Hicimos esas pruebas para ver los tiempos de respuesta de soldados británicos y estadounidenses… respuestas a todo tipo de estímulos: visuales, auditivos… Reflejos… eso era lo que buscábamos. »Dios, debimos de hacer esas pruebas como a unos trescientos soldados y todos ellos obtuvieron tiempos de respuesta diferentes… Algunos eran muy veloces, otros torpes y lentos. »Pero nuestros superiores nunca nos dijeron para qué era el estudio… Nosotros teníamos una teoría, claro. La mayoría pensábamos que se trataba de una selección de soldados para una unidad, pero algunos de nuestros técnicos dijeron que era para un nuevo sistema de seguridad, un nuevo e increíble sistema de seguridad de misiles balísticos llamado CincLock… Y entonces, de repente, se canceló el estudio. La razón oficial que nos dieron fue que el departamento de Defensa había cancelado el proyecto principal, pero todos pensamos que se debía a que ya tenían la información que necesitaban… Fairfax, que seguía mirando la ambulancia, oyó un ruido a sus espaldas. Se volvió y vio que el cuerpo decapitado del doctor Oliphant, arrodillado junto a él, se balanceaba hasta caer al suelo. Junto al cuerpo, de pie, blandiendo una espada samurái de hoja corta, había una mujer japonesa vestida de negro. Era Alyssa Idei, una cazarrecompensas. Cogió la cabeza de Oliphant y la sostuvo junto a su costado como si nada. A continuación, en un movimiento muy fluido, envainó su espada y sacó uno de sus subfusiles Steyr y apuntó con él a Fairfax. Lo miró fijamente con ojos fríos e imperturbables. Pero entonces, un gesto de confusión transformó sus perfectos rasgos. Asintió con la barbilla hacia Fairfax. Cuando habló, su voz resultó ser dulce como la miel.

—No es un cazarrecompensas, ¿verdad? —No —dijo Fairfax vacilante—. No, no lo soy. —Y aun así ha luchado contra el Zulú. ¿Por qué? —Un… un amigo mío está en esa lista. Quería ayudarlo. Alyssa Idei puso cara de no haber asimilado esa última frase. —¿Ese hombre era su amigo? —Bueno, no este hombre. Uno de los de la lista. —¿Y ha luchado contra el Zulú para ayudar a su amigo? —Sí —confirmó el joven. Su ceño fruncido desapareció y fue reemplazado por una genuina curiosidad. —¿Cuál es su nombre, amigo de sus amigos? —Eh… David Fairfax. —Fair Fax. David Fair Fax —dijo lentamente, como si saboreara las palabras—. No veo muy a menudo muestras de lealtad como esta, señor Fair Fax. —¿No? Ella lo miró con ojos seductores. —No. Su amigo tiene que ser un gran hombre para haber inspirado tal valentía en usted, señor Fair Fax. Resulta extraño. Pero también seductor. Embriagador. Fairfax tragó saliva. —Oh. Alyssa añadió: —Y por eso dejaré que viva. Para que pueda seguir ayudando a su amigo, y para que podamos volver a encontrarnos en circunstancias más equitativas. Pero entienda una cosa, David Fairfax, si nos volvemos a encontrar en una situación en la que esté protegiendo a su amigo, no volverá a recibir este trato de favor. A continuación guardó su arma y se giró para meterse en su coche deportivo. Y se marchó. Fairfax observó que el Honda desaparecía rápidamente de su campo de visión tras la rampa, el cuerpo sin cabeza de Thompson Oliphant en el suelo junto a él, el sol poniéndose en el horizonte y el sonido de las sirenas de la policía.

Cuarto ataque Francia-Inglaterra 26 de octubre, 14.00 horas (Francia) 08.00 horas (Tiempo del Este, Nueva York, EE. UU.)

Y así vivimos en un mundo doble: un carnaval en la superficie y una consolidación debajo de ella, que es lo importante. —Naomi Klein, No Logo: el poder de las marcas

El pueblo solo desea con ansia dos cosas: pan y circo. —Juvenal, poeta satírico latino

4.1

Fortaleza de Valois, Bretaña (Francia) 26 de octubre, 14.00 horas (hora local) 08.00 horas (Tiempo del Este, Nueva York, EE. UU.) Las tres diminutas figuras cruzaron el impresionante puente de piedra que conectaba la fortaleza de Valois con la tierra firme francesa. Shane Schofield. Libby Gant. Aloysius Knight. Cada uno de ellos llevaba una caja para el transporte de órganos. Tres cajas. Tres cabezas. Debido a que Schofield era uno de los hombres más buscados del mundo en esos momentos, y al hecho de que estaban a punto de entrar en el sanctasanctórum de la cacería, Schofield y Gant iban parcialmente disfrazados. Llevaban los uniformes de combate y los cascos negros del IG-88, que habían cogido a los hombres del Hércules. Además de sus propias armas (ya limpias de adhesivo), también llevaban fusiles Metal Storm. Schofield, además, tenía varios vendajes manchados de sangre que le cubrían la mitad inferior de la cara y gafas de sol normales, lo justo para poder ocultar sus rasgos. En el bolsillo de su muslo, sin embargo, también llevaba una de las Palm Pilot modificadas de Knight. Knight llamó al timbre del castillo. —De acuerdo. Como soy el único que ha hecho esto antes, yo llevaré las cabezas al asesor. Se les pedirá que esperen en un área de seguridad. —¿Área de seguridad? —Los asesores no tratan con mucha amabilidad a aquellos cazarrecompensas que intentan irrumpir en sus despachos y robarles el dinero. Ya ha ocurrido antes. Por ello, los asesores disponen, por lo general, de sistemas de protección bastante desagradables. Y si este asesor es quien creo que es, no es

una persona muy amable que digamos. »En cualquier caso, no pierda de vista la Palm. No estoy muy seguro de cuánta información podré sacar de su ordenador, pero con suerte la suficiente como para averiguar quién está financiando esta cacería. Knight llevaba una Palm Pilot idéntica en su bolsillo. Al igual que muchos dispositivos de ese tipo, iba equipada con un sistema de transferencia de datos por infrarrojos, de manera que podían enviarse documentos de un ordenador a la Palm sin necesidad de conexiones. Las modificaciones de Knight a su Palm, sin embargo, incluían un programa de búsqueda que permitía que su dispositivo tuviera acceso inalámbrico a cualquier ordenador en un radio de tres metros. Lo que significaba que podía hacer algo muy especial: acceder a ordenadores independientes si se acercaba lo suficiente. Las puertas del castillo se abrieron. Monsieur Delacroix apareció, tan atildado como siempre. —Capitán Knight —dijo de manera ceremoniosa—. Me preguntaba si lo vería. —Monsieur Delacroix —lo saludó Knight—. Tenía el presentimiento de que sería el asesor. Les estaba diciendo a mis socios lo amable que es usted. —Seguro que sí —dijo Delacroix. Miró a Schofield y a Gant, con la ropa del IG-88—. Nuevos ayudantes. No sabía que hubiera estado reclutando a gente de monsieur Larkham. —Es difícil encontrar buena ayuda —aseguró Knight. —Desde luego. ¿Por qué no entran? Atravesaron el garaje-exposición del castillo, lleno de aquella colección de coches caros: el Porsche GT2, el Aston Martin, el Lamborghini, los coches de rali Subaru WRX. Delacroix iba delante, empujando una carretilla que contenía las tres cajas con las cabezas. —Bonito castillo —observó Knight. —Es bastante impresionante —dijo Delacroix. —¿Quién es el dueño? —Un hombre muy rico. —Cuyo nombre es… —Uno que no estoy autorizado a divulgar. He recibido instrucciones al respecto. —Como siempre —dijo Knight—. ¿Armas? —Puede quedarse sus armas —concedió Delacroix sin prestarle demasiado interés—. No le serán de ninguna utilidad aquí. Bajaron unas escaleras situadas en la parte trasera del garaje y entraron a una antesala redonda con paredes de piedra que precedía a un largo y estrecho túnel. Delacroix se detuvo.

—Sus socios tendrán que esperar aquí, capitán Knight. Knight asintió con la cabeza a Schofield y Gant. —No hay problema. No se asusten cuando las puertas se cierren. Schofield y Gant tomaron asiento en un sofá de cuero que había junto a la pared. Delacroix condujo a Knight por el estrecho túnel iluminado con antorchas. Llegaron al final del túnel, a un despacho bien equipado. Delacroix entró en el despacho por delante de Knight. A continuación se volvió con un mando a distancia en la mano. ¡Pum! ¡ Pum! ¡ Pum! Las tres puertas de acero del túnel descendieron, encerrando a Schofield y a Gant en la antesala y a Knight en el túnel. Knight ni siquiera pestañeó. Delacroix se dispuso a examinar las cabezas de Zawahiri, Khalif y Kingsgate, que habían sido capturadas por Damon Larkham en las cuevas de Afganistán. Escaneo por láser, historia clínica dental, ADN… Knight permanecía en el túnel de piedra, atrapado, esperando. Se percató de las oquedades dispuestas en las paredes para el aceite hirviendo. —Mmm —dijo en voz alta—. Vaya, vaya… A través de una pequeña ventana de plexiglás dispuesta en la puerta de acero, Knight podía ver el despacho de Delacroix. Observó a Delacroix trabajando y vio la inmensa ventana panorámica tras el escritorio del banquero suizo desde la que se divisaba el maravilloso océano Atlántico. Fue entonces, sin embargo, cuando Knight advirtió la presencia de los barcos. En el lejano horizonte se avistaba un grupo de buques de guerra: destructores y fragatas alrededor de un impresionante portaaviones que reconoció al instante: el clase Charles de Gaulle, propulsado por energía nuclear. Era un grupo de portaaviones de apoyo, de apoyo francés. Schofield y Gant esperaban en la antesala. Un zumbido cerca del techo atrajo la atención de Schofield. Alzó la vista y descubrió seis extrañas antenas, dispuestas alrededor del techo de la antesala redonda, incrustadas en las paredes de piedra. Parecían altavoces, pero Schofield supo que se trataba de emisores de microondas. También vio el origen del zumbido: una cámara de seguridad. —Nos están vigilando —dijo. En algún lugar del castillo, alguien estaba observando a Schofield y Gant por un monitor en blanco y

negro. Esa persona observaba fijamente a Schofield, como si pudiera ver a través de sus vendajes y gafas de sol. Monsieur Delacroix concluyó sus pruebas. Se volvió hacia Knight, que seguía cautivo en el túnel. —Capitán Knight —dijo por el intercomunicador—. Felicidades. Cada una de sus tres cabezas ha sido correctamente verificada. Es usted 55,8 millones de dólares más rico. El banquero suizo presionó el mando a distancia y las tres puertas de acero se replegaron. Knight entró en el despacho de Delacroix mientras el banquero se sentaba tras su enorme escritorio y comenzaba a introducir algunas claves en su ordenador portátil autónomo. —¿Y bien? —dijo Delacroix con las manos sobre el tablero—. ¿A qué cuenta quiere que le transfiera el dinero de la recompensa? ¿He de asumir que sigue ingresando su dinero con Alan Gemes en Ginebra? Los ojos de Knight miraban fijamente el ordenador de Delacroix. —Sí —dijo mientras pulsaba el botón de transmisión de la Palm Pilot de su bolsillo. Al momento, la Pilot y el ordenador de Delacroix comenzaron a comunicarse entre sí. En la antesala de piedra, Schofield vio que su Palm Pilot cobraba vida. Los datos comenzaron a aparecer en la pantalla a vertiginosa velocidad. Documentos llenos de nombres, números, diagramas:

ASUNTO: PAGO COMISIÓN DEL ASESOREL PAGO DE LA COMISIÓN DEL ASESOR SE REALIZARÁ MEDIANTE TRANSFERENCIA ELECTRÓNICA INTERNA DE FONDOS DENTRO DE AGM SUISSE DESDE LA CUENTA PRIVADA DE ASTRAL-66 PTY LTD (N.º 437-666-21) POR LA CANTIDAD DE 3,2 MILLONES DE DÓLARES (TRES COMA DOS MILLONES DE DÓLARES) POR VALORACIÓN. ITINERARIO EJECUTIVO El orden de viaje propuesto es el siguiente: Asmara (01/08), Luanda (01/08), Abuya (05/08), Yamena (07/08) y Tobruk (09/08).01/08 – Asmara (embajada)03/08 – Luanda (estancia con el Sr. Loch, sobrino de R)

Schofield vio el último archivo. Lo reconoció. La lista de objetivos. La Palm siguió descargando otros documentos. Con cuidado de mantener oculto el dispositivo, Schofield cliqueó en la lista para abrirla. Esa lista era ligeramente diferente a la que le había sustraído al líder de Executive Solutions, Cedric Wexley, en Siberia. Algunos de los nombres estaban sombreados. El documento entero era el siguiente:

LISTA MAESTRA ASESOR INFORMES VERIFICADOS. INFORMACIÓN ACTUALIZADA A FECHA DE: 26 DE OCTUBRE, 14.12 HORAS

Los muertos, pensó Schofield con un escalofrío. Es una lista de los objetivos que ya han sido eliminados. Y cuyas muertes han sido verificadas. Schofield podía haber añadido a Ashcroft y Weitzman en esa lista (Ashcroft había sido decapitado en Afganistán por los cazarrecompensas Spetsnaz, los Skorpion, y Weitzman había sido asesinado en el avión de transporte militar). Lo que significaba que, en el mejor de los casos, solo cinco de los quince nombres iniciales seguían con vida: Christie, Oliphant, Rosenthal, Zemir y el propio Schofield. Schofield frunció el ceño. Había algo en aquella lista que no le cuadraba, pero no sabía qué… Entonces vislumbró la palabra «ASESOR» en otro de los documentos. Lo abrió. Era un correo electrónico:

ASUNTO: PAGO COMISIÓN DEL ASESOREL PAGO DE LA COMISIÓN DEL ASESOR SE REALIZARÁ MEDIANTE TRANSFERENCIA ELECTRÓNICA INTERNA DE FONDOS DENTRO DE AGM SUISSE DESDE LA CUENTA PRIVADA DE ASTRAL-66 PTY LTD (N.º 437-666-21) POR LA CANTIDAD DE 3,2 MILLONES DE DÓLARES (TRES COMA DOS MILLONES DE DÓLARES) POR VALORACIÓN.EL ASESOR SERÁ M. JEAN-PIERRE DELACROIX, DE AGM SUISSE. Schofield se quedó mirando las palabras «ASTRAL-66 PTY LTD». De ahí provenía el dinero. Lo que quiera que fuera Astral-66 estaba financiando esa cacería… —Buenas tardes —dijo una agradable voz. Schofield y Gant levantaron la vista. Un joven muy apuesto estaba a los pies de las escaleras de piedra desde las que se subía al garaje. Estaba a punto de abandonar la treintena y llevaba unos vaqueros de marca y una camisa de Ralph Lauren abierta con una camiseta debajo, siguiendo la moda de tantos otros ricachones. Schofield se fijó al instante en sus ojos: uno azul, otro marrón. —Bienvenidos a mi castillo. —El apuesto joven sonrió. Su sonrisa, sin embargo, parecía peligrosa—. ¿Y ustedes son? —Colton. Tom Colton —mintió Schofield—. Esta es Jane Watson. Estamos con Aloysius Knight. Hemos venido a ver a monsieur Delacroix. —Oh, comprendo… —dijo el joven. Extendió su mano. —Killian. Jonathan Killian. Parecen haber vivido un día lleno de acción. ¿Puedo ofrecerles una bebida o algo para comer? O quizá quieran que mi médico personal les ponga vendajes limpios en sus heridas. Schofield miró hacia el túnel, buscando a Knight. —Por favor… —Killian los guió por las escaleras. Puesto que no querían atraer una atención innecesaria, lo siguieron. —Lo he visto antes —dijo Schofield mientras subían por las escaleras—. En la televisión… —De vez en cuando hago alguna aparición televisiva. —En África —dijo Schofield—. Usted estuvo en África. El año pasado. Inaugurando fábricas. Fábricas de comida. En Nigeria… Era cierto. Schofield recordaba las imágenes de las noticias: Killian estrechándole la mano a sonrientes líderes africanos entre multitudes de trabajadores felices. Llegaron al garaje de coches. —Tiene usted buena memoria —dijo Killian—. También fui a Eritrea, Chad, Angola y Libia para abrir nuevas fábricas de productos alimenticios. Aunque muchos no lo sepan aún, el futuro del mundo se encuentra en África. —Me gusta su colección de coches —dijo Gant.

—Juguetes —respondió Killian—. Meros juguetes. Los llevó a un pasillo por el que se salía del garaje. Tenía tarima y paredes prístinas de color blanco. —Pero me gusta jugar con juguetes —dijo Killian—. Casi tanto como me gusta jugar con la gente. Me gusta ver sus reacciones en situaciones de estrés. Se detuvo delante de una puerta de madera. Schofield oyó risas tras la puerta. Risas estentóreas de hombres. Parecía como si estuviera celebrando una fiesta. —¿Situaciones de estrés? —dijo Schofield—. ¿A qué se refiere? —Bueno… Tomemos como ejemplo la incapacidad de la media occidental para comprender a los terroristas suicidas islamistas. A los occidentales se nos enseña desde nuestro nacimiento a luchar de un modo justo: los duelos franceses, con diez pasos de separación; las justas de caballeros inglesas; los pistoleros estadounidenses, cara a cara en una calle del salvaje Oeste. En el mundo occidental, luchar es justo porque se da por sentado que ambas partes quieren ganar la batalla. —Pero el terrorista suicida no lo ve de esa manera —continuó Schofield. —Exacto —dijo Killian—. No quiere ganar la batalla, porque la batalla para un terrorista suicida es algo insignificante. Él quiere ganar una guerra mayor, una guerra psicológica en la que el hombre que muere en contra de su voluntad, en un estado de angustia, terror y miedo, pierde; mientras que el que muere cuando está emocional y espiritualmente preparado, gana. »Así, cuando un occidental se las ve con un terrorista suicida se viene abajo. Créanme, lo he visto. Al igual que he visto las reacciones de la gente en otras situaciones de estrés: criminales en la silla eléctrica, personas en el agua rodeadas de tiburones. Oh, sí, me encanta ver el gesto de puro horror que se forma en el rostro de un hombre cuando es consciente de que va a morir. Tras decir eso, Killian abrió la puerta… … En el mismo instante en que Schofield cayó en la cuenta: El problema con la lista maestra de objetivos. En la lista maestra de objetivos, los nombres de McCabe y Farrell habían sido sombreados. McCabe y Farrell, que habían muerto en Siberia esa mañana, ya habían sido declarados oficialmente muertos. Y ya se había pagado la recompensa por sus cabezas. Lo que significaba que… Las puertas se abrieron… … Y Schofield y Gant se toparon con la imagen de un comedor repleto de miembros de Executive Solutions, veinte en total, comiendo, bebiendo y fumando. En la cabecera de la mesa, con su nariz rota cubierta por un nuevo vendaje, estaba Cedric Wexley. A Schofield se le mudó el rostro. —Y esa… —dijo Killian—. Esa es la expresión de la que les hablaba. —El multimillonario esbozó una sonrisa leve y carente de alegría—. Bienvenido a mi castillo… capitán Schofield.

4.2

Schofield y Gant echaron a correr. Salieron del comedor al pasillo mientras la risa llena de desdén de Jonathan Killian los perseguía. Los hombres de ExSol se levantaron en cuestión de segundos de sus asientos y cogieron sus armas. La perspectiva de poseer otros 18,6 millones de dólares era demasiado buena como para resistirse. Killian dejó que salieran del comedor y se dispuso a disfrutar del espectáculo. Schofield y Gant entraron en el garaje. —Mierda. Demasiadas opciones —dijo Schofield mientras se arrancaba los vendajes y contemplaba la selección de coches de miles de millones de dólares que tenían ante sí. Gant miró por encima de su hombro y vio a los mercenarios de Executive Solutions en el pasillo tras ellos. —Tienes cerca de diez segundos para escoger el más rápido, gallito. Schofield observó el Porsche GT2. Plateado y bajo, descapotable. Era un coche bestial. —No, ese no soy yo —dijo, saltando al interior del igualmente veloz coche de rali que había al lado: un Subaru WRX azul eléctrico. Nueve segundos después, los hombres de ExSol entraron en el garaje. Llegaron justo a tiempo para ver cómo el WRX recorría el garaje a una velocidad que ya alcanzaba en esos momentos los sesenta kilómetros por hora. En el extremo más alejado del garaje, la puerta exterior estaba abriéndose, gracias a Libby, que estaba junto a los controles. Los hombres de ExSol abrieron fuego. Schofield detuvo el coche justo delante de Gant. —¡Sube! —¿Qué hay de Knight? —¡Estoy seguro de que lo comprenderá! Gant se metió por la ventana del copiloto justo cuando la puerta se abrió del todo, revelando el patio interno bañado por el sol…

… Y el rostro sorprendido del comandante Dmitri Zamanov. Acompañado por seis de sus Skorpion y con una caja de transporte de órganos en sus manos. Un par de helicópteros rusos Mi-34 estaban en el patio de gravilla, tras los soldados Spetsnaz. Las palas del rotor seguían girando. —Joder —musitó Schofield—. ¿Podría irnos peor? En el despacho de monsieur Delacroix, Aloysius Knight se volvió al oír disparos en el garaje. Fue a la antesala para ver si Schofield estaba allí. Pero no. —Mierda —gruñó—. Pero ¿es que este tío no puede alejarse del peligro ni cinco minutos? Salió corriendo del despacho. Monsieur Delacroix ni siquiera se molestó en alzar la vista. El WRX de Schofield estaba en esos momentos frente a Zamanov, en la entrada al garaje. Los dos hombres se miraron. El gesto de sorpresa de Zamanov se transformó rápidamente en uno de odio. —¡Pisa a fondo! —gritó Gant, rompiendo el encantamiento. Bam. Schofield pisó el acelerador. El coche salió despedido, atravesando casi al vuelo la entrada, haciendo que los Skorpion se dispersaran al tener que apartarse de su camino. El WRX cruzó cual bólido el patio del castillo, levantando la gravilla del suelo, antes de atravesar casi al vuelo el gigantesco rastrillo en dirección al puente levadizo, rumbo a tierra firme. Dmitri Zamanov se puso en pie en el mismo instante en que cinco coches más pasaron junto a él tras el WRX. Eran un Ferrari rojo, un Porsche GT2 plateado y tres coches de rali Peugeot amarillos con el logo de Axon en sus costados. ExSol. Persiguiendo a Schofield. —¡Joder! —gritó Zamanov—. ¡Es él! ¡Schofield! ¡Vamos! ¡Vamos, vamos, vamos! ¡Cójanlo y tráiganmelo! ¡Antes de que Delacroix toque su cabeza, lo despellejaré vivo! Cuatro de los Skorpion se pusieron inmediatamente de pie y corrieron a los dos helicópteros, dejando a Zamanov y a los otros dos en el castillo con su cabeza. La persecución estaba en marcha.

4.3

Aeródromo Whitmore (abandonado) 65 kilómetros al oeste de Londres 12.30 horas (hora local) (13.30 horas en Francia) Treinta minutos antes (cuando Schofield, Gant y Knight habían llegado a la fortaleza de Valois), Libro II y Madre habían aterrizado su Lynx robado en el aeródromo abandonado donde Rufus los había dejado. No se esperaban encontrar a Rufus aún allí. Él les había dicho que, tras dejarlos, se dirigiría a Francia para unirse a Knight. Pero, cuando aterrizaron, vieron al Cuervo Negro estacionado en el interior de un viejo hangar, rodeado por coches de la policía secreta con luces estroboscópicas en los techos. Rufus estaba junto a su avión con gesto triste, impotente, rodeado por seis miembros de la policía secreta ataviados con gabardinas y una sección de Marines Reales. Madre y Libro fueron apresados tan pronto como aterrizaron. Uno de los hombres con gabardina se acercó a ellos. Era joven, pulcro, y sostenía un móvil en la mano como si estuviera en mitad de una llamada. Cuando habló, su acento resultó ser estadounidense. —¿Sargentos Newman y Riley? Soy Scott Moseley, departamento de Estado de los Estados Unidos de América, delegación de Londres. Tenemos entendido que están ayudando al capitán Shane M. Schofield, del Cuerpo de Marines de Estados Unidos, en su intento por evitar una cacería humana internacional. ¿Es correcto? Libro y Madre se quedaron blancos. —Mmm, sí… Eso es —dijo Libro II. —El Gobierno de Estados Unidos ha sabido de la existencia de esta cacería. A juzgar por la información de que disponemos en este momento, hemos evaluado los presumibles motivos de ello y hemos llegado a la conclusión de que mantener al capitán Schofield con vida es de suprema importancia para el país. ¿Saben dónde está?

—Puede —dijo Madre. —Entonces, ¿de qué va todo esto? —preguntó Libro II—. Háblenos de esta gran conspiración. El rostro de Moseley se enrojeció. —No conozco los detalles —admitió. —Oh, vamos —gruñó Libro II—. Tiene que darnos algo más que eso. —Por favor —rogó Moseley—. Yo solo soy el mensajero. No tengo autorización para conocer la historia completa. Pero, créanme, no estoy aquí para entorpecer sus esfuerzos. Todo lo que me han dicho es esto: la persona o personas detrás de esta cacería tiene la capacidad, y quizás el deseo, de destruir a los Estados Unidos de América. Es todo lo que se me ha comunicado. Más allá de eso, yo no sé nada. »Lo que sí sé es que estoy aquí obedeciendo órdenes directas del presidente de Estados Unidos y mis órdenes son estas: ayudarlos. Del modo que sea necesario. Adonde quieran ir. Cualquier cosa que necesiten para contribuir a que el capitán Schofield siga con vida, estoy autorizado a concedérselo. Si quieren armas, suyas son. Si necesitan dinero, dispongo de él. Qué demonios, si quieren el Air Force One para llevarlos a cualquier parte del mundo, está a su disposición. —Genial… —exclamó Madre. —¿Cómo sabemos que podemos confiar en usted? —preguntó Libro II. Scott Moseley le pasó a Libro su móvil. —¿Hola? —dijo Libro por él. —¿Sargento Riley? —llamó una voz firme al otro lado de la línea. Libro II la reconoció al momento y se quedó helado. Había conocido al dueño de esa voz durante el caos acontecido en el Área 7. Era la voz del presidente de Estados Unidos. Era cierto. —Sargento Riley —dijo el presidente—. La totalidad de los recursos del Gobierno estadounidense están a su disposición y mando. Cualquier cosa que necesite, solo tiene que decírselo al subsecretario. Tienen que mantener a Shane Schofield con vida. Ahora tengo que dejarle. A continuación colgó. —Bien —dijo Libro, y emitió un silbido de asombro. —¿Y bien? ¿Qué necesitan? —preguntó Scott Moseley. Madre y Libro intercambiaron miradas. —Vaya usted —decidió Libro—. Salve a Espantapájaros. Voy a averiguar de qué va todo esto. —Entendido —acató Madre. Se giró rápidamente, señalando a Rufus pero dirigiéndose a Moseley.

—Lo necesito a él. Y su avión, lleno de combustible. Además de autorización para salir de Inglaterra. Sabemos dónde está Espantapájaros y quiero llegar a él rápido. —Puedo organizarlo todo… —comenzó a decir Moseley. —Sí, pero todavía no confío en usted —gruñó Madre—. En Rufus sí confío. Y es tan rápido como el que más. —De acuerdo. Hecho. —Scott Moseley asintió a uno de sus hombres—. Llenen el depósito. Despejen el espacio aéreo. Moseley se volvió hacia Libro. —¿Qué hay de usted? Pero Libro no había terminado de hablar con Madre. —Eh, Madre. Buena suerte. Sálvelo. —Haré todo lo que esté en mi mano —aseguró Madre. A continuación corrió junto a Rufus y el Sukhoi. Tras unos minutos, con el depósito ya lleno, el Cuervo se elevó en el cielo y desapareció en la distancia con sus posquemadores refulgiendo. Solo cuando se hubo marchado, Libro II se giró para mirar a Scott Moseley. —Necesito un reproductor de vídeo —dijo.

4.4

El coche de Schofield rugía a lo largo de la costa noroeste de Francia. La carretera que salía de la fortaleza de Valois era conocida como la Grande Rue de la Mer (la Gran Carretera Marítima). Tallada en los acantilados desde los que se dominaba el océano Atlántico, era una carretera costera espectacular: asfalto serpenteante flanqueado por barreras de protección de hormigón encaramadas a una altura de ciento veinte metros, traicioneros puntos ciegos y túneles ocasionales excavados en afloramientos rocosos.

A decir verdad, dado que los veinticinco kilómetros del terreno que rodeaba la fortaleza de Valois pertenecían a Jonathan Killian, se trataba de una carretera privada. Se bifurcaba en dos puntos en sendas carreteras laterales: una en dirección ascendente, hacia la pista de aterrizaje privada de Killian, mientras que la segunda descendía hasta la misma orilla del mar, proporcionando acceso así al cobertizo para barcas. El WRX azul eléctrico de Schofield corría por la carretera marítima a ciento ochenta kilómetros por hora. Su motor no rugía sino que zumbaba debido a su turbocompresor. Con su potente sistema de tracción a las cuatro ruedas, el coche era perfecto para las cortas y estrechas curvas de la Gran carretera marítima. Tras él, y avanzando igualmente a gran velocidad, iban los cinco coches de ExSol: el Porsche, el Ferrari y los tres Peugeot.

—¡Knight! —gritó Schofield por su micro de cuello—. ¿Está ahí? Estamos… esto… en un pequeño apuro. —Voy de camino —fue la calma respuesta que obtuvo. En ese mismo momento, a un kilómetro y medio tras el WRX de Schofield y bastante por detrás de la persecución, un último coche salió disparado de la fortaleza de Valois y cruzó su puente levadizo. Era un Lamborghini Diablo V12. Alerón trasero. Superbajo. Supersofisticado. Superveloz. Y de color negro, por supuesto. Schofield encendió su sistema de radio por satélite. —¡Libro! ¡Madre! ¿Me reciben? Madre respondió de inmediato. —Estoy aquí, Espantapájaros. —Ya no estamos en el castillo —dijo Schofield—. Estamos en la carretera que sale de él. En dirección norte. —¿Qué ha ocurrido? —Todo iba bien, pero entonces llegaron todos los hijos de puta del universo. —¿Ya has destruido todo? —Aún no, pero estoy planteándomelo. ¿Estás de camino? —Ya casi estoy allí. Voy con Rufus en el Cuervo. Libro se quedó en Londres para averiguar más de esta cacería. Estoy a unos treinta minutos. —Treinta minutos —dijo Schofield en tono grave—. No estoy seguro de que aguantemos tanto. —Tienes que hacerlo, Espantapájaros, porque tengo mucho que contarte. —Hazme un resumen. En veinticinco palabras más o menos —le pidió Schofield. —El Gobierno estadounidense está al tanto de esta cacería y está tirando la casa por la ventana para mantenerte con vida. Te has convertido en una especie en vías de extinción. Así que mueve tu culo a territorio estadounidense. Una embajada, un consulado. Lo que sea. Schofield tomó una estrecha curva y de repente se encontró con la imagen del tramo de la carretera que tenía ante sí. La Gran carretera marítima se extendía en la distancia, girando y retorciéndose aferrada a los acantilados costeros. —¿El Gobierno estadounidense quiere ayudarme? —preguntó Schofield—. Según mi experiencia, el Gobierno estadounidense solo ayuda al Gobierno estadounidense. —Esto… Espantapájaros —dijo Gant, interrumpiéndolo—. Tenemos un problema. —¿Qué? —Schofield se giró para mirar hacia delante—. Mierda. ExSol se nos ha adelantado… A casi un kilómetro por delante de ellos, la Gran carretera se bifurcaba: había una carretera lateral a

la derecha, en dirección al acantilado. Era la que daba a la pista de aterrizaje, y en esos momentos dos enormes camiones semirremolque (sin el remolque) estaban descendiendo por la pronunciada pendiente a una velocidad considerable, hacia el coche de Schofield y Gant. En el aire, por encima de los dos camiones, flotaba un aerodinámico helicóptero Bell Jet Ranger con «AXON CORP» escrito en sus flancos, también proveniente de la dirección de la pista de aterrizaje. Han avisado por radio a ExSol, pensó Schofield, y han enviado a todo aquel que han podido desde la pista de aterrizaje. —¡Esos camiones vienen directos a nosotros! —exclamó Gant. —No —dijo Schofield—. No van a embestirnos. Van a bloquear la carretera. Los dos semirremolques llegaron a la intersección del camino de la pista de aterrizaje y la Gran Carretera Marítima y se colocaron de lado, deteniéndose a la vez, cubriendo la carretera. Bloqueándola por completo. —Madre —dijo Schofield por la radio—. Tengo que dejarte. Por favor, ven tan pronto como puedas. El WRX siguió avanzando por el lado del acantilado, acercándose con rapidez a los dos semirremolques. Entonces, a ciento ochenta metros de la barrera de camiones, Schofield pisó los frenos y las ruedas del WRX chirriaron hasta detenerse. Un callejón sin salida. Dos camiones. Un coche de rali. Schofield miró por su espejo lateral; el grupo de cinco coches de ExSol se acercaba velozmente a él. Tras los coches de ExSol se alzaba el gigantesco castillo de piedra, oscuro y sombrío, cuando, de repente, dos helicópteros emergieron delante de la fortaleza y se dispusieron también a seguirlos. Dos helicópteros Mi-34 de los Skorpion de Zamanov. —Entre la espada y la pared —dijo Schofield. —¡Y menuda pared! —exclamó Gant. Schofield maniobró el coche para colocarlo recto de nuevo. Sus ojos contemplaron la escena: dos camiones, el helicóptero de Axon, paredes rocosas escarpadas a la derecha, una caída de ciento veinte metros a la izquierda protegida por una barrera baja de hormigón. La barrera, pensó. —Tenemos a los coches casi encima… —le avisó Gant. Pero Schofield seguía contemplando la barrera de seguridad. El helicóptero se alzaba justo a la altura de la carretera. —Podemos hacerlo —dijo en voz baja mientras entrecerraba los ojos. —¿Hacer qué? —Gant se volvió, alarmada.

—Agárrate. Schofield pisó el acelerador. El WRX salió despedido hacia los camiones. El coche alcanzó gran velocidad, ayudado por su tracción a las cuatro ruedas, mientras su turbocompresor zumbaba con fuerza. Sesenta kilómetros por hora se convirtieron en ochenta… Cien… Ciento veinte… El WRX se acercaba a los camiones. Sus dos conductores, hombres de ExSol que habían estado esperando en la pista de aterrizaje, intercambiaron miradas. Pero ¿qué estaba haciendo ese tío? Y entonces, de repente, Schofield giró a la izquierda… pegando el coche a la barrera de hormigón. Iiiiiiiiiiiiiiiii. El WRX golpeó la barrera y las ruedas de su lado izquierdo chirriaron contra esta, haciendo que todo el lado izquierdo del coche se elevara un poco de la carretera… … Hasta subirse a la barrera. Sus ruedas izquierdas se levantaron del asfalto. En ese momento rodaban por encima de la barrera de hormigón, de manera tal que el coche se desplazaba en un ángulo de cuarenta y cinco grados. El interior del coche se ladeó. —¡Sigue sin haber espacio suficiente! —gritó Gant mientras señalaba al camión estacionado junto a la valla. Tenía razón. —¡Aún no he acabado! —gritó Schofield. Y entonces giró bruscamente el volante a la derecha. La respuesta fue inmediata. El WRX comenzó a dar bandazos, la parte delantera hacia la derecha y la trasera a la izquierda, zarandeándose peligrosamente hacia el océano hasta que finalmente su sección trasera se deslizó… … Por el borde de la barrera de seguridad. Las ruedas traseras del WRX pendían en esos momentos a ciento veinte metros por encima del océano. Pero el coche seguía moviéndose con rapidez, seguía derrapando hacia delante, con su parte inferior deslizándose sobre la parte superior de la barrera de seguridad, sus ruedas delanteras colgando del lado de la barrera que daba a la carretera y sus ruedas traseras suspendidas sobre el océano… de manera que en esos momentos ninguna de sus ruedas tocaba el suelo.

—¡Aaaah! —gritó Gant. El WRX derrapó lateralmente a lo largo de la barrera de seguridad, con su peso casi perfectamente equilibrado, su parte inferior chirriando y levantando una ráfaga de chispas hasta que, para sorpresa del conductor del camión, dejó atrás los camiones, metiéndose en el hueco formado entre el camión y la barrera, un hueco que hasta ese momento había sido demasiado estrecho como para que pasara un coche. Pero entonces ocurrió lo inevitable. Con una fracción más de su peso colgando del lado exterior de la barrera, el coche (a pesar de su impulso) comenzó a inclinarse hacia abajo. —¡Vamos a caer! —gritó Gant. —No, no lo haremos —dijo Schofield con calma. Tenía razón. Pues, justo en ese momento, la parte trasera del coche se golpeó a gran velocidad contra el morro del helicóptero de Axon, que se cernía inmóvil al otro lado de la barrera. La sección posterior del coche rebotó contra el morro del helicóptero a gran velocidad, cual pinball, y el impacto fue lo suficientemente potente como para levantar al WRX por encima de la barrera y devolverlo a la carretera… al otro lado de la barricada conformada por los camiones. Tal como Schofield había planeado. Las ruedas del WRX tocaron de nuevo el asfalto y recuperaron su tracción. El coche siguió avanzando. Justo a tiempo. Porque, un segundo después, los dos camiones se movieron para dejar que los cinco coches de ExSol pasaran entre ellos, como balas saliendo de un arma, a la captura de Schofield.

4.5

Los tenían encima. Los dos coches deportivos europeos que ExSol había cogido prestados de Jonathan Killian (el Ferrari rojo y el Porsche plateado; bajos, aerodinámicos y vertiginosamente rápidos) estaban pisándole los talones a Schofield. Los dos mercenarios a bordo del Porsche hicieron pleno uso del techo descapotable: les permitía que un hombre se pusiera de pie y disparara al WRX de Schofield. El que disparaba desde el Ferrari tenía que asomarse por la ventana del copiloto. Cuando la luna trasera del WRX se hizo añicos por los disparos enemigos, Gant se volvió para mirar a Schofield. —¿Puedo preguntarte una cosa? —gritó. —¡Claro! —¿Hay alguna, no sé, escuela secreta donde enseñan cosas así? ¿Una autoescuela para desafiar a la muerte? —A decir verdad, lo llaman «conducción ofensiva» —respondió Schofield mientras miraba por encima de su hombro—. Se trata de un curso especial en Quantico impartido por un sargento de artillería retirado llamado Kris Hankison. Hank dejó los marines en 1991 y se convirtió en un especialista de conducción en Hollywood. Gana un dineral. Pero cada dos años, como una especie de favor al Cuerpo, imparte ese curso a los marines asignados al Batallón de la Guardia de Seguridad Marine. Me invitaron el año pasado. Si esto te ha parecido bueno, no te imaginas lo que Hank puede hacer sobre cuatro ruedas… ¡Brrrrrr! Una ráfaga de balas impactó en la carretera tras el WRX de Schofield, destrozando el asfalto e impactando en la puerta del conductor. Un segundo después, uno de los Mi-34 de los Skorpion rugió por encima de ellos. Pero entonces la carretera torció a la derecha, pegada al acantilado, y el helicóptero continuó recto mientras que el WRX salió de su línea de fuego cuando… ¡Bum! La pared rocosa derecha de la carretera estalló, levantando una espectacular nube de tierra tras el

coche de rali. —Pero ¿qué…? —Schofield se giró, buscando el origen de la explosión. Y lo encontró. —Oh, esto no puede estar pasando… —murmuró. Vio un buque de guerra acercándose a la costa, separándose de un grupo de buques de guerra que se vislumbraban en el horizonte. Era un destructor francés de la clase Tourville y estaba disparándoles obuses. A cada disparo le acompañaba una columna de humo y un ruido tan sonoro que te retumbaba en el pecho: ¡Bum! ¡Bum! ¡Bum! Entonces, un segundo después… ¡Pum! ¡Pum! ¡Pum! Los proyectiles golpearon con dureza ese lado de la carretera, levantando tierra alrededor del coche de Schofield. Asfalto y tierra volaron por los aires, dejando unos cráteres letales tras de sí que ocupaban casi la mitad del camino. Tras el impacto del primer obús, el WRX logró rodear el borde del cráter y, al mirar abajo, Schofield vio que el proyectil había abierto un agujero semicircular en la carretera marítima que descendía hasta el mar. Los otros proyectiles cayeron sobre la carretera, a izquierda y derecha. Schofield respondió virando el coche a uno y otro lado, esquivando los cráteres de reciente creación por escasos milímetros. El helicóptero de Axon, que tenían tras de sí, comenzó a dar bandazos y a bambolearse, también intentando evitar los disparos letales del destructor. Pero a los dos Mi-34 de los Skorpion, más ágiles, no les importó. Siguieron con su persecución mientras sus cañones laterales hacían trizas la carretera. Y entonces Schofield dobló una curva y entró en un túnel situado en el carril del acantilado y los dos helicópteros rusos se elevaron rápidamente por encima del escarpado precipicio y, de repente, Schofield y Gant se vieron envueltos por el silencio. Aunque no por mucho tiempo. En el túnel, tras ellos, se acercaban los dos coches deportivos de ExSol (el Ferrari y el Porsche) con sus motores rugiendo y los copilotos disparando al WRX. Schofield giró a la izquierda, hacia el lado del túnel que daba al océano, y fue entonces cuando descubrió que ese subterráneo no era técnicamente un túnel, porque el muro que daba al mar no era tal. Consistía en una serie de finas columnas que permitían a los conductores disfrutar de las vistas mientras recorrían el pasadizo. Schofield asimiló la información en el mismo momento en que un helicóptero Skorpion apareció

desde el exterior de la línea borrosa de columnas y comenzó a disparar hacia el interior. Las balas impactaron en la carretera, en su coche y contra el muro más alejado. Schofield se colocó a la derecha, lejos de los disparos, y pegó su WRX al muro derecho del túnel en curva, perdiendo velocidad… … Y en cuestión de segundos los demás coches estaban encima de él: el Porsche golpeándole el parachoques trasero y el Ferrari dándole desde la izquierda, mientras sus pasajeros de ExSol les disparaban sin cesar. Los disparos impactaron en el WRX. La ventana del conductor se hizo añicos… … Justo cuando una forma letal apareció al final del túnel. El segundo helicóptero de los Skorpion, cerniéndose sobre la carretera, con sus lanzamisiles laterales apuntándolos, estaba listo para disparar. —Estamos muertos —dijo Schofield de un modo realista. Una llamarada salió disparada de uno de los lanzamisiles cuando, sin previo aviso, el helicóptero estalló en el aire, alcanzado por un obús del destructor francés. El misil del Mi-34 también estalló, pues no había llegado a salir del lanzador. El impacto del obús naval al helicóptero fue tal que este se estrelló contra el borde de la carretera, donde se combó como una lata de conservas antes de precipitarse a una caída de ciento veinte metros. Schofield tenía la sensación de que no había sido un ataque deliberado. El helicóptero se había interpuesto en la trayectoria del obús. —Ha estado cerca —suspiró Gant. —Un poco —admitió Schofield mientras su coche salía del túnel y dejaba atrás el punto donde el Mi-34 había caído, todavía encajonado contra el muro rocoso por los dos coches de ExSol. Los tres vehículos recorrieron un breve tramo de la carretera, pero entonces Schofield vio otro túnel ante ellos, a unos ciento ochenta metros… ¡Bang! El Ferrari golpeó el lado izquierdo del WRX, forzándolo a pegarse más a la pared rocosa. Schofield se aferró a su volante. El Porsche, mientras tanto, empujaba su parachoques trasero. Al principio Schofield no sabía por qué hacían eso, pero entonces miró hacia delante y vio que la entrada en forma de arco del siguiente túnel no estaba alineada contra ese muro, sino que sobresalía cerca de un metro ochenta de este. Y, si el Ferrari y el Porsche seguían teniendo al coche de Schofield y Gant aprisionado contra el muro y obligándolo a avanzar, este se daría de bruces contra el saliente. Schofield calculó que disponían de cinco segundos.

—Esto pinta muy mal… —se lamentó Gant. —Lo sé, lo sé —dijo Schofield. Cuatro segundos… Los tres coches siguieron avanzando en formación a lo largo de la estrecha carretera. Tres segundos… El Ferrari los empujó contra la pared rocosa a su derecha. Las ruedas derechas del WRX se elevaron ligeramente, rozándose contra el muro rocoso. Pero el Porsche tras ellos siguió empujándolos hacia delante. —Por favor, haz algo —le rogó Gant. Dos segundos… La entrada en forma de arco del túnel se aproximaba a toda velocidad hacia ellos. —De acuerdo… —dijo Schofield—. ¿Queréis jugar sucio? Juguemos sucio. Uno… Entonces, cuando el WRX estaba a punto de precipitarse a tremenda velocidad contra la entrada en forma de arco del túnel, Schofield dejó que el Ferrari lo empujara más hacia la pared, haciendo que el WRX se elevara cerca de sesenta grados. En esos momentos sus ruedas derechas rodaban en el muro propiamente dicho. Entonces el tiempo se ralentizó y Schofield hizo lo imposible. Dejó que el WRX siguiera ascendiendo por la pared rocosa de modo que, a cinco metros de la entrada del túnel, el coche de rali subió demasiado… y rodó… a la izquierda, dándose la vuelta por completo… de manera que aterrizó, sobre su capota… en el techo del Ferrari que corría a su lado. Y así, durante el más breve de los instantes, el WRX y el Ferrari avanzaron techo con techo, las ruedas del WRX apuntando hacia arriba y su techo descansando momentáneamente en el techo del Ferrari, mucho más bajo que el coche de rali. Y entonces el tiempo se aceleró de nuevo y el WRX rodó y cayó de encima del Ferrari, volteándose de nuevo a su posición inicial, a salvo por el momento, en el carril que daba al océano, a la izquierda del coche rojo, por lo que Gant y Schofield accedieron al túnel dejando al Ferrari a su derecha. El Porsche, por desgracia, no tuvo ninguna opción. Su intención había sido apartarse en el último momento. Su conductor, sin embargo, jamás se habría imaginado que Schofield rodaría por encima de la parte superior del Ferrari. Cuando Schofield hizo tal cosa, el conductor del Porsche se quedó contemplando su hazaña demasiado tiempo. Y así, fue el Porsche el que se golpeó con la entrada en forma de arco a vertiginosa velocidad. Estalló en una bola de fuego al instante. El Ferrari fue algo más afortunado, pero solo algo. Tras haber rodado al otro lado, Schofield comenzó a golpearlo contra la pared del túnel. Y lo hizo mucho mejor que ellos, pegándose al morro del Ferrari y haciendo que se golpeara de lleno contra la

pared derecha del túnel y comenzara a dar tumbos y vueltas de campana en el reducido espacio del subterráneo cual juguete zarandeado por un niño, casi rozando sus paredes antes de detenerse sobre su techo abollado. Sus ocupantes ya estaban muertos.

4.6

Schofield y Gant salieron cual bólido del túnel en el mismo momento en que el segundo Mi-34 Skorpion se colocaba junto a ellos, volando en paralelo por el lado del acantilado con un francotirador en su puerta derecha disparándoles sin piedad. Una cosa estaba clara: si bien Schofield conducía su coche todo lo rápido que podía, el helicóptero estaba avanzando a velocidad de crucero. —¡Zorro! —gritó Schofield—. Tenemos que librarnos de ese helicóptero. ¡Dispara a ese tirador! —Con mucho gusto —dijo Gant—. ¡Échate hacia atrás! Schofield lo hizo y Gant sacó su Desert Eagle y disparó a través de la ventana del conductor al helicóptero. Dos disparos. Los dos dieron en el blanco. Y el francotirador cayó… del helicóptero. Pero estaba atado a una cuerda de seguridad así que, tras metro y pico de caída, su cuerda se tensó y frenó su desplome. —¡Gracias, nena! —gritó Schofield mientras observaba la figura que colgaba del helicóptero. De repente, Gant chilló: —¡Espantapájaros! ¡Mira! ¡Otra bifurcación! Se volvió hacia delante y vio una nueva bifurcación en el camino, esta vez a la izquierda, descendente, mientras que la carretera marítima proseguía a su derecha. Izquierda o derecha, pensó. Escoge un lado. Una ráfaga de obuses del destructor francés impactó en el lado derecho de la pista. Izquierda entonces. Giró el coche a la izquierda y, con el estridente chirrido de sus ruedas, descendió por la empinada carretera lateral. El helicóptero los siguió. A casi un kilómetro de Schofield, Aloysius Knight recorría la Gran carretera marítima con su reluciente Lamborghini Diablo negro. Los dos camiones semirremolque que habían conformado la barrera instantes antes avanzaban a la par por delante de él mientras que, más allá, vio los tres Peugeot con el logo de Axon que los hombres de ExSol habían cogido del castillo.

Y, a menos de cincuenta metros tras los Peugeot, vio el WRX azul de Schofield alcanzar una bifurcación de la carretera, acosado por el restante helicóptero de los Skorpion. Knight miró un instante a la izquierda, al destructor situado en el agua, justo cuando dos sombras atravesaron el aire por encima del buque de guerra en dirección a la carretera costera. Parecían cazas provenientes del portaaviones que podía divisarse en el horizonte. Oh, oh, pensó Knight. Volvió a mirar hacia delante en el mismo instante en que Schofield giraba a la izquierda y desaparecía por una carretera lateral dispuesta en el lado del acantilado. Y entonces los perseguidores de Schofield hicieron algo muy extraño: se dividieron. Solo uno de los Peugeot siguió a Schofield por la carretera lateral. Los otros dos continuaron por el lado derecho, por la carretera marítima, esquivando un nuevo cráter en el asfalto. Entonces los dos camiones llegaron a la bifurcación y se fueron a la izquierda. Siguieron a Schofield. Un movimiento coordinado, pensó Knight. Tienen un plan. Y entonces fue Knight el que llegó a la bifurcación y, sin dudar, dirigió el Lamborghini a la carretera de la izquierda, descendiendo por la pendiente tras Schofield. El WRX de Schofield descendió la empinada carretera que daba al cobertizo para botes, esquivando puntos ciegos y doblando estrechas curvas. Mientras avanzaba, una ráfaga de disparos golpeaba sus flancos y las paredes rocosas a su alrededor (seguían siendo atacados por el Mi-34 que volaba bajo tras ellos, disparando al WRX con sus ametralladoras laterales). El francotirador muerto pendía inerte de su puerta lateral abierta y su cuerpo se balanceaba de un lado a otro, en ocasiones golpeándose contra la carretera y dejando su sangre en el asfalto. Más disparos provenían del Peugeot amarillo que había seguido a Schofield por esa carretera, efectuados por un mercenario asomado por la ventanilla del copiloto con un fusil de asalto Steyr. A unos ciento ochenta metros tras ellos, Knight también estaba conduciendo a gran velocidad. Su Lamborghini rebasó sin problemas a los dos semirremolques con un fluido movimiento en «S», antes siquiera de que se percataran de que estaba allí. Knight se colocó tras el Peugeot e intentó adelantarlo por la derecha, pero el vehículo lo bloqueó. Probó por la izquierda y, en un movimiento muy temerario, adelantó al Peugeot amarillo por el lado de la carretera que daba al océano. El Lamborghini pasó al coche de rali y el conductor de este miró a la izquierda justo cuando el Diablo pasaba a su lado cual masa borrosa negra y una granada M-67 entraba por la ventanilla abierta del conductor. El Lamborghini aceleró y el Peugeot estalló en una bola de fuego. El Peugeot en llamas no logró tomar la siguiente curva y se estampó contra la valla de seguridad y cayó (una caída lenta y larga que culminó mucho más abajo, en el océano Atlántico).

El Lamborghini de Knight estaba en esos momentos a dieciocho metros por detrás del WRX y el Mi-34. Knight vio que Schofield estaba en esos momentos en un tramo recto de la carretera que terminaba en un túnel, desde el que se accedía a un enorme cobertizo para botes y barcas. —¡Schofield! —gritó Knight por su radio—. ¡No dispare atrás! ¡El del Lamborghini soy yo! —El Lamborghini. ¿Por qué no me sorprende? —dijo la voz de Schofield—. Me alegro de que se haya unido a nosotros. ¿Puede hacer algo con ese maldito helicóptero? Knight contempló la escena: vio el WRX azul de Schofield delante, acercándose con rapidez al túnel; la parte inferior del Mi-34 justo detrás del WRX y al francotirador colgando, balanceándose y golpeándose contra la carretera justo por delante de su Diablo. Helicóptero – francotirador – túnel, pensó. Todo lo que necesitaba era un vehículo de escape. Knight miró por su espejo retrovisor: vio al primer camión, un Mack, con su capó alargado, avanzar por la carretera tras él. Muchas gracias. —Aguante, Schofield, tengo a ese cabrón. Aceleró, colocando el Lamborghini bajo el helicóptero, sin que este lo viera. Entonces, con un golpe brusco, cargó contra el cuerpo colgante del francotirador, de manera que el cadáver rebotó contra el capó y a continuación contra la capota replegada del Diablo. Knight sacó un par de esposas, el instrumento más valioso de un cazarrecompensas, y esposó el arnés de seguridad del francotirador muerto al volante de su Lamborghini. A continuación activó el control de velocidad, se levantó de su asiento y comenzó a trepar por el coche. En ese momento, el Mack lo alcanzó y golpeó la parte trasera del Lamborghini. Pero Knight estaba listo para el impacto y, cuando los dos vehículos chocaron, corrió por la sección trasera plana del Lamborghini, disparando con su pistola al parabrisas del Mack y matando a su conductor, y a continuación saltó de la parte trasera del coche al morro alargado del Mack. En cuestión de segundos, atravesó el parabrisas roto y se sentó en el asiento del conductor, tomó las riendas del camión y se dispuso a contemplar el espectáculo en primera fila. El WRX de Schofield entró en el túnel a los pies de la colina. El helicóptero Skorpion, consciente de que tenía que ir por encima del subterráneo y reanudar su persecución al otro lado, se elevó, o más bien intentó elevarse. Pero el ligero Mi-34 no podía elevarse debido al peso del Lamborghini que soportaba en esos momentos. El piloto del Skorpion fue consciente de las implicaciones demasiado tarde. El Lamborghini sin conductor se precipitó al interior de la entrada del túnel, mientras el helicóptero

se elevaba sobre él y, para horror del piloto, la cuerda vertical que conectaba los dos vehículos se tensó y… dobló… al acceder a la entrada del túnel. El helicóptero y el Lamborghini se unieron cual tijera. El Diablo se elevó del suelo y salió despedido hacia arriba, chocándose contra el techo del túnel, combándose en un segundo. Por su parte, el Mi-34 se vio arrastrado hacia abajo por la cuerda y se dio de bruces contra las rocas situadas encima del túnel y a continuación estalló en una lluvia de fuego y escombros. Knight, al volante del Mack, lo presenció todo y se metió en el túnel, dejando atrás los restos del Lamborghini.

4.7

Schofield salió al otro extremo del túnel y comenzó a subir por la montaña. Tomó una curva, vio la empinada carretera ante él (montones de giros y puntos ciegos y, en la parte superior, los otros dos Peugeot amarillos que habían tomado la carretera). Habían cogido la ruta más corta y les habían tomado la delantera, de manera que en esos momentos estaban descendiendo por la carretera para provocar un choque frontal con Schofield y Gant. El WRX de Schofield subió por la montaña, en esos momentos seguido por solo dos vehículos, los dos camiones: el Mack de Knight con su morro alargado y el segundo, un Kenworth de frente respingón. Pero entonces el WRX tomó una curva ciega y se topó con una imagen inesperada: un caza, con su amenazador morro apuntando hacia abajo y un arsenal de misiles colgando de sus alas. Schofield lo reconoció al instante: era un Dassault Mirage 2000N-II, el equivalente francés del Harrier. El Dassault Mirage 2000N-II, una variante del estándar Mirage 2000N, era un caza de reacción que solo se hallaba en los portaaviones franceses más nuevos y de mayores dimensiones. Se parecía mucho al Harrier, compacto y encorvado, con sus tomas de aire semicirculares a ambos lados de una cabina con capacidad para dos personas. El Mirage comenzó a disparar y una ráfaga de balas trazadoras impactó en las paredes rocosas situadas justo encima del coche de Schofield. Schofield pisó el acelerador y dejó atrás el avión mientras este giraba en el aire y su ráfaga de disparos le pisaba los talones, pero tomó otra curva justo cuando algunas de las trazadoras impactaron en su parachoques trasero. —Toma el volante, rápido —le ordenó Schofield a Gant. Gant se colocó en el asiento del conductor. Mientras, Schofield se metió la mano en el bolsillo y sacó unas balas, las de la franja naranja que le había dado Knight. —Para personas, no. Para aviones caza, sí —dijo mientras cargaba las balas en el cargador de su Desert Eagle. Terminó en el mismo momento en que un segundo Mirage se colocaba sobre la carretera justo delante de ellos y abría fuego. Pero en esos momentos Schofield ya estaba en condiciones de responderlos. Se asomó por la ventanilla del copiloto, se sentó en la pieza de apoyo y apuntó con su Desert Eagle. Las balas del Mirage estaban arrasando el tramo de carretera situado delante del WRX justo cuando

Schofield comenzó a disparar repetidamente al avión, alcanzando sus dos tomas de aire al mismo tiempo que algunas de las balas trazadoras del caza atravesaban el parabrisas del WRX. Las balas con gas expansivo de Schofield hicieron su trabajo. Cuando las primeras impactaron en los ventiladores de aspiración del Mirage, sus gases internos estallaron hacia fuera, haciendo pedazos las hélices de los ventiladores, combándolas, haciendo que interfirieran entre sí y que el avión comenzara a entrar en pérdida y también que las balas posteriores entraran directamente a los motores y explotaran en el interior de las altamente volátiles cámaras de inyección de combustible. Dos pequeñas balas fueron suficientes para destruir un avión de seiscientos millones de dólares. Al comenzar a fallarle los motores, el Mirage empezó a dar vueltas frenéticamente en el cielo, disparando balas trazadoras en todas direcciones, antes de estallar en un millón de pedazos, rociando todo de fuego líquido, para posteriormente precipitarse al vacío y aterrizar en la carretera a cuarenta y cinco metros por delante del WRX. Schofield volvió a meterse por la ventana del copiloto… … Y vio a Gant desplomada contra la puerta. La sangre le salía a borbotones de una herida gigante en su hombro izquierdo. En el asiento del conductor, tras ella, podía verse un enorme agujero de cinco centímetros que encajaba con el emplazamiento de su herida. Había sido alcanzada por una de las balas trazadoras del Mirage. —Oh, no —murmuró Schofield. Se colocó en el asiento y pisó el freno. El WRX chirrió y se detuvo inmediatamente, a poca distancia de los restos del Mirage. —¡Zorro! —gritó—. ¡Libby! Abrió los ojos con dificultad. —Duele… —gimió. —Vamos. —Schofield abrió la puerta de una patada y la sacó en brazos. Entonces dijo por su radio—: ¡Knight! ¡Dónde está! —Estoy en el primer camión. Tengo otro cerca, detrás de mí. ¿Dónde…? Espere, los veo. —Zorro ha sido alcanzada. Necesitamos que nos recoja. —Cuando llegue, suban rápido, porque voy a tener al otro camión pegado al culo. Y entonces Schofield vio a Knight: vislumbró el morro alargado del Mack subiendo la pendiente con rapidez. Con un chirrido de sus frenos, el Mack se detuvo delante del WRX. Knight abrió la puerta y Schofield subió a Gant y luego se montó él. Knight cambió la marcha y pisó el acelerador un instante antes de que el Kenworth de morro respingón apareciera tras la curva, acercándose a toda velocidad. El Mack pasó por encima de los restos del Mirage, desperdigados por la carretera, y fue alcanzando velocidad. El segundo camión avanzó también por encima de los restos del Mirage antes de golpear

con dureza la parte trasera del camión de Knight, que todavía estaba ganando velocidad. Knight, Schofield y Gant se precipitaron hacia delante por el impacto. Knight y Schofield se miraron y dijeron al mismo tiempo: —¡Tenemos dos coches acercándose desde delante! Los dos se quedaron callados. Imágenes gemelas. —¡Qué le ha pasado! —gritó Knight. —Ha sido alcanzada por los disparos de un caza —dijo Schofield. —Oh. Los dos camiones siguieron avanzando mientras sus chimeneas despedían un humo negro. Entonces, de repente, divisaron cómo los dos coches amarillos tomaban una curva justo delante del camión de Schofield y Knight y descendían por la misma pendiente. Los dos vehículos tenían hombres apostados en las ventanillas de los copilotos y estos blandían AK-47. Para el caso, bien podían estar disparándoles con una cerbatana. El gigantesco Mack se abalanzó sobre el Peugeot izquierdo, haciéndolo pedazos, mientras que el segundo coche de rali de Axon se apartó del camino, golpeándose contra la pared rocosa de la carretera y derrapando antes de lograr detenerse. Los dos camiones pasaron de largo. El Mack llegó a la parte superior de la montaña y retomó la carretera principal en una intersección. El Kenworth estaba justo detrás, seguido de cerca por el restante Peugeot. Retomando la persecución, el coche de rali accedió a la carretera principal una fracción de segundo antes de que, ¡bum!, toda la bifurcación estallara en una nube de tierra, alcanzada por un obús del omnipresente destructor francés. Los dos camiones tomaron una curva, dejando el océano a su izquierda, cuando de repente se toparon con la entrada de otro túnel por el carril del acantilado. Ese pasadizo se doblaba en una larga curva a la derecha, pegado a la pared del acantilado, y sin duda era mucho más largo que el resto de los túneles previos. El Mack entró en el subterráneo a noventa kilómetros por hora justo cuando, detrás, el Peugeot se colocó a la altura del Kenworth y el hombre apostado en la ventanilla del coche le lanzó una ráfaga de disparos a las ruedas traseras del Mack. Los neumáticos estallaron y comenzaron a golpearse contra la carretera y la sección trasera del camión comenzó a dar coletazos. Momento en el que el camión Kenworth aprovechó su oportunidad y comenzó a acelerar. —¡Se acercan! —advirtió Schofield a gritos. En los confines del túnel, el camión de morro respingón se acercó al flanco derecho del Mack. —Yo me encargo —dijo Knight—. Tenga el volante. Knight saltó del asiento del conductor y se dirigió a un compartimento trasero donde había una

cama. Allí disparó rápidamente dos veces a la ventana posterior, que daba a la sección plana del camión donde se conectaba el remolque. En cuestión de segundos había desaparecido por la ventana, recibido por un viento atronador. Los dos camiones avanzaban pegados por el túnel en curva, dejando atrás las columnas que daban al océano. Schofield conducía mientras miraba a Gant. Estaba gravemente herida. Se oyó un estallido desde algún punto cercano y Schofield se volvió. El segundo Mirage estaba tras las columnas a su izquierda, disparándoles. Esto no pinta bien, pensó Schofield. Y entonces el camión del morro respingón se colocó junto al suyo por la derecha. Vio a dos hombres de ExSol en el interior de la cabina y, cuando se colocaron a la altura del Mack, el copiloto pasó por encima del conductor y abrió la puerta más cercana al Mack. Iba a saltar. Schofield levantó su Desert Eagle en respuesta. Clic. No le quedaba munición. —¡Mierda! El hombre de Executive Solutions sorteó el hueco entre los dos camiones y aterrizó en el peldaño exterior de la puerta del copiloto del Mack. Apuntó con su ametralladora a la ventana, un disparo imposible de fallar… … Al mismo tiempo que Schofield sacaba el Maghook de su funda, lo apuntaba y apretaba el gatillo… ¡Pffff! El Maghook no disparó. Solo emitió un débil silbido. Se había quedado sin gas propulsor. —¡Maldita sea! —gritó Schofield—. ¡Esto nunca me había pasado! Se había quedado sin opciones. Gant y él eran blancos fáciles. El hombre de ExSol lo vio y su dedo se dispuso a apretar el gatillo. Momento en el que fue aplastado por su camión Kenworth, que lo golpeó con dureza contra el Mack, con tanta dureza que los dos camiones se elevaron momentáneamente por encima del suelo. El mercenario, impotente, estalló en una masa carmesí. Sus ojos se le salieron de las órbitas antes de desaparecer del campo de visión de Schofield y caer a la carretera bajo los dos camiones. Cuando el hombre desapareció de su vista, Schofield pudo ver al nuevo conductor del Kenworth: Aloysius Knight. Pues, cuando el mercenario de ExSol había saltado de la puerta del Kenworth al Mack, otra figura había cruzado en la otra dirección, desde la sección trasera del Mack a la sección trasera del Kenworth. Era Knight. En ese momento los dos camiones avanzaban juntos por el largo y curvado túnel, perseguidos tan

solo por el último Peugeot amarillo. Pero, con las llantas reventadas, el Mack de Schofield era peligrosamente inestable. Derrapaba y daba bandazos al intentar coger algo de tracción. Schofield habló por su radio. —¡Knight! ¡No puedo controlar este camión! ¡Tenemos que subir al suyo! —De acuerdo. Me acercaré. Envíeme a su dama. El Kenworth se acercó al Mack, prácticamente rozándole un lateral. Schofield aseguró el volante del Mack con el cinturón de seguridad. A continuación abrió de una patada la puerta del copiloto y comenzó a ayudar a Gant a moverse. Al mismo tiempo, Knight abrió la puerta del conductor y extendió la mano. De repente, disparos. Disparos que impactaron en los dos camiones. Pero tan solo eran disparos desesperados del Peugeot. Schofield le pasó a Gant, y Knight la cogió y la colocó con cuidado en el asiento del copiloto. Una vez Gant estuvo a salvo, Schofield se dispuso a saltar. Justo en ese instante, una impresionante ráfaga de balas trazadoras cortó horizontalmente el aire delante de él, creando una barrera letal cual láser, impidiéndole acceder al camión de Knight y Gant. Schofield se giró para mirar hacia delante y vio el origen de aquellos disparos. Observó que, al final del túnel en curva, la carretera torcía a la derecha, y contempló, cerniéndose amenazante en el aire justo en esa curva, al segundo Mirage 2000N-II, disparando con su minigun de seis cañones. Y entonces Schofield advirtió horrorizado que las balas trazadoras se precipitaban contra su camión y una inimaginable ráfaga de disparos impactaba en la rejilla de metal del Mack, dejándole millones de pequeñas abolladuras. Los motores del Mack se prendieron y el fluido hidráulico comenzó a verterse por todas partes. De pronto, Schofield no podía ver nada por el parabrisas. Pisó el freno; no funcionaba. Probó con el volante; funcionaba, pero muy poco, lo suficiente para que le dijera al caza: —Si caigo, tú caes conmigo. El Mack siguió avanzando por el túnel, junto con el otro camión. Y aun así los disparos del Mirage no cesaron. Los dos camiones llegaron al final del pasadizo, en esos momentos ya separados, y Aloysius Knight no tuvo otra opción que girar a la derecha, mientras que el Mack de Schofield, con el capó en llamas y los neumáticos traseros reventados, no pudo hacer otra cosa que seguir hacia delante, haciendo caso omiso de la curva. Schofield lo vio todo antes de que ocurriera. Y supo que no había nada que pudiera hacer.

—Dios mío… —dijo. Un segundo después, el Mack no pudo tomar la curva y se estampó contra la barrera de protección y salió disparado, por los aires, directo al caza Mirage.

4.8

El Mack voló por los aires trazando un impresionante arco, con el morro hacia arriba y sus ruedas girando, dejando tras de sí una columna de humo negro procedente de su capó en llamas. Pero ese arco concluyó abruptamente cuando el enorme camión se chocó a gran velocidad contra el caza Mirage, que se cernía inmóvil junto a la carretera. El camión y el avión colisionaron con una fuerza brutal y el Mirage comenzó a dar bandazos por la fuerza del impacto. El Mack, ya en llamas, voló por los aires y su capó se encajó en el morro del caza francés. Por su parte, el Mirage comenzó a dar tumbos y a continuación estalló en una cegadora bola de fuego. A continuación cayó del cielo, una caída de ciento veinte metros, con los restos del Mack incrustados en su morro, antes de chocar contra las olas con gran estrépito. Y, en medio de todo aquello, en medio de aquella maraña mecánica, sin una cuerda o un Maghook al que aferrarse, estaba Shane Schofield.

4.9

Knight y Gant lo vieron todo desde su camión conforme se alejaban de la carretera. Vieron que el Mack de Schofield chocaba contra la barrera de seguridad y se precipitaba hacia el Mirage, tras lo cual se produjo la tremenda explosión y la caída al océano. Nadie podría sobrevivir a un impacto así. A pesar de sus heridas, a Gant casi se le salieron los ojos de las órbitas. —Oh, Dios. Shane. No… —susurró. —Hijo de puta —murmuró Knight. Montones de pensamientos se agolparon en su mente. Schofield estaba muerto, un hombre que le habría reportado millones de dólares a Knight si lo hubiera mantenido con vida. ¿Qué hacía ahora? ¿Y qué hacía con esa mujer herida que ya no le servía de nada? Lo primero que tienes que hacer es salir de aquí con vida, dijo una voz en su interior. Y entonces, de repente, el último Peugeot sobrepasó al camión y siguió avanzando. Sorprendido, Knight miró hacia delante y vio la carretera que se alzaba ante él. En la siguiente curva, una estructura similar a un castillo pequeño conformaba un arco sobre la carretera. De piedra y rematada con almenas, era una torre de entrada de dos plantas que debía de tener la misma antigüedad que la fortaleza de Valois. Probablemente marcara el límite exterior del terreno de la fortaleza. En el lado más alejado de la torre, sin embargo, había un puente levadizo que cubría una sección de seis metros de espacio vacío en la carretera. Solo podía atravesarse si el puente estaba bajado. Y, en ese momento, lo estaba. Pero entonces el Peugeot llegó a la torre y uno de sus ocupantes se bajó y, de repente, ante los ojos de Knight, el puente levadizo comenzó a subir. —No… —dijo en voz alta—. ¡No! Pisó el acelerador. El Kenworth se dirigió hacia la torre de entrada medieval, ganando velocidad.

El puente levadizo estaba levantándose con la ayuda de sus cadenas de hierro. Iba a estar muy justo. El camión aceleró. El puente se levaba lentamente: treinta centímetros, sesenta, un metro… Los hombres del Peugeot abrieron fuego cuando el camión de Knight se dispuso a recorrer los últimos cuarenta y cinco metros. Knight se agachó. El parabrisas se hizo añicos. El puente levadizo siguió subiendo… … Y entonces el camión cruzó la entrada, dejando atrás a los hombres de ExSol… … Y corrió hacia la rampa, fácilmente a cien por hora, cuando se precipitó al extremo del puente y salió despedido, volando por encima del vertiginoso hueco de la carretera bajo el puente y… … El camión aterrizó en tierra firme de nuevo, dando uno, dos, tres botes antes de que Knight lograra recuperar el control. —Uau —suspiró aliviado—. Ha sido… ¡Pum! El tramo de carretera que tenía ante sí estalló en una nube de tierra. Un obús del destructor. Knight pisó los frenos y su camión derrapó hasta detenerse a escasos centímetros del reciente socavón de la carretera. Knight gimió. La carretera había desaparecido, se había evaporado, y la distancia hasta el otro lado del abismo era de al menos nueve metros. Gant y él estaban atrapados, flanqueados por delante y por detrás por sendos cráteres en la carretera. En ese momento, casi al unísono, el helicóptero de Axon, que había contemplado la persecución desde una prudente distancia muy por encima de la carretera, apareció junto a ellos. El piloto estaba hablando por la radio de su casco. —Joder —dijo Knight.

Quinto ataque Inglaterra – Francia – EE. UU. 26 de octubre, 14.00 horas (Inglaterra) 09.00 horas (Tiempo del Este, Nueva York, EE. UU.)

Debemos evitar la adquisición de la injustificada influencia, sea solicitada o no, del complejo militar-industrial. —Presidente Dwight D. Eisenhower Discurso de despedida. Enero, 1961

5.1

Embajada de Estados Unidos, Londres (Inglaterra) 14.00 horas (hora local) 09.00 horas (Tiempo del Este, Nueva York, EE. UU.) «Para ellos, la guerra contra el terrorismo no ha avanzado lo suficiente. Si bien los miembros del M-12 no planearon los ataques del 11 de Septiembre, no se confundan, están sacando pleno provecho de ellos…» El hombre que estaba hablando en la pantalla de televisión era Benjamin Y. Rosenthal, el agente del Mossad que había sido asesinado en el tejado de la torre King hacía una hora. Libro II observaba la tele atentamente. Tras él, de pie, estaba el tipo del departamento de Estado, Scott Moseley. En las mesas a su alrededor había documentos, cientos de documentos. Todo lo que Benjamin Rosenthal sabía del M-12 y su cacería mundial. Libro echó un nuevo vistazo a la montaña de documentos: Fotos de hombres llegando en limusinas a cumbres económicas. Transcripciones telefónicas grabadas de manera secreta. Archivos robados del departamento de Defensa estadounidense. Incluso dos documentos tomados de la Dirección General de la Seguridad Exterior de Francia, la famosa DGSE. Uno era un dosier de la DSGE relativo a varios de los principales empresarios del mundo que habían sido invitados a una cena privada con el presidente de Francia seis meses atrás. El otro era bastante más explosivo. Esbozaba la reciente captura por parte de la DGSE de veinticuatro miembros de la organización terrorista Global Jihad, que habían planeado estrellar un avión cisterna contra la Torre Eiffel. Al igual que Al Qaeda, Global Jihad era un grupo terrorista conformado por islamistas fanáticos que querían llevar el concepto de la guerra sagrada a una nueva dimensión.

El documento que Libro tenía en esos momentos en sus manos era especialmente importante porque uno de los líderes de Global Jihad, Shoab Riis, se encontraba entre los capturados. Por lo general, la captura de un terrorista tan conocido se habría dado a conocer en todo el mundo. Pero los franceses se habían guardado para sí la detención de Riis. Rosenthal había añadido un comentario al margen: «Todos fueron llevados al cuartel general de la DGSE en Brest. Sin juicios. Sin mención alguna en la prensa. No volvieron a ser vistos. Posible relación con Kormoran/Camaleón. ¿Está Francia colaborando con el M-12? Seguir investigando». Pero las pruebas más reveladoras se hallaban en las grabaciones de vídeo del interrogatorio de Rosenthal. En pocas palabras: Rosenthal había estado jugando con fuego. En primer lugar, sabía quiénes integraban el M-12: El presidente: Randolph Loch, industrial militar, setenta años, al frente de Loch-Mann Industries, el proveedor de Defensa. L-M Industries fabricaba repuestos para aviones y helicópteros militares como el Huey o los Black Hawk. Había amasado una gran fortuna con la guerra de Vietnam y la operación Tormenta del Desierto. El vicepresidente: Cornelius Kopassus, el famoso magnate griego de los contenedores de transporte marítimo. Arthur Quandt: patriarca de la familia Quandt y dueño de un imperio siderúrgico. Warren Shusett: el mejor inversor del mundo. J. D. Cairnton: presidente de la compañía farmacéutica Astronox. Jonathan Killian: presidente y consejero delegado de Axon Corporation, el gigantesco conglomerado de construcción de misiles y navíos de guerra. La lista seguía. Salvo por la ausencia de algunas fortunas de comercios minoristas (como la familia Walton en Estados Unidos, los Albrecht en Alemania o los Mattencourt en Francia) podría haberse tratado de una lista con las diez personas más ricas de la Tierra. Y, como el comandante Benjamin Rosenthal había descubierto, se trataba de hombres cuyas fortunas se habían visto considerablemente incrementadas por una única cosa. Rosenthal dijo en la pantalla: «Sus fortunas se basan en acciones militares. Guerras. La segunda guerra mundial significó la creación del imperio siderúrgico de los Quandt. En los años sesenta, Randolph Loch fue uno de los defensores más activos de la participación estadounidense en Vietnam. Las guerras consumen petróleo. Las guerras consumen acero. Las guerras requieren de la construcción de miles de barcos nuevos, helicópteros, armamento, bombas, kits farmacéuticos. En un mundo de negocios, la guerra es el mayor de ellos.»

A continuación: «Miren si no la guerra contra el terrorismo. Los Estados Unidos lanzaron cuatro mil bombas en las montañas de Afganistán. Y ¿con qué resultado? No destruyeron puentes ni rutas de suministro ni centros militares. Pero, cuando se utilizan cuatro mil bombas, cuatro mil bombas deben ser reemplazadas. Y eso implica comprarlas. Y ¿qué pasó tras Afganistán? Sorpresa, sorpresa: se encontró otra batalla que librar, esta vez contra Iraq.» Otro corte de la grabación: «No infravaloren la influencia de estos hombres. Crean presidentes y los destruyen. Desde el proceso judicial de Bill Clinton al ascenso a la presidencia de Rusia de un otrora agente del KGB llamado Vladimir Putin, el M-12 siempre ha influido a la hora de ocupar los asientos del poder mundial y por cuánto tiempo. Incluso aunque no financie directamente la campaña de ningún presidente, siempre tiene la capacidad de acabar con él en un momento dado.» «Con ese fin, el M-12 ha forjado fuertes vínculos con las principales figuras de las agencias de inteligencia del mundo. El director de la CIA: un antiguo socio empresarial de Randolph Loch. El jefe del MI6: el cuñado de Cornelius Kopassus. Ese tipo, Killian, ha visitado con regularidad la casa en París del director de la DGSE.» «Después de todo —el agente del Mossad sonrió—, ¿quién sabe más acerca de los líderes de un país que su propio servicio de Inteligencia?» En la pantalla de televisión, Rosenthal se puso serio: «Sin embargo, la guerra que más le gusta al M-12, la guerra que les ha reportado más dinero del que habrían soñado, fue la única guerra que no llegó a librarse: la guerra fría entre la Unión Soviética y Estados Unidos.» «La Tormenta del Desierto. Bosnia. Somalia. Afganistán. Iraq. Palidecen en comparación a la mina de oro que fue la guerra fría. Pues, dado que la carrera armamentista prosiguió a ritmo acelerado y en Corea y Vietnam se produjeron conflictos indirectos de esta guerra fría, los miembros del M-12 lograron amasar fortunas de proporciones monstruosas.» «Pero entonces, en 1991, ocurrió lo imposible: se produjo la caída de la Unión Soviética y todo desapareció. El Muro de Berlín cayó y, cual presa resquebrajada, el consumismo estadounidense inundó el globo. Y los mayores beneficiados de este mundo globalizado dejaron de ser los fabricantes militares estadounidenses. Fueron los minoristas estadounidenses de productos de consumo: Nike, Coca-Cola, Microsoft. O compañías europeas como BMW y L’Oreal. ¡Cosméticos!» «Y, desde entonces, los miembros del M-12 han estado buscando aquello que, sin duda, les devolverá su antigua gloria…» En ese momento, con una floritura, Rosenthal sacó otro documento de sus archivos y lo sostuvo ante la cámara. «… Una nueva guerra fría.»

5.2

Libro II tenía ese mismo documento en sus manos. La pantalla de la televisión estaba en pausa y la imagen de Rosenthal congelada. Libro echó un vistazo al documento. Este decía:

Nombres y números. Al principio Libro no sabía de qué se trataba. Pero entonces, lentamente, algunas partes del documento comenzaron a cobrar sentido. Reconoció dos de los nombres más repetidos. Shahab-5 y Taep’o-Dong-2. El Shahab-5 y el Taep’o-Dong-2 eran misiles. Misiles balísticos intercontinentales de largo alcance. El Shahab-5 era de construcción iraní. El Taep’o-Dong-2 norcoreano. Si organizaciones terroristas internacionales como Al Qaeda o Global Jihad quisieran hacerse con misiles que pudieran lanzar ataques nucleares contra Occidente, esos misiles serían el Shahab y el Taep’o-Dong. Y ambos misiles tenían cabezas nucleares, a juzgar por las anotaciones: TN-76 y N-8. TN-76 era una cabeza nuclear de fabricación francesa, mientras que la N-8 era de fabricación norcoreana. Pero esa lista no pertenecía a ninguna organización terrorista, sino al M-12. Y entonces Libro cayó en la cuenta. ¿Podría el M-12 estar haciéndose pasar por una organización terrorista? Se volvió y quitó la pausa a la imagen de Rosenthal en la pantalla. El agente israelí volvió a hablar de nuevo: «Esta nueva guerra fría es una guerra contra el terrorismo mejorada. Una guerra contra el terrorismo de cincuenta años de duración.» «El M-12 se está valiendo de dos proyectos estadounidenses para ejecutar su plan: uno se llama Kormoran y el otro Camaleón. El Kormoran engloba el lanzamiento de misiles: navíos de guerra lanzamisiles con apariencia de superpetroleros y buques portacontenedores. Los proyectiles de esos superpetroleros han sido fabricados por el grupo naviero de Kopassus, mientras que los sistemas de lanzamientos de misiles son instalados en dichos proyectiles en las plantas que Axon posee en Norfolk, Virginia y Guam. Esos barcos con apariencia de superpetroleros y buques portacontenedores pueden pasar completamente desapercibidos y así atracar en puertos de todo el mundo sin ser descubiertos. Eso es el proyecto Kormoran.» «El proyecto Camaleón, sin embargo, es bastante más siniestro. Quizá se trate del programa más siniestro jamás creado por Estados Unidos. Se centra en los propios misiles. Verán, los misiles mencionados en el documento no son auténticos Shahab o Taep’o-Dong. Son clones de esos misiles construidos por Estados Unidos. Cada misil posee sus propias características: estela, vuelo, incluso la explosión tras el impacto es diferente en cada tipo de misil. El proyecto Camaleón se creó para sacar provecho de dichas diferencias. Se trata de un proyecto secreto de Estados Unidos bajo el cual dicho país está construyendo misiles balísticos intercontinentales que imitan las características de aquellos misiles construidos por otros países. Clones de misiles.» «Pero el proyecto Camaleón no se limita a los Shahab iraníes y los Taep’o-Dong-2 norcoreanos. Otros misiles que también han sido clonados son el Agni-II indio, el pakistaní Ghauri-II, el Sky Horse taiwanés,

el Trident II D-5 británico, el M-5 francés, el israelí Jericho 2B y, por supuesto, el ruso SS-18.» «No han sido creados para empezar guerras, sino para que parezca que fueron otros los que dispararon primero. Si en algún momento Estados Unidos necesita una excusa para iniciar una guerra, simplemente lanzará un clon del país al que quiera echarle las culpas. La cuestión es que, al igual que el proyecto Camaleón ha sido encargado a Axon Corporation, los proyectiles de los superpetroleros Kormoran son fabricados por la compañía de Kopassus. Y esa es la clave. Ambos proyectos han sido encargados a compañías propiedad de miembros del M-12.» «A las 11.45 del 26 de octubre veremos una lluvia de misiles nucleares, una lluvia nunca antes vista. Coordinada. Precisa. Misiles cayendo en intervalos de quince minutos para que los medios de todo el mundo puedan cubrir la noticia. Se informará del impacto de un misil justo cuando otro estalle, y a continuación otro. En las principales ciudades del mundo: Londres, Nueva York, París, Berlín. El mundo se sumirá en el caos, temeroso por ver qué ciudad será la siguiente.» «Y, cuando todo haya terminado, comenzará la investigación, y los misiles, de acuerdo con sus características de vuelo e impacto, resultarán ser iraníes o norcoreanos.» «Misiles terroristas.» «El mundo estará en estado de shock. Pero luego, como es lógico, ese horror se convertirá en ira. La guerra contra el terrorismo deberá extenderse. Ya se ha prolongado durante dos años. Pero ahora durará otros cincuenta. Una nueva guerra fría ha comenzado y el complejo industrial-militar se verá movilizado como nunca antes. Y el M-12 logrará miles de millones.»

5.3

El cerebro de Libro estaba funcionando a toda velocidad. Superpetroleros ocultos. Misiles clonados. Y todo ello creado por su propio Gobierno. Sabía que el Gobierno estadounidense era capaz de cosas terribles, pero ¿comprometer a otras naciones con misiles falsos? Y ahora esos misiles clonados iban a ser lanzados, y no por el Gobierno de Estados Unidos, sino por quienes los habían construido, los hombres del M-12, en las principales ciudades del mundo: Nueva York, Londres, París y Berlín… Nueva York, Londres, París… Y entonces Libro vio los números decimales de la lista desde una nueva perspectiva. Eran coordenadas. Coordenadas GPS de los buques de lanzamiento y de las ciudades objetivo. Fue entonces también cuando vio los nombres de los superpetroleros Kormoran (Ambrose, Talbot, Jewel, Hopewell, Whale). Qué irónico. Eran los nombres de la flota del Mayflower, los barcos que habían plantado la semilla del Nuevo Mundo. Del mismo modo que el M-12 estaba intentando en esos momentos crear otro nuevo mundo. Pero ¿qué tiene todo esto que ver con Shane Schofield y con la lista de objetivos que tienen que estar muertos a las doce del mediodía?, se preguntó Libro II. Y entonces recordó a Rosenthal, gritando bajo la lluvia en la planta superior de la torre King, en Londres: «Todo versaba sobre los reflejos. Reflejos superrápidos. Los reflejos de los hombres de esa lista son los mejores del mundo. Pasaron las pruebas Cobra, y solo alguien que pasa las pruebas Cobra puede desactivar el sistema de seguridad por misiles CincLock-VII, y el CincLock-VII es la parte central del plan del M-12». CincLock-VII…, pensó Libro. Hojeó algunas de las carpetas que había sobre el escritorio, buscando esas palabras. No tardó mucho en encontrarlas. Había un archivo con el nombre «AXON CORP – SISTEMA DE SEGURIDAD CINCLOCK - PATENTADO». Estaba lleno de documentos pertenecientes a Axon Corp y al departamento de Defensa. La hoja de la

cubierta del primer documento decía: PROYECTO: CAMALEÓN-042 (VARIANTE INCORPORANDO SISTEMA DE SEGURIDAD CINCLOCK-VII) DEPARTAMENTO DE DEFENSA EE. UU. NIVEL DE SEGURIDAD: 009 TOP SECRET Proveedor: Axon Corporation LLC Informe progresos: mayo 2002

Libro buscó la sección «Seguridad» y leyó el párrafo inicial: SISTEMA DE DESACTIVACIÓN – CINCLOCK-VIIPara lograr el alto nivel de seguridad requerido para un arma así, los misiles del proyecto Camaleón han sido equipados con un sistema de desactivación patentado llamado CincLock-VII. CincLock-VII, el mecanismo más seguro del momento, emplea tres protocolos de defensa únicos. A menos que esos tres protocolos sean aplicados en la secuencia correcta, la activación (o desactivación) del sistema es imposible. La clave de este sistema se halla en el segundo protocolo. Se basa en los principios fundamentados de reconocimiento de patrones (Haynes & Simpson, MIT 1994, 1997, 2001), según los cuales solo una persona que esté familiarizada con un determinado patrón secuencial podrá introducirlo cuando así se le solicite. Una persona ajena al sistema, a menos que posea unos reflejos de sus neuronas motoras anormalmente rápidos, no podrá activar o desactivar el sistema (op. cit. Oliphant & Nicholson, USAMRMC, 1996, Estudio RRNM de la OTAN).De acuerdo con estos principios, las pruebas han obtenido un porcentaje de seguridad del 99,94% del sistema CincLock-VII frente a usos no autorizados. Ningún otro sistema de seguridad en el sector militar ha logrado un porcentaje tan elevado. PROTOCOLOSLos tres protocolos de la unidad CincLock-VII son los siguientes:1. Proximidad. Para garantizar que no se produzcan activaciones o desactivaciones no autorizadas, la unidad CincLock no va

incorporada al sistema de lanzamiento. Se trata de una unidad de desactivación portátil. El primer protocolo, así pues, es la proximidad al sistema de lanzamiento. CincLock solo funcionará dentro de un radio de dieciocho (18) metros de la unidad central de procesamiento del misil Camaleón.

2. Unidad respuesta detección de luz. Una vez dentro del perímetro de proximidad, el usuario debe establecer una conexión inalámbrica por módem con el sistema de desactivación. Esto se consigue con la interfaz de detección de luz patentada por Axon. Es aquí donde entran en juego los principios del reconocimiento de patrones. (Ver resultados del programa de investigación RRNM de la OTAN, USAMRMC, 1996.)3. Código de seguridad. Entrada del código de desactivación o invalidación pertinente. En esa última línea Rosenthal había añadido: «La inserción de un código de desactivación universal fue supervisada por el sujeto Weitzman. Los últimos datos de Inteligencia sugieren el uso de un número primo de Mersenne aún por determinar». Había otra página añadida con un clip a esa sección. Era una transcripción de una conversación telefónica interceptada por el Mossad:

VOZ 1 (DALTON, P. J. JEFE INGENIERO AXON):Señor, el informe de la inspección del departamento de Defensa ya ha llegado. Es bueno. Están muy contentos con nuestros progresos. Particularmente con el

CincLock. No paran de hablar de ello. Parecen críos con un juguete nuevo.VOZ 2 (KILLIAN, J. J. PRESIDENTE Y DIRECTOR GENERAL AXON):Excelente, Peter. Excelente. ¿Algo más?VOZ 1 (DALTON):La siguiente inspección. El Departamento ha preguntado si teníamos una fecha en mente.VOZ 2 (KILLIAN):¿Por qué no el 26 de octubre? Creo que esa fecha gustará, y mucho, a algunos de nuestros socios en el proyecto. Libro II se recostó sobre su asiento.Así que la fecha tenía su razón de ser: 26 de octubre. Killian había fijado esa fecha para la inspección por parte del departamento de Defensa de sus plantas de instalación. Pero entonces Libro vio el siguiente documento y de repente el motivo de todo aquello le quedó muy claro. Irónicamente, se trataba del documento más inocuo de todos los que había visto hasta el momento. Un correo electrónico interno de Axon Corp: De: Peter DaltonA: Personal de ingeniería, Proyecto C-042Fecha: 26 abril 2003, 07.58 p.m.Asunto: PRÓXIMA INSPECCIÓN DEPT. DEFENSADamas y caballeros, es para mí un placer anunciarles que la inspección semestral efectuada la semana pasada por el comité de supervisión del departamento de Defensa fue todo un éxito. Quiero darles las gracias por su trabajo, especialmente durante los últimos meses. Quedaron impresionados con nuestros progresos e impactados por los nuevos avances tecnológicos. La próxima inspección semestral ha sido fijada para el 26 de octubre en la planta de Norfolk, a las 12 horas del mediodía, solo para jefes de departamentos. Como es habitual, se procederá a estrictas medidas de seguridad durante la semana previa a la inspección. Les saluda atentamente, PD Ahí estaba. A las doce del mediodía del presente día, el departamento de Defensa enviaría un equipo de inspección a la planta de construcción de misiles de Axon en Norfolk, Virginia. Y, presumiblemente, iban a descubrir que algo faltaba en la planta, que los misiles habían sido manipulados, o incluso que habían desaparecido, por lo que… … El Gobierno de Estados Unidos buscaría a los únicos hombres del mundo capaces de desactivar el sistema CincLock. Hombres con una rapidez de reflejos fuera de lo normal. Los hombres de la lista. Pero entonces Libro pensó que, por algún motivo, Jonathan Killian y el M-12 querían que el Gobierno estadounidense llevara a cabo esa inspección el 26 de octubre. Aunque aún no sabía por qué, de alguna manera esa inspección formaba parte integral de su plan. Aquello lo ayudó a entender algo más con mayor claridad. En un primer momento, Libro había creído que esa cacería solo servía para alertar a los hombres que podían frustrar los planes del M-12. Pero eso lo explicaba todo. A las doce del mediodía, el Gobierno estadounidense iba a descubrir algo en la fábrica de Axon en Norfolk, algo relativo al estado de los misiles Camaleón y de los buques lanzamisiles Kormoran. Algo

que era crucial para el plan del M-12: comenzar una nueva guerra fría. —Tenemos que llegar a esa fábrica —dijo Libro en voz alta. Se volvió hacia Scott Moseley. —Señor Moseley, llame al departamento de Defensa. Dígales que envíen a su equipo de inspección de los proyectos Kormoran y Camaleón antes de la hora prevista. Y ponga sobre aviso a nuestra gente en Guam. Envíe a alguien allí para que compruebe la fábrica de Axon también. —A la orden —dijo Moseley. Entonces Libro centró su atención en los números decimales de la lista de los lanzamientos: las coordenadas GPS de las localizaciones de los lanzamientos y los objetivos. —Será mejor que averigüemos desde dónde van a ser lanzados esos misiles y hacia dónde apuntan. Mientras encendía un programa de trazado de coordenadas en su ordenador, activó la radio por satélite: —¡Espantapájaros! ¡Aquí Libro! ¡Responda! ¡Tengo noticias que darle!

5.4

Cerca de la fortaleza de Valois Bretaña (Francia) 26 de octubre, 15.00 horas (hora local) 09.00 horas (Tiempo del Este, Nueva York, EE. UU.) El helicóptero de Axon que se había detenido ante Aloysius Knight y Libby Gant podía divisarse alejándose de la costa, haciéndose cada vez más y más pequeño, rumbo a la fortaleza de Valois, con Knight y Gant en su interior. Una figura en las aguas oceánicas junto a los acantilados observó cómo se alejaba. Era Schofield. Lógicamente, cuando su Mack en llamas se había salido de la carretera y chocado contra el Mirage en vuelo, Schofield ya no estaba en su interior. Tan pronto como los neumáticos del camión habían dejado la carretera, había abierto la puerta del conductor y se había tirado, bajo el camión. El camión chocó contra el caza. Explosión gigantesca. Ruido descomunal. Fragmentos de metal volando por todas partes. Pero Schofield se encontraba muy por debajo de la explosión cuando esta se había producido, muy por debajo de la bola de fuego, pero también fuera del campo de visión de Gant o Knight, y cayó cual bólido, rasgando el aire. Su primer pensamiento había sido: el Maghook. No en esta ocasión. No tiene gas. Maldición. Siguió cayendo, no verticalmente, sino en un ángulo pronunciado gracias a la inercia del camión, mientras el acantilado se sucedía ante él a vertiginosa velocidad. Vio las olas del océano bajo él, acercándose. Si se golpeaba contra el agua desde esa altura, su cuerpo estallaría contra la superficie cual tomate aplastado. ¡Haz algo!, gritó su mente.

¡Como qué! Y entonces se acordó… … Y rápidamente tiró del cordón de la reata de su pecho. El cordón de apertura que iba unido al paracaídas que seguía llevando en su espalda. Lo llevaba desde la batalla a bordo del Hércules. Era tan ligero y pequeño que casi se había olvidado de que estaba allí. El paracaídas se abrió a apenas dos metros y medio por encima del agua. No ralentizó por completo su caída, pero sí lo suficiente. Schofield dio bandazos en el aire a seis metros de las olas mientras la velocidad de descenso se reducía de manera significativa antes de tocar el agua con los pies y soltar el paracaídas. Se hundió en el océano, dejando una hilera de burbujas tras de sí. Justo a tiempo. Pues, un instante después, el amasijo de metal en llamas conformado por el camión y el caza cayó al agua, cerca de él. Schofield emergió a poca distancia de los acantilados, entre los restos aún llameantes del caza. Con cuidado de no ser visto, nadó por entre los pedazos flotantes y, un minuto después, vio que el helicóptero de Axon bordeaba un acantilado y ponía rumbo al castillo. ¿Habrían logrado escapar Gant y Knight? ¿O estaban en el helicóptero? —¡Zorro! ¡Zorro! ¡Aquí Espantapájaros! —susurró por el micro de cuello—. Sigo con vida. ¿Estás bien? Un leve carraspeo le respondió. Era una vieja técnica. Gant estaba bien pero no podía hablar. La habían capturado. —Uno para sí y dos para no. ¿Estás en el helicóptero de Axon que acabo de ver? Un carraspeo. —¿Estás grave? Un carraspeo. —¿Muy grave? Un carraspeo. Mierda, pensó Schofield. —¿Está Knight contigo? Un carraspeo. —¿Os están llevando de vuelta al castillo? Un carraspeo. —Aguanta, Libby. Voy a ir a buscarte.

Schofield miró a su alrededor y estaba a punto de empezar a nadar hacia la orilla cuando de repente vio que el destructor francés se detenía a sesenta metros de distancia de donde se encontraba. En un lateral del barco vio un pequeño bote patrulla descender al agua con al menos una docena de hombres a bordo. El bote cayó al agua y se alejó inmediatamente del destructor, directo a él. Schofield no podía hacer otra cosa salvo observar cómo se le acercaba el bote patrulla francés. —Estoy seguro de que los franceses ya se han olvidado de lo que ocurrió en la Antártida —murmuró para sí mismo. Entonces su auricular cobró vida. —¡Espantapájaros! ¡Aquí Libro! ¡Responda! ¡Tengo noticias que darle! —Hola, Libro. Estoy aquí. —¿Puede hablar? Schofield subía y bajaba con las olas del Atlántico. —Sí, claro. ¿Por qué no? —Miró el bote patrulla, a solo ciento treinta y cinco metros de distancia—. Aunque tengo que advertirle: creo que estoy a punto de morir. —Sí, pero sé por qué —dijo Libro II. —Libro, conecte a Gant y Knight a la transmisión —le pidió Schofield—. No pueden hablar, pero quiero que lo oigan también. Así hizo Libro. Entonces les habló de los «superpetroleros» Kormoran y de los misiles Camaleón clonados y del plan del M-12 para iniciar una nueva guerra fría, contra el terrorismo en esta ocasión, disparando esos misiles a las principales ciudades del mundo. También se refirió al sistema de seguridad CincLock, que solo Schofield y los hombres de la lista podían desactivar, y a la incorporación por parte de Ronson Weitzman del código de desactivación universal estadounidense, un código que Rosenthal había descrito como «un número primo de Mersenne aún por determinar». Schofield frunció el ceño. —Un número primo de Mersenne… —dijo—. Un número primo de Mersenne. Es un número… Se le vino a la mente la imagen del general Ronson Weitzman en el Hércules, farfullando incoherencias bajo la influencia de la droga de la verdad que le habían inyectado los británicos: «Oh, no… no fue solo el proyecto Kormoran… También estaba el Camaleón… Oh, Dios, Kormoran y Camaleón juntos. Barcos y misiles. Todo encubierto. Dios… Pero el código de desactivación universal cambia cada semana. En este momento, es… el sexto… oh, Dios mío, el sexto m… m… mercen… mercen…» Mercen… Mersenne.

En ese momento, Schofield había pensado que Weitzman estaba mezclando frases, intentando decir la palabra «mercenario». Pero no era así. Bajo la influencia de la droga, Weitzman había dicho la verdad. Había dicho cuál era el código. El código de desactivación universal era el sexto número primo de Mersenne. Mientras Libro les relataba la historia a Schofield y los demás, Scott Moseley estaba ocupado introduciendo las coordenadas GPS de la lista en el programa de trazado. —Tengo los tres primeros barcos —dijo Moseley—. La primera coordenada tiene que ser el emplazamiento del barco de lanzamiento del Kormoran y la segunda el objetivo. Le pasó a Libro el documento, que en esos momentos tenía unos nombres añadidos y resaltados:

Moseley señaló los puntos en un mapa.

—El primer barco se encuentra en el canal de la Mancha, cerca de las playas de Normandía. Libro se lo contó a Schofield: —El primer barco está en el canal de la Mancha, cerca de Cherburgo, de las playas de Normandía. Lanzará los misiles a Londres, París y Berlín. Los siguientes dos barcos se encuentran en Nueva York y San Francisco y sus objetivos son múltiples ciudades. —Dios mío —exclamó Schofield mientras flotaba en el agua. El bote patrulla estaba a cuarenta y cinco metros, casi encima de él ya. —De acuerdo, Libro. Escuche —dijo mientras una ola lo golpeaba en la cara. Escupió el agua salada—. Bloqueo de submarinos. Esos barcos no pueden lanzar los misiles si están sumergidos en el océano. Descodifique todos los emplazamientos de los superpetroleros Kormoran y contacte con todos los submarinos de ataque que tengamos cerca. 688I, bombarderos, me da igual. Lo que sea con tal de que lleven torpedos a bordo. A continuación envíelos a eliminar esos barcos Kormoran. —Eso podría servir para algunos de los petroleros, Espantapájaros, pero no para todos. —Lo sé —dijo Schofield—. Lo sé. Si no podemos destruir alguno, entonces tendremos que abordarlos y desactivar los misiles en sus silos. »La cuestión es que esa unidad de respuesta por señales de luz requiere que el desactivador, yo, reaccione a un programa de desactivación en la pantalla de la unidad. Lo que quiere decir que tengo que estar en un radio de dieciocho metros de la consola de control de cada misil para desactivarlos, pero no puedo estar en todas partes alrededor del mundo al mismo tiempo. Lo que significa que necesitaré que haya gente en cada buque que me conecte vía satélite a los misiles de ese barco en cuestión. —¿Necesita a gente en cada barco? —Eso es, Libro. Si no hay submarinos en el área, alguien va a tener que estar a bordo de cada barco Kormoran, acercarse a un mínimo de dieciocho metros a la consola de misil, colocar un enlace ascendente por satélite a la consola y a continuación conectar conmigo vía satélite. Solo entonces podré usar la unidad CincLock para desactivar y anular todos los lanzamientos de misiles. —Santo Dios —dijo Libro—. Dígame qué quiere que haga. Otra ola golpeó a Schofield en la cabeza. —Pongámonos con los tres primeros barcos en primer lugar. Vaya a Nueva York, Libro. Y llame a David Fairfax. Envíelo a San Francisco. Quiero a gente de confianza dentro de esos petroleros. Si salgo vivo de esta, intentaré llegar al petrolero del canal de la Mancha. Oh, y pregúntele a Fairfax cuál es el sexto número primo de Mersenne. Si no lo sabe, dígale que lo averigüe. »Por último, envíe al equipo de inspección del departamento de Defensa antes de la hora prevista, el que iba a visitar la planta de construcción de misiles de Axon en Norfolk a las doce del mediodía. Quiero saber qué ha ocurrido en esa planta. —Ya lo he hecho —dijo Libro II. —Buen trabajo.

—¿Qué hay de usted? —dijo Libro. En ese momento, el bote patrulla francés se detuvo delante de Schofield. Los soldados de cubierta, con gesto furioso, lo apuntaron con fusiles de asalto FAMAS. —Aún no me han matado —dijo Schofield—. Lo que significa que alguien quiere hablar conmigo. Lo que a su vez significa que sigo en el juego. Espantapájaros. Corto. Y a continuación Schofield fue sacado del agua a punta de pistola.

5.5

Casa Blanca, Washington (EE. UU.) 26 de octubre, 09.15 horas (hora local) (15.15 horas en Francia) La sala de crisis de la Casa Blanca bullía de actividad. Los asistentes iban de un lado a otro. Generales y almirantes hablaban por líneas telefónicas seguras. Todos tenían en los labios las palabras «Kormoran», «Camaleón» y «Shane Schofield». El presidente entró en la sala a grandes zancadas justo cuando uno de los hombres de la Armada, un almirante llamado Gaines, se sujetó el teléfono con el hombro. —Señor presidente —dijo Gaines—, tengo a Moseley, de Londres, al teléfono. Dice que ese Schofield quiere que despleguemos submarinos de ataque contra varios objetivos en superficie alrededor del mundo. Señor, no estará pensando dejar que un capitán marine de treinta años controle la totalidad de la Armada de Estados Unidos, ¿verdad? —Hará exactamente lo que el capitán Schofield le diga, almirante —repuso el presidente—. Lo que el capitán quiera, lo tendrá. Si dice que despleguemos nuestros submarinos, los desplegaremos. Si dice que bloqueemos a Corea del Norte, lo haremos. ¡Caballeros! ¡Pensaba que había sido claro al respecto! No quiero que nadie acuda a mí para que autorice o ratifique lo que solicite Schofield. El destino del mundo podría estar en manos de ese hombre. Lo conozco y confío en él. Qué demonios, le confiaría incluso mi vida. Hagan lo que se les dice e infórmenme después. Ahora, ¡desplieguen esos submarinos!

5.6

Agencia de Inteligencia del departamento de Defensa Subnivel 3, Pentágono 26 de octubre, 09.30 horas (hora local) (15.30 horas en Francia) Un maltrecho y magullado David Fairfax regresó a su despacho flanqueado por un par de policías. Wendel Hogg estaba esperándolo, con Audrey a su lado. —¡Fairfax! —gritó Hogg—. ¿Dónde demonios ha estado? —Me tomo el resto del día libre —dijo Fairfax con cautela. —Y una mierda —replicó Hogg—. ¡Va a presentar un informe! Y, a continuación, va a subir y enfrentarse a una vista disciplinaria en virtud de lo dispuesto en las reglas 402 y 403 del reglamento de seguridad del Pentágono… Demasiado agotado como para importarle algo, Fairfax permaneció allí, aguantando el rapapolvo. —… Y entonces, entonces se irá de aquí para siempre, listillo. Y finalmente aprenderá que no es especial, que no es intocable y… —Hogg miró a Audrey—. Y que la seguridad de este país está mejor en manos de hombres como yo, hombres que saben luchar, hombres que están preparados para coger un arma y poner sus vidas al… No llegó a terminar la frase. En ese momento, un pelotón de doce marines de las fuerzas de reconocimiento entró en la habitación tras Fairfax. Llevaban uniformes de combate completos e iban fuertemente armados: fusiles de asalto Colt Commando, MP-7, miradas letales. Fairfax abrió los ojos de par en par al verlos. El líder del pelotón dio un paso al frente. —Caballeros, mi nombre es capitán Andrew Trent, Cuerpo de Marines de Estados Unidos. Estoy buscando al señor David Fairfax. Fairfax tragó saliva.

Audrey soltó un grito ahogado. A Hogg casi se le salen los ojos de las órbitas. —¿Qué demonios está pasando aquí? El marine llamado Trent dio un paso al frente. Era un hombre enorme, todo músculo. Con el uniforme de combate, resultaba de lo más imponente. —Usted debe de ser Hogg —aventuró Trent—. Señor Hogg, mis órdenes provienen directamente del presidente de Estados Unidos. Está a punto de producirse un grave incidente internacional y el señor Fairfax es quizás, en estos momentos, la cuarta persona más importante del país. Mis órdenes son escoltarlo en una misión de máxima importancia y protegerlo con mi vida. Así que, si no le importa, apártese de mi camino. Hogg se quedó allí, conmocionado. Audrey miró a Fairfax con asombro. Fairfax vaciló. Tras los acontecimientos de esa mañana, no sabía en quién confiar. —Señor Fairfax —dijo Trent—. He sido enviado por Shane Schofield. Dice que necesita su ayuda una vez más. Si no me cree, tenga… Trent le pasó su radio y Fairfax la cogió. Al otro lado de la línea estaba Libro II. Veintidós minutos después, David Fairfax estaba a bordo de un Concorde cruzando el país a velocidad supersónica. Su destino: San Francisco. De camino al aeropuerto, Libro le había relatado lo que Schofield necesitaba que hiciera. Libro también le había formulado la pregunta matemática: ¿cuál era el sexto número primo de Mersenne? —¿El sexto número primo de Mersenne? —había dicho Fairfax—. Voy a necesitar un bolígrafo, papel y una calculadora científica. En esos momentos estaba sentado en la cabina de pasajeros del Concorde, inclinado sobre un bloc, escribiendo frenéticamente, muy concentrado, atravesando el país solo. Solo salvo por el equipo de doce marines que lo protegían.

5.7

Planta de construcción naval y ensamblaje de misiles Axon Corporation Norfolk, Virginia (EE. UU.) 26 de octubre, 09.35 horas (hora local) (15.35 horas en Francia) Rodeado por dos equipos de marines estadounidenses, el equipo de inspección del departamento de Defensa a cargo del proyecto conjunto Kormoran-Camaleón llegó a la fábrica de instalación de misiles en Norfolk, Virginia. La planta de Axon se cernía inquietante sobre ellos, un enorme complejo industrial que comprendía una docena de edificios interconectados, ocho enormes diques e innumerables grúas. Allí era donde Axon Corp instalaba sus sistemas misilísticos de tecnología de última generación en los buques de guerra estadounidenses. En ocasiones, Axon también se encargaba de construir los buques. En ese momento, un enorme superpetrolero se hallaba en uno de los diques de la planta, cubierto de puentes para grúas, alzándose por encima de aquella ribera industrial. No obstante, había algo extraño en aquel lugar. Eran las 9.30 de la mañana y allí no había un alma. Los marines entraron en la planta. No hubo disparos, ni resistencia. En cuestión de minutos aseguraron el área y el comandante marine dijo por su radio: —El personal del departamento de Defensa puede entrar. Pero, les aviso, lo que van a ver no es muy agradable. El olor era terrible. El hedor de la carne humana en descomposición. La zona principal de despachos y oficinas estaba bañada en sangre. Había sangre en las paredes, en las mesas, incluso había goteado hasta las escaleras de acero, conformando unas truculentas estalactitas de color granate al secarse. Afortunadamente para los trabajadores de Axon, la planta había sido cerrada por motivos de seguridad la semana previa a la inspección, por lo que se habían librado.

Pero los ingenieros principales y los jefes de departamento de la empresa no habían tenido tanta suerte. Yacían desplomados en fila en el laboratorio. Habían sido ejecutados de rodillas, uno tras otro. Hediondas salpicaduras de sangre manchaban la pared tras sus cuerpos inertes. Durante la semana anterior, las ratas se habían dado un festín con sus restos. Había cinco cuerpos, sin embargo, que destacaban entre la carnicería: no eran trabajadores de Axon. Los hombres de Axon, al parecer, no habían caído sin oponer resistencia. Su pequeño grupo de seguridad había abatido a algunos intrusos. Los cinco cuerpos sospechosos yacían en diversos emplazamientos de la planta, con disparos en la cabeza o en el cuerpo y fusiles AK-47 en el suelo, junto a sus cadáveres. Todos iban vestidos con ropa militar negra, pero también llevaban pañuelos que cubrían sus rostros. Y, a pesar del lamentable estado de los cuerpos, una cosa sí estaba clara: todos llevaban en sus hombros el tatuaje de una doble cimitarra, distintivo de la organización terrorista Global Jihad. El equipo de inspección del departamento de Defensa evaluó los daños rápidamente ayudado por agentes del ISS y del FBI. También recibieron una llamada de un segundo equipo de inspección en la planta de Axon en Guam. Allí también había ocurrido, al parecer, una masacre similar. Cuando se supo la noticia, uno de los hombres de Defensa llamó por una línea segura a la Casa Blanca. —Malas noticias —dijo—. En Norfolk tenemos quince muertos; nueve ingenieros, seis miembros de seguridad. Bajas enemigas: cinco terroristas, todos muertos. El análisis forense revela que los cuerpos llevan ocho días descomponiéndose. La hora de la muerte es imposible de establecer. Lo mismo ocurre en Guam, salvo que allí solo se asesinó a un terrorista. »Todos los terroristas han sido identificados por el FBI como miembros conocidos de Global Jihad, incluido un pez gordo, un tipo llamado Shoab Riis. Pero, señor, lo peor es esto: tiene que haber más terroristas implicados. Faltan tres superpetroleros de la planta de Norfolk y dos más de la de Guam… y todos ellos están provistos de misiles Camaleón.

5.8

Espacio aéreo sobre la costa francesa 26 de octubre, 15.40 horas (hora local) 09.40 horas (Tiempo del Este, Nueva York, EE. UU.) El Cuervo Negro descendía hacia la costa francesa en dirección a la fortaleza de Valois. —Rufus —dijo Madre—. Hay algo que quiero saber. ¿Cuál es la historia con su jefe? ¿Qué hace un tipo honesto como usted con un cabrón asesino como ese Knight? En el asiento delantero del Sukhoi, Rufus ladeó la cabeza. —El capitán Knight no es un mal hombre —dijo con su marcado acento sureño—. Y para nada tan malo como todo el mundo dice que es. Sí, puede matar a un hombre a sangre fría, y créame, lo he visto, pero no siempre fue así. Hicieron que se volviera así. No es ningún santo, claro que no, pero tampoco es el demonio. Y siempre ha cuidado de mí. —Vale… —Madre estaba preocupada por ese cazarrecompensas que en teoría estaba protegiendo a Schofield—. ¿Y entonces qué pasa con todo lo que dice su expediente? Eso de que traicionó a su unidad Delta en Sudán, que alertó a Al Qaeda del ataque y dejó que sus hombres cayeran en una trampa. Trece hombres, ¿no es cierto? Murieron por su culpa. Rufus asintió con tristeza. —Sí, yo también he visto ese dosier, y déjeme decirle que toda esa basura sobre Sudán es mentira. Lo sé porque estuve allí. El capitán Knight no traicionó a nadie. Y nunca dejó que trece hombres murieran. —¿Ni siquiera los abandonó allí? —preguntó Madre. —No, señora —dijo Rufus—. Knight mató a esos hijos de puta él mismo. —Yo era piloto de helicópteros por aquel entonces —comenzó Rufus—, con los Nightstalkers. Volábamos con los hombres de la unidad Delta en operaciones especiales. Estábamos haciendo incursiones nocturnas en Sudán, devastando campos de entrenamiento terroristas tras las bombas en las embajadas de Kenia y Tanzania en 1998. Estábamos saliendo de Yemen y nos dirigíamos a Sudán por el mar Rojo. »Conocí a Knight en la base de Adén. Era un tipo callado, reservado. Leía libros, ¿sabe? Libros

gordos, de los que no tienen fotos. Y siempre estaba escribiéndole cartas a su joven mujer. »Era diferente a la mayoría de los tipos de mi unidad, los pilotos de helicópteros. Ellos no eran tan amables conmigo. Verá, soy bastante inteligente, pero a mi manera. Se me dan genial las matemáticas y la física y gracias a eso puedo pilotar un avión o un helicóptero mejor que cualquier hombre vivo. La cuestión es que no soy tan bueno en el entorno social. En ocasiones no cojo las bromas, especialmente las subidas de tono. Ese tipo de cosas. »Y los otros pilotos… bueno… les gustaba reírse de mí y gastarme bromas, como cuando me enviaron a una de las enfermeras del hospital para que se acercara a mi mesa y me hablara de manera sensual y erótica. O me adjudicaban tareas que no eran de mi competencia. Cosas así. En vez de llamarme Rufus, me llaman Doofus.3 3 N. de la t.: «Bobo». »Entonces algunos de los Rangers de la base comenzaron a llamarme así también. Pero el capitán Knight jamás usó ese apelativo. Nunca. Siempre me llamaba por mi nombre. »El caso es que un día pasó junto a mi habitación justo después de que algunos de esos cabrones se hubieran llevado todos mis libros mientras dormía y los cambiasen por revistas porno. Estaban todos mofándose de mí cuando el capitán Knight preguntó qué estaba pasando. »Un piloto llamado Harry Hartley le dijo que se fuera a tomar por culo y que se metiera en sus asuntos. Knight se quedó allí, en la puerta, completamente inmóvil. Hartley le dijo de nuevo que se marchara. Knight no se movió. Así que Hartley se acercó hacia él enfadado y le lanzó un puñetazo. Knight tiró a ese cabrón al suelo usando solo las piernas y a continuación le apretó la garganta con la rodilla y le dijo que mi destreza como piloto sí era asunto suyo y que me dejaran en paz… o volvería. »Nadie volvió a meterse conmigo. Madre dijo: —Entonces, ¿qué ocurrió con los trece soldados que murieron en Sudán? —Cuando iba a una misión —explicó Rufus—, Knight a menudo trabajaba solo. A los tipos de la unidad Delta les está permitido. Por lo general, un hombre actuando por su cuenta causa más daño que una sección entera. »La cuestión es que una noche se encontraba en Puerto Sudán, vigilando un antiguo almacén. Ese lugar era una ciudad fantasma, desierta, dejada de la mano de Dios. Razón por la que Al Qaeda tenía un campo de entrenamiento allí, en el interior de un enorme y viejo almacén. »Así que Knight entra en el almacén y espera. Esa noche hay una reunión allí, pero no se trata de la típica reunión entre miembros de Al Qaeda y traficantes de armas rusos. El puto Bin Laden estaba allí con tres tipos de la CIA, hablando de los atentados en las embajadas. »Knight envía una señal digital silenciosa para dar su ubicación y pedir refuerzos, indicando también que OBL está allí. Se ofrece a liquidar a OBL, pero el comandante le ordena que no actúe, que está enviando un equipo especial de la unidad Delta a su señal. »El equipo proviene de la base de Adén, dieciséis hombres en un Black Hawk que yo pilotaba. Como podrá imaginarse, cuando llegamos al almacén en Puerto Sudán, Bin Laden había volado.

»Nos reunimos con Knight en el punto de encuentro, en la costa, en un faro abandonado. Está muy enfadado. El líder del equipo de intervención era un tipo llamado Brandeis, capitán Wade Brandeis. Le dice a Knight que hay algo más importante en juego. Algo muy por encima de él. »Knight se da la vuelta y se dirige, furioso, al helicóptero. Entonces, tras él, ese cabrón de Brandeis asiente con la cabeza a dos de esos tipos y dice: «Al piloto del helicóptero también. No puede seguir con vida tras ver esto». Y entonces esos hijos de puta apuntaron con sus MP-5 a la espalda de Knight y a mí, que estaba en la cabina. »No tuve tiempo para gritar, pero tampoco fue necesario. Knight les había oído moverse. Después me dijo que había escuchado el ruido de su ropa al rozarse contra su equipo de protección corporal; el sonido de alguien que estaba levantando su arma. »Un segundo antes de que dispararan, Knight echó a correr y se abalanzó sobre mí en el compartimento del helicóptero. Los tipos de Delta corrieron tras nosotros, disparando sin cesar al helicóptero, pero Knight es demasiado rápido. Me saca por el otro lado del helicóptero y me arrastra por el terreno que lleva al faro. »No creería lo que ocurrió en el interior del faro. El equipo de la unidad Delta entró tras nosotros, todo el equipo. Dieciséis hombres. Solo tres salieron. »Knight mató a nueve soldados Delta en el interior de aquel faro antes de que Brandeis y los otros dos decidieran cortar por lo sano y salir. Entonces, Brandeis, sabiendo que Knight seguía dentro luchando contra cuatro de sus hombres, colocó una carga de demolición de termita y amatol delante de la puerta principal. »No sé si ha llegado a ver la detonación de una carga de termita, pero es descomunal. Bueno, la granada estalló y el faro cayó como una secuoya californiana. Cuando se desplomó, el suelo tembló como si hubiera habido un terremoto. »Cuando el polvo y la tierra se asentaron, ya no quedaba nada, nada. Solo una montaña de escombros y restos. Nadie que se hubiera encontrado en el interior del faro habría podido sobrevivir. Ni nosotros ni los cuatro tipos de Delta que Brandeis había dejado allí. »Así que Brandeis y los otros dos se montaron en mi helicóptero y pusieron rumbo a Adén. »El derrumbamiento del faro sí mató a los cuatro tipos de Delta, los aplastó. Pero no a nosotros. Knight había visto a Brandeis salir del faro y se imaginó que iba a volar el edificio. Así que Knight y yo bajamos corriendo las escaleras del faro, dejando a los tipos de Delta atrás, y nos metimos en un refugio contra tormentas que había en la base del edificio. »El faro cayó, pero el refugio resistió. Era sólido, de paredes de hormigón. Tardamos dos días en abrirnos paso entre los escombros. —Joder… —murmuró Madre. —Resultó que Brandeis trabajaba para un grupo del ejército estadounidense llamado Grupo de Convergencia de Inteligencia o GCI. ¿Ha oído hablar de ellos? —Sí. Alguna que otra vez —dijo Madre con voz seria. —Ya no se oye hablar de ellos —dijo Rufus—. Dicen que se trataba de una agencia gubernamental

que se infiltraba en unidades militares, importantes empresas y universidades y luego informaban al Gobierno. Pero se produjo una purga, hará un par de años, que acabó con ella. Sin embargo, algunos miembros sobrevivieron, Brandeis entre ellos. Al parecer, el GCI había estado detrás de los ataques a las embajadas estadounidenses en África. Estaban liquidando a algunos espías en esas dependencias y habían contratado a Al Qaeda para que hiciera el trabajo sucio. »Para cubrirse el culo respecto al baño de sangre en el faro, el GCI echó la culpa a Knight. Dijeron que había estado recibiendo millones de dólares de Al Qaeda. Le atribuyeron las trece muertes del equipo Delta bajo la acusación de haber avisado a Al Qaeda de su llegada. Colocaron a Knight en los primeros puestos de la lista de personas más buscadas del departamento de Defensa. Su expediente recibió la clasificación Cebra: disparar contra él nada más verlo. Y el Gobierno estadounidense puso precio a su cabeza: dos millones de dólares, vivo o muerto. —Un cazarrecompensas con un precio por su cabeza. Curioso —afirmó Madre. Rufus añadió: —Pero entonces el GCI hizo lo peor de todo. ¿Recuerda que le dije que Knight estaba casado? También tenía un bebé. El GCI los mató. Hicieron que pareciera que un ladrón había entrado en su casa. Mataron a la mujer y al bebé. »Y ahora, ahora el GCI está muerto y la familia de Knight también, pero la cabeza de Knight sigue teniendo un precio. El Gobierno estadounidense manda de tanto en tanto a un equipo tras él, como hicieron en Brasil hará unos años. Y, por supuesto, Wade Brandeis sigue en servicio activo con los Delta. Creo que tiene el rango de comandante, y sigue destinado en Yemen. —Y por eso Knight se convirtió en cazarrecompensas —dijo Madre. —Así es. Y yo fui con él. Me salvó la vida y siempre ha sido bueno conmigo, siempre me ha respetado. Y no se ha olvidado de Brandeis. Tiene un tatuaje en su brazo para recordarlo. Está esperando su oportunidad de volverse a encontrar con él. Madre reflexionó sobre lo que le acababa de contar Rufus. Rememoró la misión que había realizado con Schofield y Gant en aquella remota estación polar en la Antártida algunos años atrás, una aventura en la que habían tenido que vérselas con el GCI. Por suerte para ellos, habían ganado. Pero, más o menos al mismo tiempo, Aloysius Knight también había batallado contra el GCI. Y había perdido. —Es como Shane Schofield, pero por el mal camino —susurró. —¿Qué? —Nada. Madre contempló el horizonte mientras un pensamiento de lo más peculiar se le venía a la mente. Se preguntó qué le ocurriría a Shane Schofield si perdiera en una contienda así. Unos minutos después, el Cuervo Negro alcanzó la costa de Bretaña. Rufus y Madre contemplaron la carretera que se extendía desde la fortaleza de Valois y los cráteres, los impactos de los proyectiles en los acantilados, el amasijo de metal humeante de los camiones, los

coches y los helicópteros desperdigados por todo el lugar. —Pero ¿qué demonios ha pasado aquí? —acertó a decir Rufus. —Espantapájaros. Eso es lo que ha pasado —dijo Madre—. La pregunta es: ¿dónde está ahora?

5.9

Portaaviones francés Richelieu Océano Atlántico, costa francesa 26 de octubre, 15.45 horas (hora local) 09.45 horas (Tiempo del Este, Nueva York, EE. UU.) El enorme helicóptero francés Super Puma aterrizó en la pista del portaaviones con Shane Schofield a bordo, esposado, desarmado, y encañonado por no menos de seis soldados. Después de que el bote patrulla lo recogiera junto a los acantilados, Schofield había sido llevado al destructor francés. De ahí había sido transportado en helicóptero al gigantesco portaaviones clase Charles de Gaulle, Richelieu. Tan pronto como el helicóptero había aterrizado en la cubierta de vuelo, el suelo había comenzado a moverse. El Super Puma había aterrizado en uno de los elevadores laterales del portaaviones y en esos momentos el elevador estaba descendiendo. La plataforma elevadora se detuvo delante de un enorme hangar interno situado directamente debajo de la cubierta de vuelo. Estaba lleno de cazas Mirage, aviones antisubmarinos, camiones cisterna y todoterrenos. Y, en el centro, esperando la llegada de la plataforma elevadora con el helicóptero, había un pequeño grupo de oficiales franceses de alto rango: Un almirante de la Armada.Un general del ejército.Un comodoro de la Fuerza Aérea.Y un hombre con un traje gris.Schofield fue sacado a empellones del Super Puma con las manos esposadas por delante. Y fue llevado ante los cuatro oficiales franceses. Salvo por la media docena de guardias que custodiaban a Schofield, el hangar de mantenimiento estaba vacío. Conformaban una imagen de lo más extraña: un grupo de diminutas figuras entre gigantescos aviones dentro de un hangar enorme pero desierto. —Así que este es Espantapájaros —bufó el general del ejército—. El hombre que acabó con una unidad de mis mejores paracaidistas en la Antártida. El almirante dijo: —Yo perdí un submarino durante aquel incidente. Hasta la fecha no se ha rendido cuentas de ese

suceso. Cuántos esfuerzos por olvidar lo acontecido en la Antártida, pensó Schofield. El hombre del traje dio un paso adelante. Parecía más seguro de sí mismo que el resto, más preciso, con mayor facilidad de palabra. Lo que le convertía en alguien más peligroso. —Monsieur Schofield, mi nombre es Pierre Lefevre y trabajo para la Dirección General de la Seguridad Exterior. La DGSE, pensó Schofield. La versión francesa de la CIA. Y, aparte del Mossad, la agencia de Inteligencia más implacable del mundo. Genial. —¿Y bien, Pierre? —dijo Schofield—. ¿Cuál es la historia? ¿Francia se ha unido al M-12? ¿O solo a Jonathan Killian? —No sé de qué está hablando —replicó Lefevre con displicencia—. Todo lo que sabemos es lo que monsieur Killian nos ha contado, y la República Francesa ve una ventaja táctica en permitir que el plan de dicha organización siga su curso. —Entonces, ¿qué quieren de mí? El general del ejército dijo: —Me gustaría arrancarle el corazón. El almirante de la Armada añadió: —Y luego enseñárselo. —Mi objetivo es algo más práctico —dijo con total calma Lefevre—. Los generales podrán hacer realidad su deseo, claro. Pero no antes de que responda a algunas de mis preguntas, o de que comprobemos con nuestros propios ojos que el plan de monsieur Killian es realmente infalible. Lefevre dejó su maletín en un banco cercano, lo abrió… y allí había una pequeña unidad de metal del tamaño de un libro de tapa dura.

Parecía un miniordenador, pero tenía dos pantallas: una pantalla táctil grande en la mitad superior, y una más pequeña y alargada en la esquina derecha inferior. En la pantalla superior brillaban una serie de círculos rojos y blancos. Al lado de la pantalla más pequeña había un teclado numérico de diez dígitos, como el de un teléfono. —Capitán Schofield —dijo Lefevre—, permítame que le presente el sistema de seguridad CincLock-VII. Nos gustaría ver cómo lo desactiva.

5.10

Fortaleza de Valois, Bretaña (Francia) 26 de octubre, 16.00 horas (hora local) 10.00 horas (Tiempo del Este, Nueva York, EE. UU.) Llevaron a Libby Gant a rastras hasta el oscuro foso subterráneo. Sangrando, herida y a punto de perder la conciencia, Gant se fijó en las paredes circulares de piedra y en el agua de mar que, gracias a la subida de la marea, cubría en esos momentos casi toda la base. Agua que contenía dos tiburones. Clunk. La mitad superior de los bloques de madera de la guillotina cayó e inmovilizó la cabeza de Gant. El hombre que la estaba apuntando fue quien lo hizo. Gant no lo había visto antes: era pelirrojo, con ojos negros y vacíos y un rostro de roedor extremadamente desagradable. La imponente estructura de la guillotina se cernía sobre ella. Su cabeza estaba en esos momentos inmovilizada a tres metros y medio bajo la hoja afilada suspendida. Gant hizo una mueca de dolor. Apenas podía arrodillarse. La herida del pecho le ardía. Junto a Cara Rata estaba uno de los cazarrecompensas, el número dos de Cedric Wexley, un psicótico otrora marine real llamado Drake. Estaba apuntando a Gant con un fusil Steyr AUG. Gant se percató de que Drake llevaba un extraño chaleco provisto de todo tipo de raros dispositivos como una pequeña botella de buceo y pitones de escalada. Era el chaleco de Knight. Eso le hizo alzar la vista. Y lo vio. A cuatro metros y medio de ella, sobre una plataforma de piedra medio sumergida en el agua. Tenía los ojos fuertemente cerrados (pues le habían quitado las gafas), la espalda inmovilizada contra la pared curvada de piedra, las muñecas esposadas y las fundas de sus armas vacías. Aloysius Knight. Una voz resonó por la mazmorra inundada. —«Girando y girando en el vasto girar, el halcón no puede oír al halconero; las cosas se destruyen; ceden los cimientos; la anarquía se desata sobre el mundo.» Yeats, si no me equivoco. Jonathan Killian apareció en el balcón con el cazarrecompensas Cedric Wexley a su lado.

Killian contempló el foso de los Tiburones cual emperador contemplando el Coliseo. Sus ojos se posaron en Gant, a cuarenta y cinco metros de distancia, al otro lado del foso. —La anarquía se desata sobre el mundo, teniente Gant —dijo en tono agradable—. Debo decir que me gusta cómo suena eso. ¿A usted no? —No. —Gant gimió de dolor. No fue necesario alzar la voz. Sus palabras resonaron por toda la mazmorra. Killian dijo: —Y el capitán Knight. Sus acciones me resultan de lo más molestas. Un cazarrecompensas de su fama entorpeciendo una cacería. Solo puedo llegar a una conclusión: ha sido pagado para ello. Knight se quedó mirando al joven multimillonario sin decir nada. —Me preocupa que haya alguien que desee echar por tierra los planes del Consejo. ¿Quién le paga para salvar a Schofield, capitán Knight? Knight no dijo nada. —Noble silencio. Qué predecible —dijo Killian—. Quizá cuando haga que le arranquen la lengua desee haber hablado antes. —Sabemos cuál es su plan, Killian —dijo Gant entre dientes—. Comenzar una nueva guerra fría para ganar más dinero. No funcionará. Hemos destapado la caja de los truenos. El Gobierno estadounidense está al tanto. Killian resopló con desdén. —Mi querida teniente Gant. ¿De veras cree que temo al Gobierno? Los gobiernos occidentales actuales no son más que un grupo de hombres de mediana edad con sobrepeso que intentan minimizar su mediocridad ostentando altos cargos. Los aviones presidenciales, los despachos de los primeros ministros… no son más que ilusiones de poder. »Respecto a esa nueva guerra fría —musitó Killian—, bueno, es más un plan del Consejo que mío. Mi plan tiene más amplitud de miras. »Piense en el poema de Yeats. A mí en concreto me fascina el concepto del halconero que ya no puede controlar a su halcón. Da a entender que una nación ya no es capaz de controlar su arma más letal. El arma ha desarrollado una mente propia, se ha percatado de su letal potencial. Ha superado a su dueño y ha adquirido una peligrosa independencia. »Ahora pongámoslo en el contexto de la industria de Defensa de Estados Unidos. ¿Qué ocurre cuando los constructores de misiles deciden no obedecer más a sus principales compradores? ¿Qué ocurre cuando el complejo militar-industrial decide que ya no necesita al Gobierno estadounidense? —Espantapájaros lo detendrá —dijo Gant desafiante. —Sí. Sí. Espantapájaros —dijo Killian—. Nuestro amigo. Es especial, ¿verdad? ¿Sabía que el Consejo estaba tan preocupado por su presencia en la lista que se tomó la molestia de preparar una misión falsa en Siberia para atraparlo? Huelga decir que no funcionó.

—Por supuesto que no. —Pero si sigue con vida… —dijo Killian—, sí, es un problema. Killian miró a Gant… … Y Gant sintió cómo un escalofrío le recorría la espalda. Había algo en aquella mirada que nunca antes había visto, algo realmente aterrador. Aloysius Knight también lo vio y se preocupó. Todo estaba sucediendo demasiado deprisa. Se revolvió, intentando zafarse de las esposas. —Bien —dijo Killian—. En cualquier historia normal, un villano como yo buscaría atraer al problemático Schofield reteniendo a su amada, la teniente Gant. Creo que eso era exactamente lo que Damon Larkham tenía en mente esta mañana. —Sí —dijo Gant con recelo—. Así es. —Pero no funcionó, ¿verdad? —dijo Killian. —No. —Razón por la que, teniente Gant, debo hacer algo más para atraer la atención de Schofield. Algo que haga que encontrarme sea más importante para él que trastocar el plan del Consejo. Señor Noonan. En ese momento, Cara Rata (Noonan) agarró la manivela de la guillotina y Gant tragó saliva horrorizada. Entonces miró a Knight y sus ojos se encontraron. —Knight —dijo Gant—. Cuando salga de aquí, dígale algo a Schofield de mi parte. Dígale que le habría dicho que sí. Entonces, sin pausa ni paciencia, Cara Rata soltó el resorte y la hoja de la guillotina cayó a gran velocidad hacia el cuello de Gant. Clunc.

5.11

El cuerpo decapitado de Gant cayó al suelo, junto a la base de la guillotina. Una terrible cascada de sangre salió a borbotones de su cuello rebanado, sangre que cubrió la plataforma de piedra hasta caer al agua. La sangre en el agua atrajo rápidamente a los tiburones. Dos formas grises y apuntadas aparecieron junto al borde de la plataforma de la guillotina en busca del origen de la sangre. —¡Dios, no! —gritó Aloysius Knight, tirando de sus cadenas, mirando aquella grotesca imagen en estado de shock. Había ocurrido tan rápido. Tan deprisa. Sin vacilación alguna. Libby Gant estaba muerta. A pesar del dolor que la luz le infligía, Knight tenía los ojos abiertos de par en par, con el rostro lívido. —Oh, Dios, no… —acertó a decir de nuevo. Se giró para mirar a Jonathan Killian, pero el rostro de Killian era una máscara. Su fría mirada no había cambiado un ápice. Y entonces, de repente, uno de los hombres del foso fue hacia Knight. Era Drake, el mercenario de ExSol, y portaba una de las escopetas Remington de Knight, además de su chaleco. El otro hombre, Cara Rata, estaba saliendo del foso por una puerta de acero que había junto a la guillotina. —¿Qué hay de este? —preguntó Drake a Killian. Killian hizo un gesto con la mano. —Nada de guillotinas para el Caballero Oscuro. Nada de juegos que puedan permitirle escaparse. Dispárelo en la cabeza y échelo como cebo para los tiburones. —Sí, señor —obedeció Drake. El enorme mercenario recorrió un estrecho puente de piedra situado entre la plataforma de la guillotina y la de Knight, chapoteando a cada paso.

Conforme Drake iba acercándose, Knight evaluó sus opciones. No había muchas. Apenas podía ver. Tenía las manos esposadas. Drake se estaba acercando. Mientras multitud de pensamientos se agolpaban en su mente, Knight se mordió con tanta fuerza el labio que se hizo sangre. Escupió la saliva ensangrentada con asco. Drake se detuvo a menos de dos metros de él, a una distancia en la que Knight no podría hacerle nada como estrangularlo con las piernas o darle una patada en la entrepierna. Drake levantó la Remington de Knight y le apuntó a la cabeza. —Había oído que era usted mejor que esto, Knight. Momento en el cual Knight asintió a los pies de Drake y dijo: —Lo soy. Drake frunció el ceño. Bajó la vista y vio a uno de los tiburones tigre en el agua justo al lado de sus botas, atraído al borde de la plataforma por la saliva ensangrentada de Knight. Tal como Knight había planeado. —¡Ah…! —Drake se volvió y dio un paso atrás por acto reflejo para alejarse del tiburón… … Y se acercó a la zona de ataque de un depredador mucho más peligroso. Lo que Knight hizo a continuación, lo hizo a gran velocidad. En primer lugar, impulsó su cuerpo hacia arriba con ayuda de las piernas y con ellas rodeó a Drake por detrás, a la altura de las costillas. Knight apretó las piernas y oyó el terrible sonido de las costillas de Drake al romperse. Drake gritó de dolor. A continuación, Knight tiró del mercenario hacia él para poder alcanzar una cosa que colgaba del chaleco (su chaleco) que llevaba Drake. Knight cogió un pitón de escalada y, con una mano, metió el pitón en la esposa de su mano izquierda y apretó el resorte. El pitón se expandió al instante… … Y la esposa de hierro que apresaba la muñeca de Knight se abrió, dejándolo libre. En el balcón, Cedric Wexley vio lo que estaba ocurriendo. Fue a sacar su arma pero Drake, al que Knight retenía con sus piernas, se interponía. Knight todavía no había terminado con Drake.

Con su mano izquierda cogió otro objeto del chaleco: el soplete pequeño. Knight sacó el soplete y lo encendió al instante, apuntando a quemarropa a la espalda de Drake. La llama azul le atravesó el cuerpo y emergió al otro lado, cual hoja de una espada luminiscente. La cabeza de Drake, moribundo y conmocionado, cayó hacia atrás, contra el pecho de Knight. —Te has apagado muy rápido —gruñó Knight mientras seguía aplicándole el soplete, reduciendo las entrañas de Drake a nada. A continuación el cuerpo cayó inerte y, mientras caía, Knight le desabrochó el chaleco y al mismo tiempo se valió del pitón para soltar la otra esposa. Pero cuando Drake cayó, Knight quedó expuesto y Cedric Wexley comenzó a dispararle desde el balcón. Pero Knight ya no estaba esposado. Se tiró tras el cuerpo de Drake y dejó que las balas impactaran en él cuando, sin previo aviso, rodó el cuerpo de Drake hasta tirarlo al agua cubierta de sangre, justo delante del tiburón más cercano, y entonces, para sorpresa de todos… … ¡Saltó al agua tras él! El tiburón se abalanzó sobre el cuerpo de Drake y comenzó a hacerlo jirones. El segundo tiburón se unió al festín al instante. En el agua comenzó a levantarse una espuma ensangrentada. Las olas chapalearon contra todas y cada una de las plataformas de piedra. Unos minutos después, sin embargo, el agua recuperó la calma. Pero no había ni rastro de Knight. Es más, Aloysius Knight no volvió a salir a la superficie de aquel mortífero foso.

5.12

Sí lo hizo, sin embargo, fuera de la fortaleza de Valois, entre las olas del océano Atlántico. Exactamente seis minutos después de haberse sumergido bajo los tiburones que estaban comiéndose el cuerpo de Drake, salió a la superficie del océano, todavía con la pequeña botella de buceo en los labios. La botella tenía el aire suficiente para recorrer el largo pasillo submarino que conectaba el foso de los Tiburones con el mar abierto. Knight no permaneció mucho tiempo en el agua. El transpondedor de su chaleco se encargó de ello. En cuestión de minutos, la sombra del Sukhoi S-37 se cernió sobre él, agitando el agua a su alrededor por obra y gracia de sus propulsores. A continuación un arnés cayó del compartimento de bombas del avión y se precipitó al agua, a su lado. En pocos segundos, Aloysius Knight se encontraba en el interior del Cuervo Negro, con Madre y Rufus. —¿Se encuentra bien, jefe? —dijo Rufus mientras le daba otro par de gafas con los cristales tintados de dorado. Knight las cogió mientras yacía desplomado en el suelo de la celda trasera del Cuervo y se las puso. No respondió a la pregunta de Rufus. Seguía conmocionado por la terrible ejecución que había presenciado en el foso de los Tiburones. Madre dijo: —¿Qué hay de Espantapájaros? ¿Y de mi Gant? Knight la miró fijamente. Tras sus gafas, sus ojos eran la viva imagen del horror. Miró a Madre sin saber muy bien qué decir. Entonces, de repente, se puso en pie. —Rufus. ¿Puede establecer la posición de Schofield? Los MicroDots que puse en su Palm tienen que habérsele pegado a la mano. —Lo tengo, jefe. Y se está moviendo. Parece que alguien lo llevó al portaaviones de la costa. Knight se volvió hacia Madre y respiró profundamente. —Schofield está vivo, pero… —Tragó saliva—. Puede que haya un problema con la chica.

—Oh, Dios mío, no… —dijo Madre. —No puedo hablar de ello ahora —dijo Knight—. Tenemos que rescatar a Schofield.

5.13

Portaaviones francés Richelieu Océano Atlántico, costa francesa Shane Schofield fue arrojado al interior de una pequeña sala con las paredes de acero contigua al hangar situado bajo cubierta. La puerta se cerró tras él. En la habitación no había nada salvo una mesa y una silla. En la mesa se encontraba la unidad de desactivación CincLock-VII de Lefevre. Al lado de la unidad, con una pequeña luz roja encendida en la parte superior, se hallaba una granada de fósforo. En la esquina superior, escondida tras un cristal tintado, Schofield oyó el zumbido de una cámara. —Capitán Schofield —dijo la voz del agente de la DGSE por unos altavoces—. Una simple prueba. La granada de fósforo que ve está conectada por un transmisor de onda corta con la unidad CincLock. La única manera de desactivar esa granada es mediante la unidad CincLock. A efectos de este ejercicio, el código de desactivación final será 123. La granada estallará en un minuto. Su tiempo comienza… ahora. —Joder —protestó Schofield mientras corría a la mesa. Examinó detenidamente la unidad.

Unos círculos blancos y rojos llenaban la pantalla principal: rojos a la izquierda, blancos a la derecha. Bing. Apareció un mensaje en la pantalla pequeña: PRIMER PROTOCOLO (PROXIMIDAD): SATISFECHOINICIAR SEGUNDO PROTOCOLO De inmediato, los círculos blancos de la pantalla principal comenzaron a parpadear, de uno en uno, durante un leve instante, en una secuencia aleatoria. La pantalla pitó a modo de protesta. SEGUNDO PROTOCOLO (PATRÓN DE RESPUESTA): FALLIDOINTENTO DE DESACTIVACIÓN REGISTRADO.TRES INTENTOS DE DESACTIVACIÓN FALLIDOS OCASIONARÁN UNA DETONACIÓN POR DEFECTO.SEGUNDO PROTOCOLO (PATRÓN DE RESPUESTA): REACTIVADO. —¿Qué? —le dijo Schofield a la pantalla. —Cincuenta segundos, capitán —dijo la voz de Lefevre—. Tiene que tocar los círculos iluminados en orden. —Oh, de acuerdo. Los círculos blancos comenzaron a parpadear de nuevo, uno tras otro. Y entonces Schofield comenzó a pulsarlos, justo después de que parpadearan. —Cuarenta segundos… La secuencia de círculos blancos se aceleró. Las manos de Schofield comenzaron a moverse con mayor rapidez para tocar a tiempo los círculos de la pantalla.

Entonces, de repente, uno de los círculos rojos del lado izquierdo de la pantalla se iluminó. Schofield no se lo esperaba. Pero lo pulsó a tiempo. Los círculos blancos retomaron su secuencia, parpadeando en esos momentos a gran velocidad. Los dedos de Schofield también incrementaron su ritmo. —Treinta segundos… Lo está haciendo bien. Entonces otro círculo rojo parpadeó. Pero Schofield fue en esa ocasión demasiado lento. La pantalla emitió otro bip. SEGUNDO PROTOCOLO (PATRÓN DE RESPUESTA): FALLIDOINTENTO DE DESACTIVACIÓN REGISTRADO.TRES INTENTOS DE DESACTIVACIÓN FALLIDOS OCASIONARÁN UNA DETONACIÓN POR DEFECTO.SEGUNDO PROTOCOLO (PATRÓN DE RESPUESTA): REACTIVADO. —¡Mierda! —gritó Schofield mientras miraba la granada que había en la mesa junto a él. Y los círculos blancos comenzaron su secuencia parpadeante por tercera y última vez. —Veinticinco segundos… Pero esa vez Schofield estaba preparado, sabía lo que tenía que hacer. Sus manos se movieron con fluidez por la pantalla, pulsando los círculos blancos cuando estos parpadeaban, desviándose al lado izquierdo cada vez que uno rojo se iluminaba. —Diez segundos, nueve… La secuencia se aceleró. Los parpadeos de los círculos rojos se tornaron más frecuentes hasta tal punto que Schofield pensó que se trataba de un test para poner a prueba sus reflejos. —Ocho, siete… Sus ojos siguieron fijos en la pantalla. Sus dedos se movían sin cesar. El sudor le caía por la frente. —Seis, cinco… Las luces seguían parpadeando: blanco-blanco-rojo-blanco-rojo-blanco. —Cuatro, tres… Bing. Un mensaje apareció en la pantalla. SEGUNDO PROTOCOLO (PATRÓN DE RESPUESTA): SATISFECHO.TERCER PROTOCOLO (CÓDIGO): ACTIVO.POR FAVOR, INTRODUZCA CÓDIGO DE DESACTIVACIÓN AUTORIZADO. —Dos… Schofield tecleó «1-2-3-ENTER» en el teclado numérico. Los números aparecieron en la pantalla pequeña. —Uno… Bing.

TERCER PROTOCOLO (CÓDIGO): SATISFECHO.DISPOSITIVO DESACTIVADO. Schofield exhaló y se desplomó en la silla. La puerta de la sala se abrió. Lefevre entró aplaudiendo. —Oh, très bien! Très bien! Muy bien, capitán. Dos fornidos soldados franceses encañonaron a Schofield. Lefevre sonrió. —Ha sido de lo más impresionante. De lo más impresionante. Gracias, capitán. Acaba de confirmarnos la veracidad de las afirmaciones del M-12. Por no mencionar las ventajas de este sistema de desactivación. Estoy convencido de que la República Francesa le encontrará múltiples usos. Es una lástima que tengamos que matarlo. Caballeros, lleven al capitán Schofield al hangar y átenlo con el otro.

5.14

Schofield se elevó en el aire con los brazos y las piernas extendidos en cruz. Se hallaba en las horquillas de una carretilla elevadora, con cada pie en una horquilla horizontal, mientras que sus muñecas estaban esposadas a las guías de acero verticales del vehículo. La carretilla elevadora estaba estacionada en un rincón del hangar principal del Richelieu, tras los tubos de escape de varios cazas Rafale. Sentados en semicírculo delante de la carretilla se hallaban los tres soldados franceses y el agente de la DGSE, Lefevre. —Traigan al espía británico —ordenó Lefevre a uno de los guardias de Schofield. El guardia pulsó un botón de una pared cercana y la pared de acero que había junto a Schofield comenzó a ascender de repente; en realidad se trataba de una puerta, de una enorme puerta de acero del tamaño de un caza, tras la que solo había oscuridad. De ella salió una segunda carretilla elevadora con otra persona maniatada y crucificada de la misma manera que Schofield. Solo había una diferencia. El hombre de la segunda carretilla elevadora había sido salvajemente torturado. Su rostro, su camisa, sus brazos… todo estaba cubierto de sangre. La cabeza le caía inerte sobre el pecho. Lefevre dijo: —Capitán Schofield, no sé si conoce al agente Alec Christie, de la Inteligencia británica. Christie. Del MI6. Y de la lista de objetivos. Así que ahí era donde había ido. —Durante los dos últimos días, el señor Christie nos ha proporcionado gran cantidad de información sobre el M-12 —dijo Lefevre—. Al parecer, durante los últimos dieciocho meses ha estado trabajando como guardaespaldas del señor Randolph Loch, presidente de Loch-Mann Industries y del M-12. Pero, mientras el señor Christie espiaba a Loch, nosotros lo espiábamos a él. »Sin embargo, en uno de sus momentos de mayor lucidez la noche pasada, el señor Christie nos contó algo muy preocupante. Afirmó que, últimamente, Randolph Loch andaba algo contrariado con uno de los miembros más jóvenes del M-12, nuestro amigo Jonathan Killian. »Según el señor Christie, Randolph Loch comentó en varias ocasiones que Killian estaba

«molestando con su idea complementaria». Al parecer, al señor Killian no le parece que el plan del M-12 vaya lo suficientemente lejos. En vista de nuestras propias investigaciones, capitán Schofield, ¿sabe usted algo de esa idea complementaria? A lo que Schofield respondió: —Killian es su amigo. ¿Por qué no se lo preguntan ustedes? —La República Francesa no tiene amigos. —Ya imagino por qué. —Tenemos conocidos, relaciones provechosas —dijo Lefevre—. Pero en ocasiones uno debe vigilar a sus conocidos tan de cerca como a sus enemigos. —No confían en él —dijo Schofield. —Ni un ápice. —Pero le dan protección. —Mientras nos convenga. Puede que ya no sea así. —Pero ahora les preocupa que pueda estar jugando con ustedes —dijo Schofield. —Así es. Schofield se quedó meditando unos segundos. A continuación dijo: —Uno de los misiles Camaleón del M-12 apunta a París. —Oh, por favor. Lo sabemos. Estamos preparados para ello. Esa es la idea que subyace tras la participación de mi país en los planes del M-12. Esa es la razón por la que les hemos proporcionado los cuerpos de los terroristas de Global Jihad. Pues, mientras Estados Unidos, Alemania y Gran Bretaña sufrirán pérdidas catastróficas, Francia será vista como la única nación occidental capaz de frustrar esa amenaza. »Nueva York, Berlín y Londres desaparecerán, pero París seguirá en pie. Francia será la única nación que consiga abatir esos misiles terroristas. »Estados Unidos tardó tres meses en reaccionar tras el 11 de Septiembre. Imagine cómo quedarán cuando pierdan cinco ciudades. Pero Francia, Francia será la nación que rechace esos ataques. Nuestro país, fortalecido y sin pérdidas que lamentar, se convertirá en el líder de esta nueva guerra fría. »Capitán Schofield, nuestros amigos del M-12 quieren sacar dinero con todo esto, porque para ellos el dinero es poder. Francia no quiere ese tipo de poder. Queremos algo mucho más importante. Queremos un cambio en el poder mundial. Queremos dirigir el mundo. »El siglo XX fue el siglo de Estados Unidos. Tiempos tristes, tiempos de crisis para la historia de este planeta. El siglo XXI será el siglo de Francia. Schofield se quedó mirando a Lefevre y a los generales. —Ustedes están realmente mal. Lo saben, ¿no? —dijo.

Lefevre sacó algunas fotos de su maletín y se las enseñó a Schofield. —Volvamos a Killian. Estas son fotos de monsieur Killian durante su viaje por África el año pasado. Schofield vio las fotos. Eran fotos de periódicos: Killian posando con líderes africanos, inaugurando fábricas, saludando a las multitudes. —Un viaje de buena voluntad para promocionar sus actividades benéficas —observó Lefevre—. Durante ese viaje, sin embargo, Killian se reunió con líderes y ministros de Defensa de varias de las naciones africanas de mayor importancia estratégica: Nigeria, Eritrea, Chad, Angola y Libia. —Sí… —dijo Schofield expectante. Lefevre paró de hablar un instante antes de soltar el bombazo. —Durante las últimas once horas, las Fuerzas Aéreas de Nigeria, Eritrea, Chad y Angola han despegado de sus bases y más de doscientos cazas están reuniéndose en aeródromos al este de Libia. Por separado, esas fuerzas aéreas son relativamente menores. Pero, juntas, sin embargo, conforman una verdadera flota aérea. La pregunta que tengo para usted, capitán, es ¿qué están haciendo? El cerebro de Schofield se puso en funcionamiento. —¿Capitán Schofield? Pero Schofield no estaba escuchando. Solo podía oír la voz de Jonathan Killian en su cabeza diciendo: «Aunque muchos no lo sepan aún, el futuro mundial se encuentra en África». África… —¿Capitán Schofield? —insistió Lefevre. Schofield parpadeó y volvió al presente. —No lo sé —respondió con honestidad—. Ojalá lo supiera, pero no lo sé. —Mmmm —dijo Lefevre—. Eso es exactamente lo que Christie dijo. Lo que puede significar que quizás ambos estén diciendo la verdad. Claro está, también puede significar que quizá necesiten más persuasión. Lefevre hizo un gesto con la cabeza al conductor de la carretilla elevadora. El conductor encendió el motor y maniobró el vehículo unos metros a la izquierda, de manera que Christie quedó tras los propulsores de un caza Rafale. El conductor salió rápidamente del vehículo y se alejó. Un instante después, Schofield comprendió por qué. ¡Brum! Los motores del caza cobraron vida. Schofield vio a otro soldado francés en la cabina del avión. Alec Christie, herido y harapiento, alzó la vista al oír aquel estruendo y vio que estaba justo delante del propulsor posterior del caza Rafale. No pareció importarle. Se encontraba demasiado malherido, demasiado agotado como para intentar siquiera soltarse. Lefevre asintió con la cabeza al hombre de la cabina.

El hombre accionó el sistema de control. Al instante, una llamarada salió disparada del propulsor posterior de Rafale, engullendo a Christie. La explosión de calor golpeó el cuerpo del agente británico como si de un ventilador se tratara, agitándole y abrasándole el cabello, arrancándole la piel del rostro, quemando su ropa en un nanosegundo… hasta que finalmente su cuerpo quedó reducido a cenizas. Entonces, de repente, la explosión cesó y el hangar volvió a quedarse en silencio. Lo único que quedaba de Alec Christie eran los restos truculentos de sus cuatro extremidades, achicharradas, colgando de las horquillas de la carretilla elevadora. —Esto pinta muy mal —murmuró Schofield, y tragó saliva. Lefevre se volvió hacia él. —¿Le ha servido esto para refrescar su memoria? —Se lo estoy diciendo. No lo sé —dijo Schofield—. No sé nada de Killian ni de los países africanos ni de si tienen algo en común. Es la primera vez que lo oigo. —Entonces me temo que ya no lo necesitamos —dijo Lefevre—. Es hora de que el almirante y el general puedan cumplir su deseo y lo vean morir. Y, tras eso, asintió al conductor de la carretilla elevadora. El vehículo de Schofield comenzó a avanzar hacia delante hasta detenerse junto a la carretilla abrasada de Christie, delante del segundo propulsor trasero del Rafale. Schofield contempló las oscuras profundidades del propulsor. —¿General? —dijo Lefevre al anciano oficial del ejército, el hombre que había perdido a una unidad entera de paracaidistas en la misión de la Antártida—. ¿Quiere hacer los honores? —Será un placer. El general se levantó de su asiento y subió a la cabina del avión sin dejar de mirar un instante a Schofield. Una vez dentro, agarró la palanca con el interruptor «Posquemador». —Adiós, capitán Schofield —dijo Lefevre—. La historia del mundo tendrá que continuar sin usted. Au revoir. El pulgar del general se posó en el interruptor.

5.15

Justo cuando una gigantesca explosión resonó por encima de ellos. Las sirenas se activaron. Las luces de alerta cobraron vida. Y todo el portaaviones quedó de repente bañado por la luz roja parpadeante de emergencias. El pulgar del general se detuvo a un milímetro del interruptor. Un alférez corrió junto al almirante de la Armada. —¡Señor! ¡Nos están atacando! —¿Qué? —gritó el almirante—. ¿Quién? —¡Parece que se trata de un caza ruso! —¿Un caza ruso? ¡Esto es un portaaviones, por el amor de Dios! ¿Quién en su sano juicio atacaría un portaaviones con un solo avión? El Cuervo Negro se cernía a la misma altura de la cubierta de vuelo del Richelieu, disparando misiles y balas a los aviones allí estacionados. Cuatro misiles salieron de las alas del Sukhoi y a continuación se separaron en busca de diferentes objetivos. Un caza Rafale que se hallaba en la cubierta estalló en pedazos mientras que dos sistemas de misiles antiaviones fueron arrasados. El cuarto misil penetró en el hangar principal e impactó en un AWACS, provocando una explosión ensordecedora. En el interior del Cuervo Negro, Rufus pilotaba el avión con gran destreza. En el asiento del artillero, tras él, se hallaba Knight, moviéndose en su silla giratoria, apuntando a los objetivos y haciéndolos volar en pedazos con las armas del Cuervo. —¡Madre! ¿Lista? —gritó Knight. Madre se hallaba en el compartimento de bombas reconvertido de la parte trasera, armada hasta los dientes: MP-7, M-16, pistolas Desert Eagle; incluso llevaba a la espalda una mochila provista de un lanzamisiles portátil. —Por supuesto. —Entonces, ¡vamos! —Knight pulsó un botón.

El suelo del compartimento de bombas se abrió y Madre se deslizó por el cable de su Maghook. En el interior de la torre de control del portaaviones francés reinaba el caos. Los técnicos de comunicaciones estaban gritando por los micros de sus radios, transmitiendo la información al capitán. —¡… Esa maldita cosa no ha sido detectada por nuestros radares! ¡Debe de estar usando algún tipo de tecnología de invisibilidad…! —… Han atacado los sistemas antiaviones de la cubierta de vuelo… —… ¡Lleven esos cazas a las catapultas ahora! —Señor, el Triomphe dice que puede hacer blanco… —¡Dígale que dispare! En respuesta a la orden, un misil antiaéreo salió disparado de uno de los destructores del grupo de apoyo en dirección al Cuervo Negro. —¡Rufus! ¡Confío en que arreglase las contramedidas electrónicas! —Ya me encargué de ello, jefe. El misil se acercó a ellos a gran velocidad. Pero, en el último segundo, impactó en el escudo de interferencias electrónicas del Cuervo y viró… … ¡Hasta impactar en el casco exterior del portaaviones! —¡Escoltas! ¡Que cese el fuego! —gritó el capitán—. Ese avión está demasiado cerca. ¡Nos han dado! ¡Departamento de Electrónica, averigüen qué frecuencia de interferencia están usando y neutralícenla! Tendremos que destruirlos con los cazas. En el interior del hangar principal del portaaviones, Schofield seguía casi crucificado delante de los propulsores del caza Rafale. De repente, la cubierta comenzó a inclinarse abruptamente cuando el portaaviones comenzó a virar para evitar el repentino ataque sorpresa del Cuervo Negro. Lefevre y los generales franceses estaban en esos momentos hablando por las radios, buscando respuestas. Todos salvo el general del ejército, que seguía en la cabina del Rafale. Tras la distracción inicial, miró de nuevo a Schofield. No iba a dejar pasar esa oportunidad. Agarró de nuevo la palanca con el interruptor del posquemador y fue a pulsarlo cuando una bala le entró por la oreja y sus sesos salpicaron toda la cabina. En medio de toda aquella confusión, nadie se había percatado de la figura que había aterrizado en la plataforma elevadora descubierta a estribor, contigua al hangar principal, una figura que se había deslizado por un cable vertical cual araña de un hilo, una figura que iba fuertemente armada. Era Madre. Con un MP-7 en una mano y un M-16 en otra, Madre irrumpió en el hangar y echó a correr en

dirección a Schofield. Era una fuerza incontenible de la naturaleza. Los paracaidistas franceses que habían estado vigilando a Schofield cargaron contra ella desde todos los flancos: apostados tras los vehículos, desde los cazas allí estacionados… Pero Madre siguió avanzando, disparándoles en todas direcciones, sin perder el paso. Disparó dos veces a la izquierda y alcanzó a dos paracaidistas en el rostro. Se giró a la derecha y con su M-16 abatió a tres más. Un paracaidista apareció sobre el ala del Rafale que Madre tenía encima y esta dio una voltereta, disparando mientras rodaba en el suelo, llenando al soldado de agujeros sanguinolentos. A continuación lanzó dos granadas de humo y, con la ayuda de la bruma, se movió como si de un espectro vengador se tratara. Cuatro paracaidistas franceses fueron abatidos, engullidos por el humo de las granadas, al igual que el almirante. Ni siquiera el espía, Lefevre, se libró de Madre. Un shuriken le atravesó la nuez. Tendría una muerte lenta. Entonces, de repente, Madre salió de entre la neblina junto a Schofield. —Hola, Schofield. ¿Cómo lo llevas? —Mucho mejor ahora que estás aquí —dijo Schofield. Dos de los pitones de Knight se encargaron de sus esposas. En cuestión de segundos, Schofield estaba de nuevo en tierra firme, libre. Pero, antes de que Madre pudiera darle algún arma, Schofield corrió hacia el cuerpo de Lefevre, que yacía en el suelo. Cogió algo que había junto al cuerpo moribundo del francés y regresó junto a Madre. Ella le pasó un MP-7 y una Desert Eagle. —¿Listo para hacer daño? —preguntó. Schofield se volvió hacia ella con los ojos fijos en su lanzamisiles portátil. —Listo. Corrieron hacia un todoterreno estacionado junto a ellos.

5.16

Dispuestos de dos en dos, cuatro Rafale de tecnología de última generación recorrieron la pista del Richelieu y despegaron. Viraron en el cielo, sobre el portaaviones, en mortífera formación, en dirección al Cuervo Negro. —¡Vienen! —gritó Rufus. —¡Los veo! —respondió Knight. Knight se giró en la silla y apretó gatillos e interruptores como si fuera un crío jugando a un videojuego. Dos Rafale abrieron fuego contra ellos. Una salva de balas trazadoras de color naranja se dirigió hacia ellos. El Cuervo viró y giró en el aire, esquivando las balas mientras al mismo tiempo disparaba al enemigo. Entonces los dos primeros aviones los pasaron. Sendas explosiones sónicas. Pero eso solo había sido el primer acto, una distracción para ocultar el espectáculo principal. Pues los dos otros cazas franceses habían virado, volando muy bajo, por encima de las olas del océano en dirección contraria, y en esos momentos se acercaban al Sukhoi desde detrás, por debajo de ellos. El Sukhoi, que seguía planeando sobre la plataforma elevadora de estribor, giró en el aire y miró de frente a esos dos nuevos aviones. —Mierda —exclamó Rufus mientras consultaba el monitor de las contramedidas—. Esos cabrones nos están jodiendo la frecuencia… Va y viene. Estamos perdiendo la protección antimisiles. Los dos Rafale recién llegados dispararon dos misiles cada uno. Knight disparó a los misiles e impactó en dos de ellos, pero los otros dos esquivaron sus disparos. —¡Rufus! Los misiles rugieron en su dirección. Rufus los vio venir y, un instante antes de que fuera demasiado tarde, vio la respuesta. Los misiles se acercaban en busca de su presa… … Justo cuando Rufus dirigió el Cuervo Negro hacia el interior de la enorme entrada que se abría

junto a la plataforma elevadora de estribor y metió el caza en el interior del hangar principal. Los misiles, a diferencia de los lanzados por el destructor Triomphe, iban equipados con sistemas de detección electrónicos que impedían que impactaran en su propio portaaviones. Se precipitaron al océano y explotaron, levantando géiseres gemelos de treinta metros de altura. En el interior de la torre de control, los operadores de los radares contemplaron confusos sus pantallas y comenzaron a gritar por sus micrófonos: —¿Dónde coño ha ido? —¿Qué? Repita… —¿Qué ocurre? —preguntó el capitán—. ¿Dónde están? —Señor. ¡Están dentro! El Cuervo Negro se cernía en esos momentos en el interior del hangar del portaaviones francés. —Me gusta su estilo, Rufus —observó Knight mientras disparaba indiscriminadamente a los aviones, helicópteros y camiones allí estacionados. Cual ave gigantesca atrapada en un salón, el Cuervo Negro fue dejando aviones y camiones destruidos tras su estela. Cruzó el hangar desatando el caos y la destrucción. En una ocasión sus aletas de cola llegaron a rozar el techo. Knight gritó por su radio: —¡Madre! ¿Dónde está? Un todoterreno corría hacia la popa del hangar a toda velocidad, esquivando camiones cisterna y metiéndose por debajo de los aviones. Madre iba al volante y Schofield se encontraba en cuclillas en la parte trasera. Madre gritó: —¡Estoy en el otro extremo del hangar, intentando evitar su caos! —¿Tiene a Schofield? —Lo tengo. —¿Quieren que los recoja aquí? Madre se volvió hacia Schofield, que estaba ocupado con el lanzamisiles portátil de Knight. —¿Quieres que nos recoja aquí? —¡No! ¡Aún no! —gritó Schofield—. Dile a Knight que salga del hangar. ¡No querrá estar aquí dentro de dos minutos! ¡Más bien no querrá estar cerca de este barco! ¡Dile que nos veremos fuera! —Recibido —dijo Knight instantes después. Se volvió. —¡Rufus! ¡Hora de irnos!

—Recibido, jefe. ¿Dónde está esa otra…? Ah —dijo Rufus mientras divisaba la segunda plataforma descubierta, en el extremo contrario de la nave. El Sukhoi ganó potencia y cruzó el interior del hangar, ahogando con sus motores cualquier otro sonido, hasta salir por la plataforma elevadora a la cegadora luz del día. Mientras tanto, en la parte trasera del todoterreno, Schofield seguía rebuscando en la mochila que Madre había portado consigo. Se trataba de la mochila de fabricación rusa de Knight, lo que significaba que contenía un lanzamisiles portátil y varias cargas explosivas. Encontró lo que estaba buscando. La famosa carga de paladio P-61 soviética. Las cargas de paladio (un proyectil revestido de paladio con un núcleo líquido de ácido fluorhídrico) solo tienen un objetivo: eliminar las centrales nucleares civiles de una manera terrible. Las armas nucleares requieren que la consistencia de su núcleo sea en un noventa por ciento de uranio. Los reactores nucleares de las centrales civiles tienen una consistencia de cerca del cinco por ciento, mientras que en los reactores de los portaaviones propulsados por energía nuclear la consistencia ronda el cincuenta por ciento. Por ello, ninguno de esos reactores podrá nunca llegar a crear una explosión nuclear. Sí puede haber fugas de radiación, como ocurrió en Chernóbil, pero nunca llegará a crear una nube de hongo. Lo que sí liberan a cada segundo, sin embargo, son ingentes cantidades de hidrógeno (hidrógeno altamente inflamable), una acción que se anula por el uso de recombinadores que convierten el peligroso hidrógeno (H) en agua (H2O). Al mezclar el paladio con el hidrógeno, sin embargo, se obtiene el efecto contrario. El paladio multiplica el letal hidrógeno, produciendo ingentes cantidades de gas inflamable que puede llegar a estallar si cuenta con la ayuda de un catalizador, como por ejemplo el ácido fluorhídrico. Así, la carga P-61 actúa como un detonador en dos fases. La primera fase, la detonación inicial, mezcla el paladio con el hidrógeno, multiplicando el gas de manera considerable. La segunda fase del arma prende ese gas con el ácido. El resultado es una explosión bestial, quizá no tan grande como una nuclear, pero sí quizá la única explosión en el mundo que puede resquebrajar el casco reforzado de un portaaviones. —¡Allí! —gritó Schofield mientras señalaba hacia dos conductos cilíndricos situados a estribor, conductos que expulsaban el exceso de hidrógeno a babor—. ¡Los conductos! El todoterreno maniobró por el hangar, esquivando los cazas en llamas. Schofield se puso de pie en la sección trasera del vehículo con el lanzamisiles en su hombro y apuntó a un ventilador enorme dispuesto en un lateral de los conductos para los gases. —¡Tan pronto como dispare, Madre, pisa el acelerador y dirígete a la rampa de subida! Tenemos unos treinta segundos entre la primera y la segunda fase. ¡Eso significa que tendremos treinta segundos para salir de este barco! —¡De acuerdo! Schofield apuntó con el lanzador.

—Au revoir, bastardos. A continuación puso el dedo en el gatillo. El lanzador disparó, enviando la carga con cabeza de paladio hacia el techo del hangar mientras una columna de humo se extendía en el aire tras él. La carga de paladio atravesó el ventilador del conducto derecho y desapareció en su interior. Comenzó a descender en busca de la fuente de calor. Tan pronto como eso ocurrió, Madre pisó el acelerador y giró en círculo antes de desaparecer en el túnel de subida que permitía el acceso de vehículos desde el hangar a la cubierta de vuelo. El todoterreno siguió ascendiendo en círculo. Conforme ascendía, con sus ruedas chirriando, se oyó un golpe sordo procedente de las entrañas del portaaviones. La carga de paladio había llegado a su objetivo. Schofield activó su cronómetro: 00.01… 00.02… El Cuervo Negro, que sobrevolaba en esos momentos el Richelieu, seguía inmerso en el combate aéreo con los cuatro cazas franceses Rafale. Viró bruscamente y acabó con uno de los Rafale con el último misil que le quedaba. A continuación Rufus oyó un estridente bip en su consola. —¡Han accedido a la frecuencia de nuestras contramedidas! —gritó—. ¡Hemos perdido la protección contra los misiles! En ese momento, otro de los Rafale se les pegó a la cola y los dos aviones sobrevolaron el océano juntos; el Rafale siguiendo al Sukhoi y disparándole ráfagas de balas trazadoras. Mientras el Cuervo avanzaba hacia delante, Knight se volvió en la silla giratoria y abrió fuego contra el avión, impactando en la cabina del caza francés con una devastadora ráfaga de disparos, haciendo añicos la cubierta de la cabina, reduciendo a jirones al piloto y provocando que el avión se precipitara al agua con un tremendo estruendo. —¡Jefe! —dijo Rufus de repente—. ¡Necesito armas aquí delante! ¡Ahora! Knight se volvió. Lo que no había visto es que ese Rafale había llevado su avión hacia… ¡Los otros dos cazas franceses! Los dos Rafale lanzaron un misil cada uno y gemelas columnas de humo atravesaron el aire en dirección al morro del Cuervo Negro… … Pero Rufus viró el avión y este voló de costado mientras activaba sus contramedidas secundarias: un sistema conocido como «Plasma Stealth» que envolvía el avión en una nuble de partículas de gas ionizadas. Los dos misiles se volvieron locos y se separaron en forma de «V» para evitar la nube de iones que rodeaba al Sukhoi, y el Cuervo los bisecó a vertiginosa velocidad, dejando que un misil amerizara frenéticamente en el océano y al otro girando en el cielo.

Pero el Cuervo seguía en trayectoria de colisión con respecto a los dos Rafale. Knight giró sobre su asiento, hacia delante, y abrió fuego, destruyendo el ala izquierda de un Rafale un instante antes de que el Cuervo sobrepasara a los dos cazas franceses restantes con un estruendo ensordecedor. Ya solo quedaba un Rafale, pero no por mucho tiempo. Un instante después de que el avión de Knight lo sobrepasara, el último Rafale francés fue alcanzado por su propio misil, el que había estado dando vueltas en el aire tras intentar evitar el mecanismo del Sukhoi. Knight y Rufus se volvieron para ver la explosión final pero, cuando lo hicieron, se produjo otro ruido procedente del océano, un estruendo inquietante, desde el portaaviones. —Más rápido, Madre, más rápido —dijo Schofield mientras miraba su cronómetro. 00.09… 00.10… El todoterreno seguía subiendo por la rampa circular, levantando chispas al rozarse contra las estrechas paredes de acero del túnel. De repente, el portaaviones se inclinó treinta grados a babor. —¡Sigue! —gritó Schofield. La primera fase de la detonación de la carga de paladio había destruido los recombinadores de hidrógeno del Richelieu: ese había sido el estruendo. Lo que significaba que en esos momentos el hidrógeno estaba recorriendo las torres de refrigeración del portaaviones de manera descontrolada y a gran velocidad. En exactamente treinta segundos la carga de paladio se detonaría, prendiendo el hidrógeno y desatando el Armagedón en el portaaviones. 00.11 00.12 El todoterreno salió de la rampa de subida a la luz del día para a continuación detenerse. La pista era un auténtico caos. Aviones humeantes, baterías antiaéreas carbonizadas, soldados muertos. Uno de los cazas Rafale (con el morro hacia abajo por culpa de sus ruedas delanteras reventadas) bloqueaba la pista de despegue número dos del Richelieu. El caza debía de haber estado a punto de despegar cuando el Cuervo Negro lo había alcanzado con uno de sus misiles. Schofield lo vio al momento. —¡Madre, dirígete hacia ese caza! —¡Esa cosa no va a volar, Espantapájaros! ¡Ni siquiera para ti! —gritó Madre. 00.15 00.16 Entre todo aquel caos, el todoterreno se detuvo al lado del caza destruido. Madre tenía razón. Con el

morro hundido y las ruedas delanteras rotas, no iba a ir a ninguna parte. 00.17 00.18 —No quiero el avión —dijo Schofield—. Quiero esto. Saltó del todoterreno, se agachó y agarró el gancho de la catapulta que yacía en la pista, justo delante de lo que quedaba del avión. El gancho, pequeño y de forma trapezoidal, había estado acoplado a las ruedas delanteras del avión. Por lo general se unía al cable de acero del mecanismo de lanzadera que recorría el largo de la pista para que el avión alcanzara la velocidad de despegue en un espacio de noventa metros. Schofield, sin embargo, colocó el gancho bajo el eje delantero del todoterreno y el otro extremo a la catapulta de la cubierta. 00.19 00.20 —Oh, no puedes estar hablando en serio… —exclamó Madre mientras miraba la pista de despegue vacía situada delante del vehículo, una pista que terminaba en el horizonte de la proa del barco. Los raíles de la catapulta se extendían a lo largo de la cubierta de vuelo como vías de ferrocarriles en dirección a un precipicio. 00.21 00.22 Schofield subió al todoterreno junto a Madre. —¡Ponlo en punto muerto y abróchate el cinturón de seguridad! —gritó. 00.23 00.24 Madre se puso el cinturón de seguridad y Schofield hizo lo mismo. 00.25 A continuación sacó el MP-7 y apuntó a los controles de la catapulta, que habían sido abandonados durante el ataque del Cuervo Negro… 00.26 … Y disparó. 00.27 ¡Pum! La bala impactó en la palanca de lanzamiento y activó la catapulta. Y el todoterreno salió disparado a una velocidad que ningún vehículo antes había alcanzado.

5.17

Noventa metros en 2,2 segundos. La velocidad que alcanzó el todoterreno empujó a Schofield y Madre contra sus asientos. Sintieron la presión de los globos oculares en las cuencas. El vehículo recorrió la pista a una velocidad increíble. La cubierta se tornó en una masa borrosa. Los neumáticos delanteros se elevaron tras cincuenta metros. Pero el todoterreno siguió avanzando, cual bola de cañón, propulsado por la tremenda fuerza de la catapulta. La verdad sea dicha, no estaba moviéndose a la misma velocidad que un caza en su despegue, puesto que los cazas también cuentan con sus propios propulsores. Pero Schofield no quería volar. Solo quería salir de aquel portaaviones antes de que… Estallara. El todoterreno alcanzó el extremo de la pista y salió disparado por los aires… morro arriba, las ruedas girando… justo cuando el portaaviones se hizo pedazos espontáneamente. No hubo llamaradas de fuego. Ni nubes de humo. Solo un estruendoso ruido cuando el casco de acero del portaaviones se expandió hacia fuera de repente, empujado por la presión del hidrógeno inflamado, y reventó como el Increíble Hulk revienta su ropa. Una lluvia de miles de millones de roblones voló por los aires. Fueron arrojados a kilómetros de allí y cayeron al agua durante minutos. El helicóptero que había despegado desde la parte trasera del portaaviones quedó hecho trizas en mitad del vuelo por la repentina ráfaga de roblones. Partes sueltas del portaaviones (placas enteras de acero incluidas) salieron volando por los aires e impactaron en los destructores que lo rodeaban, abollando sus costados, rompiendo las ventanas de sus puentes de mando. La parte más dañada del Richelieu fue la popa, alrededor del epicentro de la explosión se encontraban los conductos de refrigeración. Las paredes exteriores se separaron de sus junturas, abriendo enormes boquetes a ambos lados del portaaviones, boquetes en los que el océano Atlántico penetró sin piedad.

Y el Richelieu, el mayor y más largo portaaviones jamás construido por Francia, comenzó a hundirse de manera poco ceremoniosa en el océano. El todoterreno de Schofield y Madre, sin embargo, salió disparado de la proa del portaaviones. Mientras volaba por los aires, delante del barco, Schofield y Madre se quitaron los cinturones de seguridad y saltaron del vehículo. La caída desde la cubierta de vuelo hasta el nivel del agua era de unos veinticinco metros. El todoterreno impactó en el agua primero. Se produjo una explosión de espuma. Schofield y Madre fueron los siguientes. Sendos e idénticos chapaleos. Dolió, pero inclinaron sus cuerpos para caer al agua con las botas primero y se sumergieron un instante antes de que el portaaviones estallara y la lluvia de roblones golpeara la superficie del agua cual tormenta de mortífera metralla. El portaaviones se hundía con rapidez, la parte posterior primero. Era una imagen realmente increíble. Y entonces, mientras su desventurada tripulación corría a los botes salvavidas o saltaba al océano, el buque de guerra se puso en vertical, con el morro apuntando hacia arriba y la sección de popa completamente sumergida. El resto del grupo de apoyo del portaaviones se quedó petrificado. Algo así era impensable, salvo en las guerras a gran escala. Ningún país había perdido un portaaviones desde la segunda guerra mundial. Razón por la que probablemente fueran tan lentos en reaccionar cuando, un minuto después de la explosión, el Cuervo Negro se colocó a tres metros por encima de las olas del Atlántico y recogió a dos diminutas figuras del agua gracias al arnés dispuesto en el compartimento de las bombas. Una vez las dos figuras estuvieron a salvo en su interior, el aerodinámico Sukhoi ganó altura y se alejó a gran velocidad de los restos del grupo de apoyo del Richelieu.

5.18

Aloysius Knight entró en la celda de detención provisional del Cuervo Negro y vio a Schofield y a Madre desplomados en el suelo como ratas ahogadas. Schofield miró a Knight cuando este entró. —Ponga rumbo al canal de la Mancha, cerca de Cherburgo. Ahí es donde se encuentra el primer buque Kormoran. Tenemos que encontrarlo antes de que lance sus misiles en Europa. Knight asintió. —Ya le he dicho a Rufus que nos lleve allí. Schofield paró de hablar. Knight parecía más sombrío que de costumbre, casi… casi afectado. ¿Qué estaba ocurriendo? Schofield miró a su alrededor y entonces cayó en la cuenta. —¿Dónde está Gant? —preguntó. Fue entonces cuando, tras los cristales color ámbar de sus gafas de sol, los ojos de Knight vacilaron, solo levemente. Schofield lo vio y sintió algo en su interior que nunca antes había sentido: terror. Un terror total y absoluto. Aloysius Knight tragó saliva. —Capitán —comenzó—, tenemos que hablar.

Sexto ataque Canal de la Mancha – EE. UU. 26 de octubre, 17.00 horas (Canal de la Mancha) 11.00 horas (Tiempo del Este, Nueva York, EE. UU.)

40 (a) (ii) Si aconteciere un conflicto en el que estuvieran implicadas las principales potencias mundiales, es muy probable que las poblaciones de África, Oriente Medio y Centroamérica (algunas de las cuales sobrepasan la población de sus vecinos occidentales en una proporción de cien a uno) acudieran en tropel a nuestras fronteras de Occidente y que las ciudades occidentales se vieran desbordadas. —Consejo de Seguridad Nacional de Estados Unidos Documento de planificación Q-309. 28 de octubre, 2000

¿Quién tiene que hacer lo difícil? Aquel que pueda. —Cita atribuida a Confucio

6.1

Costa del canal de la Mancha. Norte de Francia 26 de octubre, 17.00 horas (hora local) 11.00 horas (Tiempo del Este, Nueva York, EE. UU.) El Cuervo Negro aterrizó sobre un acantilado desde el que se divisaba el canal de la Mancha, azotado por una intensa lluvia. De su cabina salió Shane Schofield. Aterrizó en el suelo embarrado y se alejó del caza, ajeno a la tormenta que estaba cayendo. Después de que Knight hubiera terminado de contarle lo que había ocurrido en el foso de los Tiburones con Gant y Jonathan Killian y la guillotina, Schofield solo había dicho tres palabras. —Rufus. Aterrice. Ahora. Schofield se detuvo en el borde del acantilado y cerró los ojos con fuerza. Las lágrimas se entremezclaban con la lluvia que golpeaba su rostro. Gant estaba muerta. Muerta. Y él no había estado allí. No había estado allí para salvarla. En el pasado, pasara lo que pasara, siempre había podido salvarla. Pero esa vez no. Abrió los ojos y miró a la nada. Entonces las piernas le fallaron y cayó de rodillas al barro mientras sus hombros se convulsionaban violentamente con sus sollozos de desesperación. Madre, Rufus y Knight lo observaban desde la cabina abierta del Cuervo Negro, a unos dieciocho metros de distancia. —Joder… —murmuró Madre—. ¿Y ahora qué va a hacer? La mente de Schofield era un caleidoscopio de imágenes.

Vio a Gant, sonriéndole, riendo, cogiéndolo de la mano mientras paseaban por la playa en Pearl, acurrucándose junto a él en la cama. Dios, casi podía sentir la calidez de su cuerpo. La vio luchando en la Antártida y en Utah. Salvándole la vida con un disparo casi imposible de su Maghook en el interior del Área 7. Y entonces vio a Killian en el castillo diciendo: «Me encanta ver el gesto de puro horror que se forma en el rostro de un hombre cuando es consciente de que va a morir». Y vio cómo sería el mundo de ahí en adelante… Sin ella. Vacío. Carente de sentido. Y entonces miró la Desert Eagle en su funda… y la sacó. —Eh, eh, quieto ahí —dijo una voz a sus espaldas—. ¿Qué piensas hacer con esa arma? Era Madre. Estaba justo detrás de él. Schofield no se giró cuando habló: —A nadie le importa, Madre. Podemos salvar el mundo y a nadie le importará una mierda. La gente seguirá con sus vidas, totalmente ajena a soldados como nosotros. Como Gant. Los ojos de Madre estaban fijos en la pistola que llevaba en la mano. La lluvia goteaba del arma. —Espantapájaros. Suelta el arma. Schofield miró la pistola como si fuese la primera vez que la veía. —Oye —dijo Madre. Para distraerlo le hizo una pregunta cuya respuesta ya conocía—. ¿A qué se refería cuando dijo: «Dígale que habría dicho que sí»? Schofield apartó la mirada y habló como si de un autómata se tratara. —Para ella yo era como un libro abierto. No podía ocultarle ningún secreto. Sabía que iba a pedirle que se casara conmigo en la Toscana. A eso era a lo que iba a responder que sí. Apretó con más fuerza la empuñadura del arma. Se mordió el labio. Otra lágrima le cayó por la mejilla. —Joder, Madre. Está muerta. Está muerta. Ya no queda nada más para mí. Que les jodan a todos. El mundo puede librar sus propias batallas. Con un rápido movimiento, se colocó la pistola bajo la barbilla y apretó el… Pero Madre fue más rápida. Se abalanzó sobre él cuando la pistola se disparó y los dos cayeron rodando en el barro del borde del acantilado. Y lucharon: Madre intentando agarrarle la mano que blandía la pistola, Schofield intentando zafarse de ella.

Más alta, fuerte y fornida que Schofield, Madre le llevó la delantera al principio. Lo inmovilizó con su cuerpo y le golpeó la muñeca. Schofield soltó la Desert Eagle. A continuación lo golpeó con fuerza en el rostro… El golpe tuvo un extraño efecto en Schofield. Pareció centrarlo. Con una facilidad casi turbadora, cogió a Madre de la muñeca izquierda con dos dedos y se la retorció. Madre gritó de dolor y Schofield se zafó de ella. Los dos se pusieron de pie. Frente a frente, en el acantilado azotado por el viento, golpeados por la lluvia. —¡No dejaré que lo hagas, Espantapájaros! —gritó Madre. —Lo siento, Madre. Es demasiado tarde. Madre se movió. Avanzó con rapidez, lanzándole un derechazo brutal, pero Schofield se agachó, esquivándolo, y la golpeó en la nariz. Madre le dio de nuevo, pero Schofield también esquivó ese golpe y volvió a atacarla. Madre se tambaleó hasta lograr recuperar el equilibrio. —Vas a tener que hacer más que esto para librarte de mí. Se lanzó a por él de nuevo, golpeándolo con los hombros, placándolo al estilo de un jugador de fútbol americano, levantándolo del suelo para, a continuación, arrojarlo de nuevo contra él. En el Cuervo Negro, Aloysius Knight y Rufus permanecían allí, bajo la lluvia, observando la pelea como estupefactos espectadores. Rufus dio un paso adelante como si fuera a intervenir, pero Knight lo detuvo poniéndole la mano en el pecho, sin apartar en ningún momento los ojos de la batalla. —No —dijo—. Deben resolverlo entre ellos. Schofield y Madre rodaron por el barro mientras forcejeaban. Madre parecía tenerlo inmovilizado cuando, de repente, Schofield le soltó un codazo en la mandíbula y, de nuevo con una fuerza sorprendente, se zafó de ella. Se puso de pie. Madre hizo lo mismo. Los dos estaban chorreando barro. Madre se tambaleaba ligeramente, exhausta, pero volvió a atacarlo, abalanzándose sobre él casi a ciegas. Schofield esquivó todos sus golpes con facilidad. Madre gritó de frustración cuando Schofield giró sobre una rodilla y le hizo una zancadilla y Madre cayó de manera poco ceremoniosa, de culo, en el barro. Ya había logrado la distancia que necesitaba, así que Schofield fue a por su arma y la cogió.

—¡Espantapájaros, no! —gritó Madre con lágrimas en los ojos—. Por favor, Shane, no…

6.2

Y, por alguna razón, esas palabras hicieron que se detuviera. Schofield se paró. Y entonces cayó en la cuenta. Madre nunca lo había llamado por su nombre. Ni siquiera fuera de servicio. Bajó el arma unos centímetros y la miró. Madre tenía un aspecto de lo más lastimoso: de rodillas, en el suelo, llena de barro, con las lágrimas cayéndole por la cara. —Shane —gritó—, puede que al mundo no le importe. El mundo puede no saber que necesita a gente como tú y como Gant. ¡Pero a mí sí me importa! ¡Y sé que te necesito! Shane, tengo un marido y unas sobrinas preciosas de trece años que se visten como esa fulana de Britney Spears y tengo una suegra que saca lo peor de mí. »Pero los quiero, los quiero con locura y no quiero verlos viviendo en un mundo de sufrimiento y muerte gobernado por una panda de hijos de puta multimillonarios. Pero no puedo evitar que eso ocurra. No puedo. Da igual lo que haga, lo mucho que lo intente, no soy lo suficientemente inteligente, lo suficientemente rápida, lo suficientemente buena. Pero tú sí. Puedes vencerlos. Y, ¿sabes por qué? Yo sí. Siempre lo he sabido. Y mi Gant también, y por eso te quería. Es porque puedes hacer lo que otra gente no puede. Madre estaba de rodillas en el barro con los ojos llenos de lágrimas. —Shane, nunca he sido la más lista de la clase, pero sí sé una cosa: las personas no son más que eso. Personas. Son egoístas y egocéntricas, hacen estupideces y no tienen ni idea de que ahí fuera hay héroes como tú que velan por ellos todos los días. Schofield no dijo una palabra. La lluvia le golpeaba las mejillas. Pero Madre había roto el encantamiento. La vida estaba regresando a sus ojos. —Nunca te llamo Shane —dijo Madre—. Probablemente lo sepas. Pero ¿sabes por qué? Schofield estaba clavado en el sitio. Paralizado.

—No. ¿Por qué? —Porque no eres un tipo normal y corriente. No eres un «Brad» o un «Chad» o un «Warren». Eres Espantapájaros. El puto Espantapájaros. »Eres más que un hombre normal. Razón por la que nunca te he tratado como a un hombre normal. Eres mejor que todos ellos. Pero, si te rindes, si optas por la salida fácil, estarás tomando el mismo camino que Brad o Chad o Warren tomarían. Y ese no eres tú. Ese no es Espantapájaros. Espantapájaros está hecho de otra pasta. No estoy diciendo que la vida tras esto vaya a ser fácil, no sé si una persona normal podría recuperarse tras oír lo que acabas de oír, pero si alguien puede, ese eres tú. Schofield permaneció en silencio un largo instante. Entonces finalmente habló. —Voy a matarlos a todos, Madre —aseguró—. A los cazarrecompensas que la capturaron. A todos los cazarrecompensas implicados en esta cacería. Además de a todos los miembros del M-12 que han hecho que esto ocurra. Y, cuando todo haya terminado, independientemente de cómo haya terminado, sobreviva el mundo a esta crisis o se vaya al infierno, encontraré a Jonathan Killian y le volaré la puta tapa de los sesos. Madre sonrió entre lágrimas. —Suena bien. —Pero, Madre, no te garantizo lo que vaya a hacer después —añadió de manera inquietante. —Entonces supongo que tendré que luchar contra ti de nuevo —dijo Madre. Y, al oír eso, Schofield parpadeó. Había vuelto en sí. Madre asintió. —Espantapájaros. Puede que nadie te lo diga, así que yo te lo diré. De mi parte… y de la de Ralph, de mis seis clones de Britney y de la zorra de mi suegra: gracias. Schofield fue hacia ella y le extendió la mano. Madre se la cogió y dejó que la levantara. Antes de ponerse en marcha, sin embargo, Madre le dio un poderoso abrazo, engulléndolo en su enorme armazón. A continuación lo besó en la frente y lo llevó de regreso al Cuervo rodeándolo con el brazo. —Ya la echo de menos —dijo Madre mientras caminaban. —Yo también —dijo Schofield—. Yo también. Caminaron juntos. —Madre, siento haberte pegado. —No pasa nada. Yo te pegué primero. —Gracias por pelear conmigo. Gracias por evitar que perdiera los papeles.

6.3

Bahía Upper New York (EE. UU.) 26 de octubre, 11.25 horas (hora local) Exactamente once minutos después de que su Concorde aterrizara en la pista del JFK, Libro II se hallaba en la parte trasera de un helicóptero CH-53E Super Stallion del Cuerpo de Marines, sobrevolando la estatua de la Libertad y la Bahía Upper New York mientras los rascacielos de acero y cristal de la ciudad neoyorkina se extendían ante sus ojos. Sentados junto a él había doce marines de las fuerzas de reconocimiento fuertemente armados. —¿Han encontrado terroristas en la fábrica? —gritó Libro II, estupefacto, por su micro. Estaba hablando con la persona al frente del departamento de Defensa que había inspeccionado la fábrica de Axon, un hombre llamado Dodds. —Sí. Todos de Global Jihad, incluido, espere a oír esto, Shoab Riis. Todo apunta a que aquí se libró una terrible batalla. —Global Jihad —dijo Libro—. Pero eso no tiene sentido… —Hizo una pausa. De repente lo entendió todo. El M-12 necesitaba a alguien a quien culpar. ¿Y quién mejor que una organización terrorista? Porque, claro, ¿qué podía hacer Axon Corp si los terroristas de Global Jihad habían robado sus misiles y barcos? Pero ¿de dónde había sacado el M-12 a un grupo de auténticos terroristas de Global Jihad? —Francia —dijo Libro II en voz alta—. Siempre los putos franceses. Dodds dijo: —Libro, ¿qué demonios está pasando? Todo el mundo aquí está acojonado. Podría tratarse del mayor ataque terrorista de la historia y van a usar nuestros propios misiles contra nosotros. —Esto no es un ataque terrorista, Dodds —reveló Libro—. Es un asunto de negocios. Confíe en mí, los terroristas ya estaban muertos cuando llegaron a esa fábrica. Estoy comenzando a pensar que el servicio secreto francés ha prestado al M-12 una discreta ayuda en la sombra. Debo colgar. Libro, corto.

Libro volvió a fijar su mirada en los superpetroleros y buques portacontenedores anclados cerca de Staten Island: un grupo de leviatanes que esperaban permiso para acceder a los ríos Hudson y East. Gracias al proyecto Kormoran, cada uno de ellos era un buque lanzamisiles en potencia.

—Entonces, ¿cuál es este? —preguntó el piloto. —Diríjase a las coordenadas GPS 28743.05 – 4104.55 —ordenó Libro—. Ahí estará. El piloto ajustó los cuadrantes y maniobró con ayuda de su localizador GPS. Libro echó un vistazo a la lista de lanzamientos de su ordenador portátil por centésima vez. Después de haber hablado con Schofield, Scott Moseley y él habían calculado las localizaciones de los dos últimos petroleros-lanzamisiles Kormoran:

Moseley y él habían señalado posteriormente todos los barcos en un mapa:

¿La suma de todo aquello? Además de los tres petroleros que iban a lanzar sus misiles con cabezas nucleares en Estados Unidos, Inglaterra, Francia y Alemania, había dos barcos Kormoran más: uno en el mar Arábigo, listo para disparar a la India y Pakistán, y otro en el estrecho de Taiwán, cuyos misiles Taep’o-Dong apuntaban a Pekín y Hong Kong. —Joder… —murmuró Libro. Pulsó su micrófono por satélite. —¿Fairfax? ¿Está ahí? ¿Cómo va todo por el oeste?

Océano Pacífico A tres kilómetros de la bahía de San Francisco 08.25 horas (hora local) 11.25 horas (Tiempo del Este, Nueva York, EE. UU.) Dave Fairfax se encontraba en el interior de un Super Stallion, flanqueado por su propio equipo de soldados de la fuerza de reconocimiento. El pie derecho le temblaba todo el rato, un gesto nervioso que revelaba su más bien extremo miedo. Llevaba un casco que le quedaba demasiado grande y un chaleco antibalas que le quedaba más grande todavía, y tenía en su regazo una unidad de enlace ascendente por satélite a tiempo real. Se sentía muy pequeño en comparación a los marines que lo rodeaban.

En ese momento, su Super Stallion estaba volando bajo, casi pegado a las olas del Pacífico… Un superpetrolero permanecía silenciosamente anclado cerca de la costa de San Francisco. —Hola, Libro —gritó por su recién adquirido micro de cuello—. Tenemos nuestro petrolero, y es muy grande. Sí. Se encuentra en la posición exacta, su localización concuerda con las coordenadas que me proporcionó. El petrolero ha sido identificado como el Jewel, matrícula de Norfolk, Virginia, construido por Atlantic Shipping Company, una filial de Axon Corporation. El pie de Fairfax seguía moviéndose. Deseó que parara de una vez. —Oh, y tengo ese número primo de Mersenne —continuó el informático—. Puf, los Mersenne suponen unas operaciones matemáticas increíbles. Solo existen treinta y nueve, que sepamos, pero algunos tienen como dos millones de dígitos. Son unos tipos de números primos muy extraños. Se consiguen aplicando una fórmula muy rigurosa: número primo de Mersenne = 2p–1, donde «p» es un número primo, pero la respuesta también es prima. El tres es el primer número primo de Mersenne porque 22–1 = 3 y tanto el dos como el tres son primos. Al principio son pequeños, pero terminan siendo muy grandes. El sexto número primo de Mersenne es 131071. Se basa en el número primo diecisiete. Esto es, 217–1 = 131071, que también es primo… —Entonces, la respuesta es 131071 —quiso confirmar Libro. —Así es —respondió Fairfax. —Le diré el número a Espantapájaros —dijo Libro—. Gracias, David. Corto. La señal se cortó. Fairfax miró su pie delator con el ceño fruncido. —Va con la responsabilidad del trabajo, señor Fairfax —le dijo Trent, el líder del equipo de soldados, mientras señalaba su pie—. Pero si Espantapájaros ha confiado en usted, eso significa que es apto para este desafío. —Me alegra que piense que soy apto para ello —murmuró Fairfax. El Super Stallion siguió avanzando hacia el petrolero.

6.4

Canal de la Mancha. Norte de Cherburgo (Francia) 26 de octubre, 17.25 horas (hora local) 11.25 horas (Tiempo del Este, Nueva York, EE. UU.) El Cuervo Negro atravesó cual bólido el cielo encapotado con sus luces de búsqueda encendidas en dirección a una constelación de destellos provenientes de los superpetroleros situados en el canal de la Mancha. Mientras Rufus, Madre y Knight inspeccionaban el mar en busca de su objetivo, Schofield estaba hablando por radio con Libro II. —De acuerdo, se lo envío —dijo la voz de Libro. La Palm Pilot de Schofield sonó: en esos momentos contenía los mapas y documentos de los barcos Kormoran que Libro le había enviado. Los ojos de Schofield se abrieron de par en par al ver los nombres de las ubicaciones: el mar Arábigo, el estrecho de Taiwán… —Y Fairfax ha averiguado el sexto número primo de Mersenne —añadió Libro—. Es el 131071. —El 131071… —Schofield se lo escribió en la mano—. Gracias, Libro. Dígale a David que en breve me pondré en contacto con él. Espantapájaros, corto. Cambió de frecuencia y contactó con la embajada de Estados Unidos en Londres. —Señor Moseley, ¿qué sabemos de los submarinos? —Tengo una noticia buena y una mala —dijo la voz de Scott Moseley. —Deme la buena primero. —La buena noticia es que tenemos submarinos de ataque clase Los Ángeles en el mar Arábigo y en el estrecho de Taiwán, y están lo suficientemente cerca como para encargarse de los buques de lanzamiento situados en esos emplazamientos. —Y ahora la mala. —La mala es relativa a los otros tres barcos: los de Nueva York, San Francisco y el canal de la Mancha. Van a disparar sus misiles en breve. No disponemos de ningún 688 lo suficientemente cerca como para llegar a tiempo. Libro y Fairfax van a tener que acceder a los barcos y desactivarlos in situ, a

bordo. —De acuerdo —dijo Schofield. —¡Lo encontré! —Rufus señaló hacia un superpetrolero cuya cubierta estaba iluminada por poderosos focos reflectores; uno más de los gigantescos superpetroleros fondeados, expectantes, cerca de la costa francesa—. La señal transpondedora lo identifica como el Talbot y su ubicación coincide con las coordenadas GPS. —Buen trabajo, Rufus —dijo Schofield—. Señor Moseley, gracias por su ayuda. Ahora tengo que ponerme manos a la obra. Schofield se volvió hacia Knight y Madre. —Abordaremos los petroleros en el orden en que dispararán los misiles. Este primero. Y nos largamos de aquí y desactivamos los demás a distancia, desde una ubicación segura. ¿Les parece? —Sí —aceptaron Knight y Madre al mismo tiempo. —Prepárense —los emplazó Schofield con gesto serio—. Vamos a entrar.

6.5

Canal de la Mancha 17.30 horas (hora local) (11.30 horas en Nueva York) El Cuervo Negro sobrevoló la cubierta principal del superpetrolero, atravesando los haces de luz de los focos del barco. Llovía con fuerza. Los relámpagos iluminaban el cielo. El compartimento para las bombas del Cuervo se abrió y tres figuras descendieron en rápel: Schofield, Knight y Madre. Iban fuertemente armados (MP-7, Glock, escopetas Remington) gracias al arsenal de su caza. Schofield y Madre llevaban también sendos chalecos que Knight guardaba a bordo del Cuervo para emergencias. Los tres aterrizaron en la cubierta de proa del Talbot, delante de su torre de control, mientras, sobre ellos, el Cuervo Negro se alejaba. Justo a tiempo. Puesto que, tan pronto como Schofield y los demás estuvieron en la cubierta, fueron atacados por una lluvia de disparos procedentes de un par de francotiradores apostados en la torre de control.

Bahía de Nueva York Costa Este (EE. UU.) En ese preciso instante, al otro lado del Atlántico, Libro II y su equipo de marines entraban en el superpetrolero Ambrose, en la bahía de Nueva York. Al igual que Schofield, dispusieron tirolinas desde su helicóptero para descender a la cubierta de proa del navío.

Y, al igual que Schofield, fueron atacados. A diferencia de Schofield, sin embargo, no contaban con la ventaja de la oscuridad y la lluvia. Eran las 11.30 de la mañana. Pleno día. Los dos francotiradores que los aguardaban en el interior del puente de mando del Ambrose abrieron fuego antes de que los hombres de Libro llegaran al final de sus cables. Dos marines cayeron al instante. Muertos. Libro aterrizó en la cubierta con un golpe sordo y comenzó a disparar.

San Francisco Costa Oeste (EE. UU.) Lo mismo ocurrió en la Costa Oeste. El equipo de Fairfax irrumpió en el superpetrolero Jewel, entre los disparos procedentes de la torre de control. Pero los hombres de Trent iban preparados. Su propio francotirador de élite abatió a los tiradores enemigos con dos disparos desde la puerta abierta de su Super Stallion. Los marines abordaron el barco, aterrizando en el techo de la torre de control. David Fairfax iba con ellos. Encontraron la ubicación de los francotiradores en el puente: dos de ellos habían estado disparando a través de las ventanas de alta visibilidad del puente de mando del superpetrolero. Los dos eran de color y llevaban ropa militar africana. —Pero ¿qué demonios? —dijo Andrew Trent cuando vio la insignia de su hombro. Los francotiradores llevaban la insignia del ejército de Eritrea.

Canal de la Mancha Los rayos iluminaban el cielo, las olas chapaleaban contra el costado del superpetrolero, los truenos rugían, las balas impactaban en la cubierta de proa. Madre y Knight abatieron a los dos francotiradores dispuestos en el puente del Talbot con una ráfaga de disparos. —¡Debería haberlo sabido! —gritó Schofield mientras corrían hacia una puerta situada en la base de la torre de control—. ¡Killian no iba a dejar sus barcos desprotegidos! —¿Quiénes son? ¿Quiénes los están protegiendo? —vociferó Madre. De camino a la torre, encontraron una escotilla de acceso en la cubierta. Knight y Schofield la

abrieron… … Y se toparon con el ensordecedor rugido de disparos automáticos y la imagen de una escalera vertical que descendía hasta desaparecer en la enorme bodega del barco. Pero lo que realmente llamó la atención de Schofield y Knight, sin embargo, fue lo que vieron en la base de la escalera. El origen de los disparos. Para su total sorpresa, vieron a un equipo de soldados vestidos de negro que blandían Uzi y M-16 con precisión clínica y disparaban sin piedad a un enemigo oculto. Schofield cerró la escotilla de nuevo. —Creo que hemos interrumpido una batalla —aventuró. —¿Qué has visto? —gritó Madre. —No somos los primeros en llegar al petrolero —dijo Schofield. —¿Qué? ¿Quién hay ahí abajo? Schofield miró a Knight. —No muchas unidades de élite usan Uzi en los tiempos que corren —dijo Knight—. Zemir. Yo diría que es la unidad de reconocimiento Sayaret Tzanhim. —Coincido —dijo Schofield. —¡Alguien puede decirme qué está pasando! —bramó Madre bajo la lluvia. —Creo —gritó Schofield—, que este barco ha sido tomado por el otro único hombre en el mundo que puede desactivar el sistema de seguridad CincLock. Es el tipo de la Fuerza Aérea israelí de la lista, Zemir, con un equipo de los mejores soldados israelíes, los Sayaret Tzanhim, protegiéndolo. —Con el día que llevamos, yo ya me creo cualquier cosa —dijo Madre—. ¿Adónde ahora? Schofield miró su reloj. 17.35 horas. 11.35 en Nueva York. —Dejemos que los israelíes hagan el trabajo sucio —propuso Schofield—. Encantado de que Zemir sea el héroe aquí y desactive los misiles. Respecto a nosotros: entremos en la torre. Quiero echar un vistazo a esos francotiradores. Ver contra quién peleamos antes de bajar al caos para ayudar a Zemir. Llegaron a la puerta situada en la base de la torre y la abrieron justo cuando… ¡Bam! … Fueron asaltados por la cegadora luz blanca de un helicóptero. Schofield se volvió junto a la puerta mientras la lluvia le golpeaba el rostro. —Oh, no, tiene que ser una broma… —dijo. En aquel lugar, aterrizando en la cubierta de proa del superpetrolero, a unos cien metros de allí, escudriñando el área con sus luces, se hallaba un Alouette robado.

Concluyó el aterrizaje. Y de él se bajaron tres hombres con uniformes de combate rusos y subfusiles automáticos Skorpion… Dmitri Zamanov y los dos miembros restantes de los Skorpion. —Mierda, me había olvidado —dijo Knight—. Su cabeza sigue teniendo un precio. Es Zamanov. Corra.

6.6

Torre de control. Escaleras. Puente de mando. 17.36 Schofield oyó la voz de Fairfax por el auricular: —Espantapájaros. Hemos tomado el puente de mando del petrolero de San Francisco. Hemos encontrado francotiradores enemigos con uniformes del ejército de Eritrea… Schofield fue directo a los cuerpos de los francotiradores. Soldados africanos. Uniforme de combate caqui. Cascos negros. Y en sus hombros, un emblema, pero no el de Eritrea. Era la insignia de la unidad de élite del ejército de Nigeria: la Guardia presidencial. Como veteranos de las numerosas guerras civiles africanas, la Guardia presidencial nigeriana estaba integrada por asesinos adiestrados por la CIA que en el pasado habían sido empleados tanto contra los enemigos de su nación como contra sus propios ciudadanos. En las calles de Lagos y Abuya, la Guardia presidencial eran conocida por otro nombre: el Escuadrón de la Muerte. El equipo de protección de Killian. Dos francotiradores allí arriba. Y más hombres abajo, protegiendo los silos misilísticos: el enemigo oculto contra el que estaban luchando los israelíes en la bodega. —Señor Fairfax. Dijo que eran eritreos, ¿verdad? —Así es. —¿No nigerianos? —No. Mis marines lo han confirmado. Sin duda se trata de una insignia de Eritrea. ¿Eritrea?, pensó Schofield… —Espantapájaros —dijo Madre mientras abría la puerta de un almacén. Había cuatro bolsas de cadáveres en el suelo. Madre abrió una. En su interior, el cuerpo hediondo de un terrorista de Global Jihad. —Ah, ahora lo entiendo; los chivos expiatorios —reflexionó Schofield.

Pulsó el micrófono por satélite: —Señor Fairfax, dígale a sus marines que permanezcan alerta. Puede haber más soldados africanos en la bodega principal, protegiendo los silos. Lo siento, David. Esto todavía no ha terminado. Tiene que atravesar esa fila de soldados y acercar su unidad de enlace ascendente por satélite a dieciocho metros de la consola de control de los misiles para que pueda desactivarlos. —Entendido —dijo la voz de Fairfax—. Vamos allá. Madre se unió a Knight en las ventanas del puente de mando y se dispusieron a escudriñar la zona exterior en busca de Zamanov. —¿Lo ve? —dijo Madre. —No. Ese puto bastardo ruso ha desaparecido —afirmó Knight—. Probablemente haya ido tras Zemir. De repente oyeron la voz de Rufus por sus auriculares: —Jefe, Espantapájaros. Tengo un nuevo contacto acercándose a su petrolero. Un barco grande. Parece la Guardia Costera francesa. —Joder —profirió Schofield mientras se acercaba a las ventanas y veía un enorme barco blanco acercándose a ellos por estribor. Schofield no podía creerlo. Además del Escuadrón de la Muerte nigeriano, los soldados de élite israelíes y los cazarrecompensas rusos ya a bordo del superpetrolero, ahora tenían a un grupo de la policía marítima francesa de camino. —No es la Guardia Costera —corrigió Knight mientras observaba el barco con una especie de prismáticos de visión nocturna. A través de ellos pudo ver el enorme barco blanco acercándose al superpetrolero, pudo divisar su morro apuntado, las armas en la cubierta de proa, su timonera acristalada y salpicaduras de sangre en sus ventanas. Hombres armados al timón. —Es Damon Larkham y la Guardia intercontinental —dijo Knight. 17.38 Siete minutos para el lanzamiento. —Mierda, más cazarrecompensas —se lamentó Schofield—. Rufus, ¿puede encargarse de ellos? —Lo siento, capitán. Estoy sin misiles. Los usé todos contra el portaaviones francés. —De acuerdo, de acuerdo… —dijo Schofield mientras pensaba—. Muy bien, Rufus, siga adelante con el plan. Si no podemos desactivar esos misiles a tiempo, necesitaremos su valiosa ayuda después. —Recibido. Schofield se volvió. Seguía pensando, pensando, pensando.

Todo estaba ocurriendo demasiado deprisa. La situación se les estaba yendo de las manos. Misiles que desactivar, los israelíes ya a bordo, soldados nigerianos, más cazarrecompensas… —¡Céntrate! —gritó en voz alta—. Piensa, Espantapájaros. ¿Qué es lo que tienes que lograr en última instancia? Desactivar los misiles. Tengo que desactivar los misiles antes de las 11.45. Todo lo demás es secundario. Sus ojos se posaron en un ascensor al otro extremo del puente. —Bajemos a la bodega —dijo. 17.39 horas.

Bahía de Nueva York 11.39 horas En la cubierta de proa de su superpetrolero, con la cegadora luz de la mañana, el equipo de marines de Libro intentó ponerse a cubierto. Libro se arrastró hasta la escotilla de la cubierta y descendió por una escalera muy larga hasta la más completa oscuridad, seguido de su escolta. Llegó al final de la escalera y miró a su alrededor. Estaba en la bodega, que tendría unos ciento cincuenta metros de largo. Una docena de silos de misiles cilíndricos se extendían en la oscuridad, como gigantescas columnas sosteniendo el techo. Y, apostados delante del silo más alejado, protegidos tras una barrera fortificada de carretillas elevadoras y cajas de acero, se hallaba un equipo de soldados africanos fuertemente armados.

Canal de la Mancha 17.39 horas Las puertas del ascensor se abrieron en la sección posterior de la bodega principal del superpetrolero. Schofield, Knight y Madre salieron del ascensor con sus armas en ristre. Era un espacio enorme, del tamaño de tres campos de fútbol colocados uno tras otro. Y, en su mitad delantera, se hallaban los silos de los misiles Camaleón: elevados cilindros de acero reforzado que llegaban hasta la cara interior de la cubierta de proa del superpetrolero. En su interior se encontraban las armas más devastadoras jamás conocidas por el hombre. Y en esa sección del barco se estaba librando una batalla brutal. Una docena de soldados nigerianos estaban parapetados bajo los dos silos más alejados,

protegiendo la consola de control del misil (una plataforma elevada a tres metros del suelo por puntales de acero y el lugar al que Schofield necesitaba acercarse, al menos dieciocho metros, para poder desactivar los misiles). Los nigerianos estaban posicionados tras una barricada muy bien construida, disparando con sus ametralladoras y lanzando granadas a los israelíes. Las balas y las granadas impactaban en los silos, pero no causaron ningún daño porque estos eran muy resistentes. Entre Schofield y la batalla había todo tipo de materiales de suministro: contenedores, piezas sueltas de misiles; incluso vio dos minisubmarinos amarillos con cabinas acristaladas semiesféricas colgando de cadenas, cerca de las pasarelas dispuestas en el techo. Schofield reconoció los submarinos: eran ASDS modificados. Con sus cabinas acristaladas y abovedadas, esos minisubmarinos eran empleados a menudo por la Armada estadounidense para inspeccionar visualmente el casco exterior de un portaaviones o de un submarino de misiles balísticos en busca de posibles dispositivos de sabotaje. Dadas las circunstancias, no era de extrañar que un proyecto tan importante como el Kormoran-Camaleón dispusiera de ellos.

17.40 Schofield, Knight y Madre siguieron avanzando, agachados, abriéndose camino entre los materiales de suministro, observando la batalla. Justo en ese instante los israelíes lanzaron una ofensiva implacable. Mandaron a algunos hombres a la derecha para desviar el fuego de los soldados nigerianos y atacaron su barricada con tres granadas propulsadas por cohetes por la izquierda. Las granadas volaron por la bodega… tres columnas de humo elevándose juntas… e impactaron en la barricada nigeriana. Fue como si una presa se resquebrajara. Los nigerianos salieron despedidos por el aire. Algunos gritando. Otros en llamas. Y los israelíes avanzaron, matando a los nigerianos con que se topaban, disparándoles en la cabeza, en el mismo instante en que… … Una enorme puerta de acero dispuesta a estribor se elevó sobre sus rieles. La puerta se abrió del todo y una lámina de acero impactó en el suelo desde el exterior de la abertura y, cual tripulación de piratas del siglo XVI abordando un galeón, los hombres del IG-88 inundaron la bodega, cargando desde su barco guardacostas robado, disparando con sus letales Metal Storm. Schofield se quedó mirando cómo los soldados israelíes, en esos momentos atacados por al menos veinte hombres del IG-88, aseguraban la zona alrededor de la consola de control de los misiles.

Formaron un estrecho semicírculo alrededor de la plataforma elevada de la consola, todos mirando a popa, disparando con sus Uzi y M-16 al IG-88. Bajo su protección, el líder de los israelíes, un hombre que no podía ser otro que Simon Zemir, subió a la plataforma de acero y fue directo a la consola, abrió un maletín y sacó una unidad CincLock-VII. —Putos israelíes arteros —dijo Madre—. ¿Queda tecnología estadounidense que no hayan robado? —Probablemente no —concluyó Schofield—, pero hoy son nuestros mejores amigos. Velaremos por ellos mientras ellos velan por Zemir.

17.41 Tras el silo del misil donde se encontraba, Schofield observó que la unidad móvil de Zemir se iluminaba cual ordenador portátil y este se quedaba mirando la pantalla táctil mientras flexionaba los dedos para calentarlos de cara a la secuencia de desactivación que estaba a punto de efectuar. Va a desactivar el sistema misilístico, pensó Schofield. Excelente. Después de todo, podremos salir de aquí sin demasiadas dificultades. Pero entonces, Schofield vio horrorizado que tres figuras descendían por una cuerda de las vigas de la bodega por detrás de la plataforma de la consola de Zemir. Ninguno de los Sayaret Tzanhim los vio. Estaban demasiado ocupados disparando a Damon Larkham y a sus cazarrecompensas del IG-88. —No —susurró Schofield—. No, no, no… Las tres figuras descendieron por las cuerdas a gran velocidad. Eran Zamanov y sus Skorpion. Habían descendido por una escotilla situada cerca de la proa. Schofield salió de su escondite e intentó gritar fútilmente por encima de los disparos. —¡Por detrás! Como era de esperar, los israelíes respondieron al instante. Disparándole. Incluso Zemir, que estaba a punto de comenzar la secuencia de desactivación, alzó la vista. Schofield se tiró tras el silo, rodó por el suelo, se asomó de nuevo… … Y en ese preciso instante vio a los tres Skorpion aterrizar sin problemas sobre la plataforma elevada a pocos metros tras Zemir. Y Schofield solo pudo mirar, impotente, cómo Zamanov sacaba silenciosamente su espada cosaca y cortaba la cabeza de Zemir con un brutal movimiento horizontal. Y, en ese instante, Shane Schofield se convirtió en la última persona viva de la lista de objetivos. Y en el único hombre sobre la faz de la Tierra capaz de desactivar el sistema de seguridad misilístico CincLock-VII.

La cabeza de Zemir cayó al suelo. Ni siquiera había podido iniciar la secuencia de desactivación. A Schofield casi se le desencaja la mandíbula. —Esto no puede estar pasando. Uno de los Sayaret Tzanhim miró a su espalda y vio que el cuerpo sin cabeza de Zemir se caía de la plataforma al suelo derramando sangre. Vio que Zamanov metía la cabeza de Zemir en una mochila y regresaba a la tirolina retráctil… ¡Blam! Los otros dos Skorpion dispararon al soldado israelí en la cara, justo cuando dos israelíes más fueron abatidos por los disparos del IG-88 procedentes de la otra dirección. Fuego cruzado desde ambas direcciones, fuerzas gemelas de cazarrecompensas profesionales, fue dirigido al equipo de soldados israelí. Y, cuando los últimos Sayaret Tzanhim vieron el cuerpo inerte de Zemir y a los Skorpion huyendo por encima de él, la confusión se apoderó de ellos y rompieron la formación. Estaban diezmados. El IG-88 los superaba con creces. En cuestión de segundos, todos los soldados israelíes estaban muertos.

17.42 El IG-88 tomó el control de la barricada. Damon Larkham se acercó a ella con grandes zancadas, como si se tratara de un general conquistador accediendo a una barrera enemiga. Señaló el techo, a Zamanov y a sus Skorpion, que huían por las tirolinas con la cabeza de Zemir en su poder. Los tres Skorpion llegaron al techo junto a una ancha escotilla de carga. Los dos acompañantes de Zamanov subieron primero y salieron a la cubierta de proa, golpeada por la lluvia. Se agacharon para coger la cabeza de Zemir que Zamanov les estaba pasando. Disparos de ametralladoras hicieron jirones sus cuerpos. Los dos Skorpion se convulsionaron violentamente mientras sus torsos estallaban en masas sanguinolentas. Un subequipo de seis hombres del IG-88 estaba aguardándolos. Damon Larkham se había anticipado a sus movimientos y por eso había enviado un segundo equipo a la cubierta de proa. La mochila que contenía la cabeza de Zemir cayó a la cubierta y los soldados del IG-88 corrieron hacia ella y la recogieron. Zamanov, en inferioridad de número y armas, se guareció tras la escotilla, accedió a una pasarela dispuesta en el techo de la bodega y desapareció por entre las sombras. En la bodega propiamente dicha, Schofield estaba sin habla.

Aquello era increíble. Quedaban solo tres minutos para que los misiles fueran lanzados, Zemir estaba muerto y los hombres del IG-88 controlaban la consola. Veinte de ellos, ¡armados con Metal Storm! Necesitaba una distracción. Una buena distracción. —Llame a Rufus —le pidió a Knight. —¿Está seguro? —Es la única manera. —De acuerdo —accedió Knight—. Es usted un demente, capitán Schofield. —A continuación habló por su micro de cuello—: Rufus. ¿Cómo va el plan B? —¡Tengo al más cercano! ¡Y es enorme! ¡Estoy a menos de cien metros, con el motor a toda mecha, y apuntando directamente a ustedes! —respondió Rufus. A menos de cien metros del Talbot, un segundo superpetrolero se abría paso entre la tormenta con Rufus al timón. Mientras esperaba su turno para descargar en Cherburgo, el enorme buque portacontenedores de ciento diez mil toneladas, el Eindhoven, había estado aguardando en el canal, con los motores al ralentí, cuando Rufus había aterrizado el Sukhoi en su cubierta de proa. En esos momentos el barco estaba vacío, salvo por Rufus, pues su tripulación de seis personas había decidido (juiciosamente) marcharse en un bote salvavidas después de que Rufus hubiera hecho añicos las ventanas de su puente de mando con dos M-16. —¿Qué quiere que haga? —gritó Rufus por su radio. En el Talbot, Schofield evaluó la situación. El plan Rufus siempre había sido concebido como último recurso: hundir el supuesto superpetrolero si él no lograba desactivar los misiles. Echó un vistazo a la consola de control y a su barricada y de repente se le heló la sangre. Damon Larkham estaba mirándolo. Los había visto. Demonio sonrió. —Rufus —dijo Schofield—. Estréllese contra nosotros.

6.7

17.42.10 Los hombres de Larkham salieron de la barricada, abriéndose paso entre los silos, disparando sin cesar tras Schofield. Schofield condujo a Madre y a Knight a un bote salvavidas situado junto a la puerta del compartimento de carga, en el costado derecho de la bodega. —¡Vamos! —gritó—. ¡Suban! Todos subieron al bote y se asomaron para devolver los disparos. Los hombres del IG-88 los estaban rodeando. Schofield no dejó de disparar. Al igual que Madre y Knight. Estaban intentando contenerlos hasta que llegara Rufus. Pero el IG-88 seguía avanzando. —Vamos, Rufus —dijo Schofield en voz alta—. ¿Dónde está…? Y, entonces, Rufus llegó.

6.8

Fue como el fin del mundo. Un chirrido del metal desgarrado, acero contra acero. La colisión de dos superpetroleros en la superficie del canal de la Mancha, envueltos por la aguanieve, fue espectacular. Dos de los objetos móviles más grandes del planeta, cada uno de más de trescientos metros de eslora y cien mil toneladas de peso, chocaron a gran velocidad. El petrolero robado de Rufus, el Eindhoven, se empotró de morros contra el costado izquierdo del Talbot, alcanzándolo en una trayectoria perfectamente perpendicular. El apuntado morro del Eindhoven penetró el costado del Talbot como si de un cuchillo se tratara, cual ariete. El costado izquierdo del Talbot se combó hacia dentro. El agua comenzó a entrar por el gigantesco boquete que había abierto el Eindhoven. Y, como un boxeador retrocediendo ante un golpe, todo el superpetrolero se balanceó abruptamente por el choque. Al principio se inclinó hacia la derecha por el impacto pero, cuando el agua comenzó a entrar en el barco, el superpetrolero lanzamisiles se inclinó drástica y letalmente hacia la izquierda. Momento en el que se combó del todo y comenzó a hundirse. Rápido. Lo que estaba ocurriendo en el interior de la bodega del Talbot habría hecho tragar saliva al mismísimo Noé. Allí, el impacto había sido atronador. Ni siquiera Schofield había estado preparado para el brutal impacto ni la repentina aparición de la proa del Eindhoven atravesando la pared izquierda de la bodega. Como resultado de aquello, la bodega había comenzado a balancearse hacia la derecha, tirando al suelo a todos los allí presentes. Entonces el agua había comenzado a entrar allí por el enorme boquete en proporciones monumentales.

Una ola de agua de tres metros de alto y gran fuerza entró en la bodega, engullendo a varios miembros del IG-88 en cuestión de segundos, levantando las carretillas y los contenedores y las piezas sueltas de los misiles del suelo. El agua comenzó a crecer con gran rapidez y el bote salvavidas de Schofield se elevó por encima de sus puntales. Schofield soltó inmediatamente el bote de los pescantes y encendió el motor. En segundos, el suelo de la bodega quedó completamente anegado. Y el agua seguía subiendo a toda velocidad. Conforme se inundaba, el Talbot se inclinó hacia la izquierda, hacia el mortal boquete, en un ángulo de al menos treinta grados, y Schofield, que avanzaba con su bote salvavidas motorizado por la superficie del agua, vio que la bodega comenzaba a virar.

17.42.30 Vista desde fuera, la imagen resultaba de lo más peculiar. El Eindhoven seguía incrustado en el Talbot mientras este yacía medio ladeado sobre su costado izquierdo, colgando (literalmente) de la proa del Eindhoven. Pero el peso del agua que estaba entrando en el interior del Talbot era tal que la proa del Eindhoven también se estaba hundiendo bajo el agua. Así, la cubierta de proa del Talbot y la torre del puente seguían por encima de la línea de flotación, inclinadas en un ángulo de treinta grados, mientras su costado izquierdo sumergía sin tregua la proa del Eindhoven. A Rufus, que se encontraba a bordo del Eindhoven, no fue necesario decirle qué hacer. Corrió al Cuervo Negro, que seguía estacionado en la cubierta de proa de su petrolero, subió a la cabina y se elevó al cielo encapotado.

17.43.30 En el interior del Talbot, que se inundaba con gran rapidez, Schofield estaba moviéndose. Lo hacía con mucha ligereza. Su bote salvavidas motorizado avanzó entre los ahora inclinados silos misilísticos con Madre y Knight a ambos lados disparando a sus enemigos, que estaban flotando en el agua. Era como atravesar un bosque de árboles a medio derribar. Tras el impacto, Damon Larkham y la mayoría de sus hombres se habían dirigido al lado derecho de la bodega, el lado más elevado, la única parte que no estaba anegada por el agua. Schofield, sin embargo, corrió hacia la consola de control situada en el extremo delantero de la bodega.

17.43.48

17.43.49

17.43.50

Su bote salvavidas se abrió paso por entre la bodega con sus dos leales tiradores disparando y abatiendo a los enemigos. El bote salvavidas llegó junto a la plataforma elevada de la consola de control. La consola, revestida por un armazón, también estaba ladeada y se encontraba a menos de treinta centímetros por encima de la línea creciente de flotación. —¡Cúbranme! —gritó Schofield. Desde su posición en el bote salvavidas podía ver la pantalla iluminada de la consola y unos números rojos descendiendo en centésimas de segundo: la cuenta atrás del lanzamiento. 00.01.10.88 00.01.09.88 00.01.08.88 Las centésimas de segundo digitalizadas descendían a tal velocidad que todos los números parecían ochos. Schofield sacó su unidad CincLock-VII, la que le había quitado al francés, de una bolsa impermeable que llevaba en su chaleco y una vez más contempló el visualizador de la unidad. En la pantalla táctil, los círculos rojos y blancos aguardaban expectantes. Bip. Apareció un mensaje: SECUENCIA DE LANZAMIENTO DEL MISIL INICIADA.PULSE «ENTER» PARA INICIAR LA SECUENCIA DE DESACTIVACIÓN.PRIMER PROTOCOLO (PROXIMIDAD): SATISFECHO.INICIAR SEGUNDO PROTOCOLO. Al igual que la otra vez, los círculos blancos de la pantalla comenzaron a encenderse y apagarse lentamente. Schofield los pulsó cada vez que parpadeaban. La cuenta atrás seguía su curso. 00.01.01

00.01.00 00.00.59 Entonces, de repente, el Talbot se inclinó bruscamente. Todo el superpetrolero, que seguía suspendido de la proa del Eindhoven, estaba comenzando a hundirse lentamente. A causa de esa sacudida inesperada, Schofield no pulsó uno de los círculos blancos. La unidad emitió un bip. SEGUNDO PROTOCOLO (PATRÓN DE RESPUESTA): FALLIDOINTENTO DE DESACTIVACIÓN REGISTRADO.TRES INTENTOS DE DESACTIVACIÓN FALLIDOS OCASIONARÁN UNA DETONACIÓN POR DEFECTO.SEGUNDO PROTOCOLO (PATRÓN DE RESPUESTA): REACTIVADO. —Mierda… —maldijo Schofield. Empezó de nuevo. El superpetrolero seguía hundiéndose. Sintió cómo el agua chapaleaba contra sus botas. Mientras Schofield pulsaba la pantalla, Aloysius Knight disparaba a los hombres del IG-88 apostados en el costado derecho de la bodega. Disparó otra ráfaga de balas cuando de repente lo vio. —Oh, no… —acertó a decir. —¿Qué? —gritó Madre. —La puerta del compartimento de carga del lado derecho —indicó Knight—. Está a punto de sumergirse. Tenía razón. Como el barco se había inclinado a la izquierda, la enorme entrada al compartimento de carga se había mantenido por encima de la línea del agua. Pero en esos momentos el agua estaba a punto de llegar hasta ella. Y eso no era nada bueno porque, una vez lo hiciera, el agua comenzaría a entrar en el barco desde ambos flancos. Tras eso, el Talbot se hundiría a vertiginosa velocidad. —¡Knight! —gritó Madre—. ¡A la derecha! —Oh, mierda —espetó Knight. A su derecha, seis de los hombres de Larkham estaban subiendo a dos botes salvavidas motorizados. Iban tras ellos. —¡Capitán Schofield! —gritó Knight—. ¿Ha acabado ya? —¡Casi…! —gritó Schofield con la mirada fija en la pantalla. 00.00.51 00.00.50

00.00.49 Los dos botes salvavidas del IG-88 avanzaron por el costado derecho de la bodega anegada y recogieron a Larkham y a los hombres restantes del IG-88, dieciséis en total. A continuación pusieron rumbo hacia Schofield y la consola de control del misil. Knight y Madre dispararon. Los dos botes salvavidas cruzaron las aguas por entre el bosque de silos inclinados, disparando conforme avanzaban. Mientras tanto, Schofield seguía en su mundo, pulsando círculos rojos y blancos. 00.00.41 00.00.40 00.00.39 Entonces pulsó el último círculo blanco y la pantalla cambió a: SEGUNDO PROTOCOLO (PATRÓN DE RESPUESTA): SATISFECHO.TERCER PROTOCOLO (CÓDIGO): ACTIVO.POR FAVOR, INTRODUZCA CÓDIGO DE DESACTIVACIÓN AUTORIZADO. —De acuerdo —dijo Schofield. El código de desactivación universal. El sexto número primo de Mersenne que seguía escrito en su mano: 131071. Comenzó a introducir el código cuando, sin previo aviso, el barco salvavidas en el que estaba se movió y… ¡Bip! PRIMER PROTOCOLO (PROXIMIDAD): FALLIDO.TODOS LOS PROTOCOLOS REACTIVADOS. —¿Qué? —Schofield se volvió y vio que Knight estaba alejando el bote de la consola de los misiles mientras Madre disparaba desde la popa a los dos botes del IG-88 que los perseguían. Pasaron por entre los silos. —¡Lo siento, capitán! ¡Tenemos que irnos! ¡Estamos muertos si seguimos aquí! —¡Bueno, tenemos que acercarnos de nuevo a la consola en diez segundos! ¡Porque necesito al menos veinticinco segundos para completar el patrón de respuesta! Las balas levantaban el agua alrededor de su veloz bote salvavidas. 00.00.35 00.00.34 00.00.33 Knight viró el bote. —¿Cómo de cerca tiene que estar?

—¡Dieciocho metros! —¡De acuerdo! Las balas les pasaron rozando la cabeza e impactaron en los silos misilísticos. Knight dio la vuelta al bote y trazó un amplio círculo alrededor de la isla de acero en la que se había convertido la consola de control, un círculo que implicaba sortear el bosque de silos. 00.00.27 00.00.26 00.00.25 La pantalla de Schofield cobró vida de nuevo. PRIMER PROTOCOLO (PROXIMIDAD): SATISFECHOINICIAR SEGUNDO PROTOCOLO El visualizador de respuesta a la luz se inició, así que Schofield comenzó a pulsar de nuevo los círculos. Madre seguía disparando a los botes del IG-88. Knight manejaba el bote con una mano mientras disparaba con la otra, con cuidado de mantener la barca dentro de un radio de dieciocho metros de la consola de control. 00.00.16 00.00.15 00.00.14 Pero entonces las balsas del IG-88, conscientes del giro que estaba dando Knight, se dividieron. Una de ellas giró en el agua sobre sí misma y tomó la dirección circular contraria, de manera tal que el primer bote del IG-88 estaba llevando al de Schofield directo al segundo. Ajeno a la persecución, las manos de Schofield se movían con más rapidez en esos momentos. Rojo, blanco, blanco… Tap, tap, tap… 00.00.11 00.00.10 00.00.09 Knight adivinó el plan del IG-88 y disparó al hombre que maniobraba el bote que se acercaba de cara hacia ellos. ¡Bang! ¡ Bang! ¡Bang! Fallo-fallo-fallo… 00.00.08 00.00.07

00.00.06 Las manos de Schofield eran en esos momentos una masa borrosa de la velocidad con que se movían a izquierda y derecha. Madre abatió a uno de sus perseguidores. Pero entonces gritó de dolor cuando un disparo le alcanzó en el hombro. 00.00.05 00.00.04 00.00.03 Estaban en trayectoria de colisión directa con el segundo bote del IG-88. Knight seguía disparando. ¡Bang! ¡Bang! ¡Bang! Fallo-Fallo… Blanco. 00.00.02 El hombre se desplomó y cayó muerto. El bote del IG-88 se alejó y Knight mantuvo su bote dentro de un radio de dieciocho metros de la consola. 00.00.01 Y el movimiento de las manos de Schofield varió ligeramente. En vez de pulsar círculos, en esos momentos parecía como si estuviera tecleando un… 00.00.00 Demasiado tarde.

6.9

Ninguno de los misiles Camaleón, sin embargo, fue lanzado. La cuenta atrás de la consola quedó congelada en: 00.00.00.05 El segundero había alcanzado el cero, pero ese último segundo (calculado en borrosas centésimas de segundo digitales) todavía no había concluido cuando Schofield había tecleado el código de desactivación universal y había pulsado el «ENTER». En la pantalla podía leerse en esos momentos: TERCER PROTOCOLO (CÓDIGO): SATISFECHO.CÓDIGO INTRODUCIDO.LANZAMIENTO DE MISIL ABORTADO. Schofield suspiró con alivio.

DE

DESACTIVACIÓN

AUTORIZADO

No se había llegado a lanzar ningún misil. Londres, París y Berlín estaban a salvo. Fue entonces, sin embargo, cuando la puerta abierta del costado derecho del Talbot se hundió lentamente por debajo de la línea de flotación. ¡Bum! El estruendo fue absolutamente ensordecedor. Fue, literalmente, como si se hubieran abierto las compuertas de una presa. Cual ejército invasor sobrepasando las líneas enemigas, una inimaginable cantidad de agua entró por el umbral de la entrada de estribor del Talbot. Un muro de agua, un maremoto de líquido imparable y voraz. Las consecuencias fueron inmediatas. El superpetrolero se inclinó de manera pronunciada, irguiéndose conforme el agua que penetraba desde estribor comenzaba a equilibrar la entrada de agua desde babor. Aquello, sin embargo, tuvo un efecto colateral importante: el Talbot se desenganchó de la proa del Eindhoven. Y, sin el agarre del otro superpetrolero, perdió su único medio para mantenerse a flote. Así que comenzó a hundirse, a gran velocidad, en las profundidades del canal de la Mancha. Para Schofield, Madre y Knight, que seguían en su bote salvavidas en el interior de la bodega, el

estruendo fue ensordecedor. El rugido del agua entrando en la bodega resonó por todo el barco. Las olas batieron contra las paredes de acero, formando remolinos. Y el nivel del agua comenzó a subir a una aterradora velocidad. Es más, a Schofield le parecía como si el techo estuviera descendiendo con rapidez hacia ellos. En cuestión de segundos se encontraban ya flotando en la mitad superior de la bodega, a seis metros por debajo de las pasarelas de acero suspendidas del techo. Asimismo, con la inundación de la puerta de estribor, Larkham y sus hombres habían cesado la persecución y se habían dirigido a las distintas escaleras que llevaban al techo de la bodega. —Joder, es bueno —dijo Knight—. Larkham se dirige a la cubierta. Va a asegurar todas las escotillas. A continuación esperará a que subamos, algo que tarde o temprano tendremos que hacer. —Entonces tendremos que encontrar otra forma —aventuró Schofield—. Lo único que necesito hacer ahora es salir de este barco y encontrar un lugar seguro donde ocultarme mientras desactivo los misiles que apuntan a Estados Unidos. Schofield sacó su Palm Pilot para ver cuál era el siguiente barco Kormoran en lanzar sus misiles. Sacó los documentos que había examinado antes en su dispositivo:

ASUNTO: PAGO COMISIÓN DEL ASESOREL PAGO DE LA COMISIÓN DEL ASESOR SE REALIZARÁ MEDIANTE TRANSFERENCIA ELECTRÓNICA INTERNA DE FONDOS DENTRO DE AGM SUISSE DESDE LA CUENTA PRIVADA DE ASTRAL-66 PTY LTD (N.º 437-666-21) POR LA CANTIDAD DE 3,2 MILLONES DE DÓLARES (TRES COMA DOS MILLONES DE DÓLARES) POR VALORACIÓN. ITINERARIO EJECUTIVOEl orden de viaje propuesto es el siguiente: Asmara (01/08), Luanda (01/08), Abuya (05/08), Yamena (07/08) y Tobruk (09/08).01/08 – Asmara (embajada)03/08–Luanda (estancia con el Sr. Loch, sobrino de R)

Cliqueó en la lista de lanzamientos abreviada. La lista entera se desplegó:

Contempló la ya familiar lista. Era la misma que Libro II había desencriptado antes. Observó las localizaciones GPS de los tres primeros barcos: Talbot, Ambrose y Jewel. El Ambrose era el siguiente: iba a lanzar los misiles a las doce del mediodía desde las coordenadas GPS: 28743.05, 4104.55. Cierto, recordó. Nueva York. Espera un segundo. Esta lista es diferente a la de Libro. La miró con más detenimiento. Algunos de los misiles de la mitad inferior de la lista habían sido modificados. La lista de Libro solo incluía dos variedades de misiles: el Shahab y el Taep’o-Dong.

Sin embargo, esta incluía otros en su lugar: el Sky Horse (de Taiwán), el Ghauri-II (Pakistán), el Agni-II (India) y el Jericho-2B (Israel). Schofield también se percató de que había un barco más (la última entrada, el Arbella), que dispararía dos horas después del primer grupo de misiles. Eso por no mencionar otro detalle preocupante: los misiles taiwaneses e israelíes de la lista estaban provistos de cabezas nucleares estadounidenses, las potentes W-88… Una ráfaga de disparos impactó en el agua junto a Schofield. Pero este apenas se percató. Cuando alzó la vista, vio que Knight había acercado el bote a una escalera que conducía a una pasarela del techo. En una situación normal, la pasarela estaba situada a unos veinticinco metros del suelo de la bodega. En esos momentos se hallaba a apenas cinco metros y medio por encima del nivel del agua. En ella, sin embargo, a unos cincuenta y cinco metros en ambas direcciones y acercándose con rapidez, se hallaban dos equipos de cuatro hombres del IG-88. Habían accedido por las escotillas del techo y en esos momentos recorrían la pasarela desde ambos extremos disparando sin piedad, impactando en las vigas situadas alrededor del bote salvavidas de Schofield. ¡Bang! ¡Bang! ¡Bang! ¡Bang! ¡Bang! —¡Cabrón! —gritó Knight—. No está esperando a que subamos. ¡Nos está obligando a subir! Madre levantó a Schofield por el cuello del uniforme. —Vamos, guapetón. Tu ordenador puede esperar. —Ayudó a que subiera a la escalera, cubriéndolo con su cuerpo. Subieron por la escalera con rapidez y sin dejar de disparar en ningún momento. Llegaron a la pasarela, donde fueron recibidos por un millón de chispas e impactos de bala. Madre los cubrió mientras Knight llevaba a Schofield hacia la popa. ¡Bang! ¡Bang! ¡Bang! ¡Bang! ¡Bang! Las balas parecían provenir de todas partes. Knight y Schofield dispararon a los hombres del IG-88 que se acercaban desde la parte posterior de la pasarela. Schofield se quedó sin munición. —¿Vamos a algún sitio en particular? —gritó. —¡Sí! ¡A un sitio seguro! —respondió Knight mientras seguía disparando—. A un lugar donde pueda desactivar los misiles y donde, al mismo tiempo, podamos todos salir de esta trampa mortal. ¡Por aquí! Knight dobló a la derecha y pasó junto a un pequeño almacén de mantenimiento situado en una intersección entre esa pasarela y otra que comenzaba tras el almacén, donde se encontraban… … Los dos minisubmarinos amarillos suspendidos del techo de la bodega con cadenas. Al igual que las pasarelas, los submarinos ya no se encontraban a mucha altura. A cinco metros por encima de la línea de flotación. Una especie de toldo cubría los dos submarinos y la pasarela situada entre ellos. También ocultaba parcialmente a Schofield y Knight de los equipos del IG-88.

¡Bang! ¡Bang! ¡Bang! ¡Bang! Siguiéndolos a unos diez metros por detrás, Madre llegó a la intersección sin dejar de disparar a los soldados del IG-88, que en esos momentos estaban a tan solo dieciocho metros de ella desde ambos flancos. Schofield observó cómo Madre intentaba llegar a los minisubmarinos, pero los hombres del IG-88 le bloqueaban el paso con sus ráfagas de disparos. Madre se guareció en el almacén. Estaba atrapada. —¡Madre! —gritó Schofield. —¡Sal de aquí, Espantapájaros! —dijo por la radio. Los hombres del IG-88 atacaron el almacén con la mayor descarga de disparos que Schofield jamás había visto. El almacén quedó agujereado por el impacto de las balas. Madre seguía guarecida allí, fuera del campo de visión de Schofield, y este temió que la hubieran alcanzado, pero entonces se asomó de nuevo, disparando y gritando. Abatió a dos del IG-88. —¡Espantapájaros! ¡Salid de aquí! —¡No voy a irme sin ti! —¡Vete! —Disparó dos veces más. —¡No pienso perderos a Gant y a ti en un solo día! La voz de Madre se tornó seria. —Espantapájaros. Vete. Eres más valioso que una vieja gruñona como yo. —Madre lo miró desde su posición—. Siempre lo has sido. Mi valor proviene de mantenerte con vida. Al menos déjame hacer eso. Ahora, preciosidad, ¡vete! ¡Vete! ¡Vete! ¡Vete! Y, tras eso, Schofield vio que Madre hacía algo valiente y suicida a partes iguales. Se irguió tras las ventanas del almacén y, tras emitir un aullido, comenzó a disparar a los equipos del IG-88. Su repentino movimiento hizo que los dos equipos enemigos se detuvieran (y perdieran al primero de sus hombres) y proporcionó a Schofield y Knight la oportunidad que necesitaban para escapar. —¡Entre! —gritó Knight mientras pulsaba el botón de la escotilla de uno de los submarinos amarillos. Con un rápido movimiento, la escotilla circular situada en la parte superior del submarino se abrió—. ¡No permita que su sacrificio sea en vano! Schofield dio un paso hacia la escotilla y se volvió hacia Madre, justo cuando las dos fuerzas del IG-88 la arrollaban con sus disparos. —Maldición, no… —murmuró. Una ráfaga de disparos alcanzó a Madre, impactando en su chaleco antibalas.

Madre se tambaleó y dejó de disparar. Su boca quedó entreabierta y su mirada se tornó vacía… Entonces cayó y, con el humo y los trozos de cristal saltando por los aires, Schofield la perdió de vista mientras se desplomaba tras las ventanas del almacén. Un instante después, las fuerzas del IG-88 le despejaron cualquier duda. Dispararon con dos lanzacohetes al almacén. Y dos columnas de humo se dirigieron hacia el cobertizo desde ambos lados. Impactaron a la vez y las paredes estallaron hacia fuera y toda la estructura se vino abajo en un instante. El suelo voló por los aires hasta caer al agua, una caída de cuatro metros y medio. Schofield intentó alejarse del submarino, pero Knight lo retuvo con un empujón. —¡No! ¡Nos vamos! ¡Ahora! —gritó por encima del estruendo. Metió a Schofield en el minisubmarino. Schofield aterrizó en su interior y… … Descubrió que ya había alguien dentro.

6.10

Los pies de Schofield tocaron el suelo del minisubmarino y, cuando alzó la vista, vio la hoja de una espada acercándose a toda velocidad a su cara. Movimiento reflejo. Levantó su pistola H&K sin munición y la hoja que se acercaba a su garganta chocó con el guardamonte de la pistola y se detuvo a tres centímetros del cuello de Schofield. Era Dmitri Zamanov. Llevaba una espada cosaca de hoja corta en sus manos y sus ojos brillaban con odio. —Ha escogido el lugar equivocado para esconderse —gritó el cazarrecompensas ruso. Entonces, antes de que Schofield pudiera moverse, Zamanov pulsó dos botones. Primero el botón interno de la escotilla. La escotilla se selló. Y, en segundo lugar, el botón de puesta en marcha del submarino. De repente, Schofield sintió cómo el estómago le daba un vuelco cuando el submarino se soltó de sus cadenas y se precipitó a una caída de casi cinco metros hasta amerizar con un descomunal golpe sordo en el agua. —¡Joder! —Aloysius Knight no podía creérselo—. ¡Pero qué coño es esto! Un segundo antes había metido a Schofield a empellones en el minisubmarino y estaba a punto de meterse con él cuando, al siguiente instante, la escotilla del submarino se había cerrado en sus narices y había caído al agua. Las balas impactaron a su alrededor cuando los equipos del IG-88 dejaron atrás lo que quedaba del almacén y se dirigieron hacia la pasarela del submarino. Así que Knight hizo lo único que podía hacer. Se metió en el segundo minisubmarino mientras los disparos del enemigo silbaban a su alrededor. Schofield y Zamanov lucharon. Una lucha carente de estilo y técnica. Una lucha callejera pura y dura. En el reducido espacio del minisubmarino, rodaron y se golpearon una y otra vez. La pistola de Schofield, sin munición, de poco le servía, pero la espada de Zamanov era la clave.

Razón por la que lo primero que había hecho Schofield cuando el submarino había caído al agua había sido golpear la muñeca de Zamanov, haciendo que este la soltara. Y entonces se enzarzaron en una feroz pelea. Schofield avivado por el sacrificio de Madre y Zamanov porque era un psicópata. Se golpearon contra las paredes del submarino, forcejeando con furia, haciéndole sangrar al otro con cada puñetazo. Schofield le rompió el hueso de la mejilla a su contrincante. Zamanov le rompió la nariz a Schofield mientras que otro de sus puñetazos le sacó el auricular. Entonces el ruso se abalanzó sobre Schofield, lanzándolo contra el panel de control del submarino, y de repente… el minisubmarino comenzó a… sumergirse. Schofield se apartó del panel de control y vio que había activado el interruptor del lastre. El ASDS se estaba hundiendo. En menos de lo que se hubiera imaginado estaban bajo el agua. A través de los dos cristales semiesféricos del submarino, Schofield contempló el mundo sumergido de la bodega. Todo estaba en silencio, teñido de azul (el suelo, los silos, los cuerpos…); una increíble imagen submarina creada por el hombre. El Talbot se estaba inclinando ligeramente sobre su costado derecho, por lo que el suelo de la bodega se inclinó al menos veinte grados hacia ese lado. Zamanov recogió su espada. El minisubmarino prosiguió con su caída a cámara lenta por la bodega anegada. Y Zamanov y Schofield volvieron a enzarzarse (Zamanov atacándolo fuera de sí con su espada, Schofield agarrándole la mano cada vez que lo atacaba). Pero entonces, con un crujido sordo, el submarino alcanzó el suelo de la bodega… … Y comenzó a deslizarse hacia la puerta abierta del compartimento de carga. El mundo en el interior del submarino se inclinó bruscamente. Los dos hombres salieron disparados al otro lado. El submarino se deslizó por el suelo inclinado antes de que, para horror de Schofield, se asomara por el borde de la entrada y cayera por ella, a mar abierto. El pequeño submarino amarillo cayó con rapidez por las oscuras aguas del canal de la Mancha, bajo el gigantesco casco del Talbot. El enorme tamaño del superpetrolero empequeñecía al submarino, que parecía un insecto bajo una ballena azul. Pero, mientras que el superpetrolero estaba hundiéndose lenta y gradualmente, el minisubmarino estaba descendiendo a gran velocidad. Más que eso.

Salió disparado en descenso vertical, poco menos que en caída libre, como un ascensor. La profundidad media del canal de la Mancha es de unos ciento veinte metros. Allí, cerca de Cherburgo, la profundidad era de cien metros y el ASDS estaba cubriéndola en poco tiempo. En su interior, Schofield y Zamanov luchaban en una oscuridad casi total, forcejeando bajo las espectrales luces azules del panel de control. —Después de que lo mate, ¡pienso sacarle su puto corazón de yanqui! —gritó Zamanov mientras intentaba liberar su mano de Schofield. Hasta ese momento, la pelea había consistido en movimientos más o menos estándar. Pero entonces Zamanov hizo lo que los marines llaman el «movimiento Lecter»: una táctica muy poco civilizada. Le enseñó los dientes e intentó morderle el rostro. Schofield retrocedió al instante y echó hacia atrás la cara, y así Zamanov consiguió lo que realmente buscaba: liberar la mano que blandía la espada. Fue a atacarlo cuando el submarino alcanzó el lecho del canal y los dos cayeron al suelo. Se levantaron a la vez, veloces cual rayo. Zamanov se incorporó de un salto y blandió su espada en el mismo momento en que Schofield se abalanzó con fuerza sobre él, metiéndose bajo el arco que Zamanov estaba trazando con su brazo mientras al mismo tiempo sacaba algo metálico del chaleco y se lo metía al ruso en la boca. Zamanov no tuvo tiempo ni de sorprenderse, porque Schofield no vaciló. Activó el pitón de escalada y volvió la cabeza, pues no quería verlo. Con un sonido metálico, los extremos como pinzas del pitón se expandieron hacia fuera, buscando algo a lo que asirse. Lo que encontraron fue la mandíbula inferior y superior de Zamanov. Schofield no llegó a verlo, pero sí lo oyó. Oyó el terrible crujido de la mandíbula inferior de Zamanov estirándose más de lo que era humanamente posible. Schofield se giró y vio que la mandíbula del ruso le pendía grotescamente del rostro, dislocada y rota. El extremo superior del pitón, sin embargo, había causado un daño mayor: había penetrado en el cerebro de Zamanov, dejándolo inmóvil. El ruso cayó de rodillas. Schofield cogió la espada y se colocó delante del cazarrecompensas. Los ojos de Zamanov parpadearon por acto reflejo. Era la única señal de que seguía consciente. Schofield quería atravesarlo con la espada, cortarle la cabeza incluso, hacerle lo que Zamanov le había hecho a los demás… Pero no lo hizo. No podía.

Por eso dejó que el ruso se tambaleara allí donde yacía de rodillas y a continuación observó que instantes después se desplomaba en un charco de sangre. Una vez hubo concluido la pelea, Schofield se colocó de nuevo el auricular en el oído… —¡Schofield! ¡Schofield! ¿Me recibe? —La voz de Knight casi le deja sordo—. ¿Está vivo? —Estoy aquí —dijo Schofield—. Estoy en el lecho. ¿Dónde está usted? —Estoy en el otro submarino. Encienda las luces exteriores para que pueda ver dónde está. Schofield así hizo. Momento en el que la voz de Knight dijo: —Oh, no me jodas… —¿Qué? —¿Tiene energía? —dijo rápidamente Knight. Schofield probó con el panel de control. Ninguna respuesta. —Tengo oxígeno, pero no propulsión. ¿Por qué? ¿Qué ocurre? ¿No puede venir y sacarme de aquí? —No hay manera humana de llegar a tiempo. —¿A tiempo? ¿A tiempo de qué? ¿Cuál es el problema? —Eh… esto… uno muy grande… —¿Qué? —Mire hacia arriba, capitán. Schofield escudriñó el exterior. Y vio el casco del superpetrolero, extremadamente grande, precipitándose a una velocidad constante sobre él, descendiendo en caída libre por las aguas del canal como si la luna cayera del cielo… con su masa colosal yendo directa a él.

6.11

Schofield tragó saliva: cien mil toneladas de un superpetrolero estaban a punto de aterrizar encima de su diminuto submarino. El casco era tan grande, tan inmenso, que generaba un zumbido profundo y vibrante conforme descendía por las aguas. —Esto no se ve todos los días —dijo Schofield para sí mismo—. ¡Knight! —¡No puedo llegar a tiempo! —gritó Knight con frustración. —Mierda —murmuró Schofield mientras miraba a izquierda y derecha. ¡Opciones!, gritó su cerebro. No podía escapar nadando. Con sus más de trescientos metros de eslora y sus sesenta de ancho, era demasiado grande. No lograría salir de debajo de él a tiempo. La única opción era permanecer allí y morir aplastado. Menudas opciones. Muerte segura o muerte segura. Pero, si eso era todo lo que había, al menos podía lograr algo antes de que le llegara la muerte. Y, así, en el lecho marino del canal de la Mancha, Shane Schofield pulsó su micrófono por satélite. —¡Libro! ¿Cómo va todo por Nueva York? —Tenemos el Ambrose, Espantapájaros. Todas las fuerzas enemigas han caído. En estos momentos nos encontramos junto a la consola de control y he conectado el enlace ascendente por satélite. Por mi reloj son las 11.52. Dispone de ocho minutos para desactivar esta cosa. Schofield vio que el superpetrolero seguía descendiendo por las aguas hacia él, un gigante silencioso en caída libre. A esa velocidad, llegaría al lecho en menos de un minuto. —Puede que usted disponga de ocho minutos, Libro, pero yo no. Tengo que desactivar esos misiles ahora. Así que sacó su unidad CincLock-VII de su bolsa impermeable y activó el enlace ascendente por satélite. La unidad cobró vida: ENL-SAT: CONECTAR ENLACE ASCENDENTE «AMBROSE-049».CONEXIÓN REALIZADA.ACTIVAR SISTEMA DE CONEXIÓN REMOTA.SECUENCIA DE LANZAMIENTO DEL MISIL INICIADA.PULSE «ENTER» PARA

INICIAR LA SECUENCIA DE DESACTIVACIÓN.PRIMER PROTOCOLO (PROXIMIDAD): SATISFECHO.INICIAR SEGUNDO PROTOCOLO. Los círculos rojos y blancos de la consola de control de los misiles del barco de Nueva York aparecieron en la pantalla de Schofield. Y mientras el impresionante casco del Talbot descendía hacia él, Schofield inició la secuencia de desactivación. El superpetrolero estaba ganando velocidad. Caía. Y caía… Los movimientos de Schofield se tornaron más rápidos. Un círculo rojo parpadeó y Schofield lo pulsó. Dieciocho metros… Quince metros… El zumbido del superpetrolero en caída se volvió más potente. Doce metros… Nueve metros… Schofield pulsó el último círculo rojo. La pantalla de visualización parpadeó: SEGUNDO PROTOCOLO (PATRÓN DE RESPUESTA): SATISFECHO.TERCER PROTOCOLO (CÓDIGO): ACTIVO.POR FAVOR, INTRODUZCA CÓDIGO DE DESACTIVACIÓN AUTORIZADO. Seis metros… El agua que rodeaba al submarino se oscureció de repente, consumida por la sombra del superpetrolero. Schofield introdujo el código de desactivación universal: 131071. Cuatro metros y medio… La pantalla emitió un bip. TERCER PROTOCOLO (CÓDIGO): SATISFECHO.CÓDIGO DE DESACTIVACIÓN AUTORIZADO INTRODUCIDO.LANZAMIENTO DE MISIL ABORTADO. Y, mientras esperaba su final (esa vez de verdad, un final del que físicamente no podría escapar), Schofield cerró los ojos y pensó en su vida y en la gente que había estado en ella: Vio a Libby Gant, con aquella sonrisa que podía derretir a cualquiera, besándolo con dulzura; recordó a Madre Newman lanzando tiros en la canasta de su garaje, su enorme sonrisa en su enorme rostro… y sus ojos se llenaron de lágrimas. El hecho de que todavía quedaran misiles por desactivar en cierto modo no le importaba. Alguien tendría que solucionarlo por él. El final llegó de una manera rápida.

Diez segundos después, el superpetrolero Talbot alcanzó el lecho marino del canal de la Mancha y la tierra se sacudió con gran estruendo. Aterrizó justo encima del ASDS de Schofield y lo aplastó en un pulverizador instante.

6.12

Pero Schofield no estaba en el submarino cuando eso ocurrió. Segundos antes de que el Talbot alcanzara el fondo, cuando estaba a apenas tres metros y medio del lecho marino y su sombra se cernía amenazante sobre el minisubmarino, mientras Schofield seguía inmerso en sus pensamientos, un sonido metálico golpeó el exterior de su ASDS. Schofield se giró para mirar por las ventanas y vio un Maghook unido al exterior metálico de su pequeño submarino. Su cable se extendía hasta desaparecer en la oscuridad a un lado del superpetrolero. Oyó de repente la voz de Knight por el auricular: —¡Schofield! ¡Vamos! ¡Muévase! ¡Muévase! Schofield volvió a la vida. Tomó aire y pulsó el botón de la escotilla. La escotilla se abrió y el agua entró en el minisubmarino. Apenas tardó dos segundos en llenarse por completo y de repente Schofield ya estaba fuera, moviéndose con rapidez, agarrándose al Maghook unido al flanco del submarino. Tan pronto se agarró a él, Knight (al otro extremo del cable) accionó el interruptor que desmagnetizaba el gancho y el cable comenzó a enrollarse con rapidez. Schofield salió disparado a gran velocidad mientras el superpetrolero se cernía sobre él. Su interminable casco se alzaba sobre su cuerpo como si fuera la cara inferior de un planeta mientras, unos treinta centímetros por debajo, el fondo marino se sucedía a vertiginosa velocidad. Y entonces Schofield salió de debajo del superpetrolero y sus pies se deslizaron fuera en el mismo instante en que el buque alcanzó el lecho del canal de la Mancha con un estruendo reverberante, que hizo que la arena y el limo salieran disparados en todas direcciones, envolviendo a Schofield en una densa nube submarina. Y, esperándolo, sentado encima del segundo ASDS, respirando de una nueva botella de oxígeno y sosteniendo el Maghook de Gant en sus manos, estaba Aloysius Knight. Le pasó a Schofield la botella y Schofield tomó oxígeno. En cuestión de un minuto, los dos estaban dentro del minisubmarino de Knight. Knight volvió a presurizar el submarino, expulsando el agua del interior.

Y entonces los dos guerreros ascendieron de las profundidades del canal de la Mancha en un silencioso viaje que concluyó cuando su pequeño submarino amarillo subió a la superficie del océano, golpeada por la lluvia. Al emerger, el submarino fue golpeado por las olas y la luz cegadora de unos brillantes focos halógenos, luces pertenecientes al Cuervo Negro, que sobrevolaba las aguas, aguardándolos.

6.13

Espacio aéreo sobre el canal de la Mancha 18.05 horas (hora local) 12.05 horas (Tiempo del Este, Nueva York, EE. UU.) El Cuervo Negro surcaba el cielo en dirección sur. Un Aloysius Knight empapado se desplomó sobre el asiento del artillero. Schofield, igualmente empapado, sin embargo, no se sentó. En el interior de la celda de detención provisional del Cuervo, sacó su Palm Pilot. Tenía un asunto del que ocuparse. Sacó la lista de los lanzamientos de los misiles. La que era diferente a la lista inicial de Libro. Comparó ambas. Vale, pensó, las tres primeras entradas son iguales a las de la lista de Libro. Pero no así las últimas tres: los misiles son diferentes. Y hay una entrada más al final. A esas últimas tres entradas les añadió las localizaciones por GPS que había obtenido de Libro. Las dos primeras eran:

Entonces esa nueva lista adquirió otra nueva dimensión. Los misiles clonados que iban a ser lanzados a Pekín y Hong Kong desde el Hopewell eran clones del Sky Horse taiwanés. También iban provistos de cabezas nucleares estadounidenses. Mientras que los misiles que iban a ser lanzados desde el Whale a Nueva Delhi eran clones del Ghauri-II pakistaní y los que serían disparados a Islamabad eran réplicas del Agni-II indio. —Joder… —murmuró Schofield. ¿Cómo reaccionaría china a un ataque nuclear taiwanés? Muy mal. ¿Y cómo reaccionarían Pakistán y la India ante un bombardeo nuclear mutuo? Muy, muy mal. Schofield frunció el ceño. No comprendía por qué esa lista era diferente a la de Libro. Vale, piensa. ¿De dónde sacó Libro la lista original? Del agente del Mossad, Rosenthal, que se había hecho con ella durante su vigilancia del M-12. ¿De dónde he obtenido yo la mía? Schofield intentó recordarlo. —Joder… —dijo cuando cayó en la cuenta. La había recibido en su Palm Pilot cuando Gant y él habían estado sentados en la antesala de piedra de la fortaleza de Valois, esperando mientras Aloysius Knight estaba en el despacho de monsieur Delacroix, accediendo de manera inalámbrica a su ordenador. Schofield se volvió hacia Knight. —Cuando estuvo con Delacroix en el castillo, ¿dijo algo acerca del despacho en el que estaban? Knight se encogió de hombros. —Sí. Dijo que ese no era su despacho. Que pertenecía al propietario del castillo. —Killian —dijo Schofield. —¿Por qué? Pero ahora Schofield lo comprendía. —Debe de haber otro ordenador en ese despacho. En un cajón o en otra mesa —aventuró—. Usted mismo lo dijo. Su Palm Pilot extrae documentos de cualquier ordenador de la habitación. Cuando inició el programa, captó documentos de otro ordenador del despacho. El ordenador de Killian. —Sí. ¿Y?

Schofield sostuvo en alto la nueva lista. —Este no es el plan del M-12. Su plan implica provocar una nueva guerra fría mundial contra el terrorismo. El M-12 quiere que misiles terroristas, Shahabs y Taep’o-Dongs, impacten en las principales ciudades. Razón por la que dejaron los cuerpos de los hombres de Global Jihad en la planta de Axon. Y los superpetroleros, para que el mundo pensara que los terroristas habían robado los barcos Kormoran. »Pero esta lista muestra algo totalmente diferente. Muestra que la compañía de Killian instaló misiles Camaleón diferentes en los buques Kormoran, no los que el M-12 esperaba. Killian está planeando algo mucho peor que una guerra mundial contra el terrorismo. Lo ha dispuesto todo para que parezca que las principales potencias del mundo sean atacadas por su enemigo más odiado. »Occidente objeto de atentados terroristas. India y Pakistán entre sí. China por misiles taiwaneses. Schofield abrió de repente los ojos de par en par. —Es la idea complementaria de Killian. Ese no es el plan del M-12. Es el plan de Killian. Y no provocará ninguna guerra fría, sino algo mucho peor. Una guerra mundial, total. Una guerra que llevará la anarquía al mundo. Rufus dijo: —¿Está diciendo que Killian ha estado engañando a sus ricachones compañeros del M-12? —Exactamente —dijo Schofield. Entonces recordó las palabras que Killian pronunció en la fortaleza de Valois: «Aunque muchos no lo sepan aún, el futuro mundial se encuentra en África». —El futuro mundial se encuentra en África —citó Schofield—. Había soldados africanos en los dos barcos. Eritreos. Nigerianos. Oh, mierda. ¡Mierda! Cómo no lo he visto antes… Schofield abrió otro de los documentos de su Palm Pilot: ITINERARIO EJECUTIVOEl orden de viaje propuesto es el siguiente: Asmara (01/08), Luanda (01/08), Abuya (05/08), Yamena (07/08) y Tobruk (09/08)01/08 – Asmara (embajada)03/08 – Luanda (estancia con el Sr. Loch, sobrino de R) Era el itinerario del viaje que Killian había realizado por África el año anterior. Asmara: la capital de Eritrea. Luanda: la capital de Angola. Abuya: Nigeria. Yamena: Chad. Y Tobruk: el emplazamiento de la mayor base de la Fuerza Aérea de Libia. Killian había estado abriendo fábricas y forjando alianzas con cinco naciones africanas clave. Pero ¿por qué? Schofield habló:

—¿Qué ocurriría si las principales potencias del mundo se involucraran en una guerra anárquica? ¿Qué le pasaría al resto del mundo? —Se ajustarían algunas cuentas pendientes, eso seguro —dijo Knight—. Las guerras étnicas se reavivarían. Los serbios irían tras los croatas, los rusos borrarían de la faz de la Tierra a los chechenos, por no mencionar a todos los que quieren acabar con los kurdos. Luego estarían los oportunistas, como los japoneses en la segunda guerra mundial. Países que sacarán provecho de la situación para hacerse con recursos o territorios: Indonesia invadiría de nuevo Timor Oriental… —¿Qué hay de África? —inquirió Schofield—. Estoy pensando en el documento de planificación Q-309 del Consejo de Seguridad Nacional de Estados Unidos. —Uau… —Knight estaba asombrado. Schofield recordaba aquella directriz palabra por palabra. —«Si aconteciere un conflicto en el que estuvieran implicadas las principales potencias mundiales, es muy probable que las poblaciones de África, Oriente Medio y Centroamérica (algunas de las cuales sobrepasan la población de sus vecinos occidentales en una proporción de cien a uno) acudieran en tropel a nuestras fronteras de Occidente y que las ciudades occidentales se vieran desbordadas.» La Q-309 era una política basada en la historia, en una larga historia de élites acaudaladas y caprichosas que habían caído ante clases inferiores más pobres pero numéricamente superiores: la caída de Roma ante los bárbaros, la revolución francesa y ahora el mundo occidental sucumbiendo a las masas del tercer mundo. Dios mío, pensó Schofield. Una guerra mundial y anárquica proporcionaría la oportunidad perfecta para que el tercer mundo se alzara. Y, si Killian había prevenido a algunas naciones africanas, entonces… No, no es posible, protestó el cerebro de Schofield. Por el simple motivo de que el plan de Killian no es lo suficientemente grande. No garantizaba una anarquía mundial total. Y entonces Schofield vio la entrada final de la lista de los misiles, la entrada que no había figurado en la lista de Libro, una entrada según la cual un misil sería disparado dos horas después que los demás. Abrió de nuevo el documento:

Un clon del Jericho-2B, pensó Schofield. El Jericho es un misil balístico de largo alcance perteneciente a Israel; y este iba provisto de una cabeza nuclear estadounidense W-88. ¿Y el objetivo?

Valiéndose del mapa de Libro, Schofield marcó las coordenadas GPS del objetivo. Su dedo se posó en el mapa… y, al hacerlo, Schofield sintió cómo un gélido escalofrío le recorría todo el cuerpo. —Que Dios se apiade de todos nosotros —acertó a decir mientras contemplaba el objetivo. El último misil clonado, de origen israelí y con una cabeza nuclear estadounidense, apuntaba a un objetivo en Arabia Saudí: La ciudad sagrada de la Meca.

6.14

La cabina quedó en el más completo silencio. La mera idea era demasiado bestial, demasiado impactante como para contemplarla siquiera. Un misil israelí provisto de una cabeza nuclear estadounidense atacando la ciudad más sagrada de los musulmanes en el día más sagrado para ellos. En el mundo posterior al 11 de Septiembre, no podría haber una acción de mayor provocación. Desencadenaría un caos mundial, ningún ciudadano o embajada o negocio estadounidense estaría a salvo. En todas las ciudades de todos los países, los musulmanes clamarían venganza. Desataría una guerra mundial entre los musulmanes y Estados Unidos. El primer conflicto mundial entre una religión y una nación que, en sí mismo, sería el precursor de una revolución global total: la tercera guerra mundial. —Dios, el 26 de octubre, lo he tenido delante de mis narices todo este tiempo —dijo Schofield—. El primer día del Ramadán. No había pensado siquiera en la posible importancia o no de la fecha. Killian ha escogido el día de mayor provocación. —Entonces, ¿desde dónde se va a disparar? —preguntó Knight. Schofield ubicó rápidamente las coordenadas del lugar donde se lanzaría el último misil Camaleón… y frunció el ceño. —No será lanzado desde un barco —dijo—. La ubicación es en tierra. Desde algún lugar de Yemen. —¿Yemen? —preguntó Rufus extrañado. —Hace frontera con Arabia Saudí al sur. Está muy cerca de la Meca —aclaró Knight. —Yemen… —dijo Schofield mientras lo reflexionaba—. Yemen… En algún momento de ese día había oído algo sobre Yemen, algo que estaba situado en el interior de Yemen… Lo recordó. —Hay un clon del Krask-8 en Yemen —dijo. Había sido al principio de todo aquello, durante la misión en el complejo Krask-8. Durante la guerra fría, los soviéticos habían construido instalaciones para misiles balísticos intercontinentales idénticos al complejo Krask-8 en sus estados satélite: estados como Siria, Sudán y Yemen.

El cerebro de Schofield comenzó a funcionar a toda velocidad. El complejo Krask-8 había sido adquirido por Atlantic Shipping Company. David Fairfax lo había averiguado. Y Atlantic Shipping Company, ahora lo sabía, era una filial de Axon Corp. —Mierda —maldijo Schofield—. Rufus, ponga rumbo sudeste y pise a fondo. Posquemadores todo el camino. Rufus lo miró vacilante. —Capitán, no quiero ser tosco pero, incluso volando a toda velocidad, no hay manera posible de llegar desde aquí a Yemen en dos horas. Es un viaje de seis mil kilómetros, al menos cuatro horas de viaje. Además, si usamos los posquemadores todo el tiempo, nos comeremos el combustible antes de llegar siguiera a los Alpes franceses. —No se preocupe por eso —dijo Schofield—. Puedo disponerlo todo para que nos suministren combustible durante el vuelo. Y no vamos a ir todo el trayecto a Yemen en este avión. —Como usted diga —accedió Rufus finalmente, y puso rumbo al sudeste con los posquemadores activados. Mientras todo eso ocurría, Schofield habló por el micrófono por satélite. —Señor Moseley, ¿sigue ahí con nosotros? —Por supuesto que sí —fue la respuesta desde Londres. —Necesito que efectúe una investigación de los activos de una compañía por mí. Se llama Atlantic Shipping Company. Busque cualquier terreno que tenga en propiedad en Yemen, especialmente antiguos emplazamientos soviéticos. »También necesito dos cosas más: primero, necesito autorización para atravesar el espacio aéreo europeo, además de varios reabastecimientos en el aire. Le enviaré nuestra señal transpondedora. —De acuerdo. ¿Y lo segundo? —Necesito que abastezca de combustible a dos aviones estadounidenses muy especiales. En estos momentos se encuentran en el Aerostadia Italia, en Milán.

6.15

Los siguientes treinta minutos transcurrieron en una nebulosa. En todo el mundo, un gran despliegue de fuerzas se puso manos a la obra.

Mar Arábigo, Costa India 26 de octubre, 21.05 horas (hora local) 12.05 horas (Tiempo del Este, Nueva York, EE. UU.) El superpetrolero Whale flotaba amenazante cerca de la costa india, en aguas carentes de fuerza. El gigantesco buque parecía estar contemplando la costa compartida entre la India y Pakistán con sus misiles listos para ser lanzados. No llegó a ver al submarino de ataque de la clase Los Ángeles acercarse por detrás a tres kilómetros de distancia. Asimismo, los soldados africanos apostados en su torre de control tampoco llegaron a advertir los torpedos del submarino hasta que fue demasiado tarde. Los dos torpedos Mark 48 impactaron a la vez en el Whale, reventando sus costados con explosiones simultáneas, hundiéndolo.

Estrecho de Taiwán, aguas internacionales. Entre China y Taiwán 27 de octubre, 01.10 horas (hora local) 12.10 horas (Tiempo del Este, Nueva York, EE. UU.) El Hopewell corrió una suerte similar. Anclado sin levantar sospechas en una ruta marítima en mitad del estrecho de Taiwán, no muy lejos de una larga fila de superpetroleros y buques de carga, fue alcanzado por un par de torpedos estadounidenses Mark 48 filoguiados.

Algunos vigilantes nocturnos de los otros barcos afirmaron haber visto la explosión en el horizonte. Las llamadas por radio al Hopewell quedaron sin respuesta y, cuando fueron a buscarlo a su última ubicación conocida, allí no quedaba nada. Había desaparecido. Nadie vio al submarino que lo hundió. Es más, el Gobierno estadounidense negaría posteriormente que hubiera ningún 688I en la zona en el momento de la explosión.

Costa Oeste, EE. UU., cerca de San Francisco 26 de octubre, 09.12 horas (hora local) (12.12 horas en Nueva York) En el interior de la enorme bodega del superpetrolero Jewel, donde se hallaban los silos misilísticos, flanqueado por doce marines estadounidenses y junto a los cuerpos de cerca de una docena de soldados africanos muertos, David Fairfax conectó su enlace ascendente por satélite a la consola de control de los misiles del barco. La señal por satélite salió disparada al cielo y fue captada por Schofield, a bordo del Cuervo Negro, que en esos momentos sobrevolaba Francia en dirección a Italia. Y, mientras Schofield desactivaba el sistema CincLock desde la distancia, Fairfax sostenía la consola (protegiendo en ocasiones el enlace ascendente con su propio cuerpo, protegiéndolo de los dos soldados eritreos que habían sobrevivido a la irrupción marine). Estaba asustado más allá de lo imaginable pero, en medio del fuego cruzado, de las granadas y las balas, consiguió sostener la consola. En dos minutos, los dos últimos soldados eritreos fueron abatidos por los marines y el sistema de lanzamiento del Jewel fue neutralizado por Schofield desde el Cuervo y David Fairfax se desplomó en el suelo con un fuerte suspiro de alivio.

6.16

Aeródromo Aerostadia, Milán (Italia) 26 de octubre, 19.00 horas (hora local) (13.00 horas en Nueva York) El Cuervo Negro aterrizó verticalmente en el asfalto del aeródromo Aerostadia, en Milán. Ya era tarde en el norte de Italia, pero el contingente de la Fuerza Aérea estadounidense había estado trabajando a destajo los últimos cuarenta y cinco minutos, abasteciendo de combustible a dos aviones muy especiales siguiendo órdenes expresas del departamento de Estado. El Cuervo aterrizó a unos cien metros de un espectacular bombardero B-52 estacionado en la pista de aterrizaje. Dos aviones negros y pequeños con forma de bala pendían de las alas del bombardero, cual misiles más grandes de lo normal. Salvo que no eran misiles. Eran X-15. Mucha gente creía que el SR-71 Blackbird, con una velocidad de Mach 3, era el avión más veloz del mundo. Pero eso no es del todo cierto. El SR-71 es el avión operativo más veloz del mundo. Un avión, sin embargo, había alcanzado velocidades superiores, superiores a los siete mil kilómetros por hora, más de Mach 6. Ese aparato, sin embargo, nunca había alcanzado estatus operativo. Era el X-15, construido por la Nasa. La mayoría de los aviones se valen de motores a reacción para ser propulsados en el aire, pero esos motores tienen un límite y el SR-71 lo había descubierto: Mach 3. El X-15, sin embargo, es propulsado por un cohete. Dispone de pocas partes sueltas. En vez de expulsar aire comprimido, el X-15 prende hidrógeno sólido como combustible, lo que lo asemeja más a un misil que a un avión (de hecho, el X-15 había sido definido en más de una ocasión como un misil con un piloto atado a él). Solo llegaron a construirse cinco X-15, y dos de ellos, como bien sabía Schofield, se hallaban en el Aerostadia Italia con motivo de una exhibición acrobática aérea que comenzaba en pocos días.

Schofield salió del Cuervo y atravesó la pista de aterrizaje con Knight y Rufus a su lado. Contempló los dos X-15 suspendidos de las alas del B-52. No eran aviones grandes. Ni tampoco exactamente bonitos. Tan solo eran funcionales. Habían sido diseñados para cruzar el aire a velocidad astronómica. Las letras escritas en sus aletas decían «NASA». A lo largo del costado de cada avión podían leerse las palabras «Fuerza Aérea EE. UU.» Dos coroneles fueron a recibir a Schofield: uno estadounidense y el otro italiano. —Capitán Schofield —dijo el coronel estadounidense—. Los X-15 están listos, abastecidos de combustible y preparados para volar. Pero tenemos un problema. Uno de nuestros pilotos se rompió las costillas en un accidente durante el entrenamiento de ayer. No podrá pilotar en ese estado. —Lo cierto es que confiaba en poder contar con mi propio piloto —dijo Schofield. Se volvió hacia Rufus—. ¿Cree que puede con una velocidad de Mach 6, grandullón? Una sonrisa se esbozó en el rostro barbudo de Rufus. —¿Es el Papa católico? El coronel de la Fuerza Aérea los llevó junto a los aviones. —También hemos recibido escaneos de nuestros radares por satélite de la oficina nacional de Reconocimiento. Podría ser un problema. Les mostró una pantalla portátil del tamaño de una tablilla sujetapapeles. En ella había dos imágenes por infrarrojos del sudeste del Mediterráneo, el canal de Suez y el mar Rojo. Una imagen más grande y la otra con zoom. En la primera, Schofield vio una enorme nube de puntos rojos que parecían cernirse sobre la zona del canal de Suez.

En la segunda foto tomada por el satélite, la imagen era más clara. Había cerca de ciento cincuenta puntos en aquella «nube».

—¿Qué demonios son esos puntos? —preguntó Rufus con lentitud. El coronel no tuvo que responder, porque Schofield ya sabía la respuesta. —Son aviones —dijo—. Cazas de al menos cinco naciones africanas diferentes. Los franceses los vieron despegar, pero desconocían el motivo. Ahora sí lo sabemos. Provienen de cinco países africanos a los que les gustaría que el orden mundial cambiara. Naciones que no quieren que anulemos el misil que apunta hacia La Meca. Es la salvaguarda final de Killian. Una flota aérea para proteger el último y definitivo misil.

6.17

El B-52 recorrió a gran velocidad la pista de aterrizaje con los dos X-15 suspendidos de sus alas extendidas. Despegó y se elevó a velocidad constante para alcanzar la altura en la que soltaría los veloces aviones. Schofield estaba sentado con Rufus en el interior de la cabina para dos personas del X-15 derecho. Era un espacio muy reducido para Rufus, pero se las arreglaba bastante bien. Knight iba en el otro avión, con un piloto de la NASA. Schofield tenía su unidad CincLock-VII sujeta en el chaleco, junto al resto de objetos que llevaba en sus respectivos compartimentos. El plan era muy arriesgado: puesto que nadie más en el mundo podía desactivar el misil Camaleón que apuntaba a La Meca, tendría que acceder al clon del complejo Krask-8 en Yemen con la única ayuda de Knight. Esperaban toparse con resistencia, probablemente en forma de una unidad de soldados africanos, así que Schofield había solicitado que un equipo de marines fuera enviado desde Adén para encontrarse con ellos allí. Que llegaran o no a tiempo era ya otra cuestión. Scott Moseley desde Londres: —Capitán, creo que he encontrado lo que estaba buscando —dijo—. Atlantic Shipping Company posee dos mil acres de desierto en Yemen, a unos trescientos veinte kilómetros al suroeste de Adén, justo en la desembocadura del mar Rojo. En ese terreno se encuentran los restos de una instalación para la reparación de submarinos de la antigua Unión Soviética. Las fotos de nuestros satélites datan de la década de los ochenta, pero parece un enorme almacén rodeado por varios edificios de apoyo… —Eso es —dijo Schofield—. Envíeme las coordenadas. Moseley lo hizo. Schofield las introdujo en el ordenador de a bordo del avión. Distancia de vuelo al sur de Yemen: 5602 kilómetros. Tiempo de vuelo en un X-15 a siete mil kilómetros por hora: 48 minutos. Tiempo restante para el lanzamiento del misil balístico a La Meca: 1 hora. Iba a estar muy cerca.

—¿Listo, Rufus? —dijo. —Oh, sí —respondió Rufus. Cuando el B-52 alcanzó la altura requerida, oyeron al piloto por el intercomunicador: —X-15, acabamos de contactar con el USS Nimitz en el Mediterráneo. Es el único portaaviones dentro del radio de su ruta de ataque. Está enviando todos los aviones de los que dispone para escoltarlos: F-14, F/A-18, incluso cinco pilotos de Prowler se han ofrecido voluntarios para hacer las veces de sus guardias armados. Debe de ser usted un hombre muy importante, capitán Schofield. Prepárense para la comprobación de los sistemas de vuelo. Lanzamiento en un minuto… Cuando el piloto cortó la comunicación, Schofield y Rufus oyeron a Knight por el auricular. Su voz sonó baja, inalterada. —Eh, Ruf. Buena suerte, compañero. Recuerde que es el mejor. El mejor. No pierda la concentración y confíe en sus instintos. —Lo haré, jefe —aseguró Rufus—. Gracias. —Y, Schofield… —añadió Knight. —¿Sí? —Traiga a mi amigo de vuelta. —Lo intentaré —prometió. El piloto del B-52 volvió a hablar: —Comprobación de los sistemas de vuelo concluida. Vamos a proceder al lanzamiento. Caballeros, prepárense en cinco, cuatro… Schofield miró hacia delante y respiró profundamente. —Tres… Rufus agarró con firmeza la palanca de mando. —Dos… Desde su avión, Knight observó a Schofield y Rufus en la otra ala. —Uno… Los dos X-15 cayeron de las alas del bombardero, balanceándose brevemente antes de que… —Activando propulsores… ¡Ahora! —dijo Rufus. Pulsó los controles de los propulsores. De la cola cónica del X-15 salió una llamarada de treinta metros de largo. Schofield fue golpeado contra su asiento por una fuerza que ni siquiera había imaginado que pudiera existir. Su X-15 salió disparado y llenó el cielo de explosiones sónicas que rasgaron, literalmente, su tejido. El continuo rugido de sus motores pudo oírse a lo largo del mar Mediterráneo.

Y así, los dos X-15 pusieron rumbo al sudeste, hacia el canal de Suez y el mar Rojo y hacia una base decrépita en Yemen desde la que en poco tiempo sería lanzado un misil Camaleón, un misil que haría pedazos el orden mundial existente. Interponiéndose en su camino: la mayor flota aérea jamás reunida por el hombre. Tras solo veinte minutos de vuelo, Rufus la vio. —Oh, Dios mío… —murmuró.

6.18

Flotaban en el cielo anaranjado de la tarde cual enjambre de insectos: el escuadrón de cazas africanos. Conformaban una imagen increíble: un muro de diminutos puntos extendidos por toda la costa egipcia, salvaguardando el espacio aéreo sobre el canal de Suez. Ciento cincuenta aviones de guerra. Todo tipo de aviones conformaban la flota aérea. Aviones antiguos, aviones nuevos, aviones rojos, aviones azules… cualquier avión que pudiera transportar un misil; una variopinta colección de otrora espectaculares cazas adquiridos a naciones del primer mundo una vez su vida útil allí había expirado. El Sukhoi Su-17, construido en 1966 y tiempo ha descartado por los rusos. El MiG-25 Foxbat, sustituido en los años ochenta por versiones más modernas, pero que aún podía plantarle cara a los mejores aviones estadounidenses. El Mirage V/50, una de las mayores y principales exportaciones militares francesas, que vendían al mejor postor: Libia, Zaire, Iraq. Incluso también había L-59 Albatros checos, uno de los aviones favoritos entre las naciones africanas. En cuanto a su tecnología, todos esos cazas habían perdido terreno con respecto a aviones más modernos como el F-22 Raptor o el F-15E. Pero, cuando iban provistos de misiles aire-aire como los Sidewinder, Phoenix, o los R-60T y R-27 rusos, misiles que podían adquirirse con relativa facilidad en los bazares armamentísticos de Rumania y Ucrania, esa vieja fuerza aérea podía equipararse con la mejor. Los cazas podían resultar caros y difíciles de conseguir, pero los misiles de buena calidad podían comprarse por docenas. Y, por si fuera poco, pensó Schofield, cuentan con ventaja numérica. El F-22 mejor equipado del mundo no podría contener eternamente una fuerza de ese tamaño. En última instancia, su número superaría a la mejor tecnología. —¿Qué opina, Rufus? —Esta criatura no fue creada para combatir, capitán —dijo Rufus—. Fue creada para alcanzar grandes velocidades. Así que eso es lo que vamos a hacer con ella. Vamos a volar bajo y rápido y vamos a conseguir lo que ningún piloto ha hecho antes: vamos a dejar atrás todos los misiles que esos

cabrones nos lancen. —Misiles persiguiéndonos. Genial —exclamó Schofield. —Si le sirve de algo, capitán, disponemos de un arma de un cañón en nuestro morro. Pero me parece que es meramente decorativa. Justo entonces oyeron una voz por sus auriculares: —X-15 estadounidenses, aquí el capitán Harold Marshall del USS Nimitz. Los Piratas están de camino. Los interceptarán tan pronto como se acerquen a la fuerza enemiga. Hemos enviado cinco Prowler de avanzada a intervalos de ochocientos metros para que les proporcionen protección electrónica. Va a ser complicado, caballeros, pero con suerte podremos abrir un agujero lo suficientemente grande para que puedan pasar. —Se produjo una pausa—. Oh y, capitán Schofield, he sido informado de la situación. Buena suerte. Estamos todos con usted. —Gracias, capitán. De acuerdo, Rufus. Vamos allá. Velocidad. Una velocidad pura, no adulterada, de siete mil kilómetros por hora supone dos mil metros por segundo. Los dos X-15 siguieron surcando el cielo hacia el enjambre de aviones enemigos. Cuando llegaron a treinta kilómetros de los aviones africanos, una falange de misiles fue lanzada contra ellos, cuarenta en total. Pero, tan pronto como el primer misil fue lanzado, el avión que lo había disparado (un MiG-25 Foxbat ruso) estalló en una bola de llamas anaranjadas. Seis aviones africanos más estallaron, alcanzados por misiles AIM-120 AMRAAM aire-aire, mientras veinte de los misiles lanzados por la flota africana explotaban en el aire sin causar daño alguno, impactando en las bengalas de distracción lanzadas por… … Cazas F-14 estadounidenses con calaveras dibujadas en sus aletas de cola. Los famosos «Piratas» del Nimitz. Cerca de una docena de F-14 Tomcat, flanqueados por F/A-18 Hornet. Y, de repente, una gigantesca batalla aérea nunca antes vista en las guerras modernas comenzó. Los dos X-15 viraron bruscamente conforme atravesaban las filas de los aviones africanos, esquivando explosiones en el aire, bombarderos en picado, ráfagas de balas trazadoras y estelas de humo de veloces misiles. Todo tipo de aviones maniobraban en aquel cielo en penumbra: Mirage, MiG, Tomcat y Hornet, virando, lanzando bombas, estallando en pedazos. En un momento dado, el X-15 de Schofield descendió y ascendió rápidamente para esquivar un caza africano, aunque ese cambio en su trayectoria provocó que se colocara en la trayectoria de otro Mirage africano. Y, justo cuando los dos aviones estaban a punto de chocar morro con morro, el avión africano estalló, alcanzado en su parte inferior por un AMRAAM, y el X-15 de Schofield atravesó sus llameantes restos. Láminas de metal ardiendo se golpearon contra los costados del X-15 y la mano

mutilada del piloto muerto del avión enemigo dejó un reguero de sangre en la cabina ante la atónita mirada de Rufus. Y, aun así, los misiles africanos no llegaron a impactar en los aviones cohete de la NASA. Conforme se fueron acercando, los misiles comenzaron a virar bruscamente alrededor de los X-15 como si los aviones de la NASA estuvieran protegidos por algún tipo de burbuja invisible. Y lo cierto es que así era: gracias al sistema de protección electrónico AN/ALQ-99F de los cinco EA-6B Prowler de la Armada, que estaban volando en paralelo a los X-15, a dieciséis kilómetros de distancia. Los Prowler sabían que jamás podrían alcanzar a los hiperveloces X-15, así que se habían colocado sabiamente en paralelo a la trayectoria de vuelo de Schofield pero espaciados entre ellos; es decir, cada Prowler protegía los aviones cohete con sus emisores interferentes intencionados hasta que los X-15 pasaban junto al siguiente Prowler, como corredores de relevos pasándose el testigo. —X-15 estadounidenses, aquí líder de los Prowler —dijo una voz por el auricular de Schofield—. Podemos cubrirlos hasta el canal, pero no somos lo suficientemente veloces para seguirlos. A partir de allí estarán solos. —Ya han hecho más que suficiente. —¡Dios! ¡Mire! —gritó Rufus. Ante ellos, justo delante de la protección electrónica de largo alcance de los Prowler, los aviones africanos probaron con una nueva estrategia. Se precipitaron cual kamikazes a los X-15. Movimientos suicidas.

6.19

Las contramedidas electrónicas podían perturbar los sistemas de orientación de los misiles pero, por muy buenos que fueran, no podían evitar que un hombre precipitara por voluntad propia su avión contra otro. Media docena de cazas descendieron hacia los X-15, disparándoles ráfagas de balas trazadoras en su descenso. Los dos X-15 se separaron. Rufus viró a la derecha e hizo descender el avión mientras que el otro X-15 giró a la izquierda, esquivando un bombardero en picado por escasos treinta centímetros, pero no pudo evitar que una bala trazadora de uno de los kamikazes penetrara en la cabina por un lateral y saliera por el otro: una trayectoria que implicó a su vez un breve viaje a través de la cabeza del piloto de Knight. Sangre y sesos salpicaron el interior del X-15. El avión comenzó a perder el control y se precipitó en dirección este, lejos de la batalla. Knight corrió al asiento delantero, donde le desabrochó rápidamente el cinturón al piloto muerto y arrastró el cuerpo a la parte trasera. A continuación tomó los mandos, intentando desesperadamente enderezar el avión antes de que se precipitara al mar Mediterráneo. El mar se acercaba a gran velocidad. Bum. Por su parte, Schofield y Rufus habían maniobrado el avión para que volara bajo, cerca del mar, tan bajo que en esos momentos apenas estaban a seis metros de las olas, levantando un géiser de agua tras ellos al mismo tiempo que misiles entrecruzados impactaban en las aguas a su alrededor. —¡Veo el canal! —gritó Rufus por encima del estruendo. Estaba a unos treinta kilómetros de ellos, la desembocadura del canal de Suez, una maravilla de la ingeniería moderna: dos enormes pilares de hormigón que flanqueaban la ruta marítima que daba acceso al mar Rojo. Y, sobre este, más aviones de la flota aérea africana. —¡Rufus! ¡Gire a la izquierda! —gritó Schofield mientras escudriñaba el exterior a través de la cabina.

Rufus viró y los colocó de costado en el mismo instante en que dos L-59 checos los pasaban a ambos lados y se precipitaban al agua. Y, entonces, de repente, alcanzaron los límites del canal… … Y perdieron la protección electrónica de los Prowler. El X-15 de Schofield recorrió a velocidad vertiginosa el largo del canal de Suez, volando bajo, esquivando barcos anclados, convirtiendo el canal flanqueado por paredes de hormigón en poco más que una trinchera llena de obstáculos, pero logrando mantenerse por debajo del cuerpo principal de la flota aérea. Habían traspasado la barrera. Pero entonces, en el interior del canal, tras ellos, comenzaron a perseguirlos dos misiles Phoenix de fabricación estadounidense que de alguna manera habían logrado encontrar su camino desde las alas de un caza africano. El X-15 siguió avanzando pegado a la superficie del agua. Los dos misiles Phoenix lo seguían de cerca. Dos cazas suicidas descendieron en picado hacia el X-15 desde ambos flancos, a modo de tijera, pero Rufus viró el avión cohete y los dos cazas fallaron por centímetros, estallando en la ribera del canal, levantando géiseres gemelos de arena y fuego. Y entonces los dos misiles se colocaron junto a la cola del X-15 y Schofield vio algo increíble: pudo leer las letras que tenían en un lateral: «XAIM-54A – Sistemas de misiles Hughes». —¡Rufus…! —gritó. —¡Lo sé! —respondió. —¡Por favor, haga algo! —¡Estaba a punto de hacerlo! Y de repente Rufus viró el avión sobre su costado derecho, por encima de la ribera del canal, formando un amplio círculo de vuelta al Mediterráneo. Los dos misiles lo siguieron y giraron en idénticos semicírculos, sin verse afectados por las increíbles fuerzas G. Dado que el grueso de la flota africana se había situado en la costa egipcia, solo seis cazas africanos seguían allí. Esos aviones vieron que el X-15 giraba en un amplio círculo de regreso hacia ellos y pensaron que ese era su día de suerte. Estaban equivocados. El X-15 (girando, girando…) salió disparado como una bala atraviesa una fila de árboles, cruzando entre los dos MiG africanos con apenas tres metros de separación en cada lado… … Pero dejando a los MiG en la trayectoria de los dos misiles Phoenix.

¡Bum! ¡Bum! Los MiG estallaron y el X-15 continuó trazando su círculo hasta regresar otra vez al interior del canal, de nuevo rumbo al sudeste. Sin embargo, tan amplio círculo (de fácilmente doscientos kilómetros de ancho) había permitido que uno de los aviones africanos les lanzara un misil a la desesperada: un AIM-120 AMRAAM robado, el mejor misil aire-aire del mundo. El AMRAAM surcó el aire tras el X-15, cerniéndose sobre él cual halcón hambriento. —¡No puedo quitárnoslo de encima! —gritó Rufus. —¿Cuánto tiempo seguirá pegado a nuestra cola? —preguntó Schofield—. ¿Dispone de un disyuntor en caso de que la persecución se prolongue demasiado? —¡No! ¡Eso es lo malo de los AMRAAM! ¡Pueden estar persiguiéndote día y noche! ¡Te agotan y luego te matan! —¡Bueno, ningún AMRAAM ha perseguido a uno de estos aviones antes! ¡Siga adelante! ¡Pise a fondo! Quizá podamos dejarlo atrás… Una voz en su auricular lo interrumpió. Era la voz de Scott Moseley, y parecía conmocionado. —Eh… capitán Schofield, tengo muy malas noticias. —¿Qué? —Nuestros satélites de alerta previa acaban de captar el lanzamiento de un misil intercontinental balístico desde la parte centro-sur de Yemen. Las características de su trayectoria indican que se trata de un Jericho-2B y que se dirige rumbo al norte, a La Meca. Capitán Schofield, Killian sabe que está usted allí. Ha lanzado el misil antes de tiempo.

6.20

—Oh. ¡No puede ser! —gritó Schofield mientras miraba al cielo—. ¡Tiene que estar de broma! ¡No es justo, no es justo, joder! Miró las armas que llevaba colocadas en el chaleco, armas que tenía previsto utilizar para irrumpir en la base misilística en Yemen. Ya no serían de ninguna utilidad. Sostuvo en alto la unidad de desactivación y negó con la cabeza… Y entonces se quedó inmóvil, mirando la unidad CincLock. —Señor Moseley. ¿Dispone de la telemetría de la señal de ese misil? —Claro. —Envíenosla. —Hecho. Un instante después, el ordenador de a bordo de Schofield emitió un bip y un mapa similar al que habían visto anteriormente apareció en su pantalla. Un icono en forma de flecha representaba al misil, que estaba acercándose a La Meca en dirección norte. Schofield introdujo en el ordenador su transpondedor y un segundo icono apareció en la pantalla, en dirección sur.

Schofield vio los datos de vuelo en la pantalla: señales de identificación, velocidades relativas de vuelo, altitudes… Casi no le eran necesarios para hacer el cálculo. La imagen lo decía todo. Dos artefactos aéreos estaban convergiendo hacia La Meca: su X-15 y el misil Camaleón, identificado por el sistema de reconocimiento automático del satélite como un misil balístico intercontinental Jericho-2B. Los dos estaban volando prácticamente a la misma velocidad y a la misma distancia de La Meca. —Rufus —lo llamó Schofield. —¿Sí? —Ya no vamos a Yemen. —Me lo imaginaba —dijo Rufus con una voz teñida de derrota—. ¿Qué vamos a hacer ahora? Pero Schofield estaba pulsando teclas de su ordenador, haciendo cálculos. Sería absolutamente increíble si resultara.

Rufus y él seguían a unos mil kilómetros de La Meca. Tiempo para el objetivo: 8.30. Hizo los cálculos para el misil Camaleón. Estaba algo más alejado. Su cuenta atrás: Tiempo hasta el objetivo: 9.01… 9.00… 8.59… Eso es bueno, pensó Schofield. Necesitaremos esos treinta segundos extra para rebasar La Meca y virar. Los ojos del capitán brillaron con la mera idea. Miró la unidad CincLock que llevaba en el chaleco y la agarró entre sus manos. —Dieciocho metros —susurró en voz alta—. Oiga, Rufus, ¿alguna vez ha perseguido un misil?

6.21

Tiempo hasta el objetivo: 6.00… 5.59… 5.58… El X-15 surcaba el cada vez más oscuro cielo a velocidad supersónica, todavía perseguido por el misil AMRAAM: —¿Quiere que vuele junto a él? —preguntó Rufus estupefacto. —Eso es exactamente lo que quiero que haga. Todavía podemos desactivar ese misil, tan solo tenemos que estar a menos de dieciocho metros de él —dijo Schofield. —Sí, pero ¿en vuelo? Nadie puede mantenerse al lado de un misil a Mach 6. —Creo que usted sí puede —dijo Schofield. Desde su asiento, Schofield no pudo ver la sonrisa de oreja a oreja de Rufus. —¿Qué necesita que haga? —dijo el piloto. —Los misiles balísticos intercontinentales vuelan alto y descienden en vertical hacia sus objetivos. Este Camaleón está en estos momentos a veintisiete mil pies. Debería permanecer en esa altitud hasta estar prácticamente sobre La Meca, y entonces comenzará su descenso en picado. A Mach 6, le llevará unos cinco segundos hacer ese descenso vertical. Pero yo necesito al menos veinticinco segundos para desactivarlo. Lo que significa que tenemos que volar a su lado mientras siga a veintisiete mil pies. Una vez descienda en vertical, todo habrá acabado. Estaremos jodidos. ¿Cree que puede virar para volar a su lado? —¿Sabe, capitán? —dijo Rufus—. Usted se parece mucho a Aloysius. Cuando me habla, hace que sienta que puedo hacer cualquier cosa. Considérelo hecho. Tiempo hasta el objetivo: 2.01… 2.00… 1.59… El X-15 seguía surcando el cielo perseguido por el AMRAAM a lo largo del mar Rojo mientras al mismo tiempo se elevaba hasta una altitud de veintisiete mil pies. —¡Acabamos de pasar La Meca! —gritó Rufus—. Voy a iniciar nuestro giro. Estese alerta, deberíamos ver ese Camaleón de un momento a otro… Rufus hizo virar el avión cohete en un amplio arco de ciento ochenta grados que con suerte los colocaría al lado del misil nuclear, uniéndolos así a su trayectoria de vuelo hacia La Meca. El X-15 viró sobre su costado y torció a la izquierda.

El repentino cambio de trayectoria permitió que el misil AMRAAM se acercara más a ellos. En esos momentos estaba a menos de cien metros y seguía acercándose. TIEMPO HASTA EL OBJETIVO: 1.20… 1.19… 1.18… —¡Ahí está! —gritó Rufus—. ¡Ahí delante! Schofield miró por encima del hombro de Rufus, al cielo arábigo sumido en la penumbra. Y lo vio. La mera imagen de aquel misil balístico intercontinental le dejó sin aliento. Era increíble. El clon del Jericho-2B parecía una nave espacial sacada de una película de ciencia ficción; era demasiado grande, demasiado aerodinámico y demasiado rápido como para existir en la Tierra. Aquel cilindro de veintiún metros de largo atravesaba el cielo cual lanza, con su cola refulgiendo como si de una llama de magnesio se tratara, dejando una estela de humo increíblemente larga tras él que se extendía cual serpiente, cual pitón desmesurada sobre el lejano horizonte, alejándose de su origen, Yemen. Por no hablar del ruido. Un único y continuo ¡Buuuuuuuuum! Si el X-15 rasgaba el tejido del cielo, entonces aquella criaturita estaba haciéndolo jirones. El X-15 siguió girando en su amplio semicírculo, acercándose hacia el misil en movimiento, perseguido a su vez por el huidizo AMRAAM. Tiempo hasta el objetivo: 1.00… 0.59… 0.58… Un minuto. Y entonces, como los extremos de una «Y» plana convergiendo para encontrarse en la base, el X-15 y el misil Camaleón se colocaron uno junto a otro. Pero todavía no estaban al mismo nivel. El X-15 seguía a la izquierda y un poco por debajo del misil, paralelo a la columna de humo que salía de la base del AMRAAM. Tiempo hasta el objetivo: 0.50… 0.49… 0.48… Pero el avión cohete se movía ligeramente más rápido que el misil, por lo que se le estaba acercando. El ruido era ensordecedor. El rugido de la velocidad supersónica. ¡Buuuuuuuuuuuuuuuum! Tiempo hasta el objetivo: 0.40… 0.39… 0.38… —¡Acérquese más, Rufus! —gritó Schofield. Rufus se acercó y el morro cónico del X-15 se colocó al lado de la cola del misil balístico intercontinental.

La unidad CincLock-VII no respondió. No estaban lo suficientemente cerca de la CPU del misil. El X-15 siguió ascendiendo mientras avanzaba en paralelo al misil Camaleón. —¡Más cerca! Tiempo hasta el objetivo: 0.33… 0.32… 0.31… A través del revestimiento transparente de la cubierta, Schofield vio las luces de una ciudad por debajo de ellos, en contraste con la oscuridad de la tarde. La ciudad sagrada de La Meca. Tiempo hasta el objetivo: 0.28… 0.27… 0.26… Y el X-15 se colocó a la misma altura de la parte central del misil y la unidad de desactivación del misil emitió un bip: PRIMER PROTOCOLO (PROXIMIDAD): SATISFECHO.INICIAR SEGUNDO PROTOCOLO. —Voy a por ti —le advirtió Schofield al misil. El patrón de respuesta motora de su unidad comenzó la secuencia y Schofield empezó a pulsar la pantalla táctil. Los dos artefactos propulsados por cohetes volaban uno junto al otro a vertiginosa velocidad. Y entonces el AMRAAM tras el X-15 hizo su movimiento. Rufus lo vio. —¡Vamos, capitán…! —Solo… tengo… que hacer… esto primero. —Schofield hizo una mueca de dolor, concentrado como estaba en la prueba de reflejos. Tiempo hasta el objetivo: 0.19… 0.18… 0.17… El AMRAAM aceleró y se acercó más a la cola del X-15. —¡Estamos prácticamente en alcance letal! —gritó Rufus. El alcance letal de un AMRAAM es de dieciocho metros. No era necesario que impactara en el objetivo, solo que estallara cerca de él—. ¡Tiene unos cinco segundos! —¡No tenemos cinco segundos! —gritó Schofield sin apartar la mirada de la pantalla y moviendo los dedos con gran rapidez. Tiempo hasta el objetivo: 0.16… 0.15… 0.14… —¡No puedo hacer movimientos evasivos! —gritó desesperado Rufus—. ¡Nos sacaría del radio de proximidad! ¡Dios santo! ¡No hemos llegado tan lejos para perder ahora! ¡Dos segundos! Schofield siguió pulsando la pantalla. Tiempo hasta el objetivo: 0.13… 0.12… ¡Un segundo!

Y el AMRAAM entró en alcance letal, a dieciocho metros del tubo de escape del X-15. —¡No! —gritó Rufus—. ¡Demasiado tarde! —No si yo puedo evitarlo —dijo una voz de repente por sus auriculares. En ese momento, una masa borrosa supersónica, un objeto negro y rápido, atravesó la estela del X-15, colocándose entre el misil AMRAAM y el avión, de manera que el misil impactó en él y no en el avión de Schofield. Una explosión sacudió el cielo y Rufus se volvió en su asiento para ver que la mitad delantera de otro avión cohete X-15 daba tumbos en el aire. Su parte posterior había desaparecido, destruida por el misil AMRAAM. El X-15 de Knight. Debía de haber sobrevivido a la muerte de su piloto y logrado continuar en su trayectoria, siguiéndolos mientras ellos realizaban sus maniobras circulares. Y ahora se había interpuesto en la trayectoria de un misil que había estado a punto de llevárselos por delante. La maltrecha mitad delantera del X-15 de Knight cayó en picado. De la cubierta transparente de la cabina salió disparado un asiento y un paracaídas se abrió instantes después. Tiempo hasta el objetivo: 0.11… 0.10… Schofield apenas se percató de la explosión. Estaba concentrado en el patrón de su pantalla táctil: blanco, rojo, blanco, blanco, rojo… Tiempo hasta el objetivo: 0.09… —¡Joder! ¡Se está colocando en vertical! —gritó Rufus. Con un escalofriante viraje, el misil Camaleón cambió bruscamente de trayectoria, en dirección descendente, apuntando con su morro directamente a la Madre Tierra. Rufus maniobró la palanca de control y el X-15 copió el movimiento y descendió en vertical con el misil, y de repente los dos estaban volando a velocidad supersónica, uno al lado del otro, descendiendo en línea recta. —¡Ahhhhhhhhhhhhhhh! —gritó Rufus. Los ojos de Schofield seguían fijos en la pantalla táctil, concentrado como estaba, y sus dedos se movían con gran rapidez. Tiempo hasta el objetivo: 0.08… El X-15 y el misil balístico intercontinental se precipitaban a la Tierra como dos balas verticales. Tiempo hasta el objetivo: 0.07… Las luces de La Meca se acercaban apresuradamente hacia los ojos de Rufus. Tiempo hasta el objetivo: 0.06… Los dedos de Schofield danzaban. Y la unidad de desactivación emitió un bip.

SEGUNDO PROTOCOLO (PATRÓN DE RESPUESTA): SATISFECHO.TERCER PROTOCOLO (CÓDIGO): ACTIVO.POR FAVOR, INTRODUZCA CÓDIGO DE DESACTIVACIÓN AUTORIZADO. Tiempo hasta el objetivo: 0.05… Schofield tecleó el código de desactivación universal y la pantalla emitió otro bip: TERCER PROTOCOLO (CÓDIGO): SATISFECHO.CÓDIGO INTRODUCIDO. Momento en el que la línea crucial apareció:

DE

DESACTIVACIÓN

AUTORIZADO

LANZAMIENTO DE MISIL ABORTADO. Lo que ocurrió después sucedió en una nebulosa. Muy por encima de los minaretes de La Meca, el misil Camaleón se autodestruyó produciendo una explosión espectacular. Fue como el estallido de un petardo gigantesco, una espectacular estampida de chispas que salieron disparadas en todas direcciones. Tal era la velocidad a la que estaba descendiendo que sus restos fueron arrastrados por las ráfagas de viento vertical. Los pedazos calcinados del Jericho-2B clonado serían encontrados posteriormente en un área de casi ciento setenta kilómetros a la redonda. El X-15 de Schofield, sin embargo, corrió una suerte muy distinta. La onda de la detonación del misil lo lanzó lejos de la explosión y el avión dio vueltas completamente fuera de control hasta precipitarse a la tierra. Rufus forcejeó heroicamente con la palanca y consiguió evitar estrellarse en las zonas habitadas de La Meca. Pero eso fue todo lo que consiguió. Pues, apenas un segundo después, el X-15 se estrelló en el desierto como un meteorito procedente del espacio exterior, impactando verticalmente en la arena con un estruendo que pudo oírse a ochenta kilómetros de distancia. Y, durante unos instantes, su fiera explosión iluminó el oscuro cielo del desierto como si fuera mediodía.

6.22

El X-15 impactó en el suelo del desierto a una velocidad de Mach 3. Se estrelló violentamente y, en un solo y cegador segundo, el avión cohete se transformó en una bola de fuego. Nada podía haber sobrevivido a ese impacto. Sin embargo, una fracción de segundo antes del impacto, dos asientos eyectables habían salido disparados en diagonal de la cabina del avión, asientos en los que se encontraban Schofield y Rufus. Los dos asientos flotaron en su descenso hacia tierra firme gracias a los paracaídas y aterrizaron a kilómetro y medio de distancia del cráter en llamas que marcaba el lugar del descanso eterno del X-15. Los dos asientos impactaron en el suelo arenoso de costado. No se movieron. Pues allí, inmovilizados, se hallaban Shane Schofield y Rufus, inconscientes a causa de las colosales fuerzas G de su eyección supersónica. Transcurrido algún tiempo, Schofield se despertó al oír voces. Su visión era borrosa, tenía el rostro manchado de sangre y le dolía terriblemente la cabeza. Los ojos se le estaban amoratando (típica consecuencia de la eyección). Vio sombras alrededor de su asiento. Algunos hombres estaban intentando soltarle los cinturones de seguridad. Oyó sus voces de nuevo. —Pero estarán tarados estos hijos de puta. Eyectarse a esa velocidad. —Vamos, dense prisa, tenemos que alejarnos antes de que los putos boy scouts de los marines lleguen. Schofield, que todavía no había recuperado del todo la consciencia, se percató de que estaban hablando en inglés. Con acento estadounidense. Suspiró aliviado. Todo había terminado. A continuación, con ayuda de un cuchillo, le cortaron el cinturón de seguridad y Schofield cayó del

asiento a la arena. Un hombre apareció en su campo de visión. Un occidental con ropa de combate. Schofield reconoció su uniforme: la ropa de combate personalizada de la unidad Delta de las fuerzas especiales estadounidenses. —Capitán Schofield… —dijo ese hombre en un tono amable, aunque su voz resultaba poco clara para su cerebro aletargado—. Capitán Schofield. Está a salvo. Somos de los Delta. Estamos de su lado. También hemos recogido a su amigo, el capitán Knight, a unos kilómetros de aquí. —¿Quién…? —balbuceó Schofield—. ¿Quién es usted? El hombre de los Delta sonrió, pero no fue una sonrisa amistosa. —Mi nombre es Wade Brandeis. De los Delta. Hemos venido desde Adén. No se preocupe, capitán Schofield. Conmigo está a salvo.

Séptimo ataque Francia 27 de octubre, 07.00 horas (hora local) 01.00 horas (Tiempo del Este, Nueva York, EE. UU.)

Tenga cuidado con la furia de un hombre paciente. —John Dryden

7.1

Schofield soñó. Soñó que lo levantaban de su asiento y lo esposaban con esposas de plástico… y que luego lo metían en la parte trasera de un reactor privado Lear… y que este despegaba… Voces. Brandeis decía: —Sí, se lo oí primero a un par de tipos en Afganistán. Dijeron que había aparecido de repente en una operación antiterrorista en una cueva y que había entrado. Que había dicho que estaba relacionado con una recompensa. »Entonces recibo una llamada hace unas horas de un tipo que conozco en el ISS. Es de la CIA, de la antigua escuela, sabe todo de todo el mundo, es un puto intocable. También fue miembro del GCI. Es un buen tipo. Jodidamente feo, eso sí. Se parece a una puta rata. Su nombre es Noonan, Cal Noonan, pero todo el mundo lo conoce como la Rata. »Como es habitual en él, la Rata lo sabe todo. Sabe, por ejemplo, que hago trabajos fuera de Adén. Me confirma que la cabeza de Schofield tiene un precio: dieciocho millones de dólares. También me dice que Schofield está de camino a Yemen. Que si estoy interesado, puede disponerlo todo para que yo vaya a buscarlo con algunos hombres de confianza. »También me dice, espere a oír esto, que ese Aloysius Knight está con Schofield y que su cabeza también tiene un precio: dos millones de dólares. Joder, cogería a Knight gratis. Pero si alguien quiere darme dos millones de pavos por hacerlo, mucho mejor. El avión seguía volando. Schofield dormía. Se despertó de repente. Estaba incómodo. Seguía llevando su chaleco, pero le habían quitado todas las armas. Lo único que no le habían quitado era la bolsa de cadáveres soviética, que no era ni mucho menos un arma. Cambió de postura y vio de reojo a Knight y a Rufus, también esposados, sentados unas cuantas filas atrás, encañonados por soldados de Delta armados. Rufus estaba dormido, pero Knight estaba completamente despierto. Pareció ver a Schofield despertarse, pero este era incapaz de mantener los ojos abiertos. Volvió a dormirse.

Se despertó de nuevo. El cielo tras la ventana había cambiado del negro a un azul claro. Estaba amaneciendo. Y a continuación oyó voces de nuevo. —Entonces, ¿adónde los llevamos? —A un castillo —dijo Brandeis—. A un castillo en Francia.

7.2

Fortaleza de Valois, Bretaña (Francia) 27 de octubre, 07.00 horas Llovía con fuerza cuando el reactor de Schofield aterrizó en la pista privada de Jonathan Killian en la costa de Bretaña. Los trasladaron a un camión cubierto y, pronto (bajo la mirada atenta de Brandeis y su equipo de cinco hombres de Delta), Schofield, Knight y Rufus fueron llevados por una carretera muy empinada en dirección al ya familiar castillo construido sobre las rocas de los acantilados de la costa. La impresionante fortaleza de Valois. El camión cruzó el puente levadizo que conectaba el castillo con la civilización, envuelto en lluvia y relámpagos. Durante el breve viaje, Knight le habló a Schofield de su historia con Wade Brandeis, de la noche en Sudán y de los vínculos de Brandeis con el GCI. —Créame, conozco al GCI —aseguró Schofield. —Llevo mucho tiempo queriendo encontrarme con Brandeis —dijo Knight. Mientras hablaba, Schofield vio los dos tatuajes que Knight llevaba en el brazo: «Duerme con un ojo abierto» y «Brandeis» y entonces se dio cuenta de que en realidad eran un solo tatuaje: «Duerme con un ojo abierto, Brandeis». —La cuestión es que Brandeis no es un cazarrecompensas y se le nota —reflexionó Knight. —¿En qué? —Acaba de romper la primera regla de un cazarrecompensas. —¿Cuál es? —Si puedes elegir entre entregar a alguien vivo o muerto —dijo Knight—, mejor que sea muerto. En ese momento, el camión accedió al patio de gravilla interior y se detuvo. Schofield, Knight y Rufus fueron sacados a empellones, encañonados por Brandeis y sus hombres de la unidad Delta.

Monsieur Delacroix estaba esperándolos. El banquero suizo se hallaba en la entrada del garaje, atildado y con sus exquisitos modales de siempre. Estaba flanqueado por Cedric Wexley y diez mercenarios de Executive Solutions, la fuerza de seguridad privada de Jonathan Killian. —Comandante Brandeis —dijo Delacroix—, bienvenido a la fortaleza de Valois. Lo estábamos esperando. Venga por aquí, por favor. Delacroix los condujo al interior del garaje y a continuación por las escaleras que bajaban a la antesala de piedra que Schofield había visto antes pero, en vez de girar a la izquierda, hacia el túnel que llevaba al despacho de verificación, giró a la derecha, por una pequeña entrada de piedra que daba a una estrecha escalera medieval que descendía en espiral. Iluminada por la luz de las antorchas, la escalera parecía descender sin fin a las profundidades del castillo. Terminaba en una gruesa puerta de acero dispuesta en un sólido marco de piedra. Delacroix pulsó un interruptor y, con un zumbido inquietante, la puerta de acero se elevó. A continuación el atildado banquero suizo se hizo a un lado para dejar que Brandeis y los prisioneros entraran primero. Cruzaron la entrada… … Y salieron a un enorme foso circular, una mazmorra con plataformas de piedra elevadas contra las que chapaleaban las olas del mar. Entre aquellas aguas Schofield distinguió dos tiburones. Y en la plataforma elevada más cercana vio… … Una guillotina. Se detuvo y contuvo la respiración. Esa era la mazmorra de la que Knight le había hablado antes. La terrible mazmorra en la que Libby Gant había muerto. El foso de los Tiburones. Una vez hubieron salido todos al foso de los Tiburones, la puerta de acero volvió a descender, encerrándolos dentro. Monsieur Delacroix, sabiamente, había permanecido al otro lado de la puerta. Sin embargo, había alguien más esperándolos en el foso. Un hombre pelirrojo y con una siniestra cara de roedor. —Eh, Noonan —dijo Brandeis mientras daba un paso al frente y le estrechaba la mano. Schofield recordaba la horripilante descripción de Knight de la muerte de Gant y cómo un hombre pelirrojo con cara de roedor había activado el resorte que había acabado con su vida. Schofield miró al asesino. Por su parte, Cara Rata se volvió y lo miró con insolencia.

—Así que este es el Espantapájaros —dijo Cara Rata—. Es usted un cabrón duro de roer. Me costó mucho planear la misión de Siberia. Disponerlo todo. Enviar a ExSol. Asegurarme de que fueran a McCabe y Farrell y a usted a quienes enviaran a la trampa. Y cortar las comunicaciones con Alaska. McCabe y Farrell no eran lo suficientemente buenos. Pero usted sí. Usted sobrevivió. »Pero no ahora. Ahora no hay escapatoria. Es más, va a acabar de la misma manera que su novia. —Cara Rata se volvió hacia los hombres que sostenían a Schofield—. Pónganlo en la guillotina. Schofield fue conducido a empellones hasta la guillotina por dos de los hombres de Delta. Le metieron la cabeza en la ranura. Sus manos seguían esposadas a la espalda. —¡No! —gritó una voz desde el otro lado del foso. Todos se volvieron. Jonathan Killian apareció en un balcón desde el que se podía divisar el foso, flanqueado por Cedric Wexley y los diez hombres de Executive Solutions, además del recién llegado monsieur Delacroix. —Pónganlo bocarriba —le ordenó Killian—. Quiero que el capitán Schofield vea la hoja acercándosele. Los hombres de Delta hicieron lo que se les ordenó y giraron a Schofield. Su rostro en esos momentos miraba hacia arriba. Los rieles de tres metros y medio de la guillotina de madera se elevaban hacia el techo de piedra. En la parte más alta vio la brillante hoja, suspendida justo encima de él. —Capitán —dijo Killian—. Gracias a su coraje y audacia, ha salvado el orden mundial existente. Ha salvado las vidas de millones de personas que jamás sabrán su nombre. Usted es, en el más amplio sentido de la palabra, un héroe. Pero su victoria es, en el mejor de los casos, temporal. Porque yo seguiré con vida, seguiré dirigiendo y gobernando, y finalmente mi momento llegará. Usted, por otro lado, está a punto de descubrir qué es lo que les ocurre a los héroes. Señor Noonan, suelte la guillotina y dispare a los protectores de Schofield en la cabeza… —¡Killian! —gritó Schofield. Todos se quedaron inmóviles. La voz de Schofield fue fría, desprovista de toda emoción. —Voy a ir a por usted. Killian sonrió. —No en esta vida, capitán. Suelte la hoja. Cara Rata se colocó a un lado de la guillotina y, mientras miraba a Schofield, agarró el resorte. En ese mismo tiempo, Wade Brandeis levantó su Colt y apuntó a la cabeza de Knight. —Nos veremos en el infierno, Espantapájaros —dijo Cara Rata. Entonces tiró de la palanca y la hoja cayó. La hoja de la guillotina se precipitó por sus guías. Y Schofield no pudo hacer nada salvo observar cómo se acercaba a su rostro.

Cerró los ojos y esperó a que llegara el final. ¡Clunc!

7.3

Pero el final no llegó. Schofield no sintió nada. Abrió los ojos… … Y vio que la hoja diagonal de la guillotina se había detenido a treinta centímetros de su cabeza, que su descenso se había visto abruptamente frenado por un shuriken que se había alojado en el riel de madera vertical de la guillotina. Lo habían lanzado hacía tan poco que el shuriken seguía vibrando. Aloysius Knight también se salvó cuando, una fracción de segundo después de que el shuriken impactara en la guillotina, una bala atravesara la mano de Wade Brandeis que blandía el arma. Brandeis la había soltado y esta había caído al agua. En esos momentos la mano sangraba copiosamente. Schofield se giró… y presenció una inesperada, pero más que bienvenida, aparición emerger de las aguas del foso de los Tiburones. Una persona con uniforme de combate gris, equipo de buceo y numerosos shuriken y otras armas. Montones y montones de armas. Si la muerte existe, solo debe temer a una persona. Madre. Madre surgió de entre las aguas con un MP-7 en cada mano, disparando sin cesar. Dos de los cinco hombres de la unidad Delta cayeron al instante, alcanzados en el pecho. Entonces todo se precipitó. Para Knight y Rufus, la entrada de Madre había sido distracción suficiente para soltar sendos golpes a sus captores y voltearse para colocar sus manos esposadas por delante. Levantaron los brazos y los separaron todo lo que pudieron. Madre no necesitó instrucciones. Dos disparos y las esposas de plástico fueron historia. Rufus y Knight eran libres. Desde el balcón, Cedric Wexley envió a su equipo de diez hombres a la acción: ordenó a cuatro que saltaran al foso mientras que los seis restantes salieron por la puerta trasera del balcón que conducía a

un pasillo. A continuación él mismo cogió su M-16 y siguió a Jonathan Killian. En el foso, Knight cogió un fusil Colt Commando de uno de los Delta abatidos y comenzó a disparar a los cuatro hombres de ExSol que estaban descendiendo al foso por el balcón. A su lado, Rufus (desarmado) mató a un tercer Delta con un golpetazo con la mano plana en la nariz. —¡Rufus! —gritó Knight—. ¡Saque a Schofield de allí! Rufus corrió a la guillotina. Junto a la guillotina, el tipo con cara de roedor llamado Noonan estaba agachado, intentando esquivar las balas que llegaban de rebote a esa plataforma, a poca distancia del todavía inmovilizado Schofield. Cuando se produjo un breve receso en los disparos, fue a sacar el shuriken que sostenía el filo por encima de la cabeza de Schofield. Si pudiera quitarlo, la hoja caería y decapitaría a Schofield. La mano de Noonan agarró el shuriken… … Justo cuando un puñetazo de revés de Rufus lo mandó por los aires. Noonan aterrizó sobre su estómago cerca del borde de la plataforma de piedra y vio a uno de los tiburones tigre en el agua. Retrocedió al instante e intentó ponerse de pie. Rufus, sin embargo, aterrizó justo junto a Schofield y, protegido por los disparos del fusil de Knight, lo liberó. Un disparo de Knight cortó las esposas de plástico de Schofield, pero entonces, inesperada e inexplicablemente, Rufus se abalanzó sobre Schofield y lo cubrió con su cuerpo. Un segundo después, Rufus fue alcanzado en la espalda por varias balas. —¡Ah! —gritó mientras su cuerpo se convulsionaba al recibir tres disparos. Los disparos provenían de Wade Brandeis, situado en una de las plataformas de piedra. Tenía la mano derecha pegada al pecho mientras disparaba su Colt Commando con la izquierda. —¡No! —gritó Aloysius Knight. Apuntó con su fusil a Brandeis, pero su arma se había quedado sin munición, así que se arrojó a la resbaladiza plataforma, deslizándose bocabajo, y se dio de bruces contra las piernas de Brandeis, tirándolo y enviando a los dos al agua infestada de tiburones. Schofield, ya libre, se volvió y vio a Noonan dirigiéndose hacia la puerta de acero desde la que se salía del foso. Mientras corría, Noonan sacó una unidad portátil a distancia de su chaqueta y pulsó un botón. La puerta de grueso acero se elevó. Noonan corrió hacia ella. —¡Maldita sea, mierda! —maldijo Schofield mientras corría tras él—. ¡Madre! Madre se encontraba en una plataforma cercana, cubriéndose tras una de las piedras dispuestas de manera aleatoria en el foso y disparando a los dos hombres de Delta restantes con una pistola cuando

oyó el grito de Schofield. Se volvió con rapidez y descerrajó una ráfaga de disparos a Noonan. No le dio, pero sí logró que se detuviera y se pusiera a cubierto tras un bloque de piedra. Sin embargo, no llegó a ver si eso le había servido de algo a Schofield porque su momentánea distracción le había dado a sus dos oponentes la apertura que necesitaban. Uno de ellos le descerrajó en el pecho una docena de disparos de su Colt. Su chaleco era antibalas, por supuesto, así que los disparos solo hicieron que se tambaleara hacia atrás, disparo tras disparo. Madre siguió deslizándose hacia atrás y, justo cuando el tipo de Delta que estaba disparándole apuntó a su cabeza… Madre cayó al agua, y el soldado erró el disparo. Madre se hundió bajo las aguas. Silencio. Entonces emergió de nuevo con la pistola en ristre, consciente de lo que le aguardaba, y disparó a los dos hombres de Delta en el mismo momento en que ellos le dispararon a ella. Los dos hombres de Delta cayeron abatidos, sus rostros convertidos en una masa sanguinolenta. Madre suspiró aliviada. Fue entonces cuando notó un movimiento extraño en las aguas. Se giró… … Y vio cómo una ola surgía de entre las aguas en su dirección y la aleta dorsal de un tiburón tigre se abría paso entre las olas hacia ella. —¡Oh, no! ¡De ninguna manera! ¡Ni de coña! ¡He sobrevivido a mucho hoy para terminar siendo comida para los peces! Disparó al tiburón. ¡Bang! ¡Bang! ¡Bang! El tiburón no aminoró su velocidad. Los disparos de Madre lo alcanzaron, pero aun así el animal siguió avanzando por entre las aguas. ¡Bang! ¡Bang! ¡Bang! El tiburón continuó hacia su objetivo. Se elevó por encima de las aguas agitadas, con sus fauces abiertas… … Justo cuando Madre, que seguía disparando, levantó una pierna por acto reflejo y… … El tiburón le apresó la pierna izquierda. Madre no se inmutó. Su pierna izquierda era, en realidad, una prótesis de titanio, producto de un accidente que había sufrido en una aventura previa.

Al tiburón se le hicieron añicos dos dientes. —Prueba a comer esto, hijo de puta —dijo Madre mientras apuntaba con su pistola al cerebro del tiburón. ¡Bang! El animal se convulsionó violentamente en el agua pero, incluso moribundo, seguía aferrándose a la pierna izquierda de Madre, como si hasta en sus últimos instantes de vida se negara a soltar su botín. Madre le soltó una patada y salió del agua para volver a entrar en acción. Mientras Madre había estado disparando al tiburón, al otro lado del foso, Schofield había corrido tras Noonan y lo había cogido, justo cuando este había llegado a la puerta abierta de la mazmorra. El hombre del ISS intentó darle una patada a Schofield, pero este lo agarró y comenzó a golpearlo con furia. Un puñetazo y Noonan se tambaleó hacia atrás. —Sé que tú accionaste la palanca… —dijo Schofield con voz seria. Segundo puñetazo y la nariz de Noonan se rompió y comenzó a sangrar copiosamente. —Sé que murió con dolor… Tercer puñetazo y la mandíbula de Noonan se partió. Perdió el equilibrio y se cayó. —Mataste a una persona hermosa… Schofield agarró con las dos manos a Noonan y lo lanzó de cabeza a la guillotina. La cabeza de Noonan se deslizó hasta colocarse en la ranura bajo la hoja diagonal afilada que seguía sujeta por el shuriken. —Así que ahora tú también morirás con dolor… —sentenció Schofield. Y entonces Schofield retiró el shuriken y la hoja descendió los sesenta centímetros finales. —¡No! —gritó Noonan—. ¡Noooooo! Clunc. La cabeza de Noonan cayó al suelo de piedra como si de una pelota se tratara y sus párpados pestañearon rápidamente durante los primeros instantes posteriores a la decapitación, antes de que su mirada se tornara vacía, petrificada para la eternidad en una expresión de absoluto horror. A menos de diez metros de la guillotina, flotando en las aguas infestadas de tiburones, Aloysius Knight luchaba con Wade Brandeis. Puesto que ambos habían recibido el mismo adiestramiento, su pelea estaba igualada y por ello intercambiaron idénticos golpes y tácticas, chapaleando y sumergiéndose bajo la superficie de las aguas en una lucha que solo podía ser a muerte. Entonces, de repente, los dos hombres salieron a la superficie, frente a frente. Solo que la pistola de Brandeis presionaba la barbilla de Knight. Lo tenía. —¡Siempre he sido mejor que usted, Knight!

Knight habló entre dientes: —¿Sabe, Brandeis? Desde esa noche en Sudán, he pensado en miles de maneras de matarlo. Pero, hasta ahora, no había pensado en esta. —¿Eh? —gruñó Brandeis. Y entonces Knight agarró a Brandeis, lo giró en el agua y lo colocó en la trayectoria de un tiburón tigre que se abalanzaba sobre ellos. El tiburón de tres metros embistió a toda velocidad a Brandeis, inmovilizándolo con sus fauces (que quedaron a escasos centímetros del cuerpo del propio Knight). Pero el animal solo tenía ojos para Brandeis, atraído por la sangre de su mano derecha. —Duerme con un ojo abierto, cabrón —dijo Knight. Atrapado en las fauces del tiburón, Brandeis solo pudo mirarlo… y gritar mientras lo devoraba vivo. Knight salió del agua y de la espuma sanguinolenta, que otrora había sido Wade Brandeis, y corrió junto a Schofield. Knight se reunió con Schofield tras la guillotina, en el punto donde el capitán acababa de arrastrar el cuerpo de Rufus para que quedara fuera de la línea de fuego de los cuatro hombres de ExSol, que en esos momentos estaban atravesando las islas de piedra del foso. Schofield también había cogido algunas armas: dos fusiles de asalto Colt Commando, un MP-7, una de las pistolas H&K de 9 mm… y el chaleco de Knight, provisto de todos sus dispositivos, que se lo había quitado a uno de los hombres de Delta muertos. Madre se unió a ellos. —Madre —dijo Knight—. La última vez que la vi estaba dentro de ese almacén del Talbot, justo antes de que los hombres de Larkham le lanzaran una granada. ¿Qué hizo, esconderse en el suelo? —Que le den al suelo. Ese maldito almacén pendía del techo de la bodega. Allí había una trampilla. Y ahí es donde fui. Pero claro, luego todo el puto barco se hundió… Knight dijo: —Entonces, ¿cómo supo que estábamos aquí? Madre sacó una Palm Pilot de una bolsa impermeable que llevaba en el chaleco. —Tiene unos juguetitos de lo más molones, señor Knight. Y tú… —Madre se volvió hacia Schofield—. Tú tienes MicroDots en las manos, joven. —Me alegro de verte, Madre —dijo Schofield—. Es bueno tenerte de vuelta. Una ráfaga de disparos provenientes de los hombres de ExSol impactó en la guillotina. Schofield se volvió de inmediato mientras contemplaba la puerta abierta a menos de diez metros de allí. —Voy a subir a por ese Killian. Madre, quédate con Rufus y ocúpate de esos cabrones. Knight, puede venir o quedarse. Es su elección.

Knight le sostuvo la mirada. —Voy. Schofield, que todavía llevaba su chaleco con tiras, le dio a Knight uno de los fusiles, la pistola de 9 mm y el chaleco completo que había cogido. —Tenga. Sabe usar estas cosas mucho mejor que yo. En marcha. Madre, cúbrenos, por favor. Madre alzó su arma y disparó a los mercenarios de ExSol. Schofield corrió hacia la puerta. Knight salió tras él… no sin antes coger rápidamente algo de Madre. —¿Para qué lo quiere? —gritó Madre a sus espaldas. —Tengo el presentimiento de que voy a necesitarlo —fue todo lo que Knight dijo antes de desaparecer por la puerta tras Schofield.

7.4

El Caballero y Espantapájaros. Subiendo a la carrera la escalera de piedra en espiral iluminada por antorchas, emergiendo de las profundidades de la mazmorra, dos guerreros con idénticas e increíbles destrezas, cubriéndose entre sí, avanzando de manera conjunta con sus fusiles Colt Commando disparando sin tregua. Como si los seis hombres de ExSol que protegían la escalera hubiesen tenido alguna posibilidad. Como Schofield había sospechado, Cedric Wexley había enviado a sus seis mercenarios restantes a ese lado del foso para frenar su huida. Los mercenarios se habían dividido en tres parejas, ubicadas a intervalos regulares en la escalera, que disparaban desde los nichos de las paredes. Los dos primeros mercenarios quedaron reducidos a jirones por los disparos de los guerreros que ascendían por las escaleras. La segunda pareja no los vio venir porque dos shuriken doblaron la curvada escalera cual bumeranes y se incrustaron en sus cráneos. La tercera pareja fue más lista. Les había tendido una trampa. Habían esperado en el extremo superior de la escalera, en el interior del largo túnel de piedra situado tras la antesala (el túnel con las canaletas desde las que se lanzaba aceite hirviendo), el mismo túnel que conducía al despacho de verificación, donde Wexley se encontraba en esos momentos junto a Killian y Delacroix. Schofield y Knight llegaron al extremo superior de la escalera, vieron a los dos mercenarios en el túnel y a los otros tras ellos. Pero, esa vez, cuando Schofield se movió, Knight no lo hizo. Schofield atravesó a la carrera la antesala, disparando a los dos mercenarios en el túnel, abatiéndolos mientras ellos intentaban hacerle lo mismo a él. Knight corrió tras él gritando: —¡No, espere! Es una tram… Demasiado tarde.

Las tres puertas de acero descendieron de los techos del túnel y la antesala. Una cuarta selló la escalera por la que se subía a la antesala. ¡Pum! ¡Pum! ¡Pum! ¡Pum! Y Schofield y Knight quedaron así separados. Schofield: atrapado en el túnel con los dos mercenarios de ExSol abatidos. Knight: atrapado en la antesala. Schofield se quedó inmóvil en el túnel sellado. Había alcanzado a los dos mercenarios: uno yacía muerto en el suelo mientras el otro gimoteaba. La voz de Killian se oyó por los altavoces: —Capitán Schofield. Capitán Knight. Ha sido un placer conocerlos a los dos… Knight se giró y vio los seis emisores de microondas dispuestos en círculo alrededor del techo, incrustados en la piedra. —Mierda… —murmuró. La voz de Killian resonó: —… Pero el juego termina aquí. Ahora comprendo por qué sus cabezas son tan valiosas. En el interior del despacho, Killian los observaba a través de una pequeña ventana de plexiglás que le permitía contemplar el túnel. Vio a Schofield allí, atrapado cual rata. —Adiós, caballeros. Y Killian pulsó los dos botones del mando a distancia que activaban las trampas de cada sala: los emisores de microondas de la antesala de Knight y el aceite hirviendo del túnel de Schofield. Killian oyó primero los zumbidos de la antesala, seguidos rápidamente del sonido de repetidos disparos. Eso había pasado antes. En alguna ocasión, los prisioneros habían intentado echar abajo las puertas de acero de la antesala. Nunca había resultado. En un par de ocasiones, algunos incluso habían intentado disparar a los emisores, pero las balas no eran lo suficientemente potentes como para penetrar en estos, ubicados en emplazamientos reforzados. Entonces, el aceite amarillo y humeante comenzó a salpicar la pequeña ventana de plexiglás que separaba a Killian del túnel en el que se hallaba Schofield, impidiéndole ver lo que allí dentro ocurría. Pero no necesitaba ver a Schofield para saber lo que estaba pasando. Cuando el aceite hirviendo comenzó a abrirse paso por el túnel, Killian pudo oír los gritos de su compañero.

7.5

Un minuto después, cuando los gritos y los disparos hubieron cesado, Killian abrió las puertas de acero… … Y se encontró con algo sorprendente. Vio los cuerpos de los dos hombres de ExSol en el suelo del túnel en carne viva, abrasados por el aceite. Uno de ellos tenía los brazos quietos en una postura defensiva. Había muerto gritando, agonizando, intentando protegerse del aceite. A Schofield, sin embargo, no lo veía por ninguna parte. En su lugar, en el extremo del túnel que daba a la antesala había una forma oscura del tamaño de un hombre: una bolsa para cadáveres, en posición vertical. Era una bolsa negra de plástico y polímero. Una Markov Tipo-III, para ser más precisos. La mejor jamás creada por los soviéticos, y el único objeto que Brandeis no le había quitado al chaleco de Schofield. Capaz de aislar en su interior cualquier tipo de contaminación química, en ese momento todo apuntaba a que también había conseguido mantener a raya el aceite hirviendo. En menos de un segundo, la cremallera de la bolsa para cadáveres se abrió desde el interior y Schofield salió con su MP-7 en ristre. Su primer disparo impactó en la mano de Killian, lo que hizo que el mando a distancia saliera despedido de su mano, manteniendo así las puertas de acero abiertas. Su segundo disparo le voló el lóbulo izquierdo a Killian. Al ver el arma de Schofield, Killian se había agachado por acto reflejo tras el marco de la puerta. Un nanosegundo más lento y el disparo le habría volado la cabeza. Schofield corrió por el túnel en dirección al despacho sin dejar de disparar. Cedric Wexley le disparaba guarecido tras la entrada al despacho. Las balas volaban en todas direcciones. Trozos de piedra caían en las paredes que flanqueaban el túnel. La ventana panorámica hasta el techo del despacho se hizo añicos. Pero la pregunta clave en un enfrentamiento así era sencilla: ¿quién se quedaría primero sin munición? ¿Schofield o Wexley? Fue Schofield, a tres metros de la entrada del despacho. —¡Mierda! —gritó, y se guareció tras una columna de piedra que a duras penas lo cubría.

Wexley sonrió. Lo tenía. Pero entonces, extrañamente, otros disparos atacaron la posición de Wexley; disparos que provenían de detrás de Schofield, del extremo del túnel que daba a la antesala. Schofield también se quedó perplejo y se volvió… … Y vio a Aloysius Knight corriendo por el túnel con su Colt Commando en ristre y disparando. Schofield alcanzó a ver la antesala en la distancia, tras Knight. En el suelo de piedra había casquillos de 9 mm, una docena de ellos, vestigios de los disparos de Knight durante la activación de los emisores de microondas. Pero no eran casquillos normales. Esas balas tenían una banda de color naranja a su alrededor. Los emplazamientos de los seis emisores de microondas de la antesala podían resistir las balas normales. Pero no tenían nada que hacer con las balas de gas expansivo de Knight. Todo lo que Schofield necesitaba era los disparos de Knight. Wexley se vio obligado a disparar y en cuestión de segundos él también se quedó sin munición. Por desgracia, también Knight. Schofield echó a correr. Corrió hacia el despacho a gran velocidad, golpeándole a Wexley en la nariz, rompiéndosela de nuevo. Wexley rugió de dolor. Y Wexley y Schofield lucharon. Un combate mano a mano brutal. Un Recces sudafricano frente a un marine estadounidense. Pero cuando comenzaron a luchar y se tornaron en una masa borrosa de sacudidas y golpes, Delacroix dio un paso adelante, se sacó del puño derecho de su camisa un cuchillo y se abalanzó sobre Schofield. El cuchillo se encontraba a escasos centímetros de la espalda de Schofield cuando alguien le sujetó la muñeca. Delacroix se volvió y se topó con la mirada de Aloysius Knight. —Eso no es muy limpio por su parte —dijo Knight un instante antes de que Delacroix le clavara en el muslo un segundo cuchillo que ocultaba en el puño derecho de su camisa. Las manos de Delacroix se movían veloces como un rayo, obligando al renqueante Knight a retroceder. Los cuchillos eran los más afilados que Knight había visto nunca. O sentido. Uno de ellos le rajó el rostro, dibujándole una línea de sangre en la mejilla. Lo que otrora había sido un atildado banquero suizo se había convertido en esos momentos en un perfectamente equilibrado espadachín con la destreza propia de… —La Guardia Suiza, ¿no, Delacroix? —dijo Knight mientras se movía—. Nunca me lo había dicho.

Vaya, vaya. —En mi mundo —resopló Delacroix—, un hombre debe saber defenderse. Mientras tanto, Schofield y Wexley intercambiaban puñetazos junto a la entrada. Wexley era más grande y fuerte que Schofield, además de habilidoso. Schofield, sin embargo, era más rápido, y sus ahora famosos reflejos le permitían evitar los golpes más letales de Wexley. Pero, tras lo acontecido durante las veinticuatro horas previas y el accidente del X-15 y el viaje de regreso a Francia, sus niveles de energía estaban en los mínimos. Y, por ello, erró un golpe. Wexley aprovechó la ocasión y lo golpeó con dureza, soltándole un puñetazo en la nariz que habría matado a cualquier otro hombre. Schofield se tambaleó, pero mientras caía logró soltarle un puñetazo en la nuez a Wexley. Los dos hombres cayeron a la vez al suelo: Wexley fue a parar al hueco de la entrada, mientras que Schofield se golpeó contra el marco de la puerta. Wexley gruñó y, poniéndose de rodillas, sacó un cuchillo de caza Warlock que ocultaba en su bota. —Demasiado tarde, cabrón —dijo Schofield. Lo más extraño de todo era que no llevaba ningún arma en sus manos. Tenía algo mejor. Tenía el mando a distancia de Killian. —Esto es por McCabe y Farrell —dijo mientras pulsaba un botón del mando. Al instante, la puerta de acero ubicada encima de Wexley cayó, golpeándole la cabeza en su descenso cual martinete, hasta que se encajó en el suelo de piedra y le resquebrajó el cráneo. Con Wexley muerto, Schofield se volvió para mirar al hombre al que realmente buscaba. Estaba tras el escritorio. Jonathan Killian.

7.6

Knight seguía luchando con Delacroix cuando vio que Schofield se acercaba a Killian, que estaba tras el escritorio. A Knight no le preocupaba Killian. Nada de eso. Le preocupaba lo que Schofield iba a hacer. Pero no podía librarse de Delacroix… Schofield se detuvo delante de Killian. El contraste no podría haber sido mayor. Schofield estaba cubierto de mugre, ensangrentado, golpeado y magullado. Salvo por su oreja y mano heridas, Killian estaba relativamente impoluto. Su ropa no tenía ni una arruga. La ventana panorámica hecha añicos desde la que se divisaba el Atlántico quedaba a su espalda. La tormenta proseguía en el exterior. Los rayos rasgaban el cielo. La lluvia se colaba en el despacho por entre la ventana rota. Schofield miró a Killian desprovisto de emoción alguna. Como no hablaba, Killian se limitó a sonreír con suficiencia. —¿Y bien, capitán Schofield, cuáles son sus intenciones ahora? ¿Matarme? Soy un ciudadano indefenso. Carezco de adiestramiento militar. Estoy desarmado. —Killian entrecerró los ojos—. Pero no creo que pueda matarme. Porque, si me matara a sangre fría, sería mi victoria final y quizá mi mayor logro. Pues eso solo demostraría una cosa: que he podido con usted. Que he convertido al último hombre bueno del mundo en un asesino a sangre fría. Y todo lo que he hecho ha sido matar a su chica. Schofield ni siquiera pestañeó. Seguía quieto, inmóvil. Cuando finalmente habló, su voz sonó baja, peligrosa. —En una ocasión me dijo que los occidentales no comprenden a los terroristas suicidas —dijo lentamente—. Porque los terroristas suicidas no pelean limpio. Que la batalla para un terrorista suicida es algo insignificante, porque quiere ganar una guerra mayor: una guerra psicológica en la que el hombre que muere en un estado de angustia y terror y miedo, el hombre que muere en contra de su voluntad, pierde; mientras que el que muere cuando está emocional y espiritualmente preparado, gana. Killian frunció el ceño.

Schofield siguió sin pestañear, ni siquiera cuando una sonrisa vacía y fatalista se esbozó en su rostro. A continuación agarró a Killian del cuello y acercó al multimillonario a su cara y le dijo: —No está emocionalmente preparado para morir, Killian. Pero yo sí. Lo que significa que yo gano. —Santo Dios, no… —murmuró Killian, consciente de lo que estaba a punto de ocurrir—. ¡No! Y, tras esas palabras, Shane Schofield se arrojó con Killian por la ventana panorámica que tenían a su espalda, a la tormenta exterior, y los dos (héroe y villano) se precipitaron a una caída de ciento veinte metros hacia las escarpadas rocas.

7.7

En el mismo momento en que Schofield cogió a Killian del cuello, Aloysius Knight había tomado la delantera a Delacroix. Un rápido paso a la izquierda había hecho que Delacroix clavara uno de sus cuchillos en una de las paredes revestidas con paneles de madera del despacho, momento que Knight había aprovechado para sacar su soplete del chaleco, metérselo en la boca a Delacroix y encenderlo. La llama azul penetró en la cabeza de Delacroix, perforándole el cráneo, salpicando de sesos achicharrados toda la habitación. El banquero suizo se desplomó al instante, muerto, con un agujero en la cabeza. Knight se apartó de Delacroix en el mismo momento en que Shane Schofield se lanzaba por la ventana, llevándose a un histérico Killian con él. Schofield cayó con Jonathan Killian a su lado. Los montículos rocosos se sucedían a gran velocidad ante sus ojos mientras que, justo bajo ellos, Schofield vio las rocas golpeadas por las olas del Atlántico que acabarían con su vida. Y, mientras caía, una extraña sensación de paz lo embargó. Era el fin y estaba preparado para ello. Sin previo aviso, de la nada algo tiró de su espalda y sufrió una repentina sacudida… … Y dejó de caer. Jonathan Killian se alejó de él y siguió cayendo y cayendo, ocultándose en la lluvia antes de golpearse contra las rocas y combarse en un terrible ángulo para a continuación desaparecer en una hedionda explosión de su propia sangre. No dejó de gritar en toda la caída. Y Schofield, sin embargo, no cayó. Quedó colgando de la ventana panorámica por el extremo del cable de un Maghook, el Maghook que acababa de disparar Aloysius Knight, el Maghook que le había cogido a Madre instantes antes. Un disparo que había efectuado a la desesperada al asomarse por la ventana un segundo después de que Schofield hubiera saltado. La cabeza magnética se había adherido fuertemente a la placa de metal del interior de la parte trasera del chaleco que llevaba Schofield. Schofield dejó que Knight lo subiera cual pez al ser recogido por una caña. Cuando llegó arriba, Knight lo ayudó a entrar en el despacho. —Lo siento, compañero —trató de disculparse Knight—, pero no podía dejar que se marchara de esa

manera. Diez minutos después, cuando el sol apareció por el horizonte, un Aston Martin se alejó a gran velocidad de la fortaleza de Valois con Aloysius Knight al volante y Shane Schofield, Madre y Rufus en el interior. El coche tomó una carretera lateral que daba a la pista de aterrizaje del castillo. En aquel lugar, tras una batalla unilateral, sus ocupantes robaron un helicóptero de la compañía Axon y se marcharon de allí.

7.8

Durante los meses siguientes, una extraña variedad de incidentes tuvo lugar en todo el mundo. Solo una semana después, en Milán, se afirmó que alguien había entrado en el Aerostadia Italia y que había robado un avión de los hangares. Hubo una decepción generalizada por la ausencia de los legendarios aviones cohete estadounidenses X-15, y ese no era el tipo de publicidad que más le convenía a la exhibición. Hubo testigos que afirmaron que el avión sustraído era un aerodinámico caza negro que despegaba verticalmente. Si bien esa descripción encajaba con el Sukhoi S-37 ruso, los oficiales de la Fuerza Aérea italiana y los responsables del aeródromo se apresuraron a negar que un avión así estuviera incluido en la muestra. A medida que se fueron acercando las Navidades, una serie de desafortunadas muertes ocurrieron en algunas de las familias más adineradas del mundo. Randolph Loch desapareció en un safari en el sur de África. Jamás encontraron a su grupo de caza privado. En marzo, el magnate naviero griego Cornelius Kopassus sufrió un infarto mientras dormía. A Arthur Quandt lo hallaron muerto junto a su amante en el spa de su hotel en Aspen. Warren Shusett fue asesinado en su aislada mansión en el campo. J. D. Cairnton, el magnate farmacéutico, fue mortalmente atropellado por un camión junto a la sede central de su compañía en Nueva York. El conductor del camión no llegó a ser identificado. Los herederos asumieron sus imperios. La Tierra siguió girando. La única conexión con sus muertes fue una nota confidencial enviada al presidente de Estados Unidos. Decía: «Señor, todo ha terminado. El M-12 ya no existe».

7.9

Mallorca (España) 9 de noviembre, 11.00 horas El Volkswagen alquilado rodeó la bonita plaza adoquinada en la isla española de Mallorca, un lugar donde famosos y ricos se refugian en busca de un lujoso anonimato. —¿Adónde me ha dicho que vamos? —preguntó Rufus. —Vamos a reunirnos con alguien —dijo Knight—. La persona que nos encargó que mantuviéramos al capitán Schofield con vida. Knight aparcó el coche junto a la terraza de una cafetería. Esa persona ya estaba allí. Estaba sentada en una de las mesas de la terraza, fumando un cigarrillo, con sus ojos ocultos tras unas gafas de sol de Dior. Era una mujer de aspecto distinguido: a punto de abandonar la cuarentena, cabello oscuro, pómulos elevados, piel de porcelana y porte a la vez refinado, culto y seguro de sí mismo. Su nombre era Lillian Mattencourt. La multimillonaria propietaria del imperio cosmético de los Mattencourt. La mujer más rica del mundo. —Vaya, pero si es mi caballero de reluciente armadura —dijo conforme se acercaban a la mesa—. Aloysius, querido. Siéntese. Mientras tomaba su té, Mattencourt esbozó una cálida sonrisa. —Oh, Aloysius, lo ha hecho muy bien. Y por ello será generosamente recompensado. —¿Por qué? —preguntó Knight—. ¿Por qué no quería que lo mataran? —Oh, mi joven caballero —dijo Lillian Mattencourt—. ¿Acaso no es obvio? Knight había reflexionado sobre ello. —El M-12 quería iniciar una nueva guerra fría. Y Jonathan Killian quería desatar la anarquía en el mundo. Pero su fortuna se basa justo en lo contrario. Quiere que la gente se sienta a salvo, segura, que sean consumidores felices. Su fortuna depende del mantenimiento de la paz y de la prosperidad mundial. Y nadie compra maquillaje en tiempos de guerra. Una guerra la arruinaría.

Mattencourt desdeñó su respuesta con un gesto de la mano. —Querido, ¿es siempre así de cínico? Por supuesto, lo que dice es absolutamente cierto. Pero esa es solo una parte de mi razonamiento. —¿Cuál es la razón entonces? Mattencourt sonrió. Su tono se tornó entonces más serio. —Aloysius, a pesar de que dispongo de una riqueza neta mayor que la de la mayoría de ellos, y a pesar de que mi padre fue otrora miembro de su pequeño club, durante muchos años, por el único y exclusivo motivo de ser una mujer, Randolph Loch y sus amigos se han negado a que formara parte del Consejo. »Dicho en pocas palabras, tras años sufriendo sus insinuaciones sexuales e insultos, decidí que había tenido suficiente. Así que, cuando me enteré de la cacería gracias a mis fuentes en el Gobierno francés, concluí que era el momento de darles una lección. Decidí hacerles daño. »Y la mejor manera de hacerlo era arrancarles lo que más deseaban, su valioso plan. Si querían a ciertas personas muertas, entonces yo las querría con vida. Si querían acabar con el orden mundial existente, yo no. »Había oído hablar del capitán Schofield. Su reputación le precede. Al igual que usted, es un joven muy fuerte. Si alguien podía derrotar al M-12 ese era él, con usted a su lado. Así se convirtió en el hombre que lo protegería. Lillian Mattencourt alzó la cabeza y respiró el fresco aire mediterráneo, una señal que indicaba que la reunión había llegado a su fin. —Ahora márchese, mi valiente soldado. Márchese. Ha hecho su trabajo y lo ha hecho muy bien. Esta noche tendrá el dinero ingresado en su cuenta: 130,2 millones de dólares, el equivalente de siete cabezas, si no me equivoco. Y, tras decir eso, se levantó, se colocó el sombrero y se marchó de la cafetería en dirección al Mercedes Benz serie 500 que había aparcado al otro extremo de la plaza. Lillian Mattencourt estaba ya en el interior del coche, a punto de encender el motor, cuando Knight vio una figura oculta en las sombras de un callejón no muy apartado de allí. —Oh, puto cabrón —dijo Knight una fracción de segundo antes de que Lillian Mattencourt girara la llave. La explosión se sintió en toda la plaza. Macetas y plantas salieron disparadas en todas direcciones. Las sombrillas de las mesas se dieron la vuelta. Los transeúntes comenzaron a correr hacia los restos en llamas del Mercedes de Mattencourt. Y el hombre que había permanecido oculto en el callejón se acercó como si tal cosa a la mesa de Knight y se sentó junto a él. Su cabeza sin pelo y su rostro quemado estaban cubiertos por unas gafas de sol y una gorra. —Vaya, vaya, pero si es Larkham —dijo Knight.

—Hola, capitán Knight —lo saludó Damon Larkham—. Hace dos semanas, usted me robó algo de un avión de carga que volaba de Francia a Afganistán: tres cabezas, si no recuerdo mal. 55,8 millones de dólares. Knight vio a otros tres miembros del IG-88 cerca, con las pistolas ocultas bajo sus chaquetas, rodeándolo a Rufus y a él. No había escapatoria. —Ah, sí. Eso. Larkham habló en voz baja: —Otros lo habrían matado por lo que hizo, pero yo no soy así. Tal como yo lo veo, son cosas que pasan en nuestra profesión. Es la naturaleza del juego y yo disfruto con él. Sin embargo, creo que en última instancia lo que pasa en el campo de batalla se queda allí. Una vez dicho esto, teniendo en cuenta este desafortunado incidente… —Damon señaló a los restos humeantes del coche de Lillian Mattencourt—. Y la cantidad de dinero que se le acaba de escapar de las manos, consideremos la deuda saldada. —Me parece una buena idea —dijo Knight con calma, si bien con la boca pequeña. —Hasta la próxima, capitán —se despidió Larkham mientras se ponía en pie—. Nos vemos en el próximo safari. Y, tras eso, Damon Larkham y sus hombres se alejaron. Lo único que Knight pudo hacer fue mirar compungido cómo se marchaba y negar con la cabeza.

7.10

Casa de Madre Richmond, Virginia (EE. UU.) 1 de marzo, 12.00 del mediodía Cuatro meses después El sol brillaba con fuerza sobre el patio trasero de Madre, donde estaba celebrándose una barbacoa. Era domingo y un reducido, pero íntimo, grupo de personas se había congregado para una reunión informal. El marido de Madre, Ralph, camionero, estaba allí ocupándose de las salchichas con una espátula de tamaño desmedido. Sus sobrinas estaban dentro de la casa, imitando el último éxito de Britney Spears. David Fairfax estaba sentado en una silla bajo el toldo, tomando una cerveza mientras compartía historias y anécdotas con Madre y Libro II acerca de sus aventuras acontecidas durante el pasado mes de octubre: historias sobre persecuciones en aparcamientos cercanos al Pentágono, torres de oficinas en Londres, cazarrecompensas zulúes, cazarrecompensas británicos y la idéntica toma de dos superpetroleros a ambos lados de Estados Unidos. También hablaron de Aloysius Knight. —He oído que el Gobierno ha limpiado su expediente, cancelado la recompensa por su cabeza y lo ha sacado de la lista de las personas más buscadas —dijo Fairfax—. Hasta han dicho que podría regresar a las fuerzas especiales si quisiera. —¿Lo ha hecho? —preguntó Libro II. —No creo siquiera que regrese al país —dijo Fairfax—. ¿Madre? ¿Qué sabe de Knight? —Llama por teléfono de tanto en tanto —dijo—, pero no, no ha vuelto a Estados Unidos. Si yo fuera él, no tengo muy claro que lo hiciera tampoco. Respecto a lo de las fuerzas especiales, no creo que Knight sea ya un soldado. Creo que ahora es un cazarrecompensas. Haber mencionado a Knight hizo que Madre mirara atrás. En un rincón del patio, solo, estaba Schofield: bien afeitado, con vaqueros y camiseta y un par de Oakley con cristales reflectantes. Estaba bebiendo una Coca-Cola mientras contemplaba el cielo. Apenas había hablado con nadie desde que había llegado, algo habitual en esos últimos meses. La

muerte de Gant le había afectado mucho. Llevaba de baja indefinida desde entonces y no parecía que fuera a regresar al servicio activo en mucho tiempo. Todos le dejaban su espacio. Pero justo entonces, mientras Ralph estaba cortando las cebollas, el timbre de la puerta sonó. Era un mensajero. Traía un sobre grande con la dirección de Madre, pero dirigido a Shane Schofield. Madre se lo llevó. Este lo abrió. En el interior había una tarjeta con un dibujo de un vaquero que decía: «¡Tu nueva vida comienza hoy, vaquero!». En el interior había una nota: Espantapájaros:Lamento no haber podido ir hoy, pero me ha salido un nuevo trabajo.Tras haber hablado recientemente con Madre, me he dado cuenta de que hay algo que debería haberle contado hace cuatro meses.¿Sabía que, estrictamente hablando, mi compromiso contractual de mantenerlo con vida expiró cuando desactivó el misil cerca de La Meca? Mi trabajo era mantener al capitán Schofield con vida hasta las 12 del mediodía del 26 de octubre o hasta el momento en que los motivos por los que tenía que ser eliminado expiraran.Nunca antes había ido más allá de mis obligaciones contractuales. Para serle honesto, pensé en abandonarlo en aquella mazmorra. Después de todo, por aquel entonces, los motivos por los que querían eliminarlo ya no existían.Pero, tras ver la manera en que sus hombres permanecían a su lado en el transcurso de aquel terrible día, tras observar su lealtad para con usted, decidí quedarme y luchar a su lado.La lealtad no es algo que ocurra sin más, capitán. Siempre se basa en un acto independiente y desinteresado: una palabra de apoyo, un gesto amable, un acto de bondad no provocado. Sus hombres le son leales, capitán, porque usted es un hombre de los que no abundan: un hombre bueno.Por favor, vuelva a vivir. Le llevará tiempo. Créame, lo sé. Pero no abandone el mundo aún. Puede ser un lugar terrible, pero también hermoso, y ahora más que nunca necesita de hombres como usted.Y sepa esto, Shane Espantapájaros Schofield, usted se ha ganado mi lealtad, una proeza que hacía tiempo que ningún hombre conseguía.En cualquier momento, en cualquier lugar, si necesita ayuda, tan solo haga la llamada y allí estaré. Su amigo, el Caballero Oscuro P.D.: Estoy seguro de que ahora mismo ella está velando por usted. Schofield guardó la carta. Y se puso de pie. Comenzó a andar por el patio, en dirección a la calle, a su coche.—¡Eh! —gritó Madre, preocupada—. ¿Adónde vas, campeón? Schofield se volvió hacia ella y le sonrió, una sonrisa triste pero auténtica. —Gracias, Madre. Gracias por preocuparte por mí. Te lo prometo, no tendrás que hacerlo por mucho más tiempo. —¿Qué vas a hacer? —¿Que qué voy a hacer? —dijo—. Voy a intentar volver a vivir. A la mañana siguiente se presentó en las oficinas de personal del cuartel general de los Marines, en el edificio anexo a la Armada, en Arlington. —Buenos días, señor —le dijo al coronel al mando—. Soy el capitán Shane Schofield. Espantapájaros. Estoy listo para volver al trabajo.

***

Septiembre 2012 {1}

N. de la t.: En inglés, EST, Eastern Standard Time.

{2}

N. de la t.: MOAB: Massive Ordnance Air Blast bomb; Mother of All Bombs.
3-la lista de los doce - matthew reilly

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