2 No voy a caer en la tentacion - Rose Gate

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©Febrero 2021 Todos los derechos reservados, incluidos los de reproducción total o parcial. No se permite la reproducción total o parcial d este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión, copiado o almacenado, utilizando cualquier medio o forma, incluyendo gráfico, electrónico o mecánico, sin la autorización expresa y por escrito de la autora, excepto en el caso de pequeñas citas utilizadas en artículos y comentarios escritos acerca del libro. Esta es una obra de ficción. Nombres, situaciones, lugares y caracteres son producto de la imaginación de la autora, o son utilizadas ficticiamente. Cualquier similitud con personas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones es pura coincidencia.

Diseño de cubierta: Kramer H.

Corrección: Carol RZ

Índice Introducción Capítulo 1 Capítulo 2 Capítulo 3 Capítulo 4 Capítulo 5 Capítulo 6 Capítulo 7 Capítulo 8 Capítulo 9 Capítulo 10 Capítulo 11 Capítulo 12 Capítulo 13 Capítulo 14 Capítulo 15 Capítulo 16 Capítulo 17 Capítulo 18 Capítulo 19 Capítulo 20 Capítulo 21 Capítulo 22 Capítulo 23 Capítulo 24 Capítulo 25 Capítulo 26 Capítulo 27 Capítulo 28 Capítulo 29 Capítulo 30 Capítulo 31 Capítulo 32

Capítulo 33 Epílogo

Agradecimientos Bueno, pues ya está aquí, ya ha llegado la historia de Mino y Lucía. En primer lugar quiero agradeceros a todos aquellos lectores que amasteis la historia de Carlos y Luz, y exigisteis que ellos también tuvieran su historia. Para seros sincera, ya tenía en mente escribirla, pues aunque Mino no tenía que ser más que un secundario fugaz, terminó ganándose mi corazón y supe que merecía un libro junto a Lucía. Para este libro he contado con la inestimable ayuda de Mari Carmen Muñiz (en calidad de enfermera) y otras muchas lectoras, que me mandaron desinteresadamente anécdotas vividas en el ginecólogo; a veces como protagonistas y otras como trabajadoras de la salud que presenciaron escenas de lo más divertidas. Gracias a mi familia, mi marido, mis hijos que viven con entusiasmo cada uno de mis procesos creativos. Gracias a mi equipo de ceros, que aunque a muchas no les gusta el género del humor, han permanecido a mi lado como siempre en cada línea. Laura Duque, Nani Mesa, Esmeralda Fernández, Verónica Naves. Gracias por permanecer ahí libro tras libro y darme vuestra opinión más sincera en cada capítulo. A mi correctora Carol RZ, quien siempre mejora cada uno de mis trabajos, para que os lleguen lo mejor posible. Trabajo a trabajo se ha hecho un hueco en mi vida y, lo que es más importante, en mi corazón. A mi mago, mi gran portadista, Kramer H., no puedo pensar en un portadista mejor, siempre tan profesional y capaz de captar y mejorar mis ideas.

A mis ojos de águila, Marisa Gallén y Sonia Martínez, el último eslabón, pero no menos importante. Ellas son la que le dan el último repaso al libro y hacen que mi corazón vibre con sus palabras. A mis norteñas, mis chicas de Bilbao, que están ahí, dándome su apoyo libro tras libro: Anuska, Valeria, Luz, Alicia y Mónica. Sois maravillosas. A mi Tania Espelt, que siempre está ahí, ayudándome con el grupo de Adictas, interesándose por cada libro y aportándome una amistad que me guardo para siempre. A Mila Parrado, Noelia Frutos, Rocío, Eva Duarte, Lola Pascual, Mada, Patri (@la_biblioteca_de_Pat), Edurne Salgado, Eva Suarez, Bronte Rochester, Piedi Lectora, Elysbooks, Maca (@macaoremor), Saray (@everlasting_reader), Vanessa (Vanessa_books), Vero (@vdevero), Akara Wind, Helen Rytkönen, @Merypoppins750, Lionela23, lisette, Marta (@martamadizz), MontseMuñoz, Olivia Pantoja, Rfi Lechuga, Teresa (@tetebooks), Yolanda Pedraza, Ana Gil (@somoslibros), Merce1890, Beatriz Ballesteros. Silvia Mateos, Arancha Eseverri, Paulina Morant, Mireia Roldán, Maite López, Analí Sangar, Garbiñe Valera, Silvia Mateos, Ana Planas. A mis hijas de Satán: Mar, Patri, Marta, Patri (Ankara), Eva, Maca, Rafi, Tania, Tere, Mercedes, Lionela, Saray, Montse. Doy gracias a la Virgen del Orgasmo Encontrado por haberos enrolado a mis lecturas. A mi Anny Peterson, con quien no puedo dejar de reír, descubrir cosas y divertirme como con nadie. Ya sabes lo que pienso. Llegarás muy lejos, peque. A todos los grupos de Facebook que me permiten publicitar mis libros, que ceden sus espacios desinteresadamente para que los indies tengamos un lugar donde spamear. Muchas gracias. A las bookstagramers que leéis mis libros y no dudáis en reseñarlos para darles visibilidad. A todos aquellos lectores que siempre dejáis vuestro nombre bajo el post de Facebook o Instagram:

Luz Anayansi Muñoz. Reme Moreno, Celeste Rubio, Kathy Pantoja y al Aquelarre de Rose: Jessica Adilene Rodríguez, Gabi Morabito, Cristy Lozano, Morrigan Aisha, Melissa Arias, Vero López. Eva P. Valencia, Jessica Adilene Rodríguez, Gabi Morabito, Cristy Lozano, Morrigan Aisha, Melissa Arias, Vero López, Ainy Alonso, Ana Torres, Alejandra Vargas Reyes, Alexandra Rueda, Almudena Valera, Amelia Sánchez, Amelia Segura, Ana Cecilia Gutierrez, Ana de la Cruz, Ana Farfan Tejero, Ana FL y su página Palabra de pantera, Ana García, Ana Gracía Jiménez, Ana Guerra, Ana Laura Villalba, Ana María Manzanera, Ana Maria Padilla, Ana Moraño, Ana Planas, Ana Vanesa María, Anabel Raya, Ángela Martínez, Ale Osuna, Alicia Barrios, Amparo Godoy, Amparo Pastor, Ana Cecilia, Ana Cecy, Ana de la Cruz Peña, Ana Maria Aranda, Ana María Botezatu, Ana Maria Catalán, Ana María Manzanera, Ana Plana, Anabel Jiménez, Andy García, Ángela Ruminot, Angustias Martin, Arancha Álvarez, Arancha Chaparro, Arancha Eseverri, Ascensión Sánchez, Ángeles Merino Olías, Daniela Mariana Lungu, Angustias Martin, Asun Ganga, Aurora Reglero, Beatriz Carceller, Beatriz Maldonado, Beatriz Ortiz, Beatriz Sierra Ponce, Bertha Alicia Fonseca, Beatriz Sierra, Begoña Llorens, Berenice Sánchez, Bethany Rose, Brenda González, Carmen Framil, Carmen Lorente, Carmen Rojas, Carmen Sánchez, Carola Rivera, Catherine Johanna Uscátegui, Cielo Blanco, Clara Hernández, Claudia Sánchez, Cristina Martin, Crusi Sánchez Méndez, Chari Guerrero, Charo Valero, Carmen Alemany, Carmen Framil, Carmen Pérez, Carmen Pintos, Carmen Rb, Carmen Sánchez, Catherinne Johana Uscátegui, Claudia Cecilia Pedraza, Claudia Meza, Consuelo Ortiz, Crazy Raider, Cristi PB, Cristina Diez, Chari Horno, Chari Horno Hens, Chari Llamas, Chon Tornero, D. Marulanda, Daniela Ibarra, Daniela Mariana Lungu Moagher, Daikis Ramírez, Dayana Lupu, Deborah Reyes, Delia Arzola, Elena Escobar, Eli Lidiniz, Elisenda Fuentes, Emrisha Waleska Santillana, Erika Villegas, Estefanía Soto, Elena Belmonte, Eli Mendoza, Elisabeth Rodríguez, Eluanny García, Emi Herrera, Enri Verdú, Estefanía Cr, Estela Rojas, Esther Barreiro, Esther García, Eva Acosta, Eva Lozano, Eva Montoya, Eva Suarez Sillero, Fati Reimundez, Fina Vidal, Flor Salazar, Fabiola Melissa, Flor Buen Aroma, Flor Salazar, Fontcalda Alcoverro, Gabriela Andrea Solis, Gemma Maria Párraga, Gael Obrayan, Garbiñe Valera, Gema María Parraga , Gemma Arco, Giséle Gillanes, Gloria Garvizo, Herenia Lorente Valverde, Inma Ferreres, Inma Valmaña, Irene Bueno, Irene Ga Go, Isabel

Lee, Isabel Martin Urrea, Itziar Martínez , Inés Costas, Isabel Lee, Itziar Martínez López, Jenny López, Juana Sánchez Martínez, Jarroa Torres, Josefina Mayol Salas, Juana Sánchez, Juana Sánchez Martínez, Juani Egea, Juani Martínez Moreno, Karito López, Karla CA, Karen Ardila, Kris Martin, Karmen Campello, Kika DZ, Laura Ortiz Ramos, Linda Méndez, Lola Aranzueque, Lola Bach, Lola Luque, Lorena de la Fuente, Lourdes Gómez, Luce Wd Teller, Luci Carrillo, Lucre Espinoza, Lupe Berzosa, Luz Marina Miguel, Las Cukis, Lau Ureña, Laura Albarracin, Laura Mendoza, Leyre Picaza, Lidia Tort, Liliana Freitas, Lola Aranzueque, Lola Guerra, Lola Gurrea, Lola Muñoz, Lorena Losón, Lorena Velasco, Magda Santaella, Maggie Chávez, Mai Del Valle, Maite Sánchez, Mar Pérez, Mari Angeles Montes, María Ángeles Muñoz, María Dolores Garcia, M Constancia Hinojosa, Maite Bernabé, Maite Sánchez, Maite Sánchez Moreno, Manuela Guimerá Pastor, Mar A B Marcela Martínez, Mari Ángeles Montes, Mari Carmen Agüera, Mari Carmen Lozano, María Camús, María Carmen Reyes, María Cristina Conde Gómez, María Cruz Muñoz, María del Mar Cortina, María Elena Justo Murillo, María Fátima González, María García , María Giraldo , María González , María González Obregón, Maria José Estreder , María José Felix Solis , Maria José Gómez Oliva , María Victoria Alcobendas , Mariló Bermúdez , Marilo Jurad, Marimar Pintor, Marisol Calva , Marisol Zaragoza, Marta Cb, Marta Hernández, Martha Cecilia Mazuera, Maru Rasia, Mary Andrés, Mary Paz Garrido, Mary Pérez, Mary Rossenia Arguello Flete, Mary RZ, Massiel Caraballo, May Del Valle, Mencía Yano, Mercedes Angulo, Mercedes Castilla, Mercedes Liébana, Milagros Rodríguez, Mireia Loarte Roldán, Miryam Hurtado, Mº Carmen Fernández Muñiz, Mónica Fernández de Cañete , Montse Carballar, Mónica Martínez, Montse Elsel, Montserrat Palomares, Myrna de Jesús, María Eugenia Nuñez, María Jesús Palma, María Lujan Machado, María Pérez, María Valencia, Mariangela Padrón, Maribel Diaz, Maribel Martínez Alcázar, Marilu Mateos, Marisol Barbosa, Marta Gómez, Mercedes Toledo, Moni Pérez, Monika González, Monika Tort, Nadine Arzola, Nieves López, Noelia Frutos, Noelia Gonzalez, Núria Quintanilla, Nuria Relaño, Nat Gm, Nayfel Quesada, Nelly, Nicole Briones, Nines Rodríguez, Ñequis Carmen García, Oihane Mas, Opic Feliz, Oana Simona, Pamela Zurita, Paola Muñoz, Paqui Gómez Cárdenas, Paqui López Nuñez, Paulina Morant, Pepi Delgado, Peta Zetas, Pilar Boria, Pilar Sanabria, Pili Doria, Paqui Gómez, Paqui Torres, Prados Blazquez, Rachel Bere, Raquel Morante, Rebeca

Aymerich, Rebeca Gutiérrez, Rocío Martínez, Rosa Freites, Ruth Godos, Rebeca Catalá, Rocío Ortiz, Rocío Pérez Rojo , Rocío Pzms, Rosa Arias Nuñez , Rosario Esther Torcuato, Rosi Molina, Rouse Mary Eslo, RoxanaAndreea Stegeran, Salud Lpz, Sandra Arévalo, Sara Lozano, Sara Sánchez, Sara Sánchez Irala, Sonia Gallardo, Sylvia Ocaña, Sabrina Edo, Sandra Solano, Sara Sánchez, Sheila Majlin, Sheila Palomo, Shirley Solano, Silvia Loureiro, Silvia Gallardo, Silvia Segovia, Sonia Cullen, Sonia Huanca, Sonia Rodríguez, Sony González, Susan Marilyn Pérez, Tamara Rivera, Toñi Gonce , Tania Castro Allo, Tania Iglesias, Toñi Jiménez Ruiz, Verónica Cuadrado, Valle Torres Julia, Vanesa Campos, Vanessa Barbeito, Vanessa Díaz , Vilma Damgelo, Virginia Lara, Virginia Medina, Wilkeylis Ruiz, Yojanni Doroteo, Yvonne Mendoza, Yassnalí Peña, Yiny Charry, Yohana Tellez, Yolanda Sempere, Yvonne Pérez, Montse Suarez, Chary Horno, Daikis Ramirez, Victoria Amez, Noe Saez, Sandra Arizmendi, Ana Vanesa Martin, Rosa Cortes, Krystyna Lopez, Nelia Avila Castaño, Amalia Sanchez, Klert Guasch Negrín, Elena Lomeli, Ana Vendrell, Alejandra Lara Rico, Liliana Marisa Scapino, Sonia Mateos, Nadia Arano, Setefilla Benitez Rodriguez, Monica Herrera Godoy, Toñi Aguilar Luna, Raquel Espelt Heras, Flor Guillen, Luz Gil Villa, Maite Bernabé Pérez, Mari Segura Coca, Raquel Martínez Ruiz, Maribel Castillo Murcia, Carmen Nuñez Córdoba, Sonia Ramirez Cortes, Antonia Salcedo, Ester Trigo Ruiz, Yoli Gil, Fernanda Vergara Perez, Inma Villares, Narad Asenav, Alicia Olmedo Rodrigo, Elisabet Masip Barba, Yolanda Quiles Ceada, Mercedes Fernandez, Ester Prieto Navarro, María Ángeles Caballero Medina, Vicky Gomez De Garcia, Vanessa Zalazar, Kuki Pontis Sarmiento, Lola Cayuela Lloret, Merche Silla Villena, Belén Romero Fuentes, Sandrita Martinez M, Britos Angy Beltrán, Noelia Mellado Zapata, Cristina Colomar, Elena Escobar Llorente, Nadine Arzola Almenara, Elizah Encarnacion, Jésica Milla Roldán, Ana Maria Manzanera, Brenda Cota, Mariló Bermúdez González, María Cruz Muñoz Pablo, Lidia Rodriguez Almazan, Maria Cristina Conde Gomez, Meztli Josz Alcántara, Maria Garabaya Budis, Maria Cristina Conde Gomez , Osiris Rodriguez Sañudo , Brenda Espinola, Vanessa Alvarez, Sandra Solano, Gilbierca María, Chanty Garay Soto, Vane Vega, María Moreno Bautista, Moraima selene valero López, Dalya Mendaña Benavides, Mercedes Pastrana, Johanna Opic Feliz, María Santos Enrique, Candela Carmona, Ana Moraño Dieguez, Marita Salom, Lidia Abrante, Aradia Maria Curbelo Vega, Gabriela Arroyo, Berenice Sanchez,

Emirsha A. Santillana, Luz Marina Miguel Martin, Montse Suarez, Ana Cecy, Maria Isabel Hernandez Gutierrez, Sandra Gómez Vanessa Lopez Sarmiento, Melisa Catania, Chari Martines, Noelia Bazan, Laura Garcia Garcia, Alejandra Lara Rico, Sakya Lisseth Mendes Abarca , Sandra Arizmendi Salas , Yolanda Mascarell, Lidia Madueño, Rut Débora PJ, Giséle Gillanes , Malu Fernandez , Veronica Ramon Romero, Shirley Solano Padilla , Oscary Lissette, Maria Luisa Gómez Yepes, Silvia Tapari , Jess GR , Carmen Marin Varela, Rouse Mary Eslo, Cruella De Vill, Virginia Fernandez Gomez, Paola Videla, Loles Saura, Bioledy Galeano, Brenda Espinola,Carmen Cimas Benitez, Vanessa Lopez Sarmiento, Monica Hernando, Sonia Sanchez Garcia, Judith Gutierrez, Oliva Garcia Rojo, Mery Martín Pérez, Pili Ramos, Babi PM, Daniela Ibarra, Cristina Garcia Fernandez, Maribel Macia Lazaro, Meztli Josz Alcántara, Maria Cristina Conde Gomez, Bea Franco, Ernesto Manuel Ferrandiz Mantecón. Brenda Cota, Mary Izan, Andrea Books Butterfly, Luciene Borges, Mar Llamas, Valenda_entreplumas, Joselin Caro Oregon, Raisy Gamboa, Anita Valle, M.Eugenia, Lectoraenverso_26, Mari Segura Coca, Rosa Serrano, almu040670.-almusaez, Tereferbal, Adriana Stip, Mireia Alin, Rosana Sanz, turka120, Yoly y Tere, LauFreytes, Piedi Fernández, Ana Abellán, ElenaCM, Eva María DS, Marianela Rojas, Verónica N.CH, Mario Suarez, Lorena Carrasco G, Sandra Lucía Gómez, Mariam Ruiz Anton, Vanessa López Sarmiento, Melisa Catania, Chari Martines, Noelia Bazan, Laura Garcia Garcia, Maria Jose Gomez Oliva, Pepi Ramirez Martinez, Mari Cruz Sanchez Esteban, Silvia Brils, Ascension Sanchez Pelegrin, Flor Salazar, Yani Navarta Miranda, Rosa Cortes, M Carmen Romero Rubio, Gema Maria Párraga de las Morenas, Vicen Parraga De Las Morenas, Mary Carmen Carrasco, Annie Pagan Santos, Dayami Damidavidestef, Raquel García Diaz, Lucia Paun, Mari Mari, Yolanda Benitez Infante, Elena Belmonte Martinez, Marta Carvalho, Mara Marin, Maria Santana, Inma Diaz León, Marysol Baldovino Valdez, Fátima Lores, Fina Vidal Garcia, Moonnew78, Angustias Martín, Denise Rodríguez, Verónica Ramón, Taty Nufu, Yolanda Romero, Virginia Fernández, Aradia Maria Curbelo, Verónica Muñoz, Encarna Prieto, Monika Tort, Nanda Caballero, Klert Guash, Fontcalda Alcoverro, Ana MªLaso, Cari Mila, Carmen Estraigas, Sandra Román, Carmen Molina, Ely del Carmen, Laura García, Isabel Bautista, MªAngeles Blazquez Gil, Yolanda Fernández, Saray Carbonell, MªCarmen Peinado, Juani López, Yen Cordoba, Emelymar N Rivas,

Daniela Ibarra, Felisa Ballestero, Beatriz Gómez, Fernanda Vergara, Dolors Artau, María Palazón, Elena Fuentes, Esther Salvador, Bárbara Martín, Rocío LG, Sonia Ramos, Patrícia Benítez, Miriam Adanero, MªTeresa Mata, Eva Corpadi, Raquel Ocampos, Ana Mª Padilla, Carmen Sánchez, Sonia Sánchez, Maribel Macía, Annie Pagan, Miriam Villalobos, Josy Sola, Azu Ruiz, Toño Fuertes, Marisol Barbosa, Fernanda Mercado, Lidia Madueño, Pili Ramos, MªCarmen Lozano, Melani Estefan Benancio, Liliana Marisa Scarpino, Laura Mendoza, Yasmina Sierra, Fabiola Martínez, Mª José Corti Acosta, Verónica Guzman, Dary Urrea, Jarimsay López, Kiria Bonaga, Mónica Sánchez, Teresa González, Vanesa Aznar, MªCarmen Romero, Tania Lillo, Anne Redheart, Soraya Escobedo, Laluna Nada, Mª Ángeles Garcia, Paqui Gómez, Rita Vila, Mercedes Fernández, Carmen Cimas, Rosario Esther Torcuato, Mariangeles Ferrandiz, Ana Martín, Encarni Pascual, Natalia Artero, María Camús, Geral Sora, Oihane Sanz, Olga Capitán, MªJosé Aquino, Sonia Arcas, Opic Feliz, Sonia Caballero, Montse Caballero, María Vidal, Tatiana Rodríguez, Vanessa Santana, Abril Flores, Helga Gironés,Cristina Puig, Silvia Tapari, María Pérez, Natalia Zgza, Carolina Pérez, Olga Montoya, Tony Fdez, Raquel Martínez, Rosana Chans, Yazmin Morales, Patri Pg, Llanos Martínez, @amamosleer_uy, @theartofbooks8, Eva Maria Saladrigas, Cristina Domínguez González (@leyendo_entre_historia),@valocuras, @vanessa_books_, @krmenplata, Mireia Soriano (@la_estanteria_de_mire), Estíbaliz Molina, @unlibroesmagia, Marta Pantoja, Vanesa Sariego, Wendy Reales, Ana Belén Heras, Elisabet Cuesta, Laura Serrano, Ana Julia Valle, Nicole Bastrate, Valerie Figueroa, Isabel María Vilches, Nila Nielsen, Olatz Mira, @marta_83_girona, Sonia García, Vanesa Villa, Ana Locura de lectura, 2mislibrosmisbebes, Isabel Santana, @deli_grey.anastacia11, Andrea Pavía, Eva M. Pinto, Nuria Daza, Beatriz Zamora, Carla ML, Cristina P Blanco (@sintiendosuspaginas), @amatxu_kiss, @pedrazaamat, @yenc_2019, Gabriela Patricio, Lola Cayuela, Sheila Prieto, Manoli Jodar, Verónica Torres, Mariadelape @peñadelbros, Yohimely Méndez, Saray de Sabadell, @littleroger2014, @mariosuarez1877, @morenaxula40, Lorena Álvarez, Laura Castro, Madali Sánchez, Ana Piedra, Elena Navarro, Candela Carmona, Sandra Moreno, Victoria Amez, Angustias Martin, Mariló Bermúdez, Maria Luisa Gómez, María Abellán, Maite Sánchez, Mercedes Pastrana, Ines Ruiz, Merche Silla, Lolin García, Rosa Irene Cue, Yen Córdoba, Yolanda

Pedraza, Estefanías Cr, Ana Mejido, Beatriz Maldonado, Liliana Marisa Scarpino, Ana Maria Manzanera, Joselin Caro, Yeni Anguiano, María Ayora, Elsa Martínez, Eugenia Da Silva, Susana Gutierrez, Maripaz Garrido, Lupe Berzosa, Ángeles delgado. A todos los que me leéis y me dais una oportunidad, y a mis Rose Gate Adictas, que siempre estáis listas para sumaros a cualquier historia e iniciativa que tomamos.

Introducción

Afirmación del día: «Vas a convertir lo negativo en positivo»

Lucía

Apago el móvil y me quito los cascos después de haber escuchado mi afirmación del día. Vale, puede que te parezca una chorrada, pero para mí no lo es. Cuando mi psicóloga me recomendó el uso de afirmaciones, pensé lo mismo que tú, que esas tonterías no iban conmigo, palabrería barata de cuatro charlatanes con ínfulas de gurú de medio pelo. ¡Meeeeec, error! Tengo que reconocer que desde que le hago caso a Menchu, mi psicóloga, me siento mucho mejor, como si con cada afirmación creciera y soltara lastre, ganando la seguridad que me fue arrebatada a golpes. Disculpa, ¿nos conocemos? Es que tu cara me suena, y no me refiero al programa de la tele… Ah, ya, claro, qué tonta. No recordaba que nos habían presentado en el libro que mi cuñada y mi hermano escribieron para contar su propia

historia[1]. ¿Cómo? ¿Qué te quedaste con ganas de ver si terminaba con el doctor Ulloa? Pues te advierto desde ya que vas a quedarte con ellas, rotundamente no. Lo nuestro fue un «accidente», una irresponsabilidad por mi parte al tratar de que las cosas entre mi hermano y Luz se arreglaran mediante mi actuación estelar. Ahora que he tomado perspectiva, te diré que no debería haberlo hecho, tendría que haberle dado una vuelta antes de dejarme llevar por aquella tentación hecha ginecólogo. Solo de pensarlo se me eriza la piel y me salen ronchas. Ya sabes que ciertas alergias aparecen de repente. Yo me declaraba alérgica a él. Por suerte, Barcelona era muy grande y el doctor Ulloa y yo no tendríamos que coincidir en la vida. Y, si podía evitarlo, tampoco en la muerte. Que yo tenía el cielo ganado y ese hombre iría derechito al infierno de los sordos, o lo que es lo mismo, aquellos que no querían escuchar y comprender que una mentirijilla puede llegar a ser necesaria, si de ella depende la felicidad de tu hermano mayor. La vida me dio dos limones —mi ex y ese demonio de ojos del mar Caribe—, con los que me hice una rica limonada y ahora pensaba degustarla a sorbitos, no fuera a ser que con tanto ácido me saliera una úlcera. ¿Cómo dices? ¿Que cómo estoy tan segura de que no coincidiré con ellos siendo médicos y yo enfermera? Pues porque mi ex es traumatólogo y trabaja en la otra punta de Barcelona. Y mi «error» es ginecólogo en un hospital privado, cuyo nombre prefiero olvidar. En la unidad donde trabajo es difícil que coincidamos. Es una de las más desconocidas del sector sanitario debido a que se encuentra en el último peldaño de la pirámide de la medicina, aquel lugar donde nadie quiere ir porque quiere decir que la vida se te acaba. Exacto, trabajo en la unidad de paliativos. ¿Que no sabes lo que es? Pues yo te lo explico. Después de nosotros solo quedaba la nada, a no ser que fueras cristiano y san Pedro te abriera las puertas del cielo. En otras religiones no me meto, que no tengo ni idea… Somos quienes acompañamos a los enfermos en su último viaje. Intentamos que se vayan de este mundo sin dolor, sin sufrimiento,

aportándoles un poquito de nuestra alma, que jamás llegamos a recuperar. Pasábamos muchas horas con aquellos que sabían que tenían que partir. A veces reíamos, otras llorábamos, incluso bailábamos o leíamos para ellos. Nos sumíamos en intensas charlas, cálidos abrazos, densos silencios y ligeras exhalaciones que hablaban de adiós. ¿Si es duro? Demasiado. Nadie nos prepara para vivir y menos para morir. Santa Teresa decía que morirse era volver a casa. Ella cuidaba de leprosos, en muchas ocasiones moribundos que otros enfermos repudiaban con desagrado, y lo único que esperaba de su trabajo era que pudieran morir en paz y con dignidad. Eso era para ella la eternidad. No es que yo pretendiera ser santa Teresa, aunque algún referente debía tener. Su fuerza interior era épica y la mía estaba en construcción, aunque Menchu me dijera que iba por buen camino. Toda mi unidad recibía atención psicológica, pues enfrentarse a diario con la pérdida no era tarea sencilla y más cuando acarreabas un pasado como el mío. A veces las sonrisas se me atravesaban, quedaban atascadas en aquel tejido repleto de cicatrices que me envolvía por dentro. Pensar en mi vida con él dolía, aunque cada vez menos, y sabía que algún día lo recordaría como un obstáculo que logré superar con éxito. Como decía Menchu: «En la superación personal hay tanto triunfos como derrotas y solo llegas a la cima cuando logras superarte a ti misma olvidando a los demás». Ahora soy una mujer felizmente separada y pronto obtendré los papeles del divorcio para convertir a mi ex en un borrón en mi vida, como lo fui yo durante nuestro matrimonio. Una mancha a la que pisotear física y mentalmente. Sacudo la cabeza frotándome el rostro para tirar de la sábana que cubre mis pies. Es hora de levantarse y empezar el día con energía renovada. Hoy me dan los resultados del examen para saber si seré la nueva jefa de planta. Todo apunta a que el puesto va a ser mío, pero prefiero no anticiparme, que da mala suerte. ¿Cómo dices? ¿Que te apetece acompañarme? Pues me parece una idea fantástica, siempre va bien algo de apoyo. Espérame en el sofá, me ducho y enseguida salgo. Si quieres tomar cualquier cosa, sírvete; no tardo nada y nos vamos.

Por cierto, si sientes que te insultan, no te incomodes; es Paco, mi loro, que tiene la lengua un poco suelta. «¡Qué emoción, la nueva jefa de planta!», canturreo dando saltitos por el pasillo hasta desaparecer.

Capítulo 1

Segunda afirmación del día: «Controlo mis respuestas y reacciones»

Lucía

«¡No,no,no,no y no! ¡Pero cómo era posible!». ¿Tonia? ¿En serio? ¡Pero si su único mérito era saber colocarse las extensiones de pestañas sin mirar y tener más followers que pacientes atendidos en su cuenta de Instagram. ¿Es que el jefe se había vuelto loco? —No te hagas mala sangre, Lucía, todas sabíamos que el puesto debía ser tuyo. —Analí pasó la mano por mi espalda, ella era mi paño de lágrimas y la que siempre buscaba animarme cuando las cosas se ponían feas. —Pero es que me había esforzado muchísimo, y ya no digo solo estudiando. He doblado turnos, cambiado los de las compañeras cuando tenían compromisos, he pasado fechas señaladas sin ver a mi familia para que otros estuvieran con la suya y… No es que me las dé de nada, sabes que todo lo he hecho de corazón, pero es que me da rabia que ella, que sigue la

ley del mínimo esfuerzo y del máximo escaqueo, sea la nueva jefa. ¡Si antes trabajaba poco, ahora lo va a hacer menos! —Lo sé, nena, lo sé. Un puto asco. Las malas lenguas dicen que lleva un tiempo liada con el nuevo jefe de Urgencias, que es íntimo del jefe y ayer estrenó su nuevo puesto. —Un momento… ¿Han echado a Mejías? —Más bien se ha marchado, le salió un puesto en un hospital privado de Nueva York y ha decidido saltar el charco en lugar de hundirse en el nuestro. A veces envidio el coraje que le echan algunos. La sanidad en España está cada vez peor, y en otros lugares del mundo está mucho mejor pagada y valorada. De hecho, si yo estuviera en tu situación, ya habría hecho las maletas hacia algún lugar del mundo donde cobrara un pastizal. —Sabes que soy un poco cagada para esas cosas. Además, están mi madre, Carlos y ahora Luz. —Tu hermano tiene a Luz, tú misma lo has dicho. Y vale que tu madre también está sola, pero tiene a su hermana, las vecinas con las que juega al chinchón cada tarde y el vibrador que le regalaste para su cumpleaños. En cambio, tú, ¿qué tienes? —A ti, a mi familia, a Paco, el trabajo y unas aspiraciones que me acaban de joder. —Exactamente, te acaban de joder. ¿Y piensas dejarlo así? Yo de ti iría a pedirle explicaciones al jefe o, por amor propio, me buscaría otro lugar donde me valoren más que aquí. Porque yo no puedo arriesgarme, que si no, lo llevaban claro. —Su mirada de determinación me encendió un poco, aunque, rápidamente, me desinflé. —Pero este es mi sitio, vosotros sois mi otra familia: tú, Rosa, Sandra, Bea… Nada sería igual sin vosotras. —¡Por todos los santos, a nosotras nos tendrás siempre! Y sé sincera, ¿no estás un pelín harta de paliativos? Se te da de vicio, no digo que no, pero esto quema a cualquiera y, con tu situación emocional, quizá podrías plantearte otra especialidad como obstetricia. Eso sí que da alegría. —¿La otra cara de la moneda? —¿Qué? Traer niños al mundo es una delicia, con ese aroma a bebé y esas caritas adorables. Puesta a plantearte cambiar de trabajo, podría ser un acierto. —¡Yo no me estoy planteando nada! ¡Eres tú quien me está inflando la cabeza con las aspiraciones que tú no puedes llevar a cabo! ¡Hasta hace dos

minutos, mi única intención era ser jefa de planta! —Ya, pero así es la vida, a las nueve estás aquí siendo la número uno del mercado… —alzó la planta de la mano y después la bajó abruptamente—, y a las nueve y cinco te desplomas y quedas descatalogada. Hasta hace dos minutos, pensábamos que el puesto era tuyo y no de esa impresentable de Tonia. Las cosas cambian y el mundo avanza a una velocidad de vértigo. Te lo digo yo, que ayer me levanté siendo una cría cuyo mayor problema era escoger un coletero y esta mañana me preguntaba cómo era posible que me hubiera salido una cana en la almendra. ¡Joder, que no soy tan mayor! En cuanto la he visto, he pedido hora para hacerme la depilación definitiva. Me niego a tener el parrús blanco. —Exagerada, que solo es una… —Se empieza por una y se acaba con todo el monte nevado. Además, que yo solo llevaba un bigotillo a lo Hitler. Mejor dejar las SS y salir del régimen. Creo que mi último ligue se asustó al verse cara a cara con el dictador. —Serás burra… —Yo seré lo que quieras, pero por una vez en la vida échale huevos y plántate. Tu yo del futuro te agradecerá mis consejos. La cabeza me daba vueltas. En alguna ocasión había pensado cambiar de especialidad o incluso de hospital, pero no era una mujer excesivamente osada, los cambios me daban mucho respeto. Si no hubiera sido así, no habría aguantado tantas palizas por parte de mi marido. ¿Que cómo lo permití? Pues porque al principio mi ex era un chico encantador. Nos conocimos en una fiesta de la Universidad de Medicina. Varias estudiantes de Enfermería acudimos en busca de médicos buenorros y algo de diversión. Allí estaba él, tan guapo, tan rubio, tan alto, tan perfecto… Y yo, en un rincón, con mi refresco de cola, cara de asustada y un grupo de amigas cuyo objetivo principal era ligarse a un futuro prometedor. Cuando nuestras miradas se encontraron, sentí ese chispazo del que hablan en los libros. Sus ojos avellana se me antojaron los más cálidos del mundo. Siempre había sido de templados otoños y fríos inviernos. Mis vacaciones soñadas eran en una preciosa cabaña en mitad de una montaña nevada, con una inmensa chimenea de piedra que desprendiera aroma a madera encendida.

Yo estaría arrebujada en el sofá, envuelta en una manta, con un buen libro en una mano y un tazón de chocolate humeante en la otra. Aquella deseada imagen fue lo que me transmitieron sus ojos. Por eso, cuando se acercó a mí con una sonrisa del color de los copos de nieve, fui incapaz de fijar la atención en nadie más que no fuera él. Tenía mucha labia, venció mi timidez y me arrancó varias sonrisas, algo que te garantizo que en aquel entonces no era tarea fácil. Incluso me sacó a bailar cuando sonó la primera lenta, pegando mi cuerpo al suyo. Olía tan bien… Nos intercambiamos los teléfonos, me acompañó a casa y volvió a ofrecerme otra sonrisa que hizo crepitar mi abdomen. Fue tan dulce y considerado que, a partir de aquella noche, mi mundo se convirtió en Daniel. Quedábamos casi a diario, largos paseos, tardes de cine, besos que susurraban promesas de futuro y mi primera vez con un chico. Ambos terminamos de estudiar. Él me sacaba tres años y esperó a que me dieran el título para proponerme matrimonio. Acepté sin pensarlo y en unos meses me convertí en la mujer del prometedor traumatólogo Daniel Rivas. En aquel entonces pensaba que era muy considerado, que todo lo que me aconsejaba lo hacía por mi bien. Tenía una manera de hacerme ver las cosas que me convencía de que estaba equivocada con mis enfoques. ¿Te he dicho que era muy persuasivo? Pues lo era, al extremo. Ahora, desde la madurez y mis sesiones de terapia, comprendo que no se trataba de preocupación, sino de dominación. Al principio fue «No salgas con tus amigas, que nos quitan tiempo para estar juntos», «¿Para qué necesitas salir solo con ellas? ¿Acaso te molesto o es que quieres conocer a otro?», «¿Por qué llevas esa falda tan corta o esa blusa tan ajustada? ¿Quieres que piensen que eres una buscona?». Me convenció de que mis decisiones eran erróneas, de que lo que lo movía era el amor que sentía por mí. Quería que estuviéramos siempre juntos porque estaba muy enamorado y no soportaba la idea de que los demás me faltaran al respeto o se confundieran por mi forma de vestir. ¡Qué idiota era! Los escotes se convirtieron en jerséis de cuello alto o camisas abotonadas hasta el cuello, las faldas siempre por debajo de la rodilla, que

era señal de discreción y elegancia, y el maquillaje muy sobrio, nada llamativo que pudiera identificarme como una cualquiera. Terminé distanciándome de todo y de todos. Vivía por y para él, además del trabajo, claro. Estábamos en hospitales distintos, lo que me daba un poco de oxígeno, hasta que un día vino a buscarme por sorpresa y me vio bromeando con un celador. Aquella fue la primera vez que me puso la mano encima. Esperó a que saliera y, cuando estábamos a solas en el parking, lo vi muy serio, así que le pregunté qué le pasaba. Me cruzó la cara de un guantazo, alegando que acababa de dejarlo en ridículo. Que estaba tonteando con otro en sus narices, que; seguramente, sería el hazmerreír del hospital por mi culpa, por extralimitarme y tontear con los compañeros. Que, si pretendía acostarme con otros, era mejor que nos separáramos. Me sentí tan mal, tan y tan mal, que incluso llegué a pedirle disculpas. ¡Qué imbécil fui! Aquello solo fue el pistoletazo de salida y, cuando quise darme cuenta, estaba inconsciente, en mitad de un charco de sangre, con el brazo partido y mi hermano dándole una paliza de muerte. Si Carlos no hubiera aparecido con su compañero, porque los vecinos habían llamado pensando que nos estaban robando, no sé si seguiría con vida. O, lo que es peor, si habría vuelto a perdonar a mi marido escudándome en mi mala conducta. Sé lo que piensas, tú y cualquiera que esté leyendo estas líneas, pero cuando te conviertes en una mujer maltratada la realidad toma un cariz distinto. Lo justificas todo, hasta lo imposible. Te conviertes en una sombra, una extensión de tu maltratador que es pisoteada, ninguneada y vapuleada de formas inimaginables, y aun así piensas que no mereces nada mejor de lo que tienes. Porque él te quiere y su manera enfermiza de hacerlo es la que das por buena. Te conviertes en tu peor carcelera, porque tienes las llaves, pero no la fuerza para dar un paso al frente, abrir la puerta y desprenderte de los barrotes donde malvives en una realidad paralela. Cuando me desperté en el hospital y vi la cara bañada en lágrimas de mi madre, fue como un tiro directo al corazón. —¿Por qué no nos contaste nada? —fue su única pregunta. Y mi respuesta, un silencio amargo envuelto en lágrimas de impotencia, aquellas que caían de mis ojos cuando nadie me veía, con la única diferencia de que ahora la mujer que me dio la vida estaba delante de mí.

Se dice que las mujeres maltratadas lo son porque reflejan patrones que han vivido de pequeñas en su familia. Puede que sea así en algunos casos, no en el mío. En casa se respiraba tanto amor que podías palpar mullidos corazones flotando en el ambiente. Mi padre jamás nos puso una mano encima, era un hombre tan recto como cariñoso y miraba a mamá como si ella fuera auténtica magia. Fue así hasta el día en el que falleció, el peor día de nuestras vidas. Sobre todo para mi hermano, quien sufría los estragos de la adolescencia y estaba peleado con él cuando la vida se le escapó entre los dedos. Carlos nunca se perdonó que papá se marchara sin que él pudiera disculparse. Lo pasó francamente mal. Intentó convertirse en un buen poli, seguir sus pasos y, de algún modo, devolverle el orgullo que debería haber sentido por su hijo. Sé que, si el cielo existe, papá tendrá el pecho hinchado cada vez que lo observe sentado desde una nube. Mi hermano era el mejor del mundo, bueno, cariñoso y con unos principios que más de uno querría para sí. En el hospital pasé unos días duros, extremadamente duros, donde yo era mi peor enemiga. El médico insistió en que recibiera ayuda psicológica y le dije que no se preocupara, que en el hospital donde trabajaba recibíamos atención psicológica semanal. Allí fue donde Menchu, la psicóloga que nos atendía a los de paliativos, entró en mi cabeza con toda la caballería. Mi mochila era enorme, cargada de prejuicios e inseguridades. El trabajo que desarrollaba no ayudaba. Ver morir a otros seres humanos, muchas veces a sabiendas de que eran maltratadores como Daniel, no era tarea fácil. No podía discriminar a nadie, debía atenderlos como a cualquiera, sin importar que esa escoria humana hubiera puesto la mano encima a su mujer o a sus hijos. A veces veía mi propio reflejo entre los enfermos, mujeres aterradas que estaban pasando lo que yo callaba. Y mi voz les daba consejos, la misma que en casa se apagaba paliza tras paliza. Era de locos. Mamá fue la primera que me cogió de la mano cuando me dieron el alta y me dijo, mirándome con sus ojos tan parecidos a los míos: —Estaremos para cogerte al primer salto, pero debes darlo tú sola, sin ayuda. Debes tener la entereza de saber que eres capaz para afrontar lo que venga después de que tomes la decisión de dar un paso hacia delante. Tú

eres la que debe irse y acudir a un abogado. Y, si lo haces, tanto tu hermano como yo permaneceremos a tu lado, acompañándote, decisión tras decisión. Tenía razón, ellos no podían forzarme a nada, yo era la responsable de mi vida, de mis decisiones y de mis actos. Mis padres no habían criado a dos hijos débiles, sino a dos personas capaces de reconocer que, si se equivocaban, debían tener la valentía de admitirlo y acarrear con las consecuencias. Entendía por qué lo hacía: no quería verme como una de esas mujeres aterradas, sino que quería que le plantara cara a la vida, aunque me costara. Y no sabes cómo se lo agradezco. Le pregunté si podía mudarme con ella mientras cogía fuerzas para buscar un piso para mí sola. Mamá sonrió, apretó la mano donde no llevaba la escayola y me dijo que su casa siempre sería la de todos, tanto de mi hermano como mía, aunque él viviera solo desde hacía años. Carlos nos acompañó a mi antiguo hogar, mi marido no estaba en casa cuando nos presentamos. Cogí lo que me cabía en dos maletas, de lo demás no quería saber nada. Todo eran recuerdos y lo que yo quería era que desaparecieran, llenar mi mochila de otros más nuevos. La separación no fue sencilla, a mi hermano lo condenaron por pegar a un civil y mi ex salió prácticamente de rositas. No hay nada como tener un buen abogado para que tape tu mierda. Además de que aprovechó un instante en el que fui sola al baño para arrinconarme y decirme que, si no quitaba la denuncia, haría lo que fuera para acabar con la carrera de mi hermano. Lo hice a escondidas, de eso no saben nada mamá y Carlos, sobre todo él, jamás me lo hubiera permitido. Pero no podía hundirle la vida, bastante tuvo con la suspensión de empleo y sueldo y el castigo que le impuso el juez para controlar su supuesta agresividad que lo llevó a pegar, casi hasta la muerte, al doctor Rivas. La lectura positiva de todo aquello fue que, si no hubiera sido por esa sentencia, mi hermano no habría acudido a las clases de «yoga para inadaptados» que daba Luz. Así que, como dice el refrán, no hay mal que por bien no venga. Esperaba que su historia de amor saliera bien. No como la mía. La historia con Daniel no terminó ahí. Él seguía insistiendo en que se le había ido de las manos, que estaba acudiendo a terapia para controlar su ira interior, que quería una oportunidad, que me amaba y bla, bla, bla.

Reconozco que a veces flaqueaba porque, cuando las cosas entre nosotros iban bien, era un hombre increíble. Suerte que tenía a Menchu para recordarme que, cuando no lo hacían, se convertía en abominable. Por su profesión, sabía muy bien dónde dar y cómo hacerlo para que las lesiones no se vieran y fueran lo más dolorosas posibles. Además de conocer mis flaquezas y usarlas para jugar en mi contra. —Lucía, Lucía, ¿me estás escuchando? Enfoqué los ojos hacia Analí. —Perdona, creo que me he quedado empanada. La noticia no me ha sentado nada bien. —Te preguntaba que qué piensas hacer. Suspiré y apreté los puños, estábamos fuera del cuartito de enfermeras porque dentro estaba Tonia recibiendo todas las felicitaciones del mundo mundial. —Ahora mismo estoy hecha un lío y un manojo de nervios, creo que no es bueno que me precipite. La puerta se abrió y una sonriente nueva jefa de planta apareció en el vano. —¿Qué te pasa, Lucía, no piensas entrar a felicitarme? ¿Tan mal perder tienes? —Disculpa, Tonia, estaba hablando con Analí de un paciente. Mis más sinceras felicitaciones —dije con una sonrisa que no llegaba a mi mirada, muy al contrario que la suya, que plegaba sus ojos formando dos malignas ranuras. —Sí, ya veo que te alegras mucho, se te nota en la cara. Pero no pasa nada, ya pondré a cada una en su sitio ahora que puedo hacerlo. Sobre todo a ti, que te lo tienes tan creído, haciéndote la buenecita con todos. Pero yo te tengo calada. Es como el cuento de la tortuga y la coneja. Te acaban de pasar la mano por delante cuando ya te veías vencedora. —Dirás que es como el cuento de la tortuga y la liebre —la corrigió Analí—. Aunque permíteme que discrepe, ni tú eres una tortuga ni Lucía una liebre. Lo que eres es una lista que ha sabido muy bien a qué puerta llamar y dónde hincar las rodillas. A Tonia le cambió la expresión de golpe. —¿Me estás acusando de algo? Tu comentario es de lo más machista — observó con ponzoña.

—¿Yo? ¿Machista? Qué va. Me refería a que seguro que has ido a rezar mucho a la iglesia, se te ve cara de muy devota y de ir encendiendo más de un cirio para que te concedan el puesto. —Te estás jugando todos tus fines de semana libres con esa actitud y tus acusaciones. Seguro que a tus hijos les encanta que seas tan entregada con tu oficio. No sufras por tu falta de fe, que yo te enseñaré a rezar y a encender cirios en tus largas guardias. Eso sí, online, desde mi sillón de masaje nuevo. El que voy a comprarme con mi primer aumento para que alivie el estrés de aguantaros. —Agarré del brazo a Analí, no quería que saliera perjudicada por defenderme. Murmuré por lo bajo un «Déjala, no vale la pena» que le hizo apretar los puños a mi amiga—. Ya que tenéis tantas ganas de trabajar, os tendré muy en cuenta a ambas. Voy a seguir con la celebración y vosotras, a currar, que hay muertos vivientes que os esperan y es lo que mejor se os da. Cerró la puerta de golpe. —Te juro que, si no me paras, voy a arrancarle esas putas extensiones y dejarle los ojos calvos. Después, iré a por sus garras de gel y, si me apuras, le pincho las prótesis de las tetas. —¡Cálmate! —Tiré de ella para que se serenara. Conociéndola, era bastante imposible, pues era de mecha corta si detectaba que alguien trataba de dañarnos. —Agrrr, es que es peor que Maléfica, Úrsula y la madrastra de Blancanieves juntas. No sé cómo Disney no le ha puesto copyright. —Pues porque es tan mala que ni los de Disney la quieren, seguro que les hundía la película —rebufé. Me esperaba un futuro de miércoles…, por no decir otra palabra. Igual mi amiga tenía razón y debía actuar en nombre del bien común. Nadie merecía tener a aquella tirana de los postizos como jefa de planta. —Voy a hablar con el jefe y le voy a poner los puntos sobre las íes, que no se diga que no es porque no lo he intentado —expresé, más segura de lo que en realidad me sentía. —Así se habla, ¡esa es mi chica! ¿Necesitas que te acompañe para hacer presión? Negué. —Juana de Arco actuó sola. Es mi salto de fe, solo quédate aquí por si es muy dura la caída.

—No pienso moverme, tranquila. En la carrera era muy buena con las suturas… —Espero no necesitarlas, deséame suerte. —Suerte. El director del hospital, el señor Mejide, era un hombre sesentón, con un peluquín poco disimulado que daba la sensación de que fuera un aficionado a la taxidermia que hubiera matado a la ardilla de Ice Age para hacerse un postizo con ella. Llevaba unas gafas de pasta oscura con las que pretendía darse un aire de intelectual de medio pelo que no llegaba ni al del humorista Eugenio. Ojalá alguien tuviera las narices de decirle lo ridículo que parecía. Estaba plantada frente a él mientras levantaba los dedos pidiéndome un instante para terminar de responder un email de la junta médica. Tecleaba aporreando las teclas, usando un dedo de cada mano y pegando mucho el rostro a la pantalla. Con franqueza, parecía mentira que aquel hombre hubiera sido uno de los cirujanos cardiovasculares más prestigiosos de nuestro país. Parecía más el marido de la carnicera a quien le hacía falta una buena revisión de las dioptrías. Separó la cara, se ajustó las gafas y me miró, un tanto sorprendido por hallarse con mi presencia. Solo recordaba haber estado una vez en aquel despacho: cuando firmé el contrato para convertirme en enfermera. —Ya está. Disculpe, enfermera… —titubeó, creo que no se sabía ni mi nombre. —Jiménez, Lucía Jiménez, de paliativos. —Eso, señorita Jiménez. Lo tenía en la punta de la lengua. Es que son tantas, que a veces me falla la memoria. ¿Qué la trae por aquí? Resoplé por dentro, solo debería haber mirado el cartelito identificativo que llevaba sujeto en la bata para saber mi nombre. El mismo que, si no llevábamos puesto, por orden suya, recibíamos una amonestación. —Vengo por lo del puesto de jefa de planta de mi unidad. —Lo siento, llega tarde, ya se lo hemos dado a la señorita Antonia Luque Domínguez. Ahora mismo se lo estaba comunicando a la junta. ¿Por qué no me extrañaba que se supiera incluso el árbol genealógico de Tonia y no se acordara ni de mi apellido?

—Lo sé, yo también me presenté. Por eso mismo estoy aquí, para que me dé una explicación de por qué no he sido elegida para el puesto —dije con una seguridad que no sentía. Se quitó las gafas y se cruzó de brazos, sonriente. —Señorita… —Jiménez —volví a recordarle con menos paciencia que antes. —Jiménez. La señorita Luque obtuvo unos resultados brillantes, además tiene un expediente intachable y muy buenas recomendaciones. —Ahí quería ir a parar yo. Tonia es la enfermera que menos rinde en la planta, es una mala compañera, si puede escaquearse lo hace, intenta tener siempre el mejor turno, casi nunca dobla guardias. Ni siquiera sé qué hace siendo enfermera cuando pone todo su empeño en tener las pestañas más largas de la plantilla en lugar de atender a los enfermos. La mirada que me echó no fue muy agradable. —¿Está poniendo en entredicho la profesionalidad de la señorita Luque? —Por supuesto. —Pues lamento decirle que la decisión ya está tomada. Si usted no ha sido seleccionada, será porque no tiene las aptitudes que buscamos en este hospital para ser jefa de planta. No todo es doblar guardias, a veces hacen falta otras cosas que solo los de arriba vemos y a personas como usted le pasan inadvertidas. —¿Cómo estar liada con el nuevo jefe de urgencias? ¿Esos son los méritos a los que hace referencia? Su cara se volvió a transformar, no sé ni cómo me atreví a soltar aquella pregunta. —No me gustan nada sus insinuaciones. En este hospital no hay favoritismos y menos de la índole que está sugiriendo. —Acaba de demostrarme que sí los hay. Yo merecía ese puesto, todos mis compañeros lo saben. Incluso nuestra antigua jefa de planta, la señora Urrutia, sabía que era la más válida. ¿Leyó su carta de recomendación? —Leo todas las cartas. La de la enfermera jefe Urrutia era tan válida como la de la señorita Luque. Me crucé de brazos. —Ya, ¿y me puede decir quién se la escribió? ¿La dueña del salón de peluquería de la entrada? Porque es el único sitio donde hace méritos. —Eso es información confidencial, a usted no le incumbe y, obviamente, no ha sido recomendada por la peluquera. Lo único que ha de saber es que

la señorita Luque es su superior a partir de hoy y que deberá atender a sus decisiones. —¿Y si no quiero? ¿Y si me planto? Usted no sabe lo tirana y poco trabajadora que es esa mujer. Igual llevo a mis compañeros a la huelga antes que tenerla encima. —¿Me está amenazando? Piense muy bien lo que dice y las consecuencias. Tal vez debería plantearse si quiere seguir formando parte de la plantilla de este hospital. —Me parece inaudito que estemos teniendo esta conversación, el puesto debería ser mío, mí-o. Me gustaría verlo a usted trabajando bajo las órdenes de sus afiladas uñas de gel, seguro que no opinaría lo mismo. —Detecto cierta hostilidad hacia el físico de la señorita Luque. Si tanto se fija en su imagen, igual debería preocuparse más por la suya, que no le sentaría mal. Además, si quiere permanecer aquí, se deberá ir acostumbrando a ella. No voy a tolerar sus faltas de respeto, el modo en que cuestiona la profesionalidad de su superior o que ponga en duda la imparcialidad de mis decisiones y de la junta. Si la señorita Luque es la nueva jefa de planta, es porque lo merece más que usted. Y no hay más que añadir. La ardilla de su cabeza tembló cuando subió el tono para hacer la última afirmación. Golpearon la puerta y Mejide dio paso a la persona que estaba detrás. —Adelante. Buenos días, Luque, pase. La enfermera… Jarama ya se marchaba. Oír aquel apellido me erizó por completo. Incluso había obviado que el director me estuviera invitando a irme y se hubiera confundido de apellido, pasando por alto la credencial donde se leía muy clarito. —Andrea, de Recursos Humanos, me ha pedido que pasara por su despacho para entregarle estos papeles. Decía que era urgente. Oír su prepotencia me aceleró por completo. Estaba convencida de que me estaba mirando con cara de suficiencia, sentía sus pupilas clavadas en mi nuca. —Sí, tengo que pasárselos a los miembros de la junta. No sabe lo orgullosos que estamos de contar con usted. Para este hospital es un orgullo que la recomendada del mismísimo Daniel Rivas lleve el mando. —Daniel fue muy amable recomendándome. Y seguro que es una honra para el hospital contar con un traumatólogo con su dilatada experiencia y

galardonado con innumerables premios como director de urgencias. Ahora sí que el mundo se había detenido para mí. Era imposible que hablaran de otro Daniel Rivas. Ese era el nombre y el apellido de mi ex. ¡Si ya era malo tener a Tonia como jefa, no quería ni imaginar lo que sería tener cerca al monstruo de Daniel! ¡Y lo peor era que estaban juntos! ¡Los dos! ¡Contra mí! Nunca conté lo que me había ocurrido en el hospital, no quería que sintieran lástima por lo que me había pasado. Solo Menchu y Analí conocían la realidad de mi «supuesto accidente doméstico». Me atendieron en otro hospital distinto al que trabajaba, que quedaba más cerca de mi domicilio. Cuando recuperé la consciencia, pedí expresamente que en mi historial médico apareciera, como causa del ingreso, accidente doméstico. —Señorita, por favor, puede salir del despacho —me increpó el director con impaciencia. Las piernas se me habían entumecido, mi pulso rebotaba como una pelota de goma que habían sacudido en una caja. Él iba a estar en mi mismo hospital a diario, planeando con Tonia cómo hacerme la vida imposible. Si había aceptado aquel puesto, seguro que era para eso. Mi vida iba a convertirse en un infierno y no lo podía permitir. —Quiero el despido —susurré de forma casi inaudible. No porque no quisiera que Tonia escuchara mi renuncia, sino porque no me salía. —¿Cómo dice? —¡Que me despida! —pronuncié con un chillido agudo. La paciencia de la que siempre hacía gala estaba llegando a su límite. —No pienso despedirla, si quiere irse deberá hacerlo usted. El hospital no va a pagarle una indemnización por una rabieta infantil de que otra niña se haya quedado con su pupitre. No pensaba irme sin que me despidieran, como mínimo necesitaba cobrar el paro. Vivía sola y no quería regresar a casa de mi madre, tenía muchos pagos a los que hacer frente. Te juro que no sé de dónde saqué fuerzas para hacer lo que hice, y menos estando Tonia a mi espalda, pues hiciera lo que hiciera iba a correr como la pólvora. Puede que fuera lo mejor, así me aseguraría de que no les quedara más remedio que echarme. Las palabras de mi madre actuaron como un acicate en mi cerebro, no podía ni quería silenciarlas.

«Tú sola eres quien debe dar el salto, yo estaré abajo para cogerte». Me levanté y, en un ataque de enajenación mental transitoria, me propulsé hacia delante para darle un fuerte tirón a la pelambrera artificial. Se la arranqué de cuajo y me puse a golpear su rostro con ella de derecha a izquierda y sin parar. Los gordos mofletes se sacudían, vapuleados por la ardilla. —¡Me va a despedir! ¿Me oye? ¡Me va a despedir! Aunque tenga que golpearle mil veces con su ridículo peluquín. —¡¿Es que se ha vuelto loca?! Agarró el matojo de mi mano y tiró hasta quitármelo de entre los dedos. Desprovista de mi arma de aniquilación, me hice con otra. Agarré la grapadora y la abrí por la parte de abajo; si lo hacías y apretabas, las grapas salían proyectadas hacia delante como verdaderos misiles. Lo sabía por propia experiencia, en el cole nos hinchábamos a hacer guerras de grapas. ¿No decía que era una rabieta de cría?, pues se iba a enterar. Apreté el gatillo, alcanzado al director en el lateral del cuello y otra en la oreja. ¿No quería ir de moderno? ¡Pues toma piercing! Aulló de dolor, usando la mesa como escudo. Se agachó para que no volviera a alcanzarlo, pero no pensaba detenerme. Iba a vaciar todo el cargamento sobre él. Estaba tan embebida en la reyerta que no oí los bocinazos de Tonia pidiendo ayuda y mucho menos sus pasos al entrar en el despacho. Unos brazos masculinos me tomaron por detrás, bloqueando mis movimientos con un agarre que conocía demasiado bien. —Quieta, cariño, te estás extralimitando. No querrás que te ponga en tu sitio delante del jefe —susurró la voz masculina tan cerca de mi pabellón auditivo que me eché a temblar. El ataque de pánico que sufrí me hizo revolverme, desaforada. Ni siquiera recordaba las nociones de defensa personal que me había dado mi hermano para que me sintiera más protegida. Solo quería salir corriendo, huir, librarme de él, de su olor, que me revolvía por dentro. —¡Agárrela, Rivas, voy a llamar a los de seguridad! ¡Esto es un despido disciplinario en toda regla! ¡Ya puede ir olvidándose de este hospital y de cualquier otro! Los ojos y los pulmones me ardían. Me sentía completamente descontrolada e hice lo único que recordé.

Cogí impulso y lancé hacia atrás la cabeza mientras clavaba la grapadora en el antebrazo de mi enemigo. Me soltó de golpe y ni me lo pensé, salí corriendo y no me detuve hasta llegar a la calle. Acababa de enfrentarme al monstruo de mis pesadillas y, aun habiendo escapado, no me sentía victoriosa por ello. Había perdido lo único que me llenaba y me hacía feliz: mi empleo. Daniel no pararía hasta verme destruida.

Capítulo 2

Tercera afirmación del día: «Piso mis miedos como una bailaora de flamenco»

Lucía

«¡Pero qué he hecho!». Tenía los globos oculares a punto de estallar. Los sentía irritados, hinchados y terrosos. ¿No deberían estar hidratados de tantas lágrimas vertidas? ¡¿Por qué al colirio lo llaman lágrima artificial?! —Vamos, vamos, Lu, ya está. —Mi cuñada intentaba serenarme sin éxito—. Te estás destrozando sin motivo. —Tú no lo entiendes, ¡no lo entiendes! ¡Acabo de lanzar mi futuro por la borda! ¡Nadie va a querer contratarme después de lo que he hecho y terminaré soltera, sin un euro en el bolsillo y dependiendo de mi madre hasta que falte! ¡Después, terminaré como una sin techo, durmiendo entre

cartones en un cajero, con un perro ciego y un gato sarnoso como única compañía! —exclamé, encajada en el sofá de mi apartamento—. ¡Mi vida es un drama! Es mejor que me meta en la cama y me eche a dormir para siempre. —Alto ahí, Bella Durmiente, que en lugar de enfermera pareces salida de un culebrón mexicano. Tú no te vas a ninguna parte. Además, Analí y Menchu deben de estar a punto de llegar. —No sé si voy a tener fuerzas para explicarles lo ocurrido. —Me parece que, con la que has liado en el hospital, ya deben estar al corriente. Lo que más le gusta a la gente es el chismorreo y lo tuyo ha dado para cuatro temporadas como mínimo. —Ohhhhgggg. —Me lancé hacia atrás contra el respaldo y me puse a sollozar. En cuanto me vi en la calle crucé la ciudad a pie hacia el estudio de fotografía de mi cuñada. Sin un euro, pues no había cogido el bolso, vestida con la bata del hospital y los zuecos, no tenía demasiadas opciones. Pensé en colarme en el metro, pero con mi buena suerte del día seguro que me detenían. Cuando llegué media hora después, con el rostro desencajado, los pies empapados, pues no me había fijado en un charco, y una ampolla en el dedo gordo, Luz cerró el negocio y me acompañó hasta el piso. Por suerte, vivía en un edificio antiguo con portería y la portera tenía una copia de las llaves de todos los pisos por si acaso. Una vez allí, le pedí que llamara al hospital, preguntara por Analí y le pidiera que me trajera mis pertenencias cuando acabara el turno. No me sentía con fuerzas para hacerlo yo misma. Cuando logramos sentarnos, Luz me preparó una infusión para templar los nervios y se sentó a mi lado, buscando aliviar mi sufrimiento. Sin embargo, yo no estaba muy por la labor; no podía dejar de mascullar, llenándola de mocos y babas. La pobre tenía el cielo ganado conmigo. Me consultó si quería que llamara a mamá o a Carlos, le supliqué que no, pues no quería alertarlos, y entonces me obligó a que sacara aquello que me tenía en ese estado de congoja absoluta. Me costó rememorar lo sucedido, lo hice entre todo tipo de fluidos que embadurnaron su camiseta rosa. Ella no estaba molesta, le daba igual si eso hacía que me sintiera mejor.

Ante todo, mi cuñada era una buena persona y eso lo supe desde el día en que la conocí. Se pasó conmigo toda la mañana, incluso hizo la comida. Mi hermano trabajaba todo el día y ella no quiso abandonarme ni un instante, por mucho que insistí en que dejara que me ahogara en mi desdicha. Cuando Analí llegó al piso, lo hizo con cara de susto y seguida de Menchu, que además de mi psicóloga se había convertido en mi otra mejor amiga. No es que tuviera demasiadas, mi matrimonio con Daniel me costó mi dignidad y todas mis antiguas amistades, pues solo salíamos con sus amigos. Cuando lo hacíamos. —¡La que has liado, pollito! Con esa simple frase, Analí volvió a desestabilizarme. —¡No! ¡No la hagas llorar otra vez! —la increpó Luz. —Es que nuestra Lu ha sido protagonista de un momentazo histórico que dudo que se vuelva a ocurrir en el hospital. Si después del ataque a don Pin Pon hubiera venido a por Barbie postizos y le hubiera arrancado las uñas y las pestañas, se habría coronado como la nueva heroína de la unidad. —¡Como la más idiota me he coronado! He lanzado mi futuro por la borda y ya no me refiero a trabajar ahí, sino en cualquier parte. He cavado mi propia tumba laboral. —Tacto, tac-to —repitió Menchu, dirigiéndose a Analí—. ¿Cuántas veces te tengo que decir que una no puede soltar lo que piensa sin filtrarlo antes? Es como beber café con poso —le recriminó Menchu. —¡Bah! Todo el mundo sabe que lo mejor del zumo es la pulpa. ¡Ha sido la leche! Nadie hasta ahora se había atrevido a atacar al director aporreándole con esa rata muerta que lleva en la cabeza, y mucho menos se había lanzado a taladrarlo con una grapadora para cerrarle esa bocaza de prepotente que tiene. —Se arrodilló frente a mí—. ¡Eres mi ídola! — profirió abrazándome. —Soy un desastre, no medí mis acciones. Y ahora, ahora… Me veo limpiando culos en casas particulares con un viejo baboso que trata de mirar bajo mi uniforme. Que una cosa es despedirse bien de un trabajo, con una carta de recomendación bajo el brazo, y otra hacer lo que hice. ¿Qué dirán de mí cuando llamen al hospital para pedir referencias? Mejide está superbién conectado, es una eminencia, seguro que me veta en la comunidad médica.

—Oh, venga, cariño, no dinamites tu moral. —La que había hablado era Menchu—. Podemos alegar estrés traumático, intentaremos que te readmitan. Paliativos es una unidad difícil, te dieron una mala noticia frente a algo que te ilusionaba mucho y con tus secuelas debidas a tu matrimonio… —¡No! Nunca he querido que la gente me tuviera lástima por mi pasado, eso es asunto mío y de nadie más. Además, no podría volver, aunque quisiera. ¿No lo entendéis? Él es el nuevo jefe de urgencias. —¿Y quién es él? —Analí se cruzó de brazos, chasqueando su lengua—. El novio de Tonia, esos dos te han hecho la cama y después han llamado a la empresa de mudanzas. Se apoyan entre ellos y a ti que te den. —Eso no es lo peor. No tenéis ni idea. El nuevo jefe de urgencias es Daniel. Ambas se miraron, incrédulas. —¿Qué Daniel? ¿Tu Daniel? —cuestionaron, volviéndose hacia mí con los ojos dando volteretas a punto de dar el premio gordo de la tragaperras. —Más bien mi ex, ya no es mi Daniel. Yo de ese hombre no quiero nada, y mucho menos que implique un pronombre posesivo, ya tuve bastante. —¡No fastidies! —exclamó Analí—. Pero ¿cómo ha logrado colarse ahí ese cabrón? ¡Debería estar inhabilitado! ¡O, por lo menos, tener una orden de alejamiento! ¡Debemos dar un parte! Igual ha logrado colarse y no han visto su expediente de malos tratos. El hospital está muy concienciado con la violencia de género; por muy capullo que sea el director, jamás habría admitido a un maltratador. —No hay expediente —musité por lo bajo—. ¿Recordáis que fue mi hermano al que condenaron a ir a terapia? El abogado de Daniel hizo un trabajo ejemplar, y como yo no había denunciado ninguna de las otras agresiones y no había pruebas más que mi palabra contra la suya… Él declaró que yo estaba subida en una silla y me caí. Nadie sabe el tipo de monstruo que se esconde debajo de la cara de niño bueno del doctor Rivas. Además, él me encontró cuando fui al baño y me advirtió que o paraba o mi hermano sufriría las consecuencias. Y yo… —suspiré— me acojoné. —¡¿Cómo?! ¿Qué quieres decir con que te acojonaste? —Será mejor que lo dejemos, hice lo que debía hace año y medio, y no me arrepiento. Os agradecería que lo que acabo de decir no saliera de aquí y mucho menos se lo contarais a mi madre o a Carlos. —Fijé las pupilas, suplicante, en mi cuñada.

—¡Esto es inaudito! No puedes estar hablando en serio —protestó Analí. —Muy en serio. Cuando digo a nadie, es a nadie. —No puedes cubrirle las espaldas a un maltratador, cariño. —Menchu me hablaba con dulzura. A veces, tanto almíbar me hacía sentir una niña pequeña en lugar de una mujer de casi veintisiete años. —No le cubro las espaldas a Daniel, a quien protejo es a Carlos. —Los tres pares de ojos me miraban, atentos—. Suficiente tuvo con la suspensión y las clases de yoga como para que lo perjudicara más todavía. —¡Eh! ¡Que en esas clases estaba yo! Tan malo no fue. —Luz frunció el ceño. —Pero podría haberlo sido. Tú fuiste lo único bueno que sacó. No quiero remover más la mierda, que es muy retorcido. Solo busco olvidarme de que alguna vez formó parte de mi vida. —Me eché las manos a la cara—. ¡Dios! ¡¿Cómo voy a pagar las facturas ahora?! —Pues él no parece querer lo mismo, si no, ¿a cuento de qué viene a trabajar al mismo lugar que tú? ¡Menudo asco de tío! —escupió Analí—. Tú tranquila, nena, que dicen que lo que no mata te hace más fuerte. A ti no te mató, así que estás a nada de convertirte en Hulk y devolverle todas las hostias. —Avísame cuando empiece a ponerme verde —suspiré, derrotada. —Una cosa te diré, pienso poner a todos en su contra, mantenerlo bien vigilado y quitarle la máscara a ese impostor en cuanto pueda. —Tú no harás nada, suficiente es que yo me haya quedado sin trabajo. A ver ahora cómo pago el piso y las facturas. —No sufras, te corresponde paro. Mejide se ha ocupado de decir a todo el hospital que te ha echado —aclaró mi amiga—. Y, si no, siempre puedes alquilar media cama con derecho a todo. Que en este piso poco espacio tienes… Podríamos poner un anuncio y hacer un casting, te encontraremos un buenorro que te pague el alquiler y, de paso, te riegue el seto. —¡Mi seto está seco! Lo he dejado morir, la jardinería no es lo mío. Siempre doy con capullos. —Pues entonces búscate un buceador —me espoleó Luz— que le quite a tu mejillón el luto. Colocó los dedos en forma de v contra su cara y se puso a agitar la lengua entre ellos, como si fuera una serpiente. ¡Por Dios, hasta eso tenía flexible mi cuñada!

—Totalmente de acuerdo —se sumó Menchu imitando el gesto y, por si fuera poco, Analí se incorporó al coro de lenguas viperinas. —Detrás de una mujer cuerda siempre hay un grupo de amigas locas — anuncié con una sonrisa fugaz. —Detrás de una mujer cuerda siempre hay un Grey que la ata —replicó Luz—. Lo que se traduce en… ¡Noche loca de chiiicaaas! Todas se pusieron a bailar y a canturrear, fusionando movimientos de reguetón, twerking y Paquito, el chocolatero. Quise seguir ahogada en mi desgracia, pero terminé bailando y cacareando junto a ellas. Paco, que había estado inusualmente callado, se puso a corear la sintonía del Sálvame. Sááálvame, ven nadando a mí. Sááálvame, soy un náufrago. Cógeme, llévame, por favor, sááálvame, por favor, sááálvame… Mis amigas lo jalearon y el yako se volvió loco. La culpa era de la vecina, que se aburría y cada tarde ponía a Jorge Javier. En cuanto terminó la sintonía, le dio por imitar a los vecinos. —¡Puuutaaa! —chilló con la voz del marido. —¡Porque mi coño lo disfruuuta! —respondió con la de la mujer, seguido de un…—: Nacho Polo, Nacho Polo. Ummm, qué rico, lo que daría yo por un besico… Prrrrrrrr. Todas se partían con Paco. —¡Calla! Te voy a castigar lejos de la ventana del patio de los vecinos —lo reñí. —Uy, ¡Dios te libre! Con lo divertido que es y la de cosas que una se entera gracias a él. —A Luz le encantaba Paco y él adoraba a Luz. Se puso de pantalla entre la jaula y yo. —Guapa, tía buena, tu cuerpo me envenena —le silbó. —Si te oye mi hermano, te corta las plumas —le advertí a Paco. Él y Carlos no se llevaban. Fue oír el nombre de Carlos y se volvió loco. —Hijo puta, cabrón, chúpame un cojón. —Se movía nervioso por la jaula. Las risitas de Analí y Menchu no tardaron en llegar. —Este loro es la polla —admitió Analí.

—Y la tengo larga y gorda, nena… Mírame el pajaroooto. Otro estallido de risas y Paco, haciendo círculos con la cabeza. —¡Basta! Acepto salir antes de que me volváis más loco al loro de lo que ya está. ¡Fuera todas!

—Repítenoslo, Lu, por favor —suplicaba mi cuñada mientras Analí y Menchu se carcajeaban a boca llena, tras nuestro cuarto cóctel en el Lux Molecular Bar—. Vuelve a contarnos cómo ese tío te ha pelado el Pokemon. —Sois unas zorras pendencieras, ¿os parece bonito reírse de las desgracias ajenas? Fuisteis vosotras las que me increpasteis hasta convencerme de que debía… ¿Cómo era? Ah, sí, quitarle el luto a mi mejillón. —Hombre, es que si después de tanto tiempo pretendes mojar, lo mínimo será que lleves bien podado el seto. Cuando se invita a alguien a hacer turismo, hay que llevar la jungla despejada —reconoció Analí con voz pastosa. —Oye, que tampoco lo tenía tan mal, eran cuatro pelillos de nada —dije con la boca pequeña. —¡Lo que hubiera pagado por verte! Anda, cuéntanoslo de nuevo, pensaba que ese tipo de cosas solo me pasaban a mí —insistió mi cuñada. —Pero si ya lo he contado tres veces desde que salí del local. Las otras dos arpías se pusieron a corear «Otra, otra» al ritmo de las palmas sobre la barra. Estábamos en el bar, donde habíamos terminado después de una tarde completa de chicas que había incluido cena.

Me aclaré la garganta antes de que el camarero pensara que queríamos una ronda más. Total, ya les había contado lo que había ocurrido tres veces, no me importaba una más. —Está bien. La primera parte ya la conocéis, tres brujas malvadas insistieron en que debíamos tener una noche de chicas para terminar con alguien que no fuera mi consolador Turbo Tres Mil en la cama. Pero, como llevaba tanto tiempo fuera de servicio, me aconsejaron acudir al salón que había abierto hacía un par de meses en la acera de enfrente de mi casa, que tenía precios muy competitivos y que yo jamás había pisado… Las tres parecían niñas escuchando su cuento predilecto para ir a dormir. Les brillaban las miradas a consecuencia del alcohol y de lo que sabían que iba a acontecer, porque la historia la conocían de primera mano. Cuando entramos en el salón, Analí le insistió mucho a la dueña para que me atendieran lo antes posible, le dijo que era un asunto de pelo o muerte y, tras ver mi cara incendiada como una bombilla, la mujer se apiadó de mi necesidad de despejar la «zona de maniobras». Me hizo pasar a la cabina tres, donde me aconsejó una depilación brasileña al cacao, que según ella estaba muy de moda, no era nada dolorosa y dejaba la piel suave como un guante. —¡Eso, eso, como un guante, que le han de meter bien los dedos! — prorrumpió mi amiga, haciéndome enrojecer de nuevo. Luz y Menchu se mantenían en la retaguardia, aunque podía escuchar sus risitas por lo bajo. Me alejé por el pasillo, abochornada, con una braga de papel perfectamente envuelta en su plastiquito, que me había dicho la mujer que me pusiera para que pudieran atenderme correctamente. Cuando me desprendí de la parte de abajo y me fijé en la prenda, me di cuenta de que era ancha por un lado y sumamente estrecha por el otro. Dilucidé que debía colocar la parte finita por delante, para dar algo de intimidad. Que me pusiera la parte ancha en el lugar que debían despejar carecía de sentido. Me tumbé en la camilla y ahí vino el primer sobresalto, cuando golpearon a la puerta y la persona que entró no fue una esteticista, sino un chico de unos veinte años con aspecto de recién salido de la escuela. Mi primera reacción fue llevarme las manos a la entrepierna. —Me parece que te has equivocado, esta es la cabina tres.

Igual venía a por un masaje descontracturante. O a depilarse las piernas para ir en bici. Se le veía atlético. Él me ofreció una sonrisa conciliadora sin moverse un ápice. —No me he equivocado. Soy Mauro, tu esteticista, aunque aquí todas me llaman Maurice. Relájate, he visto muchos de esos desde que empecé a trabajar la semana pasada. —El muy tunante me guiñó un ojo—. Tatiana me ha dicho que quieres una depi brasileña al cacao, ¿verdad? Te lo dejaré precioso, no te preocupes, se me da fenomenal el pubis femenino. Con aquella soltura, no me extrañaba. Me recordaba a un celador que teníamos en el trabajo, se las llevaba a todas de calle. No sabía si responder o quedarme callada, así que me limité a asentir, un poco avergonzada por mi actitud de mojigata. Menuda metedura de pata. Debería estar acostumbrada, hoy en día cualquiera podía ejercer aquella profesión, pensar lo contrario era sexista y yo me consideraba una feminista de pro. Igualdad ante todo. Si ese chico depilaba bien, era lo único que debía importarme. Con algo de pudor y haciéndome la moderna, aparté las manos. Maurice había ido a por lo que parecía un… —Veamos qué tenemos por aquí. —«¡Un foco! ¡Joder!». Me dio la sensación de que por mi entrepierna iban a salir todos los de la primera edición de Operación Triunfo cantando aquello de «A tu lado me siento segura, a tu lado no dudo, a tu lado yo puedo volar…»—. Lo veré mejor si apartas las manos. ¿No las había apartado? Sin darme cuenta, había vuelto a cubrirme la entrepierna. Pero es que a una no le hacen un casting a su vagina a diario. Eso sí que era ser el foco de todas las miradas. Muy bien, allá íbamos. —Sí, perdona. —El pobre estaba demostrando mucha más madurez que yo. Aunque, cuando soltó una carcajada al verme, no supe si echarme a reír o a llorar. —Disculpa, es que es la primera vez que alguien se coloca el tanga del revés. Miré hacia abajo, mis labios mayores asomaban con el vello algo más largo de lo que recordaba. —¿Y cómo se suponía que me ibas a depilar si lo llevaba todo cubierto? —pregunté, más encendida que la luz que iluminaba mi vagina. El chico no estaba ni una pizca incómodo.

—No pasa nada, de verdad. Aunque, para ponértelo así, que se ve todo, podrías no haberte puesto nada. Hay gente muy pudorosa, me las veo y me las deseo para hacer las depilaciones. ¿Te importa si te lo quito? Me será mucho más fácil para trabajar. Además, viendo el estado delantero, creo que también tendremos que tocar el cuarto trasero —murmuró con delicadeza. Mis mejillas ardían, la saliva se había extinguido de mi boca y, aun así, logré decir: —Todo tuyo. Lo hice con un calor de mil demonios y una confianza que no sentía. —Genial. Ni te vas a enterar, ya lo verás. Dicen que tengo unas manos milagrosas. ¡¿Milagrosas?! ¡Sería para las adictas al sado! Sus muertos que no me iba a enterar, aquello parecía la matanza del cerdo. No podía dejar de gritar como un gorrino, y eso que al principio los había contenido, pero llevábamos más de media hora con el «dar cera y te la arranco entera». No debió ver la parte del pulido de Karate Kid. ¡Puto Cobra Kai! Ese era discípulo del sensei Lawrens, fijo, o de Chris. El puñetero cacao se me pegaba como una segunda piel y, en lugar de despejar la zona, parecía querer integrarse en ella en un gurruño caliente y marrón. El resultado estaba siendo que mi triste mejillón parecía haber pasado por un campo de minas o una fiesta flamenca, todo lleno de lunares de color sospechoso. El muchacho no daba crédito, no sabía dónde meterse. De tanto tirar se me había hinchado y puesto rojo, hasta tuvo que salir a pedir refuerzos. La dueña se disculpó amablemente diciendo que se debía a algún tipo de reacción alérgica de mi piel, que nunca les había pasado algo así. Tras quince minutos más dedicados a eliminar los rastros de mi culo de mandril, pude vestirme y salir de la cabina. No me cobró el desaguisado y me regaló un bote de aloe vera orgánica para que me diera bien en la zona afectada. Luz, Analí y Menchu lloraban y reían a la vez, aporreando la barra. Si no hubiéramos ido al baño hacía cinco minutos, seguro que se habrían meado encima. Reconozco que yo también terminé riendo, esa deforestación iba a quedar como anécdota a recordar en cada noche de chicas que tuviéramos.

Solo esperaba que no se lo contaran a mis nietos, si es que algún día llegaba a tenerlos. «Todo lo que empieza mal termina mal» es una ley no escrita de la humanidad, aunque Menchu se negara a asumirla. Decía que nadie era el ombligo del universo ni tenía un nubarrón sobre la cabeza que se dedicara a putearlo, lanzándole rayos a diestro y siniestro. Que eran paranoias que nos metíamos en la cabeza y que nosotros éramos los únicos responsables de nuestro destino. Podía decir misa, yo estaba convencida de que mi día mojón, como lo había bautizado, no podía ir a mejor. —No te preocupes, Lu, te buscaremos a un amante del chocolate fundido —se carcajeó Luz. —¡No, no, no! —prorrumpió Analí—. Uno con muchas dioptrías, así lo verá todo borroso. Y, si se le ocurre preguntar, le dices que los restos de cera son un tatuaje, que te busque la perla entre las islas Caimán y te bucee bien el paraíso fiscal —añadió sin que Menchu dejara de reírse. —Lamento interrumpir vuestro buen humor, pero a esta ronda invitan los caballeros de la esquina. —El camarero se dirigía a nosotras tras la barra, apuntando con el dedo hacia el rincón. Cuatro hombres trajeados con pinta de salidos de oficina nos miraban de arriba abajo, a la par que el chico colocaba unos preciosos recipientes de cristal con forma de manzana, de los cuales salía un líquido verde humeante, para cada una de nosotras—. Voilà, aquí tienen, cuatro Peccatum. Si me piden mi opinión, creo que esos Adanes buscan tentar a estas preciosas Evas —anunció, sonriente. —Ya, pero es que nosotras solo buscamos una serpiente grande y gorda para tentar a una de nosotras y esos no pasan de lombriz —se carcajeó Analí. Él contuvo la risa. —Entonces, limítense a disfrutar del cóctel, espero que sea de su agrado. —Eso haremos —informó Menchu, agarrando el suyo. Cuando los trajeados vinieron a nosotras, usamos el típico truco de las lesbianas y, aunque intentaron decirnos que a ellos no les importaba, terminamos por admitir que a nosotras sí. Perdí la cuenta de lo que llegamos a reír y a beber, pero es que todo estaba buenísimo. El que más me gustó fue uno que iba en una pipa y del cual salía fuego. Ignis, creo que se llamaba. Encima, sabía a caramelo con

canela, una delicia para mis sentidos que me hacía pensar en la cabaña del bosque nevado. Mientras lo tomaba, Analí arrastró hasta mí a un chico muy mono, o eso creo, con gafas. Quería presentármelo y yo, que iba muy pedo, le di la bienvenida que merecía después de escuchar a Luz soltarme uno de sus refranes en la oreja. —Santa Agripina, a este no le va a importar el aspecto de tu vagina. Además, su serpiente parece contenta de verte y esta sí que es la que buscábamos. Con la risa floja, me cercioré de que parecía tener razón, que el susodicho iba bien calzado y, aprovechando el reconfortante poder del alcohol, decidí echar mano del refranero español y ponerme el mundo por montera y que saliera el sol por Antequera. Di un buche al cóctel y, en cuanto Analí pronunció lo que supuse que era su nombre, me lancé a su boca para compartir la delicia que bañaba mi lengua. Dicen que las copas compartidas saben mucho mejor y yo pretendía compartirlo todo con el encantador de serpientes.

Capítulo 3

Cuarta afirmación: «Cuidarme es mi responsabilidad»

Lucía

Los pájaros cantaban, las nubes se levantaban y mi cabeza parecía haber sobrevivido a un botellón de quinceañeras para meterse a perrear en una hormigonera con mi estómago. Mala combinación, lo sé. ¿Lo bueno? Seguía viva, que no era poco. Froté mi cara quejicosa y abrí un ojo para mirar tímidamente hacia abajo, pues la luz del sol entraba a raudales. ¿Qué hora sería? Parpadeé un par de veces con incredulidad. ¡Mierda! ¿Dónde estaba mi ropa?! ¿Por qué estaba desnuda? Y… ¿de quién era esa pierna peluda que se cruzada sobre la mía? ¡Joder, joder, joder y requetejoder!

¡¿Me había llevado a un tío a casa?! ¡A mi apartamento! Y, al parecer, él también estaba desnudo… ¡Ay, mi madre! Juraría que habíamos echado un polvo, o varios, dado el estado de mi cuarto. El cuadro estaba torcido; la ropa, desperdigada por el suelo; las huellas de unas manos y un culo fluctuaban cual instantánea de Casper contra el espejo del armario… Qué penosa era, para una vez que me montaba un festival porno y no recordaba haber sido la estrella invitada. Eché un vistazo al coprotagonista de la serpiente cachonda. El hombre roncaba con placidez sobre mi almohada con la cara ladeada. Tenía un buen culo y de perfil no estaba mal, por lo menos Analí había tenido buen gusto y no me había tocado un asesino en serie. Mi guarra interior, la que me poseyó anoche, seguro que se lo habría tocado. Pero la beata exterior, la que ya no padecía los efectos de los chupitos, no pensaba hacerlo. Me incorporé, sintiendo un fuerte mareo. Al hacerlo, tuve que quedarme en pausa unos segundos, prestando atención a la bajera color cereza, que estaba llena de manchurrones resecos. Pasé la uña por encima por inercia. Una escama blanquecina se desprendió, causándome la primera arcada. ¡Eso era una corrida y no la crema de baba de caracol que usaba por las noches para estar hidratada! ¡Joder! ¡Qué ascaaazo! Sí, ya sé lo que me dirás, que tanto asco no me daba anoche, y que si mi cama parecía un cuadro de Picasso era porque me lo había tirado. No obstante, los tiros no iban por ahí. ¡¿Dónde estaba el puñetero condón que debería haber contenido el manguerazo de fluidos? ¿Acaso el tío era del equipo de los Cazafantasmas y había dado con un poltergeist en plena orgía? ¿O se le había caído? O mucho peor… ¿Había pinchado a mitad de carrera? Me volví loca buscando. Nada por aquí. Miré en la papelera, nada por allá. Mis ojos estaban bajo la cama. Pues por narices debía tenerlo el pichabrava pegado al cuerpo. Miré su serpiente, que ahora parecía más una oruga procesionaria en plena hibernación que un animal a punto de atacar. No había rastro del profiláctico. ¿Igual lo había tirado en el baño? Fui correteando hasta él en busca de la evidencia perdida, pero no aparecía por ninguna parte.

¡Oh, Dios mío! ¡Si ni siquiera había envoltorio! Y, aunque el condón hubiera sido biodegradable o comestible y a mí me hubiera entrado hambre, el lugar donde venía envuelto no lo era, lo que me llevaba a la conclusión de que… ¡No, no, no, no y no! ¡Imposible! ¡Yo nunca follaba sin gomita! Bueno, ni sin ni con, ¡yo no follaba desde lo de Daniel! Ya, ya sé que estás pensado que con Mino llegué a mayores en Formentera, pero no pasamos de unos roces y fricciones que derivaron en una tensión no resuelta. Además de que yo no tomaba la píldora porque no la necesitaba. Mi vibrador era incapaz de dejarme embarazada, así que pasaba de hormonas innecesarias. ¡Embarazada! ¡Podría haber concebido un hijo del señor anaconda! ¡O lo que era peor, podía haber pillado cualquier cosa si no habíamos usado precinto! Si es que mi vida estaba plagada de malas decisiones. Busqué corriendo el móvil, necesitaba hablar con alguien. Volví a la habitación. Por suerte, lo había dejado sobre la mesilla. Al cogerlo, casi se me cae al suelo. Tenía quinientos mil wasaps de Analí. ¡Oh, par faaavar! Estaba plagado de fotos y de mensajes guarros que me había mandado mientras me magreaba con ese tío en el bar. Si llevaba la falda de cinturón y el tío me sobaba una teta que me había sacado por el escote. Apreté los ojos con fuerza tratando de recordar, pero nada. Un inmenso agujero negro había absorbido todos mis recuerdos. Quizá fuera mejor así, no creo que soportara lo que había hecho. Lancé el terminal sobre el colchón. Si quería respuestas, no tenía que llamar a mis amigas, lo mejor era ir directa a la fuente. Necesitaba corroborar si culo amasable y yo habíamos frungido sin preservativo. Por preservar un poco la decencia, agarré la sábana blanca que estaba a los pies de la cama y me envolví con ella. Me posicioné a su lado y, tras varios intentos infructuosos de despertarlo pasando por todos los nombres del abecedario —incluidos Eufrasio, Teodoro y Segismundo—, opté por agarrar un bolígrafo y empujarlo como si se tratara de un indeseable que acababa de conocer. —Vamos, vamos, vamos. Eh, tú, despierta, te necesito. Venga, que es urgente… Como cuando pides un paquete a Amazon para que te llegue de

un día para otro, aunque sea más barato por Aliexpress. Lo empujé en varios lugares de su anatomía hasta ver que lo que más le afectaba era el agujero de la nariz. Fui un pelín más ruda y culo esculpido dio un giro de cabeza que se llevó el boli de cuajo, quedando enterrado en su fosa nasal. —Pero ¡qué narices…! —aulló, sacándose mi «Bic cristal, escribe normal» del agujero. Si había un berberecho, no quería verlo o potaría. Sacudí la imagen de mi mente para ir al asunto que me importaba. —Perdona, es que no te despertabas y te necesitaba con urgencia. —¿Y en qué momento has pensado que clavarme un boli en la nariz era mejor que hacerme una mamada? Anoche se te dio de vicio. Ahí tenía la constatación de que su procesionaria había estado en mi boca. —Ya, bueno, anoche era anoche y hoy es hoy. Oye, ¿dónde están los condones? Su cara se arrugó en una sonrisa pendenciera. —Esa pregunta ya me gusta más. Ven, guapa, que te voy a dar tu ración de leche mañanera. Se estiró y, con la mano, se puso a masajear aquello que habitaba entre sus piernas. Casi le poto encima, con el rebujillo que yo tenía en el estómago. —La única leche que quiero va con mi café cuando tenga el estómago asentado. Y me refiero a los usados. Su sonrisa se amplió. —Cuando anoche tu amiga me dijo que querías tema, no supuse que me tocaría la más guarra de la fiesta. ¡Me encantas! Pero ¡¿aquel tío estaba loco o qué?! —¡Oye! Un poco de respeto, que yo no soy de esas. —Él alzó las cejas y yo miré abochornada el lamentable estado de mi cuarto—. Bueno, puede que anoche sí. Pero en mi defensa diré que no era yo. —Ah, ¿no? ¿Y quién era? ¿Tu hermana gemela? Pues dile que salga, que esta ya está despierta. Su mano seguía alentando aquella oruga que salía del capullo para convertirse en mariposa, o quizá en pelícano, dadas las dimensiones que estaba adquiriendo.

—Pues échala a dormir. ¡¿Dónde están los condones?! —repetí, histérica. —No usamos. Me dijiste no sé qué mierda de la aloe vera orgánica, pensé que sería alguna cosa que tomabas y que no hacía falta… No prestaba mucha atención, me estampaste contra el espejo para bajarme los calzoncillos hasta los tobillos. Vale, mi beata interior acababa de santiguarse. Ahora ya sabía de quién era esa huella cular. —No necesito ese tipo de detalles. ¿Me estás diciendo que echamos un polvo sin protección? ¿Es que tú no has oído hablar de las ETS? —pregunté lo más calmada que pude. —Sííí. —Puso cara de salido—. Esas son las enfermeras guarrillas, ¿no? ¿Las que te visitan a domicilio? Algo me dijiste anoche. —Esas son las ATS, ahora se les llama DUE porque tienen título universitario y no… —Mooola. Eso es todavía mejor, enfermeras guarrillas universitarias. —¡Que no! Que no son guarrillas. Y yo me estaba refiriendo a las enfermedades de transmisión sexual. Su cara cambió y dejó de tocar a la procesionaria. —¿Me estás diciendo que tienes el higo chungo? —Mi higo está perfecto. O, por lo menos, hasta anoche lo estaba. —Ah, pues tranquila, que mi plátano también. No es de Canarias, pero está muy bueno, aunque eso ya lo sabes de anoche. Ven aquí, morena, que mi fruta está madura y lista para que la coseches. —No voy a cosecharte nada. —Di palmadas para alejarlo—. Dime que por lo menos tuviste cabeza y no te corriste dentro. —Solo un par de veces, las otras dos cayeron sobre tus tetas y tu boca. Si quieres, vuelvo a darte biberón; la leche que tomaste anoche se te está agriando. El estómago se me revolvió ante la posibilidad. Sin darme tiempo a girarme o salir corriendo, ahogué a su cosa en mi cena de anoche. —¡Me cagüen! —aulló, dando un brinco tan alto que casi se golpea la cabeza con la lámpara de techo—. Una cosa es que me gusten guarras, y que anoche no me importara que tu higiene de bajos te hiciera parecer un dálmata, y otra cosa es que me vomites en la polla. Eso sí que no te lo paso. Ese tipo de porno no me va.

El tío tiró de mi sábana, dejándome en pelota picada, para limpiarse con ella el burrito marinado en chupitos que cené. Con cara de desagrado, agarró su ropa, pasó por el baño para hacerse un checo-checo y salir sin ni siquiera pedirme el teléfono. ¿Y si me había dejado embarazada? ¿Y si tenía una enfermedad venérea? ¡Por todos los santos, cómo podía tener tan mala cabeza! Después de limpiar el desaguisado, meterme en la ducha y pasar de un rostro verde a uno ceniciento, llamé a Analí. Necesitaba con urgencia ir al ginecólogo y no podía acudir al mío porque era el del hospital. Ella iba a uno privado que tenía consulta en su propia casa y había atendido todos sus partos. —¿Digamelón? O debería decir Cuate, aquí ha habido tomaaate. —Menos guasa, que por tu culpa necesito una visita urgente con tu gine. —¡¿Cómo que con mi gine?! ¿Qué ha pasado? ¿Tenía ladillas? —Pues no lo sé. Lo único que he logrado corroborar es que echamos cuatro y sin goma. —Cuatro, ¿eh? —murmuró, divertida—. Entonces, tengo un ojo clínico que te cagas. ¿Y qué pasa, te ha dejado irritada? —¿No has oído la última parte? He dicho sin goma. —Perdona, cielo, con lo de cuatro en una noche me has dejado to loca, hace mucho que no tengo una noche así… —Pues deberías invertir más tiempo en tu vida sexual que en la mía. ¡Mira ahora cómo me veo! ¡Puede que me haya pegado la clamidia o la gonorrea! —Exagerada, se le veía un chico muy sano, era deportista. Me dijo que hacía pesca submarina, por eso te lo presenté. —¿Y eso qué tiene que ver para que no haya pillado alguna mierda? —Vale, en eso te doy la razón… ¿Y puede saberse por qué no usaste los condones que te dejé en la mesilla? Fui a la farmacia a por una caja de doce mientras te duchabas. —¿Me compraste condones? —inquirí dirigiéndome al cajón, para tirar de él y darme de bruces con la compra. —Sabía que no tomabas la píldora, así que salí a comprar por si no tenías. Si te lo dije cuando subí: «¡Nena, en la mesilla te dejo unos profilácticos!», y tú contestaste: «Vale, perfecto». —Entendí galácticos, pensé que me dejabas unos caramelos. —Sí, para que alcanzaras las estrellas, no te fastidia.

—¡Y yo qué sé! Bueno, ahora da igual. Con el ciego que llevaba, seguro que me habría puesto a inflarlos y hacer perros con los globos. —No sabía que te iba la zoofilia. —Pues debe irme, porque el de anoche era un cerdo. —Oh, cariño, lo siento, pensé que con cuatro polvos algo te habría gustado. —Pues es que no lo recuerdo. Aunque te garantizo que más lo siente él, que se ha largado con la polla cubierta por los burritos que cenamos anoche. —Madre mía, me estás dando el desayuno, eso tienes que contármelo en otro momento que no tenga un mini de chóped en la boca. Voy a llamar al doctor Manrique, seguro que me hace el favor de atenderte. —Gracias, Analí. —Para eso están las amigas. No te preocupes, verás que es un hombre genial. En un rato te llamo. Besos, preciosa. —Besos. ***** Si pudiera definir mi estado anímico, sería el de mujer al borde de un ataque de nervios, como la peli de Almodóvar. No porque estuviera abierta de piernas con el kiwi hecho un asco y esperando a que un señor a punto de jubilarse me dijera que era una inconsciente por haberme montado una macedonia sin funda. Era porque ni yo misma me comprendía. Solía ser una mujer cabal, a la que no le gustaban los conflictos. Solía huir de ellos nada más asomaban la puntita. El movido en casa siempre había sido mi hermano, que parecía coleccionar problemas en lugar de los cromos de los Phoskitos. Yo era la responsable, la buena hija, la obediente, la que sacaba dieces y a la que sus profes siempre la felicitaban por su intachable comportamiento. ¡Cada año era la delegada de la clase y la presidenta del grupo de apoyo a alumnos con carencias! Si el señor Edelmiro, el profe de religión, me hubiera visto el día de ayer, seguro que hubiera sufrido una apoplejía. O me habría llevado directamente al despacho del director para que me practicaran un exorcismo. Mi falta de decoro era la única culpable de que estuviera espatarrada, sin las bragas puestas, para que un pobre hombre, casi sexagenario, husmeara en mi zona sur.

En menos de veinticuatro horas tres especímenes masculinos iban a manipularme el parterre: uno para podarlo, otro para abonarlo y el último para ver si sufría alguna plaga. ¡Quién me había visto y quién me veía! La enfermera que me había atendido al entrar a la consulta me aseguró que en dos minutos me visitaría el doctor. Que entrara, me desnudara de cintura para abajo detrás del biombo, me pusiera cómoda y colocara los pies en los estribos. Respiré, tratando de calmar mi desazón interior. La puerta se abrió y oí un «Buenos días», al que respondí desde mi lugar de exposición. Miré de reojo el biombo para ver una sombra pulular por la consulta. Me sentía un pelín salvaguardada por la tela que me distanciaba del hombre que iba a explorarme, dada mi vergüenza a exponer los motivos que me habían llevado a pedir una cita urgente. Antes que enfrentarlo cara a cara, que para mi bochorno era mucho peor, preferí usar el biombo de confesionario. Iba a sacarlo todo de golpe, como la cera del bigote, del tirón. Tomé aire y usé la poca determinación que me quedaba para hablar en tono de confidencia. —Buenos días, doctor. Ante todo, gracias por atenderme sin tener cita previa. Le juro que no sé qué me pasó ayer para que haya terminado en su consulta. Bueno, sí que lo sé, todo empezó con mi robo del puesto de jefa de planta, un hecho verdaderamente injusto que me llevó a atacar al director del hospital con su peluquín y una grapadora. Dicho así, puede dar pie a hacerle pensar que soy una desequilibrada, pero le garantizo que no lo soy, suelo ser una mujer muy coherente. Puede preguntarle a Analí, que es paciente suya. La que ha llamado para que me visitara. »En fin, que terminé siendo arrastrada por mis amigas a un salón de belleza donde poner a punto mi…, em…, vagina porque según ellas necesitaba desconectar un poco. Fue un desastre. Aun así, aquello no fue lo peor. —Lo oía al otro lado, abriendo cajones, trajinando para ponerse a punto. No tardaría nada en entrar, así que puse el turbo. »Fuimos a un bar, bebimos más de la cuenta y esta mañana he despertado con un desconocido en mi cama con el que, al parecer, mantuve cuatro relaciones sin condón. »Le repito que la de ayer no era yo. Desde que me separé hace un año y medio no había intimado con nadie, y lo que hice no va a volver a suceder

—lo dije más para mí que para él—. Necesito un examen a fondo y que me dé la píldora del día después, por favor. Finalmente, escuché unos pasos y vi acceder al lugar donde yo estaba tumbada a un hombre alto de pelo oscuro y ojos caribe, que llevaba una mascarilla cubriéndole la nariz y boca. ¿Y ese hombre se suponía que estaba al borde de la jubilación? O el tinte y la crema antiarrugas eran muy buenos o había encontrado el elixir de la eterna juventud. ¡Madre mía con el doctor Manrique! Si yo fuera Analí, me pasaría el día en el ginecólogo. Y eso que solo podía verle los ojos, el tono de piel moreno, una ligera barba de tres días y unas manos muy cuidadas y enormes. Lo que me gustaban a mí los hombres de manos grandes. Sin poder evitarlo, pensé en el doctor Ulloa. Ese podría haber sido su primo o su hermano. Imaginarlo me puso más agitada de lo que ya estaba. Tenía el ceño fruncido cuando me miró a la cara, seguro que creía que era una buscona. «No pienses eso», me reñí. Las mujeres somos libres de disfrutar nuestra sexualidad, pensar lo contrario es de machistas. Antes te dije que era feminista de pro, lo que ocurría era que algunos pensamientos o conductas los tenía un pelín arraigados y a veces necesitaba repetirme lo que era correcto y lo que no. El doctor Manrique no abrió boca. Se colocó entre mis piernas, sentado en un taburete, para manipularme la entrepierna. La enfermera hizo acto de presencia en la consulta con una sonrisa luminiscente que me tranquilizó un poquito. Porque el mutismo del doctor Manrique y el frío espéculo abriéndome como un melón no ayudaban. —¿Va todo bien por ahí abajo? —inquirí, temiendo la respuesta. Tenía los dedos de los pies helados, solía pasarme cuando me ponía nerviosa. Mis músculos se tensaban y el frío recorría mis extremidades. La enfermera acercó la mesilla con la bandeja del instrumental. —No se preocupe, señora Jiménez. El doctor está realizando su trabajo, todo va como la seda. —Lucía, me llamo Lucía. Y no soy señora de nadie. ¡Auch! —protesté cuando el palito de la citología presionó demasiado. —Está bien, relájese, Lucía, esto suele ser un poco molesto. —Mi cuello estaba rígido, y no me refiero al del útero, que también. Estaba tratando de observar algo en la mirada del médico que me revelara que todo era correcto—. Vaya, nunca había visto un pubis tan hinchado, rojo y con unas

manchas tan particulares… —Un calor abrasador reptó por mis mejillas—. ¿Qué enfermedad es, doctor? Me anticipé a su respuesta: —Se llama depilación brasileña a la cera de cacao. Al parecer, soy alérgica. Las manchas son cera adherida que no hubo manera de quitar. —Oh, pobrecilla, eso tuvo que doler —admitió ella en un ejercicio de sororidad. —Cada uno tiene lo que merece. Oí mascullar por lo bajo al médico. Tenía un oído muy fino, mi madre siempre decía que las pillaba todas al vuelo. La enfermera también parecía tenerlo, porque miró incómoda al ginecólogo y carraspeó. Yo preferí mantenerme al margen, ya había tenido bastante con el despertar. Cuando acabó de revisarme, se apartó para quitarse los guantes de látex y, sin bajarse la mascarilla, murmuró un «Ya se puede vestir» que me supo a gloria. Desapareció tras el biombo igual que había entrado, con la enfermera pisándole los pies. Escuché una silla desplazarse por el suelo de madera pulida. El piso era amplio, señorial, y estaba ubicado en una finca antigua, modernista, de las que con un simple vistazo sabes que ha costado unos cuantos millones de euros. Cuando llamé al timbre, me fijé en el extenso pasillo cubierto de gres catalán que llevaba hacia el interior de la vivienda. La consulta quedaba nada más entrar a mano derecha, con una pequeña sala de espera donde no había más de dos asientos y un mostrador que no rompían el encanto de la finca. Acabé de abrocharme el vaquero para sentarme frente al doctor, que estaba escribiendo a mano una receta. Acababa de fijarme en que no había ordenador y ese hecho me hizo gracia. Un médico a la antigua usanza. —¿To-todo en orden? —pregunté sin perderme su sorprendente letra. Era bonita, redonda, de trazo fuerte y definido. No parecía la de un médico. Tenía una cuidada caligrafía que hablaba de horas sentado haciendo dictados. Ascendí la mirada para toparme con una piel sin mácula, demasiado tersa para pertenecer a un hombre tan maduro. Volví a fruncir el ceño ante la evidencia. El doctor no podía pasar de los treinta y pocos, era imposible.

Levantó la vista para fijar sus ojos a los míos. Una sensación escalofriante me recorrió de arriba abajo. Su mirada indicaba reproche, como si le debiera algo. —Doctor, me está preocupando. ¿Estoy bien? —Salvo ser una inconsciente y demostrar su poca cabeza, solo sufre una dermatitis producto de su «alergia» —entrecomilló los dedos— a la cera de cacao, como ha indicado. Le he recetado una crema que aliviará la hinchazón y el enrojecimiento. Tenga —Me extendió el papelito y abrió el cajón para sacar una pastilla—. Esto es regalo de la casa, no vaya a ser que traiga a otra como usted al mundo, que con una es suficiente. La citología se la he hecho solo por si acaso, a simple vista no se observaba ninguna venérea. En unos días tendremos los resultados. —Pero ¡¿cómo se atreve?! —prorrumpí, poniéndome en pie. Desvié la mirada hacia la enfermera, estaba abochornada—. No sé cómo tratará a las demás pacientes, pero le garantizo que a mí es la última vez que me ve el pelo. —Eso no se lo he mirado, básicamente, porque no había. Me dieron ganas de llamarle guarro y aplastarle la cara sobre la mesa. O mejor, arrancarle esa puñetera mascarilla para arrearle un guantazo. ¿Me estaría volviendo violenta? ¿O sería cosa de los médicos gilipollas sentados tras mesas de despacho? Cogí la receta porque la necesitaba. —La pastilla puede tomársela usted, o su mujer, le haría un favor a la humanidad si se extinguiera. —Había pagado la consulta antes de entrar, así que nada me retenía—. ¡Ah, y por los resultados de la citología no se preocupe! ¡Me los manda por mail y así no tiene que soportar que vuelva! ¡Que pase un buen día! Salí como si se me llevaran los demonios. ¡Qué digo! Se me estaban llevando. Aquel imbécil se merecía todo mi desprecio. Nunca me había sentido tan humillada en el ginecólogo y, como no quería terminar detenida por agresión, era mejor irse antes de que me diera por incendiar el edificio con él dentro. Cuando iba a agarrar el pomo de la puerta de entrada, escuché a la enfermera llamarme: —Espere, Lucía. —Me detuve por educación, porque quería largarme cuanto antes—. No sé qué ha pasado, no comprendo la conducta del doctor. Es un hombre muy profesional, intachable, amable y educado.

—Pues se habrán terminado las magdalenas y se habrá comido sus virtudes para almorzar. —Discúlpele. Si el doctor Manrique hubiera estado aquí, habría puesto el grito en el cielo al ver el comportamiento de su hijo. Se ha puesto enfermo y lo ha tenido que sustituir. ¿Cómo que su hijo? Con razón me parecía tan joven. —Usted no tiene por qué disculparse. —Sí que tengo que hacerlo, esta es mi consulta y me siento responsable. Tome —dijo dándome la pastilla que había dejado olvidada sobre la mesa —. El doctor Manrique no me perdonaría que se fuera de su consulta sin llevársela. Los accidentes ocurren, no deje que el mal humor de su hijo vaya en contra de lo correcto. —No iba a cogerla, en la farmacia la podías comprar sin problema, pero me daba pena la enfermera, se veía que a ella tampoco le había gustado su conducta. —Gracias, desde ayer no he tenido muy buen día. Me despidieron en el hospital y después todo se complicó. Ahora no sé ni cómo voy a pagar el alquiler el mes que viene. —Oh, lo siento mucho. Sé lo que es eso, una vez estuve al borde del desahucio. ¿Eres enfermera? —Sí, estaba en paliativos. —Esa unidad es muy compleja y requiere de una sensibilidad especial. Haz una cosa, mándame tu currículum, mi jefe no para de abrir clínicas y siempre busca personal. Te prometo que no tiene nada que ver con su hijo, es un gran hombre, en serio. Yo llevo trabajando aquí casi quince años y estoy encantada con él. —Lo pensaré, ahora mismo estoy hecha un lío. —Por supuesto. El mail es info seguido de arroba y el nombre de la clínica punto com. Yo los contesto todos, así que llegará directamente a mí. —Vale, gracias. —Ah, y te mandaré el resultado de la citología cuando lo tengamos. —Muchísimas gracias, no sé cómo agradecer tu amabilidad. —Me limito a hacer mi trabajo. Leí su chapita identificativa. —Gracias, Mari Carmen. —De nada, Lucía, y mándame el currículum. Le ofrecí una última sonrisa y asentí, sin saber muy bien si lo haría.

Capítulo 4

Quinta afirmación: «Nadie puede robarme mi paz mental»

Mino

Me arranqué la mascarilla de mal humor. ¿Cuántas probabilidades había de que en una ciudad con más de cinco millones y medio de personas acudiera ella a la consulta de mi padre, que este se hubiera puesto enfermo y que yo lo estuviera supliendo? Te lo diré: una entre cinco millones y medio.

Cuando Mari Carmen me dijo el nombre de la paciente que había entrado como una urgencia, pensé: «Bah, casualidades de la vida». Había muchas mujeres llamadas Lucía y apellidadas Jiménez, ni te cuento. Pero al entrar en la consulta y oír su voz, un tornado, un tsunami, un terremoto y un meteorito coincidieron el mismo día, a la misma hora, en el mismo minuto y en el mismo lugar, para llevárselo todo por delante. Incluso tuve que hacer tiempo para calmarme y templar mi cabreo monumental al escuchar su incordiante parloteo. Por si fuera poco, un rayo cruzó el cielo, cayendo en el centro de mi abdomen, cuando soltó cómo se había tirado a un tío cuatro veces y sin condón. Catalogar de rabia descontrolada lo que sentí me sabía a poco. No porque la quisiera —sería incapaz de sentir otra cosa que no fuera odio por esa mujer—, sino porque rememoré al milímetro el día en que nos conocimos y lo que me dolió volver a ser traicionado por otra mujer cuando me había jurado que no me ocurriría de nuevo. Ya ves, era un gilipollas en mayúsculas. Debería haberme conformado con mis alivios puntuales gracias a mis llamadas a Gatitas Cachondas. Intentaba que fueran rápidas, pues casi siempre llamaba entre consultas, un alivio fugaz a cargo de una voz femenina y experimentada. Ya llamaba precalentado, lo justo para que con un poco de aliento pudiera culminar. Y entonces llegó Lu con su voz dulce y todo cambió. Apoyé los codos sobre la mesa y dejé caer mi cara entre las manos. «¡Necio, eres un necio!». En parte, me sentía culpable porque había sido muy poco profesional y para mí, el trabajo y mi juramento hipocrático eran lo primero. Mari Carmen golpeó la puerta y la hice pasar. —Adelante. —Entró con cara de preocupación, llevaba bastante tiempo trabajando en la consulta de mi padre y nos teníamos mucho cariño. Yo era un adolescente de dieciséis años cuando ella, una mujer con tres críos y un matrimonio fallido, empezó a trabajar en la consulta. Mi padre era especialista en reclutar casos de juzgado de guardia para sus filas—. ¿Se la ha llevado? —le pregunté, haciendo referencia a la pastilla del día después. —Sí. No sufras, no le he dicho que has sido tú quien me ha hecho perseguirla casi hasta el rellano. ¿Puedo preguntarte qué ha pasado para que te comportes así con esa chica? Parecías ido. —Es complicado.

—No lo dudo —dijo, sentándose en la silla que había ocupado Lucía—. Vamos, Mino, que soy casi como tu segunda madre. Sabes que puedes confiarme lo que sea. He vivido junto a ti desde tu acné hasta la ruptura con Elisa. No hay nada que a estas alturas pueda sorprenderme. Crucé los dedos de las manos y apoyé la barbilla en ellos. —Cuando el año pasado me preguntaste por qué sonreía tanto y hacia quién iban dirigidos mis post de Instagram… —¿Eran para ella? ¿Por eso no te has quitado la mascarilla y estabas tan molesto? No me extraña, la chica es preciosa. —Apoyó las palmas de las manos sobre la mesa y reclinó el cuerpo hacia delante. —No exactamente. Ya te he dicho que era complicado. Mari Carmen miró el reloj. —Tenemos media hora hasta que llegue la siguiente paciente, así que… desembucha. No pienso levantarme hasta que lo hagas, esta historia parece de las que me gustan. Resoplé con fuerza y ella amplió tanto su sonrisa que le vi hasta los empastes de las muelas. Si había algo que hacía feliz a Mari Carmen, era un buen libro de romántica, una peli del mismo género o, si me apuras, un culebrón. Era fan incondicional del amor romántico, decía que eso era lo que movía el mundo, aunque a ella no le hubiera llegado su extremo del hilo, o algo así. Solía bromear diciendo que pertenecería a un pescador y se le habría enganchado en alguna lata bajo el mar. No es que me apeteciera en exceso contarle mis penurias, sin embargo, sabía que no me dejaría en paz hasta que lo hiciera. Resignado, separé los labios para contarle lo que había pasado entre la señorita Jiménez y yo. Desde pequeño había sido muy reservado con mis desgracias. Si tuviera que decir cuál fue la primera, diría que el nombre que escogió mi madre para que apareciera en el DNI junto a mis apellidos: Guastamino. No, te rías, a mí no me hace ni puñetera gracia. Los niños son muy crueles y no tienes ni idea de la cantidad de burlas que tuve que sufrir. Si te soy sincero, más que una desgracia, fue una mala elección, porque lo podría haber tuneado un poco y ponerme aunque fuera Mino, que es como me hago llamar para disimular el nombrecito. Y ahora viene cuando piensas que ya le vale a mi madre. A mí me ocurrió lo mismo, ser Guastamino en un mundo plagado de Pedros, Albertos, Óscares o Juanes no es nada sencillo.

En su defensa te diré que era el nombre de mi padre, también el de mi abuelo, el de mi bisabuelo y el de mi tataratataratatarabuelo. Una herencia familiar de esas que cruzas hasta los dedos de tu vecino para que no te toquen. Puedes imaginar las rimas infinitas y los juegos de palabras que me hacían el blanco de todas las burlas. Si a ello le sumábamos que siempre fui algo taciturno y el empollón de la clase, te daba la diana perfecta. No obstante, no podía enfadarme con ella. Mi padre falleció antes de que yo naciera —el biológico, me refiero—, por eso el doctor Manrique y yo no compartimos apellido, aunque sea mi padre de corazón. Mis padres se conocieron de niños y su amor fue de esos que se cuecen a fuego lento, que pasan por tirones de trenzas, baños en la piscina municipal, besos fugaces en la noche de San Juan y, finalmente, una boda tan anhelada como soñada. Según mi madre, yo fui su mayor regalo, pues era una calcomanía suya, su fiel reflejo y el único que le quedaba. Sé que mis padres pretendían romper con la tradición del nombrecito hasta que ocurrió lo que no debía. Papá murió de un infarto fulminante; tenía una cardiopatía congénita que nunca le detectaron, pues nunca dio síntomas de que la sufriera. Por aquel entonces, los chequeos eran cosa de ricos, nadie se hacía pruebas innecesarias si no daba muestra de que algo malo le pasaba. Lo de la medicina preventiva era casi una utopía. Una mañana salió a correr, decía que había cogido unos kilos y quería ponerse en forma para poder levantar a su hijo sin esfuerzo. Mamá me contó que le tomaba el pelo, porque ella solo estaba de tres meses y papá siempre había sido un hombre muy fuerte, debido a su empleo en la construcción. No llevaba ni dos kilómetros cuando cayó fulminado en mitad de la calle. No se pudo hacer nada por reanimarlo. Mamá estaba tan enamorada de él que ya no se planteó ponerme otro nombre que no fuera el suyo. Fue su manera de que yo lo llevara siempre conmigo. ¿Cómo voy a culparla de eso? El doctor Manrique es mi actual padre, porque lo de padrastro me suena a bulto en el dedo que nadie desea y no se le parece en nada. Fue quien llevó el embarazo de mamá y quien atendió el parto. Siempre decía que aquel parto fue un regalo para él, pues le trajo a su mujer y un hijo al que criar. Yo creo que fue un milagro para nosotros.

Ella era joven, preciosa, viuda y con una pena inmensa. Ingredientes irresistibles que hicieron que mi segundo padre fijara su atención en aquella paciente que necesitaba amparo. Él era mucho mayor, también viudo, por lo que comprendía a la perfección por lo que estaba pasando. Además de tener una bondad innata que pocas personas poseen. Mamá siempre fue una enamorada de los corazones grandes. El de mi padre creció tanto que dejó de caberle en el pecho. Y el del doctor Manrique le llenaba el alma. Un segundo amor que volvió a fraguarse a fuego lento, con la paciencia de un hombre que la amaba en silencio. Dos años esperó el afamado ginecólogo para pedirle su primera cita romántica. Él se había convertido en un imprescindible en la vida de mi madre. Fidel se convirtió en su salvador en todos los sentidos. Mamá era ama de casa y, cuando enviudó, estaba sola y embarazada. Él no dudó en ofrecerle casa con trabajo, convirtiéndola en su asistente personal. No solo compartían techo, también comidas, cenas, largas charlas donde desahogar sus corazones solitarios hasta mi llegada al mundo. Nací en el piso en el que ahora estamos porque mi madre siempre quiso un parto en casa y, cómo no, Fidel la complació. Él se convirtió en su punto de apoyo, un amigo incondicional, un padre para mí y, al final, en el segundo gran amor de su vida. Para mí no supuso un hecho traumático que ellos se hicieran pareja, ni siquiera lo recuerdo. Un niño con dos años no se da cuenta de esas cosas y Fidel siempre estuvo en mi vida. El doctor Manrique enamoraba por su carácter, no importaba si eras hombre, mujer o niño, eso era lo de menos. No se trataba de un físico de esos que se deterioran con el tiempo, sino una manera de ser en su conjunto que te hacía admirarlo y querer ser como él. Un mes al año, solía marcharse para cumplir labores humanitarias en África. Durante ese tiempo mamá estaba algo más triste que de costumbre, le aterraba que pudiera sucederle cualquier cosa, pues en aquellos países había constantes conflictos bélicos, aunque Fidel siempre regresaba. Agotado, exhausto, con cinco kilos menos, pero un brillo en la mirada que traspasaba todo lo humanamente conocido. El mundo de mamá volvía a girar, y con él, el mío. Siempre supe que, si me quería parecer a alguien, era a aquel hombre ejemplar que me había

aceptado como si fuera su propio hijo. Fidel era estéril y le encantaban los niños, por ello adoptaron a Matías, mi hermano pequeño, durante un viaje de labores humanitarias a Venezuela. A mí me dejaron en casa de mi abuela, la madre de Fidel. Cuando los vi desembarcar en el aeropuerto, los miré ilusionados; si se marchaban a alguna parte sin mí, siempre me traían algún regalo. Esa vez lo hicieron con un precioso peluche y un nuevo hermano de mirada enfurruñada, agarrado de sus manos. Matías era un niño sin hogar que trató de robarles la cartera. Vivía en unas condiciones deplorables, mendigando y robando para llevarse algo que comer. Si por aquel entonces yo tenía once años, él tenía nueve. En lugar de denunciarlo decidieron adoptarlo, ofreciéndole el futuro que jamás tendría. Movieron los papeles necesarios —que incluyeron una generosa propina para agilizar los trámites— y se trajeron un recuerdo de Venezuela de por vida. Siempre fue un niño listo y desconfiado. Por mucho que intentara acercarme a él, acarreaba demasiados traumas que lo hacían alejarse, incluso ponerme la zancadilla para sobresalir por encima de mí y parecer perfecto ante los ojos de mamá o Fidel. Cuando intentaba hacerles entender lo que ocurría, ambos lo achacaban a los celos y me soltaban una charla sobre la generosidad y la empatía mientras él me miraba desde detrás de la puerta. Aprendí a callar, a aguantarme y a ignorar sus ganas de pasarme la mano por delante. «Has de comprender a Matías —me decía mamá cuando estábamos los dos a solas—. Él nunca ha tenido su lugar en el mundo, una familia que lo quisiera y que lo valorara. No pienses que no veo que es algo competitivo, pero lo hace porque no sabe actuar de otra manera. Lo tenemos que ayudar, dale tiempo». El tiempo se convirtió en años, en los que se inició una competición de la que jamás quise ser partícipe, aunque me vi lanzado a ella. Si yo jugaba al fútbol, Matías tenía que ser el capitán. Si sacaba un notable en una materia, él, matrícula de honor. Si me gustaba una chica, él se lanzaba y salía con ella, aunque le sacara dos años. Mamá insistía en que no le echara cuentas, que era su manera de demostrar que era tan válido como cualquiera, que ya se le pasaría. Nunca se le pasó.

Juro que intenté que no me afectara, ni siquiera cuando quiso estudiar ginecología, como yo. O cuando lo avanzaron dos cursos por su rendimiento académico. Ir con mi hermano pequeño a clase, el guay, el de nombre bonito, el que no sufría burlas y que tenía un don de gentes apabullante fue peor que cuando me rompí la pierna. No fue una época que recuerde con excesivo cariño hasta que ella apareció, una mañana lluviosa, a principio de curso en mi cafetería favorita. Con el pelo empapado y la ropa pegada al cuerpo. Era tan guapa, tan perfecta que me dieron ganas de pedirle permiso para beberme la lluvia de su cuerpo. Ocurrió tres años antes de terminar la carrera, pero lo recuerdo como si fuera ayer. Aquel se convirtió en el primer día de muchos. Desayunábamos siempre en la misma cafetería: ella, en la mesa que daba a la cristalera y yo, en la de la esquina. Quería ser abogada, lo supe por los libros de derecho que siempre llevaba, y se pasaba las horas mordisqueando la tapa del boli cuando profundizaba en alguna materia. Me hice especialista en sus gestos, en aquella particular manera de fruncir el ceño cuando se concentraba con una taza de café humeante. Me encantaba. Era perfecta y, tras meses de observación, fue ella quien me entró una de las pocas noches que salí de fiesta, porque mi cara le sonaba. No sé de dónde saqué el coraje para responder, era muy tímido con las chicas, pero lo hice. Su sonrisa se convirtió en mi imagen predilecta hasta que años más tarde la pillé acostándose con nuestro vecino, poco antes de la boda. Aquello puso punto final a nuestra relación y a mi autoestima. Si algo no soportaba, era que me engañaran. Daba igual que las mujeres me miraran, que las enfermeras se dieran codazos cuando estaba en su presencia o las pacientes se mordieran los labios delante de sus maridos cuando les pasaba consulta. En mi interior siempre sería el niño del nombre feo, el rarito que recibía las burlas y al que su novia le puso los cuernos. Hasta que, en mala hora, pensé que la vida me daba una segunda oportunidad. ¿Tan malo era que no merecía encontrar una mujer que no me mintiera? Al parecer sí, porque cuando creí haberla encontrado por fin, la vida me calzó otra bofetada con la palma abierta.

Mari Carmen iba abriendo los ojos por segundos cuando le conté lo ocurrido entre nosotros hasta terminar con ellos que parecían auténticas pelotas de pimpón. —¡Madre mía, menudo culebrón! Y luego dicen que los libros exageran. —Ahora ya sabes por qué no quiero ver a esa chica ni en pintura. —Pero, Mino, ella solo quiso ayudar a su hermano y la que ahora es su cuñada. —¡Engañándome a mí! ¡Haciéndose pasar por la chica de la que yo creí estar enamorado, con la que me había estado llamando y escribiendo mensajes lanzados al aire en Instagram! ¡Jugaron con mis sentimientos! —Ya, esa parte estuvo mal, no te lo discuto. Pero fue porque en el fondo Lu amaba al hermano de Lucía. Esa chica no era para ti, sin embargo, Lucía… —Lucía, nada. Pensé en lo hermosa que estaba bajo la luz de la luna en Formentera, cómo resplandecía su mirada en la mía cuando le dije que creía que la quería y el modo en el que sus labios de fundieron bajo los míos, incitándome a ir más allá de unas simples caricias. Sabía tan bien, se sentía tan bien que llegué a plantearme que si no había salido bien con mi ex fue porque tenía que conocerla a ella. ¡Menudo imbécil! Lo que se debió reír con su cuñadísima. —Igual fue el destino el que os llevó a conoceros, igual necesitabas conocer a Lu para llegar a Lucía. Sería una historia tan bonita. Ella, enfermera de paliativos, enfrentándose a la muerte cada día. Tú, ginecólogo, trayendo bebés al mundo. Sois como el yin y el yang. —Más bien, como el gym y el ñam. Ella se corre maratones de sexo y yo me como una mierda. —Oh, por favor, eso es porque quieres. Con lo guapo que eres, las tienes a espuertas. ¿No te acuerdas de la paciente de las diez? —¿La que ha vuelto a las once porque decía que creía que me había dejado el palito de la citología dentro y que necesitaba que volviera a revisarla, usando los dedos? Mari Carmen soltó una carcajada y mi mal humor se disipó un poco. —Madre mía, cómo se le humedecían los labios cuando ha visto que eras tú y no tu padre… Y no me refiero a los de arriba. Esa vez sí que sonreí, Mari Carmen sabía cómo capear el temporal y que me cambiara el humor.

El timbre sonó. —Juraría que el descanso ha terminado y que ahí viene nuestra siguiente paciente. —Oh. —Puso morritos—. Y yo que quería convencerte de que llamaras a la señorita Jiménez y os dierais una segunda oportunidad. —Ni muerto, ¿me oyes? No quiero volver a verla nunca. —Nunca digas nunca. Hace falta una simple cerilla para incendiar todo un bosque —susurró, poniéndose en pie para salir de la consulta. —Entonces, mejor no acercarse, no vaya a ser que termine calcinado.

«Acelera, Mino, o no llegas», me dije montado en la Vespino de mi padre. Era una antigualla, pero todavía funcionaba. Esa mañana había ido en transporte público a la consulta de papá y no podía ir a casa de la paciente en bus o metro porque no llegaría. Acababan de llamar por una emergencia cuando estaba a punto de volver a casa. Una de sus pacientes, esas de las que se empeñan en parir en casa, se había puesto de parto. Con lo sencillo que era atender un nacimiento en la clínica y la de complicaciones que se evitaban. Pero ese era uno de los motivos por los que mi padre no dejaba de ejercer: era de los pocos que atendía partos a domicilio a la antigua usanza. Como el mío. Necesitaba atajar como fuera. Según había dicho el marido, estaba muy dilatada, las contracciones se sucedían con demasiada frecuencia, una de las cabecitas ya coronaba y era un parto múltiple. La ecuación perfecta para implicar riesgo. El tráfico estaba muy denso, solía ser muy prudente, y más si iba en moto con un casco de esos que si te caes te sale el cerebro por los ojos. No

me apetecía nada terminar mi día de %&/($”&/ con las tripas esparcidas por el asfalto. No obstante, necesitaba adelantar toda aquella hilera de coches o sería demasiado tarde. Aceleré, colándome por la izquierda en una calle de un solo sentido y espacio para un vehículo, pues al otro lado los coches estaban estacionados y la distancia resultante era más bien escasa. Tenía que llegar al semáforo antes de que se cerrara. Solo me quedaban dos vehículos cuando la luz parpadeó, cambiando del verde al ámbar. Di gas y el coche que debía haber acelerado para pasar junto a mí giró ligeramente el volante hacia el costado, cerrándome el paso, lo que provocó que casi me cayera de la moto. ¡Mierda! ¡Lo que me faltaba! ¡Sería gilipollas! Seguro que era uno de esos con fobia a los motoristas. Avancé hasta la ventanilla para aporrearla. —¡Es que no ves que casi me arrollas! Un rostro incrédulo de mujer, que parloteaba haciendo aspavientos con las manos —seguramente, fruto de una conversación con el manos libres—, se giró hacia mí, estupefacta. ¡No, no, no! ¡Otra vez no! ¿Estaba en Los juegos del hambre o qué? ¿Dónde estaba la puta cámara? ¿Y los que miraban desde la cúpula? ¿Qué maldita pesadilla era esa? Si mi sorpresa había sido mayúscula, la suya le hizo desencajar la mandíbula a la altura del escote. Ahora ya no llevaba mascarilla y mi casco no era integral. Vi sus labios trazar mi nombre y la ventanilla descender. —¿Mino Ulloa? —preguntó sin creer que aquella especie de hormiga atómica motorizada pudiera ser yo de verdad. —¡¿Estás loca o qué?! —volví a increparla, apabullado por encontrármela por segunda vez en el mismo día. —¿Loca? ¿Yo? —¿Es que no has visto que venía por detrás? ¡Me has cerrado el paso! — exclamé sin dar importancia a que se tratara de ella. Parecía una lechuza, con aquellos enormes ojos azules mirándome. Una bonita, preciosa, de pelaje blanco como la de Harry Potter en… «¡Basta!», reñí a mi friki interior. Ni yo era Harry ni ella la lechuza y mucho menos Hermione.

Al parecer, mi última bronca la había sacado del estado de ensimismamiento. —Ahora va a resultar que en lugar de tres ojos, que Dios nos ha dado a todos y del cual uno ya de por sí es ciego, debería haberme dotado de un cuarto en el cogote… por si un loco temerario decidiera adelantarme en un carril para un solo vehículo saltándose a la torera el código de circulación. La ofendida debería ser yo. —Oh, ¿ahora te importan los códigos? Pues cuando nos conocimos no parecían importarte los morales. Se te dio muy bien mentirme y estafarme en Formentera. —Yo no te estafé —respondió, contraatacando—. Según la RAE, una estafa es un delito consistente en provocar un perjuicio patrimonial a alguien mediante engaño con ánimo de lucro. —Parece que lo tienes muy estudiado, seguro que no es la primera vez que te acusan por un crimen contra la ética y la moralidad. Eso o eres la próxima concursante del rosco de Pasapalabra. Frunció el ceño, indignada. —Pues no es por eso, listillo, es porque juego al Scrabble. Me gusta hacer cruzadas y fui campeona de vocabulario cuando estudiaba en el instituto. —Vale, pues tanto que te gustan las palabras a ver si aprendes el significado de «no me toques las pelotas, no te cruces en mi camino y desaparece de mi vista antes de que me canse». —El semáforo se puso en ámbar y la moto se paró de sopetón. Mi primera reacción fue mirar el indicador de la gasolina y… ¡Bingo!—. ¡Joder! —escupí un exabrupto—. ¡Está a cero de combustible y necesito llegar a casa de la paciente con urgencia! —No lo dije para que ella lo oyera, sin embargo, reconozco que debería haber estado sorda para no hacerlo. —Sube —masculló, propiciando que levantara la vista hacia ella. —¡¿Cómo?! —Escuchar su sugerencia fue como oírla jurar en arameo. Algún coche que otro empezó a impacientarse a golpe de claxon. —He dicho que subas, yo te llevo. Rápido, antes de que me arrepienta o uno de los de atrás se baje para explicarte el significado de impaciencia incrustando su puño contra tu boca. —Los orbes azules descendieron como una caricia abrasadora sobre mi boca. Con rapidez, volvieron a ascender, haciendo que me planteara si había ocurrido—. Es una emergencia sanitaria, ¿no? —inquirió.

—Sí. —Pues venga, luego puedes llamar a la grúa o ir a una gasolinera y venir a por la moto. Sin meditarlo demasiado, asentí; no tenía una opción mejor dadas las circunstancias. Dejé la moto a un lado, me monté en el asiento del copiloto y arrancó antes de que el semáforo volviera a cambiar de color, dejándonos otra vez atascados. Lucía me preguntó la dirección y yo le fui dando las indicaciones durante todo el trayecto para llegar lo antes posible.

Capítulo 5

Reflexión transcendental: «Los días más importantes de tu vida son el que naciste y el que encontraste el porqué»

Lucía

Mino Ulloa. El mismísimo Mino Ulloa era el hombre que estaba sentado a mi lado. Apenas podía creerlo. Había pensado en él esa misma mañana. Después, creí verlo reflejado en el hijo del doctor Manrique. Ese color de ojos y juraría que hasta se parecían en la voz. ¿Estaría volviéndome loca como mi exjefe sugería? Tenía que deberse al uso de la mascarilla, unido a la necesidad de castigo por parte de mi cerebro y la de tener un reencuentro para poder explicarme. En Formentera no me dejó y me marché de la isla sintiéndome un despojo humano por haber jugado con sus sentimientos.

Dentro de mi confusión mental por lo ocurrido en la consulta sumada a aquella extraña coincidencia, estuve a punto de preguntarle si él era quien me había mirado la entrepierna esa misma mañana. Entonces empezó a decirme de todo y se me fue el norte. Le estaba contando a Menchu por el manos libres mi incidente en el ginecólogo cuando apareció hecho un energúmeno aporreando la ventanilla. O la vida quería mandarme un mensaje o había caído en un agujero negro que me había hecho hundirme en una realidad paralela donde me escupían los problemas no resueltos en plena cara. Mino Ulloa era uno de ellos. Un año antes no quiso oír mis explicaciones. Le importó muy poco lo arrepentida que me sintiera por haber manipulado sus sentimientos. Aguanté sus reproches con la sensación de que la había cagado demasiado con quien no correspondía. A mi regreso pasé unos meses hecha trizas, incluso me personé en la consulta del hospital en el que trabajaba cuando pasó un tiempo prudente. Siempre rechazó verme. Según la enfermera que me atendió, que no era otra que Claudia, con la que compartí habitación en la isla, dijo que no quería volver a saber de mí nunca más y que podía dejar mis explicaciones y excusas para quien quisiera escucharlas. Valiente tontería, ¿para qué iba a hablar o disculparme con alguien que no sabía de qué iba? En aquel entonces solo pensé que ayudaba a mi hermano y a Luz sin medir las consecuencias de mis actos. No me planteé que mi interacción podía romper el corazón de un hombre enamorado. Cuando se enteró, fue como un latigazo, pasé de ver aquellos ojos inundados en amor al más ácido reproche. Soñaba con él, con su sonrisa, sus palabras, sus caricias y aquel beso que llevaba clavado en el pecho, para transformarse en ira y rencor. Su actitud me enfadaba, vale que lo había hecho mal, eso no te lo discuto, pero… Todo el mundo merece una segunda oportunidad o, por lo menos, ser escuchado para poder redimirse. La vida es así de injusta, o tal vez el karma me la estuviera devolviendo por mi mala actuación. Los pájaros devoran hormigas hasta que mueren y son devorados por ellas. Yo me sentía pájaro. Se había cruzado en mi camino cuando mi mundo se derrumbaba, montado en una moto, para bombardearme con todo su odio y resquemor.

Traté de escuchar lo que decía, pero mi corazón parecía querer ensordecer su diatriba con un ritmo salvaje que todo lo opacaba. Cuando logré hilar las palabras inconexas que estaba soltando, dando como resultado una bronca de aúpa, el interruptor de mi enfado se accionó y me uní a la trifulca. No iba a tolerar que otro hombre tratara de pisotearme, había tenido suficiente con Daniel, el director y el gilipollas del ginecólogo. Contraataqué, dispuesta a pisar el acelerador en cuanto el semáforo se pusiera en verde y dejarlo con la palabra en la boca. Y entonces se quedó sin gasolina y lo tuve que socorrer. Era una emergencia sanitaria, no podía dejarlo tirado como una colilla, porque en mi conciencia pesaría la persona que necesitaba ayuda. Cuando llegué al lugar que me indicó, sin que le lanzara la pregunta que me carcomía por dentro, lo seguí; ya tendría oportunidad de hacérsela luego, aunque me tomara por loca. Pero me parecía demasiada coincidencia. Su profesión, sus ojos, su voz… Mino estaba muy nervioso, completamente tenso, tanto que el ambiente en el minúsculo ascensor se hacía casi irrespirable. Me planteé quedarme en el coche. Igual necesitaba ayuda y, si no hubiera querido que lo acompañara, habría dicho que me marchara. ¿No? Llegamos a la cuarta planta, donde un hombre con aspecto más desesperado que el mío caminaba desgastando el suelo del rellano. —Aquí, doctor, por favor, pasen. Entramos, los gritos se escuchaban desde la puerta. Mino entró con determinación y a mí me tembló el cuerpo por su cercanía. No había dejado de hacerlo desde que su rostro fue captado por mis pupilas. No sé ni cómo pude conducir y atender sus indicaciones sin estamparme con un coche. Pasamos a una habitación donde hacía un calor sofocante y en mitad de la cama una parturienta con el vientre muy hinchado soltaba plañidos de angustia. —Aquí hace demasiado calor —observó el doctor Ulloa. Sin que me lo pidiera, fui hacia la ventana para abrirla. Él estaba demasiado ocupado acercándose a la paciente, quien parecía estar pasándolo francamente mal. Se inclinó un poco sobre la cama para preguntarle qué tal estaba y ella, con el pelo empapado, la cara enrojecida y una fuerza inusitada, lo agarró

por la camisa para zarandearlo. Un metro ochenta y largos zarandeado como una muñeca de trapo. IN-CREI-BLE. —¡Sáquemelos! ¡¿Me oye?! ¡Sáquemelos! ¡No aguanto más el dolor! ¡Píncheme! ¡Haga algo! ¡Lléveme al hospital! ¡Pero haga que salgan! — gritó, sacudiéndolo fuera de sí. —Cálmese, señora Ramos —le suplicó Mino, palmeando sus manos—. Recuerde que fue usted quien quiso un parto natural en casa. —¡Me equivoquéééééééé! —Resopló varias veces, sacudida por una contracción—. ¿O es que una no tiene derecho a equivocarse? Mi suegra me convenció, dijo que con tres partos todavía no sabía lo que era parir, que era mejor hacerlo en casa, que apenas había dolor y que la recuperación era mucho mejor con un parto natural —protestó, girando la barbilla hacia su marido—. ¡Me cago en tu %&&@ madre, ¿me oyes?! Ella debería estar aquí pariendo como un animal a estos dos. El pobre marido estaba desencajado. —Venga, Carol, cariño, ya verás que es un suspiro —trató de alentarla. —¿Un suspiro? Un suspiro es que te pongan una vacuna, eso es un suspiro, no un parto doble. ¡Ojalá sufras cálculos renales del tamaño de tus hijos y tengas que echarlos por la punta del pito! Entonces te diré yo lo que es un suspiroooooooooooooo. Me aparté de la ventana y fui al lado de aquel pobre hombre, que no sabía dónde meterse. Si seguía más rato allí, veía a esa mujer levantarse y arrancarle la cabeza. —No le eche cuentas, los dolores de parto son terribles —musité para que me oyera—. Menos mal que el cuerpo es muy sabio y después los olvida, si no, la especie humana se extinguiría. Por cierto, soy Lucía, la enfermera. Creo que ha dicho que tienen más hijos. —Sí, están en el cuarto del mayor —contestó, angustiado. —Entonces vaya con ellos, yo le avisaré cuando llegue el momento. Quiere estar aquí cuando nazcan sus hijos, ¿verdad? —S-Sí, son dos. Caín y Abel. —Los nombrecitos se las traían, esperaba que uno no terminara matando al otro, como en la Biblia—. Le juro que mi mujer no es así, es superdulce y buena. Trabaja en un periódico digital, ¿sabe? —Me imagino. Es que los dolores de parto nos sacan a todas el Mr. Hyde que llevamos dentro. No sufra, cuando llegue el primero, le aviso.

Déjenos al doctor y a mí con su esposa. Está en las mejores manos, no se preocupe. El marido fue a retirarse cuando la mujer volvió a contraatacar: —¡Juanvi, dile a la bruja de tu madre que no va a ver a estos niños hasta que sean mayores de edad y puedan votar! Y haz el favor de prepararme un copazo del whisky caro ese que te regalaron el año pasado en el lote de Navidad de tu empresa. O me emborracho o no empujo, y serás el culpable de la muerte de tus hijos —prorrumpió Carol antes de que su marido abandonara la estancia. Yo acompañé hasta fuera al pobre hombre, le palmeé el hombro y le susurré que no pensaba lo que decía, que cuando les viera la carita a sus pequeños todo se le olvidaría. Él no parecía muy convencido. —Tú no la conoces, a cabezota no la gana nadie. —Ya verá como sí. Tranquilo, vaya con sus otros hijos y déjenos trabajar. Una vez logré que se marchara, me acerqué a Mino. —¿Qué necesitas que haga, doctor? Su ceño se frunció en una línea recta. —¿Qué haces aquí? ¿Por qué me has seguido? —masculló entre dientes. —Pues porque creí que necesitarías ayuda y en ningún momento me has dicho lo contrario. Soy enfermera titulada, ¿recuerdas? —Sí, de paliativos. —Me sorprendió que lo recordara—. Una cosa es acompañar a los enfermos hacia la muerte y otra muy distinta, traer vida. —¿Qué chorrada es esa? Una enfermera es una enfermera. Además, como te deje a solas con ella, el que va a necesitar mis servicios por estar al borde de la muerte vas a ser tú. Esa parturienta tiene muy malas pulgas. Capaz es de ahorcarte con el cordón umbilical del primero de sus hijos, para terminar incriminando a su suegra por tentativa de parto natural —musité lo más cerca que pude del oído masculino. —Eres un poco gore, ¿no? ¿Eso era un amago de sonrisa en los ojos? Fue tan breve que no estaba segura de que fuera una alucinación. —¡Eh! ¡Vosotros dos! ¡Que estoy de partooooooooo! ¡¿Pensáis hacer algo más que murmuraros cosas al oído?! Si queréis ligar, esperad a que termine. Y yo de vosotros lo pensaría dos veces, que ya veis cómo termina el cuento.

—¡No estamos ligando! —exclamé, alejándome de él. —Eso díselo a otra con menos experiencia —apuntó su barriga— y menos temporadas vistas de Anatomía de Grey. La de orgías que os montáis en los hospitales… ¿Vamos al lío o no? Mino giró su apuesto rostro hacia la cama. —Claro que sí, señora Ramos, vamos a traer esos dos niños al mundo e intentar que su abuela pueda verlos antes de que vayan a la universidad. Créame, no hay mayor castigo para una suegra con tan malas ideas como la suya que dejar a su cuidado un par de mellizos revoltosos durante años. — Ella pareció sopesarlo seriamente—. Y ahora, la enfermera Jiménez y yo intentaremos que sea lo más rápido e indoloro posible.

Dos horas y media después, tras muchos gritos, maldiciones y empujones, dos preciosos retoños protestaban sobre una emocionada Carol, que no podía dejar de llorar. Sus otros tres hijos miraban a los recién llegados con curiosidad y el entregado marido no dejaba de acariciarle el pelo y besarla. Había sido una experiencia tan hermosa como increíble. Nunca había pensado que traer bebés al mundo pudiera ser tan alucinante. Estaba sucia, agotada, pero muy satisfecha. Y trabajar codo con codo junto al doctor Ulloa había sido taaan fácil que seguía sopesándolo, incrédula. Pensé que se pondría de culo, que me trataría mal o me haría la zancadilla para dejarme en ridículo. Algunos médicos eran bastante insoportables con las enfermeras, estaban endiosados y nos trataban como a auténticas sirvientes. Él no y, por mucho que sintiera rencor hacia mí, no lo

había demostrado. Fue amable, conciso y muy profesional. Pidiéndolo todo por favor y dándome las gracias tras cada acción. Y encima estaba tan guapo con aquella mirada de concentración y los bebés en sus manos. ¿Había algo más sexi que un hombre como él con un recién nacido en brazos? Casi hizo que olvidara el modo tan cruel que usó para despedirse de mí en la isla Pitiusa, me daban ganas de tener un hijo solo para que él me ayudara a traerlo al mundo y quizá a concebirlo también… Para qué engañarme. Era pensarlo y me entraban los calores. Mi reloj biológico resonaba como un maldito despertador. —Muchas gracias, doctor Ulloa. —Juanvi se separó de Carol para dirigirse a nosotros, que estábamos recogiendo el instrumental. —No hay de qué, es mi trabajo. Aunque habría preferido atenderla en la clínica, con mi equipo y todas las comodidades. —Le agradecemos su esfuerzo. Si quieren algo para beber… —Gracias, tenemos que irnos —anunció Mino, maletín en mano—. Si surge algún problema… —Llamaré a mi suegra —respondió Carol, guiñándole el ojo. Él le ofreció uno de esos levantamientos de comisura que lo hacían todavía más atractivo. Y mi idiota interior suspiró al verlo. Juanvi nos acompañó a la puerta y bajamos en silencio hasta el coche. Era ahora o nunca, tenía que preguntarle si era él quien me había atendido por la mañana, aunque no tuviera el mismo apellido que el doctor Manrique. Iba a hacerlo cuando mis ojos se toparon con una nota encima del parabrisas del coche. ¡No, no, no, no, no! ¡Me habían puesto una multa por estar aparcada en zona azul y excederme en el tiempo! Y, encima, mi coche parecía haber sufrido el bombardeo de una manada de gaviotas y estar camuflado bajo una montaña de mierda de pájaro. ¡Fantástico, qué podía esperar aparcando en el barrio de la Barceloneta! —De esta me ocupo yo. —Mino cogió la nota que estaba en el parabrisas. —No-no es necesario. He sido yo la que no ha pensado en bajar y renovar el tique. —Es lo menos que puedo hacer después de que me trajeras y me ayudaras en el parto. Tú ya tendrás suficiente con limpiar todo esto. —Ojeó con disgusto la carrocería de mi Fiat 500.

—No voy a hacerlo yo. Lo meteré en un túnel de lavado tres o cuatro veces. —Igual necesita siete. Me encogí de hombros. —¿Te acerco a por la moto? Estamos bastante lejos. —Prefiero ir dando un paseo, me irá bien estirar las piernas. Además, creo que ya hemos pasado suficiente rato juntos. Mi idiota interior volvió a suspirar, esa vez porque había pensado que de algún modo él me habría visto con otros ojos, dándose cuenta de que no era tan mala como pensaba. —Esto, yo… No quiero que me odies, lo que ocurrió hace un año… —Ocurrió —sentenció con firmeza—. No te equivoques, para odiarte deberías importarme lo suficiente y no lo haces. No te odio, pero tu existencia tampoco me emociona. Lo de hoy ha sido una casualidad que no va a repetirse. Así que es mejor que cada uno siga por su camino. ¿Te parece? Acababa de recibir otro bofetón en plena cara, estaba tan cansada de ello que no sabía si ponerme a llorar o desatar mi ninja interior y darle una patada en las pelotas. No había hecho mención a que fuera él quien me había visto por la mañana y, dadas las circunstancias, no pensaba que fuera lo más propicio sacar el tema. —Me parece. —No hizo falta añadir nada más. Tal vez no me odiara porque, como decía él, nunca llegué a importarle lo suficiente; aun así, su afirmación me dolió, porque yo sí que llegué a sentir una chispa que hacía mucho no se prendía. Cuando nos conocimos, mi cuñada y yo le hicimos creer que yo era Lu, me metí tanto en el papel que me levantaba y acostaba pensando en él. Fue como soñar con algo bonito que terminó desembocando en una pesadilla. No para mí sola, por supuesto. A Mino le pudo el peso del engaño y a mí, el ser vapuleada por otro hombre por el que me había empezado a ilusionar. Justo lo que necesitaba. Lo vi alejarse calle abajo, perderse entre callejuelas estrechas mientras yo seguía allí, de pie, ahogada en mis miserias. Entré en el coche y recordé lo que le había dicho a Menchu antes de colgar, que en cinco minutos la llamaba, y habían pasado más de ciento cincuenta.

Lo haría de camino al piso. En poco más de tres cuartos de hora, ella, Analí y yo teníamos clase de yoga con Luz. La impartía en un gimnasio que fusionaba clases de yoga, taichi y meditación con medicina alternativa, masajes terapéuticos y terapias naturales. Lo hacía por no desvincularse del todo. Dejó de impartir clases durante un tiempo y solo acudía como alumna con mi hermano. Pero de tanto ir volvió a picarle el gusanillo. Un día, el profesor dijo que se marchaba y la dueña le ofreció ocuparse de las clases. Ahora las combinaba con su estudio de fotografía, ambas cosas se le daban de vicio. Decía que era su manera de ofrecer un poco de paz interior al mundo y yo la necesitaba a raudales. Aunque primero tenía que desprender a mi coche del espeso camuflaje o tendría que pintar de nuevo la carrocería. Así que me iba directa al túnel de lavado.

—Vamos, chicas, estirad bien la espalda. Es imprescindible para la postura del Adho Mukha Shvanasana o, lo que es lo mismo, el perro bocabajo. Mi cuñada estaba frente a la clase, observando nuestros movimientos, enfundada en sus mallas negras con transparencias y aquel top rosa que mostraba su abdomen plano. —Y, si es lo mismo, ¿por qué ha de decir ese nombre tan raro antes? — preguntó Analí, esforzándose para que no se le levantaran los talones. —Porque es el nombre original de la asana. El otro es para críos de parvulario, como nosotras —aclaró Menchu.

—Pues a mí me gusta más lo del perro. ¿Te has fijado en el rabo del de delante? Daría lo que fuera porque lo meneara de alegría al verme entrar por la puerta de su casa —jadeó Analí. —¡Eres una cerda! —la reprendí, tratando de atender los consejos de Luz. —Perra, nena, perra, eso es lo que ha dicho tu cuñada que haga, y se me da de vicio porque me muero por sus huesos. —Cabeceó hacia el chico, que atendía y se posicionaba como Luz había mandado. —Eso no lo dudo —rezongué. —¿Qué quieres? Soy una mujer alegremente divorciada y necesito un buen mastín que me ladre y me llene de lametones cuando llegue de trabajar. —Mientras no se te mee en la alfombra —se carcajeó Menchu. —Ese ya viene adiestrado. Mira qué culo tiene, listo para llenarlo de las marcas de mis dientes. ¿Os habéis fijado en cómo se dobla? Si flexiona un poquito más la espalda, creo que puede deleitarme con un asomar de su huevo —suspiró. —¡Quieres parar! —la insté pensando que tenía razón, pues el pantalón de running que llevaba se le estaba levantando demasiado y yo apenas podía aguantar la risa. —Pasamos a la postura de la cobra. —Mecachis, me he quedado sin verlo. Bueno, da igual, vamos a por la serpiente, que es justo con lo que quiero que me pique. Reí para mis adentros —porque en mitad de la clase no era plan— y, rápidamente, busqué volver a conectar con la clase, riñendo a Analí. —¡Déjalo estar, así no hay quien se concentre! —la reprendí, pegando el pecho al suelo—. Hemos venido a relajarnos y contigo babeando como un san bernardo no hay manera. —Eso no son babas. El reguero que ves no sale de mi boca, sino de otra parte —me provocó, alzando las cejas y añadiendo morritos. Yo arrugué la nariz con disgusto y me propuse desoírla lo suficiente como para atender y relajarme, que era lo que más necesitaba. La clase terminó y nos sentamos en un banquito mientras Luz se despedía de los alumnos. La sala olía a incienso y a sudor, no al nuestro, porque lo único que habíamos ejercitado era la sin hueso. Cuando mi cuñada acabó, vino hacia nosotras con el ceño apretado.

—¿Se puede saber qué os pasaba hoy? No habéis parado de hablar durante toda la clase, he estado a esto de poneros una amonestación y expulsaros por cotorras. —Es culpa de la salida de Analí, es como una adolescente cuando el rubio del pantalón corto se le pone delante. —¿Mario? —preguntó, mirando a mi amiga. —No sé cómo se llama, pero Mario me gusta. Rima con armario, que es desde donde quiero que salte a mi cama. Ya sabes que yo siempre he sido de rubios —dijo en tono jocoso. —Pues, como te salga como mi ex, mejor que en lugar de saltar se quede encerrado para siempre. —A mí no ha nacido hombre que me ponga la mano encima y te juro que, si se le ocurre darme con otra cosa que no sea su polla, lo lanzo por la ventana. —Yo pensaba lo mismo, y mira… —susurré, cabizbaja. —A ti te pilló muy joven, ahora sería otra cosa. —Menchu me dio un apretón conciliador en el muslo. —Cambiando de tema… ¿Cómo te fue con mi gine? ¿A que es un amor? —Estaba enfermo, me atendió su hijo. Menudo capullo integral, no sabrás cómo se llama por casualidad, ¿no? —¿Su hijo? Ostras, pues no. Solo sé que tiene dos y que estudiaron lo mismo que él. Igual sí que me lo dijo, pero ya sabes cómo soy para los nombres. —Analí era un desastre, al final, terminaba poniéndoles apodos para referirse a las personas que no eran fundamentales en su vida—. No los conozco personalmente, pero el doctor Manrique habla maravillas de ellos. —Si es su padre, qué va a decir. Ningún culo se huele sus propios pedos. —Las tres soltaron una risotada ante mi observación—. Lo único bueno que he sacado es que, aparentemente, no he pillado nada raro con el cenutrio de ayer. Me han dado la píldora del día después. Solo me faltaba estar en el paro y quedarme preñada de un imbécil. —Bueno, ahora ya está. A echar currículums y listo, algo saldrá. —Luz me ofreció una cálida sonrisa—. Analí, si quieres más información de Mario, te diré que es camarero en un bar de copas los fines de semana e instalador de calderas por las mañanas. Es un chico bastante ocupado, pues está opositando para bombero.

—¡Oh, por favor, bombero! Con el fuego que yo tengo en el cuerpo y lo mucho que me gustaría que me regara con su manguera. —Todavía no lo es, está estudiando para serlo —la corrigió mi cuñada. —Eso da igual, seguro que aprueba. Dale mi número de teléfono y dile que yo lo ayudo con las prácticas. —¿Tú? Pero si no aguantas ni una hora corriendo —apunté, incrédula. —Tú déjamelo entre las piernas y verás si me corro una hora entera. —¡Cerda! —volví a increparla. Ella no dejaba de carcajearse, igual que Menchu y Luz. —Oye, ¿y qué pasó al final con el motorista por el que me tuviste que colgar? ¿Cómo terminó la pelea? —inquirió la psicóloga. Cuando había intentado llamarla para contárselo, estaba comunicando. —¡¿Qué motorista?! —profirieron las otras dos, interesadísimas. —¿Vamos a tomar una cerveza al bar de enfrente y os lo cuento? Es que va para largo. —Of course, nena, sabes que somos muy de confesiones con birras, más que de curas y agua bendita. —Analí me agarró de la mano para levantarme. Tenía que contarle a alguien mis sospechas y lo ocurrido. No había nadie mejor para eso que mis amigas, a ellas podía contarles cualquier cosa.

Capítulo 6

Analíconsejo: «Sal de tu zona de confort y compórtate como si estuvieras en un resort»

Lucía

—Recapitulemos. ¿Nos estás diciendo que el ginecólogo gilipollas y Mino Ulloa son la misma persona? —cuestionó Analí, cerveza en mano. —Esa es a la conclusión que he llegado, sin embargo, no estoy segura porque el hombre que me atendió no se quitó la mascarilla ni por asomo. Pero es que eran sus ojos… —Igual le cantaba el aliento —se carcajeó Analí. —O puede que lo hiciera para que no lo reconocieras —añadió Luz, suspicaz, que no se había perdido una sola palabra—. ¿No dijo nada que te hiciera sospechar que se trataba de él? ¿Algo que hiciera referencia a Formentera? —Aparte de hablarme y mirarme mal, no. —Bueno eso es fácil de averiguar, ahora mismo llamo al doctor Manrique y… Analí ya estaba sacando el móvil de la bolsa. —Ni hablar, no quiero que piense que lo persigo, solo me faltaría eso. Si quiso ocultarse detrás de una máscara para no dar la cara, es porque es un cobarde.

—En eso estoy contigo —dijo Analí, alzando la cerveza en el aire—. ¿Qué se piensa ese ginecólogo de pacotilla? ¿Que vas a orbitar a su alrededor como si él fuera el sol por una mentirijilla piadosa de nada? La felicidad de Carlos y Luz era más importante que el enamoramiento de un pajillero nocturno. —No lo llames así —la reprendió Luz—. Mino era un buen tío, la culpa fue mía por confundirme y alentarlo. No debí darle pie. —Me da igual, con Lucía ha sido un capullo y ella no le debe nada. Total, ambos pasaron unos días con unos pocos magreos, de eso no muere nadie. Y qué quieres que te diga, tú lo verás un primor… Sin embargo, lo que le ha dicho después de que ella lo ayudara en el parto es para inflarlo a hostias con la mano abierta. Yo se las hubiera dado. —No lo pongo en duda —rezongó Luz por lo bajo. Analí me cogió de la mano. —Lucía, repite conmigo: ¡yo soy la máster de mi universo! —¡He-Man! —exclamó Menchu dando palmas, en una conversación paralela que solo ellas parecían comprender. Las dos sonrieron, alzaron el puño y gritaron: —Yooo tengo el pooodeeer. —¡Oh, me encantaban esos dibujos! Mi primo tenía a He-Man. Cuando venía a casa, le pedía que lo trajera para que se cepillara a mi Chabel en su caravana. —¿Quién es Chabel? —pregunté, sintiéndome fuera de lugar. —¡Chaaabeeel, Chaaabeeel, qué bien! —canturreó Menchu—. Yo tenía la muñeca con la caravana. —Y yo —admitió Analí—. ¿Dónde crees que se la chuscaba He-Man? Estaba muy bueno el cabrón, que fuera más bajito no le importaba a mi muñeca. Compensaba con todos esos bultos que le salían en el cuerpo y, además, era rubio. Ella lo prefería a Danny. —¿Quién era Danny? —pregunté. —Su novio, un sieso moreno… —Pues podrías haberla liado con Ken, también es rubio —murmuré. —Ken es gay, todo el mundo lo sabe, y Chabel era más lista que esa rubia de bote. Yo tenía a Chabel golfista, por lo que a golfa no la ganaba nadie —aclaró ella antes de darle otro sorbo a la cerveza. Menchu y Luz se hincharon a reír. Yo preferí darle otro tiento a la Estrella y ahogarme en cerveza helada.

—Cambiando de tema. Oye, eso de que la enfermera del doctor Manrique te ofreciera trabajo y te gustara tanto la experiencia de traer niños al mundo podría ser un buen cambio y una oportunidad laboral para ti. — Menchu sopesaba la idea, haciendo tamborilear los dedos sobre su rostro. —Y una patada en toda la boca a ese engreído de Mino Ulloa. ¿Te imaginas su cara de póker al verte entrar en una de las consultas de su papi? Sería muy bestia. —La cara de Analí estaba mutando a una demoníaca. —No quiero adentrarme en ese jardín. —Yo no era conflictiva, aunque en cuarenta y ocho horas no hubiera hecho otra cosa que meterme en líos. —¿Por qué no? —inquirió mi cuñada, que hasta ahora se había mantenido al margen—. Tú necesitas un trabajo y ese es tan bueno como cualquiera. Tú misma dijiste que te iba a ser muy difícil encontrar curro. Si te lo sirven en bandeja, no has de negarte por un beso tonto. Ya hace un año… Los dos sois adultos, no es necesario que seáis amigos, solo que forméis un buen equipo de trabajo, como esta tarde. Tú misma has dicho que os coordinabais bien y que durante el parto parecía otro. Además, con tantas clínicas que están abriendo, igual ni siquiera te toca con él. »Yo ni me lo pensaba. Si tan bien le caíste a la enfermera del doctor Manrique, puedes decirle que te avise cuando salga un puesto en una donde él no trabaje. ¿No decías que eran dos hermanos? Pues pide puesto en la clínica del otro. El doctor Manrique está montando un imperio de la ginecología, según Analí. —Haz caso a tu cuñi. Yo haría lo mismo. No has de amilanarte por ese tío. Tú vales la pena, él la da con esa actitud pueril. «Me has engañado, ñañañaña», «Te besé pensando que eras otra, ñañañaña», «Y ahora no te ajunto por mala». ¡Bah! Has de demostrarle que a su flan de vainilla le hacen falta más huevos y que vas a mandarlo a navegar haciendo un barquito con su papel de víctima. Eres la dueña de tu vida, tú eliges, tú decides y tú vas a mandar ese puñetero currículum para darle donde más le duele, que no es otro sitio que en su madurez. —¡Muy bien dicho, hermana! —Mi psicóloga pelirroja chocó el botellín contra el de Analí, que tenía el pelo igual de oscuro que sus ojos. Las dos bebieron. Eran más o menos de la misma quinta. Analí tenía cuarenta y uno y Menchu, cuarenta y tres. Se llevaban muy bien, aunque mi pelirroja era más comedida. —No sé, esta situación se me queda grande —suspiré.

—No importa lo grande que veas la situación, más alta es una farola y los perros mean en ellas. Entrecerré la mirada hacia mi morena, que estaba sembrada. —¿Eso ha sido una metáfora? —inquirí. A Menchu le brillaban los ojos de la risa. —Más bien, una realidad. Has de ir a su esquina y mearle en toda la farola. ¡Que se entere de que no te puede subestimar! ¿No crees, Menchu? —inquirió Analí. —Si algún día necesito sustituta, voy a llamarte para que atiendas mi consulta. ¡Menudo par! —Igual me sale otro curro… No tengo ganas de pelear con él o estar a disgusto en un trabajo, son muchas horas y demasiadas tensiones. Ya lo sabéis. ¿Y si tengo la mala suerte de que me toca con él? Prefiero que cada uno siga por su lado y no remover más un pasado que no tiene futuro. —Eso no lo sabes. En la isla se os veía muy bien —observó Luz—. Si él no hubiera estado resabiado con lo de su ex, seguro que nos habría dejado disculparnos. Lo que pasó fue que le tocamos la tecla que más le dolía. —¡Pues que se hubiera puesto una tirita y tomado un ibuprofeno! — exclamó Analí—. Para unas cosas los tíos se las dan de muy maduros y para otras son la mar de capullos. —Él creía que yo era tú —lo disculpé—. Estuvo mal, muy mal, y no me lo va a perdonar. Es mejor que intente espabilarme por otro lado, igual no me cuesta tanto que me contraten. Como dice Menchu, si no lo intentas, nunca lo sabrás. —Eso es, veo que algo atiendes en mis consultas. Por intentarlo, no pierdes nada. Empieza a mover tu currículum y con el resultado decides si enviárselo a la enfermera del doctor Manrique o no —intervino Menchu. —Eso haré. Gracias por aguantar mis miserias, chicas, sois las mejores. ¿Os hace un abrazo colectivo? —Eso siempre —afirmó mi cuñada, siendo la primera en lanzarse al abrazo. Todas se sumaron y terminamos pidiendo una cerveza más para celebrar mi decisión. Mañana mismo me pondría a buscar trabajo.

Dos meses más tarde Miré mi cuenta bancaria, los números rojos se estaban convirtiendo en morados del ahogo que llevaba. Como había supuesto, los tentáculos de mi exdirector eran demasiado poderosos. Nadie había querido contratarme, na-die. Con lo que me pagaban de paro no me llegaba, que el alquiler estaba por las nubes, y además tenía la letra del Fiat, que todavía me quedaban cinco años para pagarlo. Me había planteado incluso presentarme en Gatitas Cachondas y sacarme un sobresueldo como hizo Luz. Pero, con sinceridad, no me veía dándoles bola a esos salidos nocturnos. Si con Daniel casi nunca encendía la lamparita y no pasábamos del misionero o el perrito. Mi vida sexual no había sido para tirar cohetes, a excepción de los cuatro polvos que seguía sin recordar. ¡Menuda mierda, para una vez que me soltaba la melena y fue casi una condena! Menos mal que los resultados salieron todos perfectos y no había pillado nada. Las chicas insistieron en que saliera, y no precisamente del grupo de WhatsApp de mi extrabajo. Decían que tenía que alejarme de mi círculo de confort, conocer a algún hombre normal con el que compartir aficiones y empezar a vivir de verdad. Analí había comenzado a tontear con el futuro bombero, que parecía más que predispuesto a apagarle el fuego. Tras varias semanas de pesca con caña, Mario parecía haber picado el anzuelo y la había invitado al bar donde trabajaba. Quería que fuera para esperarlo y que pudieran salir a tomar algo cuando terminara su turno, a las dos. Mi amiga no quería estar en casa, tenía miedo a dormirse y pasaba de estar toda la noche cual cactus, con el codo plantado en la barra y

pinchando a las lobas que pudieran acercarse. Me sugirió que la acompañara, bueno, nos lo pidió a todas, solo que Luz tenía planes con Carlos y Menchu había quedado para celebrar el cumpleaños de unos amigos. Lo que me dejó con el culo al aire y pocas excusas para no ir. No tenía ni pizca de ganas de salir. Prefería quedarme en casa, ahogada en helado, alguna peli lacrimógena y mi Paco soltando barbaridades. Entre mi poco presupuesto y lo que había ocurrido la última vez que salimos, mis ganas de repetir una salida nocturna eran de menos diez. Analí no era una mujer que se diera por vencida a la primera, apareció por casa a eso de las siete de la tarde, aporreando mi puerta y arrugando la nariz al ver mi aire de homeless —pordiosera, para los que no hablan inglés —. —Lucía, necesitas salir y airearte. Encerrándote en casa no vas a lograr más que llenarte de grasas saturadas y deshidratarte a base de lágrimas. Si sigues así, el único empleo que te darán es el de monja de clausura, porque para vender pañuelos en un semáforo tienes que abandonar estas cuatro paredes. —Ja, ja, ja, me parto —dije con desgana—. Paso de contribuir con la deforestación para que se suenen los mocos. Y no quiero un curro que me suponga casarme con un tío que nunca esté en casa y no se presente el día de la boda. Por lo de las grasas no te preocupes, Luz me ha apuntado a unas clases online de zumba que no me pierdo por las mañanas, aunque no se note debido a mis dos pies izquierdos. Ella alzó los ojos hacia arriba. —Señor, no se lo tengas en cuenta —murmuró mirando al techo. Después, su gesto mutó—. ¿Has dicho zumba? Perfecto, el bar musical donde trabaja Mario tiene pista de baile, así pondrás en práctica eso de tender a la izquierda. Anda, venga, hazlo por mí. No puedes dejarme sola, te necesito. Sabes que, si no, no te lo pediría. —Puso aquel puchero al que era incapaz de resistirme y caí de cuatro patas. —Eso se llama chantaje emocional. —¿Y funciona? —Agitó las pestañas. —Sí —admití, derrotada. —¡Vaaamooos! —exclamó, abrazándome—. ¡Eres la mejor, aunque apestes! ¿Hoy te has duchado? Me olí la axila, igual me había olvidado.

—¡Dúchate, guarra! ¡Eres peor que la tacones, que se bajaba las bragas a peos y se las subía a taconazos! —replicó Paco desde su jaula. Analí soltó una carcajada. —Te juro, Paco, que como sigas escuchando a los vecinos te quito a radiopatio. —Paco, Paco, Paco que mi Paco, Paco, Paco, Paco… —canturreó bailoteando, como si Encarnita Polo se hubiera reencarnado en loro. —Estás perdiendo dinero, yo de ti lo llevaba a Got Talent. Mira que es listo el jodío. —Listísimo. —Analí, guapa, pélame la fruta, bombón —cotorreó, seductor. —Si fueras un tío, no te me escapabas —sonrió mi morena. —¿Quieres dejar de ligar con el loro? —Vale, a lo que íbamos. Te vas de cabeza a la ducha y yo rebusco en tu armario para ver qué te encuentro para que no parezcas salida de The Walking Dead, este año no se llevan las muertas vivientes. Podrías haber aprovechado para tomar un poquito el sol después de zumba. El blanco radioactivo estaba de moda en el siglo diecisiete, ahora queda un pelín obsoleto. —Ya sabes que las modas siempre vuelven y paso de pillar un melanoma, con mi suerte seguro que no me libro. Y algunas zombis son muy monas. —Ya, pero no queremos para ti un tío que parezca sacado de un videoclip de Michael Jackson. Déjame a mí. Un poco de chapa y pintura… Y lista para la siguiente aventura.

El bar donde trabajaba Mario se llamaba Tiki-tiki. Era de estilo hawaiano, con un montón de decoración que te empujaba directamente a una isla en mitad del Pacífico. Los camareros iban vestidos con faldas de paja y collares de flores. Me gustaba ese rollo tropical. Además, a nadie le amarga un dulce. Puede que no quisiera líos con tíos, pero tampoco tenía por qué no mirar si me los ponían delante y estaban tan buenos como aquellos camareros. —¡Este sitio es muy chulo! —dije, sorprendida. La música estaba un pelín alta, pero podías hablar a gritos. —¿A que sí? Ya verás cuando salgan las bailarinas, vas a flipar. De cintura para arriba parecen muñecas de porcelana oscura y de cintura para abajo, un bol de gelatina sujetado por un paciente con párkinson. —Eres un pelín bruta con las comparativas médicas. —Sonreí. —Y tú estás preciosa con ese vestido amarillo, pareces lo que eres, un sol. A ver si esta vez acierto un poco más y consigo uno que sí use condones. —No quiero echar un polvo, solo encontrar trabajo. —Una nunca sabe lo que va a encontrar al final de la noche… Esta vez no bebas tanto, solo achíspate una pizca, lo suficiente para desinhibirte y recordar la maratón de sexo que vas a correr esta noche. —No estoy lista para maratones. —Pues buscaremos uno que te haga media. Vamos, acabo de ver a Mario en aquella barra. El postulante a bombero estaba en la central, acompañado por dos morenazas que quitaban el sentido y que no paraban de mandarle sonrisas en algún tipo de código que gritaba apareamiento por todos los poros de sus curvilíneos cuerpos. Ellas le pedían bebidas, devorándolo con la mirada, y él agitaba la coctelera moviendo el medio millón de músculos extra con los que Dios lo había equipado. —¡Madre mía, con ese puedes estudiar patología forense! —auguré. —Está bueno, ¿eh? Es lo que pretendo, matarlo a polvos y hacerle una buena autopsia. —Eso será si las hienas te dejan, me parece que te ha salido competencia —apunté, observando a las camareras—. Como diría Luz, no es por ser pájaro de mal agüero, pero esas lo quieren en su agujero. —¡Pues que sigan soñando! ¡Mario es mío, yo lo vi primero! — Gesticulando de manera exagerada, exclamó—: ¡Aparten a esas guarras o

salto por encima de la barra! Tenía el ceño fruncido y cara de pocos amigos. Menos mal que Shakira y su Waka-Waka ahogaron sus palabras. Ahí iba Analí, enfundada en un conjunto de leggings y top negro muy ajustado que le confería un aspecto osado a lo Cat Woman. Se había hecho una cola alta que rasgaba todavía más sus ojos oscuros. Caminó con la seguridad que a mí me faltaba, moviendo las caderas sin llegar a necesitar una prótesis, para colocarse directamente frente a Mario con una sonrisa de lo más lasciva. En cuanto la vio el rubio amplió la sonrisa, sirviendo el contenido de la coctelera sin apartar la mirada de ella y, lo que era todavía más alucinante, sin derramar una sola gota fuera. Eso sí que era domino. ¡Ole, ole y ole! Después, se inclinó sobre la barra para saludarla. Los pectorales se agitaron en una danza de bienvenida que desencajó las mandíbulas de las clientas más cercanas. —Hola, preciosa, has venido… —¿Lo dudabas? —inquirió subiéndose a un soporte plateado, anclado al bajo de la barra, para estar más cerca de su boca. Pretendía provocarlo y parecía funcionar, pues las pupilas masculinas se ampliaban, atraídas como una polilla a la luz. Analí fue a echar toda la carne en el asador para demostrar que a ese rubio se lo llevaba ella. Colocó las palmas sobre la madera pulida, impulsándose un pelín más hacia delante, con los labios entreabiertos y la lengua humedeciéndolos, incitante. Lo que no calculó fue que la barra estaba mojada por alguna sustancia resbaladiza que hizo que, a la par que ella ponía morritos de pez, sus palmas se deslizaran como en una pista de patinaje sobre hielo. Fue un visto y no visto. Los brazos se abrieron en cruz, la barbilla rebotó en la dura superficie y algo salió disparado hacia una de las copas que había sobre la barra. ¿Sería un pendiente? La iluminación no ayudaba y ahora no iba a ponerme a ver qué narices se había salido de su sitio. Cuando ya creía que nada podía ir peor, el soporte que había bajo sus pies la desequilibró hacia atrás, partiéndole un tacón de los botines. Menos mal que Mario fue ágil en reflejos y la agarró antes de que terminara con el culo incrustado en el suelo. —¿Estás bien?

Era la primera vez que veía a Analí enrojecer. —Mmmmm —ni siquiera abrió la boca, se limitó a hacer un sonido ininteligible. Me acerqué lo más rápido que pude, con cuidado de no pisar mal y empeorar las cosas. —¿Tienes un poco de hielo? —le pregunté a Mario alcanzando el lateral de mi amiga. Le giré la cara con cuidado para palparle la barbilla. —Sí, claro. ¿Eres médico? Se ha dado un buen leñazo. —Soy enfermera, antes trabajábamos juntas. Por suerte, no parece que haya nada roto o que se ha abierto la barbilla. Necesito algo muy frío para que no se le hinche demasiado. Mi amiga estaba tan abochornada que ni hablaba. Mario fue a por lo que le había pedido, dejándonos a solas por un momento. —Nena, nena, ¿estás bien? Menuda entrada —le pregunté, preocupada. —¡Acabo de hacer el ridículo más absoluto! ¡Y creo que he perdido un implante! —Bajé mis ojos hacia sus tetas. —No, tranquila, ahí siguen las dos. —¡Bucal! —prorrumpió con ojos en las lágrimas, porque lo de lágrimas en los ojos se quedaba corto. —¿Cómo? —Su boca se abrió como la cueva de Alí Babá y, efectivamente, le faltaba una de las palas de delante. ¡Dios, parecía el Cuñao! Miré a un lado y a otro para tratar de localizar la cotizada pieza. Y entonces recordé que había visto algo que había salido despedido, cayendo en la copa recién servida que la buena mujer de al lado se estaba llevando a los labios. —¡Noooo! —grité, despavorida, arrebatándole el cóctel de las manos. Metí todos los dedos dentro para pescar el implante dental de mi amiga antes de que se lo tragara. La clienta miró horrorizada los cuatro dedos ahondando en su bebida. Sonreí por dentro al hallar lo que buscaba y atraparlo sin que lo viera. —Era una cucaracha, ha caído de la paja del techo a su bebida. Ahora ya está, la tengo, puede bebérsela tranquila —dije, devolviéndole la copa más roja que la guinda que la decoraba. Ella lanzó un grito, horrorizada. Esperaba no causar un problema a Mario y que la mujer pidiera el libro de reclamaciones. Tomé la mano de Analí y la saqué de allí lo más rápido que pude para ir directas al baño.

Capítulo 7

Sexta afirmación: «Soy un imán para las oportunidades»

Lucía

—No

puedo dejar que me vea sin un diente. ¡Pensará que soy horrible! —lloriqueó Analí, apretándose la boca con la mano. —Eso no va a ocurrir. Soy la ayudante secreta de el ratoncito Pérez, solo que actúo a la inversa. No se lo cuentes a nadie —bromeé. Mi amiga no estaba para seguirme el juego, su falta de dentadura le preocupaba en demasía—. Mira, para grandes emergencias… —abrí el bolso y saqué un tubito de pegamento de contacto—, grandes soluciones. —¿Pretendes pegarme el diente? —Ajá. —Casi pude palpar la amalgama de pensamientos que cruzaban por su mente. —¿Quién sale de casa con un tubo de Loctite en el bolso? —Yo, desde que se me rompió un tacón en el baile de graduación. Lo pasé fatal, no sabes la nochecita que me dio, estuve la mayor parte del tiempo sentada en una silla disimulando porque no quería bailar a la pata coja. Lo intenté con un chicle, pero no funcionó. »Déjalo todo en mis manos. Pegaremos tu diente y el botín. Estarás lista en un periquete. Eso sí, hoy no vas a poder darle un beso de tornillo. Una

cosa es una operación de rescate en un vaso de cóctel y otra muy distinta en el interior del inodoro del bombero. Analí puso cara de disgusto. —No quiero ni imaginarlo. —Yo tampoco. Esta noche, prohibido besarse y mañana pide hora urgente con el dentista. —Hecho, nada de besos. No sé qué habría hecho sin ti. —Eso sí que puedo responderlo. Largarte a casa y dejar a Mario con las arpías de sus compañeras, y esa no era una opción. —No, no lo era. —Y ahora estate quieta, no quiero terminar en urgencias con los dedos pegados a tu paleta y esta, a tu lengua, sería demasiado raro. Lo hice con muchísimo cuidado, apenas se notó nada. Al terminar, reparé el tacón. —Me siento como la señora Potato —murmuró echándose agua en la barbilla inflamada. —Pero en guapa y delgada. —No sé cómo ha podido pasarme todo eso en un segundo, si a mí nunca me ocurren este tipo de cosas. Y, encima, delante de Mario. Pensará que soy una calamidad. —Qué va… A los tíos les gusta ayudar a las damiselas en apuros. —Yo no soy ninguna damisela, sino una mujer fuerte y autosuficiente que se las arregla siempre sola. Si incluso a veces me planteo si no nací tío y tengo el pito asustadizo. Lancé una risotada. —Tú no tienes pito. Y eras así hasta que has puesto un pie en esta maldita barra. —¡Exacto! ¡Oh, Dios mío, igual sufro distrofia muscular! —Si me dijeras cerebral, todavía, eso no te lo discuto, pero muscular… A tus músculos no les pasa nada. Lo que ocurre es que el amor nos vuelve patosas. Luz tiene una colección de anécdotas de cuando conoció a mi hermano. Si te animas, pilla su libro y le echas un ojo. Seguro que se te pasa la tontería. —Puede que lo haga. Es que… no sé… Yo nunca he sido patosa con los tíos. —Dicen que es el amor lo que te vuelve una metepatas insegura, puede que lo que te ocurre sea eso.

—¡Ni hablar! ¡No estoy enamorada! Acepto que Mario me gusta, tiene un buen polvo, pero nada más. No lo veo como el padre de mis hijos ni formando una familia a su lado. —Pues, para no verlo, no has parado hasta conseguir una cita con él. —Eso es distinto, soy perseverante, voy a por lo que me gusta y en este caso creo que quedaría genial en mi cama, justo debajo de mi cuerpo. Ya estoy harta de tirármelo en sueños y levantarme jadeando como una pervertida siniestra. Me encogí de hombros. —Si tú lo dices… —Bueno, ¿cómo estoy? —inquirió sonriendo a nuestro reflejo en el espejo. —Perfecta, no se te nota nada. ¿Lista para regresar? —Lista. Volvimos a la barra. Por suerte, la mujer del cóctel ya no estaba. No me veía dando más explicaciones sobre la cucaracha. Mario salió en nuestra busca en cuanto nos vio aparecer y le aplicó hielo a la barbilla de Analí con mucho mimo. Ella le sonreía como una tonta y él le acariciaba el pelo, preocupado. Perfecto. Quise darles un poquito de intimidad colocándome en un extremo de la barra. Levanté la mano y me pedí el cóctel de la casa. Un Mai Tai Tiki, que llevaba ron blanco, añejo, Curaçao, Orgeat, zumo de lima, mucho hielo picado y piel de lima para decorar. Lo servían en una jarrita artesanal de barro que emulaba un Tiki, que era el nombre que se le daba a las grandes estatuas con forma humana en la cultura polinesia, además de al bar. Estuve un buen rato mirándolos, dando vueltas a la sombrillita mientras contemplaba cómo la emoción tomaba los ojos de mi amiga con cada gesto que el camarero le prodigaba. Si eso no era amor, que bajara Cupido y me lo dijera. Un cuerpo bloqueó mi visión de la pareja. Hice el gesto de apartarme, pero este se movió, interceptando de nuevo mi mirada. —Hola —me saludó, tratando de captar mi atención—. ¿Sabes?, no he podido apartar los ojos de ti desde que has aparecido con tu amiga hace un rato y me preguntaba si…

—Lo siento —lo interrumpí—, amo a Jesús —dije, alzando los ojos al cielo para que se diera por aludido. No iba a perder más saliva de la necesaria con ese tío. —No soy celoso. —Bajé la vista. Perfecto, me había tocado un tonto a las tres—. Me llamo Pepe, soy creador de contenidos web, ¿y tú? Me importaba un comino lo que creara, solo quería estar sola. Lo mejor sería que lo espantara. A sarcasmo, no me ganaba nadie. —O sea, que subes porno casero a páginas guarras. El hombre, que debía rondar los treinta y largos, se atragantó con la cerveza. —No, no, qué va… —Tranquilo, ya sé lo que haces. Eres de esos que va con el móvil a todas partes, grabando bragas en escaleras mecánicas o cuando una se despista en el metro. Me parece deplorable. El hombre estaba sudando. —No, en serio, yo no hago esas cosas. Déjame que te explique… —No has de explicarme nada. Ya te he dicho que yo amo a Jesús y no me interesa nada más que eso. —Pues a mí me ha sonado a que ponías a Dios como excusa. Solo quiero conocerte y, si conectamos, terminar la noche contigo. Qué agudo, pensé, justo lo que yo no quería. —Mira, me da igual lo que pensaras. No me interesas y me estás molestando. —Busqué a la mujer directa que habitaba en algún rincón de mi interior para soltarle aquello. —Vamos, no seas así. Ya sé que no soy como el camarero, que lo tengo más difícil por mi físico. No deberías ser tan superficial, dame una oportunidad. —Te he dicho que me dejes. No quiero conocerte, ni a ti ni a nadie. — Hice el amago de apartar la mirada de la suya, a ver si así se daba por aludido y, de paso, veía qué ocurría con mi amiga y Mario. —Seguro que si fuera como ese tío sin camiseta no me despreciarías. Veo cómo babeas cada vez que mira a tu amiga, eres una zorra. Todas las tías sois iguales, unas superficiales que intentan lo que sea con el novio de su amiga si está bueno. Su actitud se estaba volviendo violenta. La mujer segura dio paso a la maltratada, que se echó a temblar sin control, deteniéndose cuando el calor de un brazo masculino la rodeó por la cintura con demasiada familiaridad.

—Hola, cariño, perdona el retraso. —Unos labios extraños besaron mi mejilla y, rápidamente, se volvieron hacia el tipo intimidante—. ¿Es un amigo tuyo? ¿Qué tal?, soy Jesús —dijo, tendiendo la mano al idiota que nos miraba, incrédulo. —Yo, eh, oh, perdonad, no sabía, pensaba… Qué vergüenza, lo siento. No insistió, se dio media vuelta y se marchó por donde había venido. Fue entonces cuando el desconocido me dejó ir. —Perdona, sentí que te estaba molestando y tuve que intervenir, aunque tuviera que hacerme pasar por Dios reencarnado en hombre. Espero que no te moleste. Tragué con fuerza, intentando serenarme antes de darle una respuesta. Cuando me vi capaz de unir dos palabras, busqué su rostro girando sobre mí misma, llevándome una grata sorpresa. Era un hombre de mi edad o puede que un poco más. Moreno, con rasgos latinos y una sonrisa preciosa que se me apeteció franca y conciliadora. Vestía bien, una camisa que hacía juego con sus dientes y que contrastaba con su tez oscura, acompañada de unos tejanos modernos y con rotos estratégicos que le daban un punto interesante. —Ehm, sí, gracias por tu ayuda…, Jesús. ¿Te llamas así? —murmuré. Su sonrisa se amplió. —Ese nombre solo lo uso cuando salgo a vender Biblias o a salvar mujeres en apuros. Prefiero Matías, que es el verdadero. Si no te importa, claro. Esa vez fui yo la que sonrió, aquel tipo afloraba a mi payasa interior. —¿Mormón? —Ginecólogo. Mi cara tenía que ser un poema. Ahora sí que se me había ido el color de la cara. Debía estar en una especie de bucle kármico. ¿Por qué, Dios mío? ¿Por qué? —¿Me tomas el pelo? —Con lo de las Biblias, sí; soy un pelín agnóstico. Pero te prometo que soy ginecólogo. Te has puesto blanca. No sufras, que no llevo el espéculo encima. En mis ratos libres soy asesino en serie, aunque nunca mato en la primera cita. —Oye, ¿algo de lo que dices es cierto? —Perdona, es que no sé, me incitas a gastar bromas. Solo soy ginecólogo y obstetra, a secas. Esa es la pura verdad. Y lo de asesino… Me

conformo con que te mueras de la risa. ¿Y tú? —Yo no. Ni vendo Biblias ni hago revisiones de bajos ni traigo niños a este complejo mundo. —OK. Lo capto. ¿Y te llamas? —Lucía, enfermera en paro y futura monja. —¿En serio? ¡No fastidies! —En serio. Bueno, lo de la monja, no; pero he estado a punto. Dios no me está dando tregua últimamente. Necesito un milagro, ¿no te sobrará alguno? —¿De verdad? Pues, oye, no te creas, que igual puedo ayudarte. — Aquello llamó mi atención—. Eres la única enfermera que conozco que está en el paro. Están muy cotizadas, lo sé de buena tinta. —Pues dime dónde, porque yo llevo dos meses buscando curro y nada. —Esto va a sonar un poco raro, nos acabamos de conocer, no tenemos la suficiente confianza, pero… —Metió la mano en su pantalón, sacó la cartera e hizo el gesto como si fuera a arrodillarse para pedirme matrimonio, sin llegar a hacerlo. No me dio un anillo, sino su tarjeta de visita. Al parecer, no mentía y sí que era ginecólogo—. ¿Quieres trabajar conmigo? —preguntó, cerrando un ojo con cara de esperanza—. Necesito a alguien con urgencia en la clínica y, si te interesara, el puesto es tuyo. Alcé las cejas, suspicaz, golpeando mi labio con el dedo índice. —¿Así? ¿Sin entrevista ni nada? Esto no será una estrategia para llevarme a la cama, ¿no? Porque lo llevas crudo. Soltó una risotada. —Bueno, mentiría si no reconociera que eres muy guapa, pero… —¿Pero? —Prefiero a la enfermera. En serio, estoy un pelín apurado y me vienes que ni caída del cielo. ¿Sería posible que empezases mañana? No podía ser que mi suerte acabara de cambiar de rumbo en forma de atractivo y simpático ginecólogo, que no era Mino Ulloa, sino Matías Venegas. —¿Va en serio? —Muy en serio. La chica que tenía que empezar mañana ha recibido hoy una oferta para irse a trabajar a Alemania y, como su chico es de allí, ha decidido aceptarla. Otra de las enfermeras se ha quedado embarazada y tuvo una pérdida la semana pasada. Su embarazo es de riesgo, por lo que debe guardar reposo absoluto. En menos de siete días hemos perdido a dos

personas indispensables y, si no llevo a alguien a la clínica, las que me quedan dimitirán por exceso de trabajo. —No parecía estar mintiendo para llevarme a la cama—. Si es por el sueldo, no sufras. Te garantizo que pago muy bien. Tendrás tres pagas dobles, vacaciones y… —Sí, quiero —respondí en la tónica de la pregunta, sintiéndome un pelín osada. —¿Cómo dices? —Que sí, quiero, que acepto. Tú necesitas a alguien con urgencia y yo estaba a punto de entregar mi vida a Dios si no me salía nada, así que… —Pues creo que voy a empezar a creer en el de allí arriba, ha sido un milagro conocerte. —Su reflexión me hizo sonreír—. Ni siquiera sé por qué he entrado a este bar. Igual no me crees, pero he pasado mil veces por delante y no he venido nunca. Estaba tan estresado que me apeteció tomar una copa para conciliar el sueño y mira… Apareciste tú y tu divertida excusa de que estabas con Jesús, llamando poderosamente mi atención. Había oído cosas, pero como esa, nunca. —Soy bastante creativa en situaciones extremas. —Ese es un buen atributo para una enfermera. —Igual ambos somos una señal divina para el otro. —Me sumé al buen rollo instalado entre nosotros. Que fuera mi futuro jefe no tenía nada que ver para que nos lleváramos bien. ¿No? —Quizás. —Levantó su copa y la entrechocó con la mía—. Por las oportunidades divinas. —Por las oportunidades inesperadas —añadí, devolviéndole la sonrisa.

Capítulo 8

Séptima afirmación: «Sal de tu zona de seguridad y cambia tu vida»

Lucía

¡Ay, ay, ay, ay! —Que conste que no es un grito mariachi de «arriba México», sino uno de pánico total. Cuando acepté la propuesta de Matías, bueno, del doctor Venegas, no caí en la cuenta de que había sufrido unas semanas de bajón extremo. Uno tan brutal que mi cuarto de la colada parecía sufrir síndrome de Diógenes. No había puesto una sola lavadora y mi armario estaba al borde de la extinción. Tenía para elegir entre la faldita que usé en Halloween del año pasado de universitaria zombi putona —acertaste, la temática la escogió Analí— o unos leggings pezuña de camello que estaban ahí de casualidad.

Sí, he dicho pezuña de camello, ya sabes, de esos que te los pones y te leen los labios. Y no los de la boca, precisamente. Presentarme con el vestido de anoche sería dar una imagen poco profesional, sobre todo cuando el jefe me había visto con él puesto. Así que, entre enseñar culo o marcar raja, me quedé con lo segundo, imaginaba que me darían uniforme o bata. Escogí la camiseta menos sucia que tenía y me puse en marcha hacia la clínica. En la tarjeta constaba la dirección y estaba a dos manzanas del bar de anoche. No tenía pérdida. Cogí el bus, el coche solo lo sacaba si era imprescindible. No tenía dinero suficiente para estar pagando zona azul y, encima, me dejaba en la puerta. En veinte minutos estaría allí. Subí, poniéndome el bolso bandolera de forma estratégica para cubrir la zona frontal, saqué la tarjeta y me dispuse a meterla en la máquina. Detrás de mí había una hilera de personas esperando para utilizarla. El puñetero lector parecía encallado, no leía la tarjeta, así que la metí y la saqué abruptamente varias veces, sintiendo la incomodidad de los pasajeros de detrás. Escuché varias observaciones para nada apropiadas, en plan «No es rubia, pero casi», «Parece que no la sabe meter», «¿Dónde le habrán dado el carnet?», «Siempre me tiene que tocar la china», «Como todo lo haga igual…». Me estaba poniendo muy nerviosa. Por si fuera poco, todas las frases venían unidas a la misma voz, estridente y masculina. —Puede que, si fuera menos brusca, la maquinita se la leyera mejor —la recomendación rebotó en mi tímpano como una picadura de avispa. Me giré, exacerbada. —¿Qué pasa? ¿Que la máquina es virgen? Cojo el autobús a diario y nunca he tenido problemas al meterla. —Pues hoy parece que sí, tenemos prisa y está formando cola. ¿Por qué no va a hablar con el conductor? Igual él puede solucionarle el problema. Es lógico que una mujer no la sepa meter, no está en su naturaleza. Me dieron ganas de coger la tarjeta y encajársela en la bocaza, a ver si eso estaba en mi naturaleza. Lo habría hecho, me contuve porque no me gustaba la violencia y el resto de los pasajeros no tenían la culpa. Puede que no fuera tan mala idea hablar con el conductor. Fui hasta el hombre, quien me miró con cara de impaciencia.

—Disculpe, he tenido un problema con la máquina, parece no querer coger mi tarjeta y… —Apuntó con el dedo un cartelito que había sobre su cabeza. «No hablar con el conductor». ¡Sería posible! Pero ¿qué se pensaba? ¿Que íbamos a hacer corrillo para contarle nuestras batallitas? ¿Que era una estrella del rock a la que una no podía dirigirse?—. Me da igual lo que ponga ahí, es mi primer día de trabajo y no puedo llegar tarde, ¿me pasa usted la tarjeta? —Lo siento, para eso está la máquina, yo solo cobro los pasajes individuales. Casi todo el mundo había subido. —Vale, pero es que hoy no me pasa y… —No estoy aquí para oír sus quejas, para eso tiene el teléfono de atención ciudadana. O pasa la tarjeta o me paga, y si no, se baja. —¡No puedo bajarme! Ya le he dicho que es mi primer día de trabajo y que no puedo… —Llegar tarde. Ya, ya, ya. ¡Pues pague el viaje! —¡Quiero el libro de reclamaciones, o las hojas, o lo que tenga aquí! —¿Me ha visto cara de oficinista? O paga o arranco sin usted. El tipo que había tenido detrás se había sentado en el primer asiento, así que era espectador de primera. El muy cabrón se lo estaba pasando en grande. Por mucho que me hubiera gustado bajarme no me daba tiempo a llegar andando, así que no me quedó más remedio que sacar la cartera. Ahí estaba mi último billete de cincuenta. Se lo tendí al conductor. —Lo siento. —Apuntó hacia otro cartel donde ponía «Solo se admiten billetes de hasta diez euros». —¡No tengo nada más pequeño! —Pues tendrá que bajarse, ya me está retrasando demasiado la ruta. —¡No voy a hacerlo! —me puse a gritar—. ¡¿Por favor, alguien tiene cambio de cincuenta?! —¡Claro, como que vamos a fiarnos de que ese billete no sea falso! — prorrumpió el tocapelotas de la maquinita. —¡No es falso! ¡Lo saqué ayer del cajero! ¿Por favor, alguien? ¿Nadie? Los pasajeros se hacían los locos, evitando mirarme a los ojos. ¡Genial! —Señorita, bájese. Sin dinero, no hay viaje. —Pero ¡tengo dinero y tarjeta! ¡Es usted el que no quiere llevarme! —Busque un bar, pida cambio y coja el siguiente. ¡Largo!

Estaba llena de ira. Me giré hacia todos los pasajeros e hice algo impropio de mí. Por lo menos de mi yo de antes de que me despidieran. Metí el billete en el bolso y saqué un frasquito de cristal para mostrárselo a los pasajeros con la misma intensidad que si se tratara de una bomba. —Soy de la unidad de investigación de virus y pandemias de la Universidad de Barcelona. —Acababa de sacarme ese nombre de la manga, ni siquiera sabía si existía, pero acojonaba, ¿eh?—. Llevo aquí una muestra de un virus de laboratorio que custodio, es altamente infeccioso y letal. Así que les juro que, si no puedo ir en este autobús al laboratorio, lanzaré el frasco contra el suelo una vez haya bajado esas escaleras y… ¡todos morirán! —Va de farol —observó el capullo que tenía detrás en la máquina—. Nadie llevaría un virus mortal en un bolso de flores. —¿Quiere comprobarlo? —No iba a permitir que ese aguafiestas me tirara la interpretación por tierra. Vale que lo único que llevaba en la mano era una bomba fétida que Analí le requisó a su hijo y me entregó a mí para que no la liara… Sin embargo, debía seguir con lo que había empezado. Me aclaré la garganta—. Si tengo tanta prisa, es porque están buscando el antídoto y les urge. Es mi primer día de trabajo, confían en mí, así que si han de despedirme que sea porque me he llevado por delante a unos cuantos insolidarios. —Puse cara de desquiciada. No me costó mucho, pues ya lo estaba. Sonaron algunas exclamaciones contenidas. Miré con fijeza al graciosillo que me miraba con los ojos entrecerrados—. ¿Qué será? ¿Vida o muerte? —¡Baja de aquí, loca chalada! —exclamó para ponerse en pie y echarme a lo bruto. Muy bien, yo llegaría tarde, pero todos esos iban a pagármela con creces. Antes de que me pusiera una mano encima, grité: —¡Mueeerteee! —Lancé la puñetera bomba fétida contra el suelo sin respirar y salí huyendo todo lo deprisa que pude. Oía los gritos de la gente mientras me alejaba calle abajo. «Lo noto, lo noto, me mueeerooo», una señora de mediana edad estaba haciendo la croqueta en el suelo. Otros se limitaban a decir «¡Menuda peeesteee!» y evacuar en todos mis muertos. ¡Que les dieran a todos juntos! Fui a cruzar precipitadamente antes de que me pillaran cuando un coche casi se me lleva por delante.

El frenazo que dio fue de órdago. —¡Está loca! —gritó el conductor—. ¡Se ha tirado encima de mí! ¡Casi la mato! Alcé la barbilla para encontrarme, otra vez, con uno de mis limones. ¡¿Es que ese zumo iba a ser eterno?! Mino era quien me miraba con el corazón saliéndosele por la garganta. Si hubiera estado jugando al billar, estaría haciendo carambola, igual que el mío. —Lo-lo siento —tartamudeé. No quería venirme abajo, pero el subidón de adrenalina estaba abandonando mi organismo en picado y ahora lo único que notaba era un gran torrente de lágrimas anegándome los ojos. Su expresión demudó a una cercana al pánico. Los coches hacían sonar el claxon, pero él no se movía del asiento del conductor. Lo hizo cuando la primera lágrima descendió sin permiso por mi mejilla. —Entra —me ordenó en un tono que no admitía réplica. Tampoco es que pudiera negarme, o entraba o me linchaban. —Tengo que ir a un sitio. —Hipé. —Te llevo. No me opuse. Mejor ir con Mino que llegar tarde o que me quemaran en la hoguera. —¿Adónde vamos? Qué tonta, no le había dado la dirección. —Valencia con paseo de Gracia. Si me dejas ahí, me haces un favor. Asintió, arrancando el motor antes de que el semáforo cambiara a rojo. —¿De rebajas? —preguntó, mirándome de refilón. Crucé las piernas y puse la mano encima para que no se fijara en que se me marcaba todo. Fijo que había pensado que necesitaba cambio de armario, no es que me sintiera muy orgullosa de lo que llevaba puesto. —No, cosas de trabajo. Siguió con la mirada puesta al frente, veía un tic nervioso en su mirada. Si fuera él, me estaría preguntando qué me había llevado a abalanzarme sobre un coche. Le debía una explicación. —Siento haber cruzado sin mirar. He sufrido un percance en el autobús y pensaba que no iba a llegar a tiempo al sitio al que tengo que ir. Me he estresado bastante…

—El otro día me llevaste tú, así que te debía una. No tienes por qué explicarme nada, con que no me hayas abollado la carrocería y devolverte el favor me basta. Casi lo había olvidado, no le importaba lo suficiente como para sentir curiosidad por lo que me pasaba. Preferí callar, mirar por la ventana y dejarme llevar por la música que estaba sonando en la radio. El último tema de Ava Max y Pablo Alborán, Tabú. ¿De qué está hecho tu corazón? Dime que no está vacío. Que yo tengo el mío lleno de ilusiones contigo. Tic tock we took it too far. Don’t wanna say goodbye. Stop killing our fire (our fire). Time is running out. How could you do this to us, we were flying. Si no puedes borrar las estrellas. No me pidas que olvide tu huella. No volvimos a hablar durante el recorrido. Su espalda estaba tan tensa que parecía que se quebraría de un momento a otro. Cuando llegamos al cruce que le había indicado, se detuvo con las luces de emergencia puestas. —Tu destino queda a la derecha —anunció como si fuera el GPS. Por inercia, respondí: —Gracias, no me habría gustado llegar tarde mi primer día de trabajo. Él frunció el ceño. —¿Aquí? ¿Vas a trabajar embalsamando momias? Estábamos frente al museo egipcio de Barcelona. Casi me echo a reír. —No, voy aquí cerca. Anoche conocí a alguien que me ofreció un puesto en su clínica. Sois del mismo gremio, igual lo conoces. —¿Cómo se llama? —Matías. Perdón —me excusé rápidamente, no quedaba muy profesional que lo llamara por su nombre—, doctor Venegas, ¿te suena? Su mandíbula se apretó con fuerza. —No. —¿No? Oh, esperaba recibir alguna referencia.

—Me refiero a que no vas a trabajar para él. Lo miré, sorprendida. Parecía muy mosqueado. —¿Por qué dices eso? ¿Es un mal médico? ¿Ocurre algo que yo no sepa? —Es mi hermano. Y esa clínica también es mía, pertenece a mi familia, aunque él sea su director. Así que puedes ir despidiéndote del puesto, no vas a trabajar para nosotros. Eso sí que me enfadó. —¿Disculpa? —Mi cerebro estaba cortocircuitando. ¿Cómo que hermanos? ¡Si no tenían el mismo apellido! Me reprendí mentalmente a mí misma. Qué idiota, podían ser hijos de distintos padres. Pues, si no le parecía bien, me daba igual; necesitaba el puesto—. Lamento que te incomode que tu hermano me haya ofrecido trabajo, pero lo hizo. Anoche parecía muy desesperado, casi se puso de rodillas para suplicarme que aceptara. —Eso no lo dudo. ¿Te lo ofreció antes, durante o después de colarse entre tus piernas? Alcé la mano y, sin pensarlo, la estallé contra su mejilla. —¡No soy una de esas! —escupí, muy cabreada, mientras me acojonaba lo que acababa de hacerle. Él me miró con rabia y sorpresa. Yo decidí que ya había tenido suficiente. Si no le gustaba, que no se pasara por la clínica. Abrí la puerta y, sin añadir esta boca es mía, cerré de un portazo para echar a correr en dirección al local.

Mino Golpeé con fuerza el volante, soltando un sinfín de exabruptos que no me llevaban a ninguna parte.

¡Joder! Tenía que liarse con él, ¡con él! Sería que no había tíos en Barcelona, y para rematar mi hermano le ofrecía un puesto de trabajo. ¿Por qué no me sorprendía? Conociendo sus gustos por las mujeres Lucía encajaba a la perfección. Seguro que estaba pensando en esos enormes ojos azules, sus apetecibles labios sonrosados y esa melena castaña lustrosa que parecía seda líquida entre los dedos. O tal vez fuera el sabor de sus besos, que podía ser sumamente adictivo. Volví a aporrear el volante con fuerza. Cuando Mari Carmen me dijo que Lucía estaba buscando trabajo y vi lo bien que se le daba trabajar conmigo, estuve tentado de ofrecerle un puesto. Necesitábamos personal en varias clínicas, la expansión estaba yendo viento en popa y la mano de obra cualificada era más bien escasa. Sin embargo, ganó mi sentido común. No podía trabajar con alguien en quien no confiaba, que me había traicionado en el pasado. Meter a un mentiroso en el negocio era lo mismo que meter a un ladrón cerca del cajón. Nunca sabías cuándo la tentación iba a ser tan grande como para que fuera a traicionarte. Busqué aparcamiento para el coche. Eso no iba a quedar así, me negaba a que Lucía estuviera cerca de Matías. No lo iba a consentir.

Lucía Llegaba por los pelos. Me obligué a hacer varias respiraciones y a repetirme la afirmación del día para sentirme con fuerzas. «Sal de tu zona de seguridad y cambia tu vida». Eso era justo lo que pensaba hacer.

Crucé la puerta con una sonrisa de oreja a oreja. Mi madre decía que sonreír era primordial para dar una primera buena impresión. Aunque yo ya se la había dado la noche anterior. La recepción era muy espaciosa, lo que más me llamó la atención fue que no era para nada tradicional. Nunca habría dicho que estaba en una clínica. Olía a bizcocho casero. Te lo juro, no era porque mi nevera estuviera en las últimas y esa mañana solo me quedara un pomelo. Parecía que alguien estuviera horneando repostería en lugar de estar haciendo citologías. Las paredes estaban pintadas en tonos cálidos, hogareños, aunque todos los muebles eran de diseño, en color blanco y acero. Había fotografías preciosas colgando en las paredes. Algunas de bebés, otras de mujeres, sin importar edad, etnia o peso. Estaban hechas con muchísimo gusto. Si Luz las viera, alucinaría. —Buenos días —me dijo la enfermera desde el mostrador—. ¿Tenía hora o viene a pedir cita? Era una chica mulata, de pelo rizado, teñido de rubio y recogido en un par de graciosos moñitos. Sus ojos eran verdes, aunque me daba a mí que eran lentillas. Igualmente, era preciosa, con o sin ojos claros. —No, eh… yo… soy Lucía, había quedado con el doctor Venegas para… —¡Lucía! —exclamó el hermano de Mino, saliendo de una de las consultas. —Doctor Venegas —lo saludé. —Por favor, llámame Matías, no soy muy de formalidades. ¿Verdad que no, Ruth? La mulata le envió una sonrisa taimada. —Ella es Lucía, tu nueva compañera. Ya te dije que vendría esta mañana. —¡Por fin! Ya era hora de recibir refuerzos. Estábamos un pelín desbordados de trabajo. Cualquiera lo diría, la sala de espera parecía vacía. Matías miró la dirección hacia la que se dirigían mis ojos. —No abrimos hasta dentro de media hora. Te hice venir antes para firmar los papeles, darte el uniforme y que desayunáramos. Norma de la casa, el equipo que desayuna unido…

—Permanece unido —terminó Ruth. —¿Por eso huele a bizcocho casero al entrar? —Sí, bizcocho de naranja con pepitas de chocolate. Espero que te guste el dulce. Hacer repostería me desestresa —aclaró Matías. Solo imaginarlo la boca se me hacía agua. A mí los pasteles siempre se me quemaban, era negada. —Los dulces le salen buenísimos —murmuró Ruth—, menos mal que los prepara con harinas integrales y edulcorantes naturales. Si no, todas acabaríamos como pelotas, rebotando por las consultas. —Vaya, nunca he trabajado en un sitio donde el jefe haga repostería y traiga el desayuno. —Pues ve acostumbrándote. Anoche ya te dije que iba a cuidarte — susurró. Los ojos de Ruth se estrecharon. No me pareció el comentario más apropiado del mundo, no obstante, lo dejaría pasar. Era imprescindible empezar con buen pie—. Acompáñame al despacho y arreglemos el papeleo. Ruth, ¿puedes ir preparando los cafés? ¿Cómo lo tomas? —No te molestes, Ruth. Luego me lo preparo yo. —No es molestia, ¿verdad que no? —Le guiñó un ojo y ella sonrió. —Hoy por ti, mañana por mí —claudicó. —Está bien, entonces, mañana lo preparo yo. Me gusta corto de café y con bastante leche. ¿Tenéis sin lactosa? —Por supuesto, además de almendras, desnatada y de coco —admitió el doctor, empujándome ligeramente por la cintura—. Por aquí. —Caminé, admirando las paredes de nuevo—. ¿Te gustan? —preguntó cuando me detuve frente a una instantánea de un bebé mamando. —Son magníficas. Me parecen tan reales y hechas con tan buen gusto. A mi cuñada le encantarían. —Eso es porque las modelos son mujeres que vienen a nuestras clínicas, ellas y sus hijos son los protagonistas. El fotógrafo es Andreas Megalos, tiene varios premios de fotografía y es un buen amigo mío. Su novia, Valentina Aradia, es mi paciente. —Oh, a ella sí que la conozco, es una modelo muy famosa. —Exacto. Están esperando su primer bebé y están muy emocionados, seguro que los conocerás. Anda, pasa. Matías abrió la puerta y me hizo entrar delante de él. El despacho era tan acogedor como el resto de la clínica. Sobre la mesa había un marco con una foto suya en medio de los que parecían sus padres.

Estaba vestido de graduación. Los dos lo miraban con auténtica devoción. —¿Tus padres? —pregunté. O el doctor Manrique se había casado dos veces con madres solteras o no entendía muy bien aquel batiburrillo de apellidos familiares. Ninguno de sus hijos se parecía a él. De hecho, la clínica se llamaba M&M, por lo que asocié el nombre a los dulces de chocolate en lugar de al de sus propietarios. —Sí, son las personas más importantes de mi vida, a ellos se lo debo todo. Siéntate, por favor, he dejado listo el contrato para que lo leas. Tenía los papeles justo enfrente. Les eché un vistazo y, cuando llegué al apartado de sueldo, casi me da un paro. —Creo que te has equivocado, el sueldo no es el correcto. —Estaba acostumbrada a cobrar por convenio, y ese importe se salía de la tabla. Él frunció el ceño y se acercó para leer el párrafo donde tenía puesto el dedo. —Eh… Ah, sí, bueno, faltan las pagas dobles, que salen en la siguiente hoja. Parpadeé, incrédula. —Pero ¡esto es mucho dinero! No es el sueldo normal de una enfermera. Vi cómo su pecho se hinchaba y deshinchaba, orgulloso. Yo, en cambio, había estado conteniendo el aire. —Ya te dije que el sueldo era bueno. Eso es lo que vas a cobrar, bruto, más pagas. Digamos que la economía de nuestras clientas nos permite cuidar a nuestros trabajadores. —Vaya, no sé ni qué decir. —No has de decir nada, solo coger el boli y firmar. Estoy deseando saber qué te parece mi bizcocho. La puerta se abrió abruptamente, convirtiendo mi sonrisa en una predicción de mal tiempo. Mino apareció con vientos huracanados, dispuesto a arrasar con mi felicidad. —¡No puedes contratarla! ¡Te lo prohíbo!

Capítulo 9

Obviedad: «Me pueden los actos del pasado»

Mino. Tres años antes.

No podía dejar de sonreír. Había hombres a los que el matrimonio los asustaba, a mí me hacía feliz. No sé cuándo fue el primer instante en el que me visualicé casado, con una adorable familia a la que querer y con la que compartir los mejores instantes de mi vida. Puedes pensar que mi infancia me había condicionado e igual un psicólogo te daría la razón. Solo sé que había soñado muchas veces con el gran día en el que daría el «sí, quiero» a una mujer que me complementara, con la que tuviera inquietudes en común, a la que adorara y no concibiera mi vida sin ella. Para mi fortuna, la había encontrado y eso me llenaba el alma.

Capítulo 10

Consejo de belleza interior: «No te preocupes por las arrugas de tu cara, atiende las de tu alma»

Mino

Cuando

llegué a la clínica, Claudia, mi enfermera al mando, me esperaba con una de sus perfectas sonrisas de foto de valla publicitaria. De hecho, habíamos usado su imagen para una campaña que hicimos de las clínicas. Era una mujer exuberante, de esas que provocaban que la mayoría de los mortales girasen la cabeza, convirtiéndose en piedra. O, por lo menos, una parte de su anatomía, aunque estuviera mal que yo lo dijera. Tenía ojos en la cara y veía las reacciones de los maridos que asomaban la cabeza por la clínica. Era rubia, con más curvas que un puerto de montaña. Labios engrosados con ácido hialurónico y unas pestañas tupidas, oscurecidas en negro, que

enmarcaban unos cálidos ojos marrones con un lunar en la comisura del ojo izquierdo. —Buenos días, doctor Ulloa —me saludó, impulsando su cuerpo hacia delante por encima del mostrador, donde dos globos gemelos, que no eran los oculares, sobresalían, ajenos a todo. Su escote pronunciado mostraba la puntilla de un sujetador de encaje, que sugería las delicias de una piel suave. El botón, que debería permanecer abrochado, no lo estaba, mostrando más carne de la oportuna. Mis ojos se detuvieron en el profundo canal que cualquier amante del rafting habría querido surcar. No sabía cuánto rato había permanecido hipnotizado en aquel punto, aunque debió ser más de lo correcto pues, cuando alcé la vista, la vi sonreír debido a mi parada técnica. Carraspeé, incómodo. —Buenos días, Claudia. Creo que se le ha desabrochado la bata, asegúrese de que ese botón está en su lugar antes de atender a las pacientes. —Ups, disculpe, doctor, no me había dado cuenta. Tengo tanto pecho que a veces se sale del ojal. Si hubiera sido Matías, seguro que le habría seguido el juego. Hasta yo, que era un negado para las mujeres, me daba cuenta de su interés por mí. —Puede que necesite otra talla, en la sala de personal creo que hay — anoté, displicente. —Esta es mi talla. Si me pongo otra más grande, parezco un saco; mi cintura es demasiado estrecha y mis caderas, redondeadas. Si lo hiciera, parecería una mesa camilla. —Deje que lo ponga en duda. Además, lo importante no es su apariencia, sino que esté cómoda para desempeñar sus funciones. A las pacientes no va a importarles la bata que lleve. —Puede que a ellas no… No obstante, yo soy una coqueta nata. Ya sabe que me gusta arreglarme y ofrecer mi mejor versión. Dar buena imagen me parece fundamental tanto en la vida laboral como cotidiana. Nos debemos a nosotros mismos y eso quiere decir que nos preocupamos por estar bien. No me malinterprete, no solo por fuera, también por dentro. ¿Le parece mal? —No, cada uno es libre de preocuparse por lo que crea. Me refería a que el aspecto, en el trabajo, no debe primar por encima de nuestra profesionalidad. —Por supuesto. Ya sabe que a mí me encanta ser su enfermera y que estoy más que agradecida de que, cuando montó su clínica, me ofreciera

irme con usted del hospital y otorgarme un puesto en ella. Yo lo seguiría hasta el fin del mundo si me lo pidiera —aseveró, agitando las pestañas. —Dudo que montar una clínica en el Punto Nemo entre en los planes de mi padre. —¿Punto Nemo? ¿Eso sale en la peli de Disney? —Nooo —reí—. Así se llama al lugar de la superficie de la Tierra más alejado de la costa. Está en el océano y es el polo de inaccesibilidad del Pacífico, también llamado Punto Nemo. —No tenía ni idea. Bueno, aunque su padre no quisiera montar nada allí, yo lo acompañaría. —Por eso es la responsable de las enfermeras, me gusta su lealtad y cómo desempeña su labor. —Gracias, doctor, me gusta que lo vea de ese modo. —Jugueteó con un mechón de pelo ondulado que descansaba sobre el hombro—. Sé que todavía es pronto, estamos a mediados de septiembre, pero, si queremos dar una buena fiesta de Navidad para el personal, debería empezar a mirar algo. Ya sabe que el año pasado casi no conseguimos que nos dieran reserva en el restaurante que eligió. Si no le sabe mal, me encantaría organizarla con su supervisión. Podríamos ir a algún sitio antes y que nos hicieran un team building. —Eso suena muy bien, de hecho, lo estuve comentando con mi padre el fin de semana. A ambos nos gustaría que este año fuera algo especial y se celebrara en un resort en los Pirineos, aprovechando el puente de primeros de diciembre. Dejaremos a un médico y a una enfermera para emergencias, siempre hay alguien que no quiere sumarse. El resto aprovecharemos para hacer actividades motivacionales que nos unan como grupo. —Ay, qué emocionante, es una gran idea. Espero que haya nieve para esa fecha, me encanta el esquí de fondo —susurró, incitante. —A mí también me gusta esquiar. —Mmmm, perfecto. Entonces, me pondré a ello cuanto antes. —Gracias por ofrecerse, Claudia. —Por usted… —hizo una pausa, acariciando la piel expuesta antes de abrocharse el botón— lo que sea, solo tiene que pedirlo y le daré cualquier cosa que necesite. Me daba la impresión de que sus palabras iban mucho más allá de la organización del viaje.

—Voy a la consulta. Cuando llegue la primera paciente, hágala pasar, por favor. Tenemos una mañana muy ajetreada. —Claro, doctor.

Cuando llegó la hora de comer, Claudia me preguntó si podía acompañarme. Durante su descanso del desayuno parecía haber encontrado un sitio fabuloso con una oferta que no iba a poder rechazar. Acepté y fuimos a un restaurante cercano, donde ofrecían los mejores platos de pasta del universo. Estaba regentado por un matrimonio italiano que llevaban más de veinte años en nuestro país. Lo descubrí de casualidad y ahora era imposible no pasar, como mínimo, una vez a la semana. Claudia pidió una ensalada caprese, odiaba todo aquello que llevara un exceso de carbohidratos. Yo, por el contrario, pedí unos pansotti alla genovese, un tipo de pasta similar a los ravioli pero mucho más grandes. Eran típicos de la región de Génova y, a diferencia de los raviolis, iban rellenos de verduras. Estaban acompañados por una riquísima salsa de nueces, hierbas silvestres y queso prescinseua que le daba una textura a la salsa similar a la del yogur. —Tú dirás —dije cuando ya nos habían servido. Fuera de la clínica nos tuteábamos, pero dentro me gustaba mantener las distancias, aunque estuviéramos a solas. Manías. Me daba la sensación de que, si rompíamos esa barrera dentro del lugar donde trabajábamos, cruzaríamos una línea de no retorno que ante las pacientes no quedaría muy profesional. Ella sacó el móvil y fue pasando el dedo por unas imágenes que me dejaron sin aliento —. Las clínicas nos van bien, pero eso creo que se va a salir del presupuesto. ¿Eso está en los Pirineos?

Ella sonrió. —No, En Sierra Nevada. Negué, absorto en las imágenes. Por bonito que fuera, ir a Granada no entraba en mis planes. —Claudia, cuando hablaba del Punto Nemo, no pensaba que nos llevarías allí para la escapada de Navidad. —Eres un exagerado. Hoy en día Granada está más cerca que Andorra. En avión es una hora y media mientras que ir a los Pirineos son tres. —Visto así… Pero están los vuelos, y has elegido un hotel cinco estrellas. Se te ha ido un poco de madre. —No me has dejado terminar. —Chasqueó la lengua con fingido disgusto—. Seguramente, sería así si mi prima no trabajara en una mayorista de viajes con sede en Granada y el director de este lugar de ensueño no fuera su marido. Piénsalo, Luna dice que tiene una oferta de Vueling para empresas. Nos podría sacar a veinte euros el pasaje de ida y vuelta. El hotel nos ofrecería un descuento del cincuenta por ciento, con forfait incluido. Y ellos mismos se encargarían de las actividades de empresa. Nos saldría a un precio de risa. Se puso a venderme las maravillas del lugar mientras yo me perdía en sus palabras. El Lodge Ski & Spa estaba ubicado a dos mil trescientos metros sobre el nivel del mar, en la estación de esquí de Sierra Nevada, con acceso directo a la pista Maribel y un servicio que incluía: spa, piscina interior y exterior, gimnasio, una magnífica oferta gastronómica y el mejor aprè-ski de Granada. —¿Tú te llevas comisión? Pareces un anuncio de viajes de El Corte Inglés, solo te ha faltado decirme que puedes financiarme la estancia en cómodos plazos. —Se podría mirar, si es lo que te preocupa. Tiene veinte habitaciones y suites, nos lo pueden reservar en exclusiva, están hartos de hacerlo para empresas. Eso sí, tendríamos que decírselo ya. —No sé, sabes que a mí me gusta meditar las cosas. —Ya, pero fíjate en esto. ¡Es una pasada! Si hasta tienes jacuzzi para seis personas en la terraza. ¿Te imaginas rodeado de burbujas humeantes mientras fuera está todo helado? —murmuró, acariciando el puño de mi camisa con el índice. —¿Con seis personas sin dejar de parlotear? Ni de broma —añadí, incorporando algo de humor. Cuanto más miraba las imágenes, más me

convencía la propuesta. —Me refería a ti y a mí. Cuando fuimos a Formentera, apenas pudimos estar juntos. En Granada, podría ser diferente. Eso sí que era ser directa. —Claudia… —Ya, ya sé que me dirás que no estás abierto al amor, que tu vida es trabajar, etcétera, etcétera, etcétera. No soy tonta. Puedo hacérmelo, pero no lo soy. Sé que algo ocurrió en aquella isla que te hizo mucho daño y que tuvo que ver con esa tal Lucía que dormía en mi habitación. —La mano femenina se posó sobre la mía—. Sin embargo, ya ha pasado mucho tiempo de eso. Te he dejado tu espacio. Llevo mucho esperando que me veas con otros ojos, no como a tu eficiente enfermera, y me des una oportunidad. No soy Lucía, soy Claudia, la que trabaja a diario contigo, la que te ayuda en la clínica cuando la situación se complica y aun así tiene tiempo de hacerse la manicura con la esperanza de que algún día estas uñas acaricien algo más que tus guantes de nitrilo. —No estoy listo. —Uno nunca lo está cuando le hacen daño. Hay que aprender a pasar página, a mirar más allá del dolor. Te estás perdiendo muchas cosas, Mino. Solo déjame que te muestre que no todas somos iguales, dame la oportunidad de conocernos fuera, como ahora. —¿Me estás pidiendo una cita? —Sí, ya que no lo haces tú, alguien tiene que dar el primer paso. —Claudia, me halagas. Eres una mujer preciosa, una gran profesional… —Bla, bla, bla, bla. No vayas a salirme con una excusa, no me voy a rendir. ¿Es el miedo al fracaso lo que te frena o hay algo más? La imagen de Lucía con sus increíbles ojos azules me sacudió. La expulsé de inmediato. —Tú misma lo has dicho: trabajamos juntos. Si sale mal, solo complicaríamos las cosas. —Voy a utilizar una frase tuya: no puedes embarcarte en un parto pensando en que va a salir mal. Si pensáramos en todo lo que puede resultar un desastre, jamás haríamos nada ni tomaríamos decisiones. Nos perderíamos en el miedo y no viviríamos. —Una cosa es un parto y otra muy distinta, salir con alguien. —No lo es, simplemente, se trata de evaluar los pros y los contras. ¿Cuántas oportunidades tienes de conocer a una mujer que pueda encajar a

la perfección con tu ritmo de vida, con la que te lleves bien y puedas hablar de cualquier tema? Piénsalo. Pasas entre doce y catorce horas en la clínica, además de ayudar a tu padre en la expansión de la empresa y las urgencias. Apenas sales y dudo que puedas conocer a alguien de camino al trabajo. —«Te sorprenderías», murmuró mi conciencia, recordando las dos veces que me había topado con Lucía. No, no, ella otra vez no—. Además, está demostrado estadísticamente que la mayor parte de las parejas se conocen trabajando. —Creo que eso era antes de que existiera internet, el dato se refiere más a las infidelidades. —Puede que el dato haya cambiado, sin embargo, en nuestro caso podría ser. Somos adultos, podremos asumirlo si no funciona. Además, al ritmo al que crecen las clínicas, podrías mandarme a cualquier otra. —Eres demasiado imprescindible para mí. —¿Entonces? ¿Por qué no probamos? Solo te pido una cita y, si no te gusta cómo va, nos olvidamos. —Eres muy persistente. —Eso ya lo sabías cuando me contrataste. —Vale, pero será en plan amigos. Cenar, puede que salir a tomar algo… —Me da igual el plan que elijas, acepto. Soy una mujer muy competitiva. —Sonrió, mostrándome su dentadura perfecta. —Muy bien, déjame que te invite a la comida y dale el OK a tu prima. No sé por qué, pero el hotel de Granada me parece perfecto. Ella se levantó, entusiasmada, y antes de que pudiera evitarlo, ya tenía sus labios sobre mi boca. —No te vas a arrepentir de ninguna de las decisiones que hoy has tomado. Volvió a besarme sin que me opusiera, convirtiendo el pico en algo más lento y envolvente. Ojalá estuviera tan seguro como ella.

Lucía —Cuéntame, ¿cómo ha ido tu primer día con el doctor «tú hazme una citología que yo voy a hacerte un reconocimiento completo»? —¡No seas burra, Analí! —exclamé, cerveza en mano, mientras mi amiga se tronchaba. —Cuando te vi anoche con él, confieso que tuve la esperanza de que hubieras ligado. —Por ahora, es más importante una nómina a final de mes que me asegure la hipoteca que alguien en mi cama. Todavía hace calor. —Eso lo dices porque todavía no te lo has tirado y porque no ha llegado el invierno. Lo que te ahorrarías en calefacción con un tío como ese. ¿No te daría morbo que te hiciera un reconocimiento profundo, estando tú desnuda en esa silla tan versátil? —Pues mira, no —anuncié, mordiéndome el interior del carrillo. Porque de hecho sí que lo había imaginado, aunque con otro ginecólogo malhumorado. —Mentirosa, mira que dicen que los latinos follan de vicio. Porque es latino, ¿no? —Creo que sí, tampoco hemos intimado tanto como para preguntárselo. Ruth, mi nueva compañera, me dijo que se parece tan poco a su hermano porque lo adoptaron. Matías es muy majo, divertido, y me ha hecho el día increíblemente fácil. —Suspiré. —Pero… —¿Por qué tiene que haber un pero? —Porque en tu cara lo hay, desembucha. A veces, me daba rabia que me conociera tan bien.

—Pues que no es mi tipo. ¿Sabes lo más increíble de todo? —¿Qué? —Que sea el hermano de Mino, el otro hijo de tu querido doctor Manrique. En lugar del poli bueno y el malo, son el ginecólogo capullo y el majo. No sabes lo que ha sido que haya dado la cara por mí frente al imbécil de su hermano. Me ha dado un subidón… —Me imagino. Ya sabes el dicho, el mundo es un pañuelo y nosotras, solo un par de mocos. —¿Podrías usar dichos menos gráficos y repulsivos? —Podría, solo que me iba como anillo al pene. —Dirás al dedo. —No, al pene. Venden unos aros constrictores para que eso se quede tieso que… En fin, mejor te regalo uno para Navidad. —¿Y yo para qué quiero eso? —Pues no será para tirarte a Papá Noel. Matías, ¿recuerdas? Tienes que tirarte a ese dechado de virtudes, que encima está bueno. —No voy a hacerlo, ya te lo he dicho. —Pues, si no es a él, a su hermano. Mi cara demudó a una de mala leche absoluta. —Ni lo sueñes, entre él y yo solo queda una manía enfermiza por atropellarnos. —¿Y no te has planteado que el destino está tratando de decirte algo? —Sí, que a la tercera toca un parte con el seguro y tengo que renovarlo. —No me refería a eso. —Ya lo sé. ¿Podemos cambiar de tema? ¿Qué tal tu noche con Mario? ¿Aguantó el implante? —Por supuesto. Cuando terminó su turno, fui a por todas y lo invité a casa. Le dije que íbamos a hacer un juego, podíamos tocarnos con cualquier parte del cuerpo excepto con la boca. —¿Y…? —Y fue una puta pasada, deberías probarlo. —No vuelvas, llevas todas las conversaciones al mismo punto. —Será porque el sexo es necesario, lubrica las tuberías, evita tapones y te deja con una sonrisa perenne. La tuya se está borrando. —Apreté con fuerza los labios—. Venga, Lucía, pareces no querer darte cuenta de que tu asunto no resuelto te lleva una y otra vez al mismo punto: el doctor Ulloa.

—Ni me lo nombres. Tendrías que haberlo visto entrar exigiendo que Matías no me contratara. Me dieron ganas de coger una grapadora y hacerle lo mismo que a nuestro exdirector. —Te estás volviendo la loca de las grapas. Tendrás que hablar con Menchu para tratar el tema el día que te toque terapia o te veo como la nueva imagen de Petrus, la conocida marca de grapadoras. —Pues no te creas, a más de uno le sellaría la boca. Por cierto, nunca me habría imaginado que trabajar con un ginecólogo fuera tan divertido. —¿Por? —Mira, sin ir más lejos, la clienta de las once. Se llamaba Petronia, era una mujer de setenta años que en su vida había sido visitada… —¿Por un hombre? Porque con ese nombre no me extraña, suena a empresa petrolífera. —Me refiero a un ginecólogo, la mujer estaba casada. —¿En serio? ¿Y dónde ha vivido todo este tiempo, en Narnia? —Decía que no quería que un hombre que no fuera su Manué le mirara sus partes. Llevaba unos días con muchos picores y, finalmente, decidió venir porque ya no aguantaba más. —Madre mía, a saber en qué guarida la había metido su Manué. Lo que debía tener la pobre ahí dentro. —Eso ha sido lo de menos. Matías ha sido supercomprensivo y encantador con ella. Cuando ha terminado las preguntas de rigor, le ha pedido que entrara a la parte de la consulta donde se lleva a cabo el reconocimiento, que es un lugar separado por una puerta para dar intimidad a la paciente. Le dijo que se desnudara y se subiera a la camilla. Ya sabes, las indicaciones que se le da a todo el mundo. —Ya… Y no se ha querido desnudar, como si lo viera. —No, qué va, no ha sido eso. Empezamos a escuchar ruidos y grititos. En un principio, no entendimos a qué se debía… —No jodas que se estaba masturbando con el espéculo. —¡No! Cuando asomamos la cabeza, nos dimos cuenta de que había seguido las instrucciones al pie de la letra. Estaba en pelota picada, subida de pie en la camilla y haciendo malabares para mantener el equilibrio porque tenía vértigo. —¡Oh, Dios mío! —No veas para bajarla, no se atrevía a moverse y Matías tuvo que rescatarla. Si lo hubieras visto tratando de cargarla sin tocar ninguna parte

pudiente porque no se dejaba. Al final, logró hacerlo como si fuera un saco de patatas. —¡Qué vergüenza! Me pasa a mí y me da algo. —Y lo peor fue aguantar la risa hasta que la mujer se marchó, suficiente abochornada estaba ya como para que se nos escapara la risa. Ahora, una cosa te digo, en cuanto salió por la puerta nos luxamos las mandíbulas. —No me extraña —prorrumpió con lágrimas en los ojos. —Lo cierto es que, pese al incidente con Mino, estoy contenta de haber dado el paso y haber aceptado la oferta de Matías. —Yo me alegro muchísimo, si hay alguien que se merece ser feliz, eres tú. Y seguro que estás mucho mejor que bajo las órdenes de Antoñita la fantástica. Tendrías que ver cómo se pavonea por toda la planta. Siento unas náuseas terribles cada vez que pienso en ella. —¿Y Daniel…? —Me callé. No estaba muy segura ni siquiera de lo que quería preguntar, era pensar en él y me entraban los siete males. —No te voy a engañar, todo el mundo habla maravillas de él. —Que no te sepa mal, siempre ha sido así. De cara a la galería es un gran profesional, un hombre maravilloso y un ciudadano ejemplar. —Me río yo de su «cara a la galería». Tendrías que hacer que todo el mundo se enterara de lo cerdo que es. No es justo lo que te ha pasado y que te hayas visto en el paro por su culpa y la de su fulana. —No te hagas mala sangre, no merece la pena. Prefiero tomarlo como una oportunidad. Si Daniel no hubiera puesto un pie en el hospital, igual no habría reaccionado tan mal con el jefe y ahora seguiría allí. Con la diferencia de que Tonia sería mi superior y seguro que me volvía una amargada. Ahora tengo un sueldazo y un jefe muy majo. —Eso, tú dame envidia. —Si quieres, le pregunto a Matías si necesitan más personal cualificado. —Te lo agradezco, pero sabes que me encanta paliativos. Para ese departamento se nace y yo lo hago muy a gusto. —Eso es cierto, se te da de maravilla. —Nena, lo siento mucho, pero tengo que irme. Mis hijos salen del conservatorio y, si no voy ahora mismo, pillo atasco y no llego a tiempo. —Tranquila, ve, yo pago la ronda de hoy. Analí me ofreció un par de besos junto a un abrazo sentido y se marchó. Suspiré, haciendo un repaso mental a mi vida. Lo único que me faltaba ahora era que Daniel firmara los papeles del divorcio para ser una mujer

completamente libre. Lo malo era que exigía una reunión cara a cara para hacerlo y yo no me sentía lista. Seguro que después de unas sesiones más con Menchu lo estaba. Por ahora, lo dejaría aparcado; no quería un solo pensamiento que turbara mi actual felicidad. Me centraría en mi nuevo puesto y en que Matías estuviera orgulloso de mi desempeño. La nueva Lucía cada vez se sentía más fuerte y segura.

Capítulo 11

Octava afirmación: «Yo decido traer todo lo bueno a mi vida»

Lucía

Cuando un tren en forma de ginecólogo guapo, con una apetecible oferta laboral bajo el brazo, te pasa por delante, has de ser valiente, montarte en él y prepararte para el viaje de tu vida. Ese podría haber sido uno de los consejos de Menchu. Sin embargo, era una realidad, la mía, y no podía sentirme mejor al abrazarla. La semana se me había pasado volando. Cada vez estaba más integrada en el equipo y, aunque a Ruth no parecía hacerle excesiva gracia que Matías hubiera decidido que yo fuera su enfermera personal, se estaba habituando a ello. Estaba convencida de que no eran más que celos, no laborales, sino femeninos, pues cuando Matías estaba cerca sus pupilas se dilataban tanto

que hasta el verde de las lentillas parecía ser absorbido por un agujero negro. Quise aclararle sutilmente que no tenía ningún interés romántico por el doctor Venegas. No quería tenerla como enemiga. Nosotras podíamos hacer cualquier cosa por despecho mientras que los hombres lo hacían por dos pechos, eso teniendo en cuenta que fueran heterosexuales, claro. En fin, que el viernes, cuando nos quedamos a solas en el kit-kat de las doce, hice caso a mi yo interior para enfrentar la situación como adultas que éramos. —Ruth… —¿Sí? —cuestionó, removiendo su té con vainilla. —El doctor Venegas no me gusta como hombre. —Pues serás la primera —resopló, y después empujó el aire entre sus labios por puro reflejo, pues la infusión llevaba dos cubitos de hielo. —Me refiero a que es muy guapo, atento y amable… Eso no te lo discuto, pero yo no me vería siendo su pareja, puedes estar tranquila. —¿Se puede saber qué bicho te ha picado? A mí no me importan tus intenciones con él, solo que hagas bien tu trabajo. ¿Por qué me estás diciendo esto? —Porque he visto cómo lo miras y no quiero malentendidos entre nosotras. —Le ofrecí una sonrisa sincera. Ella pareció evaluar si seguir a la defensiva o, por el contrario, mostrar sus sentimientos. Por suerte venció la segunda opción, que era mi favorita. —¿Tanto se me nota? —exhaló en un suspiro. Me encogí de hombros—. Pues él parece no advertirlo, igual no soy su tipo. —Oh, venga ya, si eres preciosa. Puede que lo que necesite sea un empujoncito, a veces los hombres son muy listos para unas cosas y soberanamente torpes para otras. Igual Matías necesita un luminoso que ponga: «¿A qué esperas? Entra y disfruta antes de que me pudra». —Ella se echó a reír, lo cual me relajó—. Podrías proponerle ir a bailar. El otro día dijiste que los viernes ibas a un club de salsa, ¿no? —Sí, el Blue Habana. Más bien, doy clases desde hace dos años. La antigua profesora se marchó a Cuba y yo le tomé el relevo. —¡Oh, qué bien! Yo fui a algunas clases en mi época universitaria, aunque seguro que se me ha olvidado todo. A mi ex no le gustaba nada, decía que los que bailaban salsa eran… —Me callé. —Puedes decirlo, he oído comentarios de todo tipo.

—No merece la pena. Primero, porque yo no lo pienso y, segundo, porque lo que piense él me lo paso por el forro. —Amén, hermana —me aplaudió—. Mi abuela me enseñó que hay que dejar espacio a lo nuevo y desechar lo viejo. Los ex son lo primero que hay que lanzar al vertedero y entonces buscar a alguien que te dé más sexo que problemas. —Uuuuh, ese consejo me lo apunto, fijo que le encantaría a mi amiga Analí. Volviendo a lo de antes… ¿Dura mucho la clase? —Una hora. Después, ya estoy libre. Igualmente, no me atrevería a invitarlo a venir, me daría mucho corte que me contestase con una negativa. —Eso déjamelo a mí. En cuanto venga a por su café, le diré que me apetece invitaros a cenar a todos, en plan pizza y tomar algo, para fortalecer nuestros lazos de equipo y daros las gracias por lo bien que me habéis integrado. Así no te sentirás tan cohibida y tendrás tiempo de ir soltándote durante la cena. Después, yo sacaré el tema de que podría ser divertido ir a bailar a tu club y él se dará cuenta de que eres la mujer de su vida en cuanto te vea mover las caderas. Mi plan no puede fallar, me enorgullezco de mí misma. Podría montar una empresa de conquista a tu pareja perfecta y seguro que me forraba. —¿Harías eso por mí? —preguntó, incrédula. —Pues claro. Yo uso repelente para el amor, pero tengo un máster de Celestina otorgado por la Universidad de Cupido. —¿El angelote gordo que lleva pañales porque siempre la anda cagando? —Emmmm, no, la de su hermano mellizo. El que tú dices es-Tupido, no Cupido. —Qué divertida eres… —¿Yo? ¿Divertida? Si me hubieras hablado de Luz o Analí, te habría dado la razón. Menchu y una servidora somos las serias del grupo. —Pues, si vosotras sois las serias, muero por conocer a las demás. ¿Por qué no las invitas? —Mejor otro día, que cuando salimos juntas siempre la acabamos liando, y el plan es que tú te líes con Matías y no que yo termine acostándome con un desconocido, sin recordar nada al día siguiente y que tenga que pedir una cita urgente con el ginecólogo, que resulta ser un capullo al que no quiero volver a ver ni en pintura. —¿Me he perdido algo? —Mejor te lo cuento otro día.

—Vale, pero pienso preguntártelo. Muchas gracias por ayudarme, nadie antes había hecho algo así por mí. Aunque claro, enfermera que entraba, enfermera que quería tener algo con Matías. ¿Cómo te lo voy a poder agradecer? —Me conformo con que le pongáis mi nombre a la primera niña que tengáis —bromeé. Ella soltó una carcajada que disparó mis comisuras hacia arriba. Se puso en pie y me dio un abrazo cargado de entusiasmo. —Eres un cielo. Porque no soy lesbiana, que si no, te tiraba los tejos. —Vale, cuando nazcamos lesbianas en nuestra próxima vida, nos llamamos. Volvimos a reír. De esa guisa nos encontró Matías al entrar por la puerta. —Madre mía, cómo está el patio. ¿Estoy en mi clínica o en mitad de un sueño erótico? —Su sonrisa ladina me advirtió que estaba bromeando. —Si quieres, puedes unirte; todavía nos queda algo de espacio… —Mi compañera clavó con tanta fuerza el tacón en mi dedo gordo que grité un—: ¡Aaaaaaaaaleluyaaaaa! —Ya podría haberme lanzado el código alfa entre chicas. Ya sabes, el famoso: guiño, codazo, patada, pisotón. Se había saltado los tres primeros pasos y me había pillado desprevenida. —¿Aleluya? —inquirió Matías sin entenderme. —Ya sabes de mi predisposición hacia el de arriba, quería que bendijera nuestra unión. —Apunté hacia el techo. —Mejor lo dejamos fuera de esto. —Nos señaló a los tres—. No creo que le gustara. —Tal vez tienes razón. —Iba a dirigirse a la Nespresso cuando lo interrumpí—: Oye, ¿tienes planes para esta noche? Igual no había formulado la pregunta de la mejor manera porque noté un segundo pisotón. «Nota mental: contarle a Ruth lo del código alfa si no quiero quedarme sin uña». —¿Me estás pidiendo una cita? ¿Así, sin anestesia y con testigos? —Se giró abruptamente con cara de pillo. —No, perdona, no me he explicado bien. Lo preguntaba porque me encantaría que fuéramos todos a cenar unas pizzas. Yo os invito, hay que celebrar que tengo nuevo curro y que el jefe es muy enrollado. —¡Pues sí que debes cobrar bien si te da para invitar a toda la empresa!

—Me refería solo a los que trabajamos en esta clínica, que somos cuatro gatos… —Mira, mejor tú lanza la invitación y paga los chupitos, que aunque no lo parezca aquí comemos mucho. —¿Eso es un sí? —Eso es un por supuesto, cuenta conmigo. No me puse a dar botes con Ruth porque la palabra evidente habría salido acompañada con nuestra foto en la Wikipedia. Miré de reojo a mi compañera, que había pasado de apisonadora de callos a sufrir una embolia cerebral. Solo le faltaba que un hilillo de baba le cayera por la comisura del labio. Menos mal que no ocurrió. Matías se preparó su expreso y salió zumbando cuando Irina entró en su busca para que ayudara en un parto complicado. Le pregunté si lo acompañaba y me dijo que si me necesitaba que ya me avisaría, así que me quedé con Ruth. Fue desaparecer y volver a fundirnos en un abrazo. El resto del día fue una locura. Lo pasamos entre pacientes, confidencias al menor despiste y risitas cruzadas cada vez que la pillaba mirando de reojo la retaguardia de Matías. Su historia prometía y yo iba a ser feliz de ayudarlos. Lo mejor de la semana había sido no tener noticias del hermanísimo capullo. Con un poco de suerte, no volvería a verlo hasta mi fiesta de jubilación de la empresa. No tenía intención alguna de cruzarme otra vez con él, y saber que ambos hermanos se llevaban como el perro y el gato me llenó de alegría. Llegué al piso agotada pero feliz. Paco me dio la bienvenida con un «Ya era hora, casi llamo a los del bingo para que no te dejen jugar otro cartón». Era lo que tenía que la vecina fuera una ludópata de cuidado. —Yo también te he echado de menos, Paco —lo saludé, pasando por su lado. No tenía tiempo ni de reprenderlo. No era momento de tumbarse a la bartola en el sofá y hacer zapping, poniéndome hasta las cejas de helado. Hoy iba a rematar el día disfrutando de lo lindo. Iba a darme algo de lustre antes de poner rumbo a la pizzería. Por fin había tenido tiempo y ganas de tener toda mi ropa limpia.

Escogí un precioso vestido rojo con estampado de mariposas, falda de vuelo y escote palabra de honor que me regaló Luz para mi cumpleaños. Todavía no había tenido ocasión de estrenarlo y hoy me parecía la noche perfecta. Incluso me hice algunas ondas despeinadas con la tenacilla. Sonreí al reflejo que me devolvía el espejo. Hoy era un poquito más libre, más viva, más yo. Aquella niña siempre sonriente que curaba las heridas de su padre cuando regresaba de alguna reyerta policial, que escuchaba entre la angustia y el entusiasmo a aquel héroe sin capa que calentaba mis manos en invierno y me compraba helados en verano. Di el último retoque a mis labios y me lancé un beso, porque, como decía Menchu, el amor hacia los demás empieza con el amor hacia uno mismo. Qué lista era mi pelirroja. Iba a salir cuando mi cuñada llamó al móvil. —Desaparecida, ¿dónde andas? Tu hermano dice que si vienes a cenar y nos pones al día. Miré el reloj, tenía solo un par de minutos, debía zanjar la conversación rápido si no quería ser la última. —Pues me encantaría, pero he quedado. Hoy salgo con los del trabajo. —¡Santa Modesta! ¡Que hoy sale de fiesta! No me lo puedo creer, por fin los santos me han escuchado. Eso debió ser el cirio que le puse el otro día a san Antonio de Padua. Le dije a la mujer que me diera el más gordo, que estabas muy necesitada. —Mi cuñada y sus santos. Como arrancara, no iba a poder frenarla. —Me sabe mal, no sabía que ibas a llamar. Si lo hubiera sabido, no habría quedado. —¡Por santa Teresa de Calcuta, tú sal y disfruta! El domingo tenemos comida en casa de tu madre. —¿En serio que no te importa? —Of course, nena. Tú sal y arrasa, y así el domingo te lo traes a casa. —¿A quién? —Al tío del cirio, vas a ver que ligarás esta noche. Ni se te ocurra tirarte un pedo si un tío bueno te invita a una copa. Que tú eres capaz de cualquier cosa para echar por tierra mis esfuerzos. —¿En serio me ves tirándome pedos? —No sé, al último trataste de decirle que ibas para monja, así que contigo ya me espero de todo. Receptiva, Lucía. El universo nos provee de

lo que necesitamos. —¿En qué quedamos, santos o leyes cósmicas? —En tu caso, todo ayuda. ¿Recuerdas que en la clase de yoga estuvimos trabajando el chichichackra, como lo llama Analí? Hoy lo tienes canalizado, bien abierto y receptivo. —Cuando hablas así, me haces pensar que soy una antena parabólica. —Casi, estás entre First Dates y La Isla de las Tentaciones. —Te recuerdo que salgo con los del trabajo, así que, como mucho, pillaría la reposición de Anatomía de Grey. —Oh, yeah, en esa serie se folla mucho. Y seguro que se ha apuntado el superbuenorro hermano de Mino. Analí ya me dijo que está de toma pan y moja. —No voy a enrollarme con él. Si hoy salimos, es porque a quien le hace tilín es a Ruth, mi compañera. Quiero ayudarla. —Ya estamos… Otra vez ejerciendo de casamentera cuando eres tú la que necesita que le reparen la gotera. —Yo no tengo goteras. —Sí la tienes, una silenciosa que no se ve, oculta en el tejado. Y cuando te des cuenta, ¡zas!, se te habrá caído el techo en la cabeza. —Vivo en un segundo. Como mucho, se caerá la escayola y para eso tengo a los del seguro. Te dejo, que si no, no llego. —Vale, pero acepta mi consejo: deja de mirar tanto por los demás y hazlo un poquito por ti. No quiero que termines viviendo sola con Paco. —Paco ha sido y será el mejor hombre de mi vida. Adiós, Luz, te quiero. —Y yo. ¡Diviértete! Miré de reojo la jaula de Paco justo antes de colgar. Nunca me habían gustado especialmente los animales. Paco se presentó como todos los hombres de mi vida, sin avisar. No pienses que hace mucho que somos compañeros de piso, hará siete meses que se autoinvitó a casa y, desde entonces, alivia mi soledad. Fue una mañana de domingo, dejé la ventana abierta porque acababa de fregar y una masa gris entró en picado, cayendo sobre el sofá. Me dio tal susto que me lancé, literalmente, en plancha debajo de la mesa. Sí, vale, fui un pelín exagerada. En mi defensa diré que no fui siempre así. Ahora los movimientos bruscos y de sopetón me hacían actuar de manera irracional. Otro regalito de mi ex.

En fin, que el pobre llegó hecho un trapo. Según el veterinario, que fue al primer lugar al que acudí cuando pude meterlo en una caja, parecía un animal desnutrido y maltratado. Ni siquiera estaba seguro de si despertaría al día siguiente de lo maltrecho que estaba. Nada más oír esa palabra, supe que Paco y yo estábamos predestinados. Él no moriría porque era un luchador y yo le daría un techo donde sentirse seguro, mejor dicho, donde sentirnos seguros los dos. Era cabezota, malhablado y le encantaba reproducir cualquier tipo de sonido que le hiciera gracia. Ahora mismo, me estaba mirando con sus ojos amarillos, redondos y brillantes. —Mira qué dice Luz, Paco, que me voy a quedar sola contigo. —Luuuuz, cómeme el coño, morena —dijo, poniendo una voz femenina y nasal. Había aprendido esa frase de tantas veces que se la oía a Analí, la soltaba siempre que escuchaba el nombre de mi cuñada seguido de una risa incontenible. Ahí lo tenía, partiéndose el culo como si fuera mi amiga. —Tú no tienes coño, sino una picha muy pequeña. Y no seas malhablado o te lavaré la boca con jabón. —Prrrrr. ¡Jamón, jamón! ¡Ven para acá, jamona, y chúpamela! Puse los ojos en blanco. Eso lo había aprendido del vecino del primero, cada vez que echaba un polvo era lo que le decía a su mujer. Tenía la costumbre de echar casquetes con la ventana abierta y ya sabes que la jaula de Paco daba al patio de luces… Cuando quise sacarlo de allí, ya era demasiado tarde. Era mejor dejarlo a lo suyo y salir pitando. —Adiós, Paco. —Ciao, pescao. —Así se despedía cada vez que me iba. Lo cierto es que era bastante divertido y me hacía mucha compañía. Ahora lo importante era llegar a tiempo, que yo era la que lo había organizado.

La cena fue amena, me las ingenié para que Ruth se sentara a un lado de Matías y yo al otro, cercándolo. La misión era clara: que ambos interactuaran lo máximo posible. Y si la atención de mi jefe se desviaba más de lo debido, yo debía reconducir la pelota y llevarla al terreno de juego. El único problema era Tobías, el otro ginecólogo de la clínica, quien no paraba de acapararlo, hablándole de temas de trabajo. ¡Menuda pesadilla! Les tuve que llamar varias veces la atención y prohibirles los partos, los embarazos de riesgo y todas las variantes posibles de ETS. A la tercera tarjeta roja, Matías asumió que cualquier asunto relacionado con la clínica quedaba fuera del menú de temas. Mi jefe se puso en pie y nos pidió silencio a todos. —Antes de que Lucía me expulse de la mesa y así zanje mi manía persecutoria de hablar de trabajo, quiero comunicaros algo importante a todos. En primer lugar, me gustaría darle la bienvenida oficial a nuestra organizadora al equipo. Sé que la habéis acogido maravillosamente bien y os quiero dar las gracias tanto a vosotros como a ella por hacerse tan rápido con las tareas de la clínica. —Todos le aplaudieron y me silbaron, provocando que me sonrojara—. Y, en segundo lugar, quiero deciros que este año no habrá cena de empresa para Navidad. —Se oyó un «ohhh» generalizado, seguido de unas cuantas caras mustias—. Sabéis que hemos estado muy liados abriendo clínicas y eso nos ha supuesto un sobresfuerzo a todos. —Varias cabezas asintieron—. Mi padre, mi hermano y yo creemos que os mereceríais mucho más que una cena, puesto que habéis puesto toda la carne en el asador y nunca habéis abandonado el barco, por fea que se

haya puesto la situación en muchos momentos. Por ello, este año vamos a invitaros a pasar cuatro días, con todos los gastos pagados, durante el puente de diciembre en un hotel cinco estrellas en Sierra Nevada. Con vuelo incluido y multitud de actividades en equipo para que lo pasemos de maravilla. La algarabía que se desató fue generalizada. Del «ohhh» inicial pasamos a brindar, abrazarnos y comportarnos como si nos hubiera tocado el Euromillón. Hasta que una verdad como la erupción del Vesubio calcinó mi entusiasmo al echar cuentas de que Mino también estaría y, si eso ocurría, yo no quería asistir. —Calma, chicos, calma —nos pidió—. Comprendo que algunos de vosotros, los que tenéis lazos familiares, otros compromisos o a los que no os gustan este tipo de viajes, no querréis ir. Lo hemos contemplado. Por ello, los que no acudan podrán quedarse de guardia en la clínica que estimemos, cobrando esos cuatro días al doble de lo pactado en vuestro contrato. Así veréis recompensado vuestro trabajo mientras los demás estamos esquiando y asando nubes en la chimenea. —Puso cara de travieso —. El lunes necesitaré que le digáis a Ruth quiénes os quedáis de guardia. Y ahora ya me callo. Terminemos de disfrutar de esta cena y de su organizadora. Me forcé a dedicarle una sonrisa. Mi gozo en un pozo. Con lo que a mí me gustaban la nieve y la montaña. Y siempre había querido conocer Granada. ¡Qué fastidio! Mi consuelo era que podía quedarme y cobrar el doble, algo era algo. Ya iría en otra ocasión con las chicas, aunque no fuera a un cinco estrellas. Intenté centrarme. Era la noche de Ruth, ya tendría tiempo de autocompadecerme por mi desgracia. El cirio de Luz no debía contemplar a los ginecólogos aguafiestas. Mino me echaba todo por los suelos y ni siquiera le hacía falta hacer acto de presencia. ¡Qué desgraciada estaba hecha! Cuando Ruth anunció que se tenía que marchar a trabajar, Mino puso cara de circunstancia. —¿Ahora? —Sí, doy una clase de salsa dentro de media hora aquí al lado, en el Blue Habana, y tengo que cambiarme.

Había escogido aquella pizzería a conciencia, pues sabía que el afamado club estaba en la calle de enfrente. —¡Oh! —Me hice la sorprendida—. ¿Ese no es el local que hay aquí delante que está tan de moda? Dicen que es una pasada. —Exacto —afirmó ella, orgullosa. —¡Pues genial! Nada mejor que aprender unos cuantos pasos de baile para bajar la pizza y tomar unos mojitos cuando nos entre sed, ¿verdad, chicos? —Cualquiera al verme pensaría que era el alma de la fiesta. Si vieran mis noches de fin de semana con la camiseta raída de cuando mi hermano iba a la academia, las bragas sobaqueras y el moño deshecho, fliparían. Como era de esperar, animados por la noticia del viaje y sin ganas de que la noche terminara, todos se sumaron a la iniciativa de tomar la última en el local de Ruth. Aunque solo fuera por echarnos unas risas viendo lo mal que se nos daba coordinar pies, caderas y ritmo. —Muy bien, pues pedimos la cuenta y nos vamos a bailar. Hoy seguimos sus órdenes, enfermera Jiménez —prorrumpió Matías, guiñándome el ojo. A su vez yo miré a Ruth, que alzó ambos pulgares disimuladamente. Me había dicho que hoy tocaba noche sambera y que iba a alucinar con su vestuario. Lo importante era que fuera Matías quien flipara y se fijara por fin en ella. Nada podía salir mal. ¿Verdad?

Capítulo 12

Marioconsejo: «No te tires en la playa si no es en la toalla. Acabarás con arena en el ojete y picor de huevos»

Mino

Hoy era mi cita con Claudia, y no podía estar más nervioso. Me gustaba maquillar mis miedos bajo una capa de seguridad fingida. Ocultar la necesidad de dar o recibir caricias bajo mis guantes de nitrilo o mi bata de médico. Pero la realidad era que, para mí, el amor era un motor que siempre había fallado. Y, cuando había intentado volar, convertirme en pájaro y abrazarlo en pleno vuelo, me daba cuenta de que esa locura efímera y llena de riesgo solo me había llevado a estampar mi alma contra el asfalto pues, si usaba mis alas para abrazar, no tenía con qué protegerme de la caída. Y ahora estaba a punto de tener una cita, la primera desde hacía demasiado, disparando todas las alertas con las que me había encargado de bloquear mis alas para no volver a alzar el vuelo.

Estaba tan alterado que tuve que llamar a mi único amigo de la infancia. Ya os dije que el popular era Matías; yo era, más bien, el bicho raro. Mario, a quien salvé en el jardín de infancia de unos abusones que pretendían robarle el bocadillo y que se comiera una boñiga de perro, se convirtió en mi eterno escudero. Ya tenía la cara contra la mierda cuando yo aparecí y le di un empujón al cabecilla para que lo soltara. Si algo tenía bueno en aquella época, es que era más alto y ancho que el resto y conmigo no solían meterse. Cuando vieron mi cara de furia y escucharon mi amenaza de contarle a la señorita lo ocurrido, salieron por piernas. En el fondo, eran unos cobardes. Desde entonces, Mario me juró que siempre sería su mejor amigo y nos volvimos inseparables. Reconozco que, de pequeños, pasábamos mucho tiempo juntos. Ayudaba que su casa estuviera en la misma manzana. Cuando Mario se independizó y yo me fui a la universidad, apenas teníamos tiempo de vernos. No es que ahora nos viéramos en exceso, estábamos demasiado liados con nuestras vidas. Aunque eso daba igual, sabíamos que, pasara el tiempo que pasara sin vernos, siempre podríamos levantar el auricular y estaríamos el uno para el otro al otro lado de la línea. —Hola, tío, ¿cómo estás? —Cagado. —¿Literalmente? No me jodas, que cuando firmé el contrato de amistad contigo no incluía la incontinencia fecal. —Me he olvidado de decirte que Mario era un bromista nato. Como yo era un tipo más bien serio, la balanza quedaba equilibrada, con su exceso y mi defecto. —Tengo una cita. —¡Joder! ¡Eso sí que es una primicia! Deja que me siente, me has pillado a punto de irme al curro. —Perdona, no recordaba lo del bar. —No pasa nada, tengo unos minutos. Cuenta, ¿quién es la afortunada? ¿Dónde la has conocido? —Claudia. —Él ya sabía de quién hablaba. —¡No jodas! ¿La enfermera maciza con la que hicieron el molde de mi Susi 3000? —Mario siempre me decía que la muñeca hinchable que le regaló su primo a los dieciocho era igual que Claudia. —Exacto.

—Pues espero que te la chupe mejor que la muñeca, fue intentar una garganta profunda y la reventé. ¿Recuerdas cuando te llamé para ocultar el cadáver? —Solo a ti se te puede ocurrir descuartizar a una muñeca hinchable. —¿Qué quieres? No quería que me la pillaran mis padres, habrían pensado que era un pervertido. —Y lo eras. —Sin pruebas, no hay delito. Dejemos ahora a Susi, que tu cita con la enfermera cañón es más importante. Haz el favor de llevar bien limpios los zapatos y los dientes. —¿Qué tipo de consejo es ese? —Las tías se fijan en esas cosas, es como un lenguaje en código. Si llevas limpios los zapatos, quiere decir que así están los calzoncillos. Y si está sucia la dentadura, imagina entre la espesura. Solté una carcajada que casi me parte el pecho. —Solo tú podrías decir algo así. Ya sabes que cuido mucho mi higiene, gracias por preocuparte. —Nada, tío. Como llevas mucho tiempo fuera del terreno de juego, es mejor que te prepares y no te pase como a mí en mi primera cita en la que creía que iba a mojar en el coche de mi abuelo. —¿Eso me lo has contado alguna vez? No lo recuerdo. —Esas cosas no se cuentan, salvo que sea una emergencia, y hoy ha llegado el día, mi pequeño padawan. —Sorpréndeme. —Fue con Beatriz. ¿Te acuerdas de aquella morenaza que vino de Huelva a pasar unos días a casa de su tía? —Cómo olvidarla. —Vale. Pues, como era cuatro años más mayor que yo y mi única experiencia sexual había sido con Susi 3000, me propuse impresionarla. Le pedí el coche al abuelo, quien me lo alquiló por el módico precio de conseguirle el mítico ejemplar del Interviú donde aparecía Pepa Flores en tetas. Ya sabes, esa rubita que cantaba «la vida es una tómbola», pero de mayor. No veas lo que me costó sisárselo al padre de Curro, que los tenía todos. Y más entrar en el piso de mi abuela sin que me lo requisara. Ya sabes que me molía a achuchones cada vez que traspasaba la puerta. »En fin, que logré el objetivo y, a cambio, me dio las llaves. Su mítico Seiscientos necesitaba una limpieza con urgencia, no podía meterla en su

interior lleno de polvo, no fuera a ser alérgica y, en lugar de follar, terminara lleno de estornudos. —¿Quieres ir al grano? —Sí, perdona. Después de pasar por una limpieza profunda en el Elefante Azul, que incluía uno de esos ambientadores con forma de pino con aroma a elegir, el mío, de fruta de la pasión, me dispuse a gastarme la paga llevándola a cenar al Burger King por todo lo alto. Le dije que no se cortara de nada, que podía pedir el menú más caro. Si hubieras visto su cara… —Me la imagino. —No te haces una idea. No veas lo que engullía la cabrona, estuve duro toda la noche imaginándola sorbiendo de mi rabo igual que lo hacía de la pajita. Total, que, empalmado como un miura, fuimos al mirador de Collserola para tener un poco de intimidad. —Menos mal que no te dio por tirártela en el McAuto. —Ya te he dicho que estábamos en el Burger King. Además, nunca me ha gustado demasiado follar mientras me miran. —Cierto. Perdona, sigue. —Iba sobradamente preparado, con toda una selección de temas para follar que ni Kiss FM. No quería que pudieran colarme alguna canción que me sacara fuera del partido. La guantera, llena de condones de sabores, para que cuando le tocara bajar a bucear me la saboreara como una fruta madura. »El interior del coche era estrecho, pero para mí mejor, porque lo que pretendía era tenerla muy pero que muy pegada. Si hubieras visto cómo me miraba… Recordé a mi abuelo entonando eso de «Como una loba, tu amor llegó a mi vida. Como una loba de fuerza desmedida, sentí en tus labios crecer toda mi polla. Como una loooobaaaaa». —La canción no era así. —Da igual, así se la cantaba mi abuelo a mi abuela antes de irse a dormir y a mí se me quedó. El caso es que pensaba que iba a besarme, nos acercamos, mi boca estaba loca por la suya… Y entonces atrapó mis pezones entre los dedos y tiró de ellos, retorciéndolos con tanta fuerza que al intentar coger aire el coche hizo hasta vacío. —¡Animal! —dije sin poder contener la risa. —Animal ella, que me arrancó los pocos pelos que me estaban creciendo alrededor de las tetillas. No veas lo que luego tardaron en volver a salir, estaban acojonados.

No podía dejar de reír al imaginarlo. —¿Y qué pasó? —pregunté con lágrimas en los ojos. —Pues que solo se le ocurrió decir una palabra que yo había oído una única vez. —Se aclaró la garganta para poner voz ronca y femenina—. Embriágame… ¿Qué mujer pide que se la embriague? Está claro, una psicópata de los pellizcos. Tiré de hemeroteca y busqué el lugar donde había escuchado el término para no parecer un lerdo. Me vino la imagen de mi abuela diciéndole al abuelo que sus pedos, los de ella, eran embriagadores. Así que yo, como si se tratara de un rito de apareamiento entre mofetas, la embriagué con toda mi esencia. Reconozco que las alubias riojanas que preparó mi yaya para comer ayudaron. —¡No jodas! —escupí. —Exacto, no jodí. Si la hubieras visto cómo imploro salir de aquella cámara de gas improvisada. El rímel descendía por sus mejillas como un torrente negro. El coche tenía sus años, las ventanillas estaban atascadas, así que era imposible bajarlas. Y ella no dejaba de arañarlas, convirtiéndose en una fusión entre Freddy Krueger y Eduardo Manostijeras. Me parece que incluso se partió una uña en el intento. —Eres un demente, solo a ti se te podía ocurrir algo así. —Era joven e inexperto, por eso no quiero que te ocurra lo mismo a ti. Ocurra lo que ocurra, aprende de mis errores y no la gasees. —Lo tendré en cuenta, muchas gracias —Y, si no sale bien, te puedo presentar a la amiga de mi chica. Es enfermera, algo tímida comparada con mi Analí, pero muy guapa. —¿Tu chica? —Ay, sí, que no te lo he contado. Estoy conociendo a alguien y la cosa pinta que va en serio. Solo llevamos unos días, pero… No sé, congeniamos muy bien y no paramos de reír cuando estamos juntos. —Me alegro. —Estaría bien que saliéramos los cuatro juntos, porque si vinieras con nosotros dos solos quedaría raro. —No me gustan las citas a ciegas. —¡Pero si no te vendaría los ojos! Las ataduras se las dejaría a ella. — Rio por lo bajito—. ¡Madre mía, qué tarde es! Tengo que largarme. No olvides llamarme para contarme qué tal con Claudia y, si no sale bien, montamos esa cita a cuatro. Aunque no te líes con ella, será divertido. Te quiero, aunque no te lo diga porque queda un pelín moñas.

—Yo también. —Suerte. —Gracias. Que te vaya bien en el curro y con tu nueva chica. El tono de que ya no había nadie me hizo colgar a mí también. Mario era un caso perdido. Oía lo que le interesaba y decía lo que se le pasaba por la cabeza. Era completamente transparente y muy buen tío, y eso me gustaba. Me había vestido con una camisa a rayas azul y blanca que me hacía parecer más moreno y unos pantalones azules, largos; no era muy de bermudas. Saqué el BMW del garaje, no me parecía correcto ir a una cita con una mujer en moto. Claudia no me hizo esperar. Por suerte, ya estaba esperándome en el portal, con un vestido blanco a lo Marilyn Monroe que le quedaba maravillosamente bien. Salí para abrirle la puerta. —Buenas noches, estás muy guapa —la elogié. —Gracias. Tú también. Esperaba dos besos, no contaba con que girara el rostro y acabáramos en un único encuentro de bocas. Largo, caliente e invitante. Iba a por todas y no sabía si estaba listo para ello. Preferí no pensar demasiado o terminaría arrepintiéndome sin haber empezado la noche. La llevé a un bonito y tranquilo restaurante, nada de Burger King. No veía a Claudia yendo mucho a restaurantes de comida rápida. Pensé que la cena sería tensa, pero ocurrió todo lo contrario. Claudia logró que me fuera relajando y que incluso le contara detalles de mi relación con Elisa que solo Mario conocía. En todo momento se mostró muy comprensiva y yo, aliviado de poder hablar con una mujer a la que parecían no gustarle las mentiras. Era atenta, sincera, preciosa, profesional y parecíamos ser totalmente compatibles en gustos y prioridades vitales. Tal vez sí que debiera darle una oportunidad. El beso había sido muy agradable. —¿Te apetece que vayamos a bailar? —sugirió cuando llegamos a los postres. —Hace muchísimo que no bailo, creo que desde que fui con mi ex a una academia a practicar bailes de salón para no hacer el ridículo en la boda, y fueron pocas clases —puntualicé.

—No importa, yo suelo ir a un sitio en el que te dan cuatro nociones antes y así las puedes poner en práctica cuando suena la música. Podría ser divertido. Quería que se sintiera bien, se lo debía después de la cena tan agradable que habíamos tenido. —Vale, acepto. Aunque si te piso mucho luego no te quejes. —Si me pisas… —acarició el dorso de mi mano con el índice—, haré que me subas a casa en brazos para que atiendas mis heridas. El tono era más que insinuante. Sabía que quería que le siguiera el juego y yo debería haberlo hecho, pero lo único que me salió fue levantar la mano y pedir la cuenta. Vi un destello de decepción titilando en el fondo de sus pupilas, me supo mal. El instante ya había pasado y ahora quedaría raro que le dijera que subiría encantado o algo por el estilo. Estaba demasiado desentrenado. Cuando salimos hacia el coche, me atreví a tomarla de la cintura, gesto que pareció gustarle. Y, al llegar al BMW, se abalanzó sobre mí para comerme los labios con entusiasmo. Hasta que ambos terminamos resollando. Después, me ofreció una sonrisa dulce y un último beso conciliador. —Me gustas mucho, doctor. Otra vez se me atascaban las palabras. —G-gracias, yo… También, eeeh, bien, bueno, quiero decir que… Gustas mucho. —¿Me estás hablando en sioux o es que eres el hijo secreto de Rajoy? —Disculpa, es que me pones nervioso. —Mmmm, eso es lo más bonito que me has dicho en toda la cita. —¿En serio? ¡Qué cafre soy! Debería haberte dicho que lo más bonito eres tú. Ella sonrió ampliamente. —No eres cafre, sino muy dulce, y yo soy muy golosa. Vamos a divertirnos, ya veremos a dónde nos lleva la noche… si a tu piso o al mío. —Volvió a besarme con entusiasmo y yo respondí. Pero ¿quién llevaba los pantalones? Estaba claro que ella, los míos ya los daba por perdidos. Le abrí la puerta y ella me ofreció un pequeño mordisco en el labio teñido de promesas.

Lucía Jamás habría pensado que me lo pasaría tan bien en un bar de salsa. Iba por el segundo mojito, que sumado al vino y al chupito de la cena, me estaba dejando de lo más achispada. Mañana trabajaba, tenía que ir con cuidado. Me juré que el que estaba bebiendo era el último, estaba tan rico y hacía tanto calor… Miré el reloj. Media hora más y me iba a casa, no quería estar para el arrastre. La clase de Ruth estaba siendo genial. Además, mi compañera no se había equivocado y Matías llevaba el ritmo en el cuerpo. Estaba disfrutando de lo lindo. Ella lucía un conjunto que parecía sacado de los carnavales de Río. Era escultural. Si mi jefe no la veía con otros ojos esa noche, sería porque se le habían salido de las cuencas. Si hasta a mí me gustaba, era un espectáculo en todos los sentidos. —Madre mía, Matías, esa mujer no puede ser normal —murmuré antes de dar un trago al mojito. Estábamos descansando un poco en la barra, no había parado ni un solo segundo y me faltaba el aliento. Él desvió los ojos hacia la mulata que daba vueltas haciendo el paso básico de samba, con los cachetes vibrando sin una maldita gota de celulitis que lo hundiera como el cráter de un volcán. —Sí, baila genial. —¡¿Perdona?! Tú has visto qué cara, qué ojos, qué piel, qué firmeza… En ese culo una se podría partir la cabeza. Él se echó a reír.

—¿Me estás diciendo que te ponen las nalgas de Ruth? No pensé que fueras lesbiana. Casi le escupo el trago como si fuera un aspersor. —¡No lo soy! Lo decía por ti. —¡¿Por mí?! Ni de broma, nunca metería ahí la cabeza. —¿Porque trabajáis juntos? —Más bien, porque quien me gusta es él. —Apuntó con el dedo hacia Tobías. Casi me desmayo en mitad de la pista. Me pareció que le había salido sin pensar por el modo en el que me miró justo después. —¡¿Eres gay?! —exclamé casi por encima de la música. —Grítalo un pelín más alto, los del fondo de la barra no te han oído. —Pe-perdona, no era mi intención. Es que yo creía… —Lo que la mayoría. No voy aireando mi sexualidad por ahí. Casi todos creen que soy hetero y yo no he hecho nada por que piensen lo contrario. No sé ni por qué te cuento esto, hace nada que nos conocemos. —Supongo que te has sentido cómodo y ha surgido así. Y… ¿es algo definitivo? Me refiero, hay personas a las que les gustan ambos géneros. —No voy a negarte que he estado con mujeres, pero desde la uni me decanté hacia un solo lado. Eso sí, guardando las apariencias frente a lo que creían que era. —Entonces, has estado con mujeres —reiteré. —Sí. Soy adoptado, hasta los diez años no vine a España, así que ya tenía muy arraigado eso de que lo normal era que a los hombres les gustaran las mujeres. Lo de ser gay significaba ser un desviado. Me esforcé en ser lo que en mi cultura se suponía que estaba bien. —Vaya, debió ser duro. —Mucho. A veces, tu cabeza es tu peor verdugo. —¿Y tu familia? —Nunca les he dicho nada. Para ellos soy un ligón compulsivo, igual que para la mayoría. —¿No lo comprenderían? —Sí, supongo que sí. Mis padres son superabiertos. Con mi hermano paso de hablar estos temas, nunca me ha apoyado en nada. Ya has visto lo gilipollas que es. No quería hablar de Mino. —¿Y Tobías sabe que te gusta?

—No tengo ni idea, ni siquiera sé si es gay. Cuando él está cerca, es como si mi cuerpo se pusiera en guardia. Cada vez que lo tengo delante se me pone dura, perdona que sea tan gráfico. No sé ni por qué te lo cuento. —Porque sabes que puedes confiar en mí. Te juro que no se lo contaré nunca a nadie. —Eso espero, porque, si lo contaras, sería traicionarme por todo lo alto. —No va a ocurrir. Matías asintió. —No sé qué le veo. Tampoco es que sea un tío despampanante, pero me pone muchísimo su mente, es brillante. —No hace falta que contestes, te pregunto por simple curiosidad. ¿Has estado con otro hombre, en plan cama, para saber si es lo que te gusta? —Sí, en mi época de universidad. Nunca me lie con nadie que pudiera delatarme. Una noche fui a un bar de ambiente, ligué y probé. —Y te gustó. —Muchísimo, fue como encontrar de repente mi lugar. Supe que había estado viviendo en una mentira, algo tan bueno no puede estar mal. Si con aquel desconocido fue increíble, ¿cómo sería cuando me acostara con el amor de mi vida? Lo sentía mucho por Ruth, pero contra eso no podíamos hacer nada. —No tengo ni idea, imagino que será como alcanzar la luna. —Seguramente —suspiró—. Es tan listo y profesional. Y sus gafas me ponen tanto… Si me acostara con él, le pediría que no se las quitara. Me eché a reír. —Bueno, pues ve a hablar con él, el primer paso es saber si le gustas. Admito que no me había fijado en ese tipo de señales entre vosotros. En la cena se os veía muy a gusto, así que no tiraría la toalla antes de llegar a la playa. Si puedo ayudarte en lo que sea, cuenta conmigo. Que Matías me hubiera confesado algo tan importante para él significaba mucho. Confiaba en mí y eso me llenaba de orgullo. No iba a fallarle, le diría a Ruth que él no parecía interesado y que ella hiciera lo que creyera oportuno. —Eres un cielo, sabía que mi hermano estaba confundido por completo contigo. Tranquila, no es algo extraño, suele confundirse con la mayor parte de sus suposiciones. Entre tú y yo, es un metepatas emocional. —Su reflexión me congeló en el sitio. ¿Él y Mino habían hablado de mí? ¿Qué le habría dicho? ¿Fue el lunes o después también había sido su tema de

conversación? La cabeza me daba vueltas, demasiadas incógnitas y muy pocas respuestas—. Deséame suerte, ahora que tengo suficiente alcohol en vena, voy a ir a tantear el terreno. Espero no equivocarme. Me besó en la mejilla y avanzó hacia él. —¡Y, para finalizar, una facilísima coreografía en pareja! Os voy a enseñar una creación propia basada en la rueda de casino, adaptada a la samba. ¡Venid todos a la pista y sumaos, los pasos son muy sencillos! — exclamó Ruth, mirando hacia donde yo estaba. Gesticuló un «¿Dónde narices está Matías?» y yo alcé los hombros poniendo cara de circunstancia, ahora no era el momento. No me lo pensé dos veces cuando un chico que había tenido bailando al lado me invitó a unirme al corrillo. Ruth dio las indicaciones. Como había augurado, eran pasos muy fáciles y sexis. Cada dos ochos, cambiábamos de pareja. La música empezó y yo me propuse darlo todo con un tema de Michel Teló, Ai se eu te pego. Iba a olvidarlo todo, dejándome llevar por la última canción de la noche. Dejaría que cualquier preocupación se evaporara en brazos desconocidos. Solo era una mujer que quería pasárselo bien, y era lo que iba a hacer. Lo estaba logrando cuando el último cambio de pareja lo puso todo del revés. Me vi envuelta por unos brazos masculinos que me erizaron la piel. Una corriente ascendió desde los dedos de mis pies para apoderarse de cada pulgada de carne, haciéndome levantar el rostro y dando con aquella mirada que tan bien conocía. Podría haberme detenido y haberlo empujado lejos para salir corriendo. No lo hice. No podía, toda la rigidez que albergaba mi alma afloraba de nuevo. Estaba entre los brazos de Daniel, que sonreía con petulancia, apoyando las manos sobre mi cuerpo, que se movía por inercia. Me dio la vuelta y apoyó su boca en mi oreja. —Siempre quisiste venir a estos sitios de puta, porque es lo que te nace, es lo que eres. —Pegó su entrepierna contra mi trasero y frotó la incipiente erección que pulsaba entre sus piernas—. Esto es lo que buscas, ¿verdad? Poner calientes a los hombres. Pues ya lo has conseguido y ahora te voy a dar tu premio.

Me dio un tirón que me sacó del círculo. El miedo y la ansiedad no me dejaban reaccionar. El alcohol había menguado mis fuerzas, me estaba dejando arrastrar y ni siquiera me salía pedir auxilio. Miraba con terror a la muchedumbre. Nadie parecía darse cuenta de lo que ocurría. Pero ¿quién iba a saber que bajo la apariencia seductora de Daniel habitaba el peor de los monstruos? Me llevó hacia un pasillo estrecho. Mi garganta se había cerrado, aun así, logré pronunciar un «no» que se perdió entre el gentío. Quise resistirme con la poca fuerza que pude reclutar y lo único que logré fue un tirón mucho más fuerte. El corazón me rebotaba como una pelota cuando abrió una puerta lateral y me llevó con él dentro. Allí, me pegó contra la pared y me subió el vestido para arrancarme las bragas. —¡No! —chillé, recuperando algo de cordura y de voz. Su risa reverberó contra mi oreja. —Niégate, ya sabes que eso me importa una mierda. Vas a pagarme el cabezazo que me diste y bajarme el calentón. Llevo viéndote bailar toda la noche, puta. La hebilla del pantalón tocó el suelo en un sonido metálico. Cerré los ojos. Me tenía aplastada, apresaba mis dos muñecas con una de sus grandes manos. Siempre me parecieron enormes y ahora, más que nunca. Estaba temblando como una hoja, apretando los muslos para impedir que me violara. «Por el amor de Dios, Lucía, piensa. Actúa o lo lamentarás». Su mano ya amasaba con virulencia la carne de mi glúteo y notaba su sexo tratando de abrirse paso. Intenté repetir lo del cabezazo, solo que esa vez estaba prevenido y la palma caliente estalló con fuerza sobre la piel descubierta. Aullé. La zona maltratada me ardía. —Si vuelves a intentarlo, aplastaré tu cabeza contra la pared. No estábamos a oscuras, la luz de emergencia daba suficiente claridad como para vislumbrar que estábamos en el almacén de bebidas. Ojalá entrara algún camarero en busca de provisiones. Debía aguantar hasta que alguien nos encontrara. No iba a dejarme forzar sin plantarle cara, ya no, aunque me supusiera terminar muerta. Prefería defenderme antes que verme sometida a su violencia. Eso sí, con cabeza. Necesitaba medir mis posibilidades y pillarlo con la guardia

baja si quería tener una oportunidad. Hice ver que me relajaba. Me mostré dócil, como a él le gustaba. —Eso es, puta. Siempre te gustó follar conmigo. ¿Verdad? —Asentí, aunque me repugnaba—. Sííí, pues ahora voy a darte lo que tanto necesitas. —¿El divorcio? —Me salió solo. Otra descarga de su palma me dejó claro que no se trataba de eso. —Mi corrida —auguró, forzando que separara los glúteos.

Capítulo 13

Novena afirmación: «Lánzate y la red aparecerá»

Lucía

Si ya sabía yo que algo tenía que estropear la noche. Fue poner un pie en el local de salsa y, como si de un radar se tratara, mis ojos entraron en modo francotirador y los vi. Allí estaba mi objetivo, en el punto de mira, para apretar el gatillo y disparar a bocajarro. El traidor de mi hermanísimo con mi peor pesadilla. Apostados en la barra, charlando sonrientes, acaramelados, importándoles tres pares de narices lo que supusiera para mí el verlos. Una rabia cegadora se enroscó en mi abdomen. Me importaba muy poco si Claudia estaba arrebatadora, si acariciaba mi cuello con su nariz afilada buscando llamar mi atención, porque ellos la acaparaban toda. No podía apartar la vista de la complicidad que exudaban, de lo bien que le sentaba a mi hermano el blanco y lo radiante que se mostraba Lucía. La afinidad que brillaba entre ellos me llevaba a imaginarlos en otra

circunstancia más íntima donde sus pieles retozaran, deseosas de atenciones más íntimas. ¡Malditos fueran ambos! ¿Qué podía esperar del traidor de mi hermano y de la impostora de Lucía? Al final, todos tendemos a juntarnos con nuestros similares y ellos se parecían demasiado en sus defectos. —Vamos a bailar —me instó Claudia, paseando los jugosos labios por mi cuello. Lo que menos me apetecía era salir a la pista de baile. Si por mí fuera, habría puesto rumbo hacia otra parte donde mis ojos no colisionaran constantemente con la pareja del momento. Estuve cerca de pedirle que fuéramos a otro lugar, sabía que no iba a disfrutar a sabiendas de que estaban allí. —Mino, venga, hemos venido a divertirnos —insistió. No quería chafarle la noche, ella no tenía la culpa de los sentimientos que aquel par despertaban en mí. La acompañé a la pista y traté de atender a las indicaciones de la profesora. ¡Madre mía, se parecía muchísimo a Ruth! Solo que con un montón de plumas de colores y un minibiquini de pedrería que podía dejarte bizco si lo mirabas en exceso. —Auch —se quejó Claudia ante el cuarto pisotón. Estaba tan descentrado que no había manera de que acertara con los pies. —Perdona, ya te dije que estaba muy desentrenado. —Si me estás pisando adrede para que te deje entrar en mi piso, he de decir que ya tenías la puerta abierta antes de la cena. —Te prometo que no se trata de eso. No sé, no me centro, esto no es lo mío. —No pasa nada. Lo importante es divertirnos juntos, aunque deje las improntas de las huellas de mis pies en este suelo. Intenta relajarte, verás cómo todo fluye. Fluir, lo que se dice fluir, no lo estaba haciendo. Había demasiados factores que alteraban mi estado anímico y eso me desequilibraba. Cuando la profesora dijo que iba a hacer una especie de rueda de samba, me disculpé con Claudia. No me apetecía nada ir de chica en chica pisando pies ajenos, prefería beber algo. Fuimos hasta la barra en el momento en el que Lucía salía a bailar con uno que no era mi hermano y Matías se desplazaba a la otra punta para charlar con Tobías. Vi a algunas de las enfermeras uniéndose al corrillo. Al

parecer, habían salido todos los de la clínica. Mi compañera estaba demasiado centrada en mí como para percatarse de las personas que había. Le pedí al camarero un par de caipiriñas, y cuando un hombre se acercó a Claudia para invitarla a participar, la animé para que lo hiciera con insistencia hasta que aceptó. Necesitaba unos minutos a solas para reubicarme. Me propuse intentarlo con todas mis fuerzas. Solo tenía que canalizar mi energía hacia Claudia en lugar de dejar que mis ojos volaran sobre el cuerpo de Lucía una y otra vez. ¿Era cosa mía o esa noche estaba preciosa? Siempre había sido muy guapa. Desde que la vi por primera vez en Formentera, se me antojó perfecta. Hoy parecía radiante, estar liada con mi hermano le sentaba más que bien. Al contrario que yo, disfrutaba de lo lindo, no dejaba de reír y bailar desinhibida. Incluso me descubrí sonriendo, como si fuera a mí a quien dedicara todas esas risas. ¿Te lo puedes creer? Como una chota, esa mujer volvía mi cerebro slime, ese que va dentro de un cubo tirapedos, donde los niños se empeñan en meter los dedos para hacer ruiditos. Pues eso hacía ella conmigo, meterme los dedos y hurgar hasta volverme chalado. No pude dejar de repasarla de cabeza a pies. Iba pasando de mano en mano, bailando con una sensualidad innata que provocaba en mí una sed inagotable. Sin darme cuenta, había apurado el contenido de la copa y me estaba bebiendo la que había pedido para Claudia. La canción estaba a punto de terminar y mi segunda bebida también cuando un tipo rubio agarró a Lucía con demasiada propiedad. Su actitud despreocupada de hacía unos instantes cambió por completo, se había puesto rígida, ya no había fluidez en sus movimientos ni disfrute. Dejé abruptamente la bebida sobre la barra para fijarme un poco más. No habían terminado de bailar cuando él la sacó de un tirón de la pista. Algo me dijo que la cosa no iba bien. Desvié los ojos hacia mi hermano, que no se estaba percatando de que aquel tipo parecía estar llevándose a la fuerza a su chica. Cuando quise darme cuenta, ya no la veía. ¿Hacia dónde se la había llevado? Me moví por instinto, buscando el camino por el que los había visto antes de perderlos. Cuando llegué al mismo punto, vislumbré un pasillo. No había nada más alrededor, seguro que habían ido hacia él. ¿Por qué me preocupaba? Al fin y al cabo, no era asunto mío, sino de Matías. Debería

volver a la pista con Claudia y que ellos se apañaran. Fui a darme la vuelta cuando escuché lo que parecía un «no» de mujer. Hacer oídos sordos hacia eso sería un sacrilegio, no importaba que proviniera de mi peor enemiga. Me adentré, buscando el origen de la negativa. Dos de las puertas estaban cerradas. En la tercera había un cartel de prohibido el paso, solo personal autorizado. Me la jugué, al fin y al cabo, era la tercera y va la vencida. Abrí la puerta y allí estaban. El tipo rubio con los pantalones desabrochados perdidos en sus tobillos. Ella, con el rostro teñido de miedo, las manos sujetas por encima de la cabeza y el vestido enroscado en la cintura, mostrando sus nalgas desnudas. —Estamos ocupados, amigo, búscate otro sitio —intervino el rubio, haciéndome un gesto con la cabeza. Yo desvié la vista hacia Lucía, quien me miró con súplica. El intenso azul estaba apagado y las lágrimas contenidas se agolpaban en los extremos de los ojos. —No voy a ninguna parte, he venido a por ella. Suéltala —le ordené. Él me miró, sorprendido. —Es mi mujer —aclaró—. No sé si viéndola bailar has creído que estaba libre, pero no es así. ¿Verdad, cariño? Díselo. ¿Su mujer? Ella volvió a mirarme y susurró: —No, él ya no es mi marido, nos separamos. Por favor… —suplicó, casi inaudible. Fue lo único que necesitó pronunciar para que yo reaccionara enfrentándome a él. —Suéltala, ya. —Ha bebido, no sabe lo que dice. —Yo creo que sí. Y el que está perdido eres tú como no lo hagas. Agarré la mano que sostenía con firmeza las de ella y la aparté con rudeza. Como un resorte, Lucía salió despedida para refugiarse entre mis brazos. —Por favor, por favor, sácame de aquí ya, te lo ruego. —Estaba temblando, era gelatina en mis brazos. —Eh, ya te he dicho que es mi mujer, devuélvemela —escupió el rubio con cara de malas pulgas. —Ella dice lo contrario, así que nos vamos. ¿O tengo que llamar a la policía y dar parte de lo que estabas a punto de hacer? —Abrí la puerta sin

esperar su respuesta. Él se subió con premura los pantalones, debatiéndose por si me daba o no respuesta—. Lo imaginaba. Sé que no habrá una próxima vez, pero, por si acaso, te voy a lanzar un consejo que espero que aprendas. No es no, aquí y en Lima, sea tu hermana, tu madre, una amiga o la empleada que te cobra la gasolina. Procura recordarlo si no quieres que alguien te salte los dientes. Los implantes están muy caros. Salí, con Lucía aferrada a mi cuerpo, sin darle opción a réplica. La violencia de género, en cualquiera de sus vertientes, me enfermaba. La tenía agarrada de la cintura mientras ella se deshacía en lágrimas. —Voy a llevarte con mi hermano, ya ha pasado, estás a salvo —la tranquilicé. —No, por favor, sácame de aquí, llévame a casa. No puedo estar donde él está. Te-te lo suplico, no me siento con fuerzas. Me dieron ganas de volver al almacén donde la acababa de encontrar y pedirle explicaciones a aquel zafio de por qué la chica risueña y despreocupada se había convertido en un amasijo desconsolado. Me daba la impresión de que la respuesta no me iba a gustar un pelo e iba a arrepentirme de no haberle saltado todos los dientes cuando tuve la oportunidad. —Si no quieres, solo acompáñame a la salida para que pueda coger un taxi. No te lo pediría si estuviera convencida de que las piernas no me iban a fallar o de que él no vaya a perseguirme. —Parecía avergonzada por la declaración. —Tranquila, ya te llevo yo. —Me gustara o no, si lo suyo con Matías fructificaba, acabaría siendo de mi familia. La imagen de ella en el altar junto a mi hermano me estranguló los intestinos. Fuimos hasta la salida, no la despegué de mí ni un ápice y, cuando llegamos a la entrada, me di de bruces con Mati. El muy ignorante estaba charlando animadamente con Tobías. —¿Qué ha pasado? —preguntó el descerebrado de mi hermano al ver el estado de Lucía—. No le habrás hecho algo, ¿verdad? Le cogió una mano y la llevó hasta él. Sentí la pérdida de su calor de inmediato a la vez que mi sistema digestivo se volvió una pelota rellena de mala leche. —Deberías preocuparte más por tu chica en lugar de pasar de ella como de la mierda, igual así no tendría que haber intervenido para que su exmarido no la violara.

—¡¿Cómo?! ¡Joder! —Tanto a Tobías como a él se les salieron los ojos —. Lucía, ¿estás bien? —A buenas horas mangas verdes —farfullé. —Ya está, no-no pasa nada. Mino me ayudó y solo ha quedado en un susto. —¡¿Quién es?! Pienso entrar ahí dentro y acabar con él. —Mi hermano alzó los puños. —Tú siempre tan visceral —susurré—. Creo que mi advertencia ha sido suficiente. Lucía necesita ir a casa, iba a acompañarla. —Ya lo hago yo, no te preocupes. Lucía hundió el rostro en el pecho de mi hermano. Sus hombros se sacudían, evidenciando su llanto. Se estaba desmoronando por momentos, haciéndome polvo por dentro. ¿Por qué tenía que sentirme así? Claudia apareció y se colgó de mi cuello. —¡Estás aquí! Cariño, no te encontraba, me tenías preocupada. —Me dio un beso sin cortarse—. Ah, hola, chicos, no sabía que habíais venido — saludó a los presentes. —Ni yo sabía que salías con mi hermano —anunció Mati, mirándonos a ambos—. Venga, Tobías, ven con nosotros, que te acercamos a casa. Disfrutad de la noche, chicos, que es muy larga. Sin que pudiera ver el rostro de Lucía por última vez, se la llevó y doblaron la esquina. —Mmmm, creo que tu hermano va a hacer un trío con esos dos. ¿Te has fijado con qué posesividad agarraba a la chica? No he podido verle ni el rostro. ¿Era guapa? —De su estilo —respondí, escueto. —¿Quieres que volvamos dentro? Ya ha terminado la clase —aclaró ella. —Por hoy, he tenido suficiente. —Genial. Entonces, vayamos a casa. No sabes las ganas que tengo de tenerte solo para mí y que remedies el tema de los pisotones. —Volvió a besarme, pero mi libido había descendido hasta los infiernos—. ¿Ocurre algo? —Estoy cansado y mañana tengo guardia. Te acerco a casa, pero después me voy a la mía a dormir. Lo siento, yo sé que tenías otros planes, pero… necesito ir despacio. La estaba decepcionando, sus ojos castaños me miraron con pesadumbre. ¿Qué iba a hacer, acostarme con una mujer para no fallarla? Sí, vale, puede

que la mayor parte de los hombres actuaran de ese modo. ¿Y qué si yo no era como la mayoría? Me gustaba sentir algo más por una mujer, no solo que estuviera buena y tuviera lubricado el agujero. No podía ofrecerle a Claudia aquello que era incapaz de dar. —Eh —me acarició la mejilla—, no pasa nada, iremos a tu ritmo. Me conformo con un beso de buenas noches con el que poder soñar. Suspiré, aliviado. —Gracias. No sé qué he hecho para merecer tu paciencia, pero te lo agradezco. Apreté su mano y pasé el pulgar con suavidad a lo largo de la palma. —No te equivoques, lo hago porque creo en mí y en nuestras posibilidades de pareja. Sé que acabarás cayendo, quieras o no, y entonces será épico. Vámonos.

Palmoteé varias veces, sin éxito, sobre el despertador. Debía haberse estropeado, porque el puñetero soniquete no dejaba de sonar. Entonces me di cuenta de que no se trataba del despertador, sino del móvil. Entreabrí un ojo, que cayó fulminado por la luz de la ventana. Había incidido directamente en la pupila, alcanzándome el cerebro con la potencia de un rayo láser destructor. ¡Joder! Palpé hasta dar con el maldito terminal, que no dejaba de emitir la melodía propia de la marca. No era de los que les iba la vida buscando el politono de moda, me bastaba con saber que me estaban llamando. —¿Sí? —respondí, soñoliento. —¿Mino? ¿Eres tú?

—¿Quién voy a ser si no? ¿El secuestrador? —Estaba de malhumor. —Soy Lucía. —Mi cerebro cortocircuitó, no esperaba su voz al otro lado de la línea—. Ya sabes, la enfermera de tu hermano, la que salvaste anoche. —Silencio—. Oye, ¿sigues ahí? —Sí, ¿qué quieres? —Igual llamaba para darme las gracias por lo de ayer. —Tengo una emergencia en la clínica y te necesito. —Me froté el ojo malherido. Mati y yo teníamos un código. Él, sus emergencias; yo, las mías. —Pues llama a mi hermano, no es culpa mía que se le peguen las sábanas. —No contesta. —Imaginaba el motivo, que resultaba estar al otro lado de la línea y eso me irritaba. —Culpa tuya por dejarlo agotado —farfullé por lo bajo. —¿Cómo dices? —¿Y Tobías? —No iba a entrar al trapo y que encima pensara que estaba celoso. —Tampoco. Si hubiera dado con ellos, no te habría llamado a ti. Eres el tercero de la lista de emergencias. —Claro, cómo no, soy tu último recurso. —Oye, mira, no tengo tiempo para esto ahora. Me he limitado a seguir el protocolo. Necesito que vengas lo antes posible. Si no fuera una emergencia, no te estaría molestando. —Ya me ha quedado claro. ¿De qué se trata? Igual lo puedo solucionar por teléfono y no hace falta que acuda en mi día libre. —Has de venir, te necesito presencialmente. Tengo una vagina embotellada. —¿Cómo? —La imagen que me devolvió mi cerebro fue la de la típica botella con un barquito, pero, en su lugar, había una vagina dentro. La oí suspirar con fuerza. —Una paciente, que se ha dedicado a ahogar su soledad haciendo un botellón vaginal con una de cristal. Será mejor que vengas y lo veas con tus propios ojos. Joder, de puta madre, ahora sí que me quedaba claro lo que tenía entre manos o, mejor dicho, entre las piernas de la paciente. —Está bien, ahora voy, túmbala en la camilla de obstetricia y que no se mueva. —Por la cuenta que le trae, no va a hacerlo. Hasta ahora.

Me di una ducha rápida y puse un par de cápsulas en la Nespresso. Dos chutes cortos para obtener el doble de cafeína y apurarla de un solo sorbo. Cogí la moto y conduje hasta la clínica. No la Vespino de mi padre, la mía era de paseo, tipo Harley. Siempre me habían gustado las clásicas y pasear con ella haciendo ruta para descubrir nuevos paisajes. Lo haría más a menudo si el tiempo no me escaseara. Aparqué en una zona reservada para vehículos de dos ruedas y, nada más entrar en la clínica, me encontré con la mujer por la que había acudido tan rápido.

Lucía Reconozco que me había costado levantar el teléfono, sobre todo, a sabiendas de lo que Mino había presenciado anoche. Cuando Matías y Tobías me llevaron hasta casa, estaba tan hecha polvo, tan colapsada que tuvieron que ayudarme hasta para desnudarme y meterme en la cama. Me preguntaron si estaba convencida de quedarme sola, si no prefería que durmieran en el sofá o llevarme a casa de mi madre. Les dije que estaría bien, que no se preocuparan. Les di las gracias por traerme y, cuando me quedé a solas con Matías, lo animé a que intentara acabar bien la noche. Al parecer, le había tirado la caña a un sorprendido Tobías, que no parecía hacerle ascos. A la mañana siguiente, me desperté como si una parte de mí se hubiera desdoblado mientras dormía para correr una maratón. Estaba agotada física y moralmente.

Me arreglé como pude, tenía los ojos enrojecidos. El colirio se me había acabado, ya me echaría suero en la clínica. Tras algo de maquillaje, logré disimular un poco las bolsas de los ojos, que parecían recién salidas del supermercado. El día había amanecido igual de taciturno que mi estado anímico, de un gris acerado que opacaba la luz del sol. No parecía que amenazara tormenta y si llovía ya me apañaría, pasaba de ir cargando con el paraguas. Le dije adiós a Paco y salí del piso, cabizbaja. Menuda mala suerte haber dado la noche anterior con Daniel. Sabía que solo había pretendido devolvérmela, yo no le gustaba. Si alguien te gusta, eres incapaz de romperle un brazo o violarlo. Decidí no malgastar otro pensamiento en él, ya había tenido suficiente protagonismo. Miré el móvil en el bus. Tenía unos cuantos mensajes sin responder, entre ellos, uno del día anterior que pertenecía a Ruth, preguntándome dónde estábamos, que no nos encontraba. Ya le contestaría después, no quería que pensara lo que no era y esas cosas era mejor hablarlas. No había ni abierto la persiana de la clínica cuando un coche con dos mujeres de mediana edad paró en la puerta. La conductora salió corriendo, pidiéndome auxilio. Estaba casi tan nerviosa como yo podía estarlo la noche anterior. Le pedí que se tranquilizara e intenté explicarle que yo no era médico. Ella no dejaba de parlotear, histérica, tan rápido que no entendía nada. Cuando logré comprender la gravedad de lo que me contaba, no me quedó más remedio que sacar una silla de ruedas y ayudar a sacar del coche a la segunda mujer. Si hubiera estado con Analí, seguramente, me habría dicho alguna de sus burradas. La imaginaba diciéndome: «A esta mujer se le ha ido la mano emborrachando al pavo para meterlo al horno» o algo por el estilo, no descartaba que lo hiciera cuando se lo contara. Echaba de menos sus burradas en el trabajo, siempre me sacaba millones de sonrisas y lograba alegrarme el día. Una vez en el interior, llevé a la paciente a una de las consultas. Intenté contactar con Matías y, en segundo lugar, con Tobías sin éxito. Ambos móviles aparecían apagados o fuera de cobertura. No me quedaban más narices que ir a por el tercero de la lista, que no era otro que el de Mino. Me

planteé saltar directamente al cuarto, lo que ocurría era que no quería que se acabara enterando y me acusara de haberme saltado las normas, dándole un motivo para reprenderme. Así que acabé levantando el auricular de la centralita para llamarlo a él. Y ahora estaba a punto de entrar por la puerta y yo era un manojo de nervios. Si no hubiera sido por su intervención, Daniel… «¡¿No habíamos quedado en que no ibas a dedicarle un solo pensamiento más?!», me reprendió mi conciencia, que tenía la voz de Menchu. «Cierto», le respondí, levantando la vista porque la puerta de entrada acababa de abrirse. ¿Se podía ser más guapo, sexi y tener pinta de cabreado? No estaba segura, solo que Mino Ulloa era demasiado peligroso para mi cordura. Vino hacia mí con rictus de preocupación. Aproveché para respirar un par de veces antes de que se me cortara ante su presencia. Era imposible que no me ocurriera porque, cuando Mino estaba cerca, parecía haberme subido a una peonza capaz de dar a mi mundo cien mil vueltas en solo un segundo. Era demasiado guapo, demasiado responsable, demasiado de mi gusto como para que no me alterara cada vez que lo veía. —¿Qué ha pasado? ¿Puede ponerme en antecedentes? —preguntó sin ambages. —Buenos días, doctor Ulloa. —Ruth me había dicho que, cuando él venía a la consulta, pedía que se le tratara de usted. Y eso, por raro que pueda parecerte, me ponía… ¡Qué mala suerte! Si fuera otro, habría sacado a la niña osada que habitaba en algún rincón para pedirle que jugáramos a los médicos. Y no del modo en que me hizo la primera revisión, sino de un modo más lascivo y con mucha menos ropa. ¡Dios! ¿Estaría ovulando? Él me miró, impaciente. —Buenos días, enfermera Jiménez. ¿Dónde está la paciente? —En la consulta uno. La ha traído una vecina. Es viuda desde hace cinco años. —¿La vecina? —No, la paciente. Anoche era su aniversario de bodas con su difunto esposo, que en paz descanse, y se le ocurrió descorchar una botella de vino. La que siempre tomaban desde que se conocieron. Se la bebió y, una vez vacía, decidió aliviar su soledad con aquel símbolo de amor eterno. —Comprendo.

—Está muy avergonzada, no ha dejado de llorar desde que ha entrado. Por favor, no la juzgue, lo está pasando muy mal. —¿Me ve cara de juez? Soy médico, señorita Jiménez, y me debo a mi juramento hipocrático de velar por la salud de los demás. Para mí eso es sagrado y lo más importante ahora mismo. ¿Estamos? —Sí, doctor Ulloa, disculpe si he dicho algo inadecuado. Y, eh… Gracias por lo de anoche. —Desvié la mirada al suelo. —Hice lo que habría hecho cualquiera. Voy a ponerme la bata, espéreme en la consulta y trate de tranquilizar a la paciente. Lo más importante ahora es sacarle esa botella, que con seguridad habrá hecho vacío, sin que se rompa. Me atrevería a afirmar sin equivocarme que esa mujer estará muy asustada, intente que se relaje y transmítale que todo va a salir bien. —¿Va a salir bien? —inquirí, acongojada. —No lo dude. Si me disculpa. —Fue directo al vestuario de trabajadores. Hice de su seguridad la mía y me dirigí a la consulta para tratar de tranquilizar a Pura, que así se llamaba la paciente. Le pedí a su acompañante que esperara fuera y, como me sugirió Mino, intenté transmitirle que estábamos allí para ayudarla. —Yo…, yo no sabía que eso podía pasar… Me achispé con el vino, llevaba demasiado tiempo sola, lo echaba tanto de menos que pensé… En realidad, no sé ni qué pensé. ¿Cómo se me pudo ocurrir algo así? La cogí de la mano, había oído la puerta, seguro que el doctor ya había entrado y nos estaba escuchando. —No pasa nada, Pura, la soledad es muy mala. Cuando se quiere y se echa tanto de menos, es lógico buscar alguna forma de consuelo. No se apure, el doctor va a ayudarla. —Qué horror, ¿qué pensará de mí? —No va a pensar nada, porque todas cometemos errores, somos humanas, y el doctor Ulloa está acostumbrado a socorrer mujeres cuando más lo necesitan. —¿A ti también te ha sacado alguna vez una botella? —preguntó, esperanzada. Casi me ahogo nada más imaginarlo. —No, a mí me atendió cuando me emborraché hasta las trancas, amanecí con un extraño en mi cama sin usar condón y luciendo en mis partes bajas una reacción alérgica a la cera de cacao que me lo hinchó y lo dejó con manchas marrones.

—Jesús. —La mujer se santiguó. Quería poner las cartas sobre la mesa y que Mino supiera que me había dado cuenta de que era él quien me atendió. ¿No le gustaba tanto la honestidad? Pues iba a servírsela en bandeja. —Por eso le digo que todas cometemos errores. El doctor Ulloa no me juzgó y me ayudó en todo momento. —«¡Chúpate esa!», pensé para mis adentros. Esperaba hacerlo sentir mal, aunque fuera un poco, por cómo me trató. Pura asintió y fue ese el instante en el que Mino apareció con un extraño brillo en los ojos. Esperaba que fuera arrepentimiento. —Buenos días, señora Bellido. Soy el doctor Ulloa, vamos a ver cómo puedo ayudarla. No se preocupe, como le ha dicho la enfermera Jiménez, haré todo lo que esté en mis manos para aliviar su problema. Una hora después, Pura Bellido abandonaba la consulta con la receta de una caja de antibióticos para una semana y la promesa de hacer caso a su vecina para comprar algo adecuado que usar en sus noches más nostálgicas. Mino y yo nos quedamos a solas. La clínica había recuperado su silencio habitual, que quedaba roto por nuestras respiraciones acompañadas por el hilo musical.

Capítulo 14

Décima afirmación: «Si no sueltas el pasado, ¿con qué mano agarras el futuro?»

Lucía

—¿Te apetece un café? —inquirí, rompiendo la incomodidad que se había instalado entre nosotros, debido al vacío de la clínica. —No voy a decirte que no. Igual tendría que haber seguido hablándole de usted. Al ver que no me corregía, decidí restarle importancia y tutearlo, a ver si así lograba relajarme un poco. Entramos en la sala de descanso de personal y preparé las bebidas. —¿Doble y sin azúcar? Pareció sorprenderse de que recordara cómo lo tomaba. Había transcurrido algo más de un año desde que lo vi tomarse el último en Formentera. Siempre había sido detallista, me gustaba preocuparme por los demás, con cosas que a algunos les resultarían carentes de importancia. Para mí no lo eran. —Por favor —respondió con amabilidad.

Serví el de ambos, planteándome qué tipo de conversación quería mantener con él. Tenía la necesidad de aparcar los rencores, no me gustaba que pensara que era una mala persona, porque no lo era. Me senté frente a Mino y sacudí el sobrecito de azúcar antes de incorporarlo al cortado. —Lo que viste anoche… —empecé. —No me debes ninguna explicación, supongo que no tiene que ser agradable para ti hablar de ello. —Puede, pero quiero hacerlo. Él asintió, soplando la taza y llevándosela a la boca. Fue ver cómo abría los labios y casi se me va la explicación que quería darle. ¿Por qué tenían que ser tan suaves y perfilados? Mejor me centraba o pensaría que era idiota. Desvié la mirada para que su visión no me alterara. —Daniel es mi ex, lo que ocurre es que oficialmente todavía no tengo firmado el divorcio. No porque yo no quiera, al contrario. Digamos que no me está poniendo las cosas fáciles. —¿Él no quiere concedértelo? —Daniel nunca habría querido separarse, para él la relación que manteníamos estaba bien. De puertas afuera, éramos una pareja modélica. Cuando las cruzábamos, se convertía en un infierno. Ahora está saliendo con una enfermera, la que hubiera sido mi jefa en el hospital si yo no hubiera provocado mi propio despido. Enterarme que le habían dado a otra el puesto que yo merecía, sumado a que mi ex era el jefe de urgencias, no me dejó otra opción. —¿Provocaste tu despido? —Sí. No me enorgullezco de ello, me habría gustado terminar bien, llevaba mucho tiempo trabajando allí y eso me dificultó encontrar trabajo después. —¿Qué hiciste? Jugueteé con el borde de mis dedos. —Le arranqué el peluquín al director del hospital, lo golpeé con él y le ataqué con una grapadora hasta tenerlo reducido bajo la mesa. ¡Se negaba a darme el paro y algo tenía que hacer! ¡Le había dado el puesto a Tonia porque salía con Daniel, no porque lo mereciera! Dios, no tendría que estar contándote esto… —suspiré. Creí ver un amago de sonrisa en sus ojos, aunque rápidamente se esfumó.

—Demasiado tarde. Ahora ya lo has hecho. No creía que fueras una mujer violenta. —¡Porque no lo soy! —Golpeé la mesa, haciendo oscilar las tazas. —Ya lo veo. —Es él… —Me llevé las manos a la cara—. Me pegaba, no soporto tenerlo cerca, me anula —dije en un gritito agudo. —¡¿Cómo?! —Su voz se volvió áspera y yo me sentí pequeña—. Lucía, mírame, explícame lo que has querido decir. Alcé la barbilla, sintiendo un nudo aprisionándome la garganta. —Me maltrató durante años. Me pegó de muchas maneras distintas, tanto física como mentalmente. Me redujo tanto que temí desaparecer. —¡Joder! Debería haberle partido los dientes en cuanto lo pensé. —No habría sido buena idea. Mi hermano terminó perdiendo un juicio por ello y eso que subí al estrado a declarar. A Carlos lo obligaron a acudir a clases de yoga para controlar su supuesta agresividad. —Al hacer referencia a mi hermano, él apretó los dientes. Yo proseguí como si no lo hubiera visto, entendía su animadversión hacia el hombre que, supuestamente, le había quitado la mujer de la que se creía enamorado—. Mi hermano me encontró inconsciente, tirada en el suelo de casa, porque a Daniel se le había ido de las manos. En esa ocasión le fue imposible ocultar sus actos. Además de tener múltiples heridas al partirme una silla en la espalda, me había roto un brazo. —¡Hijo de puta! —Esa vez el que golpeó la mesa con fuerza, derramando el contenido del café, fue él. Como un acto reflejo, trastabillé hacia atrás, asustada, y Mino se levantó precipitadamente antes de que mi silla cayera al suelo conmigo encima. Agité las manos en el aire, como las aspas de un molino, encontrando la firmeza de su cuello, a la que me aferré. Me sostuvo con fuerza y nuestras narices se rozaron en un gesto involuntario. Casi me suelto de golpe ante el contacto. Tenerlo tan cerca me aceleraba el pulso. Me quedé suspendida en su mirada, la misma en la que me perdí infinidad de veces buscando el motivo por el cual me encendía cada vez que me rozaba cuando por dentro estaba muerta. Sus pupilas se dilataron, dejando una fina línea entre el azul y el verde turquesa, un color tan raro como él. Movió los labios, aunque no para besarme, como anhelaba cada poro de mi piel.

—Perdona, no pretendía asustarte. Yo nunca te pondría la mano encima, por lo menos, no de ese modo. —Hablaba sin soltarme, en una postura que le debía estar resultando incómoda, con las manos abarcando toda mi cintura y el cuerpo inclinado hacia delante. Estaba, literalmente, pendida en sus cervicales, pues la silla sí había besado el suelo. Vi el reflejo de mis ojos en los suyos, mis pupilas también estaban dilatadas y la respiración, tan errática como la suya. Separé los labios para responder y, sin embargo, lo único que salió fue mi lengua para restarles sequedad. Como si él hubiera tenido la intención de besarlos. Todavía recordaba el sabor de su boca sobre la mía, dulce como el algodón de azúcar. Por un segundo pensé que lo haría, que bajaría su rostro y capturaría mis labios. Fantaseé creyendo que mis ganas eran las suyas, hasta que sentí que recuperaba la verticalidad. Me había incorporado, llevándome con él, sin tocar un centímetro más de lo imprescindible. —¿Estás bien? —inquirió sin dejarme ir todavía. —S-sí —respondí, sintiéndome ridícula—. A veces, soy un poco torpe… —Ha sido culpa mía, no debí golpear tan fuerte la mesa, he demostrado muy poca empatía. Sus manos abandonaron mi cintura cuando yo solo quería su cercanía. Dio un paso atrás y buscó mi mirada perdida. —No es verdad —lo contradije. Él me ofreció una sonrisa. —Voy a limpiar este desaguisado. Fue en busca de papel para hacer desaparecer el café vertido. —No pretendo que me tengas lástima. Tengo claro que debí dar el paso antes y que en lugar de callar… —El culpable es él, no tú. No es culpa lo que debes sentir. —A veces, cuesta ser consciente de ello. Perdona, te estoy dando la mañana con mis marrones y solo pretendía darte las gracias. —No tienes por qué, ya te lo he dicho antes. Si volviera a encontrarte en la misma circunstancia, haría lo mismo. —Dejó por un momento de limpiar la mesa—. Corrijo, no haría lo mismo, porque, aunque no esté bien, le saltaría todos los dientes uno a uno. —Entonces, por el bien de todos, será mejor que no se repita. —Los dos nos quedamos ahorcados en la mirada del otro hasta que rompí el contacto visual—. También quería que dejáramos atrás lo que sucedió cuando nos

conocimos. No me siento orgullosa de cómo actué. No merecías que te mintiera, solo que en aquel entonces creía estar haciendo lo correcto. Ahora ya no sirve de mucho, ya te has creado una imagen de mí que no es la que me gustaría que tuvieras, pero prometo que intentaré por todos los medios que conozcas a la verdadera Lucía y que me perdones. —Iba a intervenir y lo corté—: Vivir anclados en el pasado no ayuda, te lo digo por experiencia. ¿Qué tal si empezamos de cero? Igual hasta te resulto maja, te juro que puedo llegar a serlo. Él me observó con tanta intensidad que parecía capaz de ver a través de cada fibra de mi cuerpo. —Mira, Lucía, te agradezco tus disculpas, es solo que tocaste una tecla demasiado dolorosa. Me conformo con que hagas bien tu trabajo y no me des motivos para pedirle a mi hermano que te despida. No vengo por aquí demasiado como para que nos conozcamos con profundidad y tampoco lo veo necesario. Haz lo que quieras con tu vida mientras eso no implique tenerte en la mía. Qué idiota había sido. Había estado a esto de echarle valor y decirle que cuando nos conocimos me gustó, que si quería podíamos conocernos despacio, fuera de la consulta. Así podría darme la oportunidad de mostrarle que podíamos complementarnos si me daba la opción. —¡Hooolaaa! —Oímos una exclamación que procedía de la puerta. Esta se abrió, mostrando la cara sonriente de Matías con los ojos cubiertos por unas gafas de sol, fruto de la posible resaca o noche sin dormir—. Acabo de ver tus veinte mil llamadas perdidas. Perdona, se me murió la batería y hasta ahora no lo he tenido cargado. Por cierto, anoche acabé muy satisfecho, pero sumamente agotado. Casi se me desencaja la mandíbula, porque esa frase fuera de contexto podía dar a entender que él y yo…, ya sabes, habíamos follado, y eso no había ocurrido. Miró a su ceñudo hermano, a quien le había cambiado radicalmente la expresión. Tuve ganas de escupirle un «¿Qué narices estás haciendo?». No obstante, lo omití —¿Qué haces tú aquí? —le preguntó a Mino. —Cubrirte el culo. Anoche lo debiste dejar tan destapado que no te dio tiempo ni a poner el móvil a cargar —intercedí con rapidez para que la conversación no siguiera por ahí—. Tuve una emergencia a primera hora y, como no contestabas, llamé a tu hermano.

—Que digo yo que, ya que os marchasteis juntos, podías haber tenido la decencia de venir a trabajar con ella. —Estaba demasiado cansado. Ya sabes lo que es tener una noche salvaje o quizá ha pasado tanto tiempo que no lo recuerdas —anotó, socarrón, acercándose a mí y sin aclarar la confusión que estaba generando—. Ahora ya estoy aquí. ¿Cómo te encuentras, cielo? Agrandé los ojos, Matías nunca me había llamado así. Terminó de dar los tres pasos que le quedaban para abrazarme y darme un beso demasiado cerca de la boca. ¡¿Qué demonios le pasaba?! Si hubiera tardado un segundo más, lo habría empujado. No contesté, no sabía ni qué decir, me había quedado demasiado cortada. Desvié la mirada con rapidez hacia Mino, quien parecía estar librando una batalla en los mismísimos infiernos. El moreno de su piel se había vuelto rojizo y su mandíbula permanecía apretada, dando la sensación de que podía llegar a estallar. —Me marcho, ya no me necesitáis. —Fue hasta la papelera para tirar el papel chorreante. —¿Lo pasaste bien con Claudia? No sabía que habías empezado a salir con ella en plan pareja —inquirió Matías, alzando las cejas. —Nos estamos conociendo. Mi jefe dejó ir una risotada. —¡Venga ya! Si os conocéis desde hace años, cuélale a otro ese gol. No pensaba que pudiera encajarte una mujer como ella —lo pinchó. —¿Porque es más tu tipo? Ambos se desafiaban con la mirada. —Decididamente, el tuyo no es. Jamás te han gustado las exuberantes, aunque, visto lo visto, ya no sé qué creer. ¿Va a ser ella quien logre el codiciado título de señora Ulloa? —Deberías preocuparte más por tus asuntos y, sobre todo, por tener el teléfono encendido si te toca cubrir las emergencias. —Ya sabes que el perfecto eres tú. Además, es más divertido meterme en los tuyos. El ambiente se había crispado de golpe. Me daban ganas de sacudirlos a ambos y ponerlos castigados de cara a la pared. Me contuve porque eran mis jefes y no podía permitirme perder otro trabajo. —Ahora sí que me voy. Que paséis un buen día, «pareja» —recalcó con retintín.

Se quitó la bata y la dejó sobre una silla. Quería ir tras él, aunque no sabía muy bien el motivo. Bueno, sí, aclararle que entre Matías y yo no había nada, aunque su hermano lo hubiera dado a entender. Musité un «adiós» que se me atragantó y, en cuanto me quedé a solas con mi jefe, me planté de brazos cruzados frente a él para exigirle una explicación. —¿Qué se supone que ha sido eso? Él sonrió sin humor. —Diversión. —Pues no lo parecía, más bien diría que erais dos niños en el patio del colegio riñendo por ver quién tenía mejor puntería para tirar la lata con la piedra. —Entre nosotros siempre ha sido así. A Mino le encanta demostrar que él es el perfecto, el ser supremo que todo lo puede, mientras que yo me limito a bajarlo de su pedestal. —A mí no me ha parecido eso. Matías me miró con sorpresa. —Ah, ¿no? —No. Y no sé por qué has tenido que llamarme «cielo» delante de él, ¿me lo puedes explicar? —Lo he hecho porque me gusta verle apretar los dientes. ¿Te has dado cuenta? Le jode pensar que entre tú y yo hay algo, se le nota a la legua. — Su aclaración hizo que mi abdomen se tensara. —¿Me has utilizado como arma arrojadiza? Yo no quiero formar parte de vuestras pullas, estás alimentando que tenga un concepto de mí que no es y eso me molesta. Puso cara de arrepentido. —Lo siento, no pensé que te molestara. —Ya, bueno, pues lo hace y te agradecería que a partir de hoy no me usaras como escudo. Una cosa es que te guarde el secreto sobre con quién te acuestas y otra muy distinta que me hagas pasar por tu amante. Los de la clínica podrían llegar a imaginar que me has dado el trabajo porque nos acostamos. —¿Y eso sería tan malo? —Para mí, sí. No porque no pudiera fijarme en ti, sino porque parecería que no lo merezco.

—Eso es una tontería, han comprobado con sus propios ojos cómo trabajas, ya viste anoche cómo cantaban tus alabanzas. Tu manera de pensar está anticuada. Les habría dado igual el motivo que te ha traído a la clínica mientras les quites trabajo de encima. ¿O ya no recuerdas que estábamos saturados? —Da igual, no me ha gustado. —Vale, en cuanto lo vea, le diré que fue una broma, que entre nosotros no hay nada, que solo lo hice porque me he dado cuenta de cómo te mira. Me mordí el labio inferior. —¿Cómo me mira? Él sonrió. —Del mismo modo que tú a él. ¿Piensas que no me he dado cuenta de que entre vosotros hay algo? —No hay nada. —Oh, ya lo creo que sí. Deberías haberlo visto anoche, cómo te repasaba mientras estábamos hablando en la barra. No te quitaba los ojos de encima, por muy bien acompañado que estuviera. —¿Lo viste? —Ya lo creo. Parecía un león enjaulado. —¿Y por qué no me dijiste nada? —¿Por qué debería haberlo hecho? ¿Qué pasa entre tú y mi hermano? Habla. Sopesé si hacerlo o no, no quería cavar mi propia tumba. Pensándolo bien, tampoco iba a darle nada con lo que pudiera fastidiar a Mino. —Le hice daño —confesé. Su mirada se estrechó, agarró una silla y se sentó con el pecho contra el respaldo. —Siéntate. Soy todo oídos —anunció, separando una para que yo me acomodara. Él había sido sincero conmigo, debía corresponderle. Recogí la que había quedado olvidada en el suelo y me senté en la que me ofrecía. Estaba dispuesta a relatarle lo ocurrido con mi hermano, Luz y Mino en Formentera. Cuando acabé, un silbido admirativo cruzó la estancia. —Entonces, tú eres el motivo por el que volvió de aquel viaje como si le hubieran salido una fístula y una almorrana juntas. A sus pies, mi reina. — Hizo una reverencia teatral con una floritura de su mano derecha—. Mi más

sincera enhorabuena, estuvo unos días insoportable, hacía tiempo que no lo veía así. La he subestimado, milady. —No me complace lo que acabo de contarte, es más, me avergüenza. Él no merecía sufrir las consecuencias. —Bah, minucias. —No son minucias. Lo pasó mal, muy mal, y yo tuve la culpa. Lo peor de todo es que, aun así, anoche me salvó de que algo terrible me ocurriera. Tu hermano es bueno incluso con las personas que lo dañan. —Acepto que anoche se portó, pero Mino no es ningún santo. Además de verdad, su nombre no está ni en el santoral. ¿Te cuento una anécdota? Él siempre se jacta de que su feo nombre perteneció a su padre y a su abuelo, pero la realidad es que ellos se llamaban Guastavino, ya sabes, como la bebida. Supongo que vendría de algún antepasado al que le guastaba el vino… Nuestra madre quería que llevara el nombre de su padre como recuerdo, pero le disgustaba que se pudieran pitorrear de él, por eso le cambió la uve por la eme cuando fue a inscribirlo al registro. »El nombre sigue siendo igual de feo, aunque mi hermanito ya no parece un borracho o un descendiente de Dionisio, el dios de la fertilidad y el vino. Si fuera él, yo ya me lo habría cambiado. No te haces a la idea de la de burlas que tuvo que soportar cuando éramos niños. Me sentó mal que Matías se metiera con su nombre. Vale que yo no le pondría a mi hijo ni Guastavino ni Guastamino, pero, oye, cada uno tenía el nombre que le tocaba. —A mí me da igual cómo se llame. Te lo puedo decir más alto, pero no más claro. Tu hermano es una buena persona, y me importa muy poco lo que rece en su carnet de identidad. Lejos de mosquearse, Matías rio a boca llena. —Increíble. Si no te importa, eso es que te gusta de verdad, por extraño que pueda parecerme. Pues déjame decirte, señorita Jiménez, que no vas a tenerlo fácil con la arpía de Claudia pululando a su alrededor. Lleva detrás de un anillo demasiado tiempo. O juegas fuerte o te lo va a quitar. —A… mí no me gusta tu hermano en ese plano —declaré, todo lo convincente que pude sonar. Él emitió un sonido mitad risa mitad pedorreta. —Y yo anoche no me tiré a Tobías… —¿No te lo tiraste?

—Pues claro que sí, igual que a ti te gusta Mino, por muy soso, idiota e incomprensible que sea. —Él no es soso ni idiota. Solo serio, aunque a veces pueda comportarse como un imbécil —le reconocí, recordando el episodio en la consulta de su padre. Matías se echó a reír. —En eso estamos de acuerdo. ¿Sabes qué?, que me gustas, mucho, muchísimo, y voy a hacer lo que sea para que reconozcas que hay algo más, por mucho que te niegues a ello. Vas a formar parte de mi familia, te guste o no, y voy a encargarme personalmente de que no quieras estar en otro lugar —dijo con cara de pícaro. Un ruido de algo cayendo al suelo nos sacó de la conversación. Eran un par de cafés del Starbucks los que estaban formando un charco a los pies de una acongojada Ruth. —Yo… Eeeh… Lo siento, no pretendía escuchar la conversación. Solo es que ayer no os vi y sabía que hoy estabais de guardia, así que quise traeros unos cafés —murmuró, apurada. —No pasa nada, Ruth, eres de confianza. ¿Qué has oído? Las manos le temblaban. —Tu declaración a Lucía —masculló, arrodillándose para recoger las bebidas. —No… —fui a protestar para aclararle las cosas, pero Matías alzó un dedo y me hizo callar negando con el rostro y vocalizando un «Déjamelo a mí» que solo yo escuché. —Sí, me gusta Lucía, pero ella no quiere plantearse nada serio conmigo. Piensa que, si acepta mi proposición, los demás daríais por hecho que está aquí por enchufe y no por su profesionalidad. —¡¿Es que se le estaba yendo la pinza?! Mi corazón acababa de suicidarse y estaba segura de que la mandíbula se me iba a desencajar. ¿Cómo se le ocurría decirle eso a la mujer que lo amaba en secreto? Ella dio un respingo cuando lo oyó preguntar—: ¿Tú creerías eso, Ruth? —Yo… prefiero no opinar, no me pagas para ello —dijo, dolida. Recogió los vasos para llevarlos a la papelera. Me levanté de la silla y fui a buscar papel para ayudarla. Ella se me adelantó. —Ya lo limpio yo, no necesito tu ayuda. —Sonaba dolida y decepcionada. —No es lo que piensas —farfullé, sin saber muy bien cómo actuar.

—Eso ya no importa. Se distanció de mí con la palabra traición acunando el agua salada que bañaba las pupilas verdes. Me acababa de meter en un lío de tres pares de narices y lo peor de todo era que no sabía cómo desenmarañarlo. Ruth pensaba que estaba con Matías, Mino pensaba que estaba con Matías y Matías quería aparentar que estaba conmigo. Pero ¡¿por quéééé?! El fango me llegaba al cuello y no sabía cómo salir indemne de aquel entuerto.

Capítulo 15

Menchuconsejo: «Lo que más tememos, es lo que más necesitamos hacer»

Lucía

¿Dónde narices he metido el protector solar que me vendió la de la farmacia para no parecer Rudolf, el reno? Ah, aquí. Uy, perdona, no te había visto. ¿Que qué hago?, pues la maleta. Ya, ya sé que te dije que no pensaba ir a la escapada que había organizado la empresa para el puente de la Purísima. Después de meditarlo mucho, discutirlo con la almohada y someterme a una sesión de acoso y derribo con mis amigas, para rematar con una visita a la consulta de Menchu, llegué a la conclusión de que no iba a privarme de ese viaje. Si quería ir, iba a ir. Ya estaba bien de no enfrentar mis miedos. Daba igual que el trato con Ruth fuera más frío que el Ártico, que Mino hubiera empezado una relación o si todos creían que yo me acostaba con el jefe, cuando en realidad era Tobías quien lo hacía. Daba igual, tenía que centrarme de una vez por todas en mis deseos y necesidades. Y yo necesitaba mucho esa pedazo de escapada a un hotel cinco estrellas en Sierra Nevada.

Si alguien cuestionaba mi profesionalidad o falta de ella, era porque no había prestado atención a las palizas que me daba en la clínica. Ya llevaba mes y medio trabajando en ella y todos sabían de mi valía. ¿Que por qué no saqué a todo el mundo de su error? Pues mira, con Ruth lo intenté, eso sí, sin dejar con el culo al aire a Matías. ¿Funcionó? No, me ignoró, dando por buenas sus propias conclusiones y poniéndome unos morros que ni Carmen de Mairena el primer día que se los operaron. A mi jefe, al cual considero un amigo, ya le eché la bronca del año por su desacierto en cuanto Ruth se marchó, el mismo día que ella creyó que él y yo nos acostábamos. No podía traicionar el secreto de mi amiga, así que tuve que darle la excusa de que no me gustaba que la gente creyera lo que no era, otra vez. Él se escudó en que era necesario si yo quería reconquistar a Mino. ¿Reconquistarlo? ¡Si nunca había sido mío! Según Matías, su hermano enloquecería al ver que podía perderme, sobre todo, si era él la persona a la que yo escogía. Un cliché de manual, lo sé, solo que… No sé cómo explicarlo, bueno, sí sé, que el doctor Ulloa me ponía mucho, muchísimo, hasta el límite de perder la cordura y sumarme al descabellado plan de Matías. Él decía que lo hacía por mí, porque le gustaba para su hermano. Yo no estaba tan segura. De lo que sí lo estaba era de que, si todos pensaban que él y yo salíamos, les estaba ofreciendo la coartada perfecta a él y a Tobías. Le había pedido tiempo a mi jefe para ver si su relación funcionaba. Al parecer, Tobías le gustaba desde el mismo día en el que le hizo la entrevista. Eran tan monos… ¡Fréname, que me disperso! A mí me parecía una soberana tontería que tuviera que esconderse. ¿En qué siglo estábamos que todavía uno no podía amar con libertad o acostarse con quien le diera la real gana? ¡Estaríamos buenos! Solo vivimos una vez y nadie puede decidir por nosotros con quién queremos compartir el viaje. Pero, si él necesitaba tiempo y su chico estaba dispuesto a dárselo, ¿quién era yo para decir lo contrario? En definitiva, que acepté, aunque todavía no estoy segura de si hice bien. Ante la insistencia de mi falso novio de que la escapada sería el lugar ideal para que Mino se diera cuenta de que la estaba cagando, y mis ganas de aprender a esquiar y disfrutar de la nieve con gastos pagados, acepté.

Además, me había pasado todo aquel mes y medio asistiendo a veladas familiares en casa de los hermanísimos. Sus padres, encantadores, pues yo era la primera chica que traía «oficialmente» Matías a casa. Mino era otro cantar. Cada vez que nos veía aparecer, su cara era un poema y, si nos quedábamos a solas —hecho que ocurrió bastante, porque Matías se encargaba de ello—, hacía falta una sierra con hoja de diamante para cortar la tensión que se generaba. Un día estábamos viendo una peli en el sofá tres plazas, yo en el medio de los dos, con Matías apretujando todo el rato mi lateral derecho contra el costado de su hermano, al que solo le faltaba subirse al reposabrazos para evitar el excesivo roce que estábamos teniendo. Yo era incapaz de centrarme en otra cosa que no fuera su contacto, parecía una central eléctrica chisporroteando por todas partes. Tenía mucho calor y sed, así que le pedí a mi novio de pacotilla que me pasara la Coca-Cola. Él argumentó que se la había acabado y se levantó para servirme otra. Yo no sabía si retirarme o no. Mino parecía sufrir una atención extrema por la peli, ni pestañeaba. —¿Te-te gusta mucho? Giró tan rápido la cabeza que casi chocamos. —¡¿Qué?! —preguntó con voz aguda. —¿Si te gusto? Abrió mucho los ojos y me di cuenta de que el subconsciente me había traicionado. —A mí no tienes por qué gustarme, sino a mi hermano. —Quería decir la peli, no yo. —Me puse del color de las guindas. —Toma, cielo, aquí tienes, un vaso de Coca-Cola helada. —Matías entró en escena, tropezando descaradamente para empaparme la fina camisa blanca con el medio vaso repleto de cúbitos y refresco de cola. Di un bote por la impresión que me hizo aterrizar sobre las piernas de Mino. Y este, sobresaltado por mi contacto, separó las piernas, haciéndome perder la estabilidad para incrustarme con el culo en la moqueta. —¡Auch! —me quejé. —Pero ¿tú estás tonto o que te pasa? —le recriminó Matías a su hermano. —El que está tonto eres tú, mira cómo la has puesto y encima iba a mancharme a mí la camisa —se excusó. Yo me levanté, ayudada por la

mano de Mati—. Me marcho, que he quedado para dar una vuelta. Ya acabaré de ver la película otro día. Mino se largó como un huracán y Matías se echó a reír como un loco, argumentando que cada vez estábamos más cerca. Puede que él lo creyera, sin embargo, yo sentía a Mino más lejos que nunca. Era desesperante. Igual tenía que hacerme a la idea de que ese hombre no era para mí en lugar de crearme mi propio espejismo en el desierto. Cuando me diera cuenta de que me había estado engañando, haciendo el pardillo porque para él solo había sido un simple beso olvidado, pasaría una época tan hundida en helado de chocolate que yo parecería la bola. Una semana antes del viaje, Matías llegó a fingir que tenía gripe para que Mino y yo pasáramos siete días trabajando juntos. Cada vez que nuestras manos se tocaban por accidente al pasarle el instrumental, mi cuerpo se ponía a temblar como una hoja. Y a él se le endurecía el gesto. El viernes tropecé al intentar alcanzar un documento de su mesa sin pedírselo y me vi impulsada hacia sus brazos. Te juro que, por el modo en el que me miraba y por cómo respiraba, creí que iba a besarme. Nuestros labios estaban tan cerca que podía notar su aliento de menta fresca fusionándose con el mío. Solo me faltó ver cómo acercaba su cara a la mía, la rudeza con la que su nuez subió y bajó y la caricia de su pulgar en mi mejilla. Mi chichi se puso a dar palmas, cantando aquello de «cómeme el donut», solo que nadie se lo comió. La magia se rompió cuando Ruth llamó a la puerta para que atendiéramos a la siguiente paciente. Me incorporé todo lo rápido que pude, aunque no me perdí su mirada de desconfianza al verme prácticamente encima de él. Me recompuse como pude y Mino se pasó las manos por el pelo. La paciente se llamaba Nelia Castaño, tenía unos cuarenta y cinco años, venía para revisar el resultado de unas pruebas. —Siéntese, por favor, señora Castaño —la invitó Mino después de que la mujer entrara con cara de susto—. Ante todo, tranquilícese. Tengo que programarle una colposcopia, una intervención quirúrgica vía vaginal para coger unas muestras del fondo del útero. —Eso suena grave. ¿Qué me ocurre, doctor? ¿Es un tumor? ¿Es cáncer? —No, tiene el HPV, una enfermedad de transmisión sexual. No se preocupe, suele pasar cuando una mujer tiene relaciones sexuales sin

protección. —¿C-cómo? Pero si con el único hombre que me he acostado en toda mi vida ha sido con mi Jonás, que es marinero y ahora mismo está en alta mar. Mino y yo nos miramos con cara de circunstancia. Porque, si eso era cierto, el tal Jonás pescaba mucho más que gambas cuando iba en el barco. Por la cara que estaba poniendo, pensaba que iba a romper a llorar. Error, se levantó de la silla para llamarlo de todo menos guapo. —¡He tenido que venir a esta consulta a enterarme de que mi marido me pone los cuernos y encima me pega «bichos»! ¡Es un cabrón, un hijo de puta! ¡Cuando vuelva a casa, le voy a meter el arpón de cazar ballenas que tiene en el salón por el culo! —Todo eso lo decía a grito pelado—. A mí me van a intervenir, pero a él le van a faltar piernas cuando le corte y le entierre la sardinilla que tiene para que no se la recompongan. ¡Porque, encima de pichabrava, la tiene pequeña! Quisimos tranquilizarla, sus reproches se oían por toda la clínica. Aquella mujer estaba en pleno ataque de ira, por lo que, dijéramos lo que dijéramos, iba a ser imposible calmarla. —Y el muy cerdo me llamaba almejita mía. ¡Almejita mía! ¡A saber cuántas chirlas caducadas se ha comido el mamonazo! ¡Ojalá se le pudra la lengua! Eso sí, una cosa les digo, esto termina en divorcio. En vistas de que era imposible sosegarla, le dimos día y hora para la intervención, tras lo cual la acompañamos fuera de la consulta, donde la esperaban su hermana y su cuñada, respectivamente. En cuanto las vio, con la sala de espera hasta los topes, soltó la bomba de que era una cornuda y de que se tenía que hacer una prueba delicada por culpa del cabronazo de su marido. Las dos se la llevaron como pudieron mientras ella sacaba su móvil y les mostraba a las otras pacientes que aguardaban la foto de su marido mientras soltaba sapos y culebras. En cuanto desapareció, les pedimos a las mujeres disculpas y que aguardaran unos minutos a que pusiéramos a punto la consulta. En cuanto entramos, nos miramos a los ojos y nos pusimos a reír como locos. No por la pobre mujer, sino por la situación tan inverosímil que acabábamos de vivir. —La sardina de ese hombre tiene los días contados —prorrumpí con los ojos anegados en lágrimas. —¿Tú la ves capaz de ensartarlo con el arpón?

—Yo creo que lo convierte en espeto. Seguimos un buen rato hasta quedar en silencio con las pupilas ancladas el uno en el otro y los resquicios de una sonrisa trémula en los labios. —Debemos hacer pasar a la siguiente —murmuró, algo más calmado, sin dejar de mirarme. —Sí, claro. Di un paso al frente, él estaba bloqueando la puerta de acceso con su cuerpo, impidiéndome el paso. Eran tales la cercanía y el silencio que escuché el retumbar de su corazón. —Lucía… —susurró con la voz ronca. Yo alcé la vista, y el brillo acuoso de aquellos orbes entre verdes y azules me hizo contener la respiración. —¿Sí? —Es muy fácil trabajar contigo, me alegra que Matías te contratara. Era la primera cosa bonita que me decía, parecía sincero. Un agradable calor me cubrió el pecho por dentro. —Gracias. A mí también me alegra. Nos miramos un segundo más y después se apartó. Cuando le relaté mi semana a Analí, dijo que moriría por combustión instantánea, que o le ponía solución a nuestra tensión sexual no resuelta o terminaría convirtiéndome en ceniza por exceso de calentura y falta de sexo. El timbre de la puerta sonó, haciéndome desconectar de los recuerdos. Eran mi hermano y Luz, que venían a buscarme para llevarme al aeropuerto y, de paso, quedarse con Paco. Les abrí la puerta. —Hola, Lu —me saludó Carlos, besándome afectuosamente en la mejilla—. ¿Lista? —No, todavía no, me falta meter una cajita en la maleta y cerrarla a presión. Hay que ver lo que abulta la ropa que me dejó Menchu para ir a esquiar. —Deja, que ya te la meto yo, ¿dónde la tienes? —anunció mi cuñada, entrando como Pedro por su casa. —En la cama. O en la mesilla, ahora no lo recuerdo. Ella asintió, dándome un par de besos y un abrazo efusivo. —Yo me encargo, que se me da de maravilla. Es como hacer un rompecabezas.

Luz fue hacia el cuarto y mi hermano me dio un abrazo espontáneo. —Oye, ¿cómo vas con Daniel? ¿Ya ha firmado los papeles? —cuestionó, apoyando su barbilla sobre mi cabeza. Mi cuerpo se volvió piedra ante la pregunta. —He estado muy atareada, no he tenido tiempo para ir al abogado. Él se distanció un poco, mirándome con suspicacia. —¿Tiempo? Vamos, hermanita… Si te da miedo enfrentarte a él, sabes que estaré encantado de acompañarte. —No se trata de eso, de verdad. El trabajo nuevo me tiene muy absorbida. —A ver si voy a tener que ir a hablar con ese tal doctor Venegas y cantarle las cuarenta para que no esclavice a mi hermanita. —Matías es un tipo genial y me paga más de lo que merezco. En todo caso, le tendrías que estar agradecido. —Deja que dude eso, tú te mereces la luna y, si ese médico te paga bien, es porque lo vales. Miré a mi hermano con adoración. Ojalá Mino y Matías pudieran gozar de una relación tan especial como la nuestra. Ambos daríamos la vida por el otro sin dudarlo. —¿Sabes que te quiero muchísimo y que me hace enormemente feliz ver que lo tuyo con Luz va fenomenal? —Ella es fantástica, nunca creí que pudiera enamorarme, terminar casado y loco de amor por mi mujer —dijo, mostrándome el anillo que resplandecía en su mano izquierda. —Os merecéis el uno al otro. Nunca he visto una pareja tan perfecta como vosotros. Salvo a papá y a mamá. Lo extraño mucho, ¿sabes? —Yo también, no hay un solo día en el que no piense en él. Nos acurrucamos el uno en los brazos del otro. —¡Ya está la maleta! —anunció mi cuñada, haciéndola rodar por el comedor—. Menudo abrazo… Yo quiero uno también. —¡Cómeme el coño, morena! —prorrumpió Paco al oír la voz de Luz. Mucho estaba tardando en hacerlo. —Calla, pollo sin cabeza, verás cuando Lucifer te vea. ¿Recuerdas a mi lindo gatito? —¡Grrr, malo, gato malo! ¡Luuuz, quítame el puto gato de encima! Miauuu. ¡O el gato o yo!

Me eché a reír. Ahora estaba imitando la voz de mi hermano y el maullido del felino. Lucifer tenía manía persecutoria con lanzarse a los hombros de Carlos cada vez que comía en la barra de la cocina, quedando suspendido como si fuera la capa de Superman. Solo fue una semana la que lo dejé con ellos por ir a un curso que nos ofrecían a los de paliativos. Cuando volvió a casa, no dejaba de decir eso en cuanto le nombrabas al gato. —Pájaro traidor, no imites mi voz o te hago al horno —lo amenazó mi hermano. —Horno, horno… Uy, qué caaalooor, me suda to el coño. Peeepeee, pon el aire acondicionado, que para eso lo he pagado. Tanto mi hermano como Luz se echaron a reír, era imposible no hacerlo con Paco. Yo me encogí de hombros. —Es lo malo de que la jaula dé a la ventana del patio de vecinos. Este loro es demasiado listo. —Luz, mi vida, coge la jaula que yo le bajo la maleta a mi hermana. O nos vamos ya o pierdes el avión. —De eso nada, un hotel cinco estrellas y un paisaje de ensueño me están esperando.

Cuando llegamos al aeropuerto, les dije que no hacía falta que me acompañaran hasta dentro. Quería evitar por todos los medios que mi hermano se cruzara con Mino. Todavía no le había dicho que también trabajaba para él, no quería que pusiera el grito en el cielo antes de obtener

mi contrato fijo. Para él, Mino era un rarito. Además, claro, de ser su exoponente en la conquista de Luz, así que mucha gracia no le hacía. Cuando alguien golpeó mi ventanilla, casi vomito mi propio corazón. Por suerte, era la cara de Matías la que aguardaba al otro lado del cristal. Abrió la puerta, sonriente. —Te estaba esperando para entrar. Hola, cielo, estás preciosa —me saludó como si tal cosa. Si hubiera tenido ojos en la nuca, habría visto el rostro de alucinado que tenía mi hermano. No le había contado nada a nadie del plan que tenía con él, prefería mantener en secreto mi relación ficticia con Matías. Paco se puso a lanzarle besos como un loco. —Guapo, guapo, grrr. Fiu, fiuuu. Matías alzó las cejas y se echó a reír. Para mí que Paco era gay. —¿Quién es tu amigo? —inquirió, mirando al loro. Sentí cómo mi hermano paraba el motor. «No, ahora no», pensé. —Paco, mi plumífero de compañía. Mi hermano y mi cuñada van a ejercer de canguros. No le gusta estar solo. Vamos, en el avión te cuento nuestra historia, que no quiero perder el vuelo. Adiós, Carlos, Luz, Paco. Puse un pie fuera cuando la puerta del piloto se abrió. —No tan rápido, hermanita, creo que merezco conocer al hombre que acaba de llamarte cielo. ¡Sabía que no me libraría en cuanto oí esa palabra! Su ceño formaba una única línea apretada. Desde lo de Daniel, se mostraba muy desconfiado. El encantador de serpientes de mi jefe le sonrió, extendiendo la mano cuando se puso delante. —Hola, soy Matías Venegas, el jefe de Lucía. Encantado de conocerte, tu hermana me ha hablado mucho de ti. Carlos aceptó el apretón. —Pues me gustaría decir lo mismo… Salvo que a ella parece que se le olvidaron ciertos detalles de vuestra relación «laboral». —No tengo por qué contártelo todo —le reproché—. Además, no sé qué pretendías que te dijera. —Pues, por ejemplo, el motivo por el cual tu jefe te llama cielo. El tunante de Matías, en lugar de ayudarme, ladeaba una sonrisa ufana. —Mi intención con Lucía es honorable, si eso te tranquiliza. —Lo que me tranquilizaría es una copia de tus antecedentes penales que pienso pedir en cuanto llegue a comisaría.

—Carlos… —le recriminé en tono de advertencia—. Matías no es Daniel ni yo soy la misma Lucía de antes. Mi jefe se puso serio. —Ten por seguro que jamás de los jamases me atrevería a hacerle daño a tu hermana o a cualquier mujer de este planeta. Estoy al corriente de todo y te garantizo que no pretendo nada que no sea contribuir a su felicidad. Tienes mi permiso para investigar hasta mi partida de nacimiento o cuántos lunares tengo en el cuerpo. —Lo haré y más te vale que me estés diciendo la verdad. En cuanto volváis del viaje, vendréis a casa a cenar. Nosotros os recogemos en el aeropuerto. —Será un placer —expresó como si tal cosa. —Algo tendré yo que decir, ¿no? —No. Soy tu hermano mayor y en estos temas llevo la voz cantante. —Tú solo cantas en la ducha, y porque Luz te deja. Soy una mujer hecha y derecha, capaz de tomar sus propias decisiones —lo reté. —Y yo soy el hermano de tus entretelas que siempre va a preocuparse por tu bienestar. —Haya paz, chicos. Hola, yo soy Luz, encantada de ponerte cara —se presentó mi cuñada, plantándole dos besos a mi jefe. —Aaah, así que tú eres la famosa Luz… Sentí el instinto asesino de pellizcarle el brazo. Entre el miedo a que Mino apareciera y a que su hermano se fuera de la lengua revelándole a Carlos más de la cuenta, estaba atacada. —Ya hablaremos a la vuelta, en la cena, ¿vale? Haz algo productivo y saca mi maleta del coche. —Agarré el brazo de Matías, azuzándolo con tono de marimandona—. Tenemos que coger ese maldito vuelo, no pienso quedarme en tierra. —¡A sus órdenes, mi teniente! —exclamó, dándome un pico seco. —Algo sí que ha cambiado, ¿no crees? —murmuró mi cuñada al oído de Carlos. —Eso parece. De todas formas…, lo investigaré. Puse los ojos en blanco, no quería entrar en discusiones absurdas. Al fin y al cabo, haría lo que le diera la gana, ya lo conocía. Nos despedimos con la promesa de la dichosa cena y una mirada de «voy a cortarte las pelotas como no te comportes» de mi hermano hacia Matías.

Cuando llegamos a la terminal, mi jefe-amigo se tapaba las orejas para no escuchar la reprimenda a la que lo estaba sometiendo. ¡No podía ir haciendo creer a todo el mundo que éramos pareja! ¡Y menos, a mi familia! Me parecía una conducta de lo más pueril, aunque él se estuviera partiendo la caja. Al llegar al mostrador de facturación, nos dimos de bruces con una figura masculina de brazos cruzados y una femenina masajeándole los hombros con ahínco. Ya había imaginado que la Claudia con la que Mino salía era la pedorra que no dejaba de meterse con Luz en Formentera. No comprendía cómo podía estar con una mujer sin escrúpulos como ella, y que conste que no eran celos femeninos. La que pareció sorprenderse en cuanto me vio fue ella. —Faltan diez minutos para que cierren el mostrador de facturación — nos bronqueó Mino. —Buenos días para ti también, hermanito. Qué bien, son justo los que necesitamos para que nos den los billetes y facturar el equipaje. Vamos, cielo. Ni esperé a saludar porque Matías me llevaba a rastras, pero sí que pude oír a Claudia mascullando un: ¿Qué hace esa aquí?» que me produjo un estado entre la rabia y la euforia. Si Mino no le había dicho que trabajaba para ellos, podía ser por dos razones: porque no le daba importancia o porque le daba demasiada. Tenía cuatro días para averiguarlo. De lo único de lo que estaba segura era de que cada vez que lo veía mi cuerpo se encendía como una hoguera la noche de San Juan. —¿Has visto cómo te miraba la abeja reina? —Esa no es una abeja reina, es una garrapata camuflada. Tendrías que haber visto cómo se comportaba cuando la conocí. No sé qué puede ver tu hermano en ella, es un mal bicho. —Eso ya lo sé, pero es Mino quien tiene que darse cuenta. Dispones de cuatro días para demostrarle que mi hermanísimo no la ve a ella, solo a ti. Aunque le cueste admitirlo. —¿Y si te equivocaste de estrategia? ¿Y si fingir lo nuestro solo ha servido para empujarlo a sus brazos? —Si mi hermano no es capaz de discernir entre un diamante y una mala imitación de Swarovski de barrio, es que no te merece. Igualmente, no te

preocupes, las comparaciones son odiosas y, cuando os tenga a ambas delante, saldrás ganando. A Mino no le va a quedar más remedio que escuchar a su corazón. —Su corazón le dice que soy una mala decisión. —Eso se lo dice su cabeza, que la tiene muy gorda para ciertas cosas. Ya verás la cara de la rubia cuando se dé cuenta de que se sienta en turista con Ruth y tú, con Mino en business. —¡¿Cómo?! —Ya me darás las gracias luego. Que empiece el juego. —Me besó en la frente y se dispuso a hablar con la azafata del mostrador de facturaciones.

Capítulo 16

Undécima afirmación: «Más esencia, menos apariencia»

Mino

Llevaba noventa días en el maldito infierno, noventa días en los que no hacía otra cosa que pensar en Lucía. En su maldita melena castaña que tanto le favorecía, en aquellos ojos capaces de transmitir cualquier emoción que le cruzara por la mente, por pequeña que fuera. ¿Sabes que tiene cinco tipos de risa diferente? De todos ellos, me quedaba con cuando era incapaz de contener la carcajada, igual que el día que llegó a llorar de la risa, encerrada conmigo en la consulta porque éramos incapaces de salir por la que lio la mujer del papiloma. Una risa que estallaba sin previo aviso, llenando mi cielo de multitud de estrellas fugaces. Alcanzándome en un punto vulnerable que provocaba que quisiera besarla, aunque supiera que era la peor de las ideas.

¿Has tenido alguna vez tantas ganas de algo que te dolía? Pues eso me ocurría a mí con ella. Lo único que me frenaba de lanzarme al precipicio era que Lucía estaba con mi hermano, her-ma-no, y por mal que nos lleváramos esa era una línea que no estaba dispuesto a cruzar. Como un cobarde, busqué refugio en los brazos de Claudia. No te lo voy a negar, buscaba distraerme de la tentación que suponía para mí Lucía. Quedaba con ella para salir, ojalá me gustara una quinta parte de lo que me gustaba mi futura cuñada. Buceé en sus labios, tratando de encontrar un resquicio de la chispa que sentí al besar los de Lucía en Formentera, y, a pesar de mi esfuerzo, no había logrado un único avance. Solo alimentar las falsas esperanzas de mi enfermera. Tenía que dejarla, no podía seguir engañándola porque terminaría haciéndola sufrir y tampoco quería eso. En un par de ocasiones estuve cerca de tener con Claudia la conversación que nos devolvería a cada uno a nuestro lugar, sin embargo, no tuve narices al ver lo ilusionada que estaba con el viaje. Después de las molestias que se había tomado, se merecía tener un buen recuerdo. Lo mejor era que finalizara lo nuestro al regresar. Cuando esa mañana, en el aeropuerto, me preguntó qué hacía Lucía allí, ni siquiera supe qué responder. ¿Por qué no le había contado que trabajaba para nosotros? Quizá fuera porque, en el fondo, sabía que entre los dos había algo inacabado. Y que, por mucho que había intentado eliminarlo de mi vida, no lo había logrado. Le dije a Claudia que no le había dado importancia, que ni siquiera había caído en que se conocieron hace un año. Ella me miró con suspicacia, añadiendo: —Pues menudo braguetazo ha pegado la mosquita muerta. Primero, lo intentó contigo y, al ver que no lo lograba, se quedó con el premio de consolación. —No hables así de ella, lo de Formentera no fue nada. —Porque tú no quisiste. Se veía a la legua que estaba colgada de ti o, mejor dicho, de tu dinero —protestó—. Perdona, es que no puedo con las trepas. ¿Te importa que vayamos a tomar algo? Me muero de sed. No me negué. Ahora que sabía que estaban allí, ya respiraba tranquilo. Había estado sufriendo porque perdieran el vuelo.

Cruzamos el control de accesos y fuimos a un bar del interior de la terminal. Cuando mi hermano y Lucía pasaron por delante riendo ante alguna broma compartida, me morí de envidia. Yo nunca tendría esa complicidad con Claudia. Ni con ella ni con ninguna. Al parecer, el amor estaba vetado para mí. —¿Estás bien? Te noto disperso —me cuestionó, dando un sorbo a su agua con gas. —Sí, bueno, ya sabes, me preocupa ir tan lejos, me debo a las clínicas. —Cariño, lo tienes todo más que controlado. Has dejado a una plantilla más que suficiente por si hay emergencias —murmuró, cogiéndome las manos por encima de la mesa. —Igualmente, me pone nervioso. Ya sabes cómo soy. Ella empujó las comisuras de los labios rojos hacia arriba. —Un controlador. Por supuesto que lo sé, por eso me gustas tanto. No veo el momento de que por fin estemos solos en una habitación y me demuestres si lo llevas a otros ámbitos. —Claudia, yo… —Bueno, bueno, bueno. Pero si es nuestro hijo mayor con la preciosa Claudia. La voz de mi padre tronó a mis espaldas. Intenté apartar las manos de las femeninas, pero ella no me dejó. —Doctor Manrique, qué alegría verlo. Hace unos días que le comentaba a Mino las ganas que tenía de charlar un rato. Sobre todo, para contarle lo nuestro. A usted y a su mujer, claro. —Oooh, eso es maravilloso —festejó mi madre, mirándonos con alegría —. ¿Por qué no has traído a Claudia a casa como ha hecho tu hermano Matías con Lucía? Claudia apretó las manos al escucharla. —Tu madre tiene razón —me reprendió mi padre, dirigiéndose después a mi compañera de mesa—. No sé qué voy a hacer con este hijo mío, unos tanto y otros tan poco. Matías no deja de traer a su novia a casa, en cambio, tú la escondes cuando casi es de la familia. Claudia arrancó el negocio con nosotros, no puedo estar más contento de tu elección. Ya podrías haberla invitado a comer o a cenar para que se relacionara con su cuñada. No me perdí la mueca de desconcierto de Claudia, que no tenía ni idea de que Lucía había estado en casa.

—Venga, mi amor, no incomodemos a nuestro hijo, ya sabes que ambos tienen caracteres muy distintos. Mino siempre ha sido más prudente, seguro que estaba esperando a hacer lo suyo oficial en este viaje y traerla a casa después de las vacaciones. —Seguro que es eso, señora Manrique. Estaré encantada de ir y formar parte de su familia. Quiero muchísimo a su hijo y confío en que, con el tiempo, podamos tener una tan hermosa como la suya. Genial, lo que me faltaba, que mis padres la alentaran. —No os molestamos más, nos vemos en el embarque. Por cierto, Claudia, gracias por encargarte de organizar todo esto. Estoy seguro de que será fabuloso. —Ha sido un placer, doctor Manrique. —Fidel —la corrigió mi padre—. Y tutéame, que el usted me suena a viejo. —Usted no es viejo, sino profundamente interesante. —No le digas eso, chiquilla, o se lo creerá —bromeó mi madre. —Guastamino, ¿te he dicho ya que me gusta esta chica? No la dejes escapar. —Lo acabas de hacer, papá. —Bien, porque me gusta. —Palmeó mi hombro, complacido, y ambos se marcharon, dejándome a solas con ella otra vez. —Perdona —me disculpé. —¿Por qué? Tus padres son encantadores. —E intensos. —Las personas intensas no me molestan. No sabía que Lucía había ido a tu casa estos días. —Jugueteó con las palabras a la vez que con una servilleta de papel. —¿Podríamos dejar de hablar de ella y de mi hermano? No me apetece demasiado. No quiero que sean el centro de atención. Ella me sonrió sin franqueza, estaba molesta y no la culpaba. La voz de una azafata anunciando que tocaba embarcar hizo que nos levantáramos. Tras pagar, fuimos a la cola de embarque. Cuando llegamos a la puerta del avión, la azafata nos pidió los billetes. —Ha habido un cambio de plazas en el último instante. Por favor, señor Ulloa, acompáñeme. Usted, señora Merino, puede ir a su asiento asignado —dijo la azafata dirigiéndose a Claudia.

—¿Cómo que cambio de último momento? Nosotros viajamos juntos, somos pareja. Mi prima es la que ha organizado el viaje y ambos volamos en asientos contiguos. —Lo lamento, señora. Como ya le he dicho, ha sido un cambio de última hora. El señor Ulloa debe acompañarme a business y usted conserva su plaza en turista. —Pero ¡no puede ser! —dijo con voz aguda y chirriante—. ¡Quiero hablar con alguien! ¡La hoja de reclamaciones! ¡Esto es un abuso! ¡No he visto cosa igual nunca! ¡Les pondré una demanda a usted y a su compañía si no deja que nos sentemos juntos! Los pasajeros que estaban acomodados en los primeros asientos nos miraban con cara de circunstancia. —Ve tú en business y yo viajo en turista —la insté, no quería dar el espectáculo—. Solo estaremos separados hora y media, no pasa nada, tenemos cuatro días para estar juntos. —Lo lamento, señor, no se pueden cambiar de asiento, política de la compañía. Necesito que ocupen sus asientos o que abandonen el avión, no podemos retrasar la hora de despegue. Me costó que Claudia aceptara, estaba encabezonada en sentarse conmigo y la otra opción no le entraba en la cabeza. Ante el malhumor de la azafata, la amenaza de quedarse en tierra y mi promesa de que se lo compensaría, finalmente aceptó. Si me hubiera fijado bien, habría visto al cabrón de mi hermano riendo, pagado de sí mismo. Cuando llegué al asiento que me indicó la azafata, no daba crédito. Allí estaba… —¿Lucía? Ella miró hacia mí, sorprendida. —Ho-hola, ¿a ti también te han reubicado aquí? —Eso parece. Ella me ofreció una sonrisa comedida, recolocándose el pelo detrás de la oreja. —Yo, eh… Si quieres, me cambio con tu chica. —No, qué va. La sargento azafata —dije, bajando la voz— ha prohibido mi cambio a turista, política de empresa. —Oh, lo siento. «Yo no», pensé por dentro.

—No pasa nada, es poco rato. —Me quité la chaqueta para guardarla en el arcón que había sobre nuestras cabezas y me senté a su lado. Observé que en sus piernas había una revista abierta. Estaba leyendo un artículo sobre la antigua Grecia. —¿Es interesante? —pregunté, acomodándome. —Bueno, la mitología siempre me ha resultado curiosa. Según este artículo, los antiguos griegos creían que hacía tiempo los humanos teníamos cuatro brazos, cuatro piernas y una sola cabeza con dos caras. —Eso también existe hoy en día, se llama hermanos siameses. Ella me ofreció una de sus preciosas sonrisas. Esa era la que utilizaba cuando pretendía ser condescendiente. —El artículo no va por ahí. —¿No? Ilústrame. —Me gustaba charlar con Lucía, era sencilla, natural y curiosa. —Pues, según cuenta el periodista, éramos felices así. —No me lo creo. Imagínate las peleas cuando a uno de los dos le entrara un retortijón o para ponerse de acuerdo sobre qué ropa ponerse. —¿Vas a tomártelo a broma? Porque dejo de explicártelo. —Perdona, ir en business me ha puesto de buen humor. Sigue. —Bien, pues dice que nos sentíamos tan completos que los dioses creyeron que podríamos dejar de venerarlos. Por eso nos partieron en dos y nos condenaron a vagar por la tierra codiciando a nuestra otra mitad. —Menuda panda de cabrones. —Los ojos le brillaron, haciéndome pensar en un mar en calma templado por el sol. —En la mitología siempre han sido bastante caprichosos. —Sin lugar a dudas. ¿Dice algo más ese artículo? —cuestioné sin querer perder la complicidad que, momentáneamente, se había instalado entre nosotros. —Sí. Que el camino lo haríamos tristes, y que no volveríamos a sentirnos completos hasta lograr recomponer nuestra alma. —Algo había oído. Dicen que, cuando encuentras a tu alma gemela, hay un encuentro tácito, un entendimiento supremo que te lleva a percatarte de que has dado con tu otra mitad. —Sus labios se habían separado, sonrosados, plenos, tan besables como prohibidos—. ¿Así te sientes con mi hermano? —Ni siquiera sé de dónde surgió la pregunta. A ella pareció descolocarla y yo me maldije por dentro por romper el clima que se había instalado.

—¿Y tú con Claudia? Ambos callamos, poniéndonos en tensión. La azafata apareció para recordarnos que nos abrocháramos los cinturones, que íbamos a despegar y que escucháramos los consejos de seguridad. Intenté centrarme en los aspavientos y explicaciones hasta que la voz de Lucía capturó mi atención. —Mi relación con Matías es compleja, somos más amigos que otra cosa. —Cualquiera lo diría al veros. —Las apariencias engañan. —Entonces, ¿por qué estás con él? —Imagino que porque me calma, me da seguridad y sé que no va a hacerme daño. —¿No quieres a mi hermano? —Sí, por supuesto, es solo que no de la manera tradicional. No sé si me explico. Él y yo nos hacemos compañía, nos sentimos bien juntos y compartimos nuestras cosas. Es un lugar seguro. —Pareces estar hablando más de dos compañeros de residencia que quedan para jugar al bridge y que se han instalado a vivir en un búnker en plena guerra. Volvió a ofrecerme una sonrisa, aunque esa vez no le llegó a los ojos. —Nunca me planteé tener algo en serio con él. ¿Qué me cuentas de ti? Parece que lo vuestro va para delante. —Es complicado… Claudia y yo tenemos mucho en común, gustos afines que nos complementan bastante. —¿Lo dices porque usáis la misma máscara de pestañas? ¿O es el lip gloss? —replicó, divertida. —Sin lugar a dudas, el exfoliante de melocotón te deja los labios listos para besar. Lucía se puso a reír. —Se te nota. Desde que lo usas, estás mucho más besable. —Tragué con rudeza—. Perdona, era una broma. Podía serlo, pero ya era demasiado tarde, moría por uno de sus besos. —Ya… Digamos que Claudia es un poco presumida. —Intenté descartar la idea que cada vez cogía más fuerza. —¿Un poco? —resopló—. Eso es quedarse corto, parece una vendedora de Avon. En Formentera tenía cremas que no sabía ni que existían. ¿Sabes que hay una que disuelve los callos?

—¿Claudia tiene callos? —Eso lo sabrás tú mejor que yo, al fin y al cabo, yo no me acuesto con ella. —Ni yo. —Ante mi confesión, los dos nos quedamos mudos por un momento. El avión empezó a coger velocidad. —¡Ay, Dios! —Lucía se agarró con fuerza a los reposabrazos y cerró los párpados con la misma intensidad del agarre. —¿Te da miedo volar? —Tengo un pelín de fobia a los aviones desde que en mi viaje de bodas casi nos estrellamos. Debí hacerle caso a Analí y tomarme lo mismo que le daban al negro de El equipo A para dejarlo fuera de combate, pero pensé que para una hora y media de vuelo no era plan de babear a mi compañero de vuelo. —Esa serie no es de tu época. ¿Cómo conoces a El equipo A? —A mi padre le encantaba, la tenía grabada y nos la ponía a mi hermano y a mí junto con la de El coche fantástico y Corrupción en Miami. Sus ojos seguían cerrados, lo que me permitía contemplarla a voluntad. Era guapa de un modo tan natural que me dolía solo mirarla. El avión empezó a elevarse y su rostro, a encogerse. Sentí el impulso de cogerle la mano, de posarla sobre la suya. No quise plantearme si actuaba bien o era una cagada como una catedral. Lo hice, puse la mía encima, tomándola con serenidad. La tenía sorprendentemente fría. Ella abrió los ojos y me miró conteniendo el aire. —Estás muy caliente. —El susurro activó una parte de mi anatomía que despertó de golpe. Se dio cuenta de la metedura de pata, poniéndose roja—. Quería decir que… —Te he entendido. Tú las tienes heladas. Para mi sorpresa, giró la mano y cruzó sus dedos con los míos. —Mi padre las tenía como tú, aunque no tan cuidadas. Le encantaba el bricolaje, si no trabajaba, siempre estaba liado reparando algo. Mamá se entretenía dándole masajes en las manos con una crema a base de urea. — Ante su osadía, metí el dedo pulgar por dentro y me puse a trazar círculos. Juraría que se contrajo—. Cuando estoy nerviosa o algo me preocupa, me escarcho por dentro. —Igual eres pariente de la de Frozen.

—Espero no convertir en hielo todo lo que toco. Mira lo que le pasó a la pobre Ana, casi muere al congelarse su corazón. El avión ya se había estabilizado y, sin embargo, yo no la había soltado. No quería hacerlo. —A mí no me conviertes en hielo, mi interior se heló hace tiempo — confesé, sintiendo más calor que nunca. El mechón rebelde que se estaba colocando cuando me senté a su lado volvió a posicionarse por encima de su ojo. Mi mano libre buscó la sedosa hebra para recolocarla, perdiéndome un instante en su tacto. Mis ganas de besarla volvían a ser tan acuciantes que, sin darme cuenta, había acercado mi rostro al suyo. No debía, no debía, no… —¿Quieren una copa de cava? La solté de golpe, recuperando mi posición en el asiento. Había estado a punto de cometer una locura que me habría pesado demasiado. —Sí, por favor —le dije a la azafata, aceptando las dos copas. Tenía que calmarme y sosegar mis impulsos. ¿Qué narices me pasaba? ¡Yo no era así! Ni siquiera saboreé el burbujeante líquido, lo engullí sintiendo una avidez desconocida. —Toma —le ofrecí su copa a Lucía. —No quiero, gracias. —Llevé la otra copa a mi boca para reiterar mi acto—. Pensaba que casi no bebías. —Apenas lo hago, solo cuando lo necesito. Y, créeme, ahora lo necesito más que nunca. Ella desvió la mirada hacia abajo, parecía apesadumbrada. —Ya, bueno… Intentaré que no te des cuenta de que estoy sentada a tu lado. Casi me doy de cabezazos con el asiento de enfrente. ¿Cómo le decía que no se trataba de eso, que me costaba un infierno reprimir las ganas de abalanzarme sobre ella para besarla de un modo que me asustaba? No quería darle un simple beso, sino uno que nunca terminara y que me alejara de todo y de todos. No podía hacerlo. Me limité a callar viendo cómo se colocaba los cascos, giraba el rostro hacia la ventana y cerraba los ojos. DPM, lo había hecho genial, era un maldito suicida emocional. No era capaz de hacer nada a derechas cuando se trataba de afrontar mis sentimientos. Lo peor de todo era que otros sufrían las consecuencias de mis desaciertos.

Decidí coger un libro de poesía que me había regalado mi madre. Era de un poeta granadino llamado Juan Huertas, titulado Contigo sin ti. Abrí una página cualquiera y leí: ASÍ ES ELLA No necesita regalos, comidas fuera ni nada material. Solo quiere a alguien con quien reír y un hombro en el que llorar. Alguien que, cuando sepa que todo se va a hundir, agarre su mano fuerte y le diga que aunque caigamos… No la va a soltar. Cerré el libro. Todo me recordaba a ella, incluso las líneas de una poesía que leía por primera vez. La tenía tan cerca y tan lejos al mismo tiempo. El pasado y el presente se entremezclaban en un batiburrillo de emociones que me removían por dentro. No sabía cómo, cuándo o por qué, pero en el fondo de mi corazón sabía que la había perdonado, que ya no quedaba rencor por hacerse pasar por la persona de quien me creí enamorado. Incluso la había llegado a comprender, aunque fuera un poco, y eso me acojonaba. Lucía no era Elisa, no era una traidora que me hizo daño porque quisiera hacérmelo. Ella creía estar ayudando a su hermano y a Luz en su historia de amor, y yo fui un daño colateral. Puede que, después de todo, ella fuera a quien yo había estado buscando sin saberlo. Igual el destino la cruzó en mi vida para que me diera cuenta de ello y yo desaproveché la oportunidad porque la culpé de mis fracasos del pasado. Darme cuenta de ello me asustaba. Ojalá pudiera volver atrás, oír

sus explicaciones con la mente abierta, en lugar de repudiarla mientras lloraba, rota, al ser consciente de su equivocación. Tal vez, si lo hubiera hecho, ahora no saldría con Matías y yo me encontraría besando sus labios perfectos, en lugar de anhelarlos como les ocurría a los antiguos griegos. ¿Y si había encontrado la mitad de mi alma y la estaba dejando escapar? Pasamos el resto del viaje en silencio y, cuando el avión fue a tomar tierra y la vi encogerse de nuevo, apreté los puños para cortarme y no abrazarla fuerte contra mi pecho. Solo me apetecía decirle que no se preocupara, que yo iba a estar siempre ahí, en cada viaje, para tenderle mi mano cuando la atrapara el miedo. Primero, abandonamos el avión los de business. Cruzamos andando la pista de aterrizaje hasta llegar a la zona de recogida de equipajes. Hacía frío y el suelo estaba resbaladizo por el hielo. Quise decirle que se cogiera de mi brazo para no caerse, pero seguro que lo habría rechazado. Cuando llegó Claudia, no me perdí su mirada de sospecha al ver a Lucía. Si había llegado antes que ella, solo podía significar que había volado en primera. Por fortuna, no me preguntó quién había sido mi compañera de vuelo. Se limitó a quejarse sobre la estrechez de viajar en turista y buscó el consuelo de mis labios. Mi hermano no tardó en acercarse a su chica y estrecharla contra él. Apreté el ceño con disgusto, cada vez me costaba más tolerar sus muestras de afecto. Cojonudo, iban a ser los cuatro días más eternos de mi vida. Una vez tuvimos todos las maletas, Claudia me dijo que tenía mucha hambre. Paramos en la cafetería del aeropuerto y compró un batido de fresas con nata. Nos apresuramos para llegar al autobús mientras ella nos grababa para su muro de Instagram. Sin querer, tropezó con algo que había en el suelo y se impulsó hacia delante, donde estaba Lucía charlando animadamente con Matías. La colisión fue inevitable. La novia de mi hermano terminó en el suelo con el batido cubriéndole la cara y la nata churreteándole por las mejillas. Reaccioné llegando a ella antes que nadie. —Oh, Dios, ¿estás bien? —Puse mis pulgares en sus ojos para limpiarle el pringue de las pestañas.

Ella los abrió con desconcierto, mirándome primero a mí y después, a la causante de su desgracia. —Ay, lo lamento mucho, Lucía. Me he distraído y he tropezado. Mira la parte positiva, lo he captado todo, igual te conviertes en trending topic, estaba haciendo un directo para mi cuenta de IG. Seguro que ambas ganamos un montón de seguidores, ya sabes lo que le gusta a la gente una buena caída. Tranquila, te etiquetaré para que no les quede duda de quién es la cuñada divertida. Giré la cara, mosqueado. No me parecía de recibo lo que acababa de decirle. —Claudia, borra ese vídeo ahora mismo. —Pero si es la mar de divertido. Seguro que a Lucía no le importa, tiene un sentido del humor envidiable. ¿Verdad que sí, cuñadita? Cariño, ayúdame, creo que me he hecho daño en el tobillo cuando he tropezado. —Deja, ya me ocupo yo de mi novia, será mejor que tú te ocupes de tu arpía —masculló mi hermano para que solo yo pudiera oírlo. —No te pases… —¿Que no me pase? Eres increíble. Será mejor que ates en corto a tu querida abominableclaudiadelasnieves antes de que decida darle caza. Ayudó a Lucía a limpiarse y a levantarse del suelo mientras yo me sentía un absoluto idiota. Por una vez, mi hermano tenía razón; no podía defender lo indefendible. —No debiste decir eso, borra ese vídeo —reprendí a Claudia. —Oh, venga, cariño, era una broma, ¿dónde está tu sentido del humor? Ha sido un accidente, ahora mismo lo quito. La ayudé a subir al autobús, pues se quejó de la molestia en el tobillo. Una vez dentro se lo palpé, no parecía nada más grave que una simple torcedura. Fue sentarnos juntos y pareció pasársele todo mal. Mi… lo que fuera se pasó el trayecto repasando todas las actividades que había previsto para aquel puente de ensueño. Que si lanzarnos en tirolina, paseo con raquetas de nieve, clases de esquí para novatos y libre para avanzados, esquí nocturno… Y, cómo no, la última noche, cena y baile de gala. Todo pensado para el disfrute del personal. Lo que quedaba por ver era si yo sería capaz de disfrutar.

Capítulo 17

Duodécima afirmación: «Yo persigo, yo atraigo, lo que es para mí me encuentra»

Lucía

—Tu idea de untar a las azafatas para volar con Mino solo me ha servido para terminar bañada en batido de fresas con nata. —Una combinación muy sugerente en el instante adecuado. Yo creo que él ha estado a punto de comerte. Si hubieras visto con qué cara te miraba y después observaba a Claudia… Diría que el incidente solo ha servido para abrirle un pelín los ojos. Igual no del todo, pero vamos por buen camino. —Si tú lo dices… —respondí, sintiéndome asquerosamente pringosa.

—Entonces, ¿mi hermano se comportó como el capullo que es durante el vuelo? ¿Te trató mal? —No, qué va. Por un momento, pensé que todo había ido bien, incluso la ilusa que habita en mi interior llegó a creer que volvía a estar a punto de besarme. Pero, como siempre, todo cambió a la velocidad de la luz y terminé de cara a la ventana durante el resto del trayecto. Me duele el lateral del cuello —me quejé, palpando la zona afectada. —Déjame a mí, tengo unas manos brutales. —Echó su cálido aliento en ellas y se dispuso a masajearme. —Mmmm, sí que eres bueno, sí. —Reservaré hora en el spa para que te hagan un masaje. Ya verás que después te sientes de maravilla. Por lo pronto te diría que, si mi hermano no se atreve a besarte, tendremos que provocarlo de algún modo. Ya se me ocurrirá algo. —Creo que no moverá ficha. Está demasiado preocupado con que tú y yo salgamos. Me ha preguntado sobre nuestra relación. —Eso es buena señal. No te preocupes, romperemos y lo haremos oficial cuando vea que necesita ese empujón final. Por el momento, sigamos trabajando los celos. Algo me dice que no me estoy equivocando de estrategia, lo único que ocurre es que Mino es algo lento y comedido. —Tal vez es mejor así, me confesó que no se han acostado. Creo que se le escapó. —A Mino no se le escapa nada. Si te lo dijo, fue porque quería que lo supieras, y eso es fantástico. Ya podría ser un poco más impulsivo, como yo. —Yo tampoco soy muy impulsiva. Y, cuando lo intento, cometo locuras muy bestias. —Pues igual es tiempo de hacer aflorar a tu bestia interior. —Si dejo aflorar a mi bestia interior, soy capaz de arrancarle a miss batido de fresa todas las pestañas una a una. —Uuuuh, dejarla calva ocular, qué salvaje. —Me eché a reír—. Algo se nos ocurrirá con laabominableclaudiadelasnieves. No pude contener la carcajada. —¿Cómo acabas de llamarla? —Dime que el sobrenombre no le va a sus calvos ojos. —Me encanta. —Vale, pues algo encontraré para devolverle la jugada.

Mi vengadora interior hinchó pecho. —¿Qué has pensado? —Todavía nada. Déjame hurgar en mi memoria, se me daban muy bien las putadas en la universidad, fueron de lo más creativas. Uy, mira, me parece que acabamos de llegar al hotel. Dejé de respirar. El paisaje que se abría ante nuestros ojos era impresionante. La montaña estaba completamente nevada y el establecimiento, de estilo alpino, era un espectáculo para todos los sentidos. Era una edificación de madera oscura, como una carpa de circo que emergía entre las laderas afiladas, creando un conjunto de armonía perfecta. No era grande en exceso, lo que le daba ese clima acogedor que tanto me gustaba. Bajé del autobús cogida de la mano de Matías. —Ten cuidado no te resbales, con una caída hemos tenido bastante. Agárrate a mi brazo. Pasé la mano por el hueco que me ofrecía sin perderme el guiño disimulado que le lanzaba a Tobías. —Este sitio es alucinante, muchísimo más bonito que en las fotos de internet, parece sacado de un cuento de hadas. Mira esas formaciones de hielo sobre las plantas y los árboles… Parecen joyas, un reino de cristal. — Nunca había visto algo tan espectacularmente bello. —Ajá, y tú vas a ser mi princesa de las nieves. —¿Y ese es tu príncipe? —farfullé contra su oído, ganándome una de sus sonrisas, haciendo referencia al hombre que le quitaba algo más que el sueño. —Con bastante probabilidad. Tiene bastantes papeletas para ocupar ese sitio. —Me alegro mucho. ¿Te parece si vamos a dejar el equipaje? Me muero de ganas por ver nuestra habitación. ¿Y tú? —Of course, cielo. Como de cara a la galería éramos pareja, también dormíamos juntos. Según Matías, ya se las apañaría con Tobías para utilizar la habitación cuando yo no estuviera. Todos se mostraban ilusionados y nerviosos mientras hacían cola frente al mostrador para que nos dieran las llaves correspondientes. Claudia estaba la primera. Por cómo gesticulaba, parecía estar discutiendo con la chica de recepción. Mino y su espíritu conciliador

buscaban calmarla. —Uuuuh, algo pasa. Me parece que laabominableclaudiadelasnieves no tiene un buen día. —Eso parece. Solo espero que la discusión no tenga que ver con un cambio de hotel. ¿Has notado cómo huele? —Aspiré, sintiendo el aroma a fuego y madera. —Ajá, a polvo garantizado. Le di un golpe en el brazo. —Ahora mismo muero por una ducha calentita que me quite el pringue de encima. —Si quieres, te enjabono la espalda. —Gracias por la oferta, pero a Tobías no le gustaría. —Tobías sabe que, por muy guapa que seas y muy buena que estés, a mí no me atraes. —Vaya, no sé si alegrarme o sentirme la mujer más desgraciada del planeta. —Mejor alégrate. Ni tú eres mi tipo ni yo el tuyo, lo que nos convierte en amigos perfectos y futuros cuñados. Me encantará tenerte en la familia. —No cantes victoria tan rápido. —Mira, parece que la discusión ha terminado. A ver qué nos cuenta. Claudia se situó frente a nosotros con una lista y un puñado de tarjetas. Fue llamando a los ocupantes de cada habitación, repartiéndoles a cada uno su llave magnética, hasta que solo quedamos Matías y yo. En su mano solo quedaba una última tarjeta y éramos cuatro. Me veía durmiendo en el cuartito de las maletas. —Lo lamento, chicos, pero me parece que los cuatro vamos a compartir habitación. —¿C-cómo que compartir? —inquirí, abriendo los ojos como platos. —Ya me he peleado con los de recepción. Han tenido un problema con un escape de agua en una de las habitaciones, los albañiles y los fontaneros están trabajando en ella, así que no nos queda más remedio que compartir la suite de dos habitaciones que, en principio, era para nosotros. —¿Podía ser verdad entonces que ella y Mino no se habían acostado y por eso habían pedido esa habitación? Mi corazón se puso a dar palmas—. Como comprenderéis, no les iba a dejar la mejor habitación con jacuzzi a los trabajadores. La otra la tienen vuestros padres, que es doble. En cuanto

tengan la habitación arreglada, nos avisarán para que os cambiéis, pero hasta que eso ocurra… estaremos los cuatro juntos. —¡Mira qué bien! ¡Estrechando lazos familiares! —exclamó Matías, apretándome contra él—. Pues nada, tendremos que hacer turnos para disfrutar de ese jacuzzi, hermanito. Mino lo miró con ojeriza, Claudia, con disgusto y yo preferí desviar la mirada. —¿Podemos ir al cuarto? Necesito una ducha con urgencia —anuncié. —Desde luego que la necesitas, tu dulce aroma a fresas ha pasado a ser de nata agría. «Si hueles a agria, es por tu mala leche», quise contestar. Me mordí la lengua, responder me hubiera puesto a su altura y lo mejor era que se sintiera ignorada. No era un ser de naturaleza vengativa, aunque Claudia despertaba ese instinto aniquilador que ya quisiera para sí Uma Thurman en Kill Bill. Los cuatro nos dirigimos al ascensor para llegar a nuestro próximo destino: la suite Penthouse. Sí, exacto, como la famosa revista para adultos. Fue en lo primero que pensé cuando leí el nombre. Me imaginé un montonazo de chicas a lo Playboy saliendo de la habitación. Por suerte, estaba vacía. Setenta y cinco metros cuadrados forrados de madera y cristal. Contaba con dos espaciosas habitaciones independientes presididas por una amplia cama de matrimonio, un par de mesillas de noche y un armario forrado de espejo que ocupaba todo un lateral. Estaban ubicadas una enfrente de la otra y cada una contaba con su propio baño fuera del cuarto. La estancia era espaciosa, confortable, elegante, armónica, luminosa. Con unos amplios ventanales y techos con claraboya que dejaban pasar la luz del sol y el brillo de las estrellas nocturnas. Tenía un estilo nórdico muy reconfortante y lujoso. Había tres terrazas, desde donde se podía disfrutar de inmejorables vistas, además de sauna y un jacuzzi exterior donde cabían más de cuatro personas. En la entrada te encontrabas con un pequeño salón, que contaba con un cómodo chaise longue gris, que daba a una de las terrazas y a la televisión. —¡Esto es un sueño! —suspiré. —Mientras no se convierta en pesadilla —auguró Claudia a regañadientes—. Nosotros nos quedamos con esta —anunció, llevándose su

maleta con ella. A mí me daba igual, ambas eran exactas y el lugar me parecía sublime. —¿Te gusta, cielo? —preguntó Matías, rodeándome la cintura por detrás mientras contemplaba fascinada el paisaje que se desplegaba ante mis ojos. —¿Bromeas? ¡Es una locura! Mucho mejor de lo que hubiera imaginado. —Me alegro. —Besó mi pelo—. ¿No querías darte esa ducha reparadora? —preguntó, masajeándome de nuevo el cuello. —Oh, sí, mmm, ahora mismo. —Mi oferta de enjabonarte la espalda sigue en pie. Yo me eché a reír. Si hubiera tenido rayos equis, en la nuca, habría visto a Mino contemplándonos con rabia antes de salir a una de las terrazas. Un minuto después fui disparada hacia mi habitación, necesitaba deshacer la maleta y coger ropa para cambiarme después de la ducha. Fue ponerme a colocar las cosas y dar con la caja que debía haber guardado Luz. Cuando vacié el contenido, el corazón se me paró. ¡Oh, Dios, qué horror! ¡Se había confundido de caja y me había puesto la que era para mi madre! Allí estaban cinco braga-faja sobaqueras en lugar de mis cinco preciosos culotes. Había hecho un par de pedidos a una tienda online de corsetería maravillosa. Podía parecer una tontería, pero me apetecía llevar ropa interior bonita para la escapada. Aplasté una de esas cosas marrones contra mi cara, sintiendo ganas de llorar. Mi cuñada me había metido el pack Bridget Jones en lugar de las bragas para follar. ¡Genial! Si alguien me veía con eso puesto, en lugar de echarse sobre mí, me echaba del cuarto. Resignada, porque no tenía nada más que ponerme, me llevé las sobaqueras y el resto de las prendas hacia el baño. Mejor eso que ir con el kiwi al aire. Cuando me metí bajo el chorro de agua caliente, se disolvieron todos mis problemas, incluso el de la ropa interior que me iba a ver obligada a usar. Los jabones del hotel olían de maravilla y por fin había podido quitarme el aroma a batido. Salí renovada. Matías me estaba esperando en la terraza.

—¿Estamos solos? —le pregunté, sintiendo cómo mi aliento se convertía en una neblina ante mis ojos. De pequeña, me gustaba emular que fumaba cuando ocurría eso. —Sí, han bajado porque tenemos reunión de grupo para explicarnos las actividades de estos días. Yo les he dicho que te esperaba. —Eres todo un caballero. Me encanta este sitio, ¿a ti no? —Sí. Aunque yo soy más de playa, reconozco que tiene su encanto. El loco del snow es mi hermano, yo me defiendo con los esquís. —¿Mino hace snow? —¿A que no le pega? Pues tendrías que ver cómo surfea la nieve. Mal que me pese, es un crack sobre la tabla. —Nunca lo hubiera dicho. —Ni tú ni nadie. Se esfuerza tanto en ser el perfecto que ese puntito desenfadado y salvaje está oculto bajo un montón de capas de mediocridad. —¿Por qué no os lleváis bien? —Eso deberías preguntárselo a él. Desde que mis padres llegaron conmigo bajo el brazo, siempre ha intentado quedar por encima. »Me esforcé para ser como él, lo tomé de ejemplo. Quería que mis padres no se arrepintieran de su elección de haberme sacado de la calle, lo mínimo que podía hacer era desvivirme para compensarlos. Hiciera lo que hiciera, a Mino parecía molestarle. Daba igual lo mucho que me implicara, él siempre estaba ahí con su cara de suficiencia hacia cualquiera de mis logros. —Puede que se sintiera celoso. —¿De qué? Él lo tenía todo, yo era el recogido, el que tenía que demostrar continuamente que no había sido una mala elección. No tienes ni idea de lo que me maté a estudiar para colocarme a su nivel. ¡Era prácticamente un analfabeto y, encima, latino! Hay gente que sigue sin tolerar bien que procedas de otro país. —Odio a los racistas. —Ya, pero es así, todavía hay mucho intransigente suelto. Con Mino, llegó un punto en el que la competición se me fue un poco de madre. Esa parte sí fue culpa mía, lo reconozco. Pero es que ya no sabía qué hacer para llamar su atención. Yo solo quería que me quisiera y me aceptara, aunque nada parecía suficiente. Así que me ganó el resquemor y lo pagué dedicándome a salir con toda aquella chica que a Mino le gustaba. —Hombre, pues puede ser que de ahí venga su animadversión hacia ti.

Él se encogió de hombros. —Eran niñatas sin importancia. Lo único que pretendía era que se diera cuenta de que, si era bueno para ellas, también debería serlo para él. Quería que se enfrentara a mí y me preguntara, no sé, alguna reacción por su parte… Incluso habría aceptado que me hubiera cruzado la cara. Cualquier cosa era mejor que su indiferencia. No hay mayor falta de amor que eso. —¿Lo has hablado alguna vez con él? —¿Hablar? Mino y yo casi nunca lo hacemos. Es inútil. Nunca le gusté, me impusieron en su perfecta vida y nunca le caí bien. La única vez que intenté ayudarlo porque lo vi hecho polvo, presupuso que me había acostado con su ex y me partió la nariz. Aquel fue mi último intento de acercamiento. No voy a ser yo el motivo de su infelicidad. —Oh, Mati. —Lo abracé con cariño, sabiendo que lo que me estaba contando le dolía—. ¿Y aun así quieres que yo acabe con él? —Que Mino no me quiera no quiere decir que yo no lo quiera a él. Como te he dicho antes, siempre lo he admirado. —Eso es muy generoso. Ver al hombre desenfadado, divertido y atento tan vulnerable me dio ganas de achucharlo y decirle que todo iba a salir bien, que tarde o temprano su hermano se daría cuenta de la suerte que tenía. No obstante, solo me mantuve abrazada a él, porque ni yo misma sabía si eso sucedería. —¿Tenéis para mucho? —La voz de Mino retumbó a mis espaldas—. Os estamos esperando. Claudia necesita que todos estemos abajo para ver quién va en cada actividad. Me despegué con suavidad del cuerpo de Matías, aunque este me mantuvo aferrada a su costado. —Estábamos disfrutando de un poco de intimidad. Ya vamos —aclaró mi jefe, despreocupado. —No tardéis. —Se dio la vuelta con la espalda muy recta. —Vamos contigo, si no te importa —añadió Mati, juguetón. Nos metimos los tres en el ascensor y, cuando íbamos a acceder al hall, Matías se detuvo un paso por detrás de mí. —Uy, ¡mirad! Mino frenó en seco y yo me estampé contra su espalda. —Perdona —me disculpé, sonrojada. Hoy estaba hecha una patosa. —¿Y ahora qué pasa? —preguntó, contrariado, tomando distancia de mí.

—Que tenéis muérdago sobre vuestras cabezas, ya conocéis la tradición… —anotó mi supuesto novio, cruzándose de brazos y alzando las cejas. Yo me encendí todavía más. —No estoy para estupideces, vamos a llegar tarde. —Las tradiciones no son estupideces. ¿O acaso tienes miedo de besar a mi chica porque saldrías perdiendo en la comparación? —¿Miedo, yo? ¿Estás tonto? —Demuéstralo. En un ataque de ira, Mino me cogió la cara y besó mi mejilla. —¿Contento? —Pero ¿qué mierda de beso ha sido ese? No me extraña que las tías te la acaben pegando si eso es lo único que eres capaz de hacer. Me parece que voy a tener que enseñarte. Matías dio un paso hacia mí cuando me vi abruptamente estrechada contra unos brazos más fuertes de lo que aparentaban. Una boca cayó sobre la mía para besarme con codicia. No pude evitar el gemido que se escurrió entre mis labios. ¡Dios, lo había anhelado tanto que fui incapaz de no separarlos y buscar con avidez su lengua! El vello de mi cuerpo se erizó por completo, mis dedos volaron a su pelo negro y los suyos me envolvieron en un abrazo tan cálido y posesivo que me faltó el aire. Me dieron igual el tiempo y el lugar porque lo sentía más mío que nunca. Ahora me besaba a mí, no a la Lu de la que se creía enamorado. Era yo quien recibía cada una de sus atenciones, quien le hacía ahondar y gruñir en mi boca. No quería apartarme nunca, no quería saborear otra, porque por muchos besos que diera jamás sabrían a los suyos. —¡¿Qué ocurre aquí?! —La aguda voz de laabominableclaudiadelasnieves perforó mi tímpano. —Muérdago, mi querida cuñada, eso es lo que ocurre. Mino me dejó ir con la respiración agitada y la mirada encendida. Estaba convencida de que no era la única que había sentido la potencia de aquel beso extendiéndose por toda la piel, envenenando cada partícula de mi cuerpo con ansia de más. Los labios me hormigueaban, seguro que los tenía algo magullados.

Por fuera, Mino podía parecer de hielo, pero, por dentro, era una hoguera que amenazaba con abrasar mi mundo. Claudia agarró a Mino por el brazo y le dio un tirón que por poco se lo arranca. —Vamos, no te lo tomes así, ha sido un besito de nada. Si quieres, ahora yo te beso a ti y quedamos en tablas. —A mí no me van tus juegos obscenos —lo reprendió ella—. Y tú, mantente alejada de mi novio. Ya intentaste que fuera tuyo una vez y no funcionó, así que usa tus armas de guarra para conservar al que tienes. Estaba tan turbada por el beso que ni sus palabras me afectaron. No podía dejar de mirar aquellos ojos claros en los que revoloteaban miles de preguntas. Hasta que, bajo la insistencia de Claudia, él rompió la conexión y fue tras ella. —Mmmm, eso sí que ha sido un morreo en toda regla. ¿Sigues teniendo tu lengua o el minino se la ha comido entera? —¿Ha-has visto eso? —¿Que si lo he visto? Creo que incluso me la habéis puesto dura. Bueno, no lo creo, lo afirmo. Si no os llega a interrumpir la yeti, mi hermanito hubiera hecho honor al nombre de la suite tomándote en este mismo suelo. —No seas burro. —Y ahora el burro soy yo. El consuelo que me queda es que ahora ya te ha quedado claro que le gustas y que solo hace falta azuzarlo un poquito para que dé un salto al vacío o hacia tu colchón. Como te dije, déjalo en mis manos y Mino será tuyo. Si es que ha dejado de serlo en algún momento. Visto lo visto, pongo en duda que no haya sido así. —¿Tú crees? —No sé qué otra prueba necesitas para entenderlo, pero… voy a dártela. Y ahora vamos, no vaya a ser que vuelva la arpía a por nosotros y nos coma las entrañas. Matías me agarró por el hombro y caminamos, más felices que nunca.

Capítulo 18

Menchuconsejo: «De ningún laberinto propio se sale con llave ajena»

Lucía

«Vamos, Lucía —me animé—, olvídate de patrones mentales antiguos, ahora toca ir a por nuevos retos. Estás más que lista para recibir tu primera clase de esquí». Bueno, si te soy sincera, mentí en eso… Esa no era la primera, aunque me habría gustado que lo fuera. Tuve mi primer apasionante encuentro con la nieve a los trece, cuando en el cole decidieron hacer unas colonias a la Molina para aprender a esquiar y yo quise impresionar a Eric Navarro lanzándome por una pista roja sin apenas saber abrocharme una bota. Yo, una entusiasmada del polvo blanco, que solo lo había visto en los anuncios de la tele y encima de las ensaimadas en forma de azúcar glas, no dudé en inscribirme. Me las daba de tener muy buen equilibrio, no en vano, me pasaba el día montada sobre unos patines de línea. Tan difícil no podía ser subirse a un par de palos y dejarse deslizar.

Error. Mi exceso de autoestima y de pavoneo me llevó a jugar una partida de bolos en plena pista, donde yo era la bola que bajaba sin control y una panda de jubilados, mi objetivo a derribar. Tras llevarme a unos cuantos por delante, emprendí mi huida de la ley montaña abajo, no porque no quisiera enfrentarme a la justicia, sino por no ser capaz de detenerme. Juro que intenté la frenada en cuña, pero a mí solo se me daba bien la cuña del queso y, cuando creí lograrlo, a mis esquís les dio por aparearse uno encima del otro. Mis esfuerzos por desmontarlos me llevaban directa a la hostia de mi vida. Escuché a la gente gritar: «¿Por qué no para?». Y yo solo tenía ganas de contestar: «Porque a esta mierda se olvidaron de colocarle los frenos». Entonces lo vi, justo delante de mí, un pino del tamaño de la torre Agbar que me miraba, retador. «¡Aparta!», le grité. Pero, claro, es lo que tienen los árboles, que echan raíces y luego no hay quien los mueva. Mi mente iba a mil. «El árbol, que me como el árbol. Ay, que estos chismes no obedecen, ¿qué hago?». Como quien deshoja margaritas, mi mente empezó a elucubrar: «¿Pino o suelo? ¿Pino o suelo? ¿Pino o…?». En el último instante, me decidí. «Suelo, revolcón y tobillo fisurado». Regresé a casa con casi una rotura, la moral pisoteada y un vídeo conmemorativo de mis compañeros de clase partiéndose el culo junto a Eric Navarro, quien buscaba consuelo por mi caída en la boca de Natalia Guzmán. Daba igual si yo me comía las lágrimas más empolvada que una peluca del siglo diecisiete y una postura para nada renacentista. Ahora, como mujer que resurge de sus cenizas, estaba dispuesta a pasar página. Me dije a mí misma que no importaba el pasado, aquello solo fue un escollo en el camino —o una bajada demasiado empinada para el nivel que tenía—, y que, si quería deslizarme como un cisne sobre las aguas de un lago, me tocaba afrontar mis inseguridades y salir victoriosa de ellas. Como decía Menchu: «Una no sale de su propio laberinto con llave ajena». Yo era la llave de mi futuro y no iba a haber cerradura que se me resistiera. En mi grupo estaban Ruth, algunas de las enfermeras de las otras clínicas y Tobías, el cual era la primera vez que pisaba la nieve. Tenía ganas de que las cosas se arreglaran con mi compañera, no me gustaba estar a malas con ella y menos por un malentendido. Iba a aprovechar el cursillo para intentar acercarme y limar asperezas.

Estábamos en la pista de aprendizaje. Ya tenía las botas puestas, y me sentía como una fusión entre Robocop y Chiquito de la Calzada versión tres punto cero. No recordaba que fueran tan rígidas. El instructor sugirió que nos colocáramos los esquíes para empezar con la clase. Como si fuera tan fácil. —Ponte el esquí —me instó, algo nervioso. Era la única que no los llevaba puestos y estaba retrasando la clase. —¿Que me lo ponga? —pregunté, tragando duro. —Sí, eso he dicho. Si estuvieras en el club de petanca, te diría que cogieras una bola, pero has venido a aprender a esquiar, ¿no? —Por supuesto. —Pues venga, que eres la última. Qué simpático era el tío. Miré por el rabillo para asegurarme de que ni Mino ni laabominableclaudiadelasnieves estaban presentes. Por suerte, ellos eran nivel «me tiro por el Everest y caigo haciendo un triple tirabuzón en las Seychelles, cóctel en mano». Se habían ido de cabeza al grupo de esquí libre para avanzados mientras yo aprendía con los de «quédate aquí y no pierdas los dientes». Tomé aire y lo solté despacio para centrarme. Coloqué los esquíes en el suelo y ambos empezaron a deslizarse hacia abajo, despacito, como Luis Fonsi y su canción del verano. «¡Joder, no os deis a la fuga!», pensé para mis adentros mientras los perseguía dando saltitos, intentando anclarme aunque fuera en uno. No tenía la agilidad de una bailarina de ballet, pero el espectáculo lo estaba dando. ¿Sabes lo difícil que es calcular la potencia del salto para caer donde debes meter la punta y presionar en el instante adecuado para que el talón se encaje a la vez que saltas? Pues yo tampoco lo sabía, aunque lo intenté. Miré la cara del profe, estaba entre la sorpresa, el cabreo más absoluto y la mofa. Decidí dejar de hacer experimentos extraños, tirarme en plancha para frenarlos y regresar al punto de partida sacudiéndome la nieve. Con cara de arrepentimiento, le pregunté cómo me los tenía que poner y él, que estaba al límite de la paciencia, me explicó con todo lujo de detalles la lección uno de cómo orientar los esquíes para que no bajaran la montaña antes de que yo me los pusiera. Una vez logrado el primer paso, tocaba ir a por el segundo. —Bien, ahora impúlsate e intenta mantener el equilibrio.

Fácil de decir, difícil de hacer. Aguanté la friolera de un segundo y medio, ahora entendía a los eyaculadores precoces cuando decían «ya no aguanto más». Igual ese era mi problema, que era una eyaculadora precoz del esquí. Ángelo, el buenorro del profe —porque bueno estaba un rato—, me obligó a que no tirara la toalla. Me sentía tan absurda que estaba dispuesta a desistir e irme a la terraza del hotel a por una buena taza de chocolate caliente con churros que calmara mi angustia. El pobre se iba a ganar el jornal conmigo. Fueron varias intentonas hasta que logré superar mi marca personal sin caerme: tres segundos. Según él, suficiente. Me ayudó a subir en una especie de cinta transportadora, parecida a las del supermercado. Me sentí un híbrido entre la coliflor y la berenjena, preguntándome si al final de la cinta ocurriría un milagro y saldría convertida en una esquiadora de élite o, como sucedía en los dibujos animados, terminaría cayendo por un precipicio imaginario hacia un vertedero de cuerpos de esquiadores frustrados, palos y esquíes. —Sal. —Oí que decía mi instructor. A mí me dieron ganas de decirle azúcar, pero temí que no le hiciera gracia. Lo miré, asustada. —¿Cómo pretendes que salga de aquí con los dos esquís puestos? ¡Que me voy a caer! ¿Cómo freno? ¿No deberías haberme enseñado a frenar antes de montar? ¿Y si se me cruzan? ¿Qué hago? Ángelo no daba abasto para responder una cuando ya le lanzaba la siguiente pregunta. —Tú tranquila, baja relajada y haz cuña. Ya estábamos con el queso… —¡Como si eso fuera tan fácil! —le reclamé—. La única cuña que me sale bien es la del curado. Le vi sonreír. No tenía otra que salir, ya no quedaba espacio para hacer otra cosa, así que crucé los ojos, porque los dedos me era imposible entre los guantes y las botas, y me lancé hacia la muerte. Para mi sorpresa no caí, llegué al final, lo que me alegró y motivó un poco, tampoco como para flipar. Tobías se puso a aplaudirme y yo me sentí un pelín aliviada; por lo menos, lo tenía a él. Ángelo nos llevó a todos frente a una pequeña bajada, que para mí era más empinada que la cuesta de enero. Igual estoy exagerando un poco, has de entender que con mi experiencia previa tenía un trauma muy gordo.

—Vale, ahora baja esta «minipendiente» haciendo cuña. «No lo pienses, Lucía, solo hazlo. Si te ha salido bien una vez, puede significar que es el principio de algo». Sin pensarlo demasiado, lo hice y, para mi sorpresa, la del grupo y la del profesor, me salió decente. —Muy bien —me felicitó—. Ahora practica unas cuantas veces, necesitas ganar confianza. Media hora más tarde, para mi asombro y el del resto del grupo, sin una sola caída acumulada, decidió que era momento de ir a una pista en condiciones. Montamos en otra cinta de las del súper y él se puso detrás de mí, dándome consejos todo el rato sobre lo que tenía que hacer y lo que no. Yo intentaba prestar atención, lo juro, me propuse absorberlo todo mejor que una de esas Tena Lady que prometen evitar cualquier fuga. Cuando salí de la cinta, predispuesta a olvidar mi pasado, intenté poner en práctica aquel cúmulo de sabiduría que mi profesor había dejado caer en mis oídos. Estaba tensa, jadeante, mi aliento salía disparado hacia la punta de mi nariz en forma de vaho. Logré llegar sin incidentes y, cuando busqué su cara, lo vi alucinando casi tanto como yo. Mi ego escaló un puesto. Al parecer, esa vez no se me estaba dando tan mal como la primera. Salimos de la probeta gigante e hicimos la aproximación a la siguiente pista sin caídas. Estaba en racha y tocaba aprovechar. Cada vez me sentía más a gusto con los esquíes, no como para decir que los sentía como una prolongación de mis extremidades, pero casi. Con un chute de valor, decidí confiar en mis posibilidades de no terminar en el hospital con una operación y una futura prótesis de rodilla. —Baja haciendo zigzag y gira haciendo cuña. Esta pendiente es algo más larga, así que tómate tu tiempo y hazlo tranquila. Asentí con la palabra determinación tatuada en mi alma. Cogí velocidad, la suficiente como para que la palabra tranquila se borrara de mi memoria como por arte de magia, y en ese instante me vino la imagen del canal de deportes que estaba puesto en el hotel donde un esquiador bajaba a toda leche, con los esquís muy juntos, haciendo una frenada como en paralelo. Me sentí grande, poderosa y, lo que era peor, capaz. Intenté que el espíritu de esquiador me poseyera y, tras un conjuro rápido para encontrar un alma caritativa con experiencia esquiando… ¡Me

salióóóó! O eso me pareció, porque el profe bajó cagando leches para decirme: —¡¿Has derrapado?! ¡Es imposible! ¡Has hecho un derrapaje en una hora! —Si Ángelo fuera un unicornio, estaría tirándose pedos de purpurina y, para ser francos, yo también. Sonreí tanto que incluso me dolió. —¿Lo que acabo de hacer se llama derrapaje? —Ajá —afirmó, mostrándome sus dientes blancos y parejos sobre una tez tostada por el sol. —Pues, entonces, apunta eso a mi lista de habilidades —corroboré, orgullosa. —Increíble, eres increíble, no sabes lo que acabas de hacer. Si sigues así, podrías quitarme el puesto en unos meses. Lo tuyo es talento natural, estás hecha para la nieve. Estaba tan entusiasmado que su reacción me motivó a querer aprender más y, mientras íbamos a otra pista, fue explicándome la técnica de giro. Reto nuevo, vida nueva. Esa experiencia en la pista estaba siendo como una catarsis interior. Si podía superar mis miedos bajando pendientes sobre dos palos, cuando podía partirme el cuello en cualquier punto, ¿qué no iba a ser capaz de hacer después de eso? Paramos en lo alto de la siguiente pista. Frente a mí, una bajada corta pero pronunciada que me hizo tragar saliva. Me sentí como Olaf, el muñeco de nieve de Frozen al que le gustaban los tiernos y cálidos abrazos y que soñaba con cómo sería un verano para un muñeco como él. Esquiar era mi verano y no quería rendirme hasta sentirme como una esquiadora de verdad. Repetí las recomendaciones de Ángelo antes de ajustarme las gafas de sol y lanzarme a la aventura. Volaba, el calor calentaba mis mejillas y la punta de mi nariz enrojecida. Me sentía libre, la nieve me abrazaba alrededor, el paisaje pasaba a cámara rápida, excesivamente rápida, a mucha velocidad y no podía parar. ¡NO PO-DÍ-A PA-RAR! «¡Ay! ¡Ahora sí que voy a morir! ¡Te quiero, mamá! ¡Me hostio, me hostio, me hooostiooo!» Aquel fue mi último pensamiento antes de acabar enterrada en la nieve, y no porque quisiera sentir sus propiedades tensantes en el rostro o convertirme en una de esas preciosas plantas cubiertas de escarcha, sino

porque fui incapaz de hacer otra cosa que no fuera lanzarme en plancha antes de que la situación fuera a peor. Ángelo desenterró mi rostro helado, mirándome con preocupación. —¿Estás bien? Escupí un puñado de nieve que se me había alojado en la lengua y resoplé como un toro para deshacerme de las estalactitas que se habían formado en las fosas de mi nariz. Él me miraba, perplejo; imagino que nunca había visto algo así. Lo cierto es que yo tampoco y, de repente, la situación no me dejó otra opción que no fuera echarme a reír. Me moví un poco, comprobando que solo mi honor había salido magullado. Él seguía esperando mi respuesta. —Sí, la verdad es que sí. —¿Seguro? —De verdad, no me he fracturado nada. Soy enfermera y tengo una amplia experiencia en lesiones. Él puso cara de «me lo creo porque tú me lo dices, no porque esté convencido de ello». Quise mostrarle que era verdad poniéndome en pie de nuevo. En mi intento percibí que los esquíes se iban hacia abajo cuando los apoyaba. Desenredé como pude las piernas, apoyé las manos en el suelo, saqué el culo para fuera y, con un grito: «Yo tengo el pooodeeeer» —rollo los Masters del Universo—, conseguí ponerme en pie sin que los esquíes me obedecieran. Ellos se seguían deslizando y yo me iba para abajo, de nuevo al suelo, esa vez en una posición más cómoda. Ángelo me seguía con cara divertida, ya había visto que no me había hecho daño. Me explicó cómo debía levantarme en una pendiente, le hice caso y funcionó. Ya lo tenía dominado. Salimos de ahí y puse en práctica los giros que me había enseñado. El grupo nos esperaba abajo, Tobías con cara de susto, incluso Ruth me miraba preocupada. —Tranquilos, chicos, que estoy bien. Una caída tonta la tiene cualquiera. —A mí no me ha parecido tonta —suspiró mi compañera. —Esta mujer lleva una esquiadora innata dentro, además de ser dura como una roca —me halagó el instructor—. Con unas clases más, podría quitarme el puesto. Yo le sonreí, comedida, por su amabilidad, aunque en ese momento lo que me importaba era el acercamiento de Ruth.

Teníamos unos minutos de descanso antes de ir a la siguiente pista y decidí acercarme a ella, solo que Ruth se me adelantó. —Oye, Lucía, yo… llevo días dándole vueltas, queriendo hablar contigo y… —Yo también. Siento muchísimo lo que pasó con Matías, en serio, yo no… —Tranquila, está visto que yo no le gustaba y no puedo enfadarme porque se haya fijado en ti en lugar de en mí, esas cosas no pueden forzarse. Además, hacéis muy buena pareja, se os ve muy unidos. —No te creas, somos muy distintos. —Bueno, sea como sea, me gustaría hacer las paces contigo y pedirte disculpas por mi actitud infantil. —No has de disculparte, entiendo que te molestaras. —Además, creo que acabo de enamorarme… —Miró hacia el profe de esquí. —¿Ángelo? —No me negarás que está como un queso. Y ese acento argentino me vuelve loca. Siempre he tenido debilidad por los hombres de ese país. —Pues nada, adelante, a ver si hay suerte. —Eso espero, le he lanzado un par de indirectas y hemos quedado esta noche después de la cena para ir a tomar algo. Si te animas… —Uy, no, seguro que por la noche estoy hecha trizas. —¿Amigas? —Me sonrió. —Amigas —corroboré, sintiendo un alivio inmenso. El profe dio por finalizado el descanso. Nos tocaba la última bajada, puesto que ya llevábamos más de tres horas esquiando. —En esta bajada va a haber algunos baches —anunció—, así que sed precavidos. ¿Entendido? Todos asentimos y yo me dispuse a seguirle el ritmo. Él tomó velocidad, dirigiéndose hacia los primeros baches de nieve. Cuando llegó, dio un pequeño salto y cayó a la perfección. Yo iba detrás, así que no dudé en imitarlo, alucinando con la sensación que obtuve al separarse los esquíes del suelo y caer más o menos bien. Me encantó. Me dejé llevar, haciendo otro minisalto para catapultarme hacia la libertad. Sonreí, pletórica, y cuando caí se me soltó el esquí, que aterrizó justo delante de un hombre que casi se rompe la cabeza al intentar esquivarlo. Cerré los ojos, apreté los labios y, cuando volví a abrir los párpados para

asegurarme de que no se había hecho papilla, lo encontré arrodillado ante mí. —¿Estás bien? Ni siquiera me di cuenta de que era Mino quien tenía delante hasta que el corazón casi se me sale por la boca. —¿Tú no estabas haciendo snow? —Fue lo único que me salió sin poder apartar la vista de su boca. Ese beso me había vuelto una baturra bailando la jota mientras hacía el pino. —Mati quería probar y nos intercambiamos el material. —Me agarró la cara entre las manos y limpió mis mejillas de nieve—. Lucía, ¿te duele algo? «El alma», pensé en contestar, pero me limité a mover la cabeza en señal de negación. Él respiró, aliviado. El profe vino hasta nosotros con mi esquí en la mano. —¿Cómo vas, discípula? ¿Pido el coche escoba? Mino dejó caer las manos a los costados ante la llegada de Ángelo. —No hace falta, estoy bien, una caída sin importancia. —Vale, chica roca, ¿recuerdas cómo ponerte los esquíes en bajada? — Asentí—. Genial, pues te espero abajo. —Me guiñó el ojo y salió en descenso. Mino me tendió la mano para ayudarme y yo se la cogí. Con el esquí ya colocado, me preguntó: —¿Descendemos juntos los últimos metros? Acepté, embobada. ¿Podía sentarle a alguien tan bien un traje de esquí? Si estaba guapo vestido de médico, de esquiador no quieras saberlo, te daban ganas de invitarlo a hacer esquí de fondo en tu valle. —Será un honor, a ver si puedes seguirme el ritmo —lo provoqué, causando una sonrisa de sorpresa en él. —Eso está hecho. El resto de la bajada fue más que bien, tal vez porque él estaba a mi lado, porque su aroma llegaba difuso entre los pinos o porque, simplemente, me gustaba que hubiera algo más entre nosotros que no fuera trabajo. Cuando llegamos abajo, el profe me felicitó, recordándome que al día siguiente había una salida nocturna con antorchas y que esperaba que asistiera. Después, se despidió de nosotros, dejándonos en el parking. Aunque nuestro alojamiento daba a las pistas, nos quedaba un trecho, así que el hotel nos facilitaba el transporte hasta la misma entrada.

—¿Y Claudia? —le pregunté a Mino, extrañada. —A la hora y media de llegar se ha cansado, me ha dicho que se iba al spa del hotel. —Pensé que le gustaba el esquí. —Yo también. Me ha dicho que le gusta, pero no mucho rato. Yo me estaría horas ahí arriba. No sé cómo explicarlo, la libertad, el silencio, la comunión con la naturaleza… Es envolvente, especial, como reencontrarse con uno mismo y con la tierra. Además de la adrenalina en las bajadas, para qué te lo voy a negar. —Te comprendo. La experiencia ha sido impresionante, no veo la hora de volver a calzarme los esquíes. Aunque debo confesarte que también quiero ir al spa. Tengo las cervicales molidas y Matías me ha reservado hora con el masajista, en cuanto lleguemos voy para allá. Me ha pedido un masaje descontracturante de todo el cuerpo pensando en lo reventada que iba a llegar, y no se ha equivocado, llevo una paliza encima que no sé ni cómo me sostengo de pie. No puedo pensar en nada más. —Eso suena genial. —Pues ya sabes, pídete uno. —Le guiñé un ojo. —Igual lo hago —jugueteó—. Esto… Em, Lucía, lo del beso de antes… —Tranquilo —le sonreí, displicente—. Ya sé que me lo diste solo porque Matías te provocó, que no era tu intención llegar tan lejos. No pasa nada, Mino, en serio. —Me había cogido de improviso, se supone que eso es lo que un tío quiere oír, ¿no? No iba a decirle que lo de su hermano era un cuento y que me moría por sus huesos, seguro que me habría lanzado una bola a la cara, llamándome pringada. Mino arrugó la frente, igual no le había complacido mi respuesta. Parecía que algo se le hubiera atascado en la garganta y no fuera capaz de dar voz a sus propias palabras. —Yo… —¡¿Qué pasa, hermanito?! Cielo, qué preciosa estás con las mejillas sonrojadas. Te ha dado un poco el sol de las cumbres, tendrás que hidratarte la cara para no pelarte. —Matías llegó como el huracán que era, me dio un beso corto y autoritario para apretarme a su lado—. Toma, tu tabla. Que sepas que no se me ha dado tan mal como esperaba. —Qué raro. No sé por qué no me sorprende, a ti nada se te da mal. —Eso es verdad. Ya sabes que suelo hacerlo todo mejor, incluso a la hora de escoger a las mujeres. —Afianzó la frase besándome en la mejilla

—. Por cierto, ¿dónde está mi cuñadísima? —Claudia no es tu cuñada. —Pero va a serlo, ¿no? —Ya te dije que nos estábamos conociendo. —Pues ella, más que conocerte, que ya te conoce desde hace años, lo que quiere es coñocerte. Tiene cara de no estar muy bien servida, ¿verdad que parece un pelín amargada, cielo? Yo me mordí la lengua, no quería entrar. —Paso de mantener este tipo de conversaciones contigo, eres insufrible. —Pasas de tener esta conversación o cualquiera que no sea de ascensor —expresó en tono jocoso—. No sufras, ya me he acostumbrado. Para eso está mi chica, con la que puedo hablar de lo que me venga en gana. El autobús se plantó frente a nosotros. Los dos se miraron, desafiantes. —Ehm… Pues mira, ¿qué tal si solucionáis vuestra falta de comunicación volviendo al hotel juntos? No es bueno que haya tanta tensión entre hermanos. Yo tengo que hablar muchas cosas con Ruth y así vosotros vais encontrando temas en común que no sean de ascensor. En mi opinión, ya va siendo hora de que aclaréis ciertos asuntos. Mino me miró con extrañeza y Matías, con advertencia. Les hice una señal de adiós y fui en busca de Ruth, dejándolos a solas. A ver si así hablaban de una vez por todas. Me senté con ella sin que me rechazara y, cuando busqué a mis chicos, los encontré sentados en asientos opuestos. Matías estaba con Tobías y Mino, solo, con el rostro girado hacia la ventana helada y un rictus tan insondable como la propia montaña. Juro que me dieron ganas de saltar sobre los asientos, colocarme a su lado para sacudirlo y hacerle ver todo lo que se estaba perdiendo con Matías. Estaba convencida de que no habían hablado y, si lo habían hecho, no de lo que debían. ¡Hombres! ¡Qué cabezotas eran a veces! Pues, si ellos no querían arreglar sus problemas, ya me encargaría yo de que lo hicieran.

Capítulo 19

Decimotercera afirmación: «No te preocupes por las arrugas de tu cara y atiende las de tu alma»

Lucía

«Mmmm»,

resoplé del gusto al sentir el chorro de agua caliente impactando contra mis cervicales. Cuando fui al spa, me dijeron que mi masajista estaba ocupado atendiendo a una clienta de última hora, que me relajara en la piscina de efectos y que en treinta minutos ya podría pasar a cabina. No me importó. El agua estaba humeante, deliciosa y, para mi sorpresa, ninguno de los de la empresa habían pedido hora porque muchos querían descansar para la cena.

Mucho mejor para mí. Sonaba una música de fondo que reconocí. Entra en mi vida, de Sin Bandera, hacía que una sonrisa se acomodara en mi cara. Quien la hubiera elegido tenía muy buen gusto. Me puse a cantarla suavemente con los ojos cerrados. Estos días a tu lado me enseñaron que en verdad no hay tiempo determinado para comenzar a amar. Siento algo tan profundo que no tiene explicación. No hay razón ni lógica en mi corazón. Entra en mi vida, te abro la puerta, sé que en tus brazos ya no habrá noches desiertas. Entra en mi vida, yo te lo ruego. Te comencé por extrañar, pero empecé a necesitarte luego. De un modo casi imperceptible, el agua se movió. Abrí los párpados y allí estaba él, mirándome con una sonrisa instalada en sus labios de las que te dan ganas de borrar a lametazos. El agua se deslizaba por aquel torso perfecto que parecía más esculpido que la última vez. Me sorprendió encontrar un tatuaje de un águila en él. Jamás habría imaginado que escondiera un tatuaje bajo la ropa. En Formentera no tenía ninguno, así que se lo había hecho después. Tal vez fuera un símbolo de libertad, pues el pájaro estaba en pleno vuelo. ¿Tendría alguno más por descubrir? Me mordí el labio pensando en que, si era así, ¿dónde lo habría ubicado? Y es que Mino Ulloa estaba bueno, rematadamente bueno, increíblemente bueno, bueno hasta aburrir, aunque dudaba que yo fuera a aburrirme nunca con un hombre así. Serio por fuera y sorprendente por dentro. —No es de buena educación entrar sin llamar ni escuchar detrás de las puertas mientras una canta —lo sermoneé, provocando su sonrisa. Verlo de

aquella guisa había provocado a mi diablilla interior. —En primer lugar, la puerta es de cristal. Con el ruido del agua y la serenata que estabas dando, dudo yo que me hubieras oído llamar. —Eso era verdad—. En segundo lugar, imposible escucharte detrás de ella, creo que este sitio está insonorizado a prueba de cantantes desafinadas para asegurar la salud auditiva de los usuarios. —Muy gracioso. —Mi sonrisa se ampliaba por segundos mientras él se acercaba con sigilo. —Hay más. —Alcé las cejas—. En tercer lugar… No hay educación que valga cuando se trata de agua humeante tras una dura jornada en la nieve — susurró hundiendo su cara por debajo de la nariz. Llegó a escasos centímetros de mí, con esos ojos que me atravesaban el alma, y salió bruscamente para lanzarme un chorro de agua desde su boca hasta mi cara. Ojalá, en lugar de escupirme, me hubiera aplastado contra la pared. El gesto me divirtió, para qué negarlo. Puse cara de sorprendida y enfurruñada mientras cogía impulso y barría una gran cantidad de líquido contra su precioso rostro. —¡Eh! —se quejó. —Tú has empezado. Yo estaba la mar de tranquila hasta que has llegado —lo reprendí. Mino se situó a mi lado, rozando con su aliento el lóbulo de mi oreja. —Oh, vamos, cuñadita, no seas egoísta. Si no me hubieras puesto los dientes largos con tu visita al spa, ahora no estaría aquí contigo. No sería una invitación camuflada, ¿verdad? —Su brazo rozó el mío, pegando sin pudor el lateral de su cuerpo. Oh, por favor, «¡Mátame camión!», pero del gusto. —¡Noooo! Pero ¿tú que te has pensado? Compartir este paraíso contigo era lo peor que me podía ocurrir. —Anda, sé generosa y comparte la cascada conmigo. Lo tenía tan pegado que mi cuerpo reaccionaba sin quererlo. Si era sincera, con él quería compartirlo todo. Aquel era el Mino que yo recordaba, el de la isla, hasta que la fastidié. El calor se había multiplicado, junto a mis ganas de tocarlo, de besarlo y, por qué no reconocerlo, de follarlo. Mi cuerpo estaba más que listo. Podría decir que mi entrepierna hacía aguas, aunque estando rodeada de ella no era muy difícil sentirme húmeda.

Mis pezones parecían rocas en miniatura, las yemas de mis dedos se arrugaban para convertirme en mujer anfibio y que ese portento no se me escapara cuando le echara el guante. No había una cosa que deseara más. Su boca sobre la mía, su lengua provocando mil nudos en los que enredarme y aquel águila planeando sobre mi pecho, apretándome contra el gresite, mientras me apartaba la braguita para empotrarme sin descanso. Creo que estaba hiperventilando. Me metí bajo el agua, necesitaba un respiro. No podía seguir con esos pensamientos o me lanzaría sobre él como un torpedo, y eso no estaría bien. Buceé, alejándome del peligro que suponía para mi cordura. El ambiente era perfecto, el ideal para convertirse en la prota de uno de esos polvos que hacen que tus ojos rueden como las cerezas de una máquina tragaperras justo antes de que te toque el premio gordo. Porque, sin lugar a dudas, Mino era un premio de los grandes. La luz era tenue, azulada. Las paredes estaban forradas de piedra natural en tonos oscuros que contrastaban con aquellas esferas que me contemplaban sin descanso. La piscina no era muy espaciosa, por lo que no podía alejarme demasiado. Buenas noches. Mucho gusto, ya no existe nadie más. Después de este tiempo juntos, no puedo volver atrás. Tú me hablaste, me tocaste y te volviste mi ilusión. Quiero que seas dueña de mi corazón. Entra en mi vida. Te abro la puerta. Sé que en tus brazos ya no habrá noches desiertas. … —¿Huyes? —preguntó, pasándose las manos por el pelo húmedo. —¿Me has visto salir corriendo? —lo provoqué. —Más bien, nadando. —Eso es porque los dos no cabemos ahí debajo.

—No es cierto, solo hay que encontrar la postura adecuada. Ven — musitó, extendiendo la mano para que regresara con él. ¿A qué estaba jugando? No estaba segura, solo sabía que la tentación era demasiado grande y a mí me apetecía jugar con él. Accedí y regresé despacio, sin perderme la codicia con la que inspeccionaba cada punto de carne expuesta. Menos mal que no me había visto con las bragas sobaqueras y sí con un precioso biquini de la última colección de Victoria’s Secret que me hacía unas tetas de escándalo. Llegué hasta él y le tomé la mano. Con un movimiento fluido, me dio la vuelta e hizo encajar su torso contra mi espalda. Sé que jadeé por la sorpresa. No lo consideraba un hombre impulsivo y, sin embargo, me encontraba envuelta en agua y piel. Uno de sus brazos aferraba mi tripa, la otra mano despejaba mi cuello de pelo mojado, provocando que lo ladeara. Si Mino fuera un vampiro, tendría el blanco perfecto para clavar sus dientes. Mmmm, menuda fantasía la de verlo convertido en vampiro y que me lo chupara todo. Si hubiera estado con mis amigas, seguro que Analí habría hecho alguna broma de las suyas en plan «Mino, Mino, apártale las bragas y ella te mostrará el camino». Casi me echo a reír yo sola. —Relájate, suelta el cuello hacia delante. Como si eso fuera tan fácil percibiéndolo en estéreo. Era como uno de esos sistemas de sonido envolvente que hace que te sientas dentro de la película. Estaba en todas partes, volviéndome loca de deseo. Casi podía verlo sonreír con prepotencia al contemplar mi reacción. Pensándolo bien, a ese juego también podía jugar yo. —¿Así? —inquirí con inocencia, bajando el cuello como requería, pero catapultando mi culo hacia su entrepierna. El que jadeó en esa ocasión fue él, y su miniyo aumentó hasta alcanzar un gran yo que me hizo sonreír, altanera. «Chúpate esa, Lestat, el vampiro», pensé. El agua me cayó encima del cuello, incrementando las sensaciones que fluctuaban precipitadas por mi cuerpo. Mino me balanceaba de delante hacia atrás, en una dulce letanía, para que ambos nos fuéramos alternando bajo la cascada. Era un movimiento suave, acompasado, conciso, en el que sus dos manos envolvían mi tripa, haciéndome desear todo lo que pudiera darme.

Me habría sido imposible decir que no a nada, sobre todo, porque lo deseaba más que a cualquier cosa. —Eres preciosa. La afirmación, ronca, caliente, llegó a mí como el primer rayo de sol después de un duro invierno, haciéndome vibrar en una sintonía que podría sonar en los mejores clubes de jazz. No estaba segura de si la había oído o era producto de mi imaginación. Me daban ganas de decirle eso de «Tócala otra vez, Sam». Hasta que percibí sus labios sobre mis cervicales, húmedos, cálidos y tan reales que mi sexo se contrajo involuntariamente. —¿Señora Jiménez? —La voz aguda de la chica del spa me hizo lanzar un grito que asustó hasta a Mino. Sus brazos se abrieron de golpe, haciéndome resbalar hacia delante para tragar más agua que los pasajeros del Titanic. Cuando emergí, dos chorros de agua salieron disparados por mi nariz; me sentí como una morsa del Atlántico. —¿Sí? —dije tosiendo, con las fosas nasales ardiéndome por el chute de cloro. —Su masajista la espera en la sala dos —anunció asomada desde la puerta de cristal. —Ahora mismo voy. Lancé mi pelo hacia atrás, intentando salir lo más rápido posible del agua. Mino no parecía querer lo mismo porque me agarró por la muñeca antes de que me alejara demasiado. —Un segundo… —musitó. Cada terminación nerviosa de mi cuerpo se puso alerta. —Me tengo que ir —dije sin mirarlo. —Lo sé. Es solo que… Lo que acaba de pasar… —Sí, ya, ya. Nos hemos dejado llevar un poco por el sitio, la música y el momento. No ha sido más que un juego tonto. Sé diferenciar entre una ilusión óptica y la realidad. Ha sido como una visita al museo de las ilusiones, te tiras cuatro fotos y te queda para el recuerdo. No necesito ni disculpas ni explicaciones, ambos somos adultos. Nos vemos en la cena. Disfruta del spa. Me solté de su agarré y salí con la frente alta y un movimiento de caderas que ni JLo en su último videoclip. Hasta que recordé que la braga

del biquini era brasileña y que seguro que había visto mis hoyitos de celulitis bailando el hula-hula. Bueno, me daba igual. Una tiene lo que consigue a base de esfuerzo, como los pasteles caseros de Matías, que estaban de rechupete. Me envolví en el albornoz y me dirigí a la sala número dos.

Mino «¡Joder!», prorrumpí para mis adentros, dando un golpe contra el agua, que estalló en mi cara. La situación se me estaba yendo de las manos. Ya no es que pudiera controlar o no mis reacciones, que no podía. Lo peor era que la buscaba y la provocaba, anhelando un acercamiento que ella no quería. Lucía solo se dejaba llevar por inercia, amaba a su manera a mi hermano y yo…, yo… ¡Yo la amaba a ella! ¡Joder! Darme cuenta de eso me estaba aniquilando, haciéndome hacer cosas que no eran propias de mí. Lucía estaba prohibida, pro-hi-bi-da. A ver si me quedaba claro. Pero ¿cómo, si cada vez que estaba cerca me sentía al borde de la locura más absoluta? Abrazarla había sido como abrazar a un edificio en Japón en pleno terremoto, tener el caos más maravilloso sujeto entre mis brazos, el único capaz de hacerme cruzar límites imposibles y querer vivir por encima de todo y de todos. Solo ella y yo, el mundo podía irse a la mierda. Me moría de ganas por poseerla, por hacerla mía y ver en el reflejo de sus ojos que no necesitaba a nadie más. Yo quería ser el culpable de sus cinco sonrisas, de provocar sus jadeos contenidos, sus ganas temerarias de lanzarse como una kamikaze por una pista roja, sin apenas saber esquiar.

Quería ser su hombro en el que apoyarse, la persona con la que compartiera sus alegrías, sus anhelos y sus noches en vela, llenas de una pasión sin precedentes. Y, sin embargo, sabía que cada uno de esos deseos era un imposible, porque la había perdido hacía demasiado y ahora era tarde para recalcular la ruta que me había llevado a un maldito precipicio. Ya no tenía ganas de estar en el spa. Fui en busca de mi albornoz, me puse las zapatillas y abrí la puerta. Escuché la conversación que estaba manteniendo el masajista con la encargada. —No puedo seguir con el masaje, me duele demasiado la tripa. Creo que he pillado gastroenteritis. —Juan, no podemos dejar a la clienta así. No llevas ni cinco minutos con ella y su novio dejó pagado el tratamiento completo cuando me llamó. Él está esperándola en la piscina de efectos. Sonreí por dentro. La chica había pensado que yo era la pareja de Lucía, ojalá fuera así. —Lo siento, pero no puedo, ¿qué quieres, que me cague mientras la atiendo? Oh, oh, oooh, ya viene, ya viene, necesito un baño con urgencia… El masajista salió pitando y ella puso cara de circunstancia. —¿Ocurre algo? —pregunté, dándole a conocer que estaba allí. —Oh, perdone, señor Venegas, es que nuestro masajista no se encontraba bien y… Me temo que tendré que cancelar el masaje de su pareja. Fantástico, pensaba que era Matías. Una idea me bailoteó en la cabeza. —No lo haga. —¿Cómo? —Ella me miró sin comprender. —Se lo daré yo mismo. Mi chica necesita relajarse, ha sido un día duro y yo no tengo nada para dárselo en la suite con comodidad. Si no le importa, podría dejarme a mí, le prometo una generosa propina si no nos molesta mientras dura el masaje. —Yo… Eh… No sé… Nadie me había pedido algo así. —Vamos, le prometo que solo quiero aliviarla. Usted no tiene servicio y yo le ofrezco pagarle un extra por atender a mi chica. El trato no está mal y, al fin y al cabo, un hotel lo que tiene es que procurar la felicidad de sus huéspedes. ¿O me equivoco? —pregunté, zalamero. —Vale, pero no se lo diga a mi jefe, no quiero que me despidan.

—No lo harán, no se preocupe. —Le guiñé un ojo y ella sonrió. —Está bien, sígame por aquí. —Me llevó hasta la puerta—. Tiene cincuenta minutos, le avisaré cinco minutos antes de que deban salir. —Gracias. La chica se retiró y yo abrí un poco la puerta, tragando duro. «¡Jodeeeer!». Lucía estaba tumbada bocabajo, con la cabeza metida en una especie de agujero que le imposibilitaba verme y su maravilloso cuerpo totalmente desnudo, salvo una tentadora toalla que cubría una mínima porción de glúteos y dejaba vislumbrar una apasionante sonrisa vertical. El biquini y el albornoz que llevaba estaban colgados en un perchero de la acogedora sala. Era pequeña, cálida, con las paredes revestidas de un papel color chocolate y una camilla en la zona central. Había un armarito con lavamanos blanco, toallas de sobra y una decoración muy zen que invitaba a relajarse. Sonaba música oriental mezclada con sonidos de naturaleza y la iluminación era bastante tenue para favorecer la tranquilidad. Entré sin plantearme que estaba cometiendo otra locura más. Cerré la puerta a mi espalda y su cuerpo se sobresaltó un poco. —¿Juan? ¿Eres tú? —Reconocí el nombre del masajista. Pensé en su voz, la que había oído hacía nada. Era un poco más aguda que la mía. No iba a hablar demasiado porque me reconocería, pero sí que podía emitir un «ajá» bastante decente. Fue soltarlo y ella se relajó—. Ya sé que me has dicho que tenemos prohibido hablar durante el masaje para que fluya la energía y yo me relaje, pero, por favor, insiste un poco en la zona cervical y las piernas. De tanto esquiar, apenas las siento. Junté las manos, emitiendo para mis adentros un «gracias, Juan». Si no tenía que hablar, eso sería coser y cantar. Busqué la botella de aceite, que estaba dispuesta en un lateral, y me vertí una cantidad más que generosa en las manos para empezar a masajearle los pies. Ella emitió un sonido de satisfacción ante el primer contacto que hizo que mi entrepierna se abultara. ¿Me podía poner cachondo tocarle los pies a una mujer? La respuesta era evidente. Pasé el pulgar arriba y abajo de la planta sin perderme cada ruidito de placer. Tenía unos deditos pequeños y redondeados que me apetecía poner

entre mis labios y saborearlos como merecían. Aunque no podía, eso no sería muy propio de Juan. Disfruté con cada suspiro, perdido en cada curva sombreada, para amasar palmo a palmo la piel expuesta y trazar mi propio mapa de sus pantorrillas hasta el límite de los muslos. —Mmmm, madre mía, qué barbaridad. No sé dónde has aprendido, pero nunca me habían dado un masaje así. Se parece un poco a un masaje tántrico que me dieron hace tiempo. Bah, déjalo, ha sido una tontería. Llevo tanto tiempo sin que alguien me toque como tú que ya ni me acuerdo… —¿Puedo? —pregunté, modificando mi timbre y dando un leve tirón a la toalla. Ella emitió una risita suave. —Haz lo que haga falta, es tu trabajo. El mío es ser enfermera de ginecología, ambos nos hartamos de ver cuerpos desnudos. Por mí, no te cortes. El aire abandonó mis pulmones cuando la tuve sin nada más que mis manos sobre su piel. Ese culo me había hipnotizado al salir de la piscina y ahora me tenía loco al contemplarlo encima de la camilla. Cuando presioné las manos sobre él, creí morir del gusto. Era suave, firme, redondeado con forma de tentador melocotón, mi fruta favorita del verano. ¿Tendría el mismo sabor? Mejor contenía mis ganas de devorarlo a bocados. Estuve un buen rato amasando las deliciosas redondeces, tanto que mi erección protestó. «¡Menudo calor!». Me quité el albornoz, algo agobiado, y proseguí hacia la conquista de nuevos territorios, posicionando mis manos sobre las lumbares. Habría quedado raro que me pasara los cuarenta minutos restantes dedicándome al culo cuando lo que tenía mal eran las cervicales. A cada pasada, mis ganas de desnudarme y hacerle el amor crecían más que la bolsa de Nueva York. A ese ritmo, cuando llegara a su cuello, debería cambiarme de bañador. Su tacto era tan sedoso como adictivo. Ahora sabía cómo pudo llegar a sentirse Patrick Swayze modelando arcilla en la película de Ghost. El jarrón no dejaba de crecerme entre las piernas, y eso que mis díscolos dedos solo habían rozado el lateral de sus pechos. Sentí la necesidad de morder algo y no tuve más opción que clavar los dientes en mi propio hombro.

Alcancé su nuca como quien llega después de una larga travesía a la cumbre del Himalaya, sin sentirme las manos y con una deshidratación del doscientos por cien. La boca ya no se me podía hacer más agua porque no me quedaba en el cuerpo. —Mmmm, Juan, asegura esas manos, como hizo Jennifer López con su trasero. Valen millones. Lo que me estás haciendo es un milagro. ¿Milagro? Lo que era un milagro era que todavía no me hubiera corrido ni la hubiera asaltado como un guepardo en celo. «¡Puto Matías!». Pensar en mi hermano me bajó un pelín la libido, gracias al cielo, aunque volvió a ascender cuando ella preguntó: —¿Me doy ya la vuelta? El masaje era de cuerpo entero, ¿no? Los ojos me hicieron un triple tirabuzón en las cuencas, y eso que todavía no se había girado. ¿Cómo que la vuelta? Eso no iba a ser capaz de soportarlo, una cosa era magrearle el culo y otra muy distinta, las tetas. ¡Que no iba a hacerle una mamografía! Miré desesperado a un lado y a otro, alguna solución tenía que encontrar. —¿Juan? Ella intentó levantar la cabeza y yo se la aplasté contra el agujero, poniendo voz aguda. —Un momento. —Eh…, vale. ¿Estás bien? —Ajá. —Algo tenía que encontrar. «¡Bingo!». Abrí una neverita, pensaba que encontraría las típicas rodajas de pepino que salen en las pelis, pero hallé algo mejor: un antifaz relleno de bolitas de gel. Ahí estaba mi salvación. Se lo coloqué sin darle explicaciones, así creería que formaba parte del tratamiento. Y rogué para que un simple «ya» fuera el pistoletazo de salida para que se diera la vuelta. Traté de imaginar que era una paciente de mi consulta. Después, decidí que no; lo hice en su momento y no funcionó. Lo mejor era imaginarla como un pollo asado, un suculento, maravilloso y jodido pollo asado que acababa de darse la vuelta y estaba ante mí en todo su esplendor. «¡Mierda, mierda, mierda y mierda!». Yo que me las daba de controlarlo todo. ¡Y una leche! Acababa de descubrir que, si algo era capaz de sumirme en el caos más absoluto, era aquella endiablada mujer. ¡Por la Virgen, san José, el niño Jesús, el Espíritu Santo y todo el portal de Belén! Tocarla iba a ser todo un acto de fe.

Agarré el bote de aceite y lo presioné con tanta fuerza que el tapón saltó por los aires, alcanzándome en la frente, y todo el contenido cayó sin previo aviso contra su cuerpo. Ella emitió un chillido de sorpresa. Yo me tragué el exabrupto propiciado por el taponazo, cruzando los dedos por no convertirme en el nuevo Harry Potter gracias a una cicatriz circular en la frente que me delatara. Miré, sobrecogido, todo aquel lubricante corporal inundando su piel. Ella alzó los brazos y yo solo pude emitir un simple «Shhh», agarrándole las manos cuando vi que se las llevaba al antifaz. Con firmeza, las devolví a su lugar, que no era otro que los costados de su cuerpo. Con un poco de suerte, en cuanto metiera las manos en aquel vertido, se abriría en su ombligo un portal espacio-tiempo donde sería absorbido hacia una realidad paralela en la que viviríamos felices para siempre. Matarme a pajas viendo Netflix me estaba pasando factura. ¿Qué? No me mires raro, hay escenas que ponen mucho, dependiendo de la peli, y si en tu mente Lucía es la prota tienes el éxito garantizado. «Piensa que es un pollo, un pollo», me repetí, buscando no sentir que palpitaba por todas partes. Vino a mí el último anuncio del KFC. Esperanzado, me puse a tararear la pegadiza cancioncilla con la mente, a ver si así me distraía. Tú lo que quieres es el pollo, pollo. A ti lo que te gusta es el pollo, pollo. Tira, pechuga, muslo, alita, el rollo del pollo me tiene loquitaaaa. Incluso imaginé la coreografía que había visto en YouTube emulada por unos coreanos pasados de peso, sudorosos y en calzoncillos. Nada, no funcionaba, imposible despegar la mente de lo que estaba viendo y tocando. Esparcí el aceite hacia abajo, resoplando como un toro en busca de corrida. El sudor se acumulaba en mi frente, cayendo en mis ojos y haciéndome bizquear. No podía mirar más abajo del ombligo. Me aseguré de que tenía las manos bien colocadas y sorteé el escollo sin mirar. Una cosa era verlo en

la consulta y otra muy distinta ahora, cuando lo que más me apetecía era hacerle una revisión en profundidad y sin espéculo. Decir que estaba siendo la experiencia más desquiciante y turbadora de mi vida sería quedarme corto. Alguien golpeó la puerta por fuera. —Quedan cinco minutos, el spa tiene que cerrar. —Ooooh —se quejó Lucía—. Cinco minutos me van a saber a muy poco. Creo que voy a reservar hora contigo cada día, tienes unas manos de oro. No me importa si me dejo aquí el sueldo, total, la vida son dos días y hay que disfrutar. Deshice el camino, adorando visualmente aquellos pechos arrolladores y perfectos, encumbrados por unos sonrosados pezones que ansiaba succionar. Me obligué a sortearlos. No iba a caer en la tentación ni a empujones. Ese iba a ser mi mantra a partir de ahora. Le masajeé los brazos y, con la toalla que había cubierto su trasero, le limpié el exceso de aceite con aroma a naranja y canela. —¿Ya estamos? —preguntó. Yo me recoloqué el albornoz sin poder obviar el dolor que me aprisionaba los huevos. —Sí. Adiós —contesté, seco, con una mano en el pomo de la puerta. Salí lo más rápido que pude, tenía que huir antes de que se quitara el antifaz. Sudando a mares y poniendo los pies en polvorosa, apreté a correr para tener tiempo de quitarme de nuevo la prenda que me cubría y lanzarme al spa. Quería que creyera que había pasado todo ese tiempo en la piscina. Volví a salir, a vestirme y deshice el camino recorrido para cruzarme con Lucía frente a la puerta de la cabina. —¿Todavía por aquí? —me preguntó, sorprendida. —Ehm, sí, me encanta el agua. Aproveché para meterme en la sauna y desintoxicarme. ¿El masaje, bien? —Ufff, genial. Te recomiendo a Juan, tiene unas manos alucinantes. —Me alegro, igual lo pruebo. ¿Subimos? Van a cerrar ya y, si vamos así al restaurante, nos mirarán raro. Ella asintió, divertida. —Claro, vamos. Cuando llegamos a la recepción, la chica del spa nos miró, sonriente.

—¿Todo bien? —Maravilloso —suspiró Lucía—. Felicita de mi parte a Juan, se fue tan rápido que no me pude despedir. Quería morirme. —Eh, sí, lo lamento, le surgió un imprevisto y tuvo que irse muy rápido. —No pasa nada. Solo quería hacerle llegar mi complacencia. Ha sido un servicio cinco estrellas, digno de este establecimiento. —Se lo agradezco —respondió con extrañeza. Yo empujé a Lucía por la cintura antes de que se destapara todo el pastel. —Vamos, Lu, que tienen que cerrar y nosotros, cambiarnos para la cena. El apelativo que usaba en Formentera hizo que se encogiera. —Oh, es verdad, perdona. Hasta mañana. —Hasta mañana —se despidió la encargada. Nos dirigimos al ascensor para subir a la suite. Cuando fuimos a pulsar el botón, nuestros dedos tropezaron al querer darle al mismo tiempo y ambos sonreímos ante la incomodidad. —Por favor —le dije, dejándola apretar a ella. Lo hizo sonrojada y por todos los dioses que me pregunté cómo iba a meterme en ese ascensor y ser capaz de no besarla o tomarla allí mismo sin importarme que estuviera saliendo con Matías. Las puertas se abrieron y la respuesta a mi pregunta se materializó en forma de rubia megacabreada con la cara llena de ronchas rosadas.

Capítulo 20

Steelconsejo: «En el amor y en la guerra, pórtate como una perra»

Lucía

—¡¿Se

puede saber dónde estabas?! —inquirió laabominableclaudiadelasnieves, echando espumarajos por la boca. Yo desvié la mirada hacia mi compañero de albornoz. —En el spa. —Imposible, he mirado ahí tres veces y estaba vacío. —Estuve en la sauna. Mis ojos iban de uno a otro, como cuando a un gato le agitas una pluma delante y va loco, buscando atraparla. —También miré allí. —Pues me pillarías en el momento que fui al baño, ¿qué quieres que te diga?

A Mino se le veía impaciente. Lógico, esa arpía sacaba de sus casillas a cualquiera. A ver si ahora el pobre tenía que contabilizarle los minutos que había pasado en el servicio. —Me han puesto algo caducado que me ha provocado una erupción en todo el cuerpo. Necesito ir al hospital, no sabes cómo me pica. Y después pienso pedir el libro de reclamaciones, que ocurra algo así en un establecimiento como este no es de recibo. —Igual es que eres alérgica a alguna de las cremas que han usado en tu tratamiento, a mí me pasó con una depilación. —Miré a Mino de soslayo, quien alzó un poco las comisuras de los labios al recordar nuestro primer encuentro. —Tú y yo no tenemos nada que ver —murmuró con desprecio. —Mira, en eso estamos de acuerdo. —No me pude contener. —Espérame aquí. Subo, me cambio y te acompaño al médico. Tranquila, esto no es nada. Una crema, antihistamínicos y mañana estarás como nueva. —Eso espero. —Suspiró, haciendo un mohín lastimero—. Date prisa, mi amor, estoy notando cómo se me hinchan las piernas. —Mientras no se te hinche la lengua… Eso sería trágico —añadí. —¿La estás oyendo? ¡Me está atacando! Detrás de ese aspecto de mosquita muerta hay una boa constrictor. Igual en eso le daba la razón. En lo de mosquita no, en lo de boa, porque tenía unas ganas de echarle las manos al cuello y apretar… —Cómo eres, no era mi intención ofenderte —fingí—. Lo digo porque me preocupa que te puedas ahogar o que se te hinche tanto que te asfixie. —Parpadeé varias veces para darle dramatismo. Ella puso cara de aniquiladora. Me resbalaba—. Si seguimos aquí plantados, empeorará; así que espera a tu príncipe azul, yo me encargo de que llegue sano y salvo a la suite. —Volví a pulsar el botón del ascensor y, cuando las puertas se abrieron, cogí a Mino del meñique solo para provocarla. El gesto, que no le pasó inadvertido, casi la hace colapsar cuando él me siguió sin rechistar, ubicándose tras de mí. —¿Jugando con fuego? —preguntó el hombre de mis sueños cuando las puertas del ascensor se cerraron. El cálido aliento en mi cuello me erizó la piel. Por lo menos, podría tener la voz fea. —Esa no quema. Lo intenta, pero a mí me hace falta mucho más que una de sus pullas para hacerme arder.

Se puso a mi lado. Sus ojos claros se estrecharon, al igual que el espacio interior del ascensor. ¿Alguien lo había reducido o era cosa mía? En un visto y no visto, me sentí arrinconada contra la pared, con sus ojos felinos contemplándome con apetito. —¿Como qué? —preguntó, apoyando las manos contra la pared, en los costados de mi cabeza. Asomé la punta de la lengua para hidratar un poco mis labios y él siguió el trazo húmedo con atención. —No lo sé, ¿tú qué crees? —lo provoqué. El círculo claro de sus ojos se había esfumado por el negro de su pupila extendida. El ascensor se detuvo y yo me acerqué a su rostro un poco, disfrutando al ver que le cortaba la respiración, y entonces pasé por debajo, mordiéndome el labio inferior, para escapar de la situación que yo misma había creado. Mino me siguió de cerca, atrapándome contra la pared antes de que pudiera pasar la tarjeta para acceder al cuarto. —¿A qué juegas? —¿Yo? —pregunté, inocente—. A nada. No suelo jugar, no me gusta perder la partida. —¿Y quién dice que la estés perdiendo? —Su aliento rozaba mi boca en un beso disuelto que no se llegaba a formular. Su cabeza fue en descenso. Ahora no había muérdago, si me besaba, era porque lo deseaba y estaba dispuesto a asumir las consecuencias. La puerta se abrió y Mati asomó la cabeza. —Hola, chicos, he oído voces e imaginé que erais vosotros. ¿Qué tal el spa? ¿Os habéis relajado? —Llevaba una simple toalla atada a la cintura y una mirada cargada de intenciones. Mino se separó de mí abruptamente. No me perdí su cara de fastidio, que me hizo sonreír por dentro. —Sí. Mi masajista tenía unas manos de ensueño. —Suspiré, deshaciendo el espacio que nos distanciaba. —Curioso —contestó, críptico, sin apartar la vista de su hermano. Este carraspeó y entró en la habitación con prisa, alegando que se tenía que cambiar para llevar a Claudia al hospital. Yo besé la mejilla de Mati, quien me guiñó el ojo susurrando un «Lo tienes en el bote» que hizo dar saltitos a mi princesa Disney interior.

Aproveché para darme una ducha y quitarme todo el aceite que pringaba mi cuerpo. Cuando salí, Mino no estaba. Tobías y Matías estaban dándose el lote en el sofá. —Chicos, me voy a cambiar, tardo quince minutos. Poned el cronómetro antes de que vea algo que no debo. Un gruñido fue la única respuesta que necesité. Busqué un jersey de angora blanca de cuello alto que me favorecía un montón. Unas mallas negras y unas botas Panama Jack peluditas por dentro en color crudo completaron mi atuendo. Me apliqué un poco de máscara de pestañas para resaltar la mirada y algo de gloss en los labios. Mati tenía razón, el sol les había dado a mis mejillas un toque de color que les sentaba de maravilla. Cuando me reuní con los chicos, se estaban recolocando las camisas. —Uuuh, estás preciosa. ¿Verdad, cariño? —preguntó mi jefe a Tobías, viniendo hasta mí. —Ella siempre está guapa —añadió, zalamero. —En eso estamos de acuerdo. No como Claudia, que la pobre parecía la versión z de Peppa Pig mutante. Solté una carcajada y, justo después, me crucé de brazos ante el tono jocoso empleado por Matías. —No habrás tenido nada que ver, ¿verdad? Él sonrió. —Oh, por favor, qué dices… ¿Yo? —Torcí el cuello y él se echó a reír —. Bueno, puede que bajara un segundo al spa y que, mientras Tobi hablaba con la encargada, yo le llevara un zumito natural al masajista que le provocara ciertos retortijones que le hicieran abandonar a la clienta que estaba atendiendo… Y que en ese momento aprovechara mis conocimientos de botánica natural para frotarle por el cuerpo una planta urticante que encontré mientras esquiaba, haciéndome pasar por él. —¡Oh, cielos! Recuérdame que nunca sea tu enemiga. —A ti nunca te haría eso. Lo que no comprendo es cómo llegó a darte a ti el masaje con la cantidad de laxante que le metí en el zumo. Era para no levantarse del váter en toda la tarde. Tenía que sacrificar tu tratamiento en pos del amor. —Qué raro. Sí que es verdad que mi masajista salió un instante, pero a los cinco minutos regresó. —¿Y estás segura de que era él?

—¿Cómo? —pregunté sin comprender. —Solo estaba Juan. Lo sé porque cuando pedí hora para ti me dijeron que era el único, pues la otra masajista tenía el día libre. ¿Y si otra persona aprovechó la situación y te dio tu masaje completo? —Es imposible, nadie sabía que estaba ahí dentro salvo… Nuestros ojos colisionaron y él chasqueó la lengua. —Mi hermano. Emití un grito de horror. —No, no, no, no. ¡Eso es imposible! Él estuvo en el spa todo el rato. —¿Segura? Porque laabominableclaudiadelasnieves bajó en tres ocasiones distintas a buscarlo. Deberías haberla visto, parecía el Demonio de Tasmania dando vueltas y dentelladas al mismo tiempo. Nunca la había visto tan rebotada. Pensé en la sesión de masaje, en mis sensaciones de que ya había recibido una vez un masaje similar y que quien me lo dio fue… —¡¡¡¡¡Oh, Dios, no puede ser!!!!! Mati me mostró todos los dientes. Y yo me morí de la vergüenza, analizando mi conducta allí dentro. Notaba las mejillas más que encendidas. Si había sido él, eso explicaba que me siguiera el rollo en el ascensor. Yo, desnuda, pidiéndole darme la vuelta… Sus manos acariciándome entera… Me quería morir. Pero ¿y la chica del spa? ¿Por qué no lo había delatado? —¿Qué está rumiando tu cabecita loca? —Les narré a ambos lo ocurrido, la conversación con la encargada y mi duda de por qué no había dicho nada—. Eso lo averiguo yo en un chasquido. Id al comedor a coger sitio, yo haré una paradita en la recepción y ahora me reúno con vosotros. —¿En serio piensas que Mino sería capaz de algo así? —cuestioné sin llegar a creérmelo. —¿Tú has visto cómo te mira? ¿Cómo te tenía acorralada hace nada junto a la puerta? Ni a Elisa le ponía esos ojos. Creo que él haría cualquier cosa por estar contigo y que, si no llego a abrir la puerta, te habría besado sin importarle que fueras la novia de su hermano. Sus palabras me calentaron el pecho. —Solo que no soy tu novia. —No, no lo eres, pero eso él no lo sabe y ha estado muy cerca de quebrantar su firme código de honor porque es incapaz de resistirse a ti. Eso debería decirte algo. Y ahora bajemos, que, si no, solo nos quedarán las

sobras. Tobi, tú ya sabes lo que a mí me gusta —añadió, poniéndose a su lado para darle un pico de lo más tierno. —Lo que a ti te gusta soy yo. Aaaay, pero ¡qué monos eran! —Eso es una obviedad. Pero también llenar el estómago para recuperar fuerzas. Esta noche no te me vas a escapar. —Volvió a besarlo y yo desvié la vista para darles algo de intimidad. Como acordamos, Matías se fue hacia la recepción y nosotros, al restaurante, que estaba a rebosar. Todos nuestros compañeros de las clínicas y los jefes supremos estaban ya aposentados en sus mesas. El comedor de El Grill era un espacio genuino, una prolongación del gusto alpino del hotel. Estaba forrado de madera oscura, con algunas paredes decoradas con la misma piedra del spa y unas vistas impresionantes a la montaña. Me gustaba que las sillas fueran casi como butacas tapizadas, algunas en marrón y otras emulando pelajes de animal. Las cortinas eran grises, con renos. Las lámparas estaban hechas de cornamentas de astados y las patas de las mesas contrastaban, al estar pintadas de blanco, con el tablero oscuro. Después de leer la carta, decidimos pedir platos variados para picotear, y es que todo tenía una pinta fantástica. Ensalada de bogavante con papaya y vinagreta de caviar, tartar de atún rojo con guacamole y ajoblanco de coco y un risotto de espárragos y langostinos fueron los entrantes por los que nos decantamos. De segundo, optamos por una pata de pulpo a la brasa y Tomahawk Grillé a la mantequilla de bourbon para dos. El vino ya lo elegiría Mati. De momento, nos pediríamos un par de Martinis blancos para hacer tiempo. Se me hacía la boca agua pensando en los piononos que tomaríamos de postre, un dulce típico de Granada que dejaríamos para después. Cuando Matías se sentó con nosotros, lo hizo luciendo una sonrisa de suficiencia. Según había averiguado, el masajista se marchó a las siete y cinco porque sufría una repentina gastroenteritis y no sabían si mañana vendría a trabajar. Por lo que no estaban dando horas con él, sino con otro masajista que tenían para emergencias, al cual hoy no habían podido avisar. Blanco y en botella, Mino era la leche. Necesité beber del Martini cuando volví a imaginarlo tocándome de aquella manera. La parejita feliz se echó unas risas a mi costa.

—¿Por qué crees que, teniéndote desnuda y a tiro, no intentó ir más allá? Está claro que le gustas, si no, no habría entrado él a darte el masaje haciéndose pasar por Juan —cuestionó Tobías. —Si os soy sincera, yo solo sé que no sé nada. Su cabeza es algo compleja, a ratos parece que vaya a devorarme y a otros, que le repela. Creo que ya me ha perdonado del todo por nuestro pasado en común, lo que me lleva a pensar que el único motivo que lo frena es pensar que tengo algo contigo. —Señalé a Matías con el tenedor—. Ya sé que estáis eternamente peleados y que otra persona ni se lo pensaría, pero estamos hablando de Mino, quien no tolera la mentira y el engaño. Me parece que no concibe eso de ser la tercera pata del banco. —Pues entonces, preciosa… Tendremos que serrar una. —Puso voz solemne—. Lamento comunicarte que mañana, tras una bronca pública, vamos a romper —dijo con una sonrisa pendenciera en los labios, agarrándome la mano y depositando un beso sobre mis nudillos—. Sé que te habías hecho ilusiones de convertirte en la señora de Venegas, sin embargo, no va a poder ser. Me gusta demasiado su rabo —murmuró, haciendo que el pobre Matías se atragantara. Le di unos golpecitos en la espalda, muerta de la risa—. La segunda parte de la conquista de Mino ya está en camino. Tobías se enderezó de golpe, enrojeciendo por segundos. Viendo la trayectoria del brazo de Mati, podía imaginar por qué, aunque no dije nada. Imaginarlos haciendo manitas bajo la mesa me divertía. Cenamos muy a gusto. Cuando íbamos por el postre, llegó la extraña pareja al restaurante. El doctor Manrique y su mujer fueron a su encuentro, interesándose por Claudia, que parecía algo más tranquila, aunque su aspecto seguía siendo igual de malo. Mi masajista misterioso barrió con la mirada las mesas hasta dar con la nuestra o, más bien, con mis ojos. Me taladró con una intensidad que catapultó mi cucharilla repleta de dulce hasta la nariz. Lo vi sonreír ante mi torpeza. El maître les acercó la carta. Mino la miró durante un rato y pidió. El maître lo anotó y Mino se despidió de sus padres, para salir con la enfermera arpía colgada del brazo. —Seguro que les llevan la cena a la suite. Esa zorra sabe muy bien cómo jugar las cartas, pero no es rival para nosotros. Tengo un potente somnífero

en el cuarto para dejarla seca toda la noche. ¿Habéis terminado? —preguntó Matías. Ambos asentimos—. Muy bien, porque vamos a pedir un par de botellas de cava y nos vamos a estrenar el humeante jacuzzi de la terraza. Cuando aparecimos los tres, la cara de disgusto de Claudia era de anuncio de pies. Ya me entiendes, de esos donde aparece una madre que huele las zapatillas y se queja del mal olor. Por cortesía, le preguntamos cómo estaba. Nos comentó que en el hospital le habían dicho que algún producto le había dado urticaria, no estaban seguros de cuál. Descartaban que las cremas estuvieran en mal estado, por lo que no podría reclamar. Como diagnosticó Mino, le dieron una crema y antihistamínicos. No era grave, así que por la mañana estaría mejor y no se perdería la actividad planeada. Se quejó de que Tobías estuviera en la habitación. Matías la cortó rápido, diciendo que también era nuestra suite, que podíamos invitar a cualquiera que nos viniera en gana y que solo estaría un ratito, pues después querían salir. Me disculpé para ir a cambiarme. No iba a salir con esas horrendas bragas y en sujetador. Habría barajado la posibilidad si Luz no se hubiera liado con el paquete que contenía mi ropa interior. Tobías y Mati dijeron que ellos se metían en calzoncillos. Me puse el biquini mojado, que había cogido de la terraza. No tenía nada más… Estaba más tieso que el brazo de un Playmobil. Al ponérmelo, mis pezones se dispararon. Menudo frío. Salí correteando al pasillo, chocándome de frente con Mino, quien me atrapó al vuelo, incrustándome sobre él, contra la pared. Mmmm, qué calentito y qué bueno estaba. Igual que un cruasán de mantequilla recién horneado. —Lo siento —murmuré. Aunque lo único que sentía era no estar sin el biquini y con él en una cama. Si hubiera sabido que era Mino el masajista… «Si lo hubieras sabido, te habrías tapado y habrías salido corriendo con el rabo entre las piernas, y no el suyo, precisamente», replicó mi conciencia, con la vocecilla de Analí. —No pasa nada —susurró, ronco, acariciando mis brazos desnudos. —Es que el biquini estaba helado… Y necesitaba entrar en calor. Seguro que estaba notando un par de carámbanos contra su suave camisa.

—Pues vigila no vayas a resfriarte o te perderás la bajada de las antorchas de mañana. —No me la perdería por nada del mundo. Gracias por darme un poco de calor. Debería salir y tú ir con Claudia, no se te vaya a helar la cena. —Ni yo hice amago de apartarme ni él de soltarme. —Deberíamos… —musitó con el ligero balanceo de sus yemas sobre mi erizada piel. —Mmmm. Me encanta. Me tocas muy bien —lo provoqué a sabiendas de que la frase lo pondría alerta. Él alzó una ceja. —¿Te toco bien? —Ajá, igual que mi masajista de esta tarde. Si alguna vez te cansas de tu profesión, seguro que podrían darte un empleo en este hotel. Las clientas se rifarían tus manos. —Ya no se limitaba a pasar los dedos, me estaba amasando los brazos. —No me veo dando masajes a cualquiera —respondió, críptico. —En Formentera se te daba genial. —Eso es porque eras tú quien lo recibía. Ladeé una sonrisa, me gustaba el rol que se había establecido entre nosotros. Me puse de puntillas para acercarme a su oído, notando la dureza de cierta parte que parecía contentarse al apoyar mis manos sobre el firme pecho. Mi chacra tierra estaba al rojo vivo. —El de hoy me ha encantado —ronroneé, sintiéndome perversa, visualizando la sonrisa de orgullo que me echaría mi mejor amiga. Si antes estaba tenso, ahora parecía tallado en mármol. Me separé, deseándole que le aprovechara la cena. Salí corriendo para adentrarme en la terraza, eufórica, sintiéndome orgullosa de mí misma, hasta que mis pies se toparon con una pequeña capa de hielo que me hizo ejecutar una triple pirueta en el aire. —¡Hostia puta! —escupí, incontenible, agarrándome como pude a la madera del jacuzzi exterior para librarme del impacto. Por suerte, no acabé con el culo en el suelo, sino haciendo un espatarramiento que ni Michael Jackson en sus mejores tiempos. Matías y Tobías se pusieron a silbar y aplaudir diciendo que me daban un diez por la proeza que acababa de realizar. Si ellos se hubieran abierto así de piernas, habríamos tenido huevos estrellados.

Tomé un poco de nieve acumulada y se la lancé a ambos, que ya estaban sumergidos en el agua humeante, agitando sendas copas de cava. Con ellos muertos de la risa, me metí dentro, cayendo en la cuenta de que se habían montado una minifiesta. Échame la culpa, de Luis Fonsi y Demi Lobato, los estaba haciendo bailotear y canturrear mientras se miraban como un par de pervertidos. —Haced el favor y controlaos. Las manos fuera del agua, que no quiero descorches ilegales que terminen con algo pegajoso incrustado en mi ojo. Los dos se rieron a carcajadas, bromeando por ver quién daba el chupinazo de salida a los San Fermines. Su espíritu festivo me contagió por completo, viéndome envuelta en sus coreografías, algunas de lo más obscenas y otras muy ridículas. Esas eran mis predilectas. Cantamos y bailamos temazos como Olvídate y pega la vuelta, de Pimpinela, o Meneando la Pera, de Magic Juan. Premio al Grammy Latino al mejor Hit de jacuzzi alcoholizado. Laabominableclaudiadelasnieves no tardó en salir y pedirnos silencio. Al parecer, nuestros cánticos gregorianos le estaban dando jaqueca. Mino apareció casi al mismo tiempo. Solo que él no pidió silencio, es más, la sobrepasó y comenzó a desvestirse. —¡¿Qué haces?! —prorrumpió ella, sacando fuego por los ojos. —Unirme. No pienso entrar ahí vestido. —Pero ¡yo no me encuentro bien! ¡Y llevo la crema puesta! —No pasa nada —le dio un beso en la frente—, todos comprendemos que te vayas a la cama. Has de descansar. No pude contenerme y solté una risa tonta, escupiendo parte de mi bebida como si fuera un aspersor. Estaba demasiado achispada como para contenerme. A ella la cabeza le dio tres vueltas. —¿Qué tipo de persona eres que te ríes de mi desgracia y escupes dentro del jacuzzi? —Perdona, no me reía de ti, no eres el centro del universo. Y, para tu información, solo contribuía a que hubiera más burbujas. —Yo, si quieres, me tiro unos pedos —se carcajeó Matías. A la rubia la cara le iba a estallar. —Aquí la única que se cree la zorra del universo metiéndose en un jacuzzi medio desnuda con tres hombres solteros y bebidos eres tú. —¡Háblale con más respeto! —saltó Matías con gesto serio.

—Le hablo con el respeto que merece. ¿Acaso no has visto que tu novia se estaba burlando de mí? ¡¿Y qué pasa contigo?! —dijo, aferrándole el brazo a Mino—. ¿Es que no has tenido suficiente agua por hoy? —Al parecer, no —le respondió, quitándose la camiseta por encima de la cabeza. Puede que no me defendiera, pero llevándole la contraria a Claudia estaba causando el mismo efecto en mí: unas ganas locas de abrazarlo. —Oooh, ¡tienes un tatuaje! —lo acusó, gritando con sorpresa, mientras a mí se me ampliaba la sonrisa al entender que no lo había visto sin ella. —Me lo hice hace seis meses. Es un águila. Simboliza que soy capaz de elegir mi propio camino y respetar tanto mi libertad como la de los demás. —¿Y para eso has tenido que hacerte un tatuaje? Podrías haberte comprado una pulsera, un anillo o ponerte un post-it en la agenda. ¡Que eso no se borra! —Lo sé, por eso me lo hice. Buenas noches, Claudia, que descanses. Cierra la puerta para que no te molestemos y, si ves que hacemos demasiado ruido, pide que te suban unos tapones para tus delicadas orejas de recepción. O me fallaban los ojos o ahora sí que se estaba ahogando con su propia lengua. Mino se giró y se metió en el agua junto a nosotros, ocupando el asiento vacío que había a mi lado. Matías le ofreció una copa y una mirada admirativa que no había visto aparecer hasta ahora. —Esta te la mereces, hermano. Por la libertad —proclamó, alzando la suya. —Por la libertad —lo secundamos sin prestar atención a una ofendida Claudia que se iba enfurecida, mascullando por lo bajo.

Capítulo 21

Decimocuarta afirmación: «No esperes el momento perfecto, nunca llegará»

Lucía

Al día siguiente, Claudia amaneció como si no le hubiera ocurrido nada. Para mi sorpresa, había dormido como un tronco. Y yo que había temido que me asaltara durante la noche. Mi hermano y Tobías se marcharon media hora después de que yo entrara en el agua. Dijeron que iban a salir a tomar unas copas. Matías había alquilado un coche en la recepción del hotel y les apetecía salir. Lucía dijo que ella se quedaba, que estaba cansada. Y yo no pensaba ir a ninguna parte. Mi compañera de baño estaba preciosa. Se había recogido el cabello encima de la cabeza, en un moño desenfadado. Algunos mechones rebeldes se le enroscaban, caprichosos, sobre el cuello. Las mejillas estaban

sonrojadas por el efecto frío exterior, sumado a la elevada temperatura del jacuzzi. Las estrellas brillaban sobre nuestras cabezas con más intensidad que nunca. —¿Has visto eso? —preguntó con la vista puesta en el cielo. —¿El qué? —No paran de caer estrellas fugaces —suspiró, admirada. —Entonces, tendrás que pedir un deseo. Cierra los ojos y hazlo. No se lo pensó. Sus párpados descendieron, apretó el ceño concentrada, rebuscando en su mente qué pedir, y entonces sonrió, provocando que yo imitara el gesto. Seguramente, ya había dado con aquello que quería pedir. Abrió los ojos y me miró, complacida. —Ya está. ¿Tú no vas a pedir ninguno? «Mi deseo eres tú», tuve ganas de decir, aunque me contuve. —Yo ya tengo más de lo que necesito. —¿Puedo hacerte una pregunta? Es una tontería, pero… siento curiosidad. —Adelante. —¿De qué era el libro que leías en el avión? Una sonrisa ligeramente avergonzada amaneció en mi cara. —Poesía. —¿En serio? —¿Tanto te extraña? —Sí, no, bueno… No sé. No es algo muy común. —Eso suena a prejuicios. —Tienes razón, perdona —admitió—. ¿Me recitarías alguna? —¿Quieres que te recite? —Si no te importa… No era algo que hiciera con frecuencia, aunque tampoco es que me importara. Pensé en un poema que la representara, no me costó mucho dar con uno. Busqué su mirada y las palaras fluyeron solas. Parece una chica sencilla, pero volvería loco a cualquiera con cada una de sus manías. Llora a escondidas

y ríe a carcajadas, esconde complejos detrás de su mirada, capaz de echarse el mundo a la espalda y seguir como si nada. Mide cada beso y cada palabra, y así evita tomar decisiones equivocadas. Es magia… Pero no lo sabe. Siempre alegre aunque desconfiada, pero lo niega. Sigue creyendo en el amor y en cuentos de hadas, le encanta la música y bailar por la noche hasta que salga el sol de madrugada… Callé sin dejar de mirarla, viendo una lágrima desprendiéndose por una de sus mejillas. La capturé con un simple gesto. —Ha sido… No sé cómo explicarlo. —No hace falta que lo hagas, la poesía o te llega o no te dice nada. Asintió, comedida. —¿De quién es? —De Juan Huertas, el autor del libro por el que me preguntabas. —Me gusta. —A mí también, fue un regalo de mi madre. Cuando lo termine, si quieres te lo presto. Es la única que sabe que llegué a dudar sobre si estudiar Filología Hispánica o Medicina. —¿En serio? Besé los dedos que habían capturado la humedad de sus ojos y los llevé junto al latido de mi corazón. —Palabrita del niño Jesús —repliqué, risueño.

—Ahora comprendo esos post tan poéticos que le ponías a Luz en Instagram. Una vez lo dijo, vi que contraía el gesto con preocupación por si había dicho algo inadecuado. Decidí que lo mejor era quitarle peso. —Un poco ridículos, ¿verdad? —A mí me parecieron preciosos, cualquier chica querría un hombre que le escribiera versos y no le avergonzara plasmarlos en público. —Pues de nada me valió. —Oh, ya lo creo, ella dudó muchísimo… Si no hubiera conocido a Carlos antes que a ti, las tornas se podrían haber girado. Estaba tratando de ser conciliadora, lo cual agradecía. Solo que ahora Luz y Carlos ya no me importaban. Darme cuenta era un alivio, un lastre que soltaba y que me hacía sonreír. —No pasa nada, Lucía. He terminado dándome cuenta de que tal vez ella no era para mí. —Me alivia escuchar eso. —Reconozco que ciertas cosas me cuestan. Soy algo duro, y debería aprender a relativizarlas. —Está bien reconocer nuestros propios errores. Al final, venimos a esta vida a aprender de ellos e intentar no volver a fastidiarla. Aunque yo no soy la más adecuada para dar determinados consejos, mi aprendizaje resultó ser lento en exceso. Mírame con Daniel… Soy el claro ejemplo de una adicta a los errores, incluso sigo yendo a la psicóloga y cada día debo trabajar afirmaciones para sentirme más segura de mí misma. No sé cómo pude aguantar tanto tiempo callada. —¿Por qué no pediste ayuda? —pregunté, bajando el tono. —No sé cómo explicarlo. En mi casa jamás vivimos un solo episodio de violencia de género. Mi padre era adorable. Si hubiera tenido un encuentro con mi yo del pasado y le hubiera dicho que alguna vez sería una mujer maltratada, seguro que se habría reído en mi cara. »Fue todo tan progresivo que apenas me di cuenta. Normalicé actitudes, las excusé y aprendí a que formaran parte de mi día a día. No es que pensara que merecía los golpes, los bofetones o los desprecios, es que me daba pudor reconocer que era capaz de recibirlos, callar y seguir queriéndolo, admirando cada frase que salía por su boca, porque él era el gran Daniel Rivas, un traumatólogo de prestigio admirado por todos, y yo, una simple enfermera que solo metía la pata en mi relación con él. ¿Cómo

podía haber elegido alguien de su categoría a una mujer tan simple como yo? Seguro que lo que ocurría era culpa mía… Llegué a autoconvencerme de ello, volviéndome una sombra que anhelaba su estima. »¡Dios, te debo parecer patética! Me moví en el agua para situarme frente a ella y tomarla del rostro. —Aquí el único patético es él. No has de avergonzarte por nada, tú no hiciste nada malo y no eres una simple mujer. Al contrario, a mí me pareces excepcional. —Sus dientes pellizcaron el labio inferior, que estaba temblando—. Los maltratadores saben muy bien cómo coaccionar a sus víctimas hasta reducirlas al estado que has comentado. Fuiste muy valiente separándote antes de que la situación fuera a mayores, si no, quizá hoy no estarías aquí, conmigo. Decirlo en voz alta fue darme cuenta de que lo que exteriorizaba era cierto. Podría haber muerto a manos de ese deshecho que había llegado a romperle un brazo y dejarla inconsciente. Sentí el impulso de demostrarle lo que era para mí, que sintiera el valor que tenía. —Mino, yo… Me gustaría decir que fue ella, pero no, fui yo. Llevaba todo el día anhelándola y su confesión fue el impulso que necesité para no detenerme en un instante como ese. Aproximé mi boca a la suya y la besé. Tan hondo, tan lento, con tanto deseo contenido que, si tuviera que definirlo, diría que acababa de suicidarme en el precipicio de sus labios. Lucía respondió, ¡joder si lo hizo!, aceptándome y respondiendo a cada sigiloso ataque. Si me hubiera detenido, si hubiera dicho un simple no, no habría continuado, lo prometo. Pero, en lugar de eso, sus piernas se abrieron en una cálida invitación a su espacio más íntimo. ¿La decliné? No, ¿cómo iba a hacerlo cuando le tenía tantas ganas? Al contrario, me aproveché de su momento de flaqueza como un saqueador en busca del botín más codiciado. Estaba achispada, moralmente frágil y yo…, yo… ¡No podía ni quería detenerme, aunque eso me supusiera comportarme como un canalla! Su lengua aceptó las caricias de la mía. Su cuerpo, las de mis manos y, en esa montaña rusa de enajenación mental extrema, osé agarrarla con fuerza para sentarla sobre mis caderas, cambiar de posición y colocarme en el asiento con ella montada a horcajadas.

Los dedos femeninos recorrían mi nuca, clavándome las uñas en un ritual de saliva y lujuria. Los míos habían descendido hasta esas nalgas que tanto me atraían. Era una locura, una soberana locura y, cuando pensé que aquello no podía desmadrarse más, Lucía jadeó. El sonido más perfecto del universo iba acompañado por el vaivén de sus muslos sobre mi más que dispuesta erección. La palabra demencial se quedaba corta, muy muy corta. Gruñí, mordiendo el grueso labio inferior, succionándolo, siendo incapaz de agarrar el jodido freno de mano y tirar de él. Veía las señales de emergencia, la luz roja, mi entrepierna gritando «Mayday, mayday, lo perdemos», y aun así mi corazón rebotaba como una pelota de pinball buscando hacer la máxima puntuación. Lucía eran ganas infinitas, insaciables, inalcanzables, porque estaba prohibida para mí. Era la puñetera tentación, en la que me juré que no iba a caer ni a empujones. Y ahí estaba, deseoso de empujarla de todas las maneras posibles, sin poder hacerlo. Porque no podía, no podía… —Para, para, para —musité, percibiendo su lengua barriéndome hasta el cielo de la boca. —¿Mmmm? —contestó en un sonido ininteligible, que no la detuvo para bajar la mano hasta mi entrepierna y masajearla. ¡Joooodeeeer! ¡Mátame, camión! ¡La que había agarrado el freno de mano era ella y no precisamente para echarlo! ¡Iba cuesta abajo y sin frenos! Gemí con fuerza mientras ella seguía moviendo la mano arriba y abajo, acompasando el movimiento con las caderas. Hice acopio de toda mi fuerza de voluntad para no sucumbir cuando mis ganas se habían multiplicado por mil. No podía traicionar así a mi hermano, no podía… La agarré por los hombros, me la quité de encima como pude y, sin mirar atrás, di un salto para salir del jacuzzi con un «Buenas noches» masticado y una erección de caballo que aliviaría en la ducha.

—Estoy como si me hubiera pasado un tráiler por encima —se quejó Claudia, sentada en la mesa del desayuno. —No tendremos tanta suerte —masculló Mati, acercándose una servilleta a la boca para disimular, provocando una sonrisa en aquellos labios que anoche no dejaron de torturarme en sueños. —¿Qué has dicho? —preguntó la rubia, ofuscada. —Disculpa, no hablaba contigo, sino con Lucía. No estaba pendiente de vuestra conversación. ¿Era importante? —dijo con disimulo. En lugar de enfadarme, sentía ganas de ser partícipe en la broma y hacer crecer la indignación de la que se suponía que era mi chica. —Matías tiene razón, a veces tenemos tendencia a sentirnos el ombligo del mundo cuando somos un simple pelo en el sobaco. Mi hermano, que se había llevado el tazón de café con leche a la boca, escupió el líquido sin poder contenerse. Las pestañas de Claudia iban a cien al escuchar un comentario tan impropio de mí. Yo decidí no hacerle caso y ojear de soslayo a Lucía, quien trataba de ahogar la risa en una magdalena. Había intentado evitarla para no enfrentarme a lo ocurrido anoche. No había salido del cuarto hasta que me aseguré de que ella y Matías ya habían bajado a desayunar. ¿Cómo iba a afrontar lo ocurrido? Tenía que hablar con ella. O con ambos. Estaba hecho un lío. Lo mejor era aclararme antes de pedir audiencia y liarla más. La planificación de hoy incluía una mañana en un parque multiaventura, comida en el hotel, clase de esquí por la tarde o visita a la Alhambra, para los que no quisieran más deporte, y descenso nocturno con antorchas después de cenar, opcional.

Tenía muchísimas ganas de una experiencia así. Me habían hablado de ello, pero jamás había participado en una. Cuando terminamos el desayuno, salimos al aparcamiento para coger el autocar que nos llevaría al lugar designado. El Aventura-Amazonia, situado en Víznar, concretamente en el Parque Natural de la Sierra de Huétor, estaba situado a tan solo quince minutos del centro de Granada. El paisaje era espectacular, un gigantesco pinar de copas nevadas con cinco circuitos agrupados por niveles de dificultad. Claudia me comentó que en el Aventura-Amazonia había una tirolina de doscientos metros de recorrido por la que te podías deslizar, alcanzando una velocidad de cincuenta kilómetros por hora. Moría por probarla. Además de retarme a mí mismo en el circuito más avanzado, el deportivo, donde encontrabas el Salto de Tarzán y una increíble tabla de surf entre árboles. No se necesitaba casco, solo un arnés para que te conectaran a la línea de vida y hacer las estaciones sin peligro. Nos dividieron en dos grupos, los que buscaban emociones más fuertes y los que se conformaban con un paseo divertido. Cada monitor explicó a cada grupo cómo se desarrollaría la actividad. Mi mirada buscaba continuamente a Lucía, quien se había juntado con Ruth y Tobías, además de mi hermano. Claudia se aferró con fuerza a mi brazo. —No sé qué puede verle Matías, ¿te has fijado que a veces bizquea y que tiene celulitis en las piernas? Pfff, no sé ni cómo anoche se atrevió a salir en biquini delante de todos vosotros. Yo soy ella y me enfundo un traje de neopreno. Y tu hermano, pudiendo tener a cualquiera, conformarse con una como ella. —Em… Claudia, hazme un favor. Cuando estés conmigo, no menosprecies a nadie, y menos si se trata de Lucía. —No la menosprecio, es una realidad. Obviarla no hará que tenga menos grasa acumulada en sus piernas. Esa mujer me estaba hartando. —Mira, ¿sabes qué te digo? Que, si en lugar de preocuparte tanto por tu físico lo hicieras más por tu interior, a los ojos de todos serías mucho más guapa. Como Lucía. Y, por cierto, lo que fuera que tuviéramos ha terminado.

—¡¿Cómo?! —La medio pregunta medio exclamación salió como un graznido. —Me equivoqué, nunca debí traspasar esa línea contigo. —No, no, no, no, no. Si es por lo que he dicho, me disculpo. Lo siento, trataré de no formular ciertas observaciones si tanto te molestan. Pero no puedes dejarme, recuerda lo felices que están tus padres. —Se les pasará —susurré—. Sé que lo que voy a decirte va a sonarte a cliché, sin embargo, es la pura verdad. En el fondo no se trata de ti, sino de mí. Podemos ser amigos. —Resopló—. No puedo darte lo que necesitas porque no siento lo mismo que tú. Me gustas como trabajadora, como amiga, pero no como pareja. —¿Y ella sí? ¿Piensas que no os vi anoche mientras te montaba en el jacuzzi restregándose sobre tu miembro? Aprovechaste que tu hermano no estaba para liarte con esa zorra con piel de mosquita muerta. Si me dejas, pienso gritar a los cuatro vientos que el íntegro Mino Ulloa se la pega a su hermanísimo con su novia. ¿Qué te parece eso? —Sin darme tiempo a reaccionar, aulló—: ¡Eh! ¡Escuchad todos! ¡Tengo algo que deciros! Los allí presentes vinieron hacia nosotros. Igual que un grupo de paparazzi oliendo la exclusiva. —¿Qué haces, Claudia? ¡Para! Que lo cuentes no va a arreglar las cosas entre nosotros. —Puede… ¿Lo comprobamos? Aunque no me vería forzada a hacerlo si prometes que no me dejarás, así de simple. Tus padres seguirán en la inopia, tu reputación, libre de tacha y tu hermanito no te odiará porque le hayas hecho lo mismo que te hicieron a ti. Y yo haré como si anoche no me hubiera levantado a beber agua, pillándoos en plena acción. ¿Qué opción eliges? ¿Confiesas o me besas? Alzó las cejas, cruzándose de brazos. Ahora no podía revelar lo ocurrido, decepcionaría a demasiadas personas, incluso a mí mismo. —Está bien, tú ganas. Me ofreció una sonrisa victoriosa, para deleitar a todos los presentes con un «¡Que comience la aventura!», seguido de un beso de tornillo, asegurándose de que Lucía nos tenía en el punto de mira. Pude ver el dolor de la traición atravesando su mirada. ¡Mierda, no quería que las cosas fueran así! Aunque tampoco tenía muy claro cómo deshacer el entuerto.

Los monitores nos instaron a empezar el circuito. Ella estaba en mi grupo, intentaría encontrar el instante para darle algún tipo de explicación… si es que podía. Decidí aparcar mis demonios a un lado y disfrutar de la experiencia, no sabía si alguna vez regresaría y quería vivirla al máximo. No estaba seguro de lograr desconectar del todo, para mi sorpresa, fue más fácil de lo que pensé. Subir a lo alto de los árboles y hacer los recorridos trazados estaba resultando sorprendente. Se te disparaba la adrenalina por las nubes y te dejaba poco espacio para pensar. No solo era lanzarse al vacío y volar entre ellos, también había puentes colgantes, caminos sobre cuerdas o troncos, suspensiones en cuerdas… Un sinfín de pruebas a superar que suponían un desafío constante. Estaba siendo una experiencia brutal, si no hubiera sido por los grititos agudos de Claudia, que me taladraron el cerebro durante la mayor parte del recorrido. Compararlos con las risas cantarinas que le ofrecía Lucía a mi hermano era un suplicio. Llegamos a la tirolina de doscientos metros. Lucía se lanzó delante de mí, parecía un ángel en pleno vuelo. Yo me había puesto una GoPro en la frente para captar la aventura aérea y después poder plasmarla en un vídeo recopilatorio que recordar con el paso del tiempo. Perdido en la silueta femenina, me dejé caer por error, pues el monitor no me había dado la salida. Suerte que Lucía me llevaba cincuenta metros de ventaja, porque con mi peso y estatura la hubiera arrollado en cuestión de segundos. Lucía se desequilibró, abriendo y cerrando las piernas con fuerza, y en una de esas aperturas forzosas la costura trasera del pantalón cedió abriéndose en dos. Ella no parecía haberlo percibido, pero yo estaba viendo… Un momento… ¿Qué estaba viendo? Parecía no llevar nada porque lo único que se veía era el color carne, sin embargo, la línea que separaba sus glúteos parecía haber sido borrada. Seguramente, llevaría una braga color piel que recreaba esa ilusión óptica. No la hacía con ese tipo de ropa interior, el biquini de ayer era de lo más sugerente. Igual había querido ser práctica. En cuanto llegó al siguiente árbol, lo hizo con grititos de alegría, que se sofocaron rápidamente por mi impacto contra su espalda. Casi provoqué que ambos nos cayéramos.

—¡Estás loco! —me reprochó, quitándose el anclaje que la mantenía sujeta a la cuerda. —Lo lamento, salté antes por error. —¡Suéltame! —Se agitó nerviosa, sintiéndome pegado todavía a su trasero. —Te juro que lo haría encantado, pero… Enseñarías las bragas o lo que sea que llevas puesto. Se te ha rajado el pantalón de arriba abajo en pleno vuelo. Ella ahogó un gritito mientras colaba la mano entre nuestros cuerpos para cerciorarse de que no estaba mintiendo. Buscó la grieta y se topó con mi atenta bragueta, la misma que magreó la noche anterior con tanto deleite. Soltó un exabrupto y yo me separé lo justo para que ella llegara a la díscola costura. —¡Madre mía, pero si se ha rajado como un melón contra el suelo! No puedo bajar. ¡Todos me verán el culo! —Emmm, si quieres podemos intentar bajar pegados. —¡¿Cómo quieres que descendamos pegados por un árbol?! —me chilló. —Pues dándote la vuelta, te cojo a monito y así tu precioso trasero queda oculto contra el tronco. Al mío no le ocurre nada. —¡¿A monito?! De esta guisa, puedo llegar a parecer la mona Chita jubilada. Su comparativa me hizo reír. —Solo hay dos vías de salida, o te subes a mí o bajas y muestras lo que tan generosamente le has enseñado a mi GoPro. —¡Oh! —Ese fue un graznido de horror. —Tranquila, lo borraré en cuanto pueda. Tu ropa interior no es algo que quiera mostrar en el vídeo de la empresa. ¿Bajamos? Dudo que dejen que Claudia se tire si nosotros seguimos aquí arriba. —Está bien, lo hacemos a tu manera, no estoy dispuesta a hacer más el ridículo. —Vale, date la vuelta despacio y salta sobre mí, yo te cojo. Giró sobre sí misma, puso las manos en mis hombros y, de un brinco, se encajó en mis caderas, ávidas por recibirla. La respiración se me entrecortó al sentirla aferrándose a mi nuca. Creí oír un grito en la lejanía que ni me inmutó, estaba demasiado centrado en ella.

Lucía evitaba mi mirada y yo no quería forzarla a un contacto visual que rehuía. —¿Estás bien sujeta? —Todo lo que puedo estarlo —masculló, enfurruñada. —Entonces, voy a descender. No te sueltes o esta noche ni tú ni yo iremos al descenso de las antorchas. —Por la cuenta que me trae, no pienso hacerlo. Quiero llegar al suelo sin el cuello roto. Inicié el descenso, percibiéndola en cada maldita parte del cuerpo. Su aroma, su tacto, el aliento cálido raspándome el cuello… Era imposible no reaccionar, por mucho que pensara en esquíes o en árboles. ¡Mierda! La tenía como el tronco. Su respiración se entrecortó cuando el pie me falló en el tercer escalón. Concentrarse empalmado era toda una proeza, aun así, iba a hacerlo. —Shhh, respira. No pienso dejar que te ocurra nada, confía en mí. Sus ojos buscaron los míos. —¿Acaso puedo hacerlo? Anoche me dejaste tirada, perdida, pensando en qué había hecho mal y hoy… —Soltó el aire que estaba conteniendo—. No sé qué esperar de ti. —Es complicado. Sé que te debo una explicación, que tenemos que hablar, pero ahora debo concentrarme en bajar y que salgamos ilesos. Después hablaremos y responderé a todas tus preguntas, te lo garantizo. —Está bien. Terminé de descender sin incidentes. Bajo el árbol estaba mi hermano, que nos miraba con extrañeza. —¿Qué ha ocurrido ahí arriba? ¿Te has hecho daño? —preguntó, dirigiéndose a Lucía. —Solo se ha dañado mi sentido del ridículo —confirmó ella, mostrándole el roto del pantalón. Matías se quitó la chaqueta y se la anudó en la cintura, solícito. —Gracias por ayudarla, te debo una —me agradeció con un gesto de conformidad en el rostro. —De nada —respondí en un murmullo cuando Lucía buscó el cobijo de su abrazo. Necesitaba aclarar las cosas con ellos, con ambos. Ahora era tan buen momento como cualquier otro. —Matías, tenemos que hablar —prorrumpí con voz serena.

Enfrentarme a él y contarle la verdad era lo único que podía liberarme. —¿Ahora? —Ahora —corroboré. —Está bien. Íbamos a hacerlo cuando unos gritos atronadores desviaron nuestra atención hacia arriba. —¿Qué le ocurre a laabominableclaudiadelasnieves? —cuestionó mi hermano. Iba dando manotazos sobre su cabeza, como si algo la estuviera atacando. Los tres la miramos fijamente hasta que Lucía exclamó: —¡Una ardilla! ¡Fijaos! ¡La está atacando una ardilla! —proclamó Lucía. Fue entonces cuando descubrimos una masa marrón rojiza aferrada a la cabellera de la rubia. —Madre mía, Alvin la ha tomado con el pelo de tu chica. Igual quiere donarlo a una asociación de ardillas necesitadas —se carcajeó mi hermano, y te garantizo que me dieron ganas de reír, tanto que inevitablemente dejé ir una carcajada que los dejó perplejos a ambos. —Perdón, sé que no debería haberlo hecho. —Lo que no deberías es dejar de hacerlo —me recriminó Matías—. No sé cuándo fue la última vez que te reíste con una de mis bromas o si alguna vez lo has llegado a hacer. Su reflexión escoció, pero tenía razón. No recordaba momento alguno donde compartiera risas con Matías, aunque sí podía verlo en mi memoria haciendo el ganso para provocarme alguna. Claudia llegó al árbol donde estábamos. En cuanto hizo pie en la plataforma, se desenganchó de la línea de vida buscando bajar lo antes posible para desembarazarse del roedor. Bajaba agitando la cabeza tan fuerte que en el penúltimo escalón se desequilibró y cayó de culo. Por suerte, no era una gran altura. Fue tan rápido que no me dio tiempo a reaccionar. La ardilla saltó despavorida hacia la copa del árbol y una dolorida Claudia se puso en pie. En cuanto levantó la cabeza, su aspecto honraba el apelativo con el que mi hermano la había bautizado. Despeluchada, echando humo por la nariz y con las manos como garras para abalanzarse sobre mí. Por fortuna, tropezó con una raíz que sobresalía del terreno y lo único que logró alcanzar fue el suelo con un aullido agónico.

Los tres nos sobresaltamos y fuimos a socorrerla. Al intentar incorporarla, se quejó de que no habíamos hecho nada por librarla del ataque, que había notado un chasquido en el pie que le dolía mucho. Matías y yo nos miramos. No era buena señal que hubiera sentido eso, podía implicar una rotura de algún hueso. Cargué en brazos a una sollozante Claudia, que no dejaba de llorar y lanzarme reproches. —Hay que llevarla al hospital a que le hagan una radiografía. Yo me ocupo, encargaos vosotros de que todos lleguen al hotel. —Ve tranquilo, nosotros nos encargamos —afirmó mi hermano, poniendo la mano en mi hombro.

Capítulo 22

Decimoquinta afirmación: «Lo que siempre has deseado, está al otro lado del miedo»

Lucía

Estaba completamente desubicada. Mino me lo estaba poniendo muy difícil. Una de cal, una de arena y esa loca de Claudia que me tenía hasta la melena, por no decir otra cosa. En lugar de hospedarse en el hotel, yo de ella pediría cama en el hospital. Vale, acepto que ayer fue cosa de Matías, pero, con franqueza, ¿a cuántas personas conoces que las haya atacado una ardilla mientras se lanzaban en tirolina? Pues eso. Cuando llegué al hotel, lo primero que hice fue revisar los pantalones. No entendía cómo se podían haber rajado de esa manera. Si fueran de

AliExpress, lo entendería, pero los compré en un outlet de ropa de marca, con el cincuenta por ciento de descuento y aun así me salieron por setenta euros, que no era moco de pavo. No sabía qué estaba buscando con exactitud. Un pálpito me decía que debía mirar aunque solo fuera para reclamar, pues todavía tenía el tique de compra. Entonces lo vi. Era casi imperceptible, pero estaba ahí: un pequeño corte de tijera que había propiciado que la costura se abriera de arriba abajo. Eso no era una tara, sino culpa de una tarada. Cuando se lo enseñé a Matías, rugió un HDP que provocó que mi tímpano diera tres vueltas de campana. Según él, ese corte era premeditado y con alevosía. —Fijo que laabominableclaudiadelasnieves se las ingenió para colarse en nuestra habitación cuando estábamos en el jacuzzi. Con esa cara de mala de culebrón, seguro que fue al baño, agarró las tijeritas con las que se corta los mejillones y le dio a la costura de tu pantalón. Te juro que esta nos la paga. —Déjala, que a este ritmo tu hermano no sale del hospital. Además, no tengo claro que él y yo tengamos futuro. ¿Has visto el beso que se han dado esta mañana delante de todo el mundo? —Como para no verlo, esa víbora tiene la lengua más larga de toda su estirpe. —Hizo el gesto con dos dedos, como si le dieran ganas de vomitar. —No sé, anoche pensaba que las cosas con Mino iban bien, muy bien, cuando casi lo hicimos en el jacuzzi. Y entonces todo cambió de repente. Salió despavorido, dejándome sola y con un calentón de órdago. Al principio pensé que regresaría, que había sido un ataque de conciencia y que, pese a ello, no podría resistir la tentación de tenerme cachondísima y medio desnuda en una gran masa de agua caliente. —Suspiré con fuerza—. Me equivoqué. —Aquí el único que se equivocó fue él. ¿A quién se le ocurre dejar a una preciosidad como tú encendida e insatisfecha? —A él. —Cierto, lo que me lleva a la siguiente reflexión: tú misma me reconociste que no creías que intentara nada porque, supuestamente, estamos juntos. Estoy convencido que es eso lo único que lo frena. Bueno, eso y laabominableclaudiadelasnieves, que parece estar retorciéndole las pelotas. Igual ha encargado algún ritual de brujería para volverlo estúpido

con las mujeres. La cuestión es que yo vi el beso de esta mañana bastante forzado. Ella lo inició mientras que él parecía devolvérselo por compromiso. —Me parece que ves fantasmas donde no los hay. —Puede que no sea cosa de brujería, igual lo chantajea con algún secreto laboral. —¿En serio piensas que puede estar haciendo algo así? Una cosa es que le guste y otra, que lo chantajee. —Nena, si ha sido capaz de rajarte el pantalón por celos… No te pongas delante de ella si va conduciendo un coche, es capaz de pasarte por encima y dar marcha atrás para asegurarse de que no respiras. —Visualicé la escena, apretando el gesto—. Y te digo más. ¿Has visto que Mino quería hablar conmigo? Para mí que se siente culpable por el lote que os disteis ayer y quiere confesarme que os liasteis porque le gustas mucho. —Tú ves demasiadas pelis. —Eso no te lo discuto, me encanta el cine y debo aclararte que la mayoría, basadas en hechos reales. —Mi realidad es muy confusa. —A partir de esta noche, va a dejar de serlo. Vamos a planear la discusión de hoy y así mataremos dos pájaros de un tiro. —¿Qué pájaros? —El tuyo y el mío, ya es hora de que me ponga al mundo por montera por alguien que merece la pena. Le sonreí. —Eres un cielo. —Me refería a Tobías. Le golpeé el brazo. —¡Idiota! —Es broma. Bueno, no, los dos merecéis la pena. Por cierto, ¿qué es eso que llevas puesto? —dijo, apartando su chaqueta de mi cintura, de la cual no me había desprendido. No tuve más remedio que quitármela junto con los pantalones para que viera con sus propios ojos lo que me estaba viendo obligada a llevar por culpa de Luz. Matías se descojonó vivo mientras me cambiaba el pantalón, contándole lo que le había ocurrido a mi preciosa ropa interior. El muy capullo llegó a abrir la mesilla de noche para cerciorarse de que esas monstruosidades estaban allí dentro, todas alineadas, perfectamente

colocadas, esperando su turno para torturarme. Agarró unas —limpias, por supuesto—, pasó los brazos por los agujeros de las piernas y puso la cabeza en toda la chochera para salir correteando por toda la suite mientras gritaba imitando mi voz: —Por favor, Mino, quítamelas. Necesito con urgencia que me liberes de esta trampa antisexo o mi coño morirá de asfixia. —Se llevó las manos al cuello mientras yo me reía. Ese fue el momento escogido por Mino para entrar con Claudia a cuestas. —¿Qué narices es eso? —preguntó, contemplando perplejo a Matías que, al oírlo, trató de escabullirse de su propia trampa sin éxito. —Unas bragas faja, de las que usan las mujeres de carne flácida para ocultar sus defectos —escupió Claudia con ponzoña—. Cuñado querido, no deberíais dar rienda suelta a vuestras perversiones en mitad del salón, recuerda que esta habitación la compartimos los cuatro. Si queréis jugar con esa cosa, hacedlo en la intimidad de vuestro cuarto. —Me puse roja como una guinda y salí en ayuda de mi jefe, que se iba a ahogar de verdad, a la par que ella seguía hablando con esa voz que me sacaba de mis casillas—. Mino, amor, ponme en el sofá y pide que nos suban algo de comer. Estoy hambrienta y tú también debes estarlo. Él obedeció, depositándola con cuidado. —Voy a llamar al servicio de habitaciones, a ver qué nos pueden traer para comer a estas horas. Se fue a la habitación. Eran las cuatro de la tarde y en media hora tenía que estar abajo para ir a las pistas y recibir mi siguiente clase. Mati había decidido ir con Tobías y sus padres a visitar la Alhambra. Yo iría con Ruth, que se moría de ganas de volver a ver a Ángelo, mi monitor de esquí, tras su cita de ayer. Logré liberar a Mati de su autoimpuesta prisión tirando de las bragas asesinas con tanta fuerza que casi salgo despedida por el balcón. —Gracias, cielo, me voy a buscar a Tobías. Claudia, cuídate, eso tiene aspecto de ir para largo. Mira la parte positiva, no tendrás que ponerte tacones durante un tiempo, así tus pies dejarán de sufrir las torturas a las que los sometes. —Tú siempre tan considerado. Me lanzó un beso, seguido de un guiño, y me dejó a solas con la arpía.

—Vaya, te han escayolado —observé, buscando un ápice de empatía en mi interior. —Uy, qué lista eres, ¿eso lo has averiguado tu solita? Tendré que encargarte una medalla a la enfermera más observadora del día. ¿Dónde te tocó el título de enfermería? ¿En un rasca-rasca? No te esfuerces en dilucidar qué me ocurre. Tengo una fractura de la articulación tibiotarsiana, por eso me han escayolado. Necesito reposo. Tuve que respirar cincuenta veces antes de responder con una sonrisa más falsa que la de la Pantoja frente a los paparazzi. —Menudo fastidio, te lo vas a perder todo. Ella me miró con resquemor. —No me digas. Suerte que tengo a mi novio para que cuide de mí y me haga compañía. Él se ocupará de aliviar personalmente mi malestar, no hay mejor atención que la de un médico enamorado —escupió, envenenada. No iba a entrar, sobre todo porque, aunque quisiera, no podía llevarle la contraria en eso. —Pues nada, a mejorarse. Yo me marcho ya, que voy a tomarme un café en el bar y después subiré a pistas. —Cuidado, no vayas a romperte una pierna esquiando o te salte una ardilla confundiendo tu moño marrón con una nuez. —Lo dijo con desprecio, mirando mi recogido como si fuera una boñiga de perro aplastada bajo su pie. —Las ardillas te las dejo a ti, pareces gustarles en demasía. Y no te preocupes por roturas inoportunas. Mientras no te tenga cerca, tijeras en mano, no hay peligro de que se me rompa nada. Gracias por preocuparte. Ella apretó los labios, ni siquiera me rebatió lo de las tijeras. Mino regresó anunciando que la cocina estaba cerrada, pero que se habían ofrecido amablemente a prepararles unos sándwiches vegetales. —Yo me marcho, pasadlo bien. —¿Te vas? —preguntó él. —Ehm, sí. Me espera mi segunda clase de esquí. Vosotros gozad de vuestra tarde en pareja, seguro que la disfrutáis. Yo intentaré hacer lo mismo, pasármelo bien.

Podría decirte que la tarde se me hizo muy pesada, aunque, si lo hiciera, estaría mintiendo como una bellaca. Fue genial, divertida, intensa, apasionante y mi profe estaba más que contento, alabando en todo momento mi facilidad para el esquí. Estaba lista para hacer un más que decente descenso de las antorchas y eso me llenaba de alegría. A Ruth le importaba bien poco la bajada, lo que ella quería era que Ángelo le encendiera otro tipo de antorcha en la cama. Cuando volví al hotel, molida por tanto deporte, pero satisfecha conmigo misma, Matías me esperaba en el hall. Estaba endemoniadamente risueño, con un paquete en la mano que agitaba para atraerme hacia él. —¿Qué es esto? —Esto, querida mía, es tu llave hacia la llamada a la acción. Póntelo debajo de tu mono de esquí. Hoy mi hermano estará en la bajada de las antorchas, tú y yo vamos a destapar el pastel para que te dé lo que tanto necesitas. No sufras, lo tengo todo previsto… Cuando volváis al hotel — sacó una tarjeta de su chaqueta—, tendréis lista esta habitación para dar rienda suelta al descontrol. —Pero… —No hay peros. Ya han terminado de reparar el cuarto que era para nosotros, Claudia no lo sabe y va a seguir sin saberlo. Añadiré el mismo somnífero que le puse anoche al botellín de agua que tiene en la mesilla de noche. Ni se enterará. Y, si se entera, tampoco pasará nada porque, una vez mi hermano te tenga soltera y a tiro, te garantizo que no va a dejarte escapar. Vas a saber lo que es que te toque el premio gordo y las dos aproximaciones. Ha ido acumulando tanto ahí abajo que cuando te pille por

banda, capaz es de que salgas disparada hacia el techo como si hubieras destapado una boca de incendios. —¡Exagerado! —Solté una carcajada—. Te veo muy seguro de que todo va a salir bien. —Lo estoy. Y ahora dúchate, perfúmate y prepárate para la noche de tu vida. Y deshazte de esas horripilantes bragas, son el anticlímax. Le di un abrazo cargado de cariño. —Diría que te debo una, pero son ya demasiadas. —No sufras, te las haré devolver con sustituciones y doblando turnos en la clínica. Me eché a reír con él. Tobías, que estaba a su lado, lo miraba embelesado. —Me encanta la pareja que hacéis, sois ideales. —Me alegra que te lo parezcamos, porque este hombretón va a ser tu futuro cuñado y el padre de mis hijos. —Mati… —le reprochó él, sonrojándose. —¿Acaso miento? Madre mía, sí que iban rápido, aunque eran tan monos que el tiempo que llevaban dejaba de importar. Se notaba que encajaban, ¿tendrían razón los antiguos griegos y la teoría del alma gemela era una realidad ancestral? Ojalá Mino fuera la mía. Con aquel pensamiento, subí a prepararme para la bajada de mi vida.

Todo listo. Solté el aire con fuerza, sintiéndome en comunión con la naturaleza. A Claudia no le había hecho ni pizca de gracia que Mino nos acompañara en el descenso, pues eso suponía quedarse sola en el hotel.

No tuvo más remedio que claudicar cuando un más que enfadado Mino se cruzó de brazos y le dijo que él no había ido hasta allí para ejercer de enfermera, que ya lo había hecho toda la tarde y necesitaba airearse. A ella casi le da un tabardillo, pues lo dijo durante la cena, delante de Mati y de mí. Se hizo la ofendida, después probó con unos pucheros y ninguna argucia le sirvió para evitar que él saliera por la puerta equipado con su mono de snow. Pensé en el conjuntazo de ropa interior que llevaba puesto. Era como si Mati fuera mi hada madrina y hubiera convertido mis monstruosas braga faja en el último atuendo del ángel más porno y elegante de Victoria’s Secret. Si a Cenicienta le hubiera conjurado eso la suya, en lugar de perder un zapato habría perdido la virginidad. —¿Estáis listos? —preguntó Ángelo antes de repartirnos las antorchas. —Sí —respondí, mirando nerviosa a un lado y a otro—. ¿Habéis visto a Mati y a Tobías? Hace rato que no los veo —inquirí, haciéndome la despistada. Sabía dónde estaban, su desaparición era la señal. —Pues no —contestó Ruth, mirando a un lado y a otro. —En cinco minutos empezamos el descenso. Si no están aquí, lamentándolo mucho, deberemos bajar sin ellos. Cuando vean las antorchas, ya se sumarán. —No pueden andar muy lejos, yo los busco y los traigo —me ofrecí. —Te acompaño. —Esa frase era la que había pronosticado Matías que diría su hermano. Montada en los esquíes y él en la tabla, descendimos unos metros y nos alejamos hacia un lateral, donde estaban sus siluetas apoyadas en un árbol. —¡Mira!, me parece que están allí —Apunté con el palo. Con tal cúmulo de mentiras, ya sentía a Lucifer frotándose las manos al olisquear mi alma pecadora. —Menuda vista tienes. ¿Seguro que son ellos? Desde aquí, yo no estoy seguro. Si él supiera que todo era un montaje, igual que los posados robados en tetas de las famosas en verano… —Solo hay una manera de averiguarlo —susurré, a sabiendas de que me seguiría. Me dirigí hacia ellos con Mino pisándome los talones o, más bien, los esquíes. Nos separaban solo unos metros, los suficientes para ver con claridad que la pareja internada en la arboleda se estaba besando.

La luz de la luna incidía en su ropa y sus rostros, ya no había duda de quiénes eran. Ahora tocaba la parte interpretativa, meterme en el papel. Mati y yo habíamos decidido que lo mejor era que su hermano se diera de frente con la realidad. No quería que Mino pudiera echarme en cara que lo había engañado para darle celos, aunque fuera el plan original de Matías. Era mejor que creyera que yo lo único que había sido era su escudo antibalas, que lo había protegido y listo. Me detuve en seco, me giré como pude hacia él con cara de preocupación y los dedos cruzados para que funcionara. Sus ojos se habían agrandado tanto que parecían del tamaño de dos pelotas de pimpón. —Vámonos —le dije, espoleándolo—, me he confundido. —¡De eso nada! ¡¿Tú estás viendo eso?! —Em… Sí, lo estoy viendo. —¿Y? ¿No piensas decirles nada? —¿Qué quieres que les diga? —No lo comprendo. ¿Sois poliamorosos, una pareja abierta, os van los tríos o qué coño pasa? —Tu hermano es gay. Yo solo le estaba haciendo de coartada. Me lo pidió como favor y no supe decir que no. Ya está, ahora ya lo sabes. —¡¿Gay?! ¡Eso es imposible! ¡Él siempre estuvo con las chicas más guapas! ¡Incluso se lio con Elisa! —Pura fachada. Una cortina de humo para que no sospecharais nada de su verdadera condición sexual. Tu familia lo adoptó con diez años, él tenía sus prejuicios… —Pero en mi casa no somos homófobos. —¿Y eso qué más da? ¿Alguna vez te has preocupado por los problemas que haya podido tener Matías? —Él nunca tuvo problemas. —Eso es lo que tú crees. Nunca le preguntaste por ellos. Es más, Mati jamás te dijo que se acostara con tu ex, eso lo presupusiste tú solito. ¿Me equivoco? Aquella realidad lo alcanzó como un rayo. —¡Estaba claro! ¡Él me dijo que Elisa se había acostado con todos! — exclamó.

—Pero no con él. Lo viste del mismo modo que creíste que él y yo nos habíamos acostado y que por eso me ofrecía un puesto en su clínica, ¿no? —Se le veía perdido, tanto que me daba lástima. —Dios, no puedo creerlo… No tenéis nada, nada. —Se llevó las manos, cubiertas por los guantes, a la nuca. —¿Tan poco me conoces que piensas que te hubiera dejado besarme como lo hiciste anoche o bajo el muérdago si tuviera algo con él? Para unas cosas eres muy listo, sin embargo, para otras eres soberanamente idiota. Igual me he equivocado contigo. —¿Que te has equivocado con respecto a qué? —Se acercó lo máximo que pudo, teniendo en cuenta mis esquíes. Me miraba con tanta intensidad que creí desmayarme antes de contestar. No podía hacerlo, era ahora o nunca. Hice acopio de valor, buscando a esa diosa interior que se nos despierta a todas cuando llevamos un conjunto de lencería escandalosa, y dije con aplomo: —Respecto a ti y a mí. El pulso me iba a mil. —¡Cuidado! ¡Un alud! —Oímos gritar mientras los esquiadores bajaban despavoridos montaña abajo. Cuando miré hacia el árbol para darles el aviso a Matías y a Tobías, no estaban. Sin pensarlo, me di la vuelta para ir hacia allí, pensé que se habían escondido para darnos intimidad y que no se iban a enterar del desprendimiento. No podía dejarlos atrapados. —¡Lucía! —gritó Mino a mis espaldas. Lo obvié. Toda mi preocupación era alcanzarlos antes que la nieve. Cuando recorrí los pocos metros que quedaban, solo estaba la marca de sus esquíes montaña abajo. Mino frenó como un loco a mi lado. —¡¿Estás loca?! ¡La nieve va a atraparnos! ¡Sígueme o nos alcanzará! Volví a ponerme en marcha por impulso, moviéndome lo más rápido que pude teniendo en cuenta que era de noche, estaba desorientada y mi nivel de esquí era de principiante. Fui tras él, tratando de esquivar la montaña de nieve que se nos venía encima. ¡Joder, que solo llevaba dos días esquiando! No sabía si iba a morir arrollada por toneladas de polvo blanco o rompiéndome el cuello en una caída.

Mino iba girándose para asegurarse de que lo seguía hasta que dejé de hacerlo. Una piedra fue la culpable de que uno de mis esquíes se encallara y el otro saltara por los aires. Estaba perdida.

Capítulo 23

Mario consejo: «Es mejor morir de pasión que de aburrimiento»

Mino

No había sentido tanto miedo en mi vida. Ver a Lucía engullida por aquella cantidad de nieve fue como caer de lo alto de un precipicio hacia la verdad más absoluta. ¡La quería! ¡La amaba! Y, lo más importante, la iba a perder por gilipollas. Corrí hasta alcanzar el lugar donde la vi desaparecer. El castigo de la montaña había concluido y ahora era el cielo quien pretendía colocarme en mi lugar con una nevada que iba cobrando intensidad minuto a minuto.

Capítulo 24

Decimosexta afirmación: «Me libero de patrones mentales antiguos sin esfuerzo»

Mino

La observé comiendo, con el rostro todavía tomado por los resquicios de la pasión. Tenía los labios sonrojados al igual que las mejillas, lo que me hacía pensar en un delicioso postre cubierto de frutos rojos que ansiaba devorar. Los ojos y la piel le brillaban. Nada tenía que ver con la Lucía que rescaté entre la nieve. —¿Qué ocurre? ¿Me he manchado la nariz de tomate? Negué con aquella sonrisa de bobalicón que era incapaz de disimular. —Lo que ocurre es que estás preciosa. Su sonrojo aumentó. —Seguro que tengo una pinta terrible, te sirves de que no tengo un espejo para comprobar el desastre que estoy hecha.

—Si necesitas un espejo, sírvete de tu reflejo en mis ojos. En ellos encontrarás la única respuesta que importa. Míralos y dime qué es lo que ves. —Eso no vale. —Sonrió, cubriéndose un poco más con la manta para tratar de disimular la sonrisa que se le formulaba en los labios y que le arrugaba los extremos de los ojos. —Eso es lo único que vale. —Le bajé la parte cubierta para besarla con suavidad. Ella suspiró. Ambos sabíamos a sopa de bote y albóndigas en conserva, una mezcla nada desagradable cuando besas los labios de la persona que quieres. Otro suspiro inundó mi cavidad bucal, dándome a entender que ya había recuperado fuerzas y estaba lista para el segundo asalto. Ya habíamos terminado. La tomé en brazos y la senté encima de mí, en el suelo de madera, frente a la chimenea, sin dejar de tomar su boca con ambición. Una voz sonó a través del radio control. —¿Hola? ¿Hay alguien? Tenemos una llamada desde la cabaña. ¿Señor Ulloa? ¿Señorita Jiménez? ¿Son ustedes? Ambos miramos hacia el punto desde donde salía. —Responde, me parece que es Ángelo —me instó Lucía. La dejé en el suelo y me incorporé hasta llegar al aparato. —Hola, soy Mino Ulloa y estoy con Lucía Jiménez. El alud nos sorprendió y logramos llegar a este refugio. —¡Gracias al cielo! —La voz de alivio no me dejó duda de que estaban preocupados por nosotros—. ¿Están bien? Soy Ángelo Morconi, el instructor de esquí a cargo de la bajada de las antorchas. —Sí, estamos perfectamente. El refugio está equipado para pasar la noche con comodidad. No se preocupen, no hemos sufrido daños importantes. —Me alegra oír eso. Se ha desatado una tormenta de nieve, en estas condiciones climatológicas nos es imposible llegar hasta ahí para rescatarlos. En cuanto amaine el temporal, iremos a por ustedes. Esperemos que pueda ser por la mañana. —Se lo agradezco, Ángelo. Como le digo, estamos bien. Por nosotros no se preocupen, hay víveres suficientes para tres días. —Miré a Lucía, a quien pareció gustarle mi respuesta—. Le agradecería que avisara a mis familiares

y al resto de las personas que conforman nuestro grupo para que sepan que estamos bien. No queremos que se preocupen innecesariamente. —Por supuesto, no lo dude. Estaban todos muy nerviosos porque les hubiera ocurrido algo grave. Su prometida ha sufrido un ataque de histeria y su hermano insistía en salir, pese a las advertencias. Así que ahora mismo se lo digo a todos. —Gracias, Ángelo. Por cierto, Claudia no es mi prometida, solo una buena amiga. —Por supuesto, señor Ulloa, solo he reproducido lo que ella me ha dicho. Que tengan una buena noche. Cortamos la comunicación y regresé al lado de la mujer más sexi del planeta. —¿Acabas de decirle que Claudia no es nada tuyo? ¿Y que vamos a pasar la noche aquí, en ese minúsculo camastro? —Ajá. No creo, enfermera Jiménez, que esté en disposición de conseguir algo mejor, dadas las circunstancias. Esta es mi guarida de la montaña y he decidido ser cortés y alquilarle media cama con derecho a todo —murmuré, juguetón. —Mmmm, curioso. No recuerdo haber dado respuesta a un anuncio como ese. De hecho, me había fijado en otro. —¿Qué otro? —Alcé la ceja, yendo hacia ella. —Decía algo así como… Hombre invisible busca a mujer transparente para hacer cosas nunca vistas. No pude más que soltar una carcajada ante la inventiva. —Ese anuncio también era mío. —¿En serio? Juraría que lo había visto junto a varias frases de humor en Pinterest. —Lo puse ahí para llamar su atención, ya sabe que yo soy muy de redes —respondí, agazapándome sobre ella, quien se tumbó para disfrutar mis atenciones. —Uuuh, eso suena a pescador profesional, doctor Ulloa. ¿No será como el marido de aquella mujer que atendimos en la consulta, que tira su red para ir de chirla en chirla? —añadió en tono jocoso. —Para nada, ya sabe, enfermera Jiménez, que a mí el único molusco que me interesa… está justo aquí. Colé la mano por la manta e introduje los dedos en su sexo, que ya estaba húmedo y listo. Lucía gimió con suavidad, separando los labios.

Abrí la manta que cubría su cuerpo para incitarla a que se recostara y yo colocarme sobre ella mientras acariciaba su sexo más que dispuesto. Los jadeos escapaban involuntariamente, incitándome a seguir. Me gustaba verla envuelta de pasión, sin otra ropa que el deseo. —Desnúdate, quiero verte en igualdad de condiciones —me pidió con los ojos velados. —Mmmm, una chica reivindicativa. Ya te dije que, si querías verme desnudo, deberías quitarme tú la ropa. —¿Con los dientes? —Hizo una dentellada al aire. —Con lo que quieras. Pero ten cuidado, no vayas a clavarlos y después te arrepientas. Las tornas se cambiaron. Lucía contraatacó, colocándose encima de mí. Estaba pletórica, con las luces anaranjadas tomando su piel. Besó mi mandíbula, el cuello, descendió recorriendo los trazos del tatuaje con la lengua, engrosando mi anhelo por ella. Jugueteó con mis abdominales con entrega, mordisqueando cada uno de ellos hasta detenerse en la goma de mi bóxer, que estaba al borde del colapso. —Creo que esto me pertenece, doctor Ulloa. —Todo suyo, milady. —Contuve el aliento cuando ella fue bajándolos con una lentitud agónica a la vez que con la boca iba dando la bienvenida a mi miembro más que dispuesto. Detuvo la bajada de calzoncillo hasta lo que le dieron los brazos sin abandonar mi sexo. Dejé ir un gruñido al tener su lengua recorriendo mi glande con dedicación, trazando círculos alrededor de él mientras acompasaba el movimiento con sus manos liberadas. Era una tortura enloquecedora, porque lo que yo ansiaba era enterrarme en su boca hasta el fondo. Fue entonces cuando recordé que me estaba tomando sin preservativo y que no llevaba ninguno encima. Estaba sano, limpio, pero era ginecólogo, no hubiera estado bien dejarme llegar sin avisar. —Lucía, Lucíííaaa. Ella levantó la mirada con una expresión que me recordó a una gata traviesa. —¿Qué ocurre? —No tengo condones, no pensaba que esto ocurriría en plena montaña.

—Ajá —aseveró sin detenerse. —No tengo ninguna ETS —mascullé entre dientes—, pero entenderé si no quieres continuar con… ¡Joder! —exclamé, notando cómo era engullido hasta el fondo de su garganta. Después, ascendió y me sacó de la gruta más sexi en la que había sido alojado. —Confío en tu integridad como hombre y en tu salud sexual. Sé que podemos acostarnos sin profiláctico, aunque te agradezco tu preocupación. Por cierto, puedes estar tranquilo. Desde el último susto que tuve, que me llevó a la consulta de un ginecólogo un tanto cabrón, decidí que igual no estaba tan mal empezar a tomar la píldora. Así que, si no tienes otro impedimento que añadir… Calla ahora y folla para siempre. Sin esperar mi respuesta, su melena castaña volvió a acariciar mis ingles mientras era abducido por la nave nodriza de su garganta. «Mmmm, ¡joder! Era increíble». Percibir su lengua en toda la extensión de mi carne, tratándola con tanta devoción como había hecho yo con ella, no había palabras para expresar todo lo que me hacía sentir. Hacía tanto que no estaba íntimamente con una mujer que apenas recordaba aquellas sensaciones. El placer me recorría desde la punta del pie hasta el engrosado glande, que lagrimeaba del gusto. Lo sacó por completo para descender en una bajada tan larga como la ladera de la montaña. Agarré su pelo en lo alto de la cabeza para no perderme las expresiones que cruzaban su rostro. Verlas era casi más excitante que lo que me estaba haciendo. La mano izquierda había tomado mis testículos, colmándolos de atenciones, mientras la derecha, en un solo de guitarra, acompañaba la boca de mi cantante predilecta. Volvió a salir por completo y esa vez me lamió por fuera, desde la cabeza hasta trazar todo el tallo y regresar de la base a la punta. —Dios, Lucía. Como sigas así, no voy a poder aguantar aunque quiera. —Vale, pues entonces… Terminó de quitarme los calzoncillos para reptar sobre mi cuerpo, asentarse en mis caderas y balancearse sobre mi polla sin dejarla entrar. —¿Pretendes volverme loco? Porque te juro que lo estás consiguiendo. Si continúas, no voy a poder controlarme y me voy a correr como un crío. Mis manos ascendieron a los pezones para retorcerlos, ella jadeó entrecerrando los ojos. Estaban muy sensibles por mi tratamiento de antes.

—Pretendo que recuerdes esta noche para siempre. —Pues para eso no hace falta que te esfuerces más, no la olvidaría por nada del mundo. Es más, ojalá pudiera caer en un bucle temporal espaciotiempo y no dejar de recrear estas horas en la cabaña. Lucía sonrió, agarró mi miembro y lo colocó en la entrada de su vagina. —Entonces, no voy a postergar más lo que los dos queremos. ¿Verdad? Me gustaba verla así, tan segura y empoderada encima de mis caderas. —Verdad —admití. Fue el pistoletazo de salida para hacerla descender, admitiendo toda mi largura y grosor en su interior. Gemimos al mismo tiempo. Su musculatura interna me apretó en un abrazo aniquilante hasta que Lucía logró encajarse, dejando su cuerpo caer hacia delante. Tomé los suaves montículos con las manos para llevarme uno de ellos a la boca. Ella se había detenido para adecuarse a mi tamaño. Cuando se sintió cómoda, inició el vaivén que nos transportaría a ambos a otro plano, uno mucho más íntimo que nos llevó más allá del sexo. Era un viaje de caricias, jadeos y roces donde nuestras almas se encontraban en plenitud por primera vez. Mis gruñidos y sus quejidos de placer entonaban una letra que no entendía de tiempo o equívocos. Solo éramos ella y yo, un ser por fin completo al que los dioses ya no podrían condenar a vagar en soledad por la tierra. Noté el momento justo en el que el orgasmo empezó a fraguarse en su interior, acelerando el mío, buscando esa liberación conjunta que llegaría en forma de grito liberador. Conectando sus ojos a los míos, estrujando nuestros corazones al ritmo del clímax perfecto.

Lucía Abrí los ojos con una sonrisa en la boca y el cuello torcido. Pensaba que lo haría sobre el suave pecho de Mino, pero, al parecer, este no se encontraba en la cabaña. Seguramente, había salido a cazar el desayuno. Me reí por la absurdez que acababa de pensar. El fuego se había apagado y, aun así, sentía el calor de la noche pasada en todas las zonas de mi cuerpo. Puede que hubiera ido a por troncos que quemar. Repetimos un par de veces, la primera en el suelo y la segunda contra la pared. Me palpé el hombro pensando en la astilla que Mino tuvo que sacarme del hombro al terminar. Había merecido la pena. Oh, sí, ya lo creo… La estancia olía a leña y a sexo, lo que me llevó a plantearme que yo debía estar impregnada por el mismo aroma. Tenía mucho pis y no había un baño en la cabaña. Además, necesitaba asearme un poco como fuera antes de que vinieran a rescatarnos. Me puse mis calcetines negros térmicos hasta las rodillas, que ya estaban secos, y decidí que la mejor opción era calzarme las botas, anudarme la manta más ligera que había e ir tras la cabaña a vaciar la vejiga y usar la nieve para el aseo. La noche anterior nos habíamos bebido el agua y solo quedaban zumos y refrescos. Si agarraba un poquito de polvo blanco entre las manos, podría derretirlo y usar el agua resultante para una limpieza rápida antes de vestirme. Saqué la cabeza a un lado y al otro. No se veía un alma, ni a Mino ni a nuestros rescatadores. Perfecto.

Correteé hasta llegar al lugar que había pensado. Hacía bastante frío como para pensar en desnudarme, pero si quería aliviarme sin mojar la manta debía dejarla a un lado. Busqué un saliente en la madera y decidí colgarla sin que tocara el suelo. Avancé un par de pasos, me puse en cuclillas y separé las piernas, temblando. Qué alivio era hacer pis cuando ya no aguantaba más. Debería ser catalogado como uno de los placeres de la vida, igual que comer o hacer el amor con Mino. La comparativa me hizo sonreír hasta a mí mientras la nieve se fundía bajo el chorrito caliente. Oí un ruido justo detrás, lo que me hizo encogerme como una bola. Agudicé el oído. Era una mezcla de gemidos extraños seguido de una risilla siniestra y estaba justo detrás de mi culo. Quería cerrar las piernas, pero no había terminado y me daba miedo lo que pudiera encontrarme. Seguro que se trataba de algún bichejo de la naturaleza, siempre había escuchado que cuando te encontrabas frente a animales salvajes debías quedarte muy quieta. Giré al máximo el cuello, buscando el origen de aquel sonido. Las últimas gotitas cayeron sobre la nieve fundida. En un principio no vi nada, hasta que mi manta comenzó a moverse sola, propiciando un grito que no pude contener. Tenía que cogerla como fuera y regresar al interior de la cabaña. Estiré el brazo al máximo, intentando agarrarla sin acercarme demasiado, cuando una cosa salió de debajo y me miró con ojillos negros, brillantes y siniestros, mostrándome unos dientecillos afilados al intentar arrebatarle su premio. —Soy más fuerte y grande que tú —lo amenacé. Tenía pinta de hurón. Esa cosa volvió a emitir otra de sus risitas y, de un tirón, se llevó la manta trotando hacia el bosque. —¡Eh! —chillé, dispuesta a recuperar mi prenda perdida saliendo en su busca. No sé en qué narices estaba pensando, o si ni siquiera lo hice, porque a la quinta zancada estaba llena de nieve hasta las rodillas. Ponerme a perseguir un hurón robamantas había sido una pésima idea. Por suerte, a la fierecilla revoltosa se le había enganchado la prenda en una rama de un árbol caído y no insistió demasiado en querer llevársela.

Estaba a unos ocho pasos de mí. Podía parecer una distancia corta, pero, cuando te hundes a cada paso que das y vas más desnuda que Eva en el paraíso, puede parecerte kilométrica. Escuché otro ruido, esa vez parecía un motor… Oh, no, oh, no, no, no… ¡No podían venir ahora a rescatarnos! Miré hacia la cabaña, tratando de recalcular ruta. Si daba la vuelta, tenía más de ocho pasos, así que mi única salvación era que no me pillaran como a la maja desnuda antes de que llegaran a la cabaña. Corrí hacia el árbol caído. Bueno, lo de correr es un decir; más bien, fueron unas zancadas desacompasadas y faltas de armonía. Me estaba congelando y mis pezones parecían carámbanos. Ya casi la tenía cuando escuché un grito de «¡Árbol va!». ¿Árbol va? ¿Dónde iba el árbol? Un crujido que no presagiaba nada bueno retumbó demasiado cerca. Fue entonces cuando vi el enorme pino que quedaba detrás de la manta balanceándose hacia mí. Chillé aterrorizada. Ahora que había encontrado el amor, no podía morir desnuda, con salpicaduras de pis en las ingles y aplastada por un árbol. Me lancé en plancha, pretendiendo rodar como una croqueta sobre el manto nevado sin calcular que no había inclinación suficiente y que la nieve era polvo. Lo único que conseguí fue hundirme bocabajo en una postura poco graciosa. A ese ritmo iban a darme un máster en caídas. Faltó poco para que ese enorme tronco no cayera encima de mí. El golpe fue atronador. Grité aterrorizada, me tapé con las manos la cabeza, la tierra tembló debajo de mí y las tetas se me congelaron al mismo tiempo. —¡Señora! ¡Señora!, ¿está bien? No quería mirar, solo enterrarme bajo el hielo, convertirme en lombriz y cavar un túnel que me llevara directa a la cabaña. —¿Lucía, eres tú? ¡Oh, por Dios! ¡Era la voz de Ángelo que se sumaba a la otra que preguntaba cómo me encontraba! Con toda seguridad, esos dos hombres me estaban viendo el culo en todo su esplendor. ¿En qué momento me pareció buena idea salir de la cabaña solo con una manta? —¿Podéis pasarme esa manta? —pregunté, apuntando hacia el lugar donde permanecía enganchada.

—¿Lu? ¡¿Lu?! —exclamó Mino, uniéndose al trío masculino. No sé quién me arrojó la manta encima, pero sí que fue él quien volvió a cogerme para taparme y envolverme contra su cuerpo cálido—. ¿Puede saberse qué haces aquí fuera y desnuda? —Pues me gustaría decir que algún tipo de ritual de belleza pagano, pero no. Es más triste que eso —expresé contra su cuello, temblorosa—. Salí a hacer pis y asearme un poco cuando un hurón de las montañas me robó la única prenda de abrigo que llevaba. —Oh, seguramente, fue un Putorius putorius —observó el tipo con pinta de leñador, sierra eléctrica en mano. —Sí, bastante hijo de putorius sí que era. Tendrías que haberlo escuchado reír antes de llevarse la manta. El hombre soltó una carcajada. —Ese es el nombre que recibe la especie, también conocida como turón común. Hay muchos en Sierra Nevada. —Me da igual cómo se les conozca o si son un montón. El muy hijo de la montaña me guindó mi prenda de abrigo y salió huyendo. En vistas de que se le enredó en ese tronco, decidió continuar sin ella. »Al oír el ruido de un motor me asusté, pensaba que llegaba nuestro rescate y decidí que lo más inteligente era recuperarla para que nadie me pillara desnuda en mitad de la nieve. Me equivoqué, debería haber huido hacia la cabaña, casi muero aplastada por ese pino. —Bueno, tranquila. Gracias a Dios, estás bien y nosotros no hemos visto nada, ¿verdad, León? —le preguntó Ángelo al leñador. —Nada de nada. —Claro, porque no llevaba nada de ropa —me quejé. Por suerte, no se rieron de mi bochorno. —Voy a llevarla dentro para que se vista. No me perdí la mirada cómplice que se lanzaban los tres. A saber lo que se les estaba pasando por la cabeza. Bueno, sí lo sabía, que esa noche lo que me había mantenido caliente no había sido el fuego, sino el hombre que me llevaba en brazos. —Creo que me estoy acostumbrando a llevarte así, y ¿sabes? Me gusta —confesó, hundiendo su nariz en mi pelo mientras se dirigía al refugio. —Pues a mí no me gusta que siempre tengas que rescatarme, alguna vez podría ser a la inversa.

—No te veo cargándome en brazos. Además, tú me has rescatado el alma y eso es mucho más importante Alcé la cara que había tenido enterrada en su cuello, aspirando su aroma —que tanto me gustaba— para mirarlo a los ojos. ¿Cómo podía ser tan guapo y perfecto? Además, se le veía tan sincero y relajado. —¿Por qué me dices unas cosas tan bonitas? —Porque las mereces, y porque son verdad. —Ya está, ya hemos llegado, mi aventurera nudista. En nuestro próximo viaje te llevo a uno de esos pueblos en los que viven en pelotas —bromeó. —Puestos a elegir, prefiero otro lugar. El nudismo me gusta en la intimidad. —Él me miró, travieso—. ¿Se puede saber dónde estabas? — inquirí cuando me depositó en el suelo de la cabaña. —Ángelo llamó por radio, estabas tan profundamente dormida que me supo mal despertarte. Al parecer, el acceso estaba complicado por la tormenta, habían caído unos cuantos árboles y me necesitaban para ayudarlos a despejar el camino. —Pues podrías haberme despertado —rezongué buscando mi ropa, que ya estaba seca. —Prometo que lo haré la próxima vez. Tiró de la manta para que me diera la vuelta, atrapándome entre sus brazos y besándome con entusiasmo. Si es que uno de sus besos me nublaba la mente. —Deja que me vista. Ya seguiremos en el hotel, en una cama y en condiciones. —Me gusta cómo suena. —Más te gustará cuando te haga todo lo que se me está cruzando por la mente —añadí, provocadora. —Mmmm, eso suena excesivamente bien. —Vale, pero antes necesitaré darme una ducha. Apesto. —De eso nada, hueles muy bien. —Pasó la nariz por mi cuello—. ¿Qué te parece si nos la damos juntos? Así contribuimos con el medio ambiente. —Me gusta tu forma de pensar —ronroneé, dándole un bocado a su barbilla. Después me separé y, sin pudor alguno, me vestí tratando de parecer lo más seductora posible. —Si haces esas cosas, me va a importar muy poco que esos hombres nos estén esperando fuera.

—No sé de lo que hablas —murmuré, subiéndome los pantalones y dejando mis pechos al aire. No pensaba ponerme el body sucio, me lo guardaría en uno de los bolsillos. —Pues ahora lo sabrás. Vi cómo sacaba la cabeza fuera y gritaba: —Chicos, dadnos quince minutos, los necesitamos para que Lucía entre en calor. Solté una carcajada nerviosa cuando lo vi regresar con mirada fiera. —¡¿Estás loco?! Ahora mismo sabrán lo que pretendes hacer. —¿De verdad piensas que ellos harían otra cosa distinta viéndote gloriosamente desnuda? Lo raro sería que no te quisiera follar. Me dio la vuelta contra la pared para bajarme los pantalones y darme un mordisco en la nuca. —Estoy sucia —protesté sin demasiada oposición. —Estás perfecta. No me extraña que ese hurón te robara la manta, cubrir este cuerpo es un auténtico delito —susurró bajándose el pantalón, para entrar en su recién estrenada cueva y hacerme gemir de nuevo.

Capítulo 25

Decimoséptima afirmación: «Amo y acepto mis defectos»

Mino

Fuimos recibidos en el hotel casi como auténticos héroes, rodeados de muestras de cariño y afecto por parte de todos. Mi hermano tenía una cara de culpabilidad que no podía con ella. Mi madre lloraba desconsolada y Claudia —a la que habían bajado para el recibimiento con una silla de ruedas, cortesía del hotel— imitaba las lágrimas de mi progenitora mientras dedicaba miradas de soslayo a una Lucía pletórica. —Hijo, ¿seguro que estás bien? —Mi madre me palpaba tratando de encontrar algún rasguño, como si fuera un crío de cinco años. —Sí, mamá, ¿no me ves? —No quiero imaginar lo que debe haber sido tener que pasar la noche en una cabaña sucia y maloliente. Seguro que no habéis pegado ojo y habéis pillado piojos —interrumpió Claudia. —Lo cierto es que el refugio estaba bastante limpio. Había chimenea, comida en lata, una cama algo estrecha y suficientes mantas. Aunque debo

darte la razón, mucho no hemos dormido. —Desvié la mirada, risueño, hacia Lucía. —Deberías haberte quedado conmigo, como te sugerí, en lugar de ir a la bajada de los fantoches. Si me hubieras hecho caso, nada de esto habría ocurrido. Lo que no comprendo es por qué solo os pilló a vosotros, ¿acaso no ibais con el grupo? —Mino y Lucía fueron a buscarme, me había descolgado del grupo — confesó mi hermano con claras muestras de arrepentimiento—. No sabes cómo siento el aprieto en el que os puse, solo de pensar que os podría haber pasado algo… —Lo importante es que no pasó —dije, conciliador. —¿Y puede saberse por qué te habías descolgado sin tu chica? ¡Podrías haber matado a tu hermano, que no tenía culpa! —le recriminó Claudia, enfurruñada, echándole toda la caballería encima. —Ya he dicho que lo siento. Mi intención no era que un alud nos pillara por sorpresa, eso fue cosa de la montaña. —Matías cogió aire y, mirando con fijeza a Claudia, soltó frente a todos lo que yo ya sabía—: Además, Lucía no es mi chica. —Uff, menos mal que lo habéis dejado, no sé cómo has tardado tanto en darte cuenta de que esa don nadie no está a tu altura. Me dieron ganas de ahogar a mi enfermera. —No se trata de eso. Le pedí a Lucía que se hiciera pasar por mi novia para cubrirme las espaldas. Nunca he estado con ella porque soy gay y, si me descolgué del grupo, fue para estar un rato a solas con mi verdadera pareja, Tobías. Hubo un «¡¡Ohhh!!» contenido. No de disgusto, sino de sorpresa. Lucía sonrió asintiendo, abrazada a una perpleja Ruth, que paseaba la mirada de uno a otro sin dar crédito. A Claudia los ojos parecían a punto de estallarle. Mi padre se limitó a asentir, mamá estaba cobijada por su brazo y tampoco parecía pillarle la noticia por sorpresa. —Me alegra que por fin hayas decidido dar el paso. —¡¿Lo sabíais?! —pregunté al mismo tiempo que Matías. —Pocas cosas se nos escapan a los padres, ya lo comprenderéis cuando tengáis hijos propios. Mati, a nosotros nos da igual a quién quieras mientras seas feliz, eso es lo único que nos preocupa. —Esas cosas se saben, hijo —explicó mi madre, comedida.

—¿Y por qué nunca me lo dijisteis? —los interrumpí. —¿Acaso a ti te importa con quién se acueste tu hermano? —la pregunta me hizo desviar la mirada hacia él. —Por supuesto que no, pero me habría gustado ser partícipe de la evidencia, ya que vosotros lo teníais tan claro. Tampoco sé por qué ha tenido que ocultar algo que es de lo más normal. Y no me parece justo que Lucía haya tenido que sufrir habladurías innecesarias que se lo han hecho pasar mal por lo que pudieran pensar los demás —le reproché en voz alta. Mi hermano agachó la cabeza. —Lo siento, y te doy la razón. Nunca debí meter a Lucía en esto, no fue acertado. Ella salió en su defensa. —Nadie me puso una pistola en la cabeza, yo acepté y no me arrepiento. Lo importante es que estamos bien, que Matías está con la persona que quiere y… —Buscó mi mirada, sonrojada. —¿Y? —preguntó mi madre, mirándonos con sospecha. —Y que esta noche tenemos una cena de gala a la que acudir, así que pienso pasarme el día en el spa, que ya he tenido suficiente nieve en dos días. —Me apunto —dijo mi madre. —Y yo —se sumó Ruth. —Pues yo pienso recuperar el tiempo perdido con mi prometido — sentenció Claudia, cogiéndome la mano para restregarla por su cara. —Tú y yo no estamos prometidos —aclaré, generando otro «¡¡Oh!!» contenido por parte de los trabajadores. Mis padres seguían con aquella mirada de complicidad. ¡No fastidies que también se habían dado cuenta de que lo mío con Claudia era una pantomima! —Pero ¿qué dices? —masculló ella, poniéndose roja como un pimiento. —Lo siento, pero yo tampoco puedo seguir con la mentira. Lo intenté contigo porque no dejabas de insistir, pero a quien amo de verdad es a Lucía. Redoble de oes… —El alud te ha afectado al cerebro, debes tener algún síndrome postraumático que justifique lo que acabas de decir. A quien amas es a mí y no a esa sucia piojosa.

—Pues, si tengo un síndrome, no quiero que se me vaya nunca. —Aparté mi mano de la suya—. Lo siento, Claudia, espero que algún día encuentres a un hombre que te haga feliz, pero ese hombre no soy yo. Fui a dirigirme a Lucía para abrazarla cuando unas garras afiladas se clavaron en mi pierna. —¡No puedes hacerme esto! ¡No puedes! ¡Es una zorra! ¡Una buscona! ¡Una cazafortunas que lo único que busca es dar el braguetazo de su vida contigo! Me sacudí para deshacerme del agarre. —No es nada de eso, sino la mujer con la que quiero pasar el resto de mis días. Y ahora, suéltame antes de que quedes en ridículo más de lo que lo estás haciendo. —¡¿Yo?! ¿Ridícula? El ridículo no deja de hacerlo ella, primero con el batido por encima, después enseñando esas bragas horrendas en la tirolina. No es digna de ti. Además, me he enterado por una buena amiga que la echaron del hospital donde trabajaba por atacar a su jefe. Es una mujer violenta y desequilibrada. No me extraña que a su exmarido se le fuera la mano con ella. Lucía se encogió con ojos llorosos y salió corriendo para refugiarse en el hotel, seguida de una Ruth que miró con desprecio al monstruo que se aferraba a mi pierna. —Eres mala, no sé cómo he podido estar tan ciego respecto a ti. —Mala es quedarse muy corto. Claudia fue la culpable de lanzarle el batido a Lucía por encima y romperle los pantalones para dejarla en ridículo. Es la peor persona que he visto nunca. Lucía no le debe ninguna explicación a nadie, a ninguno, ni tiene por qué sentirse mal por lo que hizo en su antiguo puesto de trabajo. Me dio los motivos que la llevaron a tomar determinadas decisiones, que a ninguno le atañen, y aun así decidí que formara parte de nuestra familia, porque es buena profesional y persona — aclaró Matías, haciéndome sentir orgulloso. —Ninguna mujer merece que un hombre le ponga la mano encima, sea por el motivo que sea —intercedí, poniéndome por primera vez del lado de mi hermano en pos de un objetivo común—. Y que tú digas eso solo demuestra la calidad humana de la que estás hecha. Lamento profundamente decir esto por la amistad que nos ha unido durante estos años, pero… estás despedida.

—¡¿Cóóómooo?! ¡No vas a despedirme! ¿Me oyes? ¡Te he dado mis mejores años pensando que me convertirías en tu mujer! ¡¿Y ahora qué?! ¡¿Eh?! ¿Vas a dejarme por esa puta que te tiraste en nuestro jacuzzi mientras pensabas que dormía? —No voy a dar explicaciones sobre mi vida íntima, y menos a ti, que no tenemos nada. —Solo tienes lo que has cosechado, ni más ni menos. Por fin todos hemos visto la auténtica cara de laabominableclaudiadelasnieves —la reprendió mi hermano bajo las risitas de los congregados—. Tranquilo, Mino, que me encargo de pedir que la cambien de habitación. Ve a por tu chica y no pierdas más el tiempo con quien no lo merece. —Gracias. Nos debemos una conversación —Mati asintió y yo fui en busca de la persona que más me importaba, al margen de mi familia. Tras preguntar en recepción, me dijeron que habían visto a las chicas alejarse hacia el ascensor. Probé primero en la habitación de Ruth, que estaba en la planta de abajo. No había señales de vida, así que subí a la suite. El llanto desconsolado que me encogió el pecho salía del cuarto que Lucía compartía con mi hermano. Ruth trataba de calmarla con palabras de consuelo, echando pestes de Claudia para infundirle ánimo. —Venga, que esa zorra no merece tus lágrimas. Ya sabes que detrás de una gran mujer siempre hay un puñado criticándola. Así que da las gracias de que en tu caso solo sea una. Ahora, lo que has de hacer es meterte en la ducha y darte bien de jabón para que todo te resbale. —Pero es que ha dicho cosas horribles y ahora todos pensarán… —Todos pensarán que soy terriblemente afortunado de tener una mujer tan preciosa, generosa, humana y trabajadora como tú —intercedí, escuchándola sorber por la nariz. Odiaba verla así sin motivo. Ruth me sonrió, dándole un apretón en las manos y poniéndose en pie. —Te dejo en buenas manos, ya no me necesitas. —Ruth —la llamó flojito—, gracias. —No hay de qué. Salió para dejarnos a solas. Yo me acomodé a su lado en la cama. —Claudia no merece tus lágrimas, estoy de acuerdo con Ruth. Le limpié los ojos con los dedos.

—No voy a culparte si no quieres saber nada más de mí. Entiendo que lo de anoche igual fue un momento de enajenación mental, que la situación te llevó a decir palabras que de verdad no sentías. —¿Estás loca? Sentía y siento cada cosa que dije o hice. ¿Por qué iba a querer dejarte? Ella se encogió de hombros. —Igual no soy lo suficiente. —Mi madre me ha dicho siempre que escogiera bien a mi pareja, porque era el reflejo del amor que me tenía a mí mismo. No es que seas suficiente, es que eres todo lo que quiero. —Tengo muchos defectos. —A esos también los quiero. No te lo había dicho, pero soy un pelín acaparador. Y también tengo una buena colección como desconfiado, cabezota, algo gruñón… ¿Quieres que siga? —Logré que sus labios se curvaran en una sonrisa. —Me gusta cuando me acaparas. —Perfecto, porque me debes una ducha y, como te ha dicho Ruth, pienso darte muchísimo jabón para que todo nos resbale. La coloqué en el mejor lugar del mundo, en mis brazos, para llevarla junto a mí al baño. —Como sigas haciendo eso, voy a acostumbrarme —ronroneó, aspirando el aroma de mi cuello. —Eso es justo lo que quiero, que te acostumbres, porque no pienso dejarte ir. Tuviste un hombre que se dedicó a cubrirte de cicatrices. Unas se ven en forma de pequeños rasguños en una hermosa superficie. Otras están tan dentro, tan profundo que es imposible alcanzarlas con la vista. —La noté encogerse—. Mírame y escucha lo que voy a decirte. —Sus ojos se anclaron a los míos—. Ahora vas a tener a un hombre que va a besarlas todas, una a una, para cuidar de ellas e imprimir nuevos recuerdos. No te prometo que desaparezcan o que haya días que no duelan, pero me voy a pasar el resto de mis días llenándolas de nuevas experiencias que las hagan más llevaderas. Su boca selló la mía. No necesitaba un te quiero por su parte, porque lo sentía en cada gesto de afecto que me demostraba.

Cuando terminé de resarcirme con Lucía en la ducha, y dado el cansancio que llevábamos encima, nos acurrucamos en la cama, desnudos y dispuestos a dormir. Unos golpecitos en la puerta me despertaron. Miré el reloj, era casi la hora de comer. Dejé a mi chica tapada y me puse la toalla que había quedado olvidada en el suelo. El que estaba al otro lado no era otro que Matías. —Hola —lo saludé, frotándome la nuca—. Perdona por haber colonizado tu cuarto. Él me ofreció una sonrisa conciliadora. —¿Eso es lo único que has colonizado? —Alzó las cejas. —Lo cierto es que no —murmuré, haciéndole un guiño. —Me alegra oír eso, tenéis mucho tiempo perdido que recuperar. Venía por si quieres que os pida que os suban algo de comer o queréis bajar con todos. —Muy considerado por tu parte. —Soy considerado. De hecho, soy más que eso, soy el rey de la consideración, aunque tú no lo creas. —Probablemente, tengas razón —asumí, dejándolo fuera de juego. —¿Lo estás diciendo en serio? —Me parece que llevo mucho tiempo juzgándote mal. —Bueno, yo más bien diría que eso ocurrió el mismo día que papá y mamá regresaron de aquel viaje a América Latina trayéndose un mocoso para que formara parte de vuestra perfecta familia. Había llegado el momento de hablar y no tenía por qué postergarlo más. —¿Me das un minuto para que me vista? Tenemos que hablar.

—Por favor. Te espero en la salita. Me puse un jersey grueso en color crudo y unos pantalones tejanos. Una vez listo fui a la sala de estar, donde Matías estaba sentado en el sofá. Me pasé la mano por el cuello, percibiendo la tensión que lo encogía, pensando en cómo empezar la conversación. Lo mejor era que no le diera demasiadas vueltas, sin anestesia. —No estaba listo para no ser el centro de atención —confesé, notando cómo el saco de las emociones se rajaba de arriba abajo. —Guau, bonita manera de comenzar el discurso. Había esperado un simple «lo siento», no eres tan capullo como pensaba. ¿Lo arreglamos? —Ha llegado el momento de no poner paños calientes sobre las heridas. —Muy bien, entonces… Veo tu llamada de ser el centro de atención y sumo mi eterna admiración por convertirme en un clon tuyo hasta el punto de robarte los calzoncillos. —Bromeas. —Ojalá. ¿Recuerdas aquellos amarillos con un enorme dinosaurio? No se cayeron por el patio de los vecinos y se los llevó un águila imperial. —Ya decía yo… Por eso siempre desaparecían mis favoritos junto con los calcetines. —No, los calcetines creo que forman parte del famoso misterio de los calcetines desaparecidos. Hay un departamento específico en la NASA que dice haber encontrado un portal interestelar por el cual los extraterrestres los abducen y trafican con ellos en su planeta. Los más cotizados son los sudados, aseguran que su aroma es como la viagra de los marcianos. —Interesante hipótesis, digna de un programa de Iker Jiménez. ¿Estás seguro de que no eres un contrabandista galáctico? —Eso nunca lo sabrás. Me acoplé a su lado, dispuesto a enfrentar el segundo asalto. Me puse serio. —Me sentía incómodo. Hiciera lo que hiciera, siempre lo hacías mejor, dejando mis méritos a la altura del betún. Acaparabas toda la atención porque era increíble todo lo que lograbas siendo el pequeño de los dos. —¿Estás de broma? ¿Sabes lo poco que dormí durante años con la única intención de conseguir un halago por tu parte que nunca llegó? Quería gustarte, que te sintieras orgulloso de mí, igual que papá y mamá. No quería que me devolvieran, por eso buscaba ser tú. Siempre fuiste mi ídolo.

—Papá y mamá jamás te habrían devuelto, no eras un jersey comprado en Navidad. —Puede, pero eso díselo a un crío de diez años que ha vivido en la miseria. No tienes ni idea de cómo era aquello, lo que supuso para mí llegar a vuestro hogar. En mi vertedero imperaba la ley del más fuerte, y yo no era eso, precisamente. Me salvaba por rápido y listo. No quería defraudaros y regresar. —Sabía que aquello no era bonito, pero no tenía ni idea de cómo te sentías. —Tampoco te lo habría contado. Cuando llegué, era desconfiado por naturaleza. Nunca fui bueno demostrando mis debilidades porque hablar demasiado podía suponer la diferencia entre vivir o morir en el sitio de donde venía. Igual me pasé con eso, ahora comprendo que un poco de vulnerabilidad junto a las personas que más me importan tampoco habría sido mala. —Lamento no haberme tomado el tiempo suficiente para entenderte ni haberme molestado en salir de mi burbuja de rencor y hablar. También siento haber presupuesto que te acostaste con Elisa y golpearte aquel día que viniste a mi rescate. —Bueno, yo tampoco hice demasiado por aclararte las cosas. Sin quererlo, te di a entender lo que no era. Para ser franco, me sentó mal que siempre te pusieras en lo peor respecto a mí. En ese momento dejó de importarme que me cargaras otro muerto más, total, tenía el cementerio lleno. —No debí hacerlo, fue una mala idea. Espero que alguna vez puedas perdonarme. —Tienes suerte de que no sea rencoroso. —Me tendió una mano que, sin dudar, agarré. Se sirvió de ello para tirar de mí y hundirme entre sus brazos —. Siempre quise hacer esto. Entonces todo estalló, porque me di cuenta de que jamás le había dado un abrazo. Mi estómago se anudó, retorciéndome las tripas. Había sido un completo gilipollas y mi hermano pequeño me estaba dando la gran lección de mi vida. Los ojos se me humedecieron e hice algo que no creí posible, lloré. Un llanto que nacía de mi necesidad de perdón, de la ceguera que había sufrido y que no me había permitido ver más allá de mis narices.

Mi padre fue la generosidad en persona al acogerme y hacerme sentir su amor desde siempre. Yo lo único que le di a Matías fue mi rechazo, sintiéndome el bueno de la película y viéndolo a él como un parásito malvado que pretendía robarme a mi familia, cuando solo buscaba el cariño que siempre le había sido negado. Qué imbécil había sido. No sabía ni cómo era capaz de abrazarme o mirarme a la cara. La respuesta era simple: siempre fue mejor que yo en todo, incluso en ser generoso y perdonar. —Eh, venga, que se supone que el moñas soy yo. —Palmeó mi espalda en tono jocoso. —No digas eso, joder. —Es la verdad. —Sabes que ni a papá ni a mamá ni a mí nos importa eso, ¿verdad? —Me ha quedado claro. En el fondo no era por vosotros por quienes no lo reconocía, sino por mis fantasmas del pasado. Ahora me siento más libre que nunca, tengo incluso ganas de aullarle a la luna. —Me alegra escuchar eso —dije, sorbiendo por la nariz. —¡No jodas que me has llenado el suéter de Ralph Lauren de mocos! —Estás de suerte, he podido contenerlos a tiempo. —Menos mal. Es un regalo de Tobi, no me gustaría que pensara que no me gusta lo suficiente como para llevarlo. Le costó una pasta. —Es un tío genial. —Sí, encima, es tremendamente bueno en la cama y eso que parece que nunca ha roto un plato. Ve un agujero negro y se muere por colarme la nave espacial. —Deja tus clases de astronomía para otro. Hay detalles que prefiero no saber. Los dos nos echamos a reír y así fue como nos encontró Lucía, que apareció en la sala deliciosamente envuelta en una sábana. —Uuum, creo que Halloween fue hace unas semanas, aunque eres una fantasma preciosa, ¿tú que piensas, Mino? —prorrumpió Matías. —Muy gracioso. ¿Estáis bien? He oído ruidos y me desperté. —Mejor que nunca —admití, contemplándola con deleite—. Y todo gracias a ti. La preocupación que le hacía fruncir el ceño se desvaneció de inmediato. —¿En serio? —preguntó, extrañada. Asentí.

—Mati ha venido a preguntar si queremos comer aquí o bajar con los demás, haremos lo que tú prefieras. Tenía una cara que era para comérsela. Una mezcla entre recién follada y un «no pienso dejar de hacértelo hasta que se te caiga a cachos» que me volvía loco. —Yo creo que es mejor que pida que os suban el menú, no se os ve recuperados del todo —dijo mi hermano, captando las mismas señales que yo. —No, está bien, me cambio y bajo con vosotros. Es una tontería que me esconda después de lo ocurrido con Claudia. Como diría mi cuñada, me echo el mundo por montera y que salga por donde quiera. —¿Esconderte? ¿Tú? ¿Estás de coña? Ni en broma vas a esconderte —la azuzó Matías—. Ponte una de tus sexis bragas sobaqueras y algo que las potencie, igual unas mallas por debajo —sugirió divertido. —Pero ¿tú quién te crees que soy?, ¿la versión femenina de Superlópez? No parecía molesta, más bien, se unía a la broma. La noche anterior me había contado el percance con su ropa interior y cómo mi hermano le había echado un cable con el body que me puso cardíaco. —Yo te veo de Superjiménez —añadí para azuzarla un poco más—, podríamos atarte esa sábana al cuello y dejarte con las tetas al aire. Las tiene preciosas, ¿sabes? Le di un codazo a mi hermano que parecía encantado de reencontrarse con mi parte bromista. —¿En serio? Eso sería un puntazo, seguro que nadie podría desviar la mirada y podrías fundir a Claudia con tus rayos láser. —¿De qué va esto? —inquirió ella, señalándonos a uno y a otro. —No sé a qué te refieres. —Me encogí de hombros—. ¿Y tú, hermanito? Mati negó con vehemencia. —Si va a ser así a partir de ahora, no me va a quedar más remedio que buscar aliados, así que preparaos. Luto está a punto de aterrizar. —¿Ha dicho Luto? Eso suena a que vas a enviudar antes de que te haya puesto el anillo. —Matías me codeó. —Yo creo que se refiere a Luthor, el que salía en Superman. —No habléis entre vosotros, viejas del visillo, que sigo aquí. Me refería a Lu-To. Lucía y Tobías, los cuñadísimos. Yo de vosotros me iría preparando para nuestra alianza en la batalla final. —Mmmm, espero que la tengamos en el jacuzzi —prorrumpió Matías.

—Yo prefiero en una cama, paso de toparme con tu leche en mi cara —le aclaré. —Madre mía, no sé qué es peor, si vosotros peleados o de aliados. Me voy a cambiar o al final no comeremos. Ambos nos miramos, complacidos. Era un inicio que siempre recordaríamos.

Capítulo 26

Decimoctava afirmación: «Yo permito hacer brillar mi luz interior»

Lucía

LA comida no fue nada mal. Los padres de Mino nos sentaron en su mesa junto con Tobías, Mati y Ruth. Claudia no estaba en el comedor, dijo que le dolía la cabeza y se fue a la que iba a ser mi habitación con Matías para tumbarse. Sin ella, todos estábamos mejor. La comida fue muy distendida. Los padres de Mino y Matías eran un cielo, lo que me hizo pensar en mi propia familia. No había llamado una sola vez a Luz o a mis amigas, solo les mandé un wasap al grupo diciéndoles que habíamos llegado bien, que el hotel era una maravilla y mil fotos para que se murieran de envidia.

Desde entonces, nada, así que decidí que lo mejor era hacer una videollamada grupal después de comer. A mi madre ya la llamaría después. Me encerré en el cuarto y esperé hasta que sus caras fueron apareciendo. —¡Madre mía, Lu, pero qué bien te sienta Sierra Nevada! ¡Si hasta la piel te brilla más! —exclamó Menchu al verme. —Pues te garantizo que no me he comido una bombilla. —Es verdad, y no solo la piel. Fijaos en esa mirada, esa sonrisa, ese sonrojo… Me da a mí que Mino le ha abierto el cerrojo. El calor de mi cara se multiplicó por dos ante la observación de Analí. —¡Por san Honrado, que a Lu la han empotrado! —¿Qué dices, cariño? —Se oyó a mi hermano de fondo. —Nada, estoy hablando de armarios con las chicas. —¡Cállate, guarra, y cómeme el coño! —Ese era Paco, imitando la voz de los vecinos. —¡Puto loro de los cojones! ¿Has oído lo que me ha dicho? Este pájaro me está desafiando, Luz. —Carlos y Paco eran un caso aparte. —Calla ya, que estoy con una videollamada con las chicas y se oye todo. —¡Hola, chicas! —resonó su voz en la lejanía—. Aprovecha y dile a mi hermana que es la última vez que me quedo a este saco de plumas. —Lucifer, Lucifer, pspspspsps, dale mimitos a papá. —Ahora Paco era la viva voz de mi cuñada—. Miiiaaauuu. ¡Puto gato de los cojones! ¡Luz, dile al puñetero gato que lo que tengo entre las piernas no es el péndulo de la cortina! —Te la estás jugando, pienso hacer con tus plumas el relleno de mi nuevo nórdico. Quien se ríe el último ríe mejor —amenazó mi hermano al loro. —Son como críos, se pasan el día discutiendo. No sufras, Lucía, que la sangre no llegará al río y tu loro no será el futuro relleno de mi edredón. —Estoy muy tranquila. Si el doctor Dolittle le toca una sola pluma a Paco, le corto los huevos y os imposibilito ser padres. La castración suele relajar a los machos. —¡Te he oído! Ni soy médico ni un gato para que me cortes los cojones —gritó mi hermano mientras Luz hacía rodar los ojos. —Deja ya a mi marido y cuéntanos, ¿hemos acertado? ¿Tú y el experto en bajos habéis culminado lo que quedó a medias en Formentera?

Luz había evitado mentar a Mino a propósito, no fuera a ser que Carlos nos escuchara. Sus ojos esperanzados, junto con los de mis amigas, me hicieron sonreír. —Culminado, ampliado, repetido y con el público pidiendo bis. Las tres se pusieron a canturrear la canción que utilizábamos cuando alguna mojaba a la par que vitoreaban, silbaban y aplaudían. —¡¿Qué pasa?! —preguntó mi hermano desde la cocina. —Exta, sí, exta, no, exta me gusta me la follo yo —canturreaba Paco siguiéndonos el ritmo. —¿Quién ha follado? —¡Déjanos en paz, chafardero! ¿Por qué no te vas a dar una vuelta con alguno de tus amigos y nos dejas tranquilas? —le sugirió mi cuñada. —Será lo mejor… Hermanita, si se trata de ese ligue tuyo, ¡póntelo, pónselo! —gritó, rememorando la famosa campaña de profilácticos. —El condón te lo voy a poner a ti en la cabeza como no te calles, ¡aguafiestas! —chillé. —Soy tu hermano mayor, un poco de respeto. Debo preocuparme por tu salud sexual. —Asomó su cabeza al lado de la de Luz. —De esa ya me encargo yo. ¿Por qué no preñas a Luz y te buscas una distracción? Él me miró con cara de espanto. —Bastante tengo con intentar que Lucifer no preñe a la chihuahua de Mario, que cada vez que viene a vernos el puto gato se le tira encima. —Eso es porque Lucifer no es racista —apostilló Luz. —O porque tu gato es Hitler reencarnado y pretende crear una nueva raza superior que nos someta a todos. —No me cambiéis de tema que quiero un sobrinooo. —¡Antes de eso tenemos que disfrutar! —aulló Carlos. —Pues haz el favor de obedecer a tu mujer y lárgate de una puñetera vez. —Vale, vale, ya me voy… Pero no te pases con el esquí de fondo, que te veo volviendo con un bombo. Luz le dio un cachetazo en el brazo y por fin mi hermano se largó entre risitas. —¡Le estás pegando esa manía tuya de los chascarrillos! Lo de idiota le viene de serie —me quejé.

—Olvida al pesado de Carlos y cuéntanos cómo el ginecólogo caliente te arrancó las bragas con los dientes —exigió Analí. —Otra a la que le van las rimas. —¿Qué quieres? Ya sabes que todo se pega menos la hermosura. Cuenta, cuenta cómo te las arrancó. —Pues eso va a ser que no lo hizo. De hecho, lo habría tenido muy jodido teniendo en cuenta que mi queridísima cuñada se equivocó de paquete y me encasquetó una caja de bragas faja que había encargado para mi madre en lugar de la fabulosa colección de coulottes que me había comprado. Estiré el brazo y saqué una muestra de la mesilla de noche. Las tres contuvieron un grito de espanto. —¿Y con eso te folló? Pues entonces no dudes que es amor. Eso le baja la libido a cualquier tío que se tercie. Y a ti, ¿cómo se te ocurre meterle eso en la maleta a Lucía? —le reprochó Analí a Luz—. Es el anticristo de las bragas sexis, el antimorbo, diría yo. —Yo no sabía que había eso ahí dentro —se justificó Luz. —Fue un error —la ayudé. —Obviamente que ir con eso a Sierra Nevada y con intenciones de follar fue un error —protestó Analí. —Me refiero a que ella no lo sabía, se confundió. Por suerte, Matías me compró lencería y llegó justo a tiempo. —Mmmm, qué espléndido tu jefe. Un poco sospechoso, ¿no? Igual el que quería vértela puesta era él y no su hermano —cuestionó, desconfiada, Analí. —Qué va. Es gay, hoy ha salido del armario delante de todos y, además, se ha reconciliado con Mino. Estaban peleados desde hace años por varios asuntos que ahora no vienen al caso. —¿Cómo que no? Somos mujeres ávidas de cotilleos, ¿verdad, chicas? —No le hagas caso a Analí. Está bien que, si tenían problemas, los hayan arreglado. Ha sido un acierto que tu empresa organizara ese viaje, las salidas en grupo, unidas al espíritu navideño, hacen maravillas —aclaró Menchu—. Ayudan a reencontrarse con uno mismo. ¿Tu yo femenino está bien? —me preguntó, haciendo referencia a mi interior. —Mejor que nunca. Estar con Mino, escuchar las cosas tan bonitas que me dice y cómo me ve me está ayudando mucho.

—Eso está muy bien, pero recuerda que el camino del amor empieza por el amor a uno mismo y para eso no necesitas a Mino. ¿Sigues trabajando las afirmaciones? —Cada día, señora terapeuta. Me ofreció una sonrisa. —¿Cuál es la de hoy? —Yo permito hacer brillar mi luz interior. —Muy adecuada —me felicitó—. ¿Sabes que me siento muy orgullosa de ti? Lo estás haciendo muy bien. —Gracias. —Oh, venga ya, dejad la terapia para cuando vuelvas. Tengo un cotilleo fresco del hospital —nos interrumpió Analí—. A Tonia la han despedido, la pillaron traficando con medicamentos y Daniel rompió con ella de inmediato. Llevaban tiempo desapareciendo sustancias anabolizantes y hormona de crecimiento. El jefe puso varias cámaras sin decir nada a nadie. La pillaron con las manos en la masa, a ella y al búlgaro a quien se las vendía para sacarse un buen pico en el mercado negro. —Eso es el karma —murmuró Luz—. Acaba poniendo a cada uno en su sitio. —No culpes al karma de lo que le pasa a esa por gilipollas. A Tonia le ha tocado un viaje en Trivago. —¿Cómo que le ha tocado un viaje? —Sí, ya sabes, uno de vete a tomar por culo al mejor precio —me respondió Analí. Las tres nos echamos a reír. Cuando me liaba a hablar con ellas, no paraba. Fueron cuarenta y cinco minutos llenos de risas, consejos y buenos deseos. Cuando colgué, me quedaron quince para hacer una llamada rápida a mi madre, contarle que todo estaba fenomenal y coger el biquini para ir al spa con Ruth y mi suegra. Mino se había ido a Granada con Mati y Tobías, quienes querían ir a comprar algunos recuerdos. Le pedí que me trajera algunos imanes de nevera para las chicas. Era tradición entre nosotras que cada vez que una se iba de viaje trajera un imán a las demás. La tarde fue genial. Con Ruth por fin pude aclarar las cosas del todo mientras a mi suegra le daban un masaje. Comprendió que no hubiera podido contarle nada del secreto que guardaba Mati y, si quedaba un solo resquicio de malentendidos, acabamos de limarlo.

Le pregunté por el profe de esquí, por si iban en serio. Ella se rio y comentó que, con un argentino que se iba en busca de nieve todo el año, no podía plantearse nada a largo plazo. Se habían divertido, seguramente, también quedarían después de la cena y del baile, pero lo que pasaba en Sierra Nevada se quedaba en la montaña. Cuando terminamos con nuestros pertinentes tratamientos de belleza, les pedí a ambas que vinieran a la suite para arreglarnos entre nosotras. Ruth tenía unas manos maravillosas, nos peinó y maquilló tanto a mi suegra como a mí. Despejó mi cara en una cola alta y añadió uno de sus postizos, que llevaba en la maleta, el cual planchó integrándolo perfectamente en mi pelo, dando la sensación de que lo tenía mucho más largo. Resaltó el azul de mis ojos con una sombra irisada y rímel en el mismo tono que el iris. Me dio un toque de colorete rosa y cubrió mis labios de un tono borgoña intenso que le iba genial a mi piel. —Espectacular —palmeó mi suegra, a la que Ruth le había hecho un moño bajo muy elegante. Ella llevaba dos moños en la cabeza de lo más favorecedores. Optó por ponerse un vestido rosa chicle con escote palabra de honor que resaltaba su tez morena. Mi suegra llevaba un precioso vestido de corte clásico en azul marino con algo de pedrería y, cuando Ruth vio lo que pensaba ponerme, dijo que ni hablar, que ese vestido mostaza no iba a hacerme justicia. Fue escopeteada a su cuarto y vino con un vestido que jamás habría escogido para que formara parte de mi guardarropa. —Esto es demasiado, Ruth. La mulata negó con la cabeza. —Pruébatelo, estoy segura de que te quedará mucho mejor que a mí. —A mí me parece una maravilla —insistió mi suegra—. Anda, hazle caso a Ruth. Solo por darles el gusto me metí en la habitación y me lo puse. Tuve que quitarme las bragas sobaqueras porque era un corpiño transparente que nacía casi en mi pubis —menos mal que me sometí a una depilación profunda antes de coger el vuelo— y que ascendía hasta dos cocos negros que elevaban mis pechos al infinito. La parte baja estaba coronada por una falda corta de volantes que me llegaba a medio muslo y larga por detrás, hasta la corva de la rodilla.

Necesitaba ayuda para subirme la cremallera, por mucho que lo intenté, sola no podía. Oí la puerta y las voces masculinas entrando en la suite. Al parecer, los chicos ya habían llegado. Asomé la cabeza al pasillo y llamé a Ruth con disimulo. Ella correteó para entrar y echarme una mano antes de que nos pillaran. Mi suegra ya los entretendría. Casi no podía ni respirar de lo que aquel corsé me constreñía. —A ver, deja que te vea. ¡Oh, Dios mío! —prorrumpió llevándose las manos a las mejillas. —Ya sabía yo que no iba a quedarme bien —rezongué—, parezco una lumi de carretera, ¿verdad? La Veneno y yo, primas hermanas. —Pero ¡¿qué dices?! ¿Estás de broma? Eres una auténtica locura. Cuando Mino te vea, no va a dejar que salgas de aquí. —Lo que yo te digo, este vestido es muy mala idea, que no quiero perderme la fiesta. Además, no puedo llevar bragas, las que me he traído no casan. —Pues mucho mejor, así Mino tendrá fácil acceso. ¿Tienes unos zapatos negros? —En el armario. —Uuuuh, estos sí que son perfectos. —Los colocó en el suelo para que me subiera—. Estás tan guapa que cortas el aliento. —En eso estamos de acuerdo, apenas puedo respirar. —Respirar está sobrevalorado. —Sí, si lo que pretendes es acabar en el cementerio. —Exagerada… Mírate, estás despampanante. —¿De verdad? Yo me veo demasiado —dije, fijándome en el reflejo que me devolvía el espejo del armario. —Nunca se está demasiado guapa. Vamos a pedirles opinión a los chicos, a ver qué les parece. Miedo me daba. Estaba atacada porque mi chico me viera así vestida, no era para nada de mi estilo. Si Daniel me hubiera visto aparecer con un vestido como ese, me habría cruzado la cara diciendo si quería que todos pensaran que estaba casado con una puta. «Él no es Daniel», me dije aspirando el aire despacio. Caminé detrás de Ruth, con la vista puesta en el suelo y los nervios a flor de piel.

Las voces que se oían se silenciaron de golpe y no tuve otra opción que levantar la vista y hacer un barrido a los ojos de los allí presentes. En concreto, busqué los de Mino, mordiéndome el labio inferior. —Wow —suspiró sin parpadear—. Estás deslumbrante. —¿A qué sí? Yo también le he dicho que estaba increíble. —Increíble es poco —añadió Matías—. Porque soy gay y amo a este hombre, que si no… Tobías puso los ojos en blanco y Mati lo besó sin cortarse un pelo. —Entonces, ¿os gusta? —pregunté, dubitativa. Mis ojos buscaban la aceptación de Mino. —A quien tiene que gustarle es a ti —susurró, acercándose para trenzar sus dedos a los míos—. Para mí siempre serás la más guapa. Su madre asintió, complacida. Que fuera tan afectuoso sin importarle quién estuviera delante era algo que me descolocaba. No porque no lo hubiera vivido —mi padre siempre agasajaba a mamá—, sino porque Daniel nunca me agasajaba delante de los demás. Decía que a la gente no le importaba lo que sintiera o dejara de sentir. Llevaba unas bolsas que dejó en el suelo, me tomó del rostro con suavidad y me dio un beso dulce con cuidado, para no estropearme el maquillaje. —Puedes metérsela hasta el fondo, el pintalabios es permanente — bromeó Ruth. Yo casi me muero del bochorno. Por el amor de Dios, que estaba mi suegra delante y yo seguía sin bragas. —Gracias por la información —dijo él, mirando mi cara de «tierra trágame». —Te he traído algunas cosas y lo que me pediste para tus amigas. —¿Puedo verlas? —Mejor después. —Su voz sonaba bastante sugerente—. Es tarde, se nos ha echado el tiempo encima y no queremos ser los últimos en llegar, ¿verdad? —Negué, perdida en aquellos ojos del color del Caribe—. Me doy una ducha rápida y bajamos a cenar. Me dio la sensación de que era mejor hacerle caso. Si no había querido mostrarme el contenido, por algo sería. —Vale. —Chicos, os esperamos abajo. Me llevo a las niñas para hacernos unas fotos, que nunca me he sentido tan guapa y las quiero de recuerdo.

—Tú siempre estás guapa, mamá. —Matías le dio un beso en la mejilla. —No te voy a discutir eso, pero hoy me siento un poco más bella si cabe, así que espabilad. Apenas me dio tiempo a coger el bolso, mi suegra nos cogió del brazo a Ruth y a mí y nos sacó del cuarto.

Capítulo 27

Decimonovena afirmación: «Controlo mis respuestas y mis reacciones»

Lucía

La cena era un despliegue de medios. Los camareros, ataviados con pajarita, iban paseando con bandejas entre todos los que estábamos allí congregados. El salón estaba maravillosamente decorado, haciendo pensar en una Navidad de ensueño, con bolas gigantescas, telas en verdes, rojos y dorados y un gran árbol donde cada uno de nosotros debía depositar un regalo para la persona que, de manera aleatoria, nos había tocado en el amigo invisible y un escenario donde un grupo de música iba a amenizar la velada. Los empleados habían sacado sus mejores galas. Era curioso ver lo brillantes que lucían algunos. Ni en los Goya se veía tanto glamour y brillibrilli. Con el atuendo de alguna llegué a dudar si se lo había comprado online a la modista del programa de los Gipsyking. Ya no me sentía tan fuera de lugar, sobre todo, cuando muchos se acercaron a mí para alabar lo bien que me sentaba el modelo que había escogido.

Ruth no paraba de darme pellizcos a cada halago, iba a terminar con el brazo morado. Suerte que Mino se presentó para cogerme del mismo y secuestrarme junto a la mesa de bebidas para decirme lo mucho que le gustaba mi atuendo. Me sentí un poco maligna, atrevida y, por qué no admitirlo, deseosa de provocarlo. Uno de los camareros nos ofreció un par de copas de champán, que aceptamos encantados. —Entonces, ¿te gusta el vestido? —pregunté, sugerente, pegada al lóbulo de su oreja mientras dejaba caer un leve mordisco a mi paso. —Me entusiasma, aunque me gusta más lo que hay debajo. —Dio un trago a la copa. Menudo calor me estaba entrando… Necesitaba remontar como fuera y tenía el arma adecuada. —¿Lo dices porque no llevo bragas? —prorrumpí pegándome a él, volviendo a susurrar en su oreja para que nadie me oyera, y colando mis manos bajo la chaqueta a la altura de su tatuaje. El contenido de su boca salió despedido hacia delante, provocando un grito agudo justo detrás de mí. Me di la vuelta para dar con una Claudia empapada en alcohol y saliva. —Lo siento —se disculpó Mino, buscando una servilleta para tendérsela y que pudiera limpiarse el rostro. —No pasa nada —dijo ella, prudente. Nada de malas caras o algo por el estilo. Seguro que, si hubiera sido yo, me habría rajado el vestido con sus garras afiladas—. Ha sido un accidente, le puede ocurrir a cualquiera. —«Qué oportuna», pensé. Se pasó la servilleta con leves toques para no echar a perder el maquillaje. Mino me miró con cara de circunstancia y yo me había quedado sin palabras, por lo menos de las adecuadas, de las otras se me ocurrían muchas. Por suerte, fue ella quien dio el paso, rompiendo el incómodo silencio—. Venía a disculparme con ambos. Sé que me dijiste que estaba despedida y lo entiendo, me comporté de un modo deleznable. »No sé lo que me ocurrió o qué se me pudo pasar por la cabeza para hacer y decir cosas tan terribles, pero en mi defensa diré que, desde que empezó este viaje, siento que no soy yo. —Hizo una pausa dramática. No, si todavía iba a alegar locura temporal transitoria o estar poseída por Hannibal Lecter—. Puede que fuera porque ya sabía que lo nuestro no tenía futuro e intenté lo imposible por retenerte. No debería haberlo hecho, no

puedes forzar a alguien que no quiere estar contigo a que lo haga en contra de su voluntad, se me fue de las manos, lo siento mucho. Solo puedo deciros que me siento profundamente abochornada y que comprendo que no importen los años de amistad que nos unen, porque los he echado a perder con el daño que os he causado. Bajó el rostro, compungida, hacia la servilleta e hizo la peor interpretación de llanto que había escuchado nunca. —Todos cometemos errores —reflexionó Mino a mis espaldas. Su reflexión me lanzó un escalofrío que ascendió por toda mi columna vertebral. —Pero los míos fueron muy graves —gimoteó—. Dije e hice cosas terribles, sobre todo a Lucía, que no tiene la culpa. No sabéis cuánto me arrepiento, no sé ni cómo no me habéis denunciado, estaríais en pleno derecho. —Hala, venga, un pelín más de dramatismo… Solo le faltaba sacar un frasco de veneno y tomárselo delante de nosotros diciendo aquello de «Adiós, mundo cruel». Sorbió con fuerza por la nariz para añadir con intensidad—: Y tú, que me lo diste todo, que me ofreciste un trabajo donde estaba tan a gusto, donde crecí y evolucioné como profesional. Te lo he pagado de la peor manera posible, tirando nuestra relación por la borda, por despecho. No tienes ni idea de cuánto me arrepiento y te aseguro que, si pudiera controlar el tiempo, daría marcha atrás para que nada hubiera sucedido. Y el Óscar a la peor intérprete del universo goes to… —redoble de tambores— laabominableclaudiadelasnieves. Lo que acababa de soltar era infumable. Si hubiera podido dominar el tiempo, habría ido hasta el polvo que echaron mis padres para impedir mi concepción. Estaba segura de ello. —Vamos, vamos, no te ofusques. —Sorprendentemente, el bobo de Mino se agachó a su altura para palmearle la pierna. Un momento… ¿Qué estaba pasando? ¿No la estaría creyendo? —¿Qué dirán mis padres? ¿Cómo voy a contarles que me has despedido por psicópata? Ya sabes que yo los ayudo con mi sueldo, que mi madre es ama de casa y mi padre cobra una pensión de mierda. ¿Qué haré? Él giró el rostro hacia mí. Admito que la muy cabrona sabía jugar sus cartas. —Seguro que con una buena carta de recomendación encuentras trabajo pronto. Mino te puede escribir una —sugerí.

Ella alzó el jeto con odio. Lo que imaginaba, ni un churrete. O usaba el mejor rímel waterproof del mercado o esa no había echado una sola lágrima. —Ya sabes lo bien que pagan en esta empresa. Además, yo percibo un plus por ser coordinadora de la clínica. —Ya, bueno. Uno debe atenerse a las consecuencias de sus actos —la reté de brazos cruzados. —Gracias por el consejo. Viniendo de alguien que asaltó a su jefe con una grapadora, es para tenerlo en consideración —dijo con sorna. —Haya paz, chicas, es la cena de Navidad de la empresa. ¿No creéis que ya hemos discutido suficiente? Claudia volvió a hundir la cabeza con fingida aflicción. —Lo siento, es que no sé cómo voy a salir de esta. Él suspiró. —Igual me precipité en mi decisión, todos metemos la pata hasta el fondo, incluso yo. No es justo que te juzgue tan duramente por dos días cuando estás pidiendo disculpas y llevas años haciendo bien las cosas — reconoció. «¿Perdona?», pensó la indignada que habitaba en mi interior. Casi le meto un collejón a Mino en el cogote para que retirara sus palabras. —¿En serio? —preguntó Claudia, alzando las cejas. —Si estás tan arrepentida como dices, tus disculpas son sinceras y nos prometes que a partir de ahora tratarás a Lucía como merece, puedo plantearme tu readmisión, ya que todavía no he movido un solo papel para formalizar el despido. —Oh, por favor, te lo ruego —le suplicó—. Y a ti también. —Buscó mi mirada. Seguro que se estaba envenenando con su propia mentira—. Dejad que os lo demuestre, haré lo que sea, lo que me pidáis. —¿Eso incluía que se ahogara en su propio veneno?—. Si pudiera, me pondría de rodillas. —No es necesario —admitió Mino, condescendiente—. Soy el primero que ha cometido muchos errores y he aprendido de la generosidad de los demás, como la que mi hermano ha demostrado conmigo, así que te concedo una segunda oportunidad. Aprovéchala. La oscarizada actriz seleccionada por Pedro Almodóvar para la segunda parte de Mujeres al borde de un ataque de nervios lanzó la silla de ruedas contra sus piernas y se aferró contra ellas en un segundo llanto todavía más penoso que el primero.

—Mejor os dejo un rato, voy a tomar el aire. Esta situación me sobrepasa. Los dejé allí, no quería seguir contemplando la escena, me estaba dando arcadas. Una vez fuera con el aire frío de las montañas haciéndome encoger, sentí una cálida prenda envolviéndome los hombros. —¿Estás bien? —Era Matías quien preguntaba, poniéndose a mi lado en la baranda. —No sé. —¿Es por Claudia? Acabo de verla con Mino, parecía muy afectada. Alcé los hombros con indiferencia. —Esa lo único que tiene afectado es el cerebro. La muy arpía se ha disculpado, tu hermano ha aceptado las disculpas y la ha readmitido. Ver para creer. —Exhalé con la vista puesta hacia delante—. Se notaba a la legua que no era sincera. Lo único que buscaba era recuperar el puesto y así estar cerca de él. No sé cómo Mino no se ha dado cuenta. —¿Y eso te preocupa? ¿Que trabajen juntos? Lo han estado haciendo durante mucho tiempo y jamás ha ocurrido nada. Mi hermano está loco por ti, ¿todavía no te has dado cuenta? —No sé, la idea de que esa manipuladora esté con él cada día no me hace ni puñetera gracia. —¿Lo que detecto son celos? —inquirió, risueño—. Venga, Lucía, esa mujer no te llega a la suela del zapato. Como te he dicho, lleva años trabajando con mi hermano sin lograr que le haga caso. Y encima ahora estás tú, por la que Mino pierde el culo. No importa si están veinticuatro horas al día o no, jamás logrará lo que tú has conseguido: que vuelva a abrirse al amor. Estoy seguro. Mino te quiere y, si no lo ves, deberías visitar al oculista. Le ofrecí una sonrisa comedida. —¿Tú crees? —No lo creo, lo sé. —Me dio un abrazo en el que me fundí. —¿Molesto? —La voz de mi chico llegó a nuestros oídos. —Para nada, la estaba arropando mientras tú terminabas, no quería que muriera de frío. —Muy considerado de tu parte. Creo que Tobías te estaba buscando — asumió, acercándose hasta nosotros. —Sutil manera de echarme, hermanito. Os dejo. Si me necesitáis, estoy dentro. Puedes quedarte mi americana, cielo, dentro hace calor. —Matías

me besó el pelo y entró, dejándome con Mino, sin saber del todo cómo comportarme o qué decirle. Yo nunca había sido celosa, y ahora no sabía que decirte. —¿Todo bien? ¿Te parece mal que la haya readmitido? —inquirió con pesadumbre. —Es tu empresa, tú sabes lo que es mejor para ella —reconocí con fastidio, frotándome los brazos. —No quiero que te sientas mal. Claudia siempre ha sido una gran profesional, una pieza fundamental en la clínica. Nunca ha dado un solo problema, al contrario, si todo esto lo organizó ella. —Si lo organizó, fue porque quería acostarse contigo y terminar siendo la señora Ulloa. —No, para nada. Lo organizó porque yo se lo pedí. El único culpable de confundirla fui yo, le di esperanzas cuando no debí hacerlo. Todo porque estaba confundido y quería alejarme de ti por todos los medios. Y ya ves… Lo único que he logrado es que te metas bajo mi piel. —Su confesión me hizo alzar las comisuras de los labios—. Me siento un poco culpable de su salida de tono. Estoy convencido de que, si yo no hubiera alimentado lo que ella pensaba que podríamos haber tenido, todo esto no habría sucedido. No quiero que me pase como con Matías, necesito darle otra oportunidad o no sería justo. ¿Lo comprendes? —Ya te he dicho que no es mi empresa. Puedes hacer lo que quieras. — Seguí en mis trece. —Si me pides que la eche, lo haré por ti. Revocaré mi decisión si eso te hace sentir mejor. Suspiré acongojada y él buscó mi rostro para levantarlo. Podía ver en su mirada que iba en serio, haría lo que yo le pidiera. Y, si lo hiciera, sé que me arrepentiría, porque sentiría que lo estaba empujando a tomar una decisión que no era la que él quería tomar. —Prométeme que no se inmiscuirá entre nosotros, que no nos va a afectar. —Jamás —susurró muy serio—. Nunca tendría a alguien al lado que te quisiera mal alguno. Le ofrecí una sonrisa tímida. Como decía Menchu, si no confiaba en mí, en mis posibilidades, nunca podría confiar plenamente en los demás. Mati tenía razón, Mino me quería a mí, daba igual que Claudia estuviera entre diez y doce horas con él, porque su corazón siempre iba a estar conmigo.

—Está bien. Mino me sonrió, besándome con deleite. —Esa es mi chica. Gracias, no te arrepentirás. —Ya lo estaba haciendo solo de pensar en ellos dos a solas en un despacho. Mejor no imaginarlos—. ¿En serio que no llevas bragas? —me preguntó, paseando la nariz por mi cuello. —Averígualo si puedes. —Me aparté, mirándolo con desafío, y eché a correr hacia dentro.

Mino Ver a Lucía divertirse me calentaba la sangre. Todos se sentían muy cómodos con ella, incluso mis padres. Solo tenía que ver cómo nos miraban para saber que aprobaban mi elección al cien por cien. Estábamos en mitad de la pista, abrazados bajo los acordes de Yo no me doy por vencido, de Luis Fonsi, cuando la chica que la estaba cantando empezó a toser como una loca. Le trajeron agua, pero la pobre sufría un ataque. Además, estaba sudorosa y roja. —Me parece que está enferma —le dije a Lucía. —Sí, no tiene buena pinta. Qué pena, justo ahora que empezaba el baile… Los músicos se excusaron. Al parecer, la cantante tenía la gripe y por no dejarnos tirados habían venido de todos modos. Los empleados parecían contrariados, todos habíamos esperado bailar un poco después de cenar, qué se le iba a hacer… —Mino, ¿por qué no tocas tú? —Fue Matías el que hizo la sugerencia—. Mi hermano toca genial la guitarra.

—Hace mucho de eso —asumí, incómodo. —Bah, pero si tienes una en tu piso. Y te sabes las canciones de todo el mundo. Tiene un oído brutal para la música. Ruth se acercó sonriente. —Y Lucía canta estupendamente. En los descansos no paramos de cantar los últimos éxitos, aunque yo parezco un gallo estrangulado. —Pero ¡¿qué dices?! —exclamó, avergonzada. A mi chica no le gustaba ser el centro de atención, en eso nos parecíamos—. Solo tarareo, no soy ninguna cantante profesional. —¿Y eso qué más da? Estamos en familia. A mí tampoco se me da mal afinar, podríamos subir los tres y que Ruth les dé una clase de baile a los trabajadores, así la fiesta no tendría que terminar aquí —sugirió Mati. —Yo me ofrezco voluntario para bailar. —Tobías también se sumó, sorprendiéndonos a todos—. Desde que fuimos al Blue Habana, me he aficionado a la salsa. —¡Así me gusta, amor! Dando ejemplo, ¡sí, señor! Venga, chicos, que no se diga que no hemos hecho todo lo posible. Esto es actitud, trabajo en equipo, toca demostrar que podemos con todo. Lucía y yo nos miramos con apuro, pero, cuando a mi hermano se le metía algo en la cabeza y sacaba a relucir sus dotes de persuasión, era imposible decirle que no. Matías lo organizó todo en un periquete. No sé ni cómo llegamos al escenario, aunque los entusiasmados vítores de nuestros compañeros nos dieron un poco de ánimo. Uno de los chicos del grupo me dejó una guitarra, los demás se colocaron detrás de nosotros para ayudarnos con la música y así la cantante pudo marcharse a casa superagradecida. Lucía me imploró que, si ella cantaba, yo la tenía que acompañar. Solo me hizo falta un aleteo de sus pestañas para saber que lo haría hasta el fin del mundo. Optamos por comenzar con la canción Valió la pena, de Marc Anthony. No fue un inicio apoteósico, para qué vamos a engañarnos. Lucía estaba un poco cohibida, a mí me faltaba calentar… Pero, gracias al morro de mi hermano, que hacía los graves, y a la clase magistral de baile, todo fue poniéndose en su sitio. Ruth y Tobías no dejaban de mover las caderas, enloqueciendo al fervoroso público, que trataba de imitarlos.

Lo que había sido un bache, terminó convirtiéndose en pura diversión y muchas rondas de mojitos para refrescar nuestras sedientas gargantas. Llegamos a la habitación cantando, bailando, dando tumbos y empotrándonos contra las paredes del pasillo que llevaba a nuestro dormitorio para llenarnos de besos atrevidos y muy calientes. Fuimos de los últimos en abandonar el salón. Yo, con un gorro de lana a juego con una bufanda donde rezaba «Merry Christmas» —regalito de mi amigo invisible— y Lucía, con unas esposas de peluche, una cofia de enfermera hot y un libro de lo más sugerente que pensaba leer con ella. Mi hermano y Tobías optaron por continuar la fiesta en Granada, junto con Ruth y Ángelo, el monitor de esquí, que los había venido a buscar para que conocieran un local donde, según él, hacían los mejores cócteles de la ciudad. Puse a Lucía contra la pared emulando ser un poli que la había pillado conduciendo bajo los efectos del alcohol, pues llevaba sus esposas rojas en el bolsillo lateral del pantalón. —Le repito, señor agente, que si conducía rápido era porque tenía una emergencia. Soy enfermera, ¿sabe? Y, si llego tarde, mi jefe se enfada — protestó, poniendo morritos. —Voy a tener que revisar sus credenciales para cerciorarme de que lo que dice es verdad. —Pero ¡si no llevo la documentación encima! —protestó con un mohín. —Entonces, tendré que cachearla por si lleva drogas ocultas. —Paseé con firmeza las manos por sus pantorrillas, ascendiendo bajo la falda por el contorno de los muslos—. Separe las piernas, señorita enfermera. —Es que… también me olvidé de las bragas, señor agente. No se lo cuente a mi madre, ella siempre dice que una debe salir a la calle con ellas puestas. Llevaba toda la noche duro por esa confesión y era hora de hacerle pagar por ello. Interné la mano en el vértice central para darme cuenta de que no mentía y que, además, estaba más que lista para mí. Gruñí en su oído, metiéndole los dedos hasta el fondo. Ella golpeó la puerta con fuerza por el improvisado ataque. —¿Sí? ¿Quién es? —contestó una voz desde dentro. Quité los dedos con rapidez justo antes de que mi madre abriera la puerta y nos pillara con cara de susto.

¡Mierda, nos habíamos equivocado de lado del pasillo con tanto tumbo! —Ay, hola, hijos —nos saludó, recolocándose la bata. —Cariño, ¿quién es? —preguntó mi padre desde dentro. —¡Los chicos! Tranquilo. —Se dirigió a nosotros con preocupación—: ¿Ocurre algo? Uy, Lucía, ¿no habrás pillado tú también la gripe? Se te ve acalorada. —Mi madre le puso los labios en la frente. —Eeeeh, no, estoy bien. —Solo veníamos a desearos buenas noches y recordaros que por la mañana es la última clase de esquí —intercedí, trayendo a mi chica bajo el brazo. —Oh, qué amables sois. Lo sabemos, pero nosotros haremos el paseo con raquetas de nieve. Después, a comer y al aeropuerto, de vuelta a casa — suspiró—. Lo hemos pasado bien, ¿verdad? —Muy bien, mamá. Bueno, nos vamos a dormir, que mañana toca madrugar y si no, no pegaremos ojo. No te molestamos más. —A vuestra edad hay cosas más importantes que descansar —murmuró, risueña, dirigiendo la vista hacia las esposas que pendían del bolsillo y la cofia que Lucía llevaba puesta—. Divertíos, que yo voy a hacer lo mismo —añadió, guiñándonos un ojo y dejándonos perplejos. La puerta se cerró y oímos a mi padre cómo le decía: —Ya era hora, ¿por qué no los has echado antes? No se iban ni con agua caliente… ¿Por dónde íbamos? Ambos nos miramos alucinados y Lucía se echó a reír. No porque pensara que mis padres no tuvieran sexo, sino por lo inverosímil de la situación. —Ahora comprendo a quién has salido. Menudo espíritu fogoso que tiene tu madre… —Menos mal que ha abierto la puerta antes de que tuvieras la inyección puesta y las esposas en las muñecas. La arrastré hasta la puerta correcta, palpando el interior de la chaqueta para encontrar la tarjeta, mientras le restregaba mi erección contra el trasero. —Mmmm, menuda vacuna. ¿Me va a doler, doctor? —Para nada, soy muy bueno metiéndola. La puerta se abrió y me dispuse a demostrárselo.

Capítulo 28

Vigésima afirmación: «Controlo mis respuestas y mis reacciones»

Lucía

Ya habían pasado tres semanas desde nuestro regreso a la normalidad. Lo hice con una sonrisa en los labios porque la última noche fue apoteósica. Lo que Mino guardaba tan celosamente en aquella bolsa era un montón de juguetitos eróticos, con los que me torturó tras el primer polvo atropellado contra la puerta de la habitación. Era pensar en ello y me encendía. El muy capullo dijo querer darme mi merecido por haberlo tenido malo toda la noche pensando en mi falta de ropa interior. La clínica bullía de embarazadas listas para traer a un nuevo mesías en Navidad.

Marzo debió ser un mes muy activo. Las parejas parecían haber pretendido remontar la humanidad y ahora sufríamos un baby boom exagerado. —He conocido a alguien —murmuró Ruth en mi oído mientras atendíamos a la siguiente paciente. Por lo menos, esta no estaba embarazada. —¿Cuándo? —vocalicé sin pronunciar palabra. Matías se encontraba haciéndole un tacto a aquella mujer, que rozaba la cincuentena y no dejaba de emitir ruiditos. —La semana después de regresar. Es guapísimo, elegante, educado, un caballero y somos del mismo gremio. —¿Enfermero de ginecología? —pregunté en un susurro. Ella lanzó una risilla apenas perceptible. —No, médico. Lo suyo es la traumatología. Un escalofrío se agarró a mis lumbares. No es que todos los traumatólogos tuvieran que ser como mi ex, pero es que era escuchar algo referente a su profesión y me encogía. —Mmmm, aaah —susurró la paciente, que estaba completamente abierta de piernas. Mati nos miró con cara de circunstancia, pues parecía que, en lugar de un reconocimiento, estuviera en plena maratón sexual. —¿Está bien, señora Martínez? —preguntó, comedido, mi jefe. —¿Eeeeh? Oh, sí, disculpe, es que soy sensible en extremo en toda la zona vaginal. —Ya veo, tengo que meter un poco más los dedos. Le aviso por si siente dolor, no encuentro el bulto del que se quejaba. —No se preocupe, soy de vagina flexible. Métamelos hasta dentro, doctor, estaba bastante hondo. Matías la miró con horror mal disimulado. La mujer había venido a la consulta quejándose de que había notado un bulto en el interior de su vagina. Matías no vio nada con el ecógrafo, así que optó por una exploración manual tras la insistencia de la paciente. —Hay algunas que van muy necesitadas —masculló Ruth en mi oreja. Yo tuve que contener la risa cuando la mujer se puso a gemir de nuevo. A mi cuñado le caía el sudor por los ojos y creo que hasta el pulso le temblaba. —Oh, sí, oh, sí. Su mano vibra, doctor.

—¿Ahí es donde le duele? —inquirió, inocente, Matías mientras las caderas de la mujer subían y bajaban. —¡Más adentro, más adentro! —No puedo llegar, tendría que meterle el puño. Ella se levantó como un resorte, agarrándolo por la bata, y lo miró fijamente a los ojos, lamiéndose los labios. —Hágalo, métamelo entero. Quiero su brazo dentro como en una de esas pelis porno. Lo necesito, doctor, por favor, hágame sentir mujer. Matías se retiró espantado. —Lo que usted necesita es un buen vibrador. No tiene nada extraño en el interior de su vagina. —Sí lo tengo, doctor. Se llama necesidad, la que usted me crea. No duermo, no como, no vivo pensando en sus manos enterrándose en mi vagina. Desde que vi su foto en la página web de la clínica, la tengo hambrienta. No sabe cuántas veces me he tocado pensando en usted. Lanzó una dentellada al aire. Aquella mujer estaba de atar. —Ni quiero saberlo. Haga el favor, señora Martínez, y vístase. —No me haga esto, no quiero morir como mi tía abuela Herminia, sin conocer varón. —Pero si usted no es virgen. —Lo sé. La perdí con un pepino que le robé al frutero del barrio cuando cumplí los veintitrés. Ruth y yo la mirábamos, perplejas. Parecía una broma más que una paciente. Nunca había visto a Matías más descolocado. Él, que tenía respuesta para todo, se había quedado mudo. —Por favor, doctor, ¡fólleme! —se puso a gritar. Hala, venga… Le daba absolutamente igual que Ruth y yo estuviéramos delante. —Lo que usted necesita es ir al psicólogo o pagar a un gigoló. Yo soy ginecólogo, señora, contrólese. Mi cuñado se retiró hacia atrás, quitándose los guantes. La mujer empezó a berrear histérica y a agarrar el material, lanzándolo por los aires. —Voy a romperlo todo como no me tome. —Si no se calma, voy a tener que llamar a la Policía —la amenacé. —¡Cállate, guarra! Que he visto cómo te reías a mi costa con la negra. —Una risa extraña escapó de su garganta junto con una mirada asesina.

—Llama —respondió, acelerado, Matías al observar la reacción. Salí corriendo a recepción y marqué el número de mi hermano, quien vino cagando leches. En cuanto vio a la tarada, la cual había conseguido reducir Mati, se echó las manos a la cabeza. —Pero ¡¿qué haces aquí, Olvido?! —¿La conoces? —Estaba alucinada. —Digamos que es una vieja conocida en comisaría, le gusta llamar la atención. No es excesivamente peligrosa. Vive sola y sufre esquizofrenia paranoide obsesiva. Cuando deja de tomar la medicación, le pasan este tipo de cosas. Tiene una conducta sexual un pelín desatada. —¿Un pelín? Yo diría que mucho. Mi hermano se encogió de hombros. —Le encanta navegar por internet para, según ella, conocer a su príncipe azul, que nunca llega. Creo que se ha pillado por tu chico. Ruth me miró extrañada por la observación, pero no dijo nada. —¿Os la podéis llevar? —insistí—. Tenemos que seguir con el resto de las consultas. —Claro —afirmó mi hermano, cediéndole la custodia de Olvido a su compañero. Matías se estaba secando la frente por el esfuerzo—. ¿Va a querer presentar una denuncia, doctor Venegas? —se dirigió a Mati. —No, prefiero que la cosa quede aquí. Si dices que la conoces y que es una enferma, es una tontería. Y, por favor, llámame Matías, casi somos de la familia. Mi hermano y Roldán, que así se apellidaba su compañero, asintieron. Le dijo que se llevara a la mujer al coche patrulla, que iba en un momento. —Muy bien. Ahora que estamos en «familia» —remarcó, usando las palabras de Matías—, ¿tienes planes para Nochebuena? A mi madre le gustaría que vinieras a cenar con todos nosotros. Necesitamos una presentación formal. Mati nos miró a ambos, primero a Carlos y luego a mí. Cuando él se había referido a familia, no había pensado en sí mismo, sino en Mino. Creía que ya habría sacado de su error a mi hermano, pero lo cierto era que había sido incapaz. Intercedí lo más rápido que pude antes de que dijera algo inapropiado. —No puede, cena con la suya. De hecho, me han invitado y he dicho que no porque para nosotros también son fechas muy importantes.

—Bueno, pues tráelo para Nochevieja, que no es una noche tan familiar. Seguro que a sus padres no les importa. —Mis padres siempre dan una fiesta esa noche para celebrar el nuevo año en una casita que tenemos en El Masnou. Seguro que no les importa que vengáis. —Ya veremos. Lo tenemos que hablar, mi madre no es muy de fiestas, prefiere los encuentros en casa. Matías se calló. —Pero ¿qué dices? Seguro que a mamá le hace muchísima ilusión conocer a tu novio y también a sus consuegros… —Bajó la voz—. Ya sabes lo que ocurrió con el antiguo marido de Lu, ¿verdad? Nos quedaríamos todos mucho más tranquilos si conociéramos a tu familia, no me gustaría darme cuenta demasiado tarde de que está con otro cabrón. —¡Carlos! —exclamé. —Imagino que no es una situación fácil. Para tu tranquilidad, te diré que en mi familia no pegamos a las mujeres, que entiendo tu preocupación y que por mí no hay problema si os queréis sumar. —Es muy pronto, llevamos muy poco saliendo. No quiero precipitar las cosas, Carlos. —Menos llevaba yo cuando mamá conoció a Luz. Mamá no se va a asustar por conocer a tu ligue y a su familia. —Él no es mi ligue, sino mi novio —lo dije sin pensar, porque estaba con la imagen de Mino revoloteándome en la cabeza. No quería mentir, pero tampoco podía contarle la verdad. —Razón de más. Si vais tan en serio, lo tiene que conocer. Le diré que tu chico nos ha invitado, verás qué contenta se pone. —Carlos, ni se te ocurra —prorrumpí, amenazante. —Me lo debes, no sabes el calvario que ha sido cuidar de tu saco de plumas —masculló antes de besar mi mejilla y dirigirse a Matías—: Nos vemos el treinta y uno, me encantan las fiestas bien montadas. Seguro que lo pasamos genial, así que añade tres a la lista, aparte de mi hermana. — Carlos pasó olímpicamente de mi cara y le palmeó el hombro a Mati, quien se limitó a mover la cabeza arriba y abajo—. Ciao, hermanita. En cuanto se marchó, me enfrenté a mi cuñado. —¡¿Tú te has bebido las entendederas?! ¡No tienes ni idea de lo que hará mi hermano cuando se dé cuenta de que tú no eres mi novio, sino Mino! ¡Lo va a colgar de los huevos!

—Será divertido ver eso. —Grrrrrrrr. —Venga, Lu, es el día adecuado. Nunca hallarás el momento perfecto. Mejor que se entere rodeado de gente que os apoya, en casa de la familia de Mino. Su instinto homicida seguro que se ve mermado. Además, es una fiesta navideña y la Navidad saca lo mejor de todos nosotros —intervino Ruth. —No sé si estoy lista. —Estas cosas cuanto antes mejor, alargarlo es una tontería. Mi hermano y tú estáis mejor que nunca, así que seguro que todo sale bien, ya lo verás. Y ahora deja de comerte la cabeza y a trabajar, que no veas cómo ha dejado esa loca la consulta. Cambiad todo el material y haced pasar a la siguiente paciente, voy al baño a lavarme la cara. Ruth y yo acatamos sus órdenes. —No lo pienses más, Lucía. Verás que, cuando se encuentre en mitad de la situación, todos tus miedos quedarán en nada. Tu hermano solo quiere lo mejor para ti y el doctor Ulloa lo es. Por cierto… ¡Qué polvazo tiene Carlos! —¡Eh, que está casado! —Bueno, pero una no está ciega… Si lo hubiera conocido antes que tu cuñada, le pido una detención completa, con esposas, porra y barrotes incluidos. —Eres imposible. —Él sí que lo es y con ese uniforme. —Se abanicó con la mano, haciéndome sonreír. —Anda, vamos a recoger, que tenemos mucho trabajo. Gracias por intentar que me relaje. —Para eso están las amigas. Venga, que hoy es el último día de trabajo y mañana solo abrimos hasta las tres. Seguro que Papá Noel te trae muchas cosas bonitas. —Mientras me traiga unos polvos mágicos para que Carlos no se tome a mal el enterarse de que le he mentido y que mi novio no es otro que el que quiso quitarle a Luz, se puede quedar con todo lo demás. —Seguro que le deja de importar en cuanto vea cómo os brillan los ojos cuando os miráis. Y ahora sigamos o no nos iremos nunca.

La Nochebuena y la Navidad las pasamos separados, él con los suyos y yo con los míos. Necesitaba tiempo para asumir que el treinta y uno todo se destaparía. Luz estaba al corriente de que mi verdadera pareja era Mino e insistió en que lo mejor era que se lo contara cuando no le quedara más remedio que aceptarlo, que tal vez le costara, pero, como decía Ruth, terminaría admitiendo que Mino era mi felicidad. El veintiséis también era fiesta. Las clínicas estaban cerradas, aunque había equipo de guardia para atender las emergencias. Tanto mi chico como yo librábamos y Mino optó por que comiera con sus padres y después fuéramos a patinar sobre hielo. Le había comentado que hacía siglos que no patinaba, desde los trece, donde me entró una fiebre repentina por ir a patinar todas las tardes. Me duró seis meses, el tiempo suficiente para darme cuenta de que el patinador de hockey al que le había echado el ojo tenía novia. Lo estábamos pasando de maravilla. Después de verlo sobre la tabla de snow, no me sorprendió que incluso supiera hacer alguna que otra pirueta. Si no hubiera sido por un novato imprudente al que le dio por agarrarse a mis mallas antes de caer, la tarde habría sido perfecta. La primera vez que noté la prenda queriendo caer al vacío tuve que decidir rápido al sentirla descender. Culo o suelo, culo o suelo, culo o… Definitivamente, suelo. Matías no dejaba de reírse diciendo que el karma tenía una extraña obsesión por enseñar mis posaderas. Yo me sumé a la broma y dije que iba a abrir un canal de YouTube donde hacer famoso a mi culo. —Si necesitas material, yo sigo teniendo el vídeo de la tirolina…

—¿No serás capaz de haberlo guardado después de que te dije que lo borraras? —¿Con qué crees que me hago las pajas cuando no estás cerca? Necesito algo que me provoque. —Ya, y seguro que ese vídeo es de lo más evocador. —Deberías probarlo. —Jugueteó mordiéndome el labio inferior. Yo gruñí—. Iba a invitarte a un chocolate caliente con churros, pero he pensado que mejor vamos a mi piso, te pongo el vídeo que tanto me excita y, si eso, el churro ya lo pongo yo. —Degenerado. Solo a un pervertido de manual le pueden poner esas bragas —bromeé, pasándole la nariz por el cuello en mitad de la pista. Me tenía apretada contra él y su miniyo empezaba a despertar. Le di un suave mordisquito, tentadora, cuando noté un tirón muy fuerte en los laterales de las piernas y… zaaas. Solté un grito enorme. En el suelo estaba el patán de antes, solo que esa vez había logrado el objetivo del karma, despoblando mis nalgas frente a todos. —Lo siento —aulló desde el suelo con cara de culpabilidad, mientras mi cara gélida se volvía roja por segundos. Me había colocado uno de esos tangas eróticos que son una ristra de perlas. Ahora, gracias al tirón, las bolitas blancas estaban rebotando por la pista, haciendo caer a los patinadores uno tras otro en efecto dominó, a la par que mi culo quedaba expuesto en todo su reluciente esplendor. La incomodidad de patinar con un montón de abalorios nacarados entre las piernas no había dado el fruto que esperaba, que no era otro que sorprender a Mino cuando llegáramos al piso. Me subí los pantalones con la agilidad que los guantes me permitieron. Me había traído los de esquí, porque me daba miedo caerme y que alguien me seccionara un dedo, así que te puedes imaginar. Mis mejillas estaban más rojas que las hojas de una Poinsettia mientras Mino se preguntaba de dónde salían todas aquellas perlas. —En tu piso te lo cuento —mascullé, aceptando su ayuda—. ¡Vámonos! Casi lo saco a empujones, esquivando aquellas bolitas del infierno y el montón de patinadores que se revolcaban por el suelo. Fuimos hasta el lugar de devolución de los patines. ¡Menuda mala suerte!

Cuando ya nos estaban dando el calzado, alguien nos sorprendió con su presencia. —¡Hombre, chicos! ¡¿Qué tal?! —La aguda voz de Claudia hizo que mis dientes rechinaran incluso antes de darme la vuelta. —Hola, Claudia. ¿Tú también has venido a patinar? —preguntó Mino, sorprendido en apariencia. —Em, sí. Cuando me dijiste antes de ayer que tenías ganas de traer a Lucía, hiciste que me entrara el gusanillo. Llevaba mucho sin venir. »¿Habéis visto la que se ha liado en un momento en la pista? ¿Lo habéis visto? —Los dos nos mantuvimos callados—. Una chica estaba comentando que a una mujer le han bajado los pantalones y han saltado por los aires un montón de perlas. Ya sabéis esos tangas tan horteras que venden en las webs chinas que son el antimorbo para cualquiera. ¿Quién será la descerebrada que se ha quedado con el culo al aire? Solo a una idiota se le ocurre llevar una cosa de esas para venir a patinar, ¿no creéis? Estaba echando humo por las orejas. Mino me miraba sin saber qué decir y mis mejillas se encendían por segundos. —Nos tenemos que ir, así que lamentamos no poder seguir con tus chismorreos. No soy muy de comentar la ropa interior que cada uno decide llevar. Por cierto, vigila no des con una de esas bolitas perdidas y te rompas los dientes en cuanto salgas a pista. Ya sabes que eres propensa a las caídas. Que pases unas felices fiestas. Ella apretó esa sonrisa de zorra que tanta grima me daba. Juraría que sabía a la perfección que era mío el tanga. —Igualmente, que no se te atraganten las uvas. Ya sabes, a veces se atascan —murmuró, socarrona, mientras mi chico me miraba con apuro—. Nos vemos mañana, Mino. —Le pasó la mano por el brazo, dándome ganas de arrancárselo a bocados—. Pasadlo bien. Cuando estuvimos fuera, noté la risita de Mino en mi oreja mientras sus fuertes brazos envolvían mi cintura. —¿Has estado patinando con un collar de perlas ahí abajo? —¡Calla, idiota! Su risa se hizo más ronca y profunda. —De haberlo sabido, te habría follado en el mismísimo baño. Me pone muchísimo que hagas esas cosas. —Pues ahora ya no puedes hacerlo —me quejé—. Te parezco una ridícula, ¿verdad? —Mi enfado se volvió susurro.

Mino me dio la vuelta. —Me pareces maravillosa —admitió, besándome con suavidad. —Cuando tengas planes de llevarme a algún sitio, no lo comentes con Claudia. Esa mujer creo que me echa mal de ojo. —¿No habrás pensado que ella ha tenido algo que ver en la tocata y fuga de tus perlas? Ha sido un accidente, aquel patoso no paraba de caerse. —Lo sé —dije con la boca pequeña, aunque en mi foro interno algo me decía que de algún modo sí tenía algo que ver—, pero no me gusta encontrármela cuando estoy divirtiéndome contigo. —Vale, está bien, no hablaré de nosotros en la consulta. —¿Le hablas de nosotros? —Me había dado esa sensación cuando ella hizo referencia a las uvas. —Pasamos muchas horas juntos, ya sabes. ¿Tú no hablas de otra cosa que no sean los pacientes con Ruth o mi hermano? —Tuve que morderme la lengua porque sí que lo hacía. Mi silencio le dio la respuesta que buscaba —. No te preocupes por ella. Su actitud ha cambiado, se mantiene al margen y hemos retomado la relación de amistad que teníamos antes de lo de Granada, nada más. —Es que esa mujer me pone de los nervios, lo siento. —No pasa nada. Ahora mismo te llevo al piso y te doy un masaje de esos que te gustan, verás cómo te quito los nervios. Voy a metértela tan lento, tan hondo que a tu cerebro no le va a quedar más remedio que hacerle sitio, expulsando esos malos pensamientos. —Pervertido. Además, no la tienes tan larga. —Lo golpeé, risueña, en el pecho. —Hmmmm, eso ya lo veremos, todavía no has visto mi función extensión máxima. Me eché a reír como las tontas y acepté un segundo beso mucho más caliente que el primero. —Entonces, vas a tener que demostrármelo. —No hay nada que me apetezca más en este momento. Vámonos.

Capítulo 29

Carlosconsejo: «Primero mi paz y al carajo lo demás»

Mino

El gran día había llegado, mi chica estaba nerviosa nivel pro. Me había llamado más de diez veces en diez minutos, lo que daba un promedio de sesenta segundos por conversación, en las que las palabras «y si…» se repitieron más de ciento veinte veces. Quiso que cancelara la invitación que extendió mi hermano a su familia, pero yo era del mismo criterio que Matías: cuanto antes nos sacáramos la espinita de Carlos, muchísimo mejor. Lucía no quiso que quedáramos para hablarlo con él, como yo le había sugerido. Lo mejor era no dilatarlo más en el tiempo o la pelota se haría más grande y terminaría estallándonos en la frente. Mi madre se había esmerado mucho en la decoración de la casa familiar. Cada año escogía una gama cromática de tres colores y solía pedir a los invitados que llevaran prendas de alguno de esos tonos. Ese año le tocó a los blancos, azules y granates.

Mi padre bromeaba diciendo que parecía un encuentro entre el Real Madrid y el Barça. Esperaba que eso no fuera un mal augurio de lo que iba a acontecer. Ya se sabe que, en un clásico, los hinchas radicales de ambos equipos hacen auténticas batallas campales. Llevé a Lucía de compras, me apetecía regalarle el vestido que llevaría en Nochevieja. Fuimos a una boutique a la que solía ir mi madre cuando tenía eventos importantes a los que asistir con papá. Lucía puso los ojos en blanco al ver los precios de los vestidos y que nos traían una botella de cava frío mientras ella se probaba una selección de modelos de las últimas colecciones de los diseñadores más importantes de alta costura. Le dije que ni se preocupara por la etiqueta. Quería regalarle una experiencia Julia Roberts, verla como la princesa que era y que no tuviera que preocuparse de otra cosa que no fuera sentirse mimada en todo momento. Nos pasamos media mañana siendo atendidos con mucha complacencia, hasta que dimos con un maravilloso vestido de gasa en color crema, con escote corazón y fina pedrería salpicándole el pecho, emulando los primeros copos de una nevada. —Con este vestido no puedo llevar sujetador —se quejó a la dependienta. —Con su pecho no lo necesita, lo tiene precioso y en su sitio. —Ya, pero los pezones se me transparentan —admitió, avergonzada. —Es porque la gasa es muy fina, muchas mujeres lo llevan así. Si le incomoda, puede ponerse unas pezoneras de silicona. No se preocupe, se las pondremos de regalo con el traje. Lucía la miraba poco convencida. —¿Nos puede dejar solos un instante? —le pedí a la dependienta. —Por supuesto, señor Ulloa. Me levanté de la butaca donde estaba sentado y cogí las manos de mi chica. —Cariño, estás preciosa. —¿De verdad lo crees? ¿No lo ves un pelín demasiado? —¿Bromeas? Es ideal. Resalta el brillo de tus ojos y el tono claro de tu piel. Es perfecto, pareces sacada de un cuento de hadas. —Si a ti te gusta, no me lo pienso más. —Recuerda que te tiene que gustar a ti, no a mí.

Ella me sonrió con timidez. —Ya sabes que esa parte me cuesta. —Para eso estoy aquí, para recordártelo. —Besé sus nudillos. —Está bien, me lo quedo. Si me marcho sin un vestido, insistirás en que vayamos a otra tienda igual o más cara. Pero que sepas que gastar esto en un vestido me parece desproporcionado. —Un capricho al año no hace daño, y menos si es para que luzcas así de hermosa. —Llamé a la dependienta y le ofrecí mi tarjeta de crédito—. El dinero es solo eso, dinero. Lo que realmente tiene valor son los momentos y sé que este vestido augura una gran noche. Ella volvió a contemplarse frente al espejo, evaluándose de arriba abajo. —La verdad es que es precioso —admitió, dando una vuelta sobre sí misma para enseñar unas braguitas de corazones que me hicieron sonreír. La detuve para colar con picardía mi mano bajo la falda y acariciarle el trasero por encima de la braga. —Próxima parada —puse voz de locución de metro—: tienda de lencería. Correspondencia con: necesita unas bragas rojas. —¡Qué burro eres cuando quieres! —Burro me estás poniendo ahora mismo mirando esos pezones rosados que me llaman a gritos. Se los cubrió con las manos. —Pero ¿en qué quedamos? ¿Quieres comprarme bragas o arrancármelas? —Hmmmm, creo que ambas opciones son válidas. Te las compraré y después te las arrancaré, igual las pido comestibles, con sabor a uva de la suerte. Se dio la vuelta y me premió con una sonrisa amplia y un beso que habría acabado en empotramiento de probador si la dependienta no nos hubiera interrumpido. Fue un día divertido. Cuando terminamos las compras, buscamos un cine y compramos un par de entradas. Apenas nos fijamos en la película, porque lo que a ambos nos apetecía era juguetear como un par de adolescentes enamorados en la última fila. Cabe decir que porque llevaba pantalones, que si no me habría apoderado de esas bragas de corazones que después le quité en casa. No podría haber encontrado una mujer más afín. Ahora estaba seguro de que, si no me casé con Elisa, fue porque el destino me tenía reservada una

mucho mejor. —Hijo, estás guapísimo —me alabó mi madre. —¿Y tú qué vas a decir, si escogiste el traje? —No hablo de la ropa, sino del aura de felicidad que te envuelve. Hacía mucho que no te veía así. No sabes cuánto me alegra que Lucía haya entrado en nuestras vidas. Había puesto a mis padres al día de lo que iba a acontecer, más que nada, por si se daba algún tipo de situación comprometida con la que tuviéramos que lidiar. —Todo va a salir bien, ya lo verás. —Eso espero, por el bien de Lucía. Para ella es muy importante que su hermano acepte lo nuestro, están muy unidos y más desde que perdieron a su padre. —Pobres, los siento tan afines a nosotros. Yo no sé qué habría hecho si Fidel no estuviera con nosotros, fue un regalo caído del cielo. Igual podríamos presentarle a la madre de tu novia al tío Ernesto. Ahora que se ha separado de la arpía de Ludmila, necesita una buena mujer que le haga compañía. —No sé si la madre de Lucía está muy por la labor. —Ya deberías saber que uno no debe cerrarle las puertas al amor, porque puede llegarte en cualquier parte. —Y de eso los tres sabemos mucho —dijo Matías, bajando las escaleras para llegar a mi lado—. ¿O no, hermanito? —cuestionó, dándome un ligero codazo. —No sabéis cómo me alegra que por fin arreglarais vuestras diferencias. Sabía que era cuestión de tiempo, aunque nunca imaginé que tardarais años. —Lo bueno se hace esperar y los dos somos un pelín cabezotas —añadió mi hermano, alborotándome el pelo. —No fastidies, que me despeinas —me quejé, recolocando los mechones todavía húmedos. El timbre sonó, señal inequívoca de que los invitados empezaban a llegar. —¿Listos? Ambos asentimos. —Muy bien, pues vayamos a la puerta. ¡Fidel, ven a recibir a los invitados! *****

Miré el reloj, nervioso. Ya deberían haber llegado. El resto de los invitados ya estaban en casa: mis tíos, mis primos, sus hijos, el mejor amigo de mi padre, las dos amigas de mi madre, todos con sus respectivas parejas y descendencia. Por suerte, la casa era grande y no teníamos problemas de espacio. Quedaba justo enfrente de la playa. Bueno, enfrente, enfrente, no, ya que tenías que atravesar el paso subterráneo para cruzar la carretera y las vías del tren. Aunque podía decirse que estaba en primera línea y que los amaneceres desde la segunda planta eran soberbios. La propiedad había sido de mi abuelo materno, quien la heredó de su padre y la vendió en una época en la que no le iban muy bien las cosas. Mamá le habló de la propiedad a Fidel un día que vinimos a la playa cuando yo era pequeño y él decidió hacerle una oferta al actual propietario para recuperarla y así hacer feliz a mamá. En esa casa ella atesoraba multitud de recuerdos, pues allí nació, se crio y fue el lugar escogido para que pasáramos los veranos. El timbre volvió a sonar. Tenían que ser ellos. Tragué incómodo, necesitando desabrochar el último botón de la camisa. Mi madre me tomó de la mano, me llevó a la puerta junto a Matías y mi padre. El mensaje era alto y claro, iban a apoyarme ocurriera lo que ocurriera. Asentí y mamá se adelantó para abrir la puerta. Una mujer que podría haber sido Lucía de mayor apareció en el vano, ataviada con un precioso vestido largo color vino y una sonrisa que le iluminaba la cara. —Hola, buenas noches. Soy Lucía, la madre de Lu. Muchísimas gracias por la invitación, nos sentimos muy honrados de celebrar una fecha tan especial con ustedes. Me he permitido traerles un detalle. —La madre de mi chica le tendió a la mía una bolsa con varias botellas de vino. —Oh, muchísimas gracias, es usted muy amable. Yo soy Leonor, la madre de Mino y Matías. Pero, por favor, tuteémonos que, al fin y al cabo, estamos en familia. —Me parece estupendo. Anda, te llamas como la princesa. —Sí, aunque ella fue la que se copió, a mí me lo pusieron primero. Las dos rieron. Fantástico, congeniaban, esa era buena señal. Mi padre fue el siguiente en presentarse y después nos tocó el turno a mi hermano y a mí. —Pero qué hijos más guapos tienes —nos agasajó.

—Muchas gracias —musitó mi madre—. Lo mejor de todo es que son muy buenos y trabajadores, que es lo importante. —Entonces, como los míos. Las dos podemos presumir de hijos. — Lucía madre se puso a un lado y entró mi novia junto con Luz. —Carlos está aparcando —aclaró la mujer de la que una vez me creí enamorado—. Hola, Mino, ¿cómo estás? Cuánto tiempo. Era extraño verla y no sentir nada. Era indiscutiblemente guapa, el vestido blanco que había escogido hacía resaltar su piel morena y el lustroso cabello chocolate, pero ninguna emoción me agitaba por dentro como me ocurría con Lucía. —Mucho —admití con amabilidad. Fui yo quien se acercó. Le di dos besos y se la presenté a mis padres y a Mati. Mi chica nos saludó a todos sin problemas y, cuando llegó a mí, rabiosamente bonita, me premió con un beso en los labios. Su madre sabía la verdad, se la había contado esa misma tarde. La sermoneó por no habérselo dicho antes a Carlos, pero le dijo que ya era mayorcita para lidiar con sus propias batallas. No vi rencor en la mujer, solo simple aceptación al ver que su hija era feliz a mi lado. En definitiva, lo que debería querer cualquier madre para sus hijos. —Nos saldrán unos nietos guapísimos —cuchicheó en el oído de mi madre, que rápidamente la tomó del brazo. —No hay duda de ello. Ven, consuegra, voy a presentarte a tu nueva familia y a un hermano de mi marido que es guapísimo y arquitecto. Ambas se alejaron tomadas del brazo entre risitas y murmullos. —¿Has visto lo bien que congenian? —murmuré en el oído de Lucía, quien me agarraba por el cuello mientras yo le acariciaba la cintura con afecto. —Creo que tu madre pretende liar a la mía con tu tío. —Quién sabe, igual se gustan. Ya ves que no tenías de qué preocuparte. —No eran ellas quienes me preocupaban. Besé el lugar donde le latía el pulso desbocado, quería tranquilizarla. —Buenas noches. Perdón por el retraso, me ha costado un poco encontrar aparcamiento. ¡Cómo se pone esta zona en Nochevieja! Con esa simple frase, la espalda de mi chica se envaró. Se hizo un silencio sepulcral. Imaginé que Carlos se había sorprendido al ver a su hermana agarrarme de un modo tan íntimo cuando Mati estaba

solo. Carlos todavía no me había visto la cara, puesto que la tenía enterrada en el cuello femenino cuando entró. Alcé un poco la vista y lo vi enfocar mi cara del mismo modo que si hubiera visto un fantasma. —¡Hostia puta! —exclamó sin poder contenerse. Lucía se giró y se apretó contra mí como si pudiera blindarme con su simple presencia, y eso que solo me llegaba a la barbilla. Me hizo gracia el gesto y por ello me sentí todavía más bendecido. —Creo que te confundes de persona. A mí me gusta llamarlo cabrón o gilipollas, pero en realidad responde cuando lo llaman Mino, y es mi hermano. Ya estaba Matías con una gracia de las suyas. Papá carraspeó, incómodo. —No pasa nada, cariño. Al parecer, ha habido cambio de pareja. Matías no es el novio de tu hermana como pensábamos, sino Mino, a quien ya conocemos. A cada segundo que pasaba, su tez oscura se iba poniendo color alerta roja. Solo le faltaban un par de luces y una sirena como banda sonora. Se soltó del agarre abruptamente. —Pero ¿qué broma de mal gusto es esta? No me hace ni puñetera gracia, ¿me oís? ¿Os habéis propuesto darme las campanadas? —No se trata de ninguna broma —alegué, saliendo de detrás de Lucía—. Tu hermana y yo somos pareja, llevamos unas semanas saliendo. Él me contempló, escéptico. —¿Es tu manera de devolvérmela? ¿Jugar con la vulnerabilidad de mi hermana? —Carlos, relájate —le sugirió Luz, tomándolo del brazo. —¡Yo no soy vulnerable! —protestó Lucía sin lograr que Carlos se conmoviera un ápice. —Ese tío intentó cargarse lo nuestro, dejó a Lucía hecha polvo cuando regresamos del viaje. ¿O no recuerdas lo mal que estaba mi hermana? — respondió, dirigiéndose a Luz—. ¿Y ahora qué? ¿Vuelve a la carga para hacernos creer que Lu es el amor de su vida y rematarla dándole otra patada? —Su mujer negó con la cabeza y él me miró con desafío—. ¿Qué pretendes? ¿Tocarme los huevos? Mi padre carraspeó otra vez, no era un hombre al que le gustaran las discusiones.

—A ti nadie quiere tocarte eso, salvo Paco —intercedió Lucía, haciéndole fruncir el ceño a su hermano—. Si no te conté nada de lo nuestro, fue porque temía tu reacción y estás demostrando que no me equivocaba. ¿No ves cómo te estás comportando? —¡Porque hasta hace cinco minutos creía que ese —apuntó a Mati— era tu novio! —Ya sé que soy mejor partido que Mino, pero resulta que soy gay, algo incompatible con salir con tu hermana. Carlos lo miró como si le hubiera salido otra cabeza. —Ahora no —murmuré por lo bajo. Había situaciones con las que era mejor no bromear. —¡No te quiere! ¡Solo está jugando con tus sentimientos para acercarse a Luz! Ese es su verdadero objetivo. No has podido olvidarla, ¿verdad? Y ahora utilizas la fragilidad de Lucía para devolvérnosla a todos y quedarte con mi mujer. —Pero ¿qué dices? No tienes ni idea de mis sentimientos. Tu mujer ya no me importa. Lo nuestro no fue nada, porque nunca hubo nada, solo una ilusión que murió en Formentera. —¡Ja! Eso no te lo crees ni tú. —¿Piensas que tengo tan poco valor que un hombre como Mino no puede fijarse en mí? Sé que Luz es preciosa, pero me quiere a mí. —No, no lo hace y no tergiverses mis palabras. En ti puede fijarse cualquiera porque tienes muchísimas virtudes. Cualquiera, menos él. Lucía resopló. —Carlos, haz el favor de comportarte. La familia de Mino nos ha invitado a celebrar con ellos el fin de año y, con tu actitud, nos estás haciendo pasar un mal rato a todos. Él se giró hacia su mujer. —Vamos, hombre, no fastidies, encima la culpa es mía. Tú y yo no vamos a cenar aquí esta noche, ni mi madre tampoco. Ve a buscarla, nos marchamos. —No puedes hacernos esto —musitó Lucía, compungida. —¡No vamos a irnos! —se plantó Luz de brazos cruzados—. No me he pasado tres horas en la peluquería después de ir de compras para marcharme de aquí sin cenar. No pienso estropearle la noche a todo el mundo porque no sepas controlar una rabieta sin fundamento. Vale, acepto que tu hermana te lo podría haber dicho antes, pero deberías plantearte por

qué no lo ha hecho. Viéndote, no es difícil de entender. ¿Es que no aprendiste nada sobre el control de las emociones en las clases de yoga? —Si no hubiera aprendido nada, el ratoncito Pérez ahora estaría haciéndose un collar con sus dientes —me apuntó. —Disculpadlo, no sabe lo que dice —se excusó Luz, abochornada. —¿Que no lo sé? Por supuesto que lo sé, y si lo prefieres a él antes que a mí, puedes quedarte a comer las uvas aquí. Yo me largo, no pienso hacer el papelón de mi vida porque a vosotras os apetezca. —¡Carlos! —grité al ver el desconcierto y el dolor en la cara de mi cuñada—. No es momento de ponerse así. Cuando acabe la fiesta, podemos hablarlo. No nos hagas pasar un mal rato a todos. —La culpa de todo esto es tuya, así que no me fastidies y me pidas que mire hacia otro lado fingiendo de que no pasa nada para jugar a la gran familia feliz. Te salvé una vez, pero pareces tener cierta propensión a escoger mal y a fingir relaciones idílicas cuando lo único que hay es una montaña de mierda. No voy a estar siempre para salvarte el culo, hermanita, así que empieza a aprender de una vez por todas a elegir bien. —Nunca te pedí que me salvaras, dio la casualidad de que apareciste aquella noche. Y no me malinterpretes, te lo agradezco, pero ya basta de echármelo en cara. Sí, me equivoqué, pero ahora el que está tomando una mala decisión y se está equivocando con su actitud eres tú. —Pues no pienso quedarme aquí para verlo. Vámonos —le insistió a Luz. —Yo me quedo. Y tú deberías hacer lo mismo y pedir disculpas por el espectáculo tan lamentable que estás dando. —¡De puta madre! Ahora resulta que soy lamentable. Pues entonces déjame, líate con ese e igual así eres mucho más feliz. No te preocupes por mí, os facilitaré el camino, igual no estoy en casa cuando vuelvas. —Salió dando un portazo. Mi cuñada se llevó las manos al pecho y ahogó un hipido de desconsuelo. Corrí para abrazarla antes de que cayera redonda. —Lo siento, lo siento de verdad. No pensé que mi hermano llevara esto tan mal. —Matías, sal a buscarlo —dijo el padre de Mino. —No, es mejor que lo dejéis. Cuando a Carlos se le gira la cabeza, es mejor dejar que se dé cuenta solo de que ha metido la pata hasta el fondo. Si

no, solo lograremos cabrearlo más —aclaró Lucía. —Pero no podemos dejar que pase una noche así solo, es fin de año y vosotras sois su familia —reflexioné. —Ya sabe dónde estamos —afirmó Lucía, abrazada a Luz—. Tiene que aprender que él no es quien toma las decisiones de todo y que no tiene la verdad absoluta del universo. Un baño de humildad no va a sentarle mal y, cuando se dé cuenta de cuánto la ha fastidiado, le suplicará a Luz perdón. ¿Podéis traerme un vaso de agua, por favor? Mati fue a la cocina a por uno. —¿Estás segura de que te quieres quedar? No pasa nada. Si quieres, te acerco a casa e intento explicarle que está equivocado, que a quien quiero es a Lucía y no a ti —sugerí, preocupado por Luz. —Mi cuñada tiene razón. Carlos tiene que aprender que no bailamos a su son. Perdonad mi llanto, es que estoy muy sensible últimamente. Son las hormonas, que me llevan loca, si no, ahora mismo estaría dándole de collejas a mi marido hasta en el carné de identidad. Mi hermano había regresado con el vaso y, al escuchar sus palabras, nos miró a mi padre y a mí. Fue el primero que se atrevió a hablar frente a la evidencia. —Enhorabuena, ¿de cuánto estás? A Lucía se le agrandaron los ojos y la miró de frente. —De una falta —confesó—. Hoy quería decírselo a Carlos después de las campanadas, quería empezar el año celebrando la buena nueva con todos. —Ooooh —murmuró Lucía, apretándola más contra sí—. Lo siento mucho, he estropeado vuestro momento. —No pasa nada. Si no ha tenido que ser ahora, es porque ya llegará. Aunque trataba de quitarle hierro, se la veía disgustada. —Lamento interrumpir, pero vamos a cenar. —La cabeza de mi madre se asomó en la entrada. —Ya vamos, mamá —mascullé—. Yo también lamento que algo tan especial se haya estropeado. Como bien dices, deberíamos estar celebrando todos la buena nueva. —Mi hermano se va a dar de cabezazos cuando se entere de que la ha fastidiado tanto. —Lo mejor es que vayamos a cenar, ya tendré ocasión de arreglar las cosas con el testarudo de mi marido. Gracias por el vaso de agua.

Cuando nos sentamos a la mesa, todos lo hicimos compungidos. No me perdí el wasap extralargo que Lucía le mandó a su hermano tratando de que regresara. No es que fuera un cotilla, es que ella estaba tecleando delante de mí. Cuando le dio a enviar, suspiró, mirándome apenada. —¿Piensas que va a funcionar? —cuestioné, cogiéndole la mano con afecto. —¿Sinceramente? —me preguntó, apretando los ojos—. No, aun así, tengo que intentarlo. Me siento muy mal por haberles fastidiado la noticia. Debería haberte hecho caso y haber hablado con Carlos antes. Ha sido una mala idea traerlo aquí en un día como este y pretender que no le afectara. Me he comportado como una egoísta. —No eres ninguna egoísta, más bien, la mujer más dulce y buena que conozco. —Y una cobarde, nunca me gustaron las confrontaciones. Primero, con Daniel; ahora, con mi hermano. Tengo que aprender a lidiar con los problemas de frente y no esconderme en mi concha. Lo único que consigo con ello es herir a las personas que más quiero y eso no es justo. —Lo solucionaremos. —Levanté su mano y le besé los nudillos. —Eso espero.

Capítulo 30

Vigésima afirmación: «Soy mía antes que ser de nadie más»

Lucía, principios de febrero

Echo la vista atrás con una sonrisa nostálgica. Una mezcla de nube de algodón de azúcar con limonada sin endulzar. ¿El motivo? Mi hermano. La cena de Nochevieja fue complicada. Solo bastaba con echar un vistazo a la cara de amargura de Luz para hundir mi ánimo en una profunda ciénaga donde jamás brillaba el sol. Siempre que faltaba a la verdad alguien terminaba dañado por mi culpa, y eso me sumía en una honda tristeza difícil de solventar. Mi hermano había leído mi mensaje de disculpa de las nueve y media, el de las diez, diez y media, once, y al de las once y media pasó olímpicamente de mí. Intenté poner todo el corazón en cada una de las explicaciones, decirle todo lo que no me había atrevido por miedo a que algo como lo que había

ocurrido sucediera. Las frases de «el miedo paraliza» y «las mentiras tienen las patas muy cortas» eran una clara fusión de lo que había acontecido hacía unas horas. Tendría que haberle echado coraje. Si lo hubiera hecho, en ese momento, dos de las personas que más quería estarían felices, abrazadas y a escasos minutos de celebrar la entrada del año con una noticia más que maravillosa. Eran las doce menos cinco. Todos teníamos las uvas listas, los gorritos puestos y las serpentinas revoloteaban lanzadas por los más pequeños al son de los matasuegras. Mamá se pelaba las uvas, acelerada. Un ritual que se repetía año tras año porque decía que, si las comía con piel, se le atascaban y no terminaba. Luz las seccionaba por la mitad, con el rostro compungido, arrancándoles el corazón, dejándolas tan vacías como debía estar ella. Cuando alguien le preguntaba si les estaba realizando una autopsia, la pobre contestaba que trataba de evitar que un miniarbolito le creciera en los intestinos, abonado por la cuantiosa cena. Conociéndola como la conocía, sabía que solo pretendía arrancar alguna de las sonrisas que a ella misma le faltaban. Tobías había pedido aceitunas, las uvas nunca le habían gustado, y Mati bromeaba con él diciéndole que se las iba a poner con hueso a ver si tenía narices de tragarlas. La mano de Mino tomo la mía para acariciarla sobre la mesa. —Eh, ¿de verdad que no quieres que vaya a buscarlo? Puedo intentar que comprenda que lo que piensa no es cierto. —No. Si Carlos vuelve, ha de hacerlo por su propio pie, que lo siguieras o lo buscaras solo empeoraría las cosas. —Siento todo esto. Pensaba que se lo iba a tomar mal, pero tanto como para marcharse, no. —Más lo siento yo. La culpa es mía, tenía que haberte hecho caso y haber dado la cara desde el principio. Si lo hubiera hecho, mi cuñada no estaría viviendo la peor Nochevieja de su historia. Le he estropeado la noticia más maravillosa del universo —mascullé, apenada. Mino me apretó la mano, intentando infundirme consuelo. —Lo arreglaremos. —Atentos. —La madre de mi chico se puso en pie, golpeando con el cuchillo una copa de cava lista para el brindis—. En nada van a dar los cuartos, que no hay que confundir con las campanadas. Recordad que, hasta que no empiecen las de verdad, no podéis llevaros una sola uva a la boca. Id

con cuidado no os atragantéis y sed prudentes sin perder el ritmo. Depositad algo de oro dentro de la copa para que nos dé fortuna al empezar el año, pero cuidadín con tragarse una reliquia familiar, que no quiero pasar la noche en urgencias. —Mientras no se traguen un broche abierto y lo tengan que cagar — masculló Mati flojito en mi oído, buscando el sonido de una carcajada. Le ofrecí un alzamiento de comisuras que lo hizo negar, cabizbajo. No estaba de humor, aunque agradecía el intento. —Y, por último, pensad en todo lo bueno que queréis que os traiga este año que entra y que sea el pie derecho el primero que toque el suelo para empezar el año con buen pie y pisar aquellas cosas que queremos olvidar. Y ahora que ya os he recordado todo este ritual que repetimos año tras año, solo me queda deciros que gracias por venir y que espero que os haya gustado la cena. Todos aplaudieron. Leonor se sentó, subió el volumen de la tele y besó a su marido con afecto. Yo solo podía pensar en Carlos, en que por mi culpa no se comería las uvas con su mujer, en la tristeza que embriagaba a Luz y en que jamás me había comido las uvas sin él. Tenía muchas ganas de llorar. El timbre sonó, y Mino y yo nos buscamos el uno en los ojos del otro. —Voy yo —me ofrecí voluntaria en voz alta. —¿Te acompaño? —sugirió mi chico. —No es necesario, solo puede tratarse de mi hermano. Mi cuñada me miró, esperanzada. Vocalicé un «tranquila, no voy a fastidiarla» que pensaba cumplir. Fui corriendo hasta la puerta. Cuando abrí y vi que, efectivamente, era él, el alivio me recorrió por dentro, impulsándome a abrazarlo. Lo habría hecho, pero él me frenó. —Ahórratelo. No estoy aquí por ti. Luz no tiene la culpa de tu mala cabeza respecto a este asunto, no quiero comerme las uvas sin mi mujer. Asentí con las lágrimas amenazando con desprenderse de mis ojos. —Pasa, están a punto de sonar las campanadas. Yo… lo siento. —Más lo siento yo —dijo sin humor, adelantándome por la derecha. Entramos juntos al salón. La silla de al lado de mi cuñada estaba vacía, el lugar que Carlos debería haber estado ocupando toda la noche. En cuanto Luz lo vio entrar, respiró. La mirada de mi hermano estaba cargada de arrepentimiento y la de Luz, de ganas de que las cosas se

solventaran. —Rápido, sentaos, ya empiezan los cuartos —advirtió mi suegra. Cada uno ocupó su plaza. Carlos le murmuró algo a Luz que la hizo cabecear y terminar aceptando un pequeño beso con sabor a disculpa. Mi madre, que estaba sentada al lado de Ernesto, los miró complacida. Y yo recibí otro beso de Mino en la mejilla y una caricia sobre el puño que aferraba con fuerza la falda del vestido. Las campanadas comenzaron a resonar y las manos se precipitaron en busca de los jugosos granos dorados para llevarlos a la boca, rellenos de deseos propios o para los demás. Cuando la última coronó las doce, busqué el perdón en los ojos de mi hermano. Ese fue mi último deseo. Él era alguien fundamental para mí y no soportaba que estuviéramos peleados. Aunque, cuando los encontré, no vi rastro de complicidad en ellos. Mi respiración se contrajo en un hipido de llanto involuntario que hizo que el líquido de la uva se me fuera por el otro lado. Me puse a toser como las locas y Mati, pensando que me ahogaba, se levantó de su silla para agarrarme en volandas y ponerse a practicarme la maniobra de Heimlich. Sí, esa que se usa para los atragantamientos y donde alguien te comprime el esternón hasta que el objeto del atragantamiento sale de tu cuerpo. Casi como un ritual de exorcismo médico. —Escúpela, vamos, escúpela —repetía, presionando bajo mi diafragma, elevando mis pies del suelo cada vez que empujaba. Sin poder hablar, me agarre al filo de la mesa, tosiendo como una loca. No podía escupir nada porque la uva estaba deshecha, era el zumo lo que me hacía seguir tratando de tomar aire con esfuerzo y que el picor no me dejara hablar. Todos tenían puesta su atención en mí, aunque lo único que podía hacer era tratar de hablar y que Matías me soltara en una de sus compresiones, más fuerte que las anteriores. Mi cuerpo hizo un espasmo involuntario que sacudió mi pecho con fuerza. Algo salió propulsado por los aires. Se hizo el silencio más absoluto cuando el objeto impactó contra la frente de Ernesto, que era la persona que tenía sentada delante y que estaba al lado de mi madre. —¡Ya ha salido! —gritó una de las hermanas de Leonor con alivio. Tío Ernesto se llevó la mano a la frente, arrancándose la plasta.

—¡¿Qué es esto?! —prorrumpió, tocando la masa viscosa. Todos bizqueamos al ver el redondel gelatinoso que se desprendía de su frente. Inmediatamente, comprendí que no se trataba de la uva —hecho que habría sido físicamente imposible—, sino de la pezonera de silicona, que había sobrevolado la mesa para aterrizarle en la frente. Llevaba picándome todo el rato, seguro que en una de mis rascadas se había soltado. —Parece una flema —dijo la abuela de mi chico—. A mi querido Augusto, que en paz descanse, le pasaba. Soltaba unas así de gordas antes de morir, aunque las suyas eran más verdes y no tan sólidas. —Mamá, eso no es una flema —la corrigió el padre de Mino. Yo no sabía dónde meterme de la vergüenza. Los rostros se giraron, preocupados ante la observación de la yaya, como ellos la llamaban. —Es verdad. No es eso —dijo mi madre, arrebatándole la pieza a Ernesto de las manos. Ella sí sabía lo que era, porque se los había enseñado cuando me quejé de que no dejaban de picarme en el coche—. Es un apósito para las quemaduras, de esos que son como una segunda piel. A Lucía le saltó el aceite esta mañana y le puse uno antes de venir. —¡Ay, hija, qué dolor! ¿Y dónde te saltó? —preguntó preocupada la mujer. Yo no sabía qué responder. Por un momento, pensé que mi madre me iba a delatar y ahora no se me ocurría un lugar que pudiera decir sin levantar sospechas, ya que mi vestido no dejaba mucha piel sin exponer. —En la axila —recondujo rápidamente Mino. —Qué lugar más extraño para quemarse con aceite en invierno. —La abuela me miraba intrigada. La cosa empeoraba por momentos. «Piensa, Lucía, piensa», me insté. —Eeeeh, sí, bueno, es que estaba haciendo huevos fritos y el aceite salpicó mi camiseta. Me la fui a quitar para que la mancha no se quedara incrustada y, cuando alcé los brazos, el huevo lanzó un tiro que impactó en esa porción de piel tan delicada. —Pues menos mal que no te dio en una teta, podría haberte chamuscado un pezón —rio socarrón Matías, al que su familia ya conocía. —Madre mía, menuda puntería. Una no debe descuidarse cuando está friendo huevos —observó la yaya—. Devolvedle el parche a la muchacha, no se le vaya a empeorar el sobaco. No tuve más remedio que agarrar la pezonera y enterrarla donde se suponía que debía estar el cerco.

Mino aguantó el tipo como un campeón y no fue hasta que llegamos a mi piso que no se deshizo en carcajadas. La verdad es que verme el resto de la velada con el brazo izquierdo pegado para que no se cayera la pezonera y llevando la mano derecha a la altura del pezón izquierdo para que no se me transparentara, hizo que mi cuñado se pasara la hora siguiente bromeando con si en mi otra vida había sido Napoleón. Luz no anunció lo de su embarazo. Imaginé que, dadas las circunstancias, se lo contaría a mi hermano en la intimidad. Carlos se pasó el resto de la velada ignorándonos tanto a mí como a Mino. No desmintió la excusa que dimos al resto de los invitados sobre que llegaría en cuanto terminara su turno. Era lo que se nos había ocurrido para no dar una explicación que nos habría desestabilizado a todos. Llevábamos desde ese día sin hablarnos y a mí se me hacía muy cuesta arriba. Adoraba a Carlos más que a mi vida y me sabía fatal que estuviéramos así. Luz intentó mediar entre nosotros, que hubiera algún acercamiento por ambas partes, pero lo único que logró fue que él la premiara con más bufidos que Lucifer y le dijera que, hasta que no abriera los ojos y dejara a Mino, no pensaba hacer las paces conmigo. Su cabezonería lo llevó a que mi cuñada decidiera no contarle nada del embarazo y pedirle a mi chico que fuera él quien se ocupara de las revisiones. Intenté convencerla de que no era buena idea, que era mejor que se lo contara, que no le perdonaría perderse algo así y menos que fuera Mino su ginecólogo. Le sugerí que fuera Matías quien lo hiciera, más que nada, porque no quería que una decisión como esa pudiera fastidiar las cosas entre ellos. Pero, si había alguien más cabezón que mi hermano, esa era Luz. No aceptó mi consejo de optar por Mati, y yo cruzaba los dedos para que mi hermano se bajara del burro y comprendiera que Mino no sentía nada por su mujer, que no salía conmigo para acercarse a ella y que lo nuestro iba en serio. Cuando llegué a la clínica, Ruth no tenía buen aspecto. Sus ojos estaban enrojecidos, los jerséis escotados que solía llevar habían cambiado por otros de cuello de cisne. Ella decía que era porque tenía frío y quién era yo para decir lo contrario. Supongo que no lo habría hecho si la calefacción de la clínica no hubiera estado a veinticuatro grados y la viera sudar como un pollo. Me recordaba la necesidad de ocultar los moratones que Daniel me

producía en el cuello cada vez que intimábamos. Le gustaba apretar hasta correrse, dejándome unas marcas horribles que debía camuflar. —Ruth, ¿de verdad que estás bien? —le pregunté a media mañana, cogiéndola del brazo. Ella lo retiró, cubriendo el punto de mi agarre con gesto de dolor. —Sí, no pasa nada. Ayer tuve un accidente doméstico —se frotó el brazo —, resbalé y me di contra el marco de la puerta. —Contra ese marco resbalé yo muchas veces. ¿Por eso tienes los ojos rojos? —le dije, buscando una confesión que no llegó. —No sé a qué te refieres. Si los tengo rojos, es porque anoche no me quité las lentillas para dormir —contestó, molesta. —Ruth… esto… Si ese novio nuevo te estuviera pegando, me lo dirías, ¿verdad? —¡¿Estás loca?! —dijo a la defensiva—. Que tú sufrieras malos tratos no quiere decir que a todas nos pase lo mismo. Y ahora déjate de paranoias y ve con Matías, que la paciente de las once y media ya está en la consulta. La miré apenada, porque me veía tan reflejada en ella que asustaba. No quería que a la que consideraba mi amiga le ocurriera lo mismo que a mí y no sabía qué hacer para que reconociera que no me faltaba razón. ¿Sería una patología propensa a los traumatólogos? ¿Igual que los bomberos pirómanos? Lo hablaría con Menchu en mi próxima consulta. Las señales hablaban alto y claro, era una experta en detectarlas y, aunque ella no quisiera dejarse ayudar, no pensaba abandonarla. —Solo quiero que sepas que se puede salir de una relación como esa, que si yo lo hice tú también puedes y que me tienes aquí para ayudarte sea a la hora que sea. Su frente se arrugó, apartó la mirada de la mía y se refugió tras el mostrador. —Tengo mucho trabajo. Ya te he dicho que no me pasa nada, ve a consulta. El tema quedó zanjado y no me quedó más remedio que dedicarme a mi trabajo. Una no puede ayudar a quien no quiere ser ayudado. Cuando terminó mi jornada, fui a comer con Luz. Tenía hora para la segunda ecografía, así que iba a acompañarla. Cuando íbamos a ir hacia la clínica, llamé para cerciorarme de que no hubiera ningún retraso. No me gustaban las salas de espera, me recordaban a cuando murió mi padre, aunque no tuviera que ver.

Claudia fue quien contestó, me dijo que iban en hora, que la paciente que había antes que Luz había anulado su cita y que podíamos pasar directamente a la consulta, que nos estarían esperando. Le di las gracias por su amable respuesta y le dije que calculara unos quince minutos entre que pagábamos la cuenta y llegábamos a la clínica. Me contestó con tanta amabilidad que casi pensé que igual era una malpensada y que Mino tenía razón, que me había equivocado cuando, al ver el vídeo que se viralizó en internet de una patinadora a la cual se le caían las perlas en mitad de la pista, la culpé a ella. Por suerte, la cara no se me veía, el objetivo del móvil no tenía tanto alcance. Pagamos la cuenta y nos pusimos en marcha. Ambas teníamos muchas ganas de ver que el embarazo iba bien y escuchar el corazón del futuro bebé.

Mino —¿Quién era? —pregunté a Claudia al escuchar que colgaba. —Tu novia. Ha dicho que se retrasaban un poco, así que aprovechemos y vayamos a tu consulta a ver ese golpe que te has dado antes por mi culpa. —En serio, que no pasa nada, ha sido un accidente. —Un accidente que he propiciado yo al caerte encima y empujarte contra el canto de la mesa. Te lo has clavado en todo el muslo, deja que por lo menos te haga una cura y evalúe los daños. Claudia era persistente, no iba a parar hasta hacerlo, así que acepté. —Vale, está bien. Pero rápido, que no quiero que por esta tontería nos retrasemos más de lo debido.

—Por supuesto, verás qué dedos más veloces tengo, los más rápidos de la clínica. Anda, vamos. Entramos en la consulta y Claudia me pidió que me bajara los pantalones, como era lógico. —Oh, vaya, te ha salido un bulto. Voy a ponerte un poco de pomada antiinflamatoria y a masajear para que se absorba. Siéntate, que voy a por ella. —No hace falta, puedo ponérmela yo. —Tú eres el médico y yo, la enfermera; no pretendas quitarme el puesto. Tengo un tubo nuevecito en el almacén, no te muevas. Puse los ojos en blanco y asentí. Cuanto antes terminara, mejor. Cuando regresó, no me fijé en que la puerta se quedaba algo entreabierta porque estaba revisando unos documentos, y después Claudia giró un poco la silla y la empujó hacia ella. —Verás cómo te alivia —dijo, poniéndose de rodillas entre mis piernas.

Lucía —Parece que no hay nadie —murmuró Luz, mirando a un lado y a otro de la recepción. —Claudia me dijo que entráramos en la consulta, que nos esperaban dentro. Fue acercarnos y escuchar sus voces. —Mmmm, oooh, ¡Dios! Sí, ahí, ahí. —Fíjate cómo lo tienes de duro, ¿ves cómo necesitabas mis manos? ¿Te hago daño? —canturreó Claudia. —¿Bromeas? Las tienes hechas para esto.

Ella soltó una risita. Luz y yo nos miramos con extrañeza y fue inevitable entreabrir un poco más la puerta para demostrarnos a nosotras mismas que nos estábamos equivocando de lleno con lo que nuestras calenturientas mentes estaban presuponiendo. Al fijarme en la imagen que tenía frente a nosotras, me puse rígida. Mino estaba recostado en la silla, detrás del escritorio, mientras Claudia, a la que solo le asomaban las piernas, estaba arrodillada en el suelo. Se intuía cómo su cuerpo se balanceaba, a la par que me fijaba en que los pantalones de Mino estaban alrededor de sus tobillos. —Un poco más y termino, verás cómo te alivio. Ya te dije que era mejor que me dejaras a mí y no lo hicieras tú solo. —Mmmm, sí, la próxima vez te haré caso y no dudaré tanto en que me lo hagas. No necesitaba ver o escuchar más, ¡le estaba haciendo una paja! Di una patada ninja a la puerta y grité: —¡Lo sabía! ¡Sabía que esto tarde o temprano iba a pasar! ¡No habéis podido conteneros, ¿verdad?! Mino abrió los ojos de golpe, incorporándose en la silla. La cabellera rubia asomó por encima de la mesa y no me perdí el gesto de la lengua saboreando los turgentes labios y la muñeca frotando la comisura, que ascendía satisfecha. ¡Oh, Dios, se la estaba chupando! Cerré los párpados con dolor. —No es lo que parece, eh… Claudia solo me estaba ayudando con… —¡Ya sé con lo que te ayudaba, no soy idiota! Bueno, igual sí que lo soy, porque está claro que confié cuando no debí hacerlo. —Lucía, querida, estás sacando las cosas de quicio. Yo solo lo aliviaba… —murmuró la zorrasca poligonera y ensiliconada de Claudia. —¡Tú calla, Barbie chupapollas, que las dos lo hemos visto y oído! — prorrumpió Luz, mirándolos a ambos con desprecio—. Ojalá ese par de salchichas que tienes por labios pillen el tifus y se te caigan a pedazos. —¡Nos habéis malinterpretado! —exclamó Mino, intentando ponerse en pie. —Vámonos, por favor —le supliqué tironeándole del brazo a mi cuñada, con el corazón roto y los ojos saturados de lágrimas. —Por supuesto, no voy a permitir que un cerdo así me toque. ¡Estás despedido!

No quería unas explicaciones que carecían de toda coherencia. ¿Qué iba a decirme, que si no se la mamaba Claudia se le iba a gangrenar en la bragueta? Salimos lo más rápido que nos dieron las piernas. Alcé la mano para parar un taxi, en el que nos internamos —habíamos venido en metro—; no estaba como para que me vieran así en público. Al cerrar la puerta, oí los gritos de Mino llamándome desde la entrada, ya había podido subirse los pantalones. No quise mirar atrás, no podía hacerlo, Luz le dio al taxista la dirección de mi piso y yo me deshice en un llanto incontrolable entre sus brazos. No quería volver a verlo nunca, solo me pertenecía a mí misma y a nadie más. Ningún hombre volvería a dañarme en modo alguno.

Capítulo 31

Evidencia: «El amor es ciego, pero los vecinos no»

Lucía

Cuando tu vida amorosa se va al garete, lo mejor es vaciar toda tu mierda por el retrete. Esa fue la última frase que escuché susurrada en mi oreja por parte de Luz. Llegué a casa hecha un mar de mocos, lágrimas e hipidos incontrolados. Mi cuñada me acompañó hasta el piso y me llenó la bañera de agua caliente, echándole el pack relajación extrema que me había regalado esas Navidades. El lirio, el jazmín, las rosas y la lavanda hormiguearon en mi nariz. Luz fue a mi cuarto para dejar preparado el suave y tierno mono de unicornio con el que me sorprendió mi madre y que todavía no había estrenado. Ella no dejaba de animarme y de despotricar sacando a relucir todo su santoral. Me ayudó a desvestirme y se encargó de ir a la cocina en busca de

una infusión que templara mis nervios mientras ahogaba las penas entre pompas de jabón y sales esenciales. El móvil no había dejado de sonar durante todo el trayecto. Luz lo desconectó para que no pensara en el cabrón que estaba al otro lado de la línea llamando como un psicótico, aunque no sé muy bien por qué lo hacía. Me la había jugado a base de bien. ¿Desde cuándo se estarían acostando? ¿Cómo podía estar con ella y después conmigo? ¿Lo harían cada día entre consultas? Las dudas me estaban matando. Solo pensar en ello me daba ganas de sumergir la cabeza en la bañera y dejar de respirar. Quizá, si ahogara todas mis desgracias, me sentiría mucho menos infeliz. Yo solo quería a alguien que quisiera compartir la vida conmigo, no pedí ser una mujer maltratada o ahora una engañada. ¿Es que no merecía una porción del gran pastel que era la felicidad? ¿Por qué cuando pensaba que la había alcanzado todo se desmoronaba, haciéndome sentir la mujer más desgraciada del mundo? ¿Qué había hecho para ser profundamente infeliz? Si Menchu estuviera a mi lado, seguro que me saltaba con alguna de sus conjeturas de que el universo no se alía en contra de nadie. Al ritmo que llevaba, moriría sola con Paco, que era el único que me quería lo suficiente como para no abandonarme. Aunque tampoco podía poner la mano en el fuego. Igual si abría la ventana y la jaula, se largaba a la primera de cambio. Luz llamó a la puerta y me ofreció una taza humeante. —Bebe un poco, te hará bien. La he enfriado un pelín con un cubito para que no te escaldes la lengua. —Solo me faltaría eso… Encima de cornuda, escaldada —rezongué, aceptando la bebida para llevármela a los labios. Mi cuñada se acomodó en la taza del váter que estaba justo al lado. —Te juro que porque lo he visto al igual que tú, que si no diría que me estaban tomando el pelo. ¿Cómo ha podido ser tan cabrón? Él, que iba vendiendo que odiaba la mentira… ¡Ja! ¡Qué engañadas nos tenía! Si es que en el fondo todos los hombres son iguales. Como diría mi tía, una vez te han metido el caño, prepárate para el engaño. Ojalá le diera a Mino gastroenteritis y la pillara con la boca abierta, así esa cerda se iba a comer toda la mierda que merece. —Puaj, qué gráfica.

—Tendría que haber nacido gitana y con el don de echar maldiciones, se iban a cagar. Nunca mejor dicho. —Dejando a un lado tu deseo de ser zíngara, no todos los tíos son así, mira a mi hermano. —Tu hermano es edición limitada, con él se rompió el molde y siempre hay la excepción que confirma la regla. Yo di con una perla en un mar de cerdos. Y esa zorrasca rubia… Se merecería que la hubieran bautizado con agua hirviendo. En Formentera debería haberla mandado al mismo lugar que a la bruja de La sirenita. —Dando ánimo eres única —le agradecí. —Sé que tiro de tópico, pero es mejor que te hayas dado cuenta ahora que cuando llevarais cinco años de matrimonio y hubiera niños de por medio. —¿Te importa dejarme un rato a solas? Necesito tener la mente en blanco y dejar de pensar en ellos un rato. —Oh, por supuesto, te dejaré tranquila. Pero no hagas ninguna tontería, ¿vale? Nadie merece que te cortes las venas en la bañera de un piso alquilado y te desangres por él o dejes caer un secador de pelo encendido para terminar con el peinado de la novia de Frankenstein. —Gracias por ser tan gráfica. No sufras, no pienso suicidarme. —Pondré un poco de música e iré buscando algo para que te distraigas cuando salgas. ¿Quieres que llame a las chicas? —No, ahora mismo no me apetece dar más explicaciones. —Te entiendo. Bueno, estoy ahí fuera por si me necesitas. Luz salió del baño, dejándome a solas con mis miserias. No podía apartar de mi mente lo feliz que había sido esos meses junto a él, cómo me había cuidado y la de veces que había tenido un «te quiero» en la punta de la lengua. Eso era lo único bueno, que jamás había verbalizado nuestro amor. Si lo hubiera hecho, ahora me sentiría todavía más imbécil. Adiós al trabajo. Ya podía ir directa a la oficina del INEM, mañana mismo, sin falta. Porque, por muy bien que me cayera Matías, no pensaba trabajar en la misma empresa que él. Igual me embarcaba en un viaje de esos de ayuda al tercer mundo. No sería monja, pero ayudaría a quien más lo necesitara. Después del paro buscaría alguna filial de Médicos Sin Fronteras. Cuanto más lejos me fuera y menos pensara, mucho mejor. Soy de volar, de Dvicio y Lali, sonaba en el reproductor. Luz lo había puesto lo suficientemente alto para que el sonido se colara bajo la puerta,

haciéndome cerrar los ojos. No había avisado a mi cuñada de que cambiara la playlist. El finde pasado estuvo Mino y me programó toda una lista llamada «Música romántica en español» en Spotify para que pensara en él cuando no estuviera conmigo. Mis ojos se colapsaron de nuevo al escuchar el estribillo que él me había tarareado en el oído jugueteando en ese mismo baño, ahogándome en el dolor de saber que lo había perdido, si es que alguna vez lo había tenido. Y aunque sea una locura, esto va tomando altura. Y yo soy de volar. Y aunque estemos tan arriba que dé miedo la caída, sé que sientes que esto no es por casualidad. Y aquí estás. Y esa cara que por más que quiera no me sabe ocultar la verdad. No digas no, baby, no, baby. No, no, no. No digas no, baby, no, baby. No, no, no. Estuve quince minutos automutilándome, sufriendo la tortura de escuchar varios de los temas que me despedazaban por dentro como Avioncito de Papel, El mismo aire, ADMV y, para rematar la faena, el tema de La Bella y la Bestia con el que me tuvo bailando, abrazados en el salón. Salí del agua con la respiración entrecortada, recordando cómo él me aseguró que íbamos a escribir nuestro propio cuento de hadas. «¡Hipócrita!». «¡Cabrón!». ¿Desde cuándo la mala le practicaba una felación al príncipe del cuento? Me apresuré a ponerme el pijama con las zapatillas a juego. El arcoíris de peluche que me cubría el cuerpo no dejaba ver el gris opaco que fundía mi alma. Miré al techo como si los dioses griegos existieran y pudieran oírme. —¡Estaréis contentos! Ya tenéis lo que queríais. —Convénceme, de Marc Anthony e India Martínez, empezaba a reverberar en el salón. Ya no podía con más recuerdos—. ¡Luz, para la música, por favor! —Una tenía un límite. —Voy —gritó, deteniéndola.

Cuando salí, mi cuñada había preparado un bol enorme de palomitas y en algún momento había bajado al KFC de la esquina para subir un cubo de piezas de pollo crujientes. —¿Comida? Si hace nada que hemos salido de comer —me quejé, notando el postre subiendo a mi garganta. —¿Desde cuándo eso importa cuando se trata de pollo del KFC? —Ya sé que antes me lo habría comido, pero hoy he perdido el apetito de comedora compulsiva. —Tú lo has perdido y lo he encontrado yo. Qué quieres que te diga, el embarazo me tiene comiendo a todas horas. Seguro que terminaré con aspecto de vaca suiza y que, cuando vaya de visita a Villapene, querrán ordeñarme en la granja de mi tía. Puse cara de disgusto. —Eres única para las descripciones. —¿Cómo perder a un chico en diez días o El diario de Noah? —En la tele estaba la selección de pelis que había hecho para la ocasión. La miré con cara de circunstancias. —¿Estás de broma? —Vale, lo siento, se me da fatal, elige tú. Si lo prefieres, podemos buscar una de acción en la que corten muchas cabezas. —Déjalo, no me apetece mucho ver una peli, prefiero leer. Seguro que, si eliges una sanguinaria, la asesina se lía con el protagonista y acaba cargándose a la novia para chupársela sentado en una silla. —Mensaje captado, nada de pelis. Luz se levantó como un resorte y me trajo un libro de la biblioteca sin mirar de qué iba. Genial, tenía que escoger el libro de poesía que me había regalado Mino para los Reyes, el último de Juan Huertas: Siempre hay tiempo para los sueños. No iba a protestar ahora porque hubiera cogido ese, lo había hecho con toda su buena fe y yo no dejaba de ponerle pegas a todo. Leer escuchándola comer como un gremlin a medianoche y la sombra del recuerdo del que era mi chico leyéndome cada una de esas poesías estaba resultando un calvario. Mucho peor que escuchar la lista de Spotify. Cerré el libro, dejándolo a un lado, agarré una pieza de pollo y me lie con las palomitas. Rellenaría el vacío de mi corazón con grasas insaturadas. Con suerte, me daría un infarto y dejaría de lamentarme por todo. —Así me gusta, que comas. Verás cómo luego te sientes mucho mejor.

Ninguna de las dos se detuvo hasta vaciar el contenido de los dos recipientes. Con ello había conseguido sentirme doblemente mal, mi culo habría crecido y la angustia me retorcía los intestinos. Llamaron al timbre. —Será la vecina, no sabes la de veces que llama a mi puerta últimamente —protesté, tapándome la cara con el cojín. —¿Para pedirte sal? —Peor, para que me una a la selección nacional cristiana de punto de cruz. Se pasan las tardes tejiendo imágenes divinas en la parroquia. —Jesús, qué cruz. —Se santiguó—. Los caminos del señor son inescrutables. —No te haces una idea… Atenderla es peor que decirles que te das de baja a los de Vodafone. —Deja, ya voy yo. Verás cómo me dura un suspiro, le diré que yo soy de la competencia. —¿Competencia? —Ajá, la ASIDG, asociación satánica internacional de ganchillo. —Esa carcajada sí que no la pude evitar—. Seguro que deja de molestarte. Espantar devotos es mi punto fuerte. —No te pases, que todavía te rociará con agua bendita y nos traerá a toda la congregación de la parroquia para exorcizarme. —Tú dame un minutito y verás cómo me encargo del asunto. No tenía fuerza para contradecirla. Mi sorpresa fue que el minuto se convirtió en cinco segundos. Regresó con la cara desencajada. —Qué rápida. —No es la vecina —susurró, blanca. —¿Son los de Vodafone? —Peor, tu ex. Lo sé porque he mirado por la mirilla. —¿Daniel? —¡No, Mino! Claro, como ahora los coleccionas, tengo que especificar. Se oyeron unos golpes en la puerta. —¡Lucía, ábreme! —gritó desde el rellano sin dejar de golpear—. No pienso irme hasta que abras y me escuches. Si hace falta, pasaré la noche aquí fuera. —Los golpes se sucedían ininterrumpidamente. —¡Abre, zopenco! Y envía a tu madre a tomar viento. —Paco ya empezaba con sus retahílas sacadas de los vecinos—. ¡Abre tú, bruja, así haces un poco de turismo por la casa!

—¡Calla, Paco! —lo reñí, intentando escuchar los gritos de Mino. —Con cien verrugas en la barba, jugándose mi sueldo en la quiniela, viendo los turcos de la novela, me ordenas con retintín: «Abre la puerta, que llaman. Espabila, que no has tendío. Remuéveme un poco el cocío y de paso me traes un cojín». Luz se aguantó la risilla. —Menudo poeta está hecho Paco. Si Espronceda levantara la cabeza… —Es el puñetero patio de luces, no tengo otro sitio para ponerlo y el tío lo absorbe todo como una esponja. Bueno, eso y que el vecino no deja de recitar, argumentándole a su mujer que va a renovar todo el romancero español. —Igual tienes el próximo premio Planeta cohabitando en tu edificio. —Lo dudo —exhalé. —¡Te estoy oyendo, Lucía! ¡Ábreme, por favor! —Encima estas paredes son como papel de fumar, no me extraña que Paco aprenda tantas cosas. —¡Fumar canuuuutos! ¡Fumar canuuuutos! Oe-oe-oe ¡Fumar canuuuutos! ¡Fumar canuuuutos! Oe-oe-oe —canturreó el loro. Esa canción venía con él de serie. Menos mal que en el bloque no vivía nadie de estupefacientes. —¡Lucía! ¡Seguiré golpeando! ¡No voy a cansarme! ¡Todo ha sido un malentendido! ¡Déjame que te lo demuestre! A mi cuñada se le hincharon las aletas de la nariz. —¿Cómo piensas hacerlo? ¡Si tienes los huevos vacíos! ¡Ya te ha ordeñado esa vaca! —Luz —la reprendí. —¿Luz, eres tú? Por favor, no es lo que pensáis. Mirad por la mirilla, os lo demostraré. —¿Se ha vuelto loco? ¿Qué piensa que va a poder demostrarnos? ¿Que se le sigue levantando? Escuchamos unos gritos en el rellano. Parecía doña Eulogia, la del punto de cruz. La curiosidad pudo más que el enfado y ambas fuimos a chafardear. Entreabrí la puerta para que las dos pudiéramos ver lo que estaba ocurriendo. Mino tenía los pantalones en los tobillos, ya iban dos veces hoy, y doña Eulogia lo atizaba con un paraguas, acusándolo de ser un exhibicionista pervertido.

Él paraba los golpes como podía, intentando refrenar el ataque que la mujer lanzaba sobre sus partes pudendas con un ramo de rosas. Menuda espada que se había buscado. —Le voy a quitar las ganas de ir mostrando el rabo del demonio. —Señora, que esto es mío y no quería enseñarle nada a usted. —Lo he visto mirarme con lascivia, me quería violar y que el fruto del pecado arraigara en mi vientre. —¡No se lo tome a mal, pero usted hace años que no puede hacer germinar ni siquiera un tulipán! —El mal germina en cualquier parte. No vas a poder conmigo, Lucifer, veo la lujuria en tu mirada. —¡Por favor, señora, conténgase! Y suelte ese paraguas antes de que tengamos que lamentar un accidente, hágame el favor. Lo cierto es que la escena era bastante cómica. Si no hubiera sido por el enfado que tenía, seguramente, me habría reído. Doña Eulogia se fijó en mi puerta. —¡Chicas, ayudadme! ¡Llamad al Vaticano o al cura de la parroquia! Este diablo quería hacerme suya. Mino giró la cabeza, sorprendido al verme. —¡Soy su novio! —exclamó sin poder evitar el paraguazo que se llevó en el muslo. Le había faltado poco. Doña Eulogia nos miró a uno y a otro. —Exnovio —puntualicé—. No te quiero ver. —¿Por eso has venido a mí, ángel caído? ¿Porque Lucía ha visto la Luz y necesitabas un alma pura? —No, señora. No soy ningún ángel caído en busca de almas. He venido para aclarar las cosas con ella. —¿Desnudándote en el rellano? —Bueno, no lo habría hecho si me hubiera abierto. Necesitaba enseñarle el bulto que tengo en la pierna y no quería hacerme caso. —¡Ese bulto ya lo conoce! Tú eres el que la debe estar haciendo gemir todas las noches. En la parroquia rezamos por su alma descarriada desde hace unos meses. Lucía se ha perdido y ya no está en el rebaño. Me puse colorada hasta la raíz del pelo, no tenía ni idea de que mi vecina me espiaba ni que me consideraba una oveja. Lo que Mino reveló hizo que mirara con atención su pierna. Era verdad que en el muslo tenía una parte abultada, y no era por el paraguazo, que se lo había dado en el otro. Tiré de

la manga del jersey a Luz, a quien solo le hacía falta traerse un nuevo cubo de palomitas. Ella me miró sin comprender, parecía ajena a lo que yo me estaba planteando. Ayer no tenía ese golpe, de eso estaba segura. ¿Y si Mino tenía razón y todo volvía a ser una artimaña de Claudia? Si lo analizaba fríamente, ella sabía que íbamos a ir a la clínica, incluso me dijo que estarían en la consulta y que entrara… La esperanza empezó a hacer latir mi corazón, que buscaba una brizna a la que aferrarse. Por lo menos merecía que lo escuchara y lo apartara de mi vecina y su paraguas. —No se preocupe, doña Eulogia, nosotras nos encargamos. —Abrí la puerta para dejarlo pasar. Y él lo hizo mirando de reojo a la desconfiada mujer, intentando no tropezar con los pantalones mientras daba pasitos de pingüino. El ramo de flores que usó como escudo estaba un pelín ajado. Alzó las cejas como un perrito abandonado en plena carretera y me lo tendió en cuanto se sintió a salvo. —¡Qué típico intentar ablandar a una mujer con rosas mustias después de haber hecho el capullo! ¿Piensas que va a perdonarte después de ver lo que le hacías a Barbie pedorra con el manubrio? —prorrumpió mi cuñada, ofuscada. —Ponlas en agua, Luz, por favor… Necesito hablar con Mino. —¿Ahora necesitas hablar con él? ¿Después de lo que te ha hecho? No tendría que haberte traído el pijama de unicornio, claramente, te está afectando. La miré con insistencia. —Sé lo que me hago, déjanos. —Vale, estaré en la cocina, pero que no te engañe esa cara de cordero degollado. Si lo necesitas, llamo a la granja de mi tía para el encargo. —Luz pasó el pulgar por su cuello. Mino hizo rodar los ojos mientras ella se alejaba. Después buscó mis manos, aunque las aparté. No iba a ablandarme antes de oír su explicación. Él exhaló con pesar. —Cariño, puedo intuir lo que creíste ver, pero te juro por lo más sagrado que no lo era. Me di un golpe esta mañana, como podrás observar. — Apuntó hacia el bulto, que estaba bastante amoratado—. Fue un accidente, Claudia tropezó y salió disparada hacia mí con mucha fuerza. Me clavé el

canto de la mesa en el muslo. Me dolía bastante y ella se ofreció a ponerme crema porque se sentía culpable. Me negué, pero insistía tanto que terminé aceptando y eso fue lo que viste. Soy un imbécil, debería haberle dicho que no y así nada de esto habría pasado. Solo es que no imaginé que algo tan inocente pudiera acabar pareciendo lo que no era. —Se le veía desesperado —. Te juro que nunca nunca nunca te engañaría ni con ella ni con nadie. Me crucé de brazos, evaluando su confesión. —Por el amor de Dios, Lucía, te amo. Eres lo más importante en mi vida, no te dañaría nunca. ¿En serio piensas que podría tener algo con Claudia después de lo que ocurrió en Granada? —Hace una hora habría dicho que no —insistí. Aunque ya había sacado mis propias conclusiones, tampoco le venía mal sufrir un poco por pecar de ingenuo. Discutir vestida de unicornio restaba un poco de seriedad a la escena. Él parecía obviar el atuendo, así que decidí seguir con mi actitud castigadora. —¿Y ahora sí? Te estoy diciendo la verdad, ¿cuándo te he mentido? ¿Qué necesidad tendría de estar contigo si no te quisiera? ¡No la quiero! ¡Ni siquiera me pone! Tú eres la única. Se escuchó el crujido de unas patatas al ser masticadas. Ambos giramos la cabeza y nos encontramos con Luz apostada en el marco de la cocina, llevándose un montón de Pelotazos a la boca. Dios, parecía un hámster. —¡¿Qué?! La cosa se pone interesante, no quiero perdérmelo y tengo hambre —vocalizó con la boca llena. Resoplé. No quería ni imaginar cómo terminaría el embarazo a ese ritmo. —Lucía… —murmuró Mino, buscando llamar mi atención de nuevo. —No sé qué creer —me hice la ofendida—. Llamé un rato antes por si había algún retraso y me cogió el teléfono Claudia. Le dije que enseguida llegábamos, a lo que ella me contestó que nos estaríais esperando en la consulta. Cuando llegamos, entreabrí la puerta y te vi a ti con los pantalones bajados, diciendo unas cosas que harían pensar a cualquiera, y a ella entre tus piernas. —¿En serio crees que, sabiendo que venías, iba a intentar tener un lío con ella para que nos pillaras? Desde Granada, me he mantenido al margen. Si quisiera estar con Claudia, lo estaría. Pero no quiero, elegí estar contigo. ¿Acaso no me conoces todavía? —Dejar que él solito llegara a esa conclusión era un favor que le estaba haciendo—. Si tuviera una cámara de

seguridad en la consulta, te pediría que la visionáramos juntos para que te dieras cuenta de que no miento. No sé qué hacer para que me creas, estoy desesperado. Dime qué quieres que haga y lo haré. No he venido antes porque se nos ha presentado una emergencia y no podía echarla de la clínica. He parado para comprar tus flores predilectas y he sufrido los paraguazos de tu vecina psicótica. Si me dices que me arrodille, me arrodillaré. Si quieres que suplique, suplicaré. No nos hagas esto, no quiero perderte, ¡joder! —Se frotó la cara con desesperación—.Yo… —Te creo —susurré, queriendo poner fin a la tortura. Tampoco es que me gustara verlo así cuando estaba segura de que se había tratado de otra artimaña. —¿C-cómo? —contestaron tanto Luz como él. —Que te creo. Ayer no tenías ese golpe y, conociendo a tu queridísima enfermera, yo diría que tu accidente fue premeditado y con mucha alevosía. Igual que la posterior cura. ¿O tú no has llegado a la misma conclusión? — pregunté, buscando la respuesta en su mirada—. Seguro que quería que os pillara y que rompiera contigo al sacar mis propias conjeturas. Ha intentado hacer un truco de magia y ha terminado siendo una aprendiz de ilusionista. —Entonces, ¿me-me crees? ¿Así de fácil? —Ya te dije que no soy rencorosa y, con los antecedentes de tu querida amiga, no es difícil atar cabos. Sin poder refrenarlo, tiró de las mangas de mi pijama para estamparme contra su cuerpo y besarme con ansia. —Pero qué facilona eres —masculló Luz a mis espaldas. Pasó por nuestro lado, haciendo un chasquido con la lengua—. Os dejo para que os reconciliéis. Me apetecía una de amor, no una porno. —Coló las patatas en el pecho de Mino—. Y tú, hazme un favor y despide a ese putón de una maldita vez, antes de que acabe embarazada del vecino y tengas que someterte a un test de paternidad. —Mañana mismo está fuera de la clínica —afirmó con determinación. Luz le palmeó la espalda. —Buen chico, ahora arregla el estropicio. Vas a necesitar unas cuantas horas para que queme todas las palomitas y el pollo frito que hemos comido. —Será un placer remediarlo. —Sonrió. —Muy bien, a disfrutar. Y no folléis delante de Paco, que es de mente sensible.

A ambos se nos escapó la risa mientras buscábamos al loro con la mirada. Él ya había empezado con una melodía que recordaba mucho a nuestros jadeos. Luz se marchó haciéndonos un guiño y nosotros pudimos recrearnos en una reconciliación por todo lo alto.

Capítulo 32

Vigésima segunda afirmación: «Todo lo que siempre has querido tener, está al otro lado del miedo»

Lucía

La felicidad volvía a hacerme lanzar corazones y purpurina. Claudia había sido definitivamente despedida. No voy a engañarte, me habría gustado estar presente para ver cómo se le desencajaba la mandíbula cuando Mino, a la mañana siguiente de haber estado toda la noche haciéndome el amor, le soltó eso de «Vete a tu puta casa y no vuelvas». Tentada estuve de decirle que se llevara la GoPro para verla en panorámico. Seguro que su cara de zorra le dio tres vueltas de campana. Mi chico me invitó al estreno de «Lárgate de mi vida de una maldita vez, segunda parte», sin embargo, preferí no asistir. Una tenía que ser una señora y dejar a tipejas como esa a la altura de lo que eran, escoria de la naturaleza. Mino me contó que montó un número que ni los de Got Talent. Lloró, despotricó, se arrodilló e incluso suplicó. Cerca estuvo de ganar el Óscar a la mejor escenografía. Aunque esa vez no le sirvió de nada. Cuando mi chico tomaba una decisión, iba con ella hasta el final.

Con la sabandija fuera de la madriguera, el doctor Ulloa necesitaba una nueva responsable en la clínica y le sugirió a Matías mi traslado, previamente hablado conmigo, claro. Admito que me dio un poco de miedo aceptar la oferta, no porque no me viera capaz de llevar la clínica o no me apeteciera —al fin y al cabo, era lo más parecido al puesto por el que postulaba en el hospital—, pero una cosa era verte un rato cada día con la persona que quieres y otra muy distinta, estar juntos veinticuatro horas, con el peligro de llevarte los problemas a casa. Sin embargo, cuando vi el plus que suponía aceptar la propuesta, las dudas se evaporaron. Con el sobresueldo que cobraría, podría permitirme mudarme a un piso mucho más grande, que era uno de mis sueños desde que me separé. Lo que sí que pacté con Mino fue que bajo ningún concepto sería su enfermera, solo la coordinadora. Como hecho puntual, si alguien fallaba o había una emergencia, entraría con él a consulta, pero solo en ocasiones excepcionales. El resto del tiempo lo pasaría en recepción y coordinando los turnos del equipo, haciendo pedidos a los proveedores, etcétera. El lunes empezaba en mi nuevo puesto y quería celebrarlo por todo lo alto. Con las chicas habíamos decidido acudir a una fiesta de disfraces aprovechando que era Carnaval. Animé a Ruth a que se viniera con nosotras. Desde que le dije lo del traslado, estaba todavía más taciturna. Había dejado su trabajo en el Blue Habana y su habitual alegría estaba muy diezmada. Cuando le di la noticia, no se lo tomó nada bien, se echó a llorar alegando que me iba a echar mucho de menos, que era su única amiga y que ahora no tendría a nadie que la comprendiera como yo. Me daba tanta lástima, porque en esas palabras yacía la sospecha de que había mucho más. Ese novio nuevo no le estaba sentando nada bien y, por mucho que le preguntara, ella negaba que le pusiera una mano encima. Tuve que dejar de insistir. Cuanto más preguntaba, más se alejaba; prefería omitir la conversación antes que perderla del todo. Yo también la extrañaría, y a Mati y a Tobías, a todo el equipo. Se habían portado genial, ganándose un puesto en mi corazón. Lo que me recordaba que, en parte, seguía vacío por culpa de mi hermano. Luz se empeñó en que ese finde todo se arreglaría, que haría lo imposible para que aclaráramos las cosas. A ella tampoco le hacía gracia

que estuviéramos enfadados, quería contarle ya lo del embarazo y estaba muy triste por no poder compartirlo con él. El problema era que Carlos era muy suyo y no nos lo estaba poniendo fácil. Su cabezonería lo llevaría a enterarse del parto cuando baby Pikachu fuera a nacer. Contemplé a mis amigas y el atuendo que habíamos elegido. Tras horas inagotables de debates sobre el disfraz más sexi, menos machista, más empoderado, menos putón y un sinfín de más menos que eliminaron prácticamente todas las temáticas de la ecuación, terminamos por quedarnos con el mágico mundo de las hadas. Mino se sumó al disfraz colectivo, convirtiéndose en el príncipe regente. Tampoco es que pusiera demasiadas pegas, mi chico era un cielo. Si incluso cuando me vio el día que nos reconciliamos con el pijama de unicornio se le puso dura, haciéndome cruzar al otro lado del arcoíris. Mati y Tobías se habían empeñado en ir de mariachis y mi hermano, de señor muerte, un asesino psicópata del último libro de Laura Duque. Muy propio de él. Iríamos al local del novio de Analí, que le tocaba trabajar y no queríamos que se perdiera la fiesta. ¿Te he contado que Mario resultó ser uno de los mejores amigos de Mino y que la cita a ciegas que quería prepararme mi amiga por si salían mal las cosas era con mi propio chico? Cuando quedamos los cuatro, nos entró la risa. Nos encontramos con las chicas en casa de Menchu, que era la que tenía el piso más grande. Ruth y Analí harían equipo para ayudarnos con el maquillaje y el peinado. Optamos por alquilar los vestidos en una tienda superchula donde los disfraces eran de lo más auténticos. Cada una había escogido un hada muy distinta, acorde a su personalidad. Mi vestido era verde, con florecitas salpicando el vestido y mi frente. Era el hada de la primavera. El de Menchu era un dos piezas rosa, con fresas en la cinturilla y el pecho, complementado con un clip en el pelo. Ella era el hada de la cosecha. Analí había optado por un vestido malva y corona que emulaba el hielo. Era una soberbia hada del invierno. Luz llevaba un corpiño verde con jazmines y una vaporosa falda rosa palo, con una tira en la frente similar a la mía pero que combinaba hojas y flores. Ella era el hada de los animales. Ruth optó por un vestido negro con transparencias y falda

en degradé, en tonos azules y violetas, y una tiara de pedrería en la cabeza. Su hada era la de la noche. Todas llevábamos unas preciosas alas a juego con nuestra indumentaria y zapatos en el mismo tono que los vestidos. —¡Estamos preciosas! —Palmeé, contemplándonos emocionada. —Vamos a hacernos un selfie —sugirió Luz, abriendo mucho los ojos—. Nunca unas hadas han sido más guapas que nosotras. Este vestido me encanta, no me hace tantas caderas y hasta parece que tengo más tetas. «Porque las tienes», pensé para mis adentros. Puede que para las demás no fuera evidente, sin embargo, para mí, sí. Claro que yo sabía el secreto que guardaba tan celosamente en su vientre. —Vale, pero deja que me ponga aquí, que este es mi perfil bueno y no se me notan tanto las patas de gallo —añadió Analí. —Yo no sujeto el móvil, que con mis rizos zanahoria solo se me ve cabeza. —Menchu se colocó detrás. —Ya lo hago yo —se ofreció Ruth poniéndose la primera y alzando el brazo hasta que no dio más de sí—. Decid todas: reino de las hadaaaaaas. —Sube un poco más y que no nos salga papada. —Analí volvía al ataque. —Vamos, chicas, una, dos y tres. Reino de las… Clic. —¡Eeeeh, eso no vale! ¡Has apretado antes de tiempo, salimos con cara de eccehomo! Si hasta parezco bizca y mira, Analí, un bulldog francés — protestó Luz. —¿Cara de qué? —Ruth solo se había quedado con la primera comparativa. —Del Cristo ese al que una mujer le pintó una cara nueva —aclaró Menchu—. Pues yo no me veo tan mal… —Solo buscaba hacer una foto espontánea, dicen que son las mejores — intercedió Ruth. —Deja la espontaneidad fotográfica para las coreanas, que no tienen una puta arruga o imperfección en la piel. A nosotras nos avisas y pones el filtro belleza cinco mil cincuenta efecto lifting. Si no lo tienes, bájate la aplicación, que es solo un momento y saldremos divinas. —Serás exagerada —se carcajeó Ruth, mirando de reojillo a Analí. —Eso dímelo cuando tengas mi edad y salgas con un bombero buenorro al que sacas más de cinco años, que una tiene una imagen que conservar.

—Menos mal que no has dicho reputación, que esa ya la conocemos todas —me burlé, provocando las risas de las demás. —Vale, entendido. Esperad, que pongo el temporizador y así nos da tiempo a posar. Trescientas cincuenta fotos después, logramos salir del piso. Las cinco nos montamos en el coche de Menchu, un siete plazas en el que cabíamos con total comodidad. Habíamos quedado con los chicos en el local, así que seguía tocando trayecto de risas y confesiones. Analí se sacó una botella de margarita casero del bolso. —¿No somos un poco mayorcitas para ir de botellón? —Menchu alzó las cejas pelirrojas. —Nunca se es demasiado mayor para beber y hacer el gilipollas — replicó divertida Analí, quien nos propuso jugar a los trabalenguas de camino. Ruth ponía el temporizador del móvil y, si lo decíamos mal o no lo suficientemente rápido, tocaba beber. No sabes la panzada a reír que nos dimos. Nos iniciamos con tres tristes tigres que, en lugar de comer trigo en un trigal, acabaron follando en un pajar. Pasamos por Pablito clavó un clavito, que terminó haciendo un calvito con el clavo clavado en el ojal. Reinterpretamos todos los que sabíamos y los que sacamos de internet. Cuanto más creativo y porno, mejor. El resultado: una botella de margarita vacía y cinco hadas con el maquillaje corrido. Analí y Ruth tuvieron que retocarnos el estropicio, aunque, como diría Marc Anthony, valió la pena. Menos mal que solo habían perdido la vergüenza y no el pulso. Salimos riendo sin parar y entramos del mismo modo al local. Cuando Mino, Mati y Tobías, que estaban apostados en la barra con Mario, nos vieron, supieron que el puntito con el que habíamos pretendido llegar se había convertido en puntazo. —Madre mía, si llego a saber que en el país de las hadas las cascadas producían coma etílico, me habría pillado un disfraz acorde con el vuestro —bromeó Matías. —Ya sabes que las hadas somos muy de flores, querido ginecólogo, por eso estas bellas damas están repletas de margaritas, por fuera y por dentro

—aclaró Analí, trepando a la barra para meterle un morreo a su camarero. —Amén, hermana —dijo Luz, que no había podido beber y se había pasado el trayecto fingiendo que lo hacía. —Pues yo me pido uno de esos —anunció Mino, cabeceando hacia mi amiga, agarrándome de la cintura para paladear en mis labios los resquicios de la bebida. —¿Habéis visto a Carlos? —preguntó mi cuñada, mirando a un lado y a otro. —No nos hemos fijado. Hemos venido directos a la barra y estábamos charlando tan entretenidos, rememorando viejos tiempos, que no hemos prestado atención. —Matías se encogió de hombros. —Entonces, voy a dar una vuelta, a ver si lo veo —murmuró. —Te acompaño, así de paso veo este sitio. —Menchu la agarró del brazo. —Yo necesito ir al baño… —comentó Ruth, apurada. —Ahora vuelvo —musité en el oído de Mino, dándole un pequeño bocado—. No voy a dejar que Ruth vaya sola. Él asintió. —Vosotras y vuestra manía de ir al baño de dos en dos. Vas a tener que pagar peaje cuando vuelvas, Campanilla, mi crisantemo te echa de menos cuando no estás. Una sonrisa juguetona se formuló en mis labios y bajé la mano, provocadora, hasta su entrepierna. Estábamos cubiertos por su capa, lo que nos confería cierta intimidad. —Mmmm, tu crisantemo goza de muy buena salud, querido príncipe, no está nada mustio. Así que mantenlo a buen recaudo, que esta noche te lo voy a regar para que siga gozando de tan buena salud. La bragueta se tensó y me separé antes de que me atrapara y no me dejara acompañar a Ruth. Di un saltito hasta ponerme al lado de mi amiga y aferrarla del brazo, agitando las alitas. —Te acompaño, vámonos antes de que el príncipe me secuestre para obligarme a que le riegue el parterre —bromeé, alejándome de ellos. —Se os ve muy bien —suspiró. —En la cama se nos ve mejor —repliqué, desinhibida por el alcohol—. ¿Has visto alguna vez follar a un unicornio? —¿Cómo? —Ruth no daba crédito y yo tenía la lengua desatada.

—Déjalo, cosas mías. El otro día hubo un malentendido y Mino se presentó en casa, para reconciliarnos, cuando yo llevaba puesto un mono de unicornio de peluche. —Qué provocativa. Sutil manera de pedirle que te montara. —A Ruth también estaba haciéndole efecto el margarita. —Sí, terminó por enseñarme que la verdadera magia está en el interior. —Ella me miró como un búho—. En el interior de sus calzoncillos, me refiero. Ante la respuesta, volvimos a echarnos a reír. —Pues igual tengo que comprarme uno de esos, a ver si funciona con mi chico. —¿No funciona mucho en la cama? —pregunté. —Me refiero a la reconciliación —susurró, perdiendo un poco la alegría. —¿Os peleáis mucho? —Estaba entrando en una zona sensible. Ella me miró, mordiéndose el labio. —Lo nuestro es complicado. Además, es un poco temperamental y yo… —se detuvo un instante para pensar las palabras— me equivoco demasiado. La detuve antes de entrar en el baño. —Ruth, ¿estás segura de que estás bien? —No es nada, es que él es tan perfecto. ¿Has estado alguna vez con alguien muy superior a ti? ¿Al que admiras y quieres gustar por encima de todo? Su observación me generaba angustia. Me recordaba en exceso a mi relación con Daniel. —Nadie es perfecto, somos un engranaje repleto de imperfecciones que nos hacen seres únicos e irrepetibles. Seguro que él también los tiene, aunque no se los quieras ver. —No los tiene. Le agarré ambas manos. —Ya lo creo que sí. Y, si no ve lo maravillosa que eres, el problema es suyo, no tuyo. No voy a decirte lo que tienes que hacer, porque ya eres mayorcita, pero te diré una cosa que he aprendido recientemente. El amor de verdad no te cambia, no te limita, no te juzga, te hace sentir mejor persona y, por encima de todo, te hace desear serlo. Y debe pertenecerle a aquel que nos hace sentir la vida bonita, no difícil. »A mí me costó mucho entenderlo, porque mi ex logró distorsionar tanto la visión que tenía de las relaciones que pensaba que lo que compartíamos

podía llamarse amor, cuando era maltrato. No dejes que te ocurra lo mismo que a mí. Algo osciló en el fondo de su mirada. No sé si era el clic que necesitaba para abrir los ojos, pero estaba ahí, lo percibía. —Gracias por el consejo —me sonrió. Una chica salió del baño. —Dentro está lleno, solo se puede pasar de una en una. —Entra tú, te espero aquí, que yo no tengo ganas de hacer pis —la insté. —Vale, no tardo nada. Ruth entró y yo me alejé unos pasos para no molestar en la cola. Tenía la esperanza de que mis palabras surtieran efecto. Nadie merece a su lado a una persona que la dañe, que la haga sentir inferior o la anule. —Vaya, vaya, vaya… A quién tenemos aquí… Mira, pero si es el hada de las zorras. Alcé la vista para encontrarme a Claudia, ataviada con un disfraz de Putimaléfica que le iba como anillo al dedo. —Uy, fíjate, por fin tu verdadera naturaleza sale a la luz en Carnaval, no te has tenido ni que disfrazar. Los cuernos te sientan de maravilla. ¿Qué tal te va en tu nuevo trabajo? ¿Te gusta hacer cola en el INEM? Dicen que hay gente que cobra para que le aguanten el turno. —¡Puta! —exclamó, alzando su puño para descargarlo en mi rostro. Una mano masculina frenó el golpe. —Dijimos que de esa parte me encargaba yo. Esa voz sí que me heló la sangre. Era Daniel quien le sostenía el brazo a Claudia. Iba ataviado con un disfraz de brujo malvado, gorro y capa incluidos. Eran tal para cual. Miré con nerviosismo hacia la puerta del baño. —¿Esperas a alguien? —me preguntó. —A una amiga que está a punto de salir. —Quería que supieran que no estaba sola—. ¡¿Qué haces aquí?! —inquirí, nerviosa. —Mi ligue me dijo que hoy vendrías. Al final, pude cambiarme el turno en el hospital. Ya sabes, ser el jefe de urgencias tiene sus privilegios. Pensé que estaba haciendo referencia a Putimaléfica. —¿Sales con Claudia? Ella puso cara de disgusto. —No. Daniel y yo solo nos hemos unido para un fin común. Qué mal sonaba eso.

—¿Acabar con la paz mundial? —Quise controlar los nervios y hacer tiempo hasta que Ruth saliera. —Muy graciosa, más bien, acabar con esa mierda que tienes con Mino —me informó sin un ápice de vergüenza. —Pues lo siento, pero estamos genial y mi amiga ya sale del baño… Ahí está. —Vi los característicos moñitos de Ruth y su cara de sorpresa al verme acompañada de Claudia. —Tú no te mueves de aquí. —La rubia me agarró por los antebrazos y mi amiga vino hacia nosotros, colocándose al lado de Daniel. Esa vez la que se asombró fui yo cuando vi que la rodeaba con total normalidad y la pegaba a su costado. —Hola, nena, gracias por decirme dónde ibais a estar. Ella nos miró a uno y a otro con temor. —Ruth… —susurré trémula—. No, no me dijiste que salías con mi ex. —No te dijo nada porque no estaba autorizada. Además, tú y yo estamos casados, no soy tu ex. —Daniel cabeceó y Claudia me dio un empujón que me pilló por sorpresa. Me llevaron hacia una puerta lateral antes de que pudiera gritar. —¡Suéltame! —chillé, devolviéndole el empellón a la rubia. Estábamos en el almacén. Me puse nerviosa porque no sabía cuáles eran sus intenciones—. ¡¿Qué pretendes trayéndome aquí?! —Me enfrenté a ella. —Devolverte a tu dueño. Nunca debiste cruzarte en la vida de Mino y hacer saltar por los aires lo que teníamos. —No me hagas reír. Tú y él nunca tuvisteis nada, solo tus ganas de que fuera posible un sueño. Y, aunque yo desapareciera de la ecuación, perdiste la oportunidad. Ya ha visto lo horrible que eres y no quiere saber nada más de ti. Puede que le haya costado, pero por fin se ha dado cuenta. —Está influenciado por ti. Cuando regreses con tu marido, todo cambiará. —Yo no pienso volver con él. —Apunté a Daniel. —Claro que volverás, ya estoy cansado de que vayas puteando por ahí. Eres mi mujer y a mí nadie me deja. —¿Cómo que va a volver? Me dijiste que hoy ibas a concederle el divorcio… —susurró Ruth. —Nunca me casaría con una negra, por bien que me la chupes. —La agarró de la cara y la lanzó contra el suelo.

—¡Ruth! —grité, pero el pie de Daniel ya se había hundido en sus costillas, arrancándole el aire. —¡Déjala! —chillé. —Será un placer hacerlo. Vuelve a casa y la liberaré. De lo contrario… —Volvió a alzar un pie, pero yo me lancé, recibiendo el golpe por ella. La punzada de dolor me atravesó las costillas, haciéndome soltar un alarido agudo. —¡¿Qué haces?! —masculló Ruth con los ojos anegados en lágrimas. —Demostrarte que no estás sola en esto y que siempre habrá alguien que te ayude, por muy equivocada que estés. —Vi pena en su mirada. —Menuda idiota estás hecha… Nunca fuiste demasiado lista ni una experta en la cama, pero quedabas bien colgada de mi brazo y a mis amistades les gustabas. Ella ha sido solo un medio para llegar a ti. Siempre has sentido debilidad por los casos perdidos, como cuando te dio por atender a moribundos. La que creía mi amiga cerró los ojos con dolor. —Lo siento, Lucía. Te prometo que al principio no sabía que él era tu ex, necesito que me creas. —Asentí, no tenía por qué dudarlo—. Vino al Blue Habana una noche con Claudia y ella me lo presentó, empezamos a quedar y… me enamoré como una idiota. Era tan listo, galante y me decía unas cosas que yo… No sé, me sentí especial. —Exhaló—. No fue hasta hace una semana que tu nombre salió, por eso me veías tan apagada. Me dijo que iba a concederte el divorcio para estar conmigo, que no te dijera nada porque me inflarías la cabeza para que lo dejara. Sé que a veces pierde los nervios, pero es culpa mía. —Shhhh —la silencié—, ya está. Sé de lo que ambos son capaces. Tú no lo amas ni él a ti, solo te ha utilizado, ¿es que no lo ves? Daniel es incapaz de amar. Además, siempre fue un racista. Acaba de patearte. Despierta, Ruth. No tienes por qué pasar por lo mismo que yo, tú vales mucho —la animé. —Francamente conmovedor… Qué lástima que las palabras se las lleve el viento —escupió Daniel. Claudia tiró de mi pelo para levantarme del suelo. Yo le di un manotazo, quería librarme de ella y salir corriendo para pedir ayuda. Daniel me agarró de las muñecas. —Compórtate, no te eduqué para que tuvieras esos modales con mis amistades.

Apreté los dientes. Daniel me estaba cogiendo con excesiva fuerza. Fue Claudia quien se puso a hablar. —¿No sientes curiosidad por cómo nació nuestra amistad? —me preguntó—. Dado lo mucho que te gusta airear tu vida, no me fue difícil dar con tu querido marido. Él te echaba muuucho de menos, así que decidimos ayudarte a regresar a sus brazos. —Daniel sabe que jamás regresaré con él. —Toda decisión conlleva una consecuencia y, si no vuelves conmigo… Se dio la vuelta y de nuevo arremetió con fuerza contra Ruth, quien estaba intentado levantarse y recibió una coz en la sien. Su cabeza rebotó contra el suelo con un chasquido muy feo. —¡Nooooo! —Estallé en lágrimas al ver que no se movía y que un charco rojo se formaba bajo su cabeza. —¿Has visto lo que has provocado? Eso ha sido por tu culpa. — Chasqueó la lengua—. Voy a joderles la vida a todos los que te rodean. Escúchame bien, nunca voy a concederte el divorcio porque eres de mi propiedad y, si sigues hacia delante con esa absurda idea de divorciarte, tus amigos y tu familia sufrirán las consecuencias. —Las lágrimas caían calientes por mi rostro, haciéndome recordar cada una de las veces que me hizo sentir inferior o merecedora de lo que me ocurría. Daniel era un encantador de serpientes y Ruth estaba sufriendo las consecuencias, no podía culparla por ello—. A mí nadie me deja, ¿me oyes? Nadie. Me tomó de la cara con fuerza para meterme la lengua. Fue un acto reflejo. No sé qué se despertó en mí, pero le mordí, notando el sabor a hierro caliente sobre las papilas gustativas. Su aullido no se hizo esperar a la vez que un guantazo me giró la cara, partiéndome el labio. —¡Puta! —estalló, dándome un rodillazo en el vientre. Claudia reía detrás de mí. —No sabes lo que has hecho… ¿O tal vez sí? Igual lo que a ti te va es que te muelan a palos. Por eso debes estar con tu marido, él comprende tu auténtica naturaleza. Aguanté el dolor y reflexioné sobre lo que había descubierto en cuanto Daniel había empezado a amenazarme. En la esquina superior había una cámara con el piloto rojo encendido y eso quería decir que ninguno de los dos tenía escapatoria, que estaban grabando todo lo que estaba sucediendo y ahora los iba a tener pillados por las pelotas.

Levanté el rostro, desafiante, para enfrentar a mi marido como nunca antes lo había hecho. —Lo siento, pero yo ya no me vendo. Lo hice una vez al casarme contigo y es algo que no pienso repetir. Eres un maltratador y solo mereces acabar en la cárcel. Ya no te tengo miedo porque por fin he comprendido que no soy de nadie, solo mía. Mi libertad vale mucho más que todos los golpes que puedas darme y te garantizo que, firmes o no, lograré el divorcio y tú, una habitación con vistas al patio de los reclusos. Escúchame bien, Daniel, nunca más voy a someterme a ti, nunca más vas a ponerme un dedo encima, porque prefiero terminar muerta antes que una vida contigo. Tenía los ojos inyectados en ira. —Muy bien, tú lo has querido. Si no eres mía, no serás de nadie más. Fue su última frase antes de cerrar el puño y golpearme en el plexo. Acababa de sentenciarme a mí misma y, aun así, me sentí más libre que nunca. Ya no importaba que me rompiera las alas, había aprendido a volar sin ellas. Antes de cerrar los ojos sonreí y recé para que mi padre me acogiera en su seno, para que no me dejara cruzar el umbral sola y me guiara hasta la luz. Los golpes caían con rabia. Ya casi ni los notaba porque era tal el amor que me embriagaba que me ofrecía un escudo que antes no sentía. Me iría habiendo aprendido a amar, y no solo a un hombre, también a mí misma. Esperaba de todo corazón que Mino supiera cuánto lo había querido. Todavía no le había dicho «te quiero», y eso me dolía. Tendría que haberlo hecho, aunque confiaba en que ya lo sabía. Tampoco conocería a mi pequeño Pikachu ni asistiría a la primera ecografía. Ojalá Luz y mi hermano le transmitieran que, si hubiera estado, no habría día que hubiera dejado de consentirlo. Y, por último, me iría sin el perdón de mi hermano. Me fastidiaba mucho irme con él enfadado porque, conociéndolo, sabía que no se perdonaría, igual que le pasó con mi padre. Me habría gustado tener más tiempo, hacer un viaje con Mino, decirle «te quiero» a boca llena y que fuera el padre de mis hijos. Ya era tarde. Apenas podía respirar, los brazos y las piernas casi no me sostenían y un calmante calor me envolvía. «Papá, ¿eres tú?», pregunté notando una caricia. «Ya estoy aquí, pequeña, ya estoy aquí…».

Capítulo 33

Vigésima tercera afirmación: «Los días más importantes de tu vida son el que naciste y el que encontraste el porqué»

Mino

Miré el reloj, desconcertado. Lucía y Ruth ya hacía un buen rato que se habían ido al baño y no regresaban. Las que sí habían vuelto eran Luz y Menchu, acompañadas por un ceñudo Carlos que se mantenía alejado de mí, con cara de pocos amigos. Luz lo miraba de forma reprobatoria, puesto que él permanecía en sus trece, de brazos cruzados y lanzándome dagas con los ojos. —¿Le debes algo a ese tío? —me preguntó Mario. —Digamos que el haberme cruzado en la vida de su mujer y en la de su hermana. —Oh, ¿ese es el poli? —Asentí—. Pues yo de ti me mantendría alejado. Para mí que la guadaña que lleva en la mano ha sido afilada esta noche para segarte las pelotas. —Sí, bueno, digamos que no me ha dado la bienvenida a la familia, precisamente. Quien peor lo lleva es Lucía, no sé qué hacer para que su hermano me crea y no piense que estoy con ella para hacerle daño a él o

acercarme a su mujer. Necesito que comprenda que lo nuestro es real y que lo que pasó con Luz es historia para ambos. —Dale tiempo. A veces, darse cuenta de que uno está equivocado cuesta. Y, por la cara que trae, diría que aún le faltan un par de vidas. —Muy gracioso. —Quizá podamos amansar a la fiera con uno de mis cócteles especiales. ¿Te parece si le preparo uno, cortesía de su cuñadísimo? Lo miré con cara de «no me toques las pelotas». —Mario, se nos ha acabado el Orgeat para los Mai Tai —se quejó una de las camareras, bastante agobiada. —Voy al almacén a buscar. —No tardes, tengo un grupo que me ha pedido diez y ya ves cómo está la barra. —Era la manera de decirle que no se enrollara más, que se estaba columpiando con tanta charla y que se pusiera a trabajar. Suerte que habían ascendido a Mario a responsable de barra. —Voy como un rayo, Macarena, estoy aquí antes de que vayas a agitar la coctelera. Ella asintió y volvió a atender a los clientes. El bar estaba lleno hasta los topes. Analí, Luz y Menchu bailaban en la pista, bajo la atenta custodia del perro guardián de Carlos. Tobías se daba el lote con mi hermano en una esquina y Lucía y Ruth seguían sin llegar. —Te acompaño —le dije a mi amigo. El almacén estaba al lado del baño, así podría ver si encontraba a las chicas y, de paso, dejaría de verle la cara a mi cuñado un rato. Seguro que había mucha cola y por eso estaban tardando. Nos abrimos paso entre el gentío, no cabía un alfiler. Una chica disfrazada de recipiente de palomitas junto con su chico, que iba de Frankfurt, nos bloquearon el paso del pasillo que llevaba a nuestro lugar de destino. Nos costó un poco ponernos de acuerdo sobre quién pasaba antes y quién después. Una vez logramos ponernos de acuerdo, pasamos sin problemas. —Esa se va a poner fina a salchicha esta noche —bromeó Mario en mi oído. Yo reí, ojeando para intentar dar con mi chica o con Ruth. Nada, como si se las hubiera tragado la tierra.

Sí que había cola en el baño, pero no tanta como imaginaba. Le pregunté a una chica que estaba saliendo justo en ese instante si había visto a un par de hadas dentro. Ella negó. —Solo hay una mariquita y un par de indias. Le di las gracias. —Dice que no están —le comenté extrañado a Mario. —Igual han salido a tomar el aire o han agitado las alitas para regresar al País de Nunca Jamás. —No seas tonto. —Ni tú tampoco. No te preocupes, que son mayorcitas y saben volver a casa. No pueden andar muy lejos. Anda, ya que estás aquí, acompáñame al almacén y aprovecho para que me ayudes a llevar unas cuantas botellas más. Si quieres, después me escaqueo un segundo contigo y echamos una mirada fuera, no van a ser ni dos minutos. —Gracias —exhalé un pelín agobiado—. A veces, tiendo a ser un pelín sobreprotector y exagerado. —Eso es el amor, que nos hace ver fantasmas donde no los hay. En cinco minutos estás con ella perreando en la pista. —Si se me ocurre perrear, Carlos me lleva de cabeza a la protectora de animales. Echándonos unas risas, llegamos a la puerta del almacén. Mario intentó abrir, pero parecía atrancada. —¿Está cerrada? —le pregunté. —No debería, nunca la cerramos. Igual se ha encallado. —A ver, déjame. —No se me daba mal desatrancar puertas. En el piso de mis padres, que era muy antiguo, pasaba cada dos por tres con la del baño—. Parece que algo la está bloqueando. —Fijo que es una pareja que se lo están montando dentro. Pffff, estos salidos nocturnos —se quejó—. ¡Chicos, abrid la puerta! —gritó Mario, aporreando con fuerza para intentar abrirla, sin éxito—. ¡Malditos folladores incontrolados! —¿Qué hacemos? ¿Voy a buscar a…? No había ni terminado la frase cuando Mario la pateó. La paciencia no era una de sus virtudes. La hoja rebotó contra la pared, causando un gran estruendo. El palo que habían puesto los que estaban dentro para impedir el paso cayó al suelo. —¡Joder! Pero ¡qué cojones…! —prorrumpió, bastante agitado.

Asomé la cabeza por encima de su hombro y todo se volvió rojo. Reconocí el vestido de Lucía, aunque no al tipo que la estaba golpeando. Ruth yacía en el suelo, en mitad de un charco de sangre y Claudia me miraba con espanto. ¿Qué hacía ella con ellos? Mario entró directo, arremetiendo contra el hombre sin pensárselo. Este soltó a Lucía, saliendo despedido contra unas botellas vacías. Lucía se desplomó como una muñeca de trapo. Entré justo a tiempo para atraparla antes de que su cabeza impactara contra el frío suelo. Era una masa ensangrentada llena de golpes. Aquel cabrón se había ensañado con ella. —Papá, ¿eres tú? —preguntó en un murmullo. Acaricié su rostro con cuidado, abrazándola para reconfortarla y que supiera que no estaba sola, mientras notaba la ira bullir en mi interior. —Ya estoy aquí, pequeña, ya estoy aquí… —le murmuré. No me tenía por un ser violento, pero ahora mismo no podía pensar en otra cosa que no fuera darle su merecido al animal que había osado tocarla. Lucía deliraba, era lógico, el estado en el que se encontraba no la dejaba pensar con claridad. —Ay, Mino, menos mal que has venido. El ex de Lucía pretendía pegarme a mí también, nos ha retenido a las tres cuando salíamos del baño. ¡E-está loco! —farfulló Claudia, abalanzándose sobre mí. —Cálmate, necesito que salgas a pedir ayuda. En la barra está mi hermano con Tobías, dile que venga. Ella asintió y salió corriendo. Mario estaba enfrentándose a aquel cabrón, que había partido una botella y lo atacaba. —Déjamelo a mí —le dije, acortando las distancias. Me quité la capa para atármela alrededor del brazo a modo de escudo. Mario solo llevaba un bañador y un collar de flores en el cuello; si lo alcanzaba, estaba perdido. Daniel, al sentirse rodeado, intentó ir a por mí primero. Interpuse el antebrazo, buscando desestabilizarlo, al tiempo que hacía un barrido con la pierna derecha. El muy cabrón había saltado hacia atrás sin inmutarse, tenía reflejos. Mario fue a socorrer a Ruth y comprobó sus constantes vitales. —Necesita un médico con urgencia, tiene el pulso muy débil. —Lucía también, le he dicho a Claudia que fuera a buscar a mi hermano.

—¿De verdad crees que Claudia va a ayudarte? ¡Ella está de mi parte! Eres tan patético que no ves al enemigo aunque lo tengas delante —se carcajeó el ex de Lucía, con cara de loco. Medité sus palabras. Podía estar tratando de engañarme, solo que tenía más sentido su argumento que el de Claudia. ¿Cómo iba a poder un hombre solo secuestrar a tres mujeres adultas sin ningún tipo de ayuda? —Mario, ve a buscar a mi hermano y a Tobi, han de recibir atención médica lo antes posible. —Mi amigo se alejó sin apartar los ojos de aquel tarado que blandía la botella—. Ahora sí que la has jodido… No tienes ni puta idea de lo que has hecho —mastiqué las palabras con ira. Mario ya había llegado a la puerta y se alejaba con rapidez. —Yo no he hecho nada, han recibido lo que se merecían. Esa es una puta negra de mierda, cuya función ya ha cumplido, y la otra es mi mujer. —Te equivocas —solté con rabia—, es la mía. Rio obviando mi declaración. Sus ojos destellaron tras los cristales de las gafas. —¿Piensas que porque te la has follado es tuya? Te equivocas. Firmé un papel ante Dios que dice que es de mi propiedad, para que haga con ella lo que me dé la real gana. Lo nuestro es para siempre. —Vuelves a equivocarte. No firmaste un contrato de propiedad. Ella no es un objeto o un animal. No tiene dueño, puede decidir en todo momento con quién quiere estar y te garantizo que, si pudiera hacerlo, no te escogería a ti. Nada es para siempre, aunque lo tengas por escrito. Las relaciones mueren cuando no las cuidas y tú no la has cuidado nunca. —Oh, qué bonito. Seguro que te metiste entre sus piernas con tu palabrería de mierda. Si dices las palabras adecuadas, Lucía es como un abrefácil. No importa, es muy sencillo de entender. Si Lucía no es para mí, no será de nadie más. —Su cuerpo se balanceó hacia delante, buscando clavarme el cristal en el cuello. Joder, menos mal que iba bien de reflejos y que no había bebido más que un chupito. Esquivé el movimiento y esa vez apreté los nudillos para enterrarlos en su abdomen. No fallé. Daniel se quejó de dolor y trastabilló sin soltar el arma. Necesitaba quitarle la botella como fuera. Aprovechando el desconcierto, fui a darle con el codo en la cabeza. Él remontó más rápido de lo que esperaba, alcanzándome en la cintura con el punzante cristal.

Apreté los dientes, suerte que el grueso terciopelo del traje había parado algo la incisión. Mi codo se incrustó en su sien, provocando que la mano de Daniel se abriera y por fin dejara ir la botella, que se hizo añicos contra el suelo. Me lancé de cabeza hacia su abdomen y los dos caímos en un forcejeo por recuperar el control de la pelea. Nuestras piernas se enredaron. Pretendía inmovilizarlo, aunque no me lo estaba poniendo fácil. Sus puños buscaban impactar contra cualquier punto que le diera ventaja. No iba a rendirme. Alcanzó mi mandíbula y yo le di un golpe seco en la yugular que lo dejó sin aire. Me coloqué encima de él con la pelvis encajada en su cintura, era ahora o nunca. Mis puños descargaron toda la rabia y la frustración que sentía por no haber llegado antes. El dolor que compartía con Lucía por todos aquellos años de angustia que tuvo que soportar al lado de aquel animal. —Ahora sabrás lo que ha sido ser ella durante todo este tiempo. No volverás a golpearla nunca más, te juro por lo más sagrado que pienso ponerle fin ahora mismo. Ella ilumina mi mundo con una de sus sonrisas y no voy a permitir que tú se las apagues de nuevo. Al tercer puñetazo le partí la nariz, un chorro me salpicó el cuello. Nada iba a detenerme, o eso pensaba hasta que un par de fuertes manos me bloquearon el golpe de gracia. —Suficiente. Por mucho que insistas, este cabrón no capta los mensajes, sé de lo que hablo por experiencia. Déjame esta escoria a mí. Giré la cara, desencajado. Quien me sujetaba no era otro que Carlos. —Pues, si no los capta, te garantizo que hoy va a hacerlo —gruñí, buscando deshacerme de su agarre. —En otra época estaría agarrándolo para que cumplieras lo que acabas de decir hasta las últimas consecuencias, y créeme si te digo que ahora mismo estoy conteniendo las ganas de rematar la faena. Pero he llegado a comprender que lo que en realidad merecen los tipos como Daniel es pasarlas muy putas pudriéndose en una cárcel. Va a sentir la pérdida de todos sus privilegios, dejando de ejercer la medicina, olvidándose de toda la credibilidad que ostentaba en la comunidad médica. »Lo peor que puede ocurrirle es morir en vida, quedar relegado a ser un paria en su entorno y que cada puto día de su vida le den una paliza para recordarle el motivo por el que está en el agujero en el que pienso meterlo. Por eso te pido que pares, porque, si te dejo que lo remates, mi hermana no

me perdonará nunca que tengáis que celebrar vuestra boda en la cárcel adonde te llevarían. Porque mi hermana es de las que se casan, no te olvides. Tuve que meditar dos veces la última frase, bueno, tres, para darme cuenta de que por fin me había ganado su bendición y su respeto. Y esa era su manera de demostrármelo. —Entonces, ¿tú te encargas? —pregunté, conteniendo ese abrazo de alivio que me apetecía darle. Él asintió, ofreciéndome una sonrisa y la mano para que me levantara. Algo era algo. —Bienvenido a la familia, cuñado. Ahora, ocúpate de que mi hermana se recupere. Con lo que he oído y visto, me basta y me sobra para saber que la vas a hacer feliz. —No lo dudes. —No lo hago. Voy a sacar la basura, este almacén apesta. Sonreí satisfecho. Lucía iba a sentirse extremadamente feliz de que por fin Carlos hubiera aceptado nuestra relación. —La quiero —dije por si le quedaba alguna duda. —Lo sé —me confirmó—. Ve, es ahora cuando más te necesita. Le di un apretón en el hombro y le cedí el puesto, encantado. Tobías estaba atendiendo a Ruth y Mati, a Lucía. Tenía los nudillos destrozados, me sangraba el costado, pero lo único que veían mis ojos era a la mujer de mi vida. —¿Cómo está? —le cuestioné a mi hermano. —Le he hecho un reconocimiento superficial. Parece tener alguna costilla rota y los hematomas que ves. —Apreté con gesto adusto la mandíbula—. No sufras, es fuerte, sobrevivirá. He llamado a una ambulancia, estará al llegar. Analí estaba ayudando a Tobías para estabilizar a Ruth. Menchu calmaba el llanto de una alterada Luz, que no dejaba de sorber por la nariz, y mi amigo Mario intentaba mantener a los curiosos alejados del almacén. No había rastro de Claudia por ninguna parte, aunque ella no era mi mayor preocupación. La Policía ya se encargaría. Me senté en el suelo y le acaricié el pelo a Lucía. No era bueno moverla en exceso hasta que no vinieran los de la ambulancia y la evaluaran por completo. Me consolaba saber que estaba viva y que a partir de ahora las cosas se iban a solucionar.

—Todo va a salir bien, mi pequeña guerrera, ¿me oyes? Todo va a salir bien.

Lucía ¿Pueden doler las pestañas? Porque a mí me dolían. Pulsé el botón de llamada para que la enfermera me diera un chute de analgésicos que me dejaran dopada. Había despertado en el hospital. Me consolaba no haber muerto, porque eso quería decir que tenía una oportunidad para hacer lo que no había hecho. «Gracias, papá», murmuré, convencida de que él me había protegido como mi ángel guardián. En la otra cama estaba Ruth durmiendo, con una brecha que, a juzgar por el vendaje, le había costado algunos puntos y, seguramente, una conmoción cerebral. No le guardaba rencor. Conociéndola, sabía que cuando despertara se desharía en un llanto incontrolable para pedirme disculpas. Ambas habíamos sido víctimas de un gran error: un encantador de serpientes con nombre y apellidos. —Eh, ya estás despierta —murmuró la dulce voz de Mino, que entraba por la puerta—. ¿Cómo te sientes? —Igual que si hubiera sido arrollada por un tractor en una cabalgata de Reyes. Ilusionada porque estés aquí y yo siga con vida, pero muerta de dolor. Su sonrisa apesadumbrada no tardó en llegar a mis pupilas. —¿Quieres que llame a una enfermera? —Acabo de pulsar el botón.

—Todos están en la sala de espera —me aclaró—. Nadie ha querido moverse hasta que despertaras, yo he salido un momento para ir al baño. Puedes respirar tranquila, el cabrón de tu ex está en el calabozo. —¿Y Claudia? —Hace un rato que ha sido detenida en su piso mientras hacía las maletas para huir del país. A ella también la juzgarán. —Menos mal —susurré. —¿Quieres que avise a todo el mundo de que ya estás despierta? —Espera —lo detuve—. Quiero decirte algo y quiero hacerlo a solas. —Está bien. —Se acercó. La enfermera entró detrás de él. —¿Ocurre algo? ¿Me ha llamado? —¿Puede doparme hasta el límite de la consciencia? —pregunté, queriendo que terminara el dolor. —Marchando una de doping. La dejaré lo bastante despierta como para que pueda besar al príncipe encantador. —Me guiñó un ojo—. Voy a por los calmantes de Campanilla. —Gracias. —Ella me ofreció una sonrisa y cerró la puerta. —¡Madre mía, el disfraz! —Sentía ganas de llorar, seguro que había quedado para el arrastre. No lo veía porque llevaba puesta la bata del hospital. Intenté llevarme la mano a la frente, lo que fue un rotundo fracaso, pues mover el brazo era un auténtico martirio—. Auch —me quejé. —No te preocupes por algo tan nimio. Si hace falta, compraré todos los vestidos de la tienda. Elevé lo máximo que pude las comisuras. Intuyo que fueron unos dos milímetros, pues comenzaron a doler. Ello me hizo pensar que seguro que tenía una pinta horrible, aunque Mino me mirara como si fuera lo más precioso que pisara la tierra. Caminó hasta mi lado y se sentó en la cama. —Siento no haber llegado antes —se disculpó— ni haber visto a Claudia con Daniel. Quizá, si hubiera estado más atento en lugar de charlando en la barra… —No ha sido tu culpa. Si no hubiera sido hoy, habría sido otro día. Lo llevaban planeando hace tiempo. Claudia te quería a ti y Daniel a mí, aunque de un modo que nada tiene que ver con el amor. Lo único que me alegra de todo esto es que sé que esta vez no tendrá escapatoria, la cámara de seguridad estaba grabando.

—Tienes razón. Lo primero que hizo Mario fue darle la grabación a tu hermano, por fin vamos a poder desenmascararlo. —¿Mi hermano está fuera? ¿Ha venido? —Por supuesto, digamos que por fin se ha dado cuenta de que lo nuestro va en serio. —Menos mal, a veces es tan cabezota… —Pasé la lengua por mis labios resecos, notando el labio inferior partido. Seguro que en mi estado podría haber inspirado a Picasso. Fijé la vista sobre la de Mino, necesitaba aclararle mis sentimientos—. ¿Y tú sabes que lo nuestro va en serio? —¿A qué viene esa pregunta? —inquirió con extrañeza. —Nunca te he hablado de lo que siento. —¿En serio? Porque yo juraría que lo haces con cada gesto. Puede que no hayas utilizado palabras, aunque tampoco es que las haya echado de menos. Cada uno expresa las emociones de manera muy distintas y no por ello es más o menos válido. He notado el poder de la caricia de nuestras miradas, que se buscan cada vez que compartimos espacio vital. En el roce mudo de nuestras pieles, alimentado de nuestros gemidos. Me he maravillado ante el fruncir de nuestros ojos, provocado por las sonrisas que nos dedicamos en cada instante sostenido. En los párpados bajados para no despertar de nuestros besos. Me gusta quién soy contigo, porque logras que sea infinitamente mejor. Y, si todo eso no habla de tus sentimientos, no sé qué puede hacerlo. —Ooooh, Dios, ¿por qué yo no soy capaz de decir cosas tan profundas y bonitas? —Porque tú te limitas a ejecutarlas, no te hace falta dotarlas de palabras. —Te quiero —solté, sintiéndome caer al vacío. —Lo sé —contestó desde abajo, con los brazos abiertos para contener mi caída. —Pero para siempre —puntualicé. Lo vi sonreír con un pelín de suficiencia. —No aceptaría menos que una vida junto a ti. Presionó con muchísima delicadeza sus labios sobre los míos. Incluso aquel simple roce dolía, pero me dio igual, necesitaba sellar aquel juramento que era lo más valioso que tenía. La enfermera golpeó la puerta con suavidad, la hicimos pasar para que pudiera inyectarme los calmantes.

—Fuera preguntan si pueden entrar. Están desesperados por ver con sus propios ojos que la princesa de las hadas está bien. ¿Los puedo hacer pasar? Solo podrá ser un minuto, ya que Campanilla tiene que descansar. —Dígales que entren —musité con los dedos trenzados a los de Mino. Menchu, Analí, Mario, Matías, Tobías, Luz y mi hermano entraron con una expresión entre preocupada y expectante. Habría recibido multitud de achuchones, besos y mocos frutos del llanto, si mi estado les hubiera permitido abrazarme. —Hola. —Menchu fue la primera en romper el silencio. —Hola, personal coach. Al final, tus consejos me sirvieron para franquear la barrera del miedo. —Eso está muy bien, pero la próxima vez que intentes algo por el estilo opta por huir y pedir ayuda. De esa manera, evitarás terminar morada como una uva y con dos costillas fisuradas. —Intentaré recordarlo, aunque espero que no se vuelva a repetir. —Descuida, ese hijo de puta no va a despegar el culo de la cárcel, esta vez no habrá abogado que lo libre —afirmó mi hermano con vehemencia. —¿Me estás hablando a mí? —pregunté, escéptica. Solo buscaba provocarlo un poco por lo mal que me lo había hecho pasar esos meses. Él cerró los ojos. —Merezco tu actitud, soy un capullo y un cabezota. —Y corto de vista, añadiría yo —se sumó su mujer, pinchándole con el codo en el costado. —Ya sabes que necesito chocarme contra la farola para darme cuenta de que está ahí. Perdona, hermanita. Me gustaría decirte que no va a volver a suceder, pero llevo demasiados años siendo un idiota integral, así que no puedo prometerte que mejore en exceso. —Acepto tus disculpas si me prometes que, cuando me divorcie y le pida a este hombre que sea mi marido, te quedas con Paco durante el viaje de novios sin amenazar a sus plumas. Las risitas de mis amigas y de la propia Luz se oyeron de fondo. Mi hermano apuntó con el dedo a Mino. —Te advertí de que era de las que se casaban. —Por mí, no va a haber ningún tipo de problema. Estoy deseando convertirla en la señora de Mino Ulloa. —Descendió hasta mis nudillos y los besó, arrancando varios suspiros por parte de las chicas.

—¿Eso es un sí? —insistí dirigiéndome a Carlos, contenta porque Mino no hubiera rechazado la propuesta y que los ojos le brillaran tanto como a mí. —Qué remedio, me joderé con el loro. Todo sea porque nos deis un heredero para el trono. —Hablando de herederos… —interrumpió Luz—. ¡Estoy embarazada! Los «Ooooh» de sorpresa y los «Enhorabuena» por parte de todos no tardaron en llegar. Menchu y Analí se pusieron a hacerle miles de preguntas mientras que Carlos la miraba con la boca abierta de par en par. —¿No vas a decirle nada? —espoleé a mi hermano, comenzando a sentir los efectos de los calmantes. —¿Cómo es posible? —fue lo único que le salió—. Si tomas la píldora. —¿Recuerdas la gastroenteritis que pillé en noviembre? —Él asintió—. Pues se ve que vomité alguna. —¿Y no se te ha ido la regla? —En diciembre ya no la tenía —respondió Luz, desafiante. —¿Y hasta ahora no se te ocurrió pensar que podías estar embarazada? —Por supuesto que lo pensé. Es más, me hice la prueba en cuanto noté otros síntomas. Pensaba darte la noticia después de las campanadas en Nochevieja, pero la campanada la diste tú. Me fastidiaste la noticia en familia, tirándolo todo por la borda, como es habitual. —¿Y por qué no dijiste nada cuando regresé? —replicó, herido. —Porque no lo merecías. Era un momento de felicidad compartida, como lo es ahora. A menos que la noticia no te haga feliz. Todos miramos a Carlos, que seguía de pie en mitad del cuarto. Recé para que mi hermanito no la fastidiara ahora. Luz era como una bomba de relojería cargada de hormonas. —No tienes ni idea de lo que has hecho —dijo apretando los dientes. —Creo que sí, se llama bebé y sucede cuando echas unos cuantos polvos mágicos. Solo te advierto de que agitar tanto la varita tiene efectos secundarios y que, tarde o temprano, te encontrarás durmiendo con un hipopótamo al que le estalla la vejiga, así que igual un día amaneces salpicado de pis. Bostecé divertida, sus discusiones eran dignas de una serie televisiva. —Me encantan los hipopótamos, sobre todo si llevan a mi hijo dentro, y nunca me cerré a nuevas experiencias sexuales. No es que me atraiga la

lluvia dorada, pero viniendo de ti… —murmuró mi hermano, llegando hasta ella para alzarla entre sus brazos y darle un beso arrollador. Los ojos se me cerraban. —Creo que alguien necesita descansar. —Fue Mati quien hizo la observación. —Sí, será mejor que la dejemos dormir —se sumó Menchu. Uno a uno, pasaron por mi lado para besarme con suavidad en el pelo. —Enhorabuena —musité a los futuros padres con los párpados ya bajados. —Yo me quedaré con el loro, pero no pienso parar de darte sobrinos y dejártelos a dormir hasta que des en adopción a ese bicho con plumas — auguró Carlos en mi oreja. —Eso se lo dices a Luz, ya veremos si te deja convertirla en una fábrica de enanos —comenté sin mover una pestaña—. Te quiero, hermanito. —Yo también. Y, Lucía… —¿Hmmmm? —Me alegro de que lo eligieras a él, vais a ser jodidamente felices. Suspiré, arropada por sus palabras, dejándome llevar por el sueño. Mino se quedó a pasar la noche. Tengo entendido que le dijo a la enfermera que no pensaba moverse de la habitación ni de mi vida, aunque tuviera una orden de desahucio.

Epílogo

Lucíaconsejo: «Vayas donde vayas, ve con todo tu corazón»

Lucía

El gran día había llegado. Desde mi extraña declaración de amor e inusual pedida de mano en la cama del hospital, habían pasado muchas cosas. Sobrevinieron varios meses de juicios, trámites y celebraciones. Al cabrón de Daniel le cayó la máxima pena por dos tentativas de homicidio y a Claudia, varios cargos por ser su cómplice. Todos respiramos tranquilos cuando salió la sentencia que dio vía libre a mi divorcio y la posterior celebración como mujer soltera. El baby shower de Luz fue el siguiente gran evento. Lo pasamos en grande llenándola de regalos. Lo mejor de todo fue cuando Analí le trajo un enorme pastel vagina desde el cual salía la cabecita del que se suponía el bebé, bordeado por fideos de chocolate como si se tratara de vello púbico. Las risas que nos echamos. Tendrías que haber visto a Analí diciendo que

nunca habíamos comido un coño tan sabroso. Menchu, haciéndole terapia al niño antes de ser devorado y Ruth, emulando que le hacía un tacto rectal al ano de chocholate. Luz no dejaba de decir que ella no lo tenía tan gordo ni tan peludo y que el agujero de su culo no era negro, sino rosado, que la chica que se lo depilaba siempre alababa su color. Dios, no me pude reír más aquel día. Además, la noticia vino acompañada de que Lucifer, tras intentar su relación infructuosa con la chihuahua de Mario, había dado con una de su especie en su última visita al veterinario. Fue amor al primer zarpazo y la preciosa gatita persa, llamada Canela, estaba embarazada y esperando su primera camada. Carlos ya le había advertido a mi cuñada de que no quería un solo descendiente del gato de los cojones, como cariñosamente llamaba a Lucifer. Pero Luz no lo tenía tan claro. Lo más probable era que ese año también llegara gatito nuevo a la familia. Mi hermano no tenía ni idea de lo que le esperaba. ¿Que qué hacía Ruth allí? Pues, como ya vaticiné, se deshizo en disculpas nada más despertar de su conmoción. Nunca había sido una persona rencorosa y no iba a empezar a serlo ahora. Además, no había nadie que pudiera comprenderla mejor que yo. Menchu le hizo terapia y ahora estaba mejor que nunca. Lo siguiente que celebramos en primavera fue la fiesta de compromiso con Mino. Fue toda una sorpresa y, aunque para mí nuestra promesa de hospital ya era válida, él quiso sorprenderme con una romantiquísima petición tradicional ante nuestras familias y amigos. Creo que nunca había pasado una noche entera llorando de felicidad. Miré el zafiro azul que ocupaba un lugar de honor en mi mano izquierda y suspiré con una sonrisa bobalicona en los labios. Siempre acertaba con los regalos. En julio vivimos una alocada boda en Las Vegas. Matías y Tobías nos sorprendieron pagándonos el vuelo y la estancia junto con ellos. Cualquiera les decía que no. Además, terminamos ganando un pequeño pellizco en el casino que nos sirvió para pasar quince días a lo grande. La llegada de Carlos júnior sucedió a mediados de agosto, a manos del que hoy iba a convertirse en mi marido, ocho horas después de que Luz se pusiera de parto y con mi hermano nervioso perdido.

Habían pasado diez meses desde entonces, estábamos a quince de junio y el verano comenzaba a despuntar, diciendo adiós a una primavera que nos había dejado bastantes lluvias. Mi sobrino estaba tan bonito que daban ganas de llenarlo a mordisquitos. Era un niño tan risueño como Luz e inquieto como su padre. No cabía duda de que salía a ambos, era tan moreno como ellos y con unos deliciosos hoyuelos que se hundían en sus regordetas mejillas a ritmo de carcajada. Era un angelote al que todos adorábamos, incluso Paco, el cual, cada vez que mi sobrino venía a casa, no dejaba de canturrearle su versión particular de La cucaracha. Menos mal que el crío no la comprendía y lo único que hacía era desternillarse de la risa. Los padres de Mino nos ofrecieron mudarnos a la casa familiar de El Masnou, donde celebramos la Nochevieja. A la madre de mi futuro marido le hacía gracia que llenáramos esa casa de niños, proyecto que íbamos a comenzar nada más acabara la boda. Yo quería tres, pero Mino decía que no aceptaba menos de cinco. Ya veríamos hasta dónde nos llevaban las negociaciones. Matías no puso pega alguna. Él y Tobías habían dado una paga y señal para un bonito ático con vistas en la zona de Sitges. Tenían muchas ganas de adoptar y habían planeado un viaje al país de nacimiento de Mati para regresar con uno o dos niños bajo el brazo. Miré emocionada a mi alrededor. Estaba en mi habitación, no en la de antes, sino en la perteneciente a la que ya podía considerar mi nueva casa. Las risas y los nervios fluctuaban, junto con los de mi madre y las chicas, que me estaban dando los últimos retoques. Cuando me casé con Daniel, incluso el vestido que llevaba era a gusto de él. El de ahora me hacía sentir una princesa en mi propio cuento de hadas. Tenía un bonito escote palabra de honor y una falda con muchísimo vuelo que crujía a cada paso que daba. Y en la cabeza, una sutil tiara de flores frescas hecha con jazmines. Mis amigas, que hoy iban a ser mis damas de honor, vestían unos preciosos vestidos fucsia, cortos y muy favorecedores, en el mismo tono que las flores de mi ramo. Como llevaban las piernas al aire, los complementamos con unas finas sandalias de cristalitos que reptaban entrecruzándose por sus pantorrillas, recordando al calzado utilizado por griegas y romanas.

Analí y Mario habían formalizado su relación. Él por fin había logrado aprobar las oposiciones y ya era bombero. Se había mudado al piso de mi amiga, donde cohabitaba con sus hijos —quienes lo adoraban—, y tenían una relación más que envidiable. Menchu seguía con su apacible vida familiar y Ruth gozaba plenamente de su soltería. Podíamos decir que todas teníamos lo que merecíamos, y eso añadía un plus a mi gran día. —Ay, hija, qué preciosa estás. —A mi madre se le humedecían los ojos de la emoción. No habíamos querido una boda ostentosa con cientos de invitados, solo los más allegados, que cabían en una carpa que habíamos montado en el jardín delantero. Resumiendo, los mismos que en fin de año pero con algunas de mis amigas, la familia de Luz y mis primos más cercanos. Las chicas se habían ocupado de decorarlo todo y nosotros, de contratar a un servicio de catering y un DJ. La ceremonia sería simbólica, pues esa misma mañana habíamos firmado en el ayuntamiento, y sería oficiada por nuestros amigos y familiares más cercanos, que dirían unas palabras antes de que Mino y yo recitáramos nuestros votos e hiciéramos el posterior intercambio de anillos. —Es verdad, estás divina —admitió Analí, corroborando las palabras de mi madre. —Mino se va a desmayar cuando te vea aparecer —confirmó Luz con el golfo de Carlos júnior jugueteando en sus brazos. —Espero que no lo haga, no quiero incidentes que estropeen la ceremonia. Hoy todo tiene que ser alegría y no vahídos. —Listo, la corona ya está —anunció Ruth, separándose de mí. —No te olvides de las flores —me recordó Menchu, tendiéndome el ramo. Les ofrecí a todas una sonrisa cargada de entusiasmo y expectativas. —Recuerda que me lo has de lanzar a mí —insistió por décima vez Analí, quien pretendía que Mario se le declarara ese año. —¿Y si lo cojo yo? —rebatió Ruth, provocadora. —Tú lo cogerás en mi boda, que digo yo que primero tendrás que dar con un hombre que te aguante —contraatacó mi amiga, que no pensaba perder la oportunidad de hacerse con las flores.

—Minucias. ¿No viste esa chica que se casó consigo misma? Yo puedo hacer lo mismo. —Pues para eso no te hace falta ramo, esas flores son mías y harías bien en recordarlo. —Chicas, haya paz, que hoy es un día de amor, no de guerra —les recordó Menchu. Carlos llamó a la puerta. —¿Se puede? —¡Noooo! —gritamos al unísono como las locas. No quería que nadie me viera salvo ellas. —Y, entonces, ¿cómo voy a llevar a la novia hasta el altar? —respondió desde el otro lado de la puerta. Como mi padre ya no estaba con nosotros, le pedí a mi hermano que fuera el quien me entregara al novio. —Espérala en el recibidor, que ahora bajamos todas —le aclaró mi madre—. Y asegúrate de que el DJ ponga la música en cuanto lo avises. —Sí, sí, ya está avisado y todos los invitados esperan. Tendríais que ver la cara de Mino. Está atacado por si Lucía se desdice en el último minuto, parece a punto de que le enchufen una lavativa. —¡No pienso desdecirme! Díselo —grité. No quería que lo pasara mal. —Vale, pero no te garantizo que me crea hasta que te vea. Os espero abajo, no tardéis. Ruth me aplicó el brillo de labios, Analí me ajustó el bajo del vestido y Menchu se aseguró de que el ramo estuviera en mis manos. Luz me dio un beso y murmuró en mi oreja que hoy empezaba mi nueva vida, una llena de felicidad, y que todos iban a estar allí para asegurarse de que así fuera, que me quería como a una hermana y que siempre podría contar con ella. No quería llorar, así que me obligué a respirar unas cuantas veces antes de darle las gracias y decirle que era mutuo. Mis damas de honor se despidieron de mí con una sonrisa en los labios. Ellas abrirían la comitiva que precedía a la novia y se colocarían en sus posiciones, esperando mi entrada. Mi madre me dio un beso en lo alto de la escalera. —Quiero que sepas que, aunque no esté de cuerpo presente, tu padre se siente enormemente orgulloso de ti. Sé que nos ve desde el cielo y está tan agradecido como yo de que Mino vaya a ser tu marido. No podrías haber elegido mejor. —Gracias, mamá.

Las dos estábamos con las emociones a flor de piel, aguantando las ganas de echarnos en los brazos de la otra y ponernos a llorar. Me ayudó a bajar las escaleras y que no cayera rodando como una croqueta. Carlos contuvo la respiración nada más verme. Podía notar su complacencia y el orgullo que transmitía su mirada oscura. —Nunca te había visto más radiante que hoy. —Eso es porque se casa con el hombre que ama. Tú estabas igual cuando te casaste, cuando le diste el «sí, quiero» a Luz. La vida me bendijo con un hombre y dos hijos maravillosos a los que amar. Una parte de él siempre estará en vosotros, en el modo en que tú frunces el ceño —acarició la zona entre las cejas de mi hermano— o en tu sonrisa franca. —Pasó el pulgar por mi mejilla—. En cada latido de vuestros corazones, que se forjaron con el amor que nos teníamos y que permanecerá ahí hasta que nos reunamos con él allá donde esté. Hoy es un día muy especial para todos y lo siento más presente que nunca. Una lágrima escapó de mi ojo derecho. Mi hermano pudo contenerla, pero nos arropó a mi madre y a mí en un abrazo abrumador. —Os quiero a las dos —confesó mi hermano—, y yo también lo siento. —Y yo —me sumé. —Sois buenas personas y buenos hijos, no dejéis nunca que nadie os diga lo contrario. —Nos dio un beso a cada uno, disolviendo el abrazo—. Y ahora no hagáis esperar más al novio, que ya lo ha hecho bastante. Salió por la puerta que daba al jardín para sentarse al lado de la madre de Mino. No habíamos querido separar a los invitados como hacían en algunos sitios, como si se tratara de dos bandos contrarios. Al fin y al cabo, hoy nos convertiríamos todos en familia. Veía una tontería eso de agruparlos dependiendo de si venían de parte del novio o de la novia. Rodeé con mi mano el brazo de Carlos, buscando en su fuerza la seguridad para dar el primer paso hacia mi nueva vida. Él notó el temblor en mi mano y quiso tranquilizarme con una de sus bromas. —¿Preparada para darle el «sí, quiero» al pajillero nocturno? —¿Preparado para que mi loro te picotee los huevos durante nuestro viaje de novios? Mi hermano entrecerró los ojos. —No pienso darle la oportunidad. Recuerda que en mi casa no va a salir de esa jaula, está condenado a cadena perpetua.

—Seguro que Lucifer le pasa una lima o incluso le abre la cerradura, ya sabes lo mucho que le gusta tu péndulo del amor. —Agité las cejas y él gruñó. —¿Lista? —Lista —admití, escuchando los primeros acordes de Now We Are Free, de la película Gladiator. Esa era la canción que había elegido porque así era como Mino me hacía sentir, una mujer libre y capaz de librar mis propias batallas. Caminaría con él hacia delante, nunca por detrás, a su lado, porque en el amor no hay vencedores o vencidos, sino compañeros de batalla. Con él había aprendido que el mejor amor nace cuando uno se acepta y se ama a uno mismo, y solo así crece, florece y se expande. Porque el amor no duele, el amor te hace libre y más fuerte. Busqué sus ojos brillantes frente a mí y supe que en él habitaba mi hogar. Y es que a veces, y solo a veces, necesitas que te den un empujón para caer en la tentación que supone amar para siempre.

Fin

Tu opinión me importa Si te ha gustado la novela, me gustaría pedirte que escribieras una breve reseña en la librería online donde la hayas adquirido. No te llevará más de dos minutos y así ayudarás a otros lectores potenciales a saber qué pueden esperar de ella. ¡Muchas gracias de todo corazón! Rose Gate

La Autora

Rose Gate es el pseudónimo tras el cual se encuentra Rosa Gallardo Tenas. Nació en Barcelona en noviembre de 1978 bajo el signo de escorpio, el más apasionado de todo el horóscopo. A los catorce años descubrió la novela romántica gracias a una amiga de clase. Ojos verdes, de Karen Robards, y Shanna, de Kathleen Woodiwiss, fueron las dos primeras novelas que leyó y que la convirtieron en una devoradora compulsiva de este género. Rose Gate decidió estudiar Turismo para viajar y un día escribir sobre todo aquello que veía, pero, finalmente, dejó aparcada su gran vocación. Casada y con dos hijos, en la actualidad se dedica a su gran pasión: escribir montañas rusas con las que emocionar a sus lectores, animada por su familia y amigos. Si quieres conocer las demás novelas de la autora, así como sus nuevas obras, no dejes de seguirla en las principales redes sociales. Está deseando leer tus comentarios.

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SERIE SPEED SERIE SPEED. Vive la lectura a una velocidad de vértigo. Un thriller romántico-erótico que te hará vivir una montaña rusa de emociones. 1.

XÁNDER: En la noche más oscura, siempre brilla una estrella

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XÁNDER 2: Incluso un alma herida puede aprender a amar

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STORM: Si te descuidas te robará el corazón

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THUNDER: Descubre la verdadera fuerza del trueno y prepárate para sucumbir a él

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LA VANE: Soy sexy de nacimiento y cabrona por entretenimiento

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COMEDIAS ROMÁNTICO-ERÓTICAS:

Lo que pasa en Elixyr, se queda en Elixyr relinks.me/B07NFVBT7F Una novela divertida, fresca, cargada de romance y escenas de alto voltaje. ¿Te atreves?

Si caigo en la tentación, que parezca un accidente. relinks.me/B081K9QNLH Una comedia erótico festiva donde los príncipes de colores, se convierten en polis empotradores.

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¡Sí, quiero! Pero contigo no.

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THRILLERS-ERÓTICOS: Mantis, perderás la cabeza https://relinks.me/B0891LLTZH

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[1] El libro es Si caigo en la tentación, que parezca un accidente. Si no lo has leído, te recomiendo que lo hagas primero para no hacerte spoilers.
2 No voy a caer en la tentacion - Rose Gate

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