1_Lurie_Prologo_No se lo cuentes a los mayores

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NO

S E LO

C U E N T E S A LO S M AYO R E S

Literatura infantil, espacio subve r s i vo

Alison Lurie

No se lo cuentes a los mayores Literatura infantil, espacio subversivo

Traducción de Elena Giménez Moreno

Colección dirigida por Felicidad Orquín

Coordinación editorial y edición: Mariángeles Fernández Maquetación y producción: Jorge Bermejo Rodríguez Diseño de cubierta: Juan Ramón Alonso

“Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la Ley, que establece penas de prisión y/o multas, además de las correspondientes indemnizaciones por daños y perjuicios, para quienes reprodujeren, plagiaren, distribuyeren o comunicaren públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, o su transformación, interpretación o ejecución artística fijada en cualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier medio, sin la preceptiva autorización.”

Título de la edición inglesa: Don’t Tell the Grown-Ups. Subversive Children’s Literature. Bloomsbury, London, 1990.

© ALISON LURIE, 1989 © De esta edición: FUNDACIÓN GERMÁN SÁNCHEZ RUIPÉREZ, 1998 Sede en Madrid: Juan Ignacio Luca de Tena, 15. 28027 Madrid ISBN 84-89384-12-6 Depósito legal: M-44.275-1998 Printed in Spain Impreso en Edigraphos, S. A. c/ Edison, 23. 28906 Getafe (Madrid).

Para Doris

Índice

01 02 03 04 05 06 07 08 09 10 11 12 13 14 15 16

Prólogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Literatura subversiva infantil . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . La liberación por medio de los cuentos populares . . . . . . . Los cuentos de hadas en la literatura: de Fitzgerald a Updike . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Atracción por los duendes: la moda de los cuentos populares . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . La niña que siguió al flautista: Kate Greenaway . . . . . . . . Cuentos de terror: la señora Clifford . . . . . . . . . . . . . . . . . Los cuentos de hadas de Ford Madox Ford. . . . . . . . . . . . . . La libertad con la ayuda de animales: Beatrix Potter. . . . Magia moderna: E. Nesbit. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . El niño que no quiso crecer: James Barrie . . . . . . . . . . . . . . Finales felices: Frances Hodgson Burnett. . . . . . . . . . . . . . De nuevo en el mundo de Puff: A. A. Milne . . . . . . . . . . . . . Héroes de nuestro tiempo: J. R. R. Tolkien y T. H. White . El poder de Smokey: Richard Adams. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Juegos en la oscuridad: William Mayne . . . . . . . . . . . . . . . . El folclore de la infancia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Notas. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Bibliografía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Índice analítico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

11 19 32 44 55 65 81 88 103 111 129 146 154 165 177 185 196 213 223 231

Prólogo

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n nuestro mundo hay una tribu semisalvaje muy especial, muy antigua y ampliamente extendida, a la que antropólogos e historiadores sólo han comenzado a prestar atención recientemente. Todos nosotros hemos pertenecido a esa tribu; hemos conocido sus costumbres, sus hábitos y sus ritos, su folclore y sus textos sagrados. Me estoy refiriendo, claro está, a los niños. Sin embargo, estos textos sagrados de la infancia no siempre son los que recomiendan los mayores, según descubrí muy pronto. En cuanto comencé a ir a las librerías me di cuenta de que existían dos tipos de libros en las estanterías de los más pequeños. En el primer grupo, que era el más importante, me encontraba con lo que los adultos habían decidido que yo debía saber o conocer sobre el mundo que me rodeaba. Muchos de esos libros tenían un contenido práctico; querían hacerme saber cómo funcionaba un automóvil, o quién era George Washington. Con ello, y no por casualidad, pretendían que admirara tanto a los automóviles como al padre de la patria (en esa época no se hablaba mucho de las madres de la patria). Junto a esos libros había muchos otros que nos permitían albergar esperanzas de aprender modales y moralejas, o ambas cosas a la vez. Estos no llevaban en sus lomos ningún número decimal de Dewey y las lecciones que enseñaban venían disfraza-

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das de cuentos. Eran historias de niños o conejitos o pequeñas máquinas que se encontraban con dificultades o fallos que los conducían a situaciones o encrucijadas complejas, a veces cómicas y otras serias. Pero al final siempre eran salvados por alguna persona, conejo o ingenio mecánico serviciales, más sabios y de más edad o antigüedad. Los protagonistas de estos libros por tanto, aprendían a depender de la autoridad establecida para recibir consejos y ayuda. También a ser trabajadores, responsables y prácticos: a seguir el camino que les estaba destinado y a contentarse con su propio estilo de vida. Dicho de otra forma, aprendían a parecerse más a adultos respetables. Se trataba del mismo tipo de mensaje que tanto mis amigos como yo oíamos todos los días: Siéntate bien, niño. No te internes mucho en el bosque. Dale las gracias a la tía Etta. Vamos, deja de soñar despierto y haz los deberes. Cariño, por favor, no debes inventarte cosas. Pero yo descubrí que existía otra clase de literatura infantil. Algunos de estos libros, como Tom Sawyer, Mujercitas, Peter Pan y Las aventuras de Alicia en el País de las Maravillas se encontraban en las estanterías de cualquier biblioteca; otros, como El Mago de Oz o las series de Nancy Drew, había que comprarlos en las librerías o pedírselos prestados a los amigos. Y estos eran los libros sagrados para los niños: los de esos autores que nunca habían olvidado lo que era ser un niño. Leerlos era experimentar la emoción del reconocimiento, sentir un torrente de energía liberadora. Estos libros, y otros como ellos, recomendados e inclusive famosos, nos transportan a la ensoñación, nos llevan a la desobediencia, a contestar, a escaparnos de casa y a guardar nuestros sentimientos más íntimos, ocultándolos a los mayores que no nos comprenden. Ponen del revés todos los valores de los adultos, burlándose de sus instituciones, como la familia y la escuela. En pocas palabras, podemos decir que son subversivos, al igual que las rimas, burlas y juegos que yo he aprendido en los patios de recreo. Hace mucho tiempo que dejé de ser niña, pero no creo que la situación haya cambiado tanto. En todas las épocas, incluida la presente, la literatura infantil normal y corriente tiende a acentuar el statu quo. Los libros que obtienen premios literarios por su

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calidad estilística o artística, pertenecen a menudo –aunque no siempre– a esta categoría; y, en este caso, a lo sumo encuentran una aceptación moderada por parte de los niños. Muchas veces me preguntan por qué una persona que no sea profesor, bibliotecario o padre de un niño puede mostrar algún interés por la literatura y el folclore infantiles. Conozco las respuestas normales: que muchos escritores famosos han escrito libros para niños, y que los grandes libros infantiles también son grandes obras literarias; que estos libros y cuentos constituyen una fuente interesante para estudiar los símbolos y arquetipos, y que pueden ayudarnos a entender la estructura de la novela y sus funciones. Todo esto es cierto. Pero, en mi opinión, debemos considerar la literatura infantil desde una óptica más seria por la faceta subversiva que contiene: porque sus valores no son los tradicionalmente convencionales del mundo de los adultos. Por supuesto que en cierto sentido muchas de las grandes obras literarias resultan igualmente subversivas, ya que la mera razón de su existencia implica que lo importante es el arte, la imaginación y la verdad. En lo que denominamos mundo real, lo que generalmente importa es el dinero, el poder y el reconocimiento público. Las grandes obras de la literatura subversiva infantil nos sugieren que existen otras formas de ver la vida, diferentes a ir de compras o a la oficina. Se burlan de las ideas vigentes y expresan su punto de vista no comercial, alejado de las convenciones de este mundo, en su forma más simple y pura. Hacen una llamada a ese niño imaginativo, interrogante y rebelde que todos llevamos dentro, renovando nuestra energía instintiva y actuando como una fuerza que nos impulsa al cambio. Por ello, este tipo de literatura merece nuestra atención y también perdurará mucho más allá del momento en que se hayan olvidado los cuentos tradicionales. Los escritores sobre los que trata este libro pertenecen a un grupo heterogéneo. Su obra abarca la gama que va desde dibujos y cantinelas para niños hasta complicadas sagas. Tienen en común, en primer lugar, que la mayoría de ellos son británicos. El porqué del hecho de que la mayoría de las mejores obras infantiles esté escrita en inglés británico todavía suscita opiniones diversas. Tal vez su

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origen se encuentre en el movimiento romántico y el valor que reconocieron a la infancia escritores como Blake y Wordsworth, al sugerir que, para hombres y mujeres de talento, la literatura infantil era una ocupación seria y de prestigio. Esta tradición continúa hasta nuestros días, ya que los autores británicos no suelen pedir disculpas por su trabajo con frases como “se trata sólo de un libro para niños”, algo que sí se escucha en otros lugares. Y lo más importante es que todos los autores aquí citados sentían el impulso de cambiar el orden establecido en vez de apoyar los valores de su época o sus tradiciones. Algunos de ellos, como E. Nesbit, Frances Hodgson Burnett o William Mayne, popularizaron ideas nuevas y controvertidas, tanto en el orden político como en el social o psicológico. Otros, como Beatrix Potter, A. A. Milne o Richard Adams, retrataron a una sociedad de animales, reales o imaginarios, transformándolos en una versión irónica o ideal de la realidad. Otros más, como Kate Greenaway, J. R. R. Tolkien y T. H. White, crearon mundos imaginarios que implicaban una esencia superior al compararla con la que los rodeaba. Y, por fin, autores como la señora Clifford y Ford Madox Ford, se valieron de las historias infantiles para explorar sus sueños y pesadillas. Por supuesto, estos objetivos no se excluyen entre sí: el Peter Pan de James Barrie, por ejemplo, encierra a la vez una fantasía personal, una visión satírica de la vida cotidiana de la época, y un manifiesto en pro de los derechos de la imaginación y en contra de la irracionalidad. Los capítulos dedicados al folclore presentan un tema central similar. Estudian las formas en que los cuentos de hadas, las leyendas, las rimas, las supersticiones y los chistes pueden emplearse para expresar todo aquello que se altera, suprime o cambia en la corriente general de la cultura imperante. Por ejemplo, el folclore puede enseñarnos que los niños ya conocen algunos de los secretos de la vida de los adultos que se supone ignoran; o también puede sugerirnos que muchas de las personas que generalmente despreciamos y miramos por encima del hombro poseen poderes especiales que desconocíamos. Una pregunta interesante es: ¿qué –además de la intención– hace que una historia en particular se convierta en un “libro para niños”? Si exceptuamos los de dibujos para bebés, las pala-

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bras que se emplean no son ni más cortas ni más simples que las impresas en la literatura fantástica para adultos, y desde luego no están peor escritas. Los héroes y heroínas de tales relatos –y esto es verdad– a menudo son niños: pero también lo son los protagonistas de Lo que Maisie sabía, de Henry James, o de Ojos azules, de Toni Morrison. Sin embargo, siempre existe una frontera entre los libros infantiles y los escritos para adultos; tanto editores como críticos o lectores parecen encontrar muy pocas dificultades para catalogar una u otra obra en cualquier de los dos grupos. En las obras de ficción para niños, parece que se mantiene una regla bucólica convencional. Impera la idea de que el mundo de la infancia es más simple y natural que el de los adultos y que los niños aunque puedan tener defectos son, en general, buenos o pueden llegar a serlo. La transformación de la egoísta y quejica Mary y el Colin histérico y exigente de El jardín secreto, de Frances Hodgson Burnett, resultan, en este aspecto, paradigmáticos. Por supuesto, existen personajes juveniles secundarios que son desagradables y les crean muchas dificultades a los protagonistas, pero acaban derrotados o desterrados en vez de ser reeducados. Sin embargo hay ocasiones en que incluso el tirano irascible o el chivato mentiroso llegan a reformarse y obtener perdón. Huracán en Jamaica, de Richard Hughes, aunque la mayoría de los personajes son niños, es una obra que nunca aparece entre las recomendadas como literatura juvenil; y esto no tanto por su estilo complejo (que no lo es más, por ejemplo, que La isla del tesoro), sino porque en ella los niños son dañinos y corruptos de forma irrecuperable. Por otra parte, los adultos que aparecen en los libros infantiles se encuentran presos de sus propios carácteres e incapaces de sufrir alteración o cambio alguno. Si son realmente desagradables, la única cosa que puede redimirlos es la bondad natural de un niño. De nuevo, la señora Burnett nos ofrece un ejemplo clásico de esto en El pequeño lord Fauntleroy. (El cambio similar que observamos en Scrooge en Cuento de Navidad, de Dickens, se debe principalmente a sus remordimientos por el pasado y su temor del futuro. Ésta representa una de las facetas que convierte a la obra en un relato familiar, más que juvenil; otra es la desvalida pasividad de Tiny Tim, el principal protagonista infantil.)

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De las tres preocupaciones más importantes que impregnan la ficción de los adultos –el sexo, el dinero y la muerte– la primera se halla ausente en la literatura clásica infantil y las otras dos, si aparecen, es de forma muy cambiada. En estas historias el amor puede ser intenso pero es más romántico que sensual, al menos abiertamente. Peter Pan desea a Wendy apasionadamente, pero lo que quiere es que ella sea su madre. El dinero sí que constituye un motivo en la literatura infantil, ya que muchas historias tratan de la búsqueda de tesoros. Estas hazañas, a diferencia de lo que sucede en la vida real, suelen alcanzar el éxito, aunque en realidad el logro se traduzca en cierta forma de felicidad familiar, que el autor y los personajes consideran “un tesoro verdadero”. El problema casi nunca es la simple supervivencia económica; lo que más bien se busca es una riqueza adicional mágica (a veces mágica en su sentido más literal). La muerte, un tema muy común en la literatura infantil del siglo XIX, fue prácticamente desterrada de los libros durante la primera mitad del XX. A partir de entonces ha vuelto a resurgir, y la brecha la ha roto E. B. White en La telaraña de Carlota. Hoy no sólo mueren animales sino personas en los libros que reciben premios y son recomendados por libreros y psicólogos para niños que hayan perdido a familiares cercanos. Pero incluso en la actualidad, los personajes que mueren pertenecen a otra generación; el protagonista y sus amigos sobreviven. Aunque hay excepciones interesantes, los libros infantiles contemporáneos más subversivos generalmente se ciñen a estas normas convencionales. Retratan un mundo ideal de seres perfectibles, libres de la necesidad de luchar por la supervivencia y la reproducción: no es un mundo meramente bucólico sino paradisíaco –ya que sin sexo ni muerte, los humanos pueden convertirse en ángeles–. El niño romántico que quiere alcanzar las nubes no está tan lejano como pudiéramos pensar. Muchas personas merecen mi agradecimiento por sus contribuciones a este libro. Estoy muy agradecida a Barbara Epstein, del New York Review of Books, que fue la primera en alentarme a escribir sobre literatura infantil y que publicó las versiones originales de muchos de estos ensayos, y a Francelia Butler, funda-

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dora de la revista Children’s Literature, donde se publicaron otros de los trabajos recogidos aquí. Me gustaría agradecer también a las alumnas de mi curso de doctorado de la universidad de Cornell, que fueron las primeras en oír muchas de estas ideas y cuyos comentarios han sido con frecuencia originales e interesantes. Quiero hacer mención especial de los estudiantes de posgrado que han enseñado y dado conferencias en este curso –Kathryn Aal, Melissa Bank, Diana Chlebek, Susan Laird, Beth Lordan, Mary Ann Rishel, Roberta Valente y Katherine Wright– por su comprensión, inteligente e imaginativa, de la literatura y el folclore de los niños. También quiero expresar mi agradecimiento a Heather Alexander, mi ayudante de cátedra, y a Phyllis Molock, que paciente y esmeradamente transcribió muchos textos de antiguos recortes casi ilegibles. Finalmente quiero agradecer a mis hijos John, Jeremy y Joshua Bishop, que me han proporcionado material de primera mano para entender la reacción de los niños ante los libros; y también a Jane Gardam y Shel Silverstein quienes, de forma diferente, saben muy bien lo que significa ser autor de literatura subversiva infantil. Ithaca, Nueva York Mayo de 1989
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